Cicatrices de Un Proposito - Gustavo Henao
Cicatrices de Un Proposito - Gustavo Henao
Cicatrices de Un Proposito - Gustavo Henao
Corrección
Dairis Cecilia Berrio
Diseño de portada
Carlos Ramírez
Diagramación y montaje
Eylin Serrano
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I
EL PROPÓSITO
RECONOCER
CAPÍTULO II
LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA
CAPÍTULO III
¡ELIMINA TUS HASHTAGS!
TRANSFORMAR
CAPÍTULO IV
SUPERAR ANTES DE COMENZAR
PERDONAR
CAPÍTULO V
LA ESENCIA DEL PROPÓSITO
NACER
CAPITULO VI
EL PODER DEL PROCESO
APRENDER
CAPÍTULO VII
¡APENAS ES EL COMIENZO!
CREER
ANEXOS
AGRADECIMIENTOS
Estoy realmente agradecido por el valioso equipo de
profesionales que hicieron posible que Cicatrices de un
propósito se trasladara de mi corazón al corazón del lector.
Un gran equipo formado por Dairis Berrio, Mary Trini Peña y
Carlos Ramírez. ¡Infinitas gracias!
Al equipo extraordinario que me acompaña y que se
encarga diariamente de lograr que nuestros sueños de
inspiración se transformen en acción. Sin ustedes nada de
esto sería posible. ¡Lo estamos logrando!
A cada uno de los empresarios y líderes de diferentes
organizaciones que me han dado la oportunidad de inspirar a
su gente, para lograr, entre todos, cambios profundos.
¡Gracias por confiar en mí!
A nuestros speakers certificados con nuestro método de
oratoria. Ustedes son parte esencial de mi vida. La familia
sigue creciendo, y juntos continuáremos demostrando que es
mejor enseñar con la vida que con teorías.
A Jose Bobadilla, por el gran honor que me otorgó al
escribir el prólogo y por su amistad. A mi buen amigo
Eduardo Rodríguez, quien me enseñó el valor de las letras
pequeñas de la vida, y me honró al plasmar un comentario en
el libro. Agradezco a Bárbara Palacios, a Alberto Motessi y a
Nelson Bustamente. Sus palabras en Cicatrices de un
propósito son un valor agregado que aprecio profundamente.
¡Mil gracias!
A mi familia, toda completa. Nos acompañan los mismos
apellidos, la misma sangre y una unión que ninguna distancia
puede separar. ¡Los amo!
A mi suegra. Las suegras tienen muy mala fama, pero las
buenas sí existen, y una de ellas me tocó a mí. ¡La quiero
mucho!
A las personas que desinteresadamente se han dado a la
tarea de tenerme en sus oraciones. Ustedes son
protagonistas de cada éxito que se consolida. ¡Bendiciones
eternas para ustedes!
A todos aquellos que tienen una cicatriz; a los que
nacieron con la hermosa bendición con la que yo nací; a los
que no tienen cicatrices externas sino del alma; a todos
aquellos que han creído en mí; para ustedes mi primer libro.
PRÓLOGO
Desde siempre he sido renuente a los mensajes triviales
de motivación y de superación personal que se exponen a
menudo en congresos; a veces, solo como relleno para
enardecer los ánimos del público. Por lo tanto, apuesto más
por la educación que por la motivación. En las actividades
que he emprendido, mis enseñanzas están orientadas a
educar más que a simplemente motivar. La razón es muy
sencilla: la motivación dura un día, pero la educación dura
toda la vida.
Ese día Gustavo nos hizo reír y emocionar nos con las
anécdotas de su alucinante vida. Aquella limitación física con
la que nació solo le sirvió para marcar de forma indeleble su
existencia y la de aquellos que lo escuchan. Lo más
importante al leer su historia es evidenciar cómo su fuerza de
voluntad y su inquebrantable amor por la vida lo trasformaron
progresivamente, hasta convertirse en un tremendo orador;
impactante, inteligente, genuino y, sobre todo,
comprometido con inspirar a otros para que se adapten a sus
propios mundos, sin lamentos.
Jose Bobadilla
Embajador Corona de Amway
INTRODUCCIÓN
Quizás el sitio donde estás en este instante no es
precisamente donde quisieras estar; observas que el
panorama a tu alrededor no es el más alentador. Las
circunstancias que rodean tus sueños u objetivos de vida son
lóbregos y te hacen temblar.
Por más que sientas que posees TODO para lograr lo que
amas, al vislumbrar tu futuro temes, pues te das cuenta de
que tienes mucho más en contra que a favor. A lo mejor ese
es tu caso, o sencillamente hay “algo” que te detiene y que te
ha impedido apoderarte de aquello que sabes que te
pertenece. Hay una debilidad en tu vida, un miedo que te
susurra al oído: “Esto es todo. Es el momento de renunciar”.
Ahora bien, hoy comenzarás a silenciar esas voces
antagónicas que te han detenido. Las excusas quedarán en
el pasado, y en el presente formarán parte de la mejor
versión de ti.
La oratoria me eligió
Después de algún tiempo mis padres me incentivaron a
enfrentar nuevos retos en los actos culturales de mi escuela
Pedro José Rivera Mejía. Ellos al recordar los momentos de
éxito con Los cisnes se emocionaban por volver a verme en
los escenarios. Yo aceptaba ser parte de las obras de teatro
siempre y cuando no tuviera que hablar. Así que me volví
experto en el arte de la fonomímica.
Representé la canción Zapatos rotos en versión tango,
interpretada por Armando Moreno; La historia del clavo, de
Salvatore Adamo; y la fonomímica de Mi cacharrito,
interpretada por Roberto Carlos. En cada una de ellas fui el
mejor.
Luego representé la obra Un culebrero y perdí. Esta última
fue un gran reto para mí, porque por primera vez dejé a un
lado la mímica y me atreví a hablar ante un público. Un
culebrero trataba de un paisa1 desempleado y habilidoso con
las palabras que era conocido por andar con una caja donde
supuestamente llevaba una culebra, y otra caja en la cual
vendía cualquier cantidad de pócimas extrañas. Lo
característico de ese personaje eran sus rimas y su
capacidad de hablar rápido. Interpretar ese papel me exigía
demasiada respiración, una gran puesta en escena, y mucha
creatividad; incluso debía improvisar.
En esa oportunidad quedé en segundo lugar porque las
palabras debían ser pronunciadas muy rápidamente, y con el
miedo escénico y los errores de pronunciación que tenía,
terminé no siendo lo suficientemente coherente. Sin
embargo, esa experiencia me ayudó mucho a canalizar el
miedo a hablar en público.
Más tarde llegó a mi escuela el Campeonato Regional de
Oratoria, donde participarían niños de todo el Departamento
de Risaralda. Todos ellos ostentaban premios de oratoria en
su ciudad. Mi escuela era la anfitriona del evento, por lo cual
tuvo dos representantes para el campeonato, entre ellos, yo.
Ni mi compañero ni yo ocupamos ese lugar por ser
campeones en oratoria como los otros niños; solo estábamos
allí para representar a la institución.
El jurado era realmente desafiante, pues había grandes
especialistas en oratoria y hasta un reconocido escritor. Para
muchos en mi escuela, incluso para algunos profesores, era
una locura que yo participara, pero mi mamá insistió y me
convenció de que juntos podíamos lograrlo.
Fueron meses muy extenuantes, principalmente porque
recién había salido de una cirugía. Llegaba de la escuela,
hacía mis tareas, veía mis programas favoritos, practicaba
mis terapias de lenguaje y, finalmente, me sentaba con mi
primera maestra de oratoria: ¡mi mamá!
Ella jamás estudió ese arte, pero teníamos experiencia en
escenificación debido a las fonomímicas y a la enseñanza de
la derrota en Un culebrero. De esta última obra aprendimos
que la gesticulación necesitaba de entrenamiento, y que con
pausas podía comunicar mucho más que con mil palabras.
No siempre eran fáciles los ensayos; tenía el reto de
aprender a pronunciar algunas palabras de mi discurso, y eso
me hacía trabajar el doble que otros niños. Había tardes que
no podíamos avanzar absolutamente nada por alguna
palabra que me costaba mucho gesticular.
Cuando llegó el gran día del concurso estaba realmente
nervioso, pero sabía que había dado lo mejor de mí para la
presentación. Cuando me llamaron al escenario el silencio se
apoderó del lugar; solo se escuchaban ciertos susurros de
niños que intentaban llamar mi atención para hacerme algún
gesto despectivo, o simplemente para hacerme saber que allí
estaban ellos dispuestos a reírse de mí en el momento que
comenzara a hablar.
No vi a nadie; solo me concentré en aquel discurso que
memoricé perfectamente. Me percaté de tomar las pausas
correctas para darle vida a mis palabras. Aquellas que habían
sido un desafío en el momento del ensayo salieron con
esfuerzo pero sin perder la naturalidad. Hubo mucho
sentimiento; no fue una simple disertación memorizada; habló
mi corazón, mis ojos; habló aquel que había guardado
silencio durante años.
Los aplausos fueron contundentes. El jurado se puso de
pie, mi mamá lloraba muy emocionada, y mi padre me esperó
debajo de la tarima para abrazarme. Junto a él estaba mi
profesora Nelly y muchos otros que al principio no creyeron
en mí.
Sentí que había hecho un gran trabajo, pero no imaginé el
resultado. En el momento del veredicto del jurado hubo un
gran silencio. Llamaron al tercer lugar, luego al segundo, y
antes de decir quién era el ganador, el gran escritor habló
acerca del primer lugar. Destacó el sentimiento que ese niño
le había puesto a su discurso, su evidente esfuerzo para
estar allí en frente de todos, y la valentía para enfrentar lo
que para él fue “un gran reto”. Señaló que en la oratoria el
corazón decía mucho más que las propias palabras, y
concluyó solicitando que se recibiese al ganador del
Campeonato Regional de Oratoria “con un fuerte aplauso”:
“¡Gustavo Andrés Henao Salazar!”.
Subí a la tarima; no pude decir nada más, no encontraba
cómo levantar la mirada. Recibí un sobre con dinero en
efectivo, una condecoración y un aplauso que quedó grabado
dentro de mí para siempre. Al recordar ese instante, me doy
cuenta de que no elegí la oratoria; sencillamente, ella me
eligió a mí.
Cuando entreno a conferencistas lo hago desde el
corazón, compartiendo lo que durante años me ha
acompañado en cada escenario. Los libros me han ayudado,
pero lo que más me ayudó fue reconocer que ese
campeonato de oratoria, así como todo en mi vida, no había
llegado por casualidad. ¡Llegó con un propósito! Hoy no
tengo la mejor voz ni la mejor gesticulación, aún debo
esforzarme con ciertas palabras. Hoy sigo siendo ese mismo
niño que habla con el CORAZÓN.
Buscando respuestas
La tradición de mi familia era muy católica. Nunca faltamos
a una actividad de la parroquia a la que pertenecíamos, y
aunque no me gustaba lo suficiente, siempre guardé un
respeto más por Dios que por la iglesia.
Pasé muchos momentos en soledad buscando respuestas.
“¡Dios es bueno!”, me decía mamá. “Pero, si eres bueno,
Dios, ¿por qué permitiste que naciera así?, ¿por qué dejas
que se burlen de mí y que ellos sigan como si nada mientras
yo me siento cada vez peor?, ¿por qué no puedo tener novia
y me cuesta tanto acercarme a una mujer?, ¿por qué, si eres
bueno, permites que no pase un día sin que alguien me
humille?”.
“Dios es justo”, aseguraba el sacerdote en la misa. Según
tengo entendido, la justicia es que cada quien reciba lo que le
corresponde. “Entonces, si tú eres justo, Dios, ¿qué hice yo
para nacer así? ¿Acaso fueron mis padres los que hicieron
algo malo y lo están pagando conmigo? ¿Cómo así que eres
justo?”. En ese momento no obtuve respuestas a esas
preguntas. No obstante, me acerqué a la iglesia con la plena
confianza de que esas inquietudes serían contestadas. “¿Por
qué nací así?”, la incógnita más grande de mi vida.
Incluso sin respuestas, no dejaba de intentar ganarme el
aprecio de Dios. Me acerqué a un grupo juvenil de la iglesia y
me encargué de ayudar a mi mamá con varias obras
benéficas, donde ayudábamos a personas desprotegidas y
hacíamos un gran trabajo con ancianos que se encontraban
solos. Cada día, a las seis de la tarde, se rezaba un rosario
en la parroquia, y sin falta yo tomaba la dirección. A decir
verdad, no me gustaba mucho repetir lo mismo, pero me
encantaba tomar el micrófono y ver a las cinco ancianitas que
siempre estaban allí rezando mirarme embelesadas por ser
tan joven y dirigir los rezos. Todo lo que el sacerdote me
pedía trataba de hacerlo al pie de la letra. Dentro de mí
estaba la convicción de que Dios me estaba viendo, de que
se iba a complacer conmigo y me ayudaría a ser tan “normal”
como los otros chicos.
Mantuve esa intención por un tiempo, pero ninguna misa,
ninguna reunión del grupo juvenil, ningún rezo de rosarios o
confesión con el cura, me ayudó. En lugar de tener
respuestas, vinieron más preguntas que me hicieron alejar
del templo, pero no de Dios. A Él siempre lo vi como alguien
especial que nunca me dejaría y que me mostraría algún día
mi verdadero propósito. A pesar de no haberlo visto ni
sentido, creía en Él.
Giro inesperado
Cuando estaba en noveno grado de bachillerato ocurrió
una situación muy fuerte en mi familia. Mi papá tuvo que salir
del país y comenzar una nueva vida. El plan era que él se
mudara a Venezuela por un año y luego volviera a Colombia
por nosotros. La situación involucraba la seguridad de todos,
así que a la fuerza tuve que cambiar muchas cosas en mí. Mi
mamá luchó demasiado en esa época para que yo entendiera
la magnitud de lo que estábamos pasando. Entre el trabajo,
el estudio y ser “el hombre de la casa”, dejé atrás todo, y
decidí no defraudar más a mis padres.
Antes del año mi papá regresó a Colombia, tal y como
había prometido. Nos mudamos a Venezuela y empezamos
una nueva travesía; un cambio total en nuestras vidas. Dejé
las cosas de adolescente y comencé a comportarme como el
hombrecito que debía ser.
Ser inmigrante no fue nada fácil. Recuerdo llegar a un país
donde las oportunidades eran muchas, pero tuvimos que
enfrentar grandes retos. Venezuela nos recibió muy bien,
como siempre ha recibido a los extranjeros. Sin embargo, tal
cual como sucede en casi todo el mundo, existen personas
que descalifican a otros por su nacionalidad o por la “mala
fama” adquirida gracias a unos pocos que dejan en
vergüenza a su país natal.
Por tal motivo, muchos pensaban mal de los colombianos.
Se nos hizo difícil conseguir una casa para alquilar,
legalizarnos para poder estudiar, y a mí, particularmente, se
me hizo difícil socializar. Eso de “Boquinche” había quedado
en el pasado; ahora me decían “Chingo”. Supe en seguida
que esa era la forma despectiva de llamar a las personas que
tenían mi condición. Al llegar al terminal de autobuses, varias
veces la gente se dirigió hacia mí con esa palabra. Entendí
que había cambiado de país, mas no de rostro, y que donde
quiera que me encontrara, esa sería mi realidad.
Nuestro primer trabajo fue como vendedores de muebles y
artículos para el hogar. La forma de venta era puerta a
puerta. Desde Colombia mi papá nos había enseñado el valor
del trabajo; de hecho, en la microempresa siempre estuvo
toda la familia involucrada, así que los vendedores éramos
mis hermanas y yo.
Mi papá manejaba una camioneta Pick-Up, en la cual
cargábamos, en las madrugadas, toda la mercancía. Y en las
mañanas, mientras él conducía lentamente, nosotros
caminábamos e íbamos tocando las puertas de las casas con
las manos llenas de artículos para vender. Cuando nos
abrían, mis hermanas y yo recitábamos un discurso que
habíamos estudiado: “Muy buenos días, ¿tendrá un par de
minutos, por favor?”. Luego de decir eso esperábamos a que
se acercara la dueña de la casa para continuar: “¡Estamos a
su orden! Tenemos mesas para equipos de sonido, planchas,
cubrecamas, edredones, ollas, espejos…”.
Mi papá nos había enseñado a hacer un escaneo rápido
en la sala de las personas a las que visitábamos para
observar si faltaba algún electrodoméstico, y de esa forma
tomábamos ese artículo como ancla para la venta. “La idea
es crear la necesidad, mijo”, me decía papá. Si por ejemplo
observábamos que el televisor estaba en un lugar
improvisado, decíamos algo ingenioso como: “Tenemos
mesas para el televisor en promoción y con excelentes
facilidades de pago. Si usted va a otro lugar a comprarla tiene
que pagar de contado; en cambio con nosotros solo basta
con dar una cómoda inicial y nos queda pagando una cuota
mínima semanal. Aproveche, que muy poco estamos por este
sector”. Así lo hacíamos casa por casa.
El reto para mí no era la venta en sí, pues con Los 10
diablos me volví hábil vendiendo piononos, y aprendí el arte
de negociar con la recepcionista del hotel a donde nos
escapábamos. El reto tampoco era aprenderme los precios ni
los nombres de la mercancía, ya que con el Campeonato
Regional de Oratoria adiestré mucho mi mente para
memorizar discursos. Tampoco era un inconveniente el sol
fuerte o caminar por largas horas, pues en el equipo de fútbol
había ganado resistencia física, y con el problema del asma
aprendí a manejar mucho mejor mi respiración. El mayor
desafío para mí era que se me entendiera lo que decía y
luchar con la imprudencia de muchas personas que me
respondían: “No, gracias «Chingo», ahora no”. Otros me
hacían explicarles sobre cada producto solo para
escucharme hablar y burlarse.
Algunas veces me trataban de “pobrecito”, como fue el
caso de una señora que, mientras trataba de concretar una
venta, llamó a sus hijos y me pidió que abriera la boca para
ver cómo la tenía por dentro para luego decirme: “Ay, papito,
pobre de ti por haber nacido así”. ¿Increíble, no? Vivir esa
exposición constante ante la gente me ayudó muchísimo a
desafiar mis miedos. Cada vez que tocaba la puerta de una
casa sentía que mi corazón iba a salirse de mi pecho, pero
debía enfrentarme a ese temor, o de lo contrario, ¿cómo iba a
ayudar a mi papá? Lo que sí me costaba demasiado era
cuando me recibía una chica bonita y me atraía. Entonces
inmediatamente miles de preguntas cruzaban mi mente:
“¿Cómo le hablo? ¿Se burlará de mí?”. Eso me paralizaba y
me ponía torpe; olvidaba el discurso de la venta y sentía que
mi rostro se ponía rojo. Sin duda alguna, tenía serios
problemas de autoestima que fueron creciendo más y más.
El caballero cibernético
Después de algunos meses trabajando con mi papá, él
consiguió a una persona para que lo ayudara con las “rutas”
—así le llamábamos a cada lugar al cual íbamos a vender—.
Entonces aproveché esa situación y le pedí que me
permitiera hacer un curso de computación porque quería
conocer más gente y tratar de relacionarme con otros, pues
con sus clientes no podía crear amistades.
Mi hermana Lina había decidido vivir en otra ciudad de
Venezuela con un tío, así que solo estábamos Elizabeth y yo.
Juntos comenzamos a estudiar en un instituto que nos
permitió realizar un curso con nuestros pasaportes de
turistas. Desde que llegamos nos abrieron las puertas y nos
trataron muy bien. Fuimos los mejores del curso, por lo que
nos hicieron una propuesta: hacer una pasantía en la
academia. No nos pagarían por ella, pero nos serviría para
obtener experiencia. En lo personal, no me interesaba ni lo
uno ni lo otro. Solo quería tener la oportunidad de acercarme
a gente con la que pudiera crear amistad. Y siendo muy
honesto: quería tener una novia. No soportaba seguir siendo
el que no podía hablarles a las mujeres, el que no tenía
amigas, el joven inseguro.
Decidimos comenzar las pasantías los días de semana.
Los fines de semana mi hermana ayudaba a mi mamá en las
labores del hogar, y yo salía a vender puerta a puerta.
Finalizando las pasantías nos hicieron una nueva propuesta:
seguir trabajando a cambio de un pequeño bono semanal o
trabajar por capacitación. Nosotros tomamos la segunda
opción, y fue así como aprendí sobre mantenimiento de
ordenadores, redes, internet avanzado y todo a nivel de
sistemas.
Gracias a nuestro desempeño y eficiencia los dueños nos
tomaron confianza. Hacíamos de todo: depósitos en los
bancos, manejábamos 75 ordenadores conectados a una
misma red, limpiábamos… Incluso me convertí en “el
muchacho de los mandados” del jefe. Recuerdo que todos los
jueves tenía que salir a hacer mercado con su esposa y
cargar todas sus bolsas de compras en silencio. En mi
interior sabía que trabajando con mi papá no tendría
necesidad de nada de eso, pero estaba dispuesto a
soportarlo, ya que en esa empresa tenía una ventaja: ¡el
internet!
Di todo de mí para intentar acercarme a alguna chica, pero
siempre era la misma historia. Mi peor defecto no eran mis
cicatrices, sino mi inseguridad y baja autoestima. Eso me
hacía ser torpe a la hora de hablar, y eso era como retroceder
12 años de terapias: nada se me entendía.
A través de la web descubrí una forma más efectiva de
acercarme a las mujeres. La idea era esperar a que una
chica de mi edad llegara a alquilar una computadora para
usarla y navegar durante cierto tiempo, estar atento a su hora
de salida, para en seguida buscar en el historial su correo
electrónico. Luego empezaba a escribirle sin saber si mi
anhelo era entablar una relación o simplemente hablar con
alguien. Lo cierto es que siempre obtenía respuesta de ellas.
No sé si tenía talento para escribir, pero casi siempre con un
primer correo lograba su atención.
Poco a poco les hacía saber que las conocía. Me
sorprendía al darme cuenta de que tenía la capacidad de
hacer que se interesaran en mí, y aunque me pedían fotos,
era astuto para cambiar el tema. No quería perder lo que
había logrado enviándoles fotografías mías de inmediato, así
que esperaba un tiempo más e incluso les daba regalos. Me
las ingeniaba para hacérselos llegar. Hasta que llegaba el día
en que me armaba de valor y las citaba en algún lugar. Y así,
sin más, se aparecía frente a ellas “el muchacho del alquiler
de computadoras”, ese que durante meses les ayudó a abrir
su sesión o les respondió alguna duda. En otras
oportunidades la cobardía me ganaba, y desde mi
computadora les decía: “Soy yo. El muchacho que está en la
computadora frente a ti”.
En ambos casos siempre fue igual: ¡nada ocurría! Algunas
chicas fueron crueles, otras amablemente me dijeron que
podíamos ser amigos, y otras tantas ni siquiera regresaron.
Digo “chicas” porque lo intenté varias veces, y en cada uno
de los intentos el desenlace fue el mismo.
Quizás para alguien que tuvo una niñez sin rechazos esto
no tiene mucho sentido, pero para aquellos que hemos
sufrido la dura realidad del desprecio, los golpes crueles de
una sociedad a veces egoísta y excluyente, sabemos muy
bien que hay ciertas cosas que nos marcan y que nos
impiden ser tan “normales” como los demás. En mi caso, una
de las cosas que más me debilitaban era mi imposibilidad de
acercarme a una mujer para sentirme amado. Las negativas
que recibí en mi “estrategia” por internet me dolieron, pero yo
no me rendí, así que busqué otra forma y empecé a
frecuentar los “chat de citas”. Tenía varios perfiles —ninguno
con foto— y sabía cómo comenzar una conversación. Si me
interesaba genuinamente por alguien, le escribía como si
viviera cerca, aunque no lo estuviera realmente.
El tener acceso todo el día a internet me servía para ser
todo un caballero cibernético. Poco a poco me fui acercando
a alguien, y tanto la soledad de ese lado de la pantalla, como
la mía, se unieron. Logré tener una relación que comenzó por
internet y que tuvo un mal final. La mentira fue la compañera
de ambos y la inestabilidad emocional de los dos fue una
bomba que explotó y nos hundió.
Conocí el dolor, la decepción, y sentí que nunca podría
tener algo serio con alguien. Definitivamente, si había un
propósito detrás de esto, yo no lo entendía, no lo podía
reconocer. Cada cosa que vivía me lastimaba más y me
hacía quererme menos. Cada noche la pregunta de “¿por
qué a mí?” se hacía más fuerte. Lloraba mucho, pero en
silencio.
El primer brillo
Pasado un tiempo, el empleo en la academia de sistemas
finalizó, y aunque sabía que podía trabajar con mi papá todos
los días, prefería hacerlo solo los fines de semana, porque
quería demostrarme que podía vencer mis limitaciones y
valerme por mí mismo. Aproveché los conocimientos
adquiridos y realicé unas tarjetas que me identificaban como
Técnico en Mantenimiento y Reparación de Computadoras.
Las repartí por todos lados y de vez en cuando me llamaban
para instalar un programa o formatear una computadora.
Trabajé en un alquiler de películas, donde el dueño se
convirtió en un gran amigo que me valoró muchísimo; al
mismo tiempo limpiaba baños en un cyber-café. Debía llegar
antes de las seis de la mañana para tener todo limpio a las
ocho y en seguida trasladarme a la tienda de alquiler de
películas, donde trabajaba hasta las seis de la tarde. Los
fines de semana continuaba la faena con mi padre.
En las noches de cada sábado ayudaba a un muchacho
que alquilaba sonido para fiestas, colocando la música y
aprendiendo a ser Dj. Hice mucho con tal de “encajar”, con tal
de encontrarme en algún lugar a alguien que me mirara
desde adentro.
No conseguí lo que buscaba en esos sitios, pero hoy
recuerdo cada uno de esos trabajos y veo con gratitud que al
desenvolverme en dichos oficios aprendí a valorar a aquellos
que se ganan la vida con gran esfuerzo. Cuando estoy en
alguna empresa compartiendo con los trabajadores, puedo
sentir la empatía que se mueve entre ellos, y entonces les
hablo, no desde los supuestos, sino desde la que también fue
mi realidad. Recuerdo todo lo que viví, lo que aprendí como
empleado, como emprendedor novato, y sin temor a
equivocarme pienso que todo sucedió con un propósito.
Regresé a trabajar con mi papá después de todos mis
intentos fallidos por encajar en algún lado. Terminé los dos
años restantes que me faltaban para concluir mi bachillerato
y comencé la universidad bajo la modalidad nocturna. En mi
etapa de universitario viví un “momento oscuro” que amenazó
con destruir mi propósito; un periodo de mi vida que muy
poco he compartido en escenarios. De hecho, en todos los
años que he estado llevando mi mensaje alrededor del
mundo, solo he hablado de eso un par de veces. Fue un
momento de sombras que te detallaré en los siguientes
capítulos.
Afortunadamente, mucho antes de vivir ese instante de
tinieblas, había llegado un destello radiante a mi vida; el
primer brillo. Vino de una voz suave y unos ojos
encantadores, de una princesa que, como en un cuento de
hadas, llegó a mi vida. Por primera vez, me sentí distinto.
Empecé a mirarme diferente. Cambié la autocompasión por
el amor verdadero, uno tan sublime que causó más de lo que
puedo describir en un simple párrafo.
Ejercicios prácticos
Vida escolar
En la medida que Gustavo crecía aumentaban sus
necesidades médicas. Tenía un cuerpo médico de ocho
especialistas: médico general, pediatra, cirujano plástico,
otorrinolaringólogo, odontólogo, ortodoncista, fonoaudiólogo e
inmunólogo. Y, además, siempre me sugerían uno más:
psicólogo. Sin embargo, nunca vimos la necesidad de ello por
considerar que era muy sociable y extrovertido; un niño
totalmente normal.
En nuestro seno familiar nunca lo hicimos sentir diferente.
Lo tratábamos como a un niño sin ninguna dificultad a pesar
de que la tenía. No obstante, su lenguaje no fue tarea fácil,
sobre todo ante la sociedad, pues mientras en la casa nos
esforzábamos por hacerlo sentir como el niño normal que
era, en la calle la imprudencia de la gente con sus malos
comentarios lo lastimaba. Cuando mi bebé nació nos decían
que habíamos tenido un fenómeno, que él en vez de una
bendición era un castigo. Otros se echaban la bendición al
verlo; unos pocos, cuando llegaban a conocerlo, nos
preguntaban: “¿Es cierto que usted tuvo un niño deforme, un
anómalo?”. Pero ¿saben algo? Nunca me dolieron esos
comentarios. Siempre vimos a nuestro niño como alguien
maravilloso, nunca lo vimos diferente.
Su papá, sus hermanitas y yo le enseñábamos a hablar, le
hacíamos repetir palabras y sílabas. Éramos sus
fonoaudiólogos en casa. Lamentablemente, cuando fue
creciendo, las burlas le dolían tanto que una vez estuve a
punto de perder el control. Tuve que trabajar mucho en mí
misma para aprender a controlarme y cambiar estrategias.
Fue un arduo trabajo. Mientras tanto trabajaba hombro a
hombro con sus maestras.
A sus 18 meses Gustavo empezó su vida escolar. Para
ese entonces solo existía una guardería en Aguadas ―el
pueblo donde vivíamos―, por lo que era muy difícil entrar y
más aún si la madre del niño no poseía un empleo estable.
Gustavo necesitaba socializarse con más niños para
fortalecer su lenguaje, y después de mucho esfuerzo
¡conseguimos el cupo!
Recuerdo ese primer día de clases, ¡fue horrible para mí!
Separarme de mi niño significó un dolor muy agudo. Me
torturaba pensar en la posibilidad de que me lo trataran mal,
o que los demás niños lo rechazaran. Ese día su papá lo
llevó a la escuela. Sus primeras clases eran durante la
mañana, pues creímos que ese horario era el adecuado para
su adaptación. Sin embargo, cuando llegaba a casa al
mediodía buscaba la puerta para irse nuevamente. ¡Estaba
feliz, muy feliz! Pero su mamá estaba triste. Entonces entendí
todo el proceso que me correspondía vivir. Debía entenderlo;
él se enfrentaría a la vida y a todo cuanto encontrara en ella.
No lo niego, sentí miedo, pero Dios me dirigió en el proceso y
puso gente muy linda que me apoyó con mi hijo.
Bullying despiadado
Cuando mi hijo tenía dos años una vecina se burlaba de él
en su cara. Al nacer le dijeron deforme, fenómeno y cualquier
cantidad de improperios. Particularmente me dolió muchísimo
cuando esa mujer se rio de forma despiadada de mi bebé; se
suponía que era una adulta con vasto conocimiento de la
vida, de la moral y la ética. Sin embargo, le hacía gestos
despectivos, y, por su parte, Gustavo solo sonreía con ella; ni
se daba cuenta del desprecio de esa señora. En actos como
esos me llenaba de impotencia y a veces perdía el control y
actuaba de forma desmedida para con los agresores. Más
tarde comprendí que tenía que cambiar esas emociones para
poder ayudar y enseñar a mi hijo correctamente. Decidí
apoyarlo más, sufrir su dolor en silencio, con nudos en la
garganta, con lágrimas contenidas… ¡Cuánto dolor y rabia!
Una vez Gustavo, cuando tenía 16 años, me invitó a
comer pollo. Él era un niño muy detallista conmigo. Esa
salida se convirtió en un momento de catarsis en el cual
expresó todo aquello que sentía y que no me había contado:
―Mamá, ¿será que nunca voy a tener novia? ―suspiró.
―¿Sabes, mamá? Siempre he soñado con tener un hogar,
hijos, una familia... Y veo que nadie se fija en mí. Chateo con
todos mis amigos y me cuentan sobre sus novias y yo…
nada. ¿Usted cree que es por mi problema? ―me contó mi
niño con un evidente desanimo al hablar, y yo sentí que mi
mundo se venía encima al sentir su dolor.
―Tranquilo, hijo ―le respondí dulcemente. ―Esa mujer
perfecta para ti llegará a tu vida en el momento indicado. No
todas las mujeres nos centramos solamente en el físico de un
hombre. Eres un gran ser humano, con hermoso corazón y
muy lindos sentimientos.
Lo cierto es que para decirle esas palabras a mi hijo tuve
que armarme de valor. Mientras él hablaba sentía pinchazos
agudos en el corazón; solo quería romper a llorar. Quería
expresarle que conocía su sufrimiento silencioso, deseaba
confesarle que estábamos en la misma situación, que su
dolor era el mío, y que a veces éramos solo dos payasos que
se reían para disimular la tristeza y la angustia. No obstante,
debía ser fuerte para darle ánimos.
Luego de conversar esa tarde Gustavo se sintió aliviado;
su rostro entristecido cambió. Se llenó de esperanzas, pero
yo quedé destrozada. Supe, con más certeza, que mi hijo
sufría demasiado. Pensé que si se había atrevido a hablar de
esa manera conmigo era porque realmente estaba mal.
Sabía que los jóvenes a esa edad eran más dados a
conversar sus problemas con sus amigos que con sus
padres. Sentí mucho miedo de que se volcara a los vicios
para exorcizar sus temores. Esa noche no dormí nada
rogándole a Dios que lo cuidara y protegiera.
Un hijo ejemplar
La verdad es que hablar de Gustavo Andrés me resulta
bastante fácil. Y es que para cualquier madre el nacimiento
de un hijo hace que los latidos del corazón retumben hasta lo
más profundo del alma. Mis tres hijos son mi mayor
bendición. Cuando tuve a Gustavo por primera vez en mis
brazos mi mente se quedó en blanco hasta el punto de no
entender nada. Lo único que sí supe fue que mi pequeñito
necesitaba mucho amor y cuidado de su madre.
Recuerdo una vez que Gustavo, cuando estaba
estudiando oratoria, me envió mensajes de texto en los que
manifestaba su amor por mí. Aunque siempre lo hacía, me
parecieron muy particulares las palabras de esos mensajes.
Supuse que lo hacía porque le había fascinado la comida que
le había preparado, pues siempre lo sorprendía. Cuando
llegó a casa, me expresó:
―Mamá, siempre te he querido mucho. En mi clase de
oratoria aprendí algo muy lindo, y es que Dios todos los días,
desde una nube, reparte a los niños y estos llegan a los
hogares que los esperan. Pero hay niños que para Él son
muy especiales y les escoge a sus padres, sobre todo a la
mujer que lo va a llevar en su vientre y lo cuidará para
siempre. Es así como toma a los niños con sus delicadas
manos, los mete en una canasta y busca a esas bondadosas
madres para entregárselos. Mamá, eres muy especial para
Dios.
Aquellas palabras me conmovieron tanto que no lo podía
creer. De ese pequeño que un día sentí que necesitaba más
de mí, brotaba ese lenguaje de amor. Sin duda habló desde
lo más profundo de su corazón. Nuestros hijos son nuestros
maestros en pequeñas cosas; de ellos aprendemos a valorar
hasta lo más insignificante. Gustavo me enseñó a controlar el
enojo y a no perder la razón cuando se burlaban de él.
Aprendí a vivir y a superar las travesuras y rebeldías de su
adolescencia sin perder los estribos. Aprendí a confiar en
Dios, pues muchas veces sentí que perdía a mi niño. Aprendí
a ser oradora porque fui su alumna. Cuando Gustavo terminó
sus estudios de oratoria formó a muchas personas en su
propia academia.
Mi amado hijo me enseñó que no hace falta poseer
grandes riquezas para sacar adelante a nuestros seres
queridos. A pesar de las adversidades, de andar con zapatos
rotos y caminar con los pies llenos de ampollas, es necesario
perseverar hasta hallar la recompensa. Dios nos pone
ángeles en nuestro camino para ayudarnos. En la época en
que Gustavo nació era muy difícil realizarle sus operaciones;
sin embargo, su papá y yo luchamos juntos para lograr el
objetivo.
Confieso que tengo muchas cosas que decir sobre mi hijo,
pero si las escribiera todas tendría que publicar mi propio
libro. Gustavo fue un niño travieso, siempre nos sorprendía
con su inteligencia y habilidades artísticas. A los cinco años
presidía misas ―su público eran sus hermanitas y amigos―.
Las hostias eran rebanadas de banano. Siempre mostró
liderazgo, eso lo llevó a tener un grupo de amigos en la
secundaria, no muy bueno que digamos. Se hacían llamar
Los 10 diablos; ¡así serían! Siempre me interesó saber quién
era el líder de ese grupo, y la verdad es que tenía mis
sospechas. Hace poco me enteré que mis sospechas eran
ciertas: ¡El líder del grupo era mi hijo! Era tan astuto que ni
los profesores se daban cuenta de que ellos se escapaban
del liceo para irse a un sitio turístico con piscina incluida.
Cuando me mostraron el registro de entrada del lugar al que
se escapaban los chicos, pude observar que aparecían como
“clientes especiales”, y ¡hasta tenían un carnet de descuento!
Como soy amante de la repostería, mi hijo me observaba
mientras preparaba y decoraba los pasteles que vendía o
regalaba a nuestros familiares. Un día de las madres me
sorprendió con una rica torta de tres pisos. Pasó toda la
noche haciéndola. Siempre ha sido muy detallista con sus
seres queridos.
Cuando Gustavo estaba pensando en contraer
matrimonio, escuché una conversación sin querer. Uno de
sus amigos le decía que estaba muy joven para casarse, que
mejor disfrutara de la vida y la soltería. Gustavo le respondió:
“Yo creo que encontré a la mujer de mi vida. Siento que
Sandrita es la compañera que Dios me dio para seguir mi
camino. Por otro lado, pienso en mi mamá, quien tiene
muchos problemas de salud y ama a los niños. Quiero darle
nietos y que los pueda disfrutar”. De nuevo sus palabras me
impactaron, y ciertamente, mis nietos han sido una gran
bendición para nosotros. ¡TE AMO MUCHO, HIJO!
Burlas a Gustavo
Pero la realidad es que no todo era tan perfecto con
nuestro hijo. En casa todo era muy bonito; él era querido por
papá, mamá, hermanas y familiares, pero en la escuela y el
colegio era distinto. Las burlas y el maltrato por su condición
se acentuaban cada vez más, y además era rechazado por
ser el mejor de su clase. No nos dimos cuenta de todas las
burlas, pues no nos contaba nada al respecto; todo se lo
guardaba.
Gustavo a veces llegaba a casa cabizbajo e
imaginábamos que era por problemas con sus compañeros
de la escuela. Y así era: sus amigos cuando iban a la casa
nos contaban el sufrimiento de Gustavo en el aula. Siempre
tratábamos de estar al tanto de todas las áreas de la vida de
nuestro hijo, precisamente porque el mayor temor que
teníamos era que fuese rechazado.
Como padre, al notar tristeza en el rostro de mi hijo ―lo
cual era muy fácil de detectar porque era un niño muy feliz―
sentía mucha indignación e impotencia, pero no podía
demostrárselo. Cuando se atrevía a contarme que algunos de
sus compañeros se burlaban de él por su forma de hablar, se
me partía el alma; sin embargo, me llenaba de fuerzas para
expresarle que debía enfrentarse a esas situaciones con
gallardía, pues eran inevitables. Particularmente, recuerdo
que siempre le decía que no se sintiera mal por ello “porque
los que hoy se ríen de ti algún día te van respetar y a
admirar”. Eso se lo decía porque veía todas las capacidades
que poseía para lograr el éxito.
Para todos era muy duro saber lo que Gustavo vivía fuera
del hogar. Sentíamos mucha rabia al ver cómo sus
compañeros y personas en la calle se burlaban mientras lo
remedaban. Eso es algo muy vil y sobre todo cuando es
contra alguien pequeño e indefenso. Sus hermanitas eran su
apoyo no solamente en su lenguaje, sino como sus
defensoras en la calle. Su mamá y yo, por nuestra parte, nos
manteníamos al pendiente de sus terapias, de su desarrollo
mental, físico y moral, así como de su inserción en el entorno.
Toda la familia daba lo mejor de sí para ayudarlo a superar
todo aquello que le tocaba. Cada uno comprometido con la
misma causa.
La desaparición
Mi esposa y yo decidimos inscribir a Gustavo en una
escuela de fútbol, pues era aficionado a ese deporte. Los
sábados lo llevaba a su entrenamiento, y por lo regular,
siempre me quedaba, pero un sábado me regresé a casa
porque tenía demasiado trabajo. Al concluir la jornada de
entrenamiento fui a buscarlo, pero no encontré a nadie y me
preocupé mucho. Busqué a su entrenador y me dijo que ese
día no hubo actividad y por ello había enviado a los chicos a
sus casas.
Me regresé a casa a ver si ya había llegado, pero no
estaba. Fui a buscar a sus amigos, pero no sabían nada de
él. ¡Nadie sabía nada! No obstante, uno de sus amiguitos me
contó que mientras regresaban a casa, un señor a bordo de
un carro blanco llamó a Gustavo y se fue con él. Imaginé,
entonces, que un amigo mío poseedor de un vehículo con las
mismas características lo había recogido para llevarlo a casa.
Ese pensamiento me tranquilizó un poco y fui en busca del
niño a la casa de mi amigo, pero nada, no estaba ahí.
Ya realmente desesperado fui a la policía, pero no le
dieron importancia al caso porque no había pasado el tiempo
reglamentario para declararlo desaparecido. Un miedo
intenso se apoderó de mí al recordar que, precisamente, en
esos días las noticias reportaban extraños casos de niños
que aparecían muertos, violados y desmembrados después
de haberse perdido. Se trataba de un pedófilo conocido como
“Garavito” que perseguía a los niños hasta apoderarse de
ellos. ¿Se imaginan el terror que sentía cuando mi mente me
atacaba con las escenas horribles que presentaban en los
noticieros?
Tomé mi motocicleta y como un loco salí a buscarlo a los
lugares en los que sospechaba que podría estar. Pasaba de
vez en cuando por la casa a ver si había regresado, pero solo
encontraba a mi familia destrozada, imaginándose lo peor. No
entiendo cómo no me accidenté o no me hice daño ese día,
pues estaba realmente trastornado mientras conducía.
Después de dar muchas vueltas regresé a casa. Ya había
rayado el alba y Gustavo no aparecía. ¡Estábamos tan
angustiados! ¡No sabíamos qué más hacer! Y entonces, de
repente, lo vimos llegando muy tranquilo, sin imaginarse el
pánico que estábamos viviendo. Al preguntarle dónde estaba
nos dijo que se había ido a casa de un amigo a jugar play. El
trauma fue tan inmenso que, no por castigo, sino por miedo,
le cancelé la matrícula en la escuela de fútbol.
Decisiones y retos
A raíz de la inseguridad que existía en el lugar donde
vivíamos, y debido a un acto que puso en riesgo mi vida y la
de mi familia, nos tocó tomar una decisión rápida: mudarnos
a Venezuela. Vendí mi casa, mi negocio y todo lo que
teníamos, y salimos de mi país.
Empezar de nuevo fue muy difícil. Todo era desconocido
para nosotros. Mis hijos eran ya unos adolescentes. Gustavo
era el menor y tenía 15 años. Era una época muy
complicada, sobre todo para mis hijos, pues su futuro
académico se veía comprometido.
La personalidad de Gustavo había cambiado mucho, pues
como todo adolescente, mostraba rebeldía, y más porque era
rechazado, sobre todo por las chicas. Las cosas se fueron
tornando más difíciles cuando le empezó a molestar que
estuviéramos tan pendientes de él.
Hoy creo que mi hijo debía experimentar ese proceso que
vivió durante esa etapa, pues enfrentó una presión mucho
más fuerte de la que había vivido hasta ese momento. Igual
que los diamantes deben pasar primero por altas
temperaturas durante siglos y siglos para llegar a tener el
brillo y la dureza que los caracteriza, de igual modo nosotros
debemos pasar por el fuego: presiones, dolores, pruebas...
La diferencia en nuestro caso es que el proceso es mucho
más rápido, y el resultado, al final, lo determinamos nosotros
mismos; no lo determinan causas externas.
Si creyera en la suerte, les diría que fue ella la que decidió
que mi hijo naciera con esa condición, pero no es así.
Gustavo solo es un diamante que tenía que vivir su proceso
para que, saliendo ileso y experimentado de él, alumbrara
con su luz a muchos que lo necesitan.
Llegamos a Venezuela el 20 de agosto de 2001, y en
septiembre del mismo año se agudizó el problema político del
país. Parecía que todo estaba en contra de nosotros, pues
teníamos dificultades para conseguir la vivienda, para iniciar
un negocio y, lo más difícil, para legalizar los documentos
para que los niños pudieran estudiar. Decidí empezar un
negocio vendiendo mercancía en las calles, puerta a puerta,
a crédito, y mis hijos vendían conmigo. Nuestro espíritu de
lucha estaba más vivo que nunca, y poco a poco nos fuimos
acoplando a nuestra nueva vida.
Para mi hijo fue más difícil asimilar el cambio, pues en
Colombia había dejado su círculo de amigos que lo
aceptaban tan bien que lo habían elegido como su líder a la
hora de hacer travesuras, mientras que en Venezuela sus
cicatrices llamaban mucho la atención y las burlas y la
discriminación eran más fuertes. Su sobrenombre también
había cambiado; ahora era el “Chingo”. Cuando veíamos su
frustración y rabia, hasta nos sentíamos culpables. Sin
embargo, allí permanecíamos, dándole apoyo a pesar de su
rebeldía. Nuestras palabras siempre eran las mismas: “No te
dejes vencer, hijo. Saldrás adelante”.
El momento oscuro
Cuando por fin pudimos obtener la residencia, Gustavo
pudo terminar sus estudios satisfactoriamente. Lo que más
hemos admirado de nuestro hijo es su determinación para
salir adelante. Pero como todo ser humano se dejó influenciar
por las circunstancias al ser jovencito, y más por su
condición. Mi hijo solo quería ser aceptado.
Cuando inició la universidad sus amistades cambiaron, y
con ellas, su forma de ser y de actuar. Era muy egocéntrico,
no quería compartir como antes con la familia, todo le
molestaba. De pronto hablaba de alguna chica que le atraía,
pero luego se expresaba de ella despectivamente, como
decepcionado. Empezamos a notar que se sentía mal por su
cicatriz en el labio, así que tratábamos de hablar con él, pero
nos evitaba.
Como su papá, intentaba ser su amigo y estimularlo para
que recuperara su confianza, pero era infructuoso todo
esfuerzo realizado. Aunque trabajábamos juntos casi no
hablábamos; yo trataba de entablar conversaciones cuando
viajábamos ―cosa que hacíamos a diario―, pero él
permanecía callado durante las travesías.
Cierto día nos dijo que se quería ir de la casa, que no
quería tener tantas normas ni reglas que cumplir, que
deseaba ser “libre” y tener absoluta autonomía para
involucrarse con unos muchachos que vivían como nómadas,
con una mochila en el hombro y haciendo pulseras y collares.
Nunca supe si hablaba en serio o lo decía por llamar la
atención. Mi esposa y yo empezamos a sospechar que
estaba consumiendo alguna sustancia que lo alteraba, y al
observar la clase de compañeros que tenía, más razones
teníamos para creer aquello.
Sentimos mucho miedo al pensar que todo lo que
habíamos luchado por él se podía ir por la borda y todo
esfuerzo resultaría en vano, por lo cual decidimos obrar con
mucha cautela. Mi esposa angustiada me peguntaba qué
íbamos hacer, y yo le respondía que accionaríamos en el
momento preciso.
Los días pasaban y todo empeoraba. Gustavo se sentía
mal porque lo llevaba y lo buscaba a la universidad. Él
estudiaba de noche y quería tener la camioneta a sus
expensas para movilizarse, pero nosotros sentíamos miedo
de dársela debido a los peligros de la ciudad. Sin embargo,
accedí y se la di, pensando que así me ganaría su confianza,
pero ocurrió todo lo contrario: empeoró. Fue una etapa tan
difícil que sentí que todo se me escapaba de las manos.
Cada día sentía que lo perdía más y más.
No obstante, el día para encarar la rebeldía de mi hijo
llegó. En uno de esos viajes que hacíamos a los pueblos para
vender mercancías lo detuvo un agente de policía. Creo que
se debió, más que todo, a su aspecto físico: pelo largo, barba
de loco y mal vestido. Realmente muy descuidado. Su madre
y yo, en reiteradas ocasiones, le llamamos la atención por
sus atuendos, pero nos ignoraba, y en respuesta a ello, se
vestía peor.
Después de realizarle algunas preguntas, el policía lo dejó
libre, y entonces continuamos el recorrido. Fue ahí, en medio
de esa situación, que aproveché para encararlo y expresarle
que ya no aguantaba más su actitud. Hacía mucho que yo
esperaba un momento así, o una señal de Dios para explotar
definitivamente. ¡El tiempo de Dios es perfecto!
Cuando salimos de ese pueblo paré en medio de la nada
la camioneta y sonreí. Estaba seguro que el momento oscuro
de Gustavo llegaría a su fin. Y no me equivoqué, pues la luz
que llegó a la vida de mi hijo después de ese instante es la
misma que lo acompaña hasta hoy. Él será quien les contará
el resultado de esa conversación, en su justo momento, en
Cicatrices de un propósito.
¡Qué alegría tan grande invadió todo mi ser! ¡Sentía que
mi hijo había regresado! Eso me ayudó a recobrar la paz y el
ánimo que había perdido. Nos prometimos no contarle nada a
mi esposa. Aquel momento oscuro quedaría entre los dos.
Progresivamente las cosas fueron mejorando. En ese
momento él estaba saliendo con una joven llamada Sandra
que me parecía muy buena persona; lo quería, lo aceptaba y
valoraba. Creo que eso fue determinante para su
recuperación.
Los hashtags
Las redes sociales (RRSS) son una extraordinaria
herramienta, pues tu vida, tus mensajes o proyectos pueden
llegar a millones de personas a una velocidad impresionante.
La foto de un viaje, de tu comida favorita, de familia o amigos
deja de ser personal o íntima en el momento que la publicas
en la Red.
Una de las formas que las RRSS utilizan para posicionar
un comentario, un vídeo o una foto son los hashtags. Estos
los usamos para identificar lo que estamos subiendo a
Internet. Son etiquetas virtuales que le damos a aquello que
publicamos, y a su vez creamos un segmento en el cual
garantizamos que quien se interese en lo que publicamos lo
encuentre. Dicha identidad la hacemos por medio del signo
numeral (#).
¡Me encanta eso! Lo que me desencanta es que esos
hashtags que tanto bien nos han hecho en las RRSS,
también los hemos usado en nuestra identidad como seres
humanos, y en lugar de hacernos bien, nos han detenido por
años.
Hagamos un par de ejercicios de personalidad. Los
haremos basándonos en los resultados de un estudio
científico de la Universidad de Harvard que permite descubrir
algunos rasgos característicos de los tipos de
comportamiento humano, gracias a un método probado por la
Organización Mundial de la Salud.
En este caso, vamos a tomar dos ejercicios que son
usados en las más grandes compañías y en equipos de alto
rendimiento. Antes de comenzar, te voy a pedir algo que
debes cumplir para que sea efectiva la práctica que haremos:
te pido que no emitas ningún juicio ni te molestes conmigo —
recuerda que lo que leerás es el resultado de un estudio
comprobado—, y por favor, espera hasta el final para que
entiendas el contexto. Quizás algunas aseveraciones pueden
dolerte e incluso ofenderte, si eso sucede no abandones la
lectura, espera a conocer el final de los ejercicios. Lo último
que te pido es que no profundices en tus respuestas, debes
responder con lo primero que venga a tu mente.
¡Comencemos!
Ejercicio 1:
Rápidamente piensa en un número del uno al diez. ¡Muy
bien! con ese dígito trabajaremos. Si quizás pensaste en más
de uno, debes elegir el primero que se te vino a la mente.
¿Listo? ¡Perfecto! Ahora te voy a describir un poco —
recuerda que no lo digo yo, lo dicen estudios psicológicos de
la Universidad de Harvard—. Veamos:
Si pensaste en el número 1:
Las personas que pensaron en el número uno son tímidas,
de hecho, si este ejercicio se hubiese realizado delante de un
auditorio y hubieran pedido que levantasen la mano los que
pensaron en ese digito, les habría costado hacerlo, por
vergüenza.
Son personas que temen ser juzgadas y, por ende, son
solitarias. Tienen un síndrome de inferioridad. ¿Por qué del
uno al diez pensaste en el número más pequeño? Tienden a
ser calladas, pero cuando se expresan son muy certeras. No
les simpatiza trabajar en equipo, ya que prefieren las
asignaciones individuales y se sienten mejor exigiéndose a sí
mismos que recibiendo pretensiones de otros. Esta última
característica los convierte en grandes emprendedores.
Si pensaste en el número 2:
Las personas que pensaron como primera opción en el
número dos, son codependientes. No se sienten felices si no
tienen a alguien a su lado. Evitan la soledad a toda costa.
Eso trae como consecuencia que tengan fracasos repetidos
en sus relaciones amorosas, pues confunden la compañía
con el amor.
Muchos de los que pensaron en el número dos, tienen
como sueño más anhelado envejecer al lado de la persona
que aman, viendo a los nietecitos correr por el jardín.
Prefieren eso a una vida llena de cosas materiales. Una de
las características de su personalidad es que son muy
buenos amigos; les encanta escuchar. Si pensaste en el
número dos, estoy seguro de que si llamara una madrugada
pidiéndote un consejo, me escucharías.
Si pensaste en el número 3:
Estos son los chismosos del grupo, pero les cuesta
admitirlo. Dentro de sí no se sienten chismosos, sino, más
bien, “comunicativos”. Les encantan las trilogías y las
secuencias. Son fanáticos de las series y pueden pasar horas
en su casa viendo todos los capítulos de ellas.
Son buenos dando consejos de pareja, son ese “tercer
punto de vista” que busca crear el equilibro entre dos. El
problema con esto es que, muchas veces, terminan sin
amigos o involucrándose sentimentalmente con alguno de los
que quisieron ayudar. Son aquellos que piensan que “a la
tercera es la vencida”, y casi siempre es así; pueden fallar
dos veces intentando algo, pero cuando lo hacen por tercera
vez, usualmente, lo logran.
Si pensaste en el número 4:
Pensar en el número cuatro es sinónimo de familia. El
tema preferido de aquellos que pensaron en esta cifra, son
los valores. Si algo malo sucede en su empresa, ellos van a
concluir que la razón del inconveniente son los antivalores de
los empleados. Asumen también que la mala situación que
atraviese su país es culpa de la ausencia de valores en la
sociedad. Ese es su tema favorito. Se preocupan mucho por
la familia; buscan ayudar a otros primero, son realmente
dadivosos. Se recuerdan de los cumpleaños y las fechas
importantes de quienes aman, y siempre buscan intermediar
en asuntos de conflictos familiares.
Si pensaste en el número 5:
Estos son mediocres —recuerda que te pedí que no
abandonaras la lectura—. Todo lo dejan a la mitad: medio
trabajan, medio estudian, medio se comprometen, medio
creen, medio leen —y les costará terminar este libro—. Todo
lo de ellos queda a medias. ¿Por qué del uno al diez elegiste
la mitad? Pues, para no tener problemas con nadie. En
asuntos de política son conocidos como “los camaleones”; un
día son simpatizantes del gobierno y al otro no.
Pero no todo es malo para ellos, son muy objetivos a la
hora de resolver conflictos, pues saben ponerse en el lugar
del otro y jamás los verás sintiéndose más o menos que
nadie. Son de esos que pronuncian mucho esta frase: “Todos
los extremos son malos”. Son personas muy interesantes.
Si pensaste en el número 6:
Estos son místicos, misteriosos y oscuros; todo lo evalúan,
hasta cuando escuchan un sermón espiritual sienten que
“algo no está del todo bien”. De hecho, mientras están
leyendo el resultado de este ejercicio, están pensado: “aquí
hay algo raro”. Les gusta la música que sea poco comercial y
prefieren la profundidad y los argumentos en las letras, más
que el ritmo y la tendencia. En sus tiempos de adolescencia
fueron anarquistas. Muchos de ellos se consideran
agnósticos. Sin embargo, aquellos que buscan lo espiritual
están muy claros de a quién están siguiendo, e investigan lo
suficiente antes de depositar su confianza en algo o alguien.
Si pensaste en el número 7:
Pensar en el número siete tiene un significado que, en los
países latinos, lo definen con una frase: “Se creen la última
Coca Cola del desierto”. Esto significa que se creen “la gran
cosa” o que tienen un concepto de sí mismos más elevado de
lo normal. Su autoestima es tan superior que pueden caer en
el terreno de la prepotencia. Piensan que nada está bien,
hasta que ellos llegan. Gracias a su gran sentido del humor
son considerados como “el alma de las fiestas”.
Son perfeccionistas y muy exigentes. Trabajar con ellos es
realmente desafiante pero muy enriquecedor, pues no se
permiten dejar nada a medias —no se la llevan bien con los
cincos—. Las mujeres que pensaron en el número siete son
exageradas, y eso les causa muchos problemas porque se
comunican con palabras globales como: “Tú NUNCA me
sacas. SIEMPRE me hablas mal. TODA la vida ha sido
así…”. Es realmente interesante tener como compañera de
vida a una mujer que haya elegido el dígito siete.
Si pensaste en el número 8:
¡Mucho cuidado! Estos tienen “doble vida”. Tienen un lado
muy moralista, ético y correcto, pero poseen otro que, ¡ay,
Dios mío! Son muy buenos haciendo negocios, pero esa
habilidad mal utilizada los puede llevar a convertirse en
expertos en mentir, y por ello, a mantener una careta ante los
demás.
Son indecisos en sus emociones: un día están felices y al
otro día la tristeza los agobia. Un día quieren emprender algo
nuevo y al otro piensan que eso es muy arriesgado; se
enamoran de alguien hoy y mañana consideran que no es la
persona correcta, y así su vida vive en dos versiones.
Si pensaste en el número 9:
Estos son los “casi, casi”: ya casi me gradúo, casi me
caso, casi emprendo, casi me leo un libro… Y siempre les
falta algo mínimo para llegar a la meta. Los números cincos
lo dejan todo a la mitad, pero los del nueve avanzan
muchísimo, pero no lo suficiente para lograrlo. Siempre les
falta algo y particularmente nunca tienen la culpa. Siempre
hay un factor externo que les impide concluir con sus
objetivos.
Los que pensaron en el número nueve son muy
sentimentales, no pueden mirar noticias trágicas de su país o
de cualquier lugar del mundo, porque sienten que todo se les
derrumba.
Ejercicio 2:
Elige rápidamente entre una de estas dos opciones.
Recuerda que debe ser lo primero que se te venga a la
mente:
Limón o fresa
Día o noche
Alto o bajo
¡Muy bien! Ahora veamos:
La transformación
Mi propósito estaba claro: sería un gran orador. Los
hashtags que por años me habían limitado tenían que
convertirse en parte de mi pasado. Ahora debía prepararme,
porque de algo sí estaba seguro: “Si el mundo va a escuchar
mi historia, me voy a cerciorar de contarla de manera
profesional”. Por lo tanto, mis vivencias serían parte de mis
conferencias, pero no estaba dispuesto a apoyarme
solamente en ellas; debía instruir mi mente para desarrollar
habilidades nuevas y darle forma a todo lo que tenía que
compartir. No quería que la gente me escuchara y dijera al
finalizar mi exposición: “Pobrecito él. ¿Escuchaste todo lo
que le tocó vivir?”. No, ese no era mi objetivo. No deseaba
que se fueran siendo los mismos.
Antes bien, tenía el anhelo de que todo aquel que me
escuchara tomara solo parte de mi vida, para que, a su vez,
se viera reflejado e inspirado en la suya propia. Deseaba que
ellos, al escucharme, se llevaran en su mente y corazón
algunas historias sencillas, pero con consecuencias eternas.
Para eso debía comenzar un proceso de transformación.
Los hashtags negativos empezaron a perder fuerza, y de
alguna manera sentía que dentro de mí había una ventaja,
pues si aprendía a gesticular de forma correcta, seguía
avanzando en mis terapias de lenguaje y lograba dominar el
arte de la oratoria, tendría una historia poderosa que contar y
con ella conseguiría inspirar a miles.
El anhelo ferviente de hablarles a multitudes empezó a
crecer con fuerza, y conforme crecía, iba sustituyendo esos
hashtags negativos por nuevas etiquetas que me daban una
identidad más alineada al gran camino que había decidido
emprender.
#ElBoquinche y #ElChingo, los sustituí por
#GustavoHenao. Aprendí que no tenía por qué asumir
nombres que no me pertenecían. El #TengoUnProblema lo
cambié por #TengoUnaGranOportunidad; el #SoyDébil lo
transformé por #SoyFuerte. La etiqueta de #Feo la sustituí
por #SoyAtractivo… De hecho, desde ese momento sentí que
Sandra se había fijado en mí, no por lástima, sino porque de
verdad le resulté especial y agradable.
Conforme los hashtags se transformaban, mi mente y
actitud también; conforme mi actitud crecía, los resultados
aumentaban. Aún no había comenzado mi primera clase de
oratoria y estaba completamente seguro de que quien se
sentaría en aquella silla de un salón de clases no sería el
mismo Gustavo que la sociedad formó. Se sentaría alguien
dispuesto a aprender, y posteriormente se convertiría en un
gran orador. Sería la persona que siempre debí ser, no el
tímido cachorrito que bajaba la cabeza. Sería el león que, a
partir de ese día, empezaría a rugir.
La etiqueta más poderosa que me transformó no fue una
que yo mismo creé. El hashtag que cambió mi vida por
completo fue el que me obsequió Dios; uno que me hizo
descubrir la esencia de mi propósito.
Ejercicios prácticos
Piensa en aquellos hashtags negativos que, sin darte
cuenta, asumiste desde tu niñez hasta hoy, y escríbelos
como si estuvieras etiquetándote. Por ejemplo, si piensas que
no sabes hablar en público, escribe: #MalOrador o
#MalaOradora. Si durante años te has sentido incapaz de
asumir nuevos retos o carente de valentía, entonces escribe:
#Cobarde.
Todo aquello negativo que has pensado de ti escríbelo en
forma de hashtag, pues, de manera inconsciente, eso hace
parte de tu sistema de creencias. ¡Comienza!
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Supera tu Quimbayo
Estudié en un colegio masculino que por ser de
especialidad Técnica Industrial resultaba poco atractivo para
las damas. En la zona donde se encontraba había otros
institutos con horarios idénticos a los nuestros; a la hora de
salida era común ver a los noviecitos que se esperaban para
caminar tomados de las manos hasta sus casas. Era una
época de adolescentes, en la cual el tema de los juegos
había cambiado para darle paso al de niñas lindas y
conquistas.
Esa etapa fue muy difícil para mí, pues estaba de alguna
forma acostumbrado a las burlas de los hombres y poco
había experimentado la crueldad por el lado femenino.
Muchas veces, estimulado por Los 10 diablos, me animé a
enviarle cartas a alguna chica que me gustaba, pero al
presentarme frente a ellas el resultado siempre era el mismo.
Recuerdo una cita que concreté con una chica de noveno
que estudiaba en el mismo colegio que mis hermanas.
Muchas veces, al salir de clases, visitaba aquellas
instalaciones con la excusa de esperar a mis hermanas para
llegar juntos a nuestra casa. En realidad quería verla a ella,
una linda niña que me gustaba mucho.
La novia de uno de los 10 me animó a enviarle una carta
donde me identifiqué como “un admirador”, según ella, eso
representaría un punto a mi favor. Recuerdo que me esmeré
mucho y creo que mi retórica surtió efecto, pues al día
siguiente recibí respuesta en una hoja más improvisada que
la que envié. Esa respuesta me alentó muchísimo. Aproveché
que tenía a una cómplice y continué mi conquista con una
nueva carta, pero esta vez con un detalle que hizo brillar los
ojos de la niña que me gustaba —según me comentó “mi
informante”—. Mi regalo la animó a enviarme una nueva
carta. En esos días no pensaba en nada más que en ella;
sentía una ilusión enorme tan solo al imaginar que podría
llegar a tener una novia.
A la cuarta carta me pidió una foto, pero ignoré su petición.
No quería correr el riesgo de que mis cicatrices la
decepcionaran, así que pensé que tendría más oportunidad si
le escribía cosas lindas, que estando frente a ella.
Dos cartas después de esa, me escribió: “¡Vamos a
conocernos!”. Me atreví a hacerlo y concretamos el lugar en
donde nos veríamos exactamente: a la salida de su colegio.
El plan era que mi cómplice saliera con ella y nos presentara.
Mis pensamientos giraban en torno a ese día; ensayé
muchísimo lo que diría, como si lo hiciera para aquel
campeonato de oratoria que gané en mi niñez. Reemplazaba
palabras que me costaba pronunciar por algún sinónimo que
me permitiera expresarme mejor. Me llené de valor y junto a
los 10 me fui al gran encuentro.
Mi corazón latía a mil por hora. Los muchachos se habían
quedado cerca, de tal forma que podíamos vernos. Le había
comprado un nuevo regalo, y en mi interior sentía que, por
primera vez, podía mirar de frente a una mujer que me
gustaba y salir con ella.
La vi saliendo junto a varias compañeras, pero a diferencia
de mis amigos, ellas sí la acompañaron junto a mi cómplice.
En ese momento me acerqué un poco sintiendo que mi cara
se enrojecía mientras intentaba controlar mis nervios. Mi
cómplice nos presentó con una sonrisa nerviosa y extendí mi
mano de inmediato. Mi enamorada me miró y arrugó el
entrecejo, volteó a ver a sus amigas como pidiéndoles que
controlaran sus ganas de reírse. Al pronunciar mi nombre se
escuchó el estruendo de las burlas de sus amigas. No estaba
dispuesto a dejarme apabullar, así que le entregué el regalo
que le había comprado. Ella sonrió, miró a sus amigas
nuevamente, y dijo: “No, gracias, Gustavo. Solo quería
conocerte”. Bajó la mirada, y como si se tratara de una
broma, se fue con sus amigas y se unió a sus risas.
Mi cómplice me miró con lástima, mis amigos intentaron
hacerme sentir mejor, y yo retuve mis lágrimas hasta llegar a
casa. Y de nuevo se repitió la misma escena: arrodillado ante
Dios preguntándole por qué nací así. Una nueva burla, un
nuevo dolor, la misma pregunta a Dios, el mismo silencio…
Meses después nuestro colegio estaba de aniversario, por
lo que hicieron fiestas, concursos, campeonatos deportivos y
diversas actividades en conmemoración al nuevo año. Una
de las ideas fue realizar una jornada de integración con un
colegio femenino. El objetivo era tomar de los salones de una
institución femenina a la mitad de las estudiantes y unirla con
una mitad seleccionada de estudiantes de mi colegio. Ambas
mitades debían ser iguales en edades y grados.
Para entonces había un profesor que tenía un apellido
poco común: Quimbayo. Este tenía un carácter fuerte y era
reconocido no solo por sus conocimientos, sino por su nivel
de exigencia. Una mañana teníamos dos horas de clases con
el mencionado docente, y en un momento corto, salió del
salón. Poco a poco se empezaron a escuchar las voces de
los chicos que querían impresionar a las muchachas con
cualquier comentario, y el aula de clases terminó
convirtiéndose en una algarabía.
Era tal la euforia que aprovechando el alboroto me sumé a
los comentarios, chistes y risas. De repente un brusco
silencio se apoderó del salón: ¡Quimbayo había entrado! Yo
no me di cuenta porque le estaba dando la espalda a la
puerta del salón, así que por inocencia continúe hablando
hasta que solo se escuchó mi voz en toda el aula.
Cuando Quimbayo entró dio un golpe fuerte a su escritorio
incitando al orden, y dijo: “Me hacen el favor, ¡todo el mundo
guarda silencio! ¡Nadie habla!, y menos usted, señor Henao,
porque cuando usted habla lo único que se escucha es…”. Y
completó la oración utilizando una mímica para parodiar mi
forma de hablar.
Guardé silencio, bajé la cabeza y lloré. Escuché
claramente las risas de todos, y respiré profundo con una
inmensa RABIA que hacía latir mi corazón muy rápido. En
ese duro momento recordé cada burla, cada palabra de
desprecio. Recordé las risas de las amigas de aquel amor
platónico, el desprecio de tanta gente solo por mi forma de
hablar. Esta vez, fue Quimbayo quien había hecho algo en
mí.
¿La rabia es mala? A estas alturas sabrás que ni es buena
ni mala. Simplemente es una emoción natural, y es hasta
necesario experimentarla. De hecho, te voy a decir algo que
aprendí de esa experiencia con el profesor: la rabia es una de
las emociones que más te puede impulsar para comenzar a
cumplir una meta.
Cuando era niño las terapias de lenguaje eran como un
ritual en los que siempre me acompañaba mi familia, pero en
la adolescencia tuve que poner mucho de mi parte para no
abandonarlas. ¿Recuerdan que les hablé en el capítulo uno
acerca de un ejercicio que debía hacer con una pluma? Esa
práctica era una de las más agotadoras, y a decir verdad, me
molestaba hacerla. Sentía que ella no tenía sentido. Así que,
más de una vez, dejé de hacer mis ejercicios sin que mis
padres se dieran cuenta.
Sin embargo, después de esa experiencia con Quimbayo,
cuando quería renunciar a mis terapias sentía que la voz de
aquel profesor llegaba a mi mente con sus duras palabras:
“(…) menos usted, señor Henao, porque cuando usted
habla…”. ¡Qué gran impulso me daba recordar a Quimbayo!
Entonces me prometía que algún día él me escucharía y le
demostraría de lo que soy capaz. En consecuencia, tomaba
nuevamente esa pluma y soplaba con la fuerza —o rabia—
que me daba Quimbayo.
Al principio la rabia que sentía por el profesor fue
determinante para mi enfoque en las terapias, pero como ya
te expliqué, esa emoción solo es positiva para impulsarte a
conquistar un nuevo reto, o para lograr aquello que ves
imposible. En mi caso, no solo me impulsó, sino que,
además, creció hasta convertirse en rencor.
Ya no hacía terapias porque deseaba hablar bien, sino
para demostrarle a Quimbayo lo que había logrado. Anhelaba
hablar perfectamente y que un día él me escuchara. Ya no
era un deseo de superación personal, sino un afán de
venganza. Eso tenía que sanarlo.
Si comenzaba a estudiar oratoria, ¿por quién lo haría?,
¿sería Quimbayo mi mayor motivación, o antes de comenzar
debía superar la rabia y el dolor que él me causó?
Definitivamente tenía que sanar; tenía que PERDONAR. Ese
profesor llegó a mi vida para enseñarme. Por muchos años
no lo vi así. Pero, sin duda alguna, al reconocer esa rabia
interna que se había convertido en rencor, también reconocí
el miedo que se transformó en ansiedad, y la tristeza que me
hizo vivir en depresión. El pasado debía ser superado para
empezar un nuevo camino en mi presente, y no tener
estorbos en mi futuro.
Tomé cada situación de burla, de rechazo e instantes de
dolor, y vi que en cada una de ellas había un Quimbayo.
Agarré todo mi pasado y lo perdoné; ya no más juicio, no más
anhelo de venganza, no más deseos de demostrarle a algo o
a alguien mis virtudes.
Me sorprende darme cuenta que nuestro pasado a veces
nos avergüenza y preferimos ignorarlo. Nos apenan las
malas decisiones de aquellos días innombrables; nos llena de
vergüenza reconocer nuestros errores. Duele recordar los
momentos de necesidad o decepción que una vez vivimos.
Intentamos olvidar a aquellos que nos hicieron daño y no
podemos.
De hecho, frecuentemente me encuentro con personas
que han creado dentro de sí todo un sistema de protección
que les impide recordar el ayer. Es como una forma de
autodefensa que los hace pensar en el presente, ignorando
por completo el pasado. La realidad es que sí lo recuerdan,
pero se engañan ellos mismos. Creo, sin temor a
equivocarme, que esas malas experiencias del pasado son
las que le dan brillo a nuestro propósito.
Si bien es cierto, no es bueno ni sano vivir lamentándonos
por lo que un día pasó, tampoco es bueno ni sano que nos
neguemos el reconocer que todo aquello que vivimos formó
en nosotros lo que necesitábamos para ser una mejor versión
de nosotros mismos. Si no logramos perdonar el pasado,
será muy difícil valorar nuestro presente y disfrutar de un
prometedor futuro.
Durante las clases que realizo para otorgar las
certificaciones speakers, noto cómo las personas evitan
hablar de su pasado, y en sus ponencias intentan mencionar
cualquier teoría aprendida, en lugar de las lecciones de su
propia vida. Muchos de ellos pretenden ignorar el dolor y se
esconden en la negación.
¿Qué hacer entonces? Lo que propongo, y es parte de lo
que intento en los días que entreno a nuestros speakers, es
que ellos aprendan a convertir sus fracasos en experiencias.
Un fracaso es un hecho que arde, algo que al recordarlo
todavía nos duele, nos produce tristeza, impotencia y, a
veces, rencor. En cambio, la experiencia consiste en aquellos
eventos que nos sucedieron pero que al evocarlos no nos
duelen; nos producen, más bien, cierta sensación de gratitud,
podemos hablar de eso con tranquilidad e incluso podemos
ayudar a otros con las lecciones que aprendimos.
Mucha gente supone que un fracaso se supera cuando se
olvida, y no hay nada más alejado de la realidad que eso. ¿O
ustedes creen que yo olvidé a Quimbayo? Ya se habrán dado
cuenta de que no. Ya vieron que lo recuerdo muy bien, y ojalá
lo pueda ver algún día; no para reclamarle sino para
abrazarlo, pues él me hizo más fuerte, y a través de lo que
causó en mí, he ayudado a miles de personas que han
podido perdonar. La realidad es que los fracasos se superan
cuando se convierten en experiencias, y este es un proceso
100 % interno y depende exclusivamente del PERDÓN.
No seamos tan duros con aquellos que nos hicieron algún
daño. Estoy seguro de que a ti te han ofendido, ¿verdad?
Ahora, honestamente, contesta esta pregunta: ¿Alguna vez
has ofendido? Si eres sincero, dirás que sí. Ahora dime,
¿alguna de esas veces en las que lo has hecho ha sido sin
querer? Probablemente estés sonriendo al darte cuenta de
que la mayoría de las veces que ofendiste a alguien fue sin
intención. Entonces, ¿por qué creemos que todo aquel que
nos causó daño lo hizo porque lo tenía planificado? ¿Por qué
suponemos que esa persona lo hizo con toda la intención de
dañarnos? ¿Acaso, al igual que nosotros, pudieron herirnos
sin querer? Si lo piensas de esa forma entenderás que es
mucho más fácil perdonar, pues si nosotros merecemos ser
perdonados, ellos también.
A fin de cuentas no es quien te ofendió el que gana, quien
realmente gana eres TÚ: has ganado una nueva experiencia
y has quedado libre del pasado por medio del perdón.
¡Mi alma estaba lista! Ya mi mente, emociones y voluntad
estaban alienadas para empezar a caminar en mi propósito.
¿Tu alma está lista para que puedas ver la grandeza de tu
propósito?
Ejercicios prácticos:
1. Piensa en tu Quimbayo, o mejor dicho, en aquellas
situaciones del pasado que te causaron gran daño. Medita en
todo aquello que por años has recordado con rabia o tristeza,
escribe esas situaciones, y coloca debajo:
Hoy yo decido perdonar a____________ por
_____________ y agradezco su enseñanza, porque gracias a
él (ella) puedo___________________________. Lo perdono
porque yo también he fallado y Dios me ha perdonado. ¡Hoy
soy libre!
Un desafiante párrafo
Cada clase de oratoria era algo nuevo y desafiante para
mí. Las prácticas más fuertes tenían que ver con la
gesticulación, la dicción y la respiración. Sentía que podía
crear contenido y hasta improvisar, pero el lenguaje era mi
mayor reto. En una de las clases de lectura complicada, el
tutor me tomó como ejemplo de lo que se podía lograr con
simples ejercicios.
Recuerdo estar al frente de todos mis compañeros
intentando pronunciar un párrafo realmente complicado; hice
varios intentos y fracasé. Me sentí tan frustrado como cuando
intentaba leer delante de todos mis amiguitos de clase en la
escuela. En uno de los intentos se me quebró la voz, pero,
esta vez, a diferencia de lo que ocurría en mis años
escolares, los alumnos de la clase de oratoria empezaron a
aplaudirme y a animarme: “¡Vamos, Gustavo! ¡Tú puedes!”.
El profesor también me animó y me dio cuatro ejercicios
que debía hacerlos en ese mismo instante delante de todos;
respiré hondo y comencé a hacerlos uno por uno. Cada vez
que los hacía la intensidad se elevaba, y con ella mi deseo
ardiente de hacerlo bien. Sentía que papá y mamá me
estaban mirando en ese momento. Recordé el empeño de mi
padre por hacerme repetir “ca-ba-llo” muchas veces; el deseo
vehemente de mamá durante horas para que aprendiera
cada ejercicio; las palabras de aliento de ambos, durante
todos los días… En ese instante, aquello empezó a tener
sentido y sus enseñanzas se materializaron.
Al terminar los ejercicios el profesor me dijo: “¡Muy bien!
Ahora tomarás el primer párrafo —aquel que no pude leer al
principio— y lo vas a pronunciar como si miles de personas te
estuvieran escuchando”. Lentamente, de forma intencional,
con mucha gesticulación, respirando profundamente,
comencé… Leí ese desafiante párrafo como si no lo fuera. Al
concluir la lectura, los aplausos en aquel salón retumbaban;
levanté la mirada y todos los estudiantes de oratoria estaban
de pie, la gran mayoría de ellos llorando. Observé a mi
profesor, quien evidentemente emocionado me abrazó, y
junto a él, todos mis compañeros corrieron a abrazarme.
¡Qué gran momento! Ese hermoso instante me confirmó que
estaba en el lugar correcto y con las personas adecuadas.
Aquel día me di cuenta de que mi esfuerzo me podría
llevar a lograr, no solo una buena pronunciación, sino a poder
demostrarles a otros que las excusas no existen cuando los
sueños son enormes. Ese día ninguno de mis compañeros se
permitió hacer mal la lectura, pues por muy difícil que fuera,
decían: “Si Gustavo lo hizo, ¡yo también puedo!”.
Bendito día
Muchos de mis compañeros aprovechaban la noche del
sábado para salir a discotecas. Entre tanto, yo prefería llegar
rápido al hotel a ensayar todo lo aprendido, y dedicaba varias
horas a mis terapias. Esa rutina se repitió una y otra vez. El
enfoque que tenía en aprender era absoluto y no me permitía
tener distracciones, ni siquiera encendía el televisor. Hasta
que un día —un bendito día— volví a nacer, y mi propósito
cobró un nuevo significado; descubrí la esencia intangible
que le daría forma a lo tangible.
Antes de contarte qué sucedió ese bendito día, quiero que
hagamos juntos un ejercicio:
Mira por un momento esta imagen.
El anhelo de Dios
Me sorprende conocer a tanta gente en diferentes países
que me piden “el secreto” para cumplir sus metas, o “la clave”
para una vida de prosperidad integral. Muchos esperan que
les diga rituales llenos de humanismo, o conceptos de teorías
filosóficas rebuscadas; cuando les digo que “el secreto está
en la Biblia” se decepcionan pensando que les estoy
recomendando una religión, cuando en realidad en su lectura
y, sobre todo, en su aplicación, encontrarán que, en lugar de
religión, Dios anhela una relación íntima con cada uno de
nosotros; una donde el beneficio principal se centra en el
espíritu y en la eternidad.
La Biblia es la guía para regresar a casa, al lugar a donde
pertenecemos. La prosperidad terrenal, la abundancia, la
salud, el gozo y una vida con propósito, son simples
consecuencias de tener una relación amistosa con Dios, pero
todo eso no es el fin. El verdadero fin es estar algún día cara
a cara con el Creador. Cuando empieces a leer la Biblia
pidiéndole a Dios entendimiento para comprenderla,
entonces su Espíritu te hará descubrir tesoros ocultos que
antes no veías, y lo que un día era una Palabra repetida para
ti, pasará a ser una revelada que te hará prosperar en todos
los sentidos.
Hay un hombre a quien admiro profundamente, él junto a
su familia ha sido de inspiración para mí. Te hablo de Rich
DeVos, cofundador de la empresa número uno en mercadeo
en redes o multinivel en el mundo: Amway. Sin temor a
equivocarme, y con el respeto profundo y gratitud que tengo
hacia otras compañías a las que acompaño a diario, para mí
Amway es la mejor empresa a la que he podido acompañar
con mi propósito. No solo por sus excelentes productos y sus
estrategias comerciales, sino por la profundidad de sus
principios y la “esencia” que los acompaña desde sus inicios.
Rich DeVos ha tenido un éxito rotundo en todo lo que ha
emprendido. Estuvo en las fuerzas armadas en la Segunda
Guerra Mundial, es dueño del equipo de la NBA Orlando
Magic, y es un verdadero hombre de familia; todo eso sin
mencionar que es billonario. En uno de sus libros titulado
Sencillamente Rich nos cuenta cómo se presentó ante
cientos de personas que esperaban ansiosas por escucharlo
en un evento empresarial, donde solo expresó:
Ejercicios prácticos
Si has llegado hasta esta página del libro, puedo deducir
que te gusta leer. ¿Qué tal si agregas a tu plan de lectura una
pequeña porción de la Biblia? Hazlo sin pensar que lees un
libro “religioso”, más bien empieza a leer con el anhelo de
que lo intangible se manifieste en ti.
Te invito a iniciar con una lectura fascinante en la Biblia.
Comienza por leer el Evangelio de Juan, y deja que cada
Palabra no solo llegue a tu mente, sino a tu corazón. ¡Lo
demás lo hará Dios!
CAPITULO VI
EL PODER DEL PROCESO
APRENDER
Diferencia 1:
El experto en diamantes al tomar uno sintético, para
comprobar su originalidad, sopla un poco de su aliento sobre
él —algo similar a lo que casi todo el mundo ha hecho para
escribir sobre un espejo o vidrio con su dedo—, y como es de
esperarse, la joya se empaña como lo haría cualquier vidrio.
No obstante, cuando se realiza esa misma prueba en un
diamante geológico, por mucho aire evaporado que reciba,
JAMÁS SE EMPAÑARÁ y continuará tan brillante como es. Él
demuestra, en una sencilla prueba, que es una gema original.
Ese aliento o vapor podría representar las circunstancias
que la vida nos presenta y que amenazan con empañarnos la
visión; digamos que es un “aliento de desaliento”. Por
ejemplo, supongamos que alguien anhela fervientemente
emprender un nuevo proyecto, y mientras sueña con eso, o
empieza a dar sus primeros pasos, aparece alguien y le da
un “aliento de desaliento” con palabras como: “Ahora no se
puede emprender, eso es muy arriesgado. Yo conozco a una
tía que también hizo lo mismo y quebró”. Si quien escucha
esas sentencias no tiene un corazón de diamante natural,
sino que ha sido formado en “laboratorio”, entonces,
inmediatamente, renunciará a ese sueño y continuará su vida
“normal”.
A lo mejor cuando intentaste dar tu primera conferencia,
ese primer público se durmió, nadie te aplaudió y se te olvidó
todo lo que llevabas preparado. En ese instante apareció un
susurro en tu oído, un “aliento de desaliento” que te dijo:
“Esto no es lo tuyo. No tienes la capacidad de conectar con
las personas. No eres carismático. Dedícate a otra cosa”. Si
lo escuchaste e internalizaste esas palabras abandonaste tu
sueño, y te resignaste a asistir a las conferencias como
espectador, pero jamás como protagonista. De esa forma
darás testimonio de que tu corazón ha sido formado al estilo
de los diamantes sintéticos: en laboratorios.
En cambio si eres de aquellos que tienen un corazón de
diamante natural no permitirás que nada ni nadie opaque tu
visión. Quizás emprendas en medio de un escenario en el
cual están las estadísticas económicas más dramáticas, y
eso amenace tu proyecto; probablemente la gente te da la
espalda, y son más los que te juzgan que los que creen en ti;
tal vez vienen voces a tu mente diciéndote que te detengas;
pero, a pesar de todo aquello, tú no dejarás que nada
oscurezca tu objetivo. Vienes de altas temperaturas, has
soportado una presión fuerte y no cualquier vaporcito te va a
nublar la visión. Tu carácter ha sido formado en las
profundidades, y sabes identificar aquellos “alientos de
desaliento” que te amenazan a diario, sabes que no puedes
impedir que ellos vengan a ti, pero sí sabes cómo
contrarrestarlos. Por más que soplen sobre ti no te opacas, te
mantienes intacto, y demuestras con firmeza que eres un
diamante natural.
Diferencia 2:
Por ser un proceso de laboratorio, la excelencia y el
cuidado del diamante fabricado son extremos, tanto así que
su pulcritud logra poner en evidencia su poca autenticidad. Si
tomas la joya sintética y la observas con una lupa verás que
en su centro se aprecian cortes perfectos, y que no tiene
ninguna raya ni grieta. Esto se debe a que ha sido diseñada
para que su perfección impresione a cualquiera que la vea.
Sin embargo, cuando un experto en joyas ve el diamante tan
perfecto, sonríe y dice: “No es un diamante real, ¡es
sintético!”.
Cuando el diamante natural es sometido a este mismo
procedimiento, quien lo mire se dará cuenta de que en su
interior posee muchas grietas aunque no se evidencien a
simple vista. Son cicatrices que han quedado producto de las
altas temperaturas y de la presión que pasó durante mucho
tiempo. Son las huellas que ha dejado el proceso en él. Y es
así como el experto, al percatarse de las imperfecciones, dice
emocionado: “¡Este es un diamante natural!”.
Todo lo que has vivido ―absolutamente TODO― ha
formado en ti las grietas necesarias para darle valor a tu vida.
Son esas cicatrices las que forman ese brillo intenso que la
gente percibe al mirarte, sin ellas no serías el mismo, sin
ellas tu propósito no resplandecería con la misma fuerza. Si
has llorado, si te han herido, si te ha dolido, si has fallado, si
has caído y te has levantado, y si has aprendido de cada
proceso, entonces eres un diamante natural; uno que puede
hablar del fuego porque ha salido de él. Pero una sola cosa
te pido: ¡No trates de esconder tus cicatrices!
Querido hijo:
Sé que has pasado dificultades, sé que a veces
dudas de mi existencia, o piensas que me he
olvidado de ti. Hoy llegué a tu casa por medio de
esas personas para decirte que eres especial para
mí y que no te olvido. Yo tengo cuidado de ti, y
jamás me alejaré. Tan solo búscame. ¡Siempre
estaré para ti!
Con amor, DIOS.
La iglesia perfecta
Llegamos un día jueves a Mérida. Los primeros días
caminamos por algunos sectores para ubicarnos un poco. El
aprendizaje más significativo lo tuve un sábado, cuando
entramos a una iglesia cristiana que quedaba justo a dos
cuadras de la habitación donde vivíamos. Antes de
mudarnos, le pedí a Dios que nos permitiera encontrar una
congregación cerca, en la cual se ejecutaran las prácticas de
la Biblia a cabalidad, pues quería mantener mi vida espiritual
activa. Esta vez, por el poco dinero que poseíamos y por ser
una ciudad muy grande, se hacía más complicado el “turismo
de iglesias”.
Sin embargo, a pesar de ver la oración contestada antes
de entrar a aquel lugar, le dije a mi esposa: “Vamos a
quedarnos en la parte de atrás, si no nos gusta, nos vamos”.
De alguna forma tenía en mi mente que si no me gustaba
tendría que seguir buscando hasta conseguir la iglesia
perfecta, con el pastor perfecto y las personas perfectas.
El lugar era un viejo cine que había sido restaurado para
funcionar como iglesia. El servicio de aquel día era una
celebración de jóvenes, y sin duda alguna, se habían
esmerado por cuidar cada detalle. Recuerdo que en ese lugar
experimenté exactamente lo que en una ocasión mi esposa
me contó que sintió cuando visitó una congregación por
primera vez: “Sentí que cada palabra que decían era para
mí”, me dijo. En mi caso, el predicador, de forma
contundente, aseveró: “No busques la iglesia perfecta, pues
no existe. Si quieres cumplir tu propósito, debes poner tu
mirada solo en Jesús. El hombre va a fallar, la gente se va a
equivocar, pero Dios jamás lo hará. Solo coloca tu mirada en
Jesús”. Argumentó sus palabras con este versículo bíblico:
Giros inesperados
Aunque se inscribieron un par de personas en el
seminario, y podíamos comprar alimentos con ese dinero, no
nos alcanzaba para pagar un próximo mes de alquiler.
Conseguimos, entonces, una nueva habitación más
económica. Conforme se acercaba el día del evento, la
angustia crecía, pues recibimos pocas llamadas de personas
interesadas.
El seminario por fin se realizó. La concurrencia no fue la
esperada y los gastos aumentaron muchísimo, a tal punto
que la historia de los anteriores seminarios se repitió.
Nuevamente solo nos alcanzó para pagarle al conferencista,
imprimir los certificados, y pagar el sonido.
Yo era el encargado de dar, en media hora, la charla sobre
“superación personal”. Allí, en medio de algunas decenas de
personas, con el traje ajado por tanto uso, con sus únicos
zapatos negros llenos de grietas; comiendo ―cuando
había― arroz solo, y con el recuerdo constante de aquel
trozo de pan para almorzar, se encontraba el conferencista
Gustavo Henao dando claves de superación personal.
En ese momento inspiré a muchas personas a vencer sus
“barreras imaginarias”. Fue una conferencia muy emotiva,
pues sentí que yo mismo derribaba barreras durante esos
días, y que la vida me llevaba a aprender a enfrentar
desafíos cotidianos. Por lo tanto, mi discurso no se trataba,
solamente, de cómo nací o del proceso que viví en mis
terapias; la vida misma me enseñó a ponerme en el lugar del
otro.
Terminé el evento y celebré junto a mi esposa, porque a
pesar de las dificultades concluimos lo que comenzamos.
Algunos participantes se interesaron por las clases de
oratoria, y eso era ganancia. Además, recibí muchos
mensajes de personas que me felicitaban por mi participación
en la conferencia.
Tomamos la base de datos de personas interesadas en el
curso e hicimos publicidad por las redes sociales, y poco a
poco se fueron inscribiendo en la preparación de oratoria.
Incluso recibí una llamada de un médico cirujano con quien
compartí en una conferencia que dicté para padres de niños
con labio y paladar hendido. Me invitó a una jornada científica
que se realizaría en una ciudad que quedaba a tres horas de
Mérida. Acepté, y emocionados, mi esposa y yo empezamos
a preparar todo para aquel gran día. Sabíamos que a partir
de ahí nos podríamos dar a conocer en otros lugares.
Significó para nosotros un gran logro.
Esa misma semana concluí mis clases en la iglesia y me
bauticé. Fue uno de los días más maravillosos de mi vida. Un
día jueves, mi esposa y yo salimos a la jornada a la que
había sido invitado. Al día siguiente, muy temprano, fue la
conferencia, la cual tuvo un éxito rotundo. Al terminar mi
participación tomamos un autobús para regresar a Mérida; en
el trayecto hablamos de cómo todo estaba tomando forma.
Poco a poco la gente hablaba de nosotros. Muchos se
interesaban por conocer nuestras conferencias, y más
personas seguían inscribiéndose en nuestro curso de
oratoria.
Todo parecía estar bien. Esa fue la primera vez que me
pagaron por dar una conferencia. La habitación donde
vivíamos, a pesar de ser más pequeña, nos gustaba más, y
nos sentíamos mucho más cómodos. Me había bautizado y
estábamos felices de lo que, progresivamente, lográbamos
con Dios de nuestro lado.
El viaje fue formidable. Hermosas montañas y un clima
estupendo decoraron el trayecto de regreso a casa. De
alguna manera sentíamos que había una calma que nos
avisaba que el proceso estaba a punto de concluir. Sin
embargo, algo inesperado sucedió...
A la mitad del camino, mi hermana Elizabeth me llamó, la
escuché llorando:
—Hermanito, no te asustes por lo que voy a decir, por
favor. Tampoco intentes regresarte de allá. Tengo que
contarte lo que sucedió.
—¡¿Qué pasó?! — pregunté mientras sentía una presión
en el pecho.
—Le acaban de robar el carro a mi papá, y le dispararon.
Él está bien, fuera de peligro.
El mundo se me vino encima. Sentí un dolor muy fuerte en
la cabeza. En mi interior aparecieron palabras de reproches:
“Si yo estuviera trabajando con él, nada le hubiera pasado.
Eso pasó porque estaba solo…”, pensé. Pero al
tranquilizarme entendí que todo pasaba por algo, y que no
era hora de buscar culpables, sino de pensar en el bienestar
de mi papá y de mi familia.
Al llegar al terminal de Mérida de inmediato compramos
pasajes para el siguiente autobús que saldría en dos horas
para la Ciudad de la Libertad. Fuimos a la habitación a
buscar algo de ropa y nos fuimos sin saber, realmente, qué
estaba ocurriendo. Viajamos un poco más de 14 horas.
Mis padres estaban conmovidos por todo lo sucedido. Mi
papá supo que Dios lo guardó de morir, y que estar vivo
después de todo lo ocurrido era un verdadero milagro. Mi
padre al vernos a Sandra y a mí se alegró mucho, pero
preocupado quiso que me regresara a Mérida para seguir
luchando por mis sueños. Mamá me contó la exigencia de los
médicos para que él guardara reposo por un mes. Eso traía
varias consecuencias, pues papá estaba trabajando solo, y la
“ruta” que tenía solo la conocíamos él y yo. Además, el curso
de oratoria comenzaba en dos semanas. De un día para otro
mi vida dio un giro de 360 grados.
Ejercicios Prácticos:
Recuerda un duro proceso por el cual has pasado, por
favor, no lo hagas para lamentarte ni para preguntarte “¿por
qué?”. Más bien piensa en aquello que viviste con
tranquilidad, y escribe en un párrafo una de las lecciones más
grandes que aprendiste de él.
Quizás vas a recordar más de un proceso, si ese es el
caso, escribe aquí el primero que recordaste, y en una
agenda redacta los demás con su respectiva lección. Te
darás cuenta de que en cada párrafo estás estableciendo
principios que te ayudarán a llevar a cabo tu propósito, y que,
sin duda, son la muestra de que eres un diamante natural.
_________________________________________________
_________________________________________________
_________________________________________________
_________________________________________________
_________________________________________________
_________________________________________________
_________________________________________________
_______________________________
¿Eres exitoso?
“¿Cuántos de los que están en este auditorio me pueden
decir que ya son exitosos?”. Con esa interrogante irrumpo, en
momentos claves, mis conferencias. Lamentablemente en la
mayoría de los países que visito la respuesta es la misma.
Aunque haya miles de personas reunidas, solo algunas
decenas de ellas levantan su mano con la convicción plena
de que son exitosas. En algunos casos NADIE la levanta.
Pero, tú, ¿eres exitoso?
Nos vendieron la idea de que el éxito es una cima, un
lugar acompañado por grandes lujos, metas cumplidas y un
sello visible en nuestras frentes que dice: “¡LO LOGRÉ!”. Sin
embargo, la realidad es contraria. Aunque conquistes metas
u obtengas todo lo soñado, nunca podrás decir: “Esto es
todo”. El ser humano siempre va a querer más, y esto no es
un asunto de avaricia o de codicia, más bien, es muestra de
que podemos ser mejores que ayer y, de esa forma, dejar un
legado realmente contundente a la sociedad.
Es por eso que difiero totalmente del paradigma o del
hashtag que nos fue impuesto que dice que el éxito es una
cima. La realidad es que el éxito es un camino que tiene que
ver con la felicidad. Para explicarte mejor lo ilustraré de la
siguiente forma, quizás la analogía te parezca cliché, pero es
una forma práctica de demostrar ese principio:
—¿Eres feliz? —le preguntan a un estudiante.
—¡No! Estoy en parciales, pero seré feliz al graduarme.
Después de algún tiempo, cuando ese joven obtiene su
título se le vuelve a preguntar:
—Ahora, ¿eres feliz?
—Bueno, la verdad es que en este momento estoy
buscando empleo, ¡pero seré feliz cuando consiga uno
bueno!
Tiempo después…
—¡Ya te contrataron, tienes un buen empleo! ¿Eres feliz?
—Me falta mucho por conseguir. Quiero mi carro, mi casa
y ayudar a mis padres.
Más tarde…
—Alcanzaste todo lo que querías. Sin duda alguna eres un
hombre exitoso y feliz, ¿verdad?
—Bueno, casi lo soy… Lo que pasa es que me siento solo,
no tengo con quién compartir mis riquezas. Dediqué
demasiado tiempo a conseguir lo que tengo, pero estoy solo.
La vida le dio una gran esposa, se casaron y pensaron ser
felices al tener un hijo. Luego quisieron tener otro más para
que le hiciera compañía a su hermanito. Pensaron que serían
felices cuando sus hijos estuvieran estables, cuando les
dieran nietos. Y así fue como ese joven murió esperando
alcanzarlo todo para ser feliz, para ser exitoso.
El éxito no es una cima, no es un lugar a donde vas a
llegar. El éxito, al igual que la felicidad, es un estado mental y
espiritual, una condición de plenitud integral. Existen seres
que lamentablemente viven apresurados porque “necesitan”
conquistar una cúspide para sentirse exitosos. La realidad es
que cuando obtengan lo anhelado pondrán su mirada más
allá, y desearán alcanzar algo mayor. Y, de esa forma,
pasarán por alto los hermosos e irrepetibles detalles y
aprendizajes de sus procesos anteriores. En consecuencia se
encontrarán como un caminante que aunque sabe a dónde
va, no sabe qué ruta tomar. Andarán en la incesante
búsqueda de un nuevo vértice y, al compararse con otros,
sentirán siempre que les falta “algo más” para ser exitosos.
No es lo mismo buscar el éxito que caminar sobre él. Si
crees que el carro o la casa que quieres te harán exitoso,
pregúntate: ¿qué pasaría si un día los pierdes por un giro
inesperado de la vida? ¿Dejarías de ser exitoso? La verdad
es que el carro, la casa, el dinero, los viajes por el mundo y
todo lo que puedes desear, son simplemente un
COMPLEMENTO de tus logros. Tan solo un valor agregado.
Eso no determina ni muestra el éxito en sí.
Pudieras estar parado en una cola larguísima para tomar
el autobús e ir a tu casa después de tu jornada laboral; estar
cansado por las actividades inherentes al trabajo, y
particularmente, ser mucho más exitoso que aquel que pasó
frente a ti en su camioneta, cuando permanecías allí en la
fila, y cuya comodidad y lujos son evidentes.
Esa no es una teoría conformista. No te estoy diciendo que
como ya te sientes exitoso no debes soñar con algo más
grande. Quiero explicarte, más bien, que debes sentirte feliz y
satisfecho con lo que has logrado hasta hoy, y transitar con la
mentalidad de éxito hacia lo que conseguirás mañana. No
puedes permitirte sentir, por allí, en alguna parte de tu ser,
que aún te falta mucho para ser exitoso. Cuando eres una
persona congruente con tus principios, y que sabes
exactamente hacia dónde vas, entonces, ¡YA ERES
EXITOSO!
Cuando obtengas el carro, alcances un nuevo nivel
empresarial, cuando tus activos aumenten y palpes aquello
por lo que has luchado tanto, simplemente, vas a agregar un
nuevo motivo a tu vida para celebrar.
Si vives en una plataforma emocional de éxito vas a atraer
a gente exitosa, y te convertirás en un imán de puertas
abiertas. Verás que a tu vida llegarán oportunidades
inesperadas, y eso no sucederá porque “el universo va a
conspirar a tu favor”, sucederá porque Dios se complace en
aquellos que CREEN. La Biblia nos da un principio superior a
cualquier teoría de “superación” que se pueda inventar:
“PARA AQUEL QUE CREE TODO LE ES POSIBLE”
(Marcos 9:23).
Si crees que eres exitoso, ¡prepárate!, porque a tu vida
llegarán grandes regalos que van a complementar las
victorias que ya has alcanzado. Mi esposa y yo tenemos la
costumbre de recordar nuestros momentos difíciles. Al mirar
hacia atrás observamos que, a pesar de lo complicado que
fue superarnos, nunca nos sentimos fracasados; siempre nos
comportamos como aquello que queríamos ser; siempre
creímos que lo único que estábamos esperando era el
momento exacto para que se manifestara lo que ya era
nuestro; ¡siempre nos miramos como dos seres EXITOSOS!
Ahora, con plena convicción responde: ¿eres exitoso?
Amigos que creyeron
En el camino del éxito te vas a encontrar con personas
que también son exitosas y te tomarán de la mano para
enseñarte rutas nuevas. Muchas de ellas, incluso, te
levantarán cuando tropieces con obstáculos que, sin duda, te
encontrarás.
Durante muchos años me presenté en eventos grandes sin
recibir retribución económica alguna. Lo veía como especie
de “siembra”. Aunque, a decir verdad, a veces no era lo más
justo, pues en varias oportunidades me encontré con
organizaciones que se aprovechaban de mi anhelo de aportar
inspiración sin fines de lucro, y terminaban lucrándose ellos
con mi esfuerzo y el de mi esposa. Mientras nosotros
pasábamos muchas dificultades para llegar a los sitios, para
comer o dormir, otros disfrutaban de nuestra ganancia. Sin
embargo, nuestros corazones se mantuvieron intactos, y no
permitimos que la injusticia de otros robara la esencia de
nuestro propósito.
A pesar de que ganábamos poco dinero, mi esposa y yo
dábamos solución a todas nuestras necesidades básicas. No
obstante, en aquel tiempo ella quedó embarazada de nuestro
primer hijo, Juan Pablo, y a partir de ese momento, todo
cambió. Ya no se trataba de nosotros dos, sino de un bebé
que no podíamos alimentar con excusas ni con aplausos.
En una de las tantas noches de desvelos pensando en qué
hacer para aumentar nuestras ganancias, se nos ocurrió una
idea: grabar una conferencia. El objetivo era vender a los
participantes, durante las conferencias gratuitas que
dictábamos, un CD que contenía un material titulado
“Sabiduría para Triunfadores”. Por tanto, aunque los
organizadores de los eventos no me pagaran nada, y si el
público deseaba volver a escucharme tendrían la oportunidad
de llevarme a sus casas en el CD.
Aunque la idea era muy buena, no teníamos capital para
ejecutarla. Así que al día siguiente me fui caminando desde
mi casa hasta una radio que quedaba a unas cuantas
cuadras de distancia, para buscar apoyo. Al llegar, me di
cuenta de que el director de la radio era un hombre a quien,
en mis épocas de universitario, le había cuidado la casa
cuando él salía fuera de la ciudad, y por esos favores nunca
le pedí dinero.
Al verlo le conté que necesitaba su estudio para grabar,
pero que antes necesitaba saber el presupuesto. Él
sonriendo me dijo: “No tienes que pagarme nada. Solo le
cancelas al operador del sonido y listo. ¡Estás en tu casa!”.
¡Qué buena noticia para mí! Solo debía conversar con el
técnico, ¡un gasto menos! Pasé al estudio y descubrí que ese
operador era, precisamente, un compañero que conocí
cuando trabajaba alquilando películas, y como DJ. Después
de conversar un buen rato le comenté sobre mi proyecto.
“¿Cuánto me cobras por grabar y editarme el CD?”.
“¿Cobrarte? —respondió— No te cobraré nada. ¡Vamos a
grabarlo!”. No obstante, había aprendido que todo aquel que
trabaja es digno de su salario, así que le prometí que apenas
tuviera el dinero de las ventas de los CD’s regresaría y le
daría su pago. Él hizo un ademan de negación con su rostro,
y empezamos a grabar.
Le conté del proyecto a un amigo diseñador gráfico, y él
me diseñó la portada sin costo alguno. Igualmente le prometí
regresar para honrar su trabajo. Tenía el audio, el arte, pero,
¿con qué dinero produciría los CD’s? Conseguí una
cotización, y me cobraban —para aquel entonces— 2.500 Bs.
En aquellos tiempos conocí a Juan Carlos Aldana, un
hombre especialista en relaciones de pareja y finanzas. Él y
yo nos convertimos en amigos, y sin buscarlo, formamos una
relación de hermandad, sustentada en el respeto y en la
ayuda mutua. Siempre intenté mantenerme a flote por mi
propio esfuerzo, sin recurrir a préstamos. Sin embargo,
recurrí a él. Le dije:
—Juan, tengo un nuevo proyecto, pero como ya sabes, a
la mayoría de conferencias a las que asisto no me pagan. No
tengo capital para concretar el plan, pero estoy buscando un
“inversionista” que se quiera unir al proyecto. La idea es
invertir 2.500 Bs para producir unos CD’s que venderé. Estoy
convencido de que los venderé todos. La próxima semana
me voy para un congreso, por lo cual si decides invertir ese
dinero tendrías en cuatro días tu capital de vuelta, aunado a
una ganancia por la inversión.
En realidad le estaba pidiendo dinero prestado, pero
intenté que no se notara mucho. Sin embargo, él sí se dio
cuenta, porque me conoce muy bien.
—Mañana nos vemos en la iglesia y te doy repuesta. Veré
qué puedo hacer —me contestó Juan.
Al día siguiente nos encontramos en la iglesia, porque
ambos asistíamos a la misma. Él me llamó lejos de la gente,
y me dijo lo siguiente:
—Gustavo, todo lo que tengo es porque Dios me lo ha
dado. Él me sacó de una ruina financiera, y me ha enseñado
a honrarlo con todo lo que soy y lo que tengo. Anoche oré por
ti y por tu familia, por ese niño que está por nacer, y quiero
que escuches esto… —Se acercó a mi oído, mientras
tomaba mi mano para darme un cheque— Dios me hizo
sentir que te diera el dinero que necesitas. Te pido, por favor,
que entiendas que no soy yo, es Dios quien te lo está dando.
No me debes a mí; no tendrás que pagarme nada porque tu
mayor socio es Dios, y yo solo estoy cumpliendo con darte
este dinero. A tu esposa y a tu hijo no les va a faltar nunca
nada. Solo te pido que nunca cambies tu corazón, y que
recuerdes que esto lo hizo Dios, no yo.
Fue inevitable no llorar. Intenté decirle entre sollozos que
no podía aceptar, así, sin más, ese dinero, y que por
supuesto le pagaría; pero Juan Carlos estuvo firme y me
aseguró que no me recibiría nada. Sé que fue Dios quien lo
hizo, pero no me cabe duda de que eligió a la persona
correcta.
Aquellos 2.500 Bs se convirtieron en 25.000 Bs. Para que
tengas una idea de lo que significaba ese monto, un aire
acondicionado costaba para esa fecha unos 3.000 Bs; así
que con ese dinero logramos producir más audios, pagamos
el parto de mi primer hijo, compré una cocina, un aire para el
cuarto de nuestro hijo, le pagué al editor del audio, al
diseñador, y me sobró dinero. ¡Definitivamente fue un regalo
del cielo que llegó mientras transitaba el camino del éxito!
En la actualidad Juan Carlos y yo compartimos una gran
amistad. Son muchas las anécdotas que recordamos cada
vez que nos vemos. Hoy puedo decir que tengo el honor de
mantener una gran hermandad con él y con su familia.
Además, tuve el gran privilegio de ser el autor del prólogo de
su primer libro El baúl de una mujer.
En ese camino de éxito que había emprendido conocí a
José Antonio de Tovar, un gran empresario, y sobre todo, un
excelente ser humano. Él se convirtió en un amigo y en un
gran mentor. Para ese entonces él desarrollaba congresos
que combinaban lo académico con el turismo, y junto a su
gran equipo se encargaba de crear alianzas con grandes
profesionales de diferentes especialidades. Además,
coordinaba congresos de tres días, en los que brindaba la
oportunidad a estudiantes y profesionales de recibir
conocimientos fuera de su pénsum académico, mientras
estos podían desconectarse de las actividades diarias, y
disfrutar de la belleza natural de la Isla de Margarita en
Venezuela.
José Antonio me dio la oportunidad de hacer mi debut en
un congreso de marketing como conferencista invitado. La
idea era que desarrollara una conferencia sobre la
importancia de la oratoria en el emprendimiento y, a su vez,
inspirara al público. El éxito en aquel congreso fue rotundo;
en dos oportunidades los participantes se pusieron de pie
para loarme. José Antonio solo pudo verme en escena
algunos minutos, pero antes de regresar a mi hogar nos
reunimos en el aeropuerto y conversamos un poco; se
despidió mientras me obsequiaba un abrazo y la promesa de
llamarme para nuevos eventos.
Nuestros pensamientos coincidieron al igual que nuestra
visión, así que durante algunos años me convertí en el
conferencista invitado de la mayoría de los congresos que su
empresa producía. Yo no era el único que José Antonio
llevaba; por cada congreso había, al menos, cinco
conferencistas. Y como el objetivo era que el público —en su
mayoría estudiantes— conociera a Venezuela, y a su vez
aprendiera, no era mucho lo que ellos pagaban. Por lo tanto,
se nos daba la oportunidad de consolidarnos, y por supuesto,
de disfrutar de los viajes.
Sin embargo, José Antonio —que tiene mente empresarial
— se preocupó por el hecho de que yo no estaba generando
dinero, y cada vez tenía más invitaciones a congresos, así
que una tarde me dijo:
—Gustavo, tú haces reír a la gente en tu conferencia sin
decir ni una sola grosería. Aparte, dejas un mensaje que
realza los valores. Todos quieren siempre volverte a
escuchar, así que te propongo esto: yo estoy pagando el
auditorio del hotel durante dos días completos; en las noches
el salón está cerrado, y aun así lo pago. Quiero que armes un
monólogo de comedia, y que promovamos en las noches un
show de humor. Yo me encargo de toda la logística, y tú te
encargas de hacer reír a la gente. Trabajaríamos en sociedad
y no te irías con las manos vacías a casa.
Fue un gran desafío, pero acepté. Llegué a mi casa
contándole a mis padres la propuesta, y paradójicamente a
papá se le ocurrió un nombre fantástico para el espectáculo:
Reflexión Comedy. ¡Sembrando Valores con Humor! Durante
mi conferencia de las tardes debía invitar a los participantes a
mi monólogo de la noche. Los desafiaba a ir diciéndoles que
no pararían de reír sin escuchar ni una sola palabra vulgar,
ninguna frase o analogía que atentara contra la moral y las
buenas costumbres.
Eso les generaba intriga a todos, ya que lamentablemente
en los últimos años la comedia se ha “aderezado” con lo
grotesco. Que yo les asegurara que no utilizaría malos
recursos lingüísticos para entretenerlos, y aparte daría un
mensaje inspirador, los inquietaba mucho y terminaban
comprando, no solo su entrada, sino la de sus
acompañantes.
José Antonio había hecho su parte; se encargó de hacer
una publicidad muy visible en el hotel. Según él, muchos de
los huéspedes se iban a interesar, y tuvo razón. Reflexión
Comedy se convirtió en uno de los primeros eventos en los
que aprendí a desarrollar la comedia en vivo como forma de
llevar un mensaje de inspiración y valores.
Estuvimos a casa llena en algunos de los mejores hoteles
de la Isla de Margarita. Recibimos a muchos huéspedes, y a
cientos de participantes que reían por el humor y lloraban por
la reflexión. Son muchas las anécdotas que hoy José y yo
recordamos con aprecio de aquellas noches. Él siguió
apoyándome. Nunca aceptó que le diera ni un mínimo
porcentaje por los monólogos. Cuando me dijo que
trabajaríamos en sociedad fue solo para convencerme de que
sería algo justo, pero sus verdaderas intenciones eran
bendecir mi vida y la de mi familia. Él mismo, junto a su
esposa e hijos, vendían las entradas de cada función, y todos
ellos se alegraban genuinamente al ver mi sonrisa, y la de mi
esposa, cuando recibíamos la retribución económica de
nuestro esfuerzo.
José Antonio creyó en mí desde el primer momento, y
jamás ha dejado de hacerlo. Luego de un tiempo dejé de
hacer Reflexión Comedy, porque muchos de los participantes
me hacían propuestas de llevar ese evento a su ciudad, y al
acceder terminé por notar que la gente estaba percibiéndome
como un humorista. Respeto profundamente esa profesión,
pero ese no era mi objetivo central, más bien he tomado el
humor como una herramienta poderosa para anclar mi
mensaje de inspiración.
Contaba, además, con el apoyo de muchas empresas que
me brindaban la experiencia corporativa. Con ellas aprendí
muchísimo sobre las dificultades que el departamento de
talento humano presenta a la hora de tener a todo el personal
alineado a una misma visión. Fueron muchas las compañías
que me dieron ese privilegio de acompañarlos en
capacitación, y sobre todo, se unieron a nuestra idea de
humanizar a las organizaciones.
En una conferencia para un gremio de empresarios me
encontré con Daniel Lupi, otro buen amigo en ese camino del
éxito. Él fue una de las personas que más me enseñó sobre
las necesidades, estrategias y maneras de dar
acompañamiento a las empresas. Gracias a su ayuda conocí
a grandes compañías en Venezuela, y a diferentes
transnacionales que, hasta el día de hoy, tengo el honor de
acompañar.
En una conferencia en el Go Crown, un evento de la
organización Team Global en Venezuela, liderado por mis
amigos Yolaide y Santos Rivas, estaba compartiendo
escenario con un matrimonio de médicos y de empresarios
colombianos, Sergio y Lina de Castro. Ellos estuvieron
atentos a cada una de mis palabras en aquel seminario.
Recuerdo su humildad al estar en primera fila tomando
apuntes de los aportes que di en mi participación. Cuando
bajé del escenario se me acercaron, me abrazaron y cada
uno se encargó de decirme palabras que aún recuerdo con
gran aprecio.
Lina me miró, y dijo: “Me ha costado creer en motivadores,
pero tú, Gustavo no eres un motivador, eres más que eso.
Vas mucho más allá”. Por su parte, Sergio expresó: “Gustavo,
te prometo que nosotros nos encargaremos de que tu
nombre sea escuchado en todo el mundo. A cada país que
vayamos vamos a hablar de ti; vamos a comenzar por
Colombia, y después por el mundo entero”. Nos abrazamos,
nos secamos de nuestros rostros algunas lágrimas y, meses
más tarde, me encontraba en una gira por Colombia; gracias
a la promesa cumplida de ese matrimonio de ángeles que
llegó a mi vida. Sucedió lo mismo con otros países, y hoy ese
juramento continúa por todo el mundo.
Sergio —Checho, como le decimos por cariño— y Lina
han sido una inspiración para nosotros. Su familia es un
modelo para mi familia. Encontrarlos en nuestro camino de
éxito ha sido un gran regalo de Dios.
La lista es interminable. Describir cada una de las
experiencias con las personas especiales que han sido parte
de mi camino de éxito y han creído en mí sería convertir
estas últimas páginas en nuevas historias que no terminarían.
Lo que pretendo es convencerte de que siempre vas a
encontrar a las personas adecuadas en el momento justo.
Hay una orden en el cielo que fue dada a tu favor y serán
muchas las puertas que no tendrás que empujar,
simplemente, verás cómo otros que creen en ti abrirán los
espacios para que puedas cumplir tu propósito. Eso sí, jamás
se te olvide quiénes vieron en ti lo que nadie más vio. Nunca
pierdas la gratitud por aquellos que, sin interés, decidieron
caminar ese camino de éxito junto a ti.
Para ti que has caminado junto a mí, que recuerdas esa
historia que tengo a tu lado, que creíste y me apoyaste, para
ti… ¡INFINITAS GRACIAS!
En esto creo
Definitivamente hay que CREER para CREAR nuestra
realidad. Debo confesarte que cerrar este último capítulo no
ha sido fácil. Pensándolo bien, no lo es porque ¡cada día vivo
historias que quiero compartirte! Cada vez me acerco con
más gratitud a mi presente, y vislumbro mi futuro con nuevas
esperanzas y, aunque este sea el cierre de Cicatrices de un
propósito, creo profundamente que apenas estamos
comenzando. Faltan muchas vidas por inspirar, libros por
escribir y caminos de éxito por recorrer. También creo en
esto: en las promesas que se cumplen.
Cuando profesas una promesa debes estar dispuesto a
cumplirla, pues existe un poder que se desprende de la
persona que declara con fe lo que sucederá en el futuro, aun
cuando no lo perciba en el presente. ¿Recuerdas la promesa
que le hice a mi esposa en nuestro matrimonio? Aquella de
viajar por el mundo y celebrar nuestra luna de miel en
Venecia, ¿la recuerdas?
No te puedo decir que “hice algo” para que eso sucediera.
No hubo un contacto mágico o una estrategia precisa
empleada para cumplir dicha promesa, pero lo que sí hice fue
CREER. Me aferré apasionadamente a esas palabras y,
aunque no tenía ni idea de cómo sucedería, lo único que
sustentaba mi vida era la fe. Simplemente sabía que pasaría,
y así fue. Estuve en Rímini, Italia, con mi esposa y mis hijos
dictando tres conferencias para miles de empresarios y, al
finalizar, tomamos un tren rumbo a Venecia.
Nuestra habitación quedaba frente al Gran Canal, y allí,
junto a nuestros dos hijos, la promesa se cumplió. Paseamos
en góndola, tal como nos imaginábamos al conversar sobre
nuestros futuros viajes. En ese mismo lugar aproveché para
declarar nuevas promesas que, sin lugar a dudas, se
cumplirán, ¿cuándo? no tengo idea, pero CREO
fervientemente en que sucederán.
La verdad es que me siento feliz por todo lo que hemos
podido compartir hasta ahora. Pero, en este instante, quiero
que te detengas un momento y pienses en aquellas
promesas que has hecho y que aún las ves muy lejos,
incluso, en las que piensas que son imposibles de cumplir.
Piensa en ellas. Mi consejo para ti es que NO DEJES DE
CREER. Mantenlas vivas en tu corazón. Levanta en tu
interior una FE inquebrantable, aquella que abrirá puertas y
te inspirará a decir: ¡LO LOGRÉ!
Si no tienes promesas por cumplir, te animo a que ancles
tu vida a nuevas promesas y, al terminar la lectura,
comiences a caminar CREYENDO que aquello que
profesaste se convertirá en realidad. No te conformes ¡VE
POR MÁS!
Creo en la familia
Después de que mi esposa dio a luz a nuestro primer hijo,
continuamos nuestros viajes juntos, pero esta vez, con una
maleta extra, un coche y muchos pañales. Observar los
rostros de las personas que me esperaban en los
aeropuertos era divertido, y otras veces, incómodo, pues
ellos no entendían por qué si habían contratado a un
conferencista este llegaba con su esposa y un bebé. Sandra
y yo, particularmente, decidimos ser diferentes. Ya era
costumbre para nosotros que en cada viaje alguien nos
dijera: “¡Qué lindo que anden en familia! Aprovechen todo lo
que puedan, porque cuando su hijo crezca y comience la
escuela ya no podrán viajar juntos”. Esa era una realidad que
nos golpeaba fuertemente, pues aunque no nos gustaban
esos comentarios sabíamos que algo así sucedería.
A medida que Juan Pablo iba creciendo, efectivamente
empecé a viajar solo. Recuerdo que en varias oportunidades
salía de casa hasta por 20 días. No había una sola noche en
la que no me sintiera mal, pues en mi interior había una lucha
que me confrontaba; saber que estaba parándome en un
escenario a inspirar a miles de personas, pero no ver a mi
esposa y a mi hijo en las butacas, me afectaba mucho. Fue
entonces cuando le pedí a Dios que me mostrara una forma
en la que pudiera inspirar junto a mi familia. Ya estaba
cansado de ver a conferencistas solitarios por el mundo, a
grandes hombres cuyas familias están en el anonimato, a
personajes persuasivos que lograban transformar a
multitudes, pero sus hogares permanecían destrozados. Me
negaba a esa realidad, y junto a mi esposa empezamos a
clamar a Dios y a creer que hallaríamos la solución.
Checho y Lina, aquellos que me prometieron hablar de mí
por el mundo, fueron quienes, en un desayuno, se
encargaron de contarme acerca del homeschooling; un
método de estudio que ellos usaban con sus hijos para
educarlos desde casa, o desde cualquier otro lugar.
Escucharlos para mí fue revelador. De inmediato llamé
emocionado a mi esposa y le conté lo que me habían dicho
mis amigos, y nos pusimos en la tarea de indagar sobre ese
modelo de educación. Al poco tiempo supimos que era lo que
necesitábamos.
Una vez tomada la decisión retiramos a Juan Pablo de la
escuela tradicional. Para él fue uno de sus días más felices,
pues desde que comenzó a estudiar ahí siempre decía que
con papá aprendía mucho más, y que la escuela le parecía
aburrida.
Después de un tiempo llegó a nuestro hogar otro motivo
de alegría, al que llamamos Juan Diego, y desde entonces,
cuando viajo a dar una conferencia, por cualquier parte del
mundo, mi esposa y mis dos hijos son el equipo que me
acompaña. Las maletas se multiplicaron, pero con ellas
también se multiplicó nuestra paz al saber que puedo mirar
de frente a mis niños y mostrarles que el propósito de papá
es familiar. Se siente muy bien decirles a mis hijos que nada
ni nadie les ha robado el tiempo que merecen de su papito.
Ellos aprenden con nosotros, con una tutora cuando estamos
en casa y con cada experiencia que viven en los lugares a los
que vamos. Ellos se están preparando para cumplir sueños y
no para cumplir horarios.
En ese punto no pretendo profundizar demasiado, pues
trato de ser congruente con mis palabras, y para el momento
que escribo este libro, Juan Pablo solo tiene cinco años y
Juan Diego apenas un año. El día que escriba sobre ese
modelo de educación será cuando mis hijos tengan los
suficientes resultados como para poder decir con autoridad:
¡ese es el camino!, y a su vez, enseñar a otros a cómo
transitarlo. Sin embargo, lo único que puedo decir es que no
tengo agendas personales; mi agenda es 100 % familiar y
eso me hace el hombre más feliz del mundo.
Creo en Jesucristo
No ha sido mi intención hacer de este libro una “guía
espiritual”, o una especie de doctrina religiosa, pero a estas
alturas te has dado cuenta de que me es imposible hablar de
mi vida sin mencionar constantemente a quien la sostiene.
En un tiempo clave de mi vida tomé la mano de mi papá, y
en el momento más crucial de mi existencia, en aquella
habitación de un humilde hotel, tomé la mano de quien antes
de nacer ya me conocía y, desde ese instante, mis cicatrices
tienen un propósito.
No es difícil creer en Jesucristo, lo que sí es difícil es tener
la humildad de SEGUIRLO. ¿Por qué esos miles que
comieron los panes y los peces no terminaron siendo
discípulos portadores de su mensaje?, porque muchos
quieren el milagro, pero no quieren al Dios que hace los
milagros. “Ora por mí”, me dice mucha gente que desea que
Dios les haga un milagro, pero cuando les menciono que el
más grande milagro es la salvación y que solo siguiéndolo a
Él podrán sentirse verdaderamente completos, entonces, el
mensaje deja de ser atractivo. Creo en Jesucristo, pero más
que solo creerle le quiero seguir; anhelo seguir siendo un
portavoz de su Palabra como hasta ahora lo he sido.
A mi hijo Juan Pablo le encanta un artista al que se le
conoce como Redimi2. Él, en una de sus canciones, resume
lo que pienso de Jesús. Parte de letra de esa canción dice:
El líder más grande que haya existido, el Rey más
humilde que he conocido, el Hombre más influyente,
verdaderamente Salvador, deseado, prometido. Ni
siquiera mi canción lo puede describir, para
entenderlo TÚ lo tienes que seguir. Tuvo que morir y
volver a vivir para darnos razón de existir.
Crucifixión, resurrección, sangre derramada por mi
redención; sufrió la peor humillación pero ahora tiene
la mayor exaltación. La muerte no pudo con su
perfección, su nombre es sinónimo de salvación, su
reino es más grande que la religión, su hazaña no
tiene comparación.
En la tumba de Mahoma están los huesos de
Mahoma, en la tumba de Buda están los huesos de
Buda. No hay ídolo que haya resucitado todavía,
solo Cristo al tercer día dejó la tumba vacía. La
ciencia podrá negar su existencia, podrá decir que
nuestra FE en Jesús es ignorancia, pero no podrán
borrar lo que Él hizo en mi ser, jamás podrán lograr
que en Él yo deje de creer...
En el nombre de Jesús – Redimi2
Ejercicios prácticos
¡Hagámoslo juntos!
1
El término paisa, es el apócope de “paisano”. En Colombia, es una
denominación para referirse a los habitantes de Antioquia, Risaralda, Quindío,
Caldas.
ANEXOS