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Pérez, C. (2019) - La Soñada Roma de Segismund. en CÓMO SE VE LA COSA, Santiago, Chile - Tajamar Editores.

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Carlos Pérez Villalobos, CÓMO SE VE LA COSA, 2019: Tajamar Editores,

Santiago de Chile


La soñada Roma de Segismund
Descubrí en ese momento (o me pareció descubrir) en su
acento, en su aire y en su apariencia general algo que empezó
por sorprenderme, para llegar a interesarme luego
profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de
la primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos
recuerdos de un tiempo en el que la memoria aún no había
nacido.
E. A. Poe

Lo que enseñamos al sujeto a reconocer como su inconsciente es


su historia.
J. Lacan

Edipo acaba descubriendo, a los cuarenta, cincuenta años de su edad, la acción infligida, antes de
la memoria, a sus piernas de recién nacido. El destino cae sobre él al reconocer en las marcas que
sus tobillos conservan la huella de su origen de expósito. De modo semejante, el prepucio
circuncidado es la marca de una escena previa a la memoria del niño judío que pone a este bajo el
mandato de una ley remota e inescrutable. La identidad pende de marcas en el comienzo tan
indescifrables como los visibles tatuajes de Quiqueg, el arponero de Moby Dick. “…por más que la
sangre de su corazón golpeara contra la escritura tatuada”, el piadoso salvaje es incapaz de
descifrarla, aunque sepa que contiene la doctrina secreta de su estirpe. ¿Que no es el caso de
cualquier niño cuyo atributo distintivo (el color de piel, por ejemplo) lo haga sufrir el peso de una
enigmática diferencia? Despertar a la conciencia es padecer el significado ignorado de esa cosa
que soy convertido en significante para otro.

1. La interpretación de los sueños


Título que hoy como entonces, para un desaprensivo, podría figurar en un librero
entre alguno de madame Blavatsky y Las Confesiones de Rousseau, se publica
antes de que su autor visite Roma por primera vez. Recién en 1901, cerca de sus
cincuenta años, Freud acaba cumpliendo el intenso anhelo que antes, una y otra
vez a punto de realizarlo, había debido aplazar por motivos que él mismo intentará
explicarse. Es entonces una Roma fantaseada, la Roma de sus sueños,
alimentados por lecturas juveniles y adultas, la que sirve a Freud para brindar una
imagen de la composición de fantasías y sueños. Se lee:

1
Como los sueños, [las fantasías] son cumplimientos de deseo; como los sueños, se basan
en buena parte en las impresiones de vivencias infantiles; y, como ellos, gozan de cierto
relajamiento de la censura respecto a sus creaciones. Si pesquisamos su construcción,
advertimos cómo el motivo de deseo que se afirma en su producción ha sido
descompaginado, reordenado y compuesto en una totalidad nueva el material de que están
construidos. Mantienen con las reminiscencias infantiles, a las que se remontan, la misma
relación que muchos palacios barrocos de Roma con las ruinas antiguas, cuyos sillares y
columnas han proporcionado el material para un edificio de formas modernas. (1976, V,
488-489)

Refiere a la ciudad –la cual, como ninguna otra, brinda a la mirada presente
vestigios de su larga historia urbanística y monumental- para ilustrar lo que no
dejará nunca de parecerle el meollo irreductible de su objeto, a saber: la sustancia
archivística del psiquismo. La peculiaridad de una formación psíquica estriba en la
concurrencia irrepresentable de lo inmemorial en lo actual, al modo, según indica
el párrafo leído, en que un palacio barroco de la Roma católica deja ver en su
actualidad vestigios de la ciudad inmemorial sobre cuyos restos fuera erigido. La
antigua ciudad no desaparece bajo el manto de la Madre iglesia del Dios Hijo, y
sus relictos perviven conservados y metamorfoseados. Roma persiste en la mente
de Freud como patrón de persistencia. Treinta años después vuelve a escoger (ya
sabremos por qué) “el desarrollo de la Ciudad Eterna” para ejemplificar su
convicción de “que en la vida anímica no puede sepultarse nada de lo que una vez
se formó, que todo se conserva de algún modo y puede ser traído a la luz de
nuevo en circunstancias apropiadas…” (1976, XXI, 70)
Bien podemos reconocer La interpretación de los sueños, de 1900, cuyo
volumen mayor está consagrado al análisis de no menos de cincuenta sueños de
su autor, como un fruto extraordinario de la institución universitaria decimonónica
en la cual residen sin discordia, sobre un mismo suelo archivístico, las Ciencias
del Espíritu y las Ciencias de la Naturaleza. La investigación de laboratorio, la
expedición exploratoria, conviven con las disciplinas que derivan de la filología, a
saber: la historiografía, la arqueología, la literatura jurídico-policial. Foucault, que
llamó arqueología al método de su indagación, describe hermosamente esa
emergencia con ocasión de una obra de Flaubert:
…el siglo XIX descubrió un espacio de imaginación cuya potencia no habían sospechado
la edades precedentes. Este nuevo lugar de los fantasmas, ya no es la noche, el sueño de
la razón, el incierto vacío que se abre ante el deseo: es por el contrario la vigilia, la
atención incansable, el celo erudito, la atención al acecho. En adelante lo quimérico nacerá
de la superficie negra y blanca de los signos impresos, del volumen cerrado y polvoriento
que se abre a una nube de palabras olvidadas; se despliega cuidadosamente en la callada
biblioteca, con sus columnas de libros, sus títulos alineados y sus estanterías que la
cierran por todas partes, pero que del otro lado se abren a mundos imposibles. Lo
imaginario se aloja entonces entre el libro y la lámpara. Lo fantástico ya no se lleva en el
2
corazón; tampoco se lo espera en las incongruencias de la naturaleza; es extraído de la
exactitud del saber; su riqueza está aguardando en el documento. Para soñar no es
preciso cerrar los ojos, hay que leer. (1999, 219)

El psiquismo como escena ensimismada de escritura interminable procede


de ese “espacio de imaginación” al que se ingresa a través del nuevo dispositivo:
la biblioteca cuya inmanencia, sin exterior ni centro, es fuente de una profundidad
ya no metafísica, sino de índole más bien geológica. ¿Es posible recortar el
dispositivo psicoanalítico –su escena de trabajo, su práctica hermenéutica, su
concepto de psiquismo- de la forma que adopta históricamente la vida bajo la
nueva repartición que impone la socialización de la página impresa, la
urbanización y la red ferroviaria, la pasión arqueológica y la expansión del
capitalismo colonialista? Resultaría difícil imaginar la obra de Freud –su metafórica
y su técnica- separada del interior (que el archivo fotográfico hace disponible) de
su consultorio de la Berggasse 19, más parecido al espacio de estudio de
cualquier autor fin-de-siècle vienés (con su infaltable colección de piezas
antiguas), que al despacho de algún psicoanalista actual.
Como cualquier hombre ilustrado de su generación, el médico neurólogo
Freud cultiva una pasión creciente por la Antigüedad, ante todo a través de la
lectura de Winckelmann, Burckhardt, Renán. Durante sus años de formación debió
ser conmovido por el increíble hallazgo del políglota autodidacta y hombre de
empresa Heinrich Schliemann (1822-1890), cuya pasión por la literatura homérica
lo condujo a buscar el emplazamiento de la mítica ciudadela de Troya, que hasta
ahí sólo poseía existencia poética. Algunos años antes, gracias “al trabajo del
azadón” (y, en 1843, al ferrocarril), Pompeya había quedado a la vista de todos. El
acontecimiento arqueológico, asociable con expediciones a lugares exóticos y
vastos desenterramientos a cielo abierto, tuvo su fuente en la interioridad de la
biblioteca, en el íntimo espacio de lectura individual y silenciosa, como dice
Foucault, entre página y lámpara, intervalo y suspensión en el que tiene lugar el
pathos sublime.
Un lector ensimismado es conmovido por espectáculos inmemoriales y
lejanías inconmensurables, que desbordan del todo el presente tangible, y ponen
el ahí y ahora de la escena bajo el alto imperativo de un ideal. Entre 1750 y 1850
se produjo, tanto la gradual, azarosa y discontinuada exhumación de la ciudad de
Pompeya, como la emergencia y predominio del concepto de sublime: el vislumbre
que uno tiene de sí mismo cuando reconoce en el discurrir del agua mental el
manantial de la vida y la muerte; la materia prima de los días y el drama del
mundo. La contemplación de sustancias universales (cuya revelación ritual
suponía una escritura sagrada y una escucha colectiva) fue suplantada por la

3
pesquisa de la verdad como intriga intelectual, como proceso y ficción fascinante
(cuya lectura individual tenía lugar en el cuarto de lectura burgués, revestido de
anaqueles repletos de volúmenes lujosamente encuadernados; o
pequeñoburgués, de paredes enfundadas con papeles murales de diseños
ensoñadores). A mediados del siglo XIX, a medida que la sólida garantía
metafísica se desvanecía en el aire, surgió la literatura de investigación (en sus
formas básicas y en las más refinadas). La escritura narrativa, que Platón
repudiara, se reveló, para la modernidad crítica, como soporte primario de lo
primordial. El psicoanálisis es indiscernible del nacimiento de la novela (la
“moderna epopeya burguesa”, según Hegel). El despacho del doctor Freud,
provisto de su recién estrenado diván, es el teatro privado que permite la cita de
Sherlock Holmes y Emma Bovary (cuyo destino suicida es el revés trágico de las
intrigas novelescas que la apasionan).

2. La fantasía pompeyana
La indagación arqueológica, que comienza descifrando antiguos textos, lleva a
descubrir vestigios materiales de un mundo remoto interrumpido y sepultado
durante milenios. Dentro de este contexto es que Freud concibe el psicoanálisis
como una aventura de exhumación de arcaicos relictos conservados de la
prehistoria del sujeto, y aunque inasequibles durante un lapso incalculable,
enigmáticamente operantes en el presente. “Para la represión, por la cual algo
anímico se vuelve inasequible y al mismo tiempo se conserva, no hay mejor
analogía que esta del entierro (Verschüttung), como el que fue destino de
Pompeya y del que la ciudad pudo resucitar luego en virtud del trabajo del
azadón.” (1976, IX, 34) Esta analogía entre objeto y proceder de la arqueología y
el análisis del psiquismo constituido en su meollo por la represión, como
interrupción y sepultamiento, tiene lugar literalmente en 1907, en su lectura de la
novela Gradiva: una fantasía pompeyana (1903), de Wilhelm Jensen (1837–1911).
Al comienzo de la narración, en un museo de Roma, el joven arqueólogo
Norbert Hanold queda fascinado por un bajorrelieve antiguo que representa a una
joven doncella cuyo paso ligero alza con gracia su talón. El desinterés del
protagonista por el trato social deja adivinar una fuerte represión y su obsesiva
dedicación al estudio hace pensar en una evacuación sublimatoria. La historia
tiene su centro en el delirio que Hanold sufre en medio de las ruinas de la ciudad
de Pompeya, a la cual arriba empujado por su fascinación con la efigie del
bajorrelieve, que él llama Gradiva, nombre que significa la del andar
resplandeciente. Allí, en el mediodía pompeyano, ve a una joven de carne y hueso
que no sólo se parece a su Gradiva, sino que, para él, alucinado, es la misma
4
Gradiva rediviva. La bella aparición resulta ser Zoe Bertgang (apellido que alude a
lo mismo que nombra Gradiva), joven alemana, vecina de siempre de Hanold y
con quien, en la infancia, mantuviera una intensa amistad. El bajorrelieve ha
funcionado como detonante del retorno de un contenido reprimido: la amistad
infantil (como la de un niño con su hermanita) cuyo recuerdo fue desalojado por
efecto de la represión vuelve transmutado según las reglas que articulan la escena
discursiva que se levanta sobre lo reprimido –en este caso, el mundo de la
arqueología. Explica Freud: “un bajorrelieve antiguo despierta el olvidado recuerdo
de aquella a quien se amara con sentimientos de niño” (IX, 31). Es tal la represión
que recae sobre la escena infantil, que Norbert Hanold es incapaz de reconocer a
quien fuera su vecinita de siempre. La historia fue interrumpida y no hay
continuidad entre lo previo y lo que sigue, del mismo modo que no la hay entre
prehistoria e historia. Aun cuando se presente delante de nuestras narices, si
algo hay en las impresiones que incumba a lo que fue excluido, seremos
incapaces de reconocerlo y no veremos lo que es evidente.
Es de presumir que la represión recayó sobre la amistad infantil (“parecida a
la que existe entre hermano y hermana”) y fue desalojada de la memoria no por
ella misma, sino porque ya era la sustitución de otra escena, está sí inmemorial,
“de aquella a quien amara con sentimientos de niño”, imposible de recordar salvo
en sus representaciones sustitutivas. Rosebud (palabra asociada a un objeto, el
cual está en lugar de una impresión proscrita) o la sonrisa de las vírgenes esfinges
de Leonardo, permiten el retorno desplazado de la cosa misma: hacen tolerable
una escena que de modo manifiesto no puede ser recordada, aunque, de modo
latente, no ha dejado de ocurrir. El gesto ligero del caminar que pone a la vista la
gracia del talón con tal poder de captura sobre Hanold –o, fuera de cuentos, sobre
Aby Warburg- deja adivinar el indicio de una intensidad impresionante. Fetichismo
del pie, indica Freud, lo cual, a la luz de su artículo, muy posterior, de 1927,
Fetichismo, parece un pleonasmo:
“… acaso se retenga como fetiche la última impresión anterior a la traumática, la ominosa
(unheimlich). Entonces, el pie o el zapato –o una parte de ellos- deben su preferencia
como fetiches a la circunstancia de que la curiosidad del varoncito fisgoneó los genitales
femeninos desde abajo, desde las piernas…” (XXI, 159)

Un vaciado del bajorrelieve romano que


inspirara la novela de Jensen, colgaba de la
pared en el despacho de Freud, en Viena.
Junto a él había además una reproducción
fotográfica del cuadro Edipo y la Esfinge,
pintado por Ingres en 1808. La imagen arcaica
de la Esfinge –hybris de mujer y fiera- da figura
5
a la fuente interpelante de la que procede el enigma primigenio, del que los demás
no son sino derivados y sustituciones que extraen de éste, primario, la intensidad
de su impresión, a saber: “la pregunta más antigua y más quemante de la
humanidad infantil”, dice Freud. La pregunta por el origen de los hijos, “anudado
las más de las veces a la indeseada aparición de un nuevo hermanito o
hermanita”. “Quien sepa interpretar mitos y tradiciones, puede escucharla resonar
en el enigma que la Esfinge de Tebas planteó a Edipo”. (IX, 119)

3. Rey “Pies hinchados”


“Pero él ¿dónde está él? / ¿Dónde hallar la oscura huella de la antigua culpa?”
Son los versos del coro de Edipo Rey, citados y glosados en La Interpretación de
los sueños. Antes de que la lectura de Freud impusiera en primer plano la verdad
del Edipo (el asesinato del padre y la intimidad sexual con la madre) como
estructura del psiquismo, el drama de Sófocles representaba, antes que nada, la
peripecia de la verdad. Así, por ejemplo, en Schopenhauer (autor venerado por
Freud): “buscando un esclarecimiento de su propio destino espantoso, sigue
explorando sin tregua, aunque presienta ya que de la respuesta se desprenderá lo
aterrador para él”. La obra de Sófocles es el desarrollo de la búsqueda (cuyo
dispositivo Foucault analizó en La verdad y las formas jurídicas) que el gobernante
pone en marcha y que lo conduce gradualmente a comprender lo que al parecer
(para el coro, para los testigos implicados, para el parresiastas Tiresias) es ya un
secreto a voces, a saber, que él, el rey Edipo, es el inadvertido responsable de las
anomalías que sufre el cuerpo social. El inocente-culpable. La investigación
avanza, a través del interrogatorio, hacia el descubrimiento de lo ocurrido y acaba
por dejar en evidencia lo que todos sabían sin saberlo, sin querer saberlo. He ahí
el punto que acentúa Freud: la verdad comprometedora resulta del reconocimiento
de un saber que está en estado latente y que el trámite de la búsqueda vuelve
manifiesto.
“La acción del drama –se lee en Die Traumdeutung- no es otra cosa que la revelación, que
avanza paso a paso y se demora con arte –trabajo comparable al de un psicoanálisis-, de
que el propio Edipo es el asesino de Layo pero también el hijo del muerto y de Yocasta.”
(IV, 250)
La ficción de Sófocles descubre la estructura del descubrimiento, el tránsito
gradual desde el saber sin reconocimiento al saber reconocido, y al cabo pone en
escena la condición comprometedora de la verdad descubierta. “Su destino –dice
Freud- nos conmueve únicamente porque podría haber sido el nuestro, porque
antes de que naciéramos el oráculo fulminó sobre nosotros esa misma maldición.”
Edipo emerge gradualmente de su eclipse, y su ceguera final resulta del
reconocimiento de eso que, al principio, obtuso, sin desarrollo, brillaba por su
ausencia. El tiempo de la ficción consiste en el retardo de ese reconocimiento.
6
Pero ese elaborado retardo, según revisa Rancière (2005), pareció a los
dramaturgos del siglo XVII y XVIII un desperfecto de construcción en el libreto de
Sófocles. Racine y Voltaire juzgaron que era dramáticamente inverosímil que al
sagaz Edipo, que había resuelto el enigma de la Esfinge, le costara tanto descifrar
la verdad atroz que lo comprometía. Agreguemos que el estudio sobre Sófocles
del filólogo Karl Reinhardt (1933) comprende erróneamente el comportamiento de
Tiresias y de Yocasta, al pasar por alto lo que el psicoanalista había enseñado a
ver: que la verdad es intolerable y preferimos hacer la vista gorda y no ver y negar
lo que está a la vista de todos. Los intérpretes de Edipo Rey parecen repetir lo que
Sófocles dilucida dramáticamente de modo inigualable en su obra: únicamente a
quien quiere ignorar la cosa en juego puede parecerle inverosímil la resistencia de
Edipo o los vaivenes, reticencias o silencios que sufren los parlamentos o las
conductas de Tiresias y Yocasta. Antes de que Freud pusiera a la vista su
concepto, la resistencia como fuerza intrínseca del discurso no es un factor que
opere en la lectura. Si consideramos la verdad del Edipo, entonces el desarrollo
del drama revela (prodigiosamente, como le pareció a Freud) la resistencia
estructural a esa verdad, socialmente impresentable, que todos querrían seguir
ignorando.
Veinte años de reinado y vida familiar con Yocasta, con quien ha procreado
cuatro hijos, anteceden la peripecia de Edipo Rey. El tiempo diegético del drama
sofocleo se inicia por lo menos veinte años después de que Edipo, creyendo ser
hijo de Pólibo (rey de Corinto), hiciera su entrada triunfal en Tebas, tras vencer a
la Esfinge, y aceptara por esposa a Yocasta, la joven reina viuda sin hijos. El
enigma que descifró y que le permite cruzar erguido sobre sus pies el umbral de la
ciudad que lo hará rey, tiene que ver con los pies –cuatro, dos y tres, de un mismo
organismo- y él, Oedipous, es decir: Pies hinchados, ostenta en su mismo nombre
una marca de origen que él, sin embargo, parece no advertir. La malformación de
sus tobillos no sólo está a la vista de todos sino que es indicada con redundancia
por el nombre que lleva y que traza sobre él, imaginamos, un indicio que lo
avergüenza. Leemos en R. Sennett: “Hefesto también es cojo –tiene un pie
deforme- y en la cultura griega antigua la deformidad era causa de profunda
vergüenza: el kalós kagathos (bello mental y físicamente) contrastaba con el
aisjrós, única palabra que designa al mismo tiempo lo feo y lo vergonzoso.” (2009,
358)
Edipo, en el centro de la obra, escucha su historia por boca de la misma
Yocasta, quien, para calmarlo, le comunica “en pocas palabras” lo que recuerda, a
saber, que, según su experiencia, el oráculo no se cumplió en el caso de su
antiguo esposo Layo:

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“Una vez le llegó a Layo un oráculo –no diré que del propio Febo, sino de sus servidores-
que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin
embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros le mataron en una
encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el
nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le
arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable.”

Este relato, envés de conseguir el efecto buscado, acrecienta el


desasosiego del rey. Le hace recordar el percance vivido más de veinte años
antes cuando, en el cruce de tres caminos, mata a un hombre y a sus escoltas. No
repara, sin embargo, ni él ni Yocasta, en el dato asociable a los pies que lo
sostienen. Líneas más adelante, el mensajero que llega de Corinto a comunicar la
muerte de Pólibo y que resulta ser el mismo que recogió, cuarenta, cincuenta años
antes, a la cría dañada y puso al expósito en manos del ahora difunto rey de
Corinto, es quien declara el secreto a voces:
Mensajero. –Y así fui tu salvador en aquel momento.
Edipo. –¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?
Mensajero. –Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar.
Edipo. -¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te refieres con esto?
Mensajero. –Yo te desaté, pues tenías perforados los tobillos.
Edipo. –¡Bello ultraje recibí de mis pañales!
Mensajero. –Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.
Edipo. –¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre la recibí? Dímelo.

El nombre propio destina la identidad del sujeto nombrado, señalando el


indicio físico que hace presente un pasado fuera de la memoria, la raíz enterrada
y, a la vez, tan visible en las protuberancias o hendiduras del tronco. El rey Edipo
descubre que apenas por un pelo se salvó de la muerte a la que el padre lo
condenara antes de nacer. De esa acción ocurrida antes de la memoria quedan
indicios: sus tobillos hinchados. Edipo acaba descubriendo, a los cuarenta,
cincuenta años de su edad, la acción infligida, antes de la memoria, a sus piernas
de recién nacido. El destino cae sobre él al reconocer en las marcas que sus
tobillos conservan la huella de su origen de expósito. De modo semejante, el
prepucio circuncidado es la marca de una escena previa a la memoria del niño
judío que pone a éste bajo el mandato de una ley remota e inescrutable. La
identidad pende de marcas en el comienzo tan indescifrables, como los visibles
tatuajes de Quiqueg, el arponero de Moby Dick. “…por más que la sangre de su
corazón golpeara contra la escritura tatuada”, el piadoso salvaje es incapaz de
descifrarla, aunque sepa que contiene la doctrina secreta de su estirpe. ¿Que no
es el caso de cualquier niño cuyo atributo distintivo (el color de piel, por ejemplo) lo
haga sufrir el peso de una enigmática diferencia? Despertar a la conciencia es

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padecer el significado ignorado de esa cosa que soy convertido en significante
para otro.
“Cuando después, en los cursos superiores de la escuela media, empecé a
comprender las consecuencias de pertenecer al linaje de una raza ajena al país, y
los conatos antisemitas de mis compañeros me obligaron a tomar posición…” (IV,
210-211), confiesa Freud. Segismund Shlomoh comprende tardíamente, en el
reconocimiento de los otros, su pertenencia a la tribu de Abraham, en la marca
dejada por la mutilación ritual de la carne íntima. En esa tradición de la Biblia
hebrea, “descubrir los pies” de un varón es conocer sus genitales y “lavarse los
pies” equivale a copular. Pero Freud no quiere ser hijo de Abraham. Quiere ser
padre de sí mismo, hijo de su obra: y el modelo que se autoimpone es Moisés, al
que convierte en un héroe trágico. Es como si el autor judío despreciara el destino
que arrastra y quisiera sacarse de encima la marca de un Dios primitivo que exige
obediencia y sacrificios. Tal como se imagina que hace Moisés, que administra a
su favor coincidencias casuales, poniéndolas a jugar bajo su voluntad excesiva,
todo con tal de dar cumplimiento a una vocación fundamental, Freud, poniendo en
escena su propio drama, reinventa la historia del pueblo judío. Desplaza la figura
primitiva de Abraham (a quien no menciona más de un par de veces en toda su
obra) y erige en su lugar a Moisés, a cuya presencia monumental consagra
cientos de páginas.

4. Archivología
Resulta evidente a cualquier lector de Freud que, en lo que se refiere al rigor y la
pasión desplegada, no parece haber diferencia entre un artículo dedicado al
análisis de un caso clínico y un ensayo que tome por objeto un fenómeno de
índole cultural; la interpretación de un sueño no difiere demasiado de la
interpretación de una novela o de la historia del judaísmo. Así por ejemplo, de los
ensayos publicados en el último año de su vida, 1939, uno es Moisés y la religión
monoteísta, llamado por él “novela histórica”, que postula que el fundador del
judaísmo era egipcio y cuya Ley acaba imponiéndose a pesar de que fuera
asesinado por quienes le deben su identidad; el otro es Análisis terminable e
interminable, que es un escrito técnico. ¿Cuál es el punto común, cuál la
complicidad, que permite comprender esos desarrollos teóricos aparentemente
heterogéneos?
Freud desarrolló y precisó cada vez la respuesta. Es la forma y el
procedimiento lo que erige cualquier manifestación, cual sea su especificidad, en
objeto de análisis. La pregunta que define ese procedimiento y esa forma la
formulamos así: ¿qué deseo, reprimido deseo, se realiza y encuentra satisfacción
9
en la formación sintomática? Y esa determinada formación puede ser un sueño,
una fantasía literaria, una tradición religiosa, una palabra de uso común, etc. Es
decir: el relato de un sueño; la concreción icónica o literaria de una fantasía, el
texto religioso transmitido por tradición. Se trata siempre de una determinada
elaboración de material psíquico que da cumplimiento y realización a un conflicto
ignorado. Elucidar cuál es el deseo que se cumple en la forma resultante de tal
elaboración define la meta del trabajo analítico. No, pues, o no solamente,
descifrar el significado o contenido de la inscripción examinada, sino explicar por
qué ese contenido adoptó la forma críptica que perturba. El supuesto, desarrollado
en el capítulo VI de la Traumdeutung, es el siguiente: lo críptico o anómalo de una
formación resulta del trabajo inconsciente (desplazamiento, condensación, puesta
en figura). A través de los procedimientos primarios –en cuya actividad consiste el
psiquismo- una impresión prehistórica, anterior a la memoria, se abre paso y
manifiesta. La dificultad reside en descubrir la escena (remota, ignorada,
hipomnémica) de la que el síntoma deriva y extrae su fuerza. ¿Cómo dar con el
archivo que permita recobrar los eslabones que encadenan asociativamente buitre
con madre perdida o la marca de un trineo con la impresión que un niño retiene de
su madre que lo deja? La dificultad queda clara en este párrafo temprano de su
Proyecto de psicología (1895):
“El histérico que llora a raíz de A no sabe nada de que lo hace a causa de la asociación A-
B ni de que B desempeña un papel en su vida psíquica. Aquí el símbolo ha sustituido por
completo a la cosa del mundo. […] Se ha adjudicado a A algo que se sustrajo de B. El
proceso patológico es el de un desplazamiento, tal como lo hemos conocido en el sueño.”
(1989, V.1, 396, 397)

Se trate de un sueño privado, una escultura de Miguel Ángel o el deleite


comprometido en leer mensajes zodiacales en la prensa diaria, cualquier
inscripción que llegue al presente de uno en términos de sobrecarga afectiva,
énfasis machacón, repetición inmotivada, anomalía, se propone como síntoma a
analizar y el análisis queda definido, repito, por esa pregunta básica y capciosa:
¿qué deseo encuentra satisfacción, se goza, en esa determinada manifestación
que se presenta, que no deja de presentarse, insistente y extraña? La formación
examinada –fruto de un desconocido desplazamiento- conserva la intensidad de
una impresión primera, pero no hay nada que conduzca desde ella hacia la
suprimida fuente primaria. Aunque ignore por completo su contenido, la confianza
que anima al descifrador de enigmas (de Edipo a Freud) estriba en esto: en la
intensidad y repetición de la impresión sondeada perdura algo del evento
impresionante que la dejó. Si algo ocurrió quedó huella, está conservada en
alguna parte y podemos dar con ella. Henrich Schliemann debió contar con una

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convicción semejante para emprender, hacia 1870, la búsqueda que lo llevó a
descubrir en Micenas los yacimientos de la mítica ciudad de Troya.
Pero no son los hechos históricos, sino la forma en que son referidos o
hablados, lo que interesa al psicoanálisis. A diferencia del historiador, lector que
examina archivos en vistas de reconstruir lo que pasó, el analista descifra la
anomalía que irrumpe en el presente y la lee (la actualiza) como elaboración
enigmática de una impresión inmemorial, que no fue presente para nadie y que,
sin embargo, determina y continúa determinando la historia: que algo haya
ocurrido importa exclusivamente en la medida en que continúe ocurriendo, que
para el destino psíquico del sujeto ello sea lo único que haya ocurrido, aun cuando
ello jamás haya tenido lugar para el sujeto y de ello tenga noticia sólo a través de
manifestaciones desplazadas y deformes. Así lo explica Michel De Certeau:
El psicoanálisis reconoce el pasado en el presente; la historia, en cambio, sitúa el uno al
lado del otro. El psicoanálisis trata la relación al modo de la imbricación (el uno en el lugar
del otro), de la repetición (el uno reproduciendo al otro bajo forma distinta), del equívoco
(¿qué está en el lugar de qué?) […] La historiografía considera esa relación a partir de la
sucesión (el uno después del otro), de la correlación (proximidades más o menos grandes),
del efecto (el uno siguiendo al otro) y la disyunción (o el uno o el otro, pero no los dos a la
vez). (1998, 78-79)

En Moisés y la religión monoteísta, Freud lee en las anomalías del texto de


la tradición las huellas desplazadas de una escena prehistórica y postula que la
historia y la identidad del judaísmo se instituye sobre la borradura de un crimen
inicial. Observa:
Con la desfiguración de un texto pasa algo parecido a lo que ocurre con un asesinato: la
dificultad no reside en perpetrar el hecho, sino en eliminar sus huellas. Habría que dar a la
palabra Entstellung el doble sentido a que tiene derecho, por más que hoy no se lo emplee.
No sólo debiera significar alterar en su manifestación, sino, también, poner en un lugar
diverso, desplazar a otra parte. Así, en muchos casos de desfiguración-dislocación de
textos podemos esperar que, empero, hallaremos escondido en alguna parte lo sofocado y
desmentido, si bien modificado y arrancado de su contexto. Y no siempre será fácil
discernirlo. (XXIII, 42)

Por sobre la acepción usual de entstellen –que es “desfigurar”-, Freud


quiere acentuar esta otra: “desplazar” (verschieben). Y está hablando de textos y
homicidios. El problema, dice, no es cometer el crimen, sino eliminar las huellas
dejadas. El autor lo es, principalmente, de la borradura de huellas, pero esto
puede implicar la producción de huellas desplazadas, de otras huellas; de huellas
cuya falsedad residirá en ser tomadas, después, como indicios del evento
investigado y no como el efecto de un desplazamiento o de una sustitución. Emma
Zunz, un cuento de Borges cuyo asunto es, precisamente, la premeditada

11
producción de huellas para hacerle justicia al padre muerto, concluye: “Verdadero
también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la
hora y uno o dos nombre propios.” (568) Es lo que un archivo conserva para
quien, después, tras la interrupción de la historia, conducido por una hipótesis, lo
encuentre y reconozca: impresiones sin remitente, dejadas antes de la historia,
conservadas fuera de la memoria, y sobre cuyo desalojo se erige el destino
psíquico de uno.
El sujeto conserva rastros secretos, indicios anómalos –los tobillos
hinchados de Edipo, por ejemplo-, que interpelan su pensamiento y lo empujan a
dilucidar hipotéticamente el acontecimiento que, aunque desapercibido por todos,
no cesa de ocurrir en sus secuelas. El archivo (los testimonios exteriores que
explican esos tobillos hinchados) permite reconstruir la actualidad perdida, la
historia fuera de la memoria de la que sin embargo el sujeto es consecuencia. Si
algo pasó (e, inadvertidamente, continúa pasando: he ahí el rango de
acontecimiento), de eso hay archivo. Es la representación de eso que no para de
ocurrir lo que, según afirma Aristóteles de la tragedia, hace a la poesía (la creación
que pone a la vista el acontecimiento) más filosófica y universal que la Historia (la
crónica de lo ocurrido).

5. Emma Zunz
Freud confiesa en el prólogo a la segunda edición de su Traumdeutung, en 1908:
“Advertí que era parte de mi autoanálisis, que era mi reacción frente a la muerte
de mi padre, vale decir, frente al acontecimiento más significativo y la pérdida más
terrible en la vida de un hombre.” (IV, 20) Se habla de acontecimiento para aludir a
esas “escenas” –fuera de la memoria, sin historia- de las que, sin embargo,
depende la historia: “Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos
el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen
consecutivas las partes que lo forman” (1996, I, 566) –afirma Borges cuando narra
el ultraje al que Emma premeditadamente se somete con el fin de hacerle justicia
a su padre. Líneas más abajo, mientras se deja violar, cumpliendo el trámite que
ha planeado para asesinar a Loewenthal, culpable de la desgracia y suicidio del
padre, el narrador pregunta:
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas
y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo
tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado
propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa
horrible que a ella ahora le hacían. (1996, I, 566).

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El plan de Emma consiste en servirse de un desconocido para que deje en
ella las huellas del ultraje del que acusará a Loewenthal, para justificar, ante la
policía, su asesinato. Sin embargo, al final del relato, cuando dispara contra
Loewenthal, no se sabe si Emma está vengando a su padre o si está vengándose
de su padre. Se lee: “Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su
padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello.” (1996, I, 567) Así
propuesto, el acontecimiento (“la muerte de su padre era lo único que había
sucedido en el mundo”) parece indisociable de una impresión traumática:
interrumpe la historia, abre el destino sobre el cierre de lo que ocurría hasta ahí;
crea el archivo cuyo olvido pone en marcha lo que, en lo sucesivo, se recuerde.
De esa escena, padecida pero no comprendida, quedan huellas que el relato
futuro elabora retrospectivamente en forma desplazada.
A eso se agrega, en el relato borgeano, que, planeada de antemano, lo que
la escena tiene de traumática reside en que hace regresar en el acto de su
ejecución, una escena anterior, prehistórica, fuera del tiempo de la memoria
(hipomnémica, nombra Derrida): la evocación de la cópula entre padre y madre.
Urszene, escena primordial u originaria –hipotética escena a la que se arriba a
través del análisis-, tal como lo postulara Freud, en 1895 y después en 1914, en
el célebre caso “El hombre de los lobos”. Ahí se lee: “la activación de esa escena
(adrede evito el término recuerdo) tiene el mismo efecto que si ella fuera una
vivencia reciente. La escena produce efectos con posterioridad [nachträglich] y
nada ha perdido de su frescura entretanto…” (XVII, 42) Freud elabora en ese texto
el material dejado por una historia clínica ya concluida. El enigma a descifrar es el
relato de un sueño que el paciente ruso, de 25 años, recuerda haber tenido veinte
años antes, entre los cuatro y cinco años. El relato desencadena el trabajo de
interpretación que viene a descubrir que ese sueño, a su vez, es la actualización
enigmática de una impresión anterior, padecida hacia los dos años de vida,
cuando la cría humana aún no cruza, digamos, el estadio del espejo. El ejercicio
analítico descifra el relato del sueño recordado, remontándolo a la escena
primordial de cuya huella ese sueño habría sido una elaboración, a saber: la visión
de los padres copulando. Pero al año y medio de vida, sin que haya deslindes aún,
sin rayado que permita el juego de la diferencia, tal espectáculo carece de sentido.
Es solo la impresión dejada por una agitación indiferente, semejante a la vista de
otros animales en actividad de apareamiento. El testigo es “impresionado” por algo
sin contenido reconocible; no posee clave alguna que le permita hacer presente y
comprender lo que ve. Sin embargo, lo que ve deja una impresión indeleble. Tal
que, más tarde, nachträglich, podrá actualizarse, bien que de modo enigmático, la
huella de esa escena primera no presenciada. Entonces: retorno futuro de un
pasado que nunca fue presente.
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A través del relato de un sueño que un hombre de veinticinco años recuerda
haber tenido veinte años antes, Freud construye una escena, describe con gran
detalle la visión de una cópula sexual desde un punto de vista, un ángulo de
visión, que debemos llamar, sin más, pornográfico: la puesta a la vista de la
condición animal, previa a la ley, como el hambre o la agonía, del deseo sexual.
Vuelve presente lo que, según Pascal Quignard, es la fuente del éxtasis y del
espanto. La escena ignorada, nunca vista, aunque siempre presente en cada uno,
de la que cada uno procede; la Urszene es la escena del origen sexual, inhumano,
del mundo. Freud imagina el pasmo de una cría de menos de dos años y deriva de
la impresión conservada de ese pasmo la neurosis severa que marca el destino
adulto de su paciente. Cuentos escuchados, no leídos, que fabulan con perros o
lobos (que hablan), aportan los materiales para dar salida a la impresión dejada
por lo impresionante pasmoso (al igual que los estudios de arqueología leídos por
Hanold aportan el paisaje en el cual tendrá lugar la resurrección de Gradiva). No
hay registro para esa escena, el “esto ha sido” de la testificación fotográfica
(Barthes) no corre aquí. Sólo hay el secreto archivo, cuya incesante secuela (cabe
conjeturar) es la pornografía y el consumo insaciable y lúgubre de pornografía.
En De la historia de una neurosis infantil (1917), Freud, tras haber descrito
con lujo de detalles la Urszene, concluye:
Por tanto, el contenido mismo de esta escena no puede constituir un argumento contra su
credibilidad. El reparo de improbabilidad habrá de dirigirse a otros tres puntos: el primero,
que un niño a la tierna edad de un año y medio sea capaz de recoger la percepción de un
proceso tan complicado y conservarlo de manera tan fiel en su inconsciente; el segundo,
que a los cuatro años sea posible elaborar con posterioridad [nachträglich], hasta llegar a
entenderlas, esas impresiones así recibidas, y, por último, que mediante algún
procedimiento pueda lograrse hacer consciente, de una manera coherente y convincente,
una escena vivenciada y comprendida en tales circunstancias. (XVII, p.37)

Entonces: 1) el psiquismo como archivo, en tanto superficie impresionable que


conserva impresiones sin contenido; 2) el psiquismo como incesante proceso de
elaboración inconsciente del sentido de esas impresiones; 3) el dispositivo
analítico como procedimiento de elaboración consciente del psiquismo en tanto
archivo y proceso. Dialécticamente, el tercer punto (el momento del
reconocimiento) es el primero: es en el presente de la escena de trabajo analítico
que lo primero, desde lo segundo, se vuelve primero. Y, en sentido estricto, el
tercer momento es el de la escena lecto-escritural, gracias a la cual nos enteramos
de las elaboraciones del autor Freud. El dispositivo analítico, entonces, como
presente de elaboración constante de impresiones –al modo en que se utiliza esa
palabra en su acepción gráfica, imprentera, en la técnica del grabado y la
reproducción, en el discurso de archivo: a saber: la impresión como marca,

14
inscripción, dejada por una acción impresionante sobre una superficie
impresionable. La fuerza performativa del indicio (aquí algo ocurrió) no tiene que
ver con contenidos (no sé qué ocurrió), sino con la fuerza de una impresión (sé
que ocurrió algo). Lo real se padece.
El historiador Carlo Ginzburg aportó, en la década de los ochenta, una
indicación al citado caso freudiano: ¿cómo fue que los contenidos, los materiales,
con los que se elabora el sueño de los lobos –a través del cual se actualiza
traumáticamente la impresión primaria- llegaron a la cabeza del niño? A la
pregunta básica del psicoanálisis: ¿qué deseo secreto encuentra satisfacción en la
(de)formación examinada?, se debe, pues, agregar está otra: ¿dónde podemos
detectar y leer –en qué archivo- los materiales que ese deseo elabora y
transforma para cumplirse? El historiador rastrea esa tradición, esa transferencia
de materiales, que llega al presente para dar salida a una huella privada,
insignificante y persistente. Freud habría realizado un rodeo semejante a propósito
de un buitre en el recuerdo infantil de Leonardo. El análisis desentierra a la remota
diosa egipcia Mut, cuyos restos de imaginario habían sido rescatados por los
padres de la iglesia cristiana para aportar pruebas convincentes respecto a la
virginidad de María, inoculada neumáticamente por el espíritu santo.
Ginzburg descubre que la elaboración onírica resulta de historias que el
niño ha escuchado de su nana rusa, la cual funciona como transmisora de una
tradición eslava que se remonta al siglo XVII y que veneraba supersticiosamente,
y dotaba de poderes, como bienaventurados, a los nacidos en el día de Navidad, y
en cuyo parto habían sido dados a luz sin desprenderse de la bolsa amniótica que
los contenía. Características que, por el relato de Freud, sabemos que eran las del
“hombre de los lobos”. Allí donde Freud alcanza su meta, postulando la Urszene
como hipótesis, Ginzburg brinda el archivo (insospechado por el analista) que
agenció esa determinada elaboración y dio salida a una impresión bajo la forma de
un sueño en que aparecían seis o siete lobos blancos sobre un nogal frente a la
ventana. Lo que importa aquí es la hipótesis crítica (esto es despojada de todo
presupuesto mágico, sobrenatural o filogenético) sobre la que se erige esa
investigación y que toca el problema de la historia, de la herencia, de la
transmisión transgeneracional de contenidos. Cito la conclusión de Ginzburg:
No se trata de un arquetipo en el sentido jungiano: la herencia filogenética no tiene nada
que ver aquí. Se trata de hechos históricos, identificables o conjeturables de manera
plausible: hombres, mujeres, libros y papeles de archivos que hablan de hombres y de
mujeres. (1989, 205)

6. La ciudad eterna

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En el capítulo de la Traumdeutung, “Lo infantil como fuente de los sueños”, Freud
explica:
“Cuanto más ahondamos en el análisis de los sueños, con tanto mayor frecuencia nos
ponemos sobre la huella de vivencias infantiles que desempeñan un papel, como fuentes
del sueño, en el contenido latente de éste.” (IV, 212)

Analizando sueños suyos en los que aparece Roma, “tropieza con aquella
vivencia de niño que todavía hoy exterioriza su poder en todos estos sentimientos
y sueños” (IV, 211), y cree hallar la resistencia que le impide realizar su
vehemente deseo de visitar esa ciudad. A través del análisis, Roma acaba
asociada a una escena en la que, para Sigmund, preadolescente, la figura del
padre sufre un decisivo derrumbe. “Tendría diez o doce años” cuando su padre le
relató un deprimente episodio de su juventud, en el cual había sido resignada
víctima de una agresión antisemita. Contar al hijo el humillante recuerdo tiene por
finalidad mostrarle que los tiempos actuales, los que le tocaban a Segismund
Shlomoh, eran mejores, menos adversos, más prometedores, que esos por los
que él había pasado. “Esto no me pareció heroico de parte del hombre grande que
me llevaba a mí, pequeño, de la mano.” El muchacho, uno de cuyos héroes
escolares es el cartaginés Aníbal, anheló entonces estar bajo la tutela de otro
padre, uno como el del guerrero semita. Amílcar, padre de Aníbal, según había
leído, hizo jurar a su hijo vengarse de los romanos. Pese a su exitosa campaña
contra Roma, Aníbal no consiguió nunca entrar en la ciudad. Segismund,
identificado con Aníbal, desprecia la resignación judía de su padre y, aun al precio
de quedar bajo mandato de venganza, desearía ser hijo de otro. Prefiere el
desenlace trágico a un destino de humillación. Freud adulto descubre que su
incumplido deseo de arribar a la soñada ciudad deriva de esa impresión infantil
que tiñe de vergüenza y culpa lo que fuera asociado a ella. La expectativa de
ingresar a Roma, lo pone bajo la amenaza de un peligro (castigo o derrota)
inminente. ¿Habrá sufrido Edipo angustia semejante al ingresar a Tebas, tras
vencer a la esfinge?
Treinta años después de publicadas esas páginas, en el primer capítulo de
El Malestar [Unbehagen] en la Cultura (1930) –cuyo título embrionario fue Das
Unglück [infelicidad] in der Kultur, de sombrío tono schopenhaueriano-, Freud
recurre otra vez, como si de un automatismo se tratara, a la ciudad de Roma para
ilustrar la naturaleza archivística del psiquismo humano. “¿tenemos derecho a
suponer la supervivencia de lo originario junto a lo posterior, devenido desde él?”
(XXI, 69) Es la pregunta que suscita la comparación. Freud, que lo había intentado
antes (en 1925), describiendo en detalle el “Wunderblock”, quiere hacer
perceptible el singular fenómeno, a sabiendas de que la condición espacial propia

16
de cualquier percepción impide, precisamente, visualizarlo: en términos espaciales
es imposible la confluencia simultánea de todos los momentos temporales que
preceden ese presente y de los que ese presente es efecto y deriva. Una ciudad
pone de manifiesto su pasado en términos de resto, vestigio o ruina, y ello
únicamente para una mirada que reconozca y valore esa condición de pasado en
las calles, casas, cosas, monumentos. De modo que el recurso a la ciudad para
ilustrar la sustancia mnémica del alma, la peculiaridad esencial del psiquismo, ya
presupone una de sus consecuencias, a saber, la historicidad de la mirada que la
recorre y reconozca lo pasado y desaparecido en ella. El ser pasado –esa
remisión que atestigua lo histórico de algo- le ocurre a las cosas y a los hechos
sólo a condición de ser percibidos por una mirada histórica que ha incorporado, a
través de la tradición y lectura de libros, el pasado exterior a la memoria. Y tal es
así que una primera descripción de la ciudad –la de un lector instruido en el texto
de su historia- lo conduce a una conclusión más o menos trivial:
“Lo que ahora ocupa esos sitios son ruinas, pero no de ellos mismos, sino de sus
renovaciones más recientes, erigidas tras su incendio o destrucción. Ni hace falta decir que
todos esos relictos de la antigua Roma aparecen como unas afloraciones dispersas en la
maraña de la gran ciudad de los últimos siglos a contar desde el Renacimiento, si bien es
cierto que mucho de lo antiguo está enterrado todavía en su suelo o bajo sus modernos
edificios. Este es el tipo de conservación del pasado que hallamos en lugares históricos
como Roma.” (XXI, 70)

Apenas concluido ese párrafo, y prueba de que pese a estar disconforme


con el resultado no quiere desprenderse de su referencia a Roma, Freud arremete
con otro intento, ahora de índole “fantástica”, que transforma la ciudad en un “ser
psíquico cuyo pasado fuera igualmente extenso y rico”. ¿Raro, no? Primero se
recurre a la ciudad para hacer perceptible la peculiaridad del psiquismo; luego, no
contento con la analogía, insiste en la comparación pero ahora forzando una
fantasía psíquica de la ciudad. O sea, intentemos aclararnos el psiquismo
comparándolo con Roma, pero a condición de que imaginemos la ciudad como si
fuera un ser psíquico. Y esto precisamente para mostrar lo que esencialmente lo
distingue: “un ser en que no se hubiera sepultado nada de lo que una vez se
produjo, en que junto a la última fase evolutiva pervivieran todas las anteriores”
(XXI, 70).
Freud después de ensayar (de alucinar, se diría) la figura “psíquica” de
Roma, según la cual, como en un sueño, la ciudad conservara, simultáneamente,
sin superposición, cada uno de los momentos que históricamente la hicieron
posible, acaba concluyendo:
Es evidente que no tiene sentido seguir urdiendo esta fantasía; nos lleva a lo
irrepresentable, y aun a lo absurdo. Si queremos figurarnos espacialmente la sucesión
histórica, sólo lo conseguiremos por medio de una contigüidad en el espacio; un mismo
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espacio no puede llenarse doblemente. Nuestro intento parece ser un juego ocioso; su
única justificación es que nos muestra cuán lejos estamos de dominar las peculiaridades
de la vida anímica mediante una figuración intuible.” Y después, de nuevo: “Así llegamos a
este resultado: semejante conservación de todos los estadios anteriores junto a la forma
última sólo es posible en lo anímico, y no estamos en condiciones de obtener una imagen
intuible de ese hecho. (XXI, 71)

A la fantasmagoría de Roma ofrecida por Freud, elaborada según los


mecanismos primarios del psiquismo que operan al margen del marco espacio-
temporal y causal que estructura toda representación consciente, podemos
devolver la pregunta analítica básica que éste enseñó, a saber: ¿cuál es el deseo
secreto que encuentra satisfacción en la determinada representación de esa
soñada e imposible ciudad? ¿Por qué la forzada recurrencia a Roma?
Para Freud, Roma vuelve presente la impresión recibida antaño, siendo un
chiquillo, de cuando su padre sufrió una rebaja irreversible ante su mirada y sintió
vergüenza y sintió culpa: vergüenza por ese padre abatido; culpa por despreciarlo
y anhelar otro padre, uno como el de su héroe Aníbal. Con la imagen psíquica de
Roma, Freud no sólo ilustra sino que actúa, actualiza, esa característica única de
la vida anímica, a saber, la afluencia, sin yuxtaposición ni sobreposición, de un
pasado inmemorial en el presente. De modo que Roma funciona como caso
ejemplar de lo que Roma activa en Freud: la connivencia de impresiones arcaicas,
conservadas de la infancia, y la actualidad perceptiva del sujeto devenido de ellas;
la irrepresentable imbricación de lo latente en lo manifiesto, aun cuando entre la
escena latente que no deja de acompañar cualquier manifestación y el presente
de esta manifestación medie un lapsus incalculable. Lo que para el análisis
distingue la vida mental es ir reconociendo con retardo, en un puñado de marcas
indelebles, la deriva de secuelas de una escena registrada en la niñez, pese a que
la cadena esté interrumpida y sean decisivos los eslabones que faltan.
Podríamos hacerle decir al psicoanalista, las inmejorables palabras con las
que concluye la hermosa novela de Bernhard Schlink, El Lector, de innegable
núcleo edípico:
…cuando me siento herido vuelven a asomar las antiguas heridas, cuando me siento
culpable vuelve la culpabilidad de entonces, y en los deseos y las añoranzas de hoy se
ocultan el deseo y añoranza de lo que fue. Los estratos de nuestra vida reposan tan juntos
los unos sobre los otros que en lo actual siempre advertimos la presencia de lo antiguo, y
no como algo desechado y acabado, sino presente y vívido. Lo comprendo. Pero a veces
me parece casi insoportable. (1995, 203)

7. Una perturbación en la Acrópolis

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La pregunta citada más arriba (¿tenemos derecho a suponer la supervivencia de
lo originario junto a lo posterior, devenido desde él?), Freud la formula a propósito
de la carta de un “venerado amigo”, quien, aun aceptando la reducción freudiana
de la religión (en El porvenir de una ilusión), propone el llamado “sentimiento
oceánico” como fuente de la predisposición religiosa:
Es –me decía- un sentimiento particular, que a él mismo no suele abandonarlo nunca, que
le ha sido confirmado por muchos otros y se cree autorizado a suponerlo en millones de
seres humanos. Un sentimiento que preferiría llamar sensación de eternidad; un
sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir oceánico. (XXI, 65)

El interlocutor es Romain Rolland, Premio Nobel de Literatura en 1915,


cuyas virtudes de escritor, según escribiera Borges, “son menos literarias que
morales, menos sintácticas que panhumanistas, para pronunciar una de las
palabras que más lo alegran” (1996, 302). El mentado sentimiento oceánico,
explica Freud con el tono indulgente ante una consulta pueril, consistiría en la
actualización adulta de las huellas que el psiquismo conserva de su estadio
arcaico (pre-edípico, narcisístico), en el cual la separación entre interior y exterior,
entre aquí y allá (Fort-Da), entre mismidad y alteridad, no se ha establecido aún o
está en proceso de formación. “El lactante no separa todavía su yo de un mundo
exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen.” (XXI, 67) Es el retorno
(dentro del tiempo y el espacio) de las impresiones conservadas en la cría humana
de ese estado de indiferenciación con el cuerpo materno “–y entre ellas la más
anhelada: el pecho materno-“, lo que explicaría, según Freud, el sentimiento
oceánico:
Si nos es lícito suponer que ese sentimiento yoico primario se ha conservado, en mayor o
menor medida, en la vida anímica de muchos seres humanos, acompañaría, a modo de un
correspondiente, al sentimiento yoico de la madurez, más estrecho y de más nítido
deslinde. Si tal fuera, los contenidos de representación adecuados a él serían, justamente,
los de la ilimitación y la atadura con el Todo, esos mismos con que mi amigo ilustra el
sentimiento oceánico. (XXI, 69)

Tras recurrir –ya sabemos por qué- a la fantasía de una Roma psíquica,
Freud emite su fallo sobre el sentimiento propuesto por Rolland como “fuente
genuina de la religiosidad”. El origen de la disposición religiosa no es un
sentimiento de plenitud (“ilimitación y la atadura con el Todo”), sino, al contrario, la
necesidad suscitada por el desvalimiento del niño, cuando, cabe imaginar, la
diferenciación con el cuerpo materno se ha consumado y el yo ha segregado de sí
el mundo exterior, “un ahí-afuera ajeno, amenazador”. La ilusión religiosa –confiar
en la existencia de un padre todopoderoso y justo- da cumplimiento al deseo de
amparo del hijo, cuya impresión primaria es la de un expósito bajo amenaza. Su
fuente no es, pues, la indiferenciación oceánica de tipo matricial (como imagina
19
Rolland, de tradición católica), sino, según asegura Freud, de tradición judía, el
cisma, la secesión que la ley del padre introduce. Su persistencia corrobora la
estructura arcaica del psiquismo: para la escucha analítica el hablante –el sujeto
de la enunciación- es, antes que nada, el hijo o hija que perdura en el sujeto:
Es que un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si él mismo constituye la
expresión de una intensa necesidad. Y en cuanto a las necesidades religiosas, me parece
irrefutable que derivan del desvalimiento infantil y de la añoranza del padre que aquel
despierta, tanto más si se piensa que este último sentimiento no se prolonga en forma
simple desde la vida infantil, sino que es conservado duraderamente por la angustia frente
al hiperpoder del destino. No se podría indicar en la infancia una necesidad de fuerza
equivalente a la de recibir protección del padre. (XXI, 72-73)

Seis años después, en 1936, con ocasión de los setenta años del amigo
Romain Rolland, Freud (octogenario y enfermo, padeciendo angustias “ante el
hiperpoder del destino”) le dedica una carta que desarrolla el análisis de una
“pequeña vivencia”, que se remonta a treinta años atrás. “Uno de esos fenómenos,
que vivencié hace ya una generación, en 1904, y nunca había podido comprender,
afloró a mi recuerdo una y otra vez durante los últimos años.” Si Roma recurría en
la primera comunicación con Rolland, la oleada mnémica que agita esta carta
retrotrae a Freud a una visita a Atenas. De hecho, diez años antes, en 1927 (en El
porvenir de una ilusión), ya había mencionado el episodio:
Siendo ya un hombre maduro, visité por primera vez la colina de la Acrópolis de Atenas.
Me encontraba entre las ruinas del templo, la mirada perdida en el mar azul. En mi
embeleso se mezclaba un sentimiento de asombro, que me sugirió esta interpretación:
¡¿Entonces todo esto existe efectivamente tal cual lo aprendimos en la escuela?! (XXI, 25)

Imposible no evocar con las primeras líneas el peregrinaje a lo largo del


siglo XIX de poetas, historiadores, filósofos, para quienes la Hélade era un
manantial cuyo recurrir nutría la historia del espíritu. La entusiasta oración en la
Acrópolis (1865) de E. Renán, fue el más renombrado y postrero de esos
homenajes. Freud, en la medianía de edad, de vacaciones con su hermano y sin
planeamiento previo, visita Atenas, y parece repetir la escena del viajero ilustrado
que contempla conmovido el horizonte venerable. Poniendo pie en la Acrópolis,
cuna de los ideales intelectuales y estéticos de los que él mismo cree ser, a sus
cincuenta años, un representante insigne, se le cruza sin embargo un
pensamiento que perturba y opaca el minuto sublime: “¡¿Entonces todo esto existe
efectivamente tal como lo aprendimos en la escuela?!” Lo que extraña al analista
es la forma decepcionante de su ocurrencia, tanto más si lo esperable sería una
“proferencia de arrobamiento y exaltación”. Después de todo, su vocación y
predilecciones eran, querían ser, las de un hombre embebido en la tradición de
Winckelmann, Goethe, Lessing, Schiller, que erigía como ideal estético
20
representar en un mismo gesto el diferendo entre pulsión y contención espiritual.
¿No fue reconocer ese pathos sublime –el freno espiritual de un ímpetu- lo que
había conducido su análisis del Moisés de Miguel Ángel? Entonces, ¿por qué la
ocurrencia?, ¿qué resistencia le impide abandonarse a la emoción que lo invade
mientras avizora el horizonte desde la Acrópolis? ¿Y si se tratara solamente de
defenderse, por medio del sarcasmo, del sentimiento ambivalente provocado, por
una parte, por la emoción y, por otra, por la sospecha de que esa emoción no es
más que la actuación de un libreto prestado y prescrito por una tradición adquirida
y no propia? De hecho, por falta de ilustración, su padre no habría sido capaz de
valorar la Antigüedad griega, cuyas ruinas comparecerían ante él como un
apilamiento de escombros sin valor: “Nuestro padre había sido comerciante, no
había ido a la escuela secundaria, Atenas no podía significar gran cosa para él. Lo
que nos empañaba el goce del viaje a Atenas era entonces una moción de
piedad”. Para cumplir con el imperativo ilustrado –Sapere aude- y llegar a ser hijo
de su obra, Sigmund debió desautorizar el único legado que su padre le dedicara:
una Biblia hebrea (vertida al alemán por L. Philippson), en cuya hoja inicial
prescribe a su hijo el no olvido de ese testamento.
Renuente ante cualquier ilusión de origen, Freud se empeña en dilucidar el
contenido real de una intensa afección, para lo cual hace caer el contenido
imaginario. No se olvide que es un hombre de ochenta años, padre del
psicoanálisis, quien le brinda como presente a R. Rolland, con motivo de su
septuagésimo cumpleaños, el análisis minucioso de esa minucia privada. Too
good to be true, primer intento de traducción para explicarse el suceso:
Demasiado bueno para ser cierto decimos para expresar nuestro asombro ante
una experiencia que de tan magnífica parece increíble. Instruidos por la
adversidad, nos prohibimos creer que nos esté ocurriendo algo tan bueno.
Pero, ¿por qué tal incredulidad respecto de algo que, por el contrario, promete elevado
placer? […]Uno no se permite la dicha; […] uno no puede esperar del destino algo tan
bueno. […] hay un sentimiento de culpa o de inferioridad que puede traducirse así: No soy
digno de semejante dicha, no la merezco. […] En efecto, como sabemos desde hace
mucho, el destino del que uno espera un trato tan malo es una materialización de nuestra
conciencia moral, del severo superyó dentro de nosotros en que se ha precipitado la
instancia castigadora de nuestra niñez. (XXII, 216)

Al igual que el sueño de Roma, el análisis de la ocurrencia perturbadora


visitando la Acrópolis recae en la figura del padre y en la recurrencia del
sentimiento infantil de desamparo. No podría ser de otro modo, puesto que
analizar un recuerdo, un sueño, una fantasía, consiste en escuchar en el
enunciado las marcas que delatan al hijo que habla en la enunciación. Edipo (pies
hinchados) pervive en el rey Edipo. El triste episodio que impresiona a Segismund
21
(percibir al padre desvalido, semejante a un niño, y desear otro padre) hará difícil
en adelante confiar en el futuro. El humor depresivo de uno, la propensión a creer
o a desesperar, provendría de la imagen que el niño guarda de aquel que, no se
sabe por qué, tiene derechos sobre la amada y ocupa el lugar añorado en su
lecho. Sigmund avizora en el horizonte una tormenta que amenaza venir. La
realización tardía de sus deseos tempranos –recorrer Roma, visitar la Acrópolis-
no puede desprenderse del sentimiento que tiñó de pesimismo la infancia y
adolescencia: parece imposible que los más altos deseos se lleguen a cumplir y,
para blindarse contra la decepción, prefiere descreer de su experiencia antes que
abandonarse al entusiasmo.
No es cierto que en mis años de estudiante secundario dudara yo alguna vez de la
existencia real de Atenas. Sólo dudé de que pudiera llegar a ver Atenas. Viajar tan lejos,
llegar tan lejos, me parecía fuera de toda posibilidad. Esto se relacionaba con la estrechez
y la pobreza de nuestros medios de vida en mi juventud. La añoranza de viajar también
expresaba sin duda el deseo de escapar de una situación oprimente, deseo similar al que a
tantos adolescentes esfuerza a largarse de su casa. (XXII, 220)

8. Pietà
Un niño no puede comprender que el padre es, a su vez, un hijo que mal actúa un
difuso libreto (contenido imaginario) ante los imprevistos retoños de su agencia
genitora; y que, a fin de cuentas, fuera de la ilusión religiosa, que es la ilusión de
un hijo que anhela un padre como Dios manda, los padres no existen. El destino
científico de Sigmund –su vocación por el logos- no habría sido posible de haber
permanecido bajo la tutela de ese padre falto de recursos, sin cultura ilustrada y
sumiso a los avatares de un destino cualquiera. ¿Por qué, entonces, a la hora del
éxito, justo en el momento en que puede realizar los más preciados anhelos,
siente culpa por haber superado al padre? Cabe conjeturar que el sentimiento
culposo no es debido al padre que se menospreció (Roma) ni tampoco por el que
se siente piedad (Atenas). No, el sentimiento de culpa que aplaza el ingreso a
Roma y malogra el minuto sublime extrae su fuerza de una impresión anterior que
se sustrae al recuerdo; está referido a otra figura del padre, arcaica y fuente de
temor, la impresión indeleble de aquel que impide la realización del más antiguo
de los deseos –el deseo cuyo cumplimiento desencadena el destino trágico del
expósito Edipo, que ingresó a Tebas, ocupó el trono vacío del rey y su lugar en el
lecho junto a Yocasta.
“Tiene que haber sido porque en la satisfacción por haber llegado tan lejos se mezclaba
un sentimiento de culpa; hay ahí algo injusto, prohibido de antiguo. Se relaciona con la
crítica infantil al padre, con el menosprecio que relevó a la sobrestimación de su persona
en la primera infancia. Parece como si lo esencial en el éxito fuera haber llegado más lejos
que el padre, y como si continuara prohibido querer sobrepasar al padre.” (XXII, 221)

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Al final de su carta (a esa suerte de padre pueril, diez años menor, que es
Rolland), Freud no deja del todo claro por qué alguien que se ha regido por el
mandato ilustrado de autodeterminación; que ha optado por la voluntad en contra
de la sumisión; para quien el héroe “siempre se subleva contra el padre y lo mata
en alguna figura suya” (XXIII, 84), podría sentir culpa por haber superado a su
padre. Más si la imagen recordada es la del padre humillado y modesto.
Menosprecio y piedad, los sentimientos que un hijo desarrolla conforme crece y se
hace adulto, al tiempo que el padre envejece y muere, jamás anulan la impresión
inmemorial, arcaica, hipomnémica, de admiración y horror (“severo superyó dentro
de nosotros en que se ha precipitado la instancia castigadora de nuestra niñez”).
Es la impresión primera que el padre suscitó en el niño, para quien esa figura
representa el lugar totémico de la ley. Al padre está prohibido sobrepasarlo puesto
que, en tanto figura de la ley, es el origen de toda prohibición: estaba antes,
primero; es lo que permite, difiere o veda el lugar deseado. Respecto de ese lugar
vacío cuyo reparto pone en marcha la historia, el sujeto se encuentra de modo
semejante al lugareño de la fábula kafkiana, que envejece ante las puertas de la
ley y muere sin nunca haberlas traspuesto.
Queriendo sacudirse el destino judío de sumisión, Freud escoge la culpa,
opta por la voluntad: por la voluntad avasalladora del padre Moisés, por la
voluntad de los hijos que lo matan. Freud prefiere ser moderno –vale decir: autor,
hijo de su obra- a ser judío. Antepone el drama trágico del inocente culpable que
llega a rey, a la escena cómica del padre que envía al hijo a recibir la muerte que
toca su puerta. Freud nos inflige la culpa de Edipo –el deseo parricida de un hijo- y
pasa de largo ante la figura saturnina de Abraham y de Layo: el deseo filicida de
un viejo que no quiere morir. Podemos entenderlo: Abraham y Layo también son
fantasías paranoides de un niño que no se quiere desprender del abrazo de
aquella por cuyo amor debemos rivalizar con uno al que está prohibido
sobrepasar. De hecho, antes de 1895, año de la muerte del padre, Freud llegó a
pensar, aunque para corregirse luego, que todos los padres, empezando por el
suyo, eran unos perversos que seducían a sus vástagos.
Reacio a reconocer en sí mismo el sentimiento oceánico, Sigmund se
esmera en desentrañar el contenido real del gesto de contención en la figura de
Moisés esculpida por Miguel Ángel: admira “el supremo logro psíquico” (kantiano)
de elevarse por sobre la naturaleza, refrenar la pasión vengativa, someter la
espontaneidad a la regla autoimpuesta. Pero jamás hace mención de la impresión
que debió provocarle la Pietà, en la que el cadáver del hijo adulto reposa en el
regazo de una madre adolescente, cuya faz corresponde, como todos recuerdan,
a la de una joven novia. A esa efigie temprana de Miguel Ángel que todo el mundo
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conoce puede aplicarse la interpretación final que Freud realizó, en “El motivo de
la elección del cofre” (1913), del drama shakespereano del anciano Lear, rey
moribundo y senil: “Lear lleva el cadáver de Cordelia sobre el escenario. Cordelia
es la muerte. Si invertimos la escena, la situación se nos vuelve inteligible y
familiar. Es la diosa de la muerte quien se lleva al héroe muerto fuera del campo
de batalla…” (XII, 316)
Se podría decir que se figuran aquí los tres vínculos con la mujer, para el hombre
inevitables: la paridora, la compañera y la corrompedora. O las tres formas en que se
muda la imagen de la madre en el curso de la vida: la madre misma, la amada, que él elige
a imagen y semejanza de aquella, y por último la Madre Tierra, que vuelve a recogerlo en
su seno. El hombre viejo en vano se afana por el amor de la mujer, como lo recibiera
primero de la madre; sólo la tercera de las mujeres del destino, la callada diosa de la
muerte, lo acogerá en sus brazos. (XII, 317)

Cierto es que tales palabras también aplican al mismo Freud, quien, tan
veterano como Lear, concluye así la carta a Rolland: “Lo que nos empañaba el
goce del viaje a Atenas era entonces una moción de piedad. Y ahora ya no le
asombrará a usted que el recuerdo de la vivencia en la Acrópolis me frecuentara
desde que, anciano yo mismo, me he vuelto menesteroso de indulgencia y ya no
puedo viajar.” (XXII, 221) La joven novia virgen de la Pietá personifica la muerte
del hijo como retorno al inmemorial seno materno.

Sigmund Freud, 1989: Obras Completas, I, IV, XXI, XXII, XXIII, Amorrortu Editores, Buenos Aires.
Michel Foucault, 1999: Entre filosofía y literatura, Obras esenciales, V. 1, Paidós, Barcelona.
Jorge Luis Borges, 1996: Obras Completas, I, IV, Emecé Editores, Buenos Aires.
Michel de Certeau, 1998: Historia y psicoanálisis entre ciencia y ficción, Universidad
Iberoamericana, A.C., México.
Jacques Derrida, 1997: Mal de archivo, Editorial Trotta, Valladolid.
Carlo Ginzburg, 1989: Mitos, emblemas, indicios, Ed. Gedisa, Barcelona.
Jacques Rancière, 2005: El inconsciente estético, Del estante editorial, Buenos Aires.
Pascal Quignard, 2005: El sexo y el espanto, Editorial Minúscula, Barcelona
Richard Sennett, 2009: El Artesano, Ed. Anagrama, Barcelona
Bernhard Schlink, 2000: El Lector, Editorial Anagrama, Barcelona.

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