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Olimpíadas. Finales

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Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quien soy, que hago ahí.

Y mientras
salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo
índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades,
complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni
siquiera en un mapa, la voz del Coronel me alcanza como una revelación: -Es mía -dice
simplemente-. Esa mujer es mía.

Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra.
Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.

No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se
fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen
los primeros colegiales.

Mi abuela escribió durante cincuenta años en sus cuadernos de anotar la vida. Escamoteados
por algunos espíritus cómplices. se salvaron milagrosamente de la pira infame donde
perecieron tantos otros papeles de la familia. Los tengo aquí, a mis pies, atados con cintas de
colores, separados por acontecimientos y no por orden cronológico, tal como ella los dejó
antes de irse.

¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de trompetas!


¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron!
Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba al
abismo.

Y lo más extraño es tener de nuevo entre las mías la mano de mi esposa y pensar que la
supuse muerta, como ella me contó también entre las víctimas.

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