El Escarabajo de Oro
El Escarabajo de Oro
El Escarabajo de Oro
David Zambrano
6° grado
El escarabajo de oro
Edgar Allan Poe
(Fragmento)
Hace muchos años trabé íntima amistad con un caballero llamado William Legrand.
Descendía de una antigua familia protestante y en un tiempo había disfrutado de gran
fortuna, hasta que una serie de desgracias lo redujeron a la pobreza. Para evitar el bochorno
que sigue a tales desastres, abandonó Nueva Orleans, la ciudad de sus abuelos, y se instaló
en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en la Carolina del Sur.
Esta isla es muy singular. La forma casi por completo la arena del mar y tiene unas
tres millas de largo. Su ancho no excede en ningún punto de un cuarto de milla. Se
encuentra separada de tierra firme por un arroyo apenas perceptible, que se insinúa en una
desolada zona de juncos y limo, residencia favorita de las fojas. Como cabe suponer, la
vegetación es escasa o alcanza muy poca altura. No se ven árboles grandes o pequeños.
Hacia el extremo occidental, donde se halla el fuerte Moultrie y se alzan algunas miserables
construcciones habitadas en verano por los que huyen del polvo y la fiebre de Charleston,
puede advertirse la presencia del erizado palmito; pero, a excepción de la punta oeste y una
franja de playa blanca y dura en la costa, la isla entera se halla cubierta por una densa
maleza de arrayán, planta que tanto aprecian los horticultores de Gran Bretaña. Este arbusto
alcanza con frecuencia quince o veinte pies de altura y forma un soto casi impenetrable, a la
vez que impregna el aire con su fragancia.
En las más hondas profundidades de este soto, no lejos de la extremidad oriental y
más alejada de la isla, Legrand había construido una pequeña choza, en la cual vivía, y fue
allí donde, por mera coincidencia, trabé relación con él. Pronto llegamos a intimar, pues la
manera de ser de aquel exiliado inspiraba interés y estima. Descubrí que poseía una
excelente educación y una inteligencia fuera de lo común, pero que lo dominaba la
misantropía y estaba sujeto a lamentables alternativas de entusiasmo y melancolía. Era
dueño de muchos libros, aunque raras veces los leía. Sus principales diversiones consistían
en la caza y la pesca, o en errar por la playa y los sotos de arrayán buscando conchas o
ejemplares entomológicos; su colección de estos últimos hubiera suscitado la envidia de un
Swammerdamm.
Por lo regular lo acompañaba en sus excursiones un viejo negro llamado Júpiter,
quien había sido manumitido por la familia Legrand antes de que empezaran sus reveses,
pero que se negó, a pesar de amenazas y promesas, a abandonar lo que consideraba su
deber, es decir, cuidar celosamente de su joven massa Will. Y no es difícil que los parientes
de Legrand, considerando a éste un tanto desequilibrado, hubieran hecho lo necesario para
fomentar esa obstinación en Júpiter, a fin de asegurar la vigilancia y el cuidado de aquel
errabundo.
En la latitud de la isla de Sullivan los inviernos son rara vez crudos, y se considera
que encender fuego en otoño es todo un acontecimiento. Hacia mediados de octubre de
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18… hubo, sin embargo, un día notablemente fresco. Poco antes de ponerse el sol me abrí
paso por los sotos hasta llegar a la choza de mi amigo, a quien no había visitado desde
hacía varias semanas; en aquel entonces vivía yo en Charleston, situado a nueve millas de
la isla, y las facilidades de transporte eran mucho menores que las actuales. Al llegar a la
cabaña golpeé a la puerta según mi costumbre y, como no obtuviera respuesta, busqué la
llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un magnífico fuego ardía en
el hogar. Era aquélla una novedad y no desagradable por cierto. Me quité el abrigo, me
instalé en un sillón cerca de los chispeantes troncos y esperé pacientemente el regreso de
mis huéspedes.
Poco después de anochecido llegaron a la choza y me saludaron con gran
cordialidad. Sonriendo de oreja a oreja, Júpiter se afanó en preparar algunas fojas para la
cena. Legrand se hallaba en uno de sus accesos -¿qué otro nombre podía darles?- de
entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido, que constituía un nuevo género, y,
lo que es más, había perseguido y cazado con ayuda de Júpiter un scarabæus que, en su
opinión, no era todavía conocido, y sobre el cual deseaba conocer mi punto de vista a la
mañana siguiente.
-¿Y por qué no esta noche misma? -pregunté, frotándome las manos ante las llamas,
mientras mentalmente enviaba al demonio la entera tribu de los scarabæi.
-¡Ah, si hubiera sabido que usted estaba aquí! -dijo Legrand-. Pero hemos pasado un
tiempo sin vernos… ¿Cómo podía adivinar que vendría a visitarme justamente esta noche?
Mientras volvía a casa me encontré con el teniente G…, del fuerte, y cometí la tontería de
prestarle el escarabajo; de manera que hasta mañana por la mañana no podrá usted verlo.
Quédese a pasar la noche; Jup irá a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la
creación!
-¿Qué? ¿El amanecer?
-¡No, hombre, no! ¡El escarabajo! Su color es de oro brillante, y tiene el tamaño de
una gran nuez de nogal, con dos manchas de negro azabache en un extremo del dorso, y
otras dos, algo más grandes, en el otro. Las antennæ son…
-¡No tiene nada de estaño, massa Will! -interrumpió Júpiter-. Ya le dije mil veces
que el bicho es de oro, todo de oro, cada pedazo de oro, afuera y adentro, menos las alas…
Nunca vi un bicho más pesado en mi vida.
-Pongamos que así sea, Jup -replicó Legrand con mayor vivacidad de lo que a mi
entender merecía la cosa-. ¿Es ésa una razón para que dejes quemarse las aves? El color
-agregó, volviéndose a mí- sería suficiente para que la opinión de Júpiter no pareciera
descabellada. Nunca se ha visto un brillo metálico semejante al que emiten los élitros…
pero ya juzgará por usted mismo mañana. Por el momento, trataré de darle una idea de su
forma.
Mientras decía esto fue a sentarse a una mesita, donde había pluma y tinta, pero no
papel. Buscó en un cajón, sin encontrarlo.
-No importa -dijo al fin-. Esto servirá.
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la mesa, fue a sentarse en un cofre situado en el rincón más alejado del cuarto. Allí volvió a
examinar ansiosamente el papel, dándole vueltas en todas direcciones. No dijo nada,
empero, y su conducta me dejó estupefacto, aunque juzgué prudente no acrecentar su
malhumor con algún comentario. Poco después extrajo su cartera del bolsillo de la
chaqueta, guardó cuidadosamente el papel y metió todo en un pupitre que cerró con llave.
Su actitud se había serenado, pero sin que le quedara nada de su primitivo entusiasmo.
Parecía, con todo, más absorto que enfurruñado. A medida que transcurría la velada se fue
perdiendo más y más en su ensoñación, sin que nada de lo que dije lo arrancara de ella. Era
mi intención pasar la noche en la cabaña, mas, al ver el estado de ánimo de mi huésped,
juzgué preferible marcharme. Legrand no trató de retenerme, pero, al despedirse de mí, me
estrechó la mano con una cordialidad aún más viva que de costumbre.
Había transcurrido un mes, sin que en ese intervalo volviera a ver a Legrand,
cuando su sirviente Júpiter se presentó en Charleston para hablar conmigo. Jamás había
visto al viejo y excelente negro tan desanimado, y temí que mi amigo hubiese sido víctima
de alguna desgracia.
[…]