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Rice Lisa Marie Mujer A La Fuga

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LISA MARIE RICE

Mujer a la fuga
ÍNDICE

AVISO..................................Error: Reference source not found


Prólogo Error: Reference source not found
Capítulo 1 Error: Reference source not found
Capítulo 2 Error: Reference source not found
Capítulo 3 Error: Reference source not found
Capítulo 4 Error: Reference source not found
Capítulo 5 Error: Reference source not found
Capítulo 6 Error: Reference source not found
Capítulo 7 Error: Reference source not found
Capítulo 8 Error: Reference source not found
Capítulo 9 Error: Reference source not found
Capítulo 10 Error: Reference source not found
Capítulo 11 Error: Reference source not found
Capítulo 12 Error: Reference source not found
Capítulo 13 Error: Reference source not found
Capítulo 14 Error: Reference source not found
Capítulo 15 Error: Reference source not found
Capítulo 16 Error: Reference source not found
Capítulo 17 Error: Reference source not found
Capítulo 18 Error: Reference source not found
Capítulo 19 Error: Reference source not found
Epílogo Error: Reference source not found
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA.........Error: Reference source not
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

AVISO

El material que viene a continuación tiene un alto contenido gráfico sexual y


va dirigido a lectores adultos. Mujer a la fuga ha sido clasificada como novela S-
ensual por al menos tres revisores independientes.
La Cueva de Ellora cuenta con tres niveles de lectura de entretenimiento
Romántica: S (S-ensual), E (E-rótica) y X (X-trema).
Las escenas de amor S-ensual son explícitas y no dejan ningún espacio a la
imaginación.
Las escenas de amor E-rótico son explícitas, no dejan espacio a la
imaginación y ocupan gran parte de la novela. Además, algunos de los títulos
clasificados como E pueden contener material fantasioso que algún lector podría
encontrar reprensible, como la esclavitud, la sumisión, los encuentros sexuales
entre dos personas del mismo sexo, las seducciones forzadas, etc. Aquellos libros
clasificados como E son los más gráficos de la colección; es normal, por ejemplo,
que un autor emplee palabras como "follar", "polla", "coño", etc. en sus obras.
Los libros X-tremos únicamente se diferencian de los E-róticos en el lugar
en que se desarrolla la trama y en la ejecución del argumento. Al revés que los
títulos E, las historias designadas con la X tienden a contener temas polémicos,
no aptos para corazones asustadizos.

* * *

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Prólogo

30 de septiembre, Boston.

—Su nuevo nombre es Sally Anderson —dijo el jefe de policía.


—Eso es absurdo —soltó Julia Devaux, exasperada—. ¿Tengo cara de Sally?
—Hombre, a decir verdad... —El jefe de policía la observó de arriba a abajo,
con compasión—. Ahora mismo tiene una cara desastrosa.
—Muchas gracias. —Julia tiró de la mugrienta y desgastada manta de hotel
para cubrirse más los hombros, convencida de que generación tras generación de
comerciantes ambulantes se habrían corrido sobre ella. Pero era calentita. Hacía
tres días que no conseguía quitarse el frío de los huesos. Claro que hacía tres
días también que un tipo la perseguía para matarla, hecho más que suficiente para
que cualquiera se quedara helado.
El hombre se sentó junto a ella en la apestosa cama del apestoso hotel y le
tomó de la mano. Herbert Davis no era ningún Gary Cooper, algo habitual entre
los jefes de policía. No era mucho más alto que ella, y tenía más pinta de censor
jurado de cuentas que de jefe de policía.
Si Julia hubiera trabajado en la Administración, habría elegido a alguien
distinto para que desempeñara el papel de Jefe de policía y, si alguien le hubiera
preguntado el porqué, habría alegado que Herbert Davis sencillamente no daba la
talla. Los jefes de policía deberían ser altos y atléticos, debían tener ojos
acerados y un revólver a la cadera; no bajos, rechonchos y miopes, y con un
teléfono móvil enfundado en la pistolera. Pero nadie le había pedido su opinión y
tendría que conformarse con lo que tenía.
—Escuche, Sally...
—¿Sally?
—De ahora en adelante se llama Sally Anderson. —Herbert Davis sacó unos
cuantos papeles de su arrugada chaqueta de traje—. Su nombre completo es
Sally May Anderson. Nació el 19 de agosto de 1977 en Bend, Oregon, y es hija de
Bob y Laverne Anderson, librero y ama de casa, respectivamente. Ha vivido toda
su vida en la costa noroeste del Pacífico y nunca ha viajado al extranjero, ni
siquiera a Canadá. Se graduó como profesora en 1999 y llevaba impartiendo
clases y viviendo en su casa de Bend desde entonces. Quería alejarse de sus
padres, así que acaba de aceptar un empleo en Simpson, Idaho, como profesora
de alumnos de segundo de primaria.
¿Una profesora de primaria? Ajjjjjjjj.
—Ni de broma —dijo Julia con firmeza, poniéndose en pie. La minúscula

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

alfombra color mugre con manchas de café y quemaduras de cigarrillo que había
sobre el suelo era demasiado pequeña como para caminar sobre ella, así que se
conformó con echarse a temblar—. Esto no va a funcionar. Nunca he estado en
Oregon, ni en Idaho. De hecho, lo más lejos que he llegado nunca hacia el oeste
es Chicago. Dudo mucho que pueda hacer de profesora de primaria; soy hija
única, nunca he estado con niños, no me interesan los niños y no sé nada de ellos.
Soy editora —y buena, por cierto—, no profesora. Tanto mi padre como mi madre
están muertos y, decididamente, no eran un... Bob y una Laverne cualquiera. Nací
en el extranjero y jamás en mi vida he ido a ningún lado sin mi pasaporte. Y le
aseguro que no puedo llamarme... Sally; y menos aún Sally May. —Se detuvo para
tamborilear los dedos sobre la estantería de plástico sobre la que estaban los
pocos efectos personales que Davis le había traído de la parafarmacia, y después
volvió a sentarse sobre la cama, abrazándose con la rasposa manta—. Así que,
como puede ver, será mejor que se invente algo mejor.
Herbert Davis había estado escuchando sus quejas con la cabeza ladeada,
mirándola con seriedad y dejando que se desahogara.
—Bueno —dijo, frotándose las manos en las rodillas y frunciendo los labios
—, supongo que todo esto no es tan necesario.
Julia pestañeó. ¿Ah, no?
Davis suspiró.
—Siempre puede decidir no testificar contra Santana y nosotros
seguiremos adelante con las pruebas que tenemos. De acuerdo con la ley,
podríamos retenerla como testigo material, pero preferimos no aplicarla así.
Nadie puede obligarla a que cumpla con su deber de ciudadana para poner a la
escoria de la sociedad entre rejas. Si de verdad quisiera, podría salir ahora
mismo de esta habitación, volver a casa y retomar su vida desde donde estaba
antes de que viera cómo Domenic Santana le pegaba un tiro en la cabeza a Joel
Capruzzo, el sábado pasado.
Recobró la esperanza de golpe. ¡Síííí! Todo aquello no era más que una
pesadilla y parecía que por fin acababa. Julia empezaba a sentirse bien por
primera vez en tres días, y el dolor que le oprimía el corazón desde hacía tres
días empezaba a remitir.
No se le había ocurrido que pudiera haber una salida. Por supuesto que,
como ciudadana, su deber era que se hiciera justicia. Durante unos dos segundos,
Julia sopesó su deber como buena ciudadana con recuperar su vida.
La pelea ni siquiera fue justa: su vida ganaba por mayoría absoluta.
Tiró la apestosa manta sobre la cama.
—Bueno, si ese es el caso, creo que...
—Claro que —murmuró Davis, quitando pelusas imaginarias de la manta—, no
duraría más de cinco minutos ahí fuera. De acuerdo con lo que cuentan por ahí,
Santana le ha puesto precio a su cabeza... y no estoy siendo poético, querida,
quiere su cabeza, literalmente. Ofrece un millón de pavos, Sally...

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Julia —susurró mientras se dejaba caer de nuevo sobre la mugrienta


cama. Podía sentir cómo la sangre se le agarrotaba en la cabeza.
—Sally —dijo Davis con firmeza—. Como le iba diciendo, el primero que la
pesque, recibirá un millón de dólares. En efectivo. Más de uno de esos haría cosas
mucho peores que matar y decapitar por mucha menos pasta. Acaba de empezar
la temporada de caza, Sally... ¡y usted es la pieza a cobrar!
Su garganta emitió un sonido y Davis asintió.
—De acuerdo. —Davis volvió a consultar su cuaderno de notas—. Déjeme
hablarle de usted. Nació en Londres, el 6 de marzo de 1977, hija única de padres
ya mayores. Su padre era un directivo de IBM y usted se crió por todo el mundo,
asistiendo a colegios americanos. Sus padres están muertos y no tiene ningún
otro familiar vivo. Tras graduarse, volvió a los Estados Unidos para continuar sus
estudios y se licenció en filología inglesa por la universidad de Columbia. Desde
2001 ha estado trabajando como editora de una prestigiosa editorial de Boston.
Gana 38.000$ al año más beneficios. Se compró un apartamentito en Boston con
lo que sus padres le dejaron, donde vive sola, con su gato, Federico Fellini. Le
encantan las películas, cuanto más antiguas, mejor. Le apasionan los libros y pasa
la mayoría de su tiempo libre en las librerías de segunda mano. Su mejor amiga se
llama Dora. Le apasiona la comida picante y de vez en cuando sale con un tipo
llamado Mason Hewitt. —Alzó la vista y la miró con expresión suave—. ¿Hasta ahí
qué tal?
Julia le miró boquiabierta, incapaz de decir palabra.
—Todo lo que acabo de contarle está en los archivos públicos; sus vecinos y
colegas estuvieron más que encantados de contarnos sus costumbres. Créame,
cualquiera podría hacerse con esta información. Un millón de dólares es un
incentivo más que razonable. Así que, tenemos aquí el retrato de una joven muy
sofisticada y que ha viajado mucho, a la que le encantan las ciudades, los libros y
las películas de arte, y que ha vivido siempre en la Costa Este. ¿Ve por qué
tenemos que enviarla a la zona oeste, a un pueblo tan pequeño que no tiene ni
librería, y convertirla en una profesora de primaria sin pasaporte?
Davis se puso su chaqueta de tweed pasada de moda y se dirigió hacia la
puerta.
—Por favor —susurró Julia—. No puedo hacerlo. —Su voz no era más que un
susurro tembloroso.
Davis la miró con gesto sombrío, con sus ojos de perro viejo.
—Bienvenida a la cadena alimenticia, Sally —dijo quedamente, giró el
deslustrado y grasiento pomo de la puerta y salió.

* * *

Un millón de dólares.
El profesional se quedó mirando la pantalla del ordenador. No habían pasado

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tantos años desde que el profesional fuera uno de los mejores piratas
informáticos de Stanford. Seguía teniendo ese poder. Y la información era poder.
La mayoría de la gente piensa que los asesinos a sueldo son descerebrados
mentales, apenas suficientemente inteligentes como para empuñar un arma. Pero
estaban equivocados. Se trataba de una profesión maravillosa para una persona
ambiciosa y con ansias de llegar lejos. Estableces tus propios horarios, hay dinero
más que de sobra y, sobre todo, se cobra en negro. El último acto, apretar el
gatillo, es el más fácil de todos. Bastaban unas cuantas horas en el campo de
prácticas para que así fuera.
No, lo difícil era encontrar a la víctima, la caza en sí. Eso era lo que
diferenciaba al profesional del medio millón de dólares del matón de los cien
dólares. Este tipo, sonrió el profesional, o mejor dicho esta «tipa» era el objetivo
perfecto. En cuanto la encontrara, un solo tiro sería más que suficiente.
Qué coño, probablemente una cápsula de cianuro disuelta en una taza de
café bastara. No podía ser muy difícil convencerla para que se tomara una taza
de café. Todo el mundo coincidía en que Julia Devaux era una persona agradable.
Simpática, trabajadora, ratón de biblioteca, videoaficionada... Se educó en el
extranjero, habla tres idiomas, licenciada en filología, trabaja editando libros, le
encantan los gatos, odia a los perros. Su gato se llama Federico Fellini.
No le había costado mucho reunir toda aquella información. Era
sorprendente todo lo que la gente estaba dispuesta a contarle a un tipo trajeado
y con una placa del FBI comprada en los chinos.
Un millón de dólares. No estaba nada mal. Junto con la suma de los trabajos
que ya había completado, era más que suficiente para retirarse en aquella casa en
primera línea de playa de St. Lucía; francos suizos llegándole todos los meses,
dinero fijo y seguro, y la Agencia Tributaria a miles de kilómetros de distancia.
La jubilación a los treinta en una casa de lujo al sol. Qué trabajo tan maravilloso.
Julia Devaux debía morir.
Un poco de lástima sí que le daba. Todo el mundo hablaba tan bien de ella, y
parecía guapa, a juzgar por la única foto que pudo encontrar el profesional: una
copia emborronada del boletín mensual de la empresa. Aun así... un millón de
dólares eran un millón de dólares.
Los idiotas de Santana estarían dando vueltas ahora mismo, buscando
detrás de los arbustos, volviéndose locos y dejando huellas que hasta un ciego
podría seguir.
«No», pensó el profesional tecleando a ritmo constante en el teclado. Había
otras formas mucho más inteligentes de encontrar a Julia Devaux.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 1

Un mes más tarde. Halloween

Simpson, Idaho

—Ey Sally —llamó una voz sin aliento—. ¡Espera!


Julia Devaux siguió andando por el pasillo del colegio hasta que, de pronto,
se detuvo en seco. Sally. Ella era Sally ahora. ¿Conseguiría acostumbrarse algún
día a ese nombre? No se sentía como si se llamara Sally aunque, si se mirara bien
en el espejo, posiblemente lo pareciera.
Llevaba una blusa marrón oscuro, un aburrido jersey marrón y zapatos
planos color marrón. Todo ello a juego con el dichoso color castaño con el que
Herbert Davis se había empeñado en que se tiñera el pelo, cubriendo así la
espléndida melena pelirroja de la que Julia se había sentido tan orgullosa. Por
absurdo que pareciera, no se dio cuenta de lo que de verdad entrañaba la
situación hasta que tuvo que teñirse el pelo. Tuvo que leer las indicaciones de uso
con los ojos empañados; lo cual tal vez explicara la masa opaca y sin vida que le
cubría la cabeza. Se lo había cortado ella misma, y parecía una versión femenina
de George Clooney.
Herbert Davis no le había dejado llevarse su antigua ropa. Se había
encontrado con dos maletas llenas de ropa esperándole en el aeropuerto, ropa
sosa, aburrida, sin forma y pasada de moda... cosas que no se habría puesto en su
vida.
Al principio no le había importado; ¡de ahí que Dios hubiera inventado las
compras! Pero no había contado con el hecho de que la tienda con más existencias
del pueblo fuera el Emporio de Ferreterías Kellogg.
Una cosa estaba clara: no dio la nota en ningún momento. La moda no estaba
entre las prioridades de Simpson, Idaho. Julia se estremeció y apretó el jersey
contra su cuerpo. Era cuestión de sobrevivir y entrar en calor.
—Hola Jerry —trató de que su voz sonara algo más entusiasta al dirigirse al
administrador del colegio. Era bastante simpático e inofensivo, excepto cuando
intentaba enredarla en las inacabables vueltas de buenas acciones que,
sorprendentemente, no tenían ningún sentido. Su último gran logro había
consistido en enviar doscientos kilos de jamón y prendas de lana a un país
islámico que había sido devastado por un terremoto y donde la temperatura
media en invierno rondaba los 40 grados.
—Hola Sally. —Jerry Johnson sonrió y empujó las gafas hacia arriba con el

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índice. Llevaba unos estrechos pantalones oscuros de poliéster que le llegaban


hasta los tobillos, una camisa de poliéster de manga corta, pese a que fuera caía
aguanieve, y unas gafas baratas de carey. «¿A este tío quién le viste?», pensó
Julia, apretando los dientes, «¿Elmer Fudd?».
—¿Cómo te va? —preguntó Jerry con sonrisa de bobalicón.
Unos tipos trataban de matarla. La tenían recluida en Simpson, Siberia.
Federico Fellini, su amado y mimoso gato, estaba en una casa de acogida. ¿Se
acordarían sus padres de acogida de darle de comer sólo los trozos de carne más
selectos y de llevarle al veterinario homeopático? Había perdido un trabajo que
adoraba y vivía en una casa en la que había goteras no sólo en el techo, sino por
las paredes también. Sonrió ligeramente.
—Genial, Jerry. Genial. ¿Qué puedo hacer por ti?
Él le devolvió la sonrisa, enseñando así una hilera de dientes blancos. El
hermano de su mujer estudiaba para convertirse en higienista dental y
practicaba con Jerry. Mucho.
—Elsa y yo hemos organizado una cenita mañana por la noche y nos gustaría
saber si vas a poder venir. —Se acercó un poco más y un tufillo letal a menta la
dejó noqueada. Había vuelto a lavarse los dientes—. Elsa va a hacer su
especialidad: macarrones. No querrías perdértelo.
Julia se animó.
Pasta.
Su mente se llenó de imágenes de sus trattorias preferidas de Italia y
estuvo a punto de echarse a llorar. Queso gorgonzola y pasta penne. Salsa
amatriciana. Pesto. Vendería su alma al mismísimo diablo por un poco de buena
comida.
—No sabía que Elsa cocinara comida italiana —suspiró.
—Por supuesto que sí —replicó Jerry, orgulloso—. Tiene una receta
maravillosa que hace continuamente: sólo hay que cocer la pasta como una hora,
hasta que esté blandita y buena, luego se le añade Ketchup y Cheddar, y se mete
en el horno—. Sonrió y sus grandes ojos marrones brillaron tras las gafas—.
Ñammm.
Julia cerró los ojos y rezó en silencio al Gran Director del Cielo para que la
sacara de aquella espantosa y cursi película de serie B en la que estaba atrapada.
Quería un nuevo guión; una buena comedia romántica y sofisticada en la que el
protagonista fuera, por ejemplo, Cary Grant. Charada, o La fiera de mi niña. Pero
no American Pie.
—Puedes traer acompañante si quieres —añadió Jerry—. Una cita. Elsa
siempre hace de más.
Una cita. ¿Eso qué era, algo blandito y cilíndrico que crecía en los árboles?
Durante el mes que llevaba en Simpson, todos los hombres que había conocido
llevaban casados desde los doce años o no tenían más de un par de dedos de
frente. No había ningún Cary Grant a la vista. Sólo el cielo sabía qué harían las

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solteras de Idaho para encontrar un poco de sexo. ¿Emigrar a Alaska, tal vez?
Luego recordó que se suponía que no debía tener citas, ni siquiera debía
fraternizar con la gente local, y se deprimió aún más al pensar que tal vez nunca
más volvería a disfrutar de un buen polvo.
—Gracias, Jerry. Eres muy amable, pero tengo un montón de trabajo que
hacer. —«Como limarme las uñas, ordenar alfabéticamente la estantería de las
especias, escurrir las medias...»—. Tengo que ponerme al día con mi curso. Pero
dale las gracias a Elsa de mi parte y dile que me guardo la invitación para la
próxima vez.
—Vale. —Su animosidad estaba haciéndole trizas los nervios, ya de por sí
bastante sensibles—. Aunque vas a perderte una noche muy divertida.
Julia sonrió débilmente y luego pegó un chillido.
—¡Joder! Digo... ¡Jolín! ¿Podrías hacer algo con ese timbre, Jerry? —Los
oídos seguían retumbándole y se dio un golpecito en un lado de la cabeza—. ¿Se
puede saber de dónde lo has sacado? ¿De los restos de un submarino?
—Consigue llamar la atención de los niños —respondió con suavidad—. Bueno,
tengo que irme. Qué pena que no puedas venir mañana.
Julia sacó a relucir una sonrisa.
—Otra vez será, Jerry. —Se rodeó con los brazos e intentó no pegar un
brinco al escuchar el segundo timbre, el timbre «o ya veréis», como lo llamaban
los alumnos, porque los profesores les decían que se tranquilizaran en clase, «o ya
veréis».
Sus niños se comportaban sorprendentemente bien. Se acordaba
perfectamente del primer día que entró en su clase de doce alumnos de segundo
de primaria esperando... ¿el qué?
Le costaba recordar la turbación rallando en el miedo que había sentido un
mes antes. Las imágenes de rufianes con chaquetas negras, navajas y pistolas,
bajo los efectos de cualquiera de las drogas callejeras que estuvieran de moda en
aquel momento, habían poblado su cabeza. La partirían en dos y tirarían su cuerpo
a las afueras del pueblo, y se irían de rositas ante la ley por ser menores de
edad.
La realidad fue que entró en la clase, se presentó como la nueva profesora,
que venía a sustituir a la señorita Johanssen, quien había tenido que mudarse
repentinamente a California para ocuparse de su madre enferma. Pasó lista, abrió
el libro por la primera página y eso fue todo. Los niños se portaron
asombrosamente bien, no hubo más que un par de riñas insignificantes entre ellos
y pronto se vio a sí misma como «la seño», de tanto que lo repetían.
De hecho, al principio los chicos se portaban tan bien que tuvo la
descabellada sensación de verse metida de lleno en un re-make de La invasión de
los ultracuerpos: en realidad los niños eran alienígenas criados en vainas en el
sótano del colegio. Poco a poco, se fue dando cuenta de que vivían en un ambiente
tan severo —en el que se les mandaba hacer tareas casi antes de aprender a

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andar—, que estaban acostumbrados a obedecer sin rechistar.


Entró en su clase y se detuvo al ver que una bala de cañón pequeña y morena
iba derecha a su estómago. Soltó un silbido de aire y apoyó las manos en dos
hombritos. Sintió sus huesecitos, frágiles como los de un pájaro, bajo las manos.
—Rafael —sonrió y se agachó. Rafael Martínez era su alumno preferido.
Pequeño, tímido y con una adorable carita color castaño, había merodeado a su
alrededor durante el pasado mes, trayéndole puñados de margaritas, un
mugriento trozo de hueso color té que aseguraba que era un fósil de dinosaurio y
su preferida: una minúscula tortuga verde.
Julia se había preocupado al ver que las dos últimas semanas había estado
cada vez más triste. Le pasaba algo en casa. Habría resistido la tentación de
interferir si Rafael se hubiera vuelto agresivo y violento, como los niños de las
películas. Pero simplemente se había vuelto cada vez más callado, y luego
malhumorado; olas de infelicidad ondeaban palpablemente alrededor de su
cabecita redonda y morena.
—Ey, compañero —dijo Julia suavemente. Alargó un dedo para secar una
lágrima—. ¿Qué ocurre?
Murmuró algo hacia el suelo. Julia creyó oír «Missy» y «madre» y miró con
fijeza a Missy Jensen, la niña de peto y pelo color paja muy corto que le hacía
parecer más un niño que una niña.
Julia no entendía nada. Normalmente, Missy y Rafael eran mejores amigos e
intercambiaban cromos de béisbol y renacuajos.
—¿...de baño? —murmuró Rafael a su cintura, con la cabeza gacha.
Necesitaba llorar en privado. Julia abrió los brazos y el niño la rodeó y echó a
correr hacia el cuarto de baño que había al final del pasillo.
Se acercó hacia Missy, que había seguido a Rafael con la mirada y tenía cara
de afligida.
—¿Qué es todo esto, Missy? —le preguntó con calma.
—No lo sé, sita. —Le temblaba el labio inferior—. No lo he hecho a posta.
Sólo le pregunté si su mamá le iba a traer a hacer «truco o trato» conmigo. —
Missy alzó unos atormentados ojos color azul—. Y luego salido corriendo.
«Oh, oh, —pensó Julia—. Problemas. Aquí mismo, en River City».
—Salió —corrigió sin pensar—. Bueno, entonces déjalo estar. Tenemos que
ponernos a trabajar si queremos tener todo listo para esta tarde. —Julia se
levantó y dio un par de palmadas—. Está bien, niños, cada uno a lo suyo. Tenemos
que preparar a Don Grande.
Todos los niños habían traído sus propias calabazas para prepararlas para
esa noche, Halloween. Catorce pequeñas calabazas con sonrisas cuarteadas y
torcidas aguardaban en fila sobre la estantería. Ahora le tocaba el turno a Don
Grande. Uno de los granjeros del lugar se había presentado aquella mañana y, sin
mediar palabra —decididamente, los habitantes de Simpson no eran nada
habladores—, había depositado una gigantesca calabaza de veinte kilos para que

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los chicos se entretuvieran vaciándola.


Vaciar la gigantesca calabaza se había convertido en un proyecto de clase y,
esa misma tarde, cuando estuviera terminada, la pondrían en las escaleras del
colegio con una vela en su interior.
Como la mayoría de los expatriados estadounidenses, Julia y su familia
habían mantenido las festividades americanas religiosamente, sin importarles
dónde estuvieran en cada momento. La madre de Julia se las había apañado para
hacerse con un pavo de Acción de Gracias en Dubai, calabazas para Halloween en
Lima y un árbol de navidad en Singapur. Julia se sintió estafada al ver que, en
Nueva York y en Boston, hacía tiempo que los niños no salían a pedir «truco o
trato» porque se había vuelto demasiado peligroso.
Por suerte, el mayor peligro para un niño en Simpson era que un alce los
corneara. Estaba encantada de que sus niños llevaran toda la semana
entusiasmados ante la idea de disfrazarse y salir a pedir «truco o trato» por las
casas.
—Henry, Mike, quiero que cojáis la bolsa de plástico; ahí es donde vamos a
poner las semillas y la pulpa. Sharon, coge el rotulador para que podamos pintarle
la cara. ¿Quién tiene la vela?
—Yo. —Reuben Jorgensen enseñó su mejor sonrisa desdentada y alzó una
vela de tamaño industrial.
—Perfecto. Está bien, panda, vamos allá. Tenemos media hora para hacer la
mayor y más mezquina calabaza-linterna que haya visto nunca este pueblo en las
escaleras del colegio.
—¡Sí! ¡Eso es! —Tras una maraña de extremidades y con el máximo ruido y
lío posible, Don Grande empezó a cobrar forma. Por raro que pareciera, el ruido y
la confusión tranquilizaban a Julia, acostumbrada como estaba al ajetreo y al
bullicio de una gran ciudad. Simpson estaba desértica hasta a media mañana,
hecho que le ponía los pelos de punta.
Observó a los niños mientras trataban de vaciar de pepitas la gigantesca
calabaza, interviniendo sólo para recoger lo que caía al suelo para que los niños no
se resbalaran y acabaran en el suelo. Jim, el bedel, se encargaría del resto.
Al cabo de más o menos un cuarto de hora, Rafael volvió a la clase con los
ojos secos pero rojos. Julia esperaba que se uniera a la diversión, pero el
chiquillo se quedó en un rincón, fuera del torbellino de actividad. Julia suspiró y
escribió otra nota a sus padres, preguntándoles si podían venir a verla, y metió la
nota en la tartera del niño. Era la quinta nota en dos semanas que les escribía. Por
poco que le gustara la idea, si tampoco recibía respuesta esta vez, tendría que
pedirle a Jerry el teléfono de casa de Rafael y llamar a sus padres el lunes sin
falta.
—Señorita Anderson, mire, mire.
Julia, que estaba pensando en qué tipo de padres podía pasar por alto la
infelicidad de un chiquillo tan maravilloso, necesitó un par de minutos para

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responder a la ilusionada petición. Se giró para encontrarse con que doce caritas
resplandecientes la miraban como flores al sol; si supieran que sólo estaba
improvisando...
—Mire lo que hemos hacido. —Reuben estaba de pie, orgulloso, con una mano
sobre la enorme calabaza.
—Hecho —corrigió Julia. Bordeó sonriente su mesa y se acercó, alzando una
ceja al ver la mirada feroz de Don Grande. Los chicos habían dejado parte de las
semillas en el interior, pues tampoco había demasiado tiempo, pero habían
esculpido el exterior hasta convertirlo en el sueño dorado de algún fanático de
las películas de terror.
Julia ladeó la cabeza con gracia.
—Da miedo. Parece que lo haya hecho Freddy Kruger. —Los suspiros de
satisfacción le provocaron un sentimiento punzante y doloroso en el pecho, y se le
borró la sonrisa. Eran tan jóvenes... tener miedo a su edad era algo divertido:
cosas que hacen ruido por la noche, fantasmas que salen de los armarios, y mamá
y papá listos para ahuyentarlos con un abrazo y una sonrisa.
¿Pero quién ahuyentaría a sus fantasmas?
Se oyó un fuerte sonido metálico; Julia pegó un brinco al oír la campana y
maldijo a Jerry. Pegar un salto y maldecir a Jerry estaba empezando a
convertirse en un acto reflejo.
—Adiós, señorita Anderson, adiós. —En uno o dos segundos el aula se vació
por completo. No había nada más rápido en la naturaleza que unos niños pequeños
que salen de clase al final del día. En un periodo de tiempo sorprendentemente
breve, el colegio entero estaba desértico. Además, como era viernes, los
profesores también se iban en cuanto podían.
Vería a la mayoría de los niños aquella tarde engalanados con sus disfraces;
una bolsa llena de caramelos aguardaba a que llegara el momento en la
deteriorada y rayada mesita de la entrada de su casa.
Un par de veces por semana, Julia se quedaba un par de horas más con una
excusa u otra. Herbert Davis le había pedido que le llamara a cobro revertido
desde una cabina telefónica cada dos o tres días, pues la cobertura ahí, en el
campo, no era demasiado buena y tampoco quería que utilizara la línea de
teléfono de su casa.
Estaba claro que Davis no tenía ni idea de cómo era Simpson. Había tres
teléfonos públicos en todo el pueblo: uno en el colegio, otro en Carly's Diner y
otro en la tienda de comestibles, y Julia tenía que rotar las llamadas entre los
teléfonos para no levantar sospechas.
Los pasos de Julia retumbaron por el desértico pasillo mientras se dirigía
afuera. El bedel llegaría enseguida, pero de momento estaba sola en el edificio.
La alegre confusión que creaban los chiquillos ocultaba lo viejo y destartalado
que estaba el edificio. Pasó por azulejos rotos y se estremeció al ver las rajas y
las amarillentas goteras que había en la pared.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia se detuvo un minuto en la entrada del edificio y observó Main Street,


la única calle de Simpson, Idaho, 1.475 habitantes. Casi dos mil almas, la verdad,
si se contaba el Simpson Metropolitana, que incluía a los habitantes de los
ranchos que había esparcidos por el vasto y vacío territorio.
De momento había dejado de caer aguanieve, pero las nubes amoratadas que
cubrían Flattop Ridge anunciaban una nueva tormenta aquella misma noche. Sabía
que, por muy malo que hiciera, los niños desafiarían al tiempo para poder ir a
hacer «truco o trato». Era unos supervivientes pequeños pero fuertes; tenían que
serlo, en aquella zona tan dura.
Davis estaba equivocado, pensó Julia desolada. «Necesito un pasaporte para
estar aquí».
El viento se levantó y Julia apretó el jersey contra ella. Por unos segundos,
sólo unos segundos, se sintió como si el viento la empujara hasta el borde del
mundo. Un paso más y se caería...
Se acordó de un mapa medieval que había visto una vez. La tierra era plana y
en los bordes exteriores no había más que tierra salvaje, donde el dibujante del
mapa había escrito: «Aquí están los leones». El fin de la civilización. Era como
ahora, con una única diferencia: «Aquí están los pumas».
«Santana nunca podrá encontrarme, —pensó—. ¿Cómo iba a hacerlo, si no me
encuentro ni yo misma?».
Simpson era como aquel viejo chiste: si no ibas porque querías llegar allí, es
que te habías perdido. No llevaba a ningún sitio ni estaba de camino a ninguna
parte. A unos 50 kilómetros de allí, la carretera llena de baches doblaba hacia
Rupert, una metrópoli de 4.000 habitantes, o hacia Dead Horse1, una mancha en
un cruce de caminos tan sofisticada como su nombre.
Un solitario copo de nieve pasó junto a ella y se derritió antes de llegar al
suelo, pero un vistazo rápido al cielo le valió para ver que ahí arriba, de donde
había salido ese copo, había muchos más aguardando. Y su caldera había escogido
aquel preciso momento para declararse en huelga.
Sintió un repentino y profundo nudo de nostalgia en la garganta. En casa, si
le pasara algo a la caldera y no funcionara, habría llamado a Joe desde el trabajo
y, para cuando llegara a casa, estaría arreglada. En casa, en un día frío y oscuro
como aquel habría hecho lo que fuera por hacer algo especial, como alquilar una
película clásica, comprarse un nuevo libro u organizar una cena con alguna amiga
como Dora, por ejemplo. A Dora también le gustaban las comidas calientes y
especiadas en los días fríos y desapacibles. Habrían ido a The Iron Maiden, ese
nuevo restaurante ucraniano de moda que había en Charles, o puede que se
hubieran animado a probar algún restaurante sichuanés... o a lo mejor habrían
pedido algo en un mejicano...
O podría haber llamado a Mason Hewitt y habrían encontrado alguna
comedia que ver, habrían tomado dim sum en Lo's y un café por la noche en Latte
1
En inglés, Dead Horse significa Caballo Muerto (N. de la T.)

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

& More. Y después se habría planteado seriamente la posibilidad de dejar que


Mason la sedujera. Hacía mucho, mucho tiempo que no echaba un polvo. Desde la
muerte de sus padres, de hecho. Tampoco había planeado que las cosas fueran así
pero, de todas formas, así es como habían salido.
Mason podía ser la persona adecuada para volver a introducirse en las
profundidades de la sexualidad. Aunque no era sexy, era gracioso y, si la cosa
salía mal, siempre podrían hacer unas risas sobre ello.
Una ráfaga de agujas de hielo sobre el rostro trajo a Julia de vuelta a la
realidad. No iría a ningún sitio con Dora aquella tarde; no alquilaría ninguna
película ni se compraría libro alguno y, decididamente, no echaría ningún polvo.
Probablemente ni siquiera tuviera calefacción en casa.
«¿Qué hago aquí?, —se preguntó Julia desolada—, ¿A ochenta kilómetros
del Estée Lauder más cercano y donde la única comida rápida es el ciervo?».
Lo irónico del asunto era que Dora, Mason y todo el mundo pensaban que
estaba en Florida. Davis le había hecho llamar desde una línea telefónica segura y
pedir la baja no remunerada por asuntos personales para cuidar de un abuelo
enfermo en San Petersburgo. Sin regularidad, pero con frecuencia, enviaban
postales firmadas por Julia a la lista de amigos y compañeros de trabajo que
Davis le había hecho elaborar. Probablemente Dora y Mason la envidiaran en
aquellos momentos por poder pasar un tiempo en Florida, regodeándose al sol,
siendo buena y haciendo el bien.
Lo injusto que era todo aquello le carcomía el alma.
Una oleada de desesperación invadió a Julia hasta el punto de que casi se
cae de rodillas y se pone a llorar. ¿Qué cojones había hecho ella para merecer
esto? Estaba siendo castigada por un delito que no había cometido; había
presenciado por casualidad un asesinato y, en el espacio de unas pocas horas, le
habían arrebatado su tranquila vida de golpe.
Atravesó la calle despacio y recorrió la media manzana que había hasta la
intacta cabina pública que, al contrario de las que había en Nueva York y Boston,
no estaba destrozada. Pero estaba en un estado lamentable y se averiaba
continuamente, como si la compañía telefónica encargada de la cabina no se
hubiera molestado en volver a pasar por allí desde los tiempos de Edison.
La cabina estaba en la parte exterior de la destartalada casa de dos plantas
y de listón de Ramona Simpson, última descendiente de Casper Simpson, el
fundador inmortal de la ciudad. Corría el rumor de que Ramona estaba loca, y
Julia creía a pies juntillas ese rumor. Echó un vistazo a la señal de SE
ALQUILAN HABITACIONES que había en la ventana del salón de la casa de la
señora Simpson y se estremeció. Salvo por el hecho de que no estaba en una
colina, la casa era igualita al hotel de Norman Bates en Psicosis.
Julia se detuvo junto al teléfono y observó la calle arriba y abajo; no debía
haberse molestado en hacerlo, pues Main Street estaba desértica. Le habría
gustado pensar que se debía a que eran las cuatro de una heladora tarde de

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

viernes, pero no era así. Main Street estaba siempre desértica.


Echó una moneda en el teléfono y le pidió a la operadora que realizara la
llamada a cobro revertido.
—Davis.
Julia se dejó caer sobre la cabina de plástico duro, aliviada, al oír su voz.
—Hola, soy yo. —Davis le había prohibido terminantemente que dijera su
nombre. Si él no estaba, debía dejar recado de que su prima Edwina había
llamado. «¿De dónde sacará esos nombres?», se preguntó por enésima vez, «¿de
la Biblia familiar?».
—¿Qué tal estás? —La voz de Davis era monótona, casi aburrida. A Julia le
cabreaba pensar que él estaba en su cálida oficina, en una de las mayores
ciudades del mundo, mientras ella estaba en aquel tugurio helador. Davis tenía
Louisbourg Square, ella Main Street; él podía comer todo tipo de comidas
deliciosas, ella sólo macarrones pasados y Ketchup.
—¿Que qué tal estoy? —Julia apretó los labios y observó el cielo lívido en
busca de inspiración. Aspiró con fuerza para soltar el aire muy despacio,
esperando hasta asegurarse de que no le temblara la voz—. Déjame ver...
estamos a unos cuarenta grados bajo cero y la temperatura sigue bajando. La
ciudad está igual de vacía que Tombstone en un tiroteo. Missy Jensen ha hecho
llorar a Rafael Martínez y yo estoy a punto de unirme a él. Estoy a miles de
kilómetros de cualquier parte. ¿Cómo cojones crees que estoy?
Era su pequeña rutina, como las parejas de ancianos casadas que siguieron
juntos por el bien de los niños al principio y, después, por el bien de los perros.
Julia se quejaba y él escuchaba y se compadecía de ella. Julia esperaba que Davis
le dijera lo que quería oír, pero no parecía dispuesto.
—¿Cuánto tiempo? —suspiró Julia, mientras se frotaba el brazo que
sujetaba el teléfono con la mano que le quedaba libre. Se acurrucó cuanto pudo
en la cabina, deseando escapar del gélido vendaval que empezaba a levantarse.
Siempre preguntaba lo mismo: «¿Cuánto tiempo?».
—Parece que hasta después de Semana Santa.
—¿Después de Semana Santa? —Julia se enderezó y ahogó un gritito—.
¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo demonios voy a sobrevivir otros seis meses
más aquí, señor...
—Sin nombres —le advirtió con rapidez.
—Arghh... —Julia odiaba otra cosa, más aún que Simpson, y era el tener que
vigilar lo que decía—. Se suponía que ibas a sacarme de aquí lo antes posible,
¿recuerdas? ¿Qué ha pasado?
—Lo que ha pasado es que nuestro amigo Fritz —Su nombre en clave para
Santana— ha contratado los servicios de S. T. Akers.
—¿De quién?
—S. T. Akers. Joder, siempre me olvido de que no creciste en Estados
Unidos. Es el abogado criminal más famoso de América; todos sus clientes son

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

muy, muy ricos y muy, muy culpables. Su lema es que siempre saca a sus hombres
del lío...
A Julia se le congeló la respiración.
—¿Y lo hace?
Oyó un pesado suspiro.
—Sí, lo hace. Hasta el momento ha peleado por miles de ellos. Acaba de
inundar la oficina del fiscal del distrito con tantas mociones de indulto que
parece que haya pasado una avalancha por ahí. Les va a llevar un mes dedicarse a
procesar todo eso. El fiscal me dijo ayer, en privado, que tendrían mucha suerte
si lograran llegar a juicio antes de verano.
—Y... —Julia tragó con fuerza—... ¿y yo?
—Bueno tú... eres nuestra mejor baza. El resto de las pruebas no tienen
sentido. Akers sería capaz de salvar a Hitler con tecnicismos, si quisiera. Al
parecer, vas a tener que aguantar allí un poco más.
Julia esperaba que el escozor húmedo de sus ojos se debiera al viento
helador y no a las lágrimas. Otros seis meses, tal vez más, en Simpson. El pecho
le ardía.
—¿Qué? —preguntó. Davis le había dicho algo, pero sonó como si una
tormenta de nieve hubiera golpeado los cables del teléfono—. No tengo mucha
cobertura, ¿qué has dicho?
Oyó un ruido y luego: «...raro».
—No te oigo —gritó—. ¿Qué dices?
De pronto, la conexión se arregló y oyó a Herbert Davis como si estuvieran
frente a frente.
—He dicho que si has notado algo raro últimamente.
—¿Raro? —Julia contuvo las ganas de echarse a reír como una bruja loca—.
¿Algo raro, dices?
Miró a su alrededor. Las oscuras nubes se habían ido amontonando hasta
cubrir casi por completo el horizonte de capas sucias, de forma que la luz del
final del día aparecía por debajo del cielo, mostrando sin piedad la decadencia del
pueblo.
Como siempre, en todo Main Street no había un alma; los edificios
necesitaban una buena capa de pintura, y el resto de las tiendas estaban
cubiertas por cartones. Lo que le sorprendía no era que los negocios no
funcionaran, sino que aún funcionara alguno. El pueblo de Simpson estaba muerto,
pero su cadáver aún no se había enterado de ello. Volvió a concentrarse en el
teléfono.
—Aquí todo es raro. ¿Te referías a alguna rareza en especial?
—Hombre... —Para su sorpresa, Davis parecía avergonzado. A lo mejor se
debía a la conexión defectuosa—. Quiero decir, ¿has visto a alguien diferente o
fuera de lugar... por allí? Alguien... ¿extraño?
Julia pegó una patada y dio un suspiro de frustración que salió con vaho. La

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

temperatura caía por momentos.


—Aquí todos son raros. Llevan siglos casándose entre primos y sus genes se
han vuelto locos. No hay nadie normal, si no, no estarían aquí; se habrían
marchado hace siglos. ¿De qué hablas?
Le llegó un sonido de fondo tan alto que tuvo que apartarse el auricular de la
oreja para no quedarse sorda.
—¿Qué?
La voz de Herbert Davis se oía débilmente.
—Ordenador... codificado... confidencial. —Y luego—:...archivos perdidos... la
información... —Y después un ruido.
—¡Oye! —Julia se mordió la lengua justo antes de decir el nombre de Davis
—. Vuelve a decirme eso.
El ruido se detuvo repentinamente.
—...decía que hemos perdido una parte de nuestros archivos de ordenador.
Estábamos pasando los archivos a un CD. —Julia podía oír el entusiasmo en la voz
de Davis—. Nos han traído un nuevo programa para comprimir información que es
genial, hemos podido comprimir...
Julia se acurrucó en su jersey y observó cómo los negros nubarrones
seguían cubriendo el cielo, que un relámpago iluminó por unos segundos.
—Venga, corta el rollo. —El tono de chico duro le salió sin poder evitarlo e
hizo una mueca de disgusto—. ¿Por qué me cuentas esto? ¿Qué tiene que ver
conmigo?
—Ah. —Julia casi podía ver a Davis al otro lado de la línea, sorprendido de
que no mostrara ningún entusiasmo por su nuevo juguete de ordenador. Oyó que
tomaba aire—. Bueno, no creo que te afecte de verdad, y no quiero preocuparte,
pero hemos... extraviado temporalmente algunos archivos y parte de esos
documentos que hemos perdido... extraviado... es algo temporal, ¿vale?, estaban
relacionados con tu caso.
—¿Qué? —gritó, antes de bajar la voz por si había algún ser humano por ahí
cerca. El corazón le latía a mil por hora—. ¿Mi caso? ¿Te refieres a información
acerca de dónde estoy ahora? ¿En documentos? ¿Que habéis perdido?
—Hombre... perder es una palabra demasiado fuerte... prefiero pensar que
están extraviados. Temporalmente. Pero... —Davis bajó la voz hasta lo que
probablemente consideró un tono de voz suave pero que sólo consiguió
aterrorizar a Julia aún más—... no te preocupes. Toda la información estaba
codificada y nuestros programas son muy seguros. Además, los archivos de
Protección de Testigos están doblemente codificados. A un genio o a una cadena
de ordenadores les llevaría un mes descubrir el código y, créeme, Fritz no tiene
acceso a ninguna de las dos cosas. Los archivos están programados para que se
autodestruyan a no ser que se introduzca un código especial cada media hora, así
que estás a salvo. Hemos encontrado los archivos y los hemos descargado en un
nuevo programa de codificación.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia agarró el auricular con fuerza y escuchó su diatriba informática,


tratando de respirar y preguntándose qué hacer para calmarse. Ni siquiera había
una parafarmacia en Simpson. No había Prozac, ni Xanax y el whisky le daba
ardor de estómago. ¡Ni siquiera podía echar un buen polvo por ahí!
—Sólo te preguntaba si habías visto a alguien sospechoso por pura rutina,
pero créeme —continuó Davis—, nadie sabe quién eres ni dónde estás.
«Tiene sentido, porque ni yo misma sé quién soy ni dónde estoy», pensó
Julia. Volvió a dar una patada con sus pies congelados y el teléfono volvió a hacer
ruidos.
Un repentino golpe hizo que Julia se diera la vuelta corriendo con el corazón
en un puño; pero no era más que un antiguo y descolorido póster de Coca-Cola que
el gélido viento golpeaba contra una pared agrietada de hormigón, así que Julia se
volvió a dejar caer contra el cristal, aliviada. La fuerza del viento arrancó el
póster de la pared, que salió despedido por la vacía calle.
«Sé exactamente cómo te sientes», pensó.
—La conexión vuelve a ser mala —chilló cubriendo con la mano el altavoz, y
colgó. Ya había tenido suficientes malas noticias. No le bastaba con decirle que
estaría ahí atrapada durante meses... al parecer, alguien había estado cerca de
descubrir dónde se ocultaba.
Julia se detuvo en seco un segundo, paralizada por la idea aterradora que
acababa de tener más que por el frío viento. Davis parecía estar completamente
seguro de que nadie podía piratear los archivos del Departamento de Justicia,
pero había leído más de una noticia en los periódicos acerca de hackers de doce
años y llenos de espinillas que entraban en los ordenadores de compañías y de las
fuerzas de seguridad.
¿Qué pasaba si Dominic Santana resultaba ser un experto informático? Su
mente volvió a aquella terrible y espantosa noche de un mes antes. Normalmente
trataba de eliminar las imágenes de su mente, especialmente a las dos de la
madrugada, cuando las pesadillas amenazaban con volverla loca, pero ahora evocó
a propósito aquellas imágenes grabadas para siempre en su cabeza.
Hacía calor aquel día. Había sido un día de bochorno de una tarde de
veranillo inusualmente calurosa.
Repasó la escena a cámara lenta... el esquelético hombre de rodillas; el
sudor, del miedo, que goteaba en la acera manchada de aceite; otro hombre, que
le apuntaba con un arma a la cabeza; el dedo que apretaba despacio el gatillo; la
detonación; la cabeza del hombre esquelético que explotaba... ahí era donde
siempre apartaba la imagen de su cabeza, pero esta vez continuó y se concentró
en el hombre que sostenía la pistola. Era alto y corpulento. Se concentró en su
cara. Sus gestos eran de una frialdad animal, llenos de brutalidad y violencia...
aunque no inteligencia. Julia empezó a volver a respirar. No, se dijo, ese hombre
no podía piratear un ordenador así.
Además, recapacitó Julia mientras volvía al edificio vacío del colegio, llevaba

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

en Simpson el tiempo suficiente para conocer a todos de vista. Últimamente no


había visto ninguna cara nueva.
El cielo rugió de camino al colegio y las luces parpadearon una vez. «Genial,
—pensó—. Esto es genial». Ahora sí que tenía que apresurarse a volver a casa;
tenía una gotera y no le apetecía tener que buscarla a tientas.
Entró en su clase, con el familiar olor a polvo de tiza. Don Grande la
observaba desde su rincón. Tenía que acordarse de decirle a Jim que lo dejara en
las escaleras del colegio cuando acabara de limpiar.
Las luces volvieron a parpadear en la oscura clase. Se oyeron unos pasos
fuertes en el pasillo que había fuera; el sonido retumbaba en el silencio del
colegio. Alguien andaba con rapidez, se detenía y volvía a ponerse a andar, como
si... el corazón se le paralizó; como si estuviera buscando algo... o a alguien.
«No seas estúpida», se dijo, pero su corazón siguió su desbocada carrera.
Con manos temblorosas, metió los papeles en su maletín, maldiciendo al ver que se
le caía uno al suelo. Se oía a sí misma jadear e hizo un esfuerzo por
tranquilizarse. Los pasos se detuvieron y volvieron a empezar. Cada profesor
tenía su nombre escrito en la puerta de la clase. Si alguien andaba buscando a
Sally Anderson...
Se detenía, volvía a empezar...
Agarró su abrigo y trató de calmarse. Davis la había asustado, nada más.
Probablemente fuera Jim...
...sólo que Jim era un hombre mayor y arrastraba los pies...
...o uno de los profesores...
...aunque todos se habían marchado a casa...
Más cerca, más cerca...
Los pasos se detuvieron y clavó la vista en la ventanilla de cristal que cubría
la parte superior de la puerta. Tenía que ver quién era, asegurarse de que no era
más que uno de los inofensivos ciudadanos de Simpson y no... y no...
Un rostro apareció junto a la ventana. Era un hombre. Metió una mano en la
chaqueta para sacar algo.
Las luces se apagaron.
Julia gimió y trató de pensar en el nudo de miedo que se le estaba formando
en la garganta. ¿Qué podía usar como arma?
No llevaba nada en el bolso, aparte de un diario de bolsillo, unas llaves y algo
de maquillaje. Las mesas de los niños pesaban demasiado como para que las
levantara y las sillas, de plástico ligero, apenas pesaban. Su mano rozó algo grade
y duro... ¡Don Grande!
Jadeando cada vez más, puso la silla en dirección a la puerta, se subió a ella
y sostuvo la enorme calabaza en las manos. Estaba de pie, temblando, a un lado de
la puerta y lista para aplastarle la cabeza al hombre que había ahí fuera. Se le
tensó el cuerpo, preparada para luchar.
Giró el pomo.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia cerró los ojos y volvió a ver la cara que había visto con las brillantes
luces fluorescentes del pasillo.
El pelo negro, liso y demasiado largo que encuadraba una serie de angulosas
y duras facciones que se unían para formar las mejillas y la barbilla. La boca seria
y los ojos negros.
Un rostro desconocido.
Un rostro inolvidable.
El rostro de un asesino.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 2

Sam Cooper sentía deseos de matar a alguien. Preferiblemente a su capataz


y mejor amigo, Bernaldo Martínez. O, en su defecto, a Carmelita, la desleal e
infiel mujer de Bernie. Se conformaría con cualquiera de los dos.
Los que debían estar ahí, dispuestos a hablar con la profesora del Rafaelito
eran ellos, y no él. Preferiría andar sobre el fuego antes que tener que hacerse
cargo de toda esa mierda emocional; tenía problemas más que suficientes con el
incremento de los precios del pienso y las goteras del techo.
No tenía la más remota idea de qué podría decirle a la profesora de Rafael;
lo único que sabía era que Bernie no estaba en condiciones de hablar con nadie en
aquel momento.
Cooper se metió la mano en el bolsillo, donde llevaba las notas que la
profesora, una tal señorita Anderson, había mandado a casa con el niño. Se las
sabía de memoria, pues las había leído una y otra vez desde que volvió a casa tras
un viaje de negocios a Boise y se encontró con un Bernie medio inconsciente, con
una botella de whisky barato en una mano y las notas en la otra.
Le había quitado las notas de la mano, había agarrado a Bernie del hombro,
le había metido completamente vestido en la ducha y había encendido el grifo del
agua fría.
Bernie había recuperado la sobriedad lo suficiente para maldecirle
débilmente, antes de caer rendido en la cama que llevaba mucho, mucho tiempo
sin hacer. Cooper había estado tentado de dejar a Bernie como estaba, sobre la
cama deshecha y con la ropa empapada, pero cedió y, suspirando, le desvistió y le
tapó con un par de mantas.
La resaca que tendría al día siguiente le haría sentirse suficientemente mal;
no hacía falta que pillara también una pulmonía.
Pero Bernie le debía una. Y muy gorda. Hacer de niñera y hablar con
profesoras de primaria no estaba entre sus hobbies preferidos.
Cooper se quedó de pie junto a la puerta de la clase. No tenía por qué seguir
esperando; la placa que había fuera de la puerta confirmaba que, efectivamente,
aquella era la clase de la señorita Anderson. Trató de mirar a través del cristal
de la puerta con la esperanza de que la clase estuviera vacía, pero las luces del
pasillo eran tan brillantes que lo único que vio era el reflejo de su propio rostro
en el cristal.
Parecía todo lo enfadado que estaba.
«Joder, qué poco me apetece hacer esto», pensó apretando los labios con

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

fuerza. Aun así, se echó hacia delante, preguntándose si debería llamar a la


puerta. Luego pensó que para qué... giró el pomo y la abrió.
Un montón de ladrillos se le cayeron en la cabeza.
—¿Qué...? —Cooper se encontró de pronto contra la pared de la clase, con
las piernas abiertas. Se llevó una mano a la cabeza y palpó un buen moratón que
estaba convencido de que no tardaría en aparecer. Cuando retiró la mano estaba
húmeda y, por un instante, pensó que era sangre; hasta que vio que era una
sustancia naranja y con semillas blancas.
¿Calabaza? Se quedó unos segundos mirando fijamente la mano cubierta de
pulpa de calabaza y semillas. ¿Le habían dado en la cabeza con una calabaza?
—No te muevas —le advirtió una voz alta y tensa. Justo enfrente tenía a
una mujer pequeña, delgada y preciosa, que no dejaba de jadear y temblar.
Cooper se dio cuenta de que estaba muerta de miedo.
Debería haber sido pelirroja. Pese a que su pelo era de color marrón, tenía
la piel pálida y los ojos azul turquesa propios de las pelirrojas. Le recordó al
cachorrillo de zorro que se había encontrado una vez con la pata atrapada en una
trampa. El cachorro estaba herido de muerte y quiso liberarle de la trampa, pero
el animal le había siseado y gruñido, e incluso había tratado de morderle con sus
dientes de leche.
De forma que se quedó sentado sobre el puré de calabaza, mirando
fijamente cómo hiperventilaba y temblaba la joven. Sus manos temblorosas
sostenían una lata de spray dirigido a él. Era exactamente igual que el spray
contra el mal aliento que tenía en su cuarto de baño.
—Es un spray de pimienta —mintió—. Como hagas un movimiento... un solo
movimiento, te rocío.
No quería volver a lavarse los dientes, así que se quedó quieto.

* * *

¿Y ahora qué?
Julia mantuvo el dedo en la boca del spray, confiando en que no se le
resbalara de las sudorosas y temblorosas manos. Una gota de sudor le caía por
los ojos, pero no se atrevía a limpiarla. Apenas podía respirar, y la falta de
oxígeno le estaba haciendo ver destellos de colores. El tratar de noquear a aquel
terrorífico hombre era la cosa más valiente que había hecho nunca, pero no tenía
sentido que hiciera el papel de Xena, la princesa guerrera, cuando en realidad se
sentía al borde del desmayo.
Se oyeron pasos en el pasillo y, sin perder de vista al aterrador tipo que
tenía sentado contra la pared, se dirigió a la puerta.
—¡Jim! —gritó—. ¡Llama al sheriff! Dile que tengo a un peligroso delincuente
aquí. ¡Dile que venga ya mismo! —Julia alzó la vista lo justo para ver que Jim
tiraba la fregona al suelo y se alejaba arrastrando los pies. Volvió a fijarse en el

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

hombre que había contra la pared.


Era aterrador, pese a que estaba sentado. Le había golpeado en la cabeza
con Don Grande, pero no había conseguido dejarle K.O. Era alto y fuerte, de
espalda ancha, e iba vestido con un jersey negro de cuello alto, una cazadora
negra y vaqueros; oscuras y duras facciones, ojos negros y despiertos... todo en
él delataba que era un asesino. Le tembló la mano. ¡Menos mal que se había
acordado del spray contra el mal aliento que guardaba en el bolso!
—No te muevas —repitió Julia, jadeando. Estaba tan asustada que tenía el
corazón en un puño. El terror de los meses previos volvió multiplicado por mil,
envuelto en un paquete alto, delgado y de espalda amplia. Le miraba fijamente
con sus oscuros ojos y supo que el tipo estaba calculando su próximo movimiento.
Aquel hombre era un asesino profesional. ¿Cuánto tiempo podría mantenerle a
raya con el spray para el mal aliento?
La puerta del colegio se abrió y oyó a alguien correr por el pasillo. Abrieron
la puerta de la clase de par en par y el sheriff Chuck Pedersen apareció en el
vano con una pistola en la mano.
Se detuvo de lleno al ver al asesino del suelo y a Julia.
—Oficial —dijo Julia con un hilillo de voz. Carraspeó para aclararse la voz y
comenzó de nuevo—: ¡Oficial, arreste a este hombre! ¡Es un delincuente
peligroso!
El sheriff Pedersen volvió a guardar la pistola y se apoyó contra el vano de
la puerta.
—Hola, Coop.
—Chuck.
Julia sacudió las rodillas, pues sentía que estaban a punto de fallarle. Miró
al sheriff y aspiró con fuerza.
—¿Conoce a este hombre?
El sheriff Pedersen cambió de pie su considerable peso y se pasó el chicle
de un lado a otro de la boca.
—¿Que si le conozco? —preguntó con tono filosófico—. Depende de qué
implique «conocer» a una persona. Puedes pasar años junto a una persona y no
comprender nunca…
—Chuck —repitió el tipo del suelo, esta vez con un gruñido.
Pedersen se encogió de hombros.
—Sí —dijo mirando a Julia—. Conozco a Sam Cooper. Lo conozco de toda la
vida y conocí a su padre. ¡Joder, pero si hasta conocía a su abuelito!
—Oh, Dios mío —se quejó Julia. El estómago le daba vueltas a mil por hora y
no conseguía detenerlo. La adrenalina aún corría por sus venas y era incapaz de
pensar nada coherente.
Le habría gustado morirse allí mismo; se había defendido con valentía contra
un asesino a sueldo y ahora resultaba que había noqueado a un respetable
ciudadano de Simpson.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

El tipo seguía sentado en el suelo, observándola.


Julia trató de pensar en algo razonable que decir. ¿Cómo demonios iba a
disculparse? «Siento muchísimo haberle atacado, pero pensé que era un asesino a
sueldo». Era de locos.
Claro que su imaginación tampoco andaba tan mal encaminada. El tío este, el
tal Sam Cooper, parecía de verdad peligroso. Parecía un asesino a sueldo
cualquiera. Todo en él era aterrador: una espiral de poder oscuro emanaba de él
y, aun desde el suelo, parecía un tigre a punto de saltar sobre su presa. Su rostro
era tan anguloso que parecía tallado en el Monte Rushmore. Todo en él era
oscuro, por eso había asumido instintivamente que no era de Simpson.
Tras su primera semana en el pueblo, Julia se había dado cuenta de por qué
Herbert Davis había elegido el nombre de Sally Anderson: en Simpson, todo el
mundo parecía llamarse Jensen, Jorgensen o Pedersen. Estaba convencida de que,
en algún momento del siglo pasado, un destartalado grupo de colonos
escandinavos en busca del océano Pacífico habían dado su último aliento al llegar
a Idaho, pues todo el mundo allí parecía compartir los genes: tenían todos el
rostro y el pelo pálidos y suaves.
Aunque el hombre al que había atacado un poquito no era sí; no había nada
pálido y suave en él.
Tenía el pelo y los ojos negro azabache, a juego con su cazadora negra
azabache y el principio de barba negra que le cubría las mejillas. El único color
que había en él era el naranja del puré de calabaza que le cubría.
Julia tragó con fuerza, sintiéndose culpable, y volvió a meter el spray contra
el mal aliento en el bolso.
—Eh... ¿qué tal? Me llamo Ju... Sally Anderson. —Trató en vano de que no le
temblara la voz.
—Sam Cooper —dijo. Apoyó la mano en el suelo y se levantó con un único y
ágil movimiento tan repentino que hizo que retrocediera con miedo. Empezó a
sacudirse las semillas y Julia volvió a sentirse culpable.
—Casi todos le llaman Coop —comentó el sheriff.
Julia se preguntó qué habría pensado su rigurosa madre acerca del
protocolo de la situación. ¿Podías llamar a alguien a quien habías tratado de dejar
inconsciente por su apodo?
Seguro que no.
—Señor Cooper.
—Señorita Anderson. —Dudó por uno segundo. Su voz era como la de un
asesino... profunda, baja y ronca. Le miró de reojo una vez más.
Seguía pareciéndole peligroso.
—¿Está seguro de que conoce a este hombre, sheriff?
—Sí, señora —replicó el sheriff Pedersen con una sonrisa—. Cría y entrena
caballos en un terreno que hay entre Simpson y Rupert. Todo tipo de caballos,
pero especialmente purasangres y árabes.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Creo... mmm... creo que le debo una disculpa, señor Cooper. —Julia trató
de pensar en algo lógico que decir—. Le... le he confundido con otra persona.
La clase se sumió en un silencio embarazoso.
—No me puedo creer que te hayan pillado desprevenido, Coop —dijo el
sheriff riéndose—. En especial una chica.
—Mujer —murmuró Julia, conteniéndose para no poner los ojos en blanco.
—¿Qué? Ah, sí, ya no se puede llamar chicas a las chicas. —El sheriff
sacudió la cabeza con pesar ante la forma de pensar del mundo actual. Observó a
Julia de arriba a abajo y se rió de Cooper—. Te estás volviendo un blando. —Se
giró hacia Julia—: Coop era un SEAL, ¿sabes?
¿Una foca2?
Por unos instantes, Julia se preguntó si el mes de terror habría acabado con
sus neuronas. ¿Qué demonios quería decir el sheriff? ¿Una foca...?
Ah. Se refería a los SEAL. Un soldado. Entrenados para matar.
Al fin y al cabo, no había andado tan mal encaminada.
Julia trató de asimilar aquella información mientras observaba a Sam
Cooper. En el suelo le había parecido peligroso; ahora que estaba de pie, le
parecía aterrador, enorme y amenazador. El material perfecto para la armada. Le
observó detenidamente, prestando especial atención a sus manos
alarmantemente grandes, y se volvió hacia el sheriff.
—Puede que lo sea —dijo con educación—, pero ya no tiene aletas.
El sheriff se la quedó mirando durante unos instantes; resolló con fuerza
una vez, y luego otra. Hasta que no se dobló por la mitad, sacudiendo los
hombros, Julia no se dio cuenta de que se estaba riendo.
Era lo último que le quedaba. El espantoso día entero se le cayó encima;
Herbert Davis y sus muy poco alentadoras noticias de que los asesinos podían
haber estado cerca de descubrir dónde se escondía; el terror cuando pensó que
uno de los asesinos a sueldo de Santana le había encontrado; su heroica y última
batalla de El Álamo; el gigantesco alivio cuando descubrió que, después de todo,
no iban a matarla.
Y luego el sheriff que corría a rescatarla; sólo que no la había rescatado. De
hecho, podría detenerla por... ¿por qué? ¿Agresión con un vegetal mortal?
Y, para colmo, el sheriff estaba haciendo una imitación espantosa de Walter
Brennan en Río Bravo; sólo que él tenía todos los dientes y no cojeaba. Julia
odiaba Río Bravo.
Ahora que lo pensaba, también odiaba El Álamo.
—Si no le importa, sheriff —dijo con frialdad.
Chuck Pedersen resolló una vez más y se frotó los ojos.
—Aletas —dijo, y volvió a resollar. Sacudió la cabeza—. No, señorita...
«Devaux», pensó.
2
En inglés, seal significa foca, aunque el sheriff hace referencia a los SEAL, los grupos de
operaciones especiales de la armada de los Estados Unidos. (N. de la T.)

- 26 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Anderson —dijo.
—Anderson, es verdad. Lo siento. ¿Acaba de mudarse, verdad?
—Hace poco menos de un mes. —Veintisiete días y doce horas, ¿pero quién
lleva la cuenta? Ella no.
—Así que no conoce a todo el mundo aún, pero el viejo Coop, aquí presente,
formaba parte de la Marina, era un SEAL, como le he dicho. Tropas de asalto.
Hizo un trabajo jodidamente bueno, además; le dieron una medalla y todo. Pero su
padre murió y volvió para hacerse cargo del rancho.
Dios mío. Julia cerró los ojos unos segundos. Aquello era mucho peor de lo
que pensaba. No le bastaba con haber atacado a uno de los buenos ciudadanos de
Simpson... no, tenía que ser, además, un héroe de guerra. Abrió los ojos y volvió a
mirar a Sam Cooper.
Seguía pareciéndole duro y peligroso.
Recopiló la poca dignidad que aún le quedaba y, haciendo acopio de todo su
valor, le tendió la mano a Sam Cooper, el criador de caballos/SEAL.
Le miró fijamente a los negros e inexpresivos ojos y se estremeció.
—Le ruego que acepte mis disculpas, señor Cooper.
Tras unos segundos, Sam Cooper le dio una mano enorme, fuerte y llena de
callos. Le estrechó la mano y él le miró a los ojos; Julia se lo quedó mirando antes
de soltarse y apartar la mirada, sintiéndose como si acabara de escapar de un
campo de fuerza. Emitió un sonido y decidió tomarlo como que aceptaba sus
disculpas, pues recordó que los SEALs no hablaban. Sólo gruñían.
Julia se volvió hacia el sheriff y trató de sonreír.
—Supongo que también le debo una disculpa a usted, Sheriff.
—Chuck —dijo el sheriff sonriendo—. No somos muy dados a las
formalidades por aquí.
—Chuck, pues. Siento mucho haber causado todo este alboroto.
El sheriff se dio la vuelta para marcharse.
—Bueno, no voy a decir que para eso estamos, porque me ha dado un buen
susto, señorita Anderson...
—Sally —dijo Julia, odiando el nombre.
—Sally. Como iba diciendo, pensé que por fin había cogido a un delincuente.
Normalmente me limito a acabar con las peleas de la noche del sábado y detener
a los que se pasan de velocidad. Aunque tampoco hay muchos de esos.
—No, supongo que no —murmuró Julia—. Simpson parece un pueblecito tan
agradable. —Después de todo lo que había pasado esa tarde, ¿qué mal podía
hacer una mentirijilla? De acuerdo, una mentira enorme—. Acogedor y tranquilo.
Los años que había pasado en el extranjero hacían que fuera más fácil decir
las cosas agradables y falsas. Julia recordaba haber oído a su madre decir cosas
maravillosas acerca del paisaje que rodeaba Reykiavik (una tierra baldía, sin
árboles ni vida) a un islandés encantado. El sheriff sonrió abiertamente.
—Eso seguro. Me alegro de que te guste la vida aquí; siempre estamos

- 27 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

encantados de dar la bienvenida a los forasteros. Necesitamos sangre nueva. Los


jóvenes se marchan en cuanto acaban el instituto. No hago más que decirles que
el mundo de ahí fuera no es un lugar agradable, pero nadie me escucha. No sé qué
creen que van a encontrar ahí fuera.
«Oh, no lo sé, —pensó Julia—. Librerías, cines, teatros, galerías de arte.
Buena comida, buena conversación, tiendas. Aceras. Humanos». Luego, como
siempre le decían que era como un libro abierto, sonrió y trató de pensar en
cualquier otra cosa.
—Ya sabes cómo son los críos. Supongo que creen que tienen que ir a
descubrirlo por ellos mismos. —Por educación, Julia se giró hacia el hombre al
que le había dado en la cabeza—: ¿No es cierto, señor Cooper?

* * *

Cooper había estado pensando en la facilidad con que la tal Sally Anderson
entablaba conversación con Chuck, al que conocía desde hacía apenas cinco
minutos. A él le había costado horrores darle el pésame a Chuck cuando murió
Carly, la mujer del sheriff.
Y luego Chuck le había rondado con gesto taciturno y se había limitado a
darle unas palmaditas en el hombro cuando la mujer de Cooper, Melissa, se
marchó. Al parecer, las profesoras de primaria guapas no tenían el tipo de
problemas que tenían los hombres. Y menos aún las profesoras guapas de pelo
rojo, no —volvió a comprobarlo mientras ella no le miraba—: castaño.
Habría jurado que era pelirroja. Parecía una pelirroja; y él tenía auténtica
debilidad por las pelirrojas. Aunque, a decir verdad, no había visto a una pelirroja
tan maravillosa como aquella más que en las películas.
Seguía muerta de miedo. Le había tendido una mano temblorosa; una mano
suave, pequeña y fría como el hielo. Había tenido la irresistible tentación de
seguir agarrándole la mano para calentársela. Pero la había soltado, pues parecía
aterrorizada; era difícil olvidar la cara de verdadero pavor que había puesto
mientras le mantenía acorralado. La última vez que había visto esa expresión de
horror en alguien había sido a punta de pistola.
Ahora ocultaba bien su miedo con una educada expresión en su adorable
rostro, pero recordaba su mano temblorosa.
Se hizo un silencio repentino y Chuck y la profesora se lo quedaron mirando,
expectantes. El eco de la pregunta de la señorita Anderson resonaba en el aire.
—Eh... es cierto. —La respuesta debía de haber sido la adecuada, porque la
profesora recogió sus cosas y salió por la puerta. Chuck le dio una palmadita en la
espalda y la siguió; Sam se quedó sólo en el colegio, con Jim, que barría el pasillo.
Escuchó a Jim tararear la canción Be my Baby, desentonada pero al ritmo de
la fregona. Cooper se dirigió hacia la puerta y oyó que algo crujía. Las notas. Las
notas que Sally Anderson había escrito. Había venido a hablar de Rafael.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Joder. Se le había olvidado por completo.

* * *

Los acordes del principio de Tosca llenaron la aireada y luminosa estancia.


La habitación era un tesoro oculto de objetos maravillosos y extraños. Un
observador de a pie jamás habría visto el estado del sistema de seguridad, ni la
colección de revólveres y rifles que escondía en el falso suelo de la cómoda de
roble del Renacimiento.
Sobre la consola Hepplewhite había un ordenador y, junto a él, un bote
Wedgwood del siglo XVIII contenía lápices y bolígrafos.
El profesional abrió el archivo y empezó a meter el programa adaptado de
descodificación; su triunfo personal. Ese programa podría valer más de 100.000$
sin problemas en el mercado informático. Si estuviera en venta, que no era el
caso. Cien mil no eran un millón, y el programa de Negocios de Stanford había
dejado muy claro que había que, para conseguir dinero, primero había que
gastarlo.
Introdujo la última de las claves para que el programa se pusiera en marcha
y el ordenador emitió un pitido. Inmediatamente, la pantalla empezó a llenarse de
letras.

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fikropeqhgtjenras,nwkehtjmikofljeqgklanrrikeñnake

jrkbowrejjbpeqigtkrfqnrehtoqlakngfdla'ljtrkoeqjfikr

Descodificación 60%...70%...80%...90%...

Descodificación completada.

El ordenador emitió un pitido suave y el profesional se sentó.

ARCHIVO: 248

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Richard M. Abt

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 05/03/65, Ciudad de Nueva York.

ÚLTIMO DOMICILIO: 6839 Sugarmaple Lane, Ciudad de Nueva York, NY.

CASO: Contable del grupo de abogados Ledbetter, Duncan y Terrance. Los


tres abogados están acusados de blanquear dinero para la mafia. Abt es
el único dispuesto a testificar. Fecha en que prestará declaración:
14/11/05.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 09/09/04

RICHARD ABT, TRASLADADO COMO: Robert Littlewood.

ÁREA 248, Código 7fn609jz5y

DOMICILIO ACTUAL: 120 Crescent Drive, Rockville, Idaho.

Iglesia correcta. Banco equivocado.


El ordenador empezó a escupir más datos y el profesional se quedó sentado
un rato, tragándose la decepción, antes de ponerse en pie para echarse un poco
de Veuve Cliquot helado en una copa Baccarat y soltarse los zapatos de piel
hechos a medida en James & Sons, un zapatero inglés. Le iba a llevar un rato.
El Veuve Cliquot estaba seco y le sentó como un sueño. La luz del candelabro
de Murano atravesaba el cristal de la copa y reflejaba miles de pequeños arco
iris. Bebiendo un trago, el profesional observó el baile de los arco iris a la luz.
Era fácil, tan fácil, acostumbrarse a las cosas buenas de la vida... Ropa
exclusiva, muebles exquisitos, una suite en un ático...
Estaba muy, muy por encima del parking de caravanas y las esperas
aguardando a que el viejo llegara a casa, borracho la mayoría de las veces. Todo
eso había acabado. Para siempre. No habría más golpes de cinturón, ni profesoras
amables que le preguntaran por el ojo amoratado, ni más colecciones de sellos.
Ya no. Nunca más.

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fikropeqhgtjenras,nwkehtjmikofijeqgklanrrikeñnake

ejrkhowrejfhpeqigtkrfqnrehtoqlakngfdla'ljtrkoeqjfikr

Descodificación 60%... 70%... 80%... 90%...

Descodificación completada.

El ordenador volvió a emitir un pitido y, tras unos segundos en los que


pareció pensarlo bien, la pantalla del ordenar se llenó de palabras.

ARCHIVO: 248

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Sydney L. Davidson

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 27/07/56, Frederick, Virginia.

ÚLTIMO DOMICILIO: 308 South Hampton Drive, Apt. 3B, Frederick, VA.

CASO: Químico de Sunshine Pharmaceuticals. Todos los dirigentes de la

- 30 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

compañía acusados de proporcionar drogas de diseño a amigos y otros


socios del negocio. Davidson se ofreció a comparecer ante el Estado a
cambio de una reducción u omisión de su sentencia. Deberá prestar
declaración contra los empleados el: 23/11/05.

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 25/08/04

SYDNEY DAVIDSON, TRASLADADO COMO: Grant Patterson.

ÁREA 248, Código 7gj668jx4r

DOMICILIO ACTUAL: 90 Juniper Street, Filis, ldaho.

El profesional perdió interés de inmediato.


Nadie dijo que aquello fuera a ser fácil.
De hecho, le estaba llevando su tiempo. El tiempo suficiente para hacer una
seria incursión al bote de caviar iraní de contrabando y para escuchar el segundo
acto de Tosca. El Veuve Cliquot estaba a media asta. Tosca introdujo
ruidosamente el cuchillo en el traicionero pecho de Scarpia, y la orquesta
aumentó mientras el ordenador zumbaba. El profesional se incorporó en su
asiento, entrecerrando los ojos.

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fjkropeqhgtjenras,nwkehtjmikofljeqgklanrrikeñnake

ejrkhowrejfhpeqigtkrfqnrehtoqlakngfdla'ljtrkoeqjfikr

Descodificación 60%... 70%... 80%... 90%...

Descodificación completada.

ARCHIVO: 248

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Julia Devaux

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 06/03/77, Londres, Inglaterra.

Venga, venga. El profesional se inclinó hacia delante con los ojos clavados en
la pantalla. «Todo eso ya me lo sé. Cuéntame algo que no sepa».

ULTIMO DOMICILIO: 4677 Larchmont Street, Boston, MA.

Ah... la emoción de la caza no era nada en comparación con la emoción


intelectual de saber que eres más listo que todos los demás.
Ahora, a por el resto. El profesional se tomó su tiempo para escuchar la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

música y hundir un trozo de palito de pan italiano en lo que quedaba de caviar. La


pantalla se llenó de letras.

CASO: Homicidio, Joel Capruzzo, 30/09/04.

ULTIMA DIRECCIÓN CONOCIDA: Hotel Sitwell, Boston, MA.

CAUSA DE LA MUERTE: hemorragia masiva a causa de una herida de bala del


calibre .38. en el lóbulo anterior izquierdo del cerebro.

ACUSADO: Dominic Santana.

DOMICILIO ACTUAL: Centro Correccional de Warwick. Warwick,


Massachussets.

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 03/10/05

JULIA DEVAUX, TRASLADADA COMO:

Sí, eso era.


El cursor se detuvo y parpadeó, como si aguardara pacientemente alguna
señal de las profundidades de la máquina. Tosca luchaba con el policía y maldecía
el nombre de Scarpia mientras despacio, muy despacio, las letras empezaban a
borrarse, una detrás de otra, hasta que la pantalla se quedó en blanco.
El profesional se quedó ahí, asombrado. Estaba claro qué había sucedido.
Los archivos tenían una bomba programada. Si no se introducía un código a
intervalos determinados, probablemente cada —el profesional miró el Rolex
Oyster de oro, recuerdo del primer pago al contado de su primer encargo—
media hora, los archivos se autodestruían.
La copa de cristal se hizo añicos contra la pared de enfrente y el champán
se derramó por la pared como si fueran lágrimas efervescentes. El caviar siguió
el mismo camino y las huevas dejaron un rastro grisáceo y grasiento tras ellas.
Había estado tan cerca. Tan jodidamente cerca.
Después de cinco minutos de pasear su cabreo, el profesional se tranquilizó.
Un mes de trabajo por el retrete. El Departamento de Justicia cambiaría todas
las claves de acceso y podría costarle otro mes más volver a entrar.
«Respira hondo. Contrólate. Recuerda que el control es lo que te sacó del
parking de caravanas. El control.»
Archivo 248. La información de Devaux estaba en un archivo llamado 248.
Nadie más que buscara la cabeza de Julia Devaux sabía tanto como él. Debería
poder jaquear un código de tres dígitos en dos semanas como mucho. Y con S. T.
Akers en el caso, Santana no iría a juicio hasta principios del año próximo, como
pronto.
Aún quedaba tiempo. Archivo 248... no era mucho, pero al menos tenía algo.

- 32 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Aún quedaban esperanzas, el profesional meditó mientras Tosca se lanzaba


por el precipicio.
Aún quedaban esperanzas.

* * *

El camino desde el colegio hasta la casa de Julia era corto.


El camino a cualquier sitio en Simpson era corto. La verdad era que Julia ni
siquiera necesitaba el viejo Ford Fairlane verde lima que Davis le había
proporcionado. Hacía ruido, devoraba la gasolina y tenía edad suficiente para
votar.
Echaba de menos su elegante Fiat.
Echaba de menos su elegante vida.
¿Qué estaría pasando en Boston? Dora llevaba un tiempo pensando
seriamente en hacerse autónoma, e incluso le había dejado caer a Julia que la
aceptaba con ella. ¿Habría dado el salto? Andrew y Paul, sus vecinos gays, se
habían peleado. Julia esperaba que siguieran juntos cuando... si volvía algún día.
Nadie hacía la lasaña como Paul, y siempre podía contar con Andrew para que la
acompañara a cualquier evento de arte.
Alguien les enviaría una postal de Halloween extrañamente alegre desde
Florida, recordándoles el baile de Halloween al que fueron los tres el año
anterior. Si supieran... Julia sonrió ante la repentina imagen de Andrew y Paul
acudiendo a rescatarla.
Y Federico Fellini, el gato más guapo y con más temperamento del mundo.
¿Se habrían dado cuenta sus nuevos dueños de que le gustaba la carne a medio
hacer y de que se enfriaba con facilidad?
Desearía que su vida fuera una película que pudiera rebobinar a hacía un mes
y, así, decidiera no ir a hacer su mini safari fotográfico en la jungla de la zona
industrial del puerto. Cualquier cosa habría sido mejor que eso. Una endodoncia;
una operación a corazón abierto; o incluso leerse por fin su copia antigua y sin
estrenar de La Guerra y Paz, de tapa a tapa y con notas al pie incluidas.
Cualquier cosa habría sido mucho mejor que lo que de verdad hizo: conducir
por el puerto en un intento de obtener fotografías realistas, pues con su amago
de fotografiar escenas románticas sólo había conseguido desperdiciar un carrete
entero con alas borrosas de mariposas y dientes de león desenfocados.
Bueno, al final había obtenido su dosis de realismo.
Julia caminó por la desértica calle, observando los escaparates de las
tiendas a medida que avanzaba. Pese a que era prácticamente de noche, nadie
había encendido aún las luces y aquello parecía una ciudad fantasma. La calle era
espeluznante. El pueblo era espeluznante. Su vida en sí lo era.
Trató de repasar la escena en su cabeza como si fuera una película; un viejo
truco que usaba cuando tenía miedo o se sentía sola o deprimida. En aquel

- 33 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

instante se sentía todo ello, así que se sumió en sus pensamientos y observó su
propia película.
«Una película de los años cuarenta, —pensó—. Rodada en blanco y negro. Eso
es. El cielo grisáceo filtra todos los colores. El tipo malo es... ah, Humphrey
Bogart. O tal vez... Jimmy Cagney».
«Y yo soy la guapa heredera que sigue la pista de la misteriosa muerte de...
de mi tío aquí, en este pueblo fantasma... y la única pista que tengo es esta
estatua de halcón... y el detective privado que contraté es guapo y misterioso...».
Julia se entretuvo con su fantasía, que sacaba de un montón de películas
clásicas, hasta que llegó ante la puerta machada por el tiempo de la casita de
madera de doble vertiente que Herbert Davis le encontró. Y, entonces, la
fantasía desapareció. Ninguna heroína de película de los años cuarenta digna de
llamarse así tendría una casita que dejara pasar ráfagas de viento helador ni
cuyo sistema de calefacción estuviera siempre roto.
Julia se vio obligada a volver de golpe a la fría, fría realidad.
Subió las escaleras del porche de madera, que necesitaba urgentemente un
arreglo, e introdujo la llave. Se detuvo al oír unos arañazos y suspiró con fuerza.
Llevaba dos días tratando de ahuyentar a un perro callejero sarnoso y
esquelético que había tirado el cubo de la basura ya dos veces. Daba igual el
chillido que le pegara, pues siempre volvía.
Con razón prefería a los gatos; tenían demasiada dignidad como para
comportarse como delincuentes juveniles.
Divisó una sombra polvorienta de un marrón amarillento en una esquina del
porche.
—¡Fuera! —dijo con enfado; pero el perro no echó a correr como hacía
normalmente. Julia suspiró y decidió pasar de tirarle una piedra; con lo bien que
le habían ido las cosas hoy, lo más seguro era que fallara y golpeara a alguien.
Giró la llave y, al entrar en casa, oyó un suave gemido proveniente del
porche.
Un gemido.
Bueno, no era de su incumbencia. ¡Joder, ni siquiera le gustaban los perros!
Julia entró en la cocina para hacerse una tranquilizante taza de té pero se
detuvo, entrecerrando los ojos y dando golpecitos en el suelo con el pie.
«Estoy loca», pensó, y se giró para volver a salir por la puerta.
El perro estaba acurrucado en una esquina del porche. Julia se acercó con
cautela. No sabía una mierda de perros. Todo cuanto sabía era que ese animal
podía tener alguna enfermedad horrible, la rabia o cualquier cosa, y podría
saltarle al cuello con un gruñido. Trató de recordar todo lo que sabía acerca de la
rabia, pero lo poco que sabía no era nada agradable... sólo que el tratamiento era
espantoso y conllevaba inyecciones en el estómago.
—Perrito bueno —dijo con poco convencimiento mientras se acercaba a la
amarillenta bola de pelo. En la penumbra, ni siquiera era capaz de distinguir qué

- 34 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

parte era la cabeza y cuál la cola. El perro zanjó su duda alzando el puntiagudo y
manchado hocico y golpeando la madera del suelo con la cola.
Julia se acercó un poco más, preguntándose qué tipo de vocabulario
comprenderían los perros. Federico Fellini, su gato, era un intelectual al que se le
podía hablar de libros y películas, siempre y cuando antes le hubiera dado bien de
comer; aunque tenía el presentimiento de que los perros preferían hablar de
política y de fútbol.
«Esto es mala idea, Julia, —se dijo—. No te basta con estar en Simpson,
Idaho, amenazada de muerte... ¡tienes que ponerte a ayudar a un perro que
seguramente tenga la rabia!». Se giró.
El perro lanzó un aullido lastimero.
Joder.
Julia dio un paso hacia atrás y se agachó para observar al animal bajo la
poca luz que daba la farola de la calle. Al menos el perro respiraba y no tendría
que hacerle el boca a boca. No había aprobado el curso de reanimación
cardiopulmonar que hizo.
El perro meneó la cola débilmente contra el suelo al ver que Julia se
acercaba con cautela a acariciarle. Sintió algo húmedo y retiró la mano, antes de
darse cuenta de que el animal trataba de lamerle la mano. El perro alzó el hocico
hacia la mano de Julia, quien habría jurado que le miraba hasta lo más profundo
de su ser. El pobre chucho parecía perdido y solo.
—Tú también, ¿eh? —murmuró y, suspirando, chasqueó los dedos para que
entrara.
El perro tembló y trató de levantarse, pero volvió a caer y aulló con fuerza.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido?
Julia le acarició suavemente, tratando de no pensar en pulgas y garrapatas,
y se detuvo al sentir la pata delantera derecha.
—Está rota, ¿eh? —le dijo al perro; éste se limitó a mirarla y a mover la cola
—. A lo mejor sólo está torcida. No lo sé. A saber si hay veterinario en Simpson.
En fin... —Respiró con fuerza y le miró con gesto severo—. Esta noche te dejo
entrar sólo porque hace frío y estás herido. Pero mañana te echo... ¿te ha
quedado claro?
Volvió a sacudir la cola y le lamió la mano.
—De acuerdo, dejemos las cosas claras. —Julia cogió al perro, que pesaba
más de lo que se esperaba, en los brazos y se sorprendió un poco. Se acordó del
criterio que tenía Federico de la cocina—. No te pienso dar comida hecha en
casa; con un poco de pan y leche vas que chutas. —El perro volvió a gemir cuando
cruzaron el umbral. Julia suspiró—. Está bien, si te portas muy bien a lo mejor te
dejo comer los restos de mi ensalada de atún.
Puso unas cuantas toallas viejas en el suelo, en un rincón del salón, y dio un
paso hacia atrás. Era un perro grande, pero estaba famélico. Se le veían
claramente las costillas a través de la piel; tanto que podía contarlas si quería.

- 35 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia fue a la cocina, echó un poco de leche en un cuenco de plástico y puso


las sobras de su ensalada de atún en un plato de plástico. Sabía que al día
siguiente se detendría en el supermercado a comprar comida de perros y a
preguntar por un veterinario.
«Estás loca, Julia», se volvió a decir mientras dejaba la comida delante del
perro. Pero se alegró al ver que el perro engullía la comida y sorbía la leche con
avidez, sin dejar de mirarla con los ojos entrecerrados.
—Lo has pasado mal, ¿eh, compañero? —preguntó Julia con suavidad.
El perro bostezó con fuerza, mostrando la boca llena de dientes
amarillentos, apoyó el morro en las patas delanteras y se apagó como la luz.
Julia le envidió. No había dormido ni una sola noche bien desde hacía cuatro
semanas. Haría falta algo más que una manta y un poco de ensalada de atún para
arreglar su desastrosa vida.
Julia se estremeció. Hablando de arreglos...
Sin muchas ganas fue hacia la despensa, que no era más que un armarito
justo al lado de la cocina, donde algún tipo con un enrevesado sentido del humor
había instalado algo que se suponía que calentaba el agua y, en teoría, calentaba
la casa. Pero lo único que hacía el armatoste ese era suavizar un poco el frío que
hacía en la casa y proporcionar, tras muchos gemidos y quejidos, un hilillo de agua
templada.
Al menos eso había hecho, hasta aquella mañana, cuando el agua de la ducha
salió heladora y se percató de la gotera que había en la pared. Algo se había roto
en algún lugar.
La pared era una metáfora de su vida.
La gotera se había extendido hasta el punto de que había agua en el suelo y
se oía un preocupante gorgoteo. Julia estaba convencida de que los fontaneros
hacían algo, aparte de observar y frotarse las manos, ¿pero el qué?
El timbre de la entrada sonó.
Echó un último vistazo a la maraña de tuberías entrecruzadas antes de
dirigirse a la puerta y abrirla de par en par.
Una ráfaga de aire frío entró y Julia se estremeció. La temperatura había
bajado diez grados más.
Sam Cooper estaba en la puerta, alto, oscuro y con una aterradora
expresión sombría en el rostro. Le brillaban los ojos. Julia le miró fijamente unos
segundos antes de recopilar el valor suficiente. El hecho de que estuviera allí sólo
podía significar una cosa. Y no era nada bueno.
—¿Va a presentar cargos? —preguntó, alzando la barbilla.
Sam pestañeó y algo, una extraña e indescifrable expresión, le atravesó el
rostro.
—No. —Hasta su voz era oscura, baja y profunda.
—Ah. —Consiguió librarse de parte de la tensión—. Está bien.
—He venido porque...

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Se oyó un estrépito fuerte y el sonido del agua al caer contra el suelo.


—¡Oh, no! —Julia gruñó y corrió hacia la despensa. El agua caía de la pared
desde donde había estado la gotera. Algo reventó y el agua empezó a salir a
chorros junto con trozos de escayola de la pared.
—¿Dónde está la válvula principal del agua?
Julia se giró hacia la profunda voz que oyó tras ella y se quedó mirando a
Sam Cooper sin comprenderle. Sam resopló, palpó por donde estaba el agua hasta
que encontró algo y giró la muñeca hacia la derecha. El agua paró como por arte
de magia.
Después, se arrodilló y empezó a arrancar trozos de escayola de la pared.
Metió las dos manos en las entrañas de su casa hasta acabar de lado y con la
cabeza metida dentro de la pared. Julia le oyó gruñir antes de volver a sacar la
cabeza.
—Perno —le dijo.
Julia le miró con cara de póquer. ¿De qué hablaba ese tío?
—¿Cómo ha dicho? —dijo con enfado.
Una ligera sonrisa iluminó sus austeras facciones.
—Necesito un perno. —Sacó las llaves del bolsillo de los vaqueros—. Las
llaves de la camioneta. La caja de herramientas está en el asiento delantero.
Julia cogió las llaves que le tendía y, al hacerlo, le rozó la mano. Era mucho
más dura que cualquier mano que hubiera tocado nunca. Dura, áspera y cálida.
Vaciló un momento con el manojo de llaves en la mano como si fueran algún
tipo de talismán. Le miró fijamente a la cara, inspeccionando sus oscuras
facciones y los brillantes ojos negros que la observaban. No podía saber qué
estaba pensando. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla y se dirigió
hacia la puerta, donde observó con consternación a través de la ventana del
porche el aguanieve que caía. Buscó con la mirada y, efectivamente, encontró la
abollada camioneta aparcada fuera.
Era negra.
Cómo no.
Correteó temblando hacia la camioneta. A través de la ventana del copiloto,
Julia divisó la caja de herramientas de acero, de esas que solían llevar los
hombres prácticos. Abrió la puerta con la tercera llave que probó y sacó la caja
de herramientas. Pesaba un quintal. Resopló y la llevó dentro, donde se sacudió la
mezcla de agua y hielo.
—Aquí. —Si iba a ser seco como John Wayne, por su madre que ella también.
Rebuscó entre la caja, perfectamente ordenada, y sacó una herramienta de
aspecto espantoso de la que Vlad el Empalador habría estado orgulloso.
—Esto. —Al ver que le observaba con cara desconcertada, suspiró—: Perno.
—Ah —dijo Julia, y sonrió.

- 37 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *

Si Cooper no hubiera estado ya en el suelo, aquella sonrisa le habría


derribado. Hacía que el rostro de Sally Anderson pasara de precioso a
maravilloso. En el espacio de una hora la había visto aterrorizada, enfadada y
confusa, y ahora divertida; cada sentimiento había sido tan visible como si lo
llevara escrito en la frente. Una habilidad de la que él carecía. Melissa le había
dicho tantas veces que tenía el rostro de piedra que había empezado a creer que
no sería capaz de mostrar ningún sentimiento por mucho que lo intentara.
La sonrisa de Sally Anderson desapareció y Cooper se dio cuenta de que se
le había quedado mirando. Trató de sonreír a su vez y sintió crujir sus
desacostumbradas mejillas; no logró mantener la sonrisa demasiado tiempo, así
que volvió a concentrarse en organizar las tuberías de Sally Anderson.
Aún le quedaba mucho por hacer, pues nadie había cambiado las tuberías de
aquella casa en cuarenta años. Estaban oxidadas y prácticamente todas las
arandelas parecían a punto de reventar.
No pasaba nada, pues su caja de herramientas tenía de todo. Así debía ser
ya que siempre se rompía algo en Doble C y se había vuelto un experto manitas
desde que volvió para hacerse cargo de ello.
Se concentró en las arandelas para no quedarse mirando a la maravillosa
señorita Sally Anderson. Habría dejado a cualquiera fuera de juego, incluso en la
gran ciudad; pero allí, en Simpson, era un jodido milagro, como una rosa en
invierno. Tuvo que hacer acopio de toda su concentración para no quedarse
mirándola.
No era pelirroja, pese a que lo parecía. Nunca había sido capaz de resistirse
a las pelirrojas. Si en lugar de tener el pelo marrón lo tuviera rojo,
probablemente la habría tomado en volandas, la habría lanzado sobre la cama y
habría saltado sobre ella. Pero ya le estaba costando trabajo resistirse a sus
encantos como era, ¡como para que además fuera pelirroja!
Era del tipo de mujeres que atrapan la luz y la devuelven con el doble de
brillo. Era imposible no mirarla cuando estaba cerca. Al menos, a Cooper le
parecía imposible... y por eso estaba tratando de concentrarse en las oxidadas
tuberías y las juntas agujereadas. Si le hubieran dejado solo, probablemente
habría parado y se habría dedicado a observarla para siempre. Claro que lo más
seguro es que la hubiera acojonado, también.
Había otra razón para no querer moverse de donde estaba, en el suelo y
contra la pared.
Se había empalmado.
Muy en su línea. Su polla había elegido aquel preciso instante, de entre
todos, para despertar.
Desde que Melissa se fue, hacía un año, su pene había sido básicamente un
trozo de carne muerta colgando entre sus piernas. Y la mayoría del año anterior a

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ese también, mientras su matrimonio se deshacía lenta y dolorosamente.


No había tenido apetito sexual (nada, cero, rien) desde hacía siglos. Era
como si le hubieran fundido los plomos a esa parte de su vida. Casi se había
resignado a una existencia sin polvos y ahí estaba su polla, de vuelta a la vida y
pidiendo a gritos lo que le había sido negado todo este tiempo, justo en el peor
momento. Decididamente, aquel no era el mejor momento para empalmarse.
Nunca había pensado que sufriría de inapetencia sexual. Jamás. Siempre le
había divertido el sexo y había tenido muchos buenos polvos en sus mejores
tiempos. La inapetencia sexual le había pillado completamente desprevenido.
En parte se debía al agotador y matador trabajo de volver a poner Doble C
en funcionamiento, tras la negligencia de su padre durante sus últimos años de
vida. Cooper trabajaba dieciocho horas al día; un trabajo físico duro y tan
intenso como el que había realizado a diario con los SEAL, aunque sin desprender
la adrenalina previa de los combates. Además, para cuando llegaba a la cama caía
en un sueño tan profundo que bien podría llamarse comatoso.
Otra parte se debía al calvario que había vivido durante su matrimonio con
una mujer sin sentimientos. Sólo con pensarlo se ponía enfermo. Su matrimonio
había sido como vivir el descarrilamiento de un tren a cámara lenta.
El año anterior había metido la polla entre las piernas de Melissa tantas
veces como en la boca de una serpiente de cascabel. Claro que seguramente la
serpiente le habría dado mejor acogida.
Pero la parte más importante se debía a que las mujeres atractivas y
solteras no abundaban en Magnolia. Ni en Rupert ni en Dead Horse, la verdad.
Hacía mucho, mucho tiempo que no veía a una mujer tan guapa como aquella. Si es
que la había visto nunca.
La verdad era que había deseado a la tal Sally Anderson desde el momento
en que la vio, y ahora ya no sabía qué hacer. Había perdido por completo la
costumbre de hablar con féminas. Con las humanas, al menos.
Si aquello le hubiera sucedido mientras estaba con los SEALs, y ella fuera
una chica de algún bar cercano a la base, le habría invitado a una copa sin tener
que preocuparse de persuadirla, cortejarla o tratar siquiera de entablar
conversación. La música en los bares estaba siempre demasiado alta y, de todas
formas, nadie iba allí a hablar; iban a buscar alguien con quien echar un polvo.
Durante sus años de la Armada, el sexo no había supuesto ningún problema,
especialmente en Colorado, donde abundaban las groupies de los SEAL.
Después, Melissa había puesto los ojos en él y prácticamente le había
arrastrado al altar sin que Cooper pudiera decir nada al respecto. Muy a su pesar,
acabó descubriendo que ser la esposa de un oficial no era tan divertido como
pensó en su día. Y ser la esposa de un ranchero no tenía ningún tipo de encanto. A
Melissa no le gustaba vivir en el campo y se aseguró de que Cooper se enterara
bien de ello, de día y de noche.
En el ejército le habían enseñado todas las técnicas de evasión y escape

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habidas y por haber, y había hecho uso de ese conocimiento, a menudo, en su


matrimonio. Se había limitado a mantener la polla dormida y, ahora que volvía a la
vida, no había nada en su caja de herramientas que le valiera para llevarse a
aquella dama a la cama.
Porque estaba claro que Sally Anderson era una dama. Una espectacular
dama muy bien educada y encantadora. Y los encantos de Cooper no iban a lograr
convencerla de que se fuera a la cama con él, sencillamente porque no tenía. No
era un hombre de palabras bonitas ni movimientos suaves.
Aunque tal vez lo consiguiera si le arreglaba las tuberías...

* * *

Mientras Sam Cooper trabajaba en silencio, Julia fregaba todo aquel


desastre.
En más de una ocasión tuvo que rodear las interminables piernas de él, que
estaba tendido en el suelo. «Bonitas piernas, —pensó—. Muy, muy bonitas».
Aunque después se sintió avergonzada por comerse con los ojos las piernas del
tipo que le estaba ayudando. Claro que eran perfectamente comestibles.
Julia se detuvo un segundo para examinarle bien las piernas.
Eran largas y musculosas, de muslos excepcionalmente fuertes. Los
pantalones ajustados que llevaba le marcaban las líneas de los músculos del muslo,
duros como el acero y macizos, que se hinchaban y agrandaban con cada uno de
sus movimientos de una manera que Julia encontraba verdaderamente fascinante.
No podía apartar los ojos de esos músculos; nunca había visto la fuerza masculina
tan de cerca. Tuvo que clavarse las uñas en la palma de la mano para evitar
acercarse a tocar toda esa fuerza masculina. Sólo un segundo. Para ver cómo era.
Julia siempre había escogido a sus ligues en base a su conversación y
encanto. Y, cómo no, tenían que ser buenos lectores y amantes de las películas
antiguas; además de llevarse bien con Federico, algo que no era fácil pues el gato
era muy melindroso en cuanto a sus amigos.
La verdad era que los músculos de los muslos nunca habían formado parte de
la ecuación.
Nunca se le habría ocurrido que pudiera excitarse sólo con observar la
mitad inferior de un hombre de la forma en que a los hombres les ponían las
tetas. Ella no era así; normalmente tenía muy en cuenta las conversaciones y el
encanto de las personas. Le horrorizaba sentirse atraída por los atributos físicos
de un hombre. El estrés y el miedo le habían convertido en ese... ese tío de
pueblo.
Estaba completamente segura de que el tipo que le estaba arreglando las
tuberías en aquellos momentos no tenía encanto ni era buen conversador pero, al
parecer, allí los músculos de los muslos eran mejores que el encanto, a juzgar por
las oleadas de intenso placer que le recorrían la piel.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

El miedo y el estrés le estaban volviendo loca. Era la única explicación


posible.
Cooper se pegó más contra la pared, sin dejar de mover la llave inglesa y, al
girarse medio segundo, Julia vio perfectamente bien que Sam Cooper tenía otra
cosa enorme, aparte de los muslos.
O aquel tipo tenía una erección gigantesca, o estaba en el Libro Guiness de
los Records. La temperatura interior de Julia se convirtió en un fuego abrasador
que minaba la fuerza de sus músculos.
Oh, Dios. ¿Qué le estaba pasando? Le temblaban las piernas y no podía
apartar los ojos de los pantalones de Sam Cooper, viejos y desgastados por la
parte de delante y en la zona de la ingle, donde se estiraban por el contacto con
los músculos de sus muslos y la...
«Esto no está bien».
Antes de que las rodillas le flaquearan, Julia se fue a la cocina a frotarse
las muñecas con hielo, puesto que no tenía agua. Empezó a calmarse. Cuando por
fin consiguió controlarse, volvió a donde Cooper estaba trabajando.
Por fin salió de la pared y con un gigantesco «¡boom!», el calentón volvió. Al
igual que en el colegio, cuando le dio con la calabaza en la cabeza, Cooper se puso
en pie con un único y ágil movimiento. Bajó la vista para mirarla. Su rostro, oscuro
y duro, era completamente inexpresivo. Alzó las manazas, llenas de grasa, y vio
con consternación que se había hecho una herida; dos de los nudillos estaban
cubiertos de sangre.
—¿Puedo lavarme las manos? —tenía una voz profunda y ronca, como si no
hablara normalmente.
—Claro. Muchísimas gracias. —La casa empezaba a entrar en calor y Julia se
sintió enormemente agradecida. De acuerdo, no hablaba demasiado y no podía
dejar de pensar en sus muslos, y en lo que había entre ellos... pero le había
arreglado la calefacción y le estaba eternamente agradecida—. El cuarto de baño
es la segunda puerta a la derecha. Hay toallas limpias.
Asintió con la cabeza y se giró. En un acto de autocontrol que consideró
heroico, Julia no le miró el culo. Ya tenía suficiente distracción con su parte
delantera, así que volvió a la cocina.
Le haría una taza de té... no, a lo mejor los vaqueros preferían el café.
Estaba llenando el filtro cuando oyó que llamaban a la puerta.
Aquello empezaba a parecerse a la Estación Central. En el mes que llevaba
allí nadie se había acercado a verla. Pero aquella noche parecía un circo: primero
el perro, luego Cooper y ahora alguien más.
Julia abrió la puerta y su peor pesadilla apareció de entre la oscuridad
Una pistola. Y le apuntaba directamente a la cabeza.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 3

Julia gritó y el corazón casi se le sale por la boca. Movió frenéticamente la


mano en un intento por buscar algo que pudiera usar como arma, aunque sabía que
ya era demasiado tarde. Locamente, trató de protegerse del disparo.
—Truco o trato. —La tonadilla infantil le llegó de algún punto cerca de las
rodillas y se quedó helada. Una bruja, un Harry Potter rubio con falsas gafas
redondas de plástico y un vaquero la miraban asustados por el grito que había
pegado. El pequeño vaquero soltó la pistola y la brujilla se echó a llorar.
No era asesinos, sino niños en busca de caramelos. La puerta de la entrada
se cerró. Sutilmente, como si estuviera a miles de kilómetros de distancia, Julia
oyó una profunda voz masculina y los chillidos excitados de los niños en el porche.
Luego, medio minuto después, la puerta de entrada volvió a abrirse y entró una
gélida ráfaga de viento. Se tambaleó hacia el salón y clavó con fuerza las uñas en
el respaldo del sofá tapizado con flores chillonas. Hizo caso omiso de los fuertes
golpes que le daba el corazón en el pecho y trató de controlar el temblor de las
manos. Durante unos segundos se le aparecieron unas luces de colores frente a
los ojos y vio borroso, como en una fotografía amarillenta. Vio cómo le caía un
lagrimón sobre los nudillos blancos.
El terror, la soledad y la desesperación se arremolinaron con fuerza y dolor
en el corazón de Julia, como cuchillos que lucharan por salir al exterior y, por el
camino, le hicieran trizas el corazón. Sintió aparecer otra lágrima de entre las
pestañas y se dejó llevar por otro sollozo. Le sacudió un escalofrío. Justo antes
de que las rodillas le fallaran, sintió que le obligaban a darse la vuelta y se
encontró abrazada contra un amplio torso.
Para horror de Julia, se vio sacudida por sollozos cortos y entrecortados.
Se balanceó y notó que la sostenían con fuerza; unos brazos fuertes la abrazaban
con fuerza y se dejó llevar.
Hacía siglos que nadie la abrazaba y confortaba. De hecho, desde la muerte
de sus padres nadie lo había hecho. Y ahora Julia se encontró llorando sus
miedos, la rabia y la soledad con grandes e incontrolables sollozos que no habría
conseguido reprimir aunque le hubiera ido la vida en ello. Lloró y lloró y lloró,
plenamente consciente de que acabaría arrepintiéndose. Después. Pero ahora no.
Ahora necesitaba desahogarse tanto como necesitaba respirar.
Al final, los sollozos dieron paso al hipo y se apoyó, agotada, contra el pecho
de Cooper. Su jersey estaba húmedo de las tuberías oxidadas y las lágrimas de
ella.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Respiró profundamente, consciente de pronto de sobre quién estaba


apoyada, de quién la abrazaba. Una mano enorme le cubría la cabeza, y un brazo
fuerte la sujetaba de la cintura firmemente contra él.
Era una erección. Una muy grande y, por sorprendente que pareciera, seguía
creciendo, latiendo y alargándose contra su estómago. Podía sentir el calor de su
pene a través de los pantalones y de su vestido, y se preguntó si él podría sentir
el repentino calor que le embargaba por dentro.
Julia pasó inmediatamente de la fría desesperación a una cálida oleada de
deseo. En un instante había pasado de ser una mujer en apuros a la que un
perfecto desconocido consolaba, a ser una mujer firmemente abrazada a un
hombre empalmado. Era suficiente para volver loca a cualquiera.
Debería apartarse. Aquello era completamente inadecuado. No sabía nada
sobre aquel hombre, aparte de que no era demasiado hablador y sabía arreglar
tuberías.
Bueno, eso no era del todo cierto.
Sabía lo grande que la tenía.
Enorme.
Julia se apartó inmediatamente y se tambaleó hacia el espantoso sillón,
donde cayó cerrando los ojos con fuerza.
«No puedo con esto», pensó. Con nada de todo aquello.
Ser el premio de una cacería, estar exiliada en Simpson, que unos niños la
aterrorizaran con su «truco o trato» y deseara a un hombre poco hablador,
empalmado y con unos muslos de infarto. Era demasiado.
Se le habían secado las lágrimas, pero aún sentía la punzada de ardiente
dolor en el pecho.
Notaba la presencia de Cooper a su lado.
—Tome. —Puso un vaso medio lleno de algún líquido en las manos de Julia
que, agradecida, se lo bebió de un trago y aulló al sentir que le quemaba las
entrañas.
—¿Qué era eso? —jadeó, alzando la vista para verle. Los ojos se le volvieron
a llenar de lágrimas, pero de mucho mejor tipo.
—Whisky —dijo Cooper, retirándole el vaso de la mano insensible. Todo su
cuerpo se había quedado insensible, salvo las partes que estaban calientes.
—¿De dónde ha sacado el whisky? —Julia tosió una vez más y se llevó una
mano al estómago, donde se había asentado una bola de calor—. Yo no tengo.
—Pero yo sí.
—¿En la caja de herramientas? —Julia le miró alucinada.
—No. —Cooper torció la boca en lo que interpretó como diversión en
lenguaje vaquero—. De la camioneta. Para emergencias.
Julia tuvo la tentación de preguntarle a qué tipo de emergencias se refería,
pero una mirada a aquel rostro anguloso y cerrado le bastó para no decir nada.
Ya, claro... en las películas los vaqueros siempre recibían disparos y se

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

echaban whisky en la herida. Justo antes de sacar la bala con una navaja, a la luz
de una hoguera.
Se le estaba subiendo el whisky a la cabeza; o eso, o la adrenalina había
desaparecido de golpe de su cuerpo. Fuera lo que fuera, Julia estaba
completamente agotada. Cooper se sentó en la butaca a juego que había junto al
sillón, apoyó las manos sobre las rodillas y la observó detenidamente.
Quienquiera que hubiera decorado la casa sabía de tapicería lo mismo que de
tuberías: nada. Las butacas estaban cubiertas de gigantescas rosas con sombras
rojas y rosas muy poco factibles. Cuando Cooper se sentó, con su camisa negra y
el pelo oscuro, pareció absorber toda la luz como un eclipse de sol. Su butaca
tenía un agujero negro con la forma de un hombre y rodeado de un montón de
flores de colores vivos.
Se hizo el silencio en la habitación, roto sólo por el sonido del aguanieve al
golpear contra la ventana. Julia odiaba los silencios y solía parlotear para
llenarlos. Siempre había algo de lo que hablar con la otra persona. A menudo
había estado en sitios en los que la política y la religión eran temas tabúes, pero
el tiempo solía ser un campo neutral perfecto.
Salvo en Arabia Saudí, donde la política y la religión estaban completamente
vedados y donde no había tiempo del que hablar. Allí solía acabar hablando de
películas americanas. Todo el mundo en Arabia Saudí, desde el conductor de
camello hasta el más alto cargo, tenía un reproductor de DVDs y estaba
completamente enganchado al cine Hollywoodiense.
Pero ahora no tenía la más remota idea de qué hablar con Sam Cooper. Ella
le había atacado y él le había salvado de morir congelada, le había empapado la
camiseta con sus lágrimas, le había provocado una erección y, a su vez, había
sentido un intenso deseo por él y, aun así, seguía sin saber de qué hablar con él.
No tenía fuerzas suficientes para mentirle y la verdad era demasiado
peligrosa. Había una razón para que estuviera en aquel embrollo y saltara a la
mínima de cambio; una razón para tener los nervios destrozados; una razón para
estar tan loca como para sentirse atraída por un hombre al que no conocía. Pero
no podía contársela. Davis se lo había dejado muy claro: su vida dependía de que
nadie supiera que era un testigo protegido.
Silencio. Cooper la miraba con su oscuro rostro inexpresivo. No tenía ni idea
de en qué podía estar pensando; aunque no podía ser nada bueno.
—No puedo hablar de ello —soltó cuando el silencio empezó a hacerse
incómodo. Alzó la barbilla.
Cooper asintió una vez con la cabeza, como si acabara de oír la cosa más
razonable del mundo, y Julia suspiró aliviada. Pegó un brinco al sentir algo frío y
húmedo contra la mano.
—¡Oh! —Julia se inclinó sobre el apoyabrazos y observó los conmovedores
ojos castaños. Era una locura, probablemente se debiera al alcohol y al estrés,
pero tenía la extraña sensación de que el perro comprendía perfectamente bien

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

por lo que estaba pasando. Le miró con adoración y le lamió la mano. No había un
solo ser humano en la faz de la tierra que le mostrara la misma gratitud por los
restos de una ensalada de atún y una vieja manta.
—¿Arregla animales con la misma facilidad que las tuberías señor... eehh...
Cooper?
—Sólo Cooper, señora.
Se levantó de la butaca con facilidad, algo que no era tan sencillo; Julia
sabía que esa butaca tenía los muelles rotos. Ella misma se las había visto y
deseado en más de una ocasión para levantarse. Si no hubiera estado tan
desconcertada, le habría advertido a Cooper de que estaba sentándose en una
butaca devoradora de hombres. Pero Cooper se levantó con tal facilidad que
parecía que la butaca le hubiera expulsado, lo que sólo podía significar una cosa:
que tenía unos abdominales fantásticos, a juego con los asombrosos músculos de
sus muslos. «De hecho, —pensó Julia abstraída al ver que Cooper se inclinaba
sobre el perro—, todo en él es fantástico».
Se movía con una gracia increíblemente ágil y poderosa. Los músculos bien
ejercitados se percibían a través del jersey negro. Las manos, que movía
suavemente sobre el perro, eran grandes, de dedos largos y elegantes. Se agachó
para murmurarle algo al perro y Julia se vio de nuevo inmersa en sus muslos.
¿Cómo podía alguien tener unos músculos como aquellos? Hombre, se dedicaba a
la cría de caballos, así que probablemente montara a menudo.
Julia tuvo una repentina y mordaz visión de Cooper montándole a ella y esos
increíbles muslos flexionados firmemente sobre ella mientras le...
Cooper alzó la vista para mirarla y Julia se puso colorada de golpe. Oh, Dios
mío, confiaba en que no pudiera leerle la mente.
Acariciaba la cabeza del perro callejero con su enorme mano y Julia
aprovechó para centrarse en cualquier cosa que no fueran los muslos de aquel
tipo. O lo que era peor... lo que había entre ellos.
—El perro no es mío, ¿sabe? Hace días que merodea por aquí, rebuscando
comida en el cubo de la basura, y siempre lo echo. Pero esta tarde, cuando llegué
a casa después de... —«...de darte en la cabeza con una calabaza...».
Julia pestañeó y sintió que volvía a enrojecer.
Cooper no pareció darse cuenta. Sus enormes y maravillosas manos
masculinas acariciaban el cuerpo entero del perro, deteniéndose junto a la pata
delantera derecha.
—También me he dado cuenta de eso, ¿está rota? —Julia se asomó por
encima del apoyabrazos.
—Nop.
—¿Entonces?
—Torcida. Y alguien le ha estado tratando muy mal. —Cooper emitió unos
sonidos con su voz profunda y ronca para tranquilizar al perro que hicieron que
hasta Julia se calmara, y volvió a alzar la vista—. ¿Tiene nombre?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No. Ya se lo he dicho; ha aparecido esta tarde.


—Necesita un nombre. —Cooper acarició suavemente el pelo que había entre
las orejas del animal.
—Eehh... —Aquel raído y amarillento perro no tenía nada que ver con
Federico Fellini, su elegante gato siamés. Y aun así... el chucho tenía cuatro patas,
cabeza y cola, como Federico. Con eso le valía—. Fred. Le llamaré Fred.
—De acuerdo pues. Hola, Fred. —Cooper dejó que el perro volviera a
olisquearle los dedos—. En unos días estará perfecto si no se apoya sobre esa
pata. Lo único que necesita es un par de buenas comidas y un buen sitio en el que
dormir. —Cooper hizo un ruido con la boca y se puso de pie de un salto. Julia
estiró el cuello para observarle.
—¿Se va? —Se sintió inexplicablemente invadida por el pánico.
—No. —La miró un segundo, inexpresivo, y Julia se encontró deseando poder
descifrar qué estaría pensando; aunque seguramente no le gustara. Estaba
convencida de que sus pensamientos debían de ir en la línea de «cómo salir airoso
de la casa de una loca».
Abrió la puerta y desapareció. Ya era de noche y Julia vislumbró la
oscuridad y una ráfaga de agujas de aguanieve que caían en vertical, atravesando
el halo de luz de las farolas. Antes de que el frío entrara por la puerta abierta,
Sam estaba de vuelta con un kit de primeros auxilios en la mano.
—¿Eso también ha salido de la camioneta mágica?
Volvió a parecerle ver una sonrisa.
—Sip.
Cooper se arrodilló junto a Fred y empezó a murmurar de nuevo, con ruidos
tranquilizadores y sin sentido. Julia se sorprendió al ver que el perro no
protestaba, ni siquiera cuando Cooper se puso a examinar con cuidado la pata
delantera, para envolvérsela después firmemente con una venda elástica. Tenía
un rasguño profundo en el flanco derecho pero Fred no se movió, aunque gimió
cuando Cooper se lo examinaba. Sam limpió la herida, pero no se la vendó.
Julia se asomó por el apoyabrazos del sillón y observó a Cooper con interés.
Trabajaba rápido, en silencio y de manera competente.
—¿Qué cree que le pasó?
Cooper se sentó sobre los talones, estirando con ello los vaqueros. Julia se
concentró en no apartar la mirada de los ojos de él; la repentina fascinación que
le provocaba la parte inferior de su cuerpo era abrumadora. Ya había caído
demasiado bajo tal y como estaba... le horrorizaba pensar que se estuviera
convirtiendo en el tipo de mujeres que se ponían cachondas con nada e iban a los
bares en busca de hombres.
—Lo más probable es que haya sido un accidente de coche —dijo—. Una de
dos, o le golpeó un coche o lo tiraron de uno en marcha.
Julia inhaló con fuerza, indignada.
—¡Tirarlo! ¿De verdad cree que hay gente capaz de tirar a un pobre animal

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

de un coche en marcha? ¿A propósito?


—Sí; no sería la primera vez que alguien cree que quiere una mascota y, en
cuanto se cansa, la abandona. Se ve claramente que Fred es el perro de alguien. O
lo era. Tiene buenos músculos; probablemente sea buen cazador. —Cooper
acarició la cabeza de Fred y le rascó detrás de las orejas. El perro movió la cola
con energía.
—Si usted lo dice. —Julia miró a Fred con dudas. Los buenos músculos, si de
verdad estaban ahí, debían de estar escondidos debajo de la mugre del pelo—.
No soy muy partidaria de los perros y no tengo ninguna intención de quedármelo.
Sólo me daba pena.
Cooper se puso en pie y metió las manos en los bolsillos traseros del
pantalón.
—Tal vez quiera quedárselo un tiempo. Puede hacerle compañía cuando... —
Se detuvo de golpe.
—¿Cuando me derrumbe? —preguntó Julia con sequedad—. Le aseguro,
señor Cooper, que no suele darme por ponerme a llorar todas las tardes.
—No quería decir eso, señora. —Pasó el peso de una bota a otra con agilidad,
pese a que se sentía incómodo—. Y me llamo Cooper.
Julia ladeó la cabeza mientras le examinaba.
—¿Nadie le llama por su nombre de pila? ¿Cómo era? ¿Sam?
—Sip. Pero casi todo el mundo me llama Coop.
—¿De pequeño también? ¿Cómo le llamaba su madre?
—No lo sé. Murió cuando tenía tres años; apenas la recuerdo.
—¿Cómo le llamaban en el colegio?
—Coop.
—¿Y su mujer?
—La mayor parte de las veces me llamaba hijo de puta, señora. —La taladró
con sus oscuros ojos—. Sobre todo poco antes de que me abandonara.
Vale, así se daba una conversación por finalizada.
—Ah. Lo... lo siento. No quería entrometerme en su vida, sólo que... —Julia
hundió la cabeza y se encogió de hombros, avergonzada, antes de ver con
curiosidad la notita que sacaba Cooper del bolsillo de los vaqueros y que le
entregaba.
Con sorpresa, la desdobló y se encontró con que era una de las notas que les
había escrito a los padres de Rafael y que había metido en la tartera del niño.
Poco importaba qué nota era, pues todas decían más o menos lo mismo:

Rafael está teniendo verdaderos problemas en el colegio y me gustaría poder


hablarlo con ustedes.

Miró al alto y silencioso hombre que tenía enfrente, antes de volver a mirar
la nota.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No veo la... —Y entonces, de pronto, la vio.


Obviamente, Sam Cooper era el padre del pequeño Rafael. Julia unió la línea
de puntos y lo comprendió todo. La mujer de Cooper, la misma que le llamaba hijo
de puta casi siempre, debía de haberles abandonado hacía poco y por eso Rafael
estaba teniendo tantos problemas.
No, eso no encajaba.
El apellido de Rafael era Martínez, no Cooper, así que no podía ser su
mujer... pero había dicho que su mujer le había abandonado, así que tal vez Rafael
fuera el hijo de un matrimonio anterior de ella (el hijo de la ex-mujer de Cooper).
Le estaba costando trabajo aclararse con esos penetrantes ojos negros clavados
en ella.
Como cada vez que no comprendía algo, Julia se puso a hablar.
—Mire, siento mucho haberme entrometido; créame, normalmente no lo
hago, pero Rafael está teniendo problemas en el colegio. Esta misma mañana se
puso a llorar porque...
—Mañana —interrumpió Cooper—. ¿Puede venir?
Estaba empezando a hacerse una experta en descifrar lo que decía.
Traducido al lenguaje de los humanos, Cooper le estaba preguntando si podría
acercarse al rancho mañana para hablar de los problemas de Rafael.
Fred hundió el hocico en la mano de Cooper, que le acarició el lomo y, al
parecer, sabía perfectamente dónde prefería el perro que le acariciaran. Por lo
visto Sam Cooper se comunicaba mil veces mejor con los animales que con los
seres humanos.
Julia no tenía gran cosa que hacer al día siguiente, aparte de preocuparse
por su situación actual y llorarle a Fred. Cualquier cosa era mejor que eso; incluso
hablar de los problemas de un niño pequeño.
—Sí, claro —dijo, y Fred giró la cabeza hacia ella sin apartarse de Cooper—.
¿Dónde está su casa... eehh... rancho?
—Conduzca unos ocho kilómetros hacia el oeste por la vieja carretera
McMurphy, hacia la interestatal, gire a la derecha en la intersección y siga unos
tres kilómetros hacia el noreste. Tome la bifurcación a la derecha y siga unos
trescientos metros...
Julia le escuchaba con pánico; se vio de pronto girando hacia la derecha
donde debía haber ido a la izquierda, y conduciendo por las curvas interminables
del extenso y desértico terreno hasta que se quedara sin gasolina y se la
comieran los lobos.
Su cara debía de ser un auténtico cuadro porque Cooper se detuvo.
—Mañana por la mañana estaré en la ciudad —dijo, y Julia creyó haberle
oído suspirar levemente—. ¿Podemos quedar en Carly's Diner hacia las diez?
—Carly's Diner —dijo Julia totalmente aliviada y feliz de no tener que
adentrarse sola por aquellos parajes salvajes y solitarios, plagados de lobos.
Ocho kilómetros al oeste... bifurcación hacia el sur... trescientos metros...

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

¡Aquello le sonaba a chino!—. A las diez en punto, perfecto.


—Está bien. —Inclinó la cabeza con gesto solemne—. Gracias.
—No hay de qué —dijo Julia con suavidad—. Es lo menos que puedo hacer
después de... —Movió una mano con torpeza, luchando por evitar gesticular el
momento en que le había lanzado la calabaza a la cabeza.
Cooper estaba ya junto a la puerta abierta. Seguía cayendo aguanieve y la
temperatura había caído. El vaho de su respiración le coronaba la cabeza, lo que
le hacía parecer un poco fantasmagórico. Sus fuertes, inatractivas y marcadas
facciones parecían esculpidas en piedra, como si en lugar de un ser humano fuera
una estatua. Sólo brillaban sus ojos.
Por alguna extraña razón, Julia se encontró mirando fijamente esos
profundos ojos. Ya no le tenía miedo, nada, por muy amenazador que pareciera.
Parecía tan reservado, tan intocable... y, sin embargo, se había comportado —con
ella y con Fred— con total amabilidad. Esa amabilidad no cuadraba con un hombre
que pudiera hacer a su hijo tan infeliz.
Estaban tan cerca, y él era tan alto, que empezaba a dolerle el cuello de
tanto mirar hacia arriba. Fred no paraba de mover la cabeza de un lado al otro,
mirando a sus dos nuevos amigos.
Era como si la mantuviera en algún tipo de hechizo. Cuando Julia se dio
cuenta de que empezaba a inclinarse hacia delante, como si los ojos de Cooper
tiraran de ella, dio un paso hacia atrás y trató de poner en orden las ideas.
—Rafael —dijo sin aliento. No conseguía apartar los ojos de los de él—. Es
un niño maravilloso. Estoy segura de que, con un poquito de ayuda, las cosas se
solucionarán por sí solas.
Estaba de pie, en medio de la puerta, y el preciado calor empezaba a
escaparse en la gélida noche. Cooper se giró y anduvo por el porche desvencijado.
El segundo escalón tenía una tabla suelta y crujió. Le observó mientras se alejaba
por el jardincillo. A mitad de camino se detuvo y se volvió.
—Señorita Anderson...
—Sally —dijo.
—Sally, Rafael... —Cooper vaciló.
—¿Sí, Cooper? —Su voz era suave en la fría noche—. ¿Qué pasa con Rafael?
—No es mi hijo —dijo Cooper. Se giró sobre los talones, se subió a la
camioneta y se marchó en la oscura y nevosa noche.

* * *

Cooper podría conducir los 43,8 kilómetros que había de Simpson a Doble C
con los ojos cerrados, maniatado y usando sólo los dedos de los pies; menos mal,
porque lo único que veía era el rostro de Sally Anderson frente a él, y en lo único
que pensaba era en la erección que tenía y que dolía un huevo.
Seguía empalmado. A Cooper le preocupaba que su polla se hubiera centrado

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

en Sally Anderson y sólo la deseara a ella, a ella y a nadie más, pues eso
significaría que, teniendo en cuenta cómo se había comportado, probablemente no
volviera a echar un polvo en su vida. Había sido incapaz de decir más de diez
palabras seguidas, y había frotado su erección contra ella cuando la sostuvo en
sus brazos, después del susto que se llevó con los chiquillos del «truco o trato».
Lo más probable es que pensara que era algún tipo raro que no podía hablar
con las mujeres pero al que le excitaba restregarse contra ellas.
Aun así, no podía culpar a su polla de tener un gusto excelente. Había algo
en Sally Anderson. Algo en la calidad de su piel, pálida y tan luminosa que parecía
brillar como si tuviera luz propia. O tal vez fueran esos ojos azul turquesa, del
color del mar. Fuera lo que fuera, no había podido apartar los ojos de ella.
Cuando sonreía le salía un hoyuelito en la mejilla izquierda y, de pronto,
deseó haberle arrancado otra sonrisa, sólo para verlo. Pero ya no sabía hacer reír
a una mujer, si es que alguna vez supo. Podía bajar haciendo rappel de un
helicóptero suspendido en el aire, bucear a sesenta metros de profundidad,
disparar a una distancia de casi dos mil metros y domar al caballo más salvaje,
pero hacer reír a una mujer... era algo completamente distinto.
Cooper sabía todo lo que había que saber acerca del entrenamiento militar y
sobre el ganado. Pero no tenía ni puñetera idea de cómo hacer para llevarse a una
mujer a la cama.

* * *

«No es mi hijo», esa misma noche, Julia repasaba sus palabras en la cama
mientras releía por tercera vez consecutiva el mismo párrafo.
¿Qué cojones significaba eso? ¿Que Rafael era el hijo de su mujer? De ser
así, «no es mi hijo» le parecía una forma muy cruel y fría de decirlo. Pero Sam
Cooper no le parecía cruel.
Está bien, no era el tipo más hablador del mundo; aunque Julia presentía que
se debía más a que no tenía habilidad para comunicarse, y no a que no fuera lo
suficientemente inteligente para hacerlo. Había leído en algún sitio que los
comandos, o las fuerzas especiales, o como se llamaran, tenían que tener una
inteligencia superior a la media, aunque era muy probable que el encanto y la
capacidad de parlotear no estuvieran entre las cualidades requeridas para el
trabajo.
Era cierto que Sam Cooper parecía amenazador pero, por alguna razón, era
incapaz de creer que fuera cruel.
Echó un vistazo a Fred, que estaba acurrucado en la vieja manta en una
esquina del salón y la miraba con sus ojos castaños. Cooper había sido amable
hasta con el chucho sarnoso que le había adoptado como dueña. Un hombre que
tratara con amabilidad a perros y mujeres abandonadas no podía ser cruel con un
niño pequeño tan encantador, ¿no?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Claro que, ¿ella qué iba a saber? Ya no estaba segura de nada. En el último
mes, su mundo entero se había vuelto completamente del revés.
Llevaba una vida perfectamente normal y satisfactoria hasta que, ¡pum!, su
vida entera se había vuelto de pronto una de esas canciones de música ranchera;
una de esas lastimeras y quejicas. Julia empezó a inventarse algunas estrofas,
marcando el ritmo con el pie debajo de la sábana.
«Perdí mi trabajo y perdí mi casa y perdí mi coche... », Fred alzó la cabeza
de pronto y empezó a morderse el hombro con rabia. «…Y mi perro tiene pulgas»,
concluyó con desánimo.
Para rematar el asunto, por primera vez en la vida era incapaz de ahuyentar
la pena con la lectura. No disponía de la mejor panacea del mundo: sumergirse en
un buen libro. Lo única que se podía leer en Simpson era el The Rupert Pioneer y
un par de hojas de escándalos que informaban de los cotilleos semanales,
disponibles en el supermercado de Loren Jensen. Así que Julia tenía que
apañárselas con los pocos libros que se había traído.
No había tenido más que diez escasos minutos en la librería del aeropuerto
de una de las muchas escalas que hizo para llegar a Boise, así que había comprado
prácticamente la estantería entera. Para su desazón, entre ellos había cuatro
libros que ya se había leído, uno sobre la historia del comercio con Japón en el
siglo XX y un diccionario español-inglés. El resto eran las novelas que llevaba todo
el mes leyéndose una y otra vez.
Julia se concentró por enésima vez en el libro que estaba leyéndose. A lo
mejor por eso no lograba concentrarse en el misterio del asesinato. Esta vez
estaba leyéndolo con su ojo crítico de editora. Habría sido un buen libro para una
buena editora. Habría sido un bueno libro para ella. Era buena editora.
Antes.
¿Quién la habría reemplazado en Turner&Lowe? Cuando se fue, un
gigantesco conglomerado editorial alemán acababa de comprar la empresa. Aún no
se había enfriado el muerto y ya se hablaba de recorte de personal; no era de
extrañar que hubieran acogido con tanto entusiasmo su petición de baja no
remunerada por asuntos personales. ¿Le habría sustituido Dora? No, Dora tenía
muy buen ojo editorial para las novelas que no son de ficción. Hasta los hombres
de negocios sin rostro que había al otro lado del Atlántico preferirían que sus
editores trabajaran en las áreas de trabajo que conocían; era económicamente
lógico.
A lo mejor Donny se había hecho cargo de los autores. Donny Moro llevaba
un tiempo siendo su asistente personal, y Julia había visto más de una vez un
brillo especulativo en sus ojos. Se habría lanzado a la mínima posibilidad de
quedarse con su puesto. Casi podía oír a ese mocoso pelota: «Qué pena que Julia
tuviera que marcharse justo ahora, cuando tenemos tanto trabajo. ¿En qué
estaría pensando? Da igual, estaré encantado de tomarle el relevo».
¿Quién sabe qué se encontraría cuando volviera?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Si volvía.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque era plenamente consciente de
que un par de lágrimas no cambiarían la situación. Ni un poquito. Debería saberlo.
Aquel último mes había llorado más que en su vida, de miedo y de enfado por lo
que le estaba pasando. Pero sus problemas seguían estando ahí.
Julia se frotó los ojos y bostezó. Habían sido suficientes emociones por un
día: la llamada de Davis, el lanzamiento de Don Grande a la cabeza de un SEAL,
sus tuberías que amenazaban con reventar e inundar su casa, el terror que sintió
cuando pensó que uno de los hombres de Santana le había encontrado, la
inapropiada oleada de deseo por un soldado-ranchero parco en palabras... el día
había sido de lo más completo. Se le cerraban los párpados. Hora de dormir.
Alargó la mano automáticamente hacia la alarma del reloj, pero se detuvo;
mañana era sábado, así que no necesitaba poner la alarma.
Y, además, ya había tenido suficientes sobresaltos.

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Capítulo 4

—¿Quieres otro café?


Julia alzó la vista del The Rupert Pioneer para ver el rostro sonriente y
expectante de la joven y hermosa camarera de la edad de Julia que sostenía una
jarra de café.
¿Debería tomar más café? A lo mejor no, teniendo en cuenta que el hospital
más cercano probablemente estuviera a miles de kilómetros de distancia. El
líquido ese era mortal.
—No, gracias. Con una taza me basta —dijo sonriendo.
Julia intentaba seguir con su rutina normal en la medida de lo posible, lo que
le hacía sentir que tenía algún tipo de control sobre su vida. Una de sus
costumbres más queridas era tomarse su tiempo después del trabajo delante de
una buena taza de café en su cafetería preferida, a ser posible con una o dos
amigas. Y ningún sábado lo sería sin su taza de café por la mañana fuera de casa
mientras leía el periódico.
De normal, ahora mismo estaría tomándose un café en The Bookworm de
State Street, con una nueva pila de libros a sus pies y cotilleando cómodamente
sobre sus compañeros de oficina con Jean y Dora, mientras se tomaba un
mochaccino. En lugar de ello, estaba leyendo The Rupert Pioneer y tomando una
taza de lodo tibio.
Pero, le gustara o no, su vida estaba ahí ahora, y se vio inmersa en la vida de
Simpson casi contra su voluntad. Se había leído The Pioneer de cabo a rabo,
incluyendo el relato sin aliento y con puntos y comas del partido de baloncesto de
la semana pasada del equipo local —que habían perdido—, y los obituarios de
personas de las que no había oído hablar en su vida. «Una verdadera Devaux»,
pensó Julia con ironía.
Llevaba en la sangre la cualidad de hacer, de los sitios más insospechados,
su hogar. Su madre había sido hija de un diplomático y su padre mocoso de la
armada. El trabajo de su padre les había obligado a trasladarse cada dos o tres
años a un país distinto, y Julia había aprendido la lección: te asientas y te las
arreglas con lo que haya.
Estaba allí, en Simpson, en contra de su voluntad y amenazada de muerte
pero, le gustara o no, aquél era su hogar ahora.
—¿Seguro que no quieres más? —volvió a preguntar la joven camarera con
entusiasmo. Julia veía por qué la joven parecía querer agradarle; era la única
clienta del local.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No, de verdad. De todas formas, muchas gracias.


La joven hizo una mueca, dejó la jarra en la mesa rota de linóleo y se sentó
enfrente de Julia.
—No te culpo, la verdad —dijo suspirando—. Es espantoso, ¿verdad?
La sonrisa de Julia desapareció. Era absolutamente imposible decir nada
agradable acerca del café sin mentir descaradamente.
—Mmm, bueno... —dijo, tratando de no contestar.
—No pasa nada —dijo alegremente la joven—. Sé que es espantoso. Debe de
ser una tradición familiar; el café de mi madre también era espantoso. Mi madre
era Carly. La de Carly's Diner. —Su expresión era abierta y sus ojos azul pálido,
color que Julia empezaba a llamar el «azul de Simpson», brillaban con interés.
Apoyó la barbilla en el dorso de la mano y se echó hacia delante—. Eres Sally
Anderson, ¿verdad? ¿La nueva profesora de primaria?
—Sí —dijo Julia suspirando. Odiaba mentir a una mujer de rostro tan dulce
—. Me mudé aquí hace un mes.
—Ya lo sé —respondió, apartando un mechón de brillante pelo color caramelo
—. Te he visto por aquí un par de veces. Quería haberme presentado pero... no sé.
—Se encogió de hombros, avergonzada—. Supongo que hace tanto tiempo que no
conozco a nadie que no haya conocido de toda la vida que no sé cómo empezar una
conversación. Como casi todo el mundo por aquí. A veces pienso que somos
dinosaurios, extinguidos, pero no nos hemos dado cuenta porque vivimos perdidos
del mundo.
Se parecía tanto a la idea que tenía Julia de Simpson que se sintió
avergonzada.
—Hombre... —empezó Julia. Se había mentido tantas veces al respecto que
ya casi le parecía real—. Supongo que Simpson no está tan mal, quiero decir en
comparación con otros sitios, eehh...
—Alice —dijo la joven con alegría y alargó una mano con tanta rapidez que a
punto estuvo de tirar el café. Julia agarró la taza de café con la mano izquierda
mientras con la derecha estrechaba la de Alice—. Alice Pedersen. Encantada de
conocerte. No suelo tener oportunidad de conocer a gente nueva, especialmente
a nadie de mi edad. Esto es genial, es genial. Me alegro mucho de que hayas
venido. ¿Estás casada?
Julia estaba haciendo un esfuerzo por darle otro sorbo al café y casi se
atraganta.
—¿Cómo dices?
—No debía haberlo preguntado tan directamente, ¿verdad? —dijo Alice
desanimada—. Se me había olvidado. Como he dicho antes, no estoy acostumbrada
a tratar con extranjeros y, además, últimamente he pasado demasiado tiempo
con mi hermano pequeño. Tiene diecisiete años y da bastante trabajo, la verdad.
Le quiero, y lo ha pasado muy mal desde la muerte de mamá, por eso le perdono
que sea tan pesado, pero no es la mejor de las compañías, créeme. ¿Has estado

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casada alguna vez?


El rostro de Alice era como un libro abierto y Julia pudo ver en sus azules
ojos que no la movía más que la curiosidad amistosa. Ahogó un suspiro.
—No, Alice. No estoy casada ni lo he estado nunca. Ni siquiera he estado
prometida nunca. —«Y un romance no entra dentro de mis planes», pensó. Una
imagen de Sam Cooper y sus fabulosos muslos le atravesó la cabeza. «Aunque la
lujuria puede que sí», se corrigió.
—Qué raro. —Alice parpadeó—. ¿Cómo es posible? Eres fabuloooosa. Y
pareces... no sé... una chica de ciudad.
Julia dejó la taza en la mesa.
—Eehh... gracias. Creo. —Trató de cambiar de tema—: Alice Pedersen.
Pedersen. ¿No tendrás algo que ver con el sheriff?
—Sí. Es mi padre. He oído que tú y el viejo Coop le montasteis un buen
numerito ayer. Seguía riéndose cuando llegó a casa. Te debo una por eso, de
verdad, hacía mucho tiempo que no le oía reírse.
Julia apretó los dientes.
—Vaya, me alegra saber que se divirtió; aunque la verdad es que me asusté
bastante.
—¿Por Coop? —Los ojos azules de Alice se agrandaron—. Pero si Coop es el
tío más simpático del mundo. Le conozco de toda la vida y no mataría a una mosca.
—Se quedó pensando unos minutos—. Bueno, al menos no a un americano y menos
aún a una mujer. Ni siquiera cuando Melissa... —Alice se interrumpió y alzó la
vista, sonriendo—: Hola, Coop —dijo.
Julia giró la cabeza de golpe para encontrarse con que, efectivamente, ahí
estaba Sam Cooper, alto y grande como la vida misma. Seguía vestido de negro, y
seguía pareciendo tan oscuro y amenazador. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
Esperaba que no creyera que había ido preguntando por él, tratando de recabar
más información.
—Alice —dijo, y luego asintió hacia Julia—: Sally.
Julia se llevó una mano al estómago; la voz de Sam Cooper era tan oscura y
profunda que parecía resonar en su diafragma.
O eso, o iba a echar el café.
Cooper alargó la mano y apretó con suavidad el hombro de Alice.
—¿Qué tal te va, Alice? —Julia se sorprendió de lo amable que parecía su
voz—. ¿Qué tal va la cafetería? —Cooper se sentó junto a Julia, que se escabulló
y se puso junto a la ventana. La amplia espalda del vaquero ocupada dos tercios
del asiento.
Los ojos de Alice brillaron por las lágrimas.
—No lo sé, Coop. No consigo hacerme con ello. —Se puso en pie para llevarle
una taza y le sirvió un poco de café, frotándose los ojos clandestinamente. Julia
vio que la taza de Coop también estaba desconchada, sólo que la de él lo estaba a
la derecha del asa y la suya a la izquierda. «Qué monada, —pensó—, nuestras

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tazas son a juego».


Alice volvió a sentarse y soltó un suspiro.
—Me pregunto si estoy haciendo lo correcto. —Movió una mano por la
cafetería, rodeando las mugrientas y lúgubres paredes y el mostrador de linóleo.
Aparte de ellos tres, no había nadie más en la cafetería—. A lo mejor debería
venderlo, aunque dudo mucho que nadie lo comprara.
Cooper bebió un sorbo de café e hizo una mueca.
—Bueno, al menos mantienes las tradiciones. Carly hacía un café horrible y
tú también. Me alegra saber que hay cosas que no cambian; además, la compañía
sigue siendo buena... eso compensa lo del café. —Torció la boca en una sonrisa.
Julia se quedó perpleja. ¿Sam Cooper? ¿Gastando una broma? ¿Y sonriendo?
Y además, pensó distraídamente, tenía una sonrisa encantadora. Menos mal que
no la mostraba tan a menudo. Le ablandaba los rasgos y le hacía parecer mucho
más humano, mucho más cercano. A la luz del día vio que sus ojos no eran negros
como el azabache, sino de un marrón muy oscuro. La sonrió a ella también y Julia
contuvo el aliento. «Oh-oh», pensó.
Cooper se volvió hacia Alice y Julia pudo volver a respirar. Dentro. Fuera.
Dentro. Fuera. No era tan difícil cuando le pillabas el tranquillo.
—¿Qué tal Matt? —preguntó.
Alice miró por la ventana y se mordió el labio.
—No tan bien, Coop —confesó—. No se centra en los estudios y responde a
papá constantemente. A mí también, pero no es lo mismo. Se pasa el día en su
cuarto, escuchando música rap y machacando el ordenador. Está empezando a
hacer pellas. Está muy dolido.
—Dale alguna responsabilidad.
—¿Qué? —Giró la cabeza y se lo quedó mirando fijamente.
Cooper rodeó la taza con las manos.
—Dale un par de tareas aquí, en la cafetería. Págale si hace falta, pero
mantenle ocupado y pídele consejo de vez en cuando. Involúcrale en lo que estás
haciendo.
—Oh, Coop —gimió Alice—. No sé qué estoy haciendo. ¿En qué estaba
pensando? Quiero decir que apenas daba dinero cuando mamá vivía, y ya sabes lo
famosa que era mamá. La gente se pasaba a tomar una taza de café y un trozo de
tarta sólo para saludarla. Pero ahora ya nadie se pasa. Y no les culpo; vamos, ¡mira
este sitio! —Alice movió la mano y Julia y Cooper miraron a su alrededor
obedientemente.
«No me extraña que no haya un alma en Carly's Diner», pensó Julia. Aunque
fuera el único sitio en un radio de sesenta kilómetros en el que tomarse una copa
o algo de comer, tenías que estar muerto de hambre, o completamente
desesperado, para arriesgarte a comer algo allí, en vista del café que hacían.
Probablemente saldrías mejor parado si te compraras una barrita de chocolate y
un par de manzanas en el supermercado de Jensen. Las paredes estaban sucias y

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

la única decoración eran un par de calendarios de años anteriores y un retrato


familiar con una versión más joven, feliz y delgada del sheriff, una adorable
mujer de mediana edad y con la sonrisa de Alice, una Alice adolescente y un
chiquillo desdentado y de cara dulce.
En el mostrador había una tarta de manzana con aspecto pasado, bajo un
plato de cristal salpicado de agua. La pizarra que había en la pared opuesta
anunciaba hamburguesas a cuatro dólares y un menú especial barra libre a doce
dólares. Julia se estremeció sólo con pensarlo.
La cafetería entera pedía a gritos un decorador de interiores, aunque
tampoco le sorprendía. El pueblo entero pedía a gritos un decorador de
exteriores.
Había que hacer algo al respecto. Así que Julia hizo lo que cualquier mujer
madura y compasiva habría hecho en su lugar: se encorvó y miró a su alrededor
con gesto furtivo.
—Oh, no lo sé —cacareó con su mejor imitación de Igor—. No está tan mal.
Un poco de pintura, unos cuantos cojines... —Volvió a cacarear y esperó a que se
rieran, pero no obtuvo más que un largo y embarazoso silencio.
Alice la miraba como sí se hubiera vuelto completamente loca. Cooper la
miraba con la misma impavidez de siempre.
—Eso es de El jovencito Frankestein, ¿verdad? —preguntó por fin y,
volviéndose hacia Alice—: Eres demasiado joven para acordarte. Es una película
antigua de Gene Wilder. De hecho —volvió a girarse hacia Julia con gesto de
perplejidad—: eres demasiado joven para acordarte.
—No —respondió, estirándose con un suspiro—. Por regla general sólo veo
películas que tengan por lo menos veinte años. Me ahorra un montón de
problemas. Si después de veinte años se sigue considerando buena, es que es
verdaderamente buena. Aunque la vestimenta y los peinados suelen ser un poco
raros, y te encuentras con gente hablando por teléfonos móviles del tamaño de
un ladrillo.
Cooper se había quedado mirando la taza, y ella hizo lo mismo, confiando en
encontrar ahí la respuesta a los problemas de Alice. Pero en la taza no había más
que un líquido turbio y nocivo. Clavó los ojos en el fondo de la taza y, de pronto,
se le ocurrió.
—Té. —Julia se sorprendió de oírse hablar.
Alice alzó la cabeza.
—¿Té?
—Té —dijo Julia con convencimiento—. Tienes que ofrecerles té a los
clientes. Té negro y... infusiones de hierbas.
—¿Infusiones de hierbas? —Alice parecía perdida.
—Sí. —Julia miró a Cooper y se encontró con que la miraba fijamente con
sus marrones y opacos ojos. Era imposible saber qué pensaba—. Mucha gente
bebe té, ¿o no, Cooper? —Se sintió osada y le dio un golpecito por debajo de la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

mesa en el tobillo con el pie.


—Claro. —El rostro de Cooper no dejaba entrever nada pero, de nuevo, a
Julia le dio la sensación de que sonreía. Brevemente—. Todo el tiempo.
Estaba mintiendo, claro, pero Julia le habría dado un beso por ello. Se
calentó con pensar en besar a Cooper.
—¿Coop? ¿De verdad? —Alice no parecía muy convencida.
Cooper asintió pesadamente con la cabeza y Alice dejó de fruncir el ceño.
Estaba claro que, para Alice, lo que Cooper dijera iba a misa.
—He visto que tenéis una planta de menta ahí fuera. —Julia de pronto
revivió los calurosos días del verano en Marruecos y el té de menta fresca—.
Deja secar las hojas y haz una infusión con ellas. Puedes hacer infusiones
aromáticas prácticamente con cualquier cosa... romero, escaramujo, verbena,
sasafrás, salvia... La lista es interminable. Luego puedes añadir cosas como canela
o piel de limón al té negro, para darle sabor. Tengo una receta maravillosa para el
té de vainilla; no sabes lo bien que sabe.
—Espera. —Alice sacó un bloc de notas y un lápiz del bolsillo del delantal y
empezó a escribir como loca—. Canela, piel de limón, vainilla. —Sacudió la cabeza
—. Ey, ¿quien sabe? Puede funcionar. Además, ¿qué podemos perder? —Vio que
Cooper se ponía en pie—. ¿Qué te parece, Coop?
—Puede que funcione —respondió, dejando unas monedas encima de la mesa
—. ¿Por qué no lo intentas? —Y le tendió una mano a Julia para ayudarle a
levantarse—. Deberíamos irnos —le dijo.
Alice los miró boquiabierta, primero a Cooper y luego a Julia, para volver a
Cooper. Se veía claramente lo que pensaba.
—Ah —dijo, respirando interminablemente—. ¡Ah!
Julia iba a empezar a negar lo que fuera que estuviera pensando Alice, pero
Cooper le agarró fuertemente del codo y empezó a caminar hacia la puerta. Julia
sólo tenía dos opciones: o se iba con él, o le regalaba el brazo.
—Te daré las recetas después —se apresuró a decirle a Alice por encima del
hombro.
Justo entonces se abrió la puerta y apareció un adolescente. Llevaba la
parte inferior de la cabeza rapada al cero y la parte superior recogida en una
coleta rubia que le llegaba hasta los hombros. Tenía un pendiente en una de las
orejas, otro en la nariz y otro en la ceja. Llevaba una andrajosa cazadora
vaquera, sin nada debajo pese al frío helador, unos pantalones vaqueros rotos en
las rodillas y botas negras con suficientes clavos y chinchetas como para
remachar el tejado entero de un estadio de fútbol.
El joven se detuvo y observó pasar a Julia y a Cooper.
—Ey, hermanita —dijo lo suficientemente alto como para que le oyeran—,
¿quién es esa monada?
Julia hizo una mueca. Matt Pedersen era un auténtico quebradero de cabeza.
Fuera se había levantado un viento helador. Julia se detuvo en medio de la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

desértica calle y se abrazó con fuerza, frotándose los brazos. El día se


presentaba mucho más frío de lo que pensó al principio, y la chaquetilla que
llevaba no le servía de nada contra ese viento. Se sintió perdida y muerta de frío.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó de pronto.
La ansiedad y la depresión la dejaron casi paralizada. Allí estaba, a punto de
ir a un rancho aislado con un hombre al que apenas conocía... por mucho que le
atrajeran sus muslos... para hablar de los problemas psicológicos de un chiquillo,
algo para lo que no estaba preparada. Y todo ello con el estómago vacío. ¿Qué
estaba haciendo?
«Huir de un asesino, eso es lo que hago».
Julia volvió a estremecerse y casi pega un brinco cuando alguien le puso algo
pesado y cálido sobre los hombros. Era la cazadora negra de cuero de Cooper,
que le llegaba hasta las rodillas. Dejó el maletín que llevaba en el suelo y metió las
manos en las mangas, saboreando por un momento lo calentito que estaba. Alzó la
vista. Muy, muy alto.
—Gracias. —Trató de sonreír, pero le castañeaban los dientes—. No pensé
que fuera a hacer tanto frío. Pero, ¿y tú? —Agitó torpemente la manga de la
cazadora, de la que sólo sobresalían los dedos.
—No tengo frío —soltó. Probablemente estuviera mintiendo, pero Julia no
pensaba renunciar a la chaqueta calientita—. ¿Dónde tienes el coche?
Julia se quedó paralizada y trató de sofocar la incipiente oleada de pánico.
—¿Mi... mi coche?
¿Quería que condujera hasta allí? Su mente se vio invadida por los
recuerdos de su accidentado viaje a Rupert. Nunca había sido una conductora
demasiado buena y la mera idea de ponerse detrás del volante y conducir por
aquellos parajes inhóspitos le ponía los pelos de punta, pese a que sabía que él iría
delante.
Además, cuando terminaran de hablar de Rafael, tendría que conducir de
vuelta a casa. Sola.
Claro que no podía demostrarle lo mucho que le horrorizaba la idea si no
quería que la considerara una extraterrestre. En Simpson, los niños aprendían a
conducir casi antes que a andar. Tampoco había otra opción en esas tierras
enormes y desiertas. Julia deseó una vez más volver a la ciudad. A cualquier
ciudad. Con tranvías y metros, y autobuses y taxis. Y gente. Y no estas
interminables extensiones de vacío.
Julia trató de sonreír y se lamió los labios resecos.
—He... he dejado el coche detrás de casa. Si me esperas medio minuto voy a
buscarlo... —Se detuvo súbitamente al ver que le agarraba del brazo.
—Sólo quería saber dónde estaba —dijo Cooper—. Tengo que volver al
pueblo después —comentó, aunque Julia estaba segura de que volvía a mentirle—,
así que puedo traerte de vuelta. —Se agachó para recoger el maletín del suelo y
echó a andar.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia se lo quedó mirando unos segundos antes de correr para alcanzarle,


llena de alivio.

* * *

—Eeh, ¿qué tal está Rafael? —preguntó, más por oír el sonido de una voz
humana que por saber la respuesta.
—Bien —contestó Cooper. Era la tercera palabra que decía en veinte
minutos. Las otras dos habían sido «sí» y «no», como respuesta a dos preguntas
directas. Julia se dio por vencida y se puso a contemplar el paisaje. O eso, o se
ponía a mirar a Cooper y, para su asombro, se encontró con que le inquietaba
mirar a Cooper, así que trató de apartar los ojos de él.
Era un conductor fabuloso.
Julia admiraba de verdad a los buenos conductores, en parte por lo mala
conductora que era ella. Daba igual los esfuerzos que hiciera por concentrarse,
pasados unos cinco minutos siempre encontraba algo mucho más interesante en lo
que pensar que no tenía nada que ver con los semáforos en verde o rojo o quién
debía cederle el paso a quién. Pero Cooper estaba concentrado y relajado, y
cambiaba de marchas como si tocara un instrumento musical. «El Beethoven de
las Camionetas», pensó con ironía.
Tal vez no fuera muy hablador, pero era un auténtico as al volante.
No era normal que Julia apreciara si un tío conducía bien o no, o que tuviera
manos fuertes o piernas largas. Aunque era perfectamente consciente del
hombre alto, oscuro y silencioso —aunque no atractivo— que iba sentado al lado
suyo y, por mucho que lo intentara, no conseguía saber por qué.
Claramente, no podía ser por que tuviera una conversación maravillosa, que
era lo que normalmente le atraían de los hombres. Hasta ahora habría jurado que
tenía todas las hormonas sexuales en la cabeza. Los tres líos que había tenido
habían empezado porque descubrió que compartía los mismos gustos literarios
del hombre en cuestión, o porque tenía alguna razón interesante para no hacerlo,
o porque se trataba de un conversador ingenioso o le hacía reír.
Nunca porque sus largas y fuertes manos, que tenían una ligera película de
pelo negro en el dorso, descansaran con facilidad y elegancia en el volante, ni
porque los músculos de su antebrazo se movieran de manera fascinante cada vez
que cambiaba de marcha, o porque cuando pisaba el embrague se le marcaran los
músculos que iban desde la rodilla hasta la ingle... Julia apartó la cabeza
rápidamente y se quedó mirando sin ver por la ventana.
Decididamente, le pasaba algo. El estrés le estaba volviendo loca; o eso, o el
silencio era lo que le volvía loca. No estaba acostumbrada al silencio. Puede que si
hablara con él se rompiera el extraño hechizo bajo el que estaba.
—¿Queda mucho?
Cooper la miró brevemente.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Ya estamos.
Julia le miró fijamente.
—¿Ah, sí? —Observó a su alrededor. No veía nada que no fuera lo que
llevaba viendo desde hacía media hora: árboles, hierba, árboles, hierba y más
árboles.
—Hace unos diez minutos que estamos dentro de Doble C —dijo Cooper.
Cierto, ahora que lo mencionaba podía ver vallas perfectamente ordenadas,
paralelas a la carretera y que, a lo lejos, colindaban con una cadena de colinas.
Las vallas delimitaban un terreno exactamente igual al que llevaban media hora
atravesando. Julia era incapaz de ver la diferencia entre la parte vallada y la
parte sin vallas.
—¡Ey! —dijo de pronto, apretando la nariz con emoción contra la ventanilla
de la camioneta—. ¡Caballos! —Se volvió hacia Cooper con imágenes románticas
rondándole la cabeza—. ¿Crees que son mustang3?
—No —dijo Cooper, reduciendo la marcha del vehículo—. Son míos.
—Ah. —Julia observó a los maravillosos animales. Había al menos cuarenta
de ellos trotando con gracia en un prado, y sintió una extraña punzada de
decepción—. Supongo que los mustang sólo existen en las películas.
—De hecho —dijo Cooper, girando por un amplio camino de piedra—, se
encuentran sobre todo en Nevada y Nuevo Méjico. Hemos llegado.
Había tanto que ver, y todo ello extraño para ella, que Julia tardó unos
minutos en decidir qué le parecía. La valla aquí era blanca y encerraba unos
edificios grandes y recién pintados, así como áreas circulares llenas de arena.
Julia había leído suficientes novelas de Dick Francis como para reconocer los
establos y los picaderos. ¿O en el Oeste se les llamaba corrales?
Había diez o doce hombres trabajando laboriosamente; unos cuantos
rastrillaban el suelo, varios de ellos llevaban a los caballos de lo que parecía una
sola rienda larga y otros pocos montaban a caballo. Daba la impresión de ser un
negocio próspero y ajetreado.
Cooper aminoró la velocidad de la furgoneta y se acercaron a lo que Julia en
un principio pensó que era una formación geológica. Hasta que volvió a mirarlo. No
conocía ninguna formación geológica rectangular y hecha de madera.
—¿Qué es eso? —preguntó, agitando la mano hacia la... cosa a la que se
acercaban.
—La casa. —Cooper giró y detuvo la camioneta bajo un cobertizo grande
como un edificio. La casa misma debía de haber sido diseñada por la NASA. Julia
se preguntó si sería uno de esos edificios con clima propio.
—¿Y quién construyó la casa? —Apartó la vista del gigantesco edificio y
miró a Cooper—. ¿Dios?
—Mi tatarabuelo. —Rodeó la camioneta y se acercó a abrirle la puerta a
Julia, a la que agarró del codo hasta que estuvo a salvo, en el suelo de cemento
3
Los mustang son los caballos salvajes (en realidad, cimarrones) de Norteamérica.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

del cobertizo de coches.


Julia le sonrió.
—Debió de tirar todo un bosque para construirlo.
—A mi abuelo le gustaba tener espacio suficiente para moverse. —Sus ojos
eran oscuros e indescifrables.
—Y que lo digas. Seguro que se ve desde el espacio, como la Gran Muralla
China.
Julia salió del cobertizo un segundo y miró a su alrededor. Desde donde
estaba tenía que mover la cabeza para abarcar el edificio entero con la vista,
pues era mayor que su campo de visión.
—Menos mal que lo construyó antes de que la Agencia de Protección
Ambiental se estableciera, porque le habrían detenido por destruir un
ecosistema entero. ¿Para qué necesitaba tanto espacio?
Cooper se encogió de hombros.
—Cuando mi tatarabuelo emigró de Irlanda, siendo un niño, era pobre como
una rata. Juró que fundaría una dinastía cuando hiciera su fortuna. Era el último
de doce hermanos y quería tener doce hijos que, a su vez, tuvieran doce hijos
cada cual. Y quería que todos ellos vivieran bajo el mismo techo.
—Eso haría 144 personas de la generación de tu abuelo —dijo Julia,
tratando de hacer los cálculos mentalmente—. Y de la tuya seríais, seríais...
—Veinte mil setecientos treinta y seis.
—Vaya... —Julia observó la casa considerándolo—. A lo mejor algunos de los
primos lejanos deberían alojarse en un hotel. Menos mal que se inventó el control
de natalidad antes de eso. ¿Entonces, cuántos Coopers viven aquí ahora mismo?
—Sólo yo —dijo Cooper.
—¿Sólo tú?
Vio que ahogaba un suspiro.
—Sí.
—¿Ni siquiera hay un primo o dos perdidos en algún lugar de la casa?
—Nop. —Cooper cambió el peso de un pie al otro. Debía de ser el lenguaje
corporal de los vaqueros para expresar vergüenza—. Mi tatarabuelo tuvo un único
hijo varón, mi bisabuelo tuvo un único hijo varón, mi abuelo tuvo un sólo hijo varón
y mi padre...
—Espera —dijo Julia—. Déjame adivinarlo: tuvo un sólo hijo varón. Tú.
—Bingo. —Puso la mano en el codo de ella—. Vamos.
Entraron en una cocina que era exactamente igual de grande que el salón de
baile de la versión de Errol Flynn de Robin Hood.
Era el ejemplo perfecto del dicho aquel de «si vale la pena hacer algo, mejor
hacerlo doble». Había dos chimeneas lo suficientemente grandes como para asar
dos bueyes enteros y dos hornos en los que se podían asar niños enteros. Una
mesa de caballete lo suficientemente larga como para patinar sobre ella
atravesaba la cocina entera. Julia apenas tuvo tiempo de abarcarla entera con la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

mirada, porque Cooper había vuelto a agarrarla fuertemente del brazo y parecía
querer llevarla por toda la casa, por pasillos interminables, rancios y oscuros
desde los que divisó varias habitaciones grandes, rancias y oscuras. Tras un par
de kilómetros, Cooper se detuvo por fin para abrir una enorme puerta de roble y
le puso una mano en la espalda.
Julia echó un vistazo a la puerta y entró con paso vacilante, sin saber muy
bien qué habría dentro.
Al igual que Carly's Diner, a la habitación no le habrían venido nada mal los
consejos de un decorador de interiores. Los muebles eran gigantescos y oscuros,
y estaban ordenados pegados a las paredes, de forma que en el centro quedaba
un espacio vacío sin nada. A lo mejor en las noches de verano Cooper se dedicaba
a dar conciertos ahí, o algo así.
Cuando los ojos de Julia se acostumbraron a la penumbra, se relajó.
Cooper era lector.
En aquel preciso instante, le perdonó sus problemas para comunicarse y sus
muslos y brazos que le hacían perder la cordura.
Cooper era de su misma tribu; la de los lectores.
Había libros por todas partes, en todas las superficies disponibles, e incluso
alineados en las estanterías. Libros de verdad, para leer, no de decoración. Las
manos de Julia se morían por acercarse y mirar las cubiertas, tal vez incluso por
frotar la cara contra unos cuantos e inhalar el olor. Pero entonces tal vez se
echara a llorar y anegara todos los libros de Cooper, así que se abstuvo.
La única fuente de calor era el fuego que prendía en una chimenea
gigantesca, entorno a la cual había agrupadas unas cuantas sillas macizas de
roble. Julia distinguió la silueta de un hombre y un niño pequeño. El hombre tenía
el pelo oscuro e iba vestido de negro, como Cooper. Julia se preguntó si se habría
perdido la moda del vaquero ninja.
—¡Señorita Anderson! —Rafael saltó de su asiento y fue corriendo hacia
ella. Alzó su ansiosa carita—. ¿Por qué está aquí, señorita Anderson? No he hecho
nada malo, ¿verdad?
—No, cariño —dijo Julia suavemente, alborotándole el pelo—. Claro que no
has hecho nada malo. Sólo he venido a visitaros y a decirle a tu padre lo
buenísimo que eres. —Parte de la ansiedad de Rafael desapareció, aunque Julia
aún percibía tensión en su rostro.
Cooper volvió a tomarla del brazo y se acercaron a la chimenea.
—Sally Anderson, permíteme presentarte a Bernaldo Martínez, el padre de
Rafael y mi capataz.
El hombre, que no dio muestras de haberle oído hablar, siguió hundido en la
silla con la cabeza entre las manos.
—Bernie... —La profunda voz de Cooper se convirtió en un gruñido
amenazador.
Poco a poco, Bernaldo Martínez giró la cabeza; se puso en pie como si

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

tuviera mil años.


Julia hizo una mueca de dolor al verle los ojos, del color de los muchos
semáforos que se había saltado en sus despistes al volante. Se preguntó si
dolería verlo todo a través de unos ojos tan rojos.
Estaba demacrado y una barba de varios días asomaba a su delgado y
atractivo rostro. No era la típica barba cuidada y conseguida con el esmero de la
cuchilla de afeitar, sino una auténtica barba de varios días, de la que sólo se
consigue no afeitándose durante varios días. Probablemente el mismo número de
días que no había dormido.
—Bernie... —El tono de voz de Cooper era más bajo y amenazante que antes,
si cabe.
Martínez se pasó una mano por el oscuro pelo y asintió hacia Julia.
—Señorita Anderson. —Tenía la voz rasposa y áspera.
—Señor Martínez. —Julia inclinó la cabeza.
—Oye, chaval. —Cooper se agachó hasta ponerse a la altura de Rafael. Su
voz volvía a ser amable—. Estrella del Sur dio a luz ayer por la noche. ¿Por qué no
le pides a Sandy que te lleve a ver al potrillo?
—¿Un potrillo? —El rostro de Rafael se iluminó de alegría y la tensión
desapareció en un instante—. ¡Yupiiiiii! —gritó, dando un puñetazo al aire.
Recordando sus modales, murmuró un rápido adiós en dirección a Julia y salió
corriendo por la puerta.
Bernie Martínez giró despacio la cabeza hacia Cooper; era como si le doliera
hacerlo.
—¿Qué ha sido? ¿Una potranca?
Cooper se puso en pie de nuevo y miró a Martínez fijamente.
—Potro.
—Un potro —dijo Martínez, soltando una amarga carcajada—, Debería
haberlo supuesto; ni siquiera las yeguas quieren estar aquí. La Maldición de los
Cooper vuelve a la carga...
—Ya basta, Bernie. —La voz de Cooper era fría y profunda. Julia se
estremeció; no le gustaría que usara ese tono de voz con ella. La mantendría
callada durante un siglo entero por lo menos.
Pero Martínez no parecía demasiado impresionado.
—Apuesto a que si no nos hubiéramos trasladado aquí, mi Carmelita no se
habría ido. Apuesto a que...
—¡He dicho que ya basta! —La voz de Cooper era, si cabe, más profunda y
fría. Se acercó a Martínez con las manazas apretadas en puños. Martínez alzó la
barbilla en tono desafiante, retando a Cooper a que le golpeara.
El aire olía fuerte y a almizcle. Julia se preguntó si se debería a todos esos
libros o a la testosterona que aquellos dos hombres estaban soltando. Tenía que
hacer algo, y rápido. Martínez no parecía muy capaz de sobrevivir la resaca del
día siguiente, por no mencionar un par de asaltos con Cooper. Julia volvió a mirar

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

las gigantescas manos de Cooper, que ahora formaban dos puños. Probablemente
no demasiados hombres sobrevivirían a un par de asaltos con Cooper.
—Bueno —dijo Julia, y se frotó las manos—. Bueno, pues aquí estamos. —
Ninguno de los dos mostraba ninguna reacción, así que intentó sonreír enseñando
un par de dientes.
Nada.
Se quedaron allí, de pie, mirándose el uno al otro con el ceño fruncido, como
si Julia no existiera.
Se dio por vencida. A lo mejor, después de todo, un par de asaltos no les
vinieran nada mal.
—Ehh, ¿Cooper? —Julia reprimió el impulso de tirarle de la manga para que
le prestara un poco de atención. Pero no fue necesario; esos oscuros y feroces
ojos volvieron a centrarse en ella. Julia se estremeció de nuevo, aunque esta vez
no fue de miedo—. Me he... —Julia se lamió los labios resecos—... Me he dejado el
maletín en la camioneta y tenía algunos trabajos de Rafael que quería enseñarle al
señor Martínez. No... —Alzó una mano al ver que Cooper se movía hacia ella—. Voy
yo a buscarlos, pero repíteme cómo hago para volver a la cocina. O dibújame un
mapa.
El tono de voz de Cooper volvió a ser amable.
—Gira a la derecha nada más salir y después, siete puertas más allá, gira a
la izquierda y sigue el pasillo hasta el final. Llegarás a la despensa y de ahí a la
cocina.
A Julia le estaba costando trabajo concentrarse con su penetrante mirada.
El campo de fuerza se había vuelto a poner en marcha.
—Siete puertas, izquierda, despensa, cocina —dijo—. Lo tengo.
Se giró y nada más salir por la puerta miró con horror el interminable y
gigantesco pasillo.
Tal vez debería de haber dejado un rastro de migas de pan.

* * *

En cuanto la puerta se cerró detrás de Julia, Bernie cayó rendido sobre la


silla y se frotó la cara entre las manos. Se quedó mirando fijamente el fuego
durante un buen rato, mientras Cooper se limitaba a observarle.
—Se ha ido, Coop —dijo al final—. Se ha ido para siempre.
—Sí —Cooper se sentía incómodo; aquel no era su campo, no sabía cómo
consolar a un tipo al que su mujer había engañado.
Bernie parecía estar pasando por un infierno. Cooper sintió una punzada de
pena por su mejor amigo. La marcha de Carmelita había dejado un auténtico vacío
en la vida de Bernie. Por unos instantes, Cooper casi envidió a Bernie la
intensidad de sus sentimientos. Cuando Melissa se marchó por fin, Cooper se
había sentido aliviado.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Bernie estaba verdaderamente dolido; aunque eso no era excusa para


comportarse como lo había hecho con Sally Anderson.
—Escucha, Bernie —dijo Cooper—, Sé cómo te sientes, pero tienes que
recomponerte. Al fin y al cabo, la señorita Anderson...
—Olvídalo —dijo Bernie—. No tienes ninguna posibilidad con ella. Acabarás
perdiéndola de todas formas. Todas las mujeres que entran aquí se acaban
marchando. —Alzó los rojizos ojos hacia Cooper—. Deberías haberme hablado de
la maldición, Coop. ¿Cómo iba yo a saber que ninguna mujer se queda demasiado
tiempo en las tierras de los Cooper?
—Eso no es más que una leyenda estúpida. —Cooper apretó los dientes—. Me
sorprende que te hayas parado a considerarlo siquiera una posibilidad.
—¿Considerarlo? ¡Que te jodan, he perdido a mi mujer por culpa de eso! —
gritó Bernie antes de hacer una mueca de dolor y alzar la cabeza.
—No has perdido a tu mujer porque estuviera en las tierras de los Cooper —
dijo Cooper razonablemente—. La has perdido porque... porque... —Cooper se
detuvo. No sabía por qué se había ido Carmelita. ¿Quién sabía por qué hacían las
cosas las mujeres?
—Porque estamos en las tierras de los Cooper —concluyó Bernie.
—¡Que no, joder!
—Vale, entonces, ¿cómo es que Melissa se fue? —La voz de Bernie era hostil
—. Respóndeme a eso, venga.
—Porque... porque...
—Porque estabais viviendo aquí. —Bernie asintió con gesto de sabiduría,
como si acabara de resolver algún teorema matemático imposible.
—¡Porque no quería seguir viviendo conmigo! —Cooper alzó las manos
exasperado—. Y ya basta. No tiene nada que ver con el rancho.
—¿Y por qué se marchó tu madre? —preguntó Bernie.
—No se fue. —Bernie estaba dolido, y Cooper le perdonaba lo que dijera.
Pero todo tenía un límite—. Murió.
—Es lo mismo. —Bernie apretó la mandíbula con tozudez—. ¿Y tu bisabuela?
¿No huyó con el tipo de la máquina de coser Singer? ¿Y tu abuela? Un niño y
fuera.
—Bernie... —gruñó Cooper.
—¿Y las yeguas que nos traen para cubrir? ¿Eh? ¿Qué me dices de eso?
Tienes una proporción de 70 caballos y 30 yeguas. Es algo estadísticamente
imposible.
—Casualidad.
—¿Casualidad? De acuerdo, ¿y qué me dices de la perra collie que tuvo seis
cachorros, todos ellos machos? ¿Qué me dices? ¿Eh? ¿Eso también fue
casualidad? No me extraña que Carmelita y Melissa se largaran. Este lugar es
veneno para las mujeres.
«Especialmente para las putas», pensó Cooper, pero prefirió guardar

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

silencio.
Bernie se pasó las manos por el áspero pelo negro.
—Debería haberme buscado trabajo en un banco o en una tienda; así
seguiríamos siendo una familia y no estaría en este embrollo. —Dejó caer la
cabeza—. Y Rafael tampoco.
—Bernie —dijo Cooper con paciencia—, no podrías haber conseguido un
trabajo en un banco o en una tienda porque no tienes la formación necesaria para
hacerlo. Estás hecho para trabajar con el ganado. Es lo que sabes hacer, y lo
haces muy bien. Cuando no te vuelves loco.
—Claro que me estoy volviendo loco —gritó Bernie—. ¡Acabo de perder a mi
mujer por tu jodida maldición!
—¡Cierra el pico de una puta vez! —gritó Cooper a su vez. Sally Anderson
probablemente fuera la única mujer, y desde luego la única mujer atractiva, en un
radio de doscientos kilómetros que nunca hubiera oído hablar de la Maldición de
los Cooper y, sin duda alguna, Cooper quería que siguiera siendo así—. La señorita
Anderson está a punto de volver, le ha hecho un hueco en su apretada agenda
para hablarte de tu hijo así que te vas adecentar de una puta vez y te vas a
comportar como una persona normal con ella.
Cooper no sabía si Sally Anderson tenía una agenda apretada o no; la
mayoría de la gente de Simpson no tenía demasiadas cosas que hacer, pero eso
Bernie no tenía por qué saberlo.
Bernie trató de concentrarse en Cooper, pero la cabeza le daba vueltas.
Cuando por fin consiguió verle, los ojos rojos le brillaban.
—Oblígame —gruñó.
Estaba pidiendo una pelea a gritos, pero lo último que Cooper quería era que
Sally Anderson volviera y se encontrara con una pelea.
—Deja de decir gilipolleces, Bernie.
—No. —Bernie se puso en pie, se balanceó y se puso en guardia en una
postura más bien ridícula, pues apenas podía mantenerse en pie.
—Que te jodan. —Cooper elevó los ojos al cielo—. Los dos sabemos que no
puedes enfrentarte a mí cuerpo a cuerpo. A mí me han entrenado y a ti no. Te
saco quince centímetros y dieciocho kilos, así que déjate de gilipolleces.
Bernie empezó a hacer círculos lentamente alrededor de él.
—Oblígame.
—Bernie —dijo Cooper con los dientes apretados—. Estás borracho.
Probablemente hasta estés viendo doble. No voy a pelearme contigo, y ya está.
Acabaría contigo en menos que canta un gallo, así que déjalo.
Cooper esperaba que Bernie sonriera al oír uno de los viejos dichos de su
padre, pero Bernie apretó la mandíbula y se balanceó violentamente.
Cooper esquivó el golpe sin moverse de su sitio. Aquello iba a ser peor de lo
que pensaba. Bernie volvió a balancearse, tan despacio que Cooper podría haber
terminado de leer la biografía de Eisenhower y aún le habría sobrado tiempo para

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

detener el puño de Bernie. Cooper dejó que Bernie se librara de su mano y le dijo:
—No seas bobo, Bernie, no puedes derribarme y lo sabes.
—¿Ah, sí? —Bernie respiraba con dificultad. Trató de ponerle la zancadilla a
Cooper, pero no funcionó, aunque se llevó un puñetazo en la barbilla.
—¡Joder, Bernie! ¡Eso ha dolido un huevo!
Bernie le enseñó los dientes.
—Eso pretendía. —Se puso en cuclillas y empezó a rodear a Cooper, quien
retrocedió.
—Bernie, como no dejes de hacer el gilipollas ahora mismo... —Bernie
embistió. Cooper se movió, y Bernie se golpeó los puños primero y la cabeza
después contra la chimenea de piedra maciza. Cooper hizo un gesto de dolor al oír
el golpe. Bernie se giró; sangraba por una herida que se había hecho en la ceja,
pero alzó los puños. Los nudillos de una de las manos sangraban también. Cooper
suspiró y alzó los puños a su vez.
La puerta se abrió.
Sally Anderson se detuvo en el umbral, con los ojos abiertos de par en par y
el maletín en la mano. Los dos hombres, uno sangrando y el otro seriamente
cabreado, se volvieron para mirarla con expresión hosca.
—Supongo que son cosas de chicos, ¿no? —preguntó.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 5

—¡Au! —Bernardo Martínez trató de apartar la cara.


—No seas nenaza. —Julia le agarró de la barbilla y le obligó a girar la cabeza
para seguir limpiándole la herida de la frente. Ya casi había dejado de sangrar—.
Pensé que los vaqueros eran unos tipos duros.
—No soy un vaquero —se quejó mientras Julia terminaba de limpiarle la
herida—. No soy más que un pobre cholo del barrio que se metió en unos cursos
sobre cría de animales porque te daban créditos para la universidad. —Pero
sonreía sentado a la enorme mesa de la cocina y dejando que Julia le curara.
Cooper también sonreía... más o menos.
«¡Hombres!», pensó Julia con desesperación. Hacía un cuarto de hora
estaban tratando de matarse, igualitos a cualquiera de sus alumnos más inquietos
de siete años, y míralos ahora.
Julia tomó la mano de Martínez y le examinó los nudillos. Se encontró con
los ojos oscuros de Cooper.
—¿Cuándo limpiaron por última vez ese cuarto?
—Está limpio. —Cooper frunció el ceño, ofendido—. Mis hombres hacen
turnos para limpiar escrupulosamente todo. Limpian los establos y luego la casa. A
Bernie no se le va a infectar ese rasguño, te lo aseguro. Y, de todas formas, es
inmune a todo, incluso al sentido común.
—Si tú lo dices. —Julia observó los cortes sin estar muy convencida—. Aun
así, me quedaría más tranquila si se lo desinfecto. ¿Tu kit de primeros auxilios
sigue estando en la camioneta?
Cooper apretó los labios.
—Es mejor que le pongas el ungüento con antibiótico que usamos para los
caballos, está en un cuenco en la nevera.
Julia se quedó mirando a Cooper unos segundos, sin saber si hablaba en
broma o no, pero ir en serio y ni siquiera sabía si era capaz de bromear, así que
se dirigió hacia la gigantesca nevera industrial, abrió las enormes puertas de
acero y se quedó mirando lo que había dentro.
Tenía amigas en Boston con apartamentos más pequeños que el interior de
aquella nevera.
—¿Quién cocina aquí? —preguntó mirándoles por encima del hombro—. ¿Paul
Bunyan?
—Los hombres hacen...
—Turnos, ya. —Julia volvió a centrarse en la nevera y examinó lo que había

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

dentro—. ¿Dónde está el ungüento de caballos?


—En un cuenco.
—Aquí hay dos cuencos, Cooper.
—El verde.
Julia echó un vistazo al rojo y abrió los ojos de par en par.
—¿Y qué hay en el rojo?
Cooper se encogió de hombros.
—¿Comida?
—Ni de coña —dijo Julia con firmeza. Se retiró de la nevera con el cuenco
verde en la mano y cerró la pesada puerta con la cadera, pensando que deberían
poner una pegatina de peligro biológico en la puerta—. Eso no puede ser comida,
ni en broma. Una forma de vida mutante, tal vez, o un experimento echado a
perder; pero decididamente no puede ser comida. —Respiró hondo y tosió. Una de
dos, o lo que había en el cuenco verde curaba al padre de Rafael, o le mataba.
—Espero que esté preparado para esto, señor Martínez.
—Bernie.
—De acuerdo, Bernie. Es hora de separar a los hombres de los niños. Listo o
no, allá voy. —Le cubrió la frente y los nudillos con una capa del apestoso
ungüento—. No me puedo creer que de verdad llegarais a los puños. Como niños de
siete años. ¿No os ha enseñado nadie que para solucionar las cosas nunca se usa la
violencia? Es un comportamiento completamente inaceptable en dos adultos. —
Julia se estaba calentando con ese tema. El uso de la violencia era un tema que le
afectaba especialmente en aquellos momentos. Alzó la voz—: La violencia es para
los bárbaros. ¿Qué demonios pretendíais conseguir? Debería daros vergüenza.
—Sí, señora —respondieron los dos al unísono.
Julia se echó a reír al darse cuenta de que había alzado el dedo en tono
desafiante, como hacía con sus niños de primaria cuando se enfadaba con ellos.
—Me parece que eso ha sonado demasiado a profesora de primaria,
¿verdad? Hablando de lo cual... —Julia trató de no pensar en lo poquísimo
preparada que estaba para decir lo que tenía que decir—: Eehh, hablando de lo
cual, señor... Bernie, he traído algunos de los trabajos de Rafael que quiero
enseñarte. Es un alumno excepcional, de verdad, y ha sacado muy buenas notas,
pero estas dos últimas semanas su trabajo no ha sido el mismo. No presta
atención en clase y, sinceramente, le he pillado llorando más de una vez.
Bernie suspiró.
—Tiene razón, señorita Anderson...
—Sally —dijo Julia, odiando el nombre con todas sus fuerzas. Aunque la
verdad, ahora que lo pensaba, una Sally Anderson cualquiera probablemente se
encontrara tan tranquila en un rancho aislado del mundo, vendando a un capataz
herido. Julia Devaux no habría podido hacerlo.
—De acuerdo, Sally. La historia es la siguiente: mi mujer y yo estamos...
estábamos... —Bernie empezó a respirar pesadamente—. No... no nos... —Bernie

- 70 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

se detuvo, incapaz de proseguir.


—¿Llevábamos bien? —sugirió Julia con suavidad.
Bernie asintió con pesar.
—Me lo había imaginado. Y Rafael sufría, ¿no?
Bernie volvió a asentir; a Julia le partía el alma verle así.
No había vivido un divorcio en su propia carne, pero imaginaba que debía de
ser horrible.
Se giró para mirar a Cooper. Su mujer también le había abandonado.
¿Habría sufrido igual? No lo parecía; no parecía tener demasiados sentimientos.
Su anguloso y duro rostro podría estar cincelado en piedra, pues el único signo de
vida eran esos ojos negros y brillantes; y aun así a Julia le costaba Dios y ayuda
apartar la vista de su rostro.
—Bernie. —Julia volvió a girarse para mirar al padre de su alumno, que era
precisamente a quien tenía que mirar, y no a un ranchero con un parecido
extraordinario a una piedra—. Creo que alguien debería vigilar los deberes de
Rafael; tal vez convendría que alguien pasara un par de tardes con él, para
asegurarse de que vuelve a acostumbrarse a hacer los deberes, que vuelva a
coger práctica. No creo que le cueste mucho, es un chico brillante.
Bernie alzó la vista, confuso; de pronto se le iluminó el rostro.
—Tienes razón —exclamó. Alargó la mano y estrechó la de Julia, agradecido
—. Tienes toda la razón.
Agitó la mano de Julia con entusiasmo hasta que vio el ceño fruncido de
Cooper y la dejó caer.
—¿Por qué no se me habría ocurrido antes? Es una idea maravillosa. Gracias,
Sally. Muchísimas gracias.
—Ah, no —dijo Julia con consternación—. No me refería a que...
—Es justo lo que necesita Rafael. —Bernie se pasó la mano por el pelo
despeinado y soltó un suspiro de alivio—. Un tutor.
—Tutor —corrigió sin pensarlo.
—Tutor. Es genial; genial.
—No, la verdad... —empezó a decir Julia.
—Un toque femenino —meditó Bernie—. Suavidad, amabilidad y disciplina,
por supuesto. Mano de hierro en un puño de terciopelo...
—En un guante —dijo Julia.
—Eso —asintió Bernie—. Eso es lo que Rafael necesita.
—Ehh, Bernie, de verdad que no creo...
—Alguien que le haga caso. De hecho... —Bernie hizo una mueca—...
Carmelita no era demasiado buena en eso. Nadie le habría dado el Premio a la
Mejor Madre del Año, te lo aseguro. Pero tú, Sally, eres justo lo que Rafael
necesita. Te adora. Siempre está hablando de ti; «la señorita Anderson esto»,
«la señorita Anderson aquello».
—Escucha...

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Bernie miró a Julia con agradecimiento.


—No puedo expresar lo mucho que significa para mí, y para Rafael, claro...
—Mira, Bernie...
—Eres un ángel —dijo sencillamente—. Gracias.
—De acuerdo. —Julia alzó las manos y, sacudiendo la cabeza, se dio por
vencida—. Si eso es lo que quieres.
Pensándolo bien, tampoco le importaba tanto. De todas formas, ¿qué otra
cosa iba a hacer por las tardes, aparte de volverse loca? A lo mejor así pensaba
menos en sus problemas.
Bernie se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón.
—Bien, ¿cuánto quiere por las clases?
—No quiero dinero. —Julia entrecerró los ojos y se llevó un dedo a los
labios, pensando. Se giró hacia Cooper—: ¿Qué tal es Rafael con los animales?
—Muy bueno —respondió Cooper—. Quiere ser veterinario de mayor.
—Bien. —Julia se volvió hacia Bernie—. Ese es mi precio. Quiero que Rafael
me ayude a limpiar a mi perro, Fred. —«Mi perro», pensó sorprendida. Sonaba tan
raro—. Quiero tenerlo limpio y peinado y... —Pensó en la bola de pelo sucia y
enmarañada—... espulgado. A cambio, Rafael puede venir un par de tardes a la
semana y le ayudaré a ponerse de nuevo al día. —De pronto le vino una idea a la
cabeza que hizo que mirara a Cooper con horror—. Pero alguien tiene que venir a
buscar a Rafael para traerle aquí. Yo no puedo... no, ni en broma...
—Hombre, podría... —empezó a decir Bernie.
—Iré yo —interrumpió la voz profunda de Cooper.

* * *

Sally Anderson y Bernie se lo quedaron mirando como si de pronto tuviera


dos cabezas.
Probablemente Sally Anderson le mirara así porque no querría encontrarse
por las tardes a un tipo que se empalmaba cada vez que la miraba; y Bernie
porque sabía muy bien que Cooper no tenía tiempo de ir a Simpson un par de
tardes por semana. Y era cierto. Pero su polla decidía por él, y le estaba costando
lo suyo alcanzarla.
—Le recogeré por las tardes —dijo Cooper. Bernie abrió la boca, miró a
Cooper y volvió a cerrarla—. Y aún no has establecido el precio completo.
Sally arqueó la boca. Coop la miró fascinado; sus labios eran suaves y de un
rosa natural, sus comisuras estaban ligeramente alzadas en una sonrisa perpetua.
Labios cálidos y acogedores...
Ladeó la cabeza y observó a Cooper.
—¿Ah, no?
—¿Qué? —Cooper trató de concentrarse—. No.
—¿Y cuál es el resto del precio?

- 72 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Tu calefacción necesita primeros auxilios, hay que arreglar el segundo


escalón del porche, y eso es sólo el principio.
—Tienes razón. —Julia le dedicó una sonrisa deslumbrante que hizo que
Cooper se quedara sin respiración—. Dime, ¿Rafael es manitas?
—Es mucho más manitas que su padre, eso te lo aseguro. —Cooper le sonrió
antes de quedarse de piedra. Estaba flirteando con ella. Era una sensación tan
nueva que perdió el hilo de lo que estaban diciendo.
Estaba flirteando con una mujer preciosa. En la cocina de los Cooper.
Imposible.
Desde que tenía uso de razón, aquella cocina había sido un sitio frío e
impersonal donde los hombres reponían fuerzas rápidamente y volvían a trabajar
lo antes posible. Y eso incluía, sin duda, el sombrío periodo que duró su
matrimonio.
Pero ahora, con Sally ahí sentada bromeando amablemente con él, y Bernie,
la cocina parecía casi... acogedora.
—¿Coop? —Bernie le miraba—. ¿Quieres que le arregle las tuberías?
—No —respondió Cooper; la idea de ver a Bernie con un martillo entre las
manos le devolvió de pronto a la realidad—. Lo haré yo. Eres un desastre con las
herramientas o con cualquier cosa que no se mueva o coma heno. Yo...
—¡Papá! ¡Papá! —Rafael entró corriendo como loco en la cocina y, antes de
que la puerta de entrada se hubiera cerrado, ya se había lanzado en brazos de su
padre—. Papá, Estrella del Sur ha tenido un potrillo, ¡y es genial! Tiene una
estrella en la nariz, como su madre, y tienes que ver cómo se mueve. Va a ser un
campeón, ya verás. Espera a que Coop lo entrene... ¡va a ganar todos los premios
del mundo!
El niño saltaba excitado.
—¿Ah, sí? —Bernie sonrió a su hijo y le abrazó—. Bueno, pues parece que
vas a ser un niño muy ocupado estos días, entre cuidar del nuevo potrillo e ir a
clases un par de tardes con la señorita Anderson.
Rafael giró la cabeza de golpe y los ojos se le agrandaron.
—¿Ah, sí?
—Sí —sonrió Sally—. Si te parece bien. Claro que, a cambio, vas a tener que
ayudarme a cuidar de mi perro.
—¿Un perro? —Él rostro de Rafael se iluminó—. ¡Guay! ¿De qué raza es?
Sally miró a Cooper.
—¿Cooper? ¿De qué raza es Fred?
—Mestizo.
—Mestizo. Sí, supongo que eso engloba un poco todo. Bien. —Se frotó las
manos—. Supongo que debería...
—¿Papá? ¿Qué hay de comida? —Rafael se frotó el estómago—. Me muero
de hambre.
Bernie se acarició la barbilla con el dedo y miró a Cooper sin saber muy bien.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No he hecho la compra estos días, Coop. ¿Quién está en el turno de cocina
hoy?
—Debería haber estado Larry —respondió Cooper—, pero ha tenido que ir a
Rupert a por alambre para hacer fardos.
—¿Entonces quién va a cocinar? —preguntó Rafael con tono lastimero.
Julia se encontró de pronto con tres rostros masculinos y seis pares de ojos
oscuros que la miraban con una expresión patética tan parecida a la de Fred la
noche anterior que tuvo que morderse los carrillos para no echarse a reír.
—¿Queréis que os prepare algo de comida?
Los dos adultos vacilaron con educación, pero Rafael era demasiado pequeño
como para preocuparse de algo tan trivial como eran los modales.
—¡Genial! Apuesto a que hace una comida riquísima, señorita Anderson.
—Bueno... —replicó Julia—. La verdad es que no se me da mal, si tengo algo
con lo que trabajar. —Miró a Cooper—. Aunque no pienso tocar lo que había en
ese cuenco. Y he echado un vistazo al cajón de las verduras y es asqueroso.
—¿Has echado un vistazo a qué? —preguntó Cooper, y Julia suspiró.
—Da igual. —Se puso en pie, inexplicablemente feliz de pensar en comer con
Bernie y Rafael. Bueno, y con Cooper también. La idea de volver a su fría y
solitaria casa no le atraía en absoluto—. Estoy segura de que tenéis un
congelador bien surtido. Nadie puede vivir en medio de la nada sin un congelador.
¿Dónde está?
—No hay mucho dentro —respondió Cooper.
—¿No? —Eso la detuvo. Trató de imaginarse convirtiendo en comida algo, lo
que fuera, de lo que había visto en la nevera, pero fue incapaz.
—No. —Cooper se le acercó y, al alzar la vista, Julia se encontró con sus
oscuros ojos marrones. Sonreía desde lo más profundo—. Pero tenemos una
despensa.

* * *

La información era poder y, últimamente, la información también era dinero.


Cuanto más secreta fuera la información, más poder te daba y más dinero valía.
Era la regla principal de la economía moderna, cortesía de Stanford.
«Así que, —pensó el profesional—. No sé dónde está Julia Devaux. Todavía.
Pero tengo las direcciones y las nuevas identidades de dos personas bajo el
Programa de Protección de Testigos. Esa información no le vale a Dominic
Santana, pero estoy seguro de que hay alguien, en algún lugar, dispuesto a pagar
bien la información».
De pronto, al profesional se le ocurrió una idea; una idea brillante.
Ya iba siendo hora de dejar aquel negocio. Al profesional no le cabía la
menor duda de ello. Con una veintena de buenos golpes bajo el cinturón, el
profesional se había ganado una buena reputación, pero el tiempo jugaba en el

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

lado de la policía. Antes o después, y pese a los preparativos más meticulosos,


cometería algún desliz. Era matemáticamente inevitable. Decididamente, era hora
de abandonar.
La cabeza de Julia Devaux le proporcionaría tres millones de dólares para
retirarse a gusto a una playa paradisíaca de clima cálido. Pero tres millones de
dólares ya no eran lo que era antes. De acuerdo, había metido ya un millón y
medio en un fondo de inversión decente; estaban invertidos en bonos de bajo
riesgo. Con el dinero no se juega; ya corría demasiados riesgos en la vida.
Pero el traslado y la compra de una casa en primera línea de playa se
llevarían buena parte de sus ahorros, por lo que se vería obligado a recortar
gastos de otros lados.
Necesitaba más dinero.
En el mercado actual, el precio de un golpe en sí era de 200.000$ para
arriba, pero había un límite de números de golpes al año y, de todas formas, iba
siendo hora de dejarlo.
Aunque la información necesaria para dar el golpe como, por ejemplo, dónde
estaba un antiguo empleado que ahora era testigo del Estado, podía valer mucho
dinero. Dinero de verdad. Con un ordenador en condiciones y un módem, se podría
obtener la información desde cualquier lugar del inundo, hasta en las islas del
Caribe, y podría enviarse a cualquier parte del mundo, sin ningún peligro. Y no
había límite en cuanto a número de golpes de información.
Daba igual cuántos firewalls instalara el Departamento de Justicia para
proteger sus archivos, el profesional podía internarse en ellos sin problemas.
«Es el negocio perfecto, —pensó el profesional—. Golpes virtuales a, por
ejemplo, 50.000$. Para siempre. Sin riegos». Stanford estaría orgulloso de él.

* * *

—Estaba buenísimo —dijo Rafael, rebañando el plato con la última galleta—.


Muchas gracias, señorita Anderson.
—Bueno, chicos, sois fáciles de complacer —dijo sonriendo—. Haz un par de
trozos de carne a la parrilla, calienta un par de patatas y siéntate a disfrutar de
la lluvia de cumplidos.
«Ha sido un poco más complicado que eso», pensó Cooper. Sally se había
paseado por la despensa maravillada, bromeando acerca del tamaño y realizando
un inventario de lo que allí había. Luego, se las había ingeniado para adobar los
filetes, preparar un poco de mantequilla de ajo para las patatas y hacer un
sofrito de jamón y guisante como guarnición en muy poco tiempo. Había hecho
hasta galletas.
Era una cocinera estupenda. Todo lo que preparó estaba delicioso pero,
sobre todo, se llevaba bien con todo el mundo. Mientras se movía a gusto por la
cocina, había mantenido una alegre conversación en tono suave y agradable.

- 75 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Bernie ya no tenía la mirada perdida que tenía últimamente y Rafael reía y


correteaba como el niño de siete años que era, en lugar de andar por ahí con
gesto abatido y como si cargara con el peso del mundo sobre los hombros.
Estaban comiendo una comida deliciosa en un ambiente agradable y relajado.
En la cocina de los Cooper.
Con una mujer.
Imposible.
La maldición de los Cooper desapareció durante un par de horas. Las
comidas con Melissa habían sido de todo menos alegres. Y Cooper, gracias a Dios,
no tenía ni idea de cómo habían sido las comidas con Carmelita, pues la había
esquivado con el mismo cuidado y por las mismas razones por las que habría
esquivado a una tarántula.
Mientras Sally estaba ocupada devolviendo a la cocina el aspecto de un lugar
agradable, Cooper hacía lo que podía por no pensar en sus curvas.
Se esforzó mucho para no fijarse en los pechos y el culo de Sally, e hizo un
esfuerzo aún mayor por no imaginársela debajo de él, con sus esbeltos muslos
apretándole las caderas. Trataba de no pensar en cómo se sentiría dentro de ella;
estaba seguro de que sería pequeña y prieta. Y, por encima de todo, trató de no
pensar en follarla tan fuerte como quisiera porque, por cómo se sentía en
aquellos momentos, probablemente la matara de la fuerza.
El caparazón de hielo con el que se había cubierto desde que tenía uso de
razón empezaba a derretirse; a la larga era bueno, claro. Pero ahora mismo
significaba que tenía que apretar los puños para no tumbar a Sally en el suelo de
la cocina, desnudarla y follársela con fuerza durante horas.
No debía pensar en ese tipo de cosas cuando una profesora de primaria muy
guapa y agradable hacía lo que podía por ayudar al hijo de su mejor amigo y
estaba, incluso, haciendo que su cocina se convirtiera en un lugar cálido y
relajado por primera vez en las cuatro generaciones de Cooper.
Así que Cooper se sentó, la observó y escuchó, sonriendo cuando los demás
reían, comiéndose aquel delicioso manjar, disfrutando con las sonrisas de Rafael
y frunciendo el ceño cuando Bernie flirteaba.
Todo ello sin dejar de pensar en tener a Sally desnuda bajo él o, ¡Dios mío!,
sobre él. No podía apartar esa imagen de la cabeza; Sally montándole,
sonriéndole mientras se la tiraba. La polla creció dolorosamente bajo los
pantalones al pensar en ello y se puso rígido en la silla, agradecido de que la mesa
ocultara su erección.
Si estuviera sobre él, podría observar ese precioso rostro mientras se la
follaba. Así descubriría cómo le gustaba. Fuerte y rápido o suave y lentamente.
Aunque poco importaba cómo le gustara porque, en aquellos momentos, no
conseguía imaginar follársela más que frenéticamente y durante toda una semana
sin parar.
Normalmente se controlaba muy bien durante el sexo y era capaz de dar los

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

empellones que la mujer quisiera. No era bueno con las palabras, pero tenía el
lenguaje corporal dominado. Una mujer no necesitaba decir qué quería, podía
verlo en la forma en que movía las caderas cuando la penetraba, en la forma en
que sus manos se aferraban a él, en la forma en que respiraba.
A Sally Anderson probablemente le gustara hacerlo despacio, suave y con
romanticismo. Tenía ese tipo de cara. Todo en ella era tan delicado. Seguro que
quería que la cortejaran, que le dieran un montón de besos, que la desnudaran
lentamente y un montón de preliminares. Probablemente querría que la penetrara
despacio, poco a poco. La tenía muy grande, así que tendría que tener cuidado y,
una vez dentro de ella, probablemente prefiriera empellones largos y lentos.
Probablemente esperara que fuera un caballero y que no le metiera la polla hasta
el fondo, sino que mantuviera los empellones poco profundos.
Ni de broma.
Se sentía exactamente igual que Grayhawk, su semental negro, cuando
montaba a Leyla, la maravillosa potranca árabe. Los caballos copulaban con
violencia; así los había diseñado la naturaleza. Coopers normalmente impedía que
los propietarios lo vieran, porque todos tenían una visión romántica de sus
sementales y les atribuían una nobleza y caballerosidad que, sencillamente, los
sementales no tenían. Grayhawk era un semental de 590 kilos de pura
masculinidad, uno de los animales más fuertes sobre la faz de la tierra. Mientras
cubría a Leyla, Grayhawk le había mordido el cuello con tanta fuerza que le había
hecho sangre, y sus negros cascos le habían hecho rasguños en los flancos.
Si Cooper no tenía cuidado, así era exactamente como montaría a Sally
Anderson. Por detrás, utilizando toda su fuerza para metérsela hasta el fondo,
obligándole con las manos a agacharse y mordiéndole el cuello.
La idea le espantó y trató de apartar la imagen de la cabeza, trató de
ignorar el calentón que le estaba provocando esa imagen. Trató de recordar que,
al revés que Grayhawk, él debía comportarse como una persona civilizada.
Cooper hizo lo que pudo por no fijarse en que los pechos de Sally eran
pequeños, redondos y firmes. Su mano cerrada probablemente fuera mayor que
sus pechos. Siempre se había considerado un hombre de pechos generosos,
cuanto mayores fueran mejor, aunque en realidad había sido un auténtico capullo.
De pronto comprendía que el viejo dicho, «teta que mano no cubre, no es teta
sino ubre», era absolutamente cierto.
Llevaba un jersey y, si se fijaba bien (sin que se notara lo bien que se estaba
fijando), podía ver el suave contorno del pezón, pequeño y delicado, y
probablemente sabría a cereza.
En cuanto a su culo... Jesús, no podía apartar los ojos de ahí cuando se
inclinaba para comprobar las galletas que tenía en el horno. Escaso pero redondo.
Perfecto.
Estaba seguro de que sus manos grandes se acoplarían perfectamente a
cada una de sus nalgas para sujetarla con fuerza mientras le metía hasta el fondo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

la...
—¿Qué opinas, Coop? —preguntó la voz infantil de Rafael.
«Creo que follarme a Sally Anderson es la mejor idea que he tenido nunca».
Cooper parpadeó, horrorizado.
¿Lo había dicho en voz alta? De ser así, tendría que salir a pegarse un tiro.
Miró a su alrededor con frenesí.
A lo mejor no lo había dicho en alto, porque nadie le miraba atónito y
asqueado. Todos le miraban con cara de expectación. ¿De qué cojones habían
estado hablando? Parecía una pregunta de sí o no, así que Cooper intentó
responder; tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de no equivocarse.
—Sí —dijo.
Rafael alzó el puño en el aire.
—¡Sííííííííí!
Bernie parecía satisfecho y Sally sonreía. Cooper se preguntó si acabaría de
aceptar algo irrevocable, como entregar Doble C a algún tipo de culto.
De todas formas, no podía ser nada de gran importancia porque todo el
mundo seguía sentado a la mesa, comiendo y sonriendo. La comida estaba
deliciosa y se comieron hasta la última miga. No quedaba nada cuando Sally se
puso en pie.
—Deja eso —dijo Cooper de pronto al ver que se disponía a recoger los
platos—. Ya has hecho más que suficiente. Los hombres se ocuparán de ello.
—De acuerdo. —Se sacudió las manos—. Me alegro de que se hayan
arreglado las cosas entre vosotros.
¿Arreglar las cosas? Cooper y Bernie se miraron sin comprender.
—¿Arreglar el qué? —preguntó Cooper.
Sally puso los ojos en blanco, exasperada.
—Hombre, no me gustaría abrir viejas heridas pero hace un rato os estabais
tirando el uno a la yugular del otro.
—Ah, eso —dijo Cooper encogiéndose de hombros—. No era nada.
—Sólo estábamos desestresándonos un poco —asintió Bernie.
—Hombres. —Sally sacudió la cabeza—. Cuando quiero desestresarme hago
algo relajante, como hablar con alguien o leer un buen libro; no me dedico a dar
golpes a nadie en la cabeza. Por cierto, hablando de eso... —Se giró hacia Cooper
—: Tengo que hacerte una pregunta.
—¿Sobre golpear a alguien en la cabeza? —Cooper estaba atónito; pensaba
que no le gustaba la violencia.
—No, sobre leer. —Se llevó la mano a la barbilla y le miró con aquellos
enormes ojos turquesas—. Tengo que pedirte algo.
—Lo que quieras —replicó Cooper inmediatamente, luego vio que Bernie
sonreía de oreja a oreja y movía la cabeza de uno a otro. Por desgracia, Bernie no
estaba lo suficientemente cerca como para llevarse una patada por debajo de la
mesa—. Te lo debemos —añadió, mirando a Bernie deliberadamente.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Tus libros —dijo Sally.


—¿Mis qué? —preguntó Cooper, sorprendido.
—Libros —suspiró—. No hay ningún sitio en Simpson donde comprar libros y
he visto que tienes un montón. ¿De dónde los has sacado?
—Rupert —dijo, y vio la mueca que ponía—. ¿Pasa algo? ¿Has estado en Rupert?
—Bueno... —Sally suspiró—. Sí y no. Era el primer fin de semana que pasaba aquí y
pensé que me vendría bien salir a... explorar un poco. —Cerró los ojos y se
estremeció—. Y alguien me dijo que Rupert era un pueblo agradable y que estaba
aquí al lado, me indicaron que siguiera una carretera interminable y conduje, y
conduje sin saber muy bien si iba en la buena dirección... —Abrió los ojos y miró a
Cooper—. ¿Sabías que no hay señales que indiquen cómo llegar a Rupert?
—Es posible —replicó Cooper con calma—. Cualquiera que haya nacido en
Simpson se sabe el camino a Rupert con los ojos cerrados.
—Bueno, pues yo no he nacido aquí y no puedo. —Sally tragó saliva—. Así que,
tal y como iba diciendo, seguí y seguí por la carretera desértica y, la verdad,
aquello era como ir a la conchinchina; además, cada tanto había un cruce de
caminos y como no tenía ni idea de dónde estaba y estaba todo tan... vacío. Mi
coche es viejo, así que no paraba de pensar que si se me rompía me quedaría allí
tirada para siempre, y que nevaría y me moriría congelada y no encontrarían mi
cuerpo hasta la primavera siguiente. Para cuando divisé un par de casas y vi el
cartel de «Bienvenidos a Rupert» ya se había hecho de noche y estaba tan
empapada de sudor que me di la vuelta y conduje hasta llegar a casa. —Miró a
Cooper con pesar—. ¿La librería es buena?
—Está bien. —Cooper se bebió el café—. Bob tiene una buena selección de
libros, y si estás buscando un libro que no tengan allí, te lo puede pedir. En una
semana más o menos lo tienes. —Cooper se puso en pie—. Se está haciendo tarde
y ya te hemos hecho perder suficiente tiempo. Te llevaré de vuelta. Eeh... por
cierto, ¿quieres venir conmigo a Rupert el sábado que viene? Tengo cosas que
hacer allí.
—¿De verdad? —Se animó de inmediato. Oh, Dios, sólo con pensar en que
estaría una hora en una librería...
—¿De verdad? —preguntó Bernie—. Pensé que íbamos a ir a... —Luego vio la
mirada de Cooper y se dio un golpe en la cabeza; algo que a Cooper le habría
gustado hacer, sólo que con más fuerza—. Ah, es verdad. Tienes que... que
ocuparte de eso tan importante. Cieeerto. Ve a Rupert el sábado y quédate todo
el tiempo que quieras. —Bernie le guiñó un ojo—. La noche entera, si es necesario.
Cooper tomó a Sally del codo y se dijo que cuando volviera tenía que
acordarse de darle a Bernie un par de lecciones de discreción.
Con una sartén.

* * *

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

«Faltaba algo», pensó Julia mientras miraba por la ventanilla para no tener
que mirar a Cooper.
Pero no necesitaba mirarle. Ejercía sobre ella tal fuerza gravitacional que
era plenamente consciente de su presencia a todas horas. Lo mismo había
sucedido en la cocina. Se había sentado en silencio en la silla, sin hablar apenas y,
aun así, todo el mundo parecía girar en torno a él, como si Bernie, Rafael y ella
misma fueran planetas diminutos en torno al sol. Bernie le hacía caso en lo que
dijera, Rafael le adoraba abiertamente y ella... bueno, a ella le costaba horrores
apartar los ojos de él.
Y se había sentido... distinta toda la tarde. ¿Qué era? Era tan difícil
determinar qué sentía; era algo que ya había sentido antes, de eso estaba segura,
pero hacía mucho tiempo. Antes de que sus padres murieran, de hecho.
Eso era.
La última vez que sintió aquello había sido hacía cuatro años, durante unas
vacaciones que pasó en París con sus padres. La familia Devaux había vivido en
París de los diez a los quince años de Julia, y todos ellos guardaban muy buenos
recuerdos de su estancia allí. Visitaban la ciudad siempre que podían. Se
hospedaron en una pensión maravillosa en Rue du Cherche-Midi y visitaron a unos
viejos amigos. Su madre se había cortado el pelo en la elegante peluquería de
Jean-David, como en los viejos tiempos. Se habían reído mucho, y compraron
cosas para su nuevo apartamento de Boston; se había sentido feliz, sin problemas
y... a salvo.
Después de eso sus padres murieron en un accidente de coche y ya no volvió
a sentirse segura. Estaba contenta en Boston, pero había momentos en que se
sentía sola e intranquila; a la deriva tras la muerte de sus padres.
Y durante aquel último mes lo único que había sentido era terror y una
soledad enorme. Aquella tarde, por primera vez en mucho tiempo, el peso del
miedo y de la soledad que soportaba su alma se había aligerado. Había disfrutado
de una tarde agradable y feliz, preocupándose solo de lo contentó que parecía
Rafael, de lo extraña que era aquella gigantesca cocina y cómo, de alguna forma,
parecía estar hecha para Cooper.
Aquella tarde, Rafael se había reído y había bromeado. «Feliz como un cerdo
en un barrizal», había dicho Bernie. Había intentado preparar una comida que les
gustara a los tres hombres, nada demasiado elaborado, aunque a los tres
prácticamente se les caía la baba para cuando por fin puso las cosas encima de la
mesa. Se habrían comido cualquier cosa que no fuera serrín.
Se había divertido bromeando con Rafael y con Bernie, quien había ocultado
su anterior agresividad. Incluso el silencio de Cooper había sido un... interesante
tipo de silencio. Aquella tarde había sentido muchas cosas; alivio por que Rafael
estuviera bien, diversión ante las patéticas muestras de agradecimiento de los
hombres por la comida que había preparado, excitación ante la idea de ir a una
librería, aquella alocada atracción por Cooper. Pero no se había sentido sola y, por

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

encima de todo, no había sentido el miedo; su compañero constante durante aquel


último mes.
Y eso se lo debía a Cooper; no le cabía la menor duda. Era imposible tener
miedo cuando estaba cerca. Se había sentado en la cocina, observándola en
silencio con sus oscuros ojos, una presencia grande y quieta que le tranquilizaba
enormemente. Era como tener un gigantesco perro guardián cuidando de ella.
Le miró de reojo. Entrecerraba los ojos por el sol y sus manazas
descansaban sobre el volante, la piel morena que tenía alrededor de los ojos
estaba arrugada y machacada por el tiempo y, de perfil, la línea de su angulosa
mejilla le parecía extrañamente elegante. El sol del atardecer se reflejaba en su
pelo negro como el azabache.
Vale, tal vez no fuera un perro guardián, sino un lobo marcado por la lucha.
Pero estaba ahí y ella se sentía protegida por su simple presencia.
Sintió que le miraba y movió la cabeza para observarla a su vez. Le brindó
una deslumbrante sonrisa. La camioneta negra hizo un ligero quiebro.
—¿Qué? —preguntó.
—Sólo sonreía, Cooper —dijo Julia, alucinada por lo segura y libre que se
sentía con él, como si pudiera hacer o decir cualquier cosa—. Por nada en
especial. Supongo que no sonríes demasiado, ¿verdad?
—Nop. —Pero había curvado los labios en una medio sonrisa.
—Tampoco hablas demasiado.
—Nop.
—No pasa nada —dijo animadamente—. Yo hablo y sonrío por dos, así que
supongo que todo se equilibra solo.
Julia volvió a mirar por la ventana y, por primera vez, se permitió observar
de verdad el paisaje. El viaje a Rupert había sido tal pesadilla que no había visto
gran cosa. Se había limitado a encogerse con ansiedad sobre el volante,
dolorosamente consciente del hecho de que las vastas praderas de hierba eran
perfectas para que un tirador hiciera blanco en ella sin problemas. Las largas y
solitarias carreteras a través de bosques de pino parecían diseñadas a posta para
las emboscadas.
No le había costado trabajo imaginarse a un asesino escondido tras cada
árbol. Para cuando por fin llegó a Rupert, había estado empapada de sudor.
Ahora que no veía el paisaje con ojos aterrorizados, observó que el paisaje
tenía una especia de esplendor salvaje y sin refinar. El fuerte viento movía las
ligeras y esponjosas nubes por el cielo azul. El paisaje era tan extenso que podía
seguir las sombras de las nubes corriendo a través de la hierba.
—¿Eso qué es? —Julia señaló una hilera de árboles especialmente bonitos.
—Fresno espinoso del norte. —Cooper redujo la velocidad al entrar en los
límites del pueblo—. Aunque se le conoce comúnmente como árbol de dolor de
muelas.
—Árbol de dolor de muelas. —Julia le dio vueltas al nombre mentalmente—.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

¿Por qué crees que le pusieron ese nombre?


—No lo sé —murmuró Cooper—. Nunca me había parado a pensarlo. A lo
mejor el taxónomo tenía dolor de muelas aquel día y llamó así al árbol.
—O a lo mejor algún trampero muerto de hambre trató de hacer un caldo
con la corteza y se rompió un diente. —Julia se imaginaba muy bien la brutalidad
con que vivían los primeros colonos—. O... o alguien del equipo de investigación que
descubrió el árbol tenía dolor de muelas aquel día. Espera, tengo una mejor... el
que descubrió el árbol tenía resaca y pensó que se parecía a una muela.
Cooper se dirigió hacia la casa de Julia y se detuvo delante de la puerta.
—Supongo que nunca lo sabremos. Hemos llegado.
—Bueno —empezó a decir Julia—, gracias por acercarme...
Pero Cooper ya se había bajado de la camioneta y la estaba rodeando. Un
segundo después, le abría la puerta y le alargaba la mano para que bajara. El
escalón para bajar de la camioneta era alto, y se alegró de llevar vaqueros y de
que le ayudara a bajar. Una vez abajo, alzó los ojos para verle y de nuevo, sintió
que se inclinaba hacia él. Cooper implicaba seguridad y deseo y un montón de
otros sentimientos que no conseguía descifrar. Salvo el miedo. No tenía nada de
miedo junto a él.
Julia se dio cuenta de que aún le agarraba de la mano. La retiró casi con pesar.
—¿Quieres, ehh...? —De pronto se le había secado la garganta—. ¿Quieres pasar
a tomar un café? ¿O a probar una de las recetas de té que le voy a dar a Alice?
—Sí. —La profunda voz era suave. Respondió inmediatamente, lo que le hizo
pensar que de verdad quería pasar, aunque su expresión no mostraba nada. Era
incapaz de ver lo que pensaba.
El segundo peldaño de las escaleras del porche crujió y Julia recordó que Cooper
se había comprometido a arreglárselo. El mero hecho de saber que volvería a
verle pronto le hacía sentirse mejor.
Fred les esperaba en lo alto de las escaleras y, cuando Julia abrió la puerta, se
metió dentro meneando el rabo de placer al verles.
En su raído y pequeño salón, Julia se quitó el abrigo y se giró hacia Cooper.
Estaba de pie junto a la puerta, observándola. No se movía ni decía nada, pero el
corazón se le desbocó. Se hundía en aquellos ojos oscuros.
Algo húmedo le tocó la mano y le hizo volver a la realidad.
—¡Oh! —miró hacia abajo y vio que Fred le lamía la mano.
Cooper se agachó y, al hacerlo, los vaqueros le marcaron los muslos. Alargó
una mano.
—Ey, chico —murmuró, y Fred se le acercó, apoyó el hocico en el muslo de
Cooper mientras éste le acariciaba la cabeza. Cuando Julia se encontró
envidiando a Fred por poder apoyar la cabeza en aquellos increíbles muslos,
decretó que iba siendo hora de preparar el té.
Le temblaron las manos al echar Earl Grey en la tetera y añadirle unos
granos de vainilla. Puso la tetera, dos tazas, el azucarero y dos cucharillas en una

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

bandeja de té. La familiar rutina y el aroma que desprendía la tranquilizaron un


poco. Cuando volvió al salón, Cooper estaba sentado a la mesita que había allí.
Se había quitado la chaqueta; a través del jersey, Julia podía distinguir los
macizos músculos del pecho y de los brazos. Se puso en pie en cuanto entró en el
salón, un gesto de educación que había desaparecido en el este pero que, al
parecer, seguía utilizándose aquí. No volvió a sentarse hasta que Julia no se hubo
sentado.
Tenía que concentrarse tanto para que no le temblaran las manos mientras servía
el té, que no dijo nada. Bebieron el té en silencio, mirándose el uno al otro. No
conseguía hablar de trivialidades, por no decir que no conseguía hablar de nada.
Julia nunca había sido tan consciente de todo lo que le rodeaba como en aquellos
momentos. Tenía todos los sentidos perfectamente abiertos. Volvía a caer
aguanieve y las finísimas agujas de hielo hacían un sonido rítmico al chocar contra
la ventana. Fred se había quedado completamente dormido y debía de estar
soñando con alguna presa, porque movía las patas y gemía suavemente en sueños.
El té era fuerte; percibía el toque de bergamota que se mezclaba con la vainilla.
Oía la respiración de Cooper, y la suya propia.
Oía los latidos de su corazón, al triple de la velocidad normal.
No podía hablar; un nudo gigantesco en la garganta le impedía articular
palabra. Las sensaciones habían formado una bola ardiente y enmarañada en el
pecho; el miedo, la soledad, la desesperación. Un deseo tan intenso que ardía con
fuerza en su cuerpo. Sentía todo ello. Y todo le dolía.
Cooper se acabó el té y se puso en pie. Se iba. A Julia le entró el pánico.
De pronto, se dio cuenta de que no podía pasar la noche sola, temblorosa y
perdida, acurrucada contra ella misma en la oscuridad, buscando un poco de
consuelo. Necesitaba a Cooper como al aire para respirar. No tenía ni idea de si le
necesitaba por el sexo o para mantener a raya la profunda y solitaria oscuridad
de la noche, o por ambas cosas. Lo único que sabía era que no podía estar sola
aquella noche y que Cooper era la única persona a la que quería junto a ella, nadie
más.
Cooper, de pie, la miraba sin moverse y con la enorme mano apoyada encima de la
mesa.
Julia puso una mano encima de la de él, que se flexionó una vez, con fuerza,
bajo la de ella, antes de quedarse quieta. Su mano era cálida, fuerte, poderosa.
Sus ojos se encontraron con los de él; el cielo y la noche.
—Quédate, por favor —le susurró.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 6

Hay un hombre en Noruega. Al profesional le gustaba imaginárselo como a


un hombrecillo gris en un cuartucho gris e inclinado sobre un portátil gris; pero la
realidad era que el profesional no tenía ni idea de cómo era aquel tipo. Nadie
sabía cómo era.
Le bastaba con saber, como sabían unos pocos elegidos dispersos por el
mundo, que el tipo de Noruega tenía un servicio que ofrecer. Por un precio
razonable, el noruego enviaba cualquier mensaje a cualquier parte del mundo
garantizando el anonimato. Nadie sería capaz, nunca jamás, de rastrear el
mensaje, de ninguna forma.
El profesional tomó la hoja impresa del archivo que había pirateado del
Departamento de Policía de los Estados Unidos y observó el primer nombre que
aparecía: Richard M. Abt. Rápidamente, el profesional ojeó los escuetos hechos
del caso y reconstruyó la historia con facilidad.
Richard M. Abt había sido contable jefe de Ledbetter, Duncan & Terrance,
un exclusivo grupo de abogados que blanqueaba dinero para la mafia. Un par de
transacciones facilillas y luego las ilegalidades, con las huellas de Richard Abt
por todas partes. La investigación del FBI y el arresto. Estaba todo ahí. El
profesional comprendía muy bien qué había pasado. Estaba claro que habían
utilizado a Richard Abt como cabeza de turco, quien se enfrentaría de diez a
veinte años de prisión sin libertad condicional. Entonces, en Julio del año pasado,
Richard Abt cantó se convirtió en un ruiseñor y cantó una melodía muy, muy
bonita, una canción con sirenas que metería a los socios principales de Ledbetter,
Duncan & Terrance entre rejas de por vida. Ledbetter, Duncan & Terrance
estarían más que dispuestos a pagar una buena cantidad de dinero por impedir
que el ruiseñor cantara en el juicio.
Eran las dos de la mañana en Noruega pero, por lo que el profesional sabía,
el noruego nunca dormía.
El profesional tecleó el mensaje para el noruego:

MENSAJE PARA SIMON LEDBETTER. INFORMACIÓN SOBRE LUGAR Y


NUEVA IDENTIDAD DE RICHARD ABT DISPONIBLE EN CUANTO RECIBA
NOTIFICACIÓN DE INGRESO DE VEINTE MIL DÓLARES AMERICANOS EN
N° DE CUENTA GHQ 115 Y BANQUE SUISSE SEDE CENTRAL GINEBRA.
GOLPE DEBE PARECER ACCIDENTE.

Y se reclinó en el asiento, dispuesto a disfrutar de su pechuga de faisán

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ahumada y del CD de La Bohème.


El Rodolfo de Luciano Pavarotti era alucinante.

* * *

Quédate.
Cooper tenía manos grandes y fuertes. Manos que podían desmontar un M16
en siete segundos, manos que podían dominar sin problemas a un semental, manos
que podían levantar un fardo de heno de 136 kilos. La pálida y delicada mano de
Sally Anderson era casi la mitad de la suya; era imposible que su mano igualara la
fuerza de la de él.
Y, sin embargo, cuando puso una mano sobre la suya, fue como si le hubiera
clavado una estaca que le impidiera moverse. No podría moverla ni aunque su vida
dependiera de ello.
Al igual que el día anterior, tenía la manita helada y temblaba débilmente.
Entendía que temblara, porque él también se sentía tembloroso, pero no
estaba helado. Hervía.
Todo el deseo sexual que no había sentido en aquellos dos años brotaba
ahora en una sola oleada de deseo y sexo. Cada célula de su cuerpo estaba llena
de lujuria cálida y pegajosa. Su erección era diez veces mayor que nunca, y
palpitaba dolorosamente contra sus vaqueros.
Le miraba con ansiedad, pensando obviamente si habría sido demasiado
audaz e iba a negarse.
No. No, iba a rechazarla.
No había nada lo suficientemente fuerte en la tierra como para apartarle de
ella ahora.
Despacio, consciente de la increíble erección que le impedía andar con
normalidad, Cooper se agachó hasta que estuvo a la altura de los ojos de Sally.
Tenía unos ojos asombrosos. Desde cerca, el iris era de una mezcla de azules y
verdes que, de lejos, los hacía parecer turquesa. Estaban llenos de ansiedad, lo
que le espantaba.
Retiró la mano de la de él, pero Cooper no se atrevía a tocarla. Todavía no,
no hasta que consiguiera controlarse. Agarró la esquina de la silla de Julia con
una mano y el borde de la mesa con la otra. Estaba atrapada entre la mesa y él,
en su abrazo, aunque no la estaba tocando.
Se miraron el uno al otro en silencio, Cooper tratando de mantener la
respiración bajo control. No sabía cómo moverse o qué decir, así que permaneció
inmóvil y en silencio. La mirada de Sally se dirigió a las manos cerradas de
Cooper, y ensanchó los ojos al ver la fuerza con que se agarraba, los nudillos
blancos, el esfuerzo que estaba haciendo por no tocarla. Alzó la vista y se detuvo
en su boca. Una señal. Por fin.
Cooper se movió despacio hacia delante, muy despacio, y le tocó la boca con

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la suya. Los dos exhalaron temblorosos.


La boca de Sally era tal y como se la imaginaba. Suave, delicada y
endiabladamente excitante. A Cooper le dolieron los músculos del cuello del
esfuerzo que hacía por no abalanzarse sobre ella, por no comerle la boca y
morderla.
Quería meter la lengua en su suave boca. También quería meterle la polla
ahí, pero ahora no tocaba pensar en eso. Ya estaba suficientemente excitado así.
Cooper abrió la boca, un poquito, y el corazón se le desbocó cuando ella
abrió la suya. Ladeó la cabeza para llegar mejor, lamiéndole el interior del labio
inferior y volviendo a ladear la cabeza para saborearla mejor y en profundidad.
Casi se corre en los pantalones cuando la lengua de Sally rozó la suya,
tímidamente.
La cosa no iba a acabar bien sí un simple beso le ponía tanto que apenas
podía respirar... Agarró la silla con más fuerza mientras cubría la boca de ella con
la suya, explorándole con la lengua. Sabía tan bien como se había imaginado; era
un sabor ligeramente dulce, no sabía si por el té que se habían tomado o porque
tuviera alguna cualidad innata dulce.
Cooper soltó el borde de la mesa para poco a poco, como si luchara con la
mano contra una fuerte corriente de agua, para llevarla al cuello de Sally. Sin
dejar de besarla, le acarició la suave piel del cuello con el dorso del dedo índice y
siguió por la delicada línea de la clavícula.
La boca de Sally se suavizó con su contacto y Cooper estuvo a punto de
correrse, allí mismo. Era tan receptiva que podía sentir la reacción a sus caricias
en la boca.
Tocarla en dos puntos era más de lo que podría soportar en aquellos
momentos. Apartó la boca de la de ella; Sally tardó unos segundos en darse
cuenta de que se había apartado. Tenía los ojos aún cerrados, la boca húmeda y
entreabierta. Los tonos de su piel, crema y marfil, tenían un ligero toque rosado.
Parpadeó y abrió los ojos, buscando algo en el rostro de Cooper. Algo que él no
sabía cómo darle.
—¿Cooper? —susurró.
No podía responder; no le salían las palabras. Emitió un sonido desde lo más
hondo del pecho que ni él mismo comprendió. Todos y cada uno de los músculos de
su cuerpo estaban tensos de deseo. Se sentía exactamente igual que debía
haberse sentido Grayhawk, tras la pared de madera de su cuadra, oliendo a Leyla
y con todos sus instintos pidiendo a gritos poder poseerla.
La pared de madera representaba la violencia que había en su deseo. Cooper
debía tener cuidado si no quería herir a aquella preciosidad. Jamás había deseado
ser tan cuidadoso con nadie como en aquellos instantes, con Sally Anderson. Claro
que jamás había sentido aquella sed de sangre que le ponía tan cachondo y le
hacía perder el control. Si la hería, fuera como fuera, nunca se lo perdonaría.
Con mucho cuidado, Cooper abrió la mano para rodearle el cuello. La piel era

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suave, mucho más suave que la seda más fina. Sus manos eran ásperas y callosas,
y casi había esperado que su suave piel quedara atrapada en sus manos, como lo
habría hecho una tela delicada. Le acarició hacia arriba hasta que llegó al corto
pelo castaño y sintió la delicada estructura de su cráneo.
En parte se alegraba de que Sally no fuera pelirroja. Le encantaba el pelo
rojo; siempre le había puesto a mil. Todo en ella le gustaba tanto que, si hubiera
sido pelirroja, probablemente ya se habría corrido.
Sin apartar los ojos de los de ella, Cooper bajó la palma de la mano hacia los
frágiles huesos de los hombros de Sally, para después seguir hacia los botones
del jersey. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no
arrancarle el jersey de cuajo.
Aunque podría hacerlo; Sally le habría dejado, lo veía en sus ojos. Vacilaba
un poco, parecía un poco tímida, pero estaba claro que le deseaba.
Puede que incluso le pareciera excitante que le arrancara la ropa. Pero si
empezaba arrancándole la ropa, abriría un agujero enorme en su dudoso
autocontrol y la lujuria saldría con fuerza, como el agua a través de una presa
rota.
No se detendría tras haberle arrancado la ropa, el sujetador, los pantalones y las
braguitas. No, si emprendía ese camino resbaladizo y dejaba que sus instintos se
libraran del encierro en que los tenía, la acabaría tumbando en el suelo, la abriría
con los dedos y le metería la polla hasta el fondo, estuviera preparada o no. Le
abriría las piernas con tanta fuerza que no podría moverse, y la follaría con
fuerza allí mismo, en el suelo...
No estaba preparada para que la follara furiosamente y con fuerza, tal vez
no lo estuviera nunca. Cooper aceptaría lo que Sally estuviera dispuesta a darle,
pero tenía que dárselo ella, cuando estuviera preparada.
Así que, en lugar de arrancarle la ropa y hacerla trizas, lanzarla al suelo y
montarla, Cooper le acarició el cuello del jersey con el dedo índice y jugueteó con
el botón superior, sin perder a Sally de vista. Su expresión no cambió. Muy
despacio, desabrochó el botón con manos torpes.
Cuando se abrió, revelando un trocito de piel cremosa, el rostro de Sally se
relajó. Si no hubiera estado tan pendiente de sus reacciones, tal vez no se habría
dado cuenta. No era una sonrisa, sino algo mucho más sutil. La tensión
desapareció un poco, lo justo para que Cooper supiera que iban por el camino que
Sally conocía. Y quería.
A nivel animal, Sally había notado la violencia del deseo de Cooper. Percibía
la tensión en sus músculos y la fuerza con que se agarraba a la silla. Era como una
yegua que se movía incómoda al ver que el semental se acercaba. Las yeguas
saben que el apareamiento va a ser salvaje, furioso y brutal y, de alguna forma,
Sally sabía que su apareamiento con Cooper también podía volverse brutal.
Los primeros pasos hacia el sexo, su beso moderado y la forma en que le
había desabrochado el botón del jersey, le demostraban que, después de todo,

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podía confiar en que se controlara.


Cooper esperaba que estuviera en lo cierto.
Otro botón. Y otro, y otro. La mano temblorosa de Cooper empezó a
moverse. Por suerte sólo había seis botones; la expresión de Sally se hacía más
apacible con cada botón que desabrochaba. Cuando por fin pudo abrir el jersey y
se lo deslizó con cuidado por los hombros, soltó un suspiro.
El sujetador blanco que llevaba se abrochaba en el centro, algo que Cooper
agradeció; si hubiera tenido que ponerle las manos en la espalda para
desabrocharle el sujetador, a lo mejor habría perdido el control. Sally dejó caer
los brazos y el sujetador se quedó entre la cintura y el respaldo de la silla,
encima del jersey. Estaba desnuda de cintura para arriba.
Sally le dedicó una sonrisa temblorosa que Cooper no le devolvió. Sentía
demasiadas cosas como para sonreír. Aun así, era bueno que le sonriera pues
significaba que lo estaba haciendo bien. Al menos de momento.
Cooper respiró entrecortadamente. Ya no tenía que concentrarse tanto en la
expresión de su rostro; ahora podía fijarse bien en lo que se había afanado por
dejar al descubierto.
Cuando por fin bajó la vista se sintió medio mareado. Era pequeña, delicada
y completamente perfecta. Casi le daba miedo tocarla; le daba miedo estropear
la pálida piel lechosa tan delicada que parecía que fuera a hacerle un moratón si
respiraba demasiado fuerte.
Paseó su largo dedo índice alrededor del pecho derecho, para luego cogerlo
entre sus manos. Había estado en lo cierto; cabía perfectamente bien en su mano
cerrada. Era como tocar un cálido satén. Agachó la cabeza y acercó la boca al
pecho, lamiéndole el pequeño pezón rosado y chupándolo. Sabía exactamente
como había imaginado. A cereza. Sus dos pezones sabían a cereza. Cuando levantó
la cabeza, estaban duros, rosa oscuro y húmedos por haberlos tenido en su boca.
Se le había acelerado la respiración y podía ver el latido del corazón, a toda
velocidad, en su pecho izquierdo. ¿Deseo? ¿Miedo?
Cooper volvió a inclinarse hacia delante, rozándole la boca con la suya.
—No me temas —le susurró—, no voy a hacerte daño. —Rogó a Dios porque
fuera cierto.
—No —susurró Sally. Pero su voz era suave e insegura.
Era el momento de darle confianza con sus palabras, de hacerle entrar en
calor, de ablandarla. Sally Anderson era una profesora, una lectora. Las palabras
le ayudarían a relajarse con él e incluso, si daba con las adecuadas, las palabras la
excitarían. Cooper necesitaba excitarla, necesitaba que su tono se humedeciera y
estuviera listo para acogerle. Si no, la cosa no funcionaría.
Pero su asquerosa suerte quiso que Cooper no encontrara nada que decir
para seducirla y tranquilizarla; absolutamente nada. No sería capaz ni en sus
mejores tiempos, menos aún ahora que tenía la mente llena de lujuria. Era un
milagro que hubiera logrado decir algo.

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Cooper soltó la silla. Necesitaba desnudarla ya mismo y, para ello,


necesitaba las dos manos. Le desabrochó los pantalones, bajó la cremallera y se
los abrió; soltó un gruñido cuando rozó su suave y plano vientre con el dorso de la
mano. Cooper le pasó una mano por la espalda y la levantó sin esfuerzo, quitándole
los pantalones y las braguitas en un sólo movimiento con la otra mano y
llevándose, con ello, los calcetines y los zapatos. Por fin estaba desnuda.
«Joder».
Cooper la empujó suavemente hacia atrás en la silla, sin apartar la mano del
muslo, y se quedó mirando fijamente los brillantes rizos rojos que había junto a
su mano. Alzó la vista para mirarla a los ojos.
—Eres pelirroja —dijo sin aliento.
Sally Anderson era pelirroja y él era, oficialmente, hombre muerto. Si
albergaba alguna esperanza de no caer rendido a los pies de Sally Anderson,
podía olvidarse de ella. Era increíblemente guapa, inteligente, amable, cálida. Y
pelirroja. Estaba acabado.
—Sí. Sí, ehh... Soy pelirroja. —Respiró hondo y le miró directamente a los
ojos—. Ehh... ¿es un problema? —Por raro que pareciera, Sally se quedó helada,
sin saber muy bien qué hacer, e incluso con algo de miedo. ¿Pensaba que no le
gustaban las pelirrojas?
—No. —Cooper se aclaró la garganta—. Me encantan las mujeres pelirrojas.
—Ah. —Más que una palabra, parecía una suave exhalación de aire—. Eso...
eso es bueno entonces.
—Mmmm. —No podía responder. Había demasiado ruido en su cabeza y
estaba demasiado concentrado estudiando el contraste entre su mano y los
muslos de ella; su áspera y oscura piel frente a la de ella, suave y pálida. Sus
manos se alzaron como si no le pertenecieran, como si tuvieran vida propia, y
cubrieron la zona en la que quería meterle la polla en cuanto pudiera sin ser un
animal.
Sally abrió las piernas un poco, lo justo para darle la bienvenida. El pelo que
cubría su monte de Venus era suave, no demasiado grueso. Cooper deslizó los
dedos por los pliegues del sexo de Sally. Ahora que la exploraba, los dos
temblaban. Tal y como sospechaba, era pequeña y estrecha. Pero estaba húmeda.
Eso era bueno. Un poco más y por fin podría meterle su palpitante polla.
Ahora no, todavía no. Aunque muy pronto, o se moriría.
La sondeó, esparciendo con cuidado su leche por la pequeña apertura,
rodeando el clítoris.
Se quedó muy sorprendido la vez en que una camarera le dijo que le
encantaba que le tocara ahí. Al parecer, la mayoría de los hombres empujaban y
sacaban, apretando con fuerza, sacudiendo y bombeando la mano como si el
clítoris fuera una polla. Era sorprendente lo gilipollas que podían llegar a ser los
hombres.
Él tocaba a una mujer ahí con cuidado; eran tan suaves y aquello era tan

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pequeño... Si no prestabas atención, si en vez de manos tenías mazos, te perdías


las pequeñas señales que emitía el cuerpo de la mujer.
El sexo de una mujer era como la boca de un caballo. Antes de contratar a
un caballista, Cooper se fijaba en cómo usaba el bocado. Los caballos podían ser
animales grandes y fuertes, pero tenían una boca muy delicada. Si los tratabas
mal podías herirlos, pero si los tratabas bien, te los ganabas por completo.
La fuerza no servía de nada ahí. Había visto a caballistas fuertes y grandes
cagarla con la boca de los caballos. Y a hombres fuertes y grandes cagarla con las
mujeres.
Los caballos necesitaban una caricia de vez en cuando; lo mismo pasaba con
las mujeres. Cooper la exploró con el dedo, mirándola fijamente. Vio que se
ruborizaba, que abría ligeramente la boca en busca de aire; que su respiración se
aceleraba.
Cooper presionó el dedo dentro de ella, sintiendo que su suave piel se abría
a su paso. Movió el dedo con cuidado. La mayoría de las mujeres tenían un punto
débil, justo ahí...
Gimió y abrió las piernas aún más; los músculos del estómago se le tensaron.
Cooper se detuvo, paralizado unos instantes y sin mover la mano. Sintió bajo los
vaqueros que su pene supuraba semen. Se estremeció, a punto de correrse.
Sally le puso una mano temblorosa en la cara; ya no tenía las manos heladas
sino al revés, parecía un hierro candente contra su piel.
—¿Cooper? —Le miró a los ojos—. ¿Quieres... quieres que vayamos a la
cama?
—Más que nada en el mundo —logró articular. Tenía la garganta seca y
rasposa; las palabras salían de su garganta como piedras, lenta y dolorosamente
—. Pero en cuanto estemos en la cama y me haya quitado los pantalones, estaré
dentro de ti en menos de medio segundo. No habrá nada que me detenga. Así que
los únicos preliminares que vas a obtener son estos, aquí y ahora. En esta silla.
—Oh. —Sally formó una O perfecta con su preciosa boca. Casi podía ver
cómo procesaba en su cabeza lo que acababa de decirle. Abrió la boca para volver
a decir algo, pero Cooper le acarició el clítoris con el dedo, haciendo círculos, y
los pulmones de Sally se vaciaron de aire con un silbido audible. Sentía su
excitación por la forma en que sus músculos internos le apretaban el dedo y podía
verlo en su pecho y en el cuello, donde se le marcaba el pulso acelerado. Apretó
los dientes. Si se le hinchaba la polla una gota más, le reventaría.
Respiró con dificultad, dentro y fuera, tratando de controlarse.
—Hay algo más —le advirtió Cooper. Tenía que decirlo mientras aún le
quedara algo de sangre en la cabeza—. Sólo tengo un condón en la cartera. Por
razones sentimentales, supongo, porque hace más de dos años que no me acuesto
con nadie. Probablemente esté caducado. Y una goma no va a ser suficiente; por
cómo me siento ahora mismo, no nos bastaría ni con diez. No sé cómo vamos a
solucionar eso.

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Se puso roja como un tomate, y pasó del rosado claro al rosa chillón en
medio minuto. Sonrió poco segura y tiró de la mano que había dentro de ella.
Cooper dejó que le sacara la mano y se quedó alucinado al ver que se llevaba la
mano a la boca y le frotaba los nudillos contra los labios. Tenía los dedos y la
palma pringosos de sus jugos.
—No pasa nada —susurró. Sus ojos eran dos piscinas color turquesa, tan
brillantes y profundas que podía hundirse en ellas—. Mis reglas eran irregulares y
la ginecóloga me recetó la píldora. No hace falta...
Lo que fuera a decir se ahogó en la boca de Cooper; la levantó en brazos y
se la llevó.

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Capítulo 7

Era como volar.


Julia no tenía ninguna sensación de gravidez. Cooper la portaba con
facilidad, como si fuera un peso pluma. Lo que la mantenía en la tierra era el
abrazo de sus fuertes brazos y el beso de su boca.
No vaciló ni comprobó cuartos; como si llevara toda la vida viviendo en
aquella casa, Cooper fue derecho a su cuarto. Abrió la puerta, que estaba medio
cerrada, de una patada tan fuerte que rebotó contra la pared. Hizo un sonido
parecido al de una bala en una noche silenciosa.
Era el primer indicio de que estaba perdiendo el control, el indicio de que el
puño de acero con que se mantenía a raya estaba quebrándose. Si no la tuviera en
una red de fuego, se habría quedado helada. Pese a que todos sus músculos
habían sido fuertes y tensos cuando la besaba, habría sido imposible saber que
los besos le ponían enormemente. Sus besos eran suaves y dulces, de hecho.
Mucho más suaves que muchos de los que le habían dado.
Cualquier otro hombre habría ido directo al grano en cuanto hubiera
aceptado acostarse con él. Pero Cooper no; Cooper la había besado con cuidado, la
había tocado con cuidado y había estado pendiente de ella, aguardando. Si no
hubiera visto, y percibido, la forma en que se controlaba, habría pensado que era
del tipo de hombres que se encienden despacito.
Pero los músculos de su cara se habían tensado y sus narinas se habían
abierto como las de un semental. Había percibido fugazmente su brutal erección
a través de los pantalones, aunque no se había atrevido a mirarla fijamente.
Ejercía tal control sobre sí mismo que pensó que tal vez lograra hacerle el
amor suavemente, y después podría abrazarse a él. Esa era la parte que más le
había gustado siempre del sexo: el sentirse protegida. Pero si Cooper empezaba
abriendo la puerta a patadas, la cosa iba a ser más dura de lo que pensaba.
Cooper fue directamente a la cama, donde la depositó sin dejar de besarla
en ningún momento. Cuando estuvo completamente tumbada, se apartó.
La pérdida de su intenso cuerpo la dejó helada. Allí, tumbada en la cama,
Julia se dio cuenta de pronto de que estaba completamente desnuda. Tiró de la
colcha para cubrirse.
—No —gruñó, sacudiendo la cabeza con fuerza—. No te tapes.
—Tengo frío —susurró Julia. Y era verdad; aunque también estaba un poco
asustada. Claro que no podía decírselo; después de todo, ella había empezado
aquello. No podía mostrarse reticente ahora; había invitado a Sam Cooper a su

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cama y ya no había vuelta atrás.


Pero había algo en la forma en que Cooper se desnudaba, con movimientos
bruscos y sin la gracia masculina que había admirado hacía unos minutos, que le
daba un poco de miedo. Sus gruesos y marcados músculos, que se flexionaban y se
tensaban a medida que se desvestía, le hacían parecer aún más largo y más
poderoso que nunca. La luz del salón que entraba por la puerta entreabierta le
permitía ver cómo se quitaba Cooper el jersey y la camiseta y los lanzaba al suelo.
Se desnudó con un par de movimientos de las manos; su enorme pene sobresalía
de entre la densa capa de negro vello púbico.
Julia se estremeció de pronto al ver lo que había estado oculto por la ropa.
Había visto cuerpos así desnudos antes, claro que sí, en su gimnasio y en las
revistas. Pero no tenían nada que ver con el poderoso ser que tenía desnudo junto
a su cama. El cuerpo de Cooper no tenía nada que ver con el típico cuerpo de
modelo de portadas. Era mucho más fuerte, duro y resistente que eso. Tenía el
torso cubierto con una mata de grueso pelo negro, así como en los brazos y
piernas. Los músculos que tenía no se debían a horas de gimnasio, sino a la vida, a
las batallas. Su cuerpo era ancho, fuerte y tenía cicatrices. Era el cuerpo de un
guerrero.
Era un guerrero.
Julia se había olvidado completamente de ello, había olvidado que no era un
simple ranchero amable al que no se le daba bien conversar. Era, básicamente, un
asesino entrenado. Probablemente igual que los asesinos que la buscaban.
Presa repentinamente del pánico, Julia se dio cuenta de que en su dolor y
soledad había roto una de las reglas cardinales de Herbert Davis: no involucrarse
con los locales. En teoría no debía dejar que nadie se acercara demasiado a ella;
le había dicho que era muy peligroso. No podía decirle a nadie que estaba en el
Programa de Protección de Testigos. Los tentáculos de Santana eran muy largos
y una recompensa de un millón de dólares tentaría a cualquiera. Invitar a Cooper
a su cama era como firmar su sentencia de muerte.
En más de un sentido. Era el hombre más poderoso que hubiera visto nunca;
podía romperle el cuello con un movimiento de la mano.
Cooper se giró un poco hacia ella. Su pene era enorme, largo, ancho y tenía la
punta húmeda.
El peligro podía venir por distintos caminos; y éste era uno de ellos.
A Julia le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que la casa entera se
temblaría con ello. El pánico, el miedo y la excitación se reunieron en un único y
gigantesco sentimiento demasiado grande como para que su cuerpo lo albergara.
Cooper se arrodilló en la cama y el colchón se hundió con el peso de su
cuerpo. Julia tuvo que tensar los músculos para no rodar por el valle que había
formado.
Cuando se inclinó sobre ella, Cooper no parecía un amante a punto de
follarla, sino un guerrero a punto de matar. Los músculos de su pecho y de los

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brazos estaban en tensión, los bíceps flexionados sobresalieron cuando la rodeó


con un fuerte y largo brazo para montarla al tiempo que, con la otra mano, le
abría los muslos. No sonreía. Su rostro no mostraba ninguna suavidad cuando bajó
la vista para mirarla; la piel que cubría sus angulosas mejillas estaba
completamente tensa y su boca se había torcido en una mueca.
Hasta su pene parecía más un arma que un instrumento de placer. Era gordo,
duro como una porra y mucho más largo que ningún miembro que hubiera visto
nunca. Era el peligro personificado y podía escapar. El cuerpo se le cerró en
banda, presa del pánico, pero ya era demasiado tarde.
Cooper la cubrió. Era grande e intransigente. Durante unos segundos, fue
incapaz de respirar. Una mano enorme se puso entre ellos, buscando los labios de
la vagina. Sintió cómo ajustaba la ancha y dura cabeza del pene contra ella y,
antes de que le diera tiempo a relajar los músculos de la vagina para facilitarle el
paso, empujó con toda la fuerza de su pelvis, con dureza y hasta el fondo.
Le dolió.
El pene de Cooper era demasiado grande para ella y no estaba preparada. Le
quemó el interior, abriéndola sin piedad.
Julia parpadeó para hacer desaparecer las repentinas lágrimas, se quejó una
vez antes de morderse el labio. Se lo había buscado ella, era lo que había querido.
Si era demasiado para ella, era su jodida culpa.
Cooper alzó la cabeza y la echó hacia atrás, buscando aire, como si surfeara
una ola. Un grueso mechón de pelo negro le caía por la frente; tensó la mandíbula
y los tendones del cuello se le marcaron como cuerdas.
—Joder —dijo entre dientes, agarrándola con fuerza de las caderas—. No
estás lista. —Estaba sudando; una gota de sudor le rodó por la mejilla—. No
puedo parar. No puedo. Lo siento. —Su profunda voz sonaba tensa—. Perdón.
—No pasa nada —le susurró.
Con un gruñido, Cooper bajó el pecho hasta tumbarse pesadamente sobre
ella, con la cara hundida en la almohada que había junto a ella. Flexionó los muslos
con fuerza y empezó a dar empellones fuertes y duros, con toda la fuerza de su
cuerpo.
Era como si estuviera atrapada en una tormenta, abofeteada por la fuerza
del viento. Julia se aferró a los hombros de Cooper como se aferraría a un árbol
en una tormenta infernal, no como se abrazaría a un amante.
El ritmo de los empellones de Cooper fue in crescendo hasta acabar
golpeándola, provocando con ello que la cama diera con fuerza contra la pared y
los muelles chirriaran en protesta. Siguió así durante tanto tiempo que Julia
perdió la noción del tiempo; le daba la sensación de que el pene de Cooper llevaba
toda la vida dentro de ella, bombeando hacia delante y hacia atrás.
De pronto, y sin previo aviso, Julia llegó al clímax. Gritó cuando la oleada la
golpeó con la fuerza de un tren en movimiento y todo su cuerpo se convulsionó.
Normalmente tardaba mucho en llegar al orgasmo. Solía empezar sintiendo

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remolinillos de placer, como si vinieran de muy lejos; después, le empezaban a


temblar los muslos y sentiría una oleada de calor en la parte inferior del vientre.
De hecho, su cuerpo solía avisarle con mucha antelación de lo que iba a suceder.
Pero esta vez no. Esta vez fue como si encendieran de pronto un poderoso
interruptor, provocándole el orgasmo más potente que hubiera experimentado
nunca y haciendo que su vagina se aferrara con fuerza al pene de Cooper.
Cooper gritó contra la almohada; Julia sintió la vibración de su profunda voz
contra los brazos y el pecho. Gimió y gruñó, se hundió aún más en ella y llegó al
clímax él también. Sus empujones cesaron mientras empujaba contra ella, todo lo
que pudo, soltando oleadas de semen en su interior.
El orgasmo de Julia llegó a su fin. Se agarraba con fuerza a la espalda de
Cooper; sus músculos estaban duros como piedras de la tensión y la espalda
pringosa de sudor. Ella también estaba pringosa, del sudor de Cooper, del suyo
propio y del semen que le resbalaba por las pantorrillas. Julia se dio cuenta de
pronto de lo... de la forma tan educada en que había hecho el amor siempre;
habían sido sesiones de sexo amable, sin sudor, como si se tomara el té con un
tío, solo que más divertido y desnudos.
Con Cooper, sin embargo, había sido elemental, brutal, animal. Nada de
amabilidad y suavidad. Hasta el placer había sido un... placer animal, idéntico a la
forma en que copulaban los águilas o los pumas.
Seguía estando duro como el acero dentro de ella. No había estado
bromeando cuando le dijo que con una vez no le bastaría.
Ella había tenido más que suficiente con una vez.
Julia estaba agotada, abrumada por la forma áspera e interminable en que le
había hecho el amor y el explosivo orgasmo. Se sentía incapaz de mover los
músculos. Cooper pesaba tanto que tenía que inflar los pulmones con fuerza para
lograr respirar. Tenía los muslos abiertos de par en par, al máximo,
completamente abiertos para él. Julia estaba empezando a pensar cuándo podría
empujar a Cooper para que se retirara, cuando las caderas de éste empezaron a
moverse de nuevo.
«Oh, Dios, otra vez no». Ya había sido el polvo más largo de su vida. Y el más
excitante. De hecho, seguía siendo excitante. Pese a que su mente le decía que ya
estaba bien, la parte inferior de su cuerpo no quería hacerle caso.
Los empellones profundos y pesados de Cooper eran más excitantes que los
de antes. Ahora estaba completamente húmeda, debido al orgasmo y a la
cantidad de semen que había eyaculado antes. Cooper se movía con habilidad
dentro y fuera de ella, abrasándola de placer.
Cooper alzó la cabeza y se la quedó mirando; su rostro era duro e
inexpresivo. Estaban unidos en el acto más íntimo entre dos seres humanos y, aun
así, era incapaz de saber en qué estaba pensando ni qué sentía.
Empujaba pesadamente ahora; sus fuertes y profundos empellones la
llenaban de pasión. Alzó las manos para rodearle la cara, apoyando los pulgares

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sobre las mejillas. Julia estaba completamente inmovilizada; no podía mover el


cuerpo en ninguna dirección, pues la tenía presa con su pesado cuerpo. Tampoco
podía mover la cara, y su mirada era tan intensa que ni siquiera podía cerrar los
ojos.
Poco a poco, Cooper fue bajando la cabeza hasta que cubrirle la boca con la
suya. Para su sorpresa, su beso no fue áspero y posesivo, sino que le tocó la boca
con suavidad y cuidado, una y otra vez. Le cubrió las mejillas y los párpados de
ligeros besos, suaves y delicados con las alas de las mariposas. La boca de Cooper
vagó por la frente de Julia, rozándole ligeramente la oreja y la línea de la
mandíbula. Su boca era cálida y suave. Dolorosamente tierna.
El contraste entre sus besos, dulces y suaves, y la forma ruda, casi violenta,
con que hacían el amor era eléctrico, como si le estuvieran haciendo el amor dos
tipos distintos a la vez. Por primera vez en su vida, Julia se quedó sin palabras y,
aunque hubiera sabido qué decir, cada vez que quería decirlo se encontraba con
que tenía la boca ocupada.
Paseó la mano por la fuerte espalda de Cooper y se colgó de sus hombros,
deleitándose en el tacto de los músculos. Era tan asombroso; como el acero, solo
que cálido. Pese a que sus besos eran lentos y lánguidos, como si dispusieran de
todo el tiempo del mundo, como si fueran dos jóvenes besándose por primera vez
en un prado, los golpes de sus caderas eran fuertes y cada vez más rápidos.
Cooper abrió la boca de Julia son suavidad. El roce de la lengua de Cooper
contra la suya fue suficiente para acabar de ponerla a cien. Su grito quedó
ahogado en la boca de Cooper; Julia volvió a experimentar un orgasmo, más
fuerte que el anterior, las inmensas olas de ardiente placer la sacudieron, su
vagina se cerraba con fuerza y volvía a relajarse al ritmo de las sacudidas de
Cooper. Era tan intenso que le entraron ganas de gritar, de llorar; el corazón se
le salía del pecho. Se aferraba a Cooper con los ojos llenos de lágrimas que
rodaron por sus mejillas hasta caer en la almohada.
Cooper murmuraba algo que no lograba descifrar. Era incapaz de oír ni de
pensar, sólo podía sentir.
Seguía duro dentro de ella —parecía poder quedarse así, duro y dentro de
ella, el resto de su vida—, pero sus movimientos habían cesado. El sexo había
parado, pero seguía haciéndole el amor, llenándole la cara y el cuello de suaves y
cariñosos besos.
Julia estrechó su abrazo y escondió la cara en el pecho de Cooper. No tenía
nada que decirle, absolutamente nada. Había roto todas sus defensas y, si abría
la boca, todos sus secretos saldrían a borbotones.
Así que se agarró y escondió el rostro, con los ojos firmemente cerrados,
abrumada por las emociones, con el pecho dolorido y aguardando a que su corazón
se tranquilizara. Agarrada firmemente a Cooper, lo único estable en su
destartalado mundo, Julia se quedó dormida.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *

Había tanta sangre.


El huesudo y pálido hombre yacía en el asfalto sobre un río de sangre que
salía de su propia cabeza y que formaba una mancha gruesa y viscosa en el suelo.
Retrocedió horrorizada, escurriéndose por el pegajoso suelo. El hombre de la
pistola se giró lentamente, tenía la boca abierta y curvada en una sonrisa cruel, y
sus labios eran de un color rojo sangre.
—Preciosidad —gruñó, ensanchando la roja sonrisa y alzando lentamente la
pistola—. Muere.
—¡No! —gritó, pero le falló la voz. La palabra resonó en su pecho, pero el
mundo guardaba un silencio glacial. Estaba de rodillas ahora, buscando algo,
cualquier cosa; oyó los latidos de su corazón en la base de la garganta y se
preguntó si sentiría el momento en que dejara de latir.
—Demasiado tarde —gruñó el hombretón, apretó el gatillo y ella se dispuso
a morir allí, en el suelo de grava y arrodillada sobre la sangre de otro.

* * *

Julia jadeó y abrió los ojos, temblando desorientada, perdida. Estaba


paralizada de miedo y sudando. ¿Dónde estaba? ¿Qué...?
Había una figura alta y más oscura que la noche junto a su cama. El grito no
salió de su garganta; salió en forma de susurro ahogado mientras se pegaba al
cabecero de la cama, tratando de acurrucarse y esperando no sentir la bala...
La amplia silueta se agachó a su lado y tomó la mano entre las suyas.
—Sally —dijo una voz profunda.
—¿Quién? —Julia sacudió la cabeza, esforzándose por pasar de la pesadilla
a la realidad—. ¿Quién es Sa...? —Las alarmas resonaron en su cabeza. Se mordió
los labios con tanta fuerza que se hizo sangre. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Cooper le sostenía la mano con firmeza. Sus manos eran cálidas, duras y
seguras.
—Sally, cariño, escúchame.
Julia parpadeó, tratando de pensar con claridad pero sin conseguirlo. Lo
único que la mantenía entera era la mano de Cooper. Se aferró a él y éste se
inclinó sobre ella. Podía sentir el calor de su cuerpo en la oscura y fría noche.
—Tengo que irme, cariño. —Cooper estaba completamente vestido y se había
puesto hasta el pesado abrigo negro de invierno. Su rostro quedaba medio oculto
por las sombras, pero pudo ver que flexionaba con fuerza los músculos de la
mandíbula—. A las 4:30 de la mañana tengo que salir a caballo con cinco de mis
hombres para comprobar las cabañas que hay en las colinas. Nos llevará al menos
treinta y seis horas, tal vez algo más, y tendremos que pasar la noche en una de
las cabañas. No podré llamarte porque ahí arriba no hay cobertura.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—De... de acuerdo. —Le castañeaban los dientes y era casi incapaz de


hablar. Las terribles imágenes de la pesadilla seguían dando vueltas en su mente
como el humo tras un fuego. Apenas sabía de qué estaba hablando, ni siquiera
sabía a qué cabañas se refería. Lo único que sabía era que Cooper se marchaba y
la dejaba sola, en la oscuridad, luchando ella sola contra sus fantasmas.
Tenía el ceño fruncido. La miró fijamente durante un segundo o dos.
—¿Estás bien? —le preguntó por fin con su profunda voz.
Julia sabía a qué se refería. Todos y cada uno de sus músculos protestaron
cuando se incorporó. Le dolían los muslos, que estaban escocidos y pringosos. El
sexo había sido increíblemente duro. Mucho más fuerte y profundo y largo que
nunca. Cooper no había sido capaz de controlarse y presentía, de alguna forma,
que se arrepentía de ello.
Le estaba preguntando si le había hecho daño.
No, la verdad es que no. Estaba dolorida, pero en gran medida se debía a la
intensidad de sus orgasmos.
«¿Estás bien?».
No, la verdad es que no estaba bien. Estaba perdida, muerta de miedo y
sola. Quería desesperadamente que Cooper se quedara con ella. Quería agarrarse
a él y sentir su fuerza. Quería que mantuviera el miedo y la soledad apartados.
—Bien —dijo sin más. Abrió la boca para esgrimir una enorme y falsa
sonrisa, consciente de que en la oscuridad no vería la falta de naturalidad de su
expresión, sólo el blanco de los dientes—. Estoy bien.
La agarró más fuerte y se le volvieron a tensar los músculos de la mandíbula.
Sabía que estaba mintiendo.
Cooper abrió la boca para volver a cerrarla. Estaba claro que no podía
decirle lo que quería decir.
—Tengo que irme —repitió.
Julia asintió con cuidado, moviendo la cabeza despacio como si estuviera
debajo del agua, ocultando sus emociones bajo una capa finísima. Apretó la
mandíbula con fuerza. Si abría la boca se echaría a llorar y le suplicaría a Cooper
que se quedara.
Pero no podía.
Nadie podía quedarse con ella. Estaba completamente sola.
Cooper la observó unos instantes. Julia estaba desnuda y muerta de frío. El
único punto cálido de su cuerpo, de su vida, era la mano que agarraba Cooper.
Cuando la soltó, centró todos sus esfuerzos en no echarse a temblar. Estaba
helada hasta la médula.
Estaba allí de pie, alto y ancho, a medio metro de la cama. Costaba creer que
hacía muy poco había estado desnudo y dentro de ella. Durante todo el rato en
que estuvieron haciendo el amor, Julia no pensó en nada que no fuera el cuerpo
de él sobre el suyo y la explosión de placer casi aterradora que le estaba
proporcionando. Mientras hacían el amor se había sentido más unida a él que a

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ningún otro ser humano. No se había sentido perdida ni sola.


Ahora se alejaba, se iba, y la dejaba sola en la fría oscuridad de la noche.
La lucecita de su reloj de alarma indicaba que eran las 4 de la mañana. Si
quería llegar a tiempo a su rancho, debería irse ya.
Cooper retrocedió un paso y se detuvo. Julia podía oírle respirar
hondamente, casi podía sentir las vibraciones de la frustración que le embargaba.
Pasó el peso de un pie al otro; estaba claro que no quería marcharse.
—Vete —le dijo con suavidad.
Cooper exhaló y asintió. Un segundo después, sin decir nada más, se había
marchado. Escuchó el sonido de la puerta principal al abrir y cerrar y, un segundo
después, el ruido del motor de su coche.
El silencio la embargó, tan oscuro y frío como la noche. Julia hundió la
frente en las rodillas y dejó fluir las lágrimas.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 8

La habitación seguía resonando con el Do de pecho de Luciano cuando la


señal del correo electrónico se puso a parpadear.

VEINTE MIL DÓLARES AMERICANOS DEPOSITADOS EN CUENTA


SUIZA. ¿ACCIDENTE DE COCHE OK?

El profesional comprobó la cuenta de Ginebra, una de las diez que tenía en


Suiza, y bendijo a las autoridades de los bancos suizos por permitir que se
hicieran transferencias veinticuatro horas al día. Ahí estaban los 20.000$.
Mimi se estaba poniendo los manguitos, diciéndole a Rodolfo que le
calentaría las manos. Se estaba muriendo. Los dedos del profesional se apartaron
del teclado del ordenador para saborear aquel doloroso y colosal momento. Esa
parte era tan conmovedora, tan trágica. El profesional tarareó suavemente la
parte en que Rodolfo toma el cuerpo sin vida de Mimi entre sus manos, cantando
su pena. Cuando la música acabó, tardó unos momentos en recuperar la
compostura antes de ponerse a escribir la respuesta para el noruego.

RICHARD M. ABT: TRASLADADO A ROCKVILLE, IDAHO. DIRECCIÓN 120


CRESCENT DRIVE, BAJO EL NOMBRE DE ROBERT LITTLEWOOD. OK
ACCIDENTE COCHE. BUENA SUERTE.

De improviso y por pura curiosidad, el profesional indagó un poco por la


ficha robada en busca del segundo nombre de Richard Abt. Se sentía casi como si
revolviera en una habitación vieja. El proceso era rápido. Ahí estaba: Marion. II
segundo nombre de Richard Abt era Marion. ¿Qué clase de nombre era ése para
un tío? No le extrañaba que sólo pusiera la inicial.
Daba igual, el tipo era historia.
El profesional sonrió. Richard Marion Abt. Destruido por medio del ratón.

* * *

—¡Oye!
El lunes por la tarde Julia sonrió y se quitó el jabón de los ojos. Le gustaba
tanto que hubiera otro ser humano en la casa. El domingo había estado dando
vueltas por la casa vacía, sintiéndose atrapada entre las cuatro paredes, perdida
y sola, hablando con Fred, quien sólo podía responderle ladrando. Dio gracias a
Dios de que llegara el lunes y tuviera una clase abarrotada de niños.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Rafael la había acompañado después de clase y habían repasado sus


deberes, pero la Guerra Civil y los verbos quedaron relegados inmediatamente a
un segundo plano al ver a Fred. Rafael se había apresurado a acabar los deberes
y a aprenderse los verbos de memoria antes de salir escopetado a ayudar en la
fascinante tarea de adecentar a Fred.
Para ello necesitaron la bañera, medio bote de jabón con esencia de rosa y
prácticamente todas las toallas que había en la casa. Tras un par de días de
comida, descanso y cariño, Fred ya parecía otro. Ya casi no cojeaba e iba camino
de enamorarse de Rafael; sentimiento claramente recíproco, pues Fred y Rafael
sonreían con la misma cara de bobos.
—Sigues oliendo, compañero —le dijo Julia a Fred mientras le frotaba con
fuerza—. Pero al menos ahora hueles un poco más a rosas.
El perro gimió en respuesta.
Llamaron con fuerza a la puerta. Julia se puso en pie con el corazón
desbocado.
—Cooper. —La puerta ahogaba su voz, pero no había duda de que era él. No
había sabido nada de él desde que se marchara el domingo antes de que
amaneciera siquiera.
Se secó las manos en la única toalla que quedaba limpia y, tratando de
calmarse, fue a abrir la puerta. Ahí estaba, alto y ancho, vestido de negro y
sosteniendo un paquete envuelto en papel marrón. Se había pasado el día anterior
entero pensando en él y, aunque no hubiera estado pensando en él, su cuerpo se
habría acordado de él pues tenía agujetas y los muslos doloridos, como si siguiera
dentro de ella.
En cuanto la vio se quitó el sombrero de vaquero que llevaba.
—Sally.
«Oh, Dios». Esa voz. Le había murmurado cosas al oído mientras le hacía el
amor con aquella profundísima voz. Al oírla ahora, tuvo un flashback momentáneo
de la oscura habitación y Cooper profundamente dentro de ella, moviéndose con
rapidez y fuerza. Le temblaron las rodillas.
—Cooper. —Casi no le salía la voz. Se hizo a un lado de la puerta y Sam
entró, pasando tan cerca de ella que podía olerle. Cuero, lluvia, hombre.
Desde el cuarto de baño, Rafael chilló de placer y Fred ladró. Cooper alzó la
cabeza un momento y cuando volvió a bajarla para mirarle a los ojos, Julia casi
pudo ver lo que pensaba. Rafael estaba ocupado en el cuarto de baño con Fred.
Estaban, de momento, solos.
Julia había ensayado las diferentes poses que podía adoptar cuando volviera
a verle: simpática pero distante; no, fría pero divertida; no, cariñosa pero sin ser
pegajosa; no, simpática pero irónica...
No le dio tiempo a poner en práctica ninguna de ellas porque Cooper dio un
paso hacia delante y la besó. Profunda y apasionadamente. El beso fue el
equivalente del polvo que habían echado, cuando su pene la poseyó por completo.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Se puso junto a ella, la alzó en brazos y se la llevó al dormitorio. Cerró la


puerta y echó el pestillo sin soltarla. Metió una de sus enormes manos debajo de
la falda para acariciarle la cadera. Oh, Dios, cómo le gustaba sentirle otra vez
por su cuerpo. Con los ojos cerrados, Julia abrió más la boca para él y le apretó la
lengua con la suya.
Cooper se estremeció. Se echó un poco hacia atrás y la alzó contra la pared,
sujetándola con una mano mientras con la otra le quitaba las braguitas, las medias
y los zapatos. La agarró de las piernas y las pasó por encima de sus caderas; con
una mano le acariciaba el sexo mientras se desabrochaba la cremallera y volvía a
estremecerse. Podía sentir lo húmeda que estaba.
Era sorprendente. A Julia siempre le había llevado su tiempo calentarse
sexualmente. Le gustaban los preliminares largos y lánguidos, que le dijeran
palabras cariñosas y le acariciaran suavemente. No le había dado nada de eso y,
aun así, estaba más que lista. Sólo con verle se había puesto a mil, como el
hámster que sabe que si presiona la barra obtiene bolitas de comida. Cooper
equivalía al sexo duro y excitante.
Se abrió los pantalones y su pene se liberó de inmediato. Lo guió con la mano
hacia ella. La abrió con dos dedos, metió la punta del pene y empujó con fuerza.
Julia estaba completamente poseída por él. Se la comía con la boca y, con el
peso de su cuerpo, la mantenía anclada contra la pared mientras le abría las
piernas con las manos. La áspera tela de sus vaqueros le rozaba las piernas.
Se apoyó pesadamente contra ella, apartando la boca de la de ella. La miró
con los ojos entrecerrados. Su rostro era tan duro, tan inflexible.
—Llevo un día y medio soñando con esto —murmuró con los ojos brillantes.
Así, de pronto, Julia empezó a sentir el orgasmo, unos empujones fuertes
que hicieron que los ojos de Cooper se abrieran y las narinas se le inflaran.
Aspiró aire con fuerza y se la sacó casi entera para empezar a empujar con
fuerza.
—¿Señorita Anderson? ¿Señorita Anderson? ¿Dónde está? Fred necesita un
secador. ¿Señorita Anderson?
—Joder —suspiró Cooper.
Los dos se quedaron paralizados; Julia miró fijamente los ojos negros de
Cooper. Su orgasmo no se detuvo, pues su cuerpo seguía su camino pese a que su
mente gritara: «¡Alto!».
La fuerza del orgasmo hizo que se estremeciera y que perdiera por
completo el control de su cuerpo. Cooper respiraba con fuerza. Se quedó quieto
dentro de ella.
—¿Señorita Anderson? —La voz de Rafael se perdió. Iba a buscarla a la
cocina, donde obviamente no la encontraría. No quedaba más que una habitación
más en la casa y enseguida se oyeron sus pasos atravesando la pequeña sala de
estar.
Gracias a Dios, las contracciones empezaban a desaparecer. Temblando aún,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Julia empujó a Cooper de los hombros, que cerró los ojos como si le doliera y se
retiró. Bajó las piernas confiando en que no le fallaran; estaba temblando.
—¿Señorita Anderson? Ey, ¿dónde está? —El picaporte de la puerta se
movió.
—Un... —No le salía la voz. Julia se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo
—: Un momento. No entres, Rafael, ahora mismo salgo.
—Vale. Necesitamos un secador. —Rafael silbó alegremente mientras volvía
al cuarto de baño con Fred.
Julia sólo pudo bajar la vista. El pene de Cooper era oscuro y estaba
totalmente hinchado y pringoso de sus jugos. Cooper trataba de meter su enorme
erección en los pantalones, pero la cremallera se quedó enganchada. Julia le miró
con una mueca de dolor.
—Eso tiene que doler.
—No tienes ni idea —farfulló.
—¿Y no te has, ehh...?
—No. —La taladró con sus negros ojos—. Aunque pretendo hacerlo. En
cuanto haya dejado a Rafael en casa, pretendo volver y pasarme toda la noche
dentro de ti y entonces sí que lo haré. Y mucho.
No tenía aire en los pulmones, sólo calor. Por lo que había visto, y sentido,
Cooper era muy capaz de hacer lo que decía.
—Ah —dijo débilmente—. Ah, eh, de acuerdo.
Le rodeó el cuello con una mano y la besó. Cuando alzó la cabeza, seguía
acariciándole el cuello con el pulgar.
—Será mejor que vayas a ver a Rafael. Iré en un segundo.
Julia asintió y se dirigió lentamente hacia la puerta.
—¿Cariño? —Julia se giró y le miró inquisitivamente—. ¿No quieres ponerte
los zapatos y algo de ropa interior antes de salir?
—Ya —dijo Julia, aún confusa. Sus palabras apenas habían calado en ella.
Aún seguía sintiendo los efectos posteriores al orgasmo; las húmedas paredes de
su sexo se rozaban cuando se movía—. Ropa interior.
Ropa interior, ropa interior. ¿Dónde...? Ah. Las medias, braguitas y zapatos
estaban en un rincón. Para cuando por fin estuvo lista, Cooper parecía menos
salvaje también, aunque se fijó en que no se había quitado la chaqueta, que le
llegaba hasta los muslos y cubría la erección.
Julia sacó el secador del cajón y se dirigía a la puerta cuando le sintió justo
detrás de ella; sintió el calor de su cuerpo y la enorme presencia de Cooper.
—¿Señorita Anderson? —La voz de Rafael llegaba débilmente desde el
cuarto de baño.
—¡Voy corriendo! —Gritó Julia, y casi dio un brinco cuando sintió la áspera y
enorme mano de Cooper en el cuello. Se inclinó y la besó en la nuca, un ligero beso
que acabó casi antes de haber empezado.
—Eso espero —murmuró junto a la oreja de Julia—. Que te corras toda la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

noche.
Se detuvo con la mano en el picaporte, una oleada de calor casi le hace caer
de rodillas. Cooper no debería decirle cosas como esas; especialmente cuando
estaba a punto de salir al encuentro de un niño pequeño. Estaba segura de haber
enrojecido. Estaba hecha un lío y tenía el pulso acelerado. Para conseguir abrir la
puerta, tuvo que intentarlo dos veces. No podía darse la vuelta; si lo hacía, si veía
a Cooper, cerraría la puerta, se giraría y le lanzaría los brazos al cuello. Así que
fijó la vista al frente con decisión, abrió la puerta y salió con paso tembloroso
hacia el cuarto de baño.
Aquello era un increíble desastre. La bañera estaba llena hasta arriba de
agua y espuma, que fluía hasta el suelo cada vez que Fred se movía.
Julia le tendió el secador a Rafael, quien apenas alzó la vista.
—Genial, gracias señorita Anderson. Tengo que secar a Fred, si no se
enfriará. Venga, Fred, sal. —Rafael chasqueó los dedos y Fred saltó fuera de la
bañera, junto con la mitad del agua.
—¡Espera! —Demasiado tarde. Fred se sacudió y caló la habitación entera.
Julia levantó las manos para protegerse, pero Rafael estaba chorreando. El
cuarto de baño estaba tan mojado que era demasiado peligroso utilizar un
secador allí. Con un suspiro, Julia le quitó el secador a Rafael, sacó una toalla
vieja del armario y la extendió por el suelo de la despensa.
—Aquí, Rafael —dijo, enchufando el secador.
Rafael y Fred fueron afablemente hacia la despensa, chorreando agua a su
paso. Cuando el niño encendió el secador, Julia salió de allí.
Cooper la estaba esperando en el salón, con la enorme caja en las manos. Se
la tendió.
—Es para ti —dijo sencillamente.
Un regalo. Julia parpadeó. La caja iba envuelta en papel marrón y tenía un
cordel. En Boston, el envoltorio con papel marrón y cordel se consideraba muy
chic; claro que el papel tenía que estar hecho a mano, no estar teñido y ser tosco,
y el cordel tenía que ser de cáñamo y solía envolver algo muy caro.
El papel de esta caja llevaba un sello desigual que rezaba «Emporio de
Ferreterías Kellogg».
Julia cogió la caja y la sopesó. Era sorprendentemente pesada. Alzó los ojos
hacia Cooper con el corazón desbocado.
—Gra... gracias.
Asintió con seriedad.
Julia sacudió la caja y algo grande botó en su interior. No tenía ni idea de
qué podía ser. El rostro de Cooper no mostraba expresión alguna. Julia cortó el
cordel, rasgó el papel, abrió la caja... y se encontró con artilugio de acero y
metal; miró desconcertada a Cooper.
—Cerrojo —dijo.
—Ah —contestó con un hilo de voz—. Un cerrojo. Ehh, gracias. Siempre

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

había querido tener uno.


—La cerradura de la puerta es demasiado enclenque. —Cooper tenía el ceño
fruncido, como si la cerradura de casa de Julia fuera su reto personal.
—¿Sabes cómo... arreglarlo? —¿Se decía así? ¿Qué se hacía con los
cerrojos? ¿Montar? Aunque ya estaba montado; era una sola y reluciente pieza.
Aun así, Cooper parecía haberle entendido. Echó la cabeza hacia atrás,
sorprendido, y frunció aún más el ceño.
—Claro —dijo, como si le hubiera preguntado si sabía andar o leer.
¿Le había ofendido? No había forma de saberlo, pues su expresión era
exactamente igual que siempre: impenetrable. A los pocos minutos, Cooper se
había enfrascado en su caja de herramientas y hacía algo varonil y competente
con la puerta de Julia y el cerrojo.
Así que ella fue a hacer algo femenino y competente en la cocina. Para
cuando un Fred semiseco y que olía a rosas, y un sonriente Rafael entraron en la
cocina, Julia había puesto té y una tarta de limón, que había hecho el domingo en
pleno aburrimiento, encima de la mesa.
Cooper apareció medio minuto después. A través de la puerta de la cocina
pudo ver el cerrojo en la puerta, enorme y brillante, y capaz de proteger
secretos nucleares.
Era tan dulce que hubiera pensado en eso. Julia sonrió a Cooper, que estaba
de pie en el marco de la puerta.
—Gracias, Cooper. —Su sonrisa le dejó paralizado, pero Julia empezaba a
reconocer ya los distintos grados de su impasibilidad. Ensanchó la sonrisa—.
Toma un poco de tarta y té.
Rafael ya se había tomado tres trozos y ya le había pillado dándole
disimuladamente trocitos a Fred. Julia cortó un trozo enorme para Cooper y otro
mucho más pequeño para ella. Le había puesto piel de naranja y unas barritas de
canela al té, para darle más sabor. Cooper lo olió antes de beber con precaución
al principio y, después, con evidente placer. Sonrió al ver cómo masticaba con
entusiasmo tras el primer mordisco a su tarta de limón.
—Está bueno —farfulló—. Y el té.
«¿Bueno?». Por unos instantes, Julia se indignó. ¿Estaba diciendo que su
tarta de limón estaba buena? La receta era de su madre, y era famosa en tres
continentes. No era buena, era fabulosa. Estaba a punto de echarle la bronca
cuando vio que entrecerraba los ojos de placer, igual que había hecho Fred. Se
relajó.
Estaba claro que cuando un vaquero decía «bueno», quería decir «fabuloso».
Julia envolvió el resto de la tarta de limón en papel de plata.
—Para Bernie —dijo, aunque sospechaba que Rafael se tomaría la mayor
parte de ello.
Cooper se puso en pie y Rafael le imitó.
—A la camioneta, Rafael —dijo Cooper, sin apartar los ojos de ella—. Pero

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

primero da las gracias a la señorita Anderson.


—Claro; muchas gracias, señorita —dijo Rafael obedientemente, tras lo que
se inclinó para abrazar a Fred y salió corriendo.
Cooper se quedó quieto, observándola. Sus ojos negros bajaron hasta la
boca de Julia.
—No puedo darte un beso ahora —dijo. Alzó la vista, llena de oscuro deseo
—. Sería incapaz de parar.
Julia asintió. La intensidad de su mirada la dejó sin aliento. El aire estaba
cargado de hormonas sexuales.
Cooper recogió el gorro de la percha de los abrigos, se pasó la mano por el
pelo y se lo puso.
—Ahora vuelvo. Lo antes posible —dijo y salió.
Julia empezaba a acostumbrarse a sus abruptas despedidas. ¿Quién sabía?
A lo mejor las despedidas elaboradas eran algo decadente, propio sólo de las
ciudades. Aun así, y sin admitirse a sí misma que quería volver a echarle un
vistazo, abrió las cortinas de la ventana y vio cómo Cooper ayudaba a Rafael a
subir en el asiento de copiloto. Como siempre, los movimientos de Cooper eran
precisos, ágiles y poderosos.
Aunque el jersey y los vaqueros que llevaba parecían perfectamente limpios,
eran exactamente iguales que los que había llevado el sábado. Lo que no había
visto nunca era la furgonetilla negra a la que se estaba subiendo.
Julia se quedó pensando en aquel hombre que parecía tener más coches que
ropa.

* * *

«Preliminares, preliminares, preliminares».


Cooper se repetía las palabras como si fueran un mantra mientras conducía
de vuelta a Simpson y a Sally, tras haber dejado a Rafael en el rancho. A lo
mejor convendría que se golpeara la frente contra el volante para que la sangre
le volviera a la cabeza y pudiera acordarse después.
«Preliminares, preliminares, preliminares».
No iba a alzar a Sally, desnudarla, ponerla contra la pared y meterle la polla
hasta el fondo.
No, no, no.
Iba a haber preliminares. Sí. Trató de grabarse la idea en la mente,
mientras aún le funcionara.
Llevaba dos días enteros empalmado, lo que le valió un montón de miradas
extrañas por parte de sus hombres mientras hacían la ronda por las cabañas de
las colinas. Si su polla se tranquilizaba unos segundos, bastaba cualquier
recuerdo... el pezón de Sally, por ejemplo, y su sabor, o aquel instante eléctrico
en que había metido la polla entre los prietos tejidos de su coño, abriéndolos...

- 107 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

para que volviera a ponerse más dura que antes.


La noche anterior no había dormido, ni siquiera unos minutos. No había
echado ni una cabezadita. Estaba entrenado para ello, claro; parte del
entrenamiento de los SEAL incluía, estar despierto varios días seguidos, en aguas
poco profundas, después de una larga caminata. Era un test de resistencia en el
que se mezclaba el cansancio, con la incomodidad extrema y la falta de sueño.
Había superado las sesiones de entrenamiento gracias a su fuerza de voluntad.
Pero esta falta de sueño no tenía nada que ver, era exclusivamente
voluntaria. No es que no quisiera dormir, simplemente, cada vez que se tumbaba
en la cama podía ver —casi podía sentir—, el suave cuerpo de Sally. Sus piernas
rodeándole las caderas, los pequeños pechos contra su pecho, su suave boca
rozándole la oreja. Cuando cerraba los ojos en un vano intento de apartarlos, era
capaz de oler su piel, con un ligero toque de rosas, el femenino y único olor de
Sally.
Así que llevaba dos noches sin pegar ojo, aunque no estaba cansado. Estaba
hasta arriba de testosterona.
No podía hacer nada, no podía hacer uso de ningún juego mental para
controlar su erección por las noches. En su vida normal A.M. (Antes de Melissa),
había sufrido noches de insatisfacción durante su segundo año de instituto, tras
haberse metido en las bragas de Lory Kendall. Desde entonces, siempre que
estaba cachondo, siempre había habido alguna mujer cerca, en algún sitio. Sólo
había que saber dónde buscar. Las únicas veces en que las mujeres no estuvieron
disponibles fue porque estuviera completamente concentrado con los
entrenamientos o hasta metido hasta las trancas en alguna misión peligrosa, tan
ocupado luchando por mantener sus pelotas a salvo que no podía pensar en nada
que implicara utilizarlas. Y, por supuesto, durante lo que duró su matrimonio, y un
año después de que se fuera al garete, su polla permaneció tan tranquila entre
sus piernas y dentro de los pantalones.
Ahora saltaba a la mínima de cambio, especialmente por las noches. La noche
anterior estaba tumbado despierto, en su saco de dormir, sudando pese a lo frío
que estaba el suelo y pensando una y otra vez en tirarse a Sally como si se le
hubiera rayado la película en la cabeza. Se habría hecho una paja, pero sus
hombres se habrían dado cuenta de ello.
Normalmente tampoco pasaba nada por que lo hiciera. Las cabañas eran lo
más parecido a los barracones que había entre los civiles, y los hombres se la
machacaban en los barracones; era lo más normal del mundo. Ser soldado era un
trabajo peligroso y solitario y si un hombre podía encontrar algo de alivio en su
puño, nadie se lo echaría en cara.
Pero ni él ni sus hombres estaban en un campo de batalla, a miles de
kilómetros de cualquier mujer dispuesta. Tenías todo tipo de mujeres
disponibles, si estabas dispuesto a conducir hasta Rupert, Dead Horse o Boise.
No tenía razón alguna para machacársela; sólo que su polla deseaba a Sally y nada

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

más que Sally. No estaba allí, y exigía saber la razón.


Apenas había saciado su apetito follándose a Sally una vez, y el haber tenido
la polla metida dentro un par de minutos, hacía ya una hora, no contaba. En todo
caso, le ponía mucho más. Había hecho muchas cosas difíciles a lo largo de su
vida, pero sacársela cuando acababa de metérsela había sido la más difícil.
Mientras ella aún se estaba corriendo.
Se merecía una jodida medalla.
El corazón de Cooper se puso a mil por hora cuando se acercó y vio la
destartalada casita de Sally. Habría querido aparcar justo enfrente e ir
directamente hacia la puerta, pero se tomó su tiempo y pasó de largo, para una
manzana más allá. Iba a dejar la camioneta allí toda la noche, aunque tendría que
salir al alba para llegar a tiempo para las sesiones de entrenamiento de primera
hora de la mañana.
Era un vano intento de proteger la reputación de Sally, pese a que la mayor
parte de los habitantes de Simpson sabía siempre qué hacía el resto.
Había oído decir que los profesores tenían una cláusula en sus contratos
acerca de la «inmoralidad». Si hacían algo que fuera contra la moral de la
comunidad, podían despedirlos.
Claro que el único que podía echarla era el director del colegio, Larry
Janssen, primo segundo suyo. Y estaba seguro de que Larry no la despediría por
acostarse con él; sino que estaría feliz de que Cooper echara un polvo por fin.
Aun así, lo que Sally y él hicieran juntos no tenía por qué importarle a nadie
más a ellos.
Cooper subió las escaleras del porche con la sangre hirviéndole en las venas,
e hizo una mueca al oír el crujido. Ese escalón era el siguiente en su lista de
arreglos. La puerta se abrió antes de que llamara y una Sally sonriente apareció
en el marco de la puerta. Tan preciosa como la recordaba, tan frágil y preciada. Y
había abierto la puerta sin saber quién estaba al otro lado.
Eso le dejó helado.
—Has abierto la puerta —dijo, frunciendo el ceño con gesto de
desaprobación.
Se le borró la sonrisa de la cara. Le miró, miró la puerta y volvió a mirarle a él.
—Ehh, sí, así es.
—No te he dicho quién era.
Sally puso los ojos en blanco.
—Cooper, te he oído llegar desde el camino y estaba esperándote; ¿quién iba
a ser si no?
Cabronazos, drogadictos, violadores, asesinos en serie... ¡cualquiera cosa!
Cooper tuvo una repentina y espantosa visión de Sally herida, tal vez muerta; de
pronto sintió un pánico atroz por lo que perdería si a Sally le sucedía algo.
Cooper había tenido más de una visión intuitiva en su vida, impresiones
sensoriales muy precisas de peligro. Una vez se había visto en el suelo, junto a la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pared de un precipicio, con una cadera rota y el fémur destrozado. Se había visto
a sí mismo con la pierna doblada en un ángulo muy poco natural, había sentido el
dolor de los huesos rotos, mientras observaba cómo le salía la sangre a
borbotones de una arteria cortada. Se había dejado llevar por la oscuridad
mientras se desangraba. Le había puesto tan nervioso que había vuelto a
comprobar el equipo y había descubierto una cuerda deshilachada que se le había
pasado por alto antes.
En otra ocasión, había tenido la repentina visión de que él y sus hombres se
encaminaban a una emboscada en la densa y calurosa jungla de una isla de
Indonesia. Había alzado el puño, la señal de que se detuvieran, y su equipo se
había quedado completamente quieto en su sitio. Permanecieron ocultos más de
cuatro horas, sin moverse, sin respirar apenas y con el dedo en el gatillo. Justo
cuando Cooper había empezado a pensar que su famosa intuición podía haberle
fallado, se oyó una señal y veinte islamistas insurgentes salieron de sus agujeros
camuflados. Su equipo los masacró. Si no hubiera detenido a sus hombres,
habrían ido derechos a la emboscada.
Cooper había aprendido por las malas a confiar en sus instintos. No se
trataba de ningún tipo de magia, y él no era ningún vidente. Tenía unos sentidos
muy agudos y le habían entrenado para ser muy buen observador. Cogía al vuelo
las sutiles señales de peligro, que su subconsciente unía y le mandaba una señal
de alarma en forma de visión.
Y eso era precisamente lo que acababa de tener. Una repentina y dolorosa
visión en la que Sally yacía en un charco de su propia sangre, sin vida, lejos de él
para siempre. Algo en su subconsciente le decía que Sally estaba en peligro.
Podían hacerle daño. Podía morir.
No mientras él viviera.
Cooper entró en la casa, se quitó el sombrero y se acercó tanto a Sally que
ésta tuvo que echar la cabeza hacia atrás para verle. Estaba tocando su espacio
personal y lo sabía, pero quería grabarle bien en la cabeza lo que tenía que
decirle.
—No vuelvas a abrir esa puerta sin saber antes quién está al otro lado,
¿está claro? —El tono de su voz era brusco, duro, era el tono que usaba con sus
hombres. El ser humano recuerda lo que aprende por las malas, especialmente en
lo que se refiere al dolor. Así es como nos han programado. Sally tenía que
acordarse de lo que le estaba diciendo, así que usó su tono más áspero para
asegurarse de que así fuera.
La sonrisa de Sally desapareció y lo lamentó, pero no lo suficiente para
dejar de llegar a donde quería.
—Sí, Cooper —murmuró, buscando su mirada—. Tienes razón, ha sido una
tontería.
—Mañana pondré una mirilla y otro cerrojo en la puerta de atrás. Hay que
poner alarmas en las ventanas.

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—Sí, Cooper.
—Quiero que estés a salvo. —Las palabras salieron de lo más profundo de su
pecho, posiblemente de algún punto cercano a donde debería estar su corazón, si
lo tuviera.
Sally se estremeció y perdió el color. Mierda, la estaba asustando. «Hora de
dejarlo, Cooper». La mujer más guapa y deseable del mundo quería acostarse con
él, y él se dedicaba a asustarla.
No podía evitarlo.
—Prométeme que no volverás a hacerlo.
—Te lo prometo. —Fue un susurro tembloroso, sus asombrosos ojos
turquesa se ensancharon. Alzó una mano y la apoyó contra el pecho de Cooper,
sobre su corazón—. Créeme, te lo prometo.
Las palabras se amontonaron en la cabeza de Cooper; había tantas que no
conseguía decir ninguna. No conseguía apartar de su cabeza la imagen de Sally
herida.
La imagen hizo que le hirviera la sangre, y se dio cuenta de que mataría con
tal de mantenerla a salvo.
Cooper metió las manos entre el pelo de Sally y se inclinó para besarla. Su
boca era suave, acogedora, tal y como sabía que sería su coño. Estaba lista. Su
cuerpo entero se lo decía. La forma en que recibió la lengua de Cooper, abriendo
la boca aún más para saborearla mejor. La forma en que se retorció contra él
para permitir que le tocara donde pudiera. La forma en que le agarró los hombros
con las manos.
Su pequeño coño estaría húmedo y caliente, como había estado hacía una
hora. Lo sabía con la misma seguridad con que sabía su nombre.
La idea de ello, de que ya estuviera húmeda y suave, aguardándole, le puso a mil.
Cooper la alzó en volandas y la llevó al dormitorio. El simple hecho de llegar
a la cama le exigía un esfuerzo por controlarse, porque lo que de verdad quería
hacer era tirarla al suelo, ahí, donde estaban, y abrirle la ropa lo suficiente para
meterle la polla y empezar a moverse con fuerza y rápido.
Pero el suelo estaba frío y era duro, y el pesaba mucho. Necesitaban una
cama. Se la llevó al dormitorio, quitándole el jersey y el sujetador antes de caer
en la cama sin dejar de besarla. Se movía frenéticamente ahora, confiando en no
herirla con las manos. Menos mal que llevaba falda; se la levantó y le arrancó las
medias y las braguitas, al tiempo que se desabrochaba la cremallera del pantalón.
Cooper indagó en las profundidades de su boca mientras le recorría los muslos
rápidamente con una mano y, con la otra, le abría las piernas.
Estaba húmeda y gimió contra su boca cuando le tocó el coño. Suave, cálido
y acogedor, igual que su boca.
Cooper gruñó mientras la mantenía abierta con dos dedos y sintió que todo
su cuerpo se estremecía cuando empujó con fuerza para metérsela.
«¡Mierda!».

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Se mantuvo profundamente dentro de ella y se apoyó en los antebrazos. Sus


miradas se encontraron. Las pupilas se le habían agrandado de la excitación, y tal
vez del susto, de modo que ahora no quedaba más que un borde turquesa a su
alrededor. Tenía la boca húmeda e hinchada.
—Preliminares —jadeó. Se había olvidado por completo.
Sally tiró de los músculos del cuello de Cooper hasta que la boca de él
estuvo junto a la suya.
—Después —susurró, y le besó.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 9

—Toma, querida —le dijo el día siguiente Loren Jensen, el tendero, a su


mujer—, puedes empezar a meter esto en bolsas. —Pasó los productos muy
despacio, pero Julia no se impacientó.
A decir verdad, casi empezaba a... bueno... a gustarle el ritmo propio de
Simpson. Algo bueno, por otro lado, pues los Jensen debían de ser los tenderos
más tranquilos de todo Estados Unidos.
En Boston se habría puesto a tamborilear y a mirar constantemente el reloj
si la cajera del supermercado se hubiera movido con la lentitud de Loren.
Le parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que
tamborileara los dedos sobre el volante, aguardando a que el semáforo se pusiera
en verde, o desde que aguardara impacientemente su turno en la cola del banco.
En Simpson no había razón para hacer eso, pues con ello no conseguiría que nadie
fuera más rápido y, de todas formas, ¿qué prisa había? Ni ella ni el resto tenían
otra cosa que hacer.
Le recordaba a algunos de los sitios en los que había vivido con sus padres
siendo una niña. Antes de que el trabajo de su padre les llevara a París y Londres,
habían vivido en un pueblecito a las afueras de Dublín y en un pueblo cerca de
Ámsterdam. Había vivido la mayoría de su infancia al ritmo de los pueblecitos y
casi lo había olvidado. Hasta que llegó a Simpson.
«Soy una verdadera Devaux», pensó con ironía. Se atrincheraba, tratando
de amoldarse cuanto pudiera, antes de volver a mudarse.
Hacer la compra en la tienda de los Jensen se estaba convirtiendo en un
agradable ritual. Loren y Beth eran encantadores, parecían la típica pareja de
abueletes. Loren era alto y delgado, mientras que Beth era bajita y rechoncha.
Recordaba un poco a la mujer del granjero de Babe, el cerdito valiente.
Cada vez que Julia pedía algo que no tenían en el almacén, como algún pan
integral especial, yogures griegos o pasta hecha de trigo duro, lo apuntaban y se
lo pedían a algún mayorista de Rupert.
—...yogur, leche, huevos, pan; ¿sabes que desde que empezaste a pedir el
pan de harina de avena, cada vez lo compra más gente? —Loren le sonrió y se giró
hacia su mujer—: ¿A que sí, querida?
—Así es. La semana que viene vamos a pedir pan de salvado. Y también
hemos vendido todos los yogures griegos esos que pediste. No eres nuestra
mejor clienta, porque comes menos que un pajarito, Sally, pero eres la más lista
de todas. —Beth Jensen le sonrió—. ¿Tienes todo lo que necesitas? —Entrecerró

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

los ojos y se mordió el labio mientras echaba un vistazo a las estanterías de la


tienda.
Julia se preguntaba si estaría viendo la tienda por lo que era, o si llevaba
tanto tiempo allí que se había vuelto invisible, como esas mujeres incapaces de
ver cómo tienen el salón; las telas desgastadas, los muebles arañados y la
tapicería destrozada de una casa en la que la joven esposa veía a sus hijos crecer
sin darse cuenta de que para su casa también pasaban los años.
La tienda era pequeña, más ancha que larga y un escaparate con expositores
decolorados por el sol que Julia no había visto que cambiaran en el tiempo que
llevaba en Simpson. A decir verdad, la tienda entera parecía no haber cambiado
desde los tiempos en que Eisenhower era presidente.
Se oyó un tintineó y Julia se dio la vuelta. El alcalde y propietario del
Emporio de Ferreterías Kellogg entró. Glenn Kellogg era un hombre panzudo de
edad media. Solía blandir una enorme sonrisa y saludaba efusivamente a todo el
mundo. El día en que conoció a Julia, se mostró especialmente bullicioso. Según
Beth, se debía a que era la primera persona en cinco años que se mudaba a vivir a
Simpson, y a Glenn le gustaba pensar que era la primera de un montón que
estaban por venir. A Julia le divertía su vociferante simpatía. Era inofensivo, si
no se tenían en cuenta su retahíla sin fin de chistes verdaderamente malos. Se
preparó para escuchar uno de ellos, pero vio que estaba pálido y parecía alicaído.
—Hola, Glenn —dijo.
Glenn asintió con los labios apretados. A Julia le pareció que no le había
reconocido siquiera.
Loren estaba apuntando el nuevo pedido de Julia: pan de pita y tomates
italianos. Alzó la vista con una sonrisa.
—Ey, Glenn.
—Ey, Loren. —Gleen esbozó una sonrisa a su vez, pero el tono de su voz era
apagado y carecía de su exaltación habitual.
—¿Estás bien? —preguntó Loren.
—Sí, sí. Bien. —Glenn no parecía estar bien. Julia pudo ver que le temblaba
la mano al sacar una hoja de papel del bolsillo de la camisa y desdoblarla poco a
poco. Aun cuando por fin la tuvo completamente estirada, siguió mirándola con
gesto inexpresivo, como si se le olvidara lo que estuviera leyendo.
—¿Cómo va el negocio? —Loren le miraba con curiosidad.
—Bien. —Glenn dejó caer la hoja en el mostrador y miró a su alrededor,
como si le sorprendiera estar donde estaba.
—¿Y los chicos? ¿Qué tal les va en la universidad?
—Sí, sí —dijo Glenn con voz apagada—. Les va bien.
—¿El estado de Idaho va bien?
—Mmm. —Se tocó el estómago distraídamente.
—¿Y tu úlcera?
—Bien. —Glenn se pasó la mano por la cabeza, despeinándose por completo—.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Está bien.
Loren parecía confundido y se mordió el labio.
—Bueno, qué... ¿vas a ensañarme esa lista?
—¿Qué lista? —Glenn bajó la vista, sorprendido, hacia el papel que tenía
sobre el mostrador de linóleo—. Ah, sí. Toma. —Se la tendió a Loren.
—¿Qué tal está Maisie, Loren? —preguntó Beth con voz amable.
—Ah... bien —respondió éste— Está... no. —Miró a Beth con pesar—. No, no
está bien. No está nada bien. No puede... no quiere... ¡joder! —Glenn soltó el aire
con fuerza, frustrado, y los ojos se le humedecieron.
—No pasa nada, Glenn. Tranquilízate. —Beth se acercó y le puso una mano en
los hombros—. ¿Qué es lo que no puede hacer?
—Nada. —Glenn se giró hacia Beth miserablemente—. Ya no puede hacer
nada. O no quiere, no sabría decírtelo. Lo único que sé es que la mayoría de las
veces ni siquiera sale de la cama en toda la mañana, y cuando lo hace no se
molesta en vestirse. Lleva así desde septiembre, desde que el pequeño comenzó
en la universidad. Lo único que hace es quedarse mirando fijamente la pared y
decir que ya nada le importa.
—Yo estuve un tiempo algo deprimida cuando nuestra Karen se casó. —Beth
le puso una mano en el hombro—. Fue horrible. Era como si mi vida se hubiera...
detenido. Luego me recetaron unas medicinas contra la depresión y empecé a
sentirme algo mejor, pero sólo porque estaba todo el tiempo grogui. La verdad es
que no me importaba si estaba triste o no.
—¿Deprimida? —Glenn miró a Beth con inquietud, y luego a Loren—. ¿Eso es
lo que es? ¿Una depresión? ¿Pero por qué iba a estar deprimida? —Incluyó a Julia
en la mirada que les lanzó con los ojos del azul de Simpson húmedos y dolidos—.
¿Qué? —Alargó las manos como suplicando—. Nuestro matrimonio es maravilloso.
Quiero a Maisie, siempre la he querido. Tenemos dos chicos maravillosos.
Tenemos buena salud, todos, los chicos también. ¿Qué más quiere? ¿Qué otra
cosa podría querer? —Se giró hacia Loren, luego hacia Beth y después hacia Julia
—. ¿Eh?
Loren se encogió de hombros y evadió la mirada de Glenn, Claramente
incómodo con las preguntas y con los sentimientos que desprendía Glenn a
borbotones.
Beth y Julia se miraron con gesto de: «Hombres... ¡no tienen ni idea!».
Julia dio un paso hacia atrás para que Beth se encargara de ayudarle. Glenn
parecía completamente perdido.
Julia se había encontrado un par de veces con Maisie Kellogg. Ahora que lo
pensaba, hacía al menos dos semanas que no veía a Maisie por ahí.
—Hombre, Glenn. —Beth apretó los dientes—. No estoy muy segura de que
todo en la vida funcione así.
—¿Cómo? —preguntó Glenn.
—Eso. —Loren miró a su mujer con curiosidad—. ¿Cómo?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Toma, querido. Encárgate de esto, ¿quieres? Creo que Glenn necesita


hablar con alguien. —Beth empujó las cosas de Julia hacia su marido—. Mira,
Glenn, el hecho de que tú y los chicos estéis bien no tiene por qué significar que
Maisie esté bien.
—Pero... pero no pasa nada. —Glenn alzó las manos, confuso.
—Glenn. —Beth tomó aire con fuerza y lo soltó poco a poco. ¿Te acuerdas
del '79, cuando la tienda se quemó y Maisie estaba embarazada de Rosie?
—Claro —dijo Glenn, sonriendo débilmente—. Maisie era como una piedra.
Montó una cocina sobre la marcha para dar de comer a los que luchaban por
apagar las llamas y, después, a los que reconstruyeron la tienda. Se negó a dar a
luz hasta que la tienda estuvo terminada. —Sacudió la cabeza con admiración—.
Rosie nació doce horas después de que amartillaran el último clavo.
—¿Y de la vez que pensabas que te estaba dando un ataque al corazón pero
los médicos descubrieron que no era más que una hernia hiatal?
—Sí, claro. —Glenn frunció el ceño—. Maisie me llevó hasta Boise a pesar de
la nevada que estaba cayendo, y no me dejo solo hasta que los médicos nos
dijeron que estaba bien. —Suspiró frustrado—. Pero a eso es a lo que me refiero,
Beth. Maisie y yo hemos pasado por un montón de cosas. Hemos superado
momentos malos y baches horrorosos, pero siempre hemos salido adelante. ¿Qué
pasa ahora?
—Creo —dijo Beth con suavidad—... Creo que el problema es que ya nadie la
necesita. Los chicos son mayores, corre el rumor de que estás pensando en
vender el negocio... —Le miró con curiosidad.
—Es cierto. —Glenn miró a Beth con gesto de culpabilidad, y luego a Loren.
Si la única ferretería que había en el pueblo cerraba, las cosas se iban a poner
algo más complicadas para los habitantes de Simpson—. El pueblo parecer estar
haciéndose cada vez más pequeño y cada año nuestros ingresos son menores.
Además, nuestro Lee no tiene ninguna intención de seguir con el negocio. Quiere
ser profesor de historia, ¿qué te parece? Es una verdadera lástima. Ferreterías
Kellogg lleva en pie desde 1938; la fundó mi abuelo. Seguiré un año más, tal vez
dos, pero si las cosas no mejoran, me veré obligado a cerrarlo. —Encogió los
hombros—. Supongo que así es la vida.
—Pero mientras tanto tienes tu negocio, y tus cosas: la caza en otoño. —
Beth miró con gesto de desaprobación a Glenn y a Loren—. Las partidas de
póquer del viernes por la noche.
Los dos hombres se revolvieron incómodos.
—¿Y qué tiene Maisie? —continuó—. Hasta ahora tenía que cuidar de ti,
porque tenías la tienda. Y de los chicos. Pero ahora...
—Yo la necesito —protestó Glenn—. Sigo necesitándola.
—No, no es verdad. —La voz de Beth era suave—. Tú y los chicos la
necesitabais antes, pero ya no. Ahora tiene... tiene que hacer algo por ella misma.
—¿Pero el qué? Has dicho antes que pasaste por lo mismo. ¿Qué hiciste?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Empecé a ayudar a Loren con la tienda. —Beth miró a su alrededor con


gesto de disgusto—. Aunque nadie diría que una mujer trabaja aquí.
—¿Trabajar en la tienda? —Glenn tamborileó un dedo sobre la barbilla,
pensando, antes de sacudir la cabeza—. Nooo. Maisie odia las herramientas.
—Hombre, no tiene por qué estar con las herramientas —dijo Beth—. Puede
ser cualquier cosa. ¿Qué le gusta hacer a Beth?
—No lo sé, de verdad. Nunca... —empezó a decir Glenn; de pronto se le
iluminó el rostro—. Cocinar. Le gusta cocinar. Es una cocinera maravillosa. Sabe
todo lo que hay que saber acerca de la comida y esas cosas. ¿Qué tal si Loren y
tú...?
—Lo siento, Glenn. —Loren había acabado de llenar una bolsa de plástico con
las cosas que había en la lista—. Apenas llegamos a fin de mes como estamos. Ya
sabes cómo va la economía local desde hace un par de años. Puede que nosotros
también acabemos cerrando; a ninguno de nuestros hijos le atrae la idea de
continuar con el negocio. —Suspiró—. Ni siquiera quieren quedarse en Simpson.
Ningún joven quiere. De aquí a diez años Simpson será una ciudad fantasma, ya
verás. Será mejor que le busques a Maisie trabajo en otro sitio.
—Ya, claro. —Glenn hundió los hombros—. Como si eso fuera posible por
aquí. —Pagó lo que había comprado y cogió la bolsa—. Muchas gracias por
escucharme. Beth. Loren. —Asintió en dirección a Julia—. Señorita Anderson.
Beth le acompañó hasta la puerta y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Dale un beso a Maisie de mi parte; dile que me llame si necesita hablar con
alguien. —Le observó mientras se alejaba, se encogió de hombros y se volvió con
gesto de haber hecho lo que tenía que hacer.
—Gracias por ser tan paciente —le dijo a Julia—. Ahora mismo pido lo que
querías.
—No pasa nada —dijo Julia con suavidad—. Mi madre tuvo una depresión de
caballo cuando yo tenía quince años. Me asusté mucho. —Hasta que abrió la boca,
Julia ni siquiera sabía que iba a decir aquello.
—¿Ah, sí? —Beth la miró con gesto amable—. Mis hijos también se
asustaron cuando estuve deprimida, pero no podía evitarlo. ¿Y cómo consiguió
superarlo tu madre?
—Se... —Fue cuando Julia tenía quince años. A su padre le enviaron de
pronto de París a Riyadh. A su madre le encantaba París y odiaba Arabia Saudí;
odiaba las humillantes restricciones que imponían a las mujeres, y aquella
sociedad estricta, inculta y dominada por los hombres. Entonces, un sábado, su
padre se encontró con su madre y con las mujeres del embajador, del agregado
cultural y del que se decía que era un oficial de la CIA, conduciendo por el
gigantesco recinto de la embajada, puesto que no se les permitía conducir por
ningún otro sitio, achispadas por haber bebido demasiado oporto del que la mujer
del embajador había introducido en el país en las valijas diplomáticas, y cantando
a pleno pulmón No hay nada como una Dama.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Después de aquello, Alexandra Devaux se calmó y se dedicó a llevar la mejor


vida posible junto con su familia en Riyadh, tal y como había conseguido hacer en
cada lugar en el que habían vivido.
Julia parpadeó para deshacerse de las lágrimas. Le gustaría poder contarle
la historia a Beth; estaba segura de que le habría gustado. Pero Beth creía que
ella era Sally Anderson, quien nunca había salido del país y cuya madre seguía
vivita y coleando en Bend.
—¿Sally? —Beth la observaba con la cabeza ladeada—. ¿Qué le pasó a tu
madre?
Julia se limpió los ojos furtivamente y pensó en algo a toda velocidad.
—Ah, se... se alistó voluntaria para ayudar a los hijos de los trabajadores
inmigrantes a aprender a leer en inglés, y luego se convirtió en tutora por las
tardes. Sigue haciéndolo. —Tampoco era una mentira tan mala, en especial porque
se la había inventado sobre la marcha. Además, si su madre hubiera sido Laverne
Anderson, en lugar de Alexandra Devaux, seguro que habría hecho eso.
Beth suspiró.
—Eso es lo que necesita hacer Maisie. ¿Sabes qué creo? Que seguro que es
una gran cocinera, ¿pero quién iba a contratar una cocinera en Simpson? —Beth
sacudió la cabeza con pesar y se puso detrás del mostrador. Empezó a apuntar
las cosas de Julia—. Paquete de arroz, lata de salsa de tomate, macarrones... no,
ya no se llaman así: pasta... café descafeinado. Vale, creo que eso es todo. ¡Ah! —
Alargó una mano y puso un paquete de seis cervezas sobre el resto de las cosas
de Julia—. Casi se me olvida.
—Pero... pero... no quiero cervezas —protestó Julia. Prefería el vino, aunque
aún tenía un agujero en el estómago de la vez que probó el vino de Loren. Desde
entonces no había vuelto a probarlo—. No es que me guste demasiado la cerveza.
—No es para ti, querida —dijo Beth con sencillez—, sino para Coop. Es su
marca preferida.
—Yo... —Julia sintió que se ponía colorada—. Ah, es... ehhh... —Las palabras
no querían salirle. La lengua había desconectado por completo del cerebro y se
movía sin sentido por su boca—. De acuerdo, ehhh... aña... añádelo a la cuenta.
—No —dijo Loren—. Se lo debo a Coop; me dejó una de sus camionetas
cuando se rompió nuestra camioneta de reparto. Dile que invita la casa.
—De acuerdo... muchas gracias, entonces.
—Un placer. —Loren le dio las dos bolsas de provisiones y pasó el brazo por
los amplios hombros de su mujer.
Beth sonrió y sus redondas mejillas rosadas brillaron.
—Estamos muy contentos de que Coop por fin se acueste con alguien —dijo.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 10

—¿Y? —El sábado por la mañana, Alice miró a Julia con gesto expectante y
sin parpadear.
Julia se metió otro trozo de tarta de limón en la boca para asegurarse de no
haber cometido un error.
—¿Qué me dices? —preguntó Alice con impaciencia.
«Maravilloso, —pensó Julia—. Si quieres un coma diabético».
—Um, Alice —empezó a decir Julia, pues no quería herir los sentimientos de
la chica—, ¿seguiste mi receta al pie de la letra?
—Claro. —Alice frunció el entrecejo—. Bueno, pensé que el azúcar era algo
escasa, así que añadí un poco más.
—Tal vez sea mejor que te ciñas a la receta original —dijo Julia con
diplomacia.
—Está bien. —Alice le sonrió—. A partir de ahora, voy a seguir tu receta
punto por punto. Tres clientes han repetido para tomar té y Karen Lindberger me
dijo que iba a tratar de convencer a algunas de sus amigas de la Asociación de
Mujeres de Rupert para organizar algunas de las reuniones aquí. ¿Te imaginas?
Karen me dijo que le había dicho a la presidenta de la Asociación de Mujeres que
iba a hablar con la gerente al respecto. Se refería a mí. —Alice se llevó la mano al
pecho y sonrió—. La gerente.
Julia hizo un mohín, tratando de no mirar a su alrededor, a las sucias
paredes y al suelo rayado. Gerente. Tal vez debería haberlo llamado guardián.
—Qué bien —dijo, tratando de parecer entusiasmada por el bien de Alice—.
La semana que viene te daré un par de recetas más de tartas.
—Gracias. —Alice le sirvió un poco más de té a Julia y observó su reacción—.
¿Qué te parece el té?
—Excelente —dijo Julia entre sorbo y sorbo. Y lo era—. Felicidades.
Alice se reclinó en el asiento, encantada. Tenían la cafetería para ellas
solas. En contra de las expectativas de Alice, seguía estando vacía un sábado por
la mañana. Julia estaba allí porque era sábado, y el sábado era el día de la
cafetería. También estaba medio esperando a Cooper, que se había medio
ofrecido a llevarla a Rupert de compras.
Pero eso había sido hacía una semana y no había vuelto a mencionarlo desde
entonces. Tampoco es que hubieran... hablado mucho desde entonces. Las tardes
y noches habían caído en una rutina: Cooper llegaba a última hora de la tarde y,
mientras ella ponía al día a Rafael con los deberes, Cooper le arreglaba la casa en

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silencio. La caldera funcionaba como la seda, no había goteras por ningún lado de
la casa ya, el escalón del porche ya no crujía y, sobre todo, al parecer tenía todas
las medidas de seguridad inventadas por el ser humano.
De pronto se había vuelto un obseso de su seguridad, de forma que todas las
puertas tenían ahora cerraduras nuevas y resplandecientes y cadenas de
seguridad, las puertas y ventanas tenían alarmas y estaban conectadas a la
oficina del sheriff, había mirillas en la puerta principal y la de la cocina, y lo que
Cooper llamaba «luces de seguridad» fuera, que eran focos excesivamente
potentes para que pudiera ver quién había fuera.
Era un poco excesivo para Simpson, pero Julia necesitaba protección y tenía
que admitir que le hacía sentirse segura.
Por no mencionar el hecho de que todas las noches se llevaba la mejor y
mayor medida de seguridad de todas a la cama con ella: Sam Cooper.
Después de trabajar en la casa y llevar a Rafael de vuelta al rancho, Cooper
volvía, la llevaba al dormitorio, la desnudaba, se desnudaba, la lanzaba sobre la
cama y se dejaba caer sobre ella. Un segundo después, estaban haciendo el amor.
Fuerte y rápido.
No era del tipo de lo que se encuentran en las novelas románticas, pero era
jodidamente excitante. Aquellas últimas noches Julia había experimentado diez
veces más de orgasmos que en toda su vida. No se paraban a hablar, no se
detenían para comer, ni siquiera para dormir. Antes de conocer a Cooper, no
había tenido la más remota idea de que fuera físicamente posible hacer el amor
durante horas, noche tras noche.
A veces, cuando Cooper se retiraba de ella antes del amanecer, seguía
estando empalmado. Se vestía, se iba dándole un beso y Julia caía dormida como
un muerto hasta las siete y media. Pese a que tenía un atraso de sueño de unas
cincuenta y dos horas, estaba revolucionada, pero nada cansada. Y entre el
colegio, Rafael, Fred y Cooper, se mantenía ocupada todo el día; no le quedaba
tiempo para pensar. Ni para tener pesadillas. ¿Cómo iba a tenerlas? Sus noches
estaban plagadas de sexo y placer.
A lo mejor debería decirles a los tipos del Programa de Protección de
Testigos que el sexo era la mejor forma de mantener a sus protegidos a salvo.
—Así que —dijo Alice con tono casual—, te vas a Rupert con Coop, ¿no?
Julia se la quedó mirando.
—¿Cómo demonios sabes...? —Y cayó en la cuenta: era la comidilla del pueblo
—. No lo sé —le dijo a Alice sinceramente—. Cooper me lo dijo el sábado pasado,
de manera algo informal, pero no ha vuelto a mencionarlo desde entonces. —Se
encogió de hombros—. Así que... no lo sé. A lo mejor se le ha olvidado. O puede
que esté ocupado.
—Oh, si Coop dice que va a hacer algo, lo hace —le aseguró Alice con
franqueza—. Cooper es un hombre de palabra.
—Cuando habla —dijo Julia. Sintió que enrojecía. Cooper hacía otras cosas

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

mejor que hablar.


—Ya, bueno. —Alice estaba estudiando su expresión y Julia se preguntó qué
vería en ella—. Cooper no habla demasiado, pero es buen tipo, ¿sabes?
—Sí. —Julia enrojeció levemente.
—Quiero decir que es... es... algo silencioso, y eso en parte hace que sea más
fácil... bueno... subestimarle. Es lo que hizo su mujer, te lo aseguro.
Julia fue incapaz de reprimir la curiosidad. Ni siquiera lo intentó. «No estoy
cotilleando», se dijo. No era más que interés sano por otro ser humano. Por un
ser humano que se había convertido en su amante. Se inclinó hacia delante y
trató de que su voz no la delatara:
—¿Su mujer? ¿Cómo era?
—¿Quién, Melissa? —Alice hizo amago de servirle más té, pero Julia sacudió
la cabeza y puso una mano sobre la taza—. Melissa trabajaba para los corredores
de bolsa de Coop en Seattle. Nunca lo habrías adivinado, por la vida que lleva,
pero Coop es un tío muy rico y Melissa sabía lo que valía. Se lo ligó en Seattle y
un día apareció con esta mujer, con la que se había casado. —Alice arrugó la nariz
—. Todos hicimos un esfuerzo por aceptarla, por el bien de Cooper, pero nunca
encajó demasiado bien.
—Qué pena. —Julia no pudo evitar chasquear la lengua.
—Y otra cosa —continuó Alice—: Melissa siempre andaba quejándose por la
increíble carrera profesional que había sacrificado para venir a enterrarse aquí
en vida, y por cómo estaba desperdiciando su MBA entre los pinos de Idaho. —De
pronto, el dulce rostro de Alice se iluminó con una sonrisa endiablada, mirando a
Julia—. Hasta que Matt, mi hermano...
—Le he conocido —murmuró Julia.
—¿Ah, sí? —Alice puso los ojos en blanco—. Entonces sabrás lo puñetero que
es. De hecho, en aquel momento sólo estaba empezando a serlo. Pero acabó tan
hasta las narices de sus llantos y lamentos como el resto de Simpson, así que
investigó entre los archivos de la Universidad de Washington y descubrió que
nuestra querida Melissa técnicamente nunca se había graduado. Luego se metió
en los archivos de los corredores de bolsa y se encontró con que Melissa no era
más que una secretaria. Y en todo este tiempo, Coop ha sido demasiado
caballeroso como para decir nada.
Julia podía verlo. Veía que sus silencios no sólo iban con su naturaleza, sino
también con su caballerosidad.
—Pasado un tiempo, Melissa empezó a quejarse ante todo el mundo de lo
aburrido que era Cooper. —De pronto, Alice taladró a Julia con su mirada azul
clarito—. No crees que Coop sea aburrido, ¿verdad?
Julia se quedó sorprendida. ¿Cooper? ¿Aburrido? Se acomodó en su asiento
y notó las agujetas. Normalmente hasta media mañana no conseguía deshacerse
de la rigidez de sus muslos.
—No —respondió de corazón—. Creo que es misterioso y fascinante, y un

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

poco frustrante, ¿pero aburrido? Nunca.


—Vale. —Alice parpadeó con una ligera y preciosa sonrisa—. Vale, eso es
genial. Sabía que eras...
—Ehhh, Alice, mira. —Julia estaba incómoda. ¿El pueblo entero se dedicaba
a emparejarles? Esa... cosa, fuera lo que fuera, con Cooper era algo temporal.
Julia se piraría a Boston en cuanto el asunto de Santana hubiera acabado—. Si
estás pensando en lo que creo que estás pensando...
Alice se puso de pie, sin escucharla, y recogió la mesa.
—Lo sabía, sencillamente lo sabía. Esto es genial. Ya era hora de que Cooper
se acostara con alguien. Y tú eres demasiado inteligente como para hacer caso de
esa estúpida maldición.
Julia se quedó paralizada. ¿Maldición? ¿Se había perdido algo? ¿Algo
importante, al parecer?
—¿Alice? ¿Qué maldición?
Pero Alice había desaparecido en la cocina.
—¿Alice? ¿Alice? —Julia alzó la voz, casi gritando—. ¿De qué maldición
estás hablando?
Alice asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—De la maldición de los Cooper, claro. —Abrió mucho los ojos al mirar
detrás de Julia—. ¿Qué hay, Coop? Estás fantástico. ¿Te has arreglado así para
casarte o para que te entierren?

* * *

—Ha subido la apuesta medio millón más. —Aaron Barclay le lanzó una cinta
de audio a su jefe.
Herbert Davis no se molestó en alzar los ojos del archivo que estaba
leyendo; alargó la mano y cazó la cinta al vuelo. Davis levantó la vista a tiempo
para ver el gesto de sorpresa de su ayudante y trató de no echarse a reír. Puede
que ya no tuviera la cintura de antes, pero su coordinación ojo-mano seguía
siendo la misma.
—¿Quién —preguntó— ha subido el qué?
—Santana. —Aaron Barclay hizo una mueca de disgusto—. Está todo ahí, en
la cinta—. Su portavoz acaba de proclamar a los cuatro vientos de parte de
Santana que el precio por la cabeza de Julia Devaux se ha incrementado en otros
quinientos mil.
Davis dejó de tamborilear los dedos sobre la cinta y se lo quedó mirando.
—Joder —dijo sin aliento—. Santana está ofreciendo... —Davis se detuvo un
segundo, sin poder creer lo que decía—... dos millones de dólares por... por...
—Por la cabeza de Julia Devaux —dijo Barclay con voz sombría—. Esa parte
no ha cambiado.
—Pero es... es de locos. —Davis se oyó a sí mismo—. Hombre... de locos.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

¿Qué significado tiene eso cuando estamos hablando de un psicópata como


Santana? ¿Y qué más le da lo que se gaste? Con Devaux muerta, saldrá de rositas
y tendrá otros 348 millones en el banco. Aun así esto va... va en contra de las
reglas. Vamos a tener a todos los aspirantes a listillos del país deseando forjarse
un nombre y hacer su agosto de golpe. Esto va a ser la jungla. ¿Qué ha pasado?
Pensaba que S. T. Akers estaba haciendo bien su trabajo.
Barclay apoyó una cadera en la mesa de Davis.
—Sí, pero la juez Bromfield ha decidido que, mientras aguarda al juicio,
Santana quede recluido en Furrow Island. La juez Bromfield tiene sus teorías
acerca de los gángsters y ha tomado esa decisión, tal vez en beneficio de Akers.
Su chico quiere librarse y ella pretende hacérselo pagar caro. —Barclay se
estremeció—. Si le digo la verdad, jefe, si tuviera dos millones los usaría para
mantenerme alejado de Furrow Island.
—Furrow Island. —Davis había estado allí en una ocasión, para hacer una
entrega. Era una experiencia que no le apetecería repetir. Un montón de lóbregos
edificios color ceniza en una isla lóbrega y azotada por el viento. Dentro había
reinado lo más parecido al infierno en la tierra, una especie de tierra de nadie
legal donde se enviaba a los prisioneros más violentos y pirados. Los guardias
encerraban a los presos y tiraban la llave, de manera que cada tipo se las
arreglara como pudiera. Era, básicamente, un contenedor de deshechos humanos.
Davis sabía que Santana era un tipo duro con el carácter violento del
criminal innato. Pero Santana llevaba siendo rico demasiados años, y los ricos se
hacen cada vez más blandos. Se acostumbran a que otras personas hagan el
trabajo sucio por ellos y, después de todo, la violencia es un trabajo sucio.
Davis preguntó cuánto haría desde la última vez que Santana se habría
manchado las manos... o se hubiera pringado los nudillos de sangre. Se preguntó si
se acordaría de cómo se hacía. Bueno, si le mandaban al Furrow seguro que lo
recordaría. Enseguida.
Entretanto, el Departamento de Justicia seguía teniendo un problema.
—Ahora sí que vamos a vernos presionados —meditó Barclay.
—Sí. —Davis giró la cabeza; de pronto tenía los músculos de los hombros
cargados—. Pocos querrán desperdiciar la posibilidad de ganar dos millones de
pavos... ¡Mierda!
Con frustración, golpeó la mesa con el puño y recogió los papeles que se
habían desperdigado con el golpe. Los ordenó y volvió a ordenarlos, más por
mantener las manos ocupadas que por otra cosa. Después, se quedó mirando
fijamente a Barclay, quien le miraba fijamente a su vez. Estaban pensando en lo
mismo.
Barclay habló primero:
—Podríamos sacarla de allí.
—Podríamos —asintió Davis—. ¿Pero dónde la llevaríamos? ¿Dónde iba a
estar más a salvo?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No podemos sacarla del país, es ilegal —dijo Barclay con pesar. Se cruzó
de brazos y miró al techo, pensando qué hacer—. Tampoco sería legal meterla
entre rejas; sería el único sitio donde de verdad estaría a salvo.
Davis pensó seriamente en meter a Julia Devaux en una de esas
instalaciones federales pijas con saunas y pistas de tenis, pero la ley le impedía
hacerlo. Una auténtica lástima. No se podía encarcelar a un ciudadano cuyo único
delito era haber estado en el sitio equivocado, en el momento equivocado. ¿Así
que, qué otra opción tenían?
—¿Cuánta gente tenemos en Boise? —Davis empezó a repasar mentalmente
las opciones que les quedaban.
—Ocho.
—¡Eso es ridículo! —dijo Davis con indignación—. Joder, cualquier estación
de servicio metropolitana que quiera rentabilizar sus surtidores tiene más
personal.
—Recortes de presupuesto —respondió Barclay brevemente—. Cada vez
recortan más y más.
Davis tamborileó los dedos.
—¿Qué recursos tenemos en Boise?
—Tome. —Barclay le entregó la documentación de la oficina de Boise y Davis
le echó un vistazo rápido. Allí no sobraba nadie; a decir verdad, no tenía ni idea
de cómo conseguían mantener abierta la oficina de Boise. Miró a Barclay—.
¿Podríamos sacar a Grizzard y Martínez del caso Krohn?
Barclay sacudió la cabeza.
—El senador Fillmore se ha interesado personalmente en ese caso. Quiere
que se le dé «prioridad máxima». Cito textualmente. Y ya sabes el interés
político que ha despertado ese caso. Santana no es más que un criminal; de
acuerdo, un pez gordo entre los criminales, pero su caso no es nada en
comparación con el caso Krohn, donde la condena puede valer diez mil votos. Las
elecciones están a la vuelta de la esquina. Así que... ni de coña. En este sitio la
política siempre gana al crimen, en especial desde que... —Barclay alzó los
pulgares—... tomó el relevo.
Davis asintió con cansancio.
—No puedo meter a los becarios en un caso como este, eso está claro.
¿Quién nos queda? —Se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz—.
¿Pacini?
Barclay se cruzó de brazos con una sonrisilla en el rostro. Esto iba a ser
divertido.
—Pacini está... de baja por paternidad —dijo.
—¡Cómo! —Davis se levantó de la silla como un cohete y volvió a sentarse.
Tomó aire con fuerza y lo fue soltando poco a poco hasta que consiguió control el
tono de voz. Puso los ojos en blanco—. Baja por paternidad. Dios, justo lo que
necesitábamos. No me lo puedo creer. Baja por paternidad. ¿Y qué vendrá

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

después? ¿Pedirse la baja por un padrastro? ¿O cuando se te muera el perro?


—Venga, Herb. Estoy harto de escuchar el Lamento de los Viejos Tiempos...
lo fuertes que erais, que nada os detenía...
—La puta verdad —asintió Davis—. Si te metían un balazo te tomabas dos
aspirinas y al día siguiente estabas de vuelta. En mis tiempos, cuando tenías un
hijo te daban la tarde libre y un puro. Sin excepciones. —Davis sabía que sonaba
como un dinosaurio. Joder, a veces se sentía como uno de ellos. Viejo, escamoso y
a punto de extinguirse—. Yo me perdí el parto de dos de mis hijos.
—Y yo no vi a mi hijo recién nacido en un mes. —Barclay bajó la voz como con
pesar—. A lo mejor por eso me dejó mi mujer.
Davis observó la mano izquierda de su ayudante y se fijó en la línea blanca
que rodeaba el dedo anular. El chico lo estaba pasando mal con el divorcio. El
cotilleo de la oficina decía que la mujer le estaba dejando seco.
Hubo un silencio incómodo.
—Bien... ya es suficiente. —Davis cambió de tema y volvió al archivo de Boise
—. Al parecer no vamos a poder tener ningún hombre extra disponible hasta
dentro de... ¿qué? ¿dos o tres meses? Para entonces, Julia Devaux estará ya
testificando en el tribunal o... —vaciló.
—Frita —dijo Barclay.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 11

Julia estaba sentándose en el cómodo asiento delantero de la camioneta


cuando, de pronto, se quedó petrificada.
—¿C-Cooper?
La camioneta se inclinó hacia el lado de Cooper cuando éste se subió. Cerró
la puerta del conductor sin hacer ruido.
—¿Hmm?
—Cooper. —Bajó la voz hasta hacerla apenas un susurro y se inclinó hacia él
—. Ahí hay una... una pistola.
Cooper echó un vistazo con indiferencia por encima del hombro antes de
poner la camioneta en marcha.
—Nop —dijo.
—¿Ah, no? —preguntó ella, confusa. La camioneta arrancó con un brinco
hacia delante y tuvo que agarrarse al cinturón de seguridad.
—No es una pistola.
Julia se había quedado asombrada ante lo diferente que le hacía parecer el
traje de negocios de corte elegante que llevaba puesto. No le hacía parecer
guapo, eso sería imposible, pero decididamente le hacía parecer... imponente.
Serio.
Había aparecido por la pequeña y destartalada cafetería de Alice enfundado
en ese traje elegante y se había quedado allí de pie, alto, grande y poderoso, con
expresión fría, dura y remota, y por una fracción de segundo Julia había sentido
un momento de pánico al pensar que iba a meterse en un coche y a adentrarse en
el desierto sola con aquel tipo que parecía tan aterrador. Fue una sensación
momentánea que desapareció enseguida.
Cooper no suponía ningún peligro para ella. Estaba segura de ello. Al fin y al
cabo, llevaba durmiendo con aquel tipo esa última semana. Pero no le costaba nada
separar al hombre que le calentaba la cama por las noches de este hombre
poderoso y con pinta de peligroso.
Después, Alice había cortado una rodaja de aquella tarta espantosa,
pesadilla de todo diabético, y se la había puesto en la mano. Cooper se la había
tomado con valentía bajo la atenta mirada de Julia que, cuando le miró a los ojos,
estaba convencida de que los dos pensaban lo mismo: «¿A que es asqueroso?».
Pero había alabado la tarta con voz suave y amable, y había esbozado una ligera
sonrisa cuando Alice le miró sonriente, aunque cuando la joven quiso ofrecerle
otro trozo de tarta, «invitación de la casa», la sonrisa se le borró

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

inmediatamente de los labios. Pero se había zampado el segundo trozo también.


Julia era capaz de imaginar un montón de cosas, era uno de sus muchos
defectos, pero era incapaz de imaginarse un tipo violento que se comiera un
segundo trozo de aquella tarta por el bien de su amistad con nadie. Cuando le
miró, sus ojos oscuros estaban llenos de amabilidad y tal vez algo de soledad. Un
poco como Fred.
Pero ahí estaba, aventurándose en aquellos caminos infinitos con un hombre
que tenía una pistola en la parte delantera de la camioneta, a mano, y su
imaginación empezó a recalentarse de nuevo. Luego Cooper empezó a hacer ese
movimiento tan sexy que hacía con sus muslos y se le empezó a recalentar algo
más. Julia apartó la vista un momento antes de volver a mirarle y centrarse con
determinación en el rostro de Cooper.
—¿Quieres hacerme creer que eso... —La señaló con la barbilla, pues no
quería tocarla—... no es una pistola?
—No —dijo Cooper—. Es una Springfield. Un rifle de caza muy bueno.
—Ah. —Julia enmudeció por unos segundos, luego se revolvió en el asiento.
Ahí estaba, quieta, larga, brillante y mortal. Nunca había estado en un
espacio cerrado con una pistola —un rifle—, jamás. Nunca se habría imaginado
que pudiera estar junto a un hombre capaz de tener una pistola. O rifle.
—¿Tienes pensado pegarle un tiro a alguien de Rupert hoy?
Cooper pareció pensárselo.
—Hombre, ahora que lo mencionas, no estoy demasiado satisfecho con la
calidad del pienso que me vendió Davis Walker la semana pasada... —Se volvió
hacía ella al ver que jadeaba horrorizada—. Era broma, Sally.
—Ah. —Dejó de sentir pánico, pero seguía preocupada—. Eso está bien; está
muy bien. ¿Entonces para qué necesitas... —Volvió a señalar la parte de atrás con
la barbilla— ...eso?
—Lo cierto es que no es mío. Bernie es quien normalmente usa esta
camioneta y la Springfield es suya. Yo prefiero las escopetas.
—¿Y Bernie para qué quiere una pisto... un rifle?
—Alimañas.
Aparte de en las viejas reposiciones de la serie Bonanza, y en los
tropecientas películas malas del oeste, Julia nunca había escuchado a nadie usar
esa palabra en la vida real.
—¿Alimañas? ¿Como qué? ¿Ladrones de ganado?
Cooper seguía moviendo rítmicamente el embrague y el pedal del freno,
además de la palanca de cambios, y Julia trataba de no quedarse mirándole
fascinada, así que no vio la expresión de su rostro, aunque sí que oyó lo que le
pareció una risa ahogada. ¿De Cooper?
—¿Qué? —Estaban saliendo hacia la autopista, de modo que dejó de mover
las piernas y Julia pudo relajarse. Le miró y creyó detectar una sonrisa.
—Ya no quedan demasiados ladrones de ganado. Además, nosotros no

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

tenemos ganado. Por lo general, Bernie la usa para matar ratas y liebres. Durante
la época de caza puede cazar uno o dos ciervos; todos tenemos debilidad por la
carne de venado. —La miró y frunció el ceño—. ¿Te molesta la pistola, Sally?
¿Quieres que la guarde en la parte de atrás? Aunque es más seguro llevarla
donde está. Y te prometo que está descargada; la munición está en la guantera.
Julia se acordó de pronto de todas las razones por las que vivía en la ciudad.
Allí ibas a restaurantes con camareros encantadores que te servían en el plato
cosas que aquellos que vivían en el campo tenían que cazar y despellejar.
—N-no, no pasa nada. —No quería que pensara que era una endeble. Al fin y
al cabo, estaban en el Oeste. Era probable que allí los chicos aprendieran a
disparar antes que a andar—. Me sorprendía, eso es todo. Al fin y al cabo —dijo,
tratando de tranquilizarse a sí misma—, sabes muy bien cómo se utilizan.
—Claro —dijo Cooper, pisando el acelerador al ver que llegaban a una
extensión abierta. La miró de reojo—. Pero se me dan mucho mejor los cuchillos.

* * *

«Dos millones de dólares por la cabeza de Julia Devaux».


El profesional resopló con desprecio al ver el mensaje de la pantalla.
Decididamente, Santana estaba desquiciado.
El mundo entero estaba desquiciado.
Ya nada era como en los viejos tiempos, cuando el mundo estaba dividido
entre los doce, tal vez quince, tipos duros. Hombres que reinaban con mano de
hierro, tipos despiadados y decididos que nunca, jamás, se desquiciaban. Hombres
con los que se podía contar que mantuvieran el control y que nunca enviarían
mensajes lamentables como aquél desde la cárcel, clara muestra de debilidad.
Pagar un millón de dólares por un golpe ya era algo escandaloso, algo que iba
en contra de las reglas.
Los golpes iban de los cien mil a los doscientos mil como mucho. El que se
ofreciera más no significaba necesariamente que el golpe fuera a hacerse mejor;
en todo caso, lo único que se conseguía era que los mentecatos que vivían bajo un
puente salieran a probar suerte, interfiriendo en el camino de los profesionales y
abarrotando el territorio. Ofrecer dos millones de dólares era algo de locos. Los
hombres de antaño no lo habrían tolerado ni por un momento, estuvieran o no en
Furrow's Island. Pero, al parecer, esos tiempos habían pasado y las tranquilas y
mortales normas que habían gobernado el mundo estaban destrozadas.
Era una señal muy clara de que ya iba siendo hora de retirarse; sin duda
alguna. Invertiría muy bien los dos millones de la recompensa de Santana. De
todas formas, los matones como Santana desperdiciaban el dinero. No tenía la
menor idea de para qué servía el dinero. Los hombres de antaño sabían muy bien
que el dinero era una herramienta de precisión: un bisturí, no una porra.
El profesional se quedó mirando fijamente las ventanas del ático, que iban

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

del suelo al techo, observando cómo se arremolinaban las nubes cargadas de


tormenta. La vista era maravillosa, tal y como le había indicado la agente
inmobiliaria. La mujer se había ido encantada con la compra, convencida de que
las vistas habían sido decisivas para cerrar el trato. La hermosa y joven agente
jamás habría imaginado que la venta se había llevado a cabo porque, salvo que
apareciera un francotirador en helicóptero, el ático estaba fuera del campo de
tiro de cualquiera.
La lluvia empezó a golpear el cristal blindado de las ventanas. El invierno
llegaba pronto este año; iba siendo hora de deshacerse de Julia Devaux y
desaparecer en el Caribe.
El profesional ejercía una disciplina mental de lo más estricta cuando se
centraba en una misión, pero por unos segundos, mientras el cielo se volvía gris y
la lluvia se convertía en granizo, le fue fácil soñar despierto con su casita en la
playa. A lo lejos, los edificios de oficinas empezaban a encender las luces
temprano. Diez pisos más abajo, la gente corría a resguardarse de la lluvia y del
viento que golpeaba sus chubasqueros y abrigos.
La casa de St. Lucía, que estaba en lo alto de un acantilado, miraba hacia una
extensión de playa sin límites y de arena fina como el polvo. El agua era del mismo
color que el cielo y se veía el fondo aun desde la distancia.
El profesional no se hacía demasiadas ilusiones con respecto a los
habitantes de la isla. El Caribe estaba plagado de personajes extraños, evasores
de impuestos en su gran mayoría, algunos de ellos hombres de negocios que
habían caminado demasiado cerca de la cuerda floja. Gente que probablemente
pagaría muy bien cualquier consejo sobre cómo mover divisas, sin hacer
preguntas. Sería muy agradable, y lucrativo, proporcionarles algo de consejo. Iba
a ser divertido tratar con gente cuyo dinero no viniera en maletines llenos de
billetes pequeños.
Podía oír el viento a través de los gruesos ventanales, por lo que lo de fuera
debía de ser un auténtico vendaval. Los rayos iluminaban el cielo y las nubes
siguieron amontonándose, cada vez más grises.
El profesional se sirvió dos dedos de Calvados y contempló su futuro de
playas de arena, atardeceres eternos y una vida de delincuencia mucho mejor.

* * *

Cooper recordaba haber leído en algún sitio que los científicos habían
descubierto por qué a algunas personas se las consideraba guapas. Era un juego
de la mente, relacionado con la geometría. La belleza era simetría, era así de
simple. Si los dos lados de la cara eran idénticos: ¡bingo! Estrella de cine o chica
de portada.
Cooper miró un segundo a la mujer que había sentada a su lado. Tenía una de
las paletas ligeramente rota y el arco de su ceja derecha era un poco más alto

- 129 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

que el de la izquierda. Y, aun así, era asombrosa. No podía apartar los ojos de
ella. Lo que demostraba que los científicos no tenían ni puñetera idea de nada.
Allá donde estuviera Sally, el aire vibraba a su alrededor como un colibrí.
Tenía un brillo especial, como si tuviera luz propia.
Menos mal que se sabía el camino hasta Rupert con los ojos cerrados,
porque se distraía fácilmente con las emociones que se veían en su expresivo
rostro, tan sincero y a todo color. Era tan exquisita, desde la perfección perlada
de su piel con ligeros toques rosados a los profundos ojos color turquesa y las
cejas color caoba perfectamente arqueadas.
Cuando reuniera el valor suficiente, le pediría que volviera a dejarse el pelo
pelirrojo. De pelirroja, Sally debía de ser absolutamente irresistible.
Menudo gilipollas era. Ni siquiera era capaz de reunir el valor suficiente
para pedirle que no volviera a teñirse el pelo.
Probablemente se hubiera tirado a Sally más veces durante aquella semana
que a su mujer durante el tiempo que duró su matrimonio. Era cierto que aún no
había explorado todo su cuerpo. No le había mostrado sus dotes con la lengua;
joder, pero si no habían pasado de la postura del misionero. No creía poder
saciarse nunca de ella lo suficiente como para ponerse a explorar nuevas formas.
Pero sabía muy bien qué hacer para que se corriera y estaba deseando explorar,
en algún momento en el futuro en el que no se muriera por metérsela
inmediatamente, nuevas formas de hacerle el amor despacio. Sabía a qué sabían
sus pezones, cómo eran los sexies gemidos que hacía cuando la follaba con
fuerza, claro que tampoco es que la hubiera follado de otra forma, las fuertes
contracciones con que le agarraba cuando se corría...
Mierda. Ya estaba otra vez empalmado. Menos mal que se había dejado la
chaqueta puesta. «Piensa en otra cosa», se ordenó. Pero su mente volvía una y
otra vez a Sally. Se sentía más cerca de ella de lo que se hubiera sentido nunca
con ninguna mujer. Mucho más cerca de lo que se había sentido con Melissa, eso
seguro.
Cooper se preguntó con profunda inquietud si encontraría sus silencios
ofensivos o extraños. Melissa siempre estaba quejándose de ello, pues le acusaba
de ignorarla.
Sally era habladora. Normalmente eso le irritaba. Él era un solitario por
carácter y por decisión propia, pero cuando hablaba de lo que había hecho en la
semana, su adorable y suave voz le atraía sin remedio. Escucharla era una
maravilla; era divertida y elocuente.
Luego, mientras la escuchaba hablar, se quedaba cada vez más sorprendido
con las historias que le contaba de los habitantes de Simpson. ¿Habría dos
pueblos distintos pero con el mismo nombre? ¿Cómo podía haber estado en los
mismos sitios y a la misma hora que ella, y no haberse enterado de lo que pasaba
a su alrededor? ¿Por qué sabía todo aquello? ¿Y por qué no lo sabía él?
Se enteró de que había algo llamado el «síndrome del nido vacío», que Maisie

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Kellogg lo padecía y que Beth Jensen lo había pasado también, hacía tiempo;
también supo que Chuck Pedersen seguía deprimido por la muerte de Carly. Al
escucharla hablar de la gente con la que él había crecido, se quedó sorprendido y
algo triste. ¿Por qué a él nadie le decía nunca nada?
¿Dónde había estado él mientras sucedía todo aquello?

* * *

Al cabo de un rato, mientras Cooper la llevaba a través de ese desierto,


Julia pensó que no le hablaba porque era una mujer. Se pasó el viaje mirando
fugazmente su duro y marcado rostro hasta que al final decidió que
probablemente hablara igual de poco con los hombres.
No era la primera vez que se le ocurría que sabía de su cuerpo mucho más
que lo que sabía de lo que pensaba. Era el polvo más intenso que hubiera tenido
nunca, pero era incapaz de hacerle abrir la boca.
Normalmente no obligaba a nadie a que le hablara si no quería. Bueno, de
acuerdo, prefería hablar a estar callada, pero aun así... había que respetar las
decisiones de la gente. Pese a que fuera incapaz de comprender esas decisiones.
Pero ahora estaban fuera, en campo abierto. Allí no había nadie, sólo
grandes extensiones de hierba. Y luego, peor aún, a unos pocos kilómetros de
Simpson el paisaje cambiaba y atravesaron el corazón de un bosque donde los
árboles, altos y espantosamente oscuros, bloqueaban el sol.
Él paisaje estaba tan vacío como su alma; como su vida.
Su vida. Julia se esforzó por no pensar en qué iba a ser de su vida. Más
tarde. Después del juicio, si conseguía llegar. No tendría una vida a la que volver.
Si es que volvía.
Sabía muy bien que su trabajo no le estaría esperando para cuando volviera.
Sí, si el gobierno le diera la suficiente importancia, la compañía tal vez no la
echara, pero le dejarían algún trabajo de poca monta, y no el trabajo de editora
al que había conseguido llegar.
En el mundo de la empresa, nadie deja un agujero al irse. Las empresas eran
como el océano: las olas cubrían los espacios vacíos, de manera que nunca sabrías
si ahí había habido alguien.
Federico Fellini tenía otra familia ahora y, mientras le dieran raciones
generosas y nadie le molestara, estaría encantado. Jean y Dora se acordarían de
ella los sábados por la mañana, pero ya está. No había ningún hueco vacío en
Boston esperando a que ella llegara a llenarlo. No había estado allí el tiempo
suficiente para echar raíces. De hecho, nunca había estado el tiempo suficiente
para echar raíces en ningún lado, pensó Julia con tristeza.
Para bien o para mal, la vida que llevaba en Simpson era su vida ahora.
Se estremeció y apenas notó que Cooper se agachaba para encender la
calefacción. No tenía frío fuera, sino dentro de su cuerpo. Se sentía fría,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

miserable y sola.
¿Quién sabía cuántos tipos la perseguían para matarla? Herbert Davis
siempre intentaba tranquilizarla cuando llamaba, pero sabía que estaba
preocupado. Preocupado por el caso, por el testimonio. Preocupado por que no
consiguiera llegar.
Bueno, ella también lo estaba.
Aun así, seguro que mientras estaba en un coche en movimiento, y con
Cooper, estaba a salvo. No necesitaba echar un vistazo al volante para saber que
tenía manos grandes y competentes. Para saber que era alto y fuerte. Que
parecía saber muy bien qué hacer en cualquier situación.
Si se les pinchara una rueda seguramente fuera capaz de levantar el coche
con una cuerda que mantuviera entre los dientes y cambiar la rueda mientras
ahuyentaba a los maleantes. Después de todo, era un soldado entrenado. Y para
colmo, había un arma en la camioneta y Cooper había dicho que sabía cómo usarla.
Claro que también había dicho que prefería los cuchillos.
Julia se estremeció al darse cuenta de la dirección que habían tomado sus
pensamientos. Se sentía completamente sola y perdida, fuera de su campo. ¿Qué
hacía allí? En un sitio donde era una extraña, en el sentido más literal de la
palabra. Quería deshacerse de esas ideas negras y amargas, pero no sabía cómo
hacerlo; no tenía ni una buena película, ni un buen libro. Ni siquiera tenía whisky.
Lo único que tenía era a Cooper; bastante bueno para deshacerse de los
pensamientos amargos por las noches, por cierto. Pero ahora, a plena luz del día,
no podía echar un polvo, al menos no mientras estuviera conduciendo. Así que
tenía que hablarle.
—¿Cooper?
—¿Si?
—Háblame. —Julia podía oír la nota de melancolía de su voz.
—¿Que te hable? —Y la tensión en la voz de Cooper—. ¿De qué quieres que
te hable?
—Cuéntame... cuéntame qué es eso de la Maldición de los Cooper —dijo.
—Joder. Perdón. —Cooper apretó los nudillos en el volante hasta que se
volvieron blancos—. ¿De dónde has sacado eso?
—Oh —dijo con cautela—... De por ahí.
—No es nada. —Cooper hablaba en voz baja y tensa—. Es una leyenda estúpida.
—¿Sobre qué? —Al ver que guardaba silencio, repitió la pregunta con voz suave—:
¿Qué dice esa estúpida leyenda, Cooper?
El silencio se prolongó hasta que quedó claro que no iba a contestarle. Le
había hecho la pregunta dos veces; no sería educado hacerlo una tercera vez.
Estaba formulando un comentario sobre algo neutral, algo que Cooper no viera
como una amenaza, tal vez algo inanimado, cuando oyó su gruñido:
—¿Qué quieres saber?
No le agradaba hablar de ello; pero le estaba hablando, y eso era mucho

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

mejor que el silencio.


—Bueno... ¿qué es? A ver, está claro que es una maldición y que afecta a tu
familia, puesto que es la Maldición de los Cooper, y no la de los Smith o la de los
Jones. Debe de ser fascinante tener una maldición familiar —dijo con sinceridad
—. Gozan de un pedigrí literario impecable. Como en El fantasma de Canterville.
—Se giró hacia Cooper y le sonrió—. Piensa que es parte de una arraigada
tradición literaria.
Creyó haber oído un pequeño suspiro.
—Ehh —dijo, y se detuvo.
—¿Cooper? —dijo después de un minuto entero—. ¿Sigues ahí?
—Sí. —Ya empezaba a haber pequeños grupos de casas. Estaban
acercándose a Rupert—. Te he hablado de mí tatarabuelo, ¿verdad?
—¿El último de doce hermanos? —Julia asintió—. El tío que construyó la
primera biosfera.
—Exacto. —Ya estaban a las afueras de Rupert. Julia no había llegado tan
lejos la vez que se dio la vuelta. Le sorprendió ver lo atractivo que era—. Llegó al
Oeste en 1899 y le otorgaron las cincuenta y tres hectáreas de rigor. En cuanto
demostró lo que tenía, consiguió una novia por correo.
—Vaya, qué raro.
—En aquellos días no lo era tanto. No era más que una forma de
supervivencia. Debía de haber una mujer por cada cien hombres, así que si
querías una mujer y trata de formar una familia, tenías que importarlas, como se
importaban el whisky y las armas.
—Sólo que con el whisky y las armas podía especificar la marca —dijo con
voz agria.
Cooper la miró con gesto extraño.
—Eso es. Pues importó la... la marca equivocada.
—¿Qué le pasaba? ¿Tenía algún defecto? ¿Fecha de caducidad a corto
plazo? —Cooper hizo una mueca de dolor al oír el sarcasmo de su voz—. ¿No
llevaba al día las inspecciones? Aunque supongo que por aquel entonces debía de
ser difícil enviar las cosas de vuelta a la fábrica.
—Se enamoró de ella —dijo Cooper sin más—. Era irlandesa, como él. Sus
padres se llevaron a la familia a América durante la gran hambruna irlandesa,
pero murieron de gripe al poco. Aún no existían los antibióticos, por aquel
entonces. Se quedó sola a los dieciséis años, y fue entonces cuando vio el anuncio
en el periódico. O se casaba con un hombre al que no conocía, o se moría de
hambre. Escribió a mi tatarabuelo y le envió un daguerrotipo que mi tatarabuelo
quemó después, cuando ella le abandonó, pero decían que era una auténtica
belleza. Le envió el dinero y viajó al oeste. Pero los problemas empezaron casi
enseguida; al parecer, mi tatarabuelo no era un hombre fácil. Era un hombre...
taciturno.
«No me digas», pensó Julia.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Hombre —dijo Julia con amabilidad—... la facilidad de expresión no lo es todo.


Cooper la miró con cara de interrogación.
—No, supongo que no. Aun así, la gente de Simpson sabía que las cosas no iban
bien.
—¿Simpson ya existía por aquel entonces? —A Julia le costaba imaginar que
Simpson tuviera, ¿qué?, ¿más de cien años?
—Sí, aunque entonces no era más que un agujerito en la pared.
«No como la gigantesca metrópoli de hoy en día», pensó Julia. Tras un
minuto o dos de silencio, le animó a seguir:
—Así que... ahí estaban tu tatarabuelo, un hombre poco hablador, y su
preciosa mujer, que no se llevan bien y tienen un bebé. Un chico.
Cooper giró la cabeza de golpe.
—Ya te sabes la historia —le dijo en tono acusador.
—No. —Le miró con cara de engreída—. Eso ya me lo habías contado.
Además, si no hubieran tenido un niño que continuara con el apellido Cooper, no
estarías aquí ahora mismo, contándomelo, ¿verdad?
—No, supongo que no. —El tráfico se hizo más denso y Cooper empezó a
mover los muslos y los brazos de nuevo. Si no hubiera estado tan interesada en la
historia, Julia se habría distraído por completo—. Bueno, para resumirlo, no se
quedó más que lo suficiente para destetar a Ethan...
—Tu bisabuelo.
Cooper asintió.
—Mi bisabuelo. Sólo lo suficiente para destetarle y asegurarse de que
sobreviviría. Cuando cumplió los dos años, mi tatarabuela se marchó de casa.
Desapareció un día, así, sin más, sin que nadie supiera a dónde.
—¿No intentó seguirle la pista?
—No, dicen que no volvió a hablar nunca.
—Wow. —Julia estaba ocupada tratando de encajar todos aquellos detalles
en la imagen que tenía de Cooper—. ¿Volvió a casarse?
—No. Se limitó a continuar con la granja y a hacer un poquito más de dinero
cada día. Después decidió importar unos cuantos sementales, y así es como
empezó la yeguada.
—Así que eres la quinta generación de criadores. —Y la quinta generación de
tipos poco habladores. A lo mejor estaba genéticamente incapacitado para
comunicarse.
—Sí. —Cooper se permitió una sonrisita—. Somos bastante conocidos.
Estaba siendo modesto. Loren Jensen le había dicho que la yeguada de los
Cooper era una de las mejores del país.
—¿Y qué pasó después?
Cooper frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—Cooper. —Julia le miró con gesto de reproche—. No se saca una maldición

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

de un matrimonio fallido. Cualquier maldición digna de llamarse así requiere algo


más de chicha. ¿Qué sucedió? ¿Tu tatarabuela murió y su fantasma no ha
abandonado la propiedad, o algo así? O a lo mejor... a ver...
Cooper sacudió la cabeza.
—No, nada de eso. Nunca volvió; ni ella ni su espíritu.
—¿Entonces qué sucedió?
Cooper suspiró.
—Mi bisabuelo creció, heredó la yeguada e importó más caballos. Fue quien
de verdad empezó a criarlos; fue uno de los primeros del país en aplicar las leyes
genéticas de Mendel a la cría de caballos. En 1937 importó tres árabes...
—Cooper —dijo Julia exasperada—... la Maldición.
—Ah. —Apretó los labios—. Sí, bueno. Mi bisabuela tuvo a mi abuelo y, tras
cinco años de matrimonio, huyó con el hombre de las Singer. —Cayó un momento,
pensando—. Se llevó la máquina de coser con ella.
—¿Y tu abuela?
Cooper aparcó el coche.
—Huyó con el capataz.
—Y tu madre murió cuando eras pequeño —dijo Julia despacio—. Y... y tu
mujer te dejó. Todo eso es muy triste; ¿pero qué tiene que ver con la Maldición?
Estaba en la puerta del copiloto.
—Bueno... —Cooper parecía muy triste. Le ayudó a bajar de la camioneta—.
Supongo que la gente empezó a sumar dos más dos y les dio cinco. La leyenda
cuenta que ninguna mujer, nadie del sexo femenino, puede vivir en Doble C. Que
la granja está maldita. Por alguna coincidencia, también tenemos más potros que
potras. —Le puso una mano en la espalda y echaron a andar.
Julia atravesó la calle en silencio. Una vez en la otra acera, le miró
decepcionada.
—¿Ya está? ¿Esa es la maldición?
—Esa es.
—¿No te has dejado nada? ¿No hay fantasmas lastimeros ni ruido de
cadenas?
—No.
—¿Sólo mujeres Cooper que huyen de hombres Cooper?.
Cooper hizo una mueca de dolor.
—Más o menos, sí.
Julia lo repasó mentalmente.
—Bueno —dijo considerándolo y observó cómo se tensaba Cooper—... Creo
que es ridículo. No me puedo creer las cosas que se inventa la gente.
—Que... ¿qué? —Cooper se la quedó mirando.
—Esperaba algo más excitante. Una maldición; pero una de verdad. A ver, lo
único que me has contado es que ha habido unos cuantos matrimonios frustrados
en tu familia. ¿Y qué? ¿Qué pasa con eso? Eso no es una maldición; es la vida.

- 135 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Se detuvo de pronto en medio de la acera.


—¿Lo dices en serio?
—Claro que sí. —Parpadeó y sonrió—. Una maldición —dijo, moviendo la mano
con gesto despectivo—. Creo que es la cosa más tonta que he oído nunca.
—Yo también —dijo, y percibió el alivio en su voz—. Vamos, querrás estar un
rato en la biblioteca. Luego conozco un sitio fantástico para comer.

* * *

Richard Abt, alias Robert Littlewood, se tropezó con el bordillo en


Rockville, Idaho. La verdad era que no estaba fijándose en dónde pisaba, porque
no necesitaba hacerlo. Rockville era una ciudad tranquila y él estaba en la zona
residencial. En Crescent Drive no había muchos coches; la carretera era tranquila
y frondosa.
Abt estaba inmerso en sus pensamientos. Debía testificar dentro de cinco
meses, tras lo que podría volver a su vida de antes, aunque la idea no le atraía en
exceso. No estaba casado y nadie esperaba a que regresara. Además, en la parte
del mundo en la que estaba ahora se necesitaban contables urgentemente. Podía
asentarse tranquilamente allí. Abt pensaba felizmente en establecer su propio
bufete cuando un coche embistió de pronto contra la acera.
No tuvo suerte.
Para cuando sus espantados sentidos registraron el gruñido del motor, ya
estaba volando por encima del capó sin vida.

* * *

—Es una buena historia, ¿verdad? —preguntó Cooper con tranquilidad—.


Muestra perfectamente bien lo que el espíritu humano puede conseguir.
Julia le miró, confusa. Tenía que volver a centrarse en el presente; se había
inmerso completamente en la historia de Song Li, transportada al Vietnam de
principios de los sesenta. El libro enganchaba desde la primera página. La
contracubierta prometía la historia del conflicto de Vietnam vista desde los ojos
de una joven que crece durante la guerra. Julia sabía que iba a comprarlo.
—¿Te lo has leído?
Cooper asintió.
Julia cerró el libro y tamborileó sobre la cubierta. Tierra salada.
—¿Es tan bueno como dicen? —Había leído las críticas cuando lo publicaron
y le intrigó, aunque nunca se había animado a leerlo.
—Mejor. —Cooper dejó la pila de libros que llevaba y lo cogió—. Lo leí
cuando salió. Aquello debió de ser un auténtico infierno. Es sorprendente que la
mujer consiguiera salir de una pieza para contar la historia. —Su expresión era
remota, no sonreía, como si se estuviera acordando de algo horrible.

- 136 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Oh, Cooper —dijo Julia sin aliento. Nunca habría pensado... y eso que había
visto un montón de documentales al respecto. Ahora un montón de cosas acerca
de Cooper cobraban sentido. Se acercó un poco más y le puso una mano en el
brazo. Era como tocar hierro. Un hierro cálido—. ¿Fue... fue horrible?
Cooper miró la mano de Julia.
—¿El qué?
—La guerra, claro. Pero qué pregunta más tonta, claro que fue horrible. Dios
santo, debió de ser un infierno.
—Sally, ¿estás hablando de la guerra de Vietnam? —preguntó.
—Claro —dijo, confusa.
—Tenía cinco años cuando cayó Saigon —le dijo con amabilidad. Se quedó
pensando un momento—. Tampoco estuve en la guerra de Corea. Ni en la Segunda
Guerra Mundial.
Julia sumó y restó y se sintió estúpida.
—Ah. Vale. —Sacudió la cabeza y dejó caer la mano—. Creo que veo
demasiadas películas antiguas. Lo siento, Coop. Siempre confundo las fechas.
Pero... —Julia ladeó la cabeza y miró a Cooper. Llevaba el pelo negro peinado
hacia atrás. Su traje debía de ser de un diseñador italiano o de un sastre
excelente. Tenía un corte maravilloso. La corbata era de seda, a juego con el
pañuelo de seda que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Hoy parecía un... un
próspero hombre de negocios... de no ser por sus manos, que no eran las manos
suaves y mimadas de un hombre de negocios, sino grandes y ásperas; unas manos
acostumbradas a trabajar. Sin embargo, seguía pareciendo un guerrero pese al
traje elegante—. Chuck Pedersen me dijo que te habían dado una medalla. ¿Por
qué fue, entonces? ¿Por la Tormenta del Desierto?
—No. Me uní a la armada en 1992, y lo dejé en el año 2002 porque mi padre
había muerto, así que también me perdí la segunda guerra de Irak.
—¿Entonces? ¿En qué guerra estuviste? —¿Se había perdido alguna guerra
en algún punto entre Nueva York y Boston?
—En ninguna. —Cooper tomó aire con fuerza—. Vuelo 101 —dijo con gesto
sombrío.
—¡Cooper! —Julia se había quedado de piedra. Las guerras eran algo remoto
que sucedía en lugares lejanos. El Vuelo 101 fue secuestrado en suelo americano;
en el JFK, a menos de quince kilómetros de Columbia, donde acababa de empezar
sus estudios. Había visto la tragedia del Vuelo 101 en la CNN. El país entero había
permanecido cuatro días y cuatro noches pegado a sus televisores, rezando por
los rehenes. Todo el mundo había seguido en directo la terrorífica secuencia de
los hechos; las peticiones de los terroristas, las negociaciones interminables y la
horrorosa imagen de los siete rehenes a los que mataron a sangre fría desde la
cabina del piloto, que estaba abierta, y cuyos cuerpos sin vida lanzaron al asfalto
uno a uno.
—¿Estuviste allí cuando... cuando...? —No podía decirlo.

- 137 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Sí, estaba allí. Nos llamaron inmediatamente. Teníamos la orden de


esperar a que las negociaciones concluyeran. Esperamos y esperamos. Cuando la
niña pequeña fue... —Cooper miró hacia otro lado y apretó la mandíbula—...
Entonces decidimos actuar.
Recordaba a los hombres con pasamontañas negros que se metieron
furtivamente en el avión. Por lo que recordaba, dos de ellos murieron.
—Por eso te dieron la medalla —dijo Julia.
—Mm-hmm. —Cooper miró a su alrededor—. ¿Lista para marcharnos?
—Sí, eso creo. —Julia seguía tratando de asimilar lo que acababa de
contarle. Una cosa era conocer a alguien que había estado en la guerra y otra,
muy distinta, era haberle visto hacerlo en la televisión. Claro que había llevado un
pasamontañas y, por supuesto, en aquel entonces no le conocía.
Por aquella época, recordó de pronto Julia, había estado saliendo con Henry
Borsello, un apasionado de la historia. Era un tipo encantador, parlanchín,
superficial y poco fiable. Vamos, muy poco del estilo de Cooper. Por unos
segundos, Julia trató de imaginarse a Henry con un pasamontañas, descendiendo
de un avión por una cuerda y sacando a los terroristas a punta de pistola. O
arreglándole las tuberías. Fue incapaz.
—Vamos a comer algo, Cooper —dijo—. Una chica no consigue todos los días
irse a comer con un héroe de carne y hueso. —Le mostró una sonrisa de oreja a
oreja—. Yo invito.
La idea pareció alarmar a Cooper, quien frunció el ceño y la tomó del brazo.
—Ni hablar.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 12

—Háblame, Cooper —dijo Julia antes de meterse otro bocado de


hamburguesa en la boca. Pensó en suspirar de placer, pero no lo hizo por respeto
a Alice.
—Ehh... —Cooper hizo señas para que le trajeran otra taza de café,
posiblemente para ganar tiempo mientras pensaba en algo que decir. Julia iba a
tener que practicar eso con él. Se le iluminaron los ojos cuando se le ocurrió algo
—: ¿Te gusta este sitio?
Julia dejó la taza con cuidado encima de la mesa y miró a su alrededor. La
Fábrica de Cerveza. El suelo era de madera pintada; contra una de las paredes
había una chimenea encendida cuyos crepitantes troncos hacían de la estancia un
sitio acogedor. Estaba decorado al azar (aunque con mucho gusto) con viejos
tarros de cobre utilizados como macetas y la rueda de una carreta como
candelabro. En una mesa de caballetes decorada con vasos de barro llenos de
semillas de algarroba, de ajwain y de mentha aquatica, estaba la comida sobre
unas bandejas de peltre. Una cesta de mimbre, más bien grande, contenía hojas
secas de carrizo de las Pampas y juncos. La zona de la cocina estaba abierta,
separado tan sólo por una cómoda enorme, pasada de moda y con superficie de
mármol que, además, servía de mostrador. Volvió a centrarse en Cooper.
—Es genial —dijo suavemente, observándole con expectación—. Te toca.
Apretó las mandíbulas mientras trataba de pensar en algo más que decir.
—Mmm... bonito día, ¿verdad?
Estaban sentados junto a la ventana, por lo que tenían más vistas
maravillosas del cielo que ennegrecía por momentos. Una repentina ráfaga de
viento hizo crujir las contraventanas con fuerza. Julia se echó a reír y, un
segundo después, Cooper se le unía.
—Supongo que no eres demasiado ducho en esto de hablar —dijo.
—Nop. —Se echó hacia atrás para que la camarera pudiera retirar los platos
sucios de la mesa. Se bebió lo que quedaba de café y la miró con precaución.
—¿Cómo puede ser tan agradable esto? —preguntó Julia.
Cooper le miró atónito.
—¿Cómo? ¿Qué es agradable?
—Esto. Rupert. —Julia abarcó con un gesto de la mano la agradable
cafetería y el pueblo que había fuera—. Este sitio es maravilloso. La comida es
sensacional, la decoración es auténtica... Es una cafetería verdaderamente
fantástica. La librería El rincón de Bob también era maravillosa; tenía una

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

selección de libros estupenda y Bob era muy agradable. Era una librería perfecta
para un pueblecito. Hemos recorrido dos callecitas adorables para llegar aquí,
plantadas con pinos y geranios muy bien cuidados. Se podría hacer una guía con
Rupert: Grandes pequeñas ciudades del Oeste. —Apoyó la barbilla sobre las
manos—. ¿Qué pasa con Simpson?
Julia casi podía ver el proceso de asimilación de lo que acababa de decirle en
la mente de Cooper.
—Bueno... tal vez los pueblos sean como sus habitantes. Algunos son
robustos y otros no. Unos soportan la rudeza del tiempo mejor que otros. Los
caballos también son así —añadió tras un momento.
Era una forma de verlo.
—Vale... Entonces, ¿cuándo empezó Simpson a... eehh... —Julia trató de
encontrar alguna palabra que no fuera demasiado fuerte—... a empeorar? —
finalizó con delicadeza.
Cooper se detuvo para pensarlo.
—Supongo que las campanas fúnebres sonaron cuando hicieron que la nueva
interestatal pasara a sesenta kilómetros hacia el oeste de Simpson. En el 84.
—¿Quieres decir que los peritos dibujaron una línea en el mapa para
construir una carretera y un pueblo se va al garete... —Julia chasqueó los dedos
—... así? —Era un concepto original y se dio cuenta de que el tiempo que había
pasado en Simpson era la primera vez que no vivía en un lugar extraño y
pintoresco y en una guía. Era extraño vivir en un sitio que en un par de años
podría ya no estar en los mapas.
—Así es; aunque también es cierto que así es como se fundaron la mayoría
de los pueblos del Oeste, así que supongo que se le podría llamar justicia poética.
—¿A qué te refieres?
Cooper parecía mucho más relajado. La historia del Oeste era un tema que
dominaba, a juzgar por la cantidad de libros de historia que Julia había visto en
su librería.
Cooper se hizo a un lado para que la camarera depositara frente a ellos dos
platos de postre y dos humeantes tazas de café.
—La mayoría de los pueblos de por aquí se fundaron sin pensarlo: allí donde
un minero había plantado su tienda de campaña y otro más detrás, donde se había
enterrado a un colono o donde había agua subterránea. En Montana y Wyoming
fue aún más arbitrario si cabe: los ingenieros del ferrocarril tomaban un lápiz y
un compás y marcaban franjas alrededor de las vías cada ochenta kilómetros,
pues había que rellenar de agua los trenes, y allí es donde establecieron los
pueblos ferroviarios. Como no, los pueblos recibieron el nombre de la madre,
mujer o hija del ingeniero; de ahí que haya muchos pueblos llamados Clarissa o
Lorraine que, muchas veces, no eran más que un par de chabolas. Algunos de ellos
crecieron y otros no. Simpson tuvo más suerte que el resto... al menos durante un
tiempo. Hay mucha agua subterránea debajo de Simpson y en la década de 1920

- 140 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

había una mina de oro en funcionamiento. Después vivieron del ganado, y aquello
fue rentable hasta que cambiaron la trayectoria de las vías del tren. Desde
entonces, la cosa ha ido poco a poco hacia abajo. No tardará en convertirse en
una ciudad fantasma.
—Qué triste. —Julia pensó en todo ello; en un pueblo entero agonizante.
Simpson borrado del mapa. Si es que alguna vez estuvo en un mapa.
—Tú también creciste cerca de una ciudad fantasma.
—¿Ah, sí? —Julia volvió sorprendida a la realidad.
—Shanako. —Cooper la miró con expectación.
Julia parpadeó.
—¿Shanaqué?
Cooper cortó un trozo de tarta.
—Shanako. Los mayores importadores de ovejas del mundo hasta que el
mercado australiano abrió sus puertas en la década de 1860, y entonces
desapareció del mapa. En un año pasó de tener 40.000 habitantes a no tener
ninguno. No me creo que no hayas estado nunca allí; no puede estar a más de cien
kilómetros de Bend.
Julia sonrió con educación, como si Cooper hubiera empezado a hablar de
pronto y de forma inexplicable en urdú. Cooper frunció el ceño.
—¿No decía Chuck que venías de Bend, Oregon?
Dónde había escuchado aquel nombre... Bend... ¡claro! Su tapadera. Julia
había estado tan absorta hablando con Cooper, considerándole tan intrigante y a
la vez tan impenetrable, que no había habido espacio para nada más.
—¿Sally? —Cooper la miraba con expresión rara.
—¿Quién? —dijo. Y luego—: ¡Ah!
Sacudió la cabeza y trató de repasar mentalmente los últimos momentos de
conversación.
—No, nun-nunca he estado en... Shanako. Nos mudamos a Bend cuando
estaba... —Su mente iba a mil por hora—... empezando la secundaria, después fui
a la universidad de... —¿A qué universidad irían los de Oregon?
—¿Portland? —Cooper la miraba con la cabeza ladeada.
—Eso es —dijo Julia con alivio—, Portland. —El único Portland en el que
había estado nunca estaba en Maine.
Aquello era un auténtico estrés. Herbert Davis podría haberle dado un
manual sobre cómo esconderse.
—Así que supongo que no he explorado los alrededores de Bend tanto como
me habría gustado. —Cooper la miraba demasiado fijamente. Esos ojos negros
tenían la habilidad de hacerle caer en picado. Trató de darle un giro a la
conversación—. ¿Qué pasó con Simpson? Has dicho antes que movieron la
interestatal, y supongo que tendría sentido que eso tuviera un impacto en
Simpson. Habría menos tráfico atravesando la ciudad. ¿Algo más?
—Sí. —Cooper se metió el resto del tenedor en la boca, lo mordió y se lo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

tragó. Cortó otro trozo de la esponjosa tarta de queso y asintió—. Es posible que
me esté comiendo otra de las razones del declive de Simpson.
Julia suspiró.
—¿Te refieres a cómo cocina Alice? —No le sorprendía. Alice cocinaba
suficientemente mal como para que desapareciera un pueblo entero.
—Sí. Pero no sólo Alice, no hay ni un sitio decente en todo el pueblo donde
comer decentemente. Carly tampoco era buena cocinera, pero la gente iba ahí de
todas formas. Por la misma razón por la que yo solía comprarle el pienso a Errol
Newton pese a que me cobraba 5 céntimos más por kilo. Me alegré un montón
cuando Errol por fin cerró, en 1994. Todo el mundo solía esforzarse por comprar
a los locales. Pero los jóvenes no parecen tener ese tipo de lealtad. Claro que
tampoco ayuda el hecho de que el instituto local cerrara y haya que enviar a los
jóvenes a Dead Horse. Los niños que crecen en Simpson ya tienen asumido que
acabarán yéndose de allí cuando crezcan. Ya nadie quiere hacerse cargo de los
negocios familiares.
—Mmm. —Julia bebió un sorbo de su café y no le sorprendió descubrir que
era una de las mejores tazas de café que hubiera tomado nunca. La Fábrica de
Cerveza tenía un café verdaderamente excepcional. Pobre Alice—. Lee Kellogg no
quiere hacerse cargo de la ferretería de Glenn; quiere ser profesor de historia.
Glenn está pensando en venderla en un par de años. Sobre todo desde que Maisie
ya no parece interesada en ayudarle con la tienda.
Cooper se quedó con la boca abierta.
—¿De dónde te has sacado eso?
—Hablo con la gente, Cooper. Es asombroso lo mucho que puedes aprender
cuando haces eso. —Julia se acabó la tarta de zanahoria—. De hecho, lo que de
verdad le gustaría a Maisie es cocinar. ¿Pero quién iba a contratar a una cocinera
en Simpson?
—Alice no, desde luego. —Cooper hizo una seña a la camarera para que les
trajera la cuenta—. Siempre anda con el agua al cuello; igual que cualquier otro
negocio de Simpson.
—La Teoría de la Ventana Rota —dijo Julia dubitativamente.
—¿La qué? —Cooper se quedó quieto.
—Teoría de la Ventana Rota. Lo leí en una revista. —«En otra vida», pensó.
Se acordaba perfectamente de dónde estaba cuando leyó esa teoría:
tomando café en una cafetería tan encantadora como La Fábrica de Cerveza,
hundiendo la cabeza en los problemas del mundo y sin ser consciente de que al
poco tiempo el mundo se desmoronaría a sus pies.
—Hicieron un estudio sobre las barriadas y los proyectos de viviendas;
algunos se mantienen en pie gracias a los habitantes mientras que otros se
convierten en vertederos, y los investigadores quisieron saber por qué algunos se
salvaban de la desolación y otros no. Y llegaron a la conclusión de que todo el que
vive en un sitio, se preocupa por él; pero una ventana rota basta para que el lugar

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

se degenere. Es como la señal de que nadie se preocupa de ello; la señal de que se


puede destrozar ese lugar.
—Sí —asintió pensativamente Cooper—. Supongo que Simpson es un poco así.
Hace mucho que nadie hace nada; las tiendas se han ido cerrando en los últimos
diez años y nadie invierte un céntimo en el lugar. Si nadie hace nada, el pueblo no
va a durar demasiado. Los lugares necesitan que se les preste un poco de
atención, como la gente.
«Los lugares necesitan atención», pensó Julia con una repentina punzada de
dolor. Las palabras de Cooper resonaron en su cabeza. Ella misma era culpable de
negligencia. Llevaba ya un mes entero viviendo en su casita y no había hecho
absolutamente nada por hacerla más bonita o agradable. Eso era muy poco propio
de una Devaux. Había llegado a Simpson coaccionada, de acuerdo; pero su madre
también había llegado a Riyadh coaccionada y su casa de allí había sido el triunfo
decorativo de su madre.
«No he hecho absolutamente nada por hacer que mi vida aquí sea un poquito
mejor», pensó. Su madre no habría estado nada orgullosa de ella.
—¿Cooper, crees que podrías...? —se interrumpió.
—¿Que sí creo que podría qué?
—Nada... —Julia movió una mano. Ya le había hecho demasiados favores—. Da
igual.
—Cuéntamelo.
—Olvídalo, Cooper. —Se encogió de hombros—. No era más que una tontería.
Cooper la miraba fijamente con sus profundos e impenetrables ojos negros. La
camarera llegó con la cuenta, pero Cooper le indicó con un gesto que se marchara.
Para sorpresa de Julia, Cooper se recostó en la silla y se cruzó de brazos.
—Hasta que no acabes esa frase no nos moveremos de aquí.
Julia se mordió el labio y miró a Cooper. Tenía el rostro serio e
impenetrable. Casi podía sentir la fuerza de su empeño a través de la mesa, así
que se dio por vencida.
—Vale —dijo suavemente—. ¿Sabes si hay alguna tienda de decoración por aquí?
—¿Una... tienda de decoración? —dijo con cuidado, descruzando los brazos e
inclinándose hacia delante.
—Sí, ya sabes... Pintura, papel de paredes, plantillas, telas. No sé, lo normal... una
tienda de decoración.
—Pintura, papel de paredes, telas... —Cooper se quedó pensándolo—. Supongo que
Schwab's podría servir.
Julia se sentía culpable. Le estaba arreglando la casa entera; le había
acompañado a Rupert, a la librería y ahora a comer, e invitaba él.
—¿Tienes tiempo de parar en una tienda, Cooper? ¿O tienes muchas cosas
que hacer hoy?
Cooper hizo una seña a la camarera; ésta le trajo la cuenta y Cooper pagó.
Cuando se hubo marchado, Cooper se inclinó hacía delante apoyándose en la mesa.

- 143 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—No estoy muy seguro de que comprendas bien la situación, Sally —dijo en
voz baja y suave—. No hay nada que no puedas pedirme. Haría cualquier cosa por
ti, lo que fuera. —Le miró fijamente con sus ojos negros—. Mataría por ti.
Detenernos en una tienda no es nada.

* * *

Durante el camino de vuelta, Cooper esperó a que Sally se girara hacia él y


le dijera «háblame», porque cuando lo hiciera, le hablaría. Tenía un par de ideas
en mente que practicó en silencio. Estaba preparado. Sólo tenía que pedírselo.
Pero Sally no le preguntó nada. De hecho, no hacía prácticamente nada en el
lado del copiloto, aparte de mirar por la ventana y perderse en sus pensamientos.
El silencio era el compañero constante de Cooper, era algo a lo que estaba
acostumbrado, algo que podía controlar. Pero por alguna razón, el silencio y Sally
Anderson eran dos cosas que no encajaban nada bien. Se encontró ansiando que le
hiciera caso. Echaba de menos que se girara hacia él, con sus enormes ojos
turquesa bien abiertos y centrados en él, pidiéndole que le hablara y bebiéndose
después todas y cada una de sus palabras. Quería que dejara de mirar por esa
condenada ventana y que se centrara en él.
Era una locura. Se sentía como un niño de doce años haciendo el pino para
impresionar a la nueva chica del colegio.
No le hablaba, sino que miraba fijamente el paisaje a través de la ventana.
Joder, ojalá pudiera saber qué encontraba tan fascinante ahí fuera. Pero si ya
era de noche.
Cooper se dio cuenta de lo lejos que había llegado cuando se encontró
deseando que le sonriera. Cuando le sonreía como si fuera el hombre más
fascinante sobre la faz de la tierra, sentía que algo se le soltaba en el pecho,
algo que llevaba mucho, mucho tiempo firmemente atado. Toda su vida, de hecho.
Tuvo que pensar mucho sobre ello. Sobre lo que significaba para él y sobre
cómo estaba tratándola.
Sally Anderson era, sin duda alguna, la mujer más importante que hubiera
pasado por su vida y él se había dedicado a tirársela como si no fuera a haber un
mañana. Como si estuviera allí sólo para él, para que se desahogara sexualmente
tras un largo periodo de sequía.
Hizo una mueca al pensar en eso. Por las tardes, después de llevar a Rafael a
casa, volvía directamente a casa de Sally. Apenas dos minutos después de que le
abriera la puerta, ya la había desnudado y puesto de espaldas. La primera vez que
se la follaba siempre se trataba de algo frenético. Claro que la segunda y tercera
vez también lo eran. Nunca parecía tener tiempo para nada que no fuera eso.
A primera hora de la mañana, cuando se acercaba la hora de marcharse,
seguía siendo frenético, le agarraba las caderas con firmeza y seguía follándola
con fuerza.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

No le había dado nada. Ni una palabra dulce, ni una caricia amable. Ni


siquiera preliminares.
Cada amanecer, cuando llegaba a Doble C, se veía inmediatamente inmerso
con las tareas del rancho, la mayoría de ellas al aire libre y rodeado de sus
hombres. Le era imposible llamarla siquiera. Así que, básicamente, se la tiraba
toda la noche para desaparecer al amanecer. A los tipos como él se les llamaba de
una determinada forma.
La comida de hoy en La Fábrica de Cerveza era la primera vez que podía
ofrecerle a Sally algo. Una cerveza y una hamburguesa, en lugar de sacarla a
cenar por ahí a un sitio agradable, ¡y encima había querido pagar ella! La había
dejado impresionada con eso.
Sally se merecía restaurantes caros y elegantes. Tampoco es que los
hubiera en Simpson, pero podía haberla llevado a Boise. Era cierto que no tenía
tiempo de hacerlo, aunque a lo mejor podía organizarse mejor. Mientras
estuvieron casados, Melissa había insistido en que salieran a cenar a sitios caros
un par de veces al mes, y cuando estaban comprometidos siempre quería salir a
cenar fuera.
Joder, había tratado a Melissa mucho mejor que a Sally, y la primera era
una auténtica perra.
Cuando encuentras a una mujer que, además de ser preciosa y tener un
corazón enorme, significa mucho para ti, se la corteja. Se la trata... no sé, como
la dama que es. Se le hacen regalos bonitos (no, los cerrojos y los sistemas de
alarma en las ventanas no cuentan) y se la saca a cenar por ahí a restaurantes
agradables.
No te la tiras hasta casi matarla y luego desapareces por la mañana. Una y
otra vez, y otra, y otra.
Era una verdadera lástima que el sexo se hubiera interpuesto en el camino.
La deseaba tanto que le dejaba sin aliento. Cuando entraba en su casita, era como
si el viento le levantara y se lo llevara lejos. La lujuria le llenaba la mente y era
incapaz de pensar en nada que no fuera meterle la verga a la primera de cambio.
Y quedarse ahí todo lo que pudiera. Y como estaba tan atrasado en cuestiones de
sexo, se quedaba ahí dentro hasta la mañana siguiente, que se la sacaba para
marcharse a trabajar.
«Esto no es bueno», pensó Cooper mientras giraba por la calle de Sally.
Esa noche iba a ser diferente. Iba a ser amable; iba a hacerle el amor, no a
follársela como si se fuera a acabar el mundo.
A la mañana siguiente, Cooper tenía que marcharse muy pronto para llegar al
aeropuerto de Boise. Tenía que hacer trasbordo en tres aeropuertos para llegar
a Lexington, Kentucky, esa misma noche. Tenía que asistir a la inauguración de la
reunión anual de la Asociación de Criadores de Caballos, que era cuando compraba
los potros de seis meses y se dedicaba a relacionarse como loco con la gente. Ese
viaje anual era el eje central de su negocio y normalmente se lo pasaba en grande.

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Tenía que demostrarle que iba a echarla de menos y eso que, a juzgar por
las punzadas de dolor en el pecho cuando no estaba cerca, la palabra «echar de
menos» se quedaba corta. La idea de un fin de semana sin Sally le provocaba
miedo y soledad.
Cooper condujo por la calle de Sally y aparcó dos manzanas más abajo,
aunque a estas alturas todo Simpson, todo Dead Horse y la mayoría de Rupert
sabían que eran amantes.
Miró a Sally. Llevaba demasiado tiempo demasiado callada para lo que era
ella, y ahora supo por qué: estaba apoyada contra el cristal, profundamente
dormida.
—Sally —dijo suavemente. Al ver que no se movía, alargó la mano para
tocarle la mejilla. Cada vez que la tocaba se sorprendía de lo suave que era su piel
—. Despierta, cariño.
Los párpados se movieron; parecía que empezaba a despertar. Por primera
vez, Cooper se dio cuenta de lo agotada que debía de estar. No le dejaba dormir
por las noches y, durante el día, no paraba de trabajar.
A lo mejor debería comportarse como un caballero. Tal vez debería
acompañarla hasta la puerta y despedirse de ella con un beso, prometiéndole
verla en una semana.
Sally parpadeó y abrió esos ojos de color tan vivo pese a ser de noche, que
eran como un trocito de cielo. Pareció desconcertada un momento, hasta que le
reconoció.
—Cooper —susurró, y le sonrió.
Se le encogió el corazón.
Marcharse no estaba dentro de sus planes.
Cooper le rodeó el cuello y la besó. Como siempre, abrió la suave y cálida
boca inmediatamente, acogiéndole. Su primera reacción siempre le dejaba
petrificado como si, si no la mantuviera clavada al suelo con su polla, fuera a
desaparecer como el humo.
Esta vez su reacción fue igual de intensa, pero diferente. Su cálida y
adormilada piel, la débil fragancia a rosas que emanaba de ella, la suave manita
que le acariciaba la mejilla y le tranquilizaba con un placer difuso, como si cayera
en un mar de cálidos pétalos de rosa.
Se giraron el uno hacia el otro al mismo tiempo. Sally alargó las manos para
rodearle el cuello. Él le abrió el abrigo con la mano y le metió la mano debajo del
jersey, mientras le desabrochaba el sujetador.
Dios, cómo le gustaban sus tetas. Cuando le rodeó el pezón con el dedo,
Sally gimió en su boca. Sintió cómo se le erizaban los pezones, firmes y duros.
Era exactamente lo mismo que le estaba ocurriendo a su polla.
Cooper estaba decidido a hacerlo de forma diferente esta vez. Se apartó
de ella. A Sally siempre le llevaba unos momentos recuperarse de sus besos.
Parpadeó despacio para abrir los ojos y le miró inquisitivamente.

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—Quiero hacerlo bien. —Las palabras le salieron atropelladamente—.


Necesito hacerlo bien.
Sally le buscó con la mirada. Era como si pudiera pasear por el interior de la
cabeza de Cooper y leer allí lo que sentía. Estaba seguro de que podía
comprender lo que sentía mucho mejor que él. Su rostro se ablandó.
—Oh, Cooper. —Se inclinó hacia delante y apretó los labios contra los de él.
No era un beso, sino consuelo—. Lo estás haciendo bien. Siempre lo haces bien.
Necesitaban estar dentro de la casa, en la cama, desnudos. Ahora. Mismo.
Cooper no podía esperar. Era como si su corazón y su polla estuvieran unidos por
una línea directa, eléctrica, y alguien hubiera encendido el interruptor, haciendo
así que volvieran a la vida de inmediato.
En medio minuto había recogido las compras de Sally (bolsas llenas de
material de colores de los que nunca había oído hablar, aunque al parecer Harlan
Schwab sí), le había ayudado a bajar de la camioneta y la llevaba medio corriendo
por la calle.
Una vez dentro de su casa, Cooper dejó caer todas las bolsas y cogió a Sally
en brazos.
No se trataba de un gesto romántico, sino la forma más rápida de llevarla al
dormitorio. Se detuvo junto a la cama y dejó que resbalara hasta el suelo. Tenía
que sentir su erección. Palpitaba con tal fuerza que posiblemente el pueblo
entero pudiera sentirla. Seguro que interfería en la señal de la radio.
Cooper le agarró de la cabeza mientras la besaba y, con la otra mano,
empezó a desvestirla, prestando mucha, mucha atención para no romper nada.
Abrigo, blusa, sujetador. Ahhhhh, ahí estaba, de nuevo en su mano. Era tan suave.
Cooper le soltó el pecho única y exclusivamente porque era necesario
desnudarla de cintura para abajo también. Una vez estuvo desnuda, Julia se
abrazó a él con fuerza y habría jurado que podía sentir su piel desnuda a través
de la chaqueta, la camisa y los pantalones. La agarró del culo para subirla a la
cadera, sobre su erección, y se torturó a sí mismo sintiéndola.
Apartó la boca de la de ella.
—Desvísteme —le dijo sin aliento. Alguien tenía que hacerlo, y él tenía las
manos ocupadas con ella.
—Vale. —Le sonrió mientras le desabrochaba la camisa y tiraba de ella,
junto con la chaqueta, hasta que cayeron al suelo. Le besó el pecho hacia abajo, a
través de la camiseta interior—. Sube los brazos. —No era suficientemente alta
como para quitarle la camiseta, así que alzó los brazos por encima de la cabeza y
Sally se la quitó. La lanzó por encima del hombro y se abrazó a él, su piel contra
la de él. Abrió la boca para recibirle, jugueteando con la lengua. Se movió para
llevarlos a la cama, pero se detuvo cuando Julia dijo—: Espera.
Cooper se detuvo y trató de no estremecerse de impaciencia.
Alzando la vista para sonreírle, Sally le desabrochó los pantalones y le abrió
la cremallera lentamente, rozándole la erección con los dedos. Le bajó los

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pantalones y los calzoncillos lentamente. Poniéndose de rodillas, Sally le quitó los


zapatos y los calcetines, y Cooper alzó los pies obedientemente mientras le
desnudaban. Sally se puso en pie y sonrió al verle la verga, completamente erecta
sólo para ella. La agarró sin apretar, sin hacer demasiada fuerza con los dedos y
tocándole con delicadeza.
La presión no era suficiente. La única presión que podría satisfacerle sería
abrirle los prietos pliegues de su chochito.
—Cama —gruñó, tomándola en brazos y dejándola suavemente sobre la cama.
Se puso sobre ella y cerró los ojos momentáneamente ante el placer de volver a
tenerla debajo. Y sabiendo que estaba a punto de experimentar mucho más
placer.
Dios, su olor le bastaba para correrse. Cooper apretó la cara contra el
cuello de Sally e inhaló con fuerza, esperando no estar comportándose como Fred
cuando conocía a un nuevo ser humano.
La piel del cuello de Sally era increíblemente suave y delicada, y olía
ligeramente a rosas y a ella. Tenía un olfato muy agudo. Estaba tan compenetrado
con su olor que podría encontrarla en la oscuridad guiándose sólo por el olfato.
Cooper sintió cómo le latía el pulso aceleradamente bajo sus labios y le lamió ahí,
donde la sangre palpitaba justo debajo de su piel. Sally se estremeció y se arqueó
contra él, tensando las manos sobre la espalda de Cooper.
Era tan receptiva... su cálido cuerpecito aromático se retorcía contra él.
Cooper le mordió suavemente el lóbulo de la oreja y le lamió el borde. Arqueó el
cuello hacia atrás y alzó las caderas.
Cooper la abrió los muslos y la tocó. Como siempre, era suave y acogedora y
estaba húmeda. Introdujo el dedo índice en ella, teniendo mucho cuidado con la
suave y delicada piel. Era consciente de que sus dedos eran ásperos y con callos,
y guardaba aún la suficiente cordura para saber que tenía que acariciarla con
mucho cuidado.
Se puso completamente sobre ella, recorriéndole la parte posterior de los
muslos con las manos. Le abrió las piernas con cuidado y se las levantó, gruñendo
al sentir cómo se abría para él.
Algún día tenía que recorrerle el cuerpo con los labios y las manos. Aunque
ahora no. Ahora necesitaba estar dentro de ella, tanto como respirar.
Cooper se introdujo en ella, sintiendo cómo Sally se abría para él. Todo su
cuerpo le decía lo mucho que le deseaba; sus manos le apretaban firmemente con
las manos, sus piernas le abrazaban las caderas y su chocho le daba la bienvenida,
húmedo y caliente.
Empujó contra ella, contra el calor resbaladizo de su interior, sintiéndose
como si acabara de llegar a casa después de un viaje larguísimo en una tierra
lejana y fría.
Cooper le metió la verga hasta el fondo, y se quedó quieto allí, saboreando
su estrechez. Rotó las caderas para introducirse con mayor comodidad en ella y,

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¡wham!, Sally se corrió. Su coño dio unos tironcitos fuertes, se retorcía bajo él,
gemía y jadeaba. Iba a volverle loco.
Cooper sintió un hormigueo recorrerle la espina dorsal, sintió que las pelotas
se le contraían, y se corrió el también. Todo su cuerpo se estremeció mientras se
corría en su interior, con una ráfaga de placer repentina y eléctrica.
Sally giró la cabeza un poco y le besó la oreja.
La agarró con más fuerza y toda idea de tomárselo con calma se esfumó de
su mente como el humo al empezar a empujar contra ella. Estaba suave y húmeda
de su semen; era la cosa más cálida y suave del mundo, y era toda suya.
Como cada vez que estaba dentro de ella, perdió la noción del tiempo y de sí
mismo. Se detuvo un momento, jadeando, y giró la cabeza para secarse con la
sábana el sudor de la frente. Podría haber usado la mano, pero eso implicaría
tener que soltar a Sally.
Los ojos de Cooper se posaron sobre el reloj de alarma de Sally. Era
imposible descifrar la hora que señalaban las manecillas fluorescentes. Las dos y
cuarto, leyó por fin. ¿Cómo era posible? Asombrado, Cooper comprobó su reloj:
las dos y cuarto.
«Joder.»
Tenía que salir de Doble C a las 3 a.m. como muy tarde, y todavía tenía que
hacer la maleta y recoger sus documentos. De hecho, siempre se iba a Boise la
noche anterior, para poder llegar sin problemas al vuelo de las 6 a.m., pero esta
vez había decidido salir a primera hora de la mañana, en lugar de aquella noche,
para poder hacer un hueco en su apretada agenda y aprovechar un poquito más de
tiempo junto a Sally.
Cooper tenía que irse pitando. No podía perder ese vuelo, porque de lo
contrario no habría forma humana de que llegara a Lexington por la noche; y le
iban a entregar el premio al «Mejor Criador del Año». Sencillamente, tenía que
estar allí.
Cooper soltó a Sally y se retiró de ella. Se aferraba firmemente a él con las
manos y las piernas. Hasta su coño se aferraba a su polla, dificultándole la salida.
Cooper se habría echado a llorar, de haber sabido, ante la frialdad que le
asoló su húmeda polla cuando salió de ella. Por primera vez en horas, había algo
de distancia entre su pecho y las tetas de Sally. Se había acostumbrado tanto a
sentirlas contra él que ahora le parecía raro, poco natural, sentir el frío aire de
la noche contra su pecho, en lugar de la piel suave y fragante de Sally. Seguía
agarrada a sus hombros.
—¿Cooper?
Con pesar, Cooper alargó la mano para soltarse delicadamente los hombros.
Las manos de Sally cayeron y perdió su calor.
Cooper se inclinó y le besó la mejilla y la boca.
—Tengo que irme, cariño. Lo siento. Tengo que llegar a...
—Mañana es domingo —le interrumpió enseguida con voz perdida y débil—.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

¿No puedes quedarte? ¿Al menos esta noche?


Quedarse.
Esa palabra mágica había sido el detonante de todo aquello. Por un segundo
Cooper se vio seriamente tentando de hacer eso: quedarse. A la mierda la reunión
anual. A la mierda el premio. Al fin y al cabo, no era más que una puta placa. Un
trozo de madera y metal que no valía más de veinte pavos. No había nada en
Lexington que pudiera competir, ni remotamente, con quedarse entre los brazos
de Sally, dentro de su calor y suavidad.
Joder, ¿y por qué no vendía Doble C y se mudaba con Sally? Se pasaría los
días arreglándole la casa y las noches follándola sin descanso. Si vendiera el
rancho podría vivir cómodamente el resto de sus días con los beneficios. De
hecho, sus inversiones ya le habían reportado unos buenos beneficios que estaba
reinvirtiendo en el rancho. Así que Coop no tenía por qué trabajar. Podría
retirarse mañana mismo si así lo quería. ¿Por qué no?
Porque tenía responsabilidades, por eso no podía hacerlo. Cuarenta hombres
y sus familias dependían de Doble C. El negocio del rancho era lo que mantenía
Simpson vivo y era de vital importancia para un montón de negocios de Rupert y
Dead Horse.
Le encantaba la Armada, pero cuando su padre murió, supo que tenía que
volver. En Estados Unidos había un montón de jóvenes valientes con buena vista,
manos firmes, espalda fuerte y un par de pelotas. Pero sólo había un Cooper que
tomara el relevo de la yeguada Cooper y la mantuviera con vida.
Durante unos instantes, el deseo y el deber lucharon con fuerza en su
interior. Pero Cooper estaba hecho para cumplir con su deber.
—No puedo quedarme, cariño. —¿Podía oír el áspero pesar de su voz? ¿Por
qué demonios no le había dicho antes que tenía que marcharse? Porque su mente
entera había estado repleta de deseo, por eso mismo—. Tengo que irme. Fuera de
la ciudad, de hecho. A Kentucky. Volveré el viernes.
Se incorporó inmediatamente, haciendo crujir las sábanas.
—¿Te vas de la ciudad? —Le miró con los ojos abiertos de par en par. Aún en
la oscuridad de la habitación, podía ver que estaba disgustada—. ¿De verdad...
tienes que hacerlo?
Se encogió de hombros. Mierda, iba justo de tiempo. Tenía que irse ya
mismo.
—Sí, tengo que hacerlo. Asuntos de negocios.
Sally asintió despacio, con los ojos muy abiertos. Pudo oír cómo tragaba con
fuerza.
—Sí... ehh... negocios. Claro.
¡Joderjoderjoderjoderjoder! Cooper odiaba dejarla así. Se inclinó y le dio
un suave beso. Tenía que darle la otra mala noticia:
—Cariño... no voy a poder llamarte. Va a ser una semana muy... intensa.
Parecía cada vez más perdida.

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—Intensa —dijo débilmente—. Vale.


Cooper se puso en pie. Joder, cómo odiaba eso. Debería poder quedarse con
ella, hacerle el amor un poco más y luego quedarse el resto de la noche,
abrazándola con fuerza. Debería poder pasar el domingo con ella, en la cama, y
tal vez salir a pasear por la tarde.
Pero esa semana era decisiva para Doble C. Iba a devolverla a la vida
después de años de negligencia. La raza era cada año mejor. Todo dependía de los
potros que eligiera en ese viaje anual que hacía a Kentucky, y en los contactos
que hiciera allí.
El deber le llamaba.
Y Cooper tenía que responder.
Dos y treinta y cinco.
—Tengo que irme, cariño. —Retrocedió sin ganas.
—Te... te echaré de menos, Cooper —dijo Sally suavemente.
No había palabras para expresar lo que sentía.
—Sí —dijo, y se marchó.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 13

El archivo que había sustraído contenía tres nombres, todos con un código
de tres dígitos. Dos de los testigos habían sido recolocados en Idaho, y era
posible que Julia Devaux también. El profesional accedió a la base de datos de
una empresa de estudios geológicos, de donde sacó mapas de Idaho.
Había unas doscientas personas en el Programa de Protección de Testigos,
lo que equivaldría a unas cuarenta personas por cada estado. Deberían estar todo
lo dispersas que se pudiera, de manera que las personas que huían no se
encontraran una y otra vez. Pero tenía sentido que los archivos se guardaran de
manera geográfica, de forma que un mismo oficial pudiera hacerse cargo de dos o
tres casos en la misma zona. Abt estaba en Rockville, Davidson en Ellis. El
profesional consultó el mapa de estudio, todo lo preciso que la tecnología láser
permitía, y pasó el dedo por encima. Algunos de los pueblos eran tan pequeños que
estaban en un archivo aparte. El profesional dijo los anticuados nombres en voz
alta, buscándolos por el mapa con el dedo: Jefferson, Clearwater, Bute. Julia
Devaux y los dos millones de dólares debían de estar en alguno de esos.
El profesional cogió el auricular y reservó un avión de ida en primera clase a
Boise, Idaho.

* * *

Sangre y sesos, una cabeza destrozada. Un cuerpo pequeño y pálido echo un


ovillo sobre la grasienta acera. El olor a cordita. El hombre grande de mirada
feroz que alzaba la pistola. Giraba la cabeza despacio, mecánicamente, como un
robot, hacia ella.
Vio por el rabillo del ojo que algo se removía: una figura alta y oscura, que le
prometía seguridad y refugio. ¡Cooper! Trató de levantarse, de moverse hacia él,
pero estaba rodeada de sangre pegajosa. Sus pies escarbaban en vano para salir
de allí.
Cooper se la quedó mirando varios minutos, con sus ojos oscuros e
indescifrables, y luego se movió a cámara lenta, girando sus anchos hombros. ¡Se
estaba marchando! Podía verle la amplia espalda, las largas piernas que se lo
llevaban de allí a grandes zancadas, moviéndose tan rápido que apenas tuvo
tiempo de gritarle: «¡Cooper! Vuelve, ¡ayúdame!».
Gritó hasta que le dolieron los pulmones, pero no salió ningún sonido. Cooper
siguió avanzando y, en el tiempo que tardó en alargar la mano hacia él, se había

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

marchado. Se quedó mirando el frío y vacío espacio donde había estado.


Oyó una risa baja y cruel desde detrás de ella y se giró en redondo, muerta
de miedo. La sonrisa de Santana se había alargado de manera poco natural y su
boca entera se volvió de un rojo sangre al tiempo que alzaba la enorme pistola,
negra. Rojo y negro. El mundo se había vuelto de los colores de la sangre y de la
muerte.
Alzó la pistola y Julia se abrazó. «Muere, puta» le gruñó, y apretó el gatillo.

* * *

Julia dio un bote en la cama, sudorosa y temblando. Esta vez el sueño había
sido diferente. No sabía decir por qué, pero había sentido algo raro, cierta
urgencia, como si algo se estuviera cerrando en torno a ella.
Un relámpago iluminó la habitación y un trueno atravesó el cielo. Sonaba
como si estuviera justo encima del tejado y Julia se dio cuenta de que lo que le
había despertado había sido el sonido del trueno, y no una bala en su cerebro.
Algo húmedo le tocó la mano y gritó; se llevó una mano al cuello mientras con la
otra buscaba frenéticamente algo que utilizar como arma.
Fred estaba sentado sobre sus patas traseras, mirándola con recelo con sus
enormes ojos marrones. Gimió suavemente sin abrir el hocico y Julia recordó que
le habían maltratado. La agonía de la pesadilla debía de haberle hecho patalear en
la cama y debía de haberle asustado.
No era de extrañar, ella también se había asustado. Julia dio una palmadita en la
cama y Fred saltó inmediatamente junto a ella, acurrucándose en una cálida bola
de pelo y haciendo que el colchón se inclinara con su peso. Al menos ya no olía.
Julia apoyó la cabeza con cuidado sobre el cabecero antiguo de imitación
barata y trató de luchar contra la desesperación. Pero hasta la desesperación
era mejor que lo que había detrás: el miedo.
Una persona, posiblemente varias, le buscaba para matarla y cada día que
pasaba allí estaba (o estaban) más cerca de encontrar su escondite.
Davis tampoco era de demasiada ayuda a la hora de tranquilizarla. Las
últimas veces que había llamado había parecido impaciente. Las llamadas le
deprimían tanto que había empezado a llamar con menos frecuencia. Total,
siempre tenían las mismas conversaciones:
—¿Alguna novedad?
—No.
—¿Sabe qué va a pasar?
—No.
—¿Cuánto tiempo tendré que seguir así?
—No lo sé.
Las variaciones eran mínimas y Davis se ponía pesado cuando trataba de
prolongar la conversación. A Julia ni siquiera le caía bien Davis, pero era todo lo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

que había entre ella y el abismo. O Santana, que para el caso era lo mismo.
Fred le apoyó el hocico en la rodilla y ella le acarició la cabeza con mano
temblorosa. Encontró el punto ese que tenía detrás de la oreja y que le hacía
entrecerrar los ojos de placer, y se preguntó por qué sería tan fácil con los
perros. Por mucho que le acariciaran detrás de la oreja, el miedo y la soledad no
se irían a ninguna parte.
Julia tiró de la manta para taparse las rodillas. Como la mayoría de lo que
había en la casa, era barata y estaba raída, y había perdido los colores tras los
muchos lavados. No tenía nada que ver con el edredón de seda pura del color de
las gemas que su madre le había encargado de París para su vigésimo cuarto
cumpleaños.
Había llegado después del funeral de sus padres.
Julia hundió la cabeza en las rodillas y se esforzó por que las lágrimas no
brotaran. Las lágrimas no solucionarían nada y, de todas formas, tampoco debían
de quedarle lágrimas ya. Aunque, al parecer, no debía de ser así cuando un par de
gotas renegadas rodaron por sus mejillas. Julia se pasó una mano por las frías
mejillas y se estremeció al oír la ráfaga de lluvia que daba contra las ventanas.
¿Se había ido la calefacción? Estaba demasiado cansada, y demasiado deprimida
(y muerta de miedo) como para levantarse a comprobarlo.
A lo mejor Cooper... Julia se detuvo. No debería acostumbrarse a depender
de Cooper. Cooper se había ido.
Esa era la otra parte de la pesadilla. Cooper marchándose. Le daba la
espalda y se iba. Tanto en la vida real como en su pesadilla.
Tampoco le extrañaba que se hubiera marchado.
Era un hombre de negocios y tenía un negocio del que ocuparse. Tenía cosas
a las que atender y no podía responsabilizarse de una desolada señorita del este
que había tenía la mala suerte de estar en el sitio equivocado, en el momento
equivocado.
Cooper y ella eran amantes, eso estaba claro. ¿Pero quién sabía qué pensaba
o sentía Cooper? Lo que significaba para él. Se lo había demostrado; habían
follado como locos durante horas y luego se había vuelto a marchar.
El ciclo se repetía.
Una amiga suya de Nueva York tenía un amante casado como ese y solía
llamarle el Murciélago. A Cooper parecía importarle, pero no se lo decía. Y ahora
la había abandonado durante toda una semana.
Julia se mordió el labio. Le parecía casi imposible imaginarse una semana
entera sin Cooper en la cama. Cuando estaba cerca no tenía miedo. Pero ahora,
todo ese miedo atrasado aparecía de pronto. Quería llamarle para que volviera,
decirle que necesitaba que se quedara con ella.
Claro que eso era estúpido. ¿Qué era ella para él, aparte de un buen polvo?
¿Qué era ella para nadie?
Por primera vez en su vida, Julia contempló las opciones que tenía. Había

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

viajado por todo el mundo con sus padres y había sido maravilloso, pero nunca se
había parado a mirar por encima del hombro, a ver qué estaba dejando atrás.
Sólo se había fijado en lo que había delante, en el futuro. Había sido tan
excitante... cada vez que se mudaban a un nuevo país, a una nueva ciudad, toda la
nueva gente que conocía.
Por primera vez en su vida, Julia deseó haber pertenecido a una comunidad.
Tener a gente a la que pudiera pedir ayuda. Una comunidad de personas que
vivieran en un sitio, y que llevaran generaciones enteras haciéndolo, y no
expatriados que vivían en lugares remotos.
Allí también había hechos nuevos amigos, claro está. Alice, Beth. Pero creían
que la mujer a la que había conocido era Sally Anderson, una profesora de
primaria perfectamente normal.
Y no Julia Devaux, una mujer a la fuga.

* * *

Nada, absolutamente nada, era tan gratificante como navegar por el


ciberespacio. Era como ser invisible y todopoderoso. No había nada a salvo de la
inteligencia que merodeaba por ahí. La gente se sorprendería de todo lo que se
puede aprender si sabías lo que estabas haciendo. Podías encontrar la talla de
gorro de un hombre, su libro preferido, qué le compra a su amante y si le han
recetado algo para la hernia, todo ello sin que se enterara nunca de que le están
investigando.
Obviamente, los archivos del Departamento de Justicia eran los más
difíciles de encontrar. Sus firewalls eran muy buenos y estaban reforzados con
barreras de protección. Pero, si la persona adecuada le ponía el suficiente
empeño, era tan útil como un muro hecho de piezas de Lego. «Y yo soy la persona
adecuada», pensó el profesional. La pregunta no era si encontraría el archivo de
Julia Devaux, sino cuándo.
Iba siendo hora de hacerlo. Se podía acceder al sistema del Departamento
Judicial desde cualquier lugar del mundo con un ordenador portátil; esa parte era
fácil. El siguiente paso requería inteligencia.
El profesional se vio interrumpido por el parte meteorológico de la
televisión, que anunciaba un invierno frío, con previsiones de tormentas de nieve
para Acción de Gracias.
«Quiero pasar Acción de Gracias en St. Lucía», pensó el profesional.
Prefería el sol y los cangrejos a la nieve y el pavo.

* * *

—Tenemos una baja.


El rostro inexpresivo de Herbert Davis alzó la vista de la circular que

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

habían puesto junto a la nueva escoba del piso superior, que no hacía más que
recordarles por enésima vez que no se aceptaban los comentarios despectivos
contra las mujeres o las minorías, bajo ningún concepto y como quedaba
establecido en la orden bla-bla-bla de la ley bla-bla-bla.
«Pero si estamos encargados de hacer cumplir la ley, ¡no me jodas!», pensó
con enfado. «No podemos hacer del mundo un lugar mejor, aunque sí uno más
seguro».
¿Pero cómo cojones iban a hacerlo si el presupuesto era cada vez menor y
tenían que medir cada una de sus palabras? Barclay carraspeó y Davis recordó
que le había dicho algo.
—¿Qué?
—Tenemos una baja. —Barclay cogió una mesa que había por ahí cerca, la
giró y se sentó a horcajadas. Barclay parecía hecho una mierda, y tampoco olía
bien; se parecía alarmantemente a un vagabundo. El divorcio estaba acabando con
él.
Davis sacudió la cabeza, malhumorado. Verdaderamente, el mundo se estaba
yendo a pique.
—¿Quién?
—Un tipo llamado Richard Abt. ¿Te acuerdas de él? Le trasladamos bajo el
nombre de Robert Littlewood.
Davis miró al techo como si estuviera dando marcha atrás mentalmente al
calendario, pero lo cierto era que no podía acordarse de ello. El departamento de
policía tenía unos doscientos testigos en el Programa de Protección de Testigos y
Davis se había dado cuenta de que era incapaz de seguirles la pista a todos. Se
pasó un dedo por los labios.
—Era el... —Davis hizo una pausa.
—Contable. —Barclay estaba leyendo la ficha.
—Contable —repitió el primero—. Cierto. Eh... mmm... Iba a testificar en el...
el...
—Caso Ledbetter, Duncan y Terrance. —Davis asintió al oír los nombres que
Barclay leía de la ficha—. Abt debía testificar el 14 de noviembre. —Barclay
tamborileó los dedos sobre el archivo y suspiró—. Parece que, después de todo,
esos rastreros de Ledbetter, Duncan y Terrance van a salirse de rositas. Abt era
el único dispuesto a testificar. Todo el trabajo que hicimos no servirá para nada.
Davis tomó un bolígrafo y empezó a tomar notas. Aunque él no se encargaba
de ese caso, perder a un testigo era algo que sacudía el departamento entero
desde los cimientos. No sucedía a menudo pero, cuando ocurría, rodaban cabezas.
Davis quería estar preparado para salvarse el culo si la mierda llegaba a su
alrededor.
—¿Sabemos quién lo hizo? —Davis resopló y rió sin alegría—. Aparte de los
tres obvios.
—Ese es el problema, jefe. —Barclay se movió incómodo—. Parece... parece

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

haber sido un accidente.


—¿Cómo? ¿Un accidente? ¿Y qué gilipollas se ha creído eso? ¿Los polis
locales? —Davis miró a Barclay con cara de pena—. ¿Se puede saber dónde
habíamos metido a Abt?
—En Idaho. En un pueblecito llamado Rockville.
Davis resopló con fuerza.
—Los polis de allí no se encontrarían el culo ni con un plano detallado.
—No, ellos no cerraron el caso. Lo hicimos nosotros. —Barclay se frotó los
ojos inyectados de sangre—. Nuestra gente informó de que de verdad parecía un
accidente. El conductor se dio a la fuga.
—¿De verdad? —Davis frunció el ceño.
—Eso parece. Si se lo hubieran cargado, los listillos se habrían asegurado de
que todo el mundo se enterara de lo sucedido; a modo de advertencia, para que
todo el que esté pensando en testificar se lo piense dos veces.
Era cierto. Aun así... Davis sacudió la cabeza con pesar.
—No me puedo creer la mala suerte de ese pobre diablo. Abt iba camino de
librarse... —Davis volvió a comprobar la ficha—... de que le condenaran en tres
estados, le habrían caído de veinticinco a treinta años, fácil. Decide hacerse
testigo del Estado y le dan una identidad completamente nueva y un trabajo. —
Davis echó un vistazo rápido a la información—. Al parecer le iba bastante bien
con su nueva identidad. Y de pronto todo se va a la mierda por un coche...
—No siempre es así. —Barclay se miró una uña sucia y Davis se dio cuenta de
que le temblaba la mano—. Unas veces eres el parabrisas, y otras el mosquito.

* * *

El profesional repasó los datos que tenía de Sydney Davidson, el segundo


nombre que había en el archivo que sacó del Departamento de Justicia.
El doctor Davidson, un brillante bioquímico, había sido contratado nada más
salir de la universidad por Sunshine Pharmaceuticals, un laboratorio farmacéutico
con base en Virginia. Pero los conocimientos del buen doctor no se limitaban a las
aspirinas y los antibióticos.
El profesional se acordaba perfectamente del escándalo de Sunshine
Pharmaceuticals, que se había destapado en medio de una acalorada campaña
electoral para el Senado. Un determinado número de los miembros del consejo de
la compañía se habían involucrado en un negocio adicional extremadamente
lucrativo: proporcionar drogas de diseño altamente sofisticadas a la élite
profesional de la costa sudeste.
El candidato peor considerado, un joven abogado de distrito con
aspiraciones, se vio favorecido por la difusión de las fotografías de los directivos
de Sunshine llevados a juicio esposados, obteniendo al final la victoria. Después
de que se emitiera la orden de arresto de la plantilla entera, Sydney Davidson

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

tardó medio minuto en hacerse testigo del Estado.


Al profesional no le atraían las drogas en ningún sentido. Donde estuviera su
Veuve Cliquot, que se quitara el resto.
Comprobó el organigrama de la empresa. No le serviría de nada contactar
con el director general ni con ningún otro miembro del consejo. El jefe de
seguridad era el único que le interesaba.
El profesional tecleó el mensaje para el noruego:

MENSAJE PARA RON LASLETT, JEFE DE SEGURIDAD DE SUNSHINE


PHARMACEUTICALS. INFORMACIÓN SOBRE LUGAR Y NUEVA IDENTIDAD
DE DR. SYDNEY DAVIDSON DISPONIBLE EN CUANTO RECIBA
NOTIFICACIÓN DE INGRESO DE CIEN MIL DÓLARES AMERICANOS EN N°
DE CUENTA GHQ 115 Y BANQUE SUISSE SEDE CENTRAL GINEBRA. GOLPE
DEBE PARECER ACCIDENTE. ACCIDENTE DE COCHE NO VÁLIDO.

A las dos horas, el ordenador emitió por fin un pitido; el profesional


parpadeó y se incorporó. Aparte de dormitar, tampoco había gran cosa que hacer
en Idaho.

CIEN MIL DÓLARES AMERICANOS DEPOSITADOS EN SU N° DE


CUENTA GHQ 115 Y C/O BANQUE SUISSE SEDE GINEBRA. A LA ESPERA DE
ACEPTACIÓN DE EJECUCIÓN. FORMA PREFERIDA: ELECTROCUCIÓN
DURANTE BAÑO. POR FAVOR INDIQUE CUANTO ANTES SI ESTÁ DE
ACUERDO.

La respuesta del profesional fue inmediata:

ELECTROCUCIÓN OK. TIENE QUE PARECER ACCIDENTE AL MENOS 56


HORAS. NUEVA SITÚACION DR. DAVIDSON E IDENTIDAD: GRANT
PATTERSON, 90 JUNIPER STREET, ELLIS, IDAHO. BUENA SUERTE.

* * *

—¡Y luego... y luego... y luego los Power Rangers se metamorfosearon en


Megazords porque tenían... poderes! —dijo un Rafael emocionado, golpeando el
aire con sus pequeños puños y escupiendo trocitos de tarta—. Y luego, y luego
tenían mogollón de poderes y eran como... como mastodontes y tigres con los
dientes picados, porque tenían que luchar contra el malo, Lord Zedd, pero él era
demasiado fuerte para ellos, e iba a dominar el mundo, ¡así que los Power Rangers
se metamorfosearon en Ninjetis! —Gritó la última palabra, golpeando el aire de
nuevo y sonriendo de oreja a oreja.
Era miércoles por la tarde y Julia había decidido recompensar a Rafael por
su renovado interés en los estudios (y por haber convertido a Fred en un chucho
adorable de pelo brillante) llevándole a tomar un chocolate caliente y un trozo de

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

tarta a Carly's Diner; además, con ello esperaba hacer un poco más amena la hora
del té para Alice. Rafael estaba contándole el episodio de los Power Rangers con
pelos y señales, pero no hacía más que perder el hilo de la trama y Julia había
desistido de tratar de seguirle. Había sacado su libreta de dibujos y se
entretenía haciendo garabatos.
—¿Sabes? Los Power Rangers tenían que ayudar a Zordan, un ser
interchocolate...
—Galáctico, mocoso. —Matt se había acercado con otro trozo de tarta, el
tercero de Rafael ya, que puso delante del niño—. Es un ser intergaláctico.
—Galático —repitió Rafael obedientemente. Se quedó callado, meditándolo,
antes de volverse hacia Matt—: ¿Qué significa «galático», Matt?
—Galáctico, de la galaxia. —Matt trató de parecer impaciente y superior,
pero estaba luchando por no sonreír. Alice había seguido los consejos de Cooper a
pies juntillas y le había involucrado en la cafetería. Se había tomado el trabajo
tan en serio que incluso se había vestido: ahora llevaba la camiseta siempre
puesta—. Del espacio exterior.
—Ah —dijo Rafael con gesto serio—. Espacio exterior. —Alargó la mano
para acercarse el plato de tarta, sin dejar de pensar en la palabra.
Julia miró a su alrededor esperando a que Bernie llegara en cualquier
momento para recoger a Rafael. Estos últimos días, Bernie le había tomado el
relevo a Cooper y venía él a recogerle; pero no era lo mismo.
La cafetería estaba más llena que nunca. Aparte de ella y Rafael, Matt y
Alice, había tres rancheros sentados en una esquina y discutiendo tranquilamente
los precios del pienso. Unos tipos toscos, de piel curtida y con camisas de franela
desteñidas, vaqueros y botas raspadas, bebiendo té. Era hora punta, pero aun así.
Por algo había que empezar.
Rafael hundió entusiasmado el tenedor en su tercer trozo de tarta, sin
dejar de contarle las aventuras de los Power Rangers.
—Y luego los Power Rangers tenían que luchar contra Ivan Ooze porque
quería recubrir el mundo de baba púrpura y quería hacer que todos los padres se
suicidaran. Pero Ivan Ooze se transformó en un robot gigante y entonces los
Power Rangers se transformaron en robots gigantes y lucharon en el espacio
exterior ¡y a Ivan Ooze se lo lleva un cometa! —La carita de Rafael brillaba—. ¡Es
genial!
Para ser la sinopsis de una serie, necesitaba pulirlo un poco.
—Niños. —Matt sacudió la cabeza con gesto indulgente, desde la sabiduría
de sus diecisiete años. Miró a Julia con gesto serio—. ¿Quiere algo más, señorita
Anderson? ¿Quiere que le sirva un poco más de té? —Se sacó un bolígrafo de
detrás de la oreja y aguardó a la expectativa. Julia trató de parecer tan seria
como él, pero le estaba costando trabajo. Matt estaba tratando de ser adulto y
profesional; tanto que hasta se había quitado el pendiente de la ceja.
«No crezcas demasiado rápido, —quiso decirle Julia—. Lo de ahí fuera da

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

miedo».
—Nada, gracias Matt —dijo Julia sacudiendo la cabeza—. Y me llamo Sally.
Tenía que darle un par de puntos a Alice. El sitio seguía tan lleno de polvo y
lúgubre como siempre, pero con Matt y un par de personas más por ahí, parecía
un poco menos desolador. El té era excelente y, a juzgar por el apetito de Rafael,
la tarta de especias debía de serlo también. Claro que a Rafael le gustaba
cualquier cosa que llevara azúcar, almidón y grasa en cantidades copiosas.
Julia sonrió a Matt.
—Si no te importa, esperaremos a que Bernie venga a recoger a Rafael.
—Claro, señorita Anderson.... eh, Sally. —Matt sonrió abiertamente—.
Tomaos el tiempo necesario. Así que... supongo que Coop no va a venir esta tarde.
—Cooper está fuera —dijo Julia entre dientes. Observó la palmera que salía
del tiesto de terra cotta que había dibujado en la hoja que tenía enfrente. Había
salido de su subconsciente, pero no estaba mal. Como estaba inspirada, le añadió
una hoja de palmera—. Por negocios. —Bajó la cabeza, concentrada como estaba
en su dibujo—. Hasta el viernes —añadió.
—Ah, es verdad. En Kentucky —asintió Matt—. Su viaje anual. Coop lleva
meses planeándolo. Papá me dijo que Bernie le había dicho que Coop se había
pasado toda la tarde al teléfono, tratando de anular el viaje, pero que no pudo. —
Ladeó la cabeza con curiosidad, tratando de ver qué dibujaba—. ¿Puedo verlo?
—¿Que quería hacer el qué? —Julia alzó la cabeza de golpe.
—Cancelar el viaje. —Matt se inclinó hacia delante todo lo que pudo—.
¿Puedo ver lo que estás dibujando? —repitió.
—¿Lo que estoy qué? —Julia le miró sin comprender, sin mover el lápiz y
pensando a toda velocidad. ¿Cooper había querido anular el viaje? Seguro que no
era por... por ella, ¿no? No, claro que no. Sabía que podrían retomar el sexo en
cuanto volviera. Esa idea era sólo suya, y se debía a una mezcla de miedo y
soledad. Probablemente Cooper nunca se sintiera angustiado o muerto de miedo
o...
—¿Sally?
—¿Quién? —Julia empezó a decir y, con un esfuerzo, recobró la compostura
que parecía perder cada vez que pensaba en Cooper—. Ah. Perdona, Matt, ¿qué
decías?
La miró con curiosidad y tiró de la hoja de papel para sacarla de debajo del
hombro de Julia.
—¿Qué es eso, señorita... Sally?
—Ah... nada. Es sólo... —Tomó aire con fuerza y dejó de pensar en Cooper—.
Es una especia de hobby. Me gusta decorar y sólo estaba pensando en un par de
ideas para la cafetería. —Alargó la mano para recoger la hoja, muerta de
vergüenza—. No es nada, Matt.
—No, oye, es genial. —Matt observó las palmeras, los mostradores de
aluminio, la máquina de discos, las letras de neón. Sus ojos azul Simpson, tan

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

parecidos a los de su hermana, brillaron de emoción—. En serio, es muy bueno. —


Miró la cafetería y luego volvió a centrarse en la hoja—. Iría fenomenal aquí.
Julia se sintió halagada.
—¿De verdad lo crees? Siempre he sido muy partidaria de la moda retro
funk de los cincuenta.
—¿Eso es lo que es? ¡Es genial!
—¿Qué es genial? —Alice limpió la mesa de migas con una bayeta, se sentó
junto a Julia y ladeó la cabeza exactamente igual que Matt—. ¿Qué es eso?
Julia se dio cuenta de pronto de lo mucho que se parecían los dos hermanos.
Ahora que los veía de cerca, Julia observó que Matt y Alice tenían la misma tez,
además de gestos y expresiones muy parecidos.
¿Cuándo fue la última vez que tuvo tiempo de observar a una familia? No lo
hacía desde Singapur, el último destino de sus padres. Su madre se había hecho
amiga de un clan entero de familias inglesas interrelacionadas que llevaban
expatriados tres generaciones. Los Devaux habían jugado a tratar de hacer el
árbol genealógico basándose en los parecidos y sus gestos.
Al perder a su familia, perdió todo aquello también. Había conocido a gente
en Nueva York y en Boston, pero sin tener ni idea nunca de lo que les rodeaba. No
tenía ni la más remota idea de si sus compañeros de oficina se parecían a sus
hermanos, ni siquiera sabía si tenían hermanos. Hacía demasiado tiempo que no
gozaba de una vida familiar, aunque no fuera la suya propia.
—¿Sally? —Alice tiraba suavemente del papel.
—No es nada, Alice.
Julia trataba de esconder sus garabatos con el hombro, pero Alice seguía
tirando de él.
Julia maldijo esa costumbre que tenía. Alice pensaría que era una
difamación de la cafetería. Claro que la cafetería era sosa y polvorienta, pero eso
a ella no le incumbía. Siempre estaba tratando de cambiar lo que le rodeaba, era
algo innato en ella, había empezado a barajar la idea sin darse cuenta siquiera de
lo que estaba haciendo. Lo había heredado de su madre, que no podía dejar en
paz una habitación hasta que no estuviera exactamente igual a como se la había
imaginado. Julia se había pasado la vida entera redecorando y, al parecer,
detalles ínfimos como las amenazas de muerte y los destierros no eran
suficientes para romper con las costumbres.
—No hagas caso, Alice. Sólo estaba, eeehh, imaginando cómo podría quedar
la cafetería si lo dejáramos... —«Bonito». Julia se mordió la lengua justo a tiempo
—. Vamos, si... —Suspiró y desistió.
—¿Quieres decir si alguien hubiera hecho algo con ellos en los últimos
treinta años? —dijo Alice.
—No quería decir... —empezó a decir Julia, y observó a Alice, que la miraba
fijamente con una sonrisa en los labios. Julia empezaba a conocer a Alice lo
suficiente para saber que iba directa al grano. No tenía sentido que se anduviera

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

con rodeos—. Hombre... una capa de pintura no le vendría mal.


—O que lo tiraran entero. —Alice sacudió la cabeza al ver la protesta
automática de Julia—. No, es cierto. Mamá nunca hizo nada por arreglar el local.
La cafetería nunca dio demasiado dinero y después, cuando probablemente se lo
habría podido permitir, se puso mala. De hecho, llevo mucho tiempo esperando a
poder redecorarlo, pero... —Alice se mordió el labio inferior con nerviosismo—.
No sé demasiado sobre decoración. No soy demasiado buena para eso; igual que
con la cocina.
—Bueno, no sé —protestó Julia—. Rafael parece estar disfrutando de la tarta.
—No la he hecho yo —respondió Alice abatida—. Traté de hacer la receta esa
que me diste, la de la tarta Sacher. ¿Sabes cuál te digo? La de chocolate.
—¿Y? —le animó Julia.
—Y me salió fatal. —Alice suspiró con fuerza—. Me salió sosa. Y pegajosa.
Así que le pasé la receta a Maisie y le salió genial. Ya se ha acabado. También me
hizo la tarta de especias. Tal vez si redecorara el lugar, la gente no se fijaría
tanto en que no sé cocinar.
—A lo mejor —dijo Julia sin demasiada convicción.
—Así que, Sally. —Alice se inclinó hacia delante para echar un vistazo a lo
que ocultaba Julia con el brazo—. ¿Qué tenías pensado?
Julia se quedó quieta un segundo, pensando, y luego le tendió la hoja a Alice.
—Bueno, a decir verdad, estaba pensando en algo tipo retro funk de los años
cincuenta.
La sonrisa de Alice se volvió vidriosa y Julia suspiró. Tal vez la decoración
retro funk no era en lo que había pensado Alice.
—¿Qué tenías en mente, Alice? Si tuvieras una varita mágica, ¿en qué
convertirías tu cafetería?
Alice no lo dudó ni un segundo:
—Lo decoraría con helechos —dijo, con el mismo tono de voz con que habría
podido pedir el cielo.
—¿Con... helechos? —Julia frunció el ceño—. ¿Eso no es muy de... ya sabes...
muy de los ochenta?
—¿Mmm? —Alice echó un vistazo a su alrededor con aspecto soñador—.
¿Quieres decir pasado de moda? Es posible, pero Simpson no ha tenido nunca un
bar así. Creo que ni siquiera Rupert ha tenido nunca uno.
«No me extraña», pensó Julia, y se estremeció al imaginarse de pronto con
un Simpson invadido por la moda de los ochenta, infestado de yuppies con Adidas
y mujeres con trajes de chaqueta y hombreras enormes.
—No sé, Alice. ¿De verdad...? —Pero a Julia le bastó con ver a Alice, su
expresión de anhelo y las chiribitas que le hacían los ojos, para callarse de
inmediato. Miró en redondo la cafetería y su falta de decoración e hizo una
mueca de dolor. Cualquier cosa era mejor que eso.
Julia eligió mentalmente unas telas y colores. Podría hacerse.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Pasó rápidamente las hojas en las que había garabateado su visión de


Carly's Diner hasta llegar a las hojas en blanco. Se había divertido dibujando sus
ideas pero, al fin y al cabo, se trataba del sueño de Alice. Julia decidió hacer
todo lo que pudiera para ayudar a Alice a conseguirlo.
Julia decoraba hasta en sueños. De hecho, más de una vez lo había hecho.
Una vez, al poco de que los Devaux se mudaran a Roma, Julia se levantó una
mañana en su vacía habitación sabiendo exactamente cómo iba a decorarlo.
El lápiz de Julia voló por el papel.
—Bien. —Miró a Alice—. Pide por esa boquita, y veré qué puedo hacer.
—¿Cómo? Ehhh... —Alice la miró sin saber muy bien qué quería—... No sé si te
sigo.
—Bueno —dijo Julia con razón—, vas a necesitar un plano del suelo y
plantillas de colores para redecorarlo. Le echaremos un vistazo al asunto,
mientras hago un esquema de los planos. Lo he hecho mil veces con mis amigas.
¿Dónde estabas pensando en poner la barra? —Julia garabateó unos instantes
antes de dibujar las paredes. Al ver que el silencio se extendía, subió la vista—:
¿Alice?
—¿Eh? —Alice había tirado un poco de sal del salero de cristal roto que
había encima de la mesa y estaba dibujando círculos con el dedo. Tenía las
mejillas sonrosadas.
Julia dejó el lápiz encima de la mesa y trató de pensar en las palabras
adecuadas.
—Alice —dijo con amabilidad—, ¿tienes pensando en cómo quieres que sea, ¿no?
—Ehh... —Alice miró por la ventana. La calle estaba desierta—. Más o menos.
Julia sintió que pisaba terreno resbaladizo.
—Alice —preguntó con cuidado—, ehh, ¿has estado alguna vez en uno de
esos bares que dices?
—Bueno... dentro, dentro no —explicó Alice con sinceridad—. A ver, cuando
mamá enfermó solíamos ir a un bar que uno de nuestros amigos conocía, de
camino al hospital de Boise. Eran tan... tan chulo. El hospital era horrible, y
después volvíamos a casa en silencio y, cuando llegábamos, la cafetería estaba
cerrada y llena de polvo y sucia y todo era tan... deprimente. Una semana después
teníamos que volver al hospital para que le dieran la quimioterapia, que era
totalmente horrible, y pasábamos delante de ese sitio maravilloso llamado La
Trattoria, que era fresco y limpio y... y chulo. Allí todo el mundo parecía pasarlo
en grande... —Alice se mordió el labio y se encogió de hombros—... No sé. Todo el
mundo parecía feliz. —Alice volvió a encogerse de hombros y apartó la vista.
—Entiendo —dijo Julia. Y era verdad.
Bueno, pues si Alice quería un bar con helechos, iba a hacer lo que fuera
necesario por que lo tuviera.
—De acuerdo. —Julia trató de no perder la voz—. Bien, pues vamos a poner
un par de ideas encima de la mesa, ¿no? A ver, podríamos poner la barra nada más

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

entrar a la izquierda. —Se detuvo y entrecerró los ojos mientras pensaba en algo
—. Alice, ¿puedes conseguir los papeles necesarios para vender alcohol?
Alice se levantó indignada.
—Tengo veinticinco años —dijo con dignidad—, ¡claro que puedo
conseguirlos! Además, mi primo Newton es alcalde y Coop está al cargo del
ayuntamiento. Newton y Coop se reúnen un par de veces al año para tratar de los
asuntos del pueblo y luego se van a Rupert a tomar unas cañas. No se me había
ocurrido nunca, pero si pudiera vender alcohol aquí se ahorrarían un montón de
kilómetros.
—No hay nada como los amigos —dijo Julia secamente—. De acuerdo, la
barra podría estar aquí, entonces. Eso no es difícil de construir; basta con un
murete de ladrillo con tejas de cerámica en los lados y una cubierta de madera
como encimera. Ahí es donde esperan los clientes hasta que su mesa esté lista, y
es donde normalmente los yuppies se emborrachan y los frikis de la salud se
enjuagan el riñón con litros y litros Perrier con lima. Nosotros tendremos
vaqueros y cerveza, pero no pasa nada. —El lápiz de Julia volaba mientras
hablaba. Pasó la página—. Ahora, en la zona central podemos poner las mesas.
Cualquier tipo de mesa funcionará, pero tiene que ser redonda; da igual que sean
de las de plástico barato, porque podemos coserles unas fundas de tela para
tapar las patas. Podemos pintar las paredes de azul claro y crema o de melocotón
y crema. Y podemos forrar las puertas de mármol. Necesitamos macetas grandes,
algo como... —Julia sacó la lengua mientras dibujaba—... esto. Puesto que
queremos helechos, las macetas tienen que ser grandes y profundas. —Levantó la
vista al ver que una sombra atravesaba la mesa—. Hola, Bernie.
—Sally. —Bernie asintió con la cabeza—. Alice. Ey, chaval. —Bernie apoyó la
mano en el hombro de Rafael.
—¡Papá! —La sonrisa de Rafael mostraba lo encantado que estaba y buena
parte del último trozo de tarta que se había metido en la boca—. La señorita
Anderson me ha invitado a un poco de tarta.
—Ya lo veo —dijo Bernie con indulgencia, alborotándole el pelo al niño—. De
hecho, lo veo demasiado bien. ¿Recuerdas lo que te dije acerca de masticar con la
boca abierta?
Rafael cerró la boca obedientemente y continuó masticando.
Bernie se quedó con la sonrisa de encantado de su hijo y se volvió hacia Sally.
—Gracias, Sally. ¿Qué tal ha ido la clase?
—Bien —dijo Julia sonriendo y cruzando los dedos por debajo de la mesa. El
niño apenas había abierto los libros antes de salir escopetado a jugar con Fred en
el patio de atrás—. Y además conseguimos peinar a Fred.
—Me alegro. —Bernie vaciló unos segundos, girando su Stetson en las manos
y pasando el peso de una bota a la otra—. Y... ¿qué tal le va en el colegio? —
preguntó por fin—. Dijiste que había estado teniendo problemas y me gustaría
saber si... las cosas iban mejor ahora. —Bernie miró a su hijo, pero Rafael estaba

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ocupado recogiendo las migas del plato con el tenedor—. ¿Y? ¿Va mejorando?
Julia miró el rostro tenso de Bernie. Había dejado de juguetear con los
dedos y estaba de pie, recto, frente a ella, como a la espera de que le
registraran. Julia se preguntó si habría estado en las fuerzas armadas, como
Cooper. De ser así, podría haber pasado revista en aquellos momentos. Estaba
recién afeitado y la ropa que llevaba, pese a estar destrozada, estaba limpia y
planchada. El blanco de los ojos era límpido, no quedaba ni rastro del rojo del día
que le conoció. —Rafael va bien, Bernie —dijo con amabilidad—. No creo que
tengas que seguir preocupándote. Sus notas han mejorado y parece estar
adaptándose bien... —Julia vaciló. ¿Cómo se hablaba con delicadeza de una madre
que se ha largado?—... a la nueva situación —concluyó escuetamente.
Bernie soltó un suspiro.
—Me alegro; me alegro mucho. —Se volvió hacia su hijo—: ¿Por qué no me
esperas en la camioneta, hijo? Enseguida voy.
—Vale, papá.
Bernie esperó a que Rafael se hubiera marchado y se volvió hacia Julia.
—¿Estás... segura de que está bien?
—Hombre —sonrió Julia—, no soy psicóloga infantil, y aun es pronto para saber si
se convertirá en Jack el destripador o en director de la mayor empresa
contaminante. Pero, de momento, ha vuelto a la normalidad de un niño de siete
años.
Bernie soltó un suspiro de alivio.
—Yo también he vuelto a mis cabales. Han sido unos días muy... duros.
—Me lo imagino. —La voz de Julia era firme. Se acordó del despojo de
hombre que había conocido, nada que ver con el vaquero sobrio y trabajador que
tenía ahora en frente.
—Creo que ya podemos dejar de molestarte.
—Ah... —Julia movió la mano. La verdad era que, ahora que Cooper no
estaba, Rafael le hacía compañía y mantenía la oscuridad a raya. Cuando Bernie
venía a buscar a Rafael, se quedaba con la sola compañía de Fred—. Rafael no me
molesta. Para nada...
—De todas formas, tiene que ponerse al día con sus deberes. Ya va siendo
hora de que nos adaptemos a nuestra nueva rutina. De que recuperemos nuestras
vidas. Claro que no podría haberlo hecho sin tu ayuda; nunca podré agradecértelo
lo suficiente. —Los oscuros ojos de Bernie la miraron fijamente—. Te lo debo.
Rafael lo es todo para mí. Me avergüenzo de haberle fallado así; si no hubieras
recogido los trozos rotos, no sé qué habría pasado.
—Oh, no. —Bernie estaba siendo demasiado duro consigo mismo—. No habría
pasado nada. Rafael es muy buen chico, y está claro que eres un padre muy
atento. No ha sido que una mala época, pero todo ha salido bien.
—Gracias a ti —insistió Bernie—. De verdad, no puedo agradecértelo lo
suficiente. —Se pasó la mano por el pelo y volvió a ponerse el Stetson—. Si algún

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

día necesitas algo, lo que sea, sólo tienes que pedírmelo. Muchas gracias de nuevo
y... —Se detuvo al darse cuenta, de pronto, del dibujo que había sobre la mesa—...
¿qué es eso?
—Nada —dijo Julia rápidamente.
—¿Cómo que nada? —preguntó Alice indignada. Le dio la vuelta al papel para
que Bernie pudiera verlo bien—. A Sally se le han ocurrido un par de ideas para
redecorar la cafetería, ¿a que es genial? Vamos a convertirla en un sitio de moda.
—¿Ah, sí? —Bernie examinó el dibujo de Julia con cuidado, y luego echó un
vistazo alrededor de la cafetería, como si la viera por primera vez—. No soy
ningún experto —dijo Bernie—, pero parece que va a ser un sitio agradable.
—Sí, sí que lo será —dijo Alice con orgullo—. Sólo que no conseguimos
decidir dónde meter los helechos.
Bernie se paró a pensarlo.
—Cooper tiene un par de abrevaderos de caballo antiguos. Podríamos
adecentarlos, llenarlos de tierra y clavarlos al suelo. Os los podríamos traer con
un camión cuando queráis. Y en cuanto al trabajo en sí... bueno, yo no soy
demasiado mañoso con el serrucho y el martillo, pero Cooper sí y enseguida
estará de vuelta. Así que podemos ayudaros.
—Eres un auténtico encanto, gracias. —Julia observó la cara de júbilo de
Alice—. Y dale las gracias a Cooper también.
—No hay de qué. Sé que Coop haría cualquier cosa por ti. Y yo también. —Bernie
se llevó la mano al Stetson en una especie de saludo vaquero—. Sally. Alice.
Se marchó, dejando a Julia con la cabeza como un bombo.
Alice no estaba haciéndole caso.
—Dios mío, Sally. —Estudiaba los dibujos de la misma forma en que algunas
mujeres observan el último Vogue—. Son geniales. —Levantó la vista y sacudió la
cabeza maravillada—. Tienes verdadero talento.
—No es más que un boceto —dijo Julia con modestia, volviendo a centrarse
en la decoración. Cuando Bernie mencionó el nombre de Cooper, el corazón le
había dado un vuelco—. A ver, estaba pensando en que podríamos poner la zona de
la cocina aquí... —Julia se detuvo pensando en la cocina y en que una cocina era
donde se preparaba comida para el consumo humano, y en que la persona
encargada de preparar esa comida para el consumo humano iba a ser Alice.
Al parecer, Alice estaba pensando lo mismo.
—La zona de la cocina —dijo sin ningún entusiasmo.
—¿Sabes, Alice? —Julia dejó el lápiz y ladeó la cabeza—. Estaba pensando
que si tu cafetería... tu restaurante... sale adelante y la gente empieza a venir
desde, ehh, Rupert y Dead Horse... bueno, a lo mejor te gustaría centrarte en
hacer de anfitriona y no en la cocina.
—Anfitriona. —Alice esbozó una sonrisa—. Eso me gusta.
—Así que —continuó Julia—, estaba pensando que a lo mejor querrías contratar a
alguien... a alguien que pudiera... ya sabes, encargarse de ese otro asunto.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—¿Te refieres a alguien como... un cocinero? —Alice frunció el ceño.


—Bueno, sí. Estaba pensando que a lo mejor Maisie Kellogg pudiera echarte
una manita con eso. Sus hijos ya no viven en casa y creo que le aceptaría
encantada un trabajo a media jornada.
Alice parpadeó.
—¿Maisie Kellogg?
—Sí.
—¿De cocinera?
—Ajá.
Alice le dio vueltas a la idea mentalmente.
—Hombre, está claro que Maisie Kellogg es una gran cocinera. De pequeños
todos nos peleábamos por llevarnos su tarta de chocolate en el mercadillo que
organizábamos para la Iglesia. Pero no lo sé, Sally. —Alice se removió en su
asiento, como con vergüenza—. La cafetería no da tanto dinero; no podría
permitirme el pagarle a nadie un salario.
—Bueno, ¿y por qué no tratas de hablar de eso con Maisie? —Julia le indicó
el teléfono con la cabeza—. Llámale y háblalo con ella. A lo mejor podéis llegar a
algún tipo de acuerdo, como compartir los beneficios o algo así.
—¿Ahora? —preguntó Alice.
—¿Para qué ibas a dejar para mañana lo que puedes hacer hoy?
Alice se acercó despacito hasta el teléfono y marcó el número. Julia
observó a Alice, apoyada contra la pared y con el cable del teléfono enrollado en
el dedo índice, como la adolescente que había sido hasta hacía poco, y escuchó la
conversación que le llegaba.
—Hola, Glenn. Soy yo, Alice. Bien, ¿y tú? ¿Y qué tal Maisie? Oh, siento oír
eso. —Alice miró a Julia, quien sacudió la cabeza y le dijo en silencio: «Venga».
Alice tomó aire con fuerza y se volvió hacia el teléfono—. Ehh, de todas formas,
¿podría hablar con ella un minuto? Ehh, negocios. Creo. Dile... ah, vale, espero...
Hola Maisie; soy Alice. Escucha, estoy aquí con Sally Anderson, ya sabes, la nueva
profesora de primaría. Y, ehh, estábamos hablando acerca de redecorar la
cafetería. No, no está decidido aún, de momento sólo es una idea... ehhh... y... y
estaba pensando que necesitaría que alguien me ayudara en la cocina. El problema
es que no puedo permitirme... ah. Sí... claro, vale. Hasta ahora entonces. —Alice
colgó el teléfono con cara de sorpresa y se giró hacia una sonriente Julia—. Dice
que viene ahora mismo.
—¿Lo ves? —dijo Julia—. No ha sido tan difícil, ¿a que no? Venga, sigamos
con lo nuestro antes de que llegue Maisie, que luego querréis hablar de negocios
sin tenerme a mí de por medio. —Julia acabó el dibujo de la sala vista desde la
pared del fondo y le añadió un par de abrevaderos, que llenó de plantas—. Dime —
dijo como sin querer, concentrándose en pintar las hojas de los helechos—,
¿crees que Cooper querrá ayudarnos... ayudarte con esto?
—Sí, claro. —Alice ladeó la cabeza con curiosidad—. Venga hombre, si estás

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

por aquí, Coop también lo estará; no hay duda de eso. Oye, Sally ¿de dónde
podemos sacar todas esas plantas? La floristería más cercana está en Dead
Horse y, de todas formas, los helechos no son nada baratos.
Julia terminó el último dibujo y lo admiró en silencio. Carly's Diner nunca se
parecería a eso, pero aun así.
—Alice, entre Simpson y Rupert no hay nada más que helechos y árboles.
—¿Quieres decir que robemos algunos helechos?
—Prefiero pensar que los estamos recolocando en otro sitio —respondió
Julia de inmediato—. De todas formas, el Estado de Idaho tiene toneladas
enteras de helechos. Sólo tenemos que asegurarnos de no cortarles la raíz.
—Robarlos —dijo Alice con admiración—. Nunca se me habría ocurrido.
Tienes una imaginación desbordante, en serio. ¿Cómo lo haces?
—Con astucia —dijo Julia con un suspiro.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 14

Pese a ser la mejor habitación del hotel, no era gran cosa. A lo largo de los
años, el profesional se había acostumbrado a vivir con todas las comodidades. En
una ocasión, durante un trabajillo que llevó a cabo en San Diego, el profesional se
había alojado en el Hotel del Coronado y había celebrado el golpe en la suite
Coronet con una deliciosa botella del champán seco local.
Oyó el gorgoteo del agua en las tuberías cuando encendió la calefacción y el
profesional suspiró. No tenía nada que ver con Coronado.
Fuera llovía y la habitación era fría y húmeda. El profesional no veía el
momento de acabar el trabajo y salir de allí. Tenía todo cuidadosamente
preparado, con tres identidades distintas. El viaje de Sea-Tac a Hawaii. Allí
cambiaría de pasaporte para ir a Ciudad de Méjico, y de Méjico a Kingston con
otro pasaporte más. Una vez en el Caribe, desaparecer no sería muy difícil; el
Caribe estaba lleno de personas «desaparecidas».
El profesional se quedó helado. No podía ser tan fácil, ¿o sí?
Febrilmente, el profesional desenterró el listín telefónico local, que estaba
sobre el tablero de plástico barnizado de pino barato que servía de mesa. Junto
al listín había un bol de plástico con una bolsa de cacahuetes que había caducado
en septiembre.
Echó un vistazo rápido pero concienzudo a los condados y los prefijos
telefónicos le dieron la respuesta: había un prefijo 248 en una zona de Idaho que
correspondía, más o menos, al condado de Cook. Una zona de 3.773 kilómetros
cuadrados.
El profesional consultó el ordenador portátil y el espléndido mapa que se
había descargado del Departamento de Investigaciones Geológicas de los
Estados Unidos; había tres ciudades de tamaño mediano, cuatro pueblecitos y un
puñado de aldeas. Debían de haber metido a Julia en uno de los pueblecitos.
Descartó la zona que había alrededor de Rockville y Ellis, lo que le dejó un
triángulo formado por Dead Horse, Rupert y Simpson.
Vaya, vaya, vaya.
El profesional entrecerró los ojos.
«Ya sé dónde estás, Julia Devaux. Ahora sólo me queda saber quién eres.»

* * *

—¿Qué opinas, Sally? —le preguntó Alice con ansiedad el sábado por la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

mañana, enseñándole unas muestras de color. Melocotón, azul claro y topo.


Alice le había suplicado que le acompañara a Rupert. Julia había aceptado,
reacia, para sorprenderse después de lo bien que lo habían pasado.
Durante el camino de ida, Alice no había dejado de hablar y Julia había
descubierto que a la tercera iba la vencida. En lugar de que el paisaje que había
entre Simpson y Rupert la oprimiera y asustara, esta vez le pareció imponente y
majestuoso.
Cuando entraron en la tienda de Harlan Schwab, éste les saludó con
cordialidad. Aunque al principio se sintió decepcionado de que Julia no estuviera
con Cooper. Su segunda pregunta fue si estaba casada y Julia se quedó
momentáneamente perpleja. ¿Había algún tipo de norma en el Oeste de la que no
se había enterado? ¿Tenías que estar casada para comprar telas? Luego se dio
cuenta de que, como todo el mundo, Schwab estaba tratando de hacer de
casamentero. Por allí sólo había tres canales de televisión y no sabían lo era la
televisión por cable. Estaba claro que, en lugar de ver la televisión, por ahí la
gente se dedicaba a emparejar a los demás. A Julia le costaron sus buenos diez
minutos que Schwab volviera a centrarse en el proyecto de Alice.
—Bueno... —Julia retrocedió tres pasos para verlo mejor. Se llevó una mano
a la mejilla y se fijó más en la reacción de Alice que en las muestras. La joven
canturreaba de emoción y los ojos azules le brillaban con la ilusión de planear su
nuevo local. Parecía una niña pequeña con zapatos nuevos. Julia reprimió una
sonrisa mientras hacía como que se lo pensaba. Pero nada más lejos de la
realidad. El azul cielo de la tela era exactamente del mismo color que los ojos de
Alice—. Yo escogería el azul, y podríamos mezclarlo con un tono crema. ¿Harlan?
¿Tú qué crees?
—Buena elección —dijo Harlan Schwab, sonriéndoles a las dos—. Bien,
chicas, creo que ya lo tenéis todo. Tenéis... —Pasó los paquetes por la caja
registradora—... la pintura, las telas, las plantillas de hojas, un juego completo de
tazas de té y tazas de café. Lo tenéis todo.
Con los comentarios de Cooper acerca de comprar a los locales aún en
mente, Julia había convencido a Alice para que le comprara todo lo que pudiera a
Glenn y luego hicieran el viaje a Rupert para comprar sólo aquello que Glenn no
tuviera. Al parecer, Harlan lo había comprendido de inmediato.
Alice pagó y Julia empezó a recoger los paquetes, pero Harlan las detuvo
con un movimiento de la mano.
—No, no, no, señoritas, no podemos aceptar eso. Decidme dónde tenéis el
coche y cuando vayáis a volveros mi hijo os estará esperando ahí con los
paquetes.
—Harlan, de verdad, no hace falta... —empezó a decir Alice.
—Oh, sí, claro que sí. —Harlan estaba haciéndole ya una seña a un
adolescente fuertote y dijo, sonriendo a Julia—: Coop no me lo perdonaría jamás
si no ayudara a su chica.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

«¿La chica de Cooper?, —pensó Julia—, ¿Lo llevo escrito en la frente o qué?».

* * *

—Ya sé que te dije que quería volver pronto, ¿pero te importaría que
paráramos en la librería un segundo? —preguntó Alice mientras se dirigían al
coche—. Quiero buscar un par de libros de decoración, para coger un par de
ideas, y me gustaría ver si han traído ya el nuevo libro de Mary Higgins Clark.
—Claro —respondió Julia. No tenía nada más que hacer, aparte de volver a
teñirse el pelo esa tarde. Lo había estado retrasando. Odiaba llevar el pelo
marrón—. Siempre me han encantado las librerías.
—No me puedo creer lo extraordinaria que eres. —Alice le pasó la mano por
el brazo mientras recorrían las preciosas calles de Rupert—. Estoy
verdaderamente emocionada con lo que estamos haciendo. Y me encanta venir a
Rupert. Es una pena que Rupert no tenga ningún... ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué? —Alice había pegado tal grito que Julia se volvió de golpe, con el
corazón a mil por hora y preguntándose de dónde vendría aquel nuevo peligro y de
qué se trataría esta vez. Entrecerró los ojos para ver bien la calle, pero no vio
más que aceras desiertas y llenas de geranios—. ¿Qué?
—Mira eso —susurró Alice. Tenía los ojos abiertos como platos y señalaba
con la mano el escaparate de una tienda, donde había un moño morado y azul con
un cinturón blanco y ancho. Estaba hecho de algún tipo de poliéster brillante y
compartía escaparate con un conjunto de motociclista con lentejuelas—. ¿Me
imaginas con eso? Yo sí. Dios, ¿no es maravilloso? ¿Cómo crees que me quedaría?
—Había pegado la nariz al cristal y estaba llenándolo todo de vaho.
«Como un Power Ranger», pensó Julia.
—Alice —dijo con cuidado—, ¿no crees que deberías guardar el dinero para
redecorar el local?
—Ah. —Alice parpadeó, de vuelta a la realidad, y suspiró con fuerza. Se
separó de la ventana y Julia casi pudo oír el «pop»—. Sí, tienes razón —dijo con
pesar, siguiendo a Julia como una niña a la que se separa de una tienda de dulces.
Alice volvió la cabeza para echar un último vistazo al escaparate.
—Venga, Alice —la convenció Julia—. Vamos a ver las revistas de
decoración. Espero que Bob haya recibido la última Metropolitan Home. —Había
agarrado firmemente a Alice del codo, sin dejar de hablarle para distraerla y,
para cuando entraron en El rincón de Bob, Alice parecía haber recuperado el
control. Se fue derechita a la sección de decoración.
Julia se quedó quieta unos segundos, disfrutando del embriagador olor de
los libros. Había estado en la librería hacía menos de una semana, pero estaba
acostumbrada a entrar y salir de las librerías con la misma frecuencia con que
otras personas entraban y salían de la cocina. Sabía que normalmente las
librerías recibían libros dos veces a la semana, así que lo más seguro es que

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

hubiera buena cantidad de libros nuevos desde el sábado pasado. Y, a decir


verdad, el sábado pasado había estado tan distraída con la embriagadora
presencia de Cooper que no había hojeado todo lo que le habría gustado. Alice era
una chica encantadora, pero decididamente no le hacía perder la cabeza como
Cooper.
Tarareando quedamente, Julia se metió entre las estanterías.
Media hora después salió de su trance con los brazos llenos de libros y
habiendo examinado a conciencia los libros que tenía Bob. Para lo pequeñita que
era, la librería estaba muy bien surtida. Si hubiera estado en Boston, habría sido
una de sus preferidas. Puesto que el trayecto hasta Rupert ya no le aterrorizaba,
Julia sabía que su estancia en Simpson, durara lo que durara, sería mucho más
amena ahora.
Además, Simpson no era tan horrible como había pensado en sus momentos
de debilidad. Alice estaba convirtiéndose en una buena amiga, y el proyecto de
decoración la mantendría felizmente ocupada un tiempo. Y estaba Cooper, cómo
no, que la mantenía calentita por las noches y le hacía sentir más orgasmos que
árboles había en Idaho. Y que estaría de vuelta en casa el viernes.
Julia buscó a Alice con la mirada y la vio en la sección de revistas, hablando
con una joven rubia. Alice vio a Julia y la saludó, sonriente. Julia se acercó.
—Ey, Sally. —Alice movió las revistas para dejar una mano libre—. Te
presento a Mary Ferguson. Ella también es nueva por la zona. Vive en Dead
Horse. Mary, ésta es Sally Anderson, nuestra nueva profesora de primaria de
Simpson. Está a unos quince kilómetros de aquí.
—Hola, Mary. —Julia le estrechó la mano—. Encantada de conocerte. —Mary
Ferguson parecía de la edad de Alice, tal vez uno o dos años más, y era también
rubia.
—Hola, Sally. —La joven rubia sonrió—. Es un placer conocer a otro
extranjero. Por lo que se ve, no somos demasiados los que trasladamos aquí. ¿Así
que tú también vives en Simpson? ¿Qué tal es?
Julia lo pensó unos segundos.
—Tranquilo.
—Ah. —Mary parecía abatida—. Eso no es demasiado bueno. ¿No hay juicios
ni divorcios?
—Ehh... —Julia reprimió una sonrisa—. Últimamente no. ¿Buscas pleitos y
divorcios?
—Por supuesto que sí. —Mary sonrió y le tendió una tarjeta—. Si necesitas
asesoramiento legal, soy tu mujer. —Julia vio que Alice tenía una tarjeta igual en
la mano.
Con curiosidad, Julia la examinó. Estaba hecha con cartón barato y llevaba
impreso: «MARY FERGUSON. ABOGADO».
—No viene la dirección —dijo Julia—. Sólo hay un número de teléfono.
—Es un servicio de secretaría que hay en Dead Horse. En cuanto tenga uno o

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dos clientes, conseguiré una oficina. Mientras tanto vivo en una habitación de
alquiler. Acabé los estudios de derecho este verano y no quería ponerme a
trabajar en el despacho de abogados de mi padre. Tiene uno en Boise y siempre
supuso que... bueno, supongo que pensó que iba a querer trabajar
automáticamente con él. Pero si empiezo directamente con él, jamás sabré si de
verdad soy buena o no; así que decidí establecerme por mi cuenta. Aunque en mi
curso se graduaron más abogados que nunca y no hay forma de establecerse allí.
Así que me decanté por hacer un estudio geográfico para ver dónde había menos
abogados... ¡y aquí estoy! Claro que... —añadió con pesar— empiezo a comprender
por qué hay tan pocos.
—Hombre, es... —Julia no sabía qué decir—... es... has hecho un estudio muy
original.
—Eso fue lo que me dijo mi padre —dijo Mary con desánimo—. Sólo que usó
la palabra «estúpido» en lugar de «original».
—Yo también estoy abriendo un negocio nuevo —dijo Alice—. Aunque no
tengo tarjetas. —Vio la mirada de Julia y añadió—: Aún.
—¿Ah, sí? —Mary miró a Alice con simpatía—. ¿Qué tipo de negocio?
—Una cafetería-bar —dijo con orgullo—. Y dentro de poco la inauguraremos.
A lo mejor para la próxima reunión de la Asociación de Mujeres de Rupert.
—¿Hay una Asociación de Mujeres de Rupert? —Mary se animó y sacó una
agenda enorme del bolso. Sacó un boli y escribió cuidadosamente en una de las
páginas—. Asociación de Mujeres de Rupert —dijo mientras iba escribiéndolo, y
luego levantó la vista—. Eso es genial. Me uniré de inmediato. ¿Quién sabe?, a lo
mejor alguna quiere divorciarse. O tal vez hayan atropellado a alguien y quiera
presentar cargos. ¿Sabes cuándo es la próxima reunión?
—Oh —dijo Alice despreocupadamente—. En los próximos diez días, pero no
sé bien cuándo.
—Bien, creo que podré ir. —Mary empezó a pasar páginas de la agenda con
gesto de importancia. A Julia le hizo gracia ver que la mayoría de las hojas
estaban en blanco—. ¿Con quién debería hablar?
—Karen Lindberger. Aparece en el listín telefónico de Rupert.
Mary escribió diligentemente el nombre en la agenda y luego elevó la vista
hacia Alice.
—¿Y cómo se va a llamar tu nuevo restaurante?
—Carly's... no. —Alice se mordió el labio y miró a Julia con ojos suplicantes
—. No quiero ponerle el mismo nombre. ¿Cómo podemos llamarlo?
—Hombre, no es difícil —dijo Julia—. Me parece obvio el nombre. —Tarareó
las primeras estrofas de El restaurante de Alicia y miró a Alice y Mary con
expectación.
Se encontró con dos rostros inexpresivos.
Julia sabía que cantar no era lo suyo. Volvió a tararear las estrofas y
suspiró cuando las sonrisas de las dos chicas empezaron a torcerse. La miraban

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

como dos confusos perrillos rubios. Hombre, eran más jóvenes que ella y estaba
claro que no compartían su afición por las películas antiguas. No tenían ni idea de
cuál era la canción. Julia se sintió de pronto mayor.
—Vaaaaa-leeeee —suspiró—. ¿Qué te parece... qué te parece... Out to
Lunch?
—Comer fuera. —Los ojos de Alice brillaban—. ¡Es genial! —Sólo le faltó
ponerse a aplaudir como loca—. Oh, Sally, eres tan lista. ¿Cómo se te ocurren
esas cosas?
—Práctica —dijo Julia.

* * *

La pistola no era importante, pero la cámara sí.


No se necesitaba la Magnum 44 de Harry el Sucio para hacer salir a Julia
Devaux. Cualquier especial del sábado por la noche era más que suficiente. Dos
horas después de aterrizar en el aeropuerto de Boise, el profesional había
comprado, con total legalidad, una Smith and Wesson 60. Era pequeña, tenía un
cañón de cinco centímetros y sólo llevaba cinco balas, pero no estaba mal. Con dos
disparos bastaría.
Había comprado la pistola con una de sus identidades falsas. Las balas
acabarían en el laboratorio de balística, localizarían el arma y lo asociarían a esa
identidad. El profesional había creado un personaje imposible de rastrear, con un
historial de crédito entrecruzado, una educación excepcional e incluso un par de
premios por servicios públicos concedidos por las Cámaras de Comercio de dos
estados diferentes. El profesional se lo había pasado en grande con las
citaciones.
Los polis se volverían locos buscándole.
Y para cuando el primer funcionario mal pagado del laboratorio examinara
las balas, el profesional estaría tomándose un margarita helado en la terraza de
su casa de la playa.
No, la pistola no tenía ninguna importancia. Lo importante era la cámara.
Tras pensarlo detenidamente, el profesional había puesto una Hasselbald 35mm
que estampaba automáticamente la fecha y la hora a lo que grababa. Eso sí que
era importante.
Santana era un animal, y cuando dijo específicamente que quería la cabeza
de Julia Devaux, eso era exactamente lo que quería. El profesional podía
imaginarse a Santana en algún garaje, recién sacado de prisión y regodeándose
con la cabeza de Julia Devaux. Probablemente haría que se la enmarcaran.
Pero no había forma de que el profesional viajara por el mundo
transportando una cabeza humana. Así que necesitaba algo más para convencer a
Santana de que había hecho el trabajo.
El profesional lo había planeado todo, hasta el más mínimo detalle. Primero

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

le dispararía al hombro para incapacitarla, le haría unas fotografías con fecha.


Luego, pondría la cámara en automático mientras ponía la pistola junto a la
cabeza de Julia Devaux y apretaba el gatillo. Y la fotografía final.
«Un primer plano de la cabeza, —pensó el profesional con satisfacción—. Me
gusta».

* * *

Cooper estaba verdaderamente enfadado cuando, el domingo por la tarde,


llegó a Carly's Diner. Había sido una semana espantosa.
Sí, había hecho un montón de negocios y había comprado quince potros muy
prometedores, pero no había estado ni un sólo minuto solo. Se había levantado al
amanecer cada mañana para ver las sesiones de entrenamiento, había estado todo
el día ocupado con la conferencia anual y todas las noches había salido a cenar,
hablando de negocios hasta muy tarde. El único momento que tenía libre, para
llamar a Sally, era a primera hora de la mañana, que para ella eran las 3 de la
madrugada.
Después, una mierda de tormenta había obligado a retrasar el vuelo hasta el
domingo por la mañana. Cooper se pasó el día con gesto sombrío, pasando de un
aeropuerto a otro y con una sola idea en la cabeza: volver a casa y ver a Sally.
La había echado muchísimo de menos. Las noches habían sido la peor parte;
se había pasado las noches permanentemente empalmado pensando en ella,
deseando con toda su alma estar con ella.
Bernie le había mantenido al tanto por e-mail de lo que pasaba en el pueblo.
Le había contado que Sally estaba ayudando a Alice a redecorar la cafetería y
que Sally, Alice, Chuck, Matt, Glenn y Maisie llevaban todo el fin de semana
trabajando en ello. Cooper había contestado al e-mail indicándole a Bernie que
mandara a echar una mano a todos los hombres de los que pudiera prescindir, y
que quitaran los viejos abrevaderos de caballos, los limpiaran, los llenaran de
tierra y se los llevaran.
Pero se había maldito una y otra vez por no estar allí ayudando. Por no estar
allí con Sally.
Por fin, a las cinco de la tarde, Cooper llegó al rancho. Se pegó una ducha
rápida y se cambió de ropa antes de salir escopetado hacia Simpson,
sobrepasando todos los límites de velocidad. Claro que tampoco importaba,
porque nadie podía arrestarle; Chuck estaba en el local, ayudando.
Para cuando llegó a Carly's ya eran más de las seis.
Y ahí estaba.
La mirada de Cooper se fue directa a la alta escalera que había en una
esquina. Sally estaba subida en el último escalón y alzaba las manos para llegar a
la esquina superior. Estaba haciendo algo complicado con un rodillo; Cooper no
estaba seguro de qué era, pero el efecto era maravilloso. Las paredes estaban

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

pintadas con motas de color azul claro y blanco, como si fuera el interior de un
huevo de petirrojo. Alrededor de la pared, cerca del techo, habían estampado
unas hojas muy bonitas de color verde. Si se lo hubieran tratado de describir con
palabras, probablemente no lo habría comprendido, pero quedaba muy bien.
Sally había llenado su mente y sus sueños durante su estancia en Kentucky,
y no se trataba sólo de una obsesión sexual. Fuera lo que fuera, era real porque el
corazón se le puso a mil en cuanto la vio. Iba vestida para faenar: pantalones
vaqueros desteñidos y una camiseta vieja, pero nada de eso podía ocultar las
esbeltas y elegantes líneas de su cuerpo. La deseaba con una intensidad feroz,
pero no se trataba sólo de eso.
Criaba caballos, y lo sabía todo acerca de la atracción sexual que las
hembras tienen en el macho de cualquier especie, ya sea animal o humano. Hacía
más de dos años que no se sentía atraído de esa forma, pero era algo tan fuerte
como lo que había visto en los sementales. Así que sí, era sexo, pero también
había algo más. Mucho más.
Quería follársela, pero no se quedaba ahí la cosa. Quería tenerla siempre a
su lado; quería contarle cómo le había ido la semana. Quería que le redecorara la
casa; joder, quería que le redecorara la vida entera, como estaba haciendo con la
cafetería de Alice. Había algo diferente en el ambiente de la cafetería ya. La
tristeza que había reinado en el ambiente había desaparecido. Era un milagro. La
polvorienta y vieja cafetería que había conocido desde siempre había
desaparecido.
Y menos mal. Ya no recordaba la cantidad de ardores de estómago que había
tenido gracias a Carly y a Alice. Si Maisie Kellogg iba a hacerse cargo por fin de
la cocina, todos ganarían y nadie correría el riesgo de envenenarse.
Alice se movía por ahí como un colibrí, contenta y feliz; Chuck estaba
ocupado clavando clavos en un tablero de madera que sujetaba Matt; Loren y
Beth estaban secando platos; y Cooper se alegró de ver que Bernie y sus hombres
estaban ayudando. Rafael y Fred revoloteaban con cara de felicidad, estorbando
a todo el mundo.
Y todo gracias a Sally.
Cooper la observó, subida a la escalera, y se le removió el alma entera porque
sabía que Sally también le estaba transformando a él. Estaba haciendo con él lo
mismo que con la cafetería: convirtiéndolo en alguien mejor y más alegre.
Cooper se quedó un momento allí, de pie, tratando de controlar todas las
emociones, desconocidas para él, que le embargaban. Eran claras, fuertes y
completamente nuevas. Todo él era completamente nuevo.
Sally le había arreglado.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 15

Cuando Julia se cansaba de pintar, le bastaba con pensar en Cooper para


retomar fuerzas, imaginándose que le estaba pintando a él.
Estaba sorprendida de lo mucho que había echado de menos a Cooper.
Las noches eran la peor parte. Para su sorpresa, echaba de menos el sexo.
Julia nunca se había visto como una mujer especialmente sensual, pero unas
cuantas noches con Cooper le habían demostrado que no tenía ni idea de la
rapidez con que se podía acostumbrar uno al buen sexo.
Ni siquiera al buen sexo, la verdad. Cooper no era demasiado dado a los
preliminares y prefería ir directo al grano. Tampoco importaba. A su cuerpo no le
podía importar menos. Desde el mismo instante en que empezaba a moverse
dentro de ella, Julia empezaba a experimentar el orgasmo. Era como si le tocara
algún punto erótico y pudiera tener un orgasmo detrás de otro. Santana, el
peligro que le amenazaba, Simpson... todos sus problemas desaparecían de su
mente con los orgasmos.
Cuando estaba con Cooper no podía pensar en nada que no fuera el placer
salvaje y asombroso que le proporcionaba. Aquellas últimas noches sin él habían
sido espantosas. Se había pasado las tardes merodeando sola por su casita,
incapaz de ponerse a hacer nada y esperando con horror a que llegara la hora de
irse a la cama. La hora de dormir era lo peor. Había tenido pesadillas todas y
cada una de las noches. Se despertaba hacia las tres de la madrugada con el
corazón desbocado, desorientada, con la boca seca y aterrorizada.
Las noches era cuando más echaba de menos a Cooper, tanto que casi le
aterrorizaba más que las pesadillas: daba miedo desear a alguien así.
«Volveré el viernes», le había dicho. «¡Ja!», pensó metiendo de golpe el
rodillo en la pintura y deteniéndose al ver que estaba salpicándolo todo.
Llevaba esperando a que Cooper llegara, ansiosa, desde el viernes por la
tarde, cuando Alice, Maisie y ella habían empezado a planearlo todo. Cada vez que
la puerta del local se abría, levantaba la vista esperando verle, pero se llevaba
siempre una decepción, Bernie, Chuck, Glenn, Loren, Matt e incluso Fred habían
atravesado el umbral. Cada vez que se acercaba un hombre, el corazón le daba un
vuelco. Pero enseguida se le caía el alma a los pies.
Durante todo el día del sábado, mientras trabajaban en el local, había
estado en un estado de constante expectación, excusándole mentalmente.
Se había girado un millón de veces hacia Bernie, deseando hacerle la
pregunta que tenía en la punta de la lengua: ¿dónde está Cooper? Pero le daba

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

vergüenza y, de todas formas, no quería escuchar la respuesta. ¿Qué pasaba si le


decía: «Coop está ya en el rancho, pero está demasiado ocupado para venir al
pueblo»?
De todas formas, ¿qué tenía Cooper que le hiciera tan especial? ¿Por qué le
importaba tanto? No era guapo y, decididamente, tampoco encantador. Era...
—¿Cooper? —susurró. Estaba pintando la última parte del zócalo, la de la
esquina y de pronto ahí estaba, al pie de la escalera... como si el pensar en él le
hubiera hecho aparecer de repente de la nada.
Parecía serio, como siempre. Se lo quedó mirando detenidamente unos
segundos, maravillándose con sus rasgos.
La pintura estaba goteando, destrozando con ello el trabajo de toda la
tarde. Se lanzó a coger las gotitas azul claro que caían y perdió el equilibrio. La
escalera se tambaleó y sintió que se caía.
—¡Cooper! —gritó.
—Aquí estoy. —Su voz era baja, profunda y tranquila; estiró el brazo y la
agarró de la cintura, con suavidad pero con firmeza. Julia soltó el rodillo y dejó
que cayera al suelo, aferrándose instintivamente a la ancha espalda de Cooper.
Con la misma facilidad con que bajaría una lata de café de la estantería, la
levantó de la escalera y dejó que resbalara lentamente a lo largo del cuerpo.
Julia podía sentir su fuerza penetrar en todo su cuerpo. Era como si el
mundo, el universo, se hubiera detenido de pronto y Cooper y ella fueran los
únicos seres vivos sobre la faz de la tierra. Su rostro ocupaba todo el campo de
visión de Julia, quien le soltó muy a su pesar cuando tocó el suelo con el pie. Se
agarró a su brazo en busca de equilibrio.
De pronto, todo pareció cobrar sentido, como si la piececita de su corazón
que faltaba hubiera aparecido de pronto. Era inescrutable, impasible y silencioso,
y ella llevaba ocho días esperando impacientemente a que llegara. Con un
sobresalto casi de dolor, se dio cuenta de que se estaba enamorando de Cooper.
—Has vuelto —dijo tontamente y casi sin respiración.
—Sí.
Trató de averiguar qué pensaba, pero fue incapaz. Lo único que veía era que
estaba profundamente emocionado, pero no conseguía descifrar por qué. Le
brillaban los ojos.
—¿Cuándo has llegado?
—Hace menos de una hora.
—Creí... creí que habías dicho que volvías el viernes. —Julia sabía que
debería soltarle el brazo y retroceder un poco, pero no conseguía hacerlo.
—Tenía una reunión. Cancelaron el vuelo. Me ha costado mucho volver.
—Bueno, me... me alegro de que hayas vuelto.
La mandíbula se le tensó.
—Y yo de estar aquí.
—Estamos redecorando esto, ¿lo sabías?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Eso me habían dicho. Bernie me mandó un e-mail.


Julia esbozó una sonrisa. Casi se le había olvidado la lacónica forma en que
hablaba Cooper.
—Has debido de dejarte los pronombres en Kentucky —dijo.
—Puede. —Uno de los laterales de la boca de Cooper se torció en una sonrisa.
«Es curioso, —pensó Julia—, nunca me había fijado en lo bonita que es su boca».
Apretó las manos y se la quedó mirando unos minutos, paseando la mirada por sus
rasgos hasta quedarse fijo en su boca. Luego inclinó la cabeza poco a poco.
Julia podía sentir el calor corporal de Cooper sobre su cuerpo, podía sentir
los brazos de él bajo sus manos, sus fuertes muslos a la altura de los de ella.
Julia empezó a cerrar los ojos y se puso de puntillas.
—¡Uff! —Fred se abalanzó sobre Cooper, haciendo que Julia perdiera el
equilibrio; de no ser por los rápidos reflejos de Cooper, habría caído al suelo.
Fred meneaba el rabo feliz, ladrando y tratando de lamerlos a los dos.
Media docena de personas les miraban con interés. Al ver la mirada de
Cooper, Chuck carraspeó y se giró, y el resto de los espectadores con él.
—A lo mejor deberías marcarla, Coop —le dijo Bernie con una sonrisa—. Así
nadie se confundiría. —Levantó las manos ante el gruñido de Cooper—. Ey, es sólo
una idea, jefe. Sólo una idea.
—Venga, querida —le dijo Maisie a la sorprendida Julia—. Lo que necesitas
es una buena taza de café y mi brownie especial de chocolate doble. —Condujo a
Julia a la cocina, que la siguió con piernas de goma y sabiendo que necesitaba
azúcar para que la sangre volviera a llegarle a la cabeza.

* * *

Sydney Davidson metió un dedo en el agua templada de la vieja y oxidada


bañera y, con un gemido, puso los ojos en blanco. Se estremeció. ¡Joder, qué frío
hacía en Idaho! Pensó con pesar en su casa de Virginia y su recién estrenado
jacuzzi.
Claro que los muertos no necesitaban un jacuzzi, se recordó a sí mismo.
No era la primera vez que Sydney Davidson se arrepentía. Se lamentaba de
que le hubiera tentado el dinero, de haber desperdiciado sus años de estudio de
bioquímica. Se arrepentía de que su vida se hubiera desviado tanto.
Aun ahora, apenas podía creer lo fácil que había sido caer. Un par de
favores poco significativos, como, por ejemplo, unos cuantos fármacos de recreo
para un par de fiestas, a cambio de poder usar un apartamento en Vail un par de
años después. Más favores luego, algo más sustanciales esta vez, y un Lexus
nuevecito a cambio. Y, de pronto, pasaba más tiempo inmerso en sus... actividades
extra curricular es que en el trabajo en sí, mientras el dinero no dejaba de
lloverle. Y entonces todo se había descontrolado y ahí estaba, arruinando su vida.
Aun así, una vieja bañera era mucho mejor que un ataúd. Le estaban dando

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

una segunda oportunidad y por Dios que, esta vez, iba a hacerlo bien.
Cuando todo este lío hubiera acabado, y una vez hubiera testificado, se... se
dedicaría a hacer buenas obras.
No del todo seguro de qué englobaban las buenas obras, Davidson reflexionó
sobre cómo podría hacer borrón y cuenta nueva. Y lo único que se le vino a la
mente fue la Cruz Roja. «¡Sí!», pensó con emoción. Los trabajadores de la Cruz
Roja eran almas delicadas que recorrían el mundo en busca de vidas que salvar.
Seguro que se trataba de un trabajo estresante; seguro que necesitaban un poco
de ayuda para luchar contra todas esas riadas, terremotos, hambrunas y guerras.
«Veamos, —pensó—, podría prepararles un cocktailcito que les hiciera sentir
mejor. Unos miligramos de desipramina y phenylethytamina para el estrés, una
pizca de serotonin e inhibidores para sentirse mejor y olvidarse de toda esa
fealdad. Con eso bastaría».
Abrió el grifo del agua caliente un poco más. Mientras Davidson pensaba
felizmente en una forma mejor de ejercer de bioquímico, un sensor minúsculo e
indetectable salvo con un microscopio de electrones hizo que un semiconductor
pasara a ser conductor, en lugar de insulador. Un cable con corriente que había
sido deshilachado con tal cuidado que ni el microscopio más potente podría
detectar que se había hecho a propósito, se zambulló inmediatamente en la
caldera.
Cuando Sydney Davidson se sumergió por fin en el baño de agua caliente, la
corriente le paralizó el corazón, le hirvió la sangre de las venas y frió uno de los
cerebros farmacéuticos más brillantes de nuestro siglo.

* * *

—Bueno —dijo Beth una hora después, apoyando las manos en las caderas—.
Esto ya es otra cosa. —Miró a su alrededor con gesto de aprobación, observando
los cambios que se habían hecho en las últimas cuarenta y ocho horas en Carly's
Diner; ahora ya, oficialmente, Out to Lunch.
Julia miró a su alrededor también, aunque estaba más concentrada en
Cooper. Cada vez que se daba la vuelta, ahí estaba, dándole un cepillo, mezclando
la pintura por ella o, por lo general, volviéndola loca de deseo. Había conseguido
cogerle de la mano, tocarle la nuca y pasarle una mano por la espalda hasta que se
sintió sensibilizada, casi magnetizada por su presencia. Sentía su presencia por la
forma en que se le erizaba el pelo de la nuca.
—Hmm —respondió como en un sueño. Cooper estaba justo detrás de ella y
podía sentir el calor de su cuerpo. Julia estaba intentando hacerse la
indiferente, pero le estaba costando tanto no recostarse sobre él que temblaba.
Beth le dio un codazo suave en las costillas.
—¿Qué te parece, Sally?
—¿Quién? —Era como si tuviera el cerebro embotado—. ¿Qué?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—La cafetería... o, más bien, el restaurante —dijo Beth con paciencia—.


¿Qué te parece?
—Yo... —Julia miró a su alrededor e intentó centrarse.
Habían hecho ya la mayoría del trabajo. Las paredes estaban pintadas, los
mostradores listos y los helechos plantados. Todo olía y parecía fresco y nuevo.
La irregular capa de pintura y las mesas ligeramente ladeadas pasaban
totalmente desapercibidas. Alice se había pasado con los helechos y Julia no
pudo evitar pensar que los clientes en potencia iban a tener que venir armados
con machetes. Aun así, tenía cierto encanto.
—Es genial —dijo.
—Bonito. —La voz de Cooper resonó a su espalda, provocándole un
escalofrío. Julia respiró hondo para calmarse.
—¿Crees que podrías hacer algo con nuestra tienda? —le preguntó Beth a Julia.
—¿Con vuestra... tienda? —preguntó ésta con los nervios a flor de piel. Cooper se
había acercado un poco más. Le puso una mano en el hombro y el pulso se le
desbocó.
—Sí, ya sabes... modernizarla o algo así. —Beth movió la mano—. Esto ha quedado
tan bonito...
Julia vio en los ojos de Beth la misma mirada que había visto en los de Alice y,
pese a que Cooper estaba distrayéndola, le interesó el asunto.
—Bueno...
—¿Sí? —dijo Beth con entusiasmo—. ¿Qué me dices?
—No estoy muy segura de que debáis modernizaros. A lo mejor deberíais
convertir la tienda en una de esos emporios maravillosos y pasados de moda,
como los de las películas. Podríais volver a pintar el mostrador y poner vidrieras
de cristal dentro, para enseñar la mercancía. Y podríais meter los productos en
barriles y botes. Y luego...
—¡A ver, chicos! —Chuck dio un par de palmadas con fuerza—. Dejad todos los
picos y las palas en el suelo; ya va siendo hora de salir de las minas. Maisie nos ha
preparado a todos un auténtico manjar.
Hubo un alboroto para ver quién llegaba antes a las mesas de caballete que había
junto a la pared. Julia se encontró de pronto junto a una de ellas, luego Glenn le
puso un plato en las manos y cogió un palillo.
—Oh, Dios —dijo, y cerró los ojos. —Está bueno, ¿eh? —preguntó Glenn con
orgullo.
—Maravilloso —dijo con veneración, y volvió a morder el pollo al curry—. Si es una
muestra de las dotes culinarias de Maisie, el restaurante va a ser un auténtico
éxito.
—Para mí ya lo es —dijo Glenn sonriendo—. Ha hecho que Maisie saliera de
la cama y volviera a mostrar interés por algo. Si el restaurante no consigue
clientes, soy capaz de pedir cuarenta comidas al día para mantenerlas ocupadas.
Sólo con volver a ver a Maisie sonreír, me merece la pena.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Sí. —Julia observó a Maisie, que servía platos de comida a todo el mundo
con entusiasmo.
—Tengo que agradecerte esto —dijo Glenn.
—No veo por qué —respondió Julia sorprendida—. Yo no he cocinado nada,
ha sido Maisie...
—No me refiero a eso. —Glenn movió la mano con impaciencia—. Me refiero
a que eres quien le dio la idea a Alice para que redecorara el lugar y llamara a
Maisie. Tanto Chuck como yo estamos muchos más agradecidos de lo que se pueda
expresar con palabras. Si algún día necesitas algo, cualquier cosa, cuenta con
nosotros.
—Oh, no, de verdad. —Sintió que se ponía colorada—. No he hecho nada... —
Se le quebró la voz.
Cooper estaba en la puerta de entrada. Uno de sus hombres, uno alto y
larguirucho que se llamaba Sandy, le había llamado para que saliera. Tenían
problemas para colgar el cartel y Cooper había desaparecido. Ahora volvía a estar
ahí, más largo que la vida, quitándose los guantes de trabajo y escrutando la
habitación con sus ojos negros hasta que la vio. Sus miradas se encontraron. Julia
sintió que le recorría una oleada de emoción y el cuerpo se le tensó, anticipando
lo que vendría después.
Cooper empezó a atravesar el restaurante y Glenn cogió al vuelo el vaso que
se le había resbalado a Julia de los nerviosos dedos. Volvió a dejarlo encima de la
mesa, con cara de póquer.
—Ehh... tengo que ir a hablar con alguien —dijo Glenn—. Sobre algo. Ahora te veo.
—¿Qué? —Julia se volvió hacia él sin verle—. Ah, vale. Claro, está bien.
«Es magnífico», fue todo lo que pudo pensar Julia al ver que Cooper se le
acercaba despacio, bloqueándole la vista del resto. Su expresión era dura, como
siempre. Quería tocarle la cara, tratar de borrarle esas arrugas de expresión y
acariciarle la dura y preciosa boca con el dedo.
Cooper se le acercó tanto que tuvo que ladear la cabeza.
—Ven conmigo —le dijo—. Ahora.
—Sí, Cooper —susurró Julia, dejando el palito de pollo encima de la mesa.
Cooper la tomó de la mano y se la llevó por la puerta, hacia la camioneta negra.
—¿Dónde vamos? —preguntó Julia.
Cooper prácticamente la metió en volandas en la camioneta, se subió y salió de allí
chirriando ruedas.
—A tu casa —le dijo con firmeza—. Esta vez vamos a hacerlo bien. Vamos a follar
toda la noche.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 16

—Otro menos. —Aaron Barclay colgó el teléfono con fuerza y se volvió hacia su
jefe.
—¿Otro qué? —Davis mordisqueó la pizza helada y dura como una piedra. La
cafetería cerraba los domingos y, de todas formas, ya eran más de las once de la
noche. Las reducciones de personal habían sido una putada; Barclay y él se habían
visto obligados a hacer horas extras.
—Testigo. En Idaho.
—Jesús. —Davis tragó la pizza con dificultad—. Ya van dos.
—En dos días —asintió Barclay.
—¿Quién ha sido?
—Ni idea. A ver. —Barclay abrió un archivo de su ordenador y tecleó rápidamente
un par de datos—. Aquí está. El tipo se llamaba Sydney Davidson. Trabajaba en
Sunshine Pharmaceuticals. Le habíamos cambiado el nombre a Grant Patterson y
estaba en un sitio llamado Ellis. Ellis, Idaho.
—¿Asesinato?
—Accidente.
Davis resopló.
—Bueno... —Barclay hizo una mueca—... Te cuento. Nuestra gente de Boise
fue a... —Volvió a mirar la pantalla del ordenador—... Ellis. La policía local decía
que había sido un accidente, pero se llevaron a nuestros hombres de apoyo.
Perder a dos testigos, en dos días no es moco de pavo. Pero al parecer, fue un
accidente. Los cables de la casa no estaban bien. Hubo un cortocircuito y le pilló
metido en la bañera. Murió inmediatamente. Tanto los locales como los federales
lo han repasado una y otra vez, pero no han encontrado nada raro. Y nosotros
tampoco.
—Bien, pues que nuestros hombres vuelvan a repasarlo todo con pies de
plomo. Perder a dos testigos así... —Davis frotó con enfado una mancha de grasa
que tenía en la corbata—... Esto empieza a parecer de broma. Dime... —Davis
levantó la vista de golpe—... ¿A cuanto está Ellis de donde metimos a Julia
Devaux? —Devaux era, sin duda alguna, la testigo protegida más valiosa de esos
momentos.
—No muy lejos.
—¿Mismo código postal?
—Sí. —Barclay parecía resignado. Los dos se habían opuesto a la decisión de
organizar los archivos por código postal.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

A Davis se le erizó el pelo de los brazos.


—Sácala de ahí —dijo tranquilamente—. Sácala de ahí ahora mismo.
—Pero... jefe. —Barclay se removió incómodo y señaló el nuevo manual de
reglamentos—. Reglamento 5: «Prohibidos los gastos innecesarios». Cuesta más
de cincuenta mil dólares trasladar a un testigo y tenemos que justificarlo. Si
nuestra gente dice que Devaux no corre peligro y, aún así, la sacamos de ahí, nos
cortan los huevos.
—¡Joder! —Davis golpeó el manual de reglamentos—. ¡No sé cómo ni quién,
pero alguien tiene el archivo! Tienen que tenerlo. A lo mejor lo sacaron cuando
estuvimos pasándolo a CD, hace un par de semanas. ¿Te acuerdas? Tuvimos algún
tipo de fallo en el sistema. Bien, pues alguien debe de haberse metido en nuestro
sistema. ¡Y está deshaciéndose de todos los que estaban en ese archivo! Tenemos
que sacar a Devaux de ahí.
—Jefe, deja que haga el papel de abogado del Diablo. Dios sabe que ella lo
haría. —Barclay miró hacia el techo y los dos supieron que se refería a la nueva
directora. Levantó un puño y Davis no pudo evitar pensar en lo sucio que estaba—.
Primero —dijo Barclay, subiendo un dedo sucísimo y sin uña casi—. Por poco
improbable que parezca, la policía, los federales y nuestra propia gente han
determinado que ambas muertes han sido accidentales.
—Oh, la poliiii-cíííííía...
—Espera. Segundo. —Otro dedo—. Se ofrece una recompensa de dos
millones de dólares por la cabeza de Julia Devaux. Y las noticias al respecto han
atravesado el país unas tres o cuatro veces; a saber cuántos mequetrefes y
profesionales han respondido a la llamada. ¿De verdad crees que alguien lo
suficientemente inteligente como para penetrar en nuestras redes y descubrir
dónde tenemos a Devaux está ahí fuera ahora mismo, eliminando una por una a las
personas de ese archivo en... qué... orden alfabético? Por cargarse a Abt y
Davidson ha debido de llevarse un par de cientos, como mucho. ¿De verdad crees
que dejaría a Julia y los dos millones en último lugar? ¿Tiene sentido eso?
Visto así, no.
—Y en cualquier caso —continuó Barclay—, hemos vuelto a codificar todos
nuestros archivos con un código de 240-bit. Nadie va a entrar ahí, jefe.
Davis se mordió los labios, pensando con fiereza. Por lo general, se fiaba del
instinto de Aaron Barclay.
Pero Barclay no parecía estar demasiado bien últimamente. Tenía unas
espantosas ojeras bajo los ojos. Davis observó a Barclay, que tamborileaba
nerviosamente sobre el manual. No parecía en buena forma.
—Pero tú decides, jefe —dijo Barclay.
—Así es. —Davis suspiró, despidiéndose mentalmente de un tranquilo día de
Acción de Gracias—. Y voy a hacer caso a mis instintos. Vamos a sacarla de ahí.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *

Estaba temblando. Cooper casi podía sentir vibrar el aire del lado del copiloto.
Mierda. Estaba comportándose como un animal. Hacía una semana que se había
ido, no la había llamado siquiera y ahí estaba, llevándosela corriendo a la cama.
Tenía que tener mucho cuidado. Había una larga hilera de mujeres
atractivas que habían dejado a los hombres Cooper por mucho menos que eso. En
sí ya era un jodido milagro. Necesitaba aferrarse a ella. Poco importaba que se
estuviera muriendo por metérsela, ahora mismo debía comportarse mucho mejor
que eso.
Cooper se inclinó en la oscura camioneta y la besó, aferrándose con fuerza
al volante para no caer en la tentación de tocarla. Fue un beso suave y dulce. Los
labios de ella se curvaron bajo los suyos y le rodeó la barbilla con su manita.
—Entremos —le susurró contra la boca.
—Vale. —Suspiró. No le había metido la lengua, sus labios apenas habían
rozado los de ella, pero en el aliento de Sally podía oler el brownie de chocolate
que Maisie les había dado.
Cooper apretó la mandíbula al ayudarle a bajar de la camioneta y vio que se
estremecía. No llevaba más que una camiseta puesta, y hacía un frío de demonios.
Había tirado de ella con tanta prisa que no le había dado tiempo de coger su
abrigo, Se desabrochó rápidamente la cazadora y le envolvió los hombros con ella.
Le brindó una sonrisa enorme, como si acabara de llenarla de rubíes.
—Gracias.
Jesús. Le estaba dando las gracias, en lugar de quejarse de lo gilipollas que
era. Se aclaró la garganta y le pasó un brazo por los hombros.
—No hay de qué. Vamos dentro, hace un frío horrible aquí fuera.
Empezaba a nevar. En Simpson, todo el mundo estaba en la cafetería. La
calle de Julia era oscura y silenciosa. Era como sí estuvieran solos en el pueblo,
en el estado, en el mundo.
Una vez dentro, Sally encendió la luz y le miró.
—¿Te gusta? —preguntó, sacudiendo la nieve del abrigo.
Cooper estaba confuso. ¿Que si le gustaba qué? ¿Ella? ¿Qué cojones quería
decir? Claro que si... luego miró hacia donde miraba ella y abrió mucho los ojos.
La casita destartalada y triste se había transformado por completo. Había
pintado las paredes de color crema, había hecho unas preciosas cortinas color
crema y rosa y había usado esa misma tela para hacer un mantel. El sofá de
espantosos colores chillones estaba ahora cubierto por una tela en tonos amarillo
claro que había atado de manera artística a los lados. Cooper reconoció algunas
de las cosas que había comprado en Schwab con él, aunque jamás se habría
imaginado que pudieran cambiar tan dramáticamente una habitación.
—Está fenomenal. —La abrazó con más fuerza—. Eres una auténtica maga.
—No, sólo me gusta sacar lo mejor de cada cosa.

- 185 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Desde donde estaba, Cooper veía sus largas pestañas, las delicadas mejillas
y la piel cremosa. Le cortaba la respiración. No era una maga, sino una bruja, y le
tenía completamente embrujado.
De pronto, toda esa semana que había pasado solo, sin Sally, le pareció el
peor calvario al que hubiera estado sometido nunca. No habría podido soportarlo
ni un minuto más.
—Tenemos que ir a la cama —dijo con voz pastosa—. Ahora.
—¿Ahora? —preguntó sonriendo.
Cooper asintió.
—Supongo que va a ser una de esas veces —dijo suavemente.
Una de esas veces en que la desnudaba y se la metía en cuanto era
humanamente posible.
—Sí.
Sonrió y se estiró hacia él, que se agachó para besarla. Era tan suave y
cálida como recordaba. Se giró por completo hacia él, rodeándole el cuello con los
brazos. No quería cambiar nada de su posición, así que simplemente la envolvió
con los brazos, la levantó y la llevó a la habitación. La dejó junto a la cama y, sin
dejar de besarla, le quitó el abrigo. No quería dejar de besarla, pero debería
hacerlo si quería desnudarla.
Movió las manos con rapidez mientras se agachaba. Camisa de franela,
sujetador, vaqueros, medias, zapatos, calcetines, ah... ahí estaba. Desnuda. Un
ángel pálido y brillante. Cooper dio un paso atrás, observándole el rostro con
cuidado, giró la mano y se la llevó a la entrepierna. Aún no estaba demasiado
húmeda. Introdujo un dedo y le acarició su suave y cálido coño; se humedeció
enseguida, como un milagro. Pero, aun así, no era suficiente. Cooper estaba
inflamado como uno de sus sementales y tenía que conseguir que estuviera muy
húmeda antes de metérsela, aunque ya casi estaban.
Volvió a inclinarse sobre ella, besándola profundamente mientras empujaba
con el dedo en su interior. Sally estaba clavándole los dedos en los hombros y
respiraba entrecortadamente mientras Cooper probaba su suavidad.
—Cooper —susurró, y luego—: ¡Ah! —Cuando le dibujó círculos con el dedo
sobre el clítoris. Se sacudió, y él con ella.
Nunca había conocido a una mujer que pasara de cero a mil kilómetros por
hora en tan poco tiempo.
Apretó los dientes porque, aunque estaba cada vez más suave y húmeda,
seguía sin ser suficiente. En cuanto se la metiera, iba a follarla con fuerza y, para
eso, necesitaba que estuviera preparada.
—A la cama —le susurró contra la boca.
—Vale. —Sus labios se curvaron en una sonrisa. Sabía que había reconocido
ese tono; el que le indicaba que estaba a nada de perder el control.
Cooper la ayudó a ponerse sobre la cama con la mano que tenía libre, y luego
se colocó él junto a su cadera. Seguía teniendo el dedo dentro de ella, moviéndolo

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

con suavidad. Levantó la palma de la mano y ella, obedientemente, abrió las


piernas. Tenía unas piernas maravillosas, largas y esbeltas. Le acarició el interior
de los muslos, suaves como el terciopelo.
Cooper la observó unos segundos. La habitación estaba a oscuras, pero la
piel de Sally brillaba suavemente a la luz de la farola del exterior. Pese a que se
moría por estar dentro de ella, se tomó unos minutos para saborear cada detalle
de su cuerpo. Las delicadas clavículas, los pequeños y tensos pechos con sus
pálidos pezones rosados, el suave y liso vientre, la mata de pelo rojo que había
entre sus muslos... Todo en ella era elegante y perfecto.
Movía las piernas sin descanso sobre la manta, mientras Cooper imitaba a su
polla con el dedo. Claro que su cipote nunca había sido tan amable con ella,
siempre le había dado empellones fuertes y rápidos. A lo mejor así sería siempre.
A lo mejor la única forma que tenía de que le follara despacio era haciéndolo con
la mano.
El silencio era absoluto, salvo por su respiración y el sonido húmedo que
hacía su dedo al entrar y salir de ella.
Observó la mano que movía entre las piernas de Sally. Su leche le había
dejado el dedo pegajoso. Cuando volvió a acariciarle el clítoris con el pulgar, su
pequeño coño se agarró a él, los músculos de la tripa se le tensaron y los muslos le
temblaron.
—¿Te gusta esto? —le preguntó en voz baja, mirándole por fin directamente
a los ojos. Le había estado observando mientras la miraba.
Sally le acarició el brazo.
—Me gusta todo lo que me haces, Cooper —dijo sencillamente.
Cerró los ojos, como si le doliera. La polla se le endureció aún más si cabe,
dando contra la tela de los pantalones como si diera contra una puerta.
Empezó a desabrocharse la camisa, pero se detuvo asombrado.
Le temblaba la mano.
A él nunca le temblaban las manos. Era un excelente tirador y, tal y como le
había dicho a Sally, mejor aún con el cuchillo. Y no puedes decir que lo seas si
eres del tipo de hombres al que le tiemblan las manos con la presión.
Sólo recordaba otra vez que le hubiera temblado la mano, y había sido la
primera vez que vio a Sally.
Sally Anderson estaba deshaciéndole poco a poco. Y luego le volvía a
reconstruir. En un hombre mucho mejor.
Terminó de desabrocharse los botones de la camisa con una mano. Para
conseguir quitársela por completo, su mano derecha debía abandonar la calidez y
la suavidad del cuerpo de Sally y, por un momento, estuvo tentado de dejarse la
camisa puesta.
Pero le encantaba sentir el contacto de su piel contra la de él. Cuando
hacían el amor se frotaba contra él como un gatito y saboreaba cada milímetro
del roce de su piel.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Muy a su pesar, Cooper sacó la mano del interior de Sally para quitarse la
camisa y camiseta. Se desabrochó las botas de trabajo, y se las quitó, junto con
los calcetines.
Se acostó junto a ella y le pasó la mano por la espalda. Se inclinó y le dio un
beso en la mandíbula, en el cuello y luego le mordisqueó la oreja. Sally se
estremeció y se aferró a él.
—Te he echado de menos —le dijo al oído.
—Oh, Cooper, yo también te he echado de menos. —Le pasó una mano por el
pelo y ladeó la cabeza para besarle el cuello—. Muchísimo. No sabes cuánto.
Joder, claro que lo sabía.
—He pensado en ti todas las noches. —Le lamió el cuello y le hizo un
recorrido de besos hasta el pecho. Dejó una mano sobre su montículo. Sally subió
una pierna y la enrolló sobre el muslo de Cooper, abriéndose para él.
—¿No piensas quitarte esos vaqueros?
—Todavía no —gruñó—. En cuanto lo haga, te la meteré hasta el fondo.
Podía sentir su sonrisa contra el cuello.
—Son una especie de cinturón de castidad, ¿no?
—Sí. —Ya podía meterle dos dedos; menos mal, porque empezaba a perder el
control. Dos dedos no equivalían al tamaño de su verga, pero se estaba
ensanchando para él. Le metió y sacó los dedos, separándolos cada vez un poco
más, mientras le lamía los pezones. Le estaba clavando las uñas en la espalda y
había empezado a hacer esos ruiditos guturales que tanto le gustaban. Esos que
hacía justo antes de correrse.
Le mordió suavemente un pezón mientras empujaba más hacia dentro y Sally
se tensó y contuvo la respiración. Se estremeció al sentir que el coño se
estrechaba sobre sus dedos y se vio sacudida por un orgasmo.
¡Yayayayayaya!
Cooper la besó con fuerza, temblando mientras se desabrochaba los
pantalones y se los quitaba junto con los calzoncillos. Quería total libertad de
movimientos, así que no se contentó con bajárselos hasta los muslos. En medio
segundo estaba desnudo y rodaba sobre ella.
Sally seguía corriéndose, jadeando suavemente. Le abrió las piernas aún más
y se la metió de golpe, sintiendo sus afilados tirones al entrar. Era de cortar la
respiración. Sally se corría con todo el cuerpo. Le agarraba con brazos y piernas,
empujaba con las caderas hacia arriba para que se la metiera todo lo que pudiera,
y tenía la boca abierta. Cada trozo de su cuerpo le daba la bienvenida.
Tenía la polla completamente sensibilizada, como si le hubiera quitado una
capa de piel. Llevaba ocho noches seguidas empalmado y, por mucho que se la
machacara sólo, en su habitación de hotel, la cosa no había mejorado. Estaba más
que preparado y, en cuanto se abrió paso entre esos suaves tejidos que le
bañaban con su leche, perdió el control.
Cooper gimió contra su boca, le agarró fuerte de las caderas y empujó con

- 188 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

fuertes y cortos empellones, moviéndose hacia su interior. Empezaba a conocerla


a la perfección. Si empujaba fuerte y rápido, daba contra su clítoris y el orgasmo
se hacía interminable. Cuando sintió que un nuevo orgasmo la sacudía, emitió un
sonido de alegría desde lo más profundo del pecho, embistiéndola con más fuerza
esta vez.
Las contracciones, cálidas y duras, acabaron con él. Gruñó y se corrió,
expulsando un chorro caliente de su semen, sacudiéndose, sudando y palpitando.
Sus sentidos, que normalmente eran tan agudos, desaparecieron con la intensidad
del orgasmo. No oyó el crujido de la cama, ni los gritos de placer de Sally, y no
podía ver nada aparte del trocito de piel de Sally que tenía justo delante de los
ojos. Todo en él se movía en espiral hacia dentro, ferozmente concentrado en su
verga y en los saltos de júbilo que daba dentro de ella.
Temblando con fuerza, Cooper se puso completamente encima de Sally,
mirando su rostro sobre la almohada, jadeando y temblando aún.
Seguía estando duro. Apenas había saciado una ínfima parte de su deseo. En
cuanto recuperara el resuello empezaría de nuevo y sería aún mejor, porque Sally
estaría suave y húmeda ahora que los dos se habían corrido. Algunas noches se
había corrido hasta cuatro o cinco veces dentro de ella y, hacia el final de la
noche, estaba tan húmeda y llena de sus jugos que podía moverse dentro de ella
como en un sueño. Aunque aquel orgasmo había sido mucho más intenso de lo
habitual. No le apetecía volver a empezar tan pronto. Al fin y al cabo, tenían toda
la noche. Ahora mismo lo único que quería era saborear el palpitante placer a
medida que iba recuperando sus sentidos. Había sido tan intenso que la cabeza le
sonaba.
Poco a poco volvió en sí y se dio cuenta de que lo que sonaba no era su
cabeza, sino el teléfono.
A la mierda. Quienquiera que fuera, podía irse a freír espárragos.
—No contestes —murmuró Cooper besándola.
—¿Contestar a qué? —dijo Sally con voz soñolienta.
—Al teléfono.
—Ah. —Suspiró—. Pensé que lo que sonaba era mi cabeza.
Sonrió en la oscuridad y le paseó la boca por el cuello. El maldito teléfono
seguía sonando, pero Cooper no le hizo caso.
Sally se puso tensa de pronto.
—El teléfono. El teléfono. Oh, Dios, el teléfono. —El tono de su voz era
áspero, como si se hubiera despertado de golpe. Le empujó del hombro—. Tengo
que contestar.
Cooper elevó la cabeza, sorprendido.
—Por favor, Cooper, deja que me levante. De verdad que tengo que
contestar.
Cooper frunció el ceño sin dejar de mirarla. Estaba temblando y su piel
parecía haber perdido el poco color que tenía normalmente.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Cooper, por favor. —Volvió a empujarle del hombro, pero pesaba el doble o
triple que ella. Era imposible que se deshiciera de él si no quería. Y no parecía
querer. Estaba cómodo donde estaba, con la polla profundamente metida dentro
de Sally—. Cooper, por favor, por favor —susurró. El teléfono seguía sonando.
Le temblaba la voz.
Con el ceño fruncido, salió de ella y se movió hacia un lado. Sally se escabulló
de allí y corrió al salón.
Cooper estaba recalentado y sudoroso de haberle hecho el amor y del
orgasmo, pero un escalofrío le recorrió entero cuando pensó en la expresión de la
cara de Sally.
Era una expresión que conocía demasiado bien.
Miedo.
Algo le había atemorizado. Y mucho. A la mierda. Nada ni nadie iba a
atemorizar a esa mujer. Con gesto agrio, Cooper se puso en pie y la siguió.

* * *

Julia temblaba cuando se escabulló de debajo de Cooper. Miró la hora que


era: las diez de la noche. No podía ser nadie de Simpson, porque allí todos se
metían en la cama a las nueve en punto. Sólo podía ser una persona.
Herbert Davis. Y si le estaba llamando a estas horas, no podían ser buenas
noticias.
Se quedó quieta medio minuto junto a la cama, hasta haberse asegurado de
que las piernas no le fallarían. Su orgasmo acababa de terminar y aún se sentía de
mantequilla. Al levantarse, sintió resbalar los jugos de Cooper y de ella por las
pantorrillas. Se secó pasándose rápidamente la sábana y cogió la bata que había
en una silla mientras se dirigía hacía el salón.
—¿Hola? —Seguía teniendo la voz ronca del sexo; carraspeó para
aclarársela—. ¿Hola?
—¿Julia? ¿Julia Devaux? —El corazón de Julia le dio un vuelco al oír en voz
alta, por primera vez desde hacía seis semanas, su verdadero nombre.
—Señor Davis —susurró. Estaba claro que las reglas se habían acabado.
Estaba usando su verdadero nombre y no se quejó cuando Julia hizo lo mismo con
él. Algo iba muy, muy mal.
—Así es. Herbert Davis. Ahora, quiero que me escuche muy bien, Julia.
Tenemos motivos para creer que su identidad ha sido desvelada. No estamos
completamente seguros, pero preferimos no arriesgarnos. De ahora en adelante,
no quiero que salga de su casa. No quiero que hable con nadie; ni que se ponga en
contacto con nadie. Con nadie en absoluto, ¿me entiende? No puede confiar en
nadie. Puede estar en peligro y vamos a buscarla. Ahora escuche, esto es lo que
quiero que haga...
Se le resbaló el teléfono de las nerviosas manos y cayó estrepitosamente

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

sobre la mesa. Podía oír la voz de Herbert Davis gritándole desde el auricular; un
sonido apenas perceptible:
—¿Julia? ¡Julia! ¡Respóndame! ¿Qué cojones está pasando? ¿Julia?
—¿Quién era? —preguntó una voz ronca a sus espaldas.
Julia ahogó un grito y se giró. Cooper estaba en la puerta, apoyado sobre el
vano. «No quiero que hable con nadie. No quiero que confíe en nadie», le había
dicho Davis.
Bueno, aunque Cooper no hablaba demasiado, acostarse con él
probablemente estuviera entre la lista de cosas que no hacer de Davis.
—Nadie —dijo casi sin aliento. Se agachó sin ver y colgó el teléfono—.
Absolutamente nadie. Se... se habían equivocado de número. —Tenía la bata
abierta. Era de locos. Cooper y ella acababan de hacer el amor y allí estaba ella,
tapándose con fuerza con la bata. Cooper dio un paso adelante y Julia retrocedió
instintivamente.
—¿Sally? —Cooper frunció el ceño—. ¿Qué sucede? —Caminó hacia ella, que
retrocedía cada vez, hasta que se dio contra la pared. Julia agarró la pared que
había detrás de ella, como si pudiera protegerla. Como si hubiera algo capaz de
protegerla de Cooper.
Era tan fuerte que le daba miedo. No le había visto muchas veces desnudo a
plena luz. Era pavoroso. Tenía los brazos y hombros llenos de músculos, fuertes y
poderosos. Si le atacaba, no tendría sentido que luchara contra ellos. Cooper
podría acabar con ella en un segundo si quería.
Julia recordó haber leído en alguna parte que los soldados de Esparta
peleaban desnudos para aterrorizar al enemigo.
Bueno, pues funcionaba. Estaba aterrorizada.
Cooper se detuvo junto a ella y puso un brazo a cada lado de Julia. Estaba
atrapada.
Miró fijamente a los oscuros pelos del pecho, a la hendidura en que se unían
los pectorales, antes de subir poco a poco la mirada. Su rostro era inexpresivo.
Era el rostro de un desconocido. El rostro de su amante.
«No confíes en nadie».
Alargó una mano temblorosa para tocarle la barbilla. Podía sentir el
movimiento de los músculos de la mandíbula. Sacudió la cabeza despacio, sin
perderle de vista.
—Que Dios me ayude, si no puedo confiar en ti... no quiero seguir viviendo.
Cooper no contestó. Abrió los brazos y Julia se abalanzó a ellos.
Después de mecerla unos minutos, Cooper la llevó al sofá y se sentaron.
Julia le rodeó el cuello con las manos y lloró. Era completamente imparable. Lloró
de rabia, desesperación y miedo, aferrándose con fuerza a él, que no decía nada.
Se limitó a quedarse sentado y a acunarla hasta que se tranquilizó.
A Julia se le ocurrió que a lo mejor ésta sería la última vez que vería a
Cooper. Lo que sentía por él era tan fuerte, mucho más de lo que hubiera sentido

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

nunca por un hombre y, ahora que le había encontrado, iba a perderle.


En una hora, tal vez en dos, los agentes vendrían a buscarla y se la llevarían
a otra parte. Desaparecería en mitad de la noche.
Sabía muy bien que tendría que cortar todo lo que la uniera a su vida
anterior. A sus vidas, en este caso. Así que dejaría Simpson para siempre y
acabaría en Dakota del norte o en Florida o en Nueva Méjico, con un nombre y
una identidad nuevos. El juicio de Santana no se llevaría a cabo hasta primavera,
según le había dicho Davis. A lo mejor más tarde. Después, tendría que
mantenerse en el programa hasta que todos los recursos hubieran finalizado; eso
sería un año, a lo mejor dos, antes de ser libre para poder ir a donde quisiera.
¿Lo suyo con Cooper aguantaría un par de años de ausencia? Era todo tan
nuevo, tan reciente... Sólo llevaban dos semanas siendo amantes, de las cuales una
él no había estado. Ni siquiera habían hablado demasiado. La mayor parte del
tiempo que pasaban a solas estaban haciendo el amor. A lo mejor eso era todo, el
sexo.
Aun así, le estaría eternamente agradecida a Cooper por el tiempo que
habían pasado juntos. Le había mantenido cuerda, especialmente durante las
noches. Tuvo un repentino flash de ella misma en su nueva vida; en algún
pueblecito anónimo de algún sitio, completamente sola... y se dio cuenta de pronto
lo mucho que Cooper significaba para ella.
Estaba sentada sobre su regazo. Él seguía desnudo, y podía sentir su
erección bajo los muslos, pero no se la estaba frotando contra ella. Había
hundido la cabeza en el cuello de Cooper, que apoyaba la barbilla en su cabeza. Le
besó el cuello, fuerte, cálido y húmedo de sus lágrimas.
—Tengo que contarte algunas cosas —le dijo quedamente, secándose los
ojos en los hombros de él.
—Sí. —Sintió que asentía con la cabeza—. Te escucho.
—No soy... no soy quien crees que soy. —Julia se enderezó un poco, pero sin
levantar la cabeza de su hombro; ese amplio y fuerte hombro sobre el que no
podría quedarse mucho más tiempo. En cuanto le contara la verdad, tendría que
empezar a recoger sus cosas. En un par de horas habría desaparecido de su vida.
A lo mejor para siempre. Julia cerró los ojos unos segundos.
Le dolía el corazón.
Ahora mismo, en aquel preciso instante, sería Sally Anderson por última vez
en su vida. Y la mujer de Sam Cooper; la amiga de Alice Pedersen, y de Maisie y
de Beth y de todos los demás. La madre de Fred. A lo mejor Cooper se quedaba
con Fred por ella.
O a lo mejor no.
A lo mejor Cooper se enfadaba tanto porque le hubiera mentido que la
arrojaría de su regazo sin miramientos y saldría de su casa. De su vida.
—Me llamo... —Se le quebró la voz. Se mordió el labio y esperó hasta
asegurarse de que no iba a echarse a llorar—. No me llamo Sally Anderson. No

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soy de Bend, ni soy profesora de primaria. —No se movió más que para
estrecharle aún más en sus brazos—. Mi verdadero nombre es Julia Devaux y
vivo... vivía en Boston. Soy editora. O, mejor dicho, lo era. Ahora ya no sé lo que
soy. Sólo sé que estoy muerta de miedo.
Julia ladeó la cabeza para verle la cara. Era totalmente inexpresivo, como
siempre. La observaba con sus ojos negros, fija y pacientemente.
Ahora venía la parte dura.
—Vi... vi algo horrible —dijo por fin—. En septiembre. Estaba haciendo un
curso de fotografía y merodeaba por los muelles de Boston en busca de algo que
fotografiar, algo que fuera realista. Me tropecé con un almacén abandonado.
Habían quitado la puerta, así que me metí. Llevaba una de esas cámaras
automáticas que tienen los fotógrafos de moda, y paseé por ahí, haciendo una
foto detrás de otra. Hasta que llegué al patio interior y... —Se mordió el labio y
trató de controlar los temblores que le sacudían el cuerpo al recordar. Podía
verlo todo de nuevo: el paisaje industrial grisáceo, el hombrecillo aterrorizado, la
pistola negra sobre su cabeza, el asesino gigantesco de rostro cruel, el tiro
mortal—. Presencié un asesinato, y está todo grabado —dijo sencillamente, y oyó
que Cooper tomaba aire con fuerza. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo
—. Era algún tipo de ajuste de cuentas. Pude... pude identificar al asesino, un tipo
llamado Dominic Santana, de entre una línea de sospechosos. Al parecer es un pez
gordo de la mafia que el FBI lleva tiempo intentando meter entre rejas. En
teoría, tengo que testificar en su juicio, pero me han dicho que ofrece una
recompensa por mí. Una grande, al parecer. Un millón de dólares. Entretanto,
mientras esperamos a que salga el juicio, me han puesto en el Programa de
Protección de Testigos. Pero ha debido de pasar algo con la seguridad...
—¡Malditos hijos de puta!
Cooper la levantó de su regazo y se puso en pie. Julia le miró completamente
sorprendida, de pronto su cara ya no era impasible e impenetrable. Cooper estaba
cabreado y todo su cuerpo se tensaba de rabia. Julia sintió algo. No era miedo,
eso no... no exactamente.
Pero presentía que iba a pasar algo, algo que ya no estaba en sus manos. Muy
en el fondo de su ser, había querido contarle sus problemas a Cooper y, ahora que
lo había hecho, junto con el alivio se sintió turbada porque ahora Cooper parecía
cargar con ello. Era una figura gigantesca y terrorífica; una fuerza incontrolable
de la naturaleza.
Un guerrero.
—¿Cooper?
Pero no le escuchaba. Se puso junto al teléfono, lo colgó, volvió a cogerlo y
marcó el 69.
Cuando oyó a alguien decir «Herbert Davis» al otro lado de la línea, le
espetó:
—¿Quién cojones eres, Davis?

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Cooper le oyó tomar aire antes de preguntar:


—¿Con quién hablo?
Cooper cogió el teléfono con más fuerza, recordándose que no debía perder
el control.
—Soy Sam Cooper. Le llamo desde Simpson, Idaho, desde el teléfono de... —
Miró a Sally... no, a Julia... que estaba hecha un ovillo en el sofá. Estaba pálida y
sus ojos azul turquesa le miraban fijamente. Parecía pequeña y vulnerable como
un niño pequeño. La idea de alguien pudiera hacerle daño le volvía loco. Se giró un
poco, para no distraerse—... Le llamo desde el teléfono de Julia Devaux. Se lo voy
a preguntar una última vez: ¿quién cojones es usted?
—No estoy autorizado para facilitarle esa información. —La voz de aquel
hombre era distante, impersonal.
—Escúchame, hijo de la grandísima puta. Si eres del Departamento de
Policía de los Estados Unidos, lleváis la seguridad de los testigos mucho peor de
lo que imaginaba. Había oído hablar de que el Departamento estaba de capa caída,
pero esto es mucho peor que eso. No podéis enviar hasta aquí a una mujer
inocente a la que le pisan los talones unos asesinos sin enviar siquiera a un agente
a echarle un ojo. ¿Qué mierda de protección es esa?
—Ah... eeeh... —Cooper vio que el hombre no sabía qué decir—. Hemos tenido
recortes de personal y la oficina de Boise...
—¡A la mierda con los recortes de personal! —bramó Cooper—. ¿Qué cojones
os pasa? No podéis soltar a un testigo en algún lugar y confiar en que esté a
salvo. Le han puesto precio a su cabeza. Necesita toda la protección que no le
estáis dando. ¡Desde ya mismo!
—Bueno, pues desde ya mismo eso no es de su incumbencia. Han filtrado
información y vamos a sacarla de allí.
—Y una mierda —dijo Cooper, suavizando de pronto la voz con la amenaza—.
Inténtelo.
—¿Cooper? —Julia le tocó el hombro y éste se giró—. ¿Qué dice, Cooper?
Cooper tensó la mandíbula, sin contestar.
—¿Cooper?
Cubrió el auricular con la mano.
—Dice que quieres sacarte de aquí.
—Ya lo sé, ¿cuándo vienen? —Apoyó la frente en su hombro unos segundos y
se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Parecía pequeña y asustada. Cooper
apretó el auricular con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—No vas a ir a ninguna parte.
—¿Qué? No entiendo...
—Que no te vas. Te quedas aquí, conmigo.
Esto no debería estar pasándole a ella. No debería estar pasándoles a ellos.
Ahora mismo deberían estar en su habitación, follando aún. Siempre era
demasiado frenético la primera vez, pero no le preocupaba demasiado porque

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

sabía que se calmaría, a su tiempo. Pensaba que tenían todo el tiempo del mundo.
Y ahora el tiempo se les acababa.
—¿Cooper?
La miró a la cara, pálida y confusa, y vio el futuro que siempre había soñado.
Con Sally —no, con Julia, ¡joder!— se sentía mucho más vivo de lo que se había
sentido nunca. Antes de que llegara se había dejado llevar, se hundía cada vez
más en sus oscuros pensamientos, como un barco a la deriva.
Ella había cambiado eso; su presencia había sido su bote salvavidas. Le había
devuelto a la vida. Estaba devolviendo Simpson entero a la vida.
¡No pensaba dejarla escapar!
—Cooper, van a venir a buscarme, tengo que prepararme, recoger mis...
—Cariño, escúchame bien; no vas a ninguna parte. Te vas a quedar aquí,
conmigo, donde pueda protegerte.
—Pero... —Julia miró a su alrededor, como si los del Departamento fueran a
presentarse en cualquier minuto—. Quieren sacarme de aquí, Cooper. Se ha
acabado.
—No, no se ha acabado. Para nada, cariño. ¿No lo ves? Los del Departamento
lo único que van a hacer es darte una identidad nueva y llevarte a cualquier otro
sitio. Pero han birlado su seguridad. Si les ha sucedido una vez, les sucederá otra.
Así que calla. Deja que me ocupe yo de esto.
Quitó la mano del auricular.
—Dime —gruñó.
—Bueno, señor... eh, Cooper —empezó a decir Herbert Davis.
—Es jefe mayor Cooper.
—Ah. —El otro lado de la línea se quedó callado—. De la marina.
—SEAL. —Cooper nunca trataba de impresionar a nadie con el hecho de que
hubiera sido SEAL, pero en aquellos momentos necesitaba que Davis le prestara
atención y la mejor forma de hacerlo era dejarle muy claro con quién estaba
tratando—. Y, para que quede claro, no se va a llevar a Julia Devaux a ninguna
parte. Se va a quedar aquí, bajo la protección del Sheriff, Charles Pedersen, y la
mía propia.
—¡Ni de broma! ¡No he oído nada más absurdo que esto en toda mi vida...!
Cooper puso un tono de voz suave y mortal.
—No voy a dejar que la saque de aquí. Desde luego, no con el tipo de
protección que le habéis estado ofreciendo. Así que deje que el sheriff y yo nos
hagamos cargo.
—Me temo que eso es impo...
—Más le vale hacerlo si no quiere que lleve esto directamente al
Departamento de Justicia. Justo después de hablar con mi buen amigo Rob
Manson, del Washington Post. Estoy seguro de que habrá leído sus artículos; es el
que ha escrito todos esos artículos sobre cómo el Departamento de policía echó a
perder el asunto Warren. Le va a encantar esto: testigos del gobierno sin

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protección usados como cebos. Ya estoy viendo los titulares.


—Yo... eehh... yo de usted no haría eso señor...
—Cooper. Y tengo el número de teléfono de Manson justo delante. —Cooper
sonaba tan convincente que Julia miró asombrada sus manos vacías, esperando
ver una agenda. No necesitaba nada de eso para marcar el teléfono de Rob—.
Manson trabaja hasta tarde los domingos. Debe de seguir en su mesa. Va a hablar
con el sheriff de aquí, Charles Pedersen, para que todos lleguemos a un acuerdo
sobre la mejor forma de proteger a Julia Devaux hasta que el juicio se lleve a
cabo, o llamo a Rob y luego al Departamento de Justicia. Y cuando digo ahora, es
ahora mismo. Rob puede llegar a tiempo aún para publicar la historia en el
periódico de mañana.
—Mire, señor Cooper, estoy seguro de que sabe que no puedo fiarme de
usted. ¿Cómo sé quién es? Se queja de que no estamos protegiendo a la señorita
Devaux adecuadamente; pero sería muy poco serio de mi parte si se la confiara al
primer hombre que me llama.
Tenía toda la razón. Joder. Cooper miró a la pared con furia.
—De acuerdo —dijo al final—. Esto es lo que va a hacer. Va a llamar al
número de teléfono que le doy. Es el móvil personal de Josh Creason. Puede
preguntarle que quién soy. Dígale que Harry y Mac Boyce están conmigo y que
ninguno de nosotros hemos perdido cualidades. Me quedo a la espera.
—Ese tal Joshua Creason —empezó a decir Davis—, ¿no será el General
Joshua Creason? ¿El director de los Jefes de Estado mayor?
—No. —Cooper miró al techo—. Es Joshua Creason, el cantante de ópera.
¡Claro que es el General Joshua Creason, imb...! —Cooper se mordió la lengua.
Quería que el hombre cooperara con él, no que se pusiera en su contra—. Está
perdiendo el tiempo. Compruebe lo que le digo con Josh, y dígale de mi parte que
me sigue debiendo diez pavos y que espero que haya mejorado al póquer.
Cooper se quedó a la espera y se recostó en la silla, preparado a esperar.
Sally (Julia) le observaba con el rostro pálido. No hablaron. Se limitó a atraerla
hacia sí y abrazarla, apoyando la mejilla sobre su cabeza.
Un cuarto de hora después, la voz volvió.
—Señor Cooper.
—Sí. —Cooper se enderezó y Julia le miró asustada.
—Esto es... esto es muy poco normal. —Davis soltó aire para librarse de la
tensión. Cooper se jugaba el cuello a que ese maldito hijo de puta estaba
sometido a mucha presión. Sus gilipolleces casi le cuestan la vida a un testigo.
—Sí. —Cooper no iba a ayudarle ni un poquito. Esperó.
—He... he hablado con el General Creason, quien me dio muy buenas
referencias sobre usted, Sanderson y Boyce. Y también hemos comprobado al
sheriff Pederson.
Todo eso ya lo sabía, así que no dijo nada.
—Después, eehh... después de consultarlo con mis colegas, hemos decidido

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

que si su plan es factible, podemos dejar a la señorita Devaux ahí. Se coordinará


con nuestra oficina de Boise.
—Entendido.
—Me informará sobre la situación con regularidad.
—Sí. Y quiero que me dé toda la información disponible sobre el caso ahora
mismo.
A Cooper se le erizó el pelo de la nuca mientras escuchaba hablar a Davis
sobre cómo sospechaban que se había filtrado información. Y de que se decía que
el precio de la cabeza de Julia Devaux había subido a los dos millones de dólares.
—Así que... dejo a la señorita Devaux en sus manos y las de su sheriff.
Desde ahora, su seguridad es responsabilidad directa suya. ¿Está de acuerdo con
eso?
—Totalmente.
—De acuerdo. Llámeme mañana por la tarde y repasaremos los detalles.
—Eso haré. Le llamaré a las trece en punto con un plan de seguridad
detallado. Y ya está arreglando esas fugas, ¿me oye?
Cooper le oyó suspirar de nuevo y colgó. Cuando Julia le tocó el nombro con
timidez, se volvió para cogerla en brazos, abrazándola con fuerza.
—Ya está. Te quedas aquí, conmigo —dijo Cooper al final—. La única forma
que te cojan será por encima de mi cadáver.
Julia respiró con fuerza.
—En ese caso, Cooper —le dijo con voz suave—, a lo mejor convendría que te
pusieras algo de ropa.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 17

En Stanford, el profesor Jerzy Stanislaus había perfeccionado un modelo


de ordenador al que había llamado Topografía Aquitectónica Matrix, o TAM. La
idea en sí de TAM era que la mejor forma de navegar por la base de datos de un
ordenador era hacerlo tridimensionalmente. Stanislaus sostenía que un ordenador
era como una casa y que, como tal, tenía una puerta y una llave para esa puerta.
Luego, el profesor había seguido explicando que la tridimensionalidad era como
una llave para esa puerta. El profesional se había quedado fascinando por la lógica
simbólica de TAM.
En aquella clase no había ni un solo estudiante que no se hubiera dedicado a
piratear alguna vez; ni uno solo que no se hubiera dado cuenta de inmediato de los
verdaderos usos de TAM: una llave, literalmente hablando, para entrar en
habitaciones cerradas.
En las pocas incursiones que había hecho el profesional en el ciberespacio,
había encontrado rastros de alguien que, evidentemente, había utilizado TAM
para pasar las barreras. El profesional supo, por el tamaño de la llave, que se
trataba de uno de los estudiantes de Stanislaus. Normalmente, el profesional
cerraba la puerta con cuidado y salía de allí de puntillas.
El profesional iba a utilizar TAM para penetrar en los archivos del
Departamento de Justicia y acceder a la situación de Julia Devaux.
Los códigos de los ordenadores del Departamento de Justicia tenían ahora
tres niveles de profundidad y un código de codificación de 240-bit. Ahora, sus
ordenadores tenían puertas blindadas y ventanas a prueba de balas, y no se
abrirían por mucho que se rascara las puertas o se usara una ganzúa. Pero una
puerta era siempre una puerta; es decir: una forma de entrar.
El profesional atacó a una red de ordenadores de Madison que pertenecía a
una compañía que por las noches dejaba completamente inactiva esa magnífica
máquina, con potencial más que de sobra para hacer cálculos inmensos. «La madre
de todas las placas madre», pensó el profesional con cinismo.
Julia Devaux, empieza a rezar.
El profesional se puso a buscar la llave. Se trataba de una ristra
interminable de números que sobrepasaban incluso sus cualidades informáticas.
Mientras el ordenador portátil de Idaho conversaba con el de Wisconsin, el
profesional cenó (muy mal) galletitas saladas y una Coca-Cola. Por aquellos lares
no había caviar ni champán. Menos mal que ese trabajo acabaría pronto.
El profesional comprobó la hora. Sólo podía utilizar el ordenador de la

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

compañía en periodos cortos de menos de media hora, si no, el departamento


informático de la empresa que había pirateado el profesional se daría cuenta.
Habían pasado veinte minutos.
Era hora de salir.
El profesional suspiró y empezó a hacer el largo y delicado camino de vuelta.
Le llevaría otras dos noches entrar en el Departamento de Justicia; tres como
mucho. El problema era qué iba a hacer con la llave que había descifrado
parcialmente. Era demasiado larga y compleja como para almacenarla en el disco
duro del ordenador. ¿Dónde podía meterla?
El profesional sonrió de pronto.
¿Dónde se dejaban las llaves? La respuesta era obvia: bajo el felpudo.

* * *

—Cooper, no —susurró Julia, impresionada. Y luego más alto—: ¡No! —


Temblaba de nervios, se puso en pie de un salto y paseó por la habitación.
Cooper la miraba con su inexpresivo rostro de siempre, pero Chuck parecía
preocupado y se removía incómodo sobre el sillón de muelles rotos.
Nada más colgar, Cooper había llamado a Chuck, que había llegado a casa en
menos de diez minutos, jadeando y resollando; tiempo de sobra para que Julia se
pusiera unos vaqueros y un jersey. Chuck llegó justo cuando Cooper salía de la
habitación con la camisa medio abrochada.
Pese a la gravedad del asunto, Julia se había puesto colorada pensando que
Chuck iba a llegar a la conclusión obvia. Pero, por la expresión del sheriff, Julia y
Cooper podrían haber estado tomando un té con pastas.
Chuck había escuchado pacientemente el relato de Julia del asesinato aquel
día de septiembre y de lo que había sucedido desde entonces. Después, ellos dos
habían escuchado atentamente a Cooper mientras establecía un plan para
mantener a Julia a salvo. Ésta se estremeció al oírle trazar un plan que Amnistía
Internacional habría tachado de castigo cruel y poco común.
El plan de Cooper consistía, básicamente, en mantenerla encerrada en una
habitación, con un guardia armado en la puerta, hasta que se llevara el caso ante
la Justicia. Julia sintió que se ahogaba.
—Eso no es un plan... ¡es una condena! —Julia se rodeó con los brazos,
temblando de frío y tensión—. Cooper, vas a tener que encontrar un plan mejor.
No puedes tenerme encerrada bajo llave como si fuera una prisionera. Me
volvería loca.
Cooper la miró sosegadamente.
—No serías una prisionera. Pero estarías a salvo... todo lo a salvo que puedo
mantenerte.
—Eso no es estar a salvo, Cooper. Es estar muerta. —Julia se estremeció y
pensó en aquel último mes y medio, con sus cafés del jueves y del sábado con

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Alice, planeando la resucitación del local, involucrándose en las vidas de la gente


de Simpson... todas esas cosas la habían mantenido cuerda. Se conocía muy bien.
Sabía lo aterrorizada que estaría si la encerraran en una habitación; se sentiría
como una polilla frenética que se golpea hasta morir contra la ventana—. No
puedes hacerme esto, Cooper. —Cerró las manos—. No puedes. Creo —dijo
suspirando—... creo que preferiría morir.
Cooper la miró fijamente, juzgando si lo decía en serio.
—¿Qué sugieres? —preguntó frustrado. Se pellizcó el puente de la nariz—.
¿Quieres ir por ahí con una diana en la cabeza? ¿Ponemos un anuncio en el
Pioneer? Un mapa y una flecha, quizá. «Atención asesinos a sueldo. Julia Devaux
está aquí».
Julia se mordió el labio y rogó porque no brotaran las lágrimas de terror que
se le agolpaban en los ojos.
—Quiero estar a salvo, Cooper. Claro que no quiero correr riesgos
innecesarios; pero tampoco quiero que me entierren en vida. A ver, ¿qué fue lo
que te dijo exactamente Herbert Davis? ¿Saben con seguridad si Santana ha
descubierto dónde estoy?
—No —dijo Cooper a su pesar—. Pero lo cree muy posible.
—¿Y en qué se basa? —preguntó Chuck.
Cooper se volvió agradecido hacia Chuck, confiando en que éste fuera más
racional.
—La información relativa a Julia estaba guardada en un archivo codificado,
junto con otros dos casos. Los otros dos testigos estaban también en Idaho,
como Julia. —Cooper cerró los puños—. Y los dos están muertos.
Las espantosas palabras quedaron suspendidas en el aire. Chuck parecía
dubitativo y Julia sintió que el pánico volvía a embargarla.
—¿Muertos... cómo? —preguntó por fin.
—Accidente. Los dos. —Cooper tensó los músculos de la mandíbula—. O eso dicen.
—¿Quién lo dice?
—La policía y los federales.
—¿Tanto la policía como el FBI cree que las muertes fueron accidentales? —
preguntó Chuck.
Cooper asintió.
—No lo sé Coop —dijo Chuck rascándose la barbilla—. La policía y los
federales... No son cualquier cosa, ¿sabes? Lo habrán investigado bastante a
fondo. A nadie le gusta que le pillen con el culo al aire... perdón por la expresión,
Sally.
Cooper tensó de nuevo la mandíbula.
—Y seguro que... —Julia se lamió los labios resecos. Le estaba costando
trabajo pensar bien—. Seguro que si alguien supiera dónde estoy... habrían venido
a buscarme primero a mí, ¿no? Creo que ofrecen un millón de dólares por mi
cabeza.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Dos millones —dijo Cooper con pesar—. Lo han subido.


Julia cerró los ojos y se estremeció. Santana estaba dispuesto a pagar dos
millones de dólares por verla muerta. Nunca la habían odiado tanto.
—No hay pruebas estables de que hayan descubierto mi paradero, ¿verdad?
—No. Pero tampoco hay garantías de que no lo hayan hecho.
Julia se acercó despacio a la ventana y miró fuera. La temperatura había
caído y el suelo estaba helado. El mundo parecía frío y sin vida. Julia trató de
imaginarse mirando a través de esa ventana, hora tras hora, día tras día,
asustada, sola y atrapada.
Cooper se acercó a ella por detrás y sus miradas se encontraron en el
reflejo de la ventana.
—No puedo hacerlo, Cooper —dijo suavemente—. No puedes encerrarme.
Por favor, no me obligues a hacerlo.
—No irás a ningún lado sin decírmelo antes —dijo, poniéndole las manos en
los hombros. Julia se volvió con los ojos llenos de esperanza.
—No.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Irás del colegio a casa. Y Chuck, Bernie, Sandy, Mac o yo te
acompañaremos.
—Sí, Cooper.
—Llevarás un arma siempre. Salvo cuando estés en clase, y Chuck estará a la
puerta del colegio.
—¿Ah, sí? —Julia le miró perpleja—. No he usado un arma en mi vida.
—Pues aprenderás; te enseñaré, tampoco es tan difícil.
—Vale. —Julia ladeó la cabeza—. Y quiero que me enseñes lo básico de
defensa personal.
—Buena idea. Aikido.
—¿Ai... qué?
—Aikido —repitió Cooper—. Un arte marcial. No requiere la fuerza del judo
o del kárate.
—Sí, Cooper.
—Si quieres ir a ver a alguna de tus amigas, Alice, Maisie o Beth, me lo dices
y te acompaño yo, o te acompañan Chuck, Bernie, Sandy o Mac. También tengo
que decírselo a Loren y Glenn —añadió Cooper, mirando a Chuck—. Y al resto de
los hombres del pueblo. No tienen por qué saber la razón; les basta con saber que
no puedes estar sola ni un minuto.
Chuck asintió.
Julia no estaba demasiado convencida de haber tomado la decisión acertada,
pero ahora mismo sólo había una respuesta posible:
—Sí, Cooper.
—No contestes al teléfono. Nunca. Lo haré yo por ti.

- 201 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Sí, Coop... —empezó a decir Julia y se detuvo—: ¿A todas horas? ¿Cómo


vas a hacer eso?
—Estaré aquí todo el tiempo que pueda; voy a mudarme aquí, contigo.
—Pero, Cooper... Si te mudas conmigo... quiero decir, ¿qué va a pensar la
gente? No es muy... —Se encogió de hombros sin saber qué decir y miró a Chuck.
—No pasa nada, querida —dijo éste dándole unas palmaditas en el hombro—.
Lo último de lo que tienes que preocuparte es de qué piense la gente de Simpson
de ti. A todos nos caes fenomenal. Joder, en todo caso, estamos encantados de
que Cooper por fin se acueste con alguien.

* * *

«Me protegen hasta la muerte», pensó Julia un par de días mis tarde. Abrió
la puerta del cuarto de baño del colegio y le puso una mano al bedel en el pecho
para que no le siguiera.
—Aquí no, Jim —dijo exasperada.
—Pero... pero señorita Anderson —protestó éste, abriendo mucho sus
acuosos ojos azul clarito—. Chuck me dijo que no la perdiera de vista en ningún
momento.
—Estoy segura de que Chuck no se refería a que me tuvieras que ser
también al cuarto de baño de señoras. De verdad, Jim, no va a pasarme nada.
Sin darle la oportunidad de que contestara, se deslizó en el cuarto de baño
de profesores y cerró la puerta tras ella. Apoyó las dos manos en el lavabo y se
miró en el espejo.
Ella, que había pensado que su vida se había descontrolado desde que
presenció el asesinato... ¡Eso no era nada comparado con que Sam Cooper la
protegiera! Observó el pequeño cuarto de baño. Era la primera vez en tres días
que conseguía estar a solas. Cooper había pasado el resto de la noche del domingo
y las primeras horas de la mañana del lunes hablando por teléfono con Herbert
Davis y consultando qué hacer con Chuck. Entre los tres habían desarrollado un
plan de lo más elaborado, que ella no había conseguido seguir, lleno de «líneas
claras de comunicación», «zonas de fuego» y «señales de inteligencia». Julia se
había quedado dormida en el sillón, escuchando la profunda voz de Cooper.
Ahora vivía en una casa blindada, en la que todo lo que se pudiera abrir tenía
alarmas. La puerta principal y la trasera estaban hechas ahora de acero
reforzado. Cooper había enviado a dos de sus hombres a Boise y, el lunes por la
noche, le instalaron detectores de movimiento y trampas. Su teléfono grababa
mensajes y reconocía las llamadas; y en cada habitación había un extintor de
incendios.
Desde que se levantaba por las mañanas hasta que volvía a su casa por las
noches, Julia iba pasando de mano en mano, siempre vigilada por alguien.
Se sentía como el testigo en una carrera de relevos.

- 202 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

No tenía la más remota idea de qué historia le habrían contado Cooper y


Chuck a los demás hombres del pueblo, pero dio resultado. Cuando iba a ver a
Beth para planear el rejuvenecimiento de la tienda de comestibles, Loren
permanecía atento a cualquier movimiento que pudiera haber fuera. Julia podía
llenar hojas y hojas de garabatos mientras Beth iba comentándole lo que quería,
que Loren no apartaba los ojos de la puerta ni una sola vez.
Una vez en que un vendedor ambulante que se había perdido entró a
preguntar por una dirección, Loren sacó un walkie-talkie de debajo del mostrador
y dijo algo con voz queda. Chuck y Bernie se materializaron de inmediato; el
primero llevaba la mano sobre la pistola y, el segundo, un rifle. El vendedor
ambulante había mirado a uno y otro, compró una bolsa de manzanas, preguntó
cómo se llegaba a Rupert y salió de allí inmediatamente. Julia le vio frotarse la
ceja una vez fuera y correr al coche, que tenía fuera. Chuck, Loren y Bernie se
pusieron junto a la puerta y le observaron hasta que el coche desapareció de la
vista.
No era la mejor forma para fomentar el turismo.
Julia estaba deseando que llegara esa noche, pues Cooper le había
conseguido un reproductor de DVD y había traído suficientes películas para
mantenerla ocupada durante los próximos cincuenta años. Para su sorpresa,
Cooper también era un apasionado de las películas; a más antigua, mejor, como
ella. Sus gustos eran bastante parecidos, aunque Julia prefería las comedias
románticas y Cooper se inclinaba más hacia Hitchcock y las películas del oeste.
Esa noche le había prometido que le llevaría Casablanca.
Se estremeció al pensar en lo que vendría después.
Normalmente, menos cuando estaba en el colegio, Julia llevaba una pistola
pequeña pero poderosa. Una Beretta Tomcat del calibre 32.
Cooper le había dicho que no quería que llevara una «pistola de niña». La
Tomcat era pequeña, pero Julia se quedó sorprendida del retroceso que tenía, y
del daño que hizo en los pocos árboles contra los que había practicado.
Cooper era un profesor excelente, paciente y minucioso. Al principio, le
había repetido una y otra vez la teoría hasta volverla del revés con tanto
tecnicismo; y después le había dejado empezar a practicar con blancos. Aún le
dolía la parte de atrás de las piernas de la mala postura que había adoptado al
principio. Cooper le había hecho echarse hacia delante, como si estuviera un poco
agachada, y apoyar la mano sobre la de él para pegar el primer tiro de su vida. Lo
falló, pero por muy poco.
No estaba segura de poder tener la sangre fría necesaria para disparar a un
ser humano, pero le sorprendió descubrir la seguridad que le daba llevar un arma
siempre con ella.
Un golpe seco la sacó de sus pensamientos.
—¿Señorita Anderson? —llamó Jim con ansiedad—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, Jim —dijo con un suspiro—. Ya salgo.

- 203 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *

¡Ya está!
El profesional se echó hacia delante con entusiasmo mientras el ordenador
pitaba.
Ya iba siendo hora. Aquel lugar pondría los pelos de punta a cualquiera. La
cama estaba hundida, el tiempo era un asco y la comida era peor. Pero la larga
espera llegaba a su fin.

dnjsterhjkqarngdea,mftgnñtrhklagfna,dm ghñtkhrñ

fikropeqhgtjenras,nwkehtjmikofljeqgklanrrikeñnake
ejrkhowrejfhpeqigtkrfqnrebtoqlakngfdla'ljtrkoeqjfikr

Descodificación 60%,.. 70%... 80%... 90%...

Venga, muñeca, aún podemos pasar Acción de Gracias en St. Lucía.

Descodificación completada.

¡Bingo!
La pantalla se llenó de letras.

ARCHIVO: 248

TESTIGO DEL PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: Julia Devaux.

FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: 06/03/77, Londres, Inglaterra.

ÚLTIMO DOMICILIO: 4677 Larchmont Street, Boston, MA.

CASO: Homicidio, Joel Capruzzo, 30/09/04.

ÚLTIMA DIRECCIÓN CONOCIDA: Hotel Sitwell, Boston, MA.

CAUSA DE LA MUERTE: hemorragia masiva a causa de una herida de bala del


calibre 38. en el lóbulo anterior izquierdo del cerebro.

ACUSADO: Dominic Santana.

DOMICILIO ACTUAL: Centro Correccional de Warwick. Warwick,


Massachussets.

«Venga, venga... todo eso ya me lo sé». El profesional se inclinó hacia


delante con los ojos fijos en la pantalla. «Venga, cuéntame algo que no sepa».

FECHA INGRESO PROGRAMA DE PROTECCIÓN DE TESTIGOS: 03/10/05

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Área 248, Código 7gj608hx4y

«Área 248. Bien, ya sabemos dónde está eso. Ahora, a por lo demás». La
información ya estaba en el archivo, sólo tenía que saber sacarla. Y no era más
que cuestión de tiempo, y paciencia.

Área 248, Código 7gj608hx4y:

El cursor parpadeó en ese punto durante quince minutos. El ordenador se


puso a pitar justo cuando el profesional terminaba de contar todas las grietas
que había en el techo.

Descodificación 60%... 70%... 80%... 90%...

Descodificación completada.

¡Ahh! La emoción de la caza. No había nada como aquello.


Las letras empezaron a aparecer.

JULIA DEVAUX, TRASLADADA COMO: Sally Anderson.

DOMICILIO ACTUAL: 150 East Valley Road, Simpson, Idaho.

«Vaya, vaya, vaya», pensó el profesional recostándose en la silla. «Sally


Anderson».
Ya estaba. En nada el profesional estaría en un avión, rumbo a paradero
desconocido, con dos millones de dólares en el bolsillo.

* * *

La tarde del lunes siguiente, Julia estaba en la puerta de la tienda de los Jensen,
escuchando atentamente las risotadas femeninas que llegaban del Out to Lunch.
Alice por fin había conseguido que la Asociación de Mujeres de Rupert organizara
su merienda allí y, al parecer, todo el mundo estaba pasándolo fenomenal en el
nuevo restaurante de moda de Simpson.
Todo el mundo menos Julia.
Cooper le había dado la orden estricta de que le esperara en la tienda de los
Jensen hasta que pudiera pasar a recogerla. Hasta Beth había ido al restaurante
y probablemente se estuviera regodeando en la mousse de chocolate y ron de
Maisie.
Para ser honestos, Beth le había preguntado a Julia si no le importaba que fuera;
y ésta había apretado la mandíbula y le había dicho que no fuera tonta, que fuera.
Pero no era justo que tuviera que perderse toda la diversión.
Además, aunque Cooper llegara a tiempo, tampoco podría pasarse por allí.

- 205 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

No, señor.
Cooper le había dejado muy claro que la reunión de la Asociación de Mujeres
de Rupert le quedaba terminantemente prohibida. La noche anterior lo habían
discutido y le había rogado que le dejara asistir, pero no consiguió nada. Trató de
seducirle, y eso sí que funcionó. Y muy bien. Aunque no para hacer cambiar de
opinión a Cooper, sino para hacerle sentir seis o siete orgasmos alucinantes.
Hablar con Cooper era como hablar con las paredes; no había quién le hiciera
cambiar de parecer. Era una locura pensar que algún miembro de la Asociación de
Mujeres de Rupert pudiera sacar de pronto una ametralladora de su bolso de
flores.
Julia las había visto llegar a todas, una por una. Estaba claro que las
mujeres de Rupert no sabían que lo que estaba de moda eran los bolsos pequeños.
A decir verdad, algunas de ellas llevaban unos bolsos en los que cabía un bazoka.
Aun así, era ridículo que Cooper sospechara de cualquiera de los miembros
de la Asociación de Mujeres de Rupert. Todas ellas se conocían desde hacía
siglos. Había intentado sonsacarle la verdadera razón para que se negara a
dejarla asistir, pero ahí también se había encontrado con un auténtico muro de
piedra. Lo único que había sacado en claro era que no se fiaba de nadie que no
hubiera conocido de toda la vida, infancia incluida, pese a que la persona en
cuestión fuera mujer, tuviera setenta años y una artritis de caballo.
Pues aquello no era vida. ¿Qué sentido tenía estar viva si no podías probar
siquiera la mejor mousse de chocolate y ron del mundo entero? Por no mencionar
la tarta de crema de manzana o la crema bávara de chocolate. Maisie se había
superado. Julia lo sabía porque le había dado a probar las tartas de ensayo. Pero
ahora quería probar las de verdad.
Le llegó otra risotada desde el otro lado de la calle y Julia miró con pena
hacia allí. La calle estaba desierta, como siempre. No había asesinos locos con
pistolas, ni siluetas siniestras, ni un perro callejero siquiera. Estaba
completamente sola, pues todo Simpson estaba en la fiesta.
Todos menos Loren, que estaba en la trastienda ordenando la mercancía.
Pintura, barniz, clavos, barricas de madera antiguas. El sábado iba a ser el gran
día para la tienda de los Jensen, pues iban a redecorarla siguiendo los planos que
habían hecho Julia y Beth.
Julia pudo oír a Loren murmurándose algo para sí mismo y sonrió. No estaba
muy familiarizado con la pintura y los artículos de ferretería, y Julia le había
visto algo desbordado con los planes de remodelación; pero Beth estaba tan
entusiasmada con la idea que había aceptado hacerlo. Ahora probablemente
estaría llevándose las manos a la cabeza por la cantidad de cosas que habían
comprado.
Seguramente estaría ocupado la siguiente media hora, repasando toda
aquella mercancía de la que nada sabía. Julia volvió a comprobar la calle, que
seguía vacía. Todavía eran las cuatro y media; Cooper le había dicho que no

- 206 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

llegaría hasta las cinco.


Cuatro y treinta y tres. Julia volvió a comprobarlo y observó la calle desértica.
¿Por qué no? ¿Qué podría suceder? Podía dejarse caer por el Out to Lunch,
tomarse una rápida taza de té, probar un par de trozos de las obras maestras de
Maisie, reírse un poco y volver corriendo antes de que Cooper o Loren se dieran
cuenta siquiera de que no estaba. No tardaría más de un cuarto de hora.
Se sintió osada y volvió a echar un último vistazo antes de cruzar corriendo
la calle. Abrió la puerta del Out to Lunch y sonrió en cuanto le llegaron el olor a
comida deliciosa y el sonido familiar de una reunión de mujeres.
—¡Sally! —Alice corrió hacia ella sonriendo de oreja a oreja. Parecía joven,
fresca y feliz—. Qué bien verte, aunque pensé que Coop había dicho... —Se volvió
al ver que una mano le agarraba del brazo—: Sí, señora —le dijo a una señora
grandota con un espantoso vestido amarillento—, está al fondo a la izquierda. La
flecha rosa es el de señoras. Espere, que la acompaño. —Aun sonriendo, miró a
Julia y se disculpó para acompañar a la señora. Eran como un punto de
exclamación y una calabaza.
«Le va a ir bien», pensó Julia con orgullo mientras observaba a Alice. Miró a
su alrededor. Ahora que el restaurante estaba lleno, parecía un poco menos cursi.
De hecho, la mesa llena de comida que hacía la boca agua de Maisie, el precioso
mantel azul clarito y las maravillosas tazas de té que ofrecían lo hacía parecer
hasta... elegante.
Nadie parecía quejarse. Debía haber unas treinta personas ahí metidas y, al
parecer, todas ellas estaban disfrutando del encuentro. Y devorando la comida
como gumias.
Julia observó la sólida barrera de espaladas que había junto a la mesa y
estudió el terreno. Tendría que ir derecha hacia la mesa de la comida. No tenía
mucho tiempo y quería probarlo todo. Julia empezó a andar con paso decisivo,
preparada para la batalla.
—Ey. —Una joven rubia se puso en su camino con un plato lleno de todo lo
que había en la mesa—. ¿Qué tal? Dios, qué bien ver una cara conocida. ¿Has
probado esto de chocolate? Está delicioso.
Julia estudió a la joven. Le resultaba familiar...
—Mary —dijo de pronto, recordando—. Mary...
—Ferguson.
—Eso es. —Julia no perdía de vista la mesa. Quedaban tres trozos de
chocolate—. Nos conocimos en la librería de Rupert, ¿verdad?
—Sí. —La joven se metió un churro en la boca—. Uauu. ¿Qué es esto?
—Churros —dijo Julia. Una mano de entre la multitud se llevó uno de los
trozos de mousse de chocolate. Uno menos; quedaban dos—. Es masa de donuts
frita, más o menos. Si me disculpas...
La joven apoyó una mano en la de Julia.
—Tenías razón, ¿sabes?

- 207 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—¿Ah, sí? —Otro trozo desapareció y Julia suspiró para sus adentros—. ¿Con
qué?
—Fue una estupidez venirme aquí.
—Fue una... ahh... ya me acuerdo. ¿Quieres decir que aún no has encontrado
ningún cliente?
—No, he encontrado un par de clientes, pero...
A Julia se le hacía la boca agua y le estaba costando concentrarse en la
conversación. Observó con envidia cómo Mary se acababa el último churro.
—¿Pero?
—No lo sé —suspiró Mary—. He tenido un caso de divorcio y otro de lesión
personal. —Se encogió de hombros—. Pero el divorcio es de lo más amargo y la
pareja está usando a los niños como rehenes. Y el caso de lesión... —Se inclinó
hacia delante y susurró—: ...el tío lo está simulando. Pretende sacarle un pico a la
compañía de seguros.
—No. —Julia trató de parecer impresionada.
—Pues sí —dijo Mary con gesto solemne—. No pensé que esto fuera a ser...
así. Pensé que sería más como La ley de Los Angeles o Murder One. Ya sabes,
pelearse por que se haga justicia y conseguir que un cliente inocente salga libre.
—¿A qué tipo de abogacía se dedica tu padre?
—Bienes inmuebles. Antes pensaba que era un rollo, pero ahora... —Mary
hundió el tenedor en la crema bávara de chocolate y se lo metió en la boca. A
Julia le entraron ganas de llorar—. Ahora ya no lo sé. En el derecho inmobiliario
no hay padres maltratadores ni certificados médicos falsos.
—A lo mejor deberías volver a plantearte la situación... a lo mejor lo que
hace tu padre no está tan mal, después de todo.
—Sí, a lo mejor. Iba a quedarme hasta Navidad pero, ¿sabes?, a lo mejor me
vuelvo después de Acción de Gracias. Sólo quedan unos días y Alice me ha dicho
que el Out to Lunch lo va a celebrar por todo lo alto. Después creo que haré las
maletas y volveré a casa, a Boise. Papá se está portando de miedo; aún no me ha
dicho el «te lo dije».
—Mmm —respondió Julia con educación, tratando de acercarse
furtivamente a la mesa de comida. El único trozo de mousse de chocolate que
quedaba no iba a estar ahí toda la vida—. Hasta Acción de Gracias, entonces.
Una mujer se acercaba al trozo de mousse y Julia se apresuró para llegar
antes que ella. De pronto, una mano de hierro la agarró del hombro y tiró de ella
hacia atrás.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —El tono de voz era fuerte y
enfadado.
«Oh, oh», pensó Julia.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 18

—¿Qué cojones ha sido eso? —preguntó Cooper por enésima vez. La había
arrastrado fuera del restaurante sin dejar siquiera que se despidiera de nadie, y
le había llevado a casa sin dejar de mirar a todos lados.
La última media hora no había parado de caminar por la alfombra haciendo
círculos.
—Creí que te había dicho...
—Que no saliera de la tienda —concluyó Julia la frase—. Sí, me lo dijiste.
—Sabías que no debías ir a lo de Alice, ¿verdad?
—Sí, Cooper. —Julia cerró los ojos.
—Sabías que era demasiado peligroso. Lo hemos discutido un millón de veces.
—Sí, Cooper. Lo siento —dijo al fin, suspiró con fuerza y se pasó la mano por el
pelo—. Sólo tratas de protegerme y yo me he comportado como una niña pequeña.
Lo siento, Cooper.
A Cooper se le pasó un poco el enfado que se había cogido al verla en el Out to
Lunch. Aunque el enfado era mejor que el miedo que había sentido cuando entró
en la tienda de los Jensen y no ver a nadie allí. Un miedo atroz, como nunca antes
había sentido, le invadió cuando Loren salió de la trastienda secándose las manos
en el delantal y le dijo:
—Lo siento, Coop. Me he entretenido ahí atrás. ¿Dónde...? —Y entonces Loren
había mirado a su alrededor, lívido de horror.
Julia no estaba y a Cooper se le cayó el alma a los pies.
Vio a Loren girar la cabeza, buscándola pese a que sabía que ya era
demasiado tarde.
—Oh, Dios, Coop —había susurrado Loren—. No está. Dios mío, qué he... —
Pero Loren se había quedado hablando solo, porque Cooper ya había salido
escopetado a la calle, derecho hacia el único sitio en el que podía estar.
La fiesta de señoras de Alice.
Daba igual que hubieran estado discutiendo hacía nada por qué no podía ir.
Pese a que Julia sabía que alguien iba tras ella, estaba completamente fuera de
su elemento. No le habían entrenado para eso, como a él, que había perseguido a
hombres y sabía muy bien lo que era.
Le había obligado a Herbert Davis a que le enviara toda la información
relativa a Santana, descubriendo así que Santana no era un matón cualquiera, sino
un gángster de considerable poder. Cooper sabía lo suficiente como para ser
consciente de que una recompensa de dos millones de dólares significaría que

- 209 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

todos los matones del país estarían buscando cualquier pista que les llevara al
escondite de Julia.
—Lo siento, Cooper —repitió Julia con suavidad, mirándole a los ojos—. No
debería haber ido.
El enfado y el miedo de Cooper empezaban a remitir, aunque aún no se
atrevía a tocarla, así que metió las manos en los bolsillos del pantalón y
retrocedió un paso.
—No, no deberías haberlo hecho.
—No debería haberte desobedecido.
—No.
—Estabas preocupado.
Preocupado se quedaba corto. Más bien aterrorizado.
—Sí.
—De todas formas... —Julia luchaba por no alzar la voz—... De todas formas,
me cuesta imaginar a una de las Mujeres de Rupert confabulada con Santana.
—No tienes ni idea de eso —respondió Cooper. No se dio cuenta de lo áspera
que había sonado su voz hasta que le vio hacer una mueca de dolor—. El peligro
puede venir de cualquier frente, en cualquier momento, y si no estás preparada...
eres historia en menos que canta un gallo. No voy a dejar que Santana te atrape,
puedes estar segura de ello.
—Ya lo ha hecho. —Su voz era suave y le llevó un minuto darse cuenta de lo
que acababa de decirle.
—¿A qué demonios te refieres con eso?
—Santana ya ha ganado, Cooper. Ya me ha quitado mi vida. Lo más seguro es
que ya no tenga trabajo y hace casi dos meses que no veo mi casa. ¿Quién sabe
cuándo volveré a verla? Para entonces todas mis plantas habrán muerto ya. Y mi
gato. —Trató de soltar una carcajada y se frotó los ojos con enfado,
prometiéndose a sí misma que no lloraría—. Federico Fellini. Llamé a Fred en
honor a él. —Su voz era desoladora y vacía—. Todo lo que tenía. Todo lo que era
yo... me lo ha quitado. Ya no tengo vida; me la ha quitado.
Era cierto. Ya no tenía esa viveza que tanto contrastaba; parecía que alguien
hubiera apagado la luz de su interior. Santana le había quitado su vida, su centro,
su esencia propia.
Cooper no conocía a demasiadas personas que pudieran soportar la pérdida
de su casa, de su trabajo y su vida, que se encontraran de pronto en un pueblo
desconocido y, aun así, hacer amigos como Julia. Él nunca habría podido hacerlo.
Si le hubiera sucedido lo mismo que a ella, no habría tenido el valor suficiente
para meterse de lleno en el pueblo, hacer amigos, y trastocar la vida de la gente
que le rodeara.
—¿Cooper? —Le miró con ansiedad—. ¿Sigues enfadado conmigo?
—No. —Soltó el aire poco a poco y alargó una mano para acercarla a él,
agradecido de tenerla junto a él. Viva y en sus brazos—. No estoy enfadado, sólo

- 210 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

asustado.
—Yo también —susurró.
Cooper se apartó un poco.
—Entonces por qué... —empezó a decir, pero se detuvo. Sabía por qué. Había
hecho toda la remodelación y el trabajo para decorar el local de Carly y
convertirlo en el de Alice. Se merecía unirse a la fiesta.
—Me... preocupo —dijo al fin.
—Lo sé, Cooper. Y siento haber hecho que te preocuparas con mi egoísmo.
¿Me perdonarás?
Eso habría movido hasta a una piedra. Y, dijera lo que dijera Melissa, Cooper
no estaba hecho de piedra.
—Sí —dijo con voz ronca—. Te perdono. De todas formas, ha sido mi culpa;
no debería haber llegado tan tarde.
—No, Cooper, no te culpes. Soy la única culpable, pero no he podido evitarlo.
No puedo vivir como te gustaría que hiciera; tendría que ser ciega y sorda y... no
preocuparme por nadie, supongo. Quería ver qué tal le iba a Alice.
—Más bien querías probar el bollo de chocolate —dijo sonriendo.
—Mousse —sonrió—. Y sí, eso también. Aunque no probé bocado. De todas
formas, Maisie traerá un poco mañana a lo de Beth, si se lo pido. ¿Cooper?
—¿Sí?
—Acabamos de tener nuestra primera pelea.
Cooper suspiró.
—Sí.
—Y hemos sobrevivido.
—Sí.
—Aunque, cómo no, eres un auténtico tozudo.
Cooper apretó los labios.
—Y tú una imprudente sin perdón.
—Pero me has perdonado. —Le sonrió de oreja a oreja—. ¿A que sí?
—Sí. —Cooper alargó la mano y la estrechó entre sus brazos, besándola.
—Supongo que eso significa que de verdad te importó —susurró Julia al
cabo de un rato.
Cooper sonrió con tristeza.
—Supongo que sí.

* * *

—¡Uft! —Dos tardes más tarde Cooper rodaba sobre su hombro. Agradeció
de inmediato las colchonetas que había puesto en el salón de Julia para practicar
Aikido.
—¡Lo he hecho! —chilló Julia, subiéndose a horcajadas sobre Cooper y
golpeando el aire, encantada—. ¡Lo he hecho! ¡Te he tirado! —Se levantó y

- 211 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ejecutó un bailecito triunfal, golpeando con ferocidad a enemigos imaginarios.


—Pues sí. —Cooper sonrió y se puso en pie. Le encantaba verla así de feliz y
triunfal.
Le había costado tirarse al suelo sin que se notara, pero había merecido la pena.
Ya se sabía un par de llaves básicas, y Cooper empezaba a convencerse de que
podría tumbar a un atacante poco entrenado. Uno muy débil y poco entrenado.
Pero quería que supiera lo que se sentía tumbando a alguien, que ganara
confianza.
Julia estaba tarareando la canción de Rocky y golpeaba el aire como sí fuera
una campeona de pesos pesados.
—No eres tan duro, grandullón —dijo y se echó a reír.
Cooper sonrió.
—Supongo que no; aunque es algo humillante.
—Quiero un premio por haber ganado. —Le rodeó haciendo como que
boxeaba—. Si no quieres que te dé una paliza.
—Me tienes muerto de miedo. —Era incapaz de resistirse a ella cuando
estaba de tan buen humor—. De acuerdo. Dime qué quieres. Cualquier cosa.
Julia se detuvo y le miró a los ojos.
—¿Lo dices en serio?
Sonrió ante la idea de darle algo.
—Sí, claro. Cualquier cosa. ¿Quieres un caballo? —le preguntó animado—.
Tengo una alazana maravillosa de boca muy suave. Te encantará.
Julia sacudió la cabeza. Vale, caballos no.
—¿Joyas?
Volvió a sacudir la cabeza.
—¿Un abrigo de piel?
Sacudió la cabeza otra vez.
—No, eso tampoco.
—¿Bueno, y qué quieres? —Si podía dárselo, se lo daría.
—Quiero ir a la fiesta de Acción de Gracias de Alice.
La sonrisa se borró de sus labios de inmediato.
—No —dijo—. Rotundamente no.
Ella también dejó de sonreír.
—Me habías dicho que podía tener lo que quisiera; y lo que quiero es estar
allí cuando Alice y Maisie vean el éxito que es.
—No. —Cooper apretó la mandíbula—. Cualquier cosa, menos eso. Puedes
pedirme perlas y diamantes. Te doy mi mejor semental, si quieres. Pero no quiero
verte entre la multitud del día de Acción de Gracias. Y no hay más que hablar.
El aire se llenó de tensión. Julia dejó de hacer el payaso y se quedó quieta,
muy recta.
—Trabajé durante días para renovar la cafetería. Alice es mi amiga. —Tragó
con fuerza—. Si no puedo tener amigos, y no puedo ver cómo triunfan, ni hacer

- 212 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

planes, me da igual existir o no, Cooper. Poco importaría que estuviera muerta. Te
lo estoy pidiendo como un favor; quiero compartir al menos parte de ese día con
Alice. Sólo un ratito. —Le buscó con la mirada—. Por favor, Cooper.
—¡Joder! —Cooper quería golpear algo. Sabía muy bien qué le estaba
pidiendo; y era una locura. Pero también sabía lo mucho que se lo merecía, lo que
significaría para ella, para Alice y Maisie, que estuviera allí el día de Acción de
Gracias.
No volvió a suplicárselo; se lo dejó a él, a que decidiera qué hacer. Era una
locura, pero se merecía estar allí.
«No quiero hacerlo, —pensó—. No quiero decirlo». Pero lo hizo.
—Vale.
—¡Oh, Cooper! —La espantosa sensación de haber cometido un error
cediendo casi valió la pena por ver cómo se le encendía el rostro—. Oh, Cooper,
¡gracias! —Julia le abrazó—. Llevo tanto tiempo deseándolo. Sé lo mucho que ha
trabajado Maisie para hacer el menú y va a ser... —Se detuvo y le miró con
cuidado—. Me habías dicho que no quieres que esté cerca de ningún extraño.
—Ya lo sé.
—Quiero decir que la idea de la reunión de la Asociación de Mujeres de
Rupert te aterraba.
Apretó la mandíbula.
—Sí.
—Así que esta es una concesión enorme por tu parte —dijo.
—Sí.
—Es nuestra segunda pelea.
—Sí.
—Y has cedido.
—Ehh...
—Sólo será una tarde, Cooper —dijo Julia—. Un par de horas. Y a lo mejor
tú también podrías venir.
—Claro que iré. —Cooper se la quedó mirando. ¿Cómo podría pensar lo
contrario? Estaría allí... y armado. Igual que Bernie, Sandy, Mac y Chuck. Iba a
ser todo lo seguro que pudiera.
—Bueno, me alegro de que cambiaras de opinión. —Le sonrió y él la abrazó
con fuerza. Al cabo de un rato, le dijo—: Me alegra saber que no siempre eres
tan tozudo.
—Gracias —respondió forzando una sonrisa—. Creo.

* * *

Como muchos de aquel oficio, el profesional tenía el don de la invisibilidad.


Gracias a que era de altura y peso medios, el profesional podía entrar y salir
de los sitios, indagar un poco y, después, nadie sería capaz de describirle con

- 213 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

exactitud. Parte de un buen golpe se debía a la información, y no se podía


obtener información si se llamaba la atención.
Le había resultado imposible encontrar un buen mapa de Simpson, pero no le
había costado encontrar el 150 East Valley Road. Debía de haber unas seis calles
en total en el pueblo y el profesional ni siquiera tuvo que preguntar dónde estaba.
Le había bastado con darse una vuelta por la zona para distinguir cuál era la casa
de Julia Devaux.
Era una casita de una planta, con pintura atenuada y un jardincito en la
entrada. Una de las columnas del porche tenía una raja de medio centímetro de
ancho y, en su conjunto, no tenía nada que ver con la casa en la que solía vivir en
Boston: 4677 Larchmont Street era un edificio lleno de apartamentos de yuppies
valorados en 250.000 dólares cada uno.
«Has pasado a peor vida, Julia Devaux», pensó el profesional.
Pero, al parecer, no había perdido el tiempo en Simpson. Se la relacionaba
con un vaquero, un tal Sam Cooper, y para su gran disgusto no parecían dejarla
sola ni un minuto del día. Desde que salía de su casa, por la mañana, hasta que
volvía a entrar por la tarde acompañada de Sam Cooper, que se quedaba a dormir
allí, Julia Devaux siempre iba acompañada de alguien. Si Sam Cooper no estaba
por ahí, iba con alguno de sus hombres. El profesional oyó que en el pueblo les
llamaban Bernie, Sandy y Mac.
Había tenido una mínima oportunidad durante aquella estúpida reunión de
mujeres, pero ese maldito vaquero había aparecido en el peor momento.
Normalmente todo eso no le habría supuesto ningún problema, pues el
profesional sabía utilizar armas de precisión y podía pegarle un tiro a Julia
Devaux desde lo alto de algún tejado mientras atravesaba la calle. Pero había dos
problemas. Y eran grandes.
El primero de ellos era que los hombres de Simpson parecían ser bastante
desconfiados, empezando por Sam Cooper, que no paraba de mirar a todos lados
al andar. Y el sheriff también parecía estar demasiado alerta, sin apartar nunca
la mano de la pistola. El profesional no estaba del todo seguro de poder escapar
tras el disparo, y al profesional le gustaba estar seguro de las cosas.
Pero, sobre todo, Santana tenía que saber exactamente quién se había
deshecho de Julia Devaux; de lo contrario, podía despedirse de su recompensa.
Julia Devaux muerta no significaba nada para el profesional, a no ser que pudiera
demostrarle a Santana quién lo había hecho y, así, hacerse con los dos millones
de dólares.
Tenía todo muy bien preparado. Todo estaba en su sitio, listo para hacerse.
La pequeña pistola, la cámara con la hora... pero las cosas parecían no ir según lo
establecido, y eso era malo. Muy malo. El profesional lo había organizado todo
para llegar a la casa de la playa el domingo treinta, y esas dificultades
inesperadas estaban llevando su plan al garete.
Maldito Sam Cooper.

- 214 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Aburrido y enfadado, el profesional rebuscó el archivo de Cooper,


esperando encontrarse con los detalles estúpidos de la vida de un vaquero
cualquiera. La pantalla se llenó de información relacionada con Sam Cooper. Lo
primero que vio fue el símbolo que indicaba que había pertenecido al servicio
militar, y el profesional se enderezó.
Un antiguo soldado. Eso sí que eran malas noticias.
El profesional investigó en el Departamento de Defensa.
Muy malas noticias.
Después de todo, Sam Cooper no era un vaquero cualquiera, sino un antiguo
SEAL. Cinturón marrón, y diestro en otras muchas artes marciales. El hombre no
sólo era un ex-combatiente, sino que, según el informe, era un magnífico
estratega militar. Varios de los hombres que mandaba le siguieron hasta su
rancho, entre ellos dos francotiradores condecorados llamados Harry Sanderson
y Mackenzie Boyce. Sandy y Mac. No era muy difícil sumar dos y dos.
Muy, muy malas noticias.
Entre los hombres de Cooper no había ningún Bernie, pero el profesional
estaba seguro de que no tendría demasiados problemas con un arma.
Así que no era ninguna coincidencia que Julia Devaux nunca estuviera sola.
El profesional se enfadó de pronto. Tenía que haber sido tan jodidamente
fácil. Tan limpio y preciso. Completamente indoloro. Y ahora, todo su plan se iba a
la mierda.
Acción de Gracias. Tendría que ser entonces, cuando la gente estuviera
distraída. Cuando todo el mundo estuviera celebrándolo y disfrutando de la buena
comida y de la bebida. Un trabajo limpio. Nada complicado.
El profesional odiaba la violencia.

* * *

—Cooper, háblame —le susurró Julia en el cuello. Le abrazó con más fuerza
y apretó las piernas en torno a las caderas de él. Esas últimas horas las habían
pasado haciendo el amor.
Aunque había cambiado algo en la forma de hacer el amor de Cooper. Ya no
era tan salvaje como antes; ahora insistía más en los preliminares, tanto que
acababa rogándole que la penetrara.
Mientras Cooper estaba dentro de ella, nada podía herirla. Era como si el
tiempo no pasara.
Estaba agotado, tumbado sobre ella y pegándola al colchón con su peso. Julia
estaba húmeda de sudor y semen.
Giró la cabeza para besarle el cuello.
—Háblame —le repitió.
Cooper abrió de pronto los ojos. Se había quedado dormido.
—No estoy siendo muy justa, ¿verdad, Cooper? —dijo Julia suavemente,

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

acariciándole la cabeza.
Últimamente parecía tener las emociones a flor de piel, y pasaba de un
extremo a otro sin previo aviso. Un miedo tan atroz a veces que la paralizaba; un
placer que le volvía loca; ansiedad; alegría; tristeza.
Suspiró.
—A veces no puedo parar de pensar, ¿sabes? La cabeza me da más y más
vueltas y sencillamente no sé cómo...
—Te quiero.
A Julia se le paró el corazón.
—No... —Su menté voló en busca de una respuesta mientras su cuerpo, por
propia iniciativa, respondía a las fuertes manos de Cooper que le agarraban de la
cadera mientras su pene renacía y se prolongaba dentro de ella—... No encuentro
una respuesta a eso.
—No pasa nada. —Parecía tranquilo—. Imagino que no puedes. Estás hecha
un auténtico lío con todo lo que te está pasando. Y no tengo derecho a decirte
algo como eso, en estos momentos, pero quería que lo supieras por si... —Cooper
vaciló—... por si acaso —dijo al fin.
—Cooper, yo... —Pero le puso un dedo en los labios.
—No; no quiero que me respondas. El mundo que te rodea es un follón, demasiado
como para que sepas cuáles son tus sentimientos. Con los míos es suficiente.
Julia, emocionada, le besó la barbilla.
—¿Cuándo te has vuelto tan sensible?
Cooper levantó la cabeza y sonrió con tristeza. Suavemente, empezó a
mover las caderas.
—Tal vez no sea el hombre más sensible del mundo, pero no estoy hecho de
piedra.
—No, no lo estás. Sólo una parte de ti. —Le frotó los labios contra el cuello
y se agarró a su hombro. Le encantaba sentirle, sentir su tuerza y su seguridad.
Le rodeó con las piernas, conduciéndole con los talones mientras entraba y
salía de ella. Sus movimientos fueron lentos y lánguidos al principio. Julia cerró
los ojos, concentrándose en la espiral eléctrica de placer que sentía entre las
ingles. Cooper fue incrementando gradualmente la velocidad hasta que la tuvo,
temblando, al límite.
Un par de movimientos fuertes y cortos y se corrió. Con un grito salvaje, las
contracciones del orgasmo de Julia hicieron que él también se corriera. Ya
estaba increíblemente húmeda de las veces anteriores. Cada vez que dormía con
él, tenía que cambiar la sábana bajera.
Pero no le importaba.
Le encantaba todo lo relativo a la forma de hacer el amor de Cooper, pero
ese momento era especial. Cuando se quedaban quietos, callados, y aún unidos.
Cooper. Su Cooper. Por muy fuerte que fuera, no era un hombre de acero.
No era Supermán. Le había visto cansado, preocupado y ansioso. Tenía un par de

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arrugas nuevas en el rostro, y parecían permanentes. Sabía que ella era la causa
de la mayoría de sus problemas, pero jamás le había dejado ver, de ninguna
forma, que se lamentara de su intrusión en la vida de él.
Trató de ver la hora en la oscuridad. No lo consiguió, pero debían de ser
cerca de las once. Los rancheros seguían un horario muy saludable. No se
acostaba tan temprano desde que era pequeña.
Todo aquello era tan poco parecido a Boston. En casa, a las once la gente
seguiría saliendo de los bares y teatros de Larchmont Street. La vida nunca se
detenía en el corazón de Boston.
Ahí fuera, en Simpson, no había más que tierra salvaje.
Era un lugar tan extraño para encontrar el amor.
Amor. Cooper le había dicho que la quería. Ella también le quería. O, al menos,
parecía amor. Aunque estaba segura de que el amor requería un futuro juntos y,
ahora mismo, ella era incapaz de pensar en el futuro. Cada vez que intentaba
tomar el control de su vida o planear algo, una cortina oscura lo tapaba todo.
De pronto, necesitó que Cooper supiera que le importaba. Levantó la vista
para decírselo, pero le puso un dedo en los labios.
—Duerme ahora, cariño —le susurró—. Mañana es el día de Acción de Gracias.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Capítulo 19

—Ey, Davis, feliz Navidad. —La voz del joven ayudante resonó en la oficina
vacía del Departamento de Justicia.
—Es Acción de Gracias, animal —respondió gruñendo Herbert Davis
mientras le daba un mordisco a su sándwich de pavo. Eran las nueve de la noche y
estaba haciendo horas extra. Otra vez. En un día festivo.
—Da igual —respondió alegremente, inclinándose para dejarle un paquete
sobre la mesa—. Es tiempo de felicidad.
Davis recogió el paquete marcado con el sello de URGENTE y lo abrió,
despidiendo al ayudante con un gesto de la mano. Era una cinta de audio.
David suspiró y sacó la hoja que venía la cinta; estaba cansado y sin fuerzas.
A lo mejor Aaron le había contagiado la gripe; Aaron llevaba dos días en casa,
enfermo, y a Davis se le empezaba a acumular el trabajo.
Leyó el mensaje del FBI sin concentrarse del todo en lo que decía. Habían
estado pinchando el teléfono privado de S.T. Akers por un caso de drogas que no
tenía nada que ver con el caso de Santana, pero el agente encargado le había
enviado la cinta considerando que podría resultarle interesante.
Davis metió la cinta en el radiocassete, picado por la curiosidad. Llevaba
demasiado tiempo haciendo horas extra y, por primera vez, la idea de pasar el día
de Acción de Gracias con su familia política le atraía más que estar allí.
Se estremeció. Ni de broma; estaba cansado, eso era todo. Davis volvió a
desear que Aaron no se hubiera puesto malo. Pulsó el botón de play.
El sonido llegaba un poco mal y le costó unos minutos darse cuenta de qué
decían y quién lo decía. En cuanto lo hizo, se le pusieron los pelos de punta. Paró
la cinta y la rebobinó. Tamborileó unos segundos sobre la mesa, sin atreverse a
volver a pulsar el botón de play; sabía que, después de eso, no volvería a trabajar
igual. Lo pulsó.
Se oyó el ruido de un teléfono y después una voz impaciente.
—¿Sí? Akers al habla.
—¿Señor Akers?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Un amigo, señor Akers. O, más bien dicho, un amigo de Dominic Santana. —
Le escucho.
—Sé dónde está Julia Devaux...
—Espere un segundo. Sabe que no puedo escuchar ese tipo de información.
Iría totalmente en contra de la ley.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Bueno, y cómo…
—Pero imaginemos una situación hipotética. Imaginemos que cuelgo el
teléfono ahora y conecto el contestador. Cuando deje su mensaje, yo estaré
fuera de la habitación, así que no sabré qué ha dicho. E imaginemos...
hipotéticamente, claro, que cuando visite a mi cliente en la cárcel me llevara la
cinta. Sigamos imaginando que tuviera que mostrarle otra parte de la cinta a mi
cliente. No sabré qué dice el mensaje hasta haberle dado play y, para entonces,
será demasiado tarde. ¿Me entiende?
—Claro.
—Pues en cuanto cuelgue, saldré de mi oficina y estaré fuera un cuarto de
hora, ¿con eso le vale?
—Sí, no es más que una dirección. Pero quiero dinero. Quiero la mitad de la
recompensa. Quiero un millón de dólares...
—No sé de qué está hablando. Pero si tiene cualquier petición, dígasela a la
cinta.
Se oyó el clic del teléfono al colgar y Davis apagó el radiocassette. No
quería seguir escuchando. Se sentó con la cabeza entre las manos y dejó que la
tristeza le embargara. Tenía que hacer un millón de cosas y andaba escaso de
tiempo, pero necesitaba un minuto para pensar en silencio.
El hombre que había vendido la información acerca del paradero de Julia
Devaux iba a ser perseguido por la ley. Perdería su trabajo, su pensión, sus
amigos y su libertad. Atentar contra la seguridad en beneficio propio conllevaba
penas de hasta 25 años de cárcel. El hombre ya había perdido a su familia.
Herbert Davis acababa de oír a un hombre suicidándose. Pero no se trataba
de un hombre cualquiera... si no de su mejor amigo desde hacía veinte años.
El hombre que había traicionado a Julia Devaux era Aaron Barclay.

* * *

—¡Feliz día de Acción de Gracias, Coop, Sally! —dijo Alice alegremente. Era
por la tarde y los primeros copos de nieve empezaban a caer. Cooper le puso una
mano en la espalda a Julia y atravesó el umbral del Out to Lunch, muerto de
miedo.
Aquello no le gustaba nada.
—Venga —les dijo Alice, tomando de la mano a Julia—. Tienes que ver cómo
hemos decorado los platos, te va a encantar. Y Maisie ha hecho un pan de jerez
que te mueres.
«Dios, espero que no», pensó Cooper con amargura, soltando la mano de
Julia. No quería que se alejara demasiado, aunque fuera para seguir a Alice a la
cocina. Le hizo una seña a Bernie, quien se levantó y siguió a las dos mujeres.
Sally se quedó donde estaba, junto a la ventana, mirando fijamente el local y la
calle. Ambos eran buenos hombres.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Cooper miró a su alrededor. Por primera vez aquel día, dio gracias a que el
tiempo fuera tan malo. Muy pocos que no conociera habían conseguido llegar a la
cena de Acción de Gracias. Un Glenn de lo más orgulloso estaba sentado con Matt
a una mesa que había cerca de la cocina. En otra mesa, los Roger, los Lee y los
Munro, tres familias de Simpson, estaban como en una fiesta; y había otras dos
parejas de Rupert que conocía, aunque no recordaba sus nombres. Además, una
pareja mayor a la que no conocía se deleitaba con una selección de los mejores
postres de Maisie; pero ambos rondaban los setenta y Cooper resistió la
tentación de acercarse y pedirles su identificación.
Observó a un tipo al que no había visto nunca. Parecía un vendedor
ambulante; se lo quedó mirando fijamente hasta que, un par de minutos después,
el tipo apartó la vista para encontrarse con la mirada hostil de Sandy. El hombre
tamborileó un par de minutos sobre la silla, dejó el tenedor en el plato y se
levantó, rebuscando dinero en los bolsillos. Al poco, la pareja de ancianos se fue
también.
Cooper vio a la joven rubia con la que había estado hablando Julia cuando
fue a buscarla y la sacó a rastras de la reunión de Mujeres de Rupert. Se
preguntó si debería acercarse a la joven a pedir disculpas por su comportamiento
del otro día, pero al final decidió que no era necesario. A la mierda los modales.
Cooper se giró con los ojos entrecerrados hacia el alboroto que había en la
puerta. Ya se había llevado la mano a la pistola para cuando se dio cuenta de que
sólo era la voz de Roy Munro felicitando a Maisie y a Alice. Respiró hondo para
tranquilizarse.
Lo había calculado a propósito para llegar justo para cuando los últimos
clientes se estuvieran marchando. Estaba casi seguro de que no habría clientes
para cenar; llevaban todo el día anunciando una tormenta fuerte, y sólo un loco se
aventuraría a salir a la carretera en una tierra tan aislada como aquella por la
noche y con tormenta.
Cooper se sentó a la mesa que Alice les había reservado y esperó con
resignación a que Julia saliera de la cocina.
Por enésima vez aquel día, Cooper se arrepintió de haber aceptado que Julia
viniera a celebrar el día de Acción de Gracias allí, y rogó por que acabara pronto.
Era la última vez que le permitiría ir a un lugar público antes del juicio,
fuera cuando fuera. Luego, Cooper se dio cuenta de que la Navidad estaba al caer
y gruñó para sus adentros. No habría forma de evitar que Julia celebrara la
Navidad con sus amigos; era del tipo de mujeres que consideraban un sacrilegio
no celebrar la Navidad en condiciones. A él le importaba una mierda; las dos
Navidades anteriores habían sido días normales de trabajo, como todos los días.
Los caballos no celebraban los domingos, los días festivos, las Navidades, o
el día de Acción de Gracias. Había que alimentarlos y darles de beber, sacarlos a
hacer ejercicio todos los días, sin excepción.
De hecho, empezaba a costarle hacer todo. Cooper no sabría cuánto más

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

podría aguantar aquella situación; si pudiera convencerla para que se quedara con
él... torció de pronto la boca en una sonrisa; la primera desde hacía una semana.
Claro, eso solucionaría todos sus problemas. Si pudiera convencer a Julia de
que se quedara en el rancho con él, todo sería mucho más fácil. Se permitió soñar
despierto un rato. A lo mejor podría convencerla para que decorara un poco la
casa, como había hecho con Alice y Beth. Que la hiciera más agradable. Tal vez
pudiera convencerla para que se quedara. A lo mejor, si jugaba bien sus cartas,
podría convencerla para que se quedara permanentemente...
—No sabes lo que me gusta verte sonreír —dijo Julia, deslizándose en el
asiento que había junto a él—. Empezaba a pensar que se te había quedado el
ceño fruncido para siempre.
Alice puso dos enormes platos delante de ellos.
—Un poco de todo —le dijo a Cooper—. A comer. —Cooper fue incapaz de
reconocer la mayor parte de lo que había en el plato. El día de Acción de Gracias
significaba pavo, salsa de arándanos y pastel de calabaza. Punto.
Pero Julia parecía saber qué era todo aquello.
—Mmm —suspiró, cerrando los ojos y saboreándolo todo—. Soufflé de
patata dulce; pudding de maíz; pavo con salsa de frambuesa... Maisie se ha
superado.
Alice rió feliz.
—Sí, es genial, ¿verdad? Prueba la salsa de frambuesa. El editor de The
Rupert Pioneer ha estado aquí y le ha gustado tanto que va a escribir un artículo.
—Alice miró a su alrededor—. Aunque menos mal que no todo el mundo ha
conseguido venir; aún no tenemos todos los problemas solucionados. Hemos
encargado demasiados pavos, pero pocas verduras; además, estamos quedándonos
sin café y tartas. Aun así —dijo, encogiéndose de hombros—, en Navidad todo irá
sobre ruedas ya. Para ser unos principiantes, no lo estamos haciendo tan mal.
Cooper se puso manos a la obra, aunque no tenía demasiado apetito. Empezó
masticando despacio, y enseguida se animó. No, no lo estaban haciendo nada mal.
Disfrutó de dos mordiscos antes de que su placer se viera interrumpido de golpe.
Sonó su teléfono móvil y, al ver quién era, se quedó helado. Era el número de
Davis. No podía ser nada bueno.

* * *

Julia observó a Cooper comer, divertida. Estaba claro que le gustaba la


comida, y que no había probado algo tan rico demasiadas veces en su vida. La
consideraba una cocinera excelente cuando era verdad que no era mala, aunque
nada en comparación con Maisie. Probó un poco de la comida de Maisie y trató de
no cerrar los ojos de placer.
Había hecho bien en venir. Lo necesitaba. Sabía que Cooper prefería estar
con ella, y él también lo necesitaba. Un tiempo de descanso. Cooper necesitaba

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

bajar la guardia un poco; necesitaba relajarse un poco. Aunque no le había dicho


nada, sabía que estaba dejando su trabajo de lado. Se estaba volviendo del revés
tratando de mantener el rancho y cuidar de ella.
A lo mejor debería ofrecerse a quedarse en el rancho con él.
Esa idea le habría espantado hacía unos días, pero ahora tenía cierto
atractivo. Podría probarse y decorar la casa de la familia Adams de Cooper,
divertirse merodeando por su cocina de kilómetro y medio, observar cómo
ejercitaban esos caballos maravillosos. Pero, sobre todo, podría estar con
Cooper. Podrían disfrutar de las tardes hechos un ovillo delante de la chimenea.
Esa casa tenía tantas chimeneas que podían probar a hacer el amor delante de
todas ellas.
Julia se metió otro bocado en la boca, fantaseando con las chimeneas y con
Cooper, y se quedó petrificada.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Cooper dejó el tenedor y sacó el móvil del bolsillo. Al hacerlo, se le levantó
la chaqueta y Julia vio el arma que llevaba oculta. Abrió el teléfono y frunció el
ceño al ver quién era.
—Cooper.
Escuchó, apretando el móvil con fuerza. Julia vio que se le cambiaba la cara
a medida que escuchaba a su interlocutor.
—Cooper —dijo suavemente. Giró la cabeza hacia ella, pero sin verla. Oía el
sonido de la voz de alguien al otro lado de la línea, pero no conseguía descifrar lo
que decía. Cooper cambió el teléfono de mano y sacó una pistola con la derecha.
—¿Cooper? —preguntó asustada.
Colgó el teléfono y tensó el rostro.
—Sandy —dijo en voz baja.
—Sí.
—Mac.
—Aquí.
—Bernie.
—Sí.
—Llamad a Chuck.
—Enseguida, jefe. —Sandy desapareció en la oscuridad. Bernie y Mac
miraron a Cooper y se acercaron.
—Bernie. —Cooper no levantó la vista—. Saca la Springfield y el 38 de la
camioneta. Asegúrate de tener munición suficiente.
—Cooper. —Julia tiró de la manga de la chaqueta de Cooper. Le temblaba la
mano—. Dime qué pasa, por el amor de Dios. ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién te
llamaba?
Cooper se volvió hacia ella.
—Era Herbert Davis —le dijo con voz fría—. Santana descubrió dónde estabas
hace veinticuatro horas. Lo más seguro es que sus hombres ya estén aquí.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

* * *

Todo pareció suceder de golpe.


Chuck entró corriendo, sacudiendo la nieve del chaquetón y trayendo un
auténtico arsenal. Bernie y Mac salieron unos segundos y volvieron con varias
armas más. Los dos parecían serios.
Todo estaba sucediendo muy rápido. Julia alargó la mano para tocar a
Cooper, pero éste ya había atravesado la mitad de la sala y hablaba con Glenn.
Julia le observó unos momentos como si fuera un extraño. Los hombres le habían
rodeado en círculo y estaba dirigiéndose a ellos en voz baja.
—¿Sally? —La voz asustada de Mary Ferguson hizo que se girara en redondo
—. Sally, ¿qué sucede? ¿A qué viene tanto alboroto? —Mary se había puesto
pálida y temblaba.
—Es una historia muy larga, Mary, y nada agradable. Siento mucho que te haya
pillado en medio. —Por encima del hombro de Mary, Julia vio a Maisie salir de la
cocina secándose las manos en el delantal. Se acercó inmediatamente a Glenn.
—¿Sally? —Alice había salido de la cocina detrás de Maisie—. ¿Qué pasa?
Julia se volvió hacia Alice. Alargó la mano y le palmeó el hombro para
tranquilizarla, aunque ella misma no estaba nada tranquila.
—No pasa nada, cariño.
—Sí que pasa —dijo la voz ronca de Cooper tras ella—. Alice, vienen uno
tipos a Simpson. Son asesinos a sueldo y vienen en busca de... —Vaciló un segundo.
—Julia. —Respiró hondo. ¿Qué sentido tenía seguir guardando el secreto?—.
Alice, mi verdadero nombre no es Sally Anderson, sino Julia Devaux. Y esos
hombres vienen a por mí.
—¿Están ya de camino? —preguntó Alice con tranquilidad—. Bueno, pues no
van a atraparte. Puedes estar segura de eso. —Alice miró a Cooper—: ¿Qué
quieres que hagamos, Coop?
Cooper miró a su alrededor, fijándose en todos los detalles. Estaba tenso,
pero la voz sonaba tranquila, como la de Alice.
«Supongo que en el oeste no existe el pánico», pensó Julia.
—De acuerdo —dijo Cooper—. Quiero que cerréis todas las puertas y que
apaguéis las luces. Que todo el mundo se ponga en el centro, lejos de las
ventanas. Y quitad todo lo que pueda romperse, cualquier cosa de cristal o de
cerámica; lo último que queremos es que alguien se corte. Dejaré a Bernie, Sandy
y Mac aquí...
—Y a mí. —Glenn se puso en pie—. Sé manejar un arma, Coop, lo sabes muy
bien. Puedes contar conmigo. Estamos juntos en esto.
—Sí —dijo Loren.
Cooper asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Que Chuck os dé un arma. Poneos en la puerta de atrás,
Bernie se quedará en la de delante. Sandy y Mac cubrirán las ventanas. Confío en

- 223 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

que no haya problemas aquí, supongo que irán a buscar a Julia a su casa, aunque
nunca se sabe.
Julia les observó mientras Chuck les daba armas y Glenn, Bernie, Sandy y
Mac ocuparon sus posiciones. Cooper metió unos cuantos objetos que no
reconoció en la bolsa de cuero y después, por extraño que parezca, metió dos
toallas que había sacado de la cocina.
Miró a su alrededor con un nudo en la garganta. Las mujeres estaban
ocupadas retirando los platos y moviendo las mesas; mientras los hombres
comprobaban sus armas. Nadie le dijo nada.
Era su problema; todo el mundo podría haber decidido salir de allí y que se
ocupara ella sólita; Cooper se habría quedado con ella, después de todo, era su
chica. Y Chuck era la ley. Pero Glenn, Loren, Bernie, Sandy, Mac, Beth, Alice,
Maisie... no era su problema, sino el de ella.
Las lágrimas se le agolparon en los ojos. La gente de Simpson estaba
arriesgando su vida por ella, sin decir una palabra. Julia sintió que la tocaban y se
volvió para encontrarse con el abrazo de Cooper.
—Cooper —susurró—. Ten cuidado.
—Sí. —Cooper la apartó un poco para mirarla a los ojos—. Estaremos bien. ¿Y tú?
Julia hizo lo que pudo por sonreír para tranquilizarle.
—Sí, estaré bien —dijo, antes de que se le quebrara la voz.
—Saca tu pistola.
—Ah. —Julia se había olvidado por completo de ella. Sacó la pistola,
preguntándose si sería capaz de utilizarla.
—Recuerdas lo que te dije acerca del gatillo, ¿verdad?
—Sí, Cooper. —Julia parpadeó para no llorar.
—Fija el blanco en un punto pequeño e inclina el cuerpo hacia delante.
Empuja, no pegues un apretón. ¿Tienes munición de sobra?
Julia apretó el bolsillo y asintió.
Cooper le dio un beso rápido y apasionado y, para cuando la primera lágrima
rodó por su mejilla, ya estaba saliendo por la puerta con Chuck.
—¿Papá? —La voz de Matt se quebró a mitad de palabra. Chuck se detuvo en
el vano y miró atrás.
—Dime, hijo.
—Yo también necesito un arma.
Julia vio las emociones que reflejaban el rostro de Chuck: sorpresa, miedo,
orgullo.
Ganó el orgullo.
Chuck se acercó a la mesa auxiliar donde Bernie había atrincherado las armas y
escogió un rifle. Lo agarró con fuerza y se lo tendió a su hijo.
Julia no pudo soportarlo. Una cosa era que Chuck, Cooper y sus hombres le
defendieran y otra muy distinta era que Matt lo hiciera. No era más que un crío.
—No, Chuck —le rogó—. Es mi guerra, y no podría soportar que dispararan a

- 224 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

un chiquillo porque...
Chuck la calló con una mirada.
—Eres uno de los nuestros, Julia. Matt aprendió a disparar a los seis años;
yo mismo le he enseñado. Supongo que hasta ahora no me había dado cuenta, pero
ya no es un niño. —Con gesto solemne, Chuck le entregó el arma a Matt quien lo
recogió con la misma solemnidad—. Protege a las mujeres, hijo.
—Lo haré, papá.
Chuck asintió y siguió a Cooper fuera.
En cuanto salieron, una sonrisa apareció en el rostro de Matt.
—¡Joder! —gritó feliz, tomando posiciones junto a la ventana principal. Con
una mano sostenía el arma junto a la oreja, como en la tele, mientras con la otra
golpeaba el aire—. ¡Menuda pasada!

* * *

La nieve caía con fuerza y la capa que cubría el suelo medía ya unos
centímetros, escondiendo el sonido de las pisadas. La nieve podía ser un
adversario mortal, y Cooper sabía que tenía que ponerla de su parte, y no en su
contra. La temperatura había caído en picado.
Cooper se agachó y fue pasando en silencio de puerta a puerta a lo largo de
Main Street, seguido de cerca por Chuck. La mente de Cooper iba a toda
velocidad. El tiempo. El tiempo era crucial. Davis se había mostrado claramente
culpable de que uno de sus hombres hubiera traicionado a Julia, y había
trabajado duro para darle a Cooper toda la información que pudiera.
S. T. Akers había ido a ver a Santana fuera del horario de visita, alegando
una urgencia médica. A los prisioneros no se les permitía llamar hasta las siete de
la mañana, cuando se grabó una conversación entre Santana y uno de sus matones.
Davis había comprobado todos los vuelos. Incluso asumiendo que hubieran tenido
a un equipo de asalto listo para salir enseguida, los asesinos no podrían haber
llegado antes de las dos de la tarde a Boise. Todos los vuelos que salían de Logan
se habían retrasado por la tormenta; además, había un trayecto de tres horas
desde el aeropuerto de Boise a Simpson con buenas condiciones metereológicas y
teniendo en cuenta que se conociera el camino. Alguien que no conociera el
territorio, y en medio de una tormenta de nieve, tardaría unas cuatro horas.
Cooper comprobó el reloj. Las cinco y media. Tenía una media hora para
organizado todo.
Cooper maldijo en alto cuando sonó el teléfono. Antes de que sonara por
segunda vez, ya lo había abierto.
—Cooper —dijo en voz baja, sin dejar de inspeccionar Main Street.
—Soy Davis. Tenemos noticias.
Cooper cerró los ojos y rezó en silencio.
—Dime que la cacería ha concluido y que los perros vuelven a estar

- 225 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

encerrados.
—Lo siento, ya me gustaría. ¿Qué está sucediendo allí?
—Tengo a Julia a salvo en un lugar seguro, y el sheriff y yo nos dirigimos a
su casa a organizar la bienvenida para los matones.
—Bien, pues buena suerte. Diles a los malos que, de todas formas, nunca
habrían cobrado la recompensa.
Una camioneta giró despacio por Main Street y Cooper se puso tenso hasta que la
camioneta pasó de largo y reconoció a un hombre cuyo rancho lindaba con el suyo.
—¿Qué cojones significa eso? —preguntó.
—Santana está muerto.
—¿Qué? —Cooper frunció el ceño. ¿Había oído bien? No podía permitirse haber
escuchado mal. No, ahora que la vida de Julia estaba en juego—. Repíteme eso.
—Santana sufrió un ataque al corazón hacia las tres. —No pudo evitar ocultar su
satisfacción—. Le declararon muerto hacia las tres y cuarto de la tarde. Acabo
de enterarme.
—¿Podría estar simulándolo?
—No, a no ser que haya llegado a un pacto especial con Dios. Los restos de
Santana están esparcidos sobre una mesa de autopsias ahora mismo. El patólogo
dice que bebía demasiado y que tenía el hígado destrozado. Así que... si atrapas a
esos tipos, todo habrá acabado.
Colgó y trató de olvidarse de lo que Davis acababa de contarle. Tenía que
centrarse por completo en la misión que tenía entre manos.
—¿Quién era?
—Luego te digo. —Cooper señaló hacia la casa de Julia y giró la muñeca. «A
la parte de atrás». Chuck asintió y se dirigieron en silencio hacia atrás. Cooper
entró con su llave. Se metieron en la casa y cerraron la puerta. Sacó una linterna
del bolsillo y sacó una de las trampas de la bolsa de cuero. Sacó las toallas que
había cogido de la cocina y le dio una a Chuck.
—No podemos dejar ninguna huella. —Chuck asintió y fue secando mientras
Cooper ponía las trampas. En cuarenta y cinco segundos, habían acabado. Cooper
gruñó de satisfacción y se dirigió de inmediato al dormitorio.
Estaba metiendo la ropa de Julia debajo de la manta, para que pareciera que
estaba durmiendo, por si acaso alguien miraba por la ventana, cuando Chuck le dio
en el hombro. Cooper asintió. Él también lo había oído. Un coche bajaba por la
calle.
Cooper miró por la ventana. El coche no llevaba luces y se detuvo a unos cincuenta
metros de allí. Descendieron dos tipos del coche y cerraron las puertas con
cuidado. Era imposible distinguirles el rostro, pero por la forma en que se movían,
Cooper supo que eran profesionales.
Cooper empujó a Chuck en el armario y cerró la puerta. Eso debería
protegerles en caso de que sucediera lo peor y hubiera onda expansiva. Cooper
comprobó el reloj. Los tipos llegaban quince minutos antes de lo que habían

- 226 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

estimado. Eran rápidos, y buenos.


Pero él era mejor.

* * *

Tres manzanas más allá, Julia oyó la explosión. Los cristales de las ventanas
del Out to Lunch se tambalearon un poco y después no se oyó nada más.
Julia miró a su alrededor y vio la expresión de terror de los demás; salvo Sandy,
Mac y Bernie, que habían puesto gesto serio y no se habían movido de sus sitios.
—No —murmuró Julia. Alice miraba al suelo; Maisie avanzó un poco para rodear
los hombros de Julia con el brazo, pero Julia la apartó—. No —dijo más fuerte.
Nadie dijo nada.
Con dedos temblorosos, Julia volvió a comprobar por enésima vez el cañón
de su arma. De pronto, se dio cuenta de que si algo malo le hubiera sucedido a
Cooper, sería capaz de utilizar su arma. Le quitó el seguro y salió por la puerta
con tanta rapidez que los hombres de Cooper no se dieron cuenta.
—¡Ey! —oyó chillar a Bernie—. Cooper ha dicho que...
Pero, para entonces, ya había salido a la calle. No quería escuchar a Bernie
decir lo que hubiera dicho Cooper; quería que Cooper se lo dijera directamente.
Quería que fuera el propio Cooper, en cuerpo y alma, quien la regañara y se
quejara de que no le hubiera hecho caso. Quería que Cooper le gritara, le dijera
que se había puesto en peligro y que no iba a tolerarlo. Quería que Cooper...
quería a Cooper.
Vivo.
Julia corrió a su casa, limpiándose las lágrimas y la nieve con el dorso de la
mano, resbalándose un poco, porque no llevaba el calzado apropiado para el mal
tiempo. La nieve le llegaba casi hasta los tobillos, aunque tampoco habría
importado que le llegara hasta el cuello, porque no le habría impedido seguir
avanzando. Sólo quería llegar hasta Cooper.
Recorrió el último trozo que quedaba hasta su casa deslizándose y, al llegar,
subió los escalones de un salto y abrió la puerta de par en par. Jadeando y con los
ojos como pelotas, entró en el salón y le llevó unos minutos asimilar la escena.
Había dos hombres esposados sentados en el suelo, con la espalda vuelta
hacia la pared, y Chuck les estaba leyendo sus derechos con voz monótona.
Cooper salió del cuarto de baño chupándose los nudillos y con el ceño
profundamente fruncido.
El corazón de Julia le dio un vuelco y la voz se le quebró en la garganta.
Temblando, volvió a poner el seguro a la Tomcat y la dejó sobre la mesita del
salón.
—Cooper... —Las palabras no salieron de su boca. Tuvo que probar de nuevo
—: Cooper. —Fue un susurro apenas perceptible, pero le oyó.
Se volvió, con el ceño aún fruncido, que frunció más cuando la vio.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Qué dem... —empezó a decir—. Bernie, creí haberte dicho que la


mantuvierais a salvo.
Bernie abrió la boca para contestar, pero estaba sin aliento. De todas
formas, poco importó porque Julia se lanzó a los brazos de Cooper con un grito
de alegría.
—Oh, Dios, Cooper, cuando oí la explosión creí... creí...
—Lo sé. —Cooper la abrazó con fuerza—. Oye, creí haberte dicho que te
quedaras donde estabas.
Incapaz de hablar, Julia se limitó a asentir con la cabeza.
—Te dije que te quedaras en el Out to Lunch, ¿verdad? Tampoco era pedir
demasiado, ¿no? Deberías haberte quedado donde estabas hasta que volviera a
por ti.
Julia asintió, sacudió la cabeza, volvió a asentir y se echó a reír.
—Yo también me alegro de verte.
Era maravilloso tenerle cerca, sentir su fuerza, su solidez, hasta el olor a
mojado de su chaqueta. Se puso tensa y se quedó mirando a los dos hombres que
había contra la pared. Se soltó de Cooper para acercarse a observarlos más de
cerca.
—¿Qué les ha pasado en la cara? —preguntó.
—Se dieron contra una puerta —dijo Cooper.
—Se resistieron al arresto —dijo Chuck.
Julia estudió los magullados rostros del enemigo. Uno de ellos era rubio, y
llevaba una larga y sucia cola de caballo; el otro era moreno, y tenía una cresta y
tres pendientes. Pese a las diferencias superficiales, tenían la misma mirada. La
misma mirada que había visto en Santana. El tipo de rostro que se le quedaría
grabado para siempre en la memoria: frío, cruel, brutal. Supo con una certeza
enfermiza que no habrían dudado en matarla.
Y Santana aún pensaba hacerlo.
Se volvió hacia Cooper con cara de horror.
—Cooper. —Apoyó una mano en la pared para no caerse—. Cooper, Santana
ya sabe dónde estoy. Puede mandar a otros...
—Santana no va a mandar a nadie más aquí —respondió Cooper—. Está
muerto, cariño. Murió hace un par de horas. De un ataque al corazón. La pesadilla
ha acabado.
Tardó un par de segundos en comprender lo que le decía.
La pesadilla ha acabado. Repitió las palabras mentalmente una y otra vez. La
pesadilla ha acabado. Apenas tenían sentido.
—Ah —dijo neciamente—. Ah, qué... qué bien.
Cooper la miró con el ceño fruncido.
—Siéntate, cariño. Siéntate, no te vayas a caer.
No quería sentarse, pero las rodillas le fallaron. Le estaba costando asimilar
lo que Cooper acababa de decirle.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

La pesadilla ha acabado.
Semanas y semanas de miedo agonizante, de soledad tan profunda que a
veces pensaba que moriría sólo de eso. Semanas de aislamiento y exilio. De
despertarse sudando y temblando de miedo.
La pesadilla ha acabado.
De su pecho salió un sollozo, y luego otro. Y otro.
—Oh, Dios —dijo entre lágrimas y sin poder respirar bien.
Cooper le tomó de las manos suavemente.
—Ya está. Ya no tengo que quedarme aquí. Puedo hacer lo que quiera, puedo
volver a casa. Oh, Dios mío, puedo volver a casa. No veo el momento. Oh, Dios, no
veo el momento. Quiero irme a casa ya. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas
como nunca antes y el corazón le latía desbocado en el pecho. Julia apenas se dio
cuenta de que Cooper le había soltado.
Se pasó las temblorosas manos por el pelo. Sólo podía pensar en una cosa:
volver a casa.
La pesadilla ha acabado.
Miró a su alrededor y se concentró en Cooper, que se alejaba. Chuck también se
estaba alejando. Bernie le daba la espalda y estaba quieto, junto a la puerta.
De pronto, Julia recordó lo que había dicho y le preocupó qué interpretaría
Cooper. Pensaría que se refería a que quería irse a casa y no volver nunca más.
Pero no se refería a eso... para nada. Lo que de verdad había querido decir era...
era... no tenía ni idea de qué había querido decir.
Julia trató de poner sus ideas en orden, pero no funcionó. Sólo le provocó dolor.
Se dio cuenta de los progresos que había hecho en comprender a Cooper, de lo
bien que se le daba ahora ver en su rostro lo que pensaba. Cooper estaba de pie,
frente a ella, derecho, alto y ancho, y su rostro era impenetrable.
Chuck estaba sacando a los dos prisioneros por la puerta. Bernie ya se había
marchado. Y Cooper tenía una mano en el vano de la puerta.
—No te molestarán nunca más. —Su voz era tan distante como su rostro—. Davis
dijo que te llamaría para hacer una deposición, pero no será en un futuro cercano.
Te reservaré un billete de avión para mañana; uno de mis hombres te llevará al
aeropuerto.
—No, yo... —Julia alargó una mano. No podía soportar ver esa mirada
perdida en la cara de Cooper. Pero su cuerpo era una oleada de sentimientos que
no podía controlar. Se mordió el labio y dejó caer la mano.
Quería decirle un montón de cosas a Cooper, pero al parecer no iba a poder,
porque antes de que le diera tiempo a levantarse, él ya se había marchado.
Puede que fuera mejor así.
No había forma humana de que pudiera explicarle nada a nadie, aquella
noche no y en ese momento menos aún.
Julia se recostó en la butaca; esa espantosa butaca de muelles rotos.
Le sorprendió darse cuenta de que iba a echar de menos esa estúpida

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

butaca. La que tenía en Boston estaba tapizada con una exquisita tela beige, pero
esta espantosa butaca tenía... personalidad.
Iba a echar de menos un montón de cosas.
Volvía a casa. Por primera vez, Julia se permitió saborear la idea. Casa.
Casa.
¿Pero qué tenía allí? ¿Cuál era su casa ahora? ¿Qué le esperaba? ¿Su
trabajo? Pese a que consiguiera recuperar su trabajo, enseguida se hartaría de
él. Pero si hasta había barajado la posibilidad de establecerse como autónoma.
Vería a Dora y a Jean.
Aunque Julia se dio cuenta de pronto de que, en todo el tiempo que llevaba
en Simpson, nunca se había preguntado qué tal les iría. En la oficina, Jean, Dora y
ella se había llevado bastante bien, leían los mismos libros y quedaban los sábados
a tomar un café y charlar. Pero eso era todo.
No era como allí, que estaba involucrada en las vidas diarias de sus amigos.
Quería saber qué tal le iba a Alice, si el Out to Lunch sería todo un éxito. Quería
seguir probando las deliciosas recetas de Maisie. Quería ayudar a Beth a
redecorar su tienda. Matt le había mencionado que había escrito ciento veinte
páginas de ciencia ficción y quería leerlas.
No podía dejarles.
Julia se quedó mirando el húmedo hocico que había junto a ella. Federico, su
gato siamés, habría encontrado ya otra familia a la que mandar. No como Fred,
que la necesitaba. No podía dejarle.
No podía dejar a Cooper.
Ni en un millón de años.
La emoción y el alivio del momento le habían hecho reaccionar así, pero
ahora empezaba a verlo todo mucho más claro. Quería que Cooper volviera... su
Cooper, que le hacía sentir a salvo y excitada al mismo tiempo, que la regañaba y
le arreglaba las cosas.
La marabunta de emociones empezaba a remitir, dejándola más tranquila y
decidida.
Había sido una tonta, pero no pasaba nada. Cooper la perdonaría. Tenía que
hacerlo, de lo contrario... le derrotaría. Ya habían luchado una vez en broma, y él
se había reído tanto que se las había apañado para hacerle caer al suelo.
Bueno, pues aunque él tuviera ese estúpido orgullo, ése no era su caso. Julia
se puso en pie, agradecida de que por fin las rodillas le respondieran.
Levantó el teléfono y se lo quedó mirando. No daba señal. Lo sacudió, como
si así fuera a conseguir que volviera la señal. El teléfono sonó y, sorprendida,
dejó el auricular y lo miró fijamente. Volvió a sonar y entonces se dio cuenta de
que lo que sonaba era la puerta, y no el teléfono.
Fuera quien fuera, tendría que marcharse porque ahora mismo no quería
hablar con nadie que no fuera Cooper.
Julia abrió la puerta y se encontró con Mary Ferguson.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Hola —dijo, sonriendo tímidamente—. Me marcho. Vuelvo a casa, con papá.


Supongo que, después de todo, tenía razón. Sólo quería despedirme. ¿Puedo pasar
un minuto?
Decididamente, Mary no era Cooper. Julia quería que se marchara, pero sus
buenos modales ganaron. Se despediría de Mary y luego echaría a correr en
busca de Cooper.
—Claro. —Julia sonrió forzadamente y retrocedió para que pasara—. Entra.
—Menuda tarde más movidita —dijo Mary. Dejó la maleta en el suelo—.
Estaba muerta de miedo.
—Sí. —Julia se dirigió a la cocina, puso agua a hervir y volvió con dos tazas
—. Por suerte, todo ha acabado.
—Bueno, ese es el problema, Julia —dijo Mary con pesar—. Me temo que no
ha terminado.
Mary Ferguson tenía un arma, y la estaba apuntando a ella.

* * *

Cooper se arrepintió de haber dejado a Julia en cuanto salió del pueblo. La


camioneta hizo un quiebro al pasar por un montículo de nieve y luchó por no
perder el control. La nieve le llenaba el parabrisas de nieve, y los limpiaparabrisas
apenas servían.
Hasta el viento quería que volviera atrás.
El orgullo era algo curioso, pensó. Los hombres Cooper llevaban cuatro
generaciones ahogándose en su orgullo. Pero el orgullo no te hacía reír, ni te
calentaba la cama por las noches. El orgullo era un compañero muy frío.
Había dicho que quería volver a casa. ¿Y qué? Claro que quería volver a casa.
Cualquier querría. Se había adaptado tan bien a Simpson, que casi se había
olvidado de que no era de allí, de que había dejado una vida propia atrás.
Ni siquiera le había dado la oportunidad de decir nada. No le había dejado
reaccionar. No, señor. Se había limitado a informarle con frialdad de que alguien
la acompañaría al aeropuerto.
Cooper se la imaginaba acurrucada, tratando de asimilar los sobresaltos de
aquel día. Podía verla en aquella ridícula butaca de muelles rotos.
Aquella noche, de entre todas, no podía dejar a Julia sola. Se merecía que le
dieran una bofetada por el comportamiento que había tenido. Debería estar allí
ahora, tranquilizándola, preparando algún tipo de comida para ella, y observándola
mientras se la comía con serias dificultades.
La camioneta volvió a patinar y Cooper redujo la velocidad. De pronto, se dio
cuenta de que no veía el momento de volver junto a ella. No quería que Julia
pasara un minuto más sintiéndose sola y abandonada. Condujo con una mano la
camioneta mientras, con la otra, buscaba el móvil para decirle que volvía. Lo
encendió y marcó el número, pero no le dio señal.

- 231 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Debía de haber marcado mal el número. Cooper detuvo la camioneta y volvió


a marcar, frunciendo el ceño. Volvió a intentarlo otras tres veces antes de
apagar el teléfono.
«Eres un maldito gilipollas», se dijo. Le habían herido el orgullo y había sido
incapaz de pensar con cordura.
Nadie le había dicho que Santana hubiera mandado sólo a dos matones.
Podrían haber dejado a un tercero sin problemas, como refuerzo, antes de llegar
a la casa. Ahora mismo, podría haber un asesino en su casa.
Había dejado a Julia sola y sin forma de defenderse.
Cooper se aferró al volante con fuerza y apretó el acelerador,
maldiciéndose por haber sido tan estúpido.

* * *

—Ehh, Mary. —Julia se lamió los labios resecos—. Cuidado con esa... pistola.
Puede estar cargada.
—Claro que está cargada, estúpida. —Mary abrió la maleta y sacó una
cámara de vídeo que dejó sobre la mesita del salón—. Una de las balas lleva tu
nombre escrito y te está esperando desde hace casi dos meses. —Miró a Julia
con ojo crítico—. Ponte junto a la pared, necesito un fondo blanco.
—Mary —susurró Julia—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Que qué hago? Ganarme dos millones de dólares, querida, ¿qué crees que
estoy haciendo? —Movió la pistola—. Muévete.
Julia arrastró los pies en la dirección que indicaba Mary, sin perderla de
vista. Se puso junto a la mesita del salón, donde había dejado su Tomcat. Cuando
se acercó, Mary alargó de pronto la mano.
—Ah-ah-ah... Julia. —Mary recogió la Tomcat, abrió el cargador y lo vació—.
Una Tomcat 32. Alguien muy listo te ha estado aconsejando, Julia. Aunque no te
va a servir de nada.
¿Cómo había llegado a pensar nunca que Mary era una chica joven? Esa
mujer debía de ser un auténtico genio con el maquillaje. Ahora que la miraba bien,
Julia observó las arrugas que tenía alrededor de los ojos.
—Mary —susurró—. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué te he hecho yo?
Por favor, no lo hagas.
Mary se echó a reír.
—En primer lugar, no me llamo Mary; aunque tampoco creas que tengo
intención de decirte mi nombre verdadero. En segundo lugar, por supuesto que
voy a matarte. Llevo siguiéndote el rastro desde octubre. Me voy a comprar una
preciosa casa junto a la playa contigo. O mejor dicho, con tu cabeza.
Mary se inclinó para comprobar la cámara y luego apagó las luces del salón.
Todo ello sin dejar de apuntar a Julia con la pistola.
—La lux tiene que ser la adecuada. —murmuró.

- 232 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Pero... —Julia estaba tratando de asimilar lo que sucedía—. Se han llevado


a los hombres de Santana. Trató de cogerme, pero no funcionó.
—¿Esos ineptos? —El rostro de Mary se congestionó y Julia se dio cuenta
de pronto de que lo que había visto en el restaurante no había sido miedo, sino
enfado—. No eran más que dos matones de pacotilla. Pensar que han estado a
punto de quitarme mi dinero... Pero con estas instantáneas Santana sabrá a quién
tiene que pagar.
—¡No lo hará! —Julia casi se pone a llorar de alivio. Estaba claro que Mary, o
como quiera que se llamara, no lo sabía—. Santana no te va a pagar. No puede.
¿No te has enterado? Santana esta muerto. Murió esta tarde.
—¡Estás mintiendo! —le espetó Mary.
Sorprendida, Julia miró fijamente a los ojos azules de Mary. No vio en ellos
la brutalidad ni la frialdad de Santana o de los dos tipos que habían entrado en su
casa. Sólo vio locura.
—Mientes para salvarte el pellejo. Pero no va a funcionar. Voy a dispararte y
le mandaré a Santana las instantáneas. Y entonces él me enviará mi dinero.
—¡No puede! No puede mandarte el dinero. —Julia trató desesperadamente
de que la creyera, pero Mary era impenetrable, no había forma de llegar a ella.
Empezó a mover la pistola hacia arriba.
«¡Tiempo!, —pensó Julia—. Necesito más tiempo». Si pudiera hacer algo...
rebasar a Mary hasta que alguien viniera a por ella. Seguro que Cooper...
Pero Cooper se había ido. Qué estúpida, qué estúpida. A lo mejor podría
distraer a Mary.
—Harías bien en marcharte a casa, Mary, porque nunca cobrarás la
recompensa. Si te vas ahora no se lo diré a nadie te lo prometo. Nadie lo sabrá
nunca. Baja la pistola y veté. Santana está muerto.
La apuntó al corazón con la pistola.
—Por favor —susurró.
—¿Por favor, qué, Julia? —se burlo Mary—. ¿Qué demonios puedes
ofrecerme que supere los dos millones de Santana? Me voy a comprar una vida
nueva con ese dinero. Una vida nueva, a cambio de la tuya. —Soltó una risotada
corta y fría. Me parece justo.
—No, no vas a hacerlo. —Julia trató de mantener la calma—. No puedes
comprarte una vida nueva con la mía Mary —dijo—. No vas a llegar muy lejos con
esta tormenta. Te cogerán. Y todo para nada, Mary. Todo para nada, porque
Santana no te va a dar ningún dinero. Está muerto.
—¡Mientes! —gritó Mary y apretó el gatillo.
Julia se golpeó contra la pared y un dolor punzante le atravesó el hombro.
Se puso en pie, tambaleándose, hasta que las piernas le fallaron. Vio que Mary se
acercaba y se agachó. Vio una luz y luego otra. Le llevó unos minutos darse cuenta
de que era el flash de una cámara.
Mary se puso en pie, resbalándose un poco con la sangre y puso cara de asco.

- 233 -
LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Sangre. —Hizo una mueca—. Odio la sangre. A ver, un par más de fotos,
querida, y luego el último disparo... a la cabeza… y ya está. Después, tengo que
marcharme; tengo que coger un avión.
Julia vio cómo se le teñía el jersey de rojo y le costó darse cuenta de que se
debía a la sangre. Julia oyó un gruñido bajo y feroz.
—¡Joder!
Mary le dio una patada a Fred, que estaba delante de Julia con el lomo
erizado. Ladró y se abalanzó a morder a Mary cuando ésta trató de poner la
pistola en la sien de Julia.
—Quita a ese estúpido perro del medio —siseó Mary—. Tengo que salir de aquí.
—Buen perro —murmuró Julia—. Buen chico, Fred. —Le dolía horrores ahora.
—Bueno, si no lo quitas de ahí, tendré que hacerlo desde aquí. —Mary apuntó el
cañón hacia Julia y cerró un ojo.
A Julia le pesaba la cabeza un montón. La levantó con dificultad y se quedó
mirando el cañón que le apuntaba a la cabeza.
No quería morir. Quería vivir. Quería vivir y casarse con Cooper, romper la
Maldición de los Cooper y darle una casa llena de niñas pelirrojas que le volvieran
loco. Y ni siquiera le había dicho a Cooper que le quería.
Julia vio cómo Mary tensaba el dedo y pensó: «Se acabó».
Se oyó un fuerte ruido y la cabeza de Mary se llenó de rojo. Fred ladró y
Cooper se arrodilló junto a ella, rasgándose la chaqueta y apretándola contra el
hombro de Julia, la tomó en sus brazos y le gritó:
—¡Julia, Julia! —Podía sentir sus manos sobre ella, comprobando que no estuviera
herida en ningún otro sitio, y luego apretó con fuerza la herida del hombro.
Quiso decirle que parara, pero el dolor no le dejaba hablar.
—Julia. —Cooper la levantó con cuidado. Se le quebró la voz—. No te me
mueras, Julia. Te necesito. Aguanta, aguanta, te llevaré a Rupert, al doctor
Adams. Aguanta. Háblame, Julia. No te mueras, no dejaré que te mueras.
Háblame, por favor. Háblame.
—Ey —susurró Julia. Alargó una mano temblorosa y le rozó la mejilla. Estaba
caliente, áspera y era sólida. Como Cooper—. Esa frase es mía.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

Epílogo

Cuatro años después.

«FIN»
Julia se recostó en el sillón, contenta, observando el parpadeo del cursor
durante un par de minutos más. Suspiró profundamente de satisfacción, guardó
el documento, apagó el ordenador y se estiró haciendo una mueca. El hombro le
dolía más de lo normal, lo que significaba que seguiría nevando. Según el parte
metereológico, se esperaba una tormenta de nieve para Acción de Gracias del
calibre de la acaecida hacía cuatro años.
Aquella tormenta de nieve había estado a punto de costarle la vida. Los
médicos del hospital de Rupert le dijeron que su presión arterial había estado
por debajo de cincuenta y bajando cuando Cooper la llevó allí. Pese a que apenas
había estado consciente, las pesadillas de Julia seguían siendo blancas: la nieve,
la bata de los médicos y enfermeras, la luz de la sala de operaciones justo antes
de perder el conocimiento...
Tenía suerte de seguir viva y de que la bala sólo le hubiera dejado un
hombro-barómetro que enseñar. Si Cooper no hubiera sabido cómo vendarle la
herida y si no hubiera luchado contra la tormenta para abrirse paso hasta
Rupert... Julia se estremeció al pensarlo.
En cuanto recuperó las fuerzas necesarias para incorporarse en la cama,
Cooper trajo a un juez para que les casara. Y allí, en aquella habitación de
hospital llena de flores que Cooper había traído y rodeada de sus amigos de
Simpson, Julia había unido su vida a la de Cooper.
Le había costado seis meses de escayola y otros seis de rehabilitación para
volver a acostumbrarse a su hombro. Y durante todo ese tiempo, Cooper le había
prohibido trabajar. Claro que después de eso el nacimiento de las gemelas había
ocupado todo el tiempo libre que pudiera tener en los próximos dos años.
La primera vez que pensó en tener niños fue durante el viaje que hicieron a
Boston cuando por fin pudo moverse con cierta facilidad. Allí, había puesto a la
venta el apartamento, había enviado sus cosas a Idaho y había tenido una
conmovedora reunión con sus amigos. A todos ellos les había invitado a que fueran
a visitarla, y alguno de ellos ya lo había hecho.
Tomar la decisión tampoco fue tan difícil. Después de hacer el amor durante
toda la noche en su viejo apartamento, Julia le había dicho a Cooper
tranquilamente al oído:
—No he vuelto a tomar la píldora.

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

—Bien —fue todo lo que dijo. Y ya está.


Nadie esperaba un par de gemelas revoltosas. Durante los dos primeros
años no pudo pensar siquiera en trabajar, hasta que Julia empezó a
impacientarse. Y ahora había empezado su nueva carrera como editora autónoma
o, como lo llamaba ella; médico de libros. Su primer contrato fue para la novela de
Rob Manson, que había ganado el Publitzer por el artículo que escribió sobre ella:
«El pueblo que salvó a Julia».
Cooper le había contado la historia de Julia e, intrigado, había viajado a
Simpson para investigar acerca de la historia. Allí había conocido a Alice y había
decidido quedarse como director editorial de The Rupert Pioneer. Su artículo
había sido elegido como noticia nacional y había dado la vuelta al país. Lo que
contaba en él acerca de la ineficacia del Programa de Protección de Testigos
había llevado a que se nombrara un nuevo director y se donaran más fondos. «El
pueblo que salvó a Julia» apareció en Dateline.
Rob bromeaba a menudo diciendo que, en realidad, Simpson era «El pueblo
que Julia salvó». En esos años, se habían establecido un par de negocios en
Simpson. El hermano de Rob, un ingeniero electrónico de Cupertino, les visitaba a
menudo y estaba pensando en establecer en Simpson su nueva empresa. Rob y
Alice se habían casado el año anterior y estaban esperando su primer bebé.
Julia se levantó para ver qué hacían Cooper y las niñas. Le llevó su tiempo
atravesar la inmensa sala que utilizaba como despacho. Cooper había habilitado
toda la planta alta de la casa para que Julia la usara, y ésta tenía ahora más
espacio que en la empresa en la que trabajaba antes. De la zona de trabajo a la
puerta había al menos diez metros.
Julia tenía una zona de trabajo, una biblioteca para sus libros de referencia,
una zona para poner la impresora, una zona de lectura y lo que Cooper llamaba
«zona de pensar»: una esquina espaciosa con vistas a la parte anterior de la casa,
desde donde podía observar a los hombres de Cooper tratando de evitar las
travesuras de las niñas.
Julia se pasó una mano por la tripa. Si el test de embarazo de esa mañana
estaba en lo cierto, en agosto llegaría otra niña Cooper. Sería una niña, de eso
estaba segura. La Maldición de los Cooper se había terminado para siempre con el
nacimiento de Samantha y Dorothy. Fred también había encontrado pareja; una
adorable perra collie con la que había tenido una camada de mayoría de hembras.
Hasta las yeguas habían empezado a tener más potrillas. Cooper estaba ahora
rodeado de mujeres.
Julia abrió la gigantesca puerta de su estudio y descolgó el letrero de «La
doctora de los libros está TRABAJANDO». Justo a tiempo. La puerta principal
se cerró de golpe y oyó la fuerte voz de Cooper y el parloteo de las niñas.
Se oyó el ruido de las botas y el arañazo de las uñas de Fred, que les seguía.
Julia sonrió a Cooper desde las escaleras.
—¿Podemos subir? —Llevaba una niña en cada brazo y parecía feliz y

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

contento; como siempre desde el nacimiento de las niñas.


—Claro. —Julia sonrió al ver a su familia—. Sube, tengo algo que decirte.
Cooper subió el último tramo de escaleras.
—¿Ya has acabado? —preguntó—. ¿Qué tal te ha ido?
—¿El libro? —Julia le hizo una señal con los pulgares hacia arriba—. Va a ser
todo un éxito. Pero eso no es...
—Bien. —Cooper esbozó una sonrisa—. Me he parado a tomar un café y Alice
se ha pasado la mañana entera revoloteando a mi alrededor, pero sin atreverse a
preguntarme por la novela. Al final le dije que estabas a punto de acabarla, para
que se tranquilizara.
—Se lo entregaré en persona. Con mis comentarios. Positivos todos ellos. —
Julia puso la cara para que le diera un beso. Cooper se inclinó, sonriendo, y puso
una mueca de dolor cuando Samantha le tiró del pelo con fuerza. El pelo de
Cooper, antes negro azabache, se estaban volviendo plateado, y todas y cada una
de las canas se debían a las niñas.
—¡Auuu! Sam, suelta. —Trató de desenredar con cuidado la mano de
Samantha de su pelo—. Cariño, suéltame—. Pero Samantha tiró con más fuerza,
parloteando alegremente, e hizo otra mueca de dolor—. Por favor, princesa;
suelta a papá.
Suspirando profundamente, Julia se puso de puntillas para mirar a la niña a
los ojos y le dijo con firmeza:
—¡Samantha! Deja. De. Tirar. Del. Pelo. A. Tu. Padre. ¡YA! —Sus ojos
turquesa se encontraron con los negros de la niña y Samantha abrió su mano
regordeta. Sabía quién mandaba ahí.
—¿Cómo lo haces? —Preguntó Cooper con pesar, frotándose el cuero
cabelludo—. Yo nunca consigo que haga lo que le digo. Ni Dot tampoco.
Julia puso los ojos en blanco, exasperada.
—Sinceramente, Cooper. Eres mayor y más fuerte que las niñas. Eres un
experto en artes marciales; un antiguo miembro de los SEAL, por el amor de
Dios. Si no puedes convencerlas... usa la violencia.
Julia se mordió el labio al ver la cara de horror de Cooper. El nacimiento de
las niñas había acabado por completo con su sentido del humor.
Las niñas se retorcían con impaciencia. Cooper se inclinó y las dejó en el
suelo. Samantha y Dorothy se quedaron milagrosamente quietas unos segundos.
Miraron a su alrededor, parpadeando, a la habitación que por lo general tenían
vetada, preguntándose qué maldad podrían hacer.
Julia observó a sus dos preciosas niñas con el corazón en un puño. Sam y Dot
la tenían siempre demasiado ocupada como para que se emocionara por el milagro
de su existencia pero, durante unos segundos, mientras las observaba, Julia
sintió que los ojos se le humedecían. Sam y Dot habían heredado su brillante
melena roja, y los ojos negros de su padre. Eran listas y no le tenían miedo a
nada. «Mis hijas», pensó Julia con una punzada de dolor poco característica en

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

ella, «deben de ser las hormonas», pensó. De la nueva vida que crecía ya en ella.
Se recostó contra Cooper, quien le pasó una mano por los hombros mientras
observaban a las niñas moverse en direcciones opuestas.
Julia le dio un codazo a Cooper en las costillas.
—Auu —se quejó débilmente—. ¿Y eso a qué se debe?
—Tengo que decirte algo, pero antes quiero que me des un beso.
—¿Eso es todo? —Los ojos negros de Cooper brillaban—. ¿Y por qué no me lo
has pedido?
Julia le pasó a Cooper los brazos por el cuello y se dejó llevar por la magia
que seguían provocando aun después de cuatro años de casados.
Antes de perderse en su beso, Cooper abrió un paternal ojo vigilante.
Inmediatamente abrió el otro, horrorizado, mientras se apartaba.
—¡Dorothy! —Dio un par de zancadas y le quitó las tijeras a la niña justo a
tiempo. Fred estaba junto a ella, permitiendo pacientemente que la niña le
cortara los pelos largos y amarillos del estómago. Dorothy había estado a punto
de asegurarse de que Fred no volviera a tener nunca otra camada.
Cooper se agachó.
—Dot, cariño, no puedes hacer eso. Pobre Fred, has estado a punto de...
La niña rompió a llorar y Cooper puso la cara de pánico que adoptaba cada
vez que una de las niñas lloraba.
—Ayy, princesa —dijo sin saber qué hacer—. No llores, no pasa nada... —
Levantó la vista para encontrarse con que Julia le miraba muerta de risa—.
¿Qué? —preguntó con cara de cordero degollado.
—Es culpa tuya, Cooper. —Julia se recostó contra la librería—. Si tú, tus
hombres y Rafael, y hasta Fred os dedicáis a jugar a haceros los muertos con las
niñas, os van a torear siempre. Sam y Dot empiezan a estar convencidas de que
cualquier cosa con cromosoma está ahí para servirlas.
Daba igual. Cooper había cogido a Dot en brazos y la estaba arrullando,
intentando que le sonriera. Julia casi podía ver las ruedecillas de la cabeza de
Dot girando, maquinando cómo sacar partido de la situación.
—Ya está, cariño. —Cooper volvió a dejar a la niña en el suelo y le dio una
palmadita en el trasero.
—¿Coop?
—¿Sí? —dijo, mirándola con una sonrisa de oreja a oreja.
—Estaba intentando decirte que...
—Ah, se me ha olvidado decirte —le interrumpió Cooper emocionado—, que
Sandy las ha montado en Estrella del Sur. Dice que Sam tiene madera de
campeona. Dot necesita un poco de práctica pero...
—Cooper —dijo Julia reprimiendo un suspiro—. Las niñas tienen dos años. Es
un poco pronto para que Sandy sepa si tienen madera de amazonas o no. Céntrate
en lo que estaba tratando de decirte...
—No es tan pronto. —Cooper frunció el ceño—. La nueva potra de Pure Gold

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

estará lista para domarse en unos dos años y medio, y las niñas deberían hacerse
con ella cuanto antes. El otro día justo...
—Cooper, hola, estoy intentando decirte algo...
—Bernie me decía que la nueva chica con la que estaba quedando en Dead
Horse, ¿sabes quién te digo?, esa preciosidad que entrena los caballos de la
yeguada de Hughes. Bueno, pues me dijo que le había dicho...
—Cooper...
—... que había empezado a montar a los dos años. Su padre la montó en un
pony en su segundo cumpleaños y no volvió a bajarse de él. Te apuesto lo que
quieras a que nuestras niñas...
—Cooper...
—... van a ser campeonas estatales. Pero si hasta podrían ir a los Juegos
Olímpicos si quisieran. A ver, lo más seguro es que hasta los Juegos Olímpicos del
2020 no puedan ir, pero si empezamos ya mismo, seguro que podemos... —Julia le
puso un dedo en los labios para que se callara.
—Cooper —le dijo con cariño—. Cierra el pico.

* * *

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

LISA MARIE RICE

Lisa Marie Rice vive permanentemente en los treinta años y nunca


envejecerá. Es alta, esbelta y guapa. Los hombres caen rendidos a sus pies como
peras maduras. Ha ganado todos los premios literarios habidos y por haber del
mundo. Es cinturón negro y tiene conocimientos avanzados de arqueología, física
nuclear y literatura tibetana. Es concertista de piano. ¿He mencionado ya el
premio Nobel?
Claramente, Lisa Marie Rice es una mujer virtual que sólo existe delante del
teclado cuando escribe novelas románticas. En cuanto el ordenador se apaga,
desaparece.
Si quieres saber más: www.cuevadeellora.com

MUJER A LA FUGA

Julia Devaux adora su sofisticada vida en la gran ciudad. ¿Cómo no iba a


gustarle? Tiene un fabuloso trabajo en el mundo editorial, unos amigos
maravillosos, un apartamento de infarto, la compañía de su precioso aunque
temperamental gato siamés, Federico Fellini; ¡no podía irle mejor! Hasta que, de
pronto, Julia tiene la mala suerte de presenciar el asesinato de un miembro de la
mafia, destrozando así su vida por completo.
El programa de protección de testigos la recoloca en el fin del mundo, a
miles de kilómetros de la librería más cercana, donde la única comida rápida son
los ciervos y la única distracción es echar un polvo con un ranchero local más bien
lacónico. Por suerte, lo que mejor sabe hacer Sam Cooper no es precisamente
hablar… El exSEAL Sam Cooper no puede creerse la suerte que tiene cuando la
misteriosa Sally Anderson llega a su pueblo. En Simpson, Idaho, no hay ni una
taza de café decente, por no hablar de profesoras de primaria de quitar el hipo.
En el momento en que Cooper ve a Sally, se la apropia como si fuera suya. De
acuerdo, no es demasiado bueno hablando, pero hace lo que puede por mantenerla
contenta. Cuando descubre que su vida está en peligro, nada le detendrá para
mantenerla a salvo y junto a él.

* * *

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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA

© 2005, Lisa Marie Rice


Título original: Woman on the run
© de la traducción: 2008, Moría Alonso
Editor original: Ellora's Cave Publishing, 10/2005

© El tercer nombre, S.A., 04/2008,


© Cubierta: Ellora's Cave Publishing, Inc.
I.S.B.N.: 978-84-96693-25-8
Depósito legal: M-11.338-2008

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