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Sermón #1062 El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano 1

¿Por Qué Soy Así?


NO. 1062
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 14 DE MARZO DE 1872,
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

“Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero


veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente,
y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.”
Romanos 7:22, 23.

Como muchos de ustedes recordarán, la noche del pasado jueves les


prediqué sobre la perseverancia final de los santos. Me ha sorprendido
grandemente y también me ha complacido enterarme, durante la sema-
na, de que muchas personas encontraron ánimo y consuelo en la simple
explicación de esa doctrina que entonces les expuse. De hecho, las no-
ches de los dos últimos jueves hemos estado tratando alternativamente
un precepto y una promesa que iban relacionados con el mismo asunto,
aunque cada uno lo presentaba bajo una luz diferente. El precepto nos
amonestaba a la perseverancia si nos aferramos con firmeza; la promesa
nos aseguraba la preservación gracias a que somos retenidos con firme-
za. La bienvenida que brindaron ustedes a esas exposiciones familiares
me ha llevado a pensar que sería aceptable—especialmente para aquellos
de ustedes que han sido traídos recientemente a la sagrada familia, y que
tal vez no conozcan ni los rudimentos siquiera de la experiencia religio-
sa—que diéramos un seguimiento a esos dos elementales discursos con
una pequeña exposición del gran conflicto interior al que la vida del cre-
yente es expuesta.
El pasaje que vamos a considerar relata una parte de la experiencia
del apóstol Pablo. Todos nosotros concedemos que era un santo sobre-
manera eminente. Ciertamente lo colocamos a la vanguardia. Por esta
razón su experiencia cobra una mayor relevancia para nosotros. Si los
más grandes santos tienen sus luchas interiores, con cuánta mayor ra-
zón debemos esperar tenerlas los que no hemos alcanzado el mismo gra-
do de gracia que el apóstol alcanzó. Aunque Pablo no iba ni un ápice a la
zaga del primero de los apóstoles, con todo se veía obligado a decir: “Así
que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.”
Entonces, ustedes y yo, que sólo podemos ocupar la posición de bebés en
la gracia o de ordinarios discípulos de Jesucristo, no debemos asom-
brarnos si tenemos que aguantar embates que nos sorprenden y entablar
luchas que nos turban, y que a menudo tendamos a exclamar por la pre-
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sión de la emoción: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo


de muerte?”
Por tanto voy a pedirles, para su consuelo personal, que noten ante
todo que el poder rector en la mente del cristiano es un fuerte afecto, y,
por tanto, un intenso placer, en lo que es puro y santo: “Porque según el
hombre interior, me deleito en la ley de Dios.” En segundo lugar, que hay
inclinaciones y pasiones en el interior del ser humano que entran en con-
flicto directo con este santo principio: “Veo otra ley en mis miembros, que
se rebela contra la ley de mi mente.” Y, en tercer lugar, que la disciplina
exigida por esta constante hostilidad, a despecho de todo el desasosiego y
la irritación que provoca, no está desprovista de una evidencia veraz y
satisfactoria de nuestra guerra espiritual. “Gracias doy a Dios, por Jesu-
cristo Señor nuestro.”
I. Puede decirse de todo verdadero cristiano que el poder rector en él
se deleita en la ley de Dios. La nueva naturaleza que Dios ha creado en
cada creyente no puede pecar porque es nacida de Dios. Esta es una
obra del Espíritu Santo, y, como tal, es sin engaño, sin mancha e inco-
rruptible. Somos hechos partícipes de la naturaleza divina. La divina na-
turaleza, en su parte comunicable, nos es dada cuando Dios nos hace
renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los
muertos. No somos engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni
de voluntad de varón, sino de Dios. Recibimos de Dios una nueva natu-
raleza al momento de nuestra regeneración. Esta nueva naturaleza, aun-
que es la menor, compele a la naturaleza mayor en nuestro interior a
someterse a ella. Tiene una lucha, pero obtiene la victoria; este significa-
tivo augurio: “El mayor servirá al menor,” es abundantemente cumplido
en el pequeño reino en el interior de nuestras almas. Sufre una prueba
de prolongadas luchas antes de la plena subyugación; tiene que enfren-
tar muchas asediantes rebeliones pero, a la larga, lo que es nacido del
Espíritu vencerá a lo que es nacido de la carne y la divina naturaleza que
está en nuestro interior derrotará a la naturaleza sensual. El cristiano se
deleita en la ley de Dios gracias a esa nueva naturaleza que ha sido im-
plantada en él. No alberga ningún deseo de cambiar esa ley de ninguna
manera. Cuando leemos los diez mandamientos, nuestra conciencia
aprueba las ordenanzas de Dios a la vez que reprueba nuestras propias
deficiencias culpables; sí, sentimos que únicamente Dios pudo haber
preparado un código tan completo y perfecto. No desearíamos que se al-
terara ni una sola jota, o palabra, o silaba de esa ley, aunque nos conde-
ne. Aunque sabemos que si no fuera por la sangre preciosa de Cristo, la
ley nos habría arrojado muy justamente en el infierno, con todo, con un
santo instinto, con un gusto puro y un recto juicio estamos de acuerdo
que la ley es buena. Expresa la mente de Dios respecto a la diferencia en-
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tre lo debido y lo indebido, entre el bien y el mal, la verdad y la falsedad,


la armonía y la discordia, y nuestra mente concuerda con la mente de
Dios. No la percibimos como una verdad establecida por la investigación,
sino como una verdad enteramente radiante, que resplandece en su pro-
pia majestad. De buen grado tomaríamos nuestro lugar en el Monte Ebal
o en el Monte Gerizim para dar nuestro trémulo Amén a las maldiciones
pronunciadas contra la desobediencia, o para loar con solemne dicha las
bendiciones garantizadas para quienes observan y cumplen Sus man-
damientos.
Amados, el cristiano tampoco querría que la espiritualidad de la ley se
viera comprometida en algún grado. No solamente se complace con la ley
cuando la lee, aunque, como ya lo he dicho, lo condene, sino que se
complace con el propio espíritu de la ley. ¿Qué importa que la ley conde-
ne en él una mirada incasta así como una acción incasta? Él condena
esa mirada incasta en sí mismo. ¿Qué importa que la ley llegue a su co-
razón y le diga: “Tú no debes sustraer los bienes de tu prójimo y ni si-
quiera debes desearlos”? Siente en su alma que es pecado, y que es algo
amargo en él codiciar siquiera aquello que no defrauda. Nunca piensa
que Dios sea demasiado riguroso. No dice nunca ni siquiera por un ins-
tante: “Sabía que eras un hombre severo, que recoges donde no esparcis-
te,” antes bien, da su anuencia a la ley aunque sea de mucha altura y
mucha extensión, aunque sea sumamente extensa. Aunque los truenos y
los rayos y las voces que introducen esa ley, en verdad lo aterrorizan, con
todo, la sabiduría, la equidad y la benevolencia que la ordenaron trans-
forman este pavor en admiración. Siendo nacido de lo alto y estando en
comunión con Cristo y en paz con Dios, su propia constitución está en
armonía con la ley del Señor. ¿Es espiritual la ley? Él también lo es. El
pacto está incólume y la concordia es perfecta. Yo confío que muchos de
ustedes, queridos oyentes, puedan endosar esto, pues, sin duda, cuantos
hemos nacido de nuevo podemos dar testimonio de que nos deleitamos
en la ley de Dios según el hombre interior.
Además, ningún cristiano desea que se le otorgue alguna dispensa que
lo exente de cumplir con cualquiera de los mandamientos del Señor. Su
vieja naturaleza pudiera desearlo, pero el hombre interior dice: “No; yo no
deseo ni recibir ni dar concesión alguna a la carne, ni recibir un permiso
ni ofrecer una excusa por el pecado en ningún punto, sin importar cuál
sea. La carne ansía libertad y pide que le sea provista. Pero, ¿hay algún
creyente aquí presente que quiera libertad para pecar? Hermano mío, si
fuera posible concebir, sin incurrir en blasfemia, que el Señor te dijera:
“Hijo mío, si hay algún pecado que ames, puedes continuar en él,”
¿desearías cometer algún pecado? ¿No dirías más bien: “Oh, que fuera yo
purificado de todo pecado, pues el pecado para mí es una desdicha y no
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es sino un sinónimo de aflicción? El mal moral es su propia maldición; es


una plaga, una peste ante cuyo pensamiento me estremezco.” En la igle-
sia de Roma se considera una bendición que se conceda a las personas
una dispensa de ciertos deberes religiosos. Nosotros no pedimos ningún
favor de ese tipo; no valoramos la bendición de esas personas. Libertad
para pecar significaría que nos pusieran grilletes dobles. Una licencia pa-
ra relajar nuestra obediencia a Cristo, aunque fuera por un instante, sólo
sería una licencia para abandonar los senderos de la luz y el camino de
la paz, para descarriarnos por un tiempo en las tinieblas y el peligro e in-
tercambiar el fulgor de la salud por una penosa perturbación y un dolor
punzante. Hermanos, si son creyentes, yo estoy seguro de que nunca le
han pedido permiso al Señor para transgredir Sus estatutos, ni se lo pe-
dirían jamás. Tal vez se permitieran hacer lo que no sabían que era pe-
caminoso en el momento. Tal vez hubiera en su corazón algún deseo por
algo que era malo. Les concedo eso. Pero, en el instante en que descubre
su culpabilidad, la naturaleza nacida de nuevo retrocede ante ello y se
aparta; no podría hacer otra cosa. No puede pecar porque es nacida de
Dios. La nueva naturaleza que está en ustedes tiembla ante el pecado; no
es su elemento; no puede tolerarlo. En cambio antes podías excederte en
el pecado y complacerte en él y beber de la iniquidad como si fuese agua.
Tú no pides ninguna dispensa para poder escapar de la ley. Te deleitas
en ella según el hombre interior.
La naturaleza nacida de nuevo del cristiano desea también guardar
laboriosamente la santa ley de acuerdo con la mente de Dios. Si se nos
propusiera a cualquiera de nosotros que pudiéramos tener cualquier co-
sa que pidiéramos, si en una visión nocturna el Señor se nos apareciera,
y nos dijera como le dijo a Salomón: “Pide lo que quieras que yo te dé,” yo
creo que ninguno de nosotros dudaría. No me puedo imaginar pidiendo
riquezas u honor, y ni siquiera sabiduría, a menos que fuese una sabidu-
ría de un orden mucho más excelso del que es estimado comúnmente en-
tre los hijos de los hombres. Pero el don que yo creo que codiciaría por
sobre toda otra bendición es la santidad, una santidad pura e inmacula-
da. Poseyendo ahora un interés en Cristo, sabiendo que mis pecados me
han sido perdonados gracias a Su nombre, la única cosa que deseo más
allá de todas las demás es quedar perfectamente libre de pecado, y llevar
una vida inmaculada sin pecado de omisión o pecado de comisión. Aho-
ra, cada cristiano que tiene ese deseo en el interior de su alma no estará
satisfecho nunca mientras no cumpla ese deseo, y esto demuestra que
nos deleitamos en la ley de Dios según el hombre interior. Y no pasará
mucho tiempo antes de que ese deseo se vea cumplido. Vamos, seremos
semejantes a Él cuando le veamos tal como Él es; y mientras no lo vea-
mos tal como Él es y no seamos semejantes a Él, siempre tendremos in-
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quietud de espíritu, y siempre estaremos clamando por más gracia, y es-


forzándonos contra el mal que hay en nosotros por si en alguna manera
podemos subyugarlo. Oh sí, amados, en el hecho de que esto es lo que
esperamos, que esto es por lo que oramos, que esto es por lo que lucha-
mos, que esto es por lo que estaríamos dispuestos a morir: ser confor-
mados enteramente a la mente y a la voluntad de Dios, hay una eviden-
cia de que vemos que la ley de Dios es buena y que nos deleitamos en
ella según el hombre interior.
Esto, sin embargo, queda comprobado para los espectadores de una
manera más práctica cuando el cristiano muestra que la vida de Dios lo
está capacitando para vencer a muchos de los deseos de la carne y de la
mente. Muy a menudo, mientras se esfuerza por ser santo, tiene que
obligarse a una severa abnegación, pero lo hace con alegría. Por ejemplo,
si sucediera en el negocio que si hiciera una trampa muy común en su
actividad comercial podría obtener una mayor ganancia, no lo haría, si es
cristiano; siente que no puede cometer ese mal y pecar contra su Dios. O
si el joven convertido descubriera que una pequeña divergencia del ca-
mino recto agradaría a la gente mundana con la que está obligado a aso-
ciarse, podría, tal vez, desviarse en su debilidad, pero si lo hiciera, la
nueva vida en su interior nunca le facilitaría el camino. La vida interior,
cuando está en su vigor, le hará decir: “Aunque pierda la buena voluntad
de estas personas, he de servir a mi Dios y Señor. Debo renunciar a mi
situación si se llegase a eso antes que hacer lo malo. He de exponerme al
peligro de perder incluso mi pan diario antes que ser encontrado que-
brantando deliberadamente un mandamiento de Cristo. No puedo hacer-
lo.” Ahora, yo conozco a muchos de los hijos de Dios que han sufrido con
frecuencia muy severamente, y que han experimentado muchísimas tri-
bulaciones y problemas porque no vacilaron en seguir a su Señor. Esta
es una de las evidencias de que se deleitan en la ley de Dios según el
hombre interior. Cuando un hombre está dispuesto a soportar el repro-
che y la burla, a ser ridiculizado y escarnecido como un loco por causa
de la justicia, cuando está dispuesto a que los hombres se mofen de él
como un hipócrita y lo tilden de fariseo, cuando encara el desaire de
aquellos cuya compañía de otro modo habría disfrutado, y todo porque
tiene que seguir la mente y la dirección del Espíritu de Dios, y la sigue,
yo afirmo que el hombre da muestras entonces de que se deleita en la ley
de Dios. Doy gracias a Dios porque en esta iglesia hay personas que han
proporcionado esa evidencia, y oro pidiendo que ustedes y yo, todos los
que hemos recibido la naturaleza divina, podamos dar una evidencia
constante usando el buen arte ante cualquier peligro, y tomando la cruz
sin importar los riesgos, para que nuestra alma, aun si no puede ser per-
fecta en la acción, de todos modos sea perfecta en el propósito, y esté re-
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suelta, con la ayuda de Dios, a abrigar un amor y un deseo de cumplir


en todo la voluntad de Jehová. ¿Hay alguien aquí que esté obligado a de-
cir?: “Bien, yo no doy mi anuencia a la ley de Dios ni me deleito en ella.
Cuando oigo decir: ‘No codiciarás,’ ‘No cometerás adulterio,’ ‘Acuérdate
del día de reposo para santificarlo,’ yo desearía que no fuese malo hacer
esas cosas que son prohibidas. Es una lástima que nuestro placer y
nuestro provecho, que nuestro deber y nuestro deleite discrepen tanto.
Yo preferiría que hubiese menos ley y más licencia. Especialmente son
duros y desagradables esos mandamientos que tienen que ver con nues-
tros pensamientos y que coartan la libertad de nuestra voluntad. No me
gusta que me limiten. Yo preferiría vivir como me dé la gana.” Bien, mi
querido amigo, no te voy a decir nada más severo que esto: tú no tienes
parte ni suerte en este asunto en absoluto. Si las tuvieras, si tu corazón
hubiese sido renovado, hablarías de una manera muy diferente. Siempre
que oigas a personas que encomian una baja norma de religión, una baja
norma de moralidad, siempre que los encuentres vindicando puntos de
vista laxos respecto a lo correcto y a lo incorrecto, puedes estar seguro de
que el espíritu que está en ellos no es el espíritu del Dios santo, sino que
es el espíritu de su naturaleza pecaminosa; sí, el espíritu de Satanás pu-
do haber entrado para hacer que el espíritu humano fuera peor aún de lo
que era antes. Pero, ¿se deleita tu corazón en la ley de Dios? ¿Hay un en-
canto para tu alma en lo que es recto? ¿Hay una belleza para el ojo de tu
espíritu en lo que es virtuoso? ¿Admiras especialmente el carácter de Je-
sús porque “en Su vida la ley pareciera trazada con caracteres vivientes”?
Si es así, entonces, queridos amigos, confío que ustedes dan una eviden-
cia de que han sido hechos partícipes de la naturaleza divina, que son
regenerados, y aunque el mal esté todavía en ustedes, no obstante eso, la
vida de Dios está en ustedes, la cual resistirá el mal y lo subyugará, has-
ta que sean llevados a Su diestra con seguridad.
II. Ahora, en segundo lugar, llegamos a la parte del conflicto. Allí don-
de este deleite en la ley de Dios está presente, también está presente otra
ley en los miembros. Eso es lo que dice Pablo, y me parece que habla del
tema en tres diferentes etapas. Primero podía ver esa situación, y luego
tenía que enfrentarla, y a la larga, en cierta medida, era avasallado por
ella pues dice: “Que me lleva cautivo.”
Hay en cada uno de nosotros una ley de pecado. Es siempre visible
aun cuando no sea una operación activa, si nuestros ojos están ilumina-
dos. Siempre que oigo que alguien dice que no tiene propensión al peca-
do, infiero de inmediato que no vive en casa. Yo pensaría que vive a una
gran distancia de casa, o por otro lado, que nunca hubiera estado en
ninguna otra parte que no sea la sala de su casa donde mantiene su pro-
fesión. No pudo haber ido a través de todos los aposentos, escudriñándo-
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los exhaustivamente, pues habría encontrado en algún lugar la existen-


cia de un malvado corazón de incredulidad que se aparta del Dios vivien-
te. Esto es válido en cuanto al creyente; él tiene que clamar contra otra
naturaleza diciendo: “Ayuda mi incredulidad.” Esa naturaleza está siem-
pre presente en el hombre. Algunas veces está inactiva. Yo no sé si el
diablo duerma alguna vez, pero nuestra naturaleza pecaminosa sí parece
hacerlo por un tiempo; no quiere decir, en verdad, que sea menos peca-
minosa cuando está dormida que cuando está despierta. Es lo más mala
posible. La pólvora no está explotando siempre, pero siempre es explosi-
va. Basta que se le aproxime una chispa y de inmediato explota, como si
hubiera estado en espera y lista para hacer valer sus poderes explosivos.
La víbora podría estar enrollada sin causar ningún daño, pero alberga un
veneno letal en sus colmillos. Sigue siendo una víbora aun cuando no es-
té empleando el poder de sus venenosos colmillos. Hay algo dentro de
nuestra naturaleza que enviaría al mejor santo al infierno si la gracia so-
berana no lo impidiera. Hay un pequeño infierno en el interior del cora-
zón de todo hijo de Dios, y únicamente el grandioso Dios del cielo puede
someter a ese malévolo pecado que mora en su interior. Este pecado se
hará presente cuando menos se espera y generalmente irrumpe súbita-
mente y nos toma por sorpresa.
Yo lo he experimentado para mi tristeza. No me voy a poner aquí a ha-
cer muchas confesiones personales. Sin embargo, conocí una vez a un
varón que, habiendo asistido a una reunión de oración sintió que su co-
razón se elevaba mucho en los caminos de Dios hasta llegar muy cerca
de su Padre celestial; ese varón sostuvo una dulce comunicación con
Cristo, y disfrutó mucho de la comunión con el Espíritu. Pero no imagi-
naba que en el momento en que la reunión de oración concluyera, al-
guien en la congregación lo insultaría y lo afrentaría amargamente. De-
bido a que fue tomado desprevenido, se encendió en ira y habló precipi-
tadamente con su lengua. Habría sido mejor que se callara. Ahora, yo
creo que ese hombre, si hubiera tenido ese encuentro en cualquier otro
momento—pues poseía un temperamento tolerablemente apacible—
habría recibido el insulto sin resentirlo y sin responder de alguna mane-
ra; pero como estaba desprevenido, tenía baja la guardia. El propio amor
derramado abundantemente en su corazón provocó que la animosidad
que enfrentó hiriera más sus sentimientos. Había estado tan cerca del
cielo que esperaba que cada uno de los presentes tuviera pensamientos
que armonizaran con los suyos; no había contado con ser agredido justo
entonces. Cuando hay más dinero en la casa, es entonces que es más
probable que los ladrones se metan en ella; y cuando hay mayor gracia
en el alma, el demonio procurará atacarla, si pudiera. Los piratas no so-
lían atacar a los barcos cuando salían a recoger el oro de las Indias;
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siempre los abordaban cuando venían de regreso a casa, con miras a ob-
tener un rico botín que fuera digno de la captura. Si han disfrutado un
sermón, si se han acercado a Dios en oración, si las Escrituras han sido
muy preciosas para ustedes, pueden esperar que justo entonces el dra-
gón que duerme dentro despertará y turbará la pacífica tranquilidad de
su alma—
“Hemos de esperar algún peligro cercano,
Cuando recibimos abundante deleite.”
Entonces vigilemos en mayor medida en épocas de tranquilidad. Esta
naturaleza perversa tiende a la extinción, algunas veces, como si fuera
movida por los celos, cuando estamos siendo reanimados por el bien, pe-
ro ciertamente vuelve a desarrollarse cuando estamos expuestos al mal.
Sería bueno que el hombre que se congratula porque no siente ninguna
inclinación pecaminosa, ningún pensamiento maligno, ninguna imagina-
ción impura, ninguna idea altiva, ninguna pasión turbulenta, recordara
aquel dicho de Rutherford: “Cuando la tentación duerme, el loco es sabio
y la ramera es casta; pero una vez que se perfora la vasija, derrama su
contenido, sea vino o sea agua.” Oh, alma mía, tú has estado reposando
sólo por un momento porque no había nada que te provocara por un
tiempo. En medio de la compañía de gente piadosa y con la mente ocu-
pada continuamente en cosas buenas, los malos instintos pudieran dor-
mitar; pero insertada en otra sociedad, sólo necesita una ligera provoca-
ción, y, oh, cuán pronto se manifiesta abundantemente el mal que siem-
pre está presente en el interior. Hay malas hierbas en casi todo tipo de
suelos. Si escarbas la tierra hasta una profundidad de diez o veinte pies,
puedes encontrar las semillas de las que germinaron. Ahora bien, esas
semillas no pueden germinar mientras no sean colocadas en un lugar
conveniente; entonces, dejen que el sol brille y caigan las lluvias, y las
hierbas malas comenzarán a mostrarse. Puede haber muchas malas
hierbas en nuestra naturaleza, en lo profundo y fuera de la vista, pero si
son impulsadas a la superficie por algún cambio en las circunstancias,
encontraremos males en nuestro interior de los que nunca soñamos. Oh,
que nadie se jacte; que nadie diga: “yo nunca caería en ese pecado espe-
cífico.” ¿Cómo lo sabes, hermano mío? Tal vez nunca estuviste en una
posición en la que un pecado así te habría seducido. ¡Ten cuidado! Tal
vez allí donde pienses que eres de hierro, eres de arcilla; y cuando pien-
sas que las puertas están cerradas con barras de bronce, pudiera ser que
sólo se trate madera podrida. No hay razón para que ninguno de noso-
tros, incluyendo al más santo, confíe en sus mejores facultades, en sus
mejores deseos, en sus mejores resoluciones; nosotros somos una com-
pleta debilidad de principio a fin, y somos propensos a las transgresio-
nes, a pesar de todo lo que la gracia de Dios ha hecho por nosotros. El

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pecado que está en nosotros como una mancha en nuestra constitución,


pudiera irrumpir fácilmente, como un despreciable desorden que se es-
parce por el hombre entero desde la cabeza a los pies, y que arruina todo
el carácter. Le pido a Dios que eso no suceda nunca.
Es notable cómo el pecado se muestra en el cristiano aun en el más
santo de sus deberes. Supón que sea la oración. Cuando sientes que de-
berías orar, y quisieras acercarte más a Dios, ¿no encuentras algunas
veces una indisposición como si tus rodillas estuvieran rígidas y el cora-
zón estuviera endurecido? Cuando tu alma está siendo transportada en
la oración con pensamientos de las cosas divinas, un mal pensamiento
atraviesa tu alma como si fuese un ave de carroña que atraviesa en su
vuelo sobre el campo, y no puedes deshacerte de él; o tal vez completas
tu devoción con mucho deleite en Dios, pero no has ni salido de tu pe-
queño aposento antes de que un placer extraño se deslice en tu mente,
una presunción porque has orado tan bien que estás creciendo en la gra-
cia, que estás alcanzando la plenitud de la estatura de un varón en Cris-
to. Es así que sales de la cámara de adoración reverente meditando en tu
propia importancia, meditando en tu idoneidad para ocupar un lugar por
encima de las filas ordinarias de los soldados de Cristo, o que muy bien
pudieras ocupar un rango de teniente en la iglesia de Dios. Tal vez, en
otra ocasión no sentiste ninguna libertad en la oración, y luego, con un
irritable temperamento malhumorado murmuras internamente, si es que
realmente no lo expresas, que muy bien podrías renunciar a decir tales
oraciones como esas pues no sirven de nada. Entonces no importa lo que
hagas o lo que dejes de hacer, el mal que está todavía en tu interior se
levantará y te estorbará en algún momento u otro para hacerte saber de
su existencia. Puedes atrancar la puerta, y puedes imaginar que ningún
ladrón entrará, y comienzas a quitarte la ropa para retirarte a descansar,
pero el ladrón ya se encuentra debajo de tu cama. Muchas personas han
pensado: “He atrancado la puerta para impedir la entrada de esas tenta-
ciones,” y, he aquí, han estado ocultas en su alma como los ídolos que
Raquel tomó y que escondió bajo la albarda de un camello. En algún lu-
gar u otro estaban escondidas donde no las había descubierto. Denlo por
sentado, queridos amigos, y no lo duden. El apóstol Pablo lo vio, y uste-
des podrían verlo también si se decidieran a mirar. Pablo dijo: “Veo otra
ley en mis miembros.”
Y esta ley en sus miembros, sigue diciéndonos, “se rebela contra la ley
de mi mente.” Se esforzaba por alcanzar el dominio, pero la nueva natu-
raleza, por otro lado, resistía y no le permitía que lograra el dominio. Las
viejas lascivias luchan, pero la nueva vida lucha también, pues toda gue-
rra tiene que tener dos bandos. Tal es la guerra que tiene lugar en el in-
terior del alma renovada. Hemos sabido que esta guerra toma diferentes
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formas. Hay momentos que ha sido en este sentido: un deseo indebido


ha entrado en el cristiano, y él lo ha despreciado, lo ha despreciado por
completo, pero ese deseo lo ha seguido repetidamente. Ha clamado a
Dios contra ese deseo; ha llorado por su causa; no lo ha consentido; te-
me que lo hubiera encontrado dulce y agradable para él por el momento,
pero cuando ha tenido tiempo para la reflexión, tiembla ante el simple
pensamiento de ceder ante la tentación; y sin embargo, por la inquietud
de su propia carne y por las represalias de Satanás ese odioso deseo se
presentará, y volverá una y otra vez. Lo oirá aullando en pos de él como
un sabueso que sigue a su presa, y algunas veces dará un salto y lo to-
mará por el cuello y lo derribará. Eso será todo lo que ese pobre hombre
pueda hacer para mantener dominada a esa feroz tentación que ha sur-
gido en su espíritu. Yo puedo dar testimonio de que tales guerras son
unas ordalías muy terribles, pues algunas veces duran días, y semanas y
meses sin interrupción. Yo he conocido a cristianos juiciosos que han si-
do acosados con dudas que han surgido respecto a la inspiración de la
Escritura, a la deidad de nuestro Señor Jesucristo, a la seguridad del
pacto de gracia, o a alguna otra doctrina fundamental de nuestra santí-
sima fe; o, incluso pudiera ser que la tentación ha sido para proferir
blasfemias que el creyente ha aborrecido desde lo más profundo de su
alma. Con todo, entre más amargamente las haya detestado, más impla-
cablemente lo han perseguido. Él quería echarlas fuera, pero regresaban
con redoblada fuerza. “¿Es cierto?” “¿Acaso es así?” Pudiera suceder que
un horrible sentimiento esté envuelto en un pulido epigrama, y luego
perseguirá su memoria, y él se esforzará en vano para desalojarlo. De
buen grado arrojaría el pensamiento y las palabras que visten al pensa-
miento al pozo del abismo. ¡Fuera de aquí, maldito espectro!, exclamará.
Pero regresa como un fantasma de los propios crímenes de uno. ¿De
dónde provienen estos males? ¿Pueden algunas veces ser rastreados has-
ta llegar a Satanás? Sí, pero más comúnmente la tentación obtiene su
fuerza así como su oportunidad, de los estados de la mente o de los hábi-
tos a los cuales es propensa nuestra propia constitución. En el desempe-
ño de los deberes públicos, cuando ejercitamos esforzadamente cada
nervio para servir al Señor, podemos encontrarnos con varones cuyo
temperamento actúa sobre nuestro temperamento para remover la bilis y
hacernos pensar mal de aquellos a quienes nos sentimos inclinados a
hacer el bien. En las apacibles sombras del retiro que los sabios buscan
como un alivio de las distracciones de la sociedad, cuán extrañas fanta-
sías y monstruosas locuras entran con frecuencia en el corazón y con-
funden el cerebro. O, es triste decirlo, en los caminos del estudio donde
individuos juiciosos se proponen reverentemente indagar en los consejos
de Dios, cuán frecuentemente han sido desviados de los caminos ya
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Sermón #1062 ¿Por Qué Soy Así? 11

abiertos para invadir terrenos peligrosos, para perderse en laberintos y


para abandonar las pisadas del rebaño; y así han sido seducidos a vol-
verse frívolos y arrogantes. En cualquier parte, en todas partes, tenemos
el reto de luchar, y hemos de dar batalla en contra del pecado que nos
asedia.
Pero la guerra sostenida por esta naturaleza perversa no es siempre a
través del continuo asedio del alma; a veces trata de tomarnos por asalto.
Esta es una modalidad favorita de la guerra contra nuestro propio cora-
zón corrupto. Cuando estamos desprevenidos, viene y nos ataca, y como
ya he dicho antes, somos propensos a estar desprevenidos cuando he-
mos sido conducidos aparte a lo alto del monte, cuando hemos estado
cerca del Señor. En esa exaltada esfera de comunión no hemos pensado
en el demonio, y su existencia no se ha atravesado por nuestra mente;
pero cuando descendemos de nuevo a la llanura, pronto descubrimos
que vive todavía, que todavía aflige a nuestros hermanos, que acecha to-
davía buscando atraparnos. Por esta causa, nuestra experiencia debería
vivificar nuestra simpatía. Muchísimos cristianos han sido llevados por
sorpresa al pecado por lo cual habían de ser grandemente culpados, pero
por lo cual no debían ser condenados con tanta severidad por sus her-
manos cristianos. Deberían condenar el pecado, pero deberían tener
memoria de sí mismos no vaya a ser que también sean tentados. Muchas
personas han sido buenas porque no han tenido la oportunidad de ser
malas, y, yo creo que muchos cristianos profesantes se han mantenido
porque el camino no era muy plano, y no se podía ganar mucho si caye-
ran. Nosotros no nos juzgamos los unos a los otros como Dios lo hace. Él
conoce las debilidades de Sus amados hijos. A la vez que no excusa sus
pecados—es demasiado puro y santo para hacerlo—con todo, habiendo
borrado sus pecados gracias a la expiación de Cristo Jesús, no los echa
fuera ni los expulsa de la comunión, como algunas veces lo hace Su gen-
te con sus pobres hermanos, los cuales, después de todo, pudieran ser
tan verdaderos hijos como ellos mismos lo son, y pudieran sentir tanto
amor verdadero por su Padre. Cuando esta perversa naturaleza está
combatiendo se ríe de nuestras propias resoluciones, y se burla de nues-
tros propios intentos de aplacarla. Ha de lucharse contra ella por gracia.
Ningún otro brazo excepto el Brazo Todopoderoso puede vencer a nuestra
corrupción natural. Como un leviatán se ríe de la lanza; la considera co-
mo madera podrida. No puedes atacar a un pecado asediante como
desearías hacerlo. A veces te imaginas: “Lo voy a herir de muerte”; y en el
mismo acto de herir a un pecado estás llamando a otro para que entre en
acción. Muchas personas han intentado vencer su propensión al desfa-
llecimiento pero han llegado a la presunción. Algunos han intentado ser
menos profusos en sus gastos pero se han vuelto tacaños. Algunos han
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dicho: “no voy a ser más altivo,” pero entonces se vuelven mezquinos. Yo
he conocido a algunos que eran tan estrictos por la verdad, que se volvie-
ron fanáticos, y posteriormente se volvieron muy liberales y sostienen la
verdad con una mano tan elástica que difícilmente se podría confiar en
su constancia. Miren de frente y “cumplan con el deber que está frente a
ustedes.” Créanme que no es fácil defenderse de las sorpresas del peca-
do. Es algo imposible, a menos que Dios, que fue quien creó la nueva na-
turaleza, venga en su rescate, la alimente con el pan del cielo, le dé agua
de la Roca Eterna y la conduzca en su camino hacia la buena tierra don-
de nunca estarán presentes los cananeos, y donde nuestra alma se dará
un festín con leche y miel.
No debo demorarme en este punto, sino que he de proseguir a consi-
derar el siguiente. El apóstol dice que esta lucha lo llevó a la cautividad
bajo la ley del pecado. ¿Qué quiere decir con eso? No creo que quiera de-
cir que se descarrió hasta cometer abiertas inmoralidades flagrantes.
Ningún observador pudiera haber notado alguna falta en el carácter del
apóstol. Él podía verla dentro de sí, y veía manchas en su vida donde no-
sotros somos incapaces de detectarlas, y probablemente hacerlo era un
hábito del apóstol. Cuando oigo que un buen hombre se lamenta por sus
faltas, yo sé lo que el mundo dirá; le tomarán la palabra y pensarán que
él es como ellos, mientras que si lo conocieras y observaras su vida y su
conversación, si lo juzgaras imparcialmente, te verías compelido a decir
de todo hombre piadoso que es como Job, perfecto y recto, temeroso de
Dios y apartado del mal. Sin embargo, ese mismo individuo sería el pri-
mero en verse sus propias manchas porque tiene más luz que los otros,
porque tiene una idea más elevada que los otros de lo que es la santidad,
y principalmente porque vive más cerca de Dios que los otros y sabe que
Dios es tan infinitamente santo que los cielos no son limpios delante de
Sus ojos, y que notó necedad en Sus ángeles; por tanto, todo aquel que
se ve en el espejo de la ley, ve en sí mismo una inmundicia que nunca
antes vio. Como dijo Job: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te
ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza.” Pero yo
creo que el apóstol no se estaba refiriendo aquí a los actos de un mal
comportamiento ruin que lo llevaran a la cautividad en lo que a él con-
cernía; aunque muchos que son hijos de Dios se meten en una triste
cautividad porque la ley del pecado y de la muerte en sus miembros al-
canza algunas veces el dominio sobre ellos. Oh, estén alerta contra esto:
lloren por esto: estaba a punto de decir: luchen hasta la sangre contra
esto. Hermanos, quienes han cometido graves pecados siendo hijos de
Dios, si bien son salvos, han sido salvos aunque así como por fuego; y si
ellos pudieran decirles cuántas veces fueron disciplinados, cuán duro fue
el castigo, cómo fueron quebrantados sus propios huesos y cómo el Se-
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Sermón #1062 ¿Por Qué Soy Así? 13

ñor los hizo ver que Él odia el pecado en Su propia familia aun más que
en cualquier otra parte, si pudieran oírlos confesar cómo perdieron la luz
de Su rostro, cómo perdieron los goces, cómo perdieron el dulce sabor de
las promesas, oh, los haría decir: “Oh Dios, te pido que te dignes salvar-
me no sólo al final, sino a lo largo de todo el camino. Sustenta mis pasos
en tus caminos, para que mis pies no resbalen; haz que corra por la sen-
da de Tus mandamientos.” Es una cautividad como la propia cautividad
de los israelitas en Babilonia cuando sucede que un hijo de Dios cae en
algún pecado grave. Pero mucho antes de llegar a ese extremo—y yo es-
pero que en tu caso nunca llegues tan lejos—creo que esta ley de pecado
nos lleva a la cautividad en otros sentidos. Mientras estás luchando y
contendiendo contra el pecado innato, las dudas invadirán tu corazón.
“¿Soy un hijo de Dios? De ser así, ¿por qué soy como soy? No puedo orar
como quisiera. Seguramente si fuera un hijo de Dios mi devoción no se
vería obstaculizada ni iría a algún lugar de adoración sin experimentar
ningún gozo como otros que se dan un festín y cantan de gozo de cora-
zón.” Oh, a qué cautividad es llevada el alma cuando permite que el pe-
cado innato arroje alguna duda sobre su seguridad en Cristo. Somos sal-
vos porque somos creyentes en Cristo. Habiendo sido Cristo toda nuestra
confianza, Cristo es siempre en nosotros la esperanza de gloria. A todos
los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de
ser hechos hijos de Dios. Si yo he creído en Su nombre, prescindiendo de
cuál pudiese ser mi experiencia interior, o cuál no pudiese ser en mi pro-
pia estimación, si yo he creído en el nombre de Jesús, tengo el privilegio
de ser un hijo de Dios. Pero algunas veces las dudas nos abrumarán, y
somos así llevados a la cautividad. He conocido a algunos que casi fue-
ron conducidos a la desesperación. El hijo de Dios ha escrito entonces
cosas amargas contra sí mismo y ha firmado su propia sentencia de
muerte. Gracias a Dios no sirve de nada que firmemos nuestra propia
sentencia de muerte. Nadie puede firmarla excepto el Rey, y Él no la fir-
mará jamás contra ningún alma que crea en Él, no importando cuán dé-
bil pudiera ser su amor. Podemos ser llevados a la cautividad por un
sentido de pecado, por una tentación al pecado, o por ceder ante el peca-
do. Si alguna vez llegamos a eso, nos hará débiles en el servicio y fríos en
la oración; nos pondrá inquietos cuando estamos solos, y nos quitará el
gozo en la sociedad de los santos; es más, nos sentiremos inertes. ¡Oh,
que Dios nos salve de eso! Oh, que podamos luchar con denuedo; que
podamos luchar cada día para mantener sometido al pecado; que la gra-
cia divina, esa gracia que es atesorada en Cristo Jesús, nos asegure la
victoria.
III. Cuando experimentamos una guerra en el interior del alma, nos
sirve de consuelo recordar que es una fase interesante de la experiencia
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cristiana. Los que están muertos en pecado nunca probaron estas cosas.
Hubo un tiempo cuando éramos justos con justicia propia, y estábamos
arruinados, sin ley, y pensábamos que el pecado estaba muerto en noso-
tros. Estábamos muertos en delitos y pecados, pero nos jactábamos de
nuestra propia justicia. Estos conflictos internos muestran que estamos
vivos. Hay alguna vida en el alma que odia al pecado, aun cuando no
pueda hacer lo que quisiera. Yo he sabido lo que es bendecir a Dios por
los tiempos en que mi alma ha experimentado una guerra interior, y has-
ta me habría alegrado sentir una guerra renovada. Pueden estar seguros
de que el hombre fuerte del alma, mientras guarde la casa, la guardará
en paz. Es cuando viene alguien más fuerte que él para echarlo fuera que
hay una lucha en el interior de tu alma; por tanto, yo te sugeriría esto
como una fuente de consuelo y de agradecimiento: no te deprimas al res-
pecto. Di: “después de todo, hay algo de vida aquí.” Donde hay dolor, hay
vida. Los mejores santos de Dios han sufrido exactamente de la misma
manera. Tu camino al cielo no es malo. Algunos, lo sé, no están preocu-
pados de manera importante, pero la mayoría de los santos de Dios tiene
que soportar de fuera, conflictos; de dentro, temores. Lean acerca de
Martín Lutero. Ese gran hombre valiente se convirtió en un maestro de
teología por haber sido instruido en la escuela de la tentación. Aun sus
últimas horas estuvieron repletas de un severo conflicto. Lutero fue un
guerrero desde su juventud. Cuán constantemente tuvo que contender
contra sí mismo. Este capítulo nos da el mismo testimonio respecto a la
vida de Pablo. Por tanto, no estés abatido como si algo extraño te hubiese
sucedido. ¡Mira a lo alto, a esos santos vestidos de ropas blancas y que
cantan un cántico interminable! Pregúntales de dónde les vino su victo-
ria. Ellos te dirán que no les vino por no pecar o por ser perfectos en sí
mismos, sino por medio de la sangre de Jesús—
“En un tiempo lucharon aquí abajo,
Y humedecieron su sillón con lágrimas;
Lucharon duro, como nosotros ahora,
Con pecados y dudas y miedos.”
La más rica consolación proviene del último versículo del capítulo.
Habiendo preguntado Pablo cómo sería liberado, responde a la pregunta
con esto: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.” “Y llamarás
su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados,” no sólo
de la culpa de sus pecados, sino del poder de sus pecados. Cuán grande
misericordia es que el Señor Jesús haya dado un golpe mortal a nuestro
pecado. Le ha roto su cabeza. Es un monstruo y posee inmensa vitalidad;
pero es un monstruo derrengado, perniquebrado y con la cabeza rota.
Helo ahí: yace siseando y escupiendo y contorsionándose con capacidad
de hacernos mucho daño, pero Aquel que lo ha herido lo golpeará repeti-
damente hasta que al fin se extinguirá por completo. Gracias a Dios no
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Sermón #1062 ¿Por Qué Soy Así? 15

tiene la vitalidad suficiente para atravesar el río Jordán. Ningún deseo


pecaminoso ha de nadar jamás en esa corriente. No son molestados allá
con tendencias e inclinaciones a pecar, y cuando sean restaurados a sus
cuerpos, y sus cuerpos resuciten, tendrán cuerpos que no son de carne.
La carne y la sangre no pueden heredar el reino del cielo. Sus cuerpos
tampoco verán corrupción, sino que serán cuerpos idóneos para unas
mentes celestiales y serán eternamente libres de su pecado anterior. Re-
gocijémonos porque Jesucristo puede hacer todo eso. Él puede salvarnos
de todo pecado. Aquel que nos compró con Su sangre, no perderá a un
bajo precio lo que le costó tan caro. Él nos librará de todo pecado, y nos
llevará a Su reino y gloria eternos sin falta. Así que nosotros echamos
mano de este dulce consuelo. Aunque la lucha sea prolongada y ardua,
el resultado no es incierto. Recuerden el texto del jueves pasado por la
noche. Eso debe zanjar el punto. “Yo les doy vida eterna; y no perecerán
jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.” “Mi Padre que me las dio, es
mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.”
Ustedes tendrán que llegar al cielo después de luchar para avanzar cada
pulgada del camino, pero llegarán allá. Parte en tablas, parte en cosas de
la nave, todos se salvaron saliendo a tierra en el naufragio de Pablo, y lo
mismo sucederá con los santos. Cuando las ovejas pasen de nuevo bajo
la mano de Aquel que las cuenta una por una, ni una sola de ellas falta-
rá. Todas eran tan débiles que el lobo podría haberlas despedazado; to-
das ellas eran tan necias que, dejadas a su arbitrio, se habrían desca-
rriado por los montes y por los bosques, y habrían sido destruidas; pero
el eterno pastor convierte esto en un punto de honor: “De los que me dis-
te, no perdí ninguno. He aquí, yo y los hijos que Dios me dio.” Deberías
sentirte muy bien ahora sabiendo que tienes la victoria asegurada. Oh,
por los lirios del amor de Cristo y por la diestra potente que una vez cortó
a Rahab, y partió en dos al dragón, que cada cristiano tenga buen ánimo.
El Omnipotente está con nosotros; el Invencible está por nosotros. Al
ataque; sigamos adelante para enfrentar el conflicto; aunque la lucha se
enardezca y se torne todavía más severa, sigamos siempre adelante, si-
gamos adelante sin miedo y sin un instante de duda. “En todas estas co-
sas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.”
“Subirá el que abre caminos delante de ellos; abrirán camino y pasarán
la puerta, y saldrán por ella; y su rey pasará delante de ellos, y a la cabe-
za de ellos Jehová.” Han puesto en fuga a sus enemigos. Así se dirá de
todos aquellos que siguen el liderazgo de Cristo; ‘esta es la herencia de
los santos y su salvación de mí vendrá,’ dice el Señor. Que Dios nos con-
ceda salir victoriosos en esta guerra santa, por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.

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Porciones de la Escritura leídas antes del sermón—Romanos 7, 8.

Notas del traductor:

Ordalías: En la Edad Media, pruebas a que eran sometidos judicialmente


los reos para demostrar su inocencia. Juicio de Dios.

Rahab: “Que una vez cortó a Rahab.” Cita de Isaías 51: 9.

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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
Sermon #1062—Volume 18
WHY AM I THUS?

16 www.spurgeon.com.mx Volumen 18

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