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STRASSER. Sobre La Democracia y El Mejor Orden Político Posible

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CARLOS STRASSER

Investigador superior del CONICET, profesor emérito de FLACSO

Congreso Nacional e Internacional sobre la Democracia, Universidad Nacional de Rosario,


jornada del 11 de septiembre de 2014. Presentación del libro
“La razón democrática y su experiencia. Presente, temas y perspectivas”, Editorial Prometeo, Buenos Aires.

De nuevo sobre la democracia, lo que tenemos y lo bueno posible

La democracia volvió a la Argentina hace ahora treinta años largos. Hemos celebrado el
aniversario y lo seguimos celebrando, aquí estamos. Lo celebramos aunque no se trate
de la democracia sin más sino de esta democracia que tenemos, aproximadamente la
misma que, con sus bemoles, existe en el mundo de hoy en tantos países, historias y
culturas de cada uno también aparte. Democracia que en realidad está muy lejos de ser
una democracia hecha y derecha, cosa estrictamente imposible, desde ya. Realmente
lejos, aunque quizás y por lo mismo sea de lo más civilizado posible, esto no sólo pro
tempore sino también en el futuro largo a la vista.

Hace un tiempo, sin embargo, no recuerdo exactamente cuándo ni dónde, Gianfranco


Pasquino, estos días invitado al Congreso pero que por entonces había leído o
escuchado algo mío relativo a la cuestión en la misma vena de lo que acabo de decir,
catalogó mi pieza como pesimista. Entendí que distaba de compartir lo mío. Pero lo
suyo me preocupó y me preocupa. Se me hace cuesta arriba entender cómo
discrepamos.

Lo recuerdo aquí de entrada no tanto para sostener que nuestro eximio colega estaba
errado, simplemente errado, porque esta no es una cuestión de pesimismo u optimismo.
Y es de su error o equivocación, de su materia, a lo que quiero volver y sobre lo que
deseo exponer seguidamente. A mi juicio se trata de algo sumamente importante,
importante en extremo, algo sobre lo cual vale parar todas las veces que haga falta. De
hecho, muchos otros colegas incurren en la misma equivocación, todo a causa de errores
de concepto o confusión de categorías, de algunas omisiones imperdonables de la mejor
y ya antigua teoría política, y de determinados sobreentendidos y silenciamientos de lo
que parece que va de suyo pero en verdad deja de llevarse en cuenta y se pasa al olvido,
incluyendo algo básico que se habría marchado con la famosa “crisis del marxismo” y
ya sería hasta demodé mencionar.

Se trata, para decirlo y subrayarlo desde el vamos, de que todos llaman “democracia” a
lo que verdaderamente dista de serlo aun si con-tiene algo de ella. Así, arrastrados por la
suerte de inercia del lenguaje que tanto reproducen los medios y el común de la gente
-para no hablar de los distintos poderes interesados que sin querer o queriéndolo la
favorecen naturalmente-, pasan a disentir cuando no a tomar distancia y hasta sospechar
de lo que no es sino pensamiento riguroso, inteligencia crítica, por su parte no menos
sino absolutamente interesada en el más igualitario y justo orden político, ése que
justamente se supone encarna la democracia, una democracia stricto sensu. A propósito,
todos los artículos de este libro mío que ahora se presenta pueden servir al efecto de
testigos, lo mismo y en especial el Prefacio del libro que encuadra a los artículos. De ahí
2

que estoy llamando a mi presentación de ahora “De nuevo sobre la democracia, lo que
tenemos y lo bueno posible”.

Pero paso ya al fondo del tema propuesto, lo que haré por partes.

Empecemos por el concepto de democracia, brevemente. En distintos trabajos y hace


muchos años ya propuse que la democracia es un régimen de gobierno del estado,
fórmula que subraya tanto como define y distingue sus tres términos (en rigor,
conceptos) fundamentales, en parte distintos y relativamente autónomos pero también
en parte superpuestos y de algún modo fusionados. Los tres deben concurrir a la cita
para que ese régimen de gobierno del estado que en concepto es la democracia pueda
efectivamente, si acaso, establecerse, perdurar y afianzarse.1

El contenido de este régimen es a su vez el producto de una acumulación (y fusión,


también) de ideologías o bien “ideas”; a saber, la idea democrática original propia de la
Atenas del siglo V a.C., el republicanismo procedente de Roma y luego la baja Edad
Media y el Renacimiento, y el liberalismo de finales del siglo XVII a comienzos del
XIX, cada cual, cada idea o ideología, basada en unos principios muy determinados,
respectivamente la soberanía del pueblo, uno, el compromiso y hábito cívicos con más
el institucionalismo, dos, y los derechos, libertades y garantías individuales, tres. Desde
ya, en la idea contemporánea compuesta de democracia, por llamarla así, esas
tradiciones y sus principios se precisan mutuamente para su realización, tanto lógica
como teórica y empíricamente. Termina de hacerlo claro la división de poderes del
correlativo Estado constitucional de Derecho.

Ahora, al respecto tenemos un problema, y es que las tradiciones y los principios citados
no siempre pueden llevarse bien, por lo pronto están siempre en tensión, y en ocasiones
andan aun a las patadas, como nos consta a todos.2 Este es ya un problema serio, un
obstáculo en los hechos muy difícil de salvar. Como sea, no tiene vueltas. Las cosas son
lo que son y no vale ignorarlas. Por suerte, los choques quizás resulten sólo en desvíos y
el camino pueden retomarse cada vez, salvo que los desvíos se conviertan en mala
costumbre y cultura política definida.

En cualquier caso, y para peor, hay otros problemas u obstáculos no menos sino tal vez
más serios. Son aquellos a los que me referí implícitamente antes, esos que tanto se
pasan de largo en la extensa literatura sobre el funcionamiento desagregado y al por
menor de tales o cuales mecanismos o institutos en operación o sectores en acción
dentro de lo que se da por entendido que es una democracia vigente, menos o más

1
Remito a El orden político y la democracia, Emilio Perrot, Buenos Aires, 1986, pero especialmente a
Para una teoría de la democracia posible, Grupo Editor Latinoamericano, 2 vols., Buenos Aires, 1990 y
1991, y sucesivamente a Democracia III. La última democracia, Universidad de San Andrés-Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1995, en los cuales no sólo elaboro largamente al respecto sino que también
refuto el argumento de que definir a la democracia como régimen, al menos tal como yo lo hago, no es
empobrecer la idea de democracia, de ninguna manera, por ejemplo en relación a definiciones de ella
como “modo de vida” (u otras que se dicen sustantivas, versus las llamadas formalistas, procedimentales,
etcétera), sino riguroso, preciso y perfectamente comprehensivo de la calidad de dicho orden político.
2

El ejemplo más claro que puede darse es el del choque entre la voluntad de la mayoría popular y la
libertad individual de la persona.
3

vigente, pero en fin de cuentas vigente, diz que vigente. A continuación los registro,
después ampliaré sobre cada uno.

El primero de esos obstáculos lleva en todo el mundo un tiempo increíblemente largo


-continuado incluso en las últimas muchas décadas que fueron favorables a su mejoría-
pero nunca hasta ahora ha podido superarse, tanto que ya parece un datum incorregible;
es la pobreza. El segundo, conocido práctica y teóricamente desde hace también
larguísimo rato, no tiene remedio, simplemente; es la representación y todo lo que
conlleva. Los dos que siguen, con los cuales ese segundo puede y suele vincularse cada
vez más en nuestra época, agregan, ambos, una extrema o enredada y aun oscura
complejidad a todo orden y gobierno político; hablo respectivamente de (a) la agenda y
(b) de la multiplicación de actores y poderes en el mundo de hoy, unos actores y
poderes que de por sí tienen poco o nada que ver con la voluntad popular y la
territorialidad propias de una democracia --unos que existen, sencillamente, y otros que
son elegidos a dedo.

Más adelante voy a extenderme en particular sobre el segundo de los cuatro obstáculos,
la representación, que es clave y sin embargo consigue casi siempre disfrazarse y salir
de foco. De los otros tres me ocuparé acto seguido, a nuestros fines requieren menos
tratamiento; tampoco son tan elusivos como es el de la representación.

Y bien, sobre el primero, la pobreza, no hace falta abundar mucho, su trascendencia es


patente. Todas las personas que regularmente viven sin ingresos o penando por los
ingresos y el pan y el techo y la salud y la educación, que todo eso y más es ser pobre,
no están o apenas están en condiciones de asumir como ciudadanos; por el contrario,
resultan ipso facto candidatos al olvido y la exclusión o a ser políticamente capturados
por algún grupo político y manipulados o convertidos en clientes. Ser pobre es casi lo
mismo que no ser ni poder ser ciudadano.

Por desgracia, son demasiados hoy los países en que un porcentaje enorme de la
población, el veinte, el treinta, el cincuenta por ciento y aun más, millones y millones de
personas, viven en la pobreza y la miseria. En tales países, o en sus sociedades “de
clase”, como se las denominaba antes y ahora casi no se oye mentar, la democracia que
se invoque no es tal, en rigor no puede siquiera decirse que sea una “democracia
limitada”. No es de verdad una democracia: para bien o para mal, es simplemente “otra
cosa”.3 Tal vez una “democracia electoral”, en cuanto exista una elección periódica
socialmente extendida de autoridades. Pero la democracia es mucho más que papeletas
con sellos y nombres impresos que se vuelcan en urnas, quién sabe con cuánta libertad o
autonomía individuales. Una democracia requiere, para empezar, lo marco y remarco,
ciudadanos, la ciudadanía de al menos una gran mayoría de su población, como sea que
cada quien después vote. Y todo, por supuesto, en el marco de las tres ideas y los

3
“Es otra cosa” es una expresión que tomo de Rousseau. Por otro lado, digo “para bien o para mal”
recordando a Hanna Arendt, quien advertía (en On revolution y otros libros) acerca de lo políticamente
temible que la soberanía popular puede llegar a ser. Todo tiene su cara y ceca.
4

correspondientes principios que la informan y conforman. 4 En fin: tantos ciudadanos


como le falten, tanto estará en falta lo que se pretenda como democracia.

Sigamos en orden, vamos ahora al tercero y el cuarto de los obstáculos. Y me disculpo


por anticipado si en tratando de ellos lo nuestro vuela a baja altura teórica; pero no
podemos dejarlos de lado.

En los tiempos que corren, la agenda de trabajo de una democracia, entre todos los
regímenes políticos, es en extremo cuantiosa, intrincada y exigente. Insisto, traerlo a
colación probablemente tiene algo de obvio y aun de trivial, pero no cabe desconocer el
tema. El caso es que, sin hablar de las geografías, las poblaciones de los países se
cuentan por cientos de miles, millones de personas, y así como han crecido todavía
crecen y crecen. En paralelo, los sectores y subsectores sociales y culturales de cada
país no han parado de aumentar y en parte de fragmentarse hasta componer verdaderos
mosaicos. Consiguientemente, las necesidades, los intereses y las demandas de cada uno
de ellos se han multiplicado y multiplican tanto como suelen para colmo cruzarse. El
remate del asunto es que entre todos suponen para su solución o remedio una variedad
obviamente extensa e intensa de prácticas y conocimientos, muchas de las cuales rondan
demasiadas veces el expertise, escapan a la capacidad y desde ya el tiempo de la gente y
dan así pie a la mayor cantidad, pertinencia y relevancia de los respectivos técnicos y
funcionarios y, claro, de burócratas y burocracias, de tecnócratas y tecnocracias. A salvo
en los órdenes más locales y, en ellos, apenas respecto de los problemas recortados o
recortables, estar al mando de la agenda y su manejo constituye un desafío de gobierno
más que formidable, el cual está mucho más allá de someterse al consabido gobierno del
pueblo. Hablar aquí de democracia se vuelve pues una simpleza. La ciudadanía puede,
cuanto más, dejar conocer en unos que otros respectos, y no en muchos, ciertas
preferencias y sugerencias generales, de suyo siempre imprecisas y diversamente
interpretables. Lo que entronca con aquellas cuestiones que ya dije reservo para dentro
de un momento.

A propósito del gobierno de la realidad y en los hechos, de sobra tenemos que en


nuestro tiempo han proliferado unos actores de gran peso y unas redes imprecisas pero
por cierto lo bastante entretejidas de ellos que actúan con notoria prescindencia de las
poblaciones y las fronteras de los países. Son los innumerables organismos y las
agencias internacionales con relativa autonomía política y capacidad de interferencia o
de intromisión muchas veces “de derecho” y hasta legítima en los estados y los
gobiernos nacionales; además, las grandes empresas multinacionales y poderes
económico-financieros trasnacionales; y luego, naturalmente, las formidables
burocracias que componen e integran a todas y todos, tan dadas a escribir informes y a
viajar continuamente, y tan bien pagas. No hace falta apuntar más para tener en cuenta
lo poco que tienen que ver con las voluntades populares y cuánto pasan por encima de
las soberanías nacionales. Así como pueden y cada tanto saben desplegar acciones
positivas en intereses generales y causas humanitarias, así también hacen paralelamente
de barrera a cualquier democracia. Cara y ceca otra vez.

4
Los despropósitos en esta materia se multiplican. Téngase presente al efecto, tan sólo, que siempre se
habla de la India como de una democracia, cuando la India tiene una población de mil trescientos
millones de habitantes de los cuales el ochenta por ciento se encuentra bajo la línea de pobreza. Al
parecer, una democracia del veinte por ciento de la población gobierna al ciento por ciento, el ochenta por
ciento “restante” incluído.
5

Después de la pobreza, la agenda contemporánea y estos actores simultáneamente


outsiders e insiders tan poderosos, toca por fin hablar de la representación, que es el
medio de volver posible la democracia contemporánea tanto como el obstáculo natural
más severo de ella misma. Hanna Arendt la sindicó como fuente de la oligarquía no
única pero sí más propia de nuestra época.5 Y otra Hannah, ésta con hache final, la
Fenichel Pitkin, dijo de ella, en el prefacio a la edición española de su clásico El
concepto de representación, escrito veinte años después de la primera aparición del
libro, que sólo al cabo de esos años había caído en la cuenta de que la representación
podía traicionar a la libertad y a la gente. Así también puntualizó, ahora en un artículo
sobre “la incómoda alianza entre democracia y representación” de la democracia
representativa, publicado ya en este siglo XXI, que la democracia y la representación
tenían orígenes muy diversos y trayectorias encontradas, las que en este artículo refiere,
comenzando por su foja uno, la imposición monárquica y de la nobleza a sus súbditos
para que se organizan representativamente a los fines de contribuir con sus impuestos y
aumentarlos. Como destacó que sólo avanzado el siglo XVIII se comenzó a pensar en la
democracia representativa pero dando por sentada su posibilidad lo mismo que
ocultando (y no siempre, Pitkin cita al respecto a Madison en sus famosos artículos 10 y
51 de El Federalista) que se la emplearía de intento para acotar y controlar a los
impulsos y gobiernos populares –de triste historia, según la fama de la época. 6 De
acuerdo con la Pitkin, se trataba y se trata de “la anciana tensión entre el poder de la
riqueza y el poder del pueblo”, y “es desafortunado que no se lea más a Marx desde la
caída de la Unión Soviética; pese a sus faltas, sus trabajos son útiles para la reflexión
sobre estos asuntos”.7

Pero fue Rousseau, mucho antes, el máximo campeón de ese gobierno de la voluntad
general (o en todo caso de su fuente, la voluntad popular) que más acá en el tiempo
llamamos democracia, quien en su deslumbrante Contrato Social descartó de plano que
tal voluntad pudiese ser representada, tener representantes. 8 Es el pueblo el que expresa
esa voluntad, el que da la ley, el soberano, y este poder legislativo soberano no puede
ser representado, apenas si obedecido por el poder ejecutivo, su ejecutor, precisamente;
el poder ejecutivo sólo puede ser agente del soberano y únicamente hacer aplicación de
la voluntad general, ser un magistrado representativo. Sobre la marcha, de todos modos,
el problema será que cada uno y todo magistrado, o los representantes en conjunto,
devienen normalmente el intérprete de aquella voluntad, dada la habitual generalidad y
tal vez imprecisión con que ella se expresa, incluso su falta de enunciación concreta; sin
hablar de que ellos tienen siempre otros dos intereses aparte el de aplicar la ley, a saber,

5
V. Hanna Arendt, On violence, Harcourt, Brace & World, Inc., New York, 1969, passim.
6
Hannah Fenichel Pitkin, “Representation and democracy: an uneasy alliance”, Scandinavian Political
Studies, Nordic Political Science Association, 27, nr. 3, 2004
7

Ibidem.
8

Todo lo que sigue y diga sobre Rousseau en la materia está basado en un detenido trabajo mío al que
remito: “Rousseau, o el gobierno representativo”, Revista Latinoamericana de Filosofía, vol. XVI, no. 1,
marzo de 1990, recogido luego en parte del capítulo 2, volumen I, de mi Para una teoría de la
democracia posible, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990. Me permito recomendar su
lectura, porque apunta a las complicaciones y las contradicciones que el texto general del Contrato y
sobre todo sus partes más resonantes y famosas callan o disimulan, pero la implacable lógica de Rousseau
termina por revelar aun en contra de aquello que tan clara y ardientemente favorece. Es de aquí, de su
descorazonamiento, creo, por lo demás, que nunca terminó el Contrato, incluso lo abandonó y hasta lo
olvidó en su Correspondencia, las Confesiones y los Diálogos.
6

los intereses propios del cuerpo al que responde cada uno y además los suyos propios, y
es sobre todo a estos últimos intereses a los que los representantes dan normalmente
preferencia, de forma que en la realidad la presupuesta voluntad general es lo que
menos se tiene en cuenta. Además, y por fin, agreguemos por nuestra parte que, si en los
tiempos que ahora corren los representantes podrían tratar de superar aquel contexto
enredado cuando no confuso guiándose por las encuestas de opinión, al menos por las
creíbles, cuando así lo hacen no es tanto para tomar conocimiento de lo que piensa o
quiere el pueblo como para mejor orientarse en lo suyo. Amén de que las encuestas de
opinión no son exactamente lo mismo que “la voz del pueblo”.

La exposición que acabo de hacer sobre los cuatro obstáculos da una pálida imagen de
lo que existe en la materia, pero la brevedad a que estamos constreñidos hace que
debamos conformarnos aquí con esta idea por desgracia ligera de ella. Y en este punto
queda todavía por decirse que los fenomenales avances tecnológicos y en las
comunicaciones y en las denominadas redes sociales de nuestro tiempo vuelven la
cuestión todavía más compleja. Como si ello no bastara, de remate, los obstáculos ya
vienen de por sí extensa e intensamente acumulados y entrecruzados o entretejidos y
anudados entre sí, de suerte que componen una suerte de malla muy densa, dentro de la
cual y sólo dentro de la cual se encuentra la posibilidad de la acción política.

Si la democracia es el gobierno del pueblo, ¿qué “gobierno del pueblo” puede tener
lugar en este mundo que hemos descripto? Todo está bajo la imposición sistémica de la
malla citada y sus tejidos y nudos. Cada vez más y más. Únicamente hacia mediados del
siglo XIX pudo aún suponerse y esperarse que en el futuro -continuo “progreso”
mediante, por entonces también esperado- una democracia llegaría a existir; y en algún
momento del siglo XX pareció que hacia allí enfilábamos. Pero no fue así.

Como lo expresé de entrada, la democracia no es tan sólo un Estado constitucional de


Derecho en el que se prevé que los tres poderes estén divididos y en el cual, con viento
a favor, periódicamente se eligen y reeligen o reemplazan sus autoridades; eso es una
parte y apenas una parte de la democracia y lo que hemos podido heredar de las tres
tradiciones y sus principios. Una parte que no siempre se cumple y que, según todo lo
que vimos, en cualquier caso nos deja muy lejos de la democracia en sentido propio, y
digo en el sentido propio contemporáneo, porque desde luego no se trata de soñar con
Atenas ni Ginebra. Infinitamente peores son las dictaduras y totalitarismos que
Occidente conoció durante el siglo XX, desde ya, qué duda cabe. Y disfrutemos de la
civilización política hasta donde ha llegado. Pero no digamos que es democracia. Esta
es una falsedad que aprovecha muy bien a los poderosos.

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