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Cicatrices de Un Proposito - Gustavo Henao

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Cicatrices de un propósito

Copyright © Gustavo Henao

Reservados todos los derechos. Sin la autorización del autor queda


rigurosamente prohibida la reproducción parcial o total de este libro por
cualquier medio o procedimiento (electrónico, mecánico, de fotocopias,
grabación, etc.), bajo las sanciones establecidas en las leyes.

Primera edición, 2017


Segunda edición, 2019
Prólogo: Jose Bobadilla
Editorial
Gustavo Henao C.A
J- 410511060

Coordinación y producción editorial


Dairis Cecilia Berrio
dairysb15@gmail.com
servicioseditoriales.dym@gmail.com

Corrección
Dairis Cecilia Berrio

Diseño de portada
Carlos Ramírez

Diagramación y montaje
Eylin Serrano

Hecho Depósito de Ley


Depósito Legal: GU2018000008
ISBN: 978-980-7874-00-7

Visite la página web del autor: www.gustavohenao.com


A mis padres, quienes nunca vieron ninguna limitación en mí, y sin
descanso trabajaron para sacar lo mejor de mí. ¡Mi vida entera para
ustedes! A mis hermanas: mis heroínas, mis consejeras y
confidentes. ¡Por siempre, mis niñas!
A la mujer que se encargó de descubrir el ser con propósito que
había dentro de mí y lo elevó a su máximo potencial. ¡Te amo,
Sandra! A mis hijos, Juan Pablo y Juan Diego. ¡Papito no los dejará
caer!
CONTENIDO
PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I
EL PROPÓSITO
RECONOCER

CAPÍTULO II
LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA

CAPÍTULO III
¡ELIMINA TUS HASHTAGS!
TRANSFORMAR

CAPÍTULO IV
SUPERAR ANTES DE COMENZAR
PERDONAR

CAPÍTULO V
LA ESENCIA DEL PROPÓSITO
NACER

CAPITULO VI
EL PODER DEL PROCESO
APRENDER

CAPÍTULO VII
¡APENAS ES EL COMIENZO!
CREER
ANEXOS
AGRADECIMIENTOS
Estoy realmente agradecido por el valioso equipo de
profesionales que hicieron posible que Cicatrices de un
propósito se trasladara de mi corazón al corazón del lector.
Un gran equipo formado por Dairis Berrio, Mary Trini Peña y
Carlos Ramírez. ¡Infinitas gracias!
Al equipo extraordinario que me acompaña y que se
encarga diariamente de lograr que nuestros sueños de
inspiración se transformen en acción. Sin ustedes nada de
esto sería posible. ¡Lo estamos logrando!
A cada uno de los empresarios y líderes de diferentes
organizaciones que me han dado la oportunidad de inspirar a
su gente, para lograr, entre todos, cambios profundos.
¡Gracias por confiar en mí!
A nuestros speakers certificados con nuestro método de
oratoria. Ustedes son parte esencial de mi vida. La familia
sigue creciendo, y juntos continuáremos demostrando que es
mejor enseñar con la vida que con teorías.
A Jose Bobadilla, por el gran honor que me otorgó al
escribir el prólogo y por su amistad. A mi buen amigo
Eduardo Rodríguez, quien me enseñó el valor de las letras
pequeñas de la vida, y me honró al plasmar un comentario en
el libro. Agradezco a Bárbara Palacios, a Alberto Motessi y a
Nelson Bustamente. Sus palabras en Cicatrices de un
propósito son un valor agregado que aprecio profundamente.
¡Mil gracias!
A mi familia, toda completa. Nos acompañan los mismos
apellidos, la misma sangre y una unión que ninguna distancia
puede separar. ¡Los amo!
A mi suegra. Las suegras tienen muy mala fama, pero las
buenas sí existen, y una de ellas me tocó a mí. ¡La quiero
mucho!
A las personas que desinteresadamente se han dado a la
tarea de tenerme en sus oraciones. Ustedes son
protagonistas de cada éxito que se consolida. ¡Bendiciones
eternas para ustedes!
A todos aquellos que tienen una cicatriz; a los que
nacieron con la hermosa bendición con la que yo nací; a los
que no tienen cicatrices externas sino del alma; a todos
aquellos que han creído en mí; para ustedes mi primer libro.
PRÓLOGO
Desde siempre he sido renuente a los mensajes triviales
de motivación y de superación personal que se exponen a
menudo en congresos; a veces, solo como relleno para
enardecer los ánimos del público. Por lo tanto, apuesto más
por la educación que por la motivación. En las actividades
que he emprendido, mis enseñanzas están orientadas a
educar más que a simplemente motivar. La razón es muy
sencilla: la motivación dura un día, pero la educación dura
toda la vida.

Un día me recomendaron a Gustavo Henao para que


participara en uno de mis eventos, y al principio tuve la
sensación de que invitaría a un motivador más —cosa que no
me emocionaba mucho—. Sin embargo, la persona que me
habló de él lo hizo con tanta convicción que decidí no solo
invitarlo a uno de nuestros eventos, sino, también, sentarme
a escucharlo. Pronto descubrí que se trataba de una genuina
exposición, de una ejemplar transformación de vida que
generó cambios profundos y no superficiales. Observé a
Gustavo en la tarima disertar con una enorme autenticidad,
alegría y convicción.

Ese día Gustavo nos hizo reír y emocionar nos con las
anécdotas de su alucinante vida. Aquella limitación física con
la que nació solo le sirvió para marcar de forma indeleble su
existencia y la de aquellos que lo escuchan. Lo más
importante al leer su historia es evidenciar cómo su fuerza de
voluntad y su inquebrantable amor por la vida lo trasformaron
progresivamente, hasta convertirse en un tremendo orador;
impactante, inteligente, genuino y, sobre todo,
comprometido con inspirar a otros para que se adapten a sus
propios mundos, sin lamentos.

Esa experiencia fue tremendamente positiva para mi vida,


y para la de las miles de personas que lo escucharon en
aquel evento.
Cuando Gustavo me contó la noticia de que escribiría este
libro, en el cual plasmaría detalladamente su historia,
experimenté la misma alegría que tuve cuando lo escuché
hablar por primera vez. Esta obra es muestra de que la
autenticidad, lo que se lleva por dentro y lo realmente
genuino, es lo que siempre triunfa. A partir de ahora, Gustavo
se baja de la tarima y te hablará de forma explícita a través
de estas páginas. Quienes una vez lo admiraron en los
escenarios, hoy lo tienen cerca, en sus manos. Tienen a un
maestro que enseña con su propio ejemplo.

Has adquirido un precioso libro lleno de esperanzas, y que


insta al lector a despertar esa fuerza interior que todos —así
sea en letargo— poseemos. En esta obra Gustavo se
expresa con una mirada generosa sobre las circunstancias
más adversas de su propia vida, y concluye con la premisa
de que lo más importante es convertirnos en verdaderos
vehículos para progresar y triunfar.

Me impactó ver cómo Gustavo nos enseña con su


ejemplo a no juzgar, a no criticar ni a condenar. La manera
como ama a sus padres es asombrosa y se demuestra a
través de este ejemplar. Los reconoce como sus verdaderos
héroes, por haber resistido con inteligencia los embates de su
duro proceso.

En esta obra se expone lo importante que es para todos


nosotros descubrir nuestro propio sentido de la vida y nuestro
centro. En palabras de Gustavo: “El propósito”. Este libro nos
enseña que una vida carente de él será vacía e infeliz.
La historia de Gustavo proyectada en este hermoso libro
es un testigo más de cómo el éxito, el dinero, la prosperidad y
la gloria son —y deben ser— el resultado de un proceso que
deja cicatrices y recorridos generalmente dolorosos, pero
seguros y perdurables en sus resultados. Es un mensaje muy
útil para todos los que vivimos en culturas latinas, a veces,
acostumbrados a creer que los resultados rápidos o los
atajos para alcanzar el éxito y obtener riquezas son lo mejor.
Además, su obra se convierte en un viviente aporte para
cualquier persona que desee avanzar, aunque sus
circunstancias sean muy difíciles. Gustavo nos enseña que
todos tenemos los elementos para el logro de los más altos
sueños, si se escoge el camino de la transformación interna,
de los valores y de la forma de pensar hasta
lograr concebir el mundo con una verdadera mentalidad
ganadora, dispuesta a superarlo todo, a construirlo todo y a
lograrlo todo.

Estoy seguro de que esta historia narrada de manera


anecdótica, divertida y profunda será un oasis de vida para
todo aquel que la lea. Un ejemplo de fe y un
genuino testimonio de la inquebrantable fuerza del ser
humano, de su inteligencia y de la capacidad de
transformarse y de trasformar el mundo.

Jose Bobadilla
Embajador Corona de Amway
INTRODUCCIÓN
Quizás el sitio donde estás en este instante no es
precisamente donde quisieras estar; observas que el
panorama a tu alrededor no es el más alentador. Las
circunstancias que rodean tus sueños u objetivos de vida son
lóbregos y te hacen temblar.

Por más que sientas que posees TODO para lograr lo que
amas, al vislumbrar tu futuro temes, pues te das cuenta de
que tienes mucho más en contra que a favor. A lo mejor ese
es tu caso, o sencillamente hay “algo” que te detiene y que te
ha impedido apoderarte de aquello que sabes que te
pertenece. Hay una debilidad en tu vida, un miedo que te
susurra al oído: “Esto es todo. Es el momento de renunciar”.
Ahora bien, hoy comenzarás a silenciar esas voces
antagónicas que te han detenido. Las excusas quedarán en
el pasado, y en el presente formarán parte de la mejor
versión de ti.

Durante años fui esclavo de mis “debilidades”. Algo tan


sencillo como hablar era el significado de la palabra
“imposible” para mí. Mi autoestima estaba golpeada por mi
apariencia física; las cirugías habían dejado cicatrices
perceptibles y marcas muy profundas dentro de mi alma.

Mis sueños parecían ser fantasías que se burlaban


estrepitosamente de mí cuando me miraba al espejo. Las
burlas y el rechazo me acompañaban diariamente. En
silencio vivía una realidad oscura, y mi sonrisa fingida era el
testaferro de mis lágrimas. Pensé que la vida era injusta y
quise abandonar mis sueños.
La interrogante de “¿por qué a mí?” daba vueltas en mi
cabeza, y por más que intentaba darle respuesta, solo me
llevaba a formular una nueva pregunta. Y en ese laberinto sin
salida estuve durante años. En mi razonamiento era la
víctima; el destino, un cruel verdugo que me había
sentenciado sin piedad.

En eso se resumía mi historia, o por lo menos la que me


había inventado. La verdadera historia fue escrita con un
desenlace que hoy compartiré contigo. Te diré algo que
debes creerme: ¡tomaste el libro correcto! No es casualidad
que lo tengas en tus manos. Lo que estás leyendo puede
marcar un antes y un después en tu vida; puede hacerte
valorar cosas que quizás antes pasabas por alto e inspirarte
a ir por más de lo que has conseguido hasta ahora. Aquí
conseguirás respuestas, preguntas, soluciones… Y serás
transformado en un mejor ser, si así lo deseas.

Este, mi primer libro, no es una guía de fórmulas para


“alcanzar el éxito”. Más bien es mi historia vista desde
diferentes perspectivas. Abriré mi corazón para contarte
anécdotas que, en algún momento, fueron el motivo de mis
lágrimas; pero que hoy se convirtieron en mi inspiración, en el
nacimiento de las enseñanzas que comparto a diario en
diferentes escenarios alrededor del mundo. Hoy me bajo de
la tarima y me ubico frente a ti para inspirarte a caminar
sobre tu éxito.
CAPÍTULO I
EL PROPÓSITO
RECONOCER

Tantos años aprendiendo a pronunciar un “te amo”; tanto tiempo


intentando hablar y luchando por ser aceptado. Tantas dudas, tanto dolor,
tantas preguntas...
Todo con un PROPÓSITO.
Gustavo Henao

Científicamente, el origen de mi malformación se debió a


una medicina mal diagnosticada. Cuando mis padres
indagaron sobre ello, se dieron cuenta de que el médico le
había recetado a mi madre un medicamento que no podía
suministrarse durante el embarazo.
La ciencia siempre ha buscado inquirir sobre el porqué de
las cosas, lo cual es loable. Sin embargo, creo
profundamente que nada sucede por casualidad, y al
reconocer el propósito de mi vida, estoy seguro de que esa
no fue la causa o el origen, sino el medio que Dios empleó
para que todo saliera como Él quería.
Labio y paladar hendido bilateral y sin colgante faríngeo,
así te resumo mi diagnóstico. Se lee simple y parece serlo,
pero bien pueden decirlo los médicos, mis padres, y yo
mismo te lo garantizo: ¡NO LO ES! De hecho, nací con la
condición más complicada de todos los panoramas
pertenecientes a esa patología.
Quienes han sido padres estarán de acuerdo conmigo en
que al enterarnos de la noticia de un nuevo integrante en la
familia, muchos de nosotros nos hacemos una imagen mental
de ese pequeño. “¿Cómo será?”, esa es una de las primeras
preguntas que se formulan en nuestras cabezas. Si es niña o
niño nos importa poco, a pesar de que internamente
tengamos alguna preferencia. Lo que sí ocupa un especial
interés en nosotros, e incluso es tema de conversación con
nuestra pareja o familiares, es la idea de que, como
progenitores, el niño ostente nuestros mejores rasgos físicos.
Considero que ninguno de los que hemos tenido la
maravillosa bendición de traer un hijo al mundo nos hemos
sentado a pensar sobre qué condición “diferente” pudiese
venir con el bebé. No esperamos nunca que le falte alguna
de sus extremidades o que su corazoncito sea débil.
Tampoco pensamos en la posibilidad de que le cueste comer
o hablar. Antes bien, no ha nacido aún cuando lo imaginamos
diciendo “mamá” o “papá”. Todo esto sin darnos cuenta de
que hacemos un prototipo de nuestro hijo en la mente, y
aunque sabemos que quizás no será tal y como lo soñamos,
anhelamos que sea un bebé ¡completamente sano!
Actualmente es fácil saber las condiciones en las que
pudiera venir un niño. En un eco se puede ver con detalle su
evolución; podemos contar sus deditos, monitorear su
crecimiento, y hasta escuchar la hermosa melodía de los
latidos de su corazón ―una vez que los escuchas te
convences de que no hay sonido más sublime que ese―.
No obstante, debido a las condiciones económicas de mis
padres y a la tecnología poco desarrollada y accesible de los
años 80, no era posible tener tales datos de mi genética.
Simplemente sorprendí a mis padres, a las enfermeras y
médicos.
El hospital de Pácora, situado en el norte del
Departamento de Caldas, era pequeño, como ese hermoso
pueblo montañoso de mi querida Colombia. Por ser así, no
era usual que un niño naciera con la patología que yo poseía.
Fue el 5 de julio de 1986, una fecha cualquiera para el
hospital, el día más esperado para mi mamá; ¡momento de
angustia para papá! El día en que mis ojos se abrieron para
conocer la realidad terrícola. Esa mañana, alrededor de las
diez, Dios dio la orden para que comenzara mi propósito, uno
que pensé que no iba a descubrir. Un objetivo difícil de
reconocer, pues se veía oscuro, y durante años estuvo
empañado con mis lágrimas.
“Yo no entendía. Te vi como con un chuponcito en tu
boca”, dijo mi mamá cuando hablamos de ese día. No podría
describir qué fue lo que ella sintió. Prefiero que ella misma,
junto a mi padre, sean quienes en el capítulo dos te cuenten
lo que pasó al ver por primera vez a su tercer hijo. De hecho,
ese capítulo es la historia jamás contada. Es ese relato
anónimo que representa lo que soy. Es lo que muchos
ignoran al verme y escucharme pronunciar un discurso
contundente que ha brillado en cientos de escenarios ante
miles de personas.
Muchos piensan que el protagonista soy yo, y
definitivamente no lo soy. Tan solo soy el resultado de un
hombre, de un gran héroe, del verdadero Gustavo Henao —
mi padre—, y de una madre que decidió reconocer que
detrás de una noticia que sacudió sus vidas se encontraba
otra vida diminuta que con su esfuerzo sería grande: una vida
oscura que con su amor algún día brillaría, una existencia
silente que con el tiempo hablaría. En el capítulo dos
conocerás la verdadera Historia detrás de la historia.

Dos pequeñas heroínas


Mis padres habían tenido dos hermosas princesas, ambas
con partos completamente normales, que gozaban de una
perfecta salud. Ellas hablaban, cantaban, y no tenían
problemas para comer ―excepto por los vegetales―. Lo
cierto es que no había nada que le diera indicios a mi mamá
de que su primer hijo varón vendría con una bendición
diferente que les cambiaría la vida por completo.
Aunque en casa yo era como cualquier otro niño, crecí
intentando encajar con los demás. En mi hogar me hacían
sentir tan normal como cualquiera; mis padres fueron
protagonistas de ello, pero también conté con dos personitas
que jugaron un papel determinante en mi recuperación: Lina
y Elizabeth, mis dos heroínas. Esas lindas muñecas se
encargaron de mostrarme un mundo totalmente distinto al
que me esperaba. Junto a ellas jamás me sentí diferente;
nunca me veían el labio con curiosidad ni me hacían repetir
las palabras que ellas pronunciaban correctamente. Aún me
pregunto cómo podían entenderme. Recuerdo su paciencia a
la hora de cuidarme y su disposición genuina para estar a mi
lado sin reproches.
Debo reconocer que, aunque mis padres siempre nos
dieron lo mejor a los tres sin distinción alguna, yo ameritaba
más cuidados. Y muchas veces, sin quererlo, les negué a mis
hermanas parte de su niñez. Ellas no jugaban a cuidar a un
bebé de juguete, sino que tenían la necesidad de aprender a
proteger a uno real: uno que hablaba con sus ojitos, que
valoraba cada abrazo, cada caricia, cada historia y cada
instante que esos angelitos en forma de hermanitas le
regalaban.
Cierto día me acababan de traer del hospital, y mi papá
había salido muy temprano a buscar medicinas, gelatinas y
todo lo que yo necesitaba en el postoperatorio. Entre tanto,
mamá parecía una máquina con perfecta configuración: me
limpiaba la herida, cocinaba, mantenía en orden la casa, me
hablaba, me contaba historias, y buscaba los mejores
programas de televisión para mí. Todo esto lo hacía con una
hermosa sonrisa que me transmitía paz.
El día de escuela había terminado para mis hermanitas, y
sus vocecitas aparecían rompiendo el silencio de la casa. Mi
corazoncito saltaba de alegría, pues ya estaba cansado de
ver los mismos programas todas las mañanas, acostado, sin
cambiar de posición, mientras me recuperaba de una de las
cirugías.
Recuerdo haber escuchado a Lina preguntarle a mamá:
—¿Y mi hermanito?
De inmediato Elizabeth la siguió:
—¿Está dormidito, mamá?
Sabía que mi mamá les había dado las mismas
instrucciones de siempre, porque escuché el susurro de su
voz. Seguramente les dijo que debían tener cuidado con mi
boquita, que no se movieran mucho al acostarse en mi cama
porque me iba a doler la herida, y que no me hicieran reír
mucho porque los puntos de la cirugía podían dañarse.
La puerta se abrió, y allí estaban ellas vestidas de forma
idéntica con su uniforme de la escuela: una bata roja de
rayas blancas y cuadros que les llegaba hasta sus rodillas,
medias blancas largas e impecables y zapatos negros. ¡Mis
niñas lindas habían llegado!
Me dolía muchísimo sonreír, y en mi mente estaban
siempre las instrucciones que me daban los doctores de
evitar estirar mis labios. Sin embargo, era muy difícil verlas
sin que se me dibujara una pequeña sonrisa. Me aguantaba
el dolor para que ellas supieran que su compañía me hacía
bien.
Se acercaron a mi cama, se quitaron sus zapatos, y como
si lo hubieran ensayado, cada una se puso, con mucho
cuidado, a un lado de la cama para llevarse mi soledad.
—¡Mi hermanito lindo, nos hiciste falta! ―dijo Lina
mientras me acariciaba con mucho tacto.
Elizabeth, mi “Yeye”, era de pocas palabras, pero nunca
las necesitó demasiado, al menos no conmigo, porque con su
abrazo y un suave “te amo” me decía mucho. Ella entendía
mis palabras mal pronunciadas y yo entendía su silencio.
Allí estábamos los tres, abrazados, mirando la televisión.
Yo en medio de mis dos pequeñas heroínas sintiéndome
protegido, amado y valorado. Esa escena se repitió muchas
veces, y en su simpleza representaba demasiado para mí.
Con diminutos gestos como esos, ellas me estaban diciendo
que siempre estarían ahí para ayudarme, que a su lado
jamás nada me pasaría, y que mientras estuvieran presentes
podría refugiarme en las dos. De hecho, cuando me refiero a
ellas como ángeles no lo digo solo por decirlo, sino porque
realmente se portaron como tal.
Recuerdo perfectamente cuando paseábamos juntos por
algún lugar. Yo siempre iba en el medio de las dos, y ambas
me sujetaban con fuerza para evitar alguna caída. De repente
alguien gritaba algún calificativo ofensivo hacía mí, o me
señalaban riéndose sin piedad, y ellas, sin pensarlo, se
detenían y enfrentaban a cualquiera. No median el tamaño ni
la edad de quienes se burlaban de su hermanito menor;
como fuera se colocaban delante de mí y me defendían. Yo
no encontraba qué decir, solo guardaba silencio, pues si
hablaba les daba más impulso a los “valientes verdugos” para
que se siguieran burlando. Ni siquiera Elizabeth, que era la
más calladita, se quedaba sin algo que decir. Ambas me
defendían y casi siempre todo terminaba en una tienda en
donde me compraban dulces para hacerme sentir mejor.
Algunas veces lloré, pues era inevitable, pero junto a ellas
todo era sencillo, y las lágrimas no duraban mucho. ¡Sin duda
fueron mis ángeles!
Las terapias de lenguaje fueron mi día a día, unas más
complicadas que otras, pero sin duda alguna mi familia
completa fue la clave en todos esos años de tratamiento. Mi
papá, mi mamá y mis hermanas se engranaron como equipo,
y sin descanso me ayudaron a hacer cada ejercicio.
Siempre fui muy apegado a mi papá y me gustaba
acompañarlo en todo lo que hacía. Él tuvo una microempresa
de piononos, un pastel típico de Aguadas ―su pueblo
natal―. Ese fue el más grande emprendimiento que mis
padres desarrollaron para poder sacarme adelante con las
cirugías y mantener a la familia cómodamente.
Comenzó como algo pequeño, pero luego fue creciendo
producto de su incansable esfuerzo. Mientras comenzaba el
emprendimiento, mi papá trabajaba hasta tarde preparando la
mezcla para el pionono, y yo aprovechaba esos momentos
para acompañarlo y pasar un buen rato junto a él.
A veces, mientras lo acompañaba, me ayudaba con mis
ejercicios. Recuerdo que “caballo” fue una de las muchas
palabras mal articuladas que papá me enseñó a decir bien,
ya que yo la pronunciaba como “abaio”. Mientras le contaba
sobre los personajes de mis historias fantásticas, él me
escuchaba atentamente e interrumpía el relato diciendo
cosas ingeniosas para enseñarme:
―¿Cómo hacía el ca-ba-llo? A ver, repite conmigo: “CA”.
―CA.
―¡Otra vez, otra vez!
―CA.
―Ahora di: “BA”. ¿Cómo es?
―BA.
―¡Eso!
―Ahora di: “LLO”.
―LLO.
―Muy bien, hijo ¿Entonces qué dice?
―CAMAILLO.
―¡Muy bien! ―expresaba muy contento papá. Él no
esperaba que lo dijera perfectamente, pero sabía que con
tantos intentos finalmente aprendería.
Mis hermanas se sentaban conmigo y me ayudaban con
todos los ejercicios. Uno de ellos consistía en soplar por
medio de un pitillo un poco de pintura regada en una hoja;
tenía que dibujar con el aire que salía del sorbete. Suena
fácil, pero para un niño que tenía salida de aire por el paladar,
no lo era. De hecho, era muy agotador, pero ellas trataban de
hacerlo divertido.
Soplar una pluma sin dejarla caer era parte de nuestros
juegos diarios. Sin saberlo, estaba haciendo una terapia ―de
las más difíciles para mí, por cierto―. Otro de los ejercicios
se basaba en pronunciar la “S” de forma prolongada y de
principio a fin, imitando el sonido de una serpiente:
“SSSSSSS”. Esos fueron algunos de los tratamientos que
ellas siempre intentaron hacerme ver como un juego, y que
inteligentemente incluían en nuestras conversaciones.
Mi mamá era la más experta en las terapias; se ingeniaba
muchas tareas didácticas con las instrucciones de la
fonoaudióloga. A diario se tomaba un espacio para hacer
esas actividades conmigo, y con mucha paciencia seguía mis
avances.
Recuerdo que cada noche mi mamá me hacía masajes en
el labio superior con aceite natural; nunca faltaba ese
procedimiento antes de dormir, siempre y cuando no
estuviera en un postoperatorio. Esos masajes me sirvieron
mucho, sobre todo porque mi mamá aprovechaba esos
instantes para expresar cosas positivas de mí. Me decía que
era muy lindo, sumamente inteligente, que todo lo que
quisiera en la vida lo iba a lograr, y que nunca me sintiera mal
por algo negativo que dijeran sobre mí, porque Dios me
amaba y estaba siempre conmigo.
Hoy escucho los aplausos de miles de personas en cada
escenario a donde voy. He oído ovaciones a mi nombre en
varios países, y al escuchar muestras de afecto como esas
no logro asumir que esos cumplidos me pertenecen.
Indudablemente cada aplauso tiene el nombre de mi familia,
de aquellos que en una tarima no brillan, pero que me
entregaron su luz para que la mía hoy pueda resplandecer;
los que con su propósito le dieron valor al mío y me
demostraron lo que significa una verdadera familia.
Con papá, mamá y mis hermanas siempre me sentí en
paz, sin complejos. Mi núcleo familiar completo fue muy
importante para mi desarrollo. Nunca me hicieron sentir
menos, al contrario, me brindaron su apoyo total e
incondicional. Cada uno de mis tíos, tías, primos y abuelos a
quienes he amado profundamente, y estoy seguro de que no
me alcanzará la vida para agradecerles tanto amor, fueron
sumamente especiales para mí.
En mi hogar todo fue hermoso, pero en la escuela la
historia fue muy diferente.

Mi escuela: crueldad, lágrimas y dolor


Los niños a veces pueden ser muy crueles, y sin darse
cuenta marcan con sus palabras, gestos o comentarios las
vidas de pequeños que, como fue mi caso, solo quieren ser
aceptados. En este último punto me llama la atención que la
crueldad de algunos de ellos viene desde su seno familiar. He
visto y escuchado a padres que delante de sus niños ponen
sobrenombres a personas que se ven físicamente diferentes;
los hijos suponen entonces que es normal menospreciar a
otros por su apariencia o porque sencillamente no son como
ellos.
¡Qué difícil fue para mí la época del colegio!
No quiero que pienses que fui un niño retraído o que tuve
una niñez trágica, porque no fue así, pero sí viví cosas muy
difíciles. No recuerdo un solo día en el que alguien no me
hiciera sentir mal. Tuve amiguitos que me querían
genuinamente, pero ellos tampoco lograban detener las
burlas de los más crueles. En algunas ocasiones eran tan
creativos inventando calificativos para burlarse de mí, que
hasta mis propios amigos sonreían un poco.
El peor momento del año para mí era el primer día de
clases, porque generalmente la maestra pedía que cada
alumno pasara al frente para presentarse ante sus demás
compañeritos. ¡Qué momentos más eternos! El ruido de casi
30 niños se escuchaba en cada presentación, pero cuando
llegaba mi turno y comenzaba a caminar hacia el frente del
salón, los sonidos disminuían. Entonces mi cabeza gacha
que miraba al piso, mis hombros caídos y rostro enrojecido
se hacían notar. Mi mano, que tapaba mi boca, poco a poco
se separaba de ella, y al pronunciar mi nombre comenzaban
las burlas, los sobrenombres y la crueldad. Sabía que ese día
iniciaría el desprecio, pero no tenía idea de cuándo
terminaría.
En cada país al que voy a dictar mis conferencias siempre
le pregunto a la persona que se encarga de trasladarme del
aeropuerto al hotel, cómo les dicen en ese país a las
personas que nacen como yo. Casi nunca obtengo
respuesta, y supongo que por respeto se cohíben de
decirme.
En Colombia para burlarse de alguien que nace con mi
condición le llaman “Boquinche”, así que crecí escuchando
esa palabra a donde quiera que llegaba. Algunos lo hacían
para burlarse, muchos con la intención de herirme y otros por
simple ignorancia, de forma muy natural, como si realmente
ese fuera mi nombre. Si por ejemplo iba a una tienda a
comprar algo, no faltaba el que decía cosas como: “Por favor,
atiende al «Boquinche»”, o “Dale el cambio al «Boquinche»”.
Entre tanto, aunque lo escuchaba una y otra vez, no dejaba
de dolerme.
Hoy puedo describir ciertos momentos con mucha
naturalidad e incluso con gratitud, pero antes no era así.
Como si fuera una película que de tanto verla la memoricé,
pasan por mi mente muchas escenas que me debilitaban a
diario. Una de ellas es la de un grupito de niños hablando
entre ellos, quienes al percatarse de mi presencia me
llamaban para invitarme a unirme a su conversación.
Inocentemente acudía y hasta me sentía esperanzado de
contar con nuevos amigos. Pero entonces sucedía la
pesadilla:
―¿Cómo es que te llamas? ―me preguntaban.
―Yo soy Gustavo.
El líder del grupo miraba a los demás mientras aguantaban
la risa. Como podía me volvía a preguntar algo más, solo con
la intención de escucharme hablar de nuevo. Finalmente, la
risotada les ganaba, y como si fuera algo ensayado, se
marchaban riendo a carcajadas. El más osado de ellos
repetía cosas como: “Io ñoy Iutao”, imitando la forma de mi
mala pronunciación al presentarme y decir: “Yo soy Gustavo”.
Asimismo tomaba con sus manos su labio superior y lo
deformaba, causando las carcajadas inclementes de todos
los demás. ¡Cuánto dolor en una corta escena! Sentía ganas
de llorar, pero evitaba hacerlo delante de ellos. Corría a un
baño o a un rincón solitario del patio de mi escuela y allí
lloraba, evitando que alguien me viera. Abría la lonchera que
mi mamá me preparaba con tanto amor y afán de darme lo
mejor, pero sin embargo me costaba sentir el sabor de la
merienda, pues en mi paladar se mezclaban los fluidos que
se producen por la tristeza, la impotencia y el dolor.
Si alguien se me hubiera acercado en ese momento que
se repitió tantas veces, y hubiese intentado calmarme
diciéndome que “TODO SUCEDÍA CON UN PROPÓSITO”,
creo que con mi corazón comprimido lo hubiera mirado con
incredulidad y contestado: “¡No sabes de lo que hablas! ¡No
conoces mi dolor!”. En ese instante era imposible para mí
reconocer que, detrás de cada lágrima, había una sonrisa
que saldría no inmediatamente, pero que se estaba
guardando para un tiempo determinado.
Ahora bien, te diré con toda propiedad que sin importar lo
que hayas vivido o lo que puedas estar viviendo,
ABSOLUTAMENTE TODO LO QUE TE SUCEDE TIENE UN
PROPÓSITO. Aunque hoy derrames lágrimas de tristeza, un
día recordarás tu pasado con una sonrisa de gratitud y dirás:
“Definitivamente valió la pena”.

Doña Nelly y doña Norbys


Mi mamá se tomó la tarea de hablar con mi primera
maestra de preescolar, la señora Norbys, y luego con mi
profesora de primer grado, doña Nelly. Ambas fueron dos
ángeles para mí. Cuando mi mamá conversaba con ellas les
pedía unos minutos para hablar con todos los niños del salón
y explicarles con dulzura por qué yo hablaba como hablaba.
Muchos entendían, pero siempre existía un grupito que, más
bien, se aprovechaba de eso para incrementar sus burlas.
Durante esos primeros añitos, una de ellas se convirtió en
una segunda mamá para mí: doña Norbys. Ella era muy
amorosa, y mi mamá no solo se encargó de acercarse a ella,
sino a todas las maestras del Hogar Infantil Las Araucarias.
No había una reunión en la cual mi mamá no participara;
incluso se convirtió en parte de la Asociación de Padres de
Familia y Representantes. Todo lo hizo con el fin de
asegurarse de que yo estuviera bien e influir lo más que
pudiera en mi desarrollo social.
En Las Araucarias hacían muchos actos culturales con
todos los niños, pero yo no me atrevía a hacer nada donde
tuviera la necesidad de hablar, pues no soportaba el ruido de
las risas de los niños. Sin embargo, doña Norbys y mi mamá
se las ingeniaron y me postularon para ser uno de los actores
principales de una canción dramatizada llamada Los cisnes,
interpretada por Garzón y Collazos.
En dicha obra no tendría que hablar; solo debía dramatizar
a un cisne que pasaba sus días en soledad hasta que
encontraba a su tan esperado amor. Luego vivía
tranquilamente en un lago junto a su amada, hasta que un
día, estando en un árbol, un cazador los mataba a ambos.
Había muchos niños actuando en la obra, pero las miradas
del público estaban principalmente en los que interpretaban a
Los cisnes. Mi mamá se encargó de hacer unos trajes
extraordinarios, y me preparó para hacer la mejor actuación.
Recuerdo tardes enteras con ella haciendo la mímica del
cisne y preparando la escena de la muerte de una forma
realmente dramática. Mamá me enseñó a meterme en el
personaje y, literalmente, yo vivía en mi mente el dolor de
aquel cisne a quien un desalmado hombre le arrebató su
vida.
Los días pasaron con mucha rapidez, y ¡el día de mi debut
llegó! El escenario estaba dispuesto para que saliera a dar lo
mejor de mí. Mi corazón palpitaba rápidamente, y mis papás
junto a mis hermanitas estaban allí, esperando que todos los
días de ensayo dieran el mejor resultado. ¡Había llegado el
momento! Después de que una canción contaba la tierna
historia de ambos cisnes como si fuera una película de
Hollywood, la trama cambiaba y el desenlace empezaba a
causar cierto suspenso:
En una mañana de mayo por cierto,
arriba de un árbol estaban los dos…
De pronto el cisne sacude las alas,
y se oye de un arma la detonación.
El cisne se estira, se tuerce y se encoge,
y entre mil lamentos al suelo cayó.
La cisne se tira del árbol llorando,
y allí, con sus alas, al muerto tapó.
Y así terminaron la vida los cisnes,
porque el cazador también la mató.
El cazador, interpretado por otro niño, apuntó y me
disparó. Caí del árbol cerrando mis ojos y viviendo la muerte
de aquel cisne, mientras hacía los gestos que mi mamá me
enseñó. Al caer, esperé a que mi amada también muriera en
mi pecho… Silencio total. Y de repente, los aplausos
irrumpieron en el lugar. Me puse de pie y vi a decenas de
padres, maestras, jóvenes y niños llorando. Observé cómo
me miraban a mí específicamente. En ese momento, por
primera vez en mi vida, sentí cómo era ser amado por tanta
gente a la misma vez. Experimenté la fuerza audaz de una
multitud que no dejaba de aplaudir y de mirarme con
admiración. Detallé el rostro de mis padres mientras me
aplaudían; en su mirada había un contundente: “¡LO
LOGRAMOS!”.
Fue tal el éxito con el cisne que empezaron a pedir la
presentación en varias escuelas de la ciudad. Recuerdo que
en varias oportunidades, cuando llegaba con mi mamá a una
escuelita nueva a presentar la obra, mientras caminaba por
los pasillos, veía a los niños burlarse de mí. Hacían gestos
con sus manos en los labios, y no emitían ningún ruido para
que mi mamá no los viera. Debido a eso, sentía ganas de
salir corriendo de allí.
Sin embargo, mi mamá siempre oraba junto a mí antes de
comenzar, y me recordaba lo mucho que habíamos ensayado
y el valor que yo tenía. Los nervios eran enormes, pero
cuando salía a esa tarima la historia del cisne se apoderaba
de mi mente, y no veía a los niños, ni a sus padres, ni a
nadie. Solo me concentraba en mí. Aquel cisne se volvía uno
conmigo.
Y de nuevo el cazador me disparaba. En cada bala, en el
gemido de ese dolor mortal, mi cuerpo le gritaba al escenario
lo que con palabras no podía expresar. Otra vez mi amada
caía en mi pecho, y como si estuviera todo planificado,
comenzaban los aplausos, las ovaciones y las lágrimas.
Saliendo de esas escuelitas muchas veces me encontré
con los niños que al entrar se reían de mí; esta vez bajaban
su rostro o simplemente me dedicaban una sonrisa. ¡El cisne
lo volvía a hacer! Fueron varios escenarios donde sucedió lo
mismo, y conforme escuchaba aplausos, algo iba creciendo
en mi corazón.
Al dejar Las Araucarias comencé en una nueva escuela
llamada Pedro José Rivera Mejía. Doña Nelly fue mi nueva
segunda mamá en esa etapa. Ella realmente fue un apoyo
incondicional en mis primeros cuatro años escolares y en
toda mi vida. Me entregó su amor desde el primer momento
en que me vio, y me hizo saber que no tenía nada extraño,
que yo era tan normal como los demás niños. Jamás tuvo
privilegios conmigo, nunca me trató con lástima, y cuando
debía mantener la disciplina, no dudaba en ejecutar su
autoridad.
Una de las cosas más importantes que hizo doña Nelly
Hurtado en mí, fue incentivarme a sobresalir en las clases.
Me exigía muchísimo, y esa exigencia dio resultado.
Rápidamente aprendí a leer y a escribir, las matemáticas se
convirtieron en un juego para mí, era realmente bueno en
Ciencias, Geografía e Historia, me encantaba Dibujo Técnico,
y la clase de Artística era un recreo.
Doña Nelly aprovechó que aprendí a leer con facilidad, y
tomó esa habilidad para que no me sintiera en desventaja
respecto a los demás niños. De hecho, casi
inconscientemente asumí que mis compañeros de clases y
yo estábamos a la par, pues si yo no sabía hablar bien, ellos
no sabían leer. Sabiamente doña Nelly me eligió para
ayudarle en las clases de lectura y matemáticas. Los niños
no se atrevían a burlarse de mí porque ella tenía un carácter
fuerte; por lo tanto allí me sentía como en casa.
Mientras iba enfrentándome a mis miedos, a pararme
frente a varios niños e ir repitiéndoles frases por sílabas, sin
yo saberlo, doña Nelly me estaba ayudando con mis terapias,
pues yo mismo me exigía mucho más de lo normal para
pronunciar bien una sílaba delante de los niños, y aún más,
frente a mi maestra. ¡Ella me estaba preparando para un
PROPÓSITO!
Mis papás no tuvieron problemas conmigo a la hora de
estudiar; más bien, mamá tenía que decirme que soltara los
libros para almorzar, o que descansara un poco antes de
hacer las tareas. Me di cuenta de que estudiando más que
los otros niños podía tener cierta “ventaja” sobre ellos, y de
alguna manera, eso compensaba lo mal que me sentía al
creerme menos por mi condición.
Siempre pensé que los profesores no querían recibir como
respuesta a sus asignaciones académicas una tarea normal,
y que ni siquiera les gustaba lo excelente, sino que querían
algo más. Así que cada vez que le entregaba una tarea a
doña Nelly, me aseguraba de hacer más de lo que me pedía:
pintaba con más colores, hacía una plana extra, agregaba
una nueva suma… En fin, me gustaba ir más allá, y sin
saberlo, estaba formando uno de los hábitos que muchos
años después enseñaría en mis conferencias: el poder de
dar.
Fue así como poco a poco me fui convirtiendo en el mejor
de mi clase. Mis papás solo pagaron la matrícula del primer
año; el resto de los años me inscribieron con matrícula de
honor, la cual me exoneraba de todos los aranceles
administrativos. Al final de cada año me llamaban delante de
toda la escuela para ser condecorado como el mejor
estudiante de mi clase, por lo cual me obsequiaban la
Medalla de Excelencia. Por cada año había tres medallas:
Excelencia, Valores y Deportes.
Recuerdo que en tercer grado me gané dos medallas:
Excelencia y Valores. Eso era algo poco usual en mi escuela.
Hoy que repaso esos momentos creo sin temor a
equivocarme que me refugiaba en el estudio para sentirme
aceptado. Nunca me gustó el segundo lugar; de hecho mi
papá siempre me decía: “Si otros pueden ser los primeros,
¿qué tienes tú que te impida ser el primero también?”. Hoy
soy más relajado con el asunto de ser “el mejor”, pero creo
que esa exigencia competitiva me ayudó muchísimo a sacar
lo mejor de mí. Honestamente, siempre me gustó que los
demás me vieran con admiración.

La oratoria me eligió
Después de algún tiempo mis padres me incentivaron a
enfrentar nuevos retos en los actos culturales de mi escuela
Pedro José Rivera Mejía. Ellos al recordar los momentos de
éxito con Los cisnes se emocionaban por volver a verme en
los escenarios. Yo aceptaba ser parte de las obras de teatro
siempre y cuando no tuviera que hablar. Así que me volví
experto en el arte de la fonomímica.
Representé la canción Zapatos rotos en versión tango,
interpretada por Armando Moreno; La historia del clavo, de
Salvatore Adamo; y la fonomímica de Mi cacharrito,
interpretada por Roberto Carlos. En cada una de ellas fui el
mejor.
Luego representé la obra Un culebrero y perdí. Esta última
fue un gran reto para mí, porque por primera vez dejé a un
lado la mímica y me atreví a hablar ante un público. Un
culebrero trataba de un paisa1 desempleado y habilidoso con
las palabras que era conocido por andar con una caja donde
supuestamente llevaba una culebra, y otra caja en la cual
vendía cualquier cantidad de pócimas extrañas. Lo
característico de ese personaje eran sus rimas y su
capacidad de hablar rápido. Interpretar ese papel me exigía
demasiada respiración, una gran puesta en escena, y mucha
creatividad; incluso debía improvisar.
En esa oportunidad quedé en segundo lugar porque las
palabras debían ser pronunciadas muy rápidamente, y con el
miedo escénico y los errores de pronunciación que tenía,
terminé no siendo lo suficientemente coherente. Sin
embargo, esa experiencia me ayudó mucho a canalizar el
miedo a hablar en público.
Más tarde llegó a mi escuela el Campeonato Regional de
Oratoria, donde participarían niños de todo el Departamento
de Risaralda. Todos ellos ostentaban premios de oratoria en
su ciudad. Mi escuela era la anfitriona del evento, por lo cual
tuvo dos representantes para el campeonato, entre ellos, yo.
Ni mi compañero ni yo ocupamos ese lugar por ser
campeones en oratoria como los otros niños; solo estábamos
allí para representar a la institución.
El jurado era realmente desafiante, pues había grandes
especialistas en oratoria y hasta un reconocido escritor. Para
muchos en mi escuela, incluso para algunos profesores, era
una locura que yo participara, pero mi mamá insistió y me
convenció de que juntos podíamos lograrlo.
Fueron meses muy extenuantes, principalmente porque
recién había salido de una cirugía. Llegaba de la escuela,
hacía mis tareas, veía mis programas favoritos, practicaba
mis terapias de lenguaje y, finalmente, me sentaba con mi
primera maestra de oratoria: ¡mi mamá!
Ella jamás estudió ese arte, pero teníamos experiencia en
escenificación debido a las fonomímicas y a la enseñanza de
la derrota en Un culebrero. De esta última obra aprendimos
que la gesticulación necesitaba de entrenamiento, y que con
pausas podía comunicar mucho más que con mil palabras.
No siempre eran fáciles los ensayos; tenía el reto de
aprender a pronunciar algunas palabras de mi discurso, y eso
me hacía trabajar el doble que otros niños. Había tardes que
no podíamos avanzar absolutamente nada por alguna
palabra que me costaba mucho gesticular.
Cuando llegó el gran día del concurso estaba realmente
nervioso, pero sabía que había dado lo mejor de mí para la
presentación. Cuando me llamaron al escenario el silencio se
apoderó del lugar; solo se escuchaban ciertos susurros de
niños que intentaban llamar mi atención para hacerme algún
gesto despectivo, o simplemente para hacerme saber que allí
estaban ellos dispuestos a reírse de mí en el momento que
comenzara a hablar.
No vi a nadie; solo me concentré en aquel discurso que
memoricé perfectamente. Me percaté de tomar las pausas
correctas para darle vida a mis palabras. Aquellas que habían
sido un desafío en el momento del ensayo salieron con
esfuerzo pero sin perder la naturalidad. Hubo mucho
sentimiento; no fue una simple disertación memorizada; habló
mi corazón, mis ojos; habló aquel que había guardado
silencio durante años.
Los aplausos fueron contundentes. El jurado se puso de
pie, mi mamá lloraba muy emocionada, y mi padre me esperó
debajo de la tarima para abrazarme. Junto a él estaba mi
profesora Nelly y muchos otros que al principio no creyeron
en mí.
Sentí que había hecho un gran trabajo, pero no imaginé el
resultado. En el momento del veredicto del jurado hubo un
gran silencio. Llamaron al tercer lugar, luego al segundo, y
antes de decir quién era el ganador, el gran escritor habló
acerca del primer lugar. Destacó el sentimiento que ese niño
le había puesto a su discurso, su evidente esfuerzo para
estar allí en frente de todos, y la valentía para enfrentar lo
que para él fue “un gran reto”. Señaló que en la oratoria el
corazón decía mucho más que las propias palabras, y
concluyó solicitando que se recibiese al ganador del
Campeonato Regional de Oratoria “con un fuerte aplauso”:
“¡Gustavo Andrés Henao Salazar!”.
Subí a la tarima; no pude decir nada más, no encontraba
cómo levantar la mirada. Recibí un sobre con dinero en
efectivo, una condecoración y un aplauso que quedó grabado
dentro de mí para siempre. Al recordar ese instante, me doy
cuenta de que no elegí la oratoria; sencillamente, ella me
eligió a mí.
Cuando entreno a conferencistas lo hago desde el
corazón, compartiendo lo que durante años me ha
acompañado en cada escenario. Los libros me han ayudado,
pero lo que más me ayudó fue reconocer que ese
campeonato de oratoria, así como todo en mi vida, no había
llegado por casualidad. ¡Llegó con un propósito! Hoy no
tengo la mejor voz ni la mejor gesticulación, aún debo
esforzarme con ciertas palabras. Hoy sigo siendo ese mismo
niño que habla con el CORAZÓN.

Fútbol: nueva pasión


Las ciencias me ayudaron, ser excelente en todas las
materias fue un gran punto a mi favor; sin embargo, eso no
me ayudaba mucho con los amigos. No quería tener
amistades solo a la hora de la clase de matemáticas o de
castellano. Los aplausos en los escenarios se acababan
pronto y eran fáciles de olvidar. Aunque académicamente
avanzaba, mi autoestima seguía siendo la misma.
Recuerdo un día en el que la clase no se dio, pues el
profesor no pudo llegar y envió un comunicado a la
Coordinación expresando sus disculpas y pidiéndoles a los
alumnos que se prepararan para un taller en grupo que se
realizaría la siguiente clase. Era la primera hora de la
jornada, así que no podíamos aspirar a salir más temprano;
teníamos que esperar a los demás profesores. Como es
costumbre en colegios masculinos, todos jugábamos fútbol.
Esa fue mi pasión durante años. Así que, tanto ese día como
los otros cuando salíamos a jugar, esperaba expectante a
que uno de los compañeros de clase fuera al Departamento
Deportivo a solicitar un balón; mientras tanto me imaginaba
jugando al estilo de los Súper Campeones —serie animada
de mi época—.
Me entusiasmaba el hecho de poder hacer un gol y sentir
a un grupo de amigos ovacionándome por mi gran jugada, o
que todos me buscaran para preguntarme cómo lo había
hecho.
¡Al fin había llegado el balón! ¡El juego comenzaría! En los
partidos callejeros de Colombia se acostumbra tener un
capitán por cada equipo. En nuestro caso, el partido siempre
era el mismo: Los conca vs Los sinca. Esa era una forma
creativa de dividirnos entre Los con camisas y Los sin
camisas.
Cada capitán debía elegir a un jugador entre todos los
chicos que estábamos allí.
—¡Yo escojo a Pedrito! ―dijo el capitán que se había
ganado el derecho de ser el primero en elegir por ganar un
juego de cara y sello, piedra papel y tijera, y pico y pala.
—¡Yo elijo a Juan! ―expresó el capitán del segundo
equipo.
Cada uno buscaba llevarse a los cracks del momento. Yo
traté de ubicarme en los primeros puestos; sin embargo, era
como un ser invisible a los ojos de los capitanes. Poco a poco
eligieron a cada uno de mis compañeros, y mientras más solo
me quedaba, peor me sentía.
“¿Será que no me van a sacar a jugar por como hablo o
por mi apariencia?”, pensé mientras era ignorado. “Pero aquí
no tengo que hablar. ¡Yo creo que sí me van a elegir!”.
Las opciones cada vez fueron menos, hasta que
finalmente quedé yo solo.
—¿Quién se lleva al “Boquinche”? ―preguntó uno de los
capitanes.
—Ese queda para el gol ―respondió el otro mientras
tomaba el balón para iniciar el partido. ―Quien haga el
primer gol se lleva al “Boquinche”.
Las risas no se hicieron esperar, y como si fuera una
escena en cámara lenta para mí, todos corrieron a sus
posiciones de juego.
Mientras tanto, el mundo se detuvo por un instante
conmigo allí parado, mirando al piso, esforzándome por no
llorar. Tomé mi bolso y corrí al baño nuevamente, al baño que
fue testigo de muchas lágrimas. Me gustaría decir que esa
escena solo sucedió un día, pero se repitió una y otra vez.
Si ser el primero en las clases no era suficiente para ser
tomado en cuenta y si las artes no me servían para tener
amigos, entonces sería bueno en el fútbol. Mis padres me
inscribieron en una escuela de fútbol llamada Real Juventud.
Allí conocí al entrenador y al director técnico. Ellos se
convirtieron en dos grandes mentores. Se preocupaban
genuinamente por todos los niños, siempre nos daban una
charla de valores antes de cada entrenamiento, y seguían
rigurosamente los avances escolares de cada uno de
nosotros. Ambos hicieron mucho en mí sin darse cuenta.
Recuerdo un entrenamiento donde uno de los delanteros
se había burlado de mí e incluso había llegado a golpearme.
Llevaba varios días haciéndolo e incitando a otros a reírse de
mi condición. Siempre lo hacía lejos de “Chucho” —como le
decíamos a nuestro entrenador llamado Jesús—; sin
embargo, ese día, mientras se burlaba de mí y me decía
“Boquinche”, no se percató de que “Chucho” lo estaba
viendo. Inmediatamente el entrenador y el director técnico,
cuyo nombre era Carlos, mandaron a detener el
entrenamiento. Nos reunieron a todos como cuando nos iban
a informar algo importante y me llamaron al frente de todo el
equipo.
“Chucho” se aseguró de que todos estuviéramos en
silencio, me tomó del hombro y empezó a explicar por qué
nací así. Habló de los retos que yo enfrentaba a diario, las
burlas que se imaginaba que tenía que soportar en la
escuela, y dijo que sabía que no quería lo mismo en el fútbol.
Les preguntó a mis compañeros cómo se sentirían si alguien
se burlara de sus hermanos o de ellos mismos y les hicieran
sentir menos. Habló de la igualdad y aseguró que no iba a
permitir en su equipo que nadie me mirara a mí ni a ningún
otro con menosprecio.
Mientras él daba su discurso no pude evitar llorar. Bajaba
la cabeza e intentaba que no se notara, pero era imposible.
Ese día “Chucho” suspendió hasta el próximo partido al
delantero que se burló de mí. Tomó la cinta de capitán y dijo:
“En Real Juventud esta cinta no se la gana el mejor jugador
ni el que más goles haga. Se la gana el mejor ser humano”.
Mientras decía eso tomó mi brazo y me puso la cinta de
capitán. Mis lágrimas salieron con más fuerza; ya era
incontenible mi llanto, y sin que él lo pidiera, algunos niños
comenzaron a levantarse para abrazarme.
Muchos me pidieron perdón, incluyendo el delantero, el
cual se sentía avergonzado. Me sequé las lágrimas y en
aquel momento sentí que no estaba solo. Si tan solo mi
entrenador supiera lo que hizo por mí ese día, si se imaginara
lo que causaron sus palabras. Si pudiera verlo de nuevo le
daría un abrazo y le expresaría lo que no pude decirle ese
día.
En aquel momento mágico vi la bondad en los ojos de
“Chucho” y la inocencia en la mirada de muchos niños que ya
no me veían el labio y en lugar de decirme “Boquinche” me
llamaban por el hipocorístico Tavo. Me di cuenta de que no
todo el mundo era malo, que muchos se burlaban por
ignorancia, y que realmente había una oportunidad en el
fútbol de ser aceptado. Ese día marcó mi vida.
El deporte me ayudó mucho. Los niños de mi equipo me
veían diferente, y fue allí cuando empecé a hacer amigos
reales. Algunos de ellos estudiaban conmigo, y eso permitió
que nos acercáramos más. Quería ser el capitán de mi
equipo, pero no solo por mis buenas notas o mis valores.
Quería ganarme un puesto como un gran jugador. Así que
empecé a dedicarle muchísimo tiempo al fútbol; jugaba en el
recreo con cualquier pelota improvisada que hacía, llegaba a
la casa y me apresuraba a hacer mis tareas para jugar en
cualquier parte, algunas veces en la cancha y otras dentro de
la casa —rompiendo vidrios y adornos—. Incluso a veces
tomaba a mis hermanitas como balones o hacía desastres en
la microempresa de mi papá mientras él no estaba.
Mi mamá fue muy sabia y aprovechó mi pasión por el
fútbol para persuadirme de hacer mis terapias de lenguaje
diarias antes de jugar. Me cansaba demasiado repetir todos
los días los mismos ejercicios a los que, francamente, yo no
les veía ningún resultado. Muchas veces quise dejar de
hacerlos, o simplemente me molestaba con mi mamá por
obligarme a repetirlos diariamente.
Debido al anhelo que tenía por crecer en el deporte, mamá
me decía antes de ir a un entrenamiento: “Si no haces las
terapias primero, no hay entrenamiento hoy. ¡Y las hace de
buena gana, jovencito!”. Así que me sentaba junto a ella y
hacía todo al pie de la letra, como me lo mandaba la
fonoaudióloga, solo por irme a jugar fútbol.
Me determiné a jugar bien, y por tanto entrenar empecé a
tener buenos resultados. Nunca fui muy bueno corriendo
demasiado, pero sí era bueno defendiendo. Tenía buena
potencia con pelotas detenidas y fuerza para soportar un
“cuerpo a cuerpo”. Me gané el puesto de líbero —jugador que
está delante del portero y se encuentra libre de marca por el
centro—. Aquel era un puesto de mucho liderazgo, y gracias
a él mi equipo aprendió a escucharme.
Sin saberlo, la vida me estaba enseñando principios de
liderazgo. Jugaba por pasión, porque me sentía bien y era
aceptado. Pero realmente estaba jugando con un
PROPÓSITO, uno que en algún momento iba a reconocer, y
que al hacerlo, entendería por qué mi posición de defensa en
fútbol fue tan importante.
Multitudes en mi mente
Desde pequeño me veía ante multitudes. Empecé a
enamorarme de las tarimas cuando hacía representaciones
artísticas, pero en el fútbol me apasioné aún más por ellas.
Cuando salía a la cancha me imaginaba los gritos de un
estadio entero, me entusiasmaba celebrar un gol frente a los
papás que iban a vernos. Entre ellos siempre estaba mi
padre, que como podía llegaba a los partidos y desde las
gradas me hacía sentir su apoyo. Por lo general los partidos
eran los sábados, día donde se trabajaba mucho en la
microempresa, pero aunque fuera al segundo tiempo papá
siempre llegaba. Se sentaba en la parte más alta de las
gradas después de llevarme una malta fría.
Mi padre siempre ha estado ahí para mí. Él era parte de
esas multitudes que estaban en mi mente. Yo soñaba con ser
un jugador profesional, pero lo que más me motivaba era ver
a miles de personas en un mismo lugar aplaudiendo una
jugada o un gol de los que me gustaba hacer con balón
detenido. Escuchaba las voces de la tribuna en mi interior, mi
corazón latía fuertemente al imaginar a muchedumbres frente
a mí. Sin duda alguna, algo se estaba gestando dentro de mí.
Entre tanto, el sueño de ser futbolista se vio amenazado
muchas veces; las cirugías constantes y los reposos me
impedían seguir el ritmo de los entrenamientos. Los
profesores me permitían hacer tareas desde la casa y
estudiar lo que tenía pendiente, pero el equipo avanzaba en
técnica y en experiencia, algo que yo no podía adquirir en la
casa mientras me recuperaba de una cirugía.
Nunca pude jugar un torneo completo, pues parte del
reglamento de los campeonatos regionales era que la
plantilla de jugadores debía estar siempre presente y no se
podía sumar un jugador nuevo luego de comenzar el
campeonato. Así que en un par de oportunidades vi a mis
compañeros de equipo ganarse medallas y trofeos sin que
pudiera ser parte de esa celebración. Sin embargo, eso no
me desanimó. La pasión era más fuerte y sabía que llegaría
el momento en que las cirugías se detendrían, y mi sueño de
sentir a las multitudes ovacionándome mientras daba lo mejor
de mí en la cancha se cumpliría.
Continué entrenando mientras podía, pero algo nuevo me
detuvo, y esa vez fue un poco más contundente. Empecé a
sufrir de asma; al principio fue leve, pero después se convirtió
en algo crónico. No podía caminar rápido porque me cansaba
y empezaba a toser muy fuerte, mucho menos podía correr.
La agenda de médicos empezó a expandirse, en ese caso
por otras razones; me prohibieron realizar actividades físicas
y tenía que depender de un nebulizador.
El fútbol se había convertido en mi vía de escape; la
cancha era el lugar donde podía drenar la rabia que me
causaban las burlas de las personas en la calle. Creo que me
convertí en un buen defensa porque no tenía miedo a
enfrentarme a cualquier delantero, y siempre fui contundente
a la hora de atacar. Lo hacía con fuerza, y supongo que
inconscientemente estaba exorcizando mi impotencia en el
campo de juego. Nunca jugué sucio, pero sí jugaba fuerte.
No quería abandonar el fútbol, y aunque los médicos me
tenían prohibido correr, me escapaba en los recreos y jugaba
hasta asfixiarme o teniendo el nebulizador en la mano. Fue
un tiempo de muchos retos donde aprendí el valor de un
aliento, el valor de respirar tranquilamente, y sobre todo, a no
rendirme por un diagnóstico.
Mis padres me ayudaron mucho suministrándome
medicamentos; pero de forma extraña, fue un remedio casero
el que me ayudó a recuperarme totalmente de esa condición.
No fue nada agradable lo que tuve que tomar, pero
afortunadamente Dios usó eso para transformar mi
diagnóstico. Las cirugías no detuvieron mi pasión por el fútbol
ni mis entrenamientos, el asma tampoco lo logró; ni siquiera
lo hizo una cirugía que me dejó sin movimiento por varias
horas. Quien realmente interrumpió mi crecimiento en el
fútbol fui yo mismo con una mala decisión que trajo como
consecuencia mi expulsión total del equipo.
Puedo intentar contar mi versión de esa parte de la
historia, pero sé que mis padres pueden ser más objetivos
que yo en ese asunto, y seguramente van a contar la verdad
en La historia detrás de la historia.

Adolescencia, rebeldía y confusión


La escuela terminó y vino el bachillerato. Allí mi mamá ya
no podía acercarse a hablar con los profesores ni con mis
compañeros. Ya me estaba preparando para la vida y debía
enfrentarme yo mismo a los retos que esta nueva etapa me
presentaría.
Los momentos más difíciles para mí fueron los que viví en
la adolescencia, pues aunque había avanzado en el lenguaje
―salvo en la sonoridad nasalizada que aún era evidente ya
que había muchas palabras que me costaba pronunciar―, mi
apariencia seguía siendo totalmente distinta a la de mis
compañeros y amigos.
Era el tiempo en el que todos tenían novias, o por lo
menos las chicas eran el principal objetivo de los chicos, pero
mi autoestima golpeada me impedía acercarme a ellas. En
los momentos en que tomé valor para hacerlo terminé
sintiéndome peor. Entre tanto, cada noche rondaban por mi
cabeza las mismas preguntas: “¿Por qué nací así? ¿Por qué,
Dios? Si existes, contéstame: ¡¿Por qué a mí?!”. Se suponía
que mi único problema era hablar bien; ahora resulta que
necesitaba verme bien para ser aceptado. ¡Me sentía tan
abrumado!
Fueron muchas noches de dudas y tristezas, de una
soledad que me comía el alma, pero allí cobraban vida los
abrazos de amor de mi mamá o las tardes con papá, la lucha
libre entre nosotros, el fútbol, o simplemente las horas
interminables que ambos pasaban escuchando mis historias,
las cuales solo ellos podían entender. Pero ahora me estaba
enfrentando a una nueva etapa y ya no eran suficientes sus
cariños. Ser un buen estudiante no me hacía popular en el
colegio, tampoco se valoraba demasiado a quienes eran
buenos en el arte, y el fútbol se había convertido solo en un
hobbie.
¡Algo tenía que hacer! Necesitaba respuestas a todo lo
que estaba viviendo en esa edad repleta de confusiones.
Recordé las oraciones de mi madre y las veces en las que
ella me decía que Dios siempre estaría conmigo. Recordé
sus palabras mientras me hacía masajes en el labio cada
noche, y fue allí cuando intenté buscar refugio en Él.

Buscando respuestas
La tradición de mi familia era muy católica. Nunca faltamos
a una actividad de la parroquia a la que pertenecíamos, y
aunque no me gustaba lo suficiente, siempre guardé un
respeto más por Dios que por la iglesia.
Pasé muchos momentos en soledad buscando respuestas.
“¡Dios es bueno!”, me decía mamá. “Pero, si eres bueno,
Dios, ¿por qué permitiste que naciera así?, ¿por qué dejas
que se burlen de mí y que ellos sigan como si nada mientras
yo me siento cada vez peor?, ¿por qué no puedo tener novia
y me cuesta tanto acercarme a una mujer?, ¿por qué, si eres
bueno, permites que no pase un día sin que alguien me
humille?”.
“Dios es justo”, aseguraba el sacerdote en la misa. Según
tengo entendido, la justicia es que cada quien reciba lo que le
corresponde. “Entonces, si tú eres justo, Dios, ¿qué hice yo
para nacer así? ¿Acaso fueron mis padres los que hicieron
algo malo y lo están pagando conmigo? ¿Cómo así que eres
justo?”. En ese momento no obtuve respuestas a esas
preguntas. No obstante, me acerqué a la iglesia con la plena
confianza de que esas inquietudes serían contestadas. “¿Por
qué nací así?”, la incógnita más grande de mi vida.
Incluso sin respuestas, no dejaba de intentar ganarme el
aprecio de Dios. Me acerqué a un grupo juvenil de la iglesia y
me encargué de ayudar a mi mamá con varias obras
benéficas, donde ayudábamos a personas desprotegidas y
hacíamos un gran trabajo con ancianos que se encontraban
solos. Cada día, a las seis de la tarde, se rezaba un rosario
en la parroquia, y sin falta yo tomaba la dirección. A decir
verdad, no me gustaba mucho repetir lo mismo, pero me
encantaba tomar el micrófono y ver a las cinco ancianitas que
siempre estaban allí rezando mirarme embelesadas por ser
tan joven y dirigir los rezos. Todo lo que el sacerdote me
pedía trataba de hacerlo al pie de la letra. Dentro de mí
estaba la convicción de que Dios me estaba viendo, de que
se iba a complacer conmigo y me ayudaría a ser tan “normal”
como los otros chicos.
Mantuve esa intención por un tiempo, pero ninguna misa,
ninguna reunión del grupo juvenil, ningún rezo de rosarios o
confesión con el cura, me ayudó. En lugar de tener
respuestas, vinieron más preguntas que me hicieron alejar
del templo, pero no de Dios. A Él siempre lo vi como alguien
especial que nunca me dejaría y que me mostraría algún día
mi verdadero propósito. A pesar de no haberlo visto ni
sentido, creía en Él.

Ser aceptado: mi necesidad


Ser un joven piadoso que asiste a una iglesia no me había
ayudado en nada en el colegio; ser buen estudiante tampoco.
Conforme pasaba el tiempo, aumentaba mi necesidad de ser
aceptado, y un día encontré la manera de serlo: por medio de
la microempresa de piononos. Como siempre quedaban
algunos productos que con los meses se dañaban, los vendía
a un profesor en el colegio que conocía a mi familia y tenía
una finca donde cuidaba cerdos. Él sabía perfectamente que
aquellos productos vencidos eran de consumo animal, por lo
que me pidió hablar con mi papá para comprárselos. Al
conversar con mi padre le pedí que me permitiera vender
esos alimentos, y él aceptó. Fue así como empecé a manejar
mi propio dinero.
Me di cuenta de que al llegar a la tienda de la escuela
podía comprar mucho más que mis otros compañeros. Me fijé
que tener dinero era una excelente forma de ganar amigos, y
sin saberlo, fui comprando amistades. Los ayudaba, les
compraba jugos, refrescos o lo que fuera con tal de tener mi
propio grupo. Claro, tenía amigos genuinos, pero yo quería
atención, y me encargué, sin maquinarlo, de ganarme su
respeto.
Sin embargo, la venta de productos vencidos no era diaria,
y cada vez tenía más amigos, por lo que el gasto aumentaba.
Así que astutamente empecé a sacarle piononos buenos a mi
papá. Me llevaba uno casi a diario, de los que yo mismo
preparaba. Posteriormente, de forma clandestina, lo vendía
dividido en trozos en el colegio, pues eran prohibidas ese tipo
de ventas entre estudiantes. Aun así me las ingeniaba y
reunía un buen dinero, el cual me otorgaba, de forma casi
automática, “respeto”, y junto al respeto, “poder”. Eso me
gustó, y poco a poco me fui convirtiendo en otro Gustavo.
Los 10 diablos
Vivía una doble vida. En mi casa seguía siendo el mismo
de siempre, o al menos me esforzaba por serlo. Seguía
manteniendo buenas calificaciones, pero mi anhelo por ser
aceptado me estaba llevando a descubrir que podía mentir y
que con dinero podía recibir la atención que tanto había
necesitado.
Mi música había cambiado y ahora escuchaba todo lo que
mis amigos me decían. Empecé a adornar mi cuarto con
afiches de grupos rebeldes cuyos mensajes incitaban a la
anarquía. Seguía sacando productos para vender; a veces ya
no era uno si no dos piononos. Mi grupo de amigos creció:
éramos 10 adolescentes, 10 chicos en busca de ser
“diferentes” —y sí que lo éramos—, pero a su vez con
muchas cosas en común, entre ellas, el deseo de ser
aceptados.
Las letras pesadas, la moda y el anhelo de vivir emociones
fuertes, nos llevaron a planificar cosas que comenzaron como
simples locuras de jóvenes, pero que poco a poco nos fueron
envolviendo.
—¡Vamos a escaparnos de clases! ―le dije a mi grupo de
amigos, con quienes, más que una amistad, estaba formando
una organización. ―¡Llamémonos Los 10 diablos! Bonito
nombre, ¿no les parece?
¡Qué nombre tan oportuno me inventé! Sobre todo al
haber sido parte, meses atrás, del liderazgo de un grupo que
declamaba rosarios en la iglesia.
Las risas nerviosas se apoderaron de nosotros, pero los
persuadí para intentarlo:
—¿Alguien tiene dinero? ―les pregunté ―Vamos a reunir
lo que ustedes tienen y yo pongo lo demás. Salimos de aquí
y nos vamos a los videojuegos y alquilamos cinco Nintendos.
Así lo hicimos. Teníamos que treparnos por una pared
para salir porque nuestro colegio era muy estricto, y una vez
que entrabas no podías salir hasta que el timbre de la última
clase sonara.
Todos me admiraban por ser el de la idea, el más
arriesgado y el que planificaba todo. Fuimos al día siguiente a
clases y nada ocurrió. Los 10 diablos se habían salido con la
suya. Necesitábamos hacerlo de nuevo. Entonces, a partir de
ese momento, comenzó una larga lista de fugas. Ya no eran
dos piononos; a veces entraba a la microempresa con el
bolso vacío y salía de allí con el mismo repleto. Ya yo no
vendía; les daba varios pedazos a mis nueve amigos y ellos
vendían y me reportaban. El dinero que obteníamos era para
retos más grandes.
La verdad es que eso de escaparnos a jugar videojuegos
no nos llenaba de emoción como antes, por lo que tomé la
iniciativa de irnos para un hotel donde alquilaban la piscina y
se pagaba la entrada por persona. A veces la venta de los
piononos no era muy productiva, así que siempre nos
llevábamos uno para negociar con la recepcionista y
completar el pago. Una que otra vez lográbamos pagar el 50
% menos. Fue así como llegamos a convertirnos en clientes
fijos del hotel.
Quizás entre todo lo malo que puede hacer un
adolescente, esto no es nada alarmante; sin embargo, los
grandes crímenes jamás se hicieron al primer intento. La
maldad comienza con algo pequeño y va creciendo hasta
convertirse en un gigante. En el colegio nadie sospechaba de
mí porque seguía siendo un gran estudiante. Los padres de
mis amigos sí sabían que sus muchachos andaban en algo
raro, pero se calmaban cuando veían que sus hijos llegaban
conmigo, pues confiaban en mí.
La piscina era uno de nuestros lugares favoritos, pero
necesitábamos más adrenalina, por lo que uno de ellos
propuso comprar alcohol en una de nuestras escapadas, y
yo, como su líder, aprobé el reto. Ahora acompañábamos las
fugas con un vino suave, pero era alcohol al fin. Con el paso
del tiempo, eso no era suficiente, y Los 10 diablos ahora
fumaban. En realidad, ninguno sabía hacerlo, pero nos
sentíamos grandes e invencibles al tener un cigarrillo en
nuestra boca.
Lo que comenzó como un simple juego terminó siendo
algo que nos estaba arropando, y sin darnos cuenta
estábamos perdiendo la inocencia juvenil, convirtiéndonos en
el inicio de una banda de pillos.
Una tarde uno de Los 10 diablos entró a un supermercado
y arrancó las dos primeras hojas de calcomanías de
baloncesto de un cuaderno en promoción. Se acercó
riéndose y sintiéndose orgulloso de su hazaña, pero como
nadie se iba a quedar atrás, todos asumimos el reto de
buscar lo mismo en otros supermercados.
Dentro de mí sentía la decepción que ese Dios al que le
seguía pidiendo respuestas podía estar sintiendo al verme
así. Sentía tristeza porque mis padres me habían enseñado
el valor de la honestidad toda la vida, por lo que me
consideraba un joven honesto por sobre todas las cosas,
pero sabía que en ese momento de mi vida no lo era. Aunque
pensaba en Dios y en mis padres, no estaba dispuesto a ser
señalado otra vez; no quería escuchar las burlas de mis
amigos, y siendo el líder “debía dar el ejemplo”. Así que cada
vez que nos escapábamos hacíamos una parada en algún
supermercado y astutamente alguno de nosotros se llevaba
algo. Jamás fue nada grande, pero sé que tú, mi querido
lector, sabes que a eso se le llama sin ambages: ROBAR.
Nunca nos descubrieron, y eso era lo más peligroso. No
obstante, llegó el momento donde todo se derrumbó para los
10. Algunos compañeros que nos escuchaban hablar en el
colegio acerca de nuestras aventuras decidieron hacer lo
mismo por su cuenta, pero no tomaron las “previsiones” que
nosotros tomábamos, como, por ejemplo, llevar ropa
adicional para el momento de las fugas, o evitar que los
vecinos vieran el uniforme. Lamentablemente, varios de los
10 no tomaban tan en serio sus estudios, pero la mayoría de
nosotros sí, solo para no tener problemas en casa ni levantar
sospechas.
La Coordinación de Disciplina del colegio tomó el caso en
serio y empezó a investigar como si fueran agentes de
inteligencia militar: sacaron expedientes de clases perdidas,
hablaron con vecinos que veían grupos de jóvenes saliendo
por detrás del colegio, y hasta llegaron al hotel al que nos
escapábamos con fotos de los “sospechosos”. A mí nunca
me reconocieron, pero la recepcionista del hotel habló de uno
que siempre le llevaba piononos, y fue allí como aparecí
como miembro del grupo. Definitivamente no hay nada oculto
debajo del sol.
En una de las horas de descanso mientras compartía con
algunos de Los 10 diablos cerca de mi salón, vi venir a mi
padre con una cara nada agradable. Mis amigos se
percataron de ello y algunos se fueron mientras otros me
miraban angustiados. Papá se acercó y le pregunté:
—¿Qué pasó, papá? ¿Qué haces aquí?
—¿Qué pasó? ―contestó él irónicamente― ¡Qué va a
pasar! ―replicó con fuerza e hizo una señal para que lo
siguiera.
Caminé con él y nos dirigimos a la oficina de Coordinación
de Disciplina donde se encontraba el rector, la psicóloga, el
coordinador y mi mamá. Empezaron a interrogarme y poco a
poco me di cuenta de cómo todo se venía abajo. Lo que más
me dolía era observar la cara de decepción de mis padres. Mi
mamá intentaba mostrarse fuerte, pero la conocía; sus
lágrimas solo estaban retenidas.
Recuerdo que muchas veces me preguntaron quién era el
líder del grupo, y me amenazaron con que si no decía el
nombre de todos los involucrados me iban a expulsar. No
obstante, yo mismo había creado los “reglamentos” del
grupo, y juntos habíamos jurado lealtad absoluta. Por ser su
líder no podía defraudarlos. Lamentablemente, de los 10 nos
descubrieron a seis. Los demás nunca fueron llamados ni
sancionados, pero en mi caso no me fue nada bien. Perdí la
confianza de mis padres y el respeto y la admiración de
muchos profesores. No me expulsaron porque mis notas
seguían siendo buenas, pero tuve un estricto seguimiento.
Empecé a asistir a terapias con la psicóloga como requisito
obligatorio, debía permanecer en un Comité de Disciplina —
por lo que tenía que llegar más temprano al colegio—, y en el
descanso debía limpiar la institución.
Sentí vergüenza de mí mismo, y me di cuenta de que con
dinero jamás compraría amistades sinceras, pues en los
momentos de soledad ninguno de Los 10 diablos estaba a mi
lado. Ellos tampoco me dieron respuestas de por qué nací
así, y jamás me ayudaron a sentirme aceptado tal cual era.
Busqué en ellos lo que no encontraba en mí mismo y terminé
dándoles muchos dolores de cabeza a mis padres al intentar
buscar un propósito en lugares incorrectos.

Giro inesperado
Cuando estaba en noveno grado de bachillerato ocurrió
una situación muy fuerte en mi familia. Mi papá tuvo que salir
del país y comenzar una nueva vida. El plan era que él se
mudara a Venezuela por un año y luego volviera a Colombia
por nosotros. La situación involucraba la seguridad de todos,
así que a la fuerza tuve que cambiar muchas cosas en mí. Mi
mamá luchó demasiado en esa época para que yo entendiera
la magnitud de lo que estábamos pasando. Entre el trabajo,
el estudio y ser “el hombre de la casa”, dejé atrás todo, y
decidí no defraudar más a mis padres.
Antes del año mi papá regresó a Colombia, tal y como
había prometido. Nos mudamos a Venezuela y empezamos
una nueva travesía; un cambio total en nuestras vidas. Dejé
las cosas de adolescente y comencé a comportarme como el
hombrecito que debía ser.
Ser inmigrante no fue nada fácil. Recuerdo llegar a un país
donde las oportunidades eran muchas, pero tuvimos que
enfrentar grandes retos. Venezuela nos recibió muy bien,
como siempre ha recibido a los extranjeros. Sin embargo, tal
cual como sucede en casi todo el mundo, existen personas
que descalifican a otros por su nacionalidad o por la “mala
fama” adquirida gracias a unos pocos que dejan en
vergüenza a su país natal.
Por tal motivo, muchos pensaban mal de los colombianos.
Se nos hizo difícil conseguir una casa para alquilar,
legalizarnos para poder estudiar, y a mí, particularmente, se
me hizo difícil socializar. Eso de “Boquinche” había quedado
en el pasado; ahora me decían “Chingo”. Supe en seguida
que esa era la forma despectiva de llamar a las personas que
tenían mi condición. Al llegar al terminal de autobuses, varias
veces la gente se dirigió hacia mí con esa palabra. Entendí
que había cambiado de país, mas no de rostro, y que donde
quiera que me encontrara, esa sería mi realidad.
Nuestro primer trabajo fue como vendedores de muebles y
artículos para el hogar. La forma de venta era puerta a
puerta. Desde Colombia mi papá nos había enseñado el valor
del trabajo; de hecho, en la microempresa siempre estuvo
toda la familia involucrada, así que los vendedores éramos
mis hermanas y yo.
Mi papá manejaba una camioneta Pick-Up, en la cual
cargábamos, en las madrugadas, toda la mercancía. Y en las
mañanas, mientras él conducía lentamente, nosotros
caminábamos e íbamos tocando las puertas de las casas con
las manos llenas de artículos para vender. Cuando nos
abrían, mis hermanas y yo recitábamos un discurso que
habíamos estudiado: “Muy buenos días, ¿tendrá un par de
minutos, por favor?”. Luego de decir eso esperábamos a que
se acercara la dueña de la casa para continuar: “¡Estamos a
su orden! Tenemos mesas para equipos de sonido, planchas,
cubrecamas, edredones, ollas, espejos…”.
Mi papá nos había enseñado a hacer un escaneo rápido
en la sala de las personas a las que visitábamos para
observar si faltaba algún electrodoméstico, y de esa forma
tomábamos ese artículo como ancla para la venta. “La idea
es crear la necesidad, mijo”, me decía papá. Si por ejemplo
observábamos que el televisor estaba en un lugar
improvisado, decíamos algo ingenioso como: “Tenemos
mesas para el televisor en promoción y con excelentes
facilidades de pago. Si usted va a otro lugar a comprarla tiene
que pagar de contado; en cambio con nosotros solo basta
con dar una cómoda inicial y nos queda pagando una cuota
mínima semanal. Aproveche, que muy poco estamos por este
sector”. Así lo hacíamos casa por casa.
El reto para mí no era la venta en sí, pues con Los 10
diablos me volví hábil vendiendo piononos, y aprendí el arte
de negociar con la recepcionista del hotel a donde nos
escapábamos. El reto tampoco era aprenderme los precios ni
los nombres de la mercancía, ya que con el Campeonato
Regional de Oratoria adiestré mucho mi mente para
memorizar discursos. Tampoco era un inconveniente el sol
fuerte o caminar por largas horas, pues en el equipo de fútbol
había ganado resistencia física, y con el problema del asma
aprendí a manejar mucho mejor mi respiración. El mayor
desafío para mí era que se me entendiera lo que decía y
luchar con la imprudencia de muchas personas que me
respondían: “No, gracias «Chingo», ahora no”. Otros me
hacían explicarles sobre cada producto solo para
escucharme hablar y burlarse.
Algunas veces me trataban de “pobrecito”, como fue el
caso de una señora que, mientras trataba de concretar una
venta, llamó a sus hijos y me pidió que abriera la boca para
ver cómo la tenía por dentro para luego decirme: “Ay, papito,
pobre de ti por haber nacido así”. ¿Increíble, no? Vivir esa
exposición constante ante la gente me ayudó muchísimo a
desafiar mis miedos. Cada vez que tocaba la puerta de una
casa sentía que mi corazón iba a salirse de mi pecho, pero
debía enfrentarme a ese temor, o de lo contrario, ¿cómo iba a
ayudar a mi papá? Lo que sí me costaba demasiado era
cuando me recibía una chica bonita y me atraía. Entonces
inmediatamente miles de preguntas cruzaban mi mente:
“¿Cómo le hablo? ¿Se burlará de mí?”. Eso me paralizaba y
me ponía torpe; olvidaba el discurso de la venta y sentía que
mi rostro se ponía rojo. Sin duda alguna, tenía serios
problemas de autoestima que fueron creciendo más y más.

El caballero cibernético
Después de algunos meses trabajando con mi papá, él
consiguió a una persona para que lo ayudara con las “rutas”
—así le llamábamos a cada lugar al cual íbamos a vender—.
Entonces aproveché esa situación y le pedí que me
permitiera hacer un curso de computación porque quería
conocer más gente y tratar de relacionarme con otros, pues
con sus clientes no podía crear amistades.
Mi hermana Lina había decidido vivir en otra ciudad de
Venezuela con un tío, así que solo estábamos Elizabeth y yo.
Juntos comenzamos a estudiar en un instituto que nos
permitió realizar un curso con nuestros pasaportes de
turistas. Desde que llegamos nos abrieron las puertas y nos
trataron muy bien. Fuimos los mejores del curso, por lo que
nos hicieron una propuesta: hacer una pasantía en la
academia. No nos pagarían por ella, pero nos serviría para
obtener experiencia. En lo personal, no me interesaba ni lo
uno ni lo otro. Solo quería tener la oportunidad de acercarme
a gente con la que pudiera crear amistad. Y siendo muy
honesto: quería tener una novia. No soportaba seguir siendo
el que no podía hablarles a las mujeres, el que no tenía
amigas, el joven inseguro.
Decidimos comenzar las pasantías los días de semana.
Los fines de semana mi hermana ayudaba a mi mamá en las
labores del hogar, y yo salía a vender puerta a puerta.
Finalizando las pasantías nos hicieron una nueva propuesta:
seguir trabajando a cambio de un pequeño bono semanal o
trabajar por capacitación. Nosotros tomamos la segunda
opción, y fue así como aprendí sobre mantenimiento de
ordenadores, redes, internet avanzado y todo a nivel de
sistemas.
Gracias a nuestro desempeño y eficiencia los dueños nos
tomaron confianza. Hacíamos de todo: depósitos en los
bancos, manejábamos 75 ordenadores conectados a una
misma red, limpiábamos… Incluso me convertí en “el
muchacho de los mandados” del jefe. Recuerdo que todos los
jueves tenía que salir a hacer mercado con su esposa y
cargar todas sus bolsas de compras en silencio. En mi
interior sabía que trabajando con mi papá no tendría
necesidad de nada de eso, pero estaba dispuesto a
soportarlo, ya que en esa empresa tenía una ventaja: ¡el
internet!
Di todo de mí para intentar acercarme a alguna chica, pero
siempre era la misma historia. Mi peor defecto no eran mis
cicatrices, sino mi inseguridad y baja autoestima. Eso me
hacía ser torpe a la hora de hablar, y eso era como retroceder
12 años de terapias: nada se me entendía.
A través de la web descubrí una forma más efectiva de
acercarme a las mujeres. La idea era esperar a que una
chica de mi edad llegara a alquilar una computadora para
usarla y navegar durante cierto tiempo, estar atento a su hora
de salida, para en seguida buscar en el historial su correo
electrónico. Luego empezaba a escribirle sin saber si mi
anhelo era entablar una relación o simplemente hablar con
alguien. Lo cierto es que siempre obtenía respuesta de ellas.
No sé si tenía talento para escribir, pero casi siempre con un
primer correo lograba su atención.
Poco a poco les hacía saber que las conocía. Me
sorprendía al darme cuenta de que tenía la capacidad de
hacer que se interesaran en mí, y aunque me pedían fotos,
era astuto para cambiar el tema. No quería perder lo que
había logrado enviándoles fotografías mías de inmediato, así
que esperaba un tiempo más e incluso les daba regalos. Me
las ingeniaba para hacérselos llegar. Hasta que llegaba el día
en que me armaba de valor y las citaba en algún lugar. Y así,
sin más, se aparecía frente a ellas “el muchacho del alquiler
de computadoras”, ese que durante meses les ayudó a abrir
su sesión o les respondió alguna duda. En otras
oportunidades la cobardía me ganaba, y desde mi
computadora les decía: “Soy yo. El muchacho que está en la
computadora frente a ti”.
En ambos casos siempre fue igual: ¡nada ocurría! Algunas
chicas fueron crueles, otras amablemente me dijeron que
podíamos ser amigos, y otras tantas ni siquiera regresaron.
Digo “chicas” porque lo intenté varias veces, y en cada uno
de los intentos el desenlace fue el mismo.
Quizás para alguien que tuvo una niñez sin rechazos esto
no tiene mucho sentido, pero para aquellos que hemos
sufrido la dura realidad del desprecio, los golpes crueles de
una sociedad a veces egoísta y excluyente, sabemos muy
bien que hay ciertas cosas que nos marcan y que nos
impiden ser tan “normales” como los demás. En mi caso, una
de las cosas que más me debilitaban era mi imposibilidad de
acercarme a una mujer para sentirme amado. Las negativas
que recibí en mi “estrategia” por internet me dolieron, pero yo
no me rendí, así que busqué otra forma y empecé a
frecuentar los “chat de citas”. Tenía varios perfiles —ninguno
con foto— y sabía cómo comenzar una conversación. Si me
interesaba genuinamente por alguien, le escribía como si
viviera cerca, aunque no lo estuviera realmente.
El tener acceso todo el día a internet me servía para ser
todo un caballero cibernético. Poco a poco me fui acercando
a alguien, y tanto la soledad de ese lado de la pantalla, como
la mía, se unieron. Logré tener una relación que comenzó por
internet y que tuvo un mal final. La mentira fue la compañera
de ambos y la inestabilidad emocional de los dos fue una
bomba que explotó y nos hundió.
Conocí el dolor, la decepción, y sentí que nunca podría
tener algo serio con alguien. Definitivamente, si había un
propósito detrás de esto, yo no lo entendía, no lo podía
reconocer. Cada cosa que vivía me lastimaba más y me
hacía quererme menos. Cada noche la pregunta de “¿por
qué a mí?” se hacía más fuerte. Lloraba mucho, pero en
silencio.

El primer brillo
Pasado un tiempo, el empleo en la academia de sistemas
finalizó, y aunque sabía que podía trabajar con mi papá todos
los días, prefería hacerlo solo los fines de semana, porque
quería demostrarme que podía vencer mis limitaciones y
valerme por mí mismo. Aproveché los conocimientos
adquiridos y realicé unas tarjetas que me identificaban como
Técnico en Mantenimiento y Reparación de Computadoras.
Las repartí por todos lados y de vez en cuando me llamaban
para instalar un programa o formatear una computadora.
Trabajé en un alquiler de películas, donde el dueño se
convirtió en un gran amigo que me valoró muchísimo; al
mismo tiempo limpiaba baños en un cyber-café. Debía llegar
antes de las seis de la mañana para tener todo limpio a las
ocho y en seguida trasladarme a la tienda de alquiler de
películas, donde trabajaba hasta las seis de la tarde. Los
fines de semana continuaba la faena con mi padre.
En las noches de cada sábado ayudaba a un muchacho
que alquilaba sonido para fiestas, colocando la música y
aprendiendo a ser Dj. Hice mucho con tal de “encajar”, con tal
de encontrarme en algún lugar a alguien que me mirara
desde adentro.
No conseguí lo que buscaba en esos sitios, pero hoy
recuerdo cada uno de esos trabajos y veo con gratitud que al
desenvolverme en dichos oficios aprendí a valorar a aquellos
que se ganan la vida con gran esfuerzo. Cuando estoy en
alguna empresa compartiendo con los trabajadores, puedo
sentir la empatía que se mueve entre ellos, y entonces les
hablo, no desde los supuestos, sino desde la que también fue
mi realidad. Recuerdo todo lo que viví, lo que aprendí como
empleado, como emprendedor novato, y sin temor a
equivocarme pienso que todo sucedió con un propósito.
Regresé a trabajar con mi papá después de todos mis
intentos fallidos por encajar en algún lado. Terminé los dos
años restantes que me faltaban para concluir mi bachillerato
y comencé la universidad bajo la modalidad nocturna. En mi
etapa de universitario viví un “momento oscuro” que amenazó
con destruir mi propósito; un periodo de mi vida que muy
poco he compartido en escenarios. De hecho, en todos los
años que he estado llevando mi mensaje alrededor del
mundo, solo he hablado de eso un par de veces. Fue un
momento de sombras que te detallaré en los siguientes
capítulos.
Afortunadamente, mucho antes de vivir ese instante de
tinieblas, había llegado un destello radiante a mi vida; el
primer brillo. Vino de una voz suave y unos ojos
encantadores, de una princesa que, como en un cuento de
hadas, llegó a mi vida. Por primera vez, me sentí distinto.
Empecé a mirarme diferente. Cambié la autocompasión por
el amor verdadero, uno tan sublime que causó más de lo que
puedo describir en un simple párrafo.

¡Lo que soy!


Gracias a la inspiración de mi hermosa princesa culminé la
universidad. No fue nada fácil, porque a veces, desde las
cuatro de la mañana, me dirigía a algunos pueblos cercanos
con mi papá a vender. Regresábamos a casa en horas de la
tarde y escasamente me daba tiempo de cambiarme de ropa
para llegar a la universidad. Allí estudiaba de seis de la tarde
a 10 de la noche. Cuando regresaba a casa debía realizar los
trabajos pendientes de una vez, y al día siguiente continuaba
la misma rutina.
Los últimos dos semestres de la universidad fueron los
mejores para mí; ya el “momento oscuro” había pasado y
todo empezaba a tener un nuevo sentido. Fue como si mi
vida completa hubiera dado un giro de 180 grados. Por mis
notas tenía la posibilidad de irme a realizar mis pasantías en
cualquier empresa; sin embargo, estaba dispuesto a
realizarlas con un profesor a quien todos le huían por ser muy
exigente. Él tenía una reconocida oficina contable, la cual
había cerrado ese semestre para los pasantes, pero igual me
atreví a conversar con él.
Me estaba jugando el puesto del alumno con mejores
notas de mi universidad, y quería ganar ese puesto con
propiedad con el profesor más temido.
—No puedo aceptarlo, Sr. Henao ―me dijo el profesor
cuando le pedí que me permitiera ser su pasante ese
semestre.
—¿Por qué, profesor? Tengo las mejores notas hasta
ahora.
—No es eso. Es que no tengo más espacio en la oficina y
tampoco cuento con otra computadora para un pasante. Solo
está la mía y la del asistente contable.
La única forma de poder trabajar con ese profesor era
teniendo una computadora, así que decidí llevar a su oficina
la que tenía en casa, y le propuse lo siguiente:
—Las pasantías deben comenzar académicamente en dos
semanas. Voy a venir a partir de mañana, y si en esta
primera semana no le doy el rendimiento que usted necesita,
entonces buscaré otra empresa.
Finalmente el profesor, don Ramón Bastidas, sonrió.
Al día siguiente llegué muy temprano a su oficina, me
instalé, y como si la vida me hubiese preparado para esa
semana, empecé a demostrarle a don Ramón que había
tomado la mejor decisión. Organicé todo el sistema, le hice
mantenimiento a las computadoras e impresoras, realicé un
programa para administrar los clientes, y con cada tarea puse
en práctica lo aprendido en mis cursos. Ordené y limpié el
baño cada día de esa semana. Para mí era muy sencillo
hacer todo lo que don Ramón me pedía debido a la
experiencia que había obtenido en los otros trabajos.
En esas primeras dos semanas había que declarar el
Impuesto Sobre La Renta, y los horarios se extendían más de
lo normal. Tenía que trabajar sábados y domingos. Ahora
podía llamar a don Ramón “profe” debido a mi buen
desempeño en su empresa y a la confianza que yo le
generaba y que había depositado en mí. Y no fui el único que
se esmeró; él, por su parte, se enfocó en enseñarme mucho
más de lo que aprendí en la universidad, y su exigencia me
hizo crecer mucho.
—¡Voy a traer una conferencia a la universidad, Sr. Henao!
―me comentó alegremente.
—¡Ah! ¿Y eso?, ¿de qué trata? —pregunté de forma muy
inocente.
—De oratoria. Hace tiempo conocí a un conferencista en
un curso al que fui invitado, y me gustó muchísimo. Quiero
hacer un evento con él para todos los estudiantes, pero
nunca he montado uno. ¿Estás dispuesto a ayudarme?
―Claro, profe. ¡Cómo no!
Así fue como todo empezó. Fueron algunas semanas de
mucho trabajo: ayudé con la publicidad, los presupuestos de
los refrigerios, las inscripciones y con todo lo que el profesor
me asignaba.
El día del evento tenía que estar muy temprano en la
universidad. Instalamos una mesa detrás de todo el público y
allí coloqué mi computadora con una impresora lista para
realizar los certificados durante la conferencia. Esa era la
primera vez que asistía a un evento de oratoria. El
conferencista era realmente elocuente y sabía mantener la
atención de todos los estudiantes y profesionales que
estaban en la sala. Por mi parte, estaba fascinado con la
multitud, con las risas y los aplausos. Me esforzaba por no
cometer errores en la impresión de los certificados y tratar de
captar algunas de las herramientas que el orador estaba
desarrollando.
Me encontraba muy concentrado realizando mi labor,
cuando de repente, casi al final de su conferencia, el orador
dijo:
No hay excusas para no ser un gran comunicador.
Uno de los más grandes oradores de la historia fue
Demóstenes, quien era tartamudo y algunos
historiadores afirman que nació con paladar hendido.
Fue humillado por su forma de hablar durante años,
y la primera vez que intentó exponerse ante un
público recibió una fuerte burla. Sin embargo, su
perseverancia y determinación lo obligaron a
superarse. Daba discursos frente al mar, exigiéndose
que su voz fuera más fuerte que las olas. Para
fortalecer su salida de aire se colocaba piedras
planas en el paladar que le obligaban a perfeccionar
su dicción. Fue así como llegó a convertirse en “El
príncipe de la elocuencia”.
Esas palabras parecían normales para todo el auditorio,
pero para mí, en ese preciso instante, fue como si el mundo
se hubiese detenido y como si el conferencista hubiese ido a
ese lugar a darme un mensaje. Al escucharlo no pude
contener las lágrimas, veía en mi mente a Demóstenes,
sentía su dolor y anhelaba su valor. Había algo que me decía:
“¡Esto es contigo!”. Y antes de que pudiera limpiarme el
rostro, el conferencista concluyó con esta lapidaria sentencia:
“En ausencia de LO QUE SOY, lo que soy no es”. Aunque
tuvo que repetirlo y explicarlo un par de veces al público, yo
lo vi diáfanamente al instante: “En ausencia de LO QUE
SOY, lo que soy no es”.
Ese primer “LO QUE SOY” significa tu PROPÓSITO de
vida, aquello que llegó a ti para darle sentido a lo que eres,
eso que late en tu corazón y que estarías dispuesto a hacer
durante toda tu vida. Básicamente, la razón de tu existir.
El segundo “lo que soy” significa lo que te tocó ser, eso
que dice un título que eres, pero que en realidad no sientes,
lo que haces día a día solo para sobrevivir, pero que te aleja
de vivir, lo que te causa decepción y no te inyecta pasión. Si
te falta un propósito ¡debes descubrirlo!, porque mientras
hagas lo que te toca y no lo que quieres, terminarás viviendo
una vida que no te pertenece.
En tan solo esos minutos mi mente y corazón se alinearon,
y como si el conferencista no existiera ni mucho menos el
auditorio, tuve un encuentro conmigo mismo. Recordé la
pasión que sentía al ver al público reír y llorar con Los cisnes.
Volví a experimentar el anhelo que de pequeño sentía al ver
a las multitudes expectantes por mi entrada al terreno de
fútbol. Sentí de nuevo la sublime sensación de los aplausos
cuando gané el Campeonato Regional de Oratoria, y me vi
tan determinado como Demóstenes desafiando mi supuesta
incapacidad.
¡Sentí que “LO QUE SOY” había llegado a mi vida! Estaba
a punto de ser “el contador graduado con honores”, y eso
sería lo que me tocaría ser si así lo decidía. ¿Estaba
dispuesto a pasar mi vida entera llevando libros contables de
grandes empresas, a ser reconocido como el mejor
contador?, ¿o podría morir contando ante miles lo que por
muchos años había callado? Definitivamente mi propósito se
me había presentado y no podía dejarlo ir: ¡había nacido
para ser orador, para hablar ante multitudes!
En este sentido, un palíndromo es una palabra que se lee
igual hacia adelante y hacia atrás. La palabra RECONOCER
es un ejemplo claro de esta figura. Léelo de nuevo y vamos a
darle un significado:

Una vida sin propósito no es vida. Vivir para simplemente


existir y llenar un espacio físico en el universo es un
verdadero desperdicio. No naciste para sobrevivir, naciste
para VIVIR plenamente. Es por eso que la vida aguarda por ti
y espera silenciosamente hasta que te detengas y te
preguntes: “¿Realmente QUIÉN SOY?”. Si respondes de
forma genuina y RECONOCES que tu propósito es mayor a
lo que “eres”, en ese sublime instante, la vida que aguardó
por ti también te reconocerá y pondrá a tu disposición todo lo
necesario para que cumplas tu misión de vida, esa que solo
TÚ puedes cumplir.
Mi familia, el hogar infantil, la escuela, las burlas, las
cirugías, el fútbol, la iglesia, Los 10 diablos, la rebeldía, salir
del país, vender puerta a puerta, los trabajos difíciles, los
rechazos amorosos, intentar encajar, la soledad, aquel
momento oscuro, mi novia, la universidad, las pasantías…
Todo con un PROPÓSITO.
Hoy puedes mirar hacia atrás y recordar cada instante que
has vivido, las cosas buenas que son parte de ti y las cosas
malas que quisieras no haber vivido. Puedes recordar esas
decisiones que fueron acertadas y aquellas que destrozaron
tu mundo, tus aciertos y desaciertos, tus triunfos y derrotas,
pensar en aquellos que te dieron la mano y en los que
prefirieron darte la espalda e incluso lanzarte a un abismo.
Puedes darle un vistazo a tu vida entera y reconocer que
todo cuanto has vivido es parte de un noble propósito, uno
que desde hace mucho esperaba ser reconocido y que, sin
importar lo pronto o lo tarde que creas sea para ti, HOY es el
momento preciso para que todo empiece a tener un sentido
diferente. Hoy la vida te reconoce de vuelta y te dice: ¡vamos
a hacer esto juntos!

Ejercicios prácticos

Piensa en algo que te apasione mucho —quizás vas a


pensar en más de una opción—. Ya sea que pienses en una
o en varias opciones, vas a contestar las siguientes
preguntas:

¿Eso que te apasiona es lo primero que piensas al


levantarte y lo último que viene a tu mente antes de
acostarte?
¿Esa pasión agrega valor a la vida de otras personas?
¿Estarías dispuesto a realizar esa actividad por el resto de
tus días?
¿Estás dispuesto a morir haciendo eso que elegiste como
pasión aunque no te pagaran?

Si contestas positivamente estas cuatro preguntas, no solo


encontraste tu pasión, ¡acabas de reconocer tu propósito!
CAPÍTULO II
LA HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA
No soy el protagonista de la historia que muchos aplauden;
en realidad soy el resultado de La historia detrás de la historia.
Gustavo Henao

Gloria Elsy Salazar Valencia (mi madre)


El 5 de julio de 1986, a las 10:10 de la mañana, llegó a
nuestro hogar un lindo regalo del cielo, un precioso obsequio
que en ese momento no supimos asimilar. Afortunadamente
al poco tiempo entendimos el porqué de esa inusual y
admirable bendición.
Fue un parto normal pero muy difícil, estaba muy agotada;
me tuvieron que suministrar Pitocín. Al escuchar el llanto de
mi hijo solo pude preguntarle al médico sobre el sexo del
bebé, pues ya tenía dos lindas niñas y quería el varón. El
doctor me dijo: “Es un niño”. De inmediato se lo llevó la
enfermera, y mientras el médico me suturaba, expresó:
“Gloria, el niño está bien, pero tiene algo en la boca. No te
asustes. A él lo operan y quedará normal. Justamente hoy un
cirujano plástico esta acá en el hospital, por lo que te voy a
comunicar con él”. Por primera vez un cirujano plástico iba a
ese hospital. Él había llegado allí a través de unas señoras
pudientes que querían hacerse una cirugía estética en el
rostro. Más tarde entendí que Dios lo llevó para que estuviera
pendiente de mi hijo.
Mi médico tratante me llevó a un cuarto para que
conociera a mi hijo, y después de evaluarlo, dijo: “Llévame al
niño el lunes al hospital infantil de la capital y busca a la
odontóloga que te diré. Antes de que lo hagas me
comunicaré con ella para que tengas prioridad y lo atiendan
bien. Al niño hay que hacerle una placa para poderlo
alimentar. Si está bien de peso, en seis meses te lo opero”.
El diagnóstico decía: “Neonato masculino con paladar
hendido, sin colgante faríngeo y apertura en ambos lados de
su labio superior”. Yo no entendía nada. Al ver al bebé por
primera vez mi mente quedó en blanco, y solo expresé: “He
sido muy feliz y bendecida con mis hijas. Este es el niño que
siempre soñé y es hermoso, solo parece que tuviera un
chupón en su boca”.
Cuando una madre espera nueve meses a su hijo, nunca
imagina que va a tener algún defecto; todo lo opuesto, lo
espera bello y sano. Mientras los meses transcurren
incrementa la ansiedad por conocer a la personita que se
forma en el vientre: poder tocarlo, abrazarlo, alimentarlo, ver
sus ojitos… tenerlo siempre. Y para mí todo fue diferente.
A los dos días de haber nacido mi hijo me separaron de él.
Un día lunes mi esposo y mi mamá se fueron a la capital con
mi niño. Eran seis horas de carretera en autobús. Fue muy
duro para mí alejarme de mi pequeño tan indefenso y saber,
además, que no podía darle de comer. Lo alimentaban por
medio de un gotero por temor a que se broncoaspirara; se lo
daban pocas veces y quedaba insatisfecho.
La odontóloga lo atendió ese mismo día, lo cual fue una
bendición porque la demanda para atender a niños en ese
lugar era demasiado alta, pero el doctor que se encargó de
mi parto hizo su gestión como lo prometió. La dentista le puso
una placa de acrílico para rellenarle lo faltante del paladar
para que así yo lo pudiese alimentar con facilidad.
Mi esposo y yo nos esmeramos muchísimo en alimentarlo
bien. A los cuatro meses lo vio el cirujano y dijo que estaba
tan bien que le realizaría su primera cirugía de labio. Explicó
que lo normal era operar un lado primero, y al sanar este,
proceder con la otra parte. Sin embargo, él quería hacerlo
todo de una vez. Me emocioné mucho, aunque en realidad
entendía poco de lo que me explicaba, pero se veía tan
optimista viendo a mi hijo, que logró transmitirme esa alegría.
No obstante, imaginaba el dolor físico de mi bebé y lo que
sentiría mi alma al verlo convaleciente.
Tener un hijo en las condiciones de Gustavo es muy fuerte.
No todos entienden el dolor tan intenso que se siente. Hay
muchas preguntas sin respuestas. El inicio del proceso es
como vivir una pesadilla. Pero gracias a eso, hoy comprendo
que hacen falta seres que entiendan más el dolor de una
madre por su hijo.

Cirugías, lágrimas y dolor


En el Hospital Infantil Universitario Rafael Henao Toro,
ubicado en Manizales, Colombia, fue la primera cirugía de mi
hijo. Cuando había jornadas de operación, las madres, con
previa cita, llevaban a sus niños para que fuesen operados.
Los pequeños iban completamente en ayunas, por supuesto
Gustavo también lo estuvo. Recuerdo que yo estaba tan mal
que también fui sin probar bocado alguno debido al nudo en
mi garganta formado por mi profunda angustia. Fue una
sensación tan devastadora que no podría describirla.
Nos llevaron a un salón y nos dijeron: “Por favor, esperen;
en el trascurso de la mañana operaremos a sus hijos.
Mientras tanto ustedes los van a entretener; jueguen con
ellos y hagan que estén tranquilos. Eso sí, ¡nada de lágrimas!
¡Nada de demostrar tristeza! ―según argumentaron, no
había motivos para el dolor―. Si ustedes están tristes, sus
hijos van a percibir ese estado de ánimo y la cirugía no va a
ser exitosa”.
Yo escondía mi aflicción y trabajaba ese dolor para que, en
vez de lágrimas en mi rostro, se dibujara una sonrisa. Por mi
niño aprendí a representar el papel de los payasos; a sonreír
cuando quería gritar y salir corriendo. Pero no podía ser débil,
pues solo estábamos los dos: mi pequeño y yo. Me
consolaba repitiéndome, una y otra vez, que el dolor siempre
se transforma en bendición.
Cuando me llamaron para que bajase a quirófano con
Gustavo, inmediatamente me lo quitaron; no me dieron
tiempo ni de darle un beso. En ese momento todo es tan
rápido que de un momento a otro te aturdes. Solo me dijeron
que estuviera tranquila, sin llorar. El bebé tan solo tenía
cuatro meses. Me costaba mucho aceptar que lo tenía que
dejar allí; sentía que me necesitaba, pero debía irme y
dejarlo.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, llegué al
hospital, pero a las ocho y media fue que me dejaron pasar.
Cuando vi a Gustavo estaba con sus brazos inmovilizados; al
verme sonrió y su rostro se iluminó de felicidad; parecía que
quería saltar a mis brazos. Pero esta vez esa sonrisa me
destrozó, pues de su labio brotaba sangre porque la acción
de estirarlo lastimaba la sutura que le habían realizado.
¿Cómo decirle a un bebé que no le sonría a su madre, si
esa es la manifestación más grande de su amor? Era tanto
su dolor físico y era tanto el mío. Sin embargo, saqué fuerzas
para cargarlo y tratar de aliviar su dolencia en mi regazo. No
había silla para sentarme y las enfermeras se encargaron de
recordarme a cada segundo que en las camas no se podía
sentar. Pasé todo el día de pie cargando a mi hijo. Al finalizar
la tarde lo dieron de alta, y me dieron las instrucciones para
hacerle la limpieza en la herida y mantenerlo libre de alguna
infección externa.
Me lo llevé para la casa de mi hermana Aleida. Ella y su
esposo Rubén Darío fueron unos ángeles que Dios me puso
en mi camino. Recibí mucho apoyo de mi familia que, pese a
no poseer dinero suficiente, me ayudaba con los gastos de
los viajes y cuidaba a mis niñas. El primer día Gustavo lloró
toda la noche ―y yo también―. Estuve sentada en la sala de
la casa —afortunadamente quedaba en la planta baja—
tratando de que el llanto no se escuchara en los cuartos para
no perturbar el sueño de mi hermana ni de su esposo,
quienes tenían que trabajar muy temprano al día siguiente,
para luego irse a estudiar.

¡Un verdadero milagro!


Dos días después regresamos a casa. En el trayecto
estuve al pendiente de que ni el polvo de la carretera ni algún
agente externo contagiara a mi hijo durante esas seis horas
de viaje. El cirujano me dijo que viajaría ese fin de semana a
un hospital muy cerca de nuestra vivienda debido a que tenía
unas cirugías pendientes, y aprovecharía la ocasión para
evaluar y retirarle los puntos a Gustavo.
Así fue, pero mientras lo hacía un chorro de sangre se
disparó y la herida del lado izquierdo de su labio se abrió
totalmente. El médico se angustió mucho. “No te asustes
―me dijo―. En un mes te lo vuelvo a operar”. Me dio las
recomendaciones para hacerle sus curaciones y me prometió
que en 30 días nos veríamos nuevamente. ¡Qué angustia!
Salí de ese hospital con mi hijo en brazos y el corazón hecho
pedazos. Gran parte del procedimiento quirúrgico al que fue
sometido se había arruinado. El doctor Diego Naranjo, un
gran cirujano plástico y ser humano, nos ayudó mucho. ¡Dios
nos bendijo demasiado a través de él!
Seguí al pie de la letra las instrucciones del médico. Para
poderle curar la herida, mi esposo lo tomaba de las manitos y
yo lo limpiaba. Cuando terminábamos de hacerlo, nos
secábamos las lágrimas y besábamos al bebé intentando
transmitirle con gestos lo que con palabras no nos salía: “No
deseamos lastimarte. Lo hacemos por amor”. La buena
noticia es que todo ese dolor era recompensado, pues cada
día nuestro Gustavo estaba más sano, ya que poco a poco
se le iba cerrando el lado izquierdo de su labio, ese que se
había abierto totalmente.
Pasado un mes llevé a Gustavo a la cita con el doctor
Diego. Él, al verlo, me preguntó quién lo había operado.
—Usted lo operó, doctor ―respondí.
―Sí, pero a él se le abrió el labio al retirarle los puntos y
yo le dije que no dejara que nadie modificara lo que yo había
hecho. Le dije que se lo iba a operar de nuevo.
―Sí, doctor, así fue. Yo solo le curé su labio siguiendo las
instrucciones que usted me dio ―expresé.
Totalmente incrédulo tomó al niño, lo observó
meticulosamente, y expresó:
—Pero es que… ¡parece operado! —Se fue para evaluarlo
con otros médicos y volvió desconcertado—. ¡Esto es un
verdadero milagro! ¡No hay otra explicación!
“¡Un milagro!”. No entendí nada en ese entonces, pero a
partir de allí todos en el hospital querían ver lo que había
sucedido con mi hijo. Regresé a casa muy contenta porque,
según dijeron los doctores, la siguiente operación que le
harían a Gustavo sería interna, por lo cual debíamos esperar
a que cumpliera un año para su próxima cirugía.
Trabajo duro
A partir del nacimiento de mi niño, nuestro ritmo de vida
cambió drásticamente. Toda la atención giraba en torno a él.
Aun así, tratamos de no descuidar a nuestras hijas que,
gracias a Dios, fueron muy comprensivas. No obstante,
nuestro ingreso económico no alcanzaba para cubrir los
gastos quirúrgicos de Gustavo Andrés. Como expresé
anteriormente, la primera cirugía fue realizada en una jornada
especial. El cirujano muy amablemente se ofreció a operarlo.
La operación era gratuita, pero nos dimos cuenta de que
nuestro hijo no iba a obtener buenos resultados, pues la
demanda de niños era muy alta y las probabilidades de ser
bien atendido eran escasas.
Por esta razón decidimos trabajar arduamente para
internar al niño en una clínica particular. A pesar de que los
costos eran bastante elevados ¡lo logramos! Aparte de
atender a mis hijos y el hogar, vendía obleas en las escuelas,
y mi esposo trabajaba de día en el taller de carpintería y de
noche preparaba los piononos.

El primer año de Gustavo


El día de su cumpleaños Gustavo lloró tanto que le dio una
fiebre muy alta. Entonces inmediatamente lo llevé al médico y
descubrieron que tenía una otitis aguda. Botaba mucho pus
por su oído que expelía un olor muy fétido. De urgencia me
remitieron a un hospital de la capital para que el niño fuera
atendido por un otorrinolaringólogo, pues en el pueblo donde
vivíamos solo había médicos generales. Llamé al doctor
Diego para contarle la situación y me dijo que me fuera de
ese lugar, que él se encargaría de conseguirme al
especialista. Así lo hizo; me recomendó al mejor
otorrinolaringólogo: el doctor Armando Ramírez ―otro ángel
en nuestras vidas―, un médico muy prestigioso.
Cuando llegamos al consultorio del doctor Ramírez él nos
atendió de inmediato. Afortunadamente hubo mucha química
entre nosotros. Luego de examinarlo dijo: “Hay que operarlo
de inmediato y ponerle unos tubos ventilatorios. ¡Los tubos se
necesitan ya! Hay que mandarlos a buscar a Bogotá”. Él
llamó y gestionó todo para que llegaran los insumos
necesarios. Era tanta mi angustia que no podía ni pensar, el
mundo se me venía encima cuando observaba a mi bebé
llorando de dolor al extraerle grandes cantidades de pus.
Los tubos llegaron al día siguiente e intervinieron de una
vez a mi niño. Él descansó de ese sufrimiento y yo del
corazón. Al siguiente mes lo volví a llevar a la capital para
que el doctor Ramírez lo evaluara. Al examinarlo me dijo que
Gustavo había expulsado uno de los tubos, y me explicó la
manera como debía cuidarlo para evitar una meningitis. A
partir de ese momento lo evaluaban en conjunto el cirujano
plástico y el otorrino. Ellos eran personas tan especiales que
se ponían de acuerdo para operarlo al mismo tiempo y así
aprovechar una sola anestesia; mientras uno operaba el
paladar, el otro operaba los oídos. Con esto me ayudaban
para pagar un solo derecho a quirófano.
Aunque no teníamos mucho dinero, tuvimos el privilegio de
llevar a Gustavo a clínicas privadas, donde le hicieron la
mayoría de las cirugías gracias a que se presentaron
oportunidades de una manera muy “casual”. Ahora
entendemos que Dios siempre estaba con nosotros abriendo
caminos para que mi hijo estuviera en las mejores
condiciones.
Mi esposo era ebanista, y yo ama de casa. No pude
ejercer mi profesión porque debía ―y quería― dedicarme al
cuidado de mis hijos. Él se quedaba trabajando muy duro,
mientras yo viajaba con mi niño cada 20 o 30 días porque
tenía que cumplir citas médicas. Algunas veces me llevaba a
las niñas, lo cual era muy complicado: Viajaba en autobús por
seis horas con mis tres pequeños; con una mano cuidaba a
mis hijas y con la otra a Gustavo. Trataba de atenderlos a
todos por igual, pues las niñas tenían cinco y seis años. Ellas
tuvieron que sacrificar muchas cosas por su hermano.
Hubo ocasiones en las que necesitábamos más dinero
para los viajes médicos de Gustavo, pero no contábamos con
el mismo; por ello muchas veces no tenía cómo pagar la
carrera de un taxi y me tocaba caminar largos kilómetros con
el bebé —bastante pesado, por cierto—. Esas caminatas
eran, además, con los zapatos totalmente rotos por debajo y
remendados por arriba. El dinero alcanzaba solamente para
comprar los tres pares de zapatos de nuestros hijos; por lo
tanto yo tenía un par para todas las ocasiones. Mi esposo no
podía cubrir todos los gastos de la casa él solo.
Prefería no contarle a nadie mi situación. Mi hermana
Aleida y su esposo Rubén Darío fueron personas tan
extraordinarias que hubiera sido un abuso a su tan amable
hospitalidad cargarlos con mis problemas. Cuando llegaba a
su casa con mis hijos siempre nos esperaban con
abundancia de todo. Dejaba a mis niñas con ellos y me
sentía totalmente confiada porque sabía que estarían bien
cuidadas.

Vida escolar
En la medida que Gustavo crecía aumentaban sus
necesidades médicas. Tenía un cuerpo médico de ocho
especialistas: médico general, pediatra, cirujano plástico,
otorrinolaringólogo, odontólogo, ortodoncista, fonoaudiólogo e
inmunólogo. Y, además, siempre me sugerían uno más:
psicólogo. Sin embargo, nunca vimos la necesidad de ello por
considerar que era muy sociable y extrovertido; un niño
totalmente normal.
En nuestro seno familiar nunca lo hicimos sentir diferente.
Lo tratábamos como a un niño sin ninguna dificultad a pesar
de que la tenía. No obstante, su lenguaje no fue tarea fácil,
sobre todo ante la sociedad, pues mientras en la casa nos
esforzábamos por hacerlo sentir como el niño normal que
era, en la calle la imprudencia de la gente con sus malos
comentarios lo lastimaba. Cuando mi bebé nació nos decían
que habíamos tenido un fenómeno, que él en vez de una
bendición era un castigo. Otros se echaban la bendición al
verlo; unos pocos, cuando llegaban a conocerlo, nos
preguntaban: “¿Es cierto que usted tuvo un niño deforme, un
anómalo?”. Pero ¿saben algo? Nunca me dolieron esos
comentarios. Siempre vimos a nuestro niño como alguien
maravilloso, nunca lo vimos diferente.
Su papá, sus hermanitas y yo le enseñábamos a hablar, le
hacíamos repetir palabras y sílabas. Éramos sus
fonoaudiólogos en casa. Lamentablemente, cuando fue
creciendo, las burlas le dolían tanto que una vez estuve a
punto de perder el control. Tuve que trabajar mucho en mí
misma para aprender a controlarme y cambiar estrategias.
Fue un arduo trabajo. Mientras tanto trabajaba hombro a
hombro con sus maestras.
A sus 18 meses Gustavo empezó su vida escolar. Para
ese entonces solo existía una guardería en Aguadas ―el
pueblo donde vivíamos―, por lo que era muy difícil entrar y
más aún si la madre del niño no poseía un empleo estable.
Gustavo necesitaba socializarse con más niños para
fortalecer su lenguaje, y después de mucho esfuerzo
¡conseguimos el cupo!
Recuerdo ese primer día de clases, ¡fue horrible para mí!
Separarme de mi niño significó un dolor muy agudo. Me
torturaba pensar en la posibilidad de que me lo trataran mal,
o que los demás niños lo rechazaran. Ese día su papá lo
llevó a la escuela. Sus primeras clases eran durante la
mañana, pues creímos que ese horario era el adecuado para
su adaptación. Sin embargo, cuando llegaba a casa al
mediodía buscaba la puerta para irse nuevamente. ¡Estaba
feliz, muy feliz! Pero su mamá estaba triste. Entonces entendí
todo el proceso que me correspondía vivir. Debía entenderlo;
él se enfrentaría a la vida y a todo cuanto encontrara en ella.
No lo niego, sentí miedo, pero Dios me dirigió en el proceso y
puso gente muy linda que me apoyó con mi hijo.

De espalda a mis planes


Mientras Gustavo crecía las dificultades para viajar eran
mayores, pues debíamos hacerlo muy seguido. Si no
viajábamos para acudir a la cita con un especialista, lo
hacíamos para vernos con otro, o simplemente debíamos
viajar para programarle cirugías. Por lo tanto, decidimos
cambiar de domicilio. Nos radicamos en un pueblo cerca de
Manizales, en Santa Rosa de Cabal, una de las principales
ciudades del Departamento Colombiano de Risaralda. Allí
vivían la mayoría de los doctores.
Aquí me detendré para hacer un pequeño paréntesis y
decir que a veces la vida nos pone en situaciones en las que
debemos tomar decisiones rápidas para complacer a otro que
necesita de nosotros. En este caso, di la espalda a mis
planes, para ocuparme del cuidado de mi hijo.
Al llegar a ese nuevo lugar inscribí a Gustavo en el Jardín
Infantil Las Araucarias. Allí nos encontramos con un cariño
genuino y una amabilidad increíble de parte de las
profesoras. Tuvimos mucho apoyo. Ellas trataban a mi hijo
como el niño normal que era. Lo integraban en todas las
actividades escolares: bailes, fonomímicas,
dramatizaciones…
Con la ayuda de su cuerpo médico y el apoyo que recibió
en el jardín, fue transcurriendo su desarrollo hasta pasar a la
escuela. Afortunadamente, al entrar en ella tenía su paladar y
colgante faríngeo completos. El siguiente paso era realizar
algunas cirugías estéticas y perfeccionar su lenguaje. De esto
último se encargaba su fonoaudióloga y, por su puesto, toda
la familia, particularmente sus hermanitas. El apoyo de ellas
durante esa etapa fue fundamental: lo cuidaban, lo ayudaban
en su lenguaje de una manera muy creativa, lo defendían de
quienes querían tomarlo como objeto de burla, y siempre
estuvieron a su lado haciéndolo sentir tan especial como
siempre lo ha sido.
Por otro lado, un nuevo miedo apareció en mi interior.
Conforme el niño crecía en tamaño, temores me aturdían,
siendo el mayor de ellos el rechazo, la escuela ―¡ahora era
la bendita escuela!―. Niños más grandes, probablemente
más crueles. Me perturbaba pensar que todo el trabajo hecho
en casa pudiera derrumbarse en un instante.
El primer día de clases lo acompañé para conocer a su
maestra y acercarme a ella, tratando con esto de estar más
cerca de mi hijo. Sabía ―por haber estudiado pedagogía―
que a ninguno de los profesores les gusta ver a los padres de
los niños tan pegados a ellos. No quería ser vista como una
madre sobreprotectora. Cuando vi a la profesora me pareció
una mujer muy seria, por lo tanto solo le dije: “Profe, se lo
encomiendo”. Ella le tocó la cabeza a mi niño con mucha
dulzura. Supongo que mi cara de dolor expresó lo que quería
decirle.
El lazo amistoso entre la profesora y yo creció de tal
manera que me ayudó muchísimo en el desarrollo de mi hijo.
Fue un apoyo muy importante desde primero a cuarto de
primaria. Nunca tenía objeciones cuando Gustavo debía faltar
a sus clases por asistir a citas médicas o para someterse a
cirugías. La maestra doña Nelly Hurtado: ¡Qué gran ser
humano! Una verdadera profesional de vocación intrínseca,
un ángel enviado por Dios a nuestras vidas.
Gustavo en segundo de primaria presentó signos de
asfixia. En las noches se le atascaban tanto las fosas nasales
que llegamos a pensar que en uno sus ataques se quedaría
sin respiración. ¡Era horrible! Gracias a Dios, después de
muchos tratamientos, él mismo aprendió a manejar esa
dificultad. Él era fanático del fútbol y aún con esa condición
estuvo en una escuela de fútbol y era uno de los mejores
jugadores.
En tercero de primaria me contó que algunos niños se
burlaban de él y que lo hacían hablar para parodiarlo. Sentí
mucha tristeza. Lo conversé con la maestra y me sugirió
hablar con todos los alumnos. Mientras lo hacía me dejó sola
con el grupo e intenté explicarles de una manera muy sencilla
las razones por las cuales Gustavo Andrés hablaba diferente.
Su primaria transcurrió entre quirófanos, escuela, terapias
de lenguaje y otras actividades. Todo lo referente al arte y al
fútbol lo apasionaban. Aparte de las cirugías de labio también
le tocó soportar una crisis de apendicitis que fue muy difícil
de detectar. Cuando los médicos confirmaron que tenía esa
afección lo operaron de emergencia porque su apéndice
estaba a punto de explotar. Dios lo guardó de una peritonitis.
Todo lo que rodeaba a Gustavo era misterioso para nosotros:
¿Por qué le pasaban cosas así? En esos momentos no
entendimos nada.
En quinto grado Gustavo cambió de maestra; ahora le
daría clases el profesor Guillermo Meneses, un gran
profesional y hombre, de principios marcados y mucho
temple. Ese último año de primaria Gustavo demostró
grandes dotes de liderazgo. Al concluir la escuela primaria
decidió entrar a un colegio técnico que, en ese entonces, era
considerado el mejor por tener esa modalidad. Lo único que
nos preocupaba de su decisión era que, aunque
académicamente el liceo era realmente bueno, presentaba
fallas a nivel disciplinario. Sin embargo, aceptamos, pues ese
era su anhelo.

Profesora sin vocación


Cuando Gustavo pasó a secundaria mis miedos fueron
más fuertes, pero ese temor a que fuera rechazado nunca lo
exterioricé. Su padre y yo lo veíamos, aparentemente,
tranquilo, muy integrado al grupo de sus compañeros. Por
fortuna llegó a su nuevo colegio con la mayoría de sus
amigos de la primaria. Ellos iban a nuestra casa a hacer las
tareas con él, y, como era muy observadora, veía que todos
tenían la inquietud inquisidora típica de los adolescentes.
Gracias a esa cualidad, también me di cuenta de que mi
hijo tenía profesores que se burlaban de él y lo rechazaban.
Un día descubrí que Gustavo había hablado con sus
compañeros de clase para acusar ante el rector del colegio a
una profesora que lo trataba mal. Ellos me permitieron
ayudarlos y redactamos un memorial. Luego del
procedimiento correspondiente, se le llamó la atención
públicamente a la profesora en una reunión de
representantes. Ella, muy molesta, trató de mal poner a mi
hijo con los padres de sus amigos. En ese momento me
desconocí. Un cúmulo de emociones de rabia entrelazadas
con tristeza e impotencia se apoderaron de mí. Esa señora
atropelló tanto a mi hijo que hasta la amenacé con hacer que
la destituyeran de su cargo. Tenía mucho conocimiento de los
reglamentos académicos, pues era parte del Consejo
Directivo del colegio de mis hijas. En ese momento me di
cuenta de que mi hijo no solamente podía ser rechazado por
sus compañeros, sino también por adultos que en vez de
promover el respeto e igualdad hacían lo contrario.
Con mucho esfuerzo logré que esa profesora entendiera
que Gustavo tenía quien lo defendiera. Mi hijo estudió poco
tiempo en ese colegio, pues tuvimos que residenciarnos en
otro país: Venezuela.

Bullying despiadado
Cuando mi hijo tenía dos años una vecina se burlaba de él
en su cara. Al nacer le dijeron deforme, fenómeno y cualquier
cantidad de improperios. Particularmente me dolió muchísimo
cuando esa mujer se rio de forma despiadada de mi bebé; se
suponía que era una adulta con vasto conocimiento de la
vida, de la moral y la ética. Sin embargo, le hacía gestos
despectivos, y, por su parte, Gustavo solo sonreía con ella; ni
se daba cuenta del desprecio de esa señora. En actos como
esos me llenaba de impotencia y a veces perdía el control y
actuaba de forma desmedida para con los agresores. Más
tarde comprendí que tenía que cambiar esas emociones para
poder ayudar y enseñar a mi hijo correctamente. Decidí
apoyarlo más, sufrir su dolor en silencio, con nudos en la
garganta, con lágrimas contenidas… ¡Cuánto dolor y rabia!
Una vez Gustavo, cuando tenía 16 años, me invitó a
comer pollo. Él era un niño muy detallista conmigo. Esa
salida se convirtió en un momento de catarsis en el cual
expresó todo aquello que sentía y que no me había contado:
―Mamá, ¿será que nunca voy a tener novia? ―suspiró.
―¿Sabes, mamá? Siempre he soñado con tener un hogar,
hijos, una familia... Y veo que nadie se fija en mí. Chateo con
todos mis amigos y me cuentan sobre sus novias y yo…
nada. ¿Usted cree que es por mi problema? ―me contó mi
niño con un evidente desanimo al hablar, y yo sentí que mi
mundo se venía encima al sentir su dolor.
―Tranquilo, hijo ―le respondí dulcemente. ―Esa mujer
perfecta para ti llegará a tu vida en el momento indicado. No
todas las mujeres nos centramos solamente en el físico de un
hombre. Eres un gran ser humano, con hermoso corazón y
muy lindos sentimientos.
Lo cierto es que para decirle esas palabras a mi hijo tuve
que armarme de valor. Mientras él hablaba sentía pinchazos
agudos en el corazón; solo quería romper a llorar. Quería
expresarle que conocía su sufrimiento silencioso, deseaba
confesarle que estábamos en la misma situación, que su
dolor era el mío, y que a veces éramos solo dos payasos que
se reían para disimular la tristeza y la angustia. No obstante,
debía ser fuerte para darle ánimos.
Luego de conversar esa tarde Gustavo se sintió aliviado;
su rostro entristecido cambió. Se llenó de esperanzas, pero
yo quedé destrozada. Supe, con más certeza, que mi hijo
sufría demasiado. Pensé que si se había atrevido a hablar de
esa manera conmigo era porque realmente estaba mal.
Sabía que los jóvenes a esa edad eran más dados a
conversar sus problemas con sus amigos que con sus
padres. Sentí mucho miedo de que se volcara a los vicios
para exorcizar sus temores. Esa noche no dormí nada
rogándole a Dios que lo cuidara y protegiera.

Un hijo ejemplar
La verdad es que hablar de Gustavo Andrés me resulta
bastante fácil. Y es que para cualquier madre el nacimiento
de un hijo hace que los latidos del corazón retumben hasta lo
más profundo del alma. Mis tres hijos son mi mayor
bendición. Cuando tuve a Gustavo por primera vez en mis
brazos mi mente se quedó en blanco hasta el punto de no
entender nada. Lo único que sí supe fue que mi pequeñito
necesitaba mucho amor y cuidado de su madre.
Recuerdo una vez que Gustavo, cuando estaba
estudiando oratoria, me envió mensajes de texto en los que
manifestaba su amor por mí. Aunque siempre lo hacía, me
parecieron muy particulares las palabras de esos mensajes.
Supuse que lo hacía porque le había fascinado la comida que
le había preparado, pues siempre lo sorprendía. Cuando
llegó a casa, me expresó:
―Mamá, siempre te he querido mucho. En mi clase de
oratoria aprendí algo muy lindo, y es que Dios todos los días,
desde una nube, reparte a los niños y estos llegan a los
hogares que los esperan. Pero hay niños que para Él son
muy especiales y les escoge a sus padres, sobre todo a la
mujer que lo va a llevar en su vientre y lo cuidará para
siempre. Es así como toma a los niños con sus delicadas
manos, los mete en una canasta y busca a esas bondadosas
madres para entregárselos. Mamá, eres muy especial para
Dios.
Aquellas palabras me conmovieron tanto que no lo podía
creer. De ese pequeño que un día sentí que necesitaba más
de mí, brotaba ese lenguaje de amor. Sin duda habló desde
lo más profundo de su corazón. Nuestros hijos son nuestros
maestros en pequeñas cosas; de ellos aprendemos a valorar
hasta lo más insignificante. Gustavo me enseñó a controlar el
enojo y a no perder la razón cuando se burlaban de él.
Aprendí a vivir y a superar las travesuras y rebeldías de su
adolescencia sin perder los estribos. Aprendí a confiar en
Dios, pues muchas veces sentí que perdía a mi niño. Aprendí
a ser oradora porque fui su alumna. Cuando Gustavo terminó
sus estudios de oratoria formó a muchas personas en su
propia academia.
Mi amado hijo me enseñó que no hace falta poseer
grandes riquezas para sacar adelante a nuestros seres
queridos. A pesar de las adversidades, de andar con zapatos
rotos y caminar con los pies llenos de ampollas, es necesario
perseverar hasta hallar la recompensa. Dios nos pone
ángeles en nuestro camino para ayudarnos. En la época en
que Gustavo nació era muy difícil realizarle sus operaciones;
sin embargo, su papá y yo luchamos juntos para lograr el
objetivo.
Confieso que tengo muchas cosas que decir sobre mi hijo,
pero si las escribiera todas tendría que publicar mi propio
libro. Gustavo fue un niño travieso, siempre nos sorprendía
con su inteligencia y habilidades artísticas. A los cinco años
presidía misas ―su público eran sus hermanitas y amigos―.
Las hostias eran rebanadas de banano. Siempre mostró
liderazgo, eso lo llevó a tener un grupo de amigos en la
secundaria, no muy bueno que digamos. Se hacían llamar
Los 10 diablos; ¡así serían! Siempre me interesó saber quién
era el líder de ese grupo, y la verdad es que tenía mis
sospechas. Hace poco me enteré que mis sospechas eran
ciertas: ¡El líder del grupo era mi hijo! Era tan astuto que ni
los profesores se daban cuenta de que ellos se escapaban
del liceo para irse a un sitio turístico con piscina incluida.
Cuando me mostraron el registro de entrada del lugar al que
se escapaban los chicos, pude observar que aparecían como
“clientes especiales”, y ¡hasta tenían un carnet de descuento!
Como soy amante de la repostería, mi hijo me observaba
mientras preparaba y decoraba los pasteles que vendía o
regalaba a nuestros familiares. Un día de las madres me
sorprendió con una rica torta de tres pisos. Pasó toda la
noche haciéndola. Siempre ha sido muy detallista con sus
seres queridos.
Cuando Gustavo estaba pensando en contraer
matrimonio, escuché una conversación sin querer. Uno de
sus amigos le decía que estaba muy joven para casarse, que
mejor disfrutara de la vida y la soltería. Gustavo le respondió:
“Yo creo que encontré a la mujer de mi vida. Siento que
Sandrita es la compañera que Dios me dio para seguir mi
camino. Por otro lado, pienso en mi mamá, quien tiene
muchos problemas de salud y ama a los niños. Quiero darle
nietos y que los pueda disfrutar”. De nuevo sus palabras me
impactaron, y ciertamente, mis nietos han sido una gran
bendición para nosotros. ¡TE AMO MUCHO, HIJO!

Gustavo Henao Mejía (mi padre)


Para comenzar debo decir que soy de esos padres que
han experimentado diversos sentimientos y emociones.
Como seres humanos es normal que padezcamos ciertos
desniveles emocionales, pero pocos han podido
sobrellevarlos cuando estos son sumamente extremos.
Quiero resaltar cuatro emociones que han caracterizado mi
paternidad: el dolor, el miedo, y como compensación, el
orgullo y la satisfacción. A lo largo del relato te darás cuenta
de que no exagero.
Cuando mi esposa manifestó síntomas de embarazo,
dudamos de esa posibilidad. Sin embargo, me ilusionaba el
hecho de que el bebé fuese varón, pues ya teníamos dos
hermosas niñas. Después de varios meses llegó el día del
nacimiento de mi hijo. Lastimosamente no pude presenciar
esa escena, pues mi esposa tuvo que viajar a un pueblo
bastante lejano para ser atendida. Días antes de su viaje, le
pedí a ella y a su familia que cuando iniciaran los dolores de
parto me avisaran para intentar llegar al hospital.
Las dilataciones comenzaron a media noche y me
notificaron en horas de la mañana. Recuerdo que era un día
sábado cuando llegué al hospital. La primera persona a la
que visualicé fue al médico, quien al parecer me estaba
esperando. Una vez que nos saludamos me abrazó y me dijo:
“¡Felicitaciones, es un varón!”, pero su actitud se hallaba lejos
de la felicidad, así que le pregunté: “¿Cómo está mi hijo,
doctor?”. Él agachó la cabeza por unos segundos, luego me
miró y expresó que tenía un “problemita”, y me dijo que no
me alarmara por ello. Aunque no me pareció convincente su
respuesta, le pedí que fuésemos a la habitación para ver al
niño.
El doctor solo me acompañó hasta la puerta. La verdad es
que no tengo las palabras apropiadas para describir ese dolor
que invadió hasta lo más profundo de mi alma al ver a mi hijo.
Al mirar a mi esposa noté la misma sensación en ella. Mi hijo
permanecía acostado a su lado y me expresaba, por medio
de su mirada, un bonito gesto. A pesar de que centré mi vista
en su boca, él seguía observándome. Parecía preguntarme:
“¿Cómo me ves, papá?”. Era un bebé grande y rozagante, no
parecía recién nacido. En ese instante palpé cómo dos
emociones se encontraban en mi interior: dolor y felicidad. No
supe cuál de los dos era más fuerte. Reiteradas veces miré
su rostro; en su boca parecía tener un chupón en vez de sus
labios.
En ese momento pensé en las palabras del doctor, y no,
no era un pequeño “problemita”. Mi esposa lloraba en
silencio. Entre tanto, yo tenía que ser fuerte y a la vez
partícipe de ese dolor. Era tan grave lo que veía en mi hijo
que creí que no iba a tener solución. No obstante, le dije
dulcemente a mi esposa:
―Felicitaciones, mi amor. Está muy bello nuestro hijo.
―¿No lo has mirado bien? ¿No le has visto su boquita?
―contestó acongojada.
―Claro que lo veo, pero eso no importa, igual lo
solucionaremos. Con ayuda de Dios avanzaremos.
El niño seguía mirándome como si quisiese decirme algo;
yo mentalmente le expresé: “No te preocupes, hijo, te
prometo que dedicaré mi vida para que seas alguien muy
grande. No sé cómo, pero lo lograré”. Quizás esto no parezca
creíble, pero sentí que el bebé entendió mis palabras, pues vi
cómo se le dibujaba una sonrisa en su rostro.
Antes de mi llegada al hospital, un cirujano plástico ya
había evaluado el estado de mi hijo, por lo que decidí
buscarlo para conversar con él.
―El daño es bastante severo. Hay que trabajar muy duro,
pues es algo delicado. Es necesario intervenirlo varias veces
para reconstruirle el paladar ―explicó el doctor.
―Pero ¿usted cree que mi hijo podrá hablar bien?
―Las probabilidades son pocas por la gravedad del caso.
Todo dependerá de las terapias y dedicación por parte de la
familia.
―Si la recuperación de mi hijo depende de nosotros, le
aseguro que haremos hasta lo imposible.
―Lo felicito, no todos asumen estas situaciones como
usted y su esposa lo han hecho. Pueden contar con mi
apoyo. Este bebé es un angelito que Dios nos puso en el
camino.
Las palabras del cirujano me llenaron de esperanzas y me
animaron a sacar a mi hijo adelante. ¡Sí, tenía solución!
Ese domingo por la mañana salimos del hospital. Aún
recuerdo las miradas de las enfermeras cuando pasé con mi
hijo en brazos; eran miradas de lástima. Una de ellas se
acercó y me dijo que, por su condición, era mejor que le
tapase el rostro. Al escuchar aquellas palabras le contesté:
“¡Jamás esconderé a mi hijo! Siempre tendrá la cabeza en
alto y nunca tendrá que avergonzarse por su condición, y yo
menos”. Lo cierto es que para las personas del hospital había
nacido un fenómeno.
El primer reto con nuestro hijo lo tuvimos ―y lo
afrontamos― en el hospital, pero ahora debíamos afrontar el
segundo: presentarles a nuestras hijas a su hermanito. La
mayor tenía cuatro años y la pequeña tres. Mi esposa y yo
pensamos mucho en cómo reaccionarían, lo que nos
preguntarían… Realmente enfrentar este segundo reto no fue
tan difícil como lo imaginamos, pues ellas lo esperaban con la
misma ansiedad que nosotros. La única pregunta que las
niñas formularon fue: “¿Por qué tiene la boquita así?”. Les
explicamos que no sabíamos los propósitos de Dios, pero
que el médico nos había asegurado que, con un par de
cirugías, estaría mejor. Ellas se conformaron con nuestra
respuesta y lo vieron como a un niño normal. Conforme fue
creciendo, ellas lo protegían y cuidaban. Ya de grande lo
defendían cuando se burlaban de él. Mis hijas siempre le
manifestaron un gran amor.

¡Un niño brillante!


Los procesos que tuvo que atravesar mi hijo comenzaron
cuando tenía apenas tres días de nacido. No te imaginas el
dolor que sentí cuando le tomaron la impresión para hacerle
la placa de acrílico. Ese material era muy espeso para que un
pequeño inocente la tuviese en su boquita. Él me miraba
desesperado, como pidiendo que lo defendiera. Mientras
tanto mi corazón estaba destrozado, y debía sujetarlo fuerte
para que la odontóloga hiciera su trabajo. Gracias a aquella
placa le pudimos dar alimento.
Por su parte, el médico cirujano nos explicó que si
Gustavo mantenía un buen peso, a los seis meses lo
operarían. Sin embargo, a los cuatro meses lo vieron tan bien
que le programaron su primera cirugía. Sin duda esta fue la
etapa más dura para mi esposa, pues mientras yo me
encontraba trabajando, ella palpaba el dolor de nuestro hijo.
Eso me hacía sentir muy impotente.
Conforme Gustavo se desarrollaba, nos dedicábamos a su
lenguaje. Mientras yo trabajaba en la empresa de piononos
durante las noches, él me contaba historias. Como todo niño,
poseía mucha imaginación y construía su propio mundo de
fantasías. Cabe destacar que no comprendía sus
narraciones, pero le demostraba lo contrario, y así
aprovechaba la ocasión para hacerle repetir algunas
palabras. Me centraba en aquellas expresiones que le
resultaban difíciles de pronunciar. Cuando decía “asa” ―en
vez de “casa”―, yo le enseñaba a repetir por sílabas: “ca-sa”.
Asimismo, le hacía repetir palabras como: “caballo”, “mesa”,
entre otras. Gracias a esto noté cómo progresivamente
mejoraba su pronunciación. Podíamos durar horas y horas
practicando, hasta que lo vencía el sueño.
El tiempo transcurría y las cirugías eran más complicadas.
El niño cada día tenía más necesidades, más citas con sus
especialistas, más cuidados… El dinero no nos alcanzaba
para cubrir todos esos gastos. En nuestro pueblo no había
especialistas, por ello teníamos que viajar a la capital. Por
estas circunstancias decidimos mudarnos más cerca de la
ciudad. Nos instalamos en Santa Rosa de Cabal, un sector
que quedaba en medio de las capitales Pereira y Manizales.
Teníamos presente que mudarnos nos llevaría a comenzar
de nuevo, pues no conocíamos la zona ni teníamos
amistades allí. Mi esposa y yo decidimos emprender
vendiendo piononos, aunque este producto no era conocido
en esa región. Entonces busqué puntos claves para vender:
terminales de transportes y supermercados. Afortunadamente
la venta funcionó y gustó mucho, pero al vender nos exigían
la licencia correspondiente para la distribución, y para ello
debíamos, además, poseer un local. Lastimosamente no
contábamos con el dinero suficiente para tal fin, y vivíamos
alquilados.
Entonces vimos la necesidad de tener una casa propia
para poder acondicionar un espacio para la elaboración y
venta de nuestros productos. En el proceso, la angustia de no
tener para comprar nada nos azotó. Acudimos a un señor
que estaba vendiendo su casa y le propuse que me la
alquilara, pero él tajantemente se negó. Le expliqué nuestra
situación y me comentó que conocía a una persona que
otorgaba préstamos al interés, y que yo le podía pedir
prestado para comprar su casa. Así fue; el prestamista muy
amablemente escuchó mi propuesta y aceptó darnos el
dinero tomando como garantía la casa. “¡Qué grande es
Dios!”, fue lo único que pudimos exclamar. Era increíble
recibir la ayuda desinteresada de personas que no
conocíamos. Siempre hubo quien nos ayudara.
Cuando nos mudamos a la casa organizamos el sitio de
trabajo, no como debía ser, porque se necesitaba demasiado
dinero para ello. Sin embargo, cuando los funcionarios de
sanidad iban a inspeccionar el espacio nos ayudaban al
momento de realizar sus informes. Ellos veían nuestra
necesidad y el espíritu de lucha que teníamos. Luché para
comprar una moto, y así, poco a poco, pudimos movilizarnos
para conseguir la mercancía. La verdad es que trabajábamos
sin descanso. Al recordar esa dura época nos preguntamos
cómo lo logramos.
Mi esposa era ama de casa. Hacía todas las labores
inherentes a su oficio: atendía a los niños, mantenía todo en
orden, estaba pendiente de que en la escuela todo estuviera
bien, llevaba a Gustavo a las terapias… y, además, me
ayudaba en la microempresa.
Poco a poco la empresa creció y contratamos empleados.
Nuestros hijos nos ayudaban los fines de semana y en sus
vacaciones porque había más demanda. Dios nos bendecía
cada día con las finanzas, y nosotros nos sentíamos muy
felices por dar empleo a personas necesitadas.
Cada día me motivaba ver el progreso de Gustavo en su
lenguaje. Era impresionante observar cómo se integraba a la
sociedad. Siempre fue el más destacado en el colegio. Al
finalizar cada año de estudios nos sentíamos muy orgullosos
de ir a recibir sus medallas. En cuanta actividad participaba
era el mejor. Desde el jardín mostró sus dotes artísticos.
¡Todo lo hacía muy bien! Era mi orgullo, me hacía sentir que
todo esfuerzo hecho para mi familia valía la pena.

Burlas a Gustavo
Pero la realidad es que no todo era tan perfecto con
nuestro hijo. En casa todo era muy bonito; él era querido por
papá, mamá, hermanas y familiares, pero en la escuela y el
colegio era distinto. Las burlas y el maltrato por su condición
se acentuaban cada vez más, y además era rechazado por
ser el mejor de su clase. No nos dimos cuenta de todas las
burlas, pues no nos contaba nada al respecto; todo se lo
guardaba.
Gustavo a veces llegaba a casa cabizbajo e
imaginábamos que era por problemas con sus compañeros
de la escuela. Y así era: sus amigos cuando iban a la casa
nos contaban el sufrimiento de Gustavo en el aula. Siempre
tratábamos de estar al tanto de todas las áreas de la vida de
nuestro hijo, precisamente porque el mayor temor que
teníamos era que fuese rechazado.
Como padre, al notar tristeza en el rostro de mi hijo ―lo
cual era muy fácil de detectar porque era un niño muy feliz―
sentía mucha indignación e impotencia, pero no podía
demostrárselo. Cuando se atrevía a contarme que algunos de
sus compañeros se burlaban de él por su forma de hablar, se
me partía el alma; sin embargo, me llenaba de fuerzas para
expresarle que debía enfrentarse a esas situaciones con
gallardía, pues eran inevitables. Particularmente, recuerdo
que siempre le decía que no se sintiera mal por ello “porque
los que hoy se ríen de ti algún día te van respetar y a
admirar”. Eso se lo decía porque veía todas las capacidades
que poseía para lograr el éxito.
Para todos era muy duro saber lo que Gustavo vivía fuera
del hogar. Sentíamos mucha rabia al ver cómo sus
compañeros y personas en la calle se burlaban mientras lo
remedaban. Eso es algo muy vil y sobre todo cuando es
contra alguien pequeño e indefenso. Sus hermanitas eran su
apoyo no solamente en su lenguaje, sino como sus
defensoras en la calle. Su mamá y yo, por nuestra parte, nos
manteníamos al pendiente de sus terapias, de su desarrollo
mental, físico y moral, así como de su inserción en el entorno.
Toda la familia daba lo mejor de sí para ayudarlo a superar
todo aquello que le tocaba. Cada uno comprometido con la
misma causa.

La desaparición
Mi esposa y yo decidimos inscribir a Gustavo en una
escuela de fútbol, pues era aficionado a ese deporte. Los
sábados lo llevaba a su entrenamiento, y por lo regular,
siempre me quedaba, pero un sábado me regresé a casa
porque tenía demasiado trabajo. Al concluir la jornada de
entrenamiento fui a buscarlo, pero no encontré a nadie y me
preocupé mucho. Busqué a su entrenador y me dijo que ese
día no hubo actividad y por ello había enviado a los chicos a
sus casas.
Me regresé a casa a ver si ya había llegado, pero no
estaba. Fui a buscar a sus amigos, pero no sabían nada de
él. ¡Nadie sabía nada! No obstante, uno de sus amiguitos me
contó que mientras regresaban a casa, un señor a bordo de
un carro blanco llamó a Gustavo y se fue con él. Imaginé,
entonces, que un amigo mío poseedor de un vehículo con las
mismas características lo había recogido para llevarlo a casa.
Ese pensamiento me tranquilizó un poco y fui en busca del
niño a la casa de mi amigo, pero nada, no estaba ahí.
Ya realmente desesperado fui a la policía, pero no le
dieron importancia al caso porque no había pasado el tiempo
reglamentario para declararlo desaparecido. Un miedo
intenso se apoderó de mí al recordar que, precisamente, en
esos días las noticias reportaban extraños casos de niños
que aparecían muertos, violados y desmembrados después
de haberse perdido. Se trataba de un pedófilo conocido como
“Garavito” que perseguía a los niños hasta apoderarse de
ellos. ¿Se imaginan el terror que sentía cuando mi mente me
atacaba con las escenas horribles que presentaban en los
noticieros?
Tomé mi motocicleta y como un loco salí a buscarlo a los
lugares en los que sospechaba que podría estar. Pasaba de
vez en cuando por la casa a ver si había regresado, pero solo
encontraba a mi familia destrozada, imaginándose lo peor. No
entiendo cómo no me accidenté o no me hice daño ese día,
pues estaba realmente trastornado mientras conducía.
Después de dar muchas vueltas regresé a casa. Ya había
rayado el alba y Gustavo no aparecía. ¡Estábamos tan
angustiados! ¡No sabíamos qué más hacer! Y entonces, de
repente, lo vimos llegando muy tranquilo, sin imaginarse el
pánico que estábamos viviendo. Al preguntarle dónde estaba
nos dijo que se había ido a casa de un amigo a jugar play. El
trauma fue tan inmenso que, no por castigo, sino por miedo,
le cancelé la matrícula en la escuela de fútbol.

Decisiones y retos
A raíz de la inseguridad que existía en el lugar donde
vivíamos, y debido a un acto que puso en riesgo mi vida y la
de mi familia, nos tocó tomar una decisión rápida: mudarnos
a Venezuela. Vendí mi casa, mi negocio y todo lo que
teníamos, y salimos de mi país.
Empezar de nuevo fue muy difícil. Todo era desconocido
para nosotros. Mis hijos eran ya unos adolescentes. Gustavo
era el menor y tenía 15 años. Era una época muy
complicada, sobre todo para mis hijos, pues su futuro
académico se veía comprometido.
La personalidad de Gustavo había cambiado mucho, pues
como todo adolescente, mostraba rebeldía, y más porque era
rechazado, sobre todo por las chicas. Las cosas se fueron
tornando más difíciles cuando le empezó a molestar que
estuviéramos tan pendientes de él.
Hoy creo que mi hijo debía experimentar ese proceso que
vivió durante esa etapa, pues enfrentó una presión mucho
más fuerte de la que había vivido hasta ese momento. Igual
que los diamantes deben pasar primero por altas
temperaturas durante siglos y siglos para llegar a tener el
brillo y la dureza que los caracteriza, de igual modo nosotros
debemos pasar por el fuego: presiones, dolores, pruebas...
La diferencia en nuestro caso es que el proceso es mucho
más rápido, y el resultado, al final, lo determinamos nosotros
mismos; no lo determinan causas externas.
Si creyera en la suerte, les diría que fue ella la que decidió
que mi hijo naciera con esa condición, pero no es así.
Gustavo solo es un diamante que tenía que vivir su proceso
para que, saliendo ileso y experimentado de él, alumbrara
con su luz a muchos que lo necesitan.
Llegamos a Venezuela el 20 de agosto de 2001, y en
septiembre del mismo año se agudizó el problema político del
país. Parecía que todo estaba en contra de nosotros, pues
teníamos dificultades para conseguir la vivienda, para iniciar
un negocio y, lo más difícil, para legalizar los documentos
para que los niños pudieran estudiar. Decidí empezar un
negocio vendiendo mercancía en las calles, puerta a puerta,
a crédito, y mis hijos vendían conmigo. Nuestro espíritu de
lucha estaba más vivo que nunca, y poco a poco nos fuimos
acoplando a nuestra nueva vida.
Para mi hijo fue más difícil asimilar el cambio, pues en
Colombia había dejado su círculo de amigos que lo
aceptaban tan bien que lo habían elegido como su líder a la
hora de hacer travesuras, mientras que en Venezuela sus
cicatrices llamaban mucho la atención y las burlas y la
discriminación eran más fuertes. Su sobrenombre también
había cambiado; ahora era el “Chingo”. Cuando veíamos su
frustración y rabia, hasta nos sentíamos culpables. Sin
embargo, allí permanecíamos, dándole apoyo a pesar de su
rebeldía. Nuestras palabras siempre eran las mismas: “No te
dejes vencer, hijo. Saldrás adelante”.
El momento oscuro
Cuando por fin pudimos obtener la residencia, Gustavo
pudo terminar sus estudios satisfactoriamente. Lo que más
hemos admirado de nuestro hijo es su determinación para
salir adelante. Pero como todo ser humano se dejó influenciar
por las circunstancias al ser jovencito, y más por su
condición. Mi hijo solo quería ser aceptado.
Cuando inició la universidad sus amistades cambiaron, y
con ellas, su forma de ser y de actuar. Era muy egocéntrico,
no quería compartir como antes con la familia, todo le
molestaba. De pronto hablaba de alguna chica que le atraía,
pero luego se expresaba de ella despectivamente, como
decepcionado. Empezamos a notar que se sentía mal por su
cicatriz en el labio, así que tratábamos de hablar con él, pero
nos evitaba.
Como su papá, intentaba ser su amigo y estimularlo para
que recuperara su confianza, pero era infructuoso todo
esfuerzo realizado. Aunque trabajábamos juntos casi no
hablábamos; yo trataba de entablar conversaciones cuando
viajábamos ―cosa que hacíamos a diario―, pero él
permanecía callado durante las travesías.
Cierto día nos dijo que se quería ir de la casa, que no
quería tener tantas normas ni reglas que cumplir, que
deseaba ser “libre” y tener absoluta autonomía para
involucrarse con unos muchachos que vivían como nómadas,
con una mochila en el hombro y haciendo pulseras y collares.
Nunca supe si hablaba en serio o lo decía por llamar la
atención. Mi esposa y yo empezamos a sospechar que
estaba consumiendo alguna sustancia que lo alteraba, y al
observar la clase de compañeros que tenía, más razones
teníamos para creer aquello.
Sentimos mucho miedo al pensar que todo lo que
habíamos luchado por él se podía ir por la borda y todo
esfuerzo resultaría en vano, por lo cual decidimos obrar con
mucha cautela. Mi esposa angustiada me peguntaba qué
íbamos hacer, y yo le respondía que accionaríamos en el
momento preciso.
Los días pasaban y todo empeoraba. Gustavo se sentía
mal porque lo llevaba y lo buscaba a la universidad. Él
estudiaba de noche y quería tener la camioneta a sus
expensas para movilizarse, pero nosotros sentíamos miedo
de dársela debido a los peligros de la ciudad. Sin embargo,
accedí y se la di, pensando que así me ganaría su confianza,
pero ocurrió todo lo contrario: empeoró. Fue una etapa tan
difícil que sentí que todo se me escapaba de las manos.
Cada día sentía que lo perdía más y más.
No obstante, el día para encarar la rebeldía de mi hijo
llegó. En uno de esos viajes que hacíamos a los pueblos para
vender mercancías lo detuvo un agente de policía. Creo que
se debió, más que todo, a su aspecto físico: pelo largo, barba
de loco y mal vestido. Realmente muy descuidado. Su madre
y yo, en reiteradas ocasiones, le llamamos la atención por
sus atuendos, pero nos ignoraba, y en respuesta a ello, se
vestía peor.
Después de realizarle algunas preguntas, el policía lo dejó
libre, y entonces continuamos el recorrido. Fue ahí, en medio
de esa situación, que aproveché para encararlo y expresarle
que ya no aguantaba más su actitud. Hacía mucho que yo
esperaba un momento así, o una señal de Dios para explotar
definitivamente. ¡El tiempo de Dios es perfecto!
Cuando salimos de ese pueblo paré en medio de la nada
la camioneta y sonreí. Estaba seguro que el momento oscuro
de Gustavo llegaría a su fin. Y no me equivoqué, pues la luz
que llegó a la vida de mi hijo después de ese instante es la
misma que lo acompaña hasta hoy. Él será quien les contará
el resultado de esa conversación, en su justo momento, en
Cicatrices de un propósito.
¡Qué alegría tan grande invadió todo mi ser! ¡Sentía que
mi hijo había regresado! Eso me ayudó a recobrar la paz y el
ánimo que había perdido. Nos prometimos no contarle nada a
mi esposa. Aquel momento oscuro quedaría entre los dos.
Progresivamente las cosas fueron mejorando. En ese
momento él estaba saliendo con una joven llamada Sandra
que me parecía muy buena persona; lo quería, lo aceptaba y
valoraba. Creo que eso fue determinante para su
recuperación.

¡Quiero ser conferencista!


Próximo a terminar su carrera, Gustavo llegó una noche a
casa muy contento y me dijo que quería hablar conmigo:
―Cuéntame, hijo, ¿qué quieres decirme?
―Papá, ¡ya sé lo que quiero hacer con mi vida! ¡¡¡Quiero
prepararme para ser conferencista!!! Quiero llegar a mucha
gente con mi voz y que muchos conozcan mi historia.
Ingresaré a una escuela para estudiar oratoria. Hoy conocí al
director de una y ya hablé con él.
―¿Lo pensaste bien, hijo? ¿Estás seguro de que eso es lo
que quieres?
―¡¡¡Sí, papá!!! Creo que eso es lo mío, lo siento y sé que
tengo las capacidades necesarias para lograrlo ―respondió
muy emocionado.
Como les dije antes, Gustavo era mi compañero de trabajo
en cada uno de los viajes, y aunque sabía que algún día
tomaría su rumbo, su decisión me tomó por sorpresa. No
quería quedarme trabajando solo; él se había convertido en
mi mano derecha y sabía que no iba a ser lo mismo si no
estaba a mi lado.
A raíz de la decisión de estudiar oratoria, Gustavo debía
viajar los fines de semana al instituto. Preocupado me
manifestó la decisión de dejarme trabajando solo; sin
embargo, le dije: “No te preocupes, hijo. Lo solucionaremos.
Ahora lo más importante eres tú y lo que quieres lograr.
Siempre contarás con mi apoyo para lo bueno. Sé que
puedes ser el mejor en este nuevo camino, como siempre lo
has sido. ¡Lo lograrás!”.
Con mucho sacrificio y dedicación empezó a tomar sus
clases. Viajaba los fines de semana y durante la semana
trabajaba y estudiaba. Se le notaba mucho entusiasmo,
aunque estaba haciendo dos carreras simultáneamente.
Cuando terminó su carrera en la universidad, se graduó con
honores, ¡con el mejor índice académico! Ese día demostró a
todos los presentes que efectivamente era un gran orador. Se
destacó por su singularidad y destreza para dirigirse al
público. Fue muy ovacionado y aún no se había graduado
como orador.
La gente quedó profundamente conmovida y sin palabras
después de su intervención. De hecho, la persona que debía
hablar después de mi hijo, solo expresó: “Estoy admirado por
el alumno Gustavo Andrés. Quedé sin palabras, Gustavo.
¡Felicitaciones!”.
¡Me sentía tan orgulloso de mi hijo! Después de graduarse
de la universidad continúo su carrera de oratoria mucho más
concentrado. Siempre lo apoyaba en todo lo que quería
alcanzar. Aparecían dificultades, pero las superábamos
juntos, como familia. Por otra parte, su novia se había
convertido en alguien muy importante para nuestra familia.
Ella fue su apoyo incondicional en todo momento, y eso nos
llenaba de mucha satisfacción y alegría. El día que terminó
su preparación como orador fue muy especial para mí, pues
también sobresalió en el grupo.

Momentos trágicos, momentos felices


Gustavo a los 23 años decidió casarse. Él siempre había
soñado con una familia y consideró que estaba en el
momento oportuno para formarla. Como siempre, apoyamos
su decisión a pesar de las críticas de la gente por su edad.
Hoy creo que fue la decisión más acertada, pues no perdimos
a nuestro hijo: ¡ganamos una hija! Eso es Sandrita para
nosotros: una hija que llegó en el momento preciso a la vida
de Gustavo.
Después de casarse decidieron viajar a Mérida en busca
de mejores horizontes para su profesión. Fue muy duro
verlos partir, pero así es la vida; algún día nuestros hijos
tienen que tomar su propio rumbo.
En un momento en que las cosas marchaban muy bien
para nosotros ―económicamente hablando― pude comprar
un auto nuevo para el disfrute de la familia, pero más tarde,
debido al declive económico del país, todo cambió. Aunque
tenía mi negocio en marcha, este no era suficiente, por lo que
empecé, en el tiempo que me quedaba libre, a trabajar como
taxista.
En una oportunidad tomé una carrera en la que el pasajero
me apuntó con un arma en la cabeza y me hizo salir de la
ciudad. Me dijo que era un atraco y que se llevaría el carro.
Conduje hasta una carretera solitaria y me detuve en donde
él me indicó. Allí lo esperaba un cómplice que tomó el volante
del carro mientras él seguía apuntando con su revólver hacia
mi cabeza, profiriendo amenazas y burlas contra mí.
En medio de mi desesperación pedía que me entregaran
mis documentos. Les decía que los papeles del carro estaban
en la guantera, que me dejaran libre, pero ellos solo se
burlaban de mí. Entre risas decían que un muerto no
necesitaba cédula ni ningún otro papel. Argumentaban que la
orden que tenían era matarme y que, además, ya les había
visto sus caras, por lo que no podían dejarme con vida.
“Pero, ¿quién puede dar una orden de esas si yo no tengo
enemigos?”, les preguntaba desconcertado, pero me
golpeaban con su arma en la cabeza para que me callara.
Mi mayor temor en ese momento era dejar a mi familia
sola. Pensaba en mi esposa y en mis hijas, me angustiaba
saber que a donde me llevarían jamás me encontrarían. Mi
hijo estaba lejos y no sería fácil para él recibir una noticia así.
Después de mucho camino recorrido me hicieron bajar del
carro. Me dijeron que me desnudara y me pusiera de
espaldas con las manos en la cabeza, pero pensé: “Si ya me
van a matar, qué más da si lucho por última vez”. Entonces
me revelé y no quise quitarme la ropa. Uno de ellos me
disparó. Corrieron al auto y se fueron convencidos de que
moriría desangrado debido al inhóspito lugar en el que me
hallaba. En aquel tiempo era usual atracar a conductores y
propinarles un disparo en la pierna, específicamente en la
arteria femoral, para que murieran desangrados. ¡Dios estuvo
conmigo en medio de ese mal momento!
Tomé mi camisa e hice un torniquete, luego lo puse en mi
pierna y comencé a caminar. Dios me dio las fuerzas para
hacerlo. Fue muy difícil la situación; el calor era muy
agotador, no había ni un árbol para tomar sombra. Sentía que
mis fuerzas se agotaban. Después de un largo trayecto perdí
la noción del tiempo y empecé a sentir que no tenía saliva en
la boca, veía doble, estaba muy mareado. Mientras caminaba
me encontré con un caño de agua, y al otro lado del caño
pude observar a personas que se hallaban alrededor. Les
gritaba pidiendo auxilio, pero ellos solo me veían
desconcertados y me hacían señas para que cruzara. Así lo
hice. Me aferré a esa esperanza de vida y como pude logré
pasar a donde ellos estaban. Ahí me brindaron los primeros
auxilios y luego buscaron una camioneta y me trasladaron al
hospital.
Una vez atendido, llamaron a mis familiares. Gustavo y
Sandrita se encontraban de viaje, por lo que, al enterarse de
la noticia, se regresaron inmediatamente. Mi hijo se preocupó
mucho por mí y por mi trabajo, pues los fines de semana se
les cobraba a los clientes las cuotas de las mercancías, y el
accidente había ocurrido un día viernes. Confieso que aquel
gesto de mi pequeño fue una gran muestra de solidaridad y
gratitud.
Como padre me siento muy orgulloso y bendecido. Ver
cómo mi hijo se desenvuelve en cada uno de los eventos a
los que asiste me hace pensar que mi esposa, mis hijas y yo
hicimos un buen trabajo. He tenido la oportunidad de
acompañarlo en varias de sus conferencias y las personas se
me acercan para felicitarme por ese hijo tan excepcional.
Recuerdo, en particular, a una señora que me abrazó y me
dijo: “¡No sé a cuál de los dos admirar más! El mensaje de
Gustavo debe tener un origen, y cuál más, sino de sus
padres!”.
Si tú, querido lector, conoces a alguien o tienes un hijo con
la misma condición de Gustavo, quiero decirte que ese niño
es una criatura que Dios te regaló para que hicieras de él un
ser muy especial en la sociedad. Ciertamente la lucha es muy
fuerte, pero les aseguro que vale la pena, pues nadie sabe
quién eres ni cuánto vales, hasta que logras demostrarlo.
Hoy me siento muy orgulloso de ese regalo que Dios me
dio. Al principio mencioné cuatro emociones diferentes, pero
que las sentí al mismo tiempo con una sola persona.
¡GRACIAS, HIJO!
CAPÍTULO III
¡ELIMINA TUS HASHTAGS!
TRANSFORMAR

Mientras no transformes las etiquetas que fueron implantadas en tu


sistema de creencias, tu vida jamás será lo que debería ser, sino que
se convertirá en el resultado de lo que los demás sembraron en ti.
Gustavo Henao

L a decisión estaba tomada: ¡me convertiría en orador! Mi


propósito y yo nos habíamos encontrado y algo había nacido
dentro de mí. Al terminar la conferencia, después de elaborar
todos los certificados y de entregar el auditorio, el profesor
Bastidas, el conferencista invitado y yo nos fuimos a
almorzar. Hice todo lo que pude para sentarme al lado del
conferencista, y con impertinencia le preguntaba mientras
comía por su escuela y por la posibilidad de inscribirme en
ella para estudiar oratoria. Me comentó que la escuela de
oratoria se encontraba en una ciudad que quedaba a cuatro
horas de mi domicilio, y que los estudiantes recibían clases
de noche, pero estaba a punto de iniciar un grupo que
estudiaría sábados y domingos.

A pesar de que dedicaba los fines de semana para trabajar


con mi papá, decidí asumir el reto. Esa misma noche llegué a
casa contándole a mis padres la nueva noticia. Recuerdo
perfectamente sus rostros al escucharme hablar con tanta
pasión. Les comenté sobre lo costoso y desafiante que sería
para mí viajar cada fin de semana. Les prometí que no
descuidaría mi carrera universitaria, ni abandonaría a mi
papá en el trabajo que realizábamos juntos. Mi plan fue: al
concluir las pasantías trabajar todos los días, dedicarme en
las noches a la tesis y los sábados y domingos estudiar
oratoria. Papá y mamá se miraron escépticos, pero me
alentaron con este nuevo sueño.
Antes de comenzar a estudiar oratoria, empecé a leer y a
documentarme mucho sobre el desarrollo humano. Creo que
por mucho tiempo me comporté como un pequeño león que
desconocía su identidad, uno que jamás se había atrevido a
rugir, pero que anhelaba con todo su corazón ser escuchado.
Sumergido en tanta lectura comprendí que no iba a tener
resultados estudiando algo que durante años pensé que era
imposible para mí, si antes no comenzaba a reprogramarme.
Mi mente estaba saturada de etiquetas que me habían dado,
y que sin cuestionarlas había aceptado, eran muchísimas, sin
contar las que yo mismo había creado en mi interior como
método de defensa.
Si quería estudiar oratoria debía entender que con lo
primero que debía luchar era conmigo mismo. Lo que antes
consideraba como “un problema”, ahora debía convertirse en
una oportunidad. Estudiar el arte de la elocuencia sería una
pérdida de tiempo si no estaba dispuesto a convertir mi
debilidad en mi mayor fortaleza. Mi primer desafío fue
transformar mis creencias, eliminar mis hashtags negativos
y cambiarlos por etiquetas nuevas y positivas.

Los hashtags
Las redes sociales (RRSS) son una extraordinaria
herramienta, pues tu vida, tus mensajes o proyectos pueden
llegar a millones de personas a una velocidad impresionante.
La foto de un viaje, de tu comida favorita, de familia o amigos
deja de ser personal o íntima en el momento que la publicas
en la Red.
Una de las formas que las RRSS utilizan para posicionar
un comentario, un vídeo o una foto son los hashtags. Estos
los usamos para identificar lo que estamos subiendo a
Internet. Son etiquetas virtuales que le damos a aquello que
publicamos, y a su vez creamos un segmento en el cual
garantizamos que quien se interese en lo que publicamos lo
encuentre. Dicha identidad la hacemos por medio del signo
numeral (#).
¡Me encanta eso! Lo que me desencanta es que esos
hashtags que tanto bien nos han hecho en las RRSS,
también los hemos usado en nuestra identidad como seres
humanos, y en lugar de hacernos bien, nos han detenido por
años.
Hagamos un par de ejercicios de personalidad. Los
haremos basándonos en los resultados de un estudio
científico de la Universidad de Harvard que permite descubrir
algunos rasgos característicos de los tipos de
comportamiento humano, gracias a un método probado por la
Organización Mundial de la Salud.
En este caso, vamos a tomar dos ejercicios que son
usados en las más grandes compañías y en equipos de alto
rendimiento. Antes de comenzar, te voy a pedir algo que
debes cumplir para que sea efectiva la práctica que haremos:
te pido que no emitas ningún juicio ni te molestes conmigo —
recuerda que lo que leerás es el resultado de un estudio
comprobado—, y por favor, espera hasta el final para que
entiendas el contexto. Quizás algunas aseveraciones pueden
dolerte e incluso ofenderte, si eso sucede no abandones la
lectura, espera a conocer el final de los ejercicios. Lo último
que te pido es que no profundices en tus respuestas, debes
responder con lo primero que venga a tu mente.
¡Comencemos!

Ejercicio 1:
Rápidamente piensa en un número del uno al diez. ¡Muy
bien! con ese dígito trabajaremos. Si quizás pensaste en más
de uno, debes elegir el primero que se te vino a la mente.
¿Listo? ¡Perfecto! Ahora te voy a describir un poco —
recuerda que no lo digo yo, lo dicen estudios psicológicos de
la Universidad de Harvard—. Veamos:

Si pensaste en el número 1:
Las personas que pensaron en el número uno son tímidas,
de hecho, si este ejercicio se hubiese realizado delante de un
auditorio y hubieran pedido que levantasen la mano los que
pensaron en ese digito, les habría costado hacerlo, por
vergüenza.
Son personas que temen ser juzgadas y, por ende, son
solitarias. Tienen un síndrome de inferioridad. ¿Por qué del
uno al diez pensaste en el número más pequeño? Tienden a
ser calladas, pero cuando se expresan son muy certeras. No
les simpatiza trabajar en equipo, ya que prefieren las
asignaciones individuales y se sienten mejor exigiéndose a sí
mismos que recibiendo pretensiones de otros. Esta última
característica los convierte en grandes emprendedores.

Si pensaste en el número 2:
Las personas que pensaron como primera opción en el
número dos, son codependientes. No se sienten felices si no
tienen a alguien a su lado. Evitan la soledad a toda costa.
Eso trae como consecuencia que tengan fracasos repetidos
en sus relaciones amorosas, pues confunden la compañía
con el amor.
Muchos de los que pensaron en el número dos, tienen
como sueño más anhelado envejecer al lado de la persona
que aman, viendo a los nietecitos correr por el jardín.
Prefieren eso a una vida llena de cosas materiales. Una de
las características de su personalidad es que son muy
buenos amigos; les encanta escuchar. Si pensaste en el
número dos, estoy seguro de que si llamara una madrugada
pidiéndote un consejo, me escucharías.

Si pensaste en el número 3:
Estos son los chismosos del grupo, pero les cuesta
admitirlo. Dentro de sí no se sienten chismosos, sino, más
bien, “comunicativos”. Les encantan las trilogías y las
secuencias. Son fanáticos de las series y pueden pasar horas
en su casa viendo todos los capítulos de ellas.
Son buenos dando consejos de pareja, son ese “tercer
punto de vista” que busca crear el equilibro entre dos. El
problema con esto es que, muchas veces, terminan sin
amigos o involucrándose sentimentalmente con alguno de los
que quisieron ayudar. Son aquellos que piensan que “a la
tercera es la vencida”, y casi siempre es así; pueden fallar
dos veces intentando algo, pero cuando lo hacen por tercera
vez, usualmente, lo logran.

Si pensaste en el número 4:
Pensar en el número cuatro es sinónimo de familia. El
tema preferido de aquellos que pensaron en esta cifra, son
los valores. Si algo malo sucede en su empresa, ellos van a
concluir que la razón del inconveniente son los antivalores de
los empleados. Asumen también que la mala situación que
atraviese su país es culpa de la ausencia de valores en la
sociedad. Ese es su tema favorito. Se preocupan mucho por
la familia; buscan ayudar a otros primero, son realmente
dadivosos. Se recuerdan de los cumpleaños y las fechas
importantes de quienes aman, y siempre buscan intermediar
en asuntos de conflictos familiares.

Si pensaste en el número 5:
Estos son mediocres —recuerda que te pedí que no
abandonaras la lectura—. Todo lo dejan a la mitad: medio
trabajan, medio estudian, medio se comprometen, medio
creen, medio leen —y les costará terminar este libro—. Todo
lo de ellos queda a medias. ¿Por qué del uno al diez elegiste
la mitad? Pues, para no tener problemas con nadie. En
asuntos de política son conocidos como “los camaleones”; un
día son simpatizantes del gobierno y al otro no.
Pero no todo es malo para ellos, son muy objetivos a la
hora de resolver conflictos, pues saben ponerse en el lugar
del otro y jamás los verás sintiéndose más o menos que
nadie. Son de esos que pronuncian mucho esta frase: “Todos
los extremos son malos”. Son personas muy interesantes.

Si pensaste en el número 6:
Estos son místicos, misteriosos y oscuros; todo lo evalúan,
hasta cuando escuchan un sermón espiritual sienten que
“algo no está del todo bien”. De hecho, mientras están
leyendo el resultado de este ejercicio, están pensado: “aquí
hay algo raro”. Les gusta la música que sea poco comercial y
prefieren la profundidad y los argumentos en las letras, más
que el ritmo y la tendencia. En sus tiempos de adolescencia
fueron anarquistas. Muchos de ellos se consideran
agnósticos. Sin embargo, aquellos que buscan lo espiritual
están muy claros de a quién están siguiendo, e investigan lo
suficiente antes de depositar su confianza en algo o alguien.

Si pensaste en el número 7:
Pensar en el número siete tiene un significado que, en los
países latinos, lo definen con una frase: “Se creen la última
Coca Cola del desierto”. Esto significa que se creen “la gran
cosa” o que tienen un concepto de sí mismos más elevado de
lo normal. Su autoestima es tan superior que pueden caer en
el terreno de la prepotencia. Piensan que nada está bien,
hasta que ellos llegan. Gracias a su gran sentido del humor
son considerados como “el alma de las fiestas”.
Son perfeccionistas y muy exigentes. Trabajar con ellos es
realmente desafiante pero muy enriquecedor, pues no se
permiten dejar nada a medias —no se la llevan bien con los
cincos—. Las mujeres que pensaron en el número siete son
exageradas, y eso les causa muchos problemas porque se
comunican con palabras globales como: “Tú NUNCA me
sacas. SIEMPRE me hablas mal. TODA la vida ha sido
así…”. Es realmente interesante tener como compañera de
vida a una mujer que haya elegido el dígito siete.

Si pensaste en el número 8:
¡Mucho cuidado! Estos tienen “doble vida”. Tienen un lado
muy moralista, ético y correcto, pero poseen otro que, ¡ay,
Dios mío! Son muy buenos haciendo negocios, pero esa
habilidad mal utilizada los puede llevar a convertirse en
expertos en mentir, y por ello, a mantener una careta ante los
demás.
Son indecisos en sus emociones: un día están felices y al
otro día la tristeza los agobia. Un día quieren emprender algo
nuevo y al otro piensan que eso es muy arriesgado; se
enamoran de alguien hoy y mañana consideran que no es la
persona correcta, y así su vida vive en dos versiones.

Si pensaste en el número 9:
Estos son los “casi, casi”: ya casi me gradúo, casi me
caso, casi emprendo, casi me leo un libro… Y siempre les
falta algo mínimo para llegar a la meta. Los números cincos
lo dejan todo a la mitad, pero los del nueve avanzan
muchísimo, pero no lo suficiente para lograrlo. Siempre les
falta algo y particularmente nunca tienen la culpa. Siempre
hay un factor externo que les impide concluir con sus
objetivos.
Los que pensaron en el número nueve son muy
sentimentales, no pueden mirar noticias trágicas de su país o
de cualquier lugar del mundo, porque sienten que todo se les
derrumba.

Si pensaste en el número 10:


Si los que pensaron en el número uno tienen un síndrome
de inferioridad, los que eligieron el diez tienen el de
superioridad. ¿Por qué del uno al diez seleccionaron en el
más alto? Porque ellos se creen lo mejor. Son similares a los
amigos del siete, pero la diferencia es que estos son muy
intelectuales y esa ventaja los hace sentirse por encima de
los demás.
Les encanta terminar una carrera y llegar al más alto nivel
en esa área. Son muy buenos a la hora de exponer sus
ideas. Tienen un léxico muy vasto, gracias al hábito de
lectura que poseen —este libro lo terminarán muy rápido—.
Son muy exigentes con el orden. Las madres que pensaron
en el 10, por lo general, piden mucha organización en sus
casas. No soportan un poco de polvo en una mesa, y hasta
que todo esté completamente limpio, no dejan en paz a
nadie.
¿Interesante, no? Recuerda que no debes emitir ningún
juicio.

Ejercicio 2:
Elige rápidamente entre una de estas dos opciones.
Recuerda que debe ser lo primero que se te venga a la
mente:
Limón o fresa
Día o noche
Alto o bajo
¡Muy bien! Ahora veamos:

Limón: Es una persona ácida. A veces hiriente con los


comentarios hacia los demás. Le cuesta sonreír y si tiene
alguna posición de liderazgo, exprime el talento de sus
seguidores.
Fresa: Disfruta la vida y los pequeños momentos. Es
detallista y carismático, a la mayoría de las personas le
resulta muy agradable. Reconoce sus fallas fácilmente. Y le
gusta verse bien.

Día: Es una persona transparente. Posee el don de


“iluminar” a la gente con su presencia. Al llegar a algún lugar,
suelen agradar a las personas con su forma de ser.

Noche: No se siente mal por quien es. Se considera


atractivo e interesante, pero en momentos de retrospectiva,
analiza fácilmente cuando algo no está bien en su vida. Es
inteligente y astuto.

Alto: No soporta el segundo lugar. Se exige demasiado y


es perfeccionista. Sus sueños son muy ambiciosos y casi
siempre los consigue.

Bajo: Es conformista. No es que tenga pocas


aspiraciones, sino que no necesita de mucho para sentirse
feliz. Es agradecido por lo poco que tiene y valora a las
personas más por lo que son, que por sus bienes.

¡Bien! Ahora quiero que respires profundamente y te


prepares para lo que vas a descubrir, será fuerte y
decepcionante. Es más, si fuiste curioso y te dio por leer
todos los números en lugar del tuyo solamente, sentirás que
acabas de perder varios minutos de tu vida, porque la verdad
es que: TODO LO QUE ACABAS DE LEER EN LOS DOS
EJERCICIOS ¡ES MENTIRA!
Es falso, no tiene sentido. Eso podría llamarse, incluso,
una aberración a la personalidad. Es MENTIRA que alguien
pueda deducir cómo eres a través de métodos escuetos e
infundamentados. Ese es tu poder como ser humano, tu
decisión. Nada ni nadie debería influir en cómo decides ser.
¡Y tú ya te lo estabas creyendo!
Muchos de ustedes se sorprendieron y dijeron: “¿Cómo lo
supo? Parece que me conoce”. Otros, en cambio, se sintieron
felices por ser descritos de forma positiva y arrugaron el
entrecejo al enterarse de que era una mentira. Si te estás
preguntando qué pasó aquí, te diré qué pasó:
Simplemente tomé características de cada número e hice
una analogía que pareciera tener sentido. Por ejemplo, al uno
no le gusta trabajar en equipo, el cinco todo lo deja a medias,
el ocho tiene doble vida... Traté de describirlos de forma tal
que te sintieras identificado e incluso pudiera engañar a tu
subconsciente para que mientras leías la descripción,
empezaras a buscar rasgos de tu personalidad, así fueran
mínimos, y dijeras: “Es verdad, yo soy así”.
Por ejemplo, puede que pensaras en el número 5 y no
seas un mediocre, pero cuando leíste “todo lo dejan a
medias”, entonces el subconsciente buscó en tu pasado algo
que dejaste inconcluso y te dijo: “Es verdad, así eres”.
El impacto de este ejercicio varía según el lector, pues mi
influencia sobre ti determinará qué tanto me crees. Es decir,
si nunca has ido a una de mis conferencias te costó mucho
más creer en la descripción de tu número, a no ser que ya
sintieras que me gané tu confianza por conocer parte de mi
historia. Pero, si has asistido a alguna de mis presentaciones
o te has entrenado conmigo, entonces tu nivel de creencia en
mí aumenta, por tanto, fue mucho más fácil para ti aceptar la
descripción que te di.
Sea que me conozcas o no, intenté argumentar la
veracidad de los ejercicios con una afirmación inicial que, por
supuesto, no es real:
Hagamos un par de ejercicios de personalidad. Los
haremos basándonos en los resultados de un
estudio científico de la Universidad de Harvard que
permite descubrir algunos rasgos característicos de
los tipos de comportamiento humano, gracias a un
método probado por la Organización Mundial de la
Salud. En este caso, vamos a tomar dos ejercicios
que son usados en las más grandes compañías y
en equipos de alto rendimiento.
Creerme a mí puede que no sea tan fácil, pero si me
apoyo en la Universidad de Harvard, en la Organización
Mundial de la Salud, en grandes compañías y en equipos de
alto rendimiento, entonces mi tesis resulta más sólida, y así,
de forma simple, puedo influenciar en cierta manera en lo que
piensas sobre ti mismo. No me tomó demasiado tiempo para
al menos hacerte dudar de algún aspecto de tu personalidad.
En este sentido, imagina todo lo que ha hecho en nuestra
mente un sistema en el que somos sometidos a diario, uno
que se ha encargado de colocarnos hashtags internos que
nos han marcado y clasificado.
El sistema educativo, los medios de comunicación, la
publicidad, la familia, los amigos y todo a lo que hemos sido
expuestos, se han encargado —intencionalmente o no— de
ponernos hashtags que hemos aceptado y que sin darnos
cuenta nos limitan.
Eso fue lo que me sucedió a mí; mucha gente se encargó
de ponerme la etiqueta de “boquinche”, de “pobrecito” o de
“feo”, y yo, inconscientemente, asumí aquello como mi
realidad.
Recuerdo cierto día en el que estaba guardándole el
puesto a mi mamá en una fila de un banco —como comenté
anteriormente, tenía la costumbre de taparme la boca en
público—, y de tanto tiempo estando allí parado, me descuidé
y bajé la mano de mi rostro. Un pequeño que estaba detrás
de mí se acercó y me miró. Su rostro empezó a palidecer, y
sin más, comenzó a llorar, mientras asustado me señalaba.
Su llanto fuerte retumbó en el silencioso banco, y entre
lágrimas y gritos le preguntó a su mamá: “¿Mami, por qué él
tiene la boca así?”.
Inmediatamente los de atrás de la fila intrigados se
salieron un poco de sus puestos para mirarme; mientras, los
de adelante solo se voltearon a verme. Me sentí como tantas
veces. Bajé mi rostro y escuché el “consuelo” que me dio la
mamá del pequeño al asir por el brazo a su hijo: “Shhh… ¡No
seas imprudente! ¿No ves que él tiene un problema?”.
En cuestión de segundos esta señora que no conocía
logró colocar en mi mente un nuevo hashtag:
#TengoUnProblema. Después de ese día aprendí a
responder cuando alguien se acercaba con curiosidad a
preguntarme por qué hablaba así o qué me había pasado en
la boca. Instantáneamente sacaba mi nuevo hashtag:
#TengoUnProblema, #NacíConUnProblema.
Eso caló tanto en mi mente que en ocasiones, al momento
de presentarme, decía: “Buenos días, soy Gustavo Henao y
tengo un problema”. La mente es poderosa para bien o para
mal. Gracias a una señora que no debía tener ninguna
influencia en mí, una que ni siquiera conocía mi nombre, se
estableció en mi mente una identidad que inconscientemente
me detuvo por años.

La transformación
Mi propósito estaba claro: sería un gran orador. Los
hashtags que por años me habían limitado tenían que
convertirse en parte de mi pasado. Ahora debía prepararme,
porque de algo sí estaba seguro: “Si el mundo va a escuchar
mi historia, me voy a cerciorar de contarla de manera
profesional”. Por lo tanto, mis vivencias serían parte de mis
conferencias, pero no estaba dispuesto a apoyarme
solamente en ellas; debía instruir mi mente para desarrollar
habilidades nuevas y darle forma a todo lo que tenía que
compartir. No quería que la gente me escuchara y dijera al
finalizar mi exposición: “Pobrecito él. ¿Escuchaste todo lo
que le tocó vivir?”. No, ese no era mi objetivo. No deseaba
que se fueran siendo los mismos.
Antes bien, tenía el anhelo de que todo aquel que me
escuchara tomara solo parte de mi vida, para que, a su vez,
se viera reflejado e inspirado en la suya propia. Deseaba que
ellos, al escucharme, se llevaran en su mente y corazón
algunas historias sencillas, pero con consecuencias eternas.
Para eso debía comenzar un proceso de transformación.
Los hashtags negativos empezaron a perder fuerza, y de
alguna manera sentía que dentro de mí había una ventaja,
pues si aprendía a gesticular de forma correcta, seguía
avanzando en mis terapias de lenguaje y lograba dominar el
arte de la oratoria, tendría una historia poderosa que contar y
con ella conseguiría inspirar a miles.
El anhelo ferviente de hablarles a multitudes empezó a
crecer con fuerza, y conforme crecía, iba sustituyendo esos
hashtags negativos por nuevas etiquetas que me daban una
identidad más alineada al gran camino que había decidido
emprender.
#ElBoquinche y #ElChingo, los sustituí por
#GustavoHenao. Aprendí que no tenía por qué asumir
nombres que no me pertenecían. El #TengoUnProblema lo
cambié por #TengoUnaGranOportunidad; el #SoyDébil lo
transformé por #SoyFuerte. La etiqueta de #Feo la sustituí
por #SoyAtractivo… De hecho, desde ese momento sentí que
Sandra se había fijado en mí, no por lástima, sino porque de
verdad le resulté especial y agradable.
Conforme los hashtags se transformaban, mi mente y
actitud también; conforme mi actitud crecía, los resultados
aumentaban. Aún no había comenzado mi primera clase de
oratoria y estaba completamente seguro de que quien se
sentaría en aquella silla de un salón de clases no sería el
mismo Gustavo que la sociedad formó. Se sentaría alguien
dispuesto a aprender, y posteriormente se convertiría en un
gran orador. Sería la persona que siempre debí ser, no el
tímido cachorrito que bajaba la cabeza. Sería el león que, a
partir de ese día, empezaría a rugir.
La etiqueta más poderosa que me transformó no fue una
que yo mismo creé. El hashtag que cambió mi vida por
completo fue el que me obsequió Dios; uno que me hizo
descubrir la esencia de mi propósito.

Ejercicios prácticos
Piensa en aquellos hashtags negativos que, sin darte
cuenta, asumiste desde tu niñez hasta hoy, y escríbelos
como si estuvieras etiquetándote. Por ejemplo, si piensas que
no sabes hablar en público, escribe: #MalOrador o
#MalaOradora. Si durante años te has sentido incapaz de
asumir nuevos retos o carente de valentía, entonces escribe:
#Cobarde.
Todo aquello negativo que has pensado de ti escríbelo en
forma de hashtag, pues, de manera inconsciente, eso hace
parte de tu sistema de creencias. ¡Comienza!
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Ahora escribe todo lo opuesto a lo indicado anteriormente


en cada hashtag. Si tomaste en cuenta el ejemplo que te di,
entonces debes colocar: #ExcelenteOrador o #Valiente.
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Por último, pega una foto tuya en el espacio de la imagen


como si fueras a postear algo en tu Instagram, y al lado de
los numerales (#) escribe tu nuevo sistema de creencias en
forma de hashtags y mira que bien se ve tu foto con una
nueva identidad.
Regresa a esta página cada vez que los hashtags del
pasado vengan a tu mente, y al ver tu foto y la descripción de
tus nuevas etiquetas, recuerda quién eres ¡y asume tu
verdadera identidad!
CAPÍTULO IV
SUPERAR ANTES DE COMENZAR
PERDONAR

Mientras no perdones el pasado, lo verás opacando tu


presente y siendo el cruel verdugo de tu futuro.
Gustavo Henao

T ransformar las etiquetas que me habían sido otorgadas


durante años fue un arduo proceso mental. Mi propósito era
grande, así que no podía pretender que desde la mente
pudiera sustentar algo que iba a transformar la vida de
millones de personas. Si de verdad quería inspirar, tendría
que hacer un trabajo de sanidad integral, y debía comenzar
por mi alma.
Somos seres trinos. Lo sublime en la vida lo conforma una
trinidad. Las cosas que podemos explicar de forma sencilla
son dualidades, como, por ejemplo, el día y la noche, lo
bueno y malo, lo alto y bajo… Pero lo que es realmente
eminente y profundo, es una trinidad. En el caso de los seres
humanos, somos tripartitos: tenemos cuerpo, alma y espíritu
y, en cada dimensión del ser, hay una nueva trinidad.
Al transformar mis hashtags había comenzado a trabajar
en una dimensión de mi alma, pero aún me faltaba más.
Mi mente estaba siendo renovada, y con mis nuevos
hashtags formaría un nuevo sistema de creencias. En cuanto
a mi voluntad, estaba dispuesto a hacer lo que fuera
necesario para conquistar mi propósito. Lo que no me
imaginé fue que tantos años sometido a burlas, al rechazo, a
etiquetas negativas y a personas crueles, habían formado
algo dentro de mí que debía ser sanado: mis emociones.
Los estudios cinematográficos de animación Pixar se han
caracterizado por realizar películas que son realmente
entretenidas, y muchas de ellas repletas de aprendizajes. En
mi caso, soy apasionado por los films infantiles, y esta pasión
no comenzó desde que soy padre. Antes de nacer mi primer
hijo, mi esposa y yo no nos perdíamos ese tipo de películas.
Debo reconocer que aún no he superado la muerte de
Mufasa.
En el año 2015, Pixar produjo una película llamada
Intensamente. En ella se muestra, de una forma muy
didáctica y con enseñanzas realmente profundas, cómo
nuestras emociones juegan un papel fundamental en la
manera como reaccionamos, también vemos a nuestra
memoria como una fábrica maravillosa de recuerdos. En la
mente de los protagonistas conviven cinco personajes que
caracterizan cinco emociones: miedo, rabia, tristeza, alegría y
desagrado. Algunos autores coinciden en que las primeras
cuatro emociones (miedo, rabia, tristeza, alegría) son las
naturales o primarias. El desagrado lo interpretan como una
reacción nacida del miedo, y yo concuerdo con dicha teoría.
En la historia hábilmente desarrollada por los estudios
Pixar, se evidencia cómo actúa cada emoción y la forma en la
que somos influenciados por ellas. A medida de que progresa
la trama se rompe el paradigma que afirma que algunas
emociones son “buenas” y otras “malas”. En el caso de las
primarias o naturales, todas son completamente necesarias,
y según el contexto y de cómo las manejemos, se pueden
convertir en algo positivo o negativo.
Por ejemplo, nos costaría pensar que la tristeza es una
emoción positiva, pero quienes vieron la película recordarán
que en un momento de confusión adolescente de Ryley, la
única emoción que pudo lograr que entrara en razón fue la
tristeza. Esta emoción, a pesar de ser la que arruinó muchos
instantes que pudieron ser divertidos para ella, fue la que,
literalmente, salvó a la niña de tomar una pésima decisión. Si
no has visto la historia, te invito a verla junto a tu familia.
¿El miedo es malo? En absoluto. Es sumamente positivo y
necesario, pues gracias a esa emoción nuestros sentidos se
agudizan para protegernos ante una situación de peligro. Por
otro lado, el miedo siempre existirá cuando sientes pasión y
amor por lo que haces. Me he encontrado con conferencistas
que se ríen de él, ellos aseguran que gracias a que llevan
años presentándose ante un público han logrado inhibir esa
emoción y exponer ante miles de personas sin sentirla.
Yo difiero totalmente de esa afirmación. Creo
profundamente que aquellos que hemos tomado la palabra
como un vehículo que puede transformar a las personas y no
como un trabajo, siempre vamos a sentir ese cosquilleo en el
estómago antes de que nuestro nombre sea pronunciado en
una tarima. Le pido a Dios que nunca se me quite el miedo a
presentarme ante miles de personas, pues en el momento en
que eso ocurra habré perdido el amor y el respeto hacia el
público. Ese día probablemente deje de cumplir mi propósito.
El miedo no es malo, lo que sí es malo es dejarnos
dominar por él. En cuanto eso sucede, deja de ser una
emoción primaria para transformarse en una secundaría o
psicológica. Y eso sí es negativo, pues se trata de la
ansiedad. Una persona con miedo puede enfrentar su temor
y salir victoriosa, mientras que alguien con ansiedad se
paraliza ante aquello a lo que le teme.
Durante años temí al rechazo, a la burla, al ridículo. Tuve
miedo de expresarme y ahora que un nuevo camino aparecía
frente a mí, debía enfrentar ese gigante y hacerlo mi aliado.
Ya no pelearía más con él. Sabía que estudiar oratoria me
haría afrontar a mi mayor temor y estaba dispuesto a mirarlo
de frente. En lugar de verlo como mi contrincante, lo
convertiría en mi compañero.
Así como sucede con el miedo, ocurre con la tristeza; nos
vendieron la idea de que era negativa. Esa mentira nos hizo
huir de ella, y crear una coraza de fortaleza que nos impide
llorar, o simplemente nos avergonzamos por hacerlo. La
tristeza no es mala, pues nos ayuda a reflexionar y nos
permite entrar en un tiempo de catarsis, lo cual nos
transporta a un nuevo nivel de madurez.
Creo profundamente que las lágrimas purifican nuestra
alma. La tristeza es muy positiva cuando se vive en el
momento indicado y en su justa medida. Lo que sí es
negativo es prolongar demasiado esa emoción hasta el punto
de convertirla en depresión, la cual, al igual que la ansiedad,
es una emoción secundaria y psicológica.
La tristeza se puede superar sin demasiada ayuda. El
tiempo es un gran antídoto que cura las heridas más tristes
de nuestro pasado, pero la depresión sí amerita de
acompañamiento profesional y de un crecimiento espiritual
que permite liberarte de ella.
La alegría es sumamente buena, de eso no hay duda.
Aunque deberíamos buscar estar alegres la mayor parte de
nuestro tiempo, deben existir espacios en la vida que nos
permitan experimentar otras emociones. Sería ilógico pensar,
por ejemplo, que alguien debe estar feliz en el velorio de un
ser amado. Las plataformas emocionales con las que
afrontamos el día a día nos hacen ser más o menos efectivos
en nuestro propósito. Mantenerse alegre es beneficioso, pero
aquellos que no manejan de forma inteligente esa emoción
primaria, pasan a desarrollar un apego al placer y esto último
resulta dañino.
Las personas con apego al placer son aquellas que
suponen que todo el tiempo se debe sentir alegría. No
soportan una actividad que no les produzca risas, no pueden
planificar ni establecer metas porque eso es “aburrido”, y les
cuesta mucho superar las etapas de la adolescencia.
¿Conoces a adolescentes de 40 años? A ellos me refiero.
¿Y dónde quedó la rabia? Dejé por último esa emoción
para contarte el origen de esta enseñanza que quiero
compartir contigo, y que nació debido a una situación que
provocó en mí el anhelo de superarme internamente. Se trata
de una superación que va más allá de la evidente en mi
forma de hablar, es una anécdota que he compartido en
cientos de escenarios, en diferentes países, con el objetivo
de ayudar a las personas a identificar algunas heridas y a
superar el dolor provocado por ellas a través del perdón.

Supera tu Quimbayo
Estudié en un colegio masculino que por ser de
especialidad Técnica Industrial resultaba poco atractivo para
las damas. En la zona donde se encontraba había otros
institutos con horarios idénticos a los nuestros; a la hora de
salida era común ver a los noviecitos que se esperaban para
caminar tomados de las manos hasta sus casas. Era una
época de adolescentes, en la cual el tema de los juegos
había cambiado para darle paso al de niñas lindas y
conquistas.
Esa etapa fue muy difícil para mí, pues estaba de alguna
forma acostumbrado a las burlas de los hombres y poco
había experimentado la crueldad por el lado femenino.
Muchas veces, estimulado por Los 10 diablos, me animé a
enviarle cartas a alguna chica que me gustaba, pero al
presentarme frente a ellas el resultado siempre era el mismo.
Recuerdo una cita que concreté con una chica de noveno
que estudiaba en el mismo colegio que mis hermanas.
Muchas veces, al salir de clases, visitaba aquellas
instalaciones con la excusa de esperar a mis hermanas para
llegar juntos a nuestra casa. En realidad quería verla a ella,
una linda niña que me gustaba mucho.
La novia de uno de los 10 me animó a enviarle una carta
donde me identifiqué como “un admirador”, según ella, eso
representaría un punto a mi favor. Recuerdo que me esmeré
mucho y creo que mi retórica surtió efecto, pues al día
siguiente recibí respuesta en una hoja más improvisada que
la que envié. Esa respuesta me alentó muchísimo. Aproveché
que tenía a una cómplice y continué mi conquista con una
nueva carta, pero esta vez con un detalle que hizo brillar los
ojos de la niña que me gustaba —según me comentó “mi
informante”—. Mi regalo la animó a enviarme una nueva
carta. En esos días no pensaba en nada más que en ella;
sentía una ilusión enorme tan solo al imaginar que podría
llegar a tener una novia.
A la cuarta carta me pidió una foto, pero ignoré su petición.
No quería correr el riesgo de que mis cicatrices la
decepcionaran, así que pensé que tendría más oportunidad si
le escribía cosas lindas, que estando frente a ella.
Dos cartas después de esa, me escribió: “¡Vamos a
conocernos!”. Me atreví a hacerlo y concretamos el lugar en
donde nos veríamos exactamente: a la salida de su colegio.
El plan era que mi cómplice saliera con ella y nos presentara.
Mis pensamientos giraban en torno a ese día; ensayé
muchísimo lo que diría, como si lo hiciera para aquel
campeonato de oratoria que gané en mi niñez. Reemplazaba
palabras que me costaba pronunciar por algún sinónimo que
me permitiera expresarme mejor. Me llené de valor y junto a
los 10 me fui al gran encuentro.
Mi corazón latía a mil por hora. Los muchachos se habían
quedado cerca, de tal forma que podíamos vernos. Le había
comprado un nuevo regalo, y en mi interior sentía que, por
primera vez, podía mirar de frente a una mujer que me
gustaba y salir con ella.
La vi saliendo junto a varias compañeras, pero a diferencia
de mis amigos, ellas sí la acompañaron junto a mi cómplice.
En ese momento me acerqué un poco sintiendo que mi cara
se enrojecía mientras intentaba controlar mis nervios. Mi
cómplice nos presentó con una sonrisa nerviosa y extendí mi
mano de inmediato. Mi enamorada me miró y arrugó el
entrecejo, volteó a ver a sus amigas como pidiéndoles que
controlaran sus ganas de reírse. Al pronunciar mi nombre se
escuchó el estruendo de las burlas de sus amigas. No estaba
dispuesto a dejarme apabullar, así que le entregué el regalo
que le había comprado. Ella sonrió, miró a sus amigas
nuevamente, y dijo: “No, gracias, Gustavo. Solo quería
conocerte”. Bajó la mirada, y como si se tratara de una
broma, se fue con sus amigas y se unió a sus risas.
Mi cómplice me miró con lástima, mis amigos intentaron
hacerme sentir mejor, y yo retuve mis lágrimas hasta llegar a
casa. Y de nuevo se repitió la misma escena: arrodillado ante
Dios preguntándole por qué nací así. Una nueva burla, un
nuevo dolor, la misma pregunta a Dios, el mismo silencio…
Meses después nuestro colegio estaba de aniversario, por
lo que hicieron fiestas, concursos, campeonatos deportivos y
diversas actividades en conmemoración al nuevo año. Una
de las ideas fue realizar una jornada de integración con un
colegio femenino. El objetivo era tomar de los salones de una
institución femenina a la mitad de las estudiantes y unirla con
una mitad seleccionada de estudiantes de mi colegio. Ambas
mitades debían ser iguales en edades y grados.
Para entonces había un profesor que tenía un apellido
poco común: Quimbayo. Este tenía un carácter fuerte y era
reconocido no solo por sus conocimientos, sino por su nivel
de exigencia. Una mañana teníamos dos horas de clases con
el mencionado docente, y en un momento corto, salió del
salón. Poco a poco se empezaron a escuchar las voces de
los chicos que querían impresionar a las muchachas con
cualquier comentario, y el aula de clases terminó
convirtiéndose en una algarabía.
Era tal la euforia que aprovechando el alboroto me sumé a
los comentarios, chistes y risas. De repente un brusco
silencio se apoderó del salón: ¡Quimbayo había entrado! Yo
no me di cuenta porque le estaba dando la espalda a la
puerta del salón, así que por inocencia continúe hablando
hasta que solo se escuchó mi voz en toda el aula.
Cuando Quimbayo entró dio un golpe fuerte a su escritorio
incitando al orden, y dijo: “Me hacen el favor, ¡todo el mundo
guarda silencio! ¡Nadie habla!, y menos usted, señor Henao,
porque cuando usted habla lo único que se escucha es…”. Y
completó la oración utilizando una mímica para parodiar mi
forma de hablar.
Guardé silencio, bajé la cabeza y lloré. Escuché
claramente las risas de todos, y respiré profundo con una
inmensa RABIA que hacía latir mi corazón muy rápido. En
ese duro momento recordé cada burla, cada palabra de
desprecio. Recordé las risas de las amigas de aquel amor
platónico, el desprecio de tanta gente solo por mi forma de
hablar. Esta vez, fue Quimbayo quien había hecho algo en
mí.
¿La rabia es mala? A estas alturas sabrás que ni es buena
ni mala. Simplemente es una emoción natural, y es hasta
necesario experimentarla. De hecho, te voy a decir algo que
aprendí de esa experiencia con el profesor: la rabia es una de
las emociones que más te puede impulsar para comenzar a
cumplir una meta.
Cuando era niño las terapias de lenguaje eran como un
ritual en los que siempre me acompañaba mi familia, pero en
la adolescencia tuve que poner mucho de mi parte para no
abandonarlas. ¿Recuerdan que les hablé en el capítulo uno
acerca de un ejercicio que debía hacer con una pluma? Esa
práctica era una de las más agotadoras, y a decir verdad, me
molestaba hacerla. Sentía que ella no tenía sentido. Así que,
más de una vez, dejé de hacer mis ejercicios sin que mis
padres se dieran cuenta.
Sin embargo, después de esa experiencia con Quimbayo,
cuando quería renunciar a mis terapias sentía que la voz de
aquel profesor llegaba a mi mente con sus duras palabras:
“(…) menos usted, señor Henao, porque cuando usted
habla…”. ¡Qué gran impulso me daba recordar a Quimbayo!
Entonces me prometía que algún día él me escucharía y le
demostraría de lo que soy capaz. En consecuencia, tomaba
nuevamente esa pluma y soplaba con la fuerza —o rabia—
que me daba Quimbayo.
Al principio la rabia que sentía por el profesor fue
determinante para mi enfoque en las terapias, pero como ya
te expliqué, esa emoción solo es positiva para impulsarte a
conquistar un nuevo reto, o para lograr aquello que ves
imposible. En mi caso, no solo me impulsó, sino que,
además, creció hasta convertirse en rencor.
Ya no hacía terapias porque deseaba hablar bien, sino
para demostrarle a Quimbayo lo que había logrado. Anhelaba
hablar perfectamente y que un día él me escuchara. Ya no
era un deseo de superación personal, sino un afán de
venganza. Eso tenía que sanarlo.
Si comenzaba a estudiar oratoria, ¿por quién lo haría?,
¿sería Quimbayo mi mayor motivación, o antes de comenzar
debía superar la rabia y el dolor que él me causó?
Definitivamente tenía que sanar; tenía que PERDONAR. Ese
profesor llegó a mi vida para enseñarme. Por muchos años
no lo vi así. Pero, sin duda alguna, al reconocer esa rabia
interna que se había convertido en rencor, también reconocí
el miedo que se transformó en ansiedad, y la tristeza que me
hizo vivir en depresión. El pasado debía ser superado para
empezar un nuevo camino en mi presente, y no tener
estorbos en mi futuro.
Tomé cada situación de burla, de rechazo e instantes de
dolor, y vi que en cada una de ellas había un Quimbayo.
Agarré todo mi pasado y lo perdoné; ya no más juicio, no más
anhelo de venganza, no más deseos de demostrarle a algo o
a alguien mis virtudes.
Me sorprende darme cuenta que nuestro pasado a veces
nos avergüenza y preferimos ignorarlo. Nos apenan las
malas decisiones de aquellos días innombrables; nos llena de
vergüenza reconocer nuestros errores. Duele recordar los
momentos de necesidad o decepción que una vez vivimos.
Intentamos olvidar a aquellos que nos hicieron daño y no
podemos.
De hecho, frecuentemente me encuentro con personas
que han creado dentro de sí todo un sistema de protección
que les impide recordar el ayer. Es como una forma de
autodefensa que los hace pensar en el presente, ignorando
por completo el pasado. La realidad es que sí lo recuerdan,
pero se engañan ellos mismos. Creo, sin temor a
equivocarme, que esas malas experiencias del pasado son
las que le dan brillo a nuestro propósito.
Si bien es cierto, no es bueno ni sano vivir lamentándonos
por lo que un día pasó, tampoco es bueno ni sano que nos
neguemos el reconocer que todo aquello que vivimos formó
en nosotros lo que necesitábamos para ser una mejor versión
de nosotros mismos. Si no logramos perdonar el pasado,
será muy difícil valorar nuestro presente y disfrutar de un
prometedor futuro.
Durante las clases que realizo para otorgar las
certificaciones speakers, noto cómo las personas evitan
hablar de su pasado, y en sus ponencias intentan mencionar
cualquier teoría aprendida, en lugar de las lecciones de su
propia vida. Muchos de ellos pretenden ignorar el dolor y se
esconden en la negación.
¿Qué hacer entonces? Lo que propongo, y es parte de lo
que intento en los días que entreno a nuestros speakers, es
que ellos aprendan a convertir sus fracasos en experiencias.
Un fracaso es un hecho que arde, algo que al recordarlo
todavía nos duele, nos produce tristeza, impotencia y, a
veces, rencor. En cambio, la experiencia consiste en aquellos
eventos que nos sucedieron pero que al evocarlos no nos
duelen; nos producen, más bien, cierta sensación de gratitud,
podemos hablar de eso con tranquilidad e incluso podemos
ayudar a otros con las lecciones que aprendimos.
Mucha gente supone que un fracaso se supera cuando se
olvida, y no hay nada más alejado de la realidad que eso. ¿O
ustedes creen que yo olvidé a Quimbayo? Ya se habrán dado
cuenta de que no. Ya vieron que lo recuerdo muy bien, y ojalá
lo pueda ver algún día; no para reclamarle sino para
abrazarlo, pues él me hizo más fuerte, y a través de lo que
causó en mí, he ayudado a miles de personas que han
podido perdonar. La realidad es que los fracasos se superan
cuando se convierten en experiencias, y este es un proceso
100 % interno y depende exclusivamente del PERDÓN.
No seamos tan duros con aquellos que nos hicieron algún
daño. Estoy seguro de que a ti te han ofendido, ¿verdad?
Ahora, honestamente, contesta esta pregunta: ¿Alguna vez
has ofendido? Si eres sincero, dirás que sí. Ahora dime,
¿alguna de esas veces en las que lo has hecho ha sido sin
querer? Probablemente estés sonriendo al darte cuenta de
que la mayoría de las veces que ofendiste a alguien fue sin
intención. Entonces, ¿por qué creemos que todo aquel que
nos causó daño lo hizo porque lo tenía planificado? ¿Por qué
suponemos que esa persona lo hizo con toda la intención de
dañarnos? ¿Acaso, al igual que nosotros, pudieron herirnos
sin querer? Si lo piensas de esa forma entenderás que es
mucho más fácil perdonar, pues si nosotros merecemos ser
perdonados, ellos también.
A fin de cuentas no es quien te ofendió el que gana, quien
realmente gana eres TÚ: has ganado una nueva experiencia
y has quedado libre del pasado por medio del perdón.
¡Mi alma estaba lista! Ya mi mente, emociones y voluntad
estaban alienadas para empezar a caminar en mi propósito.
¿Tu alma está lista para que puedas ver la grandeza de tu
propósito?

“Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas


las cosas (…), así como prospera tu alma”.
3 Juan 1:2 (RVR)

Ejercicios prácticos:
1. Piensa en tu Quimbayo, o mejor dicho, en aquellas
situaciones del pasado que te causaron gran daño. Medita en
todo aquello que por años has recordado con rabia o tristeza,
escribe esas situaciones, y coloca debajo:
Hoy yo decido perdonar a____________ por
_____________ y agradezco su enseñanza, porque gracias a
él (ella) puedo___________________________. Lo perdono
porque yo también he fallado y Dios me ha perdonado. ¡Hoy
soy libre!

2. Busca alguna ocasión para experimentar tus emociones


básicas y déjalas fluir. Lánzate de parapente o da un
pequeño discurso a un gran público. ¡Haz del miedo tu aliado!

Asiste a un evento de comedia; ríe sin negarte ninguna


carcajada. Mira una película romántica o inspiradora; llora sin
ahorrarte ni una sola lágrima. Ve al gimnasio y usa algún
ejercicio de fuerza, mientras lo haces, piensa en ese evento
que tanta rabia te causó y drena lo que sientes.
Saca un tiempo para planificar tu semana evitando
distraerte. Estas pequeñas tareas te ayudarán a trabajar en
tu inteligencia emocional. ¡Tú puedes!
CAPÍTULO V
LA ESENCIA DEL PROPÓSITO
NACER
Un propósito que te exalte a ti únicamente carece de aroma, en
cambio, uno que glorifique a tu Creador está impregnado con una
esencia que jamás se agotará.
Gustavo Henao

T rabajaba toda la semana en la calle vendiendo puerta a


puerta y en las noches me dedicaba a la tesis. Los días
viernes tomaba el autobús de la una de la mañana, y viajaba
toda la noche en un “expreso” que era realmente incómodo y
sumamente peligroso. Cada semana se escuchaba la historia
de un nuevo accidente en la misma carretera por la que yo
me iba, y para variar, las víctimas viajaban en los mismos
autobuses también. A pesar de la angustia nunca me pasó
nada malo.
Con lo que obtenía en la semana me alcanzaba para mis
gastos de la tesis, para pagar mis estudios de oratoria, para
cancelar los pasajes de los autobuses y para alojarme en un
hotel. Inicialmente pensé que no pagaría hotel, porque un
amigo me ofreció un espacio en su apartamento y yo accedí
a la oferta; pero solo aguanté dos fines de semana, pues el
lugar estaba repleto de universitarios. Debía dormir en un
colchón inflable en la sala, pero el problema no era ese, era
que no me dejaban descansar por las fiestas nocturnas y los
excesos de alcohol que ellos ingerían.
Recuerdo que una noche, mientras intentaba dormir, me
cayó encima uno de los universitarios, producto de la ingesta
de alcohol que había dominado su cuerpo. El golpe no
intencional de aquel borracho hizo que tomara la decisión de
buscarme un hospedaje. Así lo hice, y me empecé a quedar
en una habitación de hotel muy pequeña.
Mi dinero era escaso y no me alcanzaba para la comida, y
aunque sabía que mis padres me podían ayudar, evitaba
pedirles, pues quería defenderme por mi propia cuenta. Sin
embargo, creo que mi mamá lo notaba y se las ingeniaba
para darme un almuerzo que llevaba escondido en mi bolso.
Éramos un grupo como de 30 personas, al mediodía todos
salían a diferentes restaurantes de la zona, o a una feria de
comida en un centro comercial cercano. Mientras tanto, yo
me iba para una plaza a disfrutar del almuerzo de mi mamá.
Aprovechaba para leer y para soñar con mi propósito.
Recuerdo que Sandra me acompañó en una oportunidad,
me daba vergüenza no poder invitarla a un restaurante, pero
ella jamás me exigió nada. Ese día, en aquella plaza,
compartimos el almuerzo que mi mamá me había preparado
amorosamente ―este poseía una particular sazón, propia de
los colombianos―, mientras conversábamos sobre cómo
sería el momento en que viajáramos juntos dando
conferencias por el mundo. Soñábamos con el día en que
pudiésemos tener una agenda que nos permitiera inspirar a
miles. Allí, sin dinero, apenas aprendiendo a comunicarme,
pero con un propósito que latía fuertemente en mí,
anhelamos un hermoso futuro.

Un desafiante párrafo
Cada clase de oratoria era algo nuevo y desafiante para
mí. Las prácticas más fuertes tenían que ver con la
gesticulación, la dicción y la respiración. Sentía que podía
crear contenido y hasta improvisar, pero el lenguaje era mi
mayor reto. En una de las clases de lectura complicada, el
tutor me tomó como ejemplo de lo que se podía lograr con
simples ejercicios.
Recuerdo estar al frente de todos mis compañeros
intentando pronunciar un párrafo realmente complicado; hice
varios intentos y fracasé. Me sentí tan frustrado como cuando
intentaba leer delante de todos mis amiguitos de clase en la
escuela. En uno de los intentos se me quebró la voz, pero,
esta vez, a diferencia de lo que ocurría en mis años
escolares, los alumnos de la clase de oratoria empezaron a
aplaudirme y a animarme: “¡Vamos, Gustavo! ¡Tú puedes!”.
El profesor también me animó y me dio cuatro ejercicios
que debía hacerlos en ese mismo instante delante de todos;
respiré hondo y comencé a hacerlos uno por uno. Cada vez
que los hacía la intensidad se elevaba, y con ella mi deseo
ardiente de hacerlo bien. Sentía que papá y mamá me
estaban mirando en ese momento. Recordé el empeño de mi
padre por hacerme repetir “ca-ba-llo” muchas veces; el deseo
vehemente de mamá durante horas para que aprendiera
cada ejercicio; las palabras de aliento de ambos, durante
todos los días… En ese instante, aquello empezó a tener
sentido y sus enseñanzas se materializaron.
Al terminar los ejercicios el profesor me dijo: “¡Muy bien!
Ahora tomarás el primer párrafo —aquel que no pude leer al
principio— y lo vas a pronunciar como si miles de personas te
estuvieran escuchando”. Lentamente, de forma intencional,
con mucha gesticulación, respirando profundamente,
comencé… Leí ese desafiante párrafo como si no lo fuera. Al
concluir la lectura, los aplausos en aquel salón retumbaban;
levanté la mirada y todos los estudiantes de oratoria estaban
de pie, la gran mayoría de ellos llorando. Observé a mi
profesor, quien evidentemente emocionado me abrazó, y
junto a él, todos mis compañeros corrieron a abrazarme.
¡Qué gran momento! Ese hermoso instante me confirmó que
estaba en el lugar correcto y con las personas adecuadas.
Aquel día me di cuenta de que mi esfuerzo me podría
llevar a lograr, no solo una buena pronunciación, sino a poder
demostrarles a otros que las excusas no existen cuando los
sueños son enormes. Ese día ninguno de mis compañeros se
permitió hacer mal la lectura, pues por muy difícil que fuera,
decían: “Si Gustavo lo hizo, ¡yo también puedo!”.
Bendito día
Muchos de mis compañeros aprovechaban la noche del
sábado para salir a discotecas. Entre tanto, yo prefería llegar
rápido al hotel a ensayar todo lo aprendido, y dedicaba varias
horas a mis terapias. Esa rutina se repitió una y otra vez. El
enfoque que tenía en aprender era absoluto y no me permitía
tener distracciones, ni siquiera encendía el televisor. Hasta
que un día —un bendito día— volví a nacer, y mi propósito
cobró un nuevo significado; descubrí la esencia intangible
que le daría forma a lo tangible.
Antes de contarte qué sucedió ese bendito día, quiero que
hagamos juntos un ejercicio:
Mira por un momento esta imagen.

Como ves, es la réplica de una mano. Si deseas puedes


abrir tu mano de la misma manera. Ahora te formularé una
pregunta: ¿Qué número se necesita para que una mano sea
una mano? Mira por un instante tu mano antes de contestar.
¿Contestaste cinco? Parece obvio, ¿no? Si son cinco
dedos, entonces ¿el número que se necesita para que una
mano sea una mano es el cinco? Pues no, esa no es la
respuesta correcta.
Te lo preguntaré de nuevo: ¿Qué número se necesita para
que UNA mano sea UNA mano?
¿El uno? ¿Eso contestaste? Supongo que si lo hiciste fue
porque formulé la pregunta, esta vez, haciendo énfasis en la
palabra “UNA”. Te informo que esa tampoco es la respuesta.
Vamos a hacerlo nuevamente, pero ahora te pido que te
concentres y vayas más allá de lo evidente. No te conformes
con lo que ves, toma en cuenta lo que no ves.
Si tomaste en cuenta los espacios vacíos entre tus dedos,
contestaste de forma correcta. El número que se necesita
para que una mano sea una mano es el nueve. Si tenemos
cinco dedos, ¿cuántos espacios vacíos nos quedan? cuatro,
¿verdad? Cinco dedos más cuatro espacios vacíos da nueve.
Quizás esto no te diga mucho, pero es una forma didáctica y
simple para graficarte esta verdad: Lo intangible es lo que
le da forma a lo tangible. Aquello que no se ve, es lo que
le da forma a lo que sí se ve.
Si no tuviéramos espacios vacíos entre los dedos, no
tendríamos dedos. Sería una masa probablemente amorfa
que nos impediría disfrutar de nuestros dedos. Lo mismo
ocurre en la vida, el ser humano está muy atento a aquello
que puede ver, pero olvida lo que no se ve, e incluso pone en
duda la existencia de lo inmaterial. Ignoramos que el
propósito tangible es la consecuencia de un plan intangible
que es, además, muy superior a lo que pensamos o
entendemos. La ciencia ha hecho un esfuerzo enorme por
hacernos creer que aquello que no se puede demostrar con
métodos científicos carece de veracidad, por lo tanto siempre
será una hipótesis.
Lo que experimenté fue algo intangible. La ciencia no le
daría aval, pero mi vida misma demostró que fue real. Lo que
viví solo se entiende si se tiene fe, o por lo menos si nos
interesamos por tenerla. Fue una experiencia que transformó
el rumbo de mi vida; una revelación que viví gracias a
Sandra…
Mi esposa creció bajo la formación de su madre. Valoro
muchísimo la valentía de las mujeres que tienen que asumir
la responsabilidad completa de sus hijos, y pasar de ser las
protectoras a convertirse también en las proveedoras. Ella,
así como tantas mujeres valientes en el mundo, sacó
adelante a su única hija. La señora Sandra se encargó de
enseñarle valores, principios éticos y morales a Sandrita —
como le llaman muchas personas debido a su dulzura—. En
asuntos espirituales, siempre le habló de Dios, pero no le
inculcó ninguna religión.
Nuestro noviazgo fue largo y pasamos por momentos de
inmadurez en nuestra relación. En uno de los tantos
arrebatos juveniles dejamos todo y cortamos con el noviazgo;
fueron solo algunas semanas, pero nos sirvieron de mucho a
ambos. A mí me sirvieron para darme cuenta de que ella era
la mujer de mi vida, y a ella para tener un encuentro que
cambiaría no solo su vida, sino la mía.
Cada día se repetía la misma escena: al salir Sandra de su
casa inmediatamente se acercaba una señora con una gran
sonrisa, y después de darle un abrazo, la invitaba a una
célula cristiana cerca de su casa, en donde hablaban sobre la
Palabra de Dios. Sandra no tenía interés en saber qué era
una célula, y con una linda sonrisa siempre le decía que no,
mientras se inventaba cualquier excusa. En realidad era fácil
evadir la invitación, pues mientras Sandra no estaba en la
universidad, permanecía conmigo; eso le permitía eludir a
esa “intensa señora”. Sin embargo, cuando terminamos la
relación, la insistente dama que ya casi no veía a Sandra
salir, se acercó día a día a tocar la puerta de su casa y, a
pesar de los intentos fallidos, nunca dejó de insistir.
Un día —más por pena que por convicción— Sandra
aceptó y la acompañó. Lo que la señora llamaba célula era
un grupo pequeño de personas que se reunían a cantar
algunas canciones cristianas, y luego tomaban una porción
de la Biblia y reflexionaban sobre ella. Sandra prestó atención
a todo lo que hacían, pero ella no estaba buscando nada,
simplemente estaba allí porque no tenía nada más que hacer
y por vergüenza con la señora, la cual no se conformó con
esa sola visita de Sandra a la célula, sino que la buscó
durante cuatro jueves consecutivos.
Durante esas semanas su invitación había cambiado,
ahora le pedía a Sandra que fuera a la iglesia con ella. “¡Ella
no renuncia!”, decía Sandra para sus adentros. Aquella dama
era muy dulce a la hora de invitarla, por lo cual nunca se
sintió invadida, pero sí apenada porque siempre le decía que
no podía ir. A pesar de que la experiencia de las visitas a la
célula había sido agradable, asistir a una iglesia era algo
mayor, y Sandra no quería compromisos. Sin embargo,
nuevamente, por pena, accedió y asistió por primera vez a
una iglesia cristiana.
Una vez allí, la música la cautivó, y textualmente me dijo:
“¡No paraba de llorar! Y no porque estuviera triste,
simplemente las lágrimas salían solas”. Ella escuchó
atentamente la predicación, y sintió que aquellas palabras
eran para ella. Fue como si la multitud que la rodeaba no
estuviera allí, como si en aquel lugar estuviera ella sola.
“Si alguien desea recibir a Jesús en el corazón, ¡hoy es el
día! Queremos orar por ti”, expresó el predicador. Entre
sollozos y con una plena convicción de necesitar un nuevo
rumbo en su vida, Sandra aceptó la oración, y no
simplemente oró, sino que creyó en Aquel de quien tan solo
había oído durante años, pero que ese día su espíritu
conoció.
Los días siguientes a ese domingo, Sandra comenzó a
experimentar algo que nunca había vivido: empezó a leer la
Biblia, y por primera vez en su vida, oraba con entendimiento.
A pesar de que no estábamos juntos, de vez en cuando
nos escribíamos mensajes de texto para desearnos buenos
días, buen provecho, o simplemente, para preguntarnos qué
hacíamos. Quien antes era mi novia, ahora solo era una
amiga, y aunque la extrañaba muchísimo, no quería dar mi
brazo a torcer. Según yo, ella era la que había fallado y yo
estaba seguro de que algún día me iba a llamar. No pasó
mucho tiempo para que eso sucediera. Mi teléfono sonó, y
cuando contesté oí la tierna voz de Sandra que decía:
“Quiero hablar contigo, como amigos, claro está. Necesito
decirte algo muy importante”. Por mi parte, intenté no
demostrarle demasiada emoción, y concreté la cita en mi
casa al día siguiente.
Imaginé que me iba a suplicar que volviera a su lado.
Pensé que me lloraría diciendo que no podía vivir sin mí, que
soy el hombre que cualquier mujer querría tener ―como ven,
mi autoestima había crecido―, sin embargo, no fue así como
sucedió.
Llegó a mi casa en horas de la tarde. Me preparé para
recibirla, me repetí varias veces que no le iba a demostrar
que aún la quería, ni que me había hecho mucha falta. Sin
embargo, creo que cuando la vi mis ojos me delataron: ¡Qué
hermosa mujer! No sé qué había de nuevo en ella, ni qué
había pasado en esos días, pero, definitivamente, estaba
más preciosa que nunca. Sus ojos eran más brillantes, y
había un “no sé qué” que no lograría explicar.
Nos sentamos en muebles separados y nos costó
muchísimo comenzar la conversación; había risas nerviosas
y preguntas nada creativas que intentábamos formular para
evitar el silencio: “¿Qué has hecho? ¿Qué tal tu perrito? ¿Tu
mamá cómo está?”. Para cada pregunta, una respuesta
cerrada y otro silencio incómodo.
Entre tanto, yo esperaba que me dijera: “Gustavo, eres el
hombre de mi vida. ¡Volvamos ya!”, pero nada ocurría. De
repente, ella respiró profundo y dijo: “¿Puedo sentarme a tu
lado? Necesito hablar contigo algo importante”. Yo estaba en
el mueble grande, así que sonreí y le di espacio mientras
pensaba que definitivamente era irresistible para ella.
Bajó su rostro, acomodó encima de sus piernas un libro y
un par de carpetas con algunas hojas; y mientras miraba al
piso, expresó:
—Me sucedió algo en estos días y quiero contártelo.
En ese momento pensé que simplemente estaba
buscando la forma de declararme su profundo amor, así que
guardé silencio.
—Estos días me han servido mucho y algo ocurrió en mí.
Conocí a alguien…
“¡¿QUÉ?!”, grité para mis adentros, pero traté de que no
se me notara la rabia.
—No es lo que tú piensas, pero algo cambió dentro de mí,
y quiero que tú también lo conozcas.
Quitó las carpetas que estaban encima de aquel libro y lo
abrió, y mientras levantaba su rostro, dijo:
—Tuve un encuentro con Jesús.
Por respeto a su forma de hablar tan conmovida no me reí
de inmediato, y la escuché con atención mientras me hablaba
de su experiencia e intentaba mostrarme las maravillas que
ese “Jesús” estaba haciendo en su vida. Todo iba bien hasta
que empezó a preguntarme cosas espirituales. Me habló del
pecado, del “propósito en Dios”, del cielo, del infierno, del
sacrificio de Jesús, y terminó invitándome a la iglesia a la que
estaba asistiendo, o por lo menos que aceptara ir a su célula.
Fue allí donde rompí el silencio y con un tono arrogante le
dije:
—¡Qué triste, Sandra! ¡Te lavaron el cerebro! Esa señora
se aprovechó de que te vio apenada y con astucia te metió
en esa secta. Ten cuidado porque eso es peligroso, y
perdóname, pero no iré. Aunque no me gusta ir a la iglesia,
en mi familia somos católicos. De verdad me da tristeza que
tengas tan poca personalidad, que te dejes mover tan
fácilmente por esa gente que no está nada bien de la cabeza.
¡Qué increíble! Hasta dices que Dios habla y todo. ¡Qué
locura, Sandra!
Para ese momento me había leído muchos libros de
persuasión, estaba estudiando mucho acerca del efecto de
un discurso y aprendí que la mente es manipulable. Así que
con argumentos filosóficos intenté demostrarle que había
caído en una audaz arenga y que lo único que buscaba esa
gente era conseguir a personas de escasa personalidad y
con problemas internos para asegurarles que estos serían
resueltos al asistir a esas iglesias, y posteriormente, en
nombre de un “salvador” manipular sus voluntades.
Sandra bajó su rostro, cerró su Biblia, me sonrió y
cambiamos de tema. Concluimos en que yo respetaría sus
creencias —nunca lo hice, en realidad era muy cruel con mis
comentarios— y que ella respetaría las mías; las cuales no
pasaban de ir ―por obligación― con mis papás a la misa del
domingo.
Aun con el compromiso de que no me volvería a hablar
más del tema, Sandrita se las ingeniaba y siempre me decía
que estaba orando por mí. Me contó que en la célula había
una “cajita de peticiones”, en la cual depositaban oraciones
muy importantes, y que había introducido mi nombre en ella.
Allí había escrito también todos mis sueños. Me dijo que
semanalmente oraban por esas peticiones, y que sabía que
Dios me ayudaría a cumplir todos mis sueños. Ella me
predicaba más con sus actitudes que con la Biblia, y hasta
me regaló una foto de ella ―que me encanta― en la que
escribió:
Mi niño, cada vez que me recuerdes haz esta
oración con todo tu corazón: Señor Jesús, te doy las
gracias por el sacrificio que hiciste por mí en la cruz
del calvario. Reconozco que soy pecador y que
necesito de ti; te reconozco como mi único salvador.
Escribe mi nombre en el Libro de la Vida y no lo
borres jamás. Señor Jesús, cumple tu propósito en
mí.

Yo guardé la foto en mi cuaderno de oratoria, y le dije que


haría esa oración. Muchas veces la leí, pero lo hice más por
inercia que por convicción. Realmente me gustaba mucho
más la foto que la oración.
En mis clases de oratoria nos dijeron que debíamos
estudiar a oradores de todo tipo, desde conferencistas
motivacionales hasta líderes espirituales. El objetivo era que
evaluáramos ciertas características de sus discursos y de su
lenguaje corporal. Le conté a Sandra y aprovechó para
regalarme varios DVD’s de prédicas cristianas. Yo empecé a
escucharlos, pero con el fin de estudiar la oratoria y no el
mensaje de esos oradores. Sin embargo, mi alma y espíritu
recibían el contenido, y algo se estaba alineando en mí para
descubrir la esencia de mi propósito. Lo que marcaría, más
tarde, un antes y un después en mi vida.

¿Por qué nací así?


El bendito día estaba por terminar. La clase había sido
extraordinaria y habíamos hablado sobre un par de temas
“espirituales”. Anhelaba llegar al hotel para leer de nuevo mis
apuntes y para prepararme para la clase del día siguiente.
Me senté en la cama de mi habitación, leí todas las
anotaciones de la clase y comencé a reflexionar sobre mi
propósito, sobre lo que haría con mi vida a partir de todo lo
que estaba aprendiendo; imaginaba aquellos días donde
pudiera pararme ante multitudes y poder inspirarlas con mi
historia. Recordé tantas burlas, rechazos, tantos años
difíciles… Y mientras estaba allí sentado, sin pensarlo, abrí la
única gaveta de una mesita de noche que estaba al lado de
mi cama; hice a un lado un directorio telefónico y vi un libro
que decía en su portada Nuevo Testamento.
Lo tomé ligeramente y empecé a hojearlo, mientras lo
hacía recordé las veces en las que Sandra me hablaba de
algo que había aprendido leyendo la Biblia, y recordé una
conversación que tuvimos donde yo le aseguraba que las
Santas Escrituras constituían un simple y fútil libro escrito por
hombres. No obstante, ella se mantuvo afirmando que la
Biblia era la Palabra de Dios. Recuerdo que me aseguró que
una de las formas que Dios había dejado para hablar con el
hombre era a través de su Palabra, y como pudo argumentó
que ningún libro había sido tan perseguido en la historia
como ese. Agregó, además, que muchos eventos que ha
vivido la humanidad habían sido descritos desde mucho
antes en la Biblia.
Aquel fue un momento de reflexión, de preguntas y de
cierta incredulidad. Tenía una conversación pendiente con
Dios, esperaba la respuesta a una pregunta que durante
años Él había ignorado, aquella inquietud devastadora a la
que en medio de mucho dolor le busqué respuesta de noche
y puesto de rodillas en mi habitación, o rezando rosarios en la
iglesia, o asistiendo a los grupos juveniles, mientras
permanecía destrozado por las burlas.
“¿Por qué nací así?”. Muy bien, ya sabía que con mi
historia iba a ayudar a muchas personas, pero, ¿eso era
todo? “¡¿Por qué nací así?!”. Veía aquel Nuevo Testamento
mientras las palabras de Sandra retumbaban, ya no en mi
mente, sino en mi corazón: “La Biblia es una de las formas
que Dios tiene para hablar con los hombres”. No soporté
tanta presión dentro de mí, y de nuevo caí de rodillas
intentando conseguir una respuesta:
Llevo años preguntándote lo mismo, jamás me has
contestado. Siento que conseguí un propósito, pero
no veo en él una respuesta. Sandra me dice que tú
hablas por medio de la Biblia, yo no sé si eso sea
cierto, ¡pero ya no aguanto más! Si todo lo que me
dice Sandra es verdad, si TÚ eres real, y si de
verdad esta es tu Palabra, te pido que hoy mismo
me contestes. Te prometo que te voy a buscar y a
seguir, ¡pero respóndeme, por favor! ¡¿Por qué nací
así?!
Entre lágrimas, con un corazón humillado y un profundo
deseo de no ponerme de pie, sin tener la respuesta a esa
pregunta que me había perseguido por años, tomé el Nuevo
Testamento y lo abrí. Sin saber muy bien lo que hacía, pero
con la esperanza de comprobar que Él era real y que podía
hablarme, abrí mis ojos y fijé mi mirada en una hoja que abrí
al azar. Como si las letras se salieran y se pusieran frente a
mí, leí lo que apareció en aquel papel:
Juan, capítulo 9:1,3:
“1Una vez Jesús estaba caminando y vio a un hombre que era ciego
de nacimiento. 2 Sus seguidores le preguntaron:
—Maestro, este hombre nació ciego, ¿Quién pecó, él o sus padres?
3
Jesús les respondió:
—No es que hayan pecado ni él ni sus padres, este
hombre nació ciego para que en él se muestren las
grandes cosas que Dios puede hacer”.
Al leer eso no paraba de llorar, sentía que algo, o más bien
alguien estaba conmigo en aquella habitación. Me costaba
contener mi llanto y las siguientes palabras retumbaban en mi
ser: Naciste con labio y paladar hendido bilateral para
que en ti se muestren las grandes cosas que Dios puede
hacer. En otras versiones ese versículo dice: “(…) para la
gloria de Dios”. Entonces descubrí que mi propósito no solo
era inspirar a multitudes; había una esencia impregnada en
esa sentencia que constituía el verdadero “para qué” de mi
objetivo de vida.
No se trata nada más de ayudar a otros con mi historia, se
trata de que sean inspirados por medio de las obras que Él
hizo en mí, y si ellos desean, puedan ser también
transformados, y esto último no lo lograría yo, sino Él. Por
eso las burlas, las cirugías, las terapias, la oratoria, por eso
nací así, para la gloria de Dios.
Aún aturdido por todo lo que estaba viviendo, recordé
aquella oración en la foto que Sandra me obsequió, y que
tenía guardada en mi cuaderno de apuntes de oratoria. Tomé
la foto, y esa vez hice esa oración desde lo más profundo de
mi ser. Ese Dios lejano que durante años busqué, dejó de ser
un Cristo en una pared y pasó a ser el huésped que tanto
anheló mi corazón.
Aquellas palabras que mi madre me repetía: “Dios es
bueno y justo”, empezaron a tener significado. En su bondad,
Dios me eligió a mí con un propósito distinto y me permitió
ser un instrumento para mostrar su gloria; en su justicia
perfecta permitió que todo lo que viví se convirtiera en la
historia que impactaría a tantas personas alrededor del
mundo.
Sentí que Dios no me estaba llamando como predicador,
no me veía en un escenario dando un sermón religioso, más
bien, sentía que Él me daría la sabiduría para inspirar y llevar
un mensaje esperanzador, sin religión ni dogmas, sin
imposiciones que en lugar de acercar, alejan a la gente.
Sabía que mi llamado era distinto, lo supe desde ese mismo
instante, supe que lo que había vivido sería parte
fundamental de mi mensaje.
Siempre recuerdo una frase muy linda que un buen amigo
me dijo: “La historia más difícil de vivir, es la más fácil de
contar”. Ese bendito día tuve muchas respuestas, ese bendito
día nací de nuevo, ese bendito día la esencia de mi propósito
me transformó y me dio una nueva vida.

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva


criatura es;
las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas
nuevas”.
2 Corintios 5:17 (RVR 1960)

Llegué emocionado a casa. Le conté a Sandra lo


sucedido, le dije que estaba convencido de que Jesús era
real, de que la Biblia era su Palabra, y que había descubierto
la esencia detrás de mi propósito. Ella se emocionó mucho y
me pidió que la acompañara a la iglesia, yo le sonreí y le dije:
“Sandrita, creo en Jesús, sé que Él ahora está dentro de mí.
Creo en la Biblia y no tengo dudas de que allí está la Palabra
de Dios, pero NO creo en iglesias ni mucho menos en
pastores. Yo voy a leer la Biblia y creeré en Dios a mi
manera, pero no me pidas que vaya a una iglesia porque NO
VOY A IR”. Ella sonrió de nuevo y aceptó mis palabras.
No les conté nada a mis padres por temor y, en cierta
parte, por vergüenza, pues aquel que decía que los cristianos
solo eran personas fáciles de manipular, ahora quería
empezar a caminar una vida según el llamado que había
recibido de Dios. No quería dar explicaciones, así que en
silencio empecé a leer la Biblia como parte de mi lectura
diaria.
Tenía muchas inquietudes respecto a Dios, y a su vez
demasiadas actividades que estudiar para seguir avanzando
en mis clases de oratoria. La tesis cada día me exigía más, y
además, se incorporaron nuevos artículos del hogar que
empecé a vender con papá, por lo cual mi tiempo cada vez
estaba más reducido. Casi siempre mi papá me dejaba con
dos espejos muy grandes en algún sector de los pueblos que
visitábamos, el compromiso era que vendiera esos dos
espejos y al terminar lo llamara para que me diese dos más,
o anotara algún encargo de otro artículo que, por supuesto,
también promocionaba.
Cuando salía a vender puerta a puerta me llevaba en un
bolso alrededor de tres libros, pues siempre me ha gustado
mantener no una sola lectura, sino dos o tres ejemplares de
diferentes temas. Tenía un libro de psicología, de técnicas de
memoria y otro de superación personal, y así, conforme
terminaba de leer uno, comenzaba a leer otro.
Antes de comenzar mi jornada de ventas, elevaba una
oración a Dios y le pedía: “Señor, ayúdame a vender estos
dos espejos rápido porque necesito tiempo para leer”.
Probablemente muchos lectores pensarán que es simple
enfoque de mi parte, o una particular casualidad, pero lo
cierto es que antes de realizar esas oraciones pasaba una
mañana entera tratando de vender un espejo; no obstante, en
aquellos días, no había caminado una cuadra cuando ya
tenía los dos espejos vendidos, y en muchas ocasiones,
conseguía varios encargos.
Luego de eso me escondía en algún lugar para
asegurarme de que al pasar mi papá haciendo la ruta de
cobro, no me viera. Debo confesar que le mentí muchas
veces. Él me llamaba para saber si necesitaba más espejos y
yo le contestaba, mientras leía sentado bajo la sombra de un
gran árbol: “No papá, aún tengo los dos espejos. Yo te aviso”,
la mentira era para tener más tiempo de estudiar. ¡PERDÓN,
PAPÁ!
No dejaba de estudiar la Biblia. Había cosas que no
entendía mucho porque iban en contra de lo que por años me
habían enseñado en la iglesia en la que crecí. Incluso me
encontraba con sentencias que eran todo lo contrario a las
prácticas que para mí eran normales. Todo lo que no
entendía lo anotaba para profundizar más adelante. Lo que sí
veía era que conforme leía y oraba crecía una relación de
amistad con Dios, lo sentía realmente cerca y para cada
inquietud encontraba una respuesta.
Me di cuenta de que lo que había vivido con la lectura de
Juan, capítulo nueve, fue una manera sobrenatural y
hermosa que el Señor usó para tratar conmigo, y que así no
era como funcionaba siempre, pues la Biblia no es un libro el
cual abres en cualquier hoja para encontrar una predicción
diaria, como un horóscopo. Lo que experimenté en ese
cuarto de hotel es algo que puede suceder solo si Dios así lo
quiere, pero la Biblia, la Palabra de Dios, no funciona
mágicamente; funciona cuando meditas en ella en profunda
intimidad y verdadera disposición.
Recuerdo la anécdota de un joven que se sentía deprimido
por no tener novia y le dijeron: “En la Biblia tendrás la
respuesta”. El chico abrió la Biblia al azar mientras
expresaba: “¡Aquí Dios me dará la respuesta!”, tristemente
leyó en el capítulo 16:2 de Jeremías que dice: “No tomes
para ti mujer, ni tengas hijos, ni hijas en este lugar”. El
muchacho supuso entonces que Dios lo quería soltero y sin
hijos, y vivió una vida triste debido a una simple casualidad,
por confundir la Biblia con un libro de “mensajes mágicos”.
Lo que viví en esa habitación de hotel fue algo
sobrenatural, no quiero que pienses, amigo lector, que si
abres tu Biblia en este mismo instante aparecerá
repentinamente una Palabra exclusiva para ti, puede suceder
―pues pasó conmigo―, pero lo que sí te puedo asegurar es
que en la meditación profunda de la Palabra de Dios
encontrarás dirección en cada área de tu vida.

“Este libro de la ley no se apartará de tu boca,


sino que meditarás en él día y noche, para que
cuides de hacer todo lo que en él está escrito;
porque entonces harás prosperar tu camino y
tendrás éxito”.
Josué 1:8 (LBLA)

El anhelo de Dios
Me sorprende conocer a tanta gente en diferentes países
que me piden “el secreto” para cumplir sus metas, o “la clave”
para una vida de prosperidad integral. Muchos esperan que
les diga rituales llenos de humanismo, o conceptos de teorías
filosóficas rebuscadas; cuando les digo que “el secreto está
en la Biblia” se decepcionan pensando que les estoy
recomendando una religión, cuando en realidad en su lectura
y, sobre todo, en su aplicación, encontrarán que, en lugar de
religión, Dios anhela una relación íntima con cada uno de
nosotros; una donde el beneficio principal se centra en el
espíritu y en la eternidad.
La Biblia es la guía para regresar a casa, al lugar a donde
pertenecemos. La prosperidad terrenal, la abundancia, la
salud, el gozo y una vida con propósito, son simples
consecuencias de tener una relación amistosa con Dios, pero
todo eso no es el fin. El verdadero fin es estar algún día cara
a cara con el Creador. Cuando empieces a leer la Biblia
pidiéndole a Dios entendimiento para comprenderla,
entonces su Espíritu te hará descubrir tesoros ocultos que
antes no veías, y lo que un día era una Palabra repetida para
ti, pasará a ser una revelada que te hará prosperar en todos
los sentidos.
Hay un hombre a quien admiro profundamente, él junto a
su familia ha sido de inspiración para mí. Te hablo de Rich
DeVos, cofundador de la empresa número uno en mercadeo
en redes o multinivel en el mundo: Amway. Sin temor a
equivocarme, y con el respeto profundo y gratitud que tengo
hacia otras compañías a las que acompaño a diario, para mí
Amway es la mejor empresa a la que he podido acompañar
con mi propósito. No solo por sus excelentes productos y sus
estrategias comerciales, sino por la profundidad de sus
principios y la “esencia” que los acompaña desde sus inicios.
Rich DeVos ha tenido un éxito rotundo en todo lo que ha
emprendido. Estuvo en las fuerzas armadas en la Segunda
Guerra Mundial, es dueño del equipo de la NBA Orlando
Magic, y es un verdadero hombre de familia; todo eso sin
mencionar que es billonario. En uno de sus libros titulado
Sencillamente Rich nos cuenta cómo se presentó ante
cientos de personas que esperaban ansiosas por escucharlo
en un evento empresarial, donde solo expresó:

“Permítanme decirles quién soy en verdad: soy un


pecador salvado por Gracia; un cristiano salvado por
Jesucristo”.
Añadió:
“Soy un cristiano por fe y experiencia, y no tomo
decisiones ni una posición que no sean compatibles con
mi fe. Mi papel como hombre de negocios que ha
alcanzado bienestar material, jamás me ha llevado a
creer que ya no necesito de la Gracia ni del consejo de
Dios. Todo lo que tengo, desde el punto de vista material,
proviene de Él, y solo honrándolo a Él es que el uso del
dinero trae verdadera felicidad.
(…) Creo en mantener un sentido de dependencia en
Dios. De eso es lo que se trata la verdadera fe y la
humildad”.

Sin duda alguna, Rich estableció una amistad con Dios, y


con ella ha tenido la sabiduría de impactar a millones de
personas alrededor del mundo. Si alguien como él reconoce
el poderío y la grandeza de Jesús, creo que lo más
inteligente sería cuestionarnos un poco y aprender de él.
El “sí” que nunca olvidaré
La amistad que empecé con Dios me hizo valorar mucho
más a la dama que había puesto a mi lado. Me mostró lo que
debía cambiar, y sobre todo, me ayudó a entender que
Sandra no solo era la mujer más hermosa del planeta, sino
que era aquella princesa que Él había formado pensando en
mí; mi complemento, la pieza indispensable para el gran
propósito. Lo asimilé y pasamos a otro nivel.
Sandra y yo seguimos como “amigos”, pero las visitas y
las largas llamadas continuaron. Sabía que no podía dejarla
ir, además, cada día se ponía más linda y me daba cuenta de
que varios “lobos” estaban al asecho. No esperé mucho y la
cité en uno de los mejores restaurantes de la ciudad.
Como siempre, llegó hermosa a nuestra cita. Su mirada
tierna siempre me ha cautivado, y ni hablar de esos
huequitos que se forman en sus mejillas al sonreír, me
derriten. La vi tan perfecta, tan sublime e inteligente; la
observé en aquel lugar esperando con timidez. Cuando
estaba frente a ella la tomé de la mano y le hablé de todo el
tiempo que esperé por conocer a una mujer como ella; le dije
que realmente me había sorprendido el hecho de que se
enamorara de mí pese a mi apariencia y a mi forma de
hablar.
Le pedí perdón por mi inmadurez, le agradecí que
tuviera el valor de hablarme de Dios y, finalmente, le pedí que
me diera una nueva oportunidad a su lado, pero que esta vez
sería diferente: si ella aceptaba, sería para casarnos. No
tenía anillo de compromiso ni dinero, pero tenía a Dios de mi
lado, tenía muchos sueños, tenía un gran propósito… “¿Te
casarías conmigo?”, una risa nerviosa, un par de lágrimas
recorriendo sus mejillas y un inocente beso fueron el sello
que complementó el rotundo “SÍ” de aquella noche.
Inspirado ahora más que nunca, continúe con mis clases
de oratoria. Trabajaba mucho más, leía incansablemente, y
me esforzaba en mi tesis. Sandra seguía asistiendo a la
iglesia y compartíamos porciones de la Biblia de vez en
cuando; sin embargo, de algo estaba muy claro: ¡Yo no iría a
ninguna iglesia! Ella siempre fue muy sabia y no me insistía,
pero jamás abandonaba su oración por mí, y no solo ella,
sino todas las ancianitas de la célula a la que asistía.
¿Iglesias? ¡No!
—¿Qué estudias? —le pregunté a Sandra una tarde
mientras la veía muy interesada en una lectura. Ella ya se
había graduado en la misma universidad donde yo estaba a
punto de finalizar mis estudios, por lo que me pareció extraño
tanto interés por aquello que parecía una guía.
—Es un estudio de Teología en Espiritualidad Cristiana —
contestó mientras aún leía las hojas.
—¿Me permites? —tomé las hojas, las leí y me di cuenta
de que contenían, paradójicamente, muchas de las
respuestas que yo buscaba cuando estudiaba la Biblia. Me
sorprendió mucho porque fue como si alguien que supiera
mis interrogantes las hubiera plasmado en ese estudio.
—¡Me gustaría aprender de esto! ¿Qué debo hacer? —le
comenté alegremente.
—El estudio es a distancia ―respondió Sandrita―. Solo
hay que estudiar un material que ellos envían y cada dos
semanas ir a una clase dirigida y listo.
Me entregó la lista de requisitos, los cuales yo cumplía a
cabalidad, excepto uno que decía: “El participante debe ser
miembro activo de una iglesia cristiana y presentar una carta
firmada por su pastor. En la última hoja está el modelo de
carta que debe llenar con letra legible para anexarla con firma
y sello de su congregación, junto a los demás documentos”.
Me reí sarcásticamente mientras le entregaba la guía a
Sandra, y añadí:
—¡Era de esperarse! Esas iglesias buscan cualquier forma
para manipular a la gente. Es evidente que piden esto porque
no les interesan las personas que no sean parte de ellos; esa
es una forma de atraerlos a sus sectas. Se ve bueno el
estudio, pero prefiero seguir aprendiendo de la Biblia por mi
cuenta. ¡No iré a ninguna iglesia!
Mi futura esposa bajó la cabeza y dijo:
—Está bien.
Una tarde, mientras Sandra y yo conversábamos, me dijo
con un tono de voz más suave del acostumbrado:
—Yo siento que el estudio que querías hacer te puede
ayudar mucho con todas las inquietudes que tienes referente
a la Biblia. No tienes por qué ir a la iglesia si no quieres. Te
propongo algo: allí dice que se necesita la firma de un pastor,
¿qué tal si vamos a hablar con el pastor de mi iglesia? Solo le
comentas que necesitas esa firma, pero que no puedes ir a la
iglesia y ya. ¡Nada perdemos con intentarlo!
—¡Ja! ―me le reí a Sandra en la cara― ¿Sabes qué me
va a decir el pastor ese? ¿Cómo se llama, por cierto?
—Juan Córdoba —respondió.
—Bueno, el pastor Juan me va a decir que no puede
firmarme la carta porque yo no voy todos los domingos, como
una ovejita incauta, a darle mis diezmos, y porque tampoco
les ayudo a buscar a otras personas para llevarlas a sus
reuniones, en las cuales toman la Biblia como fundamento de
su engaño. La verdad es que sí quisiera hacer ese estudio,
pero no voy a permitir que nadie me manipule en ninguna
secta…
Como observan, era realmente fuerte y cruel a la hora de
referirme a aquello que, para mí, era una manipulación.
Muchas veces, en forma de broma, he dicho que estaba tan
mal que Dios se puso guantes mientras me sacaba de mi
error.
En muchas oportunidades, mientras vendía puerta a
puerta con mi papá, nos sucedió que le vendíamos a
personas que antes de firmar los contratos nos decían:
“¡Tranquilo, varón! Yo le pagaré puntual porque soy cristiano”.
Tristemente muchas de esas cuentas se convirtieron en
incobrables, y muchos de los artículos perdidos eran de
aquellos “cristianos” que salían con una Biblia en la mano
cada domingo.
Las historias de los falsos pastores eran muchas, y
aunque con lo que había vivido sabía que Dios era real y que
la Biblia era su Palabra, no estaba dispuesto a ir a un sitio
lleno de hipocresía. Me negué rotundamente, pero esta vez
Sandra insistió:
—Te prometo que solo iremos a hablar. Si él te dice que
no, jamás te volveré a invitar a la iglesia.
La mirada de mi futura esposa me convenció, sin
embargo, le advertí:
—Sé que ese señor no firmará, o me pondrá como
condición para hacerlo ir a su iglesia o darle plata. Sé que
algo así va a pasar, y cuando eso suceda no me quedaré
callado y le diré el gran daño que hacen en poner a Dios
como fundamento para engañar a la gente.
Sandra solo sonrió y me abrazó.
Llegamos un día martes a la iglesia, estaba a punto de
comenzar un Servicio de Oración. El pastor no había llegado
aún y ya algunas ancianas estaban orando. Estaba
acostumbrado al silencio casi fúnebre de las iglesias a donde
iba siendo un adolescente a rezar el rosario, así que tanto
alboroto de esas ancianas para orar me parecía de locos.
Una señora oraba muy fuerte y eso le dio más fuerza a mi
argumento de que allí eran manipulados y que los convertían
en fanáticos.
¡El pastor Juan llegó! Mi novia lo saludó cariñosamente y
nos presentó. Extendí mi mano pero él me abrazó. “¡Ja, ja!,
cree que me va a manipular con ese abrazo”, dije para mis
adentros. Con una sonrisa nos invitó a pasar a su oficina.
Sandra comenzó a hablar diciéndole que nos íbamos a casar,
que ella estaba por comenzar el estudio de teología cristiana
y que yo quería hablar con él. Su mirada se dirigió hacia mí
con aquella sonrisa que mantuvo desde que nos saludamos;
mi rostro, en cambio, era de “pocos amigos”.
De inmediato comencé a hablar:
—Mire, pastor, yo creo en Jesús, en que la Biblia es la
Palabra de Dios, pero vengo de una familia católica y cuando
puedo voy a misa. Trabajo mucho todos los días, así que NO
PUEDO IR A NINGUNA CÉLULA. Estoy terminando mi
carrera y estudiando los fines de semana, por lo tanto
tampoco voy, NI IRÉ A NINGUNA IGLESIA. Me gustó ese
estudio que comenzará Sandra porque me gusta leer la
Biblia, pero hay un requisito que dice que un pastor me debe
firmar esta carta ―coloqué el modelo de carta sobre la
mesa―. Sé que no se puede porque no vengo, NI VOY A
VENIR a su iglesia, pero Sandra me insistió para que hablara
con usted a ver.
Terminé mi exposición con mi pecho erguido y esperando
ansioso escuchar la negativa de aquel pastor que, a pesar de
mi rudeza al hablar, conservó su sonrisa. Solo quería que me
dijera que no para decirle la otra parte del discurso que
llevaba preparado, y demostrarle a Sandra que estaba en un
sitio donde la estaban manipulando usando a Dios.
Juan Córdoba tomó la carta, sacó del bolsillo de su camisa
un bolígrafo, verificó donde tenía que firmar, y con su misma
sonrisa, mientras firmaba, dijo:
—Yo te voy a firmar la carta, hijo, porque yo no sé qué
PROPÓSITO tenga Dios contigo.
Firmó, selló el documento y me lo entregó —aún sonriendo
—.
—¡Que aprendas mucho en ese estudio, hijo! Cuéntenme,
¿cuándo se casan? —agregó, dejando atrás la primera
conversación, ignorando mis contundentes e interesantes
palabras, dejándome sin argumentos, sin nada que decir, y
aturdido por la actitud de aquel hombre.
Los siguientes 15 minutos de la reunión con él fueron para
darnos consejos sobre el matrimonio. Me preguntó un par de
cosas sobre Colombia, y antes de despedirnos oró por
nosotros y nos abrazó.
Entre tanto, continúe aturdido, sin saber qué decir. Mi
mente se quedó en blanco. Salimos de ese lugar y ni siquiera
me atrevía a mirar a Sandra, quizás evitando esa mirada que
todos los hombres eludimos de las damas que con tan solo
un simple gesto nos dicen: “¡Te lo dije!”. Tomamos un taxi, y
en medio de un silencio que parecía eterno, la llevé a su casa
y regresé a la mía. En realidad, no había mucho que decir.
Ese hombre, Juan Córdoba, había estremecido mis
planteamientos hacia los pastores, y me permitió comenzar el
estudio de Teología en Espiritualidad Cristiana. Como si los
estudios de oratoria no fueran suficiente, la tesis, el trabajo
con mi papá, el compromiso de un matrimonio y las terapias
de lenguaje, añadí un nuevo desafío, y comencé a inquirir en
aquel estudio que me atrapó de inmediato. Lo que más me
gustaba era que NADA estaba basado en teorías de
hombres, todo lo que se planteaba eran extractos cien por
ciento de la Biblia, los cuales podían ser comprobados
históricamente incluso y, lo mejor, podían ser aplicados como
enseñanzas de vida.
Recuerdo que las tareas que nos asignaban en el estudio
eran muy espirituales, y además, personales: nadie podía
evaluarlas. Por ejemplo, se nos pedía que tomáramos de
nuestro tiempo de oración medía hora para agradecer. No
podíamos pedir absolutamente nada, solo darle gracias a
Dios por cosas que aparentemente fueran pequeñas para
nosotros, o que antes pasábamos por alto.
Cuando comencé mi ejercicio, me esforcé muchísimo por
agradecer a Dios por todo, pero cuando miré el reloj solo
llevaba cinco minutos, y durante los 25 restantes no tenía ni
idea de qué decir. Más adelante, la guía recomendaba que si
se nos había hecho difícil realizar la práctica de la gratitud,
entonces empezáramos a pensar en cosas que quizás sean
absurdas para muchos, pero que, al analizarlas,
aprenderíamos lo valiosas que en realidad eran.
“¿Qué pasaría si no tuvieras el dedo meñique de tu mano
derecha?”, decía la guía. “Quizás me sentiría mal. Me
costaría tomar las cosas, sería un poco más difícil escribir en
la computadora”, pensaba mientras leía aquello. “¡Bien!
Ahora que lo sabes puedes decirle a Dios: «Gracias, Padre,
por mis dedos. Gracias por permitirme tener todos los dedos
de mis manos completos». Además, puedes mencionarlos
uno por uno. Si quizás te falta algún dedo o una mano,
piensa lo que pasaría si te faltaran las dos manos; si te faltan
las dos, piensa cómo sería tu vida sin una pierna; si no tienes
ninguna extremidad, piensa qué pasaría si no pudieras
hablar; si no puedes hablar, piensa en lo que no podrías
hacer si no tuvieras vida, si no tuvieras la hermosa
oportunidad de vivir. Si lo miras desde ese punto de vista
que, quizás te parezca algo extremista, te darás cuenta de
que tienes muchísimo por lo que agradecer y, sin darte
cuenta, estarás agradeciendo hasta por tus vecinos”. Al leer
todo aquello me gustó, y lo puse en práctica.
Ese pequeño hábito me ayudó muchísimo. A veces
llegaba a la media hora y aún me faltaban cosas por las que
agradecer. Me di cuenta de que, durante años, me vi como
alguien al que le faltaba algo cuando realmente lo tenía todo.
Le di demasiada importancia al hecho de no poder hablar
bien y de verme distinto, y nunca me detuve a pensar que en
realidad era mínimo lo que me tocaba vivir. Viví muchos años
preso de la lástima y de la autocompasión; me dediqué tantas
noches a preguntarle a Dios por qué nací así que nunca me
detuve un instante para decirle “gracias, porque nací”.
Uno de cada diez niños que nace como yo no logra
cumplir un año, y eso lo pasé por alto. Pensé que Dios y la
vida estaban en deuda conmigo, cuando en realidad era yo
quien tenía una larga cuenta de gratitud por pagar. Dios
estaba rompiendo cadenas, pues necesitaba que mi
propósito se sustentara en verdaderos principios. Nadie
puede dar de lo que no tiene y, allí, sumergido en Él, se fue
formando una luz que estaba a punto de resplandecer.
El estudio de teología y ese simple encuentro con el pastor
Juan Córdoba, me ayudaron mucho a doblegar mi orgullo.
Entendí que así como era importante para mí asistir a
eventos de conferencistas motivacionales para seguir
creciendo en mi área, también lo era reunirme con personas
que tuvieran la misma fe que yo, y no solo para aprender
más, sino para agradecer juntos a Aquel que lo dio todo por
nosotros. Así que un día le dije a Sandra:
—¡Vamos a la iglesia!, pero no a la que tú vas, porque
recuerdo a las señoras que estaban orando antes de ir a
hablar con el pastor Juan y oraban muy fuerte, y
francamente, eso no me gusta. Prefiero algo más silencioso.
Ella, feliz, preparó todo para ese primer domingo de iglesia
juntos. Al principio todo era muy extraño para mí; sentía
ganas de llorar pero no sabía por qué. De repente, en un
momento comenzaron a orar muy fuerte, de inmediato miré a
Sandra y le hice señas para salir de allí. “¡Esta no me gustó!,
el domingo que viene buscamos otra”.
El siguiente domingo fuimos a otra donde cantaban mucho
mejor que en la primera y oraban más en silencio, pero en el
momento de la oración una señora cayó al piso, le abrí los
ojos a mi esposa y salimos de allí: “¡Esta menos que me
gustó!, vamos a otra mejor…”.
A la tercera iglesia a la que fuimos, el predicador era,
precisamente, uno de los señores que nos quedó debiendo
dinero en nuestras ventas a crédito. Me provocaba gritarle:
“Muy bonito todo lo que está usted predicando, señor ungido
de Dios, pero, por favor, ¡PÁGUEME!”. No le dije nada a
Sandra, pero obviamente la saqué de allí corriendo.
Mi futura esposa me insistía para que fuéramos a la iglesia
Nueva Jerusalén que liderizaba el Pastor Juan, pero me
traumaba al recordar a las señoras gritonas y no quería.
Literalmente, hicimos turismo de iglesias. Necesitaba un lugar
donde sentirme bien, porque quería seguir aprendiendo y
sabía que estaba en la Verdad, pero aún tenía mucho que
aprender. La esencia de mi propósito estaba impregnada en
mí, pero faltaban piezas que debían unirse. ¡Dios tenía que
procesarme!

Summa cum laude


Cuando terminé la universidad me gradué con honores,
obtuve las notas más altas de mi promoción. Además, fui el
mejor pasante, y recibí varios reconocimientos. Por ser
Summa cum laude me eligieron para dar el discurso en
nombre de los graduandos. Estaba muy emocionado por ello,
porque, además, me faltaba poco para graduarme de orador,
y sentía que tenía todo lo necesario para hacer una
disertación impactante.
Me esmeré muchísimo para realizar mi discurso, y no
olvidé la esencia que le puse a aquellas palabras en el
campeonato de oratoria. Recordé que el corazón habla
mucho más que las palabras, y le impregné todo mi
sentimiento y el de mis compañeros a aquella alocución.
El día del acto de grado, antes de ser llamado a exponer
mis palabras, realicé a solas varios ejercicios de respiración
diafragmática, pues sentía que me iba a desmayar.
Mentalmente oraba a Dios: “Hoy cientos de personas me
escucharán, te pido que seas Tú por medio de mí el que
hable, y que al hablar, algo suceda en ellos. Pase lo que pase
la gloria es para ti”. Llené de aire mi diafragma, y pasé al
escenario…
El silencio intenso de aquel auditorio se escabulló cuando
empecé a saludar a las autoridades presentes, a padres,
acompañantes y a los graduandos. Quité la mirada del papel
que había preparado, y comencé mi introducción mirando al
público. Ensayé muchísimas veces el discurso, por lo que
evité mirar prolongadamente mis anotaciones. Cuidé mi
respiración, gesticulación, entonación, lenguaje corporal y la
sincronía del discurso. Sentía que estaba, no en cualquier
lugar, EN MI LUGAR. En ese que había sido destinado para
mí, me estaba graduando como contador, pero me sentía
más feliz por ser orador.
El silencio y las miradas perplejas del público me
acompañaron de inicio a fin; un par de chistes en momentos
claves me ayudaron a conectar mucho más a los presentes
conmigo. Al concluir, conté una historia pronunciada desde mi
corazón, tuve que contenerme para no llorar junto al público,
pues las lágrimas de ellos brillaban frente a mí. “¡Muchas
gracias!, que Dios los bendiga”, con esas palabras terminé mi
discurso.
Los aplausos de la multitud se hicieron sentir de inmediato;
silbidos y hasta gritos se escucharon en aquel auditorio. Giré
mi rostro hacía donde se encontraban los miembros de la
directiva de la universidad y quedé impactado por sus caras
enrojecidas y por sus mejillas repletas de gotas que fluían
con libertad desde sus ojos. Como si lo hubieran ensayado,
todos se pusieron de pie. Sonriendo y con la mano derecha
sobre mi pecho, percibí la contundencia de tal ovación. No
aplaudían al cisne, al jugador de fútbol o al contador,
aplaudían a Gustavo Henao y, en cada palmoteo, sabía que
tan solo era un instrumento, y que la verdadera aclamación
estaba siendo dirigida al Maestro: ¡la gloria era para Dios!
A mi familia y a mí se nos hizo difícil salir del auditorio,
muchos profesores se acercaban para pedirme fotos; amigos
y familiares de los graduandos me abrazaban y me
sorprendía mucho ver que, en varias oportunidades, mientras
lo hacían, lloraban. Otros llegaban a pedirme una copia de mi
discurso, y en cada manifestación de cariño que recibía
incrementaba el amor por mi propósito. Vi gente inspirada,
desafiada, personas esperanzadas; los observé y entendí
que no eran mis palabras las que los habían inspirado, era
LA ESENCIA DE MI PROPÓSITO la que se había
impregnado en ellos.
Lo sabía, podía percibir que algo de Dios se había ido con
ellos, y lo más grandioso fue que solo dije: “Dios los bendiga”.
No eran mis palabras, ni mi oratoria, fue el Dios intangible
que se manifestó en lo tangible. Ver a las multitudes siendo
inspiradas me confirmó que ese era mi lugar.

Hay un lugar donde tus pulmones saben que están


respirando el aire correcto, un sitio sublime que al
pisarlo, como ocurre con las piezas de un
rompecabezas, se conecta con tu ser. Es tu hábitat,
tu hogar, el Edén al que fuiste asignado antes de
nacer; el territorio que se te encomendó para cumplir
una misión.
Quizás sea un simple lugar para muchos, pero en los
indicados, la sensación que se experimenta allí
siempre será sublime. Algunos sonríen, otros lloran;
unos cuantos reímos al llorar y otros muchos
lloramos al reír cuando estamos allí.
Euforia, amor, nerviosismo, gratitud… Sea cual sea
la emoción, siempre será tuya, así como tuyo es ese
lugar.
Para mí ese lugar son los escenarios; sean
estructuras modernas o tablas sencillas, sea un
pequeño espacio con sillas improvisadas, o uno
donde las multitudes son bienvenidas... No importa
su apariencia, sino su esencia. Allí todo cobra
sentido.
Al pisarlo se hace mío. Es mi responsabilidad lo que
hablaré allí, pero aunque sea mi voz la que se
escuche, la verdad es que son las palabras de Él, de
Aquel que me asignó ese lugar como MI LUGAR.

El mundo entero esperaba escuchar lo que por años había


callado, las naciones serían conmovidas, no por mis
palabras, sino por la esencia de mi propósito.
A veces cuestionamos fácilmente la existencia de Dios.
Aunque muchos dicen creerle, ignoran que no basta con
creer en Él, sino con creerle a Él. Cuando con humildad
dejamos que Dios entre a nuestras vidas, la esencia de
nuestro propósito se impregna en lo que hacemos.

Ejercicios prácticos
Si has llegado hasta esta página del libro, puedo deducir
que te gusta leer. ¿Qué tal si agregas a tu plan de lectura una
pequeña porción de la Biblia? Hazlo sin pensar que lees un
libro “religioso”, más bien empieza a leer con el anhelo de
que lo intangible se manifieste en ti.
Te invito a iniciar con una lectura fascinante en la Biblia.
Comienza por leer el Evangelio de Juan, y deja que cada
Palabra no solo llegue a tu mente, sino a tu corazón. ¡Lo
demás lo hará Dios!
CAPITULO VI
EL PODER DEL PROCESO
APRENDER

Aquel que se niega a vivir el proceso, no es digno


del propósito.
Gustavo Henao

H ablar de propósito sin hablar de proceso es como hablar


de éxito sin mencionar el esfuerzo. Saber exactamente cuál
es la esencia del propósito no garantiza que podamos cumplir
nuestra asignación, debemos llevar nuestros sueños a la
acción siendo conscientes de que todo aquello que se
considera sublime debe ser sustentado sobre bases sólidas,
las cuales tendrán que ser sacudidas para que el carácter, la
fe y las motivaciones sean puestas a prueba, y la verdadera
naturaleza se manifieste.
Los procesos son todas aquellas circunstancias que
aparecen de forma inesperada en nuestra vida para
enseñarnos una lección. Son caminos necesarios que
debemos recorrer para llevar a cabo nuestro propósito;
sendas llenas de obstáculos y de retos que desafían al
caminante a aprender.
Hay procesos que elegimos vivir y otros que nos tocan. He
visto mucha gente en algunos países que tiene que
experimentar las consecuencias de gobiernos dictatoriales
que le niegan el derecho de su libertad plena. Asimismo,
muchas de esas personas decidieron ese estilo de régimen;
algunos de ellos podrían argumentar que fue por ignorancia,
pero los otros sencillamente tomaron la elección de creer en
teorías inhumanas.
También he visto personas que estaban en el mejor
momento de sus vidas a nivel personal y profesional, y en
cuestión de segundos fueron víctimas de un desastre natural
que arrasó con todo lo que habían construido con mucho
esfuerzo. Incluso, a muchos de ellos, la naturaleza les robó lo
más preciado: la familia. Estos no pudieron elegir si querían o
no pasar por esa catástrofe o experiencia, solo vivieron un
proceso que les tocó.
Así es la vida, hay cosas que elegimos y otras que nos
tocan. No podemos elegir el país en el cual nacemos, pero sí
decidir amarlo o renunciar a él. No podemos elegir la familia
en la que nacimos, pero sí seleccionar a la persona que nos
acompañará por el resto de nuestras vidas para construir
una.
Siempre digo en forma de chiste en mis conferencias que
la cara que tengo fue la que me tocó tener. Honestamente, si
tú, mi querido lector, hubieses podido escoger la cara con la
cual vendrías al mundo, ¿escogerías esa que tienes? Creo
que más de uno hubiese preferido parecerse a un galán de
telenovela, a un famoso de Hollywood, o ser uno de los
rostros más cotizados de la farándula, pero, en definitiva, la
cara que tienes, sea que te guste o no, fue la que te tocó.
Recuerda esto: no pudiste elegir la cara que tienes, pero sí la
cara que pones.
¿El proceso que vives lo elegiste o te tocó? Sin importar
cuál sea la respuesta, te tengo una buena noticia: ¡De ambos
procesos se APRENDE! El proceso que nos tocó, por lo
general, viene a nuestra vida a formar lo que necesitamos
para llevar a cabo nuestro propósito; pero el que elegimos
aparece producto de malas decisiones. Si bien es cierto que
este tipo de situaciones atrasa el propósito principal, también
es cierto que si reconocemos ante Dios nuestras fallas, esa
decisión errónea terminará convirtiéndose en una lección
valiosa, y pasará a ser parte de nuestro propósito. Todo
dependerá de nuestra capacidad de tomar una nueva
decisión ―esta vez correcta―, y aprender del error.

“Y sabemos que para los que aman a Dios, todas


las cosas cooperan para bien, esto es, para los
que son llamados conforme a su propósito”.
Romanos 8:28 (LBLA)
El oro es probado por fuego. Grandes empresas fueron el
resultado de grandes crisis. Los deportistas más
sobresalientes cuentan que para vivir un momento de gloria
deben pasar toda una vida de sacrificios; los músicos saben
que antes de que una letra se convierta en melodía, el
ensayo y error será su pan de cada día. Lo que yo expongo
en una hora de conferencia ante multitudes, es el resultado
de años de procesos, de una vida que dice más que mis
propias palabras.
Ahora bien, ¿será posible llevar a cabo un propósito sin
ser procesado? Indiscutiblemente, ¡NO! Si queremos brillar
como diamantes debemos estar dispuestos a soportar el
proceso que nos llevará a resplandecer. Si de verdad
queremos que nuestro brillo sea notorio, debemos
someternos a condiciones de presión y de extrema
temperatura, como sucede con simples átomos de carbono
que después de soportar un duro proceso terminan
convirtiéndose no solo en uno de los materiales más duros
del planeta, sino en uno de los más difíciles y costosos de
encontrar. No todo el que dice ser diamante, realmente lo es.

¿Quieres ser un diamante natural o uno sintético?


Los laboratorios aprendieron a replicar el proceso exacto
de la formación de un diamante, y después de años de
experimentos lograron sacar al mercado los diamantes
sintéticos. Sus cualidades son idénticas a las de un diamante
natural; sirven para cortes, para aparatos médicos, e incluso
ingresaron al mercado de piedras preciosas. Los laboratorios
copiaron su proceso de formación, su apariencia, sus
beneficios… pero no lograron duplicar su esencia.
Un experto puede reconocer varias diferencias entre un
diamante producido y uno natural. Pero particularmente
existen dos diferencias que al descubrirlas me asombraron, y
me dieron una lección de vida que me acompaña desde
entonces.

Diferencia 1:
El experto en diamantes al tomar uno sintético, para
comprobar su originalidad, sopla un poco de su aliento sobre
él —algo similar a lo que casi todo el mundo ha hecho para
escribir sobre un espejo o vidrio con su dedo—, y como es de
esperarse, la joya se empaña como lo haría cualquier vidrio.
No obstante, cuando se realiza esa misma prueba en un
diamante geológico, por mucho aire evaporado que reciba,
JAMÁS SE EMPAÑARÁ y continuará tan brillante como es. Él
demuestra, en una sencilla prueba, que es una gema original.
Ese aliento o vapor podría representar las circunstancias
que la vida nos presenta y que amenazan con empañarnos la
visión; digamos que es un “aliento de desaliento”. Por
ejemplo, supongamos que alguien anhela fervientemente
emprender un nuevo proyecto, y mientras sueña con eso, o
empieza a dar sus primeros pasos, aparece alguien y le da
un “aliento de desaliento” con palabras como: “Ahora no se
puede emprender, eso es muy arriesgado. Yo conozco a una
tía que también hizo lo mismo y quebró”. Si quien escucha
esas sentencias no tiene un corazón de diamante natural,
sino que ha sido formado en “laboratorio”, entonces,
inmediatamente, renunciará a ese sueño y continuará su vida
“normal”.
A lo mejor cuando intentaste dar tu primera conferencia,
ese primer público se durmió, nadie te aplaudió y se te olvidó
todo lo que llevabas preparado. En ese instante apareció un
susurro en tu oído, un “aliento de desaliento” que te dijo:
“Esto no es lo tuyo. No tienes la capacidad de conectar con
las personas. No eres carismático. Dedícate a otra cosa”. Si
lo escuchaste e internalizaste esas palabras abandonaste tu
sueño, y te resignaste a asistir a las conferencias como
espectador, pero jamás como protagonista. De esa forma
darás testimonio de que tu corazón ha sido formado al estilo
de los diamantes sintéticos: en laboratorios.
En cambio si eres de aquellos que tienen un corazón de
diamante natural no permitirás que nada ni nadie opaque tu
visión. Quizás emprendas en medio de un escenario en el
cual están las estadísticas económicas más dramáticas, y
eso amenace tu proyecto; probablemente la gente te da la
espalda, y son más los que te juzgan que los que creen en ti;
tal vez vienen voces a tu mente diciéndote que te detengas;
pero, a pesar de todo aquello, tú no dejarás que nada
oscurezca tu objetivo. Vienes de altas temperaturas, has
soportado una presión fuerte y no cualquier vaporcito te va a
nublar la visión. Tu carácter ha sido formado en las
profundidades, y sabes identificar aquellos “alientos de
desaliento” que te amenazan a diario, sabes que no puedes
impedir que ellos vengan a ti, pero sí sabes cómo
contrarrestarlos. Por más que soplen sobre ti no te opacas, te
mantienes intacto, y demuestras con firmeza que eres un
diamante natural.

Diferencia 2:
Por ser un proceso de laboratorio, la excelencia y el
cuidado del diamante fabricado son extremos, tanto así que
su pulcritud logra poner en evidencia su poca autenticidad. Si
tomas la joya sintética y la observas con una lupa verás que
en su centro se aprecian cortes perfectos, y que no tiene
ninguna raya ni grieta. Esto se debe a que ha sido diseñada
para que su perfección impresione a cualquiera que la vea.
Sin embargo, cuando un experto en joyas ve el diamante tan
perfecto, sonríe y dice: “No es un diamante real, ¡es
sintético!”.
Cuando el diamante natural es sometido a este mismo
procedimiento, quien lo mire se dará cuenta de que en su
interior posee muchas grietas aunque no se evidencien a
simple vista. Son cicatrices que han quedado producto de las
altas temperaturas y de la presión que pasó durante mucho
tiempo. Son las huellas que ha dejado el proceso en él. Y es
así como el experto, al percatarse de las imperfecciones, dice
emocionado: “¡Este es un diamante natural!”.
Todo lo que has vivido ―absolutamente TODO― ha
formado en ti las grietas necesarias para darle valor a tu vida.
Son esas cicatrices las que forman ese brillo intenso que la
gente percibe al mirarte, sin ellas no serías el mismo, sin
ellas tu propósito no resplandecería con la misma fuerza. Si
has llorado, si te han herido, si te ha dolido, si has fallado, si
has caído y te has levantado, y si has aprendido de cada
proceso, entonces eres un diamante natural; uno que puede
hablar del fuego porque ha salido de él. Pero una sola cosa
te pido: ¡No trates de esconder tus cicatrices!

Cicatrices: las pruebas del proceso


Mientras estuve en Venezuela tuve una conversación con
un cirujano, y él me explicó que todavía faltaban cirugías
estéticas por hacerme. Además, me aseguró que por el gran
trabajo que realizó en mi boca mi médico de Colombia, iba a
ser más fácil que él pudiera operarme y lograr una muy
buena cirugía. Me dijo también que podían colocarme unos
dientes frontales perfectos; hacerme una rinoplastia, y borrar
las cicatrices con láser. De hecho, le dijo a mi esposa que
posiblemente necesitaría ir a un psicólogo antes de ver “el
resultado final”, pues harían un trabajo tan extraordinario en
mí que sentiría que vería a otra persona.
En esos momentos pensé en algo que se convirtió en una
de mis filosofías de vida: “Tengo a mi lado a la mujer que
amo, sin duda alguna. Ella me miró tal cuál soy y me amó sin
reservas. Esas cirugías que «necesito» no me ayudarán a
hablar mejor, pues eso depende de mí. Y francamente, ¿para
qué quiero borrar mis cicatrices si en realidad cada una
de ellas es la muestra de que fuimos más fuertes que
aquello que quiso destruirnos? Definitivamente no me
interesan las cirugías estéticas; no me interesa ponerme un
disfraz para ocultar mis complejos interiores. Mis cicatrices
tendrán que morir conmigo, ellas son mi marca, mi tatuaje
natural, la prueba de mi proceso”.
Existen varias empresas de mercadeo en red que toman el
término “diamante” para designar los niveles con más altos
beneficios dentro de su corporación. Particularmente me
encanta esa forma de reconocimiento, y valoro mucho el
hecho de toparme con muchos de esos “diamantes”.
Sin embargo, con el afán de imitar ese modelo nacen
muchas compañías que suponen que el “secreto” del éxito
está en hacer que sus líderes se vuelvan “diamantes”
rápidamente, por lo que les prometen llegar a ese nivel con
poco esfuerzo. Si te gusta la industria del mercadeo en redes,
¡huye de las empresas que te prometan ser un “diamante” sin
sacrificios! Corre de aquellos que te muestran una ruta
basada en el facilismo y en la holgazanería, pues al evitarte
ese proceso natural te están haciendo la oferta de convertirte
en un “diamante sintético”, pero jamás serás uno REAL.
También existen algunos líderes que, con el afán de ser
“diamantes”, saltan los procesos llevándose por encima a su
equipo, y los usan para apalancar su calificación y su
crecimiento. De esa manera se olvidan de ejercer un
liderazgo genuino en el cual todos ganen. Si eres un
emprendedor de esa industria, no intentes pasar por encima
los procesos, pues de esa forma puede que te llamen
“diamante” algún día, pero quien conozca de “diamantes
originales” sabrá que fuiste creado en laboratorio, y tu
aparente brillo, tarde o temprano, se opacará.
Quizás pensarás que existe un solo proceso en la vida,
pero la verdad es que para cada propósito existe un nuevo
proceso. Por cada nivel que quieres conquistar, nuevas
escaleras tienes que escalar. No estoy diciendo que la vida
es una cruz pesada llena de conflictos y de duras situaciones,
¡en absoluto! De hecho, cada proceso superado te va a dotar
de todas las herramientas necesarias para asumir con más
entereza los desafíos que la vida te presente.
El proceso de mis cirugías, de las burlas, de mis terapias
de lenguaje y de todo lo que tuve que enfrentar, fue lo que
necesité para reconocer mi propósito y la esencia que había
detrás de él. Luego de descubrir la visión de mi vida, y el
norte que debía seguir, debía estar dispuesto a vivir un nuevo
proceso que formaría en mí la congruencia necesaria para
estar frente a miles de personas, consciente de que todo
aquello que promuevo no son utopías.

Decisiones, emprendimiento y trabajo


Luego de un tiempo le propuse al conferencista que me
enseñó que me diera la oportunidad de impartir clases de
oratoria bajo el título de profesor de su academia, a un grupo
de estudiantes en mi ciudad. Afortunadamente el aceptó, y
empecé a dictar cursos los sábados y domingos.
Por mi mente no pasaba la idea de recibir remuneración
por ese trabajo. Más bien, estaba ansioso por seguir
aprendiendo —hoy no me queda duda de que la mejor
manera de aprender es enseñando—. Así que no tuve reparo
en aceptar un pago mínimo por las horas de clases. Lo que
los participantes pagaban alcanzaba para alquilar un salón en
una pequeña escuela, para costear la publicidad, para
imprimir guías, para enviar un porcentaje del dinero al
conferencista y, a veces, alcanzaba para pagar mis horas.
Entre tanto seguía trabajando con mi papá, por lo cual
debía esforzarme muchísimo para preparar cada clase, y a la
vez ahorrar para comprarle un vestido de novia a mi futura
esposa y los anillos de compromiso. El matrimonio estaba
cada vez más cerca, y aunque los recursos eran sumamente
escasos, eso no nos detuvo. Recuerdo que cuando
empezamos la relación, una vez hablamos de nuestras
expectativas como familia, y planificamos que antes de
casarnos teníamos que poseer una casa y un carro como
mínimo; sin embargo, enfrentándonos a la realidad decidimos
emprender un camino juntos, sin más garantías que las
promesas y la convicción de saber que Dios estaba con
nosotros.
Para ese momento Sandrita trabajaba en una empresa de
telefonía móvil, y yo la animé a que renunciara para que
emprendiéramos algo juntos. Mi papá siempre me repetía
una frase que se convirtió en mi filosofía de vida, y que me
ayudó muchísimo: “Mijo, uno se prepara para generar
empleo, no para pedirlo. No hay nada mejor que uno ser su
propio jefe”. Inspirado por las palabras de mi padre decidí ser
mi “propio jefe”. Además, no lograba hallarme en una vida
monótona, en la cual Sandra trabajara por un lado y yo por el
otro; no deseaba cumplir ocho horas encerrado en una
oficina, y llegar a casa junto a mi futura esposa hastiados por
la rutina. Me negaba a estar preso en un empleo esperando
que a Sandra y a mí nos dieran vacaciones para viajar.
Sandra, en cambio, había crecido en una familia donde le
dijeron que lo mejor era “lo seguro”, y que la más alta
expectativa profesional era conseguir una pensión. Así que
me costó un poco convencerla, creo que tanta clase de
oratoria y de persuasión me ayudaron en ese momento.
El empleo que mi futura esposa tenía era realmente
bueno. Decenas de personas optaron por el cargo que ella
desempeñaba, era un puesto “privilegiado” y codiciado por
muchos, así que cuando ella anunció su renuncia fue algo
insólito para la empresa y para sus compañeros. Sin
embargo, ella confiaba en mí y en mis promesas. Con el
dinero que ella recibió, y con otro tanto que yo pude
conseguir, compramos algunos electrodomésticos y
formamos una empresa llamada Importados Eléctricos
Colombia.
Recuerdo la emoción que sentimos al ver nuestros
nombres en un registro comercial, y esa sensación al salir por
primera vez a vender los productos de nuestra empresa. Para
ese entonces trabajaba de lunes a miércoles con mi papá;
Sandra también me acompañaba en la “ruta”, y juntos
vendíamos y cobrábamos. Teníamos libres los jueves al
mediodía y todo el viernes, así que esos días operábamos
como empresa. Para no crear una competencia interna, no
vendíamos ningún producto que mi padre ofreciera en sus
ventas, sino que nos enfocamos solo en vender
electrodomésticos y algunos artículos que él evitaba vender
por el riesgo que se corría en caso de tener que retirarlo por
falta de pago, como, por ejemplo, las sábanas.
Si alguien no pagaba una mesa de madera podíamos
quitársela al cliente, y a pesar de lo deteriorada que pudiera
estar, nosotros mismos la reconstruíamos y quedaba como
nueva para venderla otra vez. No obstante, con un aparato
eléctrico o con una sábana, el riesgo era mucho mayor. A
sabiendas de eso, Sandra y yo decidimos asumir las
consecuencias y comenzar.
Los jueves hasta el mediodía trabajábamos con la “ruta”
de mi papá, luego almorzábamos, nos cambiábamos de ropa,
nos poníamos dos camisas idénticas que nos habíamos
comprado y usábamos un par de carnets que yo mismo había
diseñado para darle más formalidad a la empresa. Y así, con
la camioneta de mi papá cargada de electrodomésticos
pequeños, y con nuestros corazones repletos de sueños, mi
futura esposa y yo salíamos a vender puerta a puerta. En el
camino no parábamos de hablar de nuestro futuro, y
encomendábamos a Dios nuestros pasos para que nos
cuidara de robos y de gente mal intencionada.
Al poco tiempo la empresa empezó a dar resultados. Para
ese entonces yo seguía haciendo “turismo de iglesias”, y
aunque no me sentía cómodo en ninguna, habíamos
prometido que seríamos instrumentos en las manos de Dios
con nuestro emprendimiento. Así que sacábamos un alto
porcentaje semanal de nuestras ganancias, y así creamos un
proyecto llamado Dios en Acción.
Con ese dinero comprábamos mercados semanales, casi
siempre nos alcanzaba para tres o cuatro mercados muy
resueltos. Al terminar de dictar mis clases de oratoria los
domingos, tomábamos la camioneta de mi papá y salíamos a
entregarlos en lugares muy desprotegidos, y muchas veces,
peligrosos. Lo mantuvimos siempre en secreto, pues no
buscábamos ningún tipo de reconocimiento, solo queríamos
que otros vieran la bondad de Dios a través de unos
“extraños”.
Siempre orábamos a Dios pidiéndole que nos mostrara a
las familias a quienes debíamos entregarles esos mercados;
entonces, en medio de nuestras travesías, aparecía una
señora con sus hijos caminando, veíamos a una anciana
afuera de una casa humilde, nos topábamos con un señor
con ropa de obrero regresando a su hogar, o sencillamente
sentíamos que debíamos tocar las puertas de ciertas casas
para entregar los alimentos.
Cuando entregábamos la comida nos bajábamos del auto
y les decíamos a las personas que alguien les había
mandado ese mercado; casi nunca hubo objeción por parte
de quienes lo recibían. Cuando nos preguntaban “¿Quién lo
mandó?”, simplemente les decíamos: “En una de las bolsas
hay una carta del remitente”. Les dábamos un abrazo, y
salíamos rápido del lugar. Las cartas las redactábamos
Sandra y yo, y en ellas escribíamos algo así:

Querido hijo:
Sé que has pasado dificultades, sé que a veces
dudas de mi existencia, o piensas que me he
olvidado de ti. Hoy llegué a tu casa por medio de
esas personas para decirte que eres especial para
mí y que no te olvido. Yo tengo cuidado de ti, y
jamás me alejaré. Tan solo búscame. ¡Siempre
estaré para ti!
Con amor, DIOS.

Una hermosa boda


En los años trabajando con mi papá fui testigo de la
pobreza en la que crecen muchos niños, y de las dificultades
que cientos de personas viven a diario. Sandra y yo
sabíamos que regalando dos o tres mercados semanales no
íbamos a solucionar la pobreza, pero queríamos que allí, en
medio de la miseria, muchos encontraran la bondad de Dios
en un simple gesto. Nosotros queríamos ser instrumentos en
sus manos.
Nuestro emprendimiento no dio los resultados que
esperábamos; sin embargo, nos sentíamos bien por ser los
dueños de nuestro propio negocio. La economía del país
estaba sufriendo grandes cambios y eso nos impedía
recuperar el capital que invertíamos, pues al ser ventas a
crédito el retorno de la inversión era sumamente lento. No
obstante, no dejábamos de esforzarnos. Conseguimos una
habitación alquilada y me mudé solo semanas antes de
casarnos para ir arreglando todo, y para que mi futura esposa
se sintiera bien.
Cuando llegó el momento de casarnos, a pesar de estar
seguro de lo que Dios había hecho en mí y del propósito que
se me había encomendado, no fui capaz de irme en contra
de mi familia y de sus principios católicos. Realmente sentía
que los ofendería al pedirles que asistieran a una iglesia
cristiana para mi boda. Así que hablé con mi futura esposa y
le conté que debíamos realizar la ceremonia por la iglesia
católica a la que mis padres asistían. Ella como mujer sabia
que es me pidió una noche para orar antes de darme una
respuesta, y al día siguiente me contestó esto: “Realizaremos
la ceremonia donde tú digas, pero desde el mismo momento
que salgamos de la iglesia y que seamos esposos ante la ley
y ante Dios, entonces, las decisiones sobre nuestra vida
serán dirigidas únicamente por Dios primeramente, y por
nosotros sin temor”. Así fue.
La ceremonia fue muy sencilla. El poco dinero que logré
ahorrar me alcanzó para el vestido de novia y los anillos; mis
padres me regalaron un traje negro con una corbata. Solo
invitamos a la iglesia a las personas a las que yo le daba
clases de oratoria en ese momento. Nuestro plan fue
compartir con ellos y con mi familia, y regresar a la casa a
disfrutar de una torta. Sin embargo, todo terminó mejor de lo
que esperábamos. Los muchachos se pusieron de acuerdo, y
entre todos arreglaron la pequeña sala de la casa de mis
padres e hicieron un escenario para la sesión de fotos,
llevaron comida, un vino para el brindis, y sin planificarlo
tuvimos una boda sencilla, pero realmente hermosa.
No tuvimos luna de miel, yo le prometí a mi esposa que
viajaríamos muchísimo los próximos años. Le dije que
aunque en ese momento no podía honrarla como se merecía,
algún día conoceríamos el mundo entero. Le hablé de
Venecia, Italia, y le aseguré que allá estaríamos juntos. No
tenía ni idea de cómo lo lograría, pero sí la convicción de que
algún día le cumpliría mis promesas.

Conferencista sin sueldo


Por medio de correos electrónicos ofrecía dictar
conferencias gratuitas en escuelas para estudiantes y
docentes. Por ser gratis, y al mostrar las grandes ventajas de
mis conferencias, me empezaron a llamar de varias de ellas.
Yo debía costearme el transporte, y en algunas ocasiones le
tuve que pedir a Dios que algún profesor se ofreciera a
llevarme de vuelta a casa.
Ya no se trataba solo de mí, había comenzado una vida de
matrimonio que me correspondía honrar. Recuerdo que debía
cuidar muy bien los dos únicos trajes que tenía, al igual que
una camisa naranja, verde y la blanca que había obtenido
como regalos del matrimonio; las alternaba para cada
conferencia, y mi esposa cuidaba de lavarlas con más amor
que jabón, y siempre estaban impecables.
Los zapatos que usaba sí eran los mismos negros del
matrimonio. Muchos de los colegios que visitaba quedaban
en zonas rurales, por lo que llegaba a casa con ellos llenos
de tierra. De inmediato debía limpiarlos, y hacer “magia” con
un betún negro para disimular las grietas que, debido al
desgaste diario, eran ya muy evidentes.
Cada conferencia requería de preparación, jamás me
presenté improvisadamente a ningún lugar, y hasta el día de
hoy mantengo la misma rutina. No solo realizo terapias de
lenguaje antes de presentarme en público, sino que estudio
minuciosamente el propósito de la conferencia, los intereses
de los organizadores, el contexto del país, el público objetivo,
sus edades, las condiciones en las que viven, su cultura y su
lenguaje. Esas y otras estrategias las uno al propósito de mi
mensaje, y trato de engranarlo de forma tal que el público
sienta que soy uno de ellos. El mensaje puede ser el mismo,
pero quien lo recibe no lo es, y eso cambia completamente la
conferencia. Así que dedicaba horas a preparar cada
presentación, y empleaba las mismas técnicas para preparar
mis clases de oratoria.
Debido al tiempo que invertía en prepararme, me vi
obligado a tomar una decisión que me desgarraba el alma,
pero que definitivamente tenía que asumir: ¡Dejar solo a mi
papá en el negocio! Hablé con mi padre y le conté de mi
sueño, de cómo me sentía en cada conferencia, de la gente
que lloraba y se acercaba a mí para contarme todo lo que mis
palabras habían causado en ellos. Con un gran dolor en mi
corazón le dije que necesitaba dedicarme a tiempo completo
a mi propósito de vida.
Mi padre se preocupó más por el hecho de que no estaba
cobrando por las conferencias, y porque ya tenía una esposa
por la que debía velar para que no le faltara nada. Recuerdo
que le contesté esto: “Papá, por ahora estoy sembrando,
pero algún día veré el fruto”. Sin más que una esperanza le
entregué los clientes de la empresa Importados Eléctricos
Colombia que aún me faltaba por cobrarles, y él se encargó
de terminar de recaudar el pago. Ese dinero nos sirvió a
Sandra y a mí para mantenernos durante una semana, y
pagar los pasajes para llegar a las escuelas y a las clases de
oratoria que dictaba cada fin de semana.
Nuestro emprendimiento llegó a su fin. Nos dolió mucho,
pero nos sentíamos complacidos por el reto que enfrentamos,
y por todo lo aprendido en ese proceso. Aunque teníamos
poco dinero, nunca dejamos la labor de Dios en Acción. A
veces solo contábamos con un mercado quincenal, pero para
nosotros eso era una prioridad.
Las invitaciones empezaron a crecer. Entre profesores se
comunicaban y hablaban de un muchacho orador que
andaba dando cursos gratis. Ya no solo eran escuelitas,
también se sumaron universidades que enviaban correos que
iniciaban así: “Aprovechando que es gratis, queremos traerlo
a dar una conferencia en nuestra institución”.
Se sumaron también solicitudes de fundaciones, y fue así
como se llenó nuestra “agenda” de invitaciones. Tenía
conferencias todos los días, en donde los aplausos sobraban,
pero el dinero faltaba. Nunca cobramos, sabíamos que en
esa parte de nuestra vida estábamos sembrando. Para mí
era un honor poder llevar mi propósito a tanta gente que se
asombraba al ver al “muchacho que vende puerta a puerta”,
ahora en su escuelita o en universidades dando una
conferencia de inspiración.
Los correos electrónicos con hermosas palabras de
personas que asistían a mis conferencias empezaron a llegar.
Mi esposa y yo llorábamos al leer los testimonios de tantas
personas que iniciaron una transformación en sus vidas
después de aquellas conferencias. Cada palabra nos
animaba a no desmayar.
Siguiendo el consejo del conferencista que me formó,
hicimos varios eventos abiertos donde promovíamos
Seminarios de Oratoria. La idea era que más gente se
interesara por estudiar a profundidad ese arte, y después de
los eventos formáramos un nuevo grupo de estudiantes de
fines de semana, y abriéramos también grupos nocturnos.
Todo lo teníamos que financiar Sandrita y yo, así que
como podíamos apartábamos un auditorio en una escuela y
alquilábamos un sonido. Así comenzamos con un nuevo
emprendimiento organizando eventos. A los seminarios
invitábamos al conferencista, y él nos daba un monto que
debíamos pagarle al finalizar su ponencia. Afortunadamente
podíamos cubrir todos los gastos, y lo que quedaba era
nuestro. Mi mayor motivación era que en esos seminarios yo
compartía escenario con quien una vez fue mi maestro, pues
tenía 20 minutos para intervenir.
Me apasionaba el hecho de estar ante cientos de
personas, pero hasta ese momento mi público más grande
eran escasamente unas 80. Entre tanto, cuando mi esposa y
yo sacábamos cuentas de nuestras ganancias, nos
emocionábamos al saber que haciendo lo que nos gustaba y
promoviendo un gran evento, también podíamos generar un
bienestar económico.
Así que, utilizando lo que sabíamos, organizamos entre los
dos el primer gran evento. Yo realicé la publicidad, la
imprimíamos en blanco y negro, y le pedíamos a mi papá que
nos ayudara a distribuirla. Así era. Él nos llevaba de
madrugada a pegar los papeles por toda la ciudad. Recuerdo
lo frustrante que era caminar al día siguiente y ver cómo nos
arrancaban la publicidad de los postes; entonces, teníamos
que invertir y comenzar de nuevo.
No entendíamos cómo las publicidades de otros eventos
se mantenían intactas y la nuestra la arrancaban. Luego nos
enteramos del motivo. Resulta que en la ciudad había un
locutor que también promovía cursos de oratoria y al ver, por
primera vez, una “competencia”, se indignó, y personalmente
salía a quitar todo lo que nosotros pegábamos en las
madrugadas. A pesar de la molestia que sentimos eso no nos
detuvo.
Los eventos fueron un rotundo éxito en convocatoria, pero
a la hora de sacar cuentas terminábamos solo pagando
compromisos; en un par de oportunidades, con deudas. No
obstante, el sueño crecía y nuestro ferviente deseo de
continuar con el propósito nos hacía levantarnos después de
cada caída.
Por otra parte, empecé a fortalecer mi espíritu mucho más.
Acepté asistir a la iglesia que lideraba el pastor Juan
Córdoba; me gustaba la forma en que se predicaba ahí, y
sentía que estaba aprendiendo mucho. Sin embargo,
criticaba lo que a mi parecer no estaba bien, me sentía mal
cuando alguien oraba fuerte, y lo que no entendía lo juzgaba.
Alquilamos un pequeño local de un centro comercial para
ampliar los grupos que recibían clases de oratoria. Gracias a
los seminarios anteriores teníamos grupos que asistían los
lunes y miércoles, otros los martes y jueves y los sábados y
domingos. Cada grupo no pasaba de 15 personas, y a pesar
de que los gastos del salón eran superiores a los ingresos,
nosotros sabíamos que no podíamos dejar de sembrar.
Estábamos en una ciudad que culturalmente no tenía la
costumbre de prepararse, y quienes tenían el anhelo de
hacerlo no estaban dispuestos a pagar demasiado por un
curso, y mucho menos viniendo de alguien que
recientemente era quien vendía artículos para el hogar en la
calle. Viendo el gran esfuerzo que hacíamos y sabiendo que
como familia también debíamos buscar una estabilidad
financiera, tomamos una decisión: irnos de la ciudad.
Habíamos vivido un proceso en la Ciudad de la Libertad,
Guárico, y pensamos que era hora de salir de allí y buscar un
sitio donde el propósito se empezara a consolidar. Así que
decidimos comenzar de nuevo en el estado Mérida. Esa
localidad, aparte de ser conocida como la Ciudad de los
Caballeros, también es reconocida por la enorme afluencia
de población estudiantil; aparte de eso, nos motivaba el clima
fresco el cual anhelábamos, debido a que en la Ciudad de la
Libertad ―región del llano venezolano― el calor es
sumamente fuerte. Mi esposa y yo queríamos algo distinto.
Esperamos a que terminara la preparación del último
grupo de oratoria, y vendimos lo poco que teníamos en
aquella habitación alquilada. No era mucho, pero
necesitábamos ir ligeros porque la habitación a donde
llegaríamos era mucho más pequeña que en la que
estábamos. Y, además, necesitábamos suficientes recursos
para comenzar de nuevo. Lo que más me dolió fue vender
todos mis libros, llevármelos era complicado y sabía que
ofreciéndolos a buen precio podía reunir un dinero que nos
serviría muchísimo en la nueva etapa que emprenderíamos.
En mis clases de oratoria hacía referencias a varios libros
que no eran fáciles de conseguir, así que cuando le dije a
quienes les había enseñado que vendería mis libros,
inmediatamente se acercaron y los primeros en llegar se
llevaron todos los que alguna vez me acompañaron en mis
ventas de espejos.
En Mérida comenzó un nuevo proceso. Sin duda, tenía
mucho que aprender, y fue en esa hermosa ciudad andina
donde el diamante que había en mí se desarrolló en altas
temperaturas. Llegamos a una habitación que solo tenía una
cama individual y un pequeño baño, era realmente pequeña,
pero fue el único lugar donde aceptaron a dos jóvenes recién
casados. La casa era grande y tenía varias habitaciones que
ya estaban alquiladas por estudiantes; la cocina estaba
disponible para todos, pero en los dos primeros días nos
dimos cuenta de que cocinar allí era casi imposible, pues se
hacían filas para tener acceso a una hornilla.
Por lo tanto, mi esposa se las ingenió para mantener el
lavamanos del baño impecable, y allí preparaba la comida y
la cocinaba en una olla eléctrica que habíamos conservado
de Importados Eléctricos Colombia. Siempre la vi sonriendo,
siempre diciéndome que lo que Dios tenía para nosotros era
grande, y que debíamos confiar en Él.

La iglesia perfecta
Llegamos un día jueves a Mérida. Los primeros días
caminamos por algunos sectores para ubicarnos un poco. El
aprendizaje más significativo lo tuve un sábado, cuando
entramos a una iglesia cristiana que quedaba justo a dos
cuadras de la habitación donde vivíamos. Antes de
mudarnos, le pedí a Dios que nos permitiera encontrar una
congregación cerca, en la cual se ejecutaran las prácticas de
la Biblia a cabalidad, pues quería mantener mi vida espiritual
activa. Esta vez, por el poco dinero que poseíamos y por ser
una ciudad muy grande, se hacía más complicado el “turismo
de iglesias”.
Sin embargo, a pesar de ver la oración contestada antes
de entrar a aquel lugar, le dije a mi esposa: “Vamos a
quedarnos en la parte de atrás, si no nos gusta, nos vamos”.
De alguna forma tenía en mi mente que si no me gustaba
tendría que seguir buscando hasta conseguir la iglesia
perfecta, con el pastor perfecto y las personas perfectas.
El lugar era un viejo cine que había sido restaurado para
funcionar como iglesia. El servicio de aquel día era una
celebración de jóvenes, y sin duda alguna, se habían
esmerado por cuidar cada detalle. Recuerdo que en ese lugar
experimenté exactamente lo que en una ocasión mi esposa
me contó que sintió cuando visitó una congregación por
primera vez: “Sentí que cada palabra que decían era para
mí”, me dijo. En mi caso, el predicador, de forma
contundente, aseveró: “No busques la iglesia perfecta, pues
no existe. Si quieres cumplir tu propósito, debes poner tu
mirada solo en Jesús. El hombre va a fallar, la gente se va a
equivocar, pero Dios jamás lo hará. Solo coloca tu mirada en
Jesús”. Argumentó sus palabras con este versículo bíblico:

“Fijemos nuestra mirada en Jesús, pues de Él


procede nuestra fe y Él es quien la perfecciona”.
Hebreos 12:2 (DHH)

Entendí que las señoras que oran fuerte estarían en


cualquier iglesia, que los pastores o predicadores con doble
vida también me los podría encontrar, que algunas personas
iban a manifestar su fe de forma distinta, y que me
encontraría con ellos en cualquier sitio; pero que nada de eso
debía importarme, pues el propósito que se me había
encomendado dependía de mí, y no de los demás. Mi mirada
debía estar puesta solo en Jesús.
Aquella noche ratifiqué mi fe, por lo que regresamos al día
siguiente, y justamente estaban comenzando las clases de
doctrina para ser bautizado. De inmediato me inscribí.
Recuerdo que en la primera clase nos dijeron: “Nadie debe
bautizarse sin saber exactamente qué estaba haciendo. Por
eso estudiaremos por medio de la Biblia cuál es la Verdad en
la que ahora vivimos; la Verdad de Jesucristo”. Me sentí
realmente cómodo en aquella clase, sobre todo porque lo que
explicaban estaba sustentado bíblicamente. Sin duda, estaba
en el lugar correcto.

Más que mi complemento perfecto, mi regalo celestial


El dinero que llevábamos nos alcanzaba para pagar dos
meses de alquiler en la habitación, por lo cual, antes de ir a
Mérida, nos ideamos un plan: primero pagar el alquiler de un
auditorio en un club de abogados que tenía capacidad para
unas 500 personas; segundo, imprimir volantes con la
promoción de un seminario de oratoria y de superación
personal, y obvio, llenar ese lugar; y por último, aprovechar
para promocionar la academia de oratoria del conferencista
que me enseñó, porque seguía trabajando con él. A partir de
allí, rentar un salón fijo para empezar a dictar las clases, y así
lograr posicionarnos. En teoría todo se veía muy bien, pero la
realidad fue muy distinta…
La publicidad fue mucho más costosa de lo que teníamos
previsto, igual sucedió con el salón. Caminamos mucho para
ir dejando la publicidad en toda la ciudad, pero había muchos
lugares que quedaban de extremo a extremo y gastábamos
dinero en pasajes de autobús. El objetivo era que toda la
ciudad supiera que en un par de meses se daría un gran
seminario de oratoria y de superación personal.
Al mismo tiempo, visitábamos empresas para extenderles
una oferta a sus empleados. Como yo era uno de los
conferencistas que aparecía en la publicidad, intenté, en lo
posible, no presentarme a hablar con los directivos de las
compañías, así que era mi esposa quien lo hacía. Sin
embargo, por ser muy joven y estar ataviada con ropa que no
era para nada ejecutiva, le cerraban las puertas y la
humillaban.
Recuerdo una vez que la hicieron esperar durante horas
en un supermercado. Entre risas, y de forma despectiva, le
dijeron que no sabían quién era yo, por lo que no estaban
interesados en asistir. Algunos años después, ese mismo
supermercado fue el patrocinador oficial de un evento donde
el conferencista principal era yo. Así es la vida, donde quiera
que vayas te encontrarás con uno que otro Quimbayo.
Nos cerraron las puertas muchísimas veces. Hablábamos
con mucha gente sobre nuestro proyecto. Volvimos a enviar
invitaciones a escuelas ofreciéndoles conferencias gratuitas,
pero esa vez, ni siquiera por ser gratis aceptaban. Fueron
tiempos muy frustrantes. El dinero cada vez era menos, y
conforme él disminuía, también mi moral y mi fe se
debilitaban.
Una mañana buscando presupuestos de salones conseguí
un lugar que funcionaba como centro de capacitación; les
ofrecí crear una alianza para adiestrar a su personal, y a
cambio, ellos debían darme, a en un precio económico, el
alquiler de uno de sus salones para fines de semana. Al
hablar con el encargado, me preguntó:
—¿Quién dará el curso de oratoria?
—Por ahora seré yo el facilitador. Luego vendrán nuevos
conferencistas —le respondí con seguridad.
—¡¿TÚ?! —dijo el hombre exaltado, mientras se reía y
miraba mis cicatrices.
Luego me dio la espalda y se fue.
En ese momento me quebré. Llegué a la habitación, y al
recibir el abrazo de mi esposa no pude evitar llorar. Sentía
que le estaba fallando. El dinero era tan escaso que solo
estábamos comiendo arroz tres veces al día. Soñábamos
mucho, trabajábamos demasiado, pero todo parecía estar
estancado. Sabía que Dios estaba con nosotros, pero no
entendía por qué el proceso. Me costó mucho contarle lo que
había pasado, y ella se esforzó para no quebrarse junto a mí;
levantó mi rostro y me recordó el propósito, me aseguró que
estábamos juntos en esto, y que lo que vivíamos era
pasajero. Nuestra fe, nuestro carácter, nuestra verdadera
motivación estaban siendo probados.

“Porque la fe de ustedes es como el oro: su


calidad debe ser probada por medio del fuego. La
fe que resiste la prueba vale mucho más que el
oro, el cual se puede destruir. De manera que la
fe de ustedes, al ser así probada, merecerá
aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo
aparezca”.
1 Pedro 1:7 (DHH)

Nuestro tiempo de oración pasó de ser personal a


convertirse en familiar, y era allí, en esos momentos de
intimidad con Dios, donde sentíamos que nuestras fuerzas
eran renovadas. Muchas veces creí que perdía el tiempo,
pero mi esposa siempre tenía una palabra que me
reconfortaba, me recordaba los hombres de la Biblia que
vivieron grandes procesos, y me aseguraba que Dios
terminaría la obra que Él había comenzado en mí. No puedo
imaginar qué sería de mí si no hubiera conocido a Sandra.
Sin duda alguna ella es más que mi complemento perfecto,
es un regalo celestial.
Una vez mi esposa salió a comprar el arroz del día, y yo
me quedé en la habitación enviando correos ―que nunca
fueron contestados― en los que proponía mis conferencias;
al regresar a la casa llegó muy emocionada porque había
visto un aviso en una heladería en la que necesitaban a
alguien con su perfil para trabajar de tres de la tarde a once
de la noche.
Al escuchar aquello me negué de inmediato argumentando
que no podía volver a la etapa de empleada de la cual ya
había salido una vez. Yo era el responsable de proveer y no
le iba a fallar, le aseguré. Sin embargo, me pidió que lo
hiciéramos solo por un tiempo, pues el dinero se acabaría en
cuestión de días, y mientras seguía promocionando el
seminario y enviando propuestas, ella podía estar trabajando
para ayudarnos mutuamente. Con lágrimas en mis ojos, y
con el corazón quebrantado tuve que aceptar.
La heladería también funcionaba como venta de comida
rápida, siendo su especialidad el pollo frito, por lo que le
dijeron que le darían la cena. Me sentí feliz por eso, pues al
menos, una vez al día, comería algo diferente al arroz. Su
primer día de trabajo la acompañé hasta la heladería; sentí
que el corazón se me desgarraba al dejarla allí, y ver cómo
se ponía su delantal.
Sandra tenía que atender a los clientes, despachar y
limpiar. La heladería era muy famosa y nunca estaba vacía,
por lo tanto, ella jamás estaría sentada. A las once de la
noche fui a buscarla para llegar juntos a casa; ella salió con
una sonrisa hermosa en su rostro y un helado en la mano.
Mientras caminamos noté que lo hacía más lento que de
costumbre. Al llegar a la habitación, inmediatamente se quitó
sus zapatos ―los únicos que tenía, y le quedaban
apretados―, por estar todo el día sin sentarse sus pies se
habían hinchado y enrojecido. Nuevamente le dije que no
trabajara en ese lugar, pero insistía en que debía hacerlo, al
menos por un tiempo.
Sacó, emocionada, varias monedas de sus bolsillos, y
expresó: “¡Mira, estas son las propinas de algunos clientes!”.
Me abrazó, me recordó las promesas de Dios para aquellos
que le aman, y reiteró que los procesos son pasajeros. Luego
le pregunté qué había comido de cenar en la heladería, bajó
la cabeza y me dijo: “¡No comí!”. Exaltado le pregunté la
razón, y ella me respondió con sus ojos llenos de lágrimas:
“No fui capaz de comer pollo sabiendo que tú estabas aquí
comiendo arroz solo”. La abracé fuerte y le hice prometer que
a partir de ese momento iba a aceptar la comida. Para
asegurarme de que cumpliera su palabra, al concluir mi
jornada de entrega de volantes, me iba al frente de la
heladería, y allí, sentado en un banquito de madera, la veía.
Observaba cuando la llamaban a cenar, y desde lejos le
hacía ademanes de aprobación para que aceptara comer.
Allí me quedaba hasta su hora de salida. En ese lugar
fueron escritas muchas de las frases que hoy comparto en
mis conferencias. Realmente aprendí mucho en esa parte del
proceso, aprendí a respetar las propinas que les doy a
quienes, amablemente, me sirven en algún lugar, pues no sé
si esa persona vive de lo que recibe de mí, así como por
unos días lo hicimos nosotros. Aprendí a valorar a mi esposa.
Hoy, gran cantidad de personas se asombran del por qué
siempre viajo con ella a todas mis conferencias, y uno que
otro me ha hecho saber que cuando me contratan a mí no
entienden por qué Sandra debe ir a mi lado. Un día escribí un
post en mis redes sociales para dar respuesta a esa
interrogante:

No quiero llegar a nuestra casa a contarte las


anécdotas de mis viajes solitarios. Me niego a narrar
historias donde TÚ no apareces por ningún lado;
tampoco quiero mostrarte fotos de las comidas que
nunca probaste, ni de mágicos sitios que nunca
visitaste. ¿Sabes por qué?
Cuando mi viaje más largo era buscando escuelas
pequeñas que nos permitieran regalarles una
conferencia, ALLÍ ESTUVISTE TÚ. Cuando nuestro
único medio de transporte era un autobús que
tomábamos a media noche para hacer un
entrenamiento que me ayudara con mi
pronunciación, ALLÍ ESTABAS TÚ. Cuando no
tuvimos qué comer, cuando no existían los aplausos,
cuando nos cerraron las puertas y lo único que nos
sustentaban eran sueños y promesas, cuando no
había seguidores ni personas que quisieran
escucharnos, cuando no había NADA, SIEMPRE
ESTUVISTE AHÍ. No solo diciéndome que sí se
podía, sino haciendo que sucediera; fuiste y eres mi
bastón y la que inspira al inspirador.
Entonces, ¿cómo podré creer que merecías estar en
esos momentos de duros procesos y no en los
instantes donde se viven recompensas del
propósito? ¡No sería justo! Si hay espacio para mí,
siempre existirá para ti, pues no eres “parte de mí”:
¡Eres UNA conmigo! ¡Somos UNO!
Nuestros niños dejarán de serlo un día, y se irán,
pero mientras tú y yo respiremos caminaremos
juntos, conoceremos lugares juntos, probaremos
comidas juntos, y dejaremos huellas uno al lado del
otro, como debe ser.

Sin ella, sin mi esposa, el proceso hubiera sido imposible


de transitar. Cómo olvidar aquel día donde nos percatamos
de que no nos quedaba arroz; al día siguiente no había nada
para desayunar, y no teníamos ni idea de qué íbamos a
almorzar. Mi esposa revisó minuciosamente toda su ropa, y
cada rincón de nuestra pequeña habitación; entre tanto
buscar encontró algunas monedas que seguramente
quedaron de alguna propina, y sonriendo me dijo: “Los panes
aquí son deliciosos. ¡Vamos a almorzar pan!”. Me entregó las
monedas y me besó.
Salimos a caminar a una plaza, tratando de ir lo más lento
posible para que se fuera pasando el día. Mientras
caminábamos hablábamos de aquellos días de gloria que nos
esperaban, de las miles de personas que escucharían mi
historia en todo el mundo, de todo lo que aquellos años de
burlas, rechazo y esfuerzo por hablar me servirían.
Conversamos de nuestros sueños. No teníamos ni idea de
cuándo se cumplirían, y la realidad era totalmente diferente a
lo que anhelábamos, pero teníamos la plena convicción de
que sucedería.
Al fin llegamos a la plaza, le pedí a mi esposa que se
quedara sentada debajo de un árbol hermoso que, sin duda,
sería el lugar perfecto para nuestro almuerzo romántico.
Entre tanto, crucé la calle y entré a una panadería que
quedaba en toda la esquina de la plaza. Un poco
avergonzado por la pequeña compra que haría, esperé a que
el joven que atendía se desocupara; me acerqué, le entregué
las monedas, y le pregunté: “¿Me alcanza para dos panes?”.
Él contó las monedas, y respondió: “Solo te alcanza para un
pan. ¿Lo quieres?”. Sentí deseos de pedirle un pan adicional,
pues desde donde estaba podía ver a mi esposa sentada en
la plaza con su sonrisa perfecta y su paz inexplicable.
En la panadería, en uno de los teléfonos públicos, se
encontraba pegado un volante que promocionaba nuestro
seminario de oratoria y de superación personal. Irónicamente
uno de los conferencistas se encontraba justo al frente de
aquella publicidad comprando un solo pan, con algunas
monedas que quedaban de las propinas de su esposa. “Sí,
señor, me da un pan. Si es posible, uno recién hecho”, le dije.
Crucé a la plaza contando mis pasos para intentar detener
mis ganas de llorar, para tener el vigor de imitar la sonrisa de
mi esposa. Me acerqué y le conté que solo nos había
alcanzado para un pan, ella ignoró por completo lo que dije;
tomó la bolsa con su impecable sonrisa y dijo: “¡Humm! Está
calientico. ¡Recién salido del horno!”. Lo partió a la mitad, me
besó y bendijo “los alimentos”.
Jamás mi amada recriminó la poca comida. No se
preocupó al darse cuenta de que aquello era lo único que
comeríamos aquel día. Allí, en el banquito de una plaza, con
los ojos cerrados, mi esposa dio gracias a Dios por la
provisión. Al abrir sus ojos expresó: “Amor, esto que vivimos
es pasajero. Es solo una realidad relativa pero no absoluta.
Nuestra verdad es que Dios jamás nos dejará y esto pasará”.
Con su hermosa paz, me recordó este versículo:

“Yo fui joven, y ya soy viejo, y no he visto al justo


desamparado,
ni a su descendencia mendigando pan”.
Salmo 37:25 (LBLA)

Hasta el día de hoy recordamos aquel momento. Fue un


almuerzo realmente especial. El pan estaba delicioso. Casi al
terminar nuestras porciones, se acercaron tres palomitas a
nuestro lado, y ese pedacito de pan alcanzó, incluso, para
alimentar a esos invitados celestiales. Hoy, cuando
recorremos las plazas del mundo, no podemos evitar
emocionarnos, y a veces hasta llorar cuando tres palomitas
se nos acercan. Nos sucede con regularidad. Esos animalitos
nos recuerdan quiénes somos y de dónde salimos.

Giros inesperados
Aunque se inscribieron un par de personas en el
seminario, y podíamos comprar alimentos con ese dinero, no
nos alcanzaba para pagar un próximo mes de alquiler.
Conseguimos, entonces, una nueva habitación más
económica. Conforme se acercaba el día del evento, la
angustia crecía, pues recibimos pocas llamadas de personas
interesadas.
El seminario por fin se realizó. La concurrencia no fue la
esperada y los gastos aumentaron muchísimo, a tal punto
que la historia de los anteriores seminarios se repitió.
Nuevamente solo nos alcanzó para pagarle al conferencista,
imprimir los certificados, y pagar el sonido.
Yo era el encargado de dar, en media hora, la charla sobre
“superación personal”. Allí, en medio de algunas decenas de
personas, con el traje ajado por tanto uso, con sus únicos
zapatos negros llenos de grietas; comiendo ―cuando
había― arroz solo, y con el recuerdo constante de aquel
trozo de pan para almorzar, se encontraba el conferencista
Gustavo Henao dando claves de superación personal.
En ese momento inspiré a muchas personas a vencer sus
“barreras imaginarias”. Fue una conferencia muy emotiva,
pues sentí que yo mismo derribaba barreras durante esos
días, y que la vida me llevaba a aprender a enfrentar
desafíos cotidianos. Por lo tanto, mi discurso no se trataba,
solamente, de cómo nací o del proceso que viví en mis
terapias; la vida misma me enseñó a ponerme en el lugar del
otro.
Terminé el evento y celebré junto a mi esposa, porque a
pesar de las dificultades concluimos lo que comenzamos.
Algunos participantes se interesaron por las clases de
oratoria, y eso era ganancia. Además, recibí muchos
mensajes de personas que me felicitaban por mi participación
en la conferencia.
Tomamos la base de datos de personas interesadas en el
curso e hicimos publicidad por las redes sociales, y poco a
poco se fueron inscribiendo en la preparación de oratoria.
Incluso recibí una llamada de un médico cirujano con quien
compartí en una conferencia que dicté para padres de niños
con labio y paladar hendido. Me invitó a una jornada científica
que se realizaría en una ciudad que quedaba a tres horas de
Mérida. Acepté, y emocionados, mi esposa y yo empezamos
a preparar todo para aquel gran día. Sabíamos que a partir
de ahí nos podríamos dar a conocer en otros lugares.
Significó para nosotros un gran logro.
Esa misma semana concluí mis clases en la iglesia y me
bauticé. Fue uno de los días más maravillosos de mi vida. Un
día jueves, mi esposa y yo salimos a la jornada a la que
había sido invitado. Al día siguiente, muy temprano, fue la
conferencia, la cual tuvo un éxito rotundo. Al terminar mi
participación tomamos un autobús para regresar a Mérida; en
el trayecto hablamos de cómo todo estaba tomando forma.
Poco a poco la gente hablaba de nosotros. Muchos se
interesaban por conocer nuestras conferencias, y más
personas seguían inscribiéndose en nuestro curso de
oratoria.
Todo parecía estar bien. Esa fue la primera vez que me
pagaron por dar una conferencia. La habitación donde
vivíamos, a pesar de ser más pequeña, nos gustaba más, y
nos sentíamos mucho más cómodos. Me había bautizado y
estábamos felices de lo que, progresivamente, lográbamos
con Dios de nuestro lado.
El viaje fue formidable. Hermosas montañas y un clima
estupendo decoraron el trayecto de regreso a casa. De
alguna manera sentíamos que había una calma que nos
avisaba que el proceso estaba a punto de concluir. Sin
embargo, algo inesperado sucedió...
A la mitad del camino, mi hermana Elizabeth me llamó, la
escuché llorando:
—Hermanito, no te asustes por lo que voy a decir, por
favor. Tampoco intentes regresarte de allá. Tengo que
contarte lo que sucedió.
—¡¿Qué pasó?! — pregunté mientras sentía una presión
en el pecho.
—Le acaban de robar el carro a mi papá, y le dispararon.
Él está bien, fuera de peligro.
El mundo se me vino encima. Sentí un dolor muy fuerte en
la cabeza. En mi interior aparecieron palabras de reproches:
“Si yo estuviera trabajando con él, nada le hubiera pasado.
Eso pasó porque estaba solo…”, pensé. Pero al
tranquilizarme entendí que todo pasaba por algo, y que no
era hora de buscar culpables, sino de pensar en el bienestar
de mi papá y de mi familia.
Al llegar al terminal de Mérida de inmediato compramos
pasajes para el siguiente autobús que saldría en dos horas
para la Ciudad de la Libertad. Fuimos a la habitación a
buscar algo de ropa y nos fuimos sin saber, realmente, qué
estaba ocurriendo. Viajamos un poco más de 14 horas.
Mis padres estaban conmovidos por todo lo sucedido. Mi
papá supo que Dios lo guardó de morir, y que estar vivo
después de todo lo ocurrido era un verdadero milagro. Mi
padre al vernos a Sandra y a mí se alegró mucho, pero
preocupado quiso que me regresara a Mérida para seguir
luchando por mis sueños. Mamá me contó la exigencia de los
médicos para que él guardara reposo por un mes. Eso traía
varias consecuencias, pues papá estaba trabajando solo, y la
“ruta” que tenía solo la conocíamos él y yo. Además, el curso
de oratoria comenzaba en dos semanas. De un día para otro
mi vida dio un giro de 360 grados.

Un conferencista en las calles


Cuando era pequeño y jugaba como defensa en fútbol,
aprendí a mirar las técnicas de juego de todos los de mi
equipo. Por ser el penúltimo hombre en la cancha tenía la
oportunidad de observar cuando algún miembro del grupo
estaba golpeado, cansado o si yo debía gritar para alentarlo.
Aprendí a mirar a otros antes que a mí, y en ese instante,
cuando mi papá estaba en una cama, tenía que tomar una
importante decisión en mi vida. Era el momento de asumir de
nuevo la posición de último hombre, y de hacerle frente a una
situación inesperada y dolorosa, situación que desafió más
mi fe.
Pensé que el tiempo de las ventas había quedado atrás.
Me había dado a conocer en la Ciudad de la Libertad como
un conferencista, en Mérida recibí aplausos, y muchos
querían seguir aprendiendo de mí. Sin embargo, tuve que
guardar el título de conferencista en el bolsillo, para volver a
las calles.
Nuevamente mi esposa y yo salimos a cubrir la “ruta” de
mi padre. Mientras tanto realizábamos llamadas a todas las
personas inscritas en el curso de oratoria para explicarles la
situación, y para asegurarles que teníamos una nueva fecha
para el inicio del curso. No obstante, la respuesta de todos
fue muy desalentadora: “Lamento su situación, pero, por
favor, regréseme el dinero de la inscripción”. Dinero que ya
nos habíamos gastado en pasajes y pagos de compromisos.
Debíamos trabajar para pagar esas deudas, y regresar a
Mérida a comenzar otra vez. Esas semanas sí que fueron
retadoras; habíamos vendido todo antes de irnos a Mérida,
no teníamos nada. Tuvimos que dormir en el cuarto de mis
padres en una pequeña colchonetica, al lado de ellos ―lo
cual no era nada romántico—.
Cuando conseguimos el dinero para regresar el pago a las
personas inscritas ―quienes estaban molestas por no recibir
su inversión de forma inmediata―, recibimos una llamada del
dueño de la habitación en Mérida para avisarnos que
necesitaba que le entregáramos la habitación. Ofrecimos
pagarle un mes adelantado aunque no estuviéramos allá, y
no aceptó. Tuvimos que regresar a Mérida a buscar lo que
nos quedaba de ropa, y de nuevo, volver a la Ciudad de la
Libertad con cierto aire de fracaso; pero sabiendo que en
medio de todas las dificultades estábamos aprendiendo algo.
Pensábamos que ese proceso que NO ELEGIMOS formaría
en nosotros lo necesario para el cumplimiento del propósito.
Al volver a la Ciudad de la Libertad continuamos con la
“ruta” de mi padre. De nuevo alquilamos un salón para
intentarlo con los cursos de oratoria. Entre tanto, mi papá nos
regaló la esquina de un terreno que había comprado, y allí,
entre papá y yo levantamos cuatro paredes y colocamos un
techo de zinc, que más tarde, luego de la primera lluvia,
tuvimos que reparar porque las filtraciones mojaron todo el
colchón donde dormíamos Sandra y yo.
Volví a dar conferencias gratuitas en escuelas y
universidades. Regresé a la iglesia del pastor Juan, esa vez,
con una mentalidad diferente. Aprendí que amar a Dios no
solo dependía de mi vida de oración, sino del servicio a otros.
Ese pastor fue un hombre muy sabio, y sin duda, fue un
instrumento valioso para que aprendiera a enamorarme más
de Dios que de los escenarios. Así que al llegar a la iglesia
dispuse mi tiempo para hacer cosas que estaban totalmente
alejadas de lo que realmente quería hacer. Mi primera
asignación fue romper la pared de un baño que estaba justo
en el sitio donde sería el altar de una nueva sede de la
congregación.
Si existía algo de egocentrismo en mí, quedó derribado en
cada golpe que le di a esa pared. Limpié, pinté las paredes,
aprendí de soldadura y me dispuse a servir en lo que pudiera
ser útil. Tiempo después me dediqué a apoyar a los jóvenes
de la iglesia, y junto a mi esposa los lideraba.
Fue una experiencia de cuatro años en la que vivimos
grandes procesos ―para detallarlos tendría que escribir un
nuevo libro―. Cada lección que aprendí con los jóvenes me
enseñó todo lo que hoy promuevo en mis conferencias de
liderazgo.
Mi padre se recuperó, los cursos avanzaron, y mi madurez
espiritual creció. Asimismo, desarrollé mi experiencia en los
escenarios dando conferencias gratuitas, y enseñanzas en
las células de la iglesia. Me preparaba a diario con mucha
responsabilidad.
Debido a mi crecimiento espiritual descubrí de forma
certera que había encontrado la esencia que sustentaba mi
propósito, y que cada vez que me parara a hablar debía ser
un instrumento por el cual mi público se maravillara por las
obras de mi Padre.
A pesar de ello no quería que quienes me escucharan en
las presentaciones, en lugar de oír una conferencia que
transformara vidas, se encontraran con un discurso religioso.
No quería hablar con fanatismo, sino con sabiduría. Dios me
enseñó ese equilibrio, y hasta el día de hoy nadie puede decir
que en mis discursos intento promover mi fe solapadamente.
Evidentemente todo lo que promuevo viene de Él, expuesto
con la sabiduría que me ha dado Él, por lo cual es Él quien se
encarga de hacer con su Espíritu lo que con palabras yo
nunca lograría hacer.
Mi vida dio un nuevo giro al enterarme de una situación
muy difícil con quien fue mi mentor, el conferencista que me
enseñó y me mostró el camino de la oratoria. Tristemente su
vida era incongruente con lo que mostraba en los escenarios,
y eso me hacía sentir cómplice de su mal proceder.
Después de un tiempo consultándolo con Dios decidí
renunciar a su academia. Tuve que entregar el local, y todo lo
que habíamos adquirido. De nuevo mi esposa y yo nos
quedamos sin nada económico, pero con una experiencia
muy vasta. A pesar de nuestras diferencias siempre estaré
agradecido con aquel hombre que Dios usó para mostrarme
mi propósito de vida, y que me enseñó lecciones buenas y
malas.
Luego de tomar la decisión de retirarme de la academia
emprendí, junto a Sandra, una empresa llamada Academia
de Superación y Liderazgo. Con toda la experiencia que
habíamos adquirido nos atrevimos a emprender por nuestra
propia cuenta. Establecimos varios programas de formación:
conferencias centradas en el desarrollo del potencial
humano, y por supuesto, cursos de oratoria. Cada
experiencia vivida en esos años me permitió alejarme de
teorías utópicas, para sustentar los principios que promuevo
en verdades comprobadas con mi vida.
El emprendimiento empezó a dar resultados, debido a que
la proyección que le dimos a nuestra empresa fue muy
profesional. Sin darme cuenta empecé a recibir invitaciones
donde me preguntaban por mis “honorarios”, y así, después
de muchos años de siembra, empezamos a ver el fruto de
nuestro esfuerzo.
Comenzamos a acompañar a diferentes gremios
profesionales en conferencias. Muchos se asombraban por
mi juventud, pero al escucharme se quedaban perplejos, no
por mis conocimientos, sino por cómo abordaba
circunstancias difíciles y las convertía en aprendizajes.
Además, por no abandonar nunca mis terapias de lenguaje,
mi pronunciación era cada vez más clara, y mi testimonio
hablaba por sí solo.
A pesar de mi corta edad me di a conocer en el gremio
legal, y apoyé a muchas organizaciones encargadas de
promover capacitación a profesionales del derecho. Tenía,
además, en mi lista de contactos, a personas muy
destacadas: jueces, abogados reconocidos y hasta políticos;
a todos los había capacitado. Por su parte, en el área de la
salud, apoyaba a varias fundaciones sin cobrarles ningún tipo
de honorarios. Afortunadamente mi esposa y yo nunca
hemos perdido el anhelo de sembrar.

El poder del proceso


Empecé a recibir invitaciones de pequeñas empresas de
mi localidad que me permitían aprender de procesos internos
de las organizaciones, puntualmente de las necesidades en
el departamento del talento humano. Eso condujo luego a
que ofreciera y se consolidara mi acompañamiento en
inspiración al personal de grandes transnacionales en
diferentes países.
Hay tantos detalles e historias detrás del proceso que
espero poder compartirlas en otro libro. Entre tanto, intenté
mostrarte, con algunas de mis experiencias, lo que hay
detrás del brillo, de los escenarios, de las luces, de los
aeropuertos y de las multitudes. Aquello que pocos conocen
y que, sin duda, es la historia que acompaña la gloria.
Vivencias que le han dado fulgor a mi propósito.
No quiero que pienses que debes sufrir amargamente para
que tu propósito resplandezca, pero sí debes entender que
los procesos son necesarios para que valoremos las
pequeñas cosas de la vida; y sobre todo, para que
aprendamos las lecciones que nos acompañarán por el resto
de nuestra existencia, las que se convertirán, más tarde, en
grietas internas que nos dan la certeza de que somos
diamantes naturales.
El sentido del proceso lo puedes hallar cuando aprendes a
dejar de recriminarte y de preguntarte “el porqué”, y más bien
empiezas a cuestionar “el para qué”. Si con esa última
interrogante tampoco obtienes respuesta, entonces no
preguntes nada y ACEPTA. Reconoce que ese proceso que
viviste, sea porque lo elegiste o te tocó, vino a tu vida para
enseñarte algo, y lo entiendas o no, tu deber es aprender de
ello. Valora esa cicatriz, acaricia esa grieta y continúa. Te
aseguro que cuando lo hagas algo nuevo se gestará en ti, y
el propósito cobrará un nuevo significado.
Si recuerdas todo lo que has vivido, te darás cuenta de
que no cualquier “aliento de desaliento” podrá amenazar con
nublar tu visión. Debes saber lo que vales. Sé que en tu
mente y corazón hay un sueño que grita mucho más fuerte
que tu temor a equivocarte.
Probablemente muchos de los que me leen han vivido
desafíos muchísimo más difíciles que los míos, y podrán
decir que lo que viví no se compara, en absoluto, a sus
procesos. ¡Me alegro por eso! ¿Y sabes por qué? Para
responderte te regalaré una sentencia que me ha
acompañado por años, y que espero se convierta en un
principio que nunca olvides:

“SI TU PROCESO HA SIDO GRANDE,


¡ALÉGRATE!
PORQUE TU PROPÓSITO SERÁ MAYOR”.

Ejercicios Prácticos:
Recuerda un duro proceso por el cual has pasado, por
favor, no lo hagas para lamentarte ni para preguntarte “¿por
qué?”. Más bien piensa en aquello que viviste con
tranquilidad, y escribe en un párrafo una de las lecciones más
grandes que aprendiste de él.
Quizás vas a recordar más de un proceso, si ese es el
caso, escribe aquí el primero que recordaste, y en una
agenda redacta los demás con su respectiva lección. Te
darás cuenta de que en cada párrafo estás estableciendo
principios que te ayudarán a llevar a cabo tu propósito, y que,
sin duda, son la muestra de que eres un diamante natural.
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No importa si vives o no un proceso, recuerda que tú


decides que cara poner a pesar de las circunstancias. Qué tal
si te tomas un selfie con la portada del libro y subes en tus
redes sociales esa foto con el hashtag
#CicatricesDeUnPropósito, y comentas: “No puedes elegir la
cara que tienes, pero sí la cara que pones”. ¡Esperaré
ansioso esa foto!
CAPÍTULO VII
¡APENAS ES EL COMIENZO!
CREER

El éxito no es una cima, es un camino.


Gustavo Henao

¿Eres exitoso?
“¿Cuántos de los que están en este auditorio me pueden
decir que ya son exitosos?”. Con esa interrogante irrumpo, en
momentos claves, mis conferencias. Lamentablemente en la
mayoría de los países que visito la respuesta es la misma.
Aunque haya miles de personas reunidas, solo algunas
decenas de ellas levantan su mano con la convicción plena
de que son exitosas. En algunos casos NADIE la levanta.
Pero, tú, ¿eres exitoso?
Nos vendieron la idea de que el éxito es una cima, un
lugar acompañado por grandes lujos, metas cumplidas y un
sello visible en nuestras frentes que dice: “¡LO LOGRÉ!”. Sin
embargo, la realidad es contraria. Aunque conquistes metas
u obtengas todo lo soñado, nunca podrás decir: “Esto es
todo”. El ser humano siempre va a querer más, y esto no es
un asunto de avaricia o de codicia, más bien, es muestra de
que podemos ser mejores que ayer y, de esa forma, dejar un
legado realmente contundente a la sociedad.
Es por eso que difiero totalmente del paradigma o del
hashtag que nos fue impuesto que dice que el éxito es una
cima. La realidad es que el éxito es un camino que tiene que
ver con la felicidad. Para explicarte mejor lo ilustraré de la
siguiente forma, quizás la analogía te parezca cliché, pero es
una forma práctica de demostrar ese principio:
—¿Eres feliz? —le preguntan a un estudiante.
—¡No! Estoy en parciales, pero seré feliz al graduarme.
Después de algún tiempo, cuando ese joven obtiene su
título se le vuelve a preguntar:
—Ahora, ¿eres feliz?
—Bueno, la verdad es que en este momento estoy
buscando empleo, ¡pero seré feliz cuando consiga uno
bueno!
Tiempo después…
—¡Ya te contrataron, tienes un buen empleo! ¿Eres feliz?
—Me falta mucho por conseguir. Quiero mi carro, mi casa
y ayudar a mis padres.
Más tarde…
—Alcanzaste todo lo que querías. Sin duda alguna eres un
hombre exitoso y feliz, ¿verdad?
—Bueno, casi lo soy… Lo que pasa es que me siento solo,
no tengo con quién compartir mis riquezas. Dediqué
demasiado tiempo a conseguir lo que tengo, pero estoy solo.
La vida le dio una gran esposa, se casaron y pensaron ser
felices al tener un hijo. Luego quisieron tener otro más para
que le hiciera compañía a su hermanito. Pensaron que serían
felices cuando sus hijos estuvieran estables, cuando les
dieran nietos. Y así fue como ese joven murió esperando
alcanzarlo todo para ser feliz, para ser exitoso.
El éxito no es una cima, no es un lugar a donde vas a
llegar. El éxito, al igual que la felicidad, es un estado mental y
espiritual, una condición de plenitud integral. Existen seres
que lamentablemente viven apresurados porque “necesitan”
conquistar una cúspide para sentirse exitosos. La realidad es
que cuando obtengan lo anhelado pondrán su mirada más
allá, y desearán alcanzar algo mayor. Y, de esa forma,
pasarán por alto los hermosos e irrepetibles detalles y
aprendizajes de sus procesos anteriores. En consecuencia se
encontrarán como un caminante que aunque sabe a dónde
va, no sabe qué ruta tomar. Andarán en la incesante
búsqueda de un nuevo vértice y, al compararse con otros,
sentirán siempre que les falta “algo más” para ser exitosos.
No es lo mismo buscar el éxito que caminar sobre él. Si
crees que el carro o la casa que quieres te harán exitoso,
pregúntate: ¿qué pasaría si un día los pierdes por un giro
inesperado de la vida? ¿Dejarías de ser exitoso? La verdad
es que el carro, la casa, el dinero, los viajes por el mundo y
todo lo que puedes desear, son simplemente un
COMPLEMENTO de tus logros. Tan solo un valor agregado.
Eso no determina ni muestra el éxito en sí.
Pudieras estar parado en una cola larguísima para tomar
el autobús e ir a tu casa después de tu jornada laboral; estar
cansado por las actividades inherentes al trabajo, y
particularmente, ser mucho más exitoso que aquel que pasó
frente a ti en su camioneta, cuando permanecías allí en la
fila, y cuya comodidad y lujos son evidentes.
Esa no es una teoría conformista. No te estoy diciendo que
como ya te sientes exitoso no debes soñar con algo más
grande. Quiero explicarte, más bien, que debes sentirte feliz y
satisfecho con lo que has logrado hasta hoy, y transitar con la
mentalidad de éxito hacia lo que conseguirás mañana. No
puedes permitirte sentir, por allí, en alguna parte de tu ser,
que aún te falta mucho para ser exitoso. Cuando eres una
persona congruente con tus principios, y que sabes
exactamente hacia dónde vas, entonces, ¡YA ERES
EXITOSO!
Cuando obtengas el carro, alcances un nuevo nivel
empresarial, cuando tus activos aumenten y palpes aquello
por lo que has luchado tanto, simplemente, vas a agregar un
nuevo motivo a tu vida para celebrar.
Si vives en una plataforma emocional de éxito vas a atraer
a gente exitosa, y te convertirás en un imán de puertas
abiertas. Verás que a tu vida llegarán oportunidades
inesperadas, y eso no sucederá porque “el universo va a
conspirar a tu favor”, sucederá porque Dios se complace en
aquellos que CREEN. La Biblia nos da un principio superior a
cualquier teoría de “superación” que se pueda inventar:
“PARA AQUEL QUE CREE TODO LE ES POSIBLE”
(Marcos 9:23).
Si crees que eres exitoso, ¡prepárate!, porque a tu vida
llegarán grandes regalos que van a complementar las
victorias que ya has alcanzado. Mi esposa y yo tenemos la
costumbre de recordar nuestros momentos difíciles. Al mirar
hacia atrás observamos que, a pesar de lo complicado que
fue superarnos, nunca nos sentimos fracasados; siempre nos
comportamos como aquello que queríamos ser; siempre
creímos que lo único que estábamos esperando era el
momento exacto para que se manifestara lo que ya era
nuestro; ¡siempre nos miramos como dos seres EXITOSOS!
Ahora, con plena convicción responde: ¿eres exitoso?
Amigos que creyeron
En el camino del éxito te vas a encontrar con personas
que también son exitosas y te tomarán de la mano para
enseñarte rutas nuevas. Muchas de ellas, incluso, te
levantarán cuando tropieces con obstáculos que, sin duda, te
encontrarás.
Durante muchos años me presenté en eventos grandes sin
recibir retribución económica alguna. Lo veía como especie
de “siembra”. Aunque, a decir verdad, a veces no era lo más
justo, pues en varias oportunidades me encontré con
organizaciones que se aprovechaban de mi anhelo de aportar
inspiración sin fines de lucro, y terminaban lucrándose ellos
con mi esfuerzo y el de mi esposa. Mientras nosotros
pasábamos muchas dificultades para llegar a los sitios, para
comer o dormir, otros disfrutaban de nuestra ganancia. Sin
embargo, nuestros corazones se mantuvieron intactos, y no
permitimos que la injusticia de otros robara la esencia de
nuestro propósito.
A pesar de que ganábamos poco dinero, mi esposa y yo
dábamos solución a todas nuestras necesidades básicas. No
obstante, en aquel tiempo ella quedó embarazada de nuestro
primer hijo, Juan Pablo, y a partir de ese momento, todo
cambió. Ya no se trataba de nosotros dos, sino de un bebé
que no podíamos alimentar con excusas ni con aplausos.
En una de las tantas noches de desvelos pensando en qué
hacer para aumentar nuestras ganancias, se nos ocurrió una
idea: grabar una conferencia. El objetivo era vender a los
participantes, durante las conferencias gratuitas que
dictábamos, un CD que contenía un material titulado
“Sabiduría para Triunfadores”. Por tanto, aunque los
organizadores de los eventos no me pagaran nada, y si el
público deseaba volver a escucharme tendrían la oportunidad
de llevarme a sus casas en el CD.
Aunque la idea era muy buena, no teníamos capital para
ejecutarla. Así que al día siguiente me fui caminando desde
mi casa hasta una radio que quedaba a unas cuantas
cuadras de distancia, para buscar apoyo. Al llegar, me di
cuenta de que el director de la radio era un hombre a quien,
en mis épocas de universitario, le había cuidado la casa
cuando él salía fuera de la ciudad, y por esos favores nunca
le pedí dinero.
Al verlo le conté que necesitaba su estudio para grabar,
pero que antes necesitaba saber el presupuesto. Él
sonriendo me dijo: “No tienes que pagarme nada. Solo le
cancelas al operador del sonido y listo. ¡Estás en tu casa!”.
¡Qué buena noticia para mí! Solo debía conversar con el
técnico, ¡un gasto menos! Pasé al estudio y descubrí que ese
operador era, precisamente, un compañero que conocí
cuando trabajaba alquilando películas, y como DJ. Después
de conversar un buen rato le comenté sobre mi proyecto.
“¿Cuánto me cobras por grabar y editarme el CD?”.
“¿Cobrarte? —respondió— No te cobraré nada. ¡Vamos a
grabarlo!”. No obstante, había aprendido que todo aquel que
trabaja es digno de su salario, así que le prometí que apenas
tuviera el dinero de las ventas de los CD’s regresaría y le
daría su pago. Él hizo un ademan de negación con su rostro,
y empezamos a grabar.
Le conté del proyecto a un amigo diseñador gráfico, y él
me diseñó la portada sin costo alguno. Igualmente le prometí
regresar para honrar su trabajo. Tenía el audio, el arte, pero,
¿con qué dinero produciría los CD’s? Conseguí una
cotización, y me cobraban —para aquel entonces— 2.500 Bs.
En aquellos tiempos conocí a Juan Carlos Aldana, un
hombre especialista en relaciones de pareja y finanzas. Él y
yo nos convertimos en amigos, y sin buscarlo, formamos una
relación de hermandad, sustentada en el respeto y en la
ayuda mutua. Siempre intenté mantenerme a flote por mi
propio esfuerzo, sin recurrir a préstamos. Sin embargo,
recurrí a él. Le dije:
—Juan, tengo un nuevo proyecto, pero como ya sabes, a
la mayoría de conferencias a las que asisto no me pagan. No
tengo capital para concretar el plan, pero estoy buscando un
“inversionista” que se quiera unir al proyecto. La idea es
invertir 2.500 Bs para producir unos CD’s que venderé. Estoy
convencido de que los venderé todos. La próxima semana
me voy para un congreso, por lo cual si decides invertir ese
dinero tendrías en cuatro días tu capital de vuelta, aunado a
una ganancia por la inversión.
En realidad le estaba pidiendo dinero prestado, pero
intenté que no se notara mucho. Sin embargo, él sí se dio
cuenta, porque me conoce muy bien.
—Mañana nos vemos en la iglesia y te doy repuesta. Veré
qué puedo hacer —me contestó Juan.
Al día siguiente nos encontramos en la iglesia, porque
ambos asistíamos a la misma. Él me llamó lejos de la gente,
y me dijo lo siguiente:
—Gustavo, todo lo que tengo es porque Dios me lo ha
dado. Él me sacó de una ruina financiera, y me ha enseñado
a honrarlo con todo lo que soy y lo que tengo. Anoche oré por
ti y por tu familia, por ese niño que está por nacer, y quiero
que escuches esto… —Se acercó a mi oído, mientras
tomaba mi mano para darme un cheque— Dios me hizo
sentir que te diera el dinero que necesitas. Te pido, por favor,
que entiendas que no soy yo, es Dios quien te lo está dando.
No me debes a mí; no tendrás que pagarme nada porque tu
mayor socio es Dios, y yo solo estoy cumpliendo con darte
este dinero. A tu esposa y a tu hijo no les va a faltar nunca
nada. Solo te pido que nunca cambies tu corazón, y que
recuerdes que esto lo hizo Dios, no yo.
Fue inevitable no llorar. Intenté decirle entre sollozos que
no podía aceptar, así, sin más, ese dinero, y que por
supuesto le pagaría; pero Juan Carlos estuvo firme y me
aseguró que no me recibiría nada. Sé que fue Dios quien lo
hizo, pero no me cabe duda de que eligió a la persona
correcta.
Aquellos 2.500 Bs se convirtieron en 25.000 Bs. Para que
tengas una idea de lo que significaba ese monto, un aire
acondicionado costaba para esa fecha unos 3.000 Bs; así
que con ese dinero logramos producir más audios, pagamos
el parto de mi primer hijo, compré una cocina, un aire para el
cuarto de nuestro hijo, le pagué al editor del audio, al
diseñador, y me sobró dinero. ¡Definitivamente fue un regalo
del cielo que llegó mientras transitaba el camino del éxito!
En la actualidad Juan Carlos y yo compartimos una gran
amistad. Son muchas las anécdotas que recordamos cada
vez que nos vemos. Hoy puedo decir que tengo el honor de
mantener una gran hermandad con él y con su familia.
Además, tuve el gran privilegio de ser el autor del prólogo de
su primer libro El baúl de una mujer.
En ese camino de éxito que había emprendido conocí a
José Antonio de Tovar, un gran empresario, y sobre todo, un
excelente ser humano. Él se convirtió en un amigo y en un
gran mentor. Para ese entonces él desarrollaba congresos
que combinaban lo académico con el turismo, y junto a su
gran equipo se encargaba de crear alianzas con grandes
profesionales de diferentes especialidades. Además,
coordinaba congresos de tres días, en los que brindaba la
oportunidad a estudiantes y profesionales de recibir
conocimientos fuera de su pénsum académico, mientras
estos podían desconectarse de las actividades diarias, y
disfrutar de la belleza natural de la Isla de Margarita en
Venezuela.
José Antonio me dio la oportunidad de hacer mi debut en
un congreso de marketing como conferencista invitado. La
idea era que desarrollara una conferencia sobre la
importancia de la oratoria en el emprendimiento y, a su vez,
inspirara al público. El éxito en aquel congreso fue rotundo;
en dos oportunidades los participantes se pusieron de pie
para loarme. José Antonio solo pudo verme en escena
algunos minutos, pero antes de regresar a mi hogar nos
reunimos en el aeropuerto y conversamos un poco; se
despidió mientras me obsequiaba un abrazo y la promesa de
llamarme para nuevos eventos.
Nuestros pensamientos coincidieron al igual que nuestra
visión, así que durante algunos años me convertí en el
conferencista invitado de la mayoría de los congresos que su
empresa producía. Yo no era el único que José Antonio
llevaba; por cada congreso había, al menos, cinco
conferencistas. Y como el objetivo era que el público —en su
mayoría estudiantes— conociera a Venezuela, y a su vez
aprendiera, no era mucho lo que ellos pagaban. Por lo tanto,
se nos daba la oportunidad de consolidarnos, y por supuesto,
de disfrutar de los viajes.
Sin embargo, José Antonio —que tiene mente empresarial
— se preocupó por el hecho de que yo no estaba generando
dinero, y cada vez tenía más invitaciones a congresos, así
que una tarde me dijo:
—Gustavo, tú haces reír a la gente en tu conferencia sin
decir ni una sola grosería. Aparte, dejas un mensaje que
realza los valores. Todos quieren siempre volverte a
escuchar, así que te propongo esto: yo estoy pagando el
auditorio del hotel durante dos días completos; en las noches
el salón está cerrado, y aun así lo pago. Quiero que armes un
monólogo de comedia, y que promovamos en las noches un
show de humor. Yo me encargo de toda la logística, y tú te
encargas de hacer reír a la gente. Trabajaríamos en sociedad
y no te irías con las manos vacías a casa.
Fue un gran desafío, pero acepté. Llegué a mi casa
contándole a mis padres la propuesta, y paradójicamente a
papá se le ocurrió un nombre fantástico para el espectáculo:
Reflexión Comedy. ¡Sembrando Valores con Humor! Durante
mi conferencia de las tardes debía invitar a los participantes a
mi monólogo de la noche. Los desafiaba a ir diciéndoles que
no pararían de reír sin escuchar ni una sola palabra vulgar,
ninguna frase o analogía que atentara contra la moral y las
buenas costumbres.
Eso les generaba intriga a todos, ya que lamentablemente
en los últimos años la comedia se ha “aderezado” con lo
grotesco. Que yo les asegurara que no utilizaría malos
recursos lingüísticos para entretenerlos, y aparte daría un
mensaje inspirador, los inquietaba mucho y terminaban
comprando, no solo su entrada, sino la de sus
acompañantes.
José Antonio había hecho su parte; se encargó de hacer
una publicidad muy visible en el hotel. Según él, muchos de
los huéspedes se iban a interesar, y tuvo razón. Reflexión
Comedy se convirtió en uno de los primeros eventos en los
que aprendí a desarrollar la comedia en vivo como forma de
llevar un mensaje de inspiración y valores.
Estuvimos a casa llena en algunos de los mejores hoteles
de la Isla de Margarita. Recibimos a muchos huéspedes, y a
cientos de participantes que reían por el humor y lloraban por
la reflexión. Son muchas las anécdotas que hoy José y yo
recordamos con aprecio de aquellas noches. Él siguió
apoyándome. Nunca aceptó que le diera ni un mínimo
porcentaje por los monólogos. Cuando me dijo que
trabajaríamos en sociedad fue solo para convencerme de que
sería algo justo, pero sus verdaderas intenciones eran
bendecir mi vida y la de mi familia. Él mismo, junto a su
esposa e hijos, vendían las entradas de cada función, y todos
ellos se alegraban genuinamente al ver mi sonrisa, y la de mi
esposa, cuando recibíamos la retribución económica de
nuestro esfuerzo.
José Antonio creyó en mí desde el primer momento, y
jamás ha dejado de hacerlo. Luego de un tiempo dejé de
hacer Reflexión Comedy, porque muchos de los participantes
me hacían propuestas de llevar ese evento a su ciudad, y al
acceder terminé por notar que la gente estaba percibiéndome
como un humorista. Respeto profundamente esa profesión,
pero ese no era mi objetivo central, más bien he tomado el
humor como una herramienta poderosa para anclar mi
mensaje de inspiración.
Contaba, además, con el apoyo de muchas empresas que
me brindaban la experiencia corporativa. Con ellas aprendí
muchísimo sobre las dificultades que el departamento de
talento humano presenta a la hora de tener a todo el personal
alineado a una misma visión. Fueron muchas las compañías
que me dieron ese privilegio de acompañarlos en
capacitación, y sobre todo, se unieron a nuestra idea de
humanizar a las organizaciones.
En una conferencia para un gremio de empresarios me
encontré con Daniel Lupi, otro buen amigo en ese camino del
éxito. Él fue una de las personas que más me enseñó sobre
las necesidades, estrategias y maneras de dar
acompañamiento a las empresas. Gracias a su ayuda conocí
a grandes compañías en Venezuela, y a diferentes
transnacionales que, hasta el día de hoy, tengo el honor de
acompañar.
En una conferencia en el Go Crown, un evento de la
organización Team Global en Venezuela, liderado por mis
amigos Yolaide y Santos Rivas, estaba compartiendo
escenario con un matrimonio de médicos y de empresarios
colombianos, Sergio y Lina de Castro. Ellos estuvieron
atentos a cada una de mis palabras en aquel seminario.
Recuerdo su humildad al estar en primera fila tomando
apuntes de los aportes que di en mi participación. Cuando
bajé del escenario se me acercaron, me abrazaron y cada
uno se encargó de decirme palabras que aún recuerdo con
gran aprecio.
Lina me miró, y dijo: “Me ha costado creer en motivadores,
pero tú, Gustavo no eres un motivador, eres más que eso.
Vas mucho más allá”. Por su parte, Sergio expresó: “Gustavo,
te prometo que nosotros nos encargaremos de que tu
nombre sea escuchado en todo el mundo. A cada país que
vayamos vamos a hablar de ti; vamos a comenzar por
Colombia, y después por el mundo entero”. Nos abrazamos,
nos secamos de nuestros rostros algunas lágrimas y, meses
más tarde, me encontraba en una gira por Colombia; gracias
a la promesa cumplida de ese matrimonio de ángeles que
llegó a mi vida. Sucedió lo mismo con otros países, y hoy ese
juramento continúa por todo el mundo.
Sergio —Checho, como le decimos por cariño— y Lina
han sido una inspiración para nosotros. Su familia es un
modelo para mi familia. Encontrarlos en nuestro camino de
éxito ha sido un gran regalo de Dios.
La lista es interminable. Describir cada una de las
experiencias con las personas especiales que han sido parte
de mi camino de éxito y han creído en mí sería convertir
estas últimas páginas en nuevas historias que no terminarían.
Lo que pretendo es convencerte de que siempre vas a
encontrar a las personas adecuadas en el momento justo.
Hay una orden en el cielo que fue dada a tu favor y serán
muchas las puertas que no tendrás que empujar,
simplemente, verás cómo otros que creen en ti abrirán los
espacios para que puedas cumplir tu propósito. Eso sí, jamás
se te olvide quiénes vieron en ti lo que nadie más vio. Nunca
pierdas la gratitud por aquellos que, sin interés, decidieron
caminar ese camino de éxito junto a ti.
Para ti que has caminado junto a mí, que recuerdas esa
historia que tengo a tu lado, que creíste y me apoyaste, para
ti… ¡INFINITAS GRACIAS!

En esto creo
Definitivamente hay que CREER para CREAR nuestra
realidad. Debo confesarte que cerrar este último capítulo no
ha sido fácil. Pensándolo bien, no lo es porque ¡cada día vivo
historias que quiero compartirte! Cada vez me acerco con
más gratitud a mi presente, y vislumbro mi futuro con nuevas
esperanzas y, aunque este sea el cierre de Cicatrices de un
propósito, creo profundamente que apenas estamos
comenzando. Faltan muchas vidas por inspirar, libros por
escribir y caminos de éxito por recorrer. También creo en
esto: en las promesas que se cumplen.
Cuando profesas una promesa debes estar dispuesto a
cumplirla, pues existe un poder que se desprende de la
persona que declara con fe lo que sucederá en el futuro, aun
cuando no lo perciba en el presente. ¿Recuerdas la promesa
que le hice a mi esposa en nuestro matrimonio? Aquella de
viajar por el mundo y celebrar nuestra luna de miel en
Venecia, ¿la recuerdas?
No te puedo decir que “hice algo” para que eso sucediera.
No hubo un contacto mágico o una estrategia precisa
empleada para cumplir dicha promesa, pero lo que sí hice fue
CREER. Me aferré apasionadamente a esas palabras y,
aunque no tenía ni idea de cómo sucedería, lo único que
sustentaba mi vida era la fe. Simplemente sabía que pasaría,
y así fue. Estuve en Rímini, Italia, con mi esposa y mis hijos
dictando tres conferencias para miles de empresarios y, al
finalizar, tomamos un tren rumbo a Venecia.
Nuestra habitación quedaba frente al Gran Canal, y allí,
junto a nuestros dos hijos, la promesa se cumplió. Paseamos
en góndola, tal como nos imaginábamos al conversar sobre
nuestros futuros viajes. En ese mismo lugar aproveché para
declarar nuevas promesas que, sin lugar a dudas, se
cumplirán, ¿cuándo? no tengo idea, pero CREO
fervientemente en que sucederán.
La verdad es que me siento feliz por todo lo que hemos
podido compartir hasta ahora. Pero, en este instante, quiero
que te detengas un momento y pienses en aquellas
promesas que has hecho y que aún las ves muy lejos,
incluso, en las que piensas que son imposibles de cumplir.
Piensa en ellas. Mi consejo para ti es que NO DEJES DE
CREER. Mantenlas vivas en tu corazón. Levanta en tu
interior una FE inquebrantable, aquella que abrirá puertas y
te inspirará a decir: ¡LO LOGRÉ!
Si no tienes promesas por cumplir, te animo a que ancles
tu vida a nuevas promesas y, al terminar la lectura,
comiences a caminar CREYENDO que aquello que
profesaste se convertirá en realidad. No te conformes ¡VE
POR MÁS!

Creo en el poder de dar


Atesoremos en nuestro corazón la premisa de que nunca
debemos dejar de sembrar, pues lo que hoy obtenemos es la
cosecha de muchos años de siembra. Hoy seguimos
aportando valor a la vida de miles, sin esperar nada a
cambio. Sin embargo, después de un tiempo dictando
conferencias gratuitas empezamos a optar por otras formas
para DAR. Descubrimos que existen fundaciones sin fines de
lucro, y otras de “lucro sin fin”. En ciertas ocasiones fuimos
víctimas de esas últimas, quienes se aprovecharon de
nuestro desinterés. Fue así como decidimos formar nuestra
propia fundación llamada IMPACTO. De seguro te
preguntarás: “¿Y por qué ese nombre?”.
Cierta vez, mi esposa y yo nos comprometimos a reunir
juguetes nuevos para regalarlos los 24 de diciembre en
barrios olvidados. No importaba qué tanto reuniéramos,
NUNCA sería suficiente. A pesar de que íbamos de manera
incógnita terminábamos huyendo de la comunidad una vez se
nos agotaban los regalos. Gran cantidad de niños corrían
detrás de la camioneta. Nunca me dolía tanto apretar el
acelerador, como en ese momento. ¡Qué sensación tan triste
al ver el retrovisor!
En una de esas escapadas, nos encontramos a dos
pequeños. Nos detuvimos con cuidado. Mi esposa abrió la
puerta del copiloto y les regaló una sonrisa. Ambos chicos se
quedaron paralizados; el hermanito mayor tomó al más
pequeño con fuerza y su mirada vacía se tornó amenazante.
Mi esposa les expresó unas palabras, pero no hubo
respuesta, no hubo sonrisas, no hubo miradas, solo un
silencio que aturdía.
Mi esposa tomó dos regalos, se los entregó y les dijo
palabras llenas de amor a cada uno. Ellos titubearon para
recibirlos, pero accedieron, y extendiendo sus manos se
aferraron a ellos.
—¿Quién mandó esto? —dijo el mayor.
—¡JESÚS! —contestó rápidamente Sandrita— Sí, Dios se
los envío y les mandó a decir que los ama mucho, que son
especiales para Él, y que siempre estará con ustedes.
Regresó el silencio, y solo bajaron sus miradas y las
clavaron en los regalos. Ya era tarde, así que le hice una
seña a mi esposa para retirarnos. Nos despedimos de los
niños mientras intentábamos no llorar.
Mi esposa estaba cerrando la puerta del auto cuando el
niño más pequeño la detuvo, la miró con lágrimas corriendo
por sus mejillas, y dijo: “¡DÍGALE A JESÚS QUE LO
QUIERO MUCHO!”. Justo en ese instante comenzó nuestra
Fundación IMPACTO.
Ahora son miles de juguetes, miles de personas se unen a
nosotros para dibujar sonrisas en Navidad. Muchos se ríen
diciendo que de nada sirve un juguete, pero créanme que
detrás de un juguete hay una ilusión, detrás de la ilusión hay
un sueño, y detrás de un niño soñador hay un hombre que
puede transformar el mundo.
Como Fundación tenemos alianzas efectivas con otras
instituciones, entre ellas la que más me apasiona es la
Fundación Más que una Sonrisa. Me siento honrado de
formar parte de quienes dedican su vida entera para ayudar a
dibujar sonrisas en miles de pequeños que nacieron con mi
condición. Dios nos ha permitido operar a varios pequeños, y
¿sabes qué?, ¡te doy una buena noticia!, en el momento que
adquiriste Cicatrices de un propósito hiciste un aporte
significativo para seguir operando a más niños. ¿Se siente
bien, verdad?, sin duda alguna DAR es mejor que recibir. Si
no lo crees pregúntaselo a un boxeador.

Creo en la familia
Después de que mi esposa dio a luz a nuestro primer hijo,
continuamos nuestros viajes juntos, pero esta vez, con una
maleta extra, un coche y muchos pañales. Observar los
rostros de las personas que me esperaban en los
aeropuertos era divertido, y otras veces, incómodo, pues
ellos no entendían por qué si habían contratado a un
conferencista este llegaba con su esposa y un bebé. Sandra
y yo, particularmente, decidimos ser diferentes. Ya era
costumbre para nosotros que en cada viaje alguien nos
dijera: “¡Qué lindo que anden en familia! Aprovechen todo lo
que puedan, porque cuando su hijo crezca y comience la
escuela ya no podrán viajar juntos”. Esa era una realidad que
nos golpeaba fuertemente, pues aunque no nos gustaban
esos comentarios sabíamos que algo así sucedería.
A medida que Juan Pablo iba creciendo, efectivamente
empecé a viajar solo. Recuerdo que en varias oportunidades
salía de casa hasta por 20 días. No había una sola noche en
la que no me sintiera mal, pues en mi interior había una lucha
que me confrontaba; saber que estaba parándome en un
escenario a inspirar a miles de personas, pero no ver a mi
esposa y a mi hijo en las butacas, me afectaba mucho. Fue
entonces cuando le pedí a Dios que me mostrara una forma
en la que pudiera inspirar junto a mi familia. Ya estaba
cansado de ver a conferencistas solitarios por el mundo, a
grandes hombres cuyas familias están en el anonimato, a
personajes persuasivos que lograban transformar a
multitudes, pero sus hogares permanecían destrozados. Me
negaba a esa realidad, y junto a mi esposa empezamos a
clamar a Dios y a creer que hallaríamos la solución.
Checho y Lina, aquellos que me prometieron hablar de mí
por el mundo, fueron quienes, en un desayuno, se
encargaron de contarme acerca del homeschooling; un
método de estudio que ellos usaban con sus hijos para
educarlos desde casa, o desde cualquier otro lugar.
Escucharlos para mí fue revelador. De inmediato llamé
emocionado a mi esposa y le conté lo que me habían dicho
mis amigos, y nos pusimos en la tarea de indagar sobre ese
modelo de educación. Al poco tiempo supimos que era lo que
necesitábamos.
Una vez tomada la decisión retiramos a Juan Pablo de la
escuela tradicional. Para él fue uno de sus días más felices,
pues desde que comenzó a estudiar ahí siempre decía que
con papá aprendía mucho más, y que la escuela le parecía
aburrida.
Después de un tiempo llegó a nuestro hogar otro motivo
de alegría, al que llamamos Juan Diego, y desde entonces,
cuando viajo a dar una conferencia, por cualquier parte del
mundo, mi esposa y mis dos hijos son el equipo que me
acompaña. Las maletas se multiplicaron, pero con ellas
también se multiplicó nuestra paz al saber que puedo mirar
de frente a mis niños y mostrarles que el propósito de papá
es familiar. Se siente muy bien decirles a mis hijos que nada
ni nadie les ha robado el tiempo que merecen de su papito.
Ellos aprenden con nosotros, con una tutora cuando estamos
en casa y con cada experiencia que viven en los lugares a los
que vamos. Ellos se están preparando para cumplir sueños y
no para cumplir horarios.
En ese punto no pretendo profundizar demasiado, pues
trato de ser congruente con mis palabras, y para el momento
que escribo este libro, Juan Pablo solo tiene cinco años y
Juan Diego apenas un año. El día que escriba sobre ese
modelo de educación será cuando mis hijos tengan los
suficientes resultados como para poder decir con autoridad:
¡ese es el camino!, y a su vez, enseñar a otros a cómo
transitarlo. Sin embargo, lo único que puedo decir es que no
tengo agendas personales; mi agenda es 100 % familiar y
eso me hace el hombre más feliz del mundo.

Creo en tomar la mano de la persona correcta


¿Recuerdan aquel momento oscuro del que hablé en el
capítulo uno, y que mi papá mencionó en el capítulo dos? Les
contaré qué sucedió.
Estaba en un momento de rebeldía, de querer llamar la
atención, de buscar toda la atención externa que, durante
muchos años, no tuve. En ese tiempo conocí a un grupo de
“amigos” que se acercaron a mí y me hicieron sentir tomado
en cuenta. En aquel período pensé que era un aprecio
genuino lo que ellos sentían por mí, pero en realidad ellos
buscaban la camioneta de mi padre, a la que yo tenía acceso
en ese entonces. Mi papá confiaba lo suficiente en mí como
para prestarme su único medio de transporte.
—¿Has fumado esto, Gustavo? —me preguntaron varios
chicos en una casa enorme en la que nos reuníamos varios
universitarios.
—¡Por supuesto! —respondí mientras las miradas de las
chicas y chicos que fumaban tranquilos estaban sobre mí.
En ese momento sentí nuevamente la angustia de volver a
ser señalado, y aquella noche comenzó un plan de
autodestrucción que yo mismo acepté. Fueron solo algunos
meses consumiendo drogas, pero los suficientes para
conocer ese mundo. Por mi parte, solo fumaba, y dentro de
mí decía que aquello que consumía era “natural”, por lo cual
podría controlarlo. Sin embargo, estaba dando pasos
agigantados hacia un gran abismo. Mi apariencia cambió y,
junto a ella, todo mi ser.
Un día mientras trabajaba con mi papá un policía me
detuvo. Íbamos de retorno a nuestra casa. Mi aspecto
descuidado era lo suficientemente sospechoso; me hizo
varias preguntas y nunca dejó de mirarme con suspicacia.
Aquel momento era el que mi padre estaba esperando para
abordarme. Por la rebeldía evitaba a toda costa hablar con mi
padre. La carretera parecía que no iba a terminar, así como
mi silencio. El pavimento, mi cabello largo o el paisaje me
ayudaban a evitar el contacto visual con él.
—¡Necesito hablarte, Gustavo! —lo miré en señal de
aprobación, pero sin dejar la altivez con mis gestos.
—No quiero que me niegue nada porque ya lo sé todo —
continuó mi padre—. Sé qué está haciendo, sé lo que está
consumiendo y sé que se está destruyendo.
—¿De qué me habla, papá? —intenté defender lo
indefendible.
—No me diga que no, por favor, que ya lo sé todo.
—¡¿Pero qué sabe?!
Sentí mucho miedo, pues pensé que mi papá explotaría de
rabia y que aquel día perdería cualquier privilegio que hasta
los momentos me había ganado gracias a mi trabajo, como el
apoyo en la universidad y el carro. Incluso pensé que me
botaría de la casa.
Al ver mi negativa mi papá detuvo la camioneta. En ese
instante imaginé lo peor, creí que me pediría que me bajara y,
en un acto de demostrar autoridad, me dejaría sin compañía
en aquella carretera solitaria.
—¿Sabes?, siempre me he sentido orgulloso de ti, hijo.
Cada vez que terminaba una cirugía era una gran alegría
para mí, pues te prometí cuando naciste que no descansaría
hasta verte bien. Cada vez que hablabas mejor me sentía
esperanzado y, ahora, tengo miedo porque siento que te
pierdo. ¿Te he fallado alguna vez?
—No papá, nunca —le contesté.
Mi papá es un hombre fuerte, y para aquel entonces no
era usual verlo llorar, pero mientras me hablaba su voz se
quebró, y con lágrimas en sus ojos me dijo:
—Permíteme terminar lo que comencé. En este momento
estás en un abismo, si das un paso más te vas a hundir, pero
detrás de ti estoy yo con mi mano extendida, si tomas mi
mano te prometo que no te dejo caer —extendió su mano
hacia mí—. Si tomas mi mano no te dejaré caer a ese
abismo, hijo.
Mi corazón explotó, mis lágrimas salieron y, sin decir más,
concluimos la conversación con un abrazo. Ese abrazo junto
a su llanto y sus palabras perfectas bastaron para olvidarme
por completo de ese mundo, y para volver a comenzar. ¡Qué
sería de mí sin mi padre!, sin aquella mano extendida que me
impidió continuar cayendo.
Quizás no estás en rumbos como en los que yo estuve por
esos meses, a lo mejor ni siquiera andas en caminos errados,
sin embargo, puede que frente a ti veas un abismo, y sientas
que estás por hundirte y no cuentas con esa mano extendida
con la que yo conté. Quiero que sepas que, al igual que yo, tú
también tienes un padre. Hoy Dios se acerca por medio de
estas líneas y te dice: “Sé que tienes sueños, sé que has
llorado y que sientes que no lo lograrás; si me das tu mano te
aseguro que no te dejaré caer. ¡Ven a mí, vamos a hacer esto
juntos!”.
Si puedo resumir este libro en una frase sería en la
siguiente petición: toma la mano de tu Padre y camina junto a
Él, solo así podrás ver el brillo de tu propósito resplandecer.
Solo así podrás ver tus cicatrices con gratitud, y cumplir tu
plan de vida.
La mano extendida de mi padre fue suficiente para que mi
vida diera un nuevo giro. Gracias a eso, entendí, además,
que solo teniendo a un padre amoroso de nuestro lado,
podemos estar tranquilos y transitar seguros en nuestro
camino del éxito. Y no me refiero solo a un papá terrenal,
pues tristemente muchos no cuentan con la bendición que yo
tuve de tener un hombre con tal sabiduría como la de
Gustavo Henao, mi padre. Me refiero también a ese Padre
celestial que nos extiende su mano a diario y nos invita a
caminar junto a Él.

Creo en Jesucristo
No ha sido mi intención hacer de este libro una “guía
espiritual”, o una especie de doctrina religiosa, pero a estas
alturas te has dado cuenta de que me es imposible hablar de
mi vida sin mencionar constantemente a quien la sostiene.
En un tiempo clave de mi vida tomé la mano de mi papá, y
en el momento más crucial de mi existencia, en aquella
habitación de un humilde hotel, tomé la mano de quien antes
de nacer ya me conocía y, desde ese instante, mis cicatrices
tienen un propósito.
No es difícil creer en Jesucristo, lo que sí es difícil es tener
la humildad de SEGUIRLO. ¿Por qué esos miles que
comieron los panes y los peces no terminaron siendo
discípulos portadores de su mensaje?, porque muchos
quieren el milagro, pero no quieren al Dios que hace los
milagros. “Ora por mí”, me dice mucha gente que desea que
Dios les haga un milagro, pero cuando les menciono que el
más grande milagro es la salvación y que solo siguiéndolo a
Él podrán sentirse verdaderamente completos, entonces, el
mensaje deja de ser atractivo. Creo en Jesucristo, pero más
que solo creerle le quiero seguir; anhelo seguir siendo un
portavoz de su Palabra como hasta ahora lo he sido.
A mi hijo Juan Pablo le encanta un artista al que se le
conoce como Redimi2. Él, en una de sus canciones, resume
lo que pienso de Jesús. Parte de letra de esa canción dice:
El líder más grande que haya existido, el Rey más
humilde que he conocido, el Hombre más influyente,
verdaderamente Salvador, deseado, prometido. Ni
siquiera mi canción lo puede describir, para
entenderlo TÚ lo tienes que seguir. Tuvo que morir y
volver a vivir para darnos razón de existir.
Crucifixión, resurrección, sangre derramada por mi
redención; sufrió la peor humillación pero ahora tiene
la mayor exaltación. La muerte no pudo con su
perfección, su nombre es sinónimo de salvación, su
reino es más grande que la religión, su hazaña no
tiene comparación.
En la tumba de Mahoma están los huesos de
Mahoma, en la tumba de Buda están los huesos de
Buda. No hay ídolo que haya resucitado todavía,
solo Cristo al tercer día dejó la tumba vacía. La
ciencia podrá negar su existencia, podrá decir que
nuestra FE en Jesús es ignorancia, pero no podrán
borrar lo que Él hizo en mi ser, jamás podrán lograr
que en Él yo deje de creer...
En el nombre de Jesús – Redimi2

Sea que te guste o no ese estilo de música, te invito a


escuchar la canción completa; reflexiona y medita un
momento en la profundidad de su letra.
No pretendo que otros crean en lo que creo, pues ese
trabajo no me corresponde a mí. No obstante, no podría
escribir mi primer libro negando la realidad de lo que soy, y
por quien he logrado lo que hasta ahora tengo. Muchos
speakers me piden consejos de cómo lograr llegar lejos con
sus conferencias; desean recorrer el mundo entero y ser
escuchados, ellos están dispuestos a hacer todo lo que yo les
diga. Si les recomiendo ejercicios para realizar grandes
discursos estoy seguro de que los harían, si les doy
estrategias de mercadeo las seguirán al pie de la letra, pero
si les digo que la clave está en Jesús, que solo de la mano de
Dios se puede tener una vida plena y que el propósito solo
será grande si nuestra humildad ante Él es grande, entonces,
quizás, mis consejos y mis recomendaciones parecerán
utópicas. Probablemente tratarán de buscar otras verdades
que se acomoden más a lo que se niegan a renunciar.
Lo mismo sucede con emprendedores y con personas que
quieren llevar su vida a otro nivel. Muchos quieren conseguir
en el humanismo la respuesta para la felicidad y para
conseguir su propósito, pero huyen de la verdad. Sea que me
creas o no, hay una verdad que no se podrá negar y es que
la historia se dividió antes de Cristo y después de Cristo. Sus
hechos transformaron a toda la humanidad. Creo que es una
buena razón para permitir que nuestra vida también tenga un
antes y un después de Cristo.
¿Pensaste que al referirme a las Cicatrices de un
propósito me refería solo a mí? No es así. En
realidad, solo tomé la analogía de mis cicatrices
como un ejemplo que te inspirara a leer, pero el
“espacio vacío” que le da brillo a este libro, la
esencia intangible de cada línea, está en las
cicatrices de aquel que ha cumplido el más
grande propósito de la historia: ¡JESUCRISTO!

Fueron sus llagas, las marcas en sus manos, su herida en


un costado; fueron las cicatrices de todo su cuerpo las que
hicieron que el PROPÓSITO de salvación se hiciera una
realidad. Por esas marcas tú y yo podemos tener acceso a
una eternidad. Créeme, mi querido amigo, lo que vivimos es
momentáneo, pero en lo que creemos tendrá una
consecuencia eterna.
Respeto profundamente todas las manifestaciones de fe.
Creo que el hecho de que alguien sienta la necesidad de
creer en algo superior a ellos ya es una muestra absoluta de
humildad, pero también es cierto que si vamos a poner
nuestra eternidad en manos de alguien, sería inteligente
dejarla en manos de un Ser Eterno.
En mi búsqueda incansable de respuestas me topé con
muchos líderes espirituales y guías de tilde “sobrenatural”
que le han dado a la humanidad una “opción” de fe. Sin
embargo, todos ellos tienen una tumba, y allí dentro están los
restos de quienes en vida, seguramente, fueron sabios y
“buenos”. No obstante, eso no les permitió vencer la muerte.
Jesús, en cambio, no solo nos dejó un modelo de vida
intachable, sino que Él mismo se convirtió en el ÚNICO
CAMINO a la eternidad. En su resurrección nos dejó claro
que Él está vivo, y que quiere vivir en un lugar muy especial:
¡tu corazón!

Creo en el poder de la oración


Mi mamá oraba por mí antes de entrar a cada cirugía. Me
enseñó que los cirujanos solo son la mano de Dios. Mis
padres oran juntos cada día por toda la familia. Mi esposa,
mis hijos y yo tomamos un espacio de nuestro día para
agradecer por todo lo que tenemos, y para pedir por lo que
queremos. Tengo un equipo disperso por todo el mundo que
ora por cada conferencia que doy y por cada palabra que
sale de mi boca. La oración tiene un poder impresionante, y
es por eso que desde que empezaste a leer este libro tú y tu
familia están cubiertos en oración. Hay una cantidad de
personas que en este mismo instante están orando por ti.
Nos hemos puesto de acuerdo en orar para que todo aquel
que lea este libro empiece a vivir una vida fuera de serie,
para que su propósito se consolide a pasos agigantados, y
para que aquellos que ya tienen claro su objetivo de vida
pasen a nuevos niveles.
Mi familia, un equipo de personas de oración que no se
rinden, y yo, estamos creyendo que al finalizar este libro tu
vida no será la misma. Tus cicatrices se convertirán en la
esencia de tu propósito, y tus decisiones, a partir de hoy, van
a tener consecuencias eternas que arroparán a todos los
tuyos.
La fe que se ha producido en ti al leer estas líneas causará
sanidad, liberación, nuevos comienzos, puertas abiertas que
nadie podrá cerrar. ¡Algo está por suceder en tu vida! Este no
es un libro de “superación”, es un libro de
TRANSFORMACIÓN.
Levanta tu mirada al cielo, da un paso de fe; ¡atrévete a
desafiar tus miedos! Perdona, agradece tus cicatrices,
avanza, no te permitas renunciar, porque, al igual que el
nombre de este último capítulo, ¡para ti APENAS ES EL
COMIENZO!

Ejercicios prácticos

Hagamos algo juntos: ¡impactemos, sé mi cómplice!


Creo que a estas alturas sabrás que este libro puede
transformar la vida de cualquiera, y también sé que vas a
querer guardar para ti este ejemplar. Lo que te pido es que
busques un nuevo ejemplar y le realices una dedicatoria al
inicio. Escribe algo que salga de ti, y conviértete en mi
coautor. Compra un pequeño chocolate o un detalle adicional
y obséquiaselo a alguien; debes ser ingenioso con el detalle y
con la forma de entregarlo.
Quizás te animes a regalárselo a alguien que no conoces.
Quizás te encuentres en la calle, en un banco, en el tren, en
un aeropuerto, en un mercado o donde quiera que vayas a
una persona a la que le puedes cambiar la vida —como nos
sucedió a mi esposa y a mí con Dios en Acción—.
Si deseas compartir lo que hiciste, e inspirar a otros, no
olvides contarnos a través de tus redes con el hashtag:
#CicatricesDeUnPróposito

¡Hagámoslo juntos!

1
El término paisa, es el apócope de “paisano”. En Colombia, es una
denominación para referirse a los habitantes de Antioquia, Risaralda, Quindío,
Caldas.
ANEXOS

EN MIS PRIMEROS DÍAS DE NACIDO. LUGAR |


AGUADAS, CALDAS, COLOMBIA .
JUNTO A MIS PADRES Y HERMANAS, POCO TIEMPO
DESPUÉS DE MI NACIMIENTO.
EN LOS BRAZOS DE MI MADRE.
AQUÍ MIS PADRES ME ENTREGARON LAS MEDALLAS DE
EXCELENCIA Y DE VALORES.
INTERPRETANDO LA FONOMÍMICA
INTERPRETANDO LA FONOMÍMICA DE MI CACHARRITO,
EN MI ESCUELA PEDRO JOSÉ RIVERA MEJÍA.
EN EL CAMPEONATO REGIONAL DE ORATORIA, EN EL
CUAL GANÉ EL PRIMER LUGAR.
RECIBIENDO LA CONDECORACIÓN POR OBTENER EL
MEJOR ÍNDICE ACADÉMICO DE MI PROMOCIÓN,EN LA
CARRERA DE CONTADURÍA PÚBLICA.
MIS PADRES, MIS HÉROES; LOS AUTORES DE LA
HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA.
MI HERMOSA FAMILIA
JUNTO A MI AMADA ESPOSA, SANDRA,
Y A MIS PRECIOSOS HIJOS, JUAN PABLO Y JUAN
DIEGO.
AQUÍ LE CUMPLÍ LA PROMESA A MI ESPOSA DE QUE
IRÍAMOS A VENECIA, ITALIA.
ENTRENANDO A UN GRUPO DE CONFERENCISTAS
CERTIFICADOS CON NUESTRO MÉTODO:
CERTIFICACIÓN SPEAKERS.
EN UNA JORNADA QUIRÚRGICA PARA NIÑOS CON
LABIO Y
PALADAR HENDIDO, CON LA FUNDACIÓN IMPACTO Y
LA
FUNDACIÓN MÁS QUE UNA SONRISA.
ENSEÑANDO A MILES DE EMPRESARIOS EN
MEDELLÍN, COLOMBIA.
CERTIFICANDO A CONFERENCISTAS
DANDO UNA CONFERENCIA A MILES
DE EMPRESARIOS EN RÍMINI, ITALIA.
HABLANDO ANTE MILES DE PERSONAS
SOBRE EL PODER DEL PROPÓSITO, EN CALI,
COLOMBIA.
DICTANDO UNA CONFERENCIA A MÁS DE 4.000
EMPRENDEDORES
EN BUENOS AIRES, ARGENTINA.
HABLANDO SOBRE LA ACTITUD A GRANDES
EMPRESARIOS DE VALENCIA, VENEZUELA.
INSPIRANDO EN MONTEVIDEO, URUGUAY.
CONTANDO MI HISTORIA E INSPIRANDO A CASI 8.000
EMPRESARIOS EN EL FAMOSO POLIEDRO DE
CARACAS.
COMPARTIENDO CON MILES DE EMPRESARIOS EN
TIJUANA, MÉXICO
INSPIRANDO EN MADRID, ESPAÑA .
ENSEÑANDO SOBRE LIDERAZGO INSPIRADOR, A MILES
DE EMPRESARIOS COLOMBIANOS.

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