El Cristo Negro-Salarrué
El Cristo Negro-Salarrué
El Cristo Negro-Salarrué
SALARRUE
EL CRISTO NEGRO
Leyenda de San Uraco
San Salvador, El Salvador
1
EL CRISTO NEGRO
San Uraco de la Selva, no se encuentra en el Martirologio pero podemos atrevemos
a creer que debía hallarse allí, aunque en el mismo Cielo de Nuestro Señor y aun en
el Infierno de los cornudos, se vieron en grueso aprieto para saber dónde debía
quedar.
Nació en Santiago de los Caballeros allá por el año de 1567,hijo de Ergo de la
Selva y de la india Txinque, nieta de reyes, algo bruja, algo loca.
En la época a que vamos a referirnos (1583), gobernaba Guatemala el Licenciado
García de Valverde, a ratos cruel como la mayoría de los capitanes generales, con
una barba roja y cuadrada que untaba su coraza de reflejos sanguíneos, y sus manos
huesosas y largas, cubiertas de vello rojo, parecían ensangrentadas de una manera
indeleble, detalles que por lo demás, bien podían respaldar simbólicamente una
verdad moral.
Argo de la Selva, noble ruin de Badajoz, había sido lugarteniente de Valverde
durante más de seis años, hasta el día en que perdido el favor y acumuladas sobre
su persona una larga serie de crímenes, fue juzgado por el mismo Valverde y
ahorcado en el patíbulo de cerro largo, que desde las ventanas del Ayuntamiento,
aparecía sobre el cielo lejano, siempre cargado como la rama prodiga de algún
árbol macabro. Fue entonces que la india Txinque, madre de Uraco, (mozo ya de
dieciséis), entró una noche, nadie sabe cómo en el palacio, armada su mano verde
con un puñal envenenado, y en pleno baile, intentó dar muerte horrible al
licenciado; pero no logró su intento y fue destrozada por las guardias y enclavada
más tarde su cabeza en una lanza, en medio de la plaza de la ciudad.
Uraco huyó de la venganza del gobernador y fue a refugiarse al convento de San
Francisco, hallando amparo a la sombra de Fray Francisco Salcedo su padrino de
pila, quien se tomó el cargo de instruirle en la lengua de Castilla y en la sagrada
vida de Cristo.
Esto apasionó a Uraco y empezó su amor a Jesús con un tesón que hacía cavilar a
los frailes y mover la cabeza negando antes que asintiendo, por aquella locura y
desenfreno.
Algún monasta de rostro anudado le acusó de hipocresía, confirmada más tarde con
la huida de Uraco y el robo de las joyas sagradas. ¿Qué pensaba el Hermano
Francisco?
Atenuaba, atribuyendo el robo a una locura amorosa que le hacía desear para sí
sólo, lo que estaba en tanto contacto con la Divinidad.
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Uraco, quien era ya entonces Fray Uraco aunque no profesara aún en la orden,
aparentaba veinticinco años, su barba rala y negra de mestizo, daba a su rostro un
no se sabía qué de malévolo. Delgado y gris, enfundado en el hábito sugería la idea
—mil veces exorcizada por los monjes— del Demonio metido a fraile. No
obstante, su voz clara y suave, que era como miel de alma, iba, al hablar,
aclarándole en dulzura hasta modelar en él un agraciado del Cielo, tan
esplendoroso, que hacia bajar la cabeza de los maledicientes.
Noches, de claro a claro, pasó este loco arrodillado en medio del pedrero, orando en
el jardín, que a la mañana se llenaba de rosas blancas, a caso surgidas en la noche al
auspicio de aquel suave susurro que inquietara el silencio nocturno preñado de
brotes.
Diez veces desapareció del convento durante muchas horas, sin que nadie pudiera
decir a dónde iba. Cuando regresaba ponía por excusa a las paternales inquisiciones
de Fray Francisco, sus visitas a los esclavos del cruel encomendero, para aliviar
penas injustas y aprontar consejos salvadores. Pero en realidad era otra cosa lo que
lo alejaba del convento y no tardó en saberse.
Una tarde en que Fray Uraco se paseaba recreándose junto al muro del jardín,
situado detrás de la celdería del convento, por una brecha abierta en el adobado a
causa de los sismos, vio a una mestiza enlutada, que le contemplaba con ojos
sombríos y a la vez le sonreía con una sonrisa, tan blanca entre los cárdenos labios
sensuales, y los lienzos negros, que parecía una rosa lánguida.
Como la mujer pareciera así llamarle, el fraile, con las manos en las mangas y la
sonrisa en los labios, acercóse y preguntóle:
—Qué deseas buena mujer? ¿Puede el humilde Fray Uraco serte de utilidad?
—Acaso, sí, santo fraile. Mi buena suerte ha hecho que os vea al pasar y sólo ruego
la clemencia del buen confesor y la clarividencia de vuestro santo consejo.
Invitóla el fraile a entrar, con un vago gesto que hizo desplegarse una manga del
hábito y fueron a sentarse al brocal del derruido pozo techado con un sombril de
teja. Ella quiso hincar la rodilla en la arena pero él no lo permitió.
La mestiza exhalaba un fijo olor a ungüento de canela y también de las frondas que
ahora la noche ponía sombrías arrojándolas casi negras en masas de voluptuosa
pesantez sobre la tierra amarilla, venían aromas de pantano que acariciaban de un
modo sensual inquietante. La mujer era joven y era bella, pero Uraco era
incorruptible y su sangre solo vibraba en la búsqueda del alma.
—Mi pecado, es grande, señor —empezó la mestiza—! Vivo en casa de mi señor,
el notario Herrera y Caravejo cuyo hijo me requiere de amores sin que yo pueda
resistir ya más. Un constante desasosiego macerá en mi cuerpo y sólo aspiro –
perdón señor – a una tonta satisfacción de mis deseos. Voy a morir si no cedo y si
cedo, tiemblo por el peligro. El señor mi amo se entera, y seré condenada ¡dios
sabe a qué!
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Así y todo, no podía impedir que su blanco corazón se esponjase como una rosa
plena y se iluminase como una aurora de mayo a la vista del hijo inevitable.
El dolor no tardó en invadir poco a poco el corazón del santo. Cuando el niño fue
creciendo, hacíase necesario corregir sus caprichos. La madre (de temperamento
áspero) así lo aseguraba y trémula de cólera se lanzaba muchas veces sobre el
chico, con la cuerda en alto, siendo detenida por el fraile, quien, con lágrimas
corriéndole en la faz torcida, hacía efectivo el furor de la madre en las espaldas del
niño. Por su parte el chico iba cobrando miedo y después odio a este monstruo
encapuchado que le martirizaba echando aguas de rabia por los ojos. Luego que
veía llegar a su padre, corría. a ocultarse o buscaba protección en las sayas
maternas, mientras Uraco, con frases cariñosas, se esforzaba en vano por atraerle.
¡Y todo por que ella no pecara!
Regresando una noche de luna al convento y al llegar cerca de las tapias ruinosas
del jardín, escuchó trémulo una conversación entre el hortelano y el lego llavero. Se
trataba de robar las joyas del retablo; los vasos de oro recamados, los ornamentos
de pedrería, la plata de los oficios... Si se hubiera mostrado de seguro que le
habrían matado. Estaba en poder de un secreto que podía llevarles a la horca
aquella misma mañana; pero el Señor le enviaba antes de que aquellas desgraciadas
criaturas manchasen sus manos en tan horrendo sacrilegio: él lo haría, él robaría el
ofertorio, él amasaría los metales y arrancaría las gemas para que fueran trocadas
por ellos en el oro codiciado, pidiéndoles que huyeran pronto. Así lo hizo el
santo fraile y mientras veía entre sus manos el brillo avivado por las sombras, de
todo aquel tesoro sagrado, esperaba con resignación que un rayo del Cielo
fulminara su mísero cuerpo y enviara su alma condenada, a los profundos antros de
la Eternidad.
Nada, sin embargo, ocurrió y ahí quedaba sobre la tierra para su propio escarnio,
cargando con su alma encenagada y su cuerpo asqueroso.
No volvió al convento. Arrojando el hábito lejos de sí, huyó también. Fuese a las
montañas conviviendo durante largo tiempo con las fieras y los pájaros,
alimentándose con frutas y raíces y asilándose en las cuevas.
El amor al hijo podía más que el recelo al castigo. Se había oído rumor de que Fray
Uraco era visto a altas horas ganar los aledaños y entrar en el recinto de la vieja
casa. Ya no se dudaba de su maldad. Era un profano y un ladrón, prófugo y
renegado. Sólo el Prior Fray Francisco Salcedo hacía aún un huequecillo en su
piedad, respondiendo a las abominables acumulaciones sobre el ex-fraile, que era
un cerebro lesionado, y que pidieran a Dios para que le dejase entrar en su gracia.
Los que habían creído ver a Fray Uraco entrar por las noches en la población, no se
habían engañado. De cuando en cuando, el pobre llegaba de la montaña
escurriéndose con esa habilidad que aprendiera del tacuazín y el mapache,
convecinos de selva; y medrosamente, jadeosamente, entraba en la casa de la india
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para ver al hijo, para llorar ante el hijo que siempre le temía, más aún ahora que su
ropa hecha jirones mostraba la angulosidad de sus huesos envueltos en aquella piel
cobriza. El niño había cumplido cuatro años. Era castaño de pelo y claro de piel,
robusto, pero triste. En su almita tímida parecía pesar constantemente el fantasma
de su padre, aquel ser grotesco que le castigara tantas veces con cara de piedad.
¿Por qué aquel hombre era así? Empezaba a distinguir el infante la hipocresía en el
ser humano, sin saber cómo nombrarla y espantándole más que nada. Se había visto
ya afrentado por muchos en la sangre de su padre, había oído que su padre, aquel,
era un ladrón y un sacrílego y no lo dudó jamás, hubiéralo creído todo antes de
créer que su padre era un santo. La madre confirmaba de un modo vago aquella
historia y el niño habíale oído llamarle con sus labios: “perro sarnoso”.
Cierta noche el hijo había denunciado al padre, corriendo a la calle y llamando a
voces a los vecinos: “ ¡ al ladrón, al ladrón!”, decía. Y armados de garrotes, las
gentes, los soldados, corrieron en la noche tras el hombre, que huía, huía
locamente, con lágrimas en los ojos como un perro acosado. Una piedra le derribó
en el polvo, pero logró ganar a rastras el bosque y con ayuda de las tinieblas volver
a verse libre.
Anduvo, anduvo mucho, arrastrándose en lo más intrincado de la selva, ganando
largos trechos en medio de los arroyos, durmiendo en las ramas de los altos árboles,
por temor a las fieras, despedazado el traje y la piel... y el corazón. Comía raíces
cuando no hallaba
frutas y oraba arrodillado en los riscos o en los claros del bosque donde el sol caía a
plomo en las horas meridianas.
Una honda herida le cruzaba la frente en sentido diagonal y el pus amarillento,
trasudando sobre una carnaza verdosa de gangrena, se confundía a veces con sus
lágrimas.
Veníanle cortos estremecimientos de frío y largos lapsos de fiebre cuya sed
calmaba, a falta de agua corriente, con la de los pantanos apestosos o con la
humedad salobre de sus lágrimas.
Una hermosa noche de luna llena, en el paroxismo de su fiebre, sentado sobre la
hojarasca en un claro del bosque, vio llegar una hiena de ojos sanguíneos y erizadas
cerdas, que parándose frente a frente, le miraba en silencio. Hizo la señal de la cruz
y sus reçois labios articularon apenas el nombre de Jesús. La fiera entonces, se
convirtió en una piedra.
La sed apremiaba. Grandes gotas de rocío caían de las altas hojas acariciando
dulcemente la faz del moribundo. De pronto un agitar de alas batió el aire por sobre
su cuerpo y cuando el fraile logró entreabrir los párpados, vio ante sí una sombra
oscura que tenía dos enarcadas alas abiertas como las de un ángel y que tendía las
manos hacia él.
Con un esfuerzo supremo, logró sentarse y abrir los ojos. Tenía ante sí un ángel,
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pero era un ángel negro, de clámide vaporosamente negra y que llevaba entre las
manos un cáliz, negro también, lleno hasta los bordes.
El ángel invitaba y el fraile, ya sin llorar, ya sin recelar, como en un vago sueño,
tomó de las manos angélicas la copa y la vació anhelante.
Luego entró en un pesado sopor y cuando los pájaros le despertaron con sus
melodías salvajes, el bosque se doraba al sol y él se sintió fuerte, sano y alegre.
Sobre su frente la herida, cicatrizada ya, estaba seca.
Largo tiempo meditó sobre aquel extraño y milagroso sueño y no supo pensar si el
favor le llegaba del Cielo o del Infierno; por la mano de un ángel sombrío o por la
de un demonio quemado. Seguro de que su alma estaba ya vendida a Satán, no
vaciló en creerlo todo obra suya. Así le prolongaba la vida para su servicio, que él
prestábale gozoso por amor a Jesús. Comparó allí mismo su vida, con la de los
reptiles que trepaban por las ramas anillándose y babeando encima de las hojas
brillantes. Había sido su vida para la traición y el crimen; deshonrando primero a
una virgen; martirizando después a un niño; robando las joyas sagradas de un
altar... Pero al ver a los pájaros espulgándose entre las ramas floridas y las
mariposas flojamente alegres entre el frondal, creía oír una suave voz como la del
arroyo que le decía: “Todo por el amor de Jesús. ¿No salvaste acaso del pecado
mortal a un niño mal avisado? cuando maltratabas a tu hijo, ¿no desgarrabas tu
propio corazón y hacías brotar en aquél las flores de amor para la buena madre?
Has liberado del Infierno a dos hombres tentados por el maligno ¿No es todo eso
amor? ¿Cristo no habría hecho otro tanto?” Al pensar así se horrorizaba. ¡Oh, no!;
Nuestro Señor no habría cometido infamias tan grandes. Habría hallado el modo de
arreglar todo bien! Sentíase perdido irremediablemente y sin embargo confiaba en
la clemencia de Jesús, en aquella justicia de Dios que se llama Misericordia.
Arrodillose el santo hombre sobre las frescas hierbas y dio gracias al Cielo que aún
reservaba para su pobre vida la protección del Demonio. Así permaneció largo rato
en éxtasis ante toda aquella grandeza. Los altos troncos escurrían el rocío que
resbalaba en fogosas gotas de oro o en argentados regueros. Los pájaros festejaban
en el grato calor del ambiente, derrochando la alegría de sus corazones musicales
entre las hojas esponjadas y un tierno perfume de menta subía en lentos efluvios,
ungiendo el aire y suavizándolo. Todo parecía querer cantar. Fray Uraco sentíase
ágil, rejuvenecido. Se alzó por fin y tomando entre sus manos una rama a modo de
cayado, marchó entre las plantas admirando de un modo goloso la belleza de las
cosas terrenales. Así anduvo mucho tiempo y por fin llegó a una pradera donde las
altas hierbas, cimbrando al soplo de la brisa, iban desvaneciendo su verdor hasta
azularlo en la lejanía donde una laguna de coruscantes aguas, resplandecía bajo el
Sol.
Respirando tanta amplitud, el santo varón alzó las manos en un abrazo a la gloria y
hermosura del paraje. De repente, de uno de los árboles vecinos, vio saltar un
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por el estilo, que haya en esta población y quiera venir al momento? Será bien
pagado. .
—Lejos de aquí —dijo Orlando— hay una mujer bruja, pero no veo la razón de
llamarla
habiendo en Jutiapa un facultado doctor en medicina, el Hermano Claudio, Prior
del convento. .
—No es —dijo el otro caballero— un médico lo que habemos menester en este
momento, sino un hombre o mujer que sepa curar las heridas emponzoñadas que
causan las flechas de los bárbaros.
El ex-fraile, quien se había acercado a escucharles, se adelantó a los caballeros y
dijo:
—Yo sé curar las heridas, pero de un modo tan primitivo y cruel, que acaso no
convenga a vuestras excelencias.
- Decid cuál —dijeron a una los visitantes.
—Succionando la herida con los labios. El más alto de los caballeros dio un bote y
echó mano a su espada mientras sus ojos inyectados parecían querer devorar al
santo fraile, que bajó humildemente los suyos y esperó la carga. Pero el otro
interpuso su brazo y dijo al Oidor, que no era otro el enojado:
- Pensad, señor de Abaunza, que la vida de vuestra esposa está en grave apuro y
que tal es siempre de grosera y dolorosa la curación, como la dolencia que la
necesita.
—Pero, —dijo el Oidor— ¿voy yo a permitir que labios plebeyos y oscuros se
posen en las carnes de doña María, aunque fuera en otra parte menos vedada de su
cuerpo? ¡No, mejor se muera!
Dio media vuelta y fue a reunirse con el cortejo. El otro caballero, moviendo la
cabeza a la vez que encogiéndose de hombros, se fue tras é1.
El herrero dijo volviendo a tomar el mazo:
—Por qué no lo hace él?...
Pero Uraco no contestó. Inmóvil en el camino, meditaba y se ponía poco después
de rodillas para orar por la desgraciada peregrina.
En aquel momento se oyeron gritos y carreras. Un hombre vino por agua. La
enferma se moría. Un viejo fraile se preparaba para la extremaunción. Caía la
noche y entre retazos de cielo verde, palpitaban ya las primeras luces del espacio y
las sombras se tendían en el camino inundando las veras.
Todos estaban de hinojos en redor de la litera de doña María. El señor Abaunza,
con el rostro entre las manos, sollozaba. El fraile viejo, con las manos en cruz,
rezaba apuradamente y pálida sobre las mantas acolchonadas con hierbas, la
enferma con la fiebre muy alta, se estremecía apenas y por ratos llevaba las manos
a la garganta y un grito ronco se escapaba de entre sus labios llenos de espumarajos
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y de babas. Era joven y bella sin duda; negros los cabellos, y rizados, y los dientes
menudos y brillantes como las perlas. Sus bien formados senos transparentábanse
bajo el escote blanco y con blanda turgencia, bajaban y subían inquietos como las
ondas de un lago reposado. Un cántico de buena-muerte se alzó de pronto,
mezclándose su seca resonancia con los húmedos sollozos del marido. Pero he aquí
que una sombra se adelanta entre las sombras y abriéndose paso entre la asustada
comitiva, se llega a la enferma, y tomándole las manos con brusco ademán, la hace
erguirse en el lecho de muerte y una voz ronca, trémula,
candente, le grita:
pesó en aquel momento sobre el alma del fraile arrodillado, que sonreía llorando,
sin hacer esfuerzo alguno por escapar a la cólera de los exaltados religiosos.
—A fe mía —dijo— que sólo hallaréis salvación en la fuga. Tomad ese oro y huid
por las montañas a otra parte, pues esos frailes os matarán de fijo.
—Este hombre, a quién he dado asilo en mi casa, es tenido por loco y nada habrá
de ocurrirle, más yo creo que antes bien es un santo y no un loco o un demonio.
—De que es un hechicero a mí no me resta duda ha pactado con el Diablo. Ya
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—Yo no debo dejar a Orlando —dijo Uraco contrito—. Es el único ser que ha
aprontado un bálsamo a mis dolores.
lejano
cielo, como si se hallara en meditación y lejos de la muchedumbre, que fijaba
espantada sus
ojos glotones en el que había reconocido ser Uraco, el que fue loco, pasó a ser
santo y se
tomó un día, demonio.
El santo hombre había llegado al patíbulo, no para purgar en él la larga cadena de
crímenes en que su vida se había resuelto, sino como verdugo, para continuarla,
para
desbordar en sangre hermana todo el inmenso amor de su alma, enajenada por
amor, loca
de amor,, sublimemente mala.
Era una vez más el instrumento de la fatalidad, apartando siempre la mano que se
tendía en servicio del mal, para interponer la suya. Vengador de extraños odios.
Colmador
de ajenos instintos rapaces. Había dado muerte al hombre que le acogiera con los
brazos
abiertos, le sentara en su mesa, compartiera con él su lecho.
Alevosamente, por la espalda, había asesinado a Orlando; Orlando, caritativo y
noble espíritu que lleno de gozo le dispensara una decidida protección.
El haría ahora de verdugo, no sabía cuánto tiempo, hundiendo sus manos hasta el
fondo en la sangre del Señor, para que otras no se mancharan. Para él sería todo el
fango. El
arrollaría con toda la infamia de la Tierra, arrebatándola a los otros, a estocadas si
se hacía
preciso. Sólo él cargaría con las culpas, cayendo y alzándose apenas, para recoger
un poco
más de escoria. Arrastrando en su camino aquel fardo de su conciencia, lleno de
horror y de
dolor, como Jesús en la calle de la Amargura con la cruz de su gloria.
Cristo había venido para predicar el Bien. El no lo predicaba ni hubiera soñado
esperar mejor cosecha. El venía para amenguar el Mal. No para lavar la mancha de
los
hombres, sino para evitar que se mancharan más. Hubiera querido ser múltiple en el
mundo; alargar su brazo entre los hombres doquiera el mal estaba por hacerse.
Extender el
radio de sus crímenes por el orbe entero. Hacerse el instrumento del mal, de y para
la
Humanidad. Luchar por ser él sólo el cruel, él sólo el monstruo, él sólo el maldito.
Luchaba
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en fin, por monopolizar el pecado; por ser el Demonio. Luchaba pues, por ser el
Demonio,
pero un demonio egoísta, que acaparara para sí todo el mal de los hombres; no
permitir que
otro untara sus manos en su fango, su tesoro, el suyo, ganado al mundo en noble lid
y por
servicio del Señor.
Sentíase, soñando, algo así como el agua de un bautismo más amplio que el de
Juan.
pues que corría por el cuerpo de los pueblos, lavando, no sólo la mácula del pecado
original, sino todas las manchas. El quería ser la fuente inmensa, fuente de amor,
para las
abluciones de una Humanidad asaz mugrienta, aunque la claridad de sus linfas
quedara
convertida en turbia grasa de pecado, negra como la pez, hedionda como la propia
podredumbre. Una instintiva esperanza, le quedaba así y todo, pues, harto sabía él
que de la
podredumbre brota el germen de la vida y que la misericordia y dulzura de Dios,
penetra
hasta el antro más profundo de los infiernos del Infierno.
Ahora estaba preparado para ahorcar a dos criaturas que habían sido tentadas por el
demonio de la codicia. Mañana tendría que alzar el hacha sobre el cuello de nuevas
víctimas, que encender la pira de espantosos suplicios, que horadar las carnes con
hierros
candentes, arrancar la piel de sus hermanos con tenazas dentadas, magullarles las
espaldas a
fuerza de garrote y quizás ahogarles entre sus propias manos. Pero no lo harían
otros.
Pasó el tiempo. La debilidad de Uraco fue siendo poco a poco conocida sin ser
comprendida. Los ladrones, los asesinos, los traidores, todos los prostituidos y
malhechores, le buscaban y le empleaban en las más viles tareas. Al mismo tiempo,
la
astucia, el arrojo y la cautela, se habían desarrollado grandemente en el santo, con
la
práctica de la misión impuesta y una instintiva necesidad de conservarse sano y
libre para
llevar lo más lejos posible su cometido.
Toda esta gente depravada, en vez de amar a Uraco por su abnegación para con
ellos, arrancando de sus manos el puñal del homicidio, robando para ellos, aun lo
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que para
él era más sagrado, y cometiendo en su favor las más grandes atrocidades, se
mofaba de él
a sus espaldas, le llamaba imbécil, hipócrita y maniático y le hubiera visto de buena
gana,
empalado, cuando menos.
Uno entre ellos había llamado Gargo, que lloraba de risa oyendo a sus compañeros
de hampa y crimen, relatar los hechos del ex fraile. Decidió un día jugar una mala
pasada al
verdugo, deseando probar hasta que grado llegaba su locura.
Era el día de Corpus Christi. Aquella mañana se celebraba en Jutiapa una misa
solemne. La
plaza estaba repleta de gentes, reinando una algarabía y un tumulto pintoresco.
Una mujer, hermana de Gargo el truhán redomado, se finge enferma de gravedad y
manda a llamar a Uraco, quien acude solícito, como siempre que algún enfermo
necesita de
cuidados.
La casa de esta hembra prostituida, estaba en los aledaños y allá se apresuró el buen
hombre, sin sospechar siquiera, en un embuste.
Mientras atendía a la supuesta enferma, entraron en la casa diez o doce indios de
Mita, armados con hachas y palos, vociferando, y maldiciendo contra Cristo y su
santa
memoria. Iban capitaneados por Gargo y clamaban rebeldes, contra los frailes y los
santos,
anunciando la palingenesia de los ídolos mayas.
Escandalizado el santo, trató de contrarrestar las iras y blasfemias de aquellos
energúmenos, sin éxito y quedando completamente aturdido al escuchar de Gargo
los
propósitos alentados por la turba. Irían aquella mañana a la ermita y en pleno
corazón de
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los oficios, invadirían, saquearían, harían pedazos la imagen del crucificado, para
que fuese
sustituido por Cuculcán
Uraco elevó las manos al cielo y con lagrimosa voz, pidió perdón al Dios Supremo
para aquéllos, que una vez más, no sabían lo que hacían. Luego, en un arranque de
heroico
amor, ofrecióse para ser él quien destronara la imagen sagrada, de su divino palo.
No podía
dejar que aquellos pobres indios, anegaran sus almas con el más espantoso de los
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en la
imagen, vara y media de alto.
Tan delicada encomienda, torturó el espíritu de Quirio Cataño durante muchos días.
Tres intentos hizo y otras tantas veces fracasó, desesperado y pidiendo de rodillas
la
sublime luz de que su impulso carecía.
Fue entonces cuando la noticia del horrendo sacrilegio cometido en Jutiapa en la
divina
imagen del Señor, corrió por Guatemala escandalizando al vecindario, que
indignado
reclamaba una pronta venganza. Algunos no podían imaginarse cómo pudo llevarse
a cabo
tamaña afrenta sin que un rayo conductor de la cólera divina fulminara al osado.
Era el caso
que un hombre llamado Uraco, de pésimos antecedentes, y a la sazón verdugo de
Jutiapa,
había penetrado durante la misa del Corpus a la ermita y arrojándose en el retablo,
había
echado a tierra, con ayuda de un hacha, la imagen de Jesús.
Sola, había quedado la cruz, mostrando los clavos escuetos. Indios religiosos de
Mita y Camotán se habían apoderado del malvado y pedían a gritos por el pueblo la
crucifixión de éste en la misma cruz que su hacha acababa de dejar vacía.
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El clero, furibundo, en consejo, había resuelto que así se hiciera, y después de
formar el tribunal del caso, fue condenado Uraco a cargar aquella cruz hasta la
cumbre de
los cerros en donde, un hombre conocido con el nombre de Gargo, se ofrecía para
clavarlo
y darle una lanzada en el costado. Aquel infame debía padecer, por fallo de los
jueces, las
mismas penalidades de que fue víctima nuestro Salvador. Sería azotado, escupido,
abofeteado, coronado de espinas, cargado con la cruz y por último enclavado en
ella para
escarnio de blasfemos y lección de herejes.
Inútil es decir que Uraco protestó desesperadamente por aquella determinación tan
absurda. No merecía su inmunda persona tamaña gloria. Su muerte debía ser una
muerte
vil, a palos, en la hoguera, en la horca... No quería tocar con sus oscuras espaldas la
cruz
del Mesías. No quería mancharla con su sangre plebeya, ni merecía cargar con el
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leve peso
del santo madero del que la maldad de los hombres le había obligado a arrancar la
imagen.
Más sacrilegio sería entonces el de aquellos frailes que le forzaban a ello,
falsificando la
muerte única del único hijo de Dios, con su infinitamente odiosa persona.
Pero todo fue inútil y el fallo se cumplió estrictamente. La muchedumbre fanática y
sedienta de venganza descargó sobre Uraco toda la ira de sus negros corazones,
reventándole las carnes a palos y llevándole al nuevo Calvario, cargado, no ya con
el peso
de la cruz y del insulto, sino con el de la vergüenza de que su dulce corazón se
llenaba en el
proceso de tan gloriosa condena.
Fue clavado, muerto de una lanzada, entre las carcajadas de aquéllos a quienes él
mismo librara antaño del pecado, y abandonado a los zopilotes que ávidamente se
cernían
sobre su cabeza, haciendo espirales en el hermoso cielo azul.
Sólo un hombre entre aquéllos que le acompañaran en la vía de la dulzura y de la
redención, le había mirado con ojos de amor. Solamente uno, había intentado por
dos veces
ayudarle con la pesada cruz de nogal, imitando inconscientemente al Cirineo. Este
era
Quirio Cataño, el escultor.
Habiendo llegado noticias de lo que ocurría en Jutiapa y de la extraña condena a
que
aquel monstruo se había hecho acreedor y hallándose en las circunstancias que ya
conocemos: apurado con el encargo de Fray Cristóbal, falto de inspiración, indeciso
y con
las alas rotas por tres consecutivos fracasos, decidió ir a presenciar el suplicio que
tan a
propósito llenaría aquella gran necesidad, prestándole un modelo providencial.
Partió al instante y lleno de esperanza, al lugar del suceso y llegó precisamente a
tiempo de asistir al Vía Crucis de Uraco.
Desde que fue iniciado el cumplimiento del fallo, sugestionado por la apariencia
tranquila y dulce del preso, Quirio Cataño empezó a ver en él al Cristo de Galilea.
Su dúctil
imaginación de artista transportóle presto a una época lejana, más de mil quinientos
años
atrás, en un remoto país, donde idéntica muchedumbre acabara un día con el que
había de
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quedar hecho una sola llaga, pudiéndose contar todos los huesos? ¿No sabemos que
su
sangrada cabeza fue golpeada y herida, y cruelmente abofeteado su santísimo
rostro? ¿No
sabemos que corrieron por su faz hilos de sangre, efectos de aquella corona de
espinas que
taladró su augusta frente? ¿No sabemos que caminó para el Calvario, jadeante de
cansancio, exhausto de fuerzas, bajo un sol ardiente, en medio de una nube de
polvo
producida por el tropel de la impía turba que le seguía? ¿No sabemos, por último,
que
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estuvo clavado en la cruz por espacio de tres horas, agonizando hasta morir? No
debe pues
extrañarse, sino admirarse el ingenio y habilidad del escultor, cuando representa así
al
Señor, tal cual debe representarse en realidad”.
Pero Quirio Cataño guardó su secreto en el más austero hermetismo, y la imagen de
aquel hombre que se llamó Uraco y que tantos males hiciera en este Mundo, para
salvar de
las llamas del Infierno a otros tantos seres, condenando su alma, como él decía, en
servicio
de Dios y de los hombres, se trocó en la venerable efigie de Cristo misericordioso,
que no
pudiendo admitir su alma por de pronto, en el Reino de los Cielos, como tampoco
enviarla
a los profundos Infiernos, la destiné a morar en el vaso de una santa escultura,
colocándola
así en el punto de unión de aquellos: en la Tierra, que es lo más alto del Infierno, y
en su
imagen, que es lo más alto de la Tierra y que se toca con la Gloria.
Porque el alma de Uraco estaba condenada en el Cristo de Cataño, nimbándole de
claridad celeste, prestándole esa vida que sólo es propia de raras esculturas
sagradas y que
el artista parece recoger como una luz
de lo alto, luz divina, presa en las líneas de sus obras, como un encanto que las
inmortaliza.
Bien se comprende cuan grande aunque errado y absurdo era el espíritu de este
triste
mestizo desbordante de amor que fue una víctima más de la ingratitud humana.
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Modelando
su vida a la de aquél, no en lo de vidente y sapientísima, sino en su gran amor a los
hombres y las cosas, vivió luchando por ganarle almas a costa de la suya.
Sublime desinterés y abnegación la de este hombre, que se da al Demonio por amor
a Jesús. Maravillosa antítesis de Cristo, que cree ser llegado, no como aquél, para
purificar
las almas con el Bien, sino para salvarlas con el mal. No para organizar un ejército
iluminado con la misma fuente de su luz, sino para luchar solo, tenazmente solo,
arrancando en el corazón de los hombres esa roca del mal que en su caída le
arrastrará a la
sima profunda del Infierno.
Loco sublime que hace vacilar con el empuje de su inmensa piedad, las bases
firmes
de la ciencia cristiana; que ofrece lirios de sangre y da besos de fuego, colocándose
en un
círculo fuera de las leyes divinas y demoníacas, hasta llegar, jadeando de amor y de
dolor, a
la conquista de un nuevo purgatorio, a la imagen de Jesús su señor e involuntario
guía,
encarnando un Cristo terreno, un Cristo misterioso, un Cristo único, un Cristo en
fin, negro.
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