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La Chica Pajaro - Paula Bombara

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La

chica pájaro

PAULA BOMBARA
Fotografía de cubierta: Sharon Masurski

Norma
www.kapelusznorma.com.ar

Bogotá, buenos Aires, Caracas, Guatemala, Lima, México, Panamá, Quito,


San José, San Juan, Santiago de Chile
----------

Bombara, Paula,
La chica pájaro / Bombara, Paula. - la ed . 2a reimp. - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Grupo Editorial Norma, 2016.

ISBN 978-987-545-681—5
l. Narrativa Juvenil Argentina. I. Título.
CDD A865.9285

© Paula Bombara, 2015

© Editorial Norma, 2015


San José 831, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de


esta obra sin permiso de la editorial.
Impreso en Argentina — Printed in Argentina

Primera edición: abril de 2015


Segunda reimpresión: enero de 2016

Edición: Laura Leibiker

Coordinación: María Luisa García


Corrección: Roxana Cortázar

Diagramación: Romina Rovera

Fotografía de cubierta: Sharon Masurski

CC: 29010542
ISBN: 978-987-545-681-5
A mamá.

Por los libros, por la música, por el arte


Por los cielos abiertos, por los abrazos.
¡Si diera el salto! Y no cayera,

como una piedra, sino como un pájaro.


¡Si se descubriera navegante de lo ilimitado!

La llegada a la escritura, Hélene Cixous.

Un saco azul, un vendaval,


un corazón y un plan fugaz.

Es todo lo que tengo y es todo lo que hay.

Es todo lo que tengo y es todo lo que hay, Lisandro Aristimuño. Crónicas del
viento, capítulo 1.
CERO

De pronto, Mara ve su oportunidad y abre la puerta del auto.

Sale corriendo sin mirar los semáforos y cruza la avenida.


El auto queda detenido. Eso la salva y le regala minutos. Eso hace posible el
escape.
Mara corre y entra en la plaza.

Ahora todo depende de ella.


UNO. EL LUGAR DONDE TODO TRANSCURRE

Una plaza de ciudad.

No importa la ciudad. Tampoco importan, en el fondo, ni el paisaje ni la


arquitectura de la plaza. Podemos verla borrosa.

Importan, sí, cuatro elementos:

- un árbol poblado de hojas, de corteza oscura, que raspe, de ramas para


trepar, altas, cómodas;

- un banco típico de plaza, de cemento, de madera, de metal. Es importante


que este
asiento se ubique cerca del árbol. Cerca de tal modo que permita ver el
árbol en su plenitud tanto en invierno como en verano, en la noche y en el
día;
- un camino que lleve hasta la calle, que traiga desde la calle, que pase
delante del árbol, delante del asiento, y que siga hasta terminar en el otro
lado de la plaza donde
hay...

- ... un edificio en construcción con la efervescencia de un hormiguero.


Un árbol. Un banco. Un camino. Una construcción.
Cosas que se pueden encontrar en una plaza cualquiera, de cualquier
ciudad.
DOS. LEONOR

Tiene más de setenta años, tal vez pase los setenta y cinco. Es delgada. Usa
el pelo largo, blanco, atado hacia atrás, en una trenza de pocos cabellos. No
llama la atención, pasa fácil entre las personas. Si quiere puede volverse
invisible.

Está acomodando sus cosas en el asiento de la plaza cuando escucha los


sonidos que
produce alguien que se acerca corriendo, esos roces de la ropa, esa
agitación. Levanta los ojos y ve a una joven tomar el camino central de la
plaza para ir hacia el árbol.
La chica corre. Leonor observa que sabe cómo correr para que el aire no se
le acabe,

para que el cuerpo haga lo que tiene que hacer y solo eso y todo eso. .
Colgada en su espalda, la mochila cargada se aprieta y pesa. Está ajustada
pero aun así oscila, se mueve.

La chica corre concentrada en correr.


La chica huye.
Eso es lo que piensa Leonor. Y no dice nada cuando ve que la carrera se
detiene un instante frente al árbol para hacerse salto.
Ahora ve cómo trepa, ve que se pierde entre las ramas.
La respiración de la chica llega a los oídos de Leonor.

No ha pasado ni un minuto cuando siente la frenada de un auto.


Un chico baja, es alto y fornido pero quizá ni llegue a los veinte años; se
escucha la puerta batida con fuerza.

El no corre, es de la clase de hombres que no necesitan correr. Camina. Pisa


con urgencia. Rastrea apretando los puños. Está alterado.

Busca. Recorre la plaza. No encuentra. Ese no parece un hombre hecho para


detenerse y buscar. Leonor se pregunta si la chica del árbol sabrá eso.

En las alturas todo es quietud.


La mujer permanece en el banco de la plaza hasta que el chico vuelve a su
auto, arranca y se va. Mira hacia el follaje, busca rastros de la chica; no la
ve pero siente que se mueve. Sin embargo, no se acerca.
Termina de acomodar sus cosas y también se va. No sabemos adónde.
TRES

El auto da una vuelta a la manzana y retoma el camino por el que llegó.

Mara se sienta en la rama del árbol.

Respira por la nariz. Aún está agitada. Respira hondo.

Su espalda, apoyada en el tronco, con la mochila puesta, se mueve hacia


arriba y

hacia abajo.
Sus piernas, antes recogidas, ahora se estiran y caen a ambos lados de la
rama.
Cierra los ojos, los abre. Se acomoda el pelo. Respira.
Saca el celular del bolsillo. Está apagado.

Lo enciende, llama a su mamá. Le dice que no volverá por unos días, que no
se preocupe, que está con amigas. La madre protesta pero ella corta y
apaga el celular.
Luego de un rato se quita la mochila de la espalda y la abre.
Un cielo es lo que lleva ahí.

Lo saca y lo agita. Lo cuelga en la rama para cerrar la mochila y acomodarla


contra el tronco.
Del mismo modo en que se colocaría una bufanda o un pañuelo, asegura su
tela alrededor de la rama. Luego, con un movimiento de brazos, hace un
nudo y la deja caer.

Se trata de una tela muy larga, turquesa, ambos extremos llegan al piso. Sin
que pueda percibirse duda, Mara se cuelga de ella. Brazos contraídos.
Rodillas al pecho.

De a poco, estira el cuerpo y con los pies encuentra el nudo. Allí se para.

Sus brazos descubren el hueco que la tela ofrece. Su espalda se curva y


abre el espacio. Un nido.
Allí se mete.

Desde adentro, recoge con rapidez los faldones de tela que caen. Los
acomoda para que sean uno su manta, otro su almohada.

Así se queda.

En el árbol pareciera haber nacido un fruto que, aunque gigante y deforme,


apenas se ve de lo alto que se encuentra.
CUATRO

Lo odio. Lo odio. ¿Qué hago ahora? ¿Duermo acá? ¿Me voy? ¿Y si vuelve? ¿Y
si sigo corriendo? No. Eso es lo que espera. Que me esconda. Por ahí. En
algún bar, Debe estar dando vueltas con el auto. Buscándome. No creo que
vuelva a la plaza. Ni se imagina que soy capaz de dormir acá arriba. No creo
que se anime a llamar a las chicas tampoco. Igual no importa. Ellas me van
a cubrir. Aunque no sepan. Ay. Me duele. Es acá donde me duele. Pero no es
nada. Tengo que calmarme. Se me va a pasar. No veo nada. Voy a tratar de
dormir. No se escucha nada. ¿Y si viene la policía? ¿Llamarán a la policía?
No. No creo que el muy cagón llame a la policía. ¿Y mamá? ¿Y si viene la
policía qué hago? Ni pienso salir. Acá estoy bien. Que suban. A buscarme.

Yo de acá no salgo.
CINCO

De ida al supermercado la ve entrenar.

Al regreso sigue ahí.

Eso se repite. Un día. Otro. El que sigue.

Cada tarde, cuando va a la plaza a hacer su rutina de yoga, Leonor siente


que comparte el aire con ella.
Hay algo en esa chica que le recuerda su propia juventud. Quizás el cuerpo
delgado pero fuerte, quizá la mirada inquieta. O tal vez el ímpetu con que
inicia sus movimientos.
Mirarla en su tela es como ver el despliegue de los pétalos de una flor. Esa
fragilidad.

Nace en ella el deseo de preguntarle por qué duerme en la plaza, si no tiene


casa, si puede ayudarla. Dejarla cuando la noche se acerca se le hace difícil,
pero ¿con qué excusa va a acercarse?
La invisibilidad de Leonor esta vez le juega en contra. La chica parece tan
desprotegida y a ella la conmueve tanto verla bailar:

Quizá llegue nuestra oportunidad, se dice a sí misma. Quiere que eso


suceda.

Quizá no haga falta apurar los tiempos.


SEIS. DARÍO

Se llama Darío. Trabaja en la construcción y almuerza en la plaza.

Antes usaba el tiempo del almuerzo para pensar en nada, descansar la vista
en el

pasto, en las palomas, en la trama del camino. Pero desde que la chica del
árbol llegó la mira trepar su tela, no puede evitarlo.
Con cada impulso hacia arriba el cuerpo gana levedad.
Ve que, rápida y precisa, la chica mueve la pierna derecha para enroscar la
tela sobre su empeine descalzo.
Lejos, muy alto, un pie se apoya sobre el otro envuelto. La tela ya no es
simple género sino escalera.

Darío deja de ver los pies.


Deja de ver los brazos.

La chica se hace parte de una fantasía.


Medio pájaro.
Medio sirena.

Ve alas que se agitan y mezclan el sol con la sombra.


Unas hojas caen.
Al perderla de vista se siente estúpido y baja la mirada al suelo. ¿Qué
hechizo lo retiene ahí, cada mediodía, haciendo una visera con la mano
para no perder detalle de esos movimientos?

Desde un banco mira lo que sucede en esa tela. Mira mucho para, después,
dibujar.

Saca un sánguche y una coca de una bolsa de nailon. En un rato tendrá que
volver al trabajo. Mastica sin dejar de mirar.

Los movimientos de piernas, torso, brazos y tela continúan. Los


movimientos pueden con él y encienden su cuerpo.
La bailarina sube y baja, se enrosca, descansa en un pie, acurrucada en el
aire. Cómoda en las alturas.

Le encanta.
SIETE

Otra vez, al atardecer, Leonor se percata de lo mismo: correr y trepar, con


urgencia.
Le queda claro que huye.

¿De qué huye?


No trae nada en sus brazos. La mochila en la espalda, solo eso.

Corre desbocada y aprovecha el desboque para trepar al árbol.

Leonor no deja de practicar yoga. Continúa mientras nota que la chica se


pierde por el rabillo de su ojo para mimetizarse con el follaje. Como la otra
vez.
Cuando extiende los brazos y curva su torso hacia arriba, abre los ojos y la
ve en una rama a media altura, parada, pegada al tronco del árbol.
Abrazada sin que le importe lo rasposo de la corteza.

Se afloja en el piso. Ha perdido la concentración. Tendría que volver a


empezar pero la corrida en la plaza ha alborotado los pájaros, el aire. Todo
lo que respira está, ahora, perturbado por esa chica. 5e lleva la mano al
corazón. El de ella debe estar aún más acelerado.
La ve sentarse sobre la rama, una pierna a cada lado, el vientre abrazando
el tronco. Descansa. Siente que la quietud va llegando a la plaza, al árbol, a
lo que se agita allí arriba.
La quietud del árbol, piensa, esa quietud. Y retoma su práctica. Vrksasana,
susurra para sí Leonor, mientras abre los ojos y busca un punto fijo.
OCHO

En el colectivo de regreso a casa, Darío, parado, se afloja y se pierde en lo


que ve pasar a través de la ventanilla.
Y lo que ve pasar, una y mil veces, es la imagen de esa chica. Ella y su tela.
¿Cómo se llamará? Los brazos desnudos de ella. La tela abultada por el
cuerpo de ella. La rama del árbol donde la tela anida.
Desde la obra, por las ventanas y los balcones de los pisos que recorrió
durante el día instalando cables, revisando luces, él la miró cada vez que
pudo.
Y piensa, ahora, que cuando llegue a su casa, antes que ninguna otra cosa,
dibujará esa imagen que vio hoy. Esa cinta turquesa de la que asomaban
dos brazos como alas.

Comienza a imaginar el dibujo surgiendo del lápiz. Sigue la línea imaginaria


para definir ese trazo €l pensamientos, esa postura, esa elegancia. Sabe
que En lo que ha visto hay una esencia que será imposible dibujar, pero lo
intentará.
El viaje pasa, llega el momento de bajar y camina las cuadras que lo
separan de su cuarto con trancos largos para llegar rápido, pero sin Correr.

Al mediar apenas una cuadra, sus pasos se aceleran y corre. Ya no le


importa.

Corre
y entra en el edificio
y sube la escalera de dos en dos

y gira las llaves de la puerta

y saluda apurado

y entra a su pieza
y abre su bloc

y dibuja en segundos

una chica pájaro.


NUEVE
Leonor vuelve de hacer las compras y, al pasar por la plaza, mira hacia el
árbol.
Ahí es cuando lo ve. Ve que un muchacho de la construcción mira a la chica.

Que no puede dejar de mirarla.

Y la chica.

Tan ajena.

No parece mirar a nadie.

La mujer entiende que el muchacho mira la belleza de ese baile entre una
tela y una joven. En el silencio, los movimientos son ejecutados sin llegar
nunca a una línea recta. Giros, inversiones, pliegues y despliegues.

Una voz masculina grita: ¡Darío! Y el joven, sobresaltado, deja el banco y


trota de nuevo al trabajo.

Leonor, que tiene tantos ojos como Una araña, ve el rostro serio en la chica
y, tras esa seriedad, desconfianza. Ta chica se sabe mirada. Eso punza €n el
cuerpo de la mujer, quien, cada vez, se pregunta con más fuerza

qué pasa allí arriba,


qué pasa dentro de ese cuerpo que danza.
Qué le pasó a esa chica.
DIEZ. DOMINGO

Día de descanso. La plaza está alborotada.

Las piruetas de Mara generan atención.


Algunas personas se acercan y tienden sus lonas para mirarla danzar.

Ella sonríe. Es su segundo domingo en la plaza. El primero lo pasó


escondiéndose. En

la semana, de a poco, empezó a mostrarse.

Hoy quiere bailar.

Hoy no va a aparecer. Qué lindo es que nadie te conozca. Ser nadie. Ser
otra. Ser de nuevo. Tener otro nombre. Dar vuelta la página. Eso. Renacer.
Alma y cuerpo. Nuevos. Eso. bailar y nada más. Mañana será otro día.
Empezaré a buscar. Necesito que hoy no pase nada. Hoy descanso. Mañana
empiezo. Necesito pensar hoy.

Alguien pone música. Le gusta lo que oye. Intenta una coreografía. Todo
queda atrás cuando se concentra en su danza.
Repasa movimientos. Sabe que cuando la tela la rodea tal como le
enseñaron, puede soltar los brazos y dejarse llevar por los giros de su
cuerpo.
Es ella sola ahí. Es ella consigo misma, sosteniéndose. Se piensa otra, se
piensa Alma, ese nombre etéreo, capaz de girar con ella, fundirse con ella,
en las alturas.
ONCE

Darío da una vuelta a la plaza antes de entrar a la obra. Es bien temprano y,


sin embargo, allí está ella.
Se entrena, hace abdominales. Cabeza abajo. Piernas tensas sujetándose de
la tela anudada. Ojos cerrados.

Darío admira el cuerpo invertido, el sudor mezclándose con el cabello.


La chica no abre los ojos. Él ya está de espaldas cuando ella los abre y le
mira la nuca.
Darío no adivina la mirada, no se da Vuelta. Entra al trabajo.
En el árbol la savia avanza decidida desde las raíces hasta las ramas más
altas.

La imagen de la chica lo acompaña toda la mañana.

Para cuando llega el mediodía está decidido a hablarle. Se pasó todo el


domingo pensándola, dibujándola. Fue un día pero se le hizo interminable.
Como todos los mediodías, va al kiosco que está frente a la plaza.

Adentro está ella, comprando un yogur. Lo sorprende. No sabe qué hacer.


No puede hablar. La chica le pide permiso con un gesto para pasar por la
puerta e irse. Él intenta hacerse finito, pega su cuerpo al mostrador y en el
intento se golpea la cabeza con una publicidad de cartón que cuelga del
techo. Ella lo mira de reojo y se va. No le causó gracia su torpeza. Al
kiosquero si.

Darío siente que con la chica pasa un leve aroma a pasto húmedo.
Compra y sale con un sánguche y una coca. Se siente idiota. Pero se dice
que no va a dejar pasar la oportunidad. Vuelve al kiosco y agrega un helado.
Apura el paso y alcanza a la chica antes de que ella llegue a su árbol.

Le toca el hombro
sin decir palabra.

Le ofrece,

como si fuera una flor,


el helado.

La chica le pregunta con los ojos: ¿Y esto? tomá, para vos. Ah, ¿y por qué?
Darío siente que un rayo lo quema por dentro. Es por la voz que tiene ella.
Dulce y seca. Carraspea un poco antes de decir pensé que te iba a gustar.
Pensaste que me iba a gustar, afirma ella y hace un gesto que Dario no
entiende. Ella no sonríe pero acepta con un gracias susurrado en voz baja.
De nada, me llamo Darío. Alma, responde la chica mientras se va hacia el
árbol.
DOCE

El come su sánguche en el banco. Está paladeando el nombre Alma. No


conoce otra
persona que se llame así. Le resulta un nombre tan misterioso, tan irreal. Y
la mira. Ella está ahí, come su yogur, sobre el pasto, con la espalda en el
tronco del árbol. Es real. A veces lo mira y se encuentran. Son momentos
incómodos.
Ninguno se acerca. Intentan distraerse con los sonidos de la plaza, con las
personas que pasan. Una bici. Un bebé que corre.
Cuando ella rompe el papel que cubre su helado él fija los ojos en el gesto.
¿Se habrá derretido?
La mira tomarlo del palito y agradecerle con la cabeza. Él responde de la
misma manera y decide volver a la construcción.
La próxima vez se animará a acercarse.
TRECE. SUITES NOCTURNAS

Es de noche

y Mara se pregunta cuántas noches más podrá seguir


así.

Sabe que llegará el momento en que el agente de policía que recorre la


plaza se acercará a hacerle preguntas. Le resulta raro que no lo haya hecho
todavía. Se dice que tiene que empezar a buscar a su hermana, armar un
plan para dar con ella.
En la tela la tibieza llega pronto. Ahí se siente leve como una oruga
transmutando a mariposa.

Es de noche
y Leonor cocina al compás de una melodía de piano que
sale de la radio. En un descuido el cuchillo se le resbala y le pincha la yema
del dedo pulgar. Una gota de sangre activa tantos recuerdos cuando lo que
hay es noche, piano y soledad, que la mujer deja resbalar una queja
exagerada mientras se chupa el dedo.

Es de noche

y Darío duerme con la luz del velador encendida. Sobre


su pecho descansa un bloc de hojas, y sobre él, los últimos trazos de un
boceto en movimiento.

Con apenas un latido, el pecho se mueve y el bloc cae al piso. El sonido lo


despierta brevemente, apaga la luz y se da vuelta.
CATORCE

La vida de Leonor transcurre sin sobresaltos. No tiene mucho que hacer:


- comprar día a día la comida,

- ordenar y limpiar su ya limpio y ordenado departamento,


- leer o mirar televisión,

- dormir una siestita hasta la hora de yoga,


- ir a la plaza,

- regresar para bañarse y hacer la cena,


- acostarse. Dormir hasta el día siguiente.
La jubilación llegó hace tantos años como la soledad, que ya siente
enquistada en el cuerpo.
El teléfono suena en contadas ocasiones, tan pocas que cuando lo hace la
lleva a imaginar tragedias.

Hoy suena. El llamado la alegra. Es su amiga.

Conversar con ella hace que el día sea diferente.


Llevan años diciendo que tendrían que vivir juntas y riendo ante la idea. Se
ríen pero algo las detiene. Tal vez la distancia. O la contundencia de la
decisión.

Esa tarde rumbea a la plaza con inquietud porque su amiga le dijo que se le
olvidan las cosas. Pero que no se lo cuente a nadie.

Desde allí ve la tela enrollada y vacía. La chica no está.

Le cuesta concentrarse en su práctica esa tarde. Al final lo logra. Mientras


está meditando siente pasar una ráfaga de aire que conoce bien. Volvió, se
dice, y respira hondo.
QUINCE

Se les hace costumbre verse.

Aun así, las distancias no se acortan.

La timidez de él.
La desconfianza de ella.

El transcurrir de los días los acerca aunque traten de no toparse en el


kiosco, aunque solo crucen miradas casuales.

Ese azar caprichoso.


Ella piensa que él ya almorzó. Él piensa que ella está en su árbol.
Se chocan.
¡Uy, perdoname!, dice él. Ella lo mira. Por primera vez, su comisura parece
sonreír. No es nada.

Las palabras son tan espesas a veces, dejan la boca tan pastosa.

Ella sale del kiosco y él se apura a seguirla, preguntándose si no va a


lamentarlo más tarde. No me importa, se dice, y ahí sale su voz: ¡Alma,
esperá!

Alma no lo espera pero avanza más lento. En su mente se disparan


pensamientos que le dicen que escape, pero sus pies no se deciden. Mara
no quiere conocer a nadie pero sus pies no avanzan tan rápido como ella
quisiera. Y son sus pies los que permiten que él se acerque y le hable.

Son sus pies.


DIECISÉIS. EL ENCUENTRO, VISTO DE AFUERA

Leonor pasa por la cuadra cargando sus compras. Los mira.

Él, sentado al pie del árbol, come su sánguche.

Ella lo escucha hablar sentada en su tela, anudada como una hamaca casi
al ras del
piso.

El muchacho se le acercó. Pensé que tardaría más tiempo. Se ve que le


gusta mucho. Capaz que le cambia un poco la suerte a la chica. Qué tensa
está ella. No lo acepta. Pero él tiene decisión en el cuerpo, piensa de corrido
la mujer mientras admira el conjunto. El tronco marrón oscuro, la tela
turquesa casi en paralelo. El rostro abierto de él, a la defensiva el de ella.
Hoy el clima fresco del mediodía los acompaña, sin embargo en la plaza
Leonor siente también otra cosa: hay un nerviosismo animal.

Tal vez se desate una tormenta por la tarde.


O quizá no, quizás algo más esté sucediendo. Algo que resulta claro para las
aves, claro para los gatos y los perros. Algo que ella no puede más que
sospechar.
DIECISIETE

Darío trabaja concentrado en no cometer errores que lo lleven a quedarse


horas extras. Tuvo una idea este mediodía, luego de almorzar con Alma en
la plaza. Una idea tan fulminante que lo mantiene acelerado toda la tarde.
Piensa que quizás ella lo mirará como a un loco, que será un atrevimiento,
Pero algo adentro lo impulsa. La irá a buscar cuando salga de la obra. La
invitará al cine. A comer algo. Tiene varios días por delante para planear
bien la cita. Si ella acepta. Apenas me mira... Pero si me dice que sí...

Darío sueña mientras da luz al edificio.


Sueña con los hombros de Alma.

Sueña que algún día pasará el brazo sobre esos hombros.


Que entrelazará sus manos con las manos de Alma,
fuertes, de dedos algo gruesos, como las de él.

Tomará esas manos cuando crucen las avenidas.


El rostro de Alma,
esos pómulos salientes, esos ojos rasgados, esos labios.

¿Cómo será ese rostro visto muy de cerca?


¿Cómo será una sonrisa de ella?
Una sonrisa que él haga nacer.

¿Y qué le contará de sí mismo?


Su vida es tan común. Él es tan común. Ensaya:

Le digo que vivo con mis padres. No, no. Eso es muy serio. Vivo con mis
viejos. No tengo hermanos. Soy hijo único. Vivimos en un departamento.
Segundo piso por escalera. ¿Querrá saber de qué trabajan? Ni siguiera sé
bien qué hace la vieja en esa empresa. Bueno, está en la administración. Lo
del viejo es fácil. Electricista. Punto. Le voy a decir que me hizo estudiar
para electricista y que ahora quiere que estudie para ingeniero pero yo no
quiero. Que quizá me meta en la facultad pero para analista de sistemas.
¿Le digo que dibujo? No, no. Mejor le digo lo de la facultad. A las chicas les
gustan los artistas. Pero lo de los dibujos es mío. Va a querer que le
muestre. Mejor eso no se lo digo. Además tengo ahí los dibujos que hice de
ella en el árbol. No, no. Le digo que estoy por empezar la facultad y listo. No
creo que me pregunte demasiado. No creo que me pregunte nada en
realidad. Y si tengo que seguir hablando solo puedo contarle de la
construcción. Que entré por mi viejo. ¿Pensará que soy un nene? Pero
bueno, fue así. Me lo consiguió él y ¿está mal si le digo que el trabajo me
gusta? ¿Pensará que soy un idiota? ¿Un nerd? Ni siquiera me gusta salir a
bailar con los pibes. No me gustan las chicas que me presentan. Eso no se
lo voy a decir. “Hola, no me gustan las chicas que me presentan mis
amigos”. Ja. ¿Le cuento lo del fútbol los viernes? ¿Le cuento de mis amigos?
¿Pensará que soy el típico chabón que lo único que sabe hacer es hablar de
fútbol? Le puedo hablar de computadoras también... O de rock nacional. ¿Le
gustará la música? Qué poco tengo para contar. ¿Por qué me estoy
haciendo tanto problema? Ni siquiera la invité todavía.
Llega la hora y Darío siente la corriente eléctrica dentro de su cuerpo. Se
apura en ir hasta la oficina a fichar. Conversa con sus compañeros para no
revelar su urgencia, para no ser interrogado. Ya ha sufrido algunos
comentarios de su jefe: Linda chica, andás mirando mucho a la chica esa,
eh. Ojo, no vaya a ser que te equivoques el color de los cables, eh.

Sale hacia un lado. No toma el camino de la plaza. Da un rodeo. La luz de la


tarde ya empieza a bajar su intensidad.

Se acerca al árbol desde un ángulo poco recorrido. No ve la tela. No la ve a


ella. Se le acelera el corazón.

Llega al pie del árbol y allí arriba está la tela anudada. Vacía. Recorre la
plaza con la mirada y ve a la vieja que medita. Va hacia ella, le parece
haberla visto muchas veces por ahí. Quizá sepa algo.
No piensa en que puede molestarla, interrumpirla. Se acerca y le habla al
rostro cerrado. Disculpe, señora, ¿no vio para dónde se fue la chica de la
tela?
Ve a la vieja abrir los ojos sin expresión. La ve que mira el árbol, mira el
banco, mira la plaza, mira a Darío, que le pregunta de nuevo: La chica de la
tela. ¿No sabe adónde se fue?
Le dice que no, que no sabe. Pero dejó la tela, así que va a volver.

SÍ, es cierto. Gracias, le responde la sombra de Darío.

Con las manos en los bolsillos encara el cuerpo hacia la parada del
colectivo. No importa, se dice. Mañana puedo invitarla. Hay tiempo todavía.
Su mente se queda en el nudo vacío de la tela. Para cuando llega a su casa,
lo tiene en la garganta. Esa chica me está haciendo mal, piensa.
DIECIOCHO

Leonor decide quedarse luego de que Darío se va. El mediodía le avisó que
la noche será diferente. Algo en el color de la tarde se lo recordó. Ella es de
prestarle atención a esos algo.

Vuelve a acomodarse en su postura. Vuelve a respirar. Meditar le permite


aislarse de los sonidos habituales de esa hora del día.
Es la hora “de las brujas”, como solía decirle su madre cuando era una niña
asustadiza. A la hora de las brujas hay una energía rara en el aire, le
contaba. Es el momento ideal para tomar un baño y usar el agua como
repelente. En la ciudad, el momento de regreso a casa de quienes
estuvieron trabajando durante horas suele ser agotador. Alberga tantos
deseos por llegar al este, al norte, al sur, al oeste, a las lejanías, a la otra
cuadra, que todos se vuelven seres ciegos, sordos, vociferantes,
impacientes. Suenan las bocinas de los autos. Hay frenadas.
Hasta los perros de los balcones ladran más a esas horas.

Leonor lo sabe y también sabe cómo dejarse ir en esos sonidos.


Pero un grito como el que escucha no está en la rutina de nadie.
Ese grito detiene todos los otros sonidos y hace que quienes andan por la
plaza acorten los cuellos y miren hacia adelante.
La chica corre como nunca y trepa. De atrás la corre un grito.

¡Hoy no te escapás, me escuchaste, hoy no le escapás!

La mujer abre los ojos. Es el mismo muchacho, piensa. Ya no puede verlo


como un chico. Ese grito fue de un hombre. De una clase de hombre que
conoce bien. Siente cómo se le acelera el corazón. Sabe que la chica ya
está bien alto, bien alto en su árbol. Sabe que no cometerá el error de
meterse en su capullo sino que trepará más alto aún. Pide al cielo que no
sea descubierta.
El hombre no sabe tanto pero mira el árbol y trata de trepar. Es grandote,
no le resulta fácil. No está acostumbrado a trepar. Pero sabe tirar piedras.
La plaza está cubierta de piedras. Sin dejar de mirar para arriba se agacha y
toma un puñado.

Y tira a su blanco. Y acierta. Muchas veces.


Bajá, puta de mierda.

Pero la chica no baja. No se mueve. No se revela.

Salí que ya sé que estás ahí. ¿Sabés qué voy a hacer? Me la voy a agarrar
con tu puta madre y vos vas a tener la culpa. La culpa va a ser tuya,
estúpida. ¡Bajá!

Pero el árbol no se agita. No se mueve. No se revela.

Y el grito tiene que callar porque se acerca la luz azul de la policía. El


agente ni tiene que dejar su patrullero. La presencia alcanza para que él se
vaya. Camina hacia su auto. Se mete. Antes de arrancar mira la plaza.
Leonor se dice que mira con odio.

La chica no parece estar ahí. Parece estar más alto, mucho más alto.

El patrullero se queda un rato estacionado en la plaza.


Queda el árbol con la chica.

Queda Leonor que, aun a tantos metros de distancia, sabe escuchar el latir
de ese corazón y hoy no se irá.
DIECINUEVE. INVITACIÓN

Mientras el patrullero está en la plaza Leonor piensa. Piensa y decide que va


a alterar el curso monótono de su vida para proteger a esa chica. No sabe
explicarse por qué pero no puede evitarlo.

Cuando el policía se va, se acerca al árbol. Actúa movida por la intuición. No


te conviene quedarte acá esta noche, le dice mirando hacia arriba, hacia el
follaje. Mara la mira y, aunque está oscuro, el pelo blanco la distingue. Es la
mujer que hace yoga. Sí, ya sé, le responde. Pero no sé adónde ir.
Vení conmigo, ofrece la mujer. Vivo cerca.
La chica no responde.

La mujer insiste. Llevemos la tela con nosotras. Así piensa que le fuiste de
la plaza.
La chica duda.

La mujer habla de un modo que invita a aceptar, pero no la conoce. Sé lo


que se siente. Es eso. Solo quiero ayudarte, le dice, adivinándole el
pensamiento. Desde mi casa podés llamar a tu familia, si querés.
La chica asiente, desata la tela, la guarda y comienza a descender. Al verla
frente a frente, la mujer de la plaza abre los brazos.

Leonor se sorprende de la naturalidad de su gesto: hace mucho que no


abraza a alguien. Pero se da cuenta de que la chica necesita eso y pronto la
siente temblorosa y tensa en el hueco que arma su cuerpo.
Gracias, murmura la chica.

Vamos, responde la mujer.

Casi sin mirarse, caminan rápido.


Hilitos de sangre en los brazos,

la mejilla,

la frente.
Mochila en la espalda,

bolsas.
VEINTE

La mujer abre la puerta de su pequeño departamento. Está en una planta


baja oscura, de un edificio antiguo. Solo caminaron media cuadra desde la
plaza. Abre la puerta y enciende una luz.

El ambiente es tan cálido como la propia Leonor. No se ven muebles altos.


Se ven almohadones, un sillón, varias plantas, una mesa pequeña y
ovalada, de patas cortas.
Bienvenida a mi castillo, dice haciendo una reverencia que intenta provocar
una sonrisa.
Mi nombre es Leonor.

M.... Alma, responde ella, aún desconfiando, sin sonreír, mientras mira los
adornos, la
lámpara, la biblioteca.

¿Malva? Qué lindo nombre, dice la mujer mientras se quita el abrigo y lo


cuelga en un perchero.

No, no, Alma, repite la chica, más segura.


¡Ah! Alma, lindo nombre también, responde Leonor, con una leve sospecha.
Sentate donde más te guste, Alma. ¿Querés pasar al baño? ¿Limpiarte un
poco?
Mara dice que sí con la cabeza y va hacia donde Leonor señala.
En el espejo del baño ve las marcas que dejaron las piedras.

La sien.
La mejilla.
Se lava la cara.

Se mira

pero no a los ojos.

No puede mirarse a los ojos.


Esos ojos la castigan.

Se le llenan de lágrimas.

Hace fuerza para no llorar.

Se lava las manos, los antebrazos. Siente dolor en una pierna, se mira y ve
otro hilo de sangre en la pantorrilla, cerca del tobillo. Pasa el índice desde la
punta de la gota, desandando su recorrido. Se limpia el dedo bajo el chorro
de agua.

Cuando sale del baño Leonor está en la cocina. Desde allí le habla. Voy a
preparar algo para comer.

Mara aún no puede creer su golpe de suerte. ¿Quién es esta mujer? ¿Por
qué se ocupa de ella y no le hace preguntas? Sigue su voz, como si de ella y
de su modo sencillo de hablar se desprendiera un aroma irresistible.

Se nota que a Leonor le gusta preparar sus alimentos. Pueden elegir qué
comer, tiene muchas cosas. Semillas, frutas, verduras, quesos. Pero no se
anima a pedir nada.

Toma lo que Leonor va poniéndole en las manos.

Preparan juntas la cena, comen casi sin hablar. Mirándose, sonriéndose,


comentando lo rico, lo especiado, lo caliente.

Luego Leonor le ofrece un té y Mara acepta.

La mujer le cuenta que tiene setenta y seis años y que hace muchos que
vive sola;

que la observa desde la primera tarde que pasó en la plaza y

que ese hombre que la persigue la tiene preocupada.


Que le resulta raro que una chica tan joven esté tan sola, viviendo en la
calle.
Leonor le cuenta esos pensamientos pero no le pregunta nada.

Mara escucha y necesita hablar, necesita explicarle, necesita quitar de sí el


peso de lo que le está pasando. Pero ¿cómo empezar?, ¿cómo saber si se
puede confiar?, ¿cómo hacer para que el dolor se acomode a las palabras?
Leonor la siente titubear, se van quedando en calma. Tomá el té, le dice.
Tenemos el tiempo de nuestro lado.

Y el tiempo parece desplazarse, sí, ponerse de lado, estirarse para que la


noche rinda.

Dos mujeres sentadas a una mesa simple de cocina.

Lo que sucede entre las dos va desdibujando el entorno, modificando la luz.


La claridad está donde se alojan las palabras,

en ese tiempo-espacio compartido. Oídos. Ojos. Bocas.

Lo dicho se comprende. Se aloja. Se trenza

con lo que se intuye y con lo que se recuerda.

El resto de los cuerpos es una naturaleza que espera.

Al aparecer la luz azul celeste del amanecer las dos mujeres deciden ir a
dormir, dejar esa mesa vacía, las sillas arrimadas, las tazas y las cucharitas
en el secaplatos.

La chica, acostada en el sillón del comedor, cierra los ojos finalmente y


suspira. Esa mujer le da una confianza que su cabeza aún no entiende pero
que su cuerpo ya ha comprendido. Y pudo contarle algo de lo que le está
pasando. No todo. Quizá más adelante pueda contar el resto. Lo importante
es que siente que ya son dos para hacer que los gritos se acaben.
VEINTIUNO. ALGO

Es que yo no pensé. O sea. Pensé que iba a pasar algunos días. Noches. Dos
o tres. En la plaza. Pero no más. Lo que pasa es que mi hermana. Porque en
realidad lo que yo quiero es ir a lo de mi hermana. Quiero vivir con mi
hermana pero no sé dónde está. Ella se fue de mi casa. Es mi hermana
mayor. Pato. Yo soy la del medio. Hernán es el más chico. ¿Me entendés
algo? Lo que pasa es que mi casa es un quilombo. Perdón. Es un lío. Un lío.
Y un desastre. Yo estuve pensando en estos días, ¿viste? Y es un desastre
desde hace. Es un desastre. Mi papá se fue cuando yo tenía siete años. Pero
antes de irse nos cagó a palos. Perdón. Es que nos pegaba, ¿viste? Después
nos hacía regalos. Una vez nos llevó a Disney. Yo tenía cinco pero me
acuerdo de todo. Mamá siempre. Cada vez. Decía que era así porque estaba
enojado con la vida. Enojado con la vida. Ella decía así. Yo nunca entendí. Lo
de enojado con la vida. ¿Les pegás a otros porque estás enojado con vos
mismo? Yo digo que no. No nos quería, ¿viste? Mamá nos curaba los golpes.
Hasta hoy tiene la costumbre de apoyar una manzana fría. Te apoya la fruta
fría en los lugares golpeados, ¿viste? El frío helado duele también. Manzana
o naranja. Cuando éramos chicos usaba un pedazo de carne. A mí el olor me
daba ganas de vomitar. Hubo una noche. Terrible. Papá volvió de la oficina
borrachísimo. Mamá estaba. En su cuarto. Nosotros terminábamos de hacer
la tarea. Serían las nueve. No era tarde. No sé qué pasó. Nunca supe. La
agarró a mi hermana. Yo grité. Ella. Todos gritamos. Casi la mata. Después
me agarró a mí. Me revoleó el brazo y me sacudió una cachetada. No me
acuerdo. Golpe de puño no sé. No me acuerdo bien. No llores, mocosa.
Callate. Los vecinos. No nos decía por qué. Nos estaba pegando. Hernán
gritaba. Como loco. Era chico todavía. Cinco o seis tendría. Pero atacó a mi
papá. Con un cuchillo. Uno de la mesa. Se lo clavó en la pierna. Mamá
lloraba. Trataba de ponerse entre mi papá y mi hermano. Para prolegerlo,
¿viste? Era tan chiquito, Hernán. Siempre supo que teníamos que cuidarnos.
Mi hermana puteaba a los gritos. Vinieron unos vecinos. La policía. Fue una
locura. Esa noche se fue. Antes estampó a mi hermano contra una pared. Lo
desmayó. Fuimos al hospital. Después estuvimos tranquilos con mamá
muchos años. Bien. Pato dejó la secundaria pero consiguió un trabajo.
Hernán pegó el estirón. Iba a la misma escuela que yo, ¿viste? Todo se
calmó. Casi que éramos felices. Los cuatro. Mamá también trabajó en esa
época. Es relinda mi mamá cuando está bien. Hasta que apareció Jorge,
¿viste? Enseguida se vino a vivir. A mi casa. Reparecido a papá. De cara y
de carácter. Yo no lo podía creer. Lloré mucho. Le pedí por favor. Pero
mamá. A mamá la empezó a tratar mal enseguida. Nunca vimos que le
pegara. Pero escuchamos, ¿viste? Se encierran con llave. Y se escucha todo.
Cuando gira la llave me da un miedo. Mamá dice que no es nada. Celos
nomás. Mi mamá no sale de mi casa sola, ¿viste? No puede salir. Ella dice
“mejor”. Sale con Jorge. O con Maxi. El hijo de Jorge. Maxi es el que viste. El
de la plaza. Quiere ser mi novio. Mi novio. Yo soy tan boluda. Perdón. Idiota.
Pato se fue cuando Jorge se mudó a casa. No aguantó. Me dijo. Ella sabía.
Pato siempre fue más. Yo soy tan tonta. Me creo que las cosas van a
mejorar. Me dijo de irme con ella. Pero no quise dejar a mamá, ¿viste? ¿Irme
y dejar sola a mamá? Me dio cosa. Miedo. Miedo por mamá. No soy tan
valiente. Nos abrazamos mucho. Las tres. Antes de que se fuera. Ella dijo
que no la buscáramos. Que ella iba a llamarnos cada tanto. Pato es así.
Ahora necesito que llame. Yo la quiero mucho. La extraño. Me quiero ir con
ella. Ahora quiero encontrarla. Pero no sé cómo, ¿viste?
VEINTIDÓS

Leonor aloja a la chica en su vida. Las rutinas cambian. Ahora son dos.

Deciden que la chica solo saldrá a la calle en los momentos que llaman
“seguros".

No son muchos, pero hay.


Martes y jueves por la tarde.

Mediodía del sábado.

Domingo por la tarde.


Pasa la vida.
Pasa el tiempo, lo ve pasar Leonor.
Una semana se escurre entre sus dedos.

Las horas se multiplican.


También las confidencias entre las mujeres.
Sanan los golpes.

La piel se renueva.
Mara intenta disfrutar cada momento. Los abrazos de Leonor, al levantarse.
Preparar el almuerzo. Comentar el programa de televisión. Vive con una
intensidad que no tiene un antes en su vida. Se da cuenta de que otra cosa
es posible. Quiere borrar lo anterior, quiere olvidarlo. Hace fuerza para
abandonar, desintegrar lo que ella fue. Que exista Alma, nada más que
Alma. Leonor dice que no. Que se crece cuando no se olvida. Que negar el
pasado nos debilita.
VEINTITRÉS

Darí0 llega temprano a la construcción. Da vueltas por la plaza. La tela no


está. Su pecho se carga de angustia.
Hace diez días que dibuja a Alma de memoria. Diez días sin saber de ella.

¿Qué le pasó?, se pregunta. Y también, ¿va a volver?


Se deja caer en el banco y observa el árbol. Es patético en su
enamoramiento.
Se odia por estar tan pendiente de esa Chica. La odia a ella por haberse ido.
La odia pero mira el árbol y la imagina.

Ramas como brazos abiertos ofrecen hojas a quien quiera admirarlas.


El sol se filtra entre ellas.

Brilla el rocío, como si fuera necesaria aún más belleza para el árbol.

La rama en la que la chica había hecho nido. La rama de Alma, piensa


Darío, es paralela al piso allá en lo alto. Perfectamente paralela. Darío cierra
un ojo y la recorre. Sí, confirma, es perpendicular al tronco. ¿Será que
existe, allá debajo, una raíz, también paralela, simétrica en profundidad a
esta rama, de sentido opuesto, para contrarrestar el peso? Darío se pierde
en esos pensamientos, los dibuja en su mente en términos geométricos,
como los esquemas de circuitos que pueblan su día de trabajo.
Pensamientos que buscan alejarse de Alma. Pero no logra que se salga de
foco el recuerdo tan vívido de su presencia en esa rama.

El ladrido de un perro lo despierta de la ensoñación. Mira el reloj: hora de


trabajar.
Entra, escucha a su jefe, pasa la mañana instalando la electricidad de otros
departamentos. Piensa en que al día siguiente no tiene que madrugar.
Desde las ventanas que dan a la plaza, mira el árbol cada vez que puede.
Al mediodía, un lazo de cielo ondula entre el verde y su corazón da un salto.

Alma. Es todo lo que piensa.


VEINTICUATRO

Cuando sale a almorzar, Darío se dirige, primero, hacia ella.

Toma el camino recto de la plaza. Pasa delante del banco. Llega donde está
la chica. ¡Hola!, la saluda. Ella, desde arriba, cabeza abajo, rodillas abiertas,
lo mira y responde.
Darío se agita, aparece un enojo que le hace tensar el cuerpo, un enojo que
está a punto de explotar. Y que, de pronto, encuentra sin sentido. Si Alma
no sabe nada de mí.

Se afloja. Ella no sabe nada de lo que estoy planeando. No sabe que la vine
a buscar, piensa. Pensé que te había pasado algo, le dice. Cuando escucha
la preocupación exagerada de lo que dijo se siente ridículo. Se pone
colorado. Ella sonríe levemente. Bueno, acá estoy. No me pasó nada.
Darío quiere besarla, darle un abrazo, algo. No se atreve.

Voy a comprar mi almuerzo, ¿te traigo algo?, le pregunta.


No, gracias, ya comí, responde ella mientras termina su giro, Vuelven los
pies abajo, los brazos se estiran sobre su cabeza, se escurre de la tela al
piso, etérea como el aire mismo. Baja a tierra.

Y es entonces

(cuando Mara se para frente a Darío


más cerca de lo que había calculado y dice

jups!,

tocándole el pecho para separarse de él


al tiempo que se disculpa)

que él ya no aguanta y la abraza.


Pensé que te había perdido, le dice al oído.

Ella, quieta ante el arrojo, ante la angustia de Darío, no responde. Está


paralizada en el abrazo. Aunque no quiere, siente ese abrazo. Siente su
electricidad. Es un abrazo distinto a cualquier otro que le hayan dado.
VEINTICINCO. GIROS Y PENSAMIENTOS

Luego de amanecer en calma en la casa de Leonor. Luego de llegar a la


plaza y ser sorprendida por un abrazo. Luego de tanto, Mara gira sola. Tiene
apenas una hora para bailar y es lo que más quiere en el mundo.

Mientras trepa al árbol se le agolpan imágenes nuevas y de otros tiempos,


así, en desorden.

El calor de la respiración

cuando Darío la abrazó.


El rostro de su madre,

golpeado, violáceo.
Un abrazo con sus hermanos

cuando los tres eran pequeños.


La luz azul del coche de policía
reflejada en las hojas del árbol.

Aquel atardecer de verano


con sus amigas, aquellas risas.
El llamado a volar

en el fondo de la mochila.
Un puño que baja

y la oscurece.

Se concentra en la tela mientras piensa. Es la mejor manera de alejar los


fantasmas.

Tiene que concentrarse o se cae. Ya le ha pasado. No quiere caer.


entonces tiene que concentrarse, ser su centro de atención. Se ovilla,
invierte su postura: cuerpo extendido, cabeza abajo. Se pliega, con sus
brazos se incorpora, va la tela enroscándose en sus muslos.

Está sentada en el aire, sostenida solo por su deseo de estar allí arriba, es
ella misma quien se sostiene, ella misma y esa tela.
Son esos brazos, ese cuerpo, los que tienen la fuerza para sostenerla.
Sonríe al pensarlo. Se pasa las cintas por la cadera, se las enrosca con
naturalidad, de memoria prepara la pirueta, es parte de sí, como bañarse,
como vestirse.

Se lanza hacia adelante. Gira veloz sobre sí misma.


Un pensamiento la sigue desde hace días: ¿por qué no le dijo a Leonor su
verdadero nombre?, ¿por qué no dijo que llama a su casa y nadie
responde?, ¿por qué siente vergüenza cuando piensa en su vida?, ¿por qué
no dijo que quiere ver a su madre?, ¿por qué estar siempre agazapada, a la
defensiva?, ¿por qué no pensar que algo bueno puede sucederle?

Porque sí. Porque es así. Porque si me hago ilusiones y no. Duele más que
cualquier golpe.

Se mezcla ese pensar en los giros de la tela, en los giros de los cabellos de
Mara, en la agitación del aire.

Vida. Este viento es pura vida. Ya todo quedó atrás. Esto es ahora. Esto es
otra vida. Ahora.

Vuelve a detenerse y respira. Ha girado tres veces sobre sí misma. Ya no


está tan alto. Siente el sol de frente que le devuelve el valor del ahora como
un eco sorpresivo. Las hojas del árbol ya no la protegen de la luz.

Piensa que ser llamada de otro modo le hace bien.

Alma.
Alma, se repite, y hace girar su cuerpo para marearse, para que la tela la
apriete. Luego, relaja el cuerpo y es la tela la que la gira a ella, en sentido
contrario, hasta estar las dos lisas, tensas, estiradas.
Toca un instante la tierra con los pies descalzos y siente el pasto frío junto a
su respiración agitada. Enrosca la tela en su pierna con un movimiento de
rodilla y vuelve a trepar hasta su rama.
Hoy, después de tantos días en el departamento de Leonor, después de
tantos giros, quiere ver el mundo desde lo alto. Quedar ilusoriamente fuera
del imán terrestre, sostenida por ese árbol. Sin resistir. Y ahí permanece,
haciendo equilibrio con la espalda apoyada en la rama, las piernas cubiertas
de turquesa, los ojos fijos en el paisaje, la mente repitiendo una palabra.
VEINTISÉIS

Darío ve por la ventana que la chica desciende de su tela. También ve la


mochila abierta, presume que es la última danza del día, que pronto se irá.
Corre y sale aunque el turno tarde acaba de comenzar. Ya vuelvo, dice al
pasar al vigilante de la puerta.

Las horas imaginándola, adivinándola entre las ramas; los cables, la luz y la
sombra, no han hecho más que dar profundidad a su fantasía, a la película
que se le arma y desarma, siempre diferente, en la cabeza. No puede
quitársela ni un instante del pensamiento y no quiere que ella se vaya sin
preguntarle si volverá.

La encuentra en la mitad de algo. No hay música sonando en el aire pero sí


en la cabeza de ella. Ahí suena una melodía muy precisa, extraña para el
ritmo que demandan los movimientos en la tela. Está ajustándolos. Par mil,
de Divididos. La chica la tararea mientras gira.
Apenas si ha advertido la presencia de Darío.

¿Alma, nos gusta la misma música?, pregunta él. Ella se sobresalta y se


calla.
No sé, responde ella desde una figura que la hace sirena. Entonces él la
mira y se pone a silbar la melodía de Par mil. Sigue a los Divididos desde
que eran parte de Sumo.

Y si antes quería besarla, cuando termina de silbar la canción y la danza


cesa el deseo ya es otro, mucho más profundo. Pero Darío intuye que, con
esa chica en particular, lo importante es no apurarse.

Cuando ella termina deja la tela y él la aplaude sin ruido. Estoy cansada, le
dice. Me voy.

Quería invitarte al cine, le responde él, de pie, mirándola. Ella lo mira seria.
Trata de sonar despreocupada cuando dice gracias, pero no puedo.

El rechazo lo golpea. Él creía que estaba preparado, pero no.


Ah... bueno, quizás otro día... si tenés ganas...

Ella lo mira sin hablar. Quiere liberarse de él y del torrente de sensaciones


que él le despierta. Mientras descuelga la tela le dice quizá... disculpame
pero tengo que irme...
VEINTISIETE. MAMÁ

Con esa palabra/imagen/sensación despierta Mara la mañana del martes.


Hace ya una semana que no sabe nada de su madre. Llama y nadie
responde. Siente la falta de noticias. Está llena de esa falta. Durante la
mañana la angustia le gana. Necesita saber de su madre. Necesita saber si
Pato llamó.
Tengo que ir a verla, le dice a Leonor durante el almuerzo.

¿Y si te encontrás con Maxi?


Por eso tengo que ir hoy, hoy es seguro. Hoy entrena.
¿Y el padre?

Trabaja hasta tarde, responde Mara, mordisqueándose las uñas.


¿Y cómo hago para...?
Te llamo por teléfono, ya lo pensé, contesta, rápida, la chica.

Si no te llamo es que algo pasó.


Anotame la dirección de tu casa, Alma, el número de teléfono. Dame datos,
porque si algo sale mal voy a ir a buscarte, le dice Leonor con firmeza.

Ella escribe en un papel. Dirección. Teléfono. Número de documento.


Nombre completo de ella y de su madre. Fecha de nacimiento. Datos. Datos
para que Leonor pueda hacer una denuncia si es necesario. Se lo entrega
doblado, para que no lea inmediatamente su nombre verdadero.

Y sale. A la calle, hacia el colectivo, hacia las cuadras de su infancia, esas


casas tan hermosas, esas veredas con árboles y flores coloridas que
esconden tantas oscuridades.

Hacia allí va.


VEINTIOCHO

Su mamá la mira entrar a la cocina. No muestra sorpresa. Está sentada a la


mesa, tomando café y con la radio encendida. Mara creció escuchando esas
voces, es un programa que está sintonizado desde que tiene memoria, ya
está terminando, señal de que se acerca el mediodía.

La mamá sonríe, es una mueca que Mara conoce bien.


La hija se acerca y la saluda. La mamá intenta pararse y no puede evitar un
gemido.
¿Qué te pasó? ¿Con qué te pegó? No me pegó, no es nada. ¿Te empujó?,
insiste ella, sabiendo que no tendrá éxito. Entonces cambia de rumbo:
¿Fuiste al médico? Su mamá asiente con un gesto mientras vuelve a
sentarse. Tengo que tomar unas pastillas. Todavía no empecé. ¿Querés algo
de comer? ¿Un vaso de jugo? ¿Por qué no me contestabas el teléfono? No
anda. Se rompió. El fijo tampoco lo atendiste. No anda. Tampoco anda. Se
rompió. ¿Y Rosi? ¿No vino hoy? No viene más. Jorge la echó. ¿Qué pasó, ma?
La mamá levanta los hombros. Nada, dice.
Mara la mira con pesadumbre y siente culpa. ¿Ella podría haber evitado algo
si se hubiera quedado en la casa?

¿Lo viste a Maxi?, pregunta de improviso la mamá, sorprendiéndola. Me dijo


que el otro día se vieron. Algo así, responde la hija sin ganas de hablar.
Quiere que seamos novios.
Yo no quiero y él insiste.
Ah. Es todo lo que dice lo que queda de la que alguna vez fue su madre.

Mara no contesta. Abre la heladera y se prepara un sánguche. Se sirve


gaseosa en un vaso. Lleva todo a la mesa.

Escuchame, ma. No quiero encontrarme con Maxi. Vine a verte a vos. Te


extraño, ¿sabés? ¿Llamó Pato?

No. ¿Dónde te estás quedando? ¿En lo de Cami? No. ¿En lo de Luli? No, ma.
En un lugar nuevo. Está todo bien. En serio. Decime dónde. No, ma.
Escuchame. Contale a Pato que me fui, ¿sí? Que te diga cómo hago para
encontrarla. Decime dónde estás parando, Marita, te juro que no le voy a
decir a nadie dónde estás. Te lo juro. Ni siquiera podés decir que vine a
verte, mamá, ¿entendiste? ¿Vas a guardar el secreto?
La mamá dice que sí.

¿Te vas a acordar de decirle a Pato? Sí. Pero decime que estás en un buen
lugar. Sí, ma. Estoy bien.
Mara se ahoga en la cocina y en la mirada de su madre. El silencio es
espeso. Necesita irse. Necesita que circule aire por su pecho. Bueno, mami,
voy a agarrar un poco de ropa, ¿sí?

La mamá dice que sí y sube el volumen de la radio.


Ella entra a su habitación, toma un bolso, mete algunas mudas de ropa, otro
par de zapatillas, busca el dinero que tiene ahorrado, cierra el bolso. Mira la
hora y siente la urgencia de irse. Se cruza el bolso y lo coloca sobre su
espalda. Sale del cuarto con la intención de saludar a su mamá y agarrar
unas manzanas.

En eso está, yéndose, cuando escucha la puerta de un auto que se cierra.


VEINTINUEVE

La casa de Mara tiene doble circulación y ella es una experta en


escabullirse.
Creció filtrándose entre muebles y paredes. Sabe cómo hacerlo.

Cuando siente que Maxi entra y va a la cocina, ella se dirige hacia la puerta
de salida.
Cuando siente la voz de Maxi preguntando quién estuvo de visita, gira el
picaporte y sale.

Comienza a correr sin mirar atrás. El bolso rebota sobre la base de su


columna.

Maxi sabe correr pero yo siempre le gano, se dice a sí misma. Pero Maxi
elige el auto, porque él también sabe eso.
Cuatro cuadras más adelante, la alcanza y la sorprende sube el auto a la
vereda justo delante de ella, en un garaje, para frenarla. Ella intenta
esquivarlo sin dejar de correr pero el auto la toca y hace que pierda el
equilibrio. El bolso la desbalancea.
Él se baja, la corre, la alcanza y la toma de un brazo.
Mara grita, isoltame, soltame!, y se resiste, patalea, se agita.

Él le pega ahí, a la luz del día, en plena calle. Uno, dos, tres golpes de
palma, de mano, de puño, que aciertan a medias porque Mara se mueve, se
mueve para zafar de las garras de su predador.

Nadie se acerca. Dos viejas que cargan bolsas de compras apuran el paso.
Una madre y su hijo con delantal de escuela miran desde la vereda de
enfrente. La madre grita algo a la distancia.

Ella siente una ira tremenda que la llena de fuerzas y, no sabe cómo, le
entra de lleno al pecho de Maxi con las palmas extendidas, lo empuja, lo
aleja lo suficiente para seguir corriendo. No mira atrás, se entrega completa
al tremendo esfuerzo de escapar.

Llega a la estación y sube al tren con los segundos justos. Los pasajeros la
miran, algunos se separan de ella, alguien le pregunta tímidamente si está
bien. Ella dice que sí con la respiración agitadísima. Trata de aquietar su
pecho, siente que le va a explotar. Inspiraciones cortas, espiraciones largas,
cierra los ojos y se concentra en su
corazón que, despacio, se va aquietando. Al abrir los ojos se ve reflejada en
el vidrio de la puerta. Su cara comienza a hincharse con el correr de las
estaciones, no puede verse con nitidez pero se adivina deforme.

Recuerda a Leonor. Saca su celular del bolsillo del jean, lo enciende y la


llama, pero cuando ella atiende, no puede hablar y corta.
TREINTA

Su celular suena inmediatamente. Es Leonor. Logra decirle que está


volviendo, que no se preocupe. Cortan.

El tren viaja a su ritmo, más lento, más rápido. Mara se concentra en el


calor que siente en la cara pero trata de atravesar su reflejo y mirar hacia
afuera.
Lo está logrando cuando ve que en la avenida que corre paralela a la vía se
mueve el auto de Maxi. Lo adivina a él conduciéndolo y el estómago se le
agarrota y el pecho se le cierra, y los ojos se le mojan, y la garganta es un
ahogo.
Tiene que huir. Tiene que lograrlo. Comienza a pensar qué hacer. Bajar
antes, se dice. Bajar una estación antes y tomar un colectivo.
Se tranquiliza con ese plan hasta que el tren se detiene en la próxima
estación. Ahí ve que el auto de Maxi enciende sus balizas, aminora la
marcha y él observa, desde su lugar de conductor, si ella baja. Entonces
entiende que no será fácil eludirlo.
Cambia de estrategia. Decide bajarse en la terminal como siempre. Habrá
mucha gente ahí y a él no le será tan sencillo estacionar para atraparla.
Está solo en el auto, eso es algo bueno. Y hay policías en la terminal.

Suena el celular. Leonor otra vez. ¿Estás bien? Ella le cuenta que Maxi la
está siguiendo. ¿Cómo? ¿Lo estás viendo?, ahora mismo, ¿lo ves? Sí, dice
Mara, ahora justo no lo veo pero sí, ya lo vi varias veces. La voz de Leonor
se endurece. Bajate en la terminal, yo voy para allá. ¿Estás bien? Mara se
quiebra por un instante, dice no. ¿Qué te hizo, Alma? Ella se sorbe los
mocos antes de confiarle tengo la cara toda hinchada. Mientras trata de
contener el llanto oye que Leonor maldice desde el otro lado. Bueno,
escuchá lo que te digo. No bajes del tren cuando llegues, ¿me entendiste?,
quedate en el vagón que yo te busco. ¿Sabés en qué vagón estás? A Mara
le duele sobre todo el pecho, una tonelada de llanto apretándola. Años de
llanto que no deja salir. Dice que está en un vagón del medio. Vos no le
bajes. Yo te busco.

Mara quiere tanto creer en Leonor, desea tanto que la busque, que tiembla
y las lágrimas vuelven a caer de sus ojos, sin ruidos ni hipos en la
respiración. Solo agua que cae.
TREINTA Y UNO

Leonor está en la terminal. Acaba de entrar y la marea un poco el flujo de


personas, incesante, que viene y que va.
Busca a la policía. Tampoco sabe en qué tren viaja Alma. Se queja por lo
bajo y decide preguntar primero por el tren. Le indican. Ve a un agente y le
pide que la acompañe. El agente le pregunta por qué. Ella dice que va a
buscar a una chica que ha sido golpeada por su novio. Él quiere saber si
harán la denuncia. Ella responde que no sabe. Van los dos al andén.

El tren está entrando a la terminal. Llegó a tiempo. Las puertas se abren y la


gente sale, sale, sale. Ella intenta mirar hacia adentro en cada vagón del
medio. El medio tiene muchos vagones. El policía la sigue.
Los pasajeros se alejan, apurados, a seguir con sus vidas. Pero la vida de la
chica se encuentra detenida ahí, en ese rincón, desplazada por la gente que
empuja para salir. Leonor la ve. Se encuentran las miradas. Entra al vagón,
la abraza, siente que el cuerpo de Mara tiembla, que está caliente,
afiebrado. Su rostro está hinchado, herido, el pelo pegado a las mejillas,
disimulando la sangre.

Leonor toma el bolso de Mara con cuidado y se lo carga al hombro. Acaricia


esa espalda fibrosa, la contiene, le dice que llore tranquila pero la chica dice
que no con la cabeza.

Señora, se tienen que bajar, ordena el policía.


Alma lo mira, no quiere meter a la policía en todo esto. Podemos denunciar
a Maxi, le explica Leonor. No, no. No quiero. Leonor no insiste. El agente
comenta a la mujer que suele ser así, que la denuncia suele ser de vecinos
o de padres. Les ofrece acompañarlas a tomar un taxi.

Vení, Alma, vamos a casa, dice Leonor mientras busca con la vista al
hombre tirador de piedras de la plaza. Sí, allá lo ve, ahí está. La mujer no lo
dice, no quiere alarmar a la chica, pero hace señas al policía para que él lo
vea. Siguen caminando. Ponete este chal, dice Leonor.

Mara obedece, ya solo puede obedecer, no hay fuerzas, solo hay llanto
contenido.
Por momentos, como ráfagas de viento, cree entender la resignación de la
madre.
Pero a la ráfaga le sigue una contrabrisa.

No, no tiene que dar lugar a la resignación.

Eso es la muerte.
Mara posa los ojos en Leonor,
que le acomoda el pelo mientras caminan,

que la abraza.

Pasan por el costado de Maxi, en un momento en que él gira hacia otro


andén.

Así logran salir de la terminal sin que las vea. Acompañadas por el agente
de policía.

Son pocas cuadras hasta su casa pero se suben a un taxi.

Leonor le quita el chal a Mara. La mira. Le dice que cierre los ojos y respire.
Que sienta el aire en el vientre, en las costillas, en el pecho y aún más alto,
hasta las clavículas. Y que lo saque despacito del cuerpo, sin separar los
dientes, como si silbara. Las dos lo hacen tres y cuatro veces. A Mara le
duele respirar así pero no se queja.

El taxista mira por el espejito retrovisor: le llama la atención que las dos
mujeres respiren juntas. Ve el rostro de la chica, hinchado a la altura de la
sien izquierda, enrojecida la mejilla, también un perfil de la nariz, ve la
sangre seca que la mujer intenta limpiar con un pañuelo. Hace un gesto de
desaprobación, tan jovencita la chica. No pienses que somos todos iguales,
le dice, espejo retrovisor mediante, como pidiéndole disculpas. Ella lo ve
pero no entiende sus palabras.

Los oídos le zumban, le duelen.


TREINTA Y DOS

Recién al cerrar con llave la puerta del departamento de Leonor, Mara se


siente a salvo. Tiene el estómago duro y la cara caliente.

Sin dejarla ni un segundo, la lleva hasta el baño y prepara la bañadera.


Cuando el agua es suficiente, Leonor le pregunta si está bien. Mara dice que
sí con la cabeza.
Dice que sí porque la ternura que ve en la mujer es tanta como el dolor. Y
las lágrimas

se le escurren y necesita también del sollozo para sacar de sí la dureza del


estómago, el calor del rostro. Siente que podría llorar cien años pero no
quiere que nadie la vea.
TREINTA Y TRES. MIENTRAS TANTO

Darí0 entra a su trabajo. Advierte que la tela de Alma no está en el árbol.


Piensa y la imagina. Dibuja el rostro con su mente mientras se cambia la
ropa y se pone el casco.

Ese día su trabajo lo lleva al otro frente de la construcción. De todas


maneras se las arregla para mirar hacia el árbol cada hora.

Almuerza mirando el árbol. La rama luce opaca sin el pájaro-sirena


danzando allí. ¿Cómo estará?
Sus amigos ya están hartos de oírlo hablar de ella, le dicen que la olvide.
Que es una histérica. Que no siga haciendo el papel de boludo. Que se la
saque de la cabeza. Pero él sabe que ella no es así, que algo le pasa. Y que
la vieja de la plaza la está ayudando. Las vio llegar juntas varias veces.

Vuelve al trabajo y sigue, cada vez más inquieto. Pero no sabe el porqué de
la inquietud.

Cuando Leonor está terminando su práctica de yoga, Darío se le acerca.


Señora, quería saber cómo está Alma. ¿Está bien?
Leonor sonríe, el amor del muchacho la conmueve. Con la chica han
hablado de él, del evidente enamoramiento. Sí, querido, ella está conmigo.
Está bien, gracias. ¿Le podría decir que le mando saludos? ¿Querés verla?
Ehh... yo sí pero no creo que ella quiera, vio que apenas me habla, je, le
responde Darío con los brazos cruzados por delante, moviéndose nervioso
ante la idea.

Podemos probar, vení conmigo, invita Leonor.


TREINTA Y CUATRO

Cuando llegan a la puerta, le dice a Darío que espere ahí. Entra a su casa y
encuentra

a Mara en la cocina, tomando un té con la mirada perdida en el blanco de la


heladera.
Está Darío en la puerta. ¿Querés verlo? No, ¿Estás segura? SÍ, Leonor, estoy
segura. ¿Y qué hacemos entonces con este pobrecito?... está
preocupadísimo. Me dio tanta pena que le dije que viniera.

No quiero que me vea así.


Leonor va hasta la puerta. Darío la mira.

Ella se apura a hablar. Tenías razón, no quiere verte. ¿Vio? Le dije... bueno,
mándele saludos míos. Él se da vuelta para irse. Se siente tan triste, tan
quebrado por ese rechazo. Ella le gusta tanto.

Querido... Leonor duda en hablar pero decide hacerlo. Alma está huyendo
de su novio, él le pegó ayer está muy triste, por eso no quiere verte.
Él gira la cabeza rápido, mira fijo a la mujer, se le tensa el cuerpo y, de
repente, las imágenes se le agolpan todas juntas en el cerebro, milésimas
de segundos que parecen eternas y que hilan la secuencia de hechos sin
necesidad de palabras. Detalles.
Un moretón en el brazo,
un raspón en la mejilla,

un gesto de dolor,

la distancia que toma de a ratos,


la mirada reticente.

Se le agarrotan los músculos del abdomen. Quiere destruir con sus propias
manos al que le pegó. Los ojos necesitan mirar otra cosa. La esquina. Los
autos. Recuerda y entiende la desconfianza, la frialdad, los silencios. Pero
aún con las manos vueltas puño, sus brazos cuelgan a los lados del cuerpo.
Intenta aflojarse. Quiere que no se note lo que le pasa. Se mira las zapatillas
y hace fuerza para sostener la mirada a la mujer. Dígale que cuente
conmigo.

Se lo voy a decir, quedate tranquilo.


TREINTA Y CINCO. MARA CUENTA MÁS

Después de que Pato se fue. Cuando Jorge se acomodó en casa. Yo me metí


en mis cosas, ¿viste? Salir con mis amigas y quedarme en sus casas.
Estudiar juntas. Ir a mis clases de danza aérea. Mi profe era un poco como
psicóloga también. Me decía que teníamos que hacer algo. ¿Pero qué?
Mamá no. Yo decidí. Le dije a mi profe que no era para tanto. Empecé a
fingir. A callar. A hacer como que nada. Nada de todo eso pasaba. La tela
me encanta, ¿viste? Me encierro ahí adentro. Y me imagino cosas. Que
tengo otra vida. Que soy bailarina. Profesional. Cualquier cosa. ¿Entendés,
no, Leonor? Me encerraba mucho. En mi pieza. Con música a todo volumen.
Comía antes.

Para no verlos. O no comía. Me escapaba así, ¿viste? Hernán no me


entendía. Me decía “despertate, nena”. Él vivía alterado. Tenso. No se podía
concentrar en nada. Y me defendía. Cada vez que intentaban algo. Como si
fuera un perro rabioso. Era su manera de cuidarme. A mí me molestaba un
poco. Le decía que parara. Que yo podía defenderme sola. Pero él me
cuidaba igual, ¿viste? Mi hermano fue el que me dijo. Que Maxi no iba a
parar hasta estar conmigo. Yo me acuerdo que le dije que estaba loco. Que
nada que ver. Una noche. Era tarde. Y se agarró a trompadas, Con Maxi. Yo
no estaba. Dormía en lo de mi amiga Cami. Maxi quedó tirado. Y Jorge le
bajó dos dientes a mi hermano. De un sillazo. Y lo echó de la casa. No sé
dónde vive. A veces me viene a buscar. Al colegio, ¿viste? Él dejó. Le faltan
dos años para terminar. Comemos juntos a veces. A él también lo extraño.
Ahí, cuando Hernán ya no estaba para defenderme. Maxi empezó a
regalarme flores. Empezó a decirme. Él y yo podíamos ser novios. Como su
papá y mi mamá. Yo lo rechacé. Todo el tiempo. Al principio intentó
conquistarme. Mil cosas románticas, ¿viste? Se aparecía en casa. Con flores.
Me dejaba chocolates. Entre las hojas de las carpetas por ejemplo. Poesías.
Copias de películas. Y no me preguntes qué me pasó: una noche acepté.
¿Cómo pude ser tan pelotuda? Perdón. Tan idiota. Estaba harta. De que me
insistiera, ¿viste? Estaba un poco borracha también. Le dije que sí. Tan
idiota soy que le dije que sí. Y esa misma noche. La que le dije que sí.
Después de darme un beso y abrazarme por la cintura me agarró el brazo y
me lo torció por detrás. De la espalda. Cuando yo le dije. Que me estaba
haciendo doler. Me contestó que yo le había causado dolor. Al rechazarlo
tantas veces, ¿viste? Mucho dolor. Que no tenía que rechazarlo más. Maxi
está loco. De verdad. Está loco. Ahora lo veo clarísimo. Y tiene mucha
fuerza. Es medio lento. Pero tiene mucha fuerza. Qué idiota fui. Intenté
zafarme. Pero fue peor. Grité. Él me tapó la boca con la mano. Y me obligó a
verme. En un espejo que estaba detrás de una vidriera, ¿viste? “Miranos”,
me dijo. “Miranos y prometenos que vamos a estar siempre juntos”. Y yo lo
prometí. Porque quería que me soltara. De una vez. Se lo prometí. Pero no
pensé que iba a tener que cumplir. Fue para que me soltara, ¿viste? Yo
aguanté unos días. Con el estómago revuelto. Cada vez que me tocaba y
me besaba. Hasta que un día se ve que no aguanté más, ¿viste? Porque
cuando me estaba besando me dieron arcadas. Y lo vomité. Le manché la
remera, el jean. Hasta las zapatillas le vomité. Es que no pude aguantarme,
Me alejó de un empujón. Me dijo de todo. Cuando pasó al lado mío para ir al
baño me dio una trompada. Me tiró al piso, ¿viste? Tiene mucha fuerza. No
pude salir de casa por varios días. Falté al colegio. Después de eso Maxi
estaba hecho una seda. Me hacía regalitos. Me regaló un celular. Este. Me
dijo que cuando volviera al colegio tenía que llamarlo. En el primer recreo.
En el último. Ahí fue cuando empecé a pensar en escapar. Porque tampoco
me dejaba salir, ¿viste? Me tenía medio presa. En casa. Pero presa. Como
mamá. Hasta que un jueves. Maxi salía para entrenar. Como todos los
jueves. Y le pedí que me llevara a lo de una amiga. Luli. Ella vive relejos del
colegio. Se mudó pero sigue yendo. Viaja como una hora para llegar.
También vamos juntas a danza. A Maxi le quedaba de pasada. Y yo quería
ponerme al día con las cosas del colegio. Y colgar la tela en su patio.
Practicar con ella, ¿viste? En el camino me amenazó. Que si le contaba de la
piña a mi amiga. Que dijera que me había caído. Yo iba muda. Metí la mano
en el bolsillo de la mochila y apagué el celular. No sé bien por qué lo
apagué. Creo que. No sé. Iba pensando en mil cosas al mismo tiempo. En
qué hacer para zafar. Para zafar de todo. En cómo había llegado a esa
situación. Y cuando estábamos a unas cuadras de esta plaza, me acordé del
árbol, ¿viste? Yo lo miraba desde el colectivo. Cada vez que iba para lo de
Luli. Y pensé que podía escaparme justo en ese momento. Ese árbol de la
plaza es. ¿Lo miraste bien alguna vez? Es una obra de arte. Tiene esa rama
tan perfecta. Para colgar la tela. Lo había visto desde el colectivo tantas
veces. De pasada a lo de mi amiga, ¿viste? Así que cuando el semáforo del
otro lado de la avenida se puso en rojo. Sentí que era mi oportunidad. Junté
fuerzas. Y salté del auto. Así como estaba. En la mochila lo único que tenía
era mi tela y las carpetas del colegio. Ni una bombacha. Maxi no esperaba
que me bajara así, ¿viste? Y tampoco sabía que yo sé trepar tan bien a los
árboles. Igual me persiguió. Vos lo viste, ¿no? Yo tuve mucho miedo esa
noche. Le avisé a mamá que estaba bien. Que no iba a dormir en casa. Que
no se preocupara. Él no volvió. Yo pensé que iba a volver después del
entrenamiento. Dejé el celular apagado. Me costó dormir. Y bueno. Unos
días después fui a casa. A la hora en que juega los partidos. A buscar algo
de plata. Darme un baño. Cambiarme la ropa. Recargar la batería del
teléfono. Ver a mi mamá, ¿viste? Ahí me enteré de que no tenían idea de
dónde estaba yo. Nadie de mi casa sabe que esta plaza existe. Que Maxi
había llamado a medio mundo. Para saber dónde dormía. Nadie piensa que
yo pueda dormir en un árbol. Tuve suerte. Ni me lo crucé. El martes que
siguió tampoco. El jueves sí. Pero zafé. Me tomé el tren. Él no esperaba eso.
Antes no usaba el tren. Igual corrí, ¿viste? Llegué a la plaza corriendo. De
pura costumbre corrí. O por las dudas. No sé. Me gusta correr. Sentir el aire.
Dejé de ir. Hablé con mamá. Por teléfono. Lo encendí repoco. Para que
durara la batería. Pero se me descargó. Además no me aguantaba
sin bañarme. Así que volví. Esa fue la vez de los piedrazos. Era obvio que
me iba a descubrir. Algún día. Me quedé inmóvil en el árbol. De golpe se me
puso en blanco la menie. No sabía qué hacer. Ahí fue cuando sentí tu voz.
Cuando me invitaste a tu casa. Pero yo no quiero dejar de ver a mi mamá.
¿Entendés eso, no? No puedo dejar de ir a verla. Aunque tenga que pasar.
Por estas cosas, ¿viste? Sé qué tengo que hacer. Lo que hizo mi hermana.
Sé que ella va a aparecer Pero mamá. Me da miedo que la próxima vez que
quiera verla. Ella ya no esté ¿Entendés, no, Leonor?
TREINTA Y SEIS

Mara suspira cuando sale de la casa de Leonor. Siente la brisa y los sonidos
del tránsito sobre la avenida.

Su cara es la de siempre, su cuerpo apenas duele.

Ha tomado analgésicos. Ha curado los magullones. Los ha maquillado. Sus


piernas responden. Han pasado tres días. Ha descansado tres días
completos.

Carga la tela en la mochila.


La idea es ir a la plaza, colgar la tela, volar un ratito y volverse.
No hay posibilidades de que Maxi aparezca por ahí, está segura de eso. Se
metió en la página web del club y vio que hoy juega un partido importante.
Tiene varias horas de seguridad.

El árbol está esperándola, en su rama no hay otros nidos y los pájaros de


paso ya la conocen. Cuelga la tela y se enrosca en ella.
Duele el cuerpo cuando la enrosca en los muslos y se deja caer.
Pero es tan placentero sentir la brisa en el rostro, estar suspendida, girar.

Darío la ve desde una ventana y deja todo. Al fin y al cabo es casi la hora
del almuerzo.

Sale de la construcción a paso rápido hacia el árbol. Sus ojos fijos en el


turquesa que baja hasta el césped, en cómo se mueve, en cómo se enrosca,
en que alguien lo habita.

Mira los giros de Mara y espera a que termine la pirueta.


Le sonríe con la boca, con los ojos,

con los brazos abiertos, ¡qué lindo verte de nuevo por acá!
Ella no puede evitar sonreír.

Ese chico no se da por vencido.

Es tan dulce su mirada.


¿Querés comer algo?, dice él. No, no, solo quería hacer unas piruetas y... Ya
comí. Tengo que practicar. Hace rato que no bailo, responde ella y trepa.
Él hace un gesto y se sienta en el banco. A mirarla.

Vuelve a hacer los movimientos de Par mil, los reconoce.

Le dan muchas ganas de dibujarla.


Saca la libreta que lleva en el bolsillo del pantalón.

Está llena de anotaciones de trabajo.

Toma el lápiz que tiene entre la espiral de la libreta,


rápido, bosqueja,

la pierna,

la tela,
el brazo.

TREINTA Y SIETE

Mara ve a Maxi cuando está cabeza abajo. Lo ve y, apurada, trepa alto y se


encierra en la tela. ¿Cómo puede ser? Ella se fijó. El partido era hoy. Hoy
tenía tiempo. Hoy era seguro venir.

Mara.

Esa voz... esa pesadilla... ¿Cómo puede ser? ¿Será que faltó al partido?
¿Será que lo
hizo a propósito?

Mara, por favor. Bajá.

¿Cómo pudo pensar que había “horarios seguros"? ¿Horarios que él podía
torcer tan fácilmente? ¿Habrá estado esperándola todos los días en la
plaza? ¿Cómo no pensó en esa posibilidad? ¿Pero dejar de jugar un partido?
Mara, mi amor, es que no puedo vivir sin vos.

Nunca había dejado de jugar un partido.

Por favor, Mara. Bajá de ahí.

¿Cómo va a hacer ahora? El miedo le recorre el cuerpo. Lo siente pulsar


cada vértebra de su espalda, cada centímetro de sus piernas.

Mara, te prometo. Cambié. Te juro que cambié. Quiero abrazarte. Nada más.
Te necesito, Mara. Te amo.

Un tironeo seco en la tela la desbalancea. Ese es Maxi, el verdadero.


Dale, Mara, bajate. Por favor. No hagamos escenas.

Ella no va a hablar. Menos, mostrarse. La voz cesa. Escucha que él se aleja.


¿Será posible? ¿Se va? Se mantiene muy quieta, expectante. A los minutos
escucha otros pasos acercándose.

Marita.

¿Mamá?

Marita, vení, por favor.

Eso sí que no lo aguanta. ¿Su mamá en la plaza? Asoma el rostro entre la


tela y mira hacia abajo. Mamá, ¿qué hacés acá?

Maxi me obligó, dice la madre en un susurro de palabras resbalosas,


señalándolo con un movimiento de cabeza. Él se mantiene alejado pero la
observa fijamente.

Me dijo que te va a prender fuego. Yo le tengo miedo al fuego. ¿Viste el


noticiero? Prenden fuego. Tengo miedo al fuego, le dice la madre con voz
mínima y quebrada; luego, cambiando el tono, retándola para que se
escuche agrega: ¡Bajá de ese árbol!

Y luego, cambiando la mirada, en un susurro que Mara escucha apenas, te


va a prender fuego. ¿Viste el noticiero?

Mara siente que se ahoga. Mamá, ¿para qué te trajo?

No sé. Me metió en el auto y me trajo. Me dijo que te va a prender fuego.


Dice que tenés que volver a casa. Con él. Conmigo. ¿Viste el noticiero?
Tengo miedo, el fuego me da miedo.

Mara cree caer de un precipicio. ¿Qué le pasa a su mamá? Con ella ahí no
puede escapar. Mira la plaza, a los conocidos de siempre. Mira la
construcción, donde Darío debe estar conectando sus cables. Mira el banco
de plaza. Aún no llega Leonor. Es temprano. El sol brilla. El día es precioso.
No tendría que haber venido, piensa. Pero ya es tarde para pensar eso, si
no era hoy, iba a ser mañana. Esto iba a pasar.
TREINTA Y OCHO. EL VENDAVAL

Mara ve que su madre encoge el cuerpo cuando Maxi se aproxima por


detrás y habla con su verdadera voz. Dale, Mara. Ya me estoy cansando.
Bajate de ahí y volvamos a casa de una puta vez.

Mara, ahora que ha asomado la cabeza, ya no puede dejar de responder a


la mirada de él. No. ¿Qué le diste? ¿Qué le pasa? ¿Para qué la trajiste?
Los ojos de él son dos pedazos de madera seca. Estallarán ante otra chispa.
Bajá, Mara. No podés hacerle esto. ¿Hacerle qué? ¿No ves lo mal que se
siente? Sin vos en casa ella está muy mal.
Maxi se aproxima aún más a la madre y le aprieta ambos brazos contra el
cuerpo, uno
con cada mano. La inmoviliza desde atrás. Mara sabe que a su mamá le
está doliendo. ¿No que te sentís mal, Graciela, no que le sentís mareada,
muy mareada?, dice Maxi con la mirada fija en Mara. Su madre tiene
clavados los ojos en las raíces del árbol; Mara ve que Maxi aprieta. La mamá
no responde y Maxi aprieta más.
A Mara le es imposible quedarse quieta.
Se incorpora en su tela, baja en pocos movimientos.

Apenas pone su pie descalzo en el pasto, Maxi la pisa con toda su fuerza y
ahí se queda. Vos vas a venir conmigo, Mara, ¿está claro?, le dice sin
separar los dientes ni dejar de mirarla a los ojos.
Las señales de dolor suben desde su pie como llamaradas. Los ojos de Mara
dejan salir las lágrimas sin cerrarse.

Su rostro es una máscara.


Soltá a mi mamá.

La voy a soltar cuando yo quiera. Yo soy el que dice qué hacer. Yo.

Mara sabe que no tiene tiempo que perder.

Sabe que cada frase que diga le dará más y más poder a Maxi.
No sabe qué hacer hasta que se le ocurre y lo hace.

Respira hondo y grita.

Grita dejando salir todo el caudal de su voz.


Grita y la plaza se paraliza.

Todos miran a la dueña de ese grito. Algunos se disponen a acercarse.

Maxi no puede hacer nada para que dejen de mirarlos. Graciela le ha


tomado las manos y las retiene junto a sí. Con la poca fuerza que le queda,
le clava las uñas e intenta gritar ella también.
Tres jóvenes que estaban tomando cerveza en la plaza se acercan.

Maxi empuja a la madre, da un paso atrás y libera el pie de la hija. Estira los
brazos para agarrar a Mara mientras grita ¡qué hacés, estúpida! ¡Callate!

Pero Mara salta a su tela, trepa como puede, respira y vuelve a gritar.

Dejará la garganta ahí si es necesario. Maxi la agarra por el pie herido para
que no trepe más. Ella se sacude. Duele. Pincha. Cruje. Se astilla su pie por
dentro. Se sacude más. Tiene que escapar. Tensa los brazos, logra trepar sin
dejar de gritar y el grito comienza a ser palabra que se enciende para
explotar.

Otro grupo de jóvenes se acerca.

Son muchos hoy en la plaza.

Escuchan los gritos,


los indigna lo que Mara cuenta en sus gritos.

Los varones rodean a Maxi.

Las mujeres van hacia Mara, hacia su madre.

La ayudan a bajar de la tela.

El pie es una masa informe, bordó,


le sale sangre de los dedos.

Ve el turquesa goteado de rojo,

ve el rojo oscurecerse, hacerse mancha.

Levanta la cabeza

y ve a Maxi tras una muralla de cuerpos que lo insultan.

Dos chicas las llevan hasta un banco, les piden que se sienten y se ocupan
de su pie. Lo vendan con una chalina que una de ellas se desenrosca del
cuello. Mara toma la

mano de su madre. El agente de policía ya está hablando por el handy


mientras se acerca.

Sopla viento en la plaza. Cambia la luz.


Suena una sirena. Se acercan dos patrulleros.

La gente mira. Los más chicos desde los juegos. Quienes los cuidan están
alertas. Las bicicletas ya no ruedan. En la construcción algunos obreros
dejan sus herramientas. Hay movimiento allá también.

Maxi quiere huir, tira trompadas hacia todos lados. Pero los jóvenes se las
devuelven. Está atrapado.

La mamá de Mara murmura te va a prender fuego, te va a prender fuego,


me da miedo el fuego, me da miedo el fuego.

No, mamá. Eso no nos va a pasar, responde ella con los ojos fijos en el
grupo que rodea a Maxi.

Aparece Leonor. ¿Qué pasó? Mara la mira. La que habla es la mamá, que
sigue lamentándose te va a prender fuego yo no quería venir no quería
venir ¿no viste los noticieros? tengo miedo ¿qué hacemos ahora? ¿dónde
está Maxi? ¿dónde está Maxi? Yo no quería venir, el fuego me da miedo.

Se acerca el agente de policía a las mujeres y pregunta quién hará la


denuncia. Mara dice que ella. Le pregunta su edad. Diecisiete. El agente
duda. Leonor dice que ella también hará la denuncia. La madre mira al
agente y repite que ella no quería, que el fuego le da miedo.

El árbol se agita. El viento es cada vez más fuerte. Las nubes que arrastra
oscurecen la tarde. El sonido de la tormenta se acerca.

Meten a Maxi en uno de los patrulleros. Mara, su madre y Leonor van hacia
el otro. A Mara la lleva alzada el agente de la plaza.

Hay una ley que las ampara.

Hay decenas de testigos.

Hay un pie fracturado y señales de golpes viejos.

Darío se acerca al patrullero corriendo. No se enteró de nada, estaba


trabajando del otro lado de la construcción. ¡Alma!, grita, pero Mara no
responde, ya ni se acuerda de que se puso ese nombre de fantasía.

Leonor sí gira la cabeza y lo frena. Alma está bien. Vamos a ir a la comisaría


a hacer una denuncia. Quedate tranquilo, Darío. Que el novio no te vea.

Darío mira al otro patrullero. ¿Pero Alma está bien?

SÍ, va a estar bien. Darío la mira. Leonor lo toma de la mano. Por favor,
quedate tranquilo. Vení a casa mañana. Darío dice que sí con la cabeza. Se
queda en la plaza cuando los patrulleros se van, se queda en la tormenta.
TREINTA Y NUEVE

En la lluvia. En la plaza.

Bronca. Ira. Quemazón en el pecho.


Se siente un imbécil mirando los autos que se van, la gente que se dispersa.

Quiere pegar, quiere sangrar por los puños.


Quiere que ese tipo, ese cobarde, ese hijo de puta, le devuelva cada minuto
de dolor

sentido por Alma.


Quiere estar fuera de esta historia pero a la vez sabe que no puede porque
lo que le

pase a esa chica le importa. En la lluvia se da cuenta de cuánto le importa.


Golpea el árbol. Lo golpea una, dos, quince veces; la corteza estalla en su
cara.

Ondea la tela por el viento. El turquesa se le adhiere al brazo.


La tela está empapada. Como él.
CUARENTA

A ver, mamita, sentate acá, dice el camillero cuando ve llegar a Mara


sostenida en el aire por los agentes de policía. La está esperando en la
entrada de la guardia médica con una silla de ruedas. ¿Ustedes vienen con
ella, no? Leonor responde que sí.

Mientras avanzan el camillero cuenta en voz bien alta que primero le


limpiarán el pie, luego le tomarán unas radiografías y con esas imágenes irá
a ver a la traumatóloga.
Pide a las dos mujeres que esperen ahí y sigue su camino empujando la silla
de ruedas con la chica. Cruza una puerta vaivén y entran a otro mundo.
En el silencio que sigue, Mara ve todo como si estuviera separada de la vida
por una ventana cerrada.

Ve que el camillero la deja frente a una enfermera y dice que en un rato


trae los papeles, que es la chica que llegó en el patrullero.

Ve la cara de la enfermera y escucha preguntas. Contesta sí y no varias


Veces.
Se marea un poco, siente frío en el pie.

Viaja lejos. Piensa en las heridas de su madre que terminaron en un


hospital. En su hermano.

De la mano de la enfermera recibe una pastilla y un vaso de agua. La toma.


Ve su empeine hinchándose, ve sus dedos deformados.

Ve las uñas, o lo que queda de sus uñas.

Escucha que la enfermera habla con otra pero no puede prestar atención,
desea en silencio que no le pregunten nada a ella. No lo hacen.
Se recuerda en el aire. Las pasadas de la tela por el cuerpo.

De pronto cae en la cuenta de que no podrá danzar por mucho tiempo. Eso
la hace llorar.

Las enfermeras le preguntan si duele y ella dice que sí.


Le piden que aguante un poquito más.

Ella cierra los ojos y deja hacer.

Piensa en ese nombre falso que tan lindo le parecía.


¿Cómo pudo pensar que se puede escapar de la realidad así nomás?

¿Cómo fue tan ingenua?


La locura de borrar la vida pasada.

Piensa en esos años buenos.

Piensa en las mentiras que se ha dicho.


Se acuerda de la frase de Leonor, negar el pasado nos debilita.

Leonor entendió todo desde un principio. Ni siquiera necesitaba que le


contara los detalles.

Mamita, ahora vas a tener que esperar un rato a la doc, pero seguro que
después te vamos a poner un yeso. Quedate quietita que ya vienen a
buscarte.
CUARENTA Y UNO

Dejan el hospital cuando anochece. La policía ya se ha retirado. El viento ha


sido domado por la lluvia, que cae intensa y sin pausas.
Leonor propone tomar un café en el bar de al lado.

Allí se sientan las tres, alejadas de la ventana.


Mara entrelaza las manos sobre la mesa, las mira.

Gracias por todo, dice la mamá de Mara dirigiéndose a Leonor. No es nada,


tu hija merece esto y mucho más.

Sí, responde la mamá y palmea las manos de la chica.


Toman el café en silencio. La ciudad lluviosa pone el sonido.

Graciela amaga a decir algo pero se mantiene callada. Mara la mira. ¿Qué
mamá? Decime. La mamá busca un punto de fuga con la vista. En silencio
aprieta la mano de su hija y reprime un sollozo. Mara se tapa la cara con la
otra mano. Su madre es una mujer rota. A ella le duele tanto saber eso,
saber que su mamá ya no será nunca como fue en aquellos años, cuando
estaban solos. Otra vez el llanto presionando por salir. Pero no lo va a dejar.
¿Qué mamá?
Su mamá busca fuerzas y la mira a los ojos. Ayer me llamó Pato. Le conté
todo. Me dijo que le dieras unos días. Ella te va a buscar, La madre solloza
apretando fuerte la mano de Mara, que la mira sin poder evitar que las
lágrimas se le escapen. Mis chiquitas, murmura, mis chiquitas. Vení con
nosotras, mamá, le pide Mara con desesperación. Dejá todo. Vení. Dale, ma.
No puedo. Todavía no puedo, responde la mujer rota.

Leonor toma un trago de café para empujar la angustia hacia el estómago.


CUARENTA Y DOS

Deja de llover y las mujeres parten. Leonor hace un último esfuerzo por
convencer a Graciela de que vaya con sus hijas pero no logra nada. Paran
un taxi. Mara abraza fuerte a su mamá y no puede evitar insistir en que se
quede, pero Graciela calla y sube al taxi. Leonor y Mara la ven partir. Se
suben al próximo taxi que pasa.

¿Por qué me ayudás?, pregunta Mara apenas suben.

Leonor mira por la ventanilla.


Las cuadras de la ciudad se suceden.
La velocidad cambiante del auto.

¿Qué decir? ¿Qué callar? ¿Cómo contar una vida entera?


Suspira antes de comenzar.
Sé lo que sentís. Por eso.

¿A vos también te pegaban? Sí. ¿Quién? Mi padre. ¿Tu esposo no? Mi


esposo... no. Mi esposo gritaba y rompía cosas pero no pegaba. Viví con
miedo igual, te digo. Pero se murió pronto. Y ya no quise compartir la vida
con nadie más.

Mara deja de preguntar. Ahora es ella la que mira el afuera. Leonor respira.
Los recuerdos se abren. Me conseguí un trabajo de cocinera en una escuela.
Ahí estuve hasta que me jubilé. Cuarenta años estuve. La de chicos que vi
crecer, no le das una idea. En la escuela estudié bastante. Me hice amigas.
¿Muchas? No, las amistades de verdad nunca son muchas.
El silencio gana el taxi hasta que Mara, de pronto, dice yo tengo dos
amigas. A mí me queda una, responde Leonor.

Se sonríen y dejan que las retina €se tiempo amoroso que a veces crece en
el silencio.

Me llamo Mara, dice la chica de pronto. Sí, lo sé, leí el papel con tus datos
apenas te fuiste. ¡Pero seguiste llamándome Alma! Bueno, supuse que vos
preferías ese nombre... Mentí porque no te conocía. Eso pensé. ¿Vos te
llamás Leonor? Sí, Leonor Gavilla.

Siente la mirada de Mara en su rostro.

¿No tuviste hijos? No, responde ella, no quise.


Qué lástima. Hubieras sido una mamá rebuena. Ahora capaz que serías
abuela. Leonor sonríe un poco. Mara la toma de la mano. No hace falta decir
nada más.
CUARENTA Y TRES

Cuando el taxi se detiene, Mara y Leonor ven a Darío sentado en el umbral,


leyendo.
Pero este chico, protesta Leonor al verlo, le dije que viniera mañana.

¿Le dijiste que viniera mañana, Leonor? ¿Mañana domingo? Mara no puede
creer la picardía de Leonor. Ella le hace una mueca que le arranca una
sonrisa. ¿Estuve mal? Me da pena, querida. Está tan enamorado.

Él se pone de pie inmediatamente mientras guarda el libro en su mochila.


Leonor baja

primero y le hace señas para que se acerque.


Al ver la pierna enyesada de Mara, le tiende la mano y la ayuda a bajar.
Hola, Alma, ¿cómo estás?, ¿cómo te sentís? Mara, lo interrumpe ella. Mi
nombre es Mara. Darío la mira. Va a decir algo pero Leonor ya está abriendo
la puerta y Mara quiere entrar en el edificio. Vení, lo invita.

En el interior de Darío crece una sensación de caída libre hacia alguien, que
no quiere dejar de sentir y que, de todos modos, tampoco puede frenar.
Mientras recorre el pasillo oscuro, mira el nuevo caminar de su chica pájaro,
el cuerpo que aún no se acostumbra al yeso. Cruzar la puerta del
departamento de Leonor de pronto se le aparece como un gesto que
definirá de algún modo su futuro. Se queda en el umbral.
Ve que de entre la ropa de Mara cae una hoja de árbol. Ella también
advierte ese detalle. Un pedacito de plaza ha estado acompañándola todo
el tiempo. Junta la hoja y lo mira.

Darío responde a esa mirada y ya no se resiste. Se deja caer hacia allí. Entra
y cierra la puerta.
CUARENTA Y CUATRO

Se sientan en la cocina. Leonor está preparando la cena. Sin dar tiempo a


que él hable
Mara le dice escuchame, Darío.

Darío está abriendo su mochila pero se detiene y la mira. Escuchame, repite


ella de un modo que no deja lugar a dudas. Él la escucha.
Me llamo Mara. Mara López. Mara Inés López Pueci. Ese es mi verdadero
nombre. No soy Alma. Soy Mara. Mara es la real. Alma es solo un sueño.
Mientras la escucha, él no sonríe. Entiende la mentira, la comprende pero le
cuesta deshacerse de ese nombre tan perfecto. Entonces interrumpe: ¿Y si
fueras mi Alma? ¿Qué? No, nada... Mara... qué raro. Suena falso este
nombre, responde Darío. Mara se queda callada hasta que finalmente dice
bueno, eso, que soy Mara y tengo el pie hecho puré. Darío le toma una
mano y susurra mucho gusto, Mara.

Querido, ¿querés comer con nosotras?

Leonor prepara una tortilla que despierta el hambre en los dos. Lo que sigue
es un rato de silencio interrumpido por los sonidos de la cocina. Cuchillo
contra madera, aceite caliente, metal contra metal. Darío se ha dispuesto a
ayudar a Leonor. Mara los mira cocinar, casi no hablan. Hasta que Darío se
anima y pregunta ¿qué vas a hacer mañana? ¿Mañana? Mara mira a Leonor.
Yo creo que lo mejor va a ser que me quede acá todo el día... por las dudas.

Maxi ya debe haber salido de la comisaría hace rato, agrega Leonor.

¿Tan rápido?, se sorprende Mara. Leonor asiente.

Darío cuenta que uno de sus compañeros de trabajo le comentó que a


veces dejan que los golpeadores pasen una noche en la comisaría pero que
si a ciertos agentes les ofrecen un billete, los dejan salir por más que haya
pruebas y testigos.

Si depende de Jorge, ya debe estar afuera entonces, dice la chica, y eso


inmediatamente pone el recuerdo de su madre en el centro de todo y el
estómago se le llena de lágrimas. ¿Qué va a pasar con mi mamá?, pregunta
mirando a Leonor.
Nada, va a salir adelante como hizo todo este tiempo, le responde ella sin
dudar. Vos preocupate por vos. Ya está casi todo listo, pongamos la mesa.
Cuando se disponen a cenar Darío dice en estos momentos me gustaría ser
gracioso pero solo sé un chiste que aprendí a los nueve años. Mara sonríe,
contalo. Solo si me prometés que no me vas a echar de la casa de Leonor,
es malísimo. Leonor se ríe sin dejar de poner cosas en la mesa, dale,
contalo, querido. Yo no le echo y Mara tampoco. Bueno, es una pregunta en
realidad. ¿Cuál? ¿Qué espera una rata en una esquina? No sé, ¿qué espera?,
contesta Mara, más relajada. Un ratito... ¿Un ratito? No lo entiendo, dice
Leonor, y eso hace que Mara se ría. Un ratito, la rata espera un ratito,
insiste Darío. La rata espera... Ah, un ratito… Ahora sí entendí. Claro, con
razón tenías miedo de que te echara.
CUARENTA Y CINCO

No quiere salir del departamento.

Las dos noches que pasaron desde la denuncia soñó con Maxi.
Piensa que está en la puerta, esperando a que ella salga, para llevársela y
encerrarla en su casa, junto a su madre.
En uno de los sueños, que la despertó agitada por lo vívido que fue, ella y
su madre estaban abrazadas primero y atadas con alambres después. Ella
luchaba por librarse del alambre y de la madre, que iba perdiendo forma
como una escultura de hielo expuesta al calor. Cuando se despertó, estaba
transpirada, húmeda y la pierna pesada por el yeso, inmovilizándola.

No quiere salir.
Leonor la entiende. Le pregunta si no le da miedo quedarse sola cuando ella
va a la plaza y ella dice que no.

No atiende el teléfono ni el portero eléctrico. Duerme mucho. Mira películas.


Que Leonor no tenga computadora ni Internet es un descanso. También le
da miedo eso, que puedan rastrearla de algún modo.

Recorre con el dedo la biblioteca de Leonor. Encuentra un libro de título


terrible: La mujer que se estrellaba contra las puertas. Le llama la atención
y lee el comienzo. Pareciera que es su madre la que habla. Lo cierra y va a
la contratapa. Se sorprende. Lo escribió un hombre, Roddy Doyle.
¿Un hombre puede escribir esto?, se pregunta y piensa en su hermano. A su
hermano le gustaba escribir. Pasa la tarde acostada, leyendo. Hay frases en
la novela como “los días malos no eran ni siquiera días. Eran una masa
informe. Vacíos. Nada" que para Mara tienen el sonido del programa de
radio que escucha su madre.

Ese libro le permite llorar como si aún no hubiera llorado nunca. Llora, llora,
llora y piensa en su madre y en su hermana.

¿A todas las mujeres les pasará?

De pronto la voz de aquel taxista, sus ojos en el espejo retrovisor. No todos


somos así. Y en su mente, Darío. El rostro, las manos, la sonrisa, los brazos
de Darío. Darío no es así, piensa Mara. Darío es diferente, se responde.
¿Cómo sabés?, se pregunta. No sé cómo sé. No tengo explicación. Es
diferente. No podés confiar. Pero es diferente. Lo sé. O no, tal vez no lo sé.
Sí, sí, lo sé.
Pero no confía en esa intuición. Quién sabe cuán diferente sea Darío.

Cuando se despidieron la última vez que lo vio él le preguntó si podía pasar


a verla. Ella dijo que no. El no preguntó por qué. Dijo que estaba bien. Que
cualquier cosa que necesitara, que lo llamara. Y le dio un papel con su
número de celular.

Mara está inundada por un miedo mucho más grande que ella. Mucho más
grande que el árbol de la plaza. El miedo la envuelve más apretado que su
tela. Tiene que irse de ese miedo. Eso también lo sabe. Tiene que
desprenderse del miedo.

Pero no puede.

Aún no puede.
CUARENTA Y SEIS

Cuatro días sin verla. Le cuestan. ¿Cómo puede ser? ¡Pero si la conoce hace
poco más
de un mes!

¿Nada más? No es posible. No es posible que él sienta la cantidad de cosas


que siente
por esa chica en tan poco tiempo. No. Pasó más tiempo. No puede ser.
Cuenta de nuevo los días. La conoció un viernes. Cuenta con los dedos. Sí.
Qué locura. No entiendo.

¿Cuántos más pasarán sin verla? Esa incertidumbre lo vuelve loco. Sabe que
ella está bien, ha buscado a Leonor en sus salidas al supermercado. Sabe
que está descansando mucho, que mira películas, que lee libros, que no
quiere salir a la calle, que tiene miedo. ¿Le tendrá miedo a él?
¿Tendrá miedo de que yo pueda pegarle? Darío llega a ese pensamiento y
se asusta. Y si cree eso, ¿cómo voy a hacer para que confíe en mí? ¿Y si por
ese miedo no quiere verme más? No, no, no. Tranquilo. Eso no va a pasar.
Deja de pensar y enciende el televisor. Verá fútbol toda la tarde.
CUARENTA Y SIETE. ENTRE AMIGAS

¿Leonor? Dos chicas se acercan mientras ella pliega su colchoneta de yoga.


Las mira, son desconocidas. No responde pero las jóvenes se sienten
interpeladas, se presentan. Somos Camila y Lucía, las amigas de Mara. Ya
sabemos todo lo que le pasó. Graciela nos dijo que habláramos con usted.

Leonor, amable como siempre, las saluda. Una de las chicas le tiende su
celular. Llame a Mara por favor. Pregúntele si quiere vernos. Ella toma el
celular y marca el número de su casa. Deja que suene dos veces y corta.
Luego vuelve a llamar. Es el código que han inventado para que Mara sepa
que es ella.

Mara atiende. Querida, acá en la plaza hay dos chicas que me dicen que son
tus amigas. Una tiene un lunar en la frente y la otra, pelo muy cortito. ¿Las
conocés?
Leonor sonríe cuando escucha la respuesta. Vengan conmigo. Vivo cerca.

Las tres amigas se abrazan. Se miran. Ríen. Hablan. Las chicas le trajeron
un celular nuevo de regalo. Uno con otro número. Mara les pide novedades
del colegio pero Camila y Lucía responden que de ninguna manera. Que
Mara tiene que hablar primero. Mara había olvidado cuánta falta le hacían
sus amigas. Respira y comienza por el árbol. Camila la interrumpe.
Nonononono, desde antes, Maru, desde la primera vez que te pegó. Uff,
dice Mara. Lucía saca el celular, paren que aviso que no vuelvo a dormir.
Las tres se ríen. Dale, mi amor, quiero odiar a Maxi. No te ahorres ningún
detalle.

Hablan y hablan y hablan.


Leonor las interrumpe para cenar. Resuelven pedir pizza. Y siguen su charla.

Horas y horas y horas.

Leonor se va a acostar.

No se dan cuenta.

Corre la luna en el cielo.


No se dan cuenta.
Se conectan a las redes sociales con sus teléfonos para que Mara pueda ver
sin ser vista. Entran en el perfil de Instagram de Maxi y ven sus
movimientos. Rastrean. Revisan sus comentarios. Aparece una chica nueva.
Sus amigas lo festejan. Te va a dejar en paz. Pobre chica, se lamenta Mara.
No te preocupes, ya le vamos a decir quién es Maxi, responde Lucía.
Anónimamente, agrega Camila.

Mara sonríe. Siguen charlando hasta que Lucía se pone seria. Fuimos a
visitar a tu mamá. ¿Ah, sí? Y nos dijo que habló con tu hermana. Sí, me
contó. Lo que no sabés es que nosotras también hablamos con Pato.
¿Cómo? Ella nos llamó. Llamó al teléfono fijo de Cami, se ve que lo tenía
agendado. Sí, sigue Camila. Me dijo que está arreglando todo para que te
mudes con ella. Que cuando quieras la llames a este número. ¿A ustedes les
dio su número? ¡Ay, Maru, es regrave lo que te pasó! ¡Pato está
repreocupada! ¿Cómo no nos va a dar su número ahora? Bueno, pero a
mamá no se lo dio... Pero, Maru, escuchame una cosita, ¿vos te pensás que
fue fácil para Pato dejarte en esa casa? A la primera de cambio te iba a
sacar de ahí. Y bueno, la primera de cambio es esta.
Tomá, le dice Camila al tiempo que le da un papelito. Ahí está escrito un
número de celular. Llamala ahora.

Mara se emociona. Vivir con su hermana está cada Vez más cerca de
hacerse real. Agarra el celular y ve la hora. Ya son las cinco de la mañana.
Su hermana siempre fue de levantarse con el sol. Marca el número.

La voz de Pato es de una gravedad dulce.

Se alegra de verdad al escucharla.

Tanto que le corren las lágrimas por las mejillas,

ni piensa que está dejando que sus amigas la vean llorar por primera vez.
Las amigas la escuchan atentas, le secan el llanto,

le hacen señas para que siga, le corren el pelo de la cara,

le acarician la espalda.

Pato le dice muchas veces que se vaya a vivir con ella. Mara pregunta si no
es riesgoso dejar a la mamá sola en esa casa. Su hermana le contesta que
decidirán eso después, cuando ellas estén seguras y tranquilas. Cuando
Mara se cure del todo. Que lo importante ahora es esfumarse. Mara le
pregunta si no le da miedo que Jorge las encuentre. O Maxi. Pato le dice que
no. Que eso es imposible. Nadie sabe dónde vive. Mara suspira. Se despiden
con la promesa de hablar de nuevo al día siguiente.

Camila y Lucía la entusiasman para que les cuente de ese tal Darío que
nombró Leonor. Quieren distraerla, traerla a sus mundos tanto más
acogedores. ¿Darío? ¡sí, Darío! Ni sé el apellido. Pero las chicas quieren
saber el color de los ojos, del pelo, si es alto, si es musculoso, si tiene linda
voz. Mara empieza a contar y se sorprende de lo mucho que miró a Darío.
Les cuenta el chiste malo de la rata y el ratito. Se ríen las tres. Lucía
pregunta si le dio el número de celular. Mara dice que sí. ¿No te gustaría
llamarlo? No, chicas, o estoy para estas cosas. ¡Dale, Maru! ¡Divertite un
poco! Tenés diecisiete años, mi amor! ¡Y ese chico no puede ser más dulce
de leche! Mara se queda seria, tanto es el miedo. No, chicas, más adelante
puede ser. Ahora no puedo. ¿Pero te gusta? Ay, Lucía, por favor, qué cosa
que sos. ¡Qué sé yo si me gusta! Ni me fijé…

Las amigas se miran y dan un gritito de alegría. ¡Sí, te gusta! Y cuánto


extrañaba ella escuchar esos grititos.
CUARENTA Y OCHO

Leonor Vuelve de su práctica de yoga y detrás de ella entra Darío. Hace una
semana que no lo ve. Mara los mira con interrogación. Darío tiene una
invitación para las dos, quiso venir personalmente a contarnos, le comenta
Leonor.

Te preparé una sorpresa, dice Darío. ¿Una sorpresa? A Mara no le gustan las
sorpresas. Sí, dice él. Pero para dártela necesito que me prometas que
mañana a la noche vas a venir conmigo a un lugar. ¿Mañana? Darío dice
que sí con la cabeza y mira a Leonor. Le pedí a Leonor que te acompañara.
Leonor, ¿vos podés venir, no? Sí, querido, como poder puedo... Mara, ¿vos
qué decís? ¿Vamos?
Mara está sorprendida. No le gustan las sorpresas. Pero tiene ganas de
saber qué le preparó Darío. Bueno, si voy con Leonor está bien.

Darío esa noche se acuesta con una sonrisa, pensando que el sábado tiene
muchas horas pero que podrá esperar.

Mara no puede dormir, pensando lo poco que falta para la noche del
sábado.

Sin embargo, el día fluye lento.

Sin embargo, la noche llega pronto.

Darío las pasa a buscar a las ocho y media de la noche. Apenas si tuvo
tiempo de ducharse y ultimar detalles. Se siente nervioso. Nervioso y feliz.
No sabe si Mara disfrutará de la sorpresa y le costó mucho prepararla.
Mucho. Es lo que más le ha costado en su vida entera.

Toca el timbre. Se anuncia y Mara se acerca, mueve el yeso con gracia, se


ha acostumbrado a su peso. Darío la ve tan hermosa.

¡Qué linda estás!, le dice apenas ella abre la puerta. Gracias, no sabía muy
bien qué ponerme, como no sé adónde vamos. .. Leonor está cerrando con
llave, ya viene, le responde Mara y le da un beso rápido. Uno pequeño que a
él se le hace mundial.

Tenemos que cruzar la plaza, les cuenta Darío cuando empiezan a caminar.
Mara y Leonor se miran. Él se da cuenta y se siente estúpido. Qué tarado
soy. Si quieren podemos esquivarla, en realidad. Sí, mejor, dice Leonor,
vayamos por enfrente. De paso me acompañan un minuto al kiosquito. Las
dos mujeres caminan del brazo. Los chicos están tan ansiosos que no
intercambian palabra. Leonor intenta aflojar los nervios.
¿Saben que es la primera vez que soy chaperona? ¿Chaperona? Sí,
chaperona, carabina. Mara sonríe. ¿Carabina? Sí, querida, carabina. No me
digas que no sabés lo que es una carabina. ¿Un fusil?, arriesga Darío. Cruza
con Mara una mirada divertida mientras Leonor dice no puedo creer que no
sepan lo que es una chaperona. Bueno, ¿y qué es? Me hacen sentir una
vieja decrépita ustedes dos. La carabina es la amiga que acompaña a la
pareja para que los padres duerman tranquilos, ¿ya no se usa andar con
chaperona? Los chicos le dicen que no, que ahora se sale en grupo.
La nueva vieja palabra les acorta camino y cuando la aclaran ya están
frente al kiosco. Leonor entra. Mara y Darío se quedan en la puerta. Desde
allí se adivina el árbol en el que todo ha sucedido. La chica siente un
estremecimiento. Le sigue pareciendo tan hermoso. Su tela no está. Era tan
obvio que no iba a estar. Y lamenta tanto haberla perdido. Darío se acerca
despacio. Le dice que tienen que seguir caminando. La toma de la mano.
Mara se deja llevar, de pronto se siente tan desnuda sin su tela. Leonor le
pasa el brazo por la espalda. Llegan hasta la tapia de la construcción. Hay
una puerta ahí, con un candado. Darío abre su mochila y saca un manojo de
llaves. Leonor lo mira. Mara también. ¿Vamos a entrar acá? ¿No está
prohibido? ¿No tienen vigilancia? Sí, sí, sí, vamos a entrar, está prohibido y
hay vigilancia, esa señora que pueden ver allá. Pedí que viniera ella esta
noche, para que no se sintieran incómodas, responde Darío señalando a una
agente de seguridad que los mira y los saluda con un gesto. Mara piensa en
cuántos detalles ha tenido en cuenta para asegurarse de que ella estuviera
ahí Los valora mientras escucha la voz de él, hoy tengo un permiso
especial. Adelante, señoritas, invita luego, cediéndoles el paso.
El edificio está casi terminado. Cuando entran, Darío se dirige al panel de
electricidad que se esconde tras una puerta. Los zumbidos de la flamante
red eléctrica se encienden junto con las luces. Mara y Leonor observan con
asombro. Todo es claro ahí, todo casi blanco. Hay espejos que las reflejan a
uno y otro lado del palier, reproduciéndolas hasta el infinito. Se buscan con
la mirada y se sonrien.

Vengan, vamos por este ascensor, les dice Darío. Las puertas se cierran.
Van al último piso. Comienzan a subir. Están los tres de frente a las puertas
corredizas. Leonor nunca subió tantos pisos. Lo comenta en voz alta y un
poco temblorosa. ¿Seguro que no se cae, 0, querido? Es nuevo, Leonor, no
se cae, quedate tranquila. Los chicos se miran y sonríen. Están
extrañamente nerviosos. No se atreven a Moverse ahí dentro.

Al abrirse las puertas del ascensor, se revela una terraza llena de plantas. El
lugar parece UN oasis. Hay una piscina con una parte dentro de un salón y
otra, al aire libre. A un costado, una Mesa preparadísima los espera para
cenar. Del otro lado, en el centro de la terraza, sujeta a una estructura
inventada por Darío, iluminada desde un costado, con las estrellas por
encima, se mueve la tela, ondeándose suave por la brisa.

¡Mi tela!, exclama Mara y, un segundo después, mira a Darío. ¿Cómo?


¿Cuán...? No importa, no sé cómo agradecerte. Lo abraza rápido y, con yeso
y todo, Mara corre a enroscar sus muñecas, una en cada mitad de la tela y
se agarra fuertemente con las manos. Leonor busca un pañuelito en sus
bolsillos y se enjuga los ojos. Mara deja que su cuerpo cuelgue. La física
hace el resto. Darío, que se mantiene quieto mientras la mira hacer, le
cuenta, la descolgué del árbol cuando se fueron a la comisaría... Te la iba a
dar esa noche, por eso te esperé en lo de Leonor. Pero con todo lo de tu
nombre... y la cena... La llevé a lavar...

Eso es todo lo que puede decir porque la visión de Mara girando sin
despegar los pies del suelo lo hipnotiza. El turquesa de la tela se suma al
rojo y al negro de su vestido. La chica deja de ser mujer y vuelve a ser
pájaro, aún sin levantar vuelo. El cuerpo de Darío se inflama por dentro. La
felicidad que le da esa imagen no tiene palabras.
CUARENTA Y NUEVE

Conversan sobre el futuro.

Mara le cuenta a Darío que habló por teléfono con su hermana y que se irá
a vivir con ella. El problema es que ya perdió el año de colegio. Tendrá que
rendir las materias libres. Él se ofrece a ayudarla y le dice que le quedan
dos días de trabajo en el edificio, que luego comenzará la instalación
eléctrica en otra construcción que está mucho más cerca de su casa.
Leonor disfruta escuchándolos. Les cuenta algunas anécdotas de la escuela
donde trabajó. Elogia la comida. Hablan sobre los barrios donde crecieron.
Sobre los lugares
que les gustaría visitar. Sobre sueños posibles y sobre sueños imposibles.
El trabajo.
El estudio.

La vida.
Nunca habían hablado de esos temas.
Se dan cuenta de sus afinidades y de sus diferencias.

Leonor los observa y piensa que se miran como quien mira un misterio sin
saber si algún día podrá descifrarlo.
CINCUENTA

Ya es noche cerrada cuando Maxi y su amigo logran entrar al edificio.

Una vez dentro, caminan tranquilos hacia el departamento de Leonor.


Fuerzan la puerta, que cede sin romperse.

Leonor no está.

Mara no está.

Lo que hay es vacío.

Eso desencaja a Maxi. No soporta ese vacío.


Patea la mesa ratona, tumba el florero que la adorna. Su amigo tira una
maceta.
Toma una lámpara y la lanza contra un espejo.

El sonido de cada vidrio que estalla lo hace romper un adorno más, una
planta más.
Cada libro que se cae hace que quiera tirar dos más.

Cada mueble caído lo empuja a golpear dos más.

Los dos se miran sin sonreír y sin palabras empujan


la biblioteca entera que cae, con un estruendo, en el piso.
CINCUENTA Y UNO

Después de cenar, Leonor les dice a los chicos que ya es muy tarde, que
quiere volver
a su casa, pero que ellos se queden, que disfruten de la noche, que está
preciosa. Darío se ofrece a acompañarla. Hasta la esquina, nomás, querido,
y después volvés rapidito con Mara, ¿te parece bien, querida? Mara dice que
no, que hasta la puerta del edificio, que ella, mientras tanto, hará unas
piruetas. ¡Con cuidado con el yeso!, le advierte Leonor. Sí, sí, no te
preocupes que me cuido.

Darío se despide de Leonor en la puerta de entrada con un abrazo lleno de


agradecimiento y sale corriendo rumbo a la construcción. Leonor camina los
metros que quedan hasta su departamento acompañada por los lindos
recuerdos de la cena.
Así se acerca a su puerta, hasta que a pocos pasos Sé da cuenta de que
algo sucede ahí adentro. Avanza sin hacer ruido y escucha un estruendo
que la sobresalta. Imagina lo demás y vuelve a la calle. Corre hacia la
esquina, a ver si en la plaza está el agente que conoce; pero n0 lo ve y no
quiere perder tiempo buscando. Cruza la calle y entra en la cervecería de
enfrente. Están robando en mi casa, dice. ¿Podés avisar a la policía? El
empleado lo hace, da la dirección, le aseguran que estarán ahí en minutos.

Ella le pregunta al empleado si le puede prestar el teléfono. Tiene que


avisar a Mara. Saca un papel de la billetera donde anotó el número y llama.
Le cuenta lo que pasa y ambas sospechan quién puede estar ahí. Leonor le
dice que se quede en la terraza, que no se separe de Darío. Que ni aparezca
hasta que ella vuelva a llamarla. Pero Mara no hace caso y cuando la
comunicación se termina ya está dentro del ascensor apretando el botón
que la lleva a la planta baja.

Darío se topa con ella en la puerta de la construcción. Ella le cuenta lo que


está sucediendo. La agente de seguridad se acerca. Entre los dos intentan
calmarla pero Mara solo piensa en Leonor, en que nada le suceda a Leonor,
en que quiere estar con Leonor. Darío accede a acompañarla y corren de la
mano hacia el edificio.

Mientras tanto llega el patrullero y Leonor se acerca. Relata a los policías lo


que escuchó y también lo que supone. Uno de ellos se comunica por handy:
otro patrullero viene en camino. Resuelven entrar. Le piden que se aleje de
la puerta.

Pasado el tiempo que se tarda en recorrer el pasillo se escucha el grito:

¡Quieto, policía!,
y un golpe,

y más gritos,

y pasos corriendo hacia la puerta de entrada,


y otro golpe,

y otro grito,

y silencio.

Las demás puertas comienzan a abrirse, del primer piso bajan algunos
vecinos. Se activa el ascensor. En la entrada se juntan los curiosos. Darío y
Mara ven a Leonor. Se la Ve bien. Eso los tranquiliza y deciden quedarse
ocultos entre los curiosos.

Llega otro patrullero, los policías no se bajan. Esperan con el motor en


marcha. Los que estaban adentro salen, cada uno sujeta a un joven. Las
caras de los ladrones están cubiertas por sus propias vestimentas. Los
meten en el patrullero, se los llevan.

Mientras uno de los policías tranquiliza a los vecinos, Leonor entra en su


departamento acompañada por el primer agente que la saludó. No puede
evitar llevarse las manos a la cara al ver los destrozos. Respira hondo, mira
para todos lados, busca una silla que la sostenga. La encuentra en la
cocina. Se sienta. Cuando el agente la ve calmada comienza a hacerle las
preguntas necesarias.

Mire cuánto se puede destruir, ¿eh?, le dice Leonor al policía mientras él


completa los formularios de la denuncia. Sin levantar la vista ni dejar de
escribir, el hombre le replica: Señora, si usted hubiera estado acá dentro, no
quiero ni pensar lo que habrían hecho. Agradezca que no estaba.

Leonor suspira. Agradece que Mara no estuviera. Piensa que la suerte está
cambiando para la chica.
CINCUENTA Y DOS

Mara abre la puerta del departamento y siente que el estómago se le va a


los pies.
Ve la destrucción. Ve a Leonor de espaldas, vencida sobre uno de sus
brazos. Ve el espejo roto, los libros tirados por todas partes, la tierra de las
plantas por el piso. Flores pisadas.
No quiere estar ahí, no quiere ver todo lo que ya no existe.

Sale corriendo.
Corre como puede con ese yeso que se hace ancla, ridículamente corre y
maldice y llora y sorbe sus mocos y las luces de la noche, que son tan frías.
De atrás, la voz de Leonor se deja escuchar, se acerca, crece. ¡Mara!
¡Querida! ¡Vení! ¡Mara! ¡Pará, por favor! ¡Mara! Ella se detiene. Siente que
tiene que disculparse. Es que yo no quería que te hicieran esto. Yo te juro
que no quería. Yo… Mara, ya sé, vení, querida. .. vení. Vení. El abrazo de
Leonor, su olor, su voz. ¿Por qué Maxi le hizo eso a Leonor? ¿Por qué no la
esperó a ella, por qué no se la agarró con ella? ¿Por qué a Leonor?
Leonor solo escucha un sonido de agua que parece decir por qué, por qué,
por qué por qué, y responde, no rompieron nada importante, todo puede
volver a conseguirse. No te preocupes, imaginate si hubiéramos estado ahí.
Eso sí hubiera sido feo, ¿no te parece? Fue una suerte estar con Darío.
Pensá en eso, Mara, pensá que tuvimos mucha suerte. Mara trata de
pensar, hace fuerza para dejar de llorar. Leonor sigue hablando. Nada de lo
que rompieron importa. Nosotras sí. Y no nos pasó nada. Tuvimos suerte.
¿Suerte? ¿Cómo podés decir que tuvimos suerte?, la interrumpe Mara, ya
armada, ya de nuevo con el estómago duro. Querida, estamos vivas. Y bien.
¿Estamos bien, no es cierto? Mara dice que sí con la cabeza pero que lo que
le hicieron no tiene perdón. No pienses en eso ahora, querida, lo importante
es que estamos bien. Las dos estamos bien. Estamos bien.
CINCUENTA Y TRES

Escuchame, Mara, dice Leonor cuando la chica ya se ha calmado y están de


vuelta en el departamento. Mara descansa sus ojos en Leonor. Es una
manera de hacerle saber que sí, que la está escuchando.

Tenemos que pensar qué hacer. Nos tenemos que ir de acá. No creo que
esta vez salga tan pronto pero por las dudas nos tenemos que ir. ¿Hablaste
con tu hermana? Mara dibuja un sí repetido, rápido, con la cabeza. Bueno,
llamala de nuevo. Contale esto que pasó y decile que te vas a su casa en
cuanto se pueda. Leonor mira un instante a Darío. ¿Darío, vos podés
acompañarla a lo de la hermana? Sí, responde él. Mientras se va a la cocina
Leonor agrega necesito un té, ¿Ustedes quieren un tecito? Leonor, pará, ¿y
vos qué vas a hacer? Mara la sigue. ¿Yo? Por mí no te preocupes, yo voy a
estar bien. ¿Bien? ¿Qué vas a hacer, te vas a quedar acá? No, no. ¿Viste la
amiga que te conté?, bueno, me voy a ir a su casa un par de noches.
Después voy a volver. ¿Acá? Leonor la mira un instante mientras llena de
agua la pava. Sí, acá. No puedo dejar el departamento así. Pero junto todo y
me vuelvo a lo de mi amiga, eh, no le preocupes que con ella hace años que
decimos de vivir juntas. Mara la mira con desconfianza, Leonor se percata
de eso y sonríe, acercándose y tomándola de un brazo. En serio. Te dije que
no te preocuparas por mí. Está bien. Pero te voy a ayudar a arreglar algo de
este desastre. La llama de la hornalla crepita bajo la pava. Leonor le toma
las manos y le dice si eso te va a dejar tranquila, apenas me organice te
aviso. Perfecto, y te voy a dejar mi celular viejo. Quiero que estemos
comunicadas. Pero apenas sé usarlo. Es muy fácil, mirá. Agarralo.

Darío se pierde los detalles de esa conversación. Su mente está ocupada.


Fue una noche tan larga, tan llena. Como si desde el momento en que
cenaron en la terraza de la construcción hubieran pasado semanas en lugar
de horas. Mira a su alrededor, mira a Mara, mira a Leonor. Hace tan poco
que conoce a esas dos mujeres.

Va a la cocina y las encuentra sentadas a la mesa mirando el celular. Leonor


levanta la vista y le sonríe. Me quiere enseñar a usar el guasap. Obvio, es
una pavada, vas a aprender enseguida. Esperá, querida, que quiero ir al
baño. Ya vuelvo. Leonor le presiona el brazo a Darío cuando pasa y los deja
solos. Él camina en silencio hasta su lado.

Cuando está ahí toma una silla y se sienta. Busca su mirada agachándose
un poco pero ella sigue con el rostro concentrado en el celular.
Hola, hermosa, le dice, lo más suave que puede, guardando una distancia
que cree apropiada. Me encantó cenar con vos esta noche. A pesar de todo
esto. Quiero volver a la terraza a buscar tu tela, ¿está bien? Después vuelvo
y te acompaño a lo de tu hermana.
Mara lo escucha. Se conmueve. Los recuerdos de todo lo que hizo por ella
esa noche. Sin pedir nada a cambio. De pronto desea tanto buscar sus ojos
y alojarse allí. Se gira hacia él y se esconde en ese cálido lugar que se
forma cuando cuello y clavícula se unen. Cierra los ojos. Darío siente el
cosquilleo de la respiración pero no se mueve. No quiere hacer nada que la
aleje.
CINCUENTA Y CUATRO. PRÓXIMOS PASOS

Ninguno de los tres duerme esa noche. La Tierra gira y se ilumina.

Darío arregló todo en la terraza de la construcción.


Leonor y Mara limpiaron, recuperaron algunas plantas.

Pato ya dio indicaciones a su hermana.


Leonor hizo un desayuno. Darío trajo facturas calentitas.

¿Te mando un WhatsApp cuando llego?, pregunta Mara al despedirse de


Leonor.
Mejor llamame. Después practicamos lo del guasap. La mujer acaricia el
rostro de la chica.

Sabe cuánto la extrañará. Mara la abraza y siente la fuerza de ese cuerpo.


Te voy a pagar todo lo que te rompieron, le dice. Ni te preocupes por eso,
querida, la plata va y viene. Vamos, los acompaño a la puerta. La policía dijo
que tenemos que cerrar con dos vueltas de llave.
Desde la puerta de entrada del edificio Leonor los ve irse. La mañana es gris
pero la ciudad no es más lenta cuando hay nubes. Darío lleva el bolso. Mara
ajusta su mochila y mira atrás. Le hace un gesto con la mano, luego la mete
en el bolsillo. Él la mira. Leonor adivina que le está preguntando si está
bien.

La mujer vuelve a su departamento, ese que era como una piel. Fueron
muchos años viviendo ahí. Su amiga está tan contenta de recibirla. Y ella
también. Tal vez le proponga a su amiga dejar su departamento y buscarse
una casita con jardín. Y un gato o un perro faldero.
CINCUENTA Y CINCO

Mara saluda a Leonor y mete la mano en el bolsillo. Darío le pregunta si está


bien y ella contesta con la cabeza. Caminan en silencio, el yeso impone su
ritmo. Él no aguanta y pregunta: ¿Puedo abrazarte? Hacen bien los
abrazos... Ella lo mira y le dice que bueno, que sí. Pasa el brazo sobre los
hombros de ella. ¿Qué hiciste mientras estuve en la construcción? Le ayudé
a Leonor a acomodar la biblioteca, barrí el piso, contesta ella. ¿Y vos? Le
conté todo a Claudia, la señora de seguridad, fui a la terraza, limpié todo,
lavé los platos. Mañana tengo que volver a buscar esas cosas y desarmar lo
demás. ¿Hablaste con tu hermana? SÍ, nos está esperando; le dije que iba
con vos. Darío sonríe y suspira. Mara lo mira como preguntándole. Nada,
que me gusta que le hayas dicho que vas conmigo. Bueno, es la verdad,
¿no?, contesta ella. Sí, claro. Todo esto es verdad. Pellizcame, por favor...

Se suben a un tren en la terminal. Se dirigen al sur. La hermana de Mara le


explicó el camino y ella lo memorizó como si lo hubiera recorrido mil veces.
Viajan tranquilos. Sentados en un asiento de dos. Mara se da permiso y
recuesta la cabeza sobre el hombro de Darío. Mira por la ventanilla con
atención cada vez que el tren se detiene. Ahora lee el nombre de la estación
y sabe que en la próxima tienen que bajar. Vamos, dice.

Caminan pocas cuadras y ven una plaza.

Hay un árbol.
Hay un banco.
Hay un camino.

Toman ese camino y se detienen a observar el árbol.

Esa rama es linda, ¿no?, dice ella. Sí, pero aquella es mejor para la tela,
señala él. Ah, mirá, no la había visto. Sí, es más recta esa. Sí, y está más
alto. Pero cuando te saquen el yeso... Ella lo mira con una sonrisa traviesa.
Él entiende y le responde bueno, hagamos algo: yo te atajo si te caés, ¿le
parece? ¿Caerme de la tela? Estás soñando. No me voy a caer nunca de mi
tela. Sí... es verdad… bueno, pero al menos dejame que me siente en ese
banco, viste que silbo bien, me sé todas las canciones de Divididos y de
Catupecu… Y aprendo lo que quieras... de paso estoy cerca por si las
moscas... Mara no responde pero sonríe mirando el paso acompasado de
sus pies y los de él.

Su hermana la recibe con un abrazo y una sonrisa emocionada, saluda a


Darío, le agradece que la haya acompañado.
Él se va dejándole un beso en la mejilla y un susurro, llamame cuando
quieras y yo vengo.
Entra a la casa de Pato sintiéndose tan contenta.

Y la luz en las ventanas


y el gato que se deja acariciar

y su rostro de niña en una foto

y la voz de su hermana en el aire


y eso que siente.

Que sí, por fin, es felicidad.


AGRADECIMIENTOS

A Claudia Masin, por los momentos de poesía y búsqueda, tan intensos.

A Patricia Giordano, por las respiraciones profundas.

A Laura Tugentman, por los giros y las piruetas en el alre.

A quienes leyeron las distintas versiones de esta novela, en especial a Laura


Escudero y a Andrea Ferrari, por sus sugerencias y el cariño puesto en la
lectura.

A Natalia Fernández, Valeria Barrera, Paola Plazas y Paula Scaglia, por cada
palabra compartida, por las risas.
A mi editora, Laura Leibiker, y.a María Luisa García. Por apasionarse, por
hablarme siempre a corazón abierto, por la honestidad y la confianza.

Si te encontraste en esta historia, seas hombre o mujer, sabés que podés


llamar de modo anónimo al número 137, si vivís en la ciudad de Buenos
Aires, y al 0800-222-5425 o al 0800-666-8537, desde cualquier ciudad de la
República Argentina.

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