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LibroCofrade 19

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Cofrades, frailes

y provisores
Un pleito en la Málaga del siglo XVIII
Carlos Ismael Álvarez
Cofrades, frailes y provisores
Un pleito en la Málaga del siglo XVIII
© Del autor
© Agrupación de Cofradías

EDITA
Agrupación de Cofradías
de Semana Santa de Málaga
C/. Muro de San Julián n.º 2
29008 Málaga

DISEÑO Y MAQUETA
Antonio Herráiz PD

PORTADA
Santro Cristo de la Vera Cruz a su paso por
la calle Molina Lario. Foto: Hugo Cortés Garrido

CONTRAPORTADA
Jeroglífico de la Esclavitud.
Dibujo de Juan M. Pimentel Salazar.
Emblema de la Hermandad
de la Esclavitud Dolorosa.

IMPRIME
Gráficas Urania, S. A.
Avda. Juan XXIII n.º 35
29006 Málaga

Depósito Legal: MA-1012-2016


I.S.B.N.: 978-84-617-4736-8
Cofrades, frailes
y provisores
Un pleito en la Málaga
del siglo XVIII

Carlos Ismael Álvarez

COLECCIÓN «LA SAETA»


Libros cofrades – 19
AGRUPACIÓN DE COFRADÍAS DE SEMANA SANTA
Málaga, 2016
A Maribel
«En aspiraciones y en el afán que anima sus
constituciones, el espíritu de las cofradías es un
dechado de perfecciones. Pero, como obra al fin
humana, tiene sus fallos. Eludiríamos unos de los
deberes que nos hemos impuesto al redactar esta
obra si soslayáramos intencionadamente este
aspecto por un mal entendido afán apologético».

Llordén-Souvirón
ÍNDICE

Pág. 11 Presentación

INTRODUCCIÓN
Pág. 18 Antecedentes
Pág. 19 El Libro
Pág. 20 Documento 1
Pág. 22 Documento 2
Pág. 23 Documento 3
Pág. 25 Documento 4
Pág. 26 Documento 5
Pág. 49 Documento 6
Pág. 50 Documento 7
Pág. 59 Documento 8

Pág. 61 facsímil
PRESENTACIÓN
Hace 125 años se unían las cofradías de la Vera Cruz, Ánimas de Ciegos y Azotes
y Columna, y se convertían en una sola institución, formando un frente común
que les permitiera afrontar con más firmeza los problemas que aquejaban al
universo cofrade malagueño. Se trataba de tres de las corporaciones peniten-
ciales más antiguas de la ciudad que formalizaban este hito histórico en 1891, en
la iglesia de la Concepción, sita en la calle Nueva. Las tres contaban con un largo
bagaje histórico, pero especialmente la Archicofradía de la Vera Cruz y Sangre,
una de las confraternidades más preponderantes de los siglos XVII y XVIII. Se-
ría, precisamente, en esta última centuria cuando mantuvo un sonado pleito con
la Hermandad de Nuestra Señora de la Esclavitud Dolorosa, una de sus filiales,
en el desaparecido convento franciscano de San Luis «El Real».
Para el estudio de este litigio que enfrentó a estas dos corporaciones en el
Siglo de la Ilustración, el Consejo de Redacción de «La Saeta» designó al reputa-
do abogado y distinguido cofrade Carlos Ismael Álvarez para que se encargara
de su realización. Reconociendo que el tema era árido y enrevesado, como suele
darse en este tipo de documentos, el autor lo ha hecho ameno, entretenido e in-
teresante, explicando, en las notas a pie de página, quiénes eran los personajes
que aparecen en los folios que conforman el legajo conservado en el Archivo
Histórico Diocesano de Málaga. Agradecemos a Carlos Ismael su disposición
para llevar a cabo este encargo a pesar de sus múltiples ocupaciones profesiona-
les y lo felicitamos por su seriedad y rigurosidad en el estudio.
Con la publicación de este libro, el n.º 19 de la «Colección La Saeta Li-
bros-cofrades», la Agrupación de Cofradías vuelve a realizar un nuevo esfuerzo
editorial, dando a conocer en esta ocasión al mundo cofrade el estudio preli-
minar y reproduciendo el pleito entre la Vera Cruz y la Esclavitud Dolorosa.
Por ello, no podemos olvidar las atenciones del vicario general, José Manuel
Ferrary, quien atendió gustosamente nuestra petición con objeto de divulgar
este valioso documento del siglo XVIII.

Andrés Camino Romero


Director de la revista «La Saeta»

11
INTRODUCCIÓN
La discordia y sus desparramadas secuelas, instaladas en la condi-
ción humana desde siempre, son especialmente escandalosas cuando los enfrenta-
dos en conflicto se llaman a sí mismos hermanos y se congregan en instituciones
propias de una religión cuyo primer mandamiento es el amor.
Las páginas que siguen analizan la historia de un litigio entre los her-
manos de dos cofradías, la matriz y su filial, enfrentadas por el traslado de una
imagen de la Virgen desde una capilla a otra en el franciscano convento de San
Luis el Real de la ciudad de Málaga. Durante gran parte del siglo XVIII, co-
frades de ambas corporaciones y frailes no lograron solventar sus diferencias
entre las dilatadas lindes de aquel monasterio, el mayor de cuantos albergaba la
ciudad, y acabaron ventilando las razones que unos y otros invocaban, a través
de procuradores, notarios, curiales y provisores, ante un tribunal eclesiástico.
Las hermandades filiales, tan numerosas en el pasado, llevaban todas lar-
vado el virus del conflicto, pues aquellas que, bien por el tirón devocional de
sus titulares, bien por la constancia y actividad de los hermanos, prosperaban,
llegaban a un momento en que el propio crecimiento desembocaba, de forma
natural, en la secesión de la cofradía matriz con sus tensiones inherentes.
No se puede afirmar que los trámites canónicos de la erección fuesen más
sencillos que la agregación a una hermandad ya existente, pero sí era más fácil
contar desde un principio con la protección de una cofradía antigua y consolidada
frente a las imposiciones, a veces arbitrarias, de las comunidades conventuales y
los frailes mandones. Por su parte, la cofradía troncal ganaba, o creía ganar, pres-
tigio e influencia con la agregación de filiales, extremo que a menudo se circuns-
cribía únicamente a la salida procesional conjunta1, todo ello por no hablar de las

1.  Las Constituciones de la hermandad de la Virgen de la Esperanza, agregada a la del Dulce Nombre de Jesús
desde su mismo cabildo fundacional, advierten en este sentido: «que la dicha cofradía del Dulcísimo Nombre de

15
vanidades y del gusto indisimulado que los cofrades —pongámonos la mano en el
pecho— hemos tenido desde antiguo por los nombres prolongados y altisonantes.
En casi todas las querellas cofrades subyace, más o menos soterrada, una
lucha por el poder contemplado, como en la parábola evangélica, desde el piná-
culo del templo. Es muy posible que algunos lectores que decidan adentrarse en
la antigua historia que contienen estas páginas, experimenten una cierta sensa-
ción de déjà vu al conocer los pormenores de aquel litigio que hace casi 300 años
enfrentó a los hermanos de la Esclavitud Dolorosa con los de la Santa Vera Cruz.
Indemnes de los estragos del tiempo, manchados de humedad y olvido,
estos viejos papeles nos muestran, como al trasluz, un exacerbado sentido de la
posesión como núcleo esencial de aquel conflicto en pleno siglo de las luces, ese
«esto es mío y no me lo quita nadie» que, referido a un cargo, un martillo, un or-
denador o un puesto en el varal de fuera, todos hemos oído alguna vez proferido
con énfasis o dejado claro con ademanes de nudo propietario. Aquí se trataba
de la imagen de una Virgen (que también ha sobrevivido a las turbulencias del
siglo XIX y a los incendios de mayo y los horrores de la guerra en el XX2) como
epicentro de la disputa, y del uso de una capilla que algunos cofrades notables,
como machos alfa, marcaron como su territorio inalienable.
El cofrade, movido por el amor hacia sus titulares, suele vivir la cofradía
con entusiasmo y apasionamiento heredado con frecuencia de sus mayores. Y en
este escenario en el que se amalgaman sentimientos intensos, propios y comu-
nes, los asuntos ordinarios e incluso algunos motivos banales pueden ocasionar
grandes controversias donde ese apasionamiento genera posturas exaltadas e
intransigentes. De ahí al conflicto hay ya sólo un paso.
Persistir en un cargo o imponer los propios puntos de vista mediante el
poder y la influencia, a despecho del sentir generalizado de los hermanos e in-
cluso de lo resuelto por la autoridad eclesiástica, es una tentación en la que no
sólo incurrieron los cofrades de hace 300 años a los que este libro se refiere.

Jesús no ha de tener entrada ni salida con esta hermandad ni meterse en el gobierno ni cosa que toque a ella porque
no ha de tener mano en cosa alguna respecto de que es fundación de por sí y que ha de andar agregada a ella ha de ser
solamente para el dicho acompañamiento de la dicha procesión del Viernes Santo». Archivo Histórico Provincial de
Málaga. Sec. Protocolos Notariales. Málaga. Leg. 1538.
2.  Sebastián Souvirón la atribuye, sin citar fuente documental alguna, a Pedro de Mena, con lo que incurre en
la misma actitud que, con tanta razón, se critica en su propia obra: « hay una labor descuidada en la que no se
avanza y en la que nos hallamos situados en igual plano que hace treinta años: en la investigación histórica. Ahora,
como entonces, síguense repitiendo los mismos conceptos indecisos. Todo el viejo arraigo de las antiguas cofradías
malagueñas se describen en palabras de tanta vaguedad como: «dicen», «se cuenta», «se atribuye» o «parece»…»
«Historia documental de las Hermandades y Cofradías de Pasión de la Ciudad de Málaga», (Málaga, 1969).
Mucho más cauto, José Antonio Sánchez López la tiene como de autor anónimo y viene a coincidir con el anterior
en el «intenso trasiego que ha dominado el devenir histórico de la corporación» «El alma de la madera. Cinco siglos
de iconografía y escultura procesional en Málaga», (Málaga, 1996), p. 323.

16
Santa Vera Cruz. Foto: Archivo Fusionadas

17
Los comportamientos obcecados y un tanto irracionales que surgen a
veces entre los cofrades no les permiten comprender a algunos que, por muy
relevantes, valiosos, abnegados y prolongados en el tiempo que hayan sido sus
servicios prestados a la cofradía, ello no justifica de ninguna manera su perpe-
tuación en puestos de gestión, responsabilidad o representación de la misma,
más allá de lo estatutario y lo prudente. Porque, entre otras cosas, las generacio-
nes siguientes tienen derecho a mostrar sus capacidades y su inteligencia en la
gestión de la hermandad, que pertenece a todos y no sólo al núcleo duro de los
que, en un momento determinado, la gestionan.
Este enfrentamiento del ayer, tan parecido a algunos del presente, nos mues-
tra sobre todo que el conflicto y las fracturas surgen cuando se olvida el sentido de
la cofradía, su naturaleza religiosa o su fin primero; y que cualquier método de reso-
lución del mismo que no esté encaminado a la reconciliación, es ineficaz.

Antecedentes

La Hermandad de la Santa Vera Cruz, una de las que compiten por ser la más an-
tigua corporación pasionista de la ciudad de Málaga, acorde con sus orígenes en
una devoción predicada por el franciscano san Buenaventura, tenía su sede en el
convento de San Luis el Real, perteneciente a la Orden de los Hermanos Menores.
Agregadas a ella como filiales, existían varias hermandades en aquel cenobio, en-
tre ellas la de Nuestra Señora de la Esclavitud3, fundada en mayo de 1647.
El 4 de febrero de 1725, mediante una escritura transcrita por fray An-
drés LLordén, O.S.A.4, los cofrades de la Esclavitud, bajo determinadas condi-
ciones, obtuvieron de doña Josefa Poblador de Arcila la cesión de una capilla
con su bóveda que estaba a la entrada, fuera de la iglesia, en el pórtico de dicho
convento a mano izquierda, para que en ella colocaran la imagen de su Titular.
Esta cesión, por razones a las que más adelante me referiré, inquietó a los
hermanos de la Santa Vera Cruz que se opusieron resueltamente al traslado de
la imagen de la Virgen, que estaba en la capilla de la hermandad matriz, situada
en el claustro del convento franciscano5.

3.  En la documentación manejada el título de la hermandad unas veces es Nuestra Señora de la Esclavitud, otras
Esclavitud de Nuestra Señora de la Soledad y aún, Esclavitud Dolorosa.
4.  LLORDÉN, A. y SOUVIRÓN, S., «Historia Documental de la Hermandades y Cofradías de Pasión de la Ciudad de
Málaga», (Málaga 1969), p. 777.
5.  La cofradía de la Santa Vera Cruz había trasladado su sede canónica desde el hospital de Santa Ana al convento
franciscano en el mes de diciembre de 1584, cuando, por 300 ducados, adquirió un cuarto y capilla mediante una
escritura transcrita por Llordén en su op. cit. p. 678.

18
Ante ello, los hermanos de la Esclavitud Dolorosa instaron un procedi-
miento en el Tribunal Eclesiástico de la Málaga cuyo curso y vicisitudes, en
gran parte contenidos en un libro hallado hace ahora unos 20 años en el trans-
curso de unas obras en un inmueble del obispado, se analizan seguidamente.

El Libro

El volumen, en cuanto tal, es el resultado de la encuadernación de una colección


de documentos de naturaleza, fechas y procedencias distintas, que van desde
julio de 1724 hasta noviembre de 1790. Su invención casual está relatada por
Andrés Camino Romero6. José Rodríguez Marín7 se refiere al mismo como exis-
tente en el Archivo Histórico Diocesano de Málaga, «pendiente de clasificación».
Sin embargo, en el catálogo de Vidal González8 consta ya como la pieza nº 1 del
legajo 83, con el título de «Libro de la Cofradía de Ntra. Sra. de la Esclavitud y de
la Santa Vera Cruz en el monasterio de S. Luis el Real», entre la muy escasa docu-
mentación procedente de los conventos existente en su fondos.
Se trata de un libro en folio de 38 hojas, casi todas manuscritas por ambas
caras, algunas con restos de lacre rojo, con tapas de cartón forradas de pergamino
y guardas de una hechura tosca. Menos las hojas con timbre, el papel es verjurado.
Tuvo 18 folios más en blanco que fueron arrancados de una sola vez, posiblemente
para su reutilización independiente. Con un más que aceptable estado de conser-
vación, en la cubierta del volumen está caligrafiado en tinta sepia y negra LIBRO
de Docum.tos dla Hernand. 1781, con escrituras de otra mano añadidas con rotu-
lador negro y lápiz, así como el cuño del Archivo Histórico Diocesano de Málaga,
varias veces estampado en tinta violeta con motivo de su catalogación.
Las hojas de papel verjurado dejan ver las filigranas o marcas de agua uti-
lizadas por cada molino para identificar su producto. En algunos folios se trata
de un ostensorio con el monograma del Nombre de Jesús sobre el viril. El uso a
este fin de un motivo religioso no debe llevar a la conclusión de que se trataba
de un papel expresamente encargado para su utilización por la curia eclesiásti-
ca, ya que los batanes papeleros usaban figuras de este tipo, la cruz, el cáliz, el
rosario, con mucha frecuencia. En los años del siglo XVIII en que se produjeron
los documentos que contiene el libro, en Málaga y su entorno sólo se fabricaba

6.  «Peculiaridades de la Hermandad de la Esclavitud Dolorosa de Málaga». Actas del Simposium sobre religiosidad
popular en España, (El Escorial, 1997).
7.  «Málaga conventual. Estudio histórico, Artístico y Urbanístico de los Conventos Malagueños», (Málaga, 2000), p. 70.
8.  GONZÁLEZ SÁNCHEZ, V., «Archivo Histórico Diocesano de Málaga. Catálogo General», (Málaga, 1998).

19
papel de estraza, basto producto útil solamente para envolver mercaderías. Dice
José Carlos Balmaceda9, verdadera autoridad en la materia, que hasta los años
inmediatamente anteriores a 1800, no se produjo en un molino de Nerja papel
blanco, que no sólo fue utilizado por las escribanías sino para otras muchas co-
sas en la ciudad de Málaga y los pueblos que la rodean. Éste de la marca al que
me refiero fue, según el mismo autor, manufacturado por el fabricante catalán
Francisco Romaní10.

Documento 1
Facsímil, páginas III y IV

El primer documento de los encuadernados en el libro es una instancia de don


Josef de Fraga, sacristán de la capilla de Nuestra Señora de la Esclavitud11, sita
en el convento de San Luis el Real, solicitando 500 días de indulgencia a quienes
rezaren ante dicha imagen.
Al margen, el día 12 de marzo de 1781, el obispo de Málaga, a la sazón don
José Molina Lario y Navarro, concede 40 días de indulgencia «a todas las perso-
nas que devotamente rezaren una salve a Ntra. Sra. de la Esclavitud que se venera
en el convento de San Luis el Real, del orden de San Francisco de esta ciudad».
La respuesta está expedida por el notario mayor, es decir, el secretario del
obispado, don Indalecio Estrada12, probablemente uno de los clérigos aragone-
ses de su absoluta confianza de los que este prelado se rodeó para el gobierno de
la diócesis malagueña.
El Codex definía las indulgencias como «La remisión ante Dios de la
pena temporal debida por los pecados que ya han sido perdonados en cuanto a
la culpa»13 , y en el Enchiridion indulgentiarum, documento de la Sagrada Pe-
nitenciaría Apostólica que las regula, se prevé que el obispo diocesano tiene
la facultad conceder indulgencia parcial a las personas en los lugares de su
jurisdicción.

9.  «Los batanes papeleros en la provincia de Málaga», (Málaga, 1998), p. 132.


10.  Los Romaní tenían su molino en Capellades, junto a la Torre de Claramunt en la actual provincia de
Barcelona. Esta empresa familiar de varias generaciones de industriales papeleros, ha llegado a nuestros días
como la razón social Antoni Romaní T., S. A. y fabrica un papel de hilo muy apreciado por bibliófilos.
11.  Sacristán era uno de los cargos u oficios en la junta de la hermandad. José de Fraga, tres años después, en
mayo de 1784, era uno de los albaceas de la cofradía.
12.  El doctor don Indalecio Estrada pasó de aquí a Borja, (Zaragoza) donde fue canónigo doctoral en la colegiata
de Santa María.
13.  Cito por la edición de la B.A.C., (Madrid, 1962), p. 335.

20
Esclavitud Dolorosa. Foto: Archivo Agrupación

21
Las indulgencias se utilizaban como un modo de promover la devoción
a una imagen y de incentivar la asistencia de fieles al templo o capilla donde la
misma se veneraba. En este caso, los cofrades de la Esclavitud pretendían, ade-
más de ese beneficio, enriquecer espiritualmente su cofradía y consolidar, por la
afluencia de fieles y los cultos inherentes a las prácticas piadosas, un uso y una
posesión que, en seguida lo veremos, habían estado muy puestas en cuestión.
Con la mentalidad formalista y estatutaria de hoy, llama la atención que la
instancia no estuviera firmada por el hermano mayor de la cofradía, pero debe
advertirse que el cargo de lo que entonces se llamaba así no se corresponde con
exactitud con el presidente efectivo de la hermandad que es en nuestros días, y
que la representación legal de la corporación, incluso a la hora de otorgar docu-
mentos públicos ante escribanos, lo veremos en algunos de los documentos que
siguen, era más bien conjunta de varios oficiales y aún de simples hermanos. Los
presidentes ejecutivos (y con frecuencia mancomunados) de la cofradía eran los
mayordomos. El cargo de hermano mayor en aquella época tenía un carácter
más bien honorífico y muy próximo al concepto de patrono, es decir, la persona
más o menos solvente e influyente, benefactor o protector de la hermandad.
Una de las conclusiones que cabe sacar del detenido examen de este con-
junto de documentos, es que en la penúltima década del siglo XVIII, los herma-
nos de la Esclavitud impulsaron su cofradía con varias iniciativas. Dentro de
ellas puede enmarcarse esta solicitud de indulgencias.

Documento 2
Facsímil, páginas V a VIII

Testimonio de la escritura pública otorgada en Málaga por don Josef Sánchez de


Badajoz Figueroa y Tabares, maestrante de Ronda, junto con los hermanos mayo-
res y otros miembros de la cofradía de la Esclavitud de Nuestra Señora de la Sole-
dad, el día 12 de marzo de 1784, ante el escribano don Rafael del Castillo Sánchez14.
Sánchez de Badajoz15 era poseedor y patrono de la capilla y bóveda de San
Diego de Alcalá16, sita en el convento de San Luis el Real, de la Orden Franciscana
en Málaga. Se había atrasado «en el pago de su ofrenda» y la comunidad le había

14.  Escribano de número de Málaga desde junio de 1781. Medina Conde se refiere a él como escribano mayor de
rentas y secretario del Ayuntamiento.
15.  Era vecino de Ronda donde su padre, también caballero maestrante, había sido regidor perpetuo.
16.  Dicho patronato estaba vinculado al mayorazgo fundado por don Diego Romero y su esposa doña Juana de
Orellana a quienes expresamente menciona la escritura. A ambos en los repartimientos, los Reyes Católicos,
además de otros bienes, le hicieron merced de 100 fanegas de tierra en Pizarra, entonces La Pizarra.

22
reclamado el pago judicialmente. En vista de ello y del interés de la cofradía por
utilizar la capilla, mediante ese instrumento público llegaron a un acuerdo por el
que ésta asumía los gastos de la obra que la capilla necesitara para colocar en ella
la imagen de la Virgen, así como su mantenimiento y debía reponer en el testero
de la capilla el blasón17 del patrono que, al parecer, los cofrades habían borrado
por su cuenta. Los hermanos de la Esclavitud podían también usar para entierros
la bóveda bajo la capilla sin utilizar el enterramiento de la familia del patrono, en
la que se obligaban a poner, a costa de la hermandad, una lápida que dijera «esta
capilla y bóveda es de los Sánchez de Badajoz». A decir de Medina Conde18, el señorío
de La Pizarra cuya titularidad don Josef se atribuía a sí mismo en este instrumento
público, lo compartía en ese momento con su primo el conde de Viamanuel19.
Ambas partes salieron beneficiadas del acuerdo. Por un lado, los patronos
conservaron la titularidad de la capilla y bóveda, que al parecer no podían sufragar,
subrayado mediante los actos dominicales que suponían tanto la reposición del es-
cudo con las armas familiares como la inscripción de la lápida. Y los cofrades, que
ante el absentismo y la falta de mantenimiento de la capilla por parte de los patronos
(también por propio interés y necesidad, como más adelante veremos) la venían uti-
lizando de facto, obtenían un título en escritura pública que lo justificara.
Es importante señalar que, aunque este instrumento público se otorga ante
escribano, como acaba de decirse, en 1784, en realidad con él lo que se estaba escri-
turando es un acuerdo muy anterior que databa de 1725. Las reiteradas expresio-
nes en pretérito que en ese convenio se contienen, la expresa mención a que la Vir-
gen de la Esclavitud estaba colocada en la capilla o que los cofrades habían borrado
el blasón de los patronos que existía en la pared de la misma, lo viene confirmar
plenamente. Más adelante cuando, retrocediendo con los documentos del libro en
el tiempo, me refiera al pleito ante el tribunal eclesiástico, habrá ocasión de volver
con mas extensión al acuerdo de la utilización de la capilla de San Diego de Alcalá.

Documento 3
Facsímil, página IX

Copia parcial autorizada, expedida el 22 de marzo de 1784, de la escritura de


poder de representación procesal otorgada ante el escribano público don José

17.  Los Sánchez de Badajoz blasonaban de plata, cuatro bandas de gules, y, brochante sobre el todo, un león de
azur.
18.  GARCÍA DE LA LEÑA, C. «Conversaciones Históricas Malagueñas», (Málaga, 1789), parte II, p. 119.
19.  José Manuel de Villena y Mendoza, Maestre de Campo. Era esposo de la hija del I marqués de Valdesevilla.

23
de Avendaño Relosillas por los
apoderados de la hermandad
de Nuestra Señora de la Escla-
vitud, a favor de los procura-
dores don Miguel Riaño20, don
Josef Fernández de la Herrán21
y don Antonio Muñoz de la
Chica 22.
Se trata del llamado po-
der general para pleitos que, en
este caso, es también especial
para el litigio sobre la entrega
de los títulos de la capilla del
convento de San Luis el Real.
Era, y continúa siendo, usual
El escudo de Málaga en el sello que el poder se otorgue a favor
del Número de Escribanos de la ciudad
de varios procuradores en pre-
vención de que alguno de ellos
tenga algún tipo de incompatibilidad para hacerse luego cargo del asunto. El
primero de ellos, don Miguel de Riaño, sería quien llevaría la representación de
la Hermandad.
La copia autorizada se extiende sobre un papel timbrado del sello cuarto,
20 maravedís, con el escudo de Carlos III, monarca reinante en 1784, en virtud
de una disposición que databa de la época de Felipe IV, destinada a mejorar los
ingresos de la Hacienda Real y la solemnidad de los documentos públicos.
El escribano no era un simple amanuense sino el cualificado poseedor de
un oficio para el que había acreditado suficiencia jurídica y gramatical, aunque
a las escribanías (en Málaga había 24) se accedía, una vez superado el examen,
por distintas vías que iban desde la compraventa al arrendamiento. Don José de
Avendaño la heredó de su padre, don Félix de Avendaño, en 1779, previa renun-
cia de sus cuatro hermanas23. Verdaderos notarios, los escribanos conservaban

20.  Se trata de don Miguel de Riaño Calderón que ejerció su profesión en esta ciudad desde 1788 a 1809 en
que falleció.
21.  Es (era) en realidad don Josef Ruiz Fernández de la Herrán. Fue también luego escribano en el Real
Consulado Marítimo Terrestre de Málaga.
22.  Quizás hijo y sucesor en el oficio de don Francisco Muñoz, uno de los procuradores malagueños que, según
las respuestas generales al Catastro de Ensenada, tenía mesa en el juzgado eclesiástico.
23.  ARROYAL ESPIGARES, P. J., CRUCES BLANCO, E., y MARTÍN PALMA, M.ª T., «El Notariado en Málaga
durante la Edad Moderna. Estructura organizativa», (Málaga, 2007), p. 56.

24
Los dos claustros del convento de San Luis el Real en el plano de Bartolomé Thurus

en su archivo (protocolo) la matriz u original de la escritura que autorizaban


con su signo, firma y rúbrica como depositarios de la fe pública.
En cuanto a los otorgantes de la escritura en nombre de la hermandad, a
los que en la misma se califica de apoderados, don Roque de Luque era albacea 24.

Documento 4
Facsímil, páginas X a XII

El folio 10 del Libro de Documentos al que me vengo refiriendo es un rótulo


o carátula de los papeles que encuadernados le siguen «en los que consta la
transferición (el traslado) que hizo la dicha sagrada imagen a la iglesia y ca-
pilla de San Diego desde la capilla de la Santa Vera Cruz situada en el claus-
tro de dicho convento» y «pleito que tuvieron ambas hermandades ganado por
a Esclavitud», lo que confirma que los folios anteriores no formaban parte del
documento completo; de hecho, correspondían a otros muy posteriores en el
tiempo y fueron antepuestos al encuadernarse el libro como relacionados con
la historia del litigio.
La referencia en esta carátula al «ajuste que con posterioridad celebraron
de acuerdo con el que se pactaron varias condiciones», revela que, con indepen-
dencia de la finalización formal del pleito, hubo, como más adelante veremos,

24.  LLORDÉN, A., SOUVIRÓN, S., Op. cit., p. 784.

25
algún tipo de transacción para poner definitivamente término a la discordia
entre la cofradía de la Esclavitud y su matriz la de la Santa Vera Cruz.
Se inicia con una instancia mediante la que don Miguel de Riaño, uno de los
procuradores apoderados por la hermandad, en nombre de don Roque de Luque, al
que ya he mencionado, y don Josef Pizarro25, «de ésta vecinos y hermanos mayores de
la hermandad de la Esclavitud de Nuestra Señora» solicitan del obispado de Málaga
que se le expida testimonio del pleito pues desean «tener documento que justifique
dicha traslación que han hecho», para lo que han hecho las más vivas diligencias, inda-
gando en el archivo del obispado y han encontrado los autos que se siguieron». No está
de más señalar que, a pesar de que estamos en 1784 y han transcurrido, por lo tanto,
60 años desde que tuvo lugar el pleito, don Miguel de Riaño conocía sin duda en pro-
fundidad la historia de las capillas del convento franciscano, pues su oficio de procu-
rador estaba gravado con un censo del que precisamente disfrutaban los frailes de ese
monasterio26 en el que, como acreedor, se subrogó el Estado tras la desamortización.
El 24 de diciembre de 1784, el canónigo doctoral y notario archivista don Ra-
món Vicente Monzón27 manda expedir testimonio del procedimiento, lo que realiza
el licenciado don Francisco Zazo y Linares, al que en las respuestas generales del
Catastro de Ensenada28, en 1753, ya se le cita como titular de un oficio en el Tribunal
Eclesiástico de Málaga, concretamente, notario mayor de testamentos y receptoría.
Casi 60 años después de iniciado el litigio, que documentalmente abar-
ca gran parte del siglo XVIII, los cofrades de la Esclavitud de Nuestra Señora,
obtienen el testimonio con la historia del pleito, gracias al cual han llegado sus
pormenores hasta nuestros días. A ellos me refiero a continuación.

Documento 5
Facsímil, páginas XIII a XXXVIII

Desde la Edad Media, la Iglesia se regía por un conjunto de normas, documentos


conciliares y decisiones papales, compiladas en el llamado Corpus iuris cano-

25.  Debe descartarse que este don Josef Pizarro fuera don Josef Pizarro del Pozo y Eslava, regidor perpetuo de
Málaga que falleció en 1765. Cfr. REDER GADOW, M., «La perpetuación de un linaje en el municipio malagueño: los
regidores Pizarro (siglos XVI-XIX)», Historia de la familia. Parentesco y linaje, (Murcia, 1994) p. 887.
26.  GONZÁLEZ, E., CARRASCOSA, M., MUÑOZ CASTILLO, M.I., «El oficio de procurador en la Málaga del siglo
XIX» Isla de Arriarán: Revista cultural y científica, nº 7 (Málaga, 1996), pp. 65-70.
27.  La extensa biografía de este canónigo, más tarde promovido a la dignidad de arcediano de Ronda, puede verse
en LLORDÉN O.S.A, A., «Historia de Málaga. Anales del cabildo eclesiástico malagueño» (Málaga, 1988), p. 467.
28.  Cito por la edición del Centro de Gestión Catastral y Cooperación Tributaria, «Málaga, 1753», (Madrid,
1995), p. 182.

26
nici. En 1556 el papa Pío V encargó a una comisión de juristas la edición de los
libros canónicos que en este momento estaban en vigor, publicándose la llamada
Editio romana que era el conjunto de leyes que constituían la legislación de la
Iglesia (latina).
Esta vigencia multisecular se mantuvo hasta la promulgación en 1917 del
Código de Derecho Canónico que, en su canon 6, tras sentar que no se trataba
de una legislación nueva sino de una codificación del derecho anterior, vino a
abolir toda la legislación eclesial existente hasta ese momento en aquello que no
estuviese expresamente regulado por el nuevo Codex.
En el momento, pues, en que se ventiló el litigio entre las hermandades
a que se refieren los documentos del libro, estaba vigente la Editio romana. Sus
preceptos, mediante el llamado pase regio, una facultad de los reyes, estaban en
vigor en los territorios de la monarquía hispánica de manera que sus normas y
disposiciones se ejecutaban en nombre del propio rey.
El concepto de proceso, más amplio que el de juicio, comprende aquella
serie de normas y formalidades que regulan la sustanciación de un litigio ante
un juzgado, (órgano unipersonal) o tribunal (órgano compuesto por varios ma-
gistrados), en el que las partes en conflicto alegan el derecho que en su opinión
ampara su pretensión concreta y prueban los hechos en el que aquel se sustenta.
Desde el punto de vista jurídico, la fase histórica final del Imperio Ro-
mano, cuando ya las provincias predominan sobre la Urbe, se caracteriza por
la generalización de un tipo de proceso, la extraordinaria cognitio, que en un
principio estuvo diseñado y legislado sólo para algunos tipos de litigios. En este
procedimiento judicial era ya un único juez el que oía a las partes, lo tramita-
ba (por medio de una sustanciación predominantemente escrita), valoraba la
prueba y fallaba mediante una sentencia que era posible apelar ante una ins-
tancia superior.
Desde la evidencia de que el Derecho Romano pasó a la cultura occiden-
tal a través del Derecho Canónico, no es de extrañar que en los aspectos proce-
sales, la extraordinaria cognitio con sus inevitables modificaciones, fruto de la
evolución a lo largo del tiempo y de la implantación de los valores cristianos, se
convirtiera en el procedimiento común durante siglos en la Iglesia con el nom-
bre de proceso canónico-romano. Y que donde antiguamente un juez funciona-
rio impartiera justicia en nombre del emperador, ahora fuera un juez, también
poseedor de ese oficio, quien administrara justicia en nombre del ordinario del
lugar, estando reservado a la suma autoridad del romano pontífice conocer del
asunto en grado de apelación.
Tras todo ello, hay que apresurarse a advertir que, aunque que en sus
líneas maestras o esenciales el proceso siempre se ajustaba al modelo canó-

27
nico-romano (juez único, predominancia de la tramitación mediante escri-
tos, posibilidad de apelación…), en la práctica las diferencias de la sustan-
ciación concreta entre cada provisorato podían ser importantes porque la
costumbre, e incluso la costumbre del lugar, tenía en la época un peso muy
considerable29.
Antes de seguir adelante con el estudio del libro de documentos de la co-
fradía de la Esclavitud y de la historia del litigio que sus páginas encierran, me
referiré siquiera brevemente a dos órganos de gobierno de cada Iglesia local: la
curia y el cabildo catedralicio.
Se llama curia al conjunto de cualificados sacerdotes que, desde oficios
concretos, auxilian al obispo en el gobierno y administración de la diócesis. La
curia malagueña en el siglo XVIII, cuando tuvo lugar el litigio que recoge el
libro objeto de esta obra, estaba compuesta de la siguiente forma30:
El obispo y su secretario de cámara; provisor y vicario general, juez de
testamentos, y de obras pías; dos fiscales: el general y el de testamentos; notario
mayor, notario contador de rentas decimales y notario archivista; colector ge-
neral y contador general. El secretario de cámara era en realidad el secretario
particular del prelado y el notario mayor, cargo u oficio que luego se denominó
canciller, el secretario del obispado. Como más adelante se expondrá, en el mo-
mento de iniciarse el pleito, en el mes de julio de 1724, la silla de Málaga estaba
vacante desde hacía ya casi 7 años.
Por cabildo se entiende el colegio o comunidad de sacerdotes que atien-
de el culto y administra la catedral de una diócesis, es decir el templo en el que
el obispo preside la comunidad cristiana y en el que tiene su sede o cátedra
desde la que imparte su magisterio sobre cuestiones de fe y de doctrina. En
aquella época el cabildo se componía de dos estamentos: los canónigos, entre
los que sobresalían por su especial cualificación «las dignidades», y los racio-
neros31. El cabildo eclesiástico malagueño en el siglo XVIII estaba formado de
la siguiente manera:

29.  Tan esto es así que, pese a su propósito unificador y universalizador, el Código de Derecho Canónico de 1917,
en su Libro Cuarto, dedicado precisamente a los procesos, canon 1555, empieza advirtiendo que «el tribunal de la
Congregación del Santo Oficio procede según prácticas y estatutos particulares y conserva sus propias costumbres…».
Cito por la edición de la B.A.C., (Madrid, 1962).
30.  Sigo en esto a Medina Conde, irresponsable y falsario investigador, pero también trabajador incansable que
manejó una copiosa documentación que, por razones de todos conocidas, no ha llegado a nuestros días.
31.  Andando el tiempo los racioneros y los medios racioneros, que también existían, fueron denominados
beneficiados. En el coro los canónigos ocupaban los sitiales altos, rodeando las dignidades la cátedra o silla del
obispo, mientras que los racioneros, ocupaban los sitiales bajos. Tras el Concilio Vaticano II, los canónigos y
beneficiados, que accedían hasta entonces a su oficio en virtud de oposición, fueron refundidos en la categoría de
canónigos.

28
Cultos. Foto: José Alarcón Capilla, 2015

29
Ocho dignidades que eran el deán o presidente, el maestre escuela, el
chantre, el tesorero y los arcedianos de Málaga, Antequera, Ronda y Vélez-Má-
laga32. 12 canónigos, 12 racioneros y 12 medios racioneros, más algunos capella-
nes y ministros subalternos. Cuando dio comienzo el pleito entre ambas cofra-
días en el mes de junio de 1724, era deán don Victoriano Maldonado del Burgo,
natural de Salamanca33.
Era, y continúa siendo, habitual que casi todos los miembros de la curia
fuesen nominados entre los canónigos del cabildo catedralicio ya que el mismo
estaba compuesto por los más cualificados sacerdotes, titulados universitarios
en teología, cánones o historia eclesiástica. Hay quien sostiene que ello no es
sino una consecuencia de que en sus orígenes la domus episcopi, o lugar de re-
sidencia del prelado y su curia, y la sede, lugar donde ejerce su magisterio y
preside la celebración de cultos, eran en su conjunto una misma cosa: la ciudad
santa, compuesta también por sus anejos, claustro, escuela, hospicio... y subraya
Alain Erlande-Brandenburg que «el vínculo entre la domus y la catedral era tan
estrecho que se podía pasar fácilmente desde una a la otra»34 .
En el obispado de Málaga en el siglo XVIII existían dos tribunales: El
Tribunal de Cruzada y Subsidio y el Tribunal Eclesiástico. El primero se com-
ponía de tres comisarios jueces apostólicos (que eran canónigos), un fiscal, un
notario mayor, un alguacil y algunos subalternos. Se trataba de un tribunal ad-
ministrativo que conocía de las reclamaciones contra el cobro de algunos tri-
butos recaudados por la Iglesia cuya destinataria final era la Corona, es decir,
lo que hoy llamamos el Estado35. Y el segundo era el ordinario donde un juez,
llamado provisor, por jurisdicción delegada del obispo, conocía y fallaba las cau-
sas canónicas. En este último se sustanció el litigio entre ambas hermandades.

32.  En la Edad Media los arcedianos eran jueces delegados de la jurisdicción del prelado en algún territorio de su
diócesis. A estas alturas de la Ilustración eran simplemente miembros del cabildo catedralicio.
33.  ESTRADA SEGALERVA, J.L., «Catálogo General de Málaga», (Málaga, 1973), p. 97.
34.  La Catedral» (Madrid, 1993), p. 56.
En Málaga no se conserva este pasadizo habitual entre la catedral y el palacio episcopal, pero en la fachada de
este último a la calle Molina Lario, existen vestigios del mismo.
35.  En relación a este asunto puede verse RETANA ROJANO, R., «Rentas y bienes declarados por la hermandad
de Nuestra Señora de la Esperanza del convento de Santo Domingo a las reales gracias de los subsidios en 1795» en
«Esperanza» n.º 23 (Málaga, febrero de 1999), p. 30.
Los que, con tono crítico y escandalizado (y aplicando criterios de hoy a asuntos del ayer) nos recuerdan que
la Iglesia imponía tributos, se olvidan de añadir a continuación que partidas tan importantes y fundamentales
en los Presupuesto Generales del Estado de hoy, como la Educación, la Sanidad o los Servicios Sociales, con
el nombre de Instrucción y Beneficencia, corrían en aquel entonces de casi la exclusiva cuenta de aquella. Y
que, refiriéndome ahora a Málaga, aún obras públicas, como la traída de aguas a la ciudad y su puerto, fueron
promovidas y financiadas, precisamente en los años del litigio que nos ocupa, por el obispo Molina Lario.
En cualquier caso, debemos insistir en que los tributos cuyas reclamaciones veía este tribunal, a pesar de ser
recaudados por la Iglesia, tenían como destinataria final la Corona.

30
Nuestra Señora de la Esclavitud Dolorosa. Foto: Archivo Agrupación

31
«El Señor Licenciado Don Diego de Toro y Villalobos Provisor y Vicario ge-
neral que fue de este obispado» al que se alude, es don Diego González de Toro
y Villalobos, clérigo extremeño que, además de esos dos oficios canónicos, fue
gobernador de esta diócesis36 durante el largo periodo de sede vacante que
transcurrió desde la muerte del prelado dominico fray Manuel de Santo Tomás
y Mendoza en 1717, hasta 1725 en que él mismo fue promovido obispo de Mála-
ga37. Era, pues, en ese momento del inicio del litigio, el vértice jerárquico de la
Iglesia de Málaga.
En la acepción que aquí nos interesa, se entiende por autos el expediente
ordenado cronológicamente de cuantos escritos de las partes, diligencias y reso-
luciones judiciales, de tramitación o definitivas, de una causa civil, penal, canó-
nica o de cualquier otra jurisdicción. Ese expediente, cosido a mano38, formaba
lo que se llamaba pieza y se archivaba al término del procedimiento. Hablo en
pretérito porque en la hora actual, al menos en la jurisdicción ordinaria, se está
implantando el expediente electrónico de manera que, en teoría, porque se está
en la fase de adaptación, los autos en papel ya no existen.
El documento quinto del libro, comprendido entre sus folios 12 a 38, es
un testimonio, es decir, una certificación literal de uno de los documentos del
procedimiento que el secretario (letrado de la Administración de Justicia, en los
tribunales ordinarios, notario en los tribunales eclesiásticos) expide y firma con
carácter de documento público. En el caso que nos ocupa, como quiera que el
procedimiento había terminado hacía años, es el archivero diocesano (el notario
archivista de la curia al que me he referido antes39) quien libra testimonio del
procedimiento completo.
Como notario don Salvador Rando traza al final del mismo, antes de su
firma, el signo propio que cada fedatario público utiliza para la autorización del
documento y que, como sigue siendo costumbre, incluye la cruz. Debajo y al
margen, está la nota de los derechos arancelarios: 36 reales de vellón por la ex-
pedición y 16 por la búsqueda entre los papeles que se custodian en este Archivo
general pertenecientes a Hospitales, Hermitas (sic) y Hermandades, que totalizan

36.  El Codex, conservando la norma concreta hasta entonces vigente, establecía como facultad del los cabildos
catedralicios, suplir al ordinario en el gobierno de la diócesis mientras su sede estuviera vacante.
37.  Según MONDÉJAR CUMPIÁN, F., «Obispos de la Iglesia de Málaga», (Córdoba, 1998), fue promovido obispo
de Cuenca en 1734, dónde murió unos años más tarde.
38.  Hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX, en los juzgados se cosían los autos a mano con hilo y aguja.
39.  Se trataba del medio racionero don Salvador Rando y Soto, cuya biografía esboza el padre Andrés LLordén en
su ya citada «Historia de Málaga. Anales del Cabildo Eclesiástico Malagueño», (Málaga, 1988), p. 541: Había nacido
en Málaga en 1734 y fue ordenado el 1 de marzo de 1758, era licenciado en teología por la Universidad de Granada
y tomó posesión en el cabildo catedralicio en junio de 1792. Falleció en abril de 1805. Llevaba en ese empleo de
archivista y receptor, al menos desde 1753.

32
los 52 reales de vellón que hubieron de pagar los cofrades de la Esclavitud de
Nuestra Señora de la Soledad.
Nos encontramos, pues, ante una copia de los autos, es decir, de todo el
procedimiento judicial en el que ambas hermandades litigantes dirimieron sus
derechos, expedida, naturalmente, a instancia de la vencedora a quien le inte-
resaba conservar (por eso lo encuadernó todo) y tener a mano los documentos
certificados que acreditaban su derecho. Como ya ha quedado expuesto, el pro-
cedimiento canónico-romano, se sustanciaba por escrito casi enteramente, por
lo que el instrumento reproduce el pleito en su práctica totalidad.
Del testimonio al que me vengo refiriendo resulta que, en fecha 9 de ju-
lio de 1724, los mayordomos y diputados de la Esclavitud presentaron petición
(demanda) relatando cómo su Titular estaba colocada en la capilla de la Her-
mandad de la Vera Cruz (probablemente porque esta última era la hermandad
matriz de la que procedía). Esta capilla se encontraba en el claustro —lugar ce-
rrado— del convento de San Luis el Real y, por lo tanto, no gozaba del culto y
veneración pública de todos los fieles. En vista de ello, trataron su problema con
los propietarios de dos capillas que estaban a la entrada de la iglesia del conven-
to y llegaron al acuerdo, que tanto el padre guardián40 como el provincial vieron
conveniente, por el que aquéllos permitían colocar la imagen de su Titular en un
altar haciéndole incluso un camarín, sin que «en ningún tiempo pudiesen excluir
de dicho altar la Sagrada Imagen».
Es importante señalar que cuanto exponen en su petición los cofrades
de la Esclavitud es plenamente concorde con la escritura pública transcrita por
el padre Llordén a la que más arriba me he referido: logran la cesión por doña
Josefa Poblador de Arcila de una capilla en el pórtico de la iglesia y, al mismo
tiempo, obtienen el permiso de los propietarios de la capilla colindante en el
interior del templo para poder acceder también desde dentro de éste a la capilla
cuyo uso se les transfería, mediante la apertura de una puerta o arco41.
Sólo, aparentemente, hay una diferencia entre la escritura pública y la
demanda de la cofradía: la fecha de esta última, 9 de julio de 1724, es anterior a
la del otorgamiento de la escritura, 4 de febrero de 1725. Pero esta discordancia
se explica por el propio tenor del documento de cesión donde, expresándose

40.  Las órdenes de estirpe franciscana denominan guardián al superior o rector de cada convento: «El Guardián
rige la casa con Autoridad Ordinaria él sólo o con el Capítulo local y, respectivamente, en las cosas determinadas por
el Derecho, con el Discretorio, si lo hay, a tenor de estas Constituciones y los Estatutos», dice el artículo 175.3 de las
Constituciones Generales de la Orden de los Hermanos Menores.
41.  Los propietarios de la capilla colindante interior poseían la misma como descendientes del capitán Nuño
Gómez de Atienza, fallecido en 1652, que era regidor de Málaga y tenía propiedades próximas al convento en la
zona comprendida entre las murallas de la ciudad y la ribera del Guadalmedina, donde todavía una calle lleva su
nombre.

33
en pretérito, literalmente se dice: «tiene tratado con doña Josefa de Arcila, ceda
el uso de dicha capilla a la referida hermandad». Es decir, los cofrades de la Es-
clavitud alcanzaron primero el acuerdo, a continuación lo dieron por hecho al
presentar su demanda y cuando el pleito estaba ya en marcha lo documentaron
con las solemnidades y eficacia de la escritura pública.
La existencia del procedimiento judicial explica también que, aún cuan-
do la escritura ante el escribano público sólo está otorgada por la cedente, la
parte que autorizaba la apertura del paso desde la capilla colindante interior, y
la cofradía, ésta última se ocupa muy bien de que en la misma conste que, una
vez alcanzado el acuerdo que ahora se escrituraba, «el P. Guardián impetró licen-
cia del P. Mtro. García Antonio de Morales, provincial…».
Se consigna también en la petición que, en un principio, los hermanos de
la Vera Cruz consintieron la cesión y el traslado por ser ambas hermandades
«del mismo tronco» ofreciéndose incluso a escriturar el acuerdo que incluía la
obligación de la Esclavitud de concurrir con su imagen a las procesiones y festi-
vidades que celebrasen aquellos así como a depositar la imagen de su Titular y
las alhajas de ella en la cofradía de la Vera Cruz «si des caesiece» dicha herman-
dad de la Esclavitud, «pues su anhelo no era otro que el que la Sagrada Imagen
tuviere el culto y veneración público que entonces no tenía».
Pero la diferencias debieron aparecer muy pronto pues, a pesar de las se-
guridades ofrecidas y la expresa constancia de «sin que por esto se separe de la
cofradía», refiriéndose al traslado de la imagen y correlativa salida de la misma
de la capilla de la hermandad de la Santa Vera Cruz, ésta última «no haciéndose
cargo de razones tan convenientes ni aceptando este allanamiento había determi-
nado impedir (el traslado) de que se seguía embarazar (sin tener en ello perjuicio)
el mayor culto de la imagen y desaviar una tan religiosa comunidad…» daba de
largas al asunto.
Veinte días después de la presentación escrita de la petición tiene lugar
lo que en Derecho Procesal se denomina el emplazamiento, mediante el cual el
provisor notifica —«mandó se hiciere saber», es la expresión contenida en el do-
cumento— a la cofradía de la Santa Vera Cruz, por medio de su hermano mayor
y sus oficiales, la pretensión (contenida en la demanda) deducida en su contra,
«para que expresaren los motivos que tenían para impedir el que la imagen se co-
locara en la iglesia», es decir, para que pudieran defenderse mediante las alega-
ciones, siempre por escrito, que tuvieren por convenientes.
No debió existir un traslado propiamente dicho ya que la hermandad de-
mandada solicitó los autos, «lo que se le mandaron entregar».
Pero, al mismo tiempo, el provisor pidió un informe al padre guardián del
convento de San Luis el Real. Se trata de algo parecido a lo que en la jurisdicción

34
civil ordinaria se denominaba diligencia para mejor proveer42. Una iniciativa
procesal, siempre de carácter excepcional, en este caso del juez, encaminada a
aclarar algún punto oscuro de la controversia que permitiera fallar luego acer-
tadamente el pleito. El provisor quiere en este caso conocer de primera mano,
mediante ese informe, los pormenores del conflicto según el criterio institucio-
nalmente imparcial del padre superior de los franciscanos.
La respuesta de fray Francisco Ramírez y de los padres discretos43 del
convento del que es guardián es «que a nuestro parecer no se sigue inconveniente
a dicha cofradía de la Santa Vera Cruz en que la santa imagen de Nuestra Señora
se ponga en lugar donde los fieles la veneren y esté con la mayor decencia». Tras
este contundente principio, vienen los peros u objeciones: «pero hay inconve-
nientes grandes en que se pongan en la capilla que los hermanos de La Soledad
quieren hacer en el pórtico».
El informe de la comunidad franciscana no daba satisfacción, pues, a
ninguna de las dos cofradías litigantes: a la de la Vera Cruz, porque nada ob-
jetaba a que la imagen de la Virgen saliera de la capilla que a la sazón ocupaba
en el claustro del convento; y a la de la Esclavitud porque se oponía a que el
traslado, caso de efectuarse, se hiciera a la capilla nueva que esta última co-
fradía pretendía utilizar el pórtico del monasterio. Para mayor perplejidad,
el informe silenciaba las razones de la negativa, dando de largas a exponerlas
con el consabido «los cuales inconvenientes se manifestarán si necesario fuera»
y terminaba suplicando al provisor que «se sirva de no conceder lo uno y coad-
yuvar a lo otro».
Este «suplico» final del informe, me permite asegurar que, desde el punto
de vista procesal, la postura de la comunidad de franciscanos, no limitándose a
informar o exponer razones —que es lo que se le había pedido— sino solicitando
una pretensión concreta, la convierte en parte del procedimiento. Es la figura
jurídica que en Derecho Procesal se llama interviniente adhesivo, alguien que,
sin ser desde primera hora ni el demandante ni el demandado, se persona en el
procedimiento porque puede verse afectado por la sentencia que en el mismo se
dicte o tenga una pretensión que ejercitar conectada con la que precisamente
se debate en el pleito. Por lo demás, la intervención de un tercero en la causa,

42.  De las diligencias para mejor proveer se abusaba en la práctica por parte de jueces y letrados, por lo que
fueron —sólo en cierto modo— suprimidas por la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000 so pretexto de evitar
dilaciones en la tramitación del proceso.
43.  El discretorio es un órgano consultivo que las Constituciones Generales de la Orden de los Hermanos
Menores (Franciscanos) contemplan para algunos de sus conventos. Está formado por frailes de probada virtud
y sabiduría. En la Compañía de Jesús, también se encomiendan a «padres graves» determinadas funciones y
decisiones.

35
incluso de oficio o a instancia de parte, estaba expresamente contemplada en
Derecho Canónico44.
No es posible saber, porque el testimonio judicial lo silencia, cómo termi-
nó la fase alegatoria del proceso, es decir, el periodo en el que las partes litigan-
tes, que como acabamos de ver, eran ya tres, exponen las razones —los hechos y
los fundamentos de derecho— que abonan sus respectivas pretensiones. No se
hace referencia alguna a la contestación a la demanda por parte de la cofradía de
la Vera Cruz, (si es que la hubo), ni si esta última se pronunció sobre el informe
del guardián y los padres discretos del convento. Tampoco si hubo o no lugar
a recibir a prueba el pleito. Parece poco probable esto último, bien porque los
hechos fueran notorios (y por lo tanto no necesitaban prueba), bien porque por
el juez considerase que se trataba de una cuestión de derecho o que quedaba a
la discrecionalidad del ordinario sobre la que él, por su jurisdicción delegada,
podía pronunciarse sin más trámite ni demora.
Pero es lo cierto que del testimonio resulta que el 9 de marzo de 1725 se
había dictado resolución denegando a la hermandad de la Esclavitud la coloca-
ción de su imagen en el sitio y capilla donde lo intentaban y «que por ahora se
mantuviese en el sitio en el que había estado y estaba»; que ello se había hecho
saber a las partes; y que había transcurrido el tiempo para apelar y no lo habían
hecho. De manera que el 12 de mayo de 1725 por el doctor don Luis Pérez de Re-
nedo45, provisor del obispado «se declaró dicho auto definitivo por pasado en cosa
juzgada y mandó se guarde cumpla y ejecute».
La resolución, no obstante su firmeza, invitaba cuando menos a conti-
nuar, judicial o extrajudicialmente, con la pretensión de los hermanos de la Es-
clavitud. En primer lugar porque los frailes franciscanos habían dejado claro
que veían conveniente sacar la imagen de la Virgen del claustro, conforme de-
seaban sus cofrades y, además, ese «por ahora» contenido literalmente en el auto
indicaba claramente que no debía darse por concluido del todo el asunto. Si a
ello se añade que el cofrade es, por naturaleza, insistente, fácil es comprender
que el litigio tuviera todavía recorrido por delante.
En efecto, en una fecha imprecisa que el testimonio de los autos silencia,
pero en cualquier caso comprendida entre el 12 y el 16 de mayo de 1725, los co-

44.  «El que tenga algún interés, puede ser admitido a intervenir en la causa en cualquiera de las instancias del
pleito», decía, recogiendo legislaciones anteriores, el canon 1852.1 del Codex.
45.  El 2 de mayo de ese año, el anterior provisor, ya obispo electo de Málaga, había renunciado y fue nombrado
nuevo provisor el canónigo lectoral don Luís Pérez de Renedo que, según la regesta de las actas capitulares
hechas por el padre Llordén, venía supliendo al anterior en sus ausencias y enfermedades. No está claro pues, si
la resolución de 9 de marzo de 1725 estuvo dictada por el antiguo provisor o el nuevo que ya le venía sustituyendo
quien, por lo demás, falleció casi en seguida, el día 15 de agosto de ese año.

36
frades de la Esclavitud solicitan del provisor la «prosecución» del procedimiento
porque «habiendo en la iglesia de dicho convento capilla a propósito para la pre-
tensa colocación, a discreción de los reverendos padres guardián y discretos», y
ante la pasividad de la hermandad de la Santa Vera Cruz, a pesar que «se halla
concedido la licencia a mi parte para el tránsito y colocación de su imagen a la
iglesia, luego que se determine la capilla por los reverendo padres», ellos habían
conseguido del marqués de Valdesevilla que le hiciera donación de la capilla de
san Diego para que en su hueco y testero pudieran erigir camarín y retablo para
el culto a Nuestra Señora de la Esclavitud. Movían ficha, pues, con rapidez los
cofrades de esta última hermandad.
No es de extrañar, por las razones dichas, que continuaran solicitando
del provisor lo que hoy llamaríamos la tutela judicial de su derecho, pero sí hay
algo que llama la atención. Los cofrades que instan la continuación del proce-
dimiento en nombre de la cofradía de la Esclavitud, como mayordomos de ella,
son don Pedro de Luque y don Sebastián Gómez. No sabemos si son los mismos
que, sólo unos meses antes, habían iniciado el pleito porque en aquel momen-
to el testimonio no los menciona. Pero también aparece ahora el nombre del
procurador, don Antonio López, que ostenta la representación de ella y consta
también por primera vez la actuación de un letrado, el licenciado don Francisco
Manuel de Medina. No consta si ambos profesionales asistieron a la cofradía
desde el principio o, lo que también pudiera suceder, habían sido llamados por
los hermanos ante el insatisfactorio resultado que hasta ese momento ellos, por
sí solos, habían obtenido.
Sea como fuere, de los autos resulta que la nueva representación proce-
sal de la cofradía de la Esclavitud suplicaba al provisor que «se notifique y haga
saber a los reverendos padres (franciscanos) informen a continuación de si tienen
por conveniente para el tránsito y colocación de la sagrada imagen de Nuestra Se-
ñora en dicha capilla de san Diego» y, yendo un poco más allá, «si a su discreción
se asignó (la capilla de san Diego) por dichos reverendos padres quien con mi par-
te lo solicitaron del señor marqués de Valdesevilla, su dueño, y si les consta haberlo
concedido para el referido tránsito».
Y es que la nueva dirección letrada de la cofradía de la Esclavitud tenía
muy claro cuáles habían sido los puntos débiles en virtud de los cuales no ha-
bía prosperado su primera solicitud, y ahora insistía en que el juez eclesiástico
solicitara a la comunidad franciscana que ésta admitiera que había sido ella, en
esta ocasión, quien consideraba conveniente el traslado de la imagen a esa nueva
capilla y cómo también les constaba —por haberlo solicitado la comunidad junto
con la cofradía— la autorización del propietario. Querían de este modo cerrar
todas las posibles vías por las que, otra vez, podían ver denegada su pretensión.

37
Este «suplico» o parte final de cualquier escrito procesal, donde con toda
claridad debe precisarse lo que se desea obtener del juez, contiene en este caso
además lo que en la práctica forense se denomina un «otrosí», es decir una peti-
ción adicional que, en párrafo aparte, se especifica. Esta solicitud añadida esta-
ba dirigida hacia la otra parte demandada: «que hecho el referido informe por los
reverendos padres y constando de él el relato de este, se sirva mandar se notifique a
los hermanos mayores, mayordomos y demás diputados de la cofradía de la Santa
Vera Cruz comparezcan a otorgar las escrituras de las condiciones pactos y estipu-
laciones que para la mayor unión con dicha cofradía ofrecieron…» Se infiere que,
de esta manera, querían tranquilizar a la cofradía matriz, alejando la sospecha
(más o menos fundada) que ésta última albergaba del propósito de romper los
vínculos que de antiguo a ella la unían y actuar de manera independiente en
asuntos relativos a su gobierno.
Puesto que aparece por primera vez en los autos la figura del letrado, voy a
dedicar un breve párrafo al mismo. La Nueva Recopilación, corpus legal vigente
en la época de este pleito, recogiendo en este punto una disposición promulgada
por los Reyes Católicos, establecía que nadie podía ser letrado sin demostrar
previamente de forma fehaciente haber estudiado antes en cualquiera de las
universidades del reino. El grado exigido en aquella época era el de bachiller en
cualquiera de los dos derechos, utrumque ius, era la expresión que se utilizaba,
refiriéndose al Derecho Civil y al Derecho Canónico, ya que había facultades de
Leyes y de Cánones. Más tarde la generalidad de los licenciados lo era «en am-
bos derechos», grado impartido por casi todas las universidades. En el siglo de la
Ilustración, cuando ya se estaban constituyendo los colegios de abogados a imi-
tación del de Madrid para impedir, entre otras cosas, que pasaran por abogados
quienes no lo eran, todavía se exigía para acceder a la colegiación y por lo tanto
al ejercicio de la abogacía, la llamada limpieza de sangre y el expediente con-
siguiente para acreditar que los padres y abuelos del pretendiente habían sido
«cristianos viejos, limpios de toda mala raza de moros, judíos, penitenciados por el
Santo Oficio de la Inquisición». El Colegio de Abogados de Málaga data de 1776
y de su acta fundacional transcrita por Alfonso Canales y Rafael León46, resulta
que todos sus miembros eran licenciados aunque había algunos presbíteros que
debieron acceder al ejercicio de la abogacía en su calidad de canonistas.
En cuanto a la figura del procurador, el antiguo personero o represen-
tante de las partes ante el tribunal, era, como el escribano público, un oficio del
número, es decir había, por creación y otorgamiento real, un determinado y ce-

46.  «El sello del Ilustre Colegio de Abogados de Málaga según su diseño original ahora reimpreso nuevamente con la
interpretación de sus símbolos», (Málaga, 1969).

38
rrado número de procuradores en la ciudad que accedían a su oficio, comprán-
dolo o heredándolo47. Debían «tener mesa» en el juzgado, expresión con la que
se quería dar a entender su presencia diaria allí, durante las horas de audiencia,
a fin de poder oír las notificaciones a sus poderdantes con toda inmediatez. En
seguida vamos a ver como el mismo día que el provisor dicta una providencia,
los procuradores de las partes reciben, en nombre de ellas, la correspondiente
notificación.
En vista del nuevo impulso dado a la causa, el juez eclesiástico, en fecha
17 de mayo de 1725, provee citar a todas las partes para las 10 de la mañana del
día 22 del mismo mes en que él mismo irá «personalmente a reconocer la capilla
de san Diego dónde se pretende colocar la sagrada imagen de la Esclavitud». Esta
providencia se notifica inmediatamente a los procuradores de las partes, don
Antonio López de la actora y don Diego de Espinosa de la demandada y, al día
siguiente, a don Melchor de Ayala y a don Francisco Velázquez, diputados de
la Esclavitud y a fray Francisco Ramírez, guardián del convento de San Luis el
Real. La rapidez con la que se provee y la citación, tanto personal como a través
de sus respectivas representaciones procesales, a todas las partes, así como el
manifiesto deseo del provisor de ver personalmente la capilla, revela un propó-
sito de éste último de resolver de una vez por todas un pleito que comenzaba a
enconarse.
Así que el 22 de mayo de 1725 (era martes), el provisor don Luis de Renedo
se constituyó en la iglesia del convento y en presencia de los padres guardián
del mismo y custodio de la provincia, don Melchor de Ayala y don Francisco
Velázquez por la hermandad de la Esclavitud, «reconoció el testero de la capilla
de san Diego, sita en dicho convento, y, vista, dijo concedía y concedió licencia a
los hermanos de la Esclavitud de Nuestra Señora de la Soledad de dicho convento
para que se coloque en dicha capilla la imagen de nuestra Señora, Titular de dicha
hermandad». Es indiciaria del mucho interés por la cofradía en este asunto, la
presencia personal en esa diligencia de reconocimiento de dos cofrades concre-
tos de la Esclavitud que eran personas conocidas en influyentes en la ciudad48.
No habrá pasado desapercibido al lector atento e interesado en este anti-
guo conflicto entre cofrades un extremo particularmente llamativo de la com-
parecencia en la capilla del convento: la clamorosa ausencia de los hermanos
de la Santa Vera Cruz quienes, no obstante estar citados a la misma por medio

47.  Don Miguel Riaño Calderón, procurador de la cofradía de la Esclavitud al que ya nos hemos referido, lo
compró en escritura pública, por 12.000 reales de vellón, el 21 de agosto de 1788.
48.  Don Melchor Antonio de Ayala y Patiño era regidor perpetuo en el cabildo municipal malagueño; en cuanto a
don Francisco Velázquez, se trata de don Francisco Pascual de Velázquez Angulo, también regidor perpetuo de la
ciudad quien, andando el tiempo, sería, a título póstumo, marqués de Valdeflores.

39
de su procurador don Diego de Espinosa, no asisten a un acto en el que, cuando
menos, hubiesen podido manifestar al juez las razones de su disconformidad
o hacerle ver in situ por qué se oponían a la pretensión de su hermandad filial.
Ello, en cualquier caso, nos hace presumir que, pese a los términos claros y con-
cisos con los que el provisor se expresa en su resolución, el litigio estaba lejos
de acabarse.
Llámase en Derecho rebeldía a la actitud procesal de quien no compare-
ce en el procedimiento instado a fin de defenderse. Salvo en contados tipos de
juicios en que determina el vencimiento objetivo, la rebeldía, por si sola, no su-
pone allanamiento o conformidad con la pretensión ejercitada de contrario. En
Derecho Canónico a la rebeldía se la denomina contumacia y en el mismo existe,
además, una figura intermedia entre la comparecencia a fin de defenderse y ella:
el llamado sometimiento a la justicia del tribunal que, en definitiva, consiste en
hacer saber al mismo que no se está conforme con la demanda, pero que no se
empleará tiempo ni dinero en oponerse a la misma.
La rebeldía, en cuanto pérdida de la oportunidad de defenderse, no deja
de ser una opción legítima, pero en este caso la incomparecencia de los cofrades
de la Vera Cruz al señalamiento del provisor para reconocer la capilla suena a
desatención y el autor de esta líneas, en su doble condición de abogado y cofrade,
está seguro de que todos los asistentes salieron de allí aquella lejana mañana de
mayo con la sensación de que el encono y la obcecación que la misma denotaba
no presagiaba nada bueno.
Para seguir adelante con la historia del litigio, tengo que volver a las pá-
ginas de la monumental obra del padre Llordén49. Allí50 se transcribe una escri-
tura, concretamente el acta de un cabildo, levantada por el escribano público
don Agustín Francisco Brebel51 el 31 de mayo de 1725, es decir, 19 días después
de la firmeza del auto, por la que reunidos en la capilla de la Santa Vera Cruz del
convento franciscano, sus cofrades y los de sus hermandades filiales de la Ora-
ción del Huerto, Jesús Nazareno, San Pedro y la Esclavitud de Nuestra Señora,

49.  Me refiero sólo a él porque «el LLordén» es Llordén cuando transcribe protocolos notariales y es Souvirón
cuando narra historias de cofradías debidas a la tradición oral o recuerdos propios u oídos a sus mayores. La obra
estaba ya escrita hacia 1944 pero, por dificultades económicas en la financiación de su edición, no se publicó hasta
1969. Ello obligó al padre agustino a incluir un extenso apéndice con sus descubrimientos en el Archivo Histórico
Provincial de Málaga relativos a hermandades en los 25 años de investigación transcurridos entre ambos
momentos. Los documentos relativos al litigio que nos ocupa están precisamente en ese apéndice que empieza en
la página 741 del volumen.
50.  LLORDÉN, A. y SOUVIRÓN, S., Op. cit. p. 780.
51.  Según ARROYAL ESPIGARAES, P., CRUCES BLANCO, E., y MARTIN PALMA, M.ª T., este escribano, activo
entre 1718 y 1737, había heredado la escribanía de su esposa, nieta del también escribano Francisco Caballero
Corbalán. Op. cit., p. 93.

40
manifiestan que la mudanza de la imagen no contaba con «el consentimiento de
las demás hermandades que componen dicha cofradía» y acuerdan por «48 votos
iguales» que la imagen de Nuestra Señora esté en la capilla de la Santa Vera
Cruz y que «por ningún acontecimiento se extravíe de dónde ha estado». Puede
concluirse, por ahora, que, conocedora necesariamente de la resolución adop-
tada por el provisor, hacía sólo uno días, favorable al traslado de la imagen, la
cofradía de la Vera Cruz tiró de toda su influencia convocando a sus hermanda-
des filiales e impuso tan contundente acuerdo. El transfondo que en todo esto
se adivina es que la hermandad matriz veía en el traslado de la imagen, gestado
y convenido con absoluta independencia por los cofrades de la Esclavitud, una
pérdida del control sobre su hermandad filial y una amenaza de disgregación
que deseaba impedir por todos los medios a su alcance.
No deja de ser curioso que en el relato pormenorizado y los comentarios
del litigio que nos ocupa, tengamos que pasar alternativamente de los documen-
tos manuscritos contenidos en el libro del Archivo Histórico Diocesano a las
páginas impresas del Llordén. Y es que resulta que lo que uno silencia el otro nos
lo comunica, de manera que por ninguno cualquiera de los dos sabríamos el íter
completo del litigo que sólo ambos permiten seguir.
Consta por la transcripción de Llordén que, aunque el padre guardián
fray Francisco Ramírez (el mismo que unos días antes acompañó al provisor
al reconocimiento de la capilla), no estuvo presente en ese cabildo, la comuni-
dad sí estaba allí representada por el muy reverendo padre lector fray Pedro de
Ríos, circunstancia que, estoy seguro, recordará a algunos cofrades que hasta
aquí hayan perseverado en la lectura de dichas páginas, algún episodio en el
que ellos mismos hubieren tenido la ocasión de comprobar con estupor la mucha
frecuencia con la que frailes y sacerdotes, en su afán de contentar, dar la razón y
estar a bien con todos, incurren en verdaderos papelones.
Así que esta es la baza que escondía la incomparecencia de los cofrades de
la Vera Cruz. Mientras que el día 22 de mayo el provisor, los frailes y los cofrades
de la Esclavitud se reunían en el convento para ver la capilla y resolver, los herma-
nos de aquélla habían convocado un cabildo para el 31 de mayo (jueves de la sema-
na siguiente) en el que ellos, los cofrades de las hermandades filiales e incluso los
propios frailes del convento de San Luis el Real pertenecientes a una de ellas, la
cofradía de sacerdotes de san Pedro, por esos 48 votos unánimes, acuerdan que la
imagen de la Virgen de la Esclavitud no se mueva de donde siempre ha estado, es
decir de la capilla de la cofradía de la Santa Vera Cruz en el claustro del convento.
Ese acuerdo suponía un choque frontal con lo resuelto por el juez eclesiás-
tico, frente al que, ocioso es decirlo, no tenía eficacia alguna por muy unánime y
contundente que fuera. Sorprende que, al menos dos sacerdotes, el padre lector

41
del convento y don Pedro Brevel,
mayordomo de la hermandad de
San Pedro (y muy probablemente
hermano del fedatario público que
levantó el acta del cabildo), votaran
a favor de un acuerdo contrario a la
resolución adoptada por el provi-
sor y no es posible saber si los dos
hermanos expresamente mencio-
nados en la escritura como perte-
necientes a la Esclavitud52 votaron
Las cinco llagas, uno de los emblemas franciscanos, contra la pretensión que su propia
en la fuente de la malagueña calle de Los Cristos
cofradía venía ejercitando por vía
judicial o estaban allí de oyentes.
En cualquier caso, el resultado del cabildo por su inmediatez a lo acordado en
autos revela la intensidad del conflicto y la división que, no ya entre cofrades,
sino en los mismos frailes franciscanos, existía a causa del traslado de la Virgen
de la Esclavitud.
La lectura íntegra, tanto de los autos como de la escritura que acabo de
citar, revela un dato completamente nuevo que es el que permitió a aquellos co-
frades relanzar el litigio: la hermandad de la Esclavitud había colocado ya en esa
fecha, 31 de mayo de 1725, la imagen de su Titular en la capilla de san Diego53
situada en la iglesia del convento.
Ya quedó dicho que la primera resolución del provisor, la de 9 de marzo
de 1725, por razones distintas, no contentaba a ninguna de las dos cofradías liti-
gantes. Y los hermanos de la Esclavitud, frustrados por la negativa del traslado
de su Titular a la capilla del pórtico del convento cuya cesión habían obtenido,
diligentes y prestos, habían aprovechado la parte del fallo que les beneficiaba,
ese «por ahora» y también el informe de la comunidad de frailes franciscanos,
que no se oponía a que la Virgen se sacara de la capilla de la Santa Vera Cruz en
el claustro, para obtener de la misma la autorización para colocar a su Titular
en otra capilla de la iglesia conventual: la de san Diego. Para ello contaban con
el plácet tanto de de los frailes como del propietario o patrono de esa capilla, a
quien en los autos se refieren como el marqués de Valdesevilla.

52.  Don Juan Martínez y don Bernabé Fernández.


53.  Se trata de san Diego de Alcalá, lego franciscano canonizado en 1558. En contra de lo que suele suponerse no
era de Alcalá de Henares. A ello alude la soleá de Carlos Muñiz Romero: «Mira qué casualidad./ De San Nicolás del
Puerto/ fue san Diego de Alcalá.»

42
Foto: Hugo Cortés Garrido

Dicho marquesado había sido conferido en 1705, hacía en ese momento


20 años, por el rey Felipe V a favor de don Alonso José Sánchez (de Badajoz)
Figueroa y Silva, coronel de infantería, caballero de la orden de Santiago y se-
ñor de Valdesevilla y la Pizarra54. Dice María del Mar Felices de la Fuente que
la Guerra de Sucesión «representó una coyuntura idónea para conseguir un tí-
tulo nobiliario a cambio de aprontar caballos, armas, donativos, víveres u otros
pertrechos y, fundamentalmente, levantar un regimiento y mantenerlo»55 . En este
contexto, concretamente por reclutar y equipar a su costa un regimiento de 500
hombres, lo que hoy no pasaría de ser un batallón, fue concedido este marque-
sado. Vino a sucederle su hija doña Juana Sánchez de Figueroa y Córdoba Lasso
de la Vega que estaba casada con don Juan Manuel de Villena y Flórez, conde
de Vía Manuel. Esta es la razón por la que Medina Conde alude al mismo como
poseedor de este título quien, como consorte, y con arreglo a unos usos y una
legislación que perduró hasta pasada la mitad del siglo XX, debió negociar y
autorizar la cesión de unos derechos de los que era titular su esposa. Era lo que
en derecho se denominaba el consentimiento marital.

54.  INSTITUTO SALAZAR Y CASTRO «Elenco de grandezas y títulos nobiliarios españoles», (Madrid, 1995), p. 1015.
55.  La nueva nobleza titulada de España y América en el siglo XVIII. Entre el mérito y la venalidad», (Almería, 2012).

43
La capilla de san Diego de Alcalá, en conclusión, no era de don Joséf Sán-
chez de Badajoz Tabares que otorga la escritura muchos años después ni de los
marqueses de Valdesevilla (representados por el conde de Vía Manuel, consorte
de la marquesa en el momento del acuerdo no escrito), sino que provenía de un
antiguo mayorazgo al que más arriba se ha hecho referencia que, como el ca-
nónigo Medina Conde explica, ambos parientes compartían en mancomún. A
todo esto debemos añadir que existen al menos dos razones para sospechar que
los patronos no podían sostener el coste del mantenimiento de la capilla y sus
derechos. En primer lugar, la expresa referencia contenida en la escritura a que
estaban atrasados en el pago y que el convento se lo estaba reclamando judicial-
mente56; y luego el hecho de que los marqueses de Valdesevilla dejaron caducar
este título (en el que nadie en la generación siguiente les sucedió) lo que, confor-
me a los usos y mentalidad de la época, sugiere que su situación económica era
precaria y no les permitía pagar los derechos sucesorios del mismo, la famosa
Media-Anata, a la Corona57.
No es de descartar con todos estos antecedentes, (y me expreso así sólo
por dejar un corto margen al error), que en la cesión del uso de la capilla y su bó-
veda de enterramientos por los patronos a los cofrades de la Esclavitud, a éstos
últimos, además de asumir las deudas atrasadas, las obras de mantenimiento y,
aún, el pago de los honorarios del escribano (expresamente pactado), les costara
también una contraprestación dineraria, aunque, como es sólito, ello no se refle-
jara de ninguna manera en la escritura.
Por formar parte también de la historia que vengo relatando, hay que re-
ferirse brevemente en este punto al destino de la primera capilla cuyo uso obtu-
vieron los cofrades de la Esclavitud por parte de doña Josefa Poblador de Arcila,
situada en el pórtico del convento. Deshecho ese trato que luego fue elevado
a escritura pública, ante la imposibilidad del traslado a ella de la imagen de la
Virgen por el informe desfavorable de los frailes y la correlativa desautorización

56.  Los patronazgos de este tipo, además de la financiación de las obras de construcción y mantenimiento de
la capilla, llevaban aparejado un canon, censo o pago de dinero anual al convento o a la parroquia que solía
encubrirse mediante estipendios por misas o derechos del clero por la asistencia a procesiones, entierros o cultos.
57.  El título de marqués de Valdesevilla estuvo vacante a partir de 1767 y no fue rehabilitado hasta 1920 por don
Alfonso Pardo-Manuel de Villena e Inchausti.
Según Joseph de Rejabal y Ugarte,»Tratado del Real derecho de las media-anatas seculares y del servicios de lanzas
a que están obligados los títulos de Castilla», (Madrid, 1792) «los (títulos nobiliarios) que estuvieren creados después
del año 1631, deben por razón de Media-Anata en las sucesiones, en línea recta, la mitad de lo que importa la de
creación; y así los hijos o nietos que heredan un títulos de conde o de marqués de sus padres o abuelos, satisfarán 750
ducados de Media-Anata…».
Para dar una idea de la equivalencia en aquella época de esos 750 ducados, baste decir que de las respuestas al
Catastro de Ensenada, se desprende que un buen abogado de la Málaga de mediados del siglo XVIII ganaba unos
350 o 400 ducados anuales.

44
por el provisor, esa señora, 7 años después, en 1734, volvió a cederla en simila-
res condiciones, esta vez a otra cofradía —también filial— de la de la Santa Vera
Cruz: la hermandad del Santísimo Cristo de la Columna58.
Este hecho constatado permite afirmar dos cosas relativas al conflicto
al que nos venimos refiriendo. En primer lugar que, como tantas veces suce-
de, (y tantas veces se niega con impostada rotundidad), en toda aquella disputa
había una indudable componente de animadversión personal entre algunos de
los cofrades de ambas hermandades. Porque no se entiende de otra manera que
las mismas razones que en 1725 se alegaron por los hermanos de la Santa Vera
Cruz para oponerse con tanta obstinación a la salida de la imagen de la Virgen
de la Esclavitud, no se reprodujeran en 1734 para la salida de la misma capilla
del Señor de la Columna. Hay que suponer también, por lo que respecta a los
padres franciscanos, que esta vez no hubo ninguna objeción. Y preguntarnos
todos, siquiera de forma retórica al cabo de los siglos, en virtud de qué razones
poderosas ahora no se opusieron a que una imagen titular de una cofradía salie-
ra desde la capilla de la Santa Vera Cruz en el claustro y se trasladara a la capilla
de la entrada del convento bajo el pórtico.
En segundo lugar, está la confirmación de que en este tipo de cesiones por
patronos de capillas que bajo ellas tenían sus bóvedas de enterramiento fami-
liar, no todo era liberalidad, devoción y deseo de favorecer y atender los «cristia-
nos y celosos ánimos» de los cofrades «sin propia capilla para colocar la sagrada
imagen del Santísimo Cristo de la Columna Para ponerla con la mayor veneración
y decencia», sino que, además de ello, había un indudable beneficio patrimonial.
El marido de doña Josefa Poblador de Arcila, Juan de Bergara Guzmán,
había heredado el patronato de la capilla de sus antecesores, pues por su madre
descendía del capitán Nuño Gómez de Atienza al que ya me he referido. Por
la (primera) escritura de cesión, sabemos que su título de databa de agosto de
1724, es decir, la poseían desde hacía sólo en aquel entonces menos de un año.
Luego, hablando humanamente, o viendo las cosas sólo desde el prisma
económico, patrimonial y social, habían hecho una operación muy satisfactoria
que ahora, es verdad que al segundo intento, habían culminado con un pase.
Tenían una capilla vistosa (por no decir golosa) que, situada bajo el pórtico, no
había que entrar siquiera en la iglesia para contemplar y que ya en aquel en-
tonces estaba construida. Ahora la cedían (por un precio que naturalmente no
consta en la escritura) y los cofrades se hacían cargo de su mantenimiento y del
pago de su canon al convento, lo que en la escritura se llama «los reparos, culto y
adorno», aunque, eso sí, los patronos se reservaban el derecho a ser enterrados

58.  LLORDÉN, A. y SOUVIRÓN, S., Op. cit., p. 763.

45
en la bóveda y obligaban a los cofrades a «que el rótulo que hay en dicha capilla,
donde hacen expresión de sus dueños, se ha de mantener y conservar en el sitio y
lugar donde ha estado… y asimismo, inmediato a dicho rótulo, le han de pintar las
armas de dichos dueños…», una actitud, en definitiva, propia de nobles segundo-
nes venidos a menos, o de burgueses emergentes cuyo cursus honorum no podía
aspirar sino a un blasón en la penumbra de la capilla de un convento o un balcón
en que asomarse en las casas del cabildo, ese mundo cartografiado por María
Pepa Lara y Antonio Garrido59 que ya en aquel siglo de la Ilustración empezaba
a desleírse para siempre.
Así que regresando al manuscrito, del contenido del testimonio de los
autos resulta que, por primera vez en el mismo, se transcribe un escrito de la
representación procesal de la cofradía de la Santa Vera Cruz, ostentada esta vez
por el procurador don Francisco Bravo de Laguna60, bajo la dirección del letrado
señor Montemayor61.
Por estas alegaciones se conocen varias cosas sucedidas en el pleito a raíz
de la resolución del provisor autorizando el traslado de la imagen el 22 de mayo
y del cabildo de la cofradía matriz de 30 del mismo mes, acordando que la misma
no se moviera de dónde estaba. Ya quedó dicho cómo este acuerdo, por sí sólo,
carecía de eficacia frente al auto del juez eclesiástico, así que, con anterioridad
al fallecimiento del provisor don Luis Pérez de Renedo, acaecido como dije el 15
de agosto de 1725, dicha hermandad presentó un recurso de nulidad del que el
juez dio traslado al fiscal del obispado y éste informó oponiéndose a la admisión
a trámite del recurso y pidiendo que se llevara a efecto el traslado de la imagen
y que a la recurrente «se le debía imponer perpetuo silencio en atención a habér-
sele pasado el término para apelar». Este «perpetuo silencio» al que se alude en
la resolución, equivale a lo que hoy llamamos «cosa juzgada», es decir aquella
pretensión que no puede reproducirse ante un tribunal por haber sido ya des-
estimada tras verse en juicio y sobre la que se ha dictado una resolución que es
firme. Frente a ello, el letrado citado argumenta que su recurso era de nulidad,
no de apelación y, por consiguiente, mientras estaba pendiente de resolver, no
corría el tiempo para apelar. Terminaba suplicando que se le diera traslado de la
oposición a su solicitud de nulidad, que habían formulado tanto el fiscal como la

59.  «Las casas Consistoriales de Málaga», (Málaga, 2012).


60.  En las respuestas generales al Catastro de Ensenada, dadas en Málaga en 1753, es decir 30 años después del
pleito, figura la procuraduría de don Joseph Bravo de Laguna como una de las más rentables de las que existían
en la ciudad. Dado que las mismas se transmitían de la manera ya explicada, podía tratarse del hijo de este don
Francisco con mucha probabilidad.
61.  Pudiera tratarse de Juan de Montemayor Salcedo, casado en la parroquia de Santiago de Málaga el 11 de
octubre de 1724 con doña Josefa Moreno Garcés.

46
hermandad de la Esclavitud, a fin de que pudiera presentarse ahora el recurso
de apelación. Continuaba, en resumen, la hermandad matriz tratando de conse-
guir que el traslado no se llevara a cabo, confiando quizás en que el nuevo juez62,
viera de otra manera las cosas.
No fue así, pues el 5 de octubre de 1725 decretó «no haber lugar a que
dicha imagen de la Esclavitud se devuelva a la capilla claustral de dicha cofradía
de la Vera Cruz a quien se impone perpetuo silencio sobre este particular y mandó
no se le admita pedimento sobre ello y que se les notifique a los mayordomos de
dicha cofradía concurran a otorgar la escritura en la conformidad que con dicho
auto definitivo se mandó dentro de ocho días (bajo) penas de excomunión mayor63
y con apercibimiento, y que el contador en las cuentas que formare no abone a di-
chos mayordomos de la cofradía ni hermanos de la Esclavitud cantidad alguna por
razón de costas de esta litis».
Esta resolución que desestimaba, una vez más, las pretensiones de la co-
fradía de la Santa Vera Cruz, apercibiéndola incluso de excomunión, fue adopta-
da por el nuevo provisor «con el parecer del señor don Eulogio Francisco Fernán-
dez de Córdoba, su asesor64 .
Desgraciadamente, el único escrito contenido en el testimonio notarial
de los hermanos de la Santa Vera Cruz o de sus representación en el litigio, se
refiere exclusivamente a razones jurídicas de índole procesal que no atañen al
fondo de la cuestión, por lo que, muy a mi pesar, ignoro las razones sustantivas
que movían con tanta tenacidad (y a riesgo de excomunión) a oponerse a que la
Virgen de la Esclavitud saliera de su capilla. ¿Cuál era el transfondo de aquella
cuestión? ¿De dónde procedía el empecinamiento en el asunto? De la documen-
tación hasta ahora examinada no es posible determinarlo con exactitud, pero
cualquier lector con experiencia en gestión de cofradías puede intuir que este
tipo de comportamiento obcecado suele estar relacionado con un desmedido
sentido de la propiedad. Quizás los cofrades de la hermandad troncal (o alguno
de sus hermanos influyentes) consideraban que esa imagen era suya y, por lo
tanto, no debería salir de donde ellos (o él) creía que debería estar por más que
la misma fuera titular de otra cofradía. Pero quizás pudo suceder también que,
con un concepto unitario de la hermandad, donde las filiales eran lo que hoy
podríamos llamar el cortejo de la Virgen o de cualquier otro titular en una única

62.  El nuevo provisor, era don Baltasar de Mendoza y Villalobos, arcediano de Málaga y vicario general de la
diócesis. Era doctor en cánones por la Universidad de Osuna. Falleció en Málaga en 1748.
63.  Hasta finales del siglo XIX, hubo dos tipos de excomuniones: la menor y la mayor. En cuanto pena canónica,
la menor suponía la mera prohibición de recibir los sacramentos. La mayor, única subsistente, supone una
expulsión o impuesto exilio de la comunidad cristiana.
64.  Era racionero en la catedral de Málaga y bachiller en cánones por la Universidad de Alcalá de Henares.

47
procesión y cofradía, los mayordomos lo veían como una amenaza de secesión
cuyo (mal) ejemplo, acompañado de una actitud titubeante o tibia por su parte,
podría ser contraproducente por animar a las otras filiales a iniciar el mismo
camino que conduciría fatalmente a la desintegración de la cofradía.
Así que, con el mazo dando, el letrado de la Santa Vera Cruz interpuso
(volvió a interponer) apelación que le fue admitida a trámite por el provisor en
un solo efecto: el devolutivo. Debo aclarar, llegado este punto, dos extremos: que
la admisión de un recurso es distinta a su estimación. Por el primer término, la
admisión, se entiende que el juez, considerando que el mismo ha sido formulado
dentro del plazo y que la resolución contra la que se interpone es apelable, lo ad-
mite a trámite, es decir, se lo va a estudiar. Inadmitirlo equivale a rechazarlo de
plano sin tramitarlo siquiera. Una vez admitido y, por lo tanto, seguido por sus
trámites, el recurso puede luego prosperar o no, según sea estimado o desesti-
mado en la resolución definitiva. Los recursos pueden, a su vez, ser admitidos en
un solo efecto o en ambos efectos (el devolutivo y el suspensivo). Por el primero
se entiende que los autos se remiten a un tribunal superior para que por el mis-
mo se resuelva mediante un fallo. Por el segundo, la resolución apelada queda
sin efecto en tanto se sustancia el recurso.
Aquí, en su afán de impedir, ahora con argucias procesales, que el tras-
lado se llevara a efecto (o que la imagen volviera mientras tanto a la capilla del
claustro, porque una veces parece que permanecía allí y, en otras, la documen-
tación refleja que ya estaba en la capilla de san Diego), volvieron a tropezar los
hermanos de la Vera Cruz, porque el provisor admitió el recurso en un solo
efecto, de manera que mientras la apelación se solventaba ante el tribunal su-
perior, la resolución por ellos impugnada, que incluía un claro apercibimiento
de excomunión si no la llevaban a efecto en el plazo dado, seguía plenamente
vigente.
Ese tribunal superior que conocería el recurso de apelación admitido a
trámite de la cofradía de la Vera Cruz, era el metropolitano de Sevilla. Tras la
conquista de Granada por los castellanos, los Reyes Católicos pretendieron eri-
gir allí un arzobispado que comprendiera las diócesis creadas en ese antiguo
reino en 1487. Tropezaron con la oposición del arzobispo de Sevilla, quien, en
síntesis, alegaba que en la Edad Antigua el obispo de Málaga fue siempre sufra-
gáneo de aquella archidiócesis. Esta postura prosperó, de manera que cuando el
papa Alejandro VI erigió la silla arzobispal granadina65, la misma sólo compren-
dió los obispados de Guadix y Almería. Esta situación se mantuvo hasta el con-

65.  Bula In eminenti specula, de 10 de diciembre de 1492.

48
cordato de 185166, de manera que la segunda instancia, si es que efectivamente
hubo, debió de verse en Sevilla.
Pero el testimonio de los autos, librado muchos años más tarde, que ve-
nimos siguiendo termina a continuación consignando que, pese a la insistencia
por parte de dicha hermandad de que se admitiese la citada apelación en ambos
efectos, «el señor provisor por su auto de 15 de noviembre de dicho año mandó se
llevase a efecto dicho proveído de dicho día 5 de octubre». Añadiendo el notario
«en cuyo estado quedaron los autos».
Hasta aquí el testimonio del pleito librado o expedido, ya quedó dicho,
muchos años después del pleito cuando la cofradía de la Esclavitud quiso tener
los documentos que justificaban la posesión, más bien el uso, de la capilla de san
Diego del convento franciscano donde recibía culto su Titular.
Del mismo resulta que, en ese momento del litigio, las pretensiones de
esta última cofradía, amparadas con el consentimiento de la comunidad de
frailes, iban venciendo en aquella contienda judicial. No dice empero si la ape-
lación admitida siquiera en un sólo efecto, produjo el devolutivo en virtud del
cual los autos se remitieron a la instancia superior en el arzobispado de Sevilla
(en cuyo archivo67 debe obrar la documentación generada en la alzada) o si,
por el contrario, al ver los cofrades de la Santa Vera Cruz que el traslado, no
obstante continuar echándole tiempo y dinero al asunto, era ya inamovible,
optaron por no seguir con el litigio y dejaron desierto el recurso, no llevando
a cabo la personación mediante procurador en aquel tribunal, dándose de esta
manera por vencidos.

Documento 6
Facsímil, página XXXIX

Instancia fechada en 1784, de don Miguel de Riaño y Calderón, en nombre de la


hermandad de la Esclavitud, dirigida a don Cristóbal de Baeza y Ortíz68, alcalde
mayor, solicitando «traslado auténtico del convenio celebrado entre los hermanos

66.  En su artículo 6º ese concordato, disponía que «serán sufragáneas de la iglesia metropolitana de Granada las de
Almería, Cartagena o Murcia, Guadix, Jaén y Málaga».
67.  El cuadro de clasificación de los fondos del Archivo Histórico Arzobispal de Sevilla, incluye en su sección de
Justicia o Provisorato, los autos apelados 1615-1841.
68.  Según BAREA LÓPEZ, O., «Heráldica y genealogía de Cabra de Córdoba, Doña Mencía y Monturque y de
sus enlaces» (Madrid, 2012) tomo I, p. 34, don Cristóbal de Baeza y Ortiz era natural de Vélez-Málaga y había
desempeñado también el oficio de alcalde mayor en Motril.

49
de la Santa Vera Cruz y mi parte en el año pasado de 1728», a lo que el juez69 acce-
de el 27 de enero de 1784 diciendo que se expida.
Esa autorización era preciso recabarla porque, entonces como ahora,
quien pretende obtener una copia autorizada de una escritura pública, debe
acreditar lo que se llama el interés legítimo.

Documento 7
Facsímil, páginas XL a LXV

Se trata del traslado o copia autorizada que tres días después, el 30 de enero de
1784 expide el escribano público don José Jiménez Pérez.
Del mismo resulta que el 22 de febrero 1728 se celebró un cabildo en que
ambas hermandades conciliaron las diferencias que entre ellas venían dirimien-
do en el pleito. De ese cabildo, un notario apostólico, don Bartolomé Maqueda,
levantó el acta que quedó asentada en el libro de la hermandad de la Vera Cruz
y luego, el 21 de marzo de ese mismo año, «de pedimento de los mayordomos de
la Esclavitud de Nuestra Señora» se protocolizó, es decir, se incorporó al archivo
(protocolo) de un escribano público, en este caso don Diego García Calderón70,
donde estuvo (y está) custodiada. De ahí, 56 años después, obtuvieron la copia
autorizada cuando su sucesor en aquella escribanía, don José Jiménez Pérez71,
se la expidió a los cofrades de la Esclavitud. Ese acta contiene, a su vez, como
instrumentos anejos, el convenio alcanzado entre ambas cofradías con sus cláu-
sulas o condiciones y el compromiso de desistir del pleito.
Antes incluso de pasar a esas 25 páginas que constituyen el documento
final, con el desenlace del asunto, surge inmediatamente una pregunta: ¿Qué
pasó en los más de dos años y tres meses transcurridos entre los días 15 de no-
viembre de 1725 «en cuyo estado quedaron los autos» tras reiterar el provisor que,
no obstante el recurso de apelación interpuesto, y en tanto el mismo se sustan-
ciaba, se ejecutase lo que él había resuelto, y el 22 de febrero de 1728 en que tiene
lugar el nuevo cabildo «a son de campana tañida»?
Hay un llamativo vacío documental que impide pronunciarse con seguri-
dad sobre este extremo y el corte, tan radical e inesperado, que se produce, pre-

69.  En el Antiguo Régimen, los jueces se denominaban alcaldes. Alcalde ordinario equivalía a juez de primera
instancia. Alcalde mayor a juez de apelación. Finalmente estaban los oidores (magistrados) de la Chancillería
como instancia suprema. Este don Cristóbal de Baeza predica de sí mismo en el auto su condición de «regente
corregidor» lo que viene a indicar que estaba en ese momento, además, supliendo al corregidor de Málaga.
70.  Don Diego García Calderón fue escribano público del número de Málaga desde 1699 a 1738.
71.  Don José Jiménez Pérez fue nombrado escribano público en 1766 y ejerció su oficio en Málaga hasta 1790.

50
cisamente en el punto más interesante de aquella
pendencia, recuerda inevitablemente la escena
cervantina donde don Quijote y el vizcaíno que-
daron, para fastidio y frustración de los lectores,
brusca e indefinidamente con las espadas en alto.
Aquí no se ha extraviado ni roto cartapacio algu-
no sino que el libro de documentos encuadernados
no contiene en sus páginas nada relativo a la sus-
tanciación en Sevilla de la apelación.
Pudieron pasar, entrando en el terreno de
la conjetura, varias cosas. La primera de ellas es
que el recurso efectivamente se tramitara y que
fuera desestimado. A favor de esta hipótesis está
el rótulo que en el folio 10 de libro se hace de los
documentos que le siguen, donde literalmente se
escribe «pleito que tuvieron ambas hermandades y
ganado por la de la Esclavitud». E incluso pudiera
pensarse que ese tiempo transcurrido (las cosas
de palacio van despacio) es el habitual en la perezo-
sa tramitación de la segunda instancia. También
está, en abono de esta posibilidad, el tenor con el Ostensorio surmontado
de una paloma. La marca de
que se expresan los mayordomos de la Esclavitud agua del molino papelero
de Francisco Romaní
a la hora de solicitar la copia autorizada de la es-
critura «que entre dicha cofradía y hermandad y
sus cofrades hermanos pleito se ha seguido en primera y segunda instancia, con
el motivo de haberse sacado por dicha hermandad la sagrada imagen de Nuestra
Señora de la capilla que dicha cofradía tiene en el primer claustro72 del convento…».
Pero varias son las circunstancias que hacen que el más superficial análi-
sis de esta posibilidad obligue a ponerla en cuarentena.
En primer lugar esa aseveración, contenida en un simple rótulo está he-
cha muchos años después cuando se obtienen del archivo los documentos del
pleito y se encuadernan. Y, además, si esos entonces ya viejos papeles se busca-
ron precisamente para tener a mano los documentos que justificaban el uso de
la capilla es lógico suponer que, si se hubiera obtenido en la sede metropolitana
una sentencia favorable, la misma se hubiera incorporado o, cuando menos, se
hubieran dado datos más precisos del aquel resultado.

72.  Tanto el plano de Málaga y sus contornos, levantado por Bartolomé Thurus en 1717, como el de Joaquín María
Pery, que data de 1816, muestran que en el convento había dos claustros.

51
Si la apelación hubiera sido desestimada por el tribunal metropolitano,
éste, conforme a la práctica procesal, la notificaría primero a los respectivos
procuradores de las partes ante el mismo y, a continuación, habría devuelto los
autos al tribunal a quo73 incluyendo en ellos una certificación (testimonio) de la
resolución. Y el provisor de Málaga, una vez recibidos, hubiera comunicado su
llegada a las partes por medio de sus procuradores respectivos.
Caben otras dos posibilidades. Que, como ya he apuntado unos párrafos
más arriba, el recurso anunciado no se hubiera formalizado luego, de manera
que hubiera devenido desierto. Pero ello es incompatible con la afirmación de
que el pleito se había seguido en primera y segunda instancia.
Finalmente, también es posible que los autos llevaran ya para tres años en
Sevilla, que letrados y procuradores de allí estuviesen pidiendo provisiones de
fondos para tasas judiciales, derechos arancelarios y honorarios profesionales,
y que los litigantes empezaran, no obstante sus —hasta ahora— irreconciliables
diferencias, a pensar en dejarse ya de pleitos. Me inclino por tener esta última
hipótesis como la más plausible porque es conciliable con el «ganado por la Es-
clavitud» (en primera instancia o hasta ahora) y también con que el asunto «se
ha seguido en primera y segunda instancia»74 .
Sea como fuere, esta copia autorizada con el acta y sus anejos nos ofrece
con bastante detalle cuanto pasó en el cabildo y la solución pactada con la que se
puso fin a la contienda judicial.
Hay varias cosas que llaman desde el primer momento la atención. En
primer lugar, ninguno de los mayordomos de ambas cofradías contendientes,
cuyos nombres recoge naturalmente el acta, han aparecido hasta ahora nombra-
dos en la documentación manejada sobre el litigio. Son mayordomos nuevos, sin
que se pueda afirmar si este hecho se debe a la mera sustitución de los mismos
por el transcurso del tiempo, conforme a las reglas de ambas hermandades o si,
más bien, se buscaron para esta ocasión deliberadamente caras nuevas de co-
frades no contaminados por el encono con que el pleito se venía desarrollando.
Me inclino por esta segunda posibilidad porque en otras ocasiones, en el seña-
lamiento de la diligencia de reconocimiento de la capilla, por ejemplo, dada la
trascendencia que podía tener para su resultado, con independencia de quienes
fuesen en aquel momento concreto los mayordomos o los representantes legales

73.  Llámese en derecho juez a quo aquel que dicta la resolución recurrida. Y ad quen al órgano superior
jerárquico inmediato que resuelve el recurso.
74.  No cabe contemplar siquiera la posibilidad de que la segunda instancia se resolviera también en Málaga.
Jurídicamente el obispo no es el superior jerárquico del provisor, ya que la jurisdicción de éste es siempre
delegada de aquel. Hoy día incluso el provisor es llamado vicario judicial, lo que subraya su carácter del alter ego
del obispo.

52
de la hermandad, allí comparecieron cofrades notables, significados e influyen-
tes, gente de esa que tenía derecho a los balcones de las casas del cabildo en la
Plaza para ver (y ser vistos) en los grandes acontecimientos ciudadanos y que en
esta ocasión brillan por su ausencia. Quizás los negociadores del acuerdo pac-
taron previamente con ambas cofradías que la asistencia a aquella importante
reunión fuera de personas cuyo ánimo no estuviera alterado o predispuesto por
las tensiones vividas en el pleito y cuantos hechos lo ocasionaron o, simplemen-
te, cuya altivez le impidiera ahora ceder, siquiera parcialmente, y transigir.
No deja de ser también especialmente significativo que el cabildo que
convoca el padre guardián fray Juan Fernández, para conseguir que la «penden-
cia quedase pacificada, transigida y ajustada», se celebre en un lugar neutral que
no es, por supuesto, ningunas de las capillas litigiosas, sino la sala de Profundis,
lugar destacado del convento, reservado para las ocasiones solemnes75.
Y tampoco debe pasar desapercibida en ese cabildo conciliatorio la pre-
sencia de un notario apostólico, el ya mencionado don Bartolomé Maqueda76,
levantando allí el acta que al mes siguiente se protocoliza ante un escribano
público. A diferencia de los notarios eclesiásticos, nombrados por cada obispo
en su diócesis para dar fe en los asuntos de la curia, los notarios apostólicos,
de nombramiento papal (casi siempre otorgado mediante delegación por los le-
gados pontificios o algunos obispos con esa facultad expresamente conferida),
no estaban incardinados en diócesis alguna y ejercían, bien en ciudades donde
por no ser sede episcopal no había notarios eclesiásticos o bien, de manera iti-
nerante, allí donde fueran llamados. En este sentido equivalían en el ámbito
eclesial a lo que los escribanos reales eran en el civil: de la misma manera que
estos últimos, no tenían una plaza o una escribanía asignada, es decir, no eran
del número de ningún concejo, los notarios apostólicos no pertenecían tampoco
a ninguna curia. Subraya María Luisa García Valverde77, que aunque se requería
para el nombramiento ser mayor de 25 años, acreditar la suficiencia y ser clérigo
(lo que necesariamente no equivalía a estar ordenado de presbítero) «su grado
de formación era deficitario» y por su carácter itinerante escapaban con frecuen-
cia al control real y episcopal.

75.  La sala de Profundis era una estancia común en los conventos de diversas órdenes monásticas. Se llamaba así
porque era el lugar donde los frailes velaban el cadáver de los miembros de su comunidad que fallecían, antes de
celebrar las exequias en la iglesia y darles sepultura. El oficio propio de esas ocasiones comenzaba siempre con el
canto o rezo del salmo 129 de la Vulgata: «Desde los profundos abismos a ti clamo, Señor…».
76.  Tengo para mí que se trataba de un clérigo ordenado de menores y que, en cualquier caso, no estaba
incardinado en la diócesis de Málaga. A los dos meses de este cabildo, en abril de 1729, obtuvo el nombramiento
de escribano real.
77.  «Revista Historia. Instituciones. Documentos» n.º 37, (Sevilla, 2010), p. 87.

53
Con estos antecedentes puede comprenderse que las órdenes religiosas,
cuyos monasterios estaban con frecuencia en pueblos y campos y que tampoco
dependían del obispo en asuntos internos sino de sus propios padres provincia-
les, echaran mano con frecuencia de estos notarios. Su presencia allí, evitando
al escribano público, podría incluso interpretarse como el deseo de contar tam-
bién con alguien de confianza que, en un momento dado, pudiera actuar como
mediador u hombre bueno.
Hay razones en definitiva para pensar con fundamento que el cabildo se
preparó cuidadosamente y que antes se adoptaron todas las medidas conducen-
tes a facilitar un pacto que pudiera ser asumido por ambas hermandades con
objeto de poner fin, de una vez por todas, al pleito.
El improbable lector que, por interés o curiosidad, hasta aquí haya segui-
do la narración de aquel antiguo y olvidado litigio, se estará preguntando ¿qué
interés tenían ahora los cofrades de la Esclavitud en llegar a un acuerdo si, a
estas alturas, ya habían ganado el pleito? Las razones pudieron ser varias.
Una práctica forense diaria de más de 40 años de ejercicio de la abogacía
me permite asegurar con toda convicción que hay un tipo de asunto, las causas
matrimoniales o éste que nos ocupa, por ejemplo, dónde los contendientes, por
la existencia de hijos o devociones comunes, van a tener irremediablemente que
seguir viéndose las caras tras el mismo, en el que la obtención de una sentencia
favorable genera a menudo frustración porque el litigante supuestamente ven-
cedor no comprende que ese fallo no soluciona, ni muchísimo menos, todos los
aspectos del conflicto.
Desde nuestra Administración de Justicia, es verdad que más por quitar-
se de encima enojosos asuntos y aligerar la carga de trabajo de los jueces civiles
que por estar convencida de las bondades de la solución paccionada, se insiste
en nuestros días, en las llamadas prácticas del buen divorcio, en que la calidad del
cumplimento de un convenio o acuerdo entre las partes es siempre muy supe-
rior al de un fallo judicial impuesto.
En estas claves puede estar la respuesta a esa cuestión, todo ello con inde-
pendencia de que no es posible saber si ese «hemos ganado el pleito» se refería
únicamente a la primera instancia sustanciada en Málaga o incluía también el
fallo desestimatorio de la apelación pronunciado en el Tribunal Metropolitano
de Sevilla. De manera que, si el recurso allí no estaba fallado aún, la pelota podía
estar todavía en el alero del tejado.
La presión de la comunidad de padres franciscanos, que hasta ahora
había navegado notoriamente en las procelosas aguas del litigio, tampoco es
descartable como una de las razones del acuerdo extrajudicial con que el mis-
mo finalizó.

54
Foto: Santiago Guerrero-Strachan Carrillo

55
De hecho, el cabildo comenzó con una paternal amonestación de fray
Juan Fernández, guardián del convento, en el sentido de «quitar de pleitos a
dicha cofradía y hermandad y unir las voluntades de sus hermanos y cofrades y
excusar los costosos gastos que les han causado y pueden causarse de continuar la
instancia hasta su final conclusión y evitar los disgustos, inquietudes y disensiones
que entre sí tenían por razón de dichos pleitos los referidos hermanos…» No segui-
ré adelante sin hacer notar que este padre que «interpuso su autoridad entre ellos
solicitando convocasen el cabildo para en el mismo se tratase de dicha pendencia
y quedase pacificada, transigida y ajustada, desistida y apartada dicha cofradía y
hermandad de dichos pleitos…» es otra de las «caras nuevas» a las que más arriba
me he referido, puesto que no es ya fray Francisco Ramírez, guardián del con-
vento tres años antes cuando en 1724 comenzó el pleito.
Fuera por presión, persuasión, reflexión o, simplemente, hartazgo, es lo
cierto que en aquella sala de Profundis se alcanzó un acuerdo, documentado en
todas sus estipulaciones prolija y reiterativamente. Esta transacción se susten-
taba en dos pilares: el primero de ellos era que traslado de la imagen de la Virgen
desde la capilla de la cofradía matriz en el claustro del convento a la capilla del
marqués de Valdesevilla quedaba definitivamente consolidado por la expresa
aceptación de ambas corporaciones. En segundo lugar, se dejaba claro que, en
lo sucesivo, cualquier acuerdo sobre dicha imagen o cuestiones de este tipo de-
berían ser necesariamente tomados en cabildos de la Santa Vera Cruz y sus her-
mandades filiales, sin que los hermanos de la Esclavitud, por si solos, pudieran
adoptar acuerdo válido alguno. En términos coloquiales podría decirse, a modo
de resumen, que unos se quedaron con el huevo y otros con el fuero.
Ya desde el inicio del cabildo llama la atención que los términos con
los que se expresa el padre guardián del convento son los propios de quien
está hablando, más que de un conflicto entre dos hermandades, de los enfren-
tamientos entre hermanos de una misma cofradía: la de la Santa Vera Cruz,
naturalmente. Incluso la propia acta, levantada por el notario apostólico con-
firma esta impresión: «…para más bien conservar y mantener la unión y amistad
de dicha cofradía y hermandad, y de sus cofrades y hermanos en los tiempos ve-
nideros…». Que se expresaran así por propia convicción o que ello respondiera
a una táctica para incentivar la concordia, tranquilizando a los mayordomos
de la matriz, no es posible saberlo. Pero fray Juan Fernández tenía muy cla-
ro que la causa de tenaz oposición al traslado de la imagen por parte de los
mayordomos de la cofradía matriz era que el mismo se había cocinado entera-
mente, desde las conversaciones previas y los convenios escriturados con los
patronos de las capillas, hasta el acuerdo del traslado y su materialización, sin
contar para nada con ellos.

56
No es de extrañar que, por ello, el convenio plasmado allí «por la paz, y quietud
de las conciencias y unión de dichos hermanos los de la cofradía» emplee unos términos
reiterativos, conducentes a dejar muy claro la falta de autonomía de la hermandad de
la Esclavitud: «que si la dicha hermandad de Nuestra Señora otorgase algunas escri-
turas con el señor marqués de Valdesevilla o con otro cualquier dueño de otra capilla o
sitio que comprasen, que los mayordomos de la cofradía de la Vera Cruz se han de hallar
presentes en dichas escrituras para otorgar y firmar de mancomún…» y que incluso
«en la capilla donde se colocare la dicha imagen de Nuestra Señora se ha de poner una
lápida con letras que digan ser la sagrada imagen de la cofradía de la Santa Vera Cruz».
Confirman todos estos extremos que se hacen consignar en el documento
transaccional, que en la raíz de aquel conflicto estaban el sentido de la propiedad
y el concepto de cofradía única. Y que los mayordomos de la matriz se habían
visto inquietados por la actitud autónoma de los hermanos de la Esclavitud que
en aquel traslado habían actuado con absoluta independencia. Ahora, a cambio
de consolidar la presencia de la imagen de la Virgen en la otra capilla, debieron
ceder, no sé si con sinceridad o con algún tipo de reserva mental, reconociendo
que su poder de disposición como hermandad filial estaba muy limitado. Ambas
corporaciones con ello soslayaron el resultado, aún incierto, del litigio judicial y
se ahorraron algunos de sus gastos inherentes. Dieron también una imagen más
acorde con el concepto de hermandad.
Del acta de aquel cabildo, que en este punto se expresa en pretérito, se
desprende también lo que pudiera tenerse como un grave efecto colateral de
la disputa: la procesión llevaba algunos años sin salir a la calle. Se dice allí que
«respecto de ser dicha sagrada imagen una de las que componían la procesión que
con el título de dicha cofradía salía de dicho convento anualmente por la Semana
Santa…». Si, como parece desprenderse, ello era debido a las disensiones y no al
carácter intermitente y discontinuo que en el pasado tuvieron las salidas proce-
sionales de la mayor parte de las cofradías, qué duda cabe que fue otros de los
incentivos que propició el acuerdo.
Ya quedó dicho cómo el acta del cabildo que se protocolizó contiene entre
sus anejos, el desistimiento del pleito: «otorgan que se desisten quitan y apartan
de los pleitos que por las razones arriba expresadas han seguido y tienen pendien-
tes entre sí y de sus particulares incidencias y dependencias para no pedir ni repetir
por razón de todo ello de parte a parte cosa alguna ahora ni en ningún tiempo y los
dan por rotos y cancelados para que no valgan ni hagan fe jamás». Ello viene, de
nuevo, a confirmar que el asunto estaba en aquel momento todavía pendiente de
resolverse en la apelación.
En cualquier caso, acorde con la total ausencia de documentación, e in-
cluso referencia, a la sustanciación del recurso en el tribunal metropolitano, no

57
consta tampoco nada de las correlativas y necesarias instrucciones a los letra-
dos y procuradores de las partes en Sevilla para que se presentara allí, bien el
desistimiento por la recurrente, o bien, de manera conjunta por ambas partes
litigantes, la notificación al tribunal de que habían puesto fin al litigio mediante
esta transacción extrajudicial.
El documento se cierra con el espectacular signo del escribano don José
Jiménez Pérez. Dice Marion Reder Gadow78 que «en los traslados o copias de
documentos o en los autos judiciales el escribano debía plasmar su signo, que ya en
la carta de nombramiento le señalaba el rey…. Los signos solían tener una configu-
ración parecida… la figura de un trébol de cuatro hojas adornadas con diferentes
motivos que caracterizaban e individualizaban cada emblema. Los vértices van
adornados con unos circulitos o similares y a veces en el vértice superior rematado
por una cruz. Este signo individual de cada escribano es el que daba a las escritu-
ras carácter de auténticas». El signo notarial pervive en la actualidad, diciendo
el artículo 195 del Reglamento Notarial vigente, que el notario «autorizará la es-
critura y en general los instrumentos públicos, signando, firmando y rubricando»,
añadiendo dicho precepto que «a ningún notario se concederá autorización ni
para signar, ni firmar con estampilla», lo que ratifica que se trata de una garantía
de autenticidad del documento.
Aunque es indudable que el pleito terminó por transacción extrajudicial,
cabría preguntarse todavía si el conflicto que lo motivó quedó también definiti-
vamente cerrado. En este sentido tanto la ardua y costosa búsqueda y recupera-
ción de los documentos como la escrituración de acuerdos, casi 60 años después,
puede indicar que los mayordomos de la Esclavitud de finales del siglo XVIII,
escrupulosos y ordenados, querían tener documentada la historia de su cofradía
y legarla a los hermanos del futuro debidamente encuadernada para su conser-
vación. Pero, sin descartar este supuesto buen hacer, tampoco sería de extrañar
que echaran mano de los papeles de un pleito, que sólo los más viejos cofrades
recordaban, y que ahora se cuidaran de elevar a escritura pública el acuerdo con
el marqués de Valdesevilla porque, de alguna manera, estaban siendo inquieta-
dos de nuevo por alguien (frailes, patronos, cofrades de la Vera Cruz…) en el uso
de la capilla o en la propiedad de la imagen de su Titular.
Sí consta, por un inventario hecho en 1830 citado por Souvirón y Llor-
dén79 de las imágenes (allí llamadas efigies), efectos y enseres que la cofradía de
la Santa Vera Cruz poseía entonces, que la imagen de la Virgen de la Esclavitud

78.  «Breve estudio sobre las escribanías públicas malagueñas a comienzos del siglo XVIII», Baetica. Estudios de
arte, geografía e historia, n.º 5, (Málaga, 1982), p. 201.
79.  LLORDÉN, A. y SOUVIRÓN, S., Op. cit. p. 699.

58
ya no se encontraba entre los mismos. Ello indica que el acuerdo se había res-
petado y que, en cualquier caso, el paso de los años (100 hacía ya del pleito y 40
de la recopilación de los papeles sobre el mismo) había hecho olvidar, pese a los
documentos y los mármoles grabados, la disputa sobre la propiedad de aquella
antigua imagen que tanto enfrentó a cofrades de otros tiempos.

Documento 8
Facsímil, páginas LXVI a LXVII

Se trata de un documento posterior que ya no tiene relación alguna con el pleito.


Es el acta de un cabildo de la hermandad de la Esclavitud, celebrado en la iglesia
del convento de San Luis el Real el día 5 de mayo de 1790, levantada por Pedro
Padilla y Silvera80, notario mayor de testamentos y obras pías del obispado de
Málaga. En el mismo se nombran, por el periodo de un año, mayordomos, alba-
ceas, clavero, sacristán y fiscales.
El libro termina, pues, cuando una nueva mayordomía inicia su andadura
y los directivos elegidos mandan encuadernar los documentos, hasta ese mo-
mento dispersos, reservando incluso espacio en el mismo para asientos venide-
ros que nunca llegaron a materializarse. No es posible conocer las vicisitudes
del volumen en los más de 200 años transcurridos desde la fecha del último
cabildo anotado hasta su hallazgo casual.
Esas 36 páginas finales que quedaron en blanco, y que luego alguien
arrancó con desmaña de un tirón, constituyen una especie de metáfora postrera
de la historia de una cofradía olvidada que nunca pudo rehacerse del todo del
golpe de la desamortización y que, tras un periodo itinerante por distintos tem-
plos de Málaga en el siglo XIX, acabó diluyéndose, inactiva y silente.

80.  Pedro Padilla fue primero oficial en la notaría de testamentos de la curia eclesiástica, donde, según las
respuestas generales al Catastro de Ensenada, ganaba en 1753, 150 ducados al año. Como notario eclesiástico, su
actividad está documentada hasta 1796. Tenía un hermano llamado Luis que ocasionalmente le sustituía.

59
FACSÍMIL
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
XLV
XLVI
XLVII
XLVIII
XLIX
L
LI
LII
LIII
LIV
LV
LVI
LVII
LVIII
LIX
LX
LXI
LXII
LXIII
LXIV
LXV
LXVI
LXVII
LXVIII
Este libro se terminó
de imprimir en los Talleres de
Gráficas Urania
el 8 de septiembre de 2016,
festividad de
Santa María de la Victoria
laus deo
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19

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