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Cuando Las Pareces Miran 2

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Cuando las paredes miran

de Asia Lafant
Corrección ortotipográfica: Elisabet Moreno

Imagen portada: https://pixabay.com/es/ - https://www.canva.com/

Código 1901059538119, en el Registro de Propiedad Intelectual de Safe Creative


Para Marc,
con todo mi cariño.
1

Hacía varios meses que la observaba, a veces en la distancia y otras más


cerca de lo que nunca hubiese pensado. La gente hoy en día y, a pesar de los
tiempos, confiaba mucho en las personas; le había resultado tan fácil acceder
a sus costumbres, sus horarios, sus gustos… Casi podría decirse que él era ya
parte de ese mundo personal que se crea cuando la puerta de una casa se
cierra.
Ese año él sabía que la Nochevieja la iba a pasar sola, y el día de
Navidad tenía reservado un vuelo a Nueva York. Los últimos
acontecimientos de su vida la habían sumergido en un halo de tranquilidad
que desde fuera parecía tristeza, aunque él intuía, y no creía estar equivocado,
cuando casi podía asegurar que era más bien alivio. Sus amistades no la
buscarían hasta pasados los tres meses que iba a estar fuera.
Algunos amigos habían insistido en que ella fuese a sus respectivas
casas para pasar esos días en los que la falsedad quedaba a un lado, para ser
todos amables y simpáticos, aunque en realidad cada cual tenía sus propios
pensamientos de odio hacia muchos de los que iban a compartir mesa. Él
sabía que ella había rechazado cada una de las invitaciones porque había
leído sus correos electrónicos, había escuchado las conversaciones, tanto de
móvil como de teléfono fijo y, por supuesto, había estado muy atento a todos
los encuentros que habían tenido lugar en su casa. Tenía micrófonos y
cámaras situados en lugares estratégicos, algunos incluso en lugares donde la
intimidad se daba por hecho. Que gran error dar todo por sentado.
Su presa se llamaba Nekane.
Nekane había terminado hacía apenas unos tres meses su tormentosa
relación con el que había ocupado su cama cada noche durante más de cuatro
años. Él lo odiaba. Odiaba como la miraba, como la tocaba, como la
ignoraba, como la engañaba; odiaba todo lo que ese intruso era en la vida de
ella. Pero ahora ya no estaba, y tampoco estaban sus padres, pues los había
perdido en un accidente de tráfico hacía ya casi diez años.
Nekane estaba sola, pero no por mucho tiempo.
Él se había preparado a conciencia para esa noche, y ella estaba
preparando en ese preciso momento lo que iba a ser la cena para ambos sin
ella saberlo: ensalada de cangrejo con piña y salsa rosa, aguacate con jamón
salado, frutos secos y una botella de vino tinto. Todo decorado con las luces
navideñas que colgaban a lo largo y ancho de todo el balcón. Demasiado
pomposo para su gusto, pero útil para sus planes. La cena no era gran cosa,
pero él se encargaría de que resultase mucho más sabrosa y abundante.
También él había hecho sus compras y, aparte de algunos alimentos básicos,
bebidas varias y un poco de marihuana, los juguetes de acero que llevaba en
la mochila serían el complemento perfecto para unas fiestas navideñas
impecables.
La humedad del terrado del edificio de en frente ya se estaba calando
por la chaqueta oscura, así que decidió que ya era hora de recogerlo todo e ir
a preparar con calma lo necesario para empezar la nochebuena con ella. Se
quitó los auriculares que estaban directamente conectados con el apartamento
de Nekane y eso lo sumió en un profundo silencio, pues la música que estaba
sonando en la casa, de repente, dejó de oírse. También metió en la funda de
caucho negro los prismáticos con los que se deleitaba observando cada
movimiento de ella y, tras asegurarse de que no pasaba nadie por la calle, se
levantó del suelo con sigilo para dirigirse a la puerta del terrado. Además
sentía una apremiante necesidad de lavarse las manos.
Era una gran suerte que no hubiese otros inquilinos en el edificio donde
ella vivía, y la razón no era la fecha, sino que simplemente no se habían
alquilado. Tendrían toda la intimidad que él deseaba, y eso ya hacía que su
entrepierna se despertara con solo pensarlo.
Bajó los cinco pisos que lo separaban de la calle y salió de manera
tranquila del lugar. Le quedaban unas tres horas antes de empezar lo que con
esmero llevaba planeando desde hacía mucho tiempo. Incluso antes de verla
por primera vez en aquella tienda en la que entró por casualidad una mañana.
De hecho, si se esforzaba, creía recordar que lo que iba a empezar esa noche
llevaba en su cabeza dando vueltas desde que descubrió, por primera vez, lo
excitante que resultaba espiar a la gente sin que se dieran cuenta. Quizás a los
catorce años, o quince.
Su primera experiencia fue con unas compañeras de instituto. Recordó
que él estaba yendo a su casa desde algún sitio al que su madre lo había
mandado para poder tener intimidad con uno de los muchos hombres con los
que tenía sexo. Iba distraído contando los minutos para poder volver a su
habitación mugrienta, cuando levantó la vista hacia la ventana de Cristina, la
chica rubia con las tetas grandes que se sentaba siempre dos pupitres delante
de él. Entonces la vio, y no estaba sola. Con ella, en lo que debía ser su
cuarto, se encontraban otras dos chicas que no reconoció pero que le
parecieron también de senos gordos y sin duda esponjosos. Por unos instantes
se preguntó cómo sería tocarlos y morderlos; fue la primera vez que sintió
una erección tan fuerte que notó incluso algo de líquido saliendo de su
miembro adolescente.
Ralentizó su paso sin dejar de mirar esa ventana y se escondió detrás de
un viejo árbol de tronco grande. Estaba de suerte, pues a esas horas calurosas
del verano no había gente por la calle y, al otro lado de la casa de Cristina,
solo había bosque. Se colocó de manera que pudiese ver bien todo lo que esas
tres chicas estaban haciendo y, cuando vio que una de ellas se quitaba la fina
camiseta y dejaba al descubierto esos pechos que hasta ese momento él solo
había imaginado, el dolor entre sus piernas se hizo más latente.
La chica se reía mientras se probaba una y otra camiseta, y las otras dos
tardaron poco en hacer lo mismo. El ritmo de la ropa arrojada al aire era
rápido, así como las embestidas que sin darse cuenta empezaron en su
miembro con su mano derecha. No podía dejar de mirar y tocarse y, las
sacudidas de los pechos de las tres chicas cada vez que se quitaban una
prenda para ponerse otra, coincidían con las suyas propias.
Cuando por fin llegó el momento más álgido para él, entendió que había
encontrado la manera de sacar todo el odio que guardaba en su interior.
Quizás había hallado la forma de que no le importara que su madre lo echara
de su propia casa cada día. En ese momento descubrió que no era como el
resto de chicos de su colegio, y eso le agradó. Se abrochó los pantalones y se
limpió la mano en la corteza del gran árbol, para luego salir de su escondite e
ir a su casa.
Esa había sido la primera vez de muchas, y ahora incluso guardaba
algún que otro trofeo de sus chicas en un lugar que solo conocía él, pero con
Nekane fue algo del todo diferente. Cuando aquella mañana la vio por
primera vez, y cuando empezó a estudiarla más tarde, supo que no le sería
suficiente masturbarse en el terrado o frente a las fotos y vídeos de ella en la
ducha o en la cama con el que ya no estaba. Ni siquiera le reconfortaba la
idea de tener un trofeo suyo; quería más. Supo que tenía que ser la primera en
hacer realidad todas y cada una de sus fantasías más ocultas. Y hoy era el día.
2

Ella estaba absorta en sus pensamientos sin saber que pronto todos sus
planes se iban a romper. Pensaba en que lo de irse de viaje a Nueva York
había sido una idea muy acertada. Necesitaba alejarse de todo y de todos. Las
últimas decisiones que había tomado en su vida la habían dejado muy ligera
de ese equipaje emocional que pesa más que cualquier maleta. Romper con
Alberto había sido, sin duda, el primer paso. Su relación se había convertido
en algo dañino y enfermizo. Los celos de este, que habían empezado con
algunas pequeñas discusiones, finalizaron con un asalto a su cuerpo que
terminó en sexo agresivo, disimuladamente no consentido, por parte de ella.
Esa había sido la sentencia que dio paso a todos los demás cambios de rumbo
que iba a tomar en su vida actual.
Decidió dejarlo a él, luego su trabajo, y finalmente se despojó de todas
aquellas personas que no le aportaban nada. Lo mejor de todo era que la
compadecían y pensaban que estaba triste, cuando la realidad es que había
llegado a un punto de su vida en el que por primera vez, desde la muerte
repentina y trágica de sus padres, se sentía ligera y en paz consigo misma.
Incluso el pasar esa Nochebuena a solas le parecía el mejor regalo de
navidades desde hacía muchos años. Ya tenía la cena preparada y ahora iba a
disfrutar de un baño caliente y largo con la música de Seether de fondo.
Se quitó la ropa lentamente y se sumergió en el agua con espuma de la
bañera. Su pelo largo y negro pareció cobrar vida mientras se expandía por el
agua. Cerró los ojos e intentó relajarse y dejar de pensar, pero no lo
consiguió.
Las ideas extravagantes de empezar una nueva vida en otro lugar tenían
mucha fuerza en su mente y, aunque a sus amistades y conocidos les había
dicho que su viaje iba a durar unos tres meses, la realidad era que si
encontraba la manera de poder vivir y trabajar, de lo que fuese, en Nueva
York, no volvería a Barcelona en mucho tiempo. Quizás nunca.
No le daba miedo lo desconocido, más bien lo que la asustaba eran esos
pensamientos retorcidos que desde hacía demasiado tiempo intentaba
reprimir. Exactamente desde que, cuando era apenas una niña, vio como otro
niño se ahorcaba en un parque mientras ella lo miraba, estupefacta, sin
pronunciar palabra. Podría haber gritado, o ir corriendo a avisar a algún
adulto, pero el hecho de ver como una vida se iba delante de sus ojos, le
produjo una sensación tal de poder, así como una curiosidad morbosa, que la
tuvo inmóvil hasta la última sacudida de esos pequeños pies envueltos en
mocasines de ante azul marino.
Cuando llegaron los adultos al lugar, pensaron que ella se había quedado
petrificada y traumatizada por lo que acaba de presenciar, y eso le dio la
valentía suficiente como para seguir fingiendo que estaba afectada
psicológicamente cuando lo cierto es que estaba fascinada. Durante algunos
meses le concedieron todos los caprichos que ella deseaba, y el doctor que la
había tratado llegó a la conclusión de que al ser apenas una niña, las
consecuencias no las arrastraría.
Pero se equivocó. O no. Quizás sí que hubo consecuencias, pero no las
que cabía esperar.
El resultado de esa experiencia hizo que el resto de su vida fuese una
farsa continua, aparte de un esfuerzo descomunal. Ella sabía perfectamente lo
que estaba bien y lo que estaba mal. Sabía lo que se esperaba de ella, y
también sabía, de sobras, como comportarse de una manera civilizada a la par
que educada. Lo justo para pasar inadvertida.
Y así había sido toda su vida a los ojos de las otras personas, aunque la
realidad personal y secreta, era que desde aquella temprana experiencia con la
muerte, no había sentido nada igual, nada que le produjese más placer y
morbo, en toda su existencia. Sabía que los pensamientos retorcidos sobre
cualquier tipo de sufrimiento ajeno estaban bien guardados en lo más
profundo de su cerebro, pero últimamente le costaba mucho trabajo dejarlos
enterrados.
El día en que Alberto la forzó en el suelo del pasillo, solo ella supo que
había disfrutado de la violación. Y eso había sido posible porque mientras la
penetraba con fuerza desmedida, sus pensamientos volaron hacía un mundo
secreto en el que era ella quien le arrebataba la vida de la manera más atroz.
Alberto nunca se habría imaginado que al día siguiente, cuando lo echó de su
casa, lo que realmente ella estaba haciendo era salvarle la vida, pues de
alguna manera se había desencadenado en su interior una especie de efecto
dominó, en el que la última ficha solo podía ser el ver como su amante se
moría delante de sus propios ojos.
Esa, entre otras, fue la razón por la que había decidido pasar esa
Nochebuena sola e irse de viaje, lejos de todos los recuerdos y tentaciones.
Pensó que, quizás en otro lugar, se vería forzada a empezar de cero, y eso
alejaría de su mente ese impulso de violencia que en los últimos meses se
había acentuado en su interior.
Notaba ya el agua un poco fría y decidió salir de la bañera. Otras veces
se metía en el plato de ducha que había en la esquina del lavabo y se
masturbaba bajo el chorro de agua helada antes de dar por terminado su aseo
diario, pero esta vez ya había disfrutado de su cuerpo mientras recordaba
aquel episodio de su infancia y la violación, consentida, de Alberto. Se
envolvió en la toalla enorme de color blanco, e hizo lo mismo con otra más
pequeña para su pelo. Cuando se hubo secado bien el cuerpo se vistió con tan
solo una bata y, tras quitarse la toalla que le envolvía la cabeza, se dispuso a
secarse la cabellera.
El ruido del secador le impidió oír como la cerradura de la puerta de su
casa anunciaba que alguien estaba entrando.
3

Él dejó la gran mochila al lado de la puerta que quedaba escondida por


la disposición de la entrada del apartamento: un pequeño pasillo en forma de
ele muy corta. De manera sigilosa, caminó hasta la entrada del gran comedor,
que ahora estaba a oscuras y solo se veía iluminado por las luces de colores
que procedían del balcón. Aguzó el oído y pudo escuchar el sonido continuo
de un secador de pelo.
Decidió que había sido un buen momento para irrumpir en la casa, pues
aunque había tenido mucho cuidado de no hacer ningún sonido, siempre
cabía la posibilidad de un percance inesperado. Sin dudarlo ni pensárselo dos
veces, hizo todo cuanto había planeado.
Se descalzó para dirigirse directo a donde estaba ella. Su intención era
sorprenderla para que así no tuviese tiempo de reaccionar. En ese mismo
instante el ruido del secador de pelo cesó, lo que coincidió con la llegada de
él al marco de la puerta. Situado lo más pegado posible a la pared, casi olvidó
respirar con tal de no entorpecer el silencio que reinaba en la casa.
Ella se peinó con un cepillo su recién lavado pelo y salió del baño. De
repente sintió una mano sobre su boca, así como un brazo fuerte y seguro
agarrándola por detrás y atrapándola, en un extraño y doloroso abrazo,
inmovilizando sus extremidades superiores. Abrió los ojos
desmesuradamente y se quedó quieta.
—No voy a hacerte daño, Nekane, a menos que me obligues. Si no te
resistes todo irá bien —dijo él desde atrás en un susurro y oliendo con los
ojos cerrados el perfume a flores silvestres que desprendía su pelo todavía
caliente. —Si vas a hacer lo que te he pedido parpadea dos veces.
Ella no dudó y abrió y cerró sus ojos dos veces.
—Bien —dijo él asintiendo y hundiendo su nariz en el pelo ya templado.
—Ahora voy a quitar mi mano de tu boca despacio, y luego voy a atarte las
manos a la espalda. Espero que entiendas que cualquier movimiento por tu
parte tendrá una respuesta poco agradable por la mía. ¿Lo entiendes, Nekane?
—preguntó saboreando cada letra del nombre pronunciado.
Ella volvió a parpadear dos veces y se dejó hacer. Con una brida que
tenía en el bolsillo le inmovilizó las manos por las muñecas y le dio la vuelta
hacia él. Las miradas de ambos se cruzaron; directas. En ese momento él
esperaba encontrarse con pánico, desconcierto, o cualquier sentimiento de
confusión lleno de miedo, pero le sorprendió ver una mirada tranquila y
relajada. Eso lo descolocó por unos segundos en los que ella siguió mirándolo
fijamente sin parpadear y estudiándolo. El hecho de que el asaltante dejara su
cara al descubierto no era, sin lugar a dudas, una buena señal.
Él era alto, podría decir que hasta atractivo. Con el pelo muy corto que
se imaginaba oscuro, una cara recién afeitada, de ojos azules fríos y
penetrantes. Vestido de negro, con una camiseta de manga corta, que no era
lo más lógico dado la estación del año, dejaba al descubierto unos bíceps
trabajados y unos hombros anchos y rectos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Me llamo Igor, Nekane —respondió él casi sin pensárselo. Cualquier
otra pregunta o súplica la habría esperado, pero no esa.
Los dos parecieron estudiarse unos minutos más, hasta que él sacó otras
tantas bridas de varios tamaños y las dispuso sobre la mesa delante de ella,
que ahora estaba sentada en una de las cuatro sillas.
—No es necesario que me ates. No voy a ir a ninguna parte, Igor.
—Eso no lo sé. Así que hasta que nos conozcamos un poco mejor voy a
asegurarme de que cumples lo que has dicho.
Con rapidez y sin encontrar ningún tipo de resistencia por parte de ella,
Igor la aseguró a las patas delanteras de la silla por los tobillos; al agacharse
para fijar las bridas, quedó unos segundos hipnotizado por ese fino hilo de
vello púbico que se mostraba tímido bajo la bata entreabierta. Se incorporó
excitado y, con un cinturón largo, que parecía hecho a propósito, la
inmovilizó por la cintura pasando el grueso cuero por detrás del respaldo. La
excitación que en ese momento podía sentir en todo su cuerpo era enorme,
mucho más que cualquier otro momento de toda su vida. Para él esa era la
primera vez que llevaba a cabo su fantasía más secreta y a cara descubierta.
Sin esconderse tras el tronco de algún árbol o a la tenue luz de un monitor.
Lo que él no podía ni imaginar era que, para ella, ese preciso instante
también estaba siendo todo un torrente de sensaciones excitantes, en las que
imaginaba la violencia que él podía ejercer sobre ella, o lo que era mejor, lo
que ella podría hacer con él. Nekane estudiaba cada posibilidad de defensa en
su mente, que iba a mil por hora y, el solo hecho de imaginar lo que le haría
en cuanto tuviese la manera de liberarse, casi le estaba provocando dolor en
su pecho a causa de las palpitaciones, llenas de adrenalina, de su propio
corazón.
—¿Tienes hambre? —preguntó Igor.
—No especialmente —respondió ella.
Sin hacer caso a su respuesta, Igor se movió hacia la cocina como si
fuese su propia casa. De hecho casi podría sentir, tras todos los meses en los
que estuvo espiándola, que ya había vivido en ese apartamento con ella. Hizo
unos cuantos viajes para poner sobre la mesa la cena que ella había preparado
unas horas antes y, cuando lo hubo puesto todo, añadió algunas cosas que él
mismo había traído. A Nekane le pareció advertir que él en casi cada viaje
abría el grifo de la cocina unos segundos y, en el último de estos, observó que
sus manos estaban rojas, por lo que dedujo que se las habría lavado unas
cuantas veces.
—Vamos a cenar. Queda mucha Nochebuena por delante y quiero que
no te falten fuerzas —le susurró al oído apartando su melena y oliendo su
piel, por fin.
Sirvió un poco de vino en dos copas y acercó una a los labios de ella.
Nekane bebió sin oponer resistencia, y tampoco se resistió cuando le dio de
comer. Eso lo estaba excitando sobremanera. Ofrecerle alimento teniéndola
atada, y darle sorbos de vino, lo hacía sentirse poderoso. Imaginaba su cuerpo
desnudo bajo la bata y a veces la mirada se le perdía por el escote, donde
podía apreciar el subir y bajar de la respiración de ella.
Nekane, consciente de ello, también entró en el juego de seducirle para
ver hasta cuándo sería capaz de aguantar sin agredirla, y llegado el momento,
intentaría cambiar los papeles por todos los medios, aunque de no
conseguirlo, sabía que iba a tener otras oportunidades. Al fin y al cabo,
cualquier cosa que ella le pudiese hacer, bien pensado, podría achacarlo a
defensa propia.
El juego de dar de comer a su presa ya lo había aburrido. Tenía la
apremiante necesidad de hacerle algo más. No quería ir de prisa, por lo que
tras lavarse las manos en el baño volvió hasta donde estaba ella. Necesitaba
disfrutar de su primer contacto, pero todas sus fantasías eran tan perfectas que
parecía darle miedo empezar y que no llenaran sus expectativas. Lo que
siempre había querido hacer con todas las chicas en su adolescencia, y
mujeres unos años más tarde, podía llevarlo a cabo con su elegida. Sacó un
cuchillo de la mochila que ahora estaba junto a la mesa y lo dejó sobre esta.
—Sé que nadie va a venir en unos cuantos meses.
—¿Me has espiado?
—Ni te imaginas cuánto.
—No me das miedo.
—Te lo daré. Tarde o temprano, te lo daré.
—Créeme, Igor. Yo a ti también.
Ese fue el pistoletazo de salida para él. La arrogancia inesperada de ella
hizo que su excitación se transformase en ira. La agarró con fuerza de la
cabellera y la tiró al suelo, donde la silla hizo un ruido que sobresalió al de la
cabeza de ella al chocar contra el frío mármol de las baldosas. Del bolsillo
derecho de sus pantalones sacó lo que usó como mordaza y, tras desatar el
cinturón que la tenía inmovilizada por la cintura, le abrió la bata para dejarla
expuesta ante él.
Los ojos de ella no denotaron miedo alguno. La mirada, altiva y segura
hacia él, solo estaba provocándole más rabia. Parecía estar retándolo, y él
aceptó el reto sin vacilar. Siempre había fantaseado con cómo sería ver la
sangre saliendo de una herida en directo y, ahora, mirando los pequeños
cortes sangrantes de las piernas de ella, estaba fascinado y casi en trance. Lo
único que no acompañaba a toda esa obra de arte que estaba creando, era el
hecho de tenerla atada a la silla y tirada en el suelo. Quería verla en la cama,
donde tantas veces la había escuchado respirar dormida desde la lejanía del
terrado de en frente, y también quería escuchar esa respiración en directo tal y
como había hecho con la sangre.
Se acercó por detrás y, agarrándola de nuevo por el pelo, la levantó. Ella
soltaba algún que otro quejido casi imperceptible. Fue a la mochila en tan
solo dos pasos y, tras hacer algo de espaldas a ella, volvió a acercarse, esta
vez de frente.
—Buenas noches —le dijo antes de taparle la boca con un pañuelo
húmedo.
Ella inhaló a través del suave algodón blanco un olor intenso y, tras
intentar resistirse por primera vez, sus ojos se cerraron sin apenas darse
cuenta.
4

Sus párpados se fueron abriendo despacio. Al principio se notó aturdida


y, al mover la cabeza, notó una especie de mareo pasajero. Estaba en su
cama. Se examinó mentalmente para entender en qué situación se encontraba.
Estaba atada de pies y manos, pero esta vez con algo parecido a un pañuelo
que daba unas cuantas vueltas sobre sus tobillos y muñecas. También seguía
amordazada y completamente desnuda. Concentró todos sus pensamientos y
sentidos en su entrepierna y no le pareció notar ni humedad ni dolor, lo que la
indujo a pensar que no la había violado cuando estaba inconsciente. Los
pequeños cortes que le había hecho cuando la había tirado al suelo del
comedor no le dolían; quizás un poco de escozor, pero soportable. No notaba
nada más, no podía asegurar si había más o menos heridas.
Ahora puso sus sentidos en alerta sobre los ruidos de la casa. Todo
estaba en calma a excepción del sonido del agua que procedía del baño. Por
lo visto su asaltante se estaba duchando. Sabía que muchas personas tenían
manías extrañas que no podían remediar y, por lo que supuso, su asaltante era
de los que sentían la necesidad de lavarse las manos de manera continua, y
quizás también de asearse entero. Esa podía ser una baza a su favor, aunque
ahora debía pensar, y rápido, en una manera de dar la vuelta a la situación.
Su cama estaba situada contra la pared y, tanto en la parte de las
almohadas como en la de los pies, terminaba con un gran cabezal de hierro
forjado, en el que en cada punta había una especie de piña pequeña entallada.
Levantó todo lo que pudo su cabeza para verse los tobillos, así como la clase
de atadura que llevaba el pañuelo alrededor de ellos. Era un nudo. Supuso
entonces que sus muñecas estarían apresadas de la misma forma a su espalda.
Se las notaba entumecidas, pero era necesario intentar levantarse de la cama.
Sabía de sobras que de una vez no podría desatarse, pero si lograba
pasar el pañuelo que le ataba las manos por el saliente del cabezal, quizás
podría apretar tanto el nudo que el pañuelo quedaría más suelto. Atenta al
ruido que venía de la ducha, indicándole que él todavía estaba en la tarea de
limpiarse su propia vergüenza, si es que la tenía, se movió en la cama para
ponerse de lado e intentar incorporarse.
Fue entonces cuando notó sobre su piel, desnuda y expuesta, una
humedad viscosa depositada en las sábanas. Bajó la mirada y enseguida
comprendió de qué se trataba: su secuestrador no la había penetrado, pero sí
se había masturbado a su lado mientras ella estaba inconsciente y desnuda.
Lejos de darle asco, eso le dio la fuerza suficiente para incorporarse en un
solo movimiento. Con los tobillos atados corría el riesgo de caerse cuando se
pusiese de pie, pero aun así sabía que no dispondría de mucho tiempo, así que
sin pensarlo se movió hacia el final de la cama y, con todas las fuerzas que
pudo, agarrándose con las manos por detrás de la espalda al cabezal, se
levantó.
El ligero mareo anterior pareció volver unos segundos y se quedó quieta,
pero cuando hubo desaparecido, levantó los brazos haciendo caso omiso al
dolor que sentía por esa posición extraña, y empezó la tarea de colocar la tela
del pañuelo en el saliente. Tras unos cuantos intentos fallidos, por fin lo
logró. Apretando incluso los labios contra la mordaza, hizo toda la fuerza de
la que se sentía capaz y empezó a estirar para intentar apretar el nudo al
máximo.
Tras unos segundos, o minutos, no lograba calcular el tiempo, escuchó
como el agua de la ducha dejó de correr. De manera rápida sacó de nuevo el
pañuelo del cabezal, y le agradó sobremanera notar como, en efecto, sus
muñecas estaban más sueltas. Se estiró sobre la cama y con los talones se
empujó hacia arriba por el colchón, acabando con su espalda sobre la
viscosidad amarillenta que había descubierto antes. Su corazón iba a mil por
hora y su respiración era aparatosa a través de la mordaza. Sabía que era
inútil intentar tranquilizarse. No lograría recomponerse antes de que él
llegase, pero eso poco le importaba. Dejó la mirada fija en el techo y esperó a
que los pasos, que ya escuchaba acercarse, llegaran hasta el dormitorio.
—Te has despertado —dijo él cuando hubo llegado junto a la cama.
Iba desnudo. Ella lo notó sin ni siquiera mirarlo. Por lo visto, la
intimidad experimentada mientras ella estaba sin conocimiento, había sido la
suficiente como para que él se sintiera a gusto con la situación.
—Te he curado las heridas de las piernas. Eran superficiales. Lo justo
para ver tu sangre dibujarse sobre tu piel.
—¿Eso te excita? —dijo ella desafiante de manera torpe a causa de la
mordaza.
—Sí, pero no lo suficiente.
Él se recostó sobre la cama boca arriba lo bastante cerca como para
controlarla si intentaba algo, pero lo suficientemente apartado como para no
rozarla. Ella pensó que tras haberse duchado, el hecho de tocarla podía ser
causa de volverse a sentir sucio. Debía pensar en esa posibilidad. Quizás esa
necesidad continua de aseo podría sacarla de la situación, y sabía que solo
podía haber una manera de que él se sintiese de nuevo sucio. Pero debía
estudiar cómo.
—¿Tienes hambre? —preguntó Igor ladeando la cabeza para mirarla.
—No —respondió ella sin apartar la mirada del techo.
La respiración de él fue espaciándose así como intensificándose hasta
que pareció quedarse dormido. Estaba muy seguro de su poder en ella. Atada
de pies y manos, a su lado y desnuda, era una presa fácil en cualquier
momento. Cuando ella dio por hecho que se había quedado dormido, fue el
momento en el que giró su cabeza para examinarlo.
Como había imaginado su cuerpo estaba desnudo. Y también como
había supuesto era atlético y fibroso. Se imaginó que en otra situación podría
haber sido uno de los hombres que podría haberse llevado a la cama en su
nueva vida, aunque ahora solo pensaba en cómo y cuándo matarlo. Sin
apenas moverse se aseguró de que lo que antes había dado por hecho, que sus
muñecas estaban más holgadas, era cierto. Y lo era.
Sabía que solo con eso no era suficiente. Debía tener las piernas libres
para poder hacer algo en su defensa, y para ello solo había una manera.
Esperaría a que él se despertara por su propia voluntad mientras ella
empezaba a pensar en todos los movimientos posteriores.
Sus ojos también parecían pesarle y, sin apenas darse cuenta, empezó a
notar que el sueño la vencía. No le disgustó la idea de descansar hasta que el
juego volviese a empezar. Y así lo hizo.
5

Ambos estaban tan alerta el uno del otro que, en cuanto él movió un
brazo sobre las sábanas, los dos se despertaron. Esta vez las miradas se
encontraron.
—Tengo que ir al baño —informó ella a través de la mordaza empapada
en su propia saliva.
Sabía que esa no era la oportunidad para hacerse con la situación, pero
la necesidad era real. Podría arriesgarse a hacérselo encima con la seguridad
que la obsesión por la limpieza de él lo sacaría de quicio, pero tampoco
estaba dispuesta a soportar más violencia de la necesaria sobre su cuerpo.
—No voy a desatarte, si eso es lo que pretendes. Deberás hacerlo bajo
mis circunstancias y mi mirada.
Ella no respondió y él se levantó. La erección fruto de la relajación del
sueño ya estaba menguando y a él no pareció preocuparle ese punto de su
propia anatomía. La cogió por las axilas para sentarla sobre la cama y luego
se agachó para desatarle los tobillos.
—No hagas ninguna tontería y enseguida estaremos de vuelta.
¿Entendido?
Sin esperar respuesta la levantó y se puso detrás de ella. Nekane sabía
que estaba en mucha desventaja. Ni siquiera con una patada lograría escapar,
así que solo caminó hacia el baño, sintiendo el aliento de Igor en su nuca
despejada, pues tenía toda la melena a un lado.
Llegados al lavabo, él la sentó sobre el wáter y se puso en frente de ella.
Sin vergüenza, dejó que su vejiga se vaciara y le hizo señas con la cabeza
hacia el papel higiénico. Él entendió a la primera lo que ella le pedía y
arrancó unos cuantos trozos del papel; le secó la entrepierna, tiró de la cadena
y se lavó enseguida las manos. Después la volvió a levantar y la condujo de
vuelta a la cama.
—Túmbate —ordenó.
Ella lo hizo y se dejó atar de nuevo los tobillos. Se alejó hacia el
comedor y, a los pocos segundos, ella escuchó la música que hacía apenas
unas horas estaba sonando cuando todavía no imaginaba nada de lo que iba a
suceder. Igor volvió al dormitorio y se sentó a su lado a la altura de su
cintura. La sorpresa fue cuando él le quitó la mordaza y la dejó colgando en
su cuello.
—Es inútil que grites —dijo enseñándole el cuchillo que antes había
servido para herirla en las piernas. —No hay nadie en el edifico y es
Nochebuena, tampoco hay nadie en la calle.
Ella no dijo nada pero sentía su mandíbula tensa y a la vez entumecida.
Era una liberación tener la boca cerrada, aunque las comisuras de los labios
parecían arderle.
Él empezó a pasar la punta del cuchillo sobre la piel de ella, de manera
lenta y parándose en algunos puntos sensibles de su torso. Ella no sentía
miedo. Había logrado convertir cualquier sentimiento en ira, y eso le estaba
dando fuerzas y lucidez para empezar su ataque.
—¿Esto es lo que te excita? —preguntó desafiante.
Él sonrió y bajó la mirada hacia su propia entrepierna que empezaba a
endurecerse, y la invitó a mirar también. Y así lo hizo.
—Veo que eres de los que les gusta esta clase de juegos, pero no eres
capaz de llevarlo a cabo del todo. ¿Me equivoco? —siguió ella con media
sonrisa irónica en sus labios.
El cuchillo, que en ese momento iba por el ombligo, se hundió
levemente hasta hacer que brotara un hilillo de sangre. Ella no se inmutó por
el dolor punzante, sino que siguió atacando con las palabras.
—Me has tenido a tu merced y no has hecho otra cosa que masturbarte.
¿No eres lo suficientemente hombre como para violarme? ¿Estas son tus
fantasías de adolescente? ¿Hacerme sangrar y tocarte mientras estoy
inconsciente?
La rabia de él estaba empezando a fluir a través de sus ojos. Ni siquiera
el cuchillo se movía ya por la piel de ella. Nekane incluso creyó entrever de
reojo que la erección estaba menguando. Y eso no era bueno para sus
intenciones.
—¿Quizás vas a hacer que te la coma para que eso vuelva a ponerse
duro? ¿Probamos?
Él tiró el cuchillo al suelo y la cogió de la melena para situarla cara a
cara.
—Tienes la boca muy grande. Casi tan grande como esta —dijo
mientras cogía su miembro fuerte en la mano que tenía libre.
De un empujón la volvió a tirar sobre la cama y, con violencia y rapidez,
le desató los tobillos y le abrió las piernas. De manera abrupta se puso sobre
ella y la penetró, una vez y otra sin parar, hasta que se dejó ir. Ella aprovechó
cada embestida para coger fuerzas e ira y, cuando por fin se separó saliendo
de su interior, supo que quedaba poco.
Apenas unos segundos tras haberse quedado él tumbado boca arriba para
recuperar la respiración, se levantó sin mirarla para ir directo al baño a
lavarse. Y con un mínimo de suerte, a ducharse.
Efectivamente Nekane oyó como el agua de la ducha volvía a correr, y
eso le dio el valor suficiente para empezar su plan. Sin pararse a pensar en la
propia suciedad de su entrepierna, que había sido atacada sin protección,
comenzó a mover sus muñecas por detrás de su espalda. Notaba como la
atadura se iba aflojando a medida que restregaba su piel para dar de sí lo que
el apretado nudo había logrado aflojar el resto del pañuelo y, estirando de tal
modo que hasta creyó que sería posible romperse la muñeca, logró sacar una
mano.
En un solo movimiento se levantó de la cama. Solo en ese momento
notó un líquido caliente deslizarse por la parte interior de sus muslos, pero sin
pararse a darle más importancia, se encaminó de prisa, atenta al sonido del
agua, hacia uno de los cajones del comedor. Lo abrió con cuidado, pues
aunque la música había parado y el ruido del agua de la ducha podía mitigar
cualquier sonido, no quería alertarlo de ninguna de las maneras.
Sacó un martillo de una pequeña caja de herramientas que, en su día
pensó que había comprado para nada, y se puso en el mismo lugar en el que
su atacante se había colocado, para sorprenderla, hacía unas pocas horas:
pegada a la pared que terminaba en la puerta del baño.
Los segundos parecían poder contarse con cada latido de su corazón y,
cuando el agua dejó de correr, su órgano vital también pareció pararse.
Preparada con el martillo en alto, aguzó el oído a la espera de los pasos hacia
ella. Parecía estar viendo en su imaginación todo lo que acaecía en el lavabo:
él cogiendo su toalla de baño, él secándose, él dejando la toalla, él preparado
para salir de la estancia.
El crujido del martillo contra la nuca de Igor fue parecido al que hace
una nuez cuando es abierta. Su cuerpo, desnudo y todavía algo húmedo, se
desplomó hacia delante haciendo otro sonido sordo, que le dio la sensación
de retumbar por las paredes del comedor. Aún con el arma en la mano, se
puso a la altura de la cabeza de él y, entre un pequeño charco de sangre roja
brillante, que iba tomando más espacio en el suelo a cada segundo, metió su
mano en busca del cuello de Igor para buscar el pulso.
Se aseguró más de una vez de que en efecto no había. Solo entonces
dejó caer el martillo al suelo, se sentó con las piernas cruzadas lo bastante
lejos de la sangre y lo suficientemente cerca de su asaltante, para mirarlo
detenidamente.
En sus fantasías el final había sido otro. A ella le hubiese gustado
tenerlo atado unas horas y hacerlo sufrir. Ver como se le escapaba la vida
poco a poco mientras ella, quizás, le cortaba las venas, lo acuchillaba en
diferentes lugares, o le arrancaba los huevos. Pero esa no habría sido una idea
acertada para luego llevar a cabo todos sus planes. Fue entonces cuando
levantó la mirada hacia el reloj de pared del comedor. Aunque para ella el
tiempo parecía haberse parado en el momento en el que notó por primera vez
la mano de Igor sobre su boca, lo cierto era que las horas habían pasado.
Hizo un rápido cálculo mental del tiempo que disponía y el resultado la
satisfizo. Tenía todavía doce horas para prepararlo todo.
6

Lo primero que necesitaba era ducharse. No es que se sintiera sucia por


lo que acababa de hacer y, si era sincera consigo misma, tampoco se sentía
sucia por la intrusión en su intimidad. ¿Había disfrutado? Era incapaz de
responderse de una manera negativa al cien por cien. Ella sabía que la
violencia siempre la había atraído, desde aquel día de pequeña en el parque.
Violencia y muerte parecían ser algo que la excitaba de manera secreta, y así
como cuando llevó hasta el límite a su antiguo novio con el objetivo de ser
violada, esta vez también era consciente de que había hecho lo mismo. Con
otros propósitos, sí, pero en el fondo lo había disfrutado. Y no de la manera
sexual que acaba en orgasmo, sino de una forma imposible de explicar si no
se siente como parte de una personalidad turbia y desequilibrada, demasiado
tiempo reprimida.
Se levantó para ir a lavarse. Era necesario para estar a la altura de lo que
se espera de una persona normal. Así que sin pensarlo más, entró en la ducha
todavía con restos de gotas del anterior ocupante. El agua caliente resbaló por
su piel y su pelo y, tras enjabonarse y aclarar cada parte de su cuerpo, usó la
misma toalla que poco antes había utilizado él y envolvió con otra su pelo.
Las luces del balcón parecían rebotar sobre el blanco de la toalla y, por
unos segundos, se quedó absorta mirando como los colores dibujaban
extraños contornos sobre el algodón blanco. Se la quitó y la dejó caer al
suelo. Si él se había permitido andar desnudo por su casa, ella haría lo mismo
en presencia de su cadáver. Descalza, se dirigió hacia el cuerpo sin vida, lo
cogió por las axilas para darle la vuelta primero y desplazarlo hasta el baño
después. Tuvo que pararse varias veces para descansar. Su asaltante había
sido un hombre fuerte y alto, y ella no lo era. Ni una cosa, ni la otra.
Una vez llegada al lavabo, dejando tras de sí un rastro de sangre sobre el
mármol del suelo, tanto del comedor como del baño, entró de nuevo en la
ducha para luego volver a coger el cadáver por las axilas. Con un esfuerzo
sobrehumano, lo arrastró en tres veces hacia ella y, la cuarta y última, lo puso
de manera que su nuca quedara a la altura del zócalo de la ducha,
coincidiendo con un saliente que hacía de tope para la mampara de puertas
redondeadas.
Salió de la ducha con los pies húmedos y, abriéndose de piernas para
situarse en frente de él, puso sus manos sobre su cara y empujó hacia abajo
con todas sus fuerzas hasta oír el chasquido que indicaba que el saliente había
penetrado en su nuca. Se alejó entonces del cadáver y fue la primera vez que
sintió ganas de escupirle en la cara y patearle los huevos. Pero no podía. Miró
por encima de su hombro el reloj y vio que ya había pasado una hora y
media.
Todavía quedaba mucho por hacer, así que aguantó su rabia y sus ganas
de violencia para ir a la cocina. De uno de los armarios de puertas altas sacó
el cubo de la fregona y lo fue a llenar de agua al fregadero. No estaba muy
segura de si tenía que poner lejía u otra cosa, así que probó con lo que
siempre usaba para fregar el suelo: amoníaco. Mientras el agua iba llenando
el recipiente, fue a la misma puerta de donde lo había sacado y desenganchó
la fregona.
Cuando pensó que ya tenía suficiente agua, cerró el grifo y, tras bajar al
pavimento el cubo, sumergió en él la fregona. Tenía que limpiar todo el suelo
del piso. El hecho de que si le hacían una autopsia al cadáver y en ella le
encontraran restos de ella no la preocupaba. Al fin y al cabo había estado en
su casa, había usado su toalla, podría haber estado tumbado en su cama… mil
cosas. Lo importante era que ella no lo había atacado, ni arañado, ni siquiera
mordido y, el muy imbécil, con su manía de limpieza, se había quitado todo
rastro posible de la invasión a su intimidad.
Empezó a fregar por donde estaba la sangre. Para tranquilidad de ella,
esta salió del mármol sin dificultad alguna. Con cada sacudida de la fregona
dentro del cubo, el agua iba tomando un tono cada vez más rojo, por lo que
tuvo que repetir varias veces la acción de vaciar y volver a llenar el recipiente
de agua y detergente. Finalizada la parte de la sangre del comedor y del baño,
se dirigió a su habitación. Recordaba el momento en el que se había
levantado de la cama tras haber sido violada, así como el líquido que le corrió
por los muslos. En aquel momento no estuvo atenta a si el semen había
llegado al suelo, pero ahora era imprescindible repasarlo todo por si la
policía, tarde o temprano, irrumpía en su casa.
No advirtió ninguna mancha pegajosa en el pavimento. Decidió
entonces que sería mejor no arriesgarse y fregarlo de todos modos. Mientras
lo hacía, su mirada se posó sobre las sábanas y vio la mancha que su atacante
había dejado la primera vez que se había corrido mientras ella estaba
inconsciente.
—Ahora voy a por ti —dijo mirando la sábana arrugada y seca en la que
se adivinaba lo ocurrido.
Cuando hubo fregado todo el suelo del dormitorio metió la fregona en el
cubo, donde esta vez el agua no había cambiado de color, y se dirigió al
comedor para esperar que se secara. Abrió uno de los cajones que formaban
parte del mueble en el que encima descansaban la televisión y el equipo de
música, y sacó un paquete de tabaco sin abrir. Hacía siete años que había
dejado de fumar, pero estimó que ese era un buen momento, si no el mejor,
para volver a adquirir el viejo hábito de llenarse los pulmones con veneno
disfrazado de gusto.
Encendió el cigarrillo y la primera calada le supo a gloria. Pensó que iba
a toser o a rechazar el sabor, pero lejos de ello, dio otras tres caladas seguidas
sin expulsar el humo. Un ligero mareo la invadió, haciendo incluso que sus
extremidades pareciesen más débiles y flojas. Desnuda y con la sensación de
estar drogada, se sentó en el sillón de cuero reclinable y disfrutó de cada
inhalación llena de tóxicos. Mirando el humo como salía expulsado de su
boca con un sigiloso soplido, se dejó caer hacia atrás hipnotizada por las
formas que la masa semitransparente iba tomando en el espacio.
Terminado el cigarrillo, lo puso en la mesita apoyándolo desde la
boquilla, dejó que se apagara solo y miró el reloj. Le quedaban nueve horas.
Podía permitirse otro pitillo. Se levantó para sacarlo del paquete y volvió a
recostarse sobre el sillón. Empezó a pensar sobre todo lo ocurrido, y no sabía
decirse a sí misma si esto ya sería suficiente para colmar sus ganas de
violencia o si, por el contrario, esto solo había sido el principio de otras
posibles veces.
Había algo inexplicable en el poder que se sentía al ver como una vida
se terminaba, sea por causas ajenas, como la vez en el parque, sea por su
culpa, como hoy. De lo que sí estaba segura, era de que ambas le habían
gustado. Mucho. Tenía la sensación de que lo que sí había conseguido y, sin
proponérselo ni planearlo, era apaciguar un poco su ira. Pero la mecha que
había encendido en su mente la notaba corta, muy corta. Y la liberación que
sentía en esos momentos, después de tantos y tantos años reprimiendo sus
verdaderos instintos, era demasiado hermosa y grande.
La ceniza del nuevo cigarro, todavía caliente, le cayó sobre su abdomen.
En vez de apartarla de un manotazo, la observó de manera atenta mientras se
iba enfriando, causándole una quemazón agradable sobre su piel. Se excitó al
pensar que eso le gustaba y sin pensarlo dos veces apagó el cigarrillo en su
ombligo. Cerró los ojos ante el dolor. Su entrepierna se despertó y su dedo
índice la calmó, primero poco a poco y, después, de manera rápida y fuerte,
casi salvaje.
Terminado el trabajo con un fuerte gemido, abrió los ojos para mirar
primero el techo y luego el reloj. Sonrió, se levantó, alcanzó la colilla que
antes había dejado sobre la mesita, y fue directa a la mesa para recoger los
platos de la que había sido la cena de su mejor Nochebuena desde hacía
muchos años.
7.

Mientras ponía en marcha el lavavajillas, donde también había colocado


el cuchillo con su sangre y el martillo con la sangre de él, notó un poco de
frío. En ese momento las luces del balcón se advertían más sobre las paredes
blancas de su piso. Fuera se había hecho de noche y, al no haber encendido
las luces de dentro de su casa, todo parecía estar tomando un aire misterioso
entre verdes, rojos y amarillos, que procedían de las bombillas que iban
encendiéndose por turnos y sin parar.
Era hora de poner también la lavadora. Se dirigió al dormitorio y, antes
de quitar las sábanas, se puso su bata. Al dejar el colchón a la vista vio con
agrado que la esencia viscosa de su atacante no había traspasado la tela que
antes lo cubría. Apartó de una patada las sábanas que estaban en el suelo para
ir a buscar un juego de otras. Esta vez eligió las de color morado. Hizo la
cama con tranquilidad y colocó sobre ella, por último, la colcha que había
acabado tirada en el suelo. Solo entonces se dio cuenta de que seguía
descalza, así que se puso las zapatillas que encontró bajo la colcha y vio que
la planta de sus pies estaba manchada de sangre. Seguramente de cuando
había fregado antes.
Le dio igual y se calzó. Las tiraría luego junto a la bolsa de basura que
había dejado en el comedor, llena de los restos de la cena, las bridas y el
largo cinturón que él había usado para inmovilizarla en la silla. Recogió las
sábanas sucias y se dirigió de nuevo a la cocina para poner la lavadora. Puso
un programa rápido pero a máxima temperatura. Miró entonces el reloj del
horno y vio que el tiempo, a su ritmo, iba pasando. Calculó mentalmente
cuánto necesitaría para que la lavadora y el lavavajillas terminasen, y luego
añadió al tiempo estimado unos cincuenta minutos para la secadora.
Cuando todo hubiese terminado habrían pasado unas dos horas y media,
y todavía le quedaban unas cuatro para hacerlo todo sin prisas. Aun así,
decidió que era un buen momento para preparar la maleta. Ella era de las que
dejaba las cosas para el último momento y, aun sabiendo que a las cinco de la
tarde del veinticinco de diciembre tenía que estar en el aeropuerto, todavía no
tenía el equipaje preparado para su viaje a Nueva York.
De la habitación que estaba después del baño fue a sacar la maleta y, al
pasar de vuelta por el lavabo, miró el cadáver que seguía lánguido y frío
sobre el suelo del baño. Fue entonces cuando se le ocurrió algo que podría ser
una buena idea. Dejó la maleta al lado de la puerta y entró en el baño. Abrió
el grifo de la pica y echó un poco de agua al suelo. Se acercó al cuerpo sin
vida y, con ambas manos envueltas en papel higiénico, levantó una de las
piernas que todavía no estaban rígidas, y dobló y desdobló la rodilla haciendo
que la planta del pie tocara el suelo y dejara una especie de marca entre el
agua.
No creía que fuese algo importante, pero quizás si la policía investigaba
más de lo necesario y, si esa marca quedaba reflejada, podrían pensar que esa
era la mancha que delataba la manera absurda de morir de un ladrón en una
casa ajena. Le divirtió pensar en ello y, sonriendo, salió del baño para coger
de nuevo la maleta e ir a su dormitorio tirando antes, en la bolsa de basura
que cada vez estaba más llena, el papel que había usado para no dejar huellas
en las piernas de Igor.
Abrió el armario y con paciencia eligió cada prenda que pensaba que
podía llevarse a Nueva York. Después hizo varios viajes para llenar el
neceser con la pasta y el cepillo de dientes, el perfume, el desodorante y el
maquillaje. Por último escogió dos libros, uno lo puso en la maleta y otro en
su bolso. Se aseguró de que llevaba dentro el pasaporte, el sobre con el dinero
que dos días antes había ido a cambiar por dólares al banco, y entonces sintió
unas ganas tremendas de fumarse otro cigarrillo. Antes de ir a buscarlo volvió
a la cocina para ver si sus cálculos no iban mal y con agrado vio que el
lavavajillas ya estaba enjuagando y que la lavadora iba por la mitad. Se
encendió el cigarrillo y esperó con paciencia.
El silencio se vio interrumpido por el sonido del teléfono. No tenía
intención de cogerlo, así que dejó que saltara el contestador.
—Hola. ¿Nekane? ¿Sigues ahí? … Bueno, veo que he llegado tarde. Soy
Carla. En fin… bueno… eh… solo quería desearte un buen viaje y unas
buenas fiestas. Espero que te lo pases muy bien en Nueva York… aunque
pensándolo mejor, creo que si ya te has ido lo más apropiado es que te diga
¡bienvenida! Ja ja ja Bueno, pues eso. Un beso. Ciao.
Nekane escuchó el mensaje y cuando terminó puso los ojos en blanco.
“Menuda estúpida”, pensó. “Hemos trabajado tres años juntas y, si podía,
hacía ver que no me veía ni por los pasillos de la oficina, y ahora que ya no
estoy allí, me llama. Quizás, si vuelvo, la mate también a ella”. Los
pensamientos hicieron que soltara una carcajada y se levantó del sillón
todavía riendo.
Una vez en la cocina se dedicó a guardar todos los utensilios limpios y
ya casi secos del lavavajillas, colocó el cuchillo con el que la había herido en
uno de los cajones en los que ella misma guardaba los suyos. Cuando hubo
terminado coincidió con el fin de la lavadora. Traspasó las sábanas de esta a
la secadora y la programó. Entonces fue a su cuarto y se vistió cómoda para
el viaje en avión hacia Nueva York.
Finalmente cuando la ropa estuvo seca, la dobló y guardó en el armario.
Revisó todo el piso por si había olvidado algo y entonces vio la mochila de
Igor. Tuvo ganas de sacarlo todo y adivinar, a través de lo que contuviese, las
intenciones que tenía para ella. Pero ese habría sido un grave error, pues si la
policía también decidía revisarla a fondo y encontraban en ella sus huellas, la
coartada que había planeado, mientras estuvo desnuda y atada en su cama, no
tendría validez. Así que la dejó donde estaba.
Solo le quedaba una cosa por hacer. Del cajón de donde había sacado el
cuchillo, sacó ahora un destornillador y fue a la puerta principal. Como se
había imaginado, no había sido forzada, así que, llaves en mano la cerró
desde fuera y, sin saber muy bien si esta parte de su plan iba a funcionar o no,
puso el destornillador contra la cerradura y empezó a golpearlo por la parte
del mango con el martillo que previamente se había puesto en el bolsillo de
los tejanos. Para su sorpresa y agrado, tras bastantes martillazos sobre la
cerradura, esta quedó suelta. Ahora debía intentar abrir la puerta.
El ruido no suponía ningún peligro, pues no había vecinos a los que
alertar y, buscando la manera, metiendo el destornillador, sacándolo y
haciendo fuerza, escuchó un click que anunció que la puerta estaba abierta.
Todavía sorprendida y sin saber muy bien cómo lo había logrado, entró en su
casa, se puso el abrigo, cogió la maleta, su bolso, la bolsa de basura, que
tiraría unas manzanas más allá, y salió de ahí para ir al aeropuerto.
Las luces intermitentes de su balcón la acompañaron hasta que dobló la
esquina. No le importaba dejarlas encendidas. En algún momento se
fundirían. Y si todo iba bien, ella no volvería más a Barcelona.

8.

Tres meses después

—Comisaría central. ¿En qué puedo ayudarle?


—Ho… hola, verá, no sé si es una idiotez lo que estoy haciendo, pero…
Bueno, nada, déjelo. Lo más seguro es que no sea nada. Disculpe.
—Señorita, no cuelgue. Dígame lo que quería decir y yo decidiré si es
relevante o no. ¿Le parece bien?
—Bueno… es que… en fin… hay un apartamento en la misma calle
donde vivo yo y… mire, no es una broma, es solo que estamos en marzo y las
luces de navidad que hay por todo el balcón todavía están encendidas. Ya
sé… ya sé que no es asunto mío pero he pensado que… no sé… que quizás…
¿entiende?
—¿Sabría decirme la localización exacta, por favor?
—Sí, sí, claro. ¿Entonces he hecho bien en avisarles? La dirección es
Consejo de Ciento número diez. De aquí, de Barcelona.
—Muy bien, señorita, ¿y su nombre es?
—¿Mi nombre? ¿Para qué quiere saber mi nombre? Yo solo he llamado
para avisar.
—Lo sé, lo sé, tranquila. Es solo por si necesitásemos ponernos en
contacto con usted, nada más.
—Bueno… me llamo Mary, solamente.
—Tomo nota. Muchas gracias por el aviso, señorita Mary.
—De nada.
En cuanto el agente a cargo de las llamadas de ese martes colgó el
teléfono, volvió a descolgarlo para marcar la extensión de la pareja de
detectives Ibáñez y Aguilar.
—Aguilar, dígame.
—Detective, soy el agente Heredia. Acabo de recibir una llamada y he
pensado que debería informarle. Yo no tengo muy claro que debería hacer…
—Dígame, Heredia, ¿de qué se trata?
El agente le expuso al detective lo que había hablado con la persona que
había llamado y ambos colgaron a la vez.
—Xavi, ¿te apetece salir un rato a comprobar lo que seguramente no
será nada? —dijo el detective Nacho Aguilar a su compañero Xavi Ibáñez.
—¿Por qué no? Hoy no hay nada nuevo, así que vamos.
Los dos detectives se pusieron sus chaquetas. El llamado Xavi una
cazadora de cuero negro que parecía estar en las últimas, mientras que el otro
se endosó una americana que siempre lucía impecable y planchada a la
perfección.
—Las próximas navidades prometo regalarte una cazadora nueva. La
que llevas da pena, macho.
—Tirarías el dinero. No pienso deshacerme de este tesoro. ¿Alguna vez
te he dicho que macho rima con Nacho?
Ninguno de los dos soltó una carcajada, pero sí que ambas bocas se
torcieron en una sonrisa por el mismo chiste que, desde hacía más de tres
años, el detective Aguilar hacía con su nombre cada vez que alguien
pronunciaba la palabra macho. Bajaron a pie los dos pisos que los separaban
de la calle y se dirigieron hacia donde tenían aparcado el coche, un Toyota
Corolla azul marino. Se subieron sin discutir sobre quien conducía, pues se
turnaban por semanas, y esta era la del detective Aguilar.
—¿Me vas a decir dónde vamos o es una sorpresa? —preguntó el
copiloto mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
—Heredia, el de la central, ha recibido un aviso. Lo más probable es que
sea una gilipollez, pero si hay algo raro y no vamos, se nos puede caer el
culo. Hay unas luces de Navidad todavía encendidas en un piso en Consejo
de Ciento. En la parte estrecha, justo donde la calle empieza.
—¿Va en serio?
—Bueno, que sigan ahí en el mes de marzo la verdad es que muy normal
no es. Y más al precio que va la puta luz.
—Eso es cierto.
Las calles de Barcelona, como siempre, estaban llenas de coches. A
veces conducir por la ciudad era toda una odisea entre las motos que
serpenteaban en medio de los automóviles, los autobuses, los taxis y las
furgonetas que paraban en cualquier sitio para cargar o descargar; se podía
invertir el doble de tiempo yendo a un mismo sitio en coche en vez de en
metro. Los semáforos también parecieron ponerse todos de acuerdo entre
ellos para ir en contra de los detectives y, salvo uno que pillaron en verde, los
demás todos rojos. En definitiva, llegaron al lugar casi tres cuartos de hora
después de haber salido de la comisaría. Lo único bueno era que, sacando la
tarjeta de policía y poniéndola en la guantera, podían aparcar en cualquier
sitio que no entorpeciera de manera abrupta la circulación de otros vehículos.
El número diez de la calle estaba tan solo a unos metros y, aunque no se
hubiesen percatado de tal número, las luces del balcón del último piso
delataban su objetivo.
—La verdad es que llaman la atención —dijo Aguilar llamando al piso
al que supuso pertenecían las bombillas que no paraban de danzar entre
colores.
No obtuvieron respuesta y decidieron probar con otros pisos del edificio,
pero de igual modo, nadie les respondió.
—¿Probamos a entrar? —preguntó Ibáñez sacando los pequeños
artilugios que siempre llevaba en el bolsillo para abrir puertas.
—No tenemos una orden, y no creo que sea una situación de riesgo.
—Si tú no lo dices, yo tampoco. Podemos contar que la puerta del
edificio estaba abierta —sentenció el detective guiñando un ojo y poniéndose
manos a la obra para abrirla.
En cuanto esta cedió, el olor fuerte y agrio, que anunciaba que algo iba
mal, inundó los orificios de ambos.
—¡Hostia puta! —exclamó Aguilar tapándose la boca y la nariz con la
mano—. Avisa por radio que esto no pinta bien. Creo que vamos a tener que
hacer algo más aparte de apagar las luces navideñas.
Su compañero se alejó hasta el coche para informar de lo que temían y
volvió junto a Aguilar.
—¿Entramos?
—Vamos allá.
Primero traspasaron la puerta y luego la volvieron a cerrar a posibles
intrusos. Sacaron los dos las pistolas y, uno detrás del otro, apuntando hacia
delante y observándolo todo a cada paso, subieron por la escalera. El olor se
iba haciendo más intenso cada vez que avanzaban, pero tan fuerte como la
primera oleada después de haber abierto la puerta, no. Quizás era porque el
olfato ya se iba acostumbrando o, a lo mejor, eran ellos los que, por
desgracia, estaban habituados al hedor.
Sin tener duda alguna, llegaron al piso de dónde provenía el olor y que
debía ser el mismo de las luces navideñas en el balcón. Lo supieron porque la
puerta estaba forzada y, antes de decidir entrar en el apartamento, se miraron
para asegurarse de que ambos iban a una.
—¡Policía! —gritó Ibáñez mientras entraba.
—¡Policía! —repitió Aguilar detrás de él.
Como no hubo respuesta siguieron avanzando por el pequeño pasillo en
forma de ele y llegaron a un comedor amplio.
—¡Policía! ¿Hay alguien?
Todavía sin respuesta, se miraron para asignarse una habitación cada
uno de las dos primeras que se adivinaban por la puerta que las desvelaba y,
aunque había una tercera cerrada, decidieron empezar por esas. Aguilar,
pistola en mano, con los brazos estirados, asomó con cautela la cabeza a lo
que era el dormitorio y, tras ver que no había nadie a simple vista, se adentró
para mirar en el armario y debajo de la cama.
—Despejado —informó a su compañero.
Este cruzó hacia el baño y, antes de poder siquiera ojearlo, vio el cuerpo
tendido y desmejorado de Igor.
—Un cuerpo —informó a su compañero.
Por inercia y costumbre, lo rodeó para buscarle el pulso aunque ya sabía
de sobras que no iba a encontrar ni el más mínimo asomo de vida en ese
cuerpo. Dio unos pasos para salir del baño y ambos se dirigieron a la tercera
habitación que tenía la puerta cerrada.
—¡Policía! ¡Salga con las manos en alto!
Pero, al no haber respuesta, Aguilar abrió la puerta de una patada.
Tampoco había nadie en ese habitáculo. Solo faltaba la cocina, pero desde el
salón ya pudieron ver claramente que, en ese apartamento, la única presencia
era la de ese cadáver que ya había empezado a descomponerse. Guardaron
sus armas en la cintura y empezaron a examinar el lugar con más calma pero
sin moverse mucho, pues no podían contaminar, todavía más, el lugar en el
que seguro iba a tener que trabajar la Científica.
A los pocos minutos, diez como máximo, el interfono de todos los pisos
sonó, y fue Ibáñez el que se dirigió a abrir a sus compañeros.
—Último piso, chicos.
Las siguientes dos horas fueron un ir y venir de agentes y personal de la
Científica, incluido el Forense jefe, Joan Vilaseca. Cuando justamente este
dio la orden de llevar el cadáver al Instituto Anatómico Forense de la ciudad,
los detectives se acercaron a él para informarse de cualquier cosa que, dado
su extensa carrera y conocimientos, les pudiese decir.
—¿Qué opinas, Joan?
—A simple vista, diría que ha sido un accidente. El golpe en la nuca es
muy fuerte y, si se resbaló al salir de la ducha, podría haber bastado para
matarlo, pero es que encima se le clavó una especie de saliente de imán, así
que si no era el golpe, eso seguro que… bueno, ya me entendéis.
—¿Signos de lucha?
—Yo diría que no. Por ahora no he visto ni arañazos, ni otros golpes; y
el cuerpo, dado el estado, tampoco ayuda a saber mucho más sin análisis de
tóxicos y esas otras lindezas.
—¿Desde cuándo crees que…?
—La casa está fría y estos meses ha hecho mucho frío también. Eso
podría haber ralentizado el deterioro del cuerpo, pero así, a voz de pronto, de
dos a tres meses.
—Menuda puta mierda —sentenció Aguilar. —¿Ha terminado aquí tu
equipo?
—Sí, nosotros ya nos vamos —respondió el forense recogiendo sus
últimos artilugios y quitándose los guantes de látex.
—Bien, pues entonces empezamos nosotros. Hasta luego, Joan.
Avísanos si descubres algo.
Se despidieron y los dos detectives se pusieron manos a la obra para
empezar a investigar por todo el piso. El primer lugar al que se dirigieron fue
el dormitorio. La decoración no parecía acorde al hombre que se entreveía en
el cadáver, pero, al abrir el armario y ver solo ropa de mujer, comprendieron
que esa no debía ser su habitación.
—Habrá que investigar a quién pertenece esta ropa. Ya sabemos que en
muchos casos el primer sospechoso es la pareja.
—Vamos a ver en la habitación del fondo. Quizás sea ahí donde el tipo
guardaba su ropa y esta solo donde dormía.
Se dirigieron al fondo y abrieron el único armario que había. En este
encontraron solo dos maletas pequeñas que parecían pertenecer a un juego
completo en el que faltaba la grande. Bolsas al vacío de ropa que se entendía
con solo mirarla que era de mujer. Nada más.
—Esto no me cuadra, tío. Si el tipo se había duchado y salía en bolas del
baño, tenía que ser alguien conocido o que viviera aquí, ¿no?
—O un ligue de una noche…
—Llamaré a comisaría para que se informen a nombre de quién está este
piso.
Ambos salieron de la habitación y antes de que Aguilar hiciese la
llamada, se percataron de que había un contestador y que la luz roja
parpadeaba. Sin mediar palabra el detective le dio al botón para escuchar los
mensajes.
«Hola. ¿Nekane? ¿Sigues ahí? … Bueno, veo que he llegado tarde. Soy
Carla. En fin… bueno… eh… solo quería desearte un buen viaje y unas
buenas fiestas. Espero que te lo pases muy bien en Nueva York… aunque
pensándolo mejor, creo que si ya te has ido lo más apropiado es que te diga
¡bienvenida! Ja ja ja Bueno, pues eso. Un beso. Ciao».
—Bueno, creo que ya sabemos, cuanto menos, el nombre de pila de la
dueña de toda esa ropa.
Entonces Ibáñez hizo la llamada pertinente a comisaría y, en diez
minutos, sabían que el piso estaba a nombre de Nekane García. El siguiente
paso era informarse sobre la mujer y desde el piso no podían, así que
decidieron dejar el lugar para volver a comisaría y ponerse a ello enseguida
mientras otros compañeros seguían con las posibles pesquisas en el lugar.
9

Al introducir los datos que tenían, nombre completo y dirección de la


dueña de la casa de Consejo de Ciento, el ordenador de comisaría les escupió
de manera rápida toda la información que podían obtener de ella. No había
sido nunca arrestada, ni siquiera una insulsa multa de tráfico. Los familiares
más cercanos eran sus padres, pero hacía años que habían muerto en un
accidente de coche. No había mucho más que les pudiese dar algún tipo de
información personal, ni de su paradero, así que decidieron echar mano al
expediente laboral.
Ahí sí que encontraron bastantes cosas, en concreto el último trabajo en
el que había sido dada de alta y, para su sorpresa, de baja, antes de las
navidades.
—Esto podría coincidir con la fecha de la muerte el tipo, ¿no crees?
—¿Se muere un tío en su casa, la echan o se despide, y desaparece? —
preguntó sin mucho convencimiento Ibáñez.
—¡Yo qué sé, tío! Es un suponer.
—Bueno, ¿qué te parece si vamos a esa empresa? Está cerca de aquí, en
la Plaza Urquinaona. Podemos ir andando.
—Vamos.
Volvieron a ponerse las chaquetas y salieron de comisaría. El día era
soleado, pero el mes de marzo estaba siendo muy frío, así que a la segunda
manzana que anduvieron la idea de ir andando no les pareció tan buena, pero
ya estaban en ello y decidieron seguir.
—Es aquí —señaló con la cabeza el detective Aguilar. —¿Entramos?
—Mira, macho, el tío ya está más que muerto y la tal Nekane, si se ha
ido, ya nos lleva bastante ventaja, así que, ¿qué te parece si tomamos un café
o un café con leche? Tengo hasta los huevos helados después del paseíto.
Entraron en una cafetería que estaba a rebosar y, en la barra, de pie, se
tomaron ambos un buen cappuccino caliente y aprovecharon para pedir
también un bocadillo para llevar. Cuando hubieron pagado, volvieron a salir
al frío de la calle, pero a pocos metros entraron en el edificio donde se hallaba
la última empresa en la que había trabajado Nekane García.
Muchos de los inmuebles de la zona en la que se encontraban habían ido
resistiendo al paso del tiempo y este era uno de ellos. Con una entrada lujosa
y llena de espejos, parecía un edificio señorial de otro siglo. Una de las
paredes, recubierta de mármol claro y reluciente, estaba llena de membretes
dorados en los que se podían leer, en letras negras, las diferentes empresas
que compartían el edificio. La que buscaban, en concreto, estaba en el tercer
piso.
El ascensor también hacía juego con el lugar. Parecía un habitáculo
extraño sacado de una película antigua. Incluso olía a antiguo. Primero
tuvieron que acceder a una especie de reja de hierro forjado que hizo un ruido
escandaloso, tanto al echarla hacia la derecha para poder entrar, como hacia
la izquierda para cerrarla y, entre una acción y la otra, tuvieron que abrir unas
puertas de madera con cristales amarillentos para poder entrar por fin en el
ascensor. Lo primero que vieron fue un pequeño cartel, también dorado y con
letras negras, en el que se informaba a los usuarios del elevador que este era
solo para subir y nunca se debía usar para bajar.
Apretaron el botón del piso al que debían ir y, tras un viaje en el tiempo,
que casi les arrancó una carcajada a ambos detectives, tuvieron que volver a
hacer todo lo anterior para poder salir al rellano.
La sorpresa fue que, una vez fuera del ascensor, pareció realmente que
habían viajado al futuro, pues desde la perspectiva de ambos se veía un
enorme recibidor con ordenadores y tres mujeres detrás de ellos. Sacaron sus
placas para identificarse ante una de ellas y esta, extrañada, les dijo que
enseguida avisaría a uno de los jefes.
—¿En qué puedo ayudarles, agentes? —preguntó un hombre joven y
trajeado que fue a recibirlos.
—Detectives. Yo soy el detective Aguilar y este es mi compañero, el
detective Ibáñez.
—Disculpen mi ignorancia. ¿Quieren pasar a mi despacho?
—Sí, eso estaría bien.
El despacho en cuestión estaba al fondo de un pasillo a mano izquierda
y, cuando entraron en él, se deleitaron por unos segundos con la vista
panorámica sobre toda la plaza.
—Bonitas vistas. Felicidades —dijo con sinceridad Ibáñez.
—Gracias. A día de hoy todavía pienso que esto es lo mejor de mi
trabajo. Pero siéntense, por favor. ¿Puedo ofrecerles algo? Disculpen, pero es
que no sé qué se supone qué debo hacer —dijo incómodo el hombre trajeado.
—Por cierto, me llamo Miquel. Miquel Suarez.
—Señor Suarez, no se preocupe. Hemos venido porque a raíz de unos
sucesos necesitamos ponernos en contacto con una de sus trabajadoras. O
mejor dicho, ex trabajadora.
—Ustedes dirán.
—Nekane García —informó Aguilar.
—¿Nekane? ¿Le ha sucedido algo? Desde que dejó la empresa no he
sabido nada de ella. Carla Márquez, creo que fue ella, nos dijo que se iba a
Nueva York unos meses. ¿Quieren que la llame para confirmarlo?
—Sí, por favor. Sería de mucha utilidad.
A ninguno de los dos detectives se les pasó por alto el nombre de la
mujer que iba a venir en unos minutos al despacho de Suárez. Carla era el
mismo nombre que habían escuchado en la grabación del contestador
automático del piso de Nekane. El hombre que tenían en frente, que de
manera visible mostraba su curiosidad, marcó unos números en su teléfono
de mesa y le indicó, seguro que a una de las tres chicas de la recepción, que
avisara a la tal Carla para que viniese a su despacho.
Tras unos minutos incómodos, pues los detectives no podían ni querían
dar información, y el hombre no se atrevía a preguntar nada, llamaron a la
puerta del despacho antes de que se abriese.
—¿Permiso?
—Pasa, pasa, Carla.
La mujer debía rondar los cincuenta años, aunque su atractivo todavía
estaba latente tanto en su forma de vestir, como en su manera de caminar.
Solo la expresión de su frente, algo arrugada hacia abajo, por la curiosidad de
lo que podía estar pasando, delataba un poco de inseguridad.
—Estos señores son el detective Aguilar y el detective Ibáñez. Verás,
me han pedido cierta información sobre Nekane y, si mal no recuerdo, creo
que dijiste que se había ido a Nueva York. ¿Verdad?
—Sí… el día de Navidad. ¿Por qué? ¿Le ha sucedido algo a Nekane?
¿Está bien?
Los dos policías se miraron para decidir si ya podían dar más
información y, tras una mirada afirmativa y velada, fue Aguilar el encargado
de soltar la bomba.
—La verdad es que no lo sabemos, señorita Márquez. Esta mañana
hemos encontrado un hombre muerto, con signos de llevar así bastante
tiempo, en casa de la señorita Nekane García.
—¡Oh, Dios mío! ¿Un hombre muerto? ¿Es Alberto?
—Todavía no sabemos su nombre, pero le agradeceríamos que nos
dijese quién es Alberto.
—Ah… bueno… Alberto es el ex de Nekane. Es el único hombre, que
yo sepa, en la vida de Nekane. Pero no sé gran cosa. Su nombre y nada más.
Sé que lo dejaron hará unos… no sé… ¿seis meses? Y que entonces ella
había tomado la decisión de viajar a Nueva York. La llamé el mismo día en el
que se iba, pero por lo visto cuando lo hice ya había salido de su casa.
—¿Y no ha sabido nada de ella desde entonces?
—Pues no, lo siento. Ella dijo que ya nos avisaría cuando volviese y,
como no lo ha hecho, he supuesto que todavía sigue en Nueva York.
—Gracias, señorita Márquez —dijo Ibáñez.
—¿Puedo irme? —preguntó esta y, tras el permiso para hacerlo,
abandonó el despacho.
Al volver a quedarse solos los tres hombres, fue el señor Suarez quien
habló.
—¿Creen que Nekane está… está también…?
—No hay indicios para pensarlo, pero necesitamos encontrarla. Ahora,
gracias a su ayuda, sabemos por dónde empezar.
—Oh, si puedo serles de más utilidad ya saben dónde encontrarme,
aunque de todos modos les daré una tarjeta mía por si necesitan solo hablar, o
no sé… no sé qué se hace en estos casos.
Los dos detectives se pusieron de pie y Aguilar también le alcanzó al
hombre una tarjeta.
—Está perfecto así, gracias —dijo mientras intercambiaba una por otra
—; le dejo también la nuestra, así si se le ocurre algo sobre Nekane o si la
señorita Márquez recuerda alguna cosa sobre el tal Alberto, puede ponerse en
contacto con nosotros de manera directa sin pasar por la centralita de
comisaría.
Los tres hombres se despidieron y los detectives bajaron a pie los pisos
necesarios para volver al frío de la calle.
—Cuando lleguemos a comisaría yo puedo empezar a pedir información
sobre los vuelos a Nueva York del veinticinco de diciembre del año pasado y
tú podrías intentar averiguar algo sobre el tal Alberto.
—Quizás los chicos que se quedaron en el piso encontraron algo sobre
él o, a lo mejor, el forense ya lo ha identificado y es nuestro fiambre.
—Todo es posible. Todo es posible —dijo Ibáñez acelerando el paso
para llegar cuanto antes al calor artificial, pero bienvenido, de la calefacción
central de comisaría.
10

—¡Detectives! ¡Detectives! Hay un hombre que pregunta por ustedes,


está muy alterado. Lo he hecho pasar a la sala dos.
El agente Heredia casi no les dio ni tiempo de entrar en la comisaría.
—¿Quién es, Heredia? —preguntó molesto Ibáñez.
—Dice que se llama Alberto Bergatiños. Según informa, era el novio de
una tal Nekane y que…
Las palabras del agente Heredia quedaron atrás, pues los detectives, sin
pensarlo ni un momento, se dirigieron a la sala donde les había dicho que los
esperaba el hombre que iban a ponerse a buscar, sin muchas esperanzas,
cuando llegaran a sus respectivas mesas.
—Buenas tardes, señor Bergatiño.
—Bergatiños, acabado en ese. Oigan, necesito hablar con urgencia con
alguien que pueda informarme sobre qué ha sucedido en un apartamento. En
concreto el piso de mi ex novia, Nekane García. Este mediodía he pasado con
el coche por ahí y he visto que estaba la calle llena de coches de policía y
cuando… cuando he estado a la altura del piso de Nekane he visto que su
casa era de la que estaban entrando y saliendo —las palabras le salían
aceleradas y casi sin pausa y, antes de que ninguno de los dos detectives
pudiese interrumpirlo, siguió hablando. —Me he bajado del coche dejándolo
en medio de la calle y, aunque han empezado a pitarme todos los que venían
detrás de mí, he ido directo a uno de los policías que custodiaban la entrada.
Le he pedido, ¡exigido!, que me dejara entrar y casi me arresta y, cuando le
he preguntado por lo que estaba sucediendo, me ha dicho que si no apartaba
mi coche me llevaría detenido y con multa. Entonces en un primer momento
he pensado en buscar aparcamiento, pero luego se me ha ocurrido venir
directo aquí y llevo una hora encerrado sin saber todavía nada. ¿Me pueden
decir qué coño pasa? ¿Nekane está bien? ¿Ha vuelto ya de Nueva York? ¿Le
ha pasado algo? ¿Qué cojones pasa?
El tono de voz había ido en aumento a cada palabra y las últimas
preguntas ya eran gritos a todo pulmón. La preocupación parecía ser real y, si
el tipo estaba fingiendo, no cabía duda de que era un actor de los mejores.
—En primer lugar, señor Bergatiños —dijo Aguilar de manera pausada
y usando un tono de voz bajo—, intente tranquilizarse. A la señorita García
no tenemos constancia de que le haya pasado algo, pero en su apartamento sí
ha ocurrido una desgracia. Hemos encontrado un hombre muerto que en un
principio pensamos que podía ser usted.
—¿Un hombre muerto? ¿Quién?
—Eso todavía no lo sabemos, pero estamos en ello.
El hombre, visiblemente más calmado, se tapó la cara con las manos y
empezó a sollozar.
—Por un momento… por un momento pensé que le había pasado algo.
—¿Y por qué pensó eso, señor Bergatiños?
—¿Está de broma, no? ¿Usted ha visto la cantidad de pasm… policías
que había ahí?
—Sí, y lo más probable es que nosotros también estuviésemos en ese
momento o acabásemos de irnos —informó Aguilar. —Bien, escuche.
Cualquier cosa que pueda decirnos sobre la señorita García podría sernos de
gran ayuda.
—Yo… Yo hace ya unos meses que no tengo contacto alguno con ella.
Terminamos poco antes de las navidades. Tuvimos una pelea… bueno, una
discusión…
—¿Qué clase de discusión? —preguntó Ibáñez.
—Una normal. ¡Qué sé yo!
—Bueno, si me disculpa, señor Bergatiños, por una discusión normal no
creo que dejaran su relación.
—Solo fue más fuerte que otras. Ella… ella parecía estar buscando la
manera de sacarme de mis casillas y… y lo consiguió.
—¿Cómo? Si no es mucho preguntar —lo instó a seguir el mismo
detective.
—Pues grité más de lo normal y ya está. Ella me dijo que habíamos
terminado y yo cogí mis cosas y me fui. Eso es todo. Pero la echo de menos y
hoy pasé por ahí para ver si ya había vuelto de Nueva York; para poder
hablar con ella. O por lo menos intentarlo.
Ninguno de los dos detectives creyó eso de que la ruptura hubiese sido
solo por unos gritos y Alberto no quiso contarles la verdad: que ella lo había
atacado de tal manera que él acabó forzándola como nunca pensó que sería
capaz de hacerlo. Todavía sentía vergüenza solo de pensarlo y los policías no
podrían entender hasta qué punto le hizo perder la cabeza para llegar a ese
extremo. Lo más seguro es que pensarían que él era un maltratador y, a lo
mejor, hasta lo dejaban detenido en ese lugar.
—¿Sabe usted dónde se aloja la señorita García en Nueva York?
—No, no lo sé. Les digo que desde antes de navidades no sé nada de
ella. Ni me respondía a los mensajes y mucho menos a las llamadas de
teléfono.
—¿Dónde ha estado usted durante las fiestas?
El hombre levantó la mirada hacia el detective que le había hecho la
pregunta.
—Ah, no. No, no, no. No pensarán ustedes que… No, se equivocan
conmigo. Soy de Galicia y ahí vive toda mi familia, padres, hermanos,
primos, tíos… todos. Desde el veintitrés de diciembre hasta el trece de enero
he estado en Galicia. Tengo fotos, vídeos, de todo. Y lo tengo aquí, en mi
móvil. Pero, si quieren saber más, trabajo como representante de cosmética
de lujo y el trece de enero salí de Galicia para ir a una convención en Madrid
que duró cinco días, de lunes a viernes; aproveché el fin de semana para
conocer la ciudad y no volví hasta el lunes siguiente a Barcelona. También
tengo fotos, facturas de hotel. Se equivocan conmigo.
—Eso nos complace, señor Bergatiños. Por supuesto corroboraremos
todo lo que nos ha dicho y si sabemos algo de la señorita García se lo
haremos saber. Lo que le agradeceríamos es que si logra usted ponerse antes
en contacto con ella, también nos informe —dijo Aguilar dándole una tarjeta
por encima de la mesa.
—Por supuesto, así lo haré. ¿Puedo irme?
—Claro, no hay ninguna razón para quedarse.
El hombre se levantó con actitud de derrota y sin ni siquiera despedirse
salió de la sala.
—¿Tú te crees eso de que solo fue una discusión como tantas?
—Ni de coña, pero si ella no presentó cargos no podemos hacer nada.
Lo que sí me creo es todo lo demás. Opino que este es un pardillo enamorado
de una mujer que ya no lo está de él, pero nada más.
—De todas formas comprobaremos lo que ha contado, aunque soy de tu
misma opinión.
Ahora les quedaba intentar localizar a Nekane, pero iba a ser una tarea
bastante difícil dado que Nueva York estaba llena de lugares en los que poder
hospedarse. Les habría sido relativamente fácil descubrir en los vuelos del
día de Navidad el nombre de Nekane García, pero de ahí a encontrarla, había
un mundo. Decidieron que pedirían ayuda a alguno de sus compañeros y, al
ver a los detectives Leonor y Leo sentados en sus respectivas mesas
ordenando papeleo, decidieron acercarse.
—Eles, tenemos una mierda como una casa que quisiéramos compartir.
¿Os hace?
—Claro, chicos. Compartir mierda entre compañeros siempre es
agradable. ¿Qué necesitáis? —preguntó el detective de nombre Leo.
Aguilar e Ibáñez se fueron turnando para explicarles todo el asunto y,
cuando hubieron terminado, les dieron las gracias a ambos.
—De gracias nada, compañeros —dijo la detective llamada Leonor—,
nos debéis una tan grande como esta: vuestra mierda.
Se alejaron sonriendo para ir a comerse, por fin, el bocadillo que
llevaban cada uno en los bolsillos internos de sus respectivas chaquetas y,
cuando estaban a punto de terminarlo, el móvil de Aguilar sonó.
—Aguilar, dígame.
—Nacho, soy Joan —dijo el forense al otro lado de la línea—, he podido
sacar una huella limpia de lo que quedaba de piel en las manos del cadáver y,
tras pasarla por la base de datos, me ha dado un nombre.
—¡Coño! ¡Por fin una buena noticia! Dispara.
—Igor Calderón. Por mi condición de forense es lo único que he
obtenido, pero seguro que vosotros encontraréis mucho más. Creo que el solo
hecho de que salga en la base de datos dice bastante.
—Así es. Así es. ¿Y de la autopsia puedes decirnos ya algo?
—Sí. Faltan los resultados de la analítica, que tardarán unas cuantas
horas todavía, pero la causa de la muerte es sin duda el golpe en la nuca y la
posterior entrada en la base de su cráneo del saliente del plato de ducha. Me
ha parecido inútil indagar más allá, pues como vi a primera vista, quedaba
claro que ese era el motivo de la muerte.
—Perfecto, Joan. Gracias por informarnos.
—A mandar. Hablamos.
—¿Y bien? —preguntó Ibáñez limpiándose la boca de las migas que el
bocadillo había dejado en ella.
Su compañero se dispuso a relatarle lo que le había dicho el forense y
ambos decidieron ir a ver si el informe de la Científica ya había llegado. Se
levantaron para ir directos a la recepción donde encontraron a Heredia
intentando tranquilizar a una mujer que, por lo visto, había sido agredida para
robarle el bolso. Con el fin de no entorpecer el trabajo del agente, miraron
ellos mismos en la bandeja donde se dejaban los últimos informes que iban
llegando y, justo en el momento en el que se iban, uno de los mensajeros
llegaba con otra remesa de sobres grandes de papel reciclado. Esperaron a
que los dejara en la bandeja y con agrado vieron que el que estaban
esperando era el segundo.
—Bien, veamos qué nos dicen —dijo Aguilar mientras lo abría.
Ambos se pusieron a leerlo por separado y luego intercambiaron los
papeles, hasta que pasados unos minutos volvieron a sus mesas para hablarlo
con tranquilidad y exponer lo que habían leído detenidamente.
—El fiambre por lo visto se estaba dando unas vacaciones a gastos
pagados en casa de la señorita Nekane García, ¿no crees?
—Todo apunta a eso. Por lo que dice el informe, tenía restos de pelo que
seguramente coincidirá con el de ella, pero teniendo en cuenta que el tío se
acababa de duchar y que probablemente había usado la toalla de ella para
secarse, la cosa no es de extrañar.
—También dice que en el suelo del cuarto de baño había como una
marca que coincidía con el pie derecho del tío. Apuntan que con mucha
probabilidad esa marca era del resbalón que el tipo tuvo que darse antes de
caerse y palmarla. ¡Hay que joderse!
—En el resto de la casa no han encontrado evidencias de lucha ni de
nada. Solo una mochila en la que el tío llevaba ropa limpia, incluidos
calzoncillos, juguetes sexuales, tanto vaginales como anales, algo de dinero y
un poco de maría. Ni cartera, ni identificación alguna, ni nada.
—¿Quieres decir que el pavo pensaba hacer una fiesta sexual en casa de
ella mientras estaba fuera? Eso indicaría que era sabedor de que ella iba a
estar ausente una buena temporada.
—A ver, Xavi, la tía lo había pregonado a los cuatro vientos, no es de
extrañar que en algún momento él lo llegara a saber. Seguro que ahora
cuando metamos sus datos en el programa nos aparecerá algo.
Sin perder más tiempo, Aguilar escribió Igor Calderón en el buscador
del programa, y en menos de quince segundos apareció la información que
esperaban encontrar.
—Menudo tipejo. Denunciado dos veces por voyerismo y robos de poca
monta. Siempre detenido y dejado libre bajo vigilancia. Así vamos… qué
mierda de país — sentenció Ibáñez.
—Esta vez la cosa le salió mal. Es de gilipollas acabar muerto por
resbalarse en la ducha de la casa en la que iba a robar, o a vivir una
temporadita, a saber… Por cierto, ¿dice dónde vivía?
—Espera, a ver… sí. Aquí dice que su última dirección es un hostal de
Las Ramblas. Si quieres podemos ir ahora a echar un vistazo, aunque nos
podemos hacer una idea de lo que vamos a encontrar.
—Dejémoselo a algún agente de patrulla. Lo que tenemos que hacer
ahora es buscar a la dueña del piso para informarle de todo lo acontecido en
su ausencia.
Dicho esto Aguilar marcó la extensión que lo ponía en contacto con el
agente Heredia.
—Heredia, soy Aguilar. Manda una patrulla a esta dirección. Diles que
investiguen la habitación 3B y que luego nos informen. Toma nota.
Tras colgar se pusieron ambos a intentar encontrar entre los miles de
lugares posibles para hospedarse que había en Nueva York y, también, algún
dato que les llevara hasta ella. Cuando llevaban una hora de búsqueda, la
detective llamada Leonor se acercó a la mesa de Ibáñez.
—¿Qué me dais si yo os doy lo que estáis buscando, chicos?
—¿No me jodas que la has encontrado?
—Creo que sí. Por lo visto, desde los atentados del 11s, llevan un
control exhaustivo de todos los extranjeros que entran en Estados Unidos y,
después de hablar con unos y con otros, la casualidad ha hecho de las suyas.
Tomad. Unas cervezas una noche de estas serán suficientes como pago.
—Gracias, ele.
La detective se alejó hacia su mesa y Aguilar e Ibáñez se jugaron a cara
o cruz quién de los dos iba a chapurrear el poco inglés que sabían, pero la
sorpresa fue que al responder al teléfono se les ofrecía la posibilidad de
comunicarse en varios idiomas, entre los cuales estaba el español.
—Quisiera ponerme en contacto con un número de teléfono de Nueva
York, por favor.
—Por supuesto, dígame el número, por favor.
Aguilar se lo dijo y quedó en espera. Tras casi un minuto la voz
soñolienta de una mujer respondió.
—¿Diga?
—¿La señorita Nekane García?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Soy el detective Aguilar, de la policía de Barcelona.
Ella se tensó al instante. Lo que parecía enterrado en su memoria volvió
de repente a su realidad.
—Sí, dígame, ¿qué sucede, detective?
Aguilar le expuso todo lo ocurrido en apenas un día, mientras ella
escuchaba atentamente desde el otro lado del Atlántico. Lo que en un
principio le había producido nervios y estupor, acompañados, por qué no
decirlo, de una buena dosis de miedo, empezaba a causarle una satisfacción
excitante que solo podía contener en la sonrisa que poco a poco se iba
dibujando en sus labios.
—¡Es horrible, detective! ¿Cree usted necesario que vuelva a Barcelona?
Es que he encontrado trabajo aquí y mi intención es la de quedarme hasta que
me concedan el visado. De hecho, si puedo, me quedaré bastante tiempo.
—Bueno, no es necesario. Si tiene usted un abogado aquí, puede
ponerse en contacto con él por si hiciese falta firmar algo, pero aparte de eso,
no creo que haya ningún motivo para acelerar su vuelta.
—Oh, gracias a Dios. Y gracias a Dios que decidí irme de viaje, ¿no? De
no haberlo hecho podría haber sido yo la que…
—No lo creo, señorita García —la interrumpió Aguilar—, de hecho
creemos que justamente fue su ausencia la que hizo que el delincuente entrara
en su casa.
—Mi casa… —dijo pensativa ella—, verá… aunque creo que no volveré
en un tiempo, de hacerlo antes o después, creo que no sería capaz de ir a esa
casa. ¿Cree usted que, por supuesto cuando ustedes me digan, puedo ponerla
a la venta?
—Desde luego. Lo entiendo a la perfección y estoy seguro de que no
habrá ningún problema.
—Entonces muchas gracias por su trabajo y por encontrarme para
avisarme. Quedo a la espera de que usted me informe de cómo van las cosas,
¿sí?
—De acuerdo. Adiós, señorita García.
—Adiós, detective.
Aguilar informó a su compañero sobre lo que había estado hablando
cuando fue interrumpido por el teléfono de la mesa de Ibáñez.
—Diga. Sí, perfecto, gracias Heredia —. Tras colgar miró a su
compañero y habló. —Los agentes que han ido al alojamiento de Las
Ramblas dicen que es una pocilga, pero que no hay nada sospechoso. De
todos modos van a quedarse un rato para seguir inspeccionando, pero como
suponíamos el pobre tipejo era un muerto de hambre que pensaba pegarse
una buena vida durante una temporadita.
—Es lo que hay, amigo. ¿Vamos a por un café? El bocadillo lo tengo ya
en los pies.
—Vamos.
Cogieron sus chaquetas del respaldo de sus respectivas sillas y bajaron,
esta vez en ascensor, para dirigirse a la cafetería de en frente de la comisaría.
Esa era una de las pocas veces que, en cuestión de horas, habían resuelto
un caso.
Había que celebrarlo.
11

El local tenía un ambiente cargado. Los ventiladores de los ordenadores


estaban girando sin cesar y eso provocaba que el aire cada vez pareciese más
espeso. Sin ventanas ni puertas, solo la pesada persiana que dividía cada
compartimento del guardamuebles, era el lugar perfecto en el que Igor,
cuando estaba vivo, iba a espiar a Nekane y a revisar las horas y horas de
grabaciones que él guardaba como un tesoro. También había de otras
mujeres, con fechas y nombres, así como audios con los que se deleitaba,
muchas veces mientras se masturbaba, tumbado en el impoluto camastro que
había al fondo.
Al lado, una gran palangana conectada a un no menos grande depósito
de agua, le servía para lavarse las manos cada vez que las sentía sucias o
pegajosas. Su intención había sido grabar todo lo que iba a hacerle a Nekane
y luego disfrutar de ello en la soledad de esas cuatro paredes. A diferencia de
la habitación del asqueroso hostal en el que se había registrado con su
nombre real, este local estaba reluciente y desinfectado. No podía ser de otra
manera si Igor vivía en él.
Había dejado preparadas las cajas en las que cuando terminara sus
fantasías, guardaría cada cinta, tanto de vídeo como de audio. Había
programado el generador para que los ordenadores no dejasen de funcionar
durante semanas y, cuando dejara a Nekane drogada o inconsciente, se
pasaría a revisar todo para no perder ni un segundo de la agonía de ella y el
disfrute de él mismo.
Pero ya habían pasado varios meses y los ordenadores empezaban a
fallar y, en ese momento, uno de ellos se apagó del todo. En cuestión de
minutos le siguió otro y finalmente el tercero. Lo último en apagarse fue el
grabador de audio y todo quedó a oscuras.
Horas y horas de intimidades se quedarían ahí para siempre, incluso la
cinta en la que se veía el asesinato de quien alquilaba ese local. Solo él sabía
de la existencia de todo ese material. El aire poco a poco empezó a ser menos
cargado, los ventiladores pararon su ronroneo, y la noche cayó sobre la
ciudad. Las luces de las farolas de Barcelona la iluminaban de manera tenue
y, a la vez que estas se iban intensificando, el último agente que quedaba en
casa de Nekane desenchufó las luces navideñas y también el balcón quedó a
oscuras.
Igual que el local.
12

2 años después

—Esto es insoportable, Leo. Hace ya casi tres meses que salió el libro de
Castellano a la venta y los periodistas siguen acampando debajo de nuestra
ventana. ¡Qué asco!
—Tranquilízate, nena. Ya se cansarán.
—¡Qué asco!
Leonor se apartó de la ventana dejando que las finas cortinas
anaranjadas, y arañadas por los cinco cachorros de gato que compartían piso
junto a sus padres gatunos, volvieran a su posición vertical. Durante el último
caso que habían investigado, muchas cosas en la vida de la pareja de policías
habían cambiado. Entre ellas estaba la ardua tarea de intentar domesticar esos
cinco felinos que corrían y jugaban por toda la casa, bajo la atenta mirada de
sus progenitores: Patatina y Tigre.
El hecho de que el que resultó ser el asesino de su caso anterior fuera un
periodista con aires de grandeza por convertirse en un famoso escritor, y que
tras su detención y posterior traslado a la cárcel lograra su objetivo de escribir
un libro con ellos como protagonistas y que, además, se hubiese convertido
número uno en ventas, era la causa de que, desde hacía ya más de un mes, en
la puerta del edificio en el que tenían su apartamento los dos detectives
estuviesen apostados, día y noche, varios periodistas esperando poder tomar
fotos y conseguir declaraciones de la pareja, que ya se había hecho
relativamente famosa con el caso del asesino de mujeres embarazadas.
El grito ensordecedor que Leo escuchó desde su posición, recogiendo
los últimos destrozos de uno de los cachorros que se había dedicado a jugar
con un paquete de servilletas de papel en una esquina de la cocina, hizo que
el corazón del detective diese un vuelco y corriese hacia la habitación de
matrimonio esperando encontrar lo peor.
—¡Mierda! ¡Joder! —seguía gritando desesperada Leonor.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¿Estás bien? —los ojos de Leo
estaban abiertos al máximo y su corazón seguía latiendo asustado.
—No me cierran los tejanos. Ni los pantalones del traje chaqueta negro.
Ni ninguna de esas faldas. ¿Y ahora qué hago?
Leo, desconcertado, pues esperaba encontrar a su compañera en el suelo,
o quizás un bicho minúsculo que le diera miedo, algo que a él le resultaba
muy curioso, pues Leonor estaba acostumbrada a lidiar con asesinos,
traficantes o malhechores varios y por una araña era capaz hasta de
desenfundar la pistola, se quedó mirando incrédulo ya que nunca hubiese
imaginado que esos gritos desesperados, que casi le habían producido un
infarto, eran por culpa de unos tejanos y una montaña de ropa que estaba
tirada de mala manera sobre la cama.
—A ver, nena… ¿cómo te lo digo? Estás preciosa y lo estarás todavía
más. Cualquier cosa que te pongas te va a quedar genial.
—No es verdad. Me voy a deformar. Me voy a poner como una bola.
Me va a crecer la barriga, se me hincharán los pies, me crecerán las tetas
hasta que me estallen, a lo mejor hasta se me ponga la cara como una pelota,
y pesaré una tonelada… ¿Crees que estaré genial entonces?
—Lo siento, nena, dejé de escucharte cuando dijiste que te crecerán las
tetas hasta que…
—Eres idiota —sentenció Leonor.
Leo dio unos pasos para ponerse detrás de su compañera y abrazarla,
rodeándola hasta posar sus manos sobre su vientre.
—Estás preciosa porque eres preciosa. Y cuando esta barriguita de nada
crezca y sea un barrigón, serás la mujer más bella del Universo para mí.
Anda, mírame —dijo él instándola a darse la vuelta sin dejar de abrazarla—.
Te deseo tanto o más que antes, y si no te caben los pantalones ni las faldas…
¿es posible que te quepa mi…?
La carcajada de Leonor hizo que los gritos de antes quedaran olvidados.
Los dos se besaron de manera tierna y, aunque sabían que no tenían tiempo
de ir mucho más allá, se dejaron vencer unos minutos por sus bocas en un
largo y cálido beso.
—De verdad, ele. Estás más radiante que nunca y te amo más que
nunca.
—Yo también te amo, Leo, pero ¿qué cojones me pongo?
—Tendrás que mejorar tus modales cuando tengamos a nuestro bebé —
dijo Leo sacudiendo la cabeza y poniendo cara de reproche.
Volvieron a reírse mientras los cachorros hacían acto de presencia y, sin
pensarlo, se subían a la cama para juguetear con la ropa esparcida.
—¡Nooooooo! —gritó Leonor.
—Aquí estáis todos locos menos Tigre y yo —sentenció Leo
refiriéndose al gato y padre de los cinco cachorros—. ¿Preparo café antes de
irnos?
—Descafeinado para mí. ¡Qué asco!
—Si sabe igual que el otro, venga…
—¡Qué asco!
Después de desayunar y, tras la difícil decisión de Leonor sobre su
vestuario, decantándose por un vestido holgado con los hombros al aire,
bajaron por el ascensor para ir a por el coche, aunque salieron del edificio por
la puerta trasera que había en el local de los contadores y que, los periodistas,
todavía no habían descubierto.
—Conduzco yo —dijo Leonor.
—¿Así? ¿Sin más? ¿Ni cara o cruz ni nada? —preguntó Leo.
—Sin cara o cruz. Si sigo creciendo así, dentro de poco mis manos no
llegarán al volante, así que conduzco yo.
Leo sonrió en silencio mientras le dio las llaves del coche a su
compañera.
Llegaron a comisaría en menos de veinte minutos y, entre unas cosas y
otras, casi tardaron más tiempo en llegar a sus mesas.
—¡Oh, venga! ¿En serio? Sois unos idiotas —dijo Leonor refiriéndose a
todos los que ocupaban la planta en la que trabajaban.
Los compañeros, incluso el capitán Rojas, desde que supieron de su
embarazo, cada día, sin fallar ni uno, se dedicaban a dejarle sobre su mesa
algún regalito divertido. Esa mañana era un donut relleno en el que habían
incrustado un chupete. Lo cierto es que todos estaban muy contentos por la
noticia, pero eso no quitaba que se lo pasaran bien ideando las bromas diarias
hacia su compañera.
—¡Eles! A mi despacho.
El capitán Rojas, con su voz tronando y rebotando en las paredes, como
siempre, les daba los buenos días de esa manera.
Los dos detectives, que ni habían llegado a sentarse a sus respectivas
mesas, se dirigieron al despacho de su superior. Al llegar a la puerta ambos
quedaron atascados, una vez más, por querer entrar al mismo tiempo. El
capitán, mirándolos sorprendido, pues le era imposible comprender cómo
podía ser que, después de tantos años, casi cada vez que se dirigían a su
despacho acabaran de esa manera cómica, en el fondo tenía que hacer un gran
esfuerzo por no reírse con una carcajada más sonora todavía que los gritos
que solían salir de su oficina.
—Tranquilo, jefe. Dentro de poco, Leonor se quedará atascada sola —
dijo Leo conteniendo la risa.
—Imbécil —respondió ella sin poder disimular que lo que acababa de
decir su compañero le había hecho gracia.
—Esta mañana tenéis que ir a declarar por el asunto ese de los
pasaportes. Creo que os llevará toda la mañana, así que os he dejado papeleo
en vuestras mesas para que tengáis las horas ocupadas hasta que vayáis al
juzgado.
—Perfecto —dijeron los dos detectives a la vez.
—Chispa —dijo Leonor.
El capitán Rojas se la quedó mirando antes de preguntar.
—¿Chispa?
—Es que hemos dicho la misma palabra a la vez y ahora él no puede
hablar hasta que yo diga su nombre tres veces.
—¿Es una broma, no?
—Es que la última vez me dejó sin poder hablar casi una ho…
—Hay que joderse, eles. Cuanto más tiempo pasa, en vez de madurar, os
volvéis más… más… no sé ni cómo definirlo.
—Tampoco es muy interesante lo que él dice normalmente…
—Ni siquiera voy a preguntaros qué sucede si habla sin que tú… en
fin… a trabajar.
Los dos detectives se levantaron para ir directos al papeleo de sus mesas
y no fue, hasta pasada casi una hora, cuando Leonor pronunció el nombre de
su compañero para que este pudiese hablar y responder al teléfono que
sonaba sobre su mesa.
—Leo, Leo, Leo —dijo ella sonriendo.
—Me las pagarás —dijo él antes de contestar la llamada.
De haber hablado Leo sin que Leonor hubiese dicho antes su nombre, la
consecuencia habría sido que, durante veinticuatro horas seguidas, este habría
tenido que complacer todos y cada uno de los absurdos y malvados caprichos
del ganador; en este caso, Leonor.
13

El hombre estaba absorto en el papeleo que cada mañana le esperaba en


su lugar de trabajo. El trabajo no era agotador, pero necesitaba tener todo en
orden, aunque fuese un mísero lápiz, tenía que estar en su sitio, recto y
ordenado por medidas, colores y, por supuesto, género: si era un lápiz no
podía estar en el mismo lugar que los bolígrafos y, los papeles, alienados a la
perfección para que no sobresaliese ni una esquina uno de otro. No, el trabajo
no lo desbordaba, pero siempre había mucho. No podía quejarse tampoco,
pues el negocio familiar le había permitido estudiar en los mejores colegios y
tener una vida sin carencia alguna, pero la ironía de todo eso era que, aun
teniendo títulos y una carrera universitaria que muchos querrían para ellos, la
falta de demanda laboral le había llevado a tener que seguir con el negocio de
guardamuebles que su abuelo había fundado más de cincuenta años atrás.
No le disgustaba del todo ser el dueño de Teloguardo.com, nombre que
cambió a raíz de Internet; era entretenido y él era su propio jefe. No tenía a
muchos empleados a su cargo pero, los que tenía, eran puntuales y eficaces.
Le agradaba el trato con la gente y encargarse de asegurar sus pertenecías
cobrando una sustanciosa cifra por ello, no por nada aseguraban
confidencialidad y garantía al cien por cien, pero el papeleo lo odiaba. En ese
momento estaba revisando las nóminas para poder pagar a sus empleados,
cuando el ordenador que tenía a su izquierda pitó. Eso solo podía significar
dos cosas: que la revisión de contratos de ese día había finalizado sin
incidencias, o que uno de ellos presentaba algún problema.
Esta vez era la segunda opción. Uno de los clientes había dejado de
pagar hacía dos años y hoy era el día en que sus pertenencias podían salir a
subasta. Recordaba haber hecho lo imposible, sin resultados positivos, para
contactar con el hombre que lo había alquilado; el tipo era como si no
hubiese existido nunca.
Una subasta no era una tarea que a Robert le agradara; organizarla, pedir
los permisos, llevarla a cabo, todo era un trabajo de muchos días, pero el
beneficio solía ser cuantioso. Era increíble ver cómo la gente se interesaba
por las cosas de otras personas anónimas. Bueno, era increíble que se
interesasen de forma pública, porque a él, si algo le gustaba de su trabajo, era
justamente el poder escarbar y curiosear en las pertenencias de otros, pero a
escondidas. En los años que llevaba en el negocio familiar había visto de
todo, y algunas veces hasta había disfrutado de ello, tanto de una manera
inocente como todo lo contrario.
Se levantó de su silla, rodeando la gran mesa que presidía su despacho y
admirando la perfección de ver cada cosa en su sitio, para dirigirse al garaje
número cuarenta y siete, cogiendo las llaves del mismo que estaban colgadas
en el gran pizarrón de madera en que descansaban las trescientas llaves que
formaban el total de locales de los que disponía.
Para llegar hasta ahí debía pasar por varias naves conectadas por pasillos
y, durante el camino, saludó con la cabeza a los diferentes empleados que se
fue encontrado.
Cuando estuvo frente al número cuarenta y siete y, antes de subir la
persiana, suspiró con la esperanza de encontrarse con algo valioso y, a ser
posible, inodoro. El ruido de la gran corredera automática acabó en el mismo
momento en que una luz de emergencia alumbró el interior.
—¿Qué cojones? —exclamó para sí mismo Robert.
Ante él aparecieron, como por arte de magia, ordenadores, cajas y lo que
parecía ser una sala de estar cuidada, ordenada y hasta acogedora. De alguna
manera, extraña y retorcida, en su interior sabía que había encontrado el lugar
en el que pasaría muchas horas y, por supuesto, en ese mismo momento tomó
la decisión de no llevar a subasta nada de lo que había ahí; por lo menos no
hasta que él lo hubiese inspeccionado todo. Algo le decía que iba a disfrutar a
lo grande. Y su instinto pocas veces le había fallado.
Cerró tras de sí la persiana, para quedarse solo y a salvo de posibles
miradas, y encendió la luz de reserva que solo él podía poner en marcha con
una llave especial. Era una manera de asegurarse de que si el cliente no
pagaba, tampoco disfrutara de luz en el local. En cuando la llave giró en el
hueco en el que encajaba a la perfección, uno por uno los ordenadores se
pusieron en marcha iluminando todavía más la estancia.
Mientras las pantallas iban haciendo su trabajo antes de mostrarle a
Robert el contenido de los escritorios digitales, este se acercó a las cajas que
había en una estantería. Eran más de cien, eso seguro, y ordenadas a la
perfección. La sorpresa, gratificante, pues enseguida pensó en algo obsceno
o, mejor aún, pornográfico, fue que cada caja de CD tenía un nombre, y todos
eran de mujer. Extasiado con el descubrimiento se acercó de manera rápida al
primer ordenador que ya estaba preparado e introdujo el CD que llevaba por
nombre Julia.
La satisfacción tardó poco en llegar a su entrepierna cuando las
imágenes mostraban a la tal Julia por la calle, en un parque, en su casa, a
veces durmiendo, otras desnuda, otras follando.
No sabía quién había sido el dueño de todo eso pero, a partir de ese
momento, lo iba a ser él. Se puso cómodo para ver de nuevo todas las fotos
de la mujer llamada Julia, tan cómodo como le permitía la pequeña silla de
ese ordenador y sus pantalones desabrochados lo justo para poder tocarse. Se
excitaba fácilmente y se desahogaba con la misma facilidad y sin
remordimientos.
Pasaría muchas horas, más de las necesarias, en el negocio familiar. Ya
sabía él que el hecho de no poder ejercer como abogado, por culpa de la
situación laboral del país, iba a darle otras oportunidades y otras
recompensas. La sonrisa ante su ocurrencia se desfiguró en cuanto las
sacudidas del orgasmo le impidieron mantener la boca cerrada y dejó salir un
gutural gemido que retumbó en las paredes y la persiana del habitáculo que
acaba de descubrir.
Se limpió en una especie de lavabo improvisado, junto a un camastro
limpio y cuidado, que quedaba al fondo del local y, tras abrocharse los
pantalones, decidió salir de ahí para no levantar sospechas ante sus
empleados.
Llegó a su despacho con el único pensamiento de que llegara pronto la
hora de cerrar y, con una sonrisa torcida en su rostro, se puso ante su
ordenador, en la ficha que poco antes había sido la que había provocado el
pitido en su PC y, con el ratón en su mano derecha, llegó hasta la pestaña
donde ponía «prorrogado» y la señaló con seguridad con un toque de su dedo
índice sobre el ratón.
No sabía si iba a poder aguantar hasta las nueve de la noche para volver
y ver más imágenes que prometían ser suculentas, pero, si quería que todo
pasase inadvertido, no le quedaba otra que esperar.
14

Las nueve y diez de la noche y, por fin, los empleados se habían ido
todos a casa. El día, a Robert, se le había hecho eterno. Tuvo que arreglar
papeleo y atender a tres nuevos clientes, enseñándoles el lugar, informando
de las tarifas, haciendo los contratos y, por último, encargando a tres de sus
trabajadores que prepararan cada local para guardar las pertenencias de los
nuevos inquilinos.
Todo había salido a la perfección, pero para él solo existía una misión
importante ese día: volver al local cuarenta y siete, y sumergirse en los
secretos de su cliente inexistente que, por un toque de magia informática,
había prorrogado un año más con Teloguardo.com.
Recogió lo poco que quedaba sobre la mesa de su despacho, lo ordenó a
la perfección y se encaminó por los pasillos al lugar con el que había estado
pensando todo el día. Tranquilo por saberse solo en las instalaciones, dejó
que la persiana hiciese su trabajo y encendió enseguida las luces. Los
ordenadores ya los había dejado en funcionamiento antes de salir tras el
descubrimiento, así que solo le quedaba sentarse y disfrutar del panorama.
Cuando fue a coger el CD con el nombre de Julia, se percató de algo
que, quizás por las prisas o quizás por los nervios, por la mañana no había
visto: en la carátula también estaba apuntada una dirección completa.
Notó en su columna vertebral una especie de escalofrío que no supo
identificar si era por placer o por la adrenalina de saber que esos datos podían
ser los que podrían llevarlo donde estuviese Julia. Se sentó en la silla de otro
ordenador, esta más cómoda y grande, y sopesó las ideas que, una detrás de
otra, se le pasaban por la mente.
La pantalla estaba en reposo, por lo tanto completamente en negro y,
cuando movió el ratón, en un acto distraído mientras ordenaba sus
pensamientos, ante él aparecieron, como pequeños cuadros inmóviles,
diferentes estancias de un apartamento que parecía deshabitado y no era el
que había visto en las fotos de la tal Julia. No le dio más importancia en ese
momento porque sus pensamientos iban mucho más allá. Pero se prometió
mentalmente que, más adelante, indagaría sobre ese apartamento que estaba
vacío.
Se quedó mirando fijamente el monitor plano unos minutos. Notaba
como la otra idea se iba forjando clara y segura en su cabeza.
Se levantó sin vacilar ni por un segundo que entre las pertenecías del
tipo que tuvo alquilado el número cuarenta y siete encontraría lo necesario
para hacer lo que ya veía de manera perfecta, en imágenes, en su mente.
Lo encontró todo en una pequeña caja que parecía estar llamando su
atención desde el mismo momento en que se puso de pie y se dirigió al fondo
del local; guantes y un pasamontañas. Sonrió para sí mismo al pensar que
habría sido todo un honor conocer en persona a quien había urdido todo ese
tinglado, pero a falta de esa persona, se regodeaba en silencio sabiendo que
no podía haber caído en mejores manos.
En la universidad, estudiando la carrera de abogacía, descubrió lo
mucho que le excitaba entrar a hurtadillas en las habitaciones de sus
compañeras y oler su ropa, tanto la de calle como la íntima, esta si estaba
usada mejor que mejor, y cuando pasó a un grado más peligroso, espiando a
través de las ventanas, las cerraduras y en cualquier lugar, sobre todo en las
duchas o en el gimnasio, supo que algo en él lo hacía diferente al resto.
Bueno, si era sincero consigo mismo, lo venía sabiendo ya desde
cuándo, siendo un adolescente, encontró un placer morboso espiando a sus
padres mientras hacían sexo en su cama, o en el sofá, pensando que él estaba
dormido, o en su cuarto. La curiosidad hizo que encontrara los artilugios que,
a veces, utilizaban sus progenitores: esposas, consoladores, mordazas; eso le
provocó la necesidad de tocarse y, desde entonces, le había sido imposible
tener una relación estable y “normal”, pues sus gustos sexuales, la mayoría de
las veces, excedían los límites de las compañeras que había elegido a lo largo
de su vida.
Su instinto se fue calmando al entrar en el negocio familiar para, así,
poder espiar las pertenencias de gente anónima y en secreto, pero lo que
acaba de cruzarse en su camino era todo lo que siempre había imaginado.
Cogió los guantes y el pasamontañas y memorizó los datos que daba por
hecho eran la dirección de Julia. Apagó la luz pero dejó los ordenadores
encendidos. No sabía si la pantalla del PC principal reflejaba el piso de otra
mujer, pero ahora Julia ocupaba todos sus pensamientos, y pensó que, una
vez terminada la pequeña excursión que tenía intención de hacer, volvería
para ver de quién podía ser ese apartamento y qué más podría programar para
los próximos días; o meses.
Se subió al coche, impoluto como si fuese nuevo, y arrancó.
La calle en la que aparcó estaba a una sola manzana del piso al que se
dirigía. Se preguntaba si iba a ser posible entrar en el edificio sin tener que
llamar la atención cuando, al llegar y para su sorpresa, vio que se trataba de
un apartamento a pie de calle. Por lo visto el hombre que había orquestado
todo aquello era meticuloso incluso en eso. Las persianas estaban bajadas
pero no del todo y, por los pequeños orificios que no habían quedado
escondidos, salían unos minúsculos rayos de luz. Ella estaba en casa. ¿Estaría
sola?
Se apartó de la calle principal y caminó sigiloso por el estrecho callejón
que rodeaba el apartamento, o la casa, ya no sabía cómo llamarla. Se encontró
con un pequeño patio, que hacía las veces de jardín, y que solo estaba
cercado con una valla de alambre entrecruzada y no muy alta. Se aseguró de
que no había nadie por los alrededores y saltó. La adrenalina de estar
haciendo algo que no había programado antes se interpuso a su forma de ser,
ordenada y meticulosa.
Al acercarse su corazón dio un vuelco cuando frente a él, en directo y
solo separándolos una pequeña ventana de cocina, vio a Julia de pie
preparándose un café. Se puso enseguida el pasamontañas, pues los guantes
ya los llevaba puestos desde que había bajado de su coche, y observó en
silencio como la mujer ponía dos cucharadas de azúcar en la taza y luego
daba vueltas con una cucharilla.
Tenía que entrar. Tenía que oler su casa y aspirar así el aroma personal
que ella desprendía. No necesitaba más para excitarse. De hecho ya lo estaba.
Pensó en cómo hacerlo sin levantar sospechas y no se le ocurrió nada.
Solo si alguna ventana estuviese abierta… Pero no creía que fuera a tener tan
buena suerte. Aun así dio unos pasos silenciosos hacia la esquina de la casa,
ya había decidido que la denominaría así, y se encontró con la ventana de lo
que era el baño. Esta no tenía persiana, solo una cortina lisa que en ese
momento estaba descorrida. Su entrepierna pareció querer salir del pantalón
cuando divisó la bañera llena de agua y con espuma. Rezó para que eso
significase que iba a bañarse y no que ya lo había hecho.
Sus súplicas mudas fueron escuchadas puesto que, todavía con la taza de
café en la mano, Julia entro en el habitáculo y, tras dejar la bebida sobre el
mármol del lavabo, deslizó la bata de color carne por su piel y quedó desnuda
ante él. No sabía si el calor que notaba en su cara era por el hecho de llevar
puesto el pasamontañas o porque su dermis estaba reaccionando al deseo
lascivo que crecía en su mente, pero el caso era que notaba como si la faz le
quemara.
Julia bebió de un trago el café y lentamente se metió en la bañera para
quedar sumergida casi del todo; solo estaban expuestos sus pechos que,
debido al tacto del agua, tenían los pezones duros y salidos. Tanto como se
sentía Robert.
Su mente comenzó a funcionar a marchas forzadas y no pudo contener
el deseo de intentar entrar en la casa. Se dirigió en silencio a la puerta de
entrada y volvió a mirar a su alrededor. No había nadie. Sacó de su bolsillo
interno el carné de identidad. Lo había visto en miles de películas y rezó para
que en la realidad también funcionase. Nunca lo había ni siquiera intentado
antes, pero su mente, en ese momento, estaba nublada por el deseo ardiente
de hacer la mayor locura de su vida.
Empezó a pasar el DNI una y otra vez por la hendidura que había entre
la puerta y la pared, con fuerza cuando llegaba sobre la cerradura y, en menos
de un minuto, un «click» casi inaudito le dio la bienvenida al interior de la
casa. ¿Cómo podía una mujer sola ser tan estúpida? ¿Ni siquiera cerraba con
llave? Bueno, mejor para él, pensó.
El lavabo quedaba casi en frente de donde se encontraba y, como la
puerta del mismo estaba abierta, pudo ver desde el mismo momento en el que
había puesto los pies en esa casa, la bañera con Julia dentro. No tenía
intención de hacerle nada, solo mirarla. Esto ya era mucho más de lo que, en
cualquier otra excursión universitaria, hubiese imaginado nunca. Además no
había planeado nada y eso era algo nuevo para Robert. El problema era su
entrepierna. Lo estaba matando, golpeando sin piedad la cremallera que
parecía que fuese a estallar de un momento a otro. Los latidos que sentía ahí
abajo eran tan dolorosos que tuvo que desabrocharse los pantalones.
Una cosa llevó a la otra y, cuando quiso darse cuenta, sus manos
enguantadas estaban hurgando dentro, apretando mientras una iba arriba y
abajo sobre su miembro que seguía arropado por los calzoncillos. Cuando no
pudo más, apretó los dientes sobre su labio inferior, pero eso no impidió que
saliese un gemido de su boca.
Julia se incorporó de repente para sentarse en la bañera y sus ojos se
abrieron de par en par al descubrir el intruso. Quiso ponerse de pie, gritar,
hacer algo, pero él fue más rápido. En dos grandes zancadas estuvo a su
altura y, con la fuerza de la adrenalina y la pérdida de razonamiento por culpa
del terror de haber sido descubierto, puso sus manos sobre los hombros de la
mujer y la hundió entre la espuma.
Julia luchó con todas sus fuerzas mientras seguía viendo, a través del
agua, esa silueta que se escondía tras un pasamontañas. No pensó en ningún
momento si podría salir con vida o no, solo luchaba por ello, pero, en un
segundo ínfimo y tan claro como el agua que cubría su rostro, comprendió
que ahí terminaría todo. Y así fue.
Robert todavía la mantuvo un minuto bajo el agua y, cuando
comprendió lo que acababa de hacer, se incorporó de un salto y salió de la
casa para ir corriendo a su coche. Mojado y con el corazón latiendo a mil por
hora, se quitó el pasamontañas y arrancó el coche. Antes de ponerse el
cinturón y de salir de ahí a toda prisa, se sorprendió de sí mismo.
Volvía a estar excitado. Tanto o incluso más que antes.
15

La pareja de detectives llegó a la comisaría justo treinta segundos


después de que Casas y Ramírez dejaran el regalo de broma en la mesa de
Leonor. Esta vez era un pañal con instrucciones para su uso escritas con
letras de periódico, para que pareciese una nota de rescate o amenaza.
—Me reafirmo —dijo Leonor—: sois idiotas. Pero he de reconocer que
os lo curráis como nadie.
—¡Eles! ¡A mi despacho!
Un día más la voz del capitán Rojas sonó en todo el departamento. Era
una forma curiosa, y que además adoraba la pareja de detectives, de anunciar
el inicio de la jornada de trabajo. Ambos se dirigieron hacia el despacho de su
jefe y esta vez, cuando llegaron a la puerta, entraron uno detrás de otro,
evitando así, quedarse atascados en la puerta.
—Buenos días, capitán —dijeron al unísono.
—Como uno de los dos diga «chispa», os juro que os mando a poner
multas de tráfico.
Ninguno de los dos dijo la palabra.
—Bien —continuó el capitán—, me ha llegado un aviso de un posible
crimen en el distrito de Horta. Nos avisaron los padres de la chica que vive, o
vivía en el apartamento, al no obtener repuesta desde la noche anterior, ni a
su teléfono fijo ni a su móvil. Dos agentes fueron y, bueno… El equipo
Forense y el de la Científica ya van hacia allá. Les he dicho que manden los
datos al fax de Casas. ¡A trabajar! —dijo haciendo aspavientos con la mano
derecha indicándoles que salieran.
Los dos lo hicieron con una media sonrisa en la cara, puesto que
preferían cualquier cosa, incluso poner multas, con tal de no pasar un día más
sentados en sus respectivas mesas. Se dirigieron hacia el escritorio de Casas y
este ya les tenía preparados los datos que habían llegado por fax. Tras una
breve conversación llena de chistes cortos cargados de dobles intenciones, se
despidieron y bajaron por el ascensor para ir a por el coche.
—Me apetece empanada de atún —dijo Leonor olfateando el aire.
—¿Empanada de atún? Son las nueve de la mañana. ¿No prefieres algo
calentito y dulce?
—No. Quiero empanada de atún aceitosa.
—Empiezas a preocuparme, nena. ¿Y dónde encontramos empanada de
atún aceitosa?
—Seguro que encontramos alguna panadería de camino al lugar.
Entrarás en todas hasta que la encontremos.
—¿Yooooo? ¿Y por qué debería entrar yo y no tú?
—Porque tú eres el culpable de que me apetezca empanada de atún —
dijo Leonor acariciándose la barriga.
Tuvieron suerte y a la segunda panadería en la que entró Leo, tras dejar
el coche en doble fila, encontró lo que tanto ansiaba su compañera. En
silencio, solo interrumpido por algún que otro gemido de placer que emitía
ella mientras masticaba su manjar aceitoso, llegaron al lugar en el que se
había cometido, posiblemente, un crimen. La cosa parecía bastante grave, ya
que el sitio estaba acordonado y lleno de policías de uniforme. Aparcado en
una esquina vieron el coche de la forense Cristina Sánchez y Leo dirigió
hasta ahí su coche para estacionarlo detrás. Sacaron las acreditaciones y
fueron directos a la puerta de la pequeña casa.
—Castillo y Burgos —dijo Leo a modo de saludo al policía que
custodiaba la entrada y este se hizo a un lado para dejarlos pasar.
La casa no era muy grande pero sí acogedora. El pequeño salón que les
daba la bienvenida estaba decorado de una manera simple aunque lleno de
colores que le daban un toque de alegría. La estancia parecía ser el centro
porque a los lados había varias puertas que imaginaban de la cocina y de dos
dormitorios y, en frente, al fondo, lo que parecía ser el lugar del incidente: el
baño. Sorteando unas marcas, enumeradas del siete al trece, situadas a lo
largo del comedor y que señalaban unos pasos, llegaron hasta donde se
encontraba la forense, de rodillas frente a una bañera en la que todavía yacía
el cadáver de una mujer.
—Hola, eles. Os estaba esperando. Aquí ya he terminado, aparte de
certificar la muerte y asegurar que no ha sido natural, ya no puedo hacer
mucho más.
Entre la pareja de detectives y la forense se había forjado una amistad
que iba más allá del trabajo, pero cuando la segunda estaba sumida en la tarea
de ejercer su profesión, siempre iba al grano y no se andaba con rodeos.
—¿Puedes decirnos algo ya? —preguntó Leonor mirando a su alrededor
como para grabar en su memoria el escenario.
—Poca cosa: mujer, de unos treinta y pocos años, ahogada. Tiene unas
marcas en los hombros que me indican, a priori, que ha sido empujada con
fuerza bajo el agua. También tiene golpes en los pies, lo que me hace suponer
que intentó defenderse y pataleó hasta quedarse sin vida. Debe calzar un
treinta seis, como mucho, de ahí que os hayáis encontrado las marcas en el
suelo cuando habéis venido hasta aquí. Son casi inapreciables, puesto que se
han secado con el paso de las horas pero, al llevar jabón, dejan marca. Son de
un calzado mucho más grande, un cuarenta y cuatro, por lo menos, y además
en sentido hacia afuera, lo que me indica que, con mucha probabilidad, sean
del asesino cuando ya salía del lugar. La hora de la muerte la estimo entre las
veintiuna horas y las veintitrés horas de anoche. Eso lo sabré con más
exactitud cuando haga la autopsia. Aparte de esto, no tengo nada más, por
ahora. Quizás los chicos de la Científica.
—Muchas gracias. Hablaremos con ellos después de echar un vistazo
aquí dentro. ¿Podemos ya? —preguntó Leo.
—Sí. El juez autorizará el levantamiento del cadáver en unos cinco
minutos. Tenéis hasta entonces para indagar sobre ella —dijo señalando a la
mujer de la bañera— y todo el tiempo que queráis, una vez se la hayan
llevado, para el resto de la casa. Por cierto, ¿cómo lo llevas, Leonor?
—Me duele un poco el estómago, pero por lo demás bien.
—Le duele el estómago porque se ha metido una enorme empanada de
atún de camino aquí —dijo Leo en voz baja pero lo suficientemente alta
como para que lo escucharan las dos mujeres.
La forense se rio por el comentario mientras Leonor le sacaba la lengua
a su compañero. Se despidieron con la intención de volver a hablar con
Sánchez en cuanto tuviese los resultados de la autopsia y ambos detectives
empezaron a revisar, de manera minuciosa, primero todo el baño, incluido el
cadáver, y después, una vez se lo hubieron llevado, el resto del lugar.
Mandaron a una pareja de agentes a interrogar a los vecinos y les dieron
órdenes de pasar cualquier tipo de información a Ramírez o a Casas.
A las doce del mediodía ya estaban de nuevo en el coche camino de la
comisaría. Ahí les estarían esperando los datos de la inquilina de la casa
y, con un poco de suerte, tendrían algo por dónde empezar a investigar.
16

No había pegado ojo en toda la noche. De hecho, ni siquiera se había


dado cuenta de que ya era de madrugada. Todavía estaba absorto en las
sensaciones que había experimentado en la casa de Julia. Eran las siete de la
mañana y ya estaba en el negocio familiar.
Se había pasado toda la noche, y lo que llevaba de la mañana, revisando
en Internet por si había alguna noticia de Julia. Tenía el dedo índice izquierdo
agarrotado de tanto darle a la tecla F5 para refrescar, una y otra vez, la página
sobre noticias de las diferentes ventanas que tenía abiertas en su ordenador.
Pero no había nada sobre Julia o sobre algún asesinato.
Se preguntaba si de verdad sería así de fácil salir impune de lo que había
hecho. Sus sentidos estaban puestos también en el timbre de su casa, cuando
estuvo en ella, así como en su móvil. Esperando, de un momento a otro, la
visita de la Policía o una llamada de la misma. Pero no, nada de lo que temía
había ocurrido. Se había rebanado los sesos repasándolo todo: tenía los
guantes puestos desde el mismo momento en el que se había bajado del
coche, por lo que no había dejado huellas dactilares, de eso estaba seguro. Se
había corrido, sí, pero dentro de sus propios calzoncillos, que ya estaban
dentro de la lavadora, por lo que tampoco eso había dejado rastro alguno. Lo
único que le atormentaba era el momento de la bañera, puesto que, con la
adrenalina que le proporcionaron las circunstancias, no sabía muy bien qué
podía haber dejado en esa bañera y que lo pudiese delatar. ¿Se le habría caído
un pelo? ¿Lo había arañado? ¿Saliva? Las mierdas esas de series en las que
los detectives encontraban todo tipo de pistas minúsculas lo estaban
atormentando mientras que, por otro lado, seguía preguntándose si de verdad
todo iba a ser tan fácil.
Robert ahora estaba mirando la agenda de ese día e incluso se alegró de
que hoy, a las diez, estuviese prevista la visita de Ana. Hacía ya algunas
semanas que no la veía, justo desde la última noche que pasaron juntos y en
la que él le había propuesto un juego erótico, a su estilo, pero demasiado
fuerte para que ella sucumbiera otra vez.
Tenía que reconocer que Ana le gustaba. Durante ocho meses ella había
aceptado todo tipo de propuestas, hasta esa noche, pero la excitación que
todavía sentía en su entrepierna, desde que había salido de la casa de Julia,
era de tal magnitud, que estaba dispuesto a hacerlo de manera “normal” con
tal de descargarse dentro del cuerpo de una mujer y no en su mano.
Esos pensamientos lo llevaron a revivir lo de la noche pasada. Nunca
habría imaginado que quitar una vida podría ser tan gratificante y tan
excitante. Un poco de fuerza aguantando el cuerpo bajo el agua espumosa de
la bañera y en unos segundos una vida menos y arrebatada por sus manos. Se
le escapó una risilla al pensar en que, justamente sus manos, eran las
principales en lo referente a darle placer: masturbándose y, ahora, asesinando.
Se preguntaba si Ana accedería al nuevo juego que había descubierto,
todo sería proponérselo y esperar a que aceptara: ver los vídeos juntos,
fantasear y follar. No era necesario decirle lo que había llegado a hacer la
noche anterior, pero podría intentar que viera los vídeos con él, o por lo
menos atraer su atención con la esperanza de que, al final, accediera. No le
preocupaba que ella lo contara por ahí; estaba casada y ella tenía mucho más
que perder.
De hecho, fue justo a través de su marido, un empresario entrado en
años, y quilos, el motivo por el que se conocieron. Raúl García tenía una gran
empresa de importación y exportación de mercancías y por eso utilizaba los
locales de Teloguardo.com como almacenes hasta que tuviese un envío
programado. Esa era la razón por la que hoy, Ana, iba a venir a arreglar los
papeles: para desalojar el local veintiséis.
Tras tomarse otro café, Robert decidió que ya era hora de ponerse en
marcha. Los trabajadores llegaron puntuales, como a él le gustaba y exigía, y
tras fichar en los vestuarios, comenzaron a hacer su faena. Tenía todavía algo
de tiempo antes de que llegara su visita femenina y decidió ir a preparar los
ordenadores del local cuarenta y siete.
Nadie podría sospechar nada, pues Robert podía entrar en cualquier
local con la excusa de tener algún encargo del cliente. Así lo hizo en el que
era la razón de todos sus pensamientos y, una vez dentro, encendió las luces y
se puso a rebuscar entre los CDs mientras los ordenadores se ponían en
marcha. Encontró uno que le llamó la atención por el nombre de mujer que
había escrito: Sophía. Le pareció un nombre sensual y misterioso, aunque no
sabía decirse si era por su propia excitación y deseo, o porque realmente le
causaba esa sensación.
Lo abrió con cuidado y lo preparó para que, cuando llegase Ana, quizás
lo viesen juntos. Sus ojos se fueron a la pantalla del ordenador en el que, en
frente, estaba la silla más cómoda de todas. Le parecía extraño que lo que se
veía siempre parecía ser un apartamento deshabitado, pero pensó que alguna
razón debía haber para ello; el hombre misterioso que le alquiló en su día ese
local lo tenía todo bien planeado, así que seguro que un día u otro, ese
ordenador le daría una grata sorpresa.
Dándose por satisfecho, por el momento, con los preparativos, volvió a
su despacho justo en el momento en el que llegaba Ana.
—Buenos días, señora García —dijo estrechándole la mano.
—Buenos días —respondió ella.
En público nunca se tuteaban, pero una vez dentro del despacho, la cosa
cambiaba.
—Te he echado de menos, Ana —dijo Robert intentando preparar el
terreno para su entrepierna cada vez más impaciente.
—Yo… yo también a ti.
Eso era todo lo que él necesitaba oír. Si Ana había estado pensando en
él, y lo reconocía sin tapujos, estaba seguro que iba a conseguir, como
mínimo, descargarse como era debido y como necesitaba.
—¿Tienes tiempo o solo vienes a hacer el papeleo? —preguntó Robert
sabiendo que ella entendería la indirecta.
—Tengo tiempo.
Robert cogió de nuevo las llaves del local cuarenta y siete, junto a las
del veintiséis, e indicó a Ana que lo siguiera. Esta, segura de que en pleno día
y con los trabajadores rondando por ahí no le pediría nada retorcido y de
larga duración, lo siguió sin decir ni una palabra. Estaba claro, y era
consciente de ello, que desde que se habían dejado de ver, no solo echaba de
menos el morbo de la infidelidad con Robert, sino también el sexo sin
complejos y a veces enfermizo que esa relación le proporcionaba.
Robert abrió la persiana del local cuarenta y siete, le indicó que entrara y
volvió a cerrarla. Se quedaron unos segundos mirándose y estudiándose y, en
lo que dura un parpadeo, Robert se abalanzó sobre ella para invadirle la boca
con su lengua directa y rígida. Ella, excitada y deseosa, se dejó manipular
hasta que la tuvo doblada y apoyada con la cara sobre una pequeña mesa y,
sin apenas apartarle la ropa interior, la penetró de manera ruda mientras le
hurgaba la entrepierna con los dedos de la mano derecha. Llegaron al
orgasmo casi a la vez, con espasmos tan violentos que, en uno de ellos,
Robert se salió de su interior si preverlo. Soltó un gruñido que escondía un
lamento y a la vez el gusto de un suave dolor y mordió con suavidad el
hombro de ella.
Ana, respirando entrecortadamente, se giró mientras se colocaba bien la
ropa interior y sonrió a la vez que se mordía el labio inferior.
—Estamos locos —dijo susurrando.
—Lo sé. Pero es demasiado tentador como para pensar en las posibles
consecuencias.
—¿Qué es este lugar? —preguntó ella, por primera vez consciente de
donde se encontraba.
—Es la cueva de los deseos. Ven —dijo él señalando los ordenadores—.
Este local lo tenía alquilado una persona que hace dos años que no viene. No
te vas a creer lo que hay en estos discos.
En el mismo momento en el que dijo esas palabras, con el ratón, le dio al
play para que Sophía apareciese en pantalla. La mujer, de un gran parecido
físico con Julia, la de la noche anterior, aparecía por diferentes lugares de lo
que parecía ser su apartamento. Vestida, en pijama, con tan solo unas
braguitas de encaje, duchándose, tocándose sobre su cama a pleno día y
segura de sentirse sola…
Robert no sabía si mirar las imágenes o a Ana, pues esta parecía estar
absorta y disfrutando de ellas, o por lo menos eso era lo que él deseaba.
—¿Esto es legal?
—No creo que nada de lo que hay aquí sea legal, pero me excita y tengo
ganas de ver todos los CDs. ¿Qué piensas?
—No sé qué pensar… Sé que debería irme de aquí enseguida, que esto
no está bien, pero… pero me… me… no sé… me siento atraída. Es morboso.
Es…
—Excitante —terminó satisfecho la frase.
—Y peligroso, ¿no crees?
—Y enfermizo.
A Robert le había costado mucho encontrar una mujer a la altura de sus
deseos más escabrosos, pero Ana era su alma gemela; ahora lo tenía más
claro que nunca. Cualquier otra mujer habría huido, no solo de ese local, sino
de su vida, pero ella solo lo había hecho por unas semanas, el tiempo justo
para darse cuenta de que también ella disfrutaba de una manera diferente la
sexualidad. Se lo había dejado claro unos minutos antes. Podría haber ido al
local, arreglar el papeleo e irse, sin más. Pero venía dispuesta a retomar, y
quizás a dejarse llevar un poco más allá en los juegos eróticos que la mente
perversa de Robert planeaba y quería hacer realidad.
Las imágenes de Sophía preparándose la comida quedaron en segundo
plano ante lo que se estaba volviendo a desatar entre ellos. Ya tendría tiempo
de mirarlas más detenidamente cuando estuviese solo. Ahora solo podía
dejarse llevar sin pensar en otra cosa que no fuese lo que Ana, abierta y
húmeda, sentada en una de las sillas, le estaba ofreciendo.
Esta vez tardaron un poco más, tanto en llegar al orgasmo como en
vestirse. Salieron del local cuarenta y siete para ir al veintiséis a sellar el
cierre. Volvieron al despacho para quedar en una hora con el camión de la
empresa del marido de Ana y se despidieron, no sin que antes, Robert, le
ofreciera a Ana volver por la noche y seguir mirando vídeos.
—No lo sé… —respondió dudosa ella—. Hoy Raúl está en casa y no sé
si podré escaparme.
A Robert le pareció una excusa barata. No era la primera vez que Ana se
inventaba una salida con sus amigas para así volver a verse. Pero él no quiso
darle muchas vueltas a esas palabras, al fin y al cabo, lo que quería de ella,
esa mañana, ya lo había obtenido; y por partida doble.
Unas horas más tarde, Robert, que ni siquiera había dedicado un minuto
de su tiempo en pensar en Ana, recibió un mensaje de ella:
— Hola, te escribo porque necesito ordenar mi vida y a ti no sé dónde
ponerte, si en la mesa central, en el cajón de los recuerdos, en la caja que
olvidaré en el desván o, directamente, desecharte con el resto de cosas que
pudieron ser y nunca fueron. ¿Serías tan amable de sacarme de dudas? Estoy
hecha un lío, Robert. Te deseo mucho y quiero estar contigo, pero no de esta
manera, no así. Necesito más.
Robert se quedó mirando su móvil unos segundos sin entender a qué
venía eso, pero enseguida decidió que no tenía ganas de tonterías. Ana era
fantástica en lo referente al sexo, pero demasiado complicada con sus
pensamientos y sus inseguridades. A él ya le estaba bien la cosa como estaba:
ella casada y bien atada a otra vida, y él libre en la suya y en hacer con ella lo
único que quería, follársela.
Decidió no responder. Eso ya era una respuesta. Y, a la vez, comprendió
que con esa actitud, se quedaba solo. Bueno, pensó riendo para sí mismo,
«solo pero con todos los CDs de la cueva de los deseos». Y, de todas formas,
también sabía que ese berrinche de Ana iba a ser momentáneo. Antes o
después ella volvería a por más. Estaba seguro, y más sabiendo ahora sus
claros sentimientos hacia él; pensó que le iba a resultar fácil volver a
engatusarla con unas palabras estudiadas y llenas de supuesto amor. Ya
pensaría en eso más adelante. Por el momento, para ver los vídeos y
descargarse, tenía ojos y manos.
Sonriendo por su ocurrencia, siguió con su trabajo, no sin seguir
refrescando, una y otra vez, la pantalla de su ordenador abierta por las últimas
noticias. Nada. Ninguna mención a ninguna mujer asesinada en su bañera.
Fantástico, pensó sonriendo.
17

Leonor y Leo llegaron a la altura de sus mesas y se encontraron ya con


algunos folios en los que, sin duda, tendrían la información que hasta ese
momento les habían proporcionado sobre la mujer asesinada.
Así era: Julia Caballero, ese era su nombre. Treinta y dos años, soltera,
enfermera de profesión. La foto que acompañaba las escasas páginas que por
ahora tenían sobre ella mostraban a una chica de pelo negro y ojos oscuros,
con un cuerpo torneado en el que se marcaban las curvas. En definitiva una
mujer atractiva.
—Joder, Leo… qué desastre de mundo. Miro esta foto y solo veo en ella
una mujer con mucho por vivir y ahora está muerta.
Su compañero levantó los ojos de los otros papeles que estaba revisando
y, sin articular palabra, solo con la mirada, le dio a entender que pensaba lo
mismo.
—Aquí dice que la casa era de alquiler. Quizás el dueño, o dueña, nos
pueda decir algo más sobre ella. También tenemos el nombre del hospital en
el que trabajaba, así que podemos ir también a intentar averiguar algo ahí.
—Sí —respondió Leonor—, pronto nos enviarán los resultados de lo
que han podido saber los agentes que están interrogando a los vecinos, y ya
mismo nos avisa Cristina con las primeras impresiones de la autopsia. ¿Qué
hacemos primero?
—Yo opto por ir al hospital. Creo que ahí podemos sacar más puesto
que es su lugar de trabajo diario. Lo más probable es que el dueño de la casa
ni siquiera tuviese trato directo con ella, pero en el hospital habrá
compañeros, jefes, incluso puede que hasta pacientes que puedan darnos un
buen perfil de su día a día.
—Tienes razón. ¿Vamos?
—Vamos.
Cogieron lo que tenían sobre la mujer asesinada y fueron directos al
coche que habían dejado aparcado justo en frente del edificio de comisaría. El
tráfico por Barcelona, como siempre, era enervante. Coches y más coches,
taxis y autobuses, sin olvidar las motos, parecían estar en un juego de esquiva
y gana, adelanta y corre. Todo para luego pararse en un semáforo todos
juntos, incluso los que más prisa parecían tener.
Cogieron la ronda para llegar más rápido al hospital al que iban, pero ahí
también encontraron retención.
—¡Qué asco! —dijo Leonor.
—Últimamente todo te da asco, nena. Deberías mirártelo.
—Imbécil.
Después de tres cuartos de hora llegaron a su destino. Algunas veces
buscaban un sitio para aparcar que fuese legal, pero estaban tan hartos ya de
estar atrapados en el coche, que lo dejaron en una zona destinada a carga y
descarga, casi delante de una de las puertas de entrada, sacaron el carné
policial para que no les multaran, y se fueron directos a la puerta giratoria.
El olor a hospital se hizo presente en las fosas nasales de ambos ya
girando entre los cristales redondeados.
—¡Qué asco! —dijo Leonor sonriendo.
—Mira, aquí te doy la razón. Siempre tengo la impresión de que, cuando
entro en un hospital sano y salvo, saldré lleno de virus.
—¡Qué asco! —dijeron esta vez ambos riéndose.
Sin ni siquiera necesidad de pactar dónde ir, se dirigieron a un gran
mostrador en el que un letrero que debía estar iluminado, pero que
parpadeaba con la fuerza de un moribundo, indicaba con letras circulares la
palabra información.
Justo al lado de la mujer que atendía a las personas que iban pasando, de
una en una y que estaban en una cola que parecía infinita, había un guardia
uniformado. Leo sacó su placa y se presentó.
—Sí, diga, ¿en qué puedo ayudarles? —preguntó el guardia una vez se
hubo presentado él también.
—Buscamos el área de neonatos.
—Claro. Vayan hacia los ascensores y suban hasta el tercer piso. Toda
esa planta es de recién nacidos. ¿Sucede algo?
—No, no —lo tranquilizó Leo—, solo necesitamos información en
referencia a un caso que estamos investigando.
—Gracias —dijo Leonor alejándose con su compañero.
Ambos habían pensado en visitar antes el lugar de trabajo de Julia y
después, si lo veían necesario, ir a administración o recursos humanos.
Estaban seguros de que sacarían más de lo que era ella, en su esencia, con los
comentarios y las reacciones de sus compañeros del ámbito laboral.
No tuvieron que esperar mucho para subir al primer ascensor que se
abrió ante ellos y en unos segundos estaban en el pasillo de la tercera planta.
Ahí el olor ya era diferente: una mezcla entre aromas de cremas y aceites
corporales, papillas y colonias típicas de bebés.
—Ya mismo estamos aquí —dijo sonriendo Leo.
—Ay, no me lo recuerdes que me da mucho miedo…
Llegaron a un mostrador tras el cual una enfermera muy joven les miró
sonriendo.
—Hola. ¿Vienen a visitar a alguien?
—Hola… Laura, ¿verdad? —preguntó Leonor mirando la etiqueta que
colgaba en la bata de la enfermera.
—Sí —respondió esta sin dejar de sonreír.
—Somos los detectives Burgos y Castillo. Necesitamos hablar con las
personas que trabajan con Julia Caballero.
—¡Oh! Hoy no ha venido a trabajar. ¿Le ha sucedido algo? —preguntó
la joven enfermera, ya menos sonriente y visiblemente preocupada, si notar
que la pregunta de la detective hacía referencia a los compañeros de Julia y
no a ella misma.
—¿La conoces? —esta vez fue Leo quien hizo la pregunta y en presente,
para no desvelar más de lo necesario.
—Sí, claro.
—¿Podemos hablar en un lugar más tranquilo? —preguntó Leonor
mirando a la enfermera.
—¿Conmigo?
—Si no es mucha molestia…
—Tendré que preguntarle a mi supervisora si puedo ausentarme, pero
tendré que darle alguna explicación.
—¿Qué te parece si nos la presentas y lo solucionamos? —dijo esta vez
Leo.
La enfermera, Laura, asintió con la cabeza y les indicó que la siguieran.
Estaba claro que, a estas alturas, ya imaginaba que algo había pasado con su
compañera pero, no sabían si por el miedo a saber la respuesta o por pura
educación, la joven no dijo una palabra mientras cruzaron el pasillo hasta que
llegaron a un pequeño habitáculo en el que, una mujer entrada en años y en
quilos, levantó la mirada y los estudió a través de unas gruesas gafas de
montura metálica y de un estridente color fucsia.
—¿Sí?
—Hola, Mercedes —dijo la enfermera con un hilo de voz —, estos
señores son detectives y querrían hacer unas preguntas sobre Julia.
—¿Julia? No ha venido hoy, ni siquiera ha avisado de su falta de
asistencia. No es normal en ella —añadió la supervisora subiéndose las gafas
y pensando antes de preguntar—. ¿Le ha sucedido algo?
Los dos detectives entendieron que ya era el momento oportuno de
soltar la bomba. Las primeras impresiones eran esenciales de cara a recoger
la información más sincera y abierta sobre la persona que era el centro de la
investigación y, aunque hubiesen preferido un público más íntimo y, ¿por qué
no?, más amplio, fue Leo el encargado de hablar.
—Ha sido encontrada muerta esta madrugada. Asesinada.
Por unos minutos, las dos mujeres no distinguieron entre sus cargos en
el trabajo. Ambas se quedaron en silencio con la misma cara de asombro, esa
que se dibuja entre la incredulidad y la más cruda realidad. Pasados esos
pocos instantes, fue la de cargo superior la que volvió a tomar las riendas,
disfrazada detrás de su escritorio, sus gafas y su postura de mando.
—Es una auténtica desgracia. No sabíamos nada. Por supuesto les
ofrezco toda la ayuda que les pueda ser necesaria.
—Yo también —dijo en un susurro la joven enfermera al borde del
llanto.
—Laura, no creo que…
—Disculpe —interrumpió Leo—, Laura puede ayudarnos mucho a
intentar saber quién era Julia. Si no le importa, nos gustaría hablar con ella en
privado.
La supervisora se quedó pensativa.
—Sí, claro, claro. Ningún problema. Les dejo a su disposición mi
despacho ahora mismo. Solo necesito unos minutos y hacer unas llamadas
para…
—No quisiéramos parecerle impertinentes —aclaró Leonor—, pero le
agradeceríamos mucho que no corriera la voz tan rápido, si es eso lo que
tenía pensado hacer en cuanto a las llamadas que menciona. Necesitamos
hacer algunas preguntas en esta, y otras plantas del hospital, y es muy
importante que todavía no se sepa lo ocurrido.
—¡Oh! Por supuesto, por supuesto. Entonces mejor pasar a otra sala,
pues si ocupan mi despacho será evidente que sucede algo.
—Estupendo. Muchas gracias.
La supervisora se levantó, acomodándose una vez más sus gafas, y les
indicó que la siguieran; una vez llegados los cuatro al fondo de otro pasillo
que quedaba a mano izquierda, les indicó una sala en la que hizo falta una
llave para entrar en ella.
—Aquí estarán completamente solos y nadie les molestará. Es la sala de
reuniones en la que solo entramos para… bueno, para las reuniones.
—Le agradecemos su cooperación.
—Pues entonces les dejo con Laura. Cualquier cosa saben dónde
encontrarme.
Dicho esto, la supervisora les dejó a los tres solos, no sin antes mirar a
su desconsolada enfermera y sonreír de manera amarga ante los terribles
hechos de los que ya eran sabedoras.
—Siéntese, Laura. ¿Puedo traerle algo? Un vaso de agua, un café… —
preguntó Leo amablemente.
—No, no, gracias. Es solo… es solo que… bueno, Julia y yo no es que
fuéramos amigas, pero sí buenas compañeras. Era imposible no serlo con
ella, ¿saben?
La conversación duró unos cuantos minutos en los que se turnaban las
palaras amables hacia la fallecida y las lágrimas de quien las pronunciaba.
Los dos detectives la dejaron marchar rápido, pues habían comprendido
que la mujer que tenían en frente no podía ofrecerles, por el momento, nada
que los ayudara en lo referente a la investigación.
Pasaron la mañana haciendo las mismas preguntas, una y otra vez, a
diferentes empleados de la planta de neonatos pero los resultados fueron
todos los mismos: nadie parecía tener un motivo para asesinar a Julia la
noche anterior.
—¿Crees que sacaremos algo nuevo si vamos a recursos humanos? —
preguntó Leo a su compañera.
—La verdad es que creo que aquí no podremos avanzar mucho. ¿Te
parece que nos acerquemos a la cueva? —Preguntó Leonor refiriéndose al
Instituto Anatómico Forense—. A lo mejor Cristina tiene ya algo para
nosotros.
—Vamos.
Ambos detectives se dirigieron a su coche y, esta vez sin echarlo a cara
o cruz, fue Leo quien condujo hasta el lugar al que habían decidido ir.

18.

La forense, Cristina Sánchez, les recibió con una sonrisa. A pesar de


todas las cosas que se veía obligada a ver debido a su trabajo, había
aprendido a dejar a un lado las historias que le contaba la muerte, día a día.
—¡Eles! Un placer veros, como siempre. ¿Cómo lo llevas? —preguntó
señalando con la mirada la, cada vez más difícil de ignorar, barriga de ella.
—Bien. Fíjate que pensé que no iba a poder estar aquí, por los olores y
eso, pero, extrañamente, me gusta este olorcito fuerte a desinfectante.
—Yo ya ni lo noto. En fin, supongo que venís por lo de la chica en la
bañera, ¿no?
—Sí. Nos preguntábamos si ya tenías algo para nosotros. La verdad es
que vamos bastante a ciegas.
—Tengo los primeros resultados, pero no van a ayudaros mucho, me
temo. El agua se lleva cualquier posible rastro que pueda servir. La mujer,
como ya os dije en la escena, luchó para intentar sobrevivir pero sin resultado
positivo. No hay huellas ni nada que arroje luz sobre el asaltante, que doy por
hecho es un hombre, aunque quizás es aventurarme demasiado, pero la fuerza
que se necesita para este acto, no sé… Mejor eso os lo dejo a vosotros. Los
pulmones estaban llenos de agua, de la bañera, y la muerte se produjo a las
veintidós horas, minuto arriba minuto abajo. Julia Caballero era una mujer
sana, de treinta y dos años, se cuidaba, en lo referente a su salud y, aunque
hay signos de relaciones sexuales anteriores, en la noche de su muerte, no
hubo agresión. No puedo deciros mucho más que no sea que otra vida llena
de futuro se ha ido en un sin sentido. Por otro lado, de las huellas
encontradas, las que iban desde el baño hasta la puerta de salida del
apartamento de Julia, puedo deciros que son de un número cuarenta y cuatro,
de un calzado común y no arrojan nada inusual que pueda daros información
adicional. Lo siento, eles, es nada y menos.
—No lo sientas. No siempre los muertos hablan, ¿verdad?
—Verdad —sentenció la forense.
Se quedaron un rato más charlando de todo un poco, como siempre
intentando que la razón por la que se estaban viendo quedara algo anulada en
sus mentes pero, en cuanto la pareja de detectives se metió de nuevo en el
coche, sus cabezas empezaron a darle vueltas al caso.
—Es jodidamente asqueroso no saber por dónde tirar.
—Vaya, veo que hemos subido unos cuantos grados. Ya no es solo asco,
sino que ya vamos por jodidamente asqueroso —dijo Leo sonriendo.
—Va, en serio, tenemos a una chica muerta y nada con lo que ayudarla.
—Esto es así, nena. No siempre empezamos bien, pero la mayoría de las
veces logramos resultados. Somos famosos por eso, no lo olvides.
Ambos sonrieron y siguieron en silencio hasta llegar a comisaría.
—Eles —dijo el detective Ramírez en cuanto los vio entrar—, tengo
alguna información que quizás pueda ayudaros.
—Dinos.
—He estado investigando sobre el apartamento de la víctima, Julia
Caballero. Como ya sabéis era de alquiler. Resulta que forma parte de un
montón de edificios en propiedad de una administradora de fincas que se
llama… esperad un segundo… ¡aquí! Se llama Fincas Gasch. El propietario
es un tal Larry Gasch. He llamado pero no me han pasado con él, aunque la
chica que me ha atendido, Sonia Palomares, me ha dicho que ellos alquilan
esos apartamentos y que no sabría decirme mucho más de lo que yo ya sabía.
Supongo que con una orden…
—Bueno, creo que antes de ponernos serios con una orden, podríamos
intentar hablar con el dueño. ¿Qué opinas? —preguntó Leonor dirigiéndose a
Leo.
—Mmm… sí, creo que es lo mejor. ¿Podrías concertar una cita con el
señor…?
—Larry Gasch —dijo Ramírez.
—Sí, eso.
—Claro, eso está hecho. En cuanto la tenga confirmada os aviso.
—Perfecto, Ramírez. Y muchas gracias.
—A mandar.
Se despidieron para ir cada uno a sus respectivas mesas. Una vez
sentados, la pareja de detectives se puso a trabajar entre los informes por
escrito que les había entregado la forense y los que ya tenían en su posesión
de antes.
—Tengo hambre, Leo. Me está empezando a dar esa nausea extraña de
cuando tengo el estómago vacío —dijo ella poniendo una mueca de fastidio.
—¿Qué va a ser hoy? ¿Más empanada de atún?
—Pues la verdad es que desde hace un buen rato tengo un solo
pensamiento: un buen plato de nuestro amico Olivari —respondió Leonor
entonando la palabra amico como si estuviese cantando en italiano —.
Podríamos pasar después de la visita ginecológica y cenar allí o llevarnos la
cena a casa.
—Me sales cara, nena.
Siguieron un rato más y avisaron al capitán Rojas de que se iban al
médico. Aprovecharon el trayecto para comer algo en el coche.
—¡Oh, sí! Esto está delicioso.
—Te recuerdo que durante muchos meses me reprochaste mi mala
alimentación cada vez que me pedía estos dobles con extra de queso.
—Es que no son buenos para la salud, pero este bichillo, o bichilla, que
llevo dentro, me pide las mismas porquerías que le gustan a su padre. Verás
como en la ecografía no parará de moverse.
Aparcaron muy cerca del consultorio y llegaron unos cinco minutos
antes de la hora que tenían programada. En la sala había otras parejas que
tenían la misma cosa en común: la ilusión de traer una vida a este mundo.
Para algunas de las mujeres su estado era más evidente que para otras, pero
todas ellas lucían en sus rostros una mirada llena de luz que parecía invadir la
pequeña estancia llena de fotos de madres felices junto a sus retoños, barrigas
redondas, casi rozando la perfección circular, y revistas de bebés.
—¿Leonor Burgos? —preguntó una sonriente y joven enfermera.
—Yo —respondió la detective levantándose a la vez que Leo.
Siguieron a la enfermera hasta la puerta de la consulta, que les abrió
muy amablemente, y entraron.
—Buenas tardes. Sentaos, por favor.
La doctora Mónica Vila les indicó dos asientos frente a ella y, antes de
seguir hablando, revisó unos papeles.
—Bueno, los análisis han salido perfectos. Lo que más me preocupaba,
por los gatos que tenéis en casa, era el resultado de la toxoplasmosis, pero ya
la has pasado, así que no hay peligro.
—¿Ya la he pasado? —preguntó Leonor sorprendida.
—Sí. No siempre se tienen síntomas, pero queda rastro. Lo mejor es que,
una vez pasada, no hay peligro de recaída, por así decirlo. Por el resto
todo va perfecto. Incluso el azúcar y los demás indicadores. Así que hoy
creo que solo haremos una ecografía para ver qué tan crece y estaremos
listos. ¿Tenéis alguna pregunta?
La pareja negó con la cabeza y Leonor pasó a la camilla donde, tras
dejar al descubierto su abdomen y su barriga que empezaba ya a ser redondita
y firme, se estiró y se dejó hacer.
—Voy a ponerte el gel, recuerda que está muy frío —advirtió la doctora
antes de esparcirlo—. Bien, pues vamos allá.
La ginecóloga apagó las luces y la estancia quedó iluminada solo por el
reflejo de la gran pantalla, en blanco y negro, en la que aparecían unas
imágenes extrañas que recordaban a un dibujo abstracto de una galaxia. De
repente, cambiando el ángulo apenas unos centímetros, apareció ante ellos un
ser viviente. Su ser viviente.
—Mirad, ahí tenéis. ¿Veis las manitas y los pies? ¡Uy! ¡Cómo se mueve
hoy! —exclamó la doctora Mónica Vila —. Vamos a escuchar ese corazón.
En un segundo la habitación se llenó de un ruido que parecía imitar el
galopar de un caballo desbocado. No era un sonido especialmente agradable,
pero para Leonor y Leo era la mejor melodía que podían escuchar en ese
mismo instante.
—Está todo perfecto. Ya tiene formados los órganos principales y su
corazón es fuerte y sano. Voy a darte unos golpecitos a ver si somos capaces
de ver el sexo. ¿Queréis saberlo?
Los dos asintieron sonriendo.
La doctora lo intentó unas cuantas veces pero no podía asegurar todavía,
al cien por cien, si era niño o niña. Siguió mirando y tomando medidas que
apuntaba en el expediente. Al poco rato le indicó a Leonor que se vistiera y,
tras despedirse, les dio un volante para la próxima visita.
Salieron abrazados de la consulta, siguieron abrazados al salir del
edificio y solo se separaron para entrar en el coche y dirigirse a Il Pastaio, el
restaurante italiano que descubrieron a raíz del caso que la prensa conocía
como el caso Sintonía.
—¡Ma che bella sorpresa! Mis detettivi preferidos vienen a cenare.
¡Fantástico! ¡Fantástico!
El señor Olivari, dueño de la trattoria Il Pastaio, desde que los había
conocido durante la investigación de su anterior caso, se había convertido en
el chef preferido de los dos detectives. Siempre los recibía, y los atendía, con
esa sonrisa radiante en cuanto los veía aparecer en su local. El lugar,
decorado como si de repente se adentraran en una casa italiana de otros
tiempos, siempre estaba lleno. No tenía unos precios asequibles para
cualquier bolsillo, pero es que la comida que servía el señor Olivari tampoco
era factible para cualquier paladar. En cualquier caso, para la pareja de
detectives, siempre había un descuento especial.
—¿Come va la mamma? —preguntó el dueño señalando la barriga de
Leonor.
—Molto bene —respondió ella intentando que sus palabras tuviesen el
acento necesario para parecer una italiana en toda regla.
—Bene, bene. Ahora mismo avviso en la cucina.
El señor Olivari les indicó una mesa, retirada y tranquila, antes de
desaparecer por la pequeña puerta que daba a la cocina para, en unos
segundos, volver a aparecer por la misma puerta junto a su esposa que,
sonriente y secándose las manos en un delantal impoluto, se dirigió a los
detectives para saludarlos.
—La mia mamma —dijo el dueño refiriéndose a su mujer —, hoy ha
preparato gnocchi alla romana, involtini y tiramisù. Hay más, certo, pero
esto… —y, llevándose los dedos de una mano agrupados entre ellos hasta los
labios y besándolos, acabó la frase:— ¡Mmmmm!
—Entonces comeremos eso —dijo Leo imitando el gesto anterior del
dueño.
Los paladares de la pareja de detectives estaban teniendo un momento
de máximo placer. Todos los ingredientes de cada uno de los platos parecían
explotar en la boca como fuegos artificiales disfrazados de sabores; el queso
fundido de los gnocchi alla romana, las especias que acompañaban la carne
y, por último, el sabor intenso del postre, mezclando el amargo café, con el
licor y el suave y cremoso mascarpone, hicieron magia para que ninguno de
los dos hablara mientras degustaban la cena.
—El tiramisù lleva licor, no sé si habrá sido buena idea comérmelo…
—preguntó Leonor un poco preocupada.
—A ver, nena. No vi esa preocupación mientras te lo zampabas a
bocados enormes —respondió Leo sonriendo.
—Eres idiota y lo sabes.
—No te preocupes, tampoco es algo que hagas a diario. No pasa nada
por un poquito de licor una sola noche.
—Voy a reventar.
—Lo sé.
Riendo todavía salieron de la trattoría, no sin antes despedirse del señor
Olivari y su familia, prometiendo volver pronto o, cuanto menos, cuando ya
hubiese nacido el retoño.
Llegaron a casa y Leo se ofreció para preparar la infusión relajante a su
compañera.
—Acuéstate; enseguida te la llevo.
El detective se puso a ello y en menos de cinco minutos iba hacia la
habitación con la humeante taza de infusión en la mano pero, al llegar a la
altura de la puerta, vio como ella ya se había dormido. Se quedó unos
minutos apoyado en el filo de la puerta, sin ni siquiera darse cuenta de que
sus manos ya acusaban el calor que desprendía la taza. La imagen de Leonor
dormida, rodeada de los gatos ronroneando, lo tenía hipnotizado. La amaba
como nunca hubiese pensado poder hacerlo y, en ese mismo instante, estaba
saboreando la felicidad que partía desde el centro exacto de su pecho y se
esparcía por todo su cuerpo. Despacio, para no despertar a ninguno de los que
ocupaban la cama matrimonial, se dirigió hacia el sofá, dejó la taza sobre la
mesita que tenía en frente y encendió su ordenador portátil.
Quería investigar un poco en Internet sobre la empresa que administraba
la finca en la que tenía alquilado el piso la víctima pero, a los pocos minutos
sus párpados empezaban a pesarle y decidió que iba a ser inútil seguir
buscando información puesto que su cerebro parecía apagarse, cada vez más,
con cada parpadeo.
Se levantó para ir a dormir y, tras desvestirse sin hacer el más mínimo
ruido, se deslizó dentro de la cama quedándose en el filo de su lado para no
molestar a ninguno de los ocupantes que ya dormían profundamente.
19

La jornada laboral de Robert tocaba ya su fin. Había sido un suplicio


mantener su instinto y sus ganas de inspeccionar el local cuarenta y siete,
pero era muy importante mantener las apariencias y ser discreto, aunque eso
no descartaba pensar durante todo el día en lo que podía haber, aparte de lo
que ya había descubierto, en ese lugar. Su nerviosismo también iba ligado al
hecho de estar obsesionado con mirar, una y otra vez, las últimas noticias, así
como sobresaltarse cada vez que sonaba el teléfono pensando que podía ser la
policía. Pero ninguno de sus miedos se hizo realidad durante las largas y
monótonas horas del día y, ahora, una vez que todos los empleados estaban
ya fuera, sentía como una especie de motivación extraña se removía por su
mente. Sí, eso era: una fuerza de voluntad incontrolable a seguir con lo que
su instinto más oscuro le dictaba.
Apagó el ordenador de su despacho, cogió su móvil y lo puso en silencio
y, después de también apagar las luces, se dirigió al local sintiendo como su
corazón palpitaba fuerte a causa de la excitación.
Sin temor de ser visto por nadie, accionó la llave para que subiera la
persiana y hasta inspiró el olor a tecnología que desprendían los ordenadores
que no habían parado de funcionar desde que, por la mañana temprano, los
había puesto en marcha. La pantalla que más le llamaba la atención era
siempre la misma: la del apartamento que parecía estar vacío. Tenía que saber
el por qué ese piso tenía el lujo de tener una pantalla aparte y, de la misma
manera, sentía la necesidad de conocer la razón de que, aun así,
completamente vacío y anónimo, las grabaciones no hubiesen cesado. Pero
en ese momento, su excitación personal le pedía seguir inspeccionando todos
los CDs.
Con la libertad de saberse solo, decidió sacar de las cajas todas las
grabaciones. Sus pequeñas y secretas manías, y más que ninguna la de tenerlo
todo ordenado, le producían un pequeño malestar constante en su mente y fue
por eso que, después de darle muchas vueltas durante algunas horas, había
tomado la decisión de clasificarlos. La intención era hacerlo por orden
alfabético sabiendo, además, que eso le daría la oportunidad de descubrir los
nombres de todas las mujeres a las cuales, supuestamente, había estado
espiando, con toda probabilidad durante muchos años, el anterior inquilino
del local.
Por unos segundos los ojos se desviaron hacia el CD que yacía fuera a
nombre de Sophía. La tentación de ir a su casa, espiarla todo el tiempo que
desease y, quizás, llegar a algo más, era excitante, pero sabía que tenía que
esperar. Si bien, ni las noticias habían dicho nada de un asesinato, ni la
policía había irrumpido en su vida, el peligro era demasiado latente.
Así que volvió a las cajitas que contenían momentos íntimos, eso lo
daba por hecho, de mujeres hermosas, otra cosa de lo que estaba seguro, y
empezó a organizarlas desde la a, teniendo en cuenta la siguiente letra, para
ser del todo ordenado, y terminó con una mujer de nombre Zulema.
Pensó que sería incluso más interesante poder ponerle caratulas a cada
uno de los CDs con la foto de cada una de las hermosas hembras, y no
descartó la idea de hacerlo. Podría imprimir una captura de pantalla de alguno
de los momentos que contenían esas grabaciones y decorar así sus pequeños
tesoros. Le pareció una buena idea que no desechó en absoluto.
Cansado, se sentó frente al ordenador de la gran pantalla y volvió a
invadirle la curiosidad, pero su descanso duró muy poco al ver en el pequeño
reloj del ordenador la hora: las tres menos veinte de la madrugada. Se
sorprendió, pues no pensaba que se había entretenido tanto ordenándolo, pero
el aparato no mentía y a la mañana siguiente tenía que estar en su lugar de
trabajo a la hora de siempre y como siempre, impecable, si no quería que su
apariencia de hombre de negocios, serio y aburrido, se desmoronara.
Cogió su chaqueta y se aseguró de tener las llaves del coche en el
pequeño bolsillo interior; justo en ese momento recordó que, años atrás, en
ese mismo bolsillo guardaba el paquete de tabaco y le entraron unas ganas
inmensas de volver a fumar. ¿Dónde podía encontrar un lugar abierto para
comprar el vicio? Pensó entonces en la gasolinera, abierta veinticuatro horas,
que había de camino a su casa. Cerró bien el local y fue directo al coche con
la intención de dirigirse hacia allí.
Las calles de la ciudad, incluso siendo bien entrada la madrugada,
seguían transitadas. Barcelona es una ciudad que nunca duerme, como él,
pensó sonriendo. Llegó a la gasolinera y se alegró de que, a pesar de las
prohibiciones y de la locura antitabaco que se había desatado hacía unos
años, olvidando que antes de que estuviese tan mal visto lo de fumar, casi nos
lo habían impuesto en nuestras vidas con calzador a través de anuncios y más
anuncios, en la gasolinera en la que estaba, todavía vendían paquetes sueltos.
Compró dos, pues sabía que la recaída al vicio siempre conllevaba fumar
como si tuviera que tragar todo el humo que no había inspirado los años de
abstinencia, y volvió a poner en marcha el coche, solo que, sin casi darse
cuenta, en cuestión de unos minutos, se encontró frente al edificio en el que
vivía Sophía.
Le parecía muy curioso como el subconsciente podía hacerte hacer cosas
casi sin pensar y, con la única luz de una moribunda farola y el rojo del
cigarro que se prendía con cada calada, se detuvo a imaginar lo que podría
hacer en ese piso y con esa hermosa mujer. Su mirada, brillante de excitación,
se desvió unos metros de la fachada del edificio hacia una gran valla
publicitaria y pareció encenderse una bombilla en su cerebro. En el anuncio
se veían unas grandes barras de metal, tubos y vigas, todas ellas relucientes
bajo el nombre de una empresa de construcción y, justo al ver el brillo,
seguramente retocado por el Photoshop, recordó que en uno de sus locales
tenía guardados los materiales de otra empresa de metales o, justamente, de
construcción; recordó, también, que el cliente en cuestión tuvo que firmar
todos los papeles necesarios para informar sobre productos tóxicos e
inflamables, entre ellos, el cloroformo, muy útil para la limpieza de ese tipo
de utensilios metálicos.
Su cabeza se puso a funcionar a mil por hora, reproduciendo imágenes
de películas en las que un agresor usaba ese líquido para adormilar a sus
víctimas, casi siempre mujeres. Fue tan repentino todo que incluso a Robert
le sorprendieron cada uno de sus pensamientos, pero estaba seguro de que si
lo planeaba todo bien, podría llevar a cabo algo más que simplemente
observar en la lejanía.
Excitado e impaciente, tuvo la tentación de volver a su empresa y buscar
enseguida el cloroformo, pero ya eran las cinco de la madrugada y necesitaba,
cuanto menos, ducharse y afeitarse para ir al trabajo presentable, como el
hombre respetable y educado que todos creían tener como jefe y como
persona responsable de sus pertenencias. Antes de irse memorizó al detalle
todo lo que había observado durante esas casi dos horas: un edificio de
entrada fácil, poco iluminado, perfecto.
Sonrió para sí mismo y puso en marcha el coche. Llegar a casa solo le
llevaría diez minutos a esas horas y pensó que su erección aguantaría hasta su
destino. Ya tendría tiempo de satisfacerla bajo el chorro de agua caliente
mientras fantasearía con poder llevar a cabo sus más oscuros deseos con
Sophía.
Sophía…
20

Los maullidos incesantes de uno de los cachorros despertaron a toda la


familia.
—Por lo visto alguien tiene hambre —dijo Leonor desperezándose—.
Esto de haber cambiado el horario en el trabajo es sensacional.
Eran apenas las ocho de la mañana pero, acostumbrados a madrugar a
las seis, para ellos el hecho de haber podido retrasar el principio de la jornada
laboral, a consecuencia del embarazo de ella, había sido todo un acierto.
—Voy a preparar el…
La frase quedó en suspenso. Leonor se incorporó de inmediato y se fue
corriendo al lavabo. Las dos horas de sueño recuperadas al poder ir a la
comisaría más tarde, no habían hecho desaparecer las náuseas matutinas.
Finalmente fue Leo quien tomó las riendas de los quehaceres de la
mañana. Los primeros en desayunar fueron los gatos. Estos no perdonaban su
momento de protagonismo de cada mañana y resultaba muy divertido verlos
todos en fila frente a sus platitos de pienso mientras el ruidito de masticar
invadía la cocina; después venían los aromas de café, de tostadas recién
hechas, de infusiones y de más café.
Una vez terminado el desayuno, se dispusieron a ducharse. Primero él y
después ella y, mientras Leonor se vestía, no sin pronunciar un mínimo de
cuatro veces su coletilla de las últimas semanas, «qué asco», se pusieron a
planear el día.
Estaban realmente perdidos en la investigación; no había ninguna pista
en lo referente a la vida de la víctima, nada que les hiciera tomar un camino u
otro. Decidieron volver al piso, aunque ya había sido inspeccionado al
milímetro por los de la Científica, para hablar con los padres de Julia. Habían
sabido, a través de Casas, que estos habían vuelto de Santander, su residencia
habitual desde hacía un año, para el entierro de su malograda hija.
—Buenos días —dijo Leo en cuanto el hombre abrió la puerta.
Su aspecto era de derrota, no tanto por los ojos hinchados, signo
inequívoco de haber llorado hasta secar el pozo de los sentimientos, sino por
su actitud: hombros caídos, mirada perdida aun fijándola en los ojos de la
persona que tenía en frente, y movimientos lentos que iban al compás de un
tono de voz neutro.
—¿Qué desean?
—Sentimos molestarle. Somos los detectives Burgos y Castillo.
¿Podríamos hablar con usted y con su esposa? Si no es mucha molestia…
—¿Han descubierto algo? —preguntó el hombre de manera afligida.
—¿Quién es, Mario?
La voz, que provenía desde dentro de la casa, también se notaba
consternada y derrotada. Por unos momentos, los dos detectives pensaron, a
la vez y sin saberlo, que quizás deberían haber avisado antes de su visita.
—Si es mal momento podemos volver… —se apresuró a decir Leonor.
—No, no. Dadas las circunstancias, dudo que vaya a haber un buen
momento en toda esta locura. Pasen, por favor.
—¿Quién es? —volvió a preguntar la mujer que ahora veían sentada en
el pequeño sofá mirando al vacío.
—Es la policía, Marta. Pasen y siéntense. Ella es mi esposa —dijo el
hombre señalándola.
Los dos detectives hicieron el amago de saludarla estrechándole la
mano, pero al ver que ella no reaccionaba solo se sentaron juntos en otro
pequeño sillón que estaba situado en frente, mientras el hombre lo hacía junto
a su mujer.
—Díganme, ¿hay alguna novedad? ¿Se sabe algo? ¿Alguna explicación
a esta locura?
—No, por ahora no. Por eso hemos venido —dijo Leonor —, para serle
muy sinceros, estamos atascados. Hemos pensado que, quizás, ustedes
podrían hablarnos de Julia, pero si es un mal momento podemos regresar en
otra ocasión.
—Les agradezco la sinceridad. Pueden preguntar lo que deseen,
cualquier momento no va a ser mejor que este, créanme, nuestra vida ya no
va a ser la misma.
—¿Quieren un café? —preguntó la mujer que parecía haber salido de su
trance para pronunciar esas palabras y volver, al instante, a un mundo
seguramente sombrío y lleno de tristeza.
—No, gracias —respondieron al mismo tiempo los detectives.
—¿Qué quieren saber? —preguntó ahora el hombre.
—Bueno, cualquier cosa que nos pueda decir sobre su hija, Julia, nos
podría ser de gran ayuda: cómo era, cómo vivía, con quién se relacionaba…
—Julia era maravillosa. Ya sé que todos los padres dirán lo mismo de
sus hijos, pero en el caso de Julia era verdad. Ya desde pequeña destacaba
por su bondad. No nos extrañó que quisiera ser enfermera. Decía que los
médicos eran los magos, pero que las enfermeras eran las que curaban el alma
—añadió sonriendo con tristeza —. Era tan buena…
—Siento hacerle esta pregunta, pero ¿tenía algún problema? ¿Alguna
disputa de la que les haya hablado? ¿La notaron diferente en las últimas
semanas, días…?
—No, nada de eso. Se lo aseguro. Julia no tenía enemigos, era algo
impensable. Incluso con su expareja, con la que había roto la relación hacía
unos pocos meses, seguía en contacto.
—¿Podría decirnos algo más sobre eso?
—Su pareja era una mujer, Sandra, Sandra Puig. Otra chica encantadora.
También lo está pasando muy mal, pobre…
La información que los detectives acababan de recibir abría una puerta
nueva. No es que fuera relevante la orientación sexual de la víctima, pero sí
podía ser un factor para que un loco homófobo decidiera asesinarla.
—¿Sabe si podríamos hablar con Sandra? —preguntó Leonor.
Ambos detectives sabían que, de haber tenido problemas de homofobia,
era muy posible que su hija no lo hubiese puesto en conocimiento de sus
padres, quizás para no preocuparlos.
—Podrán hablar con ella por teléfono. Vive en Alemania. Es por eso
que rompieron la relación. Tomaron la decisión de terminar para que las dos
pudiesen tener una vida sin ataduras ya que Sandra encontró trabajo de lo
suyo, es arquitecta, en ese país. Pero creo que no pudieron romper del todo,
se amaban demasiado.
Con lo que el padre de Julia les estaba diciendo, la pareja de detectives
ya se estaba haciendo una idea bastante clara de la relación que mantenía con
sus progenitores: sincera, abierta y estrecha.
—Pues nos sería de gran ayuda poder hablar con ella, si están amable de
darnos su número de teléfono.
El hombre, de manera autónoma, se levantó mientras les informaba de
que iba a buscar su móvil. La mujer, que seguía sentada sin moverse, los miró
por primera vez.
—¿Quieren un café?
—No, gracias, no se moleste.
—Aquí tienen —dijo el hombre volviendo a sentarse y entregándoles un
pequeño papel con un número de teléfono y el nombre de Sandra apuntados.
—Muchas gracias —dijo esta vez Leo —. Por nuestra parte es todo. No
se levante —añadió enseguida —, no es necesario, de verdad.
La pareja de detectives dejó el apartamento en silencio y así siguió hasta
que entraron en el coche.
—Dios mío, qué tristeza tan grande.
—Lo sé, nena. Y no creas que es cosa de las hormonas. Es la pura y
cruda realidad. Ojalá podamos darles una respuesta a estos padres, no se
merecen estar así, pasar por todo esto y, encima, no tener un por qué, si es
que puede existir en una situación semejante.
—De verdad, Leo. Qué asco me da todo. El mundo, la sociedad, todo.
—Venga, vamos a hacer algo para intentar avanzar. ¿Qué te parece si
vamos a comisaría? Hablamos con el capitán sobre lo poco que tenemos y
llamamos a esta chica, Sandra.
—Me parece bien. Pon un poco de música, por favor. Necesito no
pensar.
Leo buscó entre los CDs el que podía ser el más adecuado para evadir
los pensamientos oscuros de los dos y, sin pensarlo dos veces, introdujo en el
lector el último álbum de uno de los grupos preferidos de la pareja: Disturbed
y, al ritmo de la melodía que marcaba la canción Down with the sickness,
llegaron a su lugar de trabajo.
En el momento en que llegaron a comisaría se dirigieron enseguida al
despacho del capitán Rojas para ponerlo al día de los pocos avances que iban
teniendo. Este comprendió que era una investigación de las que cuesta
arrancar y los animó a seguir por el camino que iban y ellos sabían que tenían
su total confianza.
—¿Cómo te encuentras, Ele? —preguntó el capitán dirigiéndose a
Leonor.
—Hoy estoy bien, jefe. Algo afectada por todo este lío, pero bien.
Gracias.
—Bueno, es normal que te afecte, lo malo sería que no lo hiciera,
¿verdad? En fin, cualquier cosa que necesites no dudes en pedirla. Y ahora
moved el culo. Los dos.
La pareja se levantó sonriendo ante las palabras de su superior.
Adoraban a ese hombre y lo respetaban muchísimo.
Lo primero que hicieron fue ir a uno de los habitáculos destinados a
interrogatorios llevándose un teléfono para llamar a la expareja de Julia
Caballero. Los atendió de inmediato, al primer timbrazo pero, aparte de
confirmar todo lo dicho por el padre de Julia, no pudo darles mucha más
información; no habían tenido ningún tipo de problemas con nadie a raíz de
su relación como pareja, nada de amenazas, nada de malos rollos, nada de
nada. La chica tampoco podía explicarse lo que había sucedido y se notaba
que lo estaba pasando muy mal. En definitiva, otro callejón sin salida.
—¿Qué te perece si le pedimos a Casas que investigue un poco la
administración de fincas? Es lo único con lo que se me ocurre que podemos
avanzar ahora mismo.
—Sí, me parece una buena idea. Ves a decírselo tú, y yo mientras
apunto en el expediente lo que hemos averiguado hasta ahora.
—Perfecto, nena.
Cada uno de ellos se dirigió hacia donde habían dicho: Leo a hablar con
Casas, Leonor a su mesa para poner al día el expediente de la investigación.
Esta última, aprovechó para comer unas cuantas galletas que guardaba en el
primer cajón de su escritorio y, cuando lo abrió, se lo encontró todo lleno de
chupetes de caramelo mezclados con otros de verdad. Sonrió mirando a sus
compañeros, que otro día más habían preparado la pequeña broma, y se puso
a comer las galletas. Justo cuando terminaba la última del paquete entero,
llegó su compañero.
—¿Qué? ¿Alimentando al bicho?
La frase de Leo provocó que ella escupiese la comida que tenía en la
boca y estallara en una carcajada.
—Eres más bruto… —logró decir mientras se secaba las lágrimas
provocadas por la risa.
—Pero me quieres —le dijo dándole un beso en la cabeza antes de
sentarse en la mesa de enfrente —. Casas me ha dicho que la inmobiliaria es
de un tal Larry Gasch. De ahí el nombre, supongo. Tengo el número de
teléfono y la dirección. ¿Qué prefieres, llamar o ir?
—Creo que prefiero ir y así salimos. Me estresa estar aquí sin hacer
nada.
—¿Te da asco también?
—Sí, me da mucho asco —respondió sacando la lengua a su compañero.
Antes de ir a la dirección que les había proporcionado el detective
Casas, decidieron parar a comer en el restaurante que, desde que empezaron a
trabajar juntos en esa comisaría, había sido el testigo de muchas reflexiones y
de sus primeros pensamientos, secretos y privados, que cada uno empezó a
tener hacia el otro antes de convertirse en pareja también sentimental.
Llegaron justo en el momento en el que un hombre, de unos treinta y
muchos, abría la persiana de lo parecía ser la oficina de la administración de
fincas.
—Buenas tardes —dijo Leo acercándose al hombre.
—Buenas tardes, enseguida les hago pasar.
—Gracias. Una pregunta, ¿es usted el señor Larry Gasch?
—Sí, el mismo. ¿Teníamos una cita?
—No, no.
—Bueno, enciendo las luces y pueden ustedes pasar.
Dicho y hecho, en menos de un minuto ya estaban dentro del local y se
presentaron como los detectives que llevaban el caso de Julia Caballero, una
de sus inquilinas.
—¿Puedo ofrecerles un tentempié? Tengo tiramisù auténtico. Es mi
perdición. Cada día me digo a mí mismo que no seré tan goloso, pero no
puedo resistirme. Tengo con licor y sin. ¿Les apetece un trozo?
Quizás en otro momento la pareja de detectives habría rechazado la
oferta, pero Leonor pareció abrir los ojos como platos ante la tentación y
eligió probar el que no llevaba licor.
—¿En serio? —preguntó Leo mirándola sorprendido mientras el señor
Gasch iba a por el dulce italiano.
—Es que tiene hasta sin licor. ¿No entiendes que es una premonición?
El destino me lo ha puesto en el camino —respondió Leonor parpadeando de
manera exagerada.
—Aquí tienen —anunció el administrador —. También he traído
trocitos de chocolate de diferentes sabores y si quieren puedo hacerles un
chocolate caliente, o un té, o un café.
—No, no, creo que con el tiramisù…
—Pues yo me bebería un chocolate caliente —interrumpió Leonor.
La estupefacción de Leo iba en aumento. De nuevo el señor Gasch salió
del despacho para preparar la bebida.
—Nena, no hemos venido a merendar, ¿recuerdas?
—¿Y qué hay de malo aprovechar la amabilidad del señor? Yo tengo
hambre, y también es culpa tuya, ¿no?
—Flipo —dijo Leo justo antes de que las humeantes tazas de chocolate
caliente hicieran acto de presencia servidas por el administrador en una
reluciente bandeja.
—Bueno, ¿en qué puedo ayudar?
El administrador pareció estar esperando esa visita y se mostró
totalmente complaciente ante todas las preguntas que le realizaron pero, por
mucho que quisiera ayudarles, no pudo hacer gran cosa. Como administrador
llevaba muchísimas fincas y, por ende, demasiados pisos de alquiler como
para poder tener información de todos y cada uno de ellos. Se interesaban por
sus datos personales, en algunos casos referencias y, por descontado, de las
nóminas de los futuros inquilinos. Pero de ahí a poder darles información de
utilidad, como cosas personales o estilo de vida, había un gran trecho.
—¿Quiere llevarse un trozo de tiramisù para esta noche? —preguntó el
señor Larry Gasch mirando a Leonor.
—¡Oh, sí!
Leo, cada vez más sorprendido ante la glotonería de Leonor, no pudo
reprimir una pequeña carcajada.
Se despidieron dejando una tarjeta por si al hombre se le ocurría algo
que en ese momento se le podía haber pasado y, una vez en el coche,
decidieron que por ese día habían hecho todo lo posible.
—Lo mejor será ir a casa y reflexionar frente a una buena cena —opinó
Leo.
—Sí, me parece perfecto. Además estoy cansada —dijo Leonor
tocándose la barriga —. Pero primero pasa por la panadería: me apetecen
empanadillas de espinacas con piñones.
—Vas a petar, nena.
21.

Robert llegó a su empresa antes que ninguno de sus empleados, como


siempre. Y como siempre iba impecable bajo su vestimenta impoluta y su
actitud seria y respetable. Sabía fingir muy bien; lo había aprendido con el
paso de los años y se había convertido en todo un experto en guardar las
apariencias y en esconderle al mundo su verdadera naturaleza.
Se dirigió enseguida al local veintiuno. Ahí era donde se guardaba el
cloroformo, entre otros artilugios metálicos. Lo bueno de ser el jefe, pensó
sonriendo para sí mismo, era que podía moverse libremente por todos los
locales a su cargo. La persiana se abrió sin apenas hacer ruido y al encender
las luces se encontró el lugar tal y como lo recordaba: todo en orden y, al
fondo, las cajas precintadas con los productos tóxicos. Si no fuera porque él
era el dueño de Teloguardo.com, desprecintarlos podría ser un problema
grave, pero Robert podía volver a cerrarlos con la misma cinta, de su
propiedad, y nadie notaría nada; lo tenía todo pensado.
En el bolsillo llevaba el pequeño frasco que iba a llenar con el líquido
que le interesaba y que luego iba a reponer, en el recipiente original, con
agua. Así lo hizo. Quiso olerlo y le pareció un aroma dulce, casi imposible de
llegar a ser el olor que dejaría inconsciente a sus víctimas. Enroscó bien
ambos recipientes y salió. Lo hizo todo antes de que cualquiera de sus
empleados llegase, por lo que una vez que empezaron a aparecer, a Robert lo
encontraron en su despacho, como siempre.
En ningún momento de todo el día llegó a pensar en lo rápido que iban a
pasar las horas. No sabía muy bien si era debido a la excitación por lo que
tenía planeado, al hecho de que, aprovechando el botiquín de la empresa
pudo preparar todo lo necesario para su excursión nocturna o, simplemente,
porque hoy era uno de esos días que las horas parecen más cortas.
A las nueve en punto de la noche, Robert apagaba las luces de su
despacho y se dirigía al restaurante en el que solía ir un mínimo de tres veces
en semana. Todo era igual menos el hecho de que esa noche, con él, llevaba
una pequeña mochila. Se sentó en una de las mesas cerca de las ventanas con
cortinas blancas y rojas y pidió su cena al camarero. Era la hora de los
noticiarios y en la televisión del local estaba puesta justo la cadena que él
siempre veía en su casa. En ese momento, el locutor de la noche hablaba de
más de lo mismo: políticos corruptos, futbolistas que cobran millonadas
mientras nuestros ancianos no llegan a fin de mes y, entre todos los desastres,
un asesinato.
El tenedor, que llevaba un trozo de carne en salsa de camino a la boca de
Robert, quedó a medio viaje. De repente parecieron desaparecer todos los
sonidos que lo envolvían y el de la televisión se hizo el dueño de su sentido
auditivo.
—«…una mujer joven. Por lo que hemos podido saber se trata de un
asesinato, pero no estamos seguros si puede ser catalogado como de género o
un robo o de otra manera. La policía está investigando pero no nos es posible
darles más información, por lo que seguiremos informando si…».
Robert volvió a poner su mecanismo en marcha y masticó con placer la
carne. Nadie sabía absolutamente nada. Aun así le dio vueltas a la idea de no
llevar a cabo sus planes esa noche, pero lo había imaginado tanto, se había
excitado tanto, que no podía retrasarlo. Había pensado hasta el más mínimo
detalle: que todos los apartamentos a los que le había echado el ojo, y
separado del resto de CDs, estuviesen lejos unos de otros; que fueran de fácil
acceso; que las mujeres que aparecían en las grabaciones estuvieran siempre
solas; la mochila colgada en la silla en la que estaba sentado; su dureza al
imaginar. No, no podía retrasarlo. Además, durante la mañana había escrito
mentalmente cada pequeño paso a seguir, imaginado cada imprevisto, todo.
Pidió un café cargado y pagó la cuenta.
El coche estaba frío, pero no le importó. Sus pensamientos ya eran lo
suficientemente calientes como para que todo pareciese estar a la temperatura
perfecta. El apartamento al que se dirigía ya lo había estudiado de cerca y, las
costumbres de Sophía, a través de los CDs, también. Aparcó no muy lejos y
se fue directo al portal. Sabía que a esa hora ella estaría sola pero, para
asegurarse, había conectado su móvil al ordenador del local mágico, pensó
sonriendo. Esperó con paciencia a que algún vecino llegara y abriera la puerta
del edificio y se coló sin ningún problema. En vez de coger el ascensor se
decantó por las escaleras; total solo eran tres pisos y tenía que esperar a que
Sophía se acostara y se durmiera, algo que podía saber a través de su móvil.
Su costumbre era hacerlo sobre las once y media de la noche, así que, con un
poco de suerte, no cambiaría justo hoy su horario.
En cuestión de media hora ya estaba ante su puerta, con los guantes
puestos, el pequeño pañuelo empapado de cloroformo en el bolsillo y
abriendo, como si fuera un experto, la cerradura, pésima y simple, del
apartamento. Lo había planeado tanto en su mente, que estaba saliendo todo a
la perfección.
En el momento en el que traspasó el umbral, tuvo los mismos
pensamientos que la noche que entró en el piso de Julia: poca seguridad para
los tiempos que corren.
El olor inconfundible a una vida personal inundó sus orificios nasales y
quiso degustarlo. Cada casa era un mundo y, por ello, cada casa olía
diferente. Dependía de lo que se había cocinado por última vez, de los
perfumes industriales y personales de cada uno, de los detergentes, de los
ambientadores… El apartamento de ella olía a mujer y su entrepierna se
estremeció literalmente. Sintió una punzada de placer que le subió por la
espalda y pareció alojarse en sus pensamientos.
De manera sigilosa se dirigió a lo que sabía que era su dormitorio. Lo
había visto tantas veces, ese piso, que era como si ya hubiese estado en él
más de una vez. La respiración, tranquila y profunda de la mujer, se encargó
de hacerle saber que había entrado en el momento perfecto.
Se ajustó el pasamontañas, que se había preparado en la cabeza a modo
de gorro de lana en cuanto había sobrepasado el umbral. Sacó del bolsillo
derecho el pañuelo envuelto en plástico y, al sacarlo, le llegó el olor dulce del
cloroformo. Había llegado el momento.
Se abalanzó sobre la cama en dos pasos decididos y encontró sin
problema la cara de su víctima. El sobresalto inesperado le dio los segundos
necesarios para saber que iba a ganar esa lucha y, en menos de un minuto,
Sophía había dejado de resistirse. Sus brazos perdieron fuerza enseguida, sus
ojos, abiertos en un primer momento, se entornaron sin piedad y, sin más
movimientos, la tuvo delante y completamente dormida.
La destapó muy lentamente y le agradó encontrarse con la desnudez
completa de ella. Se quitó el pasamontañas para poder oler en profundidad
cada palmo de piel, parándose de manera lasciva en las partes más íntimas.
Olían a deseo, una fragancia inconfundible.
Volvió a esconderse tras la lana y se desabrochó los pantalones. La
erección era tan grande que su miembro salió con fuerza haciéndose camino
sin contemplaciones entre los dientes de la cremallera. Robert quería aguantar
toda la noche. Tenía cloroformo de sobras y mucho tiempo.
Lo primero que hizo fue deleitarse sobre los pechos de Sophía. No eran
grandes, pero sí duros y jóvenes. Quería comerlos, morderlos, chuparlos; y lo
hizo todo. De vez en cuando se aseguraba de que seguía inconsciente y, si
dudaba, le ponía el pañuelo un buen rato sobre las fosas nasales.
Le abrió las piernas y la saboreó y, cuando supo que ya no podía
aguantar más, la penetró. La nula excitación por parte de ella hizo que esa
excursión fuese todavía más placentera. Le parecía que estaba atravesando un
túnel estrecho y caliente, tan poco dilatado que sentía un placer aún más
intenso a cada embestida. Sentía como si estuviese atrapado, todo él a través
de su miembro, entre las paredes suaves de un sexo que, en vez de entregarse,
parecía morder. Había placer al salir y dolor al volver a entrar y, todo ello, lo
estaba llevando a un estado de locura. Tener a esa preciosidad a su merced
era como estar en el paraíso y en el infierno a la vez. En el momento en el
que se dejó ir, casi tuvo miedo de reventar el preservativo que llevaba puesto,
pues fue tanta la furia con la que descargó su excitación, que creyó
desvanecer de placer. Tenía intención de repetir hasta no poder más, pero fue
un momento tan intenso que quedó exhausto, intentando volver a su
respiración normal mientras de su boca seguían saliendo pequeños gemidos
acompasados con las últimas palpitaciones de su entrepierna. Incluso seguía
meciendo sus caderas sobre Sophía, todavía podía sentir un amago de placer
doloroso y no paró hasta saberse fláccido dentro de ella.
Antes de separarse y de salir de su interior, volvió a morderle los
pezones y, con un solo movimiento, se levantó. Era hora de limpiarlo todo; a
Sophía y el entorno. De nuevo le puso el pañuelo en la nariz tapándole
también la boca.
De la mochila sacó un pequeño aspirador a pilas, pañuelos húmedos, una
bolsa de plástico, una esponja y una toalla. Como si estuviese en su casa, fue
a la cocina y llenó una olla con agua, a la que le echó un buen chorro de lejía
que encontró en una esquina del fregadero, y volvió al dormitorio.
Lo primero que hizo fue limpiar cada rincón de la piel de Sophía,
parándose bien en sus partes íntimas y en sus pechos. La secó y la apartó para
poder aspirar las sábanas; después la colocó de nuevo en su sitio e hizo lo
mismo con el lado en el que no había aspirado.
Satisfecho, tanto por su primer trabajo como por el segundo, repasó al
milímetro los lugares por los que sabía que había pasado y, con una sonrisa
bajo la lana del pasamontañas, salió del apartamento. No se dio cuenta hasta
el momento en el que arrancó el coche de la hora que era. Habían pasado
apenas dos horas desde el momento en el que había entrado en la habitación,
pero habían sido las dos horas más productivas, excitantes y llenas de
adrenalina que había vivido en toda su vida.
Tenía que repetirlo. Ya no era una idea, era una necesidad. Supo que
nunca más, ni siquiera nada de lo que hiciese con Ana, por muy retorcido que
fuese, le iba a dar el placer extremo de esa noche.
Salió del aparcamiento con las luces del coche apagadas y solo las
encendió una manzana más allá. En cada semáforo se deleitaba recordando
cada segundo de esas dos horas, quería grabarlas en su mente para recordarlas
siempre y, cuando llegó a casa, volvía a estar excitado.
22

Incluso antes de abrir los ojos, Sophía notó el fuerte dolor de cabeza.
Con su pulgar y su índice se masajeó las sienes pero, de repente, recordó el
instante de la noche anterior. El terror, el corazón que parecía salírsele del
pecho y la nada. En cuanto notó que podía pensar de nuevo con claridad, su
olfato detectó un olor extraño, diferente, a su alrededor y sobre ella. Se
notaba entumecida y su miedo empezó a aumentar.
Se concentró en el olor y, cuando lo hubo identificado como lejía, su
corazón volvió a dar un vuelco. Se incorporó en la cama y solo entonces fue
cuando notó un ardor extraño en sus partes íntimas. Quería gritar pero hasta
eso le daba pánico. No sabía si estaba sola en su casa o si había alguien, pues
estaba más que segura de que, esa noche, algo había pasado y no había sido
un sueño.
Atemorizada puso los pies en el suelo y se levantó. Lo primero que iba a
hacer era comprobar si estaba sola. No tenía nada con lo que defenderse si
eso no fuera así, pero es que tampoco tenía fuerza para hacer nada; su dolor
de cabeza, su escozor y la debilidad que sentía, le daban a entender que, de
tener que defenderse, no podría hacerlo.
El apartamento no era para nada grande, así que de manera rápida
comprobó su soledad. Una vez hecho eso, sin lavarse ni peinarse ni hacer
nada que pudiese ser una alteración de lo que ya casi estaba segura que había
pasado, se vistió con lo primero que encontró sobre la silla que presidía su
dormitorio y salió del apartamento hacia la comisaría de policía más cercana.
Tenía la sensación de estar dejando un rastro de olor a desinfectante por
donde pasaba, pero quizás era solo que su olfato ya estaba del todo
condicionado. Entró en la comisaría nerviosa y sin saber exactamente qué
decir.
—Buenos días —le dijo un agente muy amable desde detrás de un
mostrador.
—Buenos días —respondió Sophía en un susurro.
—¿En qué puedo ayudarla?
La verdad es que no sabía muy bien qué responder a esa pregunta y se
quedó callada.
—¿Se encuentra bien, señorita? —insistió el agente.
El policía, al ver que no obtenía respuesta a ninguna de sus simples
preguntas, tomó la decisión de abrirle la puerta que tenía a mano izquierda y
hacerla pasar. El pitido casi silencioso del mecanismo de apertura sobresaltó
a Sophía y, muy amablemente, el agente le hizo señas para que entrara.
—Soy el agente Heredia — se presentó este —. Siéntese aquí, por favor.
Dígame, ¿puedo hacer algo por usted?
—Yo… yo creo que… creo que he sido violada.
Las palabras de la mujer dejaron descolocado al agente, pues no había
imaginado, ni por un momento que el asunto iba a poder ser ese, pero
enseguida tomó las riendas de la situación y la acompañó hasta una sala.
—No se preocupe. Ahora mismo aviso a una agente para que venga a
hablar con usted. ¿Necesita algo? ¿Un vaso de agua, una infusión?
La mujer negó con la cabeza y bajó la mirada hacia sus manos que
empezaban a estar frías y las intentaba calentar frotándolas entre ellas.
Heredia se dirigió con rapidez hacia el escritorio de la compañera,
Elisabet Morrigan.
—Hola, Elisabet.
—¡Ey! ¿Qué pasa? Te veo hecho caldo —dijo la agente riendo.
—Es que tengo a una mujer en la sala siete que dice que ha sido violada.
—¡Mierda! Vamos.
La agente Morrigan era la experta en este tipo de casos y sabía lo
complicado que podía resultar para las víctimas. Su trabajo era el de
empatizar por completo con ellas y acompañarlas durante todo el proceso
que, a partir del momento en el que ella se hacía cargo, iba a ser largo y, en
muchas ocasiones, traumático.
Entraron los dos agentes en la sala y Heredia notó como Sophía seguía
en la misma postura en la que la había dejado apenas unos minutos antes.
—Disculpe —dijo para llamar la atención a la mujer cabizbaja—, esta es
la agente Elisabet Morrigan. Va a estar con usted a partir de ahora —y, dicho
esto, Heredia salió de la sala cerrando la puerta.
—Hola. Puedes llamarme Elisabet. ¿Cómo te llamas?
—Sophía.
—Bien, Sophía. Voy a tener que hacerte algunas preguntas y tienes todo
el tiempo del mundo para contestarlas. Estoy aquí para acompañarte.
¿Quieres que te traiga algo antes? ¿Agua? ¿Café?
—No. No, gracias.
—Mis compañeros vendrán luego a tomar tus datos personales pero,
cuando estés preparada, quisiera escuchar lo que quieras decirme.
—Es que no sé muy bien cómo explicarlo, verás… yo… Anoche…
yo…
—Tranquila, de verdad, no hay prisa ninguna. Tú solo empieza y verás
que lo demás viene solo.
—Me sobresalté porque alguien me asaltó en mi cama, pero ya no
recuerdo nada más. Esta mañana, si no fuera por el dolor de cabeza, el
escozor… ahí… y el olor…
—¿El olor?
—Sí. ¿No lo hueles? Todo huele a lejía; incluso yo.
La agente Elisabet Morrigan intentó aguzar su olfato y le pareció que le
llegaba un tenue olor a desinfectante.
—Tendremos que ir al hospital a que te examinen. Te acompañaré yo y
la detective Burgos. Ella vendrá ahora a coger tus datos e iremos hacia el
hospital juntas. Voy a buscarla, ¿quieres esperar aquí o prefieres
acompañarme?
—Prefiero quedarme aquí.
La agente salió de la sala en busca de Leonor.
—¡Me cago en la puta! ¡Joder ya! ¿Pero qué coño le pasa al mundo?
—Buenos días para ti también, Elisabet —dijo riendo Leonor.
—Uffff, de buenos días nada. En la sala siete tengo a una mujer que dice
haber sido violada. Yo la creo, ele, pero hemos de llevarla al hospital.
¿Quieres venir tú con nosotras?
—Sí, claro, por supuesto —respondió la detective levantándose mientras
le hacía señas a Leo que estaba tomando un café de pie junto a la mesa de
Ramírez.
—¿Qué pasa?
—Una posible violación. Acompaño a Morrigan para todo el papeleo y
luego al hospital. ¿No hay novedades con nuestro caso, no?
—No, no. Tranquila. Cualquier cosa yo te aviso y paso a recogerte o me
voy con Ramírez.
—Bueno, si hay novedades me avisas y decidimos.
Se despidieron con un beso y las dos policías se dirigieron a la sala siete.
—El hijo de puta debe ser un sádico —dijo la agente antes de entrar en
la sala y en voz baja—, si lo que cree ella es cierto, la ha lavado con lejía
después de dormirla y violarla.
—Joder…
—Pues eso digo yo, ¡joder y joder y joder!
Abrieron la puerta y retomaron la compostura dejando fuera el odio y
asco de tener que lidiar con casos como ese.
—Sophía, ella es la detective Leonor Burgos.
La mujer levantó la cabeza pero sin mostrar ninguna expresión. Los
trámites en la comisaría fueron rápidos: Leonor tomó los datos personales de
la víctima y, después de que la agente escribiera la pequeña declaración,
Sophía la firmó. Cogieron el destartalado coche de la agente para ir al
hospital y, mientras ella conducía, Leonor, desde la parte de atrás, en la que
acompañaba a la mujer, avisaba por su móvil a la doctora Mónica Vila de lo
ocurrido.
Fue por eso que pudieron entrar por una puerta lateral del hospital donde
la doctora las estaba esperando. Sophía se dejaba llevar en todo momento,
como si solo estuviese su cuerpo presente, pero sus pensamientos no.
—Hola, Sophía. Me llamo Mónica. Voy a tener que tomar algunas
muestras de tu cuerpo, pero lo haremos a tu ritmo y sin prisas, ¿vale?
La doctora Vila era una experta en esas situaciones, aparte de ser la
ginecóloga que llevaba el embarazo de Leonor. Hacía más de veinte años que
se dedicaba a estos casos y, lamentablemente, eran muchos; más de los que
nadie podía imaginar.
El trabajo debía ser minucioso y muchas veces resultaba molesto para la
víctima, pero encontrar alguna pista en esos procedimientos solía ser de gran
ayuda para la investigación.
Ni la agente Morrigan ni Leonor se separaron ni un segundo de Sophía
y, con la mejor de las sonrisas, la apoyaban en esos momentos tan
complicados en los que una mujer podía sentirse invadida de nuevo. No era la
primera vez que, después de todo, salían a la superficie los pensamientos de
culpabilidad y vergüenza, y por ello era de vital importancia que Sophía se
sintiese acompañada y comprendida.
Cuando la doctora Vila tuvo todas las muestras en bolsitas precintadas y
con anotaciones en uno de los lados, salió de la sala junto a las dos policías
mientras Sophía se vestía de nuevo, esta vez acompañada por una enfermera.
—Es la primera vez en mi vida que veo algo así —empezó a informar la
doctora —. Lo que ella cree es del todo correcto: la han lavado,
minuciosamente y por todo el cuerpo, con lejía. Incluso en sus partes íntimas,
por fuera y por dentro. Presenta laceraciones debido a la agresión y erupción
cutánea debido al detergente. Va a tener que tratarse durante mucho tiempo,
lo que le han hecho es una salvajada. Seguramente haya perdido todo el PH
vaginal y… bueno, va a ser muy lento. Debido a la limpieza, no hay rastros
debajo de las uñas, el pelo se lo han cepillado y diría que hasta se lo han
aspirado, pero eso ya es una sensación mía, no puedo demostrarlo. Las
laceraciones son solo vaginales, aunque son bastante evidentes. Estoy segura
que la forzó mucho, porque ya había tenido otras relaciones, como habéis
escuchado. Pero claro, al estar dormida… En fin, chicas, una auténtica
salvajada.
—¡Me cago en la puta! —volvió a decir la agente Morrigan entre
dientes y apretando los puños.
—¿Podrás mandar el informe a la oficina? A mi nombre, por favor.
—Por supuesto. Ahora la acompañaré a ginecología y avisaré también a
dermatología. Si no voy mal encaminada, creo que hasta la tendrán en
observación; no sé si unas horas o unos días, pero lo del detergente en la
vagina me preocupa mucho.
—Gracias, Mónica. Nosotras entonces nos vamos. Cualquier cosa
llámame, a cualquier hora —dijo Leonor antes de despedirse.
Las dos policías volvieron al coche en silencio y fue la agente la que lo
rompió en el primer semáforo en el que tuvo que pararse.
—Menuda mierda de mundo, ele. Nos vamos a tomar por culo. ¿Habías
visto algo así antes? Porque yo no, me cago en la hostia puta, yo no.
—He visto muchas cosas, Eli, pero esto es una bestialidad. El cabrón
debe ser de los meticulosos hasta el aborrecimiento. Qué asco.
Llegaron a comisaría y Leo ya estaba esperando a su compañera con una
hoja en la mano y la cara desencajada, con lo que Leonor dedujo que era el
informe médico.
—Nos vemos luego, Elisabet.
—Cualquier cosa me avisas, por favor.
—Hecho.
—No sé ni que decir —dijo Leo cuando su compañera llegó a su altura.
—Ni yo, Leo. Mira, tengo los datos de la víctima, así que, si te parece,
avisamos al capitán Rojas y vamos a su casa. Mientras podemos enviar ya a
la Científica.
—Me parece perfecto.
Entraron en el despacho del capitán después de haber hecho la llamada y
le explicaron todo.
—Mirad, eles, ya sabéis que yo no soy nada partidario de hablar mucho
con la prensa, y menos después del caso del periodista ese... ¿Cómo se
llamaba?
—Stefano Castellano —dijo con asco Leonor.
—Ese. Menudo pirado. En fin, pero esto es diferente y creo que
deberíamos convocar una rueda de prensa. Con la otra víctima, Julia, y esta,
creo que podríamos estar hablando de algo gordo. ¿No os parece?
Los dos detectives asintieron por hacer algo, puesto que sabían que si
Rojas lo estaba diciendo en voz alta, era porque ya había tomado la decisión
de llevarlo a cabo.
—Llamaré a J.J. Cuenca para que se encargue de avisar a la prensa.
Mientras preparemos lo que vamos a decir.
—Capi, es que nosotros queríamos ir a casa de esta última víctima. La
Científica ya va para allá…
—Vale, entonces poned al tanto de todo a Casas y a Ramírez. Ellos
serán los que me acompañen en la rueda de prensa.
—¿Qué dirá exactamente?
—Lo hablaré antes con J.J. , que es el que entiende de tratos con
periodistas y de lo que hay que decir y lo que no, pero básicamente quiero
alertar de que hay un jodido degenerado hijo de puta suelto por la ciudad.
—Pues sí que será buena idea hablarlo con J.J. Cuenca antes, sí, sí… —
dijo Leo mirando a su compañera y guiñándole un ojo.
—Yo también creo que será buena idea. No creo que quede bien decir
que hay un jodido degenerado hijo de puta suelto por la ciudad —dijo Leonor
siguiendo la broma de su compañero.
—Salid de mi despacho antes de que os mate con mis jodidas manos —
respondió el capitán Rojas entrando también en el momento de humor
empezado por Leo.
Por unos instantes el hecho de tener sobre las mesas dos casos de
violencia sin resolver pareció perder un poco de protagonismo. Era solo un
espejismo necesario para sobrellevar el día a día cuando la tensión y, muchas
veces la impotencia, tomaban las riendas de los pensamientos de un policía.
Por otro lado, si no intentaban de alguna manera reír un poco dentro de
las desgracias, era para volverse locos, y eso, los tres, lo sabían.
El agente J.J. Cuenca entró en el despacho tras ser llamado por el
capitán.
—Pasa, J.J. —dijo el jefe mientras lo invitaba con un gesto de la mano a
sentarse —. Te pongo al día y luego tú te pones enseguida a trabajar en ello.
Entre el capitán Rojas y la pareja de detectives informaron al agente
especializado en prensa sobre todo lo que tenían hasta ahora.
—¿Qué te parece? —preguntó Leo.
—Me parece una gran mierda. Eso es lo que me parece.
—Ya —dijo el capitán —, pero no podemos salir ahí fuera y decir eso.
—Pues qué quiere que le diga, capi. A veces me dan ganas de convocar
una rueda de prensa y decirle a todos la pedazo de mierda de sociedad que
tenemos. Políticos mamones y corruptos, que nos cortan presupuestos y, si
todo sale bien se llevan el mérito y, si todo sale mal, nos linchan. Hay gente
en la cárcel que, si por mí fuera, uffff… no habrían llegado vivos a ella; y hay
otros que están fuera y deberían estar colgados de los huevos.
—Te noto un poco irascible, J.J. —dijo Leonor sonriendo.
—¿Un poco? Cada día me cuesta más mantenerme en mi lugar. Si no
fuera por mi Real Sociedad…
Los cuatro estuvieron hablando unos minutos más sobre el mundo y sus
partes oscuras y, tras despedirse de la pareja de detectives, el agente J.J.
Cuenca y el capitán Rojas se quedaron dentro para preparar la rueda de
prensa.
23

—¿No te parece que este lugar tiene algo en común con el


emplazamiento del piso de Julia? —preguntó Leonor al llegar.
—¿A qué te refieres?
—No lo sé con exactitud, pero es tranquilo, el portal un poco apartado,
¿ves que solo hay tiendas alrededor? Por la noche están todas cerradas y la
entrada al edificio…
—Comprendo. Sí, no lo había enfocado así, pero tienes razón. Está claro
que, para llevar a cabo un acto como el de anoche, el tipo debe haberlo tenido
estudiado y bien claro —concluyó Leo.
Por los datos que tenían llegaron enseguida al apartamento de Sophía.
Los técnicos de la Científica estaban trabajando ya en todo el lugar. La
concentración más grande estaba en lo que había sido la escena de la
violación, pero por la expresión de los ojos que se veían a través de las
mascarillas, los resultados no parecían ser alentadores. Los dos detectives se
acercaron a uno de los técnicos.
—Buenos días, eles —dijo este al reconocerlos.
—Buenos días, Martínez. ¿Algo?
—Es un jodido maníaco, os lo aseguro. No hay nada, y cuando digo
nada, es absolutamente nada. Por no haber, no hay ni rastro, o casi, de la
mujer.
—Explícate —inquirió Leo.
—En la cama hay huellas claras de que ha sido limpiada a consciencia
con detergente, diría que lejía por el olor, pero os lo aseguraré cuando me den
los resultados de laboratorio. Las sábanas no eran nuevas ni recién usadas y
os aseguro que, ni siquiera cuando eso es así, hay tan poco rastro de quien la
ocupa. Casi ni un cabello, ni pelos de ninguna clase. Nada. Estoy al noventa y
nueve por ciento seguro de que han aspirado todo. No hay fluido corporal y
apuesto que por el piso tampoco encontrarán nada.
—Cuando la gente dice que la realidad supera la ficción, no sabe la
razón que tiene —concluyó Leo.
—De todas formas podéis moveros libremente por donde queráis. Ya
hemos recogido todo lo que hemos podido, dado las circunstancias.
Cada uno de los que estaban en el piso se puso a trabajar. La pareja de
detectives se encaminó cada uno a un lugar diferente del apartamento,
esperando encontrar cualquier cosa que les sirviera para saber por dónde
empezar pero, a la media hora de estar ahí, entendieron que era inútil.
—¡Eles! —gritó uno de los agentes desde el salón —. Venid aquí, el jefe
sale por la tele.
Justo en el momento en el que ambos llegaban, la televisión que presidía
un acogedor salón se puso en marcha y aparecieron en pantalla el capitán
Rojas, custodiado a cada lado, por Casas y Ramírez.
«—… estamos seguros de ello y es por eso que alertamos a la población,
sobre todo a las mujeres, de que pueden correr peligro. En menos de una
semana ha habido dos ataques y, aunque no podemos asegurar que hayan sido
perpetuados por la misma persona, los dos han tenido consecuencias
negativas. Aprovechamos también para pedir que si alguien…».
Al otro lado de la ciudad, en el mismo bar de siempre, Robert también
estaba viendo la rueda de prensa.
«…y ahora, si quieren, podrán hacer algunas preguntas e intentaremos
responder con lo que nos sea posible y que no afecte a las investigaciones en
curso».
Robert siguió comiendo como si nada, pero en su cabeza ya rondaba la
idea de detener un poco sus instintos. No iba a ser fácil, lo sabía. Aun así
tenía con qué distraerse: el local. Allí había mucho con lo que deleitarse y
podía hacerlo a sus anchas. Es más, en ese mismo momento tomó la decisión
de pedir la cuenta y volver cuanto antes a su empresa. La pantalla de ese piso
vacío estaba desquiciándolo y quería saber más.
En cuanto llegó a su despacho dejó dicho a los empleados de tarde que
tenía que arreglar unos asuntos en el local cuarenta y siete y que, si lo
necesitaban para algo, que lo avisaran al móvil de empresa. Cogió una
carpeta, solo para que pareciese que de verdad iba a hacer algo de trabajo en
ese local, y se fue directo a él.
La pantalla seguía dividida en varias estancias del apartamento vacío.
No se movía nada en su interior y, por la poca luz, entendía que las persianas
y ventanas no se habían subido ni abierto, respectivamente, desde el día en
que lo vio por primera vez. El problema, ahora, era saber cuál de los CDs
correspondía a ese piso. Ese trabajo sí que iba a ser complicado.
El ordenador tenía dos ranuras para disquetes y, como si fuese un juego
de azar, alargó la mano hacia el segundo compartimiento de CD del
ordenador al que pertenecía la pantalla, con la absurda esperanza de que,
quizás, dentro encontraría lo que buscaba y, cuando la lengüeta del PC se
abrió, un escalofrío de placer le recorrió la espina dorsal.
Ante sus ojos apareció, como por arte de magia, un disco compacto con
un nombre escrito: Nekane. Ahora sí que iba a ser fácil descubrir el
emplazamiento exacto de ese piso. Se apresuró en levantarse e ir hasta donde
estaban las cajas, ahora ordenadas de manera perfecta, tal y como le gustaba a
Robert, y fue a la parte en la que los nombres de mujer empezaban por la
letra N.
Le fue fácil encontrar a Nekane; solo había una. Con nervios y prisas
abrió la cajita y miró la dirección que estaba apuntada. Su alivio fue tan
grande, que tuvo que volver al asiento ante la pantalla. Ya tenía su próximo
objetivo: ir allí. Salió del local dejando todos los ordenadores encendidos, y
le dijo al encargado que le había salido un asunto urgente con un cliente al
que debía ir a ver de inmediato. Como siempre, nadie se extrañó y tras
atravesar media ciudad llegó a su destino.
La calle era tranquila y poco transitada. Lo primero que hizo, en cuanto
estuvo aparcado en frente del edificio, fue alzar la vista hasta el último piso
que, por los datos apuntados en el CD, era el de Nekane. Al ver el cartel de
«se alquila» en el balcón y con enormes letras rojas, comprendió la razón por
la que en la pantalla no había movimiento. Sus pensamientos empezaron a ir
a mil por hora y casi sin sentido alguno. Tuvo que hacer un esfuerzo para
ordenarlos uno a uno y comprender qué era lo que pasaba por su mente.
Sacó el móvil del bolsillo interno de la chaqueta y marcó el número de
teléfono que parecía gritarle desde el cartel en el balcón. Al segundo timbrazo
obtuvo respuesta; era una administración de fincas y no tenían ningún
problema en atenderlo en ese mismo momento. Al colgar miró en el GPS del
móvil dónde estaba la inmobiliaria y se alegró al percatarse de que estaba a
apenas dos manzanas. Buscó en su bolsillo del pantalón para asegurarse de
tener bastantes monedas para echarlas a la máquina de estacionamiento y, una
vez tuvo el ticket, con el máximo importe permitido, lo puso a la vista en la
guantera y tomó la dirección que, poco antes, le había indicado la aplicación
de su móvil.
En cuanto traspasó la puerta de entrada, un hombre de aspecto amable,
tras saludarle, le indicó que se sentara.
—Buenas tardes, me llamo Larry Gasch. ¿En qué puedo ayudarle?
—Buenas tardes, señor Gasch. Creo que hemos hablado hace unos
minutos por un piso en alquiler a dos manzanas de aquí.
—¡Ah, sí, sí! Señor Méndez, ¿verdad? —preguntó el administrador a lo
que Robert asintió —. ¿Puedo ofrecerle alguna cosa? ¿Café? ¿Té? Acaban de
traerme, recién hechas, unas galletas estupendas de vainilla, nueces de
macadamia, pepitas de chocolate y un ligero toque de aroma de Amaretto di
Saronno.
—Bueno, la verdad es que suena muy bien. Quizás un café —dijo
Robert pensando en que, con las prisas, había salido del restaurante sin
tomárselo —, y una de esas galletas.
—Perfecto, ¡perfecto!
El hombre se levantó para preparar lo que el nuevo cliente había
decidido tomar y volvió en menos de cinco minutos. Mientras, Robert, había
pensado con claridad su puesta en escena.
—Deliciosas —dijo Robert refiriéndose a las galletas.
El administrador sonrió satisfecho.
—Entonces dígame, señor Méndez, ¿le interesaría alquilar el
apartamento?
—Mucho, pero verá, es algo que me urge, y mucho. He tenido unos
problemas en el mío y he de trasladarme a otro enseguida. Y cuando digo
enseguida me refiero a mañana mismo. No sabía que las obras iban a ser tan
grandes y me encuentro en una situación de emergencia, por así decirlo.
—Bueno, no es nuestra manera de trabajar, pero claro, si es tan
urgente… Puedo mirar qué podemos hacer.
Larry Gasch le explicó a su nuevo cliente todas las condiciones que se
necesitaban para alquilar un apartamento con ellos. Robert, preparado para
cualquier eventualidad, pudo entregarle todos los papeles que hicieron falta.
Desde su móvil mandó a la impresora de Fincas Gasch lo requerido y, en
cuanto a los meses de fianza, se ofreció a pagar cuatro en vez de los dos que
se exigían, dado la urgencia de su situación. Robert era consciente de su
poder de persuasión y su don de palabra, y no dudó en ponerlo en práctica
para lograr sus fines. Por otra parte, el señor Larry Gasch se le veía muy
buena persona y confiado. Al fin y al cabo, a ojos del administrador, lo que
estaba haciendo era ayudar a una persona en apuros, asegurándose lo mínimo,
y en este caso obteniendo más de eso, y por ello no veía ningún problema en
alquilar el piso de la señorita Nekane García.
Con las llaves en la mano, y satisfecho porque sus planes habían salido
tal y como los había pensado, Robert se dirigió al piso que, desde hacía ya
demasiado tiempo, le rondaba por la cabeza. Pronto sus preguntas insistentes
iban a ser contestadas. Sabía que no iba a haber nadie, pero el solo hecho de
poder entrar sabiendo que en el local cuarenta y siete estaba el ordenador
grabando su aparición y a su vez imaginar todo lo que podía hacer ahí, con
Ana, lo estaba llevando a un estado de éxtasis imposible de comprender para
otra persona que no disfrutara con sus mismos gustos retorcidos.
En cuanto entró miró directo hacia donde sabía que había una cámara y
sonrió. Aspiró el olor del lugar y le pareció hasta saborear la excitación que
sentía. Estaba todo impecable, como al él le gustaba, y comprobó que era
cierto lo que el señor Larry Gasch le había dicho: iban a limpiarlo una vez
por semana y, justamente el día anterior, había sido así.
Impaciente ante sus pensamientos, decidió llamar enseguida a Ana, no
sin antes ponerse al alcance de lo que sabía era el enfoque perfecto de la
cámara del salón. Al tercer timbrazo, ella respondió.
—Hola, Robert.
—Hola. No me cuelgues, por favor —dijo él con la voz más suplicante
que pudo poner mientras seguía sonriendo a la cámara —. Te echo de menos,
Ana. He intentado no pensar en ti pero no puedo. Quiero, necesito verte.
El silencio al otro lado del hilo telefónico no lo asustó. Sabía
perfectamente que había tocado las teclas justas.
—He alquilado un piso para los dos. Se acabaron los encuentros en
locales llenos de trastos. Solo te pido que lo pienses. Sería nuestro lugar para
estar juntos. Te echo tanto de menos…
A Robert le parecía increíble lo que podía llegar a hacer una persona
cuando estaba enamorada, y Ana lo estaba de él, desgraciadamente para ella.
Unas cuantas palabras estudiadas y ella dijo que sí.
Con un fugaz y susurrado «te quiero», se despidió de Ana y su
entrepierna se reveló mientras su mente ya imaginaba y planeaba todos los
vídeos que podría coleccionar mientras se la follaba. Estaba pletórico. Una
vez más, los planes, habían salido a la perfección.
24.

Los detectives Leonor y Leo se quedaron un poco más en el apartamento


de Sophía pero, cuando ya supieron que seguir ahí no iba a dar tampoco
resultados, decidieron volver a comisaría.
—Tengo hambre —informó Leonor una vez dentro del coche.
—Ya me parecía extraño que no lo dijeras antes. ¿Pillamos algo en la
cafetería de abajo?
—Vale, pero tengo que pensar en qué es lo que me apetece.
Una vez aparcados y, tras haber pasado por el bar al que habían hecho
referencia, llegaron a sus mesas y se pusieron a comer cada uno frente a su
propio ordenador. Una vez terminados los bocadillos elegidos, y mientras
Leonor se masajeaba la barriga, feliz por el vegetal con doble de mayonesa
que acababa de comerse, empezaron a hablar sobre lo que podrían hacer
ahora.
—Mira, nena: el apartamento por ahora no nos va a decir más. He
pensado que podríamos hablar con Javier García, el de delitos sexuales.
Quizás él pueda decirnos si hay algún caso que encaje con el modus operandi
de este. ¿Qué opinas?
—Me parece perfecto. ¿Lo avisas tú de que vamos para allá? Yo voy al
lavabo.
El despacho de Javier García estaba dos plantas más arriba que el de la
pareja de detectives. El departamento de delitos sexuales era como un bunker.
Para poder entrar había que tener autorización o tener un pase especial.
Justamente la primera de las opciones era la que había hecho que pudiesen
entrar Leonor y Leo.
—¡Yep! —dijo el agente especial Javier García cuando los eles llegaron
a su despacho —. Pasad, chicos. Os estaba esperando.
—¿Qué tal, Xavivi? —preguntó Leo, usando el nombre de pila con el
que todos los compañeros conocían a Javier.
—Pues aquí andamos, con los degenerados del mundo. ¿Y vosotros? Y
en especial tú, Leonor. ¿Cómo lo llevas?
—Estoy cada día más gorda, pero bien.
—Tú siempre estás radiante. Venga, sentaos y contádmelo todo.
Los detectives pusieron al tanto de sus especulaciones a su compañero
Xavivi y, al cabo de unos veinte minutos, este se dedicó a buscar en la base
de datos.
—Hay muchos casos de violaciones y diferentes delitos sexuales pero,
que tengan en común algo así, como la lejía, ufff… os juro que en mi puta
vida me he topado con este “ingrediente” adicional. El mundo se va a la
mierda, eles.
—Lo suponíamos —dijo Leo pensativo —, un ingrediente tan llamativo,
como tú lo llamas, habría sido algo que recordaríamos.
—¿Y por barrio? ¿Por estilo de mujer? ¿Nada? —preguntó Leonor.
—En el barrio ha habido algunas cosas, pero no, nada como esto. Por
otro lado, el estilo de mujer: joven, viviendo sola, etcétera, nos llevaría a
cientos de casos que no creo que os ayuden, al contrario, os harían llamar a
tantas puertas que no terminaríais ni en dos años. Lo siento, eles, ahora
mismo, no tengo ni se me ocurre nada.
—No lo sientas, Xavivi. Bastante haces ya —lo reconfortó la detective.
—De todas formas, dejo abierto el sistema para que siga buscando y, si
aparece alguna coincidencia que de verdad asegure una buena pista, os llamo
enseguida.
—Hablando de llamadas —dijo Leo al notar vibrar su móvil en el
bolsillo de su pantalón —. Es Ramírez.
El detective se alejó unos metros para hablar por teléfono mientras los
otros dos seguían mirando la pantalla y hablando entre ellos.
—Nena, tenemos que ir abajo. Ramírez cree tener algo.
—Suerte, eles —dijo Javier García a modo de despedida.
Bajaron por las escaleras aunque a Leonor cada día le gustaba menos.
—¿Te pesa? —preguntó Leo refiriéndose a la barriga y sonriendo con
malicia.
—Deberías llevarla tú también. Un mes yo y un mes tú. O mejor no, que
seguro te pasarías los meses que te tocara a ti quejándote. Hombres
quejicas…
—Yo soy un machote y no me quejaría.
Leonor estalló en una carcajada que retumbó en las paredes y Leo se
paró a esperarla, pues ella iba detrás, y la besó en la boca.
—Tu machote, nena.
Riendo todavía cuando entraron en el departamento de Ramírez, este se
alegró de verlos.
—Desde luego es un gusto veros, siempre estáis sonriendo y eso se
agradece.
—Bueno… ya te lo diré cuando salga el bicho.
—¡Qué bestia eres, Leo!
—¡Si es ella la que lo llama así!
Los tres se rieron y enseguida se pusieron a hablar sobre lo que había
descubierto Ramírez.
—No es mucha cosa, pero podría llevar a algo.
—Dispara —dijeron la pareja a la vez.
—¡Chispa! —gritó Leonor con rapidez.
—¿Chispa? —preguntó Ramírez.
—Sí ja ja. Ahora Leo no puede hablar hasta que alguien diga su nombre
tres veces.
Leo miró al compañero y le hizo señas de decir su nombre las tres veces
y lo acompañó con el gesto de cortarle la garganta si no lo hacía.
—Leo, Leo, Leo —pronunció Ramírez —. Lo siento, ele —apuntó
enseguida mirándola a ella —, pero si no lo hago creo que me cortaría la
garganta de verdad.
—¡Cagao! —se burló ella.
—Sois la leche, de verdad. En fin, vayamos al qué. Como os he dicho
puede que no sea nada, pero las dos chicas, la de la bañera y la de la
violación, Julia y Sophía respectivamente, tienen algo en común: las dos van
a la misma biblioteca.
—¿En serio? ¿Podría ser un nexo? Quizás alguien que la frecuente
también…
—Eso he pensado yo. La biblioteca en cuestión es esta —dijo Ramírez
dándoles un papel en el que había una dirección apuntada.
—Iremos ahora mismo. Gracias, compi —dijo Leonor.
—A mandar, ya lo sabéis.
El lugar al que tenían que ir era bastante céntrico, así que tardaron casi
media hora en llegar. Lo bueno era que, con el pase de policía, por lo menos
no tenían que perder más tiempo buscando aparcamiento, por lo que dejaron
el coche justo en frente de la enorme escalinata que llevaba a la no menos
enorme puerta de la biblioteca.
Si el edificio ya era imponente desde fuera, al entrar dejaba sin aliento.
Los techos, altos y decorados con formas de yeso que emulaban libros
abiertos, obligaban a ir andando sin poder dejar de mirarlos. Una vez que ya
se bajaba la mirada, era como sentirse rodeados de un mundo lleno de
páginas en las que se escondía la magia de la imaginación de los miles de
autores que habían hecho posible ese lugar. Estanterías repletas de historias,
tanto en la planta de abajo como en la planta de arriba, ambas conectadas con
maravillosas escaleras de caracol, eran las paredes del lugar.
En el centro, redonda y no menos espectacular, se hallaba una pequeña
recepción en la que, una mujer de pelo corto y con gafas, tenía la cabeza
agachada sobre un libro que parecía tenerla completamente absorta y, por su
semblante, feliz; levantó la vista y les sonrió para recibirlos.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Buenos días. Somos los detectives Burgos y Castillo.
—Hummm… detectives… ¡Qué emocionante!
De repente un gato, blanco con toques anaranjados, saltó sobre el
mostrador.
—¡Queen! Baja de ahí, anda. Ya te he dicho mil veces que no puedes
pasearte a tus anchas por la biblioteca.
La mujer cogió con cariño al felino y lo bajó al suelo.
—Lo siento. Queen se cree de verdad la reina del palacio y, como buen
gato que es, hace siempre lo que le da la gana. ¿Les gustan los gatos,
detectives?
—Tenemos el apartamento lleno de ellos —respondió Leonor divertida.
—¡Oh! ¡Qué maravilla! Son únicos, ¿verdad? A mí, al principio no me
dejaban tenerlos en la biblioteca, pero presenté una instancia detrás de otra
hasta que lo conseguí. Ahora, cada uno de ellos, tiene su propio carné de
biblioteca. Con su nombre y foto. Como debe ser.
—¿Cada uno de ellos? ¿Cuántos hay?
—Diecisiete. Y todos muy limpios y muy respetuosos con los libros. Se
lo puedo asegurar. ¿Es por eso que están aquí? Tengo todos los permisos y
vacunas en regla y, como les dije, sus carnés de biblioteca también. Tienen el
mismo derecho que cualquiera a estar entre libros.
—No, no. No es por eso que estamos aquí —se apresuró a tranquilizarla
la detective —; es más, me parece estupendo que estén en este lugar. Si ya
era fantástico antes, ahora sabiendo que hay gatos, lo es todavía más.
—Si quiere se los presento todos. Cada uno tiene su lugar preferido.
Verán, si miran hacia allí —dijo la bibliotecaria señalando un lugar apartado
bajo una de las escaleras de caracol —, podrán ver a Siro. Como es negro se
camufla muy bien, pero esos ojazos le delatan. ¿Lo ven?
La pareja de detectives forzó la vista y logró divisar a un precioso gato
negro que descansaba plácidamente en un rincón, enroscado y ajeno al hecho
de que estuviesen hablando de él.
—Siro es el guardián de los libros de fantasía. Sobre todo le encanta
estar entre los que hablan de brujitas y hechizos. Todo un gato negro a la
carta. ¿Quieren que vaya a buscarlo?
Leonor y Leo estaban literalmente alucinando. Tenían la impresión de
haber entrado en otro mundo: la bibliotecaria excéntrica amante de los gatos,
un gato negro amante de los libros de brujería, una gata llamada Queen
amante de ser la reina del lugar…
—No, no es necesario, señora… —dijo Leo.
—Señorita Mari Carmen Castillo Peñarrocha. Pero pueden llamarme
simplemente Mari Carmen. ¡Anda! ¡Miren, miren! Por ahí aparece Humo.
¿Lo ven?
Los detectives giraron la cabeza para mirar hacia donde lo hacía la mujer
y, a lo lejos, vieron como caminaba lenta y elegantemente un gato gris perla
con un pelaje impresionante. Su cola parecía estar sacando el polvo a los
libros que acariciaba a su paso.
—Humo es el sir de todos ellos. Su lugar preferido de descanso es la
sección de filosofía de la planta de arriba. Debe haber bajado para ir al
lavabo, que lo tienen en el almacén de esta planta. Ninguno de ellos hace sus
necesidades en otro sitio y, además, también tienen una pequeña habitación
para comer y descansar si quieren hacerlo aislados del resto. Como verán lo
tengo todo controlado. Y limpio cada día, en cuanto llego y antes de irme.
—Es realmente… realmente… —intentó decir Leo buscando la palabra
adecuada.
—Fascinante —lo ayudó su compañera.
—Bueno, si vamos a seguir hablando tendremos que ir a mi pequeño
despacho, porque aquí se requiere silencio. Es una biblioteca, ¡caramba!
Los detectives, asombrados y divertidos a la vez, asintieron a lo de ir al
despacho para hablar sin tener que hacerlo con susurros.
—¡Oh! Hércules, sabes que aquí no puedes estar. Venga, venga, si
quieres tranquilidad ves a la otra habitación, venga, venga.
La mujer cogió al enorme gato atigrado y lo bajó del asiento que había
tras un pequeño escritorio. El gato, que parecía estar contrariado, salió del
habitáculo con la cola recta hacia arriba y haciéndola temblar a cada paso.
—Bien, entonces, ¿en qué puedo ayudarles, detectives Castillo y
Burgos?
—Hemos venido porque uno de nuestros casos nos ha llevado hasta
aquí.
—¿De verdad?
—Sí. En concreto queríamos saber si nos podría facilitar cierta
información sobre dos usuarias. Nada personal, por supuesto. Solo saber si
usted pudo observar si se conocían o, en su defecto, si ha notado algo extraño
en los últimos meses aquí, en la biblioteca.
—Uis… algo extraño, dice —repitió la mujer con una pequeña risilla —.
Habrán podido ustedes comprobar que esta, ya de por sí, no es una biblioteca
normal —dijo acompañando las palabras con la misma risilla —. ¿Quiénes
son las usuarias?
—Julia Caballero y Sophía Gómez —se apresuró a responder Leonor.
—Déjenme comprobar… ¡Ah, sí, sí! Ya sé quiénes son. Muy majas las
dos, y muy educadas, pero no, nada en común, ni siquiera las lecturas, por lo
que veo. La primera siempre viene cuando su horario lo permite, a veces de
mañana y a veces de tarde. Es enfermera, ¿saben ustedes? Y tiene turnos
rotativos. Y Sophía siempre viene a última hora de la tarde y siempre se lleva
un libro que antes ha encargado. Por cierto, veo que tengo que avisar a Julia.
No ha devuelto la novela histórica que tiene en su poder y hace dos días que
debería haberlo hecho. Qué extraño —añadió la mujer pensativa —, nunca ha
fallado en las devoluciones. Hummm… ¿le ha pasado algo?
La mujer parecía realmente preocupada y la pareja de detectives no pudo
esconder lo ocurrido. A los dos les pareció que la mujer no merecía eso
después del trato tan amable que habían recibido.
—¡Oh, cáspita! Qué noticia más desagradable y espantosa. ¿Es una de
las chicas a las que se refería el policía en la rueda de prensa? ¡Ay! Qué
desastre de mundo…
—¿Y ha notado usted, entonces, algo extraño, o más extraño de lo
normal? —preguntó Leonor sonriendo mientras miraba con pena hacia la
mujer que cada vez estaba más afectada.
—No, la verdad es que no. Y mis gatos tampoco. Ellos son muy
intuitivos y notan enseguida cualquier persona, digamos, no muy buena. Y de
hecho creo que justamente porque están ellos, aquí solo vienen buenas
personas.
—Bueno, señorita Castillo, si notara algo…
—Claro, claro. Estaremos atentos: mis diecisiete gatos y yo.
La pareja de detectives se despidió y ambos dejaron una tarjeta con sus
datos por si la bibliotecaria recordaba algo. Justo cuando entraban en el
coche, comentando lo que habían vivido y lamentando lo poco que habían
avanzado, a Leonor le sonó el teléfono. Una melodía de una conocida
canción de cuna llenó el silencio del coche.
—¿En serio? —preguntó Leo incrédulo.
—Pues claro. Dicen que en la semana dieciocho los bebés ya pueden
escuchar sonidos y no pretenderás que le cante yo una nana, ¿no? Así que me
bajé este tono. ¿No te gusta? —preguntó ella haciendo una mueca de niña
pequeña.
—Anda, coge el teléfono.
—¿Diga? Sí. Perfecto, sí. ¿Podemos ir ahora mismo? Bien, en una
media hora estaremos ahí.
—¿Quién era?
—Laura Duque, la compañera enfermera de Julia Caballero. Dice que ha
recordado algo, que seguramente no sea nada, pero que quería comentarlo
igualmente.
—¿Te ha dicho qué es?
—No. Me lo iba a decir pero he pensado que es mejor que lo haga en
persona.
Leonor le dio la dirección y pusieron rumbo al barrio cercano a la playa
de Barcelona, que era donde vivía Laura. Llegaron más pronto de lo esperado
y, sin creérselo, aparcaron casi en frente del portal al que iban. Por suerte
había ascensor, ya que el piso era el último de un edificio de cinco plantas y,
nerviosa pero atenta, la enfermera les hizo pasar y les indicó que se sentaran
cada uno en una de las cuatro butacas que presidían un pequeño salón.
—Me sabe mal que hayan venido hasta aquí, quizás no sea importante…
Hoy es mi día libre y podría haber ido yo a la comisaría o, simplemente,
decirles por teléfono lo que he recordado.
—No es ninguna molestia, Laura. Estábamos por el barrio —mintió Leo.
—Bueno, verán. Recordé que Julia, una semana antes de que ocurriera
su asesinato, me dijo que tenía la sensación de ser observada. Me dijo:
«¿sabes esa sensación de que te están mirando pero no hay nadie?» Yo le dije
que a veces también me pasa a mí, no le di más importancia y creo que ella
tampoco, pero…
—¿Y le dijo ella en qué se basaba para sentirse así?
—Bueno, me dijo que era una sensación, nada más. Y solo cuando
estaba en su casa. A mí me pasa a veces, supongo que es lo que tiene ver
películas de miedo y vivir sola —dijo intentando sonreír sin lograrlo —, pero
ahora… no sé…
—Le agradecemos que nos lo haya contado, Laura. Cualquier cosa
puede resultar de gran ayuda —la tranquilizó Leo.
—Sí, eso he pensado yo también.
Se despidieron después de hablar diez minutos más con la enfermera y
volvieron al coche.
—¿Qué hacemos con este dato, Leo?
—Anotarlo mentalmente e intentar ver dónde nos llevan nuestras
cavilaciones. No se me ocurre nada más ahora mismo. ¿Y a ti?
—Tampoco. Y además estoy hambrienta. ¿Qué hacemos?
—Aviso al capitán de lo que hemos avanzado, una mierda, todo hay que
decirlo, y nos vamos a por una pizzas.
—¡Ostras! —exclamó Leonor poniéndose las manos en la barriga.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó asustado Leo.
—¡Corre! ¡Pon la mano aquí!
Leo lo hizo enseguida.
—¡Joder!
Los dos se rieron con entusiasmo ante el primer atisbo de patada que ella
había sentido. No era bien bien una patada en toda regla; parecía más como si
la barriga de ella estuviese llena de aire y este se desplazara hacia afuera.
—El bicho también quiere pizza —sentenció Leonor riendo con gusto.
—¡Pues a por ella!
Esta vez condujo Leonor; mientras tanto Leo ponía al día a su jefe y,
después de aparcar de nuevo, bajaron para entrar en la pizzería del barrio en
el que vivían para encargar la cena y llevarla, en cajitas humeantes que
dejaban un olor intenso a queso y varios ingredientes, esparcido por todo el
coche. Al volante, ahora, se puso él.
—Leo… no aguanto hasta casa. Necesito pegarle un bocado.
—Venga, dale.
Leonor así lo hizo con la pizza que ella había pedido y, cuando hubo
cerrado la caja, abrió la otra.
—¡Eh! ¡Esa es mía! —protestó Leo.
Ella volvió a poner cara de niña malvada y pegó un bocado, más grande
que el otro, a la pizza de su compañero.
25

Robert había vuelto a su empresa y le agradó ver que el fax bramaba.


Supuso lo que era y, al acercarse, comprobó que tenía razón: el contrato de
alquiler estaba siendo escupido por la máquina. Lo cogió una vez finalizada
la llamada por el aparato y, cuando vio el nombre de la persona que lo
alquilaba, se quedó boquiabierto.
Nekane García.
No le hizo falta asegurarse de sus pensamientos; sabía perfectamente
que esa mujer era la misma con la que estaba marcado el CD del ordenador
que había ocupado su mente los últimos días. Esperó hasta la hora de cierre y,
cuando se supo solo, volvió al local cuarenta y siete. Quería ver la cara de la
mujer que era la dueña de su nuevo piso de alquiler.
Justo cuando iba a insertar el CD que había sacado de la segunda
disquetera y que le permitió saber el nombre de la mujer de ese apartamento,
le llegó un mensaje al móvil.
«No voy a poder ir hoy. Mejor mañana que Raúl se va de viaje. Un
beso».
Contrariado al leer el menaje de Ana, se sintió hervir la sangre y los
pensamientos. Llevaba todo el día pensando en lo que iba a pasar esa noche
en el apartamento alquilado y había contenido su excitación, a duras penas,
para dejarla estallar dentro de Ana mientras todo iba a ser grabado. Su mente
era incapaz de contener las ganas y se olvidó enseguida del CD que iba a ver.
Tenía tiempo para planear al milímetro otra excursión. Necesitaba
volver a sentir esa adrenalina y, por culpa de Ana, ahora tenía que elegir a
otra. Lo primero que tenía que hacer era tranquilizarse. Las cosas nunca
salían bien si no se hacen razonando, pensó al sentarse en el camastro del
fondo del local.
Cogió la libreta que tenía escondida entre el colchón y el somier y ojeó
los datos que había recopilado de varias mujeres. La que más lejos quedaba
del apartamento de Sophía era una que se llamaba Iratxe Duval. La recordaba
de las imágenes de su CD. Hizo un inventario mental de lo que necesitaba
para irrumpir en su cama y disfrutar igual que con Sophía y le agradó
comprobar que lo tenía todo. Lo único que no sabía era exactamente en qué
tipo de edificio estaría el apartamento, pero confió plenamente en el juicio del
anterior propietario del local cuarenta y siete; sabía que él sí lo habría
estudiado a la perfección.
Volvió a dejar la libreta en su escondite y se dirigió a su coche. Quiso
cerciorarse de que llevaba todo el material necesario, no fuera a ser que su
mente le hubiera jugado una mala pasada y se alegró al ver que no había sido
así. Ajustó el GPS de su móvil con la dirección del apartamento de Iratxe
Duval y, en menos de cuarenta minutos, ya estaba aparcado frente al edificio.
Efectivamente era otro emplazamiento parecido al anterior: rodeado de
tiendas ya cerradas y con una puerta endeble que presidía un portal oscuro y
anónimo. Tenía tiempo para estar observando las entradas y salidas de los
vecinos y, cuando cayó en la cuenta de que era muy posible que la mujer a la
que pensaba atacar no estuviese en casa, su corazón empezó a latir con fuerza
al verla aparecer por la esquina. Llegaba justo en ese momento de a saber
dónde y sola.
Debería haber pensado también en asegurarse de que en el piso no
habría nadie, pero ese pensamiento fugaz lo hizo desaparecer enseguida; sus
necesidades lascivas estaban tomando las riendas de los acontecimientos y no
era capaz de pensar en otra cosa. No estaba acostumbrado a no tenerlo todo
planeado, y aun así decidió no echarse atrás.
Esperó más de una hora en el silencioso coche y con los instintos a flor
de piel al fin salió a la fría noche. Ya en el vehículo se había puesto los
guantes y colocado en pasamontañas a modo de gorro; cogió la mochila del
maletero, la inspeccionó y fue directo al portal como un vecino más que
llegaba tarde a su casa. El primer problema lo podía encontrar para abrir la
puerta del portal, pero eso lo había solucionado una media hora antes
taponando el anclaje con un trozo de papel, que sacó de un pequeño
contenedor de basura, y lo dejó bien encajado y apretado en el hueco de la
cerradura. Había sido fácil esperar a que llegara un vecino y parar la puerta a
tiempo antes de que se cerrara. Hasta eso había pensado, se complació él
mismo sonriendo.
Subió las escaleras que lo llevaban al segundo piso y, cuando llegó al
rellano, fue directo a la puerta señalaba con la letra B. Esta era más robusta
que la de Sophía y, por un momento se desanimó, aunque ya había previsto
eso también y había estudiado a consciencia cómo abrir puertas en un vídeo
de Youtube. Menudo invento era lo de Internet: podías encontrar cualquier
cosa, y cuando se dice cualquier cosa, es literalmente así.
Tardó unos diez minutos interminables hasta que, por fin, escuchó el
click que anunciaba un pase privado a sus más oscuros pensamientos y entró
sigiloso. El recibidor era cuadrado y muy pequeño, justo lo que necesitaba
para quedarse quieto y en silencio y así comprobar si había ruido de personas
despiertas; se alegró al comprobar que no era así. Avanzó poco a poco, ya
con la cara tapada por la lana y, en medio del comedor, alargado y decorado
con muy pocos muebles, se preparó el pañuelo con cloroformo para luego
volver a colocarse la mochila a la espalda.
La habitación de Iratxe Duval estaba a mano derecha; lo sabía por las
grabaciones y, cuando llegó a su puerta, se quedó apoyado en el marco
mirando cómo ella dormía ajena a lo que, en breve, iba a experimentar. Su
entrepierna ya palpitaba y eso le estaba gustando mucho; mentalmente la
tranquilizó con la promesa de dejarla libre en unos pocos minutos y fue
entonces cuando se abalanzó, seguro de sí mismo, sobre Iratxe; pero justo en
el momento de ponerle el pañuelo sobre la cara, la mujer reaccionó cogiendo
desprevenido a Robert.
El forcejeo duró más de lo esperado y la resistencia de ella era feroz; no
gritaba, ni siquiera gemía, solo estaba concentrada en defenderse con los
brazos y con las piernas y, en una de las patadas, tiró al suelo a Robert y ella
se incorporó.
—¡Socorro! —gritó entonces con todo el aliento que había guardado.
Él se levantó en un solo movimiento y, en un atisbo de lucidez, decidió
escapar por dónde había venido. En su huida chocó con una mesita de centro
mientras ella seguía gritando y lanzaba todo lo que tenía a su alcance contra
su atacante.
Robert salió del apartamento y bajó las escaleras a toda prisa y
blasfemando entre dientes. Todo había quedado en nada y eso lo había dejado
bloqueado completamente. Subió al coche y arrancó directamente en primera
para salir derrapando y sin mirar atrás.
Iratxe, respirando entrecortadamente y con los pulmones ardiendo, fue
corriendo a la puerta de su apartamento y la cerró. Temblando y todavía sin
poder controlar su respiración, cogió el teléfono y marcó el 112. Como pudo
informó de lo que había pasado y en menos de veinte minutos una pareja de
agentes estaba en su casa.
Al mismo tiempo, y dado la alarma que había sobre si se presentaba
algún ataque con varias palabras clave como coincidencia, el teléfono de
Leonor y de Leo sonó.
—Mierda —dijo él en cuanto ambos escucharon el aviso.
Se levantaron y en apenas veinte minutos estaban camino de la
comisaría, pues ahí es donde iban a llevar, si no lo habían hecho ya, a la
nueva víctima.
—La han llevado a la sala siete —les informó el agente Heredia en
cuanto los tuvo en frente.
—Gracias.
Ya despiertos del todo, llegaron a la puerta de la sala indicada y ahí
estaba, esperándolos, el detective Casas.
—Se pudo defender, eles. Está muy asustada pero completamente
lúcida. Ahora mismo, con ella, está Elisabet Morrigan. Me ha dicho que os
diga que entréis sin problema.
—¿Sabes algo más? —preguntó Leonor.
—Poca cosa más de lo que os he dicho. La Científica está en su casa y,
en cuanto me digan algo, os aviso.
—Perfecto. Gracias, Casas.
La mujer estaba hablando con la agente cuando entraron y fueron
presentados por esta última. Parecía bastante tranquila para lo que había
vivido y estaba explicando que no le dio tiempo a ver a su agresor.
—Llevaba un pasamontañas y no le vi ni siquiera los ojos.
—¿Podría describirlo físicamente?
La mujer pareció pensar en ello.
—Era alto y de complexión media, si a eso se refiere. No sé qué más
decirles, lo siento.
—No lo sientas, Iratxe —se apresuró a decir Leonor—. Lo estás
haciendo muy bien. Una última pregunta: ¿notó algún olor?
—Sí, eso sí que lo recuerdo. Olía a dulce, pero no era un olor del todo
agradable. Creo que lo definiría como un olor dulzón pero rozando la
incomodidad… no sé cómo explicarlo.
—Lo ha explicado a la perfección —la tranquilizó ahora Leo.
—Ahora tendremos que ir al hospital para que tomen posibles muestras.
Yo estaré contigo en todo momento; ¿de acuerdo, Iratxe?
La mujer asintió y la pareja de detectives aprovechó el momento para
despedirse y salir de la sala.
—¡Agentes! Esperen un momento, por favor.
Los dos se quedaron en el resquicio de la puerta ante las palabras de la
mujer.
—Quizás sea una tontería, pero…
—Todo puede ser importante, Iratxe. Díganos lo que ha recordado.
—No es de anoche, es algo que me viene pasando últimamente; es…
¿cómo decirlo? Es una sensación… Es como si me vigilaran pero no puedo
decirles más, es algo extraño… ya les dije que era una tontería.
Los detectives cerraron la puerta y volvieron a sentarse.
—No es ninguna tontería. ¿En qué sentido dice que se sentía vigilada?
¿La seguía alguien? ¿Llamadas de teléfono?
—No, no, nada de eso. Es como que no me sentía sola en casa, no sé… a
veces sentía como que alguien me miraba pero estaba sola. ¿Nunca han
tenido esa sensación?
—¿Y ha notado cambios en su casa? ¿En el orden de las cosas? ¿Algo
que pueda recordar?
—No, lo siento. Solo esa constante sensación…
—Lo tendremos muy en cuenta, de verdad. Ha sido usted muy valiente,
señorita Duval. No lo dude —dijo Leonor antes de salir de la sala junto a su
compañero.
—¿Qué opinas? —preguntó Leo en cuanto hubo cerrado la puerta y
mientras iban camino de sus mesas.
—Creo que estamos ante el mismo agresor y lo de sentirse vigiladas es,
sin duda, algo que se nos está sirviendo en bandeja aunque todavía no
sepamos qué hacer con ello.
—Es muy posible que acose a sus víctimas antes de agredirlas, pero si
no tenemos un punto desde el que partir, podría ser cualquier mujer de esta
ciudad. ¡Me cago en la leche!
—Vayamos a su casa a ver si la Científica tiene algo, ¿te parece?
Leo meditó la propuesta de su compañera antes de responder.
—Creo que perderíamos el tiempo, nena. Se me ocurre algo que podría
ser más productivo.
Tras explicarle su idea, decidieron llamar al especialista de la Científica,
Martínez, para que les avisara enseguida si descubrían algo en el piso de
Iratxe Duval, aunque el agente ya les puso sobre aviso de que la cosa no
parecía que fuera a sacar nada en claro.
De nuevo en el coche, Leonor y Leo pusieron rumbo a la biblioteca. Si
algo tenían hasta ahora, era la conexión entre las anteriores víctimas con el
lugar y, aun sabiendo que era posible que Julia no tuviese nada que ver con
las últimas dos, tenían que intentarlo.
—¡Oh! Qué alegría volver a verles —dijo la bibliotecaria amante de los
gatos —. O quizás no —añadió pensativa—. ¿Ha sucedido algo, verdad?
—Buenos días, señorita Castillo. Pues, lamentablemente, así es —
informó Leo.
—¡Ay caramba! Este mundo, este mundo…
—Nos podría decir si una mujer llamada Iratxe Duval también frecuenta
esta biblioteca.
—Por supuesto, por supuesto. Un segundo.
La mujer se puso a teclear frente a la pantalla del ordenador y, después
de esperar un poco, obtuvieron una respuesta negativa. No había ninguna
usuaria con ese nombre.
Los detectives salieron del edificio desanimados.
—Esto es desesperante, Leo.
—Lo sé. Estoy realmente cabreado —dijo él atusándose el pelo, un
signo inequívoco de su nerviosismo.
—Voy a informar a Rojas de lo que hemos hecho y no nos queda otra
que seguir buscando.
—Lo de que dos de las víctimas se sientan vigiladas… sé que es
importante, pero ¿por dónde lo pillamos?
—Y yo qué sé, nena. Yo qué sé.
26

Alejo estaba desesperado. Los sudores fríos empezaban a ser más fuertes
y, por ende, los temblores también. Pasar el mono no era una novedad para
él, pero desde que Igor había desaparecido y con él su posibilidad de pillar,
gracias a que este le daba muchas veces el dinero, cuando no había logrado
robar nada, se había desvanecido. No es que Alejo e Igor fueran amigos, pero
este último lo había ayudado en varias ocasiones, no por nada él había hecho
lo mismo cuando, en su trabajo, era el rey de las inversiones en bolsa. Igor le
había dicho que él también había pasado por las drogas y que sabía lo que
era, aunque Alejo nunca le creyó. Igor era de otra pasta, se notaba, pero
¿quién era él para dudar de sus historias? Al fin y al cabo solo era un tío que
vivía en su mismo rellano y que le daba dinero para un chute cuando lo
necesitaba. Y sin pedir nada a cambio, ni una mamada. Se asqueaba de sí
mismo al verse en el presente sabiendo de su gran y adinerado pasado.
Tenía que encontrar algo que lo tranquilizara hasta que tuviese algo de
pasta para meterse un poco y se le ocurrió ir a mirar en el botiquín que tenía
debajo del lavamanos del baño. No era la primera vez que unas cuantas
pastillas lo calmaban, así que se levantó de la mugrienta cama y fue al lavabo.
Se agachó sintiendo una punzada de dolor en el costado, otro síntoma,
sin duda, del momento que estaba pasando. Descontrolado y sin un ápice de
paciencia, tiró al suelo todo lo que se interponía entre él y la pequeña cajita
escondida en la que esperaba encontrar lo que fuera. Sus súplicas fueron
escuchadas y vio, con tremendo alivio, que le quedaban tres pastillas azules.
Eran unos calmantes musculares muy potentes, nada comparado con lo que
de verdad necesitaba, pero sí lo bastante fuertes, tomados juntos, como para
tranquilizar su abstinencia y pensar con más claridad.
Abrió el grifo y se tragó las tres pastillas una detrás de otra para luego
sentarse en el suelo, apoyando su espalda en los fríos azulejos de la pared, a
esperar que el efecto calmante se hiciera latente. No hizo falta que pasara
mucho tiempo, las pastillas ya eran potentes de por sí, por lo que tres eran
como una bomba para los músculos. Su cabeza ya empezaba también a
sentirse más tranquila y, en definitiva, estaba entrando en esa sensación de
sopor que él tanto necesitaba.
Cuando ya empezaba a sentir los brazos fláccidos y las piernas relajadas
hasta el punto de notar calor en las articulaciones, su mirada se concentró en
un rincón del pequeño armario que había vaciado anteriormente al buscar,
con desesperación, las pastillas. Fue solo entonces, y por primera vez, que se
percató de que uno de los lados del mueble, al fondo, era más corto que el
otro. No sabía muy bien si era un efecto óptico de su actual estado o si, por el
contario, era una realidad y, con movimientos lentos pero seguros, alargó su
brazo para constatar que no, que era cierto que había algo que hacía que la
parte del mueble que iba pegada a la pared no fuera del todo recta. Su
sorpresa fue cuando, al tocar el lado más corto, un pequeño trozo de madera,
del mismo color blanco que el resto, cayó.
Su curiosidad aumentó de golpe, tanto, que hasta olvidó la relajación
muscular y se puso de rodillas para ver qué podía ser ese pequeño
departamento secreto. Ahí, frente a él, había una pequeña caja de cartón,
sencilla y de color oscuro, que no tardó en coger y abrirla en cuanto se hubo
sentado de nuevo, esta vez con las piernas cruzadas entre sí. Dentro, en
bolsitas transparentes y selladas, había cosas que no era capaz de descifrar.
Volvió a cerrar la cajita para levantarse e ir al sofá y, tras encender la
televisión, otro regalo de Igor, colocó la cajita sobre el sofá, a su lado, y sacó
las bolsitas cerradas, una al lado de la otra.
Tardó un buen rato en poner orden en su cerebro pero, cuando por fin lo
hizo, un escalofrío recorrió su espina dorsal; no era miedo, era la sensación
de que con lo que había encontrado podría hacer algo; estaba seguro. La
pequeña bolsa que tenía entre las manos hacía que su mente divagara en
múltiples posibilidades que no sabía identificar todavía. Algo se estaba
creando en su cabeza pero no era capaz de ordenarlo o, por lo menos
entenderlo. Desvió la mirada unos segundos al televisor para ver si así podría
escuchar con más detenimiento sus propias ideas.
Justo en ese momento, en la pantalla, parecía que estuviese sucediendo
algo importante puesto que, incluso al cambiar de canal, todas las emisiones
eran las mismas. Cogió el mando a distancia y, tras unos cuantos golpes para
que funcionase, subió el volumen. Era una conferencia de la policía en la que
estaban informando de unos acontecimientos referentes a mujeres y advertían
de que podría ser peligroso, durante una temporada, hasta que pillaran al
responsable, que estas fueran solas por la calle de noche, que se aseguraran
de cerrar bien la puerta, que si vivían solas…
En ese momento Alejo lo vio como un destello en su cerebro: ¿buscaban
a Igor? ¿Por eso había desaparecido? Si era así, lo que tenía frente a él,
meticulosamente ordenado y expuesto sobre el sofá, era su décimo de lotería.
No lo dudó un instante, ni siquiera se le pasó por la cabeza el poder estar
equivocado; no, eso no era posible.
Ante Alejo estaban las pruebas de que sus pensamientos no eran una
auténtica locura: bolsitas selladas con mechones de pelo y un nombre de
mujer apuntado en rotulador permanente de color negro, algunas con
braguitas, otras con un solo pendiente, y así, por sus cálculos por encima,
hasta más de cincuenta. Las pastillas seguían haciendo su efecto sobre sus
músculos pero su cabeza estaba cada vez más lúcida. Él no había sido
siempre el patético drogadicto que todos esquivaban por la calle, antes de eso
había estudiado y trabajado para una gran empresa como bróker y su
inteligencia estaba por encima de la media, así como su instinto, desarrollado
todavía más durante los largos años estudiando la bolsa de valores, sus
clientes y los mercados mundiales.
Justo en ese momento, el pequeño resumen de la rueda de prensa de la
policía daba paso a un reportaje sobre los detectives que llevaban el caso, los
ya muy conocidos por muchos como “los eles”. Alejo se quedó absorto en
mirar la pantalla y comprendió que esos dos iban a ser su salida de la mierda
y su vuelta al mundo de las finanzas. Si podía sacarles lo necesario, quizás
podría vivir en otro lugar, comprar material del bueno, como hacía antaño, y
regresar a ser el mago de la bolsa que fue un día.
Lo primero que debía hacer era ponerse guantes. Ya había tocado todas
las bolsitas sin reparo alguno y estaban llenas de sus huellas, así que descartó
la idea de dejar los objetos encontrados en ellas y colocarlos en otras bolsas.
No tenía nada de lo que necesitaba en ese apartamento, pero era muy fácil
robar en cualquier bazar de los que, en el barrio, no faltaban. Se puso la
chaqueta y bajó las escaleras de dos en dos. Sus piernas parecían haber
despertado por las órdenes, precisas y firmes, de su cerebro ahora totalmente
activado.
No tardó ni media hora en regresar a su piso y con todo lo que
necesitaba. La necesidad lo había convertido en un experto en esquivar
cámaras de seguridad, en saber dónde encontrar y cómo esconder lo que
robaba y salir ileso de cada hurto, no lo habían pillado con cosas de más
envergadura y no lo iban a coger hoy con esas pequeñas bolas de plástico con
auto-cierre, un paquete de guantes de látex y uno de sobres simples, de esos
para paquetes de tamaño medio.
Sin entretenerse con nada más, enseguida se puso los guantes y pasó un
mechón de cabello rubio a otra bolsa, la cerró y la introdujo en uno de los
sobres acolchados para cerrarlo enseguida. Lo dispuso en una bolsa de
plástico más grande y la cerró con doble nudo; no quería que nada de lo que
había en su casa dejara ninguna pista. Podía ser un drogadicto con mono,
pero no era un imbécil. De hecho, justamente su inteligencia, era la que no le
había permitido, ni siquiera en los momentos más duros de sus episodios de
abstinencia, vender el portátil que tenía en casa, recuerdo de sus días como
bróker, y con el que se conectaba a Internet gracias a la contraseña robada al
pequeño supermercado paquistaní que había en el local al que pertenecía su
mismo apartamento.
Recordaba que los detectives esos, los eles, habían sido durante una
larga temporada muy famosos en los medios de comunicación; un caso de un
periodista que resultó ser un psicópata. Encendió su PC y buscó en la red
cualquier información sobre los policías y, en menos de cinco minutos, ya
tenía todo lo que necesitaba. Internet podía ser el cielo y el infierno a la vez,
se podía buscar y encontrar cualquier cosa si eras paciente y constante, pero
en este caso, ni una cosa ni la otra hizo falta. Solo con ver algunas imágenes
y leer por encima los titulares, ya supo dónde ir.
Cogió la bolsa de plástico en la que iba el mechón de pelo y volvió a
salir. Tenía que atravesar toda la ciudad pero, una vez colado en el metro,
moverse por los pasadizos y cambiar de línea metropolitana para llegar a su
destino, era pan comido. En cuarenta minutos se encontró frente a lo que, por
la afluencia de periodistas y cámaras, debía ser el edificio donde vivía la
pareja de policías. Le sería fácil colarse entre todos y entrar en el edificio
para dejar el sobre, volver a salir e irse por donde había venido. Se subió la
capucha de la sudadera que llevaba bajo la chaqueta e hizo lo que había
planeado. Justo cuando ya daba la vuelta a la esquina para ir directo al metro,
notó que los periodistas se movían todos en una sola dirección,
amontonándose casi unos sobre otros. Vio llegar un coche del que bajaron un
hombre y una mujer y, antes de bajar las escaleras de la estación, los
reconoció: son ellos, los eles, se dijo mentalmente.
Satisfecho, volvió a colarse saltando por encima de los barrotes y, con la
capucha todavía subida, las manos en los bolsillos y la cabeza agachada,
sonrió para sí mismo, pensando en lo que iba a hacer con todo el dinero que
iba a conseguir y luego subió al vagón que acababa de parar frente a él. Era
increíble lo que la adrenalina podía hacer a pesar del mono y de los relajantes
musculares. ¿Sería por eso que todo lo peligroso resultaba tan tentador?
Mientras Alejo tenía esa conversación en su cabeza, los detectives llegaban a
su apartamento.
—Cada vez que llegamos a casa me cago en el pirado de Castellano —
dijo Leo de mal humor después de entrar en la portería esquivando
micrófonos y preguntas.
—Y pensar que a mí me parecía majo… Ahora lo odio con todas mis
fuerzas.
—¿Qué es esto? —preguntó Leo al ver un sobre cerrado sobre el
felpudo del apartamento.
—Mierda, no lo sé. ¿Lleva algo escrito?
—Sí: “para los eles”. Nada más.
—Mierda. Joder. No lo cojas. Voy a llamar al capitán Rojas.
Leonor sacó enseguida el teléfono móvil y marcó el número.
—No, capi. No lo hemos tocado, estamos delante pero no hemos hecho
nada.
—¡Ni se os ocurra haceros los putos héroes! —bramaba desde el otro
lado el capitán —. Los de la Científica ya van hacia allá con dos patrullas
para dispersar a los periodistas también. Manteneos inmóviles hasta que
lleguen u os mando poner multas el resto de vuestras vidas. ¿Entendido?
—Sí, si —contestó Leonor antes de que un click anunciara el fin de la
conversación.
—¿Qué hacemos? —preguntó Leo.
—Pues esperar. No quiero poner multas y sabes que Rojas cumple con
sus amenazas, ¿o te has olvidado de la temporadita patrullando las calles
como castigo?
—Pero hace mucho que no destrozamos un coche —dijo Leo sonriendo
para esconder su nerviosismo.
—Cierto. Nos estamos haciendo viejos; bueno, tú más, yo estoy
estupenda.
Entre bromas sin sentido y silencios tensos, pasaron los veinte minutos
que hicieron falta para que los de la Científica llegaran al lugar. Después de
asegurarse de que el contenido del sobre no era peligroso, se dispusieron a
recoger todo lo necesario para poder hacer su trabajo en el laboratorio.
—Nos vamos —anunció uno de los técnicos.
—Gracias por todo —respondió Leo a modo de despedida.
La pareja de detectives, cansados por el día de trabajo y el estrés de los
últimos acontecimientos, entró en su apartamento y encontraron a todos los
gatos escondidos en el dormitorio.
—Pobres, deben haber escuchado todo el ruido y lo habrán pasado mal
—dijo Leonor ya sentada en la cama con Tigre en su regazo.
—Preparo algo rápido para cenar y descansamos. ¿Alguna petición
especial?
—Solo un buen postre —respondió ella con picardía —. Ya sabes cómo
me excitan las situaciones peligrosas. Tengo más hambre de ti que de
cualquier otra cosa.
—Nena, se me acaban de pasar las ganas de preparar la cena.
27

A la mañana siguiente, y después de haber descansado y desayunado,


Leonor y Leo entraron en comisaría con la esperanza de que ya se supiese
algo del misterioso sobre de la noche anterior. No es que no hubieran
pensado en ello durante todas las horas transcurridas, pero eran conscientes
de que la Científica tenía que hacer su trabajo sin interferencias y de que ellos
necesitaban descansar para hacer el suyo sin negligencias debidas al poco
descanso. Ese aspecto era uno de los que habían aprendido juntos al cabo de
muchas horas sin dormir; el resultado era que los pensamientos al final no
eran claros y todo se veía borroso.
Esta vez, en el escritorio de Leonor le esperaban unos pequeños
paquetitos mal envueltos.
—Me gustaría saber quién ha intentado que estas cosas envueltas
pareciesen regalos —dijo riendo mientras abría el primero —. ¡Ostras! ¡¡Es
genial!!
Hecho a ganchillo, se encontró con un uniforme de policía para bebé:
patucos, una gorra con su visera, el uniforme en sí, y hasta una pequeña placa
bordada en la parte delantera.
Todos disfrutaron del momento entre bromas y risas hasta que las
paredes retumbaron como si un tsunami llegara desde el despacho del capitán
Rojas.
—¡Eles! ¡A mi despacho en tres, dos, uno!
—Esto es nuevo —dijo Leo aguantando la risilla —, ¿tres, dos, uno?
Los dos se levantaron de sus sillas y fueron al despacho del jefe
quedando, una vez más, atascados en la puerta.
—¿Lo hacéis queriendo, verdad? Es imposible que no entréis siempre
sin hacer algo que me deje estupefacto.
—De verdad que no, jefe. Es la costumbre de no detenernos pensando
que lo hará el otro —aclaró Leo.
—Pues va siendo hora de que toméis medidas. Me estresáis solo con
veros ahí atascados. ¡¿Queréis moveros de una puñetera vez?!
Por fin, después de unos segundos divirtiéndose delante del capitán, el
cual intentaba mantener encarcelada la sonrisa sin conseguirlo, se sentaron
frente a él.
—La cosa es fea, eles. No os he hecho venir antes porque no es
peligrosa, pero sí es jodidamente fea.
La pareja de detectives se puso tensa al segundo de escuchar y canalizar
las palabras de su superior.
—¿Qué sucede? ¿Amenazas a tener en cuenta de verdad? —preguntó
Leonor ya visiblemente preocupada.
—No, por suerte nada de eso, pero lo que había en ese sobre puede ser
algo malo: era un mechón de pelo rubio.
—¿Un mechón de pelo rubio? —repitió Leo.
—Sí. La Científica, por ahora, no ha obtenido resultados positivos que
coincidan con la base de datos, pero el pelo, sin duda, es humano y de mujer.
Y también había una nota dirigida a vosotros. Quiere que le paguéis y si no,
seguirá mandando más pertenencias de la víctima que tiene en su poder.
Bueno, no lo expresa así pero, básicamente, es eso.
—¿El cabrón quiere dinero a cambio de una mujer?
—Sí y no —respondió el capitán Rojas —. El cabello de mujer no es
reciente, los técnicos eso lo han tenido claro desde casi el principio; algo
sobre células y no sé qué pigmentación capilar, pero que es pelo antiguo lo
tienen claro.
—¿Y eso qué nos dice? ¿Que quien lo manda nos está engañando? ¿Que
está aprovechando el momento?
—Supongo que ambas cosas.
—¿Huellas? —preguntó ahora Leonor.
—Nada. El que lo haya enviado no es idiota y está todo limpio. Ni
siquiera una mínima huella, nada, ¡carajo! Nada de nada.
En ese momento se oyeron unos golpecitos en la puerta del despacho del
capitán y enseguida esta se abrió mientras asomaba la cabeza de Casas.
—Jefe…
—Pasa, pasa. ¿Alguna novedad?
—Bueno, no es que sea una novedad, pero recordé esto —dijo mientras
entregaba una carpeta a su superior y saludaba con un gesto a sus compañeros
—. Es un caso de hace un tiempo, pero lo del mechón de pelo me sonaba.
Los tres detectives esperaron en silencio mientras el capitán leía con
atención lo que le había entregado Casas.
—Mierda, esto puede ser importante, Casas. Pon al día a los eles, por
favor.
—Veréis, hace un tiempo hubo unos casos aislados pero consecutivos en
los que varias mujeres denunciaron que habían sufrido diversas agresiones.
Una de ellas, en concreto, dijo que se había despertado con un mechón de
pelo cortado. No recordaba nada sobre ello y no sabía explicar cuándo le
podía haber ocurrido, solo que, al lavarse el pelo esa mañana, notó que le
faltaba. Otras chicas denunciaron la desaparición de objetos personales, como
ropa interior e incluso una aseguraba que las cosas en su apartamento
cambiaban de lugar. Intentamos hacer un seguimiento exhaustivo, pero nada
nos condujo a ninguna parte. Luego, de repente, las denuncias, cinco en total,
cesaron y, tras seguir investigando con lo poco que teníamos, tanto Ramírez
como yo, dejamos el caso como no resuelto.
—¿Y no hubo agresiones físicas? —preguntó Leo.
—Nunca. Solo esos episodios esporádicos y nada más. Pero al escuchar
lo del mechón de pelo que os han enviado y saber, por los resultados previos,
que es de hace tiempo…
—Es perfecto, Casas —lo felicitó Leonor.
—No sé si os puede llevar a algo, pero en la carpeta también os he
puesto el nombre y los datos de la chica que denunció lo de su pelo.
—Joder, Casas. Buen trabajo —lo felicitó el capitán Rojas.
—Gracias, jefe.
El detective se levantó y dejó el despacho.
—Aquí tenéis lo que ha preparado Casas —dijo Rojas entregando a
Leonor la carpeta con toda la información del caso anterior —. Creo que
deberéis poneros al día con ello; pedid la colaboración de Casas y Ramírez, si
es necesario, pero sacad algo en claro ya. Esto es una mierda y pronto va a
empezar a salpicar. Haced lo que sea pero hacedlo rápido.
—Sí, capi.
La pareja de detectives salió del despacho para ir a sus respectivas
mesas. La cosa estaba clara: había que visitar a la mujer que había
denunciado el episodio del mechón de pelo y rezar para que, de esa
entrevista, pudiesen sacar algo.
—Llamaré antes para asegurarme de que está en casa o para que nos
diga una hora y así no hacer el viaje en balde —informó Leo a su compañera.
—Vale. Yo mientras sigo leyendo esto aunque, como bien dijo Casas,
no hay mucho de lo que tirar. Comprendo que dejaran el caso sin resolver,
era una puta locura. Las mujeres denunciaban pero no sabían a quién; si es el
mismo tío, desde luego que tonto no es.
Mientras Leonor seguía inmersa en los informes de la carpeta que el
detective Casas había preparado, Leo realizó la llamada y, por suerte, la
mujer, Cristina Arroyo, estaba en su casa y no tenía ningún problema en
recibirlos esa misma mañana.
Ya eran casi las once y necesitarían unos cuarenta y cinco minutos para
llegar al domicilio de la mujer, así que decidieron comprar unos bocadillos
para el camino junto a unas bebidas calientes para llevar. Tanto Leonor como
Leo se habían vuelto unos expertos en comer, desayunar y, muchas veces
cenar, al volante de su coche. Había veces que no les era posible hacer
cualquiera de las tres comidas cómodamente sentados, el trabajo de detective
no respetaba mucho los horarios y era algo que ya formaba parte del día a
día.
Unos minutos antes de las doce del mediodía llegaron al apartamento de
Cristina Arroyo. Esta les abrió la puerta y, tras ofrecerles algo de beber, a lo
que Leonor aceptó de buen grado un vaso de agua, pues el bocadillo de
tortilla de patatas que se había comido por el camino le había dado una sed
terrible, se sentaron los tres en las cómodas sillas de la mesa que presidía el
salón del espacioso apartamento.
—Pues ustedes dirán, detectives, ¿en qué puedo ayudar? Hace tanto
tiempo que ya me había olvidado de ello.
—Gracias por atendernos, señorita Arroyo. Verá, en una investigación
en curso ha aparecido un rastro que nos ha llevado hasta el incidente que
usted tuvo con el mechón de pelo, como ya le informé por teléfono —dijo
Leo —. No tenemos nada nuevo pero le agradeceríamos si nos permitiese
tomarle una muestra de ADN.
—¿Han encontrado mi pelo? —preguntó sorprendida la mujer.
—Creemos que así es —confirmó Leonor —. Lamentablemente solo
tenemos eso, de momento, y aunque ha pasado mucho tiempo, le
agradeceríamos que nos contase lo ocurrido en su día.
—Fue todo muy extraño —dijo pensativa —, y tampoco había mucho
que contar. La verdad es que no supe entonces, y tampoco sabría decirles
ahora, cuándo ocurrió ni cómo, pero sé que cuando estaba duchándome, al
pasar mis manos por el pelo mientras me quitaba los restos de champú, noté
el trasquilón y, en cuanto salí de la ducha, me miré en el espejo y lo vi: me
habían cortado un mechón. Aparte de eso… no sabría qué más decirles.
—¿Notó algo extraño antes de que sucediese eso? No sé, lo que sea —
preguntó ahora Leo.
—No exactamente. Verán, me pareció tan raro todo ya de por sí que no
quería parecer una lunática ante los detectives, que por otro lado fueron muy
amables, pero sí que es verdad que tenía una sensación extraña y de la cual
nunca dije nada; era como si me estuviesen observando en mi propia casa,
pero nunca hubo nadie. ¿Me entienden? Pero claro, quizás era por lo del pelo,
no sabría decirles, porque además contraté una empresa de vigilancia y jamás
pasó nada. Al final me di de baja porque se estaba convirtiendo en una
obsesión y era peor el remedio que la enfermedad.
—¿Cómo era esa sensación?
—Pues no sé explicarlo… era como si tuviese a alguien mirándome en
algunos momentos del día. Me obsesioné tanto con ello que me daba miedo
estar en mi casa, pero lo he superado. Como les he dicho, ya casi ni me
acordaba.
—Lamentamos que con nuestra visita vuelva a revivir esos sentimientos
pero…
—No, no es ningún problema. Ya hace mucho tiempo que no tengo esa
sensación y he comprendido que era todo un producto del mismo miedo al
saber que en algún momento había sido… ¿cómo decirlo? Invadida, quizás,
sea esa la palabra.
—No le robaremos más tiempo, señorita Arroyo, solo si nos permite esa
muestra de ADN y nos iremos, aunque si recuerda alguna otra cosa… —dijo
Leo entregándole una tarjeta con los números de teléfono de ambos
detectives —, no dude en ponerse en contacto con cualquiera de los dos.
—Así lo haré. ¿He de ir con ustedes? Por lo del ADN.
—No, si me permite, será solo un momento.
Leonor sacó lo necesario para tomar las muestras y, tras hacerlo, se
despidieron y volvieron al coche.
—Todo apunta a que estamos hablando del mismo modus operandi. Eso
de que todas se sientan vigiladas… quizás el tío antes se conformaba solo con
espiarlas y ahora eso ya no le basta. ¿Qué opinas, nena?
—Creo que es muy posible lo que dices, ya sabemos que algunos
psicópatas evolucionan de esa manera, pero ¿después de tanto tiempo? No lo
sé, de verdad que estoy muy perdida, y cansada. Hoy siento como si llevara
una tonelada en mi barriga.
—Mira, tampoco podemos hacer mucho en comisaría. Puedo llamar a
Rojas y decirle que seguimos el trabajo desde casa. Ya sabes que no va a
poner ningún problema. ¿Quieres?
—Bffff… en otras circunstancias te diría que no, pero de verdad que hoy
no puedo con mi alma.
—Pues no se hable más; lo llamo y pasamos por el laboratorio a dejar la
muestra de camino a casa.
Tal y como había dicho Leo, el capitán Rojas no puso ningún
inconveniente a que se fueran a su casa; él sabía perfectamente que seguirían
trabajando desde allí y, en el caso de tener nuevas noticias o acontecimientos,
serían los primeros en estar al pie del cañón.
En cuanto abrieron la puerta del apartamento, la primera en aparecer fue
Patatina. La gata, maullando como si hiciese años desde que, por la mañana,
habían ido a trabajar, se restregaba por las piernas de ambos detectives
pidiendo comida con insistencia. El resto de la familia de felinos no tardó en
hacer acto de presencia reclamando también su parte de pienso y agua y, en
cuanto hubieron servido a todos los gatos, acariciado y, en el caso de Leo,
repasado las diferentes cajas de tierra para dejarlas limpias, ambos se
cambiaron con ropa más holgada para Leonor y más cómoda para Leo.
—Voy a por el pizarrón —anunció él.
Los dos tenían como costumbre, en cada caso y para avanzar en sus
pensamientos compartidos, plantear en una gran pizarra de ruedas los
acontecimientos de las investigaciones que, por alguna razón, resultaban más
complicadas que otras.
—¿Preparo café mientras? —preguntó Leonor —. Yo voy a hacerme
una manzanilla.
—Perfecto; café para mí.
Con las tazas humeantes en la pequeña mesita que habían dejado a un
lado del sofá para tener en frente la pizarra, empezaron desde el principio con
todo lo que tenían de este caso. Una vez planteado todo y sorbiendo,
pensativos, mientras miraban lo que tenían en frente, empezaron con las
cavilaciones compartidas en voz alta.
—Creo que lo que podemos asegurar es que esta vez el asesino no es
escritor, aunque al chulito de Castellano lo vería capaz de algo así —dijo Leo
mirando al techo.
—Eso es porque a ti te cayó mal desde el principio —respondió riendo
Leonor.
—Y no me equivocaba, ¿no?
—Me jode reconocerlo, pero no, no te equivocabas —apuntó Leonor
mirando ella ahora el techo.
—En fin… Ni siquiera sabemos si están conectados entre sí los casos de
Julia Caballero, Sophía Gómez e Iratxe Duval, por no decir lo del mechón de
pelo de Cristina Arroyo, pero hagamos como que sí lo están —empezó
seriamente Leo.
—Aparte de ser mujeres que viven solas, jóvenes e independientes, dos
de ellas están conectadas por la biblioteca, cosa que nos lleva a un callejón
sin salida, y luego está lo de que todas se sentían o se sienten observadas.
Otro callejón sin salida pero, sin duda, importante —dijo Leo.
—Lo malo es que no podemos tener bajo vigilancia a todas las mujeres
de esta ciudad con tan pocas coincidencias y con estas pistas tan insulsas.
—Es que ni siquiera hay una conexión de barrio, trabajo… Además está
lo del paquete con el mechón de pelo. ¿Crees que está jugando con nosotros?
No tiene lógica, ¿para qué mandar ahora un “trofeo” de hace años?
—Bueno, ya sabemos que suelen ser muy egocéntricos. Pero no, tienes
razón, mucha lógica no tiene. Además Xavivi nos dijo que tampoco había
coincidencias demasiado obvias como para tirar hacia un lado o hacia otro.
—El tío es meticuloso pero ha fallado en su último intento de agresión.
¿Se estará desesperando? Y luego no olvidemos lo de la lejía. No hay ningún
otro caso en el que haya aparecido esa manera de actuar. Y la dejó viva, no lo
olvides. ¿Eso qué nos puede estar diciendo?
Los dos se quedaron en silencio y aprovecharon para terminar las
bebidas y para rellenar las tazas con más.
—Puede que nos esté diciendo que la primera, Julia Caballero, fue un
accidente. ¿Qué opinas, nena?
—Es muy, muy probable, Leo. No había pensado en eso. Entonces es un
depredador sexual, ¿no? No es un asesino. Quizás todavía estemos a tiempo
de pillarlo antes de que, incluso las agresiones, le sean insuficientes.
—Exacto. No es un paso que nos lleve a detenerlo pero sería muy
importante, por lo menos saber, que su intención no es matar a más mujeres.
—Sigo dándole vueltas a lo de la vigilancia, pero no se me ocurre por
dónde tirar con ello. Sé que es lo que las une…
—¡Joder! Menuda mierda —sentenció Leo atusándose el pelo con
nerviosismo.
—Llamemos a Javier. Quizás él pueda decirnos algo; no sé… si ha
habido casos de acoso con vigilancia previa. ¡Algo! ¡Mierda!
La pareja de detectives estaba desesperada y decidieron dejar las
cavilaciones ante el pizarrón para hacer otras cosas: Leonor preparar la
comida, ante la mirada atenta de todos los felinos, y Leo llamar al agente
especializado en delitos sexuales en Internet.
—Xavivi ha dicho que buscará lo que sea y que, cuando tenga algo,
vendrá a casa con lo que haya podido encontrar.
—Estupendo, porque después de comer, necesito descansar. Este
bichillo hoy no quiere que trabaje más.
A las seis de la tarde, Leonor se levantó de la cama y fue directa al
comedor donde encontró a su compañero sumergido en papeles y con el pelo
alborotado. Estaba claro que había estado dándole vueltas a todo una y otra
vez. Su cabellera lo delataba y sus ojos, absortos en pensamientos, también.
Justo cuando se disponían a recoger todo, sonó el interfono y, tras el tiempo
justo para coger el ascensor y llegar a la puerta del apartamento, apareció el
agente especial Javier García ataviado con su cazadora de cuero negra y el
casco de la moto bajo el brazo derecho.
—Hola, eles.
Los tres pasaron al salón y se sentaron frente a todo lo que habían estado
repasando y apuntando la pareja. Frente a una pizarra llena de apuntes, una
mesita que ya ni se veía debajo de tantos papeles y posit y unos vasos de
cerveza para ellos y un refresco para ella, estuvieron especulando una y otra
vez sobre todo el caso. Ni siquiera Javier García había podido encontrar nada
que fuese realmente relevante para lo que tenían que investigar.
Estaban completamente perdidos y eso no les gustaba a ninguno de los
tres. Finalmente, y después de tres horas más, con la cabeza a punto de
estallar y las esperanzas de llegar a algo nuevo completamente a cero,
decidieron pedir unas pizzas y cenar intentando no pensar más en el trabajo y
disfrutar de una buena amistad.
28

Robert estaba pletórico. Ya eran las cinco de la tarde y, ese mismo día, a
las nueve de la noche, había quedado con Ana para el primer encuentro en el
piso que tenía alquilado. Se encontraba en el local cuarenta y siete para
preparar todo y poder así grabar cualquier cosa que sucediese en ese
apartamento. Tenía localizadas las cámaras y sabía perfectamente dónde
colocarse para que Ana y él saliesen perfectos en una película, que imaginaba
lasciva y caliente, donde solo ellos serían los protagonistas. Incluso saber que
la iba a grabar sin que ella supiese nada, le estaba creando un estado de
excitación máximo.
El ordenador que recogía las imágenes inmóviles del piso tenía dos
disqueteras y, como ya había descubierto que la segunda estaba ocupada y,
con un CD virgen en la mano, preparado para ser insertado en la primera,
abrió esta y, con sorpresa e intriga, vio como la lengüeta se deslizaba dejando
a la vista otro CD que nunca habría pensado que podría estar dentro.
Su curiosidad fue en aumento y la necesidad de conocer qué escondía
ese disquete era más grande que la que, hacía apenas unos segundos, sentía
por preparar todo para la noche.
Con un suave movimiento de su mano derecha, volvió a insertar la
lengüeta y en la pantalla apareció la opción de ver vídeo. Con el ratón
inalámbrico le dio al play y, tras unos pocos segundos de finas líneas grises
en la pantalla, apareció frente a él lo que era el comedor de ese piso.
Sus ojos no podían dar crédito a lo que estaban viendo puesto que, tras
unos minutos de incertidumbre, la pantalla le enseñó lo que había sido, sin
duda, un asalto a ese piso y hacia una mujer. El CD estaba dividido en
pantallas que grababan todas las estancias del apartamento.
La pantalla que en ese momento mostraba lo que había sucedido en el
comedor le ofreció a Robert una lucha para que el hombre, el cual ya daba
por sentado que era el anterior dueño de su local cuarenta y siete y que, desde
ese instante iba a ser uno de los pocos ídolos que tenía, pudiera someter a
quien ya daba por supuesto era la anterior inquilina del piso, Nekane. Una
vez que el hombre la tuvo atada a una silla, pudo contemplar cómo le daba de
comer y, en un arrebato por algo que ella había dicho, la tiraba al suelo y se la
follaba más tarde. Maldecía porque las imágenes no tenían sonido pero, dado
el espectáculo, ese pequeño contratiempo no era nada importante.
Después de esas reproducciones, fue la pantalla del dormitorio la que se
llevó el protagonismo, donde hubo más momentos parecidos, incluso más
pornográficos; luego el baño y, de repente, toda la trama de esa película real,
cambió.
Robert notaba como su miembro palpitaba y soltaba un poco del líquido
que se estaba formando debido a la excitación pero, cuando vio cómo Nekane
asesinaba a Igor y luego se masturbaba, apagaba el cigarro sobre ella misma
y volvía a masturbarse, Robert no pudo aguantar más e hizo lo mismo
dejándose ir en un gemido tan largo como los espasmos de placer que no
pudo contener.
Terminó de ver ese CD todavía con los pantalones desabrochados, y
exhausto tras su orgasmo. No recordaba haber sentido tanto placer en su vida
dándoselo él mismo. Cuando la mejor película que jamás había visto terminó,
con la salida de Nekane del piso, no perdió el tiempo y llamó a Ana.
Necesitaba poseerla del modo que fuese.
Ana cedió a sus nuevos e inesperados encantos, traducidos en palabras
llenas de sentimientos falsos y Robert recogió todo para irse directo al
apartamento.
Llegó solo media hora antes de lo pactado, el tiempo justo para ducharse
en el mismo lugar en el que, no sabía cuándo, lo habían hecho los
protagonistas de ese CD increíble. Ni siquiera se vistió para esperar a Ana,
sino que lo hizo con una toalla que encontró ahí mismo y, cuando el interfono
sonó, su imaginación empezó a llenarse de imágenes que esperaba poner en
práctica en pocos minutos.
—Hola, me has pillado justo saliendo de la ducha —mintió Robert —.
Pasa.
Ana entró en el apartamento y se quedó quieta en medio del salón.
—Es muy bonito —dijo mirándolo todo.
—Es lo mínimo que te mereces. Te he echado de menos, Ana.
—Yo también.
El instinto de Robert lo obligaba a ser, cuanto menos, directo y rápido,
pero sabía que si su intención era tener a Ana disponible más veces, esta vez
tenía que aparentar ser tierno. De todas formas eso no le impidió mirar a
cámara cada momento en el que sabía que ella estaba demasiado ocupada
disfrutando, de espaldas, de lo que él estaba haciendo sobre sus partes
íntimas. El hecho de saber que todo quedaría para el recuerdo en el CD que
había dejado insertado en el ordenador del local cuarenta y siete, era un
aliciente más para hacerla disfrutar como nunca y, cuando por fin se dejaron
ir, casi a la par, Robert miró una vez más a cámara mordiendo fuerte el
hombro de ella.
El encuentro terminó de madrugada cuando Ana decidió volver a su
casa. Robert, por su parte, no tenía muy claro si quedarse en el apartamento o
volver a su empresa para cerciorarse de que todo había quedado grabado.
Finalmente, y tras una nueva ducha, decidió pasar la noche allí.
Se sentó en el mismo sillón en el que Nekane había estado tocándose la
noche en la que había asesinado a su atacante y, tras prepararse un cigarro
con un ingrediente adicional, entre el sopor de la marihuana y los
pensamientos lascivos, se quedó dormido con las imágenes de todo pasando
por su mente. Se mezclaban momentos de la grabación que había encontrado
en el local con los instantes de sexo con Ana y, de esa manera tan morbosa,
quedó traspuesto sobre el sillón, desnudo y con una sonrisa atravesándole la
cara.

29.

La desesperación de Alejo, con respecto a la necesidad de drogas, había


descendido de manera considerable. Sus antiguos contactos de trabajo
todavía le fiaban algo de dinero de vez en cuando, ya que su habilidad para
conseguirlo era destacable y nunca había fallado, además se había llenado la
boca contando que tenía algo entre manos que le iba a dar mucha pasta en
poco tiempo y le creían. Todavía le creían.
El problema ahora estaba en que los detectives a los que había mandado
el mechón de pelo ni siquiera se habían dignado a mover un dedo. No
esperaba que dieran una respuesta pública a su petición pero sí que se había
hecho una idea de que, por lo menos, habría notado un cambio; quizás una
rueda de prensa inesperada, una entrevista con indirectas, algo, pero no este
silencio.
Estaba colocado, y mucho. La mercancía que había comprado era
realmente buena, pero le había costado mucho más que la habitual, así que se
encontraba de nuevo en el mismo punto que la vez anterior, o casi. Sabía que
pasado el momento actual de euforia, estaría otra vez sin blanca. Debía
aprovechar ahora que las ideas fluían bastante claras en su cabeza y volver a
mover ficha.
Decidió ir al baño y sacar de nuevo el botín que había encontrado y esta
vez, sentado en el sofá, con los guantes puestos y con todos los materiales
necesarios para montar bien otro paquete anónimo, se decidió por unas
braguitas en perfecto estado aunque, por las finas arrugas y la parte interior
algo más acartonada que el resto, dio por hecho de que habían sido usadas.
Mejor, pensó, así si a la pasma le daba por analizarlas, verían que no estaba
bromeando. A lo mejor hasta eran unas bragas de alguna mujer asesinada,
violada o vete tú a saber, volvió a pensar. Eso a Alejo le daba igual, lo
importante era que, esta vez, lo tomaran en serio.
Su excitación debido a las drogas le daba esa seguridad que solía faltarle
desde que había perdido su trabajo como bróker y, justo por esa razón,
decidió ir a la cocina, que estaba patas arriba y daba realmente asco, y coger
unas tijeras. Le pareció divertida la idea de cortar la prenda interior por uno
de los lados para que diera la impresión de que se las había arrancado a la
víctima que, supuestamente, tenía en su poder.
Volvió al sofá y se dispuso a hacer lo que acaba de ocurrírsele pero, con
el sopor y la inmunidad al dolor que le proporcionaba su último chute, ni
siquiera se dio cuenta del pequeño corte que se había hecho en el dedo índice
de su mano izquierda. No era gran cosa, pero sí lo suficiente como para cortar
un trozo de látex del guante y manchar, con un pequeño punto de sangre, casi
imperceptible, la tela de algodón de las braguitas.
Tampoco se percató de esa pequeña herida cuando cambió los guantes
de látex por otros de cuero, y menos aún se dio cuenta del grave error que
estaba a punto de cometer, ya que su desesperación por obtener el dinero le
había llevado a tomar la decisión de ir a comisaría él mismo y dejar ahí el
sobre en el que, aparte de las bragas, había escrito una nota pidiendo lo que,
en su cabeza, le pertenecía. Podía haber vuelto al apartamento de los
detectives pero, en un instante de lucidez, pensó que podría estar vigilado, así
que le pareció que en la comisaría pasaría desapercibido. Además, tampoco
tenía intención de entrar y presentarse, pensó soltando una gran carcajada.
Justo entonces tuvo un instante de melancolía al verse en ese estado.
Maldijo con una sarta de palabrotas y blasfemias la primera vez que había
probado la maravillosa y química sensación de la droga en su cuerpo y su
rabia la desvió hacia los putos detectives que no le estaban prestando
atención.
Se puso la chaqueta y salió de su apartamento, con el sobre en la mano,
decidido a que esta vez no pasara desapercibida su amenaza y, tras un largo
viaje en metro, transbordo incluido, llegó al parquin de la comisaría. Miró
bien a su alrededor y tuvo la idea de dejar lo que llevaba bien sujeto en uno
de los parabrisas de algún coche patrulla. Solo tenía que subirse la capucha,
pues sabía de sobras que habría cámaras por todas partes y luego aprovechar
un momento en el que no hubiese ningún policía por la zona. La gente le
daba igual pues era sabedor de que las personas, hoy en día, no se fijaban en
los demás. Cada uno iba a lo suyo y, en el caso de que alguien viera algo
extraño, con tal de no meterse en problemas, pasaría de largo.
No tuvo que esperar mucho y en menos de cinco minutos ya estaba de
nuevo apostado en la misma esquina en la que había estado esperando el
momento apropiado pero, esta vez, espiando hasta que algún poli se percatara
del sobre amarillento con unas letras rojas grandes en las que había escrito
“para los detectives eles”. El momento esperado no tardó mucho en llegar y,
cuando vio como un agente uniformado cogía el sobre y se encaminaba hacia
e interior del edificio, Alejo decidió irse por donde había venido seguro de
que muy pronto tendría dinero para más de lo que ya estaba dejando de hacer
efecto en su cuerpo poco a poco.
El agente López llevaba el sobre en la mano e iba directo a la planta en
la que ya estaban los eles. Al salir del ascensor fue directo a sus respectivas
mesas.
—Eles, he encontrado esto en el parabrisas de uno de los coches
patrulla.
Leo alargó el brazo para coger lo que el agente le estaba entregando.
—¿Has visto quién lo ha dejado? —preguntó imaginando ya algo de lo
que podía ser su contenido.
—No. Salí a fumarme un cigarro y lo vi, pero nada más.
—Avisa a los de la Científica, nena. Y que visionen las cámaras de
seguridad del parquin.
Los minutos esperando a que los técnicos llegaran se hicieron eternos,
pero no podían abrir ahí mismo el sobre. Podía ser cualquier cosa, aunque
daban por hecho que no era peligroso, pero cuántas menos manipulaciones
sufriera el objeto era mejor para todos. Los acontecimientos posteriores a la
llegada de los especialistas de la Científica sucedieron rápido y, tras
evidenciar que no había peligro, abrieron el fino paquete y encontraron la
prenda íntima dentro de una bolsa de plástico.
—Mierda —dijo Leo tocándose el pelo de manera inconsciente —. Hay
una nota. ¿Podemos verla?
—Primero es mejor llevarlo todo al laboratorio y ahí lo manipulamos de
manera adecuada. Podéis venir. Nosotros vamos directos a la sala tres de
análisis. Poneos los guantes y el equipo antes de entrar. Nos vemos ahí —dijo
uno de los técnicos.
La pareja de detectives no perdió más tiempo y, tras pasar por el
vestuario, fueron directos a la sala que le había indicado el técnico
anteriormente.
—Aquí tenéis la nota, eles.
Tras leerla y ver que el remitente pedía la misma cantidad de dinero que
la otra vez y agregaba que en su próximo paquete podría ir dentro un trozo de
su víctima, en vez de un mechón de pelo o una prenda íntima, se pusieron a
un lado para ver cómo trabajaba la Científica. Todo les parecía que iba a
cámara lenta pero agradecían poder estar haciendo algo y no estar solo
dándole vueltas a los casos que tenían sobre la mesa y que, hasta ahora, no
habían avanzado en ninguna dirección.
Sobre las cámaras de vídeo ya sabían que no había nada. Solo un tipo
encapuchado y anónimo.
—Aquí hay algo, jefe —dijo uno de los técnicos que estaba revisando
las braguitas —. Parece que es sangre.
El tiempo pareció detenerse mientras que todo lo demás aceleró de
repente. Los de la Científica se pusieron enseguida a sacar una muestra de lo
que creían que era sangre; líquidos, bastoncillos, bolsas herméticas, etiquetas,
todo iba apareciendo como por arte de magia y, cuando con un simple
tecnicismo, dieron por seguro que efectivamente era sangre, mandaron la
muestra enseguida a ser analizada. Pero la buena suerte no terminó ahí puesto
que otro técnico, nervioso y alterado por el descubrimiento, anunció que
había encontrado una huella parcial, bastante clara, en la bolsa en la que iban
encerradas las braguitas.
—Esto va a ir más rápido, eles —dijo de nuevo el agente con el que
habían hablado al principio —. Os entrego la muestra de la huella y podéis
poneros a ello enseguida. Firmad conforme os la lleváis y listo.
Los dos detectives hicieron lo propio y fueron enseguida a su lugar de
trabajo. Tras pasar a sus ordenadores personales el resultado del escaneo de la
huella parcial, las máquinas se pusieron a buscar sin tregua entre los miles de
datos que almacenaban. El pitido esperado tardó unos veinte minutos pero
llegó.
—¡Bingo! —exclamó Leonor mirando a su compañero.
—¡Por fin! ¿Quién es el personaje?
—Un tal Alejo García Perdido.
—Ahora sí que va a estar perdido el cabrón.
—No tiene un expediente muy amplio, pero fue detenido hace tiempo
por posesión y una pelea en un local de apuestas. Es raro, no es el típico
delincuente. Es más, aquí pone que hasta es de buena cuna, pero por su
última dirección no lo diría.
—Habrá ido a menos —supuso Leo.
—Vive en… ¡joder! Mira dónde vive. Esto huele a algo, Leo.
Su compañero se levantó de su mesa para ir a la de ella y poder ver la
información en el ordenador.
—Nena, es la misma dirección en la que estuvieron por otro caso Xavi y
Nacho. Por lo visto era el edificio de un tipo que murió mientras estaba
robando en un piso. Aquí pone que es de hace unos años, y el que la palmó se
llamaba Igor Calderón.
—Avisa a Xavi y a Nacho. Ellos podrán decirnos más sobre el otro caso,
mientras yo pido al juez Santana una orden de registro para el piso del tal
Alejo.
30.
La pareja formada por los detectives Ibáñez y Aguilar llegó en pocos
minutos, y con el expediente de su caso, hasta las mesas de los eles.
—¿Qué te cuentas, Leonor? Menuda pancita tienes ya.
—Sí, esto crece a marchas forzadas.
—Se ve, se ve. Pero, ¿todo bien, no?
—Sí, sí. Todo bien, Xavi.
—Venga, petardos, que no tenemos todo el día —interrumpió Leo.
—Bueno, veo que algunas cosas nunca cambian; como tu simpatía,
compañero —respondió Xavi riendo.
—Al grano.
—Pues fue un caso extraño pero lo resolvimos rápido, la verdad —
empezó a relatar el otro detective, Nacho —. Se recibió una llamada en la que
nos avisaban de unas luces de Navidad.
—¿Me estás vacilando? —preguntó Leo.
—Que va, tío. Heredia nos la pasó y fuimos a ver qué pasaba en el piso
ese y descubrimos al tal Igor Calderón muerto en el baño. El gilipollas, por lo
visto, había ido a pasar una temporadita de gratis en un piso que iba a estar
deshabitado durante las fiestas y, al salir de la ducha, se resbaló y se partió el
cráneo en el filo del plato de ducha clavándose un saliente.
—Llevaba ahí unos días —continuó el compañero —. Dimos con la
dueña del piso, que estaba en Nueva York, New York para los pijos —
pronunció poniendo acento americano —, y buscando los datos del fiambre
acabamos en ese cuchitril de apartamento.
—Pues por lo visto vuestro fiambre vivía a tres apartamentos del que
ahora nos está mandando los sobres con mechones de pelo y prendas íntimas
de mujer.
—¿Creéis que tienen relación?
—No lo sabemos, Nacho, pero habrá que investigarlo —concluyó Leo.
—Aquí tenéis la orden del juez Santana —anunció el detective Casas
acercándose a los demás.
—Perfecto —dijo Leonor alargando el brazo y cogiéndola —. ¿Cómo
nos organizamos?
—Nosotros podemos reabrir el caso y ponernos en contacto con la dueña
del apartamento en el que encontramos a Igor Calderón. Ella se llama Nekane
García y, aunque está en las américas, tenemos su teléfono de móvil.
Podemos hacerle algunas preguntas.
—Sí, puede que nos dé alguna pista, sabiendo ahora esta coincidencia, a
lo mejor hasta encontramos algo nuevo.
—Y además —interrumpió Leo a su compañera —, con la orden de
registro también podemos ir ya al apartamento del tal Alejo García.
—Nos ponemos al día en cuanto uno de los cuatro tenga algo, ¿os
parece bien?
—Sí, vamos a ello.
Se despidieron y Leonor y Leo se dirigieron al coche. Cuando ya habían
recorrido unas dos manzanas, el teléfono de ella sonó.
—Burgos —dijo a modo de respuesta —. Sí, entiendo. Gracias,
Ramírez.
—¿Novedades?
—Las braguitas que llegaron en el último sobre no se sabe de quién son
pero la Científica tiene claro que no pertenecen a la misma mujer del mechón
de pelo. Los patrones no coinciden.
—¿Tenemos dos víctimas?
—No sé qué decirte, Leo. También me han explicado que los flujos
hallados son muy antiguos, pero que la sangre es reciente. No entiendo
nada…
—Bueno, en diez minutos estamos en el barrio de Alejo, así que pronto
saldremos de dudas.
Mientras tanto, los detectives Ibáñez y Aguilar estaban a punto de
ponerse en contacto con Nekane García.
—¿Diga?
—¿Nekane García? —preguntó Nacho.
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Soy en detective Aguilar. No sé si se acordará de mí.
A Nekane se le secó la boca de repente. Los recuerdos de una vida que
ya había dejado atrás se agolparon en su mente. Sabía que tener que volver a
Barcelona por trabajo le podría traer consecuencias a nivel emocional, pero
en ningún caso había pensado que volvería a tener que hablar con la policía.
Había pasado ya tanto tiempo que estaba segura de que ya ni siquiera se
acordarían de ella.
—Sí, me acuerdo de usted. ¿Ha sucedido algo? Tengo el piso alquilado
y no me han dicho que haya pasado nada.
—No, no. Nada de eso, tranquila. Verá, es que en un caso que se está
investigando ahora, ha salido a relucir una coincidencia que nos ha hecho
preguntarnos si usted podría, de alguna manera, sernos de ayuda.
Nekane pensaba a marchas forzadas. No lograba imaginar qué tipo de
coincidencia podía llevar a la policía a volver a ponerse en contacto con ella.
Si no habían encontrado rastro alguno de ella en la escena del crimen años
atrás, no comprendía qué era lo que estaba pasando ahora.
En el otro lado de la ciudad, los eles estaban a punto de llamar a la
puerta del apartamento de Alejo. Cuando lo hicieron, este les abrió enseguida
sin pensar, en ningún momento, que lo que se iba a encontrar en frente era a
los dos detectives a los cuales les había mandado los dos sobres pidiendo
dinero. Su reacción podría haber sido cualquiera, pero la sorpresa lo dejó
helado, de pie y sin pronunciar palabra.
—¿Alejo García? —preguntó Leo y, sin esperar respuesta, enseñó la
placa y le entregó un sobre —. Tenemos una orden de registro de su piso.
Está en este sobre. No es como los suyos, pero se parece, ¿verdad?
Alejo se rindió. No tenía nada qué hacer ni por dónde escapar. Los dejó
entrar y, tras dejarse esposar, les dijo dónde había encontrado todo.
Maldiciendo su mala suerte, y la primera vez que probó las drogas, se dejó
caer, rendido, sobre el mismo sofá en el que, hacía nada y menos, había
soñado con cantidades de dinero gracias a lo que, ahora, lo había llevado a
estar detenido y acabado.
—Llama a los de la Científica, nena. Aquí hay mucho que analizar.
—¿De dónde has sacado todo esto?
Alejo no estaba puesto y sabía perfectamente lo que le iba a pasar.
Decidió que era inútil mentir, ni siquiera inventar una historia, la suya ya era
lo bastante penosa como para adornarla con más mierda.
—Estaba todo ahí, no lo he puesto yo. Ya estaba ahí.
—¿Y pensabas sacarte una pasta con esto? Deberías haberlo pensado
mejor, Alejo —le dijo Leo mirándolo fijamente —. Ahora el delito es más
grave que la otra vez, cuando solo te denunciaron por una peleíta en el bar de
apuestas.
Siguieron haciéndole preguntas, no sin antes informarle sobre la
posibilidad de esperar o llamar a un abogado, pero el hombre se negó.
En poco tiempo hacía acto de presencia la Científica y se pusieron
manos a la obra, mientras la pareja de detectives se llevaba, hacia comisaría,
esposado y en la parte de atrás de su coche a Alejo. En cuanto llegaron lo
trasladaron a una de las salas disponibles para interrogatorios, la cinco, y lo
dejaron ahí para ir en busca de los detectives Ibáñez y Aguilar.
—¿Tenéis algo? —preguntó Leonor en cuanto los tuvo en frente.
—Hemos hablado con la mujer, Nekane García. Resulta que está en
Barcelona por trabajo, pero nos ha dicho que no puede decirnos nada más.
—Yo optaría por hacerla venir aquí. A lo mejor reconoce a nuestro
chantajista, no sé. Creo que sería bueno aprovechar que, casualmente, está en
la ciudad.
—Pues la volvemos a llamar. Espera.
El detective Nacho hizo la llamada y, después de una primera negativa
por parte de la mujer, alegando que ya había dicho todo lo que sabía de esa
noche, al final cedió y les informó de que en una hora, más o menos, estaría
allí.
Estuvieron esperando hasta el momento en que la mujer apareció para
sacar a Alejo, de manera estudiada, de la sala de interrogatorios. Ambos,
Nekane y el hombre, se cruzaron por el pequeño pasillo y ni siquiera se
miraron. A ninguno de los cuatro detectives se les pasó por alto que parecían
no haberse visto nunca y, con decisión, cada pareja llevó a cada uno a una
sala diferente.
En el caso de los eles, estuvieron casi una hora interrogando al detenido,
pero nada de lo que les dijo los llevaba a ninguna parte. Estaba más que claro
que el tipo no sabía de dónde habían salido todos esos “trofeos”. Él solo
quería sacar una buena tajada de ellos para sus necesidades químicas. Les
contó de su anterior vida, de la mierda en la que se había convertido la actual
y llegaron a la conclusión de que era un pobre diablo ido cada vez a menos.
Por otro lado, la conversación que tuvo la otra pareja de detectives con
Nekane García, tampoco les llevó a nada que abriera nuevas pistas a lo que
fuse que estaban buscando y, después de menos de media hora, salieron y se
despidieron de la mujer para quedarse esperando a los eles.
—¿Y bien? —preguntó Leonor en cuanto estuvieron de nuevo los cuatro
juntos.
—Nada nuevo. Ni siquiera sabemos muy bien lo que estamos buscando
—dijo Xavi desalentado.
—Esto es una puta mierda, en serio —maldijo Leo atusándose una vez
más el pelo. Últimamente lo hacía mucho y eso no era buena señal, pensó
Leonor —. Entre este caso y el que estamos llevando nosotros, parece que
todo sea una puta broma. No sabemos por dónde tirar ni qué buscar. Es
desesperante.
—Pero no ha habido más ataques, ¿no?—preguntó Nacho refiriéndose al
otro caso.
—No, pero tampoco tenemos pistas sobre eso.
—Bueno, vayamos a hablar con el capitán Rojas. Vamos a contarle todo
y, a lo mejor, desde otra perspectiva, el capi nos arroja algo de luz.
—Vamos.
Los cuatro detectives se dirigieron al despacho del capitán y, en un
momento en el que Leonor apartó la mirada del frente, vio como la mujer
interrogada por sus compañeros salía de comisaría.
Nekane, nerviosa y con unas ganas tremendas de coger el vuelo a Nueva
York que tenía reservado para la mañana del día siguiente, tuvo un
presentimiento. Algo iba mal y tenía que cerciorarse de que no iba a ir a peor.
Tampoco ella sabía ni dónde ni qué buscar, pero algo tenía claro: era
imprescindible volver a su piso.
Sabía que había sido alquilado hacía muy poco, había firmado un
contrato con un tal Robert Méndez, pero era consciente de que no podía
presentarse ante él sin ninguna razón y sin avisar. Decidió entonces llamar a
la inmobiliaria y pedir si, por favor, era posible ir a su piso con la excusa que
fuese.
Al segundo timbrazo, el administrador de fincas, el señor Larry Gasch,
respondió al teléfono y le dijo que hablaría enseguida con el inquilino para
preguntarle. Nekane no tuvo que esperar mucho, pues en apenas diez minutos
obtuvo la respuesta, positiva, de que el inquilino de su piso la recibiría en su
lugar de trabajo, pues en ese momento no estaba en el apartamento.
La idea no pareció agradar a Nekane, pero era lógico que el que ahora
ocupaba su piso no la dejase ir sola. Así que decidió parar un taxi y le dio la
dirección del lugar de trabajo del señor Méndez.
Robert se había excitado. Si sus sospechas sobre la dueña del
apartamento que había alquilado eran ciertas, pronto tendría ante él a una
asesina que lo había puesto a cien con esa película que guardaba en el local
como si fuese un tesoro. No tuvo ningún inconveniente, por supuesto, en
decirle al administrador de fincas que la recibiría sin problemas, es más, le
dijo que podía ir en ese mismo momento. Y el momento llegó. En cuanto la
vio cruzar la gran puerta de su empresa, su entrepierna despertó.
—Hola. Estoy buscando al señor Méndez, soy Nekane García.
Su voz era perfecta, tanto como el cuerpo que vio retorcerse mientras era
invadido por Igor y mientras ella misma se masturbaba en el sillón del
apartamento.
—Soy yo, encantado. Pase, pase —le dijo haciéndole señas para que
entrara en el despacho y se sentara —. ¿En qué puedo ayudarla?
—Verá, necesito ir al apartamento. Creo que hay unos papeles que me
dejé la última vez. No estoy segura, hace mucho tiempo de eso, pero como no
los encuentro, he pensado que quizás…
—Por supuesto. No hay problema. Si me disculpa unos minutos, termino
un asunto urgente y vamos para allá.
—Perfecto, se lo agradezco.
Robert se levantó, no sin antes coger las llaves del local cuarenta y siete.
Se dirigió hacia allí con un solo pensamiento, fuerte e insistente, en su
cabeza. Llegó al local y, tras entrar, cogió el CD en el que salía la mujer que
lo estaba esperando en su despacho y volvió por donde había venido.
—Disculpa la espera, Nekane.
A ella le pareció fuera de lugar la confianza que, de repente, se había
tomado llamándola por su nombre, y todavía le pareció más extraño que el
hombre se volviese a sentar en su silla, insertase un CD en su ordenador
portátil y lo volviese hacia ella para que quedase la pantalla a la vista.
—Antes de ir al apartamento quiero enseñarte algo.
Robert le dio al play sintiendo como lo invadía un placer lascivo e
incontrolable y, cuando vio las diferentes expresiones faciales de la mujer y
como se retorcía incómoda sobre la silla, su placer se intensificó.
—¿Qué coño quieres, bastardo? —preguntó Nekane comprendiendo
ahora esa confianza.
—A ti, por supuesto. Pero yo no voy a ser tan estúpido como él, yo sé de
lo que eres capaz.
—No, no lo sabes.
—Pues la única manera de saberlo es poner en práctica todo lo que hay
aquí pero con otro final.
—Te mataré a ti también, no lo dudes.
—Me arriesgaré. Vamos, Nekane. Vamos ya.
Robert se sentía seguro de sí mismo incluso sin haber planeado nada
antes. El apartamento lo tenía alquilado él, esta vez no se trataba de allanar el
piso de ninguna mujer. El edificio estaba vacío, nadie sabía nada de ese sitio,
aparte de Ana, la cual no iría ni de broma sin antes avisar y, allí, entre esas
paredes, las cámaras estaban listas para grabar.
Ya le parecía estar saboreando los placeres que imaginaba su mente y, el
perfume de Nekane, la cual iba caminando frente a él en silencio, solo hacía
aumentar sus más turbios deseos de follársela y, una vez terminadas sus más
lascivas y calientes necesidades, podría limpiarlo todo con calma sabiendo
que, si ella no quería ser incriminada por la muerte de ese hombre que ya era
su peculiar ídolo, no contaría a nadie nada de lo que iba a ocurrir en breve en
ese piso.

31.

Estando los cuatro detectives todavía en el despacho del capitán Rojas,


el agente Heredia llamó a la puerta.
—Pasa, Heredia, pasa. ¿Qué traes?
—Es el inventario de las cosas que se encontraron en el apartamento del
detenido, capitán.
—Perfecto, muchas gracias.
El agente inclinó la cabeza y salió enseguida del despacho.
—Veamos si hay algo interesante —dijo el capitán y, en cuanto vio un
papel debidamente sellado y lo leyó, alzó la cabeza y se lo entregó primero a
los eles y estos, después, a la otra pareja de detectives.
—¿Qué cojones? Esto es un contrato de dos años a nombre de nuestro
fiambre de la ducha. ¿Un muerto de hambre como Igor Calderón alquilando
un local a ese precio? ¿Y qué hacía en el piso del tal Alejo? —preguntó
Nacho al resto.
—Pues quizás cubrirse las espaldas no guardándolo en su piso y a lo
mejor tampoco era tan muerto de hambre —reflexionó Leo —; aquí dice que
el local es en una empresa llamada Teloguardo.com. ¿Os salió esta
información en la investigación?
—Que va, tío. No salía en ninguno de los archivos que teníamos, de
hecho fue una casualidad hasta saber quién coño era el fiambre de ese piso.
—Normal —tranquilizó Leonor a Xavi —, este contrato no tiene porqué
salir en nuestra base de datos y si no llega a ser por el imbécil que quiso
chantajearnos, nunca lo habríamos sabido.
—Pues debéis mover el culo e ir a ver qué hay en ese local, si todavía
hay algo, claro —dijo el capitán Rojas —. Tengo entendido que se guardan
las cosas durante un tiempo pero ya han pasado dos putos años… Llamaré
ahora mismo al juez Santana para pedir una orden.
Dicho y hecho, el jefe de los cuatro hizo esa llamada y, al colgar, les
indicó que el juez había dado su visto bueno.
—Aquí hay muchas cosas y todas son de mujeres —apuntó Nacho
mientras seguían inspeccionando lo que se relataba en el inventario —. Sea
quien sea el que hizo esta recolecta macabra, se puso las botas. Ropa íntima,
mechones de pelo, joyas y bisutería. Aquí dice que hasta había un perfume a
medio usar.
—¿Un amante de los fetiches?
—Un hijo de puta, eso seguro —sentenció Leonor.
Siguieron hablando de lo que podía significar todo lo que tenían sobre
los diferentes casos cuando el teléfono del despacho sonó.
—Rojas. Sí, entiendo, por supuesto, esperaremos las dos órdenes.
Gracias Santana, hasta luego.
—¿Dos órdenes? —preguntaron casi a la vez los cuatro detectives.
—Sí. Por lo visto al juez Santana, al pedir lo necesario para la orden de
registro del local en la empresa Telogurado.com, le ha saltado en el
ordenador la coincidencia de que el dueño de dicha empresa tiene alquilado
un apartamento, y resulta que la dueña es Nekane García. No sé muy bien
qué pautas sigue nuestro programa de rastreo en red, pero esto es lo que hay.
—A ver que me entere —dijo Xavi de manera pensativa —, ¿nos está
diciendo que el tío que chantajeaba a los eles vivía en el mismo rellano que
nuestro fiambre encontrado en el piso de Nekane García y, que esta, ha
alquilado ese apartamento al mismo tío que tenía un local de guardamuebles
alquilado a nuestro fiambre y es el dueño de Teloguardo.com?
—Exacto —apuntó el capitán Rojas.
—¿Esto es una puta broma, no?
—Más bien una puta locura.
—O un puto rompecabezas.
—Bueno, dejaros ya de tantos putos y putas y moved el culo. Las
órdenes, si no están ya, estarán a punto de llegar al fax de Heredia. ¡Moveos!
Los cuatro policías se levantaron y salieron del despacho. Cada uno de
ellos le daba vueltas a toda la información que habían recibido en apenas
unos minutos y estaban cavilando las posibilidades más extrañas en todo el
asunto.
—¿Cómo lo hacemos, eles? —preguntó Nacho.
—Bueno, tenemos dos órdenes y dos lugares diferentes a los que ir —
apuntó Leo —. A ver qué os parece: como vosotros ya estuvisteis en el
apartamento, y aunque haga ya dos años, podemos encargarnos nosotros de
eso. Lo veremos con nuevos ojos y otra perspectiva, aunque sea en presente y
sin fiambre. Mientras, vosotros, podéis ir a la empresa esa e inspeccionar el
local después de hablar con el dueño. ¿Qué os parece?
—Por mí bien —asintió Nacho mirando a su compañero de forma
interrogativa para ver si también estaba de acuerdo.
—Por mí también. No creo que saquéis nada después de dos años pero
es posible que tengas razón a eso de verlo bajo otra mirada —dijo Xavi.
—Bien, pues hagamos eso entonces. Nos mantenemos en contacto para
lo que sea que nos depare este embrollo. Móviles al máximo de volumen y
atentos —dijo Leonor.
Llegaron al lugar en el que estaba el agente Heredia y, en cuanto los vio,
les entregó las órdenes que acaban de llegar.
Juntos bajaron a la calle y ya cada pareja de detectives se separó para
coger, cada una, su propio coche.
Una vez montados los eles en el suyo, la primera en hablar fue Leonor.
—¿Tú entiendes algo de todo esto?
—Para nada. Si no era suficiente el caso que nos trae de cabeza, se nos
acumulan las mierdas. A saber dónde nos lleva todo lo que hemos
descubierto.
—Leo… tengo mucha hambre. Ya sé que no es el momento, pero es que
si no como algo creo que voy a vomitar.
—¿Ves? Esa es otra incógnita: si no comes vomitas y si comes, también.
—Sabes que eres idiota, ¿verdad?
Los dos se echaron a reír y, después de unas pocas manzanas, Leo paró
en doble fila para que ella entrara en una panadería a comprar algo para
comer.
—Te he comprado un donut —dijo Leonor en cuanto subió al coche.
—¿Un donut?
—Sí. Es lo que comen los polis, ¿no?
Volvieron a reírse y ya esta vez se dirigieron hacia la dirección que les
llevaría al apartamento de Nekane García.
Mientras tanto los detectives Ibáñez y Aguilar llegaban a la empresa
Teloguardo.com y aparcaban frente a la puerta, aprovechando el vado y su
tarjeta de policías puesta bien a la vista. Entraron por la puerta principal sin
necesidad de llamar a ningún timbre y les dio la bienvenida un hombre alto y
muy delgado.
—Hola, ¿en qué puedo ayudarles?
—Buenas. Quisiéramos hablar con el señor Méndez. Somos los
detectives Ibáñez y Aguilar —informó Xavi sacando una tarjeta.
—El dueño no está. Ha salido hace una hora, más o menos, y no sé
cuándo volverá. ¿Ha pasado algo?
—No que nosotros sepamos, señor…
—Pablo Vilches, trabajo aquí.
—Tenemos una orden para registrar un local —dijo esta vez Nacho
mientras se la entregaba.
El hombre leyó el papel que le había entregado y los miró
desconcertado.
—Tendré que avisar a mi jefe…
—Haga lo que crea oportuno, señor Vilches, pero mientras tendremos
que ir al local cuarenta y siete. Es importante.
—Sí, por supuesto, por supuesto. Les acompaño y luego lo llamo.
El empleado cogió la llave del local y dijo a los detectives de seguirlo.
No tuvieron que andar mucho para llegar y, después de abrir la gran persiana,
se miraron sin saber qué podían encontrarse ahí dentro. El trabajador se
quedó a un lado llamando a su jefe pero, por lo visto, este no cogía el
teléfono.
—No responde —dijo nervioso —. ¿He de quedarme aquí? Es que no sé
muy bien qué debo hacer en estas circunstancias…
—No hay problema con que se quede, pero si lo prefiere puede hacer
otras cosas. Lo que usted decida.
El hombre se quedó pensando un buen rato y al final decidió irse.
Parecía incómodo y los detectives supusieron que no quería verse
involucrado en nada de lo que podría estar pasando.
—¿Preparado? —preguntó Nacho a su compañero a punto ya de entrar.
—Vamos allá.
La primera impresión que ambos tuvieran fue la de estar entrando en
una especie de oficina en la que también parecía haber una especie de
apartamento improvisado. Se extrañaron por el calor que sintieron en cuanto
traspasaron la entrada, pero lo entendieron enseguida al ver que había varios
ordenadores y todos ellos funcionando a la vez. Cuando dieron por hecho de
que allí no había peligro, se relajaron un poco y se pusieron en frente de los
aparatos.
La expresión facial de ambos detectives cambió de manera radical al ver
lo que estaba sucediendo en la pantalla de lo que parecía el ordenador más
grande. Por unos instantes se quedaron sin poder apartar la mirada hasta que
Xavi reaccionó primero.
—¿Qué coño?
Nekane estaba maniatada y sentada en una silla en medio del comedor
del apartamento.
—Esa es Nekane —dijo Xavi —, y ese es el apartamento que…
Sus palabras quedaron suspendidas por lo que el hombre estaba
haciendo en ese momento.
—¿Hay volumen? —preguntó Nacho mientras se respondía el mismo,
de manera negativa, al no encontrar ninguna forma de poder escuchar lo que
el hombre le estaba diciendo a su prisionera.
—¿Te gusta? —susurró Robert al oído de Nekane —. A mí me dio la
impresión de que esa noche estabas disfrutando, ¿me equivoco?
—Desátame y te demostraré lo mucho que disfruto, hijo de puta —dijo
Nekane entre dientes.
—No voy a ser tan estúpido. Déjame ver por mí mismo qué escondes
detrás de esta bonita camisa.
Robert se puso en frente de ella y empezó a desabrocharle los botones
lentamente, sintiendo que su entrepierna se despertaba cada vez con más
intensidad. Cuando tuvo la blusa desabrochada del todo, puso una de sus
manos sobre un pecho y apretó.
—¿Te gusta?
—¿Qué necesitas que te diga? ¿Qué me gusta y que disfruto? Pues no.
Me das asco —y dichas estas palabras le escupió en la cara.
Robert pasó su mano sobre la saliva que había aterrizado en su mejilla
derecha y luego lamió el líquido espeso y todavía caliente.
—Cuéntame, Nekane. ¿Cómo fueron las cosas esa noche? ¿Lo planeaste
todo sobre la marcha o ya tenías esas ideas en la cabeza y lo ocurrido te dio la
posibilidad de ponerlas en práctica?
Robert estaba completamente ido. Sabía que las cámaras lo estaban
grabando y que no tenía un final planeado. Quizás podría retenerla en ese
apartamento unos cuantos días y luego dejarla marchar. Se sabía con todas las
cartas a su favor, pues tenía en su poder el CD que la llevaría directa a una
celda durante muchos años. Esa sensación de tenerlo todo controlado, de
saber que podía hacerle todo lo que se le pasara por la cabeza y que ella no se
resistiese, por miedo a ser delatada, lo estaba llevando a un estado en el que
ni sus propios pensamientos más lógicos eran capaces de mantenerlo lúcido.
Ya pensaría después en el final, ahora solo quería sentir el placer de
dominarla.
Excitado por los pechos de ella, escondidos tras un sujetador de encaje
que dejaba a la vista unos pezones que prometían ser duros y sabrosos, puso
sus manos sobre ellos y, con un movimiento brusco, apartó la lencería hacia
abajo y los dejó al descubierto. Acercó su boca a uno de ellos y lo mordió sin
contemplaciones. Esperaba una reacción por parte de ella, pero Nekane ni
siquiera gimió de dolor. Se quedó inmóvil mirándolo fijamente con todo el
odio que se estaba gestando en su interior.
A ella le parecía una asquerosa broma del destino volver a estar en esa
situación y, los instintos que había logrado mantener a raya en Nueva York,
parecieron aflorar de repente y sin límite. Su cabeza ya se estaba preparando
a lo que, sin duda, vendría después: una violación. Estaba tan segura de ello,
que intentó mantener sus pensamientos claros para tener, de nuevo, toda la
fuerza necesaria para salir de esa una vez más. Si lograba su nuevo objetivo,
podría matarlo ahí mismo, declarar que había sido en defensa propia y luego
preocuparse por hacerse con el CD; pero ahora solo tenía que retener todo el
odio que afloraba en su interior mientras sentía las manos, la boca y el aliento
de su agresor sobre sus pechos.
—Yo no voy a tirarte al suelo como lo hizo él —dijo Robert con la voz
ronca de deseo —. Yo voy a llevarte a la cama y ahí seguiremos. Pero antes
vas a tener que hacerme un espacio entre las piernas.
A la vez que pronunciaba esas palabras, sus manos se posaron sobre las
rodillas de ella y lentamente le abrió las piernas. Ya la había dejado en ropa
interior, en la parte de abajo, en cuanto la tuvo retenida en su apartamento y,
aunque los tobillos estaban atados también a las patas de la silla, ella había
logrado mantener las piernas cerradas.
Pero ahora ya no era así. La lencería, también de encaje para las
braguitas negras, dejaba entrever una entrepierna con una fina capa de vello
que solo decoraba la entrada a lo que prometía ser un lugar cómodo y
caliente.
Robert introdujo una de sus manos entre la tela y la piel de Nekane y
acarició el lugar. No esperaba recibir ninguna reacción por parte de ella, ya lo
había entendido, pero pensó que si lo trabajaba un poco, quizás estuviese listo
para cuando él decidiera entrar dentro.
Si bien Nekane no se inmutaba por nada de lo que estaba sucediendo, él
si dejaba escapar, de vez en cuando, un pequeño gemido involuntario. Estaba
tan excitado que ya ni siquiera tenía pensamientos, ni lógicos ni de ningún
tipo. Era como si ya no le importase lo que fuera a suceder después; incluso
perdió ese equilibrio que encontraba en hacer todo planeado al milímetro;
parecía como si hubiese descubierto el placer de hacer las cosas sin
premeditación, sin planes, sin control.
Decidió que ya no podía aguantar más sin poseerla y que había llegado
el momento de llevarla a la cama. Necesitaba descargarse con violencia y sin
pensar en nada más; cogió el cuchillo, que había tomado antes de salir de su
despacho de la mochila que tenía escondida bajo el imponente escritorio y,
tras amenazarla con clavárselo si intentaba algo, la desató y le indicó de ir
hacia el dormitorio.
Mientras tanto, los detectives Nacho y Xavi seguían la escena, que había
durado apenas cinco minutos, como mucho.
—Llama a los eles y avísales de lo que se van a encontrar —dijo uno de
ellos.
—No va a hacer falta —respondió el otro señalando la pantalla de
ordenador que tenían en frente.
32

Leonor y Leo habían aparcado también en frente de la puerta de la


dirección a la que iban. Ajenos a lo que iban a encontrase su mayor
preocupación era la de que en el piso no había nadie, pues habían llamado al
interfono y no habían obtenido respuesta.
—Abre con las herramientas. Tenemos una orden y no es necesario que
haya nadie en el lugar —dijo Leo decidido.
—Sé que lo mejor sería esperar, pero algo me dice que no lo hagamos.
—Sí, yo también tengo esa sensación extraña.
Leonor se puso manos a la obra para abrir la puerta de entrada al
edificio. Una vez hecho eso, subieron los tres pisos, Leonor haciendo caso
omiso al esfuerzo que esas escaleras le suponían, y no perdieron tampoco el
tiempo en llamar, sino que hicieron el mismo trabajo anterior y en unos
segundos estuvieron dentro del piso, justo en el momento en el que la otra
pareja de detectives, desde el local cuarenta y siete y, a través de la pantalla
del ordenador, veían como los eles irrumpían en el lugar.
—¡Tenemos una orden! ¿Hay alguien? —preguntó Leo voz en grito, con
los bazos extendidos y apuntando al frente con su pistola.
Leonor, por su parte, hizo lo mismo.
Quizás en otras circunstancias la pareja de detectives habría actuado de
otra manera pero, viendo los acontecimientos y todas las coincidencias, el
olfato y las corazonadas hicieron que Leonor y Leo decidieran ir a por todas
sin miramientos. Abrir las puertas había sido fácil, pero encontrarse con lo
que estaba sucediendo en la habitación les costó unos segundos de
desconcierto.
En cuanto tuvieron la situación bajo control, Leo llamó a Nacho para
que pidieran refuerzos pero este le dijo que ya estaban llegando y que se
verían en comisaría para explicarles todo. No hizo falta más de una hora para
que se encontraran los cuatro detectives y, una vez tuvieron detenido a Robert
y aislado en la sala de interrogatorios número uno, y Nekane siendo atendida
por la agente Morrigan en la sala siete, las parejas de policías se estaban
poniendo al día para los interrogatorios en el despacho del capitán Rojas.
—El tío lo tenía todo planeado y preparado, eles —estaba diciendo
Nacho bajo la atenta mirada del capitán —. Cuando llegamos la tenía
maniatada en una silla en el salón y luego llegasteis vosotros y ya sabéis lo
que estaba a punto de hacer.
—¿Cómo es posible que la mujer también estuviera allí? —preguntó
Rojas desconcertado.
—Eso lo averiguaremos enseguida, jefe. En cuando Morrigan nos diga
que podemos interrogarla a ella también.
—¿Cómo os vais a dividir?
—Nacho y yo con Nekane García y los eles con el dueño de la
inmobiliaria, Robert Méndez.
Pasaron apenas unos diez minutos y la agente Elisabet Morrigan les
informó de que la mujer estaba bien y lista para declarar y, tal y como habían
informado al capitán Rojas, las dos parejas se separaron para ir cada una a la
sala correspondiente.
Tras leerle sus derechos a Robert, y repetirle si quería un abogado, fue
Leo el que tomó la palabra.
—Dígame, señor Méndez, ¿por qué no quiere un abogado? Está claro
que está metido en un buen lío, ¿no cree?
—No necesito un abogado, por ahora. No voy a decirles nada. Bueno sí,
solo una cosa: vayan a mi despacho y cojan un CD que guardo en uno de mis
cajones. Después de eso hablaré.
—Sería aconsejable que lo hiciera, créame —insistió ahora Leonor.
Pero Robert se mantuvo en silencio. Estaba claro que no iban a poder
hacerle cambiar de idea hasta que no vieran el puñetero CD, pensaron ambos
detectives sin hablar y, tras unos segundos de silencio, Leonor salió de la sala
para hacer una llamada a uno de los agentes que se encontraba registrando,
junto a la Científica, la empresa Telogurado.com y, por ende, el despacho del
detenido.
—¿Qué hago cuando lo encuentre? —preguntó Ramírez, que era al que
el agente le había pasado el teléfono tras escuchar la petición de Leonor.
—Si no es mucho pedir, te agradecería que lo visionaras por encima y
nos lo trajeras. El tío dice que no piensa hablar hasta que lo veamos, así que
estamos en un punto muerto.
—De acuerdo, ele.
Mientras tanto, en la otra sala, los detectives Ibáñez y Aguilar estaban
con Nekane García.
—Señorita García, lamentamos conocerla en estas circunstancias. Nos
ha dicho la agente especial Morrigan que no quiere ser trasladada a un
hospital. ¿Está segura? ¿No va a interponer una denuncia?
—No, estoy bien, gracias. Solo quiero terminar cuanto antes. He de
volver a Nueva York.
Nekane sabía que todo el asunto podía explotarle en la cara si no se daba
prisa en salir de ahí, pero el odio que tenía encerrado dentro de ella todavía
era demasiado grande.
—Bueno, ya hablaremos de la denuncia más tarde, ¿le parece bien? —y
sin esperar respuesta el detective continuó:— ¿Cómo conoció al señor
Méndez? —preguntó Xavi —. Solo necesitamos unas cuantas respuestas y la
dejaremos ir sin problema.
—Le alquilo mi apartamento. Necesitaba encontrar unos papeles y pensé
que podrían estar en mi piso. Llamé al administrador, el señor Gasch, y le
pedí el favor de ponerme en contacto con mi inquilino para ir al apartamento.
Fui a su empresa y de ahí al piso y el resto ya lo saben.
—¿Pero no había vaciado su casa antes de alquilarla? —preguntó Nacho
extrañado.
—Sí, pero supuse que esos papeles me los habría dejado en algún cajón.
¿Qué quieren que les diga? No sabía lo que iba a pasar.
—No, claro, por supuesto que no, es solo que… bueno la coincidencia
de esto y lo que pasó hace dos años.
—Perdón, pero, ¿no estarán insinuando que es culpa mía, no?
—No, claro que no. Solo era una cavilación en voz alta.
—¿Puedo irme? He perdido ya el vuelo que tenía programado y necesito
reservar otro para volver cuanto antes a mi trabajo. No me ha hecho nada y
no puedo ayudarles en nada. Pondré una denuncia, si quieren, a mí me da
igual. Solo quiero irme. Necesito alejarme.
Los dos detectives no tenían ninguna razón obvia para retenerla en
comisaría. Ella era una víctima y creían de verdad que todo lo que les podía
aclarar en todo el embrollo ya lo había hecho. Se miraron para entender, sin
hablarse, si ambos estaban de acuerdo y, al ver que sus miradas reflejaban los
mismos pensamientos, Xavi habló.
—Está bien, señorita García. Iremos a buscar el formulario para
formalizar la denuncia y podrá marcharse. Comprenda que es posible que
tengamos que volver a hablar con usted y que, si llega a juicio, que lo hará, es
muy probable que tenga que declarar en él.
—Lo comprendo.
Los detectives se levantaron para ir a buscar lo que le habían dicho y, al
salir, dejaron abierta la puerta.
Nekane, por su parte, acarició el cuchillo que llevaba en el bolsillo de su
chaqueta. Lo había cogido de la cama en la que la iba a violar Robert, en un
momento de distracción de todos los protagonistas de la situación. No sabía
muy bien porqué lo había hecho, pero daba por supuesto que la rabia era la
razón. Mientras pasaba los dedos por el frío acero, tuvo la necesidad de
levantarse y salir de esa sala que cada vez le parecía más claustrofóbica.
En el pasillo no había nadie y dio unos pocos pasos cuando, unas puertas
más allá, vio como salía una mujer policía a hacer una llamada. Esta, atenta a
su interlocutor, hizo un gesto para llamar a alguien que estaba dentro de la
sala. A los pocos segundos salió otro policía y se pusieron a hablar. La pareja,
que reconoció como los agentes que irrumpieron en el momento apropiado en
su apartamento, estaba absorta en lo que parecía una conversación importante
y Nekane supuso que en esa sala estaría su agresor.
Decidida, agarró con fuerza el mango del cuchillo, que seguía escondido
en el bolsillo de su chaqueta, y se encaminó hacia la puerta de la sala que se
había quedado entreabierta.
Leonor y Leo, lejos de imaginar lo que estaba a punto de pasar, ni
siquiera pensaron en cerrarla, puesto que el detenido estaba esposado de
manos a un fuerte gancho incrustado en la mesa de la sala de interrogatorios.
Nekane, sigilosa y ya con el cuchillo a punto, entró en la sala y miró a
Robert. Este, completamente desprevenido y aturdido, también la miró.
—Te dije que iba a matarte —dijo Nekane en voz baja y, con un solo
movimiento y sin pronunciar ninguna otra palabra, le clavó con fuerza todo el
cuchillo, primero en el estómago, y después en otros lugares del cuerpo del
hombre.
Los gritos de Robert alertaron a los eles y estos, con las pistolas ya en la
mano y dentro de la sala número uno, gritaban hacia Nekane diciéndole que
soltara el arma blanca. Ella todavía tardó unos segundos en obedecer la
orden, y solo lo hizo cuando ya supo que nadie podría salvar al hombre que
se desangraba delante de ella sin ya ni siquiera retorcerse o gritar.
Llegaron más policías, alertados también por los gritos de los eles y,
cuando estaban ya llevándose a Nekane esposada, llegó Ramírez hasta donde
estaban Leonor y Leo.
—Chicos, deberíais ver esto —dijo entregándoles un CD.
—¿Ahora? —preguntó extrañado Leo.
—Ahora —insistió Ramírez.
Tras entregar a la detenida a los agentes que habían acudido, Leonor,
Leo y Ramírez se fueron a una de las salas vacías.
—Creo que deberíais avisar también a Nacho y a Xavi antes de ver lo
que hay en el CD.
Mientras los sanitarios acudían a la sala número uno y la comisaría se
convertía en un hervidero de gente yendo y viniendo por los pasillos de las
salas de interrogatorio, los cinco policías se sentaban a ver el contenido del
disco compacto.
Esta vez Ramírez no lo vio por encima, sino que lo dejó que fuera a
tiempo real y, cuando el apartamento de Nekane quedó sin movimiento y,
una de las pequeñas pantallas en las que se dividía el piso quedó inmóvil con
la imagen de Igor Calderón tirado en el suelo y muerto, el silencio se
interrumpió por las palabras de Nacho.
—¡Me cago en la hostia!
33

Dos días después de la locura que acaban de vivir en la comisaría, los


cuatro detectives se encontraban en el despacho del capitán Rojas.
—Entonces, de alguna manera, estaba todo relacionado.
—Así es capitán, y no solo eso, ¿recuerda que las otras mujeres, incluso
la del caso de Casas, la del mechón de pelo, todas decían sentirse observadas?
—Sí, efectivamente, lo recuerdo.
—Pues no iban equivocadas. Por lo visto el tío de nuestro caso de hace
dos años no era un simple intruso en una casa. El tío era un genio informático
y tenía un mogollón de apartamentos bajo vigilancia con cámaras y, en
algunos, hasta micros. En este momento la Científica y los de delitos
sexuales, están poniendo en marcha una investigación para rastrear todo; no
será difícil porque en el local ese están, ordenados y con nombre, apellidos y
direcciones, las mujeres espiadas. Era un puto psicópata que llevaba años
espiando a mujeres y coleccionando trofeos, hasta que decidió ir más allá con
Nekane García. No lo vimos, jefe, y casi sale impune hasta ella. Si no llega a
ser por los sobres con las amenazas…
—Bueno, lo importante es que se haya sabido la verdad. La mujer,
Nekane García, casi consigue el crimen perfecto y, por otro lado, vuestra
investigación no fue errónea del todo. Trabajasteis con lo que encontrasteis
en ese momento.
—Gracias por los ánimos, jefe —dijo Nacho cabizbajo —, pero eso no
quita que…
—No le des más vueltas, Nacho —lo animó Leonor —. Quédate con lo
que ha dicho el capi: al final lo hemos resuelto entre todos.
—Pero hay que ver la tía, ¿eh? Qué sangre fría —pensó en voz alta Leo.
—¿Y el tal Robert Méndez qué os parece? Aquí estaban todos como una
puta cabra.
—Ya te digo, Xavi. Ya te digo —sentenció el capitán.
—Bueno, en definitiva podemos apuntarnos unos cuantos puntos de
golpe. Sois unos cracs, aunque me joda reconocerlo.
—Gracias, jefe —respondieron casi al unísono los cuatro.
—Ahora volved a vuestras mesas y haced los informes. No penséis que
por la charla me he olvidado de ellos. ¡A trabajar! ¡Moved el culo a la de ya!
—Vale —dijeron Leonor y Leo a la vez.
—¡Chispa! —gritó Leonor.
—¿En serio? —dijo riendo Nacho —. Eso lo hace mi hija de cuatro
años.
—¿Chispa? —preguntó Xavi sin entender nada.
—No me jodáis, eles. Leo, Leo, Leo —dijo el capitán Rojas mirando al
techo.
—Gracias, jefe —dijo Leo mirando a su compañera con ojos de falso
enfado.
—Salid de mi vista. ¡Ya!
—¿Chispa? —volvió a preguntar Xavi.
Y, sin poder parar de reír, intentaron esclarecer la incógnita de la palabra
chispa al detective y compañero Ibáñez.
***** ***** ***** ***** ***** ***** ***** ***** *****
Unos meses después
—¿Qué hora es? —preguntó Leonor desperezándose al escuchar como
su compañero se levantaba de la cama.
—Las seis y media. Sigue durmiendo, nena.
Hacía un mes que Leonor había pedido la baja en su lugar de trabajo. La
barriga, en los últimos dos meses había crecido a marchas forzadas. Le
costaba bastante hacer cualquier cosa que supusiera un mínimo esfuerzo; en
su profesión eran pocos los días de tranquilidad sentada en una silla y,
aunque así fuese, eso la ponía más nerviosa. Le costó tomar la decisión de
pedir la baja, pero le costó aún más reconocer que lo necesitaba. Acostada
boca arriba y con todos los gatos a su alrededor, miraba como Leo se vestía.
Cada mañana, a pesar del tiempo que llevaban ya juntos como pareja
sentimental, se preguntaba qué habría podido hacer ella para sentirse tan feliz
y afortunada. Lo amaba con locura y lo deseaba como el primer día.
—¿Te traigo algo antes de irme? —dijo Leo sentándose en el filo de la
cama y acariciándole el pelo alborotado.
—No, gracias. Ahora me levantaré yo también. Necesito ir al lavabo.
Pero antes dame un beso.
Sus bocas se fundieron en una sola con cariño y mucha pasión.
—Te quiero mucho, nena.
—Lo sé. Yo también te quiero mucho.
—Voy a hacerme un café y a dar de comer a estos bichillos —dijo
refiriéndose a los gatos —. Vendré a despedirme antes de irme.
Leonor se levantó perezosa y se puso los calcetines que durante la noche
había tirado sin ni siquiera mirar dónde. Ya llevaba unas cuantas semanas que
pasaba de tener frío a tener calor en menos de un segundo y supuso que esa
noche había pasado algo parecido mientras dormía.
«Es curioso como el cuerpo cambia mientras estás embarazada», pensó
ya en el lavabo. «Todo huele más, todo apetece más o da más asco…», rio
entre dientes, pero la sonrisa se quedó atascada antes ni siquiera de salir. Se
levantó tan rápido como pudo y, subiéndose la ropa interior, se fue a la
cocina con cara asustada. Leo se giró y enseguida supo que pasaba algo.
—¿Qué? ¿Qué pasa, nena? No me asustes…
—He roto aguas —dijo ella entre una sonrisa temerosa y una voz
histérica.
Leo la miró unos segundos sin reaccionar, se atusó el pelo y, también
nervioso, la abrazó.
Marc estaba a punto de nacer.
FIN
Agradecimientos:
Quizás esta es la parte más bonita: la de dar las gracias.
Una vez más a mi meñique, Yoly, que estuvo presionándome cada día
para que escribiera más. Resulta que le iba pasando los capítulos de uno en
uno, a medida que los iba escribiendo, y ella me respondía con un simple
mensaje por WhatsApp:
«Ponte a escribir. Quiero más. Ya.»
Así que gracias, meñique, por animarme y por estar siempre ahí.
Un agradecimiento muy especial a Elisabet Moreno. Sin sus consejos y
su atenta lectura, este libro sería muy distinto. Mis dedos, muchas veces, van
más lentos que mi imaginación, y eso hace que me salte letras, me deje
comas y, cuando luego lo repaso yo antes de darlo por bueno, ni siquiera leo
lo que he escrito; llega un punto en el que ya solo veo letras que danzan
delante de mis ojos… Es por ello que es imprescindible tener una lectora 0
del calibre de Elisabet, en la que confiar plenamente y que además vaya
comentando lo que va sintiendo mientras lee y te mande mensajes como:
«Me da algoooo»
«El corazón me va a mil por horaaaa»
«Que engancheeeeeee»
Y luego, al terminarlo, me escriba:
«¿Y ahora qué hago yo con mi vida?»
Eres genial, Elisabet. De verdad, mil gracias. Por todo.
No puedo olvidarme de Miguel Ángel, lector y amigo. Y no puedo
olvidarte porque aún recuerdo que fuiste la primera persona que quiso
comprarme mi libro, Vaciando mochilas, llenando almas. Para mí fue algo
maravilloso y emocionante cuando contactaste conmigo para saber cómo
podías hacerte con un ejemplar. Eran mis principios en público y estaba
muerta de miedo. Me pareció un sueño que alguien que no me conocía de
nada quisiera saber cómo poder leerme y, desde entonces, han pasado cinco
años. Por eso y por muchas cosas más, gracias. Siempre.
Por supuesto, un GRACIAS enorme a todos los que me habéis prestado
vuestros nombres reales para convertiros en personajes de esta novela; ha
sido muy divertido.
Por último, pero en ningún caso menos importante, agradecer a todos
mis amigos, y a mi familia, la paciencia, el apoyo y el cariño que siempre
recibo. Lo digo en cada libro: si no existierais, os tendría que inventar.
¡Ah! Y como no puede ser de otra manera, gracias a ti, lector o lectora,
que acabas de terminar mi libro y, con ello, me has dado la posibilidad de que
imaginemos juntos. Solo espero que te haya gustado.
Pues nada, ahora me toca ponerme a pensar en el próximo…
Un abrazo,
Asia Lafant

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