Este documento resume la teoría de la soberanía de Carl Schmitt. Según Schmitt, el mundo jurídico-político moderno se estructura en torno a la normalidad y la excepcionalidad. El soberano es quien decide sobre la excepcionalidad, es decir, sobre pasar de la normalidad a la excepcionalidad y viceversa. La decisión soberana puede preservar el orden existente o crear un nuevo orden. En situaciones excepcionales, el derecho positivo queda suspendido y prima el principio de necesidad para alcanzar la normalidad dese
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Este documento resume la teoría de la soberanía de Carl Schmitt. Según Schmitt, el mundo jurídico-político moderno se estructura en torno a la normalidad y la excepcionalidad. El soberano es quien decide sobre la excepcionalidad, es decir, sobre pasar de la normalidad a la excepcionalidad y viceversa. La decisión soberana puede preservar el orden existente o crear un nuevo orden. En situaciones excepcionales, el derecho positivo queda suspendido y prima el principio de necesidad para alcanzar la normalidad dese
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SOBERANÍA, “ESTADO DUAL” Y EXCEPCIONALIDAD: DE CARL SCHMITT A
LOS ESTADOS UNIDOS DEL SIGLO XXI
RAMÓN CAMPDERRICH BRAVO UNIVERSIDAD DE BARCELONA
El modesto propósito de esta comunicación es exponer las claves de la concepción
schmittiana de la soberanía y valorar su idoneidad para la comprensión de las políticas de excepción norteamericanas vulneradoras de derechos humanos elementales subsiguientes a los hechos del 11 de septiembre de 2001, idoneidad que ha sido recientemente reivindicada por numerosos pensadores, destacadamente el filósofo italiano Giorgio Agamben. I. El mundo jurídico-político moderno, entendiendo por tal el que se inicia con el triunfo en Europa de la idea de soberanía estatal en los siglos XVI y XVII y que ha persistido, al menos a grandes rasgos, hasta el último tercio del siglo XX, estaría estructurado conforme a un esquema binario, a juicio de Schmitt. Los dos términos de dicho esquema binario son, siguiendo en todo momento a Schmitt, la normalidad, por un lado, y la excepcionalidad, por otro lado. O, dicho con otras palabras, por una parte la situación normal o estado de normalidad (en alemán: normale Zustand o normale Situation) y por otra parte la situación excepcional, más comúnmente designada con las expresiones de “estado de excepción” o “estado de necesidad” (en alemán: Ausnahmezustand o Notstand o también Notfall). En términos luhmanianos, el código binario jurídico-político moderno estaría constituido por los extremos de la normalidad y de la excepcionalidad. La normalidad o situación normal en Schmitt podría ser identificada con todo orden sociopolítico existente en un cierto tiempo y lugar que se desenvuelve con regularidad y que no se haya seriamente cuestionado en el plano interno ni duramente presionado desde el exterior. La normalidad puede ser descrita como aquella situación en que un concreto sistema sociopolítico parece bien asentado y que funciona como una maquinaria relativamente bien engrasada: pensemos, por ejemplo, en las monarquías absolutas española y francesa de mediados del siglo XVIII o en los incipientes Estados del Bienestar o Sociales europeos (los estados escandinavos, la República Federal Alemana, Reino Unido) de la segunda mitad de los años 50 y los primeros años 60. La excepcionalidad, en cambio, es describible como toda aquella situación en la cual se vive una fuerte crisis política que implica un cuestionamiento profundo del orden sociopolítico hasta entonces existente, dicho con palabras quizás más claras, toda aquella situación que pone en juego la continuidad del orden existente en tiempos de normalidad, ya se deba esa crisis a factores predominantemente internos o ya resulte de un enfrentamiento militar con poderes externos. Así, por ejemplo, serían momentos históricos de la excepcionalidad moderna las guerras civiles de religión europeas de los siglos XVI-XVII, el gobierno dictatorial de Oliver Cromwell, la Revolución Francesa, la guerra de Secesión estadounidense o la Revolución de Octubre. Pero la naturaleza de la excepcionalidad en Schmitt sólo se puede captar adecuadamente si se la considera el lugar de manifestación por excelencia del fenómeno de “lo político” schmittiano, cuyo análisis realizaré posteriormente. En este momento lo que interesa en exclusiva es intentar aclarar la relación que establece Schmitt entre la idea moderna de la soberanía y el binomio normalidad/ excepcionalidad. En efecto, según Schmitt, la soberanía moderna está constitutivamente unida a la dualidad definitoria del orden jurídico-político moderno acabada de señalar. A diferencia de los grandes clásicos modernos de la filosofía política (Bodin, Hobbes, Rousseau…), para quienes la soberanía designa la cualidad de un sujeto político (el titular del poder soberano, obviamente) que se caracteriza por tener atribuida una serie más o menos amplia de potestades o facultades supremas enumerables, en especial, la potestad de dictar normas jurídicas abstractas revocables sólo por él mismo, y, por consiguiente, equiparan el poder soberano a un haz de potestades exclusivas, Schmitt define al soberano simplemente como aquel sujeto que de facto, esto es, con éxito, decide sobre la situación excepcional (Schmitt afirma nada más iniciarse el primer capítulo de Teología política: Souverän ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet). Tal cosa significa que el soberano sólo emerge, sólo se hace visible, con el paso de la normalidad a la excepcionalidad y a la inversa y que su principal cometido consiste en tomar una decisión, la decisión soberana, cuyo valor es doble: decidir si se dan o no los presupuestos fácticos del estado de excepción y decidir cómo afrontar dicho estado de excepción. Por consiguiente, la decisión soberana, la decisión sobre el estado de excepción, posee dos dimensiones: una dimensión constitutiva del estado de excepción mismo, pues la excepcionalidad, la situación de excepción, no resulta en Schmitt de una mera constatación objetiva o técnica de unos hechos, sino de una decisión, de una manifestación de voluntad; y una dimensión de dotación de sentido del estado de excepción, digamos, una dimensión sustantivizadora del estado de excepción, pues el soberano también decide las consecuencias sustantivas, político-simbólicas incluidas, que tendrá la situación de excepción. Esas consecuencias, y es muy importante subrayarlo, sólo pueden ser dos en Schmitt: la preservación del orden político existente hasta ese momento (traducido a términos jurídicos: el restablecimiento del orden jurídico-constitucional) o la constitución, la creación de un nuevo orden político (traducido a términos jurídicos: la institución de un nuevo orden jurídico- constitucional). Por lo tanto, la decisión soberana, la decisión sobre el caso de excepción, se traduce en última instancia desde la perspectiva de la anterior dimensión de sentido o sustantivizadora, en la opción soberana entre una vieja normalidad o una nueva normalidad. En definitiva, soberano es quien determina con éxito en el mundo moderno qué extremo de la alternativa representada por el binomio normalidad/ excepcionalidad debe prevalecer en un cierto tiempo y lugar y qué consecuencias concretas tendrá la situación de excepción una vez constituida (si la preservación de un orden en crisis o la instauración de un nuevo orden emergente). Es importante recordar desde una perspectiva jurídica que, para Schmitt, la decisión del soberano a favor de la excepcionalidad conlleva necesariamente la suspensión del derecho positivo vigente en la situación normal. Aquí, en relación con esta idea de la suspensión en las situaciones de excepción del derecho positivo vigente, entran en juego las nociones schmittianas de dictadura (Diktatur) y medida contrapuesta a las normas jurídicas abstractas (Massnahme), cuestiones estas de las cuales no puedo ocuparme en esta breve comunicación. En esta comunicación me limitaré a indicar las ideas más básicas en torno a la cuestión de la tesis schmittiana de la suspensión del derecho vigente necesariamente asociada a la situación de excepción. Teniendo por objetivo la decisión soberana la preservación de una cierta normalidad o la instauración de una nueva normalidad amenazadas, la vigencia efectiva del derecho positivo en un contexto de ruptura de la normalidad sólo constituye un obstáculo para alcanzar tal objetivo. El único criterio-guía admisible para orientar la creación de esa situación normal, o, dicho con otras palabras, el único criterio-guía adecuado a los fines de construcción de una concreta realidad sociopolítica, es, en opinión de Schmitt, un principio de necesidad acorde con la situación normal o realidad sociopolítica en cuestión y en modo alguno criterios normativos jurídico-positivos cualesquiera. En suma, en la situación de excepción, también llamada, recuérdese, estado o situación de necesidad, la acción pública busca exclusivamente realizar todo lo necesario u oportuno para alcanzar un determinado resultado fáctico, la situación normal o realidad sociopolítica queridas por el soberano, coincida o no lo necesario u oportuno con los contenidos del derecho positivo suspendido. En definitiva, en el estado de excepción no se suprime o reforma el derecho vigente en tiempos de normalidad, sino que se actúa forzosamente al margen de éste. Las nociones schmittianas abstractas de excepcionalidad y decisión soberana se complementan con la visión del fenómeno de “lo político” formulada en el conocido trabajo de Carl Schmitt El concepto de lo político. “Lo político” proporciona un concreto contenido específico a la abstracta situación de excepción. El fenómeno de “lo político” o, para decirlo con palabras más usuales, la naturaleza de la política moderna viene dada en Schmitt por dos rasgos elementales que se implican uno a otro: 1) la intensidad extrema de la política moderna, esto es, su proclividad a traducirse en conflicto violento y 2) el valor existencial de la misma. Comentaré primero brevemente el rasgo de la intensidad extrema de la política moderna, entendiendo por tal aquella que inauguran las guerras civiles de religión europeas de los siglos XVI y XVII. El conflicto político es, para Schmitt, todo conflicto colectivo al cual subyace en todo momento, de manera permanente, la “posibilidad real” de la guerra, en suma, el elevado riesgo de la aparición de la violencia física grupal a gran escala. Schmitt advierte en varios sitios que no se debe suponer que defiende una perfecta equiparación entre “lo político” (las instituciones, las ideas, las acciones calificadas de “políticas”) y la guerra (la lucha armada efectivamente puesta en práctica). Su idea de la política moderna no propugna la constante materialización de la política en guerra, sino más bien que aquella presupone la permanente “posibilidad real” o riesgo de emersión de ésta. Las agrupaciones políticas en sentido schmittiano no son solamente aquellas que están estructuradas por unas reglas de juego y unas dinámicas impuestas por la presencia efectiva de un conflicto bélico, sino también las que se organizan bajo la amenaza constante de un conflicto armado todavía no acontecido, pero de probable emergencia en el futuro. De todos modos, esta matización no logra ocultar, a mi entender, la tendencia que recorre el pensamiento schmittiano a asociar la política genuina con la guerra y la violencia; al contrario, la pone en evidencia: aunque la política schmittiana no sea equivalente a actividad bélica permanente, tiene siempre como referente necesario la guerra, la cual reviste el carácter de manifestación prototípica de la política moderna en Schmitt. La otra cara de la moneda de la política moderna en el pensamiento de Schmitt, el reverso de su modo de ser conflictivo y violento, es su valor existencial. Se podría entender que las continuas alusiones al valor existencial de “lo político” en El concepto de lo político son indicativas de la asociación schmittiana de la política con todo aquello que gira en torno a una cierta forma de identidad colectiva excluyente. El modo de existencia política en Schmitt es el propio de aquellos colectivos de personas más o menos amplios, ya se trate de estados, naciones, partidos o facciones de cualquier clase, que tienen en común poseer una identidad compartida que lleva a los hombres integrados en esos colectivos a matar y a dejarse matar en nombre de la comunidad, esto es, a matar y a dejarse matar en una guerra a y por quienes son vistos como una amenaza a dichos colectivos por la sencilla razón de no pertenecer a los mismos, resultar “extraños”, como dice una y otra vez Schmitt, a tales colectivos o comunidades humanas. No está claro cuál es en Schmitt la materia, la sustancia, si la hay, de la que está hecha esa identidad, esa forma de existencia política, pues el autor alemán fluctúa entre la homogeneidad de los miembros de la comunidad política y la pura exclusión del extraño como posibles contenidos de la identidad política colectiva. En resumidas cuentas, los dos rasgos vistos de la política moderna según Schmitt, permiten afirmar que para el jurista alemán el mundo moderno, el mundo de los siglos XVI a XX, es un violento mundo dividido en “amigos” existenciales y “enemigos” mortales. Ahora bien, si el mundo moderno hubiera quedado en realidad sólo a merced del carácter violento y conflictivo y del valor existencial de la política moderna, ese mundo no habría sido otra cosa, según Schmitt, que un perpetuo e inhabitable bellum omnium contra omnes hobbesiano. Aquí es preciso indicar, sin que pueda tampoco en este momento profundizar en ello, que, a juicio de Schmitt, el origen del fenómeno de “lo político”, o sea, de la moderna política proclive a degenerar en violencia e identitaria y excluyente por partes iguales se encuentra en la ruptura de la vieja Res publica cristiana con la Reforma protestante y el proceso de secularización moderno. En opinión de Schmitt, la identidad política común europea medieval se resquebraja con las guerras civiles de religión de los siglos XVI y XVII. El orden heredado de la Edad Media se hunde bajo la presión de las luchas intestinas entre facciones político-religiosas. Surge entonces la necesidad de encontrar una respuesta a ese estado de guerra, de desorden permanente, y esa respuesta la constituye el soberano y su decisión, la decisión soberana. Los primeros grandes teóricos modernos de la soberanía, Bodin y Hobbes, tuvieron muy presente esto: en opinión de Schmitt, la doctrina de la soberanía de Bodin fue formulada para restaurar el debilitado poder del monarca frente a las facciones político-religiosas en el contexto de sangrientas luchas civiles y las verdaderas razones que impulsaron a Hobbes a escribir su Leviatán se deben rastrear en su Behemoth. La decisión soberana instituye un orden en un mundo dominado por los rasgos disgregadores de la política moderna. ¿En qué consiste la creación de orden en virtud de la decisión soberana desde la perspectiva del fenómeno de “lo político”, atendiendo al punto de vista de Schmitt? En la imposición en un territorio más o menos amplio –el territorio estatal− de una identidad política común incuestionable, la identidad colectiva decidida por el soberano o, vistas las cosas desde el lado negativo o de la exclusión, en la determinación sin discusión posible del enemigo o enemigos del estado, ya sean estos enemigos grupos minoritarios presentes en el territorio estatal incapaces de resistirse con éxito al poder del soberano u otros estados. Por consiguiente, la decisión soberana no erradica “lo político”, no neutraliza completamente los rasgos de la política moderna, sino que los canaliza hacia un enemigo que, en principio, refuerza la cohesión interna en el espacio estatal en lugar de minarla. La política moderna subsiste: por un lado, subsiste como amenaza de destrucción de orden, pues la paz relativa establecida en virtud de la decisión soberana siempre puede quedar desbaratada por la guerra civil o una guerra total entre estados (el estado de excepción es también guerra civil o guerra total entre estados) y, por otro lado, subsiste como fuente de orden (a través de la designación soberana de un enemigo interno o externo que refuerza la cohesión interna entre los súbditos del estado). En conclusión, lo que parece hacer la decisión soberana schmittiana es proyectar, dirigir, el conflicto político existencial hacia un enemigo político interno o exterior que refuerza la cohesión social dentro del territorio estatal, que refuerza, por decirlo así, la cohesión nacional. Y, para Schmitt, esta es la única vía moderna para neutralizar la guerra civil permanente en la cual se vería sumido el mundo moderno sin ese remedio. Lo que se acaba de exponer constituye, a grandes rasgos, la doctrina de la soberanía de Carl Schmitt, con sus dos piezas elementales de las nociones abstractas de excepción y decisión soberana, por una parte, y la específica visión schmittiana de la política moderna o noción de “lo político”, por otra parte. II.- A continuación, habría llegado el momento de preguntarse si esta doctrina de la soberanía de Carl Schmitt, en la cual se contienen también, como se ha visto, sus ideas sobre el fenómeno de la excepción jurídico-política, tiene alguna especial utilidad para mejorar nuestra comprensión de las políticas de excepción sucesivas a los hechos del 11 de septiembre de 2001 impulsadas en Estados Unidos, conforme a las tesis defendidas por pensadores del prestigio de Giorgio Agamben. Pero antes de intentar abordar la respuesta a esta pregunta, sería conveniente rememorar, siquiera sea muy brevemente, los ejes que definieron dichas políticas de excepción en el período 2001-2004, único que ha sido tomado en consideración para elaborar la presente comunicación. Esos ejes fueron dos: el recurso al poder legislativo ordinario y la invocación de las prerrogativas del presidente de los Estados Unidos como Comandante en Jefe de las fuerzas armadas en tiempos de guerra. En cuanto al primero de los ejes indicados, éste se concretó en la Uniting and Strengthening America by PRoviding Apropiate Tools Required to Interrupt and Obstruct Terrorism (USA PATRIOT Act). La USA PATRIOT Act llevó a cabo fundamentalmente una ampliación del alcance de la Foreign Intelligence Surveillance Act de 1978 que ha supuesto la suspensión de los derechos civiles básicos reconocidos en la Cuarta Enmienda a la Constitución de 1787. Esta última ley, más conocida como FISA, creo una jurisdicción especial y secreta cuya misión era la supervisión de las investigaciones emprendidas por el FBI justificadas en razones de seguridad nacional, siempre que éstas no estuvieran dirigidas al esclarecimiento de delitos. La USA PATRIOT Act extendió esta jurisdicción especial y secreta a las investigaciones criminales relacionadas, a juicio del FBI, con el fenómeno del terrorismo, o, dicho con otras palabras, posibilitó la exclusión de las investigaciones destinadas a esclarecer la comisión y autoría de ciertos delitos de su control por los jueces y tribunales de justicia ordinarios y de todas las garantías procesales que rodean su actuación. En consecuencia, dado el carácter secreto de la jurisdicción prevista en la FISA, la USA PATRIOT Act implicó el restablecimiento de la práctica inquisitorial de los procesos penales secretos para los propios acusados. Por otra parte, no se debe olvidar que la USA PATRIOT Act dispuso, además, una detención extrajudicial de inmigrantes irregulares de una duración máxima de siete días, duración extendida con diversas excusas por el fiscal general Ashcroft. Sin embargo, el grado extremo de asunción de poderes de excepción y de violación de derechos humanos subsiguiente a los hechos del 11 de septiembre fue resultado de la auto atribución al presidente George W.H. Bush de la condición de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y Navales en la “guerra contra el terrorismo”. La cobertura jurídica aducida por la Administración Bush fue, aparte del artículo II.2 de la Constitución de 1787, la Ley de Autorización para el Uso de la Fuerza Militar (Authorization for Military Force Use Act) de 18 de septiembre de 2001, un claro retroceso respecto a la War Powers Resolution aprobada tras el desastre genocida de Vietnam. El Congreso autorizó por anticipado mediante esta ley al presidente Bush a iniciar y proseguir cuantas guerras le pareciera oportuno: un verdadero cheque en blanco que el jefe del ejecutivo utilizó con el fin de consagrar su ficción jurídico- política de la “guerra contra el terrorismo” y poder así auto designarse Comandante en Jefe en tiempos de guerra amalgamando de paso las nociones jurídicas más elementales en una inextricable confusión. El poder más exorbitante asociado a esta condición ha sido la facultad de declaración presidencial unilateral de “combatiente ilegal” o “combatiente enemigo”, para la cual se intentó hallar una débil base jurídica en la sentencia del Tribunal Supremo en el caso ex parte Quirin (1942). La Administración norteamericana, amparándose en esa sentencia del Tribunal Supremo, ha intentado crear una tercera categoría jurídica de detenidos definida en términos negativos, de exclusión: junto a la categoría de prisionero de guerra y a la de sospechoso de la comisión de un delito tipificado en las leyes penales, ha engendrado la categoría del “combatiente enemigo” o “ilegal”, el cual se define por no ser ni prisionero de guerra, ni sospechoso de la comisión de un delito y que, por consiguiente, no disfruta de derecho subjetivo alguno, pues las leyes internacionales e internas sólo tienen presente, en principio, esas dos últimas categorías. En realidad, la declaración de “enemigo combatiente” o “ilegal” busca privar al detenido de todo status legal reconocido, tanto desde un punto de vista internacional como intraestatal y, por ello, guarda una cierta semejanza con la declaración de ennemi hors-la-loi o la declaración de muerte civil del absolutismo. Las personas declaradas combatientes enemigos o ilegales por el poder ejecutivo pasaron a ser retenidas en su mayor parte en la base naval de Guantánamo desde el invierno de 2002. Del grueso de los “combatientes enemigos”, recluidos en Guantánamo, se debe separar un grupo de individuos juzgados, a diferencia de los primeros, realmente significativos en la lucha contra el terrorismo islamista. Éstos últimos fueron objeto de las denominadas “rendiciones”, “entregas” y “traslados extraordinarios”, es decir, fueron secuestrados en distintos lugares del mundo y entregados en secreto para su interrogatorio a los gobiernos de terceros países con amplio historial en materia de tortura de presos políticos (se calcula que ha habido entre 100 y 150 entregas de este tipo) o recluidos con esta misma finalidad en campos especiales de la CIA (como el existente en la base militar de la isla Diego García, en el Índico) o en buques de guerra norteamericanos. Pero tanto unos como otros, resulta obvio decirlo, han estado durante todos estos años fuera del alcance de las Convenciones de Ginebra sobre prisioneros de guerra y, por supuesto, del derecho procesal y penal federal de Estados Unidos, Afganistán, Irak o cualquier otro estado en virtud de la decisión de la Administración Bush. La especie de “espacio sin ley” o “espacio vacío de derecho” en la cual han vivido los declarados “combatientes ilegales” o “enemigos” se ha revelado con especial intensidad en dos medidas escandalosas del poder ejecutivo estadounidense: la previsión de unas comisiones militares creadas ad hoc para juzgar a los “combatientes enemigos” o “ilegales”, contenida en la Orden Ejecutiva de 11 noviembre de 2001, todavía hoy en vigor, y el intento de esconder la legalización de ciertas modalidades de tortura respecto de estos “combatientes” bajo el disfraz de la expresión “técnicas de interrogatorio agresivas”, como han puesto de manifiesto los recientes ensayos de Alberto Montoya y Mark Danner. Estas dos medidas, en las cuales no es posible extenderse en esta breve comunicación, plantean a todo jurista interesado en la salvaguarda de los derechos humanos el siguiente inquietante interrogante: ¿suponen el germen de un futuro “derecho público del enemigo” de alcance mundial dada la proyección transnacional del poder norteamericano? En cualquier caso, no cabe duda de que los Estados Unidos de G.W.H. Bush erigieron en los años 2001-2004 un nuevo derecho de excepción “personalizado” extraterritorial para no norteamericanos. La justificación de la atribución de poderes excepcionales al presidente Bush en su condición de Comandante en Jefe en tiempos de guerra ha tenido también una importantísima manifestación en el plano de la orientación general de la política exterior. Se trata de la doctrina de la “legítima defensa preventiva” (o doctrina del preemptive attack contra los llamados rogue states) formulada en el discurso presidencial de 17 de septiembre de 2002 titulado Estrategia de Seguridad Nacional. Como se sabe, esta doctrina significa que Estados Unidos se arroga el derecho a emprender unilateralmente una guerra contra cualquier país al margen del sistema de seguridad colectiva de la Carta de Naciones Unidas, esto es, en contra de ese estimable intento de comenzar a construir un estado de derecho mundial. Dadas las esperanzas de revitalización de dicho sistema posteriores al final de la Guerra Fría, se puede equiparar esta doctrina a un “golpe de estado” internacional contra las Naciones Unidas y su consiguiente “estado de excepción global”. La concepción schmittiana de la decisión soberana como decisión sobre la situación de excepción tiene interés a efectos de la comprensión de las políticas de excepción decididas en los años del primer mandato del presidente G.W.H. Bush, pero, a mi juicio, no de forma inmediata, en contra de la opinión de Giorgio Agamben − Homo sacer II,1- Estado de excepción −, sino mediatamente, a través del desarrollo teórico que hace Ernst Fraenkel, discípulo socialdemócrata de Carl Schmitt, del binomio normalidad- excepcionalidad en la ya obra clásica The Dual State/ Der Doppelstaat. El estado moderno habría sido a partir de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, según Fraenkel, un ente esquizofrénico, una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde colectivo, si se me permite la metáfora literaria. Por un lado, en la experiencia histórica occidental y en la propia organización del estado en Europa y Norteamérica, éste ha sido lo que Ernst Fraenkel llama un “estado normativo” (desarrollo teórico de la componente ′normalidad′ del binomio schmittiano), cuyo modelo ideal ha sido el “estado de derecho”. La expresión “estado normativo” de Fraenkel hace referencia a aquellos ámbitos de la actividad estatal sometidos a una reglamentación jurídico- positiva más o menos coherente y fiscalizables por un poder judicial independiente. Por otro lado, el estado contemporáneo presentaría también una dimensión antagónica a la anterior, la del “estado discrecional” (desarrollo teórico de la componente ′excepcionalidad′ del binomio schmittiano). Dicho “estado discrecional” se identificaría con aquellos ámbitos de actuación del complejo del poder estatal en los cuales rige la más absoluta discrecionalidad, esto es, ámbitos regidos en exclusiva por criterios de conveniencia u oportunidad para la consecución de los objetivos reales perseguidos por cada régimen político, sin miramientos hacia las garantías jurídicas de los ciudadanos. La presencia de un “estado discrecional” es, según Fraenkel, una constante de la experiencia estatal de los siglos XIX y XX, incluso en aquellas naciones y períodos en que el “estado de derecho” ha parecido más firmemente asentado. A la historia del “estado discrecional” pertenecen cosas como los estados de excepción de la historia constitucional liberal, la continua represión del movimiento obrero en el siglo XIX, la administración colonial de los colonizados y un largo etcétera. Y, naturalmente, ha existido un gran número de regímenes de muy distinta naturaleza en que el “estado discrecional” ha prevalecido con claridad sobre el “estado normativo”. Lo que importa subrayar es que, para Fraenkel, la tensión “estado normativo”-“estado discrecional” es consustancial al capitalismo contemporáneo; es, sobre todo, vital para sus sectores económicos más poderosos. Estos sectores han necesitado siempre, a juicio de Fraenkel, tanto de un “estado normativo” que garantizase ciertos derechos individuales, sobre todo los patrimoniales, y una cierta previsibilidad conforme a normas de las acciones del estado, como de un “estado discrecional” que reprimiera el descontento social, ofreciese nuevas oportunidades extra-ordinarias de enriquecerse e hiciese frente con todos los medios compatibles con el mantenimiento del statu quo socioeconómico a las crisis sociales y políticas derivadas del propio funcionamiento del capitalismo. Estados Unidos ha sido precisamente eso, un “doble estado” o “estado dual”, por lo menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando quedó conformado el núcleo del denominado “complejo militar-industrial” (Eisenhower), y la presidencia de G.W.H. Bush no es más que un período de intensificación del aspecto arbitrario, antigarantista, del poder estatal, es decir, del lado oscuro, violento y autoritario, del “estado dual” o “doble estado” norteamericano. Esa intensificación ha sido propulsada por el “complejo militar-industrial”, consolidado durante la Guerra Fría entre 1947 y 1986, al cual se añadió, también durante la Guerra Fría, los grupos de interés del sector petrolero. Son estas fuerzas, la conjunción de la burocracia militar con las industrias de armamento y de los hidrocarburos, aquellas que han impulsado a lo largo del siglo XX el desarrollo del “estado dual” en Estados Unidos, un “estado dual” complementario de un keynesianismo militar que, ahora, en esta primera década del siglo XXI, parece combinarse de forma paradójica con la globalización neoliberal. Y son probablemente estas fuerzas las principales responsables de la política exterior agresiva de la Administración Bush actual y, por lo tanto, de sus principales consecuencias jurídico- constitucionales y jurídico-internacionales: o sea, la afirmación de una reserva de poder absoluto presidencial, el renovado desprecio a la Carta de Naciones Unidas y el recorte de derechos fundamentales.