02 ʕ ʔ El Colgante de Los Cuatro Elementos - Marta Sternecker
02 ʕ ʔ El Colgante de Los Cuatro Elementos - Marta Sternecker
02 ʕ ʔ El Colgante de Los Cuatro Elementos - Marta Sternecker
1. Magos oscuros
2. El colgante de los cuatro elementos
3. Sacrificios
4. Luz y oscuridad
1ªEdición: 2015
2ªEdición: 2018
www.sagaoyrun.com
www.martasternecker.com
PRÓLOGO
PARTE I
ALEGRA (1)
LARANAR (1)
ALEGRA (2)
EDMUND (1)
LARANAR (2)
PARTE II
AYLA (1)
PARTE III
ALEGRA (3)
AYLA (2)
LARANAR (3)
AYLA (3)
EDMUND (2)
LARANAR (4)
AYLA (4)
EL MAGO LOCO
LARANAR (5)
PARTE IV
AYLA (5)
LARANAR (6)
EDMUND (3)
RAIBEN (1)
AYLA (6)
LARANAR (7)
ALEGRA (4)
EDMUND (4)
AYLA (7)
RAIBEN (2)
AYLA (8)
EPÍLOGO
PERSONAJES
SOBRE LA AUTORA
LA PROFECÍA DICE
Situación crítica
Los días siguieron su curso. Laranar poco a poco fue recuperando sus
fuerzas pudiéndose levantar; dando breves paseos por el recinto de la
residencia de los reyes del Norte. Siempre iba acompañado por alguien del
grupo por miedo a que se mareara. Parecía hacerle gracia nuestra actitud
protectora con él. Pese a todo, pude ver que sus pensamientos estaban
puestos en Ayla y no en las ganas de recuperarse para regresar de
inmediato a Launier. Cuando la elegida reapareciera, nadie sabía si
regresaría a Rócland donde se esfumó, o si volvería al mismo lugar que la
primera vez que llegó a Oyrun, en el reino de los elfos.
La noche que se cumplió un mes de la marcha de la elegida, Laranar se
encontraba apoyado en el saliente de la ventana de nuestra habitación
mirando la luna y las estrellas. Llevaba una caja de música en las manos,
un regalo que le hizo a la elegida mucho tiempo atrás. En ocasiones se
limitaba a observarla, otras le daba cuerda y permitía que la pareja de
porcelana de su interior bailara mientras la música inundaba la estancia.
Pero aquella noche, la música se interrumpió de golpe y el elfo dio un
salto, levantándose, mirando horrorizado el exterior.
―¿Qué ocurre? ―Le preguntó Dacio aproximándose a él.
―Ya han empezado ―respondió sin apartar la vista del cielo.
Al aproximarme y ver lo que sucedía se me erizó el vello. La luna llena,
siempre con su blanco resplandeciente, se había teñido de rojo. Era el rojo
de las víctimas de los magos oscuros. Un ritual que establecían para
demostrar su poder y autoridad a todas las razas del mundo. Acababan de
vencer en algún punto de Oyrun, una victoria importante que querían
hacerse eco para que perdiéramos la esperanza de poder vencerles algún
día.
Lo mismo ocurrió en mi villa. Éramos un pueblo guerrero y fuerte,
conocidos como los Domadores del Fuego, pero fuimos insignificantes
cuando Danlos nos atacó y redujo a cenizas mi hogar. En aquella ocasión,
la luna también se tiñó de rojo sangre y su color permaneció durante un
ciclo lunar.
La puerta de la habitación se abrió de golpe, todos nos volvimos y
apareció el rey Alexis acompañado de su hermano.
―Algo ha ocurrido ―dijo.
―Sí ―Laranar se pasó una mano por la herida de la cabeza―. Creo
que ya es hora que regrese a Launier. Mañana partiré, debo informar a mi
pueblo cuanto antes ―miró a Dacio―. Y vosotros, debéis llegar a Mair
sin más demora.
―¿Seguro que estarás bien? ―Le pregunté―. Aún te mareas, no estás
para hacer un viaje tan largo.
―La necesidad lo exige ―se limitó a responder dirigiéndose a su
cama. Los elfos en realidad no dormían, no sentían la necesidad de dormir,
pero cuando estaban heridos descansaban para que su cuerpo y mente, se
recuperaran cuanto antes. Guardó la caja de música en su bolsa―. Me
llevaré las pertenencias de Ayla a Launier. Puede que vuelva a aparecer de
nuevo en mi país. Su arco y espada se los llevó consigo, ¿verdad?
―Sí, cuando desapareció los llevaba encima.
Asintió.
―Si aparece en Rócland me encargaré personalmente de escoltarla
―dijo Alan, y Laranar lo miró de inmediato―. Seré su protector por un
tiempo.
Laranar frunció el ceño. Él era el protector de la elegida, el
guardaespaldas encargado de velar por su vida.
―Te agradeceré que la escoltes hasta Launier ―se limitó a decir
Laranar de forma indiferente mientras colocaba todas sus pertenencias en
su bolsa de viaje de rodillas en el suelo―. Estoy convencido que ella
querrá reunirse conmigo de inmediato. Sabe que soy capaz de dar mi vida
por protegerla.
―Bueno, no eres el único y quién sabe… ―se encogió de hombros―.
Quizá la convenza de tener otro protector a su lado o incluso que yo sea el
único…
―Alan, basta ―le cortó el rey Alexis de inmediato, viendo la dirección
que estaba tomando la conversación. Luego miró al resto―. Nos retiramos
a descansar, ordenaré que tengan listas vuestras monturas al amanecer.
Asentimos, pero Laranar fulminó al guerrero del Norte con la mirada
hasta que salió por la puerta.
Me puse un tanto nerviosa, he de reconocerlo, los hombres del Norte no
eran muy dados a las conversaciones, más bien a la fuerza bruta y la
espada. Vestían las pieles de los animales que cazaban y no entendían de
protocolo. Muchos los consideraban unos auténticos salvajes. No obstante,
también era cierto que el clan de los vientos libres ―es decir, el clan de la
familia real del Norte― eran de los más civilizados entre todos ellos.
Dudé que el rey Alexis permitiera un enfrentamiento entre su hermano
pequeño y el que sería el futuro rey de Launier, un país de sobra poderoso.
A la mañana siguiente nuestros caballos estuvieron preparados tal y
como nos prometieron. Nos despedimos del rey Alexis y la reina Aurora
sin extendernos demasiado en formalismos. La reina era una joven que
acababa de cumplir los veinte, de rostro aniñado y cabellos tan rubios
como los de su esposo. Estaba embarazada de ocho meses y pronto daría a
su pueblo el heredero que tanto ansiaba el reino. Alan no se presentó,
quizá por iniciativa propia o quizá por orden directa del rey.
Partimos hacia Barnabel, donde visitaríamos por un día a nuestro amigo
Aarón y luego continuaríamos cada uno nuestro camino. Laranar cabalgó
seguro en su montura, aunque pudimos apreciar como de tanto en tanto su
rostro se tornaba pálido, era entonces cuando reducíamos la marcha o
simplemente parábamos a descansar. Chovi cabalgaba agarrado a la
espalda de Dacio, el mago ya no llevaba su brazo derecho en cabestrillo
aunque si vendado, pues en ocasiones aún le dolía. Akila, como de
costumbre, correteaba por el bosque yendo y viniendo a su antojo. Y
después de cinco días, la capital de Andalen apareció ante nosotros.
Al traspasar las murallas, pudimos comprobar que la ciudad empezaba
a recuperar parte de la majestuosidad que presentaba antes de la gran
batalla que libramos hacía poco más de un mes. Algunas chozas fueron
derribadas y ya se podían ver las primeras paredes de las que serían las
nuevas casas.
El primer nivel se caracterizaba por albergar a la gente más humilde,
que era apartada de los nobles y ricos comerciantes por una segunda
muralla en el interior de la ciudad. Seguidamente, un tercer muro
delimitaba el castillo y jardines de la familia real de Andalen, ahora
presidida por un rey de apenas seis años de edad. Pero sentado en el trono,
encontramos al senescal de Andalen y amigo nuestro, Aarón. A su lado se
encontraba la reina Irene que, a diferencia de la primera vez que la conocí,
mostraba un aspecto radiante y feliz. Su difunto marido, el rey Gódric,
había sido un maltratador que pegó a su mujer día sí, día también, hasta
que la espada de un orco lo condujo a la muerte. El reino vería tiempos
mejores ahora que Aarón era el nuevo gobernante.
―Tarmona ha caído en manos de Urso ―nos dijo sin preámbulos en
cuanto nos presentamos ante ellos―. Ya han empezado.
―De ahí la luna de sangre ―dijo Dacio―. Os han llegado pronto las
noticias, solo hace cinco días que la luna…
―El mensajero llegó seis días antes de la luna roja ―le interrumpió la
reina―. La caída de Tarmona se produjo diez días antes de su llegada. El
mensajero que nos trajo las nuevas murió a causa de sus heridas. Solo
pudo explicar que un ejército de ocho mil orcos se presentó a las puertas
de la ciudad y no tuvieron efectivos suficientes para detenerlos. El mago
oscuro, Urso, amenazó con sacrificar al hijo no nato que llevaba la
condesa en su vientre. Según el mensajero, la luna roja es la prueba que ha
cumplido su amenaza.
―La ciudad está perdida, no tengo efectivos suficientes para retomarla
y salvar a la gente que han esclavizado. ―En los ojos de Aarón se reflejó
el sentimiento de culpa.
―¿Por qué no nos informaste? Llevas semanas en Barnabel ―le
preguntó Laranar.
Aarón se alzó del trono y se dirigió a una mesa de madera que había en
un lateral de la sala con diversos mapas desplegados en ella. Nos
acercamos a él.
―No quería que vinieras sin haberte recuperado de tus heridas, y poco
podemos hacer ―suspiró, apoyándose en la mesa. Observé que había un
mapa de la ciudad de Tarmona y otro que albergaba las tierras del
condado―. Nadie sabe qué están haciendo con los esclavos. He mandado
un pequeño grupo de reconocimiento para saber qué objetivo tienen. Solo
espero que vuelvan con vida, mandé a mis mejores rastreadores y
luchadores.
Laranar examinó el mapa.
―¿En qué piensas? ―Le preguntó Dacio.
―Tarmona, ¿por qué empezar por esa ciudad? Barnabel es la capital, si
los magos oscuros tienen fuerza militar suficiente, ¿por qué no volverla a
atacar? Ahora mismo se está recuperando de una batalla de quince mil
orcos, habría sido un objetivo fácil. Y derrotada Barnabel, el reino del
Norte sería fácil de destruir ―deslizó su dedo índice y marcó un punto del
condado de Tarmona―. Aquí ―señaló.
―¿Qué es? ―Pregunté.
―¿Las minas? ―Reconoció Aarón, frunciendo el ceño―. Se cerraron
hace décadas por derrumbamientos. Los diamantes que se extraían no
compensaban las vidas que se cobraban.
―Para nosotros, pero para los magos oscuros la vida humana es
insignificante ―le respondió Laranar―. Por ese motivo ha hecho esclavos
a la gente de Tarmona, los estará utilizando para sustraer los diamantes.
Tengo entendido que Urso es muy avaricioso, le gustan las riquezas, y con
tantos esclavos puede, además, practicar su deporte favorito…
―Los sacrificios humanos ―finalizó Dacio.
Todos nos quedamos en silencio, la cosa se complicaba por momentos y
habían empezado a actuar mucho más rápido de lo que cualquiera
esperaba.
―Aarón, mantén a todos tus soldados cerca de Barnabel y no pruebes
de conquistar Tarmona, está perdida por el momento. Avisa a Caldea de la
situación y que doblen las guardias. Es un consejo ―le dijo Laranar.
―Sí, para reconquistar Tarmona necesitaría de todos los efectivos de
Barnabel y parte de los de Caldea, demasiado arriesgado. Dejaría a dos
ciudades indefensas, sin tener la garantía de salvar a una.
Estuvimos hablando largo y tendido sobre la situación, pero poco
pudimos hacer salvo remarcar que intentaríamos luchar con toda nuestra
fuerza y determinación hasta el regreso de la elegida.
Al día siguiente, partimos de Barnabel, y a mediodía nuestro camino
con Laranar se bifurcó.
―Aquí nos separamos ―dijo encarando su montura a la nuestra y miró
a Chovi que se bajó del caballo que compartía con Dacio―. ¿Cómo?
¿Piensas venir conmigo?
―Akila te acompañará a ti ―dijo señalando al lobo―. Chovi quiere
estar con Akila.
Laranar nos miró con una muestra clara de fastidio.
―Vamos, ―me reí―, te hará compañía y piensa que si te encuentras
mal puedes contar con Chovi.
―Natur me libre de depender de este duendecillo ―pese a sus palabras
el elfo le tendió una mano a Chovi y lo subió a su montura―. Como hagas
algún estropicio en mi país te desterraré también ―le avisó.
―Y yo se lo diré a Ayla cuando vuelva ―repuso el duende.
Laranar negó con la cabeza como si no tuviera remedio.
―En fin, Dacio, Alegra, espero que nos veamos pronto. Tened buen
viaje ―nos deseó.
―Igualmente ―dijimos Dacio y yo a la vez, y ambos sonreímos por
ello.
Laranar rio y encaró su montura al camino que debía tomar.
―Hacéis buena pareja ―dijo sonriendo―. Espero que la próxima vez
que nos veamos ya hayáis dejado vuestros secretos a un lado ―miró a
Dacio―, y empecéis a confiar entre vosotros ―entonces me miró a mí―.
¡Suerte!
Espoleó a su caballo antes de poder contestarle y le vimos desaparecer
entre el follaje del bosque donde nos encontrábamos.
Miré a Dacio de refilón y descubrí que el mago estaba más serio de lo
normal mirando el camino por donde se fue el elfo.
―¿Estás bien? ―Le pregunté.
Parpadeó dos veces, como volviendo a la realidad, luego me miró.
―Perfectamente, vamos.
Hizo que su montura empezara a caminar y me coloqué a su lado. Por
delante, nos quedaba un largo camino hasta alcanzar Mair, país de los
magos.
Noté el balanceo del caballo antes de abrir los ojos. Íbamos galopando,
saltando de tanto en tanto los obstáculos del camino. Alguien me sostenía
entre sus brazos, su respiración era fuerte, acelerada, y me abrazaba con
fuerza, como si temiera perderme.
Un último brinco del caballo hizo que despertara y miré desorientada la
persona que me agarraba.
Dacio mantenía su vista al frente, concentrado, con una expresión en el
rostro de determinación y miedo. Miré alrededor, estábamos en un bosque
de abedules, distinto al de pinos que nos acompañó los últimos días. El sol
se intercalaba entre el follaje de los árboles.
Fruncí el ceño, ¿qué había pasado? Era como si despertara de un largo
letargo. De pronto, todo me vino a la memoria recordando lo sucedido con
mi hermano.
―Edmund ―nombré―. Debo rescatarle.
Dacio me miró, pero no hizo el mínimo gesto por detener al caballo.
―No podemos, debemos llegar a Mair cuanto antes. No nos queda
mucho y estarás a salvo.
―¡Para! ―Grité y empecé a llorar―. Detén el caballo, por favor.
Detuvo la marcha y de un salto llegué al suelo, empecé a desandar el
camino mientras intentaba vanamente limpiarme los ojos anegados en
lágrimas. Había perdido a mi hermano por segunda vez, le había fallado y
ahora no sabía cómo podía estar, que castigo le habrían impuesto por
querer escapar. Vencida, dejé caer mi cuerpo sobre mis rodillas y miré el
bosque. Unos kilómetros más al oeste se encontraba mi hermano. Me miré
las manos, las tenía vendadas. Dacio había curado mis heridas provocadas
por el incendio.
―Alegra ―me tocó el hombro y alcé la vista―, debemos continuar.
―Tú, ¿por qué? ¿Qué me hiciste para que me durmiera de repente?
¡Has hecho que abandone a mi hermano! ―Le eché en cara, furiosa.
Aquello no se lo perdonaría en la vida.
Se agachó a mi altura y entonces me di cuenta de que no estaba bien. Su
cara era pálida y tenía los ojos vidriosos, además de tener las ropas raídas
y el pelo lleno de polvo.
―Si no lo hubiera hecho, ambos estaríamos muertos y tu hermano
continuaría con Ruwer. Perdóname, no se me ocurrió qué otra cosa hacer
para detenerte y ponerte a salvo ―se explicó.
Desvié la mirada, aún resentida. Golpeé el suelo con un puño, llena de
rabia. Me sentía impotente y grité en un intento por descargar aquella
agonía.
―Alegra ―me nombró Dacio, con precaución―. Yo… lo siento.
―¿Qué ocurrió después de perder la conciencia? ―Le pregunté aún
con el puño en el suelo. Ignorando sus disculpas.
―Ruwer me atacó, conseguimos escapar por muy poco y mandó un
grupo de orcos para atraparnos. Llevamos toda la noche cabalgando y
parte del día. Solo paré un momento para curarte las heridas que tenías,
producidas por el incendio.
Fruncí el ceño y apreté con más fuerza los puños hasta que mis nudillos
se volvieron blancos.
―¿Y tú? ―Le pregunté volviendo la vista a él.
Me extendió su brazo derecho al tiempo que hacía un gesto de dolor.
―Creí que ya estaba recuperado, pero al parecer no del todo. Aún lo
tengo resentido y me esforcé demasiado ―se tocó luego un costado―. Y
Ruwer tiene unos golpes que dejan sin respiración a cualquiera.
Intenté relajarme y puse mi mano en su frente notando que estaba
ardiendo.
―¿Me perdonas? ―Preguntó angustiado.
Me levanté del suelo y me limpié las lágrimas de los ojos.
>>Recuperaremos a tu hermano, Alegra ―le miré―. Cuando Ayla
regrese, les haremos frente.
Era consciente que Ruwer era demasiado fuerte para mí. Si regresaba,
solo encontraría la muerte.
―Tienes razón ―dije, dejando caer los hombros―. Fue una locura.
LARANAR
Responsabilidades
Entrenamiento
Ser rico
―Venid a cenar un día a casa ―nos pidió Lord Zalman una vez
explicamos con todo detalle lo ocurrido en la misión. Lord Tirso y Lord
Ronald ya se habían retirado, desapareciendo con el Paso in Actus―.
Lilian querrá verte cuanto antes.
―Claro ―asintió Dacio―. Lilian es su esposa ―me aclaró Dacio.
―Será un placer ―dije―. Quizá conocer a la familia de Dacio me
ayude a averiguar los misterios que le envuelven.
Dacio se tensó al escuchar mis palabras y le hizo un gesto casi
imperceptible a Zalman negándole con la cabeza.
Lord Zalman, me miró, comprensivo.
―Dacio ya me ha puesto al día sobre lo que sabes y no sabes ―dijo.
―¿Cuándo? ―Quise saber.
―Al principio, cuando hemos hablado con la mente ―me explicó―.
En un momento me ha puesto al corriente de todo y, sintiéndolo mucho,
respetaré su decisión de no explicarte nada hasta que esté preparado.
―Bueno, debemos irnos ―se apresuró a decir Dacio, queriendo
cambiar de tema.
El siguiente lugar donde me condujo Dacio fue a una terraza situada en
lo más alto de la fortificación de Gronland. Era pequeña, de apenas cinco
metros de largo por cuatro de ancho, nadie la utilizaba, pero tenía unas
vistas espléndidas.
―Aquella sierra que ves a lo lejos se la conoce como dientes de
Gabriel ―me señaló unas altas montañas donde sus picos estaban nevados
aún por el invierno―, y el bosque que está a sus pies se llama Luz de
Ainhoa. Es bonito, ¿verdad?
―Mucho ―dije apoyándome en un muro de poco más de un metro de
alto―. ¿Aquello también es Gronland?
Le señalé lo que parecía una ciudad a las afueras del gran castillo de los
magos.
―Sí ―afirmó―. Empezó siendo una pequeña colonia de magos que se
instalaron a las afueras con el objetivo de hacer negocio con los
estudiantes de la escuela y universidad, vendiendo libros e ingredientes
para hechizos. Con el tiempo fueron engrandeciéndose hasta llegar a
convertirse en una ciudad en toda regla. Se la considera parte de Gronland
aunque esté fuera de la muralla. Lleva con nosotros milenios.
Nos quedamos mirando el paisaje.
―¿Sueles venir mucho por aquí? ―Le pregunté al cabo del rato.
―Cuando era pequeño ―respondió en un suspiro―. Era mi refugio
cuando mis compañeros de clase intentaban martirizarme.
―¿Martirizarte?
―Acabé sin fuerzas y magia en más de una ocasión ―dijo con una risa
forzada, luego se puso serio―. No fue una época agradable.
Se retiró del muro y se dirigió a la entrada del castillo, le seguí.
>>Es el pasado ―Dijo―. No tiene sentido recordarlo. Volvamos a casa,
tengo mucha hambre.
Asentí.
Al llegar al último pasillo que conducía a la sala de los armarios
transportadores, Dacio se tensó de pronto al ver a tres figuras que se
dirigían directos a nosotros. Uno de ellos, un hombre alto, rubio y de ojos
azules, que podría considerarse atractivo salvo por la maldad que
destilaban sus ojos, sonrió de una manera que me heló la sangre. Sus otros
dos acompañantes, situados a lado y lado del rubiales, se miraron entre sí,
complacidos de haber encontrado una distracción.
―¡El niño prodigio ha vuelto! ―Dijo el hombre rubio alzando los
brazos en un gesto fingido de adoración.
―Continúa y no te detengas ―me susurró Dacio de inmediato, pero
nos cortaron el paso plantándose como un muro en nuestro camino.
Como acto instintivo me llevé la mano a la empuñadura de mi espada,
preparada para desenvainarla.
―Víctor ―nombró Dacio al hombre rubio―. ¿Qué quieres?
―Saludarte después de tanto tiempo ―respondió poniendo los brazos
en jarras y me miró―. ¿Quién es esta belleza? ¿Tu nueva adquisición?
Miré a Dacio un instante comprobando que su mirada destilaba odio.
―No es ninguna adquisición ―respondió Dacio―. Es una Domadora
del Fuego.
―¿Una Domadora del Fuego? ―Aquello pareció alegrarle―. Vaya,
dicen que tu pueblo es muy fuerte. Me gustaría comprobarlo ―dio un paso
al frente y Dacio avanzó de inmediato colocándose entre él y yo.
Miré a los otros dos, en guardia, y, de pronto, un viento me lanzó hacia
atrás, elevándome del suelo. Volé por unos segundos aunque al caer unos
brazos me sujetaron, cogiéndome al vuelo.
Al mirar a aquel que me sostuvo me encontré con un mago que miraba
la escena con desaprobación.
―¡Andreo! ―Exclamó Víctor―. Ven y diviértete con nosotros.
Dacio golpeaba una barrera invisible que se alzó para separarnos.
El tal Andreo me ayudó a incorporarme.
―¿Estás bien? ―Me preguntó.
―Sí, gracias.
Andreo miró a Dacio.
―Ni se te ocurra, te lo advierto ―le avisó Dacio con los ojos rojos―.
No la toques.
Miré al mago que acababa de ayudarme, no parecía que fuera en nuestra
contra. Pero por la expresión de Dacio me puse alerta con él también. El
mago se limitó a seguir adelante, pero al llegar a la barrera creada por
Víctor y sus secuaces, se detuvo.
―Víctor, quita la barrera ―le pidió con calma Andreo. Y todos,
incluido Dacio, lo miraron extrañados―. ¿Tengo que repetirlo?
Víctor frunció el ceño, pero a una mirada a sus amigos la barrera se
bajó, o eso supuse pues Dacio pudo venir a mi lado.
Andreo siguió su camino.
―Qué raro ―dijo Dacio para sí mismo, mirando cómo se alejaba, pero
rápidamente volvió su atención a Víctor.
―Escuché que los Domadores del Fuego fueron eliminados hace unos
meses ―comentó uno de los secuaces de Víctor, un chico de cabellos
castaños y ojos marrones―. ¿Seguro que eres una Domadora del Fuego?
―¿Quieres que te lo demuestre? ―Le pregunté llevándome de nuevo la
mano a la empuñadura de mi espada.
―¿Y cómo puedes ir con Dacio? ―Preguntó el otro mago que faltaba,
cruzándose de brazos.
Víctor entrecerró los ojos, observándome, mientras sus dos compinches
me hacían preguntas. Luego sonrió con satisfacción.
―No lo sabe ―dedujo y miró a Dacio―. ¿Verdad?
Miré a Dacio, acababa de perder el color de la cara.
>>Pues se lo diré yo, tranquilo. Sabes quién es el…
Dacio se volvió a mí y puso sus manos en mis oídos.
―Perdóname ―dijo y, de pronto, no pude escuchar absolutamente
nada, acababa de dejarme sorda por completo. Le miré asustada cogiendo
sus manos que aún estaban en mis oídos. Se inclinó a mí y me besó en la
frente, luego me miró con cara de disculpa retirando sus manos.
La sensación de no escuchar, de no percibir absolutamente nada, me
puso nerviosa. Vi a Dacio discutir con Víctor acaloradamente. Estaban a
punto de llegar a las manos. Intenté hablar, pero mi voz no salió, o quizá
no me escuché. Empecé a marearme por la sensación de sordera y me froté
las sienes. Estaba asustada, vi que la situación se me escapaba de las
manos e intenté llegar a Dacio, pero me tambaleé al dar el primer paso y
alguien me sujetó de un brazo para que no cayera.
Víctor y Dacio se separaron de inmediato, mirando a la persona que me
hubo sostenido. Al alzar la vista reconocí a Lord Zalman. Su cara era seria
y enfadada. Dijo algo, y Víctor y sus amigos se retiraron de inmediato
inclinando la cabeza ante el mago del consejo.
Dacio se dirigió a mí y volvió a colocar sus manos en mis oídos.
―Iba a contarle mi pasado ―empecé a escuchar y di gracias a los
dioses―. Siento haberte asustado. ¿Estás bien? ―Me preguntó Dacio.
―Creo que sí ―respondí.
Zalman soltó mi brazo al recuperar el equilibrio.
―Creí que habías aprendido a ignorar las burlas de Víctor ―le espetó
Zalman―. ¿Qué creías conseguir con una pelea? Nada ―le contestó el
propio Zalman muy enojado y luego me miró―. Esta chica debe ser
realmente importante para ti ―comentó y me ruboricé por algún
motivo―, te aconsejo que no la vuelvas a traer a Gronland si no quieres
arriesgarte a que lo descubra.
Miré a Dacio esperando una respuesta.
―Nos vamos ―se limitó a decir, cogiéndome de una mano.
Miré nuestras manos entrelazadas y luego a él, no se percató de su acto,
¿o sí?
El caso es que tiró de mí, alejándonos de Zalman. Llegamos a los
armarios transportadores y en dos segundos regresamos a su casa. Al salir
suspiró, relajándose, y soltó mi mano.
―Perdona por dejarte sorda ―se disculpó―, tuve miedo de perderte.
Fruncí el ceño, enfadada. Pero sus ojos se clavaron tan profundamente
en mí que solo pude responder:
―Te quiero ―el miedo me invadió por unos segundos. ¡Acababa de
decirle que le quería! ¡Dioses! ¡No podía sucumbir a sus encantos! ¡Aún
no!
Agaché la cabeza, avergonzada. Pero él me sostuvo con dos dedos la
barbilla e hizo que elevara el rostro hasta que nuestros ojos se encontraron.
Sin pensarlo, ambos nos acercamos el uno al otro y nos besamos. Nuestras
respiraciones se aceleraron y lo que empezó siendo un beso dulce se tornó
pasional y lleno de fuego. Pasé las manos por el interior de su túnica y se
la eché hacia atrás, acto seguido quise desabrocharle la camisa pero sus
manos me detuvieron y sus labios se despegaron de los míos.
―¿Qué…?
―No puedo hacerte esto ―dijo de pronto―. Llevo meses queriendo
hacerte el amor pero ahora… No puedo, lo siento.
Dio un paso atrás y se colocó bien la túnica.
―¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
―No quiero que te odies a ti misma o que te sientas sucia en cuanto te
enteres de quién soy en realidad ―respondió―. Eso sí que no me lo
perdonaría.
Y dicho esto, con el tormento reflejado en su rostro, se marchó a algún
punto de su gran mansión, dejándome sola y desconcertada.
La Torre
Aún quedaban dos horas largas para el mediodía así que decidí ir a dar
una vuelta por mi cuenta. La casa me la enseñó Dacio el día anterior,
mostrándome las veintidós habitaciones, tres comedores y cinco salas que
disponía. También visitamos una pequeña bodega ubicada en los sótanos
donde tenía la mejor reserva de vinos de la zona. Pero aún quedaban
muchas cosas por ver. Así que me encaminé a los establos, ensillé mi
caballo ―viendo que era el único que había en la cuadra, aparte de un
corcel negro como la noche, fuerte y de porte majestuoso, pero nada
sociable, pues se puso nervioso nada más verme aparecer― y fui a visitar
los campos.
Los viñedos eran los más próximos a la casa y después de ellos venían
los campos de citavelas. Cerca de la parte trasera de la mansión se
encontraba un bosque de castaños y seguidamente un precioso lago. El
agua era cristalina, pudiendo verse reflejada como un espejo. Estaba
helada cuando la toqué, aún no era tiempo para poder disfrutar de un baño
relajante.
Regresé a los campos de citavelas. Dacio me comentó que tenía
trabajadores que cuidaban de sus tierras, pero no encontré ni un alma.
Yendo al paso tranquilamente con mi caballo, vi que las citavelas
empezaron a moverse violentamente. Detuve mi montura de inmediato, y
vi sorprendida como unos rayos eran proyectados hacia aquel que estaba
ocasionando tal revuelo. La espesura de las plantas me impedía distinguir
que ocurría en realidad.
―¡Serás desgraciado! ―Escuché que alguien se quejaba.
Más rayos continuaron inundando el campo, era como pequeños
relámpagos.
―Azotes de trueno ―recordé, al haber visto con anterioridad ese
ataque a manos de Dacio.
Continué observando la escena, o más bien intuyéndola, pues solo
alcanzaba a ver como las plantas se movían, algunas caían y otras eran
lanzadas por los aires.
El camino de tal persecución se prolongó durante un largo minuto,
hasta que, de pronto, un enorme bicho saltó al aire directo a mí. Era una
rata, pero no una rata cualquiera, esta alcanzaba el metro y medio de
altura. Abrió la boca mientras estaba en el aire y rápidamente saqué a
Colmillo de Lince para defenderme. Mi caballo se encabritó al ver a ese
animal en el justo momento que otro azote era lanzado.
La rata cayó fulminada al ser alcanzada.
Aparté de inmediato a mi caballo, al ver que cayó a sus pies, aún
nervioso.
―Tranquilo, tranquilo ―quise tranquilizarle, acariciándolo.
Miré la rata, estaba carbonizada, y un olor a quemado inundó el aire.
Dos segundos después un hombre apareció en el camino, respirando a
marchas forzadas. Al verme se dirigió enseguida a mí.
―¿Estás bien? ―Me preguntó.
―Sí ―dije envainando mi espada―. Solo se ha asustado mi caballo.
Me apeé.
―Eres Alegra, ¿verdad? ―Preguntó.
―Sí, ¿cómo lo sabes?
―Dacio ha venido temprano esta mañana para decirme que pasarías
una temporada en la granja. Me llamo Arvin, vivo en el molino ―me
señaló un molino que se veía en la distancia.
―Encantada.
―Esta rata ha arrasado como trescientas citavelas en tres días ―dijo
dirigiéndose a ella.
Le observé, era un chico alto de cabellos castaños y ojos marrones. No
aparentaba más que los veinticuatro años de los hombres, pero a saber en
realidad qué edad tenía.
―¿Hace mucho que trabajas para Dacio? ―Quise saber.
―Unos tres siglos más o menos, poco después de graduarme en la
escuela de magia ―se acarició la barbilla, pensativo―. Espero que Dacio
no se enfade por no haber podido solucionar el tema antes.
―¿Es estricto?
―No, pero… nunca se sabe.
Suspiró. Y con un movimiento de manos ―aquella serie de gestos que
caracterizaba a los magos cuando conjuraban algún hechizo― hizo que el
cuerpo de la rata desapareciera bajo una nube de polvo negro.
Solo quedó una mancha oscura en la tierra del camino.
Arvin se volvió a mí.
―Debo irme ―dijo―. El trabajo con las citavelas es un sin descanso.
―¿Solo estás tú? Creí que unos campos tan extensos serían necesarias
varias personas para cuidarlos.
―Y se necesitan ―respondió―. Pero pocos son los que se atreven a
trabajar para…
Se mordió la lengua.
―¿Para quién? ―Quise saber, dando un paso hacia él―. ¿Quién es en
realidad Dacio?
―Me ordenó que no te lo dijera ―dijo dando un paso atrás―. Lo
siento, no quiero meterme en problemas.
Dicho esto, se volvió y echó a correr dentro del campo de citavelas,
perdiéndolo de vista.
Suspiré.
Al regresar a la mansión, Dacio ya había regresado y sonrió nada más
verme.
―Llegas justo a tiempo ―dijo cogiéndome de la mano nada más
traspasar el umbral de la casa―. Tengo una sorpresa para ti.
―¿Una sorpresa? ―Repetí, viendo como era arrastrada escalera arriba.
―Espero que te guste ―dijo plantándome en la entrada de mi
habitación.
Pasé al interior e hice un repaso rápido a todo lo que me rodeaba. No
encontré nada fuera de lugar. En ese instante, las puertas de mi armario se
abrieron por si solas y me acerqué.
Contuve el aliento. Dos docenas de vestidos estaban ordenados por
colores en su interior.
―Perdona si me he tomado la libertad de comprártelos, pero he creído,
que ya que vas a estar bastante tiempo en Mair, necesitarías un buen
armario.
Silencio.
>>Apenas llevábamos equipaje, así que…
Silencio.
>>Por favor, di algo.
Le miré, estupefacta. Aquellos vestidos no los podría haber tenido en la
vida. Eran de seda, terciopelo y la mejor de las lanas. Lisos, estampados,
con encajes…
―Dacio, esto es demasiado ―dije abrumada―. No puedo aceptarlos.
―¿Por qué no? ―Preguntó frunciendo el ceño―. Yo quiero que te
sientas cómoda mientras estés aquí conmigo. Además, ―se agachó y abrió
un cajón interior que se encontraba a los pies del armario―, también te he
comprado pantalones y camisas, para cuando quieras ir más cómoda y en
un futuro volvamos a iniciar la misión cuando Ayla regrese. Pero, sobre
todo, ―abrió una caja―, botas nuevas, así podrás tirar las que llevas,
están muy desgastadas. Y también zapatos para cuando quieras llevar uno
de los vestidos ―abrió otra caja, mostrándomelos―. Y aquí ―se alzó,
colocándose de puntillas para llegar a una estantería superior, de ella sacó
una bonita capa azul oscura―, una capa ―sonrió.
―No podré pagártelo ―dije notando como el corazón latía dentro de
mi pecho cada vez con más fuerza.
Su rostro cambió por un momento, mostrándose preocupado.
―Alegra, lo he hecho con la mejor intención ―dijo.
―Lo sé, pero…
―No llores.
Abrí mucho los ojos, y rápidamente me pasé una mano por los ojos. No
me di cuenta de que lloraba. Dacio se inclinó a mí y besó mis lágrimas. Yo
sujeté su rostro con mis manos, mirándole a los ojos y le besé.
―Te quiero ―dije rendida a él.
Sonrió y volvió a besarme, pero luego se retiró.
―Yo también te quiero ―dijo y se volvió al armario―. Ponte uno, a
ver cómo te queda. Esta noche iremos a cenar a casa de Zalman, conocerás
a Lilian y su hija Marí, y te presentaré al que considero mi hermano
pequeño, Daniel.
Dicho esto se marchó de la habitación. Fui consciente que solo se retiró
de mí por la absurda idea que le odiaría en el futuro y me sentiría sucia si
hacía el amor con él.
¡Cómo habían cambiado las cosas!
Tuve que resignarme a ser una mantenida hasta que mi situación
mejorara. No obstante, por primera vez en mucho tiempo, sentí que
alguien se preocupaba por mí y velaba por mi bienestar.
Ya no estaba sola.
Los siguientes días Dacio los pasó junto a mí, no volvió a Gronland y
básicamente nos entretuvimos dando vueltas por los campos. Me mostró el
gran complejo que eran las bodegas Morren, es decir, las bodegas de su
familia. Me explicó como elaboraban el vino, a catarlo y a diferenciar
cuando estaba listo para salir al mercado. Y conocí a los trabajadores que
se dedicaban al cuidado de las viñas y a otros tantos en la elaboración del
vino. No eran demasiados, viendo lo extensas que eran las tierras de
Dacio, tan solo diez, pero su magia ayudaba en la labor. Fue muy
instructivo.
Llegó la primavera y las primeras flores empezaron a aparecer
tímidamente en el borde de los caminos.
Un día del mes de Anil, Dacio marchó, después de tantas semanas, a
Gronland, necesitaba contratar a magos para la luna llena del mes de
Murio, la recogida de las citavelas se aproximaba.
―¿Seguro que no puedo acompañarte? ―Le insistía―. Tampoco es
que tenga que ocurrir lo mismo que la otra vez. Además, tengo ganas de
cambiar de aires, empiezo a sentirme agobiada. Me tienes apartada del
mundo.
―Pero si disfrutas visitando los campos, lo veo en tus ojos ―respondió
llegando ya al armario trasportador.
―No vas a poder tenerme alejada de Gronland siempre ―le dije
enojada―. Sabes que estoy teniendo mucha paciencia contigo.
Creí que el paso de los días y después de las semanas, haría que Dacio
se confiara de nuevo y accediera a mis súplicas de enseñarme Gronland.
Pero era testarudo, y mucho.
―Lo sé ―dijo serio―. Pero no puedo arriesgarme.
Puse los ojos en blanco y él se marchó.
Molesta, di media vuelta y salí del segundo recibidor de la casa. El
armario trasportador estaba situado en el primer piso y la habitación donde
se encontraba estaba decorada de tal manera que era como una segunda
entrada a la vivienda. Incluso una campanilla colgaba al lado de la puerta
para que los visitantes pudieran alertar de su llegada.
Cerré la puerta y suspiré apoyándome en ella. Aquella casa era
inmensamente grande y estaba tan vacía que llegué a comprender la
soledad que durante siglos tuvo que rodear a Dacio viviendo allí. Miré a
un lado y fruncí el ceño al ver la puerta del fondo del pasillo. Aquella que
daba a la torre prohibida.
Me encaminé a ella y la observé. Durante semanas estuve
preguntándome qué demonios escondía en aquel lugar. Miré el pomo,
vacilante. Estaba preparada para saber el pasado de Dacio, más que
preparada, le quería y no me apartaría de él bajo ningún concepto.
Decidida toqué el pomo y la puerta se abrió hacia dentro de forma
automática.
Avancé un paso y encontré una escalera de caracol que se alzaba por
más de una decena de metros.
―¡Alegra! ―Di un respingo y me volví espantada al escuchar a
Dacio―. ¿Qué haces ahí? ―Se dirigió a grandes trancos hasta mi
posición.
¡Mierda! ¿No se había marchado?, pensé.
>>Te dije que no fueras a la Torre.
―Solo intento entenderte.
Miró arriba.
―¿Y crees que yendo a la Torre encontrarás algo de mi pasado?
―Sí ―dije firme, volviendo el aplomo en mí.
―Está bien ―se encogió de hombros para mi sorpresa―. Si tantas
ganas tienes de ver qué hay, acompáñame.
No me lo esperé y empezó a subir la escalera de caracol, le seguí de
inmediato.
―¿Por qué has vuelto? ―Le pregunté.
―Me he dejado los formularios para solicitar trabajadores ―dijo―.
Voy precisamente para eso y me los dejo, soy un caso.
Llegamos arriba del todo. Dacio se detuvo en una segunda puerta y
suspiró.
―Lo que hay aquí, está lleno de recuerdos, ¿entiendes?
Me miró directamente a los ojos y asentí.
Dacio tocó el pomo de la puerta y se abrió automáticamente hacia el
interior.
―Adelante ―hizo un gesto para que pasara y entré.
Dejé caer los hombros, al ver solo cosas viejas y mucho polvo. El
espacio no era muy amplio y no porque fuera un sitio pequeño, más bien
por la cantidad de bultos que guardaba en su interior.
―Ya te lo dije, solo polvo ―se cruzó de brazos―. ¿Podemos irnos ya?
―Si solo es polvo… ―Dije dirigiéndome a las cortinas que cubrían las
ventanas―. ¿Por qué estás tan nervioso? No finjas, lo noto.
Descorrí las cortinas, causando una gran nube de polvo. Tosí,
retirándome a un lado y choqué contra un mueble, algo cayó al suelo.
Dacio abrió mucho los ojos salvando la distancia en apenas dos segundos.
Se agachó de inmediato al objeto caído. Al ver qué era, temí que lo
hubiera roto.
Un pequeño espejo, con un marco y mango de plata, era sostenido por
las manos de Dacio con sumo cuidado.
―Lo siento, ¿se ha roto? ―Pregunté preocupada.
―No te preocupes ―dijo al darle la vuelta y ver que una raja lo
atravesaba de punta a punta―. Reparo.
El espejo se volvió a unir, no dejando ningún rastro de rotura.
―Era de mi madre ―dijo alzándose y miró todo lo que nos rodeaba―.
No quería que vinieras aquí porque cada objeto que hay es un doloroso
recuerdo. El espejo de mi madre, los libros de mi padre, la muñeca de mi
hermana Daris… Están protegidos del paso del tiempo gracias a un
conjuro, aunque no del polvo ―Sonrió, mostrando sus manos sucias al
haber cogido el espejo.
Miré los ojos de Dacio y luego el espejo. Me acerqué un paso a él y lo
cogí.
―Es muy bonito ―comenté limpiándolo con la manga de mi
vestido―. Pero necesita que alguien lo pula.
―¿Lo quieres? ―Me preguntó y alcé la vista de nuevo hasta sus
ojos―. Es tuyo.
―¿Estás seguro?
Asintió.
―Supongo que estarás decepcionada ―dijo mirando todo cuanto nos
rodeaba.
―No, ―negué con la cabeza― gracias a este lugar he podido conocer
otra parte de ti.
Me miró por unos segundos, indeciso.
―Bueno, volvamos abajo ―pidió al fin, nervioso.
Me pregunté si por un momento estuvo a punto de revelarme su secreto.
Llegó la luna llena del mes de Murio. Y todos los que íbamos a
participar en la recogida del polen de citavelas nos encontrábamos en la
plantación del lado sur, a la espera que empezaran a abrirse las flores.
Dacio me describió la escena como algo espectacular, mágico y muy bello.
Me encontraba junto a él y estaba ansiosa por empezar, después de llevar
semanas escuchando lo bellas que eran. Poco ayudaría, pues para la
recogida del polen era imprescindible tener magia, aunque estaba decidida
a colaborar aportando mi granito de arena.
Arvin era el segundo al mando después de Dacio, dirigiendo un grupo
de magos repartidos por toda la sección de citavelas que se abriría aquella
noche. Un segundo grupo estaba organizado a las órdenes de Dacio. Pero a
estos los conocí de antemano, era su familia adoptiva.
Lord Zalman, su esposa e hijos participaban en la recogida sin recibir
nada a cambio. Simplemente, sabían lo difícil que le resultaba conseguir
trabajadores por su “pasado oscuro”, y lo hacían de buena gana.
Dos amigos de Dacio que no conocí hasta aquella misma noche también
se presentaron. Virginia, era una maga sanadora que apenas salía del
hospital debido a la falta de magos especializados en sanación. Aparentaba
los veinticinco años, de cabellos negros no muy largos ―tan solo media
melena― y ojos marrones.
El otro amigo de Dacio se llamaba Lucio, era uno de los famosos
guardianes que se encargaba de custodiar los libros del día y la noche.
También con falta de tiempo debido a su importante cargo de guardián.
Tenía los cabellos castaños, ojos marrones y llevaba una barba de tres días.
Fue agradable conmigo, aunque un poco reservado. Por contrario, Virginia
se mostró hostil en mi presencia desde el principio, desconfiada. No
entendí por qué.
―Ya empiezan ―me avisó Dacio señalándome una planta.
Un capullo empezó a abrirse mostrando una bella flor de color amarilla.
Sus pétalos eran alargados y acabados en punta. En el centro de dicha flor,
una especie de boquilla de color azul se hallaba en contraste con el tono
amarillo de los pétalos que eran iluminados por la luna y las estrellas.
De pronto, la flor pareció estornudar y un polvo de color dorado salió
despedido de la boquilla azul, quedando suspendido en el aire. Dacio,
rápidamente alzó una mano e invocó una suave brisa logrando que el polvo
dorado se guardara en un tarro de cristal que sostenía en mis manos.
Todas las plantas empezaron a florecer una tras de otra, y a estornudar a
los pocos segundos. Fue, entonces, cuando una brisa empezó a circular
alrededor de nosotros, convocada también por el resto de magos que,
aunque distanciados varios metros los unos de los otros, causaban una
corriente constante.
No me cansé de ver el proceso, cada ciertos minutos, las flores
expulsaban polen y Dacio lo recogía de inmediato. Era mágico y bello,
incluso curioso en cierto sentido. Dos horas después logramos llenar
nuestro primer recipiente, de alrededor de un kilo.
Cogí un segundo tarro de cristal y lo abrí.
―¿Cuántos tarros soléis llenar cada mago? ―Le pregunté.
―Entre uno y medio, y dos ―respondió―. ¿Te gusta?
―Es increíble, me lo habías explicado, pero verlo es fantástico ―dije
sin apartar la vista de las citavelas―. A Ayla le hubiera encantado, es una
pena que no esté aquí para poder verlo.
―Bueno… si estuviese, tú tampoco lo estarías viendo porque lo más
probable es que continuaríamos viajando por alguna parte de Oyrun
―comentó sin dejar la labor.
―Es verdad. ¿Qué habrías hecho? ¿Dejar perder esta cosecha?
―Arvin se hubiera encargado de organizarlo todo ―respondió y me
miró a los ojos―. Para eso le pago.
―Claro, y también la familia de Zalman junto con tus amigos. Imagino
que hubieran venido aunque tú faltaras.
―Desde luego, nunca me fallan. Si no fuera por su ayuda no podríamos
con todas las citavelas, se perdería mucho polen ―me miró, vacilante―.
¿Te han caído bien mis amigos?
Miré a la derecha, a unos doscientos metros se encontraba Virginia.
Luego miré a la izquierda, Lucio se encontraba a la misma distancia en
dirección contraria.
―Creo que a Virginia no le caigo bien ―respondí.
Dacio rio.
―Sí, ya lo he notado. Cree que huirás cuando sepas mi pasado. Antes
me ha cogido a parte, advirtiéndome que tuviera cuidado contigo. Incluso
que desconfíe de ti, por si te quedas a mi lado solo por mi dinero.
Fruncí el ceño, enfadada.
―Tranquila ―dijo de inmediato al ver que estaba a punto de ir a
decirle cuatro palabras a la maga sanadora―. Ya le he dicho que por mi
dinero no te quedarás, creías que cuidaba cerdos y era pobre ―rio con más
ganas al recordarlo, y yo fruncí aún más el ceño, pero esta vez molesta con
Dacio―. En cuanto a huir, es un riesgo que estoy dispuesto a asumir por
una vez en mi vida.
Suspiré, cansada de ese tema.
―¿Y Lucio? ―Preguntó al ver que no le respondía.
―Reservado ―respondí.
―Ya ―asintió―. Es un poco tímido al principio. Hay gente que no
quiere acercársele demasiado. ¡Cómo si eso se contagiara! Vaya tontería.
―¿Qué quieres decir? ―Quise saber.
―¿No te has dado cuenta?
―¿Cuenta de qué?
―Lucio es un finolis ―respondió y abrí mucho los ojos, observando a
Lucio con más detenimiento―. No lo parece, ¿verdad?
Ser un finolis en Oyrun era el significado que a un hombre le gustara
otro hombre.
―No ―dije―. ¿Cómo querías que lo supiera?
―Porque ha venido acompañado de su pareja ―dijo como si fuera
obvio―. Lexus, te lo ha presentado.
―Creí que era un trabajador contratado por ti ―dije mirando a Lucio.
Ser un finolis era duro en el mundo que vivíamos. Muchos eran
repudiados de sus familias, o desterrados de las villas o ciudades donde
vivían. En algunos casos les azotaban por ser algo que habían nacido sin
tener culpa de ello. Incluso, dependiendo del condado y del juez, podían
ser condenados a muerte.
Una vez descubrí a unos finolis en mi villa cuando apenas era una
adolescente. Fue una sorpresa para mí y para ellos ser descubiertos, pues
la pareja que pillé se trataba de dos grandes guerreros entre los Domadores
del Fuego.
Nunca les delaté.
Al volver la vista a Dacio, este me miraba expectante.
―Cada uno puede hacer lo que quiera ―dije volviendo mi atención a
las citavelas con gesto indiferente.
―Tienes una mente abierta ―dijo satisfecho―. No todos la tienen. En
Mair no se castiga por ser finolis, pero no está bien visto.
―Comprendo.
Continuamos con nuestra labor durante dos horas más. En cuanto
llenamos el segundo recipiente, Dacio bajó los brazos y sonrió.
―Ya hemos acabado ―dijo.
Miré las plantas, aún expulsaban polen.
>>Debemos dejar un poco para ellas. Dentro de una hora volveremos
para hacer la segunda parte. Ahora, vamos a comer algo.
Nos reunimos en una hoguera que se había hecho para la ocasión, los
trabajadores estaban reunidos alrededor, charlando tranquilamente
mientras se pasaban los unos a los otros unos botijos llenos de agua. Al
llegar, un silencio les abordó y miraron a Dacio de reojo, este cogió un
botijo y me lo tendió para que bebiera. Intenté actuar de forma indiferente,
ignorando la actitud de aquellos hombres.
Daniel, el hijo de Zalman, se nos acercó ofreciéndonos un poco de pan
y embutido.
―¿Te ha gustado? ―Me preguntó.
Terminé de beber del botijo.
―Ha sido muy bonito ―contesté, limpiándome el mentón del agua
derramada.
Asintió y se dirigió a Dacio explicándole la cantidad de recipientes que
había recolectado su familia. Viéndoles a ambos, entendí que no eran
meros amigos, se consideraban hermanos. Daniel valoraba mucho a Dacio,
aparentaba ser un poco más joven que él, apenas veinticinco años y tenía
un parecido asombroso a su padre. Nadie podría discutirle nunca que no
era hijo de Lord Zalman.
Marí, la hija menor de Zalman, también se acercó a hablar con
nosotros. A diferencia de Dacio y Daniel, ella no sentía un vínculo tan
estrecho con Dacio, pues nació justo en la época en que Dacio ―por lo que
me comentó― viajaba por Oyrun en busca de aventuras. Y cuando regresó
a Mair, la hija de Zalman ya era toda una mujer. No obstante, se
consideraban amigos y era simpática y agradable conmigo.
Al volver la vista a la hoguera me encontré con los ojos de Virginia que
me miraba con el ceño fruncido. Lucio y Lexus estaban a su lado,
hablándole, pero ella parecía más atenta a fulminarme con la mirada que a
prestar atención a lo que se le decía.
Suspiré, ya le demostraría que estaba equivocada conmigo.
Una hora más tarde regresamos con las citavelas, y para mi espanto vi
como aquellas hermosas flores y la planta entera se marchitaba a una
velocidad sobrenatural. En apenas unos segundos quedaron mustias, secas
y tiradas por el suelo.
―Da pena, ¿verdad? ―Me preguntó Dacio sin apartar la vista de las
citavelas―. Pero es su ciclo de vida. Crecen durante cincuenta años,
florecen por una sola noche y se marchitan justo cuando está a punto de
salir el sol.
Miré el horizonte, el sol aún no había asomado, pero el cielo empezaba
a clarear y la luna ya se despedía de nosotros.
―Bien ―Dacio se arremangó―, ahora toca plantar una nueva
generación.
Se acercó a una de aquellas plantas marchitas y cogió una de las flores.
La rompió en dos, mostrando una única semilla de la medida de un puño
que me entregó.
Me recordó al hueso de un aguacate.
>>Mi padre decía que esto era el corazón de la planta ―sonrió―. Me
enseñó muchas cosas, pero murió antes de enseñármelo todo. Por suerte,
escribió un libro sobre sus cuidados antes de morir. Fue de gran ayuda
cuando tuve que encargarme de la granja yo solo. Mira ―se agachó al
suelo, arrancó la planta marchita y en su lugar colocó la semilla. Luego la
cubrió con la tierra húmeda―, es fácil, como plantar una planta
cualquiera. La citavela marchita la dejas encima del punto donde
acabamos de plantar su semilla. Hará de abono para la generación
siguiente. Si alguna flor te ofrece dos semillas, guarda una, se replantará
dentro de unos años cuando otros sectores queramos ampliarlos.
Se alzó y yo con él.
>>Empieza en ese extremo ―me lo señaló―. Yo empezaré en el otro.
Nos vemos en el centro.
Asentí, y me dirigí a mi lugar.
El proceso era sencillo, aunque se hizo monótono y cansado.
Amaneció y poco a poco el sol fue cubriendo nuestras cabezas y el
canto de los pájaros empezó a sonar dando la bienvenida a un nuevo día.
Después de tres horas me paré a descansar unos minutos, mirando cómo el
resto de magos no parecían agotarse lo más mínimo. Continuaban
trabajando a un ritmo constante. Miré mis manos, estaban manchadas de
tierra y presentaban arañazos, pero debía continuar. Solo llevábamos la
mitad del campo sembrado y estaba decidida a cumplir con mi trabajo, se
lo debía a Dacio. Él me daba techo y comida sin pedirme nada a cambio,
era lo menos que podía hacer.
―¿Alegra? ―Abrí los ojos de golpe y me encontré a Dacio enfrente de
mí. En cuclillas en el suelo, como yo―. Te has quedado dormida mientras
trabajas.
―Lo siento, no me he dado cuenta.
―No, perdóname tú a mí. El volver a mi país me ha hecho olvidar que
eres humana. No puedes mitigar el cansancio con magia.
―¿Por eso mantenéis este ritmo sin tregua? ―Comprendí, mirando
alrededor. Quedaba menos de una cuarta parte por plantar―. ¿Qué hora
es?
Miré el Sol.
―Casi las diez ―dijo―. Ves a descansar. Debes estar agotada.
―No ―sacudí la cabeza―. Puedo continuar.
Quise enterrar la semilla que tenía en la mano justo antes de dormirme,
pero Dacio me cogió de la muñeca y me la quitó.
Le miré a los ojos.
―Ves a dormir ―insistió―. Pronto acabaremos.
―Pero…
―A dormir ―me cogió por los hombros e hizo que me alzara―.
Hazme caso, en apenas una hora acabaremos.
Dejé caer los hombros, estaba reventada. Incluso las piernas me
temblaban de estar tanto rato agachada en el suelo.
Finalmente, accedí. Pero antes de marcharme, me incliné a Dacio y le
di un beso en los labios que no esperaba. Luego me di la vuelta, y de forma
indiferente ignorando a aquellos que se percataron del beso, me dirigí a la
mansión, llegué a mi cama y me dejé caer como un peso muerto.
En apenas dos segundos me quedé dormida y soñé con citavelas que
florecían durante una noche entera.
Tormenta
El pasado
Regreso a Luzterm
E
Luzterm.
ntré en la sala de las chimeneas acompañando a Ruwer.
Después de meses vagando por Yorsa, atacando aldeas, matando
inocentes y esclavizando personas, se nos permitió regresar a
Acero mante
El acero mante era el metal más resistente de Oyrun con una ligereza
asombrosa. Trabajar con este material fue una auténtica experiencia,
aunque me encontré con un sinfín de problemas para poder calentarlo,
pues para alcanzar la temperatura adecuada tardaba un día entero en
conseguirlo, avivando el fuego del horno sin descanso. Luego, tan solo
lograba que se mantuviera al rojo vivo por apenas quince minutos, pues se
enfriaba de inmediato, y el conseguir la forma adecuada de la espada, sin
olvidarnos de afilarla a conciencia, fue una labor mucho más ardua.
Hubo días que no comí, otras noches que no descansé y otros tantos que
me dejé caer en mi lecho para dormir tres días seguidos. Pero disfruté,
trabajar en la herrería me encantaba, salvo por el hecho que había poca
ventilación y hacía un calor de mil demonios, incluso en invierno. Sin
darme cuenta, las semanas fueron pasando y más tarde los meses, hasta
que, un día, salí de la herrería y vi que nevaba. Por un tiempo, Luzterm
mostraría una bonita estampa de nieve blanca que alegraría un tanto la
vista rompiendo con el gris del lugar. Apenas duraría unos días, pues si era
igual al invierno pasado, la nieve se desharía enseguida.
Cansado y con los músculos aún tensos de trabajar con el yunque me
dirigí a los baños del castillo. Otro privilegio que únicamente yo gozaba.
Ningún esclavo más tenía permitido utilizarlos. La intención de Danlos era
otorgarme con el tiempo un puesto parecido al de Ruwer. Quizá creía que
con aquellos pequeños caprichos me pasaría a su bando. Soñaba despierto,
jamás olvidaría el ataque a mi villa y la muerte de mi padre y, aunque no
hubiera sido él el responsable, no podía trabajar para alguien como
Danlos. Mi código de Domador del Fuego me lo impedía.
Aquella noche salí contento, con el ánimo subido, pues ya pensaba en lo
poco que me quedaba para acabar la espada. Pese a tenerla que entregar a
Danlos, no podía evitar sentir cierto orgullo por el trabajo que estaba
realizando.
Antes de entrar al castillo, ―siempre utilizaba la puerta de servicio, no
tenía el rango suficiente para utilizar la puerta principal―, me topé con
Danlos intentando controlar un caballo.
Me escabullí de inmediato entre las sombras y le observé detrás de
unos barriles de aceite. El mago oscuro intentaba por todos los medios que
el caballo no se encabritara agarrando bien fuerte una gruesa cadena que le
rodeaba el cuello.
―Sería mucho más fácil si colaboraras ―se quejó Danlos―. No
escaparás a lo inevitable.
El caballo continuó forcejeando, y Danlos perdió la paciencia pues algo
hizo que de pronto el animal se rindió cayendo al suelo entre resoplidos de
agonía hasta quedarse tendido.
Entrecerré los ojos, intentando ver con más claridad en la negrura de la
noche. Fue, entonces, cuando me percaté que el caballo tenía un gran
cuerno en la frente. ¡Era un unicornio! Danlos había capturado un
unicornio, pero… ¿Por qué? ¿De qué le servía? Los unicornios eran
criaturas nobles, libres de maldad, jamás colaboraría o trabajaría para
Danlos, moriría antes de permitir que lo montara.
Las nubes que cubrían el cielo dejaron traspasar por unos segundos la
luz de la luna y pude diferenciar el pelaje blanco del animal, que bañado
por la luna obtenía un tono plateado, precioso. Me dio mucha lástima ver a
una criatura tan bella y hermosa sometida a un mago oscuro.
El unicornio resoplaba, cansado. Quizá llevaba horas luchando contra el
mago negro. Las nubes volvieron a cubrir la luna y alcé la vista
maldiciendo el no tener luz. Fue, en ese instante, cuando me percaté que
era luna llena. ¿Querrían sacrificarlo? Siempre reclamaban una víctima las
noches de luna llena para sus macabros rituales.
Se me encogió el corazón solo de pensarlo.
De pronto, una mano me tocó un brazo y di un brinco del susto. Al ver
quién era la cogí de inmediato por el cuello de su vestido e hice que se
agachara, tapándole la boca con una mano.
―No hables ―susurré al oído de Sandra―. Danlos está ahí.
Abrió mucho los ojos y retiré mi mano de su boca.
―Edmund, vámonos.
―Si no nos movemos, no nos verá.
Sus ojos grises se abrieron de par en par al localizar a Danlos con el
unicornio a sus pies. Unos segundos después apareció Bárbara, que se
colocó al lado de su marido.
―¿No sería mejor llevarlo al templo? ―Le preguntó la maga oscura.
―Sí, te esperaba ―respondió el mago negro, y tirando de la cadena de
hierro, hizo que el unicornio volviera a alzarse. Un aura roja cubría
entonces todo el animal.
Danlos lo estaba inmovilizando con magia.
―¿Crees que resultará? ―Le preguntó Bárbara, ambos iniciando la
marcha.
―Eso espero, llevamos casi un año intentándolo.
Pasaron justo al lado de los barriles donde Sandra y yo nos
escondíamos. Ambos nos encogimos para no ser vistos.
―Y si no…
―Pues capturaré otro ―la cortó―. Cada mes sacrificaremos un
unicornio hasta lograr que te quedes en cinta.
¡Era eso! No se trataba de un sacrificio para obtener energía, poder,
sino para que la puta de su mujer se quedara preñada.
Fruncí el ceño, deseando que no surgiera efecto. Llevaba meses rezando
a los dioses para que eso no ocurriera.
Pasaron de largo sin darse cuenta de nuestra presencia.
―Edmund ―Sandra tiró de mi brazo en cuanto los perdimos de
vista―, ya nos podemos ir.
―Sí ―me levanté, aun mirando el camino por el que se marcharon.
Sandra me cogió de una mano y noté que temblaba.
>>¿Qué hacías aquí? ―Quise saber.
―Un orco me mandó llevarle la cena a su cuartel. Volvía al castillo
cuando te he visto.
―Yo iba a los baños.
La solté, pero antes de poder dar un paso dirección al castillo, me
detuvo.
―Tengo miedo, ¿me acompañas a las cocinas? ―Sus ojos brillaron con
temor ante la idea de regresar sola después de haber visto a los magos
oscuros. Así que asentí y la acompañé junto a su madre.
Primos
Era Yetur, debía cenar en el comedor privado del rey. Era una cena
informal, así que me puse ropa cómoda, unos pantalones y una camisa sin
ningún otro complemento, incluso mi espada la dejé en la habitación,
cansado de llevar siempre su peso en la cadera.
―Akila ―el lobo me esperaba tumbado en una manta que dispuse para
él a modo de cama. Al llamarle se alzó de inmediato y contento por
llevarle con él movió la cola mientras salíamos de la habitación. Después
de casi dos años y demostrar que estaba bien adiestrado, le permitía
campar por los jardines y el bosque, ya nadie le tenía miedo―. Hoy
comeremos con mis padres ―le hablaba mientras caminaba a mi lado. Era
extraño, pero tenerle cerca era como tener un recuerdo viviente de Ayla.
Fue, gracias a ella, que Akila se unió al grupo.
Sonreí, al recordar lo reticente que fui al principio en aceptarle. Y lo
curioso de ver que, finalmente, me escogió a mí como líder de la que creía
que era su manada.
Al entrar en el comedor un vuelco me dio el corazón al ver sentada, al
lado de mi madre, a Nora, una elfa de una belleza exquisita. Sus cabellos
dorados eran como una cascada de rayos de sol que le bajaban ondulados
hasta la cintura. Sus ojos eran azules, bordeados por una fina línea rosada,
y su nariz era fina y pequeña.
Al ver que me quedé plantado como un tonto en la entrada, sus labios se
curvaron en una bonita sonrisa, y no pude más que fijarme en lo guapa y
elegante que estaba. Con un vestido de seda de color rosado, con ribetes de
plata.
―Laranar ―habló mi madre y pude, entonces, volver a respirar,
dándome cuenta que había contenido el aliento al ver a Nora―. ¿Qué
haces ahí plantado? Pasa, tenemos una invitada muy especial.
Invitada, pensé.
Nora no era una simple invitada, durante siglos fue mi amante. Y
aquellos dos años que habían transcurrido desde que regresé a Sorania,
hice todo lo que pude por no cruzarme en su camino.
Nuestra relación siempre fue física, no sentimental. Pero ambos
disfrutamos durante siglos de los placeres del amor, sabiendo que
queríamos y esperábamos el uno del otro. Nos complacimos mutuamente
durante demasiado tiempo.
―Tu madre ha insistido en que viniera ―me habló Nora, mientras yo
me sentaba enfrente de ella, aún sorprendido por su presencia―. Desde
que volviste apenas hemos podido hablar.
―Sí, bueno… he estado ocupado ―contesté, un tanto nervioso.
―Nora nos explicaba que pronto hará una exposición de sus pinturas
―me informó mi padre.
―Vaya ―fue lo único que pude articular.
Nora siempre fue una gran artista, caracterizada por pintar paisajes de
una realidad abrumadora, con colores vivos que parecían cobrar vida en
cada pincelada.
Mi madre hizo una señal a los criados y empezaron a servirnos la cena.
En cuanto me llenaron la copa de vino di un buen trago, deseando que
aquella velada acabara cuanto antes.
De pronto, Nora dio un respingo en la silla al ver aparecer a Akila de
debajo de la mesa, olfateando a aquella elfa que le era extraña.
―Akila ―me levanté de inmediato de mi asiento―. Conmigo.
―Que susto me ha dado ―exclamó Nora, pero sonrió―. No me lo
esperaba ―le acarició la cabeza al lobo―. ¿Este es el lobo de la elegida?
―Sí ―me senté de nuevo al ver que no le importaba tenerle a su
lado―. Perdona su comportamiento, normalmente, no hace eso.
―Ves con Laranar ―le hizo un gesto, divertida, y Akila volvió por
debajo de la mesa a mis pies. Le di la orden que se estuviera quieto y al
alzar la vista, Nora me sonrió.
Aparté la vista de inmediato y me concentré en el plato que me
sirvieron, lasaña de verduras con trufa.
La velada siguió su curso mientras maldecía a mis padres interiormente
por haberme hecho esa encerrona. Sabían de mi antigua relación con Nora,
pero debía ser fuerte y serle fiel a Ayla. Aunque no resultaba fácil, llevaba
tres años sin estar con una mujer. Entre la misión, y que Ayla aún no se
sentía preparada para hacer el amor, junto con su desaparición, estaba muy
necesitado.
―Empieza a nevar ―comentó mi madre mirando por uno de los
ventanales, en cuanto terminamos el postre―. Laranar te acompañará
hasta tu casa, ¿verdad Laranar?
Vacilé un instante, no quería ir a su casa.
―Sí ―contesté de todas maneras.
Nora y yo nos alzamos y salimos del comedor.
―No tienes por qué acompañarme ―dijo mientras la ayudaba a poner
su abrigo―. Solo es un poco de nieve.
―No ―negué con la cabeza―. Natur me libre que te pase algo, no me
lo perdonaría.
―En ese caso ―me cogió de un brazo y me tensé, ella se percató a lo
que enseguida aflojó su agarre y luego me soltó.
Anduvimos en silencio, su casa se encontraba próxima al palacio por lo
que el paseo fue corto. Ordené a Akila que esperara en la entrada del
jardín, fuera del porche, y acompañé a Nora a la entrada. Vivía sola, una
casa modesta y pequeña, pero ubicada en una de las mejores zonas de la
ciudad. El resto de su familia vivía en el Valle de Nora, de ahí su nombre.
―La chimenea se ha debido de apagar ―comentó al abrir la puerta y
notar que el interior estaba helado.
Pasó dentro, dejando la puerta abierta como si esperara que la siguiera.
Vacilé, luego entré, y vi a Nora en el salón encendiendo el fuego de la
chimenea.
―Debí ser más previsora ―comentaba y me miró―. ¿Qué haces ahí
plantado? Cierra la puerta.
―Debería marcharme.
Se alzó después de encender el fuego y con una vela fue enciendo los
candelabros del salón. Pero dos de ellos se apagaron de inmediato debido a
la corriente de aire que entró al negarme a cerrar la puerta de entrada.
―Estás helado ―dijo al acercarse a mí y cogerme de las manos―.
Acércate al fuego, entrarás en calor.
Con un pie empujó la puerta para que se cerrara, al tiempo que tiraba de
mí.
―Debo irme ―volví a repetir, pero, por contrario dejé que me guiara
hasta la chimenea. Hizo que me sentara en el suelo.
―Hoy has estado muy callado ―comentó y se llevó mis manos a sus
sensuales labios para darme calor con su aliento―. ¿Mejor?
―Sí ―contesté, sin poder desviar sus ojos de los míos.
Nora besó mis dedos y como algo instintivo le acaricié el rostro, luego
posé una mano detrás de su cuello y la atraje hacia mí, besándola.
El beso se alargó hasta que, sin darme cuenta, me encontré tumbado
encima de ella acariciándola un tanto desesperado.
Echaba tanto de menos el calor de una mujer…
Akila aulló en el exterior.
―El lobo de la elegida nos brinda su canción ―dijo Nora en un susurro
a mi oído.
La referencia a la elegida hizo que mi estómago se contrajera y el
calentón que empezaba a sentir en mi entrepierna se cortó.
Desabotonó mi camisa y pasó sus cálidas manos por mi tórax…
―No, espera ―le cogí de las muñecas para que no continuara adelante
y me incorporé, colocándome de rodillas a su lado.
―¿Qué ocurre? ―Preguntó sin entender.
Me froté los ojos, intentando que la cordura volviera a mí. Luego,
cuando estuve seguro de que no volvería a caer en su belleza, la miré. Por
suerte aún estaba vestida aunque el escote de su vestido estaba
desabrochado y sus pechos peligraban de salir al exterior.
―Nora, amo a la elegida ―le confesé y quedó literalmente con la boca
abierta―. Es humana, por eso lo mantengo en secreto y por ese motivo mi
madre te ha invitado esta noche, para que me hagas olvidarla. Pero no
puedo.
Quedó cortada, sin saber qué decir.
―Solo era atracción física entre nosotros ―dije por decir algo―.
Deberás encontrar a otro elfo…
―Sí ―dijo abrochándose el escote, lo cual a mí me hizo un favor.
―Debo marcharme ―me alcé y me abroché la camisa también.
―Dile a tu madre que no vuelva a utilizarme ―dijo enojada
levantándose del suelo―. Francamente, ha hecho que me sienta como
una… ―Se cruzó de brazos, roja de vergüenza―. Bueno, ya sabes, no me
atrevo ni a decir esa palabra.
―Jamás te consideraría algo así y te pido perdón en nombre de mi
madre. Hablaré con ella.
No dijo nada más y yo me marché.
Akila me esperaba sentado donde le dejé. Sacudió la cabeza de nieve al
verme. No dejaba de nevar y al no estar Nora, me percaté entonces que ni
siquiera me había puesto una capa para protegerme del clima. Aunque al
mismo tiempo, agradecí el frío, pues me hizo olvidar la calidez de las
manos de mi examante.
De camino al palacio dos jinetes pasaron al galope dirección al edificio
de recepciones, algo ocurría. Aceleré el paso y cuando llegué a la sala de
los tronos encontré a mi padre leyendo un informe de las fronteras.
―Padre ―le llamé para hacer evidente mi presencia.
Alzó la vista y al verme frunció el ceño, comprendiendo que la táctica
de mi madre con Nora no surgió efecto.
―Laranar, vuelven a atacar nuestras fronteras ―dijo con fastidio―. Y
ha llegado una carta del senescal de Andalen a la vez.
―¿Qué dice?
―Que pese a la ayuda de Mair, atacan muchas aldeas y poblados de los
hombres para hacer esclavos ―alzó la vista de la misiva y me miró a los
ojos―. Creo que ya va siendo hora que las razas convoquemos una
asamblea para empezar a movernos, no podemos continuar como si nada
ocurriera. Andalen se debilita por momentos y después de ellos vendrán a
por nosotros, debemos ayudarles.
Asamblea
La Tierra
Combinando elementos
Me pasé una mano por los ojos, aún incrédula de ver a Esther recostada
en los brazos del rey del Norte. ¡No era posible que ella viniera! ¿Quizá,
había sido Esther la causante del empujón que noté antes de regresar a
Oyrun?
Miré a mi alrededor percatándome que más hombres del Norte se
encontraban presentes. Un total de tres me miraban con curiosidad y,
detrás de ellos, la reina Aurora, que se adelantaba para llegar a mí.
Observé que su embarazo había llegado a su fin, ya no tenía la barriga
prominente de cuando me fui.
―¿Cuánto tiempo llevo fuera? ―Le pregunté viendo que se agachaba a
mi altura.
―Dos años ―respondió y abrí mucho los ojos.
―¿Laranar? ―Pregunté con miedo, pero ella sonrió.
―Se despertó la mañana siguiente de tu partida. Sigue vivo y, por lo
que sabemos, se encuentra perfectamente viviendo en su país.
Un alivio infinito me recorrió de cuerpo entero y el nudo de nervios que
tuve en el estómago todos aquellos meses se deshizo tan rápido como
vino. Acto seguido lloré de alegría en un último acto por destensar la
tensión acumulada y, sin poder contenerme, abracé a la reina Aurora.
―Estás temblando ―dijo respondiendo a mi abrazo―. Tranquila, está
bien. Se recuperó y preguntó por ti ―me retiré para mirarla a los ojos―.
Se puso muy triste cuando supo de tu partida, pero estaba convencido que
regresarías y, por lo visto, tenía razón. Me alegro de volverte a ver.
Bienvenida a Oyrun, elegida.
―Gracias.
Escuché a Esther gemir y volví mi atención a ella.
―¿Quién es? ―Me preguntó Alan, de rodillas a mi lado―. Vimos una
gran luz salir de esta estancia y al venir a comprobar qué era lo que ocurría
os vimos a las dos, una al lado de la otra. Inconscientes.
―Es una amiga ―respondí alzándome. Me dirigí al rey Alexis que le
daba palmaditas en las mejillas para que volviera en sí. Me arrodillé
delante de él―. Se llama Esther, es de la Tierra, como yo.
Esther frunció el ceño y, poco a poco, abrió los ojos. Miró desorientada
a su alrededor llevándose una mano a la frente.
―¿Dónde estoy? ―Preguntó, incorporándose con ayuda de Alexis―.
¿Y quiénes son estas personas?
Los miró a todos con cierta cautela.
―Has venido a Oyrun, conmigo ―le respondí―. Estamos en la capital
del reino del Norte, Rócland.
Abrió mucho los ojos y luego sonrió.
―Entonces… ¡Lo he logrado! ―Exclamó entusiasmada―. Cuando vi
que ibas a desaparecer me abalancé sobre ti y te abracé con todas mis
fuerzas. ¡He podido acompañarte! ¡Así no estarás sola!
―¡¿Que has hecho qué?! ―Exclamé notando un enfado creciente ante
esa estupidez―. Creí que habías venido por accidente al encontrarte cerca
de mí cuando el colgante ha reaccionado, pero venir por voluntad propia es
una locura. ¿No te das cuenta de los peligros que entraña Oyrun? ¿De los
riesgos que correrás a partir de ahora? Esto no es una aventura como en los
cuentos, esto es real ―me crucé de brazos, enojada―. Además, ¿qué
pasará cuando vayan pasando los meses o quizá los años? ¿Te lo has
planteado? Vas a estar sin tu familia y sin tu novio durante mucho, mucho
tiempo.
Quedó un tanto cortada. Esther era de las personas que actuaba con la
mejor de las intenciones sin pensar en las posibles consecuencias de sus
actos, pero luego la expresión de su rostro cambió y me miró con una de
aquellas miradas que conocía tan bien. Estaba decidida a seguir a mi lado
pese a los riesgos.
―Ya está hecho ―se encogió de hombros―. No puedo dar marcha
atrás, así que solo me queda acompañarte en esta interesante aventura.
―Interesante aventura ―repetí, consternada de ver que no era
consciente aún de lo que había hecho―. Ya me dirás más adelante si te
parece tan interesante.
El rey Alexis carraspeó la garganta para llamar mi atención.
―Creo que deberíamos explicarte los últimos sucesos que han pasado
en Oyrun.
―Sí ―dije de inmediato―. Sobre todo me gustaría saber qué hay de
mis amigos, ¿por dónde andan?
―Comamos primero ―propuso Alan―. Y hagamos una fiesta para
celebrar el regreso de la elegida.
―No es necesario, de verdad ―dije de inmediato. Conociendo de sobra
las fiestas de los hombres del Norte.
―Tonterías ―dijo Aurora―. Hay que celebrar tu llegada.
Y, sin más palabras, el rey empezó a ordenar que sacrificaran un buey
para aquella noche, varios cerdos y unas cuantas aves.
La carne y la cerveza correrían por la ciudad de Rócland.
Los festejos de los hombres del Norte destacaban por los litros y litros
de cerveza que se servían, la carne asada, la música y alguna que otra
pelea entre aquellos que habían bebido demasiado. La última vez que
asistí a una de sus celebraciones acabé tan borracha que a la mañana
siguiente me fue imposible levantarme del dolor de cabeza que tuve. Así
que me controlé, no bebiendo más de una jarra para no repetir la horrible
experiencia.
Pude conocer al hijo de los reyes del Norte, un niñito de casi dos años,
de cabellos rubios y ojos tan azules como los de sus padres. Tenía toda la
cara de Alexis y era el príncipe heredero del reino del Norte. Cuando
conocí a la reina Aurora le faltaban apenas tres meses para dar a luz, y fue
extraño poder regresar cuatro meses después a Oyrun y encontrarme que
aquel futuro hijo estaba a punto de cumplir los dos años de edad. El
nombre del pequeño era Eduard, y para mi sorpresa la reina ya esperaba a
su segundo hijo. Llevaba dos faltas, y los continuos mareos y náuseas
matutinas indicaron la llegada de otro principito a la familia real del
Norte.
Durante la fiesta estuvieron informándome de los últimos sucesos en
Oyrun. Tarmona había sido conquistada por los magos oscuros; Launier
atacada por el ejército de Urso, y las tierras de Andalen eran atacadas
continuamente con el único objetivo de esclavizar a poblados y aldeas.
Una asamblea iba a ser celebrada en breve donde todas las razas de
Oyrun se reunirían para debatir qué hacer para combatir la oscuridad que
se adueñaba del mundo. Tres guerreros del Norte ya habían partido diez
días antes de mi llegada dirección Launier, y yo debía asistir a aquella
asamblea antes que las razas tomaran decisiones precipitadas por la
situación en que se vivía.
Alan se ofreció a custodiarme hasta Launier como guardaespaldas, y
antes de partir me fue regalado un inmenso arco y un carcaj repleto de
flechas, pues solo Amistad se vino conmigo desde la Tierra.
Fue extraño vestir la ropa del Norte, una simple túnica de piel sujeta
por la cintura con un ancho cinturón de cuero, junto con unos pantalones
de lana y unas botas de piel sin curtir. Por último, me regalaron una gran
capa hecha con la piel de un oso, ideal para combatir el frío del invierno.
A Esther la vistieron de igual manera otorgándole una robusta espada y
otro arco, fue cómico vernos a ambas vestidas de esa manera y reímos
juntas cuando nos vimos una enfrente de la otra. Pese a su imprudencia en
venir y mi enfado al saber que fue voluntariamente, acabé agradeciendo su
presencia. Con Esther a mi lado, el camino a Launier sería mucho más
agradable y llevadero.
Un estado de nervios e impaciencia me asaltó al salir de Rócland, pues
el saber que en pocos meses volvería a estar junto a Laranar me llenaba de
alegría.
Por seguridad decidimos no hacer parada en Barnabel. Cuanto más
tiempo pasara sin que los magos oscuros supieran de mi regreso, menos
peligros nos encontraríamos. Intentamos mantener un buen ritmo de viaje,
empezando nuestro camino desde que salía el sol y solo deteniéndonos
cuando caía la noche. Esther y yo acabábamos reventadas y los primeros
días tuvimos que sufrir dolores musculares, y alguna que otra ampolla en
los muslos de montar durante todo el día.
Los caballos de Rócland eran famosos, no solo por su tamaño, sino por
su alta resistencia. Y lo que para otros animales hubiera significado la
muerte, aquellos grandes corceles solo les resultó un sobreesfuerzo del que
se recuperaban con el descanso de la noche.
No todo fue una carrera por llegar cuanto antes a Sorania, también
disfrutamos de la compañía del hombre del Norte. Alan resultó ser un
excelente guía y sentí que nuestra amistad aumentaba día a día. Era un
hombre con el que se podía hablar de todo, desde algo insignificante sobre
cómo cocinar un conejo de campo, hasta debatir la mejor manera de
proteger una ciudad contra un ejército de orcos. Se mostró un buen
maestro cuando le pedí que me enseñara a identificar cualquier rastro en el
camino que un guerrero entrenado pudiera considerar importante.
Quería aprender todo cuanto pudiera para un futuro, nunca sabía cuándo
me podía encontrar sola. Oyrun era peligroso. Si mi futuro oscuro se
cumplía, quería estar por lo menos preparada para tener una mínima
oportunidad de sobrevivir.
Por las noches, nos turnábamos las guardias para dormir. El miedo a
que algún ser oscuro nos atacara estaba presente y siempre procurábamos
mantener a uno del grupo en guardia. En ocasiones, Alan y yo, nos
quedábamos unos minutos mirando, juntos, las estrellas que cubrían el
cielo de la noche. Me sentía cómoda a su lado, sin necesidad de decirnos
nada, solo disfrutando de nuestra mutua compañía. Aunque, una noche,
Alan me rodeó con un brazo los hombros. Al principio no me importó, no
le di importancia, pero cuando sus ojos se posaron en los míos llegando
hasta mi alma, me ruboricé. Un mínimo movimiento por parte de él, me
alertó de su intención de inclinarse hacia mí y besarme. Antes que pudiera
llevar a cabo esa acción me alcé del suelo y disculpándome, me aparté,
echándome en mis mantas de dormir fingiendo estar cansada.
Alan no dijo nada, entonces. Se limitó a darme las buenas noches y
continuar con su guardia. Yo, por contrario, sentí un remordimiento
creciente. Hubo un instante que deseé aquel beso, pero la imagen de
Laranar vino a mi mente como un mazazo e hizo que me alzara de un
salto.
Suspiré, pensando que ya quedaba menos para llegar a Launier y en
pocas semanas alcanzar Sorania, donde la función de Alan finalizaría y
regresaría a Rócland. Le apreciaba, y había acabado considerándolo un
buen amigo, pero aquella atracción que también causaba en mí me
asustaba. Mi corazón estaba con Laranar, no tenía duda de ello, pero mi
cuerpo se sentía atraído hacia el hombre del Norte peligrosamente.
A dos jornadas para alcanzar las fronteras de Launier, Alan me
enseñaba a detectar las huellas que dejaban los animales creando pequeños
senderos. Siguiéndole y escuchando cada una de sus lecciones, llegamos a
un manantial donde el agua subterránea llegaba al exterior a través de una
pared de rocas.
Una capa de vaho flotaba en el aire y Alan se arrodilló en la orilla para
tocar las aguas cristalinas.
―Está caliente, ideal para darse un baño ―comentó.
Toqué el agua, tenía razón estaba a la temperatura perfecta para bañarse
pese al frío que aún hacía.
―Es tentador ―dije―. Hay que decírselo a Esther, seguro que quiere
bañarse.
Habíamos dejado a Esther al cargo de los caballos mientras Alan me
enseñaba a rastrear.
Alan se levantó y empezó a quitarse el cinturón ancho de cuero con que
se ceñía la túnica de piel que le llegaba hasta casi las rodillas.
―¿Te animas a darte un baño? ―Me preguntó sin dejar de desnudarse
delante de mí.
Vacilé, y abrí mucho los ojos cuando el guerrero del Norte se sacó el
manto dejando todo su tórax al descubierto. Era un hombre de constitución
fuerte con unos claros pectorales marcados y unos abdominales bien
definidos. Con las pieles que le cubrían a modo de vestimenta se podía
intuir que era un hombre fuerte y fibroso, sobre todo, por la musculatura
que mostraba en sus brazos. Pero una vez se quitó la túnica dejó bien claro
que todo su cuerpo era una demostración de los músculos del cuerpo
humano. Era un dios esculpido en mármol.
―No sé ―respondí, desviando la vista de él―. Debería ir con Esther y
decirle que venga.
―No te preocupes por ella ―dijo quitándose las botas―. Luego la
acompañamos hasta aquí.
―Pero… ¿y si nos necesita? ―Empecé a argumentar―. Sabe menos
que yo en cuanto a defenderse con la espada, y tú has comentado que hay
orcos por todo Yorsa.
―Estará bien ―dijo mirándome―. Vamos, me bañaré con los
pantalones puestos si es eso lo que te incomoda.
―No, no quería decir…
―¿Entonces? Solo es un baño ―repuso―. Vamos, te espero.
Y sin más palabras saltó a las aguas cristalinas del manantial
salpicándome intencionadamente. Solo era un baño, pero no estaba bien. A
Laranar no le haría ninguna gracia aquello.
―¡Vamos! ―Me lanzó agua y di un brinco hacia atrás para no
mojarme―. No se lo contaremos a nadie.
Me puse roja de inmediato.
―No ―dije negando con la cabeza al tiempo que notaba mi corazón
palpitar con fuerza―. No puedo hacerlo… Laranar.
Se sumergió en el agua.
Pasaron los segundos como si fueran minutos y Alan no salía a la
superficie. Empecé a ponerme nerviosa y me aproximé a la orilla de
nuevo. Al agacharme para ver el fondo salió del agua, asustándome.
Quedamos muy cerca el uno del otro, Alan mirando mis ojos verdes
sacando medio cuerpo fuera del agua. Yo mirando sus ojos azules
hincando una rodilla en el suelo.
Serios, estuvimos contemplándonos unos segundos. Alan pasó una
mano por detrás de mi cuello, y haciendo una mínima fuerza me atrajo
hacia él. Cerré los ojos y nuestros labios se encontraron. El hombre del
Norte se impulsó unos segundos después, para salir del agua liberándome
de su agarre, a lo que aproveché para retirarme.
―No, espera ―me cogió de un brazo antes de poder alzarme y volvió a
atraerme hacia él, besándome una vez más.
El beso se prolongó.
Noté la punta de su lengua rozarme los labios al tiempo que su otra
mano me agarraba con firmeza para no escapar. Mi cuerpo empezó a
reaccionar sintiendo un fuego repentino corriendo por mi piel.
Lentamente, me empujó hacia el suelo y quedé tendida con Alan a mi
lado. Despegó sus labios de los míos para contemplarme, sonrió y volvió a
besarme. Sus manos descendieron hasta mi cintura, sus labios bajaron por
mi cuello. Fue, entonces, cuando una mezcla de miedo y deseo vino a mí.
Miedo por recordar, de pronto, el suceso con el rey Gódric cuando quiso
violarme. Deseo, porque una parte de mí reaccionaba de forma distinta
queriendo que no se detuviera.
Empecé a temblar. Creí que lo había superado, pero las caricias de
Alan, aunque muy diferentes, me recordaban a las manos del rey abusando
de mí.
―¿Has estado con algún hombre? ―Me preguntó en un susurro,
bajando una de sus manos peligrosamente hasta el ombligo―. Estás muy
tensa.
―Nunca lo he hecho ―respondí avergonzada.
Sonrió, como si aquello le complaciera y volvió a besarme.
―Me alegro, creí que el elfo ya te habría tomado ―respondió.
La imagen de Laranar volvió como un golpe a mi mente. ¿Qué coño
estaba haciendo? Amaba a Laranar, no podía hacerle aquello. Además, mi
primera vez iba a ser con el elfo, con nadie más. Añadido a que por más
que me disgustara aún no estaba preparada para hacerlo. No había
superado el ataque del rey.
Con Laranar será distinto, pensé. Le amo. No puedo continuar.
―Alan, para ―retiré la mano que quiso llegar hasta el interior de mis
pantalones y de un empujón lo quité de encima de mí.
―Pero… ―me miró desconcertado.
―Amo a Laranar, no puedo hacerlo ―dije incorporándome―. Lo
siento.
―Yo te amo ―me confesó―. Deja al elfo, no es de tu raza. Escógeme
a mí, también te gusto, lo noto.
Me alcé, debía mantener las distancias costara lo que costara. Los
deseos de mi cuerpo no podían anteponerse a los deseos de mi corazón y
primero debía superar mi miedo.
―Solo quiero considerarte un amigo. No te amo, lo siento.
Serio entonces, se puso en pie.
―Te sientes atraída por mí ―rebatió―. Lo noto, solo hay que ver
como te ruborizas cuando te miro a lo ojos, y estos días, nos hemos
conocido perfectamente, somos compatibles. Y quizá te parecerá extraño,
pero supe que te amaba desde el primer momento que te vi tendida en
aquel camastro en Barnabel, exhausta después de la batalla contra Beltrán.
Pensé que eras muy hermosa y cuando despertaste y escuché tu voz supe
que era el sonido más dulce que jamás había escuchado nunca. Te amo,
Ayla. Y no voy a aceptar un no por respuesta tan fácilmente.
―Pero quiero a Laranar ―volví a insistir.
―Laranar juega con ventaja al ser el primer habitante de Oyrun que
conociste y has estado junto a él durante mucho tiempo, eso no lo niego.
Pero sé que si pasaras el mismo tiempo conmigo, viajando juntos,
acabarás enamorándote de mí.
―No ―dije firme―. Laranar…
―No puedes impedir que luche por ti. Si hace falta retaré a…
―Ni se te ocurra retar a Laranar ―le corté, espantada―. Porque si le
haces daño lo único que conseguirás es que te odie.
Me miró, sorprendido, pero luego negó con la cabeza.
―Mi hermano me advirtió del peligro que supondría para mi pueblo si
acabara con ese mequetrefe al ser un príncipe ―respondió―. Pero no por
ello voy a dejar que el elfo te tome tan fácilmente. No voy a permitir que
te haga daño.
―¿Daño? ―Pregunté sin entender―. Él jamás me haría daño.
Resopló, como si fuera una ingenua.
―Es elfo, inmortal y príncipe. Te tomará, te usará, se saciará de ti y
luego te abandonará. No creas que alguien de su cargo vaya a dejar la
corona y renunciar a la inmortalidad por una humana. Los elfos no quieren
saber nada del resto de razas del mundo porque se creen superiores,
¿entiendes?
―Laranar no es así ―dije ofendida.
―Pero yo te juro que te amaré durante toda mi vida ―continuó sin
escucharme―. Y como prueba de ello quiero que sepas la verdad sobre
mí. Estoy prometido a una muchacha de uno de los clanes del Norte. No la
conozco, ni ganas tengo. Renunciaré a ella, renunciaré a ser príncipe.
Estoy dispuesto a vivir incluso en otras partes de Yorsa si por ello mi
hermano me destierra del Norte.
―¿Desterrarte?
―No tendría más remedio que hacerlo para no ofender al clan de la que
ya no considero mi prometida. De verdad, Ayla, te amo y juro protegerte,
permíteme que a partir de ahora sea tu protector.
Me miraba a los ojos fijamente, no había mentira en ellos. Estaba
dispuesto a renunciar a toda su vida, a su familia y su posición, por mí.
Una parte de mí se sintió alagada, otra preocupada, pero sobre todo, me
sentí agobiada.
―Alan, te pido perdón ―dije―. Pero jamás te amaré. En cuanto
lleguemos a Sorania tu misión se habrá cumplido y regresarás a Rócland,
donde perteneces.
Me miró defraudado, realmente esperaba que le escogiera.
―Lo siento ―volví a repetir, me di la vuelta y empecé a desandar el
camino para regresar con Esther.
Alan me siguió de inmediato y acabé corriendo por miedo a que
insistiera más en ello. Solo esperaba que no hubiera lucha entre elfo y
hombre, no quería ser la causante de la muerte de ninguno de los dos. En
cuanto llegamos al claro donde dejamos a Esther, ésta se encontraba con la
espada desenvainada en posición de ataque. Al vernos, suspiró aliviada, y
bajó a Furia, el nombre de su espada.
―Ya era hora ―se quejó―. Creo que hay orcos por la zona.
―¿Por qué lo dices? ―Preguntó Alan.
Esther se limitó a señalar una columna de humo que asomaba entre los
árboles.
―Me ha parecido escuchar gritos a lo lejos.
Se me pusieron los pelos de punta. Me habían explicado el trabajo que
estaban desempeñando los magos oscuros en mi ausencia, atacando y
esclavizando villas enteras, por lo que era fácil adivinar que nos
encontrábamos próximos a uno de aquellos poblados que acababa de ser
atacado.
―¿Crees que podríamos…? ―Empecé a preguntar, dirigiéndome a
Alan, pero este negó con la cabeza.
―Ya habrán matado a todo aquel que esté enfermo o sea demasiado
mayor para ser productivo, y el resto de habitantes estará de camino a
Creuzos o a la ciudad de Tarmona.
―Pero deberíamos ir para saber si ha quedado algún superviviente.
Alguien ha podido escapar ―dijo Esther y yo asentí.
―Lo dudo. He participado en cinco partidas para encontrar y matar a
los orcos que se dedican a esto, y a cada poblado que he llegado solo he
encontrado a los muertos ―nos respondió―. Lo que me sorprende es que
hayan llegado hasta tan lejos. Estamos casi en las fronteras de Launier.
Debemos mantenernos al acecho.
Alan se subió a su caballo finalizando la conversación. Esther y yo nos
miramos, pero no nos dijimos nada. Seguimos al hombre del Norte.
La idea de ver a gente asesinada no era nada alentador si era lo único
que encontraríamos, tal y como nos garantizaba Alan.
Miré la columna de humo gris mientras marchamos en dirección
contraria, y luego volví mi vista al frente. Las altas montañas de Launier
se podían apreciar en según que elevaciones del bosque de pinos por donde
circulábamos, y su visión intermitente me llenaba el corazón de esperanza
e impaciencia.
Pronto, muy pronto, podría volver a abrazar a Laranar.
Línea Verde
Nuevo grupo
La lengua del lobo bañó el lateral derecho de mi cara por más que
intenté cubrirme o apartarle de encima de mí. Era un animal enorme, de
pelaje gris, casi blanco, que afianzó sus patas en el suelo impidiéndome
levantar por más que le daba pequeños empujones y reía al mismo tiempo.
―Akila, para ―el lobo continuaba con su bienvenida, me dejó claro
que se alegraba verme y no me había olvidado en absoluto―. ¡Ya! ―Le di
la orden más seria y, entonces, permitió que Dacio, que vino en mi ayuda,
lograra apartarle.
Aún en el suelo, me limpié la cara con mi capa de piel de oso. Quise
levantarme, buscando al mismo tiempo a Laranar entre el círculo de gente
que se había congregado alrededor de mí, cuando, unas manos fuertes y
decididas, me alzaron fácilmente. Percibí su olor a hierba silvestre antes
de verle y al volverme sus ojos me miraron con intensidad.
La sala se quedó pequeña para albergar todo el amor que proferían
nuestras miradas. Un único segundo fue suficiente para que me apresara la
hermosura de su rostro. Mi respiración y mi corazón se mantuvieron en
calma, pero, poco a poco, un estadillo sordo sonó dentro de mi pecho
alertando que necesitaba un abrazo, un beso, una caricia de aquel al que
amaba.
―¡Laranar! ―Me tiré a su cuello, abrazándole―. ¡Creí que habías
muerto! Que aquel Minotauro había acabado contigo al no despertar. No
sabes lo mal que lo he pasado estos meses no sabiendo si seguías vivo o
muerto…
―Estoy bien ―respondió, abrazándome también.
Me retiré levemente para mirarle a los ojos, fue entonces cuando
alguien carraspeó la garganta de forma sonora.
Todos los participantes a la asamblea me miraban con la sorpresa aún
reflejada en sus caras. Aunque, una persona en concreto, destilaba furia al
verme abrazada a Laranar.
La reina Creao, madre de Laranar, me fulminaba con la mirada.
―¡Elegida, has regresado! ―Exclamó un duendecillo.
―Sí ―respondí, notando como los brazos de Laranar me soltaban.
Me sentí desprotegida entonces, pero otro aluvión de abrazos
proveniente de mis amigos tomó el relevo. Les saludé casi por mecánica,
pero mi mente solo pensaba en cómo actuar con Laranar a partir de ese
momento.
Le miré de refilón buscando su ayuda, que me diera una señal sobre
cómo debía comportarme. ¿Estaba dispuesto a cumplir su palabra de
amarme abiertamente o ahora que el momento había llegado de rebelar a
su pueblo nuestro amor se echaría atrás? Tenerlo a tan solo unos pasos de
mí y dudar de si besarle y abrazarle de nuevo me estaba poniendo de los
nervios.
Pero entonces mi protector quiso avanzar hacia mí de nuevo, su madre
le detuvo cogiéndole de un brazo, pero este se zafó con delicadeza del
agarre de la reina. Le dijo algo en voz baja y acto seguido se dirigió a mí,
apartó a Dacio que me estaba hablando de no sé qué y me besó en los
labios.
―Te quiero ―dijo apartándose un instante para mirarme a los ojos que
ya empezaban a humedecerse de dicha―. Te prohíbo que vuelvas a
marcharte.
―Y yo que me pegues esos sustos con un Minotauro enfurecido ―le
respondí, no pudiendo evitar que unas pocas lágrimas cayeran por mis
mejillas.
Laranar las limpió con una caricia de sus pulgares. Acto seguido nos
besamos y mi cuerpo se relajó. Un gran suspiro interior hizo que todas las
preocupaciones por saber si sí o si no se desvanecieran. Finalmente, le
abracé una vez más, y respiré su aroma a hierbas silvestres
profundamente.
Fue un sueño poderlo tener entre mis brazos, poder besar sus labios y
saber que le tenía a mi lado.
Más de veinte pares de ojos nos miraban fijamente. Laranar fue el
primero en tomar conciencia de ello, quitando el velo que nos envolvió por
unos segundos no viendo a nadie más. Me dio un último beso en la frente y
ambos nos volvimos hacia los presentes en la asamblea.
―Siento haberme ido ―dije mirando a todos, y notando el brazo
protector que Laranar dejó alrededor de mi cintura―. Hubiera regresado
antes, pero el colgante no reaccionaba por más que se lo pedía.
―Lo importante es que ya estás de vuelta ―respondió Alegra dándome
su segundo abrazo, luego me miró, emocionada―. Tengo mucho que
contarte.
El rey Lessonar se aproximó a mí. Hacía más de un año que no lo veía
aunque para él habrían sido tres. Era idéntico a su hijo, el mismo color de
ojos, los mismos cabellos dorados y la misma hermosura.
―Majestad ―me incliné ante él, algo preocupada por lo que me diría
después de la demostración de amor con su hijo.
La reina se mantuvo a un lado, pero su mirada de desacuerdo no se
relajó lo más mínimo.
―Bienvenida de nuevo ―dijo serio, mirando a su hijo un instante―.
Tu llegada no podía ser más oportuna. Estábamos a punto de tomar
caminos y direcciones precipitadas por culpa de los últimos sucesos en
Oyrun.
―Alan me ha informado de lo que ha ocurrido en mi ausencia
―contesté―. Estoy al corriente de todo.
Fue, en ese instante, cuando Alan, Esther y Raiben se hicieron notar. El
mayordomo que nos acompañó inclinó levemente la cabeza ante el rey y
esperó al lado de la puerta por si era requerido.
Lessonar miró atentamente a Alan mientras la reina se aproximó a mí.
Me incliné de inmediato, un tanto nerviosa por lo que pudiera decirme.
―Bienvenida ―dijo forzando una sonrisa, luego me abrazó
inesperadamente y sus labios rozaron mi oreja izquierda―. Luego
hablaremos sobre la relación que tienes con mi hijo, pero, por ahora,
mantente alejada de él. ―Me advirtió en un susurro.
Tragué saliva.
La reina se retiró manteniendo su falsa sonrisa en el rostro.
―Así que tú eres Alan de Rócland, bienvenido ―le daba la bienvenida
el rey de los elfos―. Mi pueblo te agradece que hayas escoltado a la
elegida hasta Sorania.
―Ha sido un placer ―le contestó Alan―. Sabía la importancia de esta
asamblea y hemos venido lo más rápido que hemos podido. Ha sido
agradable ser el protector de la elegida todo este tiempo. Me gustaría
poder continuar en el cargo un poco más.
Laranar frunció el ceño en ese instante.
―Solo hay un guardaespaldas personal para la elegida, y ese soy yo
―respondió Laranar.
―Pero es interesante su propuesta ―rebatió la reina Creao, mirando
con buenos ojos a Alan―. Se podría valorar esa petición.
―El protector de Ayla soy yo ―insistió Laranar de forma más
contundente.
―Tomemos asiento ―pidió el rey Lessonar antes que yo pudiera
intervenir―. La llegada de Ayla ha dado un giro radical a esta asamblea.
Cerré los ojos un instante, aquella situación de rivalidad no me gustaba.
Alan no había desistido en querer conquistarme y Laranar, conociéndolo,
sería capaz de luchar contra el hombre del Norte para dejarle claro que se
mantuviera en la distancia.
―De todas maneras, ―habló Lord Zalman mientras nos dirigíamos a la
mesa―, la más que evidente relación entre la elegida y su protector
debería solucionarse de inmediato. No podemos arriesgarnos a perder esta
guerra por un romance.
Fruncí el ceño, pero, en ese instante, alguien tiró de mi capa con
insistencia. Al volverme vi a Esther que me lanzó una mirada
advirtiéndome que me había olvidado por completo de ella.
―¡Ay! ¡Esther! ―Exclamé y todos los presentes la miraron como si se
dieran cuenta en ese momento de su presencia―. Es una amiga de la
Tierra…
Les expliqué con cuatro palabras como logró acompañarme hasta
Oyrun.
―Esther, bienvenida ―le dijo Laranar―. Una amiga de Ayla, es amiga
mía.
―Gracias ―respondió Esther, no me pasó inadvertida la ojeada rápida
que le hizo a Laranar, de arriba abajo.
―Bien, Mandel ―se dirigió el rey al mayordomo―. Trae cuatro sillas
más. ―El mayordomo se inclinó y se retiró rápidamente―. Raiben,
acompáñanos también en la asamblea.
―Será un honor, majestad ―respondió el elfo, inclinándose.
Mientas esperábamos a que los sirvientes trajeran las sillas, Dacio se
interesó por Esther. Por un momento temí que intentara cortejarla como
siempre hacía cada vez que conocía a una mujer, y miré a Alegra sufriendo
por ella pues sabía que estaba enamorada del mago.
―Ayla nos habló de ti ―le explicaba Dacio―. Sentía curiosidad por
saber cómo eras. Ya sabes, por ser de otro mundo. Aunque físicamente sois
iguales a los habitantes de Oyrun, de carácter sois bastante más abiertas de
mente o eso creo.
―Supongo que eso se debe porque parecéis estar en la época medieval
―respondió Esther con sinceridad―. Pero Ayla me explicó que los magos
estáis más avanzados en cuanto a sociedad.
―No somos tan estrictos en cuanto a…
No daba la sensación que Dacio estuviera intentando conquistarla, más
bien llenando su curiosidad, y Alegra más de lo mismo, se limitaba a
escucharles.
―Y tú eres Alegra, ¿verdad? ―Le preguntó Esther―. La Domadora
del Fuego.
―Veo que Ayla te ha hablado de mí ―afirmó Alegra.
―Sí, me lo ha explicado todo sobre los Domadores del Fuego, lo que
pasó ―admitió.
Alegra me miró en ese instante y un vuelco me dio el corazón. Solo
esperaba que no le molestara que Esther supiera toda la historia que le
rodeaba, por otra parte, mi amiga ya podría haberse mordido la lengua
hasta conocer mejor a la Domadora del Fuego.
―Hay una cosa que no te ha explicado… esto ―Alegra se inclinó a
Dacio, dándole un beso en los labios.
Mi mandíbula inferior cayó quedando literalmente con la boca abierta.
Dacio sonrojó, pero no dijo nada. Se limitó a sonreír como un bobo.
En ese momento, Mandel, acompañado de dos sirvientes más trajeron
las sillas que faltaban para poder sentarnos.
―Me alegro por ti Alegra ―le susurré antes de dirigirme a mi sitio.
Alegra sonrió, y Laranar tiró de mi mano, impaciente, porque tomara
mi asiento junto a él.
―La elegida continuará con su misión tal y como había hecho hasta el
momento de su partida ―hablaba Lord Zalman, después de sopesar que la
recuperación de Tarmona era demasiado arriesgada incluso con mi
regreso―. La victoria contra cuatro magos oscuros indica que es la mejor
opción, añadido que cuantos más fragmentos del colgante recuperemos de
antemano, mayores probabilidades hay de salir vencedores en el futuro.
>>¿Cuántos fragmentos crees que te quedan por encontrar? ―Me
preguntó directamente.
Saqué el colgante de los cuatros elementos de debajo de mi ropa del
Norte y lo miré.
―Llevo más de la mitad recuperado ―pensé en voz alta―. Y contando
que Danlos, Bárbara y Urso también tengan un buen número, diría que
pocos ―miré a todos los presentes―. Creo que en tres o cuatro meses de
expedición podría recuperar aquellos que aún no poseen los magos
oscuros, en caso de que quede alguno por encontrar.
―Magnífico ―dijo Lord Rónald inclinándose adelante en su asiento―.
Significa que dentro de muy poco podríamos considerar seriamente
recuperar la ciudad de Tarmona y al tiempo matar a Urso. No podrá
escapar si no tiene el apoyo de Danlos ni Bárbara. Él no sabe hacer el Paso
in Actus como para poder huir si ve que pierde la batalla.
―Decidido pues ―dictaminó el rey Lessonar―. El grupo volverá a
marchar por todo Oyrun en busca de las esquirlas que quedan por
recuperar.
―Pero antes de nada habría que valorar quien formará parte del grupo
―intervino la reina Creao.
Sentí un escalofrío al escuchar decir aquello.
―El grupo que me acompañaba hasta el momento ―dije
rápidamente―. No hay mejores guerreros ―miré a Laranar―, ni
protectores.
―Mi hijo te está apartando de la misión ―rebatió la reina―. Y eso…
―Di más bien que ella me está apartando de la corona que es lo que
más te preocupa ―intervino Laranar, de pronto, fulminando a su madre
con la mirada―. No pienso dejarla, ni apartarme de ella. Asúmelo.
Los tres elfos, consejeros del rey, se miraron entre ellos.
―Majestad, no es conveniente… ―Empezó a dirigirse uno de los elfos
al rey Lessonar, pero a un gesto del rey con la mano el elfo consejero
calló.
―Mi hijo hará lo que se le ordené ―dictaminó y le miró a los ojos―.
¿Quieres amar a la elegida? No puedo impedírtelo, pero sí puedo ordenar
que sea otro el protector de la elegida y obligarte a permanecer en Sorania.
―Padre ―Laranar casi saltó de la silla al escuchar decir eso a su
padre―. No habrá mejor protector que yo. Daría mi vida por ella.
―No ―sentenció el rey, sin opción a réplica―. Encontraremos a otro
igual de capacitado para el cargo.
―Yo puedo ser su protector ―dijo de pronto Alan―. Protegeré la vida
de Ayla con la mía propia si es necesario.
Empecé a marearme, aquello no podía estar sucediendo de verdad. Alan
mi protector y Laranar recluido en Launier por orden expresa de sus
padres.
¡No! ¡No! ¡No! ¡No! Grité en mi fuero interno, ¡nunca!
―¡Maldita sea! ―Exasperé―. ¿Quién se creen ustedes que son para
decidir quién me acompaña o me deja de acompañar en mi misión? ―Me
levanté de la silla, hecha una furia―. Si me he pasado meses en la Tierra
rompiéndome la cabeza para encontrar la manera de regresar a Oyrun, no
ha sido por querer jugarme la vida en derrotar unos magos oscuros
malvados, traicioneros y crueles. ¡Ha sido por Laranar! ―Les miré a
todos, notando como la sangre se acumulaba en mi rostro de pura rabia―.
Y ahora, van ustedes a decirme que porque nos amamos y una estúpida
profecía advierte que puede apartarme de mi misión si inicio una relación
con él, ¿van a destituirle de su cargo? ―Apreté los puños hasta que los
nudillos se me tornaron blancos, no aguantando más aquello―. Pues
quiero dejarles claro que en el momento que Laranar no esté a mi lado, no
moveré ni un dedo por salvar a su bonito mundo ―me crucé de brazos.
―Elegida, entienda que…
―¡Entiendo muchas cosas! ―Corté a Lord Tirso, no me dejaría
convencer―. ¡Entiendo que el mago oscuro Valdemar me predijo un
futuro cargado de muerte y que probablemente muera en el intento de
devolver la paz a un mundo que no es el mío! ¡Entiendo que Laranar es un
príncipe elfo y yo solo soy una humana, plebeya, además! ―Miré en ese
instante a los reyes de Launier―. ¡Y entiendo que mucho depende de mí!
¡Pero si dejamos eso a un lado…! ―Bajé entonces el volumen de mi
voz―. ¿Por qué no pueden ustedes entender que el poco tiempo que pueda
pasar en Oyrun quiero compartirlo con aquel al que amo? ¿Por qué no
pueden entenderlo? No quiero a otro protector ―miré a Alan―. Lo siento.
Al único que quiero es a Laranar y si le obligan a quedarse en Launier
―miré a Lessonar entonces―. Yo permaneceré con él mientras Oyrun
entero sucumbe a la oscuridad ―me quité el colgante que colgaba de mi
cuello y lo dejé en la mesa―. No quiero saber nada de la misión, ni de que
yo soy la elegida, ni la salvadora del mundo, ¡nada! ―Miré a la reina
Creao que me miraba seria―. Y mientras yo no acceda a seguir siendo la
elegida, muchas madres perderán a sus hijas a manos de los magos oscuros
sin esperanza de poder vengarlas.
La reina abrió mucho los ojos y luego desvió la mirada de mala gana,
pero no dijo nada.
>>En definitiva ―cogí aire―, ¿van a dejar que Laranar continúe
siendo mi protector o tengo que dejar el cargo de elegida?
Todos quedaron en absoluto silencio mientras yo notaba que la angustia
llegaba hasta mi garganta y quería salir en forma de llanto. Pero respiré
hondo una vez más para aguantar el tipo. Me notaba temblar. Toda yo
temblaba, pero debía ser fuerte. No podía permitir que me apartaran de
Laranar. Así que me senté de nuevo en mi asiento y me crucé de brazos,
esperando una respuesta.
―Laranar ―le llamó su padre y todos miramos al rey―. ¿Eres
consciente que estás dejando la corona a manos de tu primo Larnur?
―Hay muchos caminos que poder seguir antes que mi primo obtenga la
corona ―rebatió Laranar―. Dame tiempo para encontrar el camino.
―No hay otro camino ―insistió el rey―. Si sigues con Ayla… ―Me
miró ―Eres humana, lo lamento, pero no puedes…
―Es la elegida ―interrumpió súbitamente Raiben―. Perdóneme
majestad, pero si me permite hablar… ―El rey frunció el ceño por haberle
interrumpido, pero viendo la expresión de Raiben, serio y seguro de lo que
tenía que decir, asintió con la cabeza consintiendo que continuara
hablando―. Es el rey quien tiene el poder en Launier, aunque Laranar se
casara con una elfa sería él quien tendría el mando del reino. Ayla es
humana, pero su papel sería el mismo que el de una elfa.
―Te olvidas de los herederos ―puntualizó un consejero real―.
¿Semielfos?
Volví a marearme, ¿de verdad estaban debatiendo un tema tan delicado
delante de todas aquellas personas? ¿Y de verdad se estaba discutiendo el
que yo fuera a ser reina junto a Laranar? ¡Madre mía! Pero si ni siquiera
sabíamos si podríamos permanecer juntos al finalizar mi misión. El
colgante me devolvería a la Tierra, separándonos. Yo solo quería ir pasito
a pasito, y me conformaba con que Laranar continuara siendo mi protector.
― …antes que Larnur sea rey, seguro ―hablaba Raiben, me había
perdido en la conversación, no escuchando que decían―. Nuestra raza
llevaría la sangre de la salvadora de Oyrun, ¡de la elegida! Y en dos o tres
generaciones posteriores los reyes venideros volverían a ser elfos de raza.
¡Ay, Dios! Que ahora están hablando de hijos, entendí.
Mi mareo se intensificó.
―¿Podemos hablar de ese asunto en otro momento? ―pedí
agobiada―. La pregunta que me interesa responder ahora mismo es si
Laranar continuará siendo mi protector.
―Estaré a tu lado ―contestó de inmediato Laranar cogiéndome de una
mano―. Siempre.
El rey suspiró.
―Está bien ―autorizó―. Ya debatiremos este asunto más adelante.
―Cuando finalices tu misión ―añadió la reina Creao, seria.
Muy lista, pensé, si regreso a la Tierra no habrá nada que debatir.
―Bueno… ―Empezó a hablar Dacio inclinándose en la mesa. Encaró
su mano al colgante de los cuatro elementos y con su magia lo hizo levitar
hasta colocarlo enfrente de mi rostro―. ¿Puedes cogerlo, elegida? Creo
que todos los aquí presentes preferimos que continúes con tu misión a que
la abandones.
Cogí el colgante.
Laranar estrechó más su mano contra la mía y le devolví el apretón.
―Volviendo al asunto de quién te acompañará en el grupo ―habló
Aarón y me miró directamente a los ojos―. Ayla, lo siento de veras, pero
ahora que soy el senescal de Andalen mi nueva posición me impide
acompañarte.
Bajé los hombros, apenada, Aarón era un buen hombre y un buen
general. Le echaría en falta en el grupo.
―Lo entiendo ―respondí―. Te echaré de menos, por eso.
Sonrió.
―En mi lugar puede ir… ―Iba a señalar el hombre de su izquierda, un
tipo con barba y cabello corto, pero Alan le interrumpió.
―Yo puedo ocupar su lugar.
Todos miramos al hombre del Norte.
―Alan, no creo… ―Empecé a decir, pero sus ojos azules me miraron
con tanta intensidad que llegaron a lo más profundo de mi alma.
―Seríamos demasiados ―dijo Laranar a la vez―. Con un
representante de los hombres es suficiente.
―Razón de más para ir yo ―discutió Alan―. Estoy convencido que
Aarón necesita de todos sus hombres por ser el país que más ataques sufre.
Yo puedo ser parte del grupo, ya que en su día el reino del Norte fue
excluido de la primera asamblea por no ser informados a tiempo.
Deberíamos tener la oportunidad de proteger a la elegida también, ¿verdad
chicos? ―Preguntó a sus otros tres compatriotas con los que se sentó, y
los tres grandullones asintieron conformes.
Aarón nos miró, sin saber qué contestar, pero, finalmente, viendo que
cuatro guerreros del Norte lo miraban fijamente, asintió.
―Si la elegida así lo desea dejaremos que esta vez sea el reino del
Norte quien represente a nuestra raza.
Me mordí el labio inferior, sabiendo que aquello causaría problemas
dentro del grupo. Laranar y Alan, juntos durante demasiado tiempo, mala
combinación.
―En ese caso ―habló Lord Zalman―. Queda el asunto del
duendecillo, Chovi.
Uno de los duendecillos puso los ojos en blanco, al parecer conocía a
nuestro amigo.
―¿Qué pasa con él? ―Pregunté al no haberle visto aún, y miré a
Laranar―. No lo he visto.
―Va y viene por palacio. Prefiere estar en el bosque de la Hoja que
rodeado de gente. Ha provocado más de un accidente.
―Me disculpo en nombre de toda nuestra raza por haber permitido que
Chovi les haya seguido ―dijo el duendecillo―. Nuestro rey ya lo
desterró, no esperábamos que se uniera a la fuerza al grupo de la elegida.
El gran Zarg está muy enfadado con él y pide que Chovi sea escoltado
hasta Zargonia, donde será encarcelado hasta que la elegida acabe su
misión.
―No, no será necesario ―respondí de inmediato. Chovi era patoso,
pero no quería que lo encerraran por seguirme, aunque a veces fuera
molesto―. Hablaré con él, le diré que esta vez no puede acompañarme.
―Miré al rey Lessonar―. Majestad, por favor, ¿permitiría que Chovi
continuara en el bosque de la Hoja mientras acabo mi misión?
El rey miró a su hijo y, finalmente, suspiró.
―Ha causado más de un accidente, pero si me lo pides tú tendremos
paciencia por un tiempo más.
―Se lo agradezco ―respondí.
―Estupendo, así su puesto lo ocuparé yo ―dijo Esther de pronto y
todos la miramos.
―Ni se te ocurra ―respondí de inmediato―. Tú te quedas en Sorania,
a salvo.
―No voy a dejarte sola. Si tú vas, yo también, nunca hemos hecho nada
la una sin la otra.
―¿Sabes utilizar el arco o la espada? ―La interrumpió Alegra.
―Alan me ha enseñado a utilizar el arco por el camino ―contestó―. Y
tengo una espada que me regalaron los Hombres del Norte, algo haré con
ella.
―Pero sería mejor que permanecieras en Sorania ―le insistí―. Es
peligroso para alguien que no sabe luchar.
―Hacer esta misión no es ningún juego ―le habló Raiben, mirándola
directamente a los ojos―. Te aconsejo que permanezcas en Sorania hasta
que Ayla regrese.
Esther negó con la cabeza, no estando de acuerdo. Luego me miró a los
ojos, decidida.
―Voy a acompañarte ―insistió―. Eso o dejamos de ser amigas.
―Eso no vale ―me enfadé.
―Solo me preocupo por ti y no he venido hasta Oyrun para quedarme
en esta ciudad.
Cogí aire, intentando calmarme.
―Haz lo que quieras ―accedí finalmente, recostándome en el respaldo
de mi silla en un gesto de derrota. Y miré a Laranar―. Le enseñarás a
luchar con la espada como a mí, ¿verdad?
Miró a Esther y luego otra vez a mí.
―Si tú me lo pides, lo haré.
―Gracias.
―Eso significa que seremos seis ―dijo Dacio y, entonces, Akila
aulló―. Bueno, siete.
Acaricié a Akila, no lo dejaría en Sorania en la vida. Para el lobo
éramos su familia.
―¿Cuándo partiréis? ―Nos preguntó un duendecillo.
―¿En dos semanas? ―Sugerí y todos me miraron un tanto extrañados.
―Es demasiado tiempo ―comentó Alegra―. Deberíamos partir
mañana mismo aprovechando que todavía no saben que has regresado.
―Lo sabrán enseguida, en cuanto uno de sus cuervos sobrevuele
Sorania y me vean. Y quiero pasar unos días tranquila, aquí.
―¿Pero por qué? ―Insistió Alegra―. No es…
―Vale, ¿y diez días?
―Ayla, ¿por qué quieres estar tantos días en Sorania? ―Me preguntó
Laranar.
Miré a todos los presentes y me ruboricé, no podía decir la verdad
delante de aquellas personas.
―Porque sí, y punto ―dije―. Estemos una semana al menos.
Laranar miró a Dacio y Alegra.
―Una semana no es tanto a fin de cuentas ―les dijo.
Alegra puso una mueca, pero no objetó nada. Entendía sus prisas,
cuanto antes partiéramos antes recuperaríamos a su hermano pequeño,
pero yo quería disfrutar del baile de primavera que en breve se celebraría
en Sorania.
―Está bien, una semana ―dijo Lessonar―. Ayla, bienvenida de nuevo
a Launier.
Sonreí, satisfecha, y la asamblea finalizó.
Abore Lujurem
Fidelidad
Baile de primavera
Todos los elfos dirigían su atención al rey Lessonar que se dirigía con
porte elegante a la gran plaza de Sorania. Se podía palpar la expectación
en todos los presentes cuando se detuvo a los pies de una mecha que
recorría un camino en zigzag para llegar a un gran cohete que reposaba en
el centro de dicha plaza. Con una antorcha en la mano, encendió la mecha
retirándose seguidamente mientras unas chispitas saltarinas recorrían el
camino hasta el cohete.
Lessonar volvió a nuestro lado justo antes que el artefacto saliese
disparado como un rayo hacia el cielo azul y despejado. Su silbido
ascendiendo dio paso a un estruendo que se diseminó como una estela por
el cielo, asemejándose a un manto rojo extendiéndose a lo ancho de casi
un kilómetro de largo. Acto seguido empezaron a sonar violines, laúdes y
tambores. Todo el mundo bailaba, tocaba e incluso, algunos elfos,
cantaban bonitas canciones que te deleitaban a sumergirte en su mundo de
belleza y hermosura.
Acababa de empezar la fiesta de primavera y aquello solo era el inicio
del día y la noche que nos esperaba. Natur debía sentirse complacida con
aquella celebración para dar buenas cosechas y crear vida en Oyrun.
―Es precioso ―pensé en voz alta.
―Sabía que te gustaría ―dijo Laranar, más calmado después de la
discusión que tuvimos. Me pasó un brazo por la cintura y me señaló con la
cabeza a Esther, Alegra y Dacio que se encontraban en otro punto de la
plaza―. Tu amiga se lo está pasando en grande y Alegra parece haber
olvidado por un momento a su hermano.
―Se la ve feliz con Dacio ―comenté mirando a ambos. Por temas de
protocolo no nos podían acompañar al palco que se montó para la familia
real―. Me alegro por los dos, ya era hora que Dacio sentara la cabeza,
pero me fastidia que aún no quiera contarme su pasado. Si Alegra continua
a su lado, ¿por qué no iba a hacerlo yo también?
Se encogió de hombros.
―Dacio es así ―respondió―. Muy especial en cuanto a ese tema, pero
dale tiempo, ya he hablado con él y es consciente que debe decírtelo
cuanto antes mejor.
―Siento mucha curiosidad ―en ese instante, unos ojos azules como el
cielo se cruzaron con los míos y sentí como el vello del cuerpo se me
erizaba y el corazón me daba un vuelco.
Alan me sonrió y de inmediato aparté la vista de él.
Laranar, por suerte, miraba en otra dirección y no se percató.
Había tomado una decisión, no podía ignorar al hombre del Norte y
actuar como si no existiese, pero sí podía mantener las distancias y no
responder a sus sonrisas como en el pasado hice, menos alterarme o dejar
que sus ojos me cautivaran.
El resto del día estuvo marcado por un estricto horario donde tuvimos
que visitar los mantos de flores y puntuarlos para otorgar un premio
especial de cien monedas de oro. Luego vino una comida protocolaria
donde conocí a familiares de Laranar que no me presentaron en mi
anterior visita, y otros que saludé de haberlos conocido anteriormente
como los gemelos Percan y Percun, la prima Margot y el primo Larnur,
que por algún motivo recelaba de él. Laranar me insistió en presentarme
un último primo, Meran. Un elfo algo tímido que se puso rojo de
vergüenza en cuanto empezó a hablar conmigo. Me hizo gracia.
Llegó la noche, y con ella el tan esperado baile de primavera. Me
encontraba de los nervios. Según la tradición los elfos y elfas que aún no
habían contraído matrimonio debían asistir sin pareja a la gran plaza de
Sorania, y allí el chico le pedía un baile a la chica. Si ésta aceptaba
pasarían el resto de la noche juntos. También había elfas que se
adelantaban, evidentemente, y era ella quien sacaba el elfo a bailar, pero la
norma fundamental era ir sin pareja, y encontrarte con los posibles
pretendientes en la plaza.
Al llegar acompañada de Alegra y Esther miramos boquiabiertas el
resultado final de los farolillos colgando sobre nuestras cabezas,
encendidos en una noche ya de por sí estrellada. Una banda tocaba para la
ocasión, y las primeras parejas ya habían salido a bailar. Unas sillas
blancas, adornadas cada una con un ramillete de flores, estaban dispuestas
en un lateral para que las elfas se sentaran en ellas.
Tomamos asiento y sin poderlo evitar empecé a retorcerme los dedos de
puro nerviosismo. Me había vestido con un traje de seda de color granate,
liso y con caída, tenía manga de tres cuartos y una continuación de seda
blanca que caía hasta pasada la cintura. El escote de mi corsé no era
extremadamente provocativo, pero dejaba lugar a la imaginación. Llevaba
el cabello por completo suelto y adornado con una única diadema del color
de la plata como único complemento a mi larga cabellera castaña. El
colgante de los cuatro elementos lo llevaba guardado en un pequeño bolso
de terciopelo a conjunto con el vestido, cruzado por una fina cadena
plateada. Así, pude ponerme el colgante del hada que Laranar me regaló en
nuestra primera cita oficial que tuvimos justo después del combate contra
el Cónrad, en Barnabel.
Dejé de retorcerme los dedos y jugueteé con la pulsera de oro blanco
que también me obsequió mi protector después de la batalla que tuvimos
en el pasado con el mago oscuro Valdemar. Era fina y representaba hojas
de árboles dispuestas una tras otra hasta crear una pulsera sencilla pero
bonita. Fue la primera joya que me regaló, y le tenía mucho aprecio, nunca
me la quitaba.
De pronto, una rosa de un color rojo intenso fue plantada en mi campo
de visión y al alzar la vista vi a Laranar, ofreciéndomela.
Contuve el aliento, estaba increíblemente guapo. Vestido con un traje
azul oscuro, chaleco, camisa de seda blanca y una elegante capa de color
negra que le caía hasta casi tocar el suelo. Llevaba una espada diferente a
Invierno colgando de su cinto. Esta era mucho más lujosa, la empuñadura
era de oro y representaba un águila con sus alas extendidas, y sus dos ojos
eran pequeños rubíes engastados en su mirada.
Mi protector se dejó el cabello suelto aquella noche, reposando toda su
melena dorada sobre sus hombros.
Sus ojos azules y morados brillaron al contemplarme, y sus labios se
curvaron en una sonrisa que me cautivó junto con su rostro hermoso y
perfecto.
―Estás espléndida ―dijo con su voz de ángel caído del cielo―.
¿Bailas conmigo?
Cogí la rosa, tomé su mano y me alcé de mi asiento. Me llevó al centro
de la plaza queriéndome mostrar a todo su pueblo como su pareja. Algunos
elfos que bailaban nos observaron, otros que aún seguían esperando a ser
escogidos clavaron sus ojos en mí, pero yo solo presté atención a mi
protector.
―Te veo nerviosa ―comentó.
―Un poco, pero estoy bien ―respondí y miré los farolillos mientras
nos balanceábamos lentamente al ritmo suave de la balada que tocaban―.
Todo está muy hermoso.
―Como tú ―dijo y sonreí, ruborizándome―. Así me gusta, que
sonrías.
―Estás muy guapo ―dije casi en un gemido―. Jamás te vi tan
elegante como hoy.
―Debía estar a tu altura.
Me dio una vuelta sobre mí misma y volvió a atraerme hacia él. Todos
los elfos hicieron lo mismo con sus parejas. El baile tenía cierto parecido a
un vals y, básicamente, era Laranar quién dirigía el baile. Yo me limitaba a
seguirle en lo posible y no pisarle.
―Me siento una patosa ―dije mirándome los pies.
―Mírame a los ojos ―pidió―. Y relájate, si me pisas prometo fingir
que no lo has hecho.
―Debiste darme unas clases ―hice un esfuerzo y le miré a los ojos. En
ese momento bajó sus manos hacia mi cintura y con una fuerza increíble
me elevó del suelo para dejarme de inmediato en tierra firme. El corazón
me dio un vuelco, pero solo fue un pequeño brinco que hicieron todas las
parejas.
―Para el próximo año ―contestó.
Vi a Dacio sacar en ese instante a Alegra a bailar. La Domadora del
Fuego también llevaba un vestido muy elegante de color verde oscuro para
la ocasión, que le compró Dacio ese mismo día en la mejor tienda de
Sorania. Fue extraño verla vestida de una manera tan femenina
acostumbrada a verla siempre de guerrera.
Esther por contrario continuó sentada en su sitio sin intención de
moverse pese a que también iba vestida con un hermoso traje azul oscuro
que le presté del vestuario que disponía. Ella tenía a David, no se iría con
ningún elfo, pero quería estar presente en aquella noche mágica. Localicé
a Alan de pie en otro punto de la plaza, sus ojos me miraban con rencor.
Solo esperaba que se contuviera, tenía claro que al mínimo conflicto entre
Laranar y el hombre del Norte, este último tendría que marcharse de
inmediato.
Un instante después un grupo de elfos llegó arrastrando prácticamente a
Raiben por los brazos. Una vez llegaron, las elfas sonrieron al ver la cara
de disgusto del elfo. Laranar miró la escena también, pero sin dejar de
bailar y guiarme en mi torpeza.
―Se ha convertido en una tradición ―me comentó Laranar volviendo
su atención a mí―. Cada año mis amigos cogen a Raiben a la fuerza y lo
arrastran hasta la plaza. No pierden la esperanza que pueda encontrar a
otra elfa que le devuelva la felicidad antes que se consuma en la tristeza.
―Pero en principio los elfos os casáis una única vez en toda la
eternidad, ¿verdad?
―Sí, pero Raiben y Griselda se casaron deprisa y corriendo ―empezó
a explicarme sin perder el brillo en sus ojos al contemplarme―. Cuando
Raiben se llevó a Griselda de mi lado lo consideré un traidor. Estuve
décadas sin hablarle y antes de cumplir un siglo de mi ruptura con la elfa
se casaron. Fue una manera de demostrar al país que lo que sentían era
real, no un amor pasajero, pero yo continué sin hablarle, en mi corazón era
un traidor.
―¿Y cuándo cambió eso? ―Quise saber―. Ahora sois buenos amigos.
―Pocas décadas después de mi ruptura con Griselda, nació mi hermana
y para mí fue una pequeña luz a mi amargura. Griselda se quedó embaraza
al tiempo y…
No terminó la frase.
―Ambas murieron ―finalicé.
―Sí ―dijo con ojos tristes―. Pude ver el amor que le profesó Raiben
llorando en la tumba de su mujer. No sé cómo, pero dejé el odio que sentía
hacia él a un lado y le perdoné. Nos apoyamos en la pérdida, pero Raiben
nunca lo ha superado y es obstinado a querer rehacer su vida. Toda su
relación con Griselda duró apenas un siglo, es muy poco, apenas hubo
noviazgo para conocerse de verdad y ni siquiera pudo ser padre, que es lo
único que le queda por experimentar a alguien inmortal como él. ―Volvió
a darme una vuelta sobre mí misma. Y pensé, entristecida, que Laranar y
yo apenas llevábamos unos meses. Si ese era su planteamiento,
¿significaba aquello que no estaba seguro de nuestra relación? ―. Pero no
le culpo ―dijo en cuanto volvió a atraerme hacia él―, después de
conocerte a ti sé que en el poco tiempo que te conozco eres el amor de mi
vida. Amé a Griselda, pero a ti te quiero mil veces más. Nunca nadie me
hizo sentir lo que tú me haces sentir. Estamos destinados, lo sé.
Se inclinó y me besó en los labios justo cuando la música finalizaba.
Percibí el inmenso amor de Laranar hacia mí y mi corazón se llenó de
dicha. Creía en nuestra relación, me amaba y yo a él, solo debíamos
encontrar la manera de poder quedarme en Oyrun cuando finalizara mi
misión.
―Estoy preparada para regresar a palacio ―dije mirándole a los
ojos―. Ya no tengo ninguna duda.
Asintió.
Escuadrón de orcos
―Chovi, intenta no crear problemas ―le pedí justo antes de partir con
el grupo para reanudar la misión.
Los días habían pasado volando y nos encontrábamos en las puertas de
entrada a la ciudad de Sorania. Los reyes, algún familiar de Laranar, un
séquito real y Raiben, vinieron a despedirnos.
Chovi, me miraba a punto de echarse a llorar. El obligarle a quedarse en
Sorania, no dejarle continuar dentro del grupo, resultó más difícil de lo
que creí en un primer momento. Sus intenciones de saldar las dos deudas
de vida que tenía pendientes conmigo eran más fuertes de lo que
imaginaba. Creí que tan solo eran excusas para no estar solo por ser un
desterrado, pero me equivoqué, me seguía con la firme convicción que
algún día salvaría mi vida pese a su cobardía y torpeza.
―Puedo ser útil ―insistió―. Chovi tiene…
―Dos deudas ―le corté―, y una la saldarás si te quedas aquí. Tu
torpeza es peligrosa, el camino no será como antes. Un error puede ser
fatal. Quédate en Sorania y protege mi vida de diferente manera,
garantizándome que nadie tropezará en el momento menos apropiado.
Suspiró, rendido, y, finalmente, asintió.
Iba a volverme cuando de pronto me abrazó las piernas.
―Vuelve sana y salva ―me pidió―. Chovi quiere que la elegida
regrese entera y de una pieza.
Respondí a su abrazo, agachándome. Era un ser bajito, apenas
alcanzaba el metro cuarenta de altura.
―Lo haré, te lo prometo.
Se retiró un paso y miró a Akila.
―Cuida del lobo, también.
―Estará bien, no te preocupes.
Me volví al grupo.
Dacio y Alegra, ya estaban montados en sus respectivos caballos a la
espera que el resto nos decidiéramos a partir. Raiben ayudaba a Esther
dándole los últimos consejos sobre cómo distribuir su equipaje a lomos de
su corcel. Laranar se despedía en ese momento de su madre, abrazándola.
Y Alan… Alan lo tuve en ese instante detrás de mí, muy cerca. Casi pude
notar su respiración en mi pelo.
―Estamos listos ―dijo con su acento germánico. Al volverme a él me
intimidó su altura y la mirada penetrante de sus ojos azules―. Toma.
Me tendió las bridas de Trueno, mi caballo del color de la plata.
―Gracias ―las cogí y de forma indiferente me monté en Trueno
dándole la orden de avanzar unos pasos solo para apartarme de Alan.
El hombre del Norte montó en su cabalgadura y me miró un tanto
extrañado. En aquella semana escasa que pasamos en Sorania nuestras
conversaciones se habían reducido a casi nada. Yo solo quería amistad por
mucho que mi cuerpo reaccionara de forma inapropiada cuando estaba
próxima a él, pero Alan, lejos de rendirse en sus intentos por
conquistarme, actuaba de forma demasiado cercana como para ser solo un
amigo.
―Ayla ―Raiben se aproximó a mí, una vez acabó de ayudar a Esther a
montar―, espero que tengas un buen viaje.
―Gracias ―respondí―. Con un poco de suerte la próxima vez que nos
veamos ya habré eliminado a los magos oscuros.
―Estoy convencido ―dijo seguro―. Tengo plena fe en ti.
Iba a dirigir a Trueno junto a Dacio y Alegra, pero Raiben cogió las
riendas de mi caballo, deteniéndolo.
―Gracias por acabar con Numoní ―dijo serio―. Significó mucho para
mí cuando Laranar me explicó cómo habías conseguido matarla. Fui un
necio al dudar de ti.
Lo miré, sorprendida, luego sonreí.
―No eras el único ―contesté―. Solo espero que cuando esta guerra
acabe seas capaz de enamorarte de nuevo. Esther me ha explicado que
bailó contigo en el baile de primavera.
―Solo bailamos, nada más ―respondió rápidamente―. Fue una forma
para que mis amigos me dejaran en paz. Y ella se ofreció, asegurándome
que no pretendía otra cosa que disfrutar de la fiesta. Ya tiene pareja.
―Lo sé.
Bajó la vista al suelo y soltó a Trueno.
―Buen viaje ―me deseó―. Cuídate.
Llegué junto a Dacio, Alegra, Alan y Esther, ya reunidos. Laranar llegó
un minuto después montando a Bianca ―una yegua de un color tan blanco
como la nieve―. Akila le seguía diligentemente.
―¿Preparados? ―Nos preguntó y todos asentimos―. Esta vez no nos
ocultaremos, Ayla ya sabe dominar los elementos así que se lo pondremos
fácil a cualquier ser que tenga una esquirla para que nos localice.
Cuando las puertas de Sorania se cerraron a nuestras espaldas sentí un
escalofrío. Miré la muralla que protegía parte de la ciudad, pensativa. Un
mal presentimiento me indicaba que no volvería a ver aquella hermosa
ciudad nunca más.
―Adiós, ―susurré.
―No, hasta pronto, ―corrigió Laranar.
Le miré.
>>Volverás algún día.
―¡Vamos chicos! ¡No os quedéis atrás! ―Nos apremió Dacio desde la
distancia.
Espoleamos nuestras monturas para alcanzar al grupo.
La misión acababa de comenzar.
Verdadera identidad
Duelo
El valle de Mengara
Alguien pasó un paño húmedo por mi frente y al abrir los ojos vi a una
chica de mi misma edad atendiendo mis heridas. Se detuvo en su labor y
me miró. Su expresión era triste, seria, sin un ápice de vida. Tenía el
cabello castaño y los ojos marrones, de rostro fino y constitución delgada,
o quizá desnutrida por el sitio en que nos encontrábamos.
―¿Cuánto llevo durmiendo? ―Le pregunté.
No me respondió, cogió la palangana que al parecer había utilizado para
limpiar mis heridas y se encaminó a la mesa carcomida. Me incorporé en
la cama, sentándome a duras penas. Mis heridas estaban cicatrizando, pero
por brazos y piernas unos enormes moratones afloraban tan negros como
la noche. Tenía un brazo y un tobillo vendados. Quizá los tuviera rotos, me
dolían bastante. Me toqué el rostro, palpando mis ojos, los noté
inflamados, uno de ellos casi no lo podía ni abrir.
Ese simple gesto, de alzar una mano, hizo que me diera cuenta de que
varias costillas también las debía de tener rotas, pues un dolor agudo hizo
que se me cortara el aire, tardando unos segundos en poder respirar con
normalidad, y sintiendo un reflejo constante de dolor con el ritmo normal
de mi respiración.
Mis ropas habían sido sustituidas por una simple camisa dos tallas más
grande de la que necesitaba y unos desahogados pantalones sujetos por un
grueso cordón. Eran unos ropajes viejos, pero por lo menos estaban
limpios.
―¿Cómo te llamas? ―Intenté de nuevo, pero se limitó a tirar el agua
de la palangana, teñida de rojo, por la ventana. Luego volvió a la mesa y
empezó a enrollar unas vendas como alma en pena.
Si la tristeza tuviera rostro sería el de esa chica, pues un aura de pena la
cubría y parecía absorta en su trabajo, haciendo las labores por mecánica,
no siendo consciente realmente de sus pasos.
―Yo me llamo Ayla ―me presenté, intentando ser paciente―. Soy la
elegida.
No cambió, continuó doblando vendas como si le importara bien poco
quién era.
―La condesa no te responderá ―dijo otra voz y al dirigir mi atención a
la puerta de la habitación vi a una anciana con una bandeja de comida en
sus manos. Automáticamente mi estómago rugió, no recordaba la última
vez que comí―. Me llamo Fanny ―se presentó la mujer mientras se
aproximaba a mí.
Noté que el acento de la mujer al hablar me era desconocido, parecía
francesa, pero hablaba el idioma común de Oyrun ―el Lantin― con
soltura.
Cogí la bandeja que me ofreció e intenté sentarme lo mejor que pude en
la cama, pero las heridas me dolían a rabiar. La anciana me ayudó con
unos cojines colocándolos detrás de mi espalda para que estuviera más
cómoda.
―¿Ella es la condesa de Tarmona? ―Quise cerciorarme―. Creí que
toda la familia había muerto.
Fanny negó con la cabeza. Era una mujer arrugada y cansada, bajita y
delgada.
―Condesa, ¿por qué no saluda a la elegida? ―Intentó Fanny, pero la
chica la ignoró―. Perdónala ―me pidió―. Urso mató a su marido delante
de ella y sacrificó a su hijo recién nacido delante de todo el pueblo, desde
entonces no dice una palabra.
Miré a la chica de nuevo, con un extraño sentimiento de culpa al
sentirme responsable de alguna manera por ser la elegida y no haber
podido evitarlo.
―Lo siento, lo siento mucho ―dije, sin saber qué más decir, pero fue
como si hablara con una pared. La condesa estaba y no estaba, era un
cuerpo en movimiento sin una pizca de vida.
―Puedes llamarla condesa o Gwen, que es su nombre. De cualquier
manera no te hará caso ―manifestó Fanny―. En fin, ―suspiró
―lamento que estés en Tarmona, pero de todas formas bienvenida.
―Gracias, creo.
Volví mi vista a la bandeja de comida y vi que solo me sirvieron un
plato de sopa aguado, un mendrugo de pan y una manzana.
―Las raciones de comida como verás son muy pequeñas y has tenido
suerte porque te encuentras enferma, sino no tendrías ni la manzana. ―Me
explicó Fanny sentándose en el lateral de mi cama.
Suspiré.
Pese a que la sopa apenas tenía sabor y el mendrugo de pan estaba más
duro que una piedra, me comí todo sin rechistar.
―¿Cuánto llevo inconsciente? ―Le pregunté en cuanto terminé de
comer.
―Dos días ―respondió―. Te he alimentado a base de agua, miel y un
poco de yogur que parecías tomar bastante bien, pero debes descansar más.
Tienes un esguince en la muñeca izquierda y el pie derecho, junto con
varias costillas, más los moratones y heridas superficiales que, por
supuesto, te habrás dado cuenta de que tienes por todo el cuerpo. Te
arrearon bien.
La condesa se aproximó, cogió la bandeja de comida y se marchó de la
habitación sin decir palabra.
Fanny se alzó, ayudándome a tender de nuevo en la cama.
―No quiero ofenderla, pero creí que Urso mataba a los ancianos por no
ser útiles para trabajar, ¿qué edad tiene usted? ―Pregunté, una vez me
estiré.
Fanny sonrió, y me mostró una boca casi sin dientes.
―Sesenta ―respondió.
Sí que está estropeada, pensé.
Daba la sensación que tenía ochenta.
>>Urso me mantiene con vida porque soy de las pocas curanderas que
quedan vivas en Tarmona. La condesa y yo trabajamos en el hospital, es
mejor que las minas, pero igual de desagradable. En cuanto estés
recuperada vendrás a trabajar con nosotras, el mago oscuro no quiere que
mueras en uno de esos derrumbes que suceden cada día y que mata a más
de un esclavo. Dime, ¿sabes algo de medicina?
―Poca cosa ―respondí con sinceridad―. Pero he visto coser heridas y
sé cómo tratar según que enfermedades aunque nunca lo haya hecho.
―Eso es mejor que nada ―respondió―. Aprenderás con la marcha. Yo
te enseñaré. Ahora descansa y aprovecha esta habitación tan cómoda
porque luego compartirás cabaña con treinta esclavas más.
Di un rápido vistazo a mi estancia, si aquello era una buena habitación
yo era una elfa. Solo disponía de una pequeña ventana, la cama maltrecha
donde estaba estirada y la mesa de madera carcomida junto con una silla.
Aparte de eso no había nada más, ni un cuadro o un armario, nada. Y todo
estaba en muy mal estado. Temí cómo sería mi nueva estancia en el futuro,
pero me limité a asentir y cerrar los ojos para soñar de nuevo con un suelo
lleno de baldosas deterioradas por el tiempo.
LARANAR
Ejércitos de Oyrun
El sacrificio
Oscuridad y estrellas
Los heridos causados por el rayo que lanzó Urso durante el sacrificio,
dejó sin camillas a los enfermos. Muchos fueron atendidos en los suelos
del hospital y no pocos en las propias cabañas de los esclavos. Apenas
dormimos durante tres días curando quemaduras sin parar, hidratándoles o
administrando brebajes que les calmaran levemente el dolor de sus
cuerpos. Pero pese a nuestros esfuerzos muchos murieron durante las
primeras horas y días posteriores al sacrificio.
Fue horrible, simplemente horrible.
Fanny, Gwen y yo no dábamos abasto, tal era la situación que incluso
los orcos dejaron que varias esclavas se nos unieran al grupo de diez que
formábamos en el hospital. Una niña llamada Laura fue sacada de las
minas por petición expresa de Fanny. Al parecer fue paciente meses antes
que llegara yo a Tarmona y según me explicó la anciana, pese a contar con
tan solo ocho años era despierta y espabilada, perfecta para ayudarnos en
aquellas labores.
La pequeña se acercó a mí desde el primer día, no supe si porque sentía
admiración al ser yo la elegida o simplemente le caí bien. Quizá un poco
de ambas cosas.
Laura presentaba la misma delgadez extrema que el resto de habitantes.
Era morena y de ojos marrones hundidos en sus cuencas. Apenas sonreía,
pero era parlanchina y siempre me ayudaba a preparar los ungüentos que
aplicábamos a los pacientes quemados, una crema nutritiva hecha a base
de plantas que hacía verdaderos milagros. La receta era propia de Fanny,
pasada de madre a hija de generación en generación.
―¡Ojalá pudiera ser tu ayudanta siempre! ―Comentaba mientras
preparábamos el ungüento de Fanny―. ¡Y ojalá me dejaran fija en el
hospital!
Tenía la manía de siempre decir la expresión: ¡Ojalá!
―Intentaré que te quedes ―le respondí―. Siempre se necesita ayuda
en el hospital.
―¡Ojalá! No sabes lo que es trabajar en las minas ―dijo―. Estoy
cansada de picar piedra. Aunque echo de menos a mi padre. ¡Ojalá él
pudiera estar aquí también!
―¿Y tu madre?
Negó con la cabeza.
―Murió en uno de los derrumbes hace unos meses. Estaba conmigo,
me cubrió con su cuerpo y por eso salvé la vida, aunque me rompí una
pierna. Fue cuando vine al hospital por primera vez y conocí a Fanny.
―Lo siento.
Se encogió de hombros.
―Ahora ya está, pero la echo de menos ―sus ojos brillaron, aunque
rápidamente se pasó una mano por los ojos.
―Yo perdí a mis padres cuando tenía diez años ―le expliqué y me
miró a los ojos―. Siempre se les echa en falta, pero con el tiempo verás
que el dolor se suaviza.
―¿Cómo murieron? ―Quiso saber.
―Toda la vida creí que fue a causa de un accidente de coche ―dije―.
Para que lo comprendas, fue como si hubieran viajado en un carromato
tirado por caballos y se les volcara encima ―especifiqué―. Pero en
realidad, hace poco más de un año, supe que fue un hechizo de Danlos
lanzado desde Oyrun a la Tierra para intentar matarme mucho antes que
poseyera el colgante de los cuatro elementos.
―Y fallé ―dijo una voz justo detrás de nosotras dos.
Al volvernos vimos que el mismísimo Danlos se encontraba a nuestro
lado. Su habilidad de trasladarse en un segundo a cualquier parte te pillaba
desprevenida y, en aquella ocasión, emití un pequeño gritito del susto que
complació al mago oscuro. Automáticamente me adelanté un paso
cubriendo a Laura a mi espalda. La niña agarró mi vestido y miró al mago
con miedo, temblando.
―Danlos ―dije, y la voz me tembló al pronunciar su nombre.
―Elegida ―mencionó―. Veo que Urso te ha vuelto a asignar el
hospital.
―Así es ―afirmé con miedo―. Aquí me necesitan.
―Ese morado que tienes en el pómulo y el ojo izquierdo, ¿quién te lo
ha hecho? ―Quiso saber.
―Un hombre que intentó violarme ―respondí llevándome una mano a
la mejilla y Danlos frunció el ceño.
―¿Le reconocerías si lo volvieras a ver? ―Preguntó serio.
―Está muerto ―respondí―. Lo maté antes que pudiera hacerme más
daño.
Me miró con otros ojos entonces.
―Vaya, me has sorprendido ―dijo―. Pero eres la elegida, supongo
que sabes enseñar los dientes cuando toca.
―Por supuesto, ¿no he matado ya a cuatro de tus compañeros?
―Respondí con altivez.
Aquello le hizo gracia y empezó a reír.
―Buena respuesta ―asintió con la cabeza―. Pero dudo que puedas
con ninguno más. Ya no tienes el colgante.
Danlos dirigió su atención a Laura y ésta se escondió aún más.
―Lárgate ―le dijo el mago oscuro a la pequeña―. Ahora.
Laura me miró y yo le hice un gesto para que corriera. Desapareció de
la sala de curas, donde preparábamos las medicinas y ungüentos, como un
rayo.
Me volví a Danlos, quedándome sola con él.
―Siempre tan amable ―dije con sarcasmo―. Podrías ser un poco más
considerado con los niños.
―¿Por qué?
―Porque son niños, son pequeños.
―Algún día serán adultos ―respondió de forma indiferente―. Mejor
que aprendan a respetarme desde el principio.
―Tener miedo, no es tener respeto ―rebatí.
―Llámalo como quieras.
―¿Así tratarás a tu hijo?
Entrecerró los ojos.
―Probablemente, deberá hacerse fuerte. No habrá tiempo para mimos
ni carantoñas en cuanto nazca y empiece a andar.
―Te equivocas con eso ―insistí, negando con la cabeza―. Tú eres
fuerte, ¿verdad?
Sonrió, como si le hiciera gracia esa pregunta.
―¿Acaso lo dudas?
―No ―respondí―. Y a eso me refiero. Si alguien como tú, que fue
criado de niño con amor y ha llegado a ser extraordinariamente fuerte.
¿Por qué tu hijo no debería ser igual? Los niños que crecen con miedo se
vuelven débiles, inseguros, no fuertes. Claro que entonces… ―Danlos me
escuchaba serio―, si sale igual a ti… ―Apretó los puños, lo percibí sin
tener que desviar la vista de sus ojos, ―te matará algún día. Como tú
hiciste con tus padres y tu hermana.
Sus ojos se volvieron rojos en una fracción de segundo.
―¡Eso nunca ocurrirá! ―Gritó y me dio una bofetada en la cara, tan
fuerte, que me tiró al suelo―. ¿Quién crees que eres para suponer cosas
así? ―Avanzó un paso y yo quedé acorralada entre la mesa donde
preparaba los ungüentos y el mago oscuro―. ¡No sabes nada!
Le miré aterrada, me había excedido hablándole de aquella manera. No
obstante, continué:
―Sabes que lo que digo es cierto. Dacio me contó que tus padres te
criaron con amor y tú les traicionaste.
―¡Calla! ―Hizo una serie de sellos mágicos y algo parecido a un rayo
cayó encima de mí, me retorcí en el suelo, notando una corriente eléctrica
recorrer todo mi cuerpo.
No quemó mi piel, pero me dejó un dolor punzante, engarrotando mis
músculos sin poderme mover.
Danlos me miró con sus ojos rojos, altivo. Yo le devolví la mirada,
comprendiendo que tocar el tema de su familia era su punto débil.
―Sientes remordimientos ―pensé en voz alta, sorprendida por aquella
revelación.
Danlos me lanzó otro rayo más fuerte que el primero. Hizo que gimiera
de dolor, que gritara mientras duraba la corriente eléctrica.
―Deberías decírselo a Dacio ―dije cuando paró el ataque, mirándole
desde el suelo. Me la estaba jugando, pero aquel asesino se merecía que
alguien tuviera el valor de decirle las cosas a la cara, sin pelos en la
lengua―. Le gustará saber que querías a tus padres y te arrepientes de
haberles matado.
Unas descargas eléctricas no me impedirían ver al más poderoso de los
magos afectado por un pasado que al parecer le atormentaba.
―¿Para qué iba a decirle una cosa que no es verdad? ―Se defendió, se
le enrojecieron tanto los ojos que por un momento temí que le fueran a
arder de verdad.
Logré sentarme en el suelo, apoyando mi espalda en la mesa de trabajo.
Le miré a los ojos, sonreí y respondí:
―Para darle la satisfacción de saber que no duermes bien por las
noches.
Aquello le superó, acababa de dar en el blanco, de meter el dedo en la
llaga. Me cogió por los pelos y me arrastró fuera de la sala donde se
encontraban los pacientes. Pero lejos de importarle que cien pares de ojos
nos vieran, exclamaran gritos de miedo o simplemente quedaran
petrificados al verle, continuó arrastrándome por el cabello sacándome del
hospital y llevándome dirección al castillo.
Siempre fui una insensata actuando sin pensar en las consecuencias. Y
al ver que me llevaba fuera del hospital literalmente a rastras, temí lo peor
y maldije lo bocazas que era. Pensé que como castigo a mi osadía recibiría
otra descarga eléctrica dejándome inconsciente. Así que al comprender
que algo peor me tenía reservado desesperé, e intenté resistirme
vanamente a ir con él.
―Te arrepentirás de tus palabras ―dijo mientras estiraba con firmeza
de mi pelo―. He intentado ser amable contigo y no sé por qué, pero has
agotado mi paciencia y lo vas a pagar caro.
En cuanto llegamos a la entrada del castillo se detuvo, me cogió de la
barbilla y me obligó a mirar al cielo, al sol.
―Míralo bien, porque vas a tardar mucho tiempo en volver a ver la luz
del día.
Dicho esto me arrastró hacia el interior del castillo, hacia las
mazmorras.
―¡¿A las mazmorras?! ¡No! ¡No! ¡Por favor! ―Supliqué.
Danlos sonrió al verme aterrada por el camino que cogimos.
Sí, era la elegida y supliqué. Siempre pensé que nunca fui la mejor
candidata al cargo de heroína, así que tampoco lo tuve en cuenta cuando el
mago oscuro estaba dispuesto a llevarme al que decían el peor lugar de
todo Tarmona. Nadie salía con vida de ellas y muchos morían después de
largas e interminables horas de tortura.
Llegamos a un pasillo ancho y poco iluminado. La luz tenue de las
antorchas no disimulaba la mierda acumulada en los laterales de las
paredes. Olía a inmundicia humana, a desechos de comida y restos
humanos. Me vino una arcada al inhalar aquel tufo, pero controlé mi
estómago lo mejor que pude.
Seguimos un innumerable número de puertas cerradas a cal y canto,
todas ellas hechas de hierro macizo. Del interior de aquellas celdas podían
escucharse gemidos y lamentos.
Se me pusieron los pelos de punta.
―Hemos llegado ―dijo Danlos, deteniéndose en una puerta que se
encontraba abierta. Apenas distinguí un reducto de espacio―. Tu nuevo
hogar. Disfrútalo.
De un empujón me metió dentro, cerró la puerta tras de mí y me quedé
completamente a oscuras sin poder ver absolutamente nada. Empecé a
palpar las paredes, era un lugar húmedo en el que apenas podía dar un paso
que topaba con una pared. Empezó a faltarme el aire y quise gritar
pidiendo que me sacaran de allí, pero sabía que iba a ser tan absurdo como
pedir que me dejaran libre. Lloré, asustada, maldiciendo el no ser capaz de
estarme calladita. Golpeé la puerta con rabia. Todo era negro, sin un ápice
de luz. Me agobié aún más y en un ataque de pánico que no supe controlar
la mente se me nubló y caí inconsciente al suelo.
Cuando desperté todo continuaba igual, metida en un agujero oscuro,
húmedo y completamente sola.
Un tiempo después, no supe exactamente cuánto, una rendija inferior de
la puerta de mi celda se alzó y la mano de un orco asomó al interior
empujando una bandeja de comida. La trampilla se bajó seguidamente y la
oscuridad volvió.
Danlos me advirtió de que jamás le desafiara ni le atacara como hice
con Urso y ahora pagaba las consecuencias de mi acto estúpido que me
llevaría a la muerte.
Las horas pasaban lentas y solo tenía noción del tiempo gracias a que
contaba las comidas que me servían ―una ración muy pobre que consistía
en un mendrugo de pan seco y un bol de arroz que parecía una pasta―.
Cada día hacía una marca en la pared con una piedra que encontré tirada
por mi celda. Pasaba los dedos por encima de las líneas y así podía contar
los días de mi cautiverio: cinco, diez, quince…
El día número veinte Danlos me hizo una visita.
―Solo quería compartir la feliz noticia contigo… ―Le miraba
intentando enfocar su silueta de pie en la entrada de mi celda, pero la luz
de las antorchas que días atrás me pareció insignificante, se alzaron en ese
momento como si de focos se trataran ― …he sido padre de un hermoso
varón al que he llamado Danter.
―Pues compadezco al niño con los padres que le ha tocado tener
―respondí.
Cerró la puerta de la celda sin responder y la oscuridad regresó para
quedarse de forma definitiva.
Cada día me obligaba a mí misma a ponerme en pie y andar los dos
pasos que me permitía mi pequeña y diminuta celda, no quería quedarme
atrofiada por falta de espacio y aunque mis ejercicios eran ridículos por lo
menos evitaba que me quedara encogida durante todo el día. El día número
treinta me desperté chillando de una pesadilla y, sin saber por qué motivo,
cuando me di cuenta, no paré, continué chillando, dando golpes contra la
pared, rabiosa, llorando desesperada por querer salir de aquel lugar. Luego
me tranquilicé y volví a dormir. De vez en cuando me daban ataques de ese
estilo, empezaba a chillar, luego lloraba y por último dormía.
Las pesadillas me perseguían, soñé con el hombre al que maté; soñé
con los sacrificios de Urso, en ocasiones de espectadora, otras siendo su
víctima; soñé que tanto Danlos como Urso me daban palizas; que orcos
entraban en mi celda y me castigaban dándome con el látigo. Muy de tanto
en tanto, la oscuridad me daba un respiro y mi mente me trasladaba al lado
de Laranar donde podía abrazarle. Pero esos bonitos sueños eran escasos y
apenas duraban un suspiro.
Cuando no dormía me dedicaba a contar las baldosas que tenía el suelo
de mi celda con el tacto de mis manos, era una distracción. Otras
ocasiones, cantaba canciones que me inventaba, gritando y desafinando, en
todas ellas acababa chillando desesperada o llorando a moco tendido.
―Doce, trece, catorce… Veinte, treinta, cuarenta… y ¡cincuenta!
―Conté―. ¡Cincuenta días metida en este agujero! ―Grité―. ¡¿Laranar
dónde estás?! ¡¿Por qué no vienes a rescatarme?! ¡Juraste que no me
abandonarías!
Entré en la locura, sí. Y hablaba con las baldosas de las paredes
explicándoles como era mi mundo, que haría cuando Laranar viniera a
rescatarme o simplemente les pedía unas salchichas o un abrigo con el que
poder protegerme del frío. Estaba completamente ida.
Empecé a dibujar estrellas en las paredes de mi celda con la piedra que
marcaba los días que llevaba encerrada. Luego dibujé la luna llena y
dentro escribí el nombre de Laranar y el mío; juntos bajo un mismo cielo
estrellado. No obstante, no podía ver mi gran obra de arte, solo
imaginármela, pues todo lo que hacía, lo hacía a tientas. La oscuridad
seguía acompañándome, pero yo deslizaba mis dedos por mis dibujos y
repasaba sus líneas una y otra vez con la piedra, imaginándome el
resultado en mi mente. Aquello me distraía durante horas, se convirtió en
una labor obsesiva hasta emplear todo mi tiempo en repasar y repasar mis
dibujos, para que quedaran bien definidos.
Les puse nombre a todas las estrellas, una se llamaba Dacio, otra
Alegra, Chovi, Esther, Alan, Aarón… Cada día besaba el nombre de
Laranar suplicándole en susurros que no tardara en venir a rescatarme.
Pero los días continuaban en aquella oscuridad hasta que un día me corté
con la piedra que reseguía el dibujo de la estrella de Aarón.
Acaricié el borde afilado del artilugio que consideraba mi pincel.
Nunca soltaba aquella piedra, era mía, temía perderla pese al espacio
reducido donde me tenían cautiva.
―Piedrecitaaa ―le hablé―. Me has hecho daño, ¿por qué?
Me chupé el dedo y noté el sabor de la sangre. La piedra no me
contestó.
―No vendrá a rescatarme, ¿verdad? ―Le insistí―. ¡¿Por qué no me
hablas?! ¡Eres mi única amiga!
Abracé la piedra con ambas manos llevándomela al pecho y lloré.
Luego volví a palpar el borde afilado de mi amiga y que me había hecho
sangre en un dedo.
―Estoy sola, ¿verdad?
Encaré el borde afilado en mi muñeca izquierda dispuesta a acabar con
todo, dispuesta a morir, ya no aguantaba más aquella oscuridad, aquella
soledad. Me concentré, respiré hondo un par de veces y, cuando iba a
deslizar el filo de la piedra por mi piel, se abrió la rendija por donde
pasaban la comida. Miré como un bol de arroz y un mendrugo de pan era
llevado al interior de mi celda por la mano de un orco, pero en aquella
ocasión, en vez de cerrar la trampilla de inmediato algo ocurrió que se
quedó encallada unos breves segundos, los justos para poder contemplar
mi cielo estrellado. Vi los nombres de mis amigos por primera vez, las
estrellas que cubrían toda la pared de mi celda, la luna llena con el nombre
de Laranar y el mío, juntos.
Me levanté del suelo y acaricié cada nombre pudiendo ver débilmente
gracias a la luz de la rendija.
Besé el nombre de Laranar, y, entonces, volvió la oscuridad.
―No estoy sola ―me dije a mí misma―. Vendrán a rescatarme. No me
abandonarán.
Solté la piedra y cayó al suelo haciendo un ruido seco.
Pasaron más días, más semanas, y poco a poco me sentí cada vez más
débil. Empecé a temblar de frío. Ya no tenía fuerzas ni ganas para chillar
sin ningún motivo. Dejé de intentar levantarme del suelo y me hice un
ovillo abrazando mis piernas. No tenía fuerzas para nada, ni tan siquiera
para acariciar mis estrellas, hablarles o contarles las cosas que haría
cuando saliese de allí. Lloré y lloré, al principio solo pensaba en Laranar y
cuánto faltaría para que me rescatara, luego, simplemente, dejé de pensar.
Mi mente se quedó vacía y solo los tembleques y la tos me indicaban que
seguía viva.
En ese estado no pasé demasiado tiempo, que Danlos regresó.
―Sacadla de aquí ―ordenó a alguien―. Llevadla a una habitación y
que traten la fiebre que tiene.
¿Matarte o dejarte vivir?
Danlos miró a Urso con ojos rojos sin soltar el brazo del mago loco.
Los dos orcos retrocedieron inmediatamente y yo me incorporé a duras
penas sentada en el suelo. Me llevé una mano a la boca y la nariz, notando
como la sangre caliente caía por mis heridas, y un dolor agudo cubría mi
rostro.
―Te advertí de que si la tocabas te partiría las piernas ―habló Danlos
sin disminuir su fuerza empleada sobre el mago loco―. ¿Acaso no me
escuchaste?
―Bue… bueno… ―Empezó a tartamudear Urso, nervioso, volviéndose
rojo por momentos, sudando, y arrodillado ante Danlos por la fuerza que
ejercía sobre él. Estaba a punto de partirle el brazo. ―Un gran ejército
viene hacia Tarmona para rescatar a la elegida. Creí que…
―¡Tú, no crees nada! ―Sentenció Danlos.
Los dos orcos cayeron desplomados en el suelo en ese momento con sus
cabezas vueltas del revés y un crujido aún resonando por la habitación.
Acto seguido el mago oscuro obligó a Urso a alzarse, y sin ningún
miramiento lo condujo fuera de la habitación perdiendo a ambos de vista.
Fanny y Laura corrieron de inmediato a mí para atenderme. Pero no
pasaron ni dos segundos que escuchamos otros dos terribles crujidos y un
aullido de dolor que nos heló la sangre a las tres. Luego Danlos regresó y
desde la puerta nos observó pasándose una mano por su pelo alborotado.
―Urso ya ha recibido su castigo ―escuchábamos al mago loco aún
gemir en el pasillo, maldiciendo―. Creo que será suficiente para
mantenerlo a raya, pero por si acaso, voy a asignarte un guardaespaldas
que estoy convencido que dará su vida por protegerte sin necesidad de
ordenárselo.
―¿Quién? ―Pregunté notando como la cabeza me daba vueltas,
aturdida.
―Un Domador del Fuego.
EDMUND
El pequeño amo
Guardaespaldas
―Molestas más que ayudas ―me acusó una anciana que vino a hacerle
el relevo a Gwen―. Podrías colaborar un poco, así nosotras podríamos
pasar más horas en el hospital, donde también nos necesitan.
―Oiga, no me sermoneé ―dije enfadado―. Debo asegurarme que lo
que toma no está envenenado ―volví a tender la infusión de hierbas que
debía tomar la elegida―. Adelante.
―Alegra nunca me contó que fueras tan testarudo ―dijo Ayla,
llevándose la infusión a los labios.
Fruncí el ceño y Ayla puso cara de disgusto al tomar la infusión
amarga.
―Si tuviéramos azúcar podría hacer más agradable el sabor ―se
disculpó la anciana.
―No te preocupes Fanny ―le devolvió el vaso ya vacío―. Solo espero
que pronto me recupere.
―Aún queda bastante para eso, podrías tener incluso una recaída.
―Eso, usted anímela ―dije con sarcasmo.
―¿Tenemos noticias del ejército que viene a liberarnos? ―Le preguntó
a Fanny y sentí un escalofrío.
―No, pero confiamos en que no tarden en llegar.
―Sí, pronto seremos libres.
Tuve que dirigirme a la ventana para ocultar mi rostro lívido. El
pensamiento que cuando el ejército llegara matarían a la elegida
irremediablemente me comía por dentro. Pero más angustioso me
resultaba escucharla hablar con la esperanza que pronto sería rescatada.
Poco se imaginaba que la libertad que tanto ansiaba llegaría a ella por el
camino de la muerte.
Laura volvió a presentarse por la noche para hacerle el relevo a Fanny.
―Toma ―la elegida ofreció a la niña un mendrugo de pan, parte de las
verduras cocidas que tenía para cenar y una manzana―. Y esto para el
hospital. ―Miré boquiabierto la cantidad de comida que regalaba a la
esclava, al final solo le quedó un cuenco de sopa para ella.
―Un momento ―interrumpí―. Es tu comida.
―Puedo compartirla ―dijo Ayla.
―¿Pero estás tonta? ―Dije enfadado―. ¿Acaso no te has visto en un
espejo? ―Pregunté mirando por toda la habitación y vi que teníamos uno
de cuerpo entero de cara a la esquina de una pared. Alguien lo colocó de
aquella manera para ocultar su imagen a la elegida. Quizá para protegerla
de su visión maltrecha, no era agradable ver cómo se encontraba, daba
lástima, pero viendo lo que hacía mejor era mostrarle la verdad.
―Solo es un poco de comida ―insistió.
―No ―dije negando con la cabeza y miré a Laura―. Y tú, no te
aproveches de ella, devuélvele la manzana, la necesita para coger fuerzas.
Laura obedeció de inmediato.
―Laura, no ―se negó la elegida―. Cómetela tú, debes crecer y estás
muy delgada.
―¡¿Delgada?! ―Exasperé―. ¡¿Y tú cómo estás?!
De dos zancadas me planté en el lado derecho de su cama y le retiré las
sábanas.
―Levanta ―ordené―. Debes ver cómo estás en realidad.
―Pero…
―¡He dicho que te levantes! ―Alcé la voz.
Al ver que no se movía la cogí de un brazo, obligándola a salir de la
cama. No me costó, pesaba tan poco que apenas hice un mínimo esfuerzo
por alzarla. Pasé un brazo por su cintura y la ayudé a andar.
―Apóyate aquí ―le pedí, refiriéndome al tocador de la habitación.
Me hizo caso, estaba que ni se podía poner en pie por si sola.
Acerqué el espejo de cuerpo entero y lo encaré a ella. Automáticamente
abrió mucho los ojos, viendo por primera vez la realidad de su estado.
>>¿Entiendes lo que quiero decir?
Se llevó una mano al rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas. Perdió
sus fuerzas y rápidamente la cogí en brazos devolviéndola a la cama.
>>Debes comer toda la comida que te traigan, ¿entiendes?
Asintió, mientras la tapaba.
―Es la imagen que me mostró Valdemar sobre mi futuro oscuro
―sollozó.
A partir de aquella noche, la elegida empezó a comer todo lo que le
traían las esclavas que cuidaban de ella. Pero algo cambió en su actitud, la
vi más triste, deprimida, y se miraba las cicatrices que presentaba por los
brazos, acariciándolas, y llorando en ocasiones.
Un plan
Liberar Tarmona
Engaño
Títere
Llegamos tarde
Un dolor insoportable
Extraños sueños
Esconderse
―¡Ayla! ¡Ayla!
Desperté gritando, todo estaba oscuro, no veía nada y quise levantarme
de mi cama muerta de miedo, pero alguien me sujetó por los hombros.
―Estás a salvo, estás a salvo ―esa voz era de Edmund―. Nadie te
hará daño.
―Está todo oscuro ―dije temblando―. ¡Todo está oscuro!
―Tranquila ―me abrazó y yo le abracé a él―. Mira, la luz de la luna
entra por la ventana. Hay luz.
Miré la ventana, era tan débil la luz que nos traía la luna que apenas
iluminaba nada.
―Odio la oscuridad ―dije llorando, aún abrazados―. Es como estar en
la celda donde me encerró Danlos.
―No he encendido ningún fuego porque hace calor, pero si quieres
enciendo uno.
―Sí, por favor.
En cuanto un pequeño fuego iluminó nuestra habitación, me tranquilicé.
―Toma ―Edmund aprovechó en prepararme una infusión y la bebí
notando el sabor amargo de mi medicina―. ¿Estás mejor?
―Sí, gracias.
Puso una mano en mi frente y suspiró.
―Sigues teniendo fiebre ―dijo―. Deberías acostarte.
―Me da miedo dormir, siempre tengo pesadillas.
―Pero dormir te ayudará a reponerte.
―Tengo hambre ―dije―. ¿Has logrado cazar? ¿Cuánto hace que has
vuelto?
―Regresé hace tres horas ―respondió―. Justo antes que cerraran la
última puerta de la ciudad. Y sí, he podido cazar, pero no demasiado. Dos
perdices, un conejo y un zorro.
―¿Un zorro?
―Sí, lo encontré por casualidad, estaba acechando el conejo que
también he cazado.
Me señaló la mesa de la habitación y vi a los animales tendidos sobre
ella.
―Me alegro de que lo hayas conseguido ―dije―. Mañana los
venderás e intentarás cazar más.
Asintió.
Dos noches después tuvimos que abandonar el hostal y prepararnos para
robar un caballo. No obstante, viendo que no tenía las fuerzas suficientes
para llevar a cabo semejante aventura, Edmund insistió en que saliera de la
ciudad y me escondiera en un bosque que se encontraba a apenas dos
kilómetros de la pequeña localidad mientras él hacía el trabajo sucio, por
decirlo de alguna manera. Así que, durante una hora aproximadamente o
quizá más, me mordí las uñas, nerviosa, cuando nunca antes lo había
hecho, esperándolo.
Los minutos pasaron lentos y cualquier ruido del bosque me asustaba.
Abracé la mochila donde guardamos las provisiones que compramos
después de vender las piezas de caza. La piel de zorro nos dio más dinero
del esperado y pude comprarme unas botas decentes para el camino que
nos quedaba por delante.
Al mirar las estrellas y la luna, me sentí apenada y culpable. Ya no
sentía la proximidad de Laranar y supe que se debía a la probabilidad que
él pensara que estaba muerta. Le pedí perdón, llorando, era consciente del
daño que le hacía al no ir en su busca o conseguir que de alguna manera
supiera que me encontraba viva. Ansiaba y temía el momento que tarde o
temprano nos reencontráramos, había hecho tantas cosas de las que
avergonzarme, tantas que no quería que él se enterara.
―¡No soy la chica que creías que era! ―Le hablé mirando la luna―.
He matado a un hombre, he dejado que una inocente fuera sacrificada en
mi lugar, he maldecido ser la elegida, estoy dispuesta a robar sin
pestañear, estoy dispuesta a todo porque no me encontréis. Perdóname,
Laranar, pero solo quiero esconderme. Y no sé si algún día estaré
preparada para ir a buscarte, tendrás que encontrarme tú… si puedes.
Y seguí así durante unos minutos más, maldiciendo mi mala suerte,
odiando el cargo de elegida, hasta que el relincho de un caballo hizo que
volviera al presente y me alzara abrazando con más fuerza la mochila que
llevaba.
―¿Ayla? ―Dejé escapar el aire al escuchar a Edmund―. ¿Estás aquí?
Me descubrí yendo a su encuentro.
―Estoy aquí ―dije, andando en su dirección y lo encontré a diez
metros de distancia a lomos de un caballo blanco con calcetines grises―.
Bonito caballo.
―Y rápido ―respondió con una sonrisa dándole unas palmadas en el
lomo de forma cariñosa―. Lo robé justo antes que cerraran la última
puerta de la ciudad y salimos disparados como una flecha sin darles
tiempo a reaccionar.
―Me alegro, pero no nos confiemos ―dije―. Debemos distanciarnos
todo lo que podamos de Monarcal.
Me ofreció su mano y con su ayuda me monté a su espalda.
―Se llama Afortunado… ―Me presentó Edmund, le rodeé la cintura
con mis brazos y noté que se tensó, luego carraspeó la garganta―. Quizá
nos de suerte… ―dijo con un hilo de voz.
―¿Estás bien?
―Sí, sí ―respondió nervioso―. Vamos.
Le dio la orden a Afortunado de iniciar la marcha y, lentamente,
empezamos nuestro camino con la intención de alcanzar el lugar donde
empezó mi secuestro.
Encontrar
La celda
Diana
Un vacío mortal
Una silla voló por los aires hasta impactar en la espalda de un hombre.
Este cayó de rodillas en el suelo gimiendo de dolor para luego volverse a
alzar, rugiendo como un animal enloquecido. En otra parte, una jarra era
aplastada en la cabeza de un elfo dejándolo malherido. Al tiempo, el puño
de un gigante vino directo a mí, alcanzándome en la mejilla izquierda y
tirándome hacia atrás hasta perder el equilibrio y caer sobre una mesa.
Fue, entonces, cuando Raiben me sujetó por la espalda impidiendo que
pudiera devolverle el puñetazo a aquel matón de dos metros de alto.
―Laranar, ¡por Natur! ¡Contrólate! ―Gritó.
No le hice caso, le di un empujón y devolví el golpe a aquel que me
había atacado. Una vez, dos veces, tres veces… Dos hombres me sujetaron
inesperadamente por los brazos y me llevaron al suelo donde recibí un
aluvión de patadas.
Garthen vino de inmediato y apartó a uno de ellos pese a tener toda la
cara ensangrentada del jarrazo recibido. Raiben hizo lo propio con el
segundo, y yo me alcé como pude para continuar mi pelea con el matón.
Me abalancé sobre mi adversario y juntos nos revolcamos por el suelo
dándonos puñetazos y patadas al mismo tiempo. Finalmente, pude
colocarme encima de él, darle un buen golpe en las sienes y dejarle
aturdido lo suficiente como para machacar su dura cara sin encontrar
resistencia.
―¡Esto por lo que has dicho, cabrón! ―Le grité.
Le golpeé enfurecido. Alguien gritó que le iba a matar cuando, por
segunda vez, Raiben me cogió por la espalda intentando detenerme.
―¡Ya basta! ―Gritó.
No quería parar, aquel individuo debía pagar por lo que había dicho.
Tres elfos más me sujetaron retirándome de encima de mi víctima.
―¡Dejadme! ―Grité―. ¡Es una orden!
―Laranar, por favor, ¡para! ―Me gritó Langlith.
―Maldito elfo ―balbució mi adversario intentando incorporarse con la
cara hecha un mapa.
Saqué fuerzas de donde pude y con tres elfos que me retenían logré
abalanzarme de nuevo sobre el matón, cogerle de la solapa de su camisa,
alzar su cabeza para seguidamente aplastarla en el suelo.
El hombre emitió un gemido ahogado.
―¡Laranar! ―Gritaban mis amigos.
―¡Si no queréis que os mande a las fronteras un milenio, dejadme!
―Ordené.
Aquello les hizo aflojar la presión con que me sujetaban hasta quitar
sus manos de encima de mí.
Mi respiración era acelerada, notaba mi sangre hervir como puro fuego.
―Piedad ―me pidió el hombre.
―Retire lo que ha dicho ―dije casi en un rugido―. ¡Retírelo!
El grandullón tragó saliva y se puso a sollozar en medio de la taberna.
―La elegida fue alguien valiente y de honor, no una puta a la que me
hubiera tirado ―dijo llorando―. Era… era… una chica respetable, muy
capaz de vencer a los magos oscuros aunque fuese mujer… Por favor, no
me mate.
Apreté los dientes, agarrando con más fuerza el cuello de su camisa.
Aquel desgraciado estaba haciendo comentarios obscenos sobre Ayla
cuando llegamos a la taberna donde pretendíamos tomar tranquilamente
unas cervezas, y se burlaba que alguien como ella hubiera sido nombrada
la salvadora del mundo. La había culpado incluso de la desgracia de
Oyrun, como si la elegida fuera la causante de la guerra que ya perduraba
un milenio. Al escucharle, no me pude contener y me abalancé sobre ese
tipo. Sus amigos quisieron defenderle y mis compañeros me defendieron a
mí, empezando una pelea de taberna donde unos y otros luchamos a
puñetazo limpio.
Alcé una vez más mi puño, sus disculpas no eran suficientes.
―¡Tengo dos hijos! ―Gritó entonces, cerrando los ojos y me detuve―.
Por favor, no me mate.
―Laranar ―Raiben puso una mano en mi hombro―. Ya es suficiente.
Miré al matón y le solté de mala gana retirándome de encima de él.
Acto seguido abandoné la taberna echo una furia. Mis amigos vinieron
de inmediato detrás de mí.
―¡Dejadme! ―Grité agobiado―. ¡Dejadme, maldita sea! ―Empujé a
Langlith y se detuvo toda la tropa siguiendo solo mi camino.
Hubo un momento mientras caminaba a paso acelerado por las calles de
Tarmona, dirigiéndome al exterior de la ciudad, que tuve que detenerme en
un callejón y dar unos cuanto puñetazos más a una pared. Paré al cuarto
golpe, cuando sentí un rayo de dolor subirme por la mano derecha hasta el
brazo. Entonces me dejé caer al suelo y lloré.
―Si estuvieras viva me lo harías saber de alguna manera, ¿verdad?
―Pregunté entre sollozos―. No aguanto más, necesito estar a tu lado. Me
da igual la venganza, solo quiero estar contigo aunque eso signifique la
muerte.
Regresé al campamento de los elfos, agotado. Pero al llegar a mi tienda
me encontré una escena alarmante.
Akila se encontraba en posición de ataque, enseñando los dientes, lomo
erizado y gruñendo como una auténtica bestia. Diana estaba de pie en
medio de la estancia sin moverse, temerosa de hacer cualquier
movimiento que pudiera iniciar el ataque contra ella.
―¡Akila! ―Grité de inmediato―. ¡Detente!
El lobo hizo caso omiso, avanzó un paso más hacia Diana, gruñendo.
―Laranar ―me llamó Diana, muerta de miedo―. No sé que le ocurre,
no he hecho nada.
―Akila, quieto ―ordené acercándome al animal―. Quieto, es una
orden.
Me coloqué lentamente delante de Diana mientras el lobo no la perdía
de vista. Fue, en ese instante, cuando la cubrí con mi cuerpo que dejó de
gruñir, retirándose un paso.
―Vete ―ordené.
Dejó de estar en guardia, mirándome como si fuera yo el que actuara de
forma extraña. Le señalé la salida y repetí:
―Vete.
El lobo echó las orejas hacia atrás en un gesto sumiso, se dio la vuelta y
se marchó.
Suspiré aliviado, nunca lo vi de esa manera con una persona.
Diana se dejó caer de rodillas en el suelo.
―Creí que me mataba ―dijo temblando.
―¿Qué has hecho para que se comporte así? ―Quise saber.
―No hecho nada ―respondió mirándome a los ojos.
―Algo has tenido que hacer ―repuse―. Nunca se comporta de esta
manera.
Frunció el ceño, como si le ofendiera.
―No he hecho nada ―repitió―. Estaba tan tranquila en la tienda, iba a
acostarme ya cuando ese animal ha entrado y ha empezado a gruñirme sin
ningún motivo.
Al fijarme mejor en ella me percaté que llevaba un camisón de algodón
de color blanco, con muy poca tela con que cubrir su cuerpo.
Desvié de inmediato la vista de ella.
―¿Qué te ha ocurrido a ti? ―Me preguntó y la miré de refilón.
Diana se levantó e hizo que la mirara a los ojos, sus manos tocaron mi
rostro apaleado. Había ganado la pelea, pero también había recibido de lo
lindo.
―No es nada, una pequeña disputa ―respondí.
―Hay que curarte ―dijo y se retiró directa a la palangana de agua que
teníamos para asearnos.
La llenó con el agua de una jarra y se aproximó a mí, ya sentado en la
zona de los cojines. Todo el cuerpo me dolía.
―No es necesario, solo necesito descansar ―dije.
―Tonterías ―empezó a lavarme las heridas del rostro con
delicadeza―. ¿Cómo te has dejado machacar de esta manera?
Me encogí de hombros.
>>¿No has utilizado tu espada?
―Habría finalizado la pelea demasiado rápido, necesitaba desfogarme
y aquel tipo no iba armado.
Al mover la mano derecha noté una ráfaga de dolor que se intensificaba
por momentos. Diana lo notó y prestó atención a lo que me ocurría.
―La mano ―dijo sosteniéndola con delicadeza―. Parece que te la has
roto, se te está hinchando y amoratando.
Cogió unas vendas y empezó a vendarla.
>>La echas de menos, ¿verdad? ―Asentí―. Yo también echo de menos
a mi prometido.
Me miró a los ojos sin dejar de envolver mi mano.
―Lo más difícil es escuchar a la gente decir que puede continuar con
vida ―dije.
―Pueden ser muy pesados ―respondió―. Si no ha dado señales de
vida a estas alturas significa que está muerta, que no te llenen la cabeza
con tonterías.
Abrí mucho los ojos, mirándola perplejo.
―Sí, pero… los sanadores…
―Confirmarán lo evidente ―me cortó―. Todos los esclavos lo vimos,
era ella. Urso la sacrificó con su habitual locura. Recuerdo su actitud,
nunca lo vi tan contento y emocionado con nadie, y créeme cuando te digo
que he visto más de un sacrificio.
Aparté mi mano de las suyas, me alcé y yo mismo terminé de atarme el
nudo como buenamente pude.
―Siento haber sido tan sincera ―se disculpó.
No era capaz de mirarla a la cara. Había dicho una verdad como un
templo y, tonto de mí, cuando Dacio, Esther o alguno del grupo intentaban
convencerme que había esperanza, una parte de mí les quería creer, pero
solo me engañaba.
―Está muerta ―susurré tomando plena conciencia de ello―. Está
muerta, es verdad. No va a volver.
―Cuando antes lo aceptes, antes podrás rehacer tu vida ―dijo.
La miré. ¿Rehacer mi vida?
Claro, ella era humana. No entendía lo que significaba para un inmortal
perder a su verdadero amor. Era perder todo el sentido a la vida, no poder
compartir tus sueños, tus alegrías, tus penas… Vivir milenios con una
vacía existencia rodeado de soledad.
―Déjame a solas ―le pedí―. Vístete y abandona la tienda.
―Pero…
―Necesito espacio ―la corté―. Vete.
No tuve que insistir, abandonó la tienda en cuanto se pasó su vestido
por la cabeza, dejando el camisón de dormir puesto debajo de su ropa.
En cuanto quedé solo en la habitación me dirigí a la estancia contigua,
aquella donde guardaba la caja de música en un baúl cerrado bajo llave.
Todas las posesiones que me fueron devueltas de Ayla las guardaba en
aquel lugar. Su ropa, su espada, un peine y la piedra que utilizaba para
hacer el fuego cuando acampábamos.
Cogí la caja de música con manos temblorosas.
Había tomado una decisión, no podía vivir en un mundo donde Ayla no
estuviera. No tenía sentido esperar más, ni siquiera en la venganza
encontraba un motivo por el que continuar adelante.
Es cuestión de tiempo
La posada
Sin saber dónde ir, vagué el primer día por el bosque sin rumbo
definido. Empezó a llover a media tarde, pero lejos de detenerme continué
adelante. Al caer la noche no me detuve, temeroso de sentarme a descansar
y quedarme dormido. Era primordial retrasar el encuentro con Danlos lo
máximo posible para que no pudiera localizar a la elegida. Los sueños eran
extraños, un mago podía infiltrarse en ellos y hacer y deshacer todo cuanto
se le antojaba, pero antes de permitir que pudiera ubicar a Ayla, pensaba
permanecer despierto una semana entera si mi cuerpo resistía.
Empapado, llegué a un camino amplio donde grandes campos de
cultivo se extendían a cada lado. El bosque quedó atrás y caminé
arrebujado en mi capa, soportando la lluvia que caía con insistencia. Pensé
en Ayla, preocupado, solo esperaba que encontrara refugio si la lluvia
también le había alcanzado a ella. Lo último que necesitaba era mojarse
dada su enfermedad.
A lo lejos, una posada apareció a los pies del camino. Era un caserón
grande, capaz de albergar a un número significativo de viajeros y
comerciantes. Y por la luz que emanaba de su interior estaba en plena
ebullición pese a que ya eran altas horas de la noche.
Me acerqué al lugar y miré por una ventana, dentro una decena de
soldados de Andalen cenaban carne de jabalí y estofado de cordero. Por el
contrario la bebida que les servían era simple agua, lo que parecía fastidiar
a más de uno.
―A buenas horas ha venido esta gente ―escuché refunfuñar a un
chiquillo que venía de los establos. Al verme se detuvo―. Quiero decir
que… ¿También es soldado? ―Me preguntó.
―Hmm… ―Vacilé, podía conseguir comida fácil si decía que sí, pero
también podía meterme en líos si me descubrían. No obstante, entrar en la
posada era una garantía de recavar información. De bien seguro aquellos
soldados buscaban a la elegida―. No exactamente, soy un sirviente del
capitán.
―¿Y qué hace aquí fuera? ―Preguntó―. Está empapado. Entre, cogerá
frío.
Abrió la puerta de la posada y esperó a que diera el paso de entrar.
>>Vamos, no tengo toda la noche.
Finalmente, entré, y tomé asiento en un rincón de la posada, apartado
de los soldados. En ocasiones lo mejor era esperar a escuchar que ir a
preguntar. Pero el alcohol ayudaba a que soldados como aquellos se fueran
de la lengua, y esos precisamente no bebían ni pizca de vino o cerveza.
El niño regresó con un plato de carne de cochinillo acompañado por
papas y zanahorias. Su olor era exquisito y empecé a comer con
desesperación, llevaba todo el día sin probar bocado.
―Y agua ―me tendió un vaso y una jarra de agua.
―Preferiría vino ―dije, a ver qué respondía―. O cerveza.
―Nuestro senescal lo ha prohibido, no quiere que mañana os levantéis
con resaca.
Paré atención al grupo de soldados, todos cenando en la misma mesa.
―¿Dónde está? ―Quise saber.
Ninguno de los soldados destacaba por tener un rango tan elevado como
el del senescal del reino.
―Ahí viene ―me señaló con la cabeza un hombre de unos cuarenta
años, cabellos oscuros y ojos marrones, con barba de tres días. Su pose era
elegante y sus ropajes caros. Llevaba una gran espada colgada de su cinto.
Entraba en ese momento al comedor de la posada por una puerta trasera
que muy probablemente daba a las habitaciones del local.
Ese hombre sí que destacaba por encima de cualquier soldado.
―No me lo puedo creer ―dije abriendo mucho los ojos al ver quién le
seguía―. Alegra.
Mi hermana le acompañaba y quedé paralizado al verla, por un
momento no supe reaccionar. Estaba tan guapa, tal y como la recordaba.
Me levanté de mi asiento sin dejarla de mirar, me encontraba a tan solo
cinco metros de ella.
―Alegra ―la llamé en el preciso instante que un tercer hombre
aparecía en escena, la alcanzaba y le rodeaba con un brazo los hombros.
Me detuve muerto de miedo al creer que era Danlos.
Mi hermana se volvió al escucharme. Yo la miré, espantado, mientras
ese mago continuaba con un brazo sobre sus hombros y a ella no parecía
importarle.
Abrí la boca para hablar, pero nada salió de mis labios. Ella me miró,
intentando ubicarme. Hacía más de dos años que no nos veíamos y la
última vez solo duró un efímero instante, cuando intentó rescatarme de las
manos de Ruwer.
Había crecido, era más alto que Alegra y ya no era un niño. No me
reconocía, aunque por su expresión mi cara le resultó familiar.
―¿Quién eres? ―Me preguntó el mago.
Desvié mis ojos de Alegra y paré atención al mago. No tenía la cicatriz
en la cara, no era Danlos, era Dacio, el hermano pequeño del mago oscuro.
Dacio se colocó un paso por delante de Alegra a modo de escudo y noté
como la rabia hacia aquel individuo crecía en mi interior. Era nuestro
enemigo, el hermano del asesino de toda nuestra villa, de nuestro padre, y
Alegra se refugiaba en él.
Apreté los puños, conteniéndome, pero en verdad quería abalanzarme
sobre aquel personaje y matarle.
―Eres una traidora a tu pueblo ―dije mirando a Alegra, escupiendo
odio en mis palabras.
―¡¿Eh?! ―Saltó de inmediato Dacio―. ¿Quién te crees que eres?
―¿No me reconoces? ―Ignoré al mago dirigiéndome en exclusiva a
Alegra―. Todos estos años he obedecido a Danlos para que no fuera a por
ti.
Avancé un paso hacia mi hermana y, de pronto, noté una fuerza que me
empujó hacia atrás, como un empujón.
―No te acerques ―me advirtió Dacio.
―Dacio, no ―le advirtió de inmediato Alegra y corrió a mí. Me miró a
los ojos y puso una mano en mi rostro―. Edmund ―me reconoció, por
fin―. Eres tú, ¡eres mi hermano!
Se echó a mi cuello, abrazándome.
Me resistí a devolverle el abrazo.
―Déjame ―le ordené, cogiéndola de las muñecas para quitármela de
encima―. No mereces que te mire ni a la cara. Traidora.
―¿Qué? ―Preguntó, con lágrimas en los ojos―. Pero… Edmund…
―¡Me sacrifiqué por ti! ―Alcé la voz―. ¡Y tú vas y empiezas una
relación con el hermano de nuestro enemigo!
―Edmund, yo… ―Alegra quedó paralizada―. Dacio es un buen
hombre, nada que ver con Danlos.
La posada quedó en silencio, todos nos miraban. Más personas habían
ido llegando por la puerta interior de la posada. Entre estos, tres magos de
Mair, los reconocí por sus capas, pero no me amilané. Les odiaba, y debían
pagar por todo lo que habían hecho, en especial Dacio.
―¿No lo sabíais? ―Pregunté a los soldados, alto y claro―. Este de
aquí ―señalé a Dacio con dedo acusador―, es un mago oscuro, el
hermano de Danlos, y mi hermana, la traidora que se lo folla.
Recibí una bofetada entonces. Alegra me miraba dolida, con los ojos
empañados en lágrimas y su mano aún marcando la trayectoria de su
bofetada.
―Dacio no es un mago oscuro ―dijo con voz ahogada―. Y no soy una
traidora.
El dolor en el rostro fue horrible, el golpe sufrido en la nariz un día
antes dolió a rabiar, y me tambaleé levemente. Pero rápidamente me
recompuse.
―Di lo que quieras ―dije pese a todo, me dolió más la actitud de mi
hermana defendiendo a ese mago que el golpe recibido―. Para mí eres
una traidora y he dejado de tener una hermana.
―Edmund ―Dacio dio un paso adelante―. Entiendo que me tengas
miedo, pero no soy como mi hermano.
―¿Miedo? ―Pregunté ofendido―. No te tengo miedo.
Avanzó otro paso hacia mí e instintivamente retrocedí. Fui consciente
que mi actitud delataba todo lo contrario a mis palabras. Pero es que se
parecía tanto a Danlos que era difícil no sentirse pequeño a su lado.
―Edmund, ¿cómo has logrado escapar de Danlos? ―Me preguntó
Alegra.
―Al único que debo explicaciones es al príncipe Laranar, ¿os
acompaña?
―Aquí estoy ―dijo una voz detrás de mí.
Al volverme, dos elfos, uno rubio y otro moreno, acompañados por una
chica de cabellos negros, se colocaron a mi espalda sin siquiera
escucharles.
Identifiqué al príncipe por la descripción que me había dado Ayla y me
incliné ante él.
―Príncipe Laranar ―nombré, luego me erguí y le miré a los ojos―. La
elegida está viva ―Dije sin más dilación.
―¿Viva? ―Preguntó acortando la distancia que nos separaba―.
¿Cómo estás tan seguro? ¿La has visto?
―Yo la ayudé a escapar de Tarmona y la he acompañado desde
entonces.
―¿Está contigo? ―Miró por toda la posada, entre esperanzado y
desesperado.
No fue el único, por un momento todos miraron por todas partes menos
a mí.
―Hace una jornada tuvimos que separarnos ―informé.
―Explícate ―me pidió de inmediato.
Empecé a relatar toda la historia, desde que logramos escapar de
Tarmona hasta aquella mañana cuando Danlos contactó conmigo a través
de los sueños.
Laranar me escuchó atentamente, igual que todos los presentes en la
posada, y aquí incluyo hasta el posadero, una mujer rechoncha que creí su
mujer y el niño que me invitó a entrar en aquel lugar.
―No supe qué otra cosa hacer salvo distanciarme de Ayla para que
Danlos no la encontrara ―le decía al príncipe, el resto de gente me daba
igual―. De haber sabido que os encontraría esta noche jamás la habría
dejado sola, de verdad.
―Obraste bien ―dijo Laranar―. Pero ahora lo que me preocupa es qué
le puede estar pasando en estos momentos.
―Si Danlos te iba a utilizar a ti para ubicarla, podemos confiar en que
no la encontrará. Pero el estado de salud de la elegida es lo más relevante
―dijo una maga, la única mujer de los magos presentes―. Una pulmonía
puede ser más peligrosa que un mago oscuro en estos momentos.
―Chico, ¿puedes llevarnos al lugar exacto dónde os separasteis? ―Me
preguntó uno de los magos.
―¿Quién es usted? ―Quise saber.
El mago frunció el ceño.
―Soy Lord Zalman ―se presentó―. Primer mago del consejo de Mair.
Un tipo importante, pensé.
―Sí, podría ―respondí secamente.
―Podemos partir en cuanto amanezca ―propuso el mago que tenía al
lado.
―Lord Daniel, eso sería demasiado tarde ―dijo el príncipe Laranar,
serio.
―Pero ahora es imposible. Es noche cerrada, llueve a cántaros y los
caballos correrían el riesgo de romperse una pata si no vemos el camino
que tenemos delante ―dijo la chica de cabellos negros.
―Esther tiene razón ―afirmó Dacio―. Los globos de luz podrían
ayudarnos, pero los animales están reventados después de todo el día de
marcha. Solo lograremos ir más lentos a la larga. Dejemos que descansen
ahora para sacarles el mayor rendimiento mañana.
Laranar iba a discutir, pero finalmente se lo pensó mejor y asintió,
conforme.
La maga se acercó a mí.
―Estás herido, si me lo permites puedo sanarte la nariz ―se ofreció.
Di un paso atrás, que uno de aquellos magos me tocara me causaba
escalofríos.
―No ―dije.
―Pero…
―Virginia, déjalo ―Dacio le tocó el hombro―. No confía en nosotros,
es normal.
―Edmund, no todos los magos son malvados ―Intentó convencerme
mi hermana cogiéndome una mano.
―No me toques ―le retiré de inmediato la mano y me miró, dolida.
―Alegra ―Dacio se colocó a su lado―. Dale tiempo.
Le cogió la mano que acababa de rechazarle y le miré con ganas de
cortarle la cabeza.
La posada estaba en calma después que los soldados y demás gente del
grupo se retiraran a descansar hasta el día siguiente. Únicamente
quedamos Laranar, un elfo llamado Raiben y yo, ocupando una mesa
central de la posada.
―Está aterrada ―les explicaba―. Ayla no quiere ser nunca más la
elegida, por ese motivo no fue en vuestra busca.
―Es una insensata ―dijo Laranar con tono enfadado―. Sola corre un
gran peligro y, encima, me ha hecho creer que estaba muerta, ¿por qué? No
se da cuenta de lo que me ha hecho sufrir… ―Apretó los puños, con los
brazos apoyados en la mesa―. Ha sido una egoísta.
―No se lo tengas en cuenta ―le pedí y me miró a los ojos―. Ha
sufrido mucho y su aspecto es el de una persona enferma, delgada y
maltratada. Una parte de ella tiene miedo que la rechaces en cuanto la
veas.
Abrió mucho los ojos.
―Nunca la rechazaría, es mi vida ―dijo de inmediato―. ¿Cómo puede
pensar eso?
―Eso le dije yo ―respondí―. Pero ha perdido la confianza en sí
misma. Creo que por eso también rechaza el cargo de elegida.
―Le haré ver que está equivocada ―dijo con determinación.
En ese instante me percaté que una chica nos observaba desde la puerta
que daba a las habitaciones de la posada. Laranar y Raiben siguieron mi
mirada y también la vieron. Incluso el lobo ―Por fin conocí al amigo de
cuatro patas del que tantas veces me habló Ayla― gruñó al verla.
Automáticamente, la chica se escabulló hacia el interior de la posada
perdiéndola de vista.
―¿Quién es? ―Les pregunté.
La recordaba por mantenerse callada, sin decir una palabra, cuando el
grupo de la elegida me avasalló a preguntas para saber más sobre Ayla.
Aunque sí me percaté que escuchó todo cuanto dije con suma atención.
―Se llama Diana ―respondió Raiben, mientras Laranar acariciaba al
lobo indicándole que todo marchaba bien―. Lleva poco en el grupo, era
esclava de Tarmona y pidió unirse a nosotros para vengar a su familia.
―Otra víctima ―dije.
Quedamos unos instantes en silencio.
Me toqué la nariz, notaba un dolor agudo y sentía la cara hinchada. Un
morado se extendía hasta mis ojos agravando mi aspecto.
―Deberías dejar que Lady Virginia te sanara ―comentó Raiben―. Y
Lord Zalman y Lord Daniel podrían protegerte con una barrera para que
Danlos no se infiltrara en tus sueños, y así poder dormir.
―Nunca aceptaré la ayuda de los magos ―respondí.
Laranar se inclinó levemente hacia adelante y me susurró:
―No es justo juzgar a toda una raza por los actos de unos pocos.
―No estoy tan seguro ―respondí, obstinado―. Hacen y deshacen lo
que se les antoja solo por tener un poder que se les otorgó en el principio
de los tiempos.
―Salvo los magos oscuros, ¿qué otro mago te ha hecho daño? ―Quiso
saber, Raiben.
Les miré a ambos, serio.
―Dacio ―respondí como si fuera obvio―. Me ha robado a mi
hermana, la ha vuelto una traidora.
―Dacio no ha hecho otra cosa que apoyarla cuando más lo
necesitaba…
Me levanté de mi asiento antes que Laranar dijera más tonterías.
―Nunca aceptaré que el hermano de Danlos tenga una relación con mi
hermana. Alegra deberá decidir entre Dacio o yo, no hay más opciones.
―Lo único que vas a lograr es causar más dolor a Alegra y a ti mismo
―insistió el elfo―, por no decir que es completamente injusto para Dacio
que lo compares con su hermano. Te recuerdo que lucha contra él desde el
inicio de esta guerra.
―¡Me da igual! ―Exasperé―. Dacio es el hermano de un mago
oscuro, aquel que asesinó a nuestra familia y amigos, y mi hermana no
puede salir con él.
Dichas estas palabras y antes que el príncipe elfo pudiera decirme nada
más, me dirigí a otra mesa, no dispuesto a escuchar más tonterías.
RAIBEN
Espía
20 horas antes…
Pasos de hormiguita
―Ayla, mucho cuidado con lo que haces ―le advirtió Lady Virginia
justo antes de marcharnos al despertar el día―. Sigue a rajatabla la dieta
que te he dado y nada de hacer tonterías que puedan agotarte, ¿entendido?
―Tranquila ―asintió con la cabeza―.Gracias por permitir que me
marche antes de tiempo.
―Me pasaré igualmente por Sorania una vez por semana para seguir tu
evolución ―dijo.
―Te lo agradecemos ―dije en nombre de los dos.
Asintió y miró al resto de acompañantes que nos seguirían hasta
Sorania. Es decir, Dacio, Alegra, Edmund, Esther y Raiben. Y como
invitado especial Lord Daniel, que por petición expresa de su padre pidió
que nos acompañara por si había algún incidente que requiriera ayuda
inmediata de Mair. No sabíamos si Danlos o Bárbara, se animarían a
atacarnos antes que Ayla se restableciera por completo, aunque ella eso no
lo sabía. La elegida creía que Lord Daniel venía con nosotros porque
Dacio era como un hermano y quería pasar un tiempo con él.
―Bueno, cuando queráis vamos a Sorania con el Paso in Actus ―dijo
Lord Daniel.
―No hace falta que presumas tanto ―respondió Dacio con fingido
enfado―. Que sepas hacer ya el Paso in Actus no te da derecho a irlo
pregonando a los cuatro vientos.
Lord Daniel rio viendo su actitud. Durante siglos, Dacio, intentó
aprender la técnica del Paso in Actus infructuosamente, y estaba un tanto
molesto porque aquel que consideraba como su hermano pequeño hubiera
logrado dominar dicha técnica antes que él. Pero en el fondo se sentía
orgulloso de Daniel, o Dani, como él lo llamaba en confianza. Y le
organizó una fiesta para celebrarlo unos días antes de nuestra marcha.
A una señal de Lord Daniel, cogimos la mano del compañero que
teníamos al lado cerrando un círculo entre nosotros. Akila simplemente
rozaba mi pierna, pero ya era suficiente para que él también regresara a
Sorania.
―Paso in Actus.
Y así, en apenas tres segundos, todo el grupo llegamos a la capital de
Launier.
ALEGRA
Me marcho
Escuela militar
La carta
Querida Ayla,
Sabes que te quiero, que mis sentimientos hacia ti no han variado desde
el primer día que te conocí, si más no, se han hecho más profundos, más
intensos, pero también más dolorosos, insoportables al saber que no soy
correspondido. Por ese motivo, te pido que no vuelvas a enviar a Lord
Daniel a Rócland para convencerme de ir a verte. Necesito alejarme de ti,
que el tiempo pase, que el amor que te brindo y tú has rechazado, se
evapore.
Siempre te llevaré en mi corazón y nunca te olvidaré, pero debo seguir
mi camino y unirme a Andrea, la chica a la que mi padre me prometió
cuando apenas era un niño. Me casaré la próxima primavera y quiero ser
un buen esposo, fiel y dedicado a la familia que tendré.
Desde estas líneas quiero mandarte el coraje y la fuerza que has
perdido para que acabes la misión que hace años empezaste. Sé que tarde
o temprano volverás a ser la elegida que una vez fuiste y nos liberarás de
los magos oscuros. Yo esperaré las noticias de tu victoria en Rócland. Y
quiero que sepas que, pese a todo, siempre me tendrás si en algún
momento necesitas mi ayuda.
Me despido de ti Ayla, espero que tengas una vida feliz junto a Laranar.
Siempre te querré,
Alan del Norte
El último fragmento
Dacio me tendió su mano para reforzar la barrera que me protegía de
Danlos en los sueños. Extendí una mano para tocar la suya pero en el
último momento la retiré y Dacio me miró extrañado ante ese gesto.
―Quiero enfrentarme a Danlos ―dije en un tono más decidido de lo
que en realidad me encontraba―. Quiero dejar de tener miedo.
Dacio quedó literalmente con la boca abierta y miró a Laranar que se
encontraba a mi lado, mirándome con la sorpresa reflejada en su rostro.
―¿Estás segura? ―Me preguntó de inmediato Laranar.
―No, pero… ―Suspiré―. Quiero hacerlo si es la única manera de
superar mis temores. Además, mientras duermo apenas puede hacerme
daño y sé que estaréis a mi lado para despertarme si lo necesito.
―Es un gran paso ―afirmó Dacio―. Me alegro.
―Sí ―estuvo de acuerdo Laranar―. Y creo que está preparada para
que se la devolvamos.
―¿Devolver el qué? ―Pregunté, viendo como Laranar se dirigía a un
armario.
Abrió uno de los cajones, de espaldas a mí, cogió alguna cosa que no
supe ver y suspiró.
―La he estado cuidando desde que la encontré en Tarmona ―dijo aún
de espaldas y al volverse vi a Amistad, mi espada, en manos del elfo.
Contuve el aliento, creyendo que la había perdido.
Me acerqué a Laranar y la cogí, desenvainándola con orgullo, era igual
a como la recordaba.
―Gracias, Laranar ―miré a Dacio también―. A todos, gracias por
apoyarme.
Volver a la Tierra
La Sagrada Familia
Una hora después, pese a las reticencias de Ayla de salir solo por la
ciudad, caminaba por las calles de Barcelona crispado, pensando en la
situación que vivía.
Era irónico enamorarse después de quinientos años de una mujer que
me instó a romper mi juramento con mi esposa fallecida, para luego
dejarme sin nada más que el dulce recuerdo de lo que era el amor.
―Odio a David ―dije en voz alta―. Si él no estuviera presente…
―David es mi hermano ―dijo una voz al tiempo que la persona en
cuestión me cogía de una mano. La miré, sorprendido―. Y no consiento
que nadie hable mal de él delante de mí.
―Julia ―mencioné―. ¿Qué haces aquí?
―Bajaba las escaleras para ir a veros, cuando vi que salías del piso de
Ayla muy enfadado. Decidí seguirte y no te has dado cuenta en ningún
momento que caminaba tres pasos por detrás de ti. ―Puso los brazos en
jarras, soltándome―. Sé lo que ha pasado. Mi hermano ha venido a casa
muy enfadado y Esther llorando detrás de él. Han discutido fuertemente,
era inevitable no escucharles pese a que se encerraron en la habitación de
David. Luego Esther se ha marchado de mi casa aún llorando.
―¿Han cortado? ―Pregunté, mirándola serio a los ojos.
―No lo sé ―dijo―. Espero que no.
Gruñí.
―Olvida a Esther ―me pidió―. Ella quiere a mi hermano.
―No es tan fácil ―dije volviendo a andar, pero Julia volvió a cogerme
de la mano.
―Deberías pensar en otra chica ―dijo como si tal cosa―. Una que te
quiera solo a ti, que esté dispuesta a abandonarlo todo e irse a Oyrun
contigo.
―Irse a Oyrun ―repetí―. No es necesario que sea de la Tierra.
―A mí me gustaría ir a Oyrun ―comentó como si tal cosa―. Podría
volver con vosotros.
―Ni en sueños ―respondí―. Oyrun es peligroso, aquí estás mejor,
créeme.
Frunció el ceño.
A medida que caminábamos no pude evitar fijarme en una construcción
un tanto peculiar, impresionante y raramente bella.
―¿Qué es eso? ―Le pregunté, mientras nos acercábamos.
―La Sagrada Familia ―respondió―. Es una especie de iglesia a lo
grande, un templo. Podemos entrar, tengo dinero para pagar la entrada.
La Sagrada Familia resultó ser el templo más extraordinario que había
visto construido por la mano del hombre. Tenía forma de cruz latina,
albergando una nave central y naves laterales, varias fachadas, un claustro,
una cripta, campanarios… La estructura del lugar era muy singular, arcos
parabólicos y catenarios, columnas inclinadas, cimborrios, figuras que
representaban el nacimiento de su religión en una fachada principal, y en
el interior una serie de columnas que recordaban a árboles tan altos como
gigantes, de formas raras y singulares.
―Es… extraordinario ―Pensé en voz alta mientras observaba el
interior del templo, mirando el techo.
―Sabía que te gustaría ―sonrió Julia.
―Me pregunto… qué habrá más único y sagrado que este templo.
―La Sagrada Familia es única por su arquitectura, pero hay muchos
lugares en la Tierra que tienen su encanto. Hay muchas iglesias y
catedrales, monumentos, edificios, estatuas… Pero no sabemos cuál de
ellas habrá estado sumergida por las aguas del mar. La Sagrada Familia
seguro que no.
Me fijé en un grupo de señoras que iban vestidas de forma extraña, con
túnicas negras y collares con una cruz como colgante.
―Julia, ¿por qué van vestidas con esas túnicas? ¿Son sacerdotisas?
―Le pregunté señalándoselas con la cabeza. Julia las miró.
―Son monjas, habrán venido a visitar el templo o a rezar.
Me las quedé mirando, era un grupo de cinco mujeres, la más joven
tendría cuarenta años y la más mayor alrededor de ochenta. Una de ellas
cruzó la mirada conmigo, dándose cuenta que las observaba.
―Se supone que rezan su religión ―deduje.
―Sí, ¿por qué?
―Porque quizá sepan el lugar de la profecía ―me dirigí a ellas y la que
parecía más mayor se adelantó a las otras mujeres―. Disculpe, me
gustaría hacerle una pregunta.
La mujer se me quedó mirando de arriba abajo, su cara marcada por
unas gruesas y profundas arrugas delataba su edad, pero sus ojos pequeños
parecían verme perfectamente, no tenían el típico velo blanco al que
estaba acostumbrado a ver en los humanos ancianos de Oyrun.
―Dime, hijo.
―Necesitamos localizar un lugar sagrado, pero no sabemos dónde se
encuentra ―le tendí un papel donde estaba escrita la profecía. Todo el
grupo tenía uno para no olvidar ni una palabra de lo que ponía―. Es un
enigma, ¿sabría decirme usted dónde es este sitio?
La mujer lo abrió, supuse que sabría leer, en la Tierra parecía que todos
los humanos conocían las artes de la escritura, todo lo contrario a Oyrun,
dónde lo extraño era encontrar un humano que supiera escribir su nombre.
Sonrió después de un largo minuto mirando el papel.
―Claro, hijo ―respondió―. Un lugar que fue bañado por las aguas
dando forma a sus montañas, es Montserrat.
―¿Montserrat? ―Preguntó Julia y, entonces, como si la memoria
viniera en ese instante a la niña pareció comprenderlo―. Claro ―dijo―,
Montserrat es un monasterio. Se dice que el mar, muchos milenios atrás,
bañaba todo ese lugar, dando forma a sus montañas.
―Y lo sagrado y único será la Moreneta, pequeña ―le sonrió la
mujer―. Muchos peregrinos van a verla y rezar.
―La Moreneta es una virgen, una estatua ―me aclaró Julia.
―Muchísimas gracias, no sabe cuánto nos ha ayudado ―le agradecí
sinceramente a la monja.
Regresamos inmediatamente a casa de Ayla, todos estaban expectantes
a mi regreso por la situación vivida horas antes. Los hermanos de Esther
se encontraban presentes, como si esperaran mi llegada buscando pelea.
Pero les ignoré y me dirigí de inmediato a Laranar, Ayla y Dacio para
explicarles lo que Julia y yo habíamos descubierto.
―¡Claro! ¡Montserrat! ¿Cómo no se me había ocurrido? ―Exclamó
Ayla y miró a Laranar―. Iremos mañana mismo, ahora es tarde.
―Una vez aclarado esto… ―Marc hizo que me girara a él cogiéndome
de un hombro y recibí un puñetazo en toda la cara, no esperando aquel
golpe―. Esto por hacer llorar a mi hermana, desgraciado.
Antes de poder arremeter contra él, Laranar me detuvo cogiéndome la
mano que ya dirigía hacia el puñal que llevaba escondido a mi espalda.
―Ni se te ocurra ―dijo―. No empeores más las cosas.
―Marc, no le vuelvas a pegar ―le espetó enfadada Julia
interponiéndose entre los dos―. O te las verás conmigo.
―No te metas niña ―le respondió Álex, el hermano pequeño.
Julia, en respuesta, le propinó una patada en toda la espinilla.
―Serás bruja.
La niña iba a abalanzarse sobre él, hecha una furia, pero Álex la cogió
por las muñecas al ser más mayor.
―Quieres tranquilizarte ―le pidió.
―¡No soy una niña!
Marc me señaló con un dedo.
―Vuelve a hacer llorar a mi hermana y esto te parecerá insignificante.
―Si sigues vivo es porque mi príncipe me ha detenido…
―Parad los cuatro ―pidió la elegida, pero no le hicimos caso. Marc y
yo continuamos amenazándonos verbalmente y Julia quiso darle otra
patada a Álex, pero este la esquivó.
―¡Algún día creceré! ―Gritó a pleno pulmón la niña, acallando al
resto. Álex la soltó de las muñecas y Julia se retiró dos pasos de él,
volviendo su vista a mí―. Creceré y seré tan guapa como Esther.
Entonces, iré a Oyrun cueste lo que cueste, ¡lo juro!
Dicho esto salió corriendo del piso de Ayla, dejándonos a todos sin
palabras.
Los hermanos de Esther se marcharon minutos después por petición de
Ayla antes que llegáramos a las manos.
―Raiben ―Ayla se dirigió a mí en cuanto nos quedamos solos―.
Olvídate de Esther, he hablado con ella por teléfono, a quien quiere es a
David.
―Lo sé ―respondí―. Y no es justo.
―La vida no es justa ―dijo a su vez, cansada.
Negué con la cabeza, furioso.
―¡Estoy harto de la vida! ―Alcé la voz―. ¡No debí romper mi
juramento con Griselda!
Dichas esas palabras me dirigí al balcón, a tomar el aire.
No volveré a enamorarme de nadie, pensé, le debo fidelidad a la única
mujer que me ha querido realmente, mi esposa.
AYLA
Se acabó el tiempo
Despedidas
ELFOS DE LAUNIER
―Lessonar, rey de Launier. Padre de Laranar.
―Creao, reina de Launier. Esposa de Lessonar y madre de Laranar.
―Eleanor, princesa de Launier. Hermana pequeña de Laranar.
―Raiben Carlsthalssas. Elfo guerrero. Mejor amigo de Laranar.
―Danaver Mith’rem. Médica de la ciudad de Sorania.
―Rein Mith’rem. Hijo de Danaver y médico de la ciudad de Sorania.
MAGOS DE MAIR
―Lord Zalman. Mago más poderoso de Mair. Preside el consejo de
magos. En su juventud fue un mago perteneciente al grupo de Guerreros.
―Lord Rónald. Segundo mago del consejo de Mair. Miembro en activo
de los magos guerreros.
―Lord Tirso. Tercer mago del consejo de Mair. Miembro en activo de
los magos de alquimia.
―Lady Virginia. Maga sanadora y amiga de Dacio.
―Lord Lucio. Mago guerrero, miembro del grupo de guardianes que
protege los libros del día y la noche. Amigo de Dacio.
―Arvin. Empleado de la granja de Dacio, responsable del campo de
Citavelas.
―Lord Víctor. Eterno rival de Dacio desde la infancia.
―Lord Andreo. Rival de Dacio en la infancia.
REINO DE ANDALEN
―Irene de la casa Brandeil por nacimiento y de la casa Cartsel por
matrimonio. Reina regente de Andalen, viuda del rey Gódric y madre del
rey Aster. 32 años.
―Aarón. Senescal del reino de Andalen y antiguo miembro del grupo
de la elegida.
―Aster de la casa Cartsel. Rey de Andalen. 6 años.
―Tristán de la casa Cartsel. Príncipe de Andalen, hermano del rey. 4
años.
REINO DE RÓCLAND
―Alexis. Rey de Rócland. 30 años.
―Aurora. Reina de Rócland y esposa de Alexis. 20 años.
―Eduard. Príncipe de Rócland e hijo de los reyes del Norte.
OTROS
―Edmund, Domador del Fuego. Hermano pequeño de Alegra y rehén
de Danlos. 12 años.
―Ruwer. Engendro creado por el mago oscuro Danlos. Es un ser de
andares humanoides semejante a un lagarto.
―Durdon. Domador del fuego. 25 años.
―Chovi. Duendecillo desterrado del país de Zargonia por ser un patoso
consumado. Se unió al grupo de la elegida para saldar una deuda de vida
que contrajo con Ayla.
―Númeor. Elfo fundador de la villa de los Domadores del Fuego;
antepasado de Alegra y Edmund.
―Griselda. Elfa, esposa fallecida de Raiben.
―Gabriel. Dragona que instauró la raza de los magos al principio de
los tiempos de Oyrun.
―Ainhoa. Primera humana que fue convertida en maga gracias a la
dragona Gabriel.
LUGARES
―Oyrun. Mundo donde es trasportada Ayla.
―Launier. País de los elfos. Consta de tres ciudades importantes:
Sanila, Sorania y Nora.
Sanila. Única ciudad donde se permite el paso a gente
extranjera.
Sorania. Capital de Launier y lugar donde reside la familia
real.
Valle de Nora. Única ciudad, protegida por montañas
infranqueables, donde nunca ha entrado nadie que no sea elfo.
RRSS
www.martasternecker.com
www.sagaoyrun.com
Facebook.com/sagaoyrun/
Facebook.com/Marta.Sternecker.Autora/
Twitter: @MartaEstrella85
Instagram: @MartaEstrella85