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95-113
ISSN 2422-5541 [online] ISSN 2422-5444 [impresa]
Paula Isacovich*
L
a cuestión juvenil ingresó sostenidamente en la agenda pública y académica
argentina desde fines de los años ‘90. Asociada a temas como el desempleo y
la “empleabilidad”, a las modalidades de acción política o bien al delito callejero
y al problema de la seguridad ciudadana (Gentile, 2017; Jacinto, 2010; Vázquez, 2015).
Aun cuando los temas y abordajes han sido diversos, lo dicho se relaciona con la
manera en que los y las jóvenes, en especial aquellos provenientes de sectores po-
pulares, han sido interpelados por políticas sociales específicamente orientadas a
este grupo etario, las cuales privilegiaron desde hace más de dos décadas el fortale-
cimiento de las posibilidades de inserción laboral, en especial por medio de com-
ponentes educativos (Jacinto, 2010).
En ese marco, la discusión académica sobre políticas de juventud enfocó la cues-
tión del trabajo ya sea como objetivo de los dispositivos, asociado a la “inclusión”
y/o a la movilidad social ascendente; como expectativa o meta de los y las jóvenes,
o bien como universo de sentido sobre la base del cual ellos y ellas se vinculan con
las políticas sociales. Uno de los enfoques se sustenta en la teoría de la heteroge-
neidad estructural (de Raúl Prebisch)1 y considera que en países con desarrollos ca-
pitalistas dependientes como la Argentina, los jóvenes que viven en condiciones de
pobreza, se ven expuestos a la posibilidad del desempleo y la precariedad laboral,
resultando en “riesgo de marginalidad social” (Salvia, 2013; Van Raap, 2010). Estos
estudios cuestionaron las perspectivas de impacto de las políticas orientadas a pro-
mover la inserción laboral de jóvenes, porque no logran promover el acceso al “tra-
bajo decente” 2.
Otro enfoque se apoya en la teoría de la juventud como etapa de transición a la
vida adulta, que supone un tránsito de la dependencia a la autonomía en términos
laborales, económicos, habitacionales y de formación de una familia/hogar propio
(Casal, García, Merino y Quesada, 2006). Desde esta mirada, las políticas “intervie-
nen en la transición” aportando a fortalecer la “subjetivación” y transfieren a los jó-
venes “capital social”. Ello en ocasiones permite a los jóvenes acceder a empleos “de
calidad” (Jacinto y Millenaar, 2010), aunque en términos generales la mayoría de
los dispositivos reproducen las condiciones socioeconómicas de origen, signadas a
su vez por desigualdades de género (Millenaar, 2010).
Mientras que los primeros estudios colocan el foco en las condiciones estructu-
rales en las cuales se produce el desempleo juvenil y las políticas de juventud, los
segundos atienden a las instituciones, en sentido amplio (familia, trabajo, hogar) y
también aquellas en las cuales se despliegan políticas de formación laboral para jó-
venes. Y todos ellos evidencian una extendida preocupación por el acceso de los y
las jóvenes a un trabajo asalariado, ligado a un ideal de empleo estable, formal y so-
cialmente protegido, sintetizado en la noción de “trabajo decente”. Con este objetivo
–que recupera lineamientos de acción y evaluación de la OIT, replicados por agen-
cias de gobierno locales–, se evalúan las políticas de acuerdo a si mejoran o no las
posibilidades de los y las jóvenes. En tanto que las experiencias juveniles se exploran
para analizar tanto esos efectos como las expectativas y actitudes que expresan, eva-
luando si favorecen o no una trayectoria laboral “exitosa”.
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Así analizado el tema, los sujetos quedan reducidos a una categoría de exclusión
e intervención estatal que no alcanza a captar sus posibilidades de agencia ni las
maneras particulares en que esa “exclusión” es vivida. Y la politicidad de las acciones
juveniles queda en la sombra.
En este artículo quiero contribuir a esa discusión sosteniendo que las relaciones
que se establecen entre jóvenes y políticas estatales no alcanzan a comprenderse
desde modelos asociados a instituciones como el trabajo asalariado porque otras op-
ciones de vida (y de trabajo) están configurando los modos de vivir la juventud y –
desde esas mismas relaciones– también las políticas. Para ello recupero un enfoque
sobre el neoliberalismo propuesto por Gago (2014), quien discute su reducción a
una doctrina de política económica y administración pública impulsada desde or-
ganismos internacionales, para reinterpretar el proceso examinando mutaciones en
distintos niveles. La autora se apoya en la noción foucaultiana de “gubernamentali-
dad” para sostener que el neoliberalismo se comprende mejor como “un conjunto
de saberes, tecnologías y prácticas que despliegan una racionalidad [de gobierno] de
nuevo tipo que no puede pensarse sólo impulsada “desde arriba” porque su innova-
ción consiste, más profundamente que en las políticas que usualmente se refieren
con el término, en una forma de gobernar por medio del impulso a las libertades”
(Gago, 2014: 9-10).
Así definido este “neoliberalismo desde abajo”, permite captar las formas de re-
sistencia cotidiana que se imbrican en una proliferación de actividades tales como
las ferias, la producción textil, la autoconstrucción y otras, presentes en las economía
villeras, signadas por la informalidad. Lo que señala Gago es que esa economía in-
formal instituye realidades productivas (como las que se evidencian en la prolifera-
ción de grandes ferias y edificaciones de ladrillo) y posibilidades de progreso. Al
mismo tiempo, advierte que aquel impulso por medio de las libertades habilita for-
mas de resistencia y por ello permite pensar al “neoliberalismo” como arena de con-
flictos sociales, de luchas políticas (Gago, 2014). Recuperando estas contribuciones,
en este artículo busco mostrar algunos modos en que las resistencias cotidianas
hacen a la configuración de las políticas.
Los datos aquí presentados fueron elaborados en el marco de la investigación et-
nográfica que dio sustento a mi tesis doctoral, la cual versó sobre la producción social
de políticas y juventudes en el Bajo Flores, barrio popular del sur de la Ciudad de
Buenos Aires3. La etnografía se centró en Aprender a Trabajar4, una política de for-
mación laboral basada en talleres de oficios que al inicio de mi trabajo de campo lle-
vaba en el barrio veinte años continuados.
El trabajo de campo realizado en el Bajo Flores me permitió advertir numerosos
sentidos que se anudaban en torno a las acciones políticas con jóvenes que se des-
plegaban allí. Entre ellos destacaban los debates e intentos en torno a la necesidad
de generar trabajo remunerado para los chicos y chicas5. En torno al trabajo político,
al trabajo y al dinero se anudaban expectativas, posibilidades, experiencias (algunas
frustrantes o violentas) y aprendizajes. En este artículo, me interesa enfocar estos
sentidos para analizar dimensiones relevantes de la producción de las políticas y la
vida de los y las jóvenes, tal como pude aprehenderlas. Para ello, examinaré de cerca
las posibilidades de trabajo y de acceso al dinero que vislumbran los y las jóvenes
El Bajo Flores es una zona amplia del sur de la Ciudad de Buenos Aires, com-
puesta por distintos complejos de viviendas sociales y por la Villa 1-11-14, una de las
más extendidas y populosas de la ciudad.
Dimensionar las posibilidades y dificultades de trabajo y de acceso al dinero que
enfrentan sus habitantes resulta un desafío complejo. Los datos estadísticos mues-
tran que los barrios del sur de la Ciudad de Buenos Aires alcanzan indicadores la-
borales y económicos más desfavorables que los del norte. Evidencian menor nivel
de actividad económica, mayor cantidad de niños y ancianos por cada trabajador ac-
tivo, mayor informalidad laboral e ingresos monetarios por debajo del promedio de
la urbe. Distintas fuentes como los Censos Nacionales o la Encuesta Permanente
de Hogares realizados por los organismos oficiales de estadística nacional y de la
Ciudad de Buenos Aires, respectivamente, abonan la lectura de que las condiciones
se agravan para los y las jóvenes (Cravino, 2006; CEDEM y DGEyC, 2014).
A su vez, los datos estadísticos resultan limitados en un contexto en el cual la ac-
tividad informal, e inclusive ilegal, es como mínimo importante en términos com-
parativos respecto de la actividad formal y asimismo, frecuentemente, la actividad
informal resulta subregistrada. Por ello (y secundariamente por razones de espacio
que obligan a la síntesis), omito detallar aquí datos cuantitativos y en cambio pre-
sento datos etnográficos, los cuales permiten captar otra densidad de características
de la economía barrial.
En el Bajo Flores se sitúa Aprender a Trabajar, donde jóvenes de zonas aledañas
asisten a diario para participar de talleres de oficios tales como Mecánica automotriz,
Construcciones, Electricidad, Diseño gráfico, entre otros. Durante mi trabajo de
campo, los talleres organizaban a los y las jóvenes de acuerdo al oficio y a su edad:
quienes tuvieran entre 13 y 18 años asistían por las mañanas, de lunes a viernes,
entre las 8 y las 12 hs. En ese horario también cursaban Lectoescritura, Ciencias,
Derechos Humanos y Orientación Laboral. Además, al atardecer se realizaban ta-
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lleres para jóvenes que hubieran superado los 18 años de edad. Ellos y ellas apren-
dían distintos oficios en una clase semanal y una tarde por semana confluían en un
taller común de Orientación Laboral. En total trabajaban allí aproximadamente
veinte trabajadores estatales, y asistían entre sesenta y ochenta jóvenes.
Aprender a Trabajar había surgido entre mediados y fines de la década de 1980,
de las acciones impulsadas por un conjunto de personas que buscaban trabajar y
también realizar alguna práctica política, al retornar del exilio al que se habían visto
forzados durante la última dictadura militar. Para ello, establecieron acuerdos con
la entonces Intendencia de la Capital Federal (actualmente denominada Ciudad Au-
tónoma de Buenos Aires) y también con vecinos y trabajadores de políticas estatales
del Bajo Flores, para utilizar un edificio estatal que se hallaba disponible. Cuando
inicié la investigación, a fines de 2009, el Bajo Flores y Aprender a Trabajar habían
cambiado notablemente pero la impronta militante de sus fundadores y el carácter
de política estatal seguían modelando tensamente las acciones y las relaciones so-
ciales que pude observar.
Llegar a Aprender a Trabajar suponía atravesar decenas de actividades económi-
cas que sucedían día tras día en las calles del barrio. El primer impacto lo generaba
el tumulto de personas, mayormente hombres, que esperaba en una esquina deter-
minada la llegada de vehículos que reclutaran trabajadores para actividades del rubro
de la construcción o bien para talleres textiles. En las inmediaciones de aquella es-
quina había no menos de cinco puestos de venta de alimentos cocidos, los cuales
se calentaban en carritos rodantes para alimentar al paso a habitantes del barrio que
en muchos casos carecen de la posibilidad de cocinar en sus viviendas. También
había paños dispuestos sobre el suelo para la venta de productos usados –indumen-
taria en primer lugar–, y también un negocio polirrubro que ocupaba varios metros
cuadrados de vereda con cochecitos de bebés, colchones, muebles y otros productos
exhibidos para la venta. Otro rubro visible era el de las remiserías, que da cuenta de
la escasa circulación por el barrio de transportes públicos de pasajeros como los au-
tobuses, en especial en horarios nocturnos.
Con ese mundo de rebusques callejeros soñaba Gabriel, un joven de dieciséis
años, quien asistía regularmente al taller de Mecánica automotriz con el fin de, en
un futuro cercano, “ponerse su propio taller”. Le pregunté dónde pensaba situarlo y
me respondió algo que me resultó casi evidente: en la calle. También Piki, uno de
los ex alumnos de Aprender a Trabajar que solía frecuentar los eventos festivos y vi-
sitar la institución, tenía una changa6 callejera: lavaba autos.
A la economía informal de las calles le correspondía otra de las penumbras, como
era el caso del taller de costura en el cual trabajó Rosa, una de las alumnas de los ta-
lleres del turno tarde. Tenía veintiún años, una hija pequeña y había migrado desde
Bolivia. Así lo contó una tarde:
“Me dijeron que iba a tener que limpiar y doblar en un taller. Me dijeron el
sueldo que me iban a pagar y era bueno(…) A veces me quedaba hasta las
2 de la mañana para doblar algo. Mis amigas me decían que me fuera, que
me saliera. Pero el señor me mostraba por la ventana cómo le estaban ro-
bando a un paisano para amenazarme. Hasta que una amiga me sacó…”.
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Quienes aún no habían cumplido la mayoría de edad podían apelar a políticas
estatales de pasantías subsidiadas. Ese fue el caso de Noemí, quien por intermedio
del Programa Reconstruyendo Lazos trabajó como lavacopas en una pizzería du-
rante unos meses9. Ella se manifestaba contenta con la tarea a diferencia de Pedro,
quien también trabajó en el marco del mismo programa pero no compartía una
evaluación favorable de esa experiencia. Él había iniciado la pasantía con cierta re-
sistencia. Le ofrecieron trabajar en el Zoológico de la Ciudad, lo que implicaba
trasladarse al barrio de Palermo, situado a unos treinta minutos de viaje en trans-
porte público, cuatro días a la semana en horas de la mañana, y pese a la insisten-
cia de sus docentes, Pedro rechazó la oferta alegando que no quería ocupar el
horario matinal para no dejar de asistir a Aprender a Trabajar. A ello agregaba:
“¡es que a la mañana no puedo! Aparte, no me levanto para venir acá, no me voy a le-
vantar para ir a trabajar.”
Las políticas estatales aportaban en otros casos becas de ayuda escolar y también
viviendas transitorias, como le sucedía a Ernesto, quien vivía en un departamento
del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes10. Ernesto había llegado al
Bajo Flores varios años atrás, cuando tenía catorce años de edad, vivía en la calle y
había sido detenido por tenencia de marihuana. Entonces, empleados del “Consejo
de Derechos” lo llevaron a Aprender a Trabajar, según me relató: “…ellos me trajeron
para acá. Porque supuestamente yo tenía que vincularme”. Al inicio la asistencia de Er-
nesto era discontinua pero en el año 2010 cursó su último año de Herrería por la
mañana, mientras que por la noche procuraba completar la escuela secundaria y
con el dinero que recibió por una beca de ayuda económica para estudiantes se com-
pró una moto, que usaba para trabajar como repartidor de pizzas. Según me co-
mentó en alguna de varias conversaciones que mantuvimos, Ernesto tenía interés
en tener un sueldo fijo.
La circulación por el barrio me permitió vislumbrar numerosas actividades eco-
nómicas que se despliegan total o parcialmente en las calles. La mayoría de ellas de
manera informal, aunque no todas: los padres de algunos chicos y chicas con quie-
nes me vinculé trabajaban como recolectores de residuos o barrenderos en una em-
presa privada concesionaria del Gobierno de la Ciudad en marcos de relaciones
salariales. También la madre de Pedro trabajaba en relación de dependencia en un
hospital cercano; en tanto que otros padres oficiaban de obreros de la construcción
(de manera registrada o no, alternativamente).
No obstante los casos mencionados, la mayoría de las actividades que observé
en el Bajo Flores, y en especial aquellas a las que accedían los jóvenes –aunque no
todas–, escapan a las regulaciones protectoras del trabajo que configuran los esque-
mas de seguridad social en nuestro país. Tampoco requieren de estudios formales
extendidos a niveles superiores. Y en su mayoría también se encuentran entre las
menos rentables del mercado laboral. Asimismo, como ya señalé, resulta muy sig-
nificativa la productividad de la calle, donde suceden actividades económicas de ma-
nera total (como el lavado de autos) o parcial (como la venta ropa o discos copiados,
entre otros rubros).
Pese a todos los rasgos de esta economía, algunos datos sugieren que durante la
última década la circulación de dinero en el barrio se expandió significativamente.
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gorros con visera. Ellas la ropa ceñida al cuerpo, que insinuara sus contornos. Tanto
las exhibiciones de objetos como el vestuario daban lugar a tensiones con los do-
centes de los talleres. Las primeras, porque generaban dudas en torno a cómo ha-
bían obtenido aquello que exhibían. Además, podían ser motivo de conflicto entre
jóvenes, como una vez que Ernesto le prestó a otro joven un abrigo de una marca
reconocida y luego reclamó su devolución con enojo durante algunas semanas, hasta
que finalmente pudo tenerlo de nuevo consigo. En cuanto al vestuario, en especial
las gorras y las bermudas, si bien los y las talleristas no cuestionaban su uso coti-
diano, sí observaban que resultaban inadecuadas para presentarse a trabajar.
La relevancia del estilo y de los consumos culturales para la producción de sí de
los y las jóvenes (Manzano, 2010; Reguillo, 2000; entre otras), se volvía evidente
en esas situaciones. Allí se expresaba, además, una voluntad de acceder al consumo
que era percibida y comprendida por los trabajadores de Aprender a Trabajar. Algu-
nos de ellos cuestionaban esos consumos reflexionando sobre los modelos y condi-
ciones sociales desde los cuales aquellos son promovidos.
Por otra parte, las conversaciones entre ellos en la puerta daban daba lugar al re-
lato de hazañas urbanas: una pelea, una burla osada, inclusive pude escuchar el re-
lato elíptico de algo que pudo haber sido un hurto. Estas conversaciones daban lugar
así al despliegue de una sociabilidad en la cual se valoraban especialmente ciertos
bienes de consumo y también una capacidad de disputa por medio de la fuerza física
que desde la sociología fue interpretada en términos de un capital agonístico que
reviste una imagen de virilidad (Mauger, 2016).
Los chicos y chicas manifestaban también de otros modos su interés por el di-
nero. Por ejemplo, en ocasión de un Taller de Orientación Laboral donde estaban
aprendiendo a leer avisos clasificados de diarios, dos jóvenes en tono provocativo
leyeron: “Gane más de $10.000”. Y otro: “Señorita para privado, zona oeste, $300 por
día”. Varios de los presentes comentaron, entre risas, que esos avisos –los cuales
ofrecían sumas cuantiosas de dinero en comparación con otros trabajos posibles–
resultaban “raros”.
Aun cuando los trabajadores podían cuestionar los deseos y modelos de con-
sumo, cuando podían promovían iniciativas para que chicos y chicas accedieran a
algún dinero. Una de esas ocasiones fueron los “proyectos” en torno a los cuales se
organizó la actividad diaria de los talleres en el año 2011. Para ello conformaron dos
grupos que llevarían a cabo, en un caso, la edición de una revista con avisos publici-
tarios de comercios del barrio. Y en el otro una remodelación del salón del fondo, el es-
pacio cerrado más grande de la sede de Aprender a Trabajar, donde tenían lugar
numerosas actividades. Allí se proponían construir una “Sala de Cine” para el barrio.
El trabajo “por proyectos” se inscribía en Aprender a Trabajar pero también en
una política del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, que otorgaba
subsidios para propuestas formuladas por jóvenes. El subsidio permitiría abonar
una suma mensual de entre doscientos y cuatrocientos pesos a cada participante, y
también comprar materiales tales como pintura, hierro, o abonar servicios de im-
prenta y otros necesarios para llevar a cabo los planes. Para ello se realizó una reu-
nión con el objeto de comunicar a jóvenes y adultos a cargo de aquellos la propuesta.
De la reunión participaron alumnos y alumnas de los talleres de oficios, docentes y
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lectiva. Por otra parte, cada vez que había oportunidad algunos de los chicos y chicas
se ocupaban de mostrarnos orgullosamente, a quienes quisiéramos observar, los
avances alcanzados o su participación personal en alguna tarea.
Las reuniones de los viernes eran cordiales y afectuosas pero se complementaban
con otros mecanismos de regulación. Por ejemplo, el regaño por haber “jugado”,
refería a una escena en la cual cuatro jóvenes saltaban al mismo tiempo sobre un
andamio. Uno de ellos era Pedro, que amenazaba con “hacer juicio a Aprender a Tra-
bajar” si se lastimaba. Se resistió a descender hasta que Fernando subió “para ba-
jarlo” y en ese movimiento fue este último quien sufrió un fuerte golpe. Entonces,
decidió separar a los participantes del proyecto en dos grupos a los cuales les asignó
tareas diferenciadas “para que se vea quién trabaja y quién no”. Juana, estudiante de
sociología y docente de Orientación Laboral, hubiese preferido trabajar en el taller
de los viernes sobre los “Accidentes de trabajo” como contenido temático. En cambio
Fernando optó por establecer varios límites: hacia la situación concreta, hacia Pedro
y dos de sus amigos, quienes en su perspectiva dificultaban avanzar con los trabajos.
Y también hacia la voluntad de Juana de regular la situación por medio del diálogo
y el análisis de normativas de seguridad laboral, algo que para Fernando no resultaba
siempre adecuado.
Las energías vertidas en discutir, evaluar, conducir y modificar las conductas, y
en particular los modos de trabajar y de comportarse y relacionarse en el trabajo lla-
maron mi atención en el marco del proyecto Sala de Cine pero también en otros
momentos. Por ejemplo un encuentro mensual de todos los jóvenes y trabajadores
del turno mañana, denominado “Intercambio”, donde se trataban “temas grupales”
en los cuales se establecían normas y criterios relacionados con los modos de actuar
ante proyectos tales como un paseo fuera del barrio, una jornada de trabajo volun-
tario, u otras. También en el denominado “Espacio de las mujeres”, donde se deba-
tían los vínculos de pareja y los modos de crianza y donde las trabajadoras sociales
procuraban favorecer las condiciones para que las chicas pudieran salir a trabajar.
En distintos talleres y momentos se discutió la cuestión de qué significa ser ado-
lescente o joven, y más en particular sobre la imagen difundida en los medios de co-
municación sobre los jóvenes de barrios populares, que de manera insistente asocia
juventud y pobreza con violencia y delito callejero. Estas discusiones procuraban
comparar aquellas imágenes estigmatizantes con las experiencias de los chicos y las
chicas de Aprender a Trabajar y con las miradas que ellos tenían sobre sí mismos.
Así, los trabajadores de Aprender a Trabajar procuraban distanciar, diferenciar
ambas imágenes y los adolescentes coincidían en afirmarse en cuestiones que no
aparecían reflejadas en aquellos estereotipos. Pero estaban también aquellos que
bromeaban sobre el tema, como Abel, quien dijo en una oportunidad: “yo quiero ser
malo”. Tanto las bromas como esta expresión de un adolescente especialmente tí-
mido, retraído, alertaban sobre los códigos de sociabilidad, como un indicio de que
algunos jóvenes podían verse obligados a infundir temor en sus pares o bien a mos-
trar bravura para ser respetados11.
Esos códigos de sociabilidad son percibidos por los trabajadores de Aprender a
Trabajar como un “riesgo” omnipresente que es preciso confrontar, en particular
en lo que refiere al consumo. Para ello, la apuesta de Aprender a Trabajar es al trabajo
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Las miradas sobre cómo trabajar con los pibes son divergentes pero tienen en
común una lectura dicotómica en la cual droga y prácticas ilegales como el robo for-
man parte de un “otro camino” respecto de aquel en el cual Aprender a Trabajar pre-
tende iniciar a los jóvenes: el “camino del trabajo”. Más allá de lo discutible que
resulta esta dicotomía, interesa señalarla porque resulta constitutiva –pese a los es-
fuerzos que realizan para confrontar esas imágenes– de las miradas que los traba-
jadores de Aprender a Trabajar expresan sobre los jóvenes del barrio y también del
modo en que construyen y evalúan su propia acción política. Desde ya, esta afirma-
ción no supone que consideren los “dos caminos” como mutuamente excluyentes.
Lejos de eso, emergen de sus testimonios como alternativas que coexisten en las
vidas de jóvenes con quienes trabajan. Al mismo tiempo, ni es cierto que todos los
pibes del barrio estén involucrados en prácticas como el robo o el consumo o venta
de drogas (prácticas que por otra parte no son homogéneas), ni es eso lo que piensan
estos trabajadores (que tampoco piensan todos de la misma manera). Por el contra-
rio, lo que se afirma (y teme) es que esa posibilidad es una opción bastante extendida
en el barrio, en “la jungla”, lo cual se agrava por la presión social que ejercen mo-
delos de éxito personal ligados al consumo y los códigos de socialización que pon-
deran la virilidad y la fuerza física (el capital agonístico), azuzados por las
estigmatizaciones mediáticas sobre los jóvenes de barrios populares.
La oposición dicotómica entre los dos “caminos” remite a la que identificó Wac-
quant (2006) entre un gimnasio de aprendizaje y práctica de boxeo y las calles de
un gueto negro en Chicago. El autor encontró en el gimnasio un espacio donde se
enseñan las habilidades técnicas y los saberes estratégicos necesarios para forjar a
un púgil, pero asimismo halló en el gimnasio una función de aislamiento, de escudo
respecto de la inseguridad y las presiones de la vida en el gueto. Y un aspecto fun-
damental de la construcción de esa dicotomía, y de ese carácter protector, es el hecho
de que el gimnasio es una escuela de moralidad, en el sentido de que promueve la
disciplina, la vinculación al grupo (lazos sociales, vínculos afectivos), el respeto por
sí mismo y por los demás. En el gimnasio, un “programa de vida” sumamente exi-
gente invita al individuo a descubrirse y transformarse a sí mismo, resignificando
los sentidos morales y los usos de la fuerza física y la virilidad. Esta construcción fí-
sica y moral del boxeador, y el esfuerzo que supone, sólo se comprende ampliando
la mirada a la estructura de oportunidades que el barrio ofrece, que se distribuyen
entre la escuela, los trabajos menos calificados y las redes y actividades de la econo-
mía callejera.
En la dicotomía Aprender a Trabajar/camino del trabajo – jungla/otro camino el
joven es concebido como un ser débil (no muy fuerte, no muy convencido)12 y ex-
puesto a las “otras ofertas”. El “camino del delito” es definido como “otro” en contra-
posición al “camino del trabajo” en tanto fuente de ingresos. Desde esta concepción,
Aprender a Trabajar propone el aprendizaje de oficios como un modo de disciplina-
miento que supone la apropiación de técnicas corporales y otras regulaciones como
el cumplimiento de horarios y el uso adecuado de máquinas, herramientas y anda-
mios. Complementariamente, se abordan asuntos relativos a cuál es el vestuario ade-
cuado para salir a buscar trabajo y cuál es el lenguaje apropiado a utilizar. De esta
manera, las prácticas normativas que se impulsan en Aprender a Trabajar, se articu-
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ser aún mayor, como le sucedió a Ernesto, que fue detenido o a los “chicos muertos”
que frecuentemente rememoraba Pepe.
Aun considerando la diversidad de posibilidades y la desigualdad de condiciones
de vida que pueden observarse en el Bajo Flores, parece claro que para los habitantes
del barrio fue posible en los últimos años tener un trabajo legal o bien ganar buen
dinero. Pero fue improbable acceder a trabajos que combinaran ambas situaciones.
De esta manera, el escenario que se configura para los y las jóvenes del Bajo Flores
(y de otros barrios en Argentina, como han señalado otras investigaciones citadas),
es de una notable precariedad: trabajos sin protecciones sociales, remuneraciones
exiguas, actividades de corta duración, o bien emprendimientos comerciales más
rentables pero cuya sustentabilidad está supeditada a la falta de controles, dada su
informalidad – y en algunos casos ilegalidad.
En este marco de posibilidades, los trabajadores y trabajadoras de políticas esta-
tales orientadas a jóvenes forjaron iniciativas para generar oportunidades de acceso
a un trabajo y a algún dinero para los pibes, sin ceñirse a la idea de un “trabajo de-
cente”, ni siquiera de uno asalariado. Si bien el trabajo político con los y las jóvenes
sigue atendiendo a cuestiones ligadas a la denominada “empleabilidad” tales como
el cumplimiento de horarios o el aprendizaje de oficios, los esfuerzos cotidianos y
las preocupaciones que enuncian los trabajadores estatales, así como los sueños
que narran los chicos, colocan el consumo y el peligro con centralidad.
En ese sentido, la construcción simbólica del Bajo Flores como una “jungla” car-
gada de peligros, que sitúa la calle y Aprender a Trabajar como opciones dicotómicas
asociadas a elecciones de vida antagónicas –el trabajo o el delito–, fundamenta una
modalidad de intervención en la cual priman el cuidado, el afecto, la protección,
más que la “seguridad” económica o la seguridad social en los términos en que po-
dría protegerla el salario. Por ejemplo, en el Proyecto Sala de Cine, el aprendizaje
de oficios se conjuga con el acceso al dinero y deja ver también la preocupación por
disciplinar la vida y la reproducción de estos jóvenes por medio de iniciativas ten-
dientes a que se comprometan con las tareas programadas y con sus pares, que vis-
tan ciertas ropas y no otras, que pasen en los talleres un tiempo que se resta al estar
en la calle y también a que se involucren en trabajos que, como la refacción del salón
del fondo, no estén reñidos con la ley.
Así, este artículo propuso, por un lado, un recorrido por opciones de vida, posi-
bilidades de trabajo a las cuales acceden habitantes del Bajo Flores, mujeres y varo-
nes jóvenes, lo que da lugar a una economía política situada espacial y
temporalmente. Por otro, una indagación respecto de los códigos de sociabilidad
que expresan los chicos y chicas del barrio y un análisis sobre cómo tanto estos códi-
gos como algunas opciones de vida son conceptualizados por trabajadores estatales
y cómo, en relación con sus análisis, intentan regular los acercamientos juveniles
al dinero: promoviendo un control físico-moral a través de usos del tiempo; del
aprendizaje de técnicas corporales (como las que se requieren para practicar oficios)
y generando trabajos en marcos de legalidad.
Enfocar en detalle las posibilidades de vida y de trabajo, así como las acciones
cotidianas de un conjunto de personas y también los relatos sobre sus sueños y pre-
ocupaciones –que lejos de ser unánimes evidencian tensiones, debates y modos de
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Notas
1
Se puede consultar Van Raap, 2010. monto fijo de dinero que mensualmente la
2
La expresión refiere a una categoría de Administración Nacional de la Seguridad So-
la Organización Internacional del Trabajo, la cial otorga, por cada hijo menor de 18 años,
cual : “(...) busca expresar lo que debería ser, a personas desocupadas, empleadas en
en el mundo globalizado, un buen trabajo o forma irregular o que perciben ingresos por
un empleo digno. El trabajo que dignifica y debajo del Salario Mínimo Vital y Móvil.
9
permite el desarrollo de las propias capacida- “Reconstruyendo Lazos”, es un pro-
des no es cualquier trabajo; no es decente el grama del Ministerio de Desarrollo Social del
trabajo que se realiza sin respeto a los prin- Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, di-
cipios y derechos laborales fundamentales, rigido a jóvenes de 16 a 21 años. El programa
ni el que no permite un ingreso justo y pro- los vincula a empresas, comercios e institu-
porcional al esfuerzo realizado, sin discrimi- ciones para “hacer una experiencia de trabajo
nación de género o de cualquier otro tipo, ni remunerado”, en el marco de un contrato a
el que se lleva a cabo sin protección social..., término financiado por el Gobierno de la
(“http://www.ilo.org/americas/sala-de- Ciudad. Pasantía es el término utilizado en
p r e n s a / W C M S _ L I M _ 6 5 3 _ S P/ l a n g — Aprender a Trabajar para designar esas “ex-
es/index.htm”, 2016). periencias”.
3 10
La investigación se desarrolló entre Se trata de un organismo dependiente
2009 y 2015 y contó con el apoyo de dos del Gobierno de la Ciudad, creado por la Ley
becas doctorales del Consejo Nacional de In- N° 114, encargado de garantizar el cumpli-
vestigaciones Científicas y Técnicas. El tra- miento de los derechos establecidos por
bajo de campo intensivo tuvo lugar dicha Ley y por la Constitución de la Ciudad.
11
principalmente en dos etapas, la primera de Estos modos de construcción del “res-
10 meses de duración en 2010 y la segunda peto” fueron estudiados en profundidad por
de 6 meses de duración en 2011. Luego de Bourgois (2010), entre jóvenes vendedores
ello realicé numerosas visitas, en especial de crack en Harlem, Nueva York. Actual-
para realizar entrevistas o asistir a eventos mente Cozzi (2014) estudia el tema en la ciu-
particulares. En el marco del trabajo de dad argentina de Rosario. En otros contextos
campo observé situaciones de clase, reunio- como los de las hinchadas de fútbol, Garriga
nes de trabajo, movilizaciones, almuerzos en Zucal (2010) también mostró el valor posi-
el comedor, entre otras situaciones. Y me tivo que adquiere la capacidad de confronta-
vinculé con jóvenes, trabajadores estatales y ción física y de la construcción de una
militantes barriales, principalmente, aunque imagen de sí ligada a ello para la producción
también con algunos familiares de los y las del honor.
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jóvenes. Tal como señaló Chaves (2010) los dis-
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Los nombres han sido modificados cursos sociales definen en su mayoría a los
para preservar la identidad de las personas. jóvenes como personas inseguras, incomple-
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Las cursivas señalan términos nativos. tas, suponen que ello aumenta su posibilidad
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Término lunfardo que refiere a tareas de “desviarse” y tornarse peligrosos, para
remuneradas ocasionales, de corta duración. otros o para sí mismos.
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El compuesto conocido como “paco” es La expresión “pasta de alto chorro”, en
un estupefaciente fuertemente adictivo y da- lenguaje coloquial, refiere a las condiciones
ñino elaborado en base a residuos de la pro- para dedicarse al delito callejero.
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ducción de cocaína, que se fuma en pipa y es Para mayores referencias a esta idea ver
más económico que otras sustancias. Isacovich (2013)
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La Asignación Universal por Hijo es un
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empleo y riesgos de exclusión social. Berlín: Frie- cias Sociales, Universidad de Buenos Aires,
drich-Ebert-Stiftung. Buenos Aires.
Van Raap, V. (2010). Educación, políticas Váquez, M. (2015). Juventudes, políticas
sociales y acceso al mundo del trabajo: un estu- públicas y participación. Un estudio de las pro-
dio acerca de la desigualdad de oportunidades ducciones socioestatales de juventud en la Argen-
para los jóvenes en la Argentina. Tesis de Maes- tina reciente. Buenos Aires: Grupo Editor
tría en Políticas Sociales. Facultad de Cien- Universitario.