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Adolfo Gilly, Sobre Una Crítica Al Indianismo e Indigenismo

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad No 238,

marzo-abril de 2012, ISSN: 0251-3552, <www.nuso.org>.

José María ¿Cómo escribir en castellano lo que

Arguedas, Mario es concebido y resuena en quechua?


Ese es uno de los desafíos de
Vargas Llosa José María Arguedas al componer
y el Papacha sus novelas. Lo resuelve creando un
Oblitas idioma literario, basado en el
En diálogo con castellano, que no deja de transmitir

Los ríos profundos, de la extranjeridad de las mayorías


indígenas dentro de la identidad
José María Arguedas
nacional peruana. El oficio del
escritor y su capacidad para oír
«voces a través de las voces»
se entremezclan en este artículo
con el dilema político: ¿qué
hacer con los fantasmas que siguen
habitando el Perú andino, dar cuenta
de ellos en una nueva construcción
nacional o exorcizarlos
Adolfo Gilly como una «utopía arcaica»?

El extranjero te permite ser tú mismo al hacer de ti un extranjero.


Edmond Jabès, En su blanco principio

1. El nacionalismo es un sistema de ideas y creencias fundado en la distin-


ción entre la propia comunidad nacional y las restantes –los extranjeros que
pueblan el ancho mundo– y en la suposición de la especificidad –real– y la

Adolfo Gilly: doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de


México (unam). Es catedrático en la unam y autor de La revolución interrumpida (El Caballito, Méxi-
co, df, 1971) y El cardenismo: una utopía mexicana (Cal y Arena, México, df, 1994). Escribe regular-
mente en el diario La Jornada.
Palabras claves: nacionalismo, literatura, José María Arguedas, Mario Vargas Llosa, Los ríos pro-
fundos, Perú.
Nota: este texto fue originalmente presentado en la conferencia «Literature and Nationalism in
Latin America at the End of the 20th Century», Georgetown University y Georgetown College,
Washington, dc, 6 de abril de 1999.
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

superioridad esencial –imaginada– de esa comunidad sobre todas las otras.


De ahí la proliferación en América Latina de expresiones que denotan esta di-
ferencia específica e insinúan el orgullo de la implícita superioridad esencial:
«mexicanidad», «bolivianidad», «peruanidad» «argentinidad», «colombiani-
dad». Que a cada una de estas esencias nacionales corresponda una literatura
(una narrativa, una ensayística, una poesía) y una historiografía, parecería
ser un corolario ya contenido en el mismo enunciado y tan evidente como el
hecho de que les corresponde un territorio.

Contra tal corolario este extranjero se inscribe en falso.

El nacionalismo supone el orgullo por la nación propia, esa invención de los


siglos recientes, un idioma común, ese destilado de los tiempos antiguos, y
un sentimiento de pertenencia y protección, esa necesidad sin tiempo de los
humanos. La que será la lengua nacional va desplazando, subordinando y
aplastando a las que antes coexistían en el mismo territorio y se afirma, única,
como la lengua del mando y de los intercambios. La nación, una e indivisi-
ble, y el Estado en el cual encarna aborrecen la diversidad. Esta operación de
desplazamiento y anulación de las otras lenguas sobre un mismo territorio
fue realizada en lo fundamental en América Latina por la Conquista y las
repúblicas del siglo xix. El despojo de las lenguas indígenas y de sus mundos
de imágenes y significados fue parejo con el despojo de los territorios y las
tierras, este siempre unos cuantos pasos delante de aquel.

Las dos dimensiones constitutivas del espacio de existencia del Estado-na-


ción: la relación de mando-obediencia y la relación de intercambio mercantil
(el poder y el dinero, el soberano y el mercante), ambas sancionadas en códi-
gos y leyes, requieren esa lengua común como vehículo de las órdenes y de
los intercambios, así como un ejército para aquellas y una moneda para estos.
La comunidad estatal-nacional es un producto histórico; es decir, se funda en
un pasado común, como todas las comunidades humanas, e imagina un des-
tino común. Es, como ha sido llamada, una «empresa histórica nacional».

El nacionalismo es la ideología que exalta esos valores. Para ello necesita,


además de un cuerpo de leyes, una literatura que unifique el sentimiento
de pertenencia a esa comunidad y una historiografía que imagine y recree
ese pasado común y lo convierta en patrimonio mítico de todos. «Idioma
nacional» e «historia nacional» son materias en todos los niveles formativos
de la educación elemental. Conocidas y repetitivas son las largas disputas
historiográficas y literarias a las cuales aquella necesidad ha dado origen o
alimento.
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Adolfo Gilly

El nacionalismo supone la existencia de una comunidad estatal, existente o


en ciernes; una comunidad, esto es, entre gobernantes y gobernados en tér-
minos políticos; entre dominadores y dominados en términos sociales; entre
propietarios y no propietarios en términos económicos. En esta comunidad
doble e internamente separada –de ahí la necesidad de la relación estatal,
no como administración sino como cohesión–, el nacionalismo es el conjunto
de creencias e ideas compartidas por
El nacionalismo no habla todos sobre un pasado común, una
del ser humano en empresa común y un destino común,
el de la nación en la cual todos se reco-
tanto tal, sino de una
nocen y a la cual todos pertenecen.
identidad compartida y
delimitada por una frontera. El nacionalismo es la ideología que
Es una de las formas une en una comunidad imaginaria
esas partes diversas en conflicto –ellos
modernas de la inmemorial los ricos, nosotros los pobres–, que en
«sed de comunidad», de la vida real saben bien por dónde pasa
protección, de pertenencia n en cada caso la línea divisoria, una lí-
nea que es movediza y cambiante por
naturaleza. El nacionalismo no habla del ser humano en tanto tal, sino de una
identidad compartida y delimitada por una frontera. Es una de las formas
modernas de la inmemorial «sed de comunidad», de protección, de pertenen-
cia. El nacionalismo, como lo eran la religión y los vínculos de sangre en las
sociedades de Antiguo Régimen, es un límite que nos define, nos separa y nos
protege de Ellos, los Extranjeros, los Judíos, los Musulmanes, los Extraños
Portadores del Mal.

Desesperadamente, la nación necesita ordenar la literatura según su unidad


y sus relaciones de mando. El uso nacionalista de la literatura de autores na-
cionales contribuye a crear el territorio imaginario de la comunidad donde se
reconocen superiores e inferiores, quienes viven el pacto no escrito de mando
y obediencia. La imaginación literaria forma parte del tejido conectivo de la
comunidad imaginaria y, al vivir en esa zona de conexión, de ella saca tam-
bién materia de trabajo.

El nacionalismo es real e intenso en las comunidades nacionales. Y al mismo


tiempo es una construcción imaginaria para cubrir o paliar desgarraduras
reales, fronteras internas, tiempos diferentes, relaciones asimétricas y des-
iguales, e impedir que estas desintegren la comunidad nacional imaginada,
aquella de la cual un himno dice que «en el cielo tu eterno destino por el dedo
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

de Dios se escribió». Como cualquier otro producto del espíritu y del trabajo,
la literatura puede –y suele– servir al nacionalismo, y el escritor puede creer
que esa misión es suya. Pero, en su origen y en su destino, la literatura no tie-
ne que ver con la nación, sino con los seres humanos (uno de cuyos atributos
es la nacionalidad), con sus vidas y con sus palabras.

2. La literatura es una construcción abierta de palabras e ideas, cuyo sus-


tento es una comunidad de lengua y de pasado. Es posible, digo, poner la
literatura al servicio del nacionalismo (o del comunismo, o de cualquier
otro sistema de ideas y creencias), pero es una operación innecesaria y aje-
na a su naturaleza. La literatura se nutre de un pasado humano destilado
en una lengua. Se nutre, demasiado se ha dicho, de lo vivido y lo leído.
«El niño dicta y el hombre escribe», dice Julien Green, sin que sea obliga-
torio tomarlo al pie de la letra. El hombre escribe en una lengua en cuyas
palabras «el tiempo ha dejado su huella oscura y profunda», según decía
Humboldt. Ese tiempo que carga de sentido las palabras, sus sonidos y sus
combinaciones, es, como lo quería Fernand Braudel, el tiempo de «la historia
particularmente lenta de las civilizaciones, en sus profundidades abismales,
en sus rasgos estructurales y geográficos», una historia que precede a la na-
ción y la contiene.

Las palabras, es cierto, cambian también en los tiempos cortos. Pero por deba-
jo, la historia larga las sigue rigiendo, y los sentidos y significados que menos
cambian son tal vez los que organizan por debajo a los cambiantes: pasiones,
gestos, ritos agrarios o funerarios. De ese humus profundo se nutre la lengua
y, con ella, el escritor.

¿Tiene que ver con el tiempo de los nacionalismos, es decir, con el de las ins-
tituciones y el imaginario de los Estados-nación? Sí, tiene que ver, pero lo
ordena secretamente desde abajo, sin que esa duración oceánica de la historia
sea alterada por la superficie móvil de los acontecimientos cotidianos descri-
tos por la crónica nacional. El peso de las palabras, pese a lo cambiante de los
discursos, es casi siempre un animal de fondo.

Escritor y lengua se nutren de la historia común. Pero esta historia no es tanto


la de los acontecimientos cotidianos, aunque ellos sean la materia o el tema
de la escritura, sino las vicisitudes y los modos de estar en el mundo –y en
esos aconteceres– de los seres humanos sobre los cuales y en los cuales se
condensa, uno por uno y por comunidades, el peso enorme y acumulado de
la historia anterior.
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Adolfo Gilly

Sobre la literatura y sobre el escritor actúa la historia inmóvil de Braudel,


la larga duración, lo que apenas cambia mientras todo cambia. En realidad,
cuando el escritor habla de seres humanos, aunque su narración parezca un
trozo ficticio de la historia de los acontecimientos inmediatos y aunque
así él mismo lo crea, está hablando de
La nación necesita una hombres y mujeres cuyos gestos, pala-
historia instituida como ella bras, reacciones, relaciones y sueños se
fueron formando en la larga duración,
misma. En cambio la
en el tiempo inmóvil, y toman cuerpo
historia, como conocimiento en el acontecimiento de sus vidas.
y como arte, no necesita
a la nación sino a los Algo similar, conforme a sus propios
métodos y pruebas, hace el historiador.
seres humanos en sus La relación de la nación y sus institu-
diversas relaciones ciones con la historiografía parece su-
cambiantes en el tiempo n frir urgencias similares. La nación ne-
cesita una historia instituida como ella
misma. En cambio la historia, como conocimiento y como arte, no necesita
a la nación sino a los seres humanos en sus diversas relaciones cambiantes
en el tiempo. Al impulso del escritor de fondo no lo apasionan las querellas
del nacionalismo –aunque no las ignore y aun mismo en el caso en que estas
puedan ser su tema– pero sí la lengua y la vida de esa comunidad humana
que ahora es nación.

3. El escritor, todos lo sabemos, sigue siendo un artesano. Produce quizás


para el mercado, pero hace cada vez –o quiere hacerlo– una obra única, la
trabaja, la pule, la «acaricia» para sentir la textura o la tersura.

No es un artesano solo en el modo de trabajo y en su relación singular con


el objeto. Lo que el escritor se propone producir es ante todo un valor de
uso. Le importa primero que esté bien hecho y terminado, le importa un
poco menos cuánto circule. Cuando comience a preocuparle primero cuán-
to circulará y para lograr esa circulación sacrifique palabras o párrafos,
cuando en su mente esté el valor de cambio con el uso como mero soporte
del valor, seguirá escribiendo, bien o menos bien, pero habrá permutado
oficio por carrera.

No estoy diciendo que no pueden producirse y no se hayan producido obras


maestras por encargo. Al contrario. En pintura, en arquitectura, en música,
en artesanía, obras en las que el espíritu parece soplar sin ataduras fueron
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

contratadas en épocas diversas por estricto y especificado encargo. Pero en-


cargo no es mercado moderno, como cualquiera entiende, y no es lo mismo
producir por uno o para el otro. Músico, blusero o escritor siguen siendo ofi-
cios cuyo primer destino es el esfuerzo y el deleite propios, es decir, oficios
de artesano. Y los artesanos existen antes que las naciones y, primero Dios,
las sobrevivirán.

Oficio de artesanos. Diré aquí, en las palabras de ellos, cómo trabajan con la
vivencia y con el idioma dos escritores que por vocación y oficio son cosmo-
politas y, por lo tanto, tienen idioma, historia y pasado, pero no alcanzo a
verles nacionalismo.

Uno es Sergio Pitol, a quien aún mal conozco pero tendré la osadía de citar-
lo. En «El oscuro hermano gemelo», suerte de cuento, ensayo y divertimento
incluido en El arte de la fuga, Pitol cita a Justo Navarro: «Ser escritor es con-
vertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti
mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad:
escribir es hacerse pasar por otro». Y luego sigue él:

No concibo a un escritor que no utilice elementos de su experiencia personal, una


visión, un recuerdo proveniente de la infancia o del pasado inmediato, un tono de voz
capturado en alguna reunión, un gesto furtivo vislumbrado al azar para luego incor-
porarlos a uno o varios personajes. El escritor hurga más y más en su vida a medida
que su novela avanza. No se trata de un ejercicio meramente autobiográfico: novelar a
secas la propia vida resulta, en la mayoría de los casos, una vulgaridad, una carencia
de imaginación.1

Casi de inmediato el texto se dispara en un relato donde se cruzan la anéc-


dota, el novelista y los personajes de su novela de los años siguientes. Recala
finalmente en estas líneas penúltimas:

La última novela de José Donoso, Donde van a morir los elefantes, lleva un epígrafe de
William Faulkner que ilumina la relación de un novelista con su obra en proceso: A
novel is a writer’s secret life, the dark twin of a man. [Una novela es la vida secreta de un
escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre]. Un novelista es alguien que oye
voces a través de las voces.2

Aquí aparece el Doble. Entonces, mejor detengámonos y doblemos la esquina.

1. S. Pitol: El arte de la fuga, Era, México, df, 1996.


2. Ibíd.
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Adolfo Gilly

El otro es E. M. Cioran. En Historia y utopía publica una carta escrita en


1957, desde París, «a un amigo lejano» que, «desde ese país que fue el
nuestro y que ya no es de nadie», Rumania, le pregunta si tiene intención
«de volver a escribir en nuestra lengua» o si seguirá siendo fiel al francés
duramente aprendido:

Sería embarcarme en el relato de una pesadilla referirle la historia de mis relacio-


nes con este idioma prestado, con todas sus palabras pensadas y repensadas, afi-
nadas, sutiles hasta la inexistencia, volcadas hacia la exacción del matiz, inexpre-
sivas a fuerza de haber expresado tanto, de terrible precisión, cargadas de fatiga y
de pudor, discretas hasta en la vulgaridad. ¿Cómo quiere que un escita las acepte,
aprenda su significado neto y las manipule con escrúpulo y probidad? No hay una
sola cuya elegancia extremada no me dé vértigo: ninguna huella de tierra, de san-
gre, de alma hay en ellas. Una sintaxis de una rigidez, de una dignidad cadavérica
las estruja y les asigna un lugar de donde ni el mismo Dios podría desplazarlas.
Cuánto café, cigarros y diccionarios para escribir una frase más o menos correc-
ta en una lengua inabordable, demasiado noble, demasiado distinguida para mi
gusto. Y solo me di cuenta de ello cuando, desgraciadamente, ya era demasiado
tarde para apartarme; de otra forma nunca hubiera abandonado la nuestra, de la
que a veces extraño su olor a frescura y podredumbre, mezcla de sol y de bosta, su
fealdad nostálgica, su soberbio desarrapo. Ya no puedo retornar a ella; la lengua
que tuve que adoptar me retiene y me subyuga a causa de esos mismos trabajos que
me costó. ¿Soy, como usted insinúa, un «renegado»? «La patria no es más que un
campamento en el desierto», reza un dicho tibetano. Yo no voy tan lejos: daría
todos los paisajes del mundo por el de mi infancia.3

Y aquí aparece el Extranjero Errante. Detengámonos pues una vez más y


ahora demos media vuelta. Demasiados son ya los personajes de extra-
muros.

4. En 1996 Mario Vargas Llosa publicó La utopía arcaica. José María Arguedas
y las ficciones del indigenismo4. Es un estudio de la obra y la vida del escritor
peruano muerto por suicidio el 28 de noviembre de 1969. Se ve un libro
escrito con apuro, como si un plazo fijo limitara al autor, un texto que no
fue muy revisado, que no agota las fuentes y que es simplificador y re-
petitivo: las mismas afirmaciones y conclusiones se reiteran capítulo tras
capítulo, se repiten frases enteras, las citas parecen al azar. Es además un
libro cargado de ideología, que desde su mismo título da por supuesto lo
que quiere demostrar.

3. E. M. Cioran: Historia y utopía, Artífice, México, df, 1981.


4. Fondo de Cultura Económica, México, df, 1996.
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

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Adolfo Gilly

A tantos años de la muerte de Arguedas, Vargas Llosa analiza el contenido


político e ideológico que atribuye a su obra, no tanto su escritura ni su len-
guaje. Considera a Arguedas un escritor indigenista (cuando este mismo lo
niega en sus ensayos) y decide que su obra corresponde a «una visión de la
literatura en la cual lo social prevalecía sobre lo artístico y en cierto modo lo
determinaba». A esta visión atribuida, Vargas Llosa opone la suya propia:
«ser un escritor significa primera, o únicamente, asumir una responsabilidad
personal: la de una obra que, si es artísticamente valiosa, enriquece la lengua
y la cultura del país donde ha nacido».

«El país donde ha nacido»: el nacionalismo de Vargas Llosa es moderno y propo-


ne y describe lo que tiene ante sus ojos, un Perú «desindianizado», formado por
millones de migrantes a las ciudades, en «mezcolanza» y «entrevero», donde
no domina un castellano puro sino «un extraño híbrido en el que al rudimen-
tario español o jerga acriollada que sir-
Imposible dejar de ver en ve para la comunicación, corresponden
esta proclama peruana de unos gustos, una sensibilidad, una idio-
Vargas Llosa la propuesta sincrasia y hasta unos valores estéticos
virtualmente nuevos: la cultura chicha»,
de un nacionalismo dinámico
en cuya «música chicha» se combinan,
y modernizador que en por ejemplo, los huaynos andinos con el
México encarnaron Plutarco rock y con los ritmos caribeños.
Elías Calles en su tiempo,
En «este nuevo Perú informal», dice Var-
y mucho más Carlos gas Llosa, gracias a «la economía infor-
Salinas de Gortari y su mal creada por ellos, (...) han surgido
estirpe en el nuestro n por primera vez un capitalismo popu-
lar y un mercado libre en el Perú». «Es
evidente que lo ocurrido en el Perú de los últimos años ha infligido una herida
de muerte a la utopía arcaica». «Aquella sociedad andina tradicional, comuni-
taria, mágico-religiosa, quechuahablante, conservadora de los valores colecti-
vistas y las costumbres atávicas, que alimentó la ficción ideológica y literaria
indigenista, ya no existe». Cualquiera sea la forma política de los gobiernos
por venir y su política económica, concluye, «el Perú se halla encarrilado hacia
una sociedad que descarta definitivamente el arcaísmo y acaso la utopía».

Sí, puede ser: imposible dejar de ver en esta proclama peruana de Vargas Llo-
sa la propuesta de un nacionalismo dinámico y modernizador que en México
encarnaron Plutarco Elías Calles en su tiempo, y mucho más Carlos Salinas
de Gortari y su estirpe en el nuestro.
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

Sí, puede ser. Nada más que Arguedas nunca propuso la utopía del retorno
al Tahuantinsuyo incaico ni fue un escritor indigenista, si por indigenismo
entendemos aquella variedad del nacionalismo –extendida después de la Re-
volución Mexicana en México, Perú, Ecuador y Bolivia– que se propone res-
petar, absorber e integrar a las culturas indígenas en la corriente única de la
cultura nacional y de su idioma, contra la propuesta liberal decimonónica
de ignorarla y desaparecerla en nombre del progreso, la república y la uni-
dad de la nación moderna.

La imaginación de Arguedas va por otros senderos. En «La novela y el proble-


ma de la expresión literaria en Perú», ensayo de 1950 que revisó y corrigió en
1968 como prólogo a la edición chilena de Yawar Fiesta5, escribe: «Pero los dos
mundos en que están divididos estos países descendientes del Tahuantinsuyo
se fusionarán o separarán definitivamente algún día: el quechua y el castella-
no. Entretanto, la via crucis heroica y bella del artista bilingüe subsistirá. Con
relación a este grave problema de nuestro destino, he fundamentado en un
ensayo mi voto a favor del castellano».

En Los ríos profundos6, cúspide literaria en torno de la cual giran su obra y su


vida, Arguedas se propone dos cosas: narrar el mundo encantado de los
Andes peruanos desde su propia infancia trasfigurada y encontrar en su
idioma castellano el lenguaje para decir ese mundo que se nombra a sí mis-
mo en quechua, un idioma en cuya estructura perviven el encantamiento
del mundo y el pensamiento indígena que con él forma un todo. Se propone
hablar él, José María Arguedas, bilingüe, hijo de un abogado errante del
Cusco y de una madre que murió cuando él tenía tres años de edad, nacido
en 1911 en la provincia de Andahuaylas, donde en 1940, de una población
total de 90.195 habitantes, solo 265 no hablaban quechua y 80.611 eran mo-
nolingües quechuas, criado por indios e instruido en su infancia por don
Felipe Maywa y don Víctor Pusa, comuneros; hablar él en la lengua que diga
la voz de estos y la voz de los ríos profundos, los cerros y las piedras, que por
supuesto hablan.

A la idea misma de ese mundo no tiene acceso Vargas Llosa, a juzgar por su li-
bro. Lo traduce a lo más por «naturaleza animada» o por «concepción animista».
Esta podría ser en todo caso una fuente de inspiración, dice Vargas Llosa, para

5. En J.M. Arguedas: Un mundo de monstruos y de fuego, selección e introducción de Abelardo Oquendo,


fce , México, 1993.
6. Las citas de esta obra están tomadas de la edición de Losada, Buenos Aires, 1998.
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Adolfo Gilly

«los movimientos llamados ecologistas», «el fenómeno político más novedoso


de los últimos años»: «Los jóvenes que militan en esta cruzada pueden reivin-
dicar a José María Arguedas, pues la utopía del autor de Los ríos profundos
es la suya».

En cuanto a la infancia, Vargas Llosa simplifica a tal punto la cuestión que, en


las anécdotas de la niñez vivida por Arguedas, busca el correspondiente di-
recto de los episodios narrados en sus novelas. El positivismo y sus escritores
no conocen al «oscuro hermano gemelo» ni oyen «voces a través de las vo-
ces». Se inclinan, más bien, a «novelar a secas la propia vida» en una especie
de ficción realista y a rastrear la misma inclinación en la obra ajena. Similar
es la manera en que el nacionalismo de los críticos literarios busca la relación
de cada escritor con lo nacional.

Otra cosa intenta Arguedas al recrear el mundo indígena con los materiales
oscuros de su infancia y hacerlo hablar por una lengua «casi extranjera»:

Realizarse, traducirse; convertir en torrente diáfano y legítimo el idioma que parece


ajeno; comunicar a la lengua casi extranjera la materia de nuestro espíritu. Esa es la
dura, la difícil cuestión. La universalidad de este raro equilibrio de contenido y forma,
equilibrio alcanzado tras intensas noches de increíble trabajo, es cosa que vendrá en
función de la perfección humana lograda en el transcurso de tan extraño esfuerzo.
¿Existe en el fondo de esa obra el rostro verdadero del ser humano y su morada? (...)
Pero si el lenguaje así cargado de extrañas esencias deja ver el profundo corazón hu-
mano, si nos trasmite la historia de su paso sobre la tierra, la universalidad podrá
tardar quizá mucho; sin embargo vendrá pues bien sabemos que el hombre debe su
preeminencia y su reinado al hecho de ser uno y único.

Para lograrlo era necesario encontrar los sutiles desordenamientos que ha-
rán del castellano el molde justo, el instrumento adecuado. Y como se trata
de un hallazgo estético, él fue alcanzado como en los sueños de manera
imprecisa.

¿Lo alcanzó? Arguedas dice que sí, que lo logró en su cuento «Agua», y para
que no queden dudas lo dice de este modo:

¡Ese era el mundo! La pequeña aldea ardiendo bajo el fuego del amor y del odio, del
gran sol y del silencio; entre el canto de los zorzales guarecidos en los arbustos; bajo el
cielo altísimo y avaro, hermoso pero cruel. ¿Sería trasmitido a los demás ese mundo?
¿Sentirían las extremas pasiones de los seres humanos que lo habitaban? ¿Su gran
llanto y la increíble, la transparente dicha con que solían cantar a la hora del sosiego?
Tal parece que sí.
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

5. En Los ríos profundos conversan el mundo encantado del tiempo indio y


el mundo encantado del tiempo de la infancia, lo cual no quiere decir, ni de
lejos, dos mundos felices o dos mundos ideales: violencia, pasión, mezquin-
dad, exaltación y humillación conviven en ellos cada hora. El lirismo del
texto arguediano dimana de la tensión
constante entre ambos mundos y de su En Los ríos profundos
propia materia de trabajo: un castellano conversan el mundo
construido y hablado con resonancia
encantado del tiempo indio
quechua, una imaginería campesina in-
dígena que se hace una con las formas y el mundo encantado
de decirla. del tiempo de la infancia,
lo cual no quiere decir, ni
Llega el muchacho Ernesto a la pican-
tería, donde se toma chicha y se comen de lejos, dos mundos felices
platos picantísimos. «Oirás, pues, al Pa- o dos mundos ideales n
pacha Oblitas», le dice la moza que sir-
ve a los parroquianos, señalando al arpista. El músico trashumante, «maestro
famoso en centenares de pueblos», empieza a cantar un huayno, hablando
con el río estrofa tras estrofa en el sonido dulce de la lengua quechua: «Río
Paraisancos, caudaloso río, no has de bifurcarte hasta que yo regrese». El mu-
chacho recuerda:

La voz aguda caía en mi corazón, ya de sí anhelante, como un río helado. El Papacha


Oblitas, entusiasmado, repitió la melodía como la hubiera tocado un nativo de Parai-
sancos. El arpa dulcificaba la canción, no tenía en ella la acerada tristeza que en la voz
del hombre. ¿Por qué, en los ríos profundos, en estos abismos de rocas, de arbustos y
sol, el tono de las canciones era dulce, siendo bravío el torrente poderoso de las aguas,
teniendo los precipicios ese semblante aterrador? Quizá porque en esas rocas, flores
pequeñas, tiernísimas, juegan con el aire, y porque la corriente atronadora del gran
río va entre flores y enredaderas donde los pájaros son alegres y dichosos, más que en
ninguna otra región del mundo.

Sigue cantando el arpista y hablándole al río: «Cuando sea el viajero que vuel-
ve a ti, te bifurcarás, te extenderás en ramas». Los parroquianos dejan de
tomar y conversar. Escuchan. El muchacho también:

¿Quién puede ser capaz de señalar los límites que median entre lo heroico y el hielo
de la gran tristeza? Con una música de esas puede el hombre llorar hasta consumirse,
hasta desaparecer, pero podría igualmente luchar contra una legión de cóndores y de
leones o contra los monstruos que se dice habitan en el fondo de los lagos de altura y
en las faldas llenas de sombra de las montañas. Yo me sentía mejor dispuesto a luchar
contra el demonio mientras escuchaba ese canto. Que apareciera con una máscara de
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Adolfo Gilly

cuero de puma, o de cóndor, agitando plumas inmensas o mostrando colmillos, yo iría


contra él, seguro de vencerlo.

Llegué a Perú en 1959, después de tres años de vivir, extranjero, en Bolivia.


Un amigo me dio alojamiento y un libro, Los ríos profundos, apenas publicado.
Empecé a leerlo y me invadió la misma agitación interior que al muchacho
con la música y el canto del arpista. Era el mismo castellano con el quechua
por debajo en que me hablaban, en esos años bolivianos, el minero Nina en
La Paz, el minero Constantino en Oruro, el estudiante Amadeo Vargas, co-
chabambino. Eran los olores, eran los paisajes lentos e inmensos del altiplano
bajo la bóveda azul cristal de la alta montaña.

«¿Sería trasmitido a los demás ese mundo? ¿Sentirán las extremas pasiones de
los seres humanos que lo habitaban?», se preguntaba Arguedas. «Tal parece
que sí», se respondía. Me fui a vivir a Europa al año siguiente. Llevé conmigo
solo dos libros: Los ríos profundos y Poemas humanos, y una traducción para ha-
cer en el largo viaje por mar: los Écrits, de León Trotsky. El barco era nuevo, se
llamaba Maipú, hacía la travesía entre Buenos Aires y Hamburgo, y naufragó
pocos viajes después.

6. El libro de Vargas Llosa, según creo yo, es un exorcismo progresista, po-


sitivista y nacional para ahuyentar a viejos fantasmas que siguen viviendo
en el Perú andino y en el «Perú informal», en lo que él describe como «ese
nuevo país compuesto por millones de
El libro de Vargas Llosa, seres de origen rural, brutalmente ur-
según creo yo, es un banizados por las vicisitudes políticas
y económicas»: la humillación, el odio,
exorcismo progresista,
la violencia.
positivista y nacional para
ahuyentar a viejos Antigua es la costumbre criolla y mes-
tiza de humillar al indio, y así de an-
fantasmas que siguen
tiguas son también las costumbres del
viviendo en el Perú andino y odio. Sus raíces más hondas están en
en el «Perú informal» n los mundos que Arguedas recrea, y ta-
les las ve el autor, mucho más que sus
críticos. Esas costumbres viven siempre y persisten en la fractura entre las
dos comunidades –ellos y nosotros– en que está dividida cada comunidad
nacional imaginada en estos países latinoamericanos. El nacionalismo no
constata esa fractura en su registro. Los humillados, sí. No sé decir si hay
literatura de estas tierras que no roce alguna vez sus bordes.
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

El 14 de noviembre de 1969 Hugo Blanco, preso desde 1963 en la isla cárcel de El


Frontón frente al puerto de El Callao, escribió una carta en quechua a Argue-
das, quien le había enviado con Sybila, su esposa, su novela Todas las sangres:
«Yo no puedo decir qué es lo que penetra en mí cuando te leo, por eso, lo que
tú escribes no lo leo como las cosas comunes, ni tampoco tan constantemente:
mi corazón podría romperse. Mis punas comienzan a llegar a mí con todo su
silencio, con su dolor que no llora, apretándome el pecho, apretándolo». Luego
le refiere el movimiento indio que lo llevó a la cárcel: «Cuánta alegría habrías
tenido al vernos bajar de todas las punas y entrar al Cuzco, sin agacharnos, sin
humillarnos, y gritando calle por calle: ¡Que mueran todos los gamonales! ¡Que
vivan los hombres que trabajan!». Bajaron de las punas y entraron a la ciudad
«sin agacharnos, sin humillarnos»: esa fue la hazaña nueva. «Les hicimos oír
todo cuanto hay, la verdad misma. (...) Se lo dijimos en quechua. (...) Y casi hicie-
ron estallar la Plaza de Armas estos maqtas emponchados»7.

La carta quechua del prisionero de El Frontón provoca una intensa agitación


espiritual en Arguedas. Le responde también en quechua: «Ayer recibí tu car-
ta: pasé la noche entera, andando primero, luego inquietándome con la fuerza
de la alegría y de la revelación».

Sin fecha, pero escrita el día 24 de noviembre, cuatro antes de su suicidio, esta
carta de Arguedas comienza diciendo: «Hermano Hugo, querido, corazón de
piedra y de paloma», y enseguida va, intuyendo tal vez que podía ser la últi-
ma, a Los ríos profundos:

Quizás habrás leído mi novela Los ríos profundos. Recuerda, hermano, el más fuerte,
recuerda. En ese libro no hablo únicamente de cómo lloré lágrimas ardientes; con más
lágrimas y con más arrebato hablo de los pongos, de los colonos de hacienda, de su
escondida e inmensa fuerza, de la rabia que en la semilla de su corazón arde, fuego
que no se apaga. Esos piojosos, diariamente flagelados, obligados a lamer tierra con
sus lenguas, hombres despreciados por las mismas comunidades, esos en la nove-
la, invaden la ciudad de Abancay sin temer a la metralla y a las balas, venciéndolas.
Así obligaban al gran predicador de la ciudad, al cura que los miraba como si fueran
pulgas; venciendo balas, los siervos obligan al cura a que diga misa, a que cante en la
iglesia: le imponen la fuerza.

Dice después que imaginó esta invasión «como un presentimiento» para que «los
que entienden de luchas sociales y de la política (...) comprendan lo que significa
esta toma de la ciudad que he imaginado»:

7. Las cartas entre Hugo Blanco y José María Arguedas se publicaron inicialmente en la revista
Amaru Nº 11, Lima, 12/1969.
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Adolfo Gilly

¡Cómo, con cuánto más hirviente sangre se alzarían estos hombres si no persiguieran
únicamente la muerte de la madre de las pestes, del tifus, sino la de los gamonales, el
día que alcancen a vencer el miedo, el horror que les tienen! ¿Quién ha de conseguir
que venzan ese terror en siglos formado y alimentado, quién? ¿En algún lugar del
mundo está ese hombre que los ilumine y los salve? ¿Existe o no existe, carajo, mier-
da?, diciendo, como tú lloraba fuego, esperando, a solas.

«Temo que ese amanecer cueste sangre, tanta sangre», continúa. «Tú sabes y
por eso apostrofas, clamas desde la cárcel». Y entonces vuelve al odio, el de
los humillados:

Como en el corazón de los runas que me cuidaron cuando era niño, que me criaron,
hay odio y fuego en ti contra los gamonales de toda laya; y para los que sufren, para
los que no tienen casa ni tierra, los wakchas, tienes pecho de calandria; y como el agua
de algunos manantiales muy puro, amor que fortalece hasta regocijar los cielos. Y
toda tu sangre había sabido llorar, hermano. Quien no sabe llorar, y más en nuestros
tiempos, no sabe del amor, no lo conoce.

Después, el regreso a la infancia, las voces que le hablan a través de las voces
y el anuncio de su muerte cercana, como una despedida:

Tu sangre ya está en la mía, como la sangre de don Víctor Pusa, de don Felipe Maywa.
Don Víctor y don Felipe me hablan día y noche, sin cesar lloran dentro de mi alma, me
reconvienen en su lengua, con su sabiduría grande, con su llanto que alcanza distan-
cias que no podemos calcular, que llega más lejos que la luz del sol. Ellos, oye Hugo,
me criaron, amándome mucho, porque viéndome que era hijo de misti, veían que me
trataban con menosprecio, como a indio. En nombre de ellos, recordándolos en mi pro-
pia carne, escribí lo que he escrito, aprendí todo lo que he aprendido y hecho, venciendo
barreras que a veces parecían invencibles. Conocí el mundo. Y tú también, creo que en
nombre de runas semejantes a ellos dos, sabes ser hermano del que sabe ser hermano,
semejante a tu semejante, el que sabe amar.

¿Hasta cuándo y hasta dónde he de escribirte? Ya no podrás olvidarme, aunque la muer-


te me agarre, oye, hombre peruano, fuerte como nuestras montañas donde la nieve no se
derrite, a quien la cárcel fortalece como a piedra y como a paloma.

He aquí que te he escrito, feliz, en medio de la gran sombra de mis mortales dolencias.
A nosotros no nos alcanza la tristeza de los mistis, de los egoístas; nos llega la tristeza
fuerte del pueblo, del mundo, de quienes conocen y sienten el amanecer. Así la muerte
y la tristeza no son ni morir ni sufrir. ¿No es verdad hermano? Recibe mi corazón.

Digo que el «oscuro hermano gemelo» acompañó hasta ese momento al escri-
tor. A través de las voces oía voces en sus dos idiomas, el «dulce y palpitante
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas

quechua», el castellano heredado y literario, los «sutiles desordenamientos»


en que los dos se cruzan. ¿Es esto nacionalismo? El nacionalismo amortigua
este conflicto, para este extranjero en su Perú el conflicto se volvió insufrible:
la humillación, el odio y la ternura, como en su carta última, no tenían ya
consuelo ni salida en su gran oficio de escritor.

Habrá quien pueda leer en esta carta a un escritor político. Yo no la veo así.
Veo en ella lo que es, el adiós del escritor a su mundo donde ya no se halla,
recordando con ira, con odio y con ternura. Veo la sombra de Walter Benja-
min, judío y extranjero, quien en 1940, vísperas de su suicidio, escribía que en
la clase trabajadora, «el nervio principal de su fuerza», el odio y la voluntad
de sacrificio, «se nutren de la imagen de los antepasados oprimidos y no del
ideal de los descendientes libres».

Dicen los que estudian, los que conocen y los que nomás miran la vida, que
en este fin de siglo la pobreza en el mundo crece vertiginosamente año con
año. No es un estado pasajero, sino una relación social estable y necesaria
para reproducir el mundo este en que vivimos. Con ella crecen el desampa-
ro, la humillación y el odio, se dividen y fragmentan las naciones y se separan
las nacionalidades. Tal vez no tan buenos porvenires, pero sí fuertes ideas
y grandes obras literarias deben de estar gestándose en esta explosión de la
desigualdad, de la ira y de la diversidad, porque para ellas son fértiles los
tiempos como estos.

7. En la madrugada del 1º de enero de 1994 un ejército de indígenas chiapa-


necos en rebelión, armados y no armados, enmascarados y hablando entre
sí en sus idiomas, tomaron la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, la an-
tigua Ciudad Real de la Colonia, la capital de los terratenientes, y al otro
día se retiraron a la selva en el mismo orden en que habían venido. No sé si
todos, pero Arguedas de seguro sí, comprendieron entonces la inmensidad
del gesto.

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