Lisa Marie Rice. Dangerous 4. Noche Temeraria
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NOCHE
TEMERARIA
4º Serie Dangerous
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ARGUMENTO
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Malua, Sivuatu
Oceanía
23 de Diciembre.
Manuel Rabat abrió su regalo con el corazón hinchado, sabiendo que sería
absolutamente perfecto porque Victoria, su absolutamente perfecta esposa, era una
artista de categoría mundial.
Incluso el jodido papel de regalo era perfecto. Papel de regalo hecho a mano. Papel
marmolado florentino, con brillantes espirales en turquesa y verde esmeralda. Un
trabajo de arte en sí mismo, algo que su brillante esposa probablemente creó sin más
alguna mañana en la que tuvo algo de tiempo libre.
Pero el regalo, ah. El regalo no era algo hecho sin más. Era el trabajo de muchas
horas que su mujer había invertido porque... lo amaba.
Todavía lo maravillaba.
Miró el pequeño lienzo.
Era un retrato de su mano. Su mano derecha sobre la mesa, un pequeño jarrón con
flores al fondo. La miró fijamente. Era increíblemente perfecta. Él tenía manos
grandes y fuertes y ella había captado esa fuerza, las venas marcadas, las cicatrices e
incluso los callos amarillentos en un lado de su mano después de toda una vida de
karate.
Su mano no era hermosa, pero era grande y poderosa, y ella había captado eso
perfectamente y la había contrapuesto al delicado jarrón de cristal con flores del
fondo, las flores al borde de la marchitez, justo a punto de dejar caer sus pétalos. El
contraste entre la poderosa mano masculina y el delicado ramo era alucinante.
El cuadro parecía antiguo, como una pintura renacentista hecha por alguno de los
viejos maestros que hubiera viajado en el tiempo hasta su casa, el oscuro fondo y los
tonos tierra de su mano contrastando con los pálidos pasteles de las flores.
Señaló el jarrón con las maravillosas flores.
—¿Qué son, mi amor?
Su esposa sonrió.
—Peonías.
Parecían rosas, solo que más llenas, incluso más hermosas.
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Grace llenaba bien su vida. Pasaba sus días pintando y se había volcado en la
jardinería. Las plantas eran una cosa en la que Sivuatu sobresalía. Ella parecía y
actuaba como si fuera feliz.
Pero es que ella lo amaba y jamás de los jamases se quejaría. Él la conocía lo
bastante para saber eso.
Justo en aquel momento ella estaba ansiando tener invitados. Disfrutaba de
decorar el comedor. Estaba claro por el tierno cuidado que le había puesto. Ella
encontraba placer en aquella noche.
Así que fuera lo que fuera que le costara en términos de paz mental, valía la pena.
Su esposa necesitaba el mundo, o al menos el rinconcito que él sentía lo
suficientemente seguro para darle.
Y entonces fue cuando el plan entero le vino a la cabeza. El regalo perfecto para
Grace. ¡Y podría arreglarlo todo aquella noche!
El alcalde y su esposa estaban entrando, sonrientes, mirando a su alrededor
maravillados. Sonriéndole a Grace. Sonriéndole a él.
Drake caminó hacia ellos para saludarlos, preguntándose si aquello iba a
convertirse en su nuevo estilo de vida.
Preguntándose si lo pagaría con su vida.
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era fabulosa y tú eres una anfitriona encantadora. Hiciste que todos se sintieran a
gusto. Un oso salvaje se habría podido relajar en la cena que has organizado.
Grace sonrió. Era verdad, para su propio asombro. Ser capaz de hacer que la gente
se sintiera a gusto era una nueva habilidad que se había... materializado.
Se había pasado toda su vida completamente aislada de todos. Era un alien con
piel humana. Una artista luchando en un mundo que no se preocupa por el arte,
incapaz de jugar a los juegos que otros neoyorquinos consideraban parte integral de
sus vidas.
De alguna manera Drake había cambiado eso. Él la amaba como mujer y como
artista, la amaba exactamente como era y era como si su amor hubiera reventado los
grilletes de acero, liberándola. Ahora encontraba fácil relacionarse con diferentes
personas, aunque Drake y ella llevaban vidas muy privadas.
—No ha habido osos salvajes —le reprendió suavemente.
Aunque a juzgar por su cautela la primera hora, sí podrían haber estado. Drake
había estado firme y formal, y había puesto los ojos en blanco algunas veces. Luego
se había calmado. De hecho había desaparecido junto con su piloto jefe durante
media hora. Sospechaba que habían salido a fumar un cigarro, pero habían superado
el test del olfateo.
Le acarició el hombro.
—Hemos reunido para cenar gente perfectamente agradable sin otras intenciones
aparte de pasarlo bien. Y —dejó caer su pequeña bomba como si nada— hacerse
amigos nuestros. Tuyos.
Su esposo era el más controlado de los hombres. Si no hubiera tenido las manos
sobre su hombro no habría notado el pequeño sobresalto al oír la palabra amigos. El
concepto de tener amigos todavía era algo que desequilibraba su mundo.
Ella le acarició el cuello con la nariz; no se cansaba nunca de sentirlo.
Se habían conocido en mitad de la violencia y la tragedia. Él había matado a cuatro
hombres frente a sus ojos antes de siquiera saber su nombre. Pero desde el primer
momento él había echado sobre ella un manto de protección. Aunque su aspecto era
para dar miedo, y daba miedo, a ella no la había asustado nunca. Ni durante un
segundo.
Ella jamás se lo diría, y se avergonzaba de admitirlo incluso para sí misma, pero se
había enamorado de él en el instante en que lo vio. Ella había sido llevada a punta de
pistola al callejón junto a la galería que mostraba sus cuadros y había visto a un
hombre poderoso, no alto pero sí inmensamente ancho. Estaba enfrentándose a tres
hombres armados y no parecía en absoluto asustado.
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Se veía peligroso.
Y ella se había enamorado.
Pero aquello era en otro tiempo, en otro continente y en otra vida. Tembló, como si
pudiera apartar así los recuerdos.
Su esposo era tremendamente perceptivo.
—¿Qué sucede, mi amor? —preguntó amablemente.
Grace no respondió, pero le hizo una pegunta a cambio.
—¿Qué estabais haciendo tú y Mike cuando habéis desaparecido? ¿Estabais
fumando puros? Eso es lo que me he supuesto, pero no olíais a humo de cigarro.
¿Estabas fumando?
Ella se puso los puños cerrados sobre las caderas e intentó parecer feroz.
Su asombroso esposo, el hombre más fuerte que había visto, un hombre que jamás
había sido vencido en combate, un hombre que sería mejor que cualquier
francotirador, levantó las manos fingiendo terror.
—¡Nunca! —tembló exageradamente—. ¿Me arriesgaría a tu ira? Tiemblo ante tus
pies. Casi no me dejas comer carne. ¡Solo Dios sabe qué castigo me pondrías por
fumar un puro!
Grace entrecerró los ojos.
—Si te pillo fumando un puro, mi venganza sería rápida e inmisericorde.
—¡Voilà! —gritó. Sus oscuros ojos brillaban—. ¡He aquí un marido obediente y
completamente libre de humo!
Ella se rió. Hacer que comiera una dieta saludable era una batalla constante. En
Nueva York él había vivido como el Rey Sol y también había comido como el Rey
Sol. Tenía un personal en rotación con chefs importantes en el piso debajo de su
ático, que le enviaban elaboradas comidas de cuatro estrellas tres veces al día con su
equivalente en colesterol.
Ahora ella lo alimentaba con pescado, frutas y verduras, y él se quejaba entre
dientes por tener que obedecer a la policía alimenticia, pero ella sabía que él se sentía
mejor.
—Así que no cambies de tema. ¿A dónde os largasteis los dos?
Esta vez su sonrisa era traviesa.
—Ah, querida. Fue para preparar... tu regalo de Navidad.
Grace puso los ojos en blanco y soltó un suspiro. La eterna pregunta. ¿Qué le
daría? Él se lo preguntaba miles de veces al día, y con cada cumpleaños, día de San
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disimular su tristeza.
—Amor mío, no puedo aceptarlos. No nos pondré en peligro. No vale la pena.
Tenían que quedarse en aquella isla para siempre. Drake lo había dejado bien
claro cuando escaparon de su intento de asesinato e hicieron el viaje hasta Sivuatu.
Había comprado una línea aérea que volaba de y hacia la isla y las tres compañías
navieras cuyos barcos amarraban allí. Conocía a todos los que llegaban a la isla y
disimuladamente grababa sus rostros. Tenía el pulso bien medido a la isla, de eso no
cabía duda.
Aquella isla era segura.
Él estaba meneando la cabeza.
—¿Cómo has podido pensar, mi dusch..., querida, que no tengo esto bien
planeado? Jamás actué en Oceanía, jamás. Nunca he actuado en el sureste asiático.
No puedo imaginarme a ninguno de mis viejos enemigos en Australia. Volaremos
con nombres falsos en el jet ejecutivo de SivAir. He preparado para nosotros un
apartamento alquilado en el centro de Sydney así que no tendremos que registrarnos
en ningún hotel. Australia tiene muy pocos circuitos cerrados de televisión en las
calles de las ciudades, muchos menos que, digamos, Londres, París o Nueva York.
Cuando estemos fuera, llevaremos sombreros de copa ancha y gafas de sol. Para las
representaciones nos he comprado asientos en los palcos y todos los demás asientos
de dichos palcos.
Ella se rió.
—Por supuesto que lo hiciste.
Un ligero atisbo de esperanza se fue asomando a su corazón.
—Y mientras hice los arreglos, no tuve cosquilleo. Ni un poco de cosquilleo.
—¿Cosquilleo?
—Cosquilleo de peligro.
Ella se obligó a no sonreír, a la fuerza controló su risa.
—Ni un poco de... ¿cosquilleo de peligro? —La risa se le atascó, esperando
traidoramente, en la garganta. Tuvo una imagen repentina de su marido en su
habitación de prácticas de artes marciales blandiendo un... cosquilleo.
—Ni uno —dijo todo serio—. Tengo un muy afinado sentido del peligro,
perfeccionado durante toda mi vida, y siento que nada nos va a suceder en Sydney
durante tres días.
Ella lo miró, parpadeando, apenas atreviéndose a esperar que aquello pudiera
suceder.
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izquierdo latía con el zumbido de su corazón. Por supuesto, él no podía ver sus
rodillas, que eran líquidas, no podía sentir lo tenso que tenía el pecho.
Solo había una cosa que pudiera hacer para mostrárselo.
Grace separó las piernas, doblando un poquito una rodilla. Mirando abajo, el
ángulo estaba mal para ella, pero seguramente él sí podría ver los labios de su sexo,
brillando por la humedad. Con las piernas abiertas, el aire se sentía frío contra su
sexo.
—Muéstrame más.
De acuerdo...
Todavía agarrada del borde de la cajonera, Grace recorrió con su mano libre,
lentamente, el camino hacia el centro de su cuerpo. Su piel se sentía caliente al tacto,
ligeramente húmeda. Un dedo entre sus pechos y luego la palma de su mano sobre
su estómago.
La ardiente mirada de Drake la siguió, clavada en su mano.
Cuando ella detuvo la mano en su bajo vientre, él pasó a clavarle la mirada en sus
ojos.
Ni siquiera habló, solo hizo un gesto con la cabeza.
Más.
Ella asintió.
Ambos estaban ya más allá de las palabras en aquel momento.
Grace abrió su mano y la deslizó entre sus piernas, cerrando los ojos mientras se
tocaba. Necesitaba el tacto de Drake, lo ansiaba, su vagina lloraba por él. Al menos
sus dedos apagaron un poquitín aquel fuego abrasador.
Se pasó los dedos índice y medio sobre los labios de su sexo y gimió una suave
exhalación de aire.
Drake volvió a temblar, le tembló todo el cuerpo.
Lentamente, porque si se movía rápido las piernas le cederían, Grace deslizó su
dedo medio dentro de ella y soltó el aire con un brusco jadeo, como si le doliera.
No era dolor lo que sentía.
Drake también gimió.
Ella sacó el dedo un poco fuera, luego lo volvió a meter. No era como sentir el
miembro de su marido en su interior, pero era algo. Cualquier cosa sería mejor que
este calor vacío y hambriento que lloraba por su toque.
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Sydney, Australia
Al día siguiente.
Drake se detuvo delante de los ventanales del lujoso ático alquilado. Había sido
caro, pero no era nada. De hecho, si aquel viaje iba bien, y Grace se lo pasaba bien,
puede que hicieran otros viajes a Sydney y compraría aquel apartamento o uno como
aquel.
No vendrían a menudo. No era bueno tentar al destino, como decían los
americanos. Tal vez dos veces al año. Podía comprar aquel apartamento bajo un
nombre falso y mantenerlo para su uso.
Porque, bueno, Grace estaba ansiosa y feliz, y junto con mantenerla a salvo,
aquello era su prioridad.
El apartamento no era un fuerte como su ático en Manhattan. Las ventanas no
eran antibalas como las de Manhattan. La verdad era que a pesar de toda la
seguridad que había tenido allí (los guardias armados las veinticuatro horas del día,
todos los días, el elaborado sistema de sensores eléctricos, las ventanas blindadas) no
había bastado para mantenerlo a salvo.
El ataque del asesino casi le había costado la vida y así habría sido si no fuera por
Grace, que lo había salvado.
Nueva York había sido peligrosa para él de una manera que Sydney no era.
Nueva York era un punto de unión para el tipo de hombres que compraba lo que
él tenía que vender. Sin duda habría algún tipo de comercio de armas en Sydney
pero era a pequeña escala y no implicaba a los grandes jugadores mundiales. Él lo
sabía bien. Había estado en la cima de la cumbre.
Miró hacia el exquisito puerto, el brillante sol poniente que pintaba todo con
brillantes tonos, resaltando los intensos colores del océano, la luz reflejándose como
diamantes sobre muchos edificios hermosos.
Ver las cosas desde un punto de vista estético era una novedad. Era su maldición y
su placer, y totalmente culpa de Grace. En toda su vida jamás se le había ocurrido ver
las cosas a través de su hermosura. Todo lo que había hecho era escanear sus
entornos buscando amenazas y Dios sabe que había habido un montón de ellas.
Amenazas.
Extendió sus sentidos, revisó la situación. Habían volado en el jet privado de su
compañía. Habían entrado en el país con identidades distintas, había alquilado el
apartamento a nombre de una corporación fantasma que jamás podría ser rastreada
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hasta un ser humano en particular, y los billetes los había comprado a nombre de
otra identidad diferente.
Se habían puesto sombreros de ala ancha y enormes gafas de sol desde el
aeropuerto al apartamento, lo que era perfectamente plausible porque hacía casi
treinta y ocho grados afuera.
Calor en Navidad. Se había pasado toda su vida en el hemisferio norte con la
excepción de dos visitas a Johannesburgo. Una caldeada Navidad todavía era algo
que le sorprendía.
Cuando habían salido de Sivuatu hacía treinta y tres grados.
Admiraba las vistas mientras continuaba escaneando, buscando amenazas, pero
nada sobresalía en su radar.
Por supuesto, era perfectamente posible que su radar se hubiera arruinado de
manera permanente por culpa de la más aterradora de las emociones conocidas por
el hombre: la felicidad.
La felicidad podría matarlo.
La felicidad le aterrorizaba y le fascinaba. Jamás había sido feliz en su vida
anterior. Aunque había sido el jugador número uno en un juego peligroso durante
mucho tiempo, su ascensión hasta allí había sido brutal y le había hecho estar
vigilante cada segundo del día para mantenerse vivo en lo alto de la cadena
alimenticia.
Lo que le había parecido suficiente. El poder y los lujos que el dinero podía
comprar.
Pero entonces, por supuesto, hubo un precio en sangre: el odio, el temor y la
envidia. Ira asesina. Hombres de tres continentes cuyo único pensamiento era
asesinarlo y ocupar su lugar.
El estar atento era algo en su ADN, pero tenía pocos motivos para ejercerlo, puesto
que había muerto y había empezado una nueva vida con Grace.
¿Se estaba volviendo un blandengue?
Meditó sobre ello. Una vida segura, alguien a quien amar... ¿provocaría aquello su
caída? Se sabía de hombres que se habían vuelto blandos, habían perdido su filo, y
luego su vida.
Él buscó cuidadosamente en su interior, porque estaba apostando no solo su vida,
si no la de Grace.
No. La certeza se aposentó en su pecho. Estaban a salvo. Aquello se podía hacer.
Podía incluso convertirse en una nueva normalidad.
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A salvo, una vida feliz con la mujer que amaba. Impensable hasta entonces.
—¿Querido?
Drake dio media vuelta y su corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Y cómo era
posible? Llevaban juntos un año. La había poseído cientos de veces. Conocía su
cuerpo y su alma por completo. Y aún y así, míralo.
Cuando la veía sin esperarlo, su corazón daba un golpe fuerte en su pecho como si
fuera un ataque cardíaco, pero no lo era. Lo sabía porque había ido a un cardiólogo y
había chequeado su corazón. El doctor había sonreído y le dijo que viviría hasta los
cien.
Era Grace quien se lo provocaba.
Allí estaba ella, con un hermoso vestido que había confeccionado con un montón
de seda china en turquesa que el hijo de su modista había enviado desde Shanghai.
Había costado prácticamente nada. La modista era increíble pero para nada cara.
Grace había fabricado sus propias joyas: cuentas de cristal con intrincados
tirabuzones de color, pegados a tiras de seda. Tenía un chal en color crema por si
acaso más tarde enfriaba, unas sandalias sencillas y un sencillo bolso negro. Todo su
vestuario le había costado lo que él gastaba normalmente en el vino de una cena con
alguna de sus amantes allá en Manhattan, pero en ella parecía que costara un millón
de dólares.
—Que guapa estás —le dijo suavemente, y ella lo miró sorprendida.
Todo su cuerpo lo sentía al borde, la piel demasiado tirante para contenerlo.
—Gracias —dijo su amor con una sonrisa. Ella caminó hacia él y le tocó la mejilla.
Él le cubrió su mano con la suya y se la llevó a la boca. Le tocó con su lengua la
palma y observó cómo se le dilataban las pupilas.
Ah, sí. Ella también lo sentía.
Grace dio un paso atrás, insegura, como separándose de un imán.
Meneó la cabeza.
—Sé en lo que estás pensando. Y por mucho que me gustaría jugar contigo,
tenemos unas reservas para cenar y la ópera.
—Sí, señora. —Con algunas dificultades, Drake se contuvo. Durante el paso del
último año se había acostumbrado a tener a Grace siempre que la deseara. Jamás
había habido ningún impedimento aparte de si ella sentía deseo o no.
Ahora ella sentía deseo, estaba claro. Un ligero sonrojo bajo el bronceado, una
respiración irregular y rápida. Oh, sí, ella también lo deseaba.
Pero él podría tenerla, en cualquier momento que quisiera. Sería egoísta por su
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parte ceder a sus ganas y perderse la cena, cuando cena y teatro eran sus regalos de
Navidad para ella.
Drake tenía grandes dosis de control sobre su cuerpo. Lo sostuvo perfectamente
quieto cuando le habían recolocado un hueso y lo habían cosido sin anestesia. Podría
soportar el pequeño mordisco del deseo insatisfecho.
Ofreció su brazo como el caballero que no era.
—¿Señora? Creo que caminaremos hasta el restaurante. No está lejos.
Él disfrutó del aliento que soltó y la sonrisa cegadora que tenía cuando se volvió
hacia él, el estallido de alegría.
—¿Podemos caminar al restaurante? Qué maravilloso. Es una noche hermosa.
Pero... ¿pero es seguro?
Por millonésima vez Drake comprendió lo que pedía de Grace. Abandonar casi
todo por él. Le había dicho que solía amar dar largos paseos alrededor de Manhattan.
No habían salido a pasear (un paseo de verdad) desde que habían escapado del
intento de asesinato hacía un año.
Él colocó un brillante rizo rojizo detrás de su oreja y se inclinó para besarle la
mejilla.
—Podemos ir a pie.
Tomaron el ascensor para bajar y se unieron a las felices multitudes navideñas en
la calle. La cabeza de Grace iba de un lado al otro para verlo todo. Sabía que ella
estaba almacenando imágenes, colores, formas y tonos de luz.
La cabeza de él no daba tantas vueltas si no que estaba alerta. Caminaban por una
calle peatonal llena de gente feliz. Algunos niños estaban haciendo breakdance y se
detuvieron a mirarlos. Eran muy buenos, una delicia observarlos. Fluidos y ágiles,
inundados con la felicidad de la juventud y la salud. Sin que lo vieran, introdujo un
billete de cien dólares australianos en el gorro de seda del suelo.
—¿Tu sentido arácnido te dice que todo va bien? —la voz divertida de Grace sonó
detrás de él.
Se giró para ver sus ojos sonrientes.
—¿Cómo? ¿Mi sentido arácnido?
Grace se rió y entrelazó sus brazos de nuevo.
—Obviamente tus conocimientos en cultura pop son deficientes. Es una frase de
Spiderman. Él tiene sentidos de araña, mayores que los nuestros. Tu cosquilleo. —Él
la miró y ella volvió a reírse, dándole un codazo en el costado—. ¿Tu cosquilleo? ¿De
peligro?
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llevado menos tiempo negociar una venta de diez millones de dólares en armas a un
señor de la guerra abjasio.
—Todo pescado —dijo él con un suspiro. Habría preferido carne, pero ella lo tenía
bajo una estricta cuota de carne y ya se había comido toda la del mes durante la
última semana—. Estoy seguro de que lo disfrutaré —añadió educadamente—. Tal
vez tengan que ir a pescar el pez y que les lleve tanto tiempo pescarlo y cocinarlo que
al final lleguemos tarde a la ópera.
Ella se rió y él sonrió al oírla. Le encantaba oírla reír.
Un sumiller con cabello blanqueado y en punta les vertió el vino que ella había
pedido. Un Chardonnay sudafricano.
Delicioso.
Era un signo de lo cómodo que se sentía el que fuera a beber alcohol en público.
Algo que jamás habría hecho en su vida anterior.
Así era como estaba empezando a pensar en ello. Su vida anterior. Otra
completamente diferente, nada que ver con esta, ya no.
Esta era su vida ahora. Caminar por una calle comercial llena de gente. Una
comida deliciosa en un bonito restaurante. Más tarde, la ópera. Su placer se enturbió
un poco al pensar en la ópera, pero, ¿quién lo sabía? Tal vez el nuevo Drake, Manuel
Rabat, incluso la disfrutara. Sabía que desde luego sí iba a disfrutar del deleite de su
esposa.
Una vida de... de felicidad.
Impensable antes.
Bastante posible ahora.
El camarero colocó unos entrantes ante ellos. Pulpitos fritos, ostras envueltas en
jamón, almejas en salsa caliente. Y unos pescados, que no reconoció, en salsa de
jengibre y guindilla. Triángulos de pan de focaccia frito con mousse de brie.
—Ay, Dios —gimió Grace mientras extendía el mousse y se metía la focaccia en la
boca—. ¡Esto es delicioso!
Habría sonreído si su boca no hubiera estado llena.
Grace miró a su alrededor otra vez cuando se acabaron los entrantes.
—Es tan extraño tener este espíritu navideño en verano. Unas navidades con
temperatura caliente.
Lo era. Versiones en jazz de los villancicos sonaban suavemente de fondo. Un
enorme árbol de navidad con cilindros de gas brillaba en un rincón. Hojas de palmas
decoradas con lucecitas colgaban alrededor de la balaustrada de la escalera de acero
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Era una grabación, las palabras se repetían cada dos minutos o así. Llevaba puesto
un traje de Papá Noel excelente. Incluso Drake, que jamás había celebrado las
navidades, podía verlo. El traje con un corte impecable, hecho de telas caras. De
blanco nieve y rojo sangre. Un gran cinturón negro alrededor de una gigantesca
barriga.
El Papá Noel iba dando la vuelta al perímetro, deseándole a todos felices
navidades con una voz grabada.
Ahora se estaba acercando a la mesa de Drake. Lo iba a poder observar más de
cerca.
Todos los sentidos de Drake se pusieron en marcha. Los olores y sonidos se
volvieron más finos, su visión de agudizó. Descartó a todos los comensales como
fuente de su fuerte sentido de peligro y ahora se enfocó en el Papá Noel.
El traje, el gorro de felpa, la barba falsa... todo se veía demasiado cálido en aquella
calurosa tarde. Del rostro le caían gotas de sudor. Llevándose consigo el pálido
maquillaje. Bajo el maquillaje, la piel del Papá Noel era muy marrón.
El sudor estaba borrando por completo el maquillaje pálido, que caía sobre la
chaqueta roja dejando hilillos claros.
La barriga del Papá Noel se veía grumosa, como si estuviera llena de cosas duras y
no de relleno blandito.
El Maitre terminó su llamada, cerrando el móvil de golpe y se dirigió hacia el Papá
Noel.
Este lo vio venir. Sus oscuros ojos se abrieron tanto que se le veía el blanco y las
señales de peligro en Drake se acentuaron todavía más.
El tiempo se ralentizó hasta casi detenerse.
El Papá Noel tiró de su chaqueta, cerrada con velcro, y el sonido al rasgarse sonó
de manera preternatural a sus oídos.
El Maitre estaba a veinte metros, levantando la mano hacia el Papá Noel haciendo
el signo universal de detención.
La tela roja del traje del Papá Noel fue abierta lentamente por las manos con
guantes blancos y en vez de mostrar algodón blandito lo que había era un chaleco
con cilindros negros pegados y una tira de cable colgando alrededor de los cilindros.
En aquel momento sin tiempo, la mano del Papá Noel fue a tirar del cable que
colgaba mientras el Maitre gritaba y Drake tomaba con una mano un bajoplato de
plata de su mesa y con la otra, de una bandeja de servicio cercana, un cuchillo afilado
y lanzaba ambas cosas al Papá Noel con todas sus fuerzas.
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Fin
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