Cuando Las Pareces Miran 2
Cuando Las Pareces Miran 2
Cuando Las Pareces Miran 2
de Asia Lafant
Corrección ortotipográfica: Elisabet Moreno
Ella estaba absorta en sus pensamientos sin saber que pronto todos sus
planes se iban a romper. Pensaba en que lo de irse de viaje a Nueva York
había sido una idea muy acertada. Necesitaba alejarse de todo y de todos. Las
últimas decisiones que había tomado en su vida la habían dejado muy ligera
de ese equipaje emocional que pesa más que cualquier maleta. Romper con
Alberto había sido, sin duda, el primer paso. Su relación se había convertido
en algo dañino y enfermizo. Los celos de este, que habían empezado con
algunas pequeñas discusiones, finalizaron con un asalto a su cuerpo que
terminó en sexo agresivo, disimuladamente no consentido, por parte de ella.
Esa había sido la sentencia que dio paso a todos los demás cambios de rumbo
que iba a tomar en su vida actual.
Decidió dejarlo a él, luego su trabajo, y finalmente se despojó de todas
aquellas personas que no le aportaban nada. Lo mejor de todo era que la
compadecían y pensaban que estaba triste, cuando la realidad es que había
llegado a un punto de su vida en el que por primera vez, desde la muerte
repentina y trágica de sus padres, se sentía ligera y en paz consigo misma.
Incluso el pasar esa Nochebuena a solas le parecía el mejor regalo de
navidades desde hacía muchos años. Ya tenía la cena preparada y ahora iba a
disfrutar de un baño caliente y largo con la música de Seether de fondo.
Se quitó la ropa lentamente y se sumergió en el agua con espuma de la
bañera. Su pelo largo y negro pareció cobrar vida mientras se expandía por el
agua. Cerró los ojos e intentó relajarse y dejar de pensar, pero no lo
consiguió.
Las ideas extravagantes de empezar una nueva vida en otro lugar tenían
mucha fuerza en su mente y, aunque a sus amistades y conocidos les había
dicho que su viaje iba a durar unos tres meses, la realidad era que si
encontraba la manera de poder vivir y trabajar, de lo que fuese, en Nueva
York, no volvería a Barcelona en mucho tiempo. Quizás nunca.
No le daba miedo lo desconocido, más bien lo que la asustaba eran esos
pensamientos retorcidos que desde hacía demasiado tiempo intentaba
reprimir. Exactamente desde que, cuando era apenas una niña, vio como otro
niño se ahorcaba en un parque mientras ella lo miraba, estupefacta, sin
pronunciar palabra. Podría haber gritado, o ir corriendo a avisar a algún
adulto, pero el hecho de ver como una vida se iba delante de sus ojos, le
produjo una sensación tal de poder, así como una curiosidad morbosa, que la
tuvo inmóvil hasta la última sacudida de esos pequeños pies envueltos en
mocasines de ante azul marino.
Cuando llegaron los adultos al lugar, pensaron que ella se había quedado
petrificada y traumatizada por lo que acaba de presenciar, y eso le dio la
valentía suficiente como para seguir fingiendo que estaba afectada
psicológicamente cuando lo cierto es que estaba fascinada. Durante algunos
meses le concedieron todos los caprichos que ella deseaba, y el doctor que la
había tratado llegó a la conclusión de que al ser apenas una niña, las
consecuencias no las arrastraría.
Pero se equivocó. O no. Quizás sí que hubo consecuencias, pero no las
que cabía esperar.
El resultado de esa experiencia hizo que el resto de su vida fuese una
farsa continua, aparte de un esfuerzo descomunal. Ella sabía perfectamente lo
que estaba bien y lo que estaba mal. Sabía lo que se esperaba de ella, y
también sabía, de sobras, como comportarse de una manera civilizada a la par
que educada. Lo justo para pasar inadvertida.
Y así había sido toda su vida a los ojos de las otras personas, aunque la
realidad personal y secreta, era que desde aquella temprana experiencia con la
muerte, no había sentido nada igual, nada que le produjese más placer y
morbo, en toda su existencia. Sabía que los pensamientos retorcidos sobre
cualquier tipo de sufrimiento ajeno estaban bien guardados en lo más
profundo de su cerebro, pero últimamente le costaba mucho trabajo dejarlos
enterrados.
El día en que Alberto la forzó en el suelo del pasillo, solo ella supo que
había disfrutado de la violación. Y eso había sido posible porque mientras la
penetraba con fuerza desmedida, sus pensamientos volaron hacía un mundo
secreto en el que era ella quien le arrebataba la vida de la manera más atroz.
Alberto nunca se habría imaginado que al día siguiente, cuando lo echó de su
casa, lo que realmente ella estaba haciendo era salvarle la vida, pues de
alguna manera se había desencadenado en su interior una especie de efecto
dominó, en el que la última ficha solo podía ser el ver como su amante se
moría delante de sus propios ojos.
Esa, entre otras, fue la razón por la que había decidido pasar esa
Nochebuena sola e irse de viaje, lejos de todos los recuerdos y tentaciones.
Pensó que, quizás en otro lugar, se vería forzada a empezar de cero, y eso
alejaría de su mente ese impulso de violencia que en los últimos meses se
había acentuado en su interior.
Notaba ya el agua un poco fría y decidió salir de la bañera. Otras veces
se metía en el plato de ducha que había en la esquina del lavabo y se
masturbaba bajo el chorro de agua helada antes de dar por terminado su aseo
diario, pero esta vez ya había disfrutado de su cuerpo mientras recordaba
aquel episodio de su infancia y la violación, consentida, de Alberto. Se
envolvió en la toalla enorme de color blanco, e hizo lo mismo con otra más
pequeña para su pelo. Cuando se hubo secado bien el cuerpo se vistió con tan
solo una bata y, tras quitarse la toalla que le envolvía la cabeza, se dispuso a
secarse la cabellera.
El ruido del secador le impidió oír como la cerradura de la puerta de su
casa anunciaba que alguien estaba entrando.
3
Ambos estaban tan alerta el uno del otro que, en cuanto él movió un
brazo sobre las sábanas, los dos se despertaron. Esta vez las miradas se
encontraron.
—Tengo que ir al baño —informó ella a través de la mordaza empapada
en su propia saliva.
Sabía que esa no era la oportunidad para hacerse con la situación, pero
la necesidad era real. Podría arriesgarse a hacérselo encima con la seguridad
que la obsesión por la limpieza de él lo sacaría de quicio, pero tampoco
estaba dispuesta a soportar más violencia de la necesaria sobre su cuerpo.
—No voy a desatarte, si eso es lo que pretendes. Deberás hacerlo bajo
mis circunstancias y mi mirada.
Ella no respondió y él se levantó. La erección fruto de la relajación del
sueño ya estaba menguando y a él no pareció preocuparle ese punto de su
propia anatomía. La cogió por las axilas para sentarla sobre la cama y luego
se agachó para desatarle los tobillos.
—No hagas ninguna tontería y enseguida estaremos de vuelta.
¿Entendido?
Sin esperar respuesta la levantó y se puso detrás de ella. Nekane sabía
que estaba en mucha desventaja. Ni siquiera con una patada lograría escapar,
así que solo caminó hacia el baño, sintiendo el aliento de Igor en su nuca
despejada, pues tenía toda la melena a un lado.
Llegados al lavabo, él la sentó sobre el wáter y se puso en frente de ella.
Sin vergüenza, dejó que su vejiga se vaciara y le hizo señas con la cabeza
hacia el papel higiénico. Él entendió a la primera lo que ella le pedía y
arrancó unos cuantos trozos del papel; le secó la entrepierna, tiró de la cadena
y se lavó enseguida las manos. Después la volvió a levantar y la condujo de
vuelta a la cama.
—Túmbate —ordenó.
Ella lo hizo y se dejó atar de nuevo los tobillos. Se alejó hacia el
comedor y, a los pocos segundos, ella escuchó la música que hacía apenas
unas horas estaba sonando cuando todavía no imaginaba nada de lo que iba a
suceder. Igor volvió al dormitorio y se sentó a su lado a la altura de su
cintura. La sorpresa fue cuando él le quitó la mordaza y la dejó colgando en
su cuello.
—Es inútil que grites —dijo enseñándole el cuchillo que antes había
servido para herirla en las piernas. —No hay nadie en el edifico y es
Nochebuena, tampoco hay nadie en la calle.
Ella no dijo nada pero sentía su mandíbula tensa y a la vez entumecida.
Era una liberación tener la boca cerrada, aunque las comisuras de los labios
parecían arderle.
Él empezó a pasar la punta del cuchillo sobre la piel de ella, de manera
lenta y parándose en algunos puntos sensibles de su torso. Ella no sentía
miedo. Había logrado convertir cualquier sentimiento en ira, y eso le estaba
dando fuerzas y lucidez para empezar su ataque.
—¿Esto es lo que te excita? —preguntó desafiante.
Él sonrió y bajó la mirada hacia su propia entrepierna que empezaba a
endurecerse, y la invitó a mirar también. Y así lo hizo.
—Veo que eres de los que les gusta esta clase de juegos, pero no eres
capaz de llevarlo a cabo del todo. ¿Me equivoco? —siguió ella con media
sonrisa irónica en sus labios.
El cuchillo, que en ese momento iba por el ombligo, se hundió
levemente hasta hacer que brotara un hilillo de sangre. Ella no se inmutó por
el dolor punzante, sino que siguió atacando con las palabras.
—Me has tenido a tu merced y no has hecho otra cosa que masturbarte.
¿No eres lo suficientemente hombre como para violarme? ¿Estas son tus
fantasías de adolescente? ¿Hacerme sangrar y tocarte mientras estoy
inconsciente?
La rabia de él estaba empezando a fluir a través de sus ojos. Ni siquiera
el cuchillo se movía ya por la piel de ella. Nekane incluso creyó entrever de
reojo que la erección estaba menguando. Y eso no era bueno para sus
intenciones.
—¿Quizás vas a hacer que te la coma para que eso vuelva a ponerse
duro? ¿Probamos?
Él tiró el cuchillo al suelo y la cogió de la melena para situarla cara a
cara.
—Tienes la boca muy grande. Casi tan grande como esta —dijo
mientras cogía su miembro fuerte en la mano que tenía libre.
De un empujón la volvió a tirar sobre la cama y, con violencia y rapidez,
le desató los tobillos y le abrió las piernas. De manera abrupta se puso sobre
ella y la penetró, una vez y otra sin parar, hasta que se dejó ir. Ella aprovechó
cada embestida para coger fuerzas e ira y, cuando por fin se separó saliendo
de su interior, supo que quedaba poco.
Apenas unos segundos tras haberse quedado él tumbado boca arriba para
recuperar la respiración, se levantó sin mirarla para ir directo al baño a
lavarse. Y con un mínimo de suerte, a ducharse.
Efectivamente Nekane oyó como el agua de la ducha volvía a correr, y
eso le dio el valor suficiente para empezar su plan. Sin pararse a pensar en la
propia suciedad de su entrepierna, que había sido atacada sin protección,
comenzó a mover sus muñecas por detrás de su espalda. Notaba como la
atadura se iba aflojando a medida que restregaba su piel para dar de sí lo que
el apretado nudo había logrado aflojar el resto del pañuelo y, estirando de tal
modo que hasta creyó que sería posible romperse la muñeca, logró sacar una
mano.
En un solo movimiento se levantó de la cama. Solo en ese momento
notó un líquido caliente deslizarse por la parte interior de sus muslos, pero sin
pararse a darle más importancia, se encaminó de prisa, atenta al sonido del
agua, hacia uno de los cajones del comedor. Lo abrió con cuidado, pues
aunque la música había parado y el ruido del agua de la ducha podía mitigar
cualquier sonido, no quería alertarlo de ninguna de las maneras.
Sacó un martillo de una pequeña caja de herramientas que, en su día
pensó que había comprado para nada, y se puso en el mismo lugar en el que
su atacante se había colocado, para sorprenderla, hacía unas pocas horas:
pegada a la pared que terminaba en la puerta del baño.
Los segundos parecían poder contarse con cada latido de su corazón y,
cuando el agua dejó de correr, su órgano vital también pareció pararse.
Preparada con el martillo en alto, aguzó el oído a la espera de los pasos hacia
ella. Parecía estar viendo en su imaginación todo lo que acaecía en el lavabo:
él cogiendo su toalla de baño, él secándose, él dejando la toalla, él preparado
para salir de la estancia.
El crujido del martillo contra la nuca de Igor fue parecido al que hace
una nuez cuando es abierta. Su cuerpo, desnudo y todavía algo húmedo, se
desplomó hacia delante haciendo otro sonido sordo, que le dio la sensación
de retumbar por las paredes del comedor. Aún con el arma en la mano, se
puso a la altura de la cabeza de él y, entre un pequeño charco de sangre roja
brillante, que iba tomando más espacio en el suelo a cada segundo, metió su
mano en busca del cuello de Igor para buscar el pulso.
Se aseguró más de una vez de que en efecto no había. Solo entonces
dejó caer el martillo al suelo, se sentó con las piernas cruzadas lo bastante
lejos de la sangre y lo suficientemente cerca de su asaltante, para mirarlo
detenidamente.
En sus fantasías el final había sido otro. A ella le hubiese gustado
tenerlo atado unas horas y hacerlo sufrir. Ver como se le escapaba la vida
poco a poco mientras ella, quizás, le cortaba las venas, lo acuchillaba en
diferentes lugares, o le arrancaba los huevos. Pero esa no habría sido una idea
acertada para luego llevar a cabo todos sus planes. Fue entonces cuando
levantó la mirada hacia el reloj de pared del comedor. Aunque para ella el
tiempo parecía haberse parado en el momento en el que notó por primera vez
la mano de Igor sobre su boca, lo cierto era que las horas habían pasado.
Hizo un rápido cálculo mental del tiempo que disponía y el resultado la
satisfizo. Tenía todavía doce horas para prepararlo todo.
6
8.
2 años después
—Esto es insoportable, Leo. Hace ya casi tres meses que salió el libro de
Castellano a la venta y los periodistas siguen acampando debajo de nuestra
ventana. ¡Qué asco!
—Tranquilízate, nena. Ya se cansarán.
—¡Qué asco!
Leonor se apartó de la ventana dejando que las finas cortinas
anaranjadas, y arañadas por los cinco cachorros de gato que compartían piso
junto a sus padres gatunos, volvieran a su posición vertical. Durante el último
caso que habían investigado, muchas cosas en la vida de la pareja de policías
habían cambiado. Entre ellas estaba la ardua tarea de intentar domesticar esos
cinco felinos que corrían y jugaban por toda la casa, bajo la atenta mirada de
sus progenitores: Patatina y Tigre.
El hecho de que el que resultó ser el asesino de su caso anterior fuera un
periodista con aires de grandeza por convertirse en un famoso escritor, y que
tras su detención y posterior traslado a la cárcel lograra su objetivo de escribir
un libro con ellos como protagonistas y que, además, se hubiese convertido
número uno en ventas, era la causa de que, desde hacía ya más de un mes, en
la puerta del edificio en el que tenían su apartamento los dos detectives
estuviesen apostados, día y noche, varios periodistas esperando poder tomar
fotos y conseguir declaraciones de la pareja, que ya se había hecho
relativamente famosa con el caso del asesino de mujeres embarazadas.
El grito ensordecedor que Leo escuchó desde su posición, recogiendo
los últimos destrozos de uno de los cachorros que se había dedicado a jugar
con un paquete de servilletas de papel en una esquina de la cocina, hizo que
el corazón del detective diese un vuelco y corriese hacia la habitación de
matrimonio esperando encontrar lo peor.
—¡Mierda! ¡Joder! —seguía gritando desesperada Leonor.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¿Estás bien? —los ojos de Leo
estaban abiertos al máximo y su corazón seguía latiendo asustado.
—No me cierran los tejanos. Ni los pantalones del traje chaqueta negro.
Ni ninguna de esas faldas. ¿Y ahora qué hago?
Leo, desconcertado, pues esperaba encontrar a su compañera en el suelo,
o quizás un bicho minúsculo que le diera miedo, algo que a él le resultaba
muy curioso, pues Leonor estaba acostumbrada a lidiar con asesinos,
traficantes o malhechores varios y por una araña era capaz hasta de
desenfundar la pistola, se quedó mirando incrédulo ya que nunca hubiese
imaginado que esos gritos desesperados, que casi le habían producido un
infarto, eran por culpa de unos tejanos y una montaña de ropa que estaba
tirada de mala manera sobre la cama.
—A ver, nena… ¿cómo te lo digo? Estás preciosa y lo estarás todavía
más. Cualquier cosa que te pongas te va a quedar genial.
—No es verdad. Me voy a deformar. Me voy a poner como una bola.
Me va a crecer la barriga, se me hincharán los pies, me crecerán las tetas
hasta que me estallen, a lo mejor hasta se me ponga la cara como una pelota,
y pesaré una tonelada… ¿Crees que estaré genial entonces?
—Lo siento, nena, dejé de escucharte cuando dijiste que te crecerán las
tetas hasta que…
—Eres idiota —sentenció Leonor.
Leo dio unos pasos para ponerse detrás de su compañera y abrazarla,
rodeándola hasta posar sus manos sobre su vientre.
—Estás preciosa porque eres preciosa. Y cuando esta barriguita de nada
crezca y sea un barrigón, serás la mujer más bella del Universo para mí.
Anda, mírame —dijo él instándola a darse la vuelta sin dejar de abrazarla—.
Te deseo tanto o más que antes, y si no te caben los pantalones ni las faldas…
¿es posible que te quepa mi…?
La carcajada de Leonor hizo que los gritos de antes quedaran olvidados.
Los dos se besaron de manera tierna y, aunque sabían que no tenían tiempo
de ir mucho más allá, se dejaron vencer unos minutos por sus bocas en un
largo y cálido beso.
—De verdad, ele. Estás más radiante que nunca y te amo más que
nunca.
—Yo también te amo, Leo, pero ¿qué cojones me pongo?
—Tendrás que mejorar tus modales cuando tengamos a nuestro bebé —
dijo Leo sacudiendo la cabeza y poniendo cara de reproche.
Volvieron a reírse mientras los cachorros hacían acto de presencia y, sin
pensarlo, se subían a la cama para juguetear con la ropa esparcida.
—¡Nooooooo! —gritó Leonor.
—Aquí estáis todos locos menos Tigre y yo —sentenció Leo
refiriéndose al gato y padre de los cinco cachorros—. ¿Preparo café antes de
irnos?
—Descafeinado para mí. ¡Qué asco!
—Si sabe igual que el otro, venga…
—¡Qué asco!
Después de desayunar y, tras la difícil decisión de Leonor sobre su
vestuario, decantándose por un vestido holgado con los hombros al aire,
bajaron por el ascensor para ir a por el coche, aunque salieron del edificio por
la puerta trasera que había en el local de los contadores y que, los periodistas,
todavía no habían descubierto.
—Conduzco yo —dijo Leonor.
—¿Así? ¿Sin más? ¿Ni cara o cruz ni nada? —preguntó Leo.
—Sin cara o cruz. Si sigo creciendo así, dentro de poco mis manos no
llegarán al volante, así que conduzco yo.
Leo sonrió en silencio mientras le dio las llaves del coche a su
compañera.
Llegaron a comisaría en menos de veinte minutos y, entre unas cosas y
otras, casi tardaron más tiempo en llegar a sus mesas.
—¡Oh, venga! ¿En serio? Sois unos idiotas —dijo Leonor refiriéndose a
todos los que ocupaban la planta en la que trabajaban.
Los compañeros, incluso el capitán Rojas, desde que supieron de su
embarazo, cada día, sin fallar ni uno, se dedicaban a dejarle sobre su mesa
algún regalito divertido. Esa mañana era un donut relleno en el que habían
incrustado un chupete. Lo cierto es que todos estaban muy contentos por la
noticia, pero eso no quitaba que se lo pasaran bien ideando las bromas diarias
hacia su compañera.
—¡Eles! A mi despacho.
El capitán Rojas, con su voz tronando y rebotando en las paredes, como
siempre, les daba los buenos días de esa manera.
Los dos detectives, que ni habían llegado a sentarse a sus respectivas
mesas, se dirigieron al despacho de su superior. Al llegar a la puerta ambos
quedaron atascados, una vez más, por querer entrar al mismo tiempo. El
capitán, mirándolos sorprendido, pues le era imposible comprender cómo
podía ser que, después de tantos años, casi cada vez que se dirigían a su
despacho acabaran de esa manera cómica, en el fondo tenía que hacer un gran
esfuerzo por no reírse con una carcajada más sonora todavía que los gritos
que solían salir de su oficina.
—Tranquilo, jefe. Dentro de poco, Leonor se quedará atascada sola —
dijo Leo conteniendo la risa.
—Imbécil —respondió ella sin poder disimular que lo que acababa de
decir su compañero le había hecho gracia.
—Esta mañana tenéis que ir a declarar por el asunto ese de los
pasaportes. Creo que os llevará toda la mañana, así que os he dejado papeleo
en vuestras mesas para que tengáis las horas ocupadas hasta que vayáis al
juzgado.
—Perfecto —dijeron los dos detectives a la vez.
—Chispa —dijo Leonor.
El capitán Rojas se la quedó mirando antes de preguntar.
—¿Chispa?
—Es que hemos dicho la misma palabra a la vez y ahora él no puede
hablar hasta que yo diga su nombre tres veces.
—¿Es una broma, no?
—Es que la última vez me dejó sin poder hablar casi una ho…
—Hay que joderse, eles. Cuanto más tiempo pasa, en vez de madurar, os
volvéis más… más… no sé ni cómo definirlo.
—Tampoco es muy interesante lo que él dice normalmente…
—Ni siquiera voy a preguntaros qué sucede si habla sin que tú… en
fin… a trabajar.
Los dos detectives se levantaron para ir directos al papeleo de sus mesas
y no fue, hasta pasada casi una hora, cuando Leonor pronunció el nombre de
su compañero para que este pudiese hablar y responder al teléfono que
sonaba sobre su mesa.
—Leo, Leo, Leo —dijo ella sonriendo.
—Me las pagarás —dijo él antes de contestar la llamada.
De haber hablado Leo sin que Leonor hubiese dicho antes su nombre, la
consecuencia habría sido que, durante veinticuatro horas seguidas, este habría
tenido que complacer todos y cada uno de los absurdos y malvados caprichos
del ganador; en este caso, Leonor.
13
Las nueve y diez de la noche y, por fin, los empleados se habían ido
todos a casa. El día, a Robert, se le había hecho eterno. Tuvo que arreglar
papeleo y atender a tres nuevos clientes, enseñándoles el lugar, informando
de las tarifas, haciendo los contratos y, por último, encargando a tres de sus
trabajadores que prepararan cada local para guardar las pertenencias de los
nuevos inquilinos.
Todo había salido a la perfección, pero para él solo existía una misión
importante ese día: volver al local cuarenta y siete, y sumergirse en los
secretos de su cliente inexistente que, por un toque de magia informática,
había prorrogado un año más con Teloguardo.com.
Recogió lo poco que quedaba sobre la mesa de su despacho, lo ordenó a
la perfección y se encaminó por los pasillos al lugar con el que había estado
pensando todo el día. Tranquilo por saberse solo en las instalaciones, dejó
que la persiana hiciese su trabajo y encendió enseguida las luces. Los
ordenadores ya los había dejado en funcionamiento antes de salir tras el
descubrimiento, así que solo le quedaba sentarse y disfrutar del panorama.
Cuando fue a coger el CD con el nombre de Julia, se percató de algo
que, quizás por las prisas o quizás por los nervios, por la mañana no había
visto: en la carátula también estaba apuntada una dirección completa.
Notó en su columna vertebral una especie de escalofrío que no supo
identificar si era por placer o por la adrenalina de saber que esos datos podían
ser los que podrían llevarlo donde estuviese Julia. Se sentó en la silla de otro
ordenador, esta más cómoda y grande, y sopesó las ideas que, una detrás de
otra, se le pasaban por la mente.
La pantalla estaba en reposo, por lo tanto completamente en negro y,
cuando movió el ratón, en un acto distraído mientras ordenaba sus
pensamientos, ante él aparecieron, como pequeños cuadros inmóviles,
diferentes estancias de un apartamento que parecía deshabitado y no era el
que había visto en las fotos de la tal Julia. No le dio más importancia en ese
momento porque sus pensamientos iban mucho más allá. Pero se prometió
mentalmente que, más adelante, indagaría sobre ese apartamento que estaba
vacío.
Se quedó mirando fijamente el monitor plano unos minutos. Notaba
como la otra idea se iba forjando clara y segura en su cabeza.
Se levantó sin vacilar ni por un segundo que entre las pertenecías del
tipo que tuvo alquilado el número cuarenta y siete encontraría lo necesario
para hacer lo que ya veía de manera perfecta, en imágenes, en su mente.
Lo encontró todo en una pequeña caja que parecía estar llamando su
atención desde el mismo momento en que se puso de pie y se dirigió al fondo
del local; guantes y un pasamontañas. Sonrió para sí mismo al pensar que
habría sido todo un honor conocer en persona a quien había urdido todo ese
tinglado, pero a falta de esa persona, se regodeaba en silencio sabiendo que
no podía haber caído en mejores manos.
En la universidad, estudiando la carrera de abogacía, descubrió lo
mucho que le excitaba entrar a hurtadillas en las habitaciones de sus
compañeras y oler su ropa, tanto la de calle como la íntima, esta si estaba
usada mejor que mejor, y cuando pasó a un grado más peligroso, espiando a
través de las ventanas, las cerraduras y en cualquier lugar, sobre todo en las
duchas o en el gimnasio, supo que algo en él lo hacía diferente al resto.
Bueno, si era sincero consigo mismo, lo venía sabiendo ya desde
cuándo, siendo un adolescente, encontró un placer morboso espiando a sus
padres mientras hacían sexo en su cama, o en el sofá, pensando que él estaba
dormido, o en su cuarto. La curiosidad hizo que encontrara los artilugios que,
a veces, utilizaban sus progenitores: esposas, consoladores, mordazas; eso le
provocó la necesidad de tocarse y, desde entonces, le había sido imposible
tener una relación estable y “normal”, pues sus gustos sexuales, la mayoría de
las veces, excedían los límites de las compañeras que había elegido a lo largo
de su vida.
Su instinto se fue calmando al entrar en el negocio familiar para, así,
poder espiar las pertenencias de gente anónima y en secreto, pero lo que
acaba de cruzarse en su camino era todo lo que siempre había imaginado.
Cogió los guantes y el pasamontañas y memorizó los datos que daba por
hecho eran la dirección de Julia. Apagó la luz pero dejó los ordenadores
encendidos. No sabía si la pantalla del PC principal reflejaba el piso de otra
mujer, pero ahora Julia ocupaba todos sus pensamientos, y pensó que, una
vez terminada la pequeña excursión que tenía intención de hacer, volvería
para ver de quién podía ser ese apartamento y qué más podría programar para
los próximos días; o meses.
Se subió al coche, impoluto como si fuese nuevo, y arrancó.
La calle en la que aparcó estaba a una sola manzana del piso al que se
dirigía. Se preguntaba si iba a ser posible entrar en el edificio sin tener que
llamar la atención cuando, al llegar y para su sorpresa, vio que se trataba de
un apartamento a pie de calle. Por lo visto el hombre que había orquestado
todo aquello era meticuloso incluso en eso. Las persianas estaban bajadas
pero no del todo y, por los pequeños orificios que no habían quedado
escondidos, salían unos minúsculos rayos de luz. Ella estaba en casa. ¿Estaría
sola?
Se apartó de la calle principal y caminó sigiloso por el estrecho callejón
que rodeaba el apartamento, o la casa, ya no sabía cómo llamarla. Se encontró
con un pequeño patio, que hacía las veces de jardín, y que solo estaba
cercado con una valla de alambre entrecruzada y no muy alta. Se aseguró de
que no había nadie por los alrededores y saltó. La adrenalina de estar
haciendo algo que no había programado antes se interpuso a su forma de ser,
ordenada y meticulosa.
Al acercarse su corazón dio un vuelco cuando frente a él, en directo y
solo separándolos una pequeña ventana de cocina, vio a Julia de pie
preparándose un café. Se puso enseguida el pasamontañas, pues los guantes
ya los llevaba puestos desde que había bajado de su coche, y observó en
silencio como la mujer ponía dos cucharadas de azúcar en la taza y luego
daba vueltas con una cucharilla.
Tenía que entrar. Tenía que oler su casa y aspirar así el aroma personal
que ella desprendía. No necesitaba más para excitarse. De hecho ya lo estaba.
Pensó en cómo hacerlo sin levantar sospechas y no se le ocurrió nada.
Solo si alguna ventana estuviese abierta… Pero no creía que fuera a tener tan
buena suerte. Aun así dio unos pasos silenciosos hacia la esquina de la casa,
ya había decidido que la denominaría así, y se encontró con la ventana de lo
que era el baño. Esta no tenía persiana, solo una cortina lisa que en ese
momento estaba descorrida. Su entrepierna pareció querer salir del pantalón
cuando divisó la bañera llena de agua y con espuma. Rezó para que eso
significase que iba a bañarse y no que ya lo había hecho.
Sus súplicas mudas fueron escuchadas puesto que, todavía con la taza de
café en la mano, Julia entro en el habitáculo y, tras dejar la bebida sobre el
mármol del lavabo, deslizó la bata de color carne por su piel y quedó desnuda
ante él. No sabía si el calor que notaba en su cara era por el hecho de llevar
puesto el pasamontañas o porque su dermis estaba reaccionando al deseo
lascivo que crecía en su mente, pero el caso era que notaba como si la faz le
quemara.
Julia bebió de un trago el café y lentamente se metió en la bañera para
quedar sumergida casi del todo; solo estaban expuestos sus pechos que,
debido al tacto del agua, tenían los pezones duros y salidos. Tanto como se
sentía Robert.
Su mente comenzó a funcionar a marchas forzadas y no pudo contener
el deseo de intentar entrar en la casa. Se dirigió en silencio a la puerta de
entrada y volvió a mirar a su alrededor. No había nadie. Sacó de su bolsillo
interno el carné de identidad. Lo había visto en miles de películas y rezó para
que en la realidad también funcionase. Nunca lo había ni siquiera intentado
antes, pero su mente, en ese momento, estaba nublada por el deseo ardiente
de hacer la mayor locura de su vida.
Empezó a pasar el DNI una y otra vez por la hendidura que había entre
la puerta y la pared, con fuerza cuando llegaba sobre la cerradura y, en menos
de un minuto, un «click» casi inaudito le dio la bienvenida al interior de la
casa. ¿Cómo podía una mujer sola ser tan estúpida? ¿Ni siquiera cerraba con
llave? Bueno, mejor para él, pensó.
El lavabo quedaba casi en frente de donde se encontraba y, como la
puerta del mismo estaba abierta, pudo ver desde el mismo momento en el que
había puesto los pies en esa casa, la bañera con Julia dentro. No tenía
intención de hacerle nada, solo mirarla. Esto ya era mucho más de lo que, en
cualquier otra excursión universitaria, hubiese imaginado nunca. Además no
había planeado nada y eso era algo nuevo para Robert. El problema era su
entrepierna. Lo estaba matando, golpeando sin piedad la cremallera que
parecía que fuese a estallar de un momento a otro. Los latidos que sentía ahí
abajo eran tan dolorosos que tuvo que desabrocharse los pantalones.
Una cosa llevó a la otra y, cuando quiso darse cuenta, sus manos
enguantadas estaban hurgando dentro, apretando mientras una iba arriba y
abajo sobre su miembro que seguía arropado por los calzoncillos. Cuando no
pudo más, apretó los dientes sobre su labio inferior, pero eso no impidió que
saliese un gemido de su boca.
Julia se incorporó de repente para sentarse en la bañera y sus ojos se
abrieron de par en par al descubrir el intruso. Quiso ponerse de pie, gritar,
hacer algo, pero él fue más rápido. En dos grandes zancadas estuvo a su
altura y, con la fuerza de la adrenalina y la pérdida de razonamiento por culpa
del terror de haber sido descubierto, puso sus manos sobre los hombros de la
mujer y la hundió entre la espuma.
Julia luchó con todas sus fuerzas mientras seguía viendo, a través del
agua, esa silueta que se escondía tras un pasamontañas. No pensó en ningún
momento si podría salir con vida o no, solo luchaba por ello, pero, en un
segundo ínfimo y tan claro como el agua que cubría su rostro, comprendió
que ahí terminaría todo. Y así fue.
Robert todavía la mantuvo un minuto bajo el agua y, cuando
comprendió lo que acababa de hacer, se incorporó de un salto y salió de la
casa para ir corriendo a su coche. Mojado y con el corazón latiendo a mil por
hora, se quitó el pasamontañas y arrancó el coche. Antes de ponerse el
cinturón y de salir de ahí a toda prisa, se sorprendió de sí mismo.
Volvía a estar excitado. Tanto o incluso más que antes.
15
18.
Incluso antes de abrir los ojos, Sophía notó el fuerte dolor de cabeza.
Con su pulgar y su índice se masajeó las sienes pero, de repente, recordó el
instante de la noche anterior. El terror, el corazón que parecía salírsele del
pecho y la nada. En cuanto notó que podía pensar de nuevo con claridad, su
olfato detectó un olor extraño, diferente, a su alrededor y sobre ella. Se
notaba entumecida y su miedo empezó a aumentar.
Se concentró en el olor y, cuando lo hubo identificado como lejía, su
corazón volvió a dar un vuelco. Se incorporó en la cama y solo entonces fue
cuando notó un ardor extraño en sus partes íntimas. Quería gritar pero hasta
eso le daba pánico. No sabía si estaba sola en su casa o si había alguien, pues
estaba más que segura de que, esa noche, algo había pasado y no había sido
un sueño.
Atemorizada puso los pies en el suelo y se levantó. Lo primero que iba a
hacer era comprobar si estaba sola. No tenía nada con lo que defenderse si
eso no fuera así, pero es que tampoco tenía fuerza para hacer nada; su dolor
de cabeza, su escozor y la debilidad que sentía, le daban a entender que, de
tener que defenderse, no podría hacerlo.
El apartamento no era para nada grande, así que de manera rápida
comprobó su soledad. Una vez hecho eso, sin lavarse ni peinarse ni hacer
nada que pudiese ser una alteración de lo que ya casi estaba segura que había
pasado, se vistió con lo primero que encontró sobre la silla que presidía su
dormitorio y salió del apartamento hacia la comisaría de policía más cercana.
Tenía la sensación de estar dejando un rastro de olor a desinfectante por
donde pasaba, pero quizás era solo que su olfato ya estaba del todo
condicionado. Entró en la comisaría nerviosa y sin saber exactamente qué
decir.
—Buenos días —le dijo un agente muy amable desde detrás de un
mostrador.
—Buenos días —respondió Sophía en un susurro.
—¿En qué puedo ayudarla?
La verdad es que no sabía muy bien qué responder a esa pregunta y se
quedó callada.
—¿Se encuentra bien, señorita? —insistió el agente.
El policía, al ver que no obtenía respuesta a ninguna de sus simples
preguntas, tomó la decisión de abrirle la puerta que tenía a mano izquierda y
hacerla pasar. El pitido casi silencioso del mecanismo de apertura sobresaltó
a Sophía y, muy amablemente, el agente le hizo señas para que entrara.
—Soy el agente Heredia — se presentó este —. Siéntese aquí, por favor.
Dígame, ¿puedo hacer algo por usted?
—Yo… yo creo que… creo que he sido violada.
Las palabras de la mujer dejaron descolocado al agente, pues no había
imaginado, ni por un momento que el asunto iba a poder ser ese, pero
enseguida tomó las riendas de la situación y la acompañó hasta una sala.
—No se preocupe. Ahora mismo aviso a una agente para que venga a
hablar con usted. ¿Necesita algo? ¿Un vaso de agua, una infusión?
La mujer negó con la cabeza y bajó la mirada hacia sus manos que
empezaban a estar frías y las intentaba calentar frotándolas entre ellas.
Heredia se dirigió con rapidez hacia el escritorio de la compañera,
Elisabet Morrigan.
—Hola, Elisabet.
—¡Ey! ¿Qué pasa? Te veo hecho caldo —dijo la agente riendo.
—Es que tengo a una mujer en la sala siete que dice que ha sido violada.
—¡Mierda! Vamos.
La agente Morrigan era la experta en este tipo de casos y sabía lo
complicado que podía resultar para las víctimas. Su trabajo era el de
empatizar por completo con ellas y acompañarlas durante todo el proceso
que, a partir del momento en el que ella se hacía cargo, iba a ser largo y, en
muchas ocasiones, traumático.
Entraron los dos agentes en la sala y Heredia notó como Sophía seguía
en la misma postura en la que la había dejado apenas unos minutos antes.
—Disculpe —dijo para llamar la atención a la mujer cabizbaja—, esta es
la agente Elisabet Morrigan. Va a estar con usted a partir de ahora —y, dicho
esto, Heredia salió de la sala cerrando la puerta.
—Hola. Puedes llamarme Elisabet. ¿Cómo te llamas?
—Sophía.
—Bien, Sophía. Voy a tener que hacerte algunas preguntas y tienes todo
el tiempo del mundo para contestarlas. Estoy aquí para acompañarte.
¿Quieres que te traiga algo antes? ¿Agua? ¿Café?
—No. No, gracias.
—Mis compañeros vendrán luego a tomar tus datos personales pero,
cuando estés preparada, quisiera escuchar lo que quieras decirme.
—Es que no sé muy bien cómo explicarlo, verás… yo… Anoche…
yo…
—Tranquila, de verdad, no hay prisa ninguna. Tú solo empieza y verás
que lo demás viene solo.
—Me sobresalté porque alguien me asaltó en mi cama, pero ya no
recuerdo nada más. Esta mañana, si no fuera por el dolor de cabeza, el
escozor… ahí… y el olor…
—¿El olor?
—Sí. ¿No lo hueles? Todo huele a lejía; incluso yo.
La agente Elisabet Morrigan intentó aguzar su olfato y le pareció que le
llegaba un tenue olor a desinfectante.
—Tendremos que ir al hospital a que te examinen. Te acompañaré yo y
la detective Burgos. Ella vendrá ahora a coger tus datos e iremos hacia el
hospital juntas. Voy a buscarla, ¿quieres esperar aquí o prefieres
acompañarme?
—Prefiero quedarme aquí.
La agente salió de la sala en busca de Leonor.
—¡Me cago en la puta! ¡Joder ya! ¿Pero qué coño le pasa al mundo?
—Buenos días para ti también, Elisabet —dijo riendo Leonor.
—Uffff, de buenos días nada. En la sala siete tengo a una mujer que dice
haber sido violada. Yo la creo, ele, pero hemos de llevarla al hospital.
¿Quieres venir tú con nosotras?
—Sí, claro, por supuesto —respondió la detective levantándose mientras
le hacía señas a Leo que estaba tomando un café de pie junto a la mesa de
Ramírez.
—¿Qué pasa?
—Una posible violación. Acompaño a Morrigan para todo el papeleo y
luego al hospital. ¿No hay novedades con nuestro caso, no?
—No, no. Tranquila. Cualquier cosa yo te aviso y paso a recogerte o me
voy con Ramírez.
—Bueno, si hay novedades me avisas y decidimos.
Se despidieron con un beso y las dos policías se dirigieron a la sala siete.
—El hijo de puta debe ser un sádico —dijo la agente antes de entrar en
la sala y en voz baja—, si lo que cree ella es cierto, la ha lavado con lejía
después de dormirla y violarla.
—Joder…
—Pues eso digo yo, ¡joder y joder y joder!
Abrieron la puerta y retomaron la compostura dejando fuera el odio y
asco de tener que lidiar con casos como ese.
—Sophía, ella es la detective Leonor Burgos.
La mujer levantó la cabeza pero sin mostrar ninguna expresión. Los
trámites en la comisaría fueron rápidos: Leonor tomó los datos personales de
la víctima y, después de que la agente escribiera la pequeña declaración,
Sophía la firmó. Cogieron el destartalado coche de la agente para ir al
hospital y, mientras ella conducía, Leonor, desde la parte de atrás, en la que
acompañaba a la mujer, avisaba por su móvil a la doctora Mónica Vila de lo
ocurrido.
Fue por eso que pudieron entrar por una puerta lateral del hospital donde
la doctora las estaba esperando. Sophía se dejaba llevar en todo momento,
como si solo estuviese su cuerpo presente, pero sus pensamientos no.
—Hola, Sophía. Me llamo Mónica. Voy a tener que tomar algunas
muestras de tu cuerpo, pero lo haremos a tu ritmo y sin prisas, ¿vale?
La doctora Vila era una experta en esas situaciones, aparte de ser la
ginecóloga que llevaba el embarazo de Leonor. Hacía más de veinte años que
se dedicaba a estos casos y, lamentablemente, eran muchos; más de los que
nadie podía imaginar.
El trabajo debía ser minucioso y muchas veces resultaba molesto para la
víctima, pero encontrar alguna pista en esos procedimientos solía ser de gran
ayuda para la investigación.
Ni la agente Morrigan ni Leonor se separaron ni un segundo de Sophía
y, con la mejor de las sonrisas, la apoyaban en esos momentos tan
complicados en los que una mujer podía sentirse invadida de nuevo. No era la
primera vez que, después de todo, salían a la superficie los pensamientos de
culpabilidad y vergüenza, y por ello era de vital importancia que Sophía se
sintiese acompañada y comprendida.
Cuando la doctora Vila tuvo todas las muestras en bolsitas precintadas y
con anotaciones en uno de los lados, salió de la sala junto a las dos policías
mientras Sophía se vestía de nuevo, esta vez acompañada por una enfermera.
—Es la primera vez en mi vida que veo algo así —empezó a informar la
doctora —. Lo que ella cree es del todo correcto: la han lavado,
minuciosamente y por todo el cuerpo, con lejía. Incluso en sus partes íntimas,
por fuera y por dentro. Presenta laceraciones debido a la agresión y erupción
cutánea debido al detergente. Va a tener que tratarse durante mucho tiempo,
lo que le han hecho es una salvajada. Seguramente haya perdido todo el PH
vaginal y… bueno, va a ser muy lento. Debido a la limpieza, no hay rastros
debajo de las uñas, el pelo se lo han cepillado y diría que hasta se lo han
aspirado, pero eso ya es una sensación mía, no puedo demostrarlo. Las
laceraciones son solo vaginales, aunque son bastante evidentes. Estoy segura
que la forzó mucho, porque ya había tenido otras relaciones, como habéis
escuchado. Pero claro, al estar dormida… En fin, chicas, una auténtica
salvajada.
—¡Me cago en la puta! —volvió a decir la agente Morrigan entre
dientes y apretando los puños.
—¿Podrás mandar el informe a la oficina? A mi nombre, por favor.
—Por supuesto. Ahora la acompañaré a ginecología y avisaré también a
dermatología. Si no voy mal encaminada, creo que hasta la tendrán en
observación; no sé si unas horas o unos días, pero lo del detergente en la
vagina me preocupa mucho.
—Gracias, Mónica. Nosotras entonces nos vamos. Cualquier cosa
llámame, a cualquier hora —dijo Leonor antes de despedirse.
Las dos policías volvieron al coche en silencio y fue la agente la que lo
rompió en el primer semáforo en el que tuvo que pararse.
—Menuda mierda de mundo, ele. Nos vamos a tomar por culo. ¿Habías
visto algo así antes? Porque yo no, me cago en la hostia puta, yo no.
—He visto muchas cosas, Eli, pero esto es una bestialidad. El cabrón
debe ser de los meticulosos hasta el aborrecimiento. Qué asco.
Llegaron a comisaría y Leo ya estaba esperando a su compañera con una
hoja en la mano y la cara desencajada, con lo que Leonor dedujo que era el
informe médico.
—Nos vemos luego, Elisabet.
—Cualquier cosa me avisas, por favor.
—Hecho.
—No sé ni que decir —dijo Leo cuando su compañera llegó a su altura.
—Ni yo, Leo. Mira, tengo los datos de la víctima, así que, si te parece,
avisamos al capitán Rojas y vamos a su casa. Mientras podemos enviar ya a
la Científica.
—Me parece perfecto.
Entraron en el despacho del capitán después de haber hecho la llamada y
le explicaron todo.
—Mirad, eles, ya sabéis que yo no soy nada partidario de hablar mucho
con la prensa, y menos después del caso del periodista ese... ¿Cómo se
llamaba?
—Stefano Castellano —dijo con asco Leonor.
—Ese. Menudo pirado. En fin, pero esto es diferente y creo que
deberíamos convocar una rueda de prensa. Con la otra víctima, Julia, y esta,
creo que podríamos estar hablando de algo gordo. ¿No os parece?
Los dos detectives asintieron por hacer algo, puesto que sabían que si
Rojas lo estaba diciendo en voz alta, era porque ya había tomado la decisión
de llevarlo a cabo.
—Llamaré a J.J. Cuenca para que se encargue de avisar a la prensa.
Mientras preparemos lo que vamos a decir.
—Capi, es que nosotros queríamos ir a casa de esta última víctima. La
Científica ya va para allá…
—Vale, entonces poned al tanto de todo a Casas y a Ramírez. Ellos
serán los que me acompañen en la rueda de prensa.
—¿Qué dirá exactamente?
—Lo hablaré antes con J.J. , que es el que entiende de tratos con
periodistas y de lo que hay que decir y lo que no, pero básicamente quiero
alertar de que hay un jodido degenerado hijo de puta suelto por la ciudad.
—Pues sí que será buena idea hablarlo con J.J. Cuenca antes, sí, sí… —
dijo Leo mirando a su compañera y guiñándole un ojo.
—Yo también creo que será buena idea. No creo que quede bien decir
que hay un jodido degenerado hijo de puta suelto por la ciudad —dijo Leonor
siguiendo la broma de su compañero.
—Salid de mi despacho antes de que os mate con mis jodidas manos —
respondió el capitán Rojas entrando también en el momento de humor
empezado por Leo.
Por unos instantes el hecho de tener sobre las mesas dos casos de
violencia sin resolver pareció perder un poco de protagonismo. Era solo un
espejismo necesario para sobrellevar el día a día cuando la tensión y, muchas
veces la impotencia, tomaban las riendas de los pensamientos de un policía.
Por otro lado, si no intentaban de alguna manera reír un poco dentro de
las desgracias, era para volverse locos, y eso, los tres, lo sabían.
El agente J.J. Cuenca entró en el despacho tras ser llamado por el
capitán.
—Pasa, J.J. —dijo el jefe mientras lo invitaba con un gesto de la mano a
sentarse —. Te pongo al día y luego tú te pones enseguida a trabajar en ello.
Entre el capitán Rojas y la pareja de detectives informaron al agente
especializado en prensa sobre todo lo que tenían hasta ahora.
—¿Qué te parece? —preguntó Leo.
—Me parece una gran mierda. Eso es lo que me parece.
—Ya —dijo el capitán —, pero no podemos salir ahí fuera y decir eso.
—Pues qué quiere que le diga, capi. A veces me dan ganas de convocar
una rueda de prensa y decirle a todos la pedazo de mierda de sociedad que
tenemos. Políticos mamones y corruptos, que nos cortan presupuestos y, si
todo sale bien se llevan el mérito y, si todo sale mal, nos linchan. Hay gente
en la cárcel que, si por mí fuera, uffff… no habrían llegado vivos a ella; y hay
otros que están fuera y deberían estar colgados de los huevos.
—Te noto un poco irascible, J.J. —dijo Leonor sonriendo.
—¿Un poco? Cada día me cuesta más mantenerme en mi lugar. Si no
fuera por mi Real Sociedad…
Los cuatro estuvieron hablando unos minutos más sobre el mundo y sus
partes oscuras y, tras despedirse de la pareja de detectives, el agente J.J.
Cuenca y el capitán Rojas se quedaron dentro para preparar la rueda de
prensa.
23
Alejo estaba desesperado. Los sudores fríos empezaban a ser más fuertes
y, por ende, los temblores también. Pasar el mono no era una novedad para
él, pero desde que Igor había desaparecido y con él su posibilidad de pillar,
gracias a que este le daba muchas veces el dinero, cuando no había logrado
robar nada, se había desvanecido. No es que Alejo e Igor fueran amigos, pero
este último lo había ayudado en varias ocasiones, no por nada él había hecho
lo mismo cuando, en su trabajo, era el rey de las inversiones en bolsa. Igor le
había dicho que él también había pasado por las drogas y que sabía lo que
era, aunque Alejo nunca le creyó. Igor era de otra pasta, se notaba, pero
¿quién era él para dudar de sus historias? Al fin y al cabo solo era un tío que
vivía en su mismo rellano y que le daba dinero para un chute cuando lo
necesitaba. Y sin pedir nada a cambio, ni una mamada. Se asqueaba de sí
mismo al verse en el presente sabiendo de su gran y adinerado pasado.
Tenía que encontrar algo que lo tranquilizara hasta que tuviese algo de
pasta para meterse un poco y se le ocurrió ir a mirar en el botiquín que tenía
debajo del lavamanos del baño. No era la primera vez que unas cuantas
pastillas lo calmaban, así que se levantó de la mugrienta cama y fue al lavabo.
Se agachó sintiendo una punzada de dolor en el costado, otro síntoma,
sin duda, del momento que estaba pasando. Descontrolado y sin un ápice de
paciencia, tiró al suelo todo lo que se interponía entre él y la pequeña cajita
escondida en la que esperaba encontrar lo que fuera. Sus súplicas fueron
escuchadas y vio, con tremendo alivio, que le quedaban tres pastillas azules.
Eran unos calmantes musculares muy potentes, nada comparado con lo que
de verdad necesitaba, pero sí lo bastante fuertes, tomados juntos, como para
tranquilizar su abstinencia y pensar con más claridad.
Abrió el grifo y se tragó las tres pastillas una detrás de otra para luego
sentarse en el suelo, apoyando su espalda en los fríos azulejos de la pared, a
esperar que el efecto calmante se hiciera latente. No hizo falta que pasara
mucho tiempo, las pastillas ya eran potentes de por sí, por lo que tres eran
como una bomba para los músculos. Su cabeza ya empezaba también a
sentirse más tranquila y, en definitiva, estaba entrando en esa sensación de
sopor que él tanto necesitaba.
Cuando ya empezaba a sentir los brazos fláccidos y las piernas relajadas
hasta el punto de notar calor en las articulaciones, su mirada se concentró en
un rincón del pequeño armario que había vaciado anteriormente al buscar,
con desesperación, las pastillas. Fue solo entonces, y por primera vez, que se
percató de que uno de los lados del mueble, al fondo, era más corto que el
otro. No sabía muy bien si era un efecto óptico de su actual estado o si, por el
contario, era una realidad y, con movimientos lentos pero seguros, alargó su
brazo para constatar que no, que era cierto que había algo que hacía que la
parte del mueble que iba pegada a la pared no fuera del todo recta. Su
sorpresa fue cuando, al tocar el lado más corto, un pequeño trozo de madera,
del mismo color blanco que el resto, cayó.
Su curiosidad aumentó de golpe, tanto, que hasta olvidó la relajación
muscular y se puso de rodillas para ver qué podía ser ese pequeño
departamento secreto. Ahí, frente a él, había una pequeña caja de cartón,
sencilla y de color oscuro, que no tardó en coger y abrirla en cuanto se hubo
sentado de nuevo, esta vez con las piernas cruzadas entre sí. Dentro, en
bolsitas transparentes y selladas, había cosas que no era capaz de descifrar.
Volvió a cerrar la cajita para levantarse e ir al sofá y, tras encender la
televisión, otro regalo de Igor, colocó la cajita sobre el sofá, a su lado, y sacó
las bolsitas cerradas, una al lado de la otra.
Tardó un buen rato en poner orden en su cerebro pero, cuando por fin lo
hizo, un escalofrío recorrió su espina dorsal; no era miedo, era la sensación
de que con lo que había encontrado podría hacer algo; estaba seguro. La
pequeña bolsa que tenía entre las manos hacía que su mente divagara en
múltiples posibilidades que no sabía identificar todavía. Algo se estaba
creando en su cabeza pero no era capaz de ordenarlo o, por lo menos
entenderlo. Desvió la mirada unos segundos al televisor para ver si así podría
escuchar con más detenimiento sus propias ideas.
Justo en ese momento, en la pantalla, parecía que estuviese sucediendo
algo importante puesto que, incluso al cambiar de canal, todas las emisiones
eran las mismas. Cogió el mando a distancia y, tras unos cuantos golpes para
que funcionase, subió el volumen. Era una conferencia de la policía en la que
estaban informando de unos acontecimientos referentes a mujeres y advertían
de que podría ser peligroso, durante una temporada, hasta que pillaran al
responsable, que estas fueran solas por la calle de noche, que se aseguraran
de cerrar bien la puerta, que si vivían solas…
En ese momento Alejo lo vio como un destello en su cerebro: ¿buscaban
a Igor? ¿Por eso había desaparecido? Si era así, lo que tenía frente a él,
meticulosamente ordenado y expuesto sobre el sofá, era su décimo de lotería.
No lo dudó un instante, ni siquiera se le pasó por la cabeza el poder estar
equivocado; no, eso no era posible.
Ante Alejo estaban las pruebas de que sus pensamientos no eran una
auténtica locura: bolsitas selladas con mechones de pelo y un nombre de
mujer apuntado en rotulador permanente de color negro, algunas con
braguitas, otras con un solo pendiente, y así, por sus cálculos por encima,
hasta más de cincuenta. Las pastillas seguían haciendo su efecto sobre sus
músculos pero su cabeza estaba cada vez más lúcida. Él no había sido
siempre el patético drogadicto que todos esquivaban por la calle, antes de eso
había estudiado y trabajado para una gran empresa como bróker y su
inteligencia estaba por encima de la media, así como su instinto, desarrollado
todavía más durante los largos años estudiando la bolsa de valores, sus
clientes y los mercados mundiales.
Justo en ese momento, el pequeño resumen de la rueda de prensa de la
policía daba paso a un reportaje sobre los detectives que llevaban el caso, los
ya muy conocidos por muchos como “los eles”. Alejo se quedó absorto en
mirar la pantalla y comprendió que esos dos iban a ser su salida de la mierda
y su vuelta al mundo de las finanzas. Si podía sacarles lo necesario, quizás
podría vivir en otro lugar, comprar material del bueno, como hacía antaño, y
regresar a ser el mago de la bolsa que fue un día.
Lo primero que debía hacer era ponerse guantes. Ya había tocado todas
las bolsitas sin reparo alguno y estaban llenas de sus huellas, así que descartó
la idea de dejar los objetos encontrados en ellas y colocarlos en otras bolsas.
No tenía nada de lo que necesitaba en ese apartamento, pero era muy fácil
robar en cualquier bazar de los que, en el barrio, no faltaban. Se puso la
chaqueta y bajó las escaleras de dos en dos. Sus piernas parecían haber
despertado por las órdenes, precisas y firmes, de su cerebro ahora totalmente
activado.
No tardó ni media hora en regresar a su piso y con todo lo que
necesitaba. La necesidad lo había convertido en un experto en esquivar
cámaras de seguridad, en saber dónde encontrar y cómo esconder lo que
robaba y salir ileso de cada hurto, no lo habían pillado con cosas de más
envergadura y no lo iban a coger hoy con esas pequeñas bolas de plástico con
auto-cierre, un paquete de guantes de látex y uno de sobres simples, de esos
para paquetes de tamaño medio.
Sin entretenerse con nada más, enseguida se puso los guantes y pasó un
mechón de cabello rubio a otra bolsa, la cerró y la introdujo en uno de los
sobres acolchados para cerrarlo enseguida. Lo dispuso en una bolsa de
plástico más grande y la cerró con doble nudo; no quería que nada de lo que
había en su casa dejara ninguna pista. Podía ser un drogadicto con mono,
pero no era un imbécil. De hecho, justamente su inteligencia, era la que no le
había permitido, ni siquiera en los momentos más duros de sus episodios de
abstinencia, vender el portátil que tenía en casa, recuerdo de sus días como
bróker, y con el que se conectaba a Internet gracias a la contraseña robada al
pequeño supermercado paquistaní que había en el local al que pertenecía su
mismo apartamento.
Recordaba que los detectives esos, los eles, habían sido durante una
larga temporada muy famosos en los medios de comunicación; un caso de un
periodista que resultó ser un psicópata. Encendió su PC y buscó en la red
cualquier información sobre los policías y, en menos de cinco minutos, ya
tenía todo lo que necesitaba. Internet podía ser el cielo y el infierno a la vez,
se podía buscar y encontrar cualquier cosa si eras paciente y constante, pero
en este caso, ni una cosa ni la otra hizo falta. Solo con ver algunas imágenes
y leer por encima los titulares, ya supo dónde ir.
Cogió la bolsa de plástico en la que iba el mechón de pelo y volvió a
salir. Tenía que atravesar toda la ciudad pero, una vez colado en el metro,
moverse por los pasadizos y cambiar de línea metropolitana para llegar a su
destino, era pan comido. En cuarenta minutos se encontró frente a lo que, por
la afluencia de periodistas y cámaras, debía ser el edificio donde vivía la
pareja de policías. Le sería fácil colarse entre todos y entrar en el edificio
para dejar el sobre, volver a salir e irse por donde había venido. Se subió la
capucha de la sudadera que llevaba bajo la chaqueta e hizo lo que había
planeado. Justo cuando ya daba la vuelta a la esquina para ir directo al metro,
notó que los periodistas se movían todos en una sola dirección,
amontonándose casi unos sobre otros. Vio llegar un coche del que bajaron un
hombre y una mujer y, antes de bajar las escaleras de la estación, los
reconoció: son ellos, los eles, se dijo mentalmente.
Satisfecho, volvió a colarse saltando por encima de los barrotes y, con la
capucha todavía subida, las manos en los bolsillos y la cabeza agachada,
sonrió para sí mismo, pensando en lo que iba a hacer con todo el dinero que
iba a conseguir y luego subió al vagón que acababa de parar frente a él. Era
increíble lo que la adrenalina podía hacer a pesar del mono y de los relajantes
musculares. ¿Sería por eso que todo lo peligroso resultaba tan tentador?
Mientras Alejo tenía esa conversación en su cabeza, los detectives llegaban a
su apartamento.
—Cada vez que llegamos a casa me cago en el pirado de Castellano —
dijo Leo de mal humor después de entrar en la portería esquivando
micrófonos y preguntas.
—Y pensar que a mí me parecía majo… Ahora lo odio con todas mis
fuerzas.
—¿Qué es esto? —preguntó Leo al ver un sobre cerrado sobre el
felpudo del apartamento.
—Mierda, no lo sé. ¿Lleva algo escrito?
—Sí: “para los eles”. Nada más.
—Mierda. Joder. No lo cojas. Voy a llamar al capitán Rojas.
Leonor sacó enseguida el teléfono móvil y marcó el número.
—No, capi. No lo hemos tocado, estamos delante pero no hemos hecho
nada.
—¡Ni se os ocurra haceros los putos héroes! —bramaba desde el otro
lado el capitán —. Los de la Científica ya van hacia allá con dos patrullas
para dispersar a los periodistas también. Manteneos inmóviles hasta que
lleguen u os mando poner multas el resto de vuestras vidas. ¿Entendido?
—Sí, si —contestó Leonor antes de que un click anunciara el fin de la
conversación.
—¿Qué hacemos? —preguntó Leo.
—Pues esperar. No quiero poner multas y sabes que Rojas cumple con
sus amenazas, ¿o te has olvidado de la temporadita patrullando las calles
como castigo?
—Pero hace mucho que no destrozamos un coche —dijo Leo sonriendo
para esconder su nerviosismo.
—Cierto. Nos estamos haciendo viejos; bueno, tú más, yo estoy
estupenda.
Entre bromas sin sentido y silencios tensos, pasaron los veinte minutos
que hicieron falta para que los de la Científica llegaran al lugar. Después de
asegurarse de que el contenido del sobre no era peligroso, se dispusieron a
recoger todo lo necesario para poder hacer su trabajo en el laboratorio.
—Nos vamos —anunció uno de los técnicos.
—Gracias por todo —respondió Leo a modo de despedida.
La pareja de detectives, cansados por el día de trabajo y el estrés de los
últimos acontecimientos, entró en su apartamento y encontraron a todos los
gatos escondidos en el dormitorio.
—Pobres, deben haber escuchado todo el ruido y lo habrán pasado mal
—dijo Leonor ya sentada en la cama con Tigre en su regazo.
—Preparo algo rápido para cenar y descansamos. ¿Alguna petición
especial?
—Solo un buen postre —respondió ella con picardía —. Ya sabes cómo
me excitan las situaciones peligrosas. Tengo más hambre de ti que de
cualquier otra cosa.
—Nena, se me acaban de pasar las ganas de preparar la cena.
27
Robert estaba pletórico. Ya eran las cinco de la tarde y, ese mismo día, a
las nueve de la noche, había quedado con Ana para el primer encuentro en el
piso que tenía alquilado. Se encontraba en el local cuarenta y siete para
preparar todo y poder así grabar cualquier cosa que sucediese en ese
apartamento. Tenía localizadas las cámaras y sabía perfectamente dónde
colocarse para que Ana y él saliesen perfectos en una película, que imaginaba
lasciva y caliente, donde solo ellos serían los protagonistas. Incluso saber que
la iba a grabar sin que ella supiese nada, le estaba creando un estado de
excitación máximo.
El ordenador que recogía las imágenes inmóviles del piso tenía dos
disqueteras y, como ya había descubierto que la segunda estaba ocupada y,
con un CD virgen en la mano, preparado para ser insertado en la primera,
abrió esta y, con sorpresa e intriga, vio como la lengüeta se deslizaba dejando
a la vista otro CD que nunca habría pensado que podría estar dentro.
Su curiosidad fue en aumento y la necesidad de conocer qué escondía
ese disquete era más grande que la que, hacía apenas unos segundos, sentía
por preparar todo para la noche.
Con un suave movimiento de su mano derecha, volvió a insertar la
lengüeta y en la pantalla apareció la opción de ver vídeo. Con el ratón
inalámbrico le dio al play y, tras unos pocos segundos de finas líneas grises
en la pantalla, apareció frente a él lo que era el comedor de ese piso.
Sus ojos no podían dar crédito a lo que estaban viendo puesto que, tras
unos minutos de incertidumbre, la pantalla le enseñó lo que había sido, sin
duda, un asalto a ese piso y hacia una mujer. El CD estaba dividido en
pantallas que grababan todas las estancias del apartamento.
La pantalla que en ese momento mostraba lo que había sucedido en el
comedor le ofreció a Robert una lucha para que el hombre, el cual ya daba
por sentado que era el anterior dueño de su local cuarenta y siete y que, desde
ese instante iba a ser uno de los pocos ídolos que tenía, pudiera someter a
quien ya daba por supuesto era la anterior inquilina del piso, Nekane. Una
vez que el hombre la tuvo atada a una silla, pudo contemplar cómo le daba de
comer y, en un arrebato por algo que ella había dicho, la tiraba al suelo y se la
follaba más tarde. Maldecía porque las imágenes no tenían sonido pero, dado
el espectáculo, ese pequeño contratiempo no era nada importante.
Después de esas reproducciones, fue la pantalla del dormitorio la que se
llevó el protagonismo, donde hubo más momentos parecidos, incluso más
pornográficos; luego el baño y, de repente, toda la trama de esa película real,
cambió.
Robert notaba como su miembro palpitaba y soltaba un poco del líquido
que se estaba formando debido a la excitación pero, cuando vio cómo Nekane
asesinaba a Igor y luego se masturbaba, apagaba el cigarro sobre ella misma
y volvía a masturbarse, Robert no pudo aguantar más e hizo lo mismo
dejándose ir en un gemido tan largo como los espasmos de placer que no
pudo contener.
Terminó de ver ese CD todavía con los pantalones desabrochados, y
exhausto tras su orgasmo. No recordaba haber sentido tanto placer en su vida
dándoselo él mismo. Cuando la mejor película que jamás había visto terminó,
con la salida de Nekane del piso, no perdió el tiempo y llamó a Ana.
Necesitaba poseerla del modo que fuese.
Ana cedió a sus nuevos e inesperados encantos, traducidos en palabras
llenas de sentimientos falsos y Robert recogió todo para irse directo al
apartamento.
Llegó solo media hora antes de lo pactado, el tiempo justo para ducharse
en el mismo lugar en el que, no sabía cuándo, lo habían hecho los
protagonistas de ese CD increíble. Ni siquiera se vistió para esperar a Ana,
sino que lo hizo con una toalla que encontró ahí mismo y, cuando el interfono
sonó, su imaginación empezó a llenarse de imágenes que esperaba poner en
práctica en pocos minutos.
—Hola, me has pillado justo saliendo de la ducha —mintió Robert —.
Pasa.
Ana entró en el apartamento y se quedó quieta en medio del salón.
—Es muy bonito —dijo mirándolo todo.
—Es lo mínimo que te mereces. Te he echado de menos, Ana.
—Yo también.
El instinto de Robert lo obligaba a ser, cuanto menos, directo y rápido,
pero sabía que si su intención era tener a Ana disponible más veces, esta vez
tenía que aparentar ser tierno. De todas formas eso no le impidió mirar a
cámara cada momento en el que sabía que ella estaba demasiado ocupada
disfrutando, de espaldas, de lo que él estaba haciendo sobre sus partes
íntimas. El hecho de saber que todo quedaría para el recuerdo en el CD que
había dejado insertado en el ordenador del local cuarenta y siete, era un
aliciente más para hacerla disfrutar como nunca y, cuando por fin se dejaron
ir, casi a la par, Robert miró una vez más a cámara mordiendo fuerte el
hombro de ella.
El encuentro terminó de madrugada cuando Ana decidió volver a su
casa. Robert, por su parte, no tenía muy claro si quedarse en el apartamento o
volver a su empresa para cerciorarse de que todo había quedado grabado.
Finalmente, y tras una nueva ducha, decidió pasar la noche allí.
Se sentó en el mismo sillón en el que Nekane había estado tocándose la
noche en la que había asesinado a su atacante y, tras prepararse un cigarro
con un ingrediente adicional, entre el sopor de la marihuana y los
pensamientos lascivos, se quedó dormido con las imágenes de todo pasando
por su mente. Se mezclaban momentos de la grabación que había encontrado
en el local con los instantes de sexo con Ana y, de esa manera tan morbosa,
quedó traspuesto sobre el sillón, desnudo y con una sonrisa atravesándole la
cara.
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