Aguirre, Carolina. Algunas Profesoras Particulares
Aguirre, Carolina. Algunas Profesoras Particulares
Aguirre, Carolina. Algunas Profesoras Particulares
La mitad de las profesoras de inglés tiene el mambo británico (una patología similar a la de esos piraditos que miraron
mucho “Dragon Ball Z” en la adolescencia y ahora hacen aikido, estudian japonés, llevan sushi en una luncherita de
Hello Kitty, se masturban con Hentai, consumen cine de terror coreano y usan la cara de Sailor Moon como si fuese la
foto de su cédula de identidad). Casi todas se re bautizan como las monjas, pero en vez de ponerse Sor Piedad, las ex
Margaritas renacen como Miss Margaret y las Patricias, como Miss Pat. Tienen, además, un desfasaje espacial peligroso:
muchas de ellas creen que no están aquí, sino en Inglaterra. Cuando se despiertan leen “The Times”, miran la BBC y en
sus diálogos casuales, incluyen expresiones típicamente británicas a la fuerza. Absolutamente todas leen Harry Potter y
trabajan en clase con canciones de Robbie Williams (antes usaban temas de los Beatles). Se alimentan sólo con té y
galletitas en las preceptorías de los colegios (de hecho, es imposible pescarlas sin una taza en la mano o calentando agua
en el microondas) y viven una década atrasadas: luchan por transformar el saludable acento americano de sus alumnos,
graban documentales en VHS, y usan un maletín de lona negra lleno de cassettes que se escuchan mal y que arrancan
diciendo “Unit 1” después de una música con trompetas.
Otro grupo de profesoras son las blanditas, que pueden dar cualquier materia y tienen dos exponentes famosos: la
primeriza y la debilucha. La primeriza tiene veinte años y es como la casa de paja de “Los tres chanchitos”. Como no
puede controlar al malón de vagos y agrandadas que le tocaron como alumnos, se angustia y toma las peores decisiones
para sofocar el motín: pega grititos quebradizos, los acusa con la directora, o rompe en llanto en su escritorio.
La debilucha, por el contrario, no les tiene miedo. Cuando sus alumnos molestan, sonríe y sigue dando clases. Es
pequeñita, pobre y tiene varios hijos. El marido es remisero y ella hace doscientos cincuenta colegios por día para llegar
a fin de mes. Para Mayo los estudiantes se aburren de que los ignore, y la empiezan a querer. En el día del maestro le
regalan un televisor y la hacen llorar por única vez en el año.
De todas las profesoras, la más pesada es una vieja charlatana con Alzheimer y olor a polilla, que siempre tiene algún
tipo de anomalía bucal: escupe cuando habla, tiene aliento a viejo, o se le quedan mendicrimes en las comisuras.
Mientras da clase, exaspera a sus alumnos con su cháchara inconexa y sus digresiones. Se va por las ramas y opina sobre
todos los temas, desde videojuegos hasta economía, pero como es una anciana senil, sus alumnos –en vez de odiarla
hasta el vudú- le toman cariño sincero. Sin embargo, ese amor tiene fecha de vencimiento: dura sólo hasta el examen
final, en el que siempre, pero siempre, la vieja sádica toma todo el programa como si alguna vez hubiera dado clase en
serio.
Otra profesora muy arraigada en las universidades y colegios es una suerte de entusiasta negadora, que no quiere
enfrentar que su materia es un cachivache de relleno que no le importa a nadie. En general, dicta una materia práctica y
cuatrimestral (taller, trabajo de campo, actividades prácticas, por ejemplo), que se promociona haciendo un choricito de
plastilina; sin embargo, ella exige clases especiales, lecturas, y monografías, como si su programa fuese la base esencial
de la carrera.
Y eso no es todo. Hay más. La mayoría de las profesoras se visten mal, consumen galletitas Express hasta volverse
celíacas, leen a Felipe Pigna, le dan señaladores con frases conmovedoras a los alumnos que terminan quinto año (o
postercitos con “Desiderata”), organizan colectas de dinero para los regalos de otros profesores (para comprar siempre
un saquito) y todas, pero absolutamente todas, regalan un muñequito de goma eva con un caramelo misky abrochado
para el día de la primavera.