Rice Lisa Marie Mujer A La Fuga
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Mujer a la fuga
ÍNDICE
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
AVISO
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Prólogo
30 de septiembre, Boston.
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alfombra color mugre con manchas de café y quemaduras de cigarrillo que había
sobre el suelo era demasiado pequeña como para caminar sobre ella, así que se
conformó con echarse a temblar—. Esto no va a funcionar. Nunca he estado en
Oregon, ni en Idaho. De hecho, lo más lejos que he llegado nunca hacia el oeste
es Chicago. Dudo mucho que pueda hacer de profesora de primaria; soy hija
única, nunca he estado con niños, no me interesan los niños y no sé nada de ellos.
Soy editora —y buena, por cierto—, no profesora. Tanto mi padre como mi madre
están muertos y, decididamente, no eran un... Bob y una Laverne cualquiera. Nací
en el extranjero y jamás en mi vida he ido a ningún lado sin mi pasaporte. Y le
aseguro que no puedo llamarme... Sally; y menos aún Sally May. —Se detuvo para
tamborilear los dedos sobre la estantería de plástico sobre la que estaban los
pocos efectos personales que Davis le había traído de la parafarmacia, y después
volvió a sentarse sobre la cama, abrazándose con la rasposa manta—. Así que,
como puede ver, será mejor que se invente algo mejor.
Herbert Davis había estado escuchando sus quejas con la cabeza ladeada,
mirándola con seriedad y dejando que se desahogara.
—Bueno —dijo, frotándose las manos en las rodillas y frunciendo los labios
—, supongo que todo esto no es tan necesario.
Julia pestañeó. ¿Ah, no?
Davis suspiró.
—Siempre puede decidir no testificar contra Santana y nosotros
seguiremos adelante con las pruebas que tenemos. De acuerdo con la ley,
podríamos retenerla como testigo material, pero preferimos no aplicarla así.
Nadie puede obligarla a que cumpla con su deber de ciudadana para poner a la
escoria de la sociedad entre rejas. Si de verdad quisiera, podría salir ahora
mismo de esta habitación, volver a casa y retomar su vida desde donde estaba
antes de que viera cómo Domenic Santana le pegaba un tiro en la cabeza a Joel
Capruzzo, el sábado pasado.
Recobró la esperanza de golpe. ¡Síííí! Todo aquello no era más que una
pesadilla y parecía que por fin acababa. Julia empezaba a sentirse bien por
primera vez en tres días, y el dolor que le oprimía el corazón desde hacía tres
días empezaba a remitir.
No se le había ocurrido que pudiera haber una salida. Por supuesto que,
como ciudadana, su deber era que se hiciera justicia. Durante unos dos segundos,
Julia sopesó su deber como buena ciudadana con recuperar su vida.
La pelea ni siquiera fue justa: su vida ganaba por mayoría absoluta.
Tiró la apestosa manta sobre la cama.
—Bueno, si ese es el caso, creo que...
—Claro que —murmuró Davis, quitando pelusas imaginarias de la manta—, no
duraría más de cinco minutos ahí fuera. De acuerdo con lo que cuentan por ahí,
Santana le ha puesto precio a su cabeza... y no estoy siendo poético, querida,
quiere su cabeza, literalmente. Ofrece un millón de pavos, Sally...
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Un millón de dólares.
El profesional se quedó mirando la pantalla del ordenador. No habían pasado
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tantos años desde que el profesional fuera uno de los mejores piratas
informáticos de Stanford. Seguía teniendo ese poder. Y la información era poder.
La mayoría de la gente piensa que los asesinos a sueldo son descerebrados
mentales, apenas suficientemente inteligentes como para empuñar un arma. Pero
estaban equivocados. Se trataba de una profesión maravillosa para una persona
ambiciosa y con ansias de llegar lejos. Estableces tus propios horarios, hay dinero
más que de sobra y, sobre todo, se cobra en negro. El último acto, apretar el
gatillo, es el más fácil de todos. Bastaban unas cuantas horas en el campo de
prácticas para que así fuera.
No, lo difícil era encontrar a la víctima, la caza en sí. Eso era lo que
diferenciaba al profesional del medio millón de dólares del matón de los cien
dólares. Este tipo, sonrió el profesional, o mejor dicho esta «tipa» era el objetivo
perfecto. En cuanto la encontrara, un solo tiro sería más que suficiente.
Qué coño, probablemente una cápsula de cianuro disuelta en una taza de
café bastara. No podía ser muy difícil convencerla para que se tomara una taza
de café. Todo el mundo coincidía en que Julia Devaux era una persona agradable.
Simpática, trabajadora, ratón de biblioteca, videoaficionada... Se educó en el
extranjero, habla tres idiomas, licenciada en filología, trabaja editando libros, le
encantan los gatos, odia a los perros. Su gato se llama Federico Fellini.
No le había costado mucho reunir toda aquella información. Era
sorprendente todo lo que la gente estaba dispuesta a contarle a un tipo trajeado
y con una placa del FBI comprada en los chinos.
Un millón de dólares. No estaba nada mal. Junto con la suma de los trabajos
que ya había completado, era más que suficiente para retirarse en aquella casa en
primera línea de playa de St. Lucía; francos suizos llegándole todos los meses,
dinero fijo y seguro, y la Agencia Tributaria a miles de kilómetros de distancia.
La jubilación a los treinta en una casa de lujo al sol. Qué trabajo tan maravilloso.
Julia Devaux debía morir.
Un poco de lástima sí que le daba. Todo el mundo hablaba tan bien de ella, y
parecía guapa, a juzgar por la única foto que pudo encontrar el profesional: una
copia emborronada del boletín mensual de la empresa. Aun así... un millón de
dólares eran un millón de dólares.
Los idiotas de Santana estarían dando vueltas ahora mismo, buscando
detrás de los arbustos, volviéndose locos y dejando huellas que hasta un ciego
podría seguir.
«No», pensó el profesional tecleando a ritmo constante en el teclado. Había
otras formas mucho más inteligentes de encontrar a Julia Devaux.
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Capítulo 1
Simpson, Idaho
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solteras de Idaho para encontrar un poco de sexo. ¿Emigrar a Alaska, tal vez?
Luego recordó que se suponía que no debía tener citas, ni siquiera debía
fraternizar con la gente local, y se deprimió aún más al pensar que tal vez nunca
más volvería a disfrutar de un buen polvo.
—Gracias, Jerry. Eres muy amable, pero tengo un montón de trabajo que
hacer. —«Como limarme las uñas, ordenar alfabéticamente la estantería de las
especias, escurrir las medias...»—. Tengo que ponerme al día con mi curso. Pero
dale las gracias a Elsa de mi parte y dile que me guardo la invitación para la
próxima vez.
—Vale. —Su animosidad estaba haciéndole trizas los nervios, ya de por sí
bastante sensibles—. Aunque vas a perderte una noche muy divertida.
Julia sonrió débilmente y luego pegó un chillido.
—¡Joder! Digo... ¡Jolín! ¿Podrías hacer algo con ese timbre, Jerry? —Los
oídos seguían retumbándole y se dio un golpecito en un lado de la cabeza—. ¿Se
puede saber de dónde lo has sacado? ¿De los restos de un submarino?
—Consigue llamar la atención de los niños —respondió con suavidad—. Bueno,
tengo que irme. Qué pena que no puedas venir mañana.
Julia sacó a relucir una sonrisa.
—Otra vez será, Jerry. —Se rodeó con los brazos e intentó no pegar un
brinco al escuchar el segundo timbre, el timbre «o ya veréis», como lo llamaban
los alumnos, porque los profesores les decían que se tranquilizaran en clase, «o ya
veréis».
Sus niños se comportaban sorprendentemente bien. Se acordaba
perfectamente del primer día que entró en su clase de doce alumnos de segundo
de primaria esperando... ¿el qué?
Le costaba recordar la turbación rallando en el miedo que había sentido un
mes antes. Las imágenes de rufianes con chaquetas negras, navajas y pistolas,
bajo los efectos de cualquiera de las drogas callejeras que estuvieran de moda en
aquel momento, habían poblado su cabeza. La partirían en dos y tirarían su cuerpo
a las afueras del pueblo, y se irían de rositas ante la ley por ser menores de
edad.
La realidad fue que entró en la clase, se presentó como la nueva profesora,
que venía a sustituir a la señorita Johanssen, quien había tenido que mudarse
repentinamente a California para ocuparse de su madre enferma. Pasó lista, abrió
el libro por la primera página y eso fue todo. Los niños se portaron
asombrosamente bien, no hubo más que un par de riñas insignificantes entre ellos
y pronto se vio a sí misma como «la seño», de tanto que lo repetían.
De hecho, al principio los chicos se portaban tan bien que tuvo la
descabellada sensación de verse metida de lleno en un re-make de La invasión de
los ultracuerpos: en realidad los niños eran alienígenas criados en vainas en el
sótano del colegio. Poco a poco, se fue dando cuenta de que vivían en un ambiente
tan severo —en el que se les mandaba hacer tareas casi antes de aprender a
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responder a la ilusionada petición. Se giró para encontrarse con que doce caritas
resplandecientes la miraban como flores al sol; si supieran que sólo estaba
improvisando...
—Mire lo que hemos hacido. —Reuben estaba de pie, orgulloso, con una mano
sobre la enorme calabaza.
—Hecho —corrigió Julia. Bordeó sonriente su mesa y se acercó, alzando una
ceja al ver la mirada feroz de Don Grande. Los chicos habían dejado parte de las
semillas en el interior, pues tampoco había demasiado tiempo, pero habían
esculpido el exterior hasta convertirlo en el sueño dorado de algún fanático de
las películas de terror.
Julia ladeó la cabeza con gracia.
—Da miedo. Parece que lo haya hecho Freddy Kruger. —Los suspiros de
satisfacción le provocaron un sentimiento punzante y doloroso en el pecho, y se le
borró la sonrisa. Eran tan jóvenes... tener miedo a su edad era algo divertido:
cosas que hacen ruido por la noche, fantasmas que salen de los armarios, y mamá
y papá listos para ahuyentarlos con un abrazo y una sonrisa.
¿Pero quién ahuyentaría a sus fantasmas?
Se oyó un fuerte sonido metálico; Julia pegó un brinco al oír la campana y
maldijo a Jerry. Pegar un salto y maldecir a Jerry estaba empezando a
convertirse en un acto reflejo.
—Adiós, señorita Anderson, adiós. —En uno o dos segundos el aula se vació
por completo. No había nada más rápido en la naturaleza que unos niños pequeños
que salen de clase al final del día. En un periodo de tiempo sorprendentemente
breve, el colegio entero estaba desértico. Además, como era viernes, los
profesores también se iban en cuanto podían.
Vería a la mayoría de los niños aquella tarde engalanados con sus disfraces;
una bolsa llena de caramelos aguardaba a que llegara el momento en la
deteriorada y rayada mesita de la entrada de su casa.
Un par de veces por semana, Julia se quedaba un par de horas más con una
excusa u otra. Herbert Davis le había pedido que le llamara a cobro revertido
desde una cabina telefónica cada dos o tres días, pues la cobertura ahí, en el
campo, no era demasiado buena y tampoco quería que utilizara la línea de
teléfono de su casa.
Estaba claro que Davis no tenía ni idea de cómo era Simpson. Había tres
teléfonos públicos en todo el pueblo: uno en el colegio, otro en Carly's Diner y
otro en la tienda de comestibles, y Julia tenía que rotar las llamadas entre los
teléfonos para no levantar sospechas.
Los pasos de Julia retumbaron por el desértico pasillo mientras se dirigía
afuera. El bedel llegaría enseguida, pero de momento estaba sola en el edificio.
La alegre confusión que creaban los chiquillos ocultaba lo viejo y destartalado
que estaba el edificio. Pasó por azulejos rotos y se estremeció al ver las rajas y
las amarillentas goteras que había en la pared.
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muy, muy ricos y muy, muy culpables. Su lema es que siempre saca a sus hombres
del lío...
A Julia se le congeló la respiración.
—¿Y lo hace?
Oyó un pesado suspiro.
—Sí, lo hace. Hasta el momento ha peleado por miles de ellos. Acaba de
inundar la oficina del fiscal del distrito con tantas mociones de indulto que
parece que haya pasado una avalancha por ahí. Les va a llevar un mes dedicarse a
procesar todo eso. El fiscal me dijo ayer, en privado, que tendrían mucha suerte
si lograran llegar a juicio antes de verano.
—Y... —Julia tragó con fuerza—... ¿y yo?
—Bueno tú... eres nuestra mejor baza. El resto de las pruebas no tienen
sentido. Akers sería capaz de salvar a Hitler con tecnicismos, si quisiera. Al
parecer, vas a tener que aguantar allí un poco más.
Julia esperaba que el escozor húmedo de sus ojos se debiera al viento
helador y no a las lágrimas. Otros seis meses, tal vez más, en Simpson. El pecho
le ardía.
—¿Qué? —preguntó. Davis le había dicho algo, pero sonó como si una
tormenta de nieve hubiera golpeado los cables del teléfono—. No tengo mucha
cobertura, ¿qué has dicho?
Oyó un ruido y luego: «...raro».
—No te oigo —gritó—. ¿Qué dices?
De pronto, la conexión se arregló y oyó a Herbert Davis como si estuvieran
frente a frente.
—He dicho que si has notado algo raro últimamente.
—¿Raro? —Julia contuvo las ganas de echarse a reír como una bruja loca—.
¿Algo raro, dices?
Miró a su alrededor. Las oscuras nubes se habían ido amontonando hasta
cubrir casi por completo el horizonte de capas sucias, de forma que la luz del
final del día aparecía por debajo del cielo, mostrando sin piedad la decadencia del
pueblo.
Como siempre, en todo Main Street no había un alma; los edificios
necesitaban una buena capa de pintura, y el resto de las tiendas estaban
cubiertas por cartones. Lo que le sorprendía no era que los negocios no
funcionaran, sino que aún funcionara alguno. El pueblo de Simpson estaba muerto,
pero su cadáver aún no se había enterado de ello. Volvió a concentrarse en el
teléfono.
—Aquí todo es raro. ¿Te referías a alguna rareza en especial?
—Hombre... —Para su sorpresa, Davis parecía avergonzado. A lo mejor se
debía a la conexión defectuosa—. Quiero decir, ¿has visto a alguien diferente o
fuera de lugar... por allí? Alguien... ¿extraño?
Julia pegó una patada y dio un suspiro de frustración que salió con vaho. La
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Julia cerró los ojos y volvió a ver la cara que había visto con las brillantes
luces fluorescentes del pasillo.
El pelo negro, liso y demasiado largo que encuadraba una serie de angulosas
y duras facciones que se unían para formar las mejillas y la barbilla. La boca seria
y los ojos negros.
Un rostro desconocido.
Un rostro inolvidable.
El rostro de un asesino.
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Capítulo 2
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¿Y ahora qué?
Julia mantuvo el dedo en la boca del spray, confiando en que no se le
resbalara de las sudorosas y temblorosas manos. Una gota de sudor le caía por
los ojos, pero no se atrevía a limpiarla. Apenas podía respirar, y la falta de
oxígeno le estaba haciendo ver destellos de colores. El tratar de noquear a aquel
terrorífico hombre era la cosa más valiente que había hecho nunca, pero no tenía
sentido que hiciera el papel de Xena, la princesa guerrera, cuando en realidad se
sentía al borde del desmayo.
Se oyeron pasos en el pasillo y, sin perder de vista al aterrador tipo que
tenía sentado contra la pared, se dirigió a la puerta.
—¡Jim! —gritó—. ¡Llama al sheriff! Dile que tengo a un peligroso delincuente
aquí. ¡Dile que venga ya mismo! —Julia alzó la vista lo justo para ver que Jim
tiraba la fregona al suelo y se alejaba arrastrando los pies. Volvió a fijarse en el
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—Creo... mmm... creo que le debo una disculpa, señor Cooper. —Julia trató
de pensar en algo lógico que decir—. Le... le he confundido con otra persona.
La clase se sumió en un silencio embarazoso.
—No me puedo creer que te hayan pillado desprevenido, Coop —dijo el
sheriff riéndose—. En especial una chica.
—Mujer —murmuró Julia, conteniéndose para no poner los ojos en blanco.
—¿Qué? Ah, sí, ya no se puede llamar chicas a las chicas. —El sheriff
sacudió la cabeza con pesar ante la forma de pensar del mundo actual. Observó a
Julia de arriba a abajo y se rió de Cooper—. Te estás volviendo un blando. —Se
giró hacia Julia—: Coop era un SEAL, ¿sabes?
¿Una foca2?
Por unos instantes, Julia se preguntó si el mes de terror habría acabado con
sus neuronas. ¿Qué demonios quería decir el sheriff? ¿Una foca...?
Ah. Se refería a los SEAL. Un soldado. Entrenados para matar.
Al fin y al cabo, no había andado tan mal encaminada.
Julia trató de asimilar aquella información mientras observaba a Sam
Cooper. En el suelo le había parecido peligroso; ahora que estaba de pie, le
parecía aterrador, enorme y amenazador. El material perfecto para la armada. Le
observó detenidamente, prestando especial atención a sus manos
alarmantemente grandes, y se volvió hacia el sheriff.
—Puede que lo sea —dijo con educación—, pero ya no tiene aletas.
El sheriff se la quedó mirando durante unos instantes; resolló con fuerza
una vez, y luego otra. Hasta que no se dobló por la mitad, sacudiendo los
hombros, Julia no se dio cuenta de que se estaba riendo.
Era lo último que le quedaba. El espantoso día entero se le cayó encima;
Herbert Davis y sus muy poco alentadoras noticias de que los asesinos podían
haber estado cerca de descubrir dónde se escondía; el terror cuando pensó que
uno de los asesinos a sueldo de Santana le había encontrado; su heroica y última
batalla de El Álamo; el gigantesco alivio cuando descubrió que, después de todo,
no iban a matarla.
Y luego el sheriff que corría a rescatarla; sólo que no la había rescatado. De
hecho, podría detenerla por... ¿por qué? ¿Agresión con un vegetal mortal?
Y, para colmo, el sheriff estaba haciendo una imitación espantosa de Walter
Brennan en Río Bravo; sólo que él tenía todos los dientes y no cojeaba. Julia
odiaba Río Bravo.
Ahora que lo pensaba, también odiaba El Álamo.
—Si no le importa, sheriff —dijo con frialdad.
Chuck Pedersen resolló una vez más y se frotó los ojos.
—Aletas —dijo, y volvió a resollar. Sacudió la cabeza—. No, señorita...
«Devaux», pensó.
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En inglés, seal significa foca, aunque el sheriff hace referencia a los SEAL, los grupos de
operaciones especiales de la armada de los Estados Unidos. (N. de la T.)
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—Anderson —dijo.
—Anderson, es verdad. Lo siento. ¿Acaba de mudarse, verdad?
—Hace poco menos de un mes. —Veintisiete días y doce horas, ¿pero quién
lleva la cuenta? Ella no.
—Así que no conoce a todo el mundo aún, pero el viejo Coop, aquí presente,
formaba parte de la Marina, era un SEAL, como le he dicho. Tropas de asalto.
Hizo un trabajo jodidamente bueno, además; le dieron una medalla y todo. Pero su
padre murió y volvió para hacerse cargo del rancho.
Dios mío. Julia cerró los ojos unos segundos. Aquello era mucho peor de lo
que pensaba. No le bastaba con haber atacado a uno de los buenos ciudadanos de
Simpson... no, tenía que ser, además, un héroe de guerra. Abrió los ojos y volvió a
mirar a Sam Cooper.
Seguía pareciéndole duro y peligroso.
Recopiló la poca dignidad que aún le quedaba y, haciendo acopio de todo su
valor, le tendió la mano a Sam Cooper, el criador de caballos/SEAL.
Le miró fijamente a los negros e inexpresivos ojos y se estremeció.
—Le ruego que acepte mis disculpas, señor Cooper.
Tras unos segundos, Sam Cooper le dio una mano enorme, fuerte y llena de
callos. Le estrechó la mano y él le miró a los ojos; Julia se lo quedó mirando antes
de soltarse y apartar la mirada, sintiéndose como si acabara de escapar de un
campo de fuerza. Emitió un sonido y decidió tomarlo como que aceptaba sus
disculpas, pues recordó que los SEALs no hablaban. Sólo gruñían.
Julia se volvió hacia el sheriff y trató de sonreír.
—Supongo que también le debo una disculpa a usted, Sheriff.
—Chuck —dijo el sheriff sonriendo—. No somos muy dados a las
formalidades por aquí.
—Chuck, pues. Siento mucho haber causado todo este alboroto.
El sheriff se dio la vuelta para marcharse.
—Bueno, no voy a decir que para eso estamos, porque me ha dado un buen
susto, señorita Anderson...
—Sally —dijo Julia, odiando el nombre.
—Sally. Como iba diciendo, pensé que por fin había cogido a un delincuente.
Normalmente me limito a acabar con las peleas de la noche del sábado y detener
a los que se pasan de velocidad. Aunque tampoco hay muchos de esos.
—No, supongo que no —murmuró Julia—. Simpson parece un pueblecito tan
agradable. —Después de todo lo que había pasado esa tarde, ¿qué mal podía
hacer una mentirijilla? De acuerdo, una mentira enorme—. Acogedor y tranquilo.
Los años que había pasado en el extranjero hacían que fuera más fácil decir
las cosas agradables y falsas. Julia recordaba haber oído a su madre decir cosas
maravillosas acerca del paisaje que rodeaba Reykiavik (una tierra baldía, sin
árboles ni vida) a un islandés encantado. El sheriff sonrió abiertamente.
—Eso seguro. Me alegro de que te guste la vida aquí; siempre estamos
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Cooper había estado pensando en la facilidad con que la tal Sally Anderson
entablaba conversación con Chuck, al que conocía desde hacía apenas cinco
minutos. A él le había costado horrores darle el pésame a Chuck cuando murió
Carly, la mujer del sheriff.
Y luego Chuck le había rondado con gesto taciturno y se había limitado a
darle unas palmaditas en el hombro cuando la mujer de Cooper, Melissa, se
marchó. Al parecer, las profesoras de primaria guapas no tenían el tipo de
problemas que tenían los hombres. Y menos aún las profesoras guapas de pelo
rojo, no —volvió a comprobarlo mientras ella no le miraba—: castaño.
Habría jurado que era pelirroja. Parecía una pelirroja; y él tenía auténtica
debilidad por las pelirrojas. Aunque, a decir verdad, no había visto a una pelirroja
tan maravillosa como aquella más que en las películas.
Seguía muerta de miedo. Le había tendido una mano temblorosa; una mano
suave, pequeña y fría como el hielo. Había tenido la irresistible tentación de
seguir agarrándole la mano para calentársela. Pero la había soltado, pues parecía
aterrorizada; era difícil olvidar la cara de verdadero pavor que había puesto
mientras le mantenía acorralado. La última vez que había visto esa expresión de
horror en alguien había sido a punta de pistola.
Ahora ocultaba bien su miedo con una educada expresión en su adorable
rostro, pero recordaba su mano temblorosa.
Se hizo un silencio repentino y Chuck y la profesora se lo quedaron mirando,
expectantes. El eco de la pregunta de la señorita Anderson resonaba en el aire.
—Eh... es cierto. —La respuesta debía de haber sido la adecuada, porque la
profesora recogió sus cosas y salió por la puerta. Chuck le dio una palmadita en la
espalda y la siguió; Sam se quedó sólo en el colegio, con Jim, que barría el pasillo.
Escuchó a Jim tararear la canción Be my Baby, desentonada pero al ritmo de
la fregona. Cooper se dirigió hacia la puerta y oyó que algo crujía. Las notas. Las
notas que Sally Anderson había escrito. Había venido a hablar de Rafael.
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Descodificación completada.
ARCHIVO: 248
Venga, venga. El profesional se inclinó hacia delante con los ojos clavados en
la pantalla. «Todo eso ya me lo sé. Cuéntame algo que no sepa».
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instante se sentía todo ello, así que se sumió en sus pensamientos y observó su
propia película.
«Una película de los años cuarenta, —pensó—. Rodada en blanco y negro. Eso
es. El cielo grisáceo filtra todos los colores. El tipo malo es... ah, Humphrey
Bogart. O tal vez... Jimmy Cagney».
«Y yo soy la guapa heredera que sigue la pista de la misteriosa muerte de...
de mi tío aquí, en este pueblo fantasma... y la única pista que tengo es esta
estatua de halcón... y el detective privado que contraté es guapo y misterioso...».
Julia se entretuvo con su fantasía, que sacaba de un montón de películas
clásicas, hasta que llegó ante la puerta machada por el tiempo de la casita de
madera de doble vertiente que Herbert Davis le encontró. Y, entonces, la
fantasía desapareció. Ninguna heroína de película de los años cuarenta digna de
llamarse así tendría una casita que dejara pasar ráfagas de viento helador ni
cuyo sistema de calefacción estuviera siempre roto.
Julia se vio obligada a volver de golpe a la fría, fría realidad.
Subió las escaleras del porche de madera, que necesitaba urgentemente un
arreglo, e introdujo la llave. Se detuvo al oír unos arañazos y suspiró con fuerza.
Llevaba dos días tratando de ahuyentar a un perro callejero sarnoso y
esquelético que había tirado el cubo de la basura ya dos veces. Daba igual el
chillido que le pegara, pues siempre volvía.
Con razón prefería a los gatos; tenían demasiada dignidad como para
comportarse como delincuentes juveniles.
Divisó una sombra polvorienta de un marrón amarillento en una esquina del
porche.
—¡Fuera! —dijo con enfado; pero el perro no echó a correr como hacía
normalmente. Julia suspiró y decidió pasar de tirarle una piedra; con lo bien que
le habían ido las cosas hoy, lo más seguro era que fallara y golpeara a alguien.
Giró la llave y, al entrar en casa, oyó un suave gemido proveniente del
porche.
Un gemido.
Bueno, no era de su incumbencia. ¡Joder, ni siquiera le gustaban los perros!
Julia entró en la cocina para hacerse una tranquilizante taza de té pero se
detuvo, entrecerrando los ojos y dando golpecitos en el suelo con el pie.
«Estoy loca», pensó, y se giró para volver a salir por la puerta.
El perro estaba acurrucado en una esquina del porche. Julia se acercó con
cautela. No sabía una mierda de perros. Todo cuanto sabía era que ese animal
podía tener alguna enfermedad horrible, la rabia o cualquier cosa, y podría
saltarle al cuello con un gruñido. Trató de recordar todo lo que sabía acerca de la
rabia, pero lo poco que sabía no era nada agradable... sólo que el tratamiento era
espantoso y conllevaba inyecciones en el estómago.
—Perrito bueno —dijo con poco convencimiento mientras se acercaba a la
amarillenta bola de pelo. En la penumbra, ni siquiera era capaz de distinguir qué
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parte era la cabeza y cuál la cola. El perro zanjó su duda alzando el puntiagudo y
manchado hocico y golpeando la madera del suelo con la cola.
Julia se acercó un poco más, preguntándose qué tipo de vocabulario
comprenderían los perros. Federico Fellini, su gato, era un intelectual al que se le
podía hablar de libros y películas, siempre y cuando antes le hubiera dado bien de
comer; aunque tenía el presentimiento de que los perros preferían hablar de
política y de fútbol.
«Esto es mala idea, Julia, —se dijo—. No te basta con estar en Simpson,
Idaho, amenazada de muerte... ¡tienes que ponerte a ayudar a un perro que
seguramente tenga la rabia!». Se giró.
El perro lanzó un aullido lastimero.
Joder.
Julia dio un paso hacia atrás y se agachó para observar al animal bajo la
poca luz que daba la farola de la calle. Al menos el perro respiraba y no tendría
que hacerle el boca a boca. No había aprobado el curso de reanimación
cardiopulmonar que hizo.
El perro meneó la cola débilmente contra el suelo al ver que Julia se
acercaba con cautela a acariciarle. Sintió algo húmedo y retiró la mano, antes de
darse cuenta de que el animal trataba de lamerle la mano. El perro alzó el hocico
hacia la mano de Julia, quien habría jurado que le miraba hasta lo más profundo
de su ser. El pobre chucho parecía perdido y solo.
—Tú también, ¿eh? —murmuró y, suspirando, chasqueó los dedos para que
entrara.
El perro tembló y trató de levantarse, pero volvió a caer y aulló con fuerza.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido?
Julia le acarició suavemente, tratando de no pensar en pulgas y garrapatas,
y se detuvo al sentir la pata delantera derecha.
—Está rota, ¿eh? —le dijo al perro; éste se limitó a mirarla y a mover la cola
—. A lo mejor sólo está torcida. No lo sé. A saber si hay veterinario en Simpson.
En fin... —Respiró con fuerza y le miró con gesto severo—. Esta noche te dejo
entrar sólo porque hace frío y estás herido. Pero mañana te echo... ¿te ha
quedado claro?
Volvió a sacudir la cola y le lamió la mano.
—De acuerdo, dejemos las cosas claras. —Julia cogió al perro, que pesaba
más de lo que se esperaba, en los brazos y se sorprendió un poco. Se acordó del
criterio que tenía Federico de la cocina—. No te pienso dar comida hecha en
casa; con un poco de pan y leche vas que chutas. —El perro volvió a gemir cuando
cruzaron el umbral. Julia suspiró—. Está bien, si te portas muy bien a lo mejor te
dejo comer los restos de mi ensalada de atún.
Puso unas cuantas toallas viejas en el suelo, en un rincón del salón, y dio un
paso hacia atrás. Era un perro grande, pero estaba famélico. Se le veían
claramente las costillas a través de la piel; tanto que podía contarlas si quería.
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Capítulo 3
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echaban whisky en la herida. Justo antes de sacar la bala con una navaja, a la luz
de una hoguera.
Se le estaba subiendo el whisky a la cabeza; o eso, o la adrenalina había
desaparecido de golpe de su cuerpo. Fuera lo que fuera, Julia estaba
completamente agotada. Cooper se sentó en la butaca a juego que había junto al
sillón, apoyó las manos sobre las rodillas y la observó detenidamente.
Quienquiera que hubiera decorado la casa sabía de tapicería lo mismo que de
tuberías: nada. Las butacas estaban cubiertas de gigantescas rosas con sombras
rojas y rosas muy poco factibles. Cuando Cooper se sentó, con su camisa negra y
el pelo oscuro, pareció absorber toda la luz como un eclipse de sol. Su butaca
tenía un agujero negro con la forma de un hombre y rodeado de un montón de
flores de colores vivos.
Se hizo el silencio en la habitación, roto sólo por el sonido del aguanieve al
golpear contra la ventana. Julia odiaba los silencios y solía parlotear para
llenarlos. Siempre había algo de lo que hablar con la otra persona. A menudo
había estado en sitios en los que la política y la religión eran temas tabúes, pero
el tiempo solía ser un campo neutral perfecto.
Salvo en Arabia Saudí, donde la política y la religión estaban completamente
vedados y donde no había tiempo del que hablar. Allí solía acabar hablando de
películas americanas. Todo el mundo en Arabia Saudí, desde el conductor de
camello hasta el más alto cargo, tenía un reproductor de DVDs y estaba
completamente enganchado al cine Hollywoodiense.
Pero ahora no tenía la más remota idea de qué hablar con Sam Cooper. Ella
le había atacado y él le había salvado de morir congelada, le había empapado la
camiseta con sus lágrimas, le había provocado una erección y, a su vez, había
sentido un intenso deseo por él y, aun así, seguía sin saber de qué hablar con él.
No tenía fuerzas suficientes para mentirle y la verdad era demasiado
peligrosa. Había una razón para que estuviera en aquel embrollo y saltara a la
mínima de cambio; una razón para tener los nervios destrozados; una razón para
estar tan loca como para sentirse atraída por un hombre al que no conocía. Pero
no podía contársela. Davis se lo había dejado muy claro: su vida dependía de que
nadie supiera que era un testigo protegido.
Silencio. Cooper la miraba con su oscuro rostro inexpresivo. No tenía ni idea
de en qué podía estar pensando; aunque no podía ser nada bueno.
—No puedo hablar de ello —soltó cuando el silencio empezó a hacerse
incómodo. Alzó la barbilla.
Cooper asintió una vez con la cabeza, como si acabara de oír la cosa más
razonable del mundo, y Julia suspiró aliviada. Pegó un brinco al sentir algo frío y
húmedo contra la mano.
—¡Oh! —Julia se inclinó sobre el apoyabrazos y observó los conmovedores
ojos castaños. Era una locura, probablemente se debiera al alcohol y al estrés,
pero tenía la extraña sensación de que el perro comprendía perfectamente bien
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por lo que estaba pasando. Le miró con adoración y le lamió la mano. No había un
solo ser humano en la faz de la tierra que le mostrara la misma gratitud por los
restos de una ensalada de atún y una vieja manta.
—¿Arregla animales con la misma facilidad que las tuberías señor... eehh...
Cooper?
—Sólo Cooper, señora.
Se levantó de la butaca con facilidad, algo que no era tan sencillo; Julia
sabía que esa butaca tenía los muelles rotos. Ella misma se las había visto y
deseado en más de una ocasión para levantarse. Si no hubiera estado tan
desconcertada, le habría advertido a Cooper de que estaba sentándose en una
butaca devoradora de hombres. Pero Cooper se levantó con tal facilidad que
parecía que la butaca le hubiera expulsado, lo que sólo podía significar una cosa:
que tenía unos abdominales fantásticos, a juego con los asombrosos músculos de
sus muslos. «De hecho, —pensó Julia abstraída al ver que Cooper se inclinaba
sobre el perro—, todo en él es fantástico».
Se movía con una gracia increíblemente ágil y poderosa. Los músculos bien
ejercitados se percibían a través del jersey negro. Las manos, que movía
suavemente sobre el perro, eran grandes, de dedos largos y elegantes. Se agachó
para murmurarle algo al perro y Julia se vio de nuevo inmersa en sus muslos.
¿Cómo podía alguien tener unos músculos como aquellos? Hombre, se dedicaba a
la cría de caballos, así que probablemente montara a menudo.
Julia tuvo una repentina y mordaz visión de Cooper montándole a ella y esos
increíbles muslos flexionados firmemente sobre ella mientras le...
Cooper alzó la vista para mirarla y Julia se puso colorada de golpe. Oh, Dios
mío, confiaba en que no pudiera leerle la mente.
Acariciaba la cabeza del perro callejero con su enorme mano y Julia
aprovechó para centrarse en cualquier cosa que no fueran los muslos de aquel
tipo. O lo que era peor... lo que había entre ellos.
—El perro no es mío, ¿sabe? Hace días que merodea por aquí, rebuscando
comida en el cubo de la basura, y siempre lo echo. Pero esta tarde, cuando llegué
a casa después de... —«...de darte en la cabeza con una calabaza...».
Julia pestañeó y sintió que volvía a enrojecer.
Cooper no pareció darse cuenta. Sus enormes y maravillosas manos
masculinas acariciaban el cuerpo entero del perro, deteniéndose junto a la pata
delantera derecha.
—También me he dado cuenta de eso, ¿está rota? —Julia se asomó por
encima del apoyabrazos.
—Nop.
—¿Entonces?
—Torcida. Y alguien le ha estado tratando muy mal. —Cooper emitió unos
sonidos con su voz profunda y ronca para tranquilizar al perro que hicieron que
hasta Julia se calmara, y volvió a alzar la vista—. ¿Tiene nombre?
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Miró al alto y silencioso hombre que tenía enfrente, antes de volver a mirar
la nota.
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* * *
Cooper podría conducir los 43,8 kilómetros que había de Simpson a Doble C
con los ojos cerrados, maniatado y usando sólo los dedos de los pies; menos mal,
porque lo único que veía era el rostro de Sally Anderson frente a él, y en lo único
que pensaba era en la erección que tenía y que dolía un huevo.
Seguía empalmado. A Cooper le preocupaba que su polla se hubiera centrado
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en Sally Anderson y sólo la deseara a ella, a ella y a nadie más, pues eso
significaría que, teniendo en cuenta cómo se había comportado, probablemente no
volviera a echar un polvo en su vida. Había sido incapaz de decir más de diez
palabras seguidas, y había frotado su erección contra ella cuando la sostuvo en
sus brazos, después del susto que se llevó con los chiquillos del «truco o trato».
Lo más probable es que pensara que era algún tipo raro que no podía hablar
con las mujeres pero al que le excitaba restregarse contra ellas.
Aun así, no podía culpar a su polla de tener un gusto excelente. Había algo
en Sally Anderson. Algo en la calidad de su piel, pálida y tan luminosa que parecía
brillar como si tuviera luz propia. O tal vez fueran esos ojos azul turquesa, del
color del mar. Fuera lo que fuera, no había podido apartar los ojos de ella.
Cuando sonreía le salía un hoyuelito en la mejilla izquierda y, de pronto,
deseó haberle arrancado otra sonrisa, sólo para verlo. Pero ya no sabía hacer reír
a una mujer, si es que alguna vez supo. Podía bajar haciendo rappel de un
helicóptero suspendido en el aire, bucear a sesenta metros de profundidad,
disparar a una distancia de casi dos mil metros y domar al caballo más salvaje,
pero hacer reír a una mujer... era algo completamente distinto.
Cooper sabía todo lo que había que saber acerca del entrenamiento militar y
sobre el ganado. Pero no tenía ni puñetera idea de cómo hacer para llevarse a una
mujer a la cama.
* * *
«No es mi hijo», esa misma noche, Julia repasaba sus palabras en la cama
mientras releía por tercera vez consecutiva el mismo párrafo.
¿Qué cojones significaba eso? ¿Que Rafael era el hijo de su mujer? De ser
así, «no es mi hijo» le parecía una forma muy cruel y fría de decirlo. Pero Sam
Cooper no le parecía cruel.
Está bien, no era el tipo más hablador del mundo; aunque Julia presentía que
se debía más a que no tenía habilidad para comunicarse, y no a que no fuera lo
suficientemente inteligente para hacerlo. Había leído en algún sitio que los
comandos, o las fuerzas especiales, o como se llamaran, tenían que tener una
inteligencia superior a la media, aunque era muy probable que el encanto y la
capacidad de parlotear no estuvieran entre las cualidades requeridas para el
trabajo.
Era cierto que Sam Cooper parecía amenazador pero, por alguna razón, era
incapaz de creer que fuera cruel.
Echó un vistazo a Fred, que estaba acurrucado en la vieja manta en una
esquina del salón y la miraba con sus ojos castaños. Cooper había sido amable
hasta con el chucho sarnoso que le había adoptado como dueña. Un hombre que
tratara con amabilidad a perros y mujeres abandonadas no podía ser cruel con un
niño pequeño tan encantador, ¿no?
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Claro que, ¿ella qué iba a saber? Ya no estaba segura de nada. En el último
mes, su mundo entero se había vuelto completamente del revés.
Llevaba una vida perfectamente normal y satisfactoria hasta que, ¡pum!, su
vida entera se había vuelto de pronto una de esas canciones de música ranchera;
una de esas lastimeras y quejicas. Julia empezó a inventarse algunas estrofas,
marcando el ritmo con el pie debajo de la sábana.
«Perdí mi trabajo y perdí mi casa y perdí mi coche... », Fred alzó la cabeza
de pronto y empezó a morderse el hombro con rabia. «…Y mi perro tiene pulgas»,
concluyó con desánimo.
Para rematar el asunto, por primera vez en la vida era incapaz de ahuyentar
la pena con la lectura. No disponía de la mejor panacea del mundo: sumergirse en
un buen libro. Lo única que se podía leer en Simpson era el The Rupert Pioneer y
un par de hojas de escándalos que informaban de los cotilleos semanales,
disponibles en el supermercado de Loren Jensen. Así que Julia tenía que
apañárselas con los pocos libros que se había traído.
No había tenido más que diez escasos minutos en la librería del aeropuerto
de una de las muchas escalas que hizo para llegar a Boise, así que había comprado
prácticamente la estantería entera. Para su desazón, entre ellos había cuatro
libros que ya se había leído, uno sobre la historia del comercio con Japón en el
siglo XX y un diccionario español-inglés. El resto eran las novelas que llevaba todo
el mes leyéndose una y otra vez.
Julia se concentró por enésima vez en el libro que estaba leyéndose. A lo
mejor por eso no lograba concentrarse en el misterio del asesinato. Esta vez
estaba leyéndolo con su ojo crítico de editora. Habría sido un buen libro para una
buena editora. Habría sido un bueno libro para ella. Era buena editora.
Antes.
¿Quién la habría reemplazado en Turner&Lowe? Cuando se fue, un
gigantesco conglomerado editorial alemán acababa de comprar la empresa. Aún no
se había enfriado el muerto y ya se hablaba de recorte de personal; no era de
extrañar que hubieran acogido con tanto entusiasmo su petición de baja no
remunerada por asuntos personales. ¿Le habría sustituido Dora? No, Dora tenía
muy buen ojo editorial para las novelas que no son de ficción. Hasta los hombres
de negocios sin rostro que había al otro lado del Atlántico preferirían que sus
editores trabajaran en las áreas de trabajo que conocían; era económicamente
lógico.
A lo mejor Donny se había hecho cargo de los autores. Donny Moro llevaba
un tiempo siendo su asistente personal, y Julia había visto más de una vez un
brillo especulativo en sus ojos. Se habría lanzado a la mínima posibilidad de
quedarse con su puesto. Casi podía oír a ese mocoso pelota: «Qué pena que Julia
tuviera que marcharse justo ahora, cuando tenemos tanto trabajo. ¿En qué
estaría pensando? Da igual, estaré encantado de tomarle el relevo».
¿Quién sabe qué se encontraría cuando volviera?
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Si volvía.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque era plenamente consciente de
que un par de lágrimas no cambiarían la situación. Ni un poquito. Debería saberlo.
Aquel último mes había llorado más que en su vida, de miedo y de enfado por lo
que le estaba pasando. Pero sus problemas seguían estando ahí.
Julia se frotó los ojos y bostezó. Habían sido suficientes emociones por un
día: la llamada de Davis, el lanzamiento de Don Grande a la cabeza de un SEAL,
sus tuberías que amenazaban con reventar e inundar su casa, el terror que sintió
cuando pensó que uno de los hombres de Santana le había encontrado, la
inapropiada oleada de deseo por un soldado-ranchero parco en palabras... el día
había sido de lo más completo. Se le cerraban los párpados. Hora de dormir.
Alargó la mano automáticamente hacia la alarma del reloj, pero se detuvo;
mañana era sábado, así que no necesitaba poner la alarma.
Y, además, ya había tenido suficientes sobresaltos.
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Capítulo 4
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* * *
—Eeh, ¿qué tal está Rafael? —preguntó, más por oír el sonido de una voz
humana que por saber la respuesta.
—Bien —contestó Cooper. Era la tercera palabra que decía en veinte
minutos. Las otras dos habían sido «sí» y «no», como respuesta a dos preguntas
directas. Julia se dio por vencida y se puso a contemplar el paisaje. O eso, o se
ponía a mirar a Cooper y, para su asombro, se encontró con que le inquietaba
mirar a Cooper, así que trató de apartar los ojos de él.
Era un conductor fabuloso.
Julia admiraba de verdad a los buenos conductores, en parte por lo mala
conductora que era ella. Daba igual los esfuerzos que hiciera por concentrarse,
pasados unos cinco minutos siempre encontraba algo mucho más interesante en lo
que pensar que no tenía nada que ver con los semáforos en verde o rojo o quién
debía cederle el paso a quién. Pero Cooper estaba concentrado y relajado, y
cambiaba de marchas como si tocara un instrumento musical. «El Beethoven de
las Camionetas», pensó con ironía.
Tal vez no fuera muy hablador, pero era un auténtico as al volante.
No era normal que Julia apreciara si un tío conducía bien o no, o que tuviera
manos fuertes o piernas largas. Aunque era perfectamente consciente del
hombre alto, oscuro y silencioso —aunque no atractivo— que iba sentado al lado
suyo y, por mucho que lo intentara, no conseguía saber por qué.
Claramente, no podía ser por que tuviera una conversación maravillosa, que
era lo que normalmente le atraían de los hombres. Hasta ahora habría jurado que
tenía todas las hormonas sexuales en la cabeza. Los tres líos que había tenido
habían empezado porque descubrió que compartía los mismos gustos literarios
del hombre en cuestión, o porque tenía alguna razón interesante para no hacerlo,
o porque se trataba de un conversador ingenioso o le hacía reír.
Nunca porque sus largas y fuertes manos, que tenían una ligera película de
pelo negro en el dorso, descansaran con facilidad y elegancia en el volante, ni
porque los músculos de su antebrazo se movieran de manera fascinante cada vez
que cambiaba de marcha, o porque cuando pisaba el embrague se le marcaran los
músculos que iban desde la rodilla hasta la ingle... Julia apartó la cabeza
rápidamente y se quedó mirando sin ver por la ventana.
Decididamente, le pasaba algo. El estrés le estaba volviendo loca; o eso, o el
silencio era lo que le volvía loca. No estaba acostumbrada al silencio. Puede que si
hablara con él se rompiera el extraño hechizo bajo el que estaba.
—¿Queda mucho?
Cooper la miró brevemente.
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—Ya estamos.
Julia le miró fijamente.
—¿Ah, sí? —Observó a su alrededor. No veía nada que no fuera lo que
llevaba viendo desde hacía media hora: árboles, hierba, árboles, hierba y más
árboles.
—Hace unos diez minutos que estamos dentro de Doble C —dijo Cooper.
Cierto, ahora que lo mencionaba podía ver vallas perfectamente ordenadas,
paralelas a la carretera y que, a lo lejos, colindaban con una cadena de colinas.
Las vallas delimitaban un terreno exactamente igual al que llevaban media hora
atravesando. Julia era incapaz de ver la diferencia entre la parte vallada y la
parte sin vallas.
—¡Ey! —dijo de pronto, apretando la nariz con emoción contra la ventanilla
de la camioneta—. ¡Caballos! —Se volvió hacia Cooper con imágenes románticas
rondándole la cabeza—. ¿Crees que son mustang3?
—No —dijo Cooper, reduciendo la marcha del vehículo—. Son míos.
—Ah. —Julia observó a los maravillosos animales. Había al menos cuarenta
de ellos trotando con gracia en un prado, y sintió una extraña punzada de
decepción—. Supongo que los mustang sólo existen en las películas.
—De hecho —dijo Cooper, girando por un amplio camino de piedra—, se
encuentran sobre todo en Nevada y Nuevo Méjico. Hemos llegado.
Había tanto que ver, y todo ello extraño para ella, que Julia tardó unos
minutos en decidir qué le parecía. La valla aquí era blanca y encerraba unos
edificios grandes y recién pintados, así como áreas circulares llenas de arena.
Julia había leído suficientes novelas de Dick Francis como para reconocer los
establos y los picaderos. ¿O en el Oeste se les llamaba corrales?
Había diez o doce hombres trabajando laboriosamente; unos cuantos
rastrillaban el suelo, varios de ellos llevaban a los caballos de lo que parecía una
sola rienda larga y otros pocos montaban a caballo. Daba la impresión de ser un
negocio próspero y ajetreado.
Cooper aminoró la velocidad de la furgoneta y se acercaron a lo que Julia en
un principio pensó que era una formación geológica. Hasta que volvió a mirarlo. No
conocía ninguna formación geológica rectangular y hecha de madera.
—¿Qué es eso? —preguntó, agitando la mano hacia la... cosa a la que se
acercaban.
—La casa. —Cooper giró y detuvo la camioneta bajo un cobertizo grande
como un edificio. La casa misma debía de haber sido diseñada por la NASA. Julia
se preguntó si sería uno de esos edificios con clima propio.
—¿Y quién construyó la casa? —Apartó la vista del gigantesco edificio y
miró a Cooper—. ¿Dios?
—Mi tatarabuelo. —Rodeó la camioneta y se acercó a abrirle la puerta a
Julia, a la que agarró del codo hasta que estuvo a salvo, en el suelo de cemento
3
Los mustang son los caballos salvajes (en realidad, cimarrones) de Norteamérica.
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mirada, porque Cooper había vuelto a agarrarla fuertemente del brazo y parecía
querer llevarla por toda la casa, por pasillos interminables, rancios y oscuros
desde los que divisó varias habitaciones grandes, rancias y oscuras. Tras un par
de kilómetros, Cooper se detuvo por fin para abrir una enorme puerta de roble y
le puso una mano en la espalda.
Julia echó un vistazo a la puerta y entró con paso vacilante, sin saber muy
bien qué habría dentro.
Al igual que Carly's Diner, a la habitación no le habrían venido nada mal los
consejos de un decorador de interiores. Los muebles eran gigantescos y oscuros,
y estaban ordenados pegados a las paredes, de forma que en el centro quedaba
un espacio vacío sin nada. A lo mejor en las noches de verano Cooper se dedicaba
a dar conciertos ahí, o algo así.
Cuando los ojos de Julia se acostumbraron a la penumbra, se relajó.
Cooper era lector.
En aquel preciso instante, le perdonó sus problemas para comunicarse y sus
muslos y brazos que le hacían perder la cordura.
Cooper era de su misma tribu; la de los lectores.
Había libros por todas partes, en todas las superficies disponibles, e incluso
alineados en las estanterías. Libros de verdad, para leer, no de decoración. Las
manos de Julia se morían por acercarse y mirar las cubiertas, tal vez incluso por
frotar la cara contra unos cuantos e inhalar el olor. Pero entonces tal vez se
echara a llorar y anegara todos los libros de Cooper, así que se abstuvo.
La única fuente de calor era el fuego que prendía en una chimenea
gigantesca, entorno a la cual había agrupadas unas cuantas sillas macizas de
roble. Julia distinguió la silueta de un hombre y un niño pequeño. El hombre tenía
el pelo oscuro e iba vestido de negro, como Cooper. Julia se preguntó si se habría
perdido la moda del vaquero ninja.
—¡Señorita Anderson! —Rafael saltó de su asiento y fue corriendo hacia
ella. Alzó su ansiosa carita—. ¿Por qué está aquí, señorita Anderson? No he hecho
nada malo, ¿verdad?
—No, cariño —dijo Julia suavemente, alborotándole el pelo—. Claro que no
has hecho nada malo. Sólo he venido a visitaros y a decirle a tu padre lo
buenísimo que eres. —Parte de la ansiedad de Rafael desapareció, aunque Julia
aún percibía tensión en su rostro.
Cooper volvió a tomarla del brazo y se acercaron a la chimenea.
—Sally Anderson, permíteme presentarte a Bernaldo Martínez, el padre de
Rafael y mi capataz.
El hombre, que no dio muestras de haberle oído hablar, siguió hundido en la
silla con la cabeza entre las manos.
—Bernie... —La profunda voz de Cooper se convirtió en un gruñido
amenazador.
Poco a poco, Bernaldo Martínez giró la cabeza; se puso en pie como si
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las gigantescas manos de Cooper, que ahora formaban dos puños. Probablemente
no demasiados hombres sobrevivirían a un par de asaltos con Cooper.
—Bueno —dijo Julia, y se frotó las manos—. Bueno, pues aquí estamos. —
Ninguno de los dos mostraba ninguna reacción, así que intentó sonreír enseñando
un par de dientes.
Nada.
Se quedaron allí, de pie, mirándose el uno al otro con el ceño fruncido, como
si Julia no existiera.
Se dio por vencida. A lo mejor, después de todo, un par de asaltos no les
vinieran nada mal.
—Ehh, ¿Cooper? —Julia reprimió el impulso de tirarle de la manga para que
le prestara un poco de atención. Pero no fue necesario; esos oscuros y feroces
ojos volvieron a centrarse en ella. Julia se estremeció de nuevo, aunque esta vez
no fue de miedo—. Me he... —Julia se lamió los labios resecos—... Me he dejado el
maletín en la camioneta y tenía algunos trabajos de Rafael que quería enseñarle al
señor Martínez. No... —Alzó una mano al ver que Cooper se movía hacia ella—. Voy
yo a buscarlos, pero repíteme cómo hago para volver a la cocina. O dibújame un
mapa.
El tono de voz de Cooper volvió a ser amable.
—Gira a la derecha nada más salir y después, siete puertas más allá, gira a
la izquierda y sigue el pasillo hasta el final. Llegarás a la despensa y de ahí a la
cocina.
A Julia le estaba costando trabajo concentrarse con su penetrante mirada.
El campo de fuerza se había vuelto a poner en marcha.
—Siete puertas, izquierda, despensa, cocina —dijo—. Lo tengo.
Se giró y nada más salir por la puerta miró con horror el interminable y
gigantesco pasillo.
Tal vez debería de haber dejado un rastro de migas de pan.
* * *
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silencio.
Bernie se pasó las manos por el áspero pelo negro.
—Debería haberme buscado trabajo en un banco o en una tienda; así
seguiríamos siendo una familia y no estaría en este embrollo. —Dejó caer la
cabeza—. Y Rafael tampoco.
—Bernie —dijo Cooper con paciencia—, no podrías haber conseguido un
trabajo en un banco o en una tienda porque no tienes la formación necesaria para
hacerlo. Estás hecho para trabajar con el ganado. Es lo que sabes hacer, y lo
haces muy bien. Cuando no te vuelves loco.
—Claro que me estoy volviendo loco —gritó Bernie—. ¡Acabo de perder a mi
mujer por tu jodida maldición!
—¡Cierra el pico de una puta vez! —gritó Cooper a su vez. Sally Anderson
probablemente fuera la única mujer, y desde luego la única mujer atractiva, en un
radio de doscientos kilómetros que nunca hubiera oído hablar de la Maldición de
los Cooper y, sin duda alguna, Cooper quería que siguiera siendo así—. La señorita
Anderson está a punto de volver, le ha hecho un hueco en su apretada agenda
para hablarte de tu hijo así que te vas adecentar de una puta vez y te vas a
comportar como una persona normal con ella.
Cooper no sabía si Sally Anderson tenía una agenda apretada o no; la
mayoría de la gente de Simpson no tenía demasiadas cosas que hacer, pero eso
Bernie no tenía por qué saberlo.
Bernie trató de concentrarse en Cooper, pero la cabeza le daba vueltas.
Cuando por fin consiguió verle, los ojos rojos le brillaban.
—Oblígame —gruñó.
Estaba pidiendo una pelea a gritos, pero lo último que Cooper quería era que
Sally Anderson volviera y se encontrara con una pelea.
—Deja de decir gilipolleces, Bernie.
—No. —Bernie se puso en pie, se balanceó y se puso en guardia en una
postura más bien ridícula, pues apenas podía mantenerse en pie.
—Que te jodan. —Cooper elevó los ojos al cielo—. Los dos sabemos que no
puedes enfrentarte a mí cuerpo a cuerpo. A mí me han entrenado y a ti no. Te
saco quince centímetros y dieciocho kilos, así que déjate de gilipolleces.
Bernie empezó a hacer círculos lentamente alrededor de él.
—Oblígame.
—Bernie —dijo Cooper con los dientes apretados—. Estás borracho.
Probablemente hasta estés viendo doble. No voy a pelearme contigo, y ya está.
Acabaría contigo en menos que canta un gallo, así que déjalo.
Cooper esperaba que Bernie sonriera al oír uno de los viejos dichos de su
padre, pero Bernie apretó la mandíbula y se balanceó violentamente.
Cooper esquivó el golpe sin moverse de su sitio. Aquello iba a ser peor de lo
que pensaba. Bernie volvió a balancearse, tan despacio que Cooper podría haber
terminado de leer la biografía de Eisenhower y aún le habría sobrado tiempo para
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detener el puño de Bernie. Cooper dejó que Bernie se librara de su mano y le dijo:
—No seas bobo, Bernie, no puedes derribarme y lo sabes.
—¿Ah, sí? —Bernie respiraba con dificultad. Trató de ponerle la zancadilla a
Cooper, pero no funcionó, aunque se llevó un puñetazo en la barbilla.
—¡Joder, Bernie! ¡Eso ha dolido un huevo!
Bernie le enseñó los dientes.
—Eso pretendía. —Se puso en cuclillas y empezó a rodear a Cooper, quien
retrocedió.
—Bernie, como no dejes de hacer el gilipollas ahora mismo... —Bernie
embistió. Cooper se movió, y Bernie se golpeó los puños primero y la cabeza
después contra la chimenea de piedra maciza. Cooper hizo un gesto de dolor al oír
el golpe. Bernie se giró; sangraba por una herida que se había hecho en la ceja,
pero alzó los puños. Los nudillos de una de las manos sangraban también. Cooper
suspiró y alzó los puños a su vez.
La puerta se abrió.
Sally Anderson se detuvo en el umbral, con los ojos abiertos de par en par y
el maletín en la mano. Los dos hombres, uno sangrando y el otro seriamente
cabreado, se volvieron para mirarla con expresión hosca.
—Supongo que son cosas de chicos, ¿no? —preguntó.
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Capítulo 5
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* * *
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—No he hecho la compra estos días, Coop. ¿Quién está en el turno de cocina
hoy?
—Debería haber estado Larry —respondió Cooper—, pero ha tenido que ir a
Rupert a por alambre para hacer fardos.
—¿Entonces quién va a cocinar? —preguntó Rafael con tono lastimero.
Julia se encontró de pronto con tres rostros masculinos y seis pares de ojos
oscuros que la miraban con una expresión patética tan parecida a la de Fred la
noche anterior que tuvo que morderse los carrillos para no echarse a reír.
—¿Queréis que os prepare algo de comida?
Los dos adultos vacilaron con educación, pero Rafael era demasiado pequeño
como para preocuparse de algo tan trivial como eran los modales.
—¡Genial! Apuesto a que hace una comida riquísima, señorita Anderson.
—Bueno... —replicó Julia—. La verdad es que no se me da mal, si tengo algo
con lo que trabajar. —Miró a Cooper—. Aunque no pienso tocar lo que había en
ese cuenco. Y he echado un vistazo al cajón de las verduras y es asqueroso.
—¿Has echado un vistazo a qué? —preguntó Cooper, y Julia suspiró.
—Da igual. —Se puso en pie, inexplicablemente feliz de pensar en comer con
Bernie y Rafael. Bueno, y con Cooper también. La idea de volver a su fría y
solitaria casa no le atraía en absoluto—. Estoy segura de que tenéis un
congelador bien surtido. Nadie puede vivir en medio de la nada sin un congelador.
¿Dónde está?
—No hay mucho dentro —respondió Cooper.
—¿No? —Eso la detuvo. Trató de imaginarse convirtiendo en comida algo, lo
que fuera, de lo que había visto en la nevera, pero fue incapaz.
—No. —Cooper se le acercó y, al alzar la vista, Julia se encontró con sus
oscuros ojos marrones. Sonreía desde lo más profundo—. Pero tenemos una
despensa.
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empellones que la mujer quisiera. No era bueno con las palabras, pero tenía el
lenguaje corporal dominado. Una mujer no necesitaba decir qué quería, podía
verlo en la forma en que movía las caderas cuando la penetraba, en la forma en
que sus manos se aferraban a él, en la forma en que respiraba.
A Sally Anderson probablemente le gustara hacerlo despacio, suave y con
romanticismo. Tenía ese tipo de cara. Todo en ella era tan delicado. Seguro que
quería que la cortejaran, que le dieran un montón de besos, que la desnudaran
lentamente y un montón de preliminares. Probablemente querría que la penetrara
despacio, poco a poco. La tenía muy grande, así que tendría que tener cuidado y,
una vez dentro de ella, probablemente prefiriera empellones largos y lentos.
Probablemente esperara que fuera un caballero y que no le metiera la polla hasta
el fondo, sino que mantuviera los empellones poco profundos.
Ni de broma.
Se sentía exactamente igual que Grayhawk, su semental negro, cuando
montaba a Leyla, la maravillosa potranca árabe. Los caballos copulaban con
violencia; así los había diseñado la naturaleza. Coopers normalmente impedía que
los propietarios lo vieran, porque todos tenían una visión romántica de sus
sementales y les atribuían una nobleza y caballerosidad que, sencillamente, los
sementales no tenían. Grayhawk era un semental de 590 kilos de pura
masculinidad, uno de los animales más fuertes sobre la faz de la tierra. Mientras
cubría a Leyla, Grayhawk le había mordido el cuello con tanta fuerza que le había
hecho sangre, y sus negros cascos le habían hecho rasguños en los flancos.
Si Cooper no tenía cuidado, así era exactamente como montaría a Sally
Anderson. Por detrás, utilizando toda su fuerza para metérsela hasta el fondo,
obligándole con las manos a agacharse y mordiéndole el cuello.
La idea le espantó y trató de apartar la imagen de la cabeza, trató de
ignorar el calentón que le estaba provocando esa imagen. Trató de recordar que,
al revés que Grayhawk, él debía comportarse como una persona civilizada.
Cooper hizo lo que pudo por no fijarse en que los pechos de Sally eran
pequeños, redondos y firmes. Su mano cerrada probablemente fuera mayor que
sus pechos. Siempre se había considerado un hombre de pechos generosos,
cuanto mayores fueran mejor, aunque en realidad había sido un auténtico capullo.
De pronto comprendía que el viejo dicho, «teta que mano no cubre, no es teta
sino ubre», era absolutamente cierto.
Llevaba un jersey y, si se fijaba bien (sin que se notara lo bien que se estaba
fijando), podía ver el suave contorno del pezón, pequeño y delicado, y
probablemente sabría a cereza.
En cuanto a su culo... Jesús, no podía apartar los ojos de ahí cuando se
inclinaba para comprobar las galletas que tenía en el horno. Escaso pero redondo.
Perfecto.
Estaba seguro de que sus manos grandes se acoplarían perfectamente a
cada una de sus nalgas para sujetarla con fuerza mientras le metía hasta el fondo
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la...
—¿Qué opinas, Coop? —preguntó la voz infantil de Rafael.
«Creo que follarme a Sally Anderson es la mejor idea que he tenido nunca».
Cooper parpadeó, horrorizado.
¿Lo había dicho en voz alta? De ser así, tendría que salir a pegarse un tiro.
Miró a su alrededor con frenesí.
A lo mejor no lo había dicho en alto, porque nadie le miraba atónito y
asqueado. Todos le miraban con cara de expectación. ¿De qué cojones habían
estado hablando? Parecía una pregunta de sí o no, así que Cooper intentó
responder; tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de no equivocarse.
—Sí —dijo.
Rafael alzó el puño en el aire.
—¡Sííííííííí!
Bernie parecía satisfecho y Sally sonreía. Cooper se preguntó si acabaría de
aceptar algo irrevocable, como entregar Doble C a algún tipo de culto.
De todas formas, no podía ser nada de gran importancia porque todo el
mundo seguía sentado a la mesa, comiendo y sonriendo. La comida estaba
deliciosa y se comieron hasta la última miga. No quedaba nada cuando Sally se
puso en pie.
—Deja eso —dijo Cooper de pronto al ver que se disponía a recoger los
platos—. Ya has hecho más que suficiente. Los hombres se ocuparán de ello.
—De acuerdo. —Se sacudió las manos—. Me alegro de que se hayan
arreglado las cosas entre vosotros.
¿Arreglar las cosas? Cooper y Bernie se miraron sin comprender.
—¿Arreglar el qué? —preguntó Cooper.
Sally puso los ojos en blanco, exasperada.
—Hombre, no me gustaría abrir viejas heridas pero hace un rato os estabais
tirando el uno a la yugular del otro.
—Ah, eso —dijo Cooper encogiéndose de hombros—. No era nada.
—Sólo estábamos desestresándonos un poco —asintió Bernie.
—Hombres. —Sally sacudió la cabeza—. Cuando quiero desestresarme hago
algo relajante, como hablar con alguien o leer un buen libro; no me dedico a dar
golpes a nadie en la cabeza. Por cierto, hablando de eso... —Se giró hacia Cooper
—: Tengo que hacerte una pregunta.
—¿Sobre golpear a alguien en la cabeza? —Cooper estaba atónito; pensaba
que no le gustaba la violencia.
—No, sobre leer. —Se llevó la mano a la barbilla y le miró con aquellos
enormes ojos turquesas—. Tengo que pedirte algo.
—Lo que quieras —replicó Cooper inmediatamente, luego vio que Bernie
sonreía de oreja a oreja y movía la cabeza de uno a otro. Por desgracia, Bernie no
estaba lo suficientemente cerca como para llevarse una patada por debajo de la
mesa—. Te lo debemos —añadió, mirando a Bernie deliberadamente.
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«Faltaba algo», pensó Julia mientras miraba por la ventanilla para no tener
que mirar a Cooper.
Pero no necesitaba mirarle. Ejercía sobre ella tal fuerza gravitacional que
era plenamente consciente de su presencia a todas horas. Lo mismo había
sucedido en la cocina. Se había sentado en silencio en la silla, sin hablar apenas y,
aun así, todo el mundo parecía girar en torno a él, como si Bernie, Rafael y ella
misma fueran planetas diminutos en torno al sol. Bernie le hacía caso en lo que
dijera, Rafael le adoraba abiertamente y ella... bueno, a ella le costaba horrores
apartar los ojos de él.
Y se había sentido... distinta toda la tarde. ¿Qué era? Era tan difícil
determinar qué sentía; era algo que ya había sentido antes, de eso estaba segura,
pero hacía mucho tiempo. Antes de que sus padres murieran, de hecho.
Eso era.
La última vez que sintió aquello había sido hacía cuatro años, durante unas
vacaciones que pasó en París con sus padres. La familia Devaux había vivido en
París de los diez a los quince años de Julia, y todos ellos guardaban muy buenos
recuerdos de su estancia allí. Visitaban la ciudad siempre que podían. Se
hospedaron en una pensión maravillosa en Rue du Cherche-Midi y visitaron a unos
viejos amigos. Su madre se había cortado el pelo en la elegante peluquería de
Jean-David, como en los viejos tiempos. Se habían reído mucho, y compraron
cosas para su nuevo apartamento de Boston; se había sentido feliz, sin problemas
y... a salvo.
Después de eso sus padres murieron en un accidente de coche y ya no volvió
a sentirse segura. Estaba contenta en Boston, pero había momentos en que se
sentía sola e intranquila; a la deriva tras la muerte de sus padres.
Y durante aquel último mes lo único que había sentido era terror y una
soledad enorme. Aquella tarde, por primera vez en mucho tiempo, el peso del
miedo y de la soledad que soportaba su alma se había aligerado. Había disfrutado
de una tarde agradable y feliz, preocupándose solo de lo contentó que parecía
Rafael, de lo extraña que era aquella gigantesca cocina y cómo, de alguna forma,
parecía estar hecha para Cooper.
Aquella tarde, Rafael se había reído y había bromeado. «Feliz como un cerdo
en un barrizal», había dicho Bernie. Había intentado preparar una comida que les
gustara a los tres hombres, nada demasiado elaborado, aunque a los tres
prácticamente se les caía la baba para cuando por fin puso las cosas encima de la
mesa. Se habrían comido cualquier cosa que no fuera serrín.
Se había divertido bromeando con Rafael y con Bernie, quien había ocultado
su anterior agresividad. Incluso el silencio de Cooper había sido un... interesante
tipo de silencio. Aquella tarde había sentido muchas cosas; alivio por que Rafael
estuviera bien, diversión ante las patéticas muestras de agradecimiento de los
hombres por la comida que había preparado, excitación ante la idea de ir a una
librería, aquella alocada atracción por Cooper. Pero no se había sentido sola y, por
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Capítulo 6
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* * *
Quédate.
Cooper tenía manos grandes y fuertes. Manos que podían desmontar un M16
en siete segundos, manos que podían dominar sin problemas a un semental, manos
que podían levantar un fardo de heno de 136 kilos. La pálida y delicada mano de
Sally Anderson era casi la mitad de la suya; era imposible que su mano igualara la
fuerza de la de él.
Y, sin embargo, cuando puso una mano sobre la suya, fue como si le hubiera
clavado una estaca que le impidiera moverse. No podría moverla ni aunque su vida
dependiera de ello.
Al igual que el día anterior, tenía la manita helada y temblaba débilmente.
Entendía que temblara, porque él también se sentía tembloroso, pero no
estaba helado. Hervía.
Todo el deseo sexual que no había sentido en aquellos dos años brotaba
ahora en una sola oleada de deseo y sexo. Cada célula de su cuerpo estaba llena
de lujuria cálida y pegajosa. Su erección era diez veces mayor que nunca, y
palpitaba dolorosamente contra sus vaqueros.
Le miraba con ansiedad, pensando obviamente si habría sido demasiado
audaz e iba a negarse.
No. No, iba a rechazarla.
No había nada lo suficientemente fuerte en la tierra como para apartarle de
ella ahora.
Despacio, consciente de la increíble erección que le impedía andar con
normalidad, Cooper se agachó hasta que estuvo a la altura de los ojos de Sally.
Tenía unos ojos asombrosos. Desde cerca, el iris era de una mezcla de azules y
verdes que, de lejos, los hacía parecer turquesa. Estaban llenos de ansiedad, lo
que le espantaba.
Retiró la mano de la de él, pero Cooper no se atrevía a tocarla. Todavía no,
no hasta que consiguiera controlarse. Agarró la esquina de la silla de Julia con
una mano y el borde de la mesa con la otra. Estaba atrapada entre la mesa y él,
en su abrazo, aunque no la estaba tocando.
Se miraron el uno al otro en silencio, Cooper tratando de mantener la
respiración bajo control. No sabía cómo moverse o qué decir, así que permaneció
inmóvil y en silencio. La mirada de Sally se dirigió a las manos cerradas de
Cooper, y ensanchó los ojos al ver la fuerza con que se agarraba, los nudillos
blancos, el esfuerzo que estaba haciendo por no tocarla. Alzó la vista y se detuvo
en su boca. Una señal. Por fin.
Cooper se movió despacio hacia delante, muy despacio, y le tocó la boca con
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suave, mucho más suave que la seda más fina. Sus manos eran ásperas y callosas,
y casi había esperado que su suave piel quedara atrapada en sus manos, como lo
habría hecho una tela delicada. Le acarició hacia arriba hasta que llegó al corto
pelo castaño y sintió la delicada estructura de su cráneo.
En parte se alegraba de que Sally no fuera pelirroja. Le encantaba el pelo
rojo; siempre le había puesto a mil. Todo en ella le gustaba tanto que, si hubiera
sido pelirroja, probablemente ya se habría corrido.
Sin apartar los ojos de los de ella, Cooper bajó la palma de la mano hacia los
frágiles huesos de los hombros de Sally, para después seguir hacia los botones
del jersey. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no
arrancarle el jersey de cuajo.
Aunque podría hacerlo; Sally le habría dejado, lo veía en sus ojos. Vacilaba
un poco, parecía un poco tímida, pero estaba claro que le deseaba.
Puede que incluso le pareciera excitante que le arrancara la ropa. Pero si
empezaba arrancándole la ropa, abriría un agujero enorme en su dudoso
autocontrol y la lujuria saldría con fuerza, como el agua a través de una presa
rota.
No se detendría tras haberle arrancado la ropa, el sujetador, los pantalones y las
braguitas. No, si emprendía ese camino resbaladizo y dejaba que sus instintos se
libraran del encierro en que los tenía, la acabaría tumbando en el suelo, la abriría
con los dedos y le metería la polla hasta el fondo, estuviera preparada o no. Le
abriría las piernas con tanta fuerza que no podría moverse, y la follaría con
fuerza allí mismo, en el suelo...
No estaba preparada para que la follara furiosamente y con fuerza, tal vez
no lo estuviera nunca. Cooper aceptaría lo que Sally estuviera dispuesta a darle,
pero tenía que dárselo ella, cuando estuviera preparada.
Así que, en lugar de arrancarle la ropa y hacerla trizas, lanzarla al suelo y
montarla, Cooper le acarició el cuello del jersey con el dedo índice y jugueteó con
el botón superior, sin perder a Sally de vista. Su expresión no cambió. Muy
despacio, desabrochó el botón con manos torpes.
Cuando se abrió, revelando un trocito de piel cremosa, el rostro de Sally se
relajó. Si no hubiera estado tan pendiente de sus reacciones, tal vez no se habría
dado cuenta. No era una sonrisa, sino algo mucho más sutil. La tensión
desapareció un poco, lo justo para que Cooper supiera que iban por el camino que
Sally conocía. Y quería.
A nivel animal, Sally había notado la violencia del deseo de Cooper. Percibía
la tensión en sus músculos y la fuerza con que se agarraba a la silla. Era como una
yegua que se movía incómoda al ver que el semental se acercaba. Las yeguas
saben que el apareamiento va a ser salvaje, furioso y brutal y, de alguna forma,
Sally sabía que su apareamiento con Cooper también podía volverse brutal.
Los primeros pasos hacia el sexo, su beso moderado y la forma en que le
había desabrochado el botón del jersey, le demostraban que, después de todo,
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Se puso roja como un tomate, y pasó del rosado claro al rosa chillón en
medio minuto. Sonrió poco segura y tiró de la mano que había dentro de ella.
Cooper dejó que le sacara la mano y se quedó alucinado al ver que se llevaba la
mano a la boca y le frotaba los nudillos contra los labios. Tenía los dedos y la
palma pringosos de sus jugos.
—No pasa nada —susurró. Sus ojos eran dos piscinas color turquesa, tan
brillantes y profundas que podía hundirse en ellas—. Mis reglas eran irregulares y
la ginecóloga me recetó la píldora. No hace falta...
Lo que fuera a decir se ahogó en la boca de Cooper; la levantó en brazos y
se la llevó.
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Capítulo 7
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Capítulo 8
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—¡Oye!
El lunes por la tarde Julia sonrió y se quitó el jabón de los ojos. Le gustaba
tanto que hubiera otro ser humano en la casa. El domingo había estado dando
vueltas por la casa vacía, sintiéndose atrapada entre las cuatro paredes, perdida
y sola, hablando con Fred, quien sólo podía responderle ladrando. Dio gracias a
Dios de que llegara el lunes y tuviera una clase abarrotada de niños.
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Julia empujó a Cooper de los hombros, que cerró los ojos como si le doliera y se
retiró. Bajó las piernas confiando en que no le fallaran; estaba temblando.
—¿Señorita Anderson? Ey, ¿dónde está? —El picaporte de la puerta se
movió.
—Un... —No le salía la voz. Julia se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo
—: Un momento. No entres, Rafael, ahora mismo salgo.
—Vale. Necesitamos un secador. —Rafael silbó alegremente mientras volvía
al cuarto de baño con Fred.
Julia sólo pudo bajar la vista. El pene de Cooper era oscuro y estaba
totalmente hinchado y pringoso de sus jugos. Cooper trataba de meter su enorme
erección en los pantalones, pero la cremallera se quedó enganchada. Julia le miró
con una mueca de dolor.
—Eso tiene que doler.
—No tienes ni idea —farfulló.
—¿Y no te has, ehh...?
—No. —La taladró con sus negros ojos—. Aunque pretendo hacerlo. En
cuanto haya dejado a Rafael en casa, pretendo volver y pasarme toda la noche
dentro de ti y entonces sí que lo haré. Y mucho.
No tenía aire en los pulmones, sólo calor. Por lo que había visto, y sentido,
Cooper era muy capaz de hacer lo que decía.
—Ah —dijo débilmente—. Ah, eh, de acuerdo.
Le rodeó el cuello con una mano y la besó. Cuando alzó la cabeza, seguía
acariciándole el cuello con el pulgar.
—Será mejor que vayas a ver a Rafael. Iré en un segundo.
Julia asintió y se dirigió lentamente hacia la puerta.
—¿Cariño? —Julia se giró y le miró inquisitivamente—. ¿No quieres ponerte
los zapatos y algo de ropa interior antes de salir?
—Ya —dijo Julia, aún confusa. Sus palabras apenas habían calado en ella.
Aún seguía sintiendo los efectos posteriores al orgasmo; las húmedas paredes de
su sexo se rozaban cuando se movía—. Ropa interior.
Ropa interior, ropa interior. ¿Dónde...? Ah. Las medias, braguitas y zapatos
estaban en un rincón. Para cuando por fin estuvo lista, Cooper parecía menos
salvaje también, aunque se fijó en que no se había quitado la chaqueta, que le
llegaba hasta los muslos y cubría la erección.
Julia sacó el secador del cajón y se dirigía a la puerta cuando le sintió justo
detrás de ella; sintió el calor de su cuerpo y la enorme presencia de Cooper.
—¿Señorita Anderson? —La voz de Rafael llegaba débilmente desde el
cuarto de baño.
—¡Voy corriendo! —Gritó Julia, y casi dio un brinco cuando sintió la áspera y
enorme mano de Cooper en el cuello. Se inclinó y la besó en la nuca, un ligero beso
que acabó casi antes de haber empezado.
—Eso espero —murmuró junto a la oreja de Julia—. Que te corras toda la
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noche.
Se detuvo con la mano en el picaporte, una oleada de calor casi le hace caer
de rodillas. Cooper no debería decirle cosas como esas; especialmente cuando
estaba a punto de salir al encuentro de un niño pequeño. Estaba segura de haber
enrojecido. Estaba hecha un lío y tenía el pulso acelerado. Para conseguir abrir la
puerta, tuvo que intentarlo dos veces. No podía darse la vuelta; si lo hacía, si veía
a Cooper, cerraría la puerta, se giraría y le lanzaría los brazos al cuello. Así que
fijó la vista al frente con decisión, abrió la puerta y salió con paso tembloroso
hacia el cuarto de baño.
Aquello era un increíble desastre. La bañera estaba llena hasta arriba de
agua y espuma, que fluía hasta el suelo cada vez que Fred se movía.
Julia le tendió el secador a Rafael, quien apenas alzó la vista.
—Genial, gracias señorita Anderson. Tengo que secar a Fred, si no se
enfriará. Venga, Fred, sal. —Rafael chasqueó los dedos y Fred saltó fuera de la
bañera, junto con la mitad del agua.
—¡Espera! —Demasiado tarde. Fred se sacudió y caló la habitación entera.
Julia levantó las manos para protegerse, pero Rafael estaba chorreando. El
cuarto de baño estaba tan mojado que era demasiado peligroso utilizar un
secador allí. Con un suspiro, Julia le quitó el secador a Rafael, sacó una toalla
vieja del armario y la extendió por el suelo de la despensa.
—Aquí, Rafael —dijo, enchufando el secador.
Rafael y Fred fueron afablemente hacia la despensa, chorreando agua a su
paso. Cuando el niño encendió el secador, Julia salió de allí.
Cooper la estaba esperando en el salón, con la enorme caja en las manos. Se
la tendió.
—Es para ti —dijo sencillamente.
Un regalo. Julia parpadeó. La caja iba envuelta en papel marrón y tenía un
cordel. En Boston, el envoltorio con papel marrón y cordel se consideraba muy
chic; claro que el papel tenía que estar hecho a mano, no estar teñido y ser tosco,
y el cordel tenía que ser de cáñamo y solía envolver algo muy caro.
El papel de esta caja llevaba un sello desigual que rezaba «Emporio de
Ferreterías Kellogg».
Julia cogió la caja y la sopesó. Era sorprendentemente pesada. Alzó los ojos
hacia Cooper con el corazón desbocado.
—Gra... gracias.
Asintió con seriedad.
Julia sacudió la caja y algo grande botó en su interior. No tenía ni idea de
qué podía ser. El rostro de Cooper no mostraba expresión alguna. Julia cortó el
cordel, rasgó el papel, abrió la caja... y se encontró con artilugio de acero y
metal; miró desconcertada a Cooper.
—Cerrojo —dijo.
—Ah —contestó con un hilo de voz—. Un cerrojo. Ehh, gracias. Siempre
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pared de un precipicio, con una cadera rota y el fémur destrozado. Se había visto
a sí mismo con la pierna doblada en un ángulo muy poco natural, había sentido el
dolor de los huesos rotos, mientras observaba cómo le salía la sangre a
borbotones de una arteria cortada. Se había dejado llevar por la oscuridad
mientras se desangraba. Le había puesto tan nervioso que había vuelto a
comprobar el equipo y había descubierto una cuerda deshilachada que se le había
pasado por alto antes.
En otra ocasión, había tenido la repentina visión de que él y sus hombres se
encaminaban a una emboscada en la densa y calurosa jungla de una isla de
Indonesia. Había alzado el puño, la señal de que se detuvieran, y su equipo se
había quedado completamente quieto en su sitio. Permanecieron ocultos más de
cuatro horas, sin moverse, sin respirar apenas y con el dedo en el gatillo. Justo
cuando Cooper había empezado a pensar que su famosa intuición podía haberle
fallado, se oyó una señal y veinte islamistas insurgentes salieron de sus agujeros
camuflados. Su equipo los masacró. Si no hubiera detenido a sus hombres,
habrían ido derechos a la emboscada.
Cooper había aprendido por las malas a confiar en sus instintos. No se
trataba de ningún tipo de magia, y él no era ningún vidente. Tenía unos sentidos
muy agudos y le habían entrenado para ser muy buen observador. Cogía al vuelo
las sutiles señales de peligro, que su subconsciente unía y le mandaba una señal
de alarma en forma de visión.
Y eso era precisamente lo que acababa de tener. Una repentina y dolorosa
visión en la que Sally yacía en un charco de su propia sangre, sin vida, lejos de él
para siempre. Algo en su subconsciente le decía que Sally estaba en peligro.
Podían hacerle daño. Podía morir.
No mientras él viviera.
Cooper entró en la casa, se quitó el sombrero y se acercó tanto a Sally que
ésta tuvo que echar la cabeza hacia atrás para verle. Estaba tocando su espacio
personal y lo sabía, pero quería grabarle bien en la cabeza lo que tenía que
decirle.
—No vuelvas a abrir esa puerta sin saber antes quién está al otro lado,
¿está claro? —El tono de su voz era brusco, duro, era el tono que usaba con sus
hombres. El ser humano recuerda lo que aprende por las malas, especialmente en
lo que se refiere al dolor. Así es como nos han programado. Sally tenía que
acordarse de lo que le estaba diciendo, así que usó su tono más áspero para
asegurarse de que así fuera.
La sonrisa de Sally desapareció y lo lamentó, pero no lo suficiente para
dejar de llegar a donde quería.
—Sí, Cooper —murmuró, buscando su mirada—. Tienes razón, ha sido una
tontería.
—Mañana pondré una mirilla y otro cerrojo en la puerta de atrás. Hay que
poner alarmas en las ventanas.
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—Sí, Cooper.
—Quiero que estés a salvo. —Las palabras salieron de lo más profundo de su
pecho, posiblemente de algún punto cercano a donde debería estar su corazón, si
lo tuviera.
Sally se estremeció y perdió el color. Mierda, la estaba asustando. «Hora de
dejarlo, Cooper». La mujer más guapa y deseable del mundo quería acostarse con
él, y él se dedicaba a asustarla.
No podía evitarlo.
—Prométeme que no volverás a hacerlo.
—Te lo prometo. —Fue un susurro tembloroso, sus asombrosos ojos
turquesa se ensancharon. Alzó una mano y la apoyó contra el pecho de Cooper,
sobre su corazón—. Créeme, te lo prometo.
Las palabras se amontonaron en la cabeza de Cooper; había tantas que no
conseguía decir ninguna. No conseguía apartar de su cabeza la imagen de Sally
herida.
La imagen hizo que le hirviera la sangre, y se dio cuenta de que mataría con
tal de mantenerla a salvo.
Cooper metió las manos entre el pelo de Sally y se inclinó para besarla. Su
boca era suave, acogedora, tal y como sabía que sería su coño. Estaba lista. Su
cuerpo entero se lo decía. La forma en que recibió la lengua de Cooper, abriendo
la boca aún más para saborearla mejor. La forma en que se retorció contra él
para permitir que le tocara donde pudiera. La forma en que le agarró los hombros
con las manos.
Su pequeño coño estaría húmedo y caliente, como había estado hacía una
hora. Lo sabía con la misma seguridad con que sabía su nombre.
La idea de ello, de que ya estuviera húmeda y suave, aguardándole, le puso a mil.
Cooper la alzó en volandas y la llevó al dormitorio. El simple hecho de llegar
a la cama le exigía un esfuerzo por controlarse, porque lo que de verdad quería
hacer era tirarla al suelo, ahí, donde estaban, y abrirle la ropa lo suficiente para
meterle la polla y empezar a moverse con fuerza y rápido.
Pero el suelo estaba frío y era duro, y el pesaba mucho. Necesitaban una
cama. Se la llevó al dormitorio, quitándole el jersey y el sujetador antes de caer
en la cama sin dejar de besarla. Se movía frenéticamente ahora, confiando en no
herirla con las manos. Menos mal que llevaba falda; se la levantó y le arrancó las
medias y las braguitas, al tiempo que se desabrochaba la cremallera del pantalón.
Cooper indagó en las profundidades de su boca mientras le recorría los muslos
rápidamente con una mano y, con la otra, le abría las piernas.
Estaba húmeda y gimió contra su boca cuando le tocó el coño. Suave, cálido
y acogedor, igual que su boca.
Cooper gruñó mientras la mantenía abierta con dos dedos y sintió que todo
su cuerpo se estremecía cuando empujó con fuerza para metérsela.
«¡Mierda!».
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Capítulo 9
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Está bien.
Loren parecía confundido y se mordió el labio.
—Bueno, qué... ¿vas a ensañarme esa lista?
—¿Qué lista? —Glenn bajó la vista, sorprendido, hacia el papel que tenía
sobre el mostrador de linóleo—. Ah, sí. Toma. —Se la tendió a Loren.
—¿Qué tal está Maisie, Loren? —preguntó Beth con voz amable.
—Ah... bien —respondió éste— Está... no. —Miró a Beth con pesar—. No, no
está bien. No está nada bien. No puede... no quiere... ¡joder! —Glenn soltó el aire
con fuerza, frustrado, y los ojos se le humedecieron.
—No pasa nada, Glenn. Tranquilízate. —Beth se acercó y le puso una mano en
los hombros—. ¿Qué es lo que no puede hacer?
—Nada. —Glenn se giró hacia Beth miserablemente—. Ya no puede hacer
nada. O no quiere, no sabría decírtelo. Lo único que sé es que la mayoría de las
veces ni siquiera sale de la cama en toda la mañana, y cuando lo hace no se
molesta en vestirse. Lleva así desde septiembre, desde que el pequeño comenzó
en la universidad. Lo único que hace es quedarse mirando fijamente la pared y
decir que ya nada le importa.
—Yo estuve un tiempo algo deprimida cuando nuestra Karen se casó. —Beth
le puso una mano en el hombro—. Fue horrible. Era como si mi vida se hubiera...
detenido. Luego me recetaron unas medicinas contra la depresión y empecé a
sentirme algo mejor, pero sólo porque estaba todo el tiempo grogui. La verdad es
que no me importaba si estaba triste o no.
—¿Deprimida? —Glenn miró a Beth con inquietud, y luego a Loren—. ¿Eso es
lo que es? ¿Una depresión? ¿Pero por qué iba a estar deprimida? —Incluyó a Julia
en la mirada que les lanzó con los ojos del azul de Simpson húmedos y dolidos—.
¿Qué? —Alargó las manos como suplicando—. Nuestro matrimonio es maravilloso.
Quiero a Maisie, siempre la he querido. Tenemos dos chicos maravillosos.
Tenemos buena salud, todos, los chicos también. ¿Qué más quiere? ¿Qué otra
cosa podría querer? —Se giró hacia Loren, luego hacia Beth y después hacia Julia
—. ¿Eh?
Loren se encogió de hombros y evadió la mirada de Glenn, Claramente
incómodo con las preguntas y con los sentimientos que desprendía Glenn a
borbotones.
Beth y Julia se miraron con gesto de: «Hombres... ¡no tienen ni idea!».
Julia dio un paso hacia atrás para que Beth se encargara de ayudarle. Glenn
parecía completamente perdido.
Julia se había encontrado un par de veces con Maisie Kellogg. Ahora que lo
pensaba, hacía al menos dos semanas que no veía a Maisie por ahí.
—Hombre, Glenn. —Beth apretó los dientes—. No estoy muy segura de que
todo en la vida funcione así.
—¿Cómo? —preguntó Glenn.
—Eso. —Loren miró a su mujer con curiosidad—. ¿Cómo?
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Capítulo 10
—¿Y? —El sábado por la mañana, Alice miró a Julia con gesto expectante y
sin parpadear.
Julia se metió otro trozo de tarta de limón en la boca para asegurarse de no
haber cometido un error.
—¿Qué me dices? —preguntó Alice con impaciencia.
«Maravilloso, —pensó Julia—. Si quieres un coma diabético».
—Um, Alice —empezó a decir Julia, pues no quería herir los sentimientos de
la chica—, ¿seguiste mi receta al pie de la letra?
—Claro. —Alice frunció el entrecejo—. Bueno, pensé que el azúcar era algo
escasa, así que añadí un poco más.
—Tal vez sea mejor que te ciñas a la receta original —dijo Julia con
diplomacia.
—Está bien. —Alice le sonrió—. A partir de ahora, voy a seguir tu receta
punto por punto. Tres clientes han repetido para tomar té y Karen Lindberger me
dijo que iba a tratar de convencer a algunas de sus amigas de la Asociación de
Mujeres de Rupert para organizar algunas de las reuniones aquí. ¿Te imaginas?
Karen me dijo que le había dicho a la presidenta de la Asociación de Mujeres que
iba a hablar con la gerente al respecto. Se refería a mí. —Alice se llevó la mano al
pecho y sonrió—. La gerente.
Julia hizo un mohín, tratando de no mirar a su alrededor, a las sucias
paredes y al suelo rayado. Gerente. Tal vez debería haberlo llamado guardián.
—Qué bien —dijo, tratando de parecer entusiasmada por el bien de Alice—.
La semana que viene te daré un par de recetas más de tartas.
—Gracias. —Alice le sirvió un poco más de té a Julia y observó su reacción—.
¿Qué te parece el té?
—Excelente —dijo Julia entre sorbo y sorbo. Y lo era—. Felicidades.
Alice se reclinó en el asiento, encantada. Tenían la cafetería para ellas
solas. En contra de las expectativas de Alice, seguía estando vacía un sábado por
la mañana. Julia estaba allí porque era sábado, y el sábado era el día de la
cafetería. También estaba medio esperando a Cooper, que se había medio
ofrecido a llevarla a Rupert de compras.
Pero eso había sido hacía una semana y no había vuelto a mencionarlo desde
entonces. Tampoco es que hubieran... hablado mucho desde entonces. Las tardes
y noches habían caído en una rutina: Cooper llegaba a última hora de la tarde y,
mientras ella ponía al día a Rafael con los deberes, Cooper le arreglaba la casa en
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silencio. La caldera funcionaba como la seda, no había goteras por ningún lado de
la casa ya, el escalón del porche ya no crujía y, sobre todo, al parecer tenía todas
las medidas de seguridad inventadas por el ser humano.
De pronto se había vuelto un obseso de su seguridad, de forma que todas las
puertas tenían ahora cerraduras nuevas y resplandecientes y cadenas de
seguridad, las puertas y ventanas tenían alarmas y estaban conectadas a la
oficina del sheriff, había mirillas en la puerta principal y la de la cocina, y lo que
Cooper llamaba «luces de seguridad» fuera, que eran focos excesivamente
potentes para que pudiera ver quién había fuera.
Era un poco excesivo para Simpson, pero Julia necesitaba protección y tenía
que admitir que le hacía sentirse segura.
Por no mencionar el hecho de que todas las noches se llevaba la mejor y
mayor medida de seguridad de todas a la cama con ella: Sam Cooper.
Después de trabajar en la casa y llevar a Rafael de vuelta al rancho, Cooper
volvía, la llevaba al dormitorio, la desnudaba, se desnudaba, la lanzaba sobre la
cama y se dejaba caer sobre ella. Un segundo después, estaban haciendo el amor.
Fuerte y rápido.
No era del tipo de lo que se encuentran en las novelas románticas, pero era
jodidamente excitante. Aquellas últimas noches Julia había experimentado diez
veces más de orgasmos que en toda su vida. No se paraban a hablar, no se
detenían para comer, ni siquiera para dormir. Antes de conocer a Cooper, no
había tenido la más remota idea de que fuera físicamente posible hacer el amor
durante horas, noche tras noche.
A veces, cuando Cooper se retiraba de ella antes del amanecer, seguía
estando empalmado. Se vestía, se iba dándole un beso y Julia caía dormida como
un muerto hasta las siete y media. Pese a que tenía un atraso de sueño de unas
cincuenta y dos horas, estaba revolucionada, pero nada cansada. Y entre el
colegio, Rafael, Fred y Cooper, se mantenía ocupada todo el día; no le quedaba
tiempo para pensar. Ni para tener pesadillas. ¿Cómo iba a tenerlas? Sus noches
estaban plagadas de sexo y placer.
A lo mejor debería decirles a los tipos del Programa de Protección de
Testigos que el sexo era la mejor forma de mantener a sus protegidos a salvo.
—Así que —dijo Alice con tono casual—, te vas a Rupert con Coop, ¿no?
Julia se la quedó mirando.
—¿Cómo demonios sabes...? —Y cayó en la cuenta: era la comidilla del pueblo
—. No lo sé —le dijo a Alice sinceramente—. Cooper me lo dijo el sábado pasado,
de manera algo informal, pero no ha vuelto a mencionarlo desde entonces. —Se
encogió de hombros—. Así que... no lo sé. A lo mejor se le ha olvidado. O puede
que esté ocupado.
—Oh, si Coop dice que va a hacer algo, lo hace —le aseguró Alice con
franqueza—. Cooper es un hombre de palabra.
—Cuando habla —dijo Julia. Sintió que enrojecía. Cooper hacía otras cosas
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* * *
—Ha subido la apuesta medio millón más. —Aaron Barclay le lanzó una cinta
de audio a su jefe.
Herbert Davis no se molestó en alzar los ojos del archivo que estaba
leyendo; alargó la mano y cazó la cinta al vuelo. Davis levantó la vista a tiempo
para ver el gesto de sorpresa de su ayudante y trató de no echarse a reír. Puede
que ya no tuviera la cintura de antes, pero su coordinación ojo-mano seguía
siendo la misma.
—¿Quién —preguntó— ha subido el qué?
—Santana. —Aaron Barclay hizo una mueca de disgusto—. Está todo ahí, en
la cinta—. Su portavoz acaba de proclamar a los cuatro vientos de parte de
Santana que el precio por la cabeza de Julia Devaux se ha incrementado en otros
quinientos mil.
Davis dejó de tamborilear los dedos sobre la cinta y se lo quedó mirando.
—Joder —dijo sin aliento—. Santana está ofreciendo... —Davis se detuvo un
segundo, sin poder creer lo que decía—... dos millones de dólares por... por...
—Por la cabeza de Julia Devaux —dijo Barclay con voz sombría—. Esa parte
no ha cambiado.
—Pero es... es de locos. —Davis se oyó a sí mismo—. Hombre... de locos.
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—No podemos sacarla del país, es ilegal —dijo Barclay con pesar. Se cruzó
de brazos y miró al techo, pensando qué hacer—. Tampoco sería legal meterla
entre rejas; sería el único sitio donde de verdad estaría a salvo.
Davis pensó seriamente en meter a Julia Devaux en una de esas
instalaciones federales pijas con saunas y pistas de tenis, pero la ley le impedía
hacerlo. Una auténtica lástima. No se podía encarcelar a un ciudadano cuyo único
delito era haber estado en el sitio equivocado, en el momento equivocado. ¿Así
que, qué otra opción tenían?
—¿Cuánta gente tenemos en Boise? —Davis empezó a repasar mentalmente
las opciones que les quedaban.
—Ocho.
—¡Eso es ridículo! —dijo Davis con indignación—. Joder, cualquier estación
de servicio metropolitana que quiera rentabilizar sus surtidores tiene más
personal.
—Recortes de presupuesto —respondió Barclay brevemente—. Cada vez
recortan más y más.
Davis tamborileó los dedos.
—¿Qué recursos tenemos en Boise?
—Tome. —Barclay le entregó la documentación de la oficina de Boise y Davis
le echó un vistazo rápido. Allí no sobraba nadie; a decir verdad, no tenía ni idea
de cómo conseguían mantener abierta la oficina de Boise. Miró a Barclay—.
¿Podríamos sacar a Grizzard y Martínez del caso Krohn?
Barclay sacudió la cabeza.
—El senador Fillmore se ha interesado personalmente en ese caso. Quiere
que se le dé «prioridad máxima». Cito textualmente. Y ya sabes el interés
político que ha despertado ese caso. Santana no es más que un criminal; de
acuerdo, un pez gordo entre los criminales, pero su caso no es nada en
comparación con el caso Krohn, donde la condena puede valer diez mil votos. Las
elecciones están a la vuelta de la esquina. Así que... ni de coña. En este sitio la
política siempre gana al crimen, en especial desde que... —Barclay alzó los
pulgares—... tomó el relevo.
Davis asintió con cansancio.
—No puedo meter a los becarios en un caso como este, eso está claro.
¿Quién nos queda? —Se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz—.
¿Pacini?
Barclay se cruzó de brazos con una sonrisilla en el rostro. Esto iba a ser
divertido.
—Pacini está... de baja por paternidad —dijo.
—¡Cómo! —Davis se levantó de la silla como un cohete y volvió a sentarse.
Tomó aire con fuerza y lo fue soltando poco a poco hasta que consiguió control el
tono de voz. Puso los ojos en blanco—. Baja por paternidad. Dios, justo lo que
necesitábamos. No me lo puedo creer. Baja por paternidad. ¿Y qué vendrá
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Capítulo 11
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tenemos ganado. Por lo general, Bernie la usa para matar ratas y liebres. Durante
la época de caza puede cazar uno o dos ciervos; todos tenemos debilidad por la
carne de venado. —La miró y frunció el ceño—. ¿Te molesta la pistola, Sally?
¿Quieres que la guarde en la parte de atrás? Aunque es más seguro llevarla
donde está. Y te prometo que está descargada; la munición está en la guantera.
Julia se acordó de pronto de todas las razones por las que vivía en la ciudad.
Allí ibas a restaurantes con camareros encantadores que te servían en el plato
cosas que aquellos que vivían en el campo tenían que cazar y despellejar.
—N-no, no pasa nada. —No quería que pensara que era una endeble. Al fin y
al cabo, estaban en el Oeste. Era probable que allí los chicos aprendieran a
disparar antes que a andar—. Me sorprendía, eso es todo. Al fin y al cabo —dijo,
tratando de tranquilizarse a sí misma—, sabes muy bien cómo se utilizan.
—Claro —dijo Cooper, pisando el acelerador al ver que llegaban a una
extensión abierta. La miró de reojo—. Pero se me dan mucho mejor los cuchillos.
* * *
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* * *
Cooper recordaba haber leído en algún sitio que los científicos habían
descubierto por qué a algunas personas se las consideraba guapas. Era un juego
de la mente, relacionado con la geometría. La belleza era simetría, era así de
simple. Si los dos lados de la cara eran idénticos: ¡bingo! Estrella de cine o chica
de portada.
Cooper miró un segundo a la mujer que había sentada a su lado. Tenía una de
las paletas ligeramente rota y el arco de su ceja derecha era un poco más alto
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que el de la izquierda. Y, aun así, era asombrosa. No podía apartar los ojos de
ella. Lo que demostraba que los científicos no tenían ni puñetera idea de nada.
Allá donde estuviera Sally, el aire vibraba a su alrededor como un colibrí.
Tenía un brillo especial, como si tuviera luz propia.
Menos mal que se sabía el camino hasta Rupert con los ojos cerrados,
porque se distraía fácilmente con las emociones que se veían en su expresivo
rostro, tan sincero y a todo color. Era tan exquisita, desde la perfección perlada
de su piel con ligeros toques rosados a los profundos ojos color turquesa y las
cejas color caoba perfectamente arqueadas.
Cuando reuniera el valor suficiente, le pediría que volviera a dejarse el pelo
pelirrojo. De pelirroja, Sally debía de ser absolutamente irresistible.
Menudo gilipollas era. Ni siquiera era capaz de reunir el valor suficiente
para pedirle que no volviera a teñirse el pelo.
Probablemente se hubiera tirado a Sally más veces durante aquella semana
que a su mujer durante el tiempo que duró su matrimonio. Era cierto que aún no
había explorado todo su cuerpo. No le había mostrado sus dotes con la lengua;
joder, pero si no habían pasado de la postura del misionero. No creía poder
saciarse nunca de ella lo suficiente como para ponerse a explorar nuevas formas.
Pero sabía muy bien qué hacer para que se corriera y estaba deseando explorar,
en algún momento en el futuro en el que no se muriera por metérsela
inmediatamente, nuevas formas de hacerle el amor despacio. Sabía a qué sabían
sus pezones, cómo eran los sexies gemidos que hacía cuando la follaba con
fuerza, claro que tampoco es que la hubiera follado de otra forma, las fuertes
contracciones con que le agarraba cuando se corría...
Mierda. Ya estaba otra vez empalmado. Menos mal que se había dejado la
chaqueta puesta. «Piensa en otra cosa», se ordenó. Pero su mente volvía una y
otra vez a Sally. Se sentía más cerca de ella de lo que se hubiera sentido nunca
con ninguna mujer. Mucho más cerca de lo que se había sentido con Melissa, eso
seguro.
Cooper se preguntó con profunda inquietud si encontraría sus silencios
ofensivos o extraños. Melissa siempre estaba quejándose de ello, pues le acusaba
de ignorarla.
Sally era habladora. Normalmente eso le irritaba. Él era un solitario por
carácter y por decisión propia, pero cuando hablaba de lo que había hecho en la
semana, su adorable y suave voz le atraía sin remedio. Escucharla era una
maravilla; era divertida y elocuente.
Luego, mientras la escuchaba hablar, se quedaba cada vez más sorprendido
con las historias que le contaba de los habitantes de Simpson. ¿Habría dos
pueblos distintos pero con el mismo nombre? ¿Cómo podía haber estado en los
mismos sitios y a la misma hora que ella, y no haberse enterado de lo que pasaba
a su alrededor? ¿Por qué sabía todo aquello? ¿Y por qué no lo sabía él?
Se enteró de que había algo llamado el «síndrome del nido vacío», que Maisie
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Kellogg lo padecía y que Beth Jensen lo había pasado también, hacía tiempo;
también supo que Chuck Pedersen seguía deprimido por la muerte de Carly. Al
escucharla hablar de la gente con la que él había crecido, se quedó sorprendido y
algo triste. ¿Por qué a él nadie le decía nunca nada?
¿Dónde había estado él mientras sucedía todo aquello?
* * *
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miserable y sola.
¿Quién sabía cuántos tipos la perseguían para matarla? Herbert Davis
siempre intentaba tranquilizarla cuando llamaba, pero sabía que estaba
preocupado. Preocupado por el caso, por el testimonio. Preocupado por que no
consiguiera llegar.
Bueno, ella también lo estaba.
Aun así, seguro que mientras estaba en un coche en movimiento, y con
Cooper, estaba a salvo. No necesitaba echar un vistazo al volante para saber que
tenía manos grandes y competentes. Para saber que era alto y fuerte. Que
parecía saber muy bien qué hacer en cualquier situación.
Si se les pinchara una rueda seguramente fuera capaz de levantar el coche
con una cuerda que mantuviera entre los dientes y cambiar la rueda mientras
ahuyentaba a los maleantes. Después de todo, era un soldado entrenado. Y para
colmo, había un arma en la camioneta y Cooper había dicho que sabía cómo usarla.
Claro que también había dicho que prefería los cuchillos.
Julia se estremeció al darse cuenta de la dirección que habían tomado sus
pensamientos. Se sentía completamente sola y perdida, fuera de su campo. ¿Qué
hacía allí? En un sitio donde era una extraña, en el sentido más literal de la
palabra. Quería deshacerse de esas ideas negras y amargas, pero no sabía cómo
hacerlo; no tenía ni una buena película, ni un buen libro. Ni siquiera tenía whisky.
Lo único que tenía era a Cooper; bastante bueno para deshacerse de los
pensamientos amargos por las noches, por cierto. Pero ahora, a plena luz del día,
no podía echar un polvo, al menos no mientras estuviera conduciendo. Así que
tenía que hablarle.
—¿Cooper?
—¿Si?
—Háblame. —Julia podía oír la nota de melancolía de su voz.
—¿Que te hable? —Y la tensión en la voz de Cooper—. ¿De qué quieres que
te hable?
—Cuéntame... cuéntame qué es eso de la Maldición de los Cooper —dijo.
—Joder. Perdón. —Cooper apretó los nudillos en el volante hasta que se
volvieron blancos—. ¿De dónde has sacado eso?
—Oh —dijo con cautela—... De por ahí.
—No es nada. —Cooper hablaba en voz baja y tensa—. Es una leyenda estúpida.
—¿Sobre qué? —Al ver que guardaba silencio, repitió la pregunta con voz suave—:
¿Qué dice esa estúpida leyenda, Cooper?
El silencio se prolongó hasta que quedó claro que no iba a contestarle. Le
había hecho la pregunta dos veces; no sería educado hacerlo una tercera vez.
Estaba formulando un comentario sobre algo neutral, algo que Cooper no viera
como una amenaza, tal vez algo inanimado, cuando oyó su gruñido:
—¿Qué quieres saber?
No le agradaba hablar de ello; pero le estaba hablando, y eso era mucho
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* * *
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—Oh, Cooper —dijo Julia sin aliento. Nunca habría pensado... y eso que había
visto un montón de documentales al respecto. Ahora un montón de cosas acerca
de Cooper cobraban sentido. Se acercó un poco más y le puso una mano en el
brazo. Era como tocar hierro. Un hierro cálido—. ¿Fue... fue horrible?
Cooper miró la mano de Julia.
—¿El qué?
—La guerra, claro. Pero qué pregunta más tonta, claro que fue horrible. Dios
santo, debió de ser un infierno.
—Sally, ¿estás hablando de la guerra de Vietnam? —preguntó.
—Claro —dijo, confusa.
—Tenía cinco años cuando cayó Saigon —le dijo con amabilidad. Se quedó
pensando un momento—. Tampoco estuve en la guerra de Corea. Ni en la Segunda
Guerra Mundial.
Julia sumó y restó y se sintió estúpida.
—Ah. Vale. —Sacudió la cabeza y dejó caer la mano—. Creo que veo
demasiadas películas antiguas. Lo siento, Coop. Siempre confundo las fechas.
Pero... —Julia ladeó la cabeza y miró a Cooper. Llevaba el pelo negro peinado
hacia atrás. Su traje debía de ser de un diseñador italiano o de un sastre
excelente. Tenía un corte maravilloso. La corbata era de seda, a juego con el
pañuelo de seda que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Hoy parecía un... un
próspero hombre de negocios... de no ser por sus manos, que no eran las manos
suaves y mimadas de un hombre de negocios, sino grandes y ásperas; unas manos
acostumbradas a trabajar. Sin embargo, seguía pareciendo un guerrero pese al
traje elegante—. Chuck Pedersen me dijo que te habían dado una medalla. ¿Por
qué fue, entonces? ¿Por la Tormenta del Desierto?
—No. Me uní a la armada en 1992, y lo dejé en el año 2002 porque mi padre
había muerto, así que también me perdí la segunda guerra de Irak.
—¿Entonces? ¿En qué guerra estuviste? —¿Se había perdido alguna guerra
en algún punto entre Nueva York y Boston?
—En ninguna. —Cooper tomó aire con fuerza—. Vuelo 101 —dijo con gesto
sombrío.
—¡Cooper! —Julia se había quedado de piedra. Las guerras eran algo remoto
que sucedía en lugares lejanos. El Vuelo 101 fue secuestrado en suelo americano;
en el JFK, a menos de quince kilómetros de Columbia, donde acababa de empezar
sus estudios. Había visto la tragedia del Vuelo 101 en la CNN. El país entero había
permanecido cuatro días y cuatro noches pegado a sus televisores, rezando por
los rehenes. Todo el mundo había seguido en directo la terrorífica secuencia de
los hechos; las peticiones de los terroristas, las negociaciones interminables y la
horrorosa imagen de los siete rehenes a los que mataron a sangre fría desde la
cabina del piloto, que estaba abierta, y cuyos cuerpos sin vida lanzaron al asfalto
uno a uno.
—¿Estuviste allí cuando... cuando...? —No podía decirlo.
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Capítulo 12
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selección de libros estupenda y Bob era muy agradable. Era una librería perfecta
para un pueblecito. Hemos recorrido dos callecitas adorables para llegar aquí,
plantadas con pinos y geranios muy bien cuidados. Se podría hacer una guía con
Rupert: Grandes pequeñas ciudades del Oeste. —Apoyó la barbilla sobre las
manos—. ¿Qué pasa con Simpson?
Julia casi podía ver el proceso de asimilación de lo que acababa de decirle en
la mente de Cooper.
—Bueno... tal vez los pueblos sean como sus habitantes. Algunos son
robustos y otros no. Unos soportan la rudeza del tiempo mejor que otros. Los
caballos también son así —añadió tras un momento.
Era una forma de verlo.
—Vale... Entonces, ¿cuándo empezó Simpson a... eehh... —Julia trató de
encontrar alguna palabra que no fuera demasiado fuerte—... a empeorar? —
finalizó con delicadeza.
Cooper se detuvo para pensarlo.
—Supongo que las campanas fúnebres sonaron cuando hicieron que la nueva
interestatal pasara a sesenta kilómetros hacia el oeste de Simpson. En el 84.
—¿Quieres decir que los peritos dibujaron una línea en el mapa para
construir una carretera y un pueblo se va al garete... —Julia chasqueó los dedos
—... así? —Era un concepto original y se dio cuenta de que el tiempo que había
pasado en Simpson era la primera vez que no vivía en un lugar extraño y
pintoresco y en una guía. Era extraño vivir en un sitio que en un par de años
podría ya no estar en los mapas.
—Así es; aunque también es cierto que así es como se fundaron la mayoría
de los pueblos del Oeste, así que supongo que se le podría llamar justicia poética.
—¿A qué te refieres?
Cooper parecía mucho más relajado. La historia del Oeste era un tema que
dominaba, a juzgar por la cantidad de libros de historia que Julia había visto en
su librería.
Cooper se hizo a un lado para que la camarera depositara frente a ellos dos
platos de postre y dos humeantes tazas de café.
—La mayoría de los pueblos de por aquí se fundaron sin pensarlo: allí donde
un minero había plantado su tienda de campaña y otro más detrás, donde se había
enterrado a un colono o donde había agua subterránea. En Montana y Wyoming
fue aún más arbitrario si cabe: los ingenieros del ferrocarril tomaban un lápiz y
un compás y marcaban franjas alrededor de las vías cada ochenta kilómetros,
pues había que rellenar de agua los trenes, y allí es donde establecieron los
pueblos ferroviarios. Como no, los pueblos recibieron el nombre de la madre,
mujer o hija del ingeniero; de ahí que haya muchos pueblos llamados Clarissa o
Lorraine que, muchas veces, no eran más que un par de chabolas. Algunos de ellos
crecieron y otros no. Simpson tuvo más suerte que el resto... al menos durante un
tiempo. Hay mucha agua subterránea debajo de Simpson y en la década de 1920
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había una mina de oro en funcionamiento. Después vivieron del ganado, y aquello
fue rentable hasta que cambiaron la trayectoria de las vías del tren. Desde
entonces, la cosa ha ido poco a poco hacia abajo. No tardará en convertirse en
una ciudad fantasma.
—Qué triste. —Julia pensó en todo ello; en un pueblo entero agonizante.
Simpson borrado del mapa. Si es que alguna vez estuvo en un mapa.
—Tú también creciste cerca de una ciudad fantasma.
—¿Ah, sí? —Julia volvió sorprendida a la realidad.
—Shanako. —Cooper la miró con expectación.
Julia parpadeó.
—¿Shanaqué?
Cooper cortó un trozo de tarta.
—Shanako. Los mayores importadores de ovejas del mundo hasta que el
mercado australiano abrió sus puertas en la década de 1860, y entonces
desapareció del mapa. En un año pasó de tener 40.000 habitantes a no tener
ninguno. No me creo que no hayas estado nunca allí; no puede estar a más de cien
kilómetros de Bend.
Julia sonrió con educación, como si Cooper hubiera empezado a hablar de
pronto y de forma inexplicable en urdú. Cooper frunció el ceño.
—¿No decía Chuck que venías de Bend, Oregon?
Dónde había escuchado aquel nombre... Bend... ¡claro! Su tapadera. Julia
había estado tan absorta hablando con Cooper, considerándole tan intrigante y a
la vez tan impenetrable, que no había habido espacio para nada más.
—¿Sally? —Cooper la miraba con expresión rara.
—¿Quién? —dijo. Y luego—: ¡Ah!
Sacudió la cabeza y trató de repasar mentalmente los últimos momentos de
conversación.
—No, nun-nunca he estado en... Shanako. Nos mudamos a Bend cuando
estaba... —Su mente iba a mil por hora—... empezando la secundaria, después fui
a la universidad de... —¿A qué universidad irían los de Oregon?
—¿Portland? —Cooper la miraba con la cabeza ladeada.
—Eso es —dijo Julia con alivio—, Portland. —El único Portland en el que
había estado nunca estaba en Maine.
Aquello era un auténtico estrés. Herbert Davis podría haberle dado un
manual sobre cómo esconderse.
—Así que supongo que no he explorado los alrededores de Bend tanto como
me habría gustado. —Cooper la miraba demasiado fijamente. Esos ojos negros
tenían la habilidad de hacerle caer en picado. Trató de darle un giro a la
conversación—. ¿Qué pasó con Simpson? Has dicho antes que movieron la
interestatal, y supongo que tendría sentido que eso tuviera un impacto en
Simpson. Habría menos tráfico atravesando la ciudad. ¿Algo más?
—Sí. —Cooper se metió el resto del tenedor en la boca, lo mordió y se lo
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tragó. Cortó otro trozo de la esponjosa tarta de queso y asintió—. Es posible que
me esté comiendo otra de las razones del declive de Simpson.
Julia suspiró.
—¿Te refieres a cómo cocina Alice? —No le sorprendía. Alice cocinaba
suficientemente mal como para que desapareciera un pueblo entero.
—Sí. Pero no sólo Alice, no hay ni un sitio decente en todo el pueblo donde
comer decentemente. Carly tampoco era buena cocinera, pero la gente iba ahí de
todas formas. Por la misma razón por la que yo solía comprarle el pienso a Errol
Newton pese a que me cobraba 5 céntimos más por kilo. Me alegré un montón
cuando Errol por fin cerró, en 1994. Todo el mundo solía esforzarse por comprar
a los locales. Pero los jóvenes no parecen tener ese tipo de lealtad. Claro que
tampoco ayuda el hecho de que el instituto local cerrara y haya que enviar a los
jóvenes a Dead Horse. Los niños que crecen en Simpson ya tienen asumido que
acabarán yéndose de allí cuando crezcan. Ya nadie quiere hacerse cargo de los
negocios familiares.
—Mmm. —Julia bebió un sorbo de su café y no le sorprendió descubrir que
era una de las mejores tazas de café que hubiera tomado nunca. La Fábrica de
Cerveza tenía un café verdaderamente excepcional. Pobre Alice—. Lee Kellogg no
quiere hacerse cargo de la ferretería de Glenn; quiere ser profesor de historia.
Glenn está pensando en venderla en un par de años. Sobre todo desde que Maisie
ya no parece interesada en ayudarle con la tienda.
Cooper se quedó con la boca abierta.
—¿De dónde te has sacado eso?
—Hablo con la gente, Cooper. Es asombroso lo mucho que puedes aprender
cuando haces eso. —Julia se acabó la tarta de zanahoria—. De hecho, lo que de
verdad le gustaría a Maisie es cocinar. ¿Pero quién iba a contratar a una cocinera
en Simpson?
—Alice no, desde luego. —Cooper hizo una seña a la camarera para que les
trajera la cuenta—. Siempre anda con el agua al cuello; igual que cualquier otro
negocio de Simpson.
—La Teoría de la Ventana Rota —dijo Julia dubitativamente.
—¿La qué? —Cooper se quedó quieto.
—Teoría de la Ventana Rota. Lo leí en una revista. —«En otra vida», pensó.
Se acordaba perfectamente de dónde estaba cuando leyó esa teoría:
tomando café en una cafetería tan encantadora como La Fábrica de Cerveza,
hundiendo la cabeza en los problemas del mundo y sin ser consciente de que al
poco tiempo el mundo se desmoronaría a sus pies.
—Hicieron un estudio sobre las barriadas y los proyectos de viviendas;
algunos se mantienen en pie gracias a los habitantes mientras que otros se
convierten en vertederos, y los investigadores quisieron saber por qué algunos se
salvaban de la desolación y otros no. Y llegaron a la conclusión de que todo el que
vive en un sitio, se preocupa por él; pero una ventana rota basta para que el lugar
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—No estoy muy seguro de que comprendas bien la situación, Sally —dijo en
voz baja y suave—. No hay nada que no puedas pedirme. Haría cualquier cosa por
ti, lo que fuera. —Le miró fijamente con sus ojos negros—. Mataría por ti.
Detenernos en una tienda no es nada.
* * *
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Tenía que demostrarle que iba a echarla de menos y eso que, a juzgar por
las punzadas de dolor en el pecho cuando no estaba cerca, la palabra «echar de
menos» se quedaba corta. La idea de un fin de semana sin Sally le provocaba
miedo y soledad.
Cooper condujo por la calle de Sally y aparcó dos manzanas más abajo,
aunque a estas alturas todo Simpson, todo Dead Horse y la mayoría de Rupert
sabían que eran amantes.
Miró a Sally. Llevaba demasiado tiempo demasiado callada para lo que era
ella, y ahora supo por qué: estaba apoyada contra el cristal, profundamente
dormida.
—Sally —dijo suavemente. Al ver que no se movía, alargó la mano para
tocarle la mejilla. Cada vez que la tocaba se sorprendía de lo suave que era su piel
—. Despierta, cariño.
Los párpados se movieron; parecía que empezaba a despertar. Por primera
vez, Cooper se dio cuenta de lo agotada que debía de estar. No le dejaba dormir
por las noches y, durante el día, no paraba de trabajar.
A lo mejor debería comportarse como un caballero. Tal vez debería
acompañarla hasta la puerta y despedirse de ella con un beso, prometiéndole
verla en una semana.
Sally parpadeó y abrió esos ojos de color tan vivo pese a ser de noche, que
eran como un trocito de cielo. Pareció desconcertada un momento, hasta que le
reconoció.
—Cooper —susurró, y le sonrió.
Se le encogió el corazón.
Marcharse no estaba dentro de sus planes.
Cooper le rodeó el cuello y la besó. Como siempre, abrió la suave y cálida
boca inmediatamente, acogiéndole. Su primera reacción siempre le dejaba
petrificado como si, si no la mantuviera clavada al suelo con su polla, fuera a
desaparecer como el humo.
Esta vez su reacción fue igual de intensa, pero diferente. Su cálida y
adormilada piel, la débil fragancia a rosas que emanaba de ella, la suave manita
que le acariciaba la mejilla y le tranquilizaba con un placer difuso, como si cayera
en un mar de cálidos pétalos de rosa.
Se giraron el uno hacia el otro al mismo tiempo. Sally alargó las manos para
rodearle el cuello. Él le abrió el abrigo con la mano y le metió la mano debajo del
jersey, mientras le desabrochaba el sujetador.
Dios, cómo le gustaban sus tetas. Cuando le rodeó el pezón con el dedo,
Sally gimió en su boca. Sintió cómo se le erizaban los pezones, firmes y duros.
Era exactamente lo mismo que le estaba ocurriendo a su polla.
Cooper estaba decidido a hacerlo de forma diferente esta vez. Se apartó
de ella. A Sally siempre le llevaba unos momentos recuperarse de sus besos.
Parpadeó despacio para abrir los ojos y le miró inquisitivamente.
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¡wham!, Sally se corrió. Su coño dio unos tironcitos fuertes, se retorcía bajo él,
gemía y jadeaba. Iba a volverle loco.
Cooper sintió un hormigueo recorrerle la espina dorsal, sintió que las pelotas
se le contraían, y se corrió el también. Todo su cuerpo se estremeció mientras se
corría en su interior, con una ráfaga de placer repentina y eléctrica.
Sally giró la cabeza un poco y le besó la oreja.
La agarró con más fuerza y toda idea de tomárselo con calma se esfumó de
su mente como el humo al empezar a empujar contra ella. Estaba suave y húmeda
de su semen; era la cosa más cálida y suave del mundo, y era toda suya.
Como cada vez que estaba dentro de ella, perdió la noción del tiempo y de sí
mismo. Se detuvo un momento, jadeando, y giró la cabeza para secarse con la
sábana el sudor de la frente. Podría haber usado la mano, pero eso implicaría
tener que soltar a Sally.
Los ojos de Cooper se posaron sobre el reloj de alarma de Sally. Era
imposible descifrar la hora que señalaban las manecillas fluorescentes. Las dos y
cuarto, leyó por fin. ¿Cómo era posible? Asombrado, Cooper comprobó su reloj:
las dos y cuarto.
«Joder.»
Tenía que salir de Doble C a las 3 a.m. como muy tarde, y todavía tenía que
hacer la maleta y recoger sus documentos. De hecho, siempre se iba a Boise la
noche anterior, para poder llegar sin problemas al vuelo de las 6 a.m., pero esta
vez había decidido salir a primera hora de la mañana, en lugar de aquella noche,
para poder hacer un hueco en su apretada agenda y aprovechar un poquito más de
tiempo junto a Sally.
Cooper tenía que irse pitando. No podía perder ese vuelo, porque de lo
contrario no habría forma humana de que llegara a Lexington por la noche; y le
iban a entregar el premio al «Mejor Criador del Año». Sencillamente, tenía que
estar allí.
Cooper soltó a Sally y se retiró de ella. Se aferraba firmemente a él con las
manos y las piernas. Hasta su coño se aferraba a su polla, dificultándole la salida.
Cooper se habría echado a llorar, de haber sabido, ante la frialdad que le
asoló su húmeda polla cuando salió de ella. Por primera vez en horas, había algo
de distancia entre su pecho y las tetas de Sally. Se había acostumbrado tanto a
sentirlas contra él que ahora le parecía raro, poco natural, sentir el frío aire de
la noche contra su pecho, en lugar de la piel suave y fragante de Sally. Seguía
agarrada a sus hombros.
—¿Cooper?
Con pesar, Cooper alargó la mano para soltarse delicadamente los hombros.
Las manos de Sally cayeron y perdió su calor.
Cooper se inclinó y le besó la mejilla y la boca.
—Tengo que irme, cariño. Lo siento. Tengo que llegar a...
—Mañana es domingo —le interrumpió enseguida con voz perdida y débil—.
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Capítulo 13
El archivo que había sustraído contenía tres nombres, todos con un código
de tres dígitos. Dos de los testigos habían sido recolocados en Idaho, y era
posible que Julia Devaux también. El profesional accedió a la base de datos de
una empresa de estudios geológicos, de donde sacó mapas de Idaho.
Había unas doscientas personas en el Programa de Protección de Testigos,
lo que equivaldría a unas cuarenta personas por cada estado. Deberían estar todo
lo dispersas que se pudiera, de manera que las personas que huían no se
encontraran una y otra vez. Pero tenía sentido que los archivos se guardaran de
manera geográfica, de forma que un mismo oficial pudiera hacerse cargo de dos o
tres casos en la misma zona. Abt estaba en Rockville, Davidson en Ellis. El
profesional consultó el mapa de estudio, todo lo preciso que la tecnología láser
permitía, y pasó el dedo por encima. Algunos de los pueblos eran tan pequeños que
estaban en un archivo aparte. El profesional dijo los anticuados nombres en voz
alta, buscándolos por el mapa con el dedo: Jefferson, Clearwater, Bute. Julia
Devaux y los dos millones de dólares debían de estar en alguno de esos.
El profesional cogió el auricular y reservó un avión de ida en primera clase a
Boise, Idaho.
* * *
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* * *
Julia dio un bote en la cama, sudorosa y temblando. Esta vez el sueño había
sido diferente. No sabía decir por qué, pero había sentido algo raro, cierta
urgencia, como si algo se estuviera cerrando en torno a ella.
Un relámpago iluminó la habitación y un trueno atravesó el cielo. Sonaba
como si estuviera justo encima del tejado y Julia se dio cuenta de que lo que le
había despertado había sido el sonido del trueno, y no una bala en su cerebro.
Algo húmedo le tocó la mano y gritó; se llevó una mano al cuello mientras con la
otra buscaba frenéticamente algo que utilizar como arma.
Fred estaba sentado sobre sus patas traseras, mirándola con recelo con sus
enormes ojos marrones. Gimió suavemente sin abrir el hocico y Julia recordó que
le habían maltratado. La agonía de la pesadilla debía de haberle hecho patalear en
la cama y debía de haberle asustado.
No era de extrañar, ella también se había asustado. Julia dio una palmadita en la
cama y Fred saltó inmediatamente junto a ella, acurrucándose en una cálida bola
de pelo y haciendo que el colchón se inclinara con su peso. Al menos ya no olía.
Julia apoyó la cabeza con cuidado sobre el cabecero antiguo de imitación
barata y trató de luchar contra la desesperación. Pero hasta la desesperación
era mejor que lo que había detrás: el miedo.
Una persona, posiblemente varias, le buscaba para matarla y cada día que
pasaba allí estaba (o estaban) más cerca de encontrar su escondite.
Davis tampoco era de demasiada ayuda a la hora de tranquilizarla. Las
últimas veces que había llamado había parecido impaciente. Las llamadas le
deprimían tanto que había empezado a llamar con menos frecuencia. Total,
siempre tenían las mismas conversaciones:
—¿Alguna novedad?
—No.
—¿Sabe qué va a pasar?
—No.
—¿Cuánto tiempo tendré que seguir así?
—No lo sé.
Las variaciones eran mínimas y Davis se ponía pesado cuando trataba de
prolongar la conversación. A Julia ni siquiera le caía bien Davis, pero era todo lo
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que había entre ella y el abismo. O Santana, que para el caso era lo mismo.
Fred le apoyó el hocico en la rodilla y ella le acarició la cabeza con mano
temblorosa. Encontró el punto ese que tenía detrás de la oreja y que le hacía
entrecerrar los ojos de placer, y se preguntó por qué sería tan fácil con los
perros. Por mucho que le acariciaran detrás de la oreja, el miedo y la soledad no
se irían a ninguna parte.
Julia tiró de la manta para taparse las rodillas. Como la mayoría de lo que
había en la casa, era barata y estaba raída, y había perdido los colores tras los
muchos lavados. No tenía nada que ver con el edredón de seda pura del color de
las gemas que su madre le había encargado de París para su vigésimo cuarto
cumpleaños.
Había llegado después del funeral de sus padres.
Julia hundió la cabeza en las rodillas y se esforzó por que las lágrimas no
brotaran. Las lágrimas no solucionarían nada y, de todas formas, tampoco debían
de quedarle lágrimas ya. Aunque, al parecer, no debía de ser así cuando un par de
gotas renegadas rodaron por sus mejillas. Julia se pasó una mano por las frías
mejillas y se estremeció al oír la ráfaga de lluvia que daba contra las ventanas.
¿Se había ido la calefacción? Estaba demasiado cansada, y demasiado deprimida
(y muerta de miedo) como para levantarse a comprobarlo.
A lo mejor Cooper... Julia se detuvo. No debería acostumbrarse a depender
de Cooper. Cooper se había ido.
Esa era la otra parte de la pesadilla. Cooper marchándose. Le daba la
espalda y se iba. Tanto en la vida real como en su pesadilla.
Tampoco le extrañaba que se hubiera marchado.
Era un hombre de negocios y tenía un negocio del que ocuparse. Tenía cosas
a las que atender y no podía responsabilizarse de una desolada señorita del este
que había tenía la mala suerte de estar en el sitio equivocado, en el momento
equivocado.
Cooper y ella eran amantes, eso estaba claro. ¿Pero quién sabía qué pensaba
o sentía Cooper? Lo que significaba para él. Se lo había demostrado; habían
follado como locos durante horas y luego se había vuelto a marchar.
El ciclo se repetía.
Una amiga suya de Nueva York tenía un amante casado como ese y solía
llamarle el Murciélago. A Cooper parecía importarle, pero no se lo decía. Y ahora
la había abandonado durante toda una semana.
Julia se mordió el labio. Le parecía casi imposible imaginarse una semana
entera sin Cooper en la cama. Cuando estaba cerca no tenía miedo. Pero ahora,
todo ese miedo atrasado aparecía de pronto. Quería llamarle para que volviera,
decirle que necesitaba que se quedara con ella.
Claro que eso era estúpido. ¿Qué era ella para él, aparte de un buen polvo?
¿Qué era ella para nadie?
Por primera vez en su vida, Julia contempló las opciones que tenía. Había
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viajado por todo el mundo con sus padres y había sido maravilloso, pero nunca se
había parado a mirar por encima del hombro, a ver qué estaba dejando atrás.
Sólo se había fijado en lo que había delante, en el futuro. Había sido tan
excitante... cada vez que se mudaban a un nuevo país, a una nueva ciudad, toda la
nueva gente que conocía.
Por primera vez en su vida, Julia deseó haber pertenecido a una comunidad.
Tener a gente a la que pudiera pedir ayuda. Una comunidad de personas que
vivieran en un sitio, y que llevaran generaciones enteras haciéndolo, y no
expatriados que vivían en lugares remotos.
Allí también había hechos nuevos amigos, claro está. Alice, Beth. Pero creían
que la mujer a la que había conocido era Sally Anderson, una profesora de
primaria perfectamente normal.
Y no Julia Devaux, una mujer a la fuga.
* * *
* * *
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habían puesto junto a la nueva escoba del piso superior, que no hacía más que
recordarles por enésima vez que no se aceptaban los comentarios despectivos
contra las mujeres o las minorías, bajo ningún concepto y como quedaba
establecido en la orden bla-bla-bla de la ley bla-bla-bla.
«Pero si estamos encargados de hacer cumplir la ley, ¡no me jodas!», pensó
con enfado. «No podemos hacer del mundo un lugar mejor, aunque sí uno más
seguro».
¿Pero cómo cojones iban a hacerlo si el presupuesto era cada vez menor y
tenían que medir cada una de sus palabras? Barclay carraspeó y Davis recordó
que le había dicho algo.
—¿Qué?
—Tenemos una baja. —Barclay cogió una mesa que había por ahí cerca, la
giró y se sentó a horcajadas. Barclay parecía hecho una mierda, y tampoco olía
bien; se parecía alarmantemente a un vagabundo. El divorcio estaba acabando con
él.
Davis sacudió la cabeza, malhumorado. Verdaderamente, el mundo se estaba
yendo a pique.
—¿Quién?
—Un tipo llamado Richard Abt. ¿Te acuerdas de él? Le trasladamos bajo el
nombre de Robert Littlewood.
Davis miró al techo como si estuviera dando marcha atrás mentalmente al
calendario, pero lo cierto era que no podía acordarse de ello. El departamento de
policía tenía unos doscientos testigos en el Programa de Protección de Testigos y
Davis se había dado cuenta de que era incapaz de seguirles la pista a todos. Se
pasó un dedo por los labios.
—Era el... —Davis hizo una pausa.
—Contable. —Barclay estaba leyendo la ficha.
—Contable —repitió el primero—. Cierto. Eh... mmm... Iba a testificar en el...
el...
—Caso Ledbetter, Duncan y Terrance. —Davis asintió al oír los nombres que
Barclay leía de la ficha—. Abt debía testificar el 14 de noviembre. —Barclay
tamborileó los dedos sobre el archivo y suspiró—. Parece que, después de todo,
esos rastreros de Ledbetter, Duncan y Terrance van a salirse de rositas. Abt era
el único dispuesto a testificar. Todo el trabajo que hicimos no servirá para nada.
Davis tomó un bolígrafo y empezó a tomar notas. Aunque él no se encargaba
de ese caso, perder a un testigo era algo que sacudía el departamento entero
desde los cimientos. No sucedía a menudo pero, cuando ocurría, rodaban cabezas.
Davis quería estar preparado para salvarse el culo si la mierda llegaba a su
alrededor.
—¿Sabemos quién lo hizo? —Davis resopló y rió sin alegría—. Aparte de los
tres obvios.
—Ese es el problema, jefe. —Barclay se movió incómodo—. Parece... parece
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* * *
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tarta a Carly's Diner; además, con ello esperaba hacer un poco más amena la hora
del té para Alice. Rafael estaba contándole el episodio de los Power Rangers con
pelos y señales, pero no hacía más que perder el hilo de la trama y Julia había
desistido de tratar de seguirle. Había sacado su libreta de dibujos y se
entretenía haciendo garabatos.
—¿Sabes? Los Power Rangers tenían que ayudar a Zordan, un ser
interchocolate...
—Galáctico, mocoso. —Matt se había acercado con otro trozo de tarta, el
tercero de Rafael ya, que puso delante del niño—. Es un ser intergaláctico.
—Galático —repitió Rafael obedientemente. Se quedó callado, meditándolo,
antes de volverse hacia Matt—: ¿Qué significa «galático», Matt?
—Galáctico, de la galaxia. —Matt trató de parecer impaciente y superior,
pero estaba luchando por no sonreír. Alice había seguido los consejos de Cooper a
pies juntillas y le había involucrado en la cafetería. Se había tomado el trabajo
tan en serio que incluso se había vestido: ahora llevaba la camiseta siempre
puesta—. Del espacio exterior.
—Ah —dijo Rafael con gesto serio—. Espacio exterior. —Alargó la mano
para acercarse el plato de tarta, sin dejar de pensar en la palabra.
Julia miró a su alrededor esperando a que Bernie llegara en cualquier
momento para recoger a Rafael. Estos últimos días, Bernie le había tomado el
relevo a Cooper y venía él a recogerle; pero no era lo mismo.
La cafetería estaba más llena que nunca. Aparte de ella y Rafael, Matt y
Alice, había tres rancheros sentados en una esquina y discutiendo tranquilamente
los precios del pienso. Unos tipos toscos, de piel curtida y con camisas de franela
desteñidas, vaqueros y botas raspadas, bebiendo té. Era hora punta, pero aun así.
Por algo había que empezar.
Rafael hundió entusiasmado el tenedor en su tercer trozo de tarta, sin
dejar de contarle las aventuras de los Power Rangers.
—Y luego los Power Rangers tenían que luchar contra Ivan Ooze porque
quería recubrir el mundo de baba púrpura y quería hacer que todos los padres se
suicidaran. Pero Ivan Ooze se transformó en un robot gigante y entonces los
Power Rangers se transformaron en robots gigantes y lucharon en el espacio
exterior ¡y a Ivan Ooze se lo lleva un cometa! —La carita de Rafael brillaba—. ¡Es
genial!
Para ser la sinopsis de una serie, necesitaba pulirlo un poco.
—Niños. —Matt sacudió la cabeza con gesto indulgente, desde la sabiduría
de sus diecisiete años. Miró a Julia con gesto serio—. ¿Quiere algo más, señorita
Anderson? ¿Quiere que le sirva un poco más de té? —Se sacó un bolígrafo de
detrás de la oreja y aguardó a la expectativa. Julia trató de parecer tan seria
como él, pero le estaba costando trabajo. Matt estaba tratando de ser adulto y
profesional; tanto que hasta se había quitado el pendiente de la ceja.
«No crezcas demasiado rápido, —quiso decirle Julia—. Lo de ahí fuera da
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miedo».
—Nada, gracias Matt —dijo Julia sacudiendo la cabeza—. Y me llamo Sally.
Tenía que darle un par de puntos a Alice. El sitio seguía tan lleno de polvo y
lúgubre como siempre, pero con Matt y un par de personas más por ahí, parecía
un poco menos desolador. El té era excelente y, a juzgar por el apetito de Rafael,
la tarta de especias debía de serlo también. Claro que a Rafael le gustaba
cualquier cosa que llevara azúcar, almidón y grasa en cantidades copiosas.
Julia sonrió a Matt.
—Si no te importa, esperaremos a que Bernie venga a recoger a Rafael.
—Claro, señorita Anderson.... eh, Sally. —Matt sonrió abiertamente—.
Tomaos el tiempo necesario. Así que... supongo que Coop no va a venir esta tarde.
—Cooper está fuera —dijo Julia entre dientes. Observó la palmera que salía
del tiesto de terra cotta que había dibujado en la hoja que tenía enfrente. Había
salido de su subconsciente, pero no estaba mal. Como estaba inspirada, le añadió
una hoja de palmera—. Por negocios. —Bajó la cabeza, concentrada como estaba
en su dibujo—. Hasta el viernes —añadió.
—Ah, es verdad. En Kentucky —asintió Matt—. Su viaje anual. Coop lleva
meses planeándolo. Papá me dijo que Bernie le había dicho que Coop se había
pasado toda la tarde al teléfono, tratando de anular el viaje, pero que no pudo. —
Ladeó la cabeza con curiosidad, tratando de ver qué dibujaba—. ¿Puedo verlo?
—¿Que quería hacer el qué? —Julia alzó la cabeza de golpe.
—Cancelar el viaje. —Matt se inclinó hacia delante todo lo que pudo—.
¿Puedo ver lo que estás dibujando? —repitió.
—¿Lo que estoy qué? —Julia le miró sin comprender, sin mover el lápiz y
pensando a toda velocidad. ¿Cooper había querido anular el viaje? Seguro que no
era por... por ella, ¿no? No, claro que no. Sabía que podrían retomar el sexo en
cuanto volviera. Esa idea era sólo suya, y se debía a una mezcla de miedo y
soledad. Probablemente Cooper nunca se sintiera angustiado o muerto de miedo
o...
—¿Sally?
—¿Quién? —Julia empezó a decir y, con un esfuerzo, recobró la compostura
que parecía perder cada vez que pensaba en Cooper—. Ah. Perdona, Matt, ¿qué
decías?
La miró con curiosidad y tiró de la hoja de papel para sacarla de debajo del
hombro de Julia.
—¿Qué es eso, señorita... Sally?
—Ah... nada. Es sólo... —Tomó aire con fuerza y dejó de pensar en Cooper—.
Es una especia de hobby. Me gusta decorar y sólo estaba pensando en un par de
ideas para la cafetería. —Alargó la mano para recoger la hoja, muerta de
vergüenza—. No es nada, Matt.
—No, oye, es genial. —Matt observó las palmeras, los mostradores de
aluminio, la máquina de discos, las letras de neón. Sus ojos azul Simpson, tan
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entrar a la izquierda. —Se detuvo y entrecerró los ojos mientras pensaba en algo
—. Alice, ¿puedes conseguir los papeles necesarios para vender alcohol?
Alice se levantó indignada.
—Tengo veinticinco años —dijo con dignidad—, ¡claro que puedo
conseguirlos! Además, mi primo Newton es alcalde y Coop está al cargo del
ayuntamiento. Newton y Coop se reúnen un par de veces al año para tratar de los
asuntos del pueblo y luego se van a Rupert a tomar unas cañas. No se me había
ocurrido nunca, pero si pudiera vender alcohol aquí se ahorrarían un montón de
kilómetros.
—No hay nada como los amigos —dijo Julia secamente—. De acuerdo, la
barra podría estar aquí, entonces. Eso no es difícil de construir; basta con un
murete de ladrillo con tejas de cerámica en los lados y una cubierta de madera
como encimera. Ahí es donde esperan los clientes hasta que su mesa esté lista, y
es donde normalmente los yuppies se emborrachan y los frikis de la salud se
enjuagan el riñón con litros y litros Perrier con lima. Nosotros tendremos
vaqueros y cerveza, pero no pasa nada. —El lápiz de Julia volaba mientras
hablaba. Pasó la página—. Ahora, en la zona central podemos poner las mesas.
Cualquier tipo de mesa funcionará, pero tiene que ser redonda; da igual que sean
de las de plástico barato, porque podemos coserles unas fundas de tela para
tapar las patas. Podemos pintar las paredes de azul claro y crema o de melocotón
y crema. Y podemos forrar las puertas de mármol. Necesitamos macetas grandes,
algo como... —Julia sacó la lengua mientras dibujaba—... esto. Puesto que
queremos helechos, las macetas tienen que ser grandes y profundas. —Levantó la
vista al ver que una sombra atravesaba la mesa—. Hola, Bernie.
—Sally. —Bernie asintió con la cabeza—. Alice. Ey, chaval. —Bernie apoyó la
mano en el hombro de Rafael.
—¡Papá! —La sonrisa de Rafael mostraba lo encantado que estaba y buena
parte del último trozo de tarta que se había metido en la boca—. La señorita
Anderson me ha invitado a un poco de tarta.
—Ya lo veo —dijo Bernie con indulgencia, alborotándole el pelo al niño—. De
hecho, lo veo demasiado bien. ¿Recuerdas lo que te dije acerca de masticar con la
boca abierta?
Rafael cerró la boca obedientemente y continuó masticando.
Bernie se quedó con la sonrisa de encantado de su hijo y se volvió hacia Sally.
—Gracias, Sally. ¿Qué tal ha ido la clase?
—Bien —dijo Julia sonriendo y cruzando los dedos por debajo de la mesa. El
niño apenas había abierto los libros antes de salir escopetado a jugar con Fred en
el patio de atrás—. Y además conseguimos peinar a Fred.
—Me alegro. —Bernie vaciló unos segundos, girando su Stetson en las manos
y pasando el peso de una bota a la otra—. Y... ¿qué tal le va en el colegio? —
preguntó por fin—. Dijiste que había estado teniendo problemas y me gustaría
saber si... las cosas iban mejor ahora. —Bernie miró a su hijo, pero Rafael estaba
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ocupado recogiendo las migas del plato con el tenedor—. ¿Y? ¿Va mejorando?
Julia miró el rostro tenso de Bernie. Había dejado de juguetear con los
dedos y estaba de pie, recto, frente a ella, como a la espera de que le
registraran. Julia se preguntó si habría estado en las fuerzas armadas, como
Cooper. De ser así, podría haber pasado revista en aquellos momentos. Estaba
recién afeitado y la ropa que llevaba, pese a estar destrozada, estaba limpia y
planchada. El blanco de los ojos era límpido, no quedaba ni rastro del rojo del día
que le conoció. —Rafael va bien, Bernie —dijo con amabilidad—. No creo que
tengas que seguir preocupándote. Sus notas han mejorado y parece estar
adaptándose bien... —Julia vaciló. ¿Cómo se hablaba con delicadeza de una madre
que se ha largado?—... a la nueva situación —concluyó escuetamente.
Bernie soltó un suspiro.
—Me alegro; me alegro mucho. —Se volvió hacia su hijo—: ¿Por qué no me
esperas en la camioneta, hijo? Enseguida voy.
—Vale, papá.
Bernie esperó a que Rafael se hubiera marchado y se volvió hacia Julia.
—¿Estás... segura de que está bien?
—Hombre —sonrió Julia—, no soy psicóloga infantil, y aun es pronto para saber si
se convertirá en Jack el destripador o en director de la mayor empresa
contaminante. Pero, de momento, ha vuelto a la normalidad de un niño de siete
años.
Bernie soltó un suspiro de alivio.
—Yo también he vuelto a mis cabales. Han sido unos días muy... duros.
—Me lo imagino. —La voz de Julia era firme. Se acordó del despojo de
hombre que había conocido, nada que ver con el vaquero sobrio y trabajador que
tenía ahora en frente.
—Creo que ya podemos dejar de molestarte.
—Ah... —Julia movió la mano. La verdad era que, ahora que Cooper no
estaba, Rafael le hacía compañía y mantenía la oscuridad a raya. Cuando Bernie
venía a buscar a Rafael, se quedaba con la sola compañía de Fred—. Rafael no me
molesta. Para nada...
—De todas formas, tiene que ponerse al día con sus deberes. Ya va siendo
hora de que nos adaptemos a nuestra nueva rutina. De que recuperemos nuestras
vidas. Claro que no podría haberlo hecho sin tu ayuda; nunca podré agradecértelo
lo suficiente. —Los oscuros ojos de Bernie la miraron fijamente—. Te lo debo.
Rafael lo es todo para mí. Me avergüenzo de haberle fallado así; si no hubieras
recogido los trozos rotos, no sé qué habría pasado.
—Oh, no. —Bernie estaba siendo demasiado duro consigo mismo—. No habría
pasado nada. Rafael es muy buen chico, y está claro que eres un padre muy
atento. No ha sido que una mala época, pero todo ha salido bien.
—Gracias a ti —insistió Bernie—. De verdad, no puedo agradecértelo lo
suficiente. —Se pasó la mano por el pelo y volvió a ponerse el Stetson—. Si algún
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día necesitas algo, lo que sea, sólo tienes que pedírmelo. Muchas gracias de nuevo
y... —Se detuvo al darse cuenta, de pronto, del dibujo que había sobre la mesa—...
¿qué es eso?
—Nada —dijo Julia rápidamente.
—¿Cómo que nada? —preguntó Alice indignada. Le dio la vuelta al papel para
que Bernie pudiera verlo bien—. A Sally se le han ocurrido un par de ideas para
redecorar la cafetería, ¿a que es genial? Vamos a convertirla en un sitio de moda.
—¿Ah, sí? —Bernie examinó el dibujo de Julia con cuidado, y luego echó un
vistazo alrededor de la cafetería, como si la viera por primera vez—. No soy
ningún experto —dijo Bernie—, pero parece que va a ser un sitio agradable.
—Sí, sí que lo será —dijo Alice con orgullo—. Sólo que no conseguimos
decidir dónde meter los helechos.
Bernie se paró a pensarlo.
—Cooper tiene un par de abrevaderos de caballo antiguos. Podríamos
adecentarlos, llenarlos de tierra y clavarlos al suelo. Os los podríamos traer con
un camión cuando queráis. Y en cuanto al trabajo en sí... bueno, yo no soy
demasiado mañoso con el serrucho y el martillo, pero Cooper sí y enseguida
estará de vuelta. Así que podemos ayudaros.
—Eres un auténtico encanto, gracias. —Julia observó la cara de júbilo de
Alice—. Y dale las gracias a Cooper también.
—No hay de qué. Sé que Coop haría cualquier cosa por ti. Y yo también. —Bernie
se llevó la mano al Stetson en una especie de saludo vaquero—. Sally. Alice.
Se marchó, dejando a Julia con la cabeza como un bombo.
Alice no estaba haciéndole caso.
—Dios mío, Sally. —Estudiaba los dibujos de la misma forma en que algunas
mujeres observan el último Vogue—. Son geniales. —Levantó la vista y sacudió la
cabeza maravillada—. Tienes verdadero talento.
—No es más que un boceto —dijo Julia con modestia, volviendo a centrarse
en la decoración. Cuando Bernie mencionó el nombre de Cooper, el corazón le
había dado un vuelco—. A ver, estaba pensando en que podríamos poner la zona de
la cocina aquí... —Julia se detuvo pensando en la cocina y en que una cocina era
donde se preparaba comida para el consumo humano, y en que la persona
encargada de preparar esa comida para el consumo humano iba a ser Alice.
Al parecer, Alice estaba pensando lo mismo.
—La zona de la cocina —dijo sin ningún entusiasmo.
—¿Sabes, Alice? —Julia dejó el lápiz y ladeó la cabeza—. Estaba pensando
que si tu cafetería... tu restaurante... sale adelante y la gente empieza a venir
desde, ehh, Rupert y Dead Horse... bueno, a lo mejor te gustaría centrarte en
hacer de anfitriona y no en la cocina.
—Anfitriona. —Alice esbozó una sonrisa—. Eso me gusta.
—Así que —continuó Julia—, estaba pensando que a lo mejor querrías contratar a
alguien... a alguien que pudiera... ya sabes, encargarse de ese otro asunto.
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por aquí, Coop también lo estará; no hay duda de eso. Oye, Sally ¿de dónde
podemos sacar todas esas plantas? La floristería más cercana está en Dead
Horse y, de todas formas, los helechos no son nada baratos.
Julia terminó el último dibujo y lo admiró en silencio. Carly's Diner nunca se
parecería a eso, pero aun así.
—Alice, entre Simpson y Rupert no hay nada más que helechos y árboles.
—¿Quieres decir que robemos algunos helechos?
—Prefiero pensar que los estamos recolocando en otro sitio —respondió
Julia de inmediato—. De todas formas, el Estado de Idaho tiene toneladas
enteras de helechos. Sólo tenemos que asegurarnos de no cortarles la raíz.
—Robarlos —dijo Alice con admiración—. Nunca se me habría ocurrido.
Tienes una imaginación desbordante, en serio. ¿Cómo lo haces?
—Con astucia —dijo Julia con un suspiro.
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Capítulo 14
Pese a ser la mejor habitación del hotel, no era gran cosa. A lo largo de los
años, el profesional se había acostumbrado a vivir con todas las comodidades. En
una ocasión, durante un trabajillo que llevó a cabo en San Diego, el profesional se
había alojado en el Hotel del Coronado y había celebrado el golpe en la suite
Coronet con una deliciosa botella del champán seco local.
Oyó el gorgoteo del agua en las tuberías cuando encendió la calefacción y el
profesional suspiró. No tenía nada que ver con Coronado.
Fuera llovía y la habitación era fría y húmeda. El profesional no veía el
momento de acabar el trabajo y salir de allí. Tenía todo cuidadosamente
preparado, con tres identidades distintas. El viaje de Sea-Tac a Hawaii. Allí
cambiaría de pasaporte para ir a Ciudad de Méjico, y de Méjico a Kingston con
otro pasaporte más. Una vez en el Caribe, desaparecer no sería muy difícil; el
Caribe estaba lleno de personas «desaparecidas».
El profesional se quedó helado. No podía ser tan fácil, ¿o sí?
Febrilmente, el profesional desenterró el listín telefónico local, que estaba
sobre el tablero de plástico barnizado de pino barato que servía de mesa. Junto
al listín había un bol de plástico con una bolsa de cacahuetes que había caducado
en septiembre.
Echó un vistazo rápido pero concienzudo a los condados y los prefijos
telefónicos le dieron la respuesta: había un prefijo 248 en una zona de Idaho que
correspondía, más o menos, al condado de Cook. Una zona de 3.773 kilómetros
cuadrados.
El profesional consultó el ordenador portátil y el espléndido mapa que se
había descargado del Departamento de Investigaciones Geológicas de los
Estados Unidos; había tres ciudades de tamaño mediano, cuatro pueblecitos y un
puñado de aldeas. Debían de haber metido a Julia en uno de los pueblecitos.
Descartó la zona que había alrededor de Rockville y Ellis, lo que le dejó un
triángulo formado por Dead Horse, Rupert y Simpson.
Vaya, vaya, vaya.
El profesional entrecerró los ojos.
«Ya sé dónde estás, Julia Devaux. Ahora sólo me queda saber quién eres.»
* * *
—¿Qué opinas, Sally? —le preguntó Alice con ansiedad el sábado por la
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«¿La chica de Cooper?, —pensó Julia—, ¿Lo llevo escrito en la frente o qué?».
* * *
—Ya sé que te dije que quería volver pronto, ¿pero te importaría que
paráramos en la librería un segundo? —preguntó Alice mientras se dirigían al
coche—. Quiero buscar un par de libros de decoración, para coger un par de
ideas, y me gustaría ver si han traído ya el nuevo libro de Mary Higgins Clark.
—Claro —respondió Julia. No tenía nada más que hacer, aparte de volver a
teñirse el pelo esa tarde. Lo había estado retrasando. Odiaba llevar el pelo
marrón—. Siempre me han encantado las librerías.
—No me puedo creer lo extraordinaria que eres. —Alice le pasó la mano por
el brazo mientras recorrían las preciosas calles de Rupert—. Estoy
verdaderamente emocionada con lo que estamos haciendo. Y me encanta venir a
Rupert. Es una pena que Rupert no tenga ningún... ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué? —Alice había pegado tal grito que Julia se volvió de golpe, con el
corazón a mil por hora y preguntándose de dónde vendría aquel nuevo peligro y de
qué se trataría esta vez. Entrecerró los ojos para ver bien la calle, pero no vio
más que aceras desiertas y llenas de geranios—. ¿Qué?
—Mira eso —susurró Alice. Tenía los ojos abiertos como platos y señalaba
con la mano el escaparate de una tienda, donde había un moño morado y azul con
un cinturón blanco y ancho. Estaba hecho de algún tipo de poliéster brillante y
compartía escaparate con un conjunto de motociclista con lentejuelas—. ¿Me
imaginas con eso? Yo sí. Dios, ¿no es maravilloso? ¿Cómo crees que me quedaría?
—Había pegado la nariz al cristal y estaba llenándolo todo de vaho.
«Como un Power Ranger», pensó Julia.
—Alice —dijo con cuidado—, ¿no crees que deberías guardar el dinero para
redecorar el local?
—Ah. —Alice parpadeó, de vuelta a la realidad, y suspiró con fuerza. Se
separó de la ventana y Julia casi pudo oír el «pop»—. Sí, tienes razón —dijo con
pesar, siguiendo a Julia como una niña a la que se separa de una tienda de dulces.
Alice volvió la cabeza para echar un último vistazo al escaparate.
—Venga, Alice —la convenció Julia—. Vamos a ver las revistas de
decoración. Espero que Bob haya recibido la última Metropolitan Home. —Había
agarrado firmemente a Alice del codo, sin dejar de hablarle para distraerla y,
para cuando entraron en El rincón de Bob, Alice parecía haber recuperado el
control. Se fue derechita a la sección de decoración.
Julia se quedó quieta unos segundos, disfrutando del embriagador olor de
los libros. Había estado en la librería hacía menos de una semana, pero estaba
acostumbrada a entrar y salir de las librerías con la misma frecuencia con que
otras personas entraban y salían de la cocina. Sabía que normalmente las
librerías recibían libros dos veces a la semana, así que lo más seguro es que
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dos clientes, conseguiré una oficina. Mientras tanto vivo en una habitación de
alquiler. Acabé los estudios de derecho este verano y no quería ponerme a
trabajar en el despacho de abogados de mi padre. Tiene uno en Boise y siempre
supuso que... bueno, supongo que pensó que iba a querer trabajar
automáticamente con él. Pero si empiezo directamente con él, jamás sabré si de
verdad soy buena o no; así que decidí establecerme por mi cuenta. Aunque en mi
curso se graduaron más abogados que nunca y no hay forma de establecerse allí.
Así que me decanté por hacer un estudio geográfico para ver dónde había menos
abogados... ¡y aquí estoy! Claro que... —añadió con pesar— empiezo a comprender
por qué hay tan pocos.
—Hombre, es... —Julia no sabía qué decir—... es... has hecho un estudio muy
original.
—Eso fue lo que me dijo mi padre —dijo Mary con desánimo—. Sólo que usó
la palabra «estúpido» en lugar de «original».
—Yo también estoy abriendo un negocio nuevo —dijo Alice—. Aunque no
tengo tarjetas. —Vio la mirada de Julia y añadió—: Aún.
—¿Ah, sí? —Mary miró a Alice con simpatía—. ¿Qué tipo de negocio?
—Una cafetería-bar —dijo con orgullo—. Y dentro de poco la inauguraremos.
A lo mejor para la próxima reunión de la Asociación de Mujeres de Rupert.
—¿Hay una Asociación de Mujeres de Rupert? —Mary se animó y sacó una
agenda enorme del bolso. Sacó un boli y escribió cuidadosamente en una de las
páginas—. Asociación de Mujeres de Rupert —dijo mientras iba escribiéndolo, y
luego levantó la vista—. Eso es genial. Me uniré de inmediato. ¿Quién sabe?, a lo
mejor alguna quiere divorciarse. O tal vez hayan atropellado a alguien y quiera
presentar cargos. ¿Sabes cuándo es la próxima reunión?
—Oh —dijo Alice despreocupadamente—. En los próximos diez días, pero no
sé bien cuándo.
—Bien, creo que podré ir. —Mary empezó a pasar páginas de la agenda con
gesto de importancia. A Julia le hizo gracia ver que la mayoría de las hojas
estaban en blanco—. ¿Con quién debería hablar?
—Karen Lindberger. Aparece en el listín telefónico de Rupert.
Mary escribió diligentemente el nombre en la agenda y luego elevó la vista
hacia Alice.
—¿Y cómo se va a llamar tu nuevo restaurante?
—Carly's... no. —Alice se mordió el labio y miró a Julia con ojos suplicantes
—. No quiero ponerle el mismo nombre. ¿Cómo podemos llamarlo?
—Hombre, no es difícil —dijo Julia—. Me parece obvio el nombre. —Tarareó
las primeras estrofas de El restaurante de Alicia y miró a Alice y Mary con
expectación.
Se encontró con dos rostros inexpresivos.
Julia sabía que cantar no era lo suyo. Volvió a tararear las estrofas y
suspiró cuando las sonrisas de las dos chicas empezaron a torcerse. La miraban
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como dos confusos perrillos rubios. Hombre, eran más jóvenes que ella y estaba
claro que no compartían su afición por las películas antiguas. No tenían ni idea de
cuál era la canción. Julia se sintió de pronto mayor.
—Vaaaaa-leeeee —suspiró—. ¿Qué te parece... qué te parece... Out to
Lunch?
—Comer fuera. —Los ojos de Alice brillaban—. ¡Es genial! —Sólo le faltó
ponerse a aplaudir como loca—. Oh, Sally, eres tan lista. ¿Cómo se te ocurren
esas cosas?
—Práctica —dijo Julia.
* * *
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* * *
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pintadas con motas de color azul claro y blanco, como si fuera el interior de un
huevo de petirrojo. Alrededor de la pared, cerca del techo, habían estampado
unas hojas muy bonitas de color verde. Si se lo hubieran tratado de describir con
palabras, probablemente no lo habría comprendido, pero quedaba muy bien.
Sally había llenado su mente y sus sueños durante su estancia en Kentucky,
y no se trataba sólo de una obsesión sexual. Fuera lo que fuera, era real porque el
corazón se le puso a mil en cuanto la vio. Iba vestida para faenar: pantalones
vaqueros desteñidos y una camiseta vieja, pero nada de eso podía ocultar las
esbeltas y elegantes líneas de su cuerpo. La deseaba con una intensidad feroz,
pero no se trataba sólo de eso.
Criaba caballos, y lo sabía todo acerca de la atracción sexual que las
hembras tienen en el macho de cualquier especie, ya sea animal o humano. Hacía
más de dos años que no se sentía atraído de esa forma, pero era algo tan fuerte
como lo que había visto en los sementales. Así que sí, era sexo, pero también
había algo más. Mucho más.
Quería follársela, pero no se quedaba ahí la cosa. Quería tenerla siempre a
su lado; quería contarle cómo le había ido la semana. Quería que le redecorara la
casa; joder, quería que le redecorara la vida entera, como estaba haciendo con la
cafetería de Alice. Había algo diferente en el ambiente de la cafetería ya. La
tristeza que había reinado en el ambiente había desaparecido. Era un milagro. La
polvorienta y vieja cafetería que había conocido desde siempre había
desaparecido.
Y menos mal. Ya no recordaba la cantidad de ardores de estómago que había
tenido gracias a Carly y a Alice. Si Maisie Kellogg iba a hacerse cargo por fin de
la cocina, todos ganarían y nadie correría el riesgo de envenenarse.
Alice se movía por ahí como un colibrí, contenta y feliz; Chuck estaba
ocupado clavando clavos en un tablero de madera que sujetaba Matt; Loren y
Beth estaban secando platos; y Cooper se alegró de ver que Bernie y sus hombres
estaban ayudando. Rafael y Fred revoloteaban con cara de felicidad, estorbando
a todo el mundo.
Y todo gracias a Sally.
Cooper la observó, subida a la escalera, y se le removió el alma entera porque
sabía que Sally también le estaba transformando a él. Estaba haciendo con él lo
mismo que con la cafetería: convirtiéndolo en alguien mejor y más alegre.
Cooper se quedó un momento allí, de pie, tratando de controlar todas las
emociones, desconocidas para él, que le embargaban. Eran claras, fuertes y
completamente nuevas. Todo él era completamente nuevo.
Sally le había arreglado.
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Capítulo 15
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* * *
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una segunda oportunidad y por Dios que, esta vez, iba a hacerlo bien.
Cuando todo este lío hubiera acabado, y una vez hubiera testificado, se... se
dedicaría a hacer buenas obras.
No del todo seguro de qué englobaban las buenas obras, Davidson reflexionó
sobre cómo podría hacer borrón y cuenta nueva. Y lo único que se le vino a la
mente fue la Cruz Roja. «¡Sí!», pensó con emoción. Los trabajadores de la Cruz
Roja eran almas delicadas que recorrían el mundo en busca de vidas que salvar.
Seguro que se trataba de un trabajo estresante; seguro que necesitaban un poco
de ayuda para luchar contra todas esas riadas, terremotos, hambrunas y guerras.
«Veamos, —pensó—, podría prepararles un cocktailcito que les hiciera sentir
mejor. Unos miligramos de desipramina y phenylethytamina para el estrés, una
pizca de serotonin e inhibidores para sentirse mejor y olvidarse de toda esa
fealdad. Con eso bastaría».
Abrió el grifo del agua caliente un poco más. Mientras Davidson pensaba
felizmente en una forma mejor de ejercer de bioquímico, un sensor minúsculo e
indetectable salvo con un microscopio de electrones hizo que un semiconductor
pasara a ser conductor, en lugar de insulador. Un cable con corriente que había
sido deshilachado con tal cuidado que ni el microscopio más potente podría
detectar que se había hecho a propósito, se zambulló inmediatamente en la
caldera.
Cuando Sydney Davidson se sumergió por fin en el baño de agua caliente, la
corriente le paralizó el corazón, le hirvió la sangre de las venas y frió uno de los
cerebros farmacéuticos más brillantes de nuestro siglo.
* * *
—Bueno —dijo Beth una hora después, apoyando las manos en las caderas—.
Esto ya es otra cosa. —Miró a su alrededor con gesto de aprobación, observando
los cambios que se habían hecho en las últimas cuarenta y ocho horas en Carly's
Diner; ahora ya, oficialmente, Out to Lunch.
Julia miró a su alrededor también, aunque estaba más concentrada en
Cooper. Cada vez que se daba la vuelta, ahí estaba, dándole un cepillo, mezclando
la pintura por ella o, por lo general, volviéndola loca de deseo. Había conseguido
cogerle de la mano, tocarle la nuca y pasarle una mano por la espalda hasta que se
sintió sensibilizada, casi magnetizada por su presencia. Sentía su presencia por la
forma en que se le erizaba el pelo de la nuca.
—Hmm —respondió como en un sueño. Cooper estaba justo detrás de ella y
podía sentir el calor de su cuerpo. Julia estaba intentando hacerse la
indiferente, pero le estaba costando tanto no recostarse sobre él que temblaba.
Beth le dio un codazo suave en las costillas.
—¿Qué te parece, Sally?
—¿Quién? —Era como si tuviera el cerebro embotado—. ¿Qué?
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—Sí. —Julia observó a Maisie, que servía platos de comida a todo el mundo
con entusiasmo.
—Tengo que agradecerte esto —dijo Glenn.
—No veo por qué —respondió Julia sorprendida—. Yo no he cocinado nada,
ha sido Maisie...
—No me refiero a eso. —Glenn movió la mano con impaciencia—. Me refiero
a que eres quien le dio la idea a Alice para que redecorara el lugar y llamara a
Maisie. Tanto Chuck como yo estamos muchos más agradecidos de lo que se pueda
expresar con palabras. Si algún día necesitas algo, cualquier cosa, cuenta con
nosotros.
—Oh, no, de verdad. —Sintió que se ponía colorada—. No he hecho nada... —
Se le quebró la voz.
Cooper estaba en la puerta de entrada. Uno de sus hombres, uno alto y
larguirucho que se llamaba Sandy, le había llamado para que saliera. Tenían
problemas para colgar el cartel y Cooper había desaparecido. Ahora volvía a estar
ahí, más largo que la vida, quitándose los guantes de trabajo y escrutando la
habitación con sus ojos negros hasta que la vio. Sus miradas se encontraron. Julia
sintió que le recorría una oleada de emoción y el cuerpo se le tensó, anticipando
lo que vendría después.
Cooper empezó a atravesar el restaurante y Glenn cogió al vuelo el vaso que
se le había resbalado a Julia de los nerviosos dedos. Volvió a dejarlo encima de la
mesa, con cara de póquer.
—Ehh... tengo que ir a hablar con alguien —dijo Glenn—. Sobre algo. Ahora te veo.
—¿Qué? —Julia se volvió hacia él sin verle—. Ah, vale. Claro, está bien.
«Es magnífico», fue todo lo que pudo pensar Julia al ver que Cooper se le
acercaba despacio, bloqueándole la vista del resto. Su expresión era dura, como
siempre. Quería tocarle la cara, tratar de borrarle esas arrugas de expresión y
acariciarle la dura y preciosa boca con el dedo.
Cooper se le acercó tanto que tuvo que ladear la cabeza.
—Ven conmigo —le dijo—. Ahora.
—Sí, Cooper —susurró Julia, dejando el palito de pollo encima de la mesa.
Cooper la tomó de la mano y se la llevó por la puerta, hacia la camioneta negra.
—¿Dónde vamos? —preguntó Julia.
Cooper prácticamente la metió en volandas en la camioneta, se subió y salió de allí
chirriando ruedas.
—A tu casa —le dijo con firmeza—. Esta vez vamos a hacerlo bien. Vamos a follar
toda la noche.
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Capítulo 16
—Otro menos. —Aaron Barclay colgó el teléfono con fuerza y se volvió hacia su
jefe.
—¿Otro qué? —Davis mordisqueó la pizza helada y dura como una piedra. La
cafetería cerraba los domingos y, de todas formas, ya eran más de las once de la
noche. Las reducciones de personal habían sido una putada; Barclay y él se habían
visto obligados a hacer horas extras.
—Testigo. En Idaho.
—Jesús. —Davis tragó la pizza con dificultad—. Ya van dos.
—En dos días —asintió Barclay.
—¿Quién ha sido?
—Ni idea. A ver. —Barclay abrió un archivo de su ordenador y tecleó rápidamente
un par de datos—. Aquí está. El tipo se llamaba Sydney Davidson. Trabajaba en
Sunshine Pharmaceuticals. Le habíamos cambiado el nombre a Grant Patterson y
estaba en un sitio llamado Ellis. Ellis, Idaho.
—¿Asesinato?
—Accidente.
Davis resopló.
—Bueno... —Barclay hizo una mueca—... Te cuento. Nuestra gente de Boise
fue a... —Volvió a mirar la pantalla del ordenador—... Ellis. La policía local decía
que había sido un accidente, pero se llevaron a nuestros hombres de apoyo.
Perder a dos testigos, en dos días no es moco de pavo. Pero al parecer, fue un
accidente. Los cables de la casa no estaban bien. Hubo un cortocircuito y le pilló
metido en la bañera. Murió inmediatamente. Tanto los locales como los federales
lo han repasado una y otra vez, pero no han encontrado nada raro. Y nosotros
tampoco.
—Bien, pues que nuestros hombres vuelvan a repasarlo todo con pies de
plomo. Perder a dos testigos así... —Davis frotó con enfado una mancha de grasa
que tenía en la corbata—... Esto empieza a parecer de broma. Dime... —Davis
levantó la vista de golpe—... ¿A cuanto está Ellis de donde metimos a Julia
Devaux? —Devaux era, sin duda alguna, la testigo protegida más valiosa de esos
momentos.
—No muy lejos.
—¿Mismo código postal?
—Sí. —Barclay parecía resignado. Los dos se habían opuesto a la decisión de
organizar los archivos por código postal.
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
* * *
Estaba temblando. Cooper casi podía sentir vibrar el aire del lado del copiloto.
Mierda. Estaba comportándose como un animal. Hacía una semana que se había
ido, no la había llamado siquiera y ahí estaba, llevándosela corriendo a la cama.
Tenía que tener mucho cuidado. Había una larga hilera de mujeres
atractivas que habían dejado a los hombres Cooper por mucho menos que eso. En
sí ya era un jodido milagro. Necesitaba aferrarse a ella. Poco importaba que se
estuviera muriendo por metérsela, ahora mismo debía comportarse mucho mejor
que eso.
Cooper se inclinó en la oscura camioneta y la besó, aferrándose con fuerza
al volante para no caer en la tentación de tocarla. Fue un beso suave y dulce. Los
labios de ella se curvaron bajo los suyos y le rodeó la barbilla con su manita.
—Entremos —le susurró contra la boca.
—Vale. —Suspiró. No le había metido la lengua, sus labios apenas habían
rozado los de ella, pero en el aliento de Sally podía oler el brownie de chocolate
que Maisie les había dado.
Cooper apretó la mandíbula al ayudarle a bajar de la camioneta y vio que se
estremecía. No llevaba más que una camiseta puesta, y hacía un frío de demonios.
Había tirado de ella con tanta prisa que no le había dado tiempo de coger su
abrigo, Se desabrochó rápidamente la cazadora y le envolvió los hombros con ella.
Le brindó una sonrisa enorme, como si acabara de llenarla de rubíes.
—Gracias.
Jesús. Le estaba dando las gracias, en lugar de quejarse de lo gilipollas que
era. Se aclaró la garganta y le pasó un brazo por los hombros.
—No hay de qué. Vamos dentro, hace un frío horrible aquí fuera.
Empezaba a nevar. En Simpson, todo el mundo estaba en la cafetería. La
calle de Julia era oscura y silenciosa. Era como sí estuvieran solos en el pueblo,
en el estado, en el mundo.
Una vez dentro, Sally encendió la luz y le miró.
—¿Te gusta? —preguntó, sacudiendo la nieve del abrigo.
Cooper estaba confuso. ¿Que si le gustaba qué? ¿Ella? ¿Qué cojones quería
decir? Claro que si... luego miró hacia donde miraba ella y abrió mucho los ojos.
La casita destartalada y triste se había transformado por completo. Había
pintado las paredes de color crema, había hecho unas preciosas cortinas color
crema y rosa y había usado esa misma tela para hacer un mantel. El sofá de
espantosos colores chillones estaba ahora cubierto por una tela en tonos amarillo
claro que había atado de manera artística a los lados. Cooper reconoció algunas
de las cosas que había comprado en Schwab con él, aunque jamás se habría
imaginado que pudieran cambiar tan dramáticamente una habitación.
—Está fenomenal. —La abrazó con más fuerza—. Eres una auténtica maga.
—No, sólo me gusta sacar lo mejor de cada cosa.
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Desde donde estaba, Cooper veía sus largas pestañas, las delicadas mejillas
y la piel cremosa. Le cortaba la respiración. No era una maga, sino una bruja, y le
tenía completamente embrujado.
De pronto, toda esa semana que había pasado solo, sin Sally, le pareció el
peor calvario al que hubiera estado sometido nunca. No habría podido soportarlo
ni un minuto más.
—Tenemos que ir a la cama —dijo con voz pastosa—. Ahora.
—¿Ahora? —preguntó sonriendo.
Cooper asintió.
—Supongo que va a ser una de esas veces —dijo suavemente.
Una de esas veces en que la desnudaba y se la metía en cuanto era
humanamente posible.
—Sí.
Sonrió y se estiró hacia él, que se agachó para besarla. Era tan suave y
cálida como recordaba. Se giró por completo hacia él, rodeándole el cuello con los
brazos. No quería cambiar nada de su posición, así que simplemente la envolvió
con los brazos, la levantó y la llevó a la habitación. La dejó junto a la cama y, sin
dejar de besarla, le quitó el abrigo. No quería dejar de besarla, pero debería
hacerlo si quería desnudarla.
Movió las manos con rapidez mientras se agachaba. Camisa de franela,
sujetador, vaqueros, medias, zapatos, calcetines, ah... ahí estaba. Desnuda. Un
ángel pálido y brillante. Cooper dio un paso atrás, observándole el rostro con
cuidado, giró la mano y se la llevó a la entrepierna. Aún no estaba demasiado
húmeda. Introdujo un dedo y le acarició su suave y cálido coño; se humedeció
enseguida, como un milagro. Pero, aun así, no era suficiente. Cooper estaba
inflamado como uno de sus sementales y tenía que conseguir que estuviera muy
húmeda antes de metérsela, aunque ya casi estaban.
Volvió a inclinarse sobre ella, besándola profundamente mientras empujaba
con el dedo en su interior. Sally estaba clavándole los dedos en los hombros y
respiraba entrecortadamente mientras Cooper probaba su suavidad.
—Cooper —susurró, y luego—: ¡Ah! —Cuando le dibujó círculos con el dedo
sobre el clítoris. Se sacudió, y él con ella.
Nunca había conocido a una mujer que pasara de cero a mil kilómetros por
hora en tan poco tiempo.
Apretó los dientes porque, aunque estaba cada vez más suave y húmeda,
seguía sin ser suficiente. En cuanto se la metiera, iba a follarla con fuerza y, para
eso, necesitaba que estuviera preparada.
—A la cama —le susurró contra la boca.
—Vale. —Sus labios se curvaron en una sonrisa. Sabía que había reconocido
ese tono; el que le indicaba que estaba a nada de perder el control.
Cooper la ayudó a ponerse sobre la cama con la mano que tenía libre, y luego
se colocó él junto a su cadera. Seguía teniendo el dedo dentro de ella, moviéndolo
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Muy a su pesar, Cooper sacó la mano del interior de Sally para quitarse la
camisa y camiseta. Se desabrochó las botas de trabajo, y se las quitó, junto con
los calcetines.
Se acostó junto a ella y le pasó la mano por la espalda. Se inclinó y le dio un
beso en la mandíbula, en el cuello y luego le mordisqueó la oreja. Sally se
estremeció y se aferró a él.
—Te he echado de menos —le dijo al oído.
—Oh, Cooper, yo también te he echado de menos. —Le pasó una mano por el
pelo y ladeó la cabeza para besarle el cuello—. Muchísimo. No sabes cuánto.
Joder, claro que lo sabía.
—He pensado en ti todas las noches. —Le lamió el cuello y le hizo un
recorrido de besos hasta el pecho. Dejó una mano sobre su montículo. Sally subió
una pierna y la enrolló sobre el muslo de Cooper, abriéndose para él.
—¿No piensas quitarte esos vaqueros?
—Todavía no —gruñó—. En cuanto lo haga, te la meteré hasta el fondo.
Podía sentir su sonrisa contra el cuello.
—Son una especie de cinturón de castidad, ¿no?
—Sí. —Ya podía meterle dos dedos; menos mal, porque empezaba a perder el
control. Dos dedos no equivalían al tamaño de su verga, pero se estaba
ensanchando para él. Le metió y sacó los dedos, separándolos cada vez un poco
más, mientras le lamía los pezones. Le estaba clavando las uñas en la espalda y
había empezado a hacer esos ruiditos guturales que tanto le gustaban. Esos que
hacía justo antes de correrse.
Le mordió suavemente un pezón mientras empujaba más hacia dentro y Sally
se tensó y contuvo la respiración. Se estremeció al sentir que el coño se
estrechaba sobre sus dedos y se vio sacudida por un orgasmo.
¡Yayayayayaya!
Cooper la besó con fuerza, temblando mientras se desabrochaba los
pantalones y se los quitaba junto con los calzoncillos. Quería total libertad de
movimientos, así que no se contentó con bajárselos hasta los muslos. En medio
segundo estaba desnudo y rodaba sobre ella.
Sally seguía corriéndose, jadeando suavemente. Le abrió las piernas aún más
y se la metió de golpe, sintiendo sus afilados tirones al entrar. Era de cortar la
respiración. Sally se corría con todo el cuerpo. Le agarraba con brazos y piernas,
empujaba con las caderas hacia arriba para que se la metiera todo lo que pudiera,
y tenía la boca abierta. Cada trozo de su cuerpo le daba la bienvenida.
Tenía la polla completamente sensibilizada, como si le hubiera quitado una
capa de piel. Llevaba ocho noches seguidas empalmado y, por mucho que se la
machacara sólo, en su habitación de hotel, la cosa no había mejorado. Estaba más
que preparado y, en cuanto se abrió paso entre esos suaves tejidos que le
bañaban con su leche, perdió el control.
Cooper gimió contra su boca, le agarró fuerte de las caderas y empujó con
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—Cooper, por favor. —Volvió a empujarle del hombro, pero pesaba el doble o
triple que ella. Era imposible que se deshiciera de él si no quería. Y no parecía
querer. Estaba cómodo donde estaba, con la polla profundamente metida dentro
de Sally—. Cooper, por favor, por favor —susurró. El teléfono seguía sonando.
Le temblaba la voz.
Con el ceño fruncido, salió de ella y se movió hacia un lado. Sally se escabulló
de allí y corrió al salón.
Cooper estaba recalentado y sudoroso de haberle hecho el amor y del
orgasmo, pero un escalofrío le recorrió entero cuando pensó en la expresión de la
cara de Sally.
Era una expresión que conocía demasiado bien.
Miedo.
Algo le había atemorizado. Y mucho. A la mierda. Nada ni nadie iba a
atemorizar a esa mujer. Con gesto agrio, Cooper se puso en pie y la siguió.
* * *
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sobre la mesa. Podía oír la voz de Herbert Davis gritándole desde el auricular; un
sonido apenas perceptible:
—¿Julia? ¡Julia! ¡Respóndame! ¿Qué cojones está pasando? ¿Julia?
—¿Quién era? —preguntó una voz ronca a sus espaldas.
Julia ahogó un grito y se giró. Cooper estaba en la puerta, apoyado sobre el
vano. «No quiero que hable con nadie. No quiero que confíe en nadie», le había
dicho Davis.
Bueno, aunque Cooper no hablaba demasiado, acostarse con él
probablemente estuviera entre la lista de cosas que no hacer de Davis.
—Nadie —dijo casi sin aliento. Se agachó sin ver y colgó el teléfono—.
Absolutamente nadie. Se... se habían equivocado de número. —Tenía la bata
abierta. Era de locos. Cooper y ella acababan de hacer el amor y allí estaba ella,
tapándose con fuerza con la bata. Cooper dio un paso adelante y Julia retrocedió
instintivamente.
—¿Sally? —Cooper frunció el ceño—. ¿Qué sucede? —Caminó hacia ella, que
retrocedía cada vez, hasta que se dio contra la pared. Julia agarró la pared que
había detrás de ella, como si pudiera protegerla. Como si hubiera algo capaz de
protegerla de Cooper.
Era tan fuerte que le daba miedo. No le había visto muchas veces desnudo a
plena luz. Era pavoroso. Tenía los brazos y hombros llenos de músculos, fuertes y
poderosos. Si le atacaba, no tendría sentido que luchara contra ellos. Cooper
podría acabar con ella en un segundo si quería.
Julia recordó haber leído en alguna parte que los soldados de Esparta
peleaban desnudos para aterrorizar al enemigo.
Bueno, pues funcionaba. Estaba aterrorizada.
Cooper se detuvo junto a ella y puso un brazo a cada lado de Julia. Estaba
atrapada.
Miró fijamente a los oscuros pelos del pecho, a la hendidura en que se unían
los pectorales, antes de subir poco a poco la mirada. Su rostro era inexpresivo.
Era el rostro de un desconocido. El rostro de su amante.
«No confíes en nadie».
Alargó una mano temblorosa para tocarle la barbilla. Podía sentir el
movimiento de los músculos de la mandíbula. Sacudió la cabeza despacio, sin
perderle de vista.
—Que Dios me ayude, si no puedo confiar en ti... no quiero seguir viviendo.
Cooper no contestó. Abrió los brazos y Julia se abalanzó a ellos.
Después de mecerla unos minutos, Cooper la llevó al sofá y se sentaron.
Julia le rodeó el cuello con las manos y lloró. Era completamente imparable. Lloró
de rabia, desesperación y miedo, aferrándose con fuerza a él, que no decía nada.
Se limitó a quedarse sentado y a acunarla hasta que se tranquilizó.
A Julia se le ocurrió que a lo mejor ésta sería la última vez que vería a
Cooper. Lo que sentía por él era tan fuerte, mucho más de lo que hubiera sentido
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soy de Bend, ni soy profesora de primaria. —No se movió más que para
estrecharle aún más en sus brazos—. Mi verdadero nombre es Julia Devaux y
vivo... vivía en Boston. Soy editora. O, mejor dicho, lo era. Ahora ya no sé lo que
soy. Sólo sé que estoy muerta de miedo.
Julia ladeó la cabeza para verle la cara. Era totalmente inexpresivo, como
siempre. La observaba con sus ojos negros, fija y pacientemente.
Ahora venía la parte dura.
—Vi... vi algo horrible —dijo por fin—. En septiembre. Estaba haciendo un
curso de fotografía y merodeaba por los muelles de Boston en busca de algo que
fotografiar, algo que fuera realista. Me tropecé con un almacén abandonado.
Habían quitado la puerta, así que me metí. Llevaba una de esas cámaras
automáticas que tienen los fotógrafos de moda, y paseé por ahí, haciendo una
foto detrás de otra. Hasta que llegué al patio interior y... —Se mordió el labio y
trató de controlar los temblores que le sacudían el cuerpo al recordar. Podía
verlo todo de nuevo: el paisaje industrial grisáceo, el hombrecillo aterrorizado, la
pistola negra sobre su cabeza, el asesino gigantesco de rostro cruel, el tiro
mortal—. Presencié un asesinato, y está todo grabado —dijo sencillamente, y oyó
que Cooper tomaba aire con fuerza. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo
—. Era algún tipo de ajuste de cuentas. Pude... pude identificar al asesino, un tipo
llamado Dominic Santana, de entre una línea de sospechosos. Al parecer es un pez
gordo de la mafia que el FBI lleva tiempo intentando meter entre rejas. En
teoría, tengo que testificar en su juicio, pero me han dicho que ofrece una
recompensa por mí. Una grande, al parecer. Un millón de dólares. Entretanto,
mientras esperamos a que salga el juicio, me han puesto en el Programa de
Protección de Testigos. Pero ha debido de pasar algo con la seguridad...
—¡Malditos hijos de puta!
Cooper la levantó de su regazo y se puso en pie. Julia le miró completamente
sorprendida, de pronto su cara ya no era impasible e impenetrable. Cooper estaba
cabreado y todo su cuerpo se tensaba de rabia. Julia sintió algo. No era miedo,
eso no... no exactamente.
Pero presentía que iba a pasar algo, algo que ya no estaba en sus manos. Muy
en el fondo de su ser, había querido contarle sus problemas a Cooper y, ahora que
lo había hecho, junto con el alivio se sintió turbada porque ahora Cooper parecía
cargar con ello. Era una figura gigantesca y terrorífica; una fuerza incontrolable
de la naturaleza.
Un guerrero.
—¿Cooper?
Pero no le escuchaba. Se puso junto al teléfono, lo colgó, volvió a cogerlo y
marcó el 69.
Cuando oyó a alguien decir «Herbert Davis» al otro lado de la línea, le
espetó:
—¿Quién cojones eres, Davis?
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sabía que se calmaría, a su tiempo. Pensaba que tenían todo el tiempo del mundo.
Y ahora el tiempo se les acababa.
—¿Cooper?
La miró a la cara, pálida y confusa, y vio el futuro que siempre había soñado.
Con Sally —no, con Julia, ¡joder!— se sentía mucho más vivo de lo que se había
sentido nunca. Antes de que llegara se había dejado llevar, se hundía cada vez
más en sus oscuros pensamientos, como un barco a la deriva.
Ella había cambiado eso; su presencia había sido su bote salvavidas. Le había
devuelto a la vida. Estaba devolviendo Simpson entero a la vida.
¡No pensaba dejarla escapar!
—Cooper, van a venir a buscarme, tengo que prepararme, recoger mis...
—Cariño, escúchame bien; no vas a ninguna parte. Te vas a quedar aquí,
conmigo, donde pueda protegerte.
—Pero... —Julia miró a su alrededor, como si los del Departamento fueran a
presentarse en cualquier minuto—. Quieren sacarme de aquí, Cooper. Se ha
acabado.
—No, no se ha acabado. Para nada, cariño. ¿No lo ves? Los del Departamento
lo único que van a hacer es darte una identidad nueva y llevarte a cualquier otro
sitio. Pero han birlado su seguridad. Si les ha sucedido una vez, les sucederá otra.
Así que calla. Deja que me ocupe yo de esto.
Quitó la mano del auricular.
—Dime —gruñó.
—Bueno, señor... eh, Cooper —empezó a decir Herbert Davis.
—Es jefe mayor Cooper.
—Ah. —El otro lado de la línea se quedó callado—. De la marina.
—SEAL. —Cooper nunca trataba de impresionar a nadie con el hecho de que
hubiera sido SEAL, pero en aquellos momentos necesitaba que Davis le prestara
atención y la mejor forma de hacerlo era dejarle muy claro con quién estaba
tratando—. Y, para que quede claro, no se va a llevar a Julia Devaux a ninguna
parte. Se va a quedar aquí, bajo la protección del Sheriff, Charles Pedersen, y la
mía propia.
—¡Ni de broma! ¡No he oído nada más absurdo que esto en toda mi vida...!
Cooper puso un tono de voz suave y mortal.
—No voy a dejar que la saque de aquí. Desde luego, no con el tipo de
protección que le habéis estado ofreciendo. Así que deje que el sheriff y yo nos
hagamos cargo.
—Me temo que eso es impo...
—Más le vale hacerlo si no quiere que lleve esto directamente al
Departamento de Justicia. Justo después de hablar con mi buen amigo Rob
Manson, del Washington Post. Estoy seguro de que habrá leído sus artículos; es el
que ha escrito todos esos artículos sobre cómo el Departamento de policía echó a
perder el asunto Warren. Le va a encantar esto: testigos del gobierno sin
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Capítulo 17
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* * *
«Me protegen hasta la muerte», pensó Julia un par de días mis tarde. Abrió
la puerta del cuarto de baño del colegio y le puso una mano al bedel en el pecho
para que no le siguiera.
—Aquí no, Jim —dijo exasperada.
—Pero... pero señorita Anderson —protestó éste, abriendo mucho sus
acuosos ojos azul clarito—. Chuck me dijo que no la perdiera de vista en ningún
momento.
—Estoy segura de que Chuck no se refería a que me tuvieras que ser
también al cuarto de baño de señoras. De verdad, Jim, no va a pasarme nada.
Sin darle la oportunidad de que contestara, se deslizó en el cuarto de baño
de profesores y cerró la puerta tras ella. Apoyó las dos manos en el lavabo y se
miró en el espejo.
Ella, que había pensado que su vida se había descontrolado desde que
presenció el asesinato... ¡Eso no era nada comparado con que Sam Cooper la
protegiera! Observó el pequeño cuarto de baño. Era la primera vez en tres días
que conseguía estar a solas. Cooper había pasado el resto de la noche del domingo
y las primeras horas de la mañana del lunes hablando por teléfono con Herbert
Davis y consultando qué hacer con Chuck. Entre los tres habían desarrollado un
plan de lo más elaborado, que ella no había conseguido seguir, lleno de «líneas
claras de comunicación», «zonas de fuego» y «señales de inteligencia». Julia se
había quedado dormida en el sillón, escuchando la profunda voz de Cooper.
Ahora vivía en una casa blindada, en la que todo lo que se pudiera abrir tenía
alarmas. La puerta principal y la trasera estaban hechas ahora de acero
reforzado. Cooper había enviado a dos de sus hombres a Boise y, el lunes por la
noche, le instalaron detectores de movimiento y trampas. Su teléfono grababa
mensajes y reconocía las llamadas; y en cada habitación había un extintor de
incendios.
Desde que se levantaba por las mañanas hasta que volvía a su casa por las
noches, Julia iba pasando de mano en mano, siempre vigilada por alguien.
Se sentía como el testigo en una carrera de relevos.
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* * *
¡Ya está!
El profesional se echó hacia delante con entusiasmo mientras el ordenador
pitaba.
Ya iba siendo hora. Aquel lugar pondría los pelos de punta a cualquiera. La
cama estaba hundida, el tiempo era un asco y la comida era peor. Pero la larga
espera llegaba a su fin.
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Descodificación completada.
¡Bingo!
La pantalla se llenó de letras.
ARCHIVO: 248
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«Área 248. Bien, ya sabemos dónde está eso. Ahora, a por lo demás». La
información ya estaba en el archivo, sólo tenía que saber sacarla. Y no era más
que cuestión de tiempo, y paciencia.
Descodificación completada.
* * *
La tarde del lunes siguiente, Julia estaba en la puerta de la tienda de los Jensen,
escuchando atentamente las risotadas femeninas que llegaban del Out to Lunch.
Alice por fin había conseguido que la Asociación de Mujeres de Rupert organizara
su merienda allí y, al parecer, todo el mundo estaba pasándolo fenomenal en el
nuevo restaurante de moda de Simpson.
Todo el mundo menos Julia.
Cooper le había dado la orden estricta de que le esperara en la tienda de los
Jensen hasta que pudiera pasar a recogerla. Hasta Beth había ido al restaurante
y probablemente se estuviera regodeando en la mousse de chocolate y ron de
Maisie.
Para ser honestos, Beth le había preguntado a Julia si no le importaba que fuera;
y ésta había apretado la mandíbula y le había dicho que no fuera tonta, que fuera.
Pero no era justo que tuviera que perderse toda la diversión.
Además, aunque Cooper llegara a tiempo, tampoco podría pasarse por allí.
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No, señor.
Cooper le había dejado muy claro que la reunión de la Asociación de Mujeres
de Rupert le quedaba terminantemente prohibida. La noche anterior lo habían
discutido y le había rogado que le dejara asistir, pero no consiguió nada. Trató de
seducirle, y eso sí que funcionó. Y muy bien. Aunque no para hacer cambiar de
opinión a Cooper, sino para hacerle sentir seis o siete orgasmos alucinantes.
Hablar con Cooper era como hablar con las paredes; no había quién le hiciera
cambiar de parecer. Era una locura pensar que algún miembro de la Asociación de
Mujeres de Rupert pudiera sacar de pronto una ametralladora de su bolso de
flores.
Julia las había visto llegar a todas, una por una. Estaba claro que las
mujeres de Rupert no sabían que lo que estaba de moda eran los bolsos pequeños.
A decir verdad, algunas de ellas llevaban unos bolsos en los que cabía un bazoka.
Aun así, era ridículo que Cooper sospechara de cualquiera de los miembros
de la Asociación de Mujeres de Rupert. Todas ellas se conocían desde hacía
siglos. Había intentado sonsacarle la verdadera razón para que se negara a
dejarla asistir, pero ahí también se había encontrado con un auténtico muro de
piedra. Lo único que había sacado en claro era que no se fiaba de nadie que no
hubiera conocido de toda la vida, infancia incluida, pese a que la persona en
cuestión fuera mujer, tuviera setenta años y una artritis de caballo.
Pues aquello no era vida. ¿Qué sentido tenía estar viva si no podías probar
siquiera la mejor mousse de chocolate y ron del mundo entero? Por no mencionar
la tarta de crema de manzana o la crema bávara de chocolate. Maisie se había
superado. Julia lo sabía porque le había dado a probar las tartas de ensayo. Pero
ahora quería probar las de verdad.
Le llegó otra risotada desde el otro lado de la calle y Julia miró con pena
hacia allí. La calle estaba desierta, como siempre. No había asesinos locos con
pistolas, ni siluetas siniestras, ni un perro callejero siquiera. Estaba
completamente sola, pues todo Simpson estaba en la fiesta.
Todos menos Loren, que estaba en la trastienda ordenando la mercancía.
Pintura, barniz, clavos, barricas de madera antiguas. El sábado iba a ser el gran
día para la tienda de los Jensen, pues iban a redecorarla siguiendo los planos que
habían hecho Julia y Beth.
Julia pudo oír a Loren murmurándose algo para sí mismo y sonrió. No estaba
muy familiarizado con la pintura y los artículos de ferretería, y Julia le había
visto algo desbordado con los planes de remodelación; pero Beth estaba tan
entusiasmada con la idea que había aceptado hacerlo. Ahora probablemente
estaría llevándose las manos a la cabeza por la cantidad de cosas que habían
comprado.
Seguramente estaría ocupado la siguiente media hora, repasando toda
aquella mercancía de la que nada sabía. Julia volvió a comprobar la calle, que
seguía vacía. Todavía eran las cuatro y media; Cooper le había dicho que no
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—¿Ah, sí? —Otro trozo desapareció y Julia suspiró para sus adentros—. ¿Con
qué?
—Fue una estupidez venirme aquí.
—Fue una... ahh... ya me acuerdo. ¿Quieres decir que aún no has encontrado
ningún cliente?
—No, he encontrado un par de clientes, pero...
A Julia se le hacía la boca agua y le estaba costando concentrarse en la
conversación. Observó con envidia cómo Mary se acababa el último churro.
—¿Pero?
—No lo sé —suspiró Mary—. He tenido un caso de divorcio y otro de lesión
personal. —Se encogió de hombros—. Pero el divorcio es de lo más amargo y la
pareja está usando a los niños como rehenes. Y el caso de lesión... —Se inclinó
hacia delante y susurró—: ...el tío lo está simulando. Pretende sacarle un pico a la
compañía de seguros.
—No. —Julia trató de parecer impresionada.
—Pues sí —dijo Mary con gesto solemne—. No pensé que esto fuera a ser...
así. Pensé que sería más como La ley de Los Angeles o Murder One. Ya sabes,
pelearse por que se haga justicia y conseguir que un cliente inocente salga libre.
—¿A qué tipo de abogacía se dedica tu padre?
—Bienes inmuebles. Antes pensaba que era un rollo, pero ahora... —Mary
hundió el tenedor en la crema bávara de chocolate y se lo metió en la boca. A
Julia le entraron ganas de llorar—. Ahora ya no lo sé. En el derecho inmobiliario
no hay padres maltratadores ni certificados médicos falsos.
—A lo mejor deberías volver a plantearte la situación... a lo mejor lo que
hace tu padre no está tan mal, después de todo.
—Sí, a lo mejor. Iba a quedarme hasta Navidad pero, ¿sabes?, a lo mejor me
vuelvo después de Acción de Gracias. Sólo quedan unos días y Alice me ha dicho
que el Out to Lunch lo va a celebrar por todo lo alto. Después creo que haré las
maletas y volveré a casa, a Boise. Papá se está portando de miedo; aún no me ha
dicho el «te lo dije».
—Mmm —respondió Julia con educación, tratando de acercarse
furtivamente a la mesa de comida. El único trozo de mousse de chocolate que
quedaba no iba a estar ahí toda la vida—. Hasta Acción de Gracias, entonces.
Una mujer se acercaba al trozo de mousse y Julia se apresuró para llegar
antes que ella. De pronto, una mano de hierro la agarró del hombro y tiró de ella
hacia atrás.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —El tono de voz era fuerte y
enfadado.
«Oh, oh», pensó Julia.
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Capítulo 18
—¿Qué cojones ha sido eso? —preguntó Cooper por enésima vez. La había
arrastrado fuera del restaurante sin dejar siquiera que se despidiera de nadie, y
le había llevado a casa sin dejar de mirar a todos lados.
La última media hora no había parado de caminar por la alfombra haciendo
círculos.
—Creí que te había dicho...
—Que no saliera de la tienda —concluyó Julia la frase—. Sí, me lo dijiste.
—Sabías que no debías ir a lo de Alice, ¿verdad?
—Sí, Cooper. —Julia cerró los ojos.
—Sabías que era demasiado peligroso. Lo hemos discutido un millón de veces.
—Sí, Cooper. Lo siento —dijo al fin, suspiró con fuerza y se pasó la mano por el
pelo—. Sólo tratas de protegerme y yo me he comportado como una niña pequeña.
Lo siento, Cooper.
A Cooper se le pasó un poco el enfado que se había cogido al verla en el Out to
Lunch. Aunque el enfado era mejor que el miedo que había sentido cuando entró
en la tienda de los Jensen y no ver a nadie allí. Un miedo atroz, como nunca antes
había sentido, le invadió cuando Loren salió de la trastienda secándose las manos
en el delantal y le dijo:
—Lo siento, Coop. Me he entretenido ahí atrás. ¿Dónde...? —Y entonces Loren
había mirado a su alrededor, lívido de horror.
Julia no estaba y a Cooper se le cayó el alma a los pies.
Vio a Loren girar la cabeza, buscándola pese a que sabía que ya era
demasiado tarde.
—Oh, Dios, Coop —había susurrado Loren—. No está. Dios mío, qué he... —
Pero Loren se había quedado hablando solo, porque Cooper ya había salido
escopetado a la calle, derecho hacia el único sitio en el que podía estar.
La fiesta de señoras de Alice.
Daba igual que hubieran estado discutiendo hacía nada por qué no podía ir.
Pese a que Julia sabía que alguien iba tras ella, estaba completamente fuera de
su elemento. No le habían entrenado para eso, como a él, que había perseguido a
hombres y sabía muy bien lo que era.
Le había obligado a Herbert Davis a que le enviara toda la información
relativa a Santana, descubriendo así que Santana no era un matón cualquiera, sino
un gángster de considerable poder. Cooper sabía lo suficiente como para ser
consciente de que una recompensa de dos millones de dólares significaría que
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todos los matones del país estarían buscando cualquier pista que les llevara al
escondite de Julia.
—Lo siento, Cooper —repitió Julia con suavidad, mirándole a los ojos—. No
debería haber ido.
El enfado y el miedo de Cooper empezaban a remitir, aunque aún no se
atrevía a tocarla, así que metió las manos en los bolsillos del pantalón y
retrocedió un paso.
—No, no deberías haberlo hecho.
—No debería haberte desobedecido.
—No.
—Estabas preocupado.
Preocupado se quedaba corto. Más bien aterrorizado.
—Sí.
—De todas formas... —Julia luchaba por no alzar la voz—... De todas formas,
me cuesta imaginar a una de las Mujeres de Rupert confabulada con Santana.
—No tienes ni idea de eso —respondió Cooper. No se dio cuenta de lo áspera
que había sonado su voz hasta que le vio hacer una mueca de dolor—. El peligro
puede venir de cualquier frente, en cualquier momento, y si no estás preparada...
eres historia en menos que canta un gallo. No voy a dejar que Santana te atrape,
puedes estar segura de ello.
—Ya lo ha hecho. —Su voz era suave y le llevó un minuto darse cuenta de lo
que acababa de decirle.
—¿A qué demonios te refieres con eso?
—Santana ya ha ganado, Cooper. Ya me ha quitado mi vida. Lo más seguro es
que ya no tenga trabajo y hace casi dos meses que no veo mi casa. ¿Quién sabe
cuándo volveré a verla? Para entonces todas mis plantas habrán muerto ya. Y mi
gato. —Trató de soltar una carcajada y se frotó los ojos con enfado,
prometiéndose a sí misma que no lloraría—. Federico Fellini. Llamé a Fred en
honor a él. —Su voz era desoladora y vacía—. Todo lo que tenía. Todo lo que era
yo... me lo ha quitado. Ya no tengo vida; me la ha quitado.
Era cierto. Ya no tenía esa viveza que tanto contrastaba; parecía que alguien
hubiera apagado la luz de su interior. Santana le había quitado su vida, su centro,
su esencia propia.
Cooper no conocía a demasiadas personas que pudieran soportar la pérdida
de su casa, de su trabajo y su vida, que se encontraran de pronto en un pueblo
desconocido y, aun así, hacer amigos como Julia. Él nunca habría podido hacerlo.
Si le hubiera sucedido lo mismo que a ella, no habría tenido el valor suficiente
para meterse de lleno en el pueblo, hacer amigos, y trastocar la vida de la gente
que le rodeara.
—¿Cooper? —Le miró con ansiedad—. ¿Sigues enfadado conmigo?
—No. —Soltó el aire poco a poco y alargó una mano para acercarla a él,
agradecido de tenerla junto a él. Viva y en sus brazos—. No estoy enfadado, sólo
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asustado.
—Yo también —susurró.
Cooper se apartó un poco.
—Entonces por qué... —empezó a decir, pero se detuvo. Sabía por qué. Había
hecho toda la remodelación y el trabajo para decorar el local de Carly y
convertirlo en el de Alice. Se merecía unirse a la fiesta.
—Me... preocupo —dijo al fin.
—Lo sé, Cooper. Y siento haber hecho que te preocuparas con mi egoísmo.
¿Me perdonarás?
Eso habría movido hasta a una piedra. Y, dijera lo que dijera Melissa, Cooper
no estaba hecho de piedra.
—Sí —dijo con voz ronca—. Te perdono. De todas formas, ha sido mi culpa;
no debería haber llegado tan tarde.
—No, Cooper, no te culpes. Soy la única culpable, pero no he podido evitarlo.
No puedo vivir como te gustaría que hiciera; tendría que ser ciega y sorda y... no
preocuparme por nadie, supongo. Quería ver qué tal le iba a Alice.
—Más bien querías probar el bollo de chocolate —dijo sonriendo.
—Mousse —sonrió—. Y sí, eso también. Aunque no probé bocado. De todas
formas, Maisie traerá un poco mañana a lo de Beth, si se lo pido. ¿Cooper?
—¿Sí?
—Acabamos de tener nuestra primera pelea.
Cooper suspiró.
—Sí.
—Y hemos sobrevivido.
—Sí.
—Aunque, cómo no, eres un auténtico tozudo.
Cooper apretó los labios.
—Y tú una imprudente sin perdón.
—Pero me has perdonado. —Le sonrió de oreja a oreja—. ¿A que sí?
—Sí. —Cooper alargó la mano y la estrechó entre sus brazos, besándola.
—Supongo que eso significa que de verdad te importó —susurró Julia al
cabo de un rato.
Cooper sonrió con tristeza.
—Supongo que sí.
* * *
—¡Uft! —Dos tardes más tarde Cooper rodaba sobre su hombro. Agradeció
de inmediato las colchonetas que había puesto en el salón de Julia para practicar
Aikido.
—¡Lo he hecho! —chilló Julia, subiéndose a horcajadas sobre Cooper y
golpeando el aire, encantada—. ¡Lo he hecho! ¡Te he tirado! —Se levantó y
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planes, me da igual existir o no, Cooper. Poco importaría que estuviera muerta. Te
lo estoy pidiendo como un favor; quiero compartir al menos parte de ese día con
Alice. Sólo un ratito. —Le buscó con la mirada—. Por favor, Cooper.
—¡Joder! —Cooper quería golpear algo. Sabía muy bien qué le estaba
pidiendo; y era una locura. Pero también sabía lo mucho que se lo merecía, lo que
significaría para ella, para Alice y Maisie, que estuviera allí el día de Acción de
Gracias.
No volvió a suplicárselo; se lo dejó a él, a que decidiera qué hacer. Era una
locura, pero se merecía estar allí.
«No quiero hacerlo, —pensó—. No quiero decirlo». Pero lo hizo.
—Vale.
—¡Oh, Cooper! —La espantosa sensación de haber cometido un error
cediendo casi valió la pena por ver cómo se le encendía el rostro—. Oh, Cooper,
¡gracias! —Julia le abrazó—. Llevo tanto tiempo deseándolo. Sé lo mucho que ha
trabajado Maisie para hacer el menú y va a ser... —Se detuvo y le miró con
cuidado—. Me habías dicho que no quieres que esté cerca de ningún extraño.
—Ya lo sé.
—Quiero decir que la idea de la reunión de la Asociación de Mujeres de
Rupert te aterraba.
Apretó la mandíbula.
—Sí.
—Así que esta es una concesión enorme por tu parte —dijo.
—Sí.
—Es nuestra segunda pelea.
—Sí.
—Y has cedido.
—Ehh...
—Sólo será una tarde, Cooper —dijo Julia—. Un par de horas. Y a lo mejor
tú también podrías venir.
—Claro que iré. —Cooper se la quedó mirando. ¿Cómo podría pensar lo
contrario? Estaría allí... y armado. Igual que Bernie, Sandy, Mac y Chuck. Iba a
ser todo lo seguro que pudiera.
—Bueno, me alegro de que cambiaras de opinión. —Le sonrió y él la abrazó
con fuerza. Al cabo de un rato, le dijo—: Me alegra saber que no siempre eres
tan tozudo.
—Gracias —respondió forzando una sonrisa—. Creo.
* * *
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* * *
—Cooper, háblame —le susurró Julia en el cuello. Le abrazó con más fuerza
y apretó las piernas en torno a las caderas de él. Esas últimas horas las habían
pasado haciendo el amor.
Aunque había cambiado algo en la forma de hacer el amor de Cooper. Ya no
era tan salvaje como antes; ahora insistía más en los preliminares, tanto que
acababa rogándole que la penetrara.
Mientras Cooper estaba dentro de ella, nada podía herirla. Era como si el
tiempo no pasara.
Estaba agotado, tumbado sobre ella y pegándola al colchón con su peso. Julia
estaba húmeda de sudor y semen.
Giró la cabeza para besarle el cuello.
—Háblame —le repitió.
Cooper abrió de pronto los ojos. Se había quedado dormido.
—No estoy siendo muy justa, ¿verdad, Cooper? —dijo Julia suavemente,
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acariciándole la cabeza.
Últimamente parecía tener las emociones a flor de piel, y pasaba de un
extremo a otro sin previo aviso. Un miedo tan atroz a veces que la paralizaba; un
placer que le volvía loca; ansiedad; alegría; tristeza.
Suspiró.
—A veces no puedo parar de pensar, ¿sabes? La cabeza me da más y más
vueltas y sencillamente no sé cómo...
—Te quiero.
A Julia se le paró el corazón.
—No... —Su menté voló en busca de una respuesta mientras su cuerpo, por
propia iniciativa, respondía a las fuertes manos de Cooper que le agarraban de la
cadera mientras su pene renacía y se prolongaba dentro de ella—... No encuentro
una respuesta a eso.
—No pasa nada. —Parecía tranquilo—. Imagino que no puedes. Estás hecha
un auténtico lío con todo lo que te está pasando. Y no tengo derecho a decirte
algo como eso, en estos momentos, pero quería que lo supieras por si... —Cooper
vaciló—... por si acaso —dijo al fin.
—Cooper, yo... —Pero le puso un dedo en los labios.
—No; no quiero que me respondas. El mundo que te rodea es un follón, demasiado
como para que sepas cuáles son tus sentimientos. Con los míos es suficiente.
Julia, emocionada, le besó la barbilla.
—¿Cuándo te has vuelto tan sensible?
Cooper levantó la cabeza y sonrió con tristeza. Suavemente, empezó a
mover las caderas.
—Tal vez no sea el hombre más sensible del mundo, pero no estoy hecho de
piedra.
—No, no lo estás. Sólo una parte de ti. —Le frotó los labios contra el cuello
y se agarró a su hombro. Le encantaba sentirle, sentir su tuerza y su seguridad.
Le rodeó con las piernas, conduciéndole con los talones mientras entraba y
salía de ella. Sus movimientos fueron lentos y lánguidos al principio. Julia cerró
los ojos, concentrándose en la espiral eléctrica de placer que sentía entre las
ingles. Cooper fue incrementando gradualmente la velocidad hasta que la tuvo,
temblando, al límite.
Un par de movimientos fuertes y cortos y se corrió. Con un grito salvaje, las
contracciones del orgasmo de Julia hicieron que él también se corriera. Ya
estaba increíblemente húmeda de las veces anteriores. Cada vez que dormía con
él, tenía que cambiar la sábana bajera.
Pero no le importaba.
Le encantaba todo lo relativo a la forma de hacer el amor de Cooper, pero
ese momento era especial. Cuando se quedaban quietos, callados, y aún unidos.
Cooper. Su Cooper. Por muy fuerte que fuera, no era un hombre de acero.
No era Supermán. Le había visto cansado, preocupado y ansioso. Tenía un par de
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
arrugas nuevas en el rostro, y parecían permanentes. Sabía que ella era la causa
de la mayoría de sus problemas, pero jamás le había dejado ver, de ninguna
forma, que se lamentara de su intrusión en la vida de él.
Trató de ver la hora en la oscuridad. No lo consiguió, pero debían de ser
cerca de las once. Los rancheros seguían un horario muy saludable. No se
acostaba tan temprano desde que era pequeña.
Todo aquello era tan poco parecido a Boston. En casa, a las once la gente
seguiría saliendo de los bares y teatros de Larchmont Street. La vida nunca se
detenía en el corazón de Boston.
Ahí fuera, en Simpson, no había más que tierra salvaje.
Era un lugar tan extraño para encontrar el amor.
Amor. Cooper le había dicho que la quería. Ella también le quería. O, al menos,
parecía amor. Aunque estaba segura de que el amor requería un futuro juntos y,
ahora mismo, ella era incapaz de pensar en el futuro. Cada vez que intentaba
tomar el control de su vida o planear algo, una cortina oscura lo tapaba todo.
De pronto, necesitó que Cooper supiera que le importaba. Levantó la vista
para decírselo, pero le puso un dedo en los labios.
—Duerme ahora, cariño —le susurró—. Mañana es el día de Acción de Gracias.
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
Capítulo 19
—Ey, Davis, feliz Navidad. —La voz del joven ayudante resonó en la oficina
vacía del Departamento de Justicia.
—Es Acción de Gracias, animal —respondió gruñendo Herbert Davis
mientras le daba un mordisco a su sándwich de pavo. Eran las nueve de la noche y
estaba haciendo horas extra. Otra vez. En un día festivo.
—Da igual —respondió alegremente, inclinándose para dejarle un paquete
sobre la mesa—. Es tiempo de felicidad.
Davis recogió el paquete marcado con el sello de URGENTE y lo abrió,
despidiendo al ayudante con un gesto de la mano. Era una cinta de audio.
David suspiró y sacó la hoja que venía la cinta; estaba cansado y sin fuerzas.
A lo mejor Aaron le había contagiado la gripe; Aaron llevaba dos días en casa,
enfermo, y a Davis se le empezaba a acumular el trabajo.
Leyó el mensaje del FBI sin concentrarse del todo en lo que decía. Habían
estado pinchando el teléfono privado de S.T. Akers por un caso de drogas que no
tenía nada que ver con el caso de Santana, pero el agente encargado le había
enviado la cinta considerando que podría resultarle interesante.
Davis metió la cinta en el radiocassete, picado por la curiosidad. Llevaba
demasiado tiempo haciendo horas extra y, por primera vez, la idea de pasar el día
de Acción de Gracias con su familia política le atraía más que estar allí.
Se estremeció. Ni de broma; estaba cansado, eso era todo. Davis volvió a
desear que Aaron no se hubiera puesto malo. Pulsó el botón de play.
El sonido llegaba un poco mal y le costó unos minutos darse cuenta de qué
decían y quién lo decía. En cuanto lo hizo, se le pusieron los pelos de punta. Paró
la cinta y la rebobinó. Tamborileó unos segundos sobre la mesa, sin atreverse a
volver a pulsar el botón de play; sabía que, después de eso, no volvería a trabajar
igual. Lo pulsó.
Se oyó el ruido de un teléfono y después una voz impaciente.
—¿Sí? Akers al habla.
—¿Señor Akers?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Un amigo, señor Akers. O, más bien dicho, un amigo de Dominic Santana. —
Le escucho.
—Sé dónde está Julia Devaux...
—Espere un segundo. Sabe que no puedo escuchar ese tipo de información.
Iría totalmente en contra de la ley.
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
—Bueno, y cómo…
—Pero imaginemos una situación hipotética. Imaginemos que cuelgo el
teléfono ahora y conecto el contestador. Cuando deje su mensaje, yo estaré
fuera de la habitación, así que no sabré qué ha dicho. E imaginemos...
hipotéticamente, claro, que cuando visite a mi cliente en la cárcel me llevara la
cinta. Sigamos imaginando que tuviera que mostrarle otra parte de la cinta a mi
cliente. No sabré qué dice el mensaje hasta haberle dado play y, para entonces,
será demasiado tarde. ¿Me entiende?
—Claro.
—Pues en cuanto cuelgue, saldré de mi oficina y estaré fuera un cuarto de
hora, ¿con eso le vale?
—Sí, no es más que una dirección. Pero quiero dinero. Quiero la mitad de la
recompensa. Quiero un millón de dólares...
—No sé de qué está hablando. Pero si tiene cualquier petición, dígasela a la
cinta.
Se oyó el clic del teléfono al colgar y Davis apagó el radiocassette. No
quería seguir escuchando. Se sentó con la cabeza entre las manos y dejó que la
tristeza le embargara. Tenía que hacer un millón de cosas y andaba escaso de
tiempo, pero necesitaba un minuto para pensar en silencio.
El hombre que había vendido la información acerca del paradero de Julia
Devaux iba a ser perseguido por la ley. Perdería su trabajo, su pensión, sus
amigos y su libertad. Atentar contra la seguridad en beneficio propio conllevaba
penas de hasta 25 años de cárcel. El hombre ya había perdido a su familia.
Herbert Davis acababa de oír a un hombre suicidándose. Pero no se trataba
de un hombre cualquiera... si no de su mejor amigo desde hacía veinte años.
El hombre que había traicionado a Julia Devaux era Aaron Barclay.
* * *
—¡Feliz día de Acción de Gracias, Coop, Sally! —dijo Alice alegremente. Era
por la tarde y los primeros copos de nieve empezaban a caer. Cooper le puso una
mano en la espalda a Julia y atravesó el umbral del Out to Lunch, muerto de
miedo.
Aquello no le gustaba nada.
—Venga —les dijo Alice, tomando de la mano a Julia—. Tienes que ver cómo
hemos decorado los platos, te va a encantar. Y Maisie ha hecho un pan de jerez
que te mueres.
«Dios, espero que no», pensó Cooper con amargura, soltando la mano de
Julia. No quería que se alejara demasiado, aunque fuera para seguir a Alice a la
cocina. Le hizo una seña a Bernie, quien se levantó y siguió a las dos mujeres.
Sally se quedó donde estaba, junto a la ventana, mirando fijamente el local y la
calle. Ambos eran buenos hombres.
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LISA MARIE RICE MUJER A LA FUGA
Cooper miró a su alrededor. Por primera vez aquel día, dio gracias a que el
tiempo fuera tan malo. Muy pocos que no conociera habían conseguido llegar a la
cena de Acción de Gracias. Un Glenn de lo más orgulloso estaba sentado con Matt
a una mesa que había cerca de la cocina. En otra mesa, los Roger, los Lee y los
Munro, tres familias de Simpson, estaban como en una fiesta; y había otras dos
parejas de Rupert que conocía, aunque no recordaba sus nombres. Además, una
pareja mayor a la que no conocía se deleitaba con una selección de los mejores
postres de Maisie; pero ambos rondaban los setenta y Cooper resistió la
tentación de acercarse y pedirles su identificación.
Observó a un tipo al que no había visto nunca. Parecía un vendedor
ambulante; se lo quedó mirando fijamente hasta que, un par de minutos después,
el tipo apartó la vista para encontrarse con la mirada hostil de Sandy. El hombre
tamborileó un par de minutos sobre la silla, dejó el tenedor en el plato y se
levantó, rebuscando dinero en los bolsillos. Al poco, la pareja de ancianos se fue
también.
Cooper vio a la joven rubia con la que había estado hablando Julia cuando
fue a buscarla y la sacó a rastras de la reunión de Mujeres de Rupert. Se
preguntó si debería acercarse a la joven a pedir disculpas por su comportamiento
del otro día, pero al final decidió que no era necesario. A la mierda los modales.
Cooper se giró con los ojos entrecerrados hacia el alboroto que había en la
puerta. Ya se había llevado la mano a la pistola para cuando se dio cuenta de que
sólo era la voz de Roy Munro felicitando a Maisie y a Alice. Respiró hondo para
tranquilizarse.
Lo había calculado a propósito para llegar justo para cuando los últimos
clientes se estuvieran marchando. Estaba casi seguro de que no habría clientes
para cenar; llevaban todo el día anunciando una tormenta fuerte, y sólo un loco se
aventuraría a salir a la carretera en una tierra tan aislada como aquella por la
noche y con tormenta.
Cooper se sentó a la mesa que Alice les había reservado y esperó con
resignación a que Julia saliera de la cocina.
Por enésima vez aquel día, Cooper se arrepintió de haber aceptado que Julia
viniera a celebrar el día de Acción de Gracias allí, y rogó por que acabara pronto.
Era la última vez que le permitiría ir a un lugar público antes del juicio,
fuera cuando fuera. Luego, Cooper se dio cuenta de que la Navidad estaba al caer
y gruñó para sus adentros. No habría forma de evitar que Julia celebrara la
Navidad con sus amigos; era del tipo de mujeres que consideraban un sacrilegio
no celebrar la Navidad en condiciones. A él le importaba una mierda; las dos
Navidades anteriores habían sido días normales de trabajo, como todos los días.
Los caballos no celebraban los domingos, los días festivos, las Navidades, o
el día de Acción de Gracias. Había que alimentarlos y darles de beber, sacarlos a
hacer ejercicio todos los días, sin excepción.
De hecho, empezaba a costarle hacer todo. Cooper no sabría cuánto más
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podría aguantar aquella situación; si pudiera convencerla para que se quedara con
él... torció de pronto la boca en una sonrisa; la primera desde hacía una semana.
Claro, eso solucionaría todos sus problemas. Si pudiera convencer a Julia de
que se quedara en el rancho con él, todo sería mucho más fácil. Se permitió soñar
despierto un rato. A lo mejor podría convencerla para que decorara un poco la
casa, como había hecho con Alice y Beth. Que la hiciera más agradable. Tal vez
pudiera convencerla para que se quedara. A lo mejor, si jugaba bien sus cartas,
podría convencerla para que se quedara permanentemente...
—No sabes lo que me gusta verte sonreír —dijo Julia, deslizándose en el
asiento que había junto a él—. Empezaba a pensar que se te había quedado el
ceño fruncido para siempre.
Alice puso dos enormes platos delante de ellos.
—Un poco de todo —le dijo a Cooper—. A comer. —Cooper fue incapaz de
reconocer la mayor parte de lo que había en el plato. El día de Acción de Gracias
significaba pavo, salsa de arándanos y pastel de calabaza. Punto.
Pero Julia parecía saber qué era todo aquello.
—Mmm —suspiró, cerrando los ojos y saboreándolo todo—. Soufflé de
patata dulce; pudding de maíz; pavo con salsa de frambuesa... Maisie se ha
superado.
Alice rió feliz.
—Sí, es genial, ¿verdad? Prueba la salsa de frambuesa. El editor de The
Rupert Pioneer ha estado aquí y le ha gustado tanto que va a escribir un artículo.
—Alice miró a su alrededor—. Aunque menos mal que no todo el mundo ha
conseguido venir; aún no tenemos todos los problemas solucionados. Hemos
encargado demasiados pavos, pero pocas verduras; además, estamos quedándonos
sin café y tartas. Aun así —dijo, encogiéndose de hombros—, en Navidad todo irá
sobre ruedas ya. Para ser unos principiantes, no lo estamos haciendo tan mal.
Cooper se puso manos a la obra, aunque no tenía demasiado apetito. Empezó
masticando despacio, y enseguida se animó. No, no lo estaban haciendo nada mal.
Disfrutó de dos mordiscos antes de que su placer se viera interrumpido de golpe.
Sonó su teléfono móvil y, al ver quién era, se quedó helado. Era el número de
Davis. No podía ser nada bueno.
* * *
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* * *
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que no haya problemas aquí, supongo que irán a buscar a Julia a su casa, aunque
nunca se sabe.
Julia les observó mientras Chuck les daba armas y Glenn, Bernie, Sandy y
Mac ocuparon sus posiciones. Cooper metió unos cuantos objetos que no
reconoció en la bolsa de cuero y después, por extraño que parezca, metió dos
toallas que había sacado de la cocina.
Miró a su alrededor con un nudo en la garganta. Las mujeres estaban
ocupadas retirando los platos y moviendo las mesas; mientras los hombres
comprobaban sus armas. Nadie le dijo nada.
Era su problema; todo el mundo podría haber decidido salir de allí y que se
ocupara ella sólita; Cooper se habría quedado con ella, después de todo, era su
chica. Y Chuck era la ley. Pero Glenn, Loren, Bernie, Sandy, Mac, Beth, Alice,
Maisie... no era su problema, sino el de ella.
Las lágrimas se le agolparon en los ojos. La gente de Simpson estaba
arriesgando su vida por ella, sin decir una palabra. Julia sintió que la tocaban y se
volvió para encontrarse con el abrazo de Cooper.
—Cooper —susurró—. Ten cuidado.
—Sí. —Cooper la apartó un poco para mirarla a los ojos—. Estaremos bien. ¿Y tú?
Julia hizo lo que pudo por sonreír para tranquilizarle.
—Sí, estaré bien —dijo, antes de que se le quebrara la voz.
—Saca tu pistola.
—Ah. —Julia se había olvidado por completo de ella. Sacó la pistola,
preguntándose si sería capaz de utilizarla.
—Recuerdas lo que te dije acerca del gatillo, ¿verdad?
—Sí, Cooper. —Julia parpadeó para no llorar.
—Fija el blanco en un punto pequeño e inclina el cuerpo hacia delante.
Empuja, no pegues un apretón. ¿Tienes munición de sobra?
Julia apretó el bolsillo y asintió.
Cooper le dio un beso rápido y apasionado y, para cuando la primera lágrima
rodó por su mejilla, ya estaba saliendo por la puerta con Chuck.
—¿Papá? —La voz de Matt se quebró a mitad de palabra. Chuck se detuvo en
el vano y miró atrás.
—Dime, hijo.
—Yo también necesito un arma.
Julia vio las emociones que reflejaban el rostro de Chuck: sorpresa, miedo,
orgullo.
Ganó el orgullo.
Chuck se acercó a la mesa auxiliar donde Bernie había atrincherado las armas y
escogió un rifle. Lo agarró con fuerza y se lo tendió a su hijo.
Julia no pudo soportarlo. Una cosa era que Chuck, Cooper y sus hombres le
defendieran y otra muy distinta era que Matt lo hiciera. No era más que un crío.
—No, Chuck —le rogó—. Es mi guerra, y no podría soportar que dispararan a
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un chiquillo porque...
Chuck la calló con una mirada.
—Eres uno de los nuestros, Julia. Matt aprendió a disparar a los seis años;
yo mismo le he enseñado. Supongo que hasta ahora no me había dado cuenta, pero
ya no es un niño. —Con gesto solemne, Chuck le entregó el arma a Matt quien lo
recogió con la misma solemnidad—. Protege a las mujeres, hijo.
—Lo haré, papá.
Chuck asintió y siguió a Cooper fuera.
En cuanto salieron, una sonrisa apareció en el rostro de Matt.
—¡Joder! —gritó feliz, tomando posiciones junto a la ventana principal. Con
una mano sostenía el arma junto a la oreja, como en la tele, mientras con la otra
golpeaba el aire—. ¡Menuda pasada!
* * *
La nieve caía con fuerza y la capa que cubría el suelo medía ya unos
centímetros, escondiendo el sonido de las pisadas. La nieve podía ser un
adversario mortal, y Cooper sabía que tenía que ponerla de su parte, y no en su
contra. La temperatura había caído en picado.
Cooper se agachó y fue pasando en silencio de puerta a puerta a lo largo de
Main Street, seguido de cerca por Chuck. La mente de Cooper iba a toda
velocidad. El tiempo. El tiempo era crucial. Davis se había mostrado claramente
culpable de que uno de sus hombres hubiera traicionado a Julia, y había
trabajado duro para darle a Cooper toda la información que pudiera.
S. T. Akers había ido a ver a Santana fuera del horario de visita, alegando
una urgencia médica. A los prisioneros no se les permitía llamar hasta las siete de
la mañana, cuando se grabó una conversación entre Santana y uno de sus matones.
Davis había comprobado todos los vuelos. Incluso asumiendo que hubieran tenido
a un equipo de asalto listo para salir enseguida, los asesinos no podrían haber
llegado antes de las dos de la tarde a Boise. Todos los vuelos que salían de Logan
se habían retrasado por la tormenta; además, había un trayecto de tres horas
desde el aeropuerto de Boise a Simpson con buenas condiciones metereológicas y
teniendo en cuenta que se conociera el camino. Alguien que no conociera el
territorio, y en medio de una tormenta de nieve, tardaría unas cuatro horas.
Cooper comprobó el reloj. Las cinco y media. Tenía una media hora para
organizado todo.
Cooper maldijo en alto cuando sonó el teléfono. Antes de que sonara por
segunda vez, ya lo había abierto.
—Cooper —dijo en voz baja, sin dejar de inspeccionar Main Street.
—Soy Davis. Tenemos noticias.
Cooper cerró los ojos y rezó en silencio.
—Dime que la cacería ha concluido y que los perros vuelven a estar
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encerrados.
—Lo siento, ya me gustaría. ¿Qué está sucediendo allí?
—Tengo a Julia a salvo en un lugar seguro, y el sheriff y yo nos dirigimos a
su casa a organizar la bienvenida para los matones.
—Bien, pues buena suerte. Diles a los malos que, de todas formas, nunca
habrían cobrado la recompensa.
Una camioneta giró despacio por Main Street y Cooper se puso tenso hasta que la
camioneta pasó de largo y reconoció a un hombre cuyo rancho lindaba con el suyo.
—¿Qué cojones significa eso? —preguntó.
—Santana está muerto.
—¿Qué? —Cooper frunció el ceño. ¿Había oído bien? No podía permitirse haber
escuchado mal. No, ahora que la vida de Julia estaba en juego—. Repíteme eso.
—Santana sufrió un ataque al corazón hacia las tres. —No pudo evitar ocultar su
satisfacción—. Le declararon muerto hacia las tres y cuarto de la tarde. Acabo
de enterarme.
—¿Podría estar simulándolo?
—No, a no ser que haya llegado a un pacto especial con Dios. Los restos de
Santana están esparcidos sobre una mesa de autopsias ahora mismo. El patólogo
dice que bebía demasiado y que tenía el hígado destrozado. Así que... si atrapas a
esos tipos, todo habrá acabado.
Colgó y trató de olvidarse de lo que Davis acababa de contarle. Tenía que
centrarse por completo en la misión que tenía entre manos.
—¿Quién era?
—Luego te digo. —Cooper señaló hacia la casa de Julia y giró la muñeca. «A
la parte de atrás». Chuck asintió y se dirigieron en silencio hacia atrás. Cooper
entró con su llave. Se metieron en la casa y cerraron la puerta. Sacó una linterna
del bolsillo y sacó una de las trampas de la bolsa de cuero. Sacó las toallas que
había cogido de la cocina y le dio una a Chuck.
—No podemos dejar ninguna huella. —Chuck asintió y fue secando mientras
Cooper ponía las trampas. En cuarenta y cinco segundos, habían acabado. Cooper
gruñó de satisfacción y se dirigió de inmediato al dormitorio.
Estaba metiendo la ropa de Julia debajo de la manta, para que pareciera que
estaba durmiendo, por si acaso alguien miraba por la ventana, cuando Chuck le dio
en el hombro. Cooper asintió. Él también lo había oído. Un coche bajaba por la
calle.
Cooper miró por la ventana. El coche no llevaba luces y se detuvo a unos cincuenta
metros de allí. Descendieron dos tipos del coche y cerraron las puertas con
cuidado. Era imposible distinguirles el rostro, pero por la forma en que se movían,
Cooper supo que eran profesionales.
Cooper empujó a Chuck en el armario y cerró la puerta. Eso debería
protegerles en caso de que sucediera lo peor y hubiera onda expansiva. Cooper
comprobó el reloj. Los tipos llegaban quince minutos antes de lo que habían
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* * *
Tres manzanas más allá, Julia oyó la explosión. Los cristales de las ventanas
del Out to Lunch se tambalearon un poco y después no se oyó nada más.
Julia miró a su alrededor y vio la expresión de terror de los demás; salvo Sandy,
Mac y Bernie, que habían puesto gesto serio y no se habían movido de sus sitios.
—No —murmuró Julia. Alice miraba al suelo; Maisie avanzó un poco para rodear
los hombros de Julia con el brazo, pero Julia la apartó—. No —dijo más fuerte.
Nadie dijo nada.
Con dedos temblorosos, Julia volvió a comprobar por enésima vez el cañón
de su arma. De pronto, se dio cuenta de que si algo malo le hubiera sucedido a
Cooper, sería capaz de utilizar su arma. Le quitó el seguro y salió por la puerta
con tanta rapidez que los hombres de Cooper no se dieron cuenta.
—¡Ey! —oyó chillar a Bernie—. Cooper ha dicho que...
Pero, para entonces, ya había salido a la calle. No quería escuchar a Bernie
decir lo que hubiera dicho Cooper; quería que Cooper se lo dijera directamente.
Quería que fuera el propio Cooper, en cuerpo y alma, quien la regañara y se
quejara de que no le hubiera hecho caso. Quería que Cooper le gritara, le dijera
que se había puesto en peligro y que no iba a tolerarlo. Quería que Cooper...
quería a Cooper.
Vivo.
Julia corrió a su casa, limpiándose las lágrimas y la nieve con el dorso de la
mano, resbalándose un poco, porque no llevaba el calzado apropiado para el mal
tiempo. La nieve le llegaba casi hasta los tobillos, aunque tampoco habría
importado que le llegara hasta el cuello, porque no le habría impedido seguir
avanzando. Sólo quería llegar hasta Cooper.
Recorrió el último trozo que quedaba hasta su casa deslizándose y, al llegar,
subió los escalones de un salto y abrió la puerta de par en par. Jadeando y con los
ojos como pelotas, entró en el salón y le llevó unos minutos asimilar la escena.
Había dos hombres esposados sentados en el suelo, con la espalda vuelta
hacia la pared, y Chuck les estaba leyendo sus derechos con voz monótona.
Cooper salió del cuarto de baño chupándose los nudillos y con el ceño
profundamente fruncido.
El corazón de Julia le dio un vuelco y la voz se le quebró en la garganta.
Temblando, volvió a poner el seguro a la Tomcat y la dejó sobre la mesita del
salón.
—Cooper... —Las palabras no salieron de su boca. Tuvo que probar de nuevo
—: Cooper. —Fue un susurro apenas perceptible, pero le oyó.
Se volvió, con el ceño aún fruncido, que frunció más cuando la vio.
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La pesadilla ha acabado.
Semanas y semanas de miedo agonizante, de soledad tan profunda que a
veces pensaba que moriría sólo de eso. Semanas de aislamiento y exilio. De
despertarse sudando y temblando de miedo.
La pesadilla ha acabado.
De su pecho salió un sollozo, y luego otro. Y otro.
—Oh, Dios —dijo entre lágrimas y sin poder respirar bien.
Cooper le tomó de las manos suavemente.
—Ya está. Ya no tengo que quedarme aquí. Puedo hacer lo que quiera, puedo
volver a casa. Oh, Dios mío, puedo volver a casa. No veo el momento. Oh, Dios, no
veo el momento. Quiero irme a casa ya. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas
como nunca antes y el corazón le latía desbocado en el pecho. Julia apenas se dio
cuenta de que Cooper le había soltado.
Se pasó las temblorosas manos por el pelo. Sólo podía pensar en una cosa:
volver a casa.
La pesadilla ha acabado.
Miró a su alrededor y se concentró en Cooper, que se alejaba. Chuck también se
estaba alejando. Bernie le daba la espalda y estaba quieto, junto a la puerta.
De pronto, Julia recordó lo que había dicho y le preocupó qué interpretaría
Cooper. Pensaría que se refería a que quería irse a casa y no volver nunca más.
Pero no se refería a eso... para nada. Lo que de verdad había querido decir era...
era... no tenía ni idea de qué había querido decir.
Julia trató de poner sus ideas en orden, pero no funcionó. Sólo le provocó dolor.
Se dio cuenta de los progresos que había hecho en comprender a Cooper, de lo
bien que se le daba ahora ver en su rostro lo que pensaba. Cooper estaba de pie,
frente a ella, derecho, alto y ancho, y su rostro era impenetrable.
Chuck estaba sacando a los dos prisioneros por la puerta. Bernie ya se había
marchado. Y Cooper tenía una mano en el vano de la puerta.
—No te molestarán nunca más. —Su voz era tan distante como su rostro—. Davis
dijo que te llamaría para hacer una deposición, pero no será en un futuro cercano.
Te reservaré un billete de avión para mañana; uno de mis hombres te llevará al
aeropuerto.
—No, yo... —Julia alargó una mano. No podía soportar ver esa mirada
perdida en la cara de Cooper. Pero su cuerpo era una oleada de sentimientos que
no podía controlar. Se mordió el labio y dejó caer la mano.
Quería decirle un montón de cosas a Cooper, pero al parecer no iba a poder,
porque antes de que le diera tiempo a levantarse, él ya se había marchado.
Puede que fuera mejor así.
No había forma humana de que pudiera explicarle nada a nadie, aquella
noche no y en ese momento menos aún.
Julia se recostó en la butaca; esa espantosa butaca de muelles rotos.
Le sorprendió darse cuenta de que iba a echar de menos esa estúpida
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butaca. La que tenía en Boston estaba tapizada con una exquisita tela beige, pero
esta espantosa butaca tenía... personalidad.
Iba a echar de menos un montón de cosas.
Volvía a casa. Por primera vez, Julia se permitió saborear la idea. Casa.
Casa.
¿Pero qué tenía allí? ¿Cuál era su casa ahora? ¿Qué le esperaba? ¿Su
trabajo? Pese a que consiguiera recuperar su trabajo, enseguida se hartaría de
él. Pero si hasta había barajado la posibilidad de establecerse como autónoma.
Vería a Dora y a Jean.
Aunque Julia se dio cuenta de pronto de que, en todo el tiempo que llevaba
en Simpson, nunca se había preguntado qué tal les iría. En la oficina, Jean, Dora y
ella se había llevado bastante bien, leían los mismos libros y quedaban los sábados
a tomar un café y charlar. Pero eso era todo.
No era como allí, que estaba involucrada en las vidas diarias de sus amigos.
Quería saber qué tal le iba a Alice, si el Out to Lunch sería todo un éxito. Quería
seguir probando las deliciosas recetas de Maisie. Quería ayudar a Beth a
redecorar su tienda. Matt le había mencionado que había escrito ciento veinte
páginas de ciencia ficción y quería leerlas.
No podía dejarles.
Julia se quedó mirando el húmedo hocico que había junto a ella. Federico, su
gato siamés, habría encontrado ya otra familia a la que mandar. No como Fred,
que la necesitaba. No podía dejarle.
No podía dejar a Cooper.
Ni en un millón de años.
La emoción y el alivio del momento le habían hecho reaccionar así, pero
ahora empezaba a verlo todo mucho más claro. Quería que Cooper volviera... su
Cooper, que le hacía sentir a salvo y excitada al mismo tiempo, que la regañaba y
le arreglaba las cosas.
La marabunta de emociones empezaba a remitir, dejándola más tranquila y
decidida.
Había sido una tonta, pero no pasaba nada. Cooper la perdonaría. Tenía que
hacerlo, de lo contrario... le derrotaría. Ya habían luchado una vez en broma, y él
se había reído tanto que se las había apañado para hacerle caer al suelo.
Bueno, pues aunque él tuviera ese estúpido orgullo, ése no era su caso. Julia
se puso en pie, agradecida de que por fin las rodillas le respondieran.
Levantó el teléfono y se lo quedó mirando. No daba señal. Lo sacudió, como
si así fuera a conseguir que volviera la señal. El teléfono sonó y, sorprendida,
dejó el auricular y lo miró fijamente. Volvió a sonar y entonces se dio cuenta de
que lo que sonaba era la puerta, y no el teléfono.
Fuera quien fuera, tendría que marcharse porque ahora mismo no quería
hablar con nadie que no fuera Cooper.
Julia abrió la puerta y se encontró con Mary Ferguson.
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* * *
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* * *
—Ehh, Mary. —Julia se lamió los labios resecos—. Cuidado con esa... pistola.
Puede estar cargada.
—Claro que está cargada, estúpida. —Mary abrió la maleta y sacó una
cámara de vídeo que dejó sobre la mesita del salón—. Una de las balas lleva tu
nombre escrito y te está esperando desde hace casi dos meses. —Miró a Julia
con ojo crítico—. Ponte junto a la pared, necesito un fondo blanco.
—Mary —susurró Julia—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Que qué hago? Ganarme dos millones de dólares, querida, ¿qué crees que
estoy haciendo? —Movió la pistola—. Muévete.
Julia arrastró los pies en la dirección que indicaba Mary, sin perderla de
vista. Se puso junto a la mesita del salón, donde había dejado su Tomcat. Cuando
se acercó, Mary alargó de pronto la mano.
—Ah-ah-ah... Julia. —Mary recogió la Tomcat, abrió el cargador y lo vació—.
Una Tomcat 32. Alguien muy listo te ha estado aconsejando, Julia. Aunque no te
va a servir de nada.
¿Cómo había llegado a pensar nunca que Mary era una chica joven? Esa
mujer debía de ser un auténtico genio con el maquillaje. Ahora que la miraba bien,
Julia observó las arrugas que tenía alrededor de los ojos.
—Mary —susurró—. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Qué te he hecho yo?
Por favor, no lo hagas.
Mary se echó a reír.
—En primer lugar, no me llamo Mary; aunque tampoco creas que tengo
intención de decirte mi nombre verdadero. En segundo lugar, por supuesto que
voy a matarte. Llevo siguiéndote el rastro desde octubre. Me voy a comprar una
preciosa casa junto a la playa contigo. O mejor dicho, con tu cabeza.
Mary se inclinó para comprobar la cámara y luego apagó las luces del salón.
Todo ello sin dejar de apuntar a Julia con la pistola.
—La lux tiene que ser la adecuada. —murmuró.
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—Sangre. —Hizo una mueca—. Odio la sangre. A ver, un par más de fotos,
querida, y luego el último disparo... a la cabeza… y ya está. Después, tengo que
marcharme; tengo que coger un avión.
Julia vio cómo se le teñía el jersey de rojo y le costó darse cuenta de que se
debía a la sangre. Julia oyó un gruñido bajo y feroz.
—¡Joder!
Mary le dio una patada a Fred, que estaba delante de Julia con el lomo
erizado. Ladró y se abalanzó a morder a Mary cuando ésta trató de poner la
pistola en la sien de Julia.
—Quita a ese estúpido perro del medio —siseó Mary—. Tengo que salir de aquí.
—Buen perro —murmuró Julia—. Buen chico, Fred. —Le dolía horrores ahora.
—Bueno, si no lo quitas de ahí, tendré que hacerlo desde aquí. —Mary apuntó el
cañón hacia Julia y cerró un ojo.
A Julia le pesaba la cabeza un montón. La levantó con dificultad y se quedó
mirando el cañón que le apuntaba a la cabeza.
No quería morir. Quería vivir. Quería vivir y casarse con Cooper, romper la
Maldición de los Cooper y darle una casa llena de niñas pelirrojas que le volvieran
loco. Y ni siquiera le había dicho a Cooper que le quería.
Julia vio cómo Mary tensaba el dedo y pensó: «Se acabó».
Se oyó un fuerte ruido y la cabeza de Mary se llenó de rojo. Fred ladró y
Cooper se arrodilló junto a ella, rasgándose la chaqueta y apretándola contra el
hombro de Julia, la tomó en sus brazos y le gritó:
—¡Julia, Julia! —Podía sentir sus manos sobre ella, comprobando que no estuviera
herida en ningún otro sitio, y luego apretó con fuerza la herida del hombro.
Quiso decirle que parara, pero el dolor no le dejaba hablar.
—Julia. —Cooper la levantó con cuidado. Se le quebró la voz—. No te me
mueras, Julia. Te necesito. Aguanta, aguanta, te llevaré a Rupert, al doctor
Adams. Aguanta. Háblame, Julia. No te mueras, no dejaré que te mueras.
Háblame, por favor. Háblame.
—Ey —susurró Julia. Alargó una mano temblorosa y le rozó la mejilla. Estaba
caliente, áspera y era sólida. Como Cooper—. Esa frase es mía.
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Epílogo
«FIN»
Julia se recostó en el sillón, contenta, observando el parpadeo del cursor
durante un par de minutos más. Suspiró profundamente de satisfacción, guardó
el documento, apagó el ordenador y se estiró haciendo una mueca. El hombro le
dolía más de lo normal, lo que significaba que seguiría nevando. Según el parte
metereológico, se esperaba una tormenta de nieve para Acción de Gracias del
calibre de la acaecida hacía cuatro años.
Aquella tormenta de nieve había estado a punto de costarle la vida. Los
médicos del hospital de Rupert le dijeron que su presión arterial había estado
por debajo de cincuenta y bajando cuando Cooper la llevó allí. Pese a que apenas
había estado consciente, las pesadillas de Julia seguían siendo blancas: la nieve,
la bata de los médicos y enfermeras, la luz de la sala de operaciones justo antes
de perder el conocimiento...
Tenía suerte de seguir viva y de que la bala sólo le hubiera dejado un
hombro-barómetro que enseñar. Si Cooper no hubiera sabido cómo vendarle la
herida y si no hubiera luchado contra la tormenta para abrirse paso hasta
Rupert... Julia se estremeció al pensarlo.
En cuanto recuperó las fuerzas necesarias para incorporarse en la cama,
Cooper trajo a un juez para que les casara. Y allí, en aquella habitación de
hospital llena de flores que Cooper había traído y rodeada de sus amigos de
Simpson, Julia había unido su vida a la de Cooper.
Le había costado seis meses de escayola y otros seis de rehabilitación para
volver a acostumbrarse a su hombro. Y durante todo ese tiempo, Cooper le había
prohibido trabajar. Claro que después de eso el nacimiento de las gemelas había
ocupado todo el tiempo libre que pudiera tener en los próximos dos años.
La primera vez que pensó en tener niños fue durante el viaje que hicieron a
Boston cuando por fin pudo moverse con cierta facilidad. Allí, había puesto a la
venta el apartamento, había enviado sus cosas a Idaho y había tenido una
conmovedora reunión con sus amigos. A todos ellos les había invitado a que fueran
a visitarla, y alguno de ellos ya lo había hecho.
Tomar la decisión tampoco fue tan difícil. Después de hacer el amor durante
toda la noche en su viejo apartamento, Julia le había dicho a Cooper
tranquilamente al oído:
—No he vuelto a tomar la píldora.
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ella, «deben de ser las hormonas», pensó. De la nueva vida que crecía ya en ella.
Se recostó contra Cooper, quien le pasó una mano por los hombros mientras
observaban a las niñas moverse en direcciones opuestas.
Julia le dio un codazo a Cooper en las costillas.
—Auu —se quejó débilmente—. ¿Y eso a qué se debe?
—Tengo que decirte algo, pero antes quiero que me des un beso.
—¿Eso es todo? —Los ojos negros de Cooper brillaban—. ¿Y por qué no me lo
has pedido?
Julia le pasó a Cooper los brazos por el cuello y se dejó llevar por la magia
que seguían provocando aun después de cuatro años de casados.
Antes de perderse en su beso, Cooper abrió un paternal ojo vigilante.
Inmediatamente abrió el otro, horrorizado, mientras se apartaba.
—¡Dorothy! —Dio un par de zancadas y le quitó las tijeras a la niña justo a
tiempo. Fred estaba junto a ella, permitiendo pacientemente que la niña le
cortara los pelos largos y amarillos del estómago. Dorothy había estado a punto
de asegurarse de que Fred no volviera a tener nunca otra camada.
Cooper se agachó.
—Dot, cariño, no puedes hacer eso. Pobre Fred, has estado a punto de...
La niña rompió a llorar y Cooper puso la cara de pánico que adoptaba cada
vez que una de las niñas lloraba.
—Ayy, princesa —dijo sin saber qué hacer—. No llores, no pasa nada... —
Levantó la vista para encontrarse con que Julia le miraba muerta de risa—.
¿Qué? —preguntó con cara de cordero degollado.
—Es culpa tuya, Cooper. —Julia se recostó contra la librería—. Si tú, tus
hombres y Rafael, y hasta Fred os dedicáis a jugar a haceros los muertos con las
niñas, os van a torear siempre. Sam y Dot empiezan a estar convencidas de que
cualquier cosa con cromosoma está ahí para servirlas.
Daba igual. Cooper había cogido a Dot en brazos y la estaba arrullando,
intentando que le sonriera. Julia casi podía ver las ruedecillas de la cabeza de
Dot girando, maquinando cómo sacar partido de la situación.
—Ya está, cariño. —Cooper volvió a dejar a la niña en el suelo y le dio una
palmadita en el trasero.
—¿Coop?
—¿Sí? —dijo, mirándola con una sonrisa de oreja a oreja.
—Estaba intentando decirte que...
—Ah, se me ha olvidado decirte —le interrumpió Cooper emocionado—, que
Sandy las ha montado en Estrella del Sur. Dice que Sam tiene madera de
campeona. Dot necesita un poco de práctica pero...
—Cooper —dijo Julia reprimiendo un suspiro—. Las niñas tienen dos años. Es
un poco pronto para que Sandy sepa si tienen madera de amazonas o no. Céntrate
en lo que estaba tratando de decirte...
—No es tan pronto. —Cooper frunció el ceño—. La nueva potra de Pure Gold
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estará lista para domarse en unos dos años y medio, y las niñas deberían hacerse
con ella cuanto antes. El otro día justo...
—Cooper, hola, estoy intentando decirte algo...
—Bernie me decía que la nueva chica con la que estaba quedando en Dead
Horse, ¿sabes quién te digo?, esa preciosidad que entrena los caballos de la
yeguada de Hughes. Bueno, pues me dijo que le había dicho...
—Cooper...
—... que había empezado a montar a los dos años. Su padre la montó en un
pony en su segundo cumpleaños y no volvió a bajarse de él. Te apuesto lo que
quieras a que nuestras niñas...
—Cooper...
—... van a ser campeonas estatales. Pero si hasta podrían ir a los Juegos
Olímpicos si quisieran. A ver, lo más seguro es que hasta los Juegos Olímpicos del
2020 no puedan ir, pero si empezamos ya mismo, seguro que podemos... —Julia le
puso un dedo en los labios para que se callara.
—Cooper —le dijo con cariño—. Cierra el pico.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
MUJER A LA FUGA
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