Adolfo Gilly, Sobre Una Crítica Al Indianismo e Indigenismo
Adolfo Gilly, Sobre Una Crítica Al Indianismo e Indigenismo
Adolfo Gilly, Sobre Una Crítica Al Indianismo e Indigenismo
de Dios se escribió». Como cualquier otro producto del espíritu y del trabajo,
la literatura puede –y suele– servir al nacionalismo, y el escritor puede creer
que esa misión es suya. Pero, en su origen y en su destino, la literatura no tie-
ne que ver con la nación, sino con los seres humanos (uno de cuyos atributos
es la nacionalidad), con sus vidas y con sus palabras.
Las palabras, es cierto, cambian también en los tiempos cortos. Pero por deba-
jo, la historia larga las sigue rigiendo, y los sentidos y significados que menos
cambian son tal vez los que organizan por debajo a los cambiantes: pasiones,
gestos, ritos agrarios o funerarios. De ese humus profundo se nutre la lengua
y, con ella, el escritor.
¿Tiene que ver con el tiempo de los nacionalismos, es decir, con el de las ins-
tituciones y el imaginario de los Estados-nación? Sí, tiene que ver, pero lo
ordena secretamente desde abajo, sin que esa duración oceánica de la historia
sea alterada por la superficie móvil de los acontecimientos cotidianos descri-
tos por la crónica nacional. El peso de las palabras, pese a lo cambiante de los
discursos, es casi siempre un animal de fondo.
Oficio de artesanos. Diré aquí, en las palabras de ellos, cómo trabajan con la
vivencia y con el idioma dos escritores que por vocación y oficio son cosmo-
politas y, por lo tanto, tienen idioma, historia y pasado, pero no alcanzo a
verles nacionalismo.
Uno es Sergio Pitol, a quien aún mal conozco pero tendré la osadía de citar-
lo. En «El oscuro hermano gemelo», suerte de cuento, ensayo y divertimento
incluido en El arte de la fuga, Pitol cita a Justo Navarro: «Ser escritor es con-
vertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti
mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad:
escribir es hacerse pasar por otro». Y luego sigue él:
La última novela de José Donoso, Donde van a morir los elefantes, lleva un epígrafe de
William Faulkner que ilumina la relación de un novelista con su obra en proceso: A
novel is a writer’s secret life, the dark twin of a man. [Una novela es la vida secreta de un
escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre]. Un novelista es alguien que oye
voces a través de las voces.2
4. En 1996 Mario Vargas Llosa publicó La utopía arcaica. José María Arguedas
y las ficciones del indigenismo4. Es un estudio de la obra y la vida del escritor
peruano muerto por suicidio el 28 de noviembre de 1969. Se ve un libro
escrito con apuro, como si un plazo fijo limitara al autor, un texto que no
fue muy revisado, que no agota las fuentes y que es simplificador y re-
petitivo: las mismas afirmaciones y conclusiones se reiteran capítulo tras
capítulo, se repiten frases enteras, las citas parecen al azar. Es además un
libro cargado de ideología, que desde su mismo título da por supuesto lo
que quiere demostrar.
Sí, puede ser: imposible dejar de ver en esta proclama peruana de Vargas Llo-
sa la propuesta de un nacionalismo dinámico y modernizador que en México
encarnaron Plutarco Elías Calles en su tiempo, y mucho más Carlos Salinas
de Gortari y su estirpe en el nuestro.
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas
Sí, puede ser. Nada más que Arguedas nunca propuso la utopía del retorno
al Tahuantinsuyo incaico ni fue un escritor indigenista, si por indigenismo
entendemos aquella variedad del nacionalismo –extendida después de la Re-
volución Mexicana en México, Perú, Ecuador y Bolivia– que se propone res-
petar, absorber e integrar a las culturas indígenas en la corriente única de la
cultura nacional y de su idioma, contra la propuesta liberal decimonónica
de ignorarla y desaparecerla en nombre del progreso, la república y la uni-
dad de la nación moderna.
A la idea misma de ese mundo no tiene acceso Vargas Llosa, a juzgar por su li-
bro. Lo traduce a lo más por «naturaleza animada» o por «concepción animista».
Esta podría ser en todo caso una fuente de inspiración, dice Vargas Llosa, para
Otra cosa intenta Arguedas al recrear el mundo indígena con los materiales
oscuros de su infancia y hacerlo hablar por una lengua «casi extranjera»:
Para lograrlo era necesario encontrar los sutiles desordenamientos que ha-
rán del castellano el molde justo, el instrumento adecuado. Y como se trata
de un hallazgo estético, él fue alcanzado como en los sueños de manera
imprecisa.
¿Lo alcanzó? Arguedas dice que sí, que lo logró en su cuento «Agua», y para
que no queden dudas lo dice de este modo:
¡Ese era el mundo! La pequeña aldea ardiendo bajo el fuego del amor y del odio, del
gran sol y del silencio; entre el canto de los zorzales guarecidos en los arbustos; bajo el
cielo altísimo y avaro, hermoso pero cruel. ¿Sería trasmitido a los demás ese mundo?
¿Sentirían las extremas pasiones de los seres humanos que lo habitaban? ¿Su gran
llanto y la increíble, la transparente dicha con que solían cantar a la hora del sosiego?
Tal parece que sí.
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas
Sigue cantando el arpista y hablándole al río: «Cuando sea el viajero que vuel-
ve a ti, te bifurcarás, te extenderás en ramas». Los parroquianos dejan de
tomar y conversar. Escuchan. El muchacho también:
¿Quién puede ser capaz de señalar los límites que median entre lo heroico y el hielo
de la gran tristeza? Con una música de esas puede el hombre llorar hasta consumirse,
hasta desaparecer, pero podría igualmente luchar contra una legión de cóndores y de
leones o contra los monstruos que se dice habitan en el fondo de los lagos de altura y
en las faldas llenas de sombra de las montañas. Yo me sentía mejor dispuesto a luchar
contra el demonio mientras escuchaba ese canto. Que apareciera con una máscara de
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«¿Sería trasmitido a los demás ese mundo? ¿Sentirán las extremas pasiones de
los seres humanos que lo habitaban?», se preguntaba Arguedas. «Tal parece
que sí», se respondía. Me fui a vivir a Europa al año siguiente. Llevé conmigo
solo dos libros: Los ríos profundos y Poemas humanos, y una traducción para ha-
cer en el largo viaje por mar: los Écrits, de León Trotsky. El barco era nuevo, se
llamaba Maipú, hacía la travesía entre Buenos Aires y Hamburgo, y naufragó
pocos viajes después.
Sin fecha, pero escrita el día 24 de noviembre, cuatro antes de su suicidio, esta
carta de Arguedas comienza diciendo: «Hermano Hugo, querido, corazón de
piedra y de paloma», y enseguida va, intuyendo tal vez que podía ser la últi-
ma, a Los ríos profundos:
Quizás habrás leído mi novela Los ríos profundos. Recuerda, hermano, el más fuerte,
recuerda. En ese libro no hablo únicamente de cómo lloré lágrimas ardientes; con más
lágrimas y con más arrebato hablo de los pongos, de los colonos de hacienda, de su
escondida e inmensa fuerza, de la rabia que en la semilla de su corazón arde, fuego
que no se apaga. Esos piojosos, diariamente flagelados, obligados a lamer tierra con
sus lenguas, hombres despreciados por las mismas comunidades, esos en la nove-
la, invaden la ciudad de Abancay sin temer a la metralla y a las balas, venciéndolas.
Así obligaban al gran predicador de la ciudad, al cura que los miraba como si fueran
pulgas; venciendo balas, los siervos obligan al cura a que diga misa, a que cante en la
iglesia: le imponen la fuerza.
Dice después que imaginó esta invasión «como un presentimiento» para que «los
que entienden de luchas sociales y de la política (...) comprendan lo que significa
esta toma de la ciudad que he imaginado»:
7. Las cartas entre Hugo Blanco y José María Arguedas se publicaron inicialmente en la revista
Amaru Nº 11, Lima, 12/1969.
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¡Cómo, con cuánto más hirviente sangre se alzarían estos hombres si no persiguieran
únicamente la muerte de la madre de las pestes, del tifus, sino la de los gamonales, el
día que alcancen a vencer el miedo, el horror que les tienen! ¿Quién ha de conseguir
que venzan ese terror en siglos formado y alimentado, quién? ¿En algún lugar del
mundo está ese hombre que los ilumine y los salve? ¿Existe o no existe, carajo, mier-
da?, diciendo, como tú lloraba fuego, esperando, a solas.
«Temo que ese amanecer cueste sangre, tanta sangre», continúa. «Tú sabes y
por eso apostrofas, clamas desde la cárcel». Y entonces vuelve al odio, el de
los humillados:
Como en el corazón de los runas que me cuidaron cuando era niño, que me criaron,
hay odio y fuego en ti contra los gamonales de toda laya; y para los que sufren, para
los que no tienen casa ni tierra, los wakchas, tienes pecho de calandria; y como el agua
de algunos manantiales muy puro, amor que fortalece hasta regocijar los cielos. Y
toda tu sangre había sabido llorar, hermano. Quien no sabe llorar, y más en nuestros
tiempos, no sabe del amor, no lo conoce.
Después, el regreso a la infancia, las voces que le hablan a través de las voces
y el anuncio de su muerte cercana, como una despedida:
Tu sangre ya está en la mía, como la sangre de don Víctor Pusa, de don Felipe Maywa.
Don Víctor y don Felipe me hablan día y noche, sin cesar lloran dentro de mi alma, me
reconvienen en su lengua, con su sabiduría grande, con su llanto que alcanza distan-
cias que no podemos calcular, que llega más lejos que la luz del sol. Ellos, oye Hugo,
me criaron, amándome mucho, porque viéndome que era hijo de misti, veían que me
trataban con menosprecio, como a indio. En nombre de ellos, recordándolos en mi pro-
pia carne, escribí lo que he escrito, aprendí todo lo que he aprendido y hecho, venciendo
barreras que a veces parecían invencibles. Conocí el mundo. Y tú también, creo que en
nombre de runas semejantes a ellos dos, sabes ser hermano del que sabe ser hermano,
semejante a tu semejante, el que sabe amar.
He aquí que te he escrito, feliz, en medio de la gran sombra de mis mortales dolencias.
A nosotros no nos alcanza la tristeza de los mistis, de los egoístas; nos llega la tristeza
fuerte del pueblo, del mundo, de quienes conocen y sienten el amanecer. Así la muerte
y la tristeza no son ni morir ni sufrir. ¿No es verdad hermano? Recibe mi corazón.
Digo que el «oscuro hermano gemelo» acompañó hasta ese momento al escri-
tor. A través de las voces oía voces en sus dos idiomas, el «dulce y palpitante
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En diálogo con Los ríos profundos, de José María Arguedas
Habrá quien pueda leer en esta carta a un escritor político. Yo no la veo así.
Veo en ella lo que es, el adiós del escritor a su mundo donde ya no se halla,
recordando con ira, con odio y con ternura. Veo la sombra de Walter Benja-
min, judío y extranjero, quien en 1940, vísperas de su suicidio, escribía que en
la clase trabajadora, «el nervio principal de su fuerza», el odio y la voluntad
de sacrificio, «se nutren de la imagen de los antepasados oprimidos y no del
ideal de los descendientes libres».
Dicen los que estudian, los que conocen y los que nomás miran la vida, que
en este fin de siglo la pobreza en el mundo crece vertiginosamente año con
año. No es un estado pasajero, sino una relación social estable y necesaria
para reproducir el mundo este en que vivimos. Con ella crecen el desampa-
ro, la humillación y el odio, se dividen y fragmentan las naciones y se separan
las nacionalidades. Tal vez no tan buenos porvenires, pero sí fuertes ideas
y grandes obras literarias deben de estar gestándose en esta explosión de la
desigualdad, de la ira y de la diversidad, porque para ellas son fértiles los
tiempos como estos.