El documento narra la historia de Tiago, un joven que camina solo de noche a su casa y siente que lo siguen. Al llegar a su edificio es atacado por dos hombres que lo secuestran. También habla de Romina, una chica que se queda sola en su casa leyendo pero cuya tía a la que visitaba falleció.
El documento narra la historia de Tiago, un joven que camina solo de noche a su casa y siente que lo siguen. Al llegar a su edificio es atacado por dos hombres que lo secuestran. También habla de Romina, una chica que se queda sola en su casa leyendo pero cuya tía a la que visitaba falleció.
El documento narra la historia de Tiago, un joven que camina solo de noche a su casa y siente que lo siguen. Al llegar a su edificio es atacado por dos hombres que lo secuestran. También habla de Romina, una chica que se queda sola en su casa leyendo pero cuya tía a la que visitaba falleció.
El documento narra la historia de Tiago, un joven que camina solo de noche a su casa y siente que lo siguen. Al llegar a su edificio es atacado por dos hombres que lo secuestran. También habla de Romina, una chica que se queda sola en su casa leyendo pero cuya tía a la que visitaba falleció.
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marcos vazquez
Domingo, 1:18 am 9
Hacía un buen rato que Tiago luchaba contra aquella
sensación extraña que se había apoderado de su mente. Aunque no había visto nada que lo justificara, podía ju- rar que lo seguían. A esa hora de la madrugada no se veía un alma en las calles y la mayoría de las luces de las ventanas de casas y edificios estaban apagadas. Eso lo intranquilizaba aún más. Suponía que, si algo le sucedía, por más que gritara nadie acudiría en su ayuda. Se arrepentía de no haber aceptado que Guillermo lo alcanzara en auto hasta su casa. Le había dicho que no con la excusa de que quería caminar. Eran solo doce cuadras; las mismas que había recorrido varias veces en los últimos años. Por desgracia, Guillermo era de los pocos amigos que no se molestaba en discutirle cuando él tomaba una decisión. Sabía que no había nada que lo hiciera cambiar de parecer. La mayoría de las personas que lo conocían lo consideraban un joven terco y malhu- morado. Pero eso a él lo tenía sin cuidado. Caminar le despejaba la mente y lo ayudaba a pensar. Necesitaba recomponerse del infierno que había vivido durante las últimas dos semanas. Debía encontrar una manera de superarlo. Volvió a mirar hacia atrás para comprobar que no hubiera nadie. La iluminación era escasa. Las calles contaban solo con dos focos por cuadra. Las ramas se- 10 cas de los árboles proyectaban sombras alargadas que en algunos casos hasta podían confundirse con siluetas humanas. Hacía mucho frío. A pesar del abrigo, le costaba en- trar en calor. Abandonó la vereda en dirección a la calle y apresuró el paso. Se sentía más seguro si se mantenía alejado de los pasillos oscuros que se formaban entre los edificios. Le faltaban solo cinco cuadras para llegar a la puerta de su edificio y con cada paso que daba, la idea de que lo per- seguían lo torturaba un poco más. Trató de tranquilizarse. Después de todo, no era la primera vez que caminaba por una calle solitaria y le sucedía algo así; y siempre había sido culpa de su imagi- nación. ¿Por qué ahora sería distinto? No podía explicarlo. Simplemente lo sentía diferente. Tomó el celular y marcó el número de su padre. Sonó hasta que respondió la contestadora. Lo intentó dos veces más, con el mismo resultado. Era inútil; jamás es- cucharía el teléfono. Los medicamentos lo sumían en un sueño profundo. Su estado de salud lo tenía preocupado. A medida que pasaban los días, en lugar de recuperarse, empeoraba. Si seguía así, jamás volvería a ser el mismo. Por primera vez en lo que iba de la noche, escuchó pasos detrás. Sintió que lo recorría un escalofrío. Quiso girar, pero no pudo. El miedo se lo impidió. Se enojó consigo mismo por su forma de reaccionar. No podía ponerse así por el simple hecho de que hubiera gente que caminaba por la calle a esa hora al igual que él. Era una estupidez. 11 Respiró profundo y desaceleró con la intención de que lo adelantaran. Intentó convencerse de que en cuestión de segundos sería él quien iría detrás. Para su sorpresa, eso no ocurrió. El sonido de los pa- sos se acompasó a los suyos. Tuvo la impresión de que se trataba de más de una persona. Quizás dos. ¿Se proponían asaltarlo? Le dio una punzada en el estómago que casi lo dobló. ¿Qué debía hacer? No podía llamar a la policía por algo así. Se imaginó la reacción del operador cuando le dijera que había gente que caminaba detrás de él en la calle… Jamás lo tomarían en serio. Recordó los consejos que su madre le había dado por si se enfrentaba a una situación como esa: no corras, no te resistas, tu celular no vale una vida. Corrió. No supo bien por qué lo hizo, simplemente sa- lió disparado. Él era bueno corriendo. A decir verdad, a diferencia de lo que le sucedía con el estudio, era bueno para casi cualquier actividad física, al punto que se sentía capaz de hacerle frente a un asaltante si la situación lo requería. Pero solo lo haría si no tenía más remedio. A pesar de que practicaba artes marciales desde pequeño, sabía que la fuerza física no bastaba para contrarrestar el efecto de una bala o el de un cuchillo. Al llegar a su edificio, se abalanzó contra la puerta de abajo con la esperanza de que no estuviera cerrada con llave. No tuvo suerte. A esa hora, en la que ya no había portero, tenía el cerrojo pasado. 12 Sintió que algo lo rozaba a la altura de las pantorrillas. Se estremeció. Le alivió comprobar que se trataba del gato gris de la vecina del primer piso. Acostumbraba a escaparse por una ventana para dar su paseo nocturno y luego aguar- daba en la entrada hasta que alguien lo dejara pasar para ir a maullar frente a la puerta del apartamento de su dueña. Se repitió que debía tranquilizarse. Todavía sin recuperar el aliento, abrió el cierre frontal de la campera, metió una mano en el bolsillo in- terior y tomó las llaves. Las introdujo en la cerradura y empujó. Le bastaban unos pocos pasos para dar por ter- minada la paranoia sin sentido que le había arruinado la noche. Pero el gato fue el único que consiguió colarse en el interior. Él no tuvo tiempo de imitarlo. Dos hombres lo tomaron con fuerza por los hombros y lo tiraron hacia atrás. Quiso gritar, pero no pudo. Un paño con olor penetrante le cubrió la boca. Luchó hasta que quedó inconsciente. Con prisa y gran habilidad, los agresores lo ubicaron entre medio de ambos, como si se tratara de un amigo borracho al que ayudaban a regresar a casa, y lo arras- traron hacia un coche que los aguardaba estacionado a pocos metros. Después de que lo ubicaron en el asiento trasero, uno de los individuos, el más bajo y delgado, cerró la puerta y dijo: —Ahora vamos por la muchacha. 13 Desde el otro lado de la puerta de vidrio, el gato gris, único testigo de la escena, los contemplaba impávido mientras se lamía una pata. 2
14 Domingo 2:10 am
El celular emitió tres pitidos breves antes de apagar-
se. Romina lo tomó desde la mesa de luz y lo contempló contrariada. Estaba tan entusiasmada con la lectura de aquel libro que se había olvidado de enchufarlo. No podía dejarlo así. Si no respondía a los mensajes que cada tanto le enviaban sus padres para asegurar- se de que estuviera bien, se preocuparían y regresarían de inmediato. Y no quería arruinarles la celebración del aniversario de bodas. La habían invitado a que los acom- pañara, pero Romina sabía que ellos disfrutaban de manera diferente cuando estaban solos, así que declinó la invitación. Utilizó como pretextos que le dolía la cabe- za y que prefería no tomar frío porque se sentía como si estuviera por resfriarse. Pensaba aprovechar para acos- tarse temprano y terminar con la lectura de una historia que la tenía atrapada. Un tiempo atrás, esa habría sido la excusa perfec- ta para ir a pasar la noche a lo de su tía Carolina. A Romina siempre le había fascinado compartir sus ratos libres con ella. De pequeña, Carolina solía cuidarla mientras sus pa- dres trabajaban. Cada vez que le tocaba quedarse a cargo de ella, la hermana de su madre se aparecía con una bolsa repleta de juegos, libros y lápices de colores. Entonces se sentaba junto a Romina y se convertía en una niña más. Se notaba que lo disfrutaba. Siempre se las ingeniaba para organizar actividades divertidas. Inventaba histo- rias, le leía libros, la llevaba a pasear; cualquier cosa con 15 tal de que ambas la pasaran bien. El tiempo cuando estaban juntas transcurría de ma- nera tan placentera que, la mayoría de los días, cuando sus padres regresaban al final de la jornada laboral, ella no quería que su tía se marchara. Por eso, años más tarde, cuando Romina alcanzó una edad apropiada como para quedarse sola en casa, igual elegía ir a lo de Carolina. Cada vez que podía la visitaba y aprovechaba para contarle todo como si fuera su me- jor amiga. De hecho, así la consideraba la muchacha. Con ella había compartido alegrías, tristezas y hasta el des- pertar de sus primeros amores de adolescente. A veces, inclusive Romina se daba una escapada por el departamento de su tía, aunque no hubiera nadie. Tenía su propia llave. Había un motivo poderoso que la im- pulsaba: la impresionante biblioteca del living. Carolina había sido la culpable de que le apasionara leer. De niña, cuando su sobrina se quedaba a dormir en el apartamen- to, ella le leía historias antes de dormir; a veces hasta altas horas de la madrugada, ignorando el pedido de su hermana para que la acostara temprano. En cuanto Romina aprendió a leer por su cuenta, comen- zó a ser ella quien seleccionaba los libros de la biblioteca. Los que más le gustaban eran los de aventuras fantásticas. Carolina era su principal referencia para elegir las historias. Ella las había leído todas, así que esperaba con ansias a que la muchacha las acabara para intercambiar opiniones. 16 A lo largo de los años, ambas habían construido una relación muy estrecha. Se adoraban. La mujer la quería como si fuera la hija que nunca pudo tener. Por eso, un tiempo atrás, una noche como aquella, Romina no habría dudado ni un segundo en ir a visitarla. Pero eso ya no era posible.
La muchacha recordó que había dejado el cargador del
celular sobre la mesada de la cocina. Se arrepintió de no ha- berlo traído al dormitorio. No le gustaba andar por la casa a solas a esa hora de la madrugada, pero no tenía alternativa si quería evitar que sus padres se pusieran nerviosos. Se calzó las pantuflas y cubrió su cuerpo con una man- ta. Prefería que la excusa del resfrío no se transformara en realidad. La calefacción se apagaba a la medianoche, por lo que, a excepción del dormitorio, donde contaba con una pequeña estufa eléctrica, el aire frío del resto de la casa no se toleraba solo con el piyama. Salió al pasillo y encendió la luz. Odiaba la oscuridad. Cuando era pequeña, cada vez que se levantaba a oscuras al baño tenía la sensación de que alguien la seguía. Era horrible. Trataba de apresurarse todo lo que podía para volver a la cama. En la actualidad, a punto de cumplir quince años, se avergonzaba de que el mismo temor todavía la dominara. Recorrió de prisa la distancia que la separaba de la cocina en busca del cable. En cuanto lo tuvo en su poder, inició el retorno hacia el dormitorio. No había dado más de tres pasos cuando sobrevino un apagón. 17 Quedó petrificada. Se preguntó si habría una linterna en algún lado de la casa. Acostumbrada al celular, no recordaba la última vez que había utilizado una. Descartó la idea de buscarla y avanzó a tientas. Al entrar al living, se percató de que por el ventanal del frente ingresaba luminosidad desde el exterior. Se acercó y corrió la cortina. Las luces de la calle permanecían encendidas. Y también las de los vecinos. No se trataba de un apagón que afectaba toda la zona, sino solo su casa. En ese momento escuchó un sonido de vidrios rotos proveniente de la cocina. ¿Habían roto la ventana de la puerta de metal que comunicaba con el fondo? Creyó que moriría del susto. Con la intención de salir al jardín y pedir ayuda, fue hacia la entrada principal, pero no halló las llaves en la cerradura. Sus padres le habían pedido que no las dejara puestas para que ellos pudieran abrir cuando volvieran. Las había guardado donde acostumbraban: en el primer cajón, bajo la mesada de la cocina. No podía ir a buscarlas sin que la vieran. Escuchó el chirrido típico de la puerta de atrás al abrirse. ¡Ya estaban dentro de la casa! Apenas pudo contener el llanto. Su cuerpo entero le pedía que corriera. ¿Pero hacia dónde? Comenzó a surgir- le un deseo incontenible de gritar, aunque sabía que si lo hacía la descubrirían. Se preguntaba si esperarían encontrarse con alguien 18 dentro de la casa. Su dormitorio daba hacia el fondo. Desde afuera, con la persiana baja, no se notaba que la luz estaba encendida. Y hacía algo más de tres horas que el resto de la vivienda se hallaba en completo silencio. «Sí; es eso —intentó convencerse—. Creen que no hay nadie». En ese caso, lo mejor sería gritar. Quizá eso los haría desistir. Estaba a punto de hacerlo, cuando un pensa- miento repentino la obligó a recapacitar: «¿Y si lo que quieren no es robar? ¿Sabrán que estoy sola?». En ese ins- tante estuvo a punto de perder la cordura. Todo comenzó a darle vueltas, como si fuera a desmayarse. Fue el sonido de unas voces lejanas lo que la hizo reaccionar unos se- gundos más tarde. A pesar del pánico, intentó analizar qué opciones te- nía. No podía llamar a la policía o a sus padres. El año anterior habían cancelado el teléfono de línea, dado que con los celulares ya nadie lo utilizaba. Lo único que se le ocurría era esconderse y esperar. Si la fortuna la acompa- ñaba, tomarían las cosas de valor y se marcharían. Entonces vio aparecer el haz de luz de una linterna, a través de la abertura que comunicaba la sala con la cocina. Sería cuestión de segundos para que se toparan con ella. Debía salir de allí de inmediato. Nunca imaginó que recorrería ese pasillo a oscuras con tanta prisa. En cuanto entró a su dormitorio cerró la puerta. Trató de hacer el menor ruido posible. Dudó si debía pasar la tranca. Si lo hacía, los intrusos tendrían la certeza de que había alguien dentro. ¿Cómo reaccionarían en ese caso? 19 Decidió dejarla sin trancar y solo esconderse. ¿Dónde debía ocultarse? Se le ocurrieron los únicos dos lugares posibles: debajo de la cama y dentro del rope- ro. Optó por este último, porque debajo de la cama había cajas que le dificultarían la tarea. Además, prefería per- manecer de pie por si tenía que defenderse. ¿Defenderse? Le sonaba ridículo. Con su físico menu- do y su escasa fuerza, no conseguiría ocasionarles el más mínimo daño. Abrió las puertas corredizas del ropero, movió hacia un lado las perchas con ropa y se escondió detrás. Cerró las puertas de inmediato. Ahora solo le cabía esperar a que se conformaran con el televisor del living y la notebook de su padre. En la casa no había joyas ni dinero. Ojalá que eso no los pusiera de mal humor. Las decisiones que tomó en esos últimos minutos le daban vueltas en la cabeza. ¿Habría hecho lo correc- to? Quizá, si hubiese corrido a la cocina para agarrar la llave de la puerta del frente, habría logrado escapar sin importar que la descubrieran. Pero de qué le servía cues- tionárselo ahora si ya no podía hacer nada al respecto. De pronto, la asaltó el temor de que sus padres regre- saran justo en ese momento. Aunque sería bueno para ella, deseó con fuerza que eso no ocurriera. Le preocupa- ba que salieran lastimados por enfrentar a los ladrones. Cerró los ojos y visualizó el rostro de su tía. Trató de concentrarse en la calma que solía regalarle con su sonri- 20 sa y en la confianza que siempre supo transmitirle cada vez que ella la necesitó. Hubiera dado todo lo que tenía con tal de poder recurrir a ella en ese instante. Mientras lo hacía, llegó el momento que más temía. Escuchó que se abría la puerta del armario. El miedo se apoderó de ella. Ni siquiera lograba con- trolar la respiración. Se agazapó como un felino a punto de cazar. Pero no le habían asignado el papel del cazador en aquella batalla, sino el de la presa. La luz que le apuntó a la cara de golpe la encandiló. Soltó un grito desesperado y se lanzó hacia el frente. Un par de brazos poderosos la sujetaron contra la pa- red posterior del ropero mientras otro de los individuos se preparaba para inyectarle un potente somnífero. —No tengas miedo, Romina —le habló una voz mas- culina—. Esto no te dolerá. Sintió un pinchazo en el brazo. Apenas consiguió moverse antes de que el foco de la linterna se desvaneciera frente a sus ojos.