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La Caricia Más Profunda, Julio Cortázar

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La caricia más profunda, Julio Cortázar

En su casa no le decían nada, pero cada vez le extrañaba más que no se


hubiesen dado cuenta. Al principio podía pasar inadvertido y él mismo
pensaba que la alucinación o lo que fuera no iba a durar mucho; pero
ahora que ya caminaba metido en la tierra hasta los codos no podía ser
que sus padres y sus hermanas no lo vieran y tomaran alguna decisión.
Cierto que hasta entonces no había tenido la menor dificultad para
moverse, y aunque eso parecía lo más extraño de todo, en el fondo lo
que a él lo dejaba pensativo era que sus padres y sus hermanas no se
dieran cuenta de que andaba por todos lados metido hasta los codos en
la tierra.

Monótono que, como casi siempre, las cosas sucedieran


progresivamente, de menos a más. Un día había tenido la impresión de
que al cruzar el patio iba llevándose algo por delante, como quien
empuja unos algodones. Al mirar con atención descubrió que los
cordones de los zapatos sobresalían apenas del nivel de las baldosas. Se
quedó tan asombrado que no pudo ni hablar ni decírselo a nadie,
temeroso de hundirse bruscamente del todo, preguntándose si a lo
mejor el patio se habría ablandado a fuerza de lavarlo, porque su madre
lo lavaba todas las mañanas y a veces hasta por la tarde. Después se
animó a sacar un pie y a dar cautelosamente un paso; todo anduvo
bien, salvo que el zapato volvió a meterse en las baldosas hasta el moño
de los cordones. Dio varios pasos más y al final se encogió de hombros
y fue hasta la esquina a comprar La Razón porque quería leer la crónica
de una película.

En general, evitaba la exageración, y quizás al final hubiera podido


acostumbrarse a caminar así, pero unos días después dejó de ver los
cordones de los zapatos, y un domingo ni siquiera descubrió la
bocamanga de los pantalones. A partir de entonces, la única manera de
cambiarse de zapatos y de medias consistió en sentarse en una silla y
levantar la pierna hasta apoyar el pie en otra silla o en el borde de la
cama. Así conseguía lavarse y cambiarse, pero apenas se ponía de pie
volvía a enterrarse hasta los tobillos y de esa manera andaba por todas
partes, incluso en las escaleras de la oficina y los andenes de la estación
Retiro. Ya en esos primeros tiempos no se animaba a preguntarle a su
familia, y ni siquiera a un desconocido de la calle, si le notaban alguna
cosa rara; a nadie le gusta que lo miren furtivamente y después piensen
que está loco. Parecía obvio que sólo él notaba cómo se iba hundiendo
cada vez más, pero lo insoportable (y por eso mismo lo más difícil de
decirle a otro) era admitir que hubiera más testigos de esa lenta
sumersión. Las primeras horas en que había podido analizar despacio lo
que le estaba sucediendo, a salvo en su cama, las dedicó a asombrarse
de esa inconcebible alienación frente a su madre, su novia y sus
hermanas. Su novia, por ejemplo, ¿cómo no se daba cuenta por la
presión de su mano en el codo que él tenía varios centímetros menos de
estatura? Ahora estaba obligado a empinarse para besarla cuando se
despedían en una esquina, y en ese momento en que sus pies se
enderezaban sentía palpablemente que se hundía un poco más, que
resbalaba más fácilmente hacia lo hondo, y por eso la besaba lo menos
posible y se despedía con una frase amable y liviana que la
desconcertaba un poco; acabó por admitir que su novia debía ser muy
tonta para no quedarse de una pieza y protestar por ese frívolo
tratamiento. En cuanto a sus hermanas, que nunca lo habían querido,
tenían una oportunidad única para humillarlo ahora que apenas les
llegaba al hombro, y sin embargo seguían tratándolo con esa irónica
amabilidad que siempre habían creído tan espiritual. Nunca pensó
demasiado en la ceguera de sus padres porque de alguna manera
siempre habían estado ciegos para con sus hijos, pero el resto de la
familia, los colegas, Buenos Aires, seguían ahí y lo veían. Pensó
lógicamente que todo era ilógico, y la consecuencia rigurosa fue una
chapa de bronce en la calle Serrano y un médico que le examinó las
piernas y la lengua, lo xilofonó con su martillito de goma y le hizo una
broma sobre unos pelos que tenía en la espalda. En la camilla todo era
normal, pero el problema recomenzaba al bajarse; se lo dijo, se lo
repitió. Como si condescendiera, el médico se agachó para palparle los
tobillos bajo tierra; el piso de parquet debía ser transparente e
intangible para él porque no sólo le exploró los tendones y las
articulaciones sino que hasta le hizo cosquillas en el empeine. Le pidió
que se acostara otra vez en la camilla y le auscultó el corazón y los
pulmones; era un médico caro y desde luego empleó concienzudamente
una buena media hora antes de darle una receta con calmantes y el
consabido consejo de cambiar de aire por un tiempo. También le cambió
un billete de diez mil pesos por seis de mil.

Después de cosas así no le quedaba otro camino que seguir


aguantándose, ir al trabajo todas las mañanas y empinarse
desesperadamente para alcanzar los labios de su novia y el sombrero en
la percha de la oficina. Dos semanas más tarde ya estaba metido en la
tierra hasta las rodillas, y una mañana, al bajarse de la cama, sintió de
nuevo como si estuviera empujando suavemente unos algodones, pero
ahora los empujaba con las manos y se dio cuenta de que la tierra le
llegaba hasta la mitad de los muslos. Ni siquiera entonces pudo notar
nada raro en la cara de sus padres o de sus hermanas, aunque hacía
tiempo que los observaba para sorprenderles en plena hipocresía. Una
vez le había parecido que una de sus hermanas se agachaba un poco
para devolverle el frío beso en la mejilla que cambiaban al levantarse, y
sospechó que habían descubierto la verdad y que disimulaban. No era
así; tuvo que seguir empinándose cada vez más hasta el día en que la
tierra le llegó a las rodillas, y entonces dijo algo sobre la tontería de
esos saludos bucales que no pasaban de reminiscencias de salvajes, y
se limitó a los buenos días acompañados de una sonrisa. Con su novia
hizo algo peor, consiguió arrastrarla a un hotel y allí, después de ganar
en veinte minutos una batalla contra dos mil años de virtud, la besó
interminablemente hasta el momento de volver a vestirse; la fórmula
era perfecta y ella no pareció reparar en que él se mantenía distante en
los intervalos. Renunció al sombrero para no tener que colgarlo en la
percha de la oficina; fue hallando una solución para cada problema,
modificándolas a medida que seguía hundiéndose en la tierra, pero
cuando le llegó a los codos sintió que había agotado sus recursos y que
de alguna manera sería necesario pedir auxilio a alguien.

Llevaba ya una semana en cama fingiendo una gripe; había conseguido


que su madre se ocupara todo el tiempo de él y que sus hermanas le
instalaran el televisor a los pies de la cama. El cuarto de baño estaba al
lado, pero por las dudas sólo se levantaba cuando no había nadie cerca;
después de esos días en que la cama, balsa de náufragos, lo mantenía
enteramente a flote, le hubiera resultado más inconcebible que nunca
ver entrar a su padre y que no se diera cuenta de que apenas le
asomaba el tronco del piso y que para llegar al vaso donde se ponían los
cepillos de los dientes tenía que encaramarse al bidé o al inodoro. Por
eso se quedaba en cama cuando sabía que iba a entrar alguien, y desde
ahí telefoneaba a su novia para tranquilizarla. Imaginaba de a ratos,
como en una ilusión infantil, un sistema de camas comunicantes que le
permitieran pasar de la suya a esa otra donde lo esperaría su novia y de
ahí a una cama en la oficina y otra en el cine y en el café, un puente de
camas por encima de la tierra de Buenos Aires. Nunca se hundiría del
todo en esa tierra mientras con ayuda de las manos pudiera treparse a
una cama y simular una bronquitis.

Esa noche tuvo una pesadilla y se despertó gritando con la boca llena de
tierra; no era tierra, apenas saliva y mal gusto y espanto. En la
oscuridad pensó que si se quedaba en la cama podría seguir creyendo
que eso no había sido más que una pesadilla, pero que bastaría ceder
por un solo segundo a la sospecha de que en plena noche se había
levantado para ir al baño y se había hundido hasta el cuello en el piso,
para que ni siquiera la cama pudiera protegerlo de lo que iba a venir. Se
convenció poco a poco de que había soñado porque en realidad era así,
había soñado que se levantaba en la oscuridad, y sin embargo cuando
tuvo que ir al baño esperó a estar solo y se pasó a una silla, de la silla a
un taburete, desde el taburete adelantó la silla, y así alternando llegó al
baño y se volvió a la cama; daba por supuesto que cuando se olvidara
de la pesadilla podría levantarse otra vez, y que hundirse tan sólo hasta
la cintura sería casi agradable por comparación con lo que acababa de
soñar.

Al día siguiente se vio obligado a hacer la prueba porque no podía seguir


faltando a la oficina. Desde luego el sueño había sido una exageración
puesto que en ningún momento le entró tierra en la boca, el contacto no
pasaba de la misma sensación algodonosa del comienzo y el único
cambio importante lo percibían sus ojos casi al nivel del piso: descubrió
a muy corta distancia una escupidera, sus zapatillas rojas y una
pequeña cucaracha que lo observaba con una atención que jamás le
habían dedicado sus hermanas o su novia. Lavarse los dientes,
afeitarse, fueron operaciones arduas porque el solo hecho de alcanzar el
borde del bidé y trepar a fuerza de brazos lo dejó extenuado. En su casa
el desayuno se tomaba colectivamente, pero por suerte su silla tenía dos
barrotes que le sirvieron de apoyo para encaramarse lo más
rápidamente posible. Sus hermanas leían Clarín con la atención propia
de todo lector de tan patriótico matutino, pero su madre lo miró un
momento y lo encontró un poco pálido por los días de cama y la falta de
aire puro. Su padre le dijo que era la misma de siempre y que lo echaba
a perder con sus mimos; todo el mundo estaba de buen humor porque
el nuevo gobierno que tenían ese mes había anunciado aumentos de
sueldos y reajustes de las jubilaciones. “Cómprate un traje nuevo —le
aconsejó la madre—, total podés renovar el crédito ahora que van a
aumentar los sueldos.” Sus hermanas ya habían decidido cambiar la
heladera y el televisor; se fijó en que había dos mermeladas diferentes
en la mesa. Se iba distrayendo con esas noticias y esas observaciones, y
cuando todos se levantaron para ir a sus empleos él estaba todavía en
la etapa anterior a la pesadilla, acostumbrado a hundirse solamente
hasta la cintura; de golpe vio muy de cerca los zapatos de su padre que
pasaban rozándole la cabeza y salían al patio. Se refugió debajo de la
mesa para evitar las sandalias de una de sus hermanas que levantaba el
mantel, y trató de serenarse. “¿Se te cayó algo?”, le preguntó su madre.
“Los cigarrillos”, dijo él, alejándose lo más posible de las sandalias y las
zapatillas que seguían dando vueltas alrededor de la mesa. En el patio
había hormigas, hojas de malvón y un pedazo de vidrio que estuvo a
punto de cortarle la mejilla; se volvió rápidamente a su cuarto y se
trepó a la cama justo cuando sonaba el teléfono. Era su novia que
preguntaba si seguía bien y si se encontrarían esa tarde. Estaba tan
perturbado que no pudo ordenar sus ideas a tiempo y cuando acordó ya
la había citado a las seis en la esquina de siempre, para ir al cine o al
hotel según les pareciera en el momento. Se tapó la cabeza con la
almohada y se durmió; ni siquiera él se escuchó llorar en sueños.

A las seis menos cuarto se vistió sentado al borde de la cama, y


aprovechando que no había nadie a la vista cruzó el patio lo más lejos
posible de donde dormía el gato. Cuando estuvo en la calle le costó
hacerse a la idea de que los innumerables pares de zapatos que le
pasaban a la altura de los ojos no iban a golpearlo y a pisotearlo, puesto
que para los dueños de esos zapatos él no parecía estar allí donde
estaba; por eso las primeras cuadras fueron un zigzag permanente, un
esquive de zapatos de mujer, los más peligrosos por las puntas y los
tacos; después se dio cuenta de que podía caminar sin preocuparse
tanto, y llegó a la esquina antes que su novia. Le dolía el cuello de tanto
alzar la cabeza para distinguir algo más que los zapatos de los
transeúntes, y al final el dolor se convirtió en un calambre tan agudo
que tuvo que renunciar. Por suerte conocía bien los diferentes zapatos y
sandalias de su novia, porque entre otras cosas la había ayudado
muchas veces a quitárselos, de modo que cuando vio venir los zapatos
verdes no tuvo más que sonreír y escuchar atentamente lo que fuera
ella a decirle para responder a su vez con la mayor naturalidad posible.
Pero su novia no decía nada esa tarde, cosa bien extraña en ella; los
zapatos verdes se habían inmovilizado a medio metro de sus ojos y
aunque no sabía por qué tuvo la impresión de que su novia estaba como
esperando; en todo caso el zapato derecho se había movido un poco
hacia adentro mientras el otro sostenía el peso del cuerpo; después
hubo un cambio, el zapato derecho se abrió hacia afuera mientras el
izquierdo se afirmaba en el suelo. “Qué calor ha hecho todo el día”, dijo
él para abrir la conversación. Su novia no le contestó, y quizá por eso
sólo en ese momento, mientras esperaba una respuesta trivial como su
frase, se dio cuenta del silencio. Todo el bullicio de la calle, de los tacos
golpeando en las baldosas hasta un segundo antes: de golpe nada. Se
quedó esperando un poco y los zapatos verdes avanzaron levemente y
volvieron a inmovilizarse; las suelas estaban ligeramente gastadas, su
pobre novia tenía un empleo mal remunerado. Enternecido, queriendo
hacer algo que le probaba su cariño, rascó con dos dedos la suela más
estropeada, la del zapato izquierdo; su novia no se movió, como si
siguiera esperando absurdamente su llegada. Debía ser el silencio que le
daba la impresión de estirar el tiempo, de volverlo interminable, y a la
vez el cansancio de sus ojos tan pegados a las cosas iba como alejando
las imágenes. Con un dolor insoportable pudo todavía alzar la cabeza
para buscar el rostro de su novia, pero sólo vio las suelas de los zapatos
a tal distancia que ya ni siquiera se notaban las imperfecciones. Estiró
un brazo y luego el otro, tratando de acariciar esas suelas que tanto
decían de la existencia de su pobre novia; con la mano izquierda alcanzó
a rozarlas; pero ya la derecha no llegaba, y después ninguna de las dos.
Y ella, por supuesto, seguía esperando.

La vuelta al día en ochenta mundos, tomo II

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