La Violencia Contemporánea en México
La Violencia Contemporánea en México
La Violencia Contemporánea en México
Palabras clave: Estado mexicano, Estado capturado, crimen organizado, violencia instru-
mental, violencia expresiva.
This article analyzes the main models of interpretation of the links between State and or-
ganized crime in Mexico. The paper discusses which are more appropriate to explore the
evolution of those relationships and suggests lines of research on the subject. This essay
adduces that the majority of these models lack of a long-term perspective (greater historical
sensitivity). To explain better the phenomenon of current violence links to organized crime,
it is necessary to observe its roots in the past.
Key words: Mexican State, capture State, organized crime, instrumental violence, expressive
violence.
INTRODUCCIÓN
México parece tener una cita con la violencia cada 100 años (1810, 1910, 2008),
pero a diferencia del pasado, la de hoy no es una violencia política, sino una guerra
civil entre grupos del crimen organizado1 y entre éstos y el Estado. ¿Pero cómo se
ha interpretado ese complejo fenómeno contemporáneo? Los estudiosos hablan de
que tenemos un Estado de excepción o un necropoder; que hay un Estado fallido
o un Estado capturado; o bien que México ha caído en una “trampa de seguridad”.
Otros han propuesto que el Estado mexicano oscila entre un Estado infraestructural
(hegemónico) y otro despótico (coercitivo). Veamos a dónde nos llevan los diferentes
1
Como ha visto John Bailey (2014:124-125), aunque es difícil distinguir a la delincuencia
común del crimen organizado (ya que asume múltiples formas), “resulta cualitativamente diferente
de la delincuencia común en dos dimensiones cruciales: el tiempo [implica más planeación] y las
cifras [opera en una escala más elevada]. El crimen organizado implica acciones planeadas con
anticipación por múltiples actores coludidos, cuyos objetivos son ilegales y merecen un castigo sus-
tancial. El crimen organizado se refiere a actividades ilícitas”. Alude a una vasta noción que “admite
muchos y diferentes tipos de organizaciones criminales, que van desde jerarquías rígidas y verticales
de miembros comprometidos a largo plazo, hasta redes más flexibles, efímeras y no jerárquicas, con
una variada gama de formas mixtas intermedias”.
2
Espacios que suelen conducir a una especie de “hipergueto”, en palabras de Loïc Wacquant
(2001:104-119).
3
Este concepto fue acuñado por Robert Rotberg (2004), para denotar que es el desempeño de
un Estado en la provisión de bienes políticos a su población lo que determina si es un Estado fuerte,
débil, fallido o colapsado. Esos bienes pueden ser clasificados en tres categorías: los de seguridad
(soberanía territorial, protección patrimonial); libertades civiles, políticas y derechos humanos;
provisión de infraestructura y servicios públicos (ya sea proveyendo directamente estos servicios o
coordinándolos). La falla del Estado puede estar en cualquiera de esas categorías. Véase también
Carlos Flores (2013:47).
4
Kees Koonings (2012) también recupera la noción de Estado fallido para referir la violencia
que padece América Latina. Su conclusión es que el Estado en la región, si bien se halla revestido
formalmente por la democracia, su núcleo se encuentra carcomido por la violencia, de ahí su ca-
rácter fallido.
5
Este término emerge de la teoría del Public Choice y de ahí se extiende a otras áreas. Originalmen-
te se usaba para definir cómo los grupos de presión tienden a asegurarse privilegios capturando ciertas
áreas del Estado y el término se generaliza a partir de las experiencias de los países de la Europa oriental
postsoviética. Para un mayor análisis de las raíces y facetas (económicas, administrativas y políticas)
del concepto de captura del Estado, véanse Laffont y Tirole (1991) y Omelyanchuck (2001).
6
Tanto Carlos Flores (2013) para el caso de Tamaulipas, Astorga (2016) para el de Sinaloa y
Grillo (2012 y 2016) para el de Michoacán, han empleado en sus respectivas investigaciones el
modelo de captura del Estado.
7
Para un tratamiento más amplio sobre el enfoque del poder en Foucault, véase Enrique Guerra
Manzo (1999:95-120).
8
Muy cerca también de Foucault, Edith Beltrán (2015:33-39 y 95) ha tratado de aplicar el
concepto de Estado de excepción de Giorgio Agamben y el de necropoder de Achilles Mbembe
para analizar la violencia en el norte de México. Señala que en momentos de crisis, cuando ciertas
categorías de ciudadanos pierden o les es arrebatada su soberanía (disminución o negación de las
garantías individuales, derechos civiles y políticos), se instala un Estado de excepción. Aquí el Es-
tado legitima su derecho a matar, a disponer de los cuerpos, lo que Foucault llama biopolítica. Sin
embargo, considera que en México el Estado de excepción no es permanente ni afecta a todos los
ciudadanos por igual. Encuentra más acorde con la realidad la noción de necropoder o necropolítica
de Mbembe, quien la desarrolla siguiendo las ideas de Agamben. Lo esencial del negocio de los cárte-
les del crimen organizado es su dimensión económica, pero ésta no se reduce al tráfico de enervantes,
de personas o el secuestro... todos esos son subproductos. Su negocio esencial es la muerte. Contro-
lan la industria de la muerte, es un negocio rentable. La vida humana se vuelve mercancía. Empero,
estas formulaciones conceptuales han sido cuestionadas por Byung-Chul Han (2016:1300-1312),
para quien la sociedad premoderna estaba habitada por la violencia de la decapitación en la plaza
pública, mientras que en la sociedad moderna disciplinaria que ve Foucault, por la coacción dis-
ciplinaria. Ambas son violencias de la negatividad coactivas, heterónomas. En cambio, la sociedad
tardomoderna en la que hoy vivimos está gobernada por una violencia de la positividad. En ella no
hay un sujeto de obediencia, sino uno libre, avocado a la sociedad del rendimiento. En ella el impe-
rativo del rendimiento transforma la libertad en autocoacción. Libertad y violencia se tornan en lo
mismo. La violencia es autoinfligida y a la vez es sistémica (se impone a todos sus miembros, ricos
o pobres). Pero en México aún carecemos de mayores estudios en la dirección apuntada por Han.
9
Para una buena síntesis de las corrientes microsociológicas, véase George Ritzer (1993).
10
Esta distinción de origen gramsciano es similar también a la dicotomía Estado infraestructu-
ral/Estado despótico empleada por Michael Mann (2004:179-198). Distinción que es recuperada
ampliamente por Wil G. Pansters (2012:211-922). Según Mann, los Estados más eficaces son
aquellos cuya sociedad es lo suficientemente igualitaria y homogénea como para permitir el desa-
rrollo de un sentido común de ciudadanía. Los Estados pueden de ese modo desarrollar “poderes
infraestructurales” efectivos para movilizar recursos y promover el desarrollo. Cree que los Estados
en América Latina tienen fallas en esa dirección. Mann opina que hay dos sentidos en que puede
entenderse un Estado fuerte: porque ejerce poder despótico o porque puede implementar de forma
efectiva decisiones a través de la sociedad. El primero es un “poder sobre”, el segundo es poder “a
través de”. El primero es un poder despótico, el segundo un poder infraestructural. El Estado ideal
sería uno que combinara un alto grado de poder infraestructural y un bajo poder despótico; esto
es, cuenta con la capacidad de movilizar recursos y reglas de modo efectivo en todo su territorio,
al tiempo que sigue siendo democrático. Pero la mayoría de los Estados no alcanzan este ideal. Los
Estados modernos alcanzan un alto grado de poder infraestructural, algunos Estados subsaharianos
poseen un grado muy bajo de poder infraestructural (por ejemplo, Somalia, El Congo). Los Esta-
dos de América Latina están en algún punto entre esos extremos.
No obstante, Pansters11 afirma que en medio de la anterior dicotomía hay una zona
gris (de corrupción y clientelismo), poco estudiada hasta ahora, en donde se encuentran
redes entre empresarios de la violencia, actores políticos y oficiales de la ley, en unos
límites con fronteras borrosas.12 (Aquí pueden situarse los argumentos sobre el Estado
capturado). Es en esa zona donde debe ubicarse a la violencia parainstitucional en la
que se articulan actores estatales y no estatales. Históricamente es válido preguntarse en
qué condiciones puede emerger esa zona gris o de violencia parainstitucional.13
Como ha señalado Richard Bernstein (2015), la violencia es un fenómeno tan
complejo que no cabe sino aproximarse a él “sin barandillas” (sin barreras). Es por ello
que más que movilizar un solo modelo para comprenderla, se la debe tratar de enfocar
desde los diferentes ángulos que tengamos disponibles en una pluralidad de modelos:
como múltiples faros de luz que apuntan a diferentes direcciones y que a la vez se
entrelazan en algunos puntos.
Los tres primeros modelos son macroscópicos y tributarios del enfoque de Public
Choice.14 Tienen en común su interés en enfatizar la calidad de las políticas públicas.
De esa forma encuentran las “fallas del Estado” (generación de espacios vacíos de
gobierno); instituciones en donde hay evidencias de estar “capturadas” por intereses
mafiosos (bloqueando su funcionamiento); modos en que ciertas políticas públicas
se hallan atoradas en “trampas de seguridad”. Todo ello permite el crecimiento del
músculo del crimen organizado e impide eliminar las espirales de violencia que aquejan
a la sociedad.
El enfoque foucaultiano, movilizado por Pereyra, vincula soberanía (concentración
del poder) y gubernamentalidad (ubicuidad de las relaciones de poder). Foucault
11
Siguiendo a este autor, John Gledhill (2017) ha combinado el modelo gramsciano con el
concepto de acumulación por desposesión de David Harvey (2004) para estudiar la violencia en
México.
12
Alan Knight (2014:43, nota 18), quien también ha aplicado ese modelo, lo expresa del si-
guiente modo: “si concebimos la noción gramsciana de hegemonía, podríamos observar en un
extremo, una coerción absoluta y, en el otro, una adhesión voluntaria e incluso entusiasta, y en el
medio, un área gris de clientelismo y corrupción. En términos generales, el Estado [...] puede forzar
la obediencia mezquina, comprar la obediencia instrumental o inspirar una impaciente adhesión”.
13
Creo que es aquí también donde pueden colocarse problemas como el de las policías comuni-
tarias, autodefensas, linchamientos y otras formas de intentos de la ciudadanía por defenderse de la
criminalidad. Lo que podríamos llamar como emergencia desde abajo de “células moleculares” de
recomposición del tejido social frente al cáncer de la violencia.
14
Al respecto, véanse Laffont y Tirole (1991) y Omelyanchuck (2001).
exhortaba a una metodología que explorara tanto las genealogías del poder en sus
aspectos macro (biopolítica) como micro (microfísica del poder). Todo ello se requiere
para dilucidar los modos en que el crimen organizado ha ejercido en ciertas regiones
funciones de soberanía y de gubernamentalidad.
El modelo weberiano-durkheiniano que utiliza Williams, más que ser estadocéntrico,
como los primeros modelos que se han referido, es sociocéntrico. Encuentra heurística
la noción de racionalidad instrumental de Weber para situar la naturaleza de los
cárteles como “empresarios de la violencia”; pero es insuficiente para diagnosticar las
dimensiones expresivas de la violencia (como modo de vida, rituales, cultura de la
violencia). Aquí ve más útil la sociología de Durkheim. Pero como argumenta Wolfgang
Sofsky (2006:49), la manera en que se desencadena la violencia en cada caso concreto,
“[...] sólo puede entenderse si se examinan detalladamente las formas de practicarla”:
se perfila hacia lo instrumental o hacia lo ritual-expresivo.
Los enfoques microsociológicos han dado cuenta del modo en que las interacciones
sociales se tornan cada vez más violentas en diferentes áreas del tejido social y de la vida
cotidiana, inspirándose en diversas teorías: interaccionismo simbólico, fenomenología,
etnometodología, entre otras. Estas corrientes suelen emplear métodos hermenéuticos e
instrumentos como la entrevista, observación participante o etnografías para dar cuenta
de sus objetos de estudio.
En cambio, el enfoque gramsciano (utilizado por Pansters, Knight y Gledhill) perfila
sus baterías hacia los aspectos macroscópicos de los procesos hegemónicos, coercitivos
o grises de la estructuración del Estado desde la Revolución de 1910, tanto en el plano
nacional como en el regional. Encuentra que en las zonas en que más dificultades ha
tenido el Estado para arraigar en términos hegemónicos, son en las que más tiende
a imperar la violencia.15 Considera heurístico centrar la atención sobre todo en las
zonas grises, en las que una mezcla de clientelismo, corrupción y mercado de lo ilícito
propician ciclos de violencia.
Como puede apreciarse, ninguno de estos modelos es descartable para el estudio de
la violencia, ya que se avocan a diferentes aspectos de la misma. Pero de todos ellos, el
que hasta hora ha mostrado mayor sensibilidad para ofrecer una mirada historiográfica
de la violencia en nuestro país ha sido el gramsciano.
En lo que sigue, se retomaran varios de los aportes de algunos de los modelos arriba
mencionados.
15
Lo mismo parece apreciarse en Perú. En las regiones en las que mayor fuerza tuvo la guerrilla
de Sendero Luminoso fue en aquellas en las que el Estado tenía menor presencia o estaba prácti-
camente ausente. Al respecto, véase el caso de Ayacucho, en Carlos Iván Degregori (1996:15-28).
decirle a un rural que vigilara una fiesta sin tomar nada y sin hacer uso de su autoridad,
recién adquirida, en beneficio propio. Díaz no dudó en reprimir la disidencia, pero las
mayores protestas étnico-populares se suscitaron en los extremos, yaquis en Sonora y
mayas en Yucatán y Quintana Roo (Vanderwood, 1986:158; Guerra, 1991).
Las fuerzas del desarrollo suscitadas en el porfiriato al final del periodo trajeron más
desorden, desbordaron al régimen y propiciaron la Revolución de 1910. De nueva
cuenta el bandolerismo floreció (Vandewoord, 1986:229-234; Katz, 1998; Womack,
1992). La revolución ocasionó, entre 1910 y 1920, de un millón a un millón y medio
de muertos, ya sea de manera directa o indirecta, como bajas en la guerra, víctimas
civiles o muertes ocasionadas por enfermedades y hambrunas.16 La violencia de la
revolución fue más de tipo instrumental-racional que expresiva-ritual, obedeció a metas
particulares: derrotar al rival y conquistar el poder. Pero hubo también ciertas normas
de honor y caballerosidad entre los generales de los ejércitos enfrentados (aspectos que
contrastan con la violencia contemporánea). No tenían interés (ni recursos) en una
guerra sucia, ni en capturar prisioneros, ni en construir campos de concentración, pues
los ejércitos tenían mucha movilidad. Hubo atrocidades contra la población civil, pero
ello fue obra sobre todo del ejército federal huertista (Knight, 2014).17
La Constitución de 1917 confirmó al nuevo orden, que en muchos aspectos no
difería fundamentalmente del antiguo. Los vencedores fueron reformistas y siguieron
fieles a la dirección establecida en el porfiriato. La revuelta reordenó, pero no descartó,
ni reemplazó los fundamentos de las estructuras ya establecidas (Vandewoord,
1986:235; Womack, 1992). Y así el orden volvió a predominar sobre el desorden,
pero ello llevó tres décadas de disputas, rebeldías, experimentación y fluctuaciones que
siguieron a la revolución.
Como la literatura especializada ha mostrado, la violencia macropolítica tiende a
desaparecer luego de 1929. La gran coalición política establecida por Álvaro Obregón
en 1920, con la rebelión de Agua Prieta, y reafirmada por Plutarco Elías Calles con
la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) (marzo de 1929), encauza
las ambiciones por el poder dentro del sistema más que contra él. Las dos principales
16
Según estimaciones recientes, en términos de pérdidas humanas, junto con la Guerra Civil
Española, la Revolución Mexicana ocupa el noveno lugar mundial como la guerra más mortífera
en los dos últimos siglos. Véase Robert McCaa (2003:267-400).
17
Los fusilamientos solían tener expresiones rituales o expresivas, eran una suerte “de rito per-
formativo, en el que tanto la víctima como los verdugos seguían un guion aproximado, que incor-
poraba aspectos de honor y caballerosidad”, hubo excepciones, pero ese guion sirvió para “mitigar
los peores excesos de la matanza bélica”, Alan Knight (2014:14-16 y 19-20).
El anterior recorrido de los nexos entre fuerzas del orden y el desorden permite apreciar
la tensión siempre existente entre los factores que promueven la paz (la civilización) y la
violencia (la barbarie). Algunos de los factores de violencia tradicionales han sido, sin
duda, el bandidaje y la criminalidad (delincuencia común), pero ya desde el porfiriato
aparece también el contrabando de drogas hacia Estados Unidos. Ello se manifestó con
mayor vigor a partir de la Revolución de 1910. Por ejemplo, el gobierno semiautónomo
de Esteban Cantú llegó a ser un centro de vicio y de venta de estupefacientes al vecino
país del norte.19
18
Al respecto es ilustrativo el caso de la violencia política en Zacapu, documentada por Paul
Friedrich (1991); o las luchas por la tierra en San José de Gracia analizadas por Luis González
(1984).
19
Cantú mantuvo el control de Baja California desde 1911 hasta 1920, primero como co-
mandante militar y luego como gobernador del distrito, y en ese periodo obtuvo ingresos por los
rubros más diversos: cuotas a las apuestas del hipódromo, participación económica “en el trato
de blancas, del opio, cocaína, morfina y heroína, de bares y toda clase de tugurios, de garitos y de
la extorsión”. Cuando el gobierno federal prohibió el tráfico de opio, Cantú tuvo que ir a juicio.
Entonces Cantú “recogió todo el opio, pero no lo destruyó; o lo vendió él mismo o lo devolvió a
cambio de una fuerte suma. Casi todo el opio refinado fue enviado a los Estados Unidos con la
ayuda de la familia Dato”, la de su suegro. En 1920, Cantú, al no reconocer a la rebelión de Agua
Prieta, fue obligado a dejar el poder. El general Abelardo Rodríguez fue el encargado de la invasión
militar a Baja California, que obligó a exiliarse a Cantú, y de licenciar las tropas de éste, quedando
como jefe de operaciones militares del distrito y posteriormente como gobernador. Joseph R. Wer-
ne (1980:14-15 y 18-24). Rodríguez no tardaría en emular varias de las prácticas ilícitas de Cantú.
Véase Gómez (2007).
20
Al respecto, afirma Sergio Aguayo (2014:1075-1080), desde la década de 1940 la élite gober-
nante estaba satisfecha con los servicios de inteligencia, “el narcotráfico o la extorsión [en que se
involucraban los agentes] eran [interpretados como] una ‘travesura de los muchachos’”.
drogas), pero desde el principio contaron con la capacidad para comprar la protección
de políticos y policías (Knight, 2012:2634-2640). De modo similar a como los
empresarios mexicanos tendieron a florecer estrechando relaciones clientelares con
las élites políticas para beneficio mutuo –lo que Hansen (2004:164-173) denominó
como la cosa nostra–, los grupos de narcotraficantes se desarrollaron hasta la década de
1970 con el padrinazgo estatal (en una colusión tácita), y con sus pistoleros pudieron ir
construyendo “narcominiestados” en ciertas regiones.21 Vale la pena referir brevemente
los casos de Tamaulipas y Sinaloa.
Por ejemplo, Carlos Flores (2013:115-133) muestra el modo en que una camarilla
político-militar tamaulipeca encabezada por Raúl Gárate, Bonifacio Salinas Leal y
Tiburcio Garza Zamora, aliada al alemanismo, logró desplazar al portesgilismo, el
cual dominaba la entidad desde la década de 1920.22 Esta camarilla se impondría
por décadas a la entidad y promovería el tráfico clandestino de sustancias y bienes
ilegales, que con los años se incrementaría hasta alcanzar dimensiones preocupantes. El
principal aliado de ese nuevo grupo era un personaje turbio, el coronel Carlos I. Serrano,
arquitecto y fundador de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) en enero de 1947.23
De ese modo, desde su nacimiento la DFS fue utilizada como fachada para diversas
actividades ilegales, con el objeto del enriquecimiento personal de las camarillas políticas
que la controlaban. Serrano tenía vinculaciones con la mafia italoamericana y era amigo
íntimo del presidente de la República Miguel Alemán (1956-1952). Ambos aparecían
vinculados con la propiedad de múltiples ranchos en estados de la frontera norte, sobre
todo en Chihuahua, Baja California y Tamaulipas. Con la protección de esta camarilla
21
Este hecho contradice la tesis de Williams (2010) de que los cárteles siempre están en un “es-
tado de la naturaleza”, pues hasta la década de 1970 gozaban del arbitraje, tolerancia y protección
estatal (o al menos de ciertas instituciones).
22
Sobre este tema véase Arturo Alvarado (1988).
23
Sergio Aguayo (2014:1055-1065) cita un documento de la Agencia Central de Inteligencia
de Estados Unidos (la CIA), en el cual se manifiesta que ésta tenía una buena opinión de la DFS.
En sus inicios, la describía como dependiente directamente del presidente e integrada por personal
competente y capaz, pero también la criticaba, pues “algunos de sus jefes” son “poco escrupulosos
y han abusado del considerable poder que tienen porque toleran, y de hecho conducen, actividades
ilegales como el contrabando de narcóticos”. El jefe informal de la DFS era el coronel Carlos I.
Serrano, quien había sido jefe de la policía estatal de Veracruz cuando Miguel Alemán era gober-
nador. Él “organizó y controla” de modo informal a la DFS. Pero la CIA calificaba a Serrano como
“hombre poco escrupuloso, involucrado activamente en empresas ilegales, entre ellas el tráfico de
narcóticos”.
tamaulipeca, Juan N. Guerra fundó el cártel del Golfo en 1947. Organización que no
sólo se dedicaba al tráfico de drogas, sino también al contrabando de diversos bienes
(autos, licor, joyas...). Tarea que fue facilitada con nombramientos aduanales para
allegados de Miguel Alemán. Guerra se codeaba con la alta sociedad tamaulipeca, y pese
a su historial delictivo, violento y criminal, hasta su muerte gozó de protección oficial.24
De esta manera, varias instituciones como la DFS y las aduanas, son capturadas por
intereses privados y delictivos, y no se limitaron a Tamaulipas. Hay, pues, una recon-
figuración cooptada de ciertas instituciones del Estado (Flores, 2013:137 y 170-171).
En el caso del cártel de Sinaloa, el más antiguo y poderoso, si bien siempre ha
mantenido una base regional, ha sido históricamente más partidario de la búsqueda
de negociaciones cupulares y simbióticas a la vieja usanza, pero sin rehuir al uso de la
violencia cuando ha sido necesario. En la década de 1950, dadas las crecientes “batidas”
del ejército en Sinaloa, afirmaba la Procuraduría General de la República (PGR), la
producción de enervantes se empieza a desplazar a Michoacán, Jalisco y Nayarit. No
obstante, en la década de 1960 se estimaba que había 300 pistas clandestinas para el
tráfico de opio hacia Estados Unidos (Astorga, 2016:1617; Enciso, 2015:127-131).
A pesar de la Operación Cóndor en la década de 1970, dirigida sobre todo a golpear
al cártel de Sinaloa, ello no bastó para evitar que el negocio del tráfico de drogas siguiera
floreciendo. En las décadas de 1980 y 1990 adquirió tal visibilidad que era imposible
ocultar que había nexos entre corporaciones policiacas y traficantes. Para amplios
sectores sociales y ciertos funcionarios públicos, era más rentable operar fuera de la ley
que dentro de ella.25 De hecho, según Astorga, un informante que la Administración
para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) consideraba confiable, señalaba
que, tras la Operación Cóndor, la DFS organizó a los traficantes sinaloenses para que
“realizaran sus actividades de manera más profesional a partir de una base territorial con
24
Guerra fue detenido en 1991, “pero pronto fue puesto en libertad. Murió libre, por causa de
insuficiencia respiratoria, en Matamoros, en julio de 2001”. En 1989, a pregunta expresa de un
reportero sobre su carácter de político, dados ciertos rumores de que había financiado campañas
políticas, manifestó: “Político no soy [...] pero sí soy amigo de ellos. Eso sí, soy priista, siempre lo
he sido y voto por sus candidatos [...] y mostró su credencial de afiliación al PRI” (Flores, 2013:139-
154 y 284).
25
Magali Tercero (2012) ha narrado bien la forma en que la riqueza ligada al narcotráfico ha
beneficiado a parte de la sociedad sinaloense, pero también sus claroscuros: violencia, inseguridad,
ansiedad, corrupción.
26
Sergio Aguayo (2014:1302) confirma que se dejó manos libres a los comandantes, delegados
o agentes de la DFS para “obtener ingresos extras [...] Dejarlos hacer sus ‘buscas’ (la extorsión, el
botín de guerra, la protección, el narcotráfico”.
27
Según Ioan Grillo (2012:108) en la década de 1980 Estados Unidos empezó a golpear a
cárteles colombianos. Sus dirigentes hallaron la solución asociándose con los mexicanos para que
cruzaran la droga a Estados Unidos y disminuir los riesgos. Una vez que millones de dólares de la
cocaína entraron a México, el tráfico se hizo más grande y sangriento. Los mexicanos ahora querían
quedarse con el negocio de la droga y no ser simples correos. Miguel Félix Gallardo fue el enlace
con los capos colombianos. Fue así como Gallardo se convirtió en el jefe de jefes.
28
En los valles agrícolas de Sinaloa en la década de 1980, agrega Astorga, se ganaban 600 pesos
diarios, a los jóvenes piscadores de droga se les ofrecían de cuatro a cinco mil pesos diarios. El éxodo
fue de tal grado que los agricultores de los valles tuvieron que contratar jornaleros de otras enti-
dades. Para el caso de Tierra Caliente en Michoacán, véase Malkin (2001) y Maldonado (2012).
29
Al respecto, el mejor relato es el Grillo (2012).
30
Sergio Aguayo (2014:4116-4136) ofrece pormenores del modo en que el asesinato del perio-
dista Manuel Buendía y del agente antinarcóticos estadounidense Enrique Camarena (y su piloto)
revelaron la enorme corrupción y los fuertes nexos entre altos funcionarios y grupos del narcotrá-
fico. Afirma que de inmediato, “Washington empezó a revelar los nombres de gobernadores, jefes
de policía, secretarios de Estado y hasta familiares del presidente, supuestamente involucrados en
operaciones criminales ligadas al narco”.
31
John Bailey (2014:160-162) ha resumido bien las principales coyunturas críticas que llevaron
a una paulatina pérdida de la regulación y a un creciente enfrentamiento entre cárteles y entre éstos
y el Estado: 1985-1988; 1988-1997; 1997-2002; 2002-2006 y 2006-?
32
Pues ha emergido toda una narcocultura y estilos de vida en esas regiones que sublima la
violencia, expresada en corridos, novelas, maneras de vestir, fiestas, bailes, decoración de casas e
incluso de tumbas, entre otras cosas. Al respecto, véanse Catherine Héau y Gilberto Giménez
(2004:627-659), Magali Tercero (2012), Edith Beltrán (2015), Mercedes Zavala (2011:162-182),
Luis Astorga (1997), Froylan Enciso, (2015). Jorge Corsi et al. (2003) han mostrado el modo en
que la sublimación de la violencia (por ejemplo, en la figura del héroe solitario y violento) propicia
interacciones cada vez más violentas en la vida cotidiana de las sociedades de América Latina (en
los jóvenes, en las relaciones de género, en la vida laboral, entre otros espacios de la vida social).
33
Aunque, como enseña el caso de La Familia Michoacana y el de Los Caballeros Templarios,
no debe exagerarse el lado filantrópico del narco, pues a la larga pesa más su lado oscuro, predato-
rio. En todo caso, es necesario profundizar más en las experiencias regionales.
34
Sin duda que el agudizamiento de la violencia en las últimas décadas tiene entre algunos de
sus principales detonadores a la profundización del modelo neoliberal y a la crisis económica que
en apoyarse en los cárteles. De ese modo, se suscita una nueva captura del Estado
o reestructuración de la zona gris. Pero, al parecer, las reglas de juego cambiaron
significativamente con las elecciones de 2000, al darse la alternancia partidista en la
Presidencia de la República. Lo que quedaba del viejo pacto cupular entre funcionarios
públicos y cárteles se desmoronó. Se crearon por primera vez condiciones para una
mayor autonomía relativa “del campo del tráfico de drogas respecto del poder político;
de ahí el recurso a las medidas de excepción actuales”, con el mayor uso de las fuerzas
armadas por parte del Estado, “para intentar recuperar los mecanismos de contención
y control relativo del negocio del tráfico de drogas” que habían imperado durante
décadas. Pero la tendencia, a pesar de ciertos casos de penetración de los traficantes
en el campo político, parece inclinarse hacia la creciente autonomía del tráfico de
drogas respecto a la tutela estatal (Astorga, 2016:2235-2240 y 2266). En lo que va
de la presidencia de Enrique Peña Nieto, hay muchas evidencias que indican que esa
tendencia no muestra signos de estar cambiando de dirección.35
CONCLUSIONES
ha vivido el país desde la década de 1980. Con la apuesta de las élites económicas y políticas al
mercado como eje central del desarrollo se han debilitado los mecanismos de solidaridad, de la
cooperación mutua y del gasto social. Se ha acentuado el desempleo y una mayor desigualdad so-
cial. Todo ello no ha dejado de generar un caldo de cultivo para el reclutamiento de jóvenes que no
tienen otra opción para su movilidad social que su ingreso a las filas de la delincuencia. Estudiosos
del tema como Gerardo Esquivel (2015:35-37) o Sergio Zermeño (1996) sostienen esta hipótesis.
35
La Secretaría de Gobernación recientemente dio a conocer cifras sobre la violencia en el país
en las que reconoció que en 2017 se vivió el año más violento desde que comenzaron a llevarse
registros en 1997, con 29 168 homicidios, 20.5 por cada 100 mil habitantes. Cifra que es mayor a
la tasa de asesinatos más alta registrada en la guerra contra el narcotráfico en el 2011, cuando hubo
27 213 (19.4 por cada 100 mil habitantes). Ese mismo año, Brasil y Colombia tuvieron una tasa
alrededor de 27 homicidios por cada 100 mil habitantes, por debajo de Venezuela, con una tasa de
57, y de El Salvador, que reportó una de 60.8 (El Financiero, 21 de enero de 2018).
36
También están las violencias de género, de la criminalidad común, simbólicas, étnicas, entre
otras. Al respecto, véase el recuento de Wil G. Pansters (2012). Estas diferentes clases de violencia
tienden a articularse en la zona gris a la que se ha hecho referencia aquí, en la que las víctimas
tanto de la violencia estatal como las del crimen organizado suelen ser los sectores más vulnerables,
sí parece ser la más importante y la que más impacta a la opinión pública.37 Como
ha señalado Astorga (2016), a diferencia de otros países (Italia, Colombia o Estados
Unidos), la violencia ligada al narcotráfico no ha llamado aún suficientemente la
atención de los académicos. Periodistas y criminólogos son quienes más se han ocupado
de ella. Estamos lejos de estudios profundos sobre el tema.
Nuestro recuento de los principales modelos de interpretación de los nexos entre
crimen organizado y Estado muestra que a pesar de que cada uno de ellos arroja luz
sobre diferentes aspectos del problema, en su mayoría carecen de sensibilidad histórica
y tienden a centrarse en la coyuntura. Para comprender sus raíces y la forma en que
ha evolucionado, se requieren mayores estudios en esa dirección. No obstante, los que
disponemos hasta ahora nos ofrecen sugerencias valiosas sobre donde mirar: se hace
preciso reparar en las razones por las cuales el Estado mexicano ha sido incapaz de
mantener el monopolio legítimo de la violencia, especialmente en algunas regiones
(sobre todo las vinculadas con el tráfico y producción de enervantes).
De igual modo, es necesario profundizar en el análisis de las condiciones que
propician el surgimiento de una zona gris en la que parecen florecer los nexos entre
actores estatales y no estatales en negocios ilegales, suscitándose así expresiones de
captura de ciertas áreas del Estado. Para hallar la respuesta a estas y otras preguntas
en el nivel macro, parece plausible recuperar la noción de Estado capturado y utilizar
el intervalo gramsciano de hegemonía-coerción, pasando por la zona gris, en una
38
Al respecto, véase George Ritzer (1993).
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