San Pablo - Karen Armstrong
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Karen Armstrong
San Pablo
El apóstol más incomprendido
ePub r1.0
diegoan 28.10.2020
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Título original: St. Paul – The Apostle We Love to Hate
Karen Armstrong, 2015
Traducción: María Belmonte Barrenechea
Editor digital: diegoan
ePub base r2.1
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Para Jenny Wayman
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Introducción
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insurgentes, era un poderoso elemento disuasorio. La exhibición pública
de la víctima, con el cuerpo desgarrado colgando en un cruce de caminos o
en un teatro para servir de alimento a las aves de presa o a los animales
salvajes, era la prueba del despiadado poder de Roma[2]. Treinta años antes
de la muerte de Jesús, el gobernador de Siria, P. Quintilio Varo, tras
aplastar las revueltas que estallaron al morir el rey Herodes el Grande,
había ordenado la crucifixión simultánea de dos mil rebeldes fuera de las
murallas de Jerusalén[3]. Cuarenta años después de la muerte de Jesús,
durante los últimos días del asedio romano de Jerusalén (70 d. C.), los
hambrientos desertores que trataban de huir de la ciudad sitiada, a un
promedio de quinientos al día, eran azotados, torturados y crucificados. El
historiador judío Josefo, testigo presencial, dejó un registro del espantoso
espectáculo: «Los soldados, llenos de rabia y odio, se divertían
crucificando a los prisioneros en diferentes posturas; y tan grande era su
número que resultaba imposible encontrar espacio para las cruces o cruces
para los cuerpos»[4].
Una de las cosas más terribles de la crucifixión era que la víctima no
podía recibir sepultura digna, desgracia de una magnitud tan grande que
puede resultar difícil de apreciar en nuestra época. Se solía dejar con vida a
la víctima para que fuera picoteada por los cuervos. En Judea, si se
convencía a los soldados de que cumplieran la ley judía según la cual un
cuerpo debía ser enterrado inmediatamente después de su fallecimiento, lo
podían dejar en una tumba poco profunda donde sería devorado al punto
por los perros salvajes que habrían estado rondando hambrientos en torno
al moribundo. Pero desde una fecha muy temprana los discípulos de Jesús
estaban convencidos de que este había recibido digna sepultura y
posteriormente los autores de los cuatro evangelios desarrollarían una
elaborada teoría para explicar cómo habían logrado el permiso de las
autoridades romanas[5]. Este fue un elemento crucial del cristianismo
primitivo[6].
La muerte atroz de Jesús sería fundamental en la visión política y
religiosa de Saulo de Tarso, el primer autor cristiano cuyos textos han
sobrevivido. Pablo era su nombre romano. En Occidente hemos excluido
deliberadamente la religión de la vida política y consideramos la fe un
asunto esencialmente privado. Pero se trata de una actitud moderna que
data del siglo XVIII e incomprensible para Jesús y Pablo. El
comportamiento de Jesús en el templo no fue, como se suele asumir, un
alegato a favor de un culto más espiritual. Mientras arremetía contra los
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puestos de los cambistas, citaba a los profetas hebreos y repetía sus duras
palabras dirigidas a quienes eran escrupulosos en sus devociones pero
ignoraban la situación de los pobres, los vulnerables y los oprimidos.
Durante casi quinientos años Judea fue gobernada por un emperador
tras otro y el templo, el lugar más sagrado para los judíos, se había
convertido en un instrumento de control imperial.
Los romanos llevaban gobernando Judea desde el año 63 a. C.
ayudados por la aristocracia sacerdotal, que recaudaba los tributos
arrancados en especie al pueblo y se guardaban en el recinto del templo.
Con los años esta colaboración desprestigió hasta tal punto a la institución
que los campesinos se negaron a pagar el diezmo al templo[7]. En Qumrán,
junto al mar Muerto, los miembros de una secta judía estaban tan
disgustados por la corrupción de sus más sagradas instituciones que se
retiraron de la sociedad, convencidos de que muy pronto Dios destruiría el
templo y lo sustituiría por un lugar sagrado sin mancillar por manos
humanas. De modo que Jesús no era el único que consideraba el templo
una «guarida de ladrones», y su violenta demostración, que posiblemente le
costó la vida, habría sido considerada por las autoridades una amenaza
contra el orden político.
Galilea, el escenario de la misión de Jesús en el norte de lo que hoy es
el estado de Israel, era el hogar de una sociedad traumatizada por la
violencia del imperio. Nazaret se encontraba solo a pocos kilómetros de
Séforis, ciudad que las legiones romanas habían arrasado hasta los
cimientos durante los disturbios ocurridos a la muerte de Herodes.
Herodes Antipas, sexto hijo de Herodes el Grande, gobernó la región en
nombre de Roma y financió su amplio programa de construcciones
mediante la recaudación de elevados impuestos sobre las cosechas, el
ganado y el trabajo, expropiando entre el 50 y el 66 por ciento del
producto de los campesinos. El impago de los tributos exigidos estaba
castigado con la confiscación y venta judicial de la tierra, que pasaba a
engrosar el patrimonio de la aristocracia herodiana, así como el de los
banqueros y burócratas que acudían en masa a la región para hacer
fortuna[8]. Cuando perdían las tierras que habían pertenecido a su familia
durante generaciones, los campesinos más afortunados trabajaban en ellas
como siervos; otros se veían forzados al bandidaje o a realizar trabajos
serviles. Puede que fuera esto lo que le sucediera al padre de Jesús, José el
carpintero.
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Hacia el año 28 d. C., grandes multitudes acudían en tropel desde
Judea, Jerusalén y sus alrededores para escuchar la ardiente predicación de
Juan el Bautista junto al río Jordán. Envuelto en ásperas pieles de camello
que recordaban el atuendo del profeta Elías, Juan les animaba a recibir el
bautismo como prueba de arrepentimiento y acelerar así la llegada del
Reino que Dios iba a establecer en sustitución de los crueles gobernantes
de la época. No se trataba de un mensaje puramente espiritual. Cuando
miembros de la aristocracia sacerdotal y sus criados acudieron a recibir el
bautismo, Juan les recriminó llamándoles «camada de víboras»; el día del
Juicio Final no se salvarían simplemente por ser descendientes de
Abraham[9]. En Israel, la inmersión ritual significaba desde hacía largo
tiempo no solo una purificación moral, sino también un compromiso
social con la justicia. «Vuestras manos están manchadas de sangre», había
dicho el profeta Isaías a la clase dirigente de Jerusalén en el siglo VIII a. C.
«¡Lavaos, limpiaos! ¡Apartad de mi vista vuestras obras malvadas! ¡Dejad
de hacer el mal! ¡Aprended a hacer el bien! ¡Buscad la justicia y reprended
al opresor! ¡Abogad por el huérfano y defended a la viuda!»[10]. Los
sectarios de Qumrám realizaban frecuentes abluciones, tanto como rito de
purificación que como compromiso político «para rendir justicia a los
hombres» y «para odiar a los injustos y combatir al lado de los justos»[11].
Pero Juan ofrecía el bautismo no solo a las élites, sino también a la gente
común. Cuando estas personas empobrecidas y endeudadas le preguntaban
qué debían hacer, él les decía que compartieran lo poco que tenían con
aquellos que aún estaban en una situación peor. Una ética que se
convertiría en un elemento fundamental del movimiento de Jesús: «El que
tiene dos camisas debe compartir con el que no tiene ninguna y el que
tiene comida debe hacer lo mismo»[12].
Jesús fue uno de los bautizados por Juan; se dice que cuando emergió
del agua el Espíritu Santo descendió sobre él y se oyó una voz del cielo
proclamar: «Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo»[13].
Tras el bautismo, los prosélitos de Jesús exclamaban en voz alta que
también ellos se habían convertido en hijos de Dios y en miembros de una
comunidad en la que todos eran considerados iguales. El Espíritu sería
crucial en este movimiento primitivo; no se trataba de un ser divino
independiente, sino de un término utilizado por los judíos para denotar la
presencia y el poder de Dios en la vida humana. Cuando Juan fue detenido
por Antipas en el 29 d. C., Jesús inició su propia misión en Galilea,
«armado con el poder del Espíritu»[14]. Las muchedumbres se apiñaban en
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torno a él, como habían hecho con Juan, para escuchar su inesperado
mensaje: «El Reino de Dios está cerca»[15]. Su llegada no estaba
programada para un futuro lejano; el Espíritu, esa presencia activa de Dios,
era evidente ahora en los milagros curativos de Jesús. Allá donde mirara
veía gentes agotadas, maltratadas y doblegadas. «Tuvo compasión de ellas
porque estaban agobiadas [eskulemenoi] y desamparadas [errimmenoi],
como ovejas sin pastor»[16]. Los verbos griegos elegidos por el evangelista
tenían las connotaciones políticas y emocionales de estar «oprimido» por
la rapiña imperial[17]. Estaban hambrientos, físicamente enfermos,
psicológicamente perturbados y probablemente sufriendo los efectos del
duro trabajo, las malas condiciones sanitarias, la sobrepoblación, las deudas
y la aguda ansiedad experimentada por las masas en las economías agrarias
premodernas[18]. En las parábolas de Jesús vemos una sociedad en la que
ricos y pobres están separados por un abismo infranqueable; en la que las
personas están abrumadas por préstamos, por fuertes deudas y acosadas
por terratenientes sin escrúpulos; y en la que los desposeídos se ven
obligados a contratarse como jornaleros[19].
Resulta casi imposible construir una imagen precisa del Jesús histórico.
Pablo, que escribió veinte años después de su muerte, fue el primer
escritor cristiano cuyos textos han sobrevivido, aunque apenas nos dice
nada sobre los primeros años de la vida de Jesús. Los cuatro evangelios
canónicos fueron escritos mucho más tarde —el de Marcos a finales de los
años 60 del siglo I d. C., los de Mateo y Lucas en los años 80 y 90, y el de
Juan aproximadamente en el año 100—, y todos ellos se vieron
profundamente afectados por la Guerra de los Judíos (66-73 d. C.), que
tuvo como consecuencia la destrucción de Jerusalén y su templo. Al vivir
en uno de los periodos más violentos de la historia judía, tan terrible que
parecía el fin de los tiempos, los evangelistas se esforzaron por dotar de
sentido al espantoso número de víctimas, a la destrucción masiva y al
sufrimiento y duelo generalizados. Al hacerlo así introdujeron al parecer
un elemento ardiente y apocalíptico en sus evangelios que quizá no estaba
presente en las enseñanzas originales de Jesús. Los estudiosos han
observado que Mateo y Lucas basaron sus relatos no solo en las
narraciones de Marcos, sino también en otro texto que no ha sobrevivido y
que citaban casi al pie de la letra. Los eruditos denominan a este evangelio
perdido «Q», del alemán Quelle («fuente»). No sabemos exactamente
cuándo fue escrito, pero como no hace ninguna referencia a la Guerra de
los Judíos, posiblemente fue recopilado en Galilea antes del año 66 y pudo
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haber sido puesto por escrito en los años 50, mientras Pablo estaba
dictando sus propias cartas al escriba. A diferencia de los evangelios
canónicos, Q no cuenta la historia de la vida de Jesús, sino que es una
recopilación de sus palabras. Por lo tanto, tenemos en Q una fuente que
puede acercarnos a lo que Jesús dijo a la afligida población de Galilea.
En el núcleo de este protoevangelio se encuentra el Reino de Dios[20].
No se trataba de un impactante apocalipsis que descendía de las alturas,
sino de una revolución en las relaciones sociales de la comunidad. Si las
personas establecieran una sociedad alternativa más cercana a los principios
divinos contenidos en la ley judía, podrían acelerar el momento en que
Dios intervendría para cambiar la situación de los seres humanos. En ese
Reino, Dios sería el único gobernante, de modo que no habría César, ni
procuradores ni Herodes. Para que el Reino se hiciera realidad en las
desesperadas condiciones en que vivían, la gente debía comportarse como
si el Reino ya hubiera llegado[21]. A diferencia de lo que sucedía en la
Galilea herodiana, los beneficios del Reino de Dios no estarían limitados a
una élite privilegiada, sino que estarían a disposición de todos,
especialmente de los «desposeídos» y de los «mendigos» (ptochos) a
quienes el régimen actual había abandonado[22]. No debes invitar a un
banquete solo a tus vecinos ricos, dijo Jesús a su convidado a cenar. «No,
cuando des un banquete, invita a los pobres, a los inválidos, a los ciegos, a
los cojos». Y las invitaciones debían hacerse «en las calles y callejones del
pueblo» y «en los caminos y las veredas»[23]. Era un mensaje políticamente
incendiario: en el Reino los últimos serán los primeros, y los primeros los
últimos[24].
En este Reino, predicaba Jesús, los seres humanos deben amar incluso a
sus enemigos y prestarles ayuda moral y práctica. En lugar de tomar
crueles represalias por las injurias, como hacían los romanos, deben vivir
de acuerdo a la Regla de Oro: «Si alguien te pega en una mejilla, vuélvele
también la otra. Si alguien te quita la camisa, no le impidas que se lleve
también la capa. Dale a todo el que te pida, y si alguien se lleva lo que es
tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás tal y como queréis que ellos os
traten a vosotros»[25]. La oración del Señor es la oración del Reino,
musitada por aquellos que solo esperan poder comer ese día, que sienten
terror de endeudarse y ser arrastrados ante el tribunal que les confiscaría
sus pobres pertenencias:
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Danos cada día nuestro pan cotidiano. Perdónanos nuestros
pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que
nos ofenden. Y no nos metas en tentación[26].
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ayuda mutua era tanto un Camino de Salvación como una Forma de
Supervivencia[31].
No se trataba de un programa social disfrazado de religión; los
hombres y mujeres de la Antigüedad no concebían lo secular tal como
nosotros lo conocemos. Todas las grandes tradiciones espirituales han
insistido en que lo que nos aparta de la iluminación es el egoísmo y la
egolatría; también decían que una preocupación real por los demás (no
solo por quienes pertenecen a tu clase o te resultan simpáticos) era la
prueba de una auténtica espiritualidad. Al hacer el esfuerzo heroico de
compartir sus magros recursos, contener la ira y el deseo de venganza, y
atender a los demás incluso cuando ellos mismos se encontraban
debilitados, Jesús y los prosélitos de Pablo, más tarde, se estaban
sistemáticamente destronando a sí mismos del centro de su mundo y
colocando en él a los demás. Así alcanzaban ese estado de altruismo que
otros han buscado en el yoga, cuyo objetivo es extraer el «yo» de nuestro
pensamiento y conducta, esa autoobsesión que limita nuestra humanidad y
nos impide alcanzar la trascendencia conocida como Brahmán, Tao,
Nirvana o Dios.
Pero Jesús sabía que algunas personas reprobarían su programa e
incluso lo considerarían sedicioso. Advirtió a sus discípulos que
enfrentaría a las personas entre sí y dividiría las familias[32]. En la Palestina
romana, cualquiera que le siguiera tendría que estar preparado para el
suplicio de la cruz[33]. Sus enseñanzas no eran fáciles: no todos estaban
dispuestos a amar a sus enemigos, a abandonar a su familia si fuera
necesario y a dejar que los muertos entierren a sus propios muertos[34]. Las
partes finales de Q muestran que los enviados de Jesús encontraron
oposición y rechazo, especialmente de aquellos que temían o dependían del
sistema de Herodes[35]. Cuando Jesús llegó a Jerusalén para proclamar el
Reino y denunció la extorsión e injusticia de la aristocracia sacerdotal, fue
ejecutado como un disidente.
La crucifixión podría haber supuesto el final del movimiento de Jesús.
Pero algunos miembros de su círculo íntimo, que al parecer huyeron de
Jerusalén y regresaron a Galilea después de su arresto, tuvieron
asombrosas visiones de su cuerpo destrozado y sangrante vuelto a la vida,
puesto en pie y triunfante a la derecha del trono de Dios en el Paraíso. Eso
significaba que Dios había elegido a Jesús como el Mesías, el descendiente
«ungido» del Rey David que establecería el Reino de Dios en el que
imperaría la justicia. El primero que vio a Jesús resucitado fue Simón,
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también llamado Pedro o Cefas («Piedra»); luego Jesús se apareció a un
grupo de discípulos conocido desde entonces como los Doce y más tarde a
una multitud de más de quinientos de sus prosélitos; por último se
apareció a su hermano Jacobo[36]. Estas extraordinarias visiones iban
acompañadas de una manifestación del Espíritu Santo, la cual transmitía
valor a estos atemorizados hombres para hacer público el mensaje de Jesús,
pronunciando inspiradas profecías y realizando curaciones milagrosas,
convencidos de que esta era la nueva era que el profeta Joel había previsto:
En el pasado, los profetas solían ser aristócratas de la corte real, pero ahora
el Espíritu Santo inspiraba a humildes miembros de la sociedad —
pescadores, carpinteros, artesanos y campesinos— para comunicar a sus
hermanos israelitas que Jesús, el Mesías, volvería pronto para instaurar el
Reino de Dios. Su resurrección no era un acontecimiento mítico de un
lejano pasado; el ensalzamiento de Jesús había sido presenciado por
cientos de personas perfectamente sanas y cuerdas.
En la Antigüedad el término hebreo mesías se aplicaba a cualquiera —
rey, sacerdote o profeta— que había sido ungido con aceite en una
ceremonia para encomendarle una tarea divina. Pero cuando Israel cayó
bajo el dominio del imperio, el término comenzó a adquirir un significado
totalmente distinto a medida que la gente esperaba la llegada de una clase
diferente de rey, un hijo de David dotado de rectitud moral y sabiduría
para restaurar la dignidad perdida de Israel. Según los salmos de Salomón,
el Ungido liberaría al pueblo judío, denunciaría a los funcionarios
corruptos, expulsaría a todos los pecadores extranjeros y reinaría en
Jerusalén, que volvería a ser de nuevo una ciudad santa, atrayendo a gentes
«desde los confines de la tierra»[38]. Este texto fue escrito en Jerusalén
durante el siglo I a. C., pero había sido traducido al griego y fue
ampliamente leído en la diáspora, cuando los judíos que vivían bajo la
ocupación romana esperaban la llegada del Mesías (Christos en griego).
Todo ello era, evidentemente, un potencial sedicioso; sería incluso más
subversivo si el hombre reverenciado como el Cristo había sido ejecutado
por un gobernador romano.
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Q no menciona ni la muerte de Jesús ni su resurrección; quizá la
comunidad Q no soportaba pensar en su crucifixión ni sabía nada sobre las
apariciones tras la resurrección o las desaprobaban. Continuaron su
misión, pero parece que desaparecieron durante el caos de la Guerra de los
Judíos. Para los Doce, sin embargo, la muerte de Jesús no era algo a
encubrir porque tenía poder salvador. En el judaísmo se decía que un
mártir había muerto por los «pecados» de Israel. Ello no significaba las
faltas de israelitas concretos, sino el fracaso general de un pueblo a la hora
de cumplir los divinos mandamientos y sus responsabilidades sociales;
faltas que Dios había castigado con una catástrofe política. La disposición a
morir por esos principios convertía al mártir en un modelo a seguir. El
martirio de Jesús, por lo tanto, era un acicate para pasar a la acción y un
estímulo para acelerar la llegada del Reino de Dios.
Así que después de tener una visión que transformó sus vidas, los Doce
abandonaron Galilea y regresaron a Jerusalén, donde, según los profetas, el
Mesías instauraría la nueva era[39]. En los atestados suburbios de la parte
baja de la ciudad, los Doce predicaron la buena nueva a comerciantes,
trabajadores, porteadores, carniceros, tintoreros y muleros, «las ovejas
perdidas del pueblo de Israel»[40]. En un entorno urbano que resultaba
bastante ajeno a aquellos campesinos desarraigados, trataron de reproducir
las comunidades alternativas que Jesús había establecido en los pueblos de
Galilea:
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llevar el evangelio no solo a las ovejas descarriadas de Israel, sino también a
los paganos.
Publiqué mi primer libro sobre Pablo en 1983, al principio de mi
carrera como escritora. The First Christian [El primer cristiano] formaba
parte de una serie de televisión de seis capítulos, escrita y presentada por
mí. Al iniciar el proyecto pensé que era mi oportunidad para demostrar
cómo Pablo había dañado al cristianismo y destruido las bondadosas
enseñanzas originales de Jesús. Pablo es el apóstol más incomprendido; ha
sido tachado de misógino, de defensor de la esclavitud, de ser un
autoritario violento y profundamente hostil a los judíos y el judaísmo. Sin
embargo, cuando comencé a estudiar sus escritos situados en el contexto
del siglo I d. C., no tardé en darme cuenta de que era una visión
insostenible. De hecho, mientras seguía sus pasos durante la filmación, no
solo empecé a admirarle, sino también a sentir una fuerte afinidad con este
hombre difícil, brillante y vulnerable.
Una de las cosas que descubrí fue que Pablo no escribió todas las cartas
que se le atribuyen en el Nuevo Testamento. Los expertos solo consideran
auténticas siete de ellas: la 1.ª a los tesalonicenses, la 1.ª a los gálatas, la 2.ª a
los corintios, filipenses, Filemón y romanos. El resto, a los colosenses,
efesios, 2.ª a los tesalonicenses, 1.ª y 2.ª a Timoteo y Tito conocidas como
cartas deuteropaulinas, fueron escritas en su nombre tras su muerte,
algunas tan tarde como el siglo II d. C. No se trataba de falsificaciones tal
como nosotros lo entendemos; en la Antigüedad era común escribir bajo
el seudónimo de un sabio o filósofo admirado. Estas epístolas póstumas
trataban de suavizar y hacer que las radicales enseñanzas de Pablo
resultaran más aceptables para el mundo grecorromano. Eran estas últimas
cartas las que insistían en que las mujeres debían someterse a sus maridos y
que los esclavos tenían que obedecer a sus amos. Fueron ellas las que
espiritualizaban la condena de Pablo a los «dirigentes de este mundo»
afirmando que eran poderes demoníacos y no la aristocracia gobernante
del Imperio romano.
Es interesante que algunas teólogas feministas encuentren este
argumento un mero pretexto; parecen sentir una fuerte necesidad de
culpar a Pablo de la larga tradición de misoginia cristiana. Pero resulta
irracional que un estudioso cierre los ojos ante datos totalmente
convincentes que muestran la imposibilidad de que Pablo escribiera estos
textos tardíos. Aborrecer a Pablo parece más importante que limitarse a
valorar su obra. De hecho, como han demostrado estudios recientes, Pablo
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adoptó una actitud radical sobre tales cuestiones, lo cual le convierte en
una figura relevante hoy en día. Para empezar, expertos como Richard
A. Horsley, Dieter Georgi y Neil Elliott han demostrado que, al igual que
Jesús, él se opuso durante toda su vida a la injusticia del Imperio romano.
En el mundo premoderno, todas las civilizaciones sin excepción estaban
basadas en un excedente de la producción agrícola que era arrebatado por
la fuerza a los campesinos, quienes se veían abocados a una mera
subsistencia. Por lo tanto, durante cinco mil años, aproximadamente el 90
por ciento de la población se vio reducida a la servidumbre para mantener
así a una pequeña clase privilegiada de aristócratas y sus criados. No
obstante, los historiadores sociales ponen de manifiesto que sin este
injusto arreglo es improbable que la especie humana hubiera avanzado más
allá de un nivel primitivo, ya que creaba una clase privilegiada con tiempo
libre para desarrollar las artes y las ciencias esenciales para el progreso. Y
por muy paradójico que parezca, también se ha descubierto que un gran
imperio tributario como el romano era la mejor manera de mantener la
paz, porque impedía que las pequeñas aristocracias rivales se enzarzaran en
interminables luchas por adquirir más terreno cultivable. En el mundo
premoderno, cuando los disturbios sociales que afectaban a las cosechas
podían provocar miles de muertes, la anarquía era un mal muy temido, y
por ello un emperador como Augusto fue recibido con alivio por la
mayoría de la población. Sin embargo, en toda cultura, siempre ha habido
voces como la de Jesús y la de Pablo, que se alzaban en protesta contra la
injusticia institucionalizada. Es probable que hoy en día Pablo hubiera sido
un fiero crítico del mercado global que hemos creado y en el que existe un
enorme desequilibrio de riqueza y poder.
En segundo lugar, Pablo luchó durante toda su vida por trascender las
barreras de la etnicidad, la clase y el género, que, lamentablemente, todavía
constituyen brechas sociales en el siglo XXI. Y por eso mismo es
importante dejar bien claras las cosas. Su famosa experiencia en el camino
de Damasco fue en gran parte el descubrimiento de que las leyes que
separaban a judíos y gentiles —leyes que él había defendido toda su vida—
habían sido derogadas por Dios. Al igual que Jesús, él siempre insistiría en
que en el Reino de Dios todos serían invitados a comer en la misma mesa.
En nuestro mundo secularizado ya no ponemos tanto énfasis en las reglas
de pureza ritual, pero el racismo y las divisiones de clase siguen siendo una
fuerza nociva incluso en lo que se solía llamar el Mundo Libre. Una vez
más, Pablo habría rechazado con vehemencia semejante prejuicio, tal como
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hizo Jesús, que continua y provocadoramente cenaba con «pecadores»,
tocaba a quienes eran ritualmente impuros y tenían enfermedades
contagiosas, cruzaba fronteras sociales, y frecuentaba personas
despreciadas por la clase dirigente.
Es mucho, por lo tanto, lo que podemos aprender de Pablo. En The
First Christian me basé en gran medida en los Hechos de los Apóstoles,
escritos según la tradición por san Lucas, el tercer evangelista. Pero los
Hechos ya no se consideran históricamente fiables. Lucas tuvo acceso sin
duda a algunas tradiciones auténticas, pero como puede que escribiera en
fecha tan tardía como el siglo II d. C., no siempre las entendía. También
sus prioridades eran totalmente diferentes de las de Pablo. Al escribir
después de la Guerra de los Judíos contra Roma, que concluyó con la
trágica destrucción de Jerusalén y su templo, estaba ansioso por demostrar
que el movimiento de Jesús no compartía la hostilidad generalizada de los
judíos hacia Roma. En sus relatos, por lo tanto, muestra continuamente a
los oficiales romanos respondiendo respetuosa y agradecidamente a Pablo,
y hace responsables a las comunidades locales judías de su frecuente
expulsión de las ciudades en las que él evangelizaba. Como veremos, Pablo
tenía una perspectiva muy diferente.
En este libro me he basado fundamentalmente en las siete cartas
auténticas de Pablo. Es mucho lo que siempre permanecerá en la
oscuridad: nunca sabremos si él, que ponía empeño en resaltar su estado
célibe, llegó a casarse alguna vez. No sabemos nada de su infancia ni de sus
estudios, no tenemos información sobre las cinco ocasiones en que fue
azotado en las sinagogas, ni de sus tres naufragios (incluyendo un día y
una noche en que estuvo a la deriva en alta mar), de cuando fue apedreado
o de sus peligrosos encuentros con bandidos[42]. Y a pesar de las leyendas
que se han ido acumulando durante siglos, no sabemos nada de cómo o
cuándo murió. Pero sus cartas nos lo hacen real y son un testimonio
extraordinario de las pasiones que impulsaron a este hombre a cambiar el
mundo.
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Nota: No se puede hablar de cristianismo primitivo como si fuera una
tradición religiosa independiente. Hasta bien entrado el siglo II d. C., tanto
ajenos como miembros del movimiento de Jesús lo consideraron una secta
dentro del judaísmo. Los prosélitos de Jesús no comenzarían a llamarse a sí
mismos «cristianos» hasta el final del siglo I d. C., y el término
«cristianismo» aparece solo tres veces en el Nuevo Testamento[43].
También he evitado llamar a las comunidades primitivas seguidoras de
Jesús «iglesias», porque este término evoca inevitablemente la imagen de
pináculos, bancos, libros de oraciones y organizaciones jerárquicas
globales que sencillamente no existían en tiempos de Pablo. Prefiero en
cambio utilizar el término griego ekklesia (traducido posteriormente como
iglesia), que, al igual que «sinagoga», se refiere a una asamblea, comunidad
o congregación de personas.
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1 Damasco
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Salmo 110, el que Pedro citó a la multitud. En el antiguo Israel se cantaba
durante la ceremonia de coronación en el templo, cuando el rey
recientemente ungido, descendiente de David, era elevado a un estatus casi
divino y convertido en miembro del Divino Consejo de seres celestiales.
Otro salmo proclamaba que en su coronación el rey había sido adoptado
por Yahveh: «Tú eres mi hijo, hoy mismo te he engendrado»[47]. Los
discípulos también recordaron que Jesús hablaba a veces de sí mismo como
el «hijo del hombre», frase que les condujo al Salmo 8, en el que las
maravillas de la creación llevaron al salmista a preguntarse por qué Dios
había elevado a un humilde «hijo de hombre» a las alturas de las que, como
habían visto con sus propios ojos, Jesús disfrutaba ahora:
Y una vez más, el título de «hijo del hombre» recordaba la visión del
profeta Daniel, que había visto una figura misteriosa, «alguien con aspecto
humano», acudiendo en ayuda de Israel sobre las nubes del cielo: «Y se le
dio autoridad, poder y majestad. ¡Todos los pueblos, naciones y lenguas lo
adoraron!»[49]. Los discípulos estaban ahora convencidos de que Jesús, el
hijo del hombre, regresaría pronto para gobernar el mundo y derrotar a los
opresores de Israel. A una notable velocidad, los títulos de «señor» (kyrios
en griego), «hijo del hombre» e «hijo de Dios» le fueron atribuidos a Jesús,
el Mesías, el Cristo, y utilizados de forma sistemática por los autores del
Nuevo Testamento[50].
La historia de Pentecostés sugiere que el evangelio tuvo un atractivo
inmediato para los judíos grecoparlantes de la diáspora, muchos de los
cuales se unieron a la comunidad de prosélitos de Jesús. La Jerusalén del
siglo I d. C. era una ciudad cosmopolita. Judíos devotos venían de todas las
partes del mundo para rezar en el templo, aunque tendían a crear sus
propias sinagogas para poder orar en griego en lugar de hacerlo en hebreo
o en el dialecto arameo utilizado en Judea[51]. Algunas de ellas estaban
dedicadas al ioudaismós, palabra que se suele traducir por «judaísmo» o
«judaico», pero que durante la época romana tuvo un significado más
preciso. Los emperadores respetaban la antigüedad y moralidad de la
religión israelita y habían concedido a las comunidades judías cierto grado
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de autonomía en las ciudades grecorromanas. Pero esto a veces molestaba a
las élites locales resentidas por su propia pérdida de independencia, de
manera que periódicamente se producían estallidos contra los judíos entre
la población. Para contrarrestarlos, algunos judíos grecoparlantes habían
desarrollado una conciencia militante de emigrados que llamaban
ioudaismós, una desafiante afirmación de la tradición ancestral combinada
con una determinación de preservar una identidad claramente judía y
prevenir cualquier amenaza política a su comunidad, recurriendo, si fuera
necesario, a la violencia. Algunos estaban incluso preparados para actuar
como supervisores del cumplimiento de la Torá y defender el honor de
Israel. En Jerusalén, estos judíos más estrictos se sintieron atraídos por la
secta de los Fariseos de Judea, que estaban comprometidos con un
cumplimiento estricto de la Torá. Como deseaban vivir de la misma
manera que los sacerdotes que atendían a la Divina Presencia en el templo,
concedían una importancia especial a las leyes sobre pureza sacerdotal y a
las reglas alimenticias que hacían de Israel un país «sagrado» (qaddosh en
hebreo), es decir, «separado» e «independiente», como el propio Dios y
completamente diferenciado del mundo gentil.
Pero puede que otros judíos grecoparlantes se sintieran decepcionados
por la vida en la Ciudad Santa. Durante la diáspora muchos habían llegado
a apreciar la cultura helenística. Tendían por lo tanto a poner el énfasis en
la universalidad inherente al monoteísmo judío, viendo al Único Dios
como el Padre de todos los pueblos, adorado bajo nombres diferentes.
Algunos también creían que la Torá no era propiedad exclusiva de los
judíos porque, a su manera, las leyes ancestrales de griegos y romanos
también expresaban la voluntad del Único Dios. En lugar de concentrarse
en minucias rituales, estos judíos más liberales se sentían atraídos por la
visión ética de los profetas, quienes habían hecho hincapié en la
importancia de la caridad y la filantropía más que en las leyes ceremoniales
de pureza y dieta alimenticia. Probablemente encontraban las
preocupaciones de los fariseos superficiales y nimias y quizá se sintieron
ofendidos por la explotación comercial de los peregrinos en la Ciudad
Santa[52]. De modo que cuando oyeron a los Doce hablar sobre Jesús, se
habrían sentido atraídos por sus enseñanzas. Se decía, por ejemplo, que
había sido crítico con los fariseos: «Dais la décima parte de la menta, de la
ruda y de toda clase de legumbres, pero descuidáis la justicia y el amor de
Dios. Debíais haber practicado esto, sin dejar de hacer aquello»[53].
También les habría gustado la historia de Jesús arrojando a los cambistas
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del templo mientras citaba las palabras de Isaías que ponían de manifiesto
las implicaciones universales del culto: «Mi casa será llamada casa de
oración para todas las naciones»[54].
Cuando se convirtieron en prosélitos de Jesús, estos judíos
grecoparlantes continuaron orando en sus propias sinagogas. Pero como
dice Lucas, estallaron tensiones entre los miembros que hablaban arameo y
los que hablaban griego. Según los Hechos, comenzó como un desacuerdo
sobre la distribución de alimentos que los Doce resolvieron nombrando
siete diáconos de habla griega para que distribuyeran raciones a la
comunidad de modo que ellos mismos pudieran dedicar más tiempo a orar
y predicar[55]. Pero el relato de Lucas está lleno de contradicciones y
parece que las obligaciones de los siete diáconos no eran puramente
domésticas. Esteban, predicador carismático y hacedor de milagros, era
uno de ellos, mientras que Felipe, otro de los Siete, condujo una misión a
las regiones no judías de Samaria y Gaza[56]. Leyendo entre líneas el relato
de Lucas, podemos ver que los Siete pudieron ser líderes de una
congregación «helena» independiente en el movimiento de Jesús que
dirigía sus propias misiones de predicación y que ya estaba llegando al
mundo de los gentiles.
En la historia de Lucas, esta trivial disputa sobre la comida se fue
agravando a gran velocidad hasta convertirse en un linchamiento durante el
cual fue asesinado Esteban. Algunos de los judíos de la diáspora que
abrazaban el ioudaismós se pusieron furiosos ante la predicación liberal de
Esteban y lo llevaron ante el sumo sacerdote. Había que detener a Esteban
a toda costa. «Este hombre no deja de hablar contra este lugar santo y
contra la ley. Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este
lugar y cambiará las tradiciones que nos dejó Moisés»[57]. Lucas afirma que
estas declaraciones fueron presentadas por testigos falsos; sin embargo,
pone en boca de Esteban un largo discurso que concluye con un desafiante
rechazo del culto en el templo. Esto, como hemos visto, era sin duda un
asunto espinoso. Las opiniones de Esteban eran compartidas en parte por
los sectarios de Qumrám y por los campesinos que se negaban a pagar los
diezmos. Según los evangelios, Jesús también había predicho la
destrucción del templo[58]. Cuando Esteban finalmente exclamó, «¡Mirad!
Veo abrirse los cielos y al Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios»,
sus acusadores montaron en cólera y confiando sus mantos a un joven
llamado Saulo, sacaron a empellones a Esteban de la ciudad para
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apedrearlo. «Saulo», termina Lucas su trágico relato, «estaba allí dando su
aprobación a la muerte de Esteban»[59].
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de que en lugar de desafiar a las autoridades romanas y poner en peligro la
comunidad judía, era mejor dedicarse a cumplir estrictamente los
mandamientos, confiando en que Dios les recompensaría en última
instancia por su fidelidad. Solo así podían acelerar la llegada de la Era
Mesiánica en la que Dios restauraría el honor de su pueblo[63].
Probablemente esta era la opinión de Pablo; al parecer fue un respetado
líder fariseo y pudo ordenar a los judíos de la diáspora residentes en
Jerusalén que se resistieran a la asimilación de los valores grecorromanos y
evitaran cualquier actividad antirromana que pudiera provocar represalias
militares. El héroe bíblico de estos fariseos más rigurosos era el sacerdote
Finés. Durante sus años en el desierto, los israelitas habían sucumbido a la
adoración de dioses locales y Yahveh les había castigado con una plaga que
mató a veinticuatro mil entre su gente. Pero Finés había logrado aplacar la
ira de Dios al matar a uno de esos pecadores y a su esposa madianita y fue
elogiado por su celo para con la ley de Dios[64]. Este era el espíritu con el
que Pablo perseguiría a las comunidades de seguidores de Jesús.
Sin embargo, parece que no tuvo problemas con los Doce y los
prosélitos de Judea de Jesús, que eran más fieles a la tradición ancestral.
Según Lucas, lejos de denunciar el culto, como Esteban, no dejaban de
reunirse en el templo ni un solo día[65]. De hecho, se dice que el venerado
fariseo Gamaliel, cuyas ideas eran más liberales que las de Pablo, había
aconsejado al Sanedrín que dejara en paz a los seguidores de Jesús: si lo que
se proponen hacer era de origen humano, fracasaría como otros grupos de
protesta recientes antes que ellos[66]. Pero para Pablo, los seguidores
helenísticos de Jesús estaban insultando todo lo que él consideraba más
sagrado, y temía que su devoción hacia un hombre ejecutado tan
recientemente por las autoridades romanas pusiera en peligro a toda la
comunidad. El propio Pablo nunca había tenido tratos con Jesús antes de
su muerte, pero se habría quedado horrorizado al enterarse de que Jesús
había profanado el templo y sostenido que algunas leyes de Dios eran más
importantes que otras. Para un fariseo con ideas extremistas, como Pablo,
un judío que no cumpliera cada uno de los mandamientos estaba poniendo
en peligro al pueblo judío, ya que Dios podía castigar dicha infidelidad tan
severamente como había castigado a los antiguos israelitas en tiempos de
Moisés.
Pero por encima de todo, Pablo estaba escandalizado por la ultrajante
idea de un Mesías crucificado[67]. ¿Cómo podía un criminal convicto
restaurar la dignidad y libertad de Israel? Era una completa farsa, un
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escándalo, una burla. La Torá era inflexible en que semejante hombre
estaba contaminado sin remedio: «Si alguien, por ser culpable de un delito,
es condenado a la horca, no dejarás el cuerpo colgado del árbol durante la
noche, sino que lo sepultarás ese mismo día. Porque cualquiera que es
colgado de un árbol está bajo la maldición de Dios. No contaminarás la
tierra que el Señor tu Dios te da como herencia»[68]. Es cierto que sus
prosélitos insistían en que Jesús había sido sepultado el día de su muerte,
pero Pablo sabía muy bien que la mayoría de soldados romanos tenían
poco respeto por los sentimientos judíos y pudieron haber dejado el
cuerpo de Jesús en la cruz para que fuera devorado por las aves de presa.
Aunque no fuera culpa suya, ese hombre era una abominación y había
contaminado la Tierra de Israel[69]. Imaginar que esos restos profanados
habían resucitado y se alzaban a la derecha de Dios era abominable,
impensable y blasfemo. Cuestionaba el honor de Dios y de su pueblo y
retrasaba la anhelada venida del Mesías, por lo que, creía Pablo, su deber
era erradicar esa secta.
Pablo desempeñó solo un papel pasivo en el apedreamiento de Esteban,
pero cuando los helenos siguieron difundiendo sus blasfemas ideas, pasó a
la ofensiva: «Entraba de casa en casa, arrastraba a hombres y mujeres y los
metía en la cárcel»[70]. No vacilaba en emplear la fuerza bruta y más tarde
recordaría a sus seguidores «cuán salvajemente perseguí a la iglesia de Dios
y traté de destruirla [eporthoun]», verbo griego que implica destruir
completamente[71]. Algunas de sus víctimas pudieron ser condenadas a
treinta y nueve latigazos en la sinagoga; otras pudieron ser golpeadas o
incluso linchadas como Esteban, hasta que finalmente la comunidad de
habla griega de seguidores de Jesús de Jerusalén habría sido erradicada de la
ciudad. Como explicaba Lucas, fue este «un tiempo de persecución contra
la iglesia de Jerusalén, y todos, excepto los apóstoles, se dispersaron por las
regiones de Judea y Samaria»[72]. Mientras las congregaciones arameas
unidas en torno a los Doce fueron dejadas en paz, los helenos expulsados
comenzaron su misión en la diáspora, poniéndose en camino hacia
«Fenicia, Chipre y Antioquía, sin anunciar a nadie el mensaje excepto a los
judíos»[73].
Algunos se convirtieron en miembros activos de las sinagogas de
Damasco, y cuando Pablo se enteró de ello, nos dice Lucas, «murmurando
todavía amenazas de muerte contra los discípulos del Señor», solicitó
permiso al sumo sacerdote para arrestarles y llevarlos presos a Jerusalén
para que fueran castigados[74]. No obstante, es bastante improbable que el
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sumo sacerdote hubiera intervenido en los asuntos de una comunidad de
emigrados, aunque es posible que Pablo fuera despachado por algunos de
los fariseos más celosos para proteger a la comunidad judía de Damasco,
cuya situación en aquel tiempo era extremadamente precaria[75]. Treinta
años más tarde, al comienzo de la Guerra de los Judíos contra Roma, todos
los judíos de Damasco serían rodeados bajo una acusación general de
sedición, amontonados en el gimnasio y asesinados sistemáticamente en
menos de una hora. La noticia de que un aspirante mesiánico ejecutado por
un gobernador romano había resucitado y pronto regresaría para destruir a
sus enemigos podría poner en peligro a toda la comunidad[76]. Pablo se
puso en marcha para impedir esa catástrofe, pero su vida daría un giro
absoluto a causa de una experiencia totalmente inesperada en el camino
hacia Damasco[77].
Cuenta Lucas que justo antes de llegar a la ciudad, Pablo fue derribado
de su caballo y cegado por una luz procedente del cielo. Oyó una voz que
decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Cuando Pablo preguntó
quién hablaba, la voz replicó: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues», y le
ordenó que se levantara y esperara instrucciones en Damasco[78]. Lucas
expresó sin duda un aspecto esencial de la conversión de Pablo: había
descubierto de repente la terrible paradoja de su posición. Más tarde
trataría de explicar el dilema del fanático irredento que había sido: «De
hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero»[79]. Pablo se
había estado esforzando por acelerar la llegada del Mesías; ese era el «bien»
que trataba de hacer. Pero en un momento de asombrosa lucidez se había
dado cuenta de que los prosélitos de Jesús estaban en lo cierto y que la
persecución de su comunidad había impedido en realidad la llegada de la
Era Mesiánica. Y por si ello no bastara, su violencia había quebrantado los
principios fundamentales de la Torá: Ama a Dios y ama a tu prójimo. Su
excesivo ardor por el cumplimiento de la ley le había hecho olvidar el
mandamiento divino más importante: «No matarás». «En lo íntimo de mi
ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los
miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley
lucha contra la ley de mi mente y me tiene cautivo», reflexionaría más
tarde sobre el dilema en que se encontraba. «¡Soy un pobre miserable!
¿Quién me librará de este cuerpo mortal? ¡Gracias a Dios por medio de
Jesucristo nuestro Señor!»[80]. Al mostrarle el cuerpo torturado y
mancillado de Jesús, gloriosamente en pie a su derecha, Dios había liberado
por fin a Pablo de su terrible dilema y este pasaría el resto de su vida
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tratando de comprender las implicaciones de una visión que fue al mismo
tiempo devastadora —arrancó a Pablo de todo lo que había dotado de
sentido su vida hasta entonces—, pero también profundamente liberadora.
En algunos aspectos la experiencia de Damasco que narra Lucas fue
muy diferente de la de Pablo. En los Hechos de los Apóstoles, Lucas la
denomina «visión» (orama), «éxtasis» (ektasis), o «aparición» (optasia),
pero cuando describió los encuentros de los discípulos de Jesús con el
Cristo resucitado en su evangelio no empleó ninguna de esas palabras.
Esos primeros encuentros, creía Lucas, habían sido acontecimientos
objetivos, físicos. Jesús había caminado, hablado y comido con ellos tal
como hacía antes de la crucifixión. La experiencia «visionaria» de Pablo no
guardaba ninguna semejanza con ello. De hecho, Lucas se esforzó por
explicar que Pablo en realidad no vio a Jesús; dado que había sido cegado
por la luz, únicamente oyó su voz. En resumen, Lucas no consideró a
Pablo un testigo de la resurrección como lo habían sido los Doce. Pero
para Pablo lo más importante de su experiencia fue que en realidad él sí vio
al Señor y que Jesús se le apareció exactamente de la misma manera en que
lo había hecho a los Doce[81]. Se trataba de una afirmación controvertida
que a menudo sería rebatida. Para Pablo, un apóstol era alguien que había
visto a Cristo resucitado. «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús nuestro
Señor?», preguntaba[82]. En una carta a sus conversos de Corinto, relataba
lo que se había convertido en una importante tradición en el cristianismo,
enumerando por orden las visiones de Pedro, los Doce, los quinientos
hermanos y Jacobo, concluyendo: «Y, por último, como a uno nacido
fuera de tiempo, se me apareció también a mí»[83]. No se trataba de una
conversión en el sentido habitual, ya que Pablo no cambió de religión.
Durante el resto de su vida se consideraría un judío e interpretó la
revelación de Damasco en términos enteramente judíos: había sido
llamado de la misma forma en que Dios había llamado a Isaías; Dios había
elegido a Pablo, como a Jeremías, cuando todavía se encontraba en el
vientre materno[84].
En el relato de Lucas de los Hechos de los Apóstoles, Jesús se apareció
a sus discípulos durante un periodo limitado de cuarenta días, tras el cual
ascendió a los cielos. De modo que Lucas creía que la visión de Pablo,
ocurrida años después de la ascensión, era esencialmente distinta de las
visiones de Pascua de los Doce[85]. Pero Lucas escribió décadas después de
la experiencia de Damasco. Cuando Pablo estaba dictando sus cartas en la
década de los años 50, las historias de las reuniones físicas de Jesús con los
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Doce todavía no formaban parte de la tradición. Pablo no sabía nada del
periodo de cuarenta días y nunca había oído hablar de la ascensión de Jesús
como un hecho independiente porque en aquellos primeros años
resurrección y ascensión formaban un único evento: Dios había resucitado
el cuerpo de Jesús en su tumba y le había llevado inmediatamente a los
cielos. Marcos, el primer evangelista, que escribió a finales de la década de
los sesenta del siglo I d. C., todavía contemplaba la resurrección de esa
manera. Describió a las mujeres que se dirigían a ungir el cuerpo de Jesús
tras el Sabbat, tres días después de su muerte, y se encontraron con que la
tumba estaba vacía. «Ha resucitado», les informó un ángel; «no está aquí»,
y las mujeres «se precipitaron fuera de la tumba, temblorosas y
desconcertadas». Marcos deja al lector cuestiones sin respuesta: «No
dijeron nada a nadie, porque tenían miedo»[86].
Pablo fue realmente un místico; que sepamos, fue el primer místico
judío que puso por escrito sus experiencias. El misticismo judío primitivo
no era una actividad plácida ni yóguica; un visionario judío experimentaba
una ascensión a través de los cielos hasta llegar al trono de Dios,
regresando con noticias terribles sobre el inminente juicio divino al
mundo[87]. Pablo describió un vuelo celestial exactamente de ese modo en
otra carta a los corintios, y algunos estudiosos creen que podría estar
describiendo su experiencia de Damasco en este pasaje[88]. Pero otros
discrepan. Señalan que Pablo se muestra vacilante, confundido y ambiguo
sobre su ascensión al tercer cielo, pero en su carta a los gálatas escribe con
bastante claridad sobre su encuentro en Damasco con Jesús, que parece
haber sido muy distinto[89]. En la experiencia de vuelo celestial, un místico
judío inducía sus visiones mediante laboriosos preparativos, ayunando y
permaneciendo durante horas con la cabeza entre las rodillas, murmurando
las divinas plegarias[90]. Pero para la visión de Damasco no hubo
preparación, puesto que sucedió repentinamente, «cuando nadie la
esperaba».
El estudioso norteamericano Alan F. Segal nos ayuda a comprender
cómo conceptualizaban sus visiones del Cristo resucitado los discípulos
primitivos de Jesús[91]. La ascensión física de Jesús ya había tenido
precedentes: Adán, Henoc, Moisés y Elías, de los que se dijo que habían
sido llevados en cuerpo a los cielos; los místicos les vieron allí sentados en
tronos de oro. Después de que el profeta Ezequiel fuera deportado a
Babilonia en el año 597, tuvo una visión de Yahveh que dejó una impronta
indeleble en la imaginación judía. Vio al Dios de Israel abandonando la
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Tierra Santa y viajando para unirse a los exiliados en un carro de guerra
tirado por cuatro extrañas bestias. Por encima de sus cabezas, Ezequiel vio
algo que se escapaba a cualquier definición. «Había algo semejante a un
trono de zafiro, y sobre lo que parecía un trono había una figura de
aspecto humano». Esta figura humana estaba rodeada de un nimbo de
fuego y luz, «tal era el aspecto de la gloria [kavod] del Señor»[92]. No se
podía ver jamás al propio Dios —era algo que sobrepasaba la capacidad
humana—, pero se podía atisbar la «gloria» de Dios, una especie de
resplandor de la divina presencia adaptado a las limitaciones de la
percepción humana. En la tradición israelita, la «figura con aspecto
humano» de la visión de Ezequiel estaba a veces relacionada con el ángel
que había guiado al pueblo de Israel a través del desierto hasta la Tierra
Prometida. «Prestadle atención», les había ordenado Dios, «porque va en
representación mía»[93]. Este núcleo de imágenes ayudó a Pablo y a los
Doce a comprender lo que sucedió en Pascua; también explica por qué su
percepción de lo que le había ocurrido a Jesús fue tan amplia y
rápidamente aceptada por tantos judíos en los comienzos del cristianismo
primitivo.
En el cuerpo resucitado de Jesús ocupando su trono celestial, sus
discípulos vieron la kavod de Dios: «Hemos contemplado su gloria, la
gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad»[94]. En una de sus cartas, Pablo citaba un himno muy antiguo que
relacionaba a Jesús resucitado, el Cristo, con el «nombre» y la «gloria» de
Dios. El Mesías crucificado había concedido a unos pocos seres humanos
un extraordinario atisbo de lo divino. Había sido elevado a las alturas
celestiales por «anularse a sí mismo», por humillarse, hasta el punto de
aceptar la muerte en una cruz: «Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le
otorgó el nombre que está sobre todo nombre, […]», para que toda lengua
confiese que Jesucristo es el Señor [Kyrios], para gloria de Dios Padre[95].
En lugar de llamar visión a su encuentro con Jesús en Damasco, Pablo
lo vivió como un apocalupsis, una «revelación»[96]. Como la palabra latina
revelatio, la palabra griega apocalupsis significa desvelamiento.
Repentinamente se corrió un velo que estaba allí ocultando la realidad,
pero que nunca antes había sido detectado. En Damasco, Pablo sintió que
de sus ojos habían sido retiradas unas escamas y había adquirido una visión
totalmente nueva de la naturaleza de Dios. Para Pablo el fariseo, Dios era
totalmente puro y libre de contaminación. Como sacerdote que debía
permanecer en presencia de Dios en el templo, un fariseo tenía que
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purificarse si tenía cualquier contacto físico con un cadáver, porque el Dios
que era la vida en sí mismo no podía tener nada que ver con la corrupción
de la muerte. Pero cuando Pablo vio que Dios había abrazado el cuerpo
sucio y degradado de Jesús y lo había ascendido a las alturas, se dio cuenta
de que en realidad Dios tenía unos valores muy diferentes. Al honrar a
Jesús de esta manera, Dios había señalado un cambio en el modo de
aproximarse a la humanidad. A un hombre sentenciado a muerte por la ley
romana Dios le había dicho: «Siéntate a mi derecha y yo pondré a tus
enemigos como estrado a tus pies». Había resucitado un cuerpo que la
Torá consideraba especialmente contaminado, de hecho maldito, diciendo
a Jesús: «Tú eres mi hijo; hoy mismo te he engendrado». El antiguo orden
había dejado de existir. ¿Quién era ahora el poderoso y quién el humilde?
¿Quién estaba cerca de Dios y quién lejos de él?
Cuando Pablo describió su experiencia de Damasco a sus discípulos de
Galacia, solo dijo que Dios le había elegido «para revelarme a su Hijo para
que yo lo predicara entre los gentiles»[97]. Y al ver el cuerpo ultrajado de
Jesús a la derecha de Dios, comprendió exactamente por qué había
recibido esa misión. Había elegido vivir en la Tierra Santa porque el mundo
gentil era impuro. Los judíos tendían a mirar a las naciones no judías como
sucias y moralmente inferiores. Pero al resucitar a Jesús y ascenderle a los
cielos, Dios había demostrado que él no juzgaba según esos patrones
terrenos y que estaba de parte de la gente despreciada y denigrada por las
normas y leyes de este mundo. Dios no tenía favoritos. Había llegado el
momento de llevar la nueva del Dios Único a las naciones paganas.
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2 Antioquía
E Pablo de los que sabemos muy poco. Lucas pasa de puntillas sobre
ellos y el propio Pablo apenas los menciona, debido tal vez a que
fueron tan amargos que su recuerdo le resultaría doloroso.
Inmediatamente después de su visión en Damasco nos dice lo siguiente:
«Sin consultar a nadie, sin subir a Jerusalén para ver a los que eran
apóstoles antes que yo, fui de inmediato a Arabia»[98]. En esta carta Pablo
se mostraba ansioso por dejar clara su independencia de los Doce y de la
comunidad de Jerusalén. Siempre insistió en que había sido nombrado para
su misión por el propio Cristo y no había necesitado la aprobación de los
líderes de Jerusalén. Su insistencia en este punto hace pensar que una
evitación tan deliberada de los Doce resultaría muy extraña, e incluso
sospechosa. Pero Pablo tenía buenas razones para creer que sería persona
non grata en la Ciudad Santa. Los seguidores de Jesús habrían encontrado
sin duda sospechosa su repentina conversión y también podría haber
temido represalias de sus antiguos amigos fariseos por su aparente
apostasía. De modo que partió inmediatamente hacia el mundo de los
gentiles a cumplir su misión.
Pero ¿por qué Arabia en lugar de las ciudades de Fenicia o Palmira?
Había buenas razones prácticas para su elección. El Reino de los Nabateos
en la región meridional de Palestina, en lo que ahora es Jordania y el
noroeste de Arabia Saudí, era el vecino más poderoso de Israel. Cuando
Pablo llegó allí el año 33/34 d. C., había adquirido una gran riqueza gracias
al estricto control de las rutas comerciales de Arabia meridional y el golfo
Pérsico por las que se transportaban artículos de lujo tales como especias,
oro, perlas y medicinas extrañas para el mundo mediterráneo. Bajo el rey
Aretas IV, la ciudad de Petra, excavada en arenisca roja, se había
convertido en una maravilla local. Tenía una población judía importante,
por lo que Pablo probablemente predicó en algunas de las sinagogas de las
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mayores ciudades nabateas a los «temerosos de Dios» (theosebes), gentiles
que admiraban la fe judía, asistían a los servicios y disfrutaban con la
lectura de las escrituras, aunque ninguno había culminado el largo y difícil
proceso de la conversión plena. Las relaciones políticas y económicas con
Judea eran buenas; se creía que los árabes eran descendientes de Ismael,
primogénito de Abraham con su concubina Agar[99]. Eran por lo tanto
tribus emparentadas y, por su parte, los árabes se consideraban miembros
de la familia abrahámica y circuncidaban a sus hijos. Los profetas Isaías y
Jeremías habían profetizado ambos que en el fin de los tiempos Nabatea
sería una de las naciones que acudiría a adorar a Yahveh en Jerusalén[100],
así que Pablo pudo pensar que Arabia era un buen lugar para comenzar su
misión[101].
No cuenta nada sobre sus actividades allí, de modo que solo podemos
especular sobre aquellos años. Debió dedicar mucho tiempo a meditar y a
orar, tratando de entender las implicaciones de la experiencia de Damasco
y resulta tentador elucubrar acerca de la influencia que pudo ejercer esta
sobre su estancia en Arabia. Durante el resto de su vida como misionero,
Pablo se mantendría haciendo trabajos manuales[102] y, como afirma Lucas
basándose en una tradición fiable, fabricando tiendas de campaña y
trabajando también como curtidor (skenopoios)[103]. La Mishná
recomendaría más tarde a los estudiantes de la Torá que combinaran los
estudios con un trabajo práctico, de manera que se supone que Pablo
aprendió el oficio durante su aprendizaje con Gamaliel, que según Lucas
fue su maestro[104]. Pero esta práctica rabínica no está atestiguada hasta
mediados del siglo II d. C. Fabricar tiendas era especialmente importante
en Arabia, donde los beduinos locales eran conocidos como sarakenoi, los
que habitan en tiendas. Si realmente aprendió este oficio en Arabia, Pablo
habría sabido cortar el cuero y conocería el intrincado arte de coser las
piezas para que la tienda resultara impermeable. Habría pasado muchas
horas al día doblado sobre su banco de trabajo, con las manos callosas y
rígidas, por lo que los trazos de su escritura se volvieron excepcionalmente
grandes[105].
Esta profesión le permitió ser económicamente independiente y le
proveyó incluso en ocasiones de un lugar donde vivir[106]. También era el
contexto de gran parte de su apostolado. Los grandes maestros describen a
menudo a Pablo predicando a grandes multitudes en hermosas columnatas
y amplios salones, pero probablemente deberíamos imaginárnoslo
difundiendo el evangelio en su taller. Fabricar tiendas era un trabajo
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silencioso y le habría permitido hablar de sus ideas sobre Jesús y su Reino
con otros trabajadores y con los clientes. Los talleres solían estar situados
en el ágora («mercado») o en la parte posterior de una tienda. Pablo no
tenía tiempo para conferencias públicas porque trabajaba muchas horas.
«Recordaréis, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas para proclamaros el
evangelio de Dios y cómo trabajamos día y noche para no seros una
carga»[107]. Lo habitual para un artesano era levantarse antes del amanecer
para disponer de todas las horas de luz y, si querían verle, sus discípulos
tenían que acudir a su taller.
No todos los apóstoles se ganaban la vida de ese modo y algunos de sus
adversarios creían que rebajarse a los grados más bajos de la sociedad
desprestigiaba el evangelio. Pero después de la experiencia de Damasco,
Pablo quería superar esas distinciones. A diferencia de muchos discípulos
de Jesús, había nacido en la élite social y pudo dedicar su vida al estudio,
un lujo solo posible para las clases ociosas. En todas las sociedades
premodernas, las clases altas se distinguían fundamentalmente del resto de
la población por su capacidad de vivir sin trabajar[108]. El historiador de la
cultura Thorstein Veblen explica que en esas sociedades «el trabajo se
asocia […] a debilidad y sumisión». El trabajo no solo era «indigno […],
sino moralmente imposible para los nobles»[109]. Los artesanos eran a
menudo tratados con desprecio, lo cual, dada la educación relativamente
privilegiada de Pablo, debió resultarle especialmente duro. Pero al
abandonar deliberadamente ese estilo de vida en solidaridad con los
trabajadores, Pablo practicaba una kénosis diaria o «autoanulación», similar
a la de Jesús cuando «se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de
siervo»[110]. De hecho, Pablo dijo que al adoptar esta ocupación de baja
categoría, se había hecho esclavo[111]. Era una vida dura. También dijo que
él y sus colegas realizaban «trabajos pesados y dormían poco»[112], y
«pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa», «con estas manos nos
matamos trabajando» y «se nos considera la escoria de la tierra, la basura
del mundo»[113].
Vivir en Arabia pudo hacer consciente a Pablo de la importancia de
Abraham, que desempeñaría un notable papel en su teología[114]. Muchos
judíos situaban el monte Sinaí (donde Moisés recibió la Torá de Dios) en
el sur de Nabatea. El hecho de que Sinaí estuviera cerca de Agra, su
segunda ciudad en importancia, causó una gran impresión en Pablo,
porque la ciudad pudo ser llamada así por Agar, la concubina de Abraham.
De ahí que Pablo asociara a Agar con la Torá, y su condición de esclava
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simbolizaría la sumisión de la Ley Mosaica de la que, creía él, Cristo le
había liberado[115]. Cuando recordaba su vida como un fariseo justiciero,
Pablo creía haber sido esclavo de lo que él llamaba «pecado». Siempre
negaría con firmeza que la ley fuera igual a pecado; no, insistía, la Torá era
«una cosa buena», pero a pesar de su estricto cumplimiento de los
mandamientos, había sido «un prisionero de la ley del pecado que controla
mi conducta»[116]. Él era, por lo tanto, «un esclavo del pecado», porque le
había resultado imposible hacer lo que sabía, en su corazón, que era
bueno[117]. Para Pablo el pecado era un poder demoníaco ante el que
somos prácticamente impotentes. Hoy podemos vincular este concepto de
«pecado» a los impulsos reptilianos instintivos que los neurólogos han
localizado en lo más profundo de nuestro cerebro, sin los cuales nuestra
especie no podría haber sobrevivido. Estos impulsos nos impelen a huir de
un peligro, a luchar por el territorio y el estatus, a apoderarnos de los
recursos disponibles y a perpetuar nuestros genes. Los impulsos «yo lo
primero» que hemos heredado de nuestros antepasados reptiles son
automáticos, inmediatos y poderosos; forman parte de todas nuestras
actividades, incluyendo la religión, y resulta extremadamente difícil
oponerles resistencia. Pablo recordaría su antiguo fervor por la ley como
algo depravado, porque había estado poseído por un chauvinismo egoísta
que le había impulsado a luchar, a destruir e incluso a matar a sus
camaradas judíos para preservar el honor y el estatus de su pueblo.
Pero si Agar representaba su antiguo yo, su marido, Abraham,
simbolizaba el camino a seguir. Según la tradición judía, Abraham viajó una
vez por la ruta de las especias, realizando un circuito ritual de la tierra que
Dios había prometido a sus descendientes[118]. Mientras viajaba ahora por
Arabia, Pablo se encontró siguiendo los pasos de Abraham. Mucho antes
de que la Torá le fuera revelada a Moisés en el monte Sinaí, Dios declaró
que Abraham era un hombre justo por su confianza (pistis) en Él[119].
Antes de que Abraham hubiera sido circuncidado, Dios había prometido
que todas las familias de la tierra serían bendecidas por medio de él[120].
Mientras consideraba su misión entre los gentiles, Pablo habría
considerado a Abraham una figura fundamental. Abraham no era judío de
nacimiento, pero se había convertido en el antepasado del pueblo judío, de
manera que en cierto sentido era judío y gentil al mismo tiempo. Como a
Abraham, Dios también había ordenado a Pablo que abandonara su
antiguo modo de vida y viajara a tierras extranjeras; también él había sido
llamado a fundar una nueva clase de familia, que incluyera a judíos y
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gentiles[121]. Puede que Pablo hubiera oído que Juan el Bautista había
alertado a sus oyentes judíos de que no confiaran en que tenían a Abraham
por padre[122], y que Jesús había predicho que cuando hubiera venido su
Reino, acudirían gentiles desde muy lejos para comer en la misma mesa
que Abraham, Isaac y Jacob[123]. Ambos hacían alusión a la futura misión
de Pablo entre los paganos a través de la cual se cumpliría la antigua
promesa de Dios a Abraham.
Pero Pablo se encontraba en Arabia en el momento menos propicio.
En el 34 d. C., Herodes Antipas había invadido el territorio nabateo,
donde estableció un enclave israelita al sur del mar Muerto. Pero en un
ataque sorpresa, el rey Aretas acabó con los mercenarios de Herodes y
finalmente Antipas perdió el favor de Roma siendo exiliado a Lugdunum
(ahora Lyon) en la provincia de la Galia. Muchos judíos vieron su caída
como un castigo divino por haber ejecutado a Juan el Bautista, mientras
que los seguidores de Jesús estaban convencidos de que anunciaba la
inminente llegada del Reino de Dios. Como resultado de este caos
político, Pablo pudo verse obligado a regresar a Damasco, donde al parecer
su prédica subversiva llamó la atención del rey Aretas, quien era ahora el
principal representante de Roma en la zona. Por eso tuvo que huir para
salvar la vida, y sus amigos le ayudaron a escapar bajándole por la muralla
de la ciudad en un canasto[124].
Cuando se encontró a salvo fuera del territorio de Aretas, pasó dos
semanas en Jerusalén como invitado de Pedro. Se trató de una visita
discreta o incluso puede que clandestina, porque todavía temía la venganza
de antiguas víctimas y compañeros. Se estaba ocultando: «No vi a ningún
otro apóstol; solo vi a Jacobo, el hermano del Señor», diría más tarde a los
gálatas[125]. En aquel momento, Pedro era todavía el líder indiscutible de la
congregación de Jerusalén, pero Jacobo pudo encabezar el sector más
conservador del movimiento de Jesús, que cumplía más estrictamente la
Torá. Sería fascinante saber de qué hablaron. Pedro le contaría sin duda
muchas de las historias tradicionales sobre Jesús, y Pablo pudo transmitir a
Pedro sus nuevos conocimientos sobre la importancia de Abraham. Como
único intelectual del movimiento, pudo ser capaz de expresar sus ideas de
forma convincente y ejercer una considerable influencia sobre Pedro, que
llegaría a aceptar algunas de sus opiniones[126].
Al cabo de quince días, Pablo volvió a emigrar y no volvería a Jerusalén
en catorce años. De nuevo en el camino, viajó a Cilicia, pero tampoco
sabemos nada de lo que hizo allí[127]. Puede que continuara realizando el
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legendario circuito de Abraham por la Tierra Prometida, siguiendo sus
pasos por la costa mediterránea y dirigiéndose en dirección este hacia la
región de los montes Tauro hasta llegar al río Éufrates[128]. Según la
topografía judía, al otro lado de los montes Tauro se encontraba el
territorio que había sido asignado a Jafet, hijo menor de Noé, después del
Diluvio. Algún día Pablo se internaría en este reino extranjero, pero
entonces prefirió quedarse en la tierra del hijo mayor de Noé, Shem,
antepasado de los pueblos semitas[129]. Puede que fundara algunas iglesias
en Cilicia, pero no tenemos pruebas de ello. Más tarde, en el año 40, fue
llamado a Antioquía, la tercera ciudad en importancia del Imperio de
Oriente.
Según Lucas, el movimiento había hecho grandes progresos en
Antioquía, donde la predicación a los helenos, que habían sido expulsados
de Jerusalén, había atraído a gran número de fieles, excepcionalmente
numerosos en esta ciudad[130]. A diferencia de Roma o Alejandría,
Antioquía no tenía un barrio judío separado, de manera que la
congregación judía estaba dispersa por toda la ciudad. Los habitantes de
Antioquía sentían curiosidad por la religión; muchos habían sido atraídos
al judaísmo, y cuando visitaron las congregaciones domésticas de los
seguidores del Mesías, muchos de ellos se sintieron en casa. Sus propias
tradiciones estaban llenas de entheos («posesiones por un dios»), de manera
que habrían disfrutado de las ruidosas y entusiastas reuniones de los
prosélitos de Jesús, quienes, bajo la inspiración del Espíritu Santo, eran
inducidos a la glosolalia («don de lenguas»), visiones, éxtasis y a inspirados
discursos proféticos. Los nuevos fieles también descubrieron que en
cuanto eran bautizados se convertían en miembros de pleno derecho de la
congregación en lugar de seguir siendo ciudadanos de segunda en las
sinagogas de la ciudad.
Cuando las noticias de estas conversiones llegaron a Jerusalén, los
Doce se sintieron naturalmente intrigados, pero pensaron que era mejor
mantener la cautela. Pedro había bautizado a fieles sin insistir en que
fueran circuncidados, aunque no en tan gran número. Quizá fuera esta otra
señal de que el Reino de Dios estaba cerca, porque los profetas habían
vaticinado que en los Últimos Días pueblos gentiles de todo el mundo
reconocerían por fin al Dios de Israel. Pero ¿era realmente auténtica la fe
de estos sirios? ¿Seguían estando mancillados por sus antiguas prácticas
idólatras? Cuando profetizaban o hablaban lenguas, ¿estaban realmente
inspirados por el Espíritu Santo o atribuían su carisma a uno de sus
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antiguos dioses? ¿Era realmente posible que judíos y gentiles sin
circuncidar adoraran juntos a Dios? ¿Cómo podían comer los gentiles con
judíos cumplidores si no respetaban las leyes sobre los alimentos? Los
Doce decidieron enviar a Bernabé a investigar, porque, como judío de
Chipre que hablaba arameo y griego, conocía ambos mundos[131]. Como
judío de la diáspora, Bernabé sabía que las congregaciones mixtas de judíos
y gentiles eran muy comunes fuera de Judea. De hecho, las sinagogas de la
diáspora no solían animar a los fieles a que se convirtieran en prosélitos,
porque las autoridades romanas se alarmaban si había demasiadas
conversiones[132]. Pero cuando llegó a Antioquía, Bernabé pudo decidir
que los conversos gentiles necesitaban profundizar en las Escrituras
Hebreas y que Pablo, un fariseo culto que había predicado durante años a
los gentiles, era la persona adecuada para enseñarles. De modo que, nos
dice Lucas, Bernabé «partió para Tarso en busca de Saulo, y cuando lo
encontró, lo llevó a Antioquía»[133].
Una vez más, Pablo llegó en un momento especialmente difícil y
peligroso. El año anterior, el emperador Calígula, que se había declarado a
sí mismo dios al acceder al trono, había decretado que se erigiera su estatua
en el templo judío. Petronio, gobernador de Antioquía, fue enviado a
Palestina a instalarla, pero cuando llegó al puerto de Ptolemaida, encontró
la región cercana llena de miles de campesinos y ciudadanos protestando
contra la orden imperial. Dijeron a Petronio que si se colocaba el ídolo en
el templo se negarían a recoger las cosechas, lo cual, explicó Petronio al
emperador, haría imposible recaudar el tributo anual. Se llegó a un punto
muerto que creó mucho resentimiento en Antioquía, donde Calígula era
extremadamente popular. Su padre, Germánico, había muerto en la ciudad
y había sido reverenciado por el pueblo, y cuando Antioquía quedó
devastada por un terremoto en el año 37, Calígula financió su
reconstrucción. Al llegar a la ciudad las noticias de que Petronio se había
visto frustrado en sus aspiraciones por activistas judíos, se produjeron
disturbios: las sinagogas fueron destruidas y muchos judíos asesinados.
Cuando mataron a Calígula al año siguiente de la llegada de Pablo, los
judíos de Alejandría y Antioquía organizaron revueltas. El nuevo
emperador Claudio (41-54 d. C.) sofocó los disturbios, pero reafirmó los
derechos tradicionales de los judíos y se restauró una paz precaria.
Lucas nos cuenta que Antioquía fue el lugar donde a los discípulos de
Jesús se les llamó por primera vez «cristianos»[134]. Es posible que durante
los disturbios que estallaron tras la muerte de Calígula, los oficiales
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imperiales de Antioquía empezaran a llamar a aquellos judíos que
veneraban al Mesías crucificado por Pilatos Christianoi, para distinguirlos
de los Herodianoi, judíos que creían que Herodes Agripa, el nuevo rey
judío de Judea partidario de Roma, restauraría la fortuna de Israel[135]. Los
Christianoi pudieron, por lo tanto, haber sido considerados como posibles
disidentes. Pablo sin duda se horrorizó por las pretensiones divinas de
Calígula y estaría consternado por la difusión del culto al emperador en
Antioquía. Desde el tiempo de Augusto se habían ofrecido en la ciudad
sacrificios a Julio César y a la diosa Roma, y el emperador Tiberio
(14-37 d. C.) había exigido honores divinos para él y para su hermano
Druso. Pero Pablo probablemente no alentó a los Christianoi a tomar
parte en los disturbios tras la muerte de Calígula; siempre dijo a sus
discípulos que «vivieran calladamente» hasta que el Mesías regresara para
establecer su Reino, acontecimiento que él estaba seguro se produciría
durante su vida[136].
Tras su llegada, Pablo y Bernabé trabajaron juntos durante un año para
crear la congregación de Antioquía sobre una base más firme. En
Antioquía, aunque no en Jerusalén, ambos eran considerados auténticos
apóstoles en pie de igualdad con los Doce; Bernabé porque había
participado en el movimiento desde sus comienzos y puede que incluso
conociera a Jesús, y Pablo por la misión encomendada en Damasco[137]. En
Antioquía, Pablo no fue un innovador, pues parece haber preservado las
instituciones creadas por los Doce al inicio del movimiento. El bautismo
seguía siendo el rito de iniciación. En esta comunidad experimental de
judíos y gentiles, el grito bautismal que saludaba a cada nuevo miembro
cuando emergía de las aguas tenía una importancia especial: «Ya no hay
judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos sois uno
solo en Cristo Jesús»[138]. Esta actitud pudo haber sido compartida por el
propio Jesús, y los griegos que habían llevado el evangelio a Antioquía
interpretaron el judaísmo de una forma que realzaba el universalismo
inherente al monoteísmo. En la diáspora, la cuestión de la circuncisión de
los paganos convertidos no era tan problemática como en la patria
judía[139].
Pablo había heredado también la tradición de la Última Cena de los
Doce; su descripción de esa celebración coincide exactamente con la de
Marcos en el primer evangelio que nos ha llegado, que está basado en las
tradiciones relacionadas con Pedro[140]. Se trataba de una auténtica comida
en la que cada uno se hartaba, pero también era una «rememoración»; el
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pan y el vino se bendecían, tal como lo habían sido durante la última cena
que Jesús tomó con los Doce antes de ser detenido, de modo que la Cena
era una recreación ritualizada de su muerte. Pero dado que el centro de la
adoración ya no era la Torá sino el Mesías, esto constituía una ruptura con
la costumbre judía, así como lo eran las entusiastas manifestaciones del
Espíritu Santo[141]. Todos los líderes del movimiento en Antioquía,
incluido Pablo, eran profetas y maestros[142]. Cuando deliberaban sobre
política de la comunidad, ayunaban y oraban como otros místicos judíos,
posiblemente con la cabeza entre las rodillas, en espera de la
inspiración[143]. La manifestación del Espíritu Santo en forma de don de
lenguas, fervorosos sermones y curaciones era la prueba de que el poder
divino liberado por la glorificación de Jesús era ahora una presencia activa
en el mundo[144].
La congregación de Antioquía también realizaba misiones en Chipre,
Pamfilia y en el sur de Galacia, donde quizá pudo participar Pablo. El
relato de Lucas de lo que se suele llamar el primer viaje misionero de Pablo
está lleno de material legendario y resulta evidente que no es histórico[145].
La historia de Sergius Paulus, gobernador de Chipre, aceptando el
evangelio, contrasta claramente con el «celoso resentimiento» de las
comunidades judías locales, un sesgo que pone de manifiesto la constante
preocupación de Lucas por disociar el movimiento del judaísmo[146]. Pero
esos relatos también pueden reflejar el empuje general de años de
predicación por misioneros ahora desconocidos a medida que el
movimiento se iba extendiendo fuera de Antioquía hacia las regiones
circundantes[147].
Pero mientras los horizontes de la comunidad de Antioquía se iban
ampliando, la congregación de Jerusalén, gobernada por los Doce, estaba
cada vez más preocupada por los acontecimientos en la Tierra de Israel,
donde había aparecido otro Mesías[148]. En el año 41, Herodes Agripa, que
había crecido en la casa imperial en Roma, había sido nombrado por
Calígula rey del valle superior del Jordán, el primer judío que obtuvo un
título real desde Herodes el Grande. Fue jubilosamente aclamado por los
judíos de Alejandría durante su viaje hacia el este, y cuando finalmente
llegó a Jerusalén su aura mesiánica parecía confirmada por más favores
imperiales: Calígula le concedió Galilea y Peraea, las regiones
antiguamente gobernadas por su tío Antipas, y en prueba de gratitud por
su apoyo tras el asesinato de Calígula, Claudio le nombró rey de Judea.
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Agripa gobernaba ahora toda la Tierra de Israel y se había convertido en el
representante más importante de Roma en la zona.
Agripa amaba y cortejaba a su propio pueblo, y oficiaba en el templo
como vástago del rey David; en la Mishná los rabinos recordarían más
tarde su emotiva lectura de la Torá al final de la Fiesta de los Tabernáculos.
Al llegar al pasaje donde Moisés describe cómo debe ser un rey realmente
justo, Agripa lloró a lágrima viva, titubeando y tartamudeando ante la
insistencia de Moisés de que este rey «debe ser uno de vuestros hermanos;
no aceptéis como rey a ningún forastero ni extranjero»[149]. ¿Cómo podría
él, Agripa, cuya familia provenía de Idumea, pretender ser rey de Israel?
«¡No temas!», gritó la multitud, «¡tú eres nuestro hermano!»[150].
Pero para los seguidores de Jesús, Agripa era un falso Mesías que no
dudó en lanzar un ataque contra sus líderes. Primero decapitó a Jacobo,
hermano de Juan, quien en los primeros días era el segundo en jerarquía
por detrás de Pedro[151]. Luego, escribe Lucas, cuando Agripa vio que la
élite de Jerusalén autorizaba la ejecución de Jacobo, hizo arrestar a
Pedro[152]. Agripa estaba ansioso por calibrar las reacciones de los judíos,
siendo su principal preocupación conservar la lealtad de la aristocracia
sacerdotal que llevaba tiempo considerando a Jesús y sus seguidores un
asunto irritante[153]. Pero Pedro, nos dice Lucas, fue milagrosamente
liberado de la prisión y huyó de la ciudad[154]. Volvería a reaparecer en
Jerusalén más tarde, pero ya no pudo dirigir su comunidad y, tras este
incidente, no volvemos a oír nada más sobre los Doce, que pudieron verse
obligados al exilio.
El nuevo líder de la asamblea de Jerusalén era Jacobo, el hermano de
Jesús, que logró asegurar su posición en la ciudad. Jacobo, conocido como
el Zaddik, el «Justo» o el «Honrado», sentía una devoción especial por el
templo. El historiador cristiano Hegesippo (c. 110-c. 180 d. C.) le
describió caminando por la ciudad con una túnica de lino, como un
sacerdote, y realizando un rito especial en los patios del templo que
recordaba a la ceremonia de Yom Kippur. «Era visto a menudo de rodillas,
pidiendo el perdón para el pueblo, de manera que sus rodillas se volvieron
tan callosas como las de un camello»[155]. Como el Maestro de la Justicia
en Qumrán, Jacobo pudo estar diseñando un sacerdocio alternativo para
sustituir a una aristocracia sacerdotal que consentía el dominio imperial y
había permitido a Agripa mancillar los recintos sagrados con su afectación
mesiánica[156].
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Agripa finalmente se extralimitó y perdió el favor de Roma. En su
última aparición en Cesarea, vestido con una deslumbrante túnica plateada,
había inspirado tal temor reverencial que la multitud se puso a gritar:
«¡Voz de un dios, no de un hombre!». Al instante, escribe Lucas, un ángel
del Señor lo hirió por su arrogancia y murió comido por los gusanos[157].
Como su hijo, Agripa II, era menor de edad, el reino fue gobernado de
nuevo por una serie de procuradores romanos. La reanudación del dominio
directo romano constituyó un duro golpe y Jacobo pudo haber llegado a la
conclusión de que el Reino de Dios solo podría ser establecido por un
Israel purificado. Quizá deseó también recurrir a los fariseos, que lideraban
la oposición a Roma con su meticuloso cumplimiento de la Torá, actitud
bien vista por muchos de los seguidores judíos de Jesús.
Independientemente de lo que sintieran hacia Jesús, la Torá tenía una
autoridad y una mística independientes, y estaba sancionada por siglos de
tradición[158]. Las leyes rituales, que incluían la circuncisión y las reglas
alimenticias, no eran valoradas únicamente porque los judíos quisieran
mantenerse aparte de los demás; simbolizaban más bien el servicio
sacerdotal a Dios en la vida cotidiana, así como en el culto. Los judíos del
siglo I d. C. sabían que sus antepasados habían preservado su identidad
especial durante los largos años de exilio en Babilonia viviendo aparte,
cumpliendo los preceptos divinos (qaddosh) de la misma forma que el Dios
trascendente existía «separado». Eran muy conscientes de que los
Macabeos habían muerto por esas leyes culturales en su lucha contra el rey
seleúcida Antíoco Epifanes (175-64 a. C.), quien había prohibido la
circuncisión y el cumplimiento del Sabbat. También sabían que Antíoco
había apoyado a los judíos renegados para quienes la circuncisión ya no era
esencial. La revuelta de los Macabeos (168-143 a. C.) liberó a los judíos del
Imperio seleúcida, y muchos creían que mediante el cumplimiento estricto
de la Torá, el pueblo judío podría liberarse de nuevo del dominio imperial.
Aquellos gentiles que se habían convertido al judaísmo y sufrido la
dolorosa experiencia de la circuncisión eran particularmente devotos de
estas leyes especiales; cumplirlas significaba el fin de su condición de
marginados y se habrían mostrado muy críticos con cualquier intento de
despreciarlas o minimizar su importancia. Los prosélitos que se unieron al
movimiento de Jesús llevaron esta actitud consigo a la comunidad,
convencidos de que solo un pueblo de Israel auténticamente devoto podría
acelerar el regreso del Mesías.
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Puede que se encontraran entre aquellos que, según Lucas, llegaron a
Antioquía desde Judea hacia finales de los años 40 del siglo I d. C. y «se
pusieron a enseñar a los hermanos que aquellos que no estuvieran
circuncidados conforme a la tradición de Moisés, no podrían ser
salvos»[159]. Estos recién llegados pudieron encontrar seguidores en
Antioquía, pero Pablo y Bernabé se opusieron a ellos con vehemencia.
Desde hacía años, Pablo había vivido y trabajado con gentiles y se
mantenía firme en que la experiencia transformadora de vivir «en Cristo»
no tenía nada que ver con las leyes rituales de la Torá. Nunca rechazaría la
Torá; seguía considerando los mandamientos éticos una guía moral válida
para la humanidad. Pero creía que la muerte y resurrección del Mesías lo
había cambiado todo y la Torá había quedado superada[160]. Una y otra vez
había observado que sus conversos gentiles, que nunca habían cumplido la
ley, experimentaban los dones del Espíritu Santo como los seguidores
judíos de Jesús. Pero algunos de los miembros judíos del movimiento le
consideraban un apóstata. Podían apoyar una misión para convertir a los
gentiles, pero insistían en que si los conversos paganos querían pertenecer
a la comunidad del Mesías, debían convertirse en auténticos judíos. Estos
ciudadanos de Judea consideraban las congregaciones mixtas de judíos y
gentiles de Pablo tremendamente problemáticas. ¿Podían realmente los
judíos vivir, comer y casarse con gentiles sin violar los preceptos
principales de la Torá y abandonar siglos de tradición ancestral?
En sus cartas, Pablo nunca mencionó la visita de esos judíos críticos a
Antioquía. No hay nada que haga pensar en que hubieran sido enviados
por los dirigentes de Jerusalén, dado que Lucas y Pablo dejaron claro que
estos conservadores tenían un programa diferente del de Jacobo, Pedro y
Juan, las «Columnas» del movimiento en Judea. Habían acudido sin duda a
los lugares de exilio a investigar por propia iniciativa, esperando convencer
a Jacobo de que, a pesar del informe primitivo de Bernabé, eran
incompatibles con el judaísmo e impedirían por lo tanto el regreso del
Mesías y el establecimiento de su Reino.
Lucas nos dice que Pablo y Bernabé mantenían acaloradas discusiones
con esos visitantes judíos, y finalmente los líderes de Antioquía les
encargaron que condujeran una delegación a Jerusalén para solicitar
consejo a las «Columnas». Llegaron a la ciudad a finales del año 48 o
principios del 49[161]. Tenemos dos relatos de esta reunión. Lucas, que
pudo malinterpretar algunas de las cuestiones, deja entrever que los de
Antioquía buscaban la aprobación de los apóstoles. Pero Pablo, nuestro
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único testigo, insiste en su carta a los Gálatas en que se trató de una
reunión entre iguales, una lucha común por encontrar una solución
razonable a un problema capaz de dividir al movimiento. Lucas, siempre
inquieto por afirmar la autoridad de los Doce, describe el concilio de
Jerusalén como un consejo oficial de la iglesia en el que los participantes
pronunciaron discursos oficiales. Al final, dice, Jacobo hizo una
declaración conocida por los historiadores como el Decreto Apostólico.
Pablo, por su parte, explica que él y sus compañeros mantuvieron
simplemente una «entrevista privada» con las Columnas: Jacobo, Cefas y
Juan[162]. Inició el debate informando sobre el progreso de la misión entre
los gentiles con la esperanza de convencer a las Columnas de que las
prácticas de Antioquía eran realmente acordes con los ideales del
movimiento de Jesús[163].
Lamentablemente, continúa Pablo, esta conversación informal fue
interrumpida por «algunos falsos hermanos que se habían infiltrado entre
nosotros para coartar la libertad que tenemos en Cristo Jesús»[164]. Pablo y
Bernabé habían llevado a Tito, uno de sus conversos griegos, a Jerusalén
para mostrar a las Columnas que esos gentiles estaban imbuidos del mismo
espíritu que los seguidores judíos de Jesús. Pablo, sin embargo, sabía que la
presencia de Tito traería problemas y, tal como esperaba, parece que los
puristas solicitaron que Tito fuera circuncidado allí mismo. Pero el
argumento de Pablo fue tan convincente y tan auténtica la espiritualidad de
Tito que las «Columnas» se opusieron a su circuncisión forzosa y Pablo
insiste con vehemencia en que «a mí no me impusieron nada nuevo». Al
contrario: «Reconocieron que a mí se me había encomendado predicar el
evangelio a los gentiles, de la misma manera que se le había encomendado a
Pedro predicarlo a los judíos. El mismo Dios que facultó a Pedro como
apóstol de los judíos me facultó también a mí como apóstol de los
gentiles»[165]. Pablo, Bernabé y las «Columnas» se estrecharon las manos,
sellando oficialmente un acuerdo que tenía dos cláusulas. La primera era
aceptar que la misión de Pedro con los judíos y la de Pablo con los gentiles
eran igual de válidas y no se exigió «nada más» con respecto a la
circuncisión o cumplimiento ritual[166]. La segunda cláusula pedía que las
comunidades de la diáspora «se acordaran de los pobres» y, dice Pablo,
«eso es precisamente lo que he venido haciendo con esmero»[167].
En el futuro, esta segunda cláusula adquiriría un nuevo significado para
Pablo, aunque inicialmente podría haber sido simplemente un recordatorio
de la importancia de proseguir con la misión original de Jesús para con los
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desposeídos[168]. Pero pudo también tener una importancia más específica.
Desde el tiempo de los Macabeos, grupos judíos que creían ser los
auténticos israelitas —residuos ocultos, oprimidos y perseguidos del Fin
de los Tiempos— se habían llamado a sí mismos «los pobres» (evionim en
hebreo)[169]. Los sectarios de Qumrán y la comunidad de Jesús en
Jerusalén se hacían llamar de ese modo. La palabra «pobre», por lo tanto,
era sinónimo de «justo» o de «honrado»; y Jacobo el Zaddik, al rezar
constantemente por los pecadores de Israel, representaba la profunda
piedad judía de los evionim que vivían en el corazón de la Ciudad
Santa[170]. Por esa razón, puede que las «Columnas» pidieran a las
asambleas de la diáspora del movimiento de Jesús que recordaran su
importante papel en el drama escatológico que se estaba desarrollando, ya
que estarían en Jerusalén para recibir al Mesías cuando regresara. Pablo
estaba impaciente por hacerlo; veía Jerusalén como el núcleo histórico del
movimiento y prometió darlo a conocer a sus gentiles conversos.
Pero las cuestiones de la circuncisión y el cumplimiento estricto de la
Torá no desaparecieron. Pese al resultado positivo del concilio de
Jerusalén, el relato de Pablo es amargo y apologético. Los puristas
pudieron presionar a Jacobo, y tendrían lugar agrias discusiones una vez
que los de Antioquía hubieran abandonado la ciudad; como resultado de
esa presión, Jacobo no tardó en imponer «algo más» a los seguidores
gentiles de Jesús. Esta adición puede estar reflejada en el Decreto
Apostólico citado por Lucas, cuando Jacobo informó a todos los
miembros gentiles del movimiento que: «Nos pareció bien al Espíritu
Santo y a nosotros no imponeros ninguna carga aparte de los siguientes
requisitos: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de la carne
de animales estrangulados, y de la inmoralidad sexual»[171]. Esta bien pudo
ser una solución de compromiso, pensada para aplacar a los judíos más
conservadores, pero contenía un defecto fatal. Se basaba en una regla del
Levítico que imponía esas restricciones alimenticias no solo a los israelitas,
sino también a los «extraños» o «extranjeros» (ger) que vivían entre
ellos[172]. En cuanto Jacobo introdujo este decreto, los críticos de Pablo
encontraron una laguna: si los seguidores gentiles de Jesús eran meramente
«extranjeros» (gerim), seguían siendo intrusos y no hijos de Abraham; si
los judíos se sentaban a la mesa con esos incircuncisos, los gentiles que no
cumplían la Torá la infringirían.
El conflicto alcanzó un punto crítico en Antioquía. Pedro estaba allí de
visita y al principio comía con los creyentes gentiles; pero, dice Pablo,
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cuando «vinieron mensajeros de Jacobo», se retiró de sus mesas, por temor
a su desaprobación. Otros siguieron su ejemplo hasta que Pablo fue el
único judío de la comunidad de Antioquía que seguía compartiendo mesa
con sus hermanos y hermanas gentiles. Incluso Bernabé, recordaría
amargamente más tarde, «se comportó como un hipócrita, como el resto».
Fue quizá la ruptura más dolorosa de su vida y puede explicar por qué le
resultaba tan duro hablar en años posteriores de su época en Antioquía. En
presencia de toda la comunidad, Pablo denunció airadamente la deserción
de Pedro. Al admitir a los gentiles en el Banquete Divino, él, Pablo, no
estaba haciendo nada nuevo. Esa era «la verdad del evangelio» y así había
sido afirmada recientemente en Jerusalén. La esencia del mensaje de Jesús
había sido que nadie fuera excluido del banquete mesiánico. Fue Jacobo
quien había cambiado las reglas del juego y traicionado la afirmación
bautismal: «¡Ya no hay judíos ni paganos!»[173].
Pablo creía apasionadamente que el Reino de Dios no llegaría a menos
que los gentiles, imbuidos del Espíritu de Dios, rezaran por él con sus
hermanos y hermanas judíos a su propia manera[174]. Además, Dios había
dicho a Isaías: «El extranjero que por su propia voluntad se ha unido al
Señor no debe decir: “El Señor me excluirá de su pueblo” […] A estos los
llevaré a mi monte santo; ¡los llenaré de alegría en mi casa de oración! […]
Porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos»[175].
Estas son las palabras que Jesús había gritado cuando arrojó a los cambistas
del templo. Sí, la renovación de Israel que pretendía Jacobo era importante,
pero se había olvidado de otra orden de Dios: «No es gran cosa que seas
mi siervo, ni que restaures a las tribus de Jacob, ni que hagas volver a los de
Israel; yo te pongo ahora como luz para las naciones, a fin de que lleves mi
salvación hasta los confines de la tierra»[176].
Poco después de la trágica disputa de Antioquía se produjo una
separación. Herido y entristecido, sintiendo quizá que su misión había
fracasado, Pablo rompió con Bernabé y en compañía de Silas, uno de los
profetas de la comunidad de Antioquía, se puso en marcha para predicar en
los confines de la tierra. Estaba convencido de que solo él era fiel al
evangelio, pero sus compañeros judíos pudieron sentirse traicionados, ya
que parecía estar dando la espalda al acuerdo tomado en Jerusalén. Desde
ese momento Pablo se volvería una figura sospechosa para muchos del
movimiento. Le negarían su categoría de apóstol, le acusarían de apostasía,
y despreciarían su teología y su manera de predicar. La controversia en
torno a Pablo aceleraría incluso su muerte.
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3 La tierra de Jafet
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en esta parte salvaje de Asia Menor. Quizás inicialmente Pablo fuera reacio
a buscar conversos allí —Lucas dice que el Espíritu Santo les había
ordenado no predicar en Asia[179]—, pero cayó enfermo y fue incapaz de
viajar. Más tarde recordaría a sus discípulos gálatas lo bien que se portaron
con él: «Como bien sabéis, la primera vez que os prediqué el evangelio fue
debido a una enfermedad, y aunque esta fue una prueba para vosotros, no
me tratasteis con desprecio ni desdén. Al contrario, me recibisteis como a
ángel de Dios, como si se tratara de Cristo Jesús»[180]. Cuando hubo
enviado a sus discípulos a los pueblos de Galilea, Jesús les dijo que cuando
llamaran a una puerta pidiendo ayuda y fueran admitidos con compasión,
el Reino de Dios habría llegado: Pablo lo vivió en su propia carne durante
su primera incursión en la tierra extraña de Jafet.
No sabemos cómo instruía Pablo a sus oyentes paganos. En sus cartas,
simplemente trataba las cuestiones de una comunidad particular, de modo
que solo contamos con fugaces vislumbres de su forma de predicar
oralmente. Pero las epístolas sugieren que su público no siempre
comprendía totalmente su mensaje. La comunicación era difícil porque
Pablo hablaba ahora a personas con suposiciones y expectativas culturales
totalmente distintas y, sin embargo, fue extraordinariamente capaz de
adaptar las enseñanzas principales del evangelio a las tradiciones y
preocupaciones de sus oyentes y, a medida que lo hacía, la figura de Jesús
se fue alterando gradualmente, adoptando una nueva dimensión en cada
región. Cuanto más se adentraba en el mundo de los gentiles, más se
alejaba el Cristo de Pablo del Jesús histórico, que nunca le había interesado
demasiado. Para Pablo, lo realmente importante era la muerte y
resurrección de Jesús, los acontecimientos cósmicos que transformaron la
historia y cambiaron el destino de todos los pueblos, independientemente
de sus creencias o etnicidad. Si imitaban la kénosis de Cristo en su vida
cotidiana, prometía él a sus discípulos, experimentarían una resurrección
espiritual que traería con ella una nueva libertad[181]. El Mesías, dijo a los
gálatas, «dio su vida por nuestros pecados para rescatarnos de este mundo
malvado, según la voluntad de nuestro Dios y Padre»[182].
Pablo había vivido la experiencia de Damasco como una liberación de la
esclavitud del poder destructivo y separador del «pecado». Y la libertad
parece haber sido el tema de su mensaje a los gálatas, que en cierto sentido
no podrían haber sido más diferentes de los judíos de Galilea que
escucharon las enseñanzas de Jesús. Eran un pueblo indoeuropeo, galos
arios cuya lengua nativa se habría parecido al galés o gaélico; a principios
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del siglo III a. C. habían emigrado de Europa y se habían establecido en lo
que ahora es Turquía del norte y central[183]. Pueblo nómada y guerrero, se
vendían como mercenarios antes de adaptarse por fin a la vida sedentaria,
viviendo en comunidades agrícolas regidas por asambleas elegidas y
celebrando las hazañas de sus antiguos héroes en ruidosos banquetes
similares a los descritos en el relato épico anglosajón Beowulf. Adoraban a
la Diosa Madre, una temible deidad que aplicaba la justicia y que a menudo
era identificada con una montaña que se alzaba sobre su pueblo; en sus
centros de culto principales los jóvenes a veces se castraban a sí mismos en
rituales orgiásticos. ¿Qué podrían tener esos salvajes celtas en común con
Jesús y sus discípulos?
Sin embargo, Pablo no tardó en darse cuenta de que los gálatas, al igual
que los habitantes de Judea y Galilea, habían sido conquistados por Roma
hacía relativamente poco tiempo y que seguían luchando contra el dominio
imperial. Roma se había anexionado la región en el 25 a. C., cuando se
convirtió en la provincia de Galacia, gobernada por un prefecto romano
con una guarnición militar y un pequeño cuerpo de sirvientes. Como los
galileos, los gálatas habían sido testigo de la transformación de su paisaje
por las enormes fincas agrícolas propiedad de terratenientes absentistas
que producían el grano que hacía funcionar la economía romana. Poco a
poco su cultura también se fue romanizando. Los dioses grecorromanos se
infiltraron en su panteón y, como súbditos leales, debían participar en el
culto al emperador. El excedente agrícola era controlado por la aristocracia
local en nombre de Roma, y como en todos los estados agrarios
premodernos, esos guerreros se habían convertido en poco más que
siervos, que vivían y subsistían bajo el control de los recaudadores de
impuestos y capataces. Una raza intrépida de héroes existía ahora nada más
que para proveer de un flujo continuo de cosechas e impuestos a la capital
imperial. Al igual que en Galilea y Judea, si incumplían el pago del tributo
caían en una espiral de deudas y se veían obligados o bien a vender tierras
tribales o bien a dar en prenda la promesa de futuras cosechas. Todo esto
le resultaría muy familiar a Pablo cuando llegó a Galacia, quizás hacia
finales del 49 d. C.; de la carta que escribió más tarde a los gálatas,
podemos deducir que les animó a despojarse de serviles hábitos de
dependencia y sumisión junto con la religión grecorromana de sus amos
que sostenía el orden imperial: «Manteneos firmes y no os sometáis
nuevamente al yugo de esclavitud»[184].
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La visión que tenía Pablo de Cristo se enraizaba en la tradición
apocalíptica judía que se había desarrollado en Israel después de las guerras
macabeas. Desde que el rey seleúcida Antíoco Epifanes había tratado de
erradicar el judaísmo, escribas, místicos y poetas habían desarrollado una
espiritualidad mística de resistencia a la cultura imperial[185]. Los vuelos
celestiales y visiones de catástrofes cósmicas experimentadas por esos
místicos judíos no eran simples fantasías de cómo hacer realidad sus
deseos. Eran también una astuta crítica de las pretensiones imperiales. Y lo
que era más importante, permitían a esos visionarios cultivar la convicción
de que un día serían libres mientras meditaban intensamente en la
destrucción de sus opresores y en la liberación de Israel. Veneraban a
aquellos mártires que habían muerto en defensa de sus sagradas tradiciones
y creían que volverían de entre los muertos en una resurrección colectiva o
serían llevados por Dios al Paraíso. Pablo el fariseo también era un
visionario, pero su apocalipsis de Damasco difería de la escatología
tradicional en dos aspectos importantes. Primero, estaba convencido de
que en la muerte de Jesús, Dios ya había intervenido decisivamente en la
historia y que la resurrección general había comenzado cuando resucitó a
su hijo de la tumba. Segundo, Pablo creía que la liberación final de Dios
incluiría a toda la humanidad y no solo a Israel, de manera que se cumpliría
la antigua promesa a Abraham de que en él todas las naciones de la tierra
serían bendecidas.
Cuando Pablo escribió su carta a los Gálatas, cuatro años después de su
visita, dio por supuesto que estos conocían la historia de Abraham, de
modo que esta debió de figurar en su predicación original[186]. Pero
también recurrió a términos comunes en la propaganda imperial y les dio la
vuelta. Lo que más llama la atención fue su uso del euangelion, la «buena
nueva» o evangelio que Dios había anunciado al mundo cuando reivindicó
a Jesús y le nombró Mesías[187]. Por todo el imperio, inscripciones,
monedas y rituales públicos anunciaban la «buena nueva» de que Augusto,
el «salvador» (soter) había establecido una era de paz [eirene] y seguridad
[asphaleia] en todo el mundo. Pero la omnipresencia de cruces con los
cuerpos torturados de rebeldes, obscenamente desgarrados y devorados
por las aves de presa, eran un recordatorio constante de que la Pax Romana
se mantenía sobre la crueldad y la violencia. El evangelio de Pablo hizo del
salvador crucificado un símbolo de una pronta liberación de aquella «edad
malvada».
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Pablo recordaría más tarde las curaciones, exorcismos y don de lenguas
espontáneos que surgieron en Galacia mientras él predicaba el
evangelio[188]. El Espíritu Santo dio a los gálatas el valor para cultivar un
espíritu libre[189]. Siempre recordaría la apasionada convicción de su grito
ritual tras el bautismo: «Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu
de su Hijo, que clama: ¡Abba! ¡Padre!». El verbo griego krazein («lanzar un
grito») sugiere una exclamación de alegría extática; cuando emergían de las
aguas bautismales estaban convencidos de que ya no eran esclavos, sino
herederos de la promesa que Dios había hecho a Abraham[190].
En el momento de la visita de Pablo, la cultura romana comenzaba a
penetrar en las áreas rurales de Asia Menor. Como los pueblos colonizados
de todas partes, los campesinos de Galacia habrían experimentado la
desazonante pérdida de identidad que acompaña a la aculturación
forzosa[191]. Los romanos creían haber sido nombrados por los dioses para
dirigir el mundo y llevar la civilización a los pueblos bárbaros, con quienes
era imposible tratar en igualdad de condiciones. Esta clase de dualismo era
una de las ideas recibidas del mundo antiguo, evidente también en el
concepto judío de goyim («naciones») como moralmente inferiores,
actitud que había aflorado tan destructivamente en Antioquía. La
convicción de Pablo de que las naciones despreciadas pudieran lograr la
misma igualdad que los judíos desafiaba las ideas sociales
fundamentales[192]. Pero a medida que observaban la romanización de su
sociedad, algunos gálatas pudieron sentirse atraídos por la perspectiva de
afiliarse con Israel, un grupo étnico que había logrado la aprobación del
imperio, lo cual les permitiría mantener cierta distancia con Roma. No
comprendieron que Pablo insistía en algo más radical[193]. Más tarde les
recordaría en su carta que con la cruz las antiguas divisiones étnicas,
sociales y culturales que caracterizaban a la presente edad malvada habían
sido borradas: «Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío, ni griego, esclavo ni libre,
hombre ni mujer, sino que todos sois uno solo en Cristo Jesús»[194].
Para que el Reino se hiciera realidad, no podía seguir tratándose de un
regocijo emocional, sino que debía encarnarse de forma sobria y práctica
en la vida cotidiana. Los gálatas debían librarse de hábitos de servilismo y
prejuicios étnicos creando una comunidad alternativa caracterizada por la
igualdad. Esta comunidad era lo que Pablo quería decir con vivir «en
Cristo». Llamaría a estas congregaciones ekklesiai («Asambleas»),
considerándolas un desafío implícito a las ekklesiai oficiales de aristócratas
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locales que gobernaban cada provincia como representantes de Roma. El
término también pudo recordarles a los gálatas las asambleas elegidas en
los pueblos para dirigir sus comunidades antes de la llegada de los romanos
y que se tomaban muy en serio su responsabilidad por el bienestar de
todos sus miembros. Jesús trató de hacer realidad el Reino de Dios
estableciendo comunidades de ayuda mutua que llegarían a ser mental,
espiritual y, en cierta medida, económicamente independientes del Imperio
romano. De manera que Pablo también animó a los gálatas a crear un
sistema legal que uniera a la gente en lugar de dividirla en clases y
atribuyera a todos igual valor sin excepción. «Toda ley se resume en un
solo mandamiento: Ama a tu prójimo como a ti mismo», tal era su
mensaje[195]. Debían superar las pasiones primitivas que les dividían: «odio,
discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y
envidia»[196]. La ley del amor desinteresado era la «ley de Cristo». Allí
donde las ekklesiai de aristócratas locales se vanagloriaban de su posición
superior, las ekklesiai del Mesías imitaban la kénosis de Jesús: «Si alguien
cree ser algo, cuando en realidad no es nada, se engaña a sí mismo. Cada
cual examine su propia conducta; y si tiene algo de qué presumir, que no se
compare con nadie. Que cada uno cargue con su propia
responsabilidad»[197].
No sabemos cuánto tiempo permanecieron Pablo, Silas y Timoteo en
Galacia, ni tampoco sabemos —a pesar de la dramática historia de
Lucas[198]— por qué eligieron Macedonia como su próximo destino
misionero, adonde llegaron en el año 50 a la ciudad de Filipos. También
este era un mundo extraño para Pablo. Fundada en el 356 a. C. por Filipo
de Macedonia, la ciudad se había convertido en centro de una industria de
extracción de oro que había financiado las campañas de Alejandro Magno,
hijo de Filipo. Hacía tiempo que las minas se habían agotado, pero Filipos
se convirtió en un importante puesto avanzado romano en la Vía Egnatia,
la ruta terrestre que conectaba la capital con las provincias orientales. En el
año 42 a. C., después de que los ejércitos de Marco Antonio y Octavio
(más tarde conocido como Augusto) hubieran derrotado a la coalición de
Bruto y Casio en una batalla al oeste de la ciudad, Filipos se convirtió en
colonia romana. Los veteranos del ejército se establecieron allí y se les dio
fincas. Tras la batalla de Actium (31 a. C.), que estableció a Augusto como
único dirigente del imperio, llegaron más veteranos. Era, por lo tanto, una
ciudad romanizada con una población étnicamente mixta. Sin embargo, las
excavaciones muestran que en el momento de la visita de Pablo, Filipos,
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todavía un diminuto enclave urbano de tamaño modesto, apenas era un
centro administrativo. El grueso de la población vivía en aldeas agrícolas y
asentamientos que abastecían a la ciudad. Los colonos romanos estaban
exentos de impuestos y solo ellos podían ostentar cargos políticos y eran
los responsables de exigir el producto excedente de fincas y aldeas, y de
cobrar las rentas y la devolución de los préstamos de los campesinos
endeudados[199].
En Filipos, Pablo se encontró con una forma particularmente intensa
de deificación del emperador romano. Mientras predicaba en Macedonia,
Claudio, que había prohibido firmemente a sus súbditos que erigieran
templos en su honor al comienzo de su mandato, empezó a promover su
culto en las provincias y, como Augusto, asumió el título de «salvador del
mundo». Los estudiosos han despachado a veces el culto al emperador
como «puramente secular», una estrategia política sin contenido
«religioso» que fue explotado por el estado romano y las aristocracias
locales para sus propósitos[200]. Pero en tiempos de Pablo, la religión y la
vida política estaban tan entrelazadas que era imposible decir dónde
empezaba la una y dónde terminaba la otra. Los seguidores de Jesús no
eran los únicos que proclamaban la «buena nueva» de que se acercaba una
nueva era. «¡Empieza un gran nuevo ciclo de centurias!», exclamó el poeta
Virgilio. «La justicia regresa a la tierra y vuelve la edad de oro»[201]. En
Priene, en la costa de la moderna Turquía, una inscripción anunciaba que el
nacimiento del «César más divino» [Augusto] señalaba el comienzo de una
nueva era y de un nuevo calendario. Era una fecha «que podemos
justamente establecer en términos prácticos al menos, como el comienzo
del orden restaurado, cuando todo se estaba desintegrando y sumiéndose
en el caos, y proporcionó una nueva mirada sobre el mundo entero». De
hecho, César había «superado las esperanzas de aquellos que profetizaban
buenas nuevas [euaggelia]»[202]. Por todo el imperio, templos, monedas e
inscripciones saludaban a cada sucesivo César como «hijo de dios», «dios
personificado», «señor» y «salvador del mundo»[203].
Estas aseveraciones eran más creíbles en el mundo antiguo de lo que lo
serían en el nuestro, ya que no existía una brecha ontológica entre lo
humano y lo divino: hombres y mujeres eran divinizados con regularidad y
viceversa. Los estudios han demostrado que los sacrificios al genius del
emperador («espíritu divino») no eran rituales vacíos, sino la forma
mediante la cual los pueblos sometidos conceptualizaban el poder que
ahora gobernaba el mundo conocido, ayudándoles a dotar de sentido la
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intromisión de Roma en sus vidas al recurrir a imágenes y conceptos
familiares del poder[204]. Al traer la paz y seguridad a un mundo asolado
por guerras incesantes, parecía que Augusto había realizado una tarea
divina no muy diferente de los dioses olímpicos y su orden en el cosmos. Y
lo que era más importante, el culto no era impuesto en las provincias por el
senado romano, sino adoptado con entusiasmo por las aristocracias locales.
En realidad rivalizaban entre sí por erigir templos y altares al emperador
reinante y grabar inscripciones en alabanza de sus logros. Lo mismo hacían
los hombres libres acaudalados, que utilizaban el culto para obtener
reconocimiento y posición social. En la sociedad helenística, las élites
estaban obsesionadas con la philotimia, el amor al honor público, que
intentaban conseguir haciendo donaciones de edificios, altares e
inscripciones que fueran colocados de manera prominente en su ciudad.
Promover el culto del emperador era una de las mejores maneras de
ganarse el favor de Roma, de modo que los aristócratas se esforzaban por
superarse unos a otros en su devoción al culto. Los rituales imperiales
saturaban cada aspecto de la vida pública en las provincias, invadiendo el
espacio público casi de la misma forma que las imágenes y los sonidos de la
Navidad lo invaden todo en los modernos países occidentales. Los
aristócratas no solo pagaban por esos sacrificios, sino que también
oficiaban el culto al emperador como sacerdotes, el símbolo más elevado
de la posición social. El culto tenía tal aceptación que a finales del reinado
de Augusto atribuir «honores divinos» (isotheoi timai) a alguien que no
fuera el emperador se había vuelto políticamente incorrecto[205].
El culto al emperador era mucho más prominente en la tierra de Jafet
que en Siria y Cilicia, así que tuvo que causar una dolorosa impresión en
Pablo, no solo porque era religiosamente ofensivo, sino por sus
implicaciones políticas y sociales. Macedonia y Acaya habían sido
conquistadas en un principio por la fuerza militar, pero, a diferencia de
Judea y Galacia, estas provincias estaban ahora tan completamente
pacificadas que Roma no tenía necesidad de establecer una presencia
militar allí y la capital podía fiarse de la lealtad de la clase dirigente local.
En cambio, el culto imperial actuaba como la cola que cohesionaba al vasto
imperio en su lealtad a Roma, respaldada por una estrecha red de relaciones
de clientelismo[206].
Cuando Augusto se convirtió en gobernante único del imperio, hizo
un llamamiento a regresar a los valores tradicionales romanos,
especialmente a la pietas, obligación para con la familia y el país. Se
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presentó a sí mismo ante los ciudadanos de Roma como su padre y
patrono, manifestando su devoción paterna en obras públicas de gran
magnitud. A cambio, esperaba lealtad (pistis) de sus súbditos. También en
las provincias la élite local describía a su emperador como el ser
benevolente que había traído la paz y la seguridad y cuyo mandato estaba
bendecido por los dioses, así que se esperaba que los pueblos conquistados
aceptaran su sometimiento. Pero Pablo no tardó en descubrir la injusticia
estructural del sistema romano, que creaba una división social insalvable
entre la clase dirigente aristocrática y el pueblo. Ricos y pobres vestían
diferente, comían diferentes alimentos y hablaban prácticamente distintos
idiomas. Se esperaba que las masas mostraran su deferencia para con sus
superiores en miles de rituales en el curso de un solo día. El omnipresente
espectáculo de la cruz era el recordatorio de lo que podía suceder si te
desviabas de la línea trazada y dejaba expuesta la crueldad en la que se
apoyaba ese sistema supuestamente benigno.
Dado que como colonia romana Filipos seguía las costumbres de Roma
e Italia, el culto al emperador debió haber sido allí particularmente intenso.
Al cabo de los años, cuando Pablo escribió a los filipenses, citó el Himno
de Cristo, que describía la kénosis de Jesús y subsiguiente exaltación por
Dios. En este entorno, donde era una ofensa conceder «honores divinos» a
cualquiera salvo al emperador, cantar este himno podía tener peligrosas
consecuencias[207]. El himno indicaba claramente que a diferencia del
emperador que buscaba «igualarse a Dios» (isa theo), Jesús no había
tratado de obtener esa distinción; su ascensión al reino de los cielos había
sido una iniciativa de Dios para recompensarle por su humilde aceptación
de la muerte en una cruz romana. Los conversos de Pablo en Filipos,
evidentemente, provenían de las clases más pobres de la sociedad y no
tenían los mismos derechos que los ciudadanos romanos. Pero Pablo les
dijo que se declararan de facto independientes del sistema imperial. Filipos
podía ser una colonia romana, pero su ekklesia era una «colonia celestial».
Una colonia que compartía el espíritu de la patria y no el de la cultura
indígena, de modo que eran ciudadanos del Cielo, su verdadera comunidad
(politeuma), y su «salvador» no era Claudio, sino Jesús el Mesías[208].
Harían de ello una realidad creando una comunidad de ayuda mutua. En
lugar de participar de la incansable autopromoción de la élite, debían imitar
la kénosis de Jesús. «No hagáis nada por egoísmo o vanidad; más bien, con
humildad, considerad a los demás como superiores a vosotros mismos.
Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses sino también por los
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intereses, de los demás»[209]. Ello les permitiría mantenerse firmes ante el
acoso de las autoridades de esta «generación torcida y depravada» y brillar
«como estrellas en el firmamento»[210].
Estos lazos sociales se vieron reforzados por signos de la organización
que iba surgiendo. Pablo estaba creando una red de «colaboradores» para
que le ayudaran a reunir a las comunidades alejadas. En Filipos incluían a
Clemente y Epafroditas y a dos mujeres, Sinteje y Evodia. En las
congregaciones de Pablo parece que había tanto líderes masculinos como
femeninos, dado que «en Cristo» la igualdad de género, así como la de
clase y étnica eran obligatorias. Cuando escribió a la ekklesia de Filipos,
infringió las convenciones grecorromanas al resaltar deliberadamente a
estas mujeres, observando que habían «luchado a mi lado en la obra del
evangelio»[211]. Los filipenses se convertirían en los discípulos más fieles
de Pablo. Antes de que abandonara la ciudad, recaudaron dinero de sus
escasos recursos para ayudarle en su misión[212].
Las subversivas enseñanzas de Pablo pudieron haberle acarreado la
expulsión de la ciudad; escribiría sobre las «injurias y ultrajes» que él y sus
compañeros habían sufrido en Filipos. Pero sin dejarse intimidar, siguió
presionando, penetrando todavía más profundamente en el mundo
romano, hasta que llegó a Tesalónica. Desde el año 146 a. C., la ciudad
había sido capital de la provincia de Macedonia y el culto al emperador
tenía mucha fuerza. Los aristócratas de Tesalónica honraban a sus
poderosos patrones romanos junto con sus propios dioses en
inscripciones, discursos públicos y fiestas[213]. Durante el siglo I a. C., la
diosa Roma se había incorporado al panteón local con su propio
sacerdocio y se construyó un templo para Augusto. Al mismo tiempo,
Julio César reemplazó a Zeus en las monedas de la ciudad, y aunque
Augusto no era reconocido explícitamente como «hijo de Dios» en
Tesalónica, en tanto que hijo adoptivo de Julio César era implícitamente
reconocido como divi filius, hijo del divino Julio[214].
Pablo introdujo entre los tesalonicenses un nuevo «señor» (kyrios),
«hijo de Dios» (theou huios), y «salvador» (soter). Había otros dioses
redentores en la ciudad, en especial Cabirus, un herrero asesinado por sus
hermanos que regresaría un día para ayudar a los pobres y los necesitados.
Pero la aristocracia había adoptado a Cabirus en sus propios rituales y
Pablo pudo presentar a Jesús como un salvador más auténtico[215].
Recordaría durante mucho tiempo el entusiasmo con el que los
tesalonicenses habían recibido el evangelio, porque se haría famoso en el
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movimiento de Jesús: «Ellos mismos hablan de lo bien que vosotros nos
recibisteis y de cómo os convertisteis a Dios dejando los ídolos para servir
al Dios vivo y verdadero, y esperar del cielo a Jesús […]»[216] También
fundó aquí una ekklesia que era un desafío directo a la asamblea de
ciudadanos de la élite, ya que comprendía artesanos y trabajadores de las
escalas más bajas de la estratificada economía urbana[217]. Por eso les dijo
que honraran a sus propios líderes, que «trabajan arduamente entre
vosotros», en lugar de a la clase dirigente[218]. La solidaridad y la ayuda
mutua es lo que debe caracterizar a la ekklesia del Mesías y no la
desigualdad social[219]. Él mismo trabajó codo con codo con otros
artesanos en su taller, donde predicaba el evangelio, y más tarde recordaría
los «esfuerzos y fatigas» de esa época mientras ejercía su oficio «día y
noche para no seros una carga», una existencia muy diferente del relato de
Lucas sobre Pablo manteniendo importantes debates públicos en las
sinagogas de Tesalónica[220].
Aquí Pablo también encontró hostilidad manifiesta y recordaría cómo
Silas y Timoteo habían predicado «sincera y valientemente frente a una
gran oposición». Había alertado a los tesalonicenses de que probablemente
ellos también iban a padecer sufrimientos por el evangelio[221]. Claudio
había expulsado recientemente de Roma a judíos que podrían haber sido
miembros del movimiento de Jesús, porque —explicaba el historiador
Suetonio— estaban alborotando en nombre de un tal «Chrestus». Pero
Pablo no estaba a favor de una acción tan manifiesta. En su opinión, los
tesalonicenses debían esperar pacientemente el regreso de Jesús. En este
periodo, les dijo, «procurad vivir en paz con todos, ocupaos de vuestras
propias responsabilidades […] para que por vuestro modo de vivir os
ganéis el respeto de los que no son creyentes, y no tengáis que depender de
nadie»[222]. Sí, eran en verdad hijos de la luz luchando contra las fuerzas de
la oscuridad, pero estaban únicamente armados con armas espirituales:
«protegidos por la coraza de la fe y del amor y por el casco de la esperanza
de la salvación»[223].
Al poco tiempo Pablo tuvo que huir de Tesalónica a toda prisa. Lucas,
como siempre, echa la culpa a la comunidad judía local, que se quejaba a los
magistrados locales de que Pablo y Silas habían trastornado el mundo
entero con sus predicaciones: «Todos ellos actúan en contra de los
decretos del emperador, afirmando que hay otro rey, uno que se llama
Jesús»[224]. Lucas pudo haber captado el cariz subversivo de las enseñanzas
de Pablo aquí. Sin dejarse intimidar, este se dirigió hacia el oeste. De sus
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cartas sabemos que pasó algún tiempo solo en Atenas, enviando de vuelta a
Timoteo a Tesalónica para ver cómo se las estaba arreglando la comunidad.
El relato de Lucas de la visita de Pablo a Atenas se ha hecho famoso. Lo
describe predicando ante el Consejo del Areópago como un filósofo
griego, sosteniendo la existencia de Dios a partir de la razón natural,
alabado por los poetas griegos como «no está lejos de ninguno de
nosotros, puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos»[225]. Pablo
no tenía demasiado tiempo para la sabiduría griega, y es más probable que
Lucas estuviera describiendo lo que habría dicho de tener la suerte de
hablar en Atenas, aunque para entonces hacía tiempo que su edad dorada
había terminado. No hay pruebas históricas de que hiciera conversos allí o
fundara una comunidad en esa ciudad.
Pablo estaba más interesado en las ciudades modernas del imperio, y en
otoño del año 50 d. C. llegó a Corinto, la ciudad más próspera de Acaya.
La antigua polis había resistido la expansión romana en el 146 a. C. y había
sido totalmente destruida, permaneciendo en ruinas durante más de un
siglo como crudo recuerdo del precio de oponerse a Roma. En el año 44 a.
C., Julio César reconstruyó y repobló Corinto con esclavos liberados y
bajo Augusto se convirtió en la capital de la provincia de Acaya con un
procónsul como gobernador. Para cuando Pablo llegó, estaba considerada
la cuarta ciudad más importante del imperio. Situada en el istmo que
conecta el norte y el sur de Grecia, era un próspero centro comercial con
una comunidad mixta de libertos de Italia, Grecia, Siria, Egipto y Judea.
Estaba gobernada por una aristocracia de hombres desarraigados pero
ambiciosos que deseaban olvidar sus bajos orígenes y disfrutar de la
riqueza de la ciudad. Pero Pablo no dejaría de observar la evidente
disparidad entre los barrios opulentos y los talleres abarrotados y barrios
industriales empobrecidos donde vivían él y sus discípulos. En Corinto fue
aún más consciente de la violencia estructural del sistema de clientelismo
romano, según el cual la clase dirigente dominaba todas las vías de
comunicación con Roma y controlaba los escasos recursos de riqueza,
poder y prestigio. Contar con un patrón poderoso ya fuera allí o en Roma
era la única manera de progresar.
Al igual que el culto imperial, el sistema de clientelismo mantenía
cohesionado el imperio. Un patrono reuniría clientes para impulsar su
propio estatus entre sus iguales; prometería ayudar a esos subordinados,
pero su poder radicaba en su capacidad de denegar o retrasar dicha ayuda,
manteniendo a sus clientes dependientes y en suspenso. Dado que la
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mayoría de pobres estaban ligados de ese modo a las familias ricas, el
sistema se convirtió en un instrumento de control social que dependía de
su desigualdad. Como explican algunos historiadores, «la incapacidad de
unos pocos centenares de satisfacer las necesidades de cientos de miles, su
fracaso manifiesto de aliviar la pobreza, el hambre y la deuda, de hecho su
explotación de estas circunstancias para asegurarse ellos una ventaja no
deben verse como argumentos para la inadecuación del clientelismo, sino
más bien como las condiciones para su florecimiento»[226].
A su vez, los aristócratas locales en las provincias dependían del
mecenazgo de hombres poderosos en la capital imperial. Estos mecenas
romanos expresaban su lealtad (pistis) a las provincias ayudando a sus
«amigos» de allí; a cambio, esos «amigos» eran recompensados por su pistis
para con Roma. Los gobernadores romanos de las provincias también
dependían del mecenazgo de sus «amigos» en la capital y gobernaban
construyendo una base de poder local, cultivando una clientela local de
«amigos» entre la nobleza de la localidad. Todos competían entre sí para
mostrar su lealtad al emperador participando con entusiasmo en su culto.
No había pretensión de paridad en esas amistades, ya que aceptar el
clientelismo era en sí mismo una aceptación tácita de inferioridad. Los
aristócratas de menor rango y los libertos competían entre sí por crear su
propia red de clientes leales entre las clases más bajas. Como explicó el
senador e historiador romano Tácito, las «buenas» personas de una ciudad
se definían por su conexión y lealtad a las grandes familias, mientras que
las «malas» no formaban parte del sistema de clientelismo, ya fuera porque
no tenían nada que ofrecer a los ricos o porque deliberadamente evitaban
esa humillante subordinación[227].
Pablo se definió a sí mismo como uno de los «malos» de Corinto al
negarse persistentemente a aceptar ayuda financiera de mecenas locales. En
cambio, siguió trabajando como artesano, viviendo en casa de una pareja
judía, Aquila y Prisca, que también eran fabricantes de tiendas de campaña.
Pertenecían a los judíos expulsados de Roma por Claudio y se convirtieron
en sus fieles amigos y compañeros[228]. En Corinto, Pablo ejercía su
misión en el taller, predicando mientras trabajaba, y una vez más su
evangelio fue recibido con un estallido del Espíritu Santo, ya que sus
conversos eran capaces de profetizar, hablar en lenguas y curar a los
enfermos[229]. En las casas de artesanos y tenderos se desarrollaron
pequeñas congregaciones que se reunían en torno a su banco de trabajo.
Una vez más fueron los pobres quienes aceptaron el evangelio. Dios, dijo
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Pablo a los Corintios, «escogió lo más abajo y despreciado, y lo que no es
nada, para anular lo que es»[230]. Al ejecutar al Mesías, los poderes se
habían condenado ellos mismos a la destrucción. El Mesías ocupaba ahora
un trono a la derecha de Dios, preparándose para «destruir todo dominio,
autoridad y poder»[231]. En Corinto la cruz fue el elemento central del
mensaje de Pablo. Cuando Dios resucitó a Jesús, el desgraciado criminal,
mostró su pistis para con los despreciados de este mundo. Allí donde el
culto al emperador deificaba el poder y la riqueza, la cruz había revelado
una serie de valores divinos completamente nuevos.
Pablo compartiría su metáfora del cuerpo de Cristo con la
congregación de Corinto, una visión que anulaba la teología imperial
oficial en la que el cuerpo era el microcosmos del Estado y del
universo[232]. César era la cabeza del cuerpo político; personificaba el
estado terrenal y representaba a los dioses en un mundo terrenal. Pero en
el cuerpo del Mesías no existía semejante jerarquía. Pablo describía en
cambio un orden interrelacionado en el que todos los miembros, sin
excepción, dependían unos de otros. La cabeza era degradada y ensalzados
los miembros inferiores del cuerpo. Él expresaba esta importante visión
política con la clase de humor subido de tono utilizado por los oradores
para exponer a su audiencia una nueva forma de ver las cosas.
[…] Los miembros del cuerpo que parecen más débiles son
indispensables, y a los que nos parecen menos honrosos los
tratamos con honra especial. Y se trata con especial modestia
a los miembros que nos parecen menos presentables,
mientras que los más presentables no requieren trato
especial. Así Dios ha dispuesto los miembros de nuestro
cuerpo, dando mayor honra a los que menos tenían, a fin de
que no haya división en el cuerpo, sino que sus miembros se
preocupen por igual unos por otros. Si uno de los miembros
sufre, los demás comparten su sufrimiento; y si uno de ellos
recibe honor, los demás se alegran con él[233].
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prometido que todos verían el glorioso regreso del Señor, pero
posiblemente como resultado de los recientes hostigamientos, algunos
miembros de la comunidad habían fallecido. ¿Se reunirían también ellos
con el Mesías triunfante? Sí, les respondió categóricamente en la primera
de sus cartas que han sobrevivido.
Mientras vivía entre los gentiles, la imaginación de Pablo había
quedado saturada del simbolismo romano que impregnaba el ambiente en
que él, sus conversos y colaboradores pensaban y sentían. La propaganda
imperial aireaba continuamente la «paz» (eirene) y «seguridad» (asphaleia)
que Roma había llevado al mundo, pero esto, les decía él a los
tesalonicenses, era una falsa ilusión que se haría añicos con la llegada del
Mesías: «Cuando estén diciendo: paz y seguridad, vendrá de improviso
sobre ellos la destrucción, como le llegan a la mujer encinta los dolores de
parto. De ninguna manera podrán escapar»[234]. Cuando describía la
dramática llegada de Cristo, en lugar de recurrir a las imágenes
convencionales del apocalipsis judío, utilizaba terminología que era muy
novedosa en el movimiento cristiano, presentando el regreso de Jesús
como una visita oficial de un emperador o rey a una ciudad provinciana.
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gobernador de Corinto mientras Pablo vivió allí, su estancia coincidió con
una presencia más firme y enérgica en la ciudad y por lo tanto Pablo sería
declarado persona non grata[239]. Se fue acompañado de Aquila y Prisca
que se establecieron en la ciudad; Éfeso sería su hogar durante dos años y
medio. Allí se le unió Tito, su viejo amigo de Antioquía, que llevó el
evangelio a los distritos de alrededor. También estuvo brevemente en
Éfeso un judío de Alejandría, elocuente y carismático, llamado Apolos, que
llegaría a causarle muchos problemas[240]. Estaba a punto de empezar un
nuevo y perturbador capítulo de su vida.
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4 Oposición a Pablo
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igual que Jacobo, creían que la fidelidad hacia la Torá era fundamental para
la renovación de Israel y para acelerar la venida del Mesías. Dado que
algunos gálatas podían pensar que unirse a Israel era preferible a asumir los
valores romanos, se habrían sentido muy disgustados al escuchar que su
situación era en realidad ambigua y que no eran ni una cosa ni la otra. En la
ley romana, los judíos estaban oficialmente exentos del culto al emperador
reinante porque se le hacía diariamente una ofrenda en el templo de
Jerusalén. Una vez que se hubieran convertido en miembros de pleno
derecho de Israel, creían los gálatas, habrían gozado de esa exención. Pero
ahora que ya no eran judíos auténticos, serían objeto de acoso o incluso de
persecuciones por las autoridades si se negaban a tomar parte en el culto
imperial que se había vuelto repugnante para ellos desde su renuncia al
paganismo[242]. Algunos gálatas habían decidido convertirse en prosélitos e
iniciado su conversión al judaísmo, pero Pablo insistió con vehemencia en
que no era necesario[243].
El incidente nos recuerda que en esta temprana fase la voz de Pablo no
era sino una más entre otras. Sus ideas llegarían a ser normativas para el
cristianismo, de manera que tendemos a ver su firme actitud contra la
circuncisión y cumplimiento de las leyes rituales judías como inevitable. Si
no lo hubiera hecho así, asumimos, el cristianismo se habría convertido en
una insignificante secta judía, dado que muy pocos gentiles habrían estado
dispuestos a sufrir la peligrosa operación de la circuncisión. Los
adversarios de Pablo en Galacia son considerados unos agresivos
judaizantes, atrapados en lo que los cristianos han denominado el
«legalismo» crónico del judaísmo, actitud que ha dañado gravemente las
relaciones entre cristianos y judíos. De hecho, la intransigente actitud de
Pablo en esta cuestión no era típica. Como fariseo, Pablo había creído que
cuando una persona ha sido circuncidada tenía que cumplir toda la Torá,
incluyendo el grueso de tradiciones legales de Israel transmitidas
oralmente y más tarde codificadas en la Mishná[244]. Pero no son muchos
los judíos que habrían estado de acuerdo con él, y los rabinos decidirían
finalmente que la circuncisión no era necesaria para la salvación dado que
«hay hombres justos entre los gentiles que participarán en el mundo por
venir»[245]. Que sepamos, no hubo más misioneros del movimiento de
Jesús que adoptaran la intransigencia de Pablo. Aparte de sus cartas, todos
los escritos del Nuevo Testamento iban dirigidos a comunidades judías
que incluían gentiles y parecían no afectadas por sus ideas. Lejos de
encontrar gravosos los rituales judíos, para un número importante de
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gentiles resultaban atractivos y los conversos de Pablo parecían no solo
dispuestos sino realmente ávidos de asumirlos[246].
Los adversarios de Pablo en Galacia creían que la muerte heroica de
Jesús y su resurrección habían inspirado un movimiento de renovación
espiritual dentro de Israel; abogaban por una continuidad con el pasado.
Pero él pensaba que la cruz había traído al mundo algo enteramente
nuevo[247]. Al resucitar a Jesús, un delincuente condenado por la ley
romana, Dios había tomado la asombrosa medida de aceptar lo que la Torá
consideraba profanado. La ley judía decretaba: «Maldito todo el que es
colgado de un madero»; al aceptar voluntariamente su deshonrosa muerte,
Jesús se había convertido en un ser abominable y blasfemo frente a la ley.
Pero al elevarlo a lo más alto en el cielo, Dios lo había justificado y
liberado de toda culpa y, al hacerlo, declarado la ley romana nula y carente
de sentido. Al mismo tiempo, las categorías de pureza e impureza de la
Torá dejaban de tener validez alguna. El resultado era que gentiles
ritualmente impuros hasta entonces podían gozar también de las
bendiciones prometidas a Abraham sin tener que someterse a la ley judía.
A diferencia de sus adversarios, Pablo insistía en la discontinuidad y, al
hacerlo, infringía algunos de los valores más fundamentales de su tiempo.
En el mundo antiguo, la originalidad no se premiaba como hoy en día.
Nuestra moderna economía nos ha permitido institucionalizar el cambio
de una forma que antes resultaba imposible. Una economía agraria
sencillamente no podía desarrollarse más allá de cierto límite y no podía
permitirse el constante desarrollo de la infraestructura que nosotros damos
hoy por sentado. La gente vivía la civilización como algo frágil y prefería
confiar en las tradiciones que habían soportado la prueba del tiempo. La
gran antigüedad del judaísmo se había ganado el respeto de Roma, pero los
romanos consideraban las nuevas formas de expresión religiosa como
superstitio, algo que temer, porque carecían de la reverencia por la tradición
ancestral. De manera que en lugar de encontrar atractivo el mensaje de
Pablo, muchos gálatas se habrían sentido profundamente disgustados al oír
que la mayoría de judíos consideraba su postura una impía ruptura con el
pasado.
Pablo comprendía todo esto perfectamente. Sabía que estaba pidiendo
a los gálatas que cuestionaran actitudes y principios aparentemente
inamovibles. En su carta, por lo tanto, escribió en la forma retórica
conocida como diatriba. La retórica, el arte del lenguaje persuasivo, era la
asignatura clave de los estudios romanos; los chicos aprendían a escribir y a
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hablar en un estilo que influyera en su público y les convenciera de adoptar
una forma concreta de actuar. La diatriba estaba concebida para obligar a la
audiencia a poner en cuestión premisas fundamentales. Cuando leemos las
cartas de Pablo es importante comprender que en aquella época las cartas
no se leían en silencio. En cambio, se leían en voz alta, con gestos, mímica
y soportes visuales para poner el énfasis en alguna cuestión. Una epístola,
por lo tanto, era esencialmente un discurso y una representación
dramática[248]. Cuando Pablo predicó su doctrina de la cruz a los gálatas
durante su visita, pudo hacerles ver lo extremo de ese acontecimiento
describiéndoles detalladamente a Cristo crucificado, o incluso
permanecería bajo una cruz, apuntando hacia el cuerpo torturado de un
hombre crucificado por las autoridades en uno de sus pueblos. De modo
que en su carta les regañaba: «¡Gálatas torpes! ¿Quién os ha hechizado a
vosotros, ante quienes Jesucristo crucificado ha sido presentado tan
claramente?»[249].
Para un lector moderno, el agresivo estilo de Pablo en esta carta parece
insultante y personalmente ofensivo. Pero en el siglo I d. C., hasta un
público analfabeto habría reconocido que se trataba de una convención;
Pablo escribía en una forma literaria en la que se esperaban exageración,
burla e incluso insultos. Cuando atacaba la ley judía en su diatriba, no
estaba afirmando que el judaísmo era incorrecto per se, ni tampoco estaba
recurriendo a su propia experiencia. Como hemos visto, Pablo el fariseo
no había tenido problemas con la observancia de la Torá; de hecho, estaba
convencido de su excelente cumplimiento de la ley. En sus cartas no
escribía para todos y nunca pretendió que su prédica fuera aplicable a todo
el mundo, sino que siempre abordaba problemas específicos de una
congregación particular. Tampoco legislaba para generaciones futuras de
cristianos, ya que esperaba la Parusía en su propio tiempo. En su carta
hablaba claramente de lo que incumbía únicamente a los gálatas,
diciéndoles lo que creía ser bueno para ellos, no para el género humano en
general. Tampoco denigraba al pueblo judío en su carta. Sencillamente
discutía con sus adversarios judíos, quienes, en su opinión, no velaban por
los intereses de los gálatas.
Comenzaba, como hemos visto, contando su propia historia: la
revelación de Damasco, su relación con Pedro y con Jacobo, el concilio de
Jerusalén y, por último, la amarga encrucijada de Antioquía. Su objetivo
era explicar a los gálatas que no se sorprendía de lo que había ocurrido
porque algo similar le sucedió a él, no una sino dos veces: primero, cuando
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los «intrusos» habían interrumpido su conversación con las Columnas y,
segundo, cuando los «mensajeros de Jacobo» habían llegado a Antioquía.
Estaba ansioso por explicar que en el concilio de Jerusalén, Jacobo y Pedro
habían aceptado su misión entre los gentiles no relacionada con la Torá,
porque la autenticidad de la fe de Tito les había convencido de que los
gentiles podían ser justificados (dikaiousthai) por la fe en Jesús el Mesías y
por ello no había necesidad de someterse a la circuncisión o a las leyes
rituales de la Torá[250]. Más tarde, evidentemente, Jacobo e incluso Pedro,
se desdijeron de ese acuerdo.
Antes del siglo XX, la frase pistis Iesou Christou se traducía al inglés
como «la fe o lealtad de Jesús». No se refería a la fe de los mortales
comunes y corrientes, sino solo a la «fe» que Jesús tenía en Dios cuando
aceptó su sentencia de muerte y la «confianza» de que Dios lo convertiría
en algo bueno; y Dios recompensó su acto de fe inaugurando una nueva
relación con la humanidad que salvara a hombres y mujeres de la iniquidad
e injusticia del antiguo orden, asegurando que todas las personas, fuera
cual fuera su posición social o su raza, se convertirían en hijos de Dios.
Pero desde la publicación de la Versión homologada estadounidense de la
Biblia en 1901, esta frase se ha traducido por lo general como «fe en
Jesucristo», equivalente a una creencia individual de los cristianos en la
divinidad y acto de redención de Jesús[251].
Pablo continuaba argumentando que la Torá no había sido revelada por
tiempo indefinido, sino que había sido un acuerdo temporal. Ilustraba este
punto comparando al pueblo judío con el heredero de una gran propiedad:
mientras el muchacho es menor de edad, no tiene más libertad de acción
que un esclavo; se emancipa y disfruta de los privilegios de un hijo solo
cuando llega a la mayoría de edad. Lo mismo nos sucedió a nosotros los
judíos, explicaba a los gálatas. Pero entonces Dios envió a su hijo «para
rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados
como hijos»[252]. Para los judíos como él mismo, explicó, la ley había
cumplido la función de un paidagogus, el esclavo que acompañaba a los
niños a la escuela, asegurándose de que se comportaban bien y no les
sucedía daño alguno hasta que él los entregaba sanos y salvos a su maestro,
momento en que comenzaba su verdadera educación. «Así que la ley vino a
ser nuestro guía encargado de conducirnos a Cristo», proseguía, «pero
ahora que ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al guía»[253]. Gracias a la
fe que Jesús había mostrado en la cruz, dijo Pablo a los gálatas, «vosotros
sois hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús»; judíos y gentiles estaban
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ahora en el mismo barco, dado que las viejas divisiones y categorías habían
dejado de aplicarse[254].
El estudioso alemán Dieter Georgi sostiene, sin embargo, que Pablo no
hablaba simplemente de la Torá en esta carta, sino que se refería a la ley en
general. En la diáspora, la actitud universalista de algunos judíos
helenizados les había conducido, como a algunos de los filósofos griegos, a
considerar las leyes ancestrales de diversos pueblos diferentes emanaciones
de la voluntad de Dios. De modo que sostenían que Israel no era la única
en poseer la ley de Dios; cada nación había desarrollado su propia versión
de la ley eterna que existe en la mente de Dios. Griegos y romanos creían
sin duda que sus sistemas legales eran un mandato divino, al igual que los
judíos, pero desde Damasco, Pablo había desarrollado una visión más
pesimista de la ley. Los emperadores afirmaban que la ley romana aportaba
justicia (dikaiosune), y sin embargo había condenado a muerte a Jesús.
Cuando Pablo escuchaba la palabra dikaiosune, la interpretaba
inmediatamente a la luz de la traducción griega de la biblia hebrea[255]. Para
los profetas, la justicia significaba igualdad social; habían denunciado a los
gobernantes que no trataban a los pobres, las viudas y los extranjeros con
equidad y respeto. A partir de lo que había visto en sus viajes, la ley
romana había fallado en impartir justicia en ese sentido; favorecía
solamente a unos pocos privilegiados y esclavizaba prácticamente a la
inmensa mayoría de la población.
En su carta a los tesalonicenses, había descrito a Dios declarando su
solidaridad con aquellos a quien la ley romana ignoraba. Cuando Dios
situó a Jesús a su derecha, se había aliado con las víctimas de la opresión. A
los gálatas les presentó a Jesús sometiéndose voluntariamente a la condena
de la ley y demostrando su solidaridad con los miembros más abyectos de
la raza humana. La unidad social, la democracia, la igualdad y la libertad
elogiadas en la ideología helenística no podían alcanzarse mediante forma
alguna de jurisprudencia, porque, a pesar de su noble idealismo, en la
práctica la ley siempre esclavizaba, denigraba y destruía. Los sistemas
jurídicos del mundo dividían a los romanos de los bárbaros y a los judíos
de los gentiles; privilegiaban a los hombres sobre las mujeres; creaban
aristócratas que mandaban despóticamente sobre los esclavos. En
Antioquía el estricto cumplimiento de la ley significaba que los judíos y los
gentiles no podían comer en la misma mesa. Si el grito bautismal —«Ya no
hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos sois
uno solo en Cristo Jesús»— debía convertirse en una realidad social,
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tendría que haber una reevaluación fundamental del concepto de autoridad
y de lo que realmente era sagrado[256].
En cuanto Pablo hubo despachado su carta a Galacia llegaron noticias
de graves trastornos en Corinto. Una delegación de la gente de Chloe,
probablemente miembros de la congregación familiar de Chloe en
Corinto, había llegado a Éfeso para decirle que la ekklesia de Corinto se
había dividido en enconadas facciones. Apolos, el judío de Alejandría, a
quien Pablo conoció en Éfeso, estaba predicando una forma
«espiritualizada» de evangelio, que proporcionaba a aquellos que lo seguían
una «sabiduría» superior, la cual, afirmaban, les había elevado a un plano
por encima del común de los mortales. Pedro, al parecer, también había
llegado a Corinto con un mensaje diferente del de Pablo, y como él había
conocido a Jesús en persona, también estaba atrayendo discípulos. Por
último, los corintios que trataban de ascender de clase social en la ciudad
estaban actuando como mecenas de algunas de las congregaciones
domésticas y proveían los alimentos para la Cena del Señor. Estos nuevos
miembros no tenían tiempo para el evangelio igualitario de Pablo; estaban
arrastrando el movimiento hacia la red del clientelismo que dependía y
medraba en la desigualdad. Disputando entre sí por el poder y el prestigio,
tanto mecenas como clientes estaban tratando en realidad los dones del
Espíritu como símbolos de estatus[257].
¿Quién era Apolos y qué predicaba? Lucas nos dice que estaba lleno de
fervor espiritual y que enseñaba los hechos de la vida de Jesús y su muerte
con la mayor exactitud, aunque «solo conocía el bautismo de Juan»[258].
Juan el Bautista tenía un papel prominente en Q, el evangelio primitivo,
que pudo haber sido puesto por escrito aproximadamente por esta época.
Apolos pudo escuchar historias sobre Juan y Jesús durante una
peregrinación a Jerusalén. Habría oído el relato del bautismo de Jesús,
cuando el Espíritu descendió sobre él y una voz divina proclamó: «Este es
mi Hijo amado; estoy muy complacido con él»[259]. Pablo creía que Jesús
se había convertido en hijo de Dios solo cuando resucitó de entre los
muertos, pero Apolos y sus seguidores creían que eso había ocurrido
durante su bautismo[260]. ¿Quién tenía razón? Apolos creía que cuando los
seguidores de Jesús eran bautizados, también se convertían en «hijos de
Dios», es decir, en seres humanos perfeccionados y plenamente realizados
en quienes Dios se deleitaba[261]. También enseñaba que el ser humano se
componía de carne (sarx), alma (psyche), y espíritu (pneuma) y que estos
diferentes aspectos estaban siempre en lucha entre sí[262]. Pero tras el
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bautismo, el Espíritu reinaba en el nuevo cristiano, manifestando su
presencia en los dones de la profecía, la sanación de enfermos y el hablar
en diversas lenguas. Sus discípulos de Corinto, los pneumatikoi
(«espirituales»), creían que el Reino era una realidad plena y que ya habían
alcanzado la inmortalidad; no esperaban con ansia la Parusía, por haber
alcanzado ya el estado humano supremo, como lo demostraban sus
visiones, revelaciones y profecías[263]. De hecho, formaban una
«aristocracia espiritual».
Apolos había recibido la influencia de la tradición de la Sabiduría Judía
predicada originalmente por el filósofo judío Filo de Alejandría. Se basaba
en una devoción personal a Sofía, la «Divina Sabiduría», un atributo o
emanación de Dios[264]. Esta espiritualidad fue la que permitió recuperar la
dignidad a unos judíos que se sintieron humillados por vivir bajo el
mandato imperial cuando ellos habían alcanzado una sabiduría superior a la
de sus gobernantes[265]. Gracias a Apolos, los despreciados artesanos y
trabajadores de Corinto habían abrigado fantasías similares, pues en la
creencia de que eran seres humanos perfeccionados ahora podrían
pretender ser de noble cuna y reclamar honores y distinciones sociales sin
corromperse por esos logros mundanos[266].
Todo esto resultaba muy atractivo para los artesanos, los esclavos y los
tenderos y abría todo un mundo de emocionantes posibilidades. Como
pensaban que habían alcanzado un conocimiento espiritual más elevado,
los pneumatikoi ya no estaban sometidos a las reglas y convenciones
obligatorias para «los que no tienen el Espíritu»[267]. Ya habían alcanzado
la libertad de los hijos de Dios, así que podían decir: «Todo está
permitido»[268]. Quienes deseaban subir en la escala social se sentían libres
para asistir a los sacrificios públicos y banquetes (sin lo cual era imposible
ascender en sociedad) y comer la carne de las víctimas sacrificiales, porque
sabían que los ídolos adorados en esos rituales no existían[269]. Gracias al
Espíritu, ahora tenían un dominio completo sobre sus cuerpos y las
mujeres abandonaban a sus maridos y optaban por la libertad del celibato;
otros «espirituales» contraían matrimonios incestuosos pero socialmente
ventajosos y se acostaban con prostitutas[270]. Algunos incluso perseguían
agresivamente sus propios intereses demandando a otros miembros del
movimiento de Jesús ante los tribunales paganos[271].
Huelga decir que a Pablo todo esto le resultaba repugnante. En una
larga carta, respondió a las preguntas planteadas por la «gente de Chloe»,
llevando un paso más allá el razonamiento con el que había comenzado su
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carta a los gálatas. Empezaba recordando a los corintios que durante su
estancia había centrado su predicación en el Cristo crucificado. Ahora lo
aplicaba a la enseñanza de los pneumatikoi. Los escritores de la Sabiduría
Judía describían Sofía como «un espejo sin mancha del poder de Dios» y
como «resplandor de la luz eterna que renueva el universo». Ella era «más
radiante que el sol y supera a todas las constelaciones, y despliega su fuerza
de un extremo hasta el otro, y todo lo administra de la mejor manera»[272].
Pero Pablo hizo añicos este límpido mito de pureza, poder, delicadeza y
belleza evocando la horrorosa imagen de la cruz. Cuando Dios resucitó el
cuerpo de un delincuente convicto y lo sentó a su derecha, «convirtió en
locura la sabiduría de este mundo»[273]. Mientras los judíos veían la cruz
como un escándalo y para los griegos solo podía ser una locura, el «Cristo
clavado en la cruz» había sido una nueva revelación de lo que significaban
en realidad «el poder y la sabiduría de Dios»[274]. Las ideas convencionales
de los logros de lo divino y lo humano habían sido trastocadas.
En este escenario no quedaba «espacio para el orgullo humano» y las
absurdas pretensiones de los «espirituales» quedaban sin fundamento. En
cambio, Pablo las redujo implacablemente de tamaño, recordándoles que
en realidad «pocos de vosotros sois sabios y pocos poderosos o de noble
cuna». Cuando la comunidad del Mesías presentaba a Jesús como la
revelación decisiva de Dios al mundo, estaban predicando un mensaje que
nadie podía comprender. Si los romanos lo hubieran hecho, «no habrían
crucificado al Señor de la gloria»[275]. La cruz había trastocado todas las
formas de poder, dominio y autoridad, mostrando que lo divino se
manifestaba no en la fuerza sino en la debilidad.
A continuación Pablo comenzó a responder a las preguntas planteadas
por la gente de Chloe; en cada caso la base de su razonamiento era la
importancia de la comunidad. Vivir «en Cristo» no era un asunto privado.
Como había insistido siempre, ello se lograba cuando uno ponía las
necesidades de los demás por delante de las propias y se vivía en
comunidad en el amor. En lugar de considerarse una aristocracia espiritual,
los auténticos seguidores de Jesús imitaban su kénosis. Ya lo había indicado
el Himno de Cristo: Jesús había logrado su elevado estatus únicamente a
través del desapego y la aceptación de la muerte en la cruz. Fue en esta
carta a los corintios donde Pablo desarrolló la imagen del cuerpo de
Cristo, una comunidad que era interdependiente y pluralista y honraba lo
que el mundo consideraba vil. Se quedó horrorizado por las facciones que
trataban de dividir ese «cuerpo»: «Unos dicen: Yo sigo a Pablo; otros
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afirman: Yo, a Apolos; otros: Yo, a Cefas; y otros: Yo, a Cristo. ¡Cómo!
¿Está dividido Cristo?»[276].
Como la fe en Cristo no era una búsqueda privada, sino una
experiencia de vida en común, Pablo se oponía ardientemente al
individualismo promovido por los «espirituales», instándoles en cambio a
centrarse en la unidad y la integridad de toda la ekklesia. Se disgustó al
enterarse de que miembros de la congregación del Mesías pleiteaban unos
contra otros[277]. Cuando los «espirituales» afirmaban que eran libres de
acostarse con prostitutas, estaban infringiendo la sagrada realidad de esta
comunidad: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo
mismo? ¿Tomaré acaso los miembros de Cristo para unirlos con una
prostituta?»[278]. El hombre que se había casado con su madrastra para
afianzar su vínculo con la nobleza estaba contaminando a toda la
comunidad, al igual que la levadura fermenta toda la masa[279]. Dada la
inmoralidad sexual por la que eran conocidos los corintios, las mujeres que
abandonaban a sus maridos y los hombres que se negaban a tomar esposa
estaban planteando problemas[280]. ¿Cómo podían estar seguros de ser
capaces de controlar sus deseos? Pablo insistía en que «la mujer no se
separe de su esposo. Sin embargo, si se separa, que no se vuelva a casar; de
lo contrario que se reconcilie con su esposo. Así mismo, que el hombre no
se divorcie de su esposa»[281].
La nueva moda del celibato, preconizada por Apolos, parece haber
resultado especialmente atractiva para las mujeres, ya que ofrecía una
oportunidad enviada por el cielo para librarse del sistema de los
matrimonios concertados en serie; en cuanto fallecía un marido eran
entregadas a otro. Las teólogas feministas han castigado a Pablo por
prohibir a las mujeres liberarse de una vida de dominio masculino y
maternidad[282]. Es verdad que quizá Pablo no apreciara plenamente la
postura de las mujeres corintias. Pero su meta primordial en esta carta era
impedir que la gente se alejara de la comunidad para disfrutar de una vida
de contemplación privada. No estaba dictando instrucciones atemporales
para mujeres que vivieran dos mil años más tarde. Dado su convencimiento
de que la Parusía era inminente, semejante idea le habría horrorizado. Él
abordaba simplemente una situación peculiar y específica surgida en
Corinto en el verano del año 53. Más adelante, en la misma carta, abogaba
escrupulosamente por la igualdad de derechos entre los hombres y las
mujeres en el matrimonio: «El hombre debe cumplir su deber conyugal
con su esposa, e igualmente la mujer con su esposo. La mujer ya no tiene
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derecho sobre su propio cuerpo sino su esposo. Tampoco el hombre tiene
derecho sobre su propio cuerpo sino su esposa»[283]. Pablo no era un
entusiasta del matrimonio. Creía que como «el mundo que conocemos está
desapareciendo», probablemente era mejor que los hombres y las mujeres
no se cargaran con las responsabilidades del matrimonio. Pero dejó claro
que se trataba de su opinión personal, no de una doctrina revelada que
obligara a todos los creyentes hasta el fin de los tiempos[284].
Dos pasajes de esta carta, sin embargo, son a menudo citados para
demostrar que Pablo era un misógino empedernido, siendo el más notable
de todos su mandato de que las mujeres guardaran silencio en público:
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El segundo texto citado para demostrar el machismo crónico de Pablo
es el argumento, largo y lleno de digresiones, relativo a que las mujeres
deben cubrirse la cabeza mientras oran o profetizan en la iglesia[288]. Lo
interesante aquí es que para Pablo no resulta ningún problema que las
mujeres hablen en público. Una vez más, el controvertido pasaje
interrumpe su razonamiento. En el capítulo anterior había descrito la
manera en que la comunidad debe comportarse durante las comidas y, por
el bien de la unidad, instaba a los corintios a evitar ofender los gustos
alimenticios de otras personas. Luego viene esa discusión totalmente
incoherente sobre que las mujeres deben cubrirse la cabeza, lo cual no
tiene relación alguna con lo que viene antes o después, y a continuación
prosigue inmediatamente con el asunto de las comidas en comunidad,
centrándose esta vez en la Cena del Señor. Una vez más, en este
controvertido texto la insistencia de Pablo en la autoridad masculina no
encaja con su teoría y práctica de la igualdad de género y su insistencia
retórica en las prácticas tradicionales es bastante ajena a él y tiene más que
ver con las cartas deuteropaulinas del siglo II d. C. a Tito y Timoteo[289].
El experto norteamericano Stephen J. Patterson, sin embargo, acepta la
autenticidad de este pasaje, indicando que no exige a las mujeres cubrirse al
estilo islámico, sino que se refiere a peinados masculinos y femeninos.
Sugiere que los corintios estaban llevando al extremo el grito bautismal:
«Ni hombre ni mujer». Los hombres se estaban dejando crecer el pelo,
mientras que las mujeres lo llevaban suelto, en lugar de sujetárselo en un
moño o llevar el tocado propio de las mujeres respetables. Por
consiguiente, todos los miembros de la congregación llevaban melenas
largas y sueltas y resultaba imposible distinguir los hombres de las
mujeres. Pablo, sostiene Patterson, estaba de acuerdo con la teología de los
corintios, pero en su opinión era un error eliminar la distinción entre los
sexos porque no era lo que Dios había ordenado en la creación[290]. En
aquella época, las mujeres que viajaban con los filósofos estoicos
peripatéticos se cortaban el pelo y llevaban prendas masculinas para evitar
ser molestadas en el camino. Puede que lo que Pablo estaba sugiriendo era
que las mujeres no tenían que parecer hombres cuando predicaban u
oraban, como si el hombre fuera la norma humana, sino que debían hacerlo
como mujeres[291].
Tras este controvertido pasaje, el texto prosigue con la petición de
armonía en la Cena del Señor. Al parecer, los mecenas acaudalados, que
pagaban la comida y proporcionaban el lugar de celebración, llegaban los
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primeros y disfrutaban de los mejores alimentos y vinos, de manera que no
quedaba nada para los esclavos y artesanos que llegaban más tarde, una vez
concluidas sus tareas[292]. El autor de la carta del Nuevo Testamento
atribuida a Jacobo, hermano de Jesús, nos permite entrever lo que podía
pasar cuando una comunidad llamaba la atención de un mecenas rico.
Imagina a un hombre rico y a un hombre pobre llegando al mismo tiempo
a la Cena del Señor. El hombre bien vestido es escoltado inmediatamente
hasta un buen asiento, mientras que al hombre desharrapado se le dice:
«Quédate ahí de pie o siéntate en el suelo, a mis pies». El autor se muestra
horrorizado: ¿No ha escogido Dios a los que son pobres para que hereden
el reino? Pero aquí los pobres eran apartados mientras sus ricos patronos y
opresores recibían todos los honores[293].
Pablo tuvo la misma reacción en cuanto escuchó lo que estaba
sucediendo en Corinto. «¿Es que menospreciáis a la iglesia de Dios y
queréis avergonzar a los que no tienen nada?», preguntó. La gente llevaba
su propia comida, de manera que algunos tenían muchas cosas para comer
y beber, mientras que otros no tenían nada. En lugar de celebrar la unidad
de la congregación, se crearon grupos sectarios. Recordaba
insistentemente a los corintios que la Cena era una conmemoración de la
muerte del Señor y esperaba ilusionado su regreso. Evocaba la cruz y la
kénosis del Mesías, de modo que esas actitudes estaban completamente
fuera de lugar. Por lo tanto, «cada uno debe examinarse a sí mismo antes
de comer el pan y beber de la copa. Porque el que come y bebe sin
discernir el cuerpo, come y bebe su propia condena»[294]. Aquí Pablo no
estaba negando la transubstantación o presencia real de Cristo en la
Eucaristía. En esta carta, el «cuerpo» es siempre la comunidad; aquellos
que no reconocen el sagrado núcleo de la comunidad, en la que el Mesías
está presente en todos sus miembros, han sido incapaces de reconocer al
Señor.
Para contrarrestar las pretensiones de los pneumatikoi, Pablo se
presentaba a sí mismo como justo lo opuesto de esta «aristocracia
espiritual». Cuando se presentaban a sí mismos como «sabios»,
«inteligentes», «fuertes» y «poderosos», él les indicaba que había llegado a
Corinto después de sufrir la humillación y el acoso en Macedonia, «con
tanta debilidad que temblaba de miedo»[295]. En todas sus cartas a los
corintios hacía hincapié en la fragilidad, humildad e impotencia del Mesías
crucificado. No trataba de impresionarles con «palabras sabias y
elocuentes» sobre sus logros espirituales[296]. «Que nadie se engañe. Si
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alguno de vosotros se cree sabio según las normas de esta época, hágase
ignorante para llegar así a ser sabio. Porque a los ojos de Dios la sabiduría
de este mundo es locura»[297].
Cuando respondía a los razonamientos de quienes se sentían libres de
comer carne sacrificada a los ídolos, les instaba a no vanagloriarse por la
fuerza de sus convicciones, sino a respetar las creencias de los miembros
«más débiles» de la comunidad que consideraban erróneas esas prácticas.
Sí, la teología de los pneumatikoi era correcta: esos ídolos no existían, por
lo que no había una razón lógica para no comer esa carne. Pero ello no
daba derecho a los «fuertes» a hacer alarde de sus opiniones avanzadas y
progresistas y a ocasionar así el tropiezo de sus hermanos y hermanas en
Cristo[298]. Si imitaran la kénosis de Jesús, no ejercerían sus derechos de esa
manera. Él, por ejemplo, tenía derecho a aceptar ayuda económica para
llevar a cabo su misión, y aun así eligió ganarse la vida con el trabajo
manual para no ser una carga para los demás[299].
El mismo principio se aplicaba al despliegue ostentoso de los dones del
Espíritu. Los «espirituales» creían que su capacidad de expresar palabras
inspiradas o hablar en lenguas demostraba su superioridad, pero se
equivocaban al imaginar que ya habían alcanzado la perfección. Hasta la
Parusía, todos esos dones —conocimiento (gnosis), profecía y lenguas—
eran solo versiones «parciales» de lo que estaba por llegar. Nuestra
liberación plena de la fragilidad y mortalidad no había sido alcanzada
todavía, pues era simplemente una esperanza de futuro. En una carta
posterior, Pablo sostendría que el balbuceo extático e incoherente de
glosolalia era en realidad una señal de debilidad y no de fortaleza: «No
sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos que no pueden expresarse con palabras»[300]. Y en último término
todos estos dones no servían de nada si no estaban imbuidos de amor: «Si
hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más
que un metal que resuena o un platillo que hace ruido»[301]. El don de
lenguas, los milagros, los hechos heroicos, las revelaciones, el
conocimiento espiritual e incluso un martirio no tenían valor si no estaban
imbuidos de amor, un compromiso de autovaciamiento en la comunidad.
Este «amor» no era solo una cálida emanación del corazón; tenía que
expresarse en hechos prácticos que edificaban —construían— la
congregación. Esa era la razón por la que Pablo creía que la profecía era un
don mayor que la glosolalia. Cuando alguien poseía el don de lenguas,
nadie comprendía lo que estaba diciendo, pero la profecía podía llegar
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directamente al corazón de los demás. De manera que «el que habla en
lenguas se edifica a sí mismo; en cambio, el que profetiza edifica a la
iglesia»[302].
Al final de esta carta, Pablo atacaba la convicción de los pneumatikoi de
que si ya eran inmortales, «no hay resurrección de los muertos»[303].
Imaginar que uno ya era perfecto y estaba plenamente realizado era
peligroso. Concedía la ilusión de que se podía hacer lo que se quisiera —
acostarse con prostitutas, contraer uniones incestuosas e ignorar a los
pobres en la Cena del Señor— porque ya eran inherentemente perfectos,
actitud que conducía a la quiebra moral y reducía la fe a una manifestación
del ego. Y, aún peor, subvertía completamente el significado de la muerte
de Jesús. De manera que para que los «espirituales» volvieran a poner los
pies en el suelo, Pablo les recordó que su movimiento no era una búsqueda
nebulosa del éxtasis ni de otros estados exóticos de la mente. Al contrario,
tenía su origen en acontecimientos históricos. Jesús había sufrido una
muerte terrible, había resucitado físicamente y ahora estaba sentado a la
derecha de Dios. Enumeró a quienes habían visto a Cristo resucitado:
Pedro, los Doce, los quinientos hermanos, Jacobo y, por último, él mismo.
La muerte de Jesús puede haber cambiado el curso de la historia, pero el
proceso no se había completado todavía. Solo cuando Jesús regresara en la
Parusía «todos seremos transformados» y «la muerte será devorada por la
victoria»[304]. Entonces, solo entonces, establecerá Cristo el Reino,
«destruyendo todo dominio, autoridad y poder»[305].
Antes de terminar, Pablo anunció un nuevo proyecto que le ocuparía el
resto de su vida activa. Ahora podía ver que sus ekklesiai eran vulnerables.
Se perdían fácilmente y necesitaban afianzarse en los principios del
movimiento de Jesús, que originalmente se había centrado en construir
comunidades de ayuda mutua como una alternativa al opresivo orden
imperial. Sus congregaciones debían volver a la realidad y en lugar de
refugiarse en una neblina espiritual y privada, la gente debía lograr y
expresar su profunda conexión con los demás. Había que recordarles los
orígenes históricos de su fe para que dejaran de flotar en etéreas aventuras
espirituales. De modo que decidió comenzar una colecta para la
comunidad de Jerusalén. En el concilio de Jerusalén, había prometido a las
Columnas que se «acordarían de los pobres», los evionim. Recolectar
bienes para aliviar sus penalidades no solo mostraría a Jacobo que su
misión había dado frutos reales, sino que ayudaría a su comunidad a
ordenar sus prioridades.
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Ya había iniciado la colecta en Galacia. Sus discípulos de allí se habían
tranquilizado con su carta y abandonado sus planes de convertirse al
judaísmo. Cada semana después de la reunión del domingo, todos los
miembros de la ekklesia aportaban lo que podían —una moneda, una
baratija, una joya o una reliquia de familia— reuniendo poco a poco un
montón de cosas que a su debido tiempo serían llevadas a Jerusalén. Este
recordatorio semanal de la Ciudad Santa, el lugar de la muerte y
resurrección del Mesías, ayudaría a los gálatas a desarrollar una relación
nueva e independiente con Israel. Pablo nunca concibió la colecta como
una especie de tributo pagado a una congregación superior; siempre se
refirió a ella como un regalo (charis) de una congregación mesiánica a otra,
iguales en importancia[306].
En su carta, dio a los corintios las mismas instrucciones que había dado
a los gálatas[307], con la esperanza, quizá, de que este proyecto práctico
sacaría a los corintios de su introversión solipsista y les ayudaría a cultivar
el amor, una preocupación continua y tierna por la pobreza de los demás.
La colecta sería también un recordatorio de que su fe tenía sus raíces en un
acontecimiento histórico y que formaban una comunidad con otras
congregaciones[308]. Contribuiría a alejar a los corintios de la red de
clientelismo en la que habían quedado atrapados. En lugar de un sistema en
el que los pobres dependían de las donaciones de los ricos, todo el mundo
contribuiría a la colecta en tanto que participantes iguales. Haría frente al
sistema tributario del imperio: en vez de arrancar riqueza de las provincias
para donárselas a la capital, este sería un regalo de un grupo de súbditos a
otros[309]. En su siguiente visita, dijo a los corintios que daría cartas de
presentación a los delegados que llevaran su donación a Judea. Está claro
que esperaba que la colecta estuviera lista cuando llegara a la ciudad. Pero
una vez más las circunstancias estaban a punto de cambiar drásticamente y
muy pronto la colecta se convertiría en una nueva fuente de disensión en
Corinto.
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5 La colecta
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Los nuevos misioneros de Corinto creían que Jesús había sido una de
esas personas divinas y que ellos mismos también representaban esas
cualidades judías excepcionales. Sostenían que el rechazo de Pablo a
aceptar ayuda financiera y su decisión de trabajar como un obrero era un
reconocimiento tácito de que sus enseñanzas carecían de valor. Estaba
claro que no era un theios anthropos. Al contrario, le acusaron de quitar
dinero a los pobres con su colecta. Vanagloriándose de sus propios logros
espirituales, los recién llegados introdujeron un estilo aristocrático de
liderazgo en el movimiento de Jesús que violaba los ideales igualitarios de
Pablo. Al enterarse de lo que sucedía, él envió inmediatamente otra carta a
los corintios, prometiendo visitarles en un futuro próximo.
Lo que sabemos de estos hechos proviene de un documento conocido
como Segunda Carta a los Corintios. De hecho, no se trata de una sola
epístola, sino de una colección de cinco cartas sin orden cronológico y con
una interpolación no paulina. En esta correspondencia nunca menciona los
nombres de sus nuevos adversarios, pero dado que estos engatusadores se
daban tantos aires, les llama los «superapóstoles» y también «falsos
apóstoles», embusteros que eran todo fachada pero carecían de sustancia y
se disfrazan de apóstoles de Cristo[313]. Hacían ostentación de sus
credenciales judías, dándoselas de «hebreos», «israelitas» y «descendientes
de Abraham»[314]. Mostraban su elevada comprensión de la tradición judía
mediante interpretaciones de las escrituras sofisticadas y alegóricas, y
afirmaban que sus trascendentales éxtasis y milagros demostraban su
estatus divino. Allí donde Pablo insistía en que la muerte de Jesús señalaba
una ruptura con el pasado, los superapóstoles reivindicaban el seductor
atractivo de la Antigüedad. También eran capaces de presentar cartas de
recomendación para demostrar que eran los auténticos representantes del
movimiento de Jesús, indicando burlonamente que él no tenía esas
credenciales.
Los superapóstoles habían absorbido plenamente el espíritu
competitivo del mundo helenístico que celebraba lo extraordinario, lo
asombroso, lo sobrehumano[315]. La economía de libre mercado y la
ideología política del mundo grecorromano funcionaban a base de este
deseo tremendamente competitivo de reconocimiento y admiración. Era la
cultura del milagro: inscripciones, poemas y oraciones celebraban hechos
asombrosos que llenaban de estupor al populacho. La teología misionera
de los superapóstoles era también una versión judía de un tema imperial de
reconciliación universal que se remontaba a Alejandro Magno, quien,
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según Plutarco, «creía que su papel era el de unificador y reconciliador».
Alejandro estaba decidido a que «una sola ley gobernara a todos los
pueblos, que debían observar una única justicia y una única fuente de
luz»[316]. Los ciudadanos leales a Roma creían que los Césares habían
asumido el liderazgo de Alejandro. Al reclamar este papel para el pueblo de
Israel, los superapóstoles presentaban los asombrosos milagros de Jesús y
sus propios hechos excepcionales como prueba de un poder sobrecogedor
dentro del judaísmo, que un día obligaría al mundo entero a someterse a la
«única ley» y al «objeto único» del mando judío.
Pablo había respondido a las reivindicaciones de Apolos y los
«espirituales» presentándose él mismo como débil y vulnerable. Este tema
se volvió aún más pronunciado cuando se enfrentó a la arrogancia de los
superapóstoles. En el verano del año 54, realizó su primer intento de
responder a sus afirmaciones[317]. Comenzó describiéndose a sí mismo y a
sus colaboradores no como héroes conquistadores, sino como prisioneros
de guerra llevados triunfantes en el cortejo de Cristo[318]. No necesitaban
cartas de recomendación para los corintios porque ellos mismos eran un
testimonio viviente, inscrito de forma indeleble en el corazón de Pablo. A
continuación respondió a la ostentación de los superapóstoles de sus
tradiciones judías reiterando su creencia en que la Torá escrita había sido
reemplazada por el Espíritu, la presencia viviente de Dios. Una vez más,
esta era una carta escrita como respuesta a una serie de circunstancias muy
particulares; no era una condena general del judaísmo per se, sino más bien
una crítica de una interpretación del judaísmo basada en una mística
coercitiva y en la explotación de lo extraordinario.
Pablo recordó a sus oyentes que en el monte Sinaí Moisés había estado
en presencia de Yahveh y que cuando bajó, portando las tablas de la ley en
las manos, su rostro estaba iluminado con un fulgor sobrenatural que
asombró tanto a los israelitas «que tuvieron miedo de acercársele». Lo
mismo había ocurrido cada vez que Moisés transmitía los mandamientos
de Yahveh al pueblo: «Los hijos de Israel vieron el rostro resplandeciente
de Moisés», y cuando este acabó de hablar, les protegía de esa luz
sobrenatural cubriéndose el rostro con un velo[319]. La antigua ley,
comentaba Pablo, había sido llevada al pueblo con un esplendor tan
radiante que les llenaba de asombro y temor y les mantenía a distancia. De
manera que la revelación (apocalipsis) de la Torá había sido un
«encubrimiento» más que un «desvelamiento», y hasta el día de hoy,
proseguía Pablo, siempre que se lea la ley en voz alta, «se coloca un velo
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sobre la mente del oyente» y su significado se volvía claro solo cuando era
interpretada alegóricamente. Pero ahora el Espíritu de Dios había retirado
ese velo y se comunicaba directamente con todos. En lugar de los adornos
mágicos de poder que habían dejado al pueblo sumido en una embotada
aquiescencia, estaba la libertad de los hijos de Dios[320]. Jesús el Mesías no
permanecía en una solitaria eminencia que desconcertaba y alarmaba a la
gente; este «hombre divino» se hizo uno con sus seguidores,
permitiéndoles participar en su gloria divina: «Todos nosotros reflejamos
como en un espejo la gloria del Señor y somos transformados a su
semejanza con más y más gloria»[321].
Los superapóstoles, afirmaba Pablo, habían olvidado que Jesús fue
crucificado. El escándalo de su muerte había impedido que llegara el
evangelio a aquellos cuyas mentes estaban cegadas por la pompa y
magnificencia de César, «el dios de esta decadente edad». Los verdaderos
apóstoles de Jesús no eran superhombres, sino quienes mostraban su
debilidad para con la muerte en la cruz. Estaban atribulados, perseguidos y
derribados: «Dondequiera que vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo
la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro
cuerpo»[322]. Eran por lo tanto Pablo y sus compañeros y no los
superapóstoles los auténticos representantes de Cristo[323]. En lugar de
vanagloriarse de sus brillantes logros, ellos solo podían mostrar sus
«sufrimientos, privaciones y angustias; azotes, cárceles y tumultos;
trabajos pesados, desvelos y hambre»[324]. «Hacednos un lugar en vuestros
corazones», rogaba Pablo a sus conversos al final de la carta. «A nadie
hemos agraviado, a nadie hemos corrompido, a nadie hemos explotado».
Pasara lo que pasara, la ekklesia de Corinto ocupaba un lugar permanente
en su corazón[325].
Podemos imaginar los dramáticos gestos del lector que representaba la
carta de Pablo en Corinto, mientras imitaba el desvelamiento o
encubrimiento de la Torá y la gente retrocedía llena de asombro y pavor.
Los corintios recibieron esta representación favorablemente, pero la
siguiente visita de Pablo en persona en otoño del año 54 fue un desastre.
Acostumbrados ya a la pirotecnia verbal de los superapóstoles, los
ciudadanos de Corinto tuvieron la impresión de que Pablo era un
personaje sin importancia: «Sus cartas son duras y fuertes, pero él en
persona no impresiona a nadie y como orador es un fracaso»[326]. Parece
que fue atacado y avergonzado frente a toda la congregación; tuvo que
comparecer solo frente a un tribunal para afrontar cargos por fraude
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financiero. Fue reprendido por alardear de su experiencia en Damasco y
por atemorizar a la congregación. Regresó a Éfeso abatido y derrotado,
convencido de que su misión había fracasado.
Hay quien se hubiera sentido tentado de responder agresivamente a
estas acusaciones, pero Pablo se limitó a repetir su convicción de que el
auténtico poder residía en la impotencia. Derramando abundantes
lágrimas, en un estado de gran angustia y ansiedad, dictó al escriba una
nueva carta, que llamó la «carta de las lágrimas»[327]. Convencido de que ya
no tenía nada que perder, se presentó a sí mismo como alguien que dice
tonterías, componiendo el «Discurso del Insensato», una forma de diatriba
retórica que utilizaba el humor para sorprender a los oyentes con un nuevo
punto de vista y hacerles pensar seriamente en las consecuencias e
implicaciones de su actual forma de pensar. «Que nadie me tenga por un
insensato», comenzó, «pero aun cuando así me consideréis, de todos
modos recibidme para poder jactarme un poco». Parece que no era el único
tonto que había por allí, porque los corintios se habían dejado humillar e
intimidar por aquellos charlatanes. Estaba claro que no les importaba
aguantar a los bufones: «Aguantáis incluso a cualquiera que os esclaviza y
os explota, y se aprovecha de vosotros, y se comporta con altanería, y os da
bofetadas. ¡Para vergüenza mía confieso que hemos sido demasiado
débiles!»[328]. Él también podía pavonearse como los superapóstoles si
quería, ya que tenía exactamente las mismas credenciales. Después de todo
era un hebreo, un israelita y un descendiente de Abraham. ¿Y qué? Esos
falsos apóstoles decían ser servidores del Mesías, pero Pablo podía
superarlos; hablando aún como un insensato, en lugar de jactarse por sus
numerosos logros, hizo una lista de sus catástrofes y fracasos:
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había sido ignominiosamente bajado en un canasto por la muralla de la
ciudad[330].
Mientras pasaba de sus cualificaciones apostólicas a sus logros
espirituales, se negó a utilizar su habilidad retórica para asombrar y suscitar
en su público un estado de bovina admiración. En cambio, contó la historia
de su maravilloso vuelo místico por los cielos como si fuera un tonto,
tartamudeando y titubeando como un zafio; en lugar de cautivar con sus
visiones a los oyentes con la confianza mostrada por sus adversarios, su
relato estaba salpicado de incertidumbre. ¿Estaba en el cuerpo o fuera del
cuerpo? No lo sabía. ¿Llegó al último cielo? ¿Quién sabe? Pero al final,
obligó a los corintios a considerar si era adecuado alardear de tales
experiencias. Mientras se encontraba en ese estado, les dijo, «escuchó cosas
indecibles que a los humanos no se nos permite expresar». Pero él de lo
único que iba a alardear era de su debilidad, y «sin embargo, no sería
insensato si decidiera jactarme, porque estaría diciendo la verdad»[331].
Para impedir que se volviera presumido por esas revelaciones, como los
superapóstoles, Dios le clavó una «espina en el cuerpo». ¿Fue una
tentación? ¿Una enfermedad del cuerpo? No lo sabía; él solo repetía lo que
Dios le había dicho: «Mi poder se perfecciona en la debilidad». Y así
concluyó su alegato: «Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte»[332].
Al poco de haber enviado su «carta de las lágrimas», la suerte de Pablo
volvió a caer en picado. Los últimos años de Claudio se habían visto
ensombrecidos por intrigas cortesanas, y en octubre del año 54 fue
envenenado por su esposa y sucedido por Nerón, su hijo adoptivo de
diecisiete años. La llegada del nuevo emperador fue recibida con alivio y
alegría y se produjo un resurgimiento generalizado del culto imperial. Pero
Roma tenía problemas: los partos amenazaban la frontera oriental y había
levantamientos en Judea. Se necesitaban chivos expiatorios y Marco Junio
Silanus, gobernador de Asia, fue asesinado por los agentes de Nerón bajo
sospecha de traición. En el curso de una redada de alborotadores locales,
Pablo fue hecho prisionero en Éfeso. Lucas, defensor siempre de Roma y
reacio a admitir que Pablo fuera considerado alguna vez enemigo del
imperio, no dice nada al respecto. Afirma en cambio que su misión en
Éfeso concluyó después de un tumulto en el templo de Artemis, cuando
los plateros que realizaban las figuras de la diosa le acusaron de dejarles sin
trabajo por desprestigiar el culto[333].
Durante un tiempo la pena de muerte que le aguardaba parecía tan
evidente que cayó en la desesperación. «Estábamos tan agobiados bajo
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tanta presión», escribió más tarde, «que hasta perdimos la esperanza de
salir con vida»[334]. Pero a medida que pasaban las semanas, su ánimo
mejoró. Sus amados filipenses organizaron una colecta y enviaron a
Epafroditas a Éfeso con dinero para sobornar a los carceleros y asegurar
que Pablo recibiera mejores raciones y tratamiento. Él también se dio
cuenta de que debido a su encarcelamiento, el evangelio estaba siendo
ampliamente debatido, incluso por los oficiales de la guardia imperial, y
que miembros del movimiento de Jesús se habían sentido con valor «para
difundir la palabra de Dios sin miedo y con extraordinario valor». Es
verdad que sus adversarios hablaban meramente «por rivalidad y
competencia» y para provocarle a él dolor. Pero ¡qué más daba! Lo
importante era que el evangelio estaba siendo proclamado. Al escribir a los
filipenses para agradecer su generosidad, les dijo que había recuperado el
equilibrio y esperaba «en nada ser avergonzado, sino que con toda libertad,
ya sea que yo viva o muera, ahora como siempre, Cristo será exaltado en
mi cuerpo»[335].
La generosidad de los filipenses le hizo ver la colecta para Jerusalén
bajo una nueva luz. Los superapóstoles le habían mostrado que el egoísmo
y la ambición dentro del movimiento podrían ser tan dañinos como la
injusticia de las autoridades del imperio. Citó el Himno de Cristo a los
Filipenses, recordándoles evitar esa actitud imitando la kénosis del Mesías
en su vida cotidiana. Agradeció sus donativos, pero deliberadamente
desvió la atención de la donación material y, tal vez demasiado
groseramente, insistió en el hecho de que él no necesitaba esa clase de
ayuda: «He aprendido a estar satisfecho en cualquier situación en que me
encuentre»[336]. Era el espíritu con el que se había hecho la ofrenda lo que
le complacía. Desde el principio dijo a los filipenses que habían
comprendido la ética de «dar y recibir», esencial en la misión de Jesús en
Galilea. Su donativo era una expresión de amor. Pero era también un acto
de adoración, «una oferta fragante, un sacrificio que Dios acepta con
agrado», y sabía que Dios respondería con igual generosidad[337]. Así
pensaría Pablo a partir de entonces en la colecta[338].
Pablo fue liberado de la prisión en la primavera o el verano del año 55.
No sabemos por qué o cómo sucedió. Quizá Prisca y Aquila, que como
dijo más tarde, habían arriesgado la vida por él, le ayudaron a escapar.
Estaba claro que no podía quedarse en Éfeso, así que se puso en camino
inmediatamente hacia Troas, donde esperaba predicar el evangelio[339].
Pero estaba desesperado por tener noticias de Corinto. ¿Habría logrado la
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«carta de las lágrimas», enviada justo antes de su encarcelamiento,
convencer a los corintios? Tito ya había partido hacia Corinto para
comprobar lo sucedido, de manera que Pablo viajó a Macedonia para
reunirse con él. Pero allí también encontró problemas, «conflictos por
fuera, temores por dentro»[340]. Parece que la antigua cuestión de la
circuncisión había vuelto a aflorar y que algunos de sus seguidores
macedonios estaban considerando seriamente la conversión al judaísmo.
Escribió otra carta a los filipenses instándoles firmemente a no prestar
oídos a quienes trataban de obligarles a circuncidarse[341]. Pero no tenía
tiempo para deprimirse por este revés porque Tito había llegado con la
gran noticia de que, no se sabe cómo, ya fuera por la intervención de Tito
o por propia iniciativa de los corintios, los superapóstoles habían sido
derrotados y sus conversos estaban ansiosos por hacer las paces con Pablo.
«Él [Tito] nos habló del anhelo, de la profunda tristeza y de la honda
preocupación que vosotros tenéis por mí», escribió Pablo a los corintios en
su «carta de reconciliación»[342], «y de lo ansiosos que estáis por hacer las
paces conmigo»[343]. Se dio cuenta de que su carta les había herido y sabía
que se habían reunido con Tito «llenos de temor y temblando» y que
estaban dispuestos a hacer todo lo que él les pidiera[344]. De hecho,
concluía Pablo, la experiencia les había fortalecido: «Fijaos lo que ha
producido en vosotros esta tristeza que proviene de Dios: ¡Qué empeño,
qué afán por disculparse, qué indignación, qué temor, qué anhelo, qué
preocupación, qué disposición para ver que se haga justicia! En todo habéis
demostrado vuestra inocencia en este asunto»[345].
Poco después de este inesperado acontecimiento, Pablo pudo decir a
los corintios en su siguiente carta que los problemas de los macedonios
también habían concluido. Habían pasado un tiempo de padecimientos y,
sin embargo, «en medio de las pruebas más difíciles, su desbordante alegría
y su extrema pobreza, abundaron en rica generosidad». Ahora estaban
ansiosos por contribuir a la colecta, y «soy testigo de que dieron
espontáneamente tanto como podían y aún más de lo que podían»[346].
Pablo instó ahora a los corintios a retomar el proyecto. Habían comenzado
tan bien y eran ahora tan ricos «en fe, en palabras, en conocimiento, en
dedicación y en vuestro amor hacia nosotros» que bien podrían sobresalir
también en este generoso servicio (leitourgia) de Dios[347]. La alegría que
Pablo expresaba repetidamente en esta época no era simplemente un
sentimiento de felicidad, sino de deleite por la compañía y actividades de
los miembros del movimiento de Jesús, señal del Espíritu que anunciaba el
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advenimiento de un nuevo mundo[348]. El proyecto de la colecta se había
estancado penosamente durante un tiempo, pero ahora había adquirido un
imparable impulso[349].
Tito fue a Corinto a organizar la colecta con dos compañeros cuyos
nombres no conocemos, aunque uno de ellos era muy respetado en el
movimiento. Como las cantidades implicadas eran grandes, Pablo insistió
en que la colecta fuera hecha por personas de reputación intachable[350].
Ahora pensaba en cómo sería recibido el generoso donativo en Jerusalén.
¿Sería posible que este acto de generosidad espontánea no persuadiera a
Jacobo y a los judíos más conservadores de que sus conversos gentiles
estaban verdaderamente imbuidos del espíritu de Dios? En otra carta,
incluida en el corpus corintio, pero dirigida en realidad a las ekklesiai de
Acaya[351], Pablo describió la colecta como una manifestación del cuerpo
de Cristo, lo cual demostraba la forma en que todos sus miembros se
ayudaban los unos a los otros y cohesionaban todo el movimiento de
Jesús. Tras años de amargos conflictos, esta unidad era un regalo divino, y
su donativo a los evionim retornaría a Dios como un sacrificio igual a
cualquiera de las ofertas hechas en el templo.
Pablo estaba convencido de que la colecta aceleraría la llegada del Reino
y decidió que debía ser entregada lo antes posible. Isaías había previsto la
procesión de gentiles a la Ciudad Santa en los Últimos Días, portando
grandes regalos de cada región del mundo. Parecía casi como si el profeta
estuviera hablando directamente a Jacobo y a su congregación de los
evionim:
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que ellos necesitan, para que a su vez la abundancia de ellos supla lo que
vosotros necesitáis. Así habrá igualdad»[353]. Pablo no había utilizado la
palabra isotes en sus cartas con anterioridad, pero este espíritu igualitario
había impregnado toda su misión. La gente de Cristo tenía todo en común,
demostrando una economía alternativa basada en compartir y en la
reciprocidad dentro de una comunidad de iguales.
Tras esto pasó el invierno del año 55-56 en Grecia. Ahora estaba
convencido de que su trabajo en las provincias orientales había llegado a su
fin. Era una suposición extraordinaria. ¿Cómo podía imaginar que en el
curso de unos pocos años había puesto las bases de una religión global?
Pablo no era un estúpido; veremos que tenía serias dudas sobre la
delegación a Jerusalén basadas en una aguda percepción de las dificultades
involucradas. Pero es evidente que no estaba pensando en términos
puramente pragmáticos. Estaba seguro de que Dios intervenía en la rápida
restauración de la armonía y en la propia colecta. Esta creencia puede,
quizás, haber sido su perdición.
Convencido de que el evangelio debía «llegar a los confines de la
tierra», como Isaías había profetizado, se volvió ahora hacia Hispania,
donde las Columnas de Hércules se alzaban al borde del océano que
circundaba el mundo. En esta nueva fase de su misión, pretendía que Roma
fuera la cabeza de puente de sus actividades en Europa, de manera que
aquel invierno escribió su epístola a la comunidad de los seguidores de
Jesús en la capital del imperio.
La carta de Pablo a los romanos está considerada su obra maestra y la
recapitulación definitiva de su teología. Pero, como sus otras cartas, es más
un imperativo social que un escrito sobre doctrina. En un aspecto es
diferente del resto de su correspondencia, porque está escribiendo a una
congregación con la que nunca se había reunido[354]. No sabemos quién
dirigía el movimiento de Jesús en Roma; no existen pruebas históricas de
que la congregación fuera establecida por Pedro, como dice la tradición.
Desde Lutero esta carta se ha leído como la declaración definitiva de la
revolucionaria doctrina de Pablo de justificación por la fe. Pero estudios
recientes han demostrado que la interpretación de Lutero no se
corresponde en absoluto con el pensamiento de Pablo, y que lejos de ser
fundamental en su doctrina, este tema se menciona solamente en las cartas
a los gálatas y a los romanos «a efectos específicos y concretos de defender
el derecho de los conversos gentiles de ser herederos de pleno derecho de
las promesas a Israel»[355]. Los expertos también se han alejado del
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extendido supuesto de que los adversarios de Pablo eran siempre o bien
judíos o bien cristiano-judíos «judaizantes»[356]. Hemos visto que las
preocupaciones de Pablo eran más amplias, incluyendo una condena
político-religiosa de los «gobernantes de esta época», un tema que adquirió
un patetismo especial en una carta a los seguidores del Mesías en la capital
del imperio.
Como era habitual, Pablo empezaba la carta presentándose a sí mismo
y saludando a sus destinatarios, pero esta vez estaba escribiendo en lo que
los antiguos llamaban el «estilo pulido». Su tono era grandilocuente y de
embajador, ya que se presentaba a sí mismo como el enviado de Jesús,
descendiente real de la Casa de David, con una misión universal. Su
público romano notaría inmediatamente su apropiación de los términos
prominentes en la teología imperial, términos que nos son ahora tan
familiares a nosotros:
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significaba simplemente la lealtad que los súbditos debían al emperador.
Como en sus cartas anteriores, Pablo invirtió estas expectativas. Su
evangelio anunciaba el «poder de Dios para la salvación de todos los que
creen: de los judíos primeramente, pero también de los gentiles. De hecho,
en el evangelio se revela la justicia [dikaiosune] que proviene de Dios, la
cual es por fe de principio a fin»[360].
Pablo emprendió a continuación una feroz condena de la «impiedad e
injusticia» de los seres humanos que se negaban a reconocer la
omnipresencia de Dios en el mundo y se comportaban como si nada fuera
sagrado[361]. Castigó su idolatría, sus vergonzosas prácticas sexuales, su
«maldad, perversidad, avaricia y depravación». Eran culpables de envidia,
traición, ambición, arrogancia e insolencia por un egoísmo crónico que les
hacía considerarse el centro del universo en lugar de conceder ese lugar a
Dios. Se suele considerar este ataque una denuncia habitual de los judíos
contra los gentiles, y, en realidad, Pablo reconoció expresamente que esta
clase de retórica era muy común en las sinagogas. Pero los judíos no eran
los únicos en criticar los males de su época. Escritores y políticos romanos
de todos los credos estaban de acuerdo en que la civilización romana
estaba declinando y que la suya era una «edad impía»[362]. «¿Qué no
deteriora el funesto paso del tiempo?», se lamentaba Horacio. «La edad de
nuestros padres, peor que la de los abuelos, nos trajo a nosotros, todavía
peores, que luego engendraremos unos hijos aún más corrompidos»[363].
Era este temor el que causaba un estallido general de esperanza cada vez
que se nombraba un nuevo emperador, como si esta vez, por fin, se
pudiera acabar con esa inmoralidad endémica[364].
Pablo denunciaba los males de su época en este contexto más amplio.
Puede que tuviera en mente a los superapóstoles judíos cuando hablaba de
«envidia, engaño y malicia; y de que eran unos chismosos, calumniadores,
insolentes, soberbios y arrogantes»[365]. También podía estar pensando en
la familia imperial cuando arremetía contra las perversiones sexuales de la
época, porque circulaban muchos rumores sobre los vicios de la corte y las
vergonzosas pasiones de las mujeres. ¿No había sido asesinado el propio
Claudio por su esposa? Ni siquiera los césares, aclamados como «humanos
de origen divino», guardianes de la pistis romana y defensores de la ley, se
libraban de la corrupción generalizada. Judíos y gentiles por igual
proclamaban su creencia en la ley que regía la sociedad y representaba la
voluntad de Dios, aunque todos sin excepción eran culpables de
transgredirla. Esta dura diatriba introducía la reflexión de Pablo sobre el
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papel de la ley y, como en su carta a los gálatas, estaba considerando la ley
en general, no solo la Torá. A pesar de sus promesas, la ley no podía salvar
a la humanidad de la tóxica injusticia social; de las divisiones de clase, raza
y sociales; ni del caos moral y político[366].
Pablo se centró a continuación, mediante un tropo retórico, en un
miembro judío imaginario del público de la congregación romana, que
había escuchado su lista de pecados y, suponiendo que se trataba de una
condena judía más de la sociedad de los gentiles, sintió la satisfacción de la
propia honestidad. Pero él se la cortó de raíz: «No tienes excusa tú,
quienquiera que seas, cuando juzgas a los demás», le dijo, «pues al juzgar a
otros te condenas a ti mismo, ya que practicas las mismas cosas»[367].
¿Podría alguien —judío o gentil— afirmar, en la intimidad de su propio
corazón, estar libre de los pecados que acababa de enumerar? No, porque
«Dios no considera justos a los que oyen la ley sino a los que la
cumplen»[368]. Dios no tiene favoritismos. Pablo insistía en que todo
aquel, judío o gentil, que afirmara su superioridad sobre los demás, estaba
equivocado porque Dios era Dios de los judíos y de los gentiles por
igual[369]. Al referirse a un supuesto judío del público, Pablo estaba
utilizando el chauvinismo de los judíos como ejemplo de la confianza
excesiva en los privilegios y el estatus[370]. «Todos han pecado[…] ¿Dónde
pues está la jactancia?»[371]. Judíos que juzgaban a los paganos, seguidores
judíos de Jesús que despreciaban y denigraban a los miembros gentiles de
la ekklesia, ciudadanos romanos que consideraban a los judíos una raza
inferior y sometida o miembros de la élite aristocrática que creían que su
posición heredada les permitía mandar despóticamente sobre la plebe,
todos ellos serían juzgados por Dios cuando este viniera a poner fin a esta
era.
Tal como Pablo afirmaba en su carta a los gálatas, la ley dividía a los
pueblos en clases, naciones y géneros, privilegiando a algunos y
oprimiendo a otros, de modo que los judíos se sentían más importantes
que los griegos y viceversa; los romanos se sentían superiores a los
bárbaros, los libertos a los esclavos, y los hombres a las mujeres. Lo que
Pablo llamaba «ley» reflejaba no solo la voluntad de Dios, sino la voluntad
general de la sociedad, que exigía cosas a los individuos que les hacía
sentirse agudamente conscientes de sus defectos y puntos débiles, buscar
de manera compulsiva los honores personales y retroceder espantados ante
la vergüenza pública[372]. «Mediante la ley cobramos conciencia del
pecado», explicaba Pablo[373]. Y cuando hablaba de sus propios pecados,
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siempre recordaba su propia persecución de los seguidores de Jesús. Al
convertirse fue consciente repentinamente de que: «Yo no hago el bien
que quiero». Su celosa obediencia a la ley no había acelerado la llegada del
Mesías, sino que en realidad la había impedido. La causa no era la ley en sí,
sino «la naturaleza pecaminosa que habita en mí»[374]. Pero no se estaba
quejando de su incapacidad de cumplir la ley, como pensaba Lutero. Para
Pablo, el «pecado» que le había hecho perseguir a la comunidad del Mesías
era egoísmo, la voluntad de satisfacer sus propios deseos y elevar su propio
estatus a expensas de los demás. Había transformado la ley en un medio
para obtener honor para sí mismo y para su grupo[375]. Buscar de esta
manera privilegios y distinciones era negar la propia esencia de la ley y
aspirar a un estatus divino.
Él había visto el peligro de esta clase de chauvinismo numerosas veces
durante su misión. Había aflorado con resultados desastrosos en
Antioquía, cuando los «mensajeros de Jacobo» obligaron a sus compañeros
judíos a retirarse de la mesa compartida con sus hermanos y hermanas
gentiles por un erróneo sentimiento de superioridad. Algo similar había
hecho que sus conversos gálatas se sintieran inferiores a los judíos
«auténticos». En Corinto, tanto los «espirituales» como los superapóstoles
habían estado buscando un falso sentimiento de prestigio. Pablo sabía por
propia experiencia lo atractivo que esto podía resultar; esa era la razón por
la que había insistido en que el mejor modo de erradicar el pecado era en la
kénosis diaria aplicada en una miríada de formas prácticas en una
comunidad de ayuda mutua en la que todos eran iguales.
En su correspondencia con los corintios, había llamado «jactancia» a
esta actitud pecaminosa. Al dirigirse a un hipotético judío que creía que la
Torá le procuraba una ventaja inquebrantable sobre los gentiles, le decía:
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«los hechos de la ley», que eran la diferenciación social, la competencia
agresiva, la avaricia, el conflicto y la desunión[377].
El pecado había aparecido en el mundo por la egoísta autoafirmación
de Adán y su negativa a aceptar límites: a sugerencia de la serpiente había
aspirado a ser «como Dios» y trajo la desgracia al mundo[378]. En sus
escritos a los filipenses, Pablo había afirmado que del Mesías surgiría una
nueva humanidad, la cual, a diferencia de los césares, «no consideraría la
igualdad con Dios algo a lo que aspirar», sino que se habría
«desembarazado» y convertido en nada esa ambición, chauvinismo y
egoísmo. Renunciando a la protección del privilegio, el Mesías había
aceptado «incluso la muerte en la cruz». Pablo había mostrado a los gálatas
un Mesías que voluntariamente se había sometido al azote de la ley en
solidaridad con todos aquellos condenados al ostracismo por sistemas
legales que degradaban a unos y ensalzaban a otros. A los corintios Pablo
había predicado la naturaleza participativa y colectiva de esta salvación,
dado que todos los fieles formaban el cuerpo de Cristo. Ahora, ante la
congregación romana, presentó a Jesús como un rey que,
asombrosamente, se había unido a los rebeldes que infringían la ley:
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los seres humanos estaban sometidos al sufrimiento y la mortalidad,
aunque podían confiar en su victoria final[381].
Pero a medida que su carta se acercaba al final, añadió algunas
instrucciones, que en una primera lectura parecen contradecir todo lo que
había escrito con anterioridad. El intrépido adversario del imperio insistía
ahora en lo siguiente:
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Sin embargo, es sin duda significativo que Pablo insistiera
inmediatamente en que la actividad política así como la ética deben
someterse al mandamiento fundamental del amor: «Ama a tu prójimo
como a ti mismo». «El amor no perjudica al prójimo. Así que el amor es el
cumplimiento de la ley»[387]. Al interpretar este mandamiento Jesús había
enseñado a sus discípulos que tenían que amar incluso a sus enemigos y
perseguidores, al igual que Dios permitía que el sol brillara y la lluvia
cayera sobre justos y pecadores[388]. Como siempre había predicado, las
consignas eran las palabras «unidad» y «solidaridad». El odio político, con
su sentido concomitante de superioridad moral, no tenía cabida en la
comunidad del Mesías.
Pablo prosiguió insistiendo a los romanos, como había hecho con los
corintios, que los «fuertes» no deben perjudicar la conciencia de los
«débiles». Ya había alertado a los miembros judíos de las congregaciones
contra la arraigada tendencia a mirar con desprecio a los paganos, pero
parece que en la comunidad romana los miembros gentiles habían
desarrollado un chauvinismo contra los judíos que, afirmaban, habían
rechazado al Mesías y perdido irreparablemente el favor de Dios[389]. Ello
puede haber inspirado la apasionada defensa de Pablo del pueblo judío en
los capítulos nueve a once de esta carta, en los que se identificaba
firmemente con su propio pueblo. Esa grave situación, insistía, «le suponía
una gran tristeza y un continuo dolor» de corazón:
Pablo no podía creer que Dios hubiera rechazado a su pueblo para siempre.
Pero indicó que el «paso en falso» de rechazar al Mesías fue lo que
permitió que la salvación llegara a los gentiles. Estaba convencido de que
Dios tenía un plan secreto: El aparente endurecimiento del corazón de
Israel duraría solo «hasta que haya entrado la totalidad de los gentiles; una
vez que eso haya sucedido todo Israel será salvo»[391].
Pero mientras tanto, los miembros gentiles de la ekklesia no deben
mirar con desprecio a los miembros judíos que todavía cumplen las reglas
alimenticias de la Torá. Los ciudadanos romanos de la comunidad pueden
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haber conservado su visión de los judíos como una raza dominada y
considerar sus antiguas costumbres bárbaras. Pablo, como sabemos, ya no
creía que esas prácticas fueran esenciales, pero la ley del amor excluía
semejante chauvinismo, ya que todos los miembros de la familia del Mesías
eran siervos de Dios. «Dejemos de juzgarnos unos a otros. Más bien,
proponeos no poner tropiezos ni obstáculos al hermano[…] Si un
hermano se angustia por lo que comes, ya no te comportas con amor»[392].
Pablo había dedicado años de su vida a llevar a Dios a los gentiles,
como habían profetizado las escrituras. Ahora transmitió a los romanos
sus planes para la misión en Occidente y les dijo que esperaba visitarles de
camino a Hispania. Esto le dio la oportunidad de presentar el tema de la
colecta, que subrayaba la unidad de los judíos y los gentiles en la
comunidad del Mesías:
Años antes Pablo había prometido a las «Columnas» que «se acordaría de
los pobres» de Jerusalén y les ayudaría en su tarea escatológica de preparar
el regreso de Jesús a la Ciudad Santa. Pero tras su larga misión entre los
gentiles, había dejado de aceptar que la congregación de Jerusalén se
considerara a sí misma una comunidad excepcional. Ahora describió la
colecta a los romanos como una iniciativa de las comunidades gentiles y un
intercambio recíproco de ofrendas.
Pudo haber confiado su carta a Febe, jefa de la iglesia de Cencrea, el
puerto oriental de Corinto, que tenía tratos con Roma[394]. Luego se
dedicó a organizar una imponente delegación a Jerusalén para asegurarse
de que estuviera dispuesta a partir en la primavera del año 56. El objetivo
era llegar a la Ciudad Santa a tiempo para la celebración de la fiesta de las
Semanas en el templo. Pablo tenía sentimientos encontrados. Por un lado
confiaba en que la expedición resultara un éxito. A pesar de la tensión
entre él y Jacobo desde la disputa de Antioquía, no podía imaginar que la
comunidad de Jerusalén no reconociera la bondad de sus conversos
gentiles. Sus asambleas habían afrontado muchas dificultades y Pablo creía
que ahora habían adquirido entidad propia. Sería una gran delegación —
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Lucas sugiere que el número era demasiado grande para que todos los
delegados viajaran y se alojaran juntos[395]—. Ello demostraría sin duda el
poder adquirido por el movimiento de Jesús en la diáspora como resultado
de la misión de Pablo. Sus conversos ya no estaban sumidos en una
búsqueda inmoderada de realización personal, sino que cada vez eran más
conscientes de que formaban una comunidad global. La colecta
demostraría su compromiso por trabajar codo con codo, como iguales, con
los «pobres» de Jerusalén para la venida del Reino[396].
Pero Pablo tenía otras preocupaciones que había compartido con la
congregación romana: «Orad a Dios por mí. Pedidle que me libre de caer
en manos de los incrédulos que están en Judea y que los hermanos de
Jerusalén reciban bien la ayuda que les llevo»[397]. Sabía que el
extraordinario espectáculo de una gran procesión de extranjeros llevando
regalos a la ciudad de Sión recordaría sin duda a los fieles judíos la visión
de Isaías de la peregrinación a la Ciudad Santa al final de los tiempos,
«porque te traerán los tesoros del mar, y te llegarán las riquezas de las
naciones»[398]. En sus cartas a los romanos, citaba la celebración de Isaías
de la futura conversión de los gentiles al Dios de Israel: «¡Qué hermosos
son sobre los montes los pies del que proclama la paz, del que anuncia
buenas noticias, del que proclama la salvación, del que dice a Sión: “Tu
Dios reina”!»[399]. Sin embargo, también sabía que este oráculo había
comenzado con la promesa de Yahveh a Jerusalén: «¡Revístete de poder,
Jerusalén, ciudad santa[…] que los incircuncisos e impuros no volverán a
entrar en ti!»[400]. Y él iba a llevar una multitud de gentiles incircuncisos y
no cumplidores de la Torá a esta ciudad sagrada durante uno de los días
más santos del año judío.
Pablo sabía perfectamente que estaba volviendo del revés el escenario
escatológico profetizado[401]. Cuando al final del concilio de Jerusalén
había prometido a las Columnas que «se acordaría de los pobres», estaba
logrando la aprobación de su misión entre los gentiles en igualdad de
condiciones en que lo hizo la misión de Pedro entre los judíos, aunque
ahora estaba convencido de que la suya era más importante. En su carta a
los romanos, Pablo había dicho a los miembros gentiles de la comunidad
que estaba orgulloso de haber sido encargado de predicar entre ellos. Pero
dejad que os diga algo, añadió: «Quisiera ver si de algún modo despierto
los celos de mi propio pueblo, para así salvar a algunos de ellos»[402]. Los
«mensajeros» que él llevaba a Jerusalén no conducirían a las comunidades
judías desperdigadas de vuelta a Sión, como los profetas habían anunciado.
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Tampoco iban a vivir en Sión bajo la ley judía; se iban a dispersar de nuevo
y llevar el evangelio por todo el mundo. Jerusalén ya no era el epicentro del
movimiento y sus gentiles no iban mansamente a llevar regalos al templo,
como Isaías había profetizado, sino el producto de la colecta a una secta
judía vulnerable que se llamaba a sí misma «los pobres». Pablo sabía
demasiado bien que su delegación sería exactamente el tipo de molestia
que podría suscitar la envidia y el resentimiento de sus compañeros judíos,
pero él esperaba contra viento y marea que ello les obligara a ver el error de
su conducta.
En su relato Lucas ni siquiera menciona la colecta y, como es habitual,
hay que aproximarse a los Hechos con precaución. Pero no hay razón para
dudar de la descripción general del viaje tal como lo describe él. Nos dice
que Pablo y algunos de los delegados pasaron la Pascua en Filipos y
navegaron luego rumbo al sur por la costa de Asia, atravesaron Fenicia y
finalmente llegaron al puerto de Cesarea, recorriendo por tierra el último
tramo del viaje. Pero es improbable que la reunión de Pablo y Jacobo fuera
cordial como sugiere Lucas. Describió a Jacobo y los ancianos dispensando
a los recién llegados «una calurosa bienvenida», después de pedir a Pablo
«que les relatara detalladamente lo que Dios había hecho entre los gentiles
por medio de su ministerio y al oírlo alabaron a Dios»[403]. Pablo era muy
conocido en el movimiento y Jacobo y su comunidad no tenían necesidad
de ser informados de sus actividades. Y lejos de conmoverse y alabar a
Dios por su presencia, probablemente sintieron que les había colocado en
una situación imposible[404].
Tras la persecución de Herodes Agripa, Jacobo se había ganado el
respeto de los habitantes más devotos de la Ciudad Santa por su piedad y
asidua observancia de la Torá. Se había asegurado así su posición dentro
del movimiento de Jesús en Jerusalén. Pero la llegada de este gran grupo de
gentiles que afirmaban haber heredado las promesas de Abraham habría
sido sin duda considerada incendiaria por el grueso de la población judía, y
los evionim probablemente tuvieron que aguantar lo más duro de esta
situación. Para empeorar las cosas, Pablo había llegado sin darse cuenta en
un momento particularmente peligroso. Siete semanas antes, un profeta
conocido como el «Egipcio» había desfilado con una multitud de treinta
mil disidentes por el desierto hasta el Monte de los Olivos, «dispuesto a
forzar la entrada en Jerusalén, derrotar a la guarnición romana, y hacerse
con el poder supremo»[405]. Huelga decir que los romanos habían sofocado
implacablemente esta revuelta, pero el Egipcio había escapado y seguía
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todavía en libertad. De modo que los romanos estaban preparados por si
surgían problemas, especialmente durante la fiesta de las cosechas que
celebraba el reinado de Yahveh sobre la tierra de Israel, un recuerdo ritual
de que tanto la tierra como sus productos pertenecían a Yahveh y no a
Roma.
La ambiciosa iniciativa de Pablo parece que resultó un fracaso tan
rotundo que Lucas o bien no sabía nada al respecto o bien quiso silenciarla.
Las opiniones de Pablo eran bien conocidas en Jerusalén; algunos de los
zelotes fariseos que habían apoyado su persecución del movimiento de
Jesús seguían considerándole un apóstata y un traidor, y su gran séquito de
gentiles habría confirmado sus más negras sospechas. Habría sido
comprometido y peligroso para Jacobo aceptar la ofrenda de la colecta sin
condiciones, pero era igualmente imposible rechazarla. Esto no solo habría
sido terriblemente insultante para Pablo, sino dividido de manera
irrevocable el movimiento de Jesús. El relato de Lucas puede parecer una
solución de compromiso. Nos dice que Jacobo convenció a Pablo de que
pagara los elaborados ritos de purificación de una semana de duración que
cuatro devotos miembros judíos de la ekklesia iban a realizar en el templo y
que se purificara él mismo con ellos el día tercero y séptimo. Ello
demostraría a todo el mundo que no era un enemigo de la Torá[406]. De
este modo Jacobo aceptaría la colecta, más o menos bajo mano, con
vergüenza y subterfugios.
Pero, dice Lucas, cuando Pablo fue al templo a cumplir los ritos, hubo
una revuelta y casi fue linchado. Creyendo que era el egipcio prófugo, los
romanos lo arrestaron[407]. Pablo fue encarcelado en Cesarea y, según
Lucas, su caso se convirtió en una agria disputa entre Felix, el procurador
romano, y Ananías, el sumo sacerdote, que estaban enzarzados en una
amarga lucha por el poder. Finalmente, Pablo, como ciudadano romano,
fue extraditado a la capital para ser juzgado por el tribunal imperial.
Lucas nos presenta los hermosos discursos de Pablo en cautividad —a
los fieles judíos en el templo, a Felix y a su sucesor Festo, al Sanedrín y a
Herodes Agripa II— que inspiraban aclamación y respeto universales.
Describe el viaje de Pablo a Roma como una emocionante aventura y
cuando finalmente llegó, dice Lucas, toda la comunidad del Mesías salió a
su encuentro en la Vía Apia. Lucas terminó su historia diciendo que
durante dos años Pablo vivió en Roma, proclamando el Reino de Dios sin
impedimento y temor alguno[408]. Siempre deseoso de mostrar que Pablo
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era el siervo obediente del imperio, no podía permitirse contar la verdad y
puede que incluso no supiera lo que había sido de su héroe.
De hecho, parece claro que Pablo fue efectivamente silenciado. No hay
pruebas de que fundara más comunidades después de su fatídica visita a
Jerusalén. Si escribió más cartas, no se han conservado. Nadie parece saber
cómo o cuándo murió. Clemente, obispo de Roma, en sus escritos del año
96 d. C. nunca mencionó su encarcelamiento en la capital imperial y
afirmaba que completó su misión en Hispania: «Predicó en Oriente y en
Occidente, ganándose una noble reputación por su fe. Enseñó la verdad a
todo el mundo; y después de llegar a los límites más lejanos de Occidente,
llevando el mensaje a reyes y gobernantes, dejó este mundo y fue recibido
en los santos lugares»[409]. El historiador de la iglesia del siglo IV d. C.,
Eusebio, obispo de Cesarea, creía sin embargo que Pablo fue decapitado y
Pedro crucificado durante la persecución de Nerón del año 64. Como
apoyo de esta tradición, afirmó: «El relato se confirma por el hecho de que
los cementerios se siguen llamando con los nombres de Pedro y Pablo».
Para «afianzar más la verdad de mi relato», Eusebio también citó dos
autoridades de finales del siglo II d. C.: un eclesiástico llamado Gaio que
vivía en Roma y el obispo Dionisio de Corinto[410]. Pero Eusebio pone
demasiados reparos, consciente tal vez de que sus pruebas eran poco
sólidas y circunstanciales. Los hechos son probablemente más sencillos y
más terribles.
John Dominic Crossan ha sugerido que posiblemente los discípulos
nunca supieron lo que realmente le sucedió a Jesús después de su arresto y
su huida para ponerse a salvo en Galilea. Es muy improbable que se
hubiera convocado una reunión nocturna extraordinaria del Sanedrín
durante una fiesta importante para decidir el destino de un oscuro profeta
de Nazaret, como afirmaban los evangelios. Tampoco es probable que
Pilatos, que finalmente fue reclamado en Roma por su desaforada
crueldad, hubiera hecho valientes esfuerzos para salvarle. Los relatos de la
crucifixión del evangelio consisten en una mezcla de citas de los salmos
más dolientes, sugiriendo que los discípulos buscaron pruebas por todas
las escrituras (que según creían, habían profetizado la suerte del Mesías).
«Lo que tenemos ahora en esos detallados relatos de la pasión no es
historia recordada, sino profecía hecha historia», sostiene Crossan[411]. Jesús
fue ciertamente crucificado; así lo atestiguaron Josefo y Tácito, pero las
crucifixiones eran acontecimientos normales y corrientes en el Imperio
romano. «Dudo mucho que la policía y la soldadesca romana tuvieran que
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escalar demasiado en la cadena de mando para dar cuenta de un campesino
de Galilea como Jesús», concluye Crossan. «Es difícil para nosotros,
repito, poder concebir la brutalidad con la que probablemente fue
arrestado y ejecutado»[412].
Una vez en poder de los romanos Pablo, sencillamente, pudo
desaparecer también. En nuestro tiempo hemos visto cómo un régimen
poderoso puede dar cuenta de subversivos de poca monta que se
interponen en su camino. El hecho de que haya diferentes opiniones sobre
su muerte indica que una vez arrestado por los romanos, simplemente se
desvaneció, despachado como Jesús con la brutalidad característica de la
época. Hay una serie de formas en que pudo sufrir una muerte oscura,
miserable y degradante en una prisión romana. Si es así, solo nos queda
preguntarnos si finalmente sucumbió a la desesperación. No llegó a los
confines del mundo y no presenció la Parusía. Su colecta fue un fracaso y
el movimiento parecía a punto de dividirse. Y, por último, ¿cómo se habría
sentido Pablo si hubiera visto de qué forma interpretaba sus enseñanzas la
Iglesia que él contribuyó a crear?
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Vida póstuma de Pablo
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sido escritas hacia finales del siglo I d. C. por discípulos de Pablo, que las
redactaron en su nombre porque creían que durante esta difícil época la
autoridad de una voz apostólica era esencial.
Desde la desaparición de Pablo cada vez resultaba más evidente que la
Parusía no iba a suceder tan pronto como todo el mundo esperaba.
Mientras él había instado a sus discípulos a mantenerse al margen del
mundo pagano porque «el mundo tal como lo conocemos está
desapareciendo», estaba claro que los seguidores de Jesús se enfrentaban a
un largo periodo de coexistencia con la sociedad general. ¿Qué podrían
hacer para no perder su identidad característica? Pablo había utilizado la
colecta como medio para reunir a todas las comunidades desperdigadas;
ahora sus sucesores tendrían que sacar provecho de ello, dirigiendo las
enseñanzas de Pablo hacia una nueva fase para satisfacer las demandas de
un mundo nuevo. Esa es la razón por la que en esas dos cartas la teología
de Pablo apunta en una nueva dirección.
Ambos autores tienen una conciencia altamente desarrollada de la
iglesia como un todo. De hecho, han inventado la eclesiología. Ambos
utilizan la imagen de Pablo del cuerpo de Cristo, pero con una importante
diferencia. Él había subvertido la teología imperial que consideraba a César
la cabeza del cuerpo político y desarrollado un ideal más plural de
comunidad interdependiente, en la que las partes inferiores del cuerpo
recibían mayor honor que la cabeza. Los autores de las cartas a los
colosenses y efesios, sin embargo, situaron a Cristo a la cabeza del cuerpo,
mientras trataban de conservar algunas de las enseñanzas originales de
Pablo. «Él [Cristo] es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia. Él es el
principio, el primogénito de la resurrección, para ser en todo el primero»,
dice el autor de la carta a los colosenses[413]. El autor de la carta a los
efesios insta a sus lectores, como habría hecho Pablo, a crecer plenamente
en Cristo: «Él es la cabeza, es decir, Cristo. Por su acción todo el cuerpo
crece y se edifica en amor, sostenido y ajustado por todos sus ligamentos,
según la actividad propia de cada miembro»[414]. Hay un intento de
preservar el énfasis de Pablo en el amor, en la importancia de construir la
comunidad, y en la interdependencia de los miembros, pero estaba
comenzando a surgir una jerarquía de grado en la que Cristo ya no se
identificaba con el cuerpo en general ni con todos los miembros de la
ekklesia, sino claramente con la cabeza.
En esta concepción, sin embargo, Cristo seguía suplantando a César,
pero tras el horror de la Guerra de los Judíos con Roma, la preocupación
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de Pablo por los «gobernantes de esta era» había quedado enmudecida.
Cristo era presentado ahora como un vencedor cósmico más que como un
poder terrenal. En lugar de centrarse en la inminente Parusía, el regreso de
Cristo a la tierra para someter a las autoridades imperiales, los autores
insistían en que Jesús ya había logrado esa victoria aunque en un plano
celestial. Al abordar los problemas suscitados por los «espirituales»
corintios, Pablo se había mantenido inflexible en que el Reino no había
llegado todavía. Pero estos autores insistían en que los seguidores de
Cristo ya vivían la vida redimida. «Él nos liberó del dominio de la
oscuridad y nos trasladó al reino de su amado Hijo», escribe el autor de la
carta a los colosenses; ya estaban «en el reino de la luz»[415]. «En Cristo
también fuimos hechos herederos, pues fuimos predestinados según el
plan de aquel que hace todas las cosas conforme al designio de su
voluntad», dice el autor de la carta a los efesios. Cristo estaba sentado a la
derecha de Dios en las regiones celestiales «muy por encima de todo
gobierno y autoridad, poder y dominio, y de cualquier otro nombre que se
invoque, no solo en este mundo sino también en el venidero»[416]. La
visión rotundamente política de Pablo había sido trasladada a otro mundo
y a otra dimensión temporal.
Estas cartas muestran el comienzo de una tradición paulina, que
alteraba la teología de Pablo permitiéndole expresarse en circunstancias
diferentes. Esto resulta particularmente evidente en las instrucciones del
autor sobre la familia cristiana. El utópico igualitarismo de Pablo ha sido
reemplazado por una visión más jerárquica, en la que las esposas deben
obedecer a sus maridos, los hijos a los padres, y los esclavos deben
«obedecer en todo a sus amos terrenales»[417]. Ambos autores expresaron
estos nuevos ideales con un estilo y vocabulario que parecía estilizado; una
tradición de patriarcado ajena a Pablo parece haberse establecido en la
ekklesia de los gentiles. El grito bautismal «Ni hombre ni mujer» ha sido
subsumido en el cuerpo jerárquico de Cristo:
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de manera indefinida, Pablo el radical debía ser refrenado si el movimiento
quería sobrevivir. Estas instrucciones se adaptaban estrechamente a unos
códigos domésticos que poseían gran importancia para los filósofos, los
historiadores y los escritores judíos helenísticos porque estos consideraban
que una familia bien estructurada era un elemento crucial para el orden
social[419]. La familia patriarcal descrita aquí no es, por lo tanto, una
invención ni de Pablo ni de las cartas deuteropaulinas, sino la expresión de
normas grecorromanas que los autores han tratado de imbuir a partir de
los ideales paulinos de amor y servicio; cuando se aborda el punto central
de la lealtad, esta no es hacia el Estado, como en los códigos domésticos
helenísticos, sino lealtad a Cristo[420].
El radicalismo de Pablo era utópico. Solo era posible mientras todo el
mundo creyera que Cristo regresaría en un futuro no muy lejano para
inaugurar un nuevo orden mundial. La visión que Pablo tenía de la ley,
como injusta y causante de divisiones expresa nuestro eterno descontento
con la civilización y nuestra terca convicción, que puede retrotraerse hasta
los milenios durante los que vivimos como cazadores-recolectores en
pequeñas comunidades igualitarias, de que las personas deben vivir juntas
como iguales. Es posible que después de cinco mil años no nos hayamos
adaptado completamente a una civilización, que siempre ha sido desigual y
no puede sobrevivir sin leyes draconianas. Paradójicamente, la visión que
ofrece Pablo de Cristo destronando a su regreso a las autoridades
terrenales le describe como un emperador conquistador:
Los autores de las cartas a los colosenses y a los efesios conservaron esta
imaginería, trasladándola al plano cósmico. Cuando sucedió lo impensable
y Constantino se convirtió en el primer emperador romano cristiano en el
año 312, esta retórica le fue muy útil para justificar su gobierno mundial.
Estos autores estaban preocupados por mantener la voz y la autoridad
de Pablo. Pero este era ya una figura desconcertante para la mayoría de
cristianos de la iglesia primitiva. Cuando el autor de la Segunda Epístola de
Pedro describía la llegada final del Señor a las comunidades de la diáspora,
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les instaba a ser pacientes, como Pablo, «nuestro querido amigo y
hermano», había aconsejado en una carta: «En todas sus cartas se refiere a
estos mismos temas. Hay en ellas algunos puntos difíciles de entender, que
los ignorantes e inconstantes tergiversan, como lo hacen también con las
demás Escrituras, para su propia perdición»[422]. El erudito alemán Ernst
Käsemann observó en una ocasión que en los años inmediatamente
siguientes a su muerte, Pablo era «ininteligible para la mayoría»[423]. Había
causado muy poca impresión en los teólogos del siglo II d. C., conocidos
como los Padres Apostólicos. Ignacio de Antioquía se refiere a él solo seis
veces y en el mejor de los casos está claro que le ha comprendido
superficialmente; Policarpo, obispo de Esmirna, admite que ni él ni nadie
más podía entender la sabiduría del bendito y glorioso Pablo[424]. Y
Justino Mártir, uno de los primeros apologistas cristianos, nunca menciona
a Pablo mientras que Teófilo, segundo obispo de Antioquía, se refiere a las
observaciones de Pablo a los romanos sobre la obediencia al Estado, pero
nunca menciona su nombre.
Paradójicamente, los primeros pensadores cristianos que se ocuparon
de Pablo serían condenados más tarde por herejía. Marción, un hombre
rico y culto que ejerció de naviero en Sínope, un importante puerto del
mar Negro, creía que Pablo había sido el único apóstol fiel a las enseñanzas
de Jesús. Su movimiento reformista se difundió tan rápidamente que
cuando murió en el año 160 el «marcionismo» corría el riesgo de eclipsar a
la iglesia principal. Hábilmente compiló un único evangelio, basado en el
evangelio de Lucas y en cartas ocasionales de Pablo que ascendió a la
categoría de Escrituras. Su Nuevo Testamento se basaba en el rechazo de la
Biblia Hebrea, desestimada ahora como Viejo Testamento, el cual, en su
opinión, predicaba un Dios diferente del Dios de Jesús. El antiguo Dios
Creador, que solamente había ofrecido la salvación a los judíos y revelado
la ley, sostenía Marción, era violento y vengativo, mientras que el Dios de
Jesús era misericordioso con todos y había revelado el evangelio del amor.
No ha sobrevivido ninguna obra de Marción. Solo tenemos fragmentos
citados en los escritos de sus adversarios. Parece ser que Marción no
rechazaba toda la Torá, sino que aprobaba su insistencia en el amor a Dios
y al prójimo. Pero su énfasis en que Jesús era una revelación
completamente nueva significaba que era imposible presentar la visión de
Pablo de que Jesús era la realización de la historia judía. Sus comunidades
eran ascéticas y algo puritanas: llevaron las prudentes recomendaciones de
Pablo sobre la soltería al extremo y practicaban un celibato estricto. Y en
Página 106
el bautismo todos renunciaban al mandato del Dios Creador de «sed
fructíferos y multiplicaos»[425] y desdeñaban los placeres de la comida y la
bebida, hasta el extremo de beber agua en lugar de vino durante la Cena del
Señor. Pero Marción comprendía el igualitarismo de Pablo y su
preocupación por los pobres y desfavorecidos. La suya fue la primera
iglesia en promover el ministerio de las mujeres siguiendo a Pablo; en sus
comunidades las mujeres podían curar y enseñar y eran ordenadas obispos
y presbíteros. También compartía el vínculo que veía Pablo entre libertad y
salvación.
Para rebatir sus teorías, los adversarios de Marción tuvieron que
estudiar atentamente a Pablo. Entre los primeros de estos podrían
encontrarse los autores de las llamadas Epístolas Pastorales a Timoteo y
Tito, que fueron escritas en nombre de Pablo probablemente a principios
del siglo II d. C. en Roma o en Éfeso, aunque no le fueron atribuidas a él
hasta finales de este siglo. Tanto en estilo como en contenido se apartan de
las propias cartas de Pablo mucho más radicalmente que las epístolas a los
colosenses y efesios. Utilizan muchas palabras que están totalmente
ausentes de las auténticas cartas de Pablo. Nunca mencionan la Parusía, no
hablan de vivir «en Cristo»; para ellos la pistis griega no significa lealtad,
sino «fe cristiana»[426]; y nunca llaman a Jesús «hijo de Dios». Se les llama
cartas pastorales porque dan instrucciones a los líderes cristianos, que en
aquella época estaban organizados en una jerarquía que no encontramos en
las cartas de Pablo, compuesta de obispos, presbíteros y diáconos.
Hay señales de una polémica en contra de Marción en las
Pastorales[427]. Hacen a Pablo instar a Timoteo a «evitar las discusiones
profanas e inútiles, y los argumentos de la falsa ciencia»[428], claramente
una referencia despreciativa al famoso tratado de Marción, «Antítesis». La
misma carta condena a aquellos que «prohíben el matrimonio y no
permiten comer ciertos alimentos que Dios ha creado para que los
creyentes, conocedores de la verdad, los coman con acción de gracias»[429].
Desaprobaban claramente a las mujeres de Marción que ejercían
ministerios eclesiásticos; en cambio, insistían en que las mujeres debían
obtener la salvación a través de la maternidad y la sumisión: «La mujer
debe aprender con serenidad, con toda sumisión. No permito que la mujer
enseñe al hombre y ejerza autoridad sobre él; debe mantenerse ecuánime.
Porque primero fue formado Adán, y Eva después. Además, no fue Adán
el engañado, sino la mujer; y ella, una vez engañada, incurrió en
pecado»[430].
Página 107
Las Epístolas Pastorales mostraban a las claras su preocupación por la
falsa gnosis. Los códices descubiertos en Nag Hammadi en Egipto en la
década de 1940 revelaron escritos y evangelios de aquellos que buscaron la
salvación a través de «conocimientos» esotéricos, especiales. El
gnosticismo se difundió primero por Italia y las provincias orientales
durante el siglo II d. C. y, como el marcionismo, era profundamente
perturbador para quienes, como Ireneo, obispo de Lugdunum, lo tachaba
de herético por apartarse de las enseñanzas de los evangelios y «seguir su
propio camino» (airesis en griego). Según el mito gnóstico, que afloraría
también en el misticismo judío e islámico, una crisis de la Divinidad
conduciría al nacimiento del Demiurgo, el hacedor de las cosas más bajas e
imperfectas como la carne y el pecado. Durante este suceso primigenio
algunas chispas de divinidad quedaron alojadas en unos pocos hombres y
mujeres que formaron una élite espiritual (pneumatikoi), pero el resto, los
psychikoi, estaban desprovistos de Espíritu y percepción. Pero podían ser
salvados por el Cristo, que descendió a la tierra, se hizo uno con el hombre
Jesús y logró el conocimiento liberador (gnosis) de su verdadero origen y
destino.
Para Valentino, el maestro gnóstico más influyente del siglo II d. C.,
Pablo fue una gran inspiración[431]. ¿No había establecido claramente
distinciones entre seres humanos «espirituales», «psíquicos» y carnalmente
«somáticos» en su primera carta a los corintios? El Himno a Cristo en su
carta a los filipenses describía perfectamente el descenso del Redentor a la
tierra. Pablo había admitido que no había bondad en su yo «no espiritual»
y había llorado con angustia: «Soy una desdichada criatura, ¿quién me
rescatará de este estado de muerte?». También había proclamado: «Todas
las cosas me están permitidas», entendiendo que los pneumatikoi eran
libres de comer carne que había sido sacrificada a ídolos y no estaban
sometidos a las insignificantes reglas de la iglesia general.
Se trataba, evidentemente, de una interpretación errónea de las
enseñanzas de Pablo, ya que en su carta a los corintios él había satirizado
las creencias de los pneumatikoi en Corinto, que no aprobaba. Pero este iba
a ser su destino con frecuencia en la posteridad. Los autores de las cartas a
los colosenses y efesios se sintieron obligados a abandonar el igualitarismo
y la actitud política de Pablo contra la tiranía imperial; las Epístolas
Pastorales introdujeron una misoginia en el cristianismo que se ha
achacado injustamente a Pablo. La doctrina agustina del pecado original,
basada en una lectura de Pablo de una traducción al latín, era muy ajena al
Página 108
pensamiento de este, como lo era el dogma luterano de la justificación por
la fe. Pablo, que nunca negó su herencia judía, ha sido tachado de
antisemita. Fueron Marción y los gnósticos quienes hicieron de él una
figura prominente, quienes introdujeron en la imaginación cristiana un
recelo del judaísmo y la biblia hebrea que tendría fatídicas consecuencias.
Pablo ha sido culpado de ideas que nunca predicó y algunas de sus
mejores percepciones sobre la vida espiritual han sido ignoradas por las
iglesias. Su apasionada identificación con los pobres no ha sido tenida en
cuenta por aquellos cristianos que predican el evangelio de la prosperidad.
Su determinación de erradicar los prejuicios étnicos y culturales que nos
dividen y separan, su rechazo de toda forma de jactancia basada en un falso
sentido de privilegio y superioridad, y su desconfianza visceral hacia una
espiritualidad autoindulgente que convierte la fe en un asunto ególatra no
han llegado a formar parte de la conciencia cristiana. ¿Cómo habría
reaccionado Pablo al ver a los papas ocupando el lugar de los emperadores
después de la caída del Imperio romano en las provincias occidentales?
Hay muchas personas religiosas testarudas que harían bien en tener en
cuenta las advertencias que hizo a los «fuertes» que intimidaban a los
«débiles» con su despótica seguridad. Pero, sobre todo, necesitamos
tomarnos en serio la idea de que ninguna virtud es válida a menos que esté
imbuida de un amor que no es una sofisticada emoción de los sentidos,
sino que se expresa diariamente de forma práctica en la auténtica
preocupación por los demás.
Página 109
KAREN ARMSTRONG (Wildmoor, Worcestershire, Reino Unido, 1944) es
una escritora británica especializada en religión comparada, miembro del
grupo de alto nivel de la Alianza de Civilizaciones y Premio princesa de
Asturias de ciencias sociales 2017.
En 1964 y tras siete años como monja católica en la Society of Holly Child
Jesus, abandonó los hábitos. Después de graduarse en la Universidad de
Oxford ha dedicado gran parte de su vida a estudiar las religiones desde un
punto de vista histórico y a enseñar literatura en la Universidad de Londres y
en un colegio público. Miembro honorario de la Association of Muslim Social
Scientist, su trabajo se ha traducido a cuarenta idiomas, y ha colaborado en
tres documentales para la televisión. Es autora de más de veinte títulos entre
los que destacan: Una historia de Dios y Una historia de Jerusalén.
Karen Armstrong se ha convertido un referente mundial en la historia de las
religiones y escribe para varios medios de comunicación, entre otros es
columnista de The Guardian.
Desde 2005, Karen Armstrong es miembro del Grupo de Alto Nivel de la
Alianza de las Civilizaciones, una iniciativa de la ONU a instancias de la
propuesta del presidente José Luis Rodríguez Zapatero para promover el
compromiso de la comunidad internacional para tender puentes sobre la
brecha abierta entre la sociedad islámica y la occidental. El Grupo de Alto
Página 110
Nivel de la Alianza de las Civilizaciones está copresidido por el español
Federico Mayor Zaragoza y el turco Mehmet Aydin.
Es fundadora de la Carta por la Compasión, que fue financiada mediante una
beca TED. En 2015 fue nombrada Dama de la Orden del Imperio Británico por
Servicios a la Literatura y al Diálogo interreligioso en la Lista Anual de
Honores por el Cumpleaños de la Monarca.
Página 111
Notas
Página 112
[1] Mateo 27:37; salvo que se mencione lo contrario, todas las citas del
Página 113
[2] Martin Hengel, Crucifixion in the Ancient World and the Folly of the
Message of the Cross, trad. John Bowden (SCM Press, Londres, Fortress
Press, Filadelfia, 1977), 76. <<
Página 114
[3] Flavius Josephus, The Jewish War, trad. G. A. Williamson (Harmonds-
worth, UK: Penguin, repr. 1967), 2:75 (en lo sucesivo, JW); Flavius
Josephus, The Antiquities of the Jews, trad. William Whiston (Marston
Gate, Amazon.co.uk. Ltd., n. d.), 17:205 (en lo sucesivo, AJ). Josefo,
Flavio, La guerra de los judíos, Ed. Gredos, Madrid, 1999; Josefo, Flavio,
Antigüedades judías, Ed. Akal, Madrid, 2002. <<
Página 115
[4] JW 5:449-51. <<
Página 116
[5] John Dominic Crossan, Jesus: A Revolutionary Biography (Harper, San
Página 117
[6] 1 Corintios 15:4. <<
Página 118
[7] Richard A. Horsley, Jesus and the Spiral of Violence: Popular Jewish
Página 119
[8] AJ 19:36-38; Richard A. Horsley, «The Historical Context of Q», en
Página 120
[9] Mateo 3:7; Lucas 3:7-9. <<
Página 121
[10] Isaías 1:15. Todas las citas del Antiguo Testamento provienen de La
Página 122
[11] JW 2:142-44. <<
Página 123
[12] Lucas 3:11. <<
Página 124
[13] Lucas 3:21-22. <<
Página 125
[14] Lucas 4:14. <<
Página 126
[15] Marcos 1:14-15. <<
Página 127
[16] Mateo 9:36. <<
Página 128
[17] Warren Carter, «Construction of Violence and Identities in Matthew’s
Página 129
[18] John Pairman Brown, «Techniques of Imperial Control: The
Background of the Gospel Event», en Norman Gottwald, ed., The Bible of
Liberation: Political and Social Hermeneutics (Orbis Books, Maryknoll,
NY, 1983), 357-77; Warren Carter, Matthew and the Margins: A
Sociopolitical and Religious Reading (Sheffield Academic Press, Sheffield,
RU, 2000), 17-29, 36-43, 123-27, 196-98. Warren Carter, Mateo y los
márgenes: una lectura sociopolítica y religiosa, Ed. Verbo Divino, Estella,
2011. <<
Página 130
[19] A. N. Sherwin-White, Roman Society and Roman Law in the New
Página 131
[20] Horsley, R. A., Jesus and the Spiral of Violence, 167-68. <<
Página 132
[21] A. E. Harvey, Strenuous Commands: The Ethic of Jesus (SCM Press,
Página 133
[22] Lucas 6:20-21: cf. vv, 24-25. <<
Página 134
[23] Lucas 14:23-24. <<
Página 135
[24] Mateo 20:16. <<
Página 136
[25] Lucas 6:29-31. <<
Página 137
[26] Lucas 11:2-4. <<
Página 138
[27] Levítico 25:23-28, 35-55; Deuteronomio 24:19-22; Norman Gottwald,
The Hebrew Bible in Its Social World and in Ours (Scholars Press, Atlanta,
GA, 1993), 162. <<
Página 139
[28] Deuteronomio, 15. <<
Página 140
[29]
Richard A. Horsley y Neil Asher Silberman, The Message and the
Kingdom: How Jesus and Paul Ignited a Revolution and Transformed the
Ancient World (Fortress Press, Minneapolis, MN, 1997), 56-57. Richard
A. Horsley y Neil Asher Silberman, La revolución del reino: cómo Jesús y
Pablo transformaron el mundo antiguo, Ed. Sal Terrae, Bilbao, 2005. <<
Página 141
[30] Lucas 10: 2-9; Pablo conocía estas enseñanzas: 1 Corintios 10: 27. <<
Página 142
[31]
John Dominic Crossan, The Historical Jesus: The Life of a
Mediterranean Jewish Peasant (Harper, San Francisco, 1991), 341-44. John
Dominic Crossan, El Jesús de la historia, Ed. Crítica, Barcelona, 2000. <<
Página 143
[32] Lucas 12:51-53. <<
Página 144
[33] Lucas 14:27. <<
Página 145
[34] Lucas 9:60, 14:26. <<
Página 146
[35] Mateo 11:18-19; Lucas 7:33-34. <<
Página 147
[36] 1 Corintios 15:4-7. <<
Página 148
[37] Joel 2:28-29. <<
Página 149
[38]
Salmos de Salomón 17:31-37, citado en Horsley y Silberman, The
Message and the Kingdom, 15. <<
Página 150
[39] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 100-103. <<
Página 151
[40] Mateo 15:24. <<
Página 152
[41] Hechos 4:32-35. <<
Página 153
[42] 2 Corintios 11:24-25. <<
Página 154
[43] Hechos 11:26, 26:28; 1 Pedro 4:16 (c. 100 d. C.). <<
Página 155
[44] Hechos 2. <<
Página 156
[45] Salmo 110:1. <<
Página 157
[46] Hechos 2:13-28. <<
Página 158
[47] Salmo 2:7. <<
Página 159
[48] Salmo 8:5-6. <<
Página 160
[49] Daniel 7:13-14. <<
Página 161
[50]
Martin Hengel, «Christology and New Testament Chronology: A
Problem in the History of Earliest Christianity» y «‘Christos’ in Paul», en
Between Jesus and Paul: Studies in the Earliest History of Christianity, trad.
John Bowden (Fortress Press, Filadelfia, 1983). Martin Hengel, El Hijo de
Dios: el origen de la cristología y la historia de la religión judeo-helenística,
Ed. Sígueme, Salamanca, 1978. <<
Página 162
[51] Hengel, «Between Jesus and Paul: The “Hellenists”, the “Seven” and
Página 163
[52] Ibid., 28-29. <<
Página 164
[53] Lucas 11:42. <<
Página 165
[54] Marcos 11:17; Isaías 56:7; Martin Hengel, The Pre-Christian Paul, trad.
Página 166
[55] Hechos 6:1-5. <<
Página 167
[56] Hechos 8:4-6. <<
Página 168
[57] Hechos 6:13-14. <<
Página 169
[58] Marcos 13:1-2. <<
Página 170
[59] Hechos 7:56-8:1. <<
Página 171
[60] Filipenses 3:5-6. <<
Página 172
[61] Hengel, Pre-Christian Paul, 19-60. <<
Página 173
[62] Gálatas 1:14. <<
Página 174
[63] Richard A. Horsley, «Introduction», en Richard A. Horsley, ed., Paul
and Empire: Religion and Power in Roman Imperial Society (Trinity Press
International, Harrisburg, FA, 1997), 206. <<
Página 175
[64] Números 25. <<
Página 176
[65] Hechos 2:46. <<
Página 177
[66] Hechos 5:34-39. <<
Página 178
[67] 1 Corintios 1:22-25. <<
Página 179
[68] Deuteronomio 21:22-23. <<
Página 180
[69] Gálatas 3:13. <<
Página 181
[70] Hechos 8:3. <<
Página 182
[71] Gálatas 1:13. <<
Página 183
[72] Hechos 8:1. Cursivas de la autora. <<
Página 184
[73] Hechos 11:19. <<
Página 185
[74] Hechos 9:1-2. <<
Página 186
[75] Hengel, Pre-Christian Paul, 76-77. <<
Página 187
[76]
Paula Fredriksen, «Judaism, the Circumcision of Gentiles, and
Apocalyptic Hope: Another Look at Galatians 1 and 2», Journal of
Theological Studies 42, n.º 2 (Oct. 1991), 532-64. <<
Página 188
[77] John Knox, Chapters in a Life of Paul, rev. ed. (Mercer University
Press, Macon, GA, 1987), 95-106; Arthur J. Dewey et al., trad., The
Authentic Letters of Paul: A New Reading of Paul’s Rhetoric and Meaning
(Polebridge Press, Salem, OR., 2010), 149-150; Horsley y Silberman, The
Message and the Kingdom, 122-26; Krister Stendahl, Paul among Jews and
Gentiles (Fortress Press, Filadelfia, 1976); Martin Hengel y Anna Maria
Schwemer, Paul between Damascus and Antioch: The Unknown Years, trad.
John Bowden (SCM Press, Londres, 1997), 39-42; Dieter Georgi,
Theocracy in Paul’s Praxis and Theology, trad. David E. Green (Fortress
Press, Minneapolis, MN, 1991), 18-25. <<
Página 189
[78] Hechos 9:3-6, 22:5-16, 26:10-18. <<
Página 190
[79] Romanos 7:19; Robert Jewett, «Romans», en James D. G. Dunn, ed.,
Página 191
[80] Romanos 7:22-25. <<
Página 192
[81] 1 Corintios 9:1. <<
Página 193
[82] Ibid. <<
Página 194
[83] 1 Corintios 15:8 (Biblia de Jerusalén). <<
Página 195
[84] Gálatas 1:15; cf. Isaías 49:1,6; Jeremías 1:5. <<
Página 196
[85] Lucas 24; Hechos 1:3-11. <<
Página 197
[86] Marcos 16:6, 8. El último párrafo del evangelio que describe las
apariciones de Jesús fue añadido más tarde para unir el relato de Marcos
con esta tradición tardía. <<
Página 198
[87] Alan F. Segal, Paul the Convert: The Apostolate and Apostasy of Saul the
Pharisee (Yale University Press, New Haven, CT, y Londres, 1990), 38-39.
<<
Página 199
[88] 2 Corintios 12:2-4, 7. <<
Página 200
[89] Knox, Chapters, 101-103. <<
Página 201
[90] Louis Jacobs, The Jewish Mystics (Kyle Cathie, Londres, 1990), 23. <<
Página 202
[91] Segal, Paul the Convert, 39-64. <<
Página 203
[92] Ezequiel 1: 26, 28; 2:1. <<
Página 204
[93] Éxodo 23:20-21. Cursiva de la autora. <<
Página 205
[94] Juan 1:14. <<
Página 206
[95] Filipenses 2:6-11. <<
Página 207
[96] Gálatas 1:16. <<
Página 208
[97] Gálatas 1:15-16, según traducción en Segal, Paul the Convert, 13. <<
Página 209
[98] Gálatas 1:16-17. <<
Página 210
[99] Génesis 16:3-16, 21:8-21. <<
Página 211
[100] Isaías 60:7; Jeremías 12:15-17. <<
Página 212
[101]
Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, Hengel y
Schwemer, Paul between Damascus and Antioch, 109-11. <<
Página 213
[102] 1 Corintios 4:12. <<
Página 214
[103] Hechos 18:3. <<
Página 215
[104] M. Aboth 2:2. Lucas es el único que afirma que Pablo estudiara con
Página 216
[105] Cf. Gálatas 6.11. Para Pablo como fabricante de tiendas de campaña,
Página 217
[106] Hechos 18:3, 11. <<
Página 218
[107] Tesalonicenses 2:9. <<
Página 219
[108]
John Kautsky, The Politics of Aristocratic Empires, con una nueva
introducción del autor (Transaction Publishers, New Brunswick, NJ,
1997), 178. <<
Página 220
[109] Thorstein Veblen, The Theory of the Leisure Class: an Economic Study
Página 221
[110] Filipenses 2:7 (Biblia de Jerusalén). <<
Página 222
[111] 1 Corintios 9:19. <<
Página 223
[112] 2 Corintios 6:5. <<
Página 224
[113] 1 Corintios 4:11-13. <<
Página 225
[114] Gálatas 3:6-9. <<
Página 226
[115] Gálatas 4:22-24. <<
Página 227
[116] Romanos 7:7, 13, 23. <<
Página 228
[117] Romanos 7:14-15. <<
Página 229
[118] Génesis apócrifo 15-19. <<
Página 230
[119] Romanos 4. <<
Página 231
[120] Génesis 12:3, 15:6; cf. Romanos 4:1-25. <<
Página 232
[121] Romanos 3:29-31. <<
Página 233
[122] Lucas 3:8Q. <<
Página 234
[123] Lucas 13:28Q. <<
Página 235
[124] 2 Corintios 11:32-33; Hechos 9:25. <<
Página 236
[125] Gálatas 1: 18, 23. <<
Página 237
[126] Hechos 10: 1-11:18. <<
Página 238
[127] Gálatas 1: 21. <<
Página 239
[128] Génesis apócrifo 15-19; Hengel y Schwemer, Paul between Damascus
Página 240
[129] Libro de los Jubileos 8:12. <<
Página 241
[130] Hechos 11:20-21; Hengel y Schwemer, Paul between Damascus and
Página 242
[131] Hechos 11:22-24, 13:1. <<
Página 243
[132] Segal, Paul the Convert, 86-87. <<
Página 244
[133] Hechos 11:25-26. <<
Página 245
[134] Hechos 11:26. <<
Página 246
[135] Hengel y Schwemer, Paul between Damascus and Antioch, 226. <<
Página 247
[136] 1 Tesalonicenses 4:11; Romanos 13:1-3. <<
Página 248
[137] Clemente de Alejandría (c. 150-c. 215), que escribió al final del siglo I
d. C., creía que Bernabé había sido uno de los setenta y dos discípulos de
Jesús que fueron enviados a predicar a los pueblos de Galilea (Stromata
2.20.112; Hengel y Schwemer, Paul between Damascus and Antioch, 218).
<<
Página 249
[138] Cf. Gálatas 3:28 (adaptado). <<
Página 250
[139] Gálatas 2:3, 7-5; Hengel y Schwemer, Paul between Damascus and
Página 251
[140] 1 Corintios 11: 23-32; Marcos 14:22-25. <<
Página 252
[141] Hengel y Schwemer, Paul between Damascus and Antioch, 288-90.
<<
Página 253
[142] Hechos 13:1. <<
Página 254
[143] Hechos 13:3. <<
Página 255
[144] Hengel y Schwemer, Paul between Damascus and Antioch, 233-36.
<<
Página 256
[145] Hechos 13:4-12; cf. Éxodo 7:8-12; 1 Reyes 18:20-40. <<
Página 257
[146] Hechos 13:12, 45. <<
Página 258
[147] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 130-131. <<
Página 259
[148] Ibid., 131-39. <<
Página 260
[149] Deuteronomio 17:14-15. <<
Página 261
[150] M. Sotah 7:8. Cursiva de la autora <<
Página 262
[151] Marcos 3:17; Lucas 6:14. En las primeras listas de los Doce, Jacobo
Página 263
[152] Hechos 12:1-2. <<
Página 264
[153] Hechos 4:6. <<
Página 265
[154] Hechos 12:17. <<
Página 266
[155] Citado en Robert Eisenman, James, the Brother of Jesus; Recovering
the True History of Early Christianity (Faber and Faber, Londres, 1997),
310. <<
Página 267
[156] Ibid., 353-54. <<
Página 268
[157] Hechos 12:21-23. <<
Página 269
[158] Segal, Paul the Convert, 190-94, 204-23. <<
Página 270
[159] Hechos 15:1. <<
Página 271
[160] Gálatas 3:23-24. <<
Página 272
[161] Hechos 15:2. <<
Página 273
[162] Gálatas 2:2. <<
Página 274
[163] Ibid. <<
Página 275
[164] Gálatas 2:4. <<
Página 276
[165] Gálatas 2:7-8. <<
Página 277
[166] Gálatas 2:9b. <<
Página 278
[167] Gálatas 2:10. <<
Página 279
[168] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 142. <<
Página 280
[169] Georgi, Theocracy, 34-41. <<
Página 281
[170] Eisenman, James, the Brother of Jesus, 226-27. <<
Página 282
[171] Hechos 15: 28-29. <<
Página 283
[172] Levítico 17:5-11. <<
Página 284
[173] Gálatas 2:11-15. <<
Página 285
[174] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 143-44. <<
Página 286
[175] Isaías 56:3, 7. <<
Página 287
[176] Isaías 49:6. <<
Página 288
[177] Hechos 16:1-3. <<
Página 289
[178] Hechos 21:21; Segal, Paul the Convert, 218-19. <<
Página 290
[179] Hechos 16:6. <<
Página 291
[180] Gálatas 4: 13-14. <<
Página 292
[181] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 158-61. <<
Página 293
[182] Gálatas 1:3-4. <<
Página 294
[183] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 149-52: Dewey et
Página 295
[184] Gálatas 5:1. <<
Página 296
[185] Robert Jewett, «Response: Exegetical Support from Romans and
Other Letters», en Richard A. Horsley, ed., Paul and Politics: Ekklesia,
Israel, Imperium, Interpretation (Trinity Press International, Harrisburg,
FA, 2000), 93. <<
Página 297
[186] Gálatas 3:6-10. <<
Página 298
[187] Gálatas 1:6 ff. <<
Página 299
[188] Gálatas 3:2-5; Knox, Chapters, 115. <<
Página 300
[189] Gálatas 5:18. <<
Página 301
[190] Gálatas 4:6-7; Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom,
150. <<
Página 302
[191]
Neil Elliott, «Paul and the Politics of Empire: Problems and
Prospects», en Horsley, ed., Paul and Politics, 34. <<
Página 303
[192] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 14. <<
Página 304
[193] Elliott, «Paul and the Politics of Empire», en Horsley, ed., Paul and
Página 305
[194] Gálatas 3:27-28. <<
Página 306
[195] Gálatas 5:13-14. <<
Página 307
[196] Gálatas 5:20-21. <<
Página 308
[197] Gálatas 6:2-5. <<
Página 309
[198] Hechos 16:6-10. <<
Página 310
[199] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 165; Erik M. Heen, «Phil 2:6-11
and Resistance to Local Timocratic Rule: Isa Theo and the Cult of the
Emperor in the East», en Richard A. Horsley, ed., Paul and the Roman
Imperial Order (Trinity Press International, Harrisburg, PA, 2004),
134-35; Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 152-54. <<
Página 311
[200] Martin P. Nilsson, Greek Piety, trad., Herbert J. Rose (Clarendon
Página 312
[201]
Virgil, The Eglogues: The Georgics, trad. C. Day Lewis (Oxford:
Oxford University Press, 1999), Égloga IV, 4-7. Virgilio Marón, Publio:
Églogas: Geórgicas, Espasa, Barcelona, 1982. <<
Página 313
[202] Corpus Inscriptionum Graecorum 39576, traducido en John
D. Crossan y Jonathan L. Reed, In Search of Paul: How Jesus’s Apostle
Opposed Rome’s Empire with God’s Kingdom (Harper, San Francisco,
2004), 239-40. <<
Página 314
[203] Crossan y Reed, In Search of Paul, 235-36. <<
Página 315
[204] S. R. F. Price, Rituals and Power: The Roman Imperial Cult in Asia
Página 316
[205] Price, Rituals and Power, 49. <<
Página 317
[206]
Horsley, introducción a «The Gospel of Imperial Salvation», en
Horsley ed., Paul and Empire, 11-13. <<
Página 318
[207] Heen, «Phil 2:6-11», en Horsley, ed., Paul and the Roman Imperial
Order. <<
Página 319
[208] Filipenses 3:20; traducción sugerida por Knox, Capítulos, 114-15. <<
Página 320
[209] Filipenses 2:3-4. <<
Página 321
[210] Filipenses 2:15. <<
Página 322
[211] Filipenses 4:3. <<
Página 323
[212] Filipenses 4:15. <<
Página 324
[213]
Holland L. Hendrix, «Thessalonicans Honor Romans» (Tesis
Doctoral, Harvard Divinity School, 1984), 253, 336; Karl P. Donfried,
«The Imperial Cults of Thessalonica and Political Conflict in
1 Thessalonians», en Horsley, ed., Paul and Empire, 217-19. <<
Página 325
[214] Hendrix, «Thessalonicans Honor Romans», 170. <<
Página 326
[215] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 27; Horsley y Silberman, The
Página 327
[216] 1 Tesalonicenses 1:9-10. <<
Página 328
[217] Cf. 2 Corintios 8:2-4. <<
Página 329
[218] 1 Tesalonicenses 5:12. <<
Página 330
[219] 1 Tesalonicenses 5:14-15. <<
Página 331
[220] 1 Tesalonicenses 2:9; Hechos 17. <<
Página 332
[221] 1 Tesalonicenses 2:2, 3:4. <<
Página 333
[222] 1 Tesalonicenses 4:11-12. <<
Página 334
[223] 1 Tesalonicenses 5:5, 8. <<
Página 335
[224] Hechos 17: 6-7. <<
Página 336
[225] Hechos 17: 28. <<
Página 337
[226]
Andrew Wallace-Hadrill, «Patronage in Roman Society: From
Republic to Empire», en Andrew Wallace-Hadrill, ed., Patronage in
Ancient Society (Routledge, Londres y Nueva York, 1989), 73. <<
Página 338
[227]
Tacitus, The Histories, 1.4, ed. D. S. Levene; trad., W. H. Fyfe
(Oxford University Press, Oxford, 2008), 4; Tácito, Historias, 1.4, ed.
Akal, Madrid, 1989; John K. Chow, Patronage and Power: A Study of Social
Networks in Corinth (JSOT Press, Sheffield, UK, 1992); Horsley,
introducción a «Patronage, Priesthoods, and Power», en Horsley, ed., Paul
and Empire; Peter Garnsey y Richard Saller, «Patronal Power Relations»,
en Horsley, ed., Paul and Empire; Richard Gordon, «The Veil of Power»,
en Horsley, ed., Paul and Empire. <<
Página 339
[228] Hechos 18: 2-3. <<
Página 340
[229] 1 Corintios 2:4. <<
Página 341
[230] 1 Corintios 1:26-28. <<
Página 342
[231] 1 Corintios 15:24. <<
Página 343
[232] Georgi, Theocracy, 60-61. <<
Página 344
[233] 1 Corintios 12: 22-26 (Biblia de Jerusalén). <<
Página 345
[234] 1 Tesalonicenses 5:3. <<
Página 346
[235] 1 Tesalonicenses 4:16-17. <<
Página 347
[236] 1 Tesalonicenses 2:19, 3:13, 4:15. <<
Página 348
[237] 1 Tesalonicenses 4:17. <<
Página 349
[238] Donfried, «Imperial Cults», en Horsley, ed., Paul and Empire;
Helmut Koester, «Imperial Ideology and Paul’s Eschatology in
I Thessalonians», en Horsley, ed., Paul and Empire; Abraham Smith,
«Unmasking the Powers»: Toward a Postcolonial Analysis of
I Thessalonians, en Horsley, ed., Paul and the Roman Imperial Order;
Georgi, Theocracy, 25-27. <<
Página 350
[239] Hechos 18:12; no todos los expertos admiten que Pablo coincidiera
Página 351
[240] Hechos 18:24. <<
Página 352
[241] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 169-70. <<
Página 353
[242] Gálatas 4:8-10. <<
Página 354
[243] Gálatas 1:6, 3:1-4, 5:1-12, 6:12-13; Mark D. Nanos, The Irony of
Galatians: Paul’s Letter in First Century Context (Fortress Press,
Minneapolis, MN, 2002), 193-99; Mark D. Nanos, «Inter-and Intra-Jewish
Political Context of Paul’s Letter to the Galatians», en Horsley, ed., Paul
and Politics, 146-56. <<
Página 355
[244] Gálatas 5:4. <<
Página 356
[245]
B. Sanedrín 13:2; Alan F. Segal, «Response: Some Aspects of
Conversion and Identity Formation in the Christian Community of Paul’s
Time», en Horsley, ed., Paul and Politics, 187-88. <<
Página 357
[246] Krister Stendhal, Paul among the Jews and Gentiles (Fortress Press,
Página 358
[247] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 42-47. <<
Página 359
[248] Ibid., 159-60. <<
Página 360
[249] Gálatas 3:1. <<
Página 361
[250] Gálatas 2:16, 3:13. <<
Página 362
[251] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 65-66; Georgi, Theocracy, 36.
<<
Página 363
[252] Gálatas 4:1-5. <<
Página 364
[253] Gálatas 3:24. <<
Página 365
[254] Gálatas 3: 26-28. <<
Página 366
[255] Dieter Georgi, «God Turned Upside Down», en Horsley, ed., Paul
Página 367
[256] Georgi, Theocracy, 33-52. <<
Página 368
[257] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 171-75; Chow,
Patronage and Power; Dewey et al., trad., Authentic Gospel, 73-75. <<
Página 369
[258] Hechos, 18-25. <<
Página 370
[259] Mateo 3:17; Lucas 3:22; Patterson, Lost Way, 218-22. <<
Página 371
[260] Romanos, 1:4. <<
Página 372
[261] 1 Corintios 4:8-9. <<
Página 373
[262] 1 Corintios 3:1-4. <<
Página 374
[263] 1 Corintios 12:1, 8; 14:2, 7-9. <<
Página 375
[264] Richard A. Horsley, «Rhetoric and Empire – and 1 Corinthians», en
Página 376
[265] Ibid., 87-89; Sabiduría de Salomón 6:1, 5. <<
Página 377
[266] 1 Corintios 1:26. <<
Página 378
[267] 1 Corintios 2:23, 15. <<
Página 379
[268] 1 Corintios 16:12, 10:23. <<
Página 380
[269] 1 Corintios 8:4-6. <<
Página 381
[270] 1 Corintios 5:1-5, 6:15-17. <<
Página 382
[271] 1 Corintios 6:1-3. <<
Página 383
[272] Sabiduría de Salomón 7:26-27, 29; 8:1. <<
Página 384
[273] 1 Corintios 1:20. <<
Página 385
[274] 1 Corintios 1:22-24. <<
Página 386
[275] 1 Corintios 2:7-8. <<
Página 387
[276] 1 Corintios 1:12-13. <<
Página 388
[277] 1 Corintios 6:1-3. <<
Página 389
[278] 1 Corintios 6:15. <<
Página 390
[279] 1 Corintios 5:1-7. <<
Página 391
[280] 1 Corintios 7:1-2. <<
Página 392
[281] 1 Corintios 7:10-11. <<
Página 393
[282]
Elizabeth Schüssler Fiorenza, «Rhetorical Situation and Historical
Reconstruction in I Corinthians», New Testament Studies 33 (1987);
386-403; Cynthia Briggs Kittredge, Community and Authority: The
Rhetoric of Obedience in the Pauline Tradition (Trinity Press International,
Harrisburg, PA, 1998). <<
Página 394
[283] 1 Corintios 7:3-4. <<
Página 395
[284] 1 Corintios 7:25-40. <<
Página 396
[285] 1 Corintios 14: 33-35. <<
Página 397
[286] Kurt Aland y Barbara Aland, The Text of the New Testament, trad.
Página 398
[287] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 112; Robert Jewett, «The Sexual
Página 399
[288] 1 Corintios 11: 2-16. <<
Página 400
[289] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 110-11; Horsley, «Rhetoric and
Página 401
[290] 1 Corintios 11:11-12. <<
Página 402
[291] Patterson, Lost Way, 227-38. <<
Página 403
[292] 1 Corintios 11:21-22. <<
Página 404
[293] Santiago 2:1-7. <<
Página 405
[294] 1 Corintios 11:27, 29. <<
Página 406
[295] 1 Corintios 2:3. <<
Página 407
[296] 1 Corintios 2:4-5, 3:20-21. <<
Página 408
[297] 1 Corintios 3: 18-19. <<
Página 409
[298] 1 Corintios 8:9-11. <<
Página 410
[299] 1 Corintios 9; Stendhal, Paul, 60. <<
Página 411
[300] Romanos 8:16, 23-26. <<
Página 412
[301] 1 Corintios 13:1. <<
Página 413
[302] 1 Corintios 14:4; Stendhal, Paul, 110-14. <<
Página 414
[303] 1 Corintios 15:12. <<
Página 415
[304] 1 Corintios 15:51-55. <<
Página 416
[305] 1 Corintios 15:24. <<
Página 417
[306] Dieter Georgi, Remembering the Poor: The History of Paul’s Collection
Página 418
[307] 1 Corintios 16:12. <<
Página 419
[308] Georgi, Remembering the Poor, 49-53. <<
Página 420
[309] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 176-78. <<
Página 421
[310] 1 Corintios 16:5-7. <<
Página 422
[311] 2 Corintios 1:13-22. <<
Página 423
[312] Dieter Georgi, The Opponents of Paul in Second Corinthians: A Study
Página 424
[313] 2 Corintios 11:5, 13. <<
Página 425
[314] 2 Corintios 11:22. <<
Página 426
[315] Georgi, Theocracy, 62-70. <<
Página 427
[316] Plutarco, Life of Alexander, 329c-330d, traducido en ibid., 66.
Plutarco, Vidas de Alejandro y César, Acantilado, Barcelona, 2016. <<
Página 428
[317] Esta carta se encuentra en 2 Corintios 2:14-6:13, 7:2-4. Los versos
Página 429
[318] 2 Corintios 2:14. <<
Página 430
[319] Éxodo 34:29-35. <<
Página 431
[320] 2 Corintios 3:6-17. <<
Página 432
[321] 2 Corintios 3:18. <<
Página 433
[322] 2 Corintios 4:8-10. <<
Página 434
[323] 2 Corintios 4:14, 16-18. <<
Página 435
[324] 2 Corintios 6:4-5, 9-11. <<
Página 436
[325] 2 Corintios 7:2-3. <<
Página 437
[326] 2 Corintios 10:10. <<
Página 438
[327] 2 Corintios 10-13. <<
Página 439
[328] 2 Corintios 11:16-21. <<
Página 440
[329] 2 Corintios 11:24-27. <<
Página 441
[330] 2 Corintios 11:32-33. <<
Página 442
[331] 2 Corintios 12:1-6. <<
Página 443
[332] 2 Corintios 12:7-10. <<
Página 444
[333] Hechos 19:23-27. <<
Página 445
[334] 2 Corintios 1:8. <<
Página 446
[335] Filipenses 1:12-30 (Biblia de Jerusalén). <<
Página 447
[336] Filipenses 4:11. <<
Página 448
[337] Filipenses 4:18. <<
Página 449
[338] Georgi, Remembering the Poor, 63-67. <<
Página 450
[339] 2 Corintios 2:12. <<
Página 451
[340] 2 Corintios 7:5. <<
Página 452
[341]
Filipenses 3:2-10. La epístola a los Filipenses es un documento
compuesto que comprende quizá tres cartas diferentes combinadas por un
editor, por lo que no sabemos exactamente cuándo sucedió este incidente.
<<
Página 453
[342] 2 Corintios 1:1-2:13, 7:5-16. <<
Página 454
[343] 2 Corintios 7:7. <<
Página 455
[344] 2 Corintios 7:15. <<
Página 456
[345] 2 Corintios 7:11. <<
Página 457
[346] 2 Corintios 8:2. <<
Página 458
[347] 2 Corintios 8: 7. <<
Página 459
[348] 2 Corintios 7:13; Filipenses 2:2; 1 Tesalonicenses 3:9. <<
Página 460
[349] Georgi, Remembering the Poor, 71-72. <<
Página 461
[350] 2 Corintios 8:20. <<
Página 462
[351] 2 Corintios 9:1-15. <<
Página 463
[352] Isaías 60:4-5. <<
Página 464
[353] 2 Corintios 8:13-14. <<
Página 465
[354] Romanos 1:10. <<
Página 466
[355] Stendhal, Paul, 2. <<
Página 467
[356] Stanley K. Stowers, A Rereading of Romans: Justice, Jews and Gentiles
Página 468
[357] Romanos 1:2-5. <<
Página 469
[358] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 101-102. <<
Página 470
[359] Georgi, Theocracy, 84. <<
Página 471
[360] Romanos 1:16-17. <<
Página 472
[361] Romanos 1:18-32. <<
Página 473
[362] Virgilio, Églogas, Geórgicas I, 468. <<
Página 474
[363]
Horacio, Odas, libro 3, 6:45-48. Horacio, Obras completas, trad.
Alfonso Cuatrecasas, Planeta, Barcelona, 1986. <<
Página 475
[364] Stowers, Rereading of Romans, 122-24. <<
Página 476
[365] Romanos 1:29-30. <<
Página 477
[366] Georgi, Theocracy, 91-92. <<
Página 478
[367] Romanos 2:1. <<
Página 479
[368] Romanos 2:11-12. <<
Página 480
[369] Romanos 3:29-30. <<
Página 481
[370] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 188-89; Dewey et
Página 482
[371] Romanos 3: 23-27. <<
Página 483
[372] Romanos 7:7-25. <<
Página 484
[373] Romanos 3:20. <<
Página 485
[374] Romanos 7:18-20. <<
Página 486
[375] Robert Jewett, «Romans», en James D. G. Dunn, ed., The Cambridge
Página 487
[376] Romanos 2:17-20. <<
Página 488
[377] Georgi, Theocracy, 92-93; Josiah Royce, The Problem of Christianity
Página 489
[378] Génesis 3:5, 22. <<
Página 490
[379] Romanos 5:7-8 (Biblia de Jerusalén); Dewey et al., trad., Authentic
Página 491
[380] Romanos 8:15-22. <<
Página 492
[381] Romanos 8:23, 34-37. <<
Página 493
[382] Romanos 13:1-7. <<
Página 494
[383] Dewey et al., trad., Authentic Letters, 253. <<
Página 495
[384] Horsley y Silberman, The Message and the Kingdom, 191. <<
Página 496
[385] Neil Elliott, «Romans 13:1-7 in the Context of Imperial Propaganda»,
en Horsley, ed., Paul and Empire; Elliott, «Paul and the Politics of
Empire», en Horsley, ed., Paul and Politics. <<
Página 497
[386] Georgi, Theocracy, 102. <<
Página 498
[387] Levítico 19:18; Romanos 13:9-10. <<
Página 499
[388] Mateo 5:43-44. <<
Página 500
[389] Mark D. Nanos, The Mystery of Romans: The Jewish Context of Paul’s
Página 501
[390] Romanos 9:2-5. <<
Página 502
[391] Romanos 11:11, 25. <<
Página 503
[392] Romanos 14:13-15. <<
Página 504
[393] Romanos 15:26-27. <<
Página 505
[394] Los expertos, sin embargo, no se ponen de acuerdo sobre el último
Página 506
[395] Hechos 20:5-6, 13-16; Georgi, Remembering the Poor, 123. <<
Página 507
[396] Georgi, Remembering the Poor, 117-18. <<
Página 508
[397] Romanos 15: 30-31. <<
Página 509
[398] Isaías 60:5. <<
Página 510
[399] Isaías 52:7; Romanos 10:15. <<
Página 511
[400] Isaías 52:1. <<
Página 512
[401] Georgi, Remembering the Poor, 167-68. <<
Página 513
[402] Romanos 11:13-14 (Biblia de Jerusalén). <<
Página 514
[403] Hechos 21:17-19. <<
Página 515
[404] Georgi, Remembering the Poor, 125-26. <<
Página 516
[405] JW, 2:261-62. Las cifras en los textos antiguos no deben interpretarse
literalmente. <<
Página 517
[406] Hechos 21:22-25. <<
Página 518
[407] Hechos 21:28. <<
Página 519
[408] Hechos 28:31. <<
Página 520
[409] San Clemente, The First Epistle to the Corinthians, 5:6-7, traducida en
Página 521
[410]
Eusebio, The History of the Church from Christ to Constantine,
Andrew Louth, ed., y G. A. Williamson, trad. (Londres and New York:
Penguin, 1989), 2:25. <<
Página 522
[411] Crossan, Jesus: A Revolutionary Biography, 163. Cursivas del autor.
Página 523
[412] Ibid., 171. <<
Página 524
[413] Colosenses 1:18. <<
Página 525
[414] Efesios 4:15-16. <<
Página 526
[415] Colosenses 1:12-13. <<
Página 527
[416] Efesios 1:11, 21. <<
Página 528
[417] Colosenses 3:18-25; cf. 1 Pedro 2:18-3:7. <<
Página 529
[418] Efesios 5:22-24. <<
Página 530
[419] James, D. G. Dunn, «The Household Rules in the New Testament»,
Página 531
[420] Efesios 5:23-6:9. <<
Página 532
[421] 1 Corintios 15:24-27. <<
Página 533
[422] 2 Pedro 3:15-16. <<
Página 534
[423]
Ernst Käsemann, «Paul and Early Catholicism», New Testament
Questions of Today (Fortress Press, Filadelfia, 1969), 249; Arland
J. Hultgren, «The Pastoral Epistles», en Dunn, ed., Cambridge
Companion. <<
Página 535
[424] Polycarp, Letters, 3:2, en J. B. Lightfoot, ed. y trad., The Apostolic
Página 536
[425] Génesis 1:28. <<
Página 537
[426] 1 Timoteo 1:2; 3:9, 13; 4:6; 2 Timoteo 4:7; Tito 2:2. <<
Página 538
[427]
Calvin J. Roetzel, «Paul in the Second Century», en Dunn, ed.,
Cambridge Companion, 233. <<
Página 539
[428] 1 Timoteo 6:20. <<
Página 540
[429] 1 Timoteo 4:3. <<
Página 541
[430] 1 Timoteo 2:11-15; cf. Tito 2:3-5. <<
Página 542
[431] Elaine H. Pagels, The Gnostic Paul: Gnostic Exegesis of the Pauline
Página 543