La Guerra Olvidada
La Guerra Olvidada
La Guerra Olvidada
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David Halberstam
La guerra olvidada
Historia de la guerra de Corea
ePub r1.2
Titivillus 07.08.2017
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Título original: The Coldest Winter. America and the Korean War
David Halberstam, 2007
Traducción: Juan María Madariaga
Retoque de cubierta: Titivillus
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Para Jean, de nuevo
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Notas sobre los términos militares
UNIDADES MILITARES ESTADOUNIDENSES
La dotación, composición y mando de las unidades militares varía según el momento,
el lugar y las circunstancias. Durante los primeros combates en Corea casi todas las
unidades estadounidenses estaban infradotadas, por lo que los números que se dan a
continuación son aproximados.
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ARMAS Y ARTILLERÍA
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Nos hemos esforzado por actualizar los símbolos que aparecen en los mapas
adaptándolos a la norma MIL-STD-2525B utilizada habitualmente por el ejército
estadounidense. Se trata de un sistema genérico que proporciona a un lector avezado
información inmediata sobre la posición, dotación, tipo e identidad de cada unidad
militar. En algunos casos no se disponía de información detallada sobre cada unidad
militar y para evitar errores se ha aplicado un resumen fácilmente legible. También se
han realizado modificaciones no ajustadas a la norma MIL-STD-2525B con el fin de
facilitar la legibilidad.
Aunque esa normativa incluye cientos de símbolos militares, sólo se necesitan
unos pocos para discernir las unidades desplegadas por el ejército estadounidense en
la guerra de Corea:
A menos que se diga otra cosa, una línea gruesa representa una posición o un reducto
defensivo de las fuerzas de Naciones Unidas.
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FIGURA 1. La península de Corea antes del inicio de las hostilidades, mayo de 1950.
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Introducción
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El propio presidente Truman, que había enviado a los soldados estadounidenses a
luchar en Corea, evitaba llamarla «guerra». Desde el principio procuró minimizar la
naturaleza del conflicto porque quería prevenir cualquier sensación de una creciente
confrontación con la Unión Soviética, y uno de los métodos utilizados fue jugar con
la terminología. A última hora de la tarde del 29 de junio, cuatro días después de que
el ejército norcoreano hubiera cruzado el paralelo 38 y mientras las tropas
estadounidenses se dirigían a toda prisa hacia Corea, Truman se reunió con los
periodistas acreditados ante la Casa Blanca. Uno de ellos le preguntó si Estados
Unidos estaba realmente en guerra y el presidente respondió que no, aunque lo cierto
era que sí. Entonces otro periodista preguntó: «¿Se podría hablar de una acción
policial bajo la bandera de Naciones Unidas?».[6] «Sí —respondió Truman—, se trata
exactamente de eso». La idea de que los soldados estadounidenses en Corea
constituían más una fuerza de policía que un ejército suscitó considerable amargura
en muchos de ellos (cuatro meses más tarde Mao Zedong empleó una sutileza verbal
semejante cuando envió a Corea a cientos de miles de soldados chinos, llamándolos
«voluntarios» por razones parecidas a las de Truman).
Así pues, una pregunta informal respondida del mismo modo sirvió para definir
aquella guerra y la política relacionada con ella; la expresión «acción policial»
utilizada por el periodista y por Truman aquel día perduró. La guerra de Corea no iba
a ser una gran guerra nacional en la que se uniera todo el pueblo estadounidense
como lo había sido la segunda guerra mundial, ni tampoco, como la de Vietnam una
generación después, una guerra obsesionante que lo dividiera, sino un conflicto
desconcertante, gris y muy distante, que se prolongaba indefinidamente sin esperanza
de solución y sobre el que la mayoría de los estadounidenses, salvo los que combatían
allí y sus familiares cercanos, preferían saber lo menos posible. Casi treinta años
después el cantante John Prine captó concisamente aquel estado de ánimo en su
canción «Hello In There», en la que mencionaba la muerte en Corea de un joven
llamado Davy, sin que nadie supiera muy bien por qué. Más de medio siglo después
aquella guerra todavía seguía excluida de la conciencia cultural y política
estadounidense y a veces parecía haber quedado huérfana en la historia. Uno de los
mejores libros publicados sobre ella llevaba el idóneo título de The Forgotten War.
Cada uno de los soldados enviados a Corea tenía sus propias razones para el
resentimiento: unos ya habían participado en la segunda guerra mundial, estaban en la
reserva y habían tenido que abandonar de mala gana sus empleos civiles por segunda
vez en menos de diez años para combatir en el extranjero, al otro lado del océano,
mientras la mayoría de sus compatriotas permanecían en sus casas. Otros veteranos
de la segunda guerra mundial, que habían decidido permanecer en el ejército, se
sentían horrorizados por el patético estado de éste en las primeras batallas contra el
ejército norcoreano. El ejército estadounidense estaba escaso de personal y tenía
unidades poco entrenadas y armamento anticuado o defectuoso, a lo que se sumaba el
sorprendentemente bajo nivel de los mandos. A esos veteranos les desasosegaba el
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debilitamiento que había sufrido el ejército desde el final de la segunda guerra
mundial, su pérdida de profesionalidad y de fuerza y el mal estado en que se hallaba
al principio de la guerra de Corea. Cuanta más experiencia tenían, más
desmoralizados se sentían por las condiciones en que debían luchar.
El peor aspecto de la guerra, como escribió el teniente coronel George Russell, al
mando de un batallón del 23.º Regimiento de la Segunda División de Infantería, «era
la propia Corea». Para un ejército que dependía tanto de su producción industrial y
del consiguiente uso de maquinaria militar, especialmente de los tanques, era el peor
tipo de terreno. El territorio de países como España o Suiza es muy montañoso, pero
cuenta con planicies en las que se puede aprovechar el potencial de los tanques
fabricados en los países industriales avanzados, pero en Corea, como decía Russell,
«al otro lado de cada cordillera [había] otra».[7] Si el país se podía caracterizar por
algún color, añadía, «eran todos los matices del pardo», y en caso de hacer una
encuesta para decidir qué color dar a la cinta de una medalla por los servicios
prestados allí, la respuesta casi unánime habría sido «el pardo».
A diferencia de la guerra de Vietnam, la de Corea tuvo lugar antes de que se
difundiera la televisión y Estados Unidos se convirtiera en una sociedad de la
comunicación. Durante la guerra de Corea las noticias ofrecidas por televisión eran
breves, insulsas y con una influencia marginal: quince minutos cada noche. Dado el
estado primitivo de la tecnología, las secuencias filmadas en Corea, que por lo
general llegaban a las salas de redacción en Nueva York días después, raramente
emocionaban al país. Era todavía en gran medida una guerra en la que predominaba
la imprenta, periódicos en blanco y negro, y su imagen en la conciencia
estadounidense era igualmente en blanco y negro. En 2004, mientras trabajaba en este
libro, entré casi por casualidad en la biblioteca municipal de Cayo Hueso, en Florida;
en sus estantes había ochenta y ocho libros sobre la guerra de Vietnam y sólo cuatro
sobre la de Corea, lo que refleja hasta cierto punto el destino de aquella guerra en la
memoria estadounidense. Arden Rowley, un joven ingeniero en la Segunda División
de Infantería que pasó dos años y medio como prisionero de guerra en un campo
chino, señalaba amargamente que en 2001 y 2002, años en los que se celebraba el
quincuagésimo aniversario de alguna importante batalla en Corea, se hicieron tres
películas bélicas en Estados Unidos: Pearl Harbor, Códigos de guerra (Windtalkers)
y Éramos soldados, las dos primeras sobre la segunda guerra mundial y la tercera
sobre la de Vietnam; si se añade Salvar al soldado Ryan, producida en 1998, el total
asciende a cuatro, pero sobre la guerra de Corea no se hizo ninguna. La película más
conocida vinculada con la guerra de Corea es El mensajero del miedo (The
Manchurian Candidate) de 1962,[8] la historia de un prisionero de guerra
estadounidense sometido a un lavado de cerebro en un campo chino de prisioneros y
manipulado por los comunistas para intentar asesinar a un candidato a la presidencia
estadounidense.
Si la guerra de Corea tuvo algún reflejo en la cultura popular estadounidense fue a
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través de la película antibélica de Robert Altman (luego serie de televisión y
videojuego) MASH (siglas de Mobile Army Surgical Hospital), sobre un hospital de
campaña operativo durante aquella guerra; pero el topónimo Corea sustituía en
realidad a Vietnam y la película se hizo en 1970, en el momento culminante de las
protestas populares contra la guerra. En aquella época a los ejecutivos de Hollywood
todavía les asustaba presentar al público una película contra la guerra de Vietnam,
que era lo que pretendían Robert Altman y el guionista Ring Lardner Jr., pensando
que era un tema demasiado delicado como para tratarlo de forma irreverente, y por
eso decidieron situar la acción en Corea; pero cualquiera podía ver que los soldados y
oficiales aparecían con las greñas típicas de los años de Vietnam y no con el rapado
propio de la época de Corea.
Así pues, la brutalidad de la guerra de Corea nunca penetró realmente en la
conciencia cultural estadounidense. En ella murieron alrededor de treinta y tres mil
soldados estadounidenses y otros 105.000 fueron heridos. Las bajas del ejército
surcoreano ascendieron a 415.000 muertos y cuatrocientos veintinueve mil heridos.
Los gobiernos chino y norcoreano mantuvieron un riguroso secretismo sobre sus
bajas, pero los funcionarios estadounidenses estimaban alrededor de un millón y
medio de muertos.[9] En Corea la Guerra Fría se convirtió durante un tiempo en
guerra caliente, incrementando las considerables (y crecientes) tensiones entre
Estados Unidos y el mundo comunista y profundizando las grietas abiertas en Asia.
Aquellas tensiones y divisiones entre ambos bandos del mundo bipolar se agravaron
aún más cuando los errores de cálculo estadounidenses provocaron la intervención de
la República Popular China. Cuando todo hubo pasado y se llegó a una tregua ambos
bandos cantaban victoria, pese a que la división final del país apenas difería de la que
existía cuando empezó la guerra; pero Estados Unidos sí había cambiado; su visión
estratégica de Asia no era la misma y también se había alterado mucho la correlación
de fuerzas políticas en los propios Estados Unidos.
Los estadounidenses que combatieron en Corea a menudo se sintieron después
muy apartados de sus compatriotas, que a su juicio no valoraban su sacrificio ni
daban importancia a aquella guerra tan lejana. Esta no gozaba de la gloria y
legitimidad de la segunda guerra mundial, tan reciente y en la que todo el país parecía
compartir un mismo objetivo y cada soldado era una prolongación del espíritu
democrático del país y de sus mejores valores. La de Corea era una guerra de
desgaste limitada y la población estadounidense decidió pronto que de ella no podía
salir nada bueno. Cuando los soldados regresaban de su período de servicio, veían
que sus vecinos apenas se interesaban por lo que habían visto y hecho. En las
conversaciones se abandonaba pronto el tema de la guerra; los acontecimientos en el
frente interno, los ascensos profesionales, la compra de una nueva casa o un nuevo
automóvil eran temas más atractivos. En parte aquello se debía a que las noticias que
llegaban de Corea eran casi siempre sombrías. Incluso cuando la guerra iba bien, no
iba realmente muy bien; la posibilidad de una gran victoria rara vez parecía próxima
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y mucho menos una eventual victoria total, especialmente una vez que el ejército
chino intervino en la guerra a finales de noviembre de 1950. Poco después se
difundió con gran éxito entre los soldados la descripción irónica de aquel largo
equilibrio: «morir por un empate» (die for a tie).
Aquella gran discordancia entre los combatientes y el resto de los ciudadanos
estadounidenses, la sensación de que por mucha bravura que mostraran o por muy
justificada que estuviera su causa se les atribuía un estatus de segunda clase en
comparación con los que habían participado en guerras anteriores, generó en ellos
una gran y persistente amargura.
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Primera parte
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embarcar. Otra señal de que aquellos días de dura lucha habían acabado es que se les
había dicho que devolvieran la mayor parte de su munición. Todos aquellos rumores
que se filtraban desde los distintos puestos de mando debían de ser ciertos.
Richardson se consideraba el más veterano de su unidad: casi todos los demás
miembros de su sección parecían ahora novatos. A menudo pensaba en los
compañeros con los que había llegado tres meses antes, un período que le parecía
haber durado más que los veintiún años anteriores de su vida. Algunos habían
muerto, otros habían caído heridos y algunos habían desaparecido en acción. El único
miembro de su sección, además de él mismo, que estaba allí desde el principio era su
amigo el sargento Jim Walsh, al que buscó para decirle: «¡Dios mío, ya está, con esto
se ha acabado!»,[11] y se felicitaron mutuamente, sin creer del todo en su buena
suerte. Aquella minicelebración tuvo lugar uno de los últimos días de octubre; al día
siguiente les volvieron a distribuir munición y les ordenaron dirigirse hacia el norte
para salvar alguna unidad surcoreana que estaba siendo atacada en las cercanías.
En cualquier caso, había corrido la noticia de que habría un desfile de la victoria
en Tokio y de que la Primera División de Caballería, tras haber combatido con tanto
éxito y durante tanto tiempo en la campaña de Corea —y también porque era la
favorita de MacArthur, el comandante supremo—, lo iba a encabezar. Se suponía que
deberían lucir su pañuelo amarillo de la caballería en el desfile y se corrió la voz de
que debían asearse para participar en él y quitarse de encima la mugre del campo de
batalla: después de todo no se podían recorrer las avenidas del distrito de Ginza con
los uniformes y cascos sucios. Planeaban pavonearse al pasar por delante del cuartel
general de MacArthur en el edificio del Dai Ichi. Se lo habían ganado.
El estado de ánimo entre los soldados estadounidenses en Pyongyang era en aquel
momento una combinación de optimismo y puro agotamiento, tanto emocional como
físico. Se cruzaban apuestas sobre cuándo embarcarían. Para los más novatos, que
acababan de llegar como reemplazo y sólo habían oído historias de lo dura que había
sido la lucha desde el perímetro de Pusan [Busan] hasta allí, era un alivio saber que lo
peor había pasado. Un joven teniente llamado Ben Boyd, de Claremore (Oklahoma),
incorporado al Octavo Regimiento de Caballería ya en Pyongyang, recibió el mando
de una sección de la compañía Baker del primer batallón. Boyd, que se había
graduado en West Point tan sólo cuatro años antes, deseaba aquel puesto, pero estaba
algo nervioso por su reciente historia. Uno de los oficiales le había preguntado:
«¿Qué, teniente, sabe qué lugar ocupa usted en esta sección?». Boyd respondió que
no y entonces el otro le dijo: «Pues bien, teniente, entonces no presuma demasiado,
porque es usted su decimotercer jefe desde que la sección llegó a Corea».[12] Boyd
pensó entonces que efectivamente no tenía motivos para engreírse.
Uno de los últimos días que pasaron en Pyongyang recibieron otra señal
prometedora: Bob Hope, el famoso cómico que había recorrido todos los frentes
durante la segunda guerra mundial ofreciendo a las tropas estadounidenses un
espectáculo tras otro, viajó también a la capital norcoreana para contar allí sus
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chistes. Aquella noche muchos soldados de la Primera División de Caballería
acudieron a escucharle y a la mañana siguiente se dirigieron con su nueva munición
hacia el norte, a un lugar llamado Unsan donde se suponía que debían proteger a una
unidad surcoreana del fuego enemigo. Estaban convencidos de que todo lo que
tendrían que hacer era sofocar un pequeño alboroto como en los que las tropas
surcoreanas, a su juicio, siempre se estaban metiendo.
No se puede decir que salieran de Pyongyang especialmente bien preparados:
cierto es que les habían repartido algo de munición, pero estaba la cuestión de los
uniformes. ¿Debían llevar los que vestirían en el desfile en Tokio o ropa de invierno?
Alguien tomó la decisión de que llevaran los más aseados, aunque la temperatura
descendía rápidamente y se aproximaba el invierno, que en Corea iba a ser uno de los
más fríos en todo un siglo. Por otra parte, tanto entre los oficiales como entre los
soldados rasos predominaba la sensación de que no tenían por qué preocuparse, aun
cuando se acercaban a zonas peligrosamente próximas al río Yalu, la frontera entre
Corea y la Manchuria china. Muchos de ellos habían oído hablar de la reunión que
acababan de celebrar dos semanas antes Truman y MacArthur en la isla de Wake y se
había corrido la voz de que el comandante supremo en el Lejano Oriente había
prometido devolver a Washington toda una división de las presentes en Corea para
que pudiera enviarla a Europa.
El propio MacArthur se había dejado ver en Pyongyang inmediatamente después
de su conquista por la Primera División de Caballería. Al descender del avión había
preguntado: «¿No ha venido nadie célebre a saludarme? ¿Dónde está Kim Dientes de
Conejo?».[13] Se refería burlonamente a Kim Il-sung, el líder comunista norcoreano
aparentemente derrotado. Luego había pedido que si alguien de la división llevaba en
Corea desde el principio diera un paso adelante. De los dos centenares de hombres
que le rendían honores, cuatro dieron ese paso; todos ellos habían recibido alguna
herida. Poco después MacArthur subió de nuevo al avión para volver a Tokio. No
pasó la noche en Corea; de hecho no pasó ni una noche allí durante todo el tiempo
que estuvo al mando.
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nadie: se sabía que las únicas órdenes que obedecía eran las suyas propias. Su
seguridad sobre lo que haría o dejaría de hacer el enorme ejército chino que todos
sabían apostado al otro lado del Yalu era mucho mayor que la de los altos
funcionarios de la administración Truman. En la isla de Wake le dijo al presidente
que los chinos no intervendrían en la guerra, pero incluso si lo hacían, estaba
convencido de poder infligirles una de las mayores carnicerías militares de la historia.
Para MacArthur y la gente de su Estado Mayor, asombrosamente inconscientes de las
temperaturas y la topografía de aquel país desolado, se acercaban los últimos
momentos de una gran marcha victoriosa hacia el norte iniciada con el desembarco
anfibio en Inchon tras las líneas norcoreanas. Aquél había sido un gran éxito, quizá el
mayor triunfo de una carrera gloriosa, tanto más cuanto que la había llevado adelante
contra la opinión de muchos altos mandos del Pentágono. Pero en Washington éstos y
los altos responsables civiles se sentían cada vez más preocupados a medida que las
tropas de MacArthur avanzaban hacia el norte. No confiaban tanto como el general
en las intenciones de los gobernantes chinos (ni de los soviéticos) y les desasosegaba
la extrema vulnerabilidad de las fuerzas de Naciones Unidas; pero sabían que su
control sobre MacArthur era escaso y parecían temerle tanto como lo respetaban.
Si bien el balance favorecía en aquel momento a Naciones Unidas, durante la
primera fase de la guerra, después de que el ejército norcoreano cruzara el paralelo 38
a finales de junio, la ventaja había sido decididamente de los comunistas. Habían
obtenido una victoria tras otra sobre las tropas estadounidenses y surcoreanas, débiles
y mal preparadas. Pero a medida que iban llegando más y mejores tropas
estadounidenses y tras el brillante desembarco en Inchon sus fuerzas se habían
desbandado y hasta desvanecido después de los duros combates de la reconquista de
Seúl. Aun así, el gobierno de Washington y muchos altos mandos militares, aunque
complacidos por el resultado del desembarco en Inchon, se sentían inquietos por la
influencia adicional que había ganado con él MacArthur. Pese a que la República
Popular China había advertido de su intención de intervenir en la guerra, MacArthur,
con quien ya era difícil tratar en las mejores circunstancias, se había endiosado más
aún después del desembarco de Inchon. Había asegurado que el ejército chino no se
atrevería a intervenir y se consideraba un experto en lo que llamaba «el pensamiento
oriental»; pero ya se había equivocado, y mucho, sobre las intenciones y capacidad de
Japón justo antes de la segunda guerra mundial. Más tarde los altos mandos de
Washington considerarían aquel momento en que las tropas de Naciones Unidas
llegaron a Pyongyang y antes de que se dirigieran a Unsan como la última
oportunidad para evitar que la guerra se ampliara, convirtiéndose en una guerra
contra la República Popular China.
No menos inquietos estaban algunos de los jefes y oficiales que encabezaban el
avance hacia el norte, advirtiendo en él cierta cualidad fantasmagórica al tiempo que
la temperatura bajaba de forma alarmante y el terreno se hacía cada vez más
escarpado y difícil. Años después el general Paik Sun-yup, entonces al mando de la
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Primera División del ejército surcoreano y muy respetado por los militares
estadounidenses, recordaba su propio desasosiego mientras avanzaban hacia el norte
sin resistencia, en un aislamiento casi total, como si estuvieran demasiado solos. Al
principio Paik, que se había formado en las filas del ejército japonés en Manchuria,
no podía precisar a qué se debía su desazón, hasta que reparó en la absoluta ausencia
de gente, el silencio abrumador que rodeaba a sus tropas. Poco antes había miles de
refugiados dirigiéndose hacia el sur, pero ahora la carretera estaba desierta, como si
algo importante estuviera teniendo lugar más allá de su vista y su conocimiento.
Además, cada día hacía más frío y la temperatura caía algunos grados.
Algunos oficiales de inteligencia también se sentían preocupados. Recibían
informaciones fragmentarias de diversas fuentes que les hacían pensar que las tropas
chinas habían entrado ya en territorio norcoreano a finales de octubre, y en gran
cantidad. El coronel Percy Thompson, G-2 (esto es, jefe de inteligencia) del I Cuerpo
en el que estaba encuadrada la Primera División de Caballería, considerado uno de
los oficiales de inteligencia más capaces en Corea, era muy pesimista. Estaba
absolutamente convencido de la presencia china y trató de advertir a sus superiores.
Desgraciadamente predominaba entre ellos, sobre todo en la Primera División de
Caballería, una sensación de euforia que provenía de Tokio. Thompson advirtió
directamente al coronel Hal Edson, al mando del Octavo Regimiento, de su sospecha
de que había una enorme presencia china en aquella área, pero Edson y otros
recibieron su apercibimiento, como observó más tarde, «con desconfianza e
indiferencia». Su hija Bárbara (casada con John Eisenhower, hijo del que pronto sería
presidente) recordaba un dramático cambio de tono en las cartas que le llegaban
desde Corea, como si su padre se estuviera despidiendo de ella: «Estaba
absolutamente convencido de que les iban a atacar y de que a él lo iban a matar».[14]
Thompson tenía sus razones para sentirse alarmado. Los informes que recibía
eran muy ciertos: las tropas chinas estaban ya en el país, esperando pacientemente en
las montañas del norte de Corea a que las unidades surcoreanas y de Naciones Unidas
dilataran aún más sus líneas de aprovisionamiento, ya muy estiradas. No tenían
intención de atacar de inmediato; querían que las tropas estadounidenses avanzaran
más al norte y sabían que la dificultad de la marcha facilitaba en cambio su tarea. Los
soldados del general Paik gritaban días antes «¡Al Yalu! ¡Al Yalu!»,[15] pero el 25 de
octubre se produjo un gran ataque chino. Como escribió más tarde Paik, era como
topar de repente con un muro. Al principio los mandos del ejército surcoreano no
tenían ni idea de lo que sucedía. El 15.º Regimiento de Paik se vio totalmente
inmovilizado por un terrible bombardeo de fuego de mortero, tras el que el
12.º Regimiento a su izquierda quedó desmantelado y luego el 11.º Regimiento, la
reserva de la división, fue también atacado por un flanco y desde la retaguardia. La
habilidad con que combatía el enemigo le hizo pensar a Paik que debían de ser
chinos. Actuó por puro reflejo y con ello salvó probablemente a la mayoría de sus
hombres, retirando inmediatamente la división, que había caído en una gigantesca
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emboscada del ejército chino, en el pueblo de Unsan. Más tarde contaba que habían
hecho como en las películas del Oeste cuando los rostros pálidos ponían sus carros en
círculo. Otras unidades surcoreanas no fueron tan afortunadas o no contaban con un
comandante en jefe como Paik.
Éste no dudó ni un momento de que los atacantes eran chinos. El primer día de
batalla unos soldados del 15.º Regimiento trajeron un prisionero al que interrogó el
propio Paik. Tenía alrededor de treinta y cinco años y llevaba una gruesa guerrera
guateada reversible, por un lado caqui y por el otro blanca. Como escribió Paik, era
«una forma simple pero eficaz de camuflaje en terrenos nevados». El prisionero
también llevaba una gorra con orejeras, gruesa y pesada, de un tipo que pronto les
resultaría familiar a todos, y zapatillas de caucho. En el interrogatorio se mostró
sorprendentemente comunicativo: era un soldado regular del Ejército Popular de
Liberación chino, de la provincia de Guangdong. Le dijo a Paik de pasada que había
decenas de miles de chinos en las montañas próximas. Toda la Primera División
surcoreana podía estar cercada.
Paik llamó inmediatamente al comandante del I Cuerpo, el general Frank William
Milburn, y llevó al prisionero a su puesto de mando. Ahora fue Milburn el que
condujo el interrogatorio, mientras Paik hacía de intérprete. Más tarde lo transcribió
poco más o menos así:
—¿De dónde es usted?
—Del sur de China.
—¿A qué unidad pertenece?
—Al 39.º Ejército.
—¿En qué batallas ha participado?
—Estuve en la batalla de la isla de Hainan [en la guerra civil china].
—¿Reside usted en Corea?
—No, soy chino.[16]
Paik estaba absolutamente convencido de que el prisionero, que había respondido
sin evasivas ni disimulo, decía la verdad. Tampoco cabía dudar de la seriedad de su
información. Desde hacía tiempo se sabía que el ejército chino había apostado más de
trescientos mil soldados al otro lado del Yalu, dispuestos a entrar en Corea en cuanto
así lo decidieran. La única duda era si el gobierno de Beijing se estaba tirando un
farol cuando advirtió al mundo de su intención de intervenir en la guerra. Milburn
transmitió inmediatamente los nuevos datos al cuartel general del Octavo Ejército y
desde allí se enviaron al general Charles Willoughby, el jefe de inteligencia de
Douglas MacArthur, un tipo convencido de que no había tropas chinas en Corea y de
que no iban a intervenir, al menos en una cantidad suficiente para alterar la
correlación de fuerzas. Eso era lo que creía MacArthur, y en su cuartel general la
tarea del G-2 consistía ante todo y principalmente en demostrar que su jefe siempre
tenía razón. El avance hacia el Yalu, en el que participaba una cantidad ilimitada de
soldados estadounidenses, surcoreanos y de Naciones Unidas, se extendía con líneas
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muy delgadas por una vasta extensión de terreno montañoso basándose en la
hipótesis de la abstención china. Si desde el cuartel general de MacArthur llegaba de
repente a Washington la noticia de que se había establecido contacto con fuerzas
chinas significativas, los jefes de Estado Mayor, que hasta entonces observaban casi
pasivamente de lejos, podrían inquietarse y tratar de imponer su criterio, con lo que
MacArthur perdería su control absoluto sobre el plan y no podría llegar hasta el Yalu.
Para evitarlo Willoughby estaba dispuesto, como siempre, a transmitir sus informes
de forma que no afectaran a la libertad de acción de MacArthur. Cuando llegaron las
primeras noticias sobre la presencia de fuerzas chinas al norte del Yalu, Willoughby
se esforzó por minimizarlas, afirmando que se trataba «probablemente de una especie
de chantaje diplomático».[17] Ahora, después del interrogatorio del primer prisionero
chino, que se había mostrado sorprendentemente comunicativo, la respuesta que llegó
de inmediato desde la oficina de Willoughby al Octavo Ejército fue que, aunque fuera
de origen chino, se trataba sin duda de un residente en Corea que se había presentado
voluntario para combatir. Era una conclusión extravagante, destinada
deliberadamente a minimizar la importancia de la confesión del prisionero;
significaba que éste no sabía quién era, cuál era su nacionalidad, a qué unidad
pertenecía ni cuántos soldados la componían. Aquel juicio habría complacido sin
duda al alto mando chino; era exactamente lo que quería que pensaran los mandos
estadounidenses. Cuanto más arrogantes se mostraran éstos, mayor sería la victoria
que estaba seguro de alcanzar una vez que se cerrara la trampa.
Durante las semanas siguientes las tropas estadounidenses y surcoreanas hicieron
muchos otros prisioneros chinos que confesaban a qué unidades pertenecían y que
éstas habían cruzado el Yalu en gran número. Willoughby desfiguraba una y otra vez
los datos que le llegaban desde el norte de Corea, pero mientras los mandos de la
división, del cuerpo, del ejército y del Dai Ichi discutían si aquellos prisioneros eran o
no verdaderamente chinos, si formaban parte de una división, de un ejército o de un
grupo de ejércitos, y qué importancia tenía aquello para las tropas extremadamente
vulnerables de Naciones Unidas, los soldados, los suboficiales y aun los mandos
intermedios de éstas permanecían ignaros de todo aquello, en particular en el Octavo
Regimiento de Caballería donde estaban convencidos de estar persiguiendo a los
últimos restos del ejército norcoreano y de que pronto llegarían al Yalu y orinarían en
él en señal de triunfo.
Entre los altos mandos del Octavo Ejército se había extendido una euforia muy
peligrosa que reflejaba la del propio MacArthur. Dado que éste, el general más
experimentado del ejército estadounidense, se mostraba absolutamente confiado en el
camino emprendido, no es de extrañar que lo estuvieran igualmente sus subordinados,
tanto en el cuerpo como en la división. Cuanto más alto se subía en la escala de
mando, especialmente en Tokio, mayor era el convencimiento de que la guerra había
acabado y de que lo único que quedaba era hacer un poco de limpieza. Hubo muchas
indicaciones de esa confianza excesiva: el 22 de octubre, tres días antes de la captura
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del primer prisionero chino, el teniente general Walton Walker, al mando del Octavo
Ejército, pidió permiso a MacArthur para desviar los futuros envíos de buques
cargados de munición de Corea a Japón. MacArthur aprobó la petición y ordenó que
seis buques cargados de proyectiles de 105 y 155 mm se desviaran hacia Hawai. El
ejército estadounidense en Corea, aun habiendo gastado gran parte de sus municiones
durante los cuatro meses anteriores, imaginaba rebosantes sus arsenales.
En el sector del Octavo Ejército el general de división Laurence (Dutch) Keiser,
al mando de la afamada Segunda División de Infantería, convocó el 25 de octubre a
todos los oficiales para una reunión especial de su Estado Mayor. El teniente Ralph
Hockley, observador avanzado del 37.º Batallón de Artillería de Campaña, recordaba
con precisión la fecha y sus palabras. Keiser, de muy buen humor, les dijo que la
división, que había participado en la mayoría de los combates más duros de la guerra,
estaba a punto de abandonar Corea: «Vamos a volver a casa y lo haremos muy
pronto, antes de Navidad. Tenemos ya la orden».[18] Uno de los oficiales preguntó
adonde se irían ahora. Keiser respondió que no podía decírselo, pero que sería un
lugar que les gustaría. Comenzaron las especulaciones: Tokio, Hawai, alguna base en
Europa o quizá a Estados Unidos.
Las tropas del Octavo Regimiento de Caballería llegaron sin dificultad hasta Unsan.
El sargento Herbert (Papi) Miller, ayudante de sección en la compañía Love del tercer
batallón, había recibido filosóficamente la noticia de que tenían que dejar Pyongyang
y dirigirse a Unsan, en el norte, para reforzar una unidad surcoreana. Quizá le habría
gustado pasar unos cuantos días más en Pyongyang, pero ésas eran las órdenes y
estaban allí para eso, para tapar agujeros. Nunca entendió por qué los mandos habían
decidido que las tropas surcoreanas encabezaran el avance hacia el norte. No estaba
preocupado por la posible intervención china; lo que le preocupaba era el frío, porque
todavía vestían los uniformes de verano. En Pyongyang les habían dicho que los
uniformes de invierno estaban a punto de llegar, cargados en camiones, al día
siguiente o al cabo de dos días. Llevaba varios días oyendo lo mismo y los uniformes
de invierno seguían sin llegar. Dado que el regimiento de Miller había participado en
tantas batallas con el consiguiente desgaste, los soldados novatos de julio y agosto
habían sido sustituidos por los novatos de octubre. Miller y su buen amigo Richard
Hettinger, de Joplin (Missouri), que también había participado en la segunda guerra
mundial, habían jurado protegerse mutuamente. Se hablaba mucho de volver a casa
por Navidad, pero Miller no era tan optimista y pensaba que no podías decir que
estabas en casa hasta que llegabas allí.
Provenía de la pequeña ciudad de Pulaski, en Nueva York. En la segunda guerra
mundial había servido en la 42.ª División y como al regresar no había encontrado un
empleo decente se había reenganchado en 1947. Lo habían destinado al Séptimo
Regimiento de la Tercera División de Infantería, al que sin embargo habían separado
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de ésta para integrarlo en la Primera División de Caballería, y sólo llevaba seis meses
de su contrato por tres años cuando lo enviaron a Corea en julio de 1950. A su juicio,
mientras que en la segunda guerra mundial todo se hacía correctamente, en Corea
casi todo se hacía mal. Su compañía y él habían llegado al país una mañana a
mediados de julio y aquel mismo día los habían enviado a toda prisa al frente, cerca
del pueblo y nudo de carreteras de Taejon [Daejeon]. Había compartido todas las
vicisitudes de la compañía desde entonces y era por eso por lo que sus hombres lo
llamaban Papi, aunque sólo tenía veinticuatro años de edad.
Durante la marcha hasta Taejon había oído muchas bravuconadas aquel primer
día a jóvenes reclutas que sólo conocían la guerra por las películas y suponían que
iban a dar una buena somanta a los norcoreanos. Miller había permanecido en
silencio mientras fanfarroneaban; pensaba que era mejor sentirse así después de la
batalla que antes, pero no valía la pena decírselo, ya que era algo que cada uno tenía
que aprender por su cuenta. Aquella primera batalla había sido terrible; estaban mal
preparados y los soldados norcoreanos eran muy eficaces y experimentados. Al día
siguiente la compañía había quedado reducida de unos ciento sesenta hombres a
treinta y nueve. Miller decía: «Casi nos aniquilaron aquella primera noche».[19]
Después de aquello no se volvió a hablar de patear el culo a los coreanos.
No es que los muchachos hubieran combatido mal, sino que estaban recién
desembarcados, sin preparación, y tenían demasiados norcoreanos enfrente. Por bien
que combatieras seguían llegando más, cada vez más. Se deslizaban detrás de tus
líneas, te cortaban la retirada y a continuación te atacaban por los flancos. Miller
pensaba que en eso eran magníficos. El primer par de oleadas llegaba con fusiles y
tras ellos venían soldados desarmados dispuestos a recoger las armas de los que
habían caído y seguir avanzando. En su opinión, contra un ejército tan numeroso cada
uno de ellos necesitaba un arma automática y el armamento estadounidense se
hallaba en muy mal estado; el equipo básico de la infantería era a menudo basura.
Los fusiles de entrenamiento que les habían dado en Fort Devens, además de
anticuados, estaban muy deteriorados, escasamente cuidados y no valían un centavo,
lo que parecía revelar la valoración que la nación tenía de su ejército en tiempo de
paz.
Desde que llegaron a Corea siempre les faltaba munición. Miller recordaba que
durante un encarnizado combate en los primeros días de la guerra alguien había traído
una caja de cartuchos y todos venían sueltos, de modo que tenían que llenar sus
propios cargadores. Se había preguntado qué clase de ejército enviaba cartuchos
sueltos a soldados de infantería superados en número cuya vida dependía de su
capacidad de fuego y pensó que los oficiales de intendencia eran unos aficionados.
Los norcoreanos conducían buenos carros blindados T-34 soviéticos, bajo cuya
coraza no podían penetrar los lamentables proyectiles de 60 mm de las viejas bazucas
de la segunda guerra mundial con que contaban las tropas estadounidenses. En la
segunda guerra mundial siempre sabías cuál era tu objetivo y quién combatía a tu
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derecha y a tu izquierda, pero en Corea luchabas a ciegas y nunca estabas seguro de
tus flancos porque allí solías tener soldados surcoreanos.
El día que llegaron a Unsan Miller dirigía una patrulla a unos ocho kilómetros al
norte del campamento base cuando se encontraron con un viejo granjero que les dijo
que en la zona había miles de chinos, muchos de ellos a caballo. El anciano hablaba
con tal simplicidad y convicción que Miller quedó convencido de que decía la
verdad, así que lo llevó consigo hasta el puesto de mando de su batallón, pero allí
nadie parecía creerle. ¿Chinos? ¿Miles y miles de chinos? Nadie había visto a ningún
chino. ¿A caballo? Eso era absurdo. Así pues, aquello no sirvió para nada. Bien, se
dijo Miller, ellos eran los expertos en inteligencia y debían de saber de qué hablaban.
Entre los soldados del Octavo Regimiento fue un joven cabo llamado Lester
Urban, de la compañía Item del tercer batallón, el primero en apreciar el peligro. Era
enlace de la compañía de servicio, por lo que pasaba mucho tiempo cerca del puesto
de mando del batallón y procuraba enterarse de lo que decían los oficiales. Tenía
entonces sólo diecisiete años, medía 1,62 m y pesaba menos de cincuenta kilos, por lo
que no había podido formar parte del equipo de fútbol de su instituto en la pequeña
ciudad de Delbarton (Virginia occidental). Su apodo en la compañía era Peanut
[Cacahuete], pero era un chico duro y rápido y por eso lo habían elegido como
enlace. Dado el estado lamentable de las comunicaciones por cable y por radio en
Corea —los equipos rara vez funcionaban adecuadamente—, su trabajo consistía en
llevar mensajes, orales o escritos, del batallón a la compañía. Era una tarea
extremadamente peligrosa. Urban estaba orgulloso de saber cómo hacerlo y
sobrevivir. Si tenía que hacer cuatro o cinco viajes a un mismo lugar durante el
mismo día siempre variaba de itinerario y nunca se descuidaba, pensando que quien
lo hacía era hombre muerto.
Urban se sentía algo preocupado porque al flanco no había tropas
estadounidenses, lo que aumentaba su vulnerabilidad; pero habían encontrado tan
poca resistencia durante las últimas semanas que aquella preocupación no le
agobiaba, al menos hasta que llegaron a Unsan. Allí su regimiento había quedado, en
sus propias palabras, tan expuesto como un pulgar ulcerado, y bastaba observarlo
para percibir que sus tres batallones estaban mal situados y mal espaciados. La
distancia entre ellos, pequeña en el mapa en el cuartel general, era sorprendentemente
grande si tenías que correr de uno a otro como él hacía.
El 31 de octubre Urban estaba cerca del puesto de mando del batallón cuando el
teniente coronel Harold Keith Johnson, que hasta la semana anterior estaba al mando
del tercer batallón del Octavo Regimiento —el 3/8— pero recientemente había
recibido el mando de todo un regimiento, el Quinto de Caballería (que también
formaba parte de la Primera División), se acercó en un jeep para comprobar las
defensas. Una de las últimas cosas que había hecho antes de salir de Pyongyang era
presidir una ceremonia dedicada a las bajas del 3/8 desde que empezó la guerra, unos
cuatrocientos hombres. En aquella ceremonia habían participado todos los soldados
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que formaban parte de la unidad desde el principio, «una cantidad minúscula» en
palabras del propio Johnson.
Harold Johnson era, más que admirado, querido por la mayoría de los hombres
del 3/8. Llevaba con ellos desde que llegaron a Corea y pensaban que una vez
entrados en combate siempre había tomado las decisiones más adecuadas. Tenía un
desacostumbrado sentido de la lealtad hacia sus hombres, cosa que los soldados
reconocen y aprecian cuando valoran a un oficial, y siempre estaban valorando a los
oficiales porque su vida dependía de ello. Sabían que Johnson había rechazado la
oportunidad de recibir el mando de un regimiento al principio de la guerra para poder
permanecer con el batallón cuando todos ellos eran novatos, porque se sentía
obligado hacia los hombres que había llevado hasta allí.
Había pasado por su propio y prolongado infierno. Capturado por los japoneses
en la batalla de Bataan en Filipinas a principios de 1942, había conseguido sobrevivir
a la Marcha de la Muerte y había permanecido prisionero durante más de tres años.
En general, la estancia en un campo de prisioneros no era algo que contribuyera a la
carrera de un oficial —especialmente en lo que se refiere a la de Corea, donde los
prisioneros estadounidenses recibieron un trato especialmente cruel y donde algunos
de ellos quedaron con graves secuelas debido al lavado de cerebro—, pero Johnson
llegó a jefe de Estado Mayor del Ejército de Tierra. Lester Urban decía de él años
después: «Era el mejor, alguien nacido para mandar soldados. Creo que siempre
estaba pensando en lo que podía ser mejor para nosotros y no en su propia carrera».
[20]
Su experiencia en la batalla de Bataan le hacía desconfiar de la sabiduría
tradicional y conocía mejor que la mayoría de los oficiales las consecuencias de un
optimismo exagerado. En aquel momento tenía al Quinto Regimiento de Caballería
apostado como unidad de reserva a unos pocos kilómetros al sur de su vieja unidad,
pero se estaba poniendo nervioso al oír hablar de una gran fuerza enemiga que se
desplazaba por toda el área y que podría cortar la carretera aislando al Octavo
Regimiento del resto de la división, por lo que decidió dirigirse en un jeep hacia el
norte para examinar la situación por sí mismo. Durante aquel trayecto le sorprendió el
mismo silencio que había impresionado al general Paik, el hecho de que no se movía
nada, y también a él le recorrió un escalofrío por la espalda. Cuando finalmente llegó
hasta su viejo batallón no le gustó en absoluto lo que vio. Su sustituto, Robert
Ormond, era novato en la tarea y a su juicio había distribuido mal el batallón. La
mayoría de los hombres estaban apostados en terreno llano y ni siquiera bien
atrincherados.
Al contemplar el encuentro entre ambos oficiales, Urban percibió la inquietud de
Johnson. Aunque a su juicio no parecía inclinado a reprender a otro oficial, le habló a
Ormond en términos sorprendentemente rudos: «¡Tiene que sacar inmediatamente a
sus hombres del valle y hacerles subir a terreno alto! ¡Ahí donde están son demasiado
vulnerables! ¡No tienen defensa si les atacan!». («Pensé que le iba a dar una azotaina
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allí mismo», decía Urban años después). Johnson supuso que Ormond había
entendido lo que le había dicho y se horrorizó al descubrir más tarde que su consejo
había sido ignorado.[21] Por otra parte, tampoco era sólo el tercer batallón el que
estaba mal situado. Después de que pasara toda la tragedia, muchos de los mandos
admitirían que todo el Octavo Regimiento estaba muy expuesto; los soldados habían
acampado como si no tuvieran enemigos que temer.
El teniente Hewlett (Reb) Rainer se incorporó al regimiento después de la batalla
de Unsan y una de las cosas que decidió hacer fue reunir los datos de lo que había
sucedido. Le sorprendió la forma en que el regimiento había acampado: «Lo primero
que hay que señalar es que los batallones no podían apoyarse unos a otros. No
estaban adecuadamente conectados. Lo segundo es que entre ellos podía pasar una
división o dos del ejército chino sin que quienes pasaban la noche allí se apercibieran
siquiera; y así era precisamente como combatía el enemigo: se deslizaba por los
flancos, luego te rodeaba y a continuación te aplastaba —decía Rainer—. Sé que el
regimiento no había recibido noticias del cuartel general sobre los movimientos del
ejército chino, pero aun así estaba muy al norte, en lo que se podría calificar como
“territorio indio”; era evidente que estaba a punto de suceder algo; y no había forma
de explicar por qué acampaban como si estuvieran en Estados Unidos jugando a la
guerra. Decir que habían acampado de forma descuidada es decir muy poco».[22]
El sargento Bill Richardson, al mando de un grupo de rifles sin retroceso en la
sección de armas pesadas de la compañía Love, recordaba muy bien aquel 31 de
octubre de 1950. Su grupo estaba apostado en el extremo sur de la posición del tercer
batallón, formando parte de una unidad que guardaba un puente por el que una
pequeña carretera cruzaba el río Nammyon. El día antes habían recibido por fin un
envío de lo que la gente de abastecimiento llamaba ropa de invierno: algunos
tabardos, calcetines nuevos y poco más. Richardson le había encargado a uno de sus
hombres distribuir los chaquetones lo mejor que pudiera eludiendo a los sargentos
porque no había suficientes para todos. Años después le enfurecía leer que los
hombres de su compañía habían sido sorprendidos durmiendo en sus sacos de dormir.
Si aciago fue el ataque por sorpresa que sufrieron, se convertía en una afrenta al
achacarles estar metidos en unos sacos de dormir que ni siquiera tenían. Los
improvisaban lo mejor que podían envolviéndose en sus mantas y ponchos.
Aquel día Richardson estaba de guardia en el puente cuando el teniente coronel
Johnson se detuvo allí en su camino de regreso desde el puesto de mando del 3/8 para
advertirle con cierta cautela: «Mire —le dijo—, tenemos informes de algunos
bloqueos de carreteras en la zona. Creemos que son restos del ejército norcoreano y
puede que suban por el río hacia usted, dirigiéndose hacia el norte». Richardson no se
amilanó por la noticia y le respondió («mis famosas últimas palabras»): «Mi coronel,
si vienen por la curva del río serán ellos los que se lleven una sorpresa». Johnson le
pidió que estuviera atento, le tendió la mano y le deseó buena suerte; Richardson dijo
para sus adentros (al ver que Johnson iba en el jeep prácticamente desprotegido): «Mi
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coronel, es usted quien necesita suerte».
Llevaban juntos desde el entrenamiento en Fort Devens, en Massachusetts.
Richardson había servido en Europa en el último tramo de la segunda guerra mundial,
aunque llegó demasiado tarde para participar en combates y sólo había podido ver la
devastación que había causado; pero en Corea participó en las batallas más difíciles y
peligrosas a las que tuvo que hacer frente nunca una unidad estadounidense. Había
crecido en Filadelfia y sus padres eran comediantes. No fue un buen estudiante y con
el tiempo lo enviaron a la escuela local de formación profesional, que era la forma
que tenía el sistema de decirle que se olvidara del instituto en el improbable caso de
que se le hubiera ocurrido tal posibilidad. Su escolarización formal concluyó en el
noveno grado, se incorporó al ejército y comprobó que la vida militar le gustaba. Lo
entrenaron profesionales habilidosos que habían pasado por lo peor de la segunda
guerra mundial y le explicaron los pequeños trucos con que quizá podría salvar su
vida. Durante la primavera de 1950, cuando estaba a punto de cumplirse la tercera
prórroga de su alistamiento, el ejército, en pleno proceso de desmovilización tras la
segunda guerra mundial, trató de deshacerse de él; pero entonces el Inmin-gun
norcoreano invadió el sur y de la noche a la mañana los criterios del reenganche
cambiaron y los encargados de aplicarlos prefirieron que permaneciera disponible.
Así que a finales de junio, en lugar de recibir la licencia, se incorporó al 3/8 en
Fort Devens. Richardson recordaba que inmediatamente después de la invasión
norcoreana, el 26 o el 27 de junio, el teniente coronel Johnson había reunido a todo el
batallón en un cine de campaña y en aquel momento eran tan pocos que sólo habían
ocupado las dos o tres primeras filas. Allí les pasaron una película de propaganda de
la infantería que concluía con la ceremonia de entrega a algunos soldados de Estrellas
de Plata y de Bronce y Johnson les dijo: «Chicos, aquéllos de vosotros que todavía no
tengáis una de ésas la obtendréis dentro de pocas semanas». A Richardson aquello le
pareció una exageración en aquel momento.[23] Al cabo de unos días comenzaron a
llegar soldados de todo tipo: policías militares, cocineros, almacenistas y soldados de
infantería suficientes para llenar cualquier cine, y de inmediato los enviaron a Corea.
Más tarde, cuando les atacaron las tropas chinas, Richardson creía que Johnson
había tratado de advertirle de que andaban por la zona y de que en su opinión las
posiciones del Octavo de Caballería estaban demasiado expuestas, en un momento en
el que pronunciar la palabra mágica «chinos» ante un suboficial podía provocar que
se desencadenara el pánico. Richardson estaba convencido de que si Johnson hubiera
sido todavía el jefe del 3/8 habría reforzado sus posiciones, las habría desplazado a
terreno alto y se habría asegurado de que estuvieran mucho más concentradas y se
pudieran apoyar mutuamente. A su juicio Ormond podría convertirse algún día en un
buen oficial, pero aquél no era el lugar ni el momento para su primer combate.
El comandante Fillmore McAbee, S-3 (o jefe de operaciones) del tercer batallón,
estaba tan preocupado como Johnson por la forma en que había acampado el
regimiento, pero durante mucho tiempo no tuvo posibilidad de discutirlo con Johnson
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porque pasó los siguientes dos años y medio en un campo de prisioneros. McAbee,
un experimentado oficial de combate durante la segunda guerra mundial, era jefe de
una compañía en la Primera División de Caballería desde que llegó a Corea. Era
considerado un excelente oficial de combate pero en el momento en que atacaron las
tropas chinas se sentía frustrado. Tanto Ormond como su oficial ejecutivo, el
comandante Veale Moriarty, eran nuevos en el mando, y por lo que sabía McAbee, su
experiencia era principalmente como oficiales de Estado Mayor a nivel de
regimiento. Se conocían bien mutuamente y dejaron al margen a McAbee, el oficial
que había participado en más combates. Más tarde éste decía: «Yo me sentía
preocupado, pero eran ellos quienes mandaban». Había tratado inútilmente de alertar
a Ormond sobre la descuidada posición del campamento; tampoco le gustaba el
excesivo optimismo de los soldados, algo de lo que culpaba a los oficiales: los veía
negligentes y altaneros. Se hablaba mucho de adonde irían después de Corea y todos
parecían creer que sólo les quedaban dos etapas: llegar al Yalu y luego a casa. Más
tarde, cuando McAbee supo que se había capturado algunos prisioneros chinos sin
advertir hasta aquel momento a unidades como la suya, juzgó que la decisión del
mando de disimular o reservarse aquella información era una de las más atroces de
las que nunca había oído hablar, una total abdicación de la responsabilidad militar.
Más adelante, cuando aprendió mucho más de las tácticas militares chinas, entendió
que las posiciones tan dispersas de su regimiento lo convertían en un blanco
particularmente tentador.[24]
Lo que ninguno de ellos sabía, ni siquiera Ormond, era que antes del ataque chino
había tenido lugar en el cuartel general de la división un debate en el que el coronel
Hal Edson, al mando del Octavo Regimiento de Caballería, propuso replegar sus
tropas. Creía que estaban demasiado expuestas y que ya había suficientes
advertencias como para prestarles atención. El 1 de noviembre, desde que amaneció,
el cielo estaba cubierto por el humo procedente de bosques en llamas. Edson y otros
sospecharon que aquellos incendios habían sido provocados por tropas enemigas que
querían ocultar sus movimientos dificultando la observación aérea estadounidense. El
general Hobart Raymond Gay, al mando de la Primera División de Caballería, se
tomaba más en serio que algunos de sus superiores los informes sobre los
movimientos chinos en la zona y también se iba inquietando de hora en hora. Aquel
primer día de noviembre había establecido el puesto de mando de la división en
Yongsandong, al sur de Unsan. Llevaba ya un tiempo preocupado por la forma en que
se había repartido su división, pues diversos batallones habían sido enviados a otras
divisiones en función de los caprichos de la gente al mando del I Cuerpo y sin atender
a la integridad de la propia división. Le disgustaba en particular la desprotección en
que había quedado el Octavo Regimiento, abierto al enemigo por todos lados.
Su asistente, el teniente William West, lo veía muy irritado por la forma en que se
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estaba llevando la guerra de Corea. Gay, jefe de Estado Mayor del Tercer Ejército
bajo el mando del general George Patton durante la segunda guerra mundial, creía
haber aprendido cómo hacer bien las cosas y no hacerlas mal, y en Corea se estaban
haciendo mal desde el principio. Le enfurecía el terrible estado del ejército cuando
empezó la guerra, así como los errores iniciales de MacArthur con respecto a la
capacidad del enemigo y su afirmación de que podía vencer al Inmin-gun, como
había dicho, «con una mano atada a la espalda». En su opinión los mandos de Tokio
sentían demasiado poco respeto al enemigo y al terreno, y muy poca curiosidad por
uno u otro.[25] En una ocasión le dijo a West después de dejar el cuartel general de
MacArthur: «Esta condenada gente no tiene los pies sobre la tierra; vive en un
condenado mundo de ensueño». Pero lo que más le enojaba era que los oficiales de
más talento, los militares con experiencia que más necesitaba como mandos de
batallón, siempre iban destinados a las tareas de Estado Mayor en el cuartel general
de MacArthur, así como lo mucho que había crecido éste en comparación con los
cuarteles generales de la guerra anterior; mascullaba que en 1945 el cuartel general
del Tercer Ejército sólo contaba con unos pocos cientos de oficiales para ocuparse de
miles de soldados, mientras que ahora, en esta guerra, había miles de hombres en el
cuartel general de Tokio para ocuparse de unos centenares de soldados sobre el
terreno. Había un oficial cuya tarea principal, al parecer, sólo consistía en volar
periódicamente desde Tokio hasta el puesto de mando de Gay para saber lo que
necesitaba. En determinado momento Gay le dio una lista de oficiales de la segunda
guerra mundial asignados en aquel momento a Tokio que deseaba para mandar sus
tropas; cuando el oficial de Estado Mayor volvió a aparecer por allí, Gay le preguntó
dónde estaban sus potenciales mandos de batallón, a lo que el oficial respondió: «El
general MacArthur dice que son demasiado valiosos como para prescindir de ellos».
«Dios mío, ¿qué diablos es más valioso que oficiales probados en combate para
dirigir a nuestras tropas?», gruñó Gay.[26]
También le molestaba todo el parloteo sobre el regreso a casa antes de Navidad y
decía: «¿Qué Navidad? ¿La de este año o la del próximo? Es una cháchara estúpida,
con la que lo único que se consigue es que los soldados piensen sobre todo en el
regreso a casa y descuiden sus tareas». Ahora, temiendo que uno de sus regimientos
quedara rodeado, se esforzaba por sacarlo de allí y reagrupar la división; pero su
superior Frank Milburn, comandante en jefe del I Cuerpo, se resistía. Al ejército no le
gusta utilizar la palabra «retirada» a menos que se vea obligado a ello; prefiere la
expresión «movimiento retrógrado». Milburn no quería realizar un movimiento
retrógrado después de seis semanas de continuos avances, sobre todo teniendo en
cuenta la creciente presión procedente del cuartel general de MacArthur para que
avanzara hasta el Yalu lo más rápidamente posible. West sabía que Gay temía cada
vez más perder al Octavo Regimiento ante un enemigo cuya existencia seguía
negando el cuartel general de Tokio. En aquella guerra se había abierto una grieta con
consecuencias fatales: por un lado estaban la realidad del campo de batalla y los
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peligros que corrían las tropas, y por otro el mundo de ilusión creado desde Tokio del
que emanaban todo tipo de órdenes eufóricas. Esa grieta separaba a menudo al cuerpo
de la división; el primero recibía el calor que llegaba desde Tokio y la segunda
percibía la vulnerabilidad de cada regimiento cuando sus tropas quedaban demasiado
expuestas. En aquella ocasión Milburn, cuando todavía había tiempo para replegar al
Octavo Regimiento, se negó varias veces a dar la orden.
Por la tarde del 1 de noviembre Hobart Gay estaba en su puesto de mando con el
general de brigada Charles Palmer, que ejercía el mando de la artillería, cuando un
informe por radio de un avión de reconocimiento L-5 captó su atención: «Es lo más
extraño que haya visto nunca. Dos grandes columnas de infantería enemiga se
desplazan hacia el sureste por los caminos cercanos a Myongdangdong y
Yonghungdong. Nuestros proyectiles caen directamente sobre ellas pero siguen
avanzando».[27] Se trataba de dos minúsculas aldeas a menos de diez kilómetros [por
aire] de Unsan. Palmer ordenó inmediatamente que entraran en funcionamiento más
unidades de artillería y Gay llamó nervioso al I Cuerpo, pidiendo de nuevo permiso
para retirar todo el Octavo Regimiento de Caballería varios kilómetros al sur de
Unsan. Su petición fue de nuevo denegada.
Así se perdió la última posibilidad real de salvar al Octavo Regimiento de
Caballería y especialmente a su tercer batallón. En cierto modo la inminente batalla
estaba perdida desde antes de empezar. Dos divisiones de élite chinas, con los
soldados más expertos de su ejército, estaban a punto de derrotar a un regimiento de
élite estadounidense, mal preparado y mal situado, bajo el mando de oficiales
convencidos de que la guerra de Corea estaba esencialmente acabada.
Unidades del Quinto Regimiento de Caballería mandado por Johnson, que se
desplazaban hacia Unsan en misión de apoyo, se encontraron de pronto con un
importante bloqueo chino. No sólo no podrían ayudar al Octavo Regimiento sino que
no estaba claro si podrían salir ellas mismas de allí sin ser destruidas. Como señaló
Roy Appleman, un historiador extremadamente meticuloso de la guerra de Corea, al
anochecer del 1 de noviembre el Octavo Regimiento estaba rodeado por tres lados
por fuerzas chinas.[28] Sólo por el este, si el 15.º Regimiento del ejército surcoreano
se mantenía en su lugar, podía contar con cierta protección.
El teniente Ben Boyd era ahora el nuevo jefe de sección de la compañía Baker del
primer batallón del Octavo Regimiento de Caballería. Ese primer batallón, que con su
unidad aneja de tanques y artillería constituía en realidad un grupo de combate, era el
más expuesto de los tres del regimiento y se hallaba situado a unos cuatrocientos
metros al norte de Unsan. El jefe del batallón, Jack Millikin Jr., había sido su oficial
táctico en West Point y Boyd lo consideraba digno de confianza. Por lo que sabía
Boyd, su batallón estaba allí solo: había sido el primero de los tres batallones del
regimiento en salir de Pyongyang y no tenía ni idea de si los otros dos le seguían o
no. Aquella primera tarde, inmediatamente después de llegar, ajustaron sus morteros
disparando sobre algunos blancos cercanos y hubo incluso breves intercambios de
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fuego con el enemigo, pero no fueron muy intensos y todos habían supuesto que se
trataba de norcoreanos rezagados. Aquella noche, no obstante, Boyd recibió una
llamada del jefe de su compañía, al que acababan de informar en el puesto de mando
del batallón, que le dijo: «Hay veinte mil lavanderas en el área».[29] Boyd sabía que
con aquello quería decir que había veinte mil soldados chinos en los alrededores.
Era ya noche cerrada cuando oyeron en las proximidades una extraña música,
como de gaitas asiáticas. Algunos oficiales pensaron por un momento que llegaba en
su ayuda una brigada británica; pero no se trataba de gaitas sino quizá de cornetas y
flautas, con un sonido mucho más estremecedor que recordarían toda su vida y que en
ocasiones sucesivas reconocerían como aviso de que las tropas chinas estaban a punto
de entrar en combate; de aquel modo les llegaban las instrucciones de sus mandos y
transmitían sus avances al tiempo que atemorizaban al enemigo. Boyd creía haber
apostado razonablemente a sus hombres, aunque no llegaban siquiera a completar una
sección. Casi la mitad de ellos eran SCA, esto es, soldados coreanos agregados al
ejército estadounidense, con muy escaso entrenamiento y que los oficiales juzgaban
de poca confianza si se producía un serio combate. Su función consistía, más que
nada, en hacer parecer mayores de lo que en realidad eran las fuerzas de Naciones
Unidas. Aquel experimento no le gustaba a nadie, ni a los jefes de compañía, ni a los
soldados estadounidenses que combatían junto a los surcoreanos sin poder
comunicarse con ellos, ni a estos mismos, que daban señales de preferir estar en
cualquier otro lugar.
Hacia las diez y media de la noche atacaron las tropas chinas. A Boyd le pareció
sorprendente la rapidez con que podían venirse abajo las líneas de defensa
estadounidenses, tan mal situadas y tan débiles que los soldados chinos parecían
atravesarlas a la carrera como en una competición deportiva, comentarían más tarde
sus hombres. El puesto del mando del batallón, que poco antes parecía bien
organizado, se desintegró rápidamente. Algunos supervivientes de distintas secciones
trataron de improvisar un segundo perímetro defensivo, pero se vieron pronto
superados. Había heridos por todas partes. Millikin trataba de hacer frente al
creciente caos lo mejor que podía, pensó Boyd, e intentó organizar un convoy con
una decena de camiones de tonelada y media cargando en ellos tantos heridos como
era posible. Boyd corrió hasta el capitán Emil Kapaun, capellán del ejército que
atendía en aquel momento a varios heridos, y le propuso subir a uno de los camiones,
pero él se negó. Deseaba permanecer junto a los heridos incapaces de salir de allí por
sí solos. Sabía que tendrían que rendirse, pero quería ofrecerles al menos cierto
auxilio.
El batallón contaba con dos tanques y cuando el convoy se puso por fin en
marcha Millikin iba a bordo del que iba en cabeza y Boyd iba subido al otro, que
cuidaba la retaguardia. Alrededor de dos kilómetros al sur de Unsan la carretera se
bifurcaba en dos ramas, una hacia el sureste y la otra hacia el suroeste, bordeando la
posición del tercer batallón y sobre el puente que guardaban Bill Richardson y su
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sección de armas pesadas. Millikin se dirigió ciegamente hacia el sureste y aquella
decisión resultó fatal.
El ejército chino había apostado una fuerza formidable a ambos lados de la
carretera, esperando a que llegaran. En aquellos momentos y bajo un ataque enemigo
tan intenso era difícil medir las distancias o el tiempo, pero Boyd estimaba que el
convoy sólo había avanzado quinientos o seiscientos metros por la carretera cuando
los soldados chinos comenzaron a disparar. Su capacidad de fuego era abrumadora y
el convoy, con tantos heridos, casi no tenía posibilidad de responder. En la confusión
—todos los vehículos habían apagado sus faros— el conductor del tanque de Boyd se
aterrorizó y comenzó a hacer girar salvajemente su torreta. Los soldados que iban
sobre el tanque cayeron al suelo y Boyd se agazapó en la cuneta buscando cobijo.
Más tarde reflexionaba que sólo había sobrevivido por la gracia de Dios.
Podía oír cómo se aproximaban los soldados chinos. Su única posibilidad era
fingir que estaba muerto. Le golpearon con las culatas de sus fusiles y le dieron
patadas, pero afortunadamente ninguno empleó su bayoneta. Finalmente le
registraron los bolsillos, le quitaron el reloj y su anillo de boda y lo dejaron allí
abandonado. Esperó lo que le pareció una eternidad, horas, y luego comenzó
lentamente a arrastrarse, totalmente desorientado; entre otras heridas había sufrido
una conmoción. Podía oír fuego de artillería a cierta distancia, y suponiendo que eran
cañones estadounidenses se dirigió hacia allí. Vadeó un río, probablemente el
Nammyon, sintiendo entonces un dolor terrible en una pierna en la que comprobó que
tenía una gran quemadura, probablemente causada por el fósforo blanco que lanzaban
las tropas chinas.
Se fue desplazando cautelosamente por la noche, ocultándose lo mejor que podía
de día, durante más de una semana, quizá diez días, con un dolor constante y un
hambre atroz, tratando de llegar hasta las líneas estadounidenses. Le ayudó un
granjero coreano que le dio algo de comida y le indicó por signos hacia dónde debía
dirigirse. Estaba convencido de que no lo habría conseguido sin su ayuda. Alrededor
del 15 de noviembre, tras casi dos semanas, llegó por fin a una unidad
estadounidense. Lo enviaron inmediatamente a un hospital y luego a otro, ya que sus
quemaduras eran realmente graves. Para él, uno de los pocos afortunados, la guerra
de Corea había terminado. No tenía ni idea de cuántos de su sección habían muerto,
sólo sabía que habían matado al jefe de su compañía. Nunca volvió a ver a ninguno
de ellos.
Justo antes de que atacaran las tropas chinas, el sargento Bill Richardson de la
compañía Love seguía vigilando el puente de hormigón, a unos treinta metros sobre
lo que suponía que era un río pero que en aquel momento sólo era un cauce seco, al
sur de las líneas defensivas del Octavo Regimiento en lo que técnicamente era su
posición más meridional. El puesto de mando del batallón estaba a unos quinientos
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metros al norte y el resto de la compañía Love a unos trescientos cincuenta metros al
oeste. Cuando comenzó a oír ruidos desde un cerro al sur de su posición, Richardson
le preguntó a su amigo Jim Walsh, el único hombre con experiencia del pelotón:
«¿Oyes lo que yo estoy oyendo?». Sabía que allí estaba pasando algo pero no podía
prescindir ni siquiera de los cuatro o cinco hombres necesarios para un
reconocimiento. Llamó al puesto de mando de la compañía para pedir ayuda; tuvo
que hacer tres intentos antes de que cogieran el teléfono y se puso furioso: ¿Cómo
podían ser tan negligentes? Desde el puesto de mando de la compañía llamaron al del
batallón y desde allí enviaron finalmente a un soldado de su sección de inteligencia y
reconocimiento. Llegó tranquilamente por la carretera, sin ninguna prisa. Richardson
le explicó de qué se trataba y el soldado desapareció; regresó poco después con un
grupo de cuatro hombres que treparon por la colina haciendo tanto ruido, según
Richardson, como toda una división.
Cuando regresó la patrulla de reconocimiento —tan ruidosamente como antes—,
el soldado que la dirigía dijo: «Ahí no hay nadie»; pero uno de sus hombres había
encontrado una herramienta para hacer trincheras y un par de guantes acolchados
muy diferentes de todos los que Richardson había visto hasta entonces, y lo más
importante era que estaban secos, lo que significaba, teniendo en cuenta la escarcha y
la niebla, que los habían abandonado allí recientemente. «Bueno —admitió
finalmente el soldado—, hay algunas trincheras, pero obviamente llevan ahí mucho
tiempo». Richardson guardó silencio lleno de enojo. Se suponía que el hallazgo de
aquellos guantes secos era algo que cualquiera podía entender de inmediato aunque
no perteneciera al S-2 (grupo de inteligencia) de un batallón. Richardson insistió en
que le llevara los guantes y la herramienta a su jefe y le dijera que podía estar a punto
de suceder algo, pero el otro, obviamente molesto, le respondió: «Mire, si no le gusta
nuestra forma de hacer las cosas, mueva usted mismo su culo hasta allí».
Richardson se sentía más nervioso cada minuto que transcurría. Pasadas las diez
de la noche recibió una llamada para que enviara algunos hombres al batallón para
una patrulla de reconocimiento, disminuyendo aún más sus fuerzas. Sólo contaba con
quince hombres y cinco de ellos eran SCA, ninguno de los cuales hablaba inglés.
Decidió quedarse con ellos y envió a Walsh, su mejor hombre, con otros tres
estadounidenses. Cuando llegaron al batallón, como supo más tarde Richardson, sólo
les dijeron que cavaran unos cobijos y descansaran un rato. En su sector todo estaba
todavía tranquilo, pero tanto el primer como el segundo batallón estaban ya cercados.
Poco después, alrededor de las dos y media de la madrugada del 2 de noviembre,
todo saltó por los aires. Las tropas chinas atacaron también al tercer batallón del
Octavo Regimiento de Caballería. Años después Richardson leyó que se habían
deslizado hasta la zona vistiendo uniformes del ejército surcoreano, pero no lo creyó;
no tenían ninguna necesidad de disfrazarse. Llegaban continuamente desde el este,
que estaba totalmente abierto. El puesto de mando del batallón, que poco antes era un
centro de actividad militar estadounidense, a los pocos minutos había sido totalmente
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tomado y estaba lleno de soldados chinos. Al mismo tiempo, a unos trescientos
cincuenta metros a la izquierda de Richardson, las tropas chinas atacaron la posición
de la compañía Love y la ocuparon, con lo que ahora podían disparar con cuatro de
sus ametralladoras hacia la posición de Richardson y pulverizarla.
Al sur el teniente Robert Kies, jefe de una sección de la compañía Love del tercer
batallón, que era nuevo en la unidad, y el sargento Herbert Miller, el amigo de
Richardson al que un viejo granjero había advertido de la presencia de tropas chinas
el mismo día que llegó a Unsan, intentaban replegarse desde la cota 904, a dos o tres
cerros al sureste de la posición de Richardson. Éste apenas conocía a Kies —en la
división los jefes de sección cambiaban muy pronto—, cuando llegó con la intención
de utilizar el teléfono de Richardson para tratar de saber qué estaba sucediendo.
Debido al patético estado de sus comunicaciones, él y sus hombres habían quedado
totalmente aislados. El teléfono de Richardson no funcionaba y Kies dedujo que los
soldados chinos habían cortado los cables. Decidió llevar a sus hombres hasta el
puesto de mando del batallón. Miller estrechó la mano de Richardson y le deseó
buena suerte (mucho después contaba: «No lo volví a ver hasta cincuenta y dos años
después, en una reunión de veteranos de la división»). En aquel momento Richardson
no podía comunicarse ni siquiera con su propia compañía. Había ordenado a uno de
sus hombres que recorriera los trescientos cincuenta metros que los separaban del
puesto de mando, pero lo habían herido y no había podido llegar hasta allí. Se había
arrastrado de nuevo hasta donde estaba Richardson, excusándose repetidamente a
medida que se aproximaba: «Lo siento, lo siento, no he podido hacerlo». Cuando
Richardson llegó hasta él y abrió su chaquetón, estaba totalmente empapado de
sangre; aquel soldado, del que no podía ni siquiera recordar el nombre, murió en sus
brazos.
El puente que les habían encargado guardar estaba ahora abierto para las tropas
chinas. Richardson tomó a dos o tres de los hombres que le quedaban y se dirigió
hacia el norte, en dirección al puesto de mando del batallón. Estaba en una zanja
junto a la carretera cuando llegaron en dirección contraria dos soldados de los que
había enviado poco antes con Walsh. Uno de ellos dijo: «¡Los demás están todos
muertos! ¡Walsh está muerto!».[30] Por suerte para él, añadió el soldado, se había
apartado a orinar cuando llegaron los soldados chinos y dispararon a los demás
mientras le esperaban; si no, también lo habrían matado a él. Pocos días antes
Richardson había llegado a Pyongyang con Walsh, su amigo más antiguo en la
unidad, y se habían felicitado mutuamente por haber llegado hasta allí. Ahora Walsh
había muerto y el regimiento estaba siendo destrozado.
Para el comandante Fillmore McAbee, S-3 del tercer batallón, lo peor era el caos y la
confusión reinante. No tenían ni idea de quién les había atacado ni de la envergadura
de sus fuerzas. Años después decía: «¿Eran diez mil, tan sólo un centenar o un
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millar? ¿Eran chinos o coreanos?». Pero había otros dos interrogantes urgentes:
¿Quién estaba al mando de las fuerzas estadounidenses y cuáles eran sus órdenes?
Ormond, el comandante en jefe del batallón, había tratado de llegar hasta el pueblo
más próximo para comprobar el estado de sus líneas defensivas, había sido
gravemente herido y estaba agonizando o muerto. McAbee no volvió a verlo nunca.
Veale Moriarty, el oficial ejecutivo, había salido de reconocimiento y tampoco había
regresado. Años después McAbee seguía enojado por su desaparición, ya que en su
opinión debía haber permanecido allí para mantener agrupado el batallón.
McAbee se dirigió hacia el sur tratando de saber qué estaba pasando. En el
camino fue atacado por tres soldados chinos; inmediatamente supo que lo eran por
sus chaquetas y las orejeras de sus gorras. Parecían tan asombrados del encuentro
como él mismo. Alzaron sus fusiles y le apuntaron. La comunicación era imposible,
así que señaló hacia la carretera y sorprendentemente se encaminaron en aquella
dirección sin dispararle. Pero a partir de aquel momento comenzó a abandonarle la
suerte. Fue herido dos veces, al parecer por soldados chinos apostados a cierta
distancia de la carretera a los que nunca vio. La primera bala le rozó la cabeza y
luego otra le hirió en la parte alta de la espalda y creyó que todo había acabado para
él; sangraba mucho por la herida de la cabeza y se sentía más débil a cada minuto que
pasaba. Sabía que el frío, terrible, era en aquel momento su peor enemigo, y estaba
convencido de que iba a morir allí cuando un soldado estadounidense lo encontró y lo
guió de nuevo al puesto de mando del batallón.
El teniente Kies, que había quedado aislado desde que dejó a Richardson en el
puente, dirigía su sección hasta el puesto de mando del batallón cuando las tropas
chinas comenzaron a disparar contra ellos con ametralladoras y morteros. Se
agazaparon en una zanja que corría junto a la carretera, pero quedaron allí atrapados
entre las fuerzas chinas y las estadounidenses perdiendo muchos hombres. El
sargento Luther Wise, uno de los jefes de pelotón, le dijo: «¡Teniente, creo que
estamos rodeados de chinos por todas partes!».[31] Justo en aquel momento les
alcanzó una bomba de mortero que mató a Wise e hirió a Kies. Éste comprobó que no
podía levantar un brazo, pero siguió dirigiendo lo que quedaba de su sección hasta el
puesto de mando del batallón. En aquel caos casi tropezó con un oficial chino, pero lo
vio primero y rápidamente hizo retroceder a sus hombres; finalmente llegaron al
nuevo puesto de mando, que de hecho no era más que el puesto sanitario del batallón.
Una ametralladora china cubría todo el trayecto que les quedaba hasta allí, pero Kies
se percató de que su encargado disparaba de forma muy regular —pausa y ráfaga,
pausa y ráfaga, con casi exactamente el mismo número de disparos cada vez— y
sintió como si hubiera descifrado un código. También consideró que gozaban de
cierta protección frente a la ametralladora china porque los cuerpos amontonados
limitaban el campo de visión de su encargado. Calculó el tiempo que pasaba entre
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cada dos ráfagas y movió a sus hombres en pequeños grupos durante las pausas.
Cuando llegaron al puesto sanitario sólo eran doce de los veintiocho miembros
originales de la sección; si desde el principio era numéricamente débil debido a la
escasez de reemplazos, ahora parecía sólo un pelotón. Kies trató de ayudar al doctor
Clarence Anderson, el cirujano del batallón, cuando una granada estalló junto a sus
pies y lo hirió de nuevo; ahora tenía cuatro fracturas en una pierna y algunas heridas
en la otra. Inmediatamente después cayó una bomba de mortero y mató a cinco de los
hombres de la sección de Kies que todavía podían combatir. Estaba absolutamente
seguro de que pocos de ellos iban a salir vivos de allí, y menos él, que no podía
mover ninguna de las dos piernas.
El puesto de mando del batallón era un desastre. Hombres heridos,
completamente aturdidos por lo que había sucedido, se movían desordenadamente en
distintas direcciones. Cuando Bill Richardson consiguió llegar hasta allí le sorprendió
aquel caos terrible en el que los soldados estadounidenses se mezclaban con los
chinos y éstos parecían incapaces de entender su victoria, como si hubiera ido más
allá de sus expectativas. Ahora, después de tomar el puesto de mando del batallón,
era como si no supieran qué hacer a continuación. En aquel momento se podía uno
encontrar con un soldado chino frente al puesto de mando y sin hacer nada. Un oficial
médico le dijo a Richardson que habían establecido un pequeño reducto a poca
distancia en el que protegían a unos cuarenta heridos. Vio allí al doctor Anderson y al
padre Kapaun, pero no estaba nada claro quién estaba al mando. Ormond y MacAbee
estaban gravemente heridos y nadie sabía dónde estaba Moriarty. Richardson pensó
que se necesitaba a alguien nuevo al mando y decidió regresar a la compañía Love a
ver si podía traer de allí algún otro oficial.
Rehizo, pues, sus pasos gritando su nombre para que no le dispararan sus propios
hombres. Encontró al teniente Paul Bromser, que mandaba la compañía Love,
gravemente herido, pero el teniente Frederick Giroux, oficial ejecutivo de la
compañía, aunque herido, todavía estaba en pie. Giroux le dijo que el asalto chino
había sido horroroso, los habían barrido y sólo quedaban con vida unos veinticinco de
los ciento ochenta soldados de la compañía. A continuación le preguntó: «¿Puede
usted sacarnos de aquí?». Richardson respondió: «Sí, pero no cruzando el puente».
Tendrían que volver zigzagueando de un lado a otro. Por el camino vieron a dos
soldados chinos con bolsas de granadas y Richardson le disparó a uno de ellos. El
otro le tiró una granada y luego una ametralladora china comenzó a disparar,
aterrorizando a algunos de sus hombres. Cuando se aproximaban al reducto
improvisado del batallón, vieron dos tanques estadounidenses y casi instintivamente
algunos de ellos treparon encima; Richardson pensó que los soldados
estadounidenses se pegaban a los vehículos como si éstos pudieran salvarlos. Estaba
seguro de que los soldados chinos optarían por seguir a los tanques, así que Giroux y
él convencieron a la mayoría de que se bajaran.
El reducto que habían improvisado, colindante con el antiguo puesto de mando
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del batallón, tenía alrededor de doscientos metros de diámetro. Cavaron rápidamente
en la blanda arcilla que el río había dejado a su paso, mientras los tres tanques que
todavía había dentro les concedían algo más de capacidad de fuego e intermitentes
enlaces por radio con las demás unidades (ya sólo funcionaban las radios de los
tanques). Siguieron recibiendo disparos durante el resto de la noche, pero
milagrosamente los soldados chinos, que parecían disponer de la posibilidad de
aplastarlos en cualquier momento, no volvieron a emprender ningún asalto.
Richardson pensó que probablemente estaban tan confusos como ellos mismos
aquella primera noche pero que aquella confusión no duraría hasta el día siguiente.
Cuando amaneció los soldados estadounidenses se relajaron ligeramente. Habían
conseguido sobrevivir al primer ataque. En aquella guerra el enemigo raramente
atacaba durante el día, y aunque aquélla era su primera batalla contra las tropas
chinas suponían que actuarían de forma muy parecida a las norcoreanas. Aún
quedaba, pues, algún rayo de esperanza. Uno de los últimos mensajes que habían
recibido por radio era que se dirigía hacia ellos una columna de ayuda. En
determinado momento el capellán Kapaun, recordado por su notable valentía y
generosidad (y que recibiría como recompensa por su heroísmo la Cruz de Servicios
Distinguidos), le preguntó a Richardson cómo le iba y si sabía qué día era.
Richardson le respondió que no tenía ni idea.
«Ayer fue el Día de Todos los Santos, y hoy se conmemora a los Fieles Difuntos»,
le explicó Kapaun. «Pues bien, padre, fieles o infieles parece que pronto también
nosotros seremos difuntos», fue su respuesta. «Más nos valdría confiar en Dios y si
tenemos que morir hacerlo como fieles», replicó el capellán.[32]
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chaqueta guateada. Los soldados surcoreanos agregados a la compañía King no le
entendían. Peterson estaba convencido de que habían hecho prisionero a un soldado
chino. Recibieron la orden de bajar de su posición en lo alto de un cerro y acercarse
al puesto de mando del batallón; era una maniobra confusa por la noche y la
compañía estaba dividida en pelotones de una docena de hombres. Entonces
comenzaron a disparar las tropas chinas. El grupo de Peterson quedó atrapado en una
zanja junto a un arrozal, recibiendo fuego de ametralladora desde ambos lados de la
zanja. Se agazapó junto a un joven sargento que había sido herido en una nalga y que
parecía casi contento por ello. Le dijo a Peterson (con cierto humor negro, porque
ninguno de ellos esperaba salir de allí vivo): «¡Mire, teniente, he conseguido mi
herida de un millón de dólares!». Así llamaban a las heridas que les garantizaban la
licencia y el regreso a casa, pero en aquel momento nada parecía más lejos.
Mientras Peterson permanecía atrapado en aquella zanja, otros miembros de la
compañía trataban de sacar de allí los seis obuses de 105 mm de la batería. La
posibilidad de evitar que aquellas piezas de artillería cayeran en manos del enemigo
se estaba desvaneciendo rápidamente. Cuando decidieron escapar de allí y reagrupar
su pequeño convoy (alrededor de dieciséis vehículos: camiones que transportaban los
obuses y jeeps con algunos hombres y algo de comida) era ya demasiado tarde. Sin
que ellos lo supieran las tropas chinas habían cortado ya la carretera hacia el sur y les
esperaban a ambos lados. Muchos de ellos iban armados con subfusiles Thompson —
un arma que ya no empleaba apenas el ejército estadounidense y que el chino había
capturado o comprado por miles a sus enemigos del Guomindang durante la guerra
civil recientemente concluida—; para ellos era un arma muy valiosa en aquel
momento.
El fuego sobre la carretera bloqueada iba disminuyendo. El teniente Hank
Pedicone, uno de los mejores oficiales de la unidad, que había ganado la Estrella de
Plata en la segunda guerra mundial, fue uno de los pocos que sobrevivieron a aquella
emboscada. Más tarde le contó a Peterson que no habían tenido ninguna posibilidad
de escapar y que era terrible ver cómo toda la compañía estaba siendo destruida.
Horas antes Pedicone les había pedido a sus superiores que comenzaran el repliegue,
pero le habían dicho que tenían que esperar órdenes.
Pedicone les había respondido: «No podemos recibir ninguna orden porque las
comunicaciones están cortadas. Tenemos que actuar por nuestra cuenta».[33] Algunos
soldados y el capitán Jack Bolt, jefe de la batería, que iba a la cabeza en un jeep,
consiguieron salir de allí porque los soldados chinos los dejaron pasar sin disparar
sobre ellos, probablemente esperando volcar un camión de los que transportaban los
obuses, no sólo porque era una presa mayor sino porque así podían bloquear la
carretera; pero de los ciento ochenta hombres que componían la compañía
sobrevivieron muy pocos. Aquél fue el último convoy que trató de abandonar el área
de Unsan. Entretanto Peterson y su grupo se habían retirado lentamente hacia el
puesto de mando del batallón, esperando a que se hiciera de día. Al amanecer se
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arrastraron hasta una pequeña explanada a unos doscientos metros del puesto de
mando del batallón y desde allí se fueron introduciendo en pequeños grupos en el
reducto.
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vida. Miller creyó que los iban a matar a ambos, pero la acción del capellán parecía
haber impresionado al soldado chino y los dejó en paz. Kapaun, ignorándolo, levantó
a Miller y se lo cargó a la espalda; los habían hecho prisioneros pero no iba a dejar
que Miller muriera allí.
El ataque chino había cogido totalmente desprevenidos a los soldados del primer
batallón del Octavo Regimiento. De hecho ya habían combatido contra tropas chinas
en una breve escaramuza sin saber que lo eran.[34] Para Ray Davis, cabo de
diecinueve años en la compañía Dog del primer batallón, una compañía de armas
pesadas, había sido un tiroteo por azar, de los que tenían lugar de vez en cuando.
Habían llegado a Unsan el 31 de octubre y formaban parte de un grupo del tamaño de
una compañía que atravesaba un arrozal cuando comenzaron a dispararles desde
algún cerro cercano. Davis recordaba que caminaban despreocupadamente cuando
comenzó el fuego; la mayoría de ellos ni siquiera llevaba puesto el casco. En aquel
momento ambos bandos habían retrocedido; el ataque real se produjo día y medio
después.
Davis formaba parte del equipo de una ametralladora pesada, apostado en un
punto relativamente alto, en un monte al sur de la carretera que corría en dirección
este-oeste. Era una carretera estrecha —por la que sólo podía pasar un carro de
bueyes— en la que se atestaban en aquel momento los vehículos del Octavo
Regimiento de Caballería. Las tropas estadounidenses se desplazaban siempre por
carretera y por eso resultaban muy vulnerables frente a aquel nuevo enemigo. Los
chinos, por el contrario, lo hacían a pie y les resultaba siempre más fácil subir a
terreno alto y disparar desde allí contra los estadounidenses, fatalmente sujetos por
sus vehículos al fondo de los valles.
Poco después de medianoche se produjo el aplastante ataque chino. Durante casi
cuatro meses Davis había participado en batallas en las que el enemigo siempre
gozaba de superioridad numérica y en las que el mayor problema para su pelotón,
como en general para los encargados de las ametralladoras, era que éstas solían
estropearse debido a la intensidad del fuego. Davis lo sabía muy bien; había pasado
de ser uno de los porteadores de la munición cuando llegó al país, a segundo y luego
primer ametrallador, y ya había utilizado tres o cuatro ametralladoras distintas. Su
capacidad de fuego siempre resultaba escasa debido al gran número de enemigos
atacantes. Las armas básicas de la infantería con las que habían comenzado —el fusil
M-1, la carabina y hasta las ametralladoras— no habían sido diseñadas para el nivel
de fuerzas a las que tenían que hacer frente. El teniente coronel Bob Kane, jefe de su
batallón, le dijo en una ocasión a Davis que en aquella guerra, antes de poder irte a
casa, tenías que matar a un centenar de enemigos. Lo que nunca le explicó era cómo
podías demostrar que habías completado el centenar.
Davis nunca había visto nada semejante. Cuando lanzaban bengalas veía tantos
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soldados enemigos que le recordaban los campos de trigo cerca de la granja donde
había crecido, en el estado de Nueva York. Era una visión aterradora, miles y miles
de soldados que, le parecía, se dirigían todos ellos contra él. Si matabas a uno, otro lo
reemplazaba; si tumbabas un centenar lo sustituía otro centenar, lo que parecía poner
un fin amargo a la broma de Kane. Davis divisó hombres a caballo que parecían
dirigir a los demás; cuando hacían sonar unas cornetas los soldados enemigos
modificaban la dirección de su ataque.
Davis sabía que el puñado de hombres a su alrededor disponía sólo de una
pequeña cantidad de municiones y que por lo tanto les quedaba poco tiempo de vida.
Disparaban una y otra vez, a menudo a quemarropa, y Davis pensó que en una hora o
dos como mucho se habrían quedado sin municiones o que las ametralladoras,
sobrecalentadas, habrían dejado de funcionar. Alrededor de las dos de la madrugada
fue por él el sargento de su sección. Davis destruyó su ametralladora con su última
granada de termita y ambos consiguieron retroceder hasta un punto donde sus
morteros, que disparaban a discreción contra los chinos, les ofrecían alguna
protección. Lo primero era aguantar toda la noche. Luego, cuando amaneció, trataron
de reagruparse, algo sorprendidos de seguir vivos. Estaban rodeados por todas partes.
En el reducto creado a toda prisa cerca del puesto de mando del batallón, el teniente
Giroux había asumido el mando de facto de los supervivientes cercados pese a estar
gravemente herido. Había participado en la segunda guerra mundial, era un oficial de
infantería experimentado y parecía saber lo limitadas que eran sus posibilidades y
tener cierta idea de cómo actuar mientras les quedara cierto grado de libertad. Junto a
él estaban el teniente Peterson, su amigo Walt Mayo y también Bill Richardson, que
aunque no era oficial se había convertido en el largo trayecto hacia el norte desde los
primeros días de la guerra en un suboficial muy experimentado. Desde que oyeron el
primer disparo todos ellos habían sabido que se trataba de tropas chinas y que todo su
regimiento se había convertido en el primer blanco de lo que había llegado a ser en
una guerra totalmente distinta. Los hombres atrincherados dentro del perímetro
habían conseguido superar la primera noche pero el panorama parecía muy sombrío.
Si era cierto que la ayuda venía en camino, como seguían diciéndoles desde el cuartel
general, no veían señales de ella. Un helicóptero trató de aterrizar para llevarse
algunos de los heridos, pero el fuego desde las posiciones chinas era tan intenso que
tuvo que alejarse sin lograrlo tras lanzarles algunos equipos de ayuda médica, sobre
todo pequeñas compresas.
Los soldados desesperados que habían quedado en el interior del perímetro
afrontaban ahora un dilema: escapar de allí o tratar de proteger a los heridos. También
corrían el peligro de quedarse sin munición y no disponían de suficientes armas, pero
una valoración fría les decía que aquello era probablemente el menor de sus
problemas: pronto habrían muerto tantos hombres que habría armas en exceso para
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todos. Su débil perímetro defensivo estaba a unos setenta metros de tierra llana, muy
abierta, del puesto de mando del batallón, adonde habían trasladado la mayoría de los
heridos. Al mediodía del 3 de noviembre Peterson, Mayo, Richardson y Giroux se
acercaron al puesto de mando con la intención de mantener allí una última reunión.
Richardson no asistió a ella porque no era oficial, pero le contaron lo que habían
debatido. Se trataba de un asunto espinoso, sobre el que no llegaban a un acuerdo:
qué hacer con los heridos en el terrible momento final que todos sabían que se
aproximaba. Los oficiales heridos tendrían que decidir si preferían quedar a merced
del enemigo, tal como estaban. Bromser y Mayo le dijeron al teniente Kies que iban a
tratar de escapar de allí y le preguntaron si les podría acompañar; Kies les respondió
que no y que debían olvidarse de él; no podía caminar y no estaba dispuesto a ser una
carga para los demás.
Richardson seguía dándole vueltas al asunto medio siglo más tarde, sin acabar de
dilucidar cuál era la decisión más correcta. Se presentó voluntario para quedarse atrás
con algunos hombres y proteger a los heridos tanto tiempo como pudiera, pero la
oferta fue rechazada por los oficiales heridos. No se podía desperdiciar, si se podía
utilizar esa palabra, en defender a los heridos y agonizantes a nadie capaz de caminar
y de dirigir a los demás. Todos sabían que les quedaba poco tiempo y que el siguiente
asalto sería aún más duro. Podían oír a los soldados chinos cavar una trinchera desde
el lecho del río directamente hacia su reducto, lo que les permitiría situarse por
encima de los estadounidenses sin quedar al descubierto. Richardson se dio una
vuelta pidiendo granadas a todos, se las entregó a un sargento particularmente
animoso, cuyo nombre nunca supo, y le encargó la tarea de frenar la excavación de
los chinos. El sargento se arrastró hasta allí —Richardson pensó que era una hazaña
endiablada, ese tipo de acciones que es más fácil ver en una película que en la vida
real— y efectivamente detuvo la excavación de la zanja.
Pero el lazo se iba estrechando y la cháchara sobre la columna de apoyo se iba
apagando. Aquel mismo día se produjo un bombardeo desde el aire por parte de
aviones B-26 australianos, pero el tiempo trabajaba contra ellos. También hubo un
intento de reabastecerles: un pequeño avión de reconocimiento les había arrojado un
par de bolsas de lona que cayeron a unos ciento cincuenta metros del perímetro.
Richardson se arrastró hasta allí y las recogió, pero dentro no había casi nada, en
particular de lo que más necesitaban: munición y morfina.
La prometida columna de apoyo no iba a llegar nunca. El general Hobart Gay,
jefe de la división, que llevaba varios días pidiendo un repliegue del regimiento,
había enviado efectivamente fuerzas adicionales hacia el norte con ese fin, pero
habían sido aplastadas por las tropas chinas en una emboscada perfecta para
interceptar la indefectible columna de apoyo, lo que constituía un ejercicio básico del
modus operandi chino: emboscar sus tropas a la espera de las previsibles fuerzas de
apoyo. En aquel caso, cuando se aproximaron a las posiciones chinas, iban faltas de
artillería y respaldo aéreo, los dos instrumentos que les podían conceder cierta
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ventaja. Una de las unidades enviadas para tratar de llegar hasta los cercados era el
Quinto Regimiento del teniente coronel Johnson, uno de cuyos batallones sufrió
doscientas cincuenta bajas. El 3 de noviembre Gay, obedeciendo órdenes de Milburn
desde el I Cuerpo de retirar su división y sabiendo que no había esperanza, tomó la
que más tarde calificaba como la decisión más difícil de su carrera. Puso fin a todas
las operaciones de apoyo y abandonó a su suerte a los supervivientes del Octavo
Regimiento.
Aquel mismo día otro avión de reconocimiento les hizo llegar a los asediados un
mensaje diciéndoles que trataran de salir de allí como pudieran. No era precisamente
reconfortante, pero Richardson y la mayoría de los demás hombres allí encerrados ya
habían asumido la situación. Cuando cayó la noche las tropas chinas volvieron a
atacar con fuerza. Los soldados estadounidenses cercados dispararon sus bazucas
contra algunos de sus vehículos atascados en la carretera hacia el sur-suroeste,
haciéndolos arder. De aquel modo encendieron sus propios focos de luz, que les
ayudaron mucho a defenderse. Una vez que un vehículo empezaba a arder, lo hacía
durante mucho tiempo. El número de soldados estadounidenses todavía hábiles que
mantenían la defensa del perímetro, que al atardecer era inferior al centenar, siguió
disminuyendo durante la noche. Cada hora que pasaba eran menos y con menos
munición. Al amanecer el 4 de noviembre Richardson estimaba que la cuarta parte de
los estadounidenses que seguían combatiendo lo hacían con subfusiles recogidos de
los cadáveres chinos. Aquella segunda noche había sido tan horrible como la primera.
Los había abandonado el último tanque —algunos decían que se lo habían ordenado,
pero había quien creía que lo habían decidido por sí mismos— y con él se perdió todo
contacto por radio con el exterior del perímetro, lo que era de por sí aterrador; de
algún modo simbolizaba el hecho de que habían quedado abandonados. Uno de los
recuerdos de Peterson de aquel día era el de los cuerpos de sus compatriotas
amontonados alrededor de la última ametralladora cuando las tropas chinas
concentraron su fuego sobre ella.
A primera hora de la mañana del día 4 se les encargó a Richardson, Peterson,
Mayo y otro soldado organizar una patrulla para ver si podían salir de allí. El grado
no importaba mucho. Mayo y Peterson eran oficiales pero de artillería, observadores
avanzados, y Giroux le hizo ver a Richardson que, aunque sólo era suboficial,
probablemente era el que más experiencia tenía en tácticas de la infantería y se podía
confiar en su instinto. Peterson recordaba un momento terrible antes de salir del
reducto. Cuando se arrastraba junto al operador de radio, tumbado y malherido, éste
le había dicho: «Mi teniente, ¿adónde va?». Peterson le respondió que iban a tratar de
encontrar una salida y buscar ayuda, pero el otro comenzó a suplicar: «¡Mi teniente,
por favor, no me deje aquí! ¡Por favor, no puede abandonarme aquí en manos de los
chinos!». Mirando a aquel hombre Peterson supo que su muerte sólo era cuestión de
horas y le dijo: «Lo siento, lo siento mucho, pero tenemos que salir de aquí y buscar
ayuda»; a continuación siguió arrastrándose para unirse al resto del grupo.
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Richardson estaba seguro de que había alguna forma de salir hacia el este porque
ninguno de los asaltos chinos provenía de esa dirección; desplazándose muy
lentamente llegaron al lecho de un río lleno de chinos heridos, y sabiendo lo cerca
que estaban muchos de sus hombres, especialmente los heridos, de caer prisioneros,
Richardson les dijo a los que le acompañaban: «No piensen siquiera en apuntarles,
sólo disparen. No piensen en ello». Se detuvieron en una casa donde se habían
almacenado por breve tiempo las reservas estadounidenses. Ahora estaba llena de
chinos heridos, que susurraban una especie de silbido fantasmagórico. Más tarde le
explicaron a Richardson que lo que decían era shui, shui, pidiendo agua. Tras aquella
exploración quedaron convencidos de que podían escapar dirigiéndose hacia el este y
retrocedieron hasta el reducto donde les esperaban los demás.
Para Bill Richardson las decisiones que tomaron entonces fueron las más
dolorosas de toda su vida. Nada de lo que sucedió durante los días siguientes o
durante el resto de su vida podía equipararse a aquello. En aquel momento había allí
alrededor de ciento cincuenta heridos, y no había forma de recorrer aquel peligroso
trecho por la noche, bajo el fuego enemigo y por terreno montañoso, no al menos sin
comprometer la fuga de los que mal o bien podían todavía caminar. Los heridos más
graves sabían que la resistencia había acabado, pero ninguno de ellos quería que lo
dejaran allí a merced de los chinos. Cuando regresó Richardson, algunos de los que
todavía podían moverse se acercaron a él llorando, pidiendo que no los dejaran allí,
por favor, por Dios, que no los abandonaran en manos de los chinos, que los llevaran
consigo, que no los dejaran morir allí. Se preguntaba cómo era posible cumplir con su
deber, obedecer las órdenes de sus superiores con las que en definitiva estaba de
acuerdo y sacar de allí tantos hombres como era posible, y sin embargo sentirse peor
como ser humano. ¿Se perdonaría alguna vez lo que tuvo que hacer en aquel
momento?[35] Medio siglo después todavía seguía haciéndose aquella pregunta. Tuvo
que abandonar a su suerte a muchos soldados que conocía y que habían combatido
con valentía.
El mando de Giroux fue muy beneficioso durante los primeros días de cautiverio,
pues contribuyó a establecer cierto orden y a cuidar de los heridos más graves, pero
murió poco después en un campo de prisioneros. Kies esperó con el resto de los
heridos a que llegaran los soldados chinos, sabiendo que todo estaba perdido. Cuando
finalmente aparecieron y uno de ellos le ordenó que se pusiera en pie, lo intentó pero
cayó al suelo. Sus piernas estaban inutilizadas. Se había quitado las botas de combate
porque los pies se le estaban hinchando horriblemente. Más tarde recordaba que los
chinos separaron a los prisioneros, poniendo en un grupo a quienes todavía podían
andar, como el doctor Anderson y el padre Kaplan, y en otro a los demás que, como
él, no podían caminar —estimaba que eran alrededor de treinta los que estaban en
aquel estado— y que había que transportar en camillas; cinco de ellos murieron
debido a sus heridas la primera noche. Pasaron días y días sin casi nada para comer y
bebiendo un agua de sabor repugnante que uno de ellos, que podía arrastrarse, les
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traía en un casco. No les ofrecieron cuidados médicos, ni siquiera vendas o yodo,
durante dieciséis días, al cabo de los cuales una especie de enfermero les atendió
someramente. Se movían despacio y por la noche. Kies recordaba que los soldados
chinos los condujeron hacia el norte durante unas dos semanas y una noche oyó el
sonido de un río que estaba convencido de que era el Yalu. Pero entonces, con gran
sorpresa por su parte, dieron media vuelta hacia el sur y se encaminaron hacia las
líneas estadounidenses. Más tarde pensó que quizá estaban cansados de transportar
tantos prisioneros. Los abandonaron en una casa a unos pocos kilómetros al norte de
las posiciones estadounidenses a finales de noviembre y uno de los prisioneros más
recientes, que podía caminar, consiguió salvar la distancia que los separaba de ellas y
establecer contacto con un puesto estadounidense desde el que enviaron vehículos
para recogerlos. En total Kies había estado prisionero casi un mes. Había tenido
suerte, ya que los que todavía podían andar pasaron en Corea más de dos años en una
cautividad brutal, en la que muchos de ellos murieron. Su grupo, originalmente
compuesto por unos treinta hombres, se había reducido a ocho cuando fueron
rescatados. Tenía rota la pierna izquierda por cuatro lugares y cincuenta y dos heridas
provocadas por una granada de mortero por debajo de la cintura; uno de los hombres
que los rescató le dijo: «Tiene usted un aspecto horrible». Pero en los hospitales del
ejército recuperó la salud y pasó luego dos años como consejero en Vietnam.[36]
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prisionero. No iba a estar en casa por Navidad como había prometido Tokio. Por el
contrario, pasó dos años y medio en diversos campos de prisioneros y lo mismo le iba
a suceder a Phil Peterson, a quien capturaron de forma parecida.
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unas tres semanas.
Lo sucedido en Unsan era una advertencia, pero en Tokio no le prestaron
atención. En Washington el presidente y sus principales asesores, que llevaban ya
semanas muy preocupados por las intenciones chinas, se pusieron más nerviosos que
nunca. La Junta de Jefes de Estado Mayor, respondiendo a la preocupación del
presidente Truman, telegrafió a MacArthur el 3 de noviembre pidiéndole que
respondiera a lo que «parece una intervención abierta en Corea de fuerzas comunistas
chinas». Lo que sucedió durante los días siguientes reflejaba la creciente diferencia
entre lo que quería MacArthur, que era llegar hasta el Yalu y unificar toda Corea, y lo
que quería Washington, que era evitar una guerra abierta con la República Popular
China.
La cuestión de hasta dónde estaba dispuesto a llegar el ejército chino se había
convertido en decisiva para Washington y de nuevo MacArthur decidió controlar la
toma de decisiones a través de la información que pasaba por la oficina del general de
brigada Charles Willoughby. Éste minimizó deliberadamente tanto el número como
las intenciones de las tropas chinas. El 3 de noviembre evaluó el número de soldados
chinos en Corea entre un mínimo de dieciséis mil quinientos y un máximo de treinta
y cuatro mil quinientos (tan sólo en Unsan alrededor de veinte mil soldados chinos,
unas dos divisiones, habían atacado a las tropas estadounidenses y prácticamente al
mismo tiempo una cantidad parecida de soldados chinos había atacado a un batallón
de marines en la costa oriental de la península, provocando gran número de bajas). En
realidad había ya en Corea alrededor de trescientos mil soldados chinos, unas treinta
divisiones. MacArthur, momentáneamente conmocionado por el asalto, trató de
reducir su importancia y en su respuesta al telegrama de la Junta de Jefes de Estado
Mayor adoptó la misma línea que Willoughby. Telegrafió que el ejército chino sólo
estaba allí para ayudar a los norcoreanos a «mantener una base de acción nominal en
Corea del Norte» que les permitiera «salvar algo del naufragio».[38]
Aunque se había sentido algo trastornado en un primer momento por el ataque
chino, ahora que parecía haber pasado, MacArthur cobró confianza de nuevo. El
general Walton Walker, al mando del Octavo Ejército estadounidense del que
formaba parte el Octavo Regimiento de Caballería derrotado en Unsan, envió un
telegrama a Tokio tras el ataque en el que decía: «EMBOSCADA Y ATAQUE POR SORPRESA
DE UNIDADES BIEN ORGANIZADAS Y BIEN ENTRENADAS, ALGUNAS DE LAS CUALES ERAN
FUERZAS COMUNISTAS CHINAS».[39] No podía haber sido más claro. La franqueza del
mensaje de Walker no gustó en el cuartel general de MacArthur, quien quería que
Walker se olvidara del peligro «imaginario» del ejército chino y que siguiera
avanzando hacia el norte, como si nada hubiera pasado. Incluso le reprendió
duramente por sugerir detener el avance hacia el norte y pretender, como los Jefes de
Estado Mayor en Washington, establecer una línea de demarcación en la cintura
estrecha de la península. MacArthur le preguntó a Walker, quien ya temía ser
relevado, por qué el Octavo Ejército había roto contacto con el enemigo después de
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Unsan y se había retirado tras el río Chongchon, empujado, dijo, por unos pocos
«voluntarios» chinos. Le ordenó seguir avanzando hacia el norte y hacerlo más
rápidamente, mientras el ejército chino esperaba pacientemente oculto su llegada.
El 6 de noviembre MacArthur hizo público un comunicado en Tokio diciendo que
la guerra de Corea había llegado prácticamente a su final al cerrarse la trampa al norte
de Pyongyang. No todos estaban tan convencidos; a muchos altos mandos del Octavo
Ejército, conscientes de lo que había sucedido en Unsan, les parecía que sólo había
sido una breve muestra del potencial chino.
Ahora más que nunca había multitud de razones para el nerviosismo en
Washington. Como observó más adelante el teniente general Matthew B. Ridgway,
cuando las tropas chinas atacaron por primera vez MacArthur lo entendió como una
calamidad y envió un mensaje a Washington protestando por la prohibición de
bombardear los puentes sobre el Yalu y afirmando que la posibilidad de que las tropas
chinas los cruzaran «amenaza con la destrucción de las fuerzas bajo mi mando».
Cuando la Junta de Jefes de Estado Mayor respondió a aquel mensaje señalando que
la intervención china parecía, en palabras de Ridgway, «un hecho consumado», lo
que seguramente exigiría una dolorosa reevaluación de todos los movimientos de las
fuerzas de Naciones Unidas hacia el norte, MacArthur envió otro mensaje muy
distinto al anterior con el que pretendía tranquilizar a los mandos de Washington
asegurándoles que la fuerza aérea podía proteger a sus hombres y que éstos podrían
destruir a cualquier enemigo que se interpusiera en su camino. Así pues, el avance
hacia el norte iba a proseguir de forma irremediable, alterando sustancialmente la
naturaleza de la guerra de Corea.[40] MacArthur, ante el dilema abierto entre su sueño
de conquistar toda Corea y el peligro que suponía para sus tropas un enemigo
formidable, optó por el primero aun a costa del segundo.
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planeado, como si el ejército chino hubiera preparado una trampa para ellos pero no
pudiera esperar a que avanzaran más al norte y entraran más profundamente en ella.
Lo sucedido en Sudong arrojaba nueva luz sobre los acontecimientos de Unsan.
Aquélla fue quizá la última oportunidad para interrumpir el avance hacia el norte,
retroceder y evitar la guerra con el ejército chino; pero Washington no hizo nada.
Dean Acheson escribió en sus memorias: «Nos quedamos sentados como conejos
paralizados mientras MacArthur llevaba adelante su pesadilla».
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FIGURA 2. Primer encuentro con el Ejército de Voluntarios del Pueblo Chino (EVPCh), noviembre de 1950.
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FIGURA 3. La batalla de Unsan, 1-2 de noviembre de 1950.
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Segunda parte
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2
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Hasta entonces Stalin siempre había respondido cautelosamente a las peticiones
de Kim Il-sung; el ejército estadounidense estaba todavía en el sur, aunque fuera
únicamente como asesor, y Stalin no quería desafiarlo directamente. Pero Kim, que se
creía su propia propaganda y despreciaba al gobierno de Syngman Rhee apoyado por
los estadounidenses en el sur, seguía insistiendo. Era un hombre muy peligroso, un
auténtico fanático absolutamente convencido de sus propias verdades. Creía que si
los soviéticos dejaban de poner dificultades y le permitían atacar al sur podría
conquistar la región prácticamente en un santiamén, del mismo modo que Syngman
Rhee estaba convencido de que bastaba que los estadounidenses dejaran de ponerle
impedimentos para conquistar el norte con facilidad.
A Stalin no le disgustaba cierto nivel de tensión militar entre las dos Coreas, no
demasiado severa pero suficiente para mantener el equilibrio. A veces había animado
a Kim Il-sung a seguir acosando al régimen de Rhee. En una reunión celebrada en la
primavera de 1949, le preguntó: «¿Cómo va la cosa, camarada Kim?». Éste se quejó
de que se le estaban poniendo las cosas difíciles y había muchos enfrentamientos en
la frontera. Stalin le preguntó: «¿Qué me dice usted? ¿Anda acaso escaso de armas?
Debería golpear a los meridionales en los dientes».[43] Tras reflexionar un momento,
añadió: «Hágalo usted, castíguelos».
Pero la autorización para una invasión era algo muy diferente; Stalin no tenía
prisa por un conflicto abierto. Más adelante, sin embargo, varios acontecimientos
internacionales modificaron su actitud, muy en particular el discurso que el secretario
de Estado Dean Acheson pronunció el 12 de enero en el Club Nacional de Prensa en
Washington, que parecía indicar que Corea no formaba parte del perímetro defensivo
de Estados Unidos en Asia, algo que en Moscú se entendió como anuncio de que
podría mantenerse al margen de cualquier conflicto que se produjera en Corea. Aquel
discurso fue un error de cálculo muy notable por parte de una de las figuras más
rigurosas en política exterior de la época, pues afectó de manera decisiva los juicios
que se hacían desde el Kremlin. Al haber caído también China en poder de los
comunistas, Acheson trataba de explicar cuál debía ser la política estadounidense en
Asia, pero acabó dando una señal muy peligrosa al mundo comunista. Su viejo amigo
Averell Harriman dijo años después: «Me temo que Acheson patinó en ese asunto».
[44]
A finales de 1949 y principios de 1950 Kim realizó, al parecer, varios viajes
secretos a Moscú para solicitar la autorización de Stalin mientras fortalecía su
ejército. Los gobernantes soviéticos analizaban fríamente durante aquellos meses
todos los aspectos de su eventual invasión del sur y finalmente concluyeron que
Estados Unidos no intervendría. Mao, cuando se reunió con Kim a petición de Stalin,
también consideraba improbable que los estadounidenses intervinieran en la guerra
para salvar «un territorio tan pequeño». Así pues, parecía haber poca necesidad de
ayuda china, pero Mao prometió que si los japoneses, todavía muy temidos en la
región, intervenían en la guerra, enviaría hombres y material.[45]
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La evolución de los acontecimientos en China también influyó sobre la decisión
de Stalin con respecto a Corea. Después de todo, Estados Unidos no había
intervenido militarmente para salvar a su gran aliado, el gobernante nacionalista
chino Chiang Kai-shek, con el que parecía hasta entonces muy comprometido,
cuando toda la China continental parecía en juego. Si la guerra de Mao —que había
obtenido un gran apoyo de los campesinos— había tenido tanto éxito, ¿no apoyarían
los campesinos surcoreanos a Kim del mismo modo? ¿No se había sentado un
precedente? El plan de Kim Il-sung comenzó así a obtener poco a poco el apoyo de
Moscú. Cuando Mao se reunió con Stalin por primera vez en Moscú a finales de
1949, examinaron el plan de guerra de Kim. Stalin sugirió reenviar a Corea a unos
catorce mil soldados de nacionalidad coreana que entonces servían en el Ejército
Popular de Liberación chino y Mao estuvo de acuerdo. La petición, según escribieron
los historiadores Sergei N. Goncharov, John W. Lewis y Litai Xue en su fundamental
estudio Uncertain Partners: Stalin, Mao and the Korean War, mostraba que «Stalin
respaldaba la iniciativa coreana pero distanciándose de cualquier intervención
directa».[46] Estaba desarrollando un juego delicado, lanzando una luz que no era ni
del todo verde ni del todo ámbar sobre la invasión; y como todavía no estaba muy
claro que todo fuera a salir tan bien como profetizaba Kim, no quería cargar con las
consecuencias de una aventura posiblemente difícil y costosa ni tampoco quería
implicarse en ella de forma directa.
La victoria final de Mao en la guerra civil en octubre de 1949 no hizo más que
intensificar el anhelo de Kim. Creía que ahora le había llegado su turno. En enero de
1950, en un almuerzo ofrecido al embajador norcoreano recién nombrado en Beijing,
Kim Il-sung volvió a dirigirse a varias figuras políticas importantes de la embajada
soviética, diciéndoles: «Ahora que China está completando su liberación, ha llegado
el momento de la liberación del pueblo coreano del sur». Añadió que no podía dormir
por la noche preocupado como estaba por resolver la cuestión de reunificar su país.
Luego se apartó con el general Terenti Shtykov, gobernador soviético de facto de
Corea del Norte, y le pidió que concertara otra reunión con Stalin y después con Mao.
El 30 de enero de 1950, dieciocho días después del discurso de Acheson, Stalin
telegrafió a Shtykov para que le dijera a Kim: «Estoy dispuesto a ayudarle en esa
cuestión».[47] Cuando Shtykov le dio a su vez la noticia a Kim, éste se mostró muy
complacido.
En abril de 1950 Kim visitó Moscú decidido a poner fin a las dudas que le
quedaban a Stalin. Iba acompañado por Pak Hon Yong, líder comunista del sur, quien
prometió al dictador soviético que los habitantes de Corea del Sur se alzarían en masa
«a la primera señal desde el norte» (al final pagó muy caro su optimismo por un
levantamiento que nunca tuvo lugar. Tres años después del final de la guerra fue
detenido en secreto y ejecutado).[48] Durante un período de quince días, desde el 10 al
25 de abril, Kim se reunió tres veces con Stalin.[49] Estaba totalmente convencido de
la victoria. Después de todo, estaba rodeado de gente que le decía lo popular que era,
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lo impopular que era Syngman Rhee y que el pueblo del sur ansiaba que lo invadiera,
del mismo modo que Rhee estaba rodeado de gente que le aseguraba lo contrario.
Pero ambos regímenes llevaban ya cinco años en el poder y los meridionales, por
muchas que fueran sus quejas contra Rhee, también sabían lo opresivo que era el
régimen de Pyongyang. Eso fue algo que en lo que Kim no pensó, pues era un
auténtico creyente comunista y no consideraba que su régimen fuera opresivo. Estaba
convencido de que la nueva Corea que se construía en el norte era un país justo y
auténticamente democrático.
Stalin le aseguró que Estados Unidos no intervendría porque no querría
arriesgarse a una guerra importante con la Unión Soviética y la República Popular
China. En cuanto a Mao, el líder chino siempre había apoyado la liberación de toda
Corea e incluso había ofrecido tropas chinas, aunque Kim Il-sung estaba convencido
de que no las necesitaba. En aquel momento Stalin le dijo que estaba de su parte pero
que no podría ayudarle mucho porque tenía otras prioridades, especialmente en
Europa. Si Estados Unidos intervenía, Kim Il-sung no debía esperar que los
soviéticos enviaran tropas: «Si le dan una patada en los dientes no levantaré ni un
dedo. Tendrá que pedirle ayuda a Mao».[50] En su opinión, Mao, quien «entendía bien
las cuestiones orientales», podría ofrecerle un respaldo más tangible.
Aquélla era una táctica habitual en él. Stalin había retirado su veto pero deseaba
minimizar su propia contribución y descargaba las eventuales complicaciones sobre
otro gobierno comunista, que acababa de tomar el poder pero estaba en deuda con él.
Sabía que influía considerablemente sobre Mao, quien quería unificar su propio país
pero se lo impedía la presencia estadounidense en Taiwán, por lo que necesitaba
ayuda soviética si quería combatir contra el reducto del Guomindang. De hecho Mao
estaba ya muy ocupado negociando con los soviéticos el suministro de material aéreo
y naval. Kim Il-sung se reunió con Mao en un encuentro secreto celebrado en Beijing
el 13 de mayo de 1950. Su audacia, que los chinos consideraban de hecho temeridad,
sorprendió un tanto al dirigente chino. Al día siguiente Mao recibió un telegrama de
Stalin confirmando su apoyo limitado a la invasión de Kim, lo que le indujo a
comprometer su propio apoyo y preguntar a Kim si quería que la República Popular
China enviara tropas a la frontera coreana por si acaso intervenían los
estadounidenses. Kim Il-sung insistió en que no había necesidad. De hecho, según le
dijo Mao más tarde a su intérprete Shi Zhe, Kim le respondió «de forma arrogante».
[51] Los gobernantes chinos estaban bastante irritados con él y en particular con sus
modales. Esperaban que Kim se presentara de una forma más modesta —después de
todo representaba a un país pequeño y estaba tratando con los gobernantes de la
poderosa China, que acababan de hacer su propia revolución—, como socio menor
que busca la ayuda generosa de un socio mayor, y por el contrario los había tratado,
según creían, con poco respeto, como si se tratara meramente de una formalidad
prometida a Stalin. Estaba claro que quería que los chinos intervinieran en su propia
aventura lo menos posible. Confiaba en poder resolver el asunto tan rápidamente —
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en menos de un mes— que a los estadounidenses les resultaría imposible desplegar
sus tropas aunque quisieran hacerlo. Mao insinuó que como Estados Unidos apoyaba
al régimen de Rhee y Japón era decisivo para la política estadounidense en el norte de
Asia, no se podía descartar del todo su posible intervención; pero Kim Il-sung no se
dejó impresionar por la insinuación. En cuanto a la ayuda, le bastaría la que le habían
prometido los soviéticos. En eso parecía llevar razón; aquellos días llegaba
continuamente a Pyongyang armamento pesado soviético (en vísperas de la invasión
las fuerzas de Kim Il-sung estaban mucho mejor equipadas, no sólo que las de Rhee,
sino de la mayoría de las unidades del Ejército Popular de Liberación chino, que
todavía seguían utilizando armas capturadas a los japoneses y a los nacionalistas
chinos del Guomindang).
Mao le sugirió a Kim lo que el escritor Shen Zhihua llamaba «una guerra rápida y
decisiva», soslayando las ciudades para que sus fuerzas no quedaran estancadas en la
guerra urbana y golpeando, en cambio, los puntos militarmente fuertes del régimen
de Rhee. Lo más importante era la velocidad. Si Estados Unidos intervenía en la
guerra —Mao se comprometió fatalmente—, la República Popular china enviaría
tropas;[52] pero el gobierno norcoreano no creía que las fuera a necesitar. Cuando
acabó la reunión, Kim le dijo al embajador soviético en China, N. V. Roshchin, en
presencia de Mao, que Mao y él estaban por completo de acuerdo en la próxima
ofensiva. Aquello no era totalmente cierto y a Mao no le complacía especialmente
que aquel joven petulante, cuyo registro de éxitos militares era tan escaso, lo tratara
de forma tan altiva y se atreviera a hablar en su nombre.
Corea seguía siendo en gran medida un satélite soviético y los dirigentes del
Kremlin se esforzaban deliberadamente por minimizar la influencia de la República
Popular China. A medida que se acercaba el día de la invasión iban llegando a
Pyongyang generales soviéticos para asesorar a Kim que poco a poco se hicieron con
toda la planificación de la guerra. Consideraban que sus primeros planes de invasión
eran obra de un aficionado y los rediseñaron sugiriendo diversas especificaciones.
Los miembros prochinos del politburó coreano y de su ejército fueron
cuidadosamente excluidos de las sesiones de planificación más delicadas. Parte del
armamento pesado que llegaba al país fue enviado en barco y no por ferrocarril para
que no tuviera que pasar por territorio chino. Era obvio que tanto coreanos como
soviéticos querían minimizar el papel de la República Popular China. Kim sugirió
que la invasión se produjera entre mediados y finales de junio, antes de la estación
lluviosa, y Stalin se mostró finalmente de acuerdo en que se produjera a finales de
mes. Los últimos envíos masivos de maquinaria militar soviética llegaron los
primeros días de junio. Cuanto más cerca estaba el día de la ofensiva, mayor era la
influencia soviética. Kim Il-sung no se molestó siquiera en informar a las autoridades
chinas de que la invasión había comenzado hasta el 27 de junio, dos días después de
que sus tropas hubieran cruzado el paralelo 38. Hasta ese momento los gobernantes
chinos habían dependido de los informes enviados por radio por sus agentes. Cuando
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Kim Il-sung habló por fin con el embajador chino, insistió en que los surcoreanos
habían atacado primero, algo que los chinos sabían que era mentira. Lo más
interesante en cuanto a los posicionamientos durante las semanas previas a la
invasión es que, aunque se preveía una fácil victoria, las tensiones y rivalidades entre
los tres países eran muy serias, con profundas raíces históricas, y el nivel de
confianza mutua era sorprendentemente bajo.
Para Estados Unidos y otros países occidentales no se trataba de una guerra civil
sino de una invasión que les recordaba su incapacidad para detener la agresión
hitleriana en los días previos a la segunda guerra mundial. Para los gobiernos chino,
soviético y norcoreano ese punto de vista era sorprendente. Hasta el momento habían
preferido no pensar en el paralelo 38, establecido por estadounidenses y soviéticos en
1945 como línea divisoria entre las dos Coreas, como una frontera (aquello iba a
cambiar rotundamente pocos meses después, cuando las fuerzas de Naciones Unidas
cruzaron el paralelo hacia el norte). Lo que habían hecho el 25 de junio sólo era en su
opinión un acto más de la larga lucha del pueblo coreano por su independencia, parte
de una guerra civil no concluida como la que tenía lugar en Indochina y la que
acababa de finalizar en China.
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y sacando a los civiles de allí. También le dijeron que se estaban realizando muchas
obras en los puentes y que algunas líneas ferroviarias cerca de la frontera estaban
siendo reparadas, a menudo de noche. Singlaub estaba seguro de que bajo todos los
informes que recibía sobre infinitos incidentes fronterizos, aquello indicaba que se
preparaba algo importante.
Su trabajo se desarrollaba con considerables limitaciones. No podía ni siquiera
operar abiertamente en Corea porque era un antiguo agente de la OSS y ahora de la
CIA, y tanto MacArthur como su jefe de inteligencia, el general de brigada Charles
Willoughby, la odiaban. Habían mantenido a la OSS fuera de su teatro de operaciones
durante la segunda guerra mundial y ahora estaban empeñados en hacer lo mismo con
la CIA. Parte de aquel odio provenía de la muy conocida anglofobia de MacArthur y
de su desprecio hacia los entendidos en asuntos orientales tan influyentes en la OSS,
que de hecho la dominaban; pero había también en él un aspecto más práctico. Si su
G-2 controlaba las informaciones que llegaban del teatro de operaciones, también
podría controlar cualquier proceso de decisión referido a él. Tanto MacArthur como
Willoughby preferían que el Pentágono y el gobierno de Truman dependieran
totalmente de ellos en cuanto a la información que recibían sobre lo que sucedía en
aquella zona de Asia, sin que hubiera otras fuentes de inteligencia que limitaran su
libertad de acción. Si controlas la inteligencia, controlas la toma de decisiones.
A George Kennan, que había vuelto de un viaje a Tokio con mucha desconfianza
sobre la calidad y competencia del personal de MacArthur, especialmente de sus
oficiales de inteligencia, a los que juzgaba pomposos, demasiado ideologizados y
peligrosamente confiados en su supuesta sabiduría, no le sorprendía en absoluto que
el alto mando en Tokio no supiera lo que estaba sucediendo. Cuando le mencionó a
un oficial de las fuerzas aéreas la vulnerabilidad geopolítica de Corea si las fuerzas
regulares terrestres estadounidenses se veían obligadas a salir de allí, éste le
respondió que no había necesidad de mantener allí tropas terrestres porque desde
Okinawa se podían lanzar bombas atómicas que eliminaran a cualquier posible
enemigo. Kennan, que había analizado la forma de combate de los comunistas chinos
en su guerra civil, a quienes parecía no estorbar demasiado el poder aéreo del
enemigo, no estaba tan seguro. Luego, en mayo-junio de 1950 parte de su gente en la
Oficina de Planificación Política del Departamento de Estado comenzó a percibir
rumores de que en el mundo comunista se estaba preparando algo muy gordo y de
que pronto iba a entrar en acción una gran fuerza. Las diversas agencias de
inteligencia estadounidenses, que tenían bajo la lupa a todo el mundo comunista,
llegaron a la conclusión de que no se trataba de la Unión Soviética ni de ninguno de
sus satélites europeos. Quizá, pensó Kennan, podría tratarse de Corea. Pero los
militares parecían pensar que un ataque comunista allí «estaba prácticamente
descartado: las fuerzas surcoreanas estaban bien armadas y entrenadas y eran
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claramente superiores a las del norte».[54]
Así pues, cuando los informes de los agentes de Singlaub se integraron finalmente en
la cosecha conjunta, salieron de la oficina de Willoughby con la etiqueta «F-6», que
era la valoración más baja posible, considerándolos poco fiables y procedentes de
agentes no dignos de confianza. De forma que cuando el Inmin-gun avanzó por la
mañana del 25 de junio, cogió totalmente desprevenidos a los soldados surcoreanos y
a sus asesores estadounidenses. Aquél no iba a ser un combate parejo: los soldados
norcoreanos estaban bien entrenados y bien equipados, con armas recién fabricadas
en la Unión Soviética, que se las había enviado específicamente para aquella
ofensiva. Superaban en número a las tropas, a las que casi duplicaban. Cerca de la
mitad de ellos, unos cuarenta y cinco mil coreanos que habían combatido en China y
habían ido pasando gradualmente del Ejército Popular de Liberación a unidades del
Inmin-gun con la aprobación de Mao, tenían ya experiencia de combate. En muchos
casos habían luchado durante más de una década y habían sobrevivido a una guerra
en la que el otro bando siempre tenía mejor armamento. El Inmin-gun era un reflejo
excepcionalmente exacto de la sociedad autoritaria que estaba arraigando en el norte:
un ejército controlado, disciplinado, extremadamente jerárquico y muy adoctrinado,
que combatía bajo el mando de un gobierno muy controlado, disciplinado y
jerárquico. Su origen era mayoritariamente campesino y sus agravios muy reales: su
pobreza los amargaba y estaban llenos de rencor hacia los japoneses que los habían
colonizado de forma tan cruel y hacia los coreanos de clase alta que habían
colaborado con ellos; y ahora los habían adoctrinado contra los yanquis que a sus
ojos no habían hecho más que sustituir a los japoneses en el sur. Todo esto los
convertía en soldados muy endurecidos: los dogmas en los que creían habían sido
repetidamente confirmados por su experiencia propia y la de sus familias.
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urgente en la embajada. Por el camino se encontró con Jack James, periodista de la
United Press que pretendía salir de excursión aquel día después de trabajar un poco.
Muccio le dijo que estaba tratando de contrastar la noticia de que los norcoreanos
habían atravesado la frontera. Justamente cuando James entraba en la embajada se
encontró con un amigo que trabajaba en la inteligencia militar y que le preguntó:
«¿Has oído algo de la frontera?». «Bueno, algo, pero no mucho —respondió James
—; ¿sabes tú algo?». «Diablos, parece que han cruzado por todas partes excepto por
el área de la Octava División», respondió el oficial.
James se dirigió entonces a un teléfono y comenzó a hacer llamadas
frenéticamente, tratando de ensamblar unas piezas con otras. Poco después, alrededor
de las ocho y cuarenta y cinco minutos de la mañana, hora de Seúl, uno de los
marines de guardia, el sargento Paul Dupras, le preguntó qué estaba pasando. «Los
norcoreanos han cruzado la frontera», respondió James. «Eso no es nada; pasa todos
los días», dijo Dupras. «Sí, pero esta vez vienen con tanques», respondió James.
Siguió reuniendo detalles y a las 9:50 a.m. envió su primer boletín informativo. Se
había movido por la ciudad y al regresar a la embajada, cuando uno de sus amigos de
la inteligencia militar habló de informar a Washington, decidió que si se lo tomaban
así también él debía darlo por bueno. Tuvo cuidado, dijo más tarde, en no exagerar
las cosas, porque se trataba de guerra y no había necesidad de agravarlas más aún, y
porque seguramente le llegarían muchos más detalles durante las horas y días
próximos. Aunque la United Press era famosa por su tacañería, James pagó de su
bolsillo el boletín con tarifa urgente. Su diligencia le permitió que su historia fuera la
única en llegar a Estados Unidos a tiempo para aparecer en los periódicos de la
mañana del domingo. Comenzaba con el típico estilo del servicio de prensa:
«URGENTE UNPRESS NUEVA YORK, 25.095 INFORMES FRAGMENTARIOS DESDE PARALELO
TREINTA Y OCHO INDICAN NORCOREANOS LANZARON DOMINGO MAÑANA ATAQUES
GENERALES EN TODA LA FRONTERA STOP INFORMES A LAS NUEVE TREINTA HORA LOCAL
INDICAN KAESONG CUARENTAS MILLAS AL NOROESTE SEÚL Y CUARTEL GENERAL PRIMERA
DIVISIÓN EJÉRCITO NORCOREANO HAN CAÍDO STOP SE INFORMA DE FUERZAS ENEMIGAS A
TRES O CUATRO KILÓMETROS AL SUR DE LA FRONTERA EN LA PENÍNSULA DE ONJIN STOP SE
SUPONE QUE HAN ENTRADO EN USO TANQUES EN CHUNCHON CINCUENTA MILLAS NOROESTE
DE SEÚL…».[56]
A Washington llegaban cada vez más informes fragmentarios de la embajada,
pero los boletines de la United Press alertaron a la ciudad. Cuando desde la oficina de
la United Press y otras oficinas de prensa comenzaron a llamar a altos funcionarios
públicos para obtener algún tipo de confirmación, los miembros del gobierno estaban
ya avisados de que en la península coreana había comenzado una guerra que nadie
deseaba.
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Parecía casi indiferente a las primeras noticias de la invasión, tanto que preocupó a
algunos de los hombres de su entorno. Tampoco es que se tratara de acérrimos
liberales, el tipo de enemigos jurados que él veía siempre a su alrededor dispuestos a
perjudicarle por razones políticas internas; entre ellos estaba uno de los miembros
más conservadores del aparato de seguridad nacional estadounidense, John Foster
Dulles, secretario de Estado republicano en la sombra que entonces trabajaba como
asesor para el Departamento de Estado; y también John Allison, uno de los miembros
de línea más dura del Departamento de Estado, que acompañaba a Dulles en un viaje
a Seúl y Tokio.
Casualmente Dulles y Allison estaban en Tokio para discutir un posible tratado de
paz que pusiera fin formalmente a la ocupación estadounidense de Japón cuando se
produjo el ataque norcoreano. Pocos días antes del ataque ambos habían visitado un
bunker surcoreano cerca del paralelo 38, donde los fotografiaron rodeados de
soldados del ejército surcoreano. Dulles, que vestía su típico sombrero, tenía el
mismo aspecto que si fuera a una reunión de banqueros de Wall Street. El secretario
de Estado Dean Acheson, al que no le gustaba el hombre que quería quitarle el
trabajo y que estaba seguro de que iba a conseguirlo dieciocho meses antes, cuando
Tom Dewey se presentó a las elecciones presidenciales, comentó: «La imagen de
Foster con sombrero en un bunker era francamente divertida».[57] Al día siguiente
Dulles, un hombre muy pagado de sí mismo y muy convencido de su rectitud
personal y religiosa, había hablado ante la Asamblea Nacional surcoreana diciendo:
«No están ustedes solos y nunca lo estarán mientras sigan participando valerosamente
en el gran designio de la libertad humana».[58] Esas palabras habían sido
específicamente escritas para Dulles y para esa ocasión en Washington por dos
hombres que por vías diferentes surgirían en los meses posteriores como portavoces
destacados de la línea dura: Dean Rusk, el nuevo subsecretario de Estado para el
Lejano Oriente, y Paul Nitze, el jefe de la Oficina de Planificación Política.[59] Sin
embargo, pese a la intensidad de la retórica de Dulles, no había ninguna razón real
para pensar que Corea del Sur estuviera en gran peligro. Pocos días antes tanto Dulles
como Allison habían recibido información del general Willoughby y el tema de un
posible ataque norcoreano no se había ni siquiera planteado.
Tras el ataque del Inmin-gun Dulles y Allison, que simpatizaban ideológicamente
con MacArthur pero no formaban parte de su círculo más íntimo, tuvieron una visión
inusitadamente detallada de su cuartel general en acción. Las noticias que llegaban
eran muy malas desde el principio, pero MacArthur y su Estado Mayor parecían
curiosamente despreocupados al respecto. Hubo una reunión informativa el domingo
25 de junio por la noche, en la que MacArthur parecía muy relajado. Los primeros
informes, les dijo a Dulles y Allison, no eran concluyentes: «Probablemente se trata
sólo de una fuerza de reconocimiento. Si Washington no me estorbara, podría
machacarlos con un brazo atado a la espalda», dijo.[60] Luego añadió que el
presidente Rhee le había pedido algunos aviones de caza y aunque pensaba que los
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coreanos no sabrían utilizarlos adecuadamente, tenía la intención de enviarles
algunos, sólo para mejorar su moral.
Allison pensó que Dulles parecía momentáneamente aliviado por el aura de
confianza de MacArthur, pero aun así quería enviar un telegrama a Acheson y a Rusk
pidiéndoles una ayuda inmediata a Syngman Rhee; pero cuanto más hablaban Allison
y Dulles con la gente de la camarilla de MacArthur, más inquietos se sentían. Aquella
primera noche Allison salió a cenar con un viejo amigo, el general de brigada Crump
Garvin, comandante del puerto de Yokohama, quien le sorprendió confiándole que
había habido informes muy serios del servicio de inteligencia del Octavo Ejército
durante las dos o tres últimas semanas indicando que los civiles norcoreanos que
vivían cerca del paralelo estaban siendo desplazados y que el Inmin-gun estaba
concentrando gran número de soldados junto a la frontera, y concluía: «Cualquiera
que hubiera leído los informes podía decir que iba a suceder algo muy pronto. No sé
qué es lo que ha estado haciendo el G-2 en Tokio».[61]
El lunes la brecha entre la realidad sobre el terreno y la del cuartel general de
MacArthur pareció ampliarse. El embajador Muccio, principal representante
estadounidense del Departamento de Estado en Corea, ordenó la inmediata
evacuación de las mujeres y niños estadounidenses del país. MacArthur, que todavía
iba con el piloto automático, insinuó que era una iniciativa prematura e insistió en
que «no había razón para el pánico en Corea». Pero las noticias que llegaban eran
muy malas. Aquella noche los dos visitantes de alto rango se separaron, Allison para
cenar con algunos funcionarios importantes en Tokio y Dulles para asistir a una cena
privada con MacArthur. La cena de gala de Allison se vio interrumpida repetidamente
por las idas y venidas de periodistas y diplomáticos que consultaban con sus fuentes
durante la noche. Todos ellos regresaban con noticias cada vez más sombrías: el
ejército surcoreano estaba siendo derrotado en todos los frentes. Al final de la velada
Allison decidió contrastar sus noticias con Dulles, seguro de que se habría enterado
de muchas más cosas por MacArthur. Comenzó diciéndole: «Supongo que habrás
oído las últimas noticias de Corea». Dulles no había oído nada. «¿Pero no has cenado
con el general?» Sí, respondió Dulles, las dos parejas solas, y después de la cena
habían visto una película, lo que constituía la forma preferida de entretenimiento del
general. Nadie había interrumpido su velada. Dulles telefoneó entonces a MacArthur
para informarle de lo que había oído del colapso surcoreano, y el general le dijo que
lo comprobaría. Allison escribió más tarde: «Debió de ser una de las pocas ocasiones
de la historia de Estados Unidos en que representantes del Departamento de Estado
han tenido que decirle a un alto mando militar lo que estaba sucediendo en su propio
patio trasero».[62]
El día siguiente trajo más señales del desastre que se estaba produciendo ante
ellos. El embajador Muccio informó que se estaba evacuando Seúl y que Rhee y él
estaban a punto de dirigirse a Tajón, al sur del río Han. Aquel día Dulles y Allison
debían volar de regreso a Estados Unidos. Mientras esperaban en el aeropuerto de
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Haneda acudió a despedirles un MacArthur transformado. Allison se alarmó por el
cambio que observaba en quien sólo dos días antes hablaba desenfadada y
confiadamente de una fuerza de reconocimiento en Corea. Ahora parecía totalmente
abatido, como envuelto en su propia oscuridad. Anteriormente otros habían
observado la tendencia del general a sufrir importantes cambios de humor, pero de
todas formas Dulles y Allison se sintieron trastornados por su cambio de actitud.
MacArthur proclamó: «Toda Corea se ha perdido. Lo único que podemos hacer es
sacar a nuestra gente del país». Allison escribió más tarde: «Nunca he visto a nadie
tan deprimido como el general MacArthur aquella mañana del martes 27 de junio de
1950».[63]
Aún más preocupante fue el comportamiento de MacArthur cuando el avión se
retrasó por razones técnicas. La ceremonia de despedida parecía alargarse cuando
llegó un mensaje de que el secretario del Ejército quería mantener con él una
teleconferencia a la una del mediodía, hora de Tokio. En aquella época de
comunicaciones relativamente primitivas se trataba de una conversación telefónica a
través de mecanógrafos que iban tomando nota de todo. Tanto Dulles como Allison
pensaron que se trataba de una cita extraordinariamente importante. Washington
necesitaba desesperadamente hablar con el comandante supremo en el Lejano Oriente
para saber qué debía hacerse a su juicio en una crisis tan importante como aquélla.
Para responder a la convocatoria el general MacArthur tenía que abandonar Haneda
de inmediato, pero para su sorpresa les dijo de forma bastante despreocupada a sus
ayudantes que estaba ocupado despidiendo a Dulles y que Washington podía hablar
con su jefe de Estado Mayor. Dulles se horrorizó y utilizó un truco para que
MacArthur volviera al trabajo: hizo que lanzaran un aviso por megafonía pidiendo
que embarcaran en el avión. Sólo entonces volvió MacArthur a su puesto de mando.
A continuación Dulles y su gente volvieron a la sala VIP a esperar algunas horas más.
Allison supo más tarde que fue durante aquella teleconferencia cuando el gobierno de
Truman decidió enviar más aviones y barcos a Corea. No fue un comienzo agradable.
A algunos les recordaba una falta de preparación parecida por parte del mando de
MacArthur antes del comienzo de la guerra con Japón, cuando había subestimado
sistemáticamente la capacidad de los japoneses para atacar las posesiones
estadounidenses en el Pacífico, lo que había posibilitado, dada la escasa preparación
de su estructura de mando, que los bombarderos bajo sus órdenes en la isla de Wake
fueran destruidos en tierra por los bombarderos japoneses nueve largas horas después
del ataque a Pearl Harbor. El historiador británico Max Hastings escribió al respecto:
«Pocos mandos de una u otra nacionalidad podrían arrastrar una responsabilidad tan
grande del desastre militar estadounidense en Filipinas en 1941-1942, y sin embargo
escapar sin tener que dar cuenta de ella. Pocos podrían haber abandonado su puesto
amenazado en Bataan escapando a un lugar más seguro con toda su camarilla, incluso
sus sirvientes personales, haciendo buena la afirmación de que su propio valor para
su país superaba el de un sacrificio simbólico junto a sus hombres».[64] Las reglas que
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gobernaban a otros nunca se aplicaban realmente a Douglas MacArthur.
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FIGURA 4. La invasión norcoreana, 25-28 de junio de 1950.
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poco que sólo la había visitado una vez —e incluso entonces brevemente—, desde su
creación. Había ignorado las repetidas peticiones del general John Hodge, al mando
de todas las fuerzas estadounidenses en Corea del Sur, que quería que el comandante
supremo de las potencias aliadas, como era denominado oficialmente MacArthur, se
implicara más en la región. Por el contrario, MacArthur le respondió a Hodge
aconsejándole que utilizara su propio criterio. «No estoy lo bastante familiarizado
con la situación local como para aconsejarle de forma inteligente, pero apoyaré
cualquier decisión que tome usted al respecto», le dijo como respuesta a una de
aquellas peticiones.
Durante el período de 1945 a 1950 quedó muy claro que MacArthur no quería
tener nada que ver con Corea. Sobre su mesa de despacho había incontables
telegramas pidiendo su ayuda o consejo: «Le pido urgentemente su participación
activa en mi difícil posición…». Faubion Bowers, uno de los principales ayudantes
de MacArthur aquellos días debido a su manejo del japonés, recordaba que Hodge
había decidido por su cuenta ir a ver a MacArthur y lo habían tenido durante horas
esperando antes de ser recibido por el general, que lo único que le dijo fue que se
ocupara por su cuenta de Corea. Más tarde le comentó a Bowers, mientras éste lo
conducía a casa: «No pondría mis pies en Corea. Pertenece al Departamento de
Estado. La querían y la han conseguido. Tienen la jurisdicción, y yo no. No la tocaría
ni con un botalón de tres metros de largo. Los condenados diplomáticos hacen las
guerras y nosotros las ganamos. ¿Por qué tendría yo que salvarles la piel? No ayudaré
a Hodge. Que se las arreglen por su cuenta».[66] Su única visita allí había sido con
ocasión de la toma de posesión del nuevo presidente surcoreano Syngman Rhee, a
quien le dijo de pasada, aunque con grandilocuencia —y sin consultar con nadie en
Washington su compromiso— que Estados Unidos defendería Corea del Sur en caso
de que fuera atacada, «como si se tratara de California».[67]
Sus admiradores y su Estado Mayor eran unánimes al describir su vigor y energía,
raros en un hombre de setenta años, pero entre quienes no formaban parte de su
círculo íntimo había serias preocupaciones por su edad y su salud. Ya cuando la
derrota de Japón se hizo evidente en 1945, algunos altos mandos militares habían
comenzado a preocuparse por él. El general Joseph Stilwell, cuando asistió a la
ceremonia de la rendición de Japón a bordo del USS Missouri en la bahía de Tokio
aquel mes de septiembre, se había sorprendido por el temblor de sus manos. Al
principio pensó que eran nervios, pero el general Walter Krueger, perteneciente al
Estado Mayor de MacArthur, le aseguró que se trataba de Parkinson. En cualquier
caso, Stilwell pensó que «no parecía encontrarse muy bien».[68] Había otras señales
de que su salud le estaba fallando: su atención parecía limitada y a veces tenía
significativos lapsus, y tardaba en comprender la seriedad de una nueva situación. Se
sabía que había perdido bastante capacidad auditiva y sus ayudantes creían que por
esa misma razón el comandante supremo no acudía a las reuniones del Estado Mayor.
Otros creían que a eso se debía que las audiencias concedidas a los visitantes fueran
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más bien monólogos, porque no podía oír lo que otros decían y no podía mantener
fácilmente una conversación. Pero anciano o no, capaz de trabajar al nivel exigido a
un mando de combate o no, seguía siendo un símbolo con un vasto depósito de
capital político. Durante su larga y a menudo distinguida carrera había tenido todo
tipo de fallos, momentos en los que no había sido precisamente un jefe brillante y se
había dejado llevar con demasiada facilidad por su vanidad, y otros habían tenido que
pagar el precio de sus errores, pero en 1950 continuaba siendo una figura formidable;
había sido un mando famoso e intrépido ya en la primera guerra mundial, había
dirigido con habilidad y un uso cuidadoso de sus limitadas fuerzas su campaña contra
los japoneses en el Pacífico durante la segunda guerra mundial, y cuando estalló la
guerra de Corea estaba haciendo un trabajo admirable en cuanto a la modernización
de Japón.
Si MacArthur se interesaba poco por Corea, su actitud hacia aquel infortunado
país era típica entre sus compatriotas. Corea no estaba relacionada ni con el proceso
político estadounidense ni con su psicología. Mientras que China había fascinado
desde hacía mucho tiempo a los estadounidenses, muchos de los cuales sentían un
profundo aunque curioso paternalismo hacia los atribulados chinos, y Japón
despertaba en ellos o bien admiración o temor, Corea no les inspiraba ningún tipo de
fascinación, ni siquiera interés. Un misionero llamado Homer Hulbert escribió en
1906 que los coreanos «ha[bía]n sido con frecuencia calumniados y raramente
apreciados, viéndose eclipsados por China en cuanto al número y por Japón en cuanto
al ingenio. No son ni buenos comerciantes como unos ni buenos combatientes como
los otros. Y sin embargo son de lejos la gente más agradable de Oriente para vivir
entre ellos. Sus defectos son como la estela de la ignorancia en todas partes y la
mejora de sus oportunidades haría prosperar rápidamente su situación».[69] Durante
las siguientes cuatro décadas el interés de los estadounidenses por Corea no había
aumentado mucho. La Unión Soviética entró tarde en la guerra del Pacífico y cuando
ésta acabó de repente con el uso de bombas atómicas Corea quedó dividida por el
paralelo 38, sin que nadie lo hubiera previsto, por una decisión tomada de la forma
más casual en el último minuto desde el Pentágono. Los primeros militares
estadounidenses que llegaron allí, ignorantes de lo mucho que los coreanos odiaban a
sus amos japoneses y de lo cruel que había sido la ocupación nipona, utilizaron al
principio a las fuerzas de policía japonesas para mantener el orden en Corea. Al
general Hodge, el primer general estadounidense que mandó allí tras la guerra, un
tipo brusco, áspero, no le gustaban Corea ni los coreanos, que juzgaba «de la misma
camada de gatos que los japoneses».[70] La presencia estadounidense en Corea pudo
empezar de forma casual y descuidada, pero introdujo un nuevo e importante
protagonista en la historia de un país cuya geografía, más que su riqueza natural, lo
había convertido durante años en objetivo de vecinos poderosos y agresivos. Lo único
nuevo en aquella vieja ecuación, como señalaba el historiador Bruce Cumings, era lo
lejos que quedaba la nueva potencia ocupante, Estados Unidos. Su presencia en los
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años posteriores a 1945 se debió en gran medida a que los soviéticos también estaban
allí y pronto también a la relación directa de la seguridad de Corea con la de Japón.
La relación de Corea, o para ser más precisos de Corea del Sur, con Estados
Unidos, iniciada en 1945, por decirlo de algún modo, a punta de pistola, como
producto de la Guerra Fría, no fue por tanto fácil. Dio lugar a un Estado-cliente
irritado, todavía amargado por el período colonial que acababa de finalizar y más
amargado aún por haber sido dividido en dos bajo la torpe hegemonía de una nueva
superpotencia que no estaba del todo segura de querer comportarse como un imperio.
Para los coreanos el final de la segunda guerra mundial y de la colonización japonesa
no había supuesto, como muchos esperaban, un nuevo aliento de libertad y una
oportunidad para reconstruir su país con sus propios contornos políticos. Que donde
durante siglos había habido una sola Corea hubiera ahora dos era una injusticia
inaceptable a sus ojos; en lugar de poder configurar su destino en sus propios
términos, habían caído de nuevo bajo el control extranjero. Lo primero que percibió
la gente del sur fue que su país, o con más exactitud su medio país, estaba controlado
por gente que vivía a miles de kilómetros, al otro lado de un vasto océano, y que casi
no conocía el país cuyo futuro debía ahora determinar. Desde el principio fue una
relación llena de tensiones y malentendidos. Sólo la intensificación de la Guerra Fría
trajo consigo una mejora de las relaciones en función del valor e interés mutuo. Sin la
amenaza del comunismo global, los estadounidenses no se habrían preocupado nunca
por Corea; la existencia de esa amenaza, en cambio, los predisponía a luchar e
incluso a morir por ella.
Corea era un pequeño país orgulloso que tuvo la mala fortuna de interponerse en
el camino de tres potencias infinitamente mayores, más fuertes y más ambiciosas:
China, Japón y la Unión Soviética. Las tres querían utilizarla, bien como base
ofensiva desde la que atacar a alguna de las otras dos, o como escudo defensivo para
frustrar los eventuales designios agresivos de las otras dos. Mucho antes de junio de
1950 los formidables vecinos de Corea habían asumido en todo momento su derecho
a invadirla en lo que consideraban una iniciativa defensiva —o un paso preventivo—
contra sus otros dos rivales. Del mismo modo que la infortunada geografía de Polonia
la situaba entre Alemania y Rusia, la geografía de Corea configuraba en gran medida
su destino. A Syngman Rhee, el presidente de Corea del Sur, le gustaba citar un
proverbio coreano que decía: «En la pelea entre dos ballenas perecen aplastadas las
gambas».[71]
Durante gran parte de su historia, la influencia de China había pesado más sobre
Corea que la de los otros países hostiles, pero la guerra chino-japonesa de 1894-1895
señaló el final temporal de la influencia china, cuando Japón, una potencia
ascendente, tradicionalmente militarista y que se industrializaba con rapidez,
empezaba a convertirse en un formidable candidato al dominio regional, con la
creación de un nuevo imperio japonés. En 1896, Rusia —cuyo enorme tamaño
ocultaba una profunda crisis social, política y económica— llegó a un acuerdo con un
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Japón cada vez más agresivo para dividirse entre los dos su influencia sobre Corea
(irónicamente) por el paralelo 38. Si Rusia parecía más poderosa de lo que era
realmente, Japón parecía menos poderoso de lo que era. Aquel acuerdo demostró ser
una solución muy provisional.
En febrero de 1904 los japoneses volvieron a atacar a la flota rusa, a la cual
destruyeron finalmente en la batalla del estrecho de Tsushima, después de que su
ejército hubiera infligido derrotas parecidas al ejército ruso en Siberia y en zonas de
Manchuria ocupadas por los rusos. Más tarde justificaron su ataque contra las fuerzas
rusas en el Lejano Oriente apuntando al peligro que suponía para ellos una Corea
rusificada. Rikitaro Fujisawa, destacada figura política japonesa, comentaba la frase
de un amigo suyo que afirmaba que los japoneses tenían que atacar antes que los
rusos porque «Corea apunta como una daga al corazón de Japón», palabras que
podrían haber sido fácilmente pronunciadas medio siglo después por los gobernantes
y encargados de la seguridad nacional estadounidense. Fujisawa añadió luego:
«Corea en posesión de Rusia, o incluso una Corea débil y corrupta susceptible de caer
fácilmente en cualquier momento en poder del águila rusa, pondría el destino de
Japón en manos del poco escrupuloso “coloso del Norte”. Japón no podía aceptar
aquel destino. Que la guerra ruso-japonesa no fue para Japón únicamente defensiva
sino por su propia supervivencia como país independiente es demasiado obvio como
para requerir ninguna elucidación o explicación».[72] Era una forma muy elocuente de
justificar una guerra ofensiva: eran los coreanos, no el diablo, quienes la habían
provocado.
Parecía formar parte del destino nacional de Corea carecer de la posibilidad de
decidir su propio futuro. Quien hizo los oficios de pacificador en la guerra ruso-
japonesa no fue un coreano sino el presidente de Estados Unidos, Theodore
Roosevelt —que incluso recibió un premio Nobel por sus esfuerzos—, sin que le
preocupara ni poco ni mucho la idea de mejorar la situación para los coreanos.
Roosevelt representaba un Estados Unidos nuevo, cada vez más militarizado, que
comenzaba a manifestar una especie de impulso imperialista subconsciente. Años
antes había preconizado con entusiasmo la guerra hispano-estadounidense de 1898
que permitió a Estados Unidos convertir a Filipinas en su colonia. Roosevelt era un
hombre de su tiempo: creía en la idea, que hizo mucho por popularizar, de la misión
del hombre blanco, esto es, la obligación de que fuertes potencias caucásicas fiables
(cristianas) dominaran el mundo no blanco, menos fiable, así como en el deber
paralelo del mundo no blanco de dejarse dominar. El único país que exceptuaba de su
concepción de los países y pueblos asiáticos como esencialmente inferiores era
Japón. En una ocasión le escribió a un amigo: «Los japoneses me han interesado y
me han gustado siempre».[73] Después de todo eran, excepto en el tamaño, el color de
la piel y la forma de los ojos, peligrosamente parecidos a los anglosajones: eran
partidarios del trabajo duro, la disciplina, la organización, la energía militar y el
imperialismo agresivo.
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Japón impresionaba a Theodore Roosevelt como el tipo de país que podía admirar
por sus aspiraciones y hazañas, «con derecho a gozar de absoluta igualdad con todos
los demás pueblos del mundo civilizado».[74] Todo aquello ponía a Corea, en palabras
de Robert Myers, escritor y antiguo oficial de inteligencia con considerable
experiencia sobre los asuntos coreanos, «en una situación no muy diferente de la de
un ternero recién nacido, indefenso frente al lobo imperial japonés».[75] El único país
que podía imponer una diferencia, dada la infortunada situación geográfica de Corea,
era el distante Estados Unidos. De hecho, ya en 1882 el reino de Corea había firmado
un tratado con Estados Unidos (y también con algunos países europeos) que les
exigía acudir en su defensa si era atacada. Aquella posible ayuda iba a permanecer,
desgraciadamente, en el terreno puramente teórico: Corea estaba demasiado lejos y
en la época de la guerra ruso-japonesa la Armada estadounidense era todavía débil;
en cualquier caso, Teddy Roosevelt tenía sus propias prioridades en Asia, y Corea no
era una de ellas. Estados Unidos no estaba interesado en ayudar a Corea sino en
asegurar su propio dominio colonial en Filipinas; por eso llegó a un acuerdo
encubierto con Japón y le permitió controlar Corea de forma cada vez más estricta,
como un «protectorado» tras la guerra ruso-japonesa y luego, en 1910, mediante una
abierta anexión por la fuerza como colonia japonesa de pleno derecho.
El joven Syngman Rhee, que hablaba muy buen inglés, fue elegido por algunos
de sus paisanos para visitar a Theodore Roosevelt en el verano de 1905, justo cuando
el presidente estaba a punto de negociar el tratado de paz ruso-japonés. Syngman
Rhee quería su ayuda para detener la colonización japonesa de su país. En palabras
del periodista e historiador Joseph Goulden, Roosevelt le ofreció a Rhee una dosis de
«doble lenguaje cortés y totalmente equívoco». Sabía que los diplomáticos
projaponeses que dirigían la embajada coreana en Washington no le ofrecerían ayuda
a Rhee y no mencionó que, mientras hablaban, el secretario de Estado William
Howard Taft se dirigía a Tokio para firmar un acuerdo secreto que daba a los
japoneses el control de Manchuria y Corea, a cambio de lo cual Japón reconocía a
Estados Unidos su soberanía sobre Filipinas. No es de extrañar, pues, que Rhee se
volviera finalmente, a ojos de sus socios estadounidenses, tan neurótico y
desconfiado. Estados Unidos lo traicionó más de una vez y le mintió de forma
sistemática. Al final los japoneses, que rebautizaron Corea como Chosen, impusieron
en ella un brutal dominio colonial que duró casi cuarenta años. Estados Unidos, según
escribió más tarde Roosevelt en sus memorias, no podía hacer «por los coreanos lo
que apenas era capaz de hacer por sí mismo».[76] La colonización japonesa de Corea
sería desusadamente cruel, pero atrajo poca atención fuera de las fronteras del país.
Syngman Rhee permaneció en Estados Unidos, recibió una notable educación
para un coreano de su generación y se convirtió en una especie de «brigada de la
verdad» unipersonal con apenas suficientes conexiones con unos pocos
estadounidenses bien situados, muchos de ellos clérigos, que le facilitaran el acceso a
figuras políticas más influyentes. Si bien esas relaciones le permitieron plantear
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insistentemente la cuestión de la libertad de su país, siempre anduvo escaso de una
auténtica influencia. Tras licenciarse asistió a los cursos de la Universidad de
Princeton como doctorando en ciencias políticas, convirtiéndose en uno de los
favoritos de su entonces presidente, Woodrow Wilson. Rhee acudía regularmente a
las reuniones sociales informales que Wilson ofrecía en su casa, donde los estudiantes
se congregaban en torno al piano de la familia Wilson y cantaban. Rhee no cantaba,
pero le gustaba compartir la calidez de una velada estadounidense informal y Wilson
parecía tenerle aprecio, pues lo presentaba a otros colegas como «el futuro redentor
de la independencia de Corea».[77]
Pero el Wilson que presidía la Universidad de Princeton y el Wilson que presidió
poco después Estados Unidos y lo llevó a la primera guerra mundial, demostraron ser
dos hombres muy diferentes. En la Conferencia de Paz de París que se iba a celebrar
una vez finalizada la guerra, Wilson esperaba crear un nuevo orden mundial que
garantizara entre otras cosas el derecho de autodeterminación de los países
colonizados. Nadie estaba más excitado por esa perspectiva que el viejo amigo
protegido de Wilson Syngman Rhee; su antiguo mentor, que pocos años antes parecía
ungirlo como líder de una nueva Corea independiente, iba a plantear, en la cumbre
más augusta que cupiera imaginar, la cuestión de la independencia para su país; aquél
era el momento que llevaba tantos años esperando. Rhee pretendía viajar de Estados
Unidos a París para reclamar en nombre de sus compatriotas a su gran amigo que los
liberara del yugo japonés; pero Wilson no quería ni verlo en París. Tal como estaban
las cosas, necesitaba como socio en Asia a Japón, que además había elegido el bando
bueno durante la guerra y que por lo tanto era uno de los aliados victoriosos,
dispuesto a heredar los derechos alemanes en China. Rhee aprendió así la primera
regla de la guerra global: los países que acaban en el bando vencedor mantienen sus
colonias; los que acaban en el bando perdedor tienen que renunciar a ellas. El
Departamento de Estado no le proporcionó ni siquiera un pasaporte.
Así pues, en junio de 1950 había cierta ironía en el hecho de que los estadounidenses
estuvieran ahora dispuestos a luchar y a morir por Corea. Lo que valoraban en Corea
no era el país en sí, sino lo que podía suceder en Japón, durante décadas opresor de
Corea, si Estados Unidos no intervenía para dar cumplida respuesta al desafío
comunista. Los caprichos de la historia estaban convirtiendo a Japón en su nuevo
aliado, como antes lo había sido aparentemente China, que ahora se había convertido
en su enemigo.
Pero el prolongado período de colonización japonesa había supuesto un alto
precio para los coreanos. Había destruido cualquier posibilidad de evolución política
y modernización; no sólo por la pura crueldad y opresión de la presencia japonesa,
sino porque muchos políticos de talento habían sido encarcelados o asesinados;
mientras que otros, como el propio Syngman Rhee y su futuro adversario Kim Il-sung
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, se vieron empujados al exilio. En el sur algunos se habían contaminado al colaborar
con los japoneses. Durante la segunda guerra mundial, como ha señalado Robert
Myers, la gente de los países ocupados de Europa siempre tenía la esperanza de que
les llegara ayuda, contando con que los aliados, que eran poderosos, se unieran y
acabaran con el dominio alemán en el continente; pero los coreanos no tenían tales
esperanzas.[78] Pasaron diez, veinte, veinticinco años sin que se coaligaran las fuerzas
de los países capaces de rescatar al subyugado pueblo coreano y de expulsar a los
japoneses de su país.
Hasta diciembre de 1941, cuando el gobierno japonés sobrevaloró sus fuerzas y
decidió atacar las posesiones estadounidenses, británicas y holandesas en el sur y
sureste de Asia, no se agitaron los primeros hálitos de esperanza y aun éstos eran muy
leves, dado que la mayoría de las primeras victorias en la guerra del Pacífico
correspondió a los japoneses y cuando la marea comenzó a cambiar a los coreanos les
llegaban pocas noticias. Los aliados occidentales aparecieron por fin, si no para
salvarlos, sí por sus propias razones, y con el tiempo su éxito supuso la retirada de
Japón. Pero en 1945 el cinismo generado por la ocupación había hecho mella: mucha
gente de la clase alta y media había llegado a diversos grados de acomodación con los
colonizadores, aceptando el dominio japonés y convirtiéndose en parte impotente y
muy comprometida de la estructura de poder japonesa.[79] Algunos coreanos habían
comenzado incluso a admirar a los japoneses, aunque resultara cínico y dejando de
lado todo lo demás, por ser los primeros asiáticos capaces de derrotar a los
colonizadores blancos del resto de Asia.
En 1945 Corea carecía prácticamente de instituciones políticas y de un liderazgo
autóctono. En el norte, cuando la invadió el Ejército Rojo, los soviéticos impusieron
inmediatamente de arriba abajo diversas instituciones y un nuevo gobernante, Kim
Il-sung. En el sur, Syngman Rhee, que había pasado la mayor parte de su vida en el
exilio, iba a ser el caballo por el que apostarían los estadounidenses, quisiera o no.
Tenía entonces setenta años y era apasionado, egocéntrico, voluble, ferozmente
nacionalista, patriota, visceralmente anticomunista y no menos autoritario que ellos;
se le podía considerar un demócrata en la medida en que tuviera un control absoluto
de todas las instituciones democráticas del país y nadie más pudiera desafiar su
voluntad. Era lo que los japoneses y estadounidenses habían hecho de él: toda una
vida de traiciones, condenas a prisión, exilio político y promesas rotas lo habían
desfigurado y endurecido. Era un ejemplo de lo que la historia reciente de su país
podía hacer con una ambiciosa figura política joven, como Kim Il-sung era, de forma
muy diferente, otro ejemplo del mismo resultado trágico.
Rhee había sido preso político en su juventud y había estado a punto de ser
ejecutado; al final consiguió una licenciatura por Harvard y un doctorado por
Princeton, pero su vida estuvo llena de dificultades y desilusiones que en muchos
sentidos se parecían a las dificultades y desilusiones de su país. Su estatus como
exiliado esencialmente impotente se parecía al estatus de su país como nación
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huérfana y desvalida ante las grandes potencias. Tras obtener su doctorado Rhee
regresó por un breve período a Corea, antes de pasar los siguientes treinta y cinco
años en Estados Unidos. Se convirtió en un mendigo profesional ante el gobierno
estadounidense, lo que no suponía la situación más saludable; apremió sin cesar a los
poderosos para que liberaran a Corea del yugo colonial poniéndose a la cabeza del
independentismo coreano. Era un nacionalista apasionado y al mismo tiempo un
incansable promotor de sí mismo: cuando finalmente llegó al poder, su éxito parecía
confirmar su monomanía.
Al finalizar la guerra del Pacífico en 1945, Syngman Rhee tenía una importante
carta que jugar y había esperado más de tres décadas para jugarla: el apoyo de
Estados Unidos. Dado que los pocos estadounidenses que se iban a ocupar de Corea
en la posguerra no habían dedicado prácticamente ni un pensamiento a la cuestión de
su estatus, Rhee, con su largo período de residencia en Estados Unidos como figura
pública del independentismo coreano, se convirtió en el único candidato con apoyo
estadounidense. Además había alimentado una larga relación con los nacionalistas
chinos, excepcionalmente bien relacionados en Washington. En Corea, como en
China, la misma gente parecía estar buscando un líder que fuera a la vez nacionalista
y cristiano; su nacionalismo tenía que satisfacer los criterios religiosos y políticos de
Occidente.
El respaldo de Chiang Kai-shek equivalía a un salvoconducto influyente en
Washington. De hecho, Syngman Rhee acabó siendo conocido, para lo bueno y para
lo malo, tanto por los admiradores de Chiang como por los que lo despreciaban,
como el Pequeño Chiang. A diferencia de éste era un cristiano convencido y
profundamente religioso. Después de todo se había convertido al cristianismo en un
país muy alejado de éste y había sufrido por su fe en muchas ocasiones. Para algunos
de los estadounidenses que lo apoyaban en aquellos primeros años, sus creencias
religiosas (y las de Chiang) facilitaban mucho las cosas; aunque eran asiáticos, en el
fondo compartían el mismo sistema de valores. Cuando poco antes de la guerra de
Corea un diplomático estadounidense realizó un comentario crítico sobre Chiang y
Rhee ante el influyente John Foster Dulles, que poco después se iba a convertir en el
secretario de Estado de Eisenhower, éste respondió reveladoramente: «Bien, le diré
algo: piense lo que piense sobre ellos, esos dos caballeros son los equivalentes
actuales a los fundadores de la Iglesia. Son caballeros cristianos que han sufrido por
su fe».[80]
Chiang, entre otros, había recomendado a Rhee ante MacArthur, y cuando regresó
por fin a Corea para hacerse cargo de la presidencia del país llegó en el avión del
comandante supremo de las potencias aliadas en el Pacífico, lo que constituía de por
sí una declaración política explícita. Estados Unidos tenía, al parecer, a su hombre en
Corea, o quizá sea más exacto decir que su hombre los tenía consigo. Roger Makins,
diplomático británico muy proamericano, creía que en aquel momento Estados
Unidos, un país hasta entonces aislacionista que se veía arrastrado de mala gana a su
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nuevo papel como potencia mundial, tendía siempre a buscar como gobernante un
individuo con quien se sintiera a gusto: la elección de Syngman Rhee respondía sin
duda al hecho de que «era identificado y percibido como “su hombre”. Se sienten
mucho menos cómodos con los movimientos».[81] Entre esa gente que se sentía a
gusto con Syngman Rhee no estaban, sin embargo, los estadounidenses que tenían
que tratar con él en Corea cotidianamente, muchos de los cuales llegaron a odiarlo. El
general John Hodge, comandante en jefe de las tropas estadounidenses en Corea del
Sur, por lo general rudo y poco diplomático, despreciaba a Rhee. Lo consideraba,
como escribió el historiador militar Clay Blair, «artero, emocionalmente inestable,
brutal, corrupto y absolutamente imprevisible».[82]
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En el norte Kim Il-sung había sido instalado mucho más previsoramente por sus
patrocinadores soviéticos, que llevaban puesto el ojo en Corea desde mucho antes.
Llegó cuando todavía no había concluido la segunda guerra mundial, con el respaldo
de Iosif Stalin y mediante la pura fuerza del Ejército Rojo ocupante. Debido a esto,
desde el principio tuvo como modelo el sistema soviético y estaba rodeado por
asesores enviados desde Moscú. En la primavera de 1950 Kim llevaba en el poder
casi cinco años y durante al menos dos de ellos había estado reivindicando cada vez
con mayor insistencia su derecho a invadir el sur. Kim les prometía a los soviéticos
que la invasión contaría con el respaldo de un levantamiento nacional espontáneo en
todo el sur. Doscientos mil comunistas y patriotas del sur tomarían las armas como un
solo hombre contra Syngman Rhee, que no era, según la expresión favorita del
vocabulario comunista de la época, más que el perro guardián de los imperialistas
estadounidenses. Pero sólo una persona podía autorizar aquella invasión, y era el
propio Stalin.
De los tres protagonistas decisivos por la parte comunista en la guerra de Corea,
Kim Il-sung era el que contaba con menos legitimación. Stalin, aunque no había sido
el principal arquitecto de la revolución rusa, al menos había participado en ella desde
el principio como cruel ejecutor que había ido obteniendo cada vez más poder de los
que le rodeaban y que al finalizar la guerra mundial llevaba ya casi un cuarto de siglo
al frente del totalitarismo soviético. Había ganado una inmensa estatura con la
victoria del ejército soviético sobre la Alemania de Hitler, pese a sus catastróficos
errores de cálculo sobre las intenciones de éste y lo que era quizá aún peor, su casi
suicida destrucción del Ejército Rojo, purgando a su alto mando y desmantelando su
cuerpo de oficiales en los meses previos a la invasión de Hitler. Pero a pesar de todos
sus errores de cálculo, Stalin se había convertido en el líder simbólico de la Gran
Guerra Patriótica, como la llamaban los soviéticos. Aquellos errores que casi habían
permitido a la Wehrmacht derrotar a la Unión Soviética, paradójicamente lo habían
reforzado ante el pueblo soviético —así como su control personal sobre todo el país
—, cuyos mitos espirituales se habían entrelazado con su propio mito sobre el
liderazgo. Llegó a encarnar, no tanto las primeras derrotas de la Unión Soviética, sino
su supervivencia en Stalingrado y luego el triunfo final del Ejército Rojo en Berlín.
Aquella victoria parecía sellar por sí sola su grandeza ante el pueblo soviético,
convirtiéndolo nada menos que en la encarnación moderna de los legendarios zares, y
de esa forma, para lo bueno y para lo malo, en la figura principal de la Unión
Soviética durante el siglo XX.
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Mao Zedong, líder en 1950 del gobierno revolucionario chino que llegó al poder
tras años de opresión y encarnizada guerra civil, era una figura histórica quizá aún
más destacada. Fue el principal arquitecto de la revolución china y la dirigió durante
largos y difíciles años, a menudo contra enemigos temibles, salvándola de las fuerzas
combinadas de Chiang Kai-shek y diversos señores de la guerra. Fue a la vez
estratega político y militar de la guerra civil china y creador de un nuevo concepto
bélico que fundía la política y la guerra y en el que los aspectos militares estaban
siempre subordinados a los políticos. Su adaptación del evangelio marxista a una
sociedad campesina y su teoría de la revolución iban a tener una resonancia
internacional cada vez mayor durante la segunda mitad del siglo XX, superando
incluso la influencia que pudiera haber tenido Stalin durante la primera. En la década
de 1960, cuando se hicieron públicos los crímenes de Stalin contra su propio pueblo y
los pueblos de Europa oriental, el líder soviético parecía más que otra cosa un estorbo
para los jóvenes izquierdistas idealistas de Occidente y del mundo subdesarrollado,
que preferían olvidarlo ya que representaba poco más que el poder en bruto. En
cambio Mao fue durante bastante tiempo, hasta que se llegó a conocer mejor el lado
oscuro de su personalidad y el terror que había desencadenado sobre su propio
pueblo, una figura mucho más romántica, más parecida a la encarnación de la
revolución. Durante aquellos años se le consideraba, mucho más que a Stalin, el líder
de los pobres del mundo frente a los ricos y poderosos.
Kim Il-sung encarnaba una contradicción, era un feroz nacionalista que había
llegado a gobernar su país de la mano de una potencia imperialista, la Unión
Soviética. Su fervor nacionalista había arreciado con la colonización japonesa, que lo
había convertido, en aquella era colonial, en un guerrillero comunista convencido,
pero esto a su vez lo había convertido casi desde el principio en instrumento, muy
obediente, de la política soviética. Al mirarlo había quien no veía más que la mano
soviética sobre su hombro, mientras que él se veía a sí mismo como la pura
encarnación del nacionalismo coreano. Ciertamente la época en la que había
madurado lo había configurado. Para Kim Il-sung no había ninguna contradicción
entre ser un patriota coreano, un comunista convencido y el mejor instrumento de la
Unión Soviética en Corea.
Toda Corea había sido un terreno fértil para la rebelión debido a la ocupación
japonesa. Cuando la ocupación se prolongó, en buena parte de la clase media educada
se asentó cierto fatalismo y muchos miembros de las clases privilegiadas hicieron a
regañadientes la paz con los japoneses y prosperaron como colaboracionistas. Gran
número de ellos aparecería tras la guerra como influyentes protagonistas, tanto en los
negocios como en el ejército, en lo que se convirtió en Corea del Sur, mientras que
muchos coreanos de origen campesino, que odiaban a los japoneses y no tenían
razones económicas para el acomodo, se vieron empujados a una izquierda
profundamente alienada. Después de todo había muchas razones para el odio, ya que
la colonización japonesa de Corea había sido extraordinariamente dura. Los coreanos
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eran considerados por los japoneses como una especie subhumana inferior, más
inferior aún por haber sido conquistada tan fácilmente.
Los japoneses, convencidos de su misión imperial y de su superioridad racial, se
empeñaron en destruir casi todos los vestigios de la independencia coreana. Querían
nada menos que aniquilar la cultura coreana, empezando por la lengua, y el japonés
se proclamó como única lengua oficial de Corea. En las escuelas las clases se daban
en japonés. El texto de lengua japonesa se llamaba El lector en lengua materna. Los
coreanos debían adoptar nombres japoneses. La lengua coreana se iba a convertir en
un dialecto regional sin más. Pero los japoneses, como tantos otros colonialistas, iban
a aprender que si se quiere que un pueblo conquistado valore realmente algo, basta
con intentar suprimirlo; así cobraban significado real cosas que hasta entonces se
daban por sobreentendidas: historia, lengua, religiones locales. Las divisiones
sociales provocadas por la colonización japonesa se hicieron mucho más profundas
de lo que percibía la mayoría de los extranjeros. El país no sólo estaba dividido por el
paralelo 38, sino que en cierto modo la división atravesaba toda la población y tenía
que ver con el lado en que cada coreano había estado durante los tiempos duros. La
partición contribuyó a crear todo tipo de divisiones internas, divisiones que se iban a
entrecruzar, como es natural, durante la guerra. No era sólo una guerra fronteriza en
la que el norte invadía el sur, sino algo más que tenía que ver con los fantasmas de un
pasado colonial reciente y con prolongados enfrentamientos políticos que se habían
ido enconando durante décadas. Ambos bandos pretendían ajustar cuentas que se
habían ido acumulando, de formas diferentes y bajo diferentes etiquetas, durante casi
medio siglo. La extraordinaria crueldad de la colonización japonesa casi había
erradicado del suelo patrio a los nacionalistas, y en cierta forma gran parte de la
evolución de los acontecimientos en Corea derivaba de aquel hecho: los intelectuales
que permanecieron en el país estaban en general contaminados de una forma u otra
por su colaboración con los japoneses, mientras que los que huyeron al exilio también
estaban contaminados, o al menos profundamente afectados, por su asociación con la
potencia extranjera —ya fuera la Unión Soviética, la República Popular China o
Estados Unidos— que los había acogido.
Cuando parte de la Corea desesperadamente pobre, ocupada y colonizada envió a
Syngman Rhee a pedir auxilio a Estados Unidos, otra parte muy diferente había
generado a Kim Il-sung, cuya familia tuvo que sufrir los rigores derivados del
desequilibrio económico del antiguo régimen. Kim se politizó desde la infancia, huyó
al exilio cuando todavía era un muchacho y pasó gran parte de su juventud luchando
contra los japoneses. Representaba a su modo la rabia y la amargura de la reciente
historia del país.
El nombre que Kim recibió al nacer en el pueblecito de Namri el 15 de abril de
1912, justo dos años después del comienzo de la colonización japonesa, fue el de
Song-ju. Se puede entender mejor su cólera y su rigidez si imaginamos a un niño de
la Europa moderna que hubiera crecido en Holanda o en Francia bajo una ocupación
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nazi que hubiera durado los treinta y tres primeros años de su vida. Sus abuelos
paternos vivían en un pueblo llamado Mangeyondai, que finalmente acabaría siendo
conocido como su hogar familiar. Más adelante llegaría a proclamar que su bisabuelo
había sido uno de los líderes de un ataque contra un buque mercante estadounidense,
el General Sherman, que cometió el error de subir demasiado río arriba por el
Taedong en 1866 y a continuación el error aún mayor de detenerse, momento en que
los habitantes de la aldea más próxima se lanzaron contra el buque fondeado e
hicieron picadillo a sus marineros. Que el bisabuelo de Kim participara realmente o
no en aquella acción es otra cuestión, pues Kim siempre fue extraordinariamente
creativo en la confección mejorada de su autobiografía, una tarea que se tomaba muy
en serio.
Su padre, Kim Hyong-jik, era de origen campesino y había asistido, aunque sin
finalizarla, a la escuela de enseñanza media. Con quince años se casó con la hija del
maestro de la escuela local y luego trabajó también él como maestro, como médico
herborista y en ocasiones como sepulturero. Su mujer, Kang Pan, tenía diecisiete años
cuando se casaron, o sea que era dos años mayor que su marido. Su familia, entre
cuyos antepasados había maestros y pastores cristianos, era gente educada y
probablemente sentía menos entusiasmo por la boda, ya que la familia de Kim era
más humilde y él sólo tenía a su nombre menos de una hectárea de terreno. Cuando
nació Kim Il-sung su padre tenía sólo diecisiete años y todavía vivía con sus padres.
Ambas ramas de su familia estaban relacionadas con misioneros cristianos, aunque
para limpiar su currículo él afirmó más tarde que no eran creyentes y que su padre
sólo iba a la iglesia presbiteriana porque ofrecía enseñanza gratuita. Según Kim, su
padre solía decir: «¡Si tienes que creer en un dios, al menos que sea coreano!».
Aunque no hay forma de comprobar la veracidad de esa afirmación, lo cierto es que
en muchos lugares subdesarrollados del mundo parte de la influencia de los
misioneros provenía de la posibilidad que ofrecían de recibir una mejor educación y
disfrutar con el tiempo de ciertas ventajas económicas. De lo que no cabe duda es de
que su familia estaba bastante politizada: su padre y dos de sus tíos fueron
encarcelados en diferentes ocasiones por actividades independentistas. En 1919,
cuando tenía siete años, la familia, como miles de coreanos nacionalistas, se
incorporó a una gran migración que atravesó la frontera norte del país hasta
Manchuria, tratando de escapar del dominio japonés. Se establecieron en la ciudad de
Jiandao, donde había una gran comunidad coreana, y el joven Kim acudió allí a una
escuela china en la que aprendió su lengua.
Cuando cumplió once años su padre lo envió de vuelta a Corea para que pudiera
conocer mejor su propio país y su lengua, aunque ésta no se podía utilizar en público.
Vivió durante un tiempo con sus abuelos maternos antes de regresar a Manchuria,
donde ingresó en una academia militar fundada por nacionalistas coreanos. Más tarde
aseguraría que él era demasiado radical para aquella escuela y que la abandonó al
cabo de seis meses. En cualquier caso, pronto se trasladó a la ciudad de Jilin, donde
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vivía gran número de emigrados coreanos y también muchos agentes japoneses. Eran
tiempos febriles para los revolucionarios. Sus amigos y él discutían, según contaría
más tarde, qué revolución llegaría primero, la que acabaría con la crueldad
económica o la que pondría fin a la ocupación japonesa, y si la revolución se
produciría antes en Corea o tendrían que esperar hasta que en Japón predominaran las
fuerzas comunistas. Como muchos coreanos de su generación, Kim se iba
radicalizando con el paso del tiempo, al ver eternizarse las atrocidades infligidas por
los japoneses. Tras la muerte de su padre, su madre comenzó a trabajar como
costurera mientras Kim acudía a una escuela china de enseñanza media donde
conoció a Shang Yue, un profesor miembro del partido comunista que se interesó por
él, permitiéndole hacer uso de su propia biblioteca (Shang fue pronto despedido
debido a sus opiniones radicales y acabó convirtiéndose en uno de los principales
historiadores de la República Popular China).
Kim Il-sung se desplazaba cada vez más hacia la izquierda, se convirtió en
miembro fundador de un grupo juvenil comunista. En el otoño de 1929, con diecisiete
años, fue detenido por las autoridades manchúes locales y enviado a prisión. Tuvo
bastante suerte, señala su biógrafo Bradley Martin, en no ser devuelto a los japoneses.
Seis meses después fue puesto en libertad y al año siguiente se incorporó al partido
comunista chino. Se cree que fue en algún momento de aquel período cuando adoptó
el nombre de guerra de Kim Il-sung. Sus críticos aseguraban que tomó el nombre de
otro conocido patriota coreano, famoso por sus hazañas como guerrillero, y así
disfrutó de una reputación ya construida como una especie de Robin Hood coreano.
Debido a ese cambio de identidad, algunos detractores estaban convencidos de que
toda la relación de proezas de Kim como guerrillero en Manchuria había sido
falseada, pero no era así. Como en muchas otras cosas, una vez que llegó al poder
exageró su papel como líder guerrillero, pero había constituido una seria
preocupación para los japoneses ya desde 1931 y durante aquellos años había llevado
una vida difícil y peligrosa como líder guerrillero, aunque sólo fuera por combatir a
las tropas japonesas que pretendían capturarlo.
Así pues, cuando cumplió veinte años ya había tomado las armas contra los
japoneses y en la primavera de 1932 había creado su propio grupo guerrillero. Kim y
otros como él formaban parte de lo que se llamaba el Grupo de Kapsan, por las
montañas Kapsan en Manchuria, donde se habían ocultado tras huir de su país. Los
japoneses, cuya ambición de dominar todo el oriente asiático crecía con cada éxito,
extendieron su mandato colonial a Manchuria dándole el nuevo nombre japonizado
de Manchukuo. El de Kim Il-sung era uno de los muchos grupos, unos coreanos y
otros chinos, que combatían contra los japoneses. La guerra de guerrillas contra los
japoneses se prolongó durante casi una década, aunque obtuvieron pocas victorias. El
ejército de ocupación japonés era muy numeroso, tenía mejores armas y —al menos
así les parecía a los acosados coreanos— cantidades ilimitadas de municiones.
Además solían ofrecer a los campesinos locales una alternativa lacerante: grandes
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recompensas si informaban sobre los guerrilleros, que a veces eran sus propios
amigos y paisanos, o la muerte si no cooperaban.
Entre 1934 y 1940, aproximadamente, el ejército japonés envió cada vez más
tropas a la región y utilizó métodos cada vez más brutales de persuasión contra la
población local. Así consiguió finalmente erradicar a los guerrilleros y empujarlos a
la zona más oriental de la Unión Soviética. Durante aquel período la banda de Kim
Il-sung se incorporó a lo que se llamaba el Ejército Unido Antijaponés del Noreste,
bajo el mando del general chino Yang Jingyu. La tarea de los guerrilleros no era tanto
obtener victorias como estorbar a los japoneses y hacer un poco más difícil cada uno
de sus movimientos en China. Los hombres de Kim eran casi todos coreanos, pero se
mire como se mire operaban bajo las órdenes del partido comunista chino.
No cabe duda de su importancia como líder durante aquel período. Poco a poco
fue ascendiendo de grado, siendo nombrado primero jefe de batallón y luego de
división, pero se cree que nunca dirigió a más de trescientos combatientes. En
cualquier caso, iba ganando notoriedad. Entre los comunistas crecía el respeto hacia
él como jefe guerrillero valeroso y fiable; desde la perspectiva japonesa era uno de
los líderes guerrilleros coreanos más buscados de la época; en 1935 pusieron precio a
su cabeza pero siguió eludiéndolos. Era considerado un tipo duro y pragmático, y
desde el punto de vista de sus superiores, primero chinos y luego soviéticos,
ideológicamente fiable. No se debe subestimar la importancia de esta última cualidad,
dado que aunque había fuertes lazos ideológicos entre él y sus superiores, también
había serias diferencias nacionales, y por lo tanto inevitables sospechas.
Cuando el general Yang fue finalmente capturado y muerto por los japoneses en
1940, Kim se convirtió durante un breve período en el guerrillero más buscado en la
región —con el precio más alto por su cabeza, doscientos mil yenes—; pero como la
ocupación japonesa se consolidaba y sus fuerzas crecían cada vez más, había llegado
la hora de la retirada. En algún momento, probablemente hacia 1940, se puso
finalmente bajo el mando y la tutela soviética. En 1942 se incorporó al Ejército Rojo
y fue enviado a un campo de entrenamiento cerca de la ciudad de Voroshilov (hoy
Ussuriysk), en la parte más oriental de la Unión Soviética, a menos de cien
kilómetros de Vladivostok. Pronto entró a formar parte de un batallón secreto del
Ejército Rojo, la 88.ª Brigada Especial Independiente de Francotiradores, cuyo
trabajo consistía esencialmente en localizar las fuerzas japonesas que habían entrado
en territorio soviético (aunque la Unión Soviética y Japón no estaban formalmente en
guerra). En aquella brigada fue primero capitán y luego comandante de un batallón.
Dado lo autoritario que era su ejército, fue en todos los sentidos un ciudadano y
soldado soviético. En su unidad había alrededor de doscientos hombres, étnicamente
coreanos aunque algunos de ellos habían crecido en la Unión Soviética. Todos ellos
estaban muy politizados; el proceso de adoctrinamiento era tan importante para los
soviéticos como las lecciones de táctica militar; la política siempre estaba por encima
de la capacidad militar. Durante la segunda guerra mundial Kim, al parecer, viajó en
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algún momento a Moscú. Los soviéticos consideraban que su batallón no debía
enfrentarse directamente a los japoneses sino ocuparse de otras funciones mientras la
guerra se acercaba a su fin y sus fuerzas se desplazaban hacia el este.
Como cualquier coreano de su generación, Kim sabía que la expulsión de los
japoneses no se podía llevar a cabo sin ayuda exterior. Para él —y ahora vestía el
uniforme de oficial del Ejército Rojo— la Unión Soviética suponía un respaldo
mayor que el de China, que había desempeñado un papel hegemónico mayor en la
historia coreana que Rusia; además, Moscú quedaba mucho más lejos que Beijing,
por no hablar de que en 1944 la Unión Soviética parecía un ganador seguro y que
tendría un papel más importante en la posguerra, mientras que el movimiento
revolucionario de Mao estaba todavía confinado, o casi, en una región pobre del
noroeste de China. Por otra parte, el modelo soviético les parecía especialmente
atractivo a los eventuales líderes comunistas del mundo subdesarrollado, pues los
soviéticos habían completado su revolución, habían derrotado a sus enemigos y
además habían conseguido, al parecer, modernizar un Estado arcaico. Todo esto llevó
a Kim Il-sung a convertirse en un tipo especial de patriota coreano moderno y al
mismo tiempo en leal amigo de los soviéticos. Otros podían ver una importante
contradicción entre el nacionalismo coreano y el autoritarismo soviético, pero él no la
veía. No dudaba en absoluto de la gran causa comunista, aunque quizá habría que
decir causas, las de ellos y la suya. Al principio ambas cosas parecían una y la
misma: lo que era bueno para los soviéticos era bueno para él y para su Corea.
El rápido fin de la guerra cogió a casi todo el mundo por sorpresa, incluidos
soviéticos y estadounidenses. Corea quedó inmediatamente dividida por el paralelo
38. Llegó el Ejército Rojo, pero no la 88.ª Brigada de Francotiradores, ya que el
mérito de la liberación debía recaer sobre tropas soviéticas y no coreanas. Al ala
coreana del Ejército Rojo se le permitiría incorporarse pocas semanas después. Al
principio Kim dependía casi absolutamente de los soviéticos. No tenía otro mérito
para su liderazgo y así era como Stalin prefería que fueran las cosas en el mundo
comunista, pues era muy consciente de que los gobernantes con una base política real
podían resultar difíciles y comenzar a pensar que eran realmente independientes. Era
mejor, por tanto, poner al frente del gobierno a alguien que se adecuara a tus
necesidades, proclamar que era un héroe, crear para él una historia mítica,
parcialmente falsa, e instalarlo en el poder.
Eso fue precisamente lo que hicieron con Kim Il-sung. No necesitaba carisma, del
que de hecho carecía. El PCUS no necesitaba figuras carismáticas en los países
satélites. El gobernante comunista de Yugoslavia, Josip Broz «Tito», y Mao Zedong,
de los que Stalin desconfió siempre debido a sus considerables hazañas, iban a
demostrar finalmente cuán peligroso era confiar en figuras heroicas con un poderoso
respaldo nacional. Con Kim Il-sung no habría problemas ideológicos; lo habían
moldeado durante años, había pasado todo tipo de exámenes secretos y era un
auténtico creyente. Lo que los soviéticos decían sobre el Occidente capitalista y sobre
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Corea coincidía con lo que él sabía por su propia experiencia personal. Muchos años
después de la muerte de Stalin y de que un cisma tras otro hubieran desgarrado el
mundo comunista, Kim seguía siendo el mayor estalinista en el poder: rígido,
doctrinario, inflexible, un hombre que creía en todas las viejas verdades aunque
muchas de ellas hubieran resultado ser falsas. En Corea, al menos, no lo eran, porque
él podía, con el poder ilimitado de su dictadura, devolverles, si no la credibilidad, sí
la incuestionabilidad que garantizaba un Estado omnímodo. Con él consiguió
configurar una de las sociedades más estrechamente controladas, estables y
draconianas del mundo, una auténtica sociedad estalinista. Si Iosif Stalin hubiera
nacido en Corea y hubiera llegado al poder en aquella época, habría gobernado casi
exactamente como lo hizo Kim Il-sung, manteniéndose en el poder hasta la muerte.
Corea del Norte se convirtió inevitablemente en un paraíso para los hagiógrafos y
Kim Il-sung en su leyenda moderna. No había halago que no pudiera utilizarse sin
rubor para describir su heroísmo durante la guerra, ningún obstáculo que no hubiera
superado, ningún batallón japonés que no hubiera destruido por sí solo, ningún otro
guerrillero cuyas hazañas valiera la pena contar, ningún sol que se hubiera alzado
sobre su país sin su propia ayuda personal. En Corea del Norte hubo efectivamente
una revolución, pero fue impuesta al pueblo. El poder que había entregado el país a
los comunistas no era, como en China (y pronto en Indochina), el de las ideas
revolucionarias ejecutadas brillante y enérgicamente contra una potencia colonial o
neocolonial durante una lucha prolongada y agotadora que exigía el apoyo de la
población. Por el contrario, se trataba del poder terminante del Ejército Rojo, y todas
las decisiones importantes se tomaban en Moscú, aunque luego eran llevadas
lealmente a la práctica por el gobierno de Kim. Éste era joven, era valiente y había
sido bien adoctrinado. No tenía otros patrocinadores; por decirlo sin rodeos, les debía
todo. En su favor estaba su ausencia de pasado político: no había nada que ocultar o
que enmendar y carecía de una base de poder propia. En cierto sentido se podría decir
que había sido creado desde cero, convertido en lo que los soviéticos querían que
fuera. Acabó siendo algo casi único en el mundo, un reflejo de la crueldad de su
infancia, de la colonización japonesa y del aislamiento y paranoia que afectaba a
muchos coreanos de su generación: un patriota coreano serio, amargado, que también
era un estrecho nacionalista xenófobo y que en el momento de su muerte estaba
absolutamente aislado de casi todos los demás líderes mundiales, incluyendo los del
mundo comunista.
Otros candidatos que podrían haber parecido tener más opciones de dirigir Corea
del Norte, al menos a ojos de los observadores exteriores poco familiarizados con la
forma de operar de Stalin, fueron en muchos casos automáticamente eliminados por
su independencia. Quienes habían combatido en el ejército de Mao quizá demasiado
tiempo, por notables que hubieran sido sus actividades durante la guerra, eran
considerados contaminados por su proximidad a los chinos, y de otros se pensaba que
sus ideas y sueños diferían demasiado de los de los gobernantes del Kremlin. Hyon
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Chun-hyok, destacado miembro del partido comunista coreano, pronto fue
considerado demasiado independiente y fue asesinado de forma misteriosa a finales
de septiembre de 1945. Iba en un camión junto a Cho Man-sik, que también era una
figura popular, cuando le dispararon. De aquella forma se eliminaba a un político
coreano poco fiable y se le hacía llegar una clara advertencia a otro. Fue
prácticamente en aquel mismo momento del asesinato de Hyon cuando se vio por
primera vez en Pyongyang a Kim, que vestía el uniforme de comandante del Ejército
Rojo.
Kim Il-sung podía ser su hombre, pero como político le faltaban tablas y fue una
desilusión para los coreanos que deseaban que los dirigiera alguien con credenciales
más obvias y no querían que ninguna potencia extranjera, por bien recibida que
hubiera sido al expulsar a los japoneses, les proporcionara un caudillo. Los soviéticos
decidieron presentarlo como su hombre de confianza en una cena restringida
celebrada en un restaurante de Pyongyang a principios de octubre de 1945. Según
explicó un general soviético a los allí reunidos, Kim era un gran patriota coreano que
había combatido valientemente contra los japoneses. Entre los participantes en la
cena estaba Cho Man-sik, un nacionalista no violento mucho más conocido al que
llamaban el Gandhi coreano. Cho, sabiendo lo vulnerable que era, se movía tan
hábilmente como podía en una situación política que una vez más los coreanos no
controlaban. Apareció en la cena como muestra de confraternización con los
soviéticos, con el encargo de dar la bienvenida a Kim Il-sung. Aunque Cho era
mucho más popular, a ojos de los soviéticos llevaba consigo demasiado equipaje del
pasado y no era ideológicamente fiable. Lo habían clasificado como nacionalista
burgués, lo que no era una categoría envidiable. Un nacionalista burgués era alguien
que no entendía que las decisiones importantes se tomaban en Moscú. De haber sido
más obediente quizá habría tenido algún valor para ellos como figura en la cumbre,
cuidadosamente aislado de las palancas reales del poder, pero como político
independiente que era no tenía ninguna posibilidad. El general Terenti Shtykov,
virrey de Stalin o «zar de Corea», como lo conocían en Pyongyang, pensaba que Cho
era demasiado antisoviético y antiestalinista y eso fue lo que transmitió a Moscú.[83]
La cena celebrada a primeros de octubre no fue precisamente un éxito. Los demás
políticos coreanos presentes se sorprendieron por la juventud de Kim y su falta de
gracia. Su comparecencia decisiva —en público— tuvo lugar a mediados de octubre,
en una concentración de masas en Pyongyang, y fue bastante desilusionante para la
gran multitud allí congregada a la que iban a presentar a un importante nacionalista
coreano. La gente esperaba ver y oír a un venerable líder que hubiera servido a su
causa durante muchos años y que representara su propia pasión por un país ahora
oficialmente libre de la dominación extranjera, pero lo que tenían ante ellos era un
político bastante inmaduro, que pronunció en tono monocorde y con una «voz plana,
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como de pato», un discurso escrito por los soviéticos. Uno de los asistentes comentó
que su traje era demasiado estrecho y su corte de pelo lo hacía parecer un «camarero
chino». Pero lo que realmente molestó a muchos de los presentes fueron sus lisonjas
hacia Stalin y la Unión Soviética. Todos los elogios iban dirigidos al poderoso y
espléndido Ejército Rojo. Quienes esperaban palabras de libertad auténticamente
coreanas tuvieron que oír un discurso que expresaba un nuevo tipo de obediencia,
palabras coreanas adaptadas a las necesidades soviéticas, el tipo de «repeticiones
monótonas que [ya] tenían harto al pueblo».[84] Hay dos fotos muy diferentes, cada
una de las cuales nos cuenta su propia verdad sobre la ocasión. En la primera se ve a
Kim, joven y ansioso, flanqueado por al menos tres generales soviéticos; en la
segunda, la versión corregida y censurada, publicada más tarde cuando Kim pretendía
recrear su propia historia mítica de gran independencia personal, aparece en el mismo
podio, desde un ángulo algo diferente, y los tres generales soviéticos han
desaparecido como por ensalmo. Los días de Cho Man-sik estaban contados. A
principios de 1946 se había mostrado en desacuerdo con los soviéticos sobre varios
asuntos importantes para un nacionalista coreano y se había convertido así a sus ojos
en algo peor que un reaccionario. El general Shtykov pidió y obtuvo el permiso de
Stalin para purgarlo; poco después fue puesto bajo lo que se llamaba amablemente
«custodia protectora» en un hotel de Pyongyang. Nadie tenía permiso para verlo y de
hecho nadie volvió a verlo nunca más.
Kim Il-sung tenía por fin el poder sobre medio país, pero no era precisamente una
gran figura a escala mundial, ni siquiera en el marco comunista. Carecía de la
legitimación mucho mayor de Mao Zedong, que había llegado al poder por sí mismo
con escasa ayuda soviética, o de Ho Chi Minh, el líder comunista indochino que
estaba organizando entonces una campaña militar contra los colonialistas franceses y
acabaría convirtiéndose en la encarnación del nacionalismo vietnamita. Kim Il-sung,
en cambio, como apuntaba Bradley Martin, iba a representar durante casi una década
tras la liberación de Corea «el papel de capataz al servicio de sus mentores soviéticos,
halagándolos y cumpliendo sus instrucciones tan satisfactoriamente que obtuvo como
recompensa cada vez más poder y autonomía».[85] Kim aprendió rápidamente a
utilizar los instrumentos del Estado totalitario moderno: el poder de la policía y el
miedo. Al igual que Stalin, sabía dividir para conquistar y cómo quitar de en medio a
sus enemigos, y conocía a fondo la gran verdad estalinista: que nadie, por leal que
fuera en apariencia, podía considerarse nunca realmente fiable.
Kim captó con rapidez, como Stalin y Mao antes que él, la necesidad de un culto
nacional a su personalidad, casi de adoración, y en el futuro rivalizaría con uno y otro
en ese aspecto. Ya una biografía publicada en 1948 lo elevaba por encima de todos
los demás líderes guerrilleros coreanos que combatieron contra los japoneses. Era «el
mayor héroe patriótico de nuestro país y el sol de la esperanza de nuestro pueblo».
Los imperialistas japoneses, añadía la biografía, «odiaban al general Kim Il-sung más
que a cualquier otro de los treinta millones de coreanos».[86] Menos de un año
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después de regresar a Corea se publicó un poema, «Una canción del general Kim
Il-sung», que anunciaba lo que estaba por venir: «Los vientos cargados de nieve de
Manchuria, / las largas, largas noches en el bosque. / ¿Quién es el guerrillero
intemporal, el patriota sin igual, / el liberador benéfico de las masas que lo merecen, /
el Gran Sol de la nueva Corea democrática?».[87]
A principios de 1950 se había hecho con el control absoluto de todos los resortes
del poder. Su gran problema era que sólo gobernaba medio país. Ansiaba, por encima
de cualquier otra cosa, utilizar su poderoso y disciplinado ejército, entrenado y
equipado por los soviéticos, para invadir —a su juicio, liberar— el sur, donde cientos
de miles de comunistas esperaban anhelantes su llegada, y así convertir las dos
Coreas en una sola. Cuando el Inmin-gun atacó finalmente el 25 de junio, sus
primeros éxitos parecían confirmar sus profecías. Como al comienzo le iban saliendo
muy bien las cosas, Kim Il-sung y sus principales funcionarios seguían tratando a los
representantes de la República Popular China con desdén, bordeando el desprecio. El
5 de julio Stalin sugirió a los gobernantes chinos que enviaran nueve divisiones a la
ribera septentrional del río Yalu por lo que pudiera pasar. Los chinos ya pensaban del
mismo modo; no confiaban tanto como Kim Il-sung en lo que pudiera hacer el
ejército estadounidense. De hecho, pocos días antes Zhou Enlai había enviado a
Pyongyang a uno de sus hombres de mayor confianza, Zhai Junwu, para reforzar los
vínculos entre chinos y coreanos. Zhai llegó el 10 de julio y se reunió inmediatamente
con Kim Il-sung, quien le dijo: «Si necesita algo no tiene más que buscarme en
cualquier momento». Kim encargó a uno de sus hombres de confianza que
proporcionara a Zhai informes diarios y con aquello se desembarazó de él. Los
informes resultaron ser prácticamente inútiles, porque no hacían más que reproducir
lo mismo que se podía conseguir en el servicio de noticias local para los extranjeros.
Una propuesta de la dirección china de enviar un grupo de altos mandos del Ejército
Popular de Liberación para estudiar la evolución de la campaña fue rechazada. Kim
estaba seguro de que no tendría necesidad de su ayuda y de que todo le iba a salir
bien.
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Las tropas surcoreanas no estaban tan bien entrenadas o preparadas. Llegaría un día
en que Corea del Sur sería mucho más fuerte, una sociedad mucho más dinámica,
pero durante aquellos primeros años estaba menos organizada y era más caótica, y la
situación del ejército reflejaba la del gobierno. Entre sus generales y el resto de
mandos reinaba la corrupción. Los soldados rasos carecían de motivación y sólo
disponían, en general, de armas anticuadas, restos de la segunda guerra mundial.
Tenían poca artillería, casi ningún vehículo acorazado y prácticamente ningún
cazabombardero, porque Washington temía que si le daba a Syngman Rhee las armas
que pedía, al día siguiente ordenaría a su ejército invadir el norte. Todo aquello
reflejaba el inmenso desacuerdo que existía entre Syngman Rhee, el subordinado más
irascible, beligerante e independiente que cupiera imaginar, y quienes se
consideraban sus patrocinadores. Syngman Rhee, casi patológicamente
anticomunista, quería más que ninguna otra cosa la guerra con el norte (o quizá mejor
todavía, obligar a los estadounidenses, más ricos y poderosos, a que fueran a la guerra
por él). Su objetivo era la imagen especular del de Kim Il-sung: crear por cualquier
medio una Corea unificada, independiente y no comunista que él gobernaría. Era otra
más de las difíciles lecciones que Estados Unidos tendría que aprender en Asia y de
las que ya había conocido una primera versión con Chiang Kai-shek: cuanto más
dependiera de Estados Unidos un líder asiático que hubieran ayudado a instalar en
aquella nueva era poscolonial, más difíciles serían las relaciones con él, porque su
misma dependencia le llevaría a tratar de demostrar activamente su independencia y
le irritaría profundamente todo lo que pudiera considerar control estadounidense.
En 1950, del mismo modo que el jerárquico y autoritario Inmin-gun reflejaba la
estructura sociopolítica norcoreana, el ejército surcoreano reflejaba la nación
trastornada que supuestamente debía defender: una sociedad subyugada y semifeudal
que todavía soportaba la carga de un pasado colonial, del que iba emergiendo lenta y
torpemente bajo un gobernante voluble y autoritario que se creía la personificación de
la democracia. El proceso de modernización de Corea se iría consolidando, pero al
principio de forma más lenta en el sur que en el norte, donde llegó rápidamente pero
se trataba de una modernización hueca, sin alma, impuesta a la población desde el
vértice del Estado, una sovietización del aparato político, económico y de seguridad
del país. En el sur fue un proceso infinitamente más difícil y complicado. De hecho,
fue precisa la invasión para ayudar a la sociedad surcoreana a encontrar forma y
propósito. Cincuenta años después Corea del Sur sería una sociedad admirable,
industrialmente vibrante y cada vez más democrática, mientras que Corea del Norte
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seguía siendo un país sovietizado, árido y autoritario, sorprendentemente parecido al
que existía cuando empezó la guerra.
Pero en junio de 1950 Corea del Sur todavía no existía realmente como nación y
su ejército tampoco era realmente un ejército. Los soldados surcoreanos eran casi
todos analfabetos, chicos sacados muy a menudo contra su voluntad de las calles y
granjas, a quienes les decían que tenían que ser soldados. La mayoría iba a la batalla
casi sin entrenamiento. El nivel de deserciones durante el primer año de guerra era
asombroso: en cuanto comenzaba la batalla gran número de soldados simplemente
desaparecía, supuestamente muertos o perdidos en acción, y aparecía semanas o
meses después, por lo general sin sus armas. El cuerpo de oficiales contaba con
algunos jóvenes notablemente valientes, pero también se había convertido, como
señalaba Clay Blair, en «un cobijo para demasiados oportunistas venales que se
valían de su recién adquirido poder para su beneficio personal. El robo, el soborno, el
chantaje y el escamoteo de material para venderlo de estraperlo eran de lo más
corriente entre ellos».[88] Como ejército moderno, el surcoreano, como la propia
Corea del Sur, tenía todavía mucho que aprender aquel día de junio.
Pero en ese momento ningún responsable del ejército surcoreano hablaba de su
escasa preparación y dotación; más bien todo lo contrario. El nivel de autoengaño
sobre la calidad de aquel ejército era sorprendentemente alto entre los asesores
estadounidenses y los altos funcionarios del Korean Military Advisory Group (el
acrónimo formal de ese grupo, KMAG, se convirtió pronto, sarcásticamente, entre los
soldados estadounidenses que combatieron junto al ejército surcoreano en el de Kiss
My Ass Goodbye [bésame el culo, adiós]. Los mismos autoengaños se repetirían de
forma sorprendentemente parecida una década más tarde en Vietnam, cuando
demasiados oficiales estadounidenses, hombres que conocían la realidad, calificaban
públicamente al ejército de Vietnam del Sur como el mejor de Asia. Tanto en Corea
como en Vietnam los militares estadounidenses temían con demasiada frecuencia que
si decían la verdad —que estaban asesorando a un ejército mal entrenado cuya
capacidad de combate era en el mejor de los casos dudosa— no obtendrían ascensos.
El general William Lynn Roberts, que había acabado su período como jefe del
KMAG pocas semanas antes de que empezara la guerra, era una rara excepción: en
marzo de 1949 escribió una carta de dos mil trescientas palabras a su superior, el
teniente general Charles L. Bolte, adscrito a la Junta de Jefes de Estado Mayor,
contándole el mal estado del ejército surcoreano; pero como Estados Unidos estaba
retirando sus propias unidades de combate de Corea por razones presupuestarias, lo
que se decía en público era muy distinto: el ejército surcoreano había dado un paso de
gigante y sus hombres estaban mejor equipados que los del Inmin-gun. Eso fue al
menos lo que testificó Bolte ante un comité del Congreso en junio de 1949. Añadió
que las cosas habían mejorado hasta el punto de que las unidades estadounidenses
podían retirarse sin problemas. Casi ninguno de los oficiales estadounidenses que
participaban en el entrenamiento del ejército surcoreano creía tal cosa. Durante las
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semanas previas a su regreso a casa en junio de 1950, el propio Roberts se sometió a
la nueva posición del Pentágono e inició una campaña de publicidad destinada a
convencer a todos de la excelencia de las fuerzas surcoreanas. La mayoría de sus
subordinados en el KMAG sabía que aquello, por desgracia, no era cierto. Un
informe del KMAG enviado al Pentágono el 15 de junio de 1950, diez días antes de
la invasión, señalaba que el ejército surcoreano se hallaba a un nivel de mera
subsistencia. Gran parte de sus equipos mecánicos y muchas de sus armas eran
inútiles. Se podrían defender frente a un ataque del Inmin-gun durante un máximo de
quince días. El informe concluía: «Corea está amenazada por el mismo desastre que
tuvo lugar en China».[89] En el ejército estadounidense para nadie era un secreto,
gracias a las redes de información irregulares, lo mala que era la situación, lo que
llevó al general Frank Keating, destinado por el Pentágono a sustituir al general
Roberts, a renunciar al puesto antes de asumirlo.
El general Roberts estaba preocupado sobre todo por la fuerza aérea norcoreana,
formada por más de un centenar de aviones soviéticos, pero sorprendentemente
tratándose de un antiguo jefe de tanques, no se había preocupado tanto por sus
unidades acorazadas, y había concluido que los tanques no eran tan importantes en un
país tan poco propicio para ese tipo de guerra. Tenía razón: la orografía del país hacía
demasiado complicada la guerra de tanques y la superioridad estadounidense en su
producción y armamento no iba a ser, cuando avanzara la guerra, tan decisiva como
en otros lugares; pero en lo inmediato estaba equivocado, ya que los tanques
norcoreanos fueron, mucho más que su fuerza aérea, el arma decisiva durante
aquellas primeras semanas, sobre todo teniendo en cuenta que el ejército surcoreano
carecía de ellos y sus bazucas eran anticuadas e impotentes. Para la infantería, por
muy bien entrenada que estuviera, no había nada más aterrador que combatir contra
tanques sin disponer de tanques propios o armas antitanque adecuadas. A ese
respecto, no eran tanto los propios sino simplemente el anuncio de que se acercaban
lo que infundía el pánico a los soldados surcoreanos durante aquellos días críticos.
Clay Blair escribió: «En un tanquista experimentado como Roberts, que conocía de
primera mano el terror que los panzer alemanes habían suscitado entre algunas
unidades de infantería carentes de tanques en [la batalla de] las Ardenas, su aparente
indiferencia a las fuerzas acorazadas del Ejército Popular norcoreano era
simplemente inexplicable».[90]
El T-34 ya no era el tanque más moderno del arsenal soviético, estaba siendo
sustituido por el T-44 y el T-54, pero aun así era un vehículo acorazado terrible y el
ejército norcoreano disponía de ciento cincuenta. Durante las primeras semanas de
guerra los T-34 consiguieron dominar cualquier batalla en la que intervinieron.
Menos de diez años antes también habían desempeñado un papel decisivo en la
defensa de Moscú frente a los nazis. El general Heinz Guderian, al mando de las
divisiones alemanas de panzer que habían invadido tan fácilmente Polonia en 1939,
lo calificó como «el mejor tanque del mundo». Cuando apareció por primera vez en
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la estepa rusa en 1942, los soviéticos comenzaron por fin a establecer cierto
equilibrio con los alemanes. Tenía una silueta de baja pendiente que con frecuencia
producía el efecto de desviar los proyectiles enemigos; era sólido y rápido, con una
velocidad máxima de cincuenta kilómetros por hora. También tenía unas cadenas
desusadamente amplias que impedían que se atascara en el barro y el hielo y un
depósito de combustible enorme, de casi ochocientos litros, que le permitía recorrer
más de cuatrocientos kilómetros sin repostar. Pesaba treinta toneladas y llevaba un
cañón de 85 mm, dos ametralladoras de 7,62 mm y un blindaje muy grueso. Frente a
ellos el ejército surcoreano y las unidades estadounidenses estacionadas en funciones
de asesoría sólo disponían de lanzacohetes de 60 mm que no habían sido
particularmente eficaces ni siquiera durante la segunda guerra mundial. El general de
brigada Jim David, que al finalizar la guerra había realizado un estudio que arrojaba
dudas sobre su eficacia, pensaba que el lanzacohetes alemán básico era infinitamente
mejor. Ahora, cinco años después, los proyectiles de 60 mm sólo arañaban la coraza
de los tanques norcoreanos y a veces ni siquiera estallaban. No es, pues, de extrañar
que aquellos primeros días los T-34 desbordaran cualquier intento surcoreano de
resistencia. Por suerte para ellos los militares estadounidenses acababan de poner a
punto una nueva bazuca muy mejorada, el M-20 de 88,9 mm, cuyos cohetes se habían
comenzado a fabricar el 10 de junio de 1950. El 12 de julio llegaron a Corea los
primeros M-20 y los instructores que debían enseñar a los soldados a utilizarlos, y a
partir de entonces la inmensa ventaja de que había gozado el Inmin-gun comenzó a
desvanecerse.
El ejército norcoreano había golpeado el eslabón más débil de la gran cadena
defensiva establecida por una supuesta superpotencia que todavía no acababa de
decidir cuáles iban a ser sus responsabilidades reales en cuestiones de seguridad
nacional. Resultaba bastante comprensible que el ejército surcoreano sólo consiguiera
mantener unas pocas posiciones frente al furioso ataque del Inmin-gun y se
derrumbara muy rápidamente: el Inmin-gun se apoderó de Seúl, la capital surcoreana
situada a unos cien kilómetros al sur del paralelo 38, el 27 de junio, cuando sólo
llevaba dos días de ofensiva, y las tropas surcoreanas en retirada apenas tuvieron
tiempo para volar los puentes sobre el río Han para darse a sí mismas un momento de
respiro.
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Tercera parte
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Cuando regresó a Washington aquella tarde del 25 de junio de 1950 Harry
Truman respiraba confianza en sí mismo. Ya no estaba a la sombra de Franklin
Roosevelt y se había puesto a prueba ante el pueblo estadounidense en la mayor
competición posible, una elección presidencial, que había ganado para sorpresa de
muchos. Se sentía cada vez más seguro de su capacidad para tomar decisiones y a
gusto con la mayoría de los hombres que lo rodeaban: George Marshall, Dean
Acheson, Omar Bradley y Averell Harriman, un hombre de valía excepcional que
había estado realizando trabajos para él en Europa pero que pronto iba a tener a su
cargo tareas más amplias. Estaba cada vez más de acuerdo con Acheson, su secretario
de Estado, y pronto iban a forjar una relación prácticamente única en los anales de la
política moderna. Truman no dudaba de que era apto para el puesto. No arrastraba
cargas del pasado ni una voz interior que le recordara lo que Franklin Roosevelt
podría haber hecho o dejado de hacer. En cualquier caso, no miraba atrás.
En cierto modo, las decisiones más relevantes sobre Corea se habían tomado ya
antes de que su avión tomara tierra en Washington. Sus principales consejeros sabían
lo que debían hacer, como lo sabía él mismo. Todos los miembros del Consejo de
Seguridad Nacional consideraban el cruce del paralelo 38 por los norcoreanos como
una flagrante violación de la Carta de Naciones Unidas. Un país había invadido a
otro, y si los dirigentes comunistas al otro lado del mundo pensaban que en
Washington iban a adoptar la misma actitud pasiva que con respecto a China, estaban
muy equivocados. Por el contrario, entre aquellos hombres cuya visión de la
seguridad nacional había quedado moldeada por la segunda guerra mundial, se podía
hablar de una reacción puramente generacional: la acción norcoreana evocaba el
recuerdo de otra, en los prolegómenos de otra guerra, cuando las democracias habían
permitido al ejército alemán cruzar una frontera sin hacer nada. De los muchos
errores cometidos por ambos bandos durante la guerra de Corea, quizá la mayor
equivocación por parte de los comunistas fue no entender que las democracias
occidentales, y en particular Estados Unidos, responderían a una invasión norcoreana
del sur viéndola a través del prisma de Múnich. Mientras volaba de regreso a
Washington Truman pensaba, como recordaría más tarde, en la impotencia de las
democracias para frenar a Mussolini en Etiopía y a los japoneses en Manchuria, y en
lo fácil que habría sido para los gobiernos francés y británico impedir la invasión de
Austria y Checoslovaquia por parte de Hitler. A su juicio habían sido los soviéticos
los que habían impulsado —quizá incluso conminado— a Kim Il-sung a cruzar el
paralelo 38, y creía que el único lenguaje que entenderían era el de la fuerza. Más
tarde escribió: «Teníamos que responderles en los mismos términos».[92]. Lo que le
preocupaba no era tanto Corea como la respuesta que Estados Unidos debía dar a una
provocación comunista. El prestigio de Estados Unidos se había puesto en juego con
la invasión, y el prestigio, dijo Acheson al conocer la noticia, «es la sombra arrojada
por el poder y posee gran importancia disuasoria».[93]
Truman era ya partidario de la línea dura. Los cinco años transcurridos desde que
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concluyó la segunda guerra mundial habían sido muy difíciles: se enfrentaban dos
países formidables y muy inquietos e incómodos en su nuevo papel de
superpotencias, ambos esencialmente aislacionistas y cada uno de ellos gobernado
por un sistema económico que veía el del otro como su enemigo jurado; se
contemplaban mutuamente de forma apocalíptica, casi se puede decir que paranoica,
como un depredador implacable empeñado en la destrucción del adversario; y ambos
sentían temor y angustia en la aterradora era atómica que se había iniciado. En su
primera reunión en Potsdam, Alemania, a finales de julio de 1945, tras la victoria de
los aliados en Europa, un Truman sorprendentemente soberbio, casi exaltado, había
juzgado mal a Stalin y había subestimado su lado oscuro. Había entendido parte de la
concepción que tenía Stalin del poder político (inmediatamente después de la reunión
había dicho: «Stalin es el hombre más parecido a Tom Pendergast que conozco»,
refiriéndose al gerifalte de Kansas City que le había dado su primer impulso en
política), pero todavía mantenía el sueño de llegar a un acuerdo amigable con él.[94]
Más tarde diría: «Me gustaba aquel hijo de puta».[95] En Potsdam todavía esperaba
una especie de lealtad propia del Medio Oeste, creía que si cada uno ponía sus cartas
sobre la mesa se podría llegar a algún tipo de acomodo aceptable y mesurado para el
período de posguerra, quizá incluso a prolongar modestamente la relación amistosa
que los había unido durante la guerra. Pero aquello no había servido de nada con
Stalin, un hombre que nunca ponía ninguna de sus cartas sobre la mesa, y menos aún
ante el presidente del país capitalista más poderoso del mundo (Truman tampoco era
en realidad tan candoroso como pretendía; mientras estaba en Potsdam tenía lugar el
primer ensayo nuclear con éxito, algo que no se dignaba mencionar pero sobre lo que
Stalin sabía mucho, gracias a los espías que trabajaban para la Unión Soviética).
Stalin era un zar de un tipo nuevo, un zar del pueblo, impulsado por una paranoia
secular —en su caso tanto nacional como personal— en sus tratos con Occidente y a
quien interesaban muy poco las posibilidades de una alianza de posguerra. En 1950 el
Truman que había intentado una aproximación amistosa hacia Stalin había
desaparecido hacía mucho tiempo y lo había sustituido un presidente mucho más
suspicaz, que creía que en Potsdam se había comportado como «un idealista
inocente».[96] En cuanto a Stalin, también él había evaluado mal a Truman. Tras la
reunión de Potsdam había subestimado significativa y quizá peligrosamente, al igual
que muchos políticos conservadores estadounidenses, al nuevo inquilino de la Casa
Blanca: le había dicho a Nikita Jruschov, entonces estrella en ascenso en la
burocracia soviética, que Truman era un monigote.[97] Al terminar la guerra se había
desarrollado una especie de ajedrez entre las superpotencias, inevitable dado el vacío
de poder que se derivaba del colapso de Gran Bretaña, Francia, Alemania y Japón y
la desintegración de sus imperios. La invasión norcoreana llevó la Guerra Fría a su
nivel más alto hasta aquel momento, nivel que no volvió a alcanzar hasta doce años
después con el ultimátum nuclear que las dos superpotencias afrontaron durante la
crisis de los misiles en Cuba. La invasión del 25 de junio de 1950 llegaba cuatro años
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después del discurso de Churchill sobre el telón de acero y dos años después del
bloqueo ruso de Berlín que obligó a Estados Unidos a establecer un puente aéreo para
abastecer la ciudad. En 1950 los aliados occidentales estaban completando el plan
Marshall[98] y un año antes se había creado la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN), que Estados Unidos veía como una forma de fortalecer los países
europeos todavía endebles y destrozados por la guerra pero que la Unión Soviética
había denunciado como parte del intento de cercarla con una gran muralla de países
hostiles armados con bombas atómicas.
Cuando los funcionarios más sobresalientes del gobierno de Truman se reunieron
el 25 de junio para tratar de aquilatar el eventual alcance de la invasión, más allá de
que una mitad de Corea hubiera atacado a la otra media mitad, se sentían perdidos en
la niebla. Durante aquella época todo lo que sucedía en la Unión Soviética estaba
rodeado por una densa capa de secreto y hasta la guía telefónica de Moscú era un
documento reservado. Quienes se reunieron en torno al presidente en Washington
creían que la invasión se había decidido en Moscú y que el gobierno norcoreano no
hacía más que obedecer órdenes, lo que no era cierto; años después, cuando se
abrieron los archivos de Moscú, quedó claro que había sido decidida por el joven e
impulsivo Kim Il-sung y que Stalin, siempre prudente, se había plegado a sus deseos
de mala gana. Pero en aquel momento los sovietólogos al servicio del gobierno
consideraban a Corea del Norte simplemente como un país satélite totalmente
sometido al dictado del Kremlin. Aunque en gran medida lo era, en aquel caso Stalin
actuaba más como facilitador que como instigador. Lo que más preocupaba a
Washington al principio era que la invasión pudiera ser sólo una finta, el primer
movimiento de un plan soviético de agresión más amplio. En tal caso, ¿cuál podría
ser el siguiente movimiento de Stalin? ¿Tendría como objetivo Europa o quizá
Oriente Medio? Acheson pensaba que a la invasión le seguiría un ataque chino contra
Taiwán —apoyado por la Unión Soviética—, o quizá algo igualmente peligroso, un
contraataque chino tras una provocación de Chiang.
Truman pensaba en cambio que el siguiente movimiento podría tener lugar en
Irán, y lo mismo creía Douglas MacArthur, con el que raramente estaba de acuerdo
en nada. El 26 de junio Truman, reunido con algunos de sus consejeros, se acercó a
un globo terráqueo y apuntó con un dedo a Irán diciendo: «Ahí es donde empezarán
los problemas si no tenemos cuidado. Corea es la Grecia del Lejano Oriente. Si
somos lo bastante duros ahora, si les hacemos frente como hicimos en Grecia hace
tres años, no darán más pasos adelante; pero si nos mantenemos a la espera entrarán
en Irán y se apoderarán de todo el Oriente Medio. Nadie puede decir hasta dónde
podrían llegar si no los detenemos ahora».[99]
Cuando el presidente llegó a Washington a primera hora de la noche del 25, le
esperaban en el aeropuerto Acheson, el secretario de Defensa Louis Johnson y el
subsecretario de Estado James Webb. Desde el momento en que los tres entraron con
Truman en su limusina estuvo claro el derrotero que iban a seguir los
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acontecimientos. Truman dijo: «¡Por Dios que voy a hacer que sepan lo que es
bueno!».[100] Johnson respondió inmediatamente que estaba de acuerdo, y Webb dijo
simplemente que el presidente debería echar una mirada a algunas de las cosas que la
gente del Departamento de Estado había preparado para él. Había múltiples
recomendaciones como primera respuesta a las noticias todavía fragmentarias que
llegaban desde Corea, todas las cuales eran malas: querían que el presidente
autorizara al general MacArthur a enviar al gobierno surcoreano tantas armas como
necesitara; a utilizar el poder naval y aéreo estadounidense para cubrir las
necesidades de evacuación y evitar que los puertos de Corea del Sur pudieran ser
atacados durante el proceso; a la espera de futuras decisiones del presidente, querían
que la Junta de Jefes de Estado Mayor llegara a un acuerdo sobre lo que se precisaría
militarmente para detener al ejército norcoreano. Querían que la Séptima Flota se
desplazara al estrecho de Formosa para impedir cualquier ataque de la República
Popular China contra Taiwán (y también para impedir a Chiang Kai-shek hacer nada
que provocara al nuevo gobierno establecido en el continente). También creían que
Estados Unidos debía iniciar un programa de ayuda militar a los franceses en
Indochina y ofrecer ayuda militar a Birmania y Tailandia. Cuando la limusina llegó a
la Casa Blair, donde vivía entonces el presidente, Webb se quedó un momento a solas
con Truman y le sugirió que separara las decisiones respecto a Taiwán y Corea, sobre
todo ya que Washington pretendía presentar el caso de la invasión norcoreana ante
Naciones Unidas.
Las líneas que no se cruzaron aquel día quedaron cuando menos difuminadas, y
no sólo con respecto a Corea. En los años inmediatamente posteriores a la segunda
guerra mundial, entre las cuestiones que preocupaban a los gobernantes de
Washington en su esfuerzo por poner remedio a la destrucción del viejo orden y al
caos provocado por la guerra, había probablemente dos cuestiones principales: la
primera y más obvia era la necesidad de poner límites al expansionismo soviético en
Europa, lo que se hizo con gran habilidad y visión de futuro, pero desgraciadamente a
expensas, al menos en parte, del otro gran problema de la época, que parecía menos
urgente y más periférico en términos de puro poder: el fin de la era colonial, que
ponía a los grandes aliados de Estados Unidos ante el desafío político y a veces
militar de sus antiguas posesiones coloniales. Washington no disponía de un análisis
en profundidad de la cuestión del nacionalismo en el mundo subdesarrollado,
cubierto, como solía aparecer, bajo la envoltura del comunismo. De hecho había dos
tipos muy diferentes de comunismo que planteaban amenazas también muy distintas:
el comunismo de línea dura impuesto en Europa oriental por el ejército soviético y el
que se manifestaba en el Tercer Mundo, donde se había convertido en un instrumento
poderoso de las fuerzas anticoloniales que a menudo recurrían a Moscú (como en
Indochina) en busca de ayuda tras ser rechazadas por Washington. Se diga lo que se
diga sobre el ataque norcoreano, se trataba de una invasión al viejo estilo; pero en
Indochina, que el gobierno estadounidense comenzaba a vincular ahora con Corea y
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con la confrontación más amplia en Europa, se trataba de una pura guerra colonial.
Aquella noche los principales dirigentes políticos y militares estadounidenses
cenaron en la Casa Blair y después debatieron el tema de la invasión norcoreana.
Algunas cosas se iban aclarando: nadie sabía hasta qué punto era profunda la
penetración norcoreana, pero se trataba claramente de una operación importante y las
fuerzas surcoreanas no se estaban defendiendo de forma adecuada; no iban a poder
resistir por sí solas. El primero en hablar fue el general Omar Bradley, presidente de
la Junta de Jefes de Estado Mayor, que un año antes había propuesto sacar de Corea
las tropas de combate estadounidenses porque sería un escenario bélico terrible y
porque se consideraba de escaso valor estratégico. Dijo que había que poner un límite
a los comunistas y que Corea sería un lugar tan bueno como cualquier otro para
hacerlo. Su valor estratégico había cambiado de la noche a la mañana. Truman le
interrumpió para decir que estaba totalmente de acuerdo. Desde aquel momento la
suerte estaba echada. Bradley añadió que, dada la envergadura de la invasión, los
soviéticos tenían que estar detrás de ella. También hablaron el almirante Forrest
Sherman, jefe de operaciones navales, y el general Hoyt Vandenberg, jefe de Estado
Mayor de la fuerza aérea. Ambos expresaron el optimismo —y la dependencia— de
las fuerzas armadas estadounidenses con respecto a su superioridad naval y aérea, así
como la fe de cada uno en el tremendo poder de su propia arma. Ni uno ni otro
sentían mucho respeto por la capacidad bélica del ejército norcoreano. Ambos
confiaban en que el poder naval y aéreo podrían derrotarlo; pero Joseph Lawton
Collins («Lightning Joe»), jefe de Estado Mayor del Ejército de Tierra, dijo que,
basándose en los informes que estaba recibiendo, era probable que también fueran
necesarias fuerzas terrestres estadounidenses. El envío de tropas terrestres era un
asunto diferente y mucho más grave. Bradley, Collins y Frank Pace, secretario del
Ejército de Tierra, insistieron en que no era una decisión en la que el gobierno tuviera
que precipitarse, aunque Bradley no tardó en señalar que había subestimado la fuerza
y la capacidad del ejército norcoreano. Como escribiría más tarde, «nadie creía que
fuera tan fuerte como resultó ser».[101]
Poco a poco se fue llegando a un consenso: debía utilizarse inmediatamente la
fuerza aérea para frenar el avance norcoreano y se presentaría la cuestión ante
Naciones Unidas para lograr su apoyo, aunque Estados Unidos estaría dispuesto a
adoptar, si fuera necesario, una decisión unilateral para frenar la invasión. Poco antes
de que terminara la reunión, Webb le pidió a Truman discutir los aspectos políticos de
la situación, pero el presidente respondió abruptamente: «¡No vamos a hablar de
política! ¡Yo me ocuparé de los asuntos políticos!».[102] A continuación dio la orden
de que se utilizara la fuerza aérea para proteger la evacuación de empleados
estadounidenses y hacer frente a los norcoreanos en el cielo del sur. Le pidió a Pace
que encargara a MacArthur el envío de un equipo de estudio a Corea para averiguar
lo que se necesitaba militarmente, y también ordenó a Sherman que enviara la
Séptima Flota desde Filipinas al estrecho de Formosa entre Taiwán y el continente,
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pero dijo que no quería que se anunciara nada hasta que la flota estuviera allí
estacionada.
La decisión relativa a las tropas terrestres se cernía como una nube oscura de
tormenta sobre sus cabezas. Ninguno de los consejeros del presidente confiaba en la
capacidad del ejército surcoreano para hacer frente a la invasión. Al día siguiente
Truman escribió a su mujer, Bess (que seguía en Independence), que tras el despegue
había hecho un buen viaje. La reunión que habían mantenido en la Casa Blair había
sido un éxito, pero la cuestión de Corea era difícil: «No me he sentido tan nervioso
desde que nos cayeron en el regazo Grecia y Turquía. Esperemos que suceda lo
mejor…».[103] La idea de que Stalin hubiera aprobado la invasión sin impulsarla
parecía impensable, aunque no habría supuesto ninguna diferencia. De cualquier
modo, se veía como si fuera lo mismo. El titular del influyente New York Herald
Tribune era: «Se dice que los rusos están invadiendo [Corea del Sur]; tanques rojos
presionan sobre Seúl».
Para algunos de los funcionarios más sobresalientes del mundo de la seguridad
nacional, como Acheson, las noticias, por desconcertantes que fueran, parecían un
don del cielo, porque hasta entonces la perspectiva del aumento masivo del
presupuesto de defensa que deseaban no parecía prometedora. De hecho esperaban
que sucediera algo parecido, temerosos pero también convencidos de que ocurriría y
de que cuando ocurriera podría contribuir a despertar al país del letargo en el que
parecía haberse instalado y a afrontar los nuevos retos que tenía ante sí.
George Kennan, el principal experto estadounidense en asuntos soviéticos, no fue
invitado —para su gran frustración— a la cena en la Casa Blair. («Aquella cena sirvió
para definir —por prelación social, por decirlo así— el grupo que se iba a
responsabilizar de gestionar las decisiones del Departamento durante los días
siguientes», escribiría más tarde). En sus propias palabras, había quedado al margen.
Ya había abandonado el puesto de director de la Oficina de Planificación Política del
Departamento de Estado y estaba esencialmente de baja, a punto de dirigirse a
Princeton para ocuparse del pasado más que del presente o del futuro. Sin embargo,
temiendo que la invasión no fuera más que una maniobra de distracción, Acheson le
preguntó varias veces durante los días siguientes cuáles podrían ser las intenciones de
los soviéticos. Kennan no creía que aquel ataque representara el inicio de una
confrontación global. Le escribió a Acheson que la Unión Soviética no buscaba una
guerra global contra Estados Unidos, pero que a sus dirigentes les complacería sin
duda ver que Estados Unidos se lanzaba a «una guerra en la que no obtendría honor
ni beneficio» o se mantenía al margen de brazos cruzados (quedando así
desacreditado en la región) mientras los norcoreanos conquistaban la totalidad de la
península.[104] El gran peligro para Estados Unidos, según se desprendía de su
respuesta, no estaba en Europa sino en Asia, donde los soviéticos podían intentar que
la República Popular China actuara como su agente. Así pues, Kennan no
consideraba probable una guerra más amplia y creía que el gobierno estadounidense
En 1950 la figura de MacArthur era tan eminente que todos tenían que obedecer sus
reglas. De hecho había creado no sólo un pequeño ejército propio dentro del ejército,
que sólo él podía mandar, sino un pequeño mundo que sólo él podía gobernar. Las
órdenes —e incluso las sugerencias— que le llegaban desde Washington eran casi
siempre ignoradas, aunque provinieran de los superiores nominales del general, que
en su propia visión personal de la jerarquía no eran superiores a él y por lo tanto no
tenían derecho a cuestionarlo ni a darle órdenes. Había creado un pequeño mundo
peligrosamente aislado, totalmente separado en todos los aspectos, sociales, políticos
y militares, de todo y de todos los demás, en el que nadie se atrevía a disentir. Los
hombres que lo rodeaban lo temían; los que no lo temían no solían durar mucho en su
cuartel general. Cuando llegaba al edificio del Dai Ichi un visitante al que
consideraba merecedor de verlo le ofrecía La Actuación. En ella —que normalmente
había ensayado por la mañana frente a un espejo, envuelto en su albornoz— hablaba
con gran confianza y certeza sobre acontecimientos futuros que la mayoría de la
gente, por experta que fuera, solía afrontar con cierta cautela, sabiendo las sorpresas
que a menudo nos reserva la historia.
Las Actuaciones eran con frecuencia deslumbrantes, bien ensayadas pero
ofrecidas como si fueran improvisadas. Era un monologuista muy dotado, pero en
todo aquello se percibía cierta sensación sofocante: todo estaba demasiado
controlado, demasiado cuidadosamente calculado y orquestado, en un mundo en el
que los acontecimientos nunca se podían controlar y orquestar y en el que muchas de
Seguramente resulta algo extraño que una mujer nacida en otro siglo, noventa y ocho
años antes del comienzo de la guerra de Corea, y que llevaba muerta una década y
media en 1950, pudiera influir tan profundamente sobre una guerra que tenía lugar a
mediados del siglo XX; pero difícilmente se puede entender a Douglas MacArthur sin
entender no sólo a su egocéntrico padre sino también a su madre. Más que cualquier
otra figura de la época —incluido Franklin Roosevelt, cuya madre también poseía un
carácter dominante—, Douglas MacArthur era un «hijo de mamá». Aunque había
obtenido la Medalla de Honor del Congreso y se mostraba valiente frente al fuego
enemigo —a veces incluso de forma suicida—, nunca dejó de ser un hijo de mamá.
De muy pocos militares estadounidenses se puede decir que cuando dejaron su hogar
para ir a West Point, su madre se trasladó también a esa pequeña ciudad junto al río
Hudson para seguir cerca de ellos. Pinky MacArthur se instaló en una habitación en
el mejor hotel de la ciudad, el de Craney, para poder vigilar a Douglas durante los
cuatro años que éste pasó en la academia militar y evitar que cayera por debajo de sus
expectativas y se hundiera en la mediocridad. West Point podía ser la institución más
exigente de Estados Unidos, pero por si acaso allí estaba Pinky MacArthur, por si los
custodios de la academia fallaban o no acababan de darse cuenta de lo notable que era
el joven que ella les había legado.
Pinky MacArthur no fue sólo la diseñadora clave de la carrera de su hijo sino algo
más importante: fue quien configuró su psique, la creadora del egoísmo casi único
que cubría y a veces disminuía su gran talento. Otros personajes públicos tendrían
que luchar durante cuatro décadas contra lo que ella había construido. Con el
vocabulario de la época se la podría haber llamado una «madre escénica», esto es,
una mujer inmensamente ambiciosa, que al faltarle oportunidades para su propia
ambición las transfería a su hijo y vivía a través del éxito de éste. Su carrera, que
anteponía a cualquier cosa, era su hijo. El ascenso de éste era también el de Pinky; los
éxitos de Douglas al superar los diversos desafíos que se presentaban ante él eran
también éxitos de Pinky, y los honores que él recibía, ella los sentía como propios.
Había sido educado no sólo para triunfar, sino para hacerlo a expensas de cualquier
otra cualidad humana. Para tener éxito no podía permitirse pensar en nadie más; si lo
hacía, podrían desplazarlo.
De ese modo su madre lo educó para ser el hombre más egocéntrico y también el
más aislado del mundo. Desde el principio era un joven muy peculiar en cuanto a las
relaciones con sus compañeros. Su primera boda —aunque las bodas de los aspirantes
de West Point suelen ser una importante ocasión social, que refleja los vínculos entre
Mary Pickney Hardy era una bella muchacha del sur cuando eso tenía gran
importancia. Hija de un comerciante de algodón de Norfolk, conoció a Arthur
MacArthur en Nueva Orleans durante la fiesta del Martes de Carnaval y se casaron en
1873, ocho años después del final de la guerra más sangrienta de la historia de
Estados Unidos, cuando las pasiones y prejuicios que generó estaban todavía muy
vivos. Dos de sus hermanos, que habían combatido con el sur, se negaron a asistir a la
boda. Su vida de casada nunca fue fácil. Había nacido con cierto lujo y estatus, una
debutante de su época, pero aceptó, para bien o para mal, una vida incómoda que la
obligaba a trasladarse de un puesto a otro, convertida sin quererlo en una mujer
pionera, a menudo en lugares remotos del oeste y suroeste donde carecía de todo tipo
de comodidades. Dado su origen privilegiado, era hasta cierto punto sorprendente que
pudiera adaptarse a ellos. William Manchester lo atribuye a «su valor y quizá a la
fuerza de la disciplina social».[132]
Su hijo mayor, Arthur MacArthur III, ingresó en la Armada y murió relativamente
joven, en 1923; el segundo, Malcolm, murió de sarampión a los cinco años. Douglas
nació en 1880 en Fort Dodge, Arkansas, que finalmente se convirtió en Little Rock.
Es imposible saber hasta qué punto la muerte de su segundo hijo condicionó la
intensidad emocional con que Pinky MacArthur se concentró en su tercer y último
hijo, pero seguramente había sufrido un daño emocional significativo, y de lo que no
cabe duda es de que fue a Douglas a quien dedicó sus considerables energías: era su
última esperanza. Si su padre, un héroe nacional diecisiete años antes de que naciera
Douglas, era el ideal al que iba a consagrar su vida, una presencia constante casi
mítica, podemos considerar a su madre su sargento instructor, que le recordaba las
hazañas de su padre que debía igualar. El día que la Dieta japonesa aprobó una ley de
reforma agraria cuando él era el virrey oficioso de Japón, MacArthur se inclinó hacia
atrás en su silla como si mirara al cielo, aunque realmente lo que estaba viendo era
una foto de su padre, que había presionado sin éxito en favor de la reforma agraria
cuando estaba en Filipinas, y dijo: «¿Cómo lo estoy haciendo, papá?».[133]
Pinky MacArthur quería que fuera a West Point, pero sorprendentemente, pese a
las relaciones políticas de la familia, le había resultado difícil ingresar allí.
Finalmente ella se trasladó a un distrito cuyo congresista era amigo del abuelo de
Douglas, pero ni siquiera eso fue suficiente; cuando fracasó en su primer examen
médico debido a la curvatura de su espina dorsal, ella buscó y encontró un doctor que
se encargó de corregirla. Cuando el congresista, abrumado por el número de
aspirantes con relaciones parecidas, fijó un examen especial, ella contrató
inmediatamente a un director de instituto para que hiciera de tutor del joven Douglas.
La noche antes de su examen él estaba nervioso y preocupado, sin poder dormir. Ella
se levantó de la cama y le dirigió el siguiente discurso: «Douglas, lo superarás si no
MacArthur era todavía una figura nacional de primer orden cuando comenzó la
guerra de Corea, quizá tanto en el plano político como en el militar, y un ídolo
nacional, le gustara a Washington o no, como última conexión activa entre ambas
guerras mundiales. Sus hazañas en el Pacífico durante la segunda guerra mundial se
consideraban excepcionalmente brillantes. Al principio de la guerra había estado un
poco por debajo de las expectativas con respecto a las nuevas posibilidades de la
fuerza aérea a bordo de los portaaviones y en cuanto a lo que podrían o sabrían hacer
los japoneses como soldados y como pilotos. Durante las primeras semanas, al ver a
los aviones japoneses combatir tan eficazmente contra los estadounidenses, estaba
convencido —y aquello reflejaba tanto su racismo personal como el nacional— de
que sus pilotos debían de ser blancos.[137] Hasta el 7 de diciembre de 1941 había
hablado con demasiada seguridad de lo que los japoneses no podían hacer. Le había
dicho por ejemplo a John Hersey, entonces joven periodista de talento en la revista
Time, que si intervenían en la guerra, británicos, holandeses y estadounidenses
podrían derrotarlos con la mitad de las fuerzas de las que ya disponían en el Pacífico,
y que sería muy fácil hundir a la flota japonesa.[138]
Pero al poco tiempo de empezar la guerra entendió una de las primeras verdades
sobre Japón como cultura y como fuerza militar: que cuando controlaba la agenda y
todo se hacía según sus planes era formidable y que su rígida estructura de mando
parecía imbatible. Todo parecía acomodarse a aquellos planes, todos obedecían
estrictamente las órdenes y no se permitían errores. Pero si el curso de la batalla se
alteraba, si los japoneses perdían la iniciativa, esos mismos aspectos favorables se les
volvían en su contra. Se mostraban demasiado inflexibles, incapaces de derrotar al
enemigo si éste no se comportaba como lo haría el propio ejército japonés. Como su
sociedad era tan jerárquica y autoritaria y concedía tan poco valor a la iniciativa
individual, carecían de la capacidad crítica necesaria para la batalla, para responder a
lo desconocido. Así pues, pronto se dejó ver su excesiva dependencia del factor
fuerza. MacArthur les dijo a sus oficiales: «No dejen nunca que sean los japoneses
los que ataquen. Cuando tienen un plan de ataque coordinado todos funcionan
maravillosamente; pero cuando se les ataca —cuando no saben lo que va a suceder—
ya no es lo mismo».[139]
También se adaptó pronto al nuevo tipo de guerra. Si al principio no había
entendido las posibilidades de la fuerza aérea en la guerra moderna, permitiendo que
sus aviones se vieran sorprendidos en tierra en el Campo Clark el 8 de diciembre,
rematadamente desleal con el presidente al que servía y con los altos mandos de
Washington. Poco a poco se había ido convirtiendo en un hombre muy político que
trataba constantemente de mejorar sus relaciones con el partido republicano. En 1944,
en plena guerra mundial, impulsado por su ambición sin freno y su profundo odio
hacia Franklin Roosevelt, pareció alinearse con los enemigos políticos más acerbos
del presidente. Luego, en 1948, participó en un intento, que fracasó aparatosamente,
de obtener la nominación republicana para las elecciones presidenciales, y en 1950,
cuando todavía estaba al mando de las tropas en Corea, tanto en la Casa Blanca como
entre los candidatos republicanos a la presidencia se creía que pensaba presentarse en
1952, hubiera concluido o no la guerra.
En el ala más conservadora del partido republicano lo consideraban uno de ellos,
y lo cierto es que su pensamiento político era muy conservador, aunque como
gobernador general de Japón se había mostrado sorprendentemente liberal. En
cualquier caso, con respecto a los parámetros de la política estadounidense a
mediados de siglo, era bastante más conservador que liberal y su actitud correspondía
a una época muy anterior, pero quienes lo conocían bien pensaban que la ideología
era para él muy secundaria; vivía en un mundo muy cerrado y su política estaba al
servicio de su promoción personal.
Si hubo una ocasión en la que se mostró con más claridad que nunca su ideología
política así como su necesidad de aparecer en la escena nacional fue en la represión
de la Marcha de los Veteranos de Guerra en 1932. La Gran Depresión había ahondado
las grietas existentes en la sociedad estadounidense dando lugar a una profunda
división política, económica y social. MacArthur era entonces jefe de Estado Mayor
del Ejército de Tierra y se había alineado entusiásticamente, no sólo con el gobierno
de Hoover, sino con el orden político-económico existente, cuestionado entonces en
muchos frentes. Que se pusiera del lado del gobierno en aquella crisis no era
sorprendente y quizá fue hasta inevitable; pero la forma en que se situó en el centro
mismo de los acontecimientos iba mucho más allá de las exigencias de su trabajo;
bien, el general hizo saber a sus admiradores que aunque no buscaba la nominación
republicana, aceptaría una propuesta si se le ofrecía, pues consideraba que sería su
deber. La verdad es que había puesto unas esperanzas sorprendentemente altas en las
elecciones de 1948, pero estaba demasiado desconectado de lo que realmente sucedía
en Estados Unidos; llevaba fuera más de una década, pero su idiosincrasia le habría
permitido alejarse de sus compatriotas incluso sin salir del país.
La incorporación de varios millones de estadounidenses a la clase media iba a
tener importantes consecuencias políticas para ambos partidos, ya que antiguos
votantes demócratas, al gozar de un nivel de vida más alto, comenzaron a verse a sí
mismos como independientes y a votar de forma más conservadora; pero por el
momento las líneas del New Deal, basadas en las diferencias económicas más
elementales, seguían manifestándose en las elecciones a escala nacional. La gente que
instaba a MacArthur a presentarse creía que el New Deal no era sino la primera etapa
de un pausado y peligroso camino hasta el comunismo. Su apoyo era mayor en el
Medio Oeste, especialmente en la región donde más influía el Chicago Tribune del
coronel Robert McCormick, el principal aislacionista de la época. Los seguidores más
entusiastas y apasionados del general MacArthur eran aislacionistas —aunque él no
lo fuera—, nativistas, racistas, antisemitas y antiobreros. Estaban absolutamente
convencidos de ser los auténticos representantes de lo que llamaban «americanismo».
Aquel incidente espoleó las repetidas invitaciones que Truman envió a MacArthur
en septiembre y octubre de 1945 para que viajara a Washington, se reuniera con el
presidente, fuera honrado por una nación agradecida y quizá recibiera una Cruz de
Servicios Distinguidos, y pronunciara un discurso ante una sesión conjunta del
Congreso. Una sugerencia como aquella del comandante en jefe de las fuerzas
armadas, recientemente elevado a la presidencia en trágicas circunstancias antes de
que acabara la guerra, nunca era sólo una sugerencia aunque así fuera disfrazada; se
trataba sustancialmente de una orden; pero MacArthur no quiso entenderla así y
declinó la invitación. Por muy general de cinco estrellas que fuera, ningún oficial
el Pacífico, una de las primeras cosas que hizo fue colgar un retrato de Washington
tras su mesa de despacho, y cuando la guerra acabó, según Sidney Mashbir, oficial de
inteligencia, saludó al retrato diciéndole: «Señor, no llevaban guerreras rojas pero los
hemos derrotado igualmente».[175] Su odio hacia el Capitolio y los hombres que
gobernaban aquellos días era palpable. Faubion Bowers, su secretario militar en
Tokio y partícipe de sus pensamientos más íntimos durante los largos monólogos que
mantenía en su automóvil, pensaba que MacArthur odiaba a todos los presidentes.
Para él Roosevelt era Rosenfeld, y a Truman lo llamaba «ese judío de la Casa
Blanca». Bowers le preguntó una vez extrañado: «¿Qué judío de la casa Blanca?».
«Truman —respondió MacArthur—. Se puede deducir de su nombre, pero basta
mirarle la cara». Un día MacArthur trató de quitarle la idea de que le disgustaban
todos los presidentes, diciéndole «Hoover no estaba tan mal».[176]
En cualquier caso MacArthur era proclive a la paranoia y como la mayoría de los
paranoicos se ganaba enemigos con facilidad. Durante la primavera de 1949 tanto el
Departamento de Estado como el de Defensa trabajaban en un plan, impulsado
probablemente por Dean Acheson, que permitiría disminuir de forma notable su
poder en Japón. La idea consistía en separar en Tokio el área política de la militar,
llamando finalmente a MacArthur de regreso a casa para recibirlo entusiásticamente y
nombrando a dos sustitutos menos ideologizados para las dos tareas; Maxwell Taylor,
una estrella en ascenso en el ejército desde la segunda guerra mundial que entre 1945
y 1949 había ocupado el puesto de superintendente en West Point, se encargaría de la
parte militar. Pero a MacArthur le llegó algún rumor de aquella idea, contactó con sus
Estados Unidos iba a entrar en guerra sin ninguna preparación. Las primeras unidades
estadounidenses que entraron en combate iban pobremente armadas,
insuficientemente entrenadas y con frecuencia mal dirigidas. El poderoso ejército que
había logrado cinco años antes la victoria en dos grandes escenarios bélicos, Europa y
Asia, no era más que la sombra de sí mismo. El gobierno estadounidense había
tratado de reducir drásticamente el gasto militar y en Corea aquello demostró
inmediatamente sus efectos. La culpa del mal estado del ejército era de todos: del
presidente, que quería mantener bajos los impuestos, saldar la deuda de la última
guerra y mantener el presupuesto de defensa lo más bajo posible; del Congreso, que
quería reducir el presupuesto aún más; y del comandante supremo de las fuerzas
aliadas en el Pacífico, Douglas MacArthur, bajo cuyo mando las tropas habían sido
tan escasamente entrenadas y que había dicho cinco años antes que no necesitaba
realmente todas las tropas que Washington le había asignado. Pero sobre todo era a
Truman a quien cabía atribuir toda la responsabilidad en una cuestión como aquélla:
el ejército de aquel país inmensamente próspero y rico en un mundo todavía pobre y
destrozado por la guerra, estaba descoyuntado. Le habían concedido unos fondos tan
escasos, una financiación tan pobre, que las unidades de artillería no habían podido
practicar adecuadamente por falta de munición; las unidades acorazadas hacían una
especie de pseudoentrenamiento porque carecían de gasolina suficiente para llevar a
cabo auténticas maniobras; y a los soldados de bases famosas como Fort Lewis se les
decía que no utilizaran más de dos hojas de papel higiénico cada vez que visitaban las
letrinas.[178] Había tan pocos repuestos para los vehículos que algunos soldados salían
a comprar equipo por su cuenta a precios muy bajos, utilizando su propio dinero, para
despiezarlo y contar con repuestos.[179] Si hubo alguna mejora en el armamento, fue
casi únicamente en la fuerza aérea y en las armas destinadas a ella, no en las
empleadas por la infantería.
La segunda guerra mundial había llevado a rastras a un país adormilado y
aislacionista al estatus de superpotencia. Estados Unidos, fuera del alcance de las
bombas enemigas, se había convertido en el gran arsenal de la democracia. Sus
enormes fábricas, cuya modernidad era entonces la envidia del mundo desarrollado,
producían formidables armas de guerra a una velocidad sorprendente. Al principio de
la segunda guerra mundial muchos críticos habían temido que los estadounidenses no
fueran buenos soldados por haberse ablandado debido al éxito material del país.
También se dudaba si al ser Estados Unidos tan democrático, sus hombres serían
capaces de hacer frente a los de países tan totalitarios como Alemania y Japón. Pero
guerra mundial en las batallas contra los japoneses había desaparecido. Los destinos
en Japón se habían considerado casi un regalo que llevaba aparejados todos los
placeres anejos a la condición de vencedor y la posibilidad de vivir con cierto lujo en
un país asiático muy pobre y con poca responsabilidad militar. A los recién llegados
de Estados Unidos se les daba la bienvenida y se les decía que Japón era un gran
lugar en el que podrían follar cuanto quisieran sin gastar mucho dinero y que podrían
disfrutar de grandes ventajas cambiando en el mercado negro. Los soldados vivían
mucho mejor que en casa. La mayoría de ellos tenía, como se decía entonces, un
«apaño». En un Japón devastado, empobrecido y arrasado, todos, incluso los
soldados de menor rango, podían encontrar un sirviente que se encargara de tener a
punto su uniforme y de lustrar sus botas. El poder personal de cada soldado o cabo
estadounidense momentáneamente rico (o al menos más rico de lo que nunca había
esperado ser en su pueblo de origen en Ohio o Tennessee), viviendo entre japoneses
convertidos en mendigos, parecía subrayar el innato racismo estadounidense y
demostrar que el mundo blanco era mejor en todos los aspectos. Sus soldados
ganaban las guerras; los del mundo no blanco les limpiaban los zapatos y las mujeres
del mundo no blanco se convertían en sus novias. Para aquel ejército la ocupación
resultaba tan fácil que los soldados podían no aparecer los lunes cuando se pasaba
lista y a menudo el personal de oficina de la compañía tenía que hacer maravillas para
que las unidades todavía parecieran aptas para el combate.
No era ningún secreto que aquellas tropas no estaban en condiciones de afrontar
una batalla. El general de división Anthony Clement (Tony) McAuliffe, que en 1945
había estado al mando en Bastogne durante la batalla de las Ardenas, había recibido
el mando de las tropas estacionadas en el sur de Japón en 1948 y lo había odiado cada
minuto. Keyes Beech lo había visitado y le había preguntado si le gustaba su puesto,
a lo que McAuliffe respondió que le gustaba mucho, «pero a ellos [los soldados] no
les gusto yo. De hecho, soy para ellos el mayor hijo de puta de este lugar. La única
excusa para mantener un ejército, en paz o en guerra, es que esté dispuesto para el
combate, pero este ejército no es bueno para nada […] Estoy removiendo este lugar
de arriba abajo y comprobando que todos los hombres salgan de maniobras. Quiero
Las cosas empezaron, pues, muy mal para el ejército estadounidense, cuyas tropas,
mal preparadas y mal desplegadas, apenas pudieron frenar la feroz carrera hacia el
sur del ejército norcoreano; como mucho unos pocos días. Durante la primera semana
de combate el Inmin-gun destruyó prácticamente dos regimientos estadounidenses;
alrededor de tres mil hombres habían muerto o estaban heridos o desaparecidos en
acción, dejando tras de sí armas suficientes como para armar uno o dos regimientos
norcoreanos.
Fueron días terribles. El estado de ánimo en Washington y Tokio era cada vez
más sombrío. Aumentaba el temor de que si los soldados estadounidenses no eran
capaces de soportar aquella presión en una guerra limitada hubiera que recurrir al uso
de bombas atómicas, temor que fue sabiamente presentado en un editorial del New
York Times el 16 de julio: «Nuestras emociones, cuando vemos a nuestros soldados
superados en número y en armamento en Corea, deben ser una mezcla de compasión,
pena y admiración. Ese es el sacrificio que les habíamos pedido, justificado
únicamente por la esperanza de que lo que están haciendo ahora sirva para mantener
limitada esa guerra y de que la muerte de un pequeño número de víctimas evite la
carnicería de millones. Es una terrible alternativa de la que no podemos
congratularnos, ni siquiera entenderla serenamente; pero no hay por qué ponerse
histéricos. No tenemos por qué aceptar una guerra generalizada y el colapso de la
civilización».
De entre las muchas ilusiones estadounidenses que murieron aquellas primeras
semanas de la guerra de Corea, quizá la más importante fue la de la omnipotencia de
la bomba atómica, supuesta arma definitiva que permitía prescindir de las demás.
Aquella idea había ido arraigando en la mentalidad de la seguridad nacional desde la
segunda guerra mundial, en parte porque era un arma efectivamente formidable y en
parte porque permitía reducir considerablemente el presupuesto de defensa. Tan sólo
un año antes Omar Bradley, cuyo sentido común por lo general era excepcional, había
afirmado ante el Congreso que los desembarcos anfibios pertenecían esencialmente al
pasado: «Francamente, la bomba atómica, empleada de forma adecuada casi permite
desechar esa posibilidad [la de una invasión anfibia]». Con aquellas primeras derrotas
dolorosas el país supo que todo su sistema de defensa era una ilusión y que la bomba
atómica era un tipo de arma prácticamente inútil en una guerra limitada y que el
equilibrio de poder con la Unión Soviética podía dar lugar en la periferia de ambas
superpotencias a una mayor dificultad para controlar tensiones regionales. Se llegaba
así a una nueva verdad: la bomba atómica era un arma tan poderosa y tan terrible que
en muchas situaciones era moralmente rechazable. Era un arma colosal, casi
inutilizable. Servía, eso sí, como gran disuasor, ya que difícilmente ningún país
atacaría a un miembro del club atómico sin pensárselo dos veces; pero el monopolio
Julio de 1950 fue uno de los peores meses de la historia militar de Estados Unidos:
una larga e ignominiosa retirada salpicada de pequeñas pero terribles batallas y
momentos ocasionales de gran valentía a cargo de unidades estadounidenses,
superadas en número y en armamento, que se veían una y otra vez desbordadas por la
fuerza, tamaño y habilidad del ejército norcoreano. Las líneas estadounidenses se
mostraban invariablemente demasiado delgadas en lugares críticos, en los que un
número limitado de soldados trataba inútilmente de frenar a las tropas norcoreanas
hasta que otras unidades, que en aquel momento se disponían a partir desde Estados
Unidos hacia Corea, pudieran llegar allí; el ejército estadounidense trataba de ganar
tiempo con la moneda más preciada, las vidas de sus jóvenes, mientras el país
comenzaba a movilizarse para aquella nueva guerra. La situación de las fuerzas
estadounidenses en Japón en vísperas de la guerra era tan desesperada que, cuando
empezó, a soldados que habían sido declarados culpables de delitos relativamente
graves y que estaban a punto de regresar a Estados Unidos esposados, se les ofreció
la alternativa de combatir en Corea borrando sus antecedentes.[196] Según el teniente
William West, asistente del general Hobart R. Gay, jefe de la Primera División de
Caballería, poco antes de que estallara la guerra de Corea los oficiales
estadounidenses con destino en Tokio tenían que dedicar buena parte de su tiempo a
aleccionar a muchos de sus hombres para su comparecencia ante un tribunal militar.
[197]
A primeros de julio MacArthur comunicó a la Junta de Jefes de Estado Mayor que
necesitaba once batallones, tan sólo para mantener las líneas. Había cierta
Así pues, Walton Walker no iba a ser sustituido en aquel momento, aunque no tenía
importantes valedores ni en Washington ni en Tokio, donde a menudo quedaba fuera
de las decisiones vitales y donde la gente de MacArthur se reía de él en privado.
Como decía su piloto Mike Lynch, que también era su gran confidente, Walker estaba
luchando en dos frentes: contra el ejército norcoreano y contra el alto mando de
Tokio.[204] Sabía lo que se preparaba y que estaba peligrosamente cerca de ser
relevado, pero poseía una cualidad excepcional que Ridgway había percibido, pese a
todas sus limitaciones, y era su tenacidad de bulldog. Ambos generales habían
discutido mientras las tropas de Walker se veían sistemáticamente rechazadas hasta el
río Naktong. El gran interrogante de aquellos tristes días era si podrían mantener el
perímetro de Pusan o si simplemente serían expulsados de la península. En aquella
reunión Ridgway le había preguntado a Walker qué haría si le hacían retroceder más,
y Walker le había respondido que no retrocedería más. Ridgway insistió: «Eso es lo
que les dice usted a las tropas, ¿pero qué hará usted realmente si lo desalojan de la
línea del Naktong?».[205] Walker le había replicado desafiante: «General, no me
desalojarán de la línea del Naktong».
Había al menos un aspecto en el que Walker era afortunado, y era que no tenía
mucho tiempo para preocuparse por lo que pensaban de él en Washington o en Tokio.
Estaba demasiado ocupado desplazando desesperadamente las tropas cada día,
tratando de detener el último avance norcoreano, y no le quedaba tiempo para la
autocompasión. Una crisis seguía a otra. Cada jefe de división, cada jefe de
regimiento y cada jefe de compañía se quejaba de que tenía pocas tropas. Cada noche
de julio el Inmin-gun parecía a punto de romper las líneas estadounidenses en cuatro
o cinco puntos diferentes. La tarea de Walker consistía en ir tapando agujeros,
decidiendo cuál de ellos parecía más importante. Rara vez le habían servido una
mano tan mala a un general estadounidense. Que sus tropas estuvieran tan mal
preparadas era en parte culpa suya, porque hasta el 25 de junio él era uno de los
comandantes en Tokio, pero durante las primeras semanas también se veían
terriblemente superadas en número por un enemigo que además luchaba en su propio
terreno. La línea de abastecimiento de Walker era desesperadamente larga, llegando
de hecho hasta California. Había escasez de todo: soldados, mandos, y a veces lo más
importante de todo, munición. Se hallaba en territorio hostil y muy montañoso en el
que poco le servía su experiencia al mando de tanques, de los que además el otro
bando tenía más y mejores. Otro inconveniente aún peor era su aislamiento en el
mando: MacArthur y su cada vez más poderoso jefe de Estado Mayor, Ned Almond,
Almond iba a ser un destacado protagonista durante los meses siguientes. La política
del mando se fue haciendo cada vez más importante a medida que se desarrollaban el
esfuerzo bélico y la estrategia: no sólo Tokio se enfrentaba a Washington, sino que en
el seno del propio alto mando en Tokio se libraba una lucha constante por ser el
favorito de la camarilla; y Almond resultó ser un jugador muy superior a Walton
Walker en la política del cuartel general. En cierta forma la lucha constante entre
ambos reproducía en miniatura una contienda, más amplia y permanente, entre el
ejército estadounidense y el ejército de Douglas MacArthur. De los muchos apodos
de Almond (El gran A, Ned el terrible), probablemente el más difundido entre los
oficiales de alto rango en Tokio era el de Ned el Ungido,[216] con lo que se quería
decir que el brazo de MacArthur siempre estaba sobre su hombro y que él era su
ayudante principal, al que nunca había que desafiar del mismo modo que él nunca
desafiaba a su superior. Se suponía que siempre hablaba en nombre de MacArthur, o
La persona que más había insistido en los altos niveles de la burocracia en ajustarse a
las nuevas necesidades al principio de la Guerra Fría era Forrestal, cuya salud mental,
bajo la presión de las reducciones, de su propia preocupación por las intenciones
soviéticas y seguramente de algún desajuste psíquico personal, había comenzado a
deteriorarse. Trabajaba tantas horas que, como dijo Eisenhower, «no las aguantaría ni
un caballo».[238] Forrestal había sido de los primeros en adoptar una línea dura con
respecto a los soviéticos, y en julio de 1945 incluso había planteado la cuestión, muy
poco popular entonces, de si la derrota que Estados Unidos infligiera a Japón debía
ser completa. Temía que si quedaba demasiado poco del antiguo Japón se produjera
Nada mostraba con mayor claridad las contradicciones que se vivían en Estados
Unidos a medida que se desplazaba a regañadientes de su aislacionismo tradicional al
papel de superpotencia internacionalista, que la brega casi desesperada de Dean
Acheson por aumentar espectacularmente el presupuesto de defensa tras haberse
convertido en el blanco principal de un ala derecha cada vez más exasperada. A
principios de 1950 Acheson ya había encargado a Paul Nitze la redacción del
documento clave sobre la cuestión, documento que acabaría conociéndose como
NSC-68 y para el que luego trataría de obtener la aprobación de la burocracia. Su
elección no era sorprendente: la estrella de Nitze estaba en ascenso y sus ideas
coincidían en gran medida con las del propio secretario de Estado.
Nitze era originalmente un hombre de Forrestal. Uno de sus primeros y más
importantes patrocinadores había sido George Kennan, quien propuso ofrecerle,
impresionado por su inteligencia, la vicepresidencia de la Oficina de Planificación
Política. Se trataba de un comité de expertos del Departamento de Estado muy
influyente en aquellos días. Allí era donde las mejores cabezas del Departamento
ponderaban las eventuales consecuencias de diversos acontecimientos, en una época
en la que todavía se consideraban importantes tales consecuencias, y pensaban a largo
plazo sobre cuestiones que pronto se harían urgentes. Pero Acheson había rechazado
la sugerencia, pues pensaba que Nitze, que había trabajado originalmente (como
Forrestal) para Dillon Read, una de las principales casas de inversión de Wall Street,
estaba al servicio de los banqueros. Acheson cambió al final de opinión y durante el
verano de 1949, cuando Kennan le volvió a preguntar por Nitze, le dio su permiso.
Acheson y Nitze se fueron aproximando cada vez más en lo profesional y lo personal,
mientras que Kennan cayó en desgracia.
Cuatro años antes era una superestrella en el Departamento de Estado con sus
brillantes análisis sobre las intenciones soviéticas, pero ahora, a medida que se
agravaba la Guerra Fría y se iban endureciendo las líneas, tanto internacionalmente
como en la política interna, Kennan quedaba cada vez más marginado en el
Departamento y su influencia iba decreciendo de forma constante. Su declive
coincidía con el cambio de naturaleza del debate y Acheson ya no mostraba interés en
escuchar sus complicadas disquisiciones por muy profundas y valiosas que pudieran
ser, ya que el gobierno, lo percibiera o no, se estaba viendo arrastrado por la fuerza de
los acontecimientos y estaba cruzando, casi sin darse cuenta, lo que hasta entonces se
consideraban barreras. A medida que aumentaba la influencia de la derecha política y
se incrementaba el asedio al que se veía sometido el gobierno, el valor de Kennan se
Harry Truman era, aparte de otras cosas, un hombre resuelto. Incluso los
incondicionales de Roosevelt, que durante los primeros días de su presidencia
miraban de arriba abajo a aquel hombre aparentemente gris que había sustituido a su
amado líder, comenzaron pronto a constatarlo. Algunos de los más próximos a
Roosevelt lo habían abandonado inmediatamente, pues creían que no podían
concederle su lealtad; otros llegaron a respetarlo y entendieron que su compromiso
era con el puesto y no con el hombre, y que Truman era, a su modo, un hombre poco
corriente. Aunque fue el último presidente estadounidense, hasta la fecha, que no
había pasado por la universidad, había leído mucho de joven, por lo que contaba con
una buena formación, y era un serio historiador autodidacta, aunque aficionado.
Quizá lo más importante de todo fue que una vez que llegó a la presidencia no tuvo
dudas sobre sus tareas. Puede que no formara parte de sus ambiciones ni lo hubiera
siquiera considerado, pero estaba decidido a cumplir lo que se esperaba de él y a
hacerlo de la mejor manera posible. Ya antes de ser elegido como candidato directo a
la presidencia en 1948 se pudo constatar que no iba a amilanarse como si no
mereciera el puesto y esperara que lo devolvieran al pequeño despacho donde todavía
se ocultan los vicepresidentes. El país merecía algo mejor. Además, entendía que si
gobernaba así, como una especie de sustituto provisional de un gran hombre,
acabarían devorándolo sus enemigos, algunos de los cuales eran enemigos
institucionales de la presidencia, otros enemigos ideológicos, y otros ambas cosas a la
vez. No quería entrar a formar parte de la lista de los devorados, a los que la historia
juzga tan duramente. Después de tratar con gente corriente durante toda su vida, en
épocas buenas y malas —de las que había habido muchas—, estaba convencido de su
capacidad para entender y juzgar a los demás, y percibir en quién se podía confiar y
en quién no. Aquellos largos años también le habían enseñado a elegir a la mejor
gente posible, reunir la mejor información posible, hacer las preguntas idóneas,
estimar las eventuales consecuencias y luego tomar la decisión más adecuada y
mantenerla. También sabía, mientras volaba hacia Washington la mañana después de
la incursión norcoreana, que sus decisiones durante los días siguientes girarían en
torno a la guerra y la paz, y que el de Corea resultaría, a la hora de juzgar su
presidencia, el reto más difícil que tendría que afrontar.
En junio de 1950 ya llevaba cinco años como presidente, con dos triunfos
personales que habían reforzado enormemente su confianza en sí mismo. Aunque
estaban en cierto sentido vinculados, el primero —la sorprendente victoria sobre Tom
Dewey en las elecciones de 1948— había sido el más notable. Su triunfo electoral,
Las elecciones de 1948 resultaron decisivas hasta un punto que nadie percibió en
aquel momento, y también fatales debido a la amargura que generó en un partido que
sufría su quinta derrota abrumadora. Al iniciarse la campaña los republicanos
aparecían como favoritos. En la convención republicana, en la que se celebraba la
victoria de otoño incluso antes de que hubiera acabado el verano, Clare Boothe Luce,
la esposa del editor más poderoso del país, dijo que Truman estaba «condenado al
fracaso». Cualquier experto respetable le habría concedido la victoria a Tom Dewey,
a quien todos consideraban admirable aunque no les gustara. Al principio de la
campaña el alto mando republicano decidió incluso que sería un despilfarro del
dinero del partido seguir haciendo sondeos al ser tan previsible el resultado. Una de
las principales firmas encuestadoras, la de Elmo Roper, anunció a principios de
septiembre que también dejaría de hacerlos porque las elecciones estaban decididas:
«Thomas E. Dewey se puede dar por elegido […], por eso no puedo pensar en nada
más tonto o intelectualmente más estéril que actuar como un locutor deportivo que
pretende estar presenciando una carrera competida».[285] Todo aquello tuvo un efecto
considerable sobre el propio Dewey. Cuando otro republicano lo visitó en su granja
de Pawling, Nueva York, Dewey le mostró la declaración de Roper y dijo: «Mi tarea
consiste ahora en evitar que nada perturbe la actual situación».[286] Así pues, el
principal objetivo de la campaña no era definir qué cambios traería consigo una
victoria republicana en las circunstancias de mediados de siglo, sino mantener la
correlación de partida evitando errores. Esto fue, evidentemente, un terrible error, por
fragmentado que pareciera el partido demócrata. Se había escindido en tres
corrientes, por lo que al menos sobre el papel parecía inusitadamente vulnerable: la
extrema izquierda presentaba a Henry Wallace y los demócratas del sur o
sintiera. Pero del mismo modo que el discurso se había hecho público y luego había
sido retirado, el incidente quedaba atrás pero seguía presente. Más tarde, después de
que MacArthur y Truman tuvieran su último encontronazo y el presidente lo relevara,
éste murmuró que debería haberlo hecho mucho antes, justo en el momento del
discurso ante los Veteranos de Guerra.
La campana había doblado a muerto para Louis Johnson, al que el presidente le
pidió dos semanas después su dimisión. Johnson rompió en lágrimas cuando Truman
le repitió la petición. Según el biógrafo de Truman, David McCullough, el suyo fue
«posiblemente el peor nombramiento que hizo Truman»,[308] y Acheson dijo de él
que estaba «tan chiflado como una regadera». Durante su breve permanencia en el
puesto consiguió ofender a casi todos los miembros del gobierno, incluidos el
presidente, el secretario de Estado, la mayoría de los miembros del gabinete y casi
todos los jefes militares con los que se cruzó en su camino. Los generales de mayor
rango, que a menudo se peleaban entre sí sobre los puestos de posguerra, se unieron
como un solo hombre en aquel momento: todos ellos odiaban a Louis Johnson, en
quien creían ver una caricatura de sus peores pesadillas sobre los políticos civiles.
Johnson denigraba constantemente su capacidad y la necesidad de lo que hacían.
Pensando en la bomba atómica, en diciembre de 1949, le escribió a un almirante
(usando lo que el escritor Robert Heinl llamaba su «característico tacto»):
«Almirante, la Armada ya no sirve para nada […] No hay razón para mantener una
Armada ni un Cuerpo de Infantería de Marina. El general Bradley me dice que los
desembarcos anfibios son cosa del pasado y que nunca volveremos a realizarlos. Eso
suponía que la guerra de Corea debía durar sólo unos días, así que no hicimos planes
para el caso en que las cosas fueran mal. Si se inicia una guerra sin planificar los
posibles fracasos, te puedes encontrar con serios problemas».[368]
Cuando Kim Il-sung lanzó sus trece divisiones a la batalla final del Naktong el 31
de agosto, las fuerzas de ambos bandos estaban sorprendentemente equilibradas y
todavía seguían llegando al país unidades estadounidenses de élite. Por ejemplo, el
último en llegar de los tres regimientos de la Segunda División de Infantería, el
38.º Regimiento, arribó a Pusan el 19 de agosto. Eso significaba que frente a los
100.000 norcoreanos dispuestos para lo que esperaban que sería la batalla final y su
asalto al puerto de Pusan, había casi 80.000 soldados estadounidenses del Octavo
Ejército preparados para defender el perímetro.
La capacidad del Octavo Ejército para resistir durante los dos meses anteriores
representaba un logro personal inmenso para Walton «Johnnie» Walker. Durante
aquellas siete semanas desde finales de julio hasta mediados de septiembre a aquel
intrépido general, menospreciado tanto en Tokio como en Washington, tanquista en
un terreno poco favorable al uso de los tanques, obligado a combatir con fuerzas
ostensiblemente menores que las que había mandado en Francia y Alemania, le había
salido casi todo bien. Si la historia militar estadounidense ha minusvalorado alguna
de sus guerras durante el pasado siglo, ha sido la de Corea; si algún aspecto de
aquella guerra se ha subestimado, ha sido la serie de pequeñas batallas que se
desarrollaron a lo largo del Naktong en julio, agosto y septiembre de 1950; y si no se
le han reconocido los merecimientos debidos a alguno de sus jefes, ha sido con
seguridad a Walker, precisamente por aquellas batallas. Como dijo en una ocasión su
piloto Mike Lynch, «fue el comandante olvidado de una guerra olvidada».[369]
Si la guerra de Corea nunca atrajo en demasía la atención de la opinión pública
estadounidense, la batalla del Naktong a lo largo del perímetro de Pusan quedó muy
ensombrecida por otras mayores que se producirían más tarde; pero en aquel
momento terrible Walton Walker demostró ser un gran comandante. Con fuerzas
escasamente preparadas y equipadas y con muy pocos hombres consiguió poco a
poco frenar el avance de un adversario feroz y astuto, mientras el país al que
A veces determinada unidad está destinada a intervenir en algo tan grande que parece
haber entrado en el camino de la historia. Así le sucedió a la compañía Charley
aquella noche. Muy superada en número, afrontó el último gran empuje del Ejército
Popular norcoreano. Si muchas de las unidades estadounidenses situadas a lo largo
del Naktong eran endebles, ninguna lo era más ni estaba en mayor peligro que el
23.º Regimiento, y ninguna unidad del 23.º Regimiento estaba más en peligro que la
compañía Charley, cuyos miembros, los pocos que sobrevivieron, acabaron
refiriéndose a ella como «la difunta compañía Charley». El teniente Joe Stryker
seguía asombrado, al cabo de muchos años, por el desequilibrio entre las dos fuerzas
que se encontraron en el recodo. A su juicio fueron dos divisiones norcoreanas, quizá
Como balance global de aquellos crueles combates cabría decir que de algún modo
habían frenado el avance norcoreano y que éste había fracasado en cierta medida al
no alcanzar su objetivo. Toda una división norcoreana estaba a la espera cerca del
recodo del Naktong e inexplicablemente no había participado en la batalla sino que se
había detenido para reagruparse y aquella pausa bastó para dar una nueva
oportunidad a las fuerzas de Walker, ya que aquella noche había habido más de una
compañía Charley a lo largo del Naktong. Nadie sabía mejor que Walker lo escasas
que eran sus reservas y cuánto tardarían las tropas que llegaban ahora al país en
acostumbrarse a aquellas condiciones de batalla. Una unidad de élite, la Segunda
División, con una historia excepcionalmente brillante, no sería una unidad de élite
probada en combate, al menos en Corea, hasta que hubiera estado algún tiempo en el
frente. De los oficiales que llegaban ahora al país como jefes de sección y de
compañía era imposible decir quién tenía el talento e instinto necesarios para la
batalla hasta que se vieran bajo el fuego enemigo, porque aquello no se podía enseñar
en West Point, en el Instituto Militar de Virginia ni en el Cuerpo de Adiestramiento
de Oficiales de la Reserva. Sobre todo se trataba de instinto, algo que sólo se adquiere
en la práctica. Walker no dudaba de que más pronto o más tarde aquellas nuevas
divisiones acabarían por saber combatir, pero se necesitaba tiempo y ése era su
recurso más escaso. Como decía Mike Lynch, parecía estar tapando agujeros con
todos sus dedos y nunca eran suficientes.
Más tarde los militares estadounidenses valorarían que los comandantes del
Ejército Popular habían fracasado en su último gran asalto al perímetro de Pusan
sobre todo porque no habían sabido distribuir adecuadamente sus tropas. Si hubieran
concentrado sus fuerzas y atacado en gran número en pocos lugares quizá habrían
tenido más éxito (aunque, por supuesto, en caso de hacerlo habrían ofrecido un mejor
blanco a la artillería y la aviación estadounidenses). Pero Walker no podía sentirse
demasiado satisfecho por aquel juicio ex post facto; en aquel momento se había
sentido desbordado por los incesantes ataques norcoreanos. El 1 de septiembre,
recordaba Lynch, había sido uno de los peores días. Habían volado a baja altura sobre
el sector ocupado por el Noveno Regimiento (de la Segunda División) y habían visto
a una compañía estadounidense que se retiraba por el fondo de un barranco a pesar de
que no la presionaba ninguna fuerza enemiga. Lo peor de todo, en opinión de Walker,
es que iban dejando atrás posiciones defensivas perfectas desde las que podrían haber
frenado a los norcoreanos. Así que le dijo a Lynch que descendiera tanto como
pudiera, y éste hizo descender el aeroplano hasta una altura de menos de cien metros,
retrajo las aletas, apagó el motor y planeó a unos quince metros por encima de los
evitar que fueran diezmados a la orilla del río. Durante aquella noche y a la mañana
siguiente se palpaba el terror.
Al segundo día Beahler fue testigo involuntario de algo parecido a un colapso
Aquella noche cayó una niebla muy espesa y mucho antes de ver a los norcoreanos
pudieron oír sus silbidos y sus voces; en la oscuridad cada orden parecía de algún
modo amplificada, en una lengua que les sonaba dura y staccato, y a continuación
oyeron el terrible rumor sordo de los tanques enemigos. Poco antes de la batalla llegó
el teniente Beahler y les advirtió que no dispararan hasta que vieran efectivamente a
los coreanos, ya que de otro modo podrían estar disparando contra sus propios
compatriotas. La primera sección, la más próxima a Yongsan, fue la primera en
recibir el ataque. Los hombres de la sección de Hammel podían oír las detonaciones
mucho antes de tener a la vista nadie a quien disparar. En determinado momento se
levantó la niebla y pudieron ver de repente la parte de la colina donde estaba situada
la primera sección y pudieron abrirse, cogiendo a los norcoreanos por sorpresa.
Luego la batalla se desplazó hacia las posiciones de Hammel. Lo más evidente en un
combate como aquél, en opinión de Hammel, era el constante temor; quien diga que
no lo siente en una situación como aquélla miente. Cada soldado debía afrontar una
opción terrible: no quieres más que vivir hasta el día siguiente, escapar de allí como
sea, pero tampoco quieres que tus compañeros piensen que eres un cobarde. Sólo el
deshonor que te espera si huyes, si dejas abandonados a tus compañeros, te impide
Las bajas fueron numerosas pero podrían haber sido aún peores. Alguien le dijo más
tarde a Vaughn West que cuando Beahler vio la lista de bajas lloró y luego alguien en
el batallón, con estúpida jactancia machista, hizo una observación despectiva sobre el
poco aguante de un jefe de compañía que se venía abajo y lloraba, pero West pensó
que cuando pierdes a tantos hombres en la batalla quizá sea una reacción inevitable.
[393] Los hombres de la compañía Dog del Segundo de Ingenieros habían bajado de la
colina aquella mañana y tras un breve descanso les habían ordenado volver a subir
para una segunda noche. A Beahler no le gustó, pero órdenes son órdenes. Sus
hombres estaban agotados. Ninguno había dormido durante días, o al menos así
parecía; pero si aquella loma había sido valiosa la primera noche probablemente lo
sería igualmente la segunda, pensaba, y por otra parte había corrido la noticia de que
los marines estaban a punto de llegar. Sin embargo, cuando se disponían a subir allí
de nuevo no iban precisamente muy entusiasmados. Entonces vieron llegar un tanque
con cuatro marines a bordo muy lozanos, mientras que los ingenieros parecían,
recordaba Piazza, auténticos ancianos sin espíritu guerrero, que era justamente lo que
los marines esperaban en cualquier caso de los «perritos» del ejército. Un joven
teniente de la Infantería de Marina, obviamente disgustado por el aspecto desganado
de los ingenieros, gritó: «¡Yérganse, maldición, yérganse! ¡Caminen como
soldados!». Y para avergonzarlos, prosiguió: «¿Saben quién defendió ese cerro y
frenó a los coreanos esta mañana? ¡Fueron los ingenieros!.». Piazza lo miró fríamente
y dijo: «¿Y quién mierda crees tú que somos? ¡Fuimos nosotros quienes lo hicimos!».
Entonces se irguieron un poco, aceleraron la marcha y emprendieron la subida de la
Inchon iba a ser para Douglas MacArthur su último gran éxito y fue un éxito sólo
suyo. Fue una apuesta brillante y arriesgada, con la que seguramente se salvaron
miles de vidas estadounidenses como él había predicho. La había propuesto y
defendido casi en solitario frente a las dudas de los principales planificadores de la
Armada y contra los deseos de la Junta de Jefes de Estado Mayor. La operación era
puro MacArthur: audaz, original, impredecible, alejada de las formas convencionales,
y también resultaría muy afortunada. Fue por eso por lo que dos presidentes, pese a
tener graves reservas personales y profesionales sobre él, lo mantuvieron sin embargo
en su puesto. Su biógrafo Geoffrey Perret escribió: «Hubo un día en la vida de
MacArthur en el que se mostró como un genio militar: el 15 de septiembre de 1950.
[404] En la vida de cada gran general hay una batalla que sobresale sobre el resto, la
prueba suprema del generalato que lo sitúa entre los demás militares inmortales. Para
MacArthur fue la batalla de Inchon».
Había apreciado desde un principio el gran valor de Inchon, que le ofrecía la
mejor posibilidad para emplear su tecnología más desarrollada cuando sus tropas
todavía eran muy escasas y se cernía sobre ellas la amenaza de ser expulsadas de la
península. Desde el primer momento estaba decidido a evitar una estrategia en la que
las fuerzas estadounidenses quedaran atrapadas en tácticas de infantería tradicionales
en un terreno difícil frente a un enemigo numéricamente superior. Finalmente
prevaleció su opinión y todo resultó tal como él había prometido, aunque estaba tan
fascinado por conquistar Seúl —lo que sería un soberano triunfo en términos de
relaciones públicas— que ni él ni sus subordinados establecieron una red adecuada
para bloquear la retirada de las tropas norcoreanas, lo que disminuyó en parte la
trascendencia de su victoria. El mayor defecto en su plan fue la amplitud de su éxito,
que le proporcionó mayor influencia en Washington y sobre los jefes de Estado
Mayor. Al haber propuesto y defendido su plan frente a todos los demás, a partir de
entonces era difícil poner en duda su criterio en otras cuestiones. Había acertado en
Inchon y quienes habían dudado de él se habían equivocado, argumentaban ahora sus
partidarios cuando los que dudaban se ponían cada vez más nerviosos al verlo llevar
sus tropas cada vez más cerca del Yalu. La suerte le había sonreído contra todo
pronóstico, y eso hacía más difícil detenerlo cuando trataba de seguir adelante en una
ofensiva cada vez más arrolladora.
Durante los primeros días de la guerra Douglas MacArthur había cometido el
error de subestimar la capacidad del Ejército Popular (había pronosticado
jactanciosamente lo que sucedería si le dejaban llevar a Corea una sola división, la
En un desembarco anfibio el elemento sorpresa suele ser vital, pero en aquel caso
parecía extrañamente ausente. En Tokio todos parecían saber lo que iba a suceder,
cuándo y dónde. En el club de prensa de Tokio, el mayor nudo de rumores sobre la
MacArthur tuvo suerte en Inchon, en parte porque Kim Il-sung no era un adversario
demasiado sagaz. Por alguna razón se había negado a considerar la posibilidad de un
desembarco anfibio en su retaguardia. Los dirigentes chinos, en cambio, eran muy
conscientes de la acumulación de fuerzas estadounidenses en Japón durante las
semanas que precedieron al desembarco. Teniendo en cuenta que a finales de la
década de 1940 y principios de la de 1950 Japón era un nido de espías, que no se
cuidaba mucho la seguridad en sus puertos y que muchos estibadores japoneses eran
comunistas fervientes, el gobierno chino sabía que gran parte del equipo que llegaba
era del tipo utilizado en un desembarco anfibio. A primeros de agosto Mao Zedong
estaba muy preocupado por las noticias sobre la ofensiva norcoreana. La rápida
victoria en el sur prometida por Kim Il-sung no se había materializado. Mao sabía
que la resistencia estadounidense en el área de Pusan se había endurecido a finales de
agosto y primeros de septiembre, pero que lo que parecían ser dos divisiones de sus
mejores tropas todavía seguían en Japón y que un desembarco anfibio era muy
posible. Era evidente que se estaba preparando algo. Mao había pasado gran parte de
su vida luchando contra adversarios que disponían no sólo de fuerzas más numerosas
sino también de mejor armamento, y por eso el espionaje y la información militar
siempre habían sido decisivos para su éxito; el ejército chino había aprendido a eludir
a sus enemigos cuando éstos eran más fuertes y a atacar únicamente cuando eran más
débiles, y una vez entrado en batalla siempre estaba dispuesto a retirarse para poder
luchar otro día. Mao se tomó muy en serio lo que estaba sucediendo y lo que
presentía que estaba a punto de suceder.
Por eso a primeros de agosto, mucho antes del desembarco, encargó a Lei Yingfu,
uno de los hombres más capaces de su Estado Mayor, y al secretario militar Zhou
Enlai, investigar lo que preparaban los estadounidenses y dónde podían atacar. La
suya era una misión de pura inteligencia militar. Para los militares chinos a cargo de
aquel estudio había algunas cosas muy claras. Aparte de que algunas de las unidades
estadounidenses estuvieran practicando desembarcos anfibios, los puertos japoneses
hervían de buques estadounidenses y aliados de todo tipo de calado y procedencia.
Además, el comandante supremo MacArthur había basado su campaña en el Pacífico
en los desembarcos anfibios, practicados una y otra vez. Lei examinó todos los
elementos disponibles y concluyó que los estadounidenses estaban preparando una
trampa al Inmin-gun y que iban a desembarcar por sorpresa muy por detrás de sus
líneas. Creía que no sólo pretendían romper el cerco al que se habían visto sometidos
en el perímetro de Pusan, sino que con el desembarco anfibio esperaban desmantelar
no comunista»; ése era su objetivo último. Tampoco veía ninguna amenaza seria
contra sus fuerzas. Estaba convencido de tener en sus manos el control de toda Corea.
Al columnista «halcón» Joseph Alsop, que estuvo con él inmediatamente después del
desembarco en Inchon, le pareció que descartaba cualquier posibilidad de que el
ejército chino pudiera intervenir en la guerra. «De hecho —le había dicho MacArthur
—, si permaneces aquí no harás más que perder tu valioso tiempo».[472] Como
escribiría más tarde Matt Ridgway, «parecía tener al alcance de la mano una victoria
total, una manzana dorada que simbolizaría con su belleza la coronación de una
brillante carrera militar. Con ese premio a la vista, MacArthur no iba a permitir que
nadie lo demorara o reconviniera y se lanzó hacia el norte persiguiendo a un enemigo
evanescente, cambiando sus planes cada semana para acelerar su avance sin
considerar las oscuras señales de un posible desastre».[473] Si después del desembarco
en Inchon, decía Matt Ridgway, MacArthur hubiera sugerido que un batallón
conquistara una posición caminando sobre el agua, «muchos habrían estado
dispuestos a intentarlo».[474]
Pero eso no significaba que todos estuvieran realmente de acuerdo. En
Washington aumentaba el desasosiego, primero entre los civiles y luego también
entre los militares, a medida que MacArthur dilataba sus órdenes y la marcha hacia el
norte se veía acompañada, primero por amenazas chinas de que intervendrían en la
guerra si lo consideraban preciso y luego por la aparición de los soldados chinos. A la
gente de Washington le preocupaba también las energías físicas y emocionales de
MacArthur para dirigir una guerra a gran escala como aquélla. Les llegaban
constantes informes de que le faltaba el vigor suficiente para seguir al mando, lo que
explicaría por qué no pasaba mucho tiempo en el país (un requisito esencial para un
caudillo serio). Algunos oficiales del Pentágono habían oído a sus colegas sobre el
terreno lo distanciado que estaba de la situación real en Corea. Les preocupaban
también sus procesos mentales y sobre todo su decisión de dividir el mando y el
calamitoso desembarco anfibio en Wonsan.
Algunos días parecía en muy buen estado, pero otros se le veía cansado y
En diciembre de 1949 Mao viajó por fin a Moscú. Harrison Salisbury, corresponsal
del New York Times que ganó el premio Pulitzer por sus reportajes desde Moscú
durante aquellos días, recordaba el muro de silencio con que Stalin había rodeado
durante los meses anteriores la noticia de la inminente victoria de Mao. Prácticamente
no se mencionaba en la prensa: «Una breve nota en la última página de Pravda, unos
pocos párrafos en Izvestia. La palabra “China” apenas aparecía». Ahora, cuando
estaba a punto de llegar a Moscú, hubo pruebas más palpables de la fría acogida
soviética. El septuagésimo aniversario de Stalin iba a dar lugar evidentemente a una
gran celebración en el mundo comunista, que éste no estaba dispuesto a compartir
con ningún otro acontecimiento o personaje. El 6 de diciembre Mao se puso en
camino hacia la capital soviética. La guerra apenas había acabado y temía eventuales
ataques por parte de disidentes nacionalistas. Viajó en un vagón blindado, con
presidente. Aquello era una ruptura del protocolo muy grave. Según Walters, Truman
hizo como si no se hubiera dado cuenta. Aquello era lo bueno de ser presidente: si
Desde el principio había sido obvio que los objetivos de Estados Unidos en la guerra
no estaban claramente definidos y que había diferencias muy significativas al
respecto en Tokio y en Washington. Ya el 13 de julio, cuando Joe Collins y Hoyt
Vandenberg lo visitaron en Tokio, MacArthur había hablado muy abiertamente de que
su primera misión era destruir las fuerzas norcoreanas, pero que luego pretendía
«reunificar Corea». Y añadió: «Podría ser necesario ocupar toda Corea, aunque en
este momento eso no pasa de ser una especulación». Ahora ése era su objetivo: el
hecho de que los políticos de Washington hubieran querido compartir su gloria
convenció a MacArthur de que era más poderoso que nunca, lo que a su vez le hacía
cada vez más difícil autolimitarse.
De todos los errores militares estadounidenses durante el siglo XX, la decisión de
Douglas MacArthur de enviar sus tropas inmediatamente hacia el Yalu fue sin duda el
más sobresaliente (la guerra de Vietnam fue un error político y sus principales
responsables fueron civiles). Ante él se habían desplegado todo tipo de alarmas,
alarmas que prefirió no atender. Así fue como sus tropas, con el mando dividido, las
comunicaciones a menudo peligrosamente frágiles y unas condiciones
meteorológicas que empeoraban cada día, siguieron avanzando hacia el norte,
mientras el ejército chino las observaba y esperaba pacientemente en las montañas,
como una especie de artillería a larga distancia, y parecía creer que podría utilizarlo
del mismo modo contra el ejército chino. Aquella fe en la supremacía de la fuerza
aérea estadounidense por encima de todas las cosas se demostraría pronto como un
error militar que iba a obsesionar, si no al propio MacArthur, sí a los hombres bajo su
mando. Era como si creyera que el ejército chino avanzaría hacia las líneas
estadounidenses bajo la luz del día en formación de batalla, permitiendo a la fuerza
aérea estadounidense barrerlo de este mundo. Joe Collins escribió más tarde que lo
había cegado el éxito con que había utilizado la fuerza aérea durante la segunda
guerra mundial, pero en aquel caso se había tratado de objetivos japoneses inmóviles,
algo muy distinto del ejército chino tal como iba a combatir en aquella guerra.[548]
Según Collins, en su cuartel general casi nadie tenía, lamentablemente, experiencia
directa del campo de batalla.
MacArthur tenía su propio mantra sobre las fuerzas en juego. Se vanagloriaba de
su comprensión de lo que llamaba psicología oriental, o con una frase que usaba
repetidamente, «la mente de los orientales». Según él los asiáticos respetaban a los
hombres poderosos, fuertes e inconmovibles en sus decisiones. Uno de los grandes
mitos de la guerra de Corea, decía Mike Lynch, quien después de la muerte de Walton
Walker se convirtió en piloto de Matt Ridgway y pudo observar a muchos de los
protagonistas desde muy cerca, «era el supuesto conocimiento que tenía Douglas
MacArthur del pensamiento oriental. Habíamos conocido a los ricos hombres de
negocios de Manila, a los cobardes y corruptos dirigentes del ejército de Chiang
Kai-shek y a los sumisos japoneses en Tokio, pero no sabíamos nada de los
norcoreanos, endurecidos en mil batallas, ni de los enfervorecidos chinos que habían
expulsado a Chiang. Fue un error clásico no aplicar la regla más básica de los mandos
militares: conoce a tu enemigo».[549]
De hecho, MacArthur no sabía tanto sobre Asia. No había estado en el continente
desde 1905 y prestaba poca atención a los acontecimientos que no le agradaban.[550]
El país asiático que mejor conocía era Filipinas, tan diferente de los demás países
asiáticos como puede serlo Nueva York de Texas. Allí lo habían tratado como a un
héroe nacional y estaba muy bien relacionado con la clase dirigente, que le había
recompensado con generosidad; a finales de 1941 el presidente filipino Manuel
MacArthur había comenzado una frase diciendo: «Mi Estado Mayor…», y Marshall
le interrumpió: «Usted no tiene Estado Mayor, general, lo que usted tiene es una
corte».[554] Para Joseph Alsop, columnista que sin embargo simpatizaba con
MacArthur, su Estado Mayor en Tokio se parecía mucho a lo que había leído sobre la
corte de Luis XIV. El edificio del Dai Ichi, escribió, «confirmaba una regla básica de
los ejércitos en guerra: cuanto más se aleja uno del frente, más holgazanes,
aduladores e insensatos encuentra». Nadie tenía a su alrededor más aduladores que
MacArthur, y siempre le hablaban «de forma zalamera y reverente, y siempre he
pensado que aquellos halagos fueron lo que lo estropearon definitivamente».[555]
Durante el otoño de 1950, su universo era pequeño pero errátil. Si él sonreía, ellos
sonreían; si fruncía el ceño, ellos también. Si las cosas salían bien, se debía a que era
un gran hombre; si no, a que tenía enemigos jurados en Washington. El historiador
William Stueck describió aquella situación de forma muy gráfica: «Se había rodeado
de gente incapaz de perturbar el mundo de ensueño y autoadoración en el que había
decidido vivir».[556] En ninguna otra ocasión le afectó tanto la debilidad de su Estado
Mayor como en Corea, y rara vez provocó tantos de sus errores un solo hombre: su
G-2 [jefe de información y análisis] Charles Willoughby. No había ningún área del
cuartel general de MacArthur en la que el abismo entre el talento requerido para la
tarea y los prejuicios y engreimiento de quien estaba a su cargo fuera tan notable
como en el caso de Willoughby o sir Charles, lord Willoughby, el barón Von
Willoughby o el príncipe regente Charles, como a veces lo llamaban los oficiales que
no habían participado en la batalla de Bataan en Filipinas. David Barret, que estuvo al
mando de la Misión Dixie, lo consideraba un grave distorsionador; en privado lo
llamaba «el Príncipe de Pilsn». Carleton West, un joven oficial de inteligencia que
provenía de la OSS, decía que su apellido quedaba mejor si se pronunciaba con «V»,
por lo prusiano, autoritario y arrogante que era.[557] «Roger —le preguntó una vez al
doctor Roger Egeberg, del Estado Mayor—, ¿cree usted que tengo realmente un
En los niveles más altos del Dai Ichi, preparados como estaban para la última
ofensiva a finales de octubre, justo antes del ataque contra Unsan, se vivía un
auténtico sentimiento de euforia. El enemigo había huido prácticamente del campo de
batalla. El 23 de octubre la revista Time publicó una historia de portada
extremadamente halagadora sobre Ned Almond, resaltando la huida de los
norcoreanos y el hecho de que las fuerzas de Naciones Unidas estuvieran al parecer
persiguiéndolos. Almond no sólo aparecía como un héroe militar excepcional, que
casi poseía un toque mágico con los soldados rasos («¿Cómo te llamas? ¿De dónde
eres? ¿Cuánto tiempo llevas en el ejército?»), sino que también aprovechaba la
oportunidad para alabar de forma extravagante a MacArthur. Hasta que lo conoció,
recordaba Bill McCaffrey, su subordinado más próximo, las dos únicas figuras
militares para las que Almond había tenido palabras amables elevándolos sobre el
Pedestal de la Fama, eran George Marshall y Robert E. Lee; ningún otro alcanzaba su
talla. Ahora hablaba de MacArthur como el mayor genio militar del siglo XX.
Desgraciadamente no podría compararlo, le dijo a Time, con los mayores genios
militares de la historia, «porque es difícil comparar los momentos actuales con la
época de Napoleón, César o Aníbal». El recuerdo de Napoleón, mientras se
preparaban para una campaña que podía tener que afrontar el peor tiempo invernal
que hubieran conocido y contra el ejército del país más poblado del mundo, no dejaba
de tener su ironía, de la que al parecer Almond no era consciente.
McCaffrey pensaba que tratar con Almond durante aquellos días era como tratar
con un hombre enamorado. Él estaba más cerca de Almond que nadie, había sido su
lugarteniente durante la segunda guerra mundial y le permitía discutir con él más que
a cualquier otro subordinado, como si fuera su hijo predilecto. McCaffrey seguía
siendo muy pesimista con respecto a la expedición hacia el norte, pero Almond no
quería ya escuchar ninguna objeción, por obvios que fueran los peligros que
arrostraban. En los grandes mapas colgados en los puestos de mando había clavadas
muchas banderitas rojas, cada una de las cuales representaba una división china, con
lo que parecía haber cientos de miles de soldados chinos a lo largo del Yalu.
McCaffrey, que llegaría más tarde a teniente general, había llegado a Tokio con el
grado de coronel para hacerse cargo del Estado Mayor del X Cuerpo como segundo
de Almond una semana antes del desembarco en Inchon, y cada vez que miraba en el
cuartel general aquel mapa gigante podía ver en él el curso serpenteante del Yalu y a
lo largo de él aquellas banderitas rojas que representaban decenas de divisiones
chinas, quizá treinta o más. La primera vez que vio aquel mapa entendió
inmediatamente los peligros que presagiaba: todas aquellas divisiones chinas
esperando allí en las montañas, mientras que las líneas de abastecimiento de las
Seguramente ni siquiera el propio MacArthur había volado nunca tan alto. El coronel
John Austin, miembro del Estado Mayor del I Cuerpo, recordaba la imagen de la
visita de MacArthur a su cuartel general en aquel momento, «erguido y con total
confianza en sí mismo, en la cumbre de su poder». Era, decía más tarde Austin, como
ver «caminar a la historia». Rara vez había parecido tan confiado en sí mismo un jefe
militar; a los oficiales reunidos les dijo: «Señores, la guerra está acabada. El ejército
chino no intervendrá en esta guerra. En menos de dos semanas el Octavo Ejército
estará junto al Yalu a lo largo de todo el frente. La Tercera División estará de regreso
en Fort Benning para la cena de Navidad». Nadie puso objeciones en aquel momento,
le dijo Austin al escritor Robert Smith: «habría sido como dudar de un anuncio
realizado por Dios en persona».
Se suponía que la ofensiva final hacia el norte debía iniciarse el 15 de noviembre,
pero Walton Walker se había sentido excesivamente presionado y consiguió retrasar
la fecha alegando lo limitadas que eran sus reservas; Frank W. (Shrimp) Milburn, al
Los hombres del Dai Ichi habían retocado los informes de inteligencia para permitir a
las fuerzas de MacArthur llegar hasta donde querían militarmente, esto es, hasta las
orillas del Yalu, pero con ello establecieron un precedente peligroso para sus
sucesores. En aquel primer caso fueron los militares los que manipularon los datos de
la inteligencia, o con mayor precisión un ala dura del ejército falseó deliberadamente
los datos de que disponía en los informes que enviaba al alto mando y a los civiles de
Washington. Aquel proceso se iba a repetir dos veces en años posteriores, y en ambas
iban a ser los civiles los que embaucarían a los militares sin que éstos supieran
reaccionar adecuadamente, con lo que pusieron a los hombres bajo su mando en
situaciones de combate inaceptables (el libro en el que un joven oficial de talento, H.
R. McMaster, examinaba cómo el alto mando militar había caído en la trampa tendida
por los gobernantes civiles durante la guerra de Vietnam se llamaba precisamente
Dereliction of Duty [Negligencia en el cumplimiento del deber]). Todo aquello
reflejaba algo sobre lo que había advertido George Kennan, la intromisión de la
política partidista interna en los cálculos de seguridad nacional, y mostraba hasta qué
punto el gobierno estadounidense había comenzado a tomar decisiones funestas
basándose en verdades limitadas y en informes de inteligencia muy deficientes, a fin
de proteger sus intereses políticos. En 1965 el gobierno de Lyndon Johnson adulteró
las razones para enviar tropas de combate a Vietnam, exagerando la amenaza que
El contraataque chino
El capitán Jim Hinton, al mando de la 38.ª compañía de tanques, que formaba parte
de la Segunda División, constituida por veintidós carros de combate, estaba
preocupado desde el primer momento. La diferencia entre lo que imaginaba el alto
mando en Tokio y la realidad que él podía contemplar en Corea a medida que la
Segunda División se desplazaba hacia el norte lo dejó asombrado. En el edificio del
Dai Ichi, Corea se veía como un lugar distante, en cierta medida ordenado y en
general manejable, un mapa que se podía colgar en la pared, en el que las distancias
no eran tan grandes y entre cada dos divisiones sólo había uno o dos centímetros;
pero allí, a medida que la Segunda División se aproximaba hacia el río Chongchon,
se parecía más a un infierno militar imposible de manejar, cerros que se convertían en
altas montañas, vientos que soplaban cada vez más fuerte, temperaturas que caían
casi de hora en hora, cada día más frío, sólo que el día siguiente sería aún más frío y
te haría añorar el frío de anteayer. Mantener los tanques en funcionamiento con aquel
tiempo era de por sí un gran trabajo. Temía que el frío pudiera agarrotar sus
máquinas, que en el momento en que las necesitara más desesperadamente los
motores se negaran simplemente a arrancar. Su compañía disponía de lo que llamaban
un «Little Joe», un generador que podía mantener cargadas las baterías de los
tanques, pero aquella operación hacía muchísimo ruido y parecía prolongarse
indefinidamente, por lo que Hinton prefería no utilizarlo a menos que fuera
imprescindible. Decidió en cambio que alguien pusiera en marcha los motores cada
hora, para mantenerlos cargados. ¡Dios, qué frío hacía! A veces, incluso con los
motores en marcha, el tanque no se movía porque las cadenas estaban congeladas y
pegadas al suelo. Entonces había que hacer que otro carro le diera un pequeño
empujón amistoso.[598] Se preguntaba si los tipos que trabajaban en el Dai Ichi y que
los habían enviado a Corea habían imaginado nunca algo parecido allí, donde el
tiempo era siempre lo bastante fresco en verano y cálido en invierno, controlable sólo
con mover un dedo. Ciertamente, sus mandos no sabían el mundo en el que los
habían metido. MacArthur —como sabían muchos de los soldados especializados en
ironías—, no había pasado ni una sola noche en Corea. La gente del Dai Ichi, pensaba
Hinton, eran hombres de mapas que luchaban en una guerra distinta en un lugar
alejado. Los mapas tenían sus propias distorsiones y eran casi invariablemente
benignos para quienes los miraban, haciendo que sus órdenes parecieran más
factibles —más racionales— de lo que eran realmente. En el ejército, como decían
los hombres sobre el terreno, nada se movía tan rápidamente como un lápiz graso a lo
largo de un mapa. Las comunicaciones desde el cuartel general hasta el nivel de
El único oficial superior que parecía compartir su ansiedad era el teniente coronel
Ralph Foster, el G-2 de la Segunda División. Era un hombre meticuloso, impasible
frente a las presiones desde arriba, y cuya preocupación, como la de Carley, iba
aumentando de día en día. Había comenzado a sentirla ya a primeros de noviembre y
a mediados de mes se había convertido en una especie de Casandra de la división.
Sus mapas mostraban la orilla norte del Yalu salpicada de banderas rojas que
indicaban las divisiones chinas y luego el ejército chino había atacado en Unsan.
Dutch Keiser, al mando de la división, no compartía sus temores. Malcolm
MacDonald, un joven capitán que trabajaba en el G-2 de Foster, veía a su jefe cada
vez más frustrado por su incapacidad para convencer a Keiser. Los hombres de la
sección de inteligencia eran conscientes de la inmensa presión que ejercía sobre él el
alto mando para que siguiera avanzando; pero para Foster era como si alguien los
estuviera observando y esperando para atacarles en el momento más adecuado. Tal
como él decía, «podías sentir la tensión en el cuartel general. Sabíamos que estaba a
punto de suceder algo horrible, pero no podíamos hacer nada para impedirlo».[602]
Era como si una parte del ejército, la que no estaba bajo el mando directo de Douglas
MacArthur, supiera que el encuentro era inminente, mientras la otra parte seguía
avanzando. El Día de Acción de Gracias el general Alfred M. Gruenther visitó a
Dwight Eisenhower, su viejo jefe en Europa, en la residencia de éste en la
Universidad de Columbia. El hijo mayor de Gruenther, Dick, de la promoción de
1946 en West Point, estaba al mando de una compañía en la Séptima División,
algunos de cuyos hombres se hallaban muy al norte encaminándose hacia el Yalu. El
17 de noviembre, cuatro días antes de que sus jefes llegaran al río y orinaran en él,
Dick Gruenther (que estaba seguro de que ya estaban combatiendo contra el ejército
chino) fue gravemente herido en el estómago en una de las pequeñas escaramuzas
que precedieron a su ataque principal. Al Gruenther, el antiguo jefe de Estado Mayor
de Eisenhower en Europa, acababa de completar un período como director del equipo
formado por un centenar de personas al servicio de la Junta de Jefes de Estado
Mayor, por lo que era muy consciente de las señales de advertencia que MacArthur
prefería ignorar.
Al hijo de Eisenhower, John Sheldon Doud, le había parecido extraño que Al
Gruenther fuera a visitarles el Día de Acción de Gracias, en lugar de permanecer con
su familia, pero más adelante pensó que si estaba allí era porque Eisenhower era
todavía el hombre con quien se podía hablar —gozaba de aquel estatus especial—
cuando algo serio iba mal en las alturas. John recordaba el nubarrón que parecía
cernirse sobre aquella celebración del Día de Acción de Gracias, que él mismo no
llegaba a entender del todo. Gruenther le dijo a su padre que las fuerzas
estadounidenses estaban demasiado expuestas y eran demasiado vulnerables. Cuando
se fue, Eisenhower se dirigió a su hijo y le dijo: «Nunca me he sentido tan pesimista
con respecto a esa guerra». John Eisenhower enseñaba en aquella época en West
Point, y cuando abandonó la residencia de su padre para dirigirse a la Academia
conectó la radio del coche y oyó en el noticiario que MacArthur prometía que la
guerra habría acabado antes de Navidad. Al día siguiente atacó el ejército chino.[606]
Fue durante la noche del 25 de noviembre. Rara vez ha tenido un ejército tan
grande la sorpresa de su parte contra sus enemigos. Disponía de informaciones muy
precisas sobre las posiciones estadounidenses, sabía que en la costa oeste —los
marines en la vertiente oriental de los montes Nangnim contaban con un mando más
prudente— penetraban ciegamente en la trampa que les habían tendido. Cuando el
ejército chino atacó, quedó claro que lo que había impulsado a las fuerzas de
MacArthur era, más que una estrategia, una apuesta: que el ejército chino no iba a
intervenir en la guerra. La apuesta se había perdido y otros hombres iban a tener que
pagar ahora aquella terrible arrogancia y vanagloria. Peor aún, la apuesta se basaba en
El coronel Paul Freeman, al mando del 23.º Regimiento, estaba convencido de que
sus hombres se estaban enfrentando a tropas chinas casi desde el momento que
cruzaron el paralelo 38 hacia el norte. Cuando les atacaron finalmente, estaba
absolutamente seguro de que las tenían a su alrededor desde hacía por lo menos dos
semanas, observando a sus hombres en silencio. Sus propias patrullas de
reconocimiento informaban de un tipo muy desacostumbrado de contacto con el
ejército chino, una especie de aparecer-amagar-y-esperar. Unos diez días antes de que
atacaran, uno de sus oficiales más experimentados, el capitán Sherman Pratt, había
realizado una patrulla de reconocimiento con una compañía y se había dirigido hacia
Kanggye, un poco más al norte de donde se encontraba el regimiento. Cuando
llevaban recorridos unos ocho kilómetros comenzaron a ver figuras en el horizonte
por encima de ellos, pero siempre a distancia. Pratt y algunos de sus hombres
dedujeron de sus uniformes que debían de ser chinos, así que detuvo su patrulla,
ordenó a sus hombres que no dispararan ni un tiro y dieran la vuelta a sus vehículos
por si tenían que escapar de allí rápidamente y no avanzó mucho más hacia el norte.
Luego, cuando regresaron a su cuartel general, informó a Claire Hutchin, el
comandante de su batallón, y a Freeman sobre lo que habían visto. Al día siguiente
Freeman envió otra patrulla y esta vez los soldados estadounidenses sobrepasaron el
punto que los chinos parecían estar ofreciendo como línea de demarcación, y éstos
abrieron fuego. Varios soldados estadounidenses resultaron heridos y la patrulla se
vio obligada a replegarse, dejando tras de sí algunos de ellos. Al tercer día Freeman
envió otra patrulla en busca de los heridos del día anterior, a los que encontraron
junto a la carretera atados y envueltos en mantas.[607]
Hubo otras señales de la presencia china cuando se acercaba el Día de Acción de
Gracias. Freeman estaba convencido de que había chinos observándolos por todas
partes, y también lo estaban sus oficiales de inteligencia; pero como anotó más tarde,
«al parecer nadie se quería dar por enterado en el cuartel general del Lejano Oriente».
Gracias a los años que había pasado en China durante la guerra, Freeman hablaba
chino, sabía cómo combatían los hombres de Mao y se había tomado muy en serio su
amenaza de intervenir en la guerra. Su estado de ánimo era muy pesimista. Pensaba
para sí que cruzar el paralelo 38 había sido un error catastrófico, que el mando
estadounidense estaba poniendo en peligro todo el Octavo Ejército, y que había
acabado por hacerle el juego a los soviéticos, lanzándose a una guerra en Asia
imposible de ganar mientras los soviéticos esperaban tranquilamente el desenlace.
Sus previsiones eran, paradójicamente, casi exactamente las mismas que las de
El capitán Alan Jones era el S-2 (equivalente al G-2 de una división) del Noveno
Regimiento, situado en el flanco oriental de la Segunda División cuando atacaron las
fuerzas chinas. Aunque la resistencia había sido en general escasa, durante los días
anteriores al 25 de noviembre se habían producido un número creciente de
escaramuzas con supuestas unidades chinas. Como decía Jones, «mi mapa estaba
lleno de manchas rojas». La tensión entre los oficiales de inteligencia era a su juicio
muy patente, y sospechaba que era igualmente intensa entre las unidades de infantería
que constituían la punta de lanza del Octavo Ejército.
No era la primera vez que Alan Jones, de la promoción de 1943 en West Point,
estaba a punto de sufrir un ataque abrumador del enemigo con un frío que pasmaba.
Al igual que Sam Mace, Jones estaba en las Ardenas como joven oficial de la 106.º
División, cuando el ejército alemán contraatacó de repente sorprendiendo a las
fuerzas aliadas que ya se creían victoriosas en su última gran ofensiva de la guerra. A
su padre, el general Alan Jones, que mandaba la 106.º División, no le había
complacido demasiado tenerlo en la misma unidad, pero el joven Alan no había
querido permanecer en una unidad que no parecía destinada a combatir y había
pedido que lo enviaran a otra en el frente. Consiguió eso y más. La víspera de la
batalla su padre se sentía preocupado por lo extendida que estaba su división. Sus
temores se confirmaron cuando los panzer alemanes la desbordaron por ambos lados.
Un mensaje del alto mando ordenando el repliegue se vio demorado por la congestión
en la radio y el 423.º Regimiento donde estaba el joven Alan, atacado por sorpresa,
había combatido lo mejor que podía antes de quedarse sin municiones y tener que
rendirse. Alan Jones Jr. estuvo preso de los alemanes cuatro meses y medio y juró que
nunca volvería a ser prisionero de guerra, juramento que repitió con renovado fervor
tras aterrizar en Corea y oír las historias que circulaban sobre las atrocidades
norcoreanas contra los prisioneros de guerra estadounidenses y surcoreanos.
Jones pensaba que el coronel Chin Sloane, al mando del Noveno Regimiento,
había situado razonablemente bien sus limitadas fuerzas. Sus tres batallones estaban
en terreno alto, no demasiado separados, y en condiciones normales podrían haberse
apoyado mutuamente; pero no había nada normal en lo que sucedió aquella noche. Su
flanco oriental, formado por soldados surcoreanos, se hundió casi inmediatamente, y
luego fueron atacados por una oleada tras otra de soldados chinos. Fue como si de
repente hubiera un tipo nuevo de guerra iniciada con el ataque contra el primer
batallón; algo más que una prueba, pensó más tarde Jones. El ataque más intenso se
produjo hacia medianoche. Jones estaba en el puesto de mando del regimiento en
En la punta del dedo más alargado que representaba la Segunda División estaba el
Noveno Regimiento, en su extremo estaba la compañía Love del tercer batallón, y su
sección más avanzada era la segunda, bajo el mando del teniente Gene Takahashi, de
Cleveland, Ohio. Takahashi —a quien sus hombres llamaban Tak, no Gene— había
pasado su adolescencia durante la segunda guerra mundial, debido a su origen
japonés, en un campo de internamiento en California. Impresionado por las hazañas
en Europa del muy condecorado 442.º Equipo de Combate Regimiental, formado
mayoritariamente por nipo-estadounidenses de segunda generación [nisei] —muchos
de los cuales provenían de los campos de internamiento—, también quería demostrar
su devoción a su país y en 1945 se había alistado voluntariamente, con diecisiete
años, en el ejército estadounidense. Lo único que le exigieron sus padres cuando les
pidió su aprobación fue que no hiciera nada que pudiera deshonrar el apellido
Takahashi.[610] Era un oficial poco corriente al mando de una unidad poco corriente:
un nipo-americano al mando de una sección en la que todos los soldados eran negros,
La noche del ataque chino el veterano tanquista Sam Mace se había quitado las botas
—lo que siempre exigía una meditada decisión en una situación como aquélla: botas
puestas o botas quitadas—, y tras envolver en la guerrera su pistola, para protegerla
de la humedad, acababa de meterse en su saco de dormir improvisado con unas
mantas del ejército, sin colchoneta ni guata ni más resguardo contra el frío. De
repente cayó el primer obsequio chino, un proyectil de fósforo blanco. Mace miró su
reloj: eran las doce y diez de la madrugada del 26 de noviembre. Su primer
pensamiento fue que había sido un mortero M2 de 107 mm y se preguntó por qué sus
compañeros estaban disparando morteros tan descuidadamente, hasta que se dio
cuenta de que era un ataque del enemigo. Agarró sus botas y saltó a su tanque en
calcetines. Aunque estaba oscuro podía ver gente que corría por la aldea; entonces
oyó cómo dos de sus tanques arrancaban al otro lado del pueblo y junto con otros
vehículos del batallón se dirigían al sur.
El bombardeo duraba ya casi una hora y desde la torreta examinaba el terreno
circundante con su mira telescópica, dedicando especial atención a un cerro cercano
donde estaba situada la primera sección de la compañía Love que mandaba el teniente
John Barbey. Entonces su artillero le dio un golpecito en la rodilla, miró afuera y vio
cómo unos cincuenta hombres descendían del cerro por un sendero estrecho como un
camino de cabras, tan empinado que tenían que ayudarse unos a otros para mantener
el equilibrio, formando una cadena humana. Cuando llevaban recorridos dos tercios
del camino, Mace gritó: «¡Si sois soldados estadounidenses, mejor haríais en
decirlo!». No hubo respuesta, así que le dijo a su artillero que esperara hasta que
llegaran a la base del cerro y entonces les lanzara un proyectil explosivo con su cañón
de 76 mm. Al mismo tiempo Mace disparó con su ametralladora del calibre 50 y
entre los dos barrieron todo el grupo. Cuando todo terminó había un enorme montón
de cadáveres enemigos en la base del cerro.[615]
Mace le dijo entonces al artillero que fijara su cañón hacia aquel paso. Media hora
después el artillero volvió a hacerle una señal, susurrándole: «Mira, ahí vienen de
nuevo». Esperaron hasta que el enemigo —todavía no sabían que eran chinos—
llegara a la base por segunda vez y abrieron fuego de nuevo. El enemigo lo intentó
una tercera vez y volvieron a barrerlos. En determinado momento Mace vio lo que
parecía un soldado que se arrastraba hacia su tanque llevando algo, quizá un saquito
Para entender lo que no hizo Keiser y lo que podría y debería haber hecho un buen
jefe de división, basta compararlo con lo que hizo el general de división O. P. Smith,
al mando de la Primera de Marines en el X Cuerpo de Ned Almond. Aquella división
de marines debía avanzar en la parte oriental del frente hasta la frontera con
Manchuria, cerca del embalse de Chosin, y luego desplazarse hacia el oeste y
establecer contacto con el resto de las tropas del Octavo Ejército. Smith también tenía
órdenes muy perentorias de Almond de avanzar rápidamente hacia el embalse de
Chosin y el Yalu. Roy Appleman escribió, bastante generosamente, en su informe
sobre la retirada de los marines desde el embalse de Chosin, que «su [de Almond]
mayor debilidad como comandante en Corea fue su convicción de que MacArthur no
Casi al final Almond había querido llegar hasta Mup’yong-ni, como si fuera
prisionero, pensaba Bill McCaffrey, no sólo de las órdenes de Tokio sino también del
mito de MacArthur. McCaffrey casi perdió la vida en aquella locura. Justo antes del
ataque chino Almond le había ordenado que tomara un pequeño número de hombres
y estableciera lo que llamaban un «puesto de mando provisional», pequeño y
coyuntural, a unos doscientos metros del cuartel general de los marines en el embalse
de Chosin. Le había ordenado que mantuviera ese pequeño puesto de mando separado
de los marines pero que lo utilizara para transmitirles las órdenes del cuerpo, para
presionarles más con el fin de que avanzaran hacia el oeste, porque Smith se negaba
absolutamente a moverse considerando asesinas aquellas órdenes. McCaffrey estaría
allí como delegado del cuerpo y para acicatear a los marines. Su tarea, pensó,
consistía en transmitir órdenes enloquecidas a hombres que sabían que lo eran, y que
seguramente morirían si las obedecían.
Casi tan pronto como estableció el puesto de mando, se le ordenó que regresara a
Hungnam. Mientras conducía su jeep alejándose de la zona, uno de los marines en el
El alto mando se reunió en Tokio durante la noche del 28 de noviembre, tres días
después de que se iniciara el ataque chino. La reunión comenzó poco antes de las diez
de la noche y duró casi cuatro horas. MacArthur fue quien más habló, y como señaló
Blair, todavía subestimaba la envergadura de las fuerzas chinas en unos cien mil
hombres. Parecía pensar que sólo había seis divisiones chinas, unos sesenta mil
soldados, frente al X Cuerpo, cuando en realidad eran al menos doce —alrededor de
ciento veinte mil hombres—, y otras dieciocho o veinte —cerca de doscientos mil
hombres— en la parte occidental. Walker era considerablemente más realista que
Almond o MacArthur. Creía que tenían que replegarse pero que con suerte podrían
mantener una línea defensiva en la cintura de la península, cerca de la capital
norcoreana. Almond, prisionero de sus errores de cálculo anteriores, todavía quería
proseguir la ofensiva, pero era demasiado tarde. Había llegado el momento de salvar
lo que quedaba de ambas unidades si era posible. El alto mando dio finalmente la
orden de retirada el 29 de noviembre, con la batalla ya muy avanzada, cuando cada
día y cada hora que pasaban favorecían al ejército chino y perjudicaban al
estadounidense, y muy en particular a la Segunda División de Infantería.
Si hubo un momento simbólico que reflejara lo desconectado que estaba el cuartel
general del Dai Ichi de lo que sucedía en el campo de batalla, fue durante aquella
reunión, cuando Pinky Wright, el G-3 en funciones de MacArthur, sugirió, en medio
de la crisis, que la Tercera División del ejército estadounidense, recién llegada a
Corea y que Almond había mantenido hasta el momento como reserva, cruzara los
montes Taebaek para unirse a la fuerza de Walker. Era una sugerencia
verdaderamente asombrosa; cualquier oficial de la reserva destinado a un instituto de
enseñanza media estadounidense podría haber presentado una idea mejor. Aquello,
como reconoció incluso Almond, no era factible, ya que no había carreteras hacia el
oeste. Cualquier unidad estadounidense que tratara de cruzar aquellos montes sería
una presa fácil para el ejército chino.[654]
La prueba más clara de su vulnerabilidad y del poco tiempo que les quedaba fue el
primer ataque chino contra el puesto de mando de la división durante la noche del 29.
Al anochecer el jefe de la compañía de servicio había pasado revista a las unidades en
torno a la escuela que servía como cuartel general, para advertirles de un posible
ataque aquella misma noche. El capitán Malcolm MacDonald, asistente del G-2,
cargó el radioteléfono y parte de su equipo y se aposentó en un edificio cercano a la
escuela. Alrededor de las ocho comenzó el fuego de mortero y ametralladora.
MacDonald lo observaba, fascinado. Podía ver los fogonazos de las armas chinas a
unos trescientos metros de distancia. Uno de los primeros proyectiles de mortero cayó
cerca de una tienda próxima, incendiándola y ofreciendo así a los soldados chinos
una buena visión del campamento. Probablemente no era más que una compañía —y
sin duda un ensayo—, pero costó cerca de una hora hacerlos retroceder y subrayó lo
peligrosa que era la situación de la división y la escasa distancia entre ellos y el
enemigo, que se hacía más corta de hora en hora. No era algo que pudiera
tranquilizarlo. Se podía esperar que tropas enemigas se deslizaran hasta el cuartel
general de un regimiento, pero ¿hasta el cuartel general de una división? Nunca había
oído nada parecido.[659]
En algún momento durante la tarde del 29 había llamado el general de división
Frank Milburn, comandante en jefe del I Cuerpo y amigo personal de Keiser, para
preguntarle si le podía ofrecer alguna ayuda. Su sector estaba al oeste del de Keiser.
Había oído que la carretera hasta Sunchon estaba cortada. Le preguntó cómo le iba.
«Mal —había respondido Keiser—. Están cayendo bombas hasta en mi puesto de
mando». «Bueno, sal por donde yo estoy»,[660] le había dicho Milburn, refiriéndose a
la carretera hasta Anju. Era una invitación tentadora, pero habría que conseguir el
permiso del mando del IX Cuerpo. Poco antes había salido de la división por la
carretera hacia el oeste, con aprobación del cuerpo, parte de su armamento pesado,
estableciendo contacto con los hombres del I Cuerpo que se desplazaban hacia el sur.
Pero tratar de llevar toda la división por aquella carretera era algo muy diferente.
Entretanto hubo un torbellino de rumores sobre qué vía estaba abierta y cuál cerrada,
y el mando de la división parecía seguir ciego. Aquella misma noche, después del
ataque con morteros contra su cuartel general, Keiser volvió a llamar una vez más al
cuerpo insinuando si no sería mejor tomar la carretera hacia Anju, pero no hicieron
caso, así que alrededor de la una de la madrugada del 30 de noviembre, convocó a su
Fue el propio Keiser el que ordenó al capitán Jim Hinton, al mando de la 38.ª
compañía de tanques, que tomara sus carros y se dirigiera hacia el sur. Hinton tenía
sus tanques alineados al comienzo de la columna cuando Keiser se acercó a él y le
dijo: «Tenemos un bloqueo ahí abajo, de unos doscientos o cuatrocientos metros.
¿Cree usted que puede abrirse camino?». Hinton le respondió, pensando casi en el
instante en que sus palabras salían de su boca lo gilipollas que era, con treinta y cinco
años y más chulo que un ocho: «Bueno, general, llevamos abriendo caminos cinco
días, así que creo que podemos hacerlo de nuevo».[665] En realidad dudaba mucho de
que pudieran seguir el camino hacia el sur. Había hecho su propio reconocimiento a
El capitán Alan Jones, S-2 del Noveno Regimiento, había contemplado cómo el día
se iba convirtiendo en una pesadilla casi minuto a minuto. Los informes de la
inteligencia habían sido desgraciadamente premonitorios. Las comunicaciones entre
distintas unidades y los mandos habían ido empeorando a lo largo del día,
especialmente desde el momento en que estos últimos abandonaron el puesto de
mando y se dirigieron hacia el sur. Al igual que habían llamado «El Paso» a un tramo
particularmente estrecho, los estadounidenses encontraron un nombre muy adecuado
para los diez kilómetros que separaban Kunuri de Sunchon: los llamaron «Las Horcas
Caudinas» recordando la batalla entre romanos y samnitas en un angosto valle de los
Apeninos. Lo primero que percibió Jones al entrar en las Horcas Caudinas fue el total
desplome del orden y la jerarquía. En el ejército se supone que la estructura lo es todo
y aquel día había desaparecido. Una vez perdida era muy difícil recuperarla.
Demasiadas unidades se habían desintegrado y cada vez había menos estructura de
mando.
Lo que estaba contemplando ante sí era nada menos que la destrucción de gran
parte de una división estadounidense, algo que nunca podría olvidar. Cuando un
vehículo resultaba alcanzado bloqueaba la carretera para los que venían detrás, y
Keiser dejó su puesto de mando a primera hora de la tarde. Cuando lo abandonó era
muy consciente de que su división estaba atrapada en una trampa de proporciones
monstruosas. Él y los demás oficiales habían dejado sus camionetas para que
transportaran a los heridos. No se encontraba bien; llevaba varios días resfriado y
salió envuelto en una parka. El viaje no perdonó a los generales más que a los
soldados rasos. En determinado momento vio a Maury Holden, su G-3, arrodillado
tras un jeep y disparando hacia la posición china más próxima junto al comandante
Bill Harrington, asistente del G-2. De repente éste cayó sobre Holden; un disparo le
había atravesado el corazón.
A pesar del fuego constante, Keiser y su grupo se desplazaban a una velocidad
razonable hasta que alcanzaron El Paso. Allí el convoy se detuvo, así que Keiser y los
demás tuvieron que salir de sus jeeps, contemplando la misma destrucción física y
emocional que habían visto muchos otros. Por primera vez percibió toda la magnitud
de la tragedia. Le sorprendió que fueran tan pocos los soldados estadounidenses que
devolvían los disparos. Se movió entre ellos, gritando: «¿Quién está al mando aquí?
[…] ¿No pueden hacer nada?».[670] Finalmente decidió reconocer El Paso por sí
mismo. Comenzó a caminar y tuvo que pasar por encima de un cuerpo atravesado en
su camino. Cansado, no consiguió levantar suficientemente el pie y chocó por error
con el cuerpo, que de repente dijo: «¡Condenado hijo de puta!». Aquel exabrupto
Cuando Gene Takahashi consiguió atravesar por fin las Horcas Caudinas, se sintió
sorprendido por lo que le había sucedido a su compañía, su batallón y su regimiento.
Sabía de antemano que iba a ser malo, pero había sido mucho peor de lo previsto. La
compañía Love había quedado reducida a una docena de hombres. Por lo que sabía,
él era el único oficial que quedaba con vida; todos los demás habían muerto o estaban
gravemente heridos o desaparecidos en acción. Cuando se reunieron pocos días
después cerca de Seúl, sólo quedaban diez hombres de los ciento setenta que
componían la compañía Love. De los seiscientos hombres del batallón de Takahashi
sólo habían sobrevivido entre ciento veinticinco y ciento cincuenta. Las compañías
Love y King, que componían la avanzadilla de la división cuando comenzó el ataque
chino, habían sido aniquiladas; el tercer batallón apenas existía y las fuerzas del
Noveno Regimiento se habían reducido a la mitad.
Lo que más recordaba Alarich Zacherle del día en que el ejército chino capturó a gran
Piazza confiaba en su instinto, en gran medida porque no tenía otra cosa en que
confiar. Había oscurecido y nadie llevaba una brújula. Piazza tenía la vaga sensación
de que debían caminar hacia el sureste y conocía el terreno mejor que los demás
porque había hecho anteriormente algún reconocimiento, buscando minas en el área.
Consiguió localizar la dirección que quería observando dos estrellas —el tipo más
primitivo de brújula— y pronto encontraron los restos de una vía ferroviaria que iba
en aquella misma dirección y que podían seguir. Su grupo —de unos quinientos
hombres como máximo y doscientos como mínimo— recibía disparos
constantemente. Piazza, con una carabina y varios cientos de cartuchos, procuraba no
disparar a menos que tuviera un blanco seguro. Cuando amaneció le quedaban muy
pocas municiones, de lo que se deducía que había estado disparando durante toda la
noche.
Algunos de los oficiales de su grupo seguían queriendo girar a la derecha —como
si les afectara una especie de resaca—, en una dirección que seguramente los
devolvería al sitio de donde habían partido, pero gradualmente, de esa forma
misteriosa en que funcionan esas cosas, Piazza tomó el mando de aquella destartalada
unidad. Parecía el único con la suficiente confianza en sí mismo. Finalmente dieron
en un claro con otro grupo mandado por un oficial que quería atrincherarse para pasar
allí la noche, pero Piazza discutió con él, insistiendo en que no podían detenerse;
carecían de munición y armamento suficientes para hacer frente a los soldados chinos
que estaban a punto de darles alcance. Al final hicieron lo que Piazza proponía. En
determinado momento miraron hacia abajo desde un punto más elevado y vieron un
túnel de la vía que seguían. Algunos querían continuar por él, como si un túnel fuera
un lugar perfecto donde ocultarse. Piazza se los desaconsejó, pero hubo quienes
decidieron hacerlo de todos modos. A su juicio, sería precisamente allí donde los
chinos mirarían primero. Lo que parecía seguro no lo era; lo que parecía difícil y
poco seguro probablemente lo era más. En cualquier caso, la seguridad quedaba muy
lejos, en algún otro rincón del mundo.
Finalmente encontraron la carretera principal de Kunuri a Sunchon. Algunos
querían bajar inmediatamente, porque parecía mucho más fácil caminar por ella, pero
para Piazza representaba lo que les resultaba familiar a los soldados estadounidenses
y los reconfortaba. Tuvo que rechazar aquel impulso que sentían tanto él mismo
como los hombres bajo su mando. Cuando algunos soldados se apartaron del grupo y
se encaminaron por su cuenta a la carretera, los chinos abrieron fuego
inmediatamente sobre ellos. Poco a poco Piazza fue compartiendo las funciones del
mando con otros suboficiales, de manera que tendrían cierta estructura aunque él
Quizá ninguna unidad de la Segunda División recibió un castigo tan duro como el
Segundo Batallón de Ingenieros. Cuando tras la retirada se reunieron cerca de Seúl,
parecía como si cada hombre representara toda una sección o pelotón. Gino Piazza,
que se convirtió en una especie de historiador oficioso del grupo, creía que en el
batallón había alrededor de novecientos hombres cuando se desplazaba hacia el norte,
de los que sólo quedaban en la formación final doscientos sesenta y seis. Quizá se
habían perdido aquel día hasta quinientos hombres; ahora era un batallón fantasma.
No se podía estar seguro de las cifras, creía Piazza, porque algunos habían quedado
retrasados en posiciones de retaguardia y no habían sufrido el ataque del ejército
chino, pero en cualquier caso había sido un día terrible. El Segundo Batallón de
Ingenieros, reflexionaría más tarde Piazza con una amargura irrefrenable, pagó un
precio enormemente alto por la estupidez y arrogancia de otros.
Aquella misma tarde Paul Freeman comenzó a desplazar su regimiento hacia el oeste
en dirección a Anju. Cuando todo hubo pasado le hicieron algunas críticas
encubiertas por haber seguido una ruta diferente y no haber protegido la retaguardia
del convoy, pero quienes sabían lo que había sucedido aquel día pensaban que había
hecho lo correcto; que por terrible que hubiera sido el destino de otras unidades del
convoy, la presencia del regimiento de Freeman no habría supuesto ninguna
diferencia, porque el ataque no provenía de la retaguardia sino que lo había
provocado la propia retirada, cuando el ejército chino apostado en la carretera
comenzó a disparar en cuanto la división se puso a su alcance. La mayoría de los
observadores pensaban que Freeman no sólo había hecho lo correcto sino que había
realizado un trabajo excepcional respondiendo a las nuevas circunstancias del campo
de batalla y salvando lo que de otro modo habría sido una unidad condenada.
Cuando el 23.º Regimiento salió hacia el oeste desde Kunuri caía la noche. No
podían adivinar en qué momento atacaría el ejército chino y cortaría la carretera hacia
Anju; sólo sabían que si eso llegaba a suceder se verían pegados a la carretera y en
desventaja numérica. Por suerte el principal puente en el camino hasta Anju estaba
todavía en manos del ejército estadounidense. Una compañía del Quinto Equipo de
Combate Regimental, unidad encuadrada en el I Cuerpo, había sido enviada allí para
El teniente Charley Heath no se había atrevido a pensar que saldría de allí vivo, pero
como había partido con el primer grupo de tanques fue uno de los primeros en llegar
y había podido observar la llegada del resto de la división a Sunchon. Cada unidad
parecía en peor estado que la anterior, pues la presencia china a lo largo de las Horcas
Caudinas había ido aumentando, y oyó mencionar el nombre de muchos amigos que
habían muerto aquel día; pero había una escena que recordaría siempre: el
comandante de su regimiento, el coronel George Peploe, allí de pie llorando. Había
habido momentos en que les había parecido a sus subordinados insoportablemente
altanero, pero el Peploe que tenía ante sí era un hombre diferente; era como si lo
hubieran herido, pero todas las heridas fueran por dentro. Permanecía allí de pie,
llorando, incapaz de parar, cuando uno de los jefes de batallón, el teniente coronel
Jim Skeldon, se acercó a él y trató de consolarle, más por razones emocionales que
físicas. Pero Peploe no podía dejar de llorar, y entonces Skeldon, en el acto más
tierno al final del día más violento que uno y otro habían conocido, se quitó el casco
y lo mantuvo en alto para ocultar a Peploe de la vista de los demás, de manera que
nadie más pudiera verlo llorando. Aunque Peploe había sobrevivido a la muerte de
muchos de sus hombres, también para él había sido una especie de muerte.[680]
La actuación del mando de la Segunda División fue funesta. Los marines, en cambio,
estaban mucho mejor preparados, porque O. P. Smith había previsto lo que iba a
hacer el ejército chino, si bien la conexión entre sus regimientos no era perfecta y
seguían estando expuestos a quedar separados. Por otra parte, estaban más alejados
de su base en el puerto de Hungnam de lo que habría deseado Smith. Las unidades
más avanzadas cerca de Yudam-ni eran todavía demasiado vulnerables y estaban
mucho más separadas del resto de lo que a Smith le parecía conveniente, pero al
menos su conexión no se había roto gracias a la resistencia ejercida frente a Almond.
Por preocupante que fuera su situación, habría sido mucho peor si se hubieran
lanzado ciegamente hacia el oeste para enlazar con el Octavo Ejército, como exigían
originalmente las órdenes que habían recibido. Su subsiguiente repliegue heroico
hasta Hungnam tuvo muy poco que ver con la suerte —su éxito se debió sobre todo al
gran valor individual y al excepcional mando de las pequeñas unidades—, pero sí
hubo dos aspectos en los que fueron afortunados. El primero, que el ejército chino
atacara cuando lo hizo en lugar de esperar un día o dos más, cuando el Quinto
Regimiento de Marines bajo el mando de Ray Murray podría haber estado mucho
más alejado hacia el oeste, y por tanto más separado del Séptimo Regimiento de
Litzenberg y del resto de la división; y el segundo, el deficiente sistema de
comunicaciones del ejército chino, que le dificultaba adaptarse a las cambiantes
condiciones de la batalla. Como dijo el coronel Alpha Bowser más tarde, si las
comunicaciones hubieran sido más modernas, la Primera División de Marines nunca
habría regresado del embalse de Chosin.[681]
La retirada desde el embalse de Chosin fue uno los grandes momentos de su
historia, una obra maestra de dirección por parte de sus oficiales y una muestra
inolvidable de valor por parte de los soldados, que tuvieron que combatir contra una
fuerza mucho mayor en un terreno montañoso muy abrupto y con un frío insoportable
que a veces llegaba a cuarenta grados bajo cero. De todas las batallas de la guerra de
Corea es probablemente la más celebrada, merecidamente, y también de la que más
se ha escrito. Cuando la noticia llegó a Washington y luego a todo el país, dando a
conocer la situación de la Primera División de Marines, aparentemente aislada y
rodeada por un gigantesco número de soldados chinos, se generalizó el temor de que
fuera aniquilada. El propio Omar Bradley estaba casi seguro de que la división se
perdería. Cuando comenzó la retirada había frente a ella seis divisiones chinas, lo que
significaba alrededor de sesenta mil soldados. Durante las dos semanas que duró la
batalla, en la que los marines se abrieron camino hasta Hungnam, Smith creía que
Laurence Keiser sabía, desde que acabó el día, que probablemente se necesitaría un
chivo expiatorio y que él era la opción más obvia. De hecho fue relevado del mando
cuatro días después: un anuncio desde Tokio indicaba que sufría una grave
enfermedad. Pocos días después llamó a Slam Marshall, el historiador militar que
estaba en Corea realizando entrevistas para lo que se convertiría en su libro The River
and the Gauntlet, y le contó lo que había sucedido exactamente. Había recibido un
Pocas semanas después de la retirada de Kunuri por la carretera hacia Anju, Paul
Freeman fue entrevistado por Keyes Beech, periodista del Chicago Daily News, quien
le recordó su estancia en China como joven oficial durante la década de 1930.
Entonces había visto de cerca al ejército chino, cuando nadie se lo tomaba demasiado
en serio, y ahora estaba combatiendo contra él. ¿Qué pensaba al respecto? Freeman le
respondió: «No son los mismos chinos».
Durante los días que siguieron a la retirada desde Kunuri, la gran pregunta que todos
se hacían no era si había sido o no un desastre, sino hasta qué punto podía agravarse a
partir de entonces. ¿Hasta dónde tendrían que retirarse? Cuando Walton Walker se
reunió con MacArthur durante la noche del 28 de noviembre, todavía confiaba en que
si se retiraban hasta el cinturón más estrecho de la península y creaban allí un arco de
este a oeste, Pyongyang-Yangdok-Wonsan, podrían resistir el embate chino. Más
adelante el propio Truman habló de esa línea y dijo que allí es donde se deberían
haber instalado desde el principio. El arco parecía relativamente estrecho,
especialmente comparado con los espacios mucho más amplios al norte, donde el país
se expandía, pero aun así eran doscientos kilómetros que había que cubrir con siete
divisiones estadounidenses, lo que significaba que cada división debía abarcar un
sector de alrededor de treinta kilómetros, y estaba bastante al norte; las carreteras
eran terribles y sería extremadamente difícil abastecer a muchas de las unidades, en
tanto que el ejército chino podría deslizarse fácilmente entre ellas y aislarlas. Ahora
afrontaban por fin toda la realidad a la que habían dedicado tan poca atención durante
las seis semanas anteriores;[690] pero cuando el primer éxito chino se hizo evidente, el
mito de la batalla, tan importante para los soldados, se puso de repente de su parte:
eran muchos, fanáticos e intrépidos frente a sus enemigos; combatían brillantemente
por la noche; podrían rodear una posición de Naciones Unidas e introducirse en ella
antes de disparar un tiro. El factor miedo, que había pesado sobre el ejército chino
antes de que comenzara la batalla debido a la abrumadora superioridad del
armamento estadounidense, ahora pesaba sobre las fuerzas de Naciones Unidas. El
virus más peligroso que puede infectar a un ejército —el temor al enemigo— se
propagaba ahora en el Octavo Ejército. Y si hasta hacía muy poco se había
subestimado la capacidad militar del ejército chino, ahora se magnificaba. Si antes se
habían dirigido despreocupadamente hacia el norte, ahora se sentían incapaces de
subsanar cualquier eventual brecha en sus posiciones. Lo que estaba teniendo lugar
en la parte occidental de la península no era una retirada sino una auténtica
desbandada de un ejército desconcertado debido a la imprudencia de sus mandos.
Parecía como si no hubiera nadie al frente. La gente del Dai Ichi, cuya ilusión de
una rápida victoria total había quedado desbaratada, estaba helada. En cierta forma
era como si la crisis se hubiera apoderado del propio MacArthur: siempre habría
pretendido que quienes lo rodeaban lo consideraran omnisciente, pero ahora que
había sido derrotado en el campo de batalla por un ejército asiático mandado por
generales de origen campesino, era como si hubiera perdido la confianza, no sólo en
La intervención del ejército chino en la guerra y las terribles derrotas de las fuerzas
de Naciones Unidas en el norte no propiciaron una mayor prudencia en Estados
Unidos, sino que por el contrario agudizaron la brecha política existente al dar alas a
los más halcones entre los partidarios de dar prioridad a China, que seguían
confiando ciegamente en las decisiones de MacArthur y sometieron al gobierno a una
presión aún mayor que hizo descender en picado la popularidad de Truman. Para los
miembros del lobby chino aquello era una demostración irrefutable de que la política
estadounidense en Asia había fracasado; Henry Luce podía argumentar que siempre
había llevado razón mientras que Acheson se había equivocado. Luce esperaba que el
gobierno se mostrara ahora algo más resuelto en Asia. Como escribió Robert
Herzstein, uno de sus biógrafos, siempre había considerado la intervención en Corea
«no como una operación policial o un atolladero, sino como una ocasión prometedora
para iniciar la liberación de China».[702] Ahora se mostraba más agresivo que nunca.
John Shaw Billings, un viejo amigo de Luce que mantenía un registro meticuloso de
los sentimientos y pensamientos de éste, anotó en su diario el 5 de diciembre,
mientras tenía lugar la terrible retirada desde Kunuri: «Luce quiere una gran guerra,
quizá no en este momento, sino más adelante».[703] Estaba más convencido que nunca
de que su previsión de una importante confrontación en Asia era acertada y de que se
podía derrotar a los comunistas si el gobierno no estorbaba. Al mismo tiempo, a
medida que se iba fortaleciendo su certidumbre en la inevitable confrontación entre
Quienes tomaban las decisiones al más alto nivel en Washington recordaban las
semanas que siguieron al contraataque chino como el período más oscuro de su
trabajo para el gobierno, un momento de parálisis. Se sentían bajo un ataque
constante y quienes deberían haber ayudado y dirigido el resurgimiento de sus
fuerzas militares se habían convertido en sus principales críticos. Sólo llegaban malas
noticias. La ausencia de liderazgo era aterradora y en Washington no parecía haber
nadie capaz de colmar el vacío.
Resultaba particularmente inquietante que ya no se tratara de las débiles tropas
que Estados Unidos había enviado a Corea cuando empezó la guerra; ahora eran las
mejores de las que disponía el país, y aun así habían sido derrotadas; y ahora Estados
Unidos se enfrentaba al país más poblado del mundo, cuyas fuerzas, supuestamente
mal armadas, parecían de repente invencibles. Aquella era una situación horrenda: la
guerra era mucho mayor, el enemigo más poderoso, el apoyo político interno había
menguado mucho y seguía disminuyendo día tras día. En general, los hombres que
trabajaban para el gobierno eran considerados como los más capaces de su
generación. Un libro muy vendido en aquellos días, dedicado a ellos, llevaba como
título The Wise Men [Los hombres sabios]; pero todos ellos, aunque durante octubre y
noviembre hubieran intuido que iba a suceder algo terrible, habían permanecido en
silencio, congelados, mientras MacArthur seguía dando órdenes. Ni ellos ni los
civiles que habían viajado a la isla de Wake le habían hecho nunca las preguntas
difíciles cuando importaba, en buena medida porque la marea política iba en su
contra. Aunque nunca habían confiado en él, habían actuado como si se tratara de una
especie de profeta, autorizado a hablar no sólo en su propio nombre y el de sus
subordinados, sino también en el de los militares chinos. Ahora, mientras él se
explayaba en Tokio, volvían a parecer impotentes para detenerlo.
Pero no fueron sólo los jefes de Estado Mayor y los gobernantes civiles como
Dean Acheson quienes se mostraron impotentes para contener a MacArthur en aquel
momento; fue también el funcionario público más respetado de la época, George
Catlett Marshall, quien tras una envidiable ejecutoria como secretario de Estado y un
desconocida del ejército chino, mal armado y que avanzaba a pie o a caballo».[708]
Los supervivientes de la Segunda División iban dejando atrás, a medida que
retrocedían hacia el sur, enormes hogueras visibles desde kilómetros de distancia, en
las que ardían grandes cantidades de equipo recién llegado al país y que seguía
llegando cuando comenzó la gran ofensiva, para que no cayera en manos del ejército
chino. Algunos soldados vestían todavía sus uniformes de verano, y al oír que los de
invierno, que por fin habían llegado, estaban siendo quemados, trataron de acercarse
a los almacenes, pero la policía militar los hizo retroceder a punta de pistola.
A principios de diciembre los restos de la Segunda División se reagruparon en
Pyongyang. Allí desapareció cualquier esperanza de atrincherarse y establecer una
fuerte línea defensiva en un arco hasta Wonsan, o incluso de retirarse de forma
ordenada. En la estación de ferrocarril de Pyongyang hubo disturbios. Los soldados
estadounidenses, confusos y desesperados, que deseaban salir de allí cuanto antes,
tuvieron que esperar dos días en los vagones de pasajeros sin que quedara disponible
ninguna locomotora. Entretanto miles de refugiados coreanos aterrorizados y
Con la llegada de Ridgway, MacArthur, cuyas fuerzas habían sido derrotadas por el
ejército chino junto a los ríos Chongchon y Yalu, no sólo había perdido su gran
apuesta sino también el mando. Podía reprochar a Washington los límites que le había
impuesto; podía llamarlo victoria arguyendo que sus tropas no habían hecho más que
una gigantesca patrulla de reconocimiento; pero los militares de nivel alto y medio,
que entendían lo que realmente había sucedido a finales de noviembre y primeros de
diciembre, sabían exactamente quién era el causante del desastre. MacArthur hablaba
ahora con más pesimismo del necesario: pedía un mínimo de cuatro divisiones más y
toda una campaña aérea contra el territorio chino a fin de destruir su capacidad
industrial. Casi todo lo que quería suponía una guerra aún más amplia, cuando lo que
querían por el contrario el gobierno, sus aliados europeos y seguramente el pueblo
estadounidense, era que se acabara la guerra. Lo que Washington deseaba era algún
tipo de empate de la mejor tecnología estadounidense frente a la mayor demografía
china. El problema más inmediato era: ¿Podrían aguantar las tropas de Naciones
Unidas o se convertiría Corea en otro Dunkerque?
La colisión entre el general y el presidente, que acechaba desde el principio,
estaba ahora a punto de tener lugar, con toda su fuerza, en un momento terrible. El
general quería ampliar la guerra y el presidente, temiendo eventuales confrontaciones
militares en otros lugares, quería limitarla y luego ponerle fin. MacArthur había
pasado fatalmente de ser un militar que al menos en apariencia cumplía las órdenes
del presidente y sus superiores, a convertirse en un político disidente, armado con los
excepcionales poderes e influencia que le daban su largo servicio, su uniforme y sus
formidables aliados políticos en el Congreso y en los medios de comunicación. El
enfrentamiento era hasta cierto punto inevitable y durante las primeras semanas
después de la intervención china se produjo una escalada de incidentes. MacArthur,
desplazado del principal puesto militar por la llegada de Ridgway, se lanzó ahora a
una campaña propia, mostrándose tan desobediente como podía hacerlo un jefe con
mando de tropa al tratar con los políticos civiles, promoviendo soluciones que los
mandos militares de Washington, Londres y otras capitales aliadas consideraban
catastróficas.
Para Ridgway era obvio desde que llegó a Tokio que MacArthur estaba
desarrollando una agenda totalmente divergente de la suya. Los dos generales
pasaron juntos hora y media el 26 de diciembre de 1950, durante la cual había
hablado casi todo el tiempo MacArthur. Pronto quedó claro lo que deseaba el
comandante supremo en el Lejano Oriente. Ridgway diría más tarde: «Era evidente
El ejército chino se iba a encontrar con una estructura de mando y por tanto con un
ejército estadounidense muy diferente en las tres batallas que tuvieron lugar a
mediados de febrero de 1951 en los Túneles Gemelos, Chipyongni y Wonju. Pero ya
antes de que los dos ejércitos colisionaran allí, en la estructura de mando china habían
aparecido fisuras significativas. Se habían insinuado por primera vez durante las
discusiones entre los dirigentes políticos y militares chinos, en septiembre y octubre
de 1950, cuando Mao ponderaba la oportunidad de la intervención. Ya entonces Lin
Biao se había mostrado reticente temiendo que el ejército chino no pudiera hacer
frente a la capacidad de fuego muy superior de los estadounidenses. Argumentó que
la capacidad de fuego de una división estadounidense era entre diez y veinte veces
mayor que la de una china. Él y otros mandos militares hicieron una observación
adicional: dada la impresionante base industrial de Estados Unidos y la capacidad
limitada de la República Popular para mantener una guerra moderna, había una
diferencia tan grande entre ambos que el reabastecimiento de equipos por sí sólo
podría provocar una crisis.[736]
Ya de por sí, el hecho de que Lin planteara esa objeción —antes de excusarse y
rechazar el mando alegando problemas de salud— reflejaba la gran incomodidad de
muchos jefes militares chinos, así como la primacía casi total de los políticos. Por
supuesto, todos eran políticos y los militares lo entendían así; su doctrina básica
dejaba claro que primaban las urgencias políticas y que las militares estaban
subordinadas a ellas. Así es como habían vencido en su dura y larga guerra civil. Sus
insuficiencias para reponer el armamento no había sido un problema; siempre habían
podido capturar armas adicionales a las fuerzas de Chiang. Toda su doctrina estaba
basada en verdades políticas casi inconmovibles, pero aquella guerra había tenido
lugar en suelo chino, donde su facilidad para ganarse y mantener la lealtad de los
campesinos, a los que durante mucho tiempo se les habían negado la dignidad
elemental y derechos económicos básicos, les daba una ventaja incomparable. Pero
no estaba claro si esa misma dinámica funcionaría en un país extranjero, aunque se
tratara de un país asiático con una población campesina maltratada de forma parecida
y aunque en el norte, al menos, la República Popular China fuera considerada un país
hermano. Si la política, como creía Mao, tenía sus verdades especiales que ellos
conocían mejor que nadie, los militares como Peng Dehuai, por politizados que
estuvieran, sabían que el campo de batalla tiene sus propias peculiaridades. Las
verdades políticas y militares se habían ensamblado perfectamente durante la guerra
civil china pero no iba a suceder lo mismo en Corea, donde a ojos de muchos
Una de las primeras cosas que hizo Ridgway al llegar a Corea fue recomponer la
Segunda División. Walton Walker había sustituido a Laurence Keiser por el general
de división Bob McClure, pero Almond lo despreciaba y sólo permaneció treinta y
siete días al mando de la división. Durante ese breve período, una de las cosas que
ordenó fue que todos los miembros de la división se dejaran crecer la barba. John
Carley, entonces capitán destinado al G-3 de la división, recordaba que McClure
«había visto algunos soldados turcos con barba y le pareció que les daba un aspecto
temible —muy belicoso— y que los estadounidenses debían dejársela también, así
que tuvimos que hacerlo y la mayoría de nosotros la odiábamos».[749] Almond era un
general muy atildado y quería que los uniformes y el rostro de los soldados tuvieran
En cierto modo hubo dos batallas distintas en Chipyongni. Primero fue la de los
Túneles Gemelos, entre los dos ejércitos que se concentraban, en la que las fuerzas
chinas aventajaban numéricamente a las fuerzas de Naciones Unidas. Luego se
desencadenó la batalla de Chipyongni. Una y otra formaban parte de un
enfrentamiento más amplio por el control de las vías de comunicaciones que llevaban
al sur a través del corredor central. El propio Chipyongni [Jipyeong-ri] estaba
alrededor de ochenta kilómetros al este de Seúl, a unos sesenta y cinco kilómetros al
sur del paralelo 38 y a unos veinticinco kilómetros al noroeste de Wonju. Los Túneles
Gemelos estaban «alrededor de cinco kilómetros al sureste de Chipyongni», en
palabras del historiador Ken Hamburger, que describió con excepcional claridad
ambas batallas. Allí, señalaba, la vía del ferrocarril «gira bruscamente de sur a este y
atraviesa dos túneles antes de dirigirse de nuevo hacia el sur; en este punto el terreno
consiste en dos cadenas montañosas paralelas que corren de norte a sur a un centenar
de metros por encima del fondo de un valle. Las dos cadenas montañosas convergen
hacia el norte, donde se cierran formando una herradura con una sola carretera
estrecha que conduce a Chipyongni. Cuando esa carretera sale del valle cruza la vía
ferroviaria de este a oeste entre los dos túneles que dan su nombre a la zona». Las
dimensiones del fondo del valle, señalaba Hamburger, son unos quinientos metros de
este a oeste y alrededor de un kilómetro de norte a sur y lo bordean varios montes de
alrededor de quinientos metros de altura.[753]
Los mandos estadounidenses estaban comenzando a considerar decisivo el control
de Chipyongni porque les ayudaría a dominar el acceso a Wonju, un importante nudo
de comunicaciones donde tanto Ridgway como Peng creían que se iba a desarrollar
una de las batallas cardinales del corredor central. A finales de enero, cuando las
fuerzas de Ridgway en el oeste comenzaban su primera operación importante, se le
ordenó a la Segunda División proteger su flanco oriental y al mismo tiempo dirigirse
a la zona de Chipyongni y tratar de localizar al 42.º Ejército chino. Los exploradores
de Ridgway creían que se ocultaba en algún lugar en el corredor central pero todavía
no se había manifestado, porque aquélla era una de las grandes diferencias durante el
primer año de guerra entre los dos ejércitos y su forma de maniobrar: en vísperas de
la batalla, a pesar de tener frente a ellos una fuerza formada por nueve divisiones, los
mandos estadounidenses no las habían localizado todavía; por el contrario, ocultar
una división estadounidense en suelo coreano habría sido como intentar ocultar un
hipopótamo en una tienda de mascotas.
En la batalla de los Túneles Gemelos hubo tres fases: un reconocimiento y luego
Mientras que los soldados que habían quedado aislados iban cayendo muertos, el
resto del equipo de combate trepaba por la colina bajo un constante fuego de
ametralladora desde otro cerro donde los soldados chinos ya habían tomado
posiciones. Laron Wilson se cansó rápidamente de trepar, necesitaba descansar con
mayor frecuencia y el fuego enemigo se iba haciendo cada vez más intenso. Cuando
llevaba alrededor de dos terceras partes del ascenso se detuvo, convencido de que era
Al día siguiente Almond ordenó al 23.º Regimiento volver al área de los Túneles
Gemelos. Quería acción y la quería de inmediato; quería despejar la zona de soldados
chinos y quería prisioneros. Para entonces ya no era una figura bien recibida en el
cuartel general del regimiento ni estaba al mando de la división, pero seguía actuando
como si el jefe nominal de ésta, Nicle Ruffner, no existiera. Muchos mandos de la
Segunda División ya lo juzgaban como lo habían hecho los miembros de la Primera
de Marines. J. D. Coleman, quien combatió a sus órdenes en Wonju y luego escribió
una excepcional historia de aquella batalla, apuntaba su inclinación a «intimidar,
entrometerse e interferir constantemente en la cadena de mando normal. Tenía un ego
enorme y en todo momento trataba de demostrar su superioridad, ya fuera ante otros
mandos o ante los soldados rasos».[764] En el momento de la batalla de los Túneles
Gemelos el mando de la Segunda División había recaído en Ruffner, quien antes
había sido G-3 de Almond en el X Cuerpo, y su vicecomandante era George Stewart,
algo insólito porque no era uno de los «Chicos de Almond» y éste no confiaba en él.
[765]
El desgraciado encuentro con el ejército chino en el embalse de Chosin no parecía
haber afectado a Almond y sorprendentemente tampoco le había infundido mayor
respeto al enemigo. Muchos admiradores de Ridgway, aun entendiendo sus razones
para no relevar a Almond, creían no obstante que permitir que permaneciera al
mando del X Cuerpo había sido uno de sus grandes errores durante los primeros
meses. Como observó Ken Hamburger, en la Segunda División Almond se había
ganado una bien merecida «fama de autócrata, propenso a meter miedo a sus
subordinados».[766]
Después de que Almond diera la orden de volver a los Túneles Gemelos, el
23.º Regimiento se reagrupó a unos diez kilómetros de la zona. A Paul Freeman no le
gustaba nada aquella orden, que juzgaba imprudente. En la costa occidental Ridgway
desplazaba sus fuerzas en una línea relativamente apretada, tratando de no exponer a
ninguna unidad y cuidando siempre sus flancos; pero allí, a juicio de Freeman, se
hacía avanzar a su regimiento muy por delante de las líneas de Naciones Unidas y
muy lejos del alcance de la artillería de la división, y también el apoyo aéreo parecía
problemático debido al mal tiempo. A veces la mejor lección que se aprende en el
campo de batalla es la modestia, pero ésta no parecía dominar en el X Cuerpo, donde
lo que se pedía era audacia. Tal como lo veía Freeman, la audacia de Almond sólo
beneficiaba al ejército chino y le irritaba particularmente que las tropas que se iban a
arriesgar fueran las suyas.
A última hora de la tarde la fuerza aérea les lanzó más municiones y otros pertrechos
y finalmente llegó como fuerza de apoyo el primer batallón del 23.º Regimiento, que
había recorrido todo el camino a pie. Freeman y Mondar temían que el ejército chino
pudiera atacar de nuevo aquella misma noche; pero por el momento se había retirado.
El regimiento pasó el día consolidando sus posiciones, y luego, el 3 de febrero,
recibió su siguiente orden: avanzar hasta Chipyongni, a unos seis kilómetros de
distancia, y ocupar aquel pueblo de vital importancia.
La batalla de Chipyongni fue en definitiva la que Matt Ridgway pretendía desde que
llegó a Corea. Fue una de las batallas decisivas de la guerra, porque en ella el ejército
estadounidense aprendió por fin cómo hacer frente al chino. Las tácticas empleadas
allí por Paul Freeman y sus hombres se estudiaron durante años en la Escuela de
Mando de Leavenworth como ejemplo de comportamiento frente a un enemigo
numéricamente superior. Pero pese a su importancia militar y a que en aquel pequeño
pueblo se pusiera fin a la sensación casi mítica de la superioridad o incluso
invencibilidad china, fuera del mundo de quienes combatieron allí o de los analistas
de aquella guerra poco se supo de aquella batalla o de otras similares en Corea. Por
aquel entonces había surgido entre los soldados estadounidenses cierto humor mordaz
que hacía referencia a la magnitud del ejército chino y al número de soldados que
podían tumbar en una batalla, con bromas como: «¿Cuántas hordas le tocan a cada
pelotón?» o «Ayer me atacaron dos hordas y las maté a ambas»; pero tras la batalla de
Chipyongni había una sensación nueva, no sólo entre los mandos sino entre los
propios soldados rasos, de que si mantenían las posiciones adecuadas con el campo
de fuego adecuado y las órdenes adecuadas, sería el ejército chino, peor armado, el
que estaría en desventaja. E igualmente importante era que también lo supieran los
mandos chinos.
Chipyongni era una de las muchas aldeas coreanas cuyo nombre sólo se recuerda
por la batalla que tuvo lugar allí, sin que en ella hubiera sucedido nunca nada de
mayor importancia. Era un pueblecito muy típico, con un molino, una escuela y un
templo budista; a lo largo de la calle principal corría un canalillo de desagüe, sin más
alcantarillado, lo que da idea de su humildad, al menos a ojos occidentales. Cuando
llegó allí el 23.º Regimiento a tomar posiciones, el molino había sido demolido, la
escuela y el templo destruidos y la mayoría de los habitantes habían huido, lo que era
también típico de las áreas rurales coreanas en aquel momento, con ejércitos
enfrentados que iban y venían y que cada vez que pasaban por el pueblo decretaban
una requisa que lo dejaba todavía más pobre. Pero para ambos bandos tenía una
importancia estratégica desproporcionada porque controlaba el paso —por ferrocarril
de este a oeste, y por carretera de norte a sur— por la parte central del país, donde
había pocas rutas alternativas.
Para sorpresa de Freeman sus hombres pudieron entrar en Chipyongni sin
encontrar resistencia. Por alguna razón desconocida el ejército chino, que disponía de
abundantes tropas en el sector, dejó que los estadounidenses lo tomaran sin tratar de
impedírselo. Aunque su defensa acabó siendo citada en los libros de texto como
Los éxitos del Ejército de Voluntarios del Pueblo Chino en el sector central iban
aumentando. Al cabo de tres días de lo que había comenzado como una ofensiva
estadounidense, estaba a punto de obtener dos de los objetivos que se había marcado
desde el principio, Wonju y Chipyongni. Cuando parecía a punto de tomar Wonju
aumentaron los temores a propósito de Chipyongni. Hasta entonces todas las
iniciativas del ejército estadounidense habían salido mal y las victorias chinas
parecían una prolongación de lo sucedido en torno al Chongchon. Pero cuando
todavía estaban en juego Wonju y Chipyongni, los estadounidenses consiguieron
imprimir un giro a los acontecimientos del tipo de los que pueden convertir la derrota
en victoria.
Por la mañana del 14 de febrero un pequeño avión de reconocimiento volaba
sobre el río Seom, cuyo curso atraviesa la cordillera al noroeste de Wonju. Uno de los
observadores, el teniente Lee Hartell del 15.º Batallón de Artillería de Campaña, miró
hacia afuera y vio, a lo largo de la playa arenosa del río, una línea de árboles
desacostumbradamente espesa, o así le pareció al principio, con muchos más árboles
de los que se solían ver en aquella zona. Decidió observar con más atención y
comprobó que la línea de árboles se iba moviendo. De repente entendió que no se
El teniente Paul McGee, nacido en Belmont, Carolina del Norte, supo por fin lo que
era un combate real cuando la compañía George del segundo batallón del
23.º Regimiento de Infantería relevó a una compañía francesa en lo alto de la cresta
de los Túneles Gemelos. Estaba al mando de la tercera sección de la compañía
George, pero había tardado bastante en obtener aquel puesto; cuando trató de
incorporarse a los marines el 8 de diciembre de 1941, con diecisiete años, fue
rechazado por ser daltónico. Su servicio durante la segunda guerra mundial lo había
desilusionado hasta cierto punto. Hasta que él y sus hombres treparon a lo alto de los
Túneles Gemelos para relevar a los franceses no había constatado de cerca lo brutal
que podía ser la guerra y lo insensibles que parecía hacer a los soldados. La compañía
George no llegó al lugar hasta después de terminada la batalla, justo a tiempo para
contemplar la carnicería que había causado. McGee podía entender cómo se había
desarrollado simplemente recorriendo con la mirada el rastro de cadáveres chinos,
cientos de ellos, que representaban las primeras oleadas del asalto; ahora no eran más
que cadáveres helados, fijados para siempre en el momento final de su agonía. Era
como si hubiera descubierto un gigantesco cementerio a cielo abierto. Mientras
trepaban por el monte la cosa empeoró: los soldados franceses descendían
transportando sus muertos por una senda tan estrecha que no tenían otra opción que
hacerlo en fila india, llevando cada dos hombres a un muerto del modo más primitivo
imaginable, simplemente arrastrándolo sujeto a una soga.
Lo que sorprendió a McGee era la despreocupación con que los vivos
transportaban a los muertos, la insensibilidad hacia la muerte. Los soldados franceses
hablaban —a veces reían— como si nada hubiera pasado, pese a que los cuerpos que
arrastraban eran los de sus amigos hasta el día anterior. No mostraban ninguna señal
de duelo. Se preguntó si los soldados franceses eran diferentes de los estadounidenses
o si aquello formaba parte de un ritual secreto de la supervivencia que sólo conocían
quienes hubieran pasado por el mismo infierno, porque si se pensaba en ello
demasiado no se podría seguir funcionando. McGee reflexionó sobre ello de nuevo en
lo alto de la montaña, donde había estado la posición francesa. Había oído decir que
los franceses solían cavar trincheras más profundas que los estadounidenses, pero en
aquel caso, debido al suelo rocoso y al hielo, no eran muy impresionantes, en algunos
lugares sólo unos pocos centímetros; se veía sangre por todas partes y en algunos
lugares sesos esparcidos. Por primera vez se preguntó dónde se había metido.
Pero en definitiva era lo que él mismo había decidido. Se había presentado
voluntario para ir a Corea y también había solicitado que lo enviaran a primera línea
Matt Ridgway le había prometido a Freeman que si el ejército chino lanzaba un gran
ataque contra su posición le enviaría ayuda y tenía la intención de cumplir su palabra,
por lo que había dado órdenes de prepararse para la operación a la Brigada de la
Commonwealth Británica y al Quinto Regimiento de Caballería bajo el mando del
coronel Marcel Crombez, integrado en la Primera División de Caballería; pero la
ayuda iba a tardar en llegar: la Brigada de la Commonwealth disponía de una ruta
mejor y más directa hasta Chipyongni, pero vio su avance bloqueado por gran
cantidad de tropas chinas que la sometieron a un hostigamiento tan intenso que
difícilmente podía acudir a rescatar a las fuerzas cercadas en Chipyongni, así que el
general de división Bryan Moore, al mando del vecino LX Cuerpo, ordenó a
Crombez salir rápidamente hacia allí. En un caso como aquél los nombres de las
unidades son a menudo equívocos: la Primera División de Caballería no era tal, sino
lo que en el ejército se suele llamar «una pata tiesa», compuesta por soldados
ordinarios de infantería; y el Quinto Regimiento de Caballería, que formaba parte de
esa división, era una unidad acorazada mantenida en la reserva hasta entonces por el
IX Cuerpo en una base cerca de Yoju. En el momento de salir hacia Chipyongni era
una fuerza considerable que contaba con veintitrés tanques, tres batallones de
infantería, dos batallones de artillería de campaña y una compañía de ingenieros, de
forma que Crombez contaría con mucha capacidad de fuego. Además, si las cosas
iban mal siempre existía la posibilidad de la cobertura aérea para protegerlo.
Crombez oyó hablar por primera vez de la misión durante la mañana del 14 de
febrero, cuando el general Moore le llamó para avisarle de que quizá utilizara al
Quinto Regimiento para ayudar a las fuerzas de Freeman. A las cuatro de la tarde le
volvió a llamar Moore diciéndole que debía salir aquella misma noche para relevar al
regimiento de Freeman, «y sé que lo hará».[800] Una hora después Charles Palmer,
recientemente ascendido a general de dos estrellas y convertido en jefe de la Primera
División de Caballería, llegó al puesto de mando de Crombez y confirmó la orden.
Crombez era una figura un tanto controvertida, que vestía de forma llamativa, con un
gran pañuelo amarillo al cuello (como si estuviera combatiendo contra los indios en
el salvaje oeste) y un águila de tamaño mayor de lo corriente pintada en su casco.
También llevaba colgada del cuello una granada, como solía hacerlo Ridgway, y una
ficha de póquer azul que lanzaba una y otra vez al aire mientras hablaba con sus
hombres, diciéndoles que tenían que saber cuándo debían jugar su ficha azul, de lo
que cabía deducir que un gran caudillo militar tenía un sexto sentido que le permitía
saber siempre dónde había que golpear. Parecía hasta entonces como si se hubiera
A primera hora de la mañana del 15 de febrero Paul Freeman había tratado, entre sus
últimas órdenes, de enviar algunas unidades de reserva, incluida la Compañía de
Rangers, a reforzar la posición de la compañía George. Aunque no habían conseguido
expulsar a los soldados chinos de la colina, al menos los habían neutralizado en cierta
medida y al aproximarse el amanecer las probabilidades de que sacaran ventaja de su
posición comenzaron a disminuir. A media mañana George Stewart y algunos amigos
de Freeman de su propio cuartel general le decían que debía salir de allí como había
ordenado Almond o las cosas se le pondrían muy feas. Hasta entonces, le recordaron,
lo había hecho todo bien, pero llegaba un momento en el que había que aceptar el
hecho de estar incluido en una estructura de mando. Además, argumentaban sus
colegas, la batalla estaba esencialmente acabada. Crombez había superado al parecer
la última de las trampas que le habían tendido las tropas chinas y casi seguramente
estaría allí antes de que cayera la noche. El teniente coronel Jim Edwards, jefe del
segundo batallón, cuyas fuerzas luchaban todavía cerca de la colina de McGee, le dijo
que el ejército chino había sido rechazado. Era una mentira piadosa, reconoció
Aunque las tropas chinas lograron por fin tomar la cumbre de la colina de McGee, les
había salido muy caro: después de la batalla contaron frente a su posición más de
ochocientos cuerpos de soldados enemigos. Lo más sorprendente fue que después de
aquel triunfo casi al amanecer, que les había costado una cantidad tan terrible de
recursos humanos, titubearon y no supieron aprovecharlo. Su fracaso no podía
atribuirse a falta de valor, visto su intrépido comportamiento frente a un enemigo
capaz de crear a su alrededor terribles zonas de muerte. El ejército estadounidense no
sólo podía machacar un blanco determinado con infinitos bombardeos de su artillería,
sino que disponía de una nueva arma que los chinos aprendieron pronto a temer, una
especie de gelatina incendiaria que sus aviones podían esparcir desde el aire
aniquilando unidades enteras. Se llamaba napalm.
Así pues, aunque se hicieron con el control del terreno alto, los soldados chinos
no supieron aprovechar aquella ventaja: lucharon tenazmente rechazando una y otra
vez los intentos estadounidenses de desalojarlos de allí, pero sin alcanzar la victoria
mucho mayor que tuvieron aquella mañana a su alcance de haber sabido sacar partido
de su posición, y haber hecho caer un diluvio de fuego sobre los estadounidenses que
tenían más abajo. Fue un momento crítico, pero se limitaron a permanecer en lo alto
del cerro. Aunque tenían suficientes soldados disponibles en aquel sector y podrían
haber desplazado aún más desde el este y el oeste, no lo hicieron. Quizá su avance se
había producido a una hora demasiado tardía, cuando ya no lo esperaban; pero
aquella indecisión reflejaba en última instancia una deficiencia en sus
comunicaciones, y quizá también falta de imaginación.
Una de las grandes debilidades del ejército chino en aquel momento de la guerra,
que los estadounidenses estaban comenzando a descubrir a partir de los
interrogatorios de los prisioneros que caían en sus manos, era la rigidez de su
estructura de mando. Las órdenes inflexibles que venían de arriba dejaban escaso
Aunque la defensa hubiera sido imperfecta, se había obtenido una importante victoria
en un lugar elegido por el ejército chino y no por el de Naciones Unidas, y Ridgway
había conseguido lo que quería: a diferencia de otras guerras, en ésta tenía menos
importancia conquistar y conservar territorio; lo que ahora se entendía como factor
clave para vencer, o al menos para demostrar al ejército chino que no podía vencer,
era infligirle pérdidas insoportables. Si en un momento anterior Douglas MacArthur
Bush había caído en la trampa de sus propios prejuicios, ahora le tocaba el turno a
Mao. Del mismo modo que MacArthur no había sabido incluir en sus presupuestos el
efecto de una revolución política en un país del que no sabía casi nada, tampoco Mao
incluyó en su justa medida los efectos de la amplia superioridad tecnológica
estadounidense y de la capacidad de su ejército cuando lo mandaba un gran general.
Como había dicho el propio Mao de MacArthur, los hombres egocéntricos y
arrogantes son fáciles de derrotar.
Peng Dehuai, menos optimista que Mao si había que llegar a una confrontación a
todos los niveles con el ejército estadounidense, había previsto en enero de forma
más realista las futuras batallas. Tras las de Wonju y Chipyongni se planteaba el
interrogante de si por fin iba a conseguir que Mao le prestara atención. Durante los
meses anteriores a la batalla de Chipyongni ya se había detectado una considerable
tensión entre ambos, pero las derrotas y el número de bajas fueron una auténtica
conmoción. El historiador chino Chen Jian decía: «Chipyongni lo cambió todo. Hasta
entonces los militares chinos pensaban que la guerra les estaba saliendo muy bien y
que sabían cómo combatir a los estadounidenses, que tenían la clave. Estaban
convencidos de que iban a ganar la guerra y además muy pronto. Contaban con un
gran impulso desde las victorias a lo largo del río Chongchon».[813] Las derrotas en
Wonju y Chipyongni fueron devastadoras para Peng. Había utilizado tropas de élite,
las mejores de sus mejores divisiones, y al final había sufrido enormes bajas y sus
hombres se habían visto obligados a abandonar el campo de batalla. Aunque el
ejército chino siempre mantenía en secreto sus bajas, los estadounidenses estimaban
que podían haber matado hasta cinco mil soldados chinos tan sólo en Chipyongni.
Para Peng era obvio que tenía que vérselas con un enemigo nuevo y muy peligroso
debido a su fuerza aérea, con un radio de acción muy amplio y más rápido.
Aunque odiaba viajar en avión —si no podía caminar hasta cierto lugar, prefería
con mucho los trenes—, el 20 de febrero voló a Beijing para ver a Mao. Los
historiadores difieren sobre si lo hizo por propia voluntad o fue llamado por Mao. Es
cuando menos posible que la iniciativa partiera del propio Peng, convencido de que
El general y el presidente
Tal como esperaba MacArthur, John Martin mordió el anzuelo y leyó su carta en la
Cámara de Representantes el 5 de abril. Nada podría haber sido más político ni más
dañino potencialmente para un gobierno con tantas dificultades (ni más aterrador para
sus aliados).
Hubo algo más que afectó mucho a Truman y a quienes lo rodeaban durante
aquellos días y que no llegó a la opinión pública, pero que contribuyó a generar la
sensación de que MacArthur se estaba comportando deslealmente. Como expuso
Joseph Goulden en su espléndido libro sobre la guerra de Corea, la Agencia de
Seguridad de las Fuerzas Armadas,[828] institución supersecreta encargada de rastrear
las comunicaciones privadas en el resto del mundo, disponía de una estación de
escucha en la base aérea de Atsugi cerca de Tokio, utilizada sobre todo para oír lo que
decían los chinos pero que a veces también atendía a las comunicaciones entre los
aliados. A finales del invierno de 1950-1951 interceptó una serie de conversaciones
entre las embajadas española y portuguesa en Tokio, con las que MacArthur tenía
mejores relaciones que Washington debido a la afinidad de su G-2, Charles
Willoughby, con los dictadores Francisco Franco y Antonio Oliveira Salazar. En
aquellos mensajes los diplomáticos españoles y portugueses les comunicaban a sus
respectivos gobiernos que MacArthur les había asegurado que podía ampliar la guerra
de Corea a toda China. Paul Nitze y su lugarteniente en la Oficina de Planificación
Política, Charles Burton Marshall, tuvieron acceso a aquellos mensajes y se lo
comunicaron al presidente. Según Goulden, cuando Truman los leyó dio un puñetazo
sobre la mesa exclamando: «¡Esto es una traición descarada!».[829]
Al día siguiente de que Martin leyera en la Cámara de Representantes la carta del
general, Truman escribió en su diario: «MacArthur ha lanzado otra bomba política a
través de John Martin, líder de la minoría republicana en la Cámara. Parece la última
gota que derrama el vaso, una insubordinación flagrante». Luego enumeró, para
tenerlos presentes, los anteriores desplantes de MacArthur y concluyó así aquella
nota en su diario: «He llegado a la conclusión de que hay que relevar a nuestro gran
general en el Lejano Oriente». Pero en las reuniones con sus propios consejeros
todavía mantuvo la prudencia y no les comunicó su decisión. Tanto él como quienes
lo rodeaban sabían muy bien que de una forma u otra se salía perdiendo, que un
presidente que destituía a un afamado y respetado general en medio de una guerra
muy impopular no podía sino sufrir las consecuencias a corto plazo. El efecto político
inmediato favorecería indudablemente al general. A plazo más largo era otra cosa.
Truman confiaba en que los historiadores acabaran entendiendo y aprobando su
Los republicanos esperaban que aquellas sesiones constituyeran una gran plataforma
nacional para el general, que aparecería en ellas como un gran patriota engañado y
traicionado por políticos cobardes y que ahora podría derrotar ante la mirada de todo
el país a sus oponentes —que también lo eran, y esto era lo más importante, los del
partido republicano— con su gran eco y su conocimiento global del mundo. Y no
sólo derrotaría a Truman, Acheson y Marshall, sino que desmantelaría igualmente su
política durante toda la década anterior. Lo que pretendía la derecha republicana con
aquellas audiencias en el Senado era nada menos que iniciar la campaña para la
elección presidencial de 1952. MacArthur tenía no obstante un gran problema. Las
pasiones que su regreso habían desencadenado no representaban de hecho un
respaldo a su política, especialmente con respecto a la ampliación de la guerra en
Asia, y la bienvenida emocionada a MacArthur y el apoyo a su política eran dos
cosas muy distintas, especialmente cuando se sometían a un serio escrutinio sus
propuestas e iban quedando cada vez más claras las posibles consecuencias en caso
de seguirlas.
¿Qué se puede hacer en una democracia cuando las pasiones se sitúan por encima
de la realidad del momento? Richard Russell ponderó esa cuestión y decidió
finalmente que desacelerar el proceso y concentrarse en su enjundia podía ayudar a
contener las pasiones. Pretendía evitar, en la medida de lo posible, los grandes
titulares escandalosos, y con el fin de moderar la emoción en las audiencias, decidió
que serían completas, tan respetuosas y juiciosas como pudiera y que no serían
cubiertas en directo sino sólo parcialmente. No iba a permitir a los periodistas entrar
en la sala de audiencias, ni tampoco a las cámaras del nuevo medio de comunicación,
la televisión, pero así y todo podían llegar hasta treinta millones los estadounidenses
que seguían a diario las sesiones. Estas se registrarían taquigráficamente y se
entregaría una copia a los periodistas poco después de que alguien hubiera
testificado; pero era evidente que se iba a hablar de cuestiones de seguridad nacional
mientras la guerra proseguía y Russell no estaba dispuesto a poner a disposición de
los enemigos del país los aspectos más secretos de la política exterior estadounidense,
así que las notas taquigráficas de las audiencias serían analizadas previamente por los
censores de los departamentos de Estado y de Defensa.
Los republicanos plantearon cuatro votaciones sobre si las audiencias debían ser o
no cerradas y las cuatro veces ganó Russell, aunque por un margen estrecho. Las
sesiones en el Senado comenzaron por fin el 3 de mayo de 1951 y casi
Para el gobierno de Truman las audiencias del comité Russell representaron una
significativa victoria con la que recuperó, si no la preeminencia política en el país, al
menos su vigencia histórica, desarmando parcialmente a un pertinaz adversario,
aunque quizá demasiado tarde. Dado el daño político que le habían infligido la caída
de China, la intervención china en la guerra de Corea y la destitución de MacArthur,
así como las emociones desencadenadas por el conflicto, Truman podía ser el
vencedor a largo plazo pero no en cuestión de meses. Su defensa de la Constitución le
ayudaría algún día entre los historiadores, pero los republicanos seguían enarbolando
la bandera y aquello tenía más peso en la coyuntura política del momento.
Aunque parte de su política había quedado vindicada, el gobierno se hallaba
gravemente herido, quizá de muerte, como consecuencia de todos aquellos
acontecimientos y en particular de la intervención china en la guerra. La derrota en el
Yalu, escribió Dean Acheson cinco años después, «destruyó el gobierno de Truman».
[850] Cuando concluyeron las audiencias no era mucho lo que el gobierno podía
Las consecuencias
Hay gente que, por muy sagaz que sea, puede no percatarse de que ha pasado su
momento culminante y le ha llegado el de abandonar la escena, cosa tanto más
probable cuanto más egocéntrica sea, y así sucedió en el caso de Douglas MacArthur.
Bill McCaffrey, entonces oficial de nivel medio en el cuartel general de Tokio, decía:
«Si se hubiera retirado al día siguiente del desembarco en Inchon, en todas las
ciudades de Estados Unidos habría una escuela con su nombre, pero cuanto más
tiempo permanecía en la vida pública y cuanto más trataba de ganarse la voluntad de
sus compatriotas, más dañaba su imagen».[851] En definitiva, no captaba los matices
políticos del momento ni las razones profundas de su aclamación al regresar a
Estados Unidos; se consideraba el centro de todo aquello, sin entender que no era más
que un dispositivo desencadenante de algo más amplio. Durante un tiempo siguió
persiguiendo su sueño, pronunciando discursos por todo el país, pero a medida que
las multitudes congregadas disminuían su voz se iba haciendo cada vez más
estridente. El plan de la derecha conservadora nunca lo había tenido realmente como
centro, y sólo se había valido de él para perjudicar a los demócratas. De haber
golpeado como un rayo le habrían seguido, pero su auténtico candidato siempre había
sido Robert Taft, hijo de aquel otro Taft [William Howard] cuyo nombramiento como
gobernador civil de Filipinas había dado lugar cincuenta años antes al relevo del
padre de MacArthur como gobernador militar y con el que éste mantenía una alianza
política muy problemática.
Así estaban las cosas al acercarse las elecciones de 1952. Taft, infinitamente más
aislacionista que MacArthur, era el candidato de la derecha republicana. En su
convención de aquel año MacArthur pronunció el discurso inaugural, pero el apuesto
y carismático general que se había presentado con tanta confianza en sí mismo ante el
Congreso poco más de un año antes había desaparecido, siendo sustituido por un civil
—de hecho un político— no sólo más partidista sino mucho más anciano, en uno de
los papeles más ajenos e incómodos de su vida, el de segundón de Taft. En aquel
discurso se vio claramente que no se sentía nada cómodo con sus propias palabras.
Los delegados en la convención se impacientaron pronto y comenzaron a abandonar
sus asientos, mientras millones de estadounidenses, sentados en sus casas, observaban
cómo se vaciaba la sala. MacArthur sabía que de algún modo había fracasado y al día
siguiente se negó a recibir llamadas.
La paradoja más notable de aquel último capítulo de su vida fue el efecto
contradictorio que tuvieron sus acciones sobre dos de sus adversarios. El primero era
Truman, que aun sintiéndose momentáneamente herido ganó su apuesta global,
La batalla de Chipyongni marcó el comienzo de una nueva fase de la guerra, que duró
dos años más sin ofrecer a ninguno de los dos bandos una ventaja decisiva. Los jefes
de ambos ejércitos habían abandonado en gran medida sus ilusiones, aunque pudieran
quedar algunas entre los gobernantes por encima de ellos; a partir de aquel momento
se vivió en Corea una guerra de desgaste, de batallas crueles y costosas destinadas a
infligir el máximo castigo al enemigo —Ridgway le dijo a un grupo de oficiales de la
Infantería de Marina: «Quiero que desangréis a la China Roja hasta hacerla
palidecer»— sin que se modificaran esencialmente las posiciones de uno y otro
bando. Al final no habría una gran victoria para ninguno de los dos, sino una especie
de compromiso insatisfactorio para ambos.
Durante un tiempo cada bando consiguió neutralizar al otro, pero ambos parecían
impotentes para poner fin a la guerra. Durante la primavera de 1951 el ejército chino
lanzó una importante ofensiva con unos trescientos mil soldados que dio lugar a
algunas de las batallas más intensas de la guerra, en las que sufrió muchas bajas y
sólo obtuvo éxitos marginales, aunque sirvió para recordar a los mandos occidentales
la combatividad y abundancia de las tropas chinas y frenar cualquier deseo de
planificar ofensivas al norte del paralelo 38 y dirigirse hacia el Yalu. Hay que decir
que los mandos en el campo de batalla no siempre estaban de acuerdo al respecto: el
general Van Fleet, al mando del Octavo Ejército, se sintió durante un tiempo muy
incómodo con los límites impuestos y tras frenar la ofensiva china en mayo de 1951
pensó que era su momento para avanzar hacia el norte, pero Washington había pasado
ya una vez por aquello con un resultado horrendo y no tenía intención de dar lugar a
la pérdida de más vidas estadounidenses y de otros países en un segundo intento.
Nadie sabía cómo acabar aquella sangría. La guerra se había estancado en batallas
insoportables que ningún bando podía vencer; había alcanzado un punto en el que ya
no había victorias, sólo muerte. Ambos bandos querían ponerle fin, pero ninguno
parecía tener la habilidad política suficiente para hacerlo y Iosif Stalin, complacido al
ver a dos rivales potenciales atrapados en una guerra sin fin, hizo cuanto pudo por
prolongarla. Tanto Estados Unidos como la República Popular China se vieron
también frenados por su no reconocimiento mutuo; el único lugar donde se
encontraban era en el campo de batalla, a punta de fusil. Aun así, a mediados de julio
de 1951 se iniciaron conversaciones de paz, o al menos para un armisticio, en
Kaesong, la antigua capital de Corea situada casi exactamente en el paralelo 38, sin
que se produjera prácticamente ningún avance; poco después se trasladaron unos
veinte kilómetros hacia el este, a la aldea de Panmunjom, pero las conversaciones
Para que pudiera haber paz en Corea los políticos estadounidenses tenían que aceptar
la idea de un empate en una guerra limitada. El partido demócrata, presentado como
promotor de la guerra, tenía una capacidad muy limitada para hacerlo, mientras que
un presidente republicano, especialmente si era de centro, podría lograr un consenso,
por imperfecto que fuera, inalcanzable para cualquier presidente demócrata. Por eso
la gran batalla política de 1952 no fue la de las elecciones presidenciales, sino la que
tuvo lugar entre moderados y conservadores en la convención del partido republicano
en Chicago, en la que salió a la superficie el odio visceral entre unos y otros y la
amargura acumulada durante dos décadas de política exterior demócrata y progresiva
pérdida de poder de la derecha republicana. Todos creían que gracias a la guerra
tendrían ahora la mejor oportunidad en mucho tiempo para ganar las elecciones, o al
menos una oportunidad mucho más clara que en 1948; pero los aislacionistas de
derechas pensaban que Dwight Eisenhower, quien hasta aquel momento ni siquiera se
había declarado republicano, se había presentado en su convención dispuesto a
robarles su nominación. ¿Quién sabía siquiera si Eisenhower, que había colaborado
tan estrechamente con Roosevelt y Truman, era realmente republicano? Los
emblemas que lucía la gente de Eisenhower decían «I like Ike» (Me gusta Ike), pero
los de Taft replicaban: «But what does Ike like?» (¿Pero qué es lo que le gusta a
Ike?). La tensión en la sala de la convención y en las calles de Chicago era mucho
más intensa de lo normal. El actor John Wayne, que con treinta y cuatro años habría
podido sin duda combatir en la segunda guerra mundial (James Stewart, un año
mayor, lo hizo con resultados notables), pero que prefirió hacer la guerra en el
celuloide porque su carrera apenas había comenzado a despegar, era uno de los
delegados más estridentes de Taft. En determinado momento la estrella de tantas
películas bélicas saltó de su taxi y le gritó a un viejo sargento que conducía un
camión de propaganda de Eisenhower: «¿Por qué no le pones una bandera roja?».[854]
El propio Taft parecía pensar que podría utilizar la guerra de Corea y la
destitución de MacArthur como cuestiones centrales en la convención. Justo antes de
que ésta comenzara anunció que si era elegido nombraría a MacArthur
«vicecomandante en jefe de las Fuerzas Armadas», significara aquello lo que
significara. El senador Everett Dirksen, partidario de Taft, era el principal
representante en la convención del medio oeste y estaba dispuesto a combatir hasta el
final para rechazar a los intrusos de Eisenhower, liderados por Tom Dewey, dos veces
derrotado por Truman. En determinado momento Dirksen se acercó al podio y le dijo
Pero para muchos delegados, que ansiaban una victoria presidencial, la promesa
de Eisenhower con su inmenso atractivo era más convincente que la mayor pureza
ideológica de Taft, por lo que al final iba a ser él el triunfador, tanto en la convención
como en la elección presidencial. Había incluso una fórmula química para su
campaña, impresa en los emblemas que llevaban sus seguidores: K1C2, lo que
traducido en términos políticos quería decir: guerra de Corea, corrupción en el
gobierno y comunistas en el gobierno. Eisenhower pronunció al respecto una sola
frase que le garantizó en la práctica su elección: «Iré a Corea»; para la opinión
pública aquello significaba: «Pondré fin a la guerra». Ganó con facilidad las
elecciones, con un margen de 6,6 millones de votos. Viajó efectivamente a Corea, se
reunió allí con los generales Mark Clark, que ocupaba ahora el puesto que había sido
antes de MacArthur, y James van Fleet, al mando del Octavo Ejército; ambos eran
más halcones que Eisenhower y se sentían irritados por los límites que se les
imponían: no se les permitían importantes ofensivas y debían concentrarse en
minimizar el número de bajas. Ambos tenían muchos planes para intensificar la
presión sobre el ejército chino, pero Eisenhower apenas les prestó atención. Quería
acabar la guerra cuanto antes.
Eisenhower era probablemente el candidato centrista perfecto para aquel
momento, en el que Estados Unidos emprendía el tortuoso proceso de conversión en
superpotencia mundial. Era prudente, reflexivo y experimentado, el menos patriotero
de los militares. Era lo que el país quería y probablemente necesitaba entonces, una
figura moderada y moderadora en una época incierta y peligrosa. Su
internacionalismo era impecable y lo había alcanzado con esfuerzo. Había dirigido la
mayor fuerza invasora de la historia de la humanidad. Era, en términos personales, lo
más opuesto a MacArthur: generoso con sus subordinados, dispuesto a reconocer sus
méritos, brillante en la supresión de su propio ego y capaz de contrarrestar el de los
demás, por considerable que fuera.
Su elección como presidente también puso fin a cierto tipo de macartismo y en
definitiva al propio senador McCarthy. Éste nunca había entendido del todo los
límites bajo los que operaba y que él podía ser útil para atacar a un presidente
demócrata pero no a un republicano. No entendió que su función había cambiado con
la elección de Eisenhower y por eso prosiguió su campaña contra «los rojos», más
implacable que nunca, hasta que en 1954 el centro republicano comenzó a hacerle
frente y a final de año votó a favor de su censura, que obtuvo sesenta y siete votos
frente a veintidós. Aun después de aquello el macartismo no había muerto; se
manifestaba en la inclinación de destacados políticos a atacar a sus adversarios, no
por desacuerdos concretos sino arguyendo razones de lealtad, acusándolos de traición
Quizá todas las guerras sean, en una medida u otra, el producto de errores de cálculo;
pero en Corea casi todas las decisiones importantes de ambos bandos se basaron en
errores de cálculo. En primer lugar, Estados Unidos dejó a Corea fuera de su
perímetro defensivo, lo que impulsó a actuar a los dirigentes comunistas de la zona.
Luego la Unión Soviética dio luz verde a Kim Il-sung para invadir el sur, convencido
de que el ejército estadounidense no intervendría. Cuando éste lo hizo, subestimó
considerablemente la capacidad del ejército norcoreano al que tenía que hacer frente
y sobreestimó la preparación de las primeras tropas enviadas allí; más tarde decidió
atravesar el paralelo 38 y dirigirse hacia el norte, sin prestar atención a las
advertencias chinas.
Después de aquello MacArthur, en el mayor error de cálculo por parte
estadounidense, decidió avanzar hasta el Yalu porque estaba convencido de que el
ejército chino no intervendría, haciendo así infinitamente más vulnerables a sus
tropas. Finalmente Mao creyó que la pureza política y el espíritu revolucionario de
sus hombres neutralizaría el abrumador armamento estadounidense (y su corrupto
espíritu capitalista) y así, tras un gran triunfo inicial en las provincias coreanas
limítrofes con China, impulsó sus tropas demasiado lejos, hasta el sur de la península,
sufriendo horribles pérdidas. Durante un tiempo pareció que el único gobernante que
obtenía lo que quería era Stalin, quien temiendo que Mao siguiera el ejemplo de Tito
y un posible vínculo de China con Estados Unidos, se sintió complacido cuando los
dirigentes chinos decidieron hacerles la guerra; pero incluso Stalin, tan frío y
calculador, cometió varios errores. En un primer momento pensó que el ejército
estadounidense se abstendría de intervenir, pero finalmente lo hizo. Si al principio le
satisfacía su guerra contra la República Popular China (mientras la Unión Soviética
permanecía al margen), más adelante las consecuencias de aquella guerra resultaron
bastante desfavorables para la hegemonía soviética en el mundo comunista: la
amargura y el resentimiento suscitados entre los dirigentes chinos por la inhibición
soviética durante los primeros meses de guerra contribuyeron a la escisión chino-
soviética pocos años después. Pero quizá fue aún más importante el profundo y
duradero efecto de la intervención china sobre la cuestión de la seguridad nacional en
Estados Unidos. Proporcionó el último impulso a la concepción planteada en el
NSC-68; incrementó la influencia del Pentágono y reforzó el predominio de las
cuestiones de seguridad nacional en la conducción del Estado y de los sectores que
Dwight Eisenhower denominaría, en su discurso de despedida como presidente,
«complejo militar-industrial». Contribuyó a presentar durante años —muy
Para muchos estadounidenses, excepto quizá para buena parte de los que habían
combatido allí, Corea se convirtió en algo así como un agujero negro en términos
históricos. Durante el año que siguió al alto el fuego no quisieron saber nada de la
guerra, mientras que en China sucedió lo contrario. Para los chinos era un éxito
motivo de orgullo, una parte estimable de la nueva historia de un viejo país. Para
ellos representaba no sólo una victoria, sino algo más importante, una especie de
emancipación de la nueva China con respecto a la antigua, que se había visto durante
tanto tiempo subyugada por las potencias occidentales. La nueva China apenas había
nacido y sin embargo había logrado un empate no sólo con Estados Unidos, la nación
más poderosa del mundo, reciente vencedora en su guerra contra Japón y Alemania,
sino a todas Naciones Unidas, o con su propio vocabulario ideológico, a todos los
países imperialistas del mundo junto a sus lacayos y perros guardianes. En ese
sentido había sido para ella una victoria de proporciones inmensas y que además
había alcanzado prácticamente sola. La Unión Soviética le había enviado armamento
y maquinaria, pero se había mantenido al margen en el momento crítico en cuanto al
envío de soldados; después de alardear mucho se había limitado a aplaudir desde la
platea. Los dirigentes norcoreanos, tan presuntuosos y confiados en su propia
capacidad, habían fracasado miserablemente en el momento crucial y sólo se habían
A principios del siglo XXI ninguna sociedad parecía más diferente de la de Corea del
Sur que la de Corea del norte. En ésta se obtuvieron ciertos éxitos muy al principio,
tras haber establecido una estructura absolutamente totalitaria e impuesto de forma
implacable el funcionamiento de arriba abajo mediante un aparato de seguridad brutal
importado de Moscú. Esa era la especialidad soviética en aquella época: podía fallar
De entre todos los éxitos atribuibles a Estados Unidos durante la Guerra Fría
posterior a la segunda guerra mundial, probablemente el más impresionante y
espectacular fue el de Corea del Sur, por encima incluso del éxito del plan Marshall
con cuya ayuda financiera, material y técnica se reconstruyó la infraestructura
industrial de Europa occidental, que había quedado prácticamente destruida por la
guerra. En el caso de Corea, en cambio, no se trataba de reconstruir, ya que carecía de
pasado democrático y prácticamente de clase media o de base industrial, y las
estructuras política, económica y en muchos aspectos también social puestas allí en
pie después de la guerra eran llamativamente nuevas. Los países vecinos, más
poderosos y avanzados, habían colonizado y explotado sistemáticamente al pueblo de
Corea. Su talento estuvo sofocado durante mucho tiempo. Cierto es que en el pasado
testigos extranjeros, la mayoría de ellos misioneros, habían captado el vasto potencial
del pueblo coreano, su ansia de una vida mejor, su talento innato, su formidable ética
laboral —equiparable a la de los japoneses—, su respeto confuciano por la educación
y su optimización de los escasos recursos disponibles. Pero la historia de la península
había sido muchas veces sombría, en la medida en que algún vecino mucho más
poderoso y en ascenso decidía dominar Corea y aplastar a su pueblo. En el período
inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial Corea del Sur parecía
condenada a reproducir esa historia pasada con una nueva potencia hegemónica,
Estados Unidos, escasamente preparada para el viejo juego colonial, vacilante,
profundamente desconocedora de la historia moderna de Corea, proclive a
Para los estadounidenses y ciudadanos de otros países que combatieron allí sin que
les gustara particularmente Corea del Sur, a los que durante mucho tiempo les había
faltado el reconocimiento de su propio país, el éxito de la democracia surcoreana
supuso una vindicación tardía de su sacrificio y del de quienes no habían regresado a
casa, otorgándoles una legitimación y un honor que no siempre habían sentido.
Muchos de ellos habían guardado para sí aquella experiencia. Cuando regresaron
a casa nadie quería oír hablar de la guerra y por eso nunca habían hablado de ella ni a
su familia ni a sus amigos, o cuando lo hicieron nadie entendía, o peor aún, nadie
En cierta forma, las raíces de ese libro se remontan a una serie de largas
conversaciones que mantuve en 1963 con el teniente coronel Fred Ladd. Era el
principal asesor estadounidense de la Novena División survietnamita, con base en
Bac Lieu, en medio del delta del Mekong, y era uno de mis oficiales favoritos.
Seguimos siendo amigos hasta su prematura muerte en 1987 con sesenta y siete años.
Era hijo de un general, licenciado en West Point, un hombre valeroso, reflexivo y
honorable. En una ocasión, cuando su colega vietnamita, el jefe de la división,
presentó un informe muy optimista de lo bien que lo estaba haciendo ésta a un grupo
de altos mandos estadounidenses, Ladd hizo un aparte con el general Paul Harkins,
comandante en jefe de las fuerzas estadounidenses en Vietnam, para decirle que las
cosas no iban en realidad tan bien. Por aquella muestra de honestidad recibió una
dura reprimenda de Harkins, quien le reprochó poner en duda la palabra de un buen
oficial vietnamita. En cierto modo la guerra de Vietnam bloqueó la carrera de Fred,
ya que nunca pudo aceptar la idea de que debía presentar informes optimistas sobre
una guerra que se estaba perdiendo.
Vietnam era, evidentemente, el tema obsesivo de nuestras conversaciones, pero a
medida que nos fuimos conociendo más aparecían otros temas que atraían mi interés,
como la guerra de Corea en la que también había participado. Sólo habían pasado
trece años desde la irrupción del ejército chino en aquella guerra y Fred me hablaba
con frecuencia de su transformación trágica, cuando la creían prácticamente acabada,
convirtiéndose de repente en un conflicto armado infinitamente más amplio y más
violento cuando el ejército chino cruzó el Yalu y sorprendió desprevenidas a las
tropas estadounidenses. En aquella época era asistente del general Almond, que
ocupa un lugar tan destacado en este libro, y hablaba de él con gran discreción,
sospecho que tratando de llegar a un compromiso entre su lealtad personal y sus
reservas profesionales. Lo que más recuerdo de nuestras conversaciones era el
terrible sufrimiento de los soldados, algunos de los cuales eran sólo un año o dos
mayores que yo (yo tenía dieciséis cuando comenzó la guerra de Corea), atrapados en
aquel gélido frío bajo el masivo ataque chino, seguramente la mayor emboscada de la
historia militar estadounidense. Durante aquellas conversaciones con Fred en Bac
Lieu y en mi casa de Saigón, repasamos una y otra vez aquellos días. Lo que yo no
percibía en aquella época fue que él era el profesor y yo el alumno y que no me
instruía sólo sobre la guerra de Vietnam sino también sobre la de Corea.
Las imágenes que Fred me transmitió de aquel momento, cuando irrumpió el
Debido a la naturaleza de este libro, que se ocupa de hechos sucedidos hace más de
cincuenta años, mis entrevistas fueron distintas en esta ocasión a las de la mayoría de
mis libros: menos entrevistas globales, pero mucho más tiempo dedicado a discernir
las batallas más relevantes, antes de buscar a los veteranos supervivientes. Eso
significa que pasé más tiempo tratando de decidir a qué veteranos entrevistar, para
luego hablar con ellos repetidamente cuando hallaba los que consideraba idóneos.
Ésta es la lista de entrevistados (no indico su grado militar porque en la mayoría de
los casos fue cambiando): George Allen, Jack Baird, Lucius Battle, Lee Beahler, Bin
Yu, Martin Blumenson, Ben Boyd, Alan Brinkley, Josiah Bunting III, John Carley,
Herschel Chapman, Chenjian, Joe Christopher, Joe Clemons, J. D. Coleman, John
Cook, Bruce Cumings, Bob Curtis, Rusty Davidson, James Ditton, Erwin Ehler, John
S. D. Eisenhower, George Elsey, Hank Emerson, Larry Farnum, Maurice Fenderson,
Leonard Ferrell, Al Fern, Thomas Fergusson, Bill Fiedler, Richard Fockler, Barbara
Thompson Foltz, Dorothy Bartholdi Frank, Lynn Freeman, Joe Fromm, Les Gelb,
Alex Gibney, Frank Gibney, Andy Goodpaster, Joe Goulden, Steve Gray, Lu Gregg,
Dick Gruenther, David Hackworth, Alexander Haig, Dr. Robert Hall, Ken
Hamburger, Butch Hammel, John Hart, Jesse Haskins, Charles Hayward, Charley
Heath, Virginia Heath, Ken Hechler, Wilson Heefner, Jim Hinton, Carolyn Hockley,
Ralph Hockley, Cletis Inmon, Raymond Jennings, George Johnson, Alan Jones,
Arthur Junot, Robert Kies, Walter Killilae, Bob Kingston, Bill Latham, Jim
Lawrence, John Lewis, James Lilley, Malcolm Mac Donald, Sam Mace, Charley
Main, Al Makkay, Joe Marez, Brad Martin, John Martin, Fillmore McAbee, Bill
McCaffrey, David McCullough, Terry McDaniel, Paul McGee, Glenn McGuyer,
Anne Sewell Freeman McLeod, Roy McLeod, Tom Mellen, Herbert Miller, Alian
Millett, Jack Murphy, Bob Myers, Bob Nehrling, Clemmons Nelson, Paul O’Dowd,
Phil Peterson, Gino Piazza, Sherman Pratt, Hewlett Rainer, Dick Raybould, Andrew
Reyna, Berry Rhoden, Bill Richardson, Bruce Ritter, Arden Rowley, Ed Rowny,
George Russell, Walter Russell, Perry Sager, Arthur Schlesinger Jr., Bob Shaffer,
Edwin Simmons, Jack Singlaub, Bill Steinberg, Joe Stryker, Carleton Swift, Gene
Takahashi, Billie Tinkle, Bill Train, Layton (Joe) Tyner, Lester Urban, Sam Walker,
Kathryn Weathersby, Bill West, Vaughn West, Allen Whiting, Laron Wilson, Frank
Wisner Jr., Harris Wofford, Hawk Wood, John Yates y Alarich Zacherle.
Además utilicé varias entrevistas realizadas para libros anteriores que guardaban
una relación directa con éste, incluidas las largas conversaciones antes mencionadas
Estoy en deuda con mucha gente por la ayuda que me prestó en su elaboración,
empezando por los miembros de la Segunda División de Infantería y especialmente
los oficiales de su Asociación de Veteranos de la Guerra de Corea, en particular
Chuck Hayward, Charley Heath y Ralph Hockley. En cuanto a la Primera División de
Caballería Joe Christopher me prestó una inestimable ayuda en la localización de
supervivientes de la batalla de Unsan. Edwin Simmons dejó lo que estaba haciendo
para ponerme en contacto con el general James F. Lawrence, entonces comandante al
David Halberstam había dado los toques finales a La guerra olvidada en la primavera
de 2007, cinco días antes de su muerte en un accidente de automóvil en California.
Había concluido sustancialmente el libro meses antes, pero para terminar un libro hay
que ponerle fin, luego viene un poco más de acabado y por último la conclusión final,
y tras meses de revisiones, comprobaciones y nuevas comprobaciones, cortes,
inserciones y reescritura de innumerables páginas del manuscrito y de las pruebas de
imprenta, un miércoles de abril apareció en la oficina de su editor y le entregó sus
correcciones finales. Aquél era el libro tal como quería que fuera y estaba satisfecho
con él. Ese es el libro que ahora tiene usted en sus manos.
Había trabajado en él durante diez años —su primera propuesta formal para lo
que llamábamos «el libro sobre Corea» se produjo en 1997—, pero la idea procedía
de una conversación en Vietnam en 1963 con un militar estadounidense que también
había combatido en Corea. En cierto sentido La guerra olvidada es un complemento
de The Best and the Brightest, en el que se ocupaba del fracaso estadounidense en
Vietnam. La guerra de Corea había terminado en un empate mientras él estudiaba
todavía en la Universidad de Harvard. Tenía menos de treinta años cuando comenzó a
cubrir la guerra de Vietnam para New York Times, y en aquella época la guerra de
Corea significaba tan poco para él como para la mayoría de los estadounidenses,
excepto los soldados que habían combatido en ella. Estados Unidos no suele celebrar
ni recordar durante mucho tiempo sus empates. A Halberstam le parecía que ese
olvido ocultaba un importante punto de inflexión en la historia política
estadounidense después de la segunda guerra mundial. ¿Cómo había pasado del
empate en Corea al desastre en Vietnam? Trató de entender y recrear aquella época de
extraordinaria amargura política que los estadounidenses habían apartado de su
memoria.
Finalmente, aquel miércoles de abril concluyó su monumental tarea y el lunes
siguiente, como no era dado a relajarse aun después de completar un gran trabajo,
estaba en California para precisar algunos detalles de su próximo libro, el vigésimo
segundo de su carrera quincuagenaria, que iba a tratar del fútbol profesional. El
primero, publicado en 1961, fue The Noblest Roman, sobre la corrupción en las
pequeñas ciudades del sur profundo. Sólo escribió otra novela, One very hot Day,
ambientada en Vietnam, pero su proclividad a cierta indignación moral no se
adecuaba bien a la ficción. Durante su estancia como reportero en Vietnam había
descubierto que la incoherencia absoluta, abrumadora y escandalosa del mundo real
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estadounidense». (N. del t). <<
guerra de Corea se sustituyó por la Operación Tormenta del Desierto en Iraq. (N. del
t). <<
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supervivientes, incluidos Laron Wilson y Richard Fockler. <<
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contemplar la tortura y muerte de su madre. (N. del t). <<
duque Grigori Potemkin hizo levantar fachadas pintadas a lo largo de la ruta para que
la zarina contemplara un panorama idílico en la recién conquistada Crimea,
encubriendo la situación catastrófica de la región. (N. del t). <<