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Cómo Hay Que Amar A Un Niño - Janusz Korczak

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Cómo hay que amar a un niño

Janusz Korczak
Editado en español por Sociedad de Educación de Atenas,
1976, Madrid
Traducción: Joan Leita
DL- S.135.1976
ISBN - 84-7020-169-7
https://amigosdejanuszkorczak.blogspot.com/

1- El niño en la familia
Nacer no es resucitar.
La tumba nos hace nacer de nuevo.
Pero no nos mira igual que nuestra madre.
Julios Slowacki

¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Cuánto? ¿Por qué?


Me formulo toda una serie de preguntas que esperan una respuesta, una serie de dudas
que aguardan una explicación.
Y yo respondo: No lo sé.
Cuando se ha concebido un libro y se empieza a urdir el hilo de los propios
pensamientos, el escritor ha alcanzado el objetivo propuesto. Pero cuando en las páginas
escritas al vuelo uno se encuentra sólo con unas cuantas prescripciones y normas,
cuando uno sonríe benignamente ante la pobreza del conjunto, al comprobar que todo se
resume en los consejos e indicaciones, el autor se da cuetna de que ésta no había sido su
intención, sino todo lo contrario.
Yo no sé ni puedo saber cómo unos padres para mí desconocidos pueden educar, en
cociones igualmente desconocidas, a un niño para mí también desconocido. Y no digo
expresamente «cómo quieren educar» ni «cómo debieran educar».
La frase «no lo sé» constituye dentro de la ciencia la niebla primigenia de la cual
surgen nuevas ideas. Para un entendimiento que no está acostumbrado al pensamiento
científico decir «no lo sé» representa un vacío torturante.
Lo que pretendo es poner de manifiesto la relación que existe entre la creativa y
maravillosa frase de la ciencia moderna: «no lo sé», llena de vida y de sorpresas
fascinantes, y el hecho de entender y amar a los niños. Trato de hacer comprender que
ningún libro ni ningún médico pueden sustituir la claridad del propio pensamiento, el
interés de la propia consideración.
Es corriente la opinión de que la maternidad ennoblece a la mujer, de que ella llega por
primera vez a la madurez espiritual precisamente como madre. Sin duda, la maternidad
plantea con letras de fuego una serie de preguntas que abarcan todos los ámbitos de la
vida anímica y corporal. Con todo, estas preguntas también pueden dejarse a un lado,
relegando cobardemente su respuesta a un futuro lejano o consolándose con la idea de
que no es posible encontrar una solución que sea rentable.
A un hombre se le encomienda la tarea de llevar hasta el fin estos pensamientos y
encontrar una solución segura. A una mujer se le exige traer al mundo su propio hijo.
Hay ideas que necesariamente deben concebirse con dolor y que precisamente por esto
son las más apreciables. Con ellas se trata de decir si tú, madre, ofreces a tu hijo el
peche o la ubre, si lo educas como varón o como hombre, si lo piensas guiar o bien
retenerlo en tu interior con las ataduras de la obligación, si solamente jugarás con él
mientras sea pequeño, como elemento sustitutivo del cariño por las escasas o
inoportunas caricias de tu marido, dejándole luego a su antojo, cuando sea mayor, o
convirtiéndote simplemente en su enemigo.

Sueles decir: «Mi hijo».


¿Cuándo lo puedes decir con más derecho, si no es en el tiempo de su concepción? El
latido de ese corazón tan pequeño parecido al hueso de un melocotón por su tamaño, es
el eco de tu propio pulso. Tu aliento le proporciona también el oxígeno que va con el
aire. Tanto en él como en ti circula una sola corriente de sangre, y ninguna gota roja
sabe ya si permanece en ti o en él o bien es derramada como el tributo redentor que
exige el misterio del nacimiento y de la concepción. El troz ode pan que tú masticas es
para tu hijo el material constructor de las piernas con las que ha decorrer, de la piel que
ha de vestir, de los ojos con que ha de ver, del cerebro donde se ha de formar su
pensamiento, de las manos que tenderá hacia ti, de la sonrisa con la que saludará a su
«madre».
Conjuntamente tendréis que vivir el momento decisivo: experimentaréis un mismo
dolor común. Ya suena la campana, diciéndoos: -Estad preparados.
Al mismo tiempo, el niño dirá: «Quiero vivir mi propia vida». Y tu has de decir: «Vive
ahora tu propia vida».
A base de contracciones convulsivas de tu interior, darás algo de ti misma, sin
preocuparte, lo más mínimo de su dolor. Con dureza y firmeza, hará él esfuerzos para
salir al exterior, sin atender a tu sufrimiento.
Un acto brutal.
Pero, no. Tanto a ti como a tu hijo os mueven miles de formas, imperceptibles, sutiles,
maravillosamente ágiles, que exigen su parte en la vida y que no pueden tomar más de
lo que les pertenece por derecho, según las leyes universales que rigen desde los
tiempos más primitivos.
«Mi hijo». Ciertamente, nunca ha sido tu hijo tan tuyo como en los meses de la
concepción y en las horas del nacimiento.

El niño que has concebido pesa diez libras. De estas diez libras, ocho son agua y el
resto un puñado de carbono, cal, nitrógeno, azufre, fósforo, potasio e hierro. Lo que has
traído al mundo equivale a ocho libras de agua ya dos libras de ceniza. Cada gota de lo
que tú llamas «tu» ha sido también el vapor de una nube, nieve cristalizada, niebla,
rocío, el arroyo y las aguas residuales del canal de una ciudad. Cada átomo de carbono o
de nitrógeno fue en otro tiempo la parte integrante de millones de relaciones distintas.
Con tu gestación, no has hecho más que unir lo que ya existía antes por separado. La
tierra suspendida en un espacio infinito.
Su compañero más próximo: el sol, se encuentra a cincuenta millones de lenguas.
El diámetro de nuestro pequeño mundo mide únicamente tres mil leguas de masa a la
vez ardiente e incandescente, con una delgada corteza solidificada en un espesor de diez
leguas. En medio de esta corteza delgada y llena de fuego, en medio de los océanos,
aparece un montón de tierra firme.
En esta tierra, entre árboles y matas, entre insectos, pájaros y animales, pulula un
diminuto grupo de hombres. Y entre millones de hombres, ¿qué es lo que has traído tú
al mundo? ¿Una brizna? ¿Una partícula?¿Una insignificancia?
Resulta algo tan frágil que una bacteria, que únicamente representa un punto al ampliar
miles de veces al campo visual, lo puede matar... Esta insignificancia, sin embargo, es
un hermano corporal de las olas del mar, del huracán, del relámpago, del sol y de la vía
láctea. Esta partícula es un hermano de las espigas de trigo, de la hierba, de la encina, de
la palmera, del pájaro que todavía está en el nido, del cachorro de león, del potrillo y del
perro de escasos meses.
En él hay algo que siente, busca, sufriendo, deseando, alegrándose, amando,
confiando, odiando, algo que cree, duda, que atrae hacia sí y que repugna.
Esta partícula abarca con su pensamiento todas las cosas: las estrellas y los océanos,
los montes y los abismos. El contenido del alma no se más que el universo, lo que no
tiene dimensiones.
La contradicción que existe en lo humano estriba en el hecho de que es un ser nacido
del polvo perecedero en el que, sin embargo, Dios ha hecho su morada.

Tu dices: «Mi hijo».


Pero no. Es un hijo común, de padre y madre, de abuelos y bisabuelos. Un «yo» leano
que dormía en la lista de los antepasados, la voz de un ataúd ya maltrecho y hace tiempo
olvidado, habla de repente a través de tu hijo.
Desde hace trescientos años, en la guerra o en la paz, un hombre ha dominado sobre
los demás, ha engañado o seducido en el calidoscopio de las razas que se cruza, de las
nacionales, de las clases, de común acuerdo o por la fuerza, con la eventualidad del
terror o con la embriaguez de la pasión amorosa. Nadie sabe quién ha sido ni cuándo ha
ocurrido. Dios lo ha determinado así en el libro de la predestinación. Los antropólogos
pretenden descifrarlo a partir de la forma del cráneo y del color de los cabellos.
A veces hay niños de una sensibilidad especial que se imaginan ser huérfanos en casa
de sus propios padres. La fantasía es verdadera: sus progenitores han muerto desde hace
ya mucho tiempo.
Un niño es como un peregrino tupidamente escrito con minúsculos jeroglíficos que,
únicamente, en parte, pueden descifrarse. Con todo, algunos pueden suprimirse o
simplemente borrarse, llenándolos con nuestro propio contenido.
¿Una ley cruel? No, un hermoso conocimiento. El configura en cada niño el primer
miembro en la infinita cadena de las generaciones. En tu hijo, que es para ti un
desconocido, busca pequeñas partes adormecidas de ti misma. Quizá puedas descubrir
algo, quizá puedas incluso desarrollar alguna cosa.
El niño y la inconmesurabilidad.
El niño y la eternidad.
El niño, una partícula en el espacio infinito.
El niño, un momento en el tiempo.
Dices: «El debe... Quiero que él...».
Buscas un modelo al cual debe asemejarse, una forma de vida que te gusta para tu hijo.
NO importa que alrededor domine una oscura mediocridad.
Los hombres pretenden hacerse a sí mismo, quieren conseguir aquello y lo de más allá;
pequeñas preocupaciones, vanos anhelos, objetos inútiles... Esperanzas frustradas,
rencor mordaz, eterna búsqueda...
Siempre reina la injusticia. La fría indiferencia llega a solidificar como el hielo, la
hipocresía sofoca el aliento. Lo que tiene uñas y dientes ataca; lo que es de
temperamento pacífico, se repliega egoísticamente en sí mismo.
Estos hombres no sólo sufren, sino que también hacen daño. ¿Qué va a ser de tu hijo?
¿Será un guerrero o simplemente un trabajador? ¿Será un general o un simple soldado?
¿No debe ser solamente un hombre feliz?
¿Dónde está la felicidad y qué es? ¿Conoces tú el camino que lleva a ella? ¿Hay
siquiera alguien que lo sepa?
¿Te darás ya con esto por satisfecha? ¿Cómo es posible contemplar el futuro y proteger
a tu hijo frente a él?
Una mariposa sobre el torrente espumoso de la vida? ¿Cómo se le puede dar cierta
estabilidad, sin hacer pesado el vuelo? ¿Cómo endurecerla, sin fatigar sus alas?
¿Ayudarás a tu hijo con el ejemplo, con consejos y palabras bonitas? ¿Y si él los
rechaza?
Durante quince años su mirada permanecerá fija en el futuro, la tuya en el pasado. En
ti habrá recuerdos y hábitos, en él volubilidad y obstinada esperanza. A ti te asaltarán
miles de dudas, mientras tu hijo abriga un sinfín de ilusiones y tiene confianza en lo que
ha de venir. Tú tienes miedo de ti misma. Tu hijo no teme.
Los jóvenes, si no se burlan, reprueban y desprecian. Siempre quieren cambiar un
pasado lleno de defectos. Así tendría que ser. Y sin embargo...
La búsqueda no es mala, mientras no se extravíe. La escalada es buena, mientras no
haya ninguna caída. Abrir camino entre zarzales no es malo, mientras no se llene de
sangre las manos. Tu hijo podrá emplear sus fuerzas, pero con cuidado, con cuidado.
El suele decir: «Mi opinión es diferente. Basta ya de advertencias».
¿Ya no confías, pues, en mí?
¿Ya no me necesitas?
¿Es ya mi amor una carga para ti?
Inconsciente muchacho que no sabe nada de la vida, pobre muchacho, desagradecido
muchacho.

Desagradecido:
¿Acaso la tierra agradece al sol que la ilumine? ¿Da las gracias el árbol a la semilla
por el hecho de que brotado de ella? ¿Canta el ruiseñor una canción a su madre porque
lo ha calentado con el plumaje de su pecho? ¿Das a tu hijo algo de lo que has recibido
de tus padres o bien se lo prestas únicamente para poseerlo de nuevo, apuntándolo todo
con minuciosidad, y cobrar incluso los intereses? ¿Acaso es el amor un beneficio por el
cual exiges un paga?

La madre-corneja parece revolotear por aquí y por allí como si se hubiera perdido. Coloca a su pequeño
en sus hombros. Se agarra con el pico a una rama, suspendiéndose fuertemente en el aire, y empieza
golpear el tronco del árbol con la cabeza como si fuera un martillo. Corta pequeñas ramas y grazna con la
voz ronca, fatigada y seca la desesperación. Cuando alguna vez el ave rapaz logra echar del nido a alguno
de sus hijos, se deja caer en tierra con las alas casi inmóviles. Abre el pico. Quiere graznar. Pero la voz ya
no le sale. Golpea con las las y retoza de un modo estúpido y ridículo a los pies de su pequeño... Cuando
ha logrado matar a todos sus hijos, vuela de nuevo al árbol, contempla el nido vacío y mientras da vueltas
a alrededor de él, va pensando en cualquier cosa (Stefan Zeromski).
El amor materno es elemental. Los hombres lo han cambiado a su manera. Todo el
mundo civilizado, a excepción de aquellos pueblos intocados por la cultura, practica el
asesinato de los niños. La pareja que tiene dos hijos y que podría haber tenido doce es
culpable del homicidio de diez niños, los que no han nacido y entre los cuales quizás
hubiera habido precisamente «su hijo». Entre los que han quedado sin nacer, quizás han
matado al que más valía.

Engreimiento insensanto.
Durante mucho tiempo no quise comprender que hay que contar y ocuparse de los niños que nacen. En
la esclavitud de la fuerza que ejerce un partido, como sometido y no como ciudadano ibre, nunca había
considerado ni atendido al hecho de que al mismo tiempo deben construirse también escuelas, talleres,
hospitales y condiciones culturales existentes en la práctica. Un aumento alocado de la población lo
considero hoy en día como una insjuticia y como un atolondrado desafuero. Nos encontramos
probablemente en la víspera de una nueva legislación que está determinada por el punto de vista de la
eugenesia y de la política de población.

¿Si el niño está ciertamente sano?


Para la madre resulta todavía sorprendente el hecho de que su hijo ya no sea algo idéntico consigo misma. Hasta hace poco, la preocupación
por el niño constituía en su doble vida una parte del trato cuidadoso que se daba a su propia persona. Su gran anhelo había sido que llegase el
día en que todo hubiera pasado, en que el momento del parto quedara atrás. Había creído que entonces quedaría libre de preocupaciones y
dificultades.
¿Y ahora? Es extraño: anteriormente su hijo estaba más cerca, le pertenecía de una manera más íntima. Entonces su seguridad era más
firme, se le mostraba de un modo más evidente. En el instante en que manos ajenas, expertas, asalariadas, seguras de sí mismas , tomaron el
niño a su cuidado, se sintió sola, arrinconada, intranquila.
El mundo se ha apoderado ya de él.
En las largas horas de una inactividad forzosa, se le van plateando diversas preguntas: ¿qué le he dado yo? ¿le he satisfecho en todas sus
necesidades? ¿me he ocupado de su seguridad?
¿Está realmente sano? ¿Por qué llora, pues todavía?
¿Por qué está tan blaco? No mama bien, no duerme, duerme demasiado.
¿Porque tiene la cabeza tan grande, las piernas torcidas, los puños cerrados? ¿POr qué tiene los ojos bizcos? ¿Por qué tiene hipo y
estornuda? ¿Se atraganta? ¿EStá ronco?
¿Debe ser todo realmente así? ¿No le mentirán acaso? Observa atentamente a los demás pequeños, desamparados, enteramente distintos, a
todos los pequeños e incluso bebés que se encuentra en la calle o en el parque. ¿Será posible que su hijo sea también dentro de tres o cuatro
meses...?
Pero, ¿no se engañarán quizá los demás? ¿No se tomarán a broma todo lo que a ella se refiere?
La madre oye con desconfianza la voz del médico, le observa detenidamente con su mirada. Por la expresión de sus ojos, por el gesto de
encogerse de hombros o de levantar las cejas, por las arrugas de la frente, intenta captar si dice la verdad, si está indeciso, si se concentra
suficientemente.

«¿Si es realmente hermoso? Esto no me importa lo más mínimo»- Así suelen hablar algunas madres insinceras que pretenden poner de
manifiesto la seriedad de sus opiniones acerca de los problemas que plantea la educación. La belleza, el buen parecido, la estatura , la voz
agradablemente timbrada, constituyen un capital que tu misma has dado a tu hijo. Igual que la salud y la inteligencia, todo ello representará
una ayuda en el camino de la vida. No debería exagerarse el valor de la belleza. Por esto a veces, cuando no va unido a otros dones, puede
resultar incluso perjudicial. Con mayor necesidad, pues, hay que tener los ojos muy abiertos por lo que respecta a este punto.

Educar a un niño hermoso es muy distinto a educar a un niño feo. Dado que no existe
ninguna educación sin la participación activa del mismo niño, nunca deberían callarse
por vergüenza delante de él las cuestiones referentes a la belleza y al buen parecido,
precisamente porque le resulta perjudicial. Esta supuesta desconsideración de la belleza
es un lastre que arrastramos aún desde la edad media. El hombre que es sensible a la
belleza de una flor, de una mariposa, de un paisaje, ¿no ha de comportarse del mismo
modo frente a la belleza del hombre?
¿Pretendes ocultar a tu hijo el hecho de que es hermoso? Si nadie de los que viven en su casa se lo dicen, se lo dirán gente extraña en la
calle, en la tienda, en el parque, en cualquier sitio. Se lo dirán compañeros suyos o personas mayores con una exclamación, una sonrisa, una
mirada. El mismo lo experimentará cuando le acosen otros niños feos y desagradables. Percibirá que un rostro bonit o goza de ciertos
privilegios igual que se da cuenta de que esta mano es su mano de la cual puede servirse.
Así como un niño enclenque puede prosperar perfectamente y un niño sano tener la desgracia de morir por un accidente cualquiera, del
mismo modo un niño hermoso puede ser infeliz, mientras que otro recubierto con el caparazón de la fealdad, siendo consciente y sin aislarse
por ello, puede ser muy feliz en su vida. Porque has de pensar que el mundo intentar comprar, quitar con maña o simplemente r obar todo
aquello que considera valioso o útil para protegerse. En esta situación de equilibrios con sus miles de vibraciones, se llega a aquella actitud
de sorpresa que a menudo hace plantear a la educadora la dolorosa pregunta: « ¿por qué?».
«La belleza no me importa lo más mínimo».
Te encuentras ante el peligro de cometer un error y de dar la espalda a la verdad.
¿Es razonable mi hijo?
Cuando la madre se plante por primera vez y con temor esta pregunta, rápidamente
responde con la exigencia de que lo sea.
Come, aunque estés harto, aunque te dé asco. Vete a dormir, aunque llores, aunque
tengas que esperar una hora hasta que te entre el suelo. Tienes que hacerlo, quiero que
lo hagas, para que estés sano.
No juegues en la arena, no te descompongas el vestido, no te despeines, porque quiero
que vaya siempre limpio y aseado.
«El niño, todavía no habla... Es mayor que otros... Sin embargo, le cuenta aprender...».
En lugar de pararse a considerar, a reflexionar y a saber, se toma el primer ejemplo
bueno de un «niño bien educado» y se exige del propio hijo que lo tenga por modelo,
asemejándose en todo a él.
No es posible que el hijo de unos padres adinerados sea un simple obrero. Pero de él
puede hacerse un hombre amargado y desgraciado. Esto no es amar a un niño, sino
proceder egoísta de los padres. No es el bien del individuo, sino la ambición de la gran
turba. No es la búsqueda del camino, más viable, sino las trabas de la rutina.
Hay espíritus activos y espíritus pasivos. Hay temperamentos vivos y apáticos,
constantes y antojadizos, transigentes y obstinados, creadores e inclinados a la
imitación, radiantes y serios, prácticos y dotados de genio literario. Hay quien tiene una
inclinación natural al saber adquirido y a la duda prudente, como también hay el que
posee un despotismo innato y un espíritu crítico. Existe un desarrollo temprano y un
desarrollo tardío. Existe un interés unilateral y un interés pluralista.
Pero, ¿se tiene en cuenta todo esto?
«Por lo menos ha de terminar este curso», suele afirmar la resignación paterna.
Las pretensiones que existen en todas las clases de la sociedad han de basarse, a mi
juicio, en el presentimiento de un renacer esplendoroso del trabajo físico. Mientras
tanto, tanto los padres como las escuelas siguen debatiéndose con inteligencias
extraordinarias, fuera de lo común, débiles o desequilibradas. No se trata de si el niño es
o no razonable, sino más bien de cuán inteligente es.

La familia se encuentra vanamente llamada a cargar sobre sí, sin quererlo, con un duro sacrificio. Los
test de inteligencia y los programas psicotécnicos implican de hecho ambiciones de carácter egoísta.
Evidentemente, la esperanza en el futuro e todavía remota.

Un niño bueno.
Hay que precaverse de confundir bueno con soportable. Apenas llora, no nos despierta
durante la noche. Es cariñoso, alegre. Por tanto, es de buena naturaleza.
Es malo, caprichoso. Grita sin ningún motivo aparente. Causa a la madre más
disgustos que satisfacciones.
Prescindiendo de su estado de salud, los recién nacidos son más o menos pacientes
según sean sus características innatas. En un niño bastará un estímulo cualquiera para
provocar como reacción diez gritos de queja. En otro, con diez sensaciones
desagradables se obtendrá únicamente llanto.
Uno dormirá tranquilo, se moverá perezosamente, mamará con calma, gritará sin una
tensión viva, sin un afecto claramente perceptible. Otro será irritable, de movimientos
vivos, de sueño ligero. Mamará impetuosamente y gritará hasta ponerse morado.
Tose mucho, se ahoga. Hay que tomarlo en brazos varias veces y, a menudo, le cuesta
volver a la normalidad. Sin duda, se trata de una enfermedad que puede curarse con
aceite de hígado de bacalao, fósforo y una dieta de leche. Pero esta enfermedad no
impidió que un niño de pecho llegara a ser un hombre de poderosa fuerza de voluntad,
de una vitalidad fundamental y de unas dotes anímicas geniales. Napoleón también
padeció tosferina en su más tierna infancia.
Toda la pedagogía moderna pretende formar niños agradables. Consecuente y
paulatinamente, intenta adormecer, someter y eliminar todo aquello que forma parte de
la voluntad y de la libertad del niño, su fuerza anímica, el poder de sus deseos y sus
intenciones.
Ciertamente es modoso, obediente, bueno y agradable. Pero no pensamos que no será
interiormente libre ni capaz de abrirse paso en la vida.

Una sorpresa dolorosa para la joven madre la constituyen los gritos de su hijo. Sabía,
sin duda, que los niños lloran. Pero no se había hecho esta idea con respecto a su propio
hijo. Imaginaba únicamente su encantadora sonrisa. Creía que captaría al instante sus
necesidades, que lo podría criar racionalmente, modernamente, bajo la dirección de un
médico experimentado. Su hijo no tendría que llorar.

Pero la noche en que ella yace como narcotizada, percibiendo aún el eco vivo de las
horas pesadas que parecían durar una eternidad. Apenas ha podido experimentar la
dulzura de un cansancio sin preocupaciones, de una pereza sin recriminaciones internas,
de un descanso después del trabajo realizado, después de una fatiga continua y
agobiante, el primer descanso en una vida dedicada a los mimos. Apenas ha podido
vivir la ilusión de que todo ha pasado, pensando que su hijo ya respira por sí solo.
Ensimismada, no puede hacer otra cosa que plantear a la naturaleza llena de misterios
una serie de preguntas susurrantes, sin pedir ninguna respuesta.
Y de pronto...
El despótico grito del niño que pide algo, que se queja de alguna cosa, que reclama su
ayuda, sin saber ella lo que necesita. De nuevo debes atenderle.
«¿Qué puedo hacer cuando no puedo, no quiero, no sé». Este primer grito que suena
bajo el resplandor de la lámpara nocturna es el anuncio de la guerra que se ha entablado
entre dos vidas que ahora están separadas: una vida madura, destinada a la renuncia, a la
resignación, al sacrificio, se pone a la defensiva; otra vida, joven, nueva, lucha por sus
propios derechos. Hoy no te quejas. El niño no comprende, sufre. Pero ya está marcada
la hora en que dirás: «Yo también estoy cansada, yo también sufro».

Hay bebés y niños pequeños que lloran poco. Tanto mejor. Pero también hay otros a
lso que, al gritar, se les hinchan las venas de la frente. Las lágrimas corren en
abundancia. El rostro y la cabeza se tornan de un rojo oscuro. Las mejillas toman un
color azulado. Las mandíbulas desdentadas empiezan a temblar. El vientre se hincha.
Los puños se mueven convulsivamente y las piernas patalean en el aire. De repente,
aminora la fuerza hasta apagarse por completo. La madre lo contempla con expresión
enteramente resignada y llena de «recriminación». Intenta cerrar los ojos. Quiere
dormir. Pero, tras un breve respiro, vuelve a sonar el mismo berrido o quizá otro más
fuerte todavía.

¿Es posible que unos pulmones tan finos, un corazón tan pequeño, un cerebro tan
delicado pueden soportar todo esto?
Hay que llamar a un médico.
Hasta el momento en que llega, parece que ha pasado una eternidad. Con una sonrisa
indulgente, oye los temores de la madre. Así se comporta un extraño, un indiferente, un
profesional, para quien este niño no es más que uno entre mil. Ha venido para quedarse
en seguida a otros sufrimientos, para dedicarse enseguida a otros sufrimientos, para
escuchar otras quejas. Ha venido ahora, durante el día que todo resulta más alegre: el sol
ya brilla en el cielo, la gente anda ya por las calles. Ha venido precisamente cuando el
niño duerme, cuando está fatigado después de tantas horas de no dormir, cuando apenas
queda ni un mínimo rastro de la noche pasada inútilmente.
La madre le escucha, a veces sin atenderle demasiado. Todo lo que había soñado con
respecto al médico, al amigo, al guía que le conduciría a través de este penoso camino,
se le presenta como algo irrealizable y utópico.
Paga al médico sus honorarios y vuelve a quedar sola con la amarga experiencia de
que el es un hombre indiferente, extraño, que no se da cuenta de lo que se trata.
También él estaba inseguro. No ha dicho nada concreto.

¡Si la joven madre supiera cuán importantes son estos primeros días y estas primeras
semanas, no sólo para la salud actual de su hijo, sino también para el futuro de ambos!
Pero, ¡con qué falicidad se puede desperdiciar este tiempo!
En lugar de contentarse con la idea de que su hijo únicamente constituye para el
médico un mero objeto de su interés, en cuanto le proporciona un beneficio o satisface
sus ambiciones, debería pensar que tampoco representa gran cosa para el mundo entero
y que sólo es algo valioso para ella misma...
En lugar de confiar por entero en el estado moderno de la ciencia que se basa en
conjeturas, se esfuerza por saber, investiga y progresa, tendría que ser consciente de que
aporta unos conocimientos, pero ninguna certeza, de que sirve de ayuda, pero no
garantiza nada...
En lugar de recurrir con presteza al mero saber, debería darse cuenta de que la
educación de un niño no es ninguna diversión, sino una era en la que hay que emplear
los esfuerzos de muchas noches en vela, el conjunto de penosas experiencias y diversas
ideas...
En lugar de convertir todo esto en una conciencia sólida en la fragua de un gran
sentimiento, sin engaños, sin enfados infantiles, sin amarguras egoístas, la madre acepta
que su hijo sea alojado junto con su enfermera en una habitación remota porque no
puede ver cómo sufre el pequeño, porque ya no soporta oír su dolorosa llamada
pidiendo ayuda. Tiene la oportunidad de llamar repetidas veces a un médico e incluso a
otras personas, pero no saca de ello ninguna experiencia útil. Sólo es torturada,
anestesiada y repudiada.
¡Qué superficial es la alegría de una madre ante el hecho de que comprende las
primeras palabras balbucientes de su hijo, de que adivina sus expresiones extravagantes
y mutiladas!
¿Ahora quieres?... ¿Tienes bastante?... ¿Ya no quieres más?...
¿Y el lenguaje del llanto y de la sonrisa, el lenguaje de los ojos y de la posición de la
boca, de los movimientos y de la acción de mamar?...
No renuncies a esas noches. Pueden proporcionarte lo que ningún libro ni consejo
pueden darte. En ellas se encuentra el verdadero valor, no ya en el simple saber, sino en
la profunda revolución del espíritu que ya no permite volver a aquellas consideraciones
estériles: «¿Qué podría ser ¿Qué será? ¿Qué sería lo mejor? Si yo supiera...», la
revolución que enseña a actuar en las condiciones reales.
En estas noches, el niño puede conseguir un maravilloso aliado, parecido al ángel de la
guarda: la intuición del corazón maternal, aquella clarividencia que nace de la voluntad
investigadora, de la razón despierta y de un sentimiento transparente.

En cierta ocasión, me dijo una madre:


«Mi hijo está realmente sano, no le falta nada. Pero quisiera que usted lo viese». Lo
estuve observando, le di unas cuantas instrucciones, respondí a sus preguntas.
Ciertamente estaba sano, contento y feliz.
«Hasta otra ocasión».
Pero a la misma tarde o al día siguiente me volvió a llamar: «Doctor, mi hijo tiene
fiebre».
La madre había caído en la cuenta de algo que yo, como médico, no pude descubrir en
la observación superficial de una breve visita. Inclinada durante largas horas sobre el
pequeño, sin tener ni idea de los métodos de observación, no sabe expresar lo que ha
percibido. Desconfiando de sí misma, no se atreve a manifestar sus propias
observaciones sutiles.
Con todo, se dio perfecta cuenta de que el niño, sin estar propiamente ronco, tenía la
voz un tanto lánguida. Charlaba menos e incluso en un tono más ajo. Durante el sueño,
alguna vez se estremeció un poco más violentamente de lo acostumbrado. Al
despertarse sonreía, pero un tanto más débilmente. Mamaba un poco más despacio,
quizá con unas pausas más frecuentes, como si estuviera distraído. ¿Tenía realmente un
sesgo de dolor en su sonrisa o sólo me lo había parecido? ¿Por qué ha rechazado con
irritación su juguete más preferido?
Con un sinfín de movimientos que perciben tus ojos, tus oídos, tus pezones, con un
sinfín de ínfimas quejas, te estaba diciendo: «Estoy indispuesto.Hoy no me encuentro
bien».
La madre no daba fe a lo que veía, porque no había leído en ningún libro un fenómeno
semejante.

En una ambulancia, una criada me trae a su bebé de escasas semanas. «No quiere
beber. Dem omento toma el pecho, pero al cabo de poco rato lo deja. Con la cucharilla
bebe mejor. Algunas veces se pone a gritar de repente, durante el sueño e incluso
cuando está despierto». Le observo la boca, la garganta, y no puedo encontrar nada.
«Dele el pecho, por favor».
El niño no hace más que rozar los pezones con sus labios. No quiere mamar.
«Mire qué desconfiado se ha vuelto».
Por fin toma el pecho, con cierta prisa, chupa un par de veces como por desgana y lo
vuelve a dejar en seguida poniéndose a llorar.
«Obsérvelo usted otra vez. Tiene algo en el paladar».
Lo observo de nuevo: se ve un poco rojizo, pero sorprendéntemente sólo una parte del
paladar.
«Aquí hay algo oscuro, como un dientecillo o una cosa similar».
Me doy cuenta de que es algo duro, amarillento, en forma de huevo, con una raya
oscura al lado. Al tocarlo, se mueve. Lo arranco. Debajo queda una pequeña cavidad
rojiza, orlada de sangre. Lo pongo finalmente en la palma de la mano y veo que se trata
de una cáscara de alpiste.
Sobre la cuna del niño colgaba una jaula con un canario. Al comer, el pájaro había
echado a fuera la cáscara, cayendo primero en la mejilla del niño. Luego se deslizó
hasta la boca, hasta quedar clavada en el paladar.
Mis ideas habían seguido un proceso metódico: catarro, faringitis, anginas, etc. La
madre había procedido de un modo más simple: tiene dolor; algo no funciona bien en la
boca.
Yo lo observé básicamente dos veces...¿Cuánto lo hizo ella?
Aún cuando algunas veces el médico queda asombrado por la observación precisa que
llega hasta el último detalle, otras puede constatar con idéntica sorpresa que existen
muchas madres incapaces de entender el síntoma más sencillo ni siquiera de captarlo.
Lo más corrientes es que el niño llore desde su nacimiento. Continuamente. ¿Rompe a
llorar de repente, llegando inmediatamente su grito a su punto culminante, o bien la
queda de dolor va ascendiendo paulatinamente hasta convertirse en grito? ¿Se
tranquiliza al instante, una vez ha hecho sus necesidades o ha escupido, o bien grita de
repente y con violencia, cuando se baña, se le viste o se levanta un poco? ¿Llora
quejándose de modo constante, sin bruscas erupciones? ¿Cómo son sus movimientos?
¿Frota la cabeza contra la almohada? ¿Mueve los labios al mamar? ¿Se tranquiliza en
seguida cuando se le toma en brazos? Cuando se le envuelve, poniéndolo boca abajo,
¿cambia de estado psicológico? ¿Duerme profunda y largamente después de haber
llorado o bien se despierta a cada ruido? ¿Llora más antes o después de mamar, más por
la mañana, por la tarde o por la noche?
¿Se tranquiliza al mamar? ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuando no quiere mamar, ¿cómo lo
manifiesta? ¿Deja el pecho apenas lo ha tomado o lo hace de repente mientras bebe?
¿Lo deja al cabo de un cierto tiempo? ¿Se resiste con decisión o bien se le puede
convencer de que beba? ¿Cómo mama? ¿por qué no mama?
¿Como mamará cuando esté constipado? Con avidez e intensidad, porque tiene
hambre. Pero luego rápidamente y sin tragar mucho, de un modo irregular y haciendo
pausas, porque le falta aire. ¿Y los dolores que siente al tragar, a qué pueden ser
debidos?
No sólo el hambre o el «dolor de barriga» le hacen chillar, sino que también llora
cuando le duelen los labios, el paladar, la lengua, la garganta y la nariz, cuando le hacen
daño los dedos, los oídos o las rodillas, cuando tiene el ano irritado a causa de las
lavativas, cuando siente molestias al orinar, cuando tiene náuseas, sed, calor, cuando le
pica la piel que es señal de que mucho más tarde aparecerá una erupción. El niño llora
porque la cinta de su vestido es demasiado áspera, por una arruga de los pañales, por un
trocito de algodón que se le ha metido en la garganta o una cáscara de alpiste que ha
caído de la jaula del canario.
Llama al médico para que le vea durante diez minutos. Pero tú obsérvale también
durante veinte horas.

El libro con sus fórmulas hechas ha entumecido la visión y anquilosado el


pensamiento. Al vivir de las experiencias, observaciones y juicios de los demás, se ha
perdido tanto la confianza en uno mismo que ya no se intenta siquiera ver las cosas
desde la propia perspectiva. Como si la palabra impresa fuese una revelación y no el
producto concreto de la investigación de unos hombres determinados, el libro habla de
un modo intemporal y genérico, sin dirigirse específicamente a tu hijo ni contar con la
eventualidad actual. La escuela ha fomentado esta cobardía, este miedo a confesar la
propia ignorancia.
¡Cuántas veces no se atreve una madre a plantear las preguntas que había pensado
hacer a su médico! ¡Qué raro es encontrar una madre que presente al médico las
anotaciones que ha hecho, aun cuando lo que ha escrito le parezcan «tonterías»!
Desde el momento en que ella se calla a sí misma su ignorancia, obliga también al
médico a ocultar sus dudas y su inseguridad con respecto a poder dar un diagnóstico
definitivo. ¡Cuán de mala gana debe considerar como datos una serie de respuestas
inciertas! ¡Qué raro es que una madre aprecie las divagaciones en alta voz que hace el
médico junto a la cama de su hijo! Muy a menudo un médico se ve obligado a
convertirse en un charlatán o a ser un profeta.
Muchas veces los padres no quieren saber lo que saben ni ver lo que ven.
El alumbramiento en una esfera de fanática comodidad es algo tan singular y
enojosamente extraordinario que la madre, de una forma categórica, espera de la
naturaleza una recompensa considerable. Una vez ha aceptado ya las renuncias, los
disgustos y las molestias del embarazo, así como los dolores del parto, el niño debería
ser por lo menos tal como le gustaría que fuese.
Todavía peor: acostumbrada a la idea de que con dinero se puede conseguir todo, no
quiere resignarse al hecho de que le puede salir un pobre diablo. Quien está
acostumbrado a vivir no puede nunca mendigar.
¡Cuántas veces se dejan engañar los padres con medios inútiles o incluso falsificados,
cuando van a la tienda a comprar un producto clasificado erróneamente con la etiqueta
de «sano»!

El pecho de la madre es para el niño que acaba de nacer, sin atender a si ha nacido de
un matrimonio bendecido por Dios o del mal paso de una muchacha que ha perdido su
inocencia. No importa si la madre susurra al oído de su hijo: «Querido mío», o si
exclama llorando: «¿Qué voy a hacer ahora, Dios Mío». No importa si se felicita con
todo respecto a una dama honorable o si la gente grita a un muchacha: «¡Qué asco de
mujer»!
La prostitución, que está destinada al beneficio de los hombres, encuentra su
complemento social en las nodrizas, que se ponen al servicio de las mujeres.
Se debería ser plenamente consciente del crimen, duramente sancionado, que se
perpetra en los pobres niños, un crimen que suele darse más de una vez entre la gente
rica. Una nodriza puede alimentar a dos niños: al propio y al ajeno. Las glándulas
mamarias dan tanto alimento como de ellas se les exige. La nodriza pierde precisamente
el alimento cuando el niño bebe menos de lo que da el pecho.
La fórmula es: en una profusión de leche derramada, se da un niño enclenque, hay una
pérdida de alimento.
Es extraño: en muy pocos casos estamos inclinados a seguir el consejo de muchos
médicos. En esta cuestión de si la madre puede alimentar a su propio hijo, que tiene
graves consecuencias, nos dejamos convencer por la primera opinión insincera, nos
damos por satisfechos con el consejo insinuado por uno cualquiera.
Cualquier madre puede alimentar a su hijo, cualquiera tiene suficiente alimento.
Unicamente el desconocimiento de la técnica de alimentación, le priva de su capacidad
natural.
Los dolores de pecho, los pezones llagados por dar de mamar, representan un cierto
impedimento. Este dolor, sin embargo, puede superarse pensando que la madre ha
soportado todo el tiempo del embarazo, sin cargar ni una sola vez este peso en los
hombros de una esclava asalariada. La alimentación es la parte consecutiva del
embarazo. El niño, al salir de dentro a fuera y perder su foco de nutrición, pide en
seguida el pecho. Ya no bebe sangre roja, sino sangre blanca.
¿Bebe sangre? Sí, la sangre de la madre, según la ley de la naturaleza. Pero no bebe la
sangre del hermano asesinado que, según la ley de los hombres, sería posible.
Estos párrafos constituyen un eco de la viva discusión entablada acerca del derecho del niño al pecho
de la madre. Hoy día se ha puesto en primer término la cuestión de la vivienda. ¿Qué ocurrirá mañana?
La posición del autor depende, pues, del punto de vista actual.

Con respecto a la higiene, quizás algún día escribiré también un libro de claves, al estilo
egipcio, para uso de las madres.
«Tres kilos y medio al nacer significan salud y prosperidad». «Defecaciones viscosas y
de color verdoso: intranquilidad, noticias desagradables».
Podría redactar también un pequeño manual de consejos e indicaciones. Pero me he
convencido de que no existe ninguna prescripción que pueda llevar ad absurdum el
extremismo acrítico.
El antiguo sistema: Dar el pecho al niño tres veces en veinticuatro horas, alternándolo
con el aceite de ricino. El niño va de un brazo al otro, es mecido y abrazado por todas
sus tías que están acatarradas. Le chascan los dedos. Le aplauden. Le cantan una
canción. La casa parece una feria.
El nuevo sistema: Dar el pecho cada tres horas. Mientras el niño ve cómo le preparan
la comida, se inquieta, se irrita, se pone a llorar. La madre mira el reloj: todavía faltan
cuatro minutos. El niño se ha dormido. La madre le despierta. Como ya es hora y se han
consumado los minutos que faltaban, tendrá ganas de mamar. No le gusta que lo toquen.
No está acostumbrado a que lo lleven de acá para allá. Bañado, secado y harto, ahora
tiene que dormir. Pero no duerme. Hay que andar de puntillas, correr las cortinas de la
ventana. La casa parece una sala de hospital.
No, la idea viva trabaja, pero la prescripción ordena.

No se trata de establecer «cuáles son los tiempos apropiados para alimentarlo», sino de
determinar cuántas veces al día hay que hacerlo. Así planteada, la pregunta no tiene en
cuenta la libertad de la madre. Ella misma ha de determinar las horas, según sea lo
mejor para ella y para su hijo.
¿Cuántas veces debería mamar un niño en veinticuatro horas? De cuatro a quince
veces. ¿Cuánto tiempo debe estar al pecho? Desde cuatro minutos a tres cuarto de hora
o más.
Hay pechos que dan leche fácilmente y otros con dificultad. Unos tienen escaso
alimento y otros mucho. Unos tienen los pezones perfectamente formados y otros
débilmente desarrollados. Algunos endurecidos y otros sensibles. Hay niños que
succionan con fuerza y otros de un modo caprichoso, irregular y cansino.
No es posible, por tanto, dar una prescripción que sea válida en general.
De pezones mal desarrollados, pero con capacidad para la fatiga, puede salir un niño
vivo y despierto. Al mamar a menudo y durante largo tiempo, el pecho acaba por
«configurarse» rectamente.
Acompañar el pecho con una alimentación excesiva es perjudicial para el bebé. A
veces se recomienda, antes de mamar, darle una parte de la alimentación a base de
biberón, para obligar al niño a esforzarse. ¿No es posible hacer esto?
Dar el pecho al niño, por consiguiente, y los demás con biberón.
El pecho no da fácilmente leche. El niño es perezoso. Por lo menos, tarda diez minutos
en empezar a mamar. Un acto de tragar corresponde quizás a una, dos o cinco
succiones. La cantidad de leche puede ser mayor o menor en cada deglución. Toma el
pecho, succiona, pero no traga, traga poco, a menudo.
«La leche se le derrama por la barbilla». Quizá se debe a que el alimento es excesivo.
Quizá se debe también a que hay poco alimento. El niño, hambriento, chupa con fuerza
y traga, pero sólo en las primeras succiones.
¿Cómo pueden darse prescripciones, sin tener delante la madre ni el niño? «Cinco
veces en veinticuatro horas, durante diez minutos». Esto sería simplemente un esquema.

Sin balanza, no existe ninguna técnica en la alimentación. Todo lo que hagamos sin
ella será como jugar a la gallinita ciega.
Sin balanza, no es posible determinar si el niño ha bebido tres o diez cucharillas de
leche.
De ello depende también cuán a menudo ha de beber, cuánto rato, si ha de mamar de
ambos pechos o únicamente de uno.
La balanza puede ser un consejero infalible, caso de que indique los hechos auténticos.
Pero puede convertirse en un tirano, si pretendemos obtener de ella el esquema de un
desarrollo «normal» del niño. Podemos caer mejor en la cuenta de cómo evoluciona su
crecimiento observando sus «defecaciones de color verdoso» que confiando
supersticiosamente en las «curvas ideales» de un esquema.
¿Cómo se debería pesar?
Es curioso notar el hecho de que hay madres que dedican muchas horas al tenis y a los
estudios, pero que consideran un esfuerzo muy fatigoso emplear el tiempo en
familiarizarse con una balanza. ¿Hay que pesar antes y después de beber? ¡Menudo
trabajo! Hay otras madres que no solamente se dedican con gran interés al
funcionamiento de la balanza, sino incluso con cariño, como si tratara de un valiosísimo
médico casero.

¿Cuál es, en realidad, la causa de que una generación crezca a base de consigna: leche,
huevos, carne y otra con el principio: sémolas, verduras y frutas? Se podría responder:
avances de la química, resultados de la investigación sobre el metabolismo. Pero no, la
esencia de este cambio estriba en algo más profundo.
La nueva dieta es una expresión de la confianza de la ciencia en el organismo vivo, un
signo de tolerancia con respecto a su libre voluntad.
Cuando se daba clara de huevo y grasas, se pretendía conseguir el desarrollo del
organismo a base de una dieta especialmente preparada. Hoy día se lo damos todo,
desde el momento en que el organismo vivo puede escoger por sí mismo lo que
necesita, lo que le es provechoso, y encontrar espontáneamente sus propias
disposiciones en el marco de sus fuerzas, de las actividades que traen consigo a salud de
la energía potencial del desarrollo.
Lo que es decisivo no es lo que damos al niño, sino lo que le viene concretamente a él.
Cualquier presión, cualquier exceso, constituye un lastre. Cualquier exclusivimos
representa un posible desacierto. Incluso cuando nos encontramos muy cerca de la
verdad, podemos cometer errores aparentemente pequeños. Al repetirlos durante meses,
sin embargo, llegaría a ocasionar un prejuicio o bien dificultar el trabajo.
¿Cuándo, cómo con qué se debe dar de comer?
Cuando un niño ya no tiene suficiente con el libro de leche que se toma al mamar,
deberíamos darle poco a poco todo lo que le sienta siempre, teniendo en cuenta la
reacción del organismo.

¿y qué hay que hacer con los preparados destinados a fortalecer? Se debería distinguir
entre ciencia de la salud y actuación real de la salud.
Los crecepelos, las pastas de dientes, los polvos para el rejuvenecimiento de la piel, los
productos para facilitar el desarrollo de la dentadura, constituyen la mayoría de las
veces una vergüenza de la ciencia, aunque nunca reflejan su soberbia ni sus ambiciones
entusiastas.
El fabricante, que con sus productos garantiza tanto una defecación normal como un
aumento de peso considerable, proporciona aquello que satisface a la madre y agrada al
niño. Pero, como no puede dar al material una capacidad consumidora, la retarda todo lo
que le es posible. Como no puede darle ninguna fuerza vital, la disminuye incluso con
una sobrealimentación. El no ofrece ningún producto que sirva para resistir una
epidemia.
Mientras tanto, va aminorando la fuerza del pecho de la madre. Con disimulo, por
supuesto, suscita sólo algunas dudas y recomienda precaución. Pero nunca le descubre
ni la interesa por saber dónde está el punto flaco.
Con respecto a esto, se podría decir: en el mundo existen nombres famosos que han
justificado su reconocimiento. Pero los sabios son también simplemente hombres. Entre
ellos, hay personas honradas, más o menos sagaces, más o menos precavidas o
atolondradas, como hay también auténticos falsificadores. ¡Cuántos científicos hay que
no se rigen por su talento genial, sino por su astucia o por el privilegio de la fortuna y de
la procedencia familiar! La ciencia requiere talleres costosos, los cuales no se consiguen
únicamente con una prestación efectiva, sino también con diplomacia, docilidad e
intrigas.
Una vez tomé parte en unas sesiones en las que un atrevido caradura hizo suyo un
concienzudo trabajo de investigación, llevado a cabo durante doce años. Sé de un
descubrimiento que fue calificado como tal por un congreso internacional de gran
relevancia. El preparado reanimador, cuyo valor esencial fue confirmado con la
constatación de una docena de virtudes, resultó ser una simple falsificación. Se hizo un
proceso. Pero el escándalo fue rápidamente paliado.
Este punto no sólo afecta a aquellos que ensalzan los preparados para fortalecer, sino
también a aquellos que, a pesar de todos los esfuerzos de vendedores y fabricantes, no
quieren que sean presentados con grandes elogios. Al final, se prestan a colaborar
solícitamente y a llegar hasta el individuo. Las empresas de gran envergadura
económica poseen un influjo considerable. Es un poder que (no) resiste cualquier
oposición.
Muchos de los pensamientos contenidos en esos párrafos son un eco de mi proceso de inhibición con
respecto a la medicina. En mi vida he comprobado muchas chapucerías y cuidados defectuosos en las
asistencias médicas. La industria extranjera de especialidades diversas empezó a explotar la miseria y el
descuido. Hoy día tenemos puestos de socorro, asilos para niños en las fábricas, colonias de verano,
estaciones balnearias, inspecciones de sanidad en las escuelas y seguros de enfermedad. Todavía falta
mucho por hacer. Todavía hay muchos defectos. Pero, por lo menos, vemos que se ha empezado a hacer
algo. Actualmente se puede confiar en la efectividad de los preparados para fortalecer y en los productos
farmacéuticos. Su cometido consiste en fomentar la higiene y promover un cuidado manifiesto por el
niño, no en engañar al público.

El niño tiene calentura, a consecuencia de un resfriado. ¿Será algo grave? ¿Cuándo se


pondrá otra vez bueno? Nuestra respuesta depende de diversos juicios que se basan en
lo que sabemos y en lo que hemos podido constatar.
Un niño vigoroso supera una infección fuerte en el curso de uno o dos días. Cuando el
acceso es más fuerte y el niño más débil, la indisposición dura una semana. Esto es lo
que podemos observar.
También ocurre que el mal es de poca importancia, pero el niño es aún demasiado
pequeño. En los lactantes, la calentura pasa a menudo de una obstrucción de la nariz a la
garganta, a la tráquea y a los bronquios. Esto hemos de tenerlo en cuenta.
Digamos, por fin, que el noventa por ciento de casos similares termina con un rápido
restablecimiento del niño. En siete casos los dolores duran un poco más. En tres, se
produce una auténtica enfermedad, hasta llegar incluso a la muerte. Procedemos con
cautela. ¿Se esconde bajo una calentura de poca importancia otro mal de naturaleza más
grave?
La madre quiere certezas, y no basarse en meras suposiciones. Es posible completar un
diagnóstico observando las segregaciones nasales, la orina, la sangre, el líquido
encefálico. Puede hacerse una radioscopia y llamar a varios especialistas. El factor de
probabilidades aumentará en el momento de hacer el diagnóstico y, consiguientemente,
en la terapia. La duda, sin embargo, escribía en si este plus es compensado por los
perjuicios ocasionados por tantas observaciones, por la presencia de tantos médicos, por
las enfermedades todavía más peligrosas que pueden traer en sus cabellos, en las arrugas
de sus vestidos, en su aliento.
¿Dónde ha podido enfriarse el niño? Sin duda, se tendrá que haber evitado. Con todo,
este mal insignificante no hace precisamente que el niño tenga más defensas contra
infecciones más fuertes que quizá pueden sobrevenirle dentro de una semana o dentro
de un mes, no perfecciona su mecanismo de prevención. ¿Dónde puede afectarle: en el
centro térmico del cerebro, en las glándulas, en algunos componentes de la sangre?
¿Podemos apartar al niño del aire que respira y que contiene en un solo centímetro
cúbico miles de bacterias?...
¿No es esta discrepancia entre nuestros esfuerzos y la claudicación inevitable una
nueva prueba de cómo la madre debe estar armada, no tanto de conocimientos
adquiridos, sino más bien de intución, sin la cual no puede educarse un niño?
En tiempos en que la muerte se apoderaba en un número considerable de las mujeres
que daban a luz, no se pensaba tanto en la criatura que nacía. Se tuvo en cuenta por
primera vez, cuando la asepsia y la técnica del parto garantizaban la vida de la madre.
Mientras la mortandad infantil era pasmosamente elevada, la ciencia tenía que dedicarse
por entero a los frascos y a los pañales. Por lo que respecta a la actualidad, junto a los
aspectos vegetativos y quizás en un breve plazo de tiempo, percibiremos también con
claridad el semblante, la vida y el desarrollo psíquico del niño en su primer año de edad.
En este terreno, lo que se ha hecho hasta ahora representa únicamente un inicio.
Es infinito el número de problemas y de efectos psicológicos que se encuentran en la
frontera que media entre la parte somática y la parte psíquica del lactante.
Napoleón, de niño, padecía espasmos. Bismarck era raquítico. Por lo demás, todos los
hombres: profetas y asesinos, héroes y traidores, ricos y pobres, atletas y minusválidos,
fueron alguna vez lactantes, antes de convertirse en hombres maduros. Si queremos
conocer las configuraciones primarias de las ideas, sentimientos y anhelos, antes de que
se desarrollen, se diferencien y se determinen, hemos de ocuparnos del niño en su edad
más temprana. Únicamente una ignorancia y una superficialidad ilimitadas pueden
soslayar el hecho de que un lactante encarna una individualidad, determinada,
claramente bosquejada, que se compone de su temperamenteo natural, de su fuerza, de
su intelecto, de su orgullo y de sus experiencias vitales.

Cien niños pequeños. Me inclino sobre cada una de sus camas. Hay algunos cuya vida
se cuenta por semanas y meses, de distinto peso, de evolución muy diferente en sus
«curvas», enfermos, convalencientes, sanos. Hay otros que apenas mantienen el
mantienen el menor halo de la vida. Las miradas que me dirigen son muy diversas: con
ojos entornados, velados, sin expresión, de repente con fijeza y concentración dolorosa,
con ojos vivos, cordiales, agresivos. Su sonrisa de recimiento es espontánea, amistosa, o
bien brota únicamente después de observarme con atención por un instante, como
respuesta a mi sonrisa y a la palabra de cariño y de estímulo que le dedico.
Lo que en un principio me pareció algo accidental, se va repitiendo una y otra vez en el
transcurso de varios días. Observo que el aspecto de los pequeños es muy distinto:
confiado y desconfiado, indiferente y jovial, alegre y sombrío, inseguro, asustado y
displicente.
Veo a un niño que siempre está alegre. Tanto ríe antes como después de la comida. Si
se le despierta cuando está profundamente dormido, levanta los párpados, sonríe y se
vuelve a dormir. Veo a otro que siempre está de mal humor. Me recibe intranquilo,
pronto a estallar en llanto. En tres semanas sólo me ha sonreído una vez de una forma
muy pasajera.
Observo sus gargantas. A veces se me responde con una viva, dolorosa y atronadora
protesta. A veces se da únicamente un estremecimiento de molestia, un impaciente
movimiento con la cabeza, para producirse de nuevo una sonrisa benevolente. A veces
se me mira con recelo, atendiendo a lo que hace mi mano. Cuando estalla la cólera, es
que algo ha sucedido antes...
Una vacunación masiva contra la viruela: cincuenta niños por hora. Se trata de un
experimento. En unos se produce una reacción espontánea y decidida. En otros, un
efecto gradual e incierto. En los restantes, observo sólo pasividad. Uno no consigue
recuperarse de su asombro. Otro se intranquiliza paulatinamente. Un tercero se alarma
en seguida. Uno recobra inmediatamente su indiferencia. Otro lo tiene en cuenta durante
más tiempo, no puede perdonar...
Se podría decir que ésa es precisamente la edad del lactante. Pero la afirmación es
cierta sólo hasta cierto punto. Existe muy pronto una inclinación determinada.
Permanece el recuerdo de las experiencias más tempranas. Conocemos niños que
tuvieron dolorosas experiencias con un cirujano. Sabemos de niños a los que repugna la
leche, porque se les administró una emulsión blanca con alcanfor.
¿Es que las manifestaciones anímicas de las personas mayores tienen otras causas?

Fijémonos en un niño en concreto: desde el momento del parto, se las ha arreglado en


seguida con el aire frío, con los pañales ásperos, con la molestia de diferentes ruidos y
con la acción de mamar. Bebe con presteza, con interés y afán. Sonríe muy pronto,
balbucea y puede mover ya sus manos. Al crecer, investiga el mundo que le rodea, hace
travesuras, corre, empieza a chapurrear palabras y por fin habla. ¿De qué modo y
cuándo ha llegado a suceder todo esto?
Se ha dado un desarrollo tranquilo y sin ninguna dificultad...
Tomemos a otro niño: ha pasado ya una semana desde el momento en que ha
aprendido a mamar. Tras un par de noches intranquilas, no le ha ocurrido nada especial
durante una semana. Pero de repente sobreviene un día de total desconcierto. El
desarrollo se realiza de forma muy lenta. Los dientes le van saliendo en medio de
grandes molestias. Aparecen ciertas vacilaciones. Pero ahora se encuentra en un estado
normal. El niño es pacífico, amable y alegre.
Quizá se ha tratado de un recién nacido un tanto flemático. Quizá no ha tenido los
cuidados necesarios. Quizá el pecho ha carecido de fuerza suficiente para alimentarlo.
Con todo, el desrrollo ha sido finalmente satisfactorio.
Veamos un tercer niño: es fogoso. Se excita fácilmente y con alegría. Cuando es
acosado exterior o interiormente por impresiones desagradables, se esfuerza por ser
tratado con grandes miramientos y sin gastar sus propias energías. Sus movimientos son
vivos, sus cambios repentinos. Hoy su estado es enteramente distinto al de ayer.
Aprende y olvida con la misma facilidad. Se trata de un desarrollo muy desigual, con
líneas bruscamente ascendentes y descendentes. Todo en él son sorpresas, desde lo más
apreciable y valioso hasta lo más peligros. Resulta difícil opinar. Pero, al fin, se puede
dar un juicio: he aquí un niño excitable, terco. He aquí una criatura voluble que quizá
llegue a ser algo en el futuro...
Tomemos un cuarto niño: tanto en días lluviosos como en días soleados, las horas
tranquilas son muy pocas. El descontento constituye la característica fundamenta de su
carácter. No padece ningún dolor considerable. Sin embargo, siempre sorprende de una
forma intempestiva. No se oye ningún ruido molesto. No obstante, siempre está
inquieto. Sería bueno, si... Nunca desaparecen las reservas condicionantes.
He aquí un niño con deficiencias, educado de un modo irrazonable... Cuidar la
temperatura de la habitación, mirar que la leche no tenga cien gramos de más o el agua
cien gramos de manos, son factores no solamente concernientes a la higiene, sino
también a la educación. Prescindiendo de su temperamento innato o de su inteligencia
indolente, el niño pequeño ha de poseer la suficiente tenacidad para explorar, intuir,
conocer y acomodarse a tantas cosas, para aceptarlas con benevolencia, rechazarlas,
para proceder razonablemente y exigir lo que necesita.
En lugar de usar el neologismo tan molesto de «lactante», empleo la tradicional
palabra «niño pequeño», en el sentido de aquel que no puede hablar todavía. Los
griegos usaban el término «népios», los latinos «infans». Si el lenguaje permite este tipo
de expresiones, ¿por qué hay que usar una palabra tan odiosa como «lactante»? Se
deberían buscar con gran detención en el diccionario palabras más antiguas y más
significativas.
La potencia visual. Luz y tinieblas, noche y día. Cuando se duerme, apenas ocurre
nada perceptible. Al despertarse, las emociones se suceden con más fuerza. Una
sensación agradable es el pecho de la madre. Una sensación mala es el dolor. El recién
nacido contempla la lámpara. En realidad, sin embargo, todavía no la ve. Los ojos van y
vienen en distintas direcciones. Más tarde, cuando siga con su mirada un objeto que se
mueve lentamente, lo retendrá momentáneamente, pero luego desaparecerá de nuevo de
su vista.
Contornos de su sombras, primeras líneas resaltadas. Todo sin perspectiva. Cuando la
madre se aleja únicamente un metro de la cuna, no es más que una sombra cualquiera.
Si lave desde abajo, sólo ve la barbilla y la boca. El perfil del rostro no es más que la
luna en cuarto menguante. Cuando está arrodillada, el niño ve el mismo rostro, ahora
con ojos. Si la madres se agacha aún más, su aspecto cambiará debido a la visión del
pelo. En esta edad, oído y olfato son una misma cosa.
El pecho aparece como una nube blanca, aromática y agradable al paladar. Es algo
caliente y bueno. El niño observa con detención el pecho. Examina con su mirada lo que
siempre encuentra encima del pecho, aquello de donde proceden los sonidos y la cálida
corriente de la respiración. El pequeño no sabe que el pecho, el rostro y las manos
constituyen una unidad: la madre.
Una persona extraña extiende sus manos hacia él. Engañado por el gesto familiar, se
deja tomar en brazos. Pero en seguida se da cuenta de su error. Esta vez las manos se
alejan de las sombras que le protegen, le llevan a algo desconocido que causa temor. De
un modo espontáneo, se dirige hacia la madre. De nuevo en lugar seguro, contempla con
admiración o se esconde bajo los hombros maternos para escapar del anterior peligro.
A fin de cuentas, el rostro de la madre no es más que una sombra que puede explorarse
con las manos. El pequeño ha palpado ya varias veces su nariz, ha tocado sus ojos
maravillosos. Observa cómo centellean a intervalos, para volver a ocultarse
momentáneamente bajo la envoltura de los párpados. El niño palpa también el cabello.
¿Y quién no ha visto aún cómo separa los labios para observar los dientes, para ver la
boca, con una mirada concentrada y seria, con una profunda arruga en la frente? Al
molestarse con nuestra cháchara estúpida, con nuestros besos y nuestras burlas, decimos
que seto constituye un «pasatiempo» para el niño. Pero somos nosotros los que
jugamos. El pequeño estudia. En el transcurso de sus investigaciones, el niño aprende
ya axiomas, hipótesis y problemas.

El oído. Desde el ruido de la calle que llega a través de los cristales de la ventana hasta
las palabras que se le susurran directamente, pasando por el eco de ruidos más lejanos,
el tictac del reloj, las conversaciones y los sonidos estruendosos, todo ello constituye
para el niño un caos de estímulos que ha de aprender a distinguir y a entender. En esta
lista de ruidos hay que mencionar también aquellos que produce el mismo pequeño: el
berrido, el balbuceo y el gruñido. Pasa mucho tiempo hasta que se da cuenta de que es
él y no una persona invisible el que balbucea y grita. Cuando pronuncia sus sonidos
desarticulados: «be, ba, bo», escucha con atención y examina las sensaciones que le
producen el movimiento de los labios, el movimiento de la lengua y las vibraciones de
la laringe. Sin ser consciente de ello, va determinando cómo se pueden producir a
propósito estos ruidos.
Cuando hablamos al pequeño en su propio lenguaje, diciéndole «be, ba, bo» nos mira
con asombro, considerándonos un ser misterioso que profiere ruidos semejantes a los
suyos.
Si pudiéramos penetrar más profundamente en la forma de conciencia de un niño, nos
encontraríamos con muchas más cosas de las que pensamos, y no sólo con aquellas que
suponemos o con la manera como las intuimos. El pobre pequeño está hambriento,
quiere papilla, quiere leche. El niño entiende bien lo que se le indica. Espera que su
educadora abra su blusa que lo coloque un paño bajo la barbilla. Si se retarda el
cumplimiento de su esperanza, se intranquiliza. Con todo, la madre ha proferido toda
esta larga serie de frases hablando consigo misma, no con el niño. Se podría comporar
estos ruidos con aquellos con los cuales se llama a las aves para que acudan al granjero.
Las categorías mentales del pequeño son la espera de sensaciones agradables y el
temor a impresiones molestas. El hecho de que no sólo piensa a base de imágenes, sino
también a base de ruidos, puede deducirse del carácter alarmante del grito. Un grito
anuncia una desgracia o bien pone automáticamente en funcionamiento el aparato que
expresa descontento. Obsérvese con detención a un niño pequeño, cuando oye llorar a
alguien.

El pequeño pone todos sus esfuerzos en la tarea de dominar el mundo que le rodea. Su
pretensión consiste en combatir las fuerzas enemigas que acechan a su alrededor y en
conseguir que los buenos espíritus satisfagan sus deseos y necesidades. El pequeño
conoce dos fórmulas de encantamiento, de las cuales se sirve antes de conquistar el
tercer instrumento maravilloso de su voluntad: sus propias manos. Estas dos fórmulas
primarias de hechizo son: gritar y mamar.
Cuando el niño empieza a chillar porque algo le hace daño, también aprende a
gritar para que nada le haga daño. Al quedarse solo, llora. Pero se tranquiliza en
seguida, cuando oye los pasos de la madre. Si quiere comer, llora. Pero también
empieza a llorar, cuando nota que la madre se dispone a calmarlo.
El niño se las compone con los conocimientos que tiene (que son pocos) y con los
medios que están a su alcance (todavía débiles y poco desarrollados). Comete una serie
de errores, por cuanto confunde los fenómenos concretos y relaciona
indiscriminadamente los sucesos que se siguen por su orden, considerándolos a la vez
como causa y efecto (post hoc: después de esto, propter hoc: a causa de esto). ¿No
habrá que atribuir la atención y la simpatía a sus zapatos por el hecho de que a ellos se
atribuye su facultad de andar? Algo parecido ocurre con aquella alfombra mágica de los
cuentos de hadas que lleva a pasear por el mundo de las maravillas.
También yo tengo el derecho de hacer ciertas suposiciones. Si un crítico literario puede
especular sobre lo que pensaba Shakespeare cuando creó su Hamlet, también puede un
pedagogo imaginar ciertos supuestos que, aunque pueden ser erróneos, le sirve como
medio para expresar algunas experiencias prácticas.
Pongamos un ejemplo: En la habitación hace bochorno. El niño tiene los labios secos,
apenas puede segregar saliva. Está de mal humor. La leche es un medio de nutrición.
Pero ahora tiene sed y lo que necesita es agua. Con todo, «no quiere beber». Aparta la
abeza y da un manotazo a la cuchara. Ya quisiera beber, pero no puede todavía. Cuando
siente sobre sus labios la humedad deseada, vuelve la cabeza y busca los pezones de la
madre. Sostengo su cabeza con la mano izquierda y pongo la cuchara en su labio
superior. No bebe, pero va succionando el agua. Cuando ha tomado sólamente cinco
cucharillas de agua, se duerme. Si le doy sin querer una o dos cucharadas de golpe, se
atraganta y se enoja. Entonces ya no quiere beber más de la cucharilla.
Tomemos otro ejemplo: un bebé que siempre está de mal humor y nunca satisfecho se
calma al mamar, al ser fajado y bañado, y en cualquier cambio más o menos continuo de
su estado normal. Este pequeño tiene una erupción de la piel que le escuece. Me dicen
que no se le advierte nada. Pero, ciertamente tarde o temprano aparecerá. En efecto, al
cabo de dos meses la erupción se hace perceptible.
He ahí un tercer ejemplo: el pequeño chupa los dedos de sus manos, cuando algo le
hace daño. Cualquier sensación desagradable, como también la molestia de una espera
impaciente, la quisiera calmar con esta acción confiada y benéfica de chupar los dedos.
Chupa también sus pequeños puños cuando tiene hambre o sed, cuando está harto,
cuando siete un gusto amargo en la boca, cuando tiene dolor, cuando algo le quema o le
escuece en la piel o en el paladar. ¿Cómo es posible que el médico dictamine que va a
echar los dientes y que el pequeño siente ya una sensación molesta en la mandíbula o en
el paladar, si no se espera que eche los dientes hasta dentro de unas semanas?
Observemos en este punto que un ternero siente un dolor parecido antes de que le salgan
los cuernos. Ese es el dolor parecido antes de que le salgan los cuernos. Ese es el
camino propio del niño: el instinto de mamar, la acción de mamar como medio para
calmar el dolor, el acto de mamar como gusto y costumbre.

Insisto en que el tono fundamental y el contenido de la vida psíquica de un pequeño es


la tendencia a dominar los elementos extraños, los misterios del mundo que le rodea, del
cual proviene tanto lo bueno como lo malo.
Con la puesta en práctica de esta voluntad va unido un fuerte impulso por saber.
Insisto en que un bienestar agradable facilita un conocimiento objetivo. Por el
contrario, todas las sensaciones desagradables que proceden de su estado interior y que
representan, por tanto, un dolor que absorbe perjudican su conciencia todavía inestable.
Para convencerse de esto, hay que observarle en estado de salud, cuando padece algún
dolor y en épocas de enfermedad.
Cuando siente dolor, el pequeño no solamente grita, sino que también escucha su grito,
lo experimenta en la garganta, lo divisa a través de sus párpados entornados a base de
imágenes nebulosas. Todo ello es amenazador, hostil, peligroso, inconcebible. El niño
debe recordar bien estos momentos y temerlos. Por esto, al no conocerse todavía,
relaciona estos instantes con imágenes accidentales. Ahí radican, sin duda, las cusas de
muchas simpatías incomprensibles, de muchas antipatías, de los temores y
extravagancias que se observan en las reacciones de un niño pequeño.
Sondear el desarrollo intelectual de un niño resulta enormemente difícil, ya que
siempre aprende algo nuevo y olvida lo aprendido. Se trata de un desarrollo que tiene
muchas fases diversas, a las que van unidos repentinos paros y retrocesos. En este
punto, quizá juega un papel importante -quizás el mas decisivo- el cese defectuoso de la
tenacidad y del orgullo.
El pequeño explora sus manos. Las extiende, las mueve hacia la derecha y la izquierda,
hacia adelante y hacia atrás. Abre los dedos, los cierra, habla con ellos y espera que le
respondan. Toma la mano izquierda con su derecha y tira de ella. Coge el sonajero y
observa el aspecto extrañamente cambiado de la mano. Hace pasar el juguete de una
mano a otra. Se lo pone en la boca para probarlo. Lo saca otra vez y lo contempla atenta
y apaciblemente. Arroja al suelo el sonajero, atraído por un botón del cubrecama.
Investiga la causa de la resistencia que ahora experimenta. No juega. Lo que hace es
estudiar y esforzarse con empeño y voluntad por conocer los motivos de aquel
fenómeno. Se trata de un científico en su laboratorio, abstraído por un problema muy
importante cuya solución escapa a su entendimiento. Al comienzo, el pequeño expresa
su voluntad por medio de gritos, luego por medio de los gestos de su cara y los
movimientos de sus manos. Por fin, a través de sus palabras.

Es una hora muy temprana, pongamos las cinco de la madrugada. El pequeño se ha


despertado con gran alegría. Pelotea, agarra con las manos todo lo que encuentra, se
endereza, se sienta. La madre quiere dormir todavía.
Nos hallamos ante un conflicto entre dos deseos, entre dos necesidades, entre dos
egoísmos contradictorios. Es la tercera fase de un mismo proceso. La madre sufre los
dolores del parto y da a luz al niño. L madre quiere descansar después de este acto
fatigoso, pero el niño necesita alimentarse. La madre quiere dormir, pero el niño
quisiera estar despierto. Y así, sucesivamente. Este conflicto no representa ninguna
tontería, sino un verdadero problema. Conserva tus propios sentimientos y repítete a ti
misma: «No quiero», cuando entregas a tu hijo a una nodriza asalariada y aunque el
médico te diga que efectivamente no puedes cuidarlo. El médico afirma siempre las
cosas a base de notas que va tomando en su agenda, nunca movido por lo que le dicta el
corazón.
También puede suceder que la madre ofrezca al niño su sueño, pero que le exija por
ello su recompensa. Besa y acaricia la carne caliente, sonrosada y suave de su hijo, lo
abraza. Procede con cautela: al ser un acto ambiguo de exaltada sensibilidad, oculta y
promueve en el amor materno, no una acción del corazón, sino del cuerpo. El niño,
ciertamente, se aferrará a ti con gusto, sonrojado por mil besos y con unos ojos que le
brillarán de satisfacción. Pero, al mismo tiempo, tu erotismo habrá encontrado en él su
resonancia.
¿Hay que renunciar, por tanto, a estas muestras de afecto? No es posible pedir una cosa
semejante. Considero que las manifestaciones de cariño hasta su punto razonable
constituyen un factor muy valioso dentro de la educación. Un beso alivia el dolor, quita
la dureza a una palabra de amonestación, incitar al arrepentimiento y recompensa los
esfuerzos realizados. ES un símbolo del amor, igual que la cruz es un símbolo de la fe.
Sus efectos también son parecidos. Creo que las muestras de afecto son positivas y que
también pueden no serlo, aunque deberían serlo. Con todo, si este deseo extraordinario
de abrazar a tu hijo, de acariciarlo, de sentir su aliento y de acogerlo en tu seno, no
promueve en ti ninguna clase de impedimento, ofrécele tu cariño. No prohibo nada,
únicamente prevengo.

Observo las acciones que hace un niño pequeño. Abre una aja y la cierra. Toma una
piedra y la echa de nuevo. Agita cualquier cosa y escucha el ruido. Cuando tiene un año,
se sienta a su mesa y mira hacia atrás o bien se tambalea bajo el lastre que representan
sus piernas inseguras. Cuando tiene dos años, al decirle que una vaca hace «muuuu»,
señala luego al perro de la casa balbuciendo: «da,da,muuuu». Se trata de un error
lingüístico de elevada lógica que debería tenerse en cuenta y difundirse.
Entre las baratijas de un pequeño, veo que hay clavos, cordones, trapos, cascos de
vidrio, que pueden necesitarse para llevar a cabo cualquier propósito. Me fijo en los
niños que se esfuerzan por probar quién salta más, que trabajan y retozan con el fin de
organizar un juego en común. Uno me pregunta: «¿Tengo un pequeño árbol en la
cabeza, cuando pienso en un árbol?». Otro da a un viejo, no cinco pesetas para ser
alabado, sino cincuenta céntimos, toda su propiedad, porque el hombre «ya es viejo y
pobre, y morirá pronto». Una adolescente alisa su moño con saliva, porque se acerca la
amiga de su hermana.
Una muchacha me escribe que el mundo no tiene ningún valor y que los hombre son
iguales a las fieras, callándose la razón de este juicio. Un muchacho profiere con orgullo
un pensamiento rebelde, una idea totalmente socorrida y superada, como si se tratase de
una novedad provocativa...
Al contemplar a todos estos niños y muchachos, los acaricio con mis miradas, con mis
pensamientos, preguntándome al mismo tiempo: ¿quiénes sois y qué se esconde en
vosotros? Me preocupa sobre todo una idea: ¿cómo puedo ayudaros? Los beso igual que
un astrónomo besa una estrella que estaba en un punto del cielo, que está y seguirá
estando allí. Este beso debería ser el centro intermedio entre el éxtasis del científico y la
oración humilde. Quien ha perdido a Dios en la búsqueda tumultuosa de la libertad, no
podrá experimentar nunca su encanto.

El niño no habla todavía. ¿Cuándo empezará a hacerlo?


El habla constituye, sin duda, un criterio para juzgar el crecimiento del niño, pero no es
el único ni el más importante. La espera impaciente de la primera palabra es un error,
una prueba de la falta de madurez de los padres por lo que respecta a la educación.
Cuando un niño se sumerge en el agua del baño y agita sus manos porque ha perdido el
equilibrio, está diciendo con su además: «Tengo miedo». Ese movimiento instintivo del
temor que se manifiesta en cualquier cosa suya cuyo peligro se desconoce es altamente
significativo. Cuando le das el pecho y no lo toma, te está diciendo: «No quiero».
Cuando extiende sus manos hacia un objeto que le gusta, te dice: «Dámelo». Con la
boca desfigurada por el llanto y los movimientos de repulsión, está diciendo a una
persona desconocida: «No tengo confianza en ti». Otras veces preguntará también a la
madre «¿Puedo confiarme a él».
¿Qué otro sentido puede tener la mirada escrutadora de un niño, si no es el de la
pregunta: «Qué es esto»? Alarga la mano hacia un objeto. Cuando consigue atraparlo
tras grandes esfuerzos, exhala un profundo suspiro de alivio. Con este acto no ha hecho
más que decir: «¡Por fin!». Intenta quitárselo otra vez, y a su manera te dirá: «No te lo
daré más». Levanta la cabeza, se sienta, se pone en pie. Está diciendo: «Tengo que
hacer». ¿Qué significan sus ojos risueños y su boca llena de sonrisa, si no es la frase:
«Lo estoy pasando muy bien »?
El niño habla con el lenguaje del gesto, con el lenguaje de las imágenes y de los
recuerdos sensibles.
La madre le pone el abrigo. El niño se alegra y se dirige hacia la puerta. Está
impaciente y tiene prisa. Sus pensamientos se desarrollan a base de las imágenes del
paseo y por el recuerdo de las sensaciones experimentadas. El pequeño trata
amistósamente al médico. Pero cuando ve que toma la cuchara en su mano, reconoce
enseguida al enemigo.
No entiende el lenguaje de las palabras, sino el del gesto y el del timbre de una voz.
«¿Dónde tienes tu naricilla?». Sin comprender ninguna de estas cuatro palabras, el
niño puede entender por la naturaleza de la voz, por el movimiento de los labios y por la
expresión del rostro, que se está esperando de él una respuesta determinada. Sin poder
hablar, el pequeño puede sostener una conversación muy complicada.
«Deja esto», le dice la madre. Sin embargo, el niño alarga la mano hacia el objetivo
prohibido. Inclina graciosamente la cabeza, ríe. Observa si la madre repite la
prohibición en un tono riguroso o bien si cede en sus exigencias, desarmada por su
refinada coquetería.
Sin pronunciar una sola palabra, puede mentir, e incluso mentir con la mayor
desvergüenza. Para desahacerse de una persona que no desea, da la señal convenida, el
grito de alerta. Cuando ya ha ocupado el sitio que deseaba, entonces echa a su alrededor
una mirada de triunfo y de burla irónica.
Cuando pretendes gastarle una broma, dándole y quitándole un objeto que desea, no
siempre se enfadará. Sólo algunas veces se considerará ofendido.
Incluso sin palabras, el niño puede ser un déspota, exigiendo algo de un modo cargante
y tiranizando a los que están a su alrededor.

Cuando el médico pregunta cuándo ha empezado el niño a hablar y a andar, la turbada


madre suele dar tímidamente una respuesta imprecisa: pronto, tarde, a su tiempo. En su
interior piensa que la constatación de un hecho tan importante debería ser precisa y que
la duda representará una mala impresión a los ojos del médico. Considero esto como
una prueba de cuán impopular es en general la conciencia de que incluso una
observación estrictamente científica sólo puede indicar con esfuerzo una línea
aproximada del desarrollo del niño y de cuán extendido está por lo común el deseo
estúpido de ocultar los conocimientos más primarios.
¿Cómo puede saberse cuándo el niño en lugar de decir «am, ma» ha dicho por primera
vez «mamá», y cuándo en lugar de «ay, ay» ha dicho «yaya» (familiarmente abuela) ?
¿Cómo puede determinarse cuándo el término «mamá» corresponde en su concepto a la
imagen de la madre y no a la imagen de otra persona estrechamente unida a ella?
El pequeño cae sobre sus rodillas. Se aguanta de pie, si alguien le sostiene o bien si se
apoya en la esquina de la cama. Se mantiene en pie sin que nadie le ayude. Ha dado un
par de pasos sobre el suelo y bastantes en el aire. Avanza hacia adelante, se arrastra,
empuja hacia sí una silla. Sin perder el equilibrio, su paso se va haciendo cada vez más
seguro, hasta que logra andar bien. De repente, sin embargo, cuando ya hacía una
semana que andaba, no puede andar más. Está un poco harto, ha perdido el humor. Se
ha caído y se ha asustado. Ahora tiene miedo. Hay que esperar que pasen dos semanas.
Cuando la cabeza del pequeño cae sin fuerza en los brazos de la madre, no se trata de
que padezca algo grave, sino que es síntoma de cualquier indisposición.
En cada nueva fase de sus movimientos, el niño se parece a un pianista que ha de tener
su buen orgullo y su plena serenidad para poder tocar una composición difícil. Algunas
veces se oye decir a una madre: «El niño no se encontraba bien. Con todo, no cesaba de
moverse, y quizás andaba más de lo acostumbrado, jugaba y hablaba». Entonces se
añade como excusa: «Pensé que sólo me había imaginado que no se encontraba bien.
Por consiguiente, me lo llevé a pasear». La justificación consiguiente de este acto es:
«Hacía buen tiempo». Pero enseguida se pregunta: «¿Le ha podido hacer daño?».

¿Cuándo debería andar y hablar un niño? Cuando empiece a andar y hablar. ¿Cuándo
debería salirle los dientes? En el momento en que empiecen a manifestarse. También la
herida debería cicatrizar cuando empieza a cerrarse por sí misma. El niño debería
dormir hasta le momento en que se despierta. Sabemos cuándo ocurre todo esto por lo
general. Cualquier folleto de divulgación científica contiene esta serie de pequeñas
verdades, sacadas de voluminosos manuales. Son verdades que pueden aplicarse de una
forma genérica a los niños, pero que en concreto pueden resultar falsas.
Hay pequeños que necesitan dormir más y otros menos. Unos dientes que salen muy
pronto pueden ser ya malos desde el comienzo. Hay otros que salen más tarde y que, sin
embargo aparecen sanos, fuertes e intactos. En los niños sanos, la herida se cicatriza a
los nueve meses, como también alos catorce. Por lo común, los más tontitos empiezan a
parlotear muy pronto. Los más listos suelen empezar a hablar muy tarde.
Todo lo que el hombre ha pensado para el mantenimiento del orden: matrículas, filas
en el teatro, términos para pagar el alquiler, puede tenerse en cuenta y cumplirse. Pero
quien pretende captar el libro vivo de la naturaleza con un entendimiento acostumbrado
a las normas policiales, se encuentra con un sinfín de sorpresas y de desilusiones que le
provocan un verdadero lío en la cabeza. Considero como algo provechoso no haber
contestado a las preguntas anteriores con la serie de clisés que he calificado de pequeñas
verdades. Es totalmente inocuo si salen primero los dientes de arriba o los de abajo, los
de delante o los de atrás. Cualquiera que tenga un calendario y ojos en la cara puede ver
cuándo empiezan a salir. Lo importante es saber lo que es un organismo vivo y lo que
necesita. Esto sólo se aprende en el transcurso del tiempo, a base de observaciones
constantes.
Incluso los médicos más irreprochables deben cambiar su actitud. Para unos padres
razonables, ellos son científicos que tienen sus dudas, sus hipótesis, sus problemas
difíciles y sus cuestiones interesante. Para unos padres irrazonables, los médicos deben
comportarse como jefes lacónicos que dictaminan con absoluta precisión. Lo que han
dicho ha de cumplirse a la letra.
«Cada dos horas, una cucharilla de té, un huevo, medio vaso de leche y dos
bizcochos».

Vayamos con cuidado. O nos ponemos de acuerdo desde ahora o bien nos separaremos
para siempre. Cualquier idea que se plantea en secreto y que quiera ocultarse, cualquier
sentimiento de abandono y de disolución, debería llamarse al orden y refrenarse
mediante una lícita y adecuada voluntad.
Expongo a continuación la Charla Libertatis (como la Magna Charla
Libertatum promulgada por Juan sin Tierra en 1215, fundamento del parlamentarismo
inglés), como ley fundamental del niño. Quizás existan otras leyes. Pero yo he
descubierto estos tres derechos básicos:

1. El derecho del niño a su muerte.


2. El derecho del niño al día presente.
3. El derecho del niño a ser tal como es.

Hay que conocer a los niños, para evitar en lo posible que se falseen estos derechos.
Sin duda, se cometerán errores. Pero no tengamos miedo: con una asombrosa cautela, el
mismo niño los corregirá, si no debilitamos sus inestimables facultades y sus poderosas
fuerzas de defensa. Le hemos dado demasiado de comer o algo que no le iba bien. Ha
tomado demasiad leche, quizá un huevo que no estaba fresco, y ha vomitado. Hemos
intentado instruirle de un modo indigesto. No lo ha captado. Le hemos dado un consejo
inútil. No lo ha entendido y, por tanto, no lo ha seguido.La frase que voy a escribir a
continuación no es ninguna frase sin sentido: por fortuna para la humanidad, no
podemos obligar a los niños a que los influjos de la educación y los presupuestos
didácticos ejerzan un efecto decisivo sobre su mentalidad humanamente sana y sobre su
voluntad.

En este punto, no me había formado aún la idea ni me había convencido de que el primer e indiscutible
derecho del niño es expresar su propia opinión y tomar parte activa en nuestras reflexiones y juicios
acerca de su persona. Si tenemos cuidado y le inspiramos confianza, si él mismo se expresa
confiadamente, según el derecho que posee, pocas dudas y pocos errores se producirán.
El amor cálido, inteligente, equilibrado de la madre para con su hijo debe concederle el
derecho a una muerte temprana, el derecho a terminar su vida, no en sesenta
revoluciones de la tierra alrededor del sol, sino en una o solamente en tres primaveras.
Una exigencia cruel para aquellos que únicamente quieren cargar con los esfuerzos y los
costes de uno o dos niños a lo sumo.
«El Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado», dice el pueblo sencillo y de
sentimientos naturales que sabe que no todo grano da una espiga, que no todo polluelo
sale con vida al mundo, que no todo tallo se convierte en un árbol.
La opinión común es que, cuanto mayor es la fuerza, con que vive y crece una
generación, mayor es la mortalidad infantil entre el proletariado. Esta afirmación no es
cierta. Las condiciones malas de la vida que producen la muerte entre los niños débiles
también debilitan a los fuertes y a los sanos. Más bien parece cierta la idea de que,
cuanto peores son las condiciones con que se encuentra un niño para su desarrollo
corporal y anímico, mayor es el número de madres procedentes de clases adineradas que
se asustan con la idea de una posible muerte de su hijo. ¡Cuántas veces he visto a un
niño pálido en una habitación pintad de blanco, en medio de un aparato barnizado en
blanco, vestido de blanco y rodeado de juguetes blancos! Al verlo, he sentido una
dolorosa impresión: en esta habitación exenta de espíritu infantil, parecida más bien a
una sala de operaciones, debe crearse un alma anémica en un cuerpo anémico.
«En este salón blanco, con lámparas eléctricas en todos los rincones, uno se ha de
volver epiléptico», dice Claudina (la heroína de unas narraciones escritas por la
escritora francesa Sidonie-Gabrielle Colette). Probablemente las investigaciones más
exactas prueban que una luz excesivamente fuerte resulta tan perjudicial para los
nervios y los tejidos como la falta de luz en un subterráneo oscuro.
En la lengua polaca disponemos de dos términos para expresar el concepto de
«libertad»: swoboda (independencia) y wolnosc (autonomía). Swoboda, creo yo, indica
una relación posesiba: dispongo de mi persona. En la palabra wolnosc, sin embargo,
aparece el término Wola (voluntad). Se trata, por tanto de un acto producido por el
impulso volitivo. La habitación infantil con sus muebles simétricamente dispuesto, con
sus instrumentos urbanamente blanqueados, no es ni el lugar en donde puede
manifestarse la swoboda ni el taller en el que la voluntad activa del niño encuentre el
medio para su realización.
La habitación de un pequeño se ha concebido a partir de la idea que se tiene de una
casa de maternidad. Allí, las habitaciones se han pensado siguiendo las prescripciones
que imponen los gérmenes. Pero tengamos cuidado: no pongamos al niño en la
atmósfera enmohecida del aburrimiento y de la abulia, al pretender protegerlo de las
bacterias de la difteria. Hoy día resulta raro ya percibir el mal aroma de unos pañales
supersecos. Pero a menudo se nota el olor a yodo.
Por lo que respeta a este punto, han cambiado muchas cosas. Ya no se resume todo a muebles
barnizados en blanco, sino que también hay playas, excursiones, deporte, camping. Con todo, estamos
solo al comienzo. Existe menos ataduras, pero la vida de los niños sigue estando presionada y asediada.

Pobre niñito mío, ¿dónde te duele?


El pequeño busca con esfuerzo los rastros más ínfimos de una antigua pelea, muestra
el lugar en donde podría aparecer una mancha azul, si se hubiera golpeada más fuerte.
Cuando se trata de buscar granitos, manchas de la piel y cicatrices, se convierte en una
especie de concurso o de campeonato.
Cuando cada «pupa» es acompañada con el tono, el ademán y la mímica de la
desamparada perplejidad y la desesperada resignación, las palabras: «¡Ah, qué malo!»,
se relacionan con la expresión de aborrecimiento y de asco. Basta ver cómo un niño
aparta de sí las manos embadurnadas de chocolate, con repugnancia y perplejidad, hasta
que la madre se las limpia con su pañuelo. La pregunta que se plantea es esta:
«¿No sería mejor que le pequeño diera una bofetada a la silla, cuando se ha golpeado
con ella? ¿No sería mejor que escupiera y pataleara tras la niñera, cuando le ha
salpicado el jabón en los ojos al bañarse?». La puerta: le ha magullado el dedo pulgar.
La ventana: se ha asomado y se ha caído. El hueso de una fruta: se ha atragantado y no
puede respirar. Una silla: pierde el equilibrio y cae debajo de ella. Un cuchillo: se hace
un corte en la mano. Un palo: se da un golpe en un ojo. Ha cogido una caja sucia: coge
una infección. Una cerilla: se quema.
«Te vas a romper la mano, te van a atropellar, el perro te morderá. No comas ninguna
ciruela, no bebas agua caliente, no andes descalzo, no estés demasiado tiempo bajo el
sol ardiente, abróchate el abrigo, ponte la bufanda. Ves lo que pasa por no obedecer.
Ahora cojeas, ahora te duelen los ojos. ¡Dios mío! ¡Estás sangrando! ¿Quién te ha dado
a ti este cuchillo?»
Un golpe no provoca solamente un chichón, sino que hace temer también una
encefalitis. Un vómito no proviene únicamente de que ha sentado mal una comida, sino
que puede indicar también la aparición de la escarlatina. En cualquier sitio acechan los
accidentes y los peligros. Todo es peligroso. En todas partes se presienten desgracias.
Si un niño cree todo esto y no juega en secreto con las cerillas, su corazón palpitante, o
no se come en un rincón un pedazo de su ciruela todavía verde, después de que se ha
adormecido la atención de los mayores, si es obediente, pasiva y resignadamente
sometido a la exigencia de evitar cualquier experiencia, de rehuir cualquier riesgo y de
soslayar los esfuerzos de una voluntad activa, ¿qué ocurrirá, cuando sienta en su interior
que algo le hiere, le quema y le muerde?
¿Tenéis una idea bien formada de cómo se puede ayudar a un niño desde su primer
año, en sus distintos estadios intermedios, hasta la pubertad, cuando la chica
experimenta la primera menstruación y el mucho las primeras erecciones y poluciones?
Así es. Todavía está junto al pecho de la madre. Pero yo pregunto ya cómo engendrará
y procreará. He ahí una pregunta sobre la que vale la pena pensar durante dos decenios.

Por temor a que la muerte nos pueda arrebatar nuestro hijo, lo apartamos de la vida.
Para evitar su muerte, no le dejamos vivir como es debido. Incluso sumergidos en la
atmósfera perniciosa de una espera paralizadora acerca de lo que ha de venir, nos
apresuramos constantemente hacia un futuro de completos milagros. Somos tan
perezosos que no buscamos la belleza del hoy y del aquí para preparar un digno
comienzo al día de mañana. Sin embargo, el mañana nos traerá nuevas inquietudes.
¿Qué representa la frase: «Ah, si ya pudiera andar y hablar», si no es una espera
histérica?
Correrá, chocará contra los duros cantos de las sillas de roble. Hablará, hará con su
lenguaje una crítica trituradora del pasado. ¿Por qué ha de ser peor y menos valioso el
«hoy», del niño que su «mañana»? Por lo que atañe a preocupaciones, no hay ninguna
duda de que el mañana traerá muchas más.
Cuando, por fin, ha llegado el mañana que deseábamos, seguimos esperando. La idea
fundamental de que el niño o es nada todavía,sino que lo será luego, de que no sabe
nada todavía, sino que lo sabrá luego, de que no puede nada todavía, sino que lo podrá
luego, es la que nos fuerza constantemente a una espera del futuro.
La mitad de la humanidad no existe en el pleno sentido de la palabra. Su vida se
resume en habladurías. Sus aspiraciones son estúpidas. Sus sentimientos, vanos. Sus
puntos de vista ridículos. Los niños se diferencian de las personas adultas. Les falta algo
en su vida. Sin embargo, en su existencia hay un «plus» indeterminado que no se
encuentra en la nuestra. Su vida distinta de nuestra existencia es una realidad, no un
presagio. ¿Qué hemos hecho, por tanto, para conocer y crear las condiciones bajo las
cuales esta vida puede salir airosa y madurar? La inquietud por la vida del niño se
relaciona con el temor de que pueda lastimarse. Por su parte, este temor va unido a la
preocupación por el aseo, necesario para el mantenimiento de la salud. Así, la serie de
prohibiciones aumenta en un nuevo grado de exigencias: la limpieza y la pulcritud del
niño, los calcetines, la corbata, los guantes y los zapatos. No se trata ya de un agujero en
la frente, sino de un agujero en los pantalones. Lo más importante no es la salud y el
bienestar de niño, sino nuestra ambición y nuestro bolsillo. Una nueva lista de
prohibiciones y mandamientos pone en funcionamiento la rueda de nuestra propia
comodidad.
«No corras así, irás a parar debajo del caballo. No corras, sudarás. No corras, te
ensuciarás. No corras, te vas a caer y te harás daño en la cabeza». (Con todo, dejamos a
fin de cuentas que lo niños corran: es la única manifiestación de la vida que les
permitimos).
Toda esta máquina monstruosa sigue funcionando año tras años, con el fin de demoler
la voluntad del niño, triturar sus energías y convertir en humor su fuerza vital.
Proyectándole hacia el futuro, el pequeño no atiende lo que hoy puede disfrutar. Se
entristece. Se llena de asombro. Se irrita y se preocupa. A causa de este mañana que no
entiende ni necesita entender se echan a perder muchos años de la vida.
«Los niños y los peces no tienen voz. Tienes tiempo. Espera hasta que sea mayor. O,
llevas ya pantalón largo, tienes ya un reloj. Déjame ver, te está saliendo la barba». Y el
niño piensa: «Yo no soy nada, pero ¿qué son los mayores? Ahora soy un poco mayor
que antes, pero tampoco soy nada. ¿Cuánto años hay que esperar? Si fuera ya mayor de
repente...».
Espera y vive siempre mirando hacia adelante. Espera y no puede respirar libremente.
Espera siempre algo. Espera y va tragando constantemente saliva. Hermosa edad
infantil. No sólo una edad aburrida. Si hay unos cuantos momentos bellos, se consiguen
a base de porfiar y de actuar a menudo con mañana.
No se ha dicho aquí ni una palabra acerca de la enseñanza en general, de la escuelas, de los jardines de
infancia, de las guarderías. Todo lo dicho parece un tanto irreal y pesimista. Un libro, sin embargo, se
escribe a base de experiencia y de las impresiones vitales del autor. Una obra sale según sea su marco
psicológico y su taller interior. Se crea a partir de los centros nutritivos de su espíritu. Por esto nos
encontramos a menudo con opiniones estúpidas de ciertas autoridades que nos resultan por lo demás
extrañas.
¿Hay que permitirlo todo, por tanto? De ninguna manera: de un esclavo aburrido
haríamos únicamente un tirano snob. Con las prohibiciones fortalecemos su voluntad,
aun cuando sólo sea a base de un dominio sobre sí mismo y de resignación.
Desarrollamos su fantasía, al tener que moverse en un marco estrecho. Incitamos su
capacidad a sustraerse a un control. Despertamos a la vez sus poderes de crítica. Todo
ello tiene su valor como preparación, ciertamente unilateral, para la vida. Hemos de
tener en cuenta que, si lo permitimos todo, no restringimos tanto su poderosa energía
volitiva, pero cedemos a todos sus gustos. Según cómo, debilitamos su voluntad. Según
cómo, le envenenamos.
No todo está hecho diciendo: «Haz lo que quieras», ni con la frase: «Te hago, te
compro, te doy todo lo que te es posible. Pero exige solamente lo que pueda darte,
comprarte y hacerte. Te pago para que no emprendas nada por propia iniciativa. Te pago
para que me obedezcas». «Si te comes la chuleta, la mamá te comprará un libro. No te
vayas. Te daré chocolate».
El imperativo infantil: «Dame», y la mano extendida sin pronunciar una palabra han de
chocar con nuestra negativa. Una gran parte de la educación empieza con las primeras
frases: «No te lo daré», «No puedes hacer esto», «No está permitido».
La madre quiere aplazar el planteamiento de estas preguntas. Por comodidad y
debilidades del corazón, quisiera dar largas a todo esto, dejarlo para más tarde. No
quiere darse cuenta de que, en la educación, resulta inevitable el trágico choque entre
los deseos injustos, irrealizables e inmaduros y la prohibición que se basa en la
experiencia. Del mismo modo, tampoco puede evitarse el encontronazo entre do deseos
distintos, el conflicto trágico entre dos derechos que actúan en un campo de acción
común. El niño quisiera llevarse a la boca una vela encendida. No se le puede permitir
esto. Quiere coger un cuchillo. Me da miedo que pueda hacerse daño. Extiende sus
manos hacia un jarrón que no quisiera que se rompieran. Quiere jugar conmigo a la
pelota, pero a mí me gustaría leer un libro. Inevitablemente, hemos de trazar los límites
de sus derechos y de mis derechos.
El niño alarga la mano hacia un vaso. La madre le besa la mano extendida. Pero eso no
sirve de nada. Le da el sonajero. Pero como tampoco esto le distrae, acaba por hacer
desaparecer el objeto que tanto le seduce. Cuando el niño se retira por fin la mano,
rechazando aún el sonajero, busca con su mirada el objeto oculto y se dirige a su madre
con indignación, a pregunta que se plantea es: ¿Quién tiene razón: la madre que engaña
a su hijo el niño que se obstina en un deseo?
Quien no piensa de un modo fundamental en la cuestión de las prohibiciones y de los
mandamientos, está perdido. Ahora se trata de poca cosa. Pero pronto aumentará su
cantidad.
Jedrek es un niño de pueblo que ya puede correr. Se agarra a un pilar y sube con
cuidado hasta la traviesa que hay examinando todo lo que encuentra en las escaleras de
piedra. Viniendo de la cabaña, se encuentra con el gato. Se miran de hito en hito durante
un instante y luego se separan. Ve un palo, se arrodilla y escarba con él en la arena. En
el suelo hay una piel de patata. Se la pone entre los dientes, abre la boca y hace el
fantasma, echándola después al suelo. En su atolondrada correría, tropieza con el perro
que lo derriba inconsideradamente. Ya querría aullar como él, pero no le sale y
simplemente solloza. La madre va a buscar agua. Se agarra a su abrigo y así puede
andar con más seguridad. Ve a unos niños mayores que él con un cochecito. Los
contempla. Ellos lo echan de su lado. Se queda a un lado y sigue mirando lo que hacen.
Dos gallos luchan entre sí. Se queda embobado viendo la pelea. Los niños le colocan
encima del cochecito. Lo sueltan y lo dejan ir hacia abajo. La madre grita. Todo eso ha
sucedido en la primera media hora de un día que tiene en conjunto dieciséis horas.
Nadie le dice que él es un niño. Lo que siente es superior a sus fuerzas. Nadie le dice
que el gato araña y que él no puede todavía bajar las escaleras. Nadie le explica cómo ha
de tratar a los niños mayores que él. «Cuanto mayor se hacía Jedrek, más lejos de la
casa le llevaban sus correrías y excursiones».
A menudo se equivoca, comete errores. Las consecuencia es un chichón, un chichón
todavía mayor, una herida. No quiero decir con todo esto que un cuidado excesivo deba
sustituirse por una completa desatención. Indico solamente que un niño de un año vive
ya en el campo, mientras que otro mayor sólo empieza a vivir en la ciudad. Pero,
¿dónde está el justo límite?

Bronek quiere abrir la puerta. Acerca una silla. Se queda en pie, descansa, pero no pide
ayuda. La silla es pesada y le ha costado arrastrarla. Cambia de método. Ahora tira de
una pata de la silla, luego de otra. El sistema es más lento, pero también más fácil. Por
fin la silla está ya cerca de la puerta. Bronek piensa ahora cómo podrá agarrar el
picaporte. Va arrastrándose hacia arriba y se pone en pi.e Yo le sujeto por la blusa. Se
tambalea inseguro, se asusta, baja, pone la silla lo más cerca que puede de la puerta,
pero a un lado del picaporte. Lleva a cabo el segundo intento desafortunado. Sin
embargo, no se observa el mínimo rastro de impaciencia. Se afana. Únicamente las
pausas de descanso son más largas. Bronek trepa por tercera vez. Primero levanta una
pierna, luego el puño, y, apoyándose en su rodilla, intenta conservar el equilibrio. Se
fatiga nuevamente. La mano agarra el canto. Se apoya sobre la barriga. Nueva pausa.
Inclina el cuerpo. Se arrodilla. Las piernas se le enredan con la blusa y se para de nuevo.
¡Qué desamparado está ese Liliput en el país de los gigantes! Siempre ha de levantar la
cabeza para ver algo. La ventana queda allá arriba, como en la cárcel. Para sentarse en
una silla, hay que ser un auténtico acróbata. Para poder asir finalmente el picaporte,
debe emplearse toda la fuerza de los músculos, así como toda la inteligencia.
La puerta ya está abierta. Suspira profundamente. Este profundo suspiro de alivio lo
observamos en los pequeños en cualquier esfuerzo de la voluntad y en cualquier
concentración continuada. El niño suspira del mismo modo, cuando se le acaba de
contar un cuento de hadas. Se ha tratado aquí de entenderlo bien.
Este profundo y singular suspiro indica que antes la respiración era lenta, superficial,
insuficiente. Con su respiración retenida, el niño observa, espera, examina, emplea todas
sus energías, hasta que se agotan las reservas de oxígeno y se ponen de manifiesto en
los tejidos los síntomas de intoxicación. El organismo da inmediatamente la alarma al
centro de la respiración. A ello sigue un profundo suspiro, con el fin de volver a la
normalidad.
Si intentáis interpretar la alegría del niño y su afán, no se os puede ocultar el hecho de
que el placer de una dificultad vencida, el objetivo alcanzado, el misterio descubierto,
representan las mayores alegrías: la alegría del triunfo y el sentimiento feliz de la
independencia, del dominio sobre el mundo circundante y de la posibilidad de
relacionarse con las cosas.
«¿Dónde está mamá? Ya no está aquí. ¡Búscala!» Por fin la encuentra.
¿Por qué se alegra tanto? «¡Corre! Mamá te persigue. Mira, te no puede alcanzar».
¡Qué contento se pone! ¿Por qué?
¿Por qué quier andar de repente a gatas por todas partes o ir solo sin que nadie le
acompañe? He ahí una escena que puede contemplarse todos los días: echa a andar,
intenta separarse de la niñera, observa si le sigue. Corre más. Pierde el sentido del
peligro y se precipita ciegamente en un sentimiento rebosante de libertad. Si por fin lo
atrapa de nuevo, se tiende en el suelo cual largo es o bien intenta zafarse otra vez,
pataleando y vociferando.
Diréis que se trata de un exceso de energías. Ese es el aspecto fisiológico. Pero lo que
intento buscar aquí más bien es el factor psicofisiológico. Me pregunto: ¿por qué quiere
sostener él mismo el vaso cuando bebe, si la madre no se lo deja tonar ni una sola vez?
¿Por qué no quiere comer, en cambio, lo hace en seguida, cuando se le permite coger la
cuchara con su propia mano? ¿Por qué apaga con gusto una cerilla? ¿Por qué se
esfuerza en arrastrar las zapatillas de su padre y traer el almohadón para los pies de su
abuela? ¿Se trata simplemente de un instinto de imitación? No, es mucho más. Es algo
muy apreciable.
«Yo solo», dice miles de veces con sus gestos y sus miradas, con su sonrisa y sus
súplicas, con sus indignaciones y sus lágrimas.

«¿Puedes abrir la puerta tu solo?», le pregunto a un pequeño paciente cuya madre me


había dicho que tenía mucho miedo a los médicos. «Hasta la del retrete», contestó
rápido. Me reí. El chico se avergonzó, pero yo me avergoncé más todavía. Le había
sonsacad la confesión de un triunfo casero y luego yo me había burlado de él.
No es difícil suponer que había dedicado un tiempo a abrir todas las puertas de la casa.
Después de hacerlo con la mayoría, sólo la puerta del retrete se le resistió, a pesar de sus
esfuerzos. De ahí que esta puerta fuese el objetivo de su ambición. En esto se parecía a
un joven cirujano que sueña con poder llevar a cabo un operación difícil. Hasta ahora no
se había confiado a ninguna persona, porque sabía que en el mundo que lo rodeaba no
podía esperar ninguna comprensión por lo que se refería a las cosas de su mundo
interior.
Quizás alguna vez le habían regañado duramente o despreciado con con una pregunta
irónica: "¿Qué haces, yendo de allá para acá? ¿A qué te dedicas con tanto empeño?
¡Deja esto! No harás más que lastimarte. ¡Vete enseguida a tu habitación!". De este
modo, se había dedicado a hacer sus pruebas en secreto ya escondidas, hasta que puedo
abrir por fin la puerta.
¿No habéis observado cuán a menudo dice un niño gritando: «Voy a abrir yo», cuando
suena el timbre de la puerta de su casa? Por una parte, no resulta fácil abrir la cerradura
de la puerta principal. Por otra, es el placer de que fuera aguarda una persona mayor que
no se basta a sí misma y que debe esperar a que él, el pequeño, le ayude. Esos pequeños
triunfos son los que encantan a los niños. Su sueño es hacer un largo viaje y llegar,
como Robinsón Crusoe, a una isla desierta. En realidad, él ya es feliz cuando se le
permite asomarse a la ventana.
«¿Puedes ya subir tú solo a una silla? ¿Puedes brincar con una sola pierna? ¿Puedes
coger una pelota con la mano izquierda?».
El niño olvida así que no me conoce, que le voy a examinar la garganta y que luego le
recetaré una medicina. Le hablo de cosas que son más fuertes que el sentimiento de
perplejidad, de miedo y de desesagrado, y me responde contento: «Puedo hacerlo».
¿No habéis visto nunca cómo un pequeño se pone y se quita los calcetines o las
zapatillas con lentitud, con paciencia, con un rostro inmóvil, con una mirada abstraída y
boquiabierto? No se trata ni de un juego estúpido ni de una simple imitación, sino de un
verdadero trabajo.
¿Qué alimento ofreceréis a su voluntad, cuando tenga tres, cinco o diez años?

¡Yo!
Un recién nacido se rasca con las uñas. Al sentarse, un pequeño se lleva la pierna a la
boca, da una vuelta de campana y luego busca irritado a su alrededor quién ha sido el
culpable. Un niño se tira de los pelos, encoge el rostro por el dolor, pero repite otra vez
el experimento. Un pequeño se golpea con la cabeza con la cuchara. Mira hacia arriba
para ver lo que no percibe con sus ojos, pero que siente en su cabeza. Todos esto actos
ponen de manifiesto que le niño no se conoce todavía.
Observa los movimientos de sus mano. Chupa sus puños. Los examina con atención.
Deja de mamar de repente y compara su pierna con el pecho de su madre. A andar a
gatas, mira debajo y se para a considerar lo que lleva en el extremo de su brazos, algo
distinto a las manos de la madre. Compara la pierna derecha, cubierta ya por el calcetín,
con la izquierda. Con todos estos actos intenta conocer y saber lo que es él. Cuando, al
bañarse, observa el agua y encuentra en medio de muchísimas gotas ajenas la gota que
se identifica consigo mismo, intuye entonces la gran verdad que encierra la breve
palabra: yo. Sólo el cuadro de un futurista nos puede explicar lo que es importante para
la autoconciencia del niño: primero los dedos, luego los puños. Las piernas resultan ya
más imperceptibles. Quizá se da cuenta también de la barriga e incluso la cabeza Todo
ello, sin embargo, aparece solamente en medio de unas líneas muy vagas, como en un
plano de las regiones polares. El estudio no se ha concluido. Se vuelve e intenta ver lo
que se oculta detrás de sí. Se observa en el espejo y en las fotografías. Descubre la
profundidad del ombligo y la protuberancia de sus pezones. El trabajo de investigación
prosigue. Se trata de relacionarse ahora con el mundo que le rodea. La madre, el padre,
un hombre, una mujer. Unos se manifiestan a menudo, otros poco. Todo está lleno de
formas misteriosas, cuya determinación resulta oscura y cuyos actos ambiguos.
No se ha dado cuenta todavía de que su madre está ahí para satisfacer sus deseos o
para contradecirlos, de que padre le trae dinero y de que su tía le ofrece pastillas de
chocolate. Con todo, ya en sus propios pensamientos, en un lugar cualquiera de su
interior, descubre un mundo nuevo, invisible y maravilloso. Se trata de encontrarse a sí
mismo en la sociedad, en la humanidad, en el universo: un trabajo inacabado que puede
hacer perder las pestañas.
Lo mío.
¿Dónde radica el fundamento de esta idea, de esta sensación? ¿Se desarrolla quizá
conjuntamente con el concepto del «yo»? Quizá cuando el niño protesta de algo, cuando
se le impide el uso de las manos, cuando las considera como «sus» manos y no como su
«yo». Cuando le quitas la cuchara con la que está golpeando el plato, no le quitas sólo
algo que le pertenece, sino también un placer con el que su mano se transforma en
energía, se manifiesta de un modo distinto por medio de sonidos.
Esta mano que no es propiamente su mano, sino más bien algo así como el genio
servicial de Aladino, le trae un bizcocho. Al hacerlo, se descubre una cualidad nueva y
valiosa que el niño intenta conservar.
¿En qué medida se relacionan en él el concepto de propiedad con la idea de una fuerza
creciente?
El arco no sólo era para los salvajes una propiedad, sino también una mano alargada
que podía llegar a objetos lejanos. El niño no quiere dar un periódico roto, porque lo
examina y lo utiliza. El periódico representa un material de trabajo, igual como la mano
es un instrumento que no produce ningún sonido, que no tiene ningún gusto, pero que
habla su lenguaje cuando le proporciona un globo, cuando le proporciona un panecillo,
y le produce una agradable impresión secundaria al poder chupar sus dedos.
Sólo más tarde vienen las imitaciones, las rivalidades y los deseos de distinguirse. La
posesión despierta el respeto, fomenta la valoración de uno mismo y da fuerza. Sin una
pelota el niño pasaría inadvertido en la sombra. Al tener una, puede ocupar un sitio
determinado en un juego, prescindiendo de sus propios méritos. Si posee un sable,
puede convertirse en un oficial. Si puede decir que las riendas son suyas, entonces es un
cochero. Pero si no posee nada, se convierte en un simple soldado, en un mero caballo
de tiro.
«Dame esto, déjamelo», es una frase de demanda que estimula la ambición de las
cosas. «Aquí lo tienes» o «No te lo doy», son frases que dependen totalmente del
antojo, único fruto del sentimiento de lo que es «mío».

«Quiero tener esto, lo tengo. Quiero saber esto, lo sé. Deseo poder hacer esto, lo
puedo», constituyen tres aspectos de un mismo elemento volitivo, cuyas raíces se basan
en dos sentimientos: satisfacción e insatisfacción.
El pequeño pone todos sus esfuerzos en conocerse a sí mismo y en conocer el mundo
vivo e inanimado que lo rodea, ya que a ello va unido a su bienestar de forma estrecha.
Cuando pregunta: «¿Qué es esto?», sea con las palabras o con la mirada, no quiere saber
ningún nombre, sino experimentar algo de su significado.
«¿Qué es esto?». «¡Tíralo! Eso no se puede coger con la mano».
«¿Qué es esto?». «Una flor». Con una sonrisa y un rostro de amabilidad se indica el
permiso de cogerla.
Si un niño pregunta por un objeto cualquier y únicamente se le da un término
calificativo sin su valoración sentimental, puede ocurrir que mire a su madre con
asombro y desilusión y que repita varias veces su pregunta, pensando perplejo sobre l
oque puede significar la palabra con que se le ha respondido. El niño ha de acumular
diversas experiencias para captar con que junto a las cosas dignas de desearse y las
cosas despreciables, existe aún un mundo exento de valoración subjetiva.
«¿Qué esto». «Algodón».
«¿Algoootón?», repetirá a su modo, mirando con sorpresa a su madre y esperando a
que le indique si es bueno o malo.
Si pasease por las selvas ecuatoriales y observase una planta con unos frutos que
fuesen para mí desconocidos, un niño indígena respondería también a mi pregunta:
«¿Qué es esto», con una exclamación, con un gesto de desprecio o con una sonrisa, si se
tratase de una planta venenosa, de un alimento apetitoso o de algo inútil que no sirve
para nada.
La frase infantil: «¿Qué es esto?», significa: «¿Qué nos proporciona?», «¿para qué
sirve?», «¿qué utilidad tiene para mí».

He ahí una escena que hemos contemplado a menudo, pero que resulta interesante: hay
dos niños que pueden sostenerse sobre sus piernas. Uno tiene una pelota o un caramelo
de menta y el otro se lo quiere quitar.
La madre se disgusta, cuando su hijo quita una cosa a otro, no quiere dárselo, no lo
quiere compartir con él o no se lo quiere «prestar». Le resulta penoso que su hijo no se
comporte según las formas usuales de amistad.
La escena descrita encierra en sí misma las tres posibilidades siguientes: un niño quita
a otro una cosa. Este último contempla en primer lugar a su madre con asombro y luego
espera que le dé una explicación a este fenómeno incomprensible.
Otra posibilidad: un niño intenta quitar a otro una cosa, pero surge de repente una
oposición irritante. El pequeño atacado esconde con las manos en la espalda el objeto
apetecido, rechazar al atacante y lo derriba. La madre acude presta en su socorro.
Tercera posibilidad: los niños se contemplan durante largo tiempo, luego se acercan.
Uno lo agarra con mano insegura, el otro se dispone a defenderse con poco
convencimiento. Tras este preámbulo circunstancia, estalla un verdadero conflicto.
En esta escena, desempeñan una función decisiva la edad de los niños y el alcance de
sus experiencias vitales. Un niño que tiene un montón de hermanos mayores ha tenido
que defender ya a menudo sus derechos y su propiedad, e incluso se ha convertido
algunas veces en atacante. Pero cuando todo esto se considera como algo secundario y
sin importancia, observamos dos disposiciones distintas, dos tipos humanos diferentes:
el activo y el pasivo. «El niño es tan bueno que lo da todo».
O bien:
«Es tonto: se lo deja coger todo». El hecho, en realidad no tiene nada que ver ni con la
bondad ni con la tontería.

«Ser de buena naturaleza» significa tener un impulso vital más débil, un dominio
defectuoso de la voluntad y un temor en cualquier acción. Los que tienen este carácter
evitan los movimientos bruscos, las experiencias más vivas y los proyectos más
difíciles.
En su campo de acción más reducido sólo pueden capta las verdades que están muy a
mano y, consecuentemente, se ve forzado a confiar más en el mundo que le rodea y a
ceder más a menudo.
¿Es que su inteligencia no es suficientemente despierta? De ningún modo. Su
inteligencia es únicamente de otra naturaleza. El niño que se comporta pasivamente es
poco propenso a los cardenales y no comete demasiados errores irritantes. Al mismo
tiempo, carece de aquella experiencia que proporcionan las equivocaciones. Con todo,
quizá se acuerda mejor de las pocas experiencias que tiene. El niño activo acumula
muchos más chichones y desengaños, pero quizá se olvida con más rapidez. El primero
experimenta todas las cosas con poca frecuencia y sin que se sucedan muy
continuamente, pero quizá con más profundidad. Los niños pasivos son más cómodos.
Cuando se los deja solos, no se caen del cochecito.
No alarman toda la casa por cualquier motivo insignificante. Agitados y llorosos, se
tranquilan enseguida. No piden las cosas con obstinación. No destruyen, no rompen ni
destrozan demasiado.
«¡Dame esto!». No protesta. «¡Pon esto allí, toma aquéllo, come!». Lo cumple todo
obedientemente.
He ahí dos escenas distintas:
El niño ya no tiene más hambre, pero aún queda en el plato una cuchara de sopa de
sémola. Tiene que tomarla, porque el médico ha prescrito esta cantidad. Sin ganas abre
la boca, mastica durante largo tiempo y con pereza, tragando por fin con gran esfuerzo
lo poco que quedaba. El segundo niño también está harto. Pero, cuando le mandan hacer
lo mismo, aprieta los dientes, se niega con la cabeza, golpea con la cuchara, escupe y se
defiende.
¿Y la educación?
Pretender formarse una idea del niño en sí mismo a base de dos tipos infantiles
enteramente contrapuestos, sería exactamente igual que querer reducir la esencia del
agua a partir de las características del agua en ebullición y del hielo al mismo tiempo.
La escala abarca cien grados. ¿En qué punto hemos de clasificar al niño? La madre, sin
embargo, quiere saber lo que es en él innato y lo que ha adquirido con tanto esfuerzo. A
este respecto, debería pensar que todo lo que se consigue a base de adiestramiento,
presión y fuerza, es pasajero, incierto y engañoso. Y cuando el niño condescendiente y
«bueno» se vuelve difícil y rebelde, no se habría de molestar por el hecho de que el
pequeño es como es.

El campesino observa con detención el cielo y la tierra, los frutos y los seres de este
mundo, conoce los límites del poder humano. Este caballo tiene un paso ligero, aquel es
torpe, temeroso, terco. La gallina pone huevos normalmente, la vaca da leche
abundante, la tierra es fértil y árida, el verano es lluvioso, en invierno hay nieve. A
menudo se encuentra con cosas que puede variar un tanto a base de cuidado, esfuerzos y
latigazos. las puede mejorar un poco. Pero también sucede que a veces no se consigue
nada con ello.
El hombre de ciudad tiene una concepción excesivamente exagerada del poder del
hombre. Las patatas escasean en el mercado. Pero hay. Basta pagarlas a más precio.
Cuando llega el invierno, se pone su abrigo de pieles. Si llueve, saca los chanclos del
armario. Cuando hay una sequedad excesiva, se riegan las calles para evitar que haya
demasiado polvo. Se puede comprar todo. Para cualquier dificultad hay una solución. Si
el niño se encuentra mal, se llama a un médico. Si no aprende, se contrata a un profesor
particular. Por lo demás, un libro que determine todo lo que hay que hacer produce la
ilusión de que todas las dificultades pueden solventarse.
Bajo estas condiciones, ¿cómo puede sostenerse a ultranza que un niño debe ser tal
como es, que una persona que padece eczemas se puede maquillar hasta parece que
tiene la piel sana, pero que no puede curarse, tal como dicen los franceses?
Me propongo criar con biberón un niño de complexión débil. El proceso es lento. Hay
que ir con cuidado. No obstante, al final resulta: ha aumentado un kilo. Pero una
indisposición pasajera, un resfriado, una pera que todavía estaba todavía verde, basta
para que el paciente pierda el kilo que habíamos conseguido con tanto esfuerzo.
Colonias de verano para niños pobres. Sol, bosque, agua. Por todas partes pueden
respirar alegría, normalidad y bondad. Ayer era un pequeño salvaje el que hoy es un
buen compañero de juegos. Tímido, miedoso y romo, se ha convertido en una semana
en un chico desenvuelto, vivo, de grandes iniciativas y siempre con humor para cantar.
Aquí cambia en una hora lo que allí tarda una semana en cambiar o en no cambiar nada,
en el peor de los casos. El fenómeno hay que considerarlo ni como un milagro ni como
una falta de milagro. Se trata únicamente de que en él existían ya y aguardaban estas
características, hasta el momento en que pudieron desarrollarse. En otras circunstancias
no podía manifestar nada, porque no tenía ninguna posibilidad.
Enseño a un niño psicológicamente retrasado: dos dedos, dos botones, dos cerillas, dos
peetas, dos. Puede ya contar hasta cinco. Pero basta cambiar solamente la serie de
preguntas, la entonación o los gestos, para que ya no sepa contar ni pueda hacerlo.
Un niño con una lesión cardiaca. Todos sus movimientos son dulces y lentos, tanto al
hablar como en sus manifestaciones de alegría. Su respiración es breve. Cualquier
movimiento más brusco le provoca un ataque de toso, lo cual significa sufrimiento y
dolor. Este niño ha de ser forzosamente así.
La maternidad puede ennoblecer a una mujer, si se sacrifica, se impone renuncias y se
abstiene de muchas cosas. La maternidad puede ser también desmoralizadora, si el
supuesto bien del niño se emplea para satisfacer las ambiciones mezquinas, las
inclinaciones y las costumbres de la madre.
Mi hijo es mi propiedad, mi esclavo, mi perrito faldero. Le hago cosquillas detrás de
las orejas, le acaricio la nuca, lo llevo a pasear sujeto con un lazo, lo amaestro para que
sea listo y modoso. Cuando me resulta enojoso, le digo:
«¡Vete a jugar. Coge los libros y estudia. Vete a dormir!».
De este modo se suele creer que se cura la histeria:
«Ustedes piensan que son unos gallitos. Sigan pensándolo, pero no canten».
«Tu eres colérico», le digo a un muchacho. «Entonces, pega, pero no des muy fuerte.
Rabia, pero sólo una vez al día». Diciéndolo bien, en esta frase se ha resumido todo un
método de educación.

¿Ves este pequeño cómo corre, cómo grita y se revuelva en la arena? Cuando sea
mayor, será un químico famoso. Hará grandes descubrimientos que le proporcionarán
una posición considerable, una buena fama y una autoridad digna de atención. Metido
únicamente en comilonas y juegos, este demonio reflexionará de repente, se encerrará
en un laboratorio y saldrá de él hecho un científico. ¿Quién lo iba a decir?
¿Ves a este otro cómo observa con ojos cansados e indiferentes el juego de cartas a que
se dedican sus padres? Bosteza, se levanta. ¿Va a buscar quizás un grupo de niños para
jugar? No, se ha sentado otra vez. También él llegará a ser un día un químico famoso,
cuyos descubrimientos se acogerán con alegría.
Un milagro: ¿quién lo hubiera dicho?
No, todo esto no es verdad. Ni de un pequeño fanfarrón ni de un dormilón de la misma
edad pueden salir investigadores y científicos. El primero será un profesor de gimnasia,
el segundo un empleado de correos.
Acostumbramos a pensar ligera, equivocada e irracionalmente, que todo lo que no es
sobresaliente debe ser algo erróneo y sin valor. Tenemos una inclinación enfermiza
hacia la inmortalidad. Quien no consigue que le hagan un monumento, quisiera por lo
menos que le dedicaran una callejuela de la ciudad, para dejar así un recuerdo eterno de
su persona. Si no puede aparecer una necrológica de cuatro columnas, por lo menos que
se haga una breve consideración en el texto:
«Tomó parte activa en..., su fallecimiento causará mucho dolor en un círculo muy
amplio».
Antiguamente se solían poner nombres de santos patronos a las calles, a los hospitales
y a los asilos de ancianos. Tenía su sentido. Más tarde aparecieron en su lugar nombres
de soberanos. Era un signo de la época. Hoy día hay que ponerles nombres de sabios y
artistas. Una tontería. Pronto se erigirán monumentos a las ideas, a los héroes anónimos,
para todos aquellos que no tienen ningún monumento.
Un niño no es ningún billete de lotería con el que puede caer la suerte de un retrato en
la sala de espera de un abogado o de una estatua de mármol en el vestíbulo de un teatro.
En cada pequeño se encierra una chispa que puede encender la llama de la suerte y de la
verdad, una llama que pude convertirse en decenas de generaciones en la erupción
ardiente de un genio, una erupción que puede consumir la propia estirpe y otorgar a la
humanidad la luz de un nuevo sol.
Un niño es un campo abonado con la masa hereditaria para la siembra de la vida.
Nosotros podemos colaborar a que crezca la semilla que ya ha empezado a crecer con
un fuerte impulso, antes de que se produzca el primer soplo de aliento.
El hombre no necesita propaganda para difundir su calidad. Esto sólo ocurre con las
clases de tabaco y las marcas de vino.

¿Nos encontramos, por tanto, con la fatalidad de la herencia, con la predeterminación


inevitable, con la explicación ineludible de la medicina y la pedagogía? Esta frase suena
como un trueno. He calificado al niño de papiro tupidamente escrito y de campo
abonado ya de antemano. Pero dejamos las comparaciones que únicamente pueden
inducirnos al error.
Hay preguntas, que en el estado actual de nuestro conocimiento, han de quedar
forzosamente sin respuesta. No son tan numerosas como antes, pero aún quedan. Hay
problemas que, en las condiciones presentes de la vida, siguen estando sin solución.
Con todo, también su número ha disminuido.
Tenemos un niño a quien, ni con la mejor voluntad ni con los mayores esfuerzos, se le
puede ayudar un poco. Tenemos otro que podría servirse de la misma ayuda, pero las
condiciones en que se encuentra son desfavorables. Al primero, una estancia en el
campo, en la montaña o en la playa, le serviría de muy poco. Al segundo le vendría muy
bien, pero no le es posible.
Cuando nos encontramos con un niño que va a menos por falta de cuidados, de aire
libre y de vestido apropiado, no solemos dar la culpa a los padres. Si vemos a otro niño
que no medra por un exceso de esfuerzos y atenciones, que va demasiado abrigado y se
le promete constantemente de cualquier peligro, somos propensos a dar la culpa a la
madre. Creemos que sería más fácil remediar el mal, si se tuviera en cuenta únicamente
la voluntad.
Hay que ser, ciertamente, muy valiente para oponerse, no con la crítica estéril, sino de
hecho, a las normas que impone una clase social determinada o el estrato social a que
uno pertenece. Si en una parte la madre no puede asear a su hijo ni limpiarle la nariz, en
otra le es simplemente imposible dejarle ir a la calle con unos zapatos rotos y la cara
sucia. Si aquí se saca al niño llorando de la escuela pública para internarlo en un
colegio, aquí se ve uno forzado a mandarlo con el mismo sentimiento de dolor a la
escuela.
«Sin escuela, el niño se convertirá en un polluelo descuidado», dice una madre. Pero
quita los libros a su hijo.
«En la escuela me lo van a pervertir, dice otra madre. Pero compra a su hijo unos
cuantos libros nuevos para aprender».

Para la inmensa mayoría, la herencia es un hecho que, con su existencia, encubre todos
los casos excepcionales que se presentan. Para la ciencia, es un problema que constituye
el objeto de una investigación precisa. Existe una extensa literatura que se limita a la
solución de un solo problema: ¿Viene ya enfermo al mundo el hijo de unos padres
tuberculosos? ¿Está únicamente predispuesto a esa enfermedad? ¿Se contagia después
de su nacimiento? ¿Habéis tenido en cuenta también en vuestras reflexiones sobre la
herencia el simple hecho de que además de la transmisión de las enfermedades, existe
igualmente una herencia de las alud, de que una familia ni puede determinarse según las
normas tradicionales del «plus» y del «minus», según las ventajas y los errores, según el
deber y el tener? Unos padres sanos han engendrado un niño sano. Pero el segundo
resulta sifilítico, puesto que en este tiempo intermedio los padres han contraído esa
enfermedad. El tercero, además de sifilítico, es tuberculoso, ya que entretanto sus padres
han contraído también la tuberculosis. Tenemos, pues, tres niños enteramente distintos
en cuanto a su estado de saludo: uno sin tara, otro con una tara, y el tercero con doble
enfermedad. También puede suceder lo contrario: el padre se ha curado en esa época
intermedia entre dos alumbramientos. De dos hermanos, uno padece la enfermedad del
padre y el otro resulta un niño sano.
¿Un niño nervioso lo es porque procede de unos padres nerviosos o bien porque lo han
criado ellos? ¿Dónde hay que establecer la línea divisoria entre el nerviosismo y una
libertad exagerada de la estructura nerviosa, de una predisposición psicológica?
«Dime únicamente quién son tus padres te diré quién eres». La frase no siempre es
cierta.
«Dime quién te ha educado, y te diré quién eres». Tampoco es una afirmación válida
en todos los casos.
¿Por qué algunas veces tienen hijos débiles unos padres sanos? ¿Por qué sale un
sinvergüenza de una familia honorable? ¿Por qué tiene un niño muy inteligente una
familia que no pasa de la medianía por lo que respecta a esta facultad?
Además de estudiarse la herencia, se debería investigar también el medio en que se
produce la educación. Quizá podrían solventarse muchos problemas.
Como medio en que se produce la educación entiendo el espíritu que domina en una
familia. Frente a él, ninguno de sus miembros en concreto puede adoptar un punto de
vista distinto. Este espíritu conductor posee una fuerza imperativa. No tolera ninguna
imposición.

Consideremos un medio ambiente fuertemente dogmático. Tradición, autoridad,


costumbres férreas, mandato como ley absoluta, obligación como imperativo de vida.
Disciplina, orden y rectitud. Comportamiento mesurado, equilibrio psicológico, dureza
que tiene su origen en la fortaleza del alma, alegría que nace del sentimiento de
seguridad, de la capacidad de oponerse, de la autonomía, serenidad que surge de la
conciencia de que las tareas encomendadas se cumplen perfectamente. Autolimitación,
autosuperación, trabajo como derecho, moralidad como costumbre. Circunspección que
llega hasta la pasividad, hasta la desconsideración unilateral de derechos y verdades,
que no transmite ninguna tradición y que no fija ningún patrón en la actividad
mecanizada. Si esta autoseguridad no se convierte en antojo ni esta sencillez en
limitación, entonces ese fértil medio ambiente educativo o destrozará a un niño que le
sea psicológicamente opuesto o bien formará un hombre veraz y equilibrado que tratará
con respecto a sus duros educadores, ya que no lo han tratado como un juguete, sino que
lo han llevado por el camino penoso que conduce a un objetivo claramente perfilado.
Las condiciones desfavorables y la presión de las necesidades físicas no cambian la
realidad espiritual de ese medio ambiente. Un trabajo activo puede convertirse en
ajetreo, la tranquilidad en resignación, y la autonegación más obstinada puede llegar a la
firme voluntad de no ceder nunca. Algunas veces aparecen también la timidez y la
humildad. Pero siempre queda la confianza y el sentimiento de equidad. La apatía o la
energía no son flaquezas de este medio ambiente, sino fuerzas contra las cuales se
vuelve inútilmente una voluntad ajena y mala.
El mundo, la iglesia, la patria, la virtud y el pecado pueden convertirse en dogmas. Lo
mismo puede ocurrir con la ciencia, con el trabajo social y político, con los bienes, con
las explicaciones de todo tipo, con Dios, con el heroísmo, con la idolatría y la
extravagancia. Lo que es decisivo aquí no es lo que crees, sino el modo como lo crees.

La prerrogativa del medio ambiente idealista no radica en una estabilidad psicológica


conseguida a base de endurecimiento, sino en movimiento, en compromiso, en ímpetu.
Aquí no se trabaja, sino que se hace algo por gusto. La acción es creadora. No se toma
nunca una actitud expectante. No existe la obligación, sino únicamente la colaboración
gustosa. No sedan los dogmas rígidos, sino problemas de distintas y variada naturaleza.
En lugar de reflexiones aburridas, aparecen apasionamientos y entusiasmo. Con todo, en
virtud de un estoicismo moral y a causa de un horror frente a cosas sórdidas, nunca se
pasa de la raya. Puede suceder que en un breve plazo de tiempo surja cierto sentimiento
de aversión o antipatía, pero nunca de menosprecio. Tolerancia no significa aquí carecer
casi por completo de convicciones propias, sino respeto frente al pensamiento humano y
satisfacción de que el espíritu se desarrolle libremente en distintos niveles, en distintas
direcciones, en el encuentro con los demás, en un proceso de ascenso, de elevación y de
plenitud. Carácter animoso en la propia acción, se acoge con avidez la resonancia de sus
actos en las reacciones vivas de los otros. Lleno de tensión, se espera un mañana repleto
de sorpresas, con sus nuevos conocimientos, con sus equivocaciones, con sus luchas,
sus dudas, sus afirmaciones y negaciones.
Si un medio ambiente fuertemente dogmático favorece la educación de un niño
preponderantemente pasivo, un medio ambiente idealista es propicio como foco
productivo de niños inclinados a la actividad. Creo que en este punto tienen su origen
muchas sorpresas dolorosas. Para un niño, los diez mandamientos esculpidos en piedra
representan prescripciones que él quisiera producir en la fragua ardiente de su propio
corazón. Otro niño se ve obligado con estos mandamientos a la búsqueda de unas
verdades que ha de aceptar como principios intocables. No resulta difícil reconocer este
aspecto cuando se le dice a un niño con autoridad y exigencia: «Voy a hacer de ti un
hombre». Pero también puede encerrar la misma pretensión a la pregunta indagadora:
«¿Qué podría ser de ti, muchacho?».

El medio ambiente de un placer tranquilo de la vida. Tengo todo lo que necesito, o sea,
poco cuando soy un obrero o un empleado, o bien mucho cuando soy el dueño de
extensas tierras. Quiero ser lo que soy, o sea, maestro, jefe de estación, abogado o
novelista. El trabajo no es un servicio, sino un medio para hacer la vida cómoda en las
condiciones deseadas.
Alegría, despreocupación, emociones suaves, bienestar, bondad, tanta sobriedad como
sea necesaria, tanto conocimiento de uno mismo como pueda conseguirse sin demasiado
esfuerzo. La constancia y la tenacidad no se configuran ni en la guarda de lo tradicional
ni en la búsqueda y tendencia indagadoras.
El niño vive en la atmósfera de un equilibrio interior, de una costumbre inerte que
conserva lo pasado y mira con indulgencia las corrientes modernas. Su vida se
desenvuelve bajo la impresión atractiva de la sencillez que le rodea. Aquí todo puede
ser: con ayuda de los libros, de las conversaciones, del trato con las personas y de las
experiencias de la vida, el pequeño coopera personalmente en la textura de su propia
cosmovisión y elige independientemente de su camino.
Cabe mencionar también el amor de los padres entre sí: raramente lo percibe el niño,
cuando no se quieren. Pero lo saborea a gusto, cuando existe de verdad.
«Papá ha sido malo con mamá. Mamá ya no habla con papá. Mamá ha llorado y papá
ha cerrado la puerta de un portazo». Se trata de una nube que oscurece el cielo azul y
que congela la alegre algazara infantil hasta sumir la habitación de los niños en la
quietud más helada.
Al principio dije: «Encomendar a un hombre la tarea de llevar hasta el fin sus
pensamientos y encontrar una solución segura es comparable a exigir a una mujer que
traiga al mundo a su propio hijo».
Quizás algunos habría pensado: «¿No es efectivamente la mujer la que concibe su
propio hijo, independiente del hombre».
No, no es la mujer como persona ajena, sino como la esposa amada.
El medioambiente de la apariencia y el deseo de progresar. Nos encontramos aquí de
nuevo con la constancia y la tenacidad. Con todo, estas características no son el
resultado de una necesidad interior, sino del cálculo frío. En ese ambiente, no hay lugar
alguno para la profusión de valores internos. Sólo existes una forma egoísta, una
explotación interesada de los valores ajenos y al atavío artificioso de un auténtico vacío.
Frases con las que se puede ganar dinero, tradición a la cual uno se somete. Lo que
decide no es el valor, sino una cierta propaganda. La vida no es un intercambio de
trabajo y recreo, sino una actividad constante. Vanidades insatisfechas, rapacidad,
podredumbre, seres presuntuosos y sumisos, envidias, enfurecimiento y continua
malignidad.
En este ambiente, no se ama ni se educa a los niños. Aquí todo se tasa, todo se calcula
según la categorías de ganancia y pérdida, todo se compra y se vende. Cualquier
reverencia, cualquier sonrisa, cualquier apretón de manos, todo está calculado.
Naturalmente, también el matrimonio y la fertilidad. Con dinero se hacen los negocios,
los ascensos, los honores y la relaciones con los «círculos más elevados».
Si algo positivo surge de este ámbito, se trata únicamente de una bella apariencia, de
un juego ingenioso, de una máscara mejor ajustada que las demás. Puede suceder, sin
embargo, que en este medio ambiente de desmoralización y podredumbre brote, entre
penas y desunión espiritual, «la rosa entre el estiércol», según la expresión proverbial.
Estos casos prueban que, junto a la ley reconocida de la influencia de la educación, se
da también la ley de la antítesis. Pueden observarse algunos casos reales en los que un
avaro engendra un derrochador, un ateo tan temeroso de Dios, un cobarde un héroe,
casos que no podrían explicarse únicamente con el concepto de «herencia».

La ley de la antítesis se basa en una fuerza que puede oponerse a las influencias. Estas
influencias pueden ser de distinto origen, así como servirse de distintos medios. Se trata
un mecanismo de defensa que produce oposición, reacción, autoprotección, haciendo al
mismo tiempo que el organismo psicológico actúe independientemente, se desarrolle y
funcione de una forma automática.
Aun cuando se desvalorice el aspecto moral en la educación, la influencia goza de una
confianza incondicional en la pedagogía por medio del ejemplo y del mundo
circundante inmediato. ¿Por qué falta tan a menudo esta influencia?
Me pregunto por qué un niño que ha oído una maldición quiere repetirla a toda costa, a
pesar de todas las prohibiciones. Aunque deje de hacerlo, obligado por las amenazas,
retiene la maldición en su memoria. ¿Dónde estriba el origen de una voluntad mala bajo
todas las apariencias? ¿Por qué un niño se obstina allí donde podría ceder fácilmente?
«Ponte el abrigo». No, no quiere ponerse el abrigo. «Ponte el vestido rosa». A la niña,
no obstante, se le antoja ponerse precisamente el vestido azul.
Si no insistes en ello, el niño obedecerá. Pero si te empeñas de una forma categórica,
rogando o amenazando, el niño no dirá nada más y sólo cederá si no tiene otro remedio.
Por esto, en la época de la pubertad, nuestro «sí» normal choca tan a menudo con el
«no». ¿No es éste un signo de aquella oposición profundamente enraizada en el espíritu
con respecto a las tentaciones que provienen del interior y que podrían dirigirse desde
fuera contra los adultos?
«Triste ironía la que manda a la virtud amar el pecado, y al criminal imaginar sueños
purísimos» (Octave Mirbeau). Una fe que es perseguida encuentra aun más resonancia.
El deseo de adormecer la conciencia nacional despierta una tenacidad más duradera.
Quizás he mezclado aquí temas que pertenecen a distintos ámbitos. Pero a mí
personalmente me basta constatar la hipótesis de una ley de antítesis que explica
muchas reacciones paradójicamente frente a escándalos pedagógicos y que retiene
numerosos, frecuentes y enérgicos influjos incluso en las direcciones mas deseadas.
¿Se refiere todo esto al espíritu de la familia? De acuerdo. Pero, ¿dónde queda el
espíritu de la época? Hoy día se ha hecho un alto en la frontera de la libertad, denigrada
y desavolirazada. Cobardemente hemos prevenido en secreto frente al niño frente a ella.
«La leyenda de la joven Polonia»de Stanislaw Leopold Brzozowski no me ha
preservado de una visión del mundo corta de luces.

¿Qué es un niño? ¿Qué es, aunque sólo se le considere desde el punto de vista físico?
Un organismo que se va desarrollando. Esto es verdad. Pero el incremento de peso y de
la estatura es solamente una manifestación entre otras muchas. La ciencia sabe ya de
distintas fases de crecimiento: es desigual. Hay temporadas de un crecimiento rápido y
de otro lento. Por lo demás, sabemos que un niño no sólo crece, sino que también
cambia sus proporciones.
La mayoría de la gente desconoce estos aspectos. ¡Cuántas veces se queja una madre a
su médico protestando que su hijo está indispuesto, que ve con horror cómo ha
disminuido, cómo su cuerpo se ha abatido y que tanto el rostro como la cabeza se ha
hecho visiblemente más pequeños! Ella no sabe que un niño que entra en la infancia
pierde las almohadillas de sus grasas, que con el desarrollo de la caja torácica la cabeza
se esconde entre los hombros que se van haciendo más anchos, que tanto los miembros
como los órganos se van desarrollando independientemente, que el cerebro, el corazón,
el estómago, el cráneo, los ojos y los huesos de las extremidades tienen un desarrollo
distinto. Si no fuera así, el hombre adulto sería un monstruo, con una cabeza gigantesca
sobre un tronco regordete y obeso. Le sería imposible moverse sobre los dos gruesos
cilindros de sus piernas. La madre no sabe que el crecimiento va siempre acompañado
de un cambio en las proporciones.
Poseemos unos diez mil resultados medios, unas curvas del crecimiento proporcional
que no concuerdan enteramente. No sabemos, sin embargo, qué valor tienen las
aceleraciones que se presentan, los retrasos y las excepciones dentro del desarrollo.
Tenemos un conocimiento de las cinco décimas partes de la anatomía del crecimiento,
pero ninguno de su psicología. Ciertamente, hemos observado de una manera científica
al niño enfermo. Pero desde hace muy poco tiempo hemos empezado a observar al niño
sano. El hospital es desde hace muchos años nuestro campo de investigación. Pero el
instituto de educación está muy lejos todavía de emprender la misma tarea.

El niño ha cambiado. Algo ha sucedido en el. No siempre puede decir la madre a qué
afecta en concreto el cambio. No obstante, tiene una repuesta segura a la pregunta
acerca de las circunstancias a las cuales hay que atribuir este cambio.
El niño ha cambiado desde que le salieron los dientes, desde que le pusieron la vacuna,
desde que dejó la época lactante, desde que se cayó de la cama.
Corría ya, y de repente ha dejado de correr. Avisaba, cuando había que llevarlo al
retrete, y otra vez se hace pipí encima. No come "nada". Duerme mal. Duerme poco.
Duerme demasiado. Se ha vuelto caprichoso, exagerado. Se ha vuelto activo o bien
perezoso. Se ha adelgazado.
Otra frase:
Después de su ingreso en la escuela, tras su vuelta al campo, después del sarampión,
tras los baños que se le prescribieron, después del susto que tuvo al quemarse. Al domir
y al comer, se le advirtieron otras costumbres. Se le observan cambios en su carácter.
Antes era obediente, ahora díscolo. Antes era aplicado, ahora distraído y perezoso. Está
pálido. Tiene mal aspecto. Sus modales son desagradables. ¿A qué será debido: a los
malos ejemplos de los amigos, al colegio? ¿Está quizá enfermo?
Dos años de estancia en un orfanato, dedicado más a la observación intensiva de los
niños que a hacer estudios sobre ellos, me permitieron constatar que todo lo que
nosotros consideramos como una desproporción regular de la época de la pubertad el
niño lo pasa, aunque no de una forma tan crasa, a base de pequeños cambios radicales.
Se trata, consiguientemente, de años críticos que no se advierten a primera vista y que
no han sido observados todavía por la ciencia.
Aquellos para quienes el niño es un individuo pretenden considerarlo como un
organismo en estado de desgaste creciente. De ahí la gran necesidad de que duerma, la
débil capacidad de combatir las enfermedades, la sensibilidad de los órganos, la escasa
perseverancia psicológica. Es una visión bastante acerada, aun cuando no es válida para
todos los grados del desarrollo. El niño se manifiesta alternativamente como vivo y
alegre, apareciendo luego otra vez como débil, agotado y triste. Cuando se pone
enfermo en una fase crítica, estamos inclinados a pensar que la enfermedad ya estaba
antes en él en germen. Yo creo que la enfermedad se ha producido de una forma interina
en el organismo debilitado, sea porque ha preparado una emboscada, aprovechando la
oportunidad de unas condiciones más favorables, sea porque ha venido desde fuera y se
ha desarrollado al no encontrar ninguna resistencia que se le opusiera. Cuando en el
futuro dejemos de dividir artificiosamente los ciclos de la vida según las fases de la
edad lactante, la infancia, la juventud, la madurez y la vejez, el crecimiento y el
desarrollo manifiesto ya no constituirán el principio de esta división. La idea tampoco
sirve para determinar la profunda transformación, todavía desconocida por nosotros, del
organismo como un todo, tal como lo ha puesto Jean Martin Charcot en su tratado sobre
la evolución de la artritis a través de dos generaciones, desde el nacimiento hasta la
muerte.

Entre el primer y el segundo año, el niño cambia a menudo de médico. Me han venido
nuevos pequeños pacientes, cuyas madres se quejaban de mi predecesor porque
suponían que había atendido a sus hijos de una manera muy defectuosa. Otras madres
me echaban en cara que este o aquel síntoma imprevisto debía atribuirse a mi
negligencia. Tanto unas como otras tenían razón, por el hecho de que el médico había
considerado al niño como sano y de repente, como surgiendo de la nada, se había
manifestado un fallo claramente perceptible. Con todo, basta soportar con paciencia esta
fase crítica, para que un niño que no tenga ninguna tara hereditaria recupere pronto el
estado normal que transitoriamente había perdido. Si tuviera algo congénito más
acusado, experimentará una mejoría más lenta. Pero el desarrollo ulterior de esta joven
vida evolucionará tranquilamente.
Si en esta primera época en que se manifiestan ciertos trastornos funcionales, igual
como en la segunda fase de la edad escolar, se toman determinadas medidas, a ellas se
les atribuye precisamente la mejoría del estado general. No obstante, si sabemos ya hoy
día que la mejora en un tifus o en una pulmonía aparece cuando ha terminado un
determinado ciclo de la enfermedad, de la misma manera estaremos siempre en la
incertidumbre por lo que respecta a este punto hasta que hayamos descubierto cierto
orden en os grados del desarrollo del niño y hayamos esbozado el perfil de crecimiento
en los niños de tipos diferentes que es también distinto en cada uno.
La curva del desarrollo de un niño tiene sus estaciones diferentes: fases de trabajo
intensivo y fases de tranquilidad con el fin de conseguir un perfeccionamiento interno,
con el fin de que concluya un proceso rápidamente realizado y de que se almacenen las
provisiones necesarias para el paso de organización posterior. Un feto de siete meses es
capaz de vivir y, sin embargo, sigue madurando todavía en el seno de la madre durante
otros dos meses (casi la cuarta parte del tiempo que dura el embarazo).
Un pequeño que en el transcurso de un año ha triplicado el peso inicial tiene derecho a
descansar. Su rápido desarrollo psicológico le autoriza al mismo tiempo a olvidar
alguna cosa de todo aquello que ya había aprendido y que nosotros habíamos
considerado precipitadamente como un progreso duradero.

El niño no quiere comer. Hagamos una pequeña operación aritmética: El niño ha


venido al mundo con un peso superior a ocho libras. Al cabo de un año pesa ya
veinticinco libras. Por tanto, ha triplicado su peso. Si se desarrollara con el mismo
ritmo, al final de los dos años llegaría a pesar de veinticinco libras x 3 = 75 libras.
Al final del tercer año, 75 libras x 3 = 225 libras
Al final del cuarto año, 225 libras x 3 = 675 libras.
Al final del quinto año, 675 libras x 3 = 2.025 libras
Este monstruo de cinco años, con sus 2.000 libras de preso, se comería diariamente
una sexta o una séptima parte de lo que pesa. Tal como corresponde a un pequeño de
esta edad, necesitaría diariamente 300 libras de alimento.
Un niño come poco, muy poco, bastante o mucho, según sea su mecanismo de
crecimiento. La línea evolutiva de su peso presenta lentos o repentinos incrementos.
Muchas veces no varía en varios meses. En su consecuencia es despiadada; una
indisposición quita al niño en pocos días exactamente lo que recupera en los días
siguientes. Siguiendo un imperativo interno, la línea parece afirmar: «Tanto y nada
más». Cuando un niño sano pero desnutrido es alimentado normalmente, completa en
una semana lo que le falta y alcanza su peso normal. Cuando se pesa a un niño una vez
por semana, entonces se empieza a adivinar si ha aumentado o perdido peso:
«La semana pasada perdí trescientos gramos. Seguro que hoy aumentaré 500. Hoy
perderé peso, porque no he comido pan al cenar. Pero no, 500 gramos más gracias a...».
El niño quiere hacer justicia a sus padres. Por un parte, le sabe mal molestar a su
madre. Por otra, le es beneficioso seguir la voluntad paterna. Por tanto, si no come una
chuleta y no se bebe la leche, es sencillamente porque no puede más. Si le obligáramos
a hacerlo, al cabo de un tiempo aparecerían los trastornos de estómago y la subsiguiente
dieta regularía el aumento normal del peso.
Fundamentalmente, por tanto, el niño debería comer lo que quiere, ni más ni menos.
Incluso en el caso de tener que dar a un niño una alimentación más fuerte, a causa de
una enfermedad, se le debería presentar antes el menú y lleva a cabo el tratamiento
conjuntamente con él.

Obligar a los niños a dormir, cuando no quieren dormir, es un error. No es posible


entablar una relación de cuántas horas de sueño necesita un niño. Para un niño
determinado, es fácil determinar el número de horas necesarias, si uno se aconseja del
reloj. Basta observar cuántas horas duerme sin interrupción hasta que esté despierto del
todo. Digo despierto del todo y no simplemente despierto. Hay épocas y momentos en
que el niño necesita dormir más. Puede ser que quiera estar más tiempo en la cama sin
dormir, sólo porque está agotado y no precisamente porque tenga sueño.
Tiempo de cansancio: por la noche, el niño no quiere ir a la cama, porque no tiene
sueño. Por la mañana, le cuesta levantarse, no le gusta saltar de la cama enseguida. Por
la noche pretende no estar cansado, porque no se le deja recortar muñecos de papel en la
cama, jugar con los soldados o con la muñeca, porque se le apaga la luz y se le prohíbe
seguir hablando. Por la mañana hace como quien duerme, porque se le manda levantarse
enseguida y lavarse con agua fría. ¡Cómo se alegra cuando tiene un poco de tos o le
sube algo la temperatura, ya que esto le permite quedarse en la cama sin dormir!
Tiempos de equilibrio interior: el niño se duerme rápidamente, pero antes del
amanecer se despierta ya lleno de energía, con alegre viveza y pronta disposición a
hacer travesuras. No le asustan ni un cielo nublado ni una habitación fría. Descalzo y en
pijama entra en calor brincando y saltando por encima de las mesas y las sillas. ¿Qué
hay que hacer? Llevarlo más tarde a la cama, incluso a las once (¡qué horror!) si es
necesario. Permitirle que juegue antes de dormir. Me pregunto por qué hablar antes de
dormirse ha de «robar una hora de sueño» y no ha de robar mucho más la inquietud de
que, aún sin quererlo, hay que ser desobediente.
Por razón de su comodidad, los padres han viciado la máxima ya en sí dudosa: «Ir a
dormir pronto y levantarse también pronto», cambiándola por esta otra: «Cuando más se
duerme, más salud». Al total aburrimiento del día se añade aún la torturante monotonía
de la espera nocturna a que el niño se duerma. Difícilmente puede imaginarse una orden
que sea más despótica y más semejante a la tortura que el mandato: «¡Duerme!».
Aquellos hombres, que van tarde a dormir, sólo consiguen ponerse enfermos, si pasan
la noche bebiendo y divirtiéndose licenciosamente, para luego verse obligados a
levantarse pronto por razón del trabajo, y consiguientemente, a dormir poco.
Un neurasténico que se ha levantado una vez de madrugada se encuentra
perfectamente, porque así se lo persuade. El hecho de que un niño vaya temprano a la
cama y no esté mucho tiempo bajo la luz artificial, no es propiamente ninguna ventaja
en la ciudad, donde no se puede ir al campo al amanecer, sino en donde todo aparece
inerte, triste y de mal humor, en medio de los sucesos cotidianos. Mal presagio para el
día que comienza...
En tan pocas líneas, igual que ocurre en todas las cuestiones que se tratan en este libro,
no es posible agotar el tema. Mi tarea consiste, sin embargo, en estimular la reflexión...
¿En qué se distingue del nuestro el organismo psicológico del niño? ¿Cómo está
configurado? ¿Qué necesita? ¿Cuáles son las posibilidades perceptibles que entraña en
sí mismo? ¿Qué ocurre con aquella gran parte de la humanidad que, con nosotros y
junto a nosotros, vive en una trágica discordancia? Cargamos a los hombres con las
obligaciones de mañana, sin concederle los derechos de hoy.
Si se dividiera la humanidad en adultos y niños, y la vida en infancia y madurez, tanto
aquí como allí habría innumerables niños. Absorbidos por nuestras discusiones y
preocupaciones, no los percibimos, igual como antes fuimos ciegos por lo que se refería
a los problemas de la mujer, a las demandas de los campesinos o a la cuestión de las
poblaciones y de las nociones oprimidas. Nos las hemos apañado para que los niños nos
molesten lo menos posible, creyendo que ellos no sospechan lo que nosotros somos en
realidad ni lo que verdaderamente hacemos.
En un sanatorio para niños en París vi dos pasamanos distintos: uno a su altura normal
para los adultos y otro más bajo para los pequeños. Por lo demás, el espíritu inventivo
se ha limitado única y exclusivamente a las escuelas. Todo ello es poco, muy poco.
Comparad únicamente las fuentes que hay en los jardines señoriales de las grandes
ciudades de Europa con las plazas miserables reservadas para los niños, con sus cúpulas
de esmalte abolladas y sus cadenas oxidadas.
¿Dónde están las casas y los jardines, los estudios y los campos de prueba, los
instrumentos y aparatos de experimentación para los niños, los hombres del mañana? La
arquitectura tuvo bastante con poner una ventana y una pequeña antesala, para separar la
clase del retrete. La industria se contentó con hacer unos caballitos de hule y un sable de
hojalata. Unos cuantos cuadros en la pared y una mesa para trabajar no son, ciertamente,
demasiado. En lo que no hemos pensado precisamente es en el mundo lleno de
maravillas de los niños.
Todo el mundo ha visto cómo la hembra ha pasado a ser por fin un mujer
humanamente dignificada. En otro tiempo había desempeñado el papel que se le
encomendaba, había encarnado un tipo creado por la arbitrariedad y el egoísmo del
hombre, este hombre que no quería ver a la mujer dedicando su actividad en medio del
pueblo a una profesión cualquiera, igual como hoy en día no percibe aún al niño en su
preparación como «homo faber».
El niño no ha dicho nada. Siempre escucha.
El niño, un ser de mil máscaras, de mil papeles distintos en un hábil espectáculo. Es
distinto con la madre cuando el padre está presente, cuando viene la abuela o el abuelo.
Se comporta de manera diferente con un maestro benévolo y un maestro severo. Es
distinto cuando está en la cocina y cuando está en medio de sus amigos. También es
diferente cuando trata con los pobres y cuando trata con los ricos. No se comporta igual
cuando va vestido con el traje de cada día y cuando va vestido con el traje de fiesta.
Tonto y taimado, humilde y orgulloso, dulce y vengativo, de buen humor y antojadizo,
es capaz de ocultarse durante tanto tiempo, de encerrarse en sí mismo, que llega a
engañarnos y a aprovecharse de nosotros.
En el ámbito de los instintos, evidentemente sólo le falta uno. Está ya presente en él,
aunque todavía no está acuñado . Tiene una especie de niebla por lo que se refiere a los
sentimientos eróticos.
Su mundo sentimental es más fuerte que el nuestro, porque todavía no está limitado
por ninguna clase de desenfreno. Nos iguala en cuanto a poder intelectual. Únicamente
le falta la experiencia.
De ahí que un adulto sea tan a menudo un niño, y el niño a su vez una persona adulta.
Toda la diferencia estriba en que un pequeño no se dedica a ganar dinero, estando
obligado por consiguiente a ceder, ya que nosotros nos ocupamos de su mantenimiento.
Actualmente los sanatorios para niños, los cuartes y los conventos, ya no tienen un
aspecto tan fatal. Casi parecen hospitales. La higiene es una de las normas capitales.
Pero raramente se oye reír. Pocas sorpresas se dan por lo que respecta a encontrar la
alegría. Lo que llama la atención más bien es una seriedad mesurada, si no es un
ambiente más severo. La arquitectura no ha descubierto todavía este campo. No existe
aún un "estilo infantil". Las fachadas son exactamente iguales que las casas de los
adultos, con las mismas proporciones y la misma frialdad senil en los detalles. Un
francés dijo una vez que Napoleón cambió por un tambor la campana monacal con la
que se llamaba a los niños para que fueran a la escuela. Una acertada ocurrencia.
Pero añado: el espíritu de la educación moderna será dominado por las sirenas de las
fábricas.

El niño sin experiencia. Veamos un ejemplo de intento de interpretación:


«Mamá te voy a decir algo al oído».
El niño se agarra al cuello de su madre y le dice con gran secreto: «Pregúntale al
doctor si puedo comer un bollo (un trozo de chocolate o mermelada)».
Luego mira al médico, queriendo sobornarle con una sonrisa para que dé su
aprobación.
Los niños mayores susurran cosas al oído, los más pequeños hablan normalmente...
Llega un momento en que el niño considera el mundo circundante como
suficientemente maduro para que le comunique sus enseñanzas.
«Hay deseos que no pueden expresarse. Son de dos clases: los que no se pueden tener
en general y de los que hay que avergonzarse, si se tienen, y aquellos que sin duda se
permiten, pero que sólo pueden manifestarse entre los dos de la misma edad».
Cuando se ha comido ya un bombón, es feo insistir en que se le dé a uno otro. Muchas
veces resulta de mala educación pedir una golosina en general. Hay que esperar, hasta
que se la dan a uno.
Es feo hacerse las necesidades encima. Pero tampoco puede decirse: «Tengo ganas de
hacer pipí o caca», porque la gente se echa a reír. Para que nadie se ría, hay que
decírselo a alguien al oido.
Muchas veces es feo preguntar en voz alta: «¿Por qué no tiene ningún pelo en la
cabeza este señor?».
El señor se ríe, todos ríen. Se puede preguntar, pero sólo susurrando a la oreja.
El niño no comprende al momento que únicamente hay que decir algo al oído, para que
lo oiga sólo una persona de confianza. Por esto dice una cosa a la oreja, pero en voz
alta: «Tengo ganas de hacer pipí. Quiero un caramelo».
Cuando habla en voz baja, tampoco sabe exactamente por qué lo hace. ¿Por qué ha de
decir algo en secreto, si los presentes lo sabrán también por la madre?
No es de buena educación pedir cosas. Entonces, ¿por qué está permitido pedir algo al
médico en voz alta?
«¿Por qué tiene el perro unas orejas tan largas?», pregunta el niño en un tono
susurrante.
Nuevas carcajadas. Esto puede preguntarse en voz alta, porque el perro no se lo toma a
mal. Pero está terminantemente prohibido preguntar por qué esta chica lleva un vestido
tan feo, aunque el vestido tampoco puede ofenderse.
¿Cómo puede explicarse a un niño la falsedad maligna que ponen los adultos en todas
las cosas?
¿Cómo se le podrá aclarar más tarde la razón de por qué es feo en general decir las
cosas al oído?
El niño sin experiencia mira al mundo con curiosidad, oye con ávido interés, cree lo
que se le dice.
«Una manzana, la tía, una flor, una vaca», todo lo da por bueno y exacto. «Esto es feo.
No lo toques. No se puede. No está permitido». Todo lo cree. «Dame un beso. Haz una
reverencia. Da las gracias». Lo hace todo sin vacilar.
«El niño se ha dado un golpe. Mira, la mamá te daré un beso en el sitio donde te has
golpeado, y ya no te hará más daño». El niño se ríe entre lágrimas. La mamá le ha dado
un beso y ya no le duele nada. Cuando se da un golpe, siempre corre a buscar la
medicina: el beso.
Todo se lo cree.
«¿Me quieres?». «¿Cómo me quieres?».
«Mamá duerme. Tiene dolor de cabeza. No se la puede despertar». El niño, pues, se
acerca a su madre caminando de puntillas y sin hacer ruido. Le tira con cuidado de la
manga y le pregunta algo en voz baja. No despierta a la madre, no. Sólo le pregunta una
cosa. Luego le dice: «Duerme, mamá. Tienes dolor de cabeza».
«Allí arriba está Dios. Dios se enfada con los niños malos. Pero a los niños buenos les
da bollos y pasteles. ¿Dónde está Dios?»: «Allá arriba, muy arriba».
Por la calle pasa un ser extraño, vestido totalmente de blanco.
«¿Quién es este señor?»
«Es el panadero, el que hace los bollos y los pasteles».
«¿Sí? Entonces es Dios».
El abuelo ha muerto y lo han sepultado bajo la tierra. «¿Bajo tierra?», exclama
admirado. «Entonces, ¿cómo le dan de comer?».
«Cavan un agujero con la azada"», respondió el niño.
La vaca da leche. «¿La vaca?», preguntó perplejo. «Pero, ¿de dónde saca la leche?».
«De las fuentes», contesta el chico.
El niño lo cree todo sin reflexionar. Siempre que piensa algo por sí mismo, se
equivoca. Por esto es propenso a la credulidad.

Al pequeño se le ha caído un vaso al suelo. Algo extraordinario ha ocurrido. El vaso ha


desaparecido y, en su lugar, aparecen otros objetos enteramente distintos. Se agacha,
coge los pedazos de cristal y se hace un corte. La sangre brota de los dedos, hace daño.
Todo está lleno de misterios y sorpresas.
Al niño se le cae una silla. Algo vibra de repente en sus ojos. Se asusta y luego se oye
un estruendo. La silla ha cambiado de aspecto, y el pequeño se encuentra sentado en el
suelo. Otra vez siente dolo. El griterío es mayúsculo. El mundo está repleto de cosas
maravillosas y de peligros.
Tira del cubrecama, para poder encaramarse. Al perder el equilibrio, se agarra al
vestido de su madre. Se apoya en una esquina de la cama, para poder mantenerse en pie.
Como esta experiencia no le ha ido del todo mal, tira también del mantel de la mesa. Se
produce una catástrofe.
Cuando no puede valerse por sí mismo, pide ayuda. En sus intentos personales, ha sido
derrotado muchas veces. Experimenta su dependencia y se impacienta.
Aunque no confíe o confíe poco en los mayores, ya que a menudo ha tenido sus
desengaños, se ve obligado a obedecer sus normas, igual como un patrono debe soportar
a un obrero desleal porque sin él no puede llevar adelante el trabajo, o como un tullido
que ha de aceptar la ayuda de un enfermero brusco y aguantar su mal humor.
Hay que afirmar enérgicamente que cualquier perplejidad, cualquier ignorancia y
asombro, cualquier uso defectuoso de las experiencias, cualquier intento desgraciado de
imitación y cualquier dependencia, recuerdan la conducta del niño, prescindiendo de la
edad que tenga la persona en cuestión. Sin gran esfuerzo, pueden descubrirse rasgos
infantiles en un enfermo, en un anciano, en un soldado o en un prisionero. Un
campesino en la ciudad y un hombre de ciudad en el campo se asombran de modo
infantil. El profano en una materia plantea preguntas infantiles. Un forastero se suele
comportar con la misma falta de tacto que se comporta un niño.

El niño imita a los mayores. Sólo por medio de la imitación aprende a hablar. Sólo por
medio de la imitación consigue asimilar la mayoría de las formas de trato. Sólo así
puede suscitar la impresión de que se ha aclimatado al mundo de los mayores, un
mundo que no puede comprender, un mundo que le resulta extraño e inconcebible.
Los juicios erróneos de mayor trascendencia que se llevan acabo sobre el niño tienen
su raíz en que sus verdaderos pensamientos y sentimientos están revestidos de
conceptos tradicionales, se basan en formas que se sirven de estas ideas, pero que su
contenido es totalmente distinto al de éstas.
Futuro, amor, patria, Dios, respeto, obligación, son conceptos solidificados en palabras
que, aunque son vivos, se renuevan, adquieren otra significación, cambian Son palabras
que aceptan formas establecidas, pero que pierden peso y significan otra cosa diferente
en cada fase de la vida. Se requiere un gran esfuerzo para no confundir un «montón de
arena», palabra que con que el niño designa una montaña, con las cimas de los Alpes
recubiertas de nieve. Quien se sumerge en el espíritu de los conceptos humanos pierde
el sentido de la diferencia establecida entre el niño, el joven y el hombre maduro, entre
la persona simple y el pensador, y se le descubre al mismo tiempo el hombre inteligente,
prescindiendo de su edad, de su condición social, de su grado de formación y del barniz
de cultura con el que, en el marco de sus pequeñas o grandes experiencias, aparece
como un ser que piensa y juzga de un modo muy razonable. Hombres de distintas
convicciones (no me refiero a soluciones políticas, que muchas veces son poco sinceras
y que se imponen por la fuerza) han tenido experiencia fundamentales completamente
diferentes unas de otras.
Un niño no vislumbra el futuro. No ama a sus padres. No tiene ni idea de lo que es la
patria. No puede concebir a Dios. No «aprecia» a ninguna persona. No sabe de ninguna
obligación. Dice: «Cuando sea mayor», pero no cree en ello. Dice a su madre que «la
quiere más que a nadie», pero no lo siente así. Su patria es el jardín o el patio de su casa.
Dios le parece un pariente leal a veces, pero también inoportuno. Finge respeto y se
somete a aquellas obligaciones que personifica aquel que manda y vigila. Basta pensar
que no sólo puede ordenarse algo a base de palos, sino también mediante ruegos y
miradas amistosas. El niño tiene a veces presentimientos, pero esos son raros instantes
en que se manifiesta cierta clarividencia.
¿Por qué imita el niño? ¿Qué hace un extranjero, cuando es invitado en la corte de un
mandarín a participar en las ceremonias rituales? Observa con atención. Se esfuerza por
no equivocarse y no cometer ningún error. Intenta captar la naturaleza y la relación de
cada uno de los actos. Se enorgullece cuando se da cuenta de lo bien que ha
desempeñado su papel. ¿Qué hace un tipo grosero, cuando se le permite tomar parte en
una fiesta a la que asisten altas personalidades? Imita. Y el empleado, el oficinista, el
oficial, ¿no imitan a sus superiores en el hablar, en el moverse, en el reírse, en el
vestirse y en el peinarse?
Hay aún otra forma de imitación: cuando una niña se levanta la falda para no
ensuciarse el barro, da muestras de que en este momento ya es una persona mayor.
Cuando un mucho imita la firma del maestro, al mismo tiempo analiza las posibilidades
que tiene para desempeñar un alto cargo. Esta forma de imitación puede encontrarse
también a menudo entre los adultos.
La visión egocentrista del mundo por parte del niño constituye igualmente una falta de
experiencia.
A partir del egocentrismo personal, en el que su conciencia representa el punto
céntrico de todas las cosas y de todos los fenómenos, el niño supera el egocentrismo
familiar que, prescindiendo de las condiciones bajo las cuales se desarrolla, puede durar
más o menos tiempo. Nosotros mismos le confirmamos en este defecto, al ensalzar
exageradamente el valor de la casa paterna y al poner excesivamente de relieve unos
peligros reales o imaginados que, si no existieran, amenazarían nuestra ayuda y nuestros
cuidados.
«Quédate conmigo», dice la tía. El niño se agarra a su madre con lágrimas en los ojos.
Ni por todo el oro del mundo quiere quedarse con ella.
«No puede separarse de mí», dice la madre con orgullo.
El niño observa con asombro y temor esas madres ajenas que no siempre son
precisamente sus tías.
Llega el momento, sin embargo, en que empieza a darse cuenta de que en realidad
posee, al establecer una comparación con lo que ve en otras casas. Primero quisiera
tener para ella sola una muñeca, luego un jardín para su casa, luego un canario...
Más tarde advierte que también hay otros padres y otras madres, tan buenos como los
propios o quizás mejores... «Si mi madre fuese como ésta o aquella...».
Un niño de campo tiene antes toda esta serie de experiencias. Sabe de tristezas que no
puede compartir con nadie y de alegrías en las que únicamente participan los parientes
más próximos. Percibe que el día de su santo es una fiesta que pertenece únicamente a
él.
«Mi padre y mi madre están conmigo», suelen decir los niños como aviso, cuando
discuten entre sí, como una especie de fórmula polémica. Muchas veces se da también
la trágica defensa de una ilusión en al que uno quisiera creer, pero de la que ya se
empieza a dudar que se lleve a cabo: «Se lo diré a mi padre, ya verás». «¡Mira éste,
como si fuera a tener miedo de su padre!».
La respuesta es exacta: mi padre constituye únicamente una amenaza para mí... El
hecho de que el niño viva sólo momentáneamente de una experiencia defectuosa lo
calificaría yo como un estrato egocéntrico que se basa en el presente inmediato. Un
gusto que se aplaza para dentro de una semana pierde su realidad. En verano, el invierno
se convierte en una fábula. Cuando un niño deja para mañana un trozo de pastel, lo
hace por pura obligación. Le cuesta mucho comprender que los objetos resultan
inservibles, cuando se estropean En cambio, se da cuenta de que hay que usarlos
enseguida y aprovechar lo poco que duran. Oír contar cómo la mamá fue en otro tiempo
una chica, resulta un cuento de hadas emocionante. El niño mira con asombro y casi con
miedo al extraño que el padre llama con su nombre de pila, por el hecho de que en su
infancia había sido un compañero de juegos.
«Por entonces, yo no estaba todavía en el mundo...».
¿No afirma el egocentrismo juvenil la frase de que «el mundo comienza con
nosotros»? ¿Qué otra cosa es, sin embargo, el egocentrismo de los partidos, de las clases
sociales y de las naciones? ¿Quién no es consciente de la posición del individuo dentro
de la humanidad y del universo? ¿No fue duro reconocer la teoría de que la tierra se
movía y de que únicamente era un planeta? ¿No era profunda la convicción de las masas
de que en el siglo XX era imposible que se produjera el horror de una guerra, en contra
de la amarga realidad?
¿No es nuestra relación con los niños una expresión del egocentrismo de los mayores?
No he advertido lo bien que puede recordar un niño y con qué paciencia puede
esperar. Se cometen muchos errores, porque nos encontramos con niños que han estado
sometidos a la obligación, a la falta de libertad, al servicio personal de los adultos. Por
esto resultan niños pervertidos, de carácter triste o rebelde. Con pena, hay que darse
cuenta de cómo han sido educados y de lo que podrían haber sido por propia
naturaleza.

El poder de observación de los niños. En la pantalla de un cine se desarrolla un drama


conmovedor. De repente, suena en la sala la voz penetrante de un niño: «¡Oh, un
perro...!».
Nadie lo ha advertido. Sólo lo ha visto el niño. Casos parecidos ocurren en el teatro, en
la iglesia, en muchas solemnidades. Al oír el grito, se asusta la señora que está al lado,
se produce una carcajada general.
Sin captar el conjunto, sin ser consciente de aquello que constituye un contenido
incomprensible, el niño acoge radiante de alegría cualquier detalle que le es conocido y
familiar. Con todo, también nosotros saludamos con la misma alegría a un rostro
conocido, cuando nos lo encontramos en medio de una multitud de personas que nos es
indiferente y cuya presencia nos oprime el corazón...
El niño no puede estar inactivo. Se arrastra por cualquier rincón. Echa una mirada a
todos los agujeros. Revuelve todo lo que encuentra. Hace mil preguntas. Todo atrae su
interés: el puntito negro de una hormiga, una baratija que brilla, una frase cogida al
vuelo. ¡Cómo nos parecemos a los niños, cuando nos encontramos en una ciudad
extraña, en un ambiente desconocido...!
El niño conoce el mundo que le rodea, sus caprichos, sus costumbres, sus debilidades.
Conoce todo esto y puede utilizarlo con mañana. Sabe cuándo se le quiere bien. Adivina
la hipocresía. Capta al vuelo las situaciones ridículas. En un rostro, puede reconocer al
paleto que viene del pueblo, saber el tiempo que hará mañana. Porque el niño observa e
investiga desde hace años, concretamente en la escuela y en los internados. Este
esforzado trabajo que realiza con el fin de observarnos se lleva a cabo a base de unir
varias fuerzas, a base de agrupar esfuerzos comunes. Este es un hecho que no queremos
admitir. Mientras los niños no nos quiten la paz y la tranquilidad, preferimos
adormecernos en la ilusión de que son tontos, de que no saben nada, de que son
irrazonables, de que se dejan engañar fácilmente por las apariencias. Una concepción
distinta plantearía el dilema de renunciar abiertamente al privilegio de una supuesta
perfección o bien de tener que desechar lo que sus ojos nos hace infelices, pobres y
ridículos.

Como puede verse, un niño no puede estar ocupado mucho tiempo en una misma cosa,
a consecuencia de su inquietud constante por tener nuevas experiencias y recibir nuevas
impresiones. Por esto, pronto de se cansa de un mismo juego. El que hace una hora era
su amigo, se ha convertido ahora en su enemigo. Quizá dentro de poco volverá a ser el
más entrañable compañero de juegos.
He ahí una observación válida en general: un niño acostumbra a ponerse pesado al
cabo de un rato de estar en el departamento de un tren, se impacienta cuando está
mucho tiempo sentado en el banco de un jardín, Si se le lleva a hacer una visita,
empezará a molestar a alguien. Pronto deja en un rincón su juguete más preferido. En la
escuela está inquieto. En el teatro, nunca puede callar ni quedarse tranquilo en la butaca.
Hemos de pensar, sin embargo, que un niño puede cansarse y ponerse nervioso durante
un viaje, que se ha sentido en el banco sin ser preguntado, que al hacer una visita se
siente cohibido, que él no ha elegido ni los juguetes ni los compañeros de juego, que a
la escuela se le obliga a ir, que quería acompañar a sus padres al teatro porque pensaba
que allí podría pasar un rato agradable.
¡Cuán a menudo nos parecemos al niños que pone un lazo al gato, le ofrece una pera y
le enseña dibujos para que los mire, admirándose luego de que el incorregible gato
intente evadirse o de que emplee sus uñas en medio de la desesperación!
Al hacer una visita, el niño querría comprobar si se puede abrir la tapa de la consola o
ver qué es lo que reluce en aquel rincón. Querría echar un vistazo a aquel libro tan
gordo, para ver si tiene láminas e ilustraciones. Le gustaría sacar de la pecera algunos de
los peces de colores y comer más chocolate. Pero ni siquiera con un movimiento indica
ninguno de estos deseos. El sabe que esto no se hace.
«Vámonos a casa», dice con mala educación. Se le había prometido que pasarían una
tarde muy bonita, con banderitas, bengalas y proyecciones de películas. Ha estado todo
esto pero ahora está decepcionado.
«¿Te gusta?». «Mucho», responde bostezando o reprimiendo un bostezo, con el fin de
no ofender a nadie.
Durante una colonia de vacaciones, en el prado de un bosque, me puse a explicar un
cuento a los niños. Mientras lo explicaba, uno de los chicos se marcho. Luego otro.
Luego un tercero. El hecho me maravilló. Al día siguiente, pregunté la razón de tal
suceso. Uno había escondido un bastón debajo de un arbusto. Durante el relato del
cuento, se acordó, mirando si alguien se lo había quitado. Otro se había magullado un
dedo y le hacía daño. Al tercero no le gustaban los cuentos. ¿No pierde también el
adulto el hilo de las ideas, cuando no se interesa, cuando algo le hace daño o cuando ha
olvidado el portamonedas en el bolsillo de su abrigo?
Podría poner muchos ejemplos de cómo un niño puede estar ocupado con un mismo
objeto durante semanas y meses enteros, sin desear cambiarlo por otro. El juguete más
preferido no pierde nunca su belleza. Por esto el niño escucha con el mismo interés el
bello cuento de hadas que ya se lo han explicado varias veces. En cambio, conozco
algunas madres que se ponen nerviosas a causa de la monotonía que manifiestan sus
hijos en su interés. ¡Cuántas veces piden a un médico que «cambie el tipo de
alimentación al niño, porque la papilla y la mermelada le van a salir ya por las orejas».
En estos casos, he debido aclarar: «Es a usted a quien no le gusta, querida señora, no a
su hijo».
El aburrimiento: un tema que requiere profundos estudios. El aburrimiento es soledad,
falta de impresiones. El aburrimiento excesivo provoca griterío y desorden salvajes. El
aburrimiento proviene de las amonestaciones constantes: esto no se puede hacer, espera
un poco, ve con cuidado, esto no está bien. El aburrimiento nace del disgusto que
ocasiona ponerse un vestido nuevo, de los impedimentos, de la timidez, de las normas,
de las prohibiciones y de los deberes.
Los niños se aburren por el hastío que produce jugar en el balcón, asomarse a la
ventana, pasear, hacer una visita, jugar con los amigos que uno se encuentra pero que no
elige.
El aburrimiento es algo tan peligroso como una enfermedad que, al aumentar la fiebre,
al durar más de lo debido y provocar otras infecciones, se va haciendo más grave.
El aburrimiento es un sentimiento de disgusto del niño. De él puede provenir una
sensibilidad exagerada por lo que respecta al calor y al frío, al hambre y a la sed, igual
que un exceso de alimentación provoca un estado de somnolencia, un sueño más largo,
una mayor sensibilidad y una fatiga más rápida.
El aburrimiento apático es una indiferencia frente a todo estímulo, una disminución de
la agilidad, una parquedad de palabras y una debilitación de todos los impulsos vitales.
El niño se levanta perezosamente, anda encorvado, con pasos cortos, vacilantes.
Responde sólo con gestos o bien con monosílabos. Habla en voz baja, sin ganas y de
mal humor. No manifiesta ningún deseo. Por el contrario, todo lo rehúsa y se comporta
de modo poco amistoso, cuando se le exige que haga algo. Tiene arranques aislados y
repentinos que resultan incomprensibles y que apenas tienen ningún motivo.
El aburrimiento provoca también una actividad creciente. El niño no para ni un
momento sentado, se dedica muy poco tiempo a una misma cosa, se vuelve antojadizo,
indisciplinado, malo, agresivo, cargante, se ofende a menudo, llora y se irrita con
facilidad. Muchas veces provoca a propósito una discusión por una nadería, con el fin
de vivir la impresión más fuerte que desea a base del castigo que le impone por su
comportamiento.
La terquedad de una mala intención puede encontrarse a menudo precisamente allí
donde la voluntad del niño ha gastado ya todas sus fuerzas. El exceso de energías se
advierte allí donde existe un estado de desesperación por lo que respecta a los propios
fallos.
El aburrimiento se convierte a veces en psicosis colectiva.
Cuando unos niños son incapaces de organizar un juego, cuando están cohibidos,
cuando no se soportan por sus características y disposiciones, cuando se encuentran en
circunstancias que no son propias de la niñez, pueden caer en la locura del camorrista
insensato.
Gritan, chocan entre sí, se dan patadas, golpes, empiezan a dar vueltas hasta marearse
y caer al suelo. Hacen pruebas de a ver quién puede más, lo cual les produce una risa
convulsiva. La mayoría de las veces el juego termina con una catástrofe, no sin antes
haber armado la gran revolución: riñas, objetos rotos, sillas estropeadas, un portazo
demasiado fuerte. Luego viene el desconcierto general y por el momento de echarse las
culpas unos a otros. Muchas veces pone también fin al alboroto una frase como:
«Acabad de una vez con todas estas tonterías», o bien: «Mirad lo que habéis hecho. ¿No
os da vergüenza?». Entonces toman la iniciativa manos más enérgicas: se les explica un
cuento, se canta a coro o se les hace hablar entre sí.
Temo que muchos educadores estén inclinados a considerar ese estado no siempre
patológico de un aburrimiento colectivo como un juego normal de los niños, cuando «se
les deja solos».

Hasta ahora no se han tratado a base de estudios fundamentalmente clínicos los juegos
infantiles que ya son conocidos por los libros. Habría que pensar sobre esto que no sólo
juegan los niños, sino también los mayores. Los niños no juegan siempre a gusto. Lo
que nosotros llamamos juego no lo es realmente para ellos. Muchos juegos infantiles
son simples imitaciones del quehacer serio de personas adultas. Habría que pensar
también que los juegos que se practican al aire libre son enteramente distintos a los que
se practican dentro de los límites de una ciudad o de las cuatro paredes de una
habitación. Debería hacerse un estudio de los juegos infantiles exclusivamente desde el
punto de vista de la actitud que toman los niños en nuestra sociedad actual.
Una pelota. Obsérvese con qué esfuerzos intenta un chico coger la pelota y dejarla
rodas por el suelo en la dirección deseada.
Considerése al mismo tiempo los ejercicios infatigables de los mayores para coger la
pelota con la mano derecha o la izquierda, rechazarla una y otra vez desde el suelo o
contra la pared, acertarla con un palo y meterla en el objetivo propuesto. ¿Quién la tira
más alto, más lejos, con mayor seguridad y acierto, más veces? De este modo se suscita
la emulación, el conocimiento de las propias posibilidades a través de la comparación.
De este modo se producen los triunfos, las derrotas, el perfeccionamiento.
En le juego surgen a menudo sorpresas muy divertidas. Uno había cogido ya la pelota,
pero se le escapa de nuevo de las manos. A otro le rebota en la cabeza y va a parar
directamente a las manos de un tercero. Al intentar cogerla, chocan dos de frente. La
pelota ha ido a parar debajo del armario, pero vuelve a salir por sí misma sin que nadie
la haya tocado.
¡Gran consternación! La pelota ha desaparecido en el césped y constituye una
verdadera hazaña encontrarla de nuevo. No hay ni rastro y hay que estar mucho rato
buscándola. Ha faltado un pelo para que rompiera el cristal de aquella ventana. Está
metida debajo del armario. ¿Cómo se puede sacarla de allí? Largas deliberaciones.
¿Quién ha sido el que le ha dado el último golpe? ¿Quién tiene la culpa: el que le ha
tirado o aquel que no la ha cogido? Vivas discusiones.
A veces se producen algunas variaciones concretas. Uno intenta engañar a otro,
haciendo como si la quisiera tirar. Se apunta hacia una dirección, pero se tira hacia otra.
Se esconde la pelota a sabiendas, como si no se supiese dónde está.
Otro empuja la pelota cuando está en el aire, con el fin de que llegue antes a su objetivo.
Sin querer, uno se cae de bruces e intentar cogerla. Otro intenta agarrarla con la boca.
Otro se asusta cuando la pelota le cae encima, pretendiendo que le ha dado un golpe
muy fuerte. Luego le pega, diciendo: «Ya te voy a dar yo a ti, pelotas». «Algo suena
dentro»: los niños la agitan por todas partes y escuchan con atención.
Hay niños que no juegan, pero que miran con gusto cómo juegan los mayores al billar
o al ajedrez. También en estos juegos se dan rasgos interesantes y geniales. También se
puede hacer trampas.
El movimiento encaminado hacia un objetivo constituye una de las muchas
características que hacen el deporte agradable a a los niños.

El juego no es propiamente el único elemento vital del niño, pero sí el único campo de
acción en el que permitimos una mayor o menor iniciativa. En el juego, el niño se siente
independiente hasta cierto grado. Todo lo demás es una muestra fugaz de cortesía, una
concesión momentánea. En el juego, sin embargo, el niño posee sus propios derechos.
Cuando un niño juega a ser jinete, soldado, ladrón, gendarme o bombero, excita sus
energías en unos movimientos claramente dirigidos hacia un fin. Se abandona de
cuando en cuando a ciertas ilusiones, huyendo conscientemente de la gris cotidianidad
de la vida real. Por esto, los niños prefiere convivir mucho más con aquellos de su
misma edad que poseen una viva imaginación, una iniciativa más variada y un tesoro
abundante de motivos procedentes de los libros. Por esto, se someten a menudo
sumisamente al dominio despótico de estos niños, por el hecho de que con ellos pueden
convertir más fácilmente sus nebulosas ilusiones en la apariencia de realidad. La
presencia de mayores o de extraños entorpece a los niños. Inmediatamente se
avergüenzan de sus juegos, sin ser conscientes de su vanidad.
¡Cuántos conocimientos amargos de la insuficiencia de la vida real y cuántos deseos
dolorosos de que sea mejor se van llevando a cabo en el juego infantil!
Un palo no es ningún caballo para el niño. Pero, a falta de un caballo real, ha de
contentarse con un trozo de madera. Cuando boga a través de la habitación sobre una
silla volcada, sabe que no es propiamente un paseo en bote por un estanque.
Cuando un niño puede bañarse todo el tiempo que quiera, cuando cada día tiene a su
disposición un bosque lleno de bayas, un anzuelo, nidos de pájaros en las copas de los
árboles muy altos, un palomar, gallinas, conejos, ciruelas en el jardín vecino y flores
delante de su casa, el juego se hace entonces superfluo o bien cambia fundamentalmente
su carácter.
¿Quién cambiará un perro vivo por uno disecado que anda con ruedas? ¿Quién
regalará una jaca pequeña a cambio de un caballo de cartón que se mueve con una
mecedora?
El niño se dedica al juego únicamente obligado por la necesidad. En él busca refugio
frente al nefasto aburrimiento, se protege contra la terrible soledad y se esconde ante el
cumplimiento de rígidas obligaciones. Así es: el niño prefiere jugara llenarse la cabeza d
fórmulas gramaticales o de tablas de multiplicación.
El niño está pendiente de una muñeca, de su jilguero o de una flor de tiesto, porque ya
no posee estas cosas. El prisionero o el anciano también están pendientes de cosas
semejantes, porque ya no están a su alcance. El niño juega con cualquier cosa con el fin
de matar el tiempo. No tiene otra cosa que hacer, no posee nada más. Vemos a veces
cómo una niña enseña a su muñeca las regla básicas de solfeo, cómo la instruye y la
reprende. Pero no nos damos cuenta muchas veces de cómo le comunica sus quejas
referentes al mundo que le rodea, cómo le confía en voz baja sus preocupaciones, sus
fracasos y sus sueños.
«Sólo te lo digo a ti, muñequita mía, pero no lo digas a nadie». «Eres un perrito muy
bueno No te voy a hacer ningún daño, porque tú tampoco me has hecho nada malo».
La soledad infantil infunde un alma a la muñeca. Esta serie de fenómenos no
constituye ningún paraíso para los niños, sino un verdadero drama.

Un joven pastor prefiere jugar a las cartas que jugar a la pelota, puesto que ya tiene
bastante con correr detrás de las ovejas. Un pequeño vendedor de periódicos o un
botones sólo corren con tanto afán al comienzo. Pronto se dan cuenta de que han de
reservar sus energías y repartirlas proporcionalmente a lo largo de todo el día. Un niño a
quien se le encomienda la tarea de cuidar a otro niño no juega con muñecas. Por el
contrario, su máximo anhelo consiste en lograr desprenderse de esta obligación
desagradable.
¿No puede trabajar, por tanto, el niño? El trabajo hace que el hijo de unos padres
pobres está condicionado por la necesidad, no por la educación. Al permitir que trabaje,
no se tiene en cuenta ni sus fuerzas concretas ni sus cualidades individuales. Sería
ridículo poner como ejemplo la vida de los niños pobres. También en ella se da el
aburrimiento. En invierno, se produce la monotonía de una habitación angosta. En
verano, la soledad de un patio interior desierto o de la acera de la calle. Lo único que
ocurre es que el aburrimiento se reviste de forma distinta. No nos es posible, ni siquiera
a los mismos niños, hacer que un pequeño pase todo un día con plenitud de sentido, de
forma que todos los instantes de su duración, sucesivamente engarzados, se desarrollen
en un conjunto vital polícromo desde ayer hasta mañana, pasando por el día de hoy.
Muchos juegos infantiles son ya trabajo. Cuando unos niños construyen una cabaña a
base de ramas, cuando cavan agujeros con un pedazo de hojalata, con un casco de cristal
o con un clavo, cuando se organizan para construir un techo a base de ramas, para
impermeabilidad con musgo, trabajando con gran esfuerzo y en silencio, la actitud que
desarrollan no es propiamente un juego. Sin duda se divierten como si jugasen, pero
llegan a un mejoramiento, despliegan planes más amplios y consigue resultados a partir
de las experiencias adquiridas. Se trata más bien de un trabajo torpemente realizado a
base de instrumentos inadecuados y de material insuficiente. Por esto resulta poco
destructivo. Con todo, está organizado de tal manera que cada niño, según su edad, sus
fuerzas y aptitudes, puede desplegar todo el esfuerzo que le es posible.
Cuando la habitación de los niños, en contra de nuestra prohibición expresa, se
convierte a menudo en un taller o en un almacén de cachivaches, es decir, de materiales
aptos para llevar a cabo una serie de trabajos según el gusto de cada uno, ¿qué vamos a
hacer? ¿No deberíamos permitirlo? Quizá no sea conveniente poner linóleo en la
habitación de un pequeño. ¿Habría que proporcionarle, pues, una carretada d arena, un
surtido de tacos de madera y una carretilla llena de piedras? Quizá unas tablas, cartón
piedra, una caja de clavos, una sierra, un martillo y un banco de carpintero serían los
regalos mejor recibidos como «juguetes». Quizás un maestro de obras sería más útil que
un profesor de gimnasia o de piano. En este caso, sin embargo, deberíamos apartar de la
habitación de los niños la tranquilidad y la higiene estéril de una clínica, así como el
miedo a que salgan callos en las manos.
Incluso los padres más razonables suelen decir a su hijo con disgusto: «Vete a jugar».
La respuesta también acostumbra a ser de desagrado: «Jugar, siempre jugar». ¿Qué han
de hacer los niños si no tienen otra cosa a su alcance?
En todo este tiempo, han cambiado muchas cosa por lo que se refiere a este punto
concreto. Hoy día, ni los juegos ni los juguetes se consideran ya de una forma tan
atolondrada. Por fin, han entrado a gormar parte del plan de enseñanza, de modo que
cada vez se exige más un lugar para los juegos. Las concepciones cambian cada hora, y
la mentalidad común de un padre de familia o de un educador ya no es tan tradicional
como antes.

Al contrario de todas estas experiencias, hay niños a quienes ni les molesta la soledad
ni se ven constreñidos por la necesidad a ser activos. A estos niños tranquilos, que las
madres ajenas suelen poner a menudo como ejemplo, «no se les oye nunca en casa». No
se aburren. Saben jugar solos. Empiezan sus juegos siguiendo un orden y se someten
obedientemente a él. Se trata de niños pasivos que tienen una voluntad muy pobre o
muy débil y que, por esto, ceden facilmente. En ellos, la imaginación sustituye a la
realidad, y la inadecuación es tanto mayor cuanto más la fomentan los adultos.
En un grupo de niños se encuentran perdidos. Resultan dolorosamente afectados por la
seca indiferencia de los demás. No se resignan a seguir la corriente que se les traza. En
lugar de reconocer el hecho, sus madres quisieran cambiar el carácter de su hijo.
Quisieran conseguir por la fuerza lo que sólo pueden conseguir lentamente y por
precaución, lo que únicamente puede alcanzarse a base de enconados esfuerzos. El
camino a seguir está plagado de fracasos y de humillaciones dolorosas. Hay que probar
y hacer múltiples intentos Cualquier mandato irreflexivo no hace más que estropear la
labor realizada. Una frase como: «Vete a jugar con los demás niños», puede resultar tan
desacertada como decir: «Ya has jugado bastante».
Es muy fácil esconderse en la masa de un gran grupo.
No es raro encontrarse con esta escena: un juego que se lleva a cabo en el jardín,
agrupando en círculo a los pequeños. Los niños se cogen de la mano y cantan. Son dos,
sin embargo, los que en el centro desempeñan la función principal.
«Vete a jugar con ellos». El pequeño no quiere. Conoce el juego, pero no a los niños.
Cuando una vez quiso jugar, se le dijo: «No te necesitamos. Ya somos bastantes» o
bien: «Eres un tonto entrometido». Quizá lo intentará de nuevo mañana o dentro de una
semana. Pero la madre no quiere esperar. Le hace un sitio y lo mete en el coro de niños.
Tímido y vacilante, el pequeño agarra la mano de su vecino. Le gustaría que nadie le
observase. De este modo, se irá acostumbrando al grupo. Quizá poco a poco se irá
alegrando incluso, haciendo el primer paso hacia una reconciliación con la nueva vida
comunitaria. Pero la madre incurre en una ulterior falta de tacto: quisiera que su hijo
despertara a una participación más viva.
«¿Por qué están siempre los mismos en el centro del círculo? Este todavía no ha estado
nunca. Ponte ahí».
El cabecilla rehusa. Los dos que estaban en medio ceden la orden de la madre, pero a
disgusto. Ahora se encuentra en el centro del círculo el pobre novato, que por nada del
mundo quisiera ser blanco de las miradas.
La escena termina con un niño llorando, una madre disgustada y un grupo de niños
irritados.

La observación de este grupo de niños en el jardín sirve también de ejercicio práctico


para el educador: se trata de la cantidad de elementos perceptibles. De la escena se
deduce una observación general (difícil, ya que todos los niños participan en el juego) y
una particular (la que va dirigida al niño que concretamente se tiene en cuenta).
Iniciativas y células promotoras del círculo, su florecimiento y decadencia. ¿Quién
lleva la voz cantante? ¿Quién organiza y dirige el juego? ¿Quién es el que provoca con
su deserción la disolución del grupo? ¿Cuáles son los niños que eligen sus vecinos?
¿Cuáles son los que dan las manos a los compañeros que les toca en suerte? ¿Quién se
separa con gusto de otro, para dar lugar a que se siente junto a él un nuevo participante?
¿Quién protesta contra este hecho? ¿Quién cambia a menudo de sitio y quién permanece
todo el tiempo en el mismo lugar? ¿Quien aguarda con paciencia durante las pausas del
juego y quién grita nerviosos: «¡Venga ya, más rápido», «¡Empecemos de nueva vez!».
¿Quién está en su sitio de un modo discreto y quién pone una pierna encima de otro, da
manotazos y ríe con estrépito? ¿Quién bosteza, aunque no deje el juego? ¿Quién se
marcha, sea porque ya no está interesado o bien porque se ha ofendido? ¿Quién ataca a
otro en tanto que éste desempeña una función importante? Una madre pretende que su
hijo tome parte en el juego, poniéndole en el círculo, aun cuando es demasiado pequeño.
Uno dice: «No puede. Es muy pequeño». Otro responde: «Eso no importa. Puede
quedarse».
Si un adulto dirigiese el juego, sin duda determinaría el orden y repartiría los papeles
según lo que aparentemente fuese más acertado. Creyendo, sin embargo, que ayuda a
organizarlo, en realidad representaría un impedimento. Vemos que dos niños, casi
siempre los mismos, corren alrededor del círculo. Son el gato y el ratón. Desempeñan
los dos papeles principales, tanto si se juega a hacer de escarabajo como si se juega a
hacer de cuervo. En los demás, se observan diferentes estados y actitudes. Uno
contempla el juego. Otro espía asustado. Un tercero canta al comienzo con voz apagada,
luego con más fuerza y finalmente a pleno pulmón. El cuarto tomar parte en el juego
con gusto, pero vacila y el corazón le palpita hasta sentirlo en la garganta. El cabecilla,
no obstante, que ya tiene diez años, percibe todo esto con gran psicología, tiene una
visión acertada y domina la situación.
En cualquier actividad comunitaria, y por tanto también en el juego, los niños se
diferencian entre sí. Aunque hagan lo mismo, por lo menos en alguna particularidad
presentan ciertas variantes.
Quisiéramos saber lo que representa el niño en la vida, en medio de los demás y en su
propio quehacer. Quisiéramos conocer sus valores manifiestos no los ocultos.
Quisiéramos saber lo que acoge con gusto y lo que puede dar de sí, cómo juzga a la
masa, cómo se desenvuelve independientemente y qué poder tiene para oponerse al
influjo que ejerce una sociedad Por las conversaciones que tenemos con él en la
intimidad, sabemos lo que desearía poseer. Por la observación de su comportamiento
dentro de un grupo de niños, sabemos lo que en realidad puede llevar a cabo. Aquí es
posible percibir de qué forma se desarrolla su trato con los demás. Allí podemos
descubrir los motivos ocultos que promueven este comportamiento. Si siempre
observamos al niño cuando está solo, únicamente conoceremos uno de sus aspectos.
Cuando los otros niños le siguen a él, las preguntas que se plantean son: ¿cómo lo ha
conseguido y de qué manera usa ese privilegio? ¿Desea que los demás le obedezcan?
¿Lo soporta? ¿Se molesta? ¿No está contento? ¿Toma una actitud pasiva? ¿Es
envidioso? ¿Se opone corrientemente o sólo lo hace, de vez en cuando? ¿Suele tener
razón o no? ¿Se guía por sus ambiciones o se deja llevar por el capricho? ¿Impone su
voluntad con tacto o de una forma brutal? ¿Evita a los cabecillas o se somete
enteramente a sus indicaciones?
«¡Espera! Hagámoslo de esta manera. Ya verás cómo irá mejor. Yo no juego ya más
con vosotros. Está bien, di cómo quieres que lo hagamos».

Los juegos pacíficos de los niños no son otra cosa que una conversación, un cambio de
impresiones, la divagación imaginativa sobre un tema determinado que se dramatiza
mediante el sueño de la autoridad y de la fuerza. En el juego, los niños aportan sus
propios puntos de vista, igual como un autor desarrolla sus ideas fundamentales en la
realización de una novela o una obra de teatro. Por esto puede encontrarse a menudo en
los juegos una sátira inconsciente de las personas mayores, cuando juegan a ir a la
escuela, a hacer una visita, a recibir invitados, cuando obsequian a sus muñecas, cuando
compran y venden, cuando hacen de criados y se ponen a su servicio. Los niños pasivos
toman muy en serio el juego de ir a la escuela, ya que les gusta ser alabados. Los niños
activos se lo toman a guasa. Sus travesuras les permiten tomar una actitud general de
protesa. ¿No ponen de manifiesto así, sin querer, su auténtica relación con la escuela?
Cuando un niño no puede salir a un jardín para recorrer el mundo, sueña que hace
largos viajes a través del mar hasta que llega a una isla deshabitada. Cuando no tiene un
perro que le obedezca, uega a ser el jefe de un regimiento. Precisamente cuando no tiene
nada que decir, quisiera poder expresarlo todo. Pero, ¿ocurre esto solamente con los
niños? ¿No fomentan también los partidos políticos, con su influjo sobre los asuntos
públicos, el deseo de construir verdaderos castillos en el aire?

Ordinariamente no vemos con agrado algunos juegos, algunas indagaciones e intentos


infantiles. El niño anda por todas partes imitando al perro, con el fin de experimenta
cómo se comportan los animales. Camina como si estuviera cojo. Anda encorvado
como si fuera un anciano. Pone los ojos bizcos, tartamudea y camina haciendo eses
como si estuviera borracho. Imita al loco que vio una vez en la calle. Anda con los ojos
cerrados, como si fuera un ciego. Se tapa las orejas como si fuese sordo. Se echa sobre
la cama, permanece rígido y aguanta la respiración, haciendo ver que está muerto. Mira
a través de los cristales de las gafas, da una chupada al cigarrillo y a escondidas da
cuerda al reloj. Arranca las alas a las moscas: ¿cómo volarán ahora? Con un imán
consigue atraer una pluma estilográfica. Observa sus orejas: ¿dónde está el tímpano?
Mira su garganta: ¿qué serán las amígdalas? Un chico golpea a la niña pequeña como si
fuera el doctor, ya que quiere experimentar lo que ocurre en estos casos. El niño mira el
sol con una lentilla, escucha el murmullo que se oye dentro de una caracola, golpea dos
piedras entre si con el fin de hacer saltar una chispa.
Quiere ver, investigar y experimentar todo aquello de lo cual puede cerciorarse. No
queda satisfecho con aquellas cosas que han de creerse simplemente.
Todo el mundo dice que no hay más que una luna, y sin embargo se la puede ver por
todas partes.
«Oye, yo me quedo junto a la valla y tú te vas a la otra parte del jardín». Cierran la
puerta. «¿Se ve ahora la luna dentro del jardín?». «Sí». «Aquí también».
Cambian de nuevo sus posiciones y comprueban otra vez el fenómeno Ahora están
convencidos de que, efectivamente, hay dos lunas.

Un puesto especial ocupan los juegos que constituyen una prueba de las propias
fuerzas y un reconocimiento de los propios valores. Con todo, ello sólo puede llevarse a
cabo estableciendo una comparación con los demás.
¿Quién puede dar los pasos más largos? ¿Cuántos pasos podéis dar con los ojos
cerrados? ¿Quién puede estar más rato de pie sosteniéndose con una sola pierna?
¿Quién puede estar más tiempo con los ojos cerrados y sin reírse? ¿Quién puede
aguantar el mismo semblante, aunque otro le mire fijamente? ¿Quién puede estar más
rato sin respirar? ¿Quién grita más fuerte? ¿Quién escupe más lejos? ¿Quién hace un
arco más alto al hacer pipí? ¿Quién lanza la piedra más arriba? ¿Quién salta más
escalones de una vez? ¿Quién salta más lejos y más alto? ¿Quién soporta más tiempo el
dolor cuando se aprieta a uno un dedo? ¿Quién llega más rápido al punto señalado?
¿Quién puede levnatar a otro, cargarlo sobre sí, derribarlo?
«Yo puedo hacer esto. Lo entiendo. Yo lo sé. Yo tengo una cosa». «Yo lo puedo hacer
mejor. Yo lo sé mejor que él. Lo que tengo es mejor que lo suyo».
Luego dicen también: «Mi mamá y mi papá pueden hacer esto, tienen lo otro...».
De esta manera se consigue que la gente le atiende a uno, alcanzando la
correspondiente posición en el mundo que nos rodea. Con respecto a este punto, habría
que pensar que la prosperidad de un niño no depende únicamente de cómo es juzgado
por los mayores, sino también -y quizá en un grado superior todavía- de la opinión de
sus compañeros. Estos tienen quizá otros principios, pero no son menos constantes por
lo que se refiere al juicio del mundo y a la concesión de derechos a los miembros de su
comunidad.
Un niño de cinco años puede ser admitido en un grupo de niños de ocho, así como
éstos pueden ser tolerados a su vez por niños de diez años que deambulan ya solos por
la ciudad, que poseen una caja con cerradura para guardar su pluma estilográfica y un
bloc de apuntes. De este modo, un niño que únicamente aventaja a los demás en dos
cursos puede despejar muchas incógnitas. Por un pedazo de pastel, es capaz de
introducir a otro en grandes misterios y de proporcionarle grandes bienes culturales:
Un imán atrae el hierro, porque está magnetizado. Los caballos árabes son lo mejores,
porque tienen las patas muy delgadas. Los reyes no tienen la sangre roja como los
demás hombres, sino azul. Los leones y las águilas tienen también, sin duda, sangre azul
(habría que preguntar a alguien sobre esto). Cuando un cadáver agarra a uno por la
mano, ya no se puede soltar más. En la selva hay mujeres que, en lugar de cabello,
llevan serpientes en la cabeza. Lo vio una vez en una ilustración. Incluso él pudo verlas
en la selva, aunque solo desde lejos, porque quién las contempla desde cerca se
convierte en piedra (¿miente descaradamente en este punto?). Ha visto ya un borracho,
sabe cómo nacen los niños y puede construir un portamonedas solamente a base de
papel.
Esto último no lo ha afirmado únicamente, sino que en efecto ha construido un
portamonedas con unas páginas de un periódico. La mamá, en cambio, no puede
hacerlo.

Si no menospreciamos al niño, sus sentimientos, sus aspiraciones, así como tampoco


sus juegos, comprenderemos que tiene toda la razón al querer ir con un chico
determinado y evitar, en cambio, a otro a quien sólo encuentra por obligación y con
quien sólo está a disgusto. Con su mejor amigo pueden reñir, pero al cabo de poco
tiempo están de acuerdo otra vez. Con un niño intolerable no se puede tratar, sin discutir
duramente.
Con él no se puede jugar, porque chilla por cualquier nadería. Se ofende enseguida. Se
queja, grita, se exalta. Se echa faroles, golpea a tontas y a locas, siempre quiere mandar.
Es acusica. Engaña. Siempre va sucio. Es feo. De este modo, un solo pequeño que arma
camorra y se pone cargante es capaz de echar a perder el juego. Observad alguna vez a
los niños cómo se esfuerzan por netrualizar al perturbador de su paz. Los niños mayores
también dejan con gusto que uno más pequeño juegue con ellos, ya que puede ocupar
un sitio vacante. Con todo, se ha de contentar con un papel secundario y no estorbar.
«¡Dale esto!» «¡Cede tu sitio! ¡Permíteselo!» «¿No ves que todavía es muy pequeño?».
Pero esto no es verdad: los mayores tampoco hacen ninguna concesión a los niños...
¿Por qué no puede ir el pequeño con sus padres, cuando éstos van a hacer una visita?
Allí hay pequeños con los que le gusta jugar.
Le gusta jugar con ellos, pero en su casa o en su jardín Allí, sin embargo, hay un señor
que arma escándalo. Allí le molestan con besos. La criada le hace enfadar. La hermana
mayor le gasta bromas pesadas. Allí hay un perro que le da miedo. Su amor propio no le
permite dar los verdaderos motivos. Por esto su madre cree únicamente que no quiere ir
a aquella casa porque se le antoja.
No quiere ir al parque. ¿Por qué no? Porque un chico mayor que él le ha amenazado
con darle una paliza. Porque la niñera de una chica le ha dicho que se va a quejar de él
como siga molestando. Porque el guarda le ha amenazado con el bastón si vuelve a
correr sobre la hierba para ir a recoger la pelota. Porque prometió a otro chico que le
daría una ficha, y ahora ha desaparecido.
Existen niños caprichosos. He conocido bastantes en mis horas de charlas con ellos.
Estos niños saben lo que quieren pero no lo encuentran. Tienen poco aire para respirar,
ya que viven bajo el lastre de unos cuidados excesivos. Cuando la relación de los
mayores con los niños es fría en general, los pequeños patológicamente caprichosos
desprecian el mundo que les rodea y lo odian. Un amor irreflexivo también puede
martirizar a los niños. La ley tendría que ponerlos bajo su protección.

Hemos revestido a los niños con el uniforme de la infancia. Ahora creemos que nos
quieren, que nos respetan y que ponen su confianza en nosotros. Son inocentes, crédulos
y agradecemos. Hacemos el papel de un protector desinteresado que no come ningún
error. Nos conmovemos al pensar en los sacrificios que hemos hecho por ellos, y hemos
de confesar que no siempre nos ha ido del todo mal. Al principio, los niños creen en
nosotros. Pero luego empiezan a dudar. Intentan rechazar instantes de sospecha que se
introducen con malicia, hasta llegar a luchar encarnizadamente contra ellos. Con todo,
al reconocer la esterilidad de sus buenos propósitos, es cuando empiezan a engañarnos,
a sobornarnos y a usarnos.
Por medio de ruegos, de sonrisas cariñosas, de besos, gracias y poses sumisas, logran
sacar de nosotros lo que quieren. Nos ganan con su condescendencia. Muy pocas veces
y con mucho tacto nos dan a entender que ellos tienen ciertos derechos. A veces
obtienen las cosas a base de ponerse pesados. A veces dicen con toda claridad: «¿Y qué
me darás si hago esto?».
Hay infinidad de variantes por lo que respecta a esos esclavos obedientes y rebeldes a
la vez.
«Esto es feo. No está bien. Es un pecado. La señorita de la escuela también lo ha
dicho... ¡Oh, si tu supieras mamá!».
«Si no quieres puedes marcharte. Tu señorita es tan tonta como tú. Yo no puedo
saberlo todo. Además, ¿qué me importa a mí?».
No nos gusta que el niño se enfade por una reprensión porque, al encolerizarse, brotan
en sus laios ciertas palabras que no quisiéramos haber oído.
El niño posee una conciencia. Pero su voz suele callar en las pequeñas discrepancias
cotidianas. A esta conciencia corresponde la secreta aversión hacia el demonio
despótico y, por tanto, injusto de los fuertes que no han de dar cuentas a nadie de su
poder.
Cuando un niño tiene simpatía por un tío suyo, es porque le debe un breve tiempo de
libertad, porque por fin llega la vida a su casa, porque le ha hecho un regalo. El regalo
tiene más valor, cuando cumple los deseos abrigados durante largo tiempo. Por lo
común, un niño recibe menos regalos de lo que nosotros pensamos. No recibe con gusto
lo que le regala una persona a quien no quiere: «Piensa que me ha hecho un favor», se
dice indignado y sin ninguna clase de agradecimiento.

Los mayores son tontos: no saben usar la libertad de que disfrutan. Esos seres
afortunados pueden comprar lo que quieren. Pueden hacerlo todo. Sin embargo, siempre
están enfadados y gritan por cualquier pequeñez.
Los mayores no lo saben todo, por supuesto. A menudo únicamente responden para
quitarse de encima a uno. A veces contestan con una burla o de una forma que no se les
tiende. Uno dice una cosa, y otro otra diferente. Nunca se sabe quién tiene razón de los
dos. ¿Cuántas estrellas hay? ¿Cómo se dice «cuaderno» en el lenguaje de los negros?
¿Cómo se duerme una persona? ¿El agua es un ser viviente? ¿Cómo sabe el agua si está
a cero grados de temperatura y cómo conoce que ha llegado el momento de convertirse
en hielo? ¿Dónde está el infierno? ¿Cómo ha conseguido este señor hacer una tortilla en
su sombrero con un reloj de bolsillo? ¿Cómo es que luego el reloj se ha quedado
intacto? ¿Cómo no se ha estropeado el sombrero? ¿Es un milagro?
Los mayores no son buenos. Los padres dan de comer a sus hijos. Pero tienen que
hacerlo, porque de lo contrario moriríamos. No permiten nada a los niños. No hacen
más que reírse, como si quieran decir algo, en lugar de explicar a uno las cosas tal como
son. Se burlan de uno a propósito y se divierten a costa de los pequeños. Son injustos.
Cuando alguien les descubre algo, entonces creen. Se se les adula, entonces te quieren
bien. Cuando están de buen humor, se puede hacer todo. Pero si no lo están, todo les
molesta.
Los mayores mienten. Mienten cuando dicen que de comer caramelos salen gusanos,
cuando afirman que se sueña cosas malas si no se come, que se hace uno pipí en la cama
si juega con fuego y que se llama al diablo cuando se bambolean las piernas. Tampoco
tienen palabra. Primero prometen algo, pero luego lo olvidan Si lo reconocen, entonces
se inventan que lo prohibieron por castigo, ya que de lo contrario lo hubieran permitido.
Dice que dicen la verdad. Pero si uno se atiene a ello, se molestan. Son falsos. No
hablan igual a la cara que a la espalda. Aunque no les guste una persona, la tratan como
si estuvieran encantados con ella. Siempre dicen: «Por favor, gracias, perdón, mis
respetos». Se diría que se lo toman en serio.
Veamos, sin embargo, una escena y consideramos atentamente la expresión del rostro
de un niño que llega saltando de alegría. En su entusiasmo, dice o hace algo que no está
bien, irrumpe en la casa de repente y de una forma desconsiderada.
El padre está escribiendo: el niño se precipita dentro de la habitación con una noticia y
lo agarra por las mangas. No se da cuenta de que al mismo tiempo aparece un gran
borrón de tinta sobre un importante documento. Duramente increpado, observa lleno de
admiración: ¿Qué ha ocurrido ahora?
La experiencia de preguntas inconvenientes, de bromas desafortunadas, de misterios
descubiertos o de asuntos imprudentes, ha enseñado al niño a tratar a los mayores como
si fueran animales domesticados que, no obstante, conservan aún su fiereza. Nunca se
puede estar totalmente seguro de ellos.

Además del menosprecio y de la antipatía que los niños pueden tener por lo mayores,
se puede percibir también muchas veces cierta repugnancia.
Una barba punzante, un rostro áspero o el olor de un cigarro pueden repugnar a un
niño. Después de cada beso, se lava la cara, si las circunstancias no se lo impiden. La
mayoría de los niños no quieren que se les ponga en el regazo. Si se le coge de la mano,
poco a poco inadvertidamente se van desprendiendo. Tolstoi observó esta forma de
proceder entre los niños de pueblo. Es propio de todos los niños que todavía no han sido
afectados y atemorizados por una obediencia ciega.
Cuando el niño percibe el tufo de sudor o la fragancia de un perfume muy fuerte, dice
con repugnancia: «¡Qué peste!». Luego le dirán que eso no se dice y que el perfume
huele muy bien. Todavía no conoce a fondo las cosas...
A esas damas y caballeros que padecen hipo, dolores reumáticos y diarrea, les huele el
mal aliento. Estas personas que temen la corriente de aire y la humedad, que por la
noche ya no pueden comer nada, que son atormentadas por ataques de tos y que ya no
tienen dientes, que no pueden subir las escaleras y que se ponen rojos, son gente gorda
que jadea y, en conjunto, un tanto monstruosa.
Esta forma dulce de hablar, estas caricias, estas galanterías y charloteos, estas
confidencias, esas preguntas estúpidas y esa sonrisa cuyos motivos se desconocen...
«¿A quién se parece? ¡Oh, qué alto está! Mira qué alto se ha vuelto». El niño espera el
momento en que todo eso llegue a su fin...
A los mayores no les importa decir delante de todo el mundo: «Vas a perder los
pantalones» o bien «¿Quieres que vayamos a hacer pipí?». Son gente indecorosa... El
niño se siente más limpio, más educado y más digno de consideración.
«Tienen miedo de comer demasiado y se asustan de llevar los pies húmedos. Son gente
cobarde. Yo no tengo miedo de todo esto. Cuando les asalta el pánico, se arriman a la
estufa. Pero, ¿por qué nos prohíben todo a nosotros?».
Llueve: el niño sale fuera de la casa, se mete bajo el chaparrón, se pone a correr, riendo
como un loco, mientras los pelos baten sobre su cabeza. Hay que subir por una cuesta
más empinada: dobla los brazos por los codos, se encorva, endereza los hombros,
sostiene la respiración, tensa sus músculos. Los dedos se le van poniendo rígidos y los
labios toman un color morado. Parece como si hubiera estado en un entierro o en una
pelea. De nuevo vuelve a casa, para calentarse: «Estoy helado. Ha sido muy divertido».
Esas personas mayores a quienes todo les hace daño son gente muy desgraciada. Y
quizá es la compasión el único buen sentimiento que nos dedican los niños: en la vida
de los mayores siempre hay algo que no está solucionado. En pocos momentos se
sienten felices. El pobre papá ha de trabajar. La mamá siempre está débil. Sin duda,
morirán dentro de poco tiempo, los pobres. Por esto, no deberíamos ofenderles.

Hagamos una reserva. Junto a esos sentimientos que sin duda siente un niño, junto a
las reflexiones que se le imponen por sí mismas, el pequeño capta lo que significa el
cumplimiento del deber. No se puede librar enteramente de los puntos de vista que
ejercen una fuerza sobre él ni de las influencias emocionales. Los niños activos, con la
escisión de su yo, crean conflictos más rápidamente y de una forma más expresiva. En
los niños pasivos, este proceso se realiza más tarde y de un modo menos claro. Un niño
activo puede desarrollar su fantasía por sí mismo. A un niño pasivo "le abre los ojos" un
compañero que se cruza en su camino. De todos modos, ni uno ni otro proceden de
forma tan sistemática como la nuestra con todas nuestras contradicciones. También él
lucha contra los más viejos antagonismos: quisiera hacerlo, pero no puedo; cómo se
hace, pero no acabo de hacerlo.
Un educador que no inculca las cosas, sino que las descubre, que no estruja, sino que
configura, que no dicta, sino que enseña, que no exige, sino que pregunta, vive
conjuntamente con el niño muchos momentos conmovedores, experimenta muchas
veces con lágrimas en los ojos la lucha entre el ángel y el diablo, hasta que por fin el
ángel luminoso logra la victoria.
El chico ha mentido. A escondidas, se ha comido la confitura del pastel. Ha levantado
las faldas a una chica pequeña. Ha echado piedras a las ranas. Se ha reído de un
jorobado. Ha roto una figura de porcelana, y luego la ha enganchado de forma que no se
notara nada. Ha fumado cigarrillos. Ha sido malo y ha insultado a su padre.
Se ha comportado mal. En su interior sabe que no ha sido la última vez, que de nuevo
se apartará de sus buenos propósitos y que otra vez se dejará persuadir por los amigos.
A veces sucede que un niño se tranquiliza de repente, se vuelve obediente y delicado.
Los mayores piensan: «Probablemente siente algo en su conciencia». A menudo, este
cambio milagroso suele ir precedido de un torrente de sentimientos, de almohadas
bañadas por las lágrimas, de propósitos y de promesas solemnes. Si estuviéramos
seguros - no en el sentido de tener una garantía, sino de hacernos la ilusión - de que la
estúpida travesura ya no se repetirá otra vez, estaríamos inclinados a menudo a
perdonar.
«No puedo convertirme en una persona diferente. De ahí que no pueda prometer
nada». Estas palabras no las dicta la obstinación, sino la honradez. «Ya entiendo lo que
ellos me dicen, pero no lo siento así». Esta frase me la decía un niño de doce años.
Esta honradez digna de atención se encuentra también entre los niños de inclinaciones
desviadas: «Ya sé que no puedo robar. Es una vergüenza y un pecado. Yo no quiero
robar, pero no sé si no lo haré otra vez. En esto no tengo ninguna culpa».
El educador vive momentos dolorosos, cuando en la perplejidad del niño percibe su
propia impotencia.
Solemos sucumbir a la ilusión de que un niño puede contentarse durante mucho tiempo
con una visión angelical del mundo, en la que todo es sencillo y razonable. Somos
propensos a pensar que logramos ocultarle aún nuestra ignorancia, nuestra debilidad,
nuestras contradicciones, nuestras derrotas y humillaciones, así como también el hecho
de que no existe alguna fórmula para ser feliz. La receta de los pedagogos autodidactas
de que basta educar a los niños de una forma consecuente, resulta bastante estúpida.
Para ellos, el padre no debería criticar el proceder de la madre. Los mayores no deberían
hablar en presencia de los niños. La criada tendría que mentir diciendo: «Los señores no
están en casa», cuando se presentan visitas que uno no desearía ver ni atender.
Pero entonces, ¿por qué no se puede atormentar a ningún animal, siendo así que se
matan miles de moscas echando insecticida en una habitación? ¿Por qué se compra
mamá un vestido bonito, si no se puede decir que que el vestido es bonito? Son
realmente traidores los gatos? Ante un gato, la vieja niñera se santigua y exclama:
«¡Dios Mío!». Su señora le explica que se trata únicamente de «electricidad». ¿Hay que
tener cuidado en general de las personas mayores, como hay que tener cuidado de un
ladrón? El tío ha dicho: «He tenido un dolor de tripas de miedo», pero es feo decir esto.
¿Por qué los «perros» suelen salir en las maldiciones? La cocinera cree en los sueños,
pero la mamá no. ¿Por qué se dice: «Está más sano que una manzana». ¿Es que las
manzanas pueden también ponerse enfermas? ¿Es verdad que por la noche todos los
gatos son pardos? ¿Por qué es feo preguntar cuánto ha costado un regalo? ¿Cómo se
puede disimular algo, cómo se puede explicar una cosa, sin hacer todavía más profunda
la incomprensión?
¡Oh, esas respuestas que solemos dar...! En cierta ocasión, fui testigo por dos veces de
cómo se explica a un niño lo que era un globo terráqueo, que podía verse en el
escaparate de una librería.
«¿Qué es esta especie de pelota?», pregunta el niño. «Pues eso, una pelota», responde
la criada.
Pregunta otra vez: «Mamá, ¿qué es esta especie de bola?».
«No es una bola, sino la tierra. Aquí hay casas, caballos y también la mamá».
«¿La mamá?», exclama el niño mirando con compasión a su madre y vivamente
preocupado. Ya no repitió más su pregunta.
Las manifestaciones aparatosas de la alegría o de la tristeza infantiles las consideramos
como auténticas, cuando se distinguen de nuestro estado de ánimo. Pero no advertimos
su alegre jovialidad, su doloroso estado de sorpresa, su recelo ni sus dudas humillantes,
si todos estos sentimientos son parecidos a los nuestros. No sólo es «auténtico» el niño
que brinca sobre una sola pierna, sino también aquel que reflexiona sobre los misterios
asombrosos de la vida que aparecen en los cuentos de hadas. En este aspecto,
únicamente deberían descartarse aquellos niños realmente «innaturales» que repiten
frases inculcadas por los mayores que ellos mismos han cazado al vuelo en sus
conversaciones. Un niño no puede pensar «como una persona mayor», pero puede
pensar a su manera infantil sobre los serios problemas de los mayores. Su conocimiento
deficiente y su falta de experiencia le obligan a pensar de otra manera.
Estoy contando un cuento: en él aparecen encantamientos, dragones, adivinos, hijas de
reyes a quienes se les echa una maldición. De repente, se oye la pregunta aparentemente
estúpida: «¿Es verdad todo esto?».
Sin yo decir nada, oigo cómo otro niño le explica en un tono de cordura: «Ya han
dicho que era un cuento».
Ni las personas ni las actitudes son indignas de creerse. todo eso sería verdad. Pero de
hecho no lo es, porque hemos dicho: «Los cuentos de hadas no son verdad».
El lenguaje, que debería desenmarañar los horrores y las maravillas del mundo que nos
rodea, ha ahondado y difundido por el contrario la ignorancia. Antes, la pequeña vida
cotidiana pedía un determinado numero de respuestas concretas. Hoy día, el gran ser de
la palabra ha profundizado ya en todos los problemas, en los antiguos y en los actuales,
en los más cercanos y en los de más allá. el hombre moderno ya no tiene tiempo para
tenerlo todo en cuenta en sus reflexiones ni mucho menos para investigarlo. El
conocimiento teórico se divorcia e la vida cotidiana, sustrayéndose así a nuestro
examen.
Por lo que se refiere a este punto, los temperamentos - el activo y el pasivo - se
convierten en dos tipos anímicos: el determinado por la realidad y el reflexivo.
El determinado por la realidad cree o no cree, según lo que determine la autoridad. Es
más cómodo y más útil creer. El reflexivo investiga intensivamente, deduce, niega y se
rebela con los hechos y las palabras. El error inconsciente del primero lo contraponemos
a la voluntad de conocer por parte del segundo. Esto, sin embargo, constituye una
equivocación que dificulta el diagnóstico y hace inviable la terapia pedagógica. En las
clínicas psiquiátricas se toman por cinta magnetofónica los monólogos y las
conversaciones de los pacientes. En las clínicas pedagógicas del futuro se hará
exactamente lo mismo. Por ahora, sólo disponemos de un material: las preguntas de los
niños.

La leyenda de loa vida. El cuento de la fauna. En el mar hay peces que tragan a las
personas. ¿Son estos peces más grandes que los trasantlánticos? ¿Se ahora un pez,
cuando se traga a un hombre? ¿Y qué ocurre, cuando se traga a un santo? ¿Qué comen
cuando no se hunde ningún barco? ¿ Se puede coger uno de estos peces? ¿Pueden vivir
también en el mar peces ordinarios? ¿Cómo? ¿Por qué no se echa fuera a toos esos
peces? ¿Hay muchos? ¿Un millón quizá? ¿Puede hacerse una barca de uno de estos
peces? ¿Son antediluvianos estos peces?
Las abejas tienen una reina. ¿Por qué no tienen ningún rey? ¿Se ha muerto? Si los
pájaros saben cómo hay que volar hacia África, entonces, son más listos que los
hombres porque ellos no han aprendido a hacerlo. ¿Por qué se llama insecto «ciempies»,
si propiamente no tiene tantos? ¿Cuántos tiene en realidad? ¿Son todas las zorras
astutas? ¿Quizá lo serán más un día? ¿Y por qué lo son? Cuando se castiga y se golpea a
un perro, ¿sigue siendo tan fiel como antes? ¿Por qué no se puede mirar, cuando un
perro salta encima de otro? ¿Vivieron alguna vez los animales disecados? ¿Se puede
disecar también a un hombre? ¿Se encuentra incómodo y con falta de espacio un
caracol? ¿Muere, si se le saca de su casa? ¿Por qué está tan húmedo como un pez?
¿Entiende cuando se le dice: "caracol, caracol, saca tus cuernos al sol"? ¿Por qué los
peces tienen la sangre fría? ¿Por qu´no se hace daño una culebra cuando se quita la piel?
¿Sobre qué hablan las hormigas entre sí? ¿Por qué se dice que el hombre «muere» y que
los animales «revientan»? ¿Cuándo una araña destruye la red, entonces revienta? ¿De
dónde coge los hilos para hacer otra red? ¿Cómo puede una gallina salir de un huevo?
¿Hay que enterrarlo? ¿El avestruz come piedras y hierro, con cuyos materiales puede
hacer ruidos tan raros? ¿Cómo sabe el camello para cuántos días ha de proveerse de
agua? ¿No entiende el papagayo ninguna palabra de las que dice? ¿Es más listo que un
perro? ¿Y por qué no se puede cortar la lengua un perro, con el fin de que hable? ¿Fue
Robinson Crusoe el primero que hizo hablar a un papagayo? ¿Es difícil aprender cómo
se hace?
El cuento de las plantas: Un árbol vive, respira, muere. De una pequeña bellota nace
una encina. De una flor surge una pera. ¿Puede verse? ¿Crecen camisas en los árboles?
La señorita ha dicho en la escuela (esto lo jura y lo perjura). ¿Es verdad? El padre
contesta: «no digas tonterías». La madre opina que las camisas no crecen en los árboles,
sino que el lino del cual se hacen crece en el campo. En la escuela, sin embargo, la
señorita ha dicho que de esto no se puede hablar durante la clase de matemáticas. Dice
que ya lo explicará en otra ocasión. Entonces, no es mentira. Es posible por lo menos
ver uno de estos árboles. ¿Qué es un dragón, comparado con este milagro? No existen
los dragones, pero podrían existir. ¿Cómo podría haber matado San Jorge a un dragón,
si no hubiera existido ninguno? ¿Por qué se representan sirenas, si no exise ninguna?

El cuento de los pueblos. El negro tiene la piel oscura. De ese modo no se advierte si
se lava. Su lengua no es oscura, y aún menos sus dientes. No es un diablo: no tiene
cuernos ni cola. Sus hijos también son oscuros. Son terriblemente salvajes: se comen a
los hombres. No creen en Dios, sino en las ranas. Al principio, todo el mundo creía en
los árboles, porque era tontos. Los griegos también creyeron en estas cosas estúpidas.
No obstante, eran listos. ¿Por qué creían entonces en estas tonterías? Los negros se
pasean desnudos por las calles y no les da vergüenza. Se ponen conchas en la nariz y
creen que es bonito. ¿Por qué no les dice alguien que esto no hay que hacerlo? Son
felices: comen higos, dátiles y plátanos, tienen monos a su alcance y no tienen que
aprender nada. Cuando van a cazar se llevan también a un niño. Los chinos llevan
trenzas y dan mucha risa. Los franceses son más listos pero comen ranas y dicen:
«Bonchur». Se dice que son listos, pero hablan de una forma my chusca: «Bon, pon,
fon, son». Con los alemanes ocurre lo contrario: «Der, di, das». Los judíos tienen miedo
de cualquier basura, gritan: «Ad, baj» y estafan a la gente. Un judío ha de engañar
forzosamente a las personas, porque son así y porque mataron a nuestro Señor Jesucrito.
En América también hay polacos. ¿Qué pueden hacer allí? ¿Se dedican a mendigar o
entran a trabajar en un circo? Debes ser bonito poder trabajar en un circo. ¿Se puede
seguir haciendo alguna acrobacia o algún ejercicio de habilidad, cuando se le disloca a
uno una mano? ¿Existen de verdad los enanos? Y si no existen, ¿por qué? ¿Cómo se
sabe qué aspecto tienen? Por la calle anda un hombre muy pequeño y todo el mundo lo
mira. ¿No crecerán nunca los liliputienses? ¿Han quedado así por castigo? ¿Eran de
verdad hechiceros los venecianos? ¿Cómo podían hacer cristal sólo a base de arena? ¿Es
difícil? ¿Se puede subir realmente a las cumbres de aquellas montañas de las cuales sale
fuego? ¿Forman también un pueblo los marineros? ¿Pueden vivir en el agua? ¿Qué es
más difícil: ser buzo o ser marinero? ¿Qué es más importante?
A veces se plantean también preguntas inquietantes: Si me embadurnarse
completamente de tinta, ¿me tratarían entonces los negros como un amigo?
Un niño difícilmente se conforma con una respuesta que no implique una posibilidad
práctica de aplicación. Quisiera también probarlo con hechos, hacer algún intento o por
lo menos observar de cerca lo que se experimenta.

El cuento de los hombres. ¿Hay hombres que llevan ojos de cristal? ¿Pueden quitarse
esos ojos? ¿Se puede ver también con ellos? ¿Para qué se ponen pelucas algunas
personas? ¿Por qué se ríe la gente, cuando uno es calvo? ¿Hay de verdad hombres que
hablan por el estómago o lo hacen por el ombligo? ¿Por qué está prácticamente ahí el
ombligo? ¿Hay realmente un tímpano en los oídos? ¿Po qué son saladas las lágrimas y
por qué el amor es también salado? ¿Por qué las chicas llevan el pelo largo, de modo
que su aspecto es totalmente distinto? ¿Es verdad que en primavera se alegran los
corazones? ¿Se alegran también los corazones de los naipes? ¿Hay que morir
forzosamente? ¿Dónde estaba yo, cuando todavía no había venido al mundo? La criada
dice que de tanto mirar se puede poner uno enfermo, pero que si se va a escupir al jardín
muchas veces se pone bueno. ¿Qué ocurre en la nariz, cuando se estornuda? ¿Un
borracho está enfermo? ¿Y un loco? ¿Qué es peor, un borracho o un loco? ¿Por qué no
puedo saber todavía ahora cómo nacen los niños? ¿De dónde viene el viento? ¿Quién
sopla? ¿Es mejor ser sordo que ciego? ¿Por qué mueren los niños, y en cambio los
viejos siguen viviendo? ¿Cuándo hay que llorar más, cuando muere la abuela o cuando
muere un hermanito? ¿Por qué no puede ir al cielo un canario? ¿Las madrastras han de
golpear a sus hijos? ¿La leche de los pechos viene también de la vaca? ¿Es verdad lo
que se sueña o sólo se lo imagina uno?¿Cómo es que hay cabellos rojos? ¿Cómo es que
no puede nacer ningún niño, si no hay hombres? ¿Es mejor comer setas venenosas o
dejarse picar por una serpiente? ¿Se mejora uno más corriendo bajo la lluvia o estando
quieto? ¿Qué es el eco? ¿Por qué se oye en el bosque? ¿Cómo es que se oye el mar
dentro de una caracola? ¿Cómo ha podido meterse todo? ¿Qué es una sombra? ¿Cómo
es que no se pueden coger con las manos? La criada dice que si uno lleva bigote y da un
beso a una chica, a ella le sale también bigote. ¿Es verdad? ¿Salen de verdad gusanos en
los dientes? ¿Pueden verse?

El cuento de la autoridad. Un niño tiene muchos dioses, semidioses y héroes. Las


autoridades están divididas en las que se ven y en las que no se ven. Su jerarquía es
enormemente complicada. La mamá, el papá, la abuela, el abuelo, la tía, el tío, los
empleados de la casa, los policías, los soldados, el rey, el médico, los viejos en general,
el cura, el maestro, los compañeros con más experiencia.
Autoridades visibles, pero inanimadas: la cruz, los rollos de la Torá, el libro de
oraciones, las imágenes de los santos, retratos de antepasados, pinturas de gente famosa,
fotografías de personas conocidas. Autoridades invisibles: Dios, la salud, el alma, la
conciencia, los muertos, los hechiceros, el diablo, los ángeles, los espíritus, los lobos,
parientes lejanos de los cuales se suele hablar.
Autoridades que exigen obediencia: el niño se da cuenta de ello, aunque con dolor. Por
si fuera poco, exigen además que se les ame, lo cual resulta ya más difícil.
«A los que más quiero son a papá y a mamá». Los niños pequeños suelen coquetear,
con el fin de replicar con respuestas incomprensibles a preguntas igualmente
incomprensibles. Un niño mayor no puede sufrir este tipo de preguntas: le humillan y le
hacen sonrojarse. A veces ama a sus padres mucho, a veces menos, a veces tanto como
sea imprescindiblemente necesario, a veces los odia también. Sin duda, es terrible, pero
si uno odia alguna vez, ¿qué puede hacer para evitarlo? La estimación es un sentimiento
tan variable que el niño rehúsa tomar una decisión sobre este punto. Simplemente confía
en la experiencia de los mayores.
Mamá dice a la criada lo que ha de hacer, y la criada tiene miedo de mamá. Mamá se
ha enfadado con la niñera. Mamá ha de preguntar al doctor si esto o aquello está
permitido tomarlo. El policía puede multar a mamá. El compañero de escuela no tiene
que obedecer a mamá. El jefe de la oficina ha regañado a papá. Por esto, papá está triste.
El soldado teme al oficial, el oficial al general, y el general al rey. Aquí todo es
comprensible. Quizá por esto los chicos se interesan tanto por la disciplina militar.
Quizá por esto los chicos dosifican con tanta precisión su aprecio por las diferentes
clases que se dan en la escuela. También aquí todo resulta comprensible.
Una atención especial merecen los mediadores entre las autoridades visibles y las
invisibles. El cura ha hablado con Dios. El médico tiene sus relaciones secretas son la
salud. El soldado ha podido tratar alguna vez con el rey. La criada sabe mucho de cosas
referentes a encantamientos, fantasmas y espíritus.
Hay momentos en que el pastor de ovejas se convierte también en una gran
personalidad: por ejemplo, cuando logra tallar una figurita de madera con su navaja de
bolsillo. Mamá no puede hacerlo, como tampoco el general y el médico.

¿Por qué se tiene dolor de barriga, si se come fruta verde? ¿La salud esetá en la barriga
o en la cabeza? ¿Es lo mismo la salud que el alma? ¿Por qué puede vivir un perro sin
alma y, en cambio, un hombre se muere sin ella? ¿Se pone también enfermo el médico?
¿Tiene que morir también y por qué? ¿Por qué se muere toda la gente mayor? ¿Es
verdad que hay hombres que escriben libros y viven de ellos? Los reyes se mueren
todos, no resisten. ¿Tiene alas una reina? ¿Fue santo Adam Miekiewiz (famoso poeta
del romanticismo polaco, 1798-1855)? ¿El cura ha visto de verdad a Dios? ¿Puede volar
un águila hasta el cielo? ¿Dios reza también? ¿Qué hacen los ángeles: duermen, comen,
juegan al fútbol, y quién les cose los vestidos? ¿Los demonios tienen dolores muy
fuertes? ¿Se han intoxicado con setas venenosas? ¿Si Dios es malo con los ladrones,
¿por qué hemos de rezar por ellos? ¿Se asustó mucho Moisés, cuando vio a Dios? ¿El
trueno es un milagro? ¿Dios es el aire? ¿Por qué no se puede ver el aire? ¿El aire entra
de golpe en una botella vacía o sólo poco a poco? ¿Cómo sabe que ya no hay agua
dentro? ¿Por qué maldicen los pobres? Si no es ningún milagro, ¿cómo nadie puede
hacer que llueva? ¿De qué están hechas las nubes? ¿Vive en un ataúd esta tía que decías
que se ha ido muy lejos?
¡Cuán infantil es al esperanza de aquellos padres (no sólo los progresistas) que creen
comunicar a su hijos las ideas del mundo que les rodea, cuando elos dicen: «No hay
ningún Dios»! Si no hay ningún Dios, ¿quién es entonces el que ha hecho todo esto?
¿Quién hace también lo que será después de que yo muera? ¿Cómo nació el primer
hombre? ¿Es verdad que se vive como un animal, si no se reza? Papá dijo que los
ángeles no existen. Pero yo he visto uno con mis propios ojos. Si no hay ningún pecado,
¿por qué está prohibido entonces, matar? También siente dolor una gallina, cuando la
matan.
De nuevo se plantean dudas en alta voz y preguntas inquietantes.
Un cuento sombrío: el enigma de la pobreza. ¿Por qué hay gente que padece hambre,
que es pobre y que se muere de frío? ¿Por qué no compran nada? ¿Por qué no tienen
dinero? ¿Por qué no se les da más que una peseta?
Tú dices: «¡Pobres niños! Van sucios, dicen palabrotas y tienen piojos en la cabeza.
¡Pobres niños! Están a menudo enfermos y, además, les pueden contagiar enfermedades.
Se pegan, echan piedras y dan en el ojo de otro niño. NO pueden ir nunca al patio.
Siempre han de estar en la cocina. ¡Qué aburrido! ».
Pero la vida dice: « No están siempre enfermos. Corren todo el día contentos, beben
agua de las fuentes y se compran caramelos de diversos colores que tienen muy buen
gusto. El chico coge la escoba, se pone a barrer el patio, remueve la nieve con una pala.
Todo resulta muy divertido. No tienen piojos. Esto es simplemente falso. No se tiran
piedras, puesto que todavía conservan los ojos en su sitio. No se pegan, sino que miden
sus fuerzas. Dicen palabrotas para reírse, y estar en la cocina es cien veces más
divertido que estar en una habitación».
Dices a tu hijo: «Hay que amar y respetar a la gente pobre, porque son buenos y
trabajan mucho. Hay que dar gracias a la cocinera, porque nos prepara la comida. Hay
que estar agradecido al portero, porque cuida de toda la casa. Debes jugar con sus
hijos».
Pero la vida dice: «La cocinera ha matado un pollo y mañana comeremos todos,
incluso la mamá. Cuando se ha matado el pollo, ya no tiene dolor. La cocinera, sin
embargo, lo ha matado cuando estaba vivo. Mamá no lo puede ver nunca. El portero ha
ahogado unos perritos. ¡Eran tan bonitos! La cocinera tiene las manos muy duras.
Incluso las mete en el agua sucia. El campesino huele mal, el judío también. No se dice
más que «criada» o «portero»; no e antepone nunca «señora» o «señor». Los niños
pobres van sucios. Se les muestras algo, enseguida dicen: «¡Dámelo!». Si no se lo das,
te quitan la gorra de la cabeza y se ríen. Un niño me ha escupido en medio de la cara...».
El niño no ha oído hablar todavía de malvados hechiceros, pero se acerca con miedo a
un anciano pobre para darle una peseta.
El niño sabe que en estos casos ha quedado todavía algo por explicar y que se oculta
algo en estos asuntos que es feo y que nadie quiere o no puede explicárselo.

Las rarezas de la vida social y de la buena educación: no es fino meterse los dedos en
la boca, hurgarse las narices o limpiarse los mocos con la mano. No es de buena
educación pedir algo, decir: «no quiero», resistirse cuando le besan a uno o decir: «no es
verdad». No es de buena educación apoyar los codos en la mesa ni dar la mano el
primero a los mayores. Es feo bambolear las piernas, meterse las manos en los bolsillos
y volver la cabeza hacia atrás cuando se va por la calle. Tampoco está bien hacer
observaciones en alta voz y señalar a alguien con el dedo.
¿Por qué? El fundamento de cada uno de estos mandamientos y prohibiciones es
enteramente distinto. Los niños no pueden entender ni su naturaleza ni sus relaciones
con el conjunto.
No está bien ir por la calle en camiseta, y menos todavía ir escupiendo a cada paso.
¿Por qué ha de estar mal quedarse sentado, cuando los mayores te preguntan algo?
¿Hay que hacer también una reverencia al padre cuando se va por la calle? ¿Qué hay
que hacer, cuando alguien dice algo que no es verdad? ¿Qué hay que hacer, por
ejemplo, cuando el tío dice: «Eres una nena», y se es un chico? ¿Hay que callarse
cuando te dicen: «Eres mi novia» o «mamá me ha dado permiso para llevarte conmigo
para siempre, siendo mentira todo esto?
«¿Por qué hay que ser amable con las chicas?», me preguntó una vez un alumno.
«Posee su sentido histórico», me respondió con una sonrisa malvada.
Una madre respondió de esta manera la misma pregunta: «Mira, las chicas tendrán
luego niños y se pondrán muy enfermas».
Al cabo de un rato, se produce una discusión entre el chico y su hermana. «¿Qué me
importa a mí que luego tenga niños? A mí lo único que me interesa es que no me grite
ni me moleste».
Lo más afortunado me parece que es contestar como lo hace mucha gente: «Se van a
reír de ti». Resulta más cómodo y hace casi siempre más impacto, porque lo que más
teme el niño es la burla de los demás.
Pero también se reirán de él porque hace caso de la madre, porque confía en ella,
porque luego no querrá jugar a las cartas, ni beber alcohol ni frecuentar los prostíbulos.
También los padres cometen errores absurdos por miedo a hacer el ridículo. Lo más
nocivo es disimular las equivocaciones del niños y las deficiencias de su educación.
Durante largo tiempo, el niño desempeña ante los demás el papel de un miembro bien
educado de la familia, movido por la recompensa sustanciosa que se le proporciona.
Más tarde, sin embargo, llega su venganza.

La lengua materna. No se trata de sermones morales ni de prescripciones escogidas y


resumidas para el niño. La lengua materna consiste más bien en el aire que el alama del
niño respira conjuntamente con el alma de toda la nación. Verdad y duda, fe y
costumbres, el agradable fastidio, la libertad y el respeto, la dignidad y la bajeza, la
riqueza y la pobreza: aquí está condensado todo aquello que dijeron los grandes poetas y
los profetas más inspirados, así como también todo aquello que vomitaron los soldados
y mendigos borrachos. La lengua materna encierra en sí misma siglos de trabajo
intensivo y años tenebrosos de verdadera esclavitud.
¿Quién ha pensado, quién ha escrito, quién ha investigado sobre la posibilidad de
extirpar de la lengua los elementos patógenos y de impregnar con ozono este elemento
vital? ¿No habría llegado a la conclusión quizá de que no es el sano vocablo popular de
«cagar» el que lleva el germen de la decadencia, sino als finas expresiones de salón
«maravilloso, angelico, divino»?
«Alabado sea nuestro Señor Jesucristo. A éste, Dios lo ha castigado. A aquél, el diablo
lo ha seducido. Estamos igual que en el paraíso. Estamos en el séptimo cielo. Esta casa
es un infierno. No te valdrán ni las oraciones ni las plegarias. Estoy como en el cielo
junto a la estufa. ¡Dios me libre! Mascullar oraciones. Hipocresía de santo. No tengo ni
blanca. Miedo a la muerte. Prometió su alma al diablo. Alguna idea le ronda por la
cabeza. El diablo sabe más por viejo que por diablo. Yo me lo guiso, yo me lo como».
«Buen provecho. A tu saludo. Martes 13, mal día. Me silban los oídos, alguien piensa
en mí. Has echado demasiada sal en la sopa, se ve que estás enamorada. Se ha
derramado vino en la mesa, tendremos suerte. Contigo, pan y cebolla. Con un pie en la
tumba».

«Más ceremonias que en la corte de un mandarín. Una boda de gitanos. Palabra de


judío. Una gracia del Señor. Cabeza de chorlito, mozuelo imberbe. Viejo charlatán,
viejo idiota, viejo desdentado. Mocoso, ganso, pilluelo, mozalbete, barbilampiño».
«¿es ciego? No, ya no ve nada. ¿es viejo? No , es entrado en años. ¿Es paralítico? No,
esta muy achacoso».
«Hace un tiempo de perros. Ha quedado hecho una lástima. ¡Caramba! ¡Demonios!
Echa fuego por los ojos. Está como pez en el agua. Tengo un hambre feroz. Es como dar
golpes contra el aguijón ».
«No tiene la cabeza hueca. Aún le queda alguna carta por jugar. Tiene una venda en
los ojos. Tiene un tornillo flojo. Es para desternillarse de risa. Hay que apretarse el
cinturón. Le conoce como si fuera su hijo. Llegará lejos. Me amarga la vida».
¿Qué significan todas estas expresiones? ¿De dónde vienen? ¿Por qué se dicen?
El alcornoque es un sustantivo, no un adjetivo. Sin embargo para decir a uno «tonto»
se usa la expresión «pedazo de alcornoque». ¿Era en realidad muy listo el que inventó la
gramática?

A los niños no les gustan las expresiones incomprensibles. Muchas veces las usan, con
el fin de deslumbrar a aquellos que están a su alrededor. Hacen suyo el lenguaje de los
mayores (no sin antes hacer una selección?, y emplean ciertas expresiones a las que
nosotros les damos corrientemente una acentuación determinada.
«Dame esto, ¿no lo ves? Déjame esto, ¿no oyes? Enséñamelo, ¿no atiendes a lo que te
digo?».
«No ves» y «¿no oyes?» son formas que corresponden a nuestra frase: «por favor».
Pedir es mendigar (sólo piden los viejos). Un niño no puede usar expresiones
humildes.
«¿Te crees que te voy a pedir algo? Yo no pido nada». «Te he pedido una cosa y no me
la has dado. Espera cuando tú me pidas algo».
A este respecto, únicamente he oído una fórmula de trato realmente solmene: «tu sabes
cómo eres. Por tanto, te pediré según lo que puedas y según lo que haces».
Cuando se dirige a los mayores, el niño prefiere decir: «mamá, ¿podrías hacerme
esto?», «¿podría usted...?». Sólo dice «por favor», cuando se trata de pedir algo con
mucha insistencia.
El niño emplea la frase: «¿no lo ves?», en lugar de usar la costosa expresión: «si no te
molesta».
«Lo he hecho sin ninguna intención, ¿sabes? No he querido hacerlo, ¿oyes? Yo no lo
sabía, ¿eh?». Es infinito el número de expresiones que usan los niños para prevenir y
evitar escenas penosas.
«Oye, déjame estar, no empieces, vete de aquí, termina de una vez. Quédate. Te digo
que lo dejes. Oyeme, por favor (la expresión «por favor» tiene aquí el sentido de un
mandato definitivo). ¿Te irás de una vez? ¿No lo oyes? deja de estar ya esto».
Como amenaza, se suele decir: «¿Quieres cobrar? Enseguida tendrás lo que te mereces.
¡Ya verás si te haré daño! Después empezarás a llorar».
La repetición desdeñosa de una frase indica también disconformidad: «Bien, Bien... Ya
veo, ya... Espera, espera...».
Somos nosotros mismos los que forzamos al niño a tener miedo de ciertas cosas o
personas: «Yo tendría miedo. ¿No crees que tengo miedo? Yo tendría miedo de este
hombre».
El niño expresa siempre su propiedad a base de preguntas: nada puede desecharse ni
destruirse sin antes haber preguntado, porque la posesión se expresa por el derecho de
utilización (cuanto más se usa algo tanto más se posee como propiedad constitucional).
«¿Es tus silla? ¿Es tu mesa?».
«Sí, es mía (o lo que es lo mismo: ¿acaso es tuya?)».
«Yo estaba aquí primero». Ha sido «primero» en coger sitio, ha sido él quien ha
empezado a jugar aquí, él ha comenzado a cavar el hoyo. La mayoría de las veces los
adultos, preocupados por su propia tranquilidad, juzgan de una forma muy superficial
las discusiones de los niños.
«Él ha empezado a pelear conmigo. Él ha sido el primero en empezar. Yo estaba aquí
sentado tranquilamente, cuando éste...»
Muy interesantes son las formas negativas: «Porque no te sacudo, si no... ¿Porqué no
te largas? ¡No me hagas reír!».
Son frases que contienen cierta petulancia y temeridad. La negativa quizá sea un eco
de las prohibiciones. «Me lo has prometido, recuérdalo. Me has dado tu palabra. No has
cumplido con lo pactado».
Quien no cumple lo prometido es un cerdo. Los mayores deberían recordarlo siempre.
Un material abundante para hacer un estudio.

El niño, que no es totalmente ajeno al mundo de los pobres, se encuentra a gusto en la


cocina. No es porque allí le den ciruelas y uvas asas, sino porque ocurren cosas,
mientras que en las habitaciones de los mayores siempre sigue todo igual. Allí un
cuento resulta más emocionante, porque el niño experimenta al mismo tiempo una parte
de la verdadera vida, porque allí también él puede contar cosas y se le oye con interés,
porque en la cocina se es una persona y no un perrito faldero.
«¿Quieres que te explique un cuento? Bueno. No sé cuál quería explicarte. Era así.
Espera, lo he de pensar un momento».
Antes de que empiece el cuento, el niño tiene tiempo de sentarse cómodamente, de
toser a gusto y de prepararse bien para escuchar durante mucho rato.
«La niña se fue, pues, por el bosque. Estaba todo muy oscuro. No se venía nada: ni los
árboles, ni los animales, ni las piedras. Estaba oscuro, muy oscuro. La niña,
naturalmente, tenía miedo, mucho miedo. Se santiguó una vez. El miedo se le fue un
poco. Se santiguó de nuevo, y se le fue del todo».
He intentado explicarlo con la mayor precisión pero no es fácil. No tenemos paciencia.
Nos apresuramos. No tenemos en cuenta ni la historia ni el oyente de la historia. El niño
no puede seguir el ritmo de la narración.
Si explicamos así el cuento de un país maravilloso en el que crecían camisas de los
árboles y se plantaba ceniza en la tierra, el niño no captará nada. He ahí un ejemplo real:
«Una mañana me levanto de la cama y, de repente, lo veo todo doble. Todos los
objetos aparecen duplicados. Allá arriba veo una chimenea, pero de pronto ha veo dos
chimeneas. Aquí hay una mesa, pero de repente veo dos mesas. Yo sé que sólo hay una,
pero veo dos. Me froto los ojos, pero no sirve de nada. De pronto, siento también como
si en la cabeza me dieran cantidad de martillazos». El niño espera la solución del
enigma. Cuando al fin llega la extraña expresión: «Tifus», está ya preparado para
acogerla.
El médico dice: «Eso es tifus...». Se hace una pausa. El narrador descansa y el oyente,
a su vez, tiene la oportunidad de tomar aliente. «Lo que he cogido, por tanto, es el
tifus...». Y la narración sigue avanzando paso a paso.
Las narraciones más sencillas pueden convertirse en auténticos episodios épicos, como
la de aquel campesino que no tenía miedo a ningún perro e hizo la apuesta de solamente
con sus manos agarraría un perro (tan fiero como un lobo) y que lo traería atado como
un becerro. Los hechos más simples, como el de aquel individuo que se disfrazó de
viejecita para ir a una boda y nadie le reconoció o el de aquel campesino que buscaba el
caballo que le habían robado, pueden ser materia de cuentos muy interesantes.
Lo que nos falta es poner atención e interés. Deberíamos aprender de aquellos que
saben expicar cuentos, aunque sea gente sencilla, cómo hay que hablar a los niños para
que le oigan a uno. Deberíamos tener los cinco sentidos bien despiertos para estas
cuestiones, en lugar de mandar y prohibir tanto.
«¿Es verdad?». Hemos de captar de una vez por todas las esencias de esta pregunta que
no quisiéramos oír nunca, porque lo consideramos superflua.
Cuando mamá o la maestra han dicho algo, este mero hecho significa que es verdad-.
El niño se convence luego de que no todo el mundo lo sabe todo. Por ejemplo, el
chófer sabe más cosas incluso que su padre. Por lo demás, también es verdad que no
todos los que saben hablan. Muchas veces los que saben no quieren hablar. Muchas
veces no acomodan la verdad al nivel de los niños. A menudo ocultan lo que saben o
incluso lo falsean a propósito.
Además del saber, está también el creer. Uno cree en algo, el otro no. La abuela cree
en los sueños, la mamá no. ¿Quién de los dos tiene razón?
Finalmente, está también la mentira que se dice por broma o como medio para
distinguirse.
«¿Es verdad que la tierra es como una bola?». Todos dicen que sí. Si uno solo dijera
que no es verdad, aparecería ya la sombra de una dduda.
«¿Han estado ustedes en Italia? ¿Es verdad que Italia tiene la forma de una bota?». Un
niño quiere saber si has visto algo por ti mismo, si lo sabes por otras personas o de
dónde lo has sacado. Le gustaría que le dieran respuestas breves, concretas, inteligibles,
claras, serias y dignas de creerse.
¿Cómo puede medir un termómetro la fiebre? Uno dice: gracias al mercurio. Otro dice:
porque los cuerpos se dilatan (¿el termómetro es un cuerpo?). El tercero afirma que el
niño ya lo verá cuando sea mayor.
Un cuento que no se acaba nunca inquieta y pone nervioso al niño, igual que cuando se
le da una respuesta burlesca a una pregunta formulada con toda seriedad, como por
ejemplo: ¿De dónde vienen lo niños? o bien ¿Por qué el perro persigue al gato?
«Si no me queréis facilitar el trabajo, entonces no es necesario que lo hagáis. Pero,
¿por qué me ponéis dificultades, por qué os reís de mí, sólo porque quiero saber algo?».
Cando un niño quiere vengarse de un compañero de juegos, empieza a decirle: «Yo sé
una cosa. Pero, como ere así, no te la diré». Su silencio representa un castigo. Ahora
bien, ¿a qué se deberá que él sea castigado por los mayores con su silencio o con la
comunicación insuficiente de lo que saben?
Transcribo aquí unas cuentas preguntas típicas de los niños: «No lo sabe nadie en todo
el mundo? ¿No puede verse esto? ¿Quién lo ha dicho? ¿Lo dice todo el mundo o
solamente una persona? ¿es siempre así esto? ¿Ha de ser así?».

«¿Puede hacerse esto? ¿Está permitido?». Los mayores no permiten hacer algo porque
es un pecado, porque no es sano, porque es feo y porque se es demasiado pequeño
todavía. A veces, tampoco se permite una cosa simplemente porque está prohibido. Eso
es todo.
Por lo que respecta a este punto, las preguntas resultan también difíciles y
complicadas. A veces una cosa es buena, si la mamá está de buen humor. Es mala, si
está enferma o se encuentra mal. A veces al papá le disgustan cosas cuando está solo.
Pero están permitidas, cuando hay visitas.
«¿Por qué prohíben estas cosas? Esto no perjudica a los niños». Por fortuna, esta
consecuencia teóricamente reiterada no puede ponerse en práctica. Porque, ¿cómo
queréis que un niño salga adelante en la vida, si está convencido de que todo está bien,
de que todo es justo, de que todo está razonable e irrevocablemente bien fundamentado?
En la teoría de la educación olvidamos que no sólo deberíamos enseñar a los niños a
decir la verdad, sino también a descubrir las mentiras. No sólo deberíamos enseñarles a
amar, sino también a juzgar, no sólo a respetar, sino también a criticar, no sólo a
someterse, sino también a rebelarse, no sólo a ceder, sino también a sublevarse.
A menudo se encuentra uno con hombres ya maduros que se rebelan cuando tendrían
que ser tolerantes, y otros que despreciando a los demás cuando deberían tener
compasión. En el terreno de los sentimiento negativos somos puro autodidactas, porque
únicamente hemos aprendido algunas letras del alfabeto de la vida. Las restantes no las
han silenciado. No es de extrañar, por tanto, que no sepamos leer.
El niño siente la falta de libertad, sufre en su cautiverio. Tiene ganas de ser libre, pero
no puede. Aunque las fórmulas son distintas, siempre queda en pie le contenido de la
prohibición y de la obligación. Incluso nosotros, aun siendo adultos, no podemos
cambiar nuestra vida, porque hemos crecido en un ambiente carente de libertad. De ahí
que, estando nosotros mismos atados por mil cadenas, no podemos ofrecer al niño una
existencia libre de ataduras.
Aún cuando excluyéramos de la educación todo aquello que constituye un lastre
prematuro para el niño, éste se encontraría de todos modos desprevenido tanto frente al
juicio severo de sus compañeros como al de los mayores. ¿No representaría un yugo
más pesado la necesidad de crear nuevos caminos o el esfuerzo de nadar siempre contra
la corriente? ¡Con cuanto dolor expía los pocos años libres pasados en el campo, en los
internados escolares, cuando podía correr por todas partes, ir a los estables y a las
habitaciones domésticas...!
Este libro lo escribí en un hospital, bajo el ruido atronador de la artillería, durante la
guerra. La tolerancia no bastaba entonces para configurar un programa.

¿Por qué, siendo los dos de la misma edad, existe ya tanta diferencia entre un chico y
una chica?
La razón estriba en que, además del perjuicio normal de la niñez, la chica está
sometida aún a las limitaciones complementarias que comporta la naturaleza femenina.
El chico, que no posee ningún derecho porque todavía es un niño, agarra con sus dos
manos el privilegio de su sexo y ya no lo suelta más. Por nada del mundo quiere
compartir con una chica de su misma edad estos derechos prematuros.
«Yo puedo hacer esto, yo tengo permiso para para hacer tal cosa, porque soy un
chico».
La chica representa un intruso en el círculo de los muchachos. De cada diez chicos,
uno preguntará con toda seguridad: «¿Qué hace esta aquí con nosotros?»
Las peleas que los chicos pueden entablar entre sí no van más allá de herirse
mutuamente en su amor propio o de amenazar a uno con excluirle del grupo. Pero con
una chica no queda más remedio que la expulsión: «Si no te gusta, vete con tus
amigas».
Una chica a quien le gusta tratar con chicos se convierte en su propio círculo en un
personaje sospechoso: «Si no quieres hacer esto, vete con tus amiguitos».
Quien se siente herido responde al desprecio con otro desprecio. Es la autodefensa
maquinal del orgullo que ha sido atacado.
Sólo en algunos casos excepcionales es capaz una chica de no dejarse intimidar, de no
hacer caso de la opinión de los otros y de estar por encima de la gran masa. ¿Cómo
puede evitarse la enemistad de los grupos infantiles con respecto a una chia a quien le
gusta jugar con chicos de su misma edad?
Con toda seguridad no me equivoco al afirmar que esta enemistad ha producido una
ley cruel y desconsiderada: «Para una muchacha constituye una verdadera deshonra el
hecho de que un chico logre ver sus sus bragas».
Esta ley no ha sido pensada por los mayores en la forma en que se practica entre los
niños.
Una chica no se puede correr despreocupada y sin cohibiciones. Si se cae y no se pone
bien en seguida la falda, inmediatamente suena la exclamación maliciosa: «¡Mira, las
bragas!».
La chica, ruborizada, desconcertada y humillada, ha de contestar: «No es verdad, no se
han visto», o bien con falso desdeño: «Bueno, ¿qué pasa?».
Si una vez tan sólo intenta reñir, la misma exclamación repetida a coro consigue
pronto debilitar sus fuerzas, hasta el punto de imposibilitarla luego para cualquier lucha.
Por esta razón, las chicas no son tan hábiles, gozando consiguientemente de menos
prestigo. No riñen, se enfadan fácilmente, sólo discuten y se quejan, lloran. A todo esto
hay que añadir el hecho de que los padres exigen para ellas una consideración especial.
¡Con qué gusto y fruición dicen los niños refiriéndose a una persona mayor: «A éste no
tengo necesidad de obedecerlo»!
En cambio, tienen que ceder ante una chica. ¿Por qué?
Hasta luego que no liberemos a las chicas del «conformismo» que se revela en su
vestido, serán inútiles todos los esfuerzos para convertirlas en buenas compañeras de
juego para los muchachos. A menudo, resolvemos el problema al revés: ponemos a los
chicos una peluca de largos cabellos y los limitamos con mil prescripciones moralistas
igual que a las muchachas. Así juegan todos juntos, sólo que en lugar de una hija
marimacho hemos doblado el número de hijos maricas.
Vestidos cortos, bañadores, trajes de deporte, bailes nuevos: un intento audaz de
solucionar el problema con nuevos principios. ¡Cuántas consideraciones de este estilo
están implicadas en las decisiones de la moda! Espero que no acabe todo en mera
frivolidad.
No está bien indignarse únicamente y criticar. Al tratar estos temas tan delicados,
deberíamos proceder con mucho cuidado.
Yo mismo no me atrevería a tratar otra vez en una exposición tan corta todas las
etapas evolutivas de los niños.

Al comienzo, el niño vive contento en la superficie de la vida. No advierte las lúgubre


profundidades, las corrientes traicioneras, las monstruosidades ocultas, las fuerzas que
acechan el momento de saltar contra uno. Por el contrario, lo que hace es observar
únicamente las sorpresas polícromas de la vida, lleno de confianza, de admiración y de
alegría. De repente, sin embargo, despierta de su amanecer azul y empieza a susurrar de
miedo, con mirada estupefacta, con el aliento contenido y los labios temblorosos: «¿Qué
es esto, por qué, cuál es el motivo?».
Allí hay un borracho que se tambalea, allá camina un ciego anunciando su paso con un
bastón. En medio de la acera yace un epiléptico en plena convulsión. Por allí se llevan
preso a un ladrón, allá ha reventado un caballo, la cocinera ha matado un pollo: «¿Por
qué? ¿Para qué todo esto?».
El padre habla con voz muy enojada, la madre llora entre tanto. El tío ha dado un beso
a la criada. Esta se ha enfadado al principio, pero ahora se ríen y se miran fijamente a
los ojos. Alguien habla con furia de otro. Dice que tendría que haber nacido en una isla
deshabitada y que deberían romperle todos los huesos. «¿Qué significa todo esto, por
qué ocurre?».
El niño no se atreve a preguntar. Se siente pequeño, solo y desamparado, frente a este
combate de fuerzas llenas de misterio.
El niño, que antes había dado el tono, cuyo deseo había sido un mandato, que podía
usar las sonrisas y las lágrimas como verdaderas armas y que se sentía totalmente
satisfecho en posesión de mamá, de papá y de la niñera, este niño advierte ahora que es
tratado por los demás como un juguete, que él está aquí para los demás y que los demás
no son nada para sí mismo. Atento como un perro listo, como el hijo de un rey que no
puede salir de sus habitaciones, se dedica a observar a su alrededor y a considerarse a sí
mismo.
Los demás saben algo, pero se lo ocultan. No son lo que pretenden ser y exigen que el
niño no sea lo que propiamente es. Ensalzan con grandes elogios la verdad, pero ellos
mienten y obligan a los demás a decir también mentiras. Hablan de un modo totalmente
distinto con los niños y con ellos mismos. Se burlan de los niños. Viven su vida, y se
molestan cuando un niño pretende inmiscuirse en su ambiente. Lo que quieren es que
sea crédulo, y se alegran cuando a través de sus preguntas ingenuas revela que no ha
comprendido todavía su mundo.
Muerte, animales, dinero, verdad, Dios, mujer, razón: en todo ello hay como un tono
falso, un enigma secreto, un perverso misterio. ¿Por qué no quieren decir lo que son
realmente estas cosas?
Mientras tanto, el niño se dedica a recordar con tristeza sus años anteriores.

He denominado «edad escolar» la segunda época de desequilibrio de la que


únicamente puedo afirmar con toda certeza que realmente existe. La denominación
constituye un subterfugio, una circunlocación para evitar la ignorancia. Es una de las
muchas expresiones que la ciencia establece provisionalmente para impresionar a los
profanos y dar la impresión de que algo se sabe ya con toda seguridad, cuando sólo se
ha empezado a tener una idea muy vaga.
La fase de desequilibrio tras haber entrado en la escuela no es propiamente el cambio
repentino que se produce en el paso entre la baja niñez y la alta niñez. Es algo que no
tiene nada que ver con la época de maduración.
Físicamente, se puede apreciar cambios desfavorables en el aspecto, en el sueño, en la
comida, menor capacidad de resistencia contra las enfermedades, acentuación de los
defectos hereditarios y un mal estado general.
Psíquicamente, pueden observarse ciertas insatisfacciones, aislamiento, actitud de
enemistad frente al mundo circundante, trastornos morales y aparición repentina de las
tendencias innatas contra los influjos ejercidos obligatoriamente por la educación.
«¿Qué ha ocurrido con mi hijo? Ya no le reconozco», suele decir la madre para
designar este estado del niño.
Muchas veces se dice también: «Creí que se traba únicamente de un capricho o de una
actitud pasajera de enfado. Me he puesto de mal humor por ello e incluso le he
regañado. Pero, como se ve claramente, lo que pasaba es que estaba enfermo desde
hacía ya tiempo».
Las madres suelen sorprenderse, al comprobar la estrecha relación que existe entre los
cambios físicos y los cambios psíquicos: «Lo había atribuido a la mala influencia de sus
compañeros».
Cierto. Pero, ¿por qué entre tantos niños las influencias han ido a escoger precisamente
a este niño que estaba mal? ¿Por han encontrado en él un eco tan rápido? ¿Por qué han
conseguido desarrollarse tan rápidamente?
Un niño que se desprende con dolor de aquellos que están junto a él y que está unido
sólo de una forma muy superficial con el grupo de amigos que corresponde a su edad,
experimenta un sufrimiento mayor que si no encontrase ninguna ayuda ni tuviera a
nadie a quien pedir un consejo y poder depositar su confianza.
En un internado donde hay muchos niños, estos pequeños cambios pueden apreciarse
muy claramente. Entre cien niños, hoy «se pone mal» uno, mañana dos. De repente, se
hacen perezosos, se vuelven torpes. Se les pegan las sábanas, se vuelven caprichosos,
provocativos, indisciplinados. Empiezan a mentir. Al cabo de un año, cuando ya han
recobrado el equilibrio, «están mejor». Observando todo esto de cerca, no cabe ninguna
duda de que esos cambios dependen del proceso de crecimiento. Su regulación puede
determinarse a base de instrumentos parciales y objetivos: con peso y medida.
Vendrá un tiempo en que el peso y la medida, así como quizá otros medios concebidos
por el genio humano, se convertirán en sismógrafos para compulsar las fuerzas ocultas
del organismo. No sólo podrán conocerse, sino incluso preverse.

No es verdad que el niño esté siempre asomado a la ventana y desee poseer las
estrellas. No es verdad que se dedique a sobornar a los demás con indulgencia y la
tolerancia, ni que sea un anarquista empedernido. No, el niño tiene un sentimiento con
respecto a las obligaciones. Si no se le obliga por la fuerza, se entrega por completo a la
planificación y al orden se atiene a las normas y a los deberes. Lo único que pide es que
la carga no sea demasiado pesada, que no le haga bajar la frente y que encuentre
comprensión cuando él vacile, cuando resbale o cuando se detenga cansado con el fin de
recobrar su aliento.
Prueba únicamente (ya sabemos que lo haces) cuántos pasos puedes dar con tu carga,
si puedes llevar a cabo la tarea diariamente. Este es el principal capital de una justa
exigencia.
El niño quiere que se le tome en serio, pide confianza, espera instrucciones y consejos.
Nosotros, sin embargo, lo tratamos comúnmente con poca seriedad, lo fustigamos con
nuestras sospechas, nos deshacemos de él con falta de comprensión, le denegamos a
menudo la ayuda que necesita.
Cuando la madre consulta a su médico, no quiere decir nada de los hechos en cuanto a
tales. Se refiere únicamente a lugares comunes: «La chica está nerviosa. Se ha vuelto
antojadiza, desobediente». «Hechos, pruebas, síntomas», «Ha mordido a su amiga. Una
verdadera vergüenza. Por otra parte quiere a la pequeña y juega siempre con ella».
Una charla con la niña durante cinco minutos basta para comprobar que odia a la
«amiga» que se burla de ella, se ríe de sus vestidos y ha llamado a su madre «gitana
trapera».
Otro ejemplo: el niño tiene miedo de dormir solo en una habitación. Se pone muy
nervioso con sólo pensar en la noche que se aproxima. «¿Por qué no me lo has dicho?».
«Ya te lo dije».
La madre no se lo había tomado en serio: estaba avergonzada de que un chico tan
mayor tuviera aún miedo. He ahí otro ejemplo. el muchacho había escupido a la criada y
le había tirado de los pelos. Sólo con gran esfuerzo se consiguió que dejara de hacerlo.
La criada se lo llevó por la noche a su cama y le ordenó que cediese a sus deseos. Le
amenazó con encerrarlo en un baúl y echarlo al río. En su sufrimiento, un niño puede
encontrarse terriblemente solo.

Un espacio de tiempo adecuado para establecer el equilibrio necesario. Incluso los


niños «nerviosos», se tranquilizan de nuevo. La viveza y la frescura de la niñez, la
armonía de las funciones vitales vuelven a ponerse en funcionamiento. De una forma
natural, brota el respeto por las personas mayores, la obediencia e incluso los buenos
modales. No se plantean ya pregunta inquietantes. Desaparecen los caprichos y los
estados de insistencia cargante. Los padres están de nuevo contentos. El niño se aviene
manifiestamente a los principios y a las orientaciones familiares, así como al mundo que
le rodea, disfrutando al mismo tiempo de una cierta libertad. No pide más que lo que le
corresponde. Se abstiene de manifestar puntos de vista que desde un principio sabe que
no van a encontrar buena acogida.
La escuela con su poderosa tradición, con su vida llena de variedad, son su
planificación estricta, sus exigencias, sus preocupaciones, sus triunfos y sus derrotas, así
como también la familiaridad con los libros, constituyen ahora aquellos elementos que
ofrecen el contenido de la vida. Los hechos ya no dan lugar a cavilaciones estériles.
El niño sabe ahora ya que en este mundo no todo está bien, que existe el bien y existe
el mal, que hay saber e ignorancia, justicia e injusticia, dependencia e independencia. Si
algo no entiende, no pasa nada a fin de cuentas. Se conforma con las cosas y sabe nadar
ya a favor de la corriente.
¿Dios? Sin duda hay que rezar y, en ciertos casos de duda, añadir a la oración una obra
de caridad, como lo hace todo el mundo. ¿Pecado? El arrepentimiento es posible, y Dios
perdona.
¿Muerte? Se imponen las lágrimas. Hay que ponerse triste y pensar en los que han
muerto en medio de suspiros, tal como lo hace todo el mundo. La gente mayor quiere
que uno sea ejemplar, que esté contento, que sea inocente y agradecido con los padres.
Sin duda, mi deber es estar a su servicio.
Es tan fácil y sencillo decir: «Gracias, por favor, perdón, te doy un beso de despedida,
te quiero con todo mi corazón» (no sólo con la mitad). Todo el mundo está así contento
y, como recompensa, se consigue que a uno le dejen en paz.
El niño sabe cuánto, cómo y a quién hay que pedir algo. Conoce la manera de
escabullirse de una situación desagradable, sabe cómo contentar a las personas. Lo
único que calcula es la «recompensa» que de ello obtendrá.
Cierto orgullo interior, así como un bienestar anímico, le permiten ser tolerante y estar
dispuesto a hacer cualquier concesión: los padres son buenos en el fondo, el mundo es
agradable en general, la vida e bella, si se exceptúan algunas cosas de pequeña
importancia.
Esta etapa, que puede ser empleada por los padres para preparar para su hijo, una
nueva serie de tareas inminentes, constituye una época de paz ingenua y de tranquilidad
despreocupada.
«Todo esto lo han conseguido los buenos preparados farmaceúticos, una buena
maestra, el patinaje, las vacaciones al aire libre, la confesión y los sermones de la
madre.
Tanto los padres como el hijo se hacen la ilusión de que viven ya en total armonía, de
que han superado todas las dificultades. Mientras tanto, la función reproductora, que es
tan importante como el desarrollo y que apenas es considerada por el hombre de
nuestros días, complica de una forma trágica el proceso evolutivo de la pronta
manifestación de la personalidad. El espíritu se va ensombreciendo y el cuerpo es
atacado.

También en este punto hemos de anotar únicamente cierto esfuerzo por descubrir la
verdad, así como unos cuantos adelantos escasos por lo que respecta a su conocimiento.
Nos amenaza el peligroso error de creer que poseemos ya la verdad, cuando solamente
intuimos sus contornos sombreados.
Ni el término «épocas de intranquilidad» ni el circunloquio «períodos de equilibrio»
explican el fenómeno. Únicamente son denominaciones más o menos viables. Cuando
nos hemos hecho señores de un misterio, lo concebimos a base de fórmulas matemáticas
objetivas. Aquellos otros misterios ante los cuales quedamos perplejos nos irritan y nos
vuelven suspicaces. Fuego, inundaciones y granizo son ciertamente catástrofes, pero
sólo en la medida del daño que ocasionan. Para ello están los bomberos, se construyen
diques y se toman medidas de seguridad, con el fin de protegernos. La primavera y el
otoño nos resultan familiares. Por los hombres, sin embargo, luchamos en vano. Como
no los conocemos, tampoco nos esforzamos por poner nuestra vida en armónica
coincidencia con los demás.
Faltan aún cien días para la primavera. Todavía no brota ni una brizna, no estalla
ningún capullo. Pero en la tierra y en las raíces se encuentra ya en germen el orden de la
primera. Está ya ahí de un modo implícito. Espera con temblor. Va creciendo bajo la
nieve, en las ramas desnudas, bajo las corrientes heladas, para brotar de repente en la
plena magnificencia de las flores. Sólo una observación superficial no percibe nada de
la transformación caótica que se produce en el tiempo cambiante de un día de marzo.
Allá en el fondo hay algo que se desarrolla progresivamente de hora en hora, que se
estanca y se clasifica. Las leyes férreas del año astronómico no la podemos distinguir de
las interferencias fugaces y ocasiones, ya que éstas obedecen a otras leyes que nos son
poco conocidas o que no conocemos en absoluto.
Entre las fases concretas de la vida no existen postes indicadores que las dividan
claramente. Somos nosotros quienes erigimos estos postes, igual como en el mapa del
mundo trazamos de modo artificioso y con distintos colores aquellas fronteras de los
diversos estados que van cambiando al cabo del tiempo.
«Ahora crecerá ya. Se encuentra en la edad del crecimiento. Ha de cambiar». Y el
educador espera con una sonrisa indulgente el momento en que una feliz casualidad
venga en su ayuda.
Cualquier investigador aprecia su trabajo por los esfuerzos dolorosos que le ha costado
y por el deleite que le produce la lucha. Con todo, cuando se siente obligado en su
conciencia, también puede llegar a aborrecer su labor. El temor a los errores posibles y
desánimo frente a los resultados únicamente buenos en apariencia le atan y le llevan a
este hastío.
Cada niño experimenta fases de cansancio propias de la edad, aunque también fases de
voluntad rebosantes y embriagadora de la vida. Esto no significa, sin embargo, que se
deba ceder y tratarlo con miramientos. Tampoco significa que se deba proceder en
contra y tratarlo duramente. El corazón no sigue el compás del crecimiento del cuerpo.
Hay que concederle, por tanto, tranquilidad. ¿No habría que estimularle, no obstante, a
que desplegase una actividad más viva, con el fin de que se fortaleciese y se
desarrollase? La pregunta sólo puede responderse atendiendo al caso concreto y al
momento presente. Lo que es necesario, sin embargo, es que nos ganemos la confianza
del muchacho. El niño se merece que creamos en él.
Con todo, lo más imprescindible es que la ciencia logre adquirir verdaderos
conocimientos.

Sobre esta base, hay que revisar todo aquello que hoy día atribuimos al período de
maduración. Procedemos rectamente al considerarlo como una fase evolutiva que debe
tomarse en serio. La cuestión estriba en si no exageramos su importancia, en si no lo
vemos desde un punto de vista unilateral sin diferenciar sobre todo los distintos factores
que actúan en él. ¿No posibilitaría esta fase la observación más objetiva y el
conocimiento de las etapas evolutivas precedentes, teniendo en cuenta precisamente que
esta fase es nueva, pero que en el fondo se trata de diversas fases de desequilibrio y que
va acompañada de síntomas muy parecidos a los dos anteriores? ¿No se podría quitar a
este período de su carácter excepcional, insano y misterioso? ¿No hemos puesto a los
jóvenes que se encuentran en la época de la pubertad el distintivo uniforme de
«desequilibrio» y de «inquietud», de la misma manera que hemos caracterizado
inadecuadamente la niñez con los términos de «alegría» y de «despreocupación»? ¿No
resulta precisamente sugestivo este concepto a la juventud? ¿No influye nuestra
perplejidad en el curso tempestuoso que sigue la época de la pubertad? ¿No se habla
demasiado a menudo de vida que despierta, de aurora, de primavera y de excitaciones
tempestuosas, pero se habla poco de los datos fácticos que proporciona la ciencia?
¿Qué prevalece más: el fenómeno de un crecimiento considerado en general o el
fenómeno de la evolución de los órganos en concreto? ¿Qué es lo que depende de las
variaciones en el sistema de los vasos sanguíneos y del corazón? ¿Qué es lo que
depende de la oxidación reducida o cualitativamente diversa de las célula del cerebro y
de su nutrición, y qué del desarrollo de las glándulas?
Cuando determinados fenómenos suscitan pánico entre los jóvenes, cuando se
producen heridas dolorosas, cuando se dan muchos sacrificios, se diezman las filas y se
echan a perder al mismo tiempo, no se trata de de un proceso que debe acontecer
necesariamente, sino que sucede a consecuencia de las condiciones sociales presentes.
Hoy día, todos los condicionamientos favorecen un proceso de este calibre, implicando
consecuentemente una ruptura del curso vital.
Un soldado que se encuentra en apuros cae fácilmente en el pánico. Pero con más
facilidad se atemoriza, cuando el soldado desconfía de sus jefes, cuando husmea la
traición y advierte la indecisión de sus mayores. Con más facilidad se asusta, cuando el
soldado está intranquilo y no sabe dónde se encuentra, cuando ignota lo que tiene a los
flancos y a su espalda. El mayor pánico cunde, sin embargo, cuando él es atacado por
sorpresa. La soledad favorece el pánico. Por el contrario, en los cuarteles bien
amurallados, marchando todos los soldados hombro por hombro, se impone una
reflexión tranquilizadora.
De la misma manera, el joven solo y fatigado por el proceso de su crecimiento, errante
sin ningún guía que le dirija racionalmente por el laberinto de los difíciles problemas de
la vida, se encuentra de pronto con un enemigo. A esto se añade que tiene un concepto
exagerado de su fuerza aplastante, sin saber de dónde viene esta fuerza enemiga, sin
saber cómo podría ocultarse a su vista ni cómo podrá defenderse de ella.
Otro problema: ¿No mezclamos la patología de la época de la pubertad con su
psicología, por el hecho de que únicamente atendemos a la maturitas difficilis, al difícil
problema de la maduración, y de que nuestros puntos de vista al respecto están
determinados por la medicina? ¿No incurrimos de nuevo en el error, cometido ya hace
muchos años, de atribuir al fenómenos físico de salir los dientes todos los síntomas
indeseables que aparecían en un niño hasta los tres años? ¿Lo que hoy día se soslaya ya
como «la leyenda de la salida de los dientes», será igualmente válido quizá dentro de
cien años por lo que atañe a lo que ahora llamamos «madurez sexual».

Las investigaciones de Freud sobre la vida sexual han mancillado, ciertamente, la edad
infantil. Pero, ¿acaso no han liberado también de falsas concepciones la imagen del
muchacho? La desaparición de ilusiones amorosas acerca de la pureza inmaculada del
niño llevó también consigo la abolición de otra opinión errónea torturante: la idea de
que de repente «despierta el el animal en el niño y de que lo vuelve totalmente obtuso».
He empleado esta frase tan comúnmente repetida, por cuanto hace resaltar como
ninguna otra la forma fatalística en que concebimos el desarrollo de un instinto que va
tan unido a la vida como el mismo crecimiento.
La niebla de sentimientos difusos a la que sólo confiere prematuramente una forma
una iniciación consciente o inconsciente no es ninguna mancha Ni es una mancha ni
menos todavía un «algo» fútil que, poco a poco, y en el transcurso de los años, va
confiriendo colores siempre más vivos a los sentimientos que nacen entre los dos sexos,
hasta el momento en que el instinto ya maduro y los órganos plenamente desarrollados
posibilitan la concepción de un nuevo ser, de un nuevo miembro en la cadena de
generaciones.
La madurez sexual: el organismo ya está preparado para crear, sin ningún perjuicio
para el propio bienestar, una sana descendencia. La madurez del instinto sexual: el
deseo claramente acentuado de una unión normal con una persona de sexo distinto.
Muchas veces, la vida sexual se inicia en el muchacho incluso antes de la madurez del
instinto correspondiente. En la muchacha el problema es más complicado, por cuanto
está más sujeta a la consumación del matrimonio o la violación.
Se trata de un problema difícil. Con todo, más inconcebible es la despreocupación de
los mayores, mientras los niños no saben nada, así como su indignación, cuando ellos
empiezan a vislumbra y a intuir algo de la realidad.
Cuando el niño se atreve a plantear preguntas referentes a una materia prohibida, ¿no
lo rechazamos a menudo desconsideradamente de forma que se amedrante y no se
atreve ya más a volver sobre la cuestión? ¿No hacemos también lo mismo, cuando no ya
sólo intuye ciertas cosas, sino que empieza de hecho a sentirlas?

El amor. El arte se lo ha apropiado. Le ha apuntalado las alas y le ha puesto una camisa


de fuerza. Luego, se ha arrodillado ante él una y otra vez, le ha erigido un trono, le ha
obedecido ciegamente, se ha postrado ante él con total sumisión, ha llamado a todos los
transeúntes que pasaban por las esquinas. Ha concebido mil formas de veneración
absurda y lo ha profanado innumerables veces. Sin embargo, la ciencia en su condición
senil y frígida sólo lo ha considerado como algo digno de atención, cuando ha podido
investigar sus abscesos. La psicología del amor únicamente conoce un aspecto: «Sirve
para la conservación de la especie». Es poco, demasiado poco. La astronomía sabe ya
algo más que la simple constatación de que el sol brilla y calienta.
De este modo ha podido suceder que el amor se haya envilecido y ensuciado,
apareciendo siempre como algo sospechoso y ridículo. Únicamente la unión que se
establece por el nacimiento de un hijo ilegítimo se considera como algo digno de
atención. Por esto nos reímos cuando un niño de seis años da la mitad de un pastel a una
pequeña. Nos reímos cuando una muchacha se ruboriza ante la reverencia que le hace
un estudiantillo. Nos reímos cuando sorprendemos a un chico en el momento en el
momento en que contemplando una foto de «ella». Nos reíos cuando ella corre a abrir la
puerta al amigo de su hermano con quien hace los deberes de la escuela. Pero fruncimos
el ceño cuando él y ella juegan sin armar mucho alboroto, cuando miden sus fuerzas y
ruedan por el suelo ahogados por la emoción. Nos encolerizamos cuando el amor del
hijo de la hija se opone a nuestros puntos de vista.
Nos reímos cuando todo está muy lejos todavía. Ponemos un rostro sombrío cuando la
cosa empieza a tener más seriedad. Nos indignamos cuando supera lo que nosotros
habíamos pensado. Herimos a los niños con nuestra ironía y nuestras sospechas, y
deshonramos un sentimiento que o nos representa nada. De ahí que ellos oculten en lo
posible el hecho de que se aman.
Él la quiere porque no es tan tonta como las demás, porque es divertida, porque no
riñe, porque lleva el cabello suelto, porque no tiene padre, porque es agradable.
Ella le ama porque no es como los otros chicos, porque se puede reír con él, porque
tiene unos ojos brillantes y un nombre muy bonito, porque, en fin, es un chico muy
agradable.
Se aman en secreto.
Él la quiere porque se parece a un ángel que ha visto en una imagen colocada al lado
de un altar. Con todo, ha ido a una calle de mala reputación para ver a «una» que se
paseaba delante de una casa.
Ella le ama porque con él estaría de acuerdo con una sola condición: no desnudarse
jamás en su presencia. Dos veces al año le daría un beso en la mano. Uno de verdad,
sólo una vez.
Experimentan todos los sentimientos del amor, exceptuando aquel que es sospecho de
una forma perjudicial: «En lugar de dedicarte a los galanteos, lo que deberías hacer más
bien es... En lugar de llnaros la cabeza tontamente con esas historias de amor, sería
mejor que...».
¿Por qué espían lo que hace el hijo? ¿Por qué lo acosan con tanto empeño? ¿Es malo
que quiera a una chica? No la ama ciertamente en el pleno sentido de la palabra, pero lo
pasa muy bien con ella. ¿Más que con los padres? ¿Es acaso seto un pecado?
¿Y si ahora tuviera que morir uno de los dos? ¡Dios mío! Roguemos por la salud de
todos.
El amor en la pubertad no es en modo alguno un tema nuevo. Unos se quieren ya
siendo aún niños. Otros se divierten con la cosas del amor desde su edad más temprana.
«¿Es tu amiga? ¿Ya te ha enseñado alguna cosa?». Al oír esto, el chico hace daño a la
chica,dándole un puntapié o tirándole de las trenzas, con el fin de probar que no es su
amiga.
¿No favorecemos quizá los desórdenes de un modo prematuro, cuando impedimos
«prematuramente» las emociones del amor?

La época de la pubertad, como todas las fases evolutivas precedentes, no consiste en


ningún progreso graduado, sino que termina empieza con otra vez con un ritmo más
vivo. Si observamos las curvas más importantes, veremos síntomas como cansancio,
torpeza, pereza, estado de somnolencia, tonos medios inseguros, palidez, dificultad en
levantarse de la cama, apatía, carácter caprichoso e indecisión, que caracteriza esta fase
de la vida. Los denominamos época del gran «desequilibrio», para distinguirlo de las
etapas precedentes muy similares.
El crecimiento representa un trabajo, un trabajo penoso para el organismo. Las
modernas condiciones de la vida, sin embargo, no sacrifican ni una hora de la escuela ni
un solo día de trabajo. ¡Cuántas veces termina el crecimiento, por el contrario, como si
fuera una enfermedad! Las razones pueden ser varias: porque se para antes de lo debido,
porque se detiene de repente, porque se aparta de la norma común...
La primera menstruación suele ser una tragedia para la chica, porque se la ha
acostumbrado a horrorizarse a la visa de la sangre. El desarrollo de sus pechos la pone
triste, porque ha aprendido a avergonzarse de su sexo. Los pechos demuestran, no
obstante, que ya es una chica mayor y que todos pueden ya contemplarla.
El chico que se encuentra en la misma etapa fisiológica reacciona de una manera muy
distinta. Aguarda con ansia que aparezcan los primitivos pelos en su barba, ya que ello
representa para él una promesa, un vaticinio, aunque se avergüenza también de su voz
ronca y sus brazos largiruchos. Al ver esto, se da cuenta de que aún setá lejos, de que
todavía ha de esperar.
¿Por qué será que las muchachas a menudo perjudicadas envidian a los chicos
moralmente favorecidos y les manifiestan claramente su aversión? Antiguamente,
cuando una muchacha era era castigada, tenía siempre por lo menos un pequeño
sentimiento de culpabilidad. Pero no es culpa suya el hecho de que no sea un chico. Las
niñas empiezan antes a cambiar sus formas externas. Están contentas y orgullosas de
esta su única «ventaja».
«Yo casi soy una chica mayor. En cambio, tú eres aún una mocosa. Dentro de tres años
ya podré casarme. Pero tu todavía has de estar mucho tiempo con tus libros».
La querida compañera de juego de la niñez esboza una sonrisa de desprecio: «¿Quieres
casarte? Falta que encuentres el que te quiere por esposa. Yo, sin casarme, seguiré
haciendo lo que crea conveniente».
La chica madura pronto para el amor, el chico para las acciones amorosas. Ella tiende
al matrimonio, él a la efervescencia del momento. Ella a la maternidad, él a pasar un
buen rato con una muchacha «al estilo de las moscas», según dice Alexander I. Cuprin:
«que se pegan por un segundo al marco de la ventana, rozan sus cabezas en medio de
una admiración estúpida y se separan de nuevo para siempre».
La aversión temprana entre ambos sexos adquiere un matiz nuevo, para transformarse
pronto otra vez. Ella se entrega y él se asusta. Por fin, el proceso se endurece en una
relación de enemistad con la propia esposa. Ella se convierte en un lastre para él,
quitarle sus derechos primigenios y usarlos para sí misma.

La primitiva aversión secreta frente al mundo de los adultos experimenta un cambio


funesto.
A menudo ocurre más o menos así: el chico tiene la culpa de algún desaguisado, como
haber hecho pedazos un cristal por ejemplo. Propiamente, debería tener un sentimiento
de culpabilidad. Cuando le hacemos un justo reproche, pocas veces nos encontramos
con el arrepentimiento. Lo más común, por el contrario, es encontrarse con la rebeldía,
con unas cejas fruncidas por el enfado y una mirada sombría. El chico quiere que el
educador le trate con benevolencia incluso cuando él tiene la culpa, cuando se ha
portado mal y ha sido víctima de alguna desgracia. El cristal destrozado, la tinta
derramada, el traje roto, son hechos desgraciados que también hubieran ocurrido a pesar
de tomar todas las precauciones. Si los mayores, no obstante, naufragan con cualquier
empresa mal calculada, ¿cómo podrían soportar los reproches, los enfados y las
afrentas?
Esta oposición contra el carácter rígido e intolerante de los que mandan subsiste
mientras el niño considera el mundo de los mayores como algo supremo e inalcanzable.
De repente, sin embargo, los atrapa en un acto in fraganti.
«Ajá, o sea, que éste es vuestro misterio. Por esto lo llevabais con tanto secreto. Desde
luego, teníais razón en avergonzaros».
Anteriormente había oído ya algo, pero no lo había creído. Dudaba aún, y por esto no
había dicho absolutamente nada. Ahora quiere saber algo, quisiera que alguien le
informase. Necesita conocimientos para poder discutir con los mayores y, por fin, se
encuentra ya implicado él mismo en la cuestión. Antes decía: «Aquello no lo sé, pero lo
sé con toda certeza». Ahora, sin embargo, todo ha quedado ya enteramente patente.
«O sea que se pueden querer hijos y, con todo, no tenerlos. O sea, que una chica
soltera también puede tener niños. Si uno no quiere, por tanto, no tiene ninguna
necesidad de tener hijos. O sea, que algunas chicas lo hacen por dinero. Por esto vienen
estas enfermedades. Por esto lo hacen todos».
Aquellos viven juntos como si no fueran nada y, sin embargo, no tienen ninguna clase
de reparo o de vergüenza.
Todo lo que antes resultaba incomprensible: sonrisas, miradas significativas,
prohibiciones, temores, perplejidades e insinuaciones, se convierte ahora en una
realidad comprensible y sobrecogedora.
«Bien, pues ajustemos cuentas».
La profesora de lengua mira con muy buenos ojos al profesor de matemáticas. «Ven, te
diré algo al oído».
Una sonrisa perversa de triunfo, una mirada por el ojo de la cerradura y un dibujo en la
hoja de papel secante o en la pizarra de un corazón atravesado por una flecha.
Los viejos, no obstante, lo hacen con más finura. Se dedican a echar piropos a las
chicas. El tío coge al chico por la barbilla y le dice: «Todavía eres un mocoso».
«Yo no soy un mocoso. Yo sé».
Los mayores todavía disimulan, todavía intentan mentir. Hay que espiarles, hay que
descubrir a los impostores, debe vengarse uno de los años de esclavitud, de la confianza
sustraída, de las delicadezas obligadas, de las declaraciones sonsacas y del reparto
exigido.
¿Respetar y honrar? No, de ninguna manera. Más bien despreciar, burlarse y no olvidar
nada. Luchar siempre contra la odiada dependencia de los mayores.
«Ya no soy ningún niño. Lo que pienso sólo me importa a mí. a no necesitas
prepararme para el mundo- ¿No eres un poco envidiosa conmigo, mamá? Los mayores
tampoco sois ningunos santos»
También es posible proceder como si uno no supiera nada todavía y aprovecharse del
hecho de que ellos no se atreven a hablar claramente. Sin pronunciar una sola palabra,
se puede también decir con una mirada burlona y una sonrisa contenida: «Ya lo sé». Por
el contrario, la boca dice: «No sé qué hay de malo en ello. No tengo ni idea de lo que
vosotros pretendéis».

Se debería tener siempre en cuenta que un niño no es indisciplinado ni se comporta


mal por el hecho de que «ya sabe», sino simplemente porque sufre. La alegría y el
bienestar hacen a las personas tolerantes, mientras que la irritación las vuelve más bien
agresivas y pedantes.
Sería un error pensar que basta la comprensión para evitar las dificultades. ¡Cuántas
veces el educador transigente ha de reprimir sus buenos sentimientos y poner fin a los
desmanes, con el fin de acostumbrar al niño a una acción disciplinada, a pesar de lo que
cueste! En este punto se ponen duramente a prueba una preparación científica
fundamental, una gran experiencia y un mesurado equilibrio.
«Entiendo y perdono. Pero la gente, el mundo circundante, no perdonará».
«Por la calle debes comportarte bien, reprimir tus arranques exaltados de alegría, no
manifestar indignaciones ni estados de cólera, no hacer observaciones críticas y tratar a
todas las personas mayores con gran respeto».
Muchas veces, a pesar de la buena voluntad y de todos los buenos propósitos, cumplir
estas recomendaciones resulta un tanto difícil. ¿Encuentra en realidad el niño en casa de
sus padres los presupuestos necesarios para poder hacer una reflexión objetiva que
apunte en esta dirección? Si el chico tiene dieciséis años, los padres tendrán ya
aproximadamente los cuarenta.
Están, por consiguiente, en una edad de penosa reflexión. A veces brotan las últimas
protestas contra la propia vida. A veces, aparece el instante en que un balance del
pasado da un resultado claramente defectuoso.
«Qué he sacado yo de la vida? », dice el chico.
«¿Y qué he sacado yo?», pregunta la madre.
Damos por supuesto que el chico no va a ganar nada en la lotería de la vida. Con todo,
nosotros ya hemos jugado, mientras que a él, aún le sonríe la esperanza. Con esta
confianza engañosa, su deseos se enardece pensando en una felicidad futura sin
preocuparse ni tener en cuenta que está cavando nuestra tumba.
¿Os acordáis todavía de aquellos tiempos en que os despertaba por la mañana con sus
parloteos? Entonces un beso era toda la recompensa de nuestros esfuerzos. Por un pastel
de manzana recibíamos la joya de una sonrisa agradecida. Ponerle los zapatitos, la
gorrita, el babero, todo era tan sencillo, tan agradable, tan nuevo y tan divertido. Ahora,
sin embargo, todo es complicado, todo se estropea enseguida, sin recibir nada a cambio,
ni siquiera una palabra de cariño. ¡Cuántas suelas de zapatos gasta el chico en la
búsqueda de sus ideales! ¡Qué rápidamente se le quedan cortas todas las cosas, a causa
de su inevitable crecimiento!
«Aquí tienes unas pesetas para tus gastos... ». Ha de divertirse, tiene sus pequeñas
necesidades. Únicamente acepta nuestros dones como limosnas de personas con malos
sentimientos. Sólo los acepta porque los necesita.
El sufrimiento del chico afecta sensiblemente al dolor de los padres. El sufrimiento de
los padres ataca sin vacilar la pena del niño. Si este choque mutuo resulta ya por sí
mismo tan fuerte, más fuerte sería todavía si el chico, en contra de nuestra voluntad, por
sí solo y con sus propios esfuerzos, no se hubiera preparado a la idea de que nosotros no
somos todopoderosos, omniscientes y perfectos.

Si se observa atentamente el espíritu del niño en esta época de su vida, no cuando está
en sociedad, sino individualmente, se encuentra uno con dos organismos
diametralmente opuestos.
Antes teníamos al niño que gemía quedamente en la cuna, que se enderezaba poco a
poco por sus propias fuerzas, que daba su bizcocho sin quejarse, que contemplaba de
lejos cómo jugaba el grupo de otros niños. Ahora, tenemos otro chico que, por la noche,
ahoga con lágrimas inadvertidas su indignación y su sufrimiento.
Antes teníamos al niño que llegaba a ponerse morado de tanto chillar, al que no se les
dejaba solo ni por un momento, al que arrancaba la pelota a sus compañeros y decía con
dotes de mando: «¿Quién juega conmigo? ¡Venga, daós las manos!». Ahora, sin
embargo, es un chico que impone no sólo a sus compañeros, sino también a toda la
sociedad, su modo de pensar rebelde y su inquieta actividad.
Con gran esfuerzo he intentado buscar una respuesta a la dolorosa pregunta de por qué,
tanto en la vida social de los niños como también en la de los mayores, hay que ocultar
el pensamiento recto o se ve uno obligado a imponerse discretamente, mientras la
altanería se pavonea voz en cuello. La bondad suele equipararse con la tontería y la
incapacidad. ¡Cuántos hombres dedicados a la vida pública o los políticos de conciencia
encontrarían acertada la explicación de Cezary Jellenta al hecho de que ellos mismos no
saben a quién han de atacar:
«Nunca tengo palabras tan insolentes como cuando he de responder a sus ocurrencias y
malignidades.Nunca puedo tratar ni discutir razonablemente con aquellos que para todo
tienen una respuesta violenta preparada por sus sicarios».
Lo que debe conseguirse es que los caracteres activos y los caracteres tolerantes tengan
un mismo rango en el funcionamiento de un organismo social y que todos los elementos
creadores puedan moverse en él con toda libertad.
«Esto no te lo perdonaré nunca. Yo ya sé lo que hago. Estoy hasta las narices de este
hombre». Así habla la enérgica indignación.
«Tranquilízate. ¿Qué vas a sacar con indignarte? Quizá únicamente te lo ha parecido a
ti».
Estas sencillas frases, efecto de una mentalidad ecuánime o de una honesta
resignación, tienen una fuerza apaciguadora. Poseen un poder mucho mayor que la
fraseología artificiosa de la tiranía que nosotros, los adultos, ponemos en práctica
cuando queremos someter a los niños a nuestra voluntad. Oír a un compañero de la
misma edad no constituye ningún acto vergonzoso, pero sí dejarse convencer o incluso
dejarse conmover por una persona mayor. Esto significa quedar sometido y engañado,
reconocer la propia impotencia. Por desgracia, los niños tienen razón de no confiar en
nosotros.
Con todo me pregunto de nuevo: ¿cómo es posible proteger el espíritu de reflexión
frente a la ambición codiciosa? ¿Cómo pueden prevalecer las tranquilas consideraciones
sobre los argumentos vocingleros? ¿Cómo se puede aprender a distinguir las ideas de
las imágenes engañosas y del afán de sobresalir? ¿Cómo puede defenderse la buena fe
en las palabras frente a la mofa ya la burla? ¿Cómo se posible sostener un idealismo
juvenil contra una demagogia pérfida y rutinaria?
El niño avanza paso a paso hacia la vida, pero no hacia la vid sexual. Crece y madura
lentamente, pero no desde el punto de vista de la sexualidad.
Cuando te des cuenta de que no puedes solventar solo ninguno de estos problemas, sin
la cooperación de los niños, cuando les expliques todo lo que aquí se ha dicho y oigas
como conclusión: «Son unos pasivos. ¡Dejémoslos estar!... No seáis tan activos, que
vais a perecer en la lucha.. Me parece que me has tomado el pelo, dogmático», no creas
que se burlan ni digas tampoco que sus palabras no tienen ninguna intención...

Sueños. En lugar de jugar a robinsones se empieza a soñar en viajes, en lugar de jugar


a «policías y ladrones» se empieza a soñar en aventuras. De nuevo la vida cotidiana no
satisface. De ahí que el intento de evadirse de ella configure el contenido del sueño.
Como no existen aquellos objetos con los cuales podrían ponerse en práctica lo que se
piensa,las ilusiones adquieren esa forma poética tan característica. Al mundo de los
sueños van a desembocar todos aquellos sentimientos que no pueden expresarse. El
sueño es el programa fundamental de la vida infantil. Si consiguiéramos interpretarlo,
sabríamos llevar a cabo todos los sueños del niño.
Cuando un niño de clase pobre sueña con ser médico y lo consigue, entonces se ha
realizado el programa de su vida. Cuando sueña con riquezas y muere en la miseria,
sólo aparentemente se ha frustrado sus sueños: él había soñado con las delicias de poder
malbaratar el dinero, pero no en el esfuerzo que hay que hacer para conseguirlo. Soñaba
con beber champán y en la realidad, se emborrachaba con el alcohol barato. Soñaba en
los grandes salones de juego del mundo, y en la realidad tiene que jugar a las cartas en
una mala taberna. Quería nadar en oro, y al fin ha tenido que contentarse con cuatro
reales. Soñaba con ser sacerdote, y ha terminado siendo maestro de escuela o simple
administrador de una casa. Con todo, siendo maestro o mero administrador de una casa,
también es sacerdote.
Ella soñaba con ser una reina despótica. ¿No tiraniza ahora a un hombre y a unos
niños, después de casarse con un modesto empleado? Soñaba con ser una soberana
querida por sus súbditos. ¿No gobierna ahora con paz y tranquilidad en su escuela,
como si fuera una reina? Soñaba con ser una reina. ¿No tiene ahora la fama de ser una
buena modista o una contable singular?
¿A qué aspiran los jóvenes cuando piensan en la vida artística de los comediantes y
bohemios? A uno le atrae la independencia, a otro el exotismo, a un tercero la
fogosidad, la ambición, el deseo de triunfar. Sólo hay uno que ama verdaderamente el
arte. Entre todos, él es el verdadero artista. Para él, el arte no es algo con que se puede
comerciar. Al final, ha muerto en la miseria y en el olvido. Pero ha soñado con la
verdadera victoria y no con las glorias externas y los vienes terrenos. Lee alguna vez la
obra de Zola titulada precisamente L´Oeuvre. La vida es mucho más lógica de lo que
nosotros pensamos.
Ella había soñado con pasar su vida en un convento. Posteriormente, se encontró sin
embargo en una casa de prostitución. A pesar de todo, ella sigue siendo una hermana
compasiva que, tras sus
«horas de trabajo», cuida a una compañera que está enferma, alivia sus dolores y sus
penas. Otra quería dedicarse a la vida de placer, y ahora encuentra su placer en un
hospital para enfermos de cáncer, donde los moribundos escuchan sonrientes sus charlas
y contemplan con mirada casi exánime su alegre rostro...
El intelectual piensa, cavila, hace proyectos, esboza teorías e hipótesis. Los jóvenes
sueñan, imaginan que construyen hospitales que dan cuantiosas limosnas...
En los sueños de la niñez vive el instinto exótico, en tanto que Venus todavía no exige
un puesto especial para ella en la vida práctica. La afirmación unilateral de que el amor
constituye un simple egoísmo de la especie ha hecho mucho daño. Los niños aman a
menudo a personas del mismo sexo, a personas mayores e incluso a personas que nunca
han visto, que nunca han existido. Aun cuando sientan ya el placer de la apetencia,
siguen amando aún el ideal, no los cuerpos.
La necesidad de luchar, de estar en paz,de hacer ruido, de trabajar y de sacrificarse. El
deseo de poseer, de disfrutar, de buscar. La ambición y la imitación pasiva. Todos ellos
son elementos vitales que encuentran su expresión en el sueño, independientemente de
sus formas y de su configuración.
La vida hace realidad los sueños. De cien imágenes oníricas que tiene el muchacho hay
una que parcela la imagen constitutiva de la verdadera realidad.

El primer estadio de la época de la pubertad: ya sé de qué van las cosas, pero todavía
no siento nada. Ya intuyo algo, pero aún no lo creo Juzgo con extremado rigor lo que la
naturaleza hace con los demás. Sufro porque me siento amenazado. No estoy seguro de
que voy a salir bien parado de todo esto. Con todo, no tengo la culpa. Si desprecio a los
demás, es simplemente porque tengo miedo de mí mismo, no por otra razón.
El segundo estadio: en el sueño, en los momentos de somnolencia, en las ilusiones, en
un juego excitante, va surgiendo, a pesar de todas las oposiciones, a pesar del propio
aborrecimiento y de las prohibiciones ajenas, una sensación cada vez más frecuente y
manifiesta que no sólo comporta un conflicto doloroso con el mundo exterior, sino
también el lastre de un conflicto consigo mismo. Ideas que se rechazan se imponen con
toda su fuerza, como la aparición de una enfermedad, como los primeros escalofríos de
la fiebre. Hay un período de incubación de las sensaciones sexuales que, al principio,
afectan y asustan un poco al muchacho, pero que luego pueden desatarse e incluso en
verdadero temor y auténtica desesperación. Va aminorando la epidemia de los misterios
dichos al oído y con risas sofocadas. La excitación de las novedades picantes pierde su
atractivo. El chico entra en una fase en la que desahoga su corazón y a haciendo ya
amistades más profundas. Se trata de una forma de amistad muy bonita, según la cual
los niños perdidos y abandonados en la maleza de se la vida se prometen ayudarse
mutuamente, no abandonarse jamás y no separarse nunca unos de otros en tiempos de
desgracia.
El chico, incluso siendo infeliz,propende ahora a trar con ardiente compasión cualquier
miseria, cualquier dolor y cualquier humillación. Ya no observa la desgracia de una
forma egoísta ni con la sombría intranquilidad de la admiración y la sorpresa.
Preocupado y totalmente ocupado consigo mismo, no le es posible dar siempre rienda
suelta a la compasión de los demás. Pero encuentra un momento para llorar y
compadecerse de una muchacha seducida, de un niño maltratado o de un hombre a
quien han encarcelado por un delito.
Cada solución nueva, cada idea y cada frase fuerte, encuentran en él un oyente asiduo
y atento, un partidario incondicional y entusiasmado. Ya no lee libros, sino que se
explora a sí mismo como un maníaco y reza para que se realice un milagro. El Dios
amable de la niñez se convierte luego en el Dios que carga con las culpas, en la fuente
primaria de todas las desgracias y de todos los sufrimientos onerosos. Él, que lo puede
todo y no quiere, aparece otra vez como el Dios del perdón y de la razón sobrehumana.
Dios se convierte en el refugio tranquilo en las horas en que sopla desatado el huracán.
Antes se decía: «Cuando los mayores obliguen a uno a rezar, es evidente que la
oración constituye una mentira. Cuando ellos echan de casa a uno de mis amigos,
entonces ya no queda nadie que me pueda indicar el camino a seguir. Porque, ¿cómo
puede fiarse uno de los mayores?», Ahora, sin embargo, es distinto: la recusación del
enemigo da lugar a la compasión. Ya no basta con decir solamente que esto ha sido una
«cerdada». En el hecho concreto se esconde un infinito número de matices. ¿Qué hay
que hacer? Un libro disipa sólo aparentemente las dudas, sólo momentáneamente. El
amigo de la misma edad es también débil y se encuentra igualmente en un estado
perpeljo. Ha llegado el momento en que es posible ganarse otra vez al chico. Espera y se
dispone a oír nuestra llamada.
¿Qué hay que decirle? no se trata de empezar a contarle cómo germinan las flores y
cómo se multiplican los hipopótamos. Tampoco se trata de advertirle lo perjudicial que
es el onanismo. El chico intuye que en esta materia hay algo más importante que unos
miembros limpios y una sábana inmaculada. Percibe que lo que aquí está en cuestión es
su principio anímico capital, su propia naturaleza y su responsabilidad ante la vida
misma.
¡Si pudiera uno volver a ser un niño inocente que se lo cree todo, que confía siempre y
que no necesita pensar! ¡Si uno pudiera ya ser mayor del todo, dejar atrás las «épocas de
transición» y ser como todos los demás! ¡Vida monástica, paz y meditaciones piadosas!
¡No, fama y actos heroicos!
Viajes, imágenes que cambian rápidamente y emociones. Bailes, diversiones, mar y
montaña.
Lo mejor de todo es la muerte. Porque, ¿para qué vivir? ¿Por qué atormentarse?
Cuando un educador se ha preparado para este momento en el transcurso de muchos
años y ha observado con detenimiento al niño, puede socorrerle en este instante actual a
base de consejos y hechos, puede enseñarle cómo conocerse a sí mismo y cómo
superarse, qué esfuerzos concretos necesita hacer y cómo ha de buscar su propio camino
en la vida.

La petulancia transparente, la sonrisa indomable, la alegría de la juventud. La alegría de


sentirse unido con mucha gente, el triunfo de la victoria soñada, la confianza que
todavía no ha sido quebrantada por ninguna experiencia amarga, la idea de que e puede
desafiar al mundo y transformar la realidad.
«Somos muchos. A nuestro alrededor aparecen únicamente rostros jóvenes. Nuestros
puños están cerrados. Nuestros dientes están sanos. No nos dejaremos someter».
Un trago de vino o un vaso de cerveza acaban por disipar las últimas dudas. ¡Mueran
los tiempos pasados! ¡Vivan las nuevas generaciones! ¡Arriba los corazones jóvenes!
Desprecian a aquel que con ceño fruncido les dice burlona y llanamente: «Sois una
pandilla de lerdos». Desatienden al otro que con semblante triste exclama: «Pobres
desgraciados». Ni siquiera ven al tercero que aprovecha el momento presente para
empezar de nuevo, que hace votos para que esta noble revolución no acabe en una orgía
o en una algazara insustancial...
Observamos a menudo un entusiasmo comunitario provocado por un exceso de
energía, cuando en realidad sólo es un síntoma del aburrimiento que se estimula y se
anima a base de ilusiones, sin atender a las dificultades y a las molestias que comportan.
Todo ello recuerda al niño que se sienta contento en un tren, sin saber a dónde va ni
cuánto rato va a durar el viaje. Al principio, la variedad de impresiones les mantiene
entretenido. Luego, sin embargo, se va poniendo nervioso al ver siempre lo mismo y
esperando que se acabe lo que no termina nunca Al final, la sonrisa alegre se trueca en
lágrimas amargas.
Habría que intentar explicar alguna vez por qué la presencia de los adultos «estropea el
juego», por que lo refrena y ejerce una cierta presión en todo el conjunto...
Solemnidad, pompa, alegría exaltada. Los mayores son afectados por formas de pensar
razonables. Son arrastrados enteramente por la sublimidad del momento. Dos de estos
jóvenes, sin embargo, se miran a los ojos. Las risas llegan casi a ahogarles. En
compensación, gruesas lágrimas brotan y se derraman por sus mejillas con el fin de no
estallar en mil carcajadas. No pueden evitar la tentación de darse codazos, hacer
observaciones maliciosas y estar a punto de provocar un auténtico escándalo.
«Piensa simplemente que no has de reírte. No me mires. No has de reír por el mero
hecho de que yo me ría».
Después de la fiesta celebrada, suelen hacerse estos comentarios: «Aquella señora
tenía la nariz muy colorada. Aquel señor tenía la corbata torcida. Estaban a punto de
reventar de risa.Imita cómo lo hacían: lo haces muy bien». «¿No te fijaste en las
habladurías finales? ¡Qué ridículo resulta todo!».
La reflexión fundamental suele ser: «Ellos creían ser felices. Dejémoslos estar. Eso es
otra prueba de que no nos comprenden...».
Los jóvenes trabajan a gusto y con voluntad. Lo único que necesitan es: una breve
preparación, un gran esfuerzo y una actividad con un objetivo claramente perceptible
que requiera manos ágiles y una buena dosis de ingenio. De este modo, los jóvenes se
encuentran en su elemento. Nace una sana alegría y se ponen a trabajar con entusiasmo
que les satisface plenamente.
Planifican, toman decisiones, pasan a la práctica con ajetreo y llevan a cabo la obra.
Luego se ríen de los intentos fracasados y disfrutan con las dificultades superadas.

Los jóvenes son generosos. Llamáis tener valor al hecho de un niño se asome sin
ningún temor a la ventana de un cuarto piso. Calificáis de acto bondadoso el que haya
dado a un pobre mendigo el reloj de oro que la madre había dejado encima de la mesa.
Consideráis como un crimen el hecho que de que haya arrojado un cuchillo a su
hermano y le haya herido en la cara. De acuerdo. Los jóvenes son nobles y generosos en
tanto que no han acumulado una serie de experiencias en el marco inapreciable de la
actividad lucrativa, de la jerarquía social y de las leyes de la vida comunitaria.
Estos jóvenes inexpertos creen. Pueden entablar relaciones o romperlas, observar las
formas tradicionales o despreciarlas, erar de acuerdo con los derechos consuetudinarios
o bien sustraerse a ellos.
Suelen decir: «Me río de esto. No me interesa lo más mínimo. No lo quiero de ninguna
manera, ¿Qué me importa a mí?».
Apenas pueden tomar aliento, una vez se han sustraído por lo menos en parte al poder
paterno. ¡Cuántas nuevas dificultades y problemas se presentan!
¿Hay que hacer esto o lo otro sólo porque este señor es rico, porque es un caballero de
alta alcurnia? ¿Hay que hacerlo simplemente porque a alguien, nadie sabe quién ni
cómo ni cuándo, se le ha ocurrido? ¿Hay que hacer esto sin más, solamente porque
alguien lo ha dicho?
¿Quién explica a los jóvenes cuáles son los compromisos necesarios para la vida?
¿Quién les advierte de las cosas que hay que evitar y bajo qué precio? ¿Quién les
explica lo que es doloroso, pero no deshonroso, y qué es lo que pervierte? ¿Quién les
indica, finalmente, dentro de qué límites hay que observar las normas de decencia: que
no escupir en el suelo y que no limpiarse la nariz con el pañuelo corresponden a formas
de urbanidad, pero que no tienen nada que ver con un contenido moral o ético?
Antes habíamos dicho al niño: se van a reír de ti. Ahora tendríamos que añadir: te van
adejar morir de hambre.
Soléis decir: el idealismo de la juventud. La ilusión de que siempre se puede convencer
a alguien y de que el mundo puede hacerse mejor de lo que es.
¿Y qué hacéis vosotros con esta generosidad y esta nobleza de los muchachos? En el
fondo,vosotros mismo se la quitáis a vuestros hijos. Os reís y os regodeáis en gran
manera a costa de su idealismo, a costa de la alegría y de la libertad de la «juventud»
por antonomasia, igual como antes o divertisteis con la inocencia, la gracia y el amor de
vuestros propios hijos. De esta manera surge el error de considerar los ideales como
enfermedades, exactamente igual que la roséola y la viruela. De ahí nace el error de
considerarlos como un compromiso inofensivo, semejante al hecho de visitar una
exposición de arte durante el tiempo de vacaciones.
«Yo también soy Sigfrido. Yo he visto a Rubens». La generosidad y la nobleza no
pueden compararse con la niebla de la mañana, sino que deben equipararse a un chorro
de luz. Si aún no podemos estar de acuerdo con esto, lo único que haremos es educar de
momento a unos hombres perfectamente adocenados.

Feliz el autor que, al concluir el trabajo, puede estar seguro de que ha dicho y probado
lo que sabe, así como también aquel que puede afirmar que ha dado su juicio conforme
a las normas por él elaboradas. Al entregar su manuscrito a la imprenta, puede tener la
sensación tranquilizadora de que ha realizado una obra útil para la vida. Por lo común,
suele ocurrir algo muy distinto: la mayoría de las veces el autor no tiene presente
cuando escribe al que va a leer su libro, al lector que pide una serie de instrucciones con
recetas minuciosas y la indicación de cómo hay que ponerlo en práctica. El proceso
creador estriba más bien aquí en una tensa escucha de los propios pensamientos, de las
ideas que aún no tienen contornos, que todavía no han sido confirmadas, que brotan de
repente. Pero el trabajo ha terminado. El balance es sobrio. Todo se resume en el
despertar doloroso de un sueño intranquilo. Cada uno de los capítulos parece una
especie de proyecto, porque fue ya desestimado antes de que naciera. ¿No es la última
idea de un libro algo así como la liquidación final del conjunto? ¿No causa sorpresa el
hecho de que ya no siga nada más?
¿Habría que añadir algo?¿No significaría esto empezar de nuevo, recusar todo lo que
sé, plantear de nuevo las preguntas, pensar otra vez las cuestiones que apenas intuyo,
escribir en fin otro libro que igualmente quedará incompleto?
El niño regala a la vida de la madre la melodía maravillosa del silencio. La cantidad de
horas que la madre le dedica, aunque no se las exige sino que las vive solamente, las
ideas con las cuales le rodea infatigablemente, representan para ella el contenido de su
vida, la tarea principal, la fuerza y la alegría creadora. En su ocupación callada y
tranquila, va madurando para su hijo aquella inspiración que reclama el trabajo de la
educación. No la ha de sacar de los libros, sino de ella misma. Cualqueir libro se
convertirá de ese modo en una pequeña joya. También mi libro habrá cumplido su
función si tú, madre, te convences de ello. Pon una gran atención en tu inteligente
soledad...

Cómo hay que amar a un niño


Janusz Korcak
Editado en español por Sociedad de Educación de Atenas,
1976, Madrid
Traducción: Joan Leita
DL: S.135.1976
ISBN; 84-7020-169-7
https://amigosdejanuszkorczak.blogspot.co
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