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Antígona (Simone Weil)

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ANTÍGONA

Simone Weil

Hace dos mil quinientos años se escribían en Grecia poemas


hermosísimos. Ahora ya casi no son leídos más que por gentes
que se especializan en su estudio, lo que es una lástima. Pues esos
viejos poemas son tan humanos que están todavía muy cerca de
nosotros y pueden interesar a todos. Serían aun más conmo -
vedores para el común de los hombres, aquellos que saben lo que
es luchar y sufrir, que para la gente que ha pasado toda su vida
entre las cuatro paredes de una biblioteca.
Entre esos viejos poetas Sófocles es uno de los más grandes.
Escribió piezas de teatro, dramas y comedias; no conocemos de él
más que algunos dramas. En cada uno de esos dramas el perso-
naje principal es un ser valiente y altivo que lucha completamente
solo contra una situación intolerablemente dolorosa; se inclina
bajo el peso de la soledad, de la miseria, de la humillación, de la
injusticia; por momentos su coraje se quiebra; pero se mantiene
firme y jamás deja que la desgracia lo degrade. Así esos dramas,
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aunque dolorosos, no dejan nunca una impresión de tristeza. Más


bien se guarda una impresión de serenidad.
Antígona es el título de uno de esos dramas. El tema es la
historia de un ser humano que, totalmente solo, sin ningún apoyo,
se coloca en oposición contra su propio país, contra las leyes de
su país, contra el jefe de Estado, y por supuesto muy pronto es
condenado a muerte.
Eso ocurre en una ciudad griega llamada Tebas. Dos her-
manos, después dela muerte de su padre, se disputan el trono;
uno de ellos obliga al otro a exilarse y se convierte en rey. El
exilado ha encontrado apoyo afuera y vuelve para atacar su
ciudad natal, a la cabeza de un ejército extranjero, con la espe-
ranza de retomar el poder. Hay una batalla; los extranjeros son
puestos en fuga, pero los dos hermanos se encuentran en el
campo de lucha y se matan mutuamente.
Su tío se convierte en rey. Decide que los dos cadáveres no
serán tratados de la misma manera. Uno de los hermanos ha
muerto por defender su patria: su cadáver será enterrado con
todos los honores convenientes. El otro ha muerto atacando a su
propio país: su cuerpo será abandonado sobre la tierra, dejado
como presa para las bestias y los cuervos. Hay que saber que para
los griegos no había peor desgracia ni peor humillación que ser
tratado de esa manera después de muerto. El rey comunica su
decisión a los ciudadanos y hace saber que quienquiera intente
sepultar el cadáver maldito será condenado a muerte.
Los dos hermanos muertos han dejado dos hermanas que son
todavía jovencitas. Una de ellas, Ismena, es una criatura dulce y
tímida, como hay tantas. La otra, Antígona, tiene un corazón
amante y un valor heroico. No puede soportar el pensamiento de
que el cuerpo de su hermano sea tratado de esa manera vergon-
zosa. Entre los dos deberes de fidelidad, la fidelidad a su hermano
vencido y la fidelidad a su patria victoriosa, no vacila un instan-
te. Rehusa abandonar a su hermano, ese hermano cuya memoria
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es maldecida por el pueblo y el Estado. Decide enterrar el cadáver


a pesar de la prohibición del rey y de la amenaza de muerte.
El drama comienza con un diálogo entre Antígona y su her-
mana Ismena. Antígona quisiera que Ismena la ayudara. Ismena
está espantada; su carácter la inclina más a la obediencia que a la
rebelión.

Tenemos que someternos a los más fuertes,


ejecutar todas sus órdenes, aunque fueran todavía más penosas.
Yo obedeceré a los que están en el poder.
No estoy hecha para levantarme contra el Estado.

A los ojos de Antígona esta sumisión es una cobardía. Obrará


sola.
Mientras tanto los ciudadanos de Tebas, felices por la victoria
y la paz reconquistada, celebran el alba del nuevo día:

Rayo de sol,
traes a Tebas la luz más hermosa.
Por fin te has mostrado,
ojo del dorado día ...

Pronto se dan cuenta de que alguien ha intentado empezar a


sepultar el cadáver; no tardan en prender a Antígona mientras lo
hace; la llevan ante el rey. Para él, en este asunto hay ante todo
una cuestión de autoridad. El orden del Estado exige que la auto-
ridad del jefe sea respetada. En lo que acaba de hacer Antígona ve
en primer lugar un acto de desobediencia. Ve también un acto de
solidaridad con un traidor de la patria. Por eso le habla dura-
mente: En cuanto a ella, no niega nada. Se sabe perdida. Pero no
se turba ni un instante.

Tus órdenes, a lo que pienso, tienen menos autoridad


que las leyes no escritas e imprescriptibles de Dios.
Todos los que están aquí presentes me aprueban.
Lo dirían, si el temor no les cerrara la boca.
Pero los jefes poseen muchos privilegios, y sobre todo
el de obrar y hablar como les plazca.
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Un diálogo se establece entre ellos. Él juzga todo desde el


punto de vista del Estado; ella se coloca siempre en otro punto de
vista, que le parece superior. Él recuerda que los dos hermanos no
han muerto en las mismas condiciones:

- Uno atacaba su patria, el otro la defendía.


¿ Hay que tratar de la misma manera al honesto y al culpable?
- ¿ Quién sabe si esas distinciones son válidas entre los muertos?
- Un enemigo, aunque está muerto no se convierte por eso en
amigo.
- No he nacido para compartir el odio sino el amor.

A estas conmovedoras palabras el rey responde con una


condena a muerte:

y bien, vé a la tumba y ama a los muertos si tienes necesidad de


amar.

Llega Ismena; ahora quisiera compartir la suerte de su her-


mana, morir con ella. Antígona no lo permite y trata de calmarla:

Tú has elegido vivir, yo morir.


Sé valiente, vive. Para mí, mi alma ya está muerta.

El rey hace llevar a las dos muchachas. Pero su hijo, que es el


novio de Antígona, viene a interceder ante él por la que ama. El
rey no ve en este acto más que un nuevo atentado contra su
autoridad. Es preso sobre todo de una violenta cólera cuando el
joven se permite decirle que el pueblo tiene piedad de Antígona.
El debate pronto se transforma en querella. El rey exclama:

¿Acaso no me corresponde a mí solo gobernar este país?


No hay ciudad que sea cosa de un solo hombre.
¿ Entonces la ciudad no pertenece al jefe?
Podrías muy bien, en ese sentido, reinar sobre un país desierto.
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El rey se obstina. El joven se encoleriza, no logra nada y se va


desesperando. Algunos ciudadanos de Tebas que han asistido a la
querella, admiran el poder del amor:

Amor invencible en el combate,


"amor que te deslizas en las casas,
¡tú que te aposentas
en las delicadas mejillas de las jóvenes!
Vas más allá de los mares.
Entras en los establos de los campesinos.
¿ Nadie te escapa, ni los dioses inmortales,
ni los hombres que no viven más que un día!
y quien ama es loco.

En ese momento aparece Antígona, conducida por el rey. La


tiene de las manos, la arrastra a la muerte. No la matarán, pues los
griegos creían que traía mala suerte derramar la sangre de una
doncella; pero será peor. La enterrarán viva. La meterán en una
caverna y tapiarán la caverna, para que agonice allí lentamente en
las tinieblas, hambrienta y asfixiada. No tiene ya más que unos
pocos instantes. En el momento en que se encuentra en el umbral
mismo de la muerte y de una muerte tan atroz, la altivez que la
sostenía se quiebra. Llora.

Volved los ojos hacia mí, ciudadanos de mi patria,


recorro mi último camino.
Veo los últimos rayos de sol,
Jamás veré otros.

No escucha 'ninguna buena palabra. Los que allí se encuentran


se guardan muy bien, en presencia del rey, de darle muestras de
simpatía; se limitan a recordarle fríamente que mejor hubiera
hecho en no desobedecer. El rey, con el tono más brutal, le
ordena que se apure. Pero ella no puede resolverse todavía al
silencio:

He aquí que me arrastran tomándome de las manos,


a mí virgen, a mí sin esposo, a mí que no tuve mi parte
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en el matrimonio, ni en la crianza de los hijos.


Abandonada como me veis, sin ningún amigo, ¡ay!
voy a entrar totalmente viva en lafosa de los muertos.
¿ Cuál es el crimen que he cometido ante Dios?
¿Por qué, desdichada, debo todavía dirigir mi mirada
hacia Dios? ¿A quién puedo llamar en mi ayuda? ¡Ah!
Porque hice el bien me hacen tanto mal.
Pero si ante Dios lo que me infligen es legítimo
en medio de mis sufrimientos reconocerá mis errores.
Si son ellos los que se equivocan, no les deseo más
dolores que los que me hacen padecer injustamente.

El rey pierde la paciencia y termina por arrastrarla a la fuerza.


Vuelve después de haber hecho tapiar la caverna donde la ha
arrojado. Pero entonces le tocará el turno de sufrir. Un adivino
que sabe predecir el futuro le anuncia las peores desgracias si no
libera a Antígona: después de una larga y violenta discusión,
cede. Se abre la cueva y se encuentra a Antígona que está ya
muerta pues logró estrangularse a sí misma; se encuentra también
a su novio que abraza convulsivamente al cadáver. El joven se
había dejado emparedar voluntariamente. Cuando ve a su padre
se levanta y en un acceso de furor impotente se mata ante sus
ojos. La reina al saber del suicidio de su hijo se mata también.
Vienen a anunciarle esta nueva muerte al rey. Ese hombre que tan
bien sabía hablar como jefe se hunde anonadado por la pena. Y
los ciudadanos de Tebas concluyen:

Las altivas palabras de los hombres orgullosos se pagan con


terribles desgracias; y así envejeciendo aprenden la moderación.

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