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LA TEORIA DE KIM-interior.

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00.

California.
152 días antes de...

El tiempo es relativo, completamente imaginario ante los ojos de los


soberbios, y frágil como una dulce ilusión.
—¿Es seguro estar aquí? —preguntó temeroso el hermano ma-
yor mirando a su alrededor mientras se acercaban—. Taylor, ¿estás
escuchándome? —pero este ni siquiera parecía estar prestándole
atención.
El ulular de un búho se filtraba entre el silencio de la noche. Los
hermanos Kim no le prestaron atención. Quizá su canto simple-
mente anunciaba el cambio de estación, no quisieron verlo como un
mal augurio. Sobre todo, Taylor parecía obsesionado con atravesar
aquella barrera de alambre que cubría el perímetro del bosque. Es-
taba oscuro, tanto que ninguno de ellos pudo leer con claridad el
cartel que prohibía el paso.
Taylor maldijo cuando encontró la cadena que aseguraba el lu-
gar, donde él creía que se escondía una gran conspiración. Pero es-
taba decidido a averiguar de qué se trataba todo.
—¡Por supuesto que sí! Ahora, ayúdame con esto —pidió a su
hermano. Tomó las tenazas que había traído con él y comenzó a
cortar la malla.
—¿Qué? ¿Me trajiste aquí para allanar una propiedad privada?
Su hermano mayor se cruzó de brazos, molesto, porque sin im-
portar cuántas veces hablara, nunca lo escuchaba. Taylor volteó a
verlo.

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—Sean —dijo como señalando algo obvio—, en realidad te
traje porque mamá no me habría prestado el auto a mí. Además,
cuando descubra qué pasa allá adentro, tú podrás recibir un poco
de crédito.
—Es un lago, Taylor, no hay nada más. Ni alienígenas, ni labora-
torios, ni secretos de Estado. Hemos hecho esto tantas veces que ya
perdí la cuenta. Así que, por favor, vámonos antes de que sea muy
tarde.
—Se trata de algo importante. Hace unos días, te juro que vi
personas sospechosas y decenas de camiones entrar por aquí. Debe
de ser una máquina, quizás un experimento... ¡o tal vez incluso un
monstruo!
—Eso no te suena... no lo sé, ¿peligroso? ¿Por qué eres tan raro?
—dijo mirándolo con incredulidad—. Consíguete una novia o
únete al club de ajedrez, lo que sea que entretenga a tu extraño ser.
—No necesito una novia, eso es lo tuyo. Tú eres el guapo y yo el
inteligente, así es como funciona nuestra familia.
—¿Acabas de llamarme imbécil?
—Sí, pero con mucho afecto.
—Como sea, no tengo tiempo para esto. Tomaré el auto y me
marcharé, se supone que iría al cine con unos amigos hoy.
—¿Me abandonas por una estúpida película? —Se acomodó los
anteojos, ofendido.
—No es cualquier película, es el estreno de la nueva Rocky. Será
de lo que todos hablen mañana.
—Debes estar bromeando. ¿Me dejas por Sylvester Stallone?
¿Dejas a tu hermano por un falso boxeador?
El cielo resplandeció con un rayo antes de que un fuerte es-
truendo resonara por todo el lugar.
—Sí. Además, parece que lloverá pronto. Te veré más tarde.
Con un movimiento de despedida, Sean Grace Kim regresó al
auto, se colocó su típica chaqueta de mezclilla y peinó perfecta-
mente su frondoso cabello hacia atrás. Era un chico a la moda, todo
lo contrario al vándalo come libros que tenía por hermano menor; lo
amaba, pero no entendía ni la mitad de las cosas que decía.
Arrancó, dejándolo solo.

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—Eso es. Lárgate, traidor —masculló Taylor al verlo alejarse.
Genial, ahora estaba solo en medio del bosque.
Suspiró con fuerza para hacer un último corte en la malla y atra-
vesó la pequeña brecha que había creado. Sus pies crujían a cada
paso que daba. Encendió su linterna para alumbrar el camino.
Desde que había llegado a ese país se había prometido que sería
parte de algo grande. Un gran científico, físico matemático y de-
más, pero hasta la fecha no era más que un vago con demasiada
imaginación, según las palabras exactas de su hermano.
Sus experimentos siempre salían mal. Ya había incendiado la
escuela, dejado sin electricidad a todo el vecindario, acusado al go-
bernador de ser un extraterrestre y boicoteado el concierto de Ma-
donna, dos veces. Aunque lo último fue pura coincidencia. Él sabía
que si encontraba algo lo suficientemente importante, quizás resol-
vería todas sus dudas y reduciría su número de fracasos a cero.
Continuó caminando entre los árboles hasta que llegó cerca del
lago. Logró ver una construcción en el otro extremo de este. Parecía
ser más una casa que un edificio por lo compacta que era. Había
antenas con luces e incluso un pararrayos en su exterior, además de
los vidrios oscuros que no dejaban demasiado a la vista. Quiso acer-
carse, podía ver personas discutiendo y un objeto metálico peligro-
samente cerca de la orilla. ¿Qué estaban esperando? ¿Por qué
cuando parecía que la lluvia estaba cerca? Taylor realmente sentía
que necesitaba escuchar qué decían.
Las primeras gotas brotaron del cielo una a una mojando su
cabello y empañando sus anteojos. Siguió avanzando como podía,
aunque le era imposible ver con claridad. Un destello que iluminó
completamente el cielo nocturno lo cegó por un par de segundos.
Cayó al suelo, aturdido.
Intentó ponerse de pie, pero de pronto todo se oscureció. Fijó su
vista al frente: ya no había más luces y las personas habían corrido
para refugiarse de la tormenta que se desataba a su alrededor mien-
tras las ramas de los árboles revoloteaban con rudeza. No pintaba
nada bien el clima. Debía irse de allí ya si no quería terminar fulmi-
nado por un rayo.

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Sentía que las ondas de sonido de los truenos rebotaban en el
centro del lago y se expandían hasta estremecerlo. Se arrastró entre
la tierra hasta que de pronto chocó contra algo... algo humano.
¿Un cuerpo?
Su campo de visión se había nublado por la lluvia incesante. De
lo único que tenía certeza era de que había una persona incons-
ciente frente a él. No supo reaccionar, estaba demasiado cerca de la
orilla y lo más seguro era que se tratara de otro chico curioso como
él. La situación era estúpida, por no decir espeluznante, y estaba
seguro de que se arrepentiría más tarde, pero no era un maldito
desalmado como para dejarlo así.
Taylor lo tomó del torso y se aferró a él para levantarlo, trastabi-
llando entre las ramas y golpeándose contra cosas que le eran difíci-
les de distinguir. La tempestad se había desatado y el agua resbalaba
por las puntas de su cabello. Mientras avanzaba, experimentó un
profundo sentimiento de asedio. Aquellos pasos entre el fango eran
los mismos que había dejado solo minutos atrás.

Después de mucho esfuerzo, finalmente llegó a casa.


Entró por la puerta trasera, esperando no encontrarse a nadie.
Si su hermano lo veía con un extraño moribundo en medio de la
sala el próximo en encontrarse entre la vida y la muerte sería él.
Taylor temblaba demasiado y no pudo evitar pensar en que
nunca debió salir esa noche. En un intento por esconderlo, arrastró
al sujeto por las escaleras hasta que, preso del pánico, se encerró
junto con él en su habitación.
Se desvistió e hizo lo mismo con el extraño. Ninguno de los dos
moriría de frío. Ni él ni el chico que parecía haber sido escupido por
el lago. Al sacarle la camiseta empapada, se quedó observándolo. Su
aspecto era extraño. Tenía una perforación en la oreja y zapatos de
tela de un estilo que nunca había visto. Tampoco reconocía su

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rostro, así que supuso que ese chico no era de la ciudad. Le prestó
algo de ropa y lo dejó reposar sobre su cama.
Taylor caminó hasta el armario mientras se cambiaba. Continuó
secándose el cabello con una toalla cuando escuchó los resortes de
su cama rechinar. Volteó para ver al chico, que había despertado. Se
agarraba la cabeza con una mano y con la otra presionaba su pecho,
seguramente aún con la sensación de ahogo en la garganta.
—¿En dónde estoy?—preguntó.
—Hola —Taylor se acercó a él—, estabas inconsciente en la ori-
lla del lago. Te traje a mi casa, llovía demasiado. ¿Cómo te sientes?
—¿Dónde está mi familia? ¿Quién eres tú?
Despertar en la casa de un extraño con una ropa distinta era
demasiado escalofriante. Taylor no lo culparía por mirarlo de esa
manera. El chico se tocó el abdomen para asegurarse de que sus dos
riñones estuvieran en su lugar. Pareció respirar un poco más tran-
quilo al notar que su anfitrión se veía igual de asustado.
—Soy Taylor, Finnian Taylor —le dijo. Su expresión asustada lo
preocupó—. ¿No recuerdas nada? ¿Sabes cuál es tu nombre?
Parpadeaba constantemente. La habitación estaba llena de pós-
teres que se le hacían antiguos y cerca de la cama podía ver casetes
regados en el piso.
—Mi nombre es Dakho. Fui a pescar con mi padrastro al lago.
Recuerdo que me resbalé, caí del bote y luego... —Su voz se cortó,
un escalofrío recorrió su cuerpo con un cosquilleo travieso, como si
se tratase de una descarga eléctrica.
—¿Luego...?
—Luego desperté aquí —Dakho intentó levantarse—. Tengo
que irme, deben de estar buscándome en el hotel.
Taylor ladeó la cabeza. La entrada a ese lago había estado prohi-
bida desde que tenía memoria.
—¿Cómo rayos te dejaron entrar a pescar? No hay ningún hotel
en kilómetros. ¿De qué estás hablando?
—Un hotel grande y lujoso a diez minutos del lago... Tienen
barra libre y wifi gratis. ¿Cómo es posible que no sepas que existe?
—respondió atropelladamente ante la mirada extrañada de Taylor.
—¿Qué es wifi?

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Dakho se puso de pie, pero en cuanto tocó el piso sintió que una
fuerte corriente de energía recorría todo su cuerpo a través de sus
plantas descalzas.
—¿Cómo que qué es? —Dakho escrudiñó su rostro para ver si
estaba burlándose de él—. ¿Internet? ¿Nada?
Taylor negó con la cabeza. En ese momento, Dakho se fijó por
primera vez en el chico que lo había salvado. Tenía una camisa de
tela fina, anteojos y los pantalones arriba de la cintura. Hablando de
pasado de moda...
Dakho caminó hacia la ventana ante la mirada preocupada de
Taylor, la abrió y señaló hacia afuera:
—¿Ves? Es un gran edificio que se ve a kiló... No... ¡No puede
ser!
Parecía un sueño, lo único que podía ver eran árboles y peque-
ñas casas antiguas.
—Te lo dije, no hay nada así aquí.
Histérico, comenzó a buscar entre sus bolsillos.
—Mi celular —sacó el aparato—, mierda, mierda, mierda —dijo
frustrado y volvió a sentarse en la cama—. Está arruinado.
—¿Qué demonios es eso?
—¿Un celular? ¿Acaso no tienes uno? —El chico negó. Y él que-
ría llorar, iba a hacerlo—. Sabes, un teléfono, lo usas para hacer
llamadas.
—Te-tengo un teléfono —tartamudeó señalando hacia el gran
aparato de plástico con botones y cordón rizado. Dakho caminó rá-
pidamente hacia el teléfono, marcando los números en un intento
desesperado de llamar a su padrastro.
—Vamos, vamos, contesta...
Pero la línea estaba muerta. Dakho comenzó a hiperventilar.
Había una prehistórica televisión en una esquina de la habita-
ción, parecía un cajón viejo.
—¿Dakho, estás bien? Creo que debería revisarte un médico. Si
caíste al lago, pudiste morir ahogado.
Su estómago estaba revuelto por aquellas paredes viejas, los focos
colgantes, ese jodido teléfono y el chico de cabello castaño que no
parecía tener idea de lo que le decía. No, no, no. Debía estar muerto y

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esto no era real. Era impensable, algo que Hollywood y los científicos
habían estado explotando por años no podía estar pasándole a él.
Vio un periódico sobre el escritorio de Taylor. Lo tomó como si
temiera la respuesta. En la contraportada, el anuncio de la premier
de una película que se había estrenado hacía treinta años y que él
conocía demasiado bien se exhibía en ese preciso momento. Revisó
la fecha y maldijo internamente.
—Claro que no contesta su teléfono... su número aún no existe...
—farfulló y luego subió progresivamente su tono de voz—. El hotel
tampoco existe, allá será verano treinta y cuatro años adelante, pero
aquí hay una tormenta y yo... ¡No sé cómo mierda llegué aquí!
—Nada de eso tiene sentido.
—¡Si esto es real, ni siquiera yo debería existir!
—¡No entiendo nada de lo que dices! —El chico que Taylor ha-
bía salvado parecía estar a punto de tener un ataque de nervios.
—Ese periódico ¡¿es real?! —preguntó Dakho mientras veía
asustado a su alrededor—. ¿Esa es la fecha de hoy?
—Es real, sí. 1 de agosto de 1986 —dijo Taylor, confundido—.
¿Cuál es el problema?
—¡¿1986?! Escucha, tienes que ayudarme. Sé que suena loco,
pero no pertenezco aquí. Yo... —respiró profundamente—, yo
vengo del futuro.
Taylor intentó contenerse cuanto pudo, pero terminó soltando
una gran carcajada en su cara. No más Star Wars para el tal Dakho.
—Oh no... Creo que te diste un fuerte golpe en la cabeza —le
dijo lagrimeando de la risa—. No esperas que me lo crea, ¿o sí?
—¿Piensas que miento?
—Pienso que es imposible.
—¡Todo lo que digo es verdad! —Lo tomó de los hombros acer-
cándose a él—. ¡Tienes que creerme! Te lo suplico, por favor.
Tragó saliva cuando lo tuvo frente a él. No era la primera vez
que rescataba gente de la calle, pero esto era extraño. Lo del «telé-
fono» le daba puntos a su favor para hacerlo lucir creíble. Y, bueno,
él había entrado al bosque buscando un monstruo, así que...
—Te creo —declaró, solo para tranquilizarlo.

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No tenía sentido, pero si este chico decía la verdad, Taylor se
había cruzado con el descubrimiento del siglo. Si no, quizás solo se
trataba de un drogadicto más. Maldición, había dejado entrar a un
lunático en su casa.

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