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Cristología para La Misión

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Curso de Formación Misionera

CRISTOLOGÍA PARA LA
MISIÓN

AUTOR: Mons. Juan Esquerda Bifet


METODOLOGIA Y DIAGRAMACION: Obras Misionales Pontificias

MP OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS, DE COLOMBIA


MODULO DE CRISTOLOGÍA
TABLA DE CONTENIDO
SINOPSIS 5
INTRODUCCION: HACER DE LA VIDA UN SÍ 7
Primera Unidad: CRISTO, EL HOMBRE ENTRE LOS HOMBRES 11
Presentación 12
1.1 En nuestras circunstancias de lugar y tiempo 13
1.2 Amó con corazón de hombre 15
1.3 Sus huellas en la vida de todo ser humano. 17

Segunda Unidad: CRISTO, EL HIJO DE DIOS HECHO HOMBRE 20


Presentación 21
2.1 Jesús, cercanía y epifanía personal de Dios Amor 22
2.2 El Hijo de Dios murió, resucitó y vive entre nosotros 25
2.3 Dios se hizo hombre por nuestro amor. 28

Tercera Unidad: CRISTO JESÚS, EL SALVADOR DEL MUNDO 32


Presentación 33
3.1 A Cristo se le descubre salvándonos 34
3.2 Cristo salva al hombre en toda su integridad 36
3.3 Cristo hermano, consorte, mediador 39

Ejercicio individual No. 3 42

Trabajo grupal No. 1 42A


Cuarta Unidad: DEL ENCUENTRO CON CRISTO, A LA VIDA NUEVA 42B
Presentación 43
4.1 Encuentro, relación personal, amistad 44
4.2 Seguimiento y opción fundamental 46
4.3 Somos hijos en el Hijo 48

Quinta Unidad: DEL ENCUENTRO CON CRISTO, ALSERVICIO Y A LA MISION 51


Presentación 52
5.1 Compartir y prolongar la misión de Cristo 53
5.2 Ser signo de cómo ama El, ser testigos de su amor 55
5.3 El anuncio del Reino en toda época y a todos los pueblos. 58

Sexta Unidad: CONSTRUIR UNA NUEVA TIERRA AMANDO 61


Presentación 62
6.1 La esperanza cristiana: confianza y tensión. 63
6.2 Transformar el presente histórico en donación. 65
6.3 Hacia una nueva humanidad. 68

Líneas conclusivas. 72
Trabajo Grupal No. 2 75

Documentos y Siglas 76
Orientaciones Bibliográficas 78
MODULO DE CRISTOLOGIA

SINOPSIS

OBJETIVO GENERAL

Conocer los aspectos fundamentales de la persona y misión de Jesús, para comprender la misión de
la Iglesia y nuestra propia misión.

CONTENIDOS

PRIMERA UNIDAD: CRISTO EL HOMBRE ENTRE LOS HOMBRES


1.1 En nuestras circunstancias de lugar y tiempo.
1.2 Amó con corazón de hombre
1.3 Sus huellas en la vida de todo ser humano

SEGUNDA UNIDAD: CRISTO, EL HIJO DE DIOS HECHO HOMBRE

2.1 Jesús, cercanía y epifanía de Dios Amor


2.2 El Hijo de Dios murió, resucitó y vive entre nosotros
2.3 Dios se hizo hombre por nuestro amor

TERCERA UNIDAD: CRISTO JESÚS, EL SALVADOR DEL MUNDO

3.1 A Cristo se le descubre salvándonos


3.2 Cristo salva al hombre en toda su integridad
3.3 Cristo, hermano, consorte, mediador

CUARTA UNIDAD: DEL ENCUENTRO CON CRISTO A LA VIDA NUEVA

4.1 Encuentro, relación personal, amistad


4.2 Seguimiento y opción fundamental
4.3 Somos hijos de Dios

QUINTA UNIDAD: DEL ENCUENTRO CON CRISTO JESÚS, AL SERVICIO DE LA


MISIÓN

5.1 Compartir y prolongar la misión de Cristo


5.2 Ser signo de cómo ama Él, ser testigo de su amor
5.3 El anuncio del Reino en toda época y a todos los pueblos

SEXTA UNIDAD: CONSTRUIR UNA NUEVA TIERRA AMANDO

6.1 La esperanza cristiana: confianza y tensión


6.2 Transformar el presente histórico en donación
6.3 Hacia una nueva humanidad
INTRODUCCIÓN
HACER DE LA VIDA UN "SI"

A Cristo se le conoce amando. Las huellas de su presencia se encuentran en la


vida de cada ser humano, en nuestro propio corazón. Pero El se muestra a
quien abre el corazón al amor: "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn
14,21).

Para descubrir a Cristo en el Evangelio, hay que leer esos retazos de -su vida
desde sus amores y vivencias. El Evangelio sigue aconteciendo hoy y, mientras
lo leemos o meditamos, el Señor se deja ver y entender, aunque sea en la
oscuridad de la fe: (Jn 6,20).

Viviendo nuestra propia vida con el corazón abierto al amor, descubrimos el


sentido del Evangelio. Lo que aconteció hace veinte siglos, cuando Jesús vivía
en carne mortal, sigue aconteciendo ahora en que Cristo vive resucitado y se
nos manifiesta bajo los signos pobres del hermano. A Cristo le descubrimos
cuando hacemos que nuestra vida se abra al “Sí” de la donación a Dios y a los
hermanos.

Propiamente es Cristo quien hace posible que nuestra vida se transforme en un


"sí" de donación. Pero quiere que nuestro "sí" sea plenamente libre. Por esto su
presencia nos parece "ausencia". Cristo no fuerza ni violenta nuestro "sí", sino
que lo hace posible dejándose encontrar en el pozo de nuestras cisternas
agrietadas, para ofrecernos el "agua viva" y el "don de Dios" (Jn 4, 10).

Cuando uno habla o escribe sobre Cristo, sobre su Persona y su mensaje, refleja
su propia relación con Cristo. No se puede hacer "cristología" verdadera en
abstracto. Quien ha encontrado a Cristo de verdad, le acepta tal como es.
Conocer a Cristo es una dinámica de encuentro, de relación personal, de amistad,
de respeto y contemplación de su misterio; es compromiso de compartir con El su
vida y su misión. A Cristo se le descubre escondido en las páginas evangélicas y
en la vida, cuando se ha aprendido la actitud del "discípulo amado" de reclinar la
cabeza sobre su corazón (cf. Jn 13,23-25). "Nadie puede percibir el significado del
Evangelio (de Juan) si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y
no ha recibido de Jesús a María como Madre" (Orígenes; cf. Rm 23).

Solamente cuando se acepta a Cristo tal como es, hombre entre los hombres,
Hijo de Dios y Salvador, se comienza a descubrir el sentido profundo de la vida y de
la historia humana. Sin Él, el hombre camina a tientas y sobre ensayos
vulnerables.

"En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
Encarnado... Cristo manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le
descubre la sublimidad de la vocación" (GS 22).
Los que han encontrado a Cristo, como Pedro, Juan y Pablo, nos lo han
presentado como portador de 'Palabras de vida eterna" (Jn 6,68), "por
quien todo ha sido creado" (Jn 1,3), "en quien todo subsiste" (Col 1,1 7). Pero
siempre es "Jesús de Nazaret" (Jn 1,45), "el Salvador del mundo" (Jn 4,42),
porque "murió (fue entregado) por nuestros pecados y resucitó por nuestra
justificación" (Rom 4,25). Quien encuentra a Cristo se convierte en apóstol
suyo: "Nosotros somos testigos" (Act 2,32); "hemos encontrado a Jesús, hijo de
José, de Nazaret" (Jn 1,45).

Viviendo en sintonía con Cristo, teniendo "sus mismos sentimientos" (Fil 2,5), el
Señor manifiesta sin recortes su realidad de Salvador, porque es perfecto Dios y
perfecto hombre. Conocer el "misterio" de Cristo equivale a sintonizar con su
"caridad que supera toda ciencia" (El 3,19). Todo lo demás sería "basura" (Fil
3,8), si no se orientara hacia "la insondable riqueza de Cristo" (Ef 3,8).

La carta a los Hebreos nos cuenta la interioridad de Cristo, en el primer momento


de tomar conciencia de su ser de Hijo de Dios hecho nuestro hermano. Fue el
día de la encarnación, en el seno de María, bajo la acción del Espíritu Santo.
En este primer momento, Cristo está unido, como Salvador, a cada ser humano
(GS 22). Con carne de nuestra carne, tomada de María por obra del Espíritu Santo,
el Hijo de Dios empieza su existir humano haciendo de su vida un "sí": “Entrando
en este mundo dice:... 'Heme aquí que vengo para hacer tu voluntad"' (Heb 10,5-
7). Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, pudo decir al Padre estas palabras
"gracias al 'fiat' virginal y materno" de María (MD 19). Este será el "sí'' de Jesús al
Padre (Lc 10,21), como tono permanente de su vida y de la vida de los suyos.

Cristo es el "sí" de Dios al hombre, porque es el "don de Dios" al hombre. Pero


es también el "sí" del hombre a Dios; es nuestro "amén", nuestro principio y
fin, "alfa y omega" (Apoc 1, 7-8). Por El ya podemos hacer de la vida un "sí":
"por El decimos amen para gloria de Dios" (2 Cor 1,20 cf. Heb.13,15; Apoc
22,20).

En el seno de María tuvo lugar este "sí" de Cristo a los hombres de parte de
Dios y a Dios de parte de los hombres. Dios quiso el "sí" de María, haciéndola
figura de la Iglesia y de toda la comunidad humana. "Dios inicia en ella, con su
'fiat' materno, una nueva alianza con la humanidad" (MD 19). Ella es la Virgen de
nuestro "sí": "A partir del 'fiat' de la humilde esclava del Señor, la humanidad
comienza su retorno a Dios” (Mc 28).

María, haciendo de su vida un "sí", ha tenido experiencia única de la encarnación


y de la redención de Cristo. Viviendo en "comunión de vida" con ella (AM 45),
Cristo nos comunicará también algo de esta experiencia de fe. Porque en María
Madre descubrimos a Cristo hombre; en María Virgen descubrimos a Cristo Hijo
de Dios nacido por obra del Espíritu Santo; en el "si" de María, asociada a Cristo,
descubrimos que Cristo es el Salvador que salva al hombre por medio del mismo
hombre.

Recibir a Cristo tal como es, equivale a la actitud bíblica de San José,
esposo virginal de María: "Toma al Niño y a su Madre" (Mt 2,13). La figura de
José ayuda a encontrar la propia identidad en el seguimiento de Cristo como
donación esponsal a sus designios salvíficos. Por esto, "reflexionar sobre la
participación del esposo de María en el misterio Divino consentirá a la Iglesia
encontrar continuamente su identidad en el ámbito del designio redentor, que
tiene su fundamento en el misterio de la encarnación" (RC 1).

La Iglesia, desde la Pascua, vive los Evangelios haciendo de la vida de Cristo, por
medio de la fe, retazos de su propia vida. Por esto los Evangelios son, al mismo
tiempo, historia de Cristo e historia de la fe de una Iglesia que ya vive de la
Pascua. Lo que sucedió en la vida mortal de Cristo, como historia de salvación,
sigue sucediendo en la historia eclesial.

Los mismos Evangelios, como narración objetiva de los hechos y dichos de


Jesús (Act 1,1), siguen aconteciendo, con la misma fuerza salvífica y en
diferentes coordenadas de lugar y tiempo. La Escritura tiene una unidad
armónica, que se deja entender en la tradición viva de la Iglesia y en la analogía
de la fe. Pero a Cristo se le capta sólo por la fe, que es don de Dios (cf. Jn
6,65). La fe en Cristo se fundamenta en la predicación apostólica (Lc 10,16; Ef
2,20).

La Iglesia se hace "solidaria del género humano y de su historia" (GS 1), en la


medida en que viva el misterio de la encarnación como unión con Cristo que
espera escondido en cada ser humano. Los creyentes que viven así el
misterio de la Iglesia, como misterio de Cristo prolongado en el tiempo, se
convierten en "expertos en humanidad y contemplativos enamorados de Dios"
(Juan Pablo ll).

Conocer a Cristo equivale a amarle, a partir de una relación personal con Él para
vivir de Él y para dejarse guiar por sus criterios, escala de valores y actitudes
fundamentales. A Cristo se le descubre desde su interioridad: desde su relación
de donación al Padre en el amor del Espíritu Santo, y desde su amor a todo
ser humano viviendo la historia de cada hermano desde dentro, como
consorte, esposo y protagonista.

La figura de Cristo, que nos describen los Evangelios, se nos hace


acontecimiento salvífico y experiencia de fe, que se traduce en la actitud de
las bienaventuranzas y del mandato del amor, para hacer de la vida un "sí", en el
caminar de todos los días, como existencia "escondida con Cristo en Dios" (Col
3,3).

El misterio de la vida humana comienza a descifrarse a la luz y en la vivencia


del misterio de Cristo, con tal que se te acepte tal como es. Cristo, viviendo
nuestras mismas circunstancias humanas, deja entrever su realidad de Hijo de
Dios hecho nuestro hermano y Salvador. Si escuchamos su voz cariñosa, con
nuestro corazón abierto de par en par, se nos hará luz, gracia, camino, verdad
y vida: "SOY YO"...
PRIMERA UNIDAD

CRISTO, EL HOMBRE
ENTRE LOS HOMBRES

Presentación

1.1 En nuestras circunstancias de lugar y tiempo


1.2 Amó con corazón de hombre
1.3 Sus huellas en la vida de todo ser humano
Presentación:

“Así os he amado yo"

Cada paso y cada gesto de la vida de Jesús son una expresión de su cercanía a todo
ser humano. El Evangelio acontece hoy, cuando uno de nosotros lo escucha, lo
lee, lo medita, lo proclama.

La vida mortal de Jesús estuvo encuadrada en unas circunstancias de lugar y


de tiempo. Pero el Señor trasciende ahora estas coordenadas, para llegar a cada
persona concreta. El Evangelio sigue siendo palabra siempre viva y siempre joven.
"Dichosos los que sin ver han creído" (Jn 20,29).

Jesús amó con corazón de hombre, con sentimientos de gozo y de dolor, de


entusiasmo y de limitación, acompañando la vida de cada ser humano como
parte de su propia existencia. Su amor sigue siendo hoy, aquí y ahora: "Soy
ya".

Quien lee el Evangelio hoy y capta su realidad más honda, encuentra las huellas de
Cristo en la propia vida y en la de cada hermano. Aquello que narra el
Evangelio aconteció en unas coordenadas geográficas e históricas, pero también
sigue aconteciendo en cada época humana y en cada rincón de nuestro mundo.

Para descubrir esta realidad de fe, basta reconocer la propia realidad limitada
donde Cristo nos espera, porque a Cristo se le encuentra amándonos en la
propia pobreza y limitación. Este sigue siendo el desafío del Evangelio en nuestra
vida concreta personal, comunitaria, histórica y sociológica. "Estos signos
concretos fueron escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios,
y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20,31).
1.1 En nuestras circunstancias de lugar y tiempo

En cada página del Evangelio aparece la realidad humana de Jesús, nuestro


hermano y amigo, protagonista de nuestro caminar, que comparte en todo
nuestra existencia "menos en el pecado" (Hb 4,15). Su amor, manifestado en
unas circunstancias de lugar y tiempo, sigue siendo un amor de aquí y ahora. Le
sorprendemos cansado de andar y sentado sobre el brocal de un pozo (Jn 4,6),
hambriento (Mc 10,12), sediento (Jn 4,7), dormido en una barca (Mt 8,24)...
A Jesús le encontramos en un período concreto de la historia humana. El edicto
de una autoridad romana obligó a sus padres a emigrar de Nazaret a Belén (Lc
2,1-5). Jesús niño fue exiliado a Egipto por un capricho de un tirano (Mt 2,13-23).
En el corto período de su vida terrena (unos 33 años) aparecen nombres de
lugares, que hoy son conocidos de todos: Nazaret, Belén, Galilea, Judea,
Genesaret, Jerusalén, Getsemaní, Gólgota {Calvario)... Y hasta en el credo que
recitamos frecuentemente aparece el nombre de quien le condenó a muerte:
"padeció bajo el poder de Poncio Pilato"... Jesús pertenece definitivam en t e a
n uestra historia. Jesús se llamó a sí mismo "hijo del hombre" (Jn 1,51; Mt
8,21; cf. Dan 7,13), como indicando que su condición de Hijo de Dios no le
impedía ser perfectamente hombre, sometido a la humillación, al dolor, a la
debilidad y a la misma muerte. Sólo será glorificado y reconocido como Hijo de
Dios, cuando hayan descubierto en El su condición de siervo de todos, que "da
su vida en rescate (o redención) por todos" (Mc 10,45).

Esta cercanía de Jesús al hombre concreto se convierte para él en sintonía,


comprensión y solidaridad total. Ante una muchedumbre que escuchaba con
admiración su mensaje y que esperaba con ansia su acción salvífica, Jesús
"se estremeció de compasión, porque estaban fatigados y decaídos como
ovejas sin pastor" (Mt 9,36). Cada uno de aquellos enfermos, pobres y
pecadores eran parte de su mismo ser. Hoy, en cada hermano y desde cada
hermano necesitado, Jesús, sigue diciendo: "tuve hambre... tuve sed... estuve
enfermo..." (Mt 25, 35-36).

Esta vivencia de nuestra vida, como suya propia, se cobró un precio muy alto.
Porque Cristo experimentó nuestras limitaciones, salvo el desorden y el
pecado. "Fue tentado" (Lc 4,1-13), sintió "miedo y angustia" ante la realidad
de una muerte infame (Mc 14,33-34) y experimentó (sin disminuir su actitud de
filial, abandono) un sentimiento de "ausencia" en el momento de dar su vida
por amor nuestro en la cruz (Mc 15,34).
Jesús vivió su vida terrena momento por momento, a la sorpresa de Dios.
Desde el primer instante tenía conciencia de ser Hijo de Dios (Lc 2,40 y 49);
pero esta realidad y vivencia no impidió un crecimiento en su conocer humano
y en su actuar espiritual (Lc 2,52). Nos amó hasta experimentar nuestras
limitaciones (no el pecado y el error); pero esta experiencia era en El una
donación total y filial a la voluntad salvífica de su Padre (conocido y amado
profundamente) y una donación esponsal a cada uno de nosotros. Por esto
puede vivir ahora nuestra propia existencia como desde dentro, dejando oír su
voz y sentir su presencia desde cualquier tempestad humana. "Soy yo" (Jn
6,20).

De esta vivencia suya de "pobreza" nace nuestra salvación: "siendo rico, se


hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza" (2
Cor 8,9). Haciéndose "indefenso" ante los poderes y atropellos humanos, vence
el mal y el pecado en su raíz. Careciendo de credenciales y poderes humanos,
dejó de lado títulos, honores y ventajas mundanas, para anunciar que "el
hombre vale más por lo que es, que por lo que tiene" (GS 35). De este
modo descubre el misterio del hombre, como "la única creatura a quien Dios ha
amado por sí mismo", y a quien ha capacitado para "encontrar su propia
plenitud en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24).

El misterio del hombre aparece amasado de miseria y grandeza, resolviéndose


finalmente en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. El poder divino se muestra
en la humillación de Jesús, para indicar que el sentirse amado y el decidirse a
amar da inicio a la verdadera y definitiva historia del hombre.

Jesús, viviendo en nuestras circunstancias para transformarlas en donación, se


sintió siempre libre para predicar el mensaje evangélico. Su entrega apasionada
a Dios y a los hermanos muestra esta libertad del amor, que interpela al
hombre para liberarlo desde lo más hondo de su ser.

Jesús no se encasilla en ningún sistema, de ninguna época, porque ama


hondamente a cada ser humano respetando sus opciones opinables. Por esto
puede salvar lo bueno y denunciar lo malo de cada época, institución y
cultura. Y también por esto muchos le seguirán incondicionalmente, mientas
otros le acusarán de "amigo de publicanos y pecadores" (Mt 11,19), bebedor,
seductor, incumplidor de la ley... Pero Jesús ha venido para "dar testimonio de la
verdad" (Jn 18,37). Su vida es anuncio de la verdad amando hondamente a ;os
mismos que no la aceptaron.

Jesús sigue hoy dialogando con nosotros para introducirnos en su intimidad y en


sus amores. A través de su mensaje evangélico, le descubrimos a II mismo,
como a través de retazos de vida suya y nuestra. Cuando leemos sus Evangelios,
lo sentimos cercano, como manifestando su sed y despertando en nosotros la
sed de "agua viva" y de "don de Dios" (Jn 4,10-11). Jesús se identifica con su
mensaje para entrar en nuestro corazón y orientarnos definitivamente hacia el
amor.

Dirigiendo su palabra, entonces y ahora, a los que se sienten pobres. Jesús


habla de lo que Él ha experimentado en las mismas circunstancias cotidianas
de nuestro existir. El sigue perteneciendo a nuestro ambiente y nos hace
vislumbrar el amor de nuestro Padre Dios en las flores, en las hierbas del
campo y en los objetos del hogar. El ha visto y usado puertas, llaves e
instrumentos de trabajo. Nos habla de remiendos, odres viejos y nuevos, pan y
vino, agua, harina, fuentes, casas y plazas.

El "carpintero" de Nazaret (Me 6,3) vivió en una sociedad básicamente parecida


a la nuestra, de campesinos, pescadores, mercaderes, pastores, cobradores de
impuestos, patronos y obreros, ricos y pobres, gobernantes y súbditos, niños que
corretean por las calles, médicos y enfermos, jueces y ladrones, jóvenes que

marchan de casa, esposos fieles e infieles... Son los detalles de sus maravillosas
parábolas, como retazos de su propia vida injertada en la nuestra. Jesús
quiso vivir todo esto también en la intimidad de la vida familiar con María y José,
como indicando las líneas de nuestra colaboración a su obra salvífica. "Gracias a
su banco de trabajo sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el
trabajo humano al misterio de la redención" (RC 22).

Jesús habla desde nuestra realidad vivida por dentro, para ayudarnos a ver las
cosas con sus mismos ojos y a vivirlas con su mismo corazón. Los detalles
evangélicos hacen vibrar nuestro corazón al unísono con el suyo, y nos ayudan
a ver su rostro en el rostro de cada hermano: "Soy yo..."

Este es Jesús, "el Hijo de María" (Mc 6,3), a quien también llamaban "Hijo de
José de Nazaret" (Jn 1,45; Lc 4,22). En la maternidad verdadera de María
Virgen, comprendemos que Jesús, el Hijo de Dios, es verdadero hombre,
"nacido de mujer" (Gal 4,4).

Toda la vida de Jesús se mueve en una sola dirección: vivir nuestras cir-
cunstancias para darse a sí mismo. Sus pasos, gestos y palabras están
orientados hacia su donación, que inicia el día de la encarnación en el seno
de María (Hb 10,5-7) y culmina en la "cruz" como "abandono" filial en las manos
providentes del Padre para nuestra salvación. Vivió y murió amándonos, para
hacernos ver que la vida es hermosa y que vale la pena vivirla, porque Dios es
bueno.

1.2 Amó con corazón de hombre

El misterio del hombre se descubre captando los amores de Cristo por todo
ser humano. El Señor conoce a cada hombre amándolo tal como es (Jn 2,25).
"El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (GS
22).

Cristo, "trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró
con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre", viviendo en sintonía
con las preocupaciones de cada uno de nosotros, "unido en cierto modo con
todo hombre" (GS 22). Los latidos de su corazón todavía se pueden percibir
hoy en cada palabra del Evangelio, cuando uno escucha con actitud de
"discípulo amado", que "reclinó la cabeza sobre el pecho de Jesús" (Jn 13,23-
24).
De todo cristiano y de toda comunidad eclesial habría que decir que es un eco
de los amores de Cristo: "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo" (GS 1). Esta actitud cristiana se hace posible entrenándola
todos los días en el encuentro personal con Cristo.

Basta con abrir cualquier página del Evangelio para encontrarnos con los amores
de Cristo: "tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias" (Mt 8,17;
Cs 53,4): "se compadeció de ellos y curó a todos sus enfermos" (Mt 14,14),
Porque Cristo vino para solidarizarse con toda persona que sufre: "El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres" (Lc 4,18; cf.
7,22); "pasó haciendo el bien" (Act 10,38).

El estilo humano del amor de Cristo está amasado de ternura y fortaleza. Se


admira de toda cosa buena, siente compasión por los que sufren, se indigna
ante los atropellos, siente debilidad natural cuando afronta valerosamente e;
dolor, llora de pena ante una desgracia o un pecado, se entusiasma, alaba los
gestos de virtud, es comprensivo y exigente, tierno y cariñoso, sincero y
alentador... Son sentimientos que apuntan siempre al gozo de la esperanza.

Los sentimientos de Jesús afloran en los detalles de las parábolas, que El


mismo elaboró pensando en cada uno de nosotros y amándonos a cada uno
de modo irrepetible. Son los sentimientos indescriptibles de un pastor que
cuida cariñosamente a sus ovejas (Jn 10,1 ss) o que busca sin descanso
hasta encontrar a su oveja perdida, así como los sentimientos de una esposa
que logra encontrar sus arras de la boda, o los sentimientos de un padre que
finalmente puede abrazar al hijo escapado de casa (cf Lc 15).

Las palabras que brotan de sus, labios van dirigidas a todos y a cada uno,
como palabras nacidas de un amor eterno y permanente que se concreta en
cada ser humano: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo
os aliviaré" (Mt 11,28); "tengo compasión" (Mt 15,32); "tengo otras ovejas"
(Jn 10,16), "¿quieres curar?" (Jn 5,6); "queda limpio" (Lc 5,13), "tu fe te ha
salvado" (Lc 17,19). Son siempre palabras nacidas de un corazón que se olvida
de sí mismo y aguanta cualquier contratiempo para poder hacer un bien a la
persona amada: "aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt 11,29).

La radicalidad de su amor se conjuga con su ternura y sus detalles de amigo, que


declara su amor (Jn 15,9) a quienes conoce como débiles y quebradizos (Jn
13.18; 15,4-5). Jesús ama a todos y da todo, porque El es bueno, la misma
bondad (Mc 10,18). Sus preferencias son para los que no tienen voz, los niños,
los pobres (Mt 10,14).

El de Jesús es un amor que va mucho más allá de las manifestaciones


externas y temporales (Jn 17,23.26). Y quiere conseguir que todo corazón
humano quede cautivado por el amor del Padre, que se manifiesta en cada
creatura: el sol, las flores, los pájaros, la hierbecita del campo..., todo nos
habla de nuestro Padre, el buen Dios (Mt 6,25-34), que "hace salir su sol sobre
buenos y malos" (Mt 5,45). Toda la vida y todo el mensaje de Jesús se podría
resumir en esta afirmación suya: "el Padre os ama" (Jn16, 27).

El amor de Cristo es una llamada a hacer de la vida un "si", una donación. Su


amor interpela al hombre para que, sintiéndose amado, se haga capaz de
amar a todos los hermanos. El misterio del hombre se descifra en Cristo, el
hombre entre los hombres, que hace de su propia vida un servicio de
donación (Jn 13,1216). Jesús habla de hombre a hombre, de corazón a
corazón, como para decir que el amor tiene una sola regla: darse totalmente.

Jesús ama todo lo humano, todas las realidades terrenas, en su aspecto


individual y social, político y cultural. Jesús amó a su patria chica, Nazaret y a la
capital de Palestina, Jerusalén (Lc 19,41). Es un amor autentico, que respeta,
corrige, ayuda e invita a dar un salto al infinito, es decir, hacia los planes
salvíficos de Dios sobre el hombre y sobre el mundo (Jn 3,1617). Las cosas e
instituciones que Jesús ama no se convierten en ¡dolo y en valores absolutos,
sino en servicio a los hermanos (Mc 2,27).

Los actos religiosos fundamentales (oración, sacrificio, ayuno, limosna), son, para
Jesús, una expresión del amor a Dios y a los hermanos: relación filial con Dios
(oración), ofrecimiento de una vida transformada en caridad (sacrificio),
esfuerzo por orientar la propia existencia según el amor (ayuno, penitencia),
sintonía con los hermanos que sufren (limosna) (Cf. Mt 5,23;.6,1-24).

Cristo se dio a todos y del todo, para renovarnos a todos en El. Es pan de vida"
(Jn 6,35.48), hombre comido, porque no solamente comparte sus cosas, sino
que principalmente se da a sí mismo. En este amor se encontrará solo (Lc 22,41 -
46) y no aceptado (Lc 23,18-25). Pero Jesús, por amor nuestro, siguió la
voluntad del Padre aún en el modo de darse a los hermanos.

Este modo de amar del corazón de Cristo muestra el rostro de Dios Amor,
pero también nos indica que ese rostro resplandece ya en el rostro de todo
hermano. La cercanía de Jesús a todo ser humano, con una preferencia no
excluyente ni exclusiva por el más débil, es el modo de amar característico de
Dios hecho hombre. Dios, que nos creó de la nada, se acerca ahora, por
Cristo, a nuestra nada para vivirla desde dentro y para llenarla del todo con su
amor: "Soy yo".

1.3 Sus huellas en la vida de todo ser humano

El Evangelio sigue aconteciendo cuando hoy lo leemos, escuchamos,


meditamos o anunciamos, Cristo ha ce sentir en nuestro corazón que su palabra
es todavía joven, como recién salida de sus labios": "Soy yo" Jesús, "cansado del
camino", se sentó un día sobre el brocal del pozo de Sicar (Jn 4,6). En nuestro
"pozo" donde vamos a buscar felicidad y bienestar, Jesús se deja entrever co-
mo ''camino, verdad y vida" (Jn 14,6) A nosotros nos pasa como a los dos
discípulos que caminaban hacia Emaús: sintieron que "su corazón ardía"
cuando Jesús les habló en el camino, sin saber todavía que era El (Lc 24,32).

Durante veinte siglos, innumerables seres humanos han encontrado a Cristo


que les esperaba en un recodo de su propio camino. El sigue dejando sus
huellas en nuestro caminar, y estas huellas se descubren que son suyas cuando
leemos el Evangelio sin defensas en el corazón. El encuentro con Cristo se
inicia en la realidad concreta: la que El vivió pensando en nosotros y
amándonos hondamente, y la que nosotros vivimos ahora. En el fondo es la
misma realidad, porque el Evangelio sigue aconteciendo en nuestras vidas.

Al leer o escuchar el Evangelio, nadie queda indiferente. El Señor deja siempre


una huella imborrable de su amor. Será difícil encontrar una explicación a este
hecho que han experimentado innumerables creyentes en el decurso de la
historia. Es verdad que muchos hombres siguen rechazando a Cristo después de
leer el Evangelio; pero ese mismo rechazo es una señal de que Cristo ha dejado
su huella de amor que urge a un cambio profundo.

En la historia de cada ser humano hay huellas imborrables de un paso de


Cristo, porque El sigue "haciendo el bien" (Act 10,38). Se necesita tener los
ojos limpios para descubrir entre la niebla su presencia activa y amorosa: "es
el Señor" (Jn 21,7). Los detalles del Buen Pastor, que llama por el nombre,
guía, defiende, conoce amando y da la vida, son una realidad en la vida de
cada persona humana (Jn 10,1-18). Aún cuando se trato de una sola oveja
perdida, el Buen Pastor deja sentir una búsqueda infatigable que nace de su
amor sin límites (Lc 15,1-7).

Cuando Jesús envió a sus apóstoles les dictó el mensaje que habían de
anunciar: "el Reino de Dios está cerca" (Mi 10,7). Esta cercanía de Cristo es
actual, porque sigue interpelando para un encuentro vivencial con Él y para un
profundo cambio de vida.

Un personaje del pasado puede convertirse en un adorno, un estímulo, un ídolo


o un "quita y pon". Pero no es posible hacer de Jesús un personaje así. La
lectura y la escucha de! Evangelio dejan una huella que dura toda la vida. El
corazón ya no puede vivir en paz hasta haber entablado con Cristo una
relación personal vivencial y comprometida.

En las circunstancias de cada día, como las que describe el Evangelio, el


Padre nos sigue presentando a su Hijo como escondido en "una nube
luminosa" (Mt 17,5). Dios "nos habla por su Hijo" (Hb 1,2) en los acontecimientos
leídos a la luz del Evangelio. Es allí donde oímos una invitación que es siempre
actual: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias,
escuchadle" (Mt 17,5). Hay que decidirse a entrar en esa "nube luminosa" de la
fe, que ilumina y da sentido a nuestra vida.
Leyendo el Evangelio con el corazón abierto, el creyente descubre cada vez
más que Jesús vive la historia de cada ser humano desde dentro, como parte
de su misma biografía. A Jesús, nada ni nadie le es indiferente (Mt 8,17).

El encuentro con Cristo, en el Evangelio y en la vida cotidiana, libera las


potencialidades del corazón humano para transformar la vida en donación, a
imagen de Dios Amor. Jesús cree en la capacidad de cada hombre para
cambiar y para realizarse amando.

El hombre busca siempre la verdad y el bien; cuando por limitación o por culpa
propia, confunde la verdad con el error y el bien con el mal, entonces Jesús deja
sentir su amor compasivo que sana toda dolencia y que restaura sin humillar (Mt
15,30-32). Jesús mismo se ofrece como luz que disipa todo error (Jn 8,12) y
como savia de una vid que comunica a los sarmientos una vida nueva y
fructífera (Jn 15,4-5).

En todo corazón humano, en cada cultura y en cada pueblo, existe ya una


cierta orientación y tensión hacia Cristo (Jn 1,9). Todo ser humano necesita y
quiere "ver a Jesús" (Jn 12,20-22). Esta orientación es una llamada
sembrada por la iniciativa de Dios (Jn 6,44). Pero el Señor se deja ver sólo de
quien abre el corazón a! amor (Jn 5,39-42).

El modo como Jesús se inserta en nuestra realidad es el de amar al hombre tal


como es, para hacerle recuperar su rostro primitivo, en el que se reflejaba el
rostro de Dios Amor, Por esto, su inserción en el ambiente histórico y
sociológico humano es "encarnación" y cercanía plenamente libre, que hace
hombres libres (Jn 8,32).

Desde cada palabra evangélica, en relación a nuestras circunstancias


cotidianas, Jesús se deja entrever de todos cuantos quieren purificar el corazón
orientándolo hacia el amor: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios" (Mt 5,8); "si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn
14,21).

El camino más sencillo para descubrir las huellas de Cristo en nuestra propia
vida, es el de intentar descubrir esas mismas huellas en la vida de cada
hermano (Mt 25,34-40). El pan y el vino que Cristo transforma en su cuerpo y
en su sangre, han sido primero granitos de trigo y de uva, que representan
los retazos de vida de cada ser humano. El cuerpo místico de Cristo se
construye a partir de estas huellas que el Señor va dejando en el caminar
común de toda la familia humana. Porque sus huellas ya se identifican con
las nuestras. Este caminar común, de Cristo y nuestro, en unión con todos los
hermanos, construye la existencia haciendo de la vida un "sí"

La mirada de Cristo se vislumbra en todos los fragmentos evangélicos,


atravesando el tiempo y el espacio. Es mirada amorosa que invita a un
seguimiento incondicional (Mt 19,21) y a un cambio de actitud (como cuando miró
a Pedro). Es mirada que no hiere ni humilla. Dejarse mirar por El equivale a
abrirle el corazón para que sane toda nuestra existencia personal y
comunitaria: "Señor, que vea" (Lc 18,41); "si quieres, puedes curarme" (Lc
5,12); "no tengo a nadie" (Jn 5,7); "el que amas está enfermo" (Jn 11,3); "¿a
quién iremos?" (Jn 6,68)...

Cristo necesita de nuestro ser para transformarlo en huella suya y en signo de


su presencia para la salvación de otros hermanos. Nuestras palabras de
aliento, nuestra serenidad, colaboración y servicio pueden ser huella de
Cristo, que invita a nuestros hermanos a encontrarse con Él, La vida es
hermosa cuando es transparencia de Cristo que sigue amando a todos y a cada
uno. El saludo sencillo de María a Isabel fue instrumento de una vida nueva en
Cristo y en el Espíritu para el futuro precursor (Lc 1,15 y 41). Un "sí" de
comunión y sintonía es siempre reflejo de Dios Amor.

EJERCICIO INDIVIDUAL Nro. 1

1. Escriba tres citas bíblicas con las cuales pueda respaldar la


afirmación “Jesús amó con corazón de hombre".

2. Jesús se hizo hombre. Vivió nuestras circunstancias para


transformarlas en donación. ¿Cómo debe vivir un misionero esa actitud de
Jesús?

3. Con base en citas bíblicas, elabore una biografía de Jesús.


SEGUNDA UNIDAD

CRISTO, EL HIJO DE
DIOS HECHO HOMBRE

Presentación

2.1 Jesús, cercanía y epifanía personal de Dios Amor


2.2 El Hijo de Dios murió y vive entre nosotros
2.3 Dios se hizo hombre por amor nuestro
Presentación:

"Así ama Dios"

Cristo, a través de sus acciones y palabras, dejó entrever siempre un más


allá”; como un "indicio" de su misterio. En su amor descubrimos un amor trascendente
de Dios, que ha enviado a su Hijo para la salvación del mundo: "De tal manera amó
Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito" (Jn 3,14).

La cercanía de Cristo a cada hombre, para llamarlo por su propio nombre, indica
una cercanía peculiar de Dios. Sólo Dios puede irrumpir así, como Jesús, en
todas las circunstancias de la vida del hombre, sin herir su autonomía. Ningún
ser humano en la historia se ha atrevido a decir lo que Jesús ha dicho de sí
mismo: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9). Su vida de autenticidad, de
humildad y de bondad, es garantía de verdad.

Sólo Dios puede amar así. Porque Jesús se dio a sí mismo por completo, sin
pertenecerse y a modo de consorte y protagonista de la vida de cada ser humano.
En todas las religiones y especialmente en el Antiguo Testamento, se vislumbra un
Dios que quiere vivir entre los hombres. Pero en Jesús encontramos a Dios hecho
hombre, nuestro hermano, el "Emmanuel" o Dios con nosotros de las antiguas
promesas (cf Is 7,14; Mi 1,23).

En Jesús, Dios tiene rostro humano, como "imagen de Dios invisible, primogénito de
toda criatura" (Col 1,15). La cercanía del buen samaritano, según la parábola de
Jesús, va más allá de los cálculos humanos (Lc 10,30- 37). Esa bondad inesperada,
que sana, perdona y restaura, no puede ser otra que la del Hijo de Dios, que ha venido
a establecer su "shekináh" o tienda de caminante entre nosotros (Jn 1, 14, Ex 33,7).
A través de sus gestos, Jesús deja entrever su condición de Hijo de Dios: "Soy ya".

Jesús vive su realidad de Dios hecho hombre, con el gozo de poder comprender y
compartir nuestra misma realidad, amándonos con sentimientos humanos, para
hacernos partícipes de su filiación divina y de su misma actitud filial, hasta poder decir
con Él y como Él: “! Abba, Padre!” (Mt 6,9; Lc 11;2; Gal 4,6).

2.1 Jesús, cercanía personal' de Dios amor

A Cristo no se le puede comprender si no es desde sus amores y vivencias,


manifestadas en una continua donación. El Buen Pastor y si buen samaritano,
como parábolas descritas por el mismo Jesús, son retazos de su propia biografía.
Pero esta donación tan original comenzó en la eternidad.

La pro-existencia de Jesús (ser para los demás) deja entrever su pre-existencia


(ser eternamente en Dios). El Verbo o Palabra de Dios, que se ha enraizado en
nuestra historia (Jn 1,14), estaba eternamente "junto a Dios", como expresión
personal del Padre en el amor del Espíritu Santo (J n 1,1-2). No es sólo un
"proyecto" divino de salvación, sino el mismo Dios.

Jesús, amando plenamente como hombre, se da a conocer El tal como es Su


modo de amar es peculiar: se da totalmente a sí mismo, sin pertenecerse, como
consorte o protagonista (esposo), que corre nuestra misma suerte. El mensaje
de Belén es una muestra de una realidad permanente en todo el Evangelio de Je-
sús "Esto tendréis por señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado
en un pesebre" (Lc 2,12; Is 9,6). Los signos "pobres" de la humanidad de Jesús
dejan entrever su divinidad.

Jesús no tiene nada más que a sí mismo para darse. Y este es el significado
profundo de Belén, Nazaret, Calvario, signos de Iglesia, Eucaristía, signos pobres
del hermano... A través de su humildad "humillada" (Fil 2,7), "hemos visto su
gloria, gloria de Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).
Este su modo original de amar muestra el rostro de Dios Amor.

Al leer el Evangelio, algunos no ven más que acontecimientos ya pasados, otros


descubren una figura histórica extraordinaria, y no faltan quienes dicen encontrar
material para elaborar teorías nuevas sobre las ciencias religiosas... Pero
Jesús, desde esos signos pobres, sigue examinándonos de amor: "¿quién di-
cen los hombres que es el hijo del hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy?"
(Mt 16,13-15). Se necesita la fe de Pedro, la mirada contemplativa de Juan y el
corazón enamorado _de Pablo, para afirmar: "Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo" (Mt 16,16); "es el Señor" (Jn 21-7); "es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda creatura, porque por medio de Él fueron creadas todas las co-
sas... todo fue creado por El y para El" (Col 1,15-17).

Sólo a partir de esta realidad completa de Jesús, podemos comprender su plena


cercanía de hermano, que hace de cada ser humano una parte de su ser, un
miembro de su cuerpo, como "sarmiento" de la misma "vid" (Jn 15,5). Si los niños
de Belén asesinados por un tirano, pudieron convertirse en mártires de Jesús
(Mt 2,16), el Señor puede hacer lo mismo con cada hermano estrujado y marginado
por una sociedad egoísta (Mt 25,40).

La humanidad de Cristo, en contacto con los pecadores, marginados, enfermos y


poseídos por el espíritu del mal, es una humanidad vivificante, portadora de la
fuerza del Espíritu Santo (Lc 4,18). Es una humanidad amasada en el seno virginal de
María por obra del mismo Espíritu (Lc 1,35; Mt 1,20). Por esto es humanidad que
resuma amor y que, amando con un amor de totalildad, destruye toda suerte de
lepra y de ceguera, hasta vencer a la misma muerte. El secreto de Jesús es vivir y
morir amando. Y mientras aparentemente el mundo sigue igual, Jesús (con nuestra
colaboración de cada época) va construyendo una nueva humanidad. Sólo la fe en
Jesús da sentido a la existencia humana.

Las acciones y palabras de Jesús son una transparencia personal de Dios Amor:
"¿No sabíais que me había de ocupar en las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49); "hago
siempre lo que le agrada" (Jn 8,29). Esa es la garantía de haber sido enviado por el
Padre, hasta poder afirmar: "Yo y el Padre somos una misma cosa... creed en mis
obras para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre" (Jn
10,29-38). Jesús se sintió siempre unido al Padre en el ser, la vida, el conocimiento,
el obrar y la gloria (Jn 17,5).

La oración de Jesús al Padre, en el amor del Espíritu Santo, es una vivencia de su


propia realidad de Hijo de Dios y de hermano nuestro. Su gozo consiste en hacemos
partícipes de lo que El, es: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños.
Si, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre,
y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo quisiera revelárselo" (Lc 10,21-22).

Su oración expresa una confianza filial infinita, que hace posible nuestra
participación en su realidad de Hijo. Dándose al Padre por nosotros, nos comunica
su misma filiación.

Jesús nos muestra a su Padre a través de su propia existencia (Jn 14,9) No sólo nos
revela al Padre, sino que principalmente se nos muestra como epifanía personal del
Padre Repite constantemente el "yo soy", como un eco del "yo soy" ("Yavé") de Dios
en el Sínaí (Ex 3,14) Jesús hace esta afirmación en las circunstancias de nuestra vida
tempestuosa (Jn 6,20), presentándose como "Iuz del mundo" (Jn 8,12), que existe
eternamente en Dios (Jn 8,58). La fuerza del "yo soy" es mayor que la de los poderes
de este mundo (Jn 18,5-6). Jesús, como Hijo de Dios, perdona, da un mandato
nuevo, juzga y exige adhesión incondicional a su persona.

Jesús se compromete plenamente en la historia humana, al mismo tiempo como


Señor de la historia y como compañero de camino. Mostrándonos, a través de su
vida, el amor tierno del Padre, nos revela que El vive en familia con el Padre y el
Espíritu Santo, y que nos hace entrar en esta misma familiaridad con Dios (Jn
14,23; cf. Ef 2,19).

Desde el inicio de su existir humano, Jesús tiene conciencia de ser Hijo de Dios (Lc
2,49). Esta conciencia de su propio "yo" divino, de su divinidad, se fue expresando
progresivamente en su ciencia y vivencia de niño, joven y adulto (Lc 2,40 y 52). El
crecer de su experiencia humana le permitía participar en nuestras limitaciones
de hombres peregrinos, que sufren ante la oscuridad y la debilidad cuando se
acerca el dolor, la humillación, la muerte (Jn 12,27-28; Mt 26,37). Ex-
perimentando nuestras limitaciones (no el pecado ni el desorden ni el error),
se mostró como Hijo plenamente confiado en las manos del Padre (Le 22,42;
23,46).

La ciencia de Jesús (aparte de su conciencia plena de ser el Hijo), sin


necesidad de ser ciencia "temática" y "conceptual" (a modo de técnica teológica),
fue un conocimiento pleno de su propia misión de Hijo enviado para anunciar el
Reino, fundar la iglesia y salvar el mundo, reconciliándolo con Dios por
medio de su propia muerte y resurrección. Anunció repetidamente que su vida,
a través de su misterio pascual, sería entregada "en rescate por todos" (Me
10,45). Jesús conocía el corazón o interioridad de las personas, el sentido de la
Palabra de Dios y sus planes de salvación, su propio puesto en el mundo y su
relación de Salvador de los hombres.

Viviendo nuestras mismas circunstancias de un caminar histórico, Jesús dejó


entrever su realidad de Hijo de Dios, en una relación filial única e irrepetible con
el Padre ("mi Padre"), con una autoridad de legislador absoluto en armonía con la
voluntad del Padre ("yo os digo"), llamando a un seguimiento incondicional por
encima del amor a la propia familia y a la propia patria (Mt 10,37). En El se
cumplen las promesas definitivas de salvación (Mc 1,15). Jesús "sabe" todo esto
porque el Padre se lo ha comunicado (Jn 5,20; 8,21; 16,30). Es consciente de
que, por ser El pre-existente (1n 8,25), nos puede anunciar y comunicar una vida
eterna.

Esta conciencia de Jesús acerca de sí mismo se expresó de modo plenamente


humano, en su relación con el Padre y con nosotros, Lo que Él sabía y vivía era
para comunicárnoslo a nosotros por una luz y acción especial del Espíritu Santo
(Jn 16,23-25). Por esto, desde el principio, tuvo conciencia de que los hombres
eran llamados a formar parte de su Reino, por medio del "pequeño rebaño" (Le
12,32), es decir, de la "Iglesia" como comunidad "convocada" (Mt 16,18), que El
iba a fundar. Todas las ovejas todavía están lejos, son llamadas a formar "un solo
rebaño y un solo pastor" (Jn 10,16).

Jesús no hizo pesar su "condición divina" sobre nuestra realidad humana, sino
que "se anonadó tomando la condición de siervo y haciéndose semejante a
los hombres" (Fil 2,6-7). Siendo perfecto hombre, participó en todo de nuestro
caminar. Su plena inserción en las circunstancias humanas, para transformarlas
desde dentro, fue posible gracias a su filiación divina. Asumiendo como propia
la historia humana, la hizo entrar en la historia de Dios Amor.

Los Evangelios siguen siendo una llamada a reconocer a Cristo como Hijo de
Dios hecho hombre: "¿Quién es éste?" (Le 7,49); "¿de dónde la vienen esos
dones, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada, y cómo se hacen por sus
manos tales milagros"? (Mc 6,2).

2.2 El Hijo de Dios murió, resucitó y vive entre nosotros

La última imagen que nos queda de la vida terrena de Jesús es el momento


de su muerte en cruz. Fue un gesto de donación total y de perdón (Le 23,34).
Jesús murió amándonos y confiándose plenamente en las manos del Padre (Le
23,46). Así lo describen todos los evangelistas con características peculiares en
cada uno de ellos. El gesto de Jesús, de entregar su vida por amor, ha cambiado
la historia y ha conquistado para la fe a muchos corazones (Le 23,47-48). La vida
humana ya tiene sentido.
El descubrimiento del sepulcro vacío, al tercer día de su muerte, sigue siendo
un hecho histórico humanamente inexplicable (Le 24,3; Me 15,4ss; Jn 20, 1
ss). El Señor había anunciado repetidamente que resucitaría al "tercer día" (Mt
12,40; 16,21; Me 8,31; Le 9,22; Jn 2,19). Las mujeres y los discípulos
constataron que el sepulcro estaba vacío. Juan, el discípulo amado, "entró, vió y
creyó" (Jn 20,8). Quien ha experimentado el amor de Cristo, cercano a la
propia ' limitación y pobreza, le descubre también en los signos pobres de una
tumba vacía o de una noche oscura (Jn 20.6-7).

La muerte y la sepultura de Cristo son parte de nuestra biografía, como lo es


también su glorificación (Jn 14,2-3). Jesús afrontó la crucifixión por nuestro
amor, confiando plenamente en la resurrección, para hacernos partícipes de su
gloria: "cuando yo fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn 12,32).
Así lo recordó Jesús resucitado en el camino de Emaús: "Era preciso que el
Mesías padeciese esto y entrase en su gloria" (Lc 24,26).

En la mente de los discípulos habla quedado grabada la afirmación de Jesús:


"El Hijo del hombre... resucitará" (Me 8,31). Las mujeres que fueron al sepulcro
oyeron este mismo mensaje de boca de los ángeles: ¿Por qué buscáis entre
los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado. Acordaos cómo os habló
estando aún en Galilea, diciendo que el Hijo del hombre... había de resucitar al
tercer día" (Le 24,6-7).

Jesús resucitado se dejó ver y tocar de sus discípulos, en lugares y situaciones


diferentes, mostrándoles en su misma carne glorificada las llagas de sus manos,
pies y costado, comiendo con ellos... (Le 24,39-44; 1Cor 115,4-8). Los
discípulos no estaban preparados para una cosa semejante. Más bien, en un
primer momento, rechazaron el testimonio de quienes habían visto al Señor.
Pero fue el mismo Jesús que se dejó ver, ayudándoles a creer: "Soy yo" (Lc
24,39).

El Señor no se impuso violentamente, sino que se mostró en circunstancias


familiares, para invitarles a creer libremente a partir de sus palabras y promesas
hechas antes de morir: "Bienaventurados los que sin ver creen" (Jn 20,29).
Entre estos creyentes estaba María, la Madre del Señor, como figura de la
Iglesia (cf. Le 1,45). Es la fe que Cristo espera de nosotros; porque el Señor
continúa dejándose "ver" en el corazón y en los signos pobres de la Iglesia y de
los hermanos: "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21). Jesús
espera de cada uno de nosotros la actitud creyente del discípulo amado: "Es el
Señor" (Jn 21,7).

Presente en el caminar eclesial, como los primeros días de su resurrección, Jesús


comunica a los creyentes una nueva luz para comprender su Evangelio (Lc
24,45). La fe pascual de la Iglesia primitiva puso por escrito "los hechos y las
palabras" de Jesús (Act 1,1). El modo de narrar de los evangelistas indica una
nueva luz recibida de Cristo resucitado y de su Espíritu (Jn 16,13), para
interpretar fielmente y en toda su hondura lo que Jesús había hecho y
dicho. Nuestra fe actual, que es don del Señor, sigue encontrando en el Evange-
lio una nueva luz para interpretar y afrontar las situaciones nuevas del
caminar histórico y eclesial.

Jesús resucitado se dejó ver de los suyos con su mismo cuerpo ya glorificado.
Se les hizo encontradizo mostrándoles el mismo amor que pacifica y perdona,
haciéndoles a ellos transmisores y testigos de su misterio de muerte y
resurrección: "Como me envió mi Padre, así os envío yo... recibid el Espíritu
Santo" (Jn 20,21); "id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda
criatura" (Mc 16,15; cf. Mt 28,19-20).

La fe comunicada por Jesús disipa toda suerte de "docetismos" cómodos,


teóricos y prácticos, de todos los tiempos. Porque es el mismo Jesús, con su
mismo cuerpo, el que ha resucitado como "primicia" de nuestra resurrección
futura (1 Cor 15,20).

Los apóstoles, que habían convivido con Cristo en su vida mortal y en su


glorificación, anunciaron este mensaje como salvación de toda la humanidad.
Pedro lo anunció así el día de Pentecostés: "Jesús de Nazaret, varón probado por
Dios entre vosotros con milagros... a éste le disteis muerte. Dios le resucitó
después de soltar las ataduras de la muerte... David habló de la resurrección de
Cristo, que no vería su carne la corrupción. A este Jesús lo resucitó Dios, de lo
cual nosotros somos testigos" (Act 2,2232). Este testimonio de Pedro se fue
repitiendo constantemente: "Dios le resucitó al tercer día y lo dió a manifestarse,
no a todo el pueblo, sino a testigos de antemano elegidos por Dios, a nosotros
que comimos y bebimos con El después de haber resucitado de entre los
muertos" (Act 10,41).

En el encuentro con Cristo resucitado, los discípulos, recibiendo el don del


Espíritu Santo (Jn 20,23), llegaron a una fe plena sobre su filiación divina:
"Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28). Esté encuentro, como prolongación y
profundización de un encuentro inicial, los convirtió en testigos auténticos que
hablan de lo que ellos han visto (1 Jn 1,1 ss). Todo testigo apostólico, como Pablo,
dice que "Jesús vive" (Act 25,19), porque "si Cristo no resucitó, vana es nuestra
predicación, vana nuestra fe" (1 Cor 15,14).

La experiencia de un encuentro vivencíal con Cristo sigue creando testigos


cualificados en todos los períodos históricos de la humanidad. Es el mismo
Señor quien se deja ver y quien forma a sus testigos, aunque sea
sacándolos, como a Saulo, de entre los perseguidores: "Yo soy Jesús a quien
tú persigues" (Act 9,5). Pero a éstos sus testigos Cristo los quiere sin
condicionamientos en la entrega y sin fronteras en la misión: "Saulo es para mí
un vaso de elección, para que lleve mi nombre ante las naciones" (Act 9,15).

Jesús resucitado no deja de ser perfectamente hombre, con una humanidad


gloriosa, liberada de las ataduras del espacio y del tiempo. Viviendo como
resucitado, puede ser más hombre entre los hombres y para los hombres. Por
esto puede acompañar la vida de cada persona y cada comunidad humana y
eclesial: "Estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los
siglos" (Mt 28,20). Su caminar amoroso ya se puede identificar con el nuestro,
y dejar a nuestro lado huellas pobres de su presencia, como desafío a nuestro
amor.

El Verbo hecho hombre, ya glorificado, es una presencia especial que parece


ausencia y silencio. Al Hijo de Dios se le descubre cuando nos decidimos a entrar
en la "nube luminosa" de la fe (Mt 17,5). La fe es un don que Jesús ha
merecido para todos y que comunica a todos. Sólo falta abrir el corazón y
sintonizar con sus amores, para que caigan las "escamas" de nuestros ojos (Act
9,18).

Cristo resucitado, "el Señor" ("Kyrios"), ha dado sentido definitivo a la


historia. Su mismo cuerpo llagado y glorificado es la señal de que el hombre, en
toda su integridad, y con él la creación entera, ha comenzado un proceso de
salvación y liberación plena y total. La resurrección ha salvado su ser y nuestro
ser de hombre Murió y resucitó pensando en nosotros y amándonos con
corazón de hombre, para salvarnos en todo nuestra realidad humana,
material y espiritual, sociológica e histórica: "poi esto murió Cristo y resucitó, para
dominar sobre vivos y muertos" (Rom 14,9; cf. Rom 4,25; 1 Cor 15,20).

El cristiano no puede hacer de nada ni de nadie un valor absoluto (MI 23,8-


10). Sólo Cristo es "el Señor" y nosotros somos del Señor" (Rom 14,8).

El "Señor" sigue viviendo en nuestras circunstancias humanas, orientándolas


desde dentro hacia el Padre (Jn 20,17). Dios Amor, por medio de su Hijo,
hecho hombre, muerto y resucitado, se ha insertado en la realidad humana de
modo insospechado, lo talmente nuevo, a la medida de su amor divino (Jn
3,16). El Hijo de Dios, convertido en el Hijo del hombre, por su humillación
ha llegado a su propia glorificación de resucitado, y ha elevado a toda la
humanidad con El (Jn 12,32; Dan 7,13-14).

La dicha mejor que le puede caber a una persona humana es la de encontrarse


con Cristo resucitado. El Señor no excluye a nadie de este encuentro, pero, por
ser mendigo de amor, respeta nuestra libertad. El Señor no quiere autómatas,
sino creyentes enamorados, que le hayan descubierto a partir de su amor: "Yo
soy la resurrección y la vida... ¿crees esto?" (Jn 11,25-26).

2.3 Dios se hizo hombre por nuestro amor

Jesucristo es la gran sorpresa de Dios en su relación con la humanidad. En


todos los pueblos y culturas hay cierta manifestación y cercanía de Dios, a
modo de "semillas de su Palabra" (San Justino). El Antiguo Testamento fue
una manifestación muy especial, que preparaba inmediatamente la venida de
Cristo: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a
nuestros padres por medio de los profetas; últimamente, en estos días, nos
habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo
los mundos; que, siendo la irradiación de su gloria y la impronta de su ser y el
que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la
purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad en las alturas,
hecho tanto mayor que los ángeles cuanto heredó un nombre más excelente
que todos ellos" (Hb 1,1-4).

Dios nos ha amado así, dándonos a su Hijo como consorte de nuestro caminar.
Esta manifestación de Dios, por medio de su Hijo hecho nuestro hermano,
supera todas las esperanzas humanas. Jesús, en cuanto Hijo de Dios, es
"consubstancial" al Padre: "de la misma substancia (o naturaleza) del Padre"
(Credo).

La capacidad de descubrir en Cristo al "Emmanuel" o Dios con nosotros (Mt 1,23;


Is 7,14), no nace del corazón humano, sino de la fe, que es don de Dios. A
Jesús lo descubren los "pequeños" `Te doy gracias, Padre,... porque has ocultado
estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños" (Lc
10,21).

A María, la "pobre" de Yavé y esclava del Señor, se le manifestó el misterio de


Dios que envía a su Hijo por obra del Espíritu Santo: "será llamado Hijo del
Altísimo... Hijo de Dios" (Lo 1,32-35). Ella "creyó" porque tenía un corazón de
"pobre", abierto siempre a la sorpresa de Dios (Lc 1,45-55). En María, "la
Virgen", el cristiano encuentra el contenido más profundo de la fe en Cristo. Ella
es el signo de la obra del Espíritu (Lc 1,35), el modelo y la ayuda de nuestra
fe.

"Dios es Amor" (1 Jn 4,8.16). No sólo nos ama, sino que es Amor, como Padre
que engendra eternamente al, Hijo. El amor entre el Padre y el Hijo se expresa
en el Espíritu Santo. Por esto decimos que Dios es uno, la máxima unidad, en
tres personas y una sola naturaleza. Jesús es "el Unigénito del Padre" (Jn
1,18), enviado al mundo por el amor del Padre (Jn 3,16; 10,36), que promete
enviar al Espíritu Santo: "El abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en
mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os
he dicho" (Jn 14,26). El cristiano vive "bautizado" o esponjado en esta vida íntima y
trinitaria de Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28,19). Esta vida, que Dios
ha comunicado a nuestros corazones, se manifiesta en el amor a los hermanos (1
Jn 2,5-10).

Dios nos ha amado así, por propia iniciativa: "El nos ha amado primero" (1 Jn
4,10.19), con un amor "mayor, que el que puede comprender nuestro corazón" (1
Jn 3,20). Y nosotros "hemos conocido el amor de Dios" (1Jn 3,16) precisamente
porque "nos ha dado a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 in
4,10) y "para que vivamos por El" (Jn 4,9), de su misma vida, gracias a la
"unción" o "prenda" del Espíritu Santo (1Jn 2,20; Ef 1,13-14}.

Es verdad que Jesús se manifestó por medio de signos pobres de Belén, Nazaret y
el Calvario, insertado plenamente en nuestras mismas circunstancias por amor,
como hermano que comparte las mismas limitaciones de espacio y de tiempo,
como verdadero hombre_ Pero así, con este amor de "encarnación" y cercanía,
fue educando a "los suyos", "amándolos" en cada momento y hasta el extremo
de dar la vida por ellos, para invitarles a creer en su propio misterio: "¿Crees en
el Hijo de Dios?" (in 9.35).

Ante el amor de Cristo que se da del todo, como manifestación del modo de amar
que es exclusivo de Dios (Jn 15,13), no cabe hacer rebajas a la fe y a la entrega.
En su vida de donación y en sus palabras de amor, Jesús se ha declarado así:
"Todo lo que he oído de mi Padre, os lo he dado a conocer" (Jn 15,15). Sólo el
Hijo de Dios hecho hombre nos ha dado a conocer el misterio de Dios Amor
uno y trino (Mt 11,25-27; Lc 10, 21). Quien ama a Cristo sin rebajas, tampoco
hace rebajas a su fe en el misterio del Verbo encarnado (Dios hecho hombre) y
en el misterio de la Trinidad (Dios uno y trino).

El amor a Cristo se expresa en una vida de sintonía con sus amores.


Porque si El "amó a la Iglesia hasta entregarse por ella" (Ef 5,25), el creyente
vive esta fe en comunión con la Iglesia que es transmisora de la voz de Cristo (Lc
10,16).

Las fórmulas de nuestra fe en Cristo, como la del Concilio de Calcedonia, usan


palabras humanas y culturales. que (como toda expresión humana) son
imperfectas; pero, al mismo tiempo, son aptas para expresar el miste no de
Cristo. Estas fórmulas de fe usadas por la Iglesia, corrigen y trascienden el
significado de las palabras y los conceptos de las culturas Nuestra fe en
Cristo se expresa auténticamente así: ... "perfecto en la divinidad y perfecto en la
humanidad Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre de alma racional y
de cuerpo, consubstancial al Padre en cuanto a la divinidad, y consubstancial con
nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el
pecado; engendrado del Padre antes de ¡os siglos en cuanto a la divinidad, y, en
los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María
Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad. Se ha de reconocer a uno
solo y el mismo Cristo Hijo Señor Unigénito en dos naturalezas, sin confusión,
sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de
naturaleza por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su
propiedad y concurriendo en una sola persona..," (definición del Concilio de
Calcedonia, año 451).

En el Credo decimos así: "Creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de


Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza
que el Padre, por quien todo fue hecho; quien por nosotros los hombres y por
nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de
María, la Virgen, y se hizo hombre.

Quien ama a Cristo, le quiere comprender desde sus amores, que suenan a vida
eterna, vivida por él en el Padre y en el Espíritu Santo "antes de la creación del
mundo" (Jn 17,5). Participamos de la vida eterna de Cristo en la medida en
que afirmamos su realidad de Hijo de Dios hecho hombre: "Esta es la vida
eterna: que te conozcan a Tí único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo"
(Jn 17,3). La presencia divina en Jesús no es la que experimentaron los profetas
y los místicos (una especie de comunicación de Dios), sino una presencia
substancial: la del Hijo de Dios, que vive eternamente "junto a Dios" (Jn 1,1).

El amor filial de Cristo al Padre en el Espíritu Santo (Lc 10,21) es amor divino
y humano a la vez. Jesús amó como Hijo de Dios y con corazón de hombre, con
sus reflexiones, sentimientos y actitudes plenamente humanas. Esta realidad
interna de Cristo (su "corazón": Mt 11,29) refleja y resume la realidad eterna del
Verbo "vuelto" al Padre en el amor del Espíritu Santo, así como también
manifiesta la realidad humana con expresiones espirituales y sensibles.

Este "corazón" fue formado de carne y sangre de María, y educado con el cui-
dado de ella y de San José (Lc 2.40.51-52). El amor de Cristo, divino y humano,
es un amor trascendente al hombre concreto, para salvarlo en toda su integridad
haciéndolo entrar en el misterio de Dios Amor. El mensaje de Jesús tiene origen en
Dios.

El "Verbo" de Dios, como expresión o palabra personal suya, es Dios (Jn 1,1) y
se ha hecho hombre concreto en Cristo, el Señor resucitado. No hay otra
encarnación del Verbo porque ésta es completa, suficiente e irrepetible. Cristo el
Verbo encarnado, es la revelación plena y personal de Dios. La historia humana,
sembrada de pequeñas semillas del Verbo, ya ha encontrado su orientación
definitiva en Cristo. Esta historia, de espacio y de tiempo, ya sólo puede
comprenderse a partir de la eternidad del Verbo y a partir de su misma
humanidad glorificada por la crucifixión y la resurrección.

La fe pascual de la iglesia primitiva se apoya en Cristo resucitado (Act 1,2-3; Lc


24,45). A partir de la resurrección, los mismos hechos y dichos de Jesús (Act
1,1) adquieren su significado pleno, que irá explicitándose más en la fe de la
Iglesia de cada época, para responder a situaciones nuevas e inéditas. El
punto de referencia es siempre Jesús, perfecto Dios, perfecto hombre y
salvador. La resurrección de Jesús no es como la de Lázaro, sino la de "Cristo,
el Señor".

A Cristo se te capta no principalmente desde conceptos estáticos ni desde ex-


posiciones teóricas (por válidas que sean), sino desde su actitud relacional y
filial: su vivencia de Hijo Unigénito del Padre, que se da a El plenamente en el
amor del Espíritu, para salvar al hombre y a la creación entera. La iniciativa
de la encarnación ha tenido lugar en Dios, porque "el Hijo se ha encarnado por
obra de toda la Trinidad" (Concilio Lateranense IV). El amor de Dios es así (Jn
3,16). Por esto, el hombre sólo puede creer en el misterio de la encarnación a
partir del don de la fe, que suscita una actitud de agradecimiento, adoración,
admiración y donación. El misterio de la encarnación se capta en sintonía con el
modo con que se ha revelado: en relación personal y en amor de donación.

El Verbo o Hijo de Dios, siendo preexistente, ha pasado a un estado nuevo, el


nuestro, de seres humanos peregrinos hacia Dios Amor. Se ha encarnado por
amor y con amor humilde (Fil 2,7), para introducirnos a nosotros, como "creados
en Cristo", en la vida eterna de Dios (Ef 2.10). Así ha corrido nuestra suerte para
"compartir" con nosotros el misterio de su muerte, resurrección y ascensión (Ef
2,4-5).

Así es el "amor excesivo" de Dios por nosotros (Ef 2,4). La inmutabilidad de Dios
no es estática, sino dinámica y vital: Dios se da libremente por amor: su amor
divino es dueño de sí mismo para darse creando y redimiendo al hombre, por
encima de las elucubraciones del mismo hombre.

En la realidad humana de Jesús, se ha manifestado toda la realidad divina:


"apareció la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador hacia los hombres" (Tit
3,4). En Él descubrimos a Dios cercano, con un rostro como el nuestro. En
Cristo, Dios "nos ha dado todo" (Rom 8,32).

La persona de Jesús es la del Verbo hijo de Dios, en unidad de naturaleza


divina con el Padre y el Espíritu Santo. Es persona divina distinta del Padre y
del Espíritu, y desde la encarnación existe también en la realidad o naturaleza
plenamente humana. La identidad de Jesús aparece en la unidad de persona (la
del Hijo), en la que subsiste la naturaleza divina (común al Padre y al Espíritu) y
su naturaleza humana.

Las acciones plenamente humanas de Cristo son de la persona del Hijo, Su


voluntad divina y su voluntad humana caminan en armonía, porque se mueven por
amor (Lc 22,42). Así nos ha amado y redimido el Señor.

Es verdad que al querer reflexionar sobre nuestra fe y querer expresarla con


términos humanos (teología "epifánica"), nos encontramos con la imposibilidad de
abarcar el misterio (teología "apofánica"). Pero quien se enamora de Cristo no
tiene inconveniente en admitir y usar esas expresiones bíblicas, apostólicas y
eclesiales. Eso si el creyente prefiere quedarse en contemplación, alegrándose
de que los misterios de Dios sean más allá de lo que nosotros podamos
comprender y expresar. Esta actitud contemplativa es la aceptación total de la
fe, también en sus derivaciones y compromisos de caridad o donación total a
Dios y a lo hermanos. Sólo así es posible una auténtica inserción cristiana en la
comunidad humana.

El amor a Cristo no busca tanto el saber, cuanto el amar y adorar. El Señor con su
misterio de Verbo encarnado ha manifestado la máxima unidad de Dios Amor
(uno y trino) y el ideal de unidad, para que el hombre recupere, con la unidad del
corazón, su verdadero rostro de imagen de Dios. Esta fe cristiana se vive en
relación personal con Cristo, para hacer de la vida un "sí". Su presencia ("Yo
soy") hace posible que nuestra presencia en la historia logre recuperar su sentido
plenamente humano de donación a imagen de Dios Amor.

EJERCICIO INDIVIDUAL Nº 2

1. ¿Qué pasos daría usted para convencer a otras personas de que Jesús
resucitó y vive entre nosotros?
2. Medite Jn 20, 21; Mt 28, 19-20 y anote ¿Qué resonancia ha tenido en su
vida ese mandato del Señor?
3. Después de hacer oración, elabore un “credo personal” que exprese su
fe en Jesucristo.
TERCERA UNIDAD

CRISTO JESÚS, EL
SALVADOR DEL MUNDO

Presentación

3.1 A Cristo se le descubre salvándonos


3.2 Cristo salva al hombre en toda su integridad
3.3 Cristo hermano, consorte, mediador
Presentación:

" A m ó hasta el extremo"

El discípulo amado nos hace un resumen de la vida terrena de Jesús, con una
pincelada inigualable: "Habiendo amado a/os suyos que estaban en el mundo, les
amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

Todos los pasos del Señor, todos sus gestos y palabras fueron producto y
manifestación de ese amor. Su vida fue misterio "pascual'; es decir, un "paso" hacia
el Padre, para la salvación de toda la humanidad a través de su muerte y
resurrección. Ese fue su "gran deseo" y su vivencia más honda (Lc 22,15),
porque su vida estaba orientada hacia una donación sacrificial "por la redención
de todos" (Mt 20,28).

A Jesús se le encuentra salvándonos. Este es el significado de su nombre, según


la indicación del ángel a José: "Le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su
pueblo de sus pecados" (Mt 1,21).

Jesús es "el Salvador del mundo" (Jn 4,42). Salvación, redención, liberación, son
palabras que indican la misión realizada por Jesús, pero ninguna palabra humana
puede expresar perfectamente el misterio de un Dios hecho hombre, que muere
"dando la vida" (Jn 10,11ss) para que el hombre recupere su verdadera fisonomía
de imagen de Dios Amor.

La salvación que Cristo ofrece, libera al hombre, desde las raíces más hondas
de su ser, en toda su integridad y unidad de cuerpo y espíritu, como persona y
como miembro de la familia humana, para orientarlo hacia el amor de donación a
Dios y a/os hermanos. Es como un "nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu"
(Jn 3,5).

Sólo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, puede decir "soy yo", como Dios en el
Sinaí (Ex 3,14; Jn 8,28 y 58). Es el Señor de la historia, que salva a la
humanidad entera de/ pecado, del tiempo y de la muerte. Pero Jesús, como
hermano y consorte, compromete toda su existencia en esta liberación. Su
mediación salvífica y universal nace de la iniciativa de Dios, que "nos ha amado
primero" (1 Jn 4,10), dándonos a su Hijo "como propiciación por nuestros
pecados y los de todo el mundo" (1 Jn 2,2).

Jesús salva amándonos de un modo original: se da a sí mismo, no se


pertenece, se hace protagonista y esposo de nuestra existencia. A Jesús se le
comienza a comprender dejándose amar y salvar por El, y comprometiéndose a
hacer realidad esta salvación en sí mismo y en la comunidad de hermanos.
3.1 A Cristo se le descubre salvándonos

Cristo nos ama con todo lo que es y tiene. Se alegra de ser perfecto Dios y
perfecto hombre para poder ser nuestro Salvador. Su cercanía a toda persona
y a todo problema se realiza con toda su realidad de Hijo de Dios hecho nuestro
hermano. Ha sido "ungido y enviado" por el Padre y por el Espíritu Santo (Le
4,18), para ser "Jesús", el Salvador de todos (Mt 1,21), que anuncia y comunica
esta buena nueva a los "pobres". Solamente quien se siente pobre, enfermo,
limitado o pecador, puede encontrar y comprender a Cristo, porque El "ha
venido a salvar lo que estaba perdido" (Le 19,10).

Su realidad de Hijo de Dios e Hijo del hombre la descubrimos en sintonía con


sus amores. Ante la pobreza, la lepra, la ceguera, la parálisis, la muerte y el
pecado, Jesús reacciona como "Salvador del mundo" (Jn 4,42). Sus palabras
siguen resonando hoy, como recién salidas de su corazón: "bienaventurados los
pobres de espíritu" (Mt 5,3), "queda limpio" (Le 5,16), "recobra la vista" (Le 18,42),
"levántate y anda" (Mt 9,5), "tus pecados te son perdonados" (Le 5,20).,. Pero,
como decían los Santos ' Padres, "Dios salva al hombre por ' medio del hombre";
por esto Jesús exige una apertura del corazón al don de la fe: "tu fe te ha
salvado" (Mt 9,22).

El misterio de un Dios enamorado es así, porque ha sellado un pacto de amor


o "alianza" esponsal con el hombre para siempre. Por esto Dios salva haciendo
que el hombre pueda responder con un "sí" libre y generoso (Ex 24,7; Le 1,38).

La cruz es la última imagen histórica (con coordenadas de espacio y de


tiempo) en la vida mortal de Jesús. Es un "signo de contradicción" (Le 2,34; cf.
1 Cor 1,22-25). Pero Jesús salva así, transformando la cruz en resurrección (Jn
12,32) y cambiando las dificultades en una nueva ocasión para, amar y salvar:
"Fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom
4,25).

Jesús tuvo siempre conciencia de ser Hijo de Dios hecho hombre por nuestra
salvación. En cuanto hombre fue viviendo esta realidad, profundizándola con su
reflexión y afecto creciente (Le 2,40 y 52), pendiente de la sorpresa de Dios en
la vida cotidiana. Experimentó cómo el poder de Dios llega al hombre para
destruir el mal y el pecado. Toda su vida, desde la Encarnación (Hb 10,5-7),
fue una ofrenda total, como "sangre derramada" en el amor del Espíritu Santo
(Hb 19,14), para llegar a la glorificación suya y nuestra. El amor de Cristo por
nosotros, según los planes salvíficos del Padre, fue así: dándose del todo,
siempre y por todos. Este es el modo peculiar de amar que tiene Dios.

A Cristo se le encuentra en la medida en que se descubre al hermano, todo


hermano, tal como es, como obra maravillosa de salvación que el Señor está
realizando en él. Porque siempre es "el hermano por quien Cristo ha
muerto" (1 Cor 9,11; Rom 14,15). El miedo desconfiado, la agresividad, la
indiferencia, la utilización y el dominio sobre el hermano, indican que nuestro
corazón no se deja salvar por Cristo. Cuando uno se siente en un proceso
permanente de salvación, sabe intuir la presencia activa y amorosa de Cristo en
sí mismo y en los demás.

Jesús "cura a tocios (Mt 12,15). "Una sola oveja", es decir, una sola persona
humana, ocupa los amores del Buen Pastor (Mt 12,11) Cualquier "estropajo"
humano le pertenece, para hacer de él una transparencia suya. Jesús "no acaba
de romper la caña cascada ni apaga la mecha que todavía humea" (Mt 12,20).
Cualquier persona y en cualquier situación es recuperable. Jesús salva amando a
cada uno tal como es; sin humillar ni rechazar a nadie: "Dios ha entregado a
su Hijo por todos" (Rom 8,32).

La impotencia del hombre para conseguir su propia salvación es un desafío. "Sin


mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Reconocer la propia {imitación y aceptar el
"don de Dios" (Jn 4,10), es un proceso libre de abrirse al amor: "Todo lo puedo
en aquel que me conforta" (Fil 4,13).

La reflexión cristiana sobre el misterio de Cristo ("cristología") es un proceso de


entrar en la acción saívífica del mismo Cristo ("soteriología"), porque "Dios ha
enviado a su Hijo para salvar al mundo" (Jn 3,17). Y esta es la razón por la que
"Dios lo entregó por nosotros" (Rom 8,32), Es la máxima "donación" del amor de
Dios (Jn 3,16; 1 Jn 4,10).

El encuentro con Cristo se realiza en la propia realidad y circunstancia, donde


El espera y "habita" El (Jn 1,14). El hombre descubre su propio misterio, de
grandeza y de miseria, por medio de Cristo Salvador: "Cristo manifiesta el hombre
al mismo hombre" (GS 22).

Esta salvación universal e integral de Cristo desborda todas las esperanzas


humanas y "mesiánicas". No es el "mesías" plasmado según la moda y las
"tentaciones" de cada época (cf. Mt 4,1-11), sino el "Salvador" hecho nuestro
"siervo" (Is 42,1), el "varón de dolores" (Is 53,3), crucificado y resucitado; por esto
Jesús es "el Señor" y "el Cristo" o ungido para nuestra salvación total y
definitiva, que nos comunica el don del Espíritu Santo. Esta es la predicación
de Pedro el día de Pentecostés (Act 2,3241) y la enseñanza constante de la
Iglesia.

Esta liberación cristiana parecerá siempre una utopía, un escándalo y un


absurdo (cf. 1 Cor 1,18-31), porque compromete al hombre pidiendo su propia
colaboración corro "complemento" de Cristo (Cal 1,24). Es más fácil destruir,
odiar, escaparse, olvidar...; pero esas actitudes no salvan al hombre, sino que
crean nuevas desgracias y nuevos opresores Jesús nos ha salvado haciéndose
nuestro protagonista, como "propiciación" por nuestro pecado (1 Jn 2,2) y como
responsable personal del mismo (2 Cor 5,21). El verdadero apóstol sabe decir como
Pablo: "!Vo sé nada más que a Cristo crucificado" (1 Cor 2,2).

La señal de que Cristo es nuestro Salvador es esa "pobreza" de su humillación,


que no se apoya en poderes humanos. En ese "niño reclinado en pesebre y
envuelto en pañales", ahora prolongado bajo signos pobres de iglesia, la
humanidad sigue encontrando al Salvador: "Os ha nacido un Salvador, que es
Cristo el Señor" (Le 2,11). La "paz" que cantaron los ángeles en la Navidad, es un
don de Dios Salvador, que quiere la colaboración libre del hombre (Lc 2,14).

En su realidad humana, zarandeada por la historia, Cristo se muestra como


Salvador, "Emmanuel" o Dios con nosotros (Mt 1,23-24), el enviado definitivo.
Es verdad que hay semillas de esta salvación y "semillas del Verbo" (según la
expresión de San Justino) en todas las culturas y en todos los pueblos; pero no
hay otra encarnación del Verbo ni otra salvación definitiva que la que Dios ha
realizado en Cristo. Por esto Cristo sigue llamando a un seguimiento incondicional,
a una "conversión" o cambio radical y permanente (Me 1,15), que oriente todo el
ser hacia estos planes salvíficos de Dios Amor. La misión de la Iglesia no es otra
que la de Cristo: la de llamar a todos a una "conversión" y "bautismo", que es
apertura total al amor (cf. Act 2,38; Le 24,47).

Quien no entra en esta dinámica de salvación de Cristo, como proceso


permanente de cambio (conversión) y de bautismo (configuración con Cristo),
atrofia sus cualidades y dones recibidos de Dios y los transforma en instrumento
de dominio y de atropello. El "misterio de la iniquidad" (2 Tes 2,7) continúa
acechando en cada corazón humano y en toda institución humana y eclesial,
hasta el último momento de la vida. Sólo quien se deja salvar y reconciliar todos
los días por Cristo (2 Cor 5,20), se hace capaz de amar a los hermanos. La
comunidad eclesial "se rejuvenece en el Espíritu" (LG 4) y deja transparentar "la
faz de Cristo" (LG 1) en la medida en que toda ella "avanza continuamente por
la senda de la penitencia y renovación" (LG 8). Sin la experiencia de la propia
salvación en Cristo, no se ama al hermano ni se anuncia el Evangelio de Cristo
(cf. AG 35). A Cristo se le encuentra y se le anuncia en el grado en que se le
"experimenta" por la fe viva como Salvador. Todas las inexactitudes (o errores)
en cristología, eclesiología y antropología nacen de la falta de orientación del
propio ser hacia el amor y salvación en Cristo.

3.2 Cristo salva al hombre en toda su integridad

El modo de salvar y el camino de salvación de Cristo es peculiar. Se inserta


plenamente en la realidad humana haciéndola suya, a modo de consorte o
"esposo", para orientarla según los planes de Dios Amor. Esta realidad es
historia humana, asumida por Cristo, pasa a ser parte de su biografía y, por
tanto, biografía del Hijo de Dios.

Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, salva al hombre amándolo hondamente.


Todos los momentos de la vida de Cristo son momentos de donación total. Ama
así desde el momento de la encarnación. En cada rostro humano, Jesús vio
nuestro rostro. Vivió, murió y resucitó amándonos con todo el corazón. Por esto
puede salvar al hombre en toda su integridad y unidad de cuerpo y de espíritu,
de grandeza y de miseria, de realidad temporal y de deseo de infinito. Salva al
hombre amándolo en sus coordenadas de espacio y de tiempo, para hacerlo
pasar a su misma "vida eterna", que El comunica como Hijo de Dios (Jn 17,2-3).

Jesús se hace encontradizo con cada persona humana, aunque sea un estropajo
como la samaritana y la Magdalena (o como Saulo y Agustín), para sanarla
desde la raíz, amándola plenamente y, de este modo, hacerla salir de su
miseria para poder entrar en los "torrentes de agua viva" de Dios Amor (Jn
4,10 y 14; 7,38).

Cuando vemos a un hermano atropellado por las circunstancias o por otros


hermanos, hay que descubrir siempre un Cristo viviente que se está
construyendo en él, como un paso o "pascua", por la cruz hacia la restauración
final en Cristo. Este hermano necesita ver el signo de Cristo, el buen
samaritano, en los demás hermanos, para poder transformar su propia
realidad en donación, venciendo así el mal y la muerte.

Los que participan de esta fe en Cristo Salvador, se hacen instrumentos o


"cooperadores de Dios» (1 Cor 3,59). Dios, en Cristo, nos indica que salva al
hombre por medio del hombre: quiere su cooperación libre y responsable
para su propia salvación y la de los demás. Los seguidores de Cristo están
invitados a "beber su copa" o correr su suerte de esposo enamorado y
comprometido en la historia (Me 10,38; Le 22,20). María, "la mujer" asociada a
"la hora" salvífica de Cristo (Jn 2,4; 19,25), es el signo o figura de una
comunidad eclesial "solidaria de los gozos y esperanzas de toda la
humanidad"(GS i).

La salvación integral y total del hombre pasa por el corazón del mismo
hombre. "El hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la
entrega sincera de si mismo a los demás" (GS 24). Cristo libera al hombre desde
su raíz, haciéndole descubrir que el valor de cada hermano no consiste en el
tener y poseer, sino en el ser (cf. GS 35).

Jesús transforma todo nuestro ser haciéndonos participar de todo lo que El es.
Nuestra debilidad se va convirtiendo en fuerza divina, nuestro dolor en gozo,
nuestro tiempo en eternidad, nuestra muerte en vida definitiva. El camino de
Jesús ha sido el de hacerse pobre con nosotros: "Siendo rico, se hizo pobre por
amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza (2 Cor 8,9).

Cristo asumió todo lo nuestro, "cargando con nuestros pecados" (Mt 8,17)
como si fueran suyos propios, Es hombre débil, no superhombre. Es perfecto
hombre, siendo perfecto Dios, para poder salvarnos en todo nuestro ser. "Lo que
no ha sido asumido, no ha sido salvado", decían los Santos Padres.

La resurrección de Cristo ha sido real, en su misma corporeidad. No fue como la


resurrección de Lázaro, sino una resurrección gloriosa y definitiva De este modo,
parte de nuestra materia y de nuestra realidad humana ya ha pasado a la
restauración final Nosotros vivimos en esperanza y tendiendo hacia esta
salvación definitiva del final de los tiempos o del último día (Jn 6,44). El pan y el
vino, que en la Celebración Eucarística se transforman en cuerpo y sangre de
Jesús, mantienen nuestra esperanza y nos comprometen a cambiar toda la
creación y toda la historia, para orientarla, por el mandato del amor, hacia
Cristo resucitado. Ya hemos comenzado .a resucitar en Cristo (Ef 2,6; Rom
6,5).

Cristo salva todos los esfuerzos humanos que hacen del amor o que están
orientados hacia la verdad y el bien: culturas, arte, ciencia, vida social,
experiencias religiosas... Todo es bueno si se puede orientar hacia el amor,
reconociendo los planes de Dios y adorándole "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23).

El Evangelio, que salva purificando todos los valores humanos, los hace pasar a
"la plenitud de la ley, que es el amor" (Rom 13,10). Por esto la verdad y la
moral cristiana no se pueden comercializar ni vender a la moda y a la utilidad o
eficacia inmediata. Cristo lleva al hombre a realizarse amando, respetando
siempre la vida (presente y futura) de todo ser humano (especialmente del más
débil e indefenso) y haciendo que todo acto humano, aún el más íntimo,
nazca del amor. Toda la investigación "científica y toda expresión "artística" y
"cultural", que no nace del amor, es caduca y destructiva.

Cristo salva todas las experiencias religiosas y esfuerzos humanos, porque El


es distinto: es el Hijo de Dios hecho hombre. Todos los valores se salvan y
llegan a una plenitud en Cristo, cuando se enraízan en Él (Col 1,17). Las
experiencias "subjetivas" se deben revisar y purificar; sólo son auténticas cuando
concuerdan con el mensaje evangélico de ve~ y caridad. El verdadero gozo del
Espíritu Santo, enviado por Jesús, nace en el corazón cuando uno transforma la
dificultad y el dolor en donación. Este es el termómetro para medir la autenticidad
de cualquier experiencia religiosa.

Si Jesús reprende y denuncia, es para salvar. El hombre (también el cristiano) tiene


la tendencia a usar de los dones de Dios, para dominar al hermano. En nombre
de una falsa ciencia, cultura, patria, política e incluso "religión", se han cometido
los mayores disparates de la historia. La verdad y el bien, y especialmente los va-
lores evangélicos, no pueden identificarse con los abusos personalistas o de un
grupo "integralista". El seguidor de Cristo no caerá en esa trampa, si todos los días
se deja renovar, convertir y salvar, por la palabra y la presencia de Cristo
resucitado. Ningún "don" de Dios (verdadero o supuesto) escapa a esta regla
evangélica de revisión continua.

Esta salvación realizada por Cristo, en cada momento histórico libera al hombre en
toda su integridad. No conocemos los caminos y modos misteriosos del amor que
Dios nos ha manifestado en Cristo. Pero el Señor ha asumido ya, como parte de su
ser, el sufrimiento y la muerte de cada ser humano. Niños inocentes, vidas jóvenes
troncadas en flor, existencias humanas convertidas en andrajos..., tanto del pasado
como del presente y futuro, todo pertenece a Cristo como herencia cariñosa del
Padre. Sólo Él es capaz de salvar lo que ya parece que se hundió en tiempos
pasados. Pero necesita nuestra colaboración para "completar" esta obra de nueva
creación (Col 1,24).

Esta "verdad" de Cristo hace hombres libres para amar (Jn 8,32). Seguir a Cristo
equivale a asumir una opción fundamental por su persona y por su mensaje. No
basta con la etiqueta de "cristiano" o de pertenencia a una institución eclesial.
Tampoco hay que amilanarse por las críticas a defectos (reales o imaginarios),
cometidos en el pasado, Los valores salvíficos siguen en pie, y no están
condicionados a conductas limitadas y erróneas. El Evangelio sigue sanando a
todo hombre de buena voluntad que se acerca a él. Pero se necesita el Evangelio vi-
viente del cristiano, que muestre- una vida salvada por Cristo: "Sed misericordiosos
como vuestro Padre celestial" (Lc 6,36); "amaos como yo os he amado, en esto
conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13,35).

Cristo es para todos los seres humanos la "esperanza de la gloria" (Col 1,27). "La
mujer vestida de sol" (Apoc 12,1), ya transformada en Cristo, es "la gran señal" de
esta esperanza. María, como figura de la Iglesia, es "la mujer" que, por haberse
asociado esponsalmente a Cristo Salvador, ya ha llegado con todo su ser humano
(cuerpo y alma), a participar en la glorificación de Cristo resucitado. Esta es nuestra
fe, que fundamenta nuestra esperanza y hace posible nuestro amor.

3.3 Cristo hermano, consorte, mediador

Los títulos que atribuimos a Cristo, o que El mismo se dio, no son palabras de
adorno, sino que expresan la realidad profunda de su ser. "El Buen Pastor da la
vida" en sacrificio (Jn 10,11), como un "amigo" por sus amados (Jn 15,13),
como un "esposo" o consorte que "les es arrebatado" (Mt 9,15). Cristo ha
entregado su vida y derramado su sangre como sacrificio de "alianza" por "!a
redención de todos" (Mt 26,28; 20,28).

Cristo vivió, murió y resucitó compartiendo nuestra existencia para transformada


en la suya. Es el "hermano" (d. Jn 20,17) que se hace protagonista cargando
sobre sí mismo la historia de todos (Mt 11,28). Es el "mediador único entre Dios
y los hombres" (1 Tim 2,5-6), en cuanto que es el unigénito Hijo de Dios hecho
hombre e inmolado por la salvación de todos. Su mediación se ha realizado
principalmente por el sacrificio de su vida, toda ella transformada en donación.

El plan salvífico para cada ser humano ya está trazado, respetando la libertad y
responsabilidad de cada uno: compartir la vida con Cristo. Porque si "Cristo
ha muerto por todos", es para que "todos vivan no ya para sí mismo, sino para
aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Cor 5,15).

Nuestra vida, nuestra muerte y nuestro "más allá" ya pertenecen a la biografía de


Cristo redentor: "Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para
el Señor, Sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor" (Rom 14,8).
Jesús tiene "poder para salvar a los que por Él se acercan a Dios" (Hb 7,25).
Desde el primer momento de su existir, Cristo ha vivido pendiente de cada ser
humano, ofreciendo su vida en sacrificio (Hb 10,5-7). Se Ilama "sacerdote" (Hb
4,14; 5, 1ss) porque su mediación se ejerce viviendo en sintonía con la historia de
cada hombre, para inmolarse en sacrificio. Su "inmolación" es "causa de nuestra
salvación eterna" (Hb 5,9). Los amores y la interioridad de Cristo son un diálogo
con el Padre, ofreciendo si vida para nuestra salvación (Hb 5,1 8). Es mediador
por la palabra o mensaje (es profeta), por el sacrificio de su vida (es sacerdote),
por el servicio de caridad y dirección (es pastor y rey).

Las vivencias actuales de Cristo resucitado siguen siendo en sintonía con el camino
humano de nuestra historia: "Vive siempre para interceder por nosotros" (Hb
7,25; Rom 8,34). Su entrega al Padre en el amor del Espíritu Santo, es una
mira da amorosa y salvífica: "Miraos siempre, Padre e Hijo, para que así se obre mi
salud" (San Juan de Ávila) .

En Cristo hermano, esposo (consorte), mediador y sacerdote, se realiza la


unidad y armonía universal y cósmica: Dios viene al hombre para salvarlo
viviendo las mismas circunstancias humanas de debilidad, dolor y muerte; el
hombre, sintiéndose amado, ya puede retornar a Dios Amor. Cristo es Salvador
por ser perfecto Dios y perfecto hombre, insertado responsablemente (como
consorte) en nuestras circunstancias históricas.

Esta mediación salvífica, esponsal y sacerdotal de Cristo, pone en plena luz el


misterio de la encarnación. El hombre, al reconocerse salvado por Cristo,
acepta el misterio de un Dios hecho hombre para la salvación de todos. Cuando
uno huye de esta salvación, recorta a su aire la divinidad o la humanidad de
Cristo, Experimentando la salvación de Cristo, se entra en sus amores: amor al
Padre en el Espíritu Santo, amor a la humanidad entera, dando la vida en
sacrificio.

El ser de Cristo (Hijo de Dios hecho hombre) está en relación directa con la
misión o función de anuncio del Evangelio, de inmolación y de servicio. De ahí
deriva su estilo de vida, que es de caridad pastoral. Su modo de amar (dándose a
sí mismo, sin pertenecerse y como consorte) deriva de su ser y de su función
pastoral. Por esto Jesús vivió pobre para darse Él mismo, obediente para seguir
los planes salvíficos del Padre, virgen como esposo o consorte de la historia de
cada persona humana.

La vida de Cristo Salvador (que vivió pobre, obediente y virgen) refleja y


personifica el amor de Dios al hombre. Ama a todos y a cada uno con un amor
especial e irrepetible. Jesús, por este amor salvífico, que pasa por la cruz y la
resurrección, es el hombre nuevo que anticipa una realidad final (escatológica), a
la que todos estamos llamados. Su amor al hombre es totalmente don, como reflejo
y prolongación de su amor al Padre en el Espíritu Santo. Jesús ha querido llamar a
algunos (por la vida sacerdotal y consagrada) a ser signo eclesial de cómo
ama El; pero ya todo creyente es llamado a compartir sus amores por la
perfección de la caridad.
La muerte de Cristo será siempre la piedra de "escándalo (Gal 5,11; 1Cor 1,23).
Al Señor sólo se le puede comprender aceptándolo tal como es. El "discípulo
amado" invita a "mirar al que crucificaron" (Jn 19,37; cf. Zac 12,10). En esta
donación sacrificial de Cristo aparece su misterio de filiación divina, de
hermano de los hombres y de Salvador universal. Hay que aprender a "ver su
gloria" de Hijo de Dios (Jn 1,14), a través de su humanidad humillada- A Cristo
le descubre quien sintoniza con sus amores. Elaborar teorías al margen de
este amor comprometido, es construir castillos en el aire.

En nuestra propia realidad humana de dificultad, de dolor y de vida ordinaria


como en Nazaret, Cristo prolonga su vida, su muerte y un inicio de su
resurrección. Al Señor se le comienza a encontrar cuando se comparte con El
la propia historia, sin huir de la realidad, transformando todo en donación. El
amor a Cristo se concreta en el amor a todos los hermanos que forman o están
llamados a formar parte de su Cuerpo Místico. Cristo ha querido necesitar de
nuestro ser para prolongar el suyo, en el tiempo y en el espacio. A través de
nuestro servicio, gozo y dolor, asume y salva la vida de otros hermanos
nuestros. En este sentido, quiere ser "completado" a través de nuestra vida (cf.
Col 1,24).

La oblación de Jesús al Padre, en el amor del Espíritu Santo, ya desde el momento de


la encarnación, tiene su punto culminante en la muerte de cruz: "Era preciso que Cristo
padeciese esto y entrase en su gloria" (Lc 24,26). Su vida, su muerte y su glorificación
tienen sentido sacrificial. Son, al mismo tiempo, el sacrificio del Cordero Pascual (Ex
12; Jn 1,29; 19,36; 1 Cor 5,7), el sacrificio de la alianza (Ex 24,8; Lc 22,20) y el
sacrificio de propiciación por nuestros pecados (Lev 16, 3ss; Mt 26,28; Hb 9,14; 1 Jn
2,2).

Jesús dio su vida por amor (Jn 15,13; 10,15). Es "el siervo de Yavé" (Is 53), que
"da su vida en rescate o redención de todo" (Mt 20,28). Por esto su muerte es "vicaria",
es decir, solidaria con la suerte de toda la humanidad, como en nombre nuestro, para
expiar los pecados de todos: "Tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras
dolencias" (Mt 8,17). Jesús, víctima inocente se ofrece al amor del Padre por amor
nuestro. En El se realiza el nuevo pacto o alianza de amor entre Dios y los hombres
(1 Cor 11,25; Is 42,6; 49,8; Jer 31,31).

El misterio de Cristo comienza a comprenderse a partir de su amor por cada uno y por
todos: "Me amó y se entregó en sacrificio por mí" (Ef 5,25). Es un amor que reclama
amor de retorno: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9), "caminad en el amor" (Ef 5,2).
La interioridad de Cristo, desde el primer momento, tomó conciencia de ser Hijo de
Dios hecho hombre por nuestra salvación (Hb 10,5-7; Lc 2,49). Todos los momentos
de su vida fueron una profundización humana de esta conciencia de su "yo" divino y
de su unión salvífica y amorosa con cada ser humano.

Cualquier rostro humano, herido por el dolor o iluminado por el gozo, eran para Jesús,
durante su vida mortal, una experiencia nueva. Momentos especiales de esta
experiencia humana fueron el bautismo de penitencia en nombre nuestro y la
transfiguración en el Tabor: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis
complacencias" (Mt 3,17, 17,5). Y aunque parezca una contra• dicción, el
momento más profundo de esta vivencia fue el de experimentar la propia debilidad
humana ante el "anuncio" de Dios en la cruz, mientras, al mismo tiempo, se entregaba
plena y libremente en sus manos: "En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu" (Lc
23, 46). Así nos amó Cristo, desde nuestra historia, viviéndola desde dentro como
consorte enamorado.

El primer momento de la resurrección de Jesús fue el triunfo y la repercusión plena


de su filiación divina sobre su humanidad débil como la nuestra. El gozo de Jesús, al
experimentar en su ser humano todas las consecuencias de su realidad de Hijo de
Dios, es el gozo de ver al Padre glorificado y de vernos a todos nosotros injertados en
Él (Rom 6,5), como "el sarmiento en la vid" (Jn 15,5). Por esto Jesús se apareció a
los discípulos y continúa manifestándose a todos por la fe, para comunicamos su
gozo de ser Hijo y de hacernos partícipes de su filiación. Todo es por nuestro amor:
"La paz con vosotros" (Jn 20, 20), "soy yo mismo" (Lc 24,39), "voy a mi Padre y a
vuestro Padre" (Jn 20,17).
EJERCICIO INDIVIDUAL Nº 3

1. Explique con símbolos qué tipo de salvación ofrece Cristo al hombre.

2. En pocas frases diga ¿Cómo explicaría usted a otras personas la verdad de


que Jesús es el Salvador del mundo?

3. Lea Puebla 170 – 219 y destaque cinco de las ideas principales que expone
acerca de la “verdad sobre Jesucristo el Salvador que anunciamos”.

4. Sintetice en una gráfica en qué consiste nuestra participación en la misión


de Cristo.
TRABAJO GRUPAL Nº 1

1. Enumere los principales contenidos de la “verdad sobre Cristo”.

2. ¿Qué debe contener fundamentalmente el Kerigma o primer anuncio de


Jesucristo para los no creyentes?

3. Elaboren por escrito un programa radial de cinco minutos sobre Jesucristo,


con el fin de animar la fe y el seguimiento de Jesucristo, entre los oyentes
cristianos.

4. Resalten los contenidos principales de las tres unidades anteriores.


CUARTA UNIDAD

DEL ENCUENTRO CON


CRISTO, A LA VIDA
NUEVA

Presentación

4.1 Encuentro, relación personal, amistad


4.2 Seguimiento y opción fundamental
4.3 Somos hijos de Dios
Presentación:
"Permaneced en mi amor"

Cristo no quiere convertirse ni en un adorno ni en una moda ni en un objeto de


manipulación intelectual y utilitaria. Su misterio no es negociable en ninguna
época ni en ninguna circunstancia. El salva al hombre manifestándole su
verdadero misterio. Lo que vale del hombre es su ser, no tanto sus cosas. Y el
ser del hombre se debe hacer donación a Dios y a los hermanos, vaciándose
progresivamente de todo interés egoísta. Jesús, Hijo de Dios, hermano nuestro y
Salvador, ama así e invita a "los suyos" a amar como Él: "amaos como yo os he
amado" (Jn 13,34).

Estas exigencias cristianas no tienen rebaja, porque nacen del amor. Y el amor
sólo tiene y tendrá una regla: darse de! Podo. Hacer rebaja a la persona en este
ideal de ser imagen de Dios Amor, sería un proceso de destrucción que
repercutiría en el atropello de los hermanos. Este amor es posible, porque Cristo
vive en nosotros y ama en nosotros: "Sin mí no podéis hacer nada...
permaneced en mi amor" (Jn 15,5.9).

Jesús hizo posible este amor en una pecadora pública (la Magdalena), en una
divorciada (la Samaritana), en un publicano (Mateo) y en un perseguidor y
opresor (Saulo). -El poder y la fuerza no estriban en nuestras cualidades
extraordinarias, sino en nuestra debilidad puesta al servicio de Cristo: 'Todo /o
puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13); "muy gustosamente, pues,
continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de
Cristo..., pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor
12,9-10).

El mayor obstáculo para corresponder a los ideales evangélicos no es nuestra


debilidad, sino nuestra tacañería de querer rebajar las exigencias del amor.

Para hacer posible este proceso de realizar amando, y participando en la misma


vida de Cristo, hay que decidirse a aceptar su presencia activa y amorosa, y
disponerse a reestrenar todos los días este encuentro con El en los signos pobres
de su presencia eucarística y de su palabra. De este encuentro vivencial y
amistoso (aunque sea en la oscuridad de la fe y en la sequedad), se pasa
fácilmente a un seguimiento incondicional, para compartir su misma vida, sus
amores y su misión.
El seguidor de Cristo se entrena todos los días para "revestirse de Cristo"
(Rom 13,14) y para vivir "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Sin
esta "dependencia" libre y amorosa, hasta el punto de sentir la necesidad
absoluta de Él, no sería posible seguirle incondicionalmente. Jesús no se
identifica con abstracciones, teorías y fantasías, sino con nuestra realidad
compartida para cambiarla en donación. A Cristo se le comprende y se le vive en
sintonía con su misma vida.
4.1 Encuentro, relación personal, amistad

Es el mismo Cristo quien tiene la iniciativa de hacerse encontradizo. Es Él quien


se deja "ver" (cf. Lc 24,39). Ahora no es del mismo modo como cuando vivía en
carne mortal, ni como cuando, ya resucitado, se apareció a sus discípulos antes
de la Ascensión.

No existe persona humana que no tenga en su vida una huella de la presencia


de Cristo. Cualquiera que lea o escuche el Evangelio, ó que lo vea
transparentando en la vida de un hermano, se encuentra con Cristo. Las
palabras del Evangelio son siempre jóvenes y vivas, y "han sido escritas para que
creáis que Jesús es el Mesías: el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida
en vosotros" (Jn 20,31).

Quien encuentra de verdad a Cristo se siente llamado a entablar con El una


relación de amistad. El es persona viva y presente, cercana a nuestras
circunstancias, consorte y protagonista de nuestra vida, como cuando vivía en
carne mortal. Pero ahora, con su mismo cuerpo resucitado, ya no está condicionado
al espacio y al tiempo. Por esto puede compartir realmente la existencia con todos
los enfermos, pecadores, marginados y pobres. No le "sentimos" con los sentidos
corporales, pero El deja en el corazón una huella imborrable. Es Él porque, ante
su presencia activa y amorosa, "arde nuestro corazón" (Lc 24,32), a modo
de convicción de ser amados y de decisión de amarle y de hacerle amar

Cristo se queda en la Eucaristía, para declararnos su amor, por medio de una


presencia que es también donación personal y comunicación de todo lo que El es.
Es presencia que reclama presencia, donación que exige donación y comunicación
que invita a compartir la vida con Él.

Juan, el discípulo amado, y Andrés encontraron a Cristo en el desierto y


"permanecieron con Él" (Jn 1,39). Otros le encontraron en su llamada y en su
mirada de amor, que respeta a .la persona tal como es (Jn 1,42-51). Saulo, el
perseguidor, lo encontró en el camino de Damasco, cuando su corazón estaba
muy lejos del amor. Si Pablo, para demostrar este encuentro hubiera hecho
valer sólo la narración de los hechos extraordinarios que le acontecieron, tal vez
no le hubiera creído nadie. Pero Pablo mostró las "señales" del encuentro
con Cristo a través de su vida de transparencia y de autenticidad: "Yo soy olor
de Cristo" (2 Cor 2,15); "sed mis imitadores como yo lo soy de Cristo" (1 Cor
4,16); "llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús" (Gal 6,17); "no soy yo
el que vive, sino que es Cristo quien vive en mi" (Gal 2,20).

Quien ha encontrado de verdad a Cristo, quiere consecuentemente


compartir la vida con Et. Se trata de una amistad aprendida directamente de Él:
"Vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14). Es amigo fiel, delicado, comprensivo,
exigente, que conoce y alienta, busca, escucha, acompaña, consuela... Es
sensible a la confianza y a la entrega, pero también a la ingratitud y al olvido.
Espera siempre nuestra compañía y no tiene secretos ni tiempos reservados para
Él. Confía sus inquietudes y encarga continuar su misma misión. Basta con
leer cualquier página del Evangelio, sin prisas y abriendo el corazón, para
encontrarle en cada una de sus palabras y de sus gestos. No se puede leer el
Evangelio con una lectura "en diagonal" ni con el corazón puesto en otra parte,
porque entonces no se encontraría más que una figura histórica respetable,
que ni llena el corazón ni cambia la vida. Ese "Jesús" no sería Él.

En la vida y en el camino de cada ser humano, Cristo se deja entrever para


entablar una relación interpersonal de amistad. Cuando El está más cerca, a
veces da la sensación de que está ausente, Pero la amistad con El se fragua
experimentando esa soledad que El también experimentó y que quiso
compartir con los suyos: "Venid y ved" (Jn 1,39); "quedaos aquí y velad
conmigo" (Mt 26,38). Esa soledad, que a veces es sequedad y "Getsemaní",
es la escuela de los santos como amigos y apóstoles de Cristo.

La fe en Cristo es aceptación comprometida de su mensaje y de su persona.


Es, pues, inicio de una relación personal que debe desarrollarse en un proceso
de sintonía con su pensar, sentir y querer. Sin esta relación vivencial con Cristo,
sería prácticamente imposible perseverar en las exigencias del Evangelio. Es
sólo una persona, el Hijo de Dios hecho hombre, quien puede llenar y orientar
el corazón: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68);
"sé de quién me he fiado" (2 Tim 1,12).

Compartir la vida con Cristo significa compartir sus vivencias y sus amores. La
vocación cristiana es de seguimiento de Cristo, hasta correr su misma suerte:
"¿Podéis beber la copa (de Alianza) que yo he de beber? Le dijeron: podemos"
(Mt 20,22). Toda vocación cristiana, laical, religiosa y sacerdotal, que no tenga su
punto de partida y de referencia en el encuentro vivencial y amistoso con
Cristo, está abocada a la duda sobre la propia identidad.

Los discípulos de Cristo perseveran en su seguimiento porque se apoyan en la


oración como trato familiar y confiado con El. Es oración de amistad, que se
expresa en la confianza y en la entrega a su persona y misión: "El que amas
está enfermo" (Jn 11,3); "¿dónde moras?" (Jn 1,38); "tú sabes que te amo" (Jn
21,15ss); "lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27).

A partir de esta relación personal y amistad, ya no se encuentran tantas


dificultades para aceptar a Cristo en toda su realidad integral. A la persona
amada se !a acepta tal como es, como un don de Dios. El amor a Cristo se
demuestra en el gozo de saber que El es así: el Hijo de Dios hecho hombre,
muerto y resucitado, nuestro Salvador. Es la actitud eclesial y mariana de saber
"meditar sus palabras en el corazón" (Lc 2,19.51), para asociarse
esponsalmente a las vivencias y a los planes salvíficos de Cristo.
4.2 Seguimiento y opción fundamental

En el Evangelio, los encuentros con Cristo, si son auténticos, tienden a una


relación amistosa, que se hace seguimiento para siempre: "Vinieron a Él y
designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar" (Mc 3,13-
14). La amistad con Cristo se convierte en relación personal estable a modo de
seguimiento incondicional: "Permanecieron con El" (Jn 1,39); "dejando sus redes,
le siguieron" (Mt 4,20).

El seguimiento se hace posible gracias a una llamada que es don e iniciativa de


Cristo: "Yo os he elegido, no vosotros a mí" (Jn 15,16); "eligió a los que quiso" (Mc
3,13): "sígueme" (Jn 1,43); "venid en pos de mí" (Mt 4,19). Cada persona humana
es Ilamada por Cristo y amada por El de modo singular, para realizar una misión
irrepetible. Todo depende del seguimiento generoso a modo de opción
fundamental: "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27).

Seguir a Cristo es posible sólo a partir de un encuentro vivencial que se hace


relación de amistad, en plan dialogal (oración) y a nivel de compromiso (caridad).
"Experimentando" o "reestrenando" diariamente la cercanía, el amor y el llamado de
Cristo, es posible hacerse coherente con sus exigencias evangélicas. Estas
exigencias de seguimiento (fe, moral, perfección) son superiores a las fuerzas
humanas, pero son posibles para un niño, un enfermo, un pobre y aún un recién
convertido, porque de los niños y de los pobres "es el Reino de los cielos" (Mt
5,3; Lc 18,16).

Lo que impresiona más de los "santos" es su actitud humilde y generosa, que hace
posible la perseverancia en la donación. En efecto, ellos se sintieron
siempre pobres, pero amados por Cristo. A partir de esta experiencia, se
decidieron a seguir al Señor y a amarle en las cosas pequeñas de su propio
"Nazaret", empezando nuevamente todos los días, como reestrenando "el primer
amor" (Apoc 2,4). En realidad, ése es el único camino de santidad, con matices
diferentes en cada uno, pero siempre posible para todos sin excepción.

El proceso de seguimiento para sintonizar con Cristo es un proceso gradual, a


partir de una convicción inquebrantable y de una decisión clara: ser amado por
El, quererle amar en el hermano. Cristo ha querido necesitar de él. Nuestras
explicaciones teóricas acerca de esta verdad de fe son siempre pobres; pero es
una realidad testificada por San Pablo: "Somos cooperadores de Dios" (1 Cor
3,9); "suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por el bien de
su cuerpo que es la Iglesia » (Col 1,24). Esta es, la línea bíblica de la
"Alianza": Dios dice un "sí" al hombre y le capacita para responder con un "sí"
libre de consecuencias trascendentales. El caso típico de esta colaboración
consciente y responsable es el de María, figura de la Iglesia (cf. Lc 2,38).

La opción fundamental por Cristo, de compartir sus amores, sus vivencias y su


misma suerte, chamusca todas las inclinaciones desordenadas de superioridad,
posesión y dominio. Cristo, que ofrece su "copa" de Alianza o de bodas, hace
posible una respuesta generosa a su ofrecimiento de compartir la vida con Él
(Mc 10, 38-40; Jn 18, 11).

No puede condicionarse el seguimiento de Cristo a las exigencias de la moda.


Tampoco puede confundirse su llamada y su declaración de amor con
cualquier "exigencia" y "necesidad" de la comunidad. Es Cristo quien llama y
quien nos necesita; pero esta llamada se hace patente por medio de signos
eclesiales. La comunidad vive de Cristo. Sin este' punto de referencia, la
comunidad eclesial no sería portadora de gracia, y sus "necesidades" y
"exigencias" estarían al margen del Evangelio. No es la comunidad la que da
origen a la vocación, ni es ella la que delinea las exigencias básicas de la misma;
pero la comunidad tiene la misión de suscitar las vocaciones, colaborar en su for-
mación y garantizar su existencia.

La vocación es siempre una llamada personal de -Cristo. La persona ~se siente


llamada por el Señor. Las condiciones del seguimiento las trazó Cristo en su
vida y en su mensaje evangélico. A partir de esta llamada, el seguidor de Cristo
debe orientar su vida a servir a la comunidad, construyéndola en la comunión
según los valores evangélicos. El apóstol evangeliza a la comunidad, se deja
evangelizar por ella y trabaja por convertirla en comunidad evangelizadora sin
fronteras.

Jesús amó a "los suyos" hasta hacerles compartir su mismo camino de Pascua
(Jn 13,1). Dirigiéndose al Padre, les llamó "gloria" o signo y prolongación suya (Jn
17,10). Ellos son el don que el Padre le ha dado ("los que tú me has dado")
para participar en su misma vida y misión (Jn 17,1118). La garantía de
autenticidad en el seguimiento de Cristo es la unidad o comunión eclesial, como
reflejo de la unidad o comunión trinitaria (Jn 17,21-23).

El seguimiento evangélico queda plasmado en las bienaventuranzas (Mt 5,1ss)


y en el mandato del amor (Jn 13, 34-35). Todo seguidor de Cristo debe
hacerse transparencia del Evangelio. Unos, son llamados a insertar en el
mundo, -desde dentro, el fermento de los valores evangélicos (vida laica!). Otros
son llamados a ser signo y estímulo de la caridad por la práctica permanente
de los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad (vida "consa-
grada"). Los doce apóstoles y sus sucesores e inmediatos colaboradores fueron y
son llamados a ser signo personal de Cristo Buen Pastor (vida sacerdotal). De
todos ellos se espera, en cada época, una "renovación evangélica" para ser
signo viviente de cómo vivió y actuó Cristo.

Mantener el tono de este seguimiento de Cristo, como opción fundamental por Él,
requiere unos medios concretos. El principal es el encuentro con Él en momentos de
oración personal, privada, comunitaria y litúrgica, a la luz de su palabra y en relación
con su presencia eucarística. La presencia y la palabra de Cristo llega a los creyentes
bajo signos establecidos y queridos por Él: Eucaristía, sacramentos, Escritura,
comunidad... Este encuentro personal con Cristo y la meditación de su palabra
hacen posible el seguimiento evangélico incondicional.
La comunidad eclesial de los primeros tiempos nos dejó una pauta para llegar a ser "un
solo corazón y una sola alma" (Act 4,32) y, consiguientemente, ser una comunidad
evangelizadora; reunirse en Cenáculo con María (Ac' 1,14) para escuchar su palabra,
orar, celebrar la Eucaristía, compartir los bienes con los hermanos y recibir las
nuevas gracias que el Espíritu Santo da a la Iglesia en cada época histórica (Act 2-4).

4.3 Somos hijos en el Hijo

Jesús nos hace participar en su filiación divina. El es "el Hijo amado" del Padre
(Mt 3,17; 17,5), que se bautizó en nombre nuestro para que nuestro ser y
nuestra vida pudieran participar de todo lo suyo. Por esto, a los que creen en* El,
"les da el poder de venir a ser hijos de Dios" (Jn 1,12). El gozo de Cristo consiste
en poder comunicarnos todo lo que El es y tiene.

Jesús se dirigió a Dios llamándole "Padre" (Lc 10, 21), como un niño dice
"papá querido" ("Abba"). Y ésta es la oración que nos ha enseñado para que la
hagamos nuestra, diciendo con Él y como Él: "Padre nuestro..." (Mt 6,9- 13): Es
el mismo Jesús, Hijo de Dios, quien ora y ama en nosotros, gracias al Espíritu
Santo que El mismo nos comunica. Poder orar así indica que participamos en su
misma filiación divina: "Puesto que somos hijos, envió Dios a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!" (Gal 4,6; cf. Rom
8,14-16).

Nuestra filiación participada es filiación real. Se llama también "adoptiva", en


cuanto que es donación gratuita por parte de Dios. Participamos en el ser de
Cristo, como "injertados" en Él (Rom 6,5). Dios nos ama así: "Ved qué amor nos
ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos de verdad"
(1Jn 3,1). Somos hijos en el Hijo: "Nos predestinó a la adopción de hijos por
Jesucristo" (Ef 1,5). Jesús nos llama "hermanos suyos", como hijos de un mismo
Padre (Jn 20,17). Por esto somos "familiares de Dios" (Ef 2,19).

Jesús resucitado, comunicándonos su Espíritu nos hace partícipes de su misma


vida, como vida nueva. El tuvo conciencia de su filiación divina desde el
principio; pero en la resurrección experimentó todos los efectos de esta filiación
sobre su humanidad ya glorificada. Como hermano nuestro, nos hace
"coherederos" de su misma gloria (Rom 8,17) y de su mismo gozo (Jn 17,10-
13).

En esta vida nueva de hijos en el Hijo, construimos la unidad del corazón en la


verdad y en el amor, como imagen de Dios. El ser humano retorna a Dios,
transformado ya en "expresión de su gloria" (Ef 1,6), que es participación en la
vida de Cristo como "esplendor de la gloria" del Padre (Hb 1,3).

Si Jesús no fuera Hijo de Dios preexistente y perfecto hombre, no podría ser


nuestro Salvador. Su cercanía llega a la raíz de nuestro ser, para comunicarnos
la "vida eterna", que Él tuvo desde siempre junto al Padre (Jn 17,2-5). Su
encarnación, muerte y resurrección-nos ha conseguido esta participación en su
misma vida.

Jesús es el verdadero "pan de vida bajado del cielo", convertido en "pan


nuestro" y amasado en nuestras circunstancias: "Yo soy el pan de vida.., Yo soy
el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y
el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo... Así como yo vivo por mi
Padre, así también el que me come vivirá por mí" (Jn 6, 48-57).

En Cristo, el hombre nace a una vida nueva y se hace "hombre nuevo" (Ef 4,24). "La
gloria de Dios es el hombre viviente; pero la vida del hombre es la visión (y el deseo)
de Dios" (S. Ireneo). El humanismo y la antropología, a la luz del misterio de Cristo,
aparecen como un proceso de purificación y de libertad en la verdad y el amor.

El hombre, en Cristo, ya camina hacia la plenitud, porque ya tiene un principio de


"divinización" que le hace ser hombre verdadero a imagen de Dios Amor. Desde la
encarnación, el hombre aprende que "servir es reinar", porque en el servicio a
Dios y á los hermanos (como donación de sí) se realiza la liberación de todo
egoísmo. La gloria del hombre no consiste en el dominio y utilización de los her-
manos, sino en el servicio y la donación a ejemplo del Hijo de Dios hecho
hombre (Jn 13,14-16; Lc 22,24-28). "Nosotros sabemos que hemos pasado de
la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1 Jn 3,14).

Por participar en la misma vida de Cristo, como el sarmiento participa de la


misma savia que la vid (Jn 15,4-6), el cristiano está llamado a la santidad,
que consiste en la caridad: "Caminad en el amor" (Ef 5,2); "vivid según el
Espíritu" (Rom 8,9). A esta caridad, que es el "Vínculo de la perfección" (Col
3,14), no se le puede hacer rebajas, porque el amor verdadero tiende siempre a
la donación total de sí: "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus
amigos" (Jn 15, 13).

La filiación que Cristo nos comunica, "diviniza" al hombre desde lo más


profundo del corazón. Es vida divina participada, vida en Cristo en el Espíritu: "os
hizo merced de preciosos y sumos bienes prometidos, para que por ellos os
hagáis partícipes de la Naturaleza divina" (2 Pe 1,4); "por Cristo tenemos el
poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (El 2,18).

Cristo crucificado y resucitado nos puede comunicar el "agua viva" del Espíritu
Santo (Jn 7,38-39; 19,34; 20,23) Esa es "la fuerza de Cristo" (2 Cor 12,9), que
nos hace participar en su "plenitud de gracia y de verdad" como de Hijo de Dios
(Jn 1,1416). Dios "en El nos ha dado todo" (Rom 8,32), porque nos ha
predestinado a "ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el
primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29).

El proceso de santidad, como vida en Cristo, es proceso de filiación divina, por


una actitud de relación personal (oración) y de donación (caridad). La actitud
filial de decir a Dios "Padre" (en el Espíritu Santo y por Cristo) se expresa y se
desarrolla por un proceso de caridad hacia Dios y hacia los hermanos. El grado
en que uno vive el mandato del amor indica el grado de su participación en la
filiación divina de Cristo y en su actitud filial de relación con el Padre: "Nosotros
conocemos que Dios permanece en nosotros por el Espíritu que nos ha dado"
(1Jn 3,24); "Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en
él" (1 Jn 4,16).

La vocación cristiana es vivencia de los valores evangélicos, a partir de una relación


personal con Cristo, expresada en seguimiento, imitación, unión y transformación
con Él. La actitud filial de Cristo, por ser hermano, nuestro, es la de salvar a la
humanidad entera. "Dios no ha enviado a su Hijo para juzgar al mundo, sino para
salvarlo" (Jn 3,17). Cada ser humano es "el hermano por quien Cristo ha muerto"
(1Cor 8, 11).

Las bienaventuranzas y el mandato del amor son la carta magna de nuestra actitud
filial con Dios, así como de nuestra actitud fraterna con los demás hermanos. La
vida vale según el "peso del amor” (San Agustín). Jesús nos invita amar como Él y es
Él quien lo hace posible. La realidad de la vida, especialmente en los momentos de
dificultad, se afronta para transformar los obstáculos en donación: "Amad... sed
perfectos como vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48).

La "semilla" que Dios ha puesto en lo más hondo de nuestro ser es "su semilla",
su Palabra o Verbo, que nos hace nacer a su misma vida divina (1 Jn 3,9). La
vida de los seguidores de Cristo debe transformarse en amor, como señal de
participar en la filiación divina de Jesús: "Amaos con intensidad y muy
cordialmente unos a otros, como quienes han sido engendrados no de semilla
corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios" (1 Pe
1,22-23).

La filiación divina, que Cristo nos ha comunicado, está abierta al infinito. Se


ahonda cada vez más en el corazón y en la vida, para colaborar a que toda la
creación se transforme en un lugar de encuentro de todos los hermanos con
Dios. Nuestra vida vale la pena vivirla construyendo una nueva tierra donde
reinará el amor: "La expectación ansiosa de la creación está esperando la
manifestación de los hijos de Dios... Y no sólo ella, sino también nosotros, que
tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos
suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,1923).

Ensayamos todos los días nuestra actitud filial. El Espíritu Santo orienta nuestro
ser para poder decir, con la voz y el amor de Cristo, "Padre nuestro". Nuestra
debilidad no es un obstáculo cuando la reconocemos para superarla. Dios
Padre, que nos ha elegido en Cristo, nos da la prenda del Espíritu: "Si
vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más
vuestro Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?" (LC
11,13).

A partir de esta realidad cristiana de ser hijos en el Hijo, ya podemos


transformarlo todo orientándolo hacia el amor: "Sabemos que Dios hace
concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rom 8,28).

La fisonomía de Jesús está ya grabada en nuestro ser, para hacerse en


nosotros un "Jesús viviente". La presencia activa y materna de María en
nuestra vida es una realidad en nosotros y en todos los hermanos: "Esta
maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar, desde el
momento del asentimiento que prestó fielmente en la anunciación y que
mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los
elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que
con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación
eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad, hasta que sean conducidos a la
patria bienaventurada" (LG 62).

EJERCICIO INDIVIDUAL No. 4

1. Explique en una gráfica en qué consiste el seguimiento de Jesús.

2. Haga un dibujo en el que sintetice el contenido de CFL 11 "Hijos de Dios en el


Hijo".

3. ¿Qué tipo de amistad con Cristo debe tener un misionero?


QUINTA UNIDAD

DEL ENCUENTRO, AL
SERVICIO Y A LA
MISIÓN

Presentación

5.1 Compartir y prolongar la misión de Cristo


5.2 Ser signo de cómo ama Él, ser testigo de su amor
5.3 El anuncio del Reino en toda época y todos los pueblos
Presentación:

"Seréis mis testigos"

Jesús ha querido prolongarse a través de/ tiempo por medio de sus "apóstoles"
(enviados), que son, a la vez, sus testigos: "Como el Padre me envío, así os envío
yo" (Jn 20,21); "seréis mis testigos" (Act 1,8). La salvación realizada por el Hijo de
Dios hecho hombre llega a todos los hombres y a todos los pueblos, por medio
de los que ya han encontrado a Cristo resucitado.

Se trata de la misma misión de Cristo, compartida y prolongada por los suyos


(Jn 17, 18). A través de estos testigos e instrumentos vivos, Cristo prolonga su
palabra y su acción salvífica. Son testigos de su amor y signó personal de como
ama Él.

El anuncio evangélico del Reino, que se inauguró en Cristo, llega a todas las
épocas y a todos los pueblos, y en las coordenadas de tiempo y de espacio, y en
las circunstancias y situaciones personales, sociológicas y culturales: "Seréis mis
testigos hasta los últimos confines de la tierra" (Act 1,8).

Los testigos del Señor, formando una comunidad de hermanos "convocados"


("ecclesia", Iglesia), viven hoy en una sociedad secularizada y hambrienta de
Dios, dividida y ansiosa de unidad, alejada del Evangelio y necesitada de testigos.
Se necesitan signos de la presencia de Cristo, hermanos que vivan el mandato del
amor y testigos de una experiencia de encuentro con El: "Soy yo" (Lc 24,39).

Estos testigos deben expresar en sus vidas la realidad querida y fundada por
Jesús: una Iglesia (comunidad convocada) que sea signo de la presencia de
Cristo ("misterio"), principio y servicio de unidad ("comunión'), evangelizada y
evangelizadora ("misión').

El servicio de los hermanos, especialmente a los más pobres, y la disponibilidad


misionera para anunciar el Evangelio a todos los hombres, nace del encuentro
vivencial con Cristo. Si no fuera así, el servicio y la misión se convertirían en
hipótesis de trabajo al margen del Evangelio. El sentido de la misión se aprende
auscultando el corazón de Cristo.

5.1 Compartir y prolongar la misión de Cristo

Todo encuentro con Cristo y toda reflexión sobre El llevan necesariamente a


compartir su misión. La "cristología" (como reflexión sobre la fe en Cristo) es
esencialmente misionera. Cristo se presenta como enviado con el Padre y el
Espíritu (Lc 4,18; Jn 10,36) para salvar al mundo (Jn 3,17), convocando a los
hombres para formar una comunidad eclesial (Mt 16,18; Jn 10,16).

La misión no nace de una teoría prefabricada, sino de la realidad de Cristo, que


confiere a los suyos el mandato misionero (Mt 28,19-20; Mc 16,15; Lc 24,47).
Es la misma misión que El recibió del Padre (Jn 17,18; 20,21).

Por el hecho de ser "cristológica", la misión sólo tiene sentido a la luz del
encuentro vivencial con El y de la fidelidad a su mandato. Es; pues, misión
para cumplir los designios salvíficos del Padre (dimensión teológica y salvífica),
como prolongación de la misma misión de Cristo (dimensión cristológica), bajo la
acción del Espíritu Santo (dimensión cristológico), como experiencia de la
naturaleza misma de la Iglesia (dimensión eclesiológica), para salvar al hombre
concreto en su integridad (dimensión antropológica, sociológica e histórica).

Cristo salva desde dentro de la historia humana, asumiéndola como propia. La


misión confiada a fa Iglesia tiene estas mismas perspectivas de "encarnación"
(Inserción) y de trascendencia (salvación según los planes salvíficos de Dios
en Cristo). Jesús es siempre "más allá" de todo valor humano personal,
comunitario, cultural y religioso.

La Iglesia es signo de esta presencia activa de Cristo, participando en su


"misterio" (Ef 3,9-10). La fuerza "misionera" de la Iglesia está en ser "comunión"
de hermanos (Jn 13,34-35; 17,23).

El Espíritu Santo, enviado por Jesús convierte en "testigos" o transparencia e


instrumento suyo a sus discípulos (Jn 15,26-27; 16,14; 17,10). Para sentir el
aliciente de la misión, es necesario contagiarse de los amores de Cristo,
"revertirse" de Él (Rom 13,14). Es la caridad de Cristo" la que "urge" al
anuncio del Evangelio (2 Cor 5,14), Es la misma "caridad de Dios que ha sido
derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado"
(Rom 5,5). Por esto Jesús, al enviar a sus discípulos, les promete su Espíritu
"Seréis bautizados en el Espíritu Santo..., recibiréis el poder del Espíritu Santo
que vendrá sobre vosotros. " (Act 1,5-8).

El "yo soy" de la resurrección (Lc 24,39) se convierte en una presencia


activa del Señor para el ejercicio de la misión: "Id.., yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28,19-20).

Compartir la misma misión de Cristo es fuente de identidad y de gozo para el


apóstol. Su vida ya no se agita por hipótesis volubles y vulnerables sobre la
misión. El apóstol presta a Cristo su voz para anunciarlo ya presente bajo
signos eclesiales instituidos por el Señor y aguardando en todo corazón humano
y en todo pueblo: "En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis"
(Jn 1,26).

El gozo del apóstol radica en sentirse amado por Cristo y capacitado para
amarle y hacerle amar. Es Él quien envía, quien acompaña y quien espera en el
campo de acción.

Este gozo de un encuentro prolongado en la misión, va eliminando todos los


condicionamientos y todas las fronteras. Los obstáculos se convierten en nuevas
posibilidades de anunciar el Evangelio, cuando se afrontan para hacerse
donación. Nada ni nadie puede "separar" al apóstol de la "caridad de Cristo"
(Rom 35). Lo más importante para el apóstol es hacer que el Señor sea
conocido y amado: "Conviene que p, crezca y que yo disminuya" (Jn 3,30).

El encuentro con Cristo en su palabra, en su Eucaristía y en los signos


eclesiales, capacita para seguir encontrándole en cada hermano. La "comunión"
con Cristo Palabra y con Cristo Eucaristía se hace comunión fraterna universal.
Entonces al Señor se le encuentra y se le "comulga" en cada acontecimiento
histórico, como tarea evangelizadora de cambiar todo según el mandato del
amor. A Cristo se le "comulga" en la historia cuando se ha aprendido a
"comulgar" o sintonizar con sus amores en la meditación de su palabra y en el
encuentro eucarístico y eclesial. Diciendo un "fiat” responsable y constructivo a
la realidad histórica se "comulga" a Cristo presente en la historia.

La misión participada de Cristo se hace servicio incondicional y sin recortes.


Una teoría sobre la misión, al margen del Evangelio, puede entusiasmar
momentáneamente, pero es caduca porque está condicionada a los gustos
pasajeros de una época. Cuando se ponen rebajas al encuentro vivencial con Cristo,
surgen recortes de la misión. La Iglesia, como María, se hace "donación total de
sí..., apertura total de la persona de Cristo a toda su obra y misión" (Rm 39).
Como María y con su ayuda, la Iglesia misionera "se consagra totalmente a la
persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la
redención con El y bajo El, con la gracia de Dios Omnipotente" (LG 56).

La verdadera "gloria" del hombre es la de convertirse en "signo" de Cristo, como


"expresión" suya ante el Padre y ante los hombres por obra del Espíritu.

Por esto la vida humana vale en la medida en que sea capacidad de entrega y de
donación (d. GS 24). La dignidad y gloria del hombre, a imitación de Cristo y en
unión con El, consiste, pues, en compartir y servir dándose a sí mismo sin dominar ni
utilizar a los demás.

La vida de Cristo, a través de los suyos, sigue siendo una vida para los demás, a modo
de pan comido. La dignidad de una persona, de un pueblo y de una cultura, no
consiste, pues, ni en la "superioridad" o dominio, ni en la oposición o violencia, La
*libertad del Espíritu" (2 Cor 3,17) es un proceso de construir el propio corazón para
vivir en comunión de hermanos y para construir esta comunión en toda la humanidad,
como reflejo de la comunión de Dios Amor (cf. LG 4; SRS 40). Solamente quien es
"libre" en su propia cultura, apreciándola sin esclavizarse, sabrá apreciar las otras
culturas para llevarlas al encuentro con Cristo.

En Cristo encontramos una comprensión nueva de Dios y del hombre, y El nos


encarga de comunicar a todos los hermanos, como principio de una vida y de una
sociedad nueva. "Dios Amor" (1 Jn 4,8), en Cristo, tiene rostro humano (Jn 14,9).
Los creyentes en Cristo se convierten en su transparencia e instrumento, como
comunidad "complemento" suyo (Ef 1,23). Toda la humanidad está llamada a
transformarse en "cuerpo" de Cristo, orientándose hacia Él, glorificado en la cruz (Jn
12,32). Y constituido en "Salvador del mundo" (Jn 4,42). El "hombre nuevo" (El 4,24)
comienza a ser realidad por la misión que Cristo comunica a su Iglesia.

El evangelio sigue aconteciendo hoy. Cristo resucitado continúa comunicando a los


suyos su misma misión: "como el Padre me envió, así os envío yo" (Jn 20, 21). La
respuesta fiel y generosa a esta misión sólo es posible a partir de un encuentro
vivencial con Cristo, como entrega a su persona y a su obra salvífica.

5.2 Ser signo de cómo ama El, ser testigos de su amor

El ser, el obrar, las vivencias y el estilo de vida de Cristo están orientados


hacia la misión y "el mandato recibido del Padre" (Jn 10,18). Que el Padre
sea conocido y amado y que los hermanos lleguen a la salvación plena e
integral, es el motor de los amores de Cristo: "Yo he venido a echar fuego
en la tierra, y ¿qué he de querer sino que se encienda?" (Lc 12,49).

Quienes han sido elegidos por Cristo para continuar su misión, reciben una
gracia especial del Espíritu, que les contagia de los mismos amores de
Cristo. Por amor al Padre y por amor al hombre, Cristo "da la vida" como
Buen Pastor (Jn 10,11s) y ama hasta darse a sí mismo: "no tiene donde
reclinar la cabeza" (Mt 8,20). La caridad del Buen Pastor se expresa así: se
da del todo (pobreza), según los planes salvíficos del Padre (obediencia),
como consorte o protagonista de la historia de cada ser humano
(virginidad o castidad).

Los testigos de Cristo lo son en cuanto expresión de su vida inmolada de Buen


Pastor. Así son signo de cómo ama El. A todo ser humano debe llegar el
anuncio de que El es amado por. Dios en Cristo con un amor irrepetible,
y que está llamado a realizarse como imagen de este mismo amor hacia
los otros hermanos. Este anuncio tiene lugar, como en la vida de Jesús,
"con hechos y palabras" (Act 1,1). La vida del apóstol de Cristo forma parte
del anuncio: Vosotros daréis testimonio, porque desde el principio habéis
estado conmigo" (Jn 15,27).

Al anunciar la "cercanía del Reino" (Mc 1,15), Jesús expone el mensaje de


las bienaventuranzas, se acerca a los hombres para "sanarlos a todos", (Lc
6,19) y ofrece su vida en sacrificio de donación total. Quien está Ilamado a
continuar este anuncio, cercanía y donación, está también Ilamado al
seguimiento de Cristo, que comporta relación personal con Él e imitación de
su estilo de vida. Para ser su testigo, el apóstol vive constantemente del
encuentro, de la palabra y del seguimiento de Cristo.

El apóstol y testigo de Cristo es su prolongación y "complemento", a modo


de "expresión" suya (Jn 17, 10) y "olor" de su presencia activa (2 Cor 2,15).
Cristo resucitado quiere necesitar de la visibilidad de sus apóstoles para
acercarse a cada ser humano en sus coordenadas de espacio y de tiempo.
Sólo un apóstol que se esfuerza en ser un "Jesús viviente", deja
transparentar un "Evangelio viviente". El Evangelio acontece también en
cada apóstol que vive el seguimiento de Cristo, para dejarle transparentar
en medio de los hermanos.

La llamada a la misión arranca del bautismo, vivido en encuentro y relación


personal con Cristo. Todo cristiano está llamado a ser santo para ser
expresión del Señor en la misión encomendada. El apóstol, como Pablo,
queda atrapado libremente, "prisionero de Cristo" (Col 4,3) y "prisionero del
Espíritu" (Act 20,22), para anunciar a Cristo, hacerle presente y comunicarlo
a los demás.

El compromiso de transformar el mundo desde sus raíces, según el


mandato del amor y las bienaventuranzas, necesita hombres que quieran
vivir el Evangelio sin recortes. La "renovación evangélica" es imprescindible
para inaugurar una nueva etapa de evangelización: "La llamada a la santidad ha sido
la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un concilio
convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana" (CFL 16).

En cada época, la sociedad humana presenta el desafío de nuevos "Areópagos" y


donde se siente la necesidad de una predicación auténtica y vivencial como la de
Pablo. Nuestra sociedad dé hoy pide testigos "auténticos", que hablen de Jesucristo
resucitado, a quien ellos han encontrado: "Nosotros somos testigos" (Act 2,32). "El
mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida., espíritu de oración, caridad para
con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad,
desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra
difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el
riesgo de hacerse vana e infecunda" (EN 76).

Ante una "nueva evangelización", que supone "nuevo ardor, nuevos métodos y
nuevas expresiones" (Juan Pablo II), se necesitan nuevos apóstoles que sepan
proponer "una nueva síntesis entre Evangelio y vida", "dar un alma a la sociedad
moderna" y "poner el mundo moderno en contacto con las energías vivificantes del
Evangelio". Serán, pues, apóstoles "expertos en humanidad, que conozcan a fondo el
corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas y, al mismo tiempo,
sean contemplativos enamorados de Dios" (Juan Pablo II).

Una "nueva evangelización" necesita hombres nuevos, con la novedad siempre


actual y dinamizadora del Evangelio. Se trata de “alcanzar y transformar con la
fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de
interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida
de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de
salvación" (EN 19). "En los umbrales del tercer milenio, toda la Iglesia, pastores y
fieles, han de sentir con más fuerza su responsabilidad de obedecer al mandato de
Cristo: 'id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación' (Me
16,15), renovando su empuje misionero. Una grande, comprometedora y magnífica
empresa ha sido confiada a la Iglesia: la de una nueva evangelización, de la que el
mundo actual tiene una gran necesidad" (CFL 64).

Se abren nuevos campos de evangelización, que necesitan la presencia y la


dedicación de apóstoles renovados. La "renovación interior" del apóstol y de toda
la comunidad eclesial es parte integrante de la misión: "Como la Iglesia es toda ella
misionera y la obra de la evangelización es deber fundamental del Pueblo de
Dios, el Concilio invita a todos a una profunda renovación interior, a fin de que,
teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en la difusión del Evangelio,
acepten su participación en la obra misionera entre los gentiles" (AG 35).

Ante un mundo que necesita signos e "imágenes" (por ser una sociedad "icónica"),
hay que presentar gestos evangélicos claros. El Evangelio se anuncia cuando "la
claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia" (LG 1).

Cuando surgen nuevas situaciones en la historia de la humanidad y de la iglesia,


también existen nuevas gracias para afrontarlas constructivamente. "El Espíritu
Santo, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia y la renueva
incesantemente" (LG 4). Esta realidad de gracia en una situación nueva de la
historia del hombre, es "una llamada a las actitudes interiores que deben animar a
los obreros de la evangelización" (EN 74).

El apóstol, como testigo del encuentro con Cristo, llama a todos a un cambio de
mentalidad ("conversión"), que se concreta en un proceso de configuración con
Cristo ("bautismo"), expresado en una sintonía de criterios, escala de valores y
actitudes, con la persona y el mensaje del Señor.

La misión tiene como objetivo llamar a los hombres a orientar su propia


existencia personal y comunitaria, según las bienaventuranzas y el mandato
del amor. Esta orientación empieza en una relación filial con Dios (el "Padre
nuestro"), que se manifiesta en el servicio y en la donación a los hermanos
(mandato del amor). El mismo apóstol debe ser transparencia de esta actitud
relacional y comprometida, como actualización de los gestos evangélicos de
Cristo en cada período histórico.

La coherencia cristiana de sintonía con el modo de pensar, sentir y amar de Cristo,


encuentra en el seguimiento evangélico del apóstol un signo y estímulo. Cada
apóstol se hace signo de Cristo según la propia vocación; en las estructuras
humanas, desde dentro, a modo de fermento de los valores evangélicos y en
comunión y misión de Iglesia (vida laical); como signo radical de las
bienaventuranzas, por medio de la práctica permanente de los consejos
evangélicos, como imitación de la misma vida de Cristo casto, pobre y obediente
(vida consagrada); como signo personal de Cristo Buen Pastor y Cabeza, que guía
y da la vida en aras de la caridad pastoral (vida sacerdotal).

La renovación de cada vocación cristiana debe ser en el campo de la santidad y


de la acción evangelizadora, como factores que se integran mutuamente sin
dicotomías. Toda renovación cristiana tiene como punto de partida y de referencia
el encuentro con Cristo, que deriva hacia el seguimiento más fiel y generoso, y
hacia la disponibilidad misionera. Por esto, "es urgente, hoy más que nunca, que
todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica"
(CFL 10).

El "yo soy" de Jesús resucitado, en cada momento histórico, hace posible está
renovación espiritual y apostólica de personas y comunidades eclesiales.

5.3 El anuncio del Reino en toda época y a todos los pueblos

La misión de Jesús se concretaba en anunciar el Reino: "Cumplido es el


tiempo, y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en el Evangelio"
(Mc 1,15). Era una predicación sin fronteras: "Es preciso que anuncie el
Reino de Dios en otras ciudades, porque para esto he sido enviado" (Lc
4,43). Y éste fue el encargo comunicado a sus apóstoles: "En vuestro
camino predicad: El Reino de Dios se acerca" (Mt 10,7).

El "Reino" es el mismo Jesús, con todo lo que El es, hace, dice y comunica.
Las "parábolas" del Reino indican una vida humana vivida por Jesús, desde
dentro y para transformarla según los designios salvíficos de Dios. Es una
vida que tiene su valor si se mira con esta perspectiva de trascendencia: "El
Reina se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del
hombre, quien vino a servir y a dar su vida para redención de muchos" (Mc
10,45) (LG 5).

Hasta los detalles más pequeños de nuestra existencia son mensaje del
Reino: las semillas, el sembrador, el fermento en la harina, el tesoro
escondido, la perla fina, la red... (Mt 13). El mismo Jesús es el sembrador;
la buena semilla es su palabra, que hace germinar creyentes "hijos del
Reino" (Mt 13, 38) ya en esta tierra. Pero el camino prosigue hasta llegar al
"Reino del Padre" (Mt 13,43).

Jesús, con su vida, sus parábolas, su mensaje y sus milagros, da inicio al


Reino. Es el anuncio de una gracia que salva a todos los que abren el
corazón. No ha venido a destruir, sino a Ilevar a la perfección" (Mt 5,17). Su
"pequeño rebaño" (Lc 12,22) se va a convertir en comunidad "convocada"
("Ecclesia", Iglesia), como "fermento" que debe transformar toda la humanidad
(Mt 13,33). Aquella "mujer" que pone el fermento en la masa de harina, es "la
mujer" asociada a "la hora" de Jesús (Jn 2,4), que personifica a la
comunidad de los creyentes en el Señor (Jn 2,12). La imagen está tomada de
la realidad que Jesús vivía frecuentemente en Nazaret, contemplando el
trabajo callado de su madre María.

El Reino que Jesús predica y que encarga predicar a los suyos, entra en el
corazón para transformarlo según los valores evangélicos (Lc 17,21). "No es
de este mundo" (Jn 18,36), porque no se apoya en los poderes y ambiciones
humanas; pero Jesús deja ya en esta tierra unos signos de servicio
permanente comunitario o "eclesial": su palabra, su Eucaristía y sacramentos,
su pastoreo, cada hermano con su propia vocación y ministerio... y
establece servidores o ministerios como el de Pedro y el de los Apóstoles
(Mt 16,18; Lc 10,16). El Reino que establece Jesús en esta tierra es sólo un
inicio o preparación del Reino definitivo, "preparado eternamente" por el
Padre en el "más allá" (Mt 25,34).

Esta Iglesia, Reino de Cristo e inicio del Reino definitivo, es la Iglesia a la que
sirven y aman los Apóstoles, como cuerpo de Cristo y complemento suyo (Col
1,14), esposa o consorte (Ef 5,25s), "sacramento" o signo transparente e
instrumento (Ef 5,32), madre como María (Gal 4,4.19.26), pueblo santo de
redimidos por la sangre de Cristo (1Pe 2,9s; Apoc 1,5-6).

La Iglesia es el mismo Cristo que vive en los hermanos redimidos por El (Mt
25,35-40; Act 9,5).

Todo apóstol, como Pablo, ama a la Iglesia hasta sufrir por ella (Col 1,24), a
imitación del amor y de la oblación de Cristo: "Amó a la iglesia y se entregó por
ella" (Ef 5,25).

Todo cristiano es Iglesia y participa en su misma realidad de signo de Cristo


(misterio), fraternidad (comunión) y misión. De modo diferenciado, según se haya
recibido el sacramento del bautismo, confirmación, matrimonio y orden, el
cristiano se hace servidor de la palabra (profeta), del sacrificio (sacerdote), de
la acción apostólica de Cristo (rey, apóstol, pastor).

Esta Iglesia, como comunidad "convocada" por la palabra y el sacrificio, ha sido


fundada por , Jesús para anunciar el Reino en toda época y "a todos los
pueblos" (Mt 28,19-20; Mc 16,15; Lo 24,47). "Ella existe para evangelizar...
Nacida de la misión de Jesucristo, es, a su vez, enviada por El...
Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma" (EN 14- 15).

La Iglesia es, por su razón de ser o "por su naturaleza, misionera, puesto que
toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el
propósito de Dios Padre" (AG 2). La fidelidad a Cristo se convierte
necesariamente en fidelidad a la Iglesia misionera (Cf. EN 16; PO 14).

La comunidad convocada por la presencia de Cristo, a través de su palabra y de


sus signos salvíficos, se I construye como "comunión" de hermanos, para hacer
de toda la humanidad una comunión universal, que

refleja la comunión de Dios Amor. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo


modelo de unidad del género humano; en el cual debe inspirarse en última
instancia la solidaridad, Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida
íntima de Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios,
uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra
'comunión'. Esta comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada,
extendida y enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la
Iglesia a ser 'sacramento"' (SRS 40).

El seguimiento evangélico de Cristo comporta, en sus seguidores, el compromiso


de anunciar el Reino, que debe iniciar en cada corazón y en cada comunidad
humana transformada en comunidad "convocada" por Cristo ("ecclesia”, Iglesia).
Las ventajas de la libertad de espíritu, inherentes al seguimiento evangélico, si
no se traducen en disponibilidad misionera, se convierten fácilmente en instru-
mento de poder, dominio, ventajas temporales y fuerzas paralelas a la misma
Iglesia. El seguimiento esponsal de Cristo se demuestra en servicio incondicional
a la misión.

En todo corazón, cultura ~ y pueblo, también en su dimensión' religiosa, hay


"semillas del Verbo" (San Justino) y, por tanto, semillas del Reino y "preparación
evangélica" (San Eusebio de Cesarea). La encarnación del Verbo en el seno de
María es irrepetible. Precisamente por ello, es el punto de referencia y de
llegada por parte de toda semilla del Verbo y del Reino. Cristo no solamente
envía su Evangelio, sino que también espera y llama desde esas huellas de su
presencia, que aspiran a ser plenitud (cf. Hb 1,1- 2). Quien no vive en sintonía
vivencial con Cristo, no se siente interpelado por esta llamada urgente, y queda
prisionero de cábalas estériles sobre la misión.

Las culturas indican la relación del hombre con, sus semejantes, con el
ambiente y con la trascendencia (y con Dios). Los valores culturales esperan
"gimiendo" (Rom 8,22) la llegada del anuncia evangélico, para poder sobrevivir
a los embates de la historia, purificando sus defectos y desarrollándose hasta
la perfección en Cristo (cf. EN 20; GS 44,53; LG 17). “Sólo desde dentro y a
través de la cultura, la fe cristiana llega a hacerse histórica y creadora de
historia" (CFL 54).

La misión que Cristo encargó a los suyos, es universalista ("a todas las
gentes"). Pablo llevó esta misión clavada en su corazón, desde el momento de
la conversión (Act 9,15), hasta sus últimos años en la cárcel de Roma antes
de su martirio: "El Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mi fuese
cumplida la predicación y todos los gentiles la oigan" (2 Tim 4,17).

Dejar que Cristo ore y ame en nosotros comporta hacer propia su oración y sus
vivencias: "Padre nuestro... venga a nosotros tu Reino" (Lc 11,2). El amor a
Cristo, que se prolonga en su Iglesia y que espera y llama desde cada
corazón y cada pueblo, hace vivir la dinámica del "Padre nuestro", corno
dinámica misionera universal: "Así, finalmente, se cumple en realidad el
designio del Creador, quien creó al hombre a su imagen y semejanza, pues
todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por
el Espíritu Santo, contemplando unánimemente la gloria de Dios, podrán decir:
'Padre nuestro` ((AG 7).

El "Magníficat" de María (figura de la oración misionera de la Iglesia) canta la


salvación plena realizada por la venida de Cristo, que debe llegar a todos los
"pobres" que esperan esa plenitud. Todas las épocas históricas y todos los
pueblos ("de generación en generación") necesitan ver en la Iglesia esa actitud
de esperanza, como "la gran señal" (Apoc 12,1) y como "signo levantado en
medio de las naciones" (Is 17,12, SC 2).

La Iglesia, "en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de


reevangelización", aprende de María y de José a "servir a la misión salvífica de
Cristo". Es una "tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno" (RC
29 y 32).

EJERCICIO INDIVIDUAL Nº 5

1. Resuma las principales ideas de Lumen Gentium 3 y Ad Gentes 3 acerca


de la "Misión del Hijo".

2. Haga una síntesis del contenido de Chistifideles Laici (CFL) 35 " Id por
todo el mundo".

3. Sintetice en una gráfica en qué consiste nuestra participación en la misión


de Cristo
SEXTA UNIDAD

CONSTRUIR UNA NUEVA


TIERRA AMANDO

Presentación

6.1 La esperanza cristiana: confianza y tensión


6.2 Transformar el presente histórico en donación
6.3 Hacia una nueva humanidad
Presentación:

"Os tomaré conmigo"

Dios se hizo hombre para construir, con la colaboración del hombre, una
nueva creación: "Un nuevo cielo y una nueva tierra" (Apoc 21,1). Desde el día
de la encarnación del Verbo, la historia ha cambiado de sentido. Todas las
cosas están ya orientadas hacia Cristo para "recapitular todo en El" (Ef 1,10).

La glorificación de Jesús actúa ya en lo más profundo de cada ser humano y de


cada acontecimiento, para "orientarlo todo" hacia sus designios de salvación
definitiva (Jn 12,32). El "paso" de Jesús al Padre ha impreso en la creación y en la
historia una dinámica imparable. Donde ya ha llegado Cristo resucitado, debe
llegar también toda la humanidad redimida: "Voy a prepararos lugar... De nuevo
volveré y os tomará conmigo, para que donde yo esté, estáis también vosotros"
(Jn 14,2-3).

Esta realidad de fe parece una utopía, pero da sentido a la existencia humana. Sin
esta perspectiva de esperanza cristiana, la vida sería un absurdo. La historia recobra
su sentido porque se hace tarea de construir la vida amando como Cristo. El
resultado no es ni inmediato ni constatable con cálculos humanos. La cruz y!a
resurrección siguen aconteciendo en el "Cristo total" o Cristo místico, que somos
nosotros con El. La vida humana es un "presente" que vale la pena vivir como
donación. Entonces la vida siempre es hermosa y se transforma en vida
eterna.

En el transfondo de toda dificultad y de todo "silencio" de Dios, se vislumbra un


camino para construir una nueva tierra y una nueva humanidad: transformar el
presente pasajero en donación definitiva. El punto de partida y de llegada, así
como el punto de referencia, es Cristo resucitado: "Yo soy el alfa y la omega... el
que era, el que viene, todopoderoso" (Apoc 1,8).

El cristiano hace de la vida un camino de Pascua, a partir de las vivencias de Cristo


presente en nuestro camino. El primer interesado y comprometido es el mismo
Cristo: "Voy a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17).

6.1 La esperanza cristiana: confianza y tensión


La esperanza cristiana es una actitud que trasciende toda esperanza humana:
"creer contra toda (humana) esperanza" (Rom 4,18), Por una parte, es confianza
plena en Dios Amor y en Cristo su Hijo, que vive resucitado entre nosotros. Es,
pues, una "esperanza que no queda confundida" y que no se presta a dudas
enfermizas, porque se apoya en el "amor de Dios", que El nos ha mostrado
en Cristo y que nos deja sentir en lo más profundo del corazón (Rom 5,5). Por
otra parte, esta misma esperanza es tensión, tarea y compromiso de continuar
un camino iniciado por Cristo y que lleva a "una nueva tierra"' donde reinará
el amor (cf. 1 Pe 3,13).
Los puntos de apoyo y seguridades humanas valen poco, porque todo lo que
no nazca del amor o no esté orientado hacia el amor, es caduco. Nuestra
"salvación" en Cristo no se apoya en algo palpable, sino en su presencia y en
su palabra, que fundamentan nuestra fe y esperanza y que hacen posible el
amor: "Nuestra salvación se apoya en la esperanza, pues una esperanza que se
ve, no es esperanza" (Rom 8,24).

Sabemos que Cristo está en nosotros. Le descubrimos en el hecho de que


nuestro corazón 'se va orientando hacia el amor: "Sabemos que hemos sido
trasladados de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1 Jn 3,14).

Cristo, que vive en nosotros, es el primer interesado en hacer que esta esperanza
llegue a. ser realidad plena. El hace posible nuestra respuesta generosa a
colaborar en la tarea de una nueva creación. El hombre, que ha sido creado. A
"imagen de Dios" Amor (Gen 1,6s), ahora, por Cristo, es llamado a un
encuentro y visión de Dios que le transformará y le hará participar
definitivamente en su vida divina de máxima unidad en el amor: "Ahora somos
hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le
veremos tal cual es" (1 Jn 3,2; cf. Rom 8,14).

Esta esperanza es una tarea cristiana de reaccionar en el amor y de construir


la historia amando. Por esto, "el que tiene en El esta esperanza, se santifica
como El es santo" (1 Jn 3,3). La santidad de Dios es su mismo ser divino como
amor de donación, que fundamenta la máxima unidad entre el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, y que., como consecuencia, orienta la humanidad entera hacia
ese mismo amor.

La humanidad progresa continuamente en la búsqueda y en el encuentro de


la verdad y del bien, hasta que un día tendrá lugar el encuentro y transformación
definitiva en Dios, que es suma caridad y sumo bien. Desde el día de la
encarnación, en que Dios se hizo hombre como nosotros, la humanidad ha
encontrado el verdadero tono de esa marcha hacia la unidad. Cristo, el Hijo de
Dios hecho hombre, hace posible esta marcha, que pasa por la dificultad y por
la cruz hacia la resurrección: "Somos coherederos de Cristo, a condición de que
padezcamos con Él para ser con Él glorificados" (Rom 8,17).

Apoyados en Cristo que "vive" resucitado (Act 25,19; Lc 24,23), ya podemos


comprometernos en la historia, viviendo a la sorpresa de Dios. 'Todo ha sido
hecho por El", que es la Palabra personal del Padre (Jn 1,3). Y esta Palabra
sigue transformando la historia. Hay que "injertarse" en El (Rom 6,5) para
colaborar a una creación y a una historia nueva.

Por Cristo, todo va pasando a ser "vida nueva" (Rom 6,4). El pan y el vino,
transformados en su cuerpo y sangre (Eucaristía), son el signo eficaz de un
cambio radical que ya se está realizando en toda la humanidad y en toda la
creación. Pero esta realidad se vive en la fe y la esperanza de saber que
"completamos" la acción salvífica y transformadora de Cristo (Col 1,24).

En Cristo ya encontramos sentido a la vida y a la historia, a la convivencia, al


trabajo y al tierno. Todo queda salvado por Cristo si se convierte en amor de
donación. De momento, puede parecer todo un fracaso como el de la cruz y
de la sepultura del Señor. Pero en el "tercer día" del encuentro definitivo con
Cristo resucitado, aparecerá la gloria de una humanidad "engalanada" con la
misma suerte gloriosa de Cristo (Apoc 21,1). Nuestro presente, si se realiza en
el amor, pasa a ser vida eterna.

Cristo nos ha dejado la Eucaristía como presencia especial suya, actualización de


su sacrificio redentor y comunión de vida. Es "la copa" de unas "bodas" ("alianza"),
selladas ya con la garantía de su sangre, y que anuncia unas bodas o encuentro
definitivo. Nuestra esperanza, como confianza y tensión, se apoya en esta
donación eucarística de Jesús: "Cuantas veces comáis este pan y bebáis
este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga" (1 Cor 11,26).

La presencia activa y salvífica de Cristo resucitado indica que El está


comprometido plenamente en la historia humana comunitaria y personal,
asumiéndola desde dentro como propia. El sigue "compadeciéndose" o
viviendo en sintonía comprometida con nuestros gozos y esperanzas (cf. Hb
4,15).

Cristo, "el Hijo del hombre", como Hijo de Dios y hermano nuestro, por su
humillación y glorificación, ya puede elevar a toda la humanidad a participar en
su gloria. Pero el camino lo ha trazado El y sigue siendo Él: "Vencer el mal con
el bien" (Rom 12,21), transformando todo en donación.

La comunidad eclesial encuentra su gozo en esta vida de esperanza activa,


operante, confiada y decidida. Vive siempre de un "nuevo adviento" (RH 1), es
decir, de una venida continua de Cristo que salva nuestro presente (Apoc
22,20). Mientras tanto, "la Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del
género humano y de su historia" (GS 1).

La realidad de tener ya con nosotros a Cristo resucitado, pero todavía no como


encuentro definitivo, fundamenta nuestra confianza y da sentido y fuerza a
nuestra marcha de peregrinos. "Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo
hacia sí a todos, habiendo resucitado de entre los muertos... actúa sin cesar
en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia... Así que la restauración
prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada por la misión
del Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia..., mientras que con la
esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos
encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación" (LG 48).

Este adviento de esperanza se vive con actitud mariana: "Los fieles que viven
con la liturgia el espíritu del adviento, al considerar el inefable amor con que la
Virgen Madre esperó al Hijo, se sentirán animados a tomarla como modelo y a
prepararse, vigilantes en la oración y jubilosos en la alabanza, para salir al
encuentro del Salvador que viene" (MC 4).

La realidad se discierne y se afronta a la luz de Cristo que es la palabra


personal del Padre y "la luz del mundo" (Jn 8,12). Un análisis de la realidad sin
la luz de Cristo, sería un trabajo abocado a quedar en las tinieblas del
egoísmo humano. Cuando se trata de vivir el sentido de la historia,
comprometiendo la vida de los hermanos, es sólo Cristo quien da luz y fuerza
definitiva a nuestro caminar. Cristo es siempre "nuestra esperanza" (1 Tim 1,1).

6.2 Transformar el presente histórico en donación

Huir de la realidad y escapar del presente no sería actitud cristiana, sino simple
alienación. El Hijo de Dios vivió en unas coordenadas geográficas e históricas
para realizar la redención. Le echaron en cara su cualidad de ser de Nazaret (Jn
1,46), de ser el "hijo del carpintero" y de "tener por madre a María" (Mt 13,55).
Pero nos redimió precisamente amando estas circunstancias y transformándolas
en donación.

La historia se construye amando. Del pasado heredamos una historia de gracia,


simultáneamente a unas taras y defectos que hay que corregir; pero no podemos
refugiarnos en la nostalgia, añoranza o melancolía. Hay que agradecer a los que
"sembraron con lágrimas" (Sal 125,5), porque "uno es el que siembra y otro es el
que siega" (Jn 4,37). El futuro se prepara en un presente vivido con intensidad y
sencillez, como en época de siembra. Hay que aprender a ser, con Cristo, el
granito de trigo que muere en el surco" para producir luego la espiga (Jn 12,24).
La vida es un "presente" que se convierte en vida eterna por medio del amor.

Quien se deja contagiar de los amores y vivencias de Cristo, encuentra una


armonía universal que es geográfica e histórica, de hoy y de siempre. Con
"Cristo ayer, hoy y por los siglos" (Hb 13,8), se aprende a ser "el hermano
universal" como Francisco de Asís y Carlos de Foucauld. Nuestro presente,
vivido en Cristo y transformado en donación, transforma, repara y salva el
presente de todos los hermanos de la historia. Abriéndonos al amor en
nuestro momento presente y en nuestras circunstancias de Nazaret,
recuperamos y sal vamos toda la historia y toda la humanidad.

El grito de Jesús, "venid a mí todos" (Mt 11,28), trasciende el espacio y el


tiempo, porque es vivencia de un presente concreto por parte del Verbo
encarnado. Toda la historia es salvada y recuperada por Cristo, porque El la
asumió en su presente de Belén, Nazaret y Calvario (Jn 12,32). Cristo ha querido
necesitar de nuestro presente, abriéndolo al amor, para continuar y “completar"
(Col 1,24} su acción salvífica en el mundo, "hasta que todos alcancemos la
medida de la talla que corresponde a la plenitud de Cristo" (El 4,13).
El valor del hombre estriba en ser imagen de Dios Amor. De este punto de
partida arranca la antropología cristiana. Su valor no consiste en lo que el
hombre posee o dice poseer y disfrutar, sino en su mismo ser, Por esto "el hombre
no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega de sí mismo a los
demás" (GS 24). Este es "el yugo suave y la carga ligera" de Cristo (Mt 11,30),
que vivió las circunstancias sencillas de cada día sin escapar de ellas, antes
bien, haciendo de ellas una donación en la "mansedumbre y la humildad" (Mt
11,29). Ninguna circunstancia humana le impidió a Cristo la actitud de darse, sin
pertenecerse y con un amor de "primogénito entre muchos hermanos" (Rom
8,29).

El creyente en Cristo se convierte, por gracia o don de Dios, en colaborador suyo


para renovar el mundo en la verdad y la libertad del amor (Ef 4,15). Unido a
Cristo, el creyente se hace instrumento vivo para construir una familia universal
de hijos de Dios. La comunidad humana comienza a construirse en cada
corazón que se unifica según el amor.

La encarnación del Verbo, por la que el Hijo de Dios "habita entre nosotros"
(Jn 1,14), cambia y transforma el destino de la humanidad. Las circunstancias
humanas de la vida de Cristo fueron las mismas que las nuestras, pero
fueron vividas por El desde dentro y con un amor de Hijo de Dios hecho
nuestro "consorte" y hermano. Así fue y sigue siendo "el Salvador del mundo",
como "Hijo de Dios enviado por el amor del Padre para nuestra salvación» (1
Jn 4,14; Jn 3,17). Para continuar esta obra de salvación, Cristo quiere necesitar
de nosotros y de nuestro presente como parte de su misma historia.

Cristo "diviniza" a los hombres haciéndoles plenamente hombres según el


proyecto de Dios Amor, como "hijos en el Hijo" (El 1,1.5) y expresión o "gloria"
suya (Ef 1,6). Cristo transforma desde dentro al hombre y a toda la historia
humana, porque la vive en su presente sin escapar ni destruir (Jn 3,17). El
secreto de Cristo es la fidelidad al "mandato del Padre" hasta "dar la vida"
comprometiéndose en el caminar histórico de todo ser humano (Jn 10,17-18).
Los mismos hombres que quisieron eliminar a Cristo crucificándole quedaron
"vencidos" y restaurados por el perdón de Cristo y por su muerte afrontada con
amor de donación.

El fruto de este amor oblativo de Cristo, insertado en nuestra historia,


todavía no se ha manifestado plenamente porque la historia salvífica sigue su
curso, en las mismas circunstancias de la encarnación del Verbo y de la pasión, a
través del cuerpo místico de Cristo que es la iglesia. Sin la fe, todo eso parece
escándalo y "locura" (1 Cor 1,23). Gracias a la fe, se vislumbra, todavía en la
oscuridad, la sabiduría y la bondad infinita de un Dios que es fiel al hombre
porque está enamorado de él desde la eternidad.

Nuestra vida en Cristo nos hace constructores de una humanidad fun-


damentada en el amor. En Dios sólo hay un "presente" eterno de donación
total entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En El no hay prisas ni cosas
pasajeras: su presente es eternidad infinitamente vital. El hombre ha sido
creado para construir en el tiempo un presente, en el que resuene el presente
amoroso y eterno de Dios. La construcción es difícil, pero posible. Se trata de
transformar nuestro presente en donación incondicional, a imagen de Dios
Amor. Cristo salva nuestro presente y un día nos lo devolverá cambiando en
"vida eterna". El camino es el de conocer a Dios amándolo en Cristo y en
todos los hermanos: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).

En el caminar eclesial, Cristo se hace presente como "cordero inmolado" (Apoc


5,6), La vida tiene sentido cuando se comparte con Cristo, corriendo su misma
suerte. El tiempo es un "paso" hacia la realidad gloriosa de Cristo que es "alfa y
omega, principio y fin" (Apoc 1,8). Sin esta inserción de nuestro tiempo en la
vida nueva de Cristo resucitado, las personas y los acontecimientos se nos
convierten en fantasmas irreales. Sin la fe en Dios Amor, la vida nos
transforma fácilmente en sonámbulos e ilusos.

La vida se hace ensayo de un "amén" o "sí" eterno, que hemos de decir, "por
Cristo" y, en el Espíritu, al Padre (2 Cor 1,20). El "sí" se ensaya en el tiempo, día
a día, y en la propia circunstancia de Nazaret. Este ensayo es fidelidad, generosidad,
contemplación, asociación de Cristo y compromiso de inserción en la historia
para cambiada amando. Al final de una vida así, de la persona humana ya
sólo queda su verdadera identidad: haber hecho de la vida un “fiat" como el de
María.

Cuando Cristo está ausente del corazón, se huye de la realidad, dejándose


vencer por el desánimo, la agresividad o el utilitarismo. Este desastre de la
personalidad humana no comienza con grandes pecados, sino con hacer de
Cristo un paréntesis o un adorno. Cuando la amistad con Cristo no tiene
"vacaciones", la vida deja transparentar toda su hermosura, aunque continúe
envuelta en corona de espinas. El seguidor de Cristo busca, como todos, su
momento de descanso y de vacaciones auténticas; pero Cristo Eucaristía es
siempre parte esencial de este tiempo libre.

Meditando la Palabra de Dios en el corazón como María (Lc 2,29.51) y


asociándose esponsalmente a la persona de Cristo y a su obra salvífica, la vida
se hace una "Eucaristía": el "pan" del trabajo y del descanso, y el "vino" de la
convivencia con los hermanas, pasa a ser para siempre "cuerpo" místico de
Cristo, humanidad nueva y definitiva.

Hay que decidirse a vivir el presente hipotecándolo en la vida eterna, que Cristo
nos ofrece. El secreto del cambio es la donación y el servicio humilde. Por esto el
creyente, tanto en períodos de intenso trabajo como en los tiempos de descanso,
vive pendiente de la presencia de Cristo a través de su Eucaristía, de su
palabra, de sus sacramentos y de su comunidad eclesial. Esta presencia
activa de Cristo resucitado transforma nuestro presente en plenitud de vida
eterna; "Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20).
"La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la
preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva
familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del
siglo futuro... El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra;
cuando venga el Señor, se consumará su perfección" (GS 39).

6.3 Hacia una nueva humanidad

En el corazón de toda persona humana, desde el inicio de la historia,


resuena la Palabra de Dios como germen de renovación. Por la encarnación
del Hijo de Dios y por su muerte y resurrección, la humanidad entera está
orientada hacia Cristo (Col 1,16-17). La resurrección del Señor es ahora , el
punto de referencia de una humanidad que debe y puede ser plenamente
restaurada.

Toda la creación y toda la historia "anhelan" llegar a esta realidad de una


familia universal de "hijos de Dios", donde todos vivan como hermanos
(Rom.8;1.9-23). Apoyados en Cristo Resucitado - presente, ansiamos llegar a esa
humanidad renovada de "un nuevo cielo y una nueva tierra, donde reinarán la
justicia" y el amor (2 Pe 3,13). Nos resulta siempre obscuro el modo como
llegaremos a esta realidad del más allá: sufrimiento, enfermedad, muerte, "fin" del
mundo... Pero ese modo "fin" del mundo... Pero ese modo doloroso y obscuro
no nos debe obnubilar el encuentro definitivo con Cristo resucitado. Es ahora
cuando ya se está fraguando en Cristo la humanidad renovada del futuro,
porque "si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el
Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor" (Rom
14,8).

Al encuentro "final" de toda la humanidad con Cristo resucitado, los cristianos le


llamamos "escatología". Será la "parusía" o vuelta del Señor. Se nos va a pedir
un "sí" definitivo que nos transformará en El, "revestidos" de su misma vida
(Rom 13,14), como "la mujer vestida de sol« (Apoc 12,1), que es María figura de
la Iglesia. En esta vida mortal, los creyentes en Cristo (reunidos en "ecclesia" o
comunidad "convocada") se entrenan para decir este "sí'' por un proceso
constante de donación a Dios y a los hermanos.

El camino hacia una humanidad renovada ya se ha inaugurado en la


comunidad de creyentes en Cristo, que es la Iglesia. La "vida nueva" (Rom
6,4) de una humanidad salvada se inicia con el "sí" de Cristo al Padre (Hb
10,5-7), que quiso el "sí" de María como figura de la Iglesia y de toda la
comunidad humana: "A partir del 'fiat' de la humilde esclava del Señor, la
humanidad comienza su retorno a Dios" (Mc 28). La historia humana va
pasando a historia definitiva en una humanidad renovada, que vive esperando la
venida definitiva de Cristo, y mantiene el tono de esta espera haciendo de la
vida un "sí"; "El Espíritu y la esposa viven: Ven... Sí, vengo pronto. Ven, Señor
Jesús" (Apoc 22,17-20).
Este "himno", que prepara activamente el encuentro definitivo con Cristo, lo
recitamos diariamente después de la Consagración Eucarística. En esta
celebración, pedimos que venga el Espíritu Santo, como en la anunciación y
Pentecostés, para transformar el pan y el vino en el cuerpo y sangre de
Jesús, y para que a nosotros nos transforme en "un solo cuerpo" místico de
Cristo (Rom 12,5). La oración eucarística termina con el "amén" ("Sí"), como
imitación del "sí" de María a la venida del Verbo el día de la encarnación.

Uniéndonos a Cristo resucitado, comenzamos a compartir su eternidad de Verbo


hecho nuestro hermano. La historia humana, en Cristo, va pasando a ser vida e
historia eterna. Cristo, por medio nuestro, instaura una nueva humanidad, que
trasciende las coordenadas de lo caduco y pasajero. La caridad, como
participación de la vida divina, hace este milagro a partir de las cosas más
pequeñas, porque "la caridad jamás decae" (1 Cor 13,8).

En Cristo ha comenzado a descifrarse el misterio del hombre. La con-


templación del misterio de Cristo desde una actitud de fe, esperanza y caridad,
es fuente imprescindible e inagotable de toda reflexión sobre el hombre. La
verdad sobre la "antropología" o realidad humana, sólo aparece a la luz de Cristo,
quien "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la
sublimidad de su vocación" (GS 22).

A la luz de Cristo resucitado, todo el cosmos y toda la historia se rehacen en


una armonía que refleja la acción del Espíritu Santo, como expresión del amor
eterno entre el Padre y el Hijo. Nuestra fe y reflexión contemplativa sobre Cristo se
nos convierten en la verdadera sabiduría sobre el mundo ("cosmos"). Las cosas
y los acontecimientos dejan entrever al creyente su verdadero sentido, su
belleza más auténtica y su orientación definitiva. Cristo, como corazón de la
historia y de la creación entera, sigue diciendo: "Si alguno me ama, yo me
manifestaré a él" (Jn 14,21).

Cristo, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano y redentor, es, por ello mismo, el
"hombre nuevo" (1 Cor 15,47), que ha inaugurado un modo nuevo de ser y de
vivir, "El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre
perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina,
deformada por el primer pecado" (GS 22).

La iniciativa de esta acción salvífica, que transforma el universo, la sigue


teniendo Cristo: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (Apoc 21,5,. Pero la
constante que sigue el Señor es la de salvar al hombre por el hombre, esperando
nuestro "sí" y nuestra colaboración: "Amén (sí). Ven, Señor Jesús" (Apoc 22,.20).

El amor que Cristo nos tuvo desde la encarnación, se fue actualizando en cada
momento de su existir terreno: "Nos amó y se entregó por nosotros" (El 5,2). Este
amor histórico acompaña y transforma nuestro presente para hacerlo pasar a una
vida definitiva. Su amor actual por nosotros es amor que transforma nuestra vida
terrena en vida eterna. Por estar injertados en el misterio de su encarnación, de
su vida y de su muerte, lo estamos también en el misterio de su nueva vida de
resucitado: "porque si hemos sido injertados en El por la semejanza de su
muerte, lo seremos también por la de su resurrección" (Rom 6,5).

Nuestra vida parece que se nos escurre entre las manos, sin poderla detener.
Todas las obras humanas parecen llevar el sello de la caducidad y, a veces, el
del fracaso. Pero nuestra fe no se apoya en cálculos y lógicas humanas, sino en
Cristo resucitado presente, "sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús,
también con Jesús nos resucitará... Por lo cual no desmayamos, sino que
mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva
de día en día" (2 Cor 4,1416; 1 Cor 6,14).

En nuestro caminar histórico, vivimos de esperanza, pendientes de Cristo Salvador,


que caminó con nosotros haciéndonos pasar a una nueva humanidad. Cristo salva
nuestra realidad terrestre amándola, purificándola y levándola a una plenitud.
Ya no nos espanta la caducidad de nuestro ser material, porque formamos una
unidad con Cristo, que ha resucitado con su mismo cuerpo, como primicia de
nuestra resurrección: "Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde
esperamos un Salvador, el Señor Jesucristo, que transformará nuestro humilde
cuerpo conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a
si todas las cosas" (Fil 3, 20-21).

Cristo nos invita a pasar a una "cena" o fiesta definitiva: "Estoy a la puerta y llamo;
si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él
conmigo" (Apoc 2,30),

La condición indispensable para dar este "paso" trascendental, es la de insertarse,


con El y como El, en la comunidad humana, para cambiarla desde dentro. La
Madre de Jesús, ya asunta a los cielos en cuerpo y alma, es figura de una Iglesia
y de una humanidad que se reviste de Cristo para participar en su gloria (Apoc
12,1).

La alegría de Cristo, transfigurado en el Tabor y resucitado, nace de su amor


por nosotros sus hermanos. Ya nos puede comunicar su misma filiación divina,
que va transformando nuestro ser en el suyo. El Padre nos dice, como a El:
"Este es mi Hijo amado" (Mt 17,5). Nuestro caminar histórico consiste en
penetrar la "nube luminosa" de la fe, para escuchar a Cristo y compartir nuestra
vida con El.

Toda celebración y reunión cristiana, especialmente eucarística, se convierte en


una escuela de esperanza. El Señor se hace presente con su palabra,
sacrificio y acción salvífica, para comprometernos a transformar toda la
humanidad en comunidad "convocada" por El ("ecclesia", Iglesia). Celebramos
siempre su muerte y su resurrección gloriosa "hasta que vuelva" (1 Cor 11,26).

La vida cristiana se concreta en contemplar el rostro de Cristo, donde


descubrimos a Dios Amor (Jn 14,9) y a cada uno de nuestros hermanos (Mt
25,40). Desde los signos pobres de Iglesia y desde los signos históricos de cada
ser humano, Cristo nos dice: "Soy yo". Llegaremos un día a ver el rostro de Dios
si ahora aprendemos a ver el rostro de Cristo en' cada hermano (Mt 25,34ss).

Las sombras de nuestro caminar histórico comienzan a despejarse en el rostro


humano de Cristo: "Dios ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para
hacer resplandecer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo" (2 Cor
4,6). El punto .omega" o final de este caminar es una nueva humanidad
transformada en Cristo: "Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como
espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria
en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor" (2 Cor 3,18).

La luz que transforma nuestro caminar en un encuentro feliz, dimana de Cristo


muerto y resucitado, el Cordero "pascual", que nos hace "pasar" hacia la
ciudad eterna: "En la ciudad no había menester de sol ni de luna que la
iluminasen, porque la gloria de Dios la iluminaba, y su lumbrera era el Cordero"
(Apoc 21,23), Entonces "seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como
es" (1 Jn 3,2).

A la luz de Cristo, nuestra vida personal y comunitaria recobra su sentido pleno. No


hay momento histórico que no esté impregnado de esperanza. La historia
cambia cuando se vive con Cristo, para construirla dando la vida por amor.
"Layar la túnica en la sangre del Cordero" (Apoc 7,14) equivale a correr la
misma suerte de Cristo, compartiendo con El una historia humana que es ya
parte de su misma biografía. "YO SOY el alfa y la omega, el principio y el fin.
Bienaventurados los que lavan sus túnicas en la sangre del Cordero" (Apoc
22,13-14).

EJERCICIO INDIVIDUAL No. 6

1. Lea en CFL (Fieles Cristianos Laicos) No. 7 el tema:"Jesucristo la esperanza


de la humanidad". Sintetícelo en un gráfico o esquema.

2. Escribir un breve mensaje que explique por qué el seguimiento de Cristo no


aliena, sino que libera.

3. Escriba algunas experiencias personales en las que ha experimentado el


amor de Dios cuando realiza su misión.
LINEAS CONCLUSIVAS

En nuestra realidad histórica y concreta, Jesús deja entrever su presencia:


"Tened confianza, soy yo; no temáis " (Mt 14,27; cf. Jn 6,20). Sin una fe
profunda y vivencial en Él, nuestra realidad se nos convierte en “fantasma" (Mt
24,26). Se capta la cercanía de Jesús cuando se admite sin rebaja su
realidad, de Hijo de Dios hecho hombre, nuestro hermano y Salvador, muerto y
resucitado.

A Jesús se le conoce amando y compartiendo con Él, tanto su "soledad" de


diálogo con el Padre (Mt 14,23), como su donación a los hermanos según sus
designios salvíficos (Jn 10,17-1$). Para no hundirse en las aguas del devenir
humano, hay que reconocer a Cristo presente: "El Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria " (Jn 1, 14); “ verdaderamente tú
eres el Hijo de Dios" (Mt 14,33). Entonces la vida es hermosa, porque se descubre
que "todo subsiste en Él" (Col 1,17).

La afirmación "soy yo", que Jesús continua diciendo en cada corazón y en cada
comunidad humana, hace posible la orientación de todo nuestro ser hacia el
amor. Es posible hacer de la vida un "si", porque Cristo deja sentir en ella su
presencia y su amor. “Por El decimos amén (sí) para gloria de Dios " (2 Cor 1,20).
Este "si" es oblación o donación incondicional de Cristo, como pronunciándose en
armonía de una vida que se comparte esponsalmente: "Por El, ofrezcamos
continuamente a Dios un sacrificio de alabanza” (Hb 13,15). Jesús nos da a su
madre como modelo y ayuda para vivir en sintonía con Él; ella es la Virgen de
nuestro "sí" (cf. Lc 1,38-45; 11,28).

A Cristo se le descubre desde sus amores. Su vida es un “sí” de donación total,


que inicia en la encarnación y que continúa en la Eucaristía y en el cielo. Ningún
ser humano es ajeno a esos amores de Cristo. El Señor quiso el "sí" de María y
quiere el "sí" libre y generoso de cada hermano. El amor de Cristo hace posible la
respuesta o el "sí" del hombre a Dios. La "alianza", como pacto de amor entre Dios
y el hombre, tiene su máxima expresión en "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4),
cuando el Hijo de Dios se hace hombre, como "Emmanuel" (Dios con nosotros) y
como Verbo o palabra personal del Padre.

A Cristo se le comienza a comprender compartiendo la vida con Él. Nuestros


criterios, escala de valores y actitudes entran en sintonía con su modo de pensar,
sentir, amar y obrar. A partir de esta sintonía, la figura evangélica de Cristo se nos
hace cercana y deja entrever su misterio de Hijo de Dios hecho hombre, muerto y
resucitado. El Evangelio acontece en nuestro corazón cuando nos decidimos a
entrar en "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

A partir del encuentro vivencial con Cristo, "por quien todo ha sido hecho" (Jn
1,3; Col 1,16}, la vida recobra todo su sentido y toda su belleza . El
seguidor de Cristo va dejando de lado la chatarra para vivir activamente
los acontecimientos, como la sorpresa de Dios, transformando la vida en
donación. “Nunca entre vosotros me precié de de saber cosa alguna sino a
Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2, 2); “todo lo considero como
pérdida, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por
cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a
Cristo” (Fil 3,8).

A la luz de Cristo, todas las cosas recobran su orientación definitiva. Todo es


don de Dios para el hombre; pero, en Cristo, en el mismo Dios, con su vida
divina, que se da al hombre. La "gracia" (o "don") de Dios en Cristo es
infinitamente más de lo que el hombre podía esperar (Cf. 1 Jn 3,20). Por esto, en
Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, se cumplen con creces las
esperanzas "mesiánicas" (o de "salvación") que se encuentran de algún modo en
todos los pueblos y especialmente en el Antiguo Testamento.

El misterio del hombre queda descifrado en Cristo, quien, "en la misma


revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). En Cristo,
crucificada y resucitado, encontramos luz Y fuerza para superar nuestras
limitaciones, así como fundamentamos en Él la esperanza de nuestra
glorificación.

En cada época histórica, también en la nuestra, la sociedad humana tiende hacia


los bienes inmediatos, mientras, al mismo tiempo, siente sed de Dios. De las
tendencias materialistas y egoístas derivan las divisiones y atropellos en la
humanidad; de la sed de autenticidad nace el ansia de unidad universal. Hoy
más que nunca se necesitan testigos del Evangelio, que hayan descubierto a
Cristo en la vida humana y en su propio corazón: "Hemos encontrado a Jesús
de Nazaret” (Jn 1,45).

La Iglesia de todos los tiempos, como comunidad "convocada" por Cristo


("ecclesia"), es el signo transparente y portador de Cristo, cuando es comunión
de hermanos. Entonces "la caridad de Cristo resplandece sobre la faz de la
Iglesia" (LG 1).

Cuando de verdad se ha encontrada a Cristo en su palabra, en su Eucaristía y


en los demás signos eclesiales, entonces se le descubre fácilmente en todos
los hermanos y en todos los acontecimientos. No se necesitan sucedáneos,
porque nada ni nadie puede suplirle en el corazón y en la vida. "Si tienes
hambre, Él es tu pan; si tienes sed, Él es tu bebida; si estás en las tinieblas, Él
es tu luz que no tiene ocaso " (San Agustín).

Jesús dejó sentir su presencia y deja oír su voz en el corazón de toda persona
que no se cierre al amor: "SOY YO". Quien encuentra a Cristo corno Salvador
en su propia realidad, pasa del encuentro a la entrega y a la misión: sentirse
amado por Él, quererle amar del todo y hacerle amar de todos. Con Cristo, por
Él y en Él, es posible hacer de la vida un "sí". "Vivo en la f e del Hijo de Dios,
que me amó y se entregó por mí " (Gal 2,20).
Desde el rostro de cada hermano y desde lo hondo de cada acontecimiento
Jesús dice: "SOY YO". El no es extraño ni forastero en ninguna cultura y en
ningún pueblo. Pero este forastero de fe se ensaya escuchando en cada palabra de
la Escritura el eco del Verbo hecho nuestro hermano. Es Cristo mismo quien nos
descifra el significado del Evangelio y de la historia (Apoc 5,1- 14). Se necesita la
actitud de fe del discípulo amado: reclinar la cabeza sobre el pecho de Jesús, es
decir, escucharlo desde sus amores (cf. Jn 13,23-25). Es también la actitud de
recibir a María como Madre, para aprender de ella a meditar la Palabra de Dios
dejándola entrar hasta lo más hondo de nuestro corazón (Lc 2,19.51).

A la luz del misterio de Cristo descubrimos al "Dios desconocido" (Act 1.7,23),


que es más allá de toda reflexión humana y de toda experiencia religiosa. Es
Dios amor quien ha enviado a su Hijo para salvar al mundo (Jn 3,16). Por esto, a
la luz del mismo misterio de Cristo, descubrimos el misterio del "hombre
desconocido": "El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado “(GS 22).

Los nuevos "areópagos" de hoy, en los que se ventila el sentido de la vida humana
y el sentido de la historia, necesitan nuevos evangelizadores al estilo de Pablo,
que sepan anunciar con audacia y sin rebajas el misterio de Cristo Hijo de Dios,
hecho nuestro hermano, muerto y resucitado, "el Salvador del mundo "(Jn 4,42).

Con labios de hombre y con corazón de hombre, con una humanidad como la
nuestra, que sentía sueño, debilidad ternura y dolor, Cristo dijo en medio de la
tempestad: "SOY YO"; no temáis" Un 6,20). Como Hijo de Dios, engendrado
por el Padre desde la eternidad y concebido como hombre en el seno de María por
obra del Espíritu Santo, Jesús sigue diciendo: "SOY YO" (Jn 8,23-58). Con su
misma humanidad ya glorificada, manifestando toda su gloria de Hijo de Dios,
Jesús "se dejó ver" de los suyos, diciendo: "SOY YO MISMO, palpad y ved" (Lc
24,39). Es Jesús que, con esa misma voz habla hoy a nuestro corazón, desde los
signos eclesiales y desde cada hermano, para comunicarles el don de la fe. Por
esto, la realidad de Jesús no se deja reducir a un adorno ni a una abstracción.

En el "soy yo" de Jesús descubrimos y vivimos .el significado de nuestra fe en su


misterio y en el misterio del hombre. Puesto que Jesús es el Verbo preexistente
en el seno del Padre (Jn 1, 1ss), hecho hombre para nuestra salvación, nosotros
ya podernos participar de su filiación divina (cf. Ef 1,5; 1 Jn3, 1) y recibir en
nosotros una vida nueva". "El amor de Dios se ha derramado en nuestros
corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5).

La vida del hombre tiene sentido porque puede transformarse en un sí de donación


de Dios y a los hermanos, gracias a Cristo resucitado, que es "nuestra esperanza"
(1 Tim 1,1).

Por el hecho "pascual" de "pasar" al Padre con todo su ser de hombre y de Hijo de
Dios, Cristo se nos convierte en las "primicias" de nuestra resurrección futura
(1Cor 1, .20).
Cristo ha resucitado no como el caso de Lázaro para recibir una vida mortal, sino
para manifestar plenamente en su humanidad glorificada su misterio de Hijo
unigénito de Dios.

El misterio del hombre ha comenzado a descifrarse en Cristo: "Ha resucitado para


nuestra justificación" (Rom 4,25). La plena manifestación de nuestro misterio
depende del cumplimiento responsable de nuestra tarea "pascual", de "pasar" con
Cristo al Padre, por medio de una "vida según el espíritu" de amor (Rom 8,9; cf. Ef
2,18). Este proyecto de salvación es posible, porque Cristo deja sentir su voz
("SOY YO") en todas las etapas de nuestro caminar histórico, comunicando
"calor" a nuestro corazón (cf. Lc 24,32), haciéndose Él mismo "Camino,
Verdad y Vida"(Jn 14,6).

Dios continúa revelando el misterio de su Hijo a "los pequeños" (Mt 11,21), a los
que no piden signos extraordinarios ni elucubraciones teóricas complicadas (cf Jn
20,29), a los que, como María, dejan entrar la Palabra de Jesús a lo más hondo
del corazón, para hacer de la vida un "sí ".

Jesús deja entrever su realidad divina y humana a través de la doctrina de la


Iglesia que, con sus palabras humanas limitadas, no deja de ser
transparencia del misterio de Cristo. A Jesús no se le puede encontrar, conocer
y amar, si no es escondido en los signos "pobres" de la Iglesia y del hermano.

La vida se hace un "sí" a Cristo, aquí y ahora, para ensayar el "Sí" de una vida
eterna, donde El se manifestará definitivamente: "SOY YO»...

TR ABAJO GRUPAL No. 2

1. Consulten los textos bíblicos que contiene la cuarta unidad de este


módulo y describan:

El encuentro con Cristo.


Relación interpersonal o de amistad con Él.
El Seguimiento.
La opción fundamental por Cristo.

2. Para el cristiano en qué consiste el compromiso de compartir y


prolongar la misión de Cristo.

3. A qué conclusiones han llegado después de realizar el estudio de este


módulo

4. Formulen algunos compromisos que los lleven a mejorar su amistad


con Jesucristo.
DOCUMENTOS Y SIGLAS

AA Apostolicam Actuositatem (C. Vaticano II, sobre el apostolado de los


laicos).

AG Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera)

CFL Christifideles Laici (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la


vocación y misión de los laicos: 1988).

DM Dives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia:


1980).

DEV Dominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu


Santo: 1986).

DV Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

EN Evangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la


Evangelización: 1975).

FC Familiaris Consortio (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la


familia: 1981).

GS Gaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

LE Laborem Exercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981).

LG Lumen Gentium (C. Vaticano lI, sobre la Iglesia).

MC Marialis Cultus (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre el culto y


devoción mariana: 1974).

MD Mulieris Dignitatem (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre la


dignidad y la vocación de de la mujer: 1988).

OP Optatam Totius (C. Vaticano II, sobre la formación para el sacerdocio).

PC Perfectae Caritatis (C. Vaticano ll, sobre la vida religiosa).

PO Presbiterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

RC Redemptoris Custos (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la


figura y la misión de San José: 1989).

RD Redemptoris Donum (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la


vida consagrada: 1984).
RH Redempt or Homines (primera encíclica de Juan Pablo II: 1979)

RM Redemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano:


1987).

SC Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la Liturgia).

SD Salvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el


sufrimiento: 1984).

SDV Summi Dei Verbum (Carta Apostólica de Pablo VI, sobre la vocación:
1963).

SRS Solicitudo Rei Socialis (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la cuestión
social: 1987).
EVALUACIÓN TERMINAL

MODULO DE CRISTOLOGIA

NOMBRE: ___________________________

Código: ______________________________

JURISDICCION ECLESIASTICA: ___________________

FECHA: _______________________________________

I. Describa los siguientes conceptos:

1. Realidad humana de Jesús (consultar y seleccionar los textos que


presenta el módulo en la primera unidad).
2. Jesús nos muestra a su Padre.
3. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
4. El Hijo de Dios, murió, resucitó y vive entre nosotros.

II. Lea la tercera unidad de este módulo y elabore una catequesis acerca del
tema: Cristo Jesús, el Salvador del Mundo.

III. Establezca un paralelo entro la misión de Cristo, la misión de la Iglesia y!a


misión del cristiano católico.

IV. Describa brevemente los siguientes puntos:

1. Origen Trinitario da la Misión,


2. En qué consiste el encuentro con Jesús.
3. Por qué la Cristología es esencialmente misionera,
4. En Cristo, crucificado y resucitado, encontramos luz y fuerza para superar
nuestras limitaciones.
5. El cristiano se hace servidor de la Palabra (Profeta), del sacrificio
(Sacerdote), de la acción apostólica de Cristo (Rey, Apóstol, Pastor).

V. Anexe las respuestas de los dos trabajos grupales.


ORIENTACIONES BIBLIOGRÁFICAS

AA.W.: El acontecimiento Cristo, en: Mysterium Salutis III, Madrid. cristiandad


1980.

ARIAS M.Jesús e! Cristo. Historia y mensaje, Madrid, Cristiandad 1973.

BLANK J. Jesús de Nazaret Historia y mensaje. Madrid, Cristiandad 1973.

BOUYER L.: Le Fils éternel, Paris, Cerf 1974

CASA J.: El Jesús de los Evangelios, Madrid, BAC 1977; De los Evangelios, al Jesús
histórico, Madrid, BAC 1980.

CERFAUX L: La verdad de Jesús. Estudios de teología joanea, Madrid, BAC 1979.

DODD CH. H.: El fundador del cristianismo, Barcelona, Herder 1974.

DUCI, F. Cristología, Salamanca, Sígueme 1981.

ESPEJA J.: La experiencia de Jesús, Salamanca, San Esteban 1984.

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Barcelona, Balmes 1984.

FAYNEL P.: Jesucristo, es el Señor, Salamanca, Sígueme 1968.

FORTE B.: Jesús de Nazaret, Madrid, Paulinas 1983.

GARCIA CORDERO M.: Jesucristo como problema, Guadalajara, OPE 1970.

GALOT J.: Cristo ¿tú quién eres?, Madrid, CETE 1982.

GONZALEZ C.l.: Él es nuestra salvación, Bogotá, CELAM 1987.

GONZALEZ DE CARDEDAL O.: Jesús de Nazaret Aproximación a la cristología,


Madrid, BAC 1975.

GUARDINI R.: El Señor, Madrid, Rialp 1965.

GUERRERO J.R: El otro Jesús. Para un anuncio de Jesús de Nazaret hoy,


Salamanca, Sígueme 1978.

GUILLET J.: Jesucristo ayer y hoy, Madrid, Marova 1971.

KASPER W.: Jesús el Cristo, Salamanca, Sígueme 1986.


LATOURELLE R.: A Jesús el Cristo por los Evangelios, Salamanca, Sígueme
1986.

LEON DUFOUR X.: Los Evangelios y la historia de Jesús, Barcelona 1967;


Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca. Sígueme 1973.

MANZANO B.: Jesús, escándalo de los hombres, Madrid 1974,

MARTIN DESCALZO J.L.: Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Salamanca, Sígueme


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O'COLLINS G.: Jesús resucitado, Barcelona, Herder 1988.

PANNENBERG W.: Fundamentos de cristología, Salamanca, Sígueme 1974.

SCHILLEBEECK E.: Jesús, la historia de un viviente, Madrid, Cristiandad 1981.

SCHNACKENBURG R.: Cristología del Nuevo Testamento, en Mysterium Salutis


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SCHOONENBERG P.: Un Dios de los hombres, Barcelona 1972.

TROCME E. Jesús de Nazaret visto por los testigos de su vida, Barcelona,


Herder 1974.
Cristo nuestra vida y nuestra guía.
Cristo nuestro principio único.

Que ninguna otra verdad


atraiga nuestra mente
fuera de las palabras del Señor,
único Maestro.

Que no tengamos otra aspiración


que la de serle absolutamente fieles.
Que ninguna otra esperanza
nos sostenga, si no es aquella que
mediante su palabra
conforta nuestra debilidad.

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