5 - Enredos en La Familia
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Enredos en la familia
La evolución humana ya no se explica como una simple cadena lineal de eslabones perdidos. La
ciencia nos revela un entramado más complejo de elementos, con una mayor diversidad entre
especies
JAVIER SAMPEDRO 25 SEP 2016
Esculturas hiperrealistas de homínidos realizadas por Elisabeth Daynès. MUSEO DE LA EVOLUCIÓN HUMANA (BURGOS)
Hace ya siete años que celebramos el 150º aniversario de la publicación de El origen de las
especies, el libro que fundó la biología moderna y la obra de Darwin más importante para los científicos
profesionales. Pero aún nos quedan cinco años para celebrar el 150º aniversario de otro libro de Darwin
que seguramente es mucho más importante para las ciencias sociales, las humanidades y la cultura en
general, El origen del hombre. Porque fue aquí, 12 años después, donde Darwin desarrolló el corolario
más escandaloso y rompedor de la teoría de la evolución: que nuestra especie no tiene nada de especial,
nada que la distinga del gran esquema de las cosas biológicas, ni ninguna relación trascendente con la
divinidad, sino que es una mera variación de nuestros primos los monos, nuestros primos segundos los
mamíferos, y de todas las especies que pueblan este planeta viejo y solitario, nuestro barrio del cosmos.
Curiosamente, y sin que lo supiera Darwin, la primera evidencia de una especie humana
primitiva y extinta se había descubierto tres años antes de la publicación de El origen de las especies. El 9
de septiembre de 1856, una cuadrilla de obreros que excavaba cerca de Düsseldorf extrajo de una cueva
16 huesos fosilizados. Pensaron que eran de un oso, pero tuvieron el atino de llevárselos al maestro de un
pueblo cercano por si fueran de alguna utilidad para la ciencia. Y vaya si lo fueron. El maestro, llamado
Johann Carl Fuhlrott, percibió que los huesos “eran muy antiguos y pertenecían a un ser humano muy
diferente del hombre contemporáneo”. Había descubierto al hombre de Neandertal.
El siglo XX contempló episodios gloriosos en la búsqueda del eslabón perdido, o los estadios
intermedios en la evolución de nuestra especie a partir de sus ancestros simiescos. Y produjo una
narración entrañable de elevación progresiva a los cielos de la consciencia, la inteligencia y la
trascendencia moral que se nos suponen.
Pasando a limpio una crónica algo más farragosa, la sucesión de eslabones perdidos quedó más o
menos así: hace seis millones de años éramos lo mismo que los chimpancés; hace cuatro millones,
evolucionaron los australopitecos (como Lucy), ya bípedos pero todavía con un cerebro de medio litro;
hace dos millones apareció el Homo erectus, que había duplicado su tamaño craneal hasta un litro, usaba
herramientas y fue la primera especie humana en abandonar África; y nuestra especie, el Homo
sapiens, se revelaba como una recién llegada a la gran historia del planeta, con poco más de 100.000
años, casi un litro y medio de cráneo y caracterizada desde sus inicios por herramientas avanzadas y una
cultura no solo innovadora, sino también variable y creativa, cuya representación gráfica inmejorable son
las pinturas rupestres de Altamira y Lascaux.
La ciencia no solo aspira a describir la realidad — esa es la parte aburrida—, sino también a
entenderla. La esperanza de un investigador es que, a medida que se obtienen más datos y se afinan las
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teorías, empiece a vislumbrarse un modelo del mundo cada vez más simple y comprensible. Por
desgracia, este no ha sido el caso de la investigación de la evolución humana en las últimas décadas, y las
cosas no han hecho más que complicarse aún más en los últimos años. Las excavaciones paleontológicas
—de Sudáfrica a Atapuerca— y los espectaculares avances de la genómica han enmarañado el cuadro de
manera sustancial. Pero ese es el mensaje que nos transmite la realidad. La simplicidad y el entendimiento
profundo tendrán que esperar.
Un ejemplo perfecto de complicación inesperada es el hobbit (Homo floresiensis), des-cubierto
en 2004 en la isla de Flores, un reducto poco explorado del sur de Indonesia. Con un metro de estatura y
la capacidad craneal de un australopiteco o un chimpancé, pero lo bastante inteligente como para manejar
herramientas de piedra y, tal vez, haber llegado navegando a la isla, el hombre de Flores —que en
realidad era una mujer— vivió hasta hace solo 18.000 años, y por tanto había coexistido con nuestra
especie durante 20 milenios. El hobbitencajaba en nuestro modelo de la evolución humana tanto como un
burro en un garaje. Y, de hecho, fue recibido con mucha resistencia por la comunidad paleontológica.
En el siglo XIX, cuando Fuhlrott descubrió al hombre de Neandertal, se encontró con una
resistencia parecida. El gran Rudolf Virchow, padre de la teoría celular que constituyó la primera gran
unificación de la biología (“Omnis cellula e cellula”, toda célula proviene de otra), se pegó el gran
batacazo de su carrera al dictaminar que los restos estudiados por Fuhlrott pertenecían en realidad a un
“idiota con artrosis”. Puesto que la evolución no se aceptaba en la época, el mero hecho de que hubiera
existido una especie humana primitiva le parecía un disparate. Como les ha pasado a muchos sabios antes
y después, Virchow se mostró refractario a las evidencias.
La historia se ha repetido con el hobbit, en una especie de homenaje paradójico al planchazo de
Virchow. Un grupo de paleontólogos defendieron desde el principio que se trataba de una mujer con
microcefalia. Las investigaciones recientes, sin embargo, confirman que el cráneo de Flores es una
versión miniaturizada del típico del género Homo, al que pertenecemos los Homo erectus y nosotros. Los
científicos no saben si el hobbit ya era pequeño cuando llegó a la isla o se miniaturizó después de llegar
allí, como ciertamente le ocurrió a un elefante enano que también vivía ahí. Los últimos datos apuntan a
lo segundo, aunque sin encontrar más cráneos la cuestión seguirá abierta.
Tras el “idiota con artrosis” de Virchow y la mujer microcefalica de Flores, viene al pelo una cita
de Darwin: “La ignorancia suele engendrar más confianza que el conocimiento: son quienes conocen
poco, no los que conocen mucho, quienes aseveran de forma tajante que ni tal ni cual problema serán
jamás resueltos por la ciencia”. Darwin lo escribió en El origen del hombre, preparándose para la que sin
duda se le vendría encima. Pero la cita es aplicable a las resistencias científicas que encontraron el
neandertal y el hobbit.
El neandertal y el hobbit comparten otra cualidad: no son ancestros nuestros, sino ramificaciones
independientes de la nuestra. Son la primera indicación —y de ningún modo la última, como veremos—
de que la evolución humana no tiene la forma de una cadena lineal, con un eslabón tras otro ascendiendo
la escalera al cielo. Su forma es más bien la de un arbusto, con una variedad de ramas aquí y allá, con
diversificaciones locales, salidas en falso, callejones sin salida y extinciones frecuentes. Tan frecuentes
que, de hecho, ahora solo quedamos nosotros.
El truco para aceptar esta teoría sin escándalo es percibir que esa forma de arbusto no es ninguna
peculiaridad de la evolución humana. Más bien es la forma general de los procesos evolutivos. Esta es
una idea a la que dedicó media vida el evolucionista neoyorquino Stephen Jay Gould, muerto en 2002.
Darwin insistió en el carácter gradual de la evolución inspirado por su mentor, Charles Lyell, cuya
geología era estrictamente gradual para huir de los diluvios universales de la religión y el catastrofismo de
la cultura popular. Pero la historia geológica del planeta solo es gradual en tiempos de bonanza, y
aparece puntuada por cambios bruscos del entorno, movimientos tectónicos, orgías volcánicas, sequías
desastrosas y hasta impactos de asteroides gigantescos. La vida intenta adaptarse como puede: por eso
seguimos aquí tras 4.000 millones de años.
Un segundo aspecto esencial es que no toda la evolución humana ha ocurrido en África, contra lo
que creíamos hace poco. El hombre de Atapuerca u Homo antecessor, descubierto en el inmenso
yacimiento paleontológico burgalés, es seguramente un buen ejemplo. Arsuaga y sus colegas lo llamaron
preneandertal porque tiene todos los signos de estar evolucionando hacia los rasgos típicos de los
neandertales, y los preceden en el tiempo geológico por unos cientos de miles de años. Es probable por
tanto que los neandertales evolucionaran en Europa, y no salieran ya formados de África.
De hecho, la genómica aporta evidencias incuestionables de ciertas formas de evolución fuera de
África. La lectura del ADN antiguo ha avanzado hasta tal punto que ya es capaz de descubrir una nueva
especie a partir de una falange de un dedo. Así se descubrió hace unos años a los denisovanos, una
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especie coetánea de los neandertales, pero distinta de ellos y que habitaba más bien en Asia que en
Europa. Y, de hecho, los europeos actuales llevan tramos de ADN neandertal; y los asiáticos y habitantes
de las islas del Pacífico llevan tramos de ADN denisovano.
Cuando nuestros
ancestros sapiens salieron
de África, hace algo más
de 50.000 años, esas dos
especies antiguas ya
llevaban cientos de miles
de años adaptándose a las
circunstancias ambienta-
les de Eurasia. Y los
recién llegados se bene-
ficiaron de esos genes
adaptados por una
conocida vía de evolu-
ción rápida. Se llama
sexo.
En fin, una
historia más complicada
de lo esperado, pero
también más interesante,
¿no es cierto?
Cultura Científica 1º Bachillerato
Cuestiones:
1- Según el texto, ¿Cuál es la parte divertida de la ciencia?
5- ¿Por qué se cree que los neandertales aparecieron en Europa y no en África como los
sapiens?
c) La relevancia de su descubrimiento.
7- ¿Qué dato induce a pensar que hubo cruces entre sapiens y neandertales?