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Tema 5 Los Milagros de Jesús

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Señor y Cristo

Curso de Cristología - José Antonio Sayés

Capítulo 5
LOS MILAGROS

El mensaje de Jesús y su estilo personal nos han dejado un profundo


interrogante: ¿Quién es Jesús? Nadie ha hablado como él; ha hecho añicos la piedad
farisea, ha presentado de Dios una concepción que, empalmando con lo más puro del
pensamiento hebreo, lo ha desbordado al mismo tiempo por completo. Su palabra es
sublime, única, trascendente. Pero ¿qué garantías da? ¿Qué ha hecho Jesús que le
autorice a hablar así?
A nada que abramos los evangelios, podemos ver que las palabras de Jesús no
van en solitario, sino íntimamente unidas a unas obras excepcionales que las acreditan
y las hacen eficaces. Son los milagros.
En un resumen típico del evangelio de Mateo leemos: «Recorría Jesús toda Ga-
lilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del reino y curando
toda enfermedad y toda dolencia del pueblo» (Mt. 4, 23). Eso es lo que Jesús hace:
predica y obra curaciones, de modo que su predicación y sus obras van íntimamente
unidas. Los milagros aparecen como un complemento indispensable de su predicación
y, como su misma palabra, tienen también una relación directa con el reino, en cuanto
signos inequívocos de la llegada del mismo1.

I. LOS MILAGROS Y EL REINO

Es Cristo mismo el que relaciona sus milagros con el reino. En la


fuente escrita anteriormente a los evangelios, en la llamada Quelle, perteneciente a los
años cuarenta, aparecen tres frases de Jesús que relacionan sus milagros con el reino.
Ante la embajada de Juan que le pregunta si es él el que ha de venir o se ha de esperar a
otro, responde Jesús diciendo que los signos del reino mesiánico anunciados por los
profetas (Is. 35, 5-6; 29, 18; 26, 19; Jr. 31, 34; Ez. 36, 25) se han cumplido en él:
«Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los
leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los
pobres la buena nueva» (Mt. 11, 4-5; Lc. 7, 18-23)2. Curaciones y exorcismos dan
testimonio, gún Jesús, de que el reino de Dios ha llegado, finalmente: «Pero, si por el
Espíritu de Dios expulso los demonios, es que el reino de Dios ha llegado» (Mt. 12, 28).
En su predicación, Jesús pretende destruir el dominio de Satanás, el
cual subyuga al hombre por medio del pecado, la enfermedad y la muerte. Por eso,
mediante la conversión, curaciones y exorcismos, Jesús destruye, efectivamente, el
reino de Satanás. Los milagros de Jesús aparecen como el signo de la salvación que
llega porque es la potencia (dynamis) de Dios en el acto mismo de su victoria sobre
Satanás (Lc. 10, 8 ss; Mc. 16, 17 ss). «Es por esto, dice Latourelle, por lo que Cristo,
cuando obra un milagro, invita al mismo tiempo a la conversión y a la fe en su misión.
Que un prodigio esté así ligado a la conversión interior es un hecho único que
acompaña la presencia de Cristo»3.
1
R. LATOURELLE, Milagros de Jesús y teología del milagro (Salamanca 1990); J. A. SAYÉS, Cristología fundamental (Madrid
1985) 156-241; L. MONDEN, El milagro, signo de salud (Barcelona 1963); X. LÉON DUFOUR, Los milagros de Jesús (Madrid
1979); J. I. GONZÁLEZ FAUS, Clamor del reino (Salamanca 1982); C. DUQUOC, Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de
Nazaret (Salamanca 1974) 86 ss.
2
En torno a la historicidad de este texto recordemos que Bultmann ha querido ver una anomalía entre la pre gunta del Bautista y la
respuesta de Jesús, argumentando que Jesús obró sus milagros después de la muerte del Bautista. Pero hay textos, como bien
recuerda George (o. c., 280), que presentan la actividad taumatúrgica de Jesús durante la vida del Bautista, como es el caso de Mc.
1, 14; Jn. 3, 22- 4, 13.
3
R. LATOURELLE, Authenticité historique..., 247.

1
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Jesús exige la fe tanto por sus milagros como por su predicación.


Cuando ve buena disposición, actúa. A la hemorroísa dice incluso Jesús: «Tu fe te ha
salvado» (Mc. 5, 34), es decir, tu fe ha arrancado de mí el prodigio. Jesús se niega a
realizar milagros de feria. Donde no hay fe, como en Nazaret, no obra milagro alguno
(Mc. 6, 5). Ante Herodes se niega también. Sólo los que están dispuestos a abrirse al
reino pueden esperar milagros de Jesús. En este sentido hay una frase que refleja
perfectamente el estilo de Jesús cuando lanza los improperios sobre Corozaín,
Cafarnaún y Betsaida por no haberse convertido ante sus milagros:
«¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Porque, si en Tiro y en Sidón se
hubieran hecho los milagros que se han hecho ante vosotras, tiempo ha que en sayal y
en ceniza se habrían convertido. Por eso os digo que en el día del juicio habrá menos
rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿hasta el cielo te vas a
encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Porque, si en Sodoma se hubieran hecho los
milagros que se han hecho ante ti, aún subsistiría en el día de hoy. Por eso os digo
que, en el día del juicio, habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti» (Mt.
11, 20-24; Lc. 10, 13-15)4.
Jesús espera la conversión tanto de su predicación como de sus
milagros. Una cuestión relacionada con el tema es la de los exorcismos que Jesús
realiza también como signos de la llegada del reino. Pero ¿el demonio que aparece en
las posesiones que narra la Biblia es una persona real o una forma popular de
describir enfermedades mentales?5.
Respecto de este punto nos parece conveniente anotar lo siguiente: Hay textos
evangélicos en los que se habla de enfermedades sin más sin atribuirlas a ningún
poder preternatural. Son casos en los que se habla en términos puramente médicos:
fiebre de la suegra de Pedro, paralítico de Cafarnaún, el hombre de la mano seca, el
hidrópico, el leproso, el ciego de Jericó, etc.
Hay también casos de enfermos en los que, al tiempo que se habla de
«posesión», se termina diiendo simplemente que «fueron curados» por Cristo, sin más.
Son, por tanto, casos en los que no se puede concluir sin más que se trate de posesión
diabólica (Lc. 13, 11-12). En estos casos podríamos hablar de mentalidad popular.
Sin embargo, hay un tercer grupo de casos en los que podemos hablar de
posesión, ya que en ellos tenemos un enfrentamiento personal de Jesús con el
demonio. Ya en las tentaciones del desierto (Mc. 1, 12-13) aparece el demonio con la
función personal y activa de tentador, y Cristo se encara con él en una confrontación
personal. «No tentarás al Señor, tu Dios» (Mt. 4, 7). El demonio, por su parte, exige ser
adorado. Pero, todavía más, Jesús tiene conciencia de destruir el reino de Satanás y de
establecer el reino de Dios hasta el punto de que, frente al demonio, se presenta Jesús
como «el más fuerte» que encadena al «fuerte» y lo despoja de sus bienes (Mc. 3, 27).
Jesús tiene la conciencia de vivir un combate personal con el demonio. A Simón
advierte Jesús que Satanás quiere cribarlos como trigo (Lc. 22, 31).

4
Las objeciones que se han presentado contra la autenticidad histórica del pasaje no son pertinentes. El que se use un lenguaje
profético (cf. E. KASEMANN, Ensayos exegéticos [Salamanca 1978] 209-210) no es un argumento contra su historicidad, pues el
lenguaje profético, como bien dice George (o. c., 249), es un lenguaje anterior a Cristo y empleado frecuentemente por él (cf. Mt.
23, 37; Lc. 13, 34). Según el principio de discontinuidad, debemos observar que sólo por este logion sabemos que Jesús estuvo en
Corozaín. Esta ciudad, que ya no aparece en los evangelios, no tiene significación ni relevancia alguna, como para inventar un
logion por ella. «El hecho de que esta ciudad de Corozaín, observa Mussner, no sea ya mencionada en la restante tradición
evangélica muestra el desinterés de la comunidad cristiana pospascual por esta ciudad» (Ibíd., 22). Se debe constatar también, según
el criterio de discontinuidad, que se reconoce un fracaso en la actividad taumatúrgica de Jesús y no es esto, precisamente, algo que
pudiera inventar la comunidad primitiva (cf. Hch. 2, 22; 10, 38).
5
Cf. J. A. SAYÉS, El demonio, ¿realidad o mito? (Edicep, Valencia 1997).

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Pero hay un pasaje, el mencionado lógion de Beelzebul, en el que se acusa a


Jesús de endemoniado, y no contesta desmintiendo la existencia del demonio, sino,
dándola por supuesta, da la contestación que ya conocemos (Mt. 12, 29)6.
Hay que tener en cuenta, además, que Jesús habla del demonio en
momentos cruciales y con palabras solemnes. A los suyos les pone en guardia
contra el demonio, y en el mismo sermón de la montaña. En el Padrenuestro, Jesús
pide al Padre que nos «libre de maligno» (Mt. 6, 13), como leen muchos exegetas. En
sus parábolas y en sus recomendaciones habla del demonio (Mt. 13, 9; Lc. 8, 12; Jn. 17,
5; Mt. 19, 6; Lc. 22, 31). En el momento de dejar el cenáculo, Cristo declara como
inminente la derrota del «príncipe de este mundo» (Jn. 14, 30), y, con su muerte, Jesús
viene a decir que «el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado» (Jn. 16, 11).
Ahora bien, se podría objetar a todo esto que Jesús se adapta a la mentalidad
judía, que pensaba que el demonio era un ser personal. Pero esto no fue así. Aparte de
que no todos los judíos creían en la existencia del demonio (los Saduceos no creen:
Hch. 23, 8), son muchos los casos en los que Jesús corrige la mentalidad equivocada de
su época. Por ejemplo, corrige la mentalidad según la cual, la enfermedad es
consecuencia de los pecados personales (Jn. 9, 2; Lc. 13, 2). Se opone a la mentalidad
nacionalista que el pueblo tiene del Mesías. Ante la objeción que los saduceos le ponen
sobre la resurrección, Jesús se reafirma en ella (Lc. 20, 27-40). Otro tanto ocurre con el
problema del divorcio (Mt. 19, 1-9). En su actitud frente a la mujer, los publicanos y
samaritanos, Jesús muestra siempre una independencia absoluta de criterio.
Hay, pues, una confrontación por el reino, un enfrentamiento personal de Jesús
con el demonio por causa del reino. Por ello ha escrito Monden que «no se puede
eliminar de la Escritura la existencia del demonio como ser personal, sin alterar el
mensaje cristiano en su misma esencia» 7.
Veamos la actuación de Jesús. Vayamos a Cafarnaún, al norte del lago
de Tiberíades, a la sinagoga tantas veces visitada por Cristo y cuyas ruinas todavía hoy
se pueden ver. Jesús, al menos en Galilea, tiene la costumbre de ir a las sinagogas y
predicar cuando el Sopher8 le pide que comente el texto que se ha leído en público. El
hasan (el ayudante de la sinagoga) le ponía el rollo de la ley en sus manos. Y ocurre la
escena.
Un endemoniado entra de repente y da tales alaridos, que la gente, espantada,
hace ademán de abandonar la sinagoga. Llevado por sus convulsiones violentas, se echa
al suelo, asustando a todos con el furor encendido de sus ojos. Y se enfrenta a Jesús:
«¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? Sé quién eres tú: el Santo de
Dios».
Jesús, entonces, le conmina con su palabra poderosa. Una sola palabra:
«Cállate y sal de él».
En la sinagoga se hace de pronto un silencio absoluto y todos quedan
paralizados por el miedo. En medio del silencio, un fuerte alarido del endemoniado
sacude como un escalofrío violento el corazón de todos los presentes. Y de pronto, la
6
En cuanto a la historicidad de este texto recordemos que, por lo que respecta al cri terio de discontinuidad, hemos de decir que
resulta enormemente importante que Jesús reconozca la acción de Dios en los exorcismos judíos, lo cual representa una apertura de
espíritu que coincide con el reconocimiento de la acción de Dios en uno que no pertenece al grupo (Mc. 9, 39-40). Esta apertura de
espíritu no proviene de la comunidad primitiva, pues no se encontraba fácilmente en ella. Por otra parte, el hecho de que haya uno
fuera del grupo de Jesús que echa los demonios en nombre de Jesús viene a confirmar que Jesús hacía frecuentemente. A propósito
de esto, se pregunta Jeremías: ¿cómo iba a utilizar alguien el nombre de Jesús, si no es porque este se había revelado eficaz en la
expulsión de los demonios? (J. JEREMÍAS, Teología del Nuevo..., 14). Sin embargo, esta situación ya no se daba en la comunidad
pospascual, donde los exorcismos en nombre de Jesús, dice Fabris, no tienen la función de testimoniar la llegada del reino de Dios
como en el programa histórico de Jesús (R. FABRIS, o. c., 161).
7
L. MONDEN, Milagro, signo de salud, 127. Por lo que respecta al tema de la historicidad del tema del demonio en el Nuevo
Testamento, se pueden aplicar los criterios de historicidad de múltiple fuente, de discontinuidad y de conformidad.
8
Sopher: el escriba. Copista o estudioso de la Escritura.

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paz, esa paz que acompaña siempre a Cristo. Y esa misma paz embarga ahora al
endemoniado, que comienza a sonreír. Es una sonrisa que, al principio, parece una
mueca, imposible en un hombre que nunca había sonreído; pero, al fin, llega a ser una
verdadera sonrisa, la sonrisa inconfundible cuando va acompañada de la paz y la
alegría. Sólo hay una clase de alegría, y todos la perciben en ese rostro tan atormentado
anteriormente. Todos enmudecen y, como un susurro, se oye decir: «Pero ¿qué es esto?
¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos
y le obedecen; pero ¿quién es este?» (Mc. 1, 27).

II. EL ESTILO DE JESÚS

Hoy día, los exegetas han llegado a descubrir el estilo personal de Jesús; un
estilo hecho a base de sencillez y de autoridad, de una extrema sencillez y de una
autoridad única. Jesús se mezcla con los niños, los enfermos, los pobres y los
pecadores, hasta el punto de que se encuentra en su ambiente con ellos y llama la
atención y provoca escándalo por su trato con los pecadores. Al mismo tiempo presenta
una autoridad inaudita.
Pues bien, Jesús obra los milagros con una autoridad única: «Yo te lo ordeno,
levántate», «yo te lo digo». No invoca a Yahvé ni hace los milagros en nombre de
Yahvé, como los hacían los profetas en el Antiguo Testamento; los realiza en nombre
propio. Y, al mismo tiempo, lo dominante en la actitud de Jesús es una nota de total
sencillez. Nada de formas mágicas, ninguna intervención quirúrgica, nada de procesos
hipnóticos o de sugestión. Realiza los milagros conmovido en su corazón y siempre en
un contexto religioso. La máxima discreción circunda su actividad taumatúrgica. Nunca
se busca a sí mismo, nunca obra un milagro para deslumbrar. A los curados recomienda
silencio. Cuando el pueblo le exalta, Jesús se marcha. Después de la multiplicación de
los panes obliga a los discípulos a escaparse para huir de la fiebre mesiánica que ha
hecho presa en la gente (Jn. 6, 15). En el momento de obrar la resurrección de la hija de
Jairo dice: «duerme» (Mc. 5, 39), y lo mismo dice de Lázaro (Jn. 11, 6). Cristo nunca
obró prodigios punitivos para deslumbrar o explotar el miedo del pueblo supersticioso,
como vemos en los apócrifos. El único caso que se podría aducir es el de la higuera
maldita (Mt. 21, 18-22); pero, en la mentalidad judía, este episodio es totalmente
comprensible: es una profecía en acción (recurso ampliamente usado en el Antiguo
Testamento), una manera de plasmar simbólicamente una enseñanza o un hecho que
ocurrirá en el futuro. Como la higuera, el pueblo judío será rechazado por su
incredulidad.
El estilo de Jesús aparece no solo en el modo de hacer los milagros, sino en el
sentido que les da. Hay milagros que encajan totalmente en algo que es una constante
en Jesús: su oposición al sistema religioso montado por los fariseos y los sacerdotes.
Leamos la curación del leproso:
«Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: 'Si quieres,
puedes limpiarme'. Compadecido de él, extendió la mano, le tocó y le dijo: 'Quiero,
queda limpio'. Y, al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al
instante, prohibiéndole severamente: 'Mira, no digas nada a nadie, sino vete,
muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés
para que les sirva de testimonio'. Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con
entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que no podía Jesús presentarse en

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público en ninguna ciudad, sino que se quedaba en las afueras, en lugares solitarios.
Y acudían a él de todas partes» (Mc. 1, 40-45).
Jesús no se limita a curar, sino que manda al leproso que se presente a los
sacerdotes para que comprueben su limpieza. En tiempos de Jesús, la lepra era
considerada como un castigo por determinados pecados. El leproso era tenido como
castigado de Dios y estaba excluido del templo y de la comunidad de Israel. Socialmente
estaba muerto. Era un impuro en sentido cultual. En este contexto realiza Jesús el
milagro, lleno de indignación por la injusticia que se cometía en Israel contra los
leprosos.
Asimismo, las curaciones de Jesús en sábado llevan el sello característico
de su actitud antirrabínica (Mc. 1, 21-28; Lc. 4, 31-34; Mc. 3, 1-6; Mt. 12, 9-14; Lc. 6, 6-
11). Hay milagros que se desarrollan dentro de un clima de conflictividad con los
fariseos y los escribas. Y esta polémica de Jesús es una constante en su vida. Jesús
acepta la teología del sábado, pero afirma también que la gloria de Dios no pasa por el
hundimiento del hombre en virtud del cumplimiento ritual. Leamos una curación que
aparece en Marcos:
«Entró de nuevo en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano
paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle. Dice
al hombre que tenía la mano seca: 'Levántate ahí en medio'. Y les dice: '¿Es lícito en
sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?'. Pero ellos
callaban. Entonces, mirándoles, con ira, apenado por la dureza de su corazón, le dice
al hombre: 'Extiende la mano'. Él la extendió y quedó restablecida su mano. En
cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para ver
cómo eliminarlo» (Mc. 3, 1-6).
Finalmente, hay en la actuación de Jesús en sus milagros una nota de
compasión y de misericordia que no puede ser olvidada. No entendería a Jesús quien
simplemente viese en él una autoridad única y trascendente. Jesús en sus milagros
aparece siempre profundamente humano. Se conmueve ante el dolor. Es interesante
saber que Cristo lloraba, porque nadie que no sepa llorar es humano. Una educación
equivocada y absurda prohíbe el llanto a los hombres; pero no hay humanismo sin
llanto. Jesús rompió a llorar en Getsemaní con grandes sollozos, dice Marcos (Mc. 14,
72). Y ante la muerte de su amigo Lázaro se echó a llorar (Jn. 11, 35). Fue la
primera vez que le vieron llorar los hombres. Jesús se estremeció, estalló en sollozos y
lloró como un niño. Probablemente, en muchas ocasiones, Jesús tuvo que contener las
lágrimas, haciendo un esfuerzo. Jesús se conmovía ante la enfermedad. En muchas
ocasiones, los evangelios relatan: «Y, conmovido, se acercó...».

III. DIMENSIONES DEL MILAGRO

Cuando se habla de los milagros de Jesús, hay que evitar siempre un doble
extremo. Popularmente, se concibe, a veces, el milagro como un simple prodigio
deslumbrante al margen de toda connotación salvífica. Y en reacción a esta mentalidad,
hoy día no pocos teólogos resaltan la dimensión salvífica de tal modo, que prescinden
por completo de la dimensión apologética del milagro. Pero ambas propiedades, la
salvífica y la apologética, configuran el milagro tal como aparece en la Biblia.

1. Dimensión apologética

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En el Antiguo Testamento, los judíos piden pruebas a los profetas


que se presentan como enviados de Dios. Moisés, por ejemplo, pide y obtiene de
Yahvé el signo que le probará a él mismo que Dios «está con él» y que su misión «viene
de él» (Ex. 3, 12). Los prodigios hechos por Moisés le acreditan entre los suyos, prueban
la aparición de Yahvé y, en consecuencia, que es preciso «creerle y escucharle» (Ex. 4,
1) como enviado de Dios. Después de la salida de Egipto y el paso del mar Rojo, el
pueblo judío «cree en Yahvé y en Moisés, su servidor, a causa de los prodigios que ha
visto» (Ex. 14, 31).
A través de toda la historia del profetismo, el milagro es constantemente
invocado para distinguir a los verdaderos de los falsos profetas. Así, Elías,
que resucita al hijo de la viuda de Sarepta y hace descender el fuego del cielo sobre el
monte Carmelo, da a conocer que Yahvé es el verdadero Dios (1 R. 18, 37-39), que él es
su servidor (1 R. 18, 36) y que «la palabra de Dios en su boca es la verdad» (1 R. 18,
36). Dios hablaba a su pueblo por medio de los profetas y con sus signos confirmaba
sus palabras como palabra suya.
La fe monoteísta del pueblo elegido se apoyaba en signos con los que
Yahvé se revelaba como único Dios verdadero, Señor de la naturaleza y de la historia
(Ex. 15, 10-13; 34, 10; Dt. 3, 24; 4, 31-35; 6, 20-23; 7, 19; 11,. 1-8; Jos. 24, 17; Sal. 78, 1-
6; 106, 7-12; 135, 9).
Asimismo, en los evangelios sinópticos y en san Juan se apela a los
milagros Jesús como credencial es de su misión divina. Los judíos le piden a
Cristo una señal que le acredite (Jn. 2, 18; 6, 30). Y Jesús, en la curación del paralítico
(Mc. 2, 10), en la resurrección de Lázaro (Jn. 11, 41-42) y en los improperios contra las
ciudades de Corozaín y Betsaida (Mt. 11, 21), apela explícitamente a sus milagros como
garantía de su misión.
Es particularmente san Juan el que resalta este aspecto apologético
del milagro. Viendo sus signos, dice san Juan muchos creyeron en él (Jn. 2, 23).
Nicodemo reconoce que Cristo «viene de parte de Dios»; porque nadie puede hacer los
milagros que él hace (Jn. 3, 2). El ciego de nacimiento dice: «Si este hombre no viniera
de Dios, no podría hacer nada» (Jn. 9, 33). Los judíos se preguntan: «¿Acaso cuando
venga el Mesías hará tantos milagros como hace este hombre?» (Jn. 7, 31). Según
señala san Juan, la recepción triunfal que se tributa a Jesús a su entrada en Jerusalén
se debe a la resurrección de Lázaro, realizada poco antes (Jn. 12, 18).
Los milagros de Cristo testifican que él es el enviado de Dios. Así lo dice san
Pedro después de Pentecostés: «Jesús de Nazaret, varón acreditado de parte de Dios
entre nosotros, con milagros, prodigios y señales que Dios obró por medio de él en
medio de nosotros, según vosotros mismos sabéis» (Hch. 2, 22).
Si Cristo ha realizado milagros y echado demonios, es que «Dios estaba con él»
(Hch. 10, 38). Lo mismo sucede con los milagros realizados por los apóstoles: testifican
la autenticidad de su misión (Mc. 6, 20; Heb. 2, 4). El poder milagroso de los apóstoles
viene a ser un testimonio de Dios en favor de su misión. El Señor «con su testimonio
acreditaba la palabra de su gracia, otorgando que por mano de ellos se obrasen
señales y prodigios» (Hch. 14, 3).
San Juan designa a los milagros con los términos de érga y semeia. El término
de semeion (signo) significa, más bien, el valor de signo que tienen las acciones de
Jesús, con el significado salvífico que tanto resalta san Juan en su evangelio. En
cambio, el término de érgon (obra) se refiere, más bien, a la idea de hecho milagroso y
trascendente. Jesús habla de obras hechas ante los judíos por la potencia del Padre

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celeste (Jn. 10, 25) y observa: «Si no hubiera hecho yo entre ellos obras cual ningún
otro hizo, no tendrían pecado» (Jn. 15, 24). Aquí, por tanto, alude Jesús al carácter
extraordinario y excepcional de sus obras como prueba o testimonio de que es el
enviado de Dios. Sus obras son suficientes para probar su origen divino (Jn. 5, 36).
Jesús deja claro el valor probativo de sus obras: «Si no hago las obras de mi Padre, no
me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así
sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn. 10, 37-38).
Así pues, en los evangelios, las obras de Jesús aparecen como algo que prueba,
por su carácter trascendente, su origen divino. Pero ¿se pueden conocer tales
obras en su dimensión trascendente?
Hoy día ha caído ya, ciertamente, la vieja objeción de que Dios no puede variar
las leyes naturales que él mismo ha creado. Se entiende que, si Dios obra por encima
del curso de las leyes naturales, no lo hace por capricho, sino por un motivo claro, como
es el de dar a conocer su intervención en nuestra historia. Es preciso que, si Dios
interviene en nuestro mundo, se haga reconocible como tal.
Hoy la objeción contra el milagro proviene de pensar que, en el fondo, no
sabemos, hasta, dónde puede llegar la fuerza de la naturaleza humana. Ciertas
curaciones de Jesús, se dice, atribuidas quizá apresuradamente a una fuerza
sobrenatural, podrían ser explicadas, en la actualidad, desde una fuerza humana. No
llamemos milagro, dicen algunos, a lo que quizá en el futuro pueda explicarse por la
misma fuerza de la naturaleza o de la sugestión. .
Ciertamente, hemos de responder que no sabemos hasta dónde puede llegar la
sugestión o la fuerza misma de la naturaleza, pero sabemos hasta dónde no puede
llegar: el agua no se convierte en vino por sugestión, los panes no se multiplican por
una palabra de mando y una oración. Y, para determinar si un fenómeno en
concreto es milagro o no, basta con utilizar un criterio como el que el padre Dhanis
aduce con buen juicio:
- Que se trate de un hecho que supere el curso de la naturaleza, observada en
muchas y variadas ocasiones.
- Que tal fenómeno no tenga paralelos en el mundo profano.
- Que se excluya la intervención de posibles factores humanos que pudieran
explicarlo.
Así, por ejemplo, la conversión del agua en vino es algo que supera lo que
comúnmente conocemos en este campo, no se da nada similar en el mundo profano y
es claro que Jesús no utilizó procedimiento alguno químico que pudiera explicar dicha
conversión.

2. Dimensión salvífica

Pero los milagros de Cristo no sólo tienen este valor probativo o apologético,
sino un indudable valor salvífico. Semeion y érgon (signo y obra) en san Juan indican
los dos aspectos fundamentales que presentan los milagros de Jesús. El milagro, como
obra excepcional, acredita a Jesús como Dios entre nosotros, pero al mismo tiempo es
un signo por el que Dios interpela al hombre de cara a su conversión.
Hay en el milagro un significado teológico profundo, una invitación
a la conversión, una interpelación al corazón humano.
Ha sido, sobre todo, san Juan el que ha desarrollado este aspecto de los
milagros de Cristo, de modo que, en los tres grandes milagros que nos presenta,

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muestra un significado salvífico que va más allá de la mera superación de las leyes
de la naturaleza. Así, por ejemplo, multiplicación de los panes (Jn. 6) aparece en
conexión con la Eucaristía, alimento espiritual del hombre; la curación del ciego de
nacimiento Un 9) nos presenta a Jesús como luz: la resurrección de Lázaro (Jn 11)
presenta a Jesús como resurrección y vida.
Pero no es solo san Juan el que desarrolla estos aspectos salvíficos del milagro.
En los mismos sinópticos, los milagros de Cristo tienen siempre un contexto religioso
como signos de la llegada del reino (Mt. 11, 2-6; Lc. 7, 18-23; Mt. 12, 27-28; Lc. 11, 19-
20). Jesús se queja de que ante sus milagros no se hayan convertido las ciudades de
Corozaín y Betsaida (Mt. 11, 21-22; Lc. 10, 13-14). Jesucristo espera una reacción de
conversión. Tanto su palabra como sus obras son signos de salvación.
Leamos el relato de curación del paralítico:
«Entró de nuevo en Cafarnaún: al poco tiempo había corrido la voz de que
estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él
les anunciaba la palabra. Y le vienen a traer un paralítico llevado entre cuatro. Al no
poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él
estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el
paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: 'Hijo, tus pecados te son
perdonados'».
Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por
qué este habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo
Dios?». Pero al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su
interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir
al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate, toma tu camilla y
anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de
perdonar los pecados -dice al paralítico-: A ti te lo digo, levántate, toma tu camilla y
vete a tu casa».
Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo
que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios diciendo: «Jamás vimos cosa
parecida» (Mc. 2, 1-12).
Como vemos, hay una curación, pero esta curación aparece al mismo tiempo
como signo de una curación interior: el perdón de los pecados que Cristo confiere.
Por ello, Jesucristo ejecuta sus milagros en un contexto religioso y se niega de
plano a realizar milagros allí donde no hay fe o disposición interior de conversión.
Jesucristo no busca nunca lo prodigioso por lo prodigioso. Esto es lo que ocurre en su
pueblo, Nazaret. Se niega a hacer milagros, porque no encuentra el clima religioso
adecuado (Mc. 6, 1-6), y se niega también al número de circo que le pide Heredes (Lc.
23, 8). Los judíos, por su parte, le piden una gran señal que produzca la admiración de
todos los pueblos ante el brillo espectacular y deslumbrante del reino. Jesús responde
que no se les dará otra señal que la de Jonás (Lc. 11, 29; Mt. 12, 39-40).
Cuando a Jesús se le pide lo prodigioso por lo prodigioso, parece que responde:
¿esto solo es lo que queréis de mí? Y se retrae.

3. Hacia una definición de milagro

Por ello aceptamos la definición que Dhanis nos ofrece y que integra las dos
dimensiones del milagro: la trascendencia física y el aspecto semiológico. He aquí la
definición: «El milagro es un prodigio que, aconteciendo en la naturaleza e insertado

8
Señor y Cristo
Curso de Cristología - José Antonio Sayés

en un contexto religioso, está divinamente sustraído a las leyes de la naturaleza y es


dirigido por Dios al hombre como un signo de un orden de gracia»9.
El milagro no es ni el prodigio clamoroso sin relación alguna con la salvación,
tal como a veces lo entiende la imaginación popular, ni el signo cargado de significación
salvífica, pero ambiguo e incierto en su alcance trascendente, según la mentalidad de
algunos teólogos. Es, a la vez, un prodigio físico y religioso, instrumento salvífico de
Dios, que interviene en nuestra historia de modo trascendente e inequívoco.

Nota: Se recomienda leer el cuarto punto, sobre los milagros de Jesús y la


historia, y el apartado quinto, sobre la relación entre los milagros y la fe.

9
E. DHANIS, o. c., 202.

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