3 Tanar de Pellucidar
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3 Tanar de Pellucidar
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Edgar Rice Burroughs
Tanar de Pellucidar
Pellucidar - 3
ePub r1.0
Titivillus 31.03.17
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Título original: Tanar of Pellucidar
Edgar Rice Burroughs, 1929
Traducción: Desconocido
Ilustración de cubierta de Joe Jusko
Ilustraciones interiores de John Coleman Burroughs
Retoque de cubierta: Pipatapalo
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Presentación: En el centro de la Tierra
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también, The coming race, escrita por Sir Edward Bullwer-Lytton en 1871; Ignis,
escrita en 1883 por Didier de Chousy; The Goddess of Atvatabar de William
Bradshaw en 1891; The Smoky God en 1908 por George Emerson; o Le voayage de
l’Isabela au Centre de la Terre de Leon Creux en 1911.
De todo esto, lo que queda patente es que las profundidades de la Tierra siempre
han ejercido una extraña fascinación sobre la imaginación del hombre, y no es por
tanto de extrañar que muchos de los autores que cultivaban el género fantástico a
finales del XIX y principios del XX, situasen sus mundos imaginarios en tal entorno.
Edgar Rice Burroughs fue uno de los últimos continuadores del género fantástico
ambientado en el centro de la Tierra, y lo comenzaría a plasmar en 1914, en los
inicios de su carrera, con la novela At the Earth’s Core, recogiendo los mundos
prehistóricos y las aberturas polares descritas por sus antecesores, y combinándolos
con el género romántico y aventurero que le habían dado a conocer como escritor
apenas un par de años antes.
En At the Earth’s Core (En el Corazón de la Tierra), Burroughs nos relata la
historia que en la ficción le es narrada por David Innes en pleno desierto del Sahara.
En ella, Innes le cuenta como gracias a un ingenio mecánico construido por el
científico Abner Perry, viajó al centro de la Tierra, llegando a un mundo interior
llamado Pellucidar por sus habitantes, con lo que, a semejanza de Holberg, mantiene
que la Tierra es una esfera hueca dotada de un eterno sol de mediodía. En su
superficie existen ríos, lagos, mares, montañas y todo un mundo en el que, a
semejanza de Verne, la civilización se encuentra en una edad prehistórica, poblado
por hombres, reptiles y demás animales propios de un mundo antediluviano.
Innes y Perry, tras ser capturados por los neanderthales sagoths, son llevados
como esclavos ante sus amos reptiles, los mahars, a la ciudad subterránea de Phutra.
En el viaje conoce a la que se convertirá en su compañera, Dian la Hermosa, una
joven pellucidara del país de Amoz, a su principal aliado, Ghak el Velludo, y al
villano al que se enfrentará en la segunda parte de la saga, Hooja el Astuto. Tras la
huida de Phutra, David y Perry erigen una Federación entre las tribus humanas de
Pellucidar, y comienzan a construir un Imperio, con David a su cabeza. Pero para
hacerlo realidad, necesitan los adelantos del mundo exterior para acabar con el poder
de los mahars, e Innes tendrá que regresar a la superficie.
La conclusión de la historia tiene lugar apenas un año después, en 1915, con
Pellucidar. Allí, David regresa al mundo interior descubriendo como Hooja, aliado
con los mahars, ha derrumbado todo lo que habían construido. Tras reafirmar su
unión con los saris y los mezops, Innes y Perry comienzan a reconstruir la
Federación, y, finalmente, después de superar los obstáculos pertinentes, los mahars
serán derrotados y expulsados de los límites del Imperio de Pellucidar, que va a
abarcar una gran parte del hemisferio sur del País de la luz eterna.
Al final de la novela el planteamiento inicial quedaba solucionado, y daba la
impresión de que la saga del mundo interior iba a quedar definitivamente aparcada
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por Burroughs.
Pero no fue así. En 1929, catorce años después, Burroughs, contra todo
pronóstico, regresó al mundo interior para narrarnos la tercera entrega de la saga,
Tanar de Pellucidar, la novela que aquí presentamos.
Tanar de Pellucidar (Tanar of Pellucidar) fue publicada originalmente en forma
seriada en la revista Blue Book Magazine, en los meses de Marzo a Agosto de 1929,
y posteriormente editada en forma de libro en 1930, apareciendo ilustrada por
Berdanier, a diferencia de las dos primeras que lo habían sido por John Allen
St. John, que luego también repetiría en la cuarta entrega.
En ella, vamos a descubrir que el Pellucidar presentado en las dos primeras
novelas es tan solo una pequeña parte del País de la Luz Eterna, de modo que al norte
existen lejanos países que no tienen noción de que exista un imperio al sur, y será de
esos lejanos países de donde empezarán a llegar unos extraños invasores, que nos
introducirán en esta tercera entrega, y en las influencias de Symmes en el Centro de
la Tierra burroughsiano.
Os quedáis pues ante la lectura de Tanar de Pellucidar, la, cuanto menos
sorprendente, tercera parte de la saga del Centro de la Tierra.
EL RASTRO EDICIONES
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Prólogo
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camino por el que comenzó la asombrosa narración de las aventuras de Tanar de
Pellucidar.
Jason y yo nos hallábamos una tarde sentados en su "labo", discutiendo, como
solíamos hacer a menudo, de innumerables cuestiones acerca de cualquier cosa
imaginable, y que acabaron llegando, como Jason habitualmente procuraba, a la Onda
Gridley, que es como la había denominado.
La mayor parte del tiempo Jason mantenía el oído pegado a los auriculares, lo que
puede parecer desalentador para una buena conversación, pero que a mí no me
molesta tanto como lo hacen la mayoría de las conversaciones que uno tiene que
escuchar a lo largo de su vida. Lo cierto es que me gustan los largos silencios y el
sonido de mis propios pensamientos.
De repente, Jason se quitó los auriculares.
—¡Esto es como para llevar a alguien a la bebida! —exclamó.
—¿Qué? —pregunté.
—Otra vez estoy volviendo a oír lo mismo —respondió—. Oigo voces, débiles,
pero indudablemente humanas, que hablan en un lenguaje totalmente desconocido
para el hombre.
—Tal vez se trate de Marte —sugerí—. O tal vez de Venus.
Sus pupilas empezaron a achicarse, para luego soltar una de sus fáciles sonrisas.
—O de Pellucidar.
Yo me encogí de hombros.
—Sabes, almirante —dijo, llamándome así a causa de una gorra de patrón de yate
que suelo llevar en la playa—, que cuando era un chiquillo solía creerme en su
totalidad aquellas enloquecidas historias tuyas sobre Marte y sobre Pellucidar. Aquel
mundo interior en el corazón de la Tierra era tan real para mí como las Sierras Altas,
el valle de San Joaquín o el Golden Gate, y me parecía conocer las ciudades gemelas
de Helium mucho mejor de lo que conozco Los Angeles. No veía en absoluto nada
improbable en aquel viaje de David Innes y el anciano Perry a través de la corteza
terrestre hasta Pellucidar. Sí señor, cuando era un chiquillo para mí todo aquello era
como el evangelio.
—Y como ahora tienes veintitrés años, estás seguro de que no puede ser cierto —
repliqué con una sonrisa.
—¿No estarás intentando decirme que es verdad? —me preguntó riendo.
—Yo nunca le he dicho a nadie que sea verdad —contesté—. Dejo que la gente
piense lo que quiera, pero me reservo el derecho a opinar de otra forma.
—Porque sabes perfectamente bien que hubiera sido imposible para aquel topo de
hierro de Perry, haber penetrado quinientas millas en la corteza terrestre; porque
sabes que no hay ningún mundo interior poblado por extraños reptiles y hombres de
la edad de piedra; y porque sabes que no existe ningún emperador de Pellucidar.
Jason se estaba acalorando por momentos, pero finalmente su sentido del humor
acudió en nuestra ayuda, y se echó a reír.
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—Me gusta pensar que existe una Dian la Hermosa —dije.
—Sí —convino—; pero siento que matases a Hooja el Astuto. Era un villano
estupendo.
—Siempre hay multitud de villanos —le recordé.
—Ayudan a las chicas a mantener sus figuras y sus complexiones de colegialas —
dijo.
—¿Cómo? —pregunté.
—Sí, hombre: el ejercicio que hacen al ser perseguidas.
—Te estás riendo a mi costa —le reproché—, pero recuerda, por favor, que solo
soy un simple historiador. Si las damiselas corren y los villanos las persiguen, yo
debo registrar verazmente ese hecho.
—¡Tonterías! —exclamó en la más pura tradición de cualquier académico de las
universidades americanas.
Jason se volvió a colocar los auriculares, y yo regresé a la atenta lectura de la
narración efectuada por algún viejo embustero que debía haber hecho una fortuna,
que no aparentaba tener, gracias a la credulidad de los lectores de libros. Así
permanecimos sentados durante algún tiempo.
De pronto Jason se quitó los auriculares y se volvió hacia mí.
—He oído música —dijo—; una música rara y extraña, y luego repentinamente se
han oído fuertes gritos, y lo que parecía ruido de golpes, chillidos y el sonido de
disparos.
—Ya sabes que Perry estaba experimentando con pólvora ahí abajo, en Pellucidar
—le recordé a Jason con un cierto matiz de burla.
Pero Jason estaba muy serio, y esta vez no me siguió la broma.
—Por supuesto que sabes —dijo—, que realmente han existido teorías acerca de
un mundo interior durante muchos años.
—Sí —contesté—. He leído trabajos exponiendo y defendiendo semejantes
teorías.
—Sostienen que existen aberturas polares que conducen al interior de la Tierra —
dijo Jason.
—Y han sido substanciadas —le recordé—, por varios hechos científicos
aparentemente irrefutables: mares polares abiertos, corrientes cálidas de agua en el
lejano norte, vegetación tropical flotando al sur de las regiones polares, las luces
norteñas, el polo magnético o las persistentes historias de los esquimales acerca de
que descienden de una raza que llegó desde un país cálido que existía más al norte.
—Me gustaría intentar llegar hasta una de esas aberturas —musitó Jason,
mientras volvía a ajustarse los auriculares.
De nuevo hubo un largo silencio, roto al fin por una aguda exclamación de Jason,
que tendió hacia mí un juego suplementario de auriculares.
—¡Escucha! —exclamó.
Cuando me ajusté los auriculares, escuché algo que nunca antes habíamos
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recibido a través de la Onda Gridley: ¡Código Morse! No me hizo falta preguntarme
por qué se hallaba Jason tan excitado, ya que no había ninguna otra emisora sobre la
Tierra, aparte de la suya, sintonizada con la Onda Gridley.
¡Código Morse! ¿Qué significaba aquello? En aquel momento me encontraba
dividido por emociones contradictorias: o arrojar lo más lejos posible aquellos
auriculares y discutir aquel hecho asombroso con Jason, o permanecer con ellos
puestos y escuchar.
Yo no soy lo que alguien podría entender por un experto en las peculiaridades del
código morse, pero no tuve ninguna dificultad para entender aquel sencillo mensaje
de dos letras, repetidas en grupos de tres, con una pausa después de cada grupo: DI
DI DI pausa DI DI DI pausa…
Miré a Jason de reojo. Sus ojos, llenos de asombro, se encontraron con los míos,
preguntándonos ambos qué significaba aquello.
El mensaje cesó, y Jason empezó a pulsar su propia llave de emisión, enviando
sus iniciales: JG JG JG con el mismo sistema con que habíamos recibido la señal DI.
Cuando terminó de transmitir, la emoción nos atenazaba.
—DI DI DI Pellucidar —repiqueteó de nuevo la señal contra nuestros auriculares
con la fuerza de una ametralladora.
Jason y yo nos sentamos, mudos de asombro, mirándonos el uno al otro.
—¡Tiene que ser una broma! —exclamé, y Jason, leyendo mis labios, movió la
cabeza negativamente.
—¿Cómo va a ser una broma? —preguntó—. No hay ninguna otra emisora en la
Tierra equipada para enviar o recibir por la Onda Gridley. No hay ninguna posibilidad
de perpetrar un engaño semejante.
Nuestra misteriosa emisora empezó a emitir de nuevo.
—Si lo ha recibido, repita mi mensaje —apuntó, cerrando con las siglas DI DI DI.
—Podría ser David Innes —musitó Jason.
—Emperador de Pellucidar —añadí.
Jason envió el mensaje DI DI DI y a continuación preguntó:
—¿Qué emisora es esa? ¿Quién está al aparato?
—Observatorio Imperial de Greenwich, en Pellucidar; Abner Perry al aparato.
¿Quién está al otro lado?
—Laboratorio experimental privado de Jason Gridley en Tarzana, California.
Gridley al aparato —contestó Jason.
—Quiero ponerme en contacto con Edgar Rice Burroughs. ¿Le conoce?
—Está aquí sentado a mi lado, escuchando —repuso Jason.
—Gracias a Dios, si eso es cierto. ¿Pero cómo sé que lo es? —inquirió Perry.
Rápidamente escribí una nota a Jason: "Pregúntale si recuerda el incendio de su
primera factoría de pólvora. El edificio hubiera quedado destruido si el fuego no se
hubiera extinguido al echar paladas de su pólvora sobre él".
Jason sonrió al leer la nota y la envió.
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—No fue muy considerado por parte de David el contar eso —contestó la replica
—, pero ahora sí que estoy seguro de que Burroughs se encuentra efectivamente ahí,
pues solo él podía haber conocido aquel incidente. Tengo un largo mensaje para él.
¿Está preparado?
—Sí —contestó Jason.
—Entonces permanezca a la escucha.
Y este es el mensaje que Abner Perry envió desde las entrañas de la Tierra, desde
el Imperio de Pellucidar.
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Introducción
D eben haber pasado unos quince años desde que David Innes y yo atravesamos
la superficie interior de la corteza terrestre y emergimos en el salvaje
Pellucidar. Pero cuando un sol estacionario cuelga eternamente en su cénit y no existe
ni la inquieta luna ni las estrellas, el tiempo no se puede medir, y, por tanto, lo mismo
pueden haber pasado cien años que uno solo. ¿Quién lo sabe?
Cierto que desde que David regresó de la Tierra y trajo consigo muchas de las
bendiciones de la civilización, disponemos de medios para medir el tiempo, pero a los
pellucidaros no les acabaron de gustar. Descubrimos que el poner límites y
restricciones allí donde nunca antes habían existido, hacía que la gente llegara a
odiarlos e ignorarlos, por lo que finalmente David, en la bondad de su corazón,
decretó un edicto aboliendo el tiempo en Pellucidar.
A mí me pareció un paso atrás, pero hoy día estoy resignado a ello, y quizá así sea
más feliz, ya que cuando todo se ha dicho y todo se ha hecho, el tiempo es un amo
severo, como vosotros, los del mundo exterior, os veríais forzados a admitir si
consideraseis la cuestión.
Aquí, en Pellucidar, comemos cuando tenemos hambre, dormimos cuando
estamos cansados, emprendemos un viaje cuando partimos y llegamos a nuestro
destino cuando estamos allí. No envejecemos aunque la Tierra haya girado setenta
veces alrededor del sol desde nuestro nacimiento, porque no tenemos conciencia de
que eso haya ocurrido.
Tal vez lleve aquí quince años, pero qué importa. Cuando llegué no sabía
absolutamente nada de radio, pues mis estudios e investigaciones iban por otros
campos, pero cuando David regresó del mundo exterior, trajo consigo varios tratados
científicos, y de ellos aprendí todo lo que sé de radio, lo que me ha permitido levantar
con éxito dos emisoras, una aquí en Greenwich y otra en la capital del Imperio de
Pellucidar.
No obstante, a pesar de intentarlo repetidas veces, nunca recibí respuesta del
mundo exterior, por lo que pasado un tiempo desistí, convencido de que la corteza
terrestre era impermeable para la radio. De hecho, raras veces usamos nuestras
emisoras, ya que, después de todo, Pellucidar solo está comenzando a salir de la edad
de piedra, y en una economía de la edad de piedra no parece haber ninguna necesidad
de comunicación por radio.
Sin embargo, en algunas ocasiones me dedicaba a trabajar con ella, y varias veces
me pareció oír voces y otros sonidos que no procedían de Pellucidar. Eran demasiado
débiles para no ser sino vagas sugerencias o intrigantes posibilidades, pero a pesar de
todo parecían sugerir algo más tentador, así que me senté a hacer los ajustes y
modificaciones necesarias hasta que esta maravilla que ha ocurrido hoy se ha hecho
realidad.
Mi regocijo por ser capaz de comunicarme con vosotros, solo es superado por el
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alivio que me produce el ser capaz de dirigirme a alguien para solicitar ayuda. David
tiene problemas. Está cautivo en el Norte, o en lo que nosotros llamamos Norte,
puesto que no existen puntos cardinales conocidos para los pellucidaros.
A pesar de todo, he conseguido tener noticias suyas. Me ha enviado un mensaje
en el que sugiere una sorprendente teoría que podía hacer viable el recibir ayuda del
mundo exterior si… Pero, primero, dejadme contaros toda la historia, la historia del
desastre que ha recaído sobre David Innes y lo que le condujo hasta él, y entonces
estaréis en mejor posición para juzgar la posibilidad de enviar socorro a David desde
el mundo exterior.
Todo data de nuestras victorias sobre los mahars, la antaño raza dominante de
Pellucidar. Cuando con nuestros ejércitos perfectamente organizados, equipados con
armas de fuego y otras armas desconocidas tanto para los mahars como para sus
mercenarios gorilas, los sagoths, derrotamos a los monstruosos reptiles y expulsamos
a sus viscosas hordas de los confines del Imperio, la raza humana del mundo interior
ocupó por primera vez en su historia su lugar correcto en el orden de la creación.
Sin embargo, nuestras victorias significarían el origen del desastre que hoy se ha
abatido sobre nosotros.
Durante algún tiempo no hubo ningún rastro de mahars dentro de las fronteras de
los reinos que constituían el Imperio de Pellucidar; pero, de repente, otra vez
comenzamos a tener noticias de ellos en varios puntos dispersos: pequeñas partidas
que se asentaban en las costas de mares y lagos, lejos de los lugares frecuentados por
los hombres.
La verdad es que no suponían un gran problema. Su viejo poder había sido
destruido y solo era un recuerdo; sus sagoths habían desertado o se habían alistado en
los regimientos del Imperio. Los mahars ya no disponían de recursos para hacernos
ningún daño, y, sin embargo, a pesar de todo, no les queríamos entre nosotros. Eran
comedores de carne humana y no teníamos ninguna seguridad de que los cazadores
solitarios estuvieran a salvo de sus apetitos voraces.
No les queríamos ver en nuestro territorio, así que David envió tropas contra
ellos, aunque con ordenes de negociar primero e intentar persuadirles de que
abandonasen el Imperio en paz, antes de entablar otra guerra que pudiera significar su
completa exterminación.
Varios sagoths acompañaron a la expedición, pues solo ellos, de entre todas las
criaturas de Pellucidar, pueden entender el sexto sentido, el lenguaje de la cuarta
dimensión que constituye el idioma de los mahars.
La historia que trajo de vuelta aquella expedición era bastante triste y lastimosa, y
despertó la compasión de David, como siempre lo hacen las historias que hablan de
persecuciones e infelicidad.
Después de que los mahars hubieran sido expulsados del Imperio, buscaron un
refugio en el que poder vivir en paz. Nos aseguraron que habían aceptado lo
inevitable con filosofía, y que no albergaban pensamiento alguno de reanudar su
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guerra contra la raza humana o de intentar recobrar de alguna otra forma su perdida
ascendencia.
Así, lejos, en las costas de un inmenso océano en el que no había ninguna señal
del hombre, se asentaron en paz; pero aquella paz no duraría mucho.
Un día llegó un gran navío, recordando a los mahars los primeros navíos que
habían visto, los barcos que David y yo habíamos construido, los primeros barcos,
por lo que nosotros sabíamos, que alguna vez habían surcado los tranquilos mares de
Pellucidar.
Obviamente, para nosotros constituyó una gran sorpresa descubrir que existía otra
raza en el mundo interior lo suficientemente avanzada como para construir tales
navíos. Pero además teníamos reservada otra sorpresa más. Los mahars nos
aseguraban que aquel pueblo poseía armas de fuego, y que sus naves y sus armas de
fuego eran tan formidables como las nuestras, aunque ellos eran mucho más feroces:
mataban por el simple placer de matar.
Después de que se marchara aquel primer navío, los mahars pensaron que por fin
les sería permitido vivir en paz; pero su sueño sería breve, ya que poco tiempo
después aquel navío regresó, y con él muchos más, tripulados por miles de aquellos
sanguinarios y brutales enemigos, contra cuyas armas los grandes reptiles tenían poca
o ninguna defensa.
Buscando únicamente poder huir del hombre, los mahars abandonaron su nuevo
hogar y empezaron a instalarse a corta distancia de las fronteras del Imperio. Pero
ahora sus enemigos parecían resueltos a perseguirlos: salían en su caza, y cuando los
encontraban, los mahars se veían forzados una y otra vez a caer ante la ferocidad de
sus continuos ataques, por lo que finalmente buscaron refugio dentro de las fronteras
del Imperio.
Apenas había regresado la expedición enviada por David con tales noticias,
cuando tuvimos la prueba definitiva de la veracidad de aquel relato a través de los
mensajes que nos llegaron desde las fronteras situadas más al norte, mensajes que
hablaban de una invasión por parte de una extraña y salvaje raza de hombres blancos.
Frenético fue en este sentido el mensaje de Goork, el rey de Thuria, cuya extensa
frontera discurría más allá de la Tierra de la Horrible Sombra.
Al parecer, algunos de sus cazadores habían sido sorprendidos, y, salvo unos
cuantos, todos habían sido muertos o capturados por los invasores. Envió a
continuación a sus guerreros contra ellos, pero también encontraron un destino
similar al ser notablemente superados en número. Entonces envió un mensajero a
David suplicando al emperador que acudiese con sus tropas en su ayuda.
Apenas había llegado aquel primer mensajero, cuando llegó otro trayendo la
noticia de la toma y el saqueo de la principal ciudad del reino de Thuria. A
continuación llegó un tercero, enviado por el comandante de los invasores, exigiendo
que David pagase un tributo o, en caso contrario, destruiría su país y mataría a los
prisioneros que retenía como rehenes.
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En respuesta, David despachó a Tanar, hijo de Ghak, exigiendo la liberación de
todos los prisioneros y la marcha de los invasores. Inmediatamente después, se
enviaron mensajeros a los reinos más cercanos del Imperio, y antes incluso de que
Tanar hubiese llegado a la Tierra de la Horrible Sombra, diez mil guerreros ya
recorrían su mismo camino para reforzar las exigencias del emperador y expulsar a
aquel salvaje enemigo de Pellucidar.
Cuando David se aproximó a la Tierra de la Horrible Sombra, la cual se encuentra
situada bajo el misterioso satélite de Pellucidar, observó una gran columna de humo
en la distancia sin horizonte que había delante de él. No fue necesario urgir a los
incansables guerreros a una mayor velocidad, pues todos los que la divisaron
supusieron que los invasores estaban tomando otro pueblo e incendiándolo.
En breve, se encontraron con los refugiados que intentaban escapar —únicamente
mujeres y niños— y tras ellos, una delgada hilera de guerreros que se esforzaba por
contener a unos extranjeros morenos y barbudos que portaban unas extrañas armas,
semejantes a antiguos arcabuces con la boca del cañón en forma de campana; unos
armatostes enormes que escupían humo, fuego, piedras y trozos de metal.
Que los pellucidaros, sobrepasados en una proporción de diez a uno, fueran
capaces de contener a sus salvajes enemigos, solo se debía a las más modernas armas
de fuego que David y yo les habíamos enseñado a fabricar y usar.
Tal vez la mitad de los guerreros thurios se hallaban armados con ellas, y estas
eran lo único que les salvaba de una derrota total, y, quizá, de una absoluta
aniquilación.
Fuertes fueron los gritos de júbilo cuando los primeros refugiados descubrieron y
reconocieron a las tropas que llegaban en su ayuda.
Goork y su pueblo no habían estado muy convencidos de aliarse al Imperio, al
igual que varios otros reinos distantes, pero creo que aquella demostración práctica
del valor de la Federación acabó para siempre con sus dudas, y dejó al pueblo de la
Tierra de la Horrible Sombra y a su rey como los más leales súbditos que David
poseía.
El efecto que tuvo sobre el enemigo la aparición de diez mil guerreros bien
armados se hizo evidente con bastante rapidez. En efecto, se detuvieron, y mientras
avanzábamos empezaron a retroceder; pero aunque se acabaron retirando, ofrecieron
una buena pelea.
David supo por Goork que Tanar había sido cogido como rehén, y aunque realizó
varios intentos para abrir negociaciones con el enemigo, con el propósito de
intercambiar a los prisioneros que habían caído en nuestras manos por Tanar y otros
pellucidaros, no lo pudo conseguir.
Nuestras fuerzas empujaron a los invasores más allá de los límites del Imperio,
hasta las costas de un lejano mar, donde, con dificultades y soportando la perdida de
muchos de sus hombres, lograron por fin embarcar sus mermadas tropas en unos
navíos tan arcaicos en diseño como antiguos eran sus arcabuces.
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Aquellas naves se elevaban hasta una altura exagerada en la proa y en la popa.
Las popas estaban armadas en varios pisos que semejaban altas camaretas, una
encima de otra. Por todas partes por encima de la línea de flotación, mostraban
numerosos grabados de intrincados diseños, y cada nave portaba en su proa, como
balance del navío, un mascarón pintado en llamativos colores, habitualmente una
figura heroica de una mujer desnuda o una sirena.
Los mismos invasores vestían igualmente de forma extravagante y colorida.
Llevaban llamativos pañuelos sobre sus cabezas, amplios fajines de brillantes colores
y enormes botas con estrechas calzas, o por lo menos así ocurría en aquellos que no
iban medio desnudos y descalzos.
Además de los arcabuces, llevaban enormes pistolas y cuchillos introducidos bajo
sus cinturones, y también portaban alfanjes a sus costados. En conjunto, con sus
espesas barbas y sus fieros rostros, tenían un aspecto desaliñado y una apariencia
pintoresca.
Por algunos de los prisioneros capturados durante las batallas en la costa, David
supo que Tanar todavía estaba vivo y que el líder de los invasores había decidido
llevarle a su morada con la esperanza de poder descubrir a través de él los secretos de
nuestro superior armamento y de nuestra pólvora, pues a pesar de mis primeros fallos,
y no sin algún precio, finalmente conseguí un tipo de pólvora que no solo ardía, sino
que se inflamaba con una fuerza bastante satisfactoria. De hecho, ahora estoy
perfeccionando una pólvora que no produce humo ni ruido, aunque honestamente
debo confesar que mis primeros experimentos no han sido todo lo satisfactorios que
yo había esperado que fueran, ya que al detonar la primera muestra casi se me
rompieron los tímpanos, y mis ojos se llenaron de tanto humo que creí haberme
quedado ciego.
Cuando David vio a los navíos enemigos hacerse a la mar con Tanar a bordo, casi
enfermó de pena, pues Tanar siempre había sido uno de los favoritos del emperador y
de su graciosa emperatriz, Dian la Hermosa. Para ambos, Tanar era como un hijo.
No teníamos ninguna nave en aquel mar, por lo que David no podía seguirles con
su ejercito; pero, siendo como es David, tampoco podía abandonar al hijo de su mejor
amigo a un salvaje enemigo sin haber agotado todos los medios a su disposición en
un esfuerzo por rescatarle.
Además de los prisioneros que habían caído en sus manos, David había capturado
uno de los pequeños botes que el enemigo había usado para embarcar sus fuerzas, y
este fue el que le sugirió el loco plan en el que se embarcó.
El bote tendría unos dieciséis pies de largo y estaba equipado con dos remos y
una vela. Era amplio de manga y tenía todo el aspecto de ser recio y apto para
navegar, aunque lastimosamente pequeño para afrontar los peligros de un mar
desconocido y poblado, al igual que todos los mares de Pellucidar, por enormes
monstruos poseedores de un carácter irascible y un apetito voraz.
De pie en la playa, observando las cada vez más diminutas líneas de la flota
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fugitiva, David tomó una decisión. A su alrededor se hallaban los reyes y los
capitanes de los reinos federados de Pellucidar, y tras ellos diez mil guerreros
descansaban sus armas. A un lado, los ceñudos prisioneros, fuertemente custodiados,
observaban la partida de sus camaradas con toda la sensación de desesperación y
envidia que uno se podía imaginar.
David se volvió hacia su gente.
—Aquellas naves que se alejan —dijo—, se llevan a Tanar, el hijo de Ghak, y tal
vez a una veintena más de los jóvenes guerreros de Pellucidar. Está más allá de toda
razón esperar que el enemigo nos devuelva alguna vez a nuestros camaradas, pero es
fácil imaginar el tratamiento que recibirán en manos de esa raza salvaje y
sanguinaria. No podemos abandonarlos mientras todavía exista una vía de
persecución abierta ante nosotros. Aquí está esa vía.
David extendió su mano ante el inmenso océano.
—Y aquí están los medios para atravesarla —continuó señalando el pequeño bote.
—¡Apenas puede transportar a veinte hombres! —exclamó alguien cercano al
emperador.
—No necesita llevar más que a tres —repuso David—, porque solo navegará para
intentar un rescate en el que no se utilizará la fuerza sino la estrategia, o tal vez
únicamente para localizar la fortaleza del enemigo y luego regresar aquí para guiar
una fuerza lo suficientemente numerosa como para conquistarla.
—¡Yo iré! —concluyó el emperador tras una pausa—. ¿Quién me acompañará?
Instantáneamente, todos los hombres que alcanzaban a oír su voz, exceptuando a
los prisioneros, alzaron sus armas sobre sus cabezas y dieron un paso hacia delante
ofreciendo sus servicios. David sonrió.
—Sabía que seriáis demasiados —dijo—, pero no puedo llevaros a todos. Solo
necesitaré a uno, y ese será Ja de Anoroc, el mejor navegante de todo Pellucidar.
Un enorme griterío se alzó, ya que Ja, el rey de Anoroc, que además era el
comandante en jefe de la armada de Pellucidar, era inmensamente conocido en todo
el Imperio, y aunque todos estaban en desacuerdo por no haber sido elegidos, también
apreciaban la sabiduría de la decisión de David.
—Pero dos es un número demasiado pobre para esperar tener éxito —argumentó
Ghak—, y yo, como padre de Tanar, debería acompañaros.
—Dos te parecen pocos —dijo David—. Sí; varios de nosotros podríamos
embarcarnos en ese pequeño bote, pero no por ello mejoraría la situación. ¿Por qué
arriesgar una vida más? Si veinte personas pudieran sortear los peligros desconocidos
que yacen ante nosotros, dos también podrían conseguirlo, y, sin embargo, con unos
cuantos hombres menos, podríamos llevar un mayor suministro de agua y de comida
para afrontar la desconocida extensión de este mar, encarar los periodos de calma y
hacer frente a lo que puede ser una larga búsqueda.
—Pero dos hombres son pocos para manejar el bote —apostilló otro—; y además
Ghak tiene razón: el padre de Tanar debería estar entre quienes quieran rescatarlo.
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—Ghak es necesario para el Imperio —replicó David—. Debe permanecer aquí
para comandar los ejércitos de la emperatriz hasta que yo regrese. Pero, no obstante,
habrá un tercero que se embarcará con nosotros.
—¿Quién? —preguntó Ghak.
—Uno de los prisioneros —contestó David—. A cambio de su libertad,
encontraremos fácilmente a alguno de ellos que quiera guiarnos hasta el país de
nuestros enemigos.
En efecto, aquello no supuso ninguna dificultad, pues casi todos los prisioneros se
ofrecieron voluntarios cuando se les hizo la proposición.
David eligió a un joven individuo que dijo llamarse Fitt, y que parecía poseer un
semblante más franco y honesto que el resto de sus compañeros.
Después hubo que aprovisionar el bote. Se llenaron vejigas de animales con agua
fresca, y una gran cantidad de cereales, pescado seco, tiras de carne, vegetales y
frutas se empaquetaron en otras vejigas. Todo se instaló en el bote hasta que pareció
que ya no entraba nada más en él. Para tres hombres aquella cantidad de provisiones
habría sido suficiente para un viaje de un año en la corteza exterior, en la que el
tiempo si hubiera podido ser calculado.
Fitt, el prisionero que acompañaría a David y Ja, aseguró a estos que la cuarta
parte de aquellas provisiones serían suficientes, y que a lo largo de la ruta que
pensaban recorrer había puntos donde su provisión de agua podría ser renovada y en
los que abundaría la caza, así como los frutos silvestres, los vegetales y las nueces.
Pero David no recortó ni en una onza las provisiones que había decidido llevar.
Cuando los tres hombres estaban a punto de embarcar, David se dirigió por última
vez a Ghak.
—Has visto el tamaño y el armamento de las naves enemigas, Ghak —dijo—. Mi
último mandato, es que construyas lo más rápidamente que puedas una flota que
pueda rivalizar con los grandes buques del enemigo. Mientras se construye esa flota
—lo que realizaréis en las costas de este mismo mar— enviarás expediciones en
busca de un paso que comunique este océano con el nuestro. Si consigues
encontrarlo, podremos disponer de todas nuestras naves y además aceleraremos la
construcción de la nueva armada utilizando los astilleros de Anoroc. Cuando hayas
construido y tengas dispuesta la tripulación de cincuenta naves, parte en nuestro
rescate si no hemos regresado para entonces. No mates a los prisioneros. Manténlos
con vida, porque solo ellos pueden guiarte hasta su país.
Y así, David I, emperador de Pellucidar, Ja, rey de Anoroc, y el prisionero Fitt, se
embarcaron en el pequeño bote. Muchas manos amigas les ayudaron a introducir la
pequeña nave en el continuo pero tranquilo oleaje de aquel mar pellucidaro. Diez mil
gargantas les vitorearon mientras partían, y diez mil pares de ojos les observaron
hasta que se fundieron en la bruma de la ascendente perspectiva sin horizonte de
Pellucidar.
David había partido en una vana, aunque gloriosa aventura, y en la lejana capital
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del Imperio, Dian la Hermosa iba a comenzar a derramar sus lágrimas.
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Capítulo I
Stellara
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enemigas; pero podía ignorarlas, y así lo hizo.
Le condujeron hasta un individuo enorme cuya espesa barba prácticamente le
ocultaba el rostro; un individuo grande y desagradable con una tremenda cicatriz
escarlata alrededor de su cabeza. Salvo por una bordada chaquetilla abierta y sin
mangas, el hombre se hallaba desnudo por encima de la cintura, a cuyo alrededor la
cruzaba un llamativo fajín en el que se introducían dos pistolas y varios cuchillos
largos, mientras que a un costado le pendía un afilado sable cuya empuñadura estaba
ricamente adornada con incrustaciones de perlas y piedras semipreciosas.
El Cid, caudillo de los korsars, era un hombre poderoso, un hombre corpulento,
violento e intimidante, cuya posición entre los salvajes korsars solo podía ser
mantenida por alguien como él. Rodeándole, sobre la elevada popa de su navío, se
hallaba una compañía de fornidos rufianes de similar molde al suyo, mientras que un
poco más abajo, en las falcas del bajel, una caterva de degolladores de baja estofa, los
marineros comunes, olvidaban los peligros y las exigencias de una ardua campaña,
relajándose de acuerdo con sus diversos gustos.
La mayoría de ellos eran unas autenticas bestias, desnudos salvajes salvo por los
pantalones y los inevitables y llamativos fajines; una chusma despreciable, aunque
pintoresca.
Al lado del Cid, se hallaba un hombre más joven que bien podía vanagloriarse de
tener un semblante tan espantoso, que habría hecho esconderse al mismo sol, pues
cruzando un rostro que podría haber abrumado incluso el amor de una madre,
discurría una repulsiva cicatriz desde la parte superior del ojo izquierdo hasta la
comisura derecha de la boca, hendiendo la nariz con una profunda y roja herida. El
ojo izquierdo carecía de párpado y miraba perpetuamente hacia arriba y hacia fuera,
de forma similar a como lo haría el ojo de un cadáver, mientras que el labio superior
estaba permanentemente vuelto hacia arriba, en una mueca sardónica que dejaba
entrever un único diente a modo de colmillo. No, Bohar el Sanguinario no era ni
mucho menos hermoso.
Ante el Cid y el Sanguinario fue rudamente arrastrado Tanar.
—¿Te llaman Tanar? —bramó el Cid.
Tanar asintió.
—¿Y tú eres el hijo de un rey? —dijo riéndose estruendosamente—. Con una
escuadra de mis naves podría destruir la totalidad del reino de tu padre y hacer de él
un esclavo, como he hecho con su hijo.
—¡Tú y tus naves! —replicó Tanar—. No vi a ninguna de ellas destruir el reino
de Sari. Más bien todo lo contrario. El ejército que les fue dando caza hasta el océano
iba comandado por mi padre y estaba bajo el mando del emperador.
El Cid frunció el ceño.
—He hecho caminar a hombres por la plancha por menos que eso —gruñó.
—No sé qué quieres decir —dijo Tanar.
—Lo sabrás —ladró el Cid—, y entonces, por la barba del dios del mar que
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aprenderás a contener tu lengua.
—¡Eh! —gritó a continuación a uno de sus oficiales—. ¡Ve a buscar un prisionero
y haz que preparen la plancha! Vamos a enseñar a este hijo de un rey quién es el Cid,
y quién es ahora él entre hombres de verdad.
—¿Por qué traer a otro? —preguntó Bohar el Sanguinario—. Este tipo podría
pasear y aprender la lección al mismo tiempo.
—Pero entonces no sacaría ningún provecho de ella —repuso el Cid.
—¿Desde cuando se ha convertido el Cid en la niñera de un enemigo? —preguntó
Bohar con tono de burla.
Sin más palabras, el Cid se giró y lanzó un feroz puñetazo a la mandíbula de
Bohar. Mientras el hombre caía al suelo, el jefe korsar extrajo una enorme pistola de
su fajín y se plantó ante él, apuntando el cañón del arma a la cabeza de Bohar.
—¡Tal vez esto enderece tu torcida cara o cree algún cerebro en tu estúpida
cabeza! —rugió el Cid.
Bohar permaneció tendido sobre su espalda mirando fijamente a su caudillo.
—¿Quién es tu amo? —demandó el Cid.
—Tú —gruñó Bohar.
—Entonces lárgate y aprende a mantener la boca cerrada —ordenó el Cid.
Cuando Bohar se levantó miró a Tanar con mal gesto. Fue como si su único ojo
sano hubiera reunido todo el odio, la rabia y el veneno del perverso corazón de aquel
hombre, y lo hubiera concentrado en el sari que indirectamente era el motivo de su
humillación. Desde aquel instante, Tanar supo que Bohar el Sanguinario le odiaba
con una aversión personal, distinta de cualquier antipatía que pudiera haber sentido
por un enemigo o por un extraño.
En la cubierta inferior varios hombres estaban deslizando con avidez una larga
tabla por la barandilla de estribor. A continuación, la sujetaron por un extremo a
varios listones situados dentro del casco y la reforzaron con firmes cuerdas.
Desde una trampilla abierta, otros arrastraban a un robusto prisionero del reino de
Thuria que había sido capturado en las primeras escaramuzas en la Tierra de la
Horrible Sombra. El primitivo guerrero mantenía su cabeza erguida y no mostraba
terror en presencia de sus captores. Tanar, mirándole desde la cubierta superior,
estuvo orgulloso de aquel compañero del Imperio. El Cid también lo observó.
—Esta tribu necesita que la domen —dijo.
La más joven de las dos mujeres, las cuales habían avanzado hasta el extremo de
la cubierta y observaban la escena que se desarrollaba en las falcas, se volvió hacia el
Cid.
—Todos parecen hombres bravos —dijo—. Es una lástima matar a uno de ellos
sin necesidad.
—¡Qué dices, muchacha! —exclamó el Cid—. ¿Qué sabrás tú de esto? Es la
sangre de tu madre la que habla. ¡Por las barbas de los dioses, tendrías que tener más
sangre de tu padre en las venas!
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—Es una sangre brava la de mi madre —replicó la muchacha—, pues no teme
mostrarse ante ningún hombre. La sangre de mi padre no se atreve a revelar su
bondad ante los ojos de sus hombres porque teme quedar en ridículo. Alardea de su
coraje para ocultar su cobardía.
El Cid aferró con más fuerza la empuñadura de su sable y lanzó un poderoso
juramento.
—Abusas de nuestra relación, Stellara —dijo—, pero no olvides que hay un
límite que ni siquiera tú puedes traspasar con el Cid: yo no tolero los insultos de
nadie.
La muchacha se echó a reír.
—Guarda tus amenazas para aquellos que te teman —dijo.
Durante aquella conversación, Tanar, que se encontraba cerca, tuvo la
oportunidad de examinar más detenidamente a la muchacha. Le impulsó a hacerlo la
naturaleza de sus observaciones y el tranquilo coraje que demostraba su
comportamiento. Por primera vez se fijó en su cabello, que relucía como el oro al
exponerse a la cálida luz del sol; quizá, debido a que todas las mujeres de su país
tenían el cabello oscuro, aquel color de pelo le impresionó. Pensó en ello con
simpatía, y cuanto más se fijó en sus rasgos se dio cuenta de que también ellos eran
adorables. Poseía una resplandeciente y radiante hermosura que parecía reflejar
cualidades de buen corazón y carácter. Había además en ella una cierta dulzura
femenina que a veces se perdía en las fuertes, primitivas y seguras de sí mismas
mujeres de su propia raza. No era, sin embargo, una sensación de debilidad, como se
había evidenciado en su temeraria actitud hacia el Cid y en el coraje que brillaba en
sus bravos ojos. También se reflejaba la inteligencia en aquella mirada. La
inteligencia, la valentía y la hermosura.
Pero el interés de Tanar cesó ante el sentimiento de repulsión que sintió al pensar
que aquella mujer pertenecía a aquel zafio rufián que gobernaba con mano de hierro a
las barbudas bestias que formaban la gran flota, ya que la referencia del Cid a la
relación que les unía no dejó ninguna duda en la mente del sari de que la mujer era su
compañera.
Ahora, la atención de todos se hallaba enfocada en los actores de la tragedia que
se desarrollaba abajo. Varios hombres habían atado las muñecas del prisionero a su
espalda y le habían vendado los ojos.
—Mira abajo, hijo de un rey —dijo el Cid a Tanar—, y sabrás lo que significa
caminar por la plancha.
—Lo estoy viendo —respondió Tanar—, y lo único que veo es que se necesitan
muchos de los vuestros para obligar a uno de los míos a hacer esa cosa, sea lo que
sea.
La joven se echó a reír, pero el Cid se enfureció todavía más, mientras que Bohar
lanzaba una venenosa mirada hacia Tanar.
Varios hombres, con picas y afilados cuchillos, se alinearon junto a la barandilla
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del buque, a uno y otro lado de la plancha, mientras que otros alzaron al prisionero
hasta el extremo interior, de forma que pudiera encarar el extremo opuesto de la
plancha que sobresalía por encima del mar, en el que los grandes monstruos de las
profundidades, siguiendo un curso paralelo al rumbo de la nave, cortaban las olas con
sus gigantescas espaldas, enormes saurios extinguidos mucho tiempo atrás en la
corteza exterior.
Espoleando al indefenso prisionero con las picas y los cuchillos, los korsars le
obligaban a avanzar hacia delante, a lo largo de la estrecha plancha, con el
acompañamiento de fuertes juramentos, bromas soeces y roncas risotadas.
Erguido y orgulloso, el thurio avanzó sin miedo hacia su destino. No profirió
ninguna queja, y cuando alcanzó el otro extremo de la plancha y sus pies no
encontraron más apoyo, no lanzó ningún grito. Luego, en silencio, saltó hacia delante
y, girándose, se arrojó de cabeza al mar.
Tanar apartó la vista, y quiso el destino que volviese los ojos en dirección a la
muchacha. Para su sorpresa, vio que ella también había rehusado ver el último acto, y
en su rostro, vuelto hacia el suyo, descubrió una expresión de sufrimiento.
¿Sería posible que aquella mujer que pertenecía a la brutal raza del Cid, pudiera
sentir simpatía y pesar por el sufrimiento de un enemigo? Tanar lo dudó. Lo más
probable es que aquel día hubiera comido algo que le había sentado mal.
—Ahora —exclamó el Cid—, has visto a un hombre caminar sobre la plancha. Ya
sabes lo que puedo hacer contigo si me apetece.
Tanar se encogió de hombros.
—Espero poder ser tan indiferente a mi destino como lo ha sido mi camarada —
respondió—, porque ciertamente no os habéis divertido mucho a su costa.
—Si te entrego a Bohar tendremos diversión suficiente —contestó el Cid—. Él
posee otros medios para animar un día insulso; medios que superan con mucho el
aburrido ejercicio de la plancha.
La muchacha se giró enfurecida hacia el Cid.
—¡No lo harás! —gritó—. ¡Me juraste que no torturarías a ningún prisionero
mientras yo estuviera con la flota!
—Si se comporta, no lo haré —dijo el Cid—; pero si no lo hace lo entregaré a
Bohar el Sanguinario. No olvides que soy el líder de los korsars y que incluso tú
puedes ser severamente castigada si interfieres.
Una vez más la muchacha se echó a reír.
—Puedes atemorizar a los demás, líder de los korsars —dijo—, pero no a mí.
—Si fueras mía… —murmuró Bohar en tono amenazador.
—Pero no lo soy, ni nunca lo seré —dijo la muchacha interrumpiéndole.
—No estés tan segura de ello —gruñó el Cid—. Puedo entregarte a quien me
plazca; pero mejor que cambiemos de asunto.
Entonces se volvió hacia el prisionero sari.
—¿Cuál es tu nombre, hijo de un rey? —preguntó.
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—Tanar.
—Escúchame bien, Tanar —dijo el Cid en un tono muy serio—. Nuestros
prisioneros no viven más tiempo de aquel que nos son útiles. Algunos de vosotros
conservaréis la vida para ser exhibidos ante el pueblo de Korsar, después de lo cual
me seréis de poca utilidad; pero tú puedes conservar tu vida y, tal vez, tu libertad.
—¿Cómo? —preguntó Tanar.
—Tu pueblo iba armado con armas bastante mejores que las nuestras —explicó el
Cid—. Vuestra pólvora es más potente y digna de confianza. La nuestra fallaba la
mitad de las veces al tratar de encenderse al primer intento.
—Debió ser embarazoso —sonrió Tanar.
—Fue decisivo —repuso el Cid.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —preguntó el prisionero.
—Si nos enseñas a mejorar nuestras armas y a conseguir una pólvora como la
vuestra, se te perdonará la vida y obtendrás tu libertad.
Tanar no contestó. Estaba pensando; pensando en la supremacía que le
proporcionaba a su pueblo su superior armamento; pensando en el destino que le
aguardaba a él y a los pobres diablos que se hallaban en el oscuro y hediondo agujero
de la cubierta inferior.
—¿Y bien? —exigió el Cid.
—¿Perdonarás también a los demás? —preguntó.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Necesitaré su ayuda —contestó Tanar—. No sé todo lo necesario para fabricar
armas y pólvora.
De hecho, no sabía absolutamente nada acerca de la fabricación de ninguna de las
dos cosas, pero allí existía una posibilidad de salvar a sus camaradas prisioneros, o al
menos de impedir su muerte y ganar tiempo con el que encontrar algún medio de
escape. Por tanto no vaciló en mentir al Cid, pues ¿acaso no valía todo en la guerra?
—De acuerdo —respondió el jefe korsar—. Si ni tú ni los otros me dais
problemas, viviréis todos; a condición, claro está, de que nos enseñéis a fabricar
armas y pólvora como las vuestras.
—No podemos vivir en el inmundo agujero en el que nos habéis encerrado —
replicó mordazmente Tanar—, y tampoco podremos subsistir sin comida. En poco
tiempo enfermaremos y moriremos todos. Somos gente de espacios abiertos, no
podemos vivir asfixiados en un oscuro agujero lleno de basura y muertos de hambre.
—No regresarás al agujero —dijo el Cid—. No hay ningún peligro de que puedas
escapar.
—¿Y los demás? —preguntó Tanar.
—¡Permanecerán donde están!
—Morirán, y sin ellos no podré conseguir la pólvora —le recordó Tanar.
El Cid torció el gesto.
—¿Pretendes que inunde mi barco de enemigos? —gruñó el Cid.
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—Están desarmados.
—Entonces ten por seguro que serían asesinados. Nadie sobrevive mucho tiempo
entre mi tripulación si no va armado —señaló el Cid extendiendo la mano
despectivamente hacia la medio desnuda caterva que había abajo.
—Entonces deja las portillas abiertas y proporcionales algo de aire decente y una
comida mejor.
—¡Trato hecho! —dijo el Cid—. ¡Bohar! ¡Haz que levanten las portillas
delanteras, y pon allí un centinela con orden de matar a cualquier prisionero que
intente subir a cubierta o a cualquiera de nuestros hombres que intente ir abajo! ¡Y
haz también que se les den a los prisioneros las mismas raciones que a la tripulación!
Con un sentimiento de alivio que casi rozó la felicidad, Tanar vio partir a Bohar
para cumplir las órdenes del Cid. Sabía que sus compañeros no hubieran sobrevivido
mucho tiempo al espantoso y desacostumbrado confinamiento y a la vil comida que
había constituido su ración desde que habían sido llevados a bordo del navío korsar.
Poco tiempo después el Cid se marchó a su cabina, y a Tanar le fue permitido
moverse con libertad por el buque. Caminó hasta la popa y, apoyándose en la
barandilla, observó la brumosa distancia ascendente en la que se encontraba la tierra
de los saris, su país, situado más allá de aquella bruma.
Lejos, a popa, un pequeño bote se alzaba y volvía a caer con las fuertes
ondulaciones del oleaje. Los feroces habitantes de las profundidades lo amenazaban
constantemente, las tormentas parecían querer hundirlo, pero, avanzando en pos de la
gran flota, se hacía fuerte y poderoso por la voluntad de tres hombres.
Pero Tanar no era capaz de verlo porque la bruma se lo impedía. Se hubiera
sentido reconfortado si hubiera sabido que su emperador estaba arriesgando su vida
por salvarle.
Mientras soñaba y observaba el mar, fue consciente de una presencia cerca de él,
pero no se volvió. ¿Quién en aquel barco que pudiera tener acceso a la cubierta
superior, podía preocuparle que quisiera verle o hablarle?
De repente escuchó una voz a su lado, una voz suave y aterciopelada que le hizo
volverse para encarar a su propietaria. Era la muchacha.
—¿Estás mirando hacia donde se encuentra tu país? —preguntó.
—Sí.
—Nunca lo volverás a ver —dijo con una nota de tristeza en la voz, como si
comprendiera sus sentimientos y simpatizara con ellos.
—Tal vez no; pero, ¿por qué te preocupa? Soy tu enemigo.
—No sé por qué debería preocuparme —repuso la muchacha—. ¿Cuál es tu
nombre?
—Tanar.
—¿Solo Tanar?
—Me llaman Tanar el Veloz.
—¿Por qué?
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—Porque en todo Sari nadie puede distanciarme.
—Sari… ¿Es el nombre de tu país?
—Sí.
—¿Cómo es?
—Es una meseta situada entre montañas. Es un país muy hermoso, con quebrados
ríos y grandes árboles. Está repleto de caza. Nosotros cazamos al gran ryth y al tarag,
tanto para comer como para divertirnos, y hay innumerables animales más que nos
proporcionan ropa y comida.
—¿No tenéis enemigos? Vosotros no sois un pueblo guerrero como los korsars.
—Nosotros derrotamos a los guerreros korsars —le recordó él.
—No deberías hablar de ello demasiado a menudo. El temperamento de los
korsars es fiero y les gusta matar.
—¿Por qué no me matas entonces? —preguntó—. Tienes una pistola y un
cuchillo en tu fajín, como los demás.
La muchacha se limitó a sonreír.
—¡Tú no eres korsar! —exclamó Tanar—. ¡Fuiste capturada, igual que yo, y eres
una prisionera!
—No soy ninguna prisionera —contestó ella.
—Pero no eres korsar —insistió Tanar.
—Pregúntaselo al Cid. Sin duda te acuchillará por tu impertinencia. ¿Pero por qué
crees que no soy korsar?
—Eres demasiado hermosa y agradable —contestó Tanar—. Has demostrado
tener simpatía, y ese es un sentimiento hermoso que está más allá de su capacidad
mental. Ellos son…
—Ten cuidado, enemigo. ¡Tal vez sí sea korsar!
—No lo creo —dijo Tanar.
—Entonces guarda tus pensamientos para ti mismo, prisionero —replicó la
muchacha en tono arrogante.
—¿Qué ocurre? —preguntó una áspera voz a espaldas de Tanar—. ¿Qué te está
diciendo este animal, Stellara?
Tanar se volvió para encarar a Bohar el Sanguinario.
—Le preguntaba si era de la misma raza que tú —soltó Tanar antes de que la
muchacha pudiera responder—. Es inconcebible que una mujer tan hermosa haya
podido ser tocada por sangre korsar.
Con el rostro congestionado por la rabia, Bohar llevó su mano a uno de sus
cuchillos y avanzó ferozmente hacia el sari.
—¡La muerte es el castigo por insultar a la hija del Cid! —gritó extrayendo el
cuchillo de su fajín y lanzando un malvado tajo en dirección a Tanar.
El sari, veloz de movimientos, entrenado desde su niñez tanto en el uso ofensivo
como defensivo de armas afiladas, se echó rápidamente a un lado, y luego, con un
puñetazo bien dirigido, volvió a dejar a Bohar el Sanguinario despatarrado sobre la
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cubierta.
Bohar lanzaba espumarajos por la boca de la rabia que sentía, y entonces, desde la
cubierta en la que se encontraba tendido, tiró de la pesada pistola de su fajín, apuntó
al corazón de Tanar y apretó el gatillo. En el mismo instante, la muchacha saltó hacia
delante como si tratara de evitar el asesinato del prisionero.
Todo ocurrió tan rápido que Tanar apenas tuvo noción de la cadena de
acontecimientos. Lo único que supo fue que la pólvora falló al encenderse. Entonces
se echó a reír.
—Harás mejor en esperar a que os haya enseñado a fabricar una pólvora que arda
antes de intentar matarme, Bohar —dijo.
El Sanguinario se levantó de un salto. Tanar permaneció en pie, listo para recibir
la esperada acometida de su rival; pero la muchacha se interpuso entre ambos con un
gesto imperioso.
—¡Basta! —exclamó—. Es deseo del Cid que este hombre viva. ¿Te gustaría que
el Cid supiera que has intentado matarle de un pistoletazo, Bohar?
El Sanguinario permaneció mirando fijamente a Tanar durante varios segundos.
Luego, sin una palabra, se dio la vuelta y se alejó.
—Me parece que no le caigo muy bien a Bohar —dijo Tanar sonriendo.
—A él no le cae bien prácticamente nadie —dijo Stellara—, pero, además, a ti
ahora te odia.
—Porque lo he derribado, supongo. No puedo censurárselo.
—Esa no es la verdadera razón —dijo la muchacha.
—Entonces, ¿cuál es?
Ella vaciló y luego se echó a reír.
—Está celoso. Bohar me quiere como esposa.
—¿Pero por qué iba a estar celoso de mí?
Stellara miró a Tanar de arriba abajo y de nuevo se echó a reír.
—No lo sé —dijo—. No tienes mucho de hombre al lado de nuestros gigantescos
korsars, con ese rostro barbilampiño y esa cintura tan pequeña. Se necesitarían dos
como tú para hacer uno de ellos.
Para Tanar aquel tono implicaba un velado desprecio, y eso le irritó; aunque, ¿por
qué ella no iba a hacerlo así, si sabía que ello le molestaría? ¿Qué era ella sino la
salvaje hija de un salvaje y rudo korsar?
Cuando supo por la boca de Bohar que ella era la hija y no la compañera del Cid,
había sentido un inexplicable alivio y no había tenido tiempo todavía de intentar
analizar su reacción.
Quizás había sido la belleza de la muchacha el motivo que le había hecho parecer
repulsiva semejante relación con el Cid. Quizás había sido su menor crueldad, que
parecía extrema delicadeza al contrastar con la brutalidad del Cid y de Bohar. Pero
ahora ella sí parecía capaz de una refinada crueldad, lo que, después de todo, era lo
que tenía que esperar haber encontrado de una forma u otra en la hija del líder de los
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korsars.
Como haría cualquiera cuando está picado, arrojó un dardo al azar, esperando
poder herirla.
—Bohar te conoce mejor que yo —dijo—. Quizás él sabía que tenía motivos para
estar celoso.
—Quizá —contestó ella enigmáticamente—. Pero nadie lo sabrá nunca, porque
Bohar te matará. Yo también le conozco lo bastante bien para saberlo.
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Capítulo II
Desastre
E n los eternos mares de Pellucidar, un viaje puede durar una hora o un año. Ello
depende no de su duración, sino de los acontecimientos importantes que
marquen su curso.
Curvándose hacia lo alto, a lo largo del interior del arco de un gran círculo, la
flota korsar surcaba el inquieto mar. Los vientos favorables empujaban los navíos
hacia delante. El sol de mediodía colgaba eternamente en su cenit. Los hombres
comían cuando tenían hambre, descansaban cuando estaban cansados, o dormían a
contratiempo cuando el sueño les debería estar negado, ya que la gente de Pellucidar
parece estar dotada de una facultad que les permite acumular el sueño, por decirlo así,
en periodos de tranquilidad, frente a otros periodos más activos de guerra o de caza
en los que no hay oportunidades para dormir. Del mismo modo, comen con una
irregularidad increíble.
Tanar había comido y dormido varias veces desde su enfrentamiento con Bohar,
al que había visto en varias ocasiones desde entonces en algún encuentro casual. El
Sanguinario parecía estar aguardando su momento.
Stellara había permanecido en su cabina junto a la otra mujer que Tanar suponía
como su madre. Se preguntó si Stellara se parecería a su madre o al Cid cuando fuese
más mayor, y se estremeció al considerar tal eventualidad.
Mientras se ocupaba en tales meditaciones, su atención se fijó en el
comportamiento de los hombres que se hallaban en la cubierta inferior. Les veía
como miraban por el arco de babor hacia lo alto, y, siguiendo la dirección de su
mirada, descubrió el extraño fenómeno de una nube en el resplandeciente cielo.
Alguno de los marineros debía de habérselo notificado al Cid casi al mismo
tiempo, ya que este salió de su cabina y examinó minuciosamente los cielos.
Con su vozarrón, el Cid bramó las oportunas órdenes a su salvaje tripulación,
quienes se dirigieron como monos a sus puestos, trepando como hormigas a los
mástiles del barco o permaneciendo en cubierta dispuestos a cumplir las órdenes
encomendadas.
Se arriaron las grandes velas y se aflojaron las más pequeñas, y a lo largo de toda
la flota, dispersa por la superficie del brillante mar, se siguió el ejemplo de la nave
capitana.
La nube se incrementó en tamaño y se acercó rápidamente. Ya no era la pequeña
nube blanca que había llamado su atención al principio, sino una masa negra, grande,
protuberante y ominosa que descendía sobre el océano, volviéndolo de un tétrico
color gris allá donde alcanzaba su sombra.
El viento, que había estado soplando suavemente, cesó de repente. El navío se
inclinó y se bamboleó en el seno del mar. El silencio que siguió a continuación arrojó
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un hechizo de terror sobre la tripulación de la nave.
Tanar, que lo observaba todo, se dio cuenta del cambio. Si aquellos rudos
hombres, hechos a la mar, se acobardaban ante la amenaza de la gran nube, el peligro,
en efecto, debía de ser grande.
Los saris eran un pueblo montañés. Tanar sabía muy poco del mar, y si temía a
algo en Pellucidar, ese algo era el mar. Además, la visión de aquellos salvajes
marineros korsars estremecidos por el terror, estaba lejos de tranquilizarle.
Alguien se acercó entonces a la barandilla y se situó a su lado.
—Cuando esto haya pasado —dijo una voz—, habrá unos cuantos barcos menos
en la flota korsar y muchos hombres que no regresarán a casa con sus mujeres.
Se volvió y vio a Stellara mirando hacia la nube.
—Tú no pareces tener miedo —dijo.
—Ni tú —contestó la muchacha—. Parece que somos los únicos a bordo que no
estamos asustados.
—Mira a los prisioneros —dijo él—. Tampoco muestran ningún miedo.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Son pellucidaros —respondió él con orgullo.
—Todos somos de Pellucidar —le recordó ella.
—Me refería al Imperio —contestó Tanar.
—¿Por qué no tienes miedo? —preguntó ella—. ¿Acaso eres más valiente que los
korsars?
Ahora no había ningún sarcasmo en su voz.
—Tengo bastante miedo —repuso Tanar—. El mío es un pueblo montañés.
Sabemos muy poco del mar y de lo que a él se refiere.
—Pues no aparentas tenerlo —insistió Stellara.
—Es el resultado de la herencia y el aprendizaje —contestó él.
—Los korsars sí muestran su miedo —musitó ella como si hablase de alguien que
fuese de distinta raza.
—Alardean de su bravura —continuó como si hablase consigo misma—, pero
cuando desciende el cielo muestran su miedo.
En su voz parecía haber un ligero tono de desprecio.
—¡Mira! —exclamó la muchacha—. ¡Ahí viene!
La nube rompió encima de ellos y el mar fue azotado furiosamente. Los
fragmentos de la nube remolinearon y se retorcieron en los extremos de la gran masa
nubosa. Porciones de espuma se retorcían y se arremolinaban por encima del furioso
oleaje. Y entonces la tormenta golpeó la nave, escorándola hacia uno de sus lados.
Lo que vino a continuación apabulló al montañés desacostumbrado al mar: el
caos de las montañas de agua que zarandeaban, empujaban y azotaban la estremecida
nave, el aullante viento, la enloquecida y cegadora espuma y la aterrorizada
tripulación, totalmente acobardada, que ya no parecían los envalentonados rufianes
de antes.
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Tambaleándose, tropezando, agarrándose a la barandilla, Bohar el Sanguinario se
acercó hasta donde se encontraba Tanar, que se aferraba con un brazo a uno de los
mástiles y con el otro sostenía a Stellara, que habría sido arrancada de la cubierta si
no hubiera sido por la rápida acción del sari.
El rostro de Bohar era una máscara cenicienta, contra la cual, la roja cuchillada de
su cicatriz producía un marcado contraste. Miró hacia Tanar y Stellara, pero se limitó
a pasar a su lado hablando consigo mismo.
Más allá de donde ellos se encontraban se hallaba el Cid, gritando órdenes que
nadie alcanzaba a oír. Hacia él se dirigió Bohar. Por encima de la tormenta, Tanar
escuchó al Sanguinario gritar a su caudillo:
—¡Hay que salvarse! ¡Hay que salvarse! ¡A los botes! ¡Que arríen los botes! ¡La
nave está perdida!
Era evidente, incluso para un hombre de tierra, que ningún bote de pequeño
tamaño podría sobrevivir en un mar semejante, aún en el supuesto de que se hubiera
podido descender un bote. El Cid no prestó atención a su lugarteniente, sino que
permaneció agarrado a donde estaba, bramando órdenes.
Una poderosa ola se alzó repentinamente por encima de la proa. Se mantuvo allí
durante un instante, y luego descargó sobre la cubierta inferior. Toneladas de
abrumadora, despiadada e insensata agua, se abatieron sobre los confusos y
vociferantes marinos. Nada salvo la elevada proa y la alzada popa sobresalía por
encima de las enfurecidas olas. Durante un momento, el gran navío se retorció y se
estremeció batallando por su vida.
—¡Es el fin! —gritó Stellara.
Bohar gritaba como un cordero degollado. El Cid se arrojó sobre cubierta con la
cabeza enterrada entre sus brazos. Tanar permaneció en pie, fascinado por el
terrorífico poder de los elementos, viendo al hombre como una diminuta
insignificancia encogida ante el capricho del viento, y una leve sonrisa cruzó su
rostro.
La ola retrocedió, y la nave, forcejeando, se tambaleó hacia la superficie con un
gemido. La sonrisa de Tanar abandonó sus labios cuando sus ojos se posaron sobre la
cubierta inferior. Ahora se hallaba prácticamente vacía. Unas cuantas formas
destrozadas yacían amontonadas en los imbornales; apenas una docena de hombres,
agarrados a donde podían, mostraban signos de vida. Los demás, salvo aquellos que
habían alcanzado un lugar seguro bajo cubierta, habían desaparecido.
La muchacha permanecía agarrada firmemente al hombre.
—No creí que la nave lo soportase —dijo.
—Ni yo —contestó Tanar.
—Pero no tuviste miedo —repuso ella—. Parecías el único que no estaba
asustado.
—¿De qué le ha servido gritar a Bohar? —preguntó él—. ¿Acaso le ha salvado?
—¿Entonces tenías miedo y lo ocultabas?
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Tanar se encogió de hombros.
—Tal vez —dijo—. No sé lo que entiendes por miedo. No quería morir, si es a
eso a lo que te refieres.
—¡Viene otra! —gritó Stellara, estremeciéndose y apretándose más a él.
El brazo de Tanar se enlazó con más fuerza sobre la delgada figura de la
muchacha, en un instintivo gesto de protección.
—¡No tengas miedo! —dijo.
—¡No lo tengo! —contestó ella.
En el instante en que la poderosa y encrespada ola engulló la nave, el enfurecido
huracán golpeó repentinamente con renovada rabia desde un ángulo distinto. Los
mástiles, ya forzados con el mínimo de vela que se requería para que el barco
avanzara y mantuviera su proa hacia la tormenta, se partieron como si fueran huesos
secos y cayeron sobre la borda envueltos en el cordaje. La proa se inclinó y la nave se
hundió en el seno de las olas como un cascarón abandonado a su suerte.
Por encima del rugido del viento se oían los gritos de Bohar.
—¡Los botes! ¡Los botes! —repetía una y otra vez como un loro amaestrado
enloquecido por el terror.
Como si se hubiera saciado por el momento y agotado por sus propios esfuerzos,
la tormenta pareció amainar y el viento cesó momentáneamente. Pero las enormes
olas todavía se alzaban y caían, y la gran nave navegaba indefensa a la deriva. En el
lecho de cada garganta acuática parecía que iba a ser engullida por la escollera gris
verdosa que se cernía sobre ella, y en la cresta de cada montaña líquida, una
destrucción segura se vislumbraba como inevitable.
Bohar, sin dejar de gritar, se arrastró hasta la cubierta inferior. Allí encontró a
varios hombres, milagrosamente todavía vivos, al descubierto y a otros encogidos de
terror bajo la cubierta. A fuerza de golpes y juramentos, y bajo la amenaza de sus
pistolas, consiguió reunirlos, y, a pesar de sus gemidos de pánico, les obligó a
preparar un bote.
Serían unos veinte, y sus dioses o sus demonios debieron estar con ellos, porque
consiguieron arriar un bote y salir con bien de la confusa montonera en que cayeron
sobre él, sin perder ni un solo hombre.
El Cid, al ver lo que pretendía Bohar, intentó evitar aquel aparente acto suicida
rugiendo órdenes desde el barco, pero no tuvieron ningún efecto, y cuando por fin
consiguió descender a la cubierta inferior para reforzar sus órdenes, llegó demasiado
tarde. Permaneció mirando incrédulamente al pequeño bote cabalgando sobre las
grandes olas en aparente seguridad, mientras que el desarbolado barco, golpeado por
los troncos de sus mástiles, parecía destinado a su destrucción.
Desde los rincones en los que se habían refugiado, comenzaron a aparecer el resto
de los supervivientes de la nave, que al ver el bote de Bohar y la, aparentemente,
relativa seguridad de su tripulación, empezaron a clamar por la huida en los demás
botes. Una vez que la idea se implantó en sus mentes, fue seguida por un enloquecido
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pánico cuando aquellas semibestias se enzarzaron en una lucha sin cuartel por las
plazas de los restantes botes.
—¡Vamos! —gritó Stellara—. Hay que apresurarse o se irán sin nosotros.
Pero Tanar la retuvo cuando comenzaba a dirigirse hacia la escalera.
—Míralos —dijo—. Estaremos más seguros a merced del mar y de la tormenta.
Stellara retrocedió volviendo a acercarse a él. Vio hombres acuchillándose unos a
otros, los que iban detrás a los que marchaban delante. Vio a hombres que sacaban a
rastras a otros de los botes y los mataban, o eran muertos, en cubierta. Vio al Cid
disparar por la espalda a otro marinero y saltar a ocupar su puesto en el primer bote
que fue descendido. Vio a hombres arrojándose desde la barandilla, en un loco
esfuerzo por alcanzar aquel bote, para acabar ahogándose en el mar, o siendo
arrojados a él si conseguían abordar el agitado esquife.
Vio descender a los demás botes y a los hombres ser aplastados entre ellos y el
costado de la nave. Vio también las bajezas a las que el miedo arrojaba a los
pendencieros y a los rufianes, cuando los últimos miembros de la tripulación eran
deliberadamente engañados para que saltasen al mar, bajo el pretexto de coger sitio
en el bote, para luego ser ahogados por sus propios compañeros.
Permaneciendo en la popa del bamboleante cascaron, Tanar y Stellara observaban
los frenéticos esfuerzos de los remeros en los sobrecargados botes. Vieron como uno
de los botes chocaba con otro y ambos se iban a pique. Vieron a los que se ahogaban
luchar por sobrevivir. Oyeron sus roncos juramentos y sus gritos por encima del
rugido del mar y el aullido del viento, mientras regresaba la tormenta, como si
temiese que alguien pudiera escapar a su furia.
—Estamos solos —dijo Stellara—. Se han ido todos.
—Déjalos que se vayan —contestó Tanar—. No me cambiaría por ellos.
—Pero aquí no tenemos ninguna esperanza —dijo la muchacha.
—Tenemos las mismas que ellos —repuso el sari—, y al menos no estamos
hacinados en un bote repleto de asesinos.
—Temes más a los hombres que al mar, ¿no es verdad? —dijo ella.
—Por ti, sí —contestó él.
—¿Por qué temes por mí? —preguntó ella—. ¿Acaso no soy también tu enemigo?
Tanar volvió sus ojos rápidamente hacia ella, y en ellos se reflejó la sorpresa.
—Tienes razón —dijo—, pero, de algún modo, lo había olvidado. A diferencia de
ellos, tú no me pareces un enemigo. Creo que ni siquiera te pareces a ellos.
Agarrado a la barandilla y sosteniendo a la muchacha sobre la inestable cubierta,
los labios de Tanar se acercaban al oído de Stellara al tratar de hacerse oír por encima
de la tormenta. Sintió el suave aroma de un delicado perfume que a partir de entonces
iba a formar parte para siempre de sus recuerdos de Stellara.
Entonces una ola golpeó a la estremecida nave, empujando a Tanar hacia delante
de forma que su mejilla tocó la mejilla de la muchacha, y al girar ella su cabeza, los
labios de Tanar se rozaron con los de ella. Ambos fueron conscientes de que había
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sido un accidente, pero el efecto no fue menos sorprendente. Tanar, por vez primera,
sintió el cuerpo de la muchacha contra el suyo, y la conciencia de aquel contacto se
debió reflejar en sus ojos, ya que Stellara retrocedió con una expresión de temor en
los suyos.
Tanar vio el miedo reflejado en los ojos de un enemigo, pero esta vez no sintió
ningún placer. Intentó pensar en el tratamiento que habría recibido una mujer de su
tribu si alguna vez se hallase a merced de los korsars, pero aquello tampoco le
satisfizo, pues de hacerlo tendría que admitir que pertenecía a la misma clase innoble
que los hombres de Korsar.
Pero cualesquiera que fuesen los pensamientos que se agitaban en las mentes de
Tanar y Stellara, quedaron sumergidos por la siniestra tragedia que ocurrió unos
momentos después, cuando una tremenda ola, la más gigantesca que hasta entonces
había azotado la destrozada nave, lanzó incontables toneladas de agua sobre su
quebrantada cubierta.
A Tanar le pareció que aquello era en verdad el fin, puesto que era inconcebible
que el ingobernable armazón pudiera emerger de nuevo de la masa de agua que lo
sumergía por completo, casi hasta la cubierta más alta de la torre de popa en la que
ambos se agarraban para resistir el desgarrador viento y el espantoso balanceo del
barco.
Pero cuando la ola retrocedió, la nave, lenta, perezosamente, forcejeó hasta la
superficie, como un nadador exhausto que, ahogándose, lucha débilmente contra la
inevitabilidad de su destino y pugna por subir hacia la superficie en busca de un
último soplo de aire que, como mucho, no hará sino prolongar la agonía de la muerte.
Cuando la cubierta principal emergió lentamente de las aguas, Tanar quedó
horrorizado al descubrir que la portilla delantera había quedado destrozada. Que en la
nave debía haber entrado una considerable cantidad de agua, y que cada nueva ola
que rompiese contra ella aumentaría aquella cantidad, afectó menos al sari que la
certeza del hecho de que bajo aquella portilla se encontraban confinados sus
camaradas prisioneros.
A través de la negra amenaza de su angustiosa situación había brillado un único
rayo de esperanza: que, si el barco soportaba la tormenta, hubiera a bordo una
veintena de sus compañeros pellucidaros, y que juntos pudieran encontrar los medios
para aparejar una vela provisional con la que realizar el camino de vuelta al
continente en el que habían sido embarcados. Pero con la portilla destrozada, y la
inevitable conclusión de que todos se habían ahogado, comprendió que, en verdad,
sería un milagro si había alguien vivo a bordo que no fueran Stellara y él mismo.
La muchacha también miraba al caos que se había desencadenado abajo. Luego
giró su rostro hacia el de él.
—Deben haberse ahogado todos —dijo—. Eran tu gente. Lo siento mucho.
—Quizás lo hubieran preferido así, en lugar de lo que les esperaba en Korsar —
repuso él.
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—Han conseguido su libertad un poco antes de lo que la obtendremos nosotros —
continuó ella—. ¿Te has dado cuenta de lo hundida que está la nave y cómo se
escora? La bodega debe estar llena de agua. Otra ola como la anterior la echará a
pique.
Durante un rato permanecieron en silencio, cada uno sumido en sus propios
pensamientos. El armazón se balanceaba, y por momentos parecía que no se iba a
enderezar a tiempo para impedir el desastre de la siguiente ola amenazadora, pero,
tambaleándose como un marinero borracho, conseguía una y otra vez oponer su
costado más elevado a las hambrientas aguas.
—Creo que la tormenta ha pasado —dijo Tanar.
—Ahora no hace tanto viento, y ya no hay olas del tamaño de la que destrozó la
portilla delantera —dijo Stellara esperanzada.
El sol de mediodía apareció por detrás de la negra nube que por fin comenzaba a
desaparecer, y el mar resplandeció con un fogonazo de belleza azul y plata. La
tormenta había terminado. El oleaje disminuía. La destrozada nave se deslizaba
pesadamente sobre las olas, aunque, de vez en cuando, todavía revelaba la amenaza
de un inmediato desastre.
Tanar descendió por la escalera de popa hasta la cubierta inferior y se aproximó
hasta la portilla delantera. Un simple vistazo bastó para revelarle lo que ya había
supuesto: cuerpos flotando al vaivén del destrozado navío. Todos estaban muertos.
Con un suspiro se dio la vuelta y regresó a la cubierta superior.
La muchacha no necesitó preguntar; en el rostro de Tanar pudo leer la tragedia
que sus ojos habían presenciado.
—Tú y yo somos los únicos seres vivos que quedan a bordo —dijo.
Ella extendió la mano en un amplio gesto que abarcó la totalidad del mar.
—Sin duda somos los únicos supervivientes de toda la flota —dijo—. No se
divisa ningún otro navío ni ninguno de los botes.
Tanar extendió la vista en todas direcciones.
—No —dijo—, pero quizá algunos de ellos hayan conseguido escapar de la
tormenta.
Ella denegó con la cabeza.
—Lo dudo —contestó.
—La tuya también ha sido una gran pérdida —dijo el sari con pesar—. Además
de muchos de los tuyos, has perdido a tu padre y a tu madre.
Stellara le miró con viveza a los ojos.
—No eran los míos —dijo.
—¿Qué? —exclamó Tanar—. ¿No eran tu gente? ¿Acaso no era tu padre el Cid,
el líder de los korsars?
—Él no era mi padre —contestó la muchacha.
—¿Y la mujer no era tu madre?
—¡No lo hubieran querido los dioses! —exclamó ella.
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—¡Pero el Cid te trataba como su hija!
—Él pensaba que era su hija, pero no lo era.
—No lo entiendo —repuso Tanar—, pero prefiero que no lo seas. No podía
comprender como tú, siendo tan distinta de ellos, podías ser una korsar.
—Mi madre era una nativa de la isla de Amiocap; allí la capturó el Cid al hacer
una incursión en busca de mujeres. Mi madre me habló de ello muchas veces antes de
morir. Su compañero se hallaba ausente cazando tandors y ella nunca le volvió a ver.
Cuando nací el Cid creyó que yo era su hija, aunque mi madre estaba segura de que
no era así, ya que en mi hombro izquierdo tengo una pequeña marca de nacimiento,
roja, idéntica a la que tenía en el hombro izquierdo su compañero, mi padre. Mi
madre nunca le dijo la verdad al Cid porque temía que me matase, de acuerdo con la
costumbre de los korsars de matar a los hijos de sus cautivos si un korsar no es el
padre.
—¿Y la mujer que estaba contigo a bordo no era tu madre?
—No; era la esposa del Cid, pero no era mi madre. Ella murió.
Tanar experimentó un cierto sentimiento de alivio porque Stellara no fuera korsar,
aunque no sabía el porqué, ni tampoco quería analizar sus sentimientos en aquel
momento.
—Prefiero que sea así —dijo.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque ahora no tenemos por qué ser enemigos —contestó él.
—¿Lo éramos antes?
Tanar vaciló y luego se echó a reír.
—Yo no te consideraba un enemigo —dijo—, pero tú no dejabas de recordármelo
a cada instante.
—Llevo toda mi vida acostumbrada a pensar en mí como una korsar, aunque era
consciente de no serlo —repuso ella sonriendo—. La verdad es que no sentía ninguna
enemistad hacia ti.
—Cualquier cosa que sea lo que hayamos sentido antes, ahora necesitamos ser
amigos —dijo Tanar.
—Eso dependerá de ti —contestó Stellara.
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Capítulo III
Amiocap
L as azules aguas del mar conocido como Korsar Az bañan las costas de una isla
verde alejada del continente; una isla larga y estrecha cubierta de verdosas
llanuras y colinas, cuya línea costera está plagada de calas y diminutas bahías:
Amiocap, una romántica isla plagada de misterios.
En la distancia, y cuando la bruma se alza sobre las aguas, aparenta ser dos islas
dado lo baja y estrecha que es en uno de sus puntos, en el que las numerosas calas
discurren de uno a otro lado y el mar prácticamente llega a encontrarse.
De este modo se apareció ante los dos supervivientes que se hallaban en la
cubierta del navío korsar, mientras este derivaba indefenso ante la perezosa corriente
de un océano en calma y el capricho de los errantes vientos.
El tiempo ni siquiera es una palabra para las gentes de Pellucidar, así que Tanar
no le había dedicado ni el más mínimo pensamiento a tal cuestión. Habían comido
muchas veces, pero ya que todavía quedaba un amplio suministro de provisiones,
suficientes incluso para sostener a toda una flota, no sentía ningún interés a ese
respecto. Sin embargo, sí estaba preocupado por el agotamiento de sus reservas de
agua, ya que el contenido de la mayoría de los barriles que había examinado era
imbebible.
Habían dormido bastante, pues a esto es a lo que se dedican los pellucidaros
cuando no hay otra cosa mejor que hacer, almacenando energías para los posibles
futuros periodos de largos y continuados esfuerzos.
Después de dormir, aunque quién puede decir cuánto en el sempiterno presente de
Pellucidar, Stellara fue la primera en salir a cubierta desde la cabina que había
ocupado, próxima a la del Cid. Miró a su alrededor buscando a Tanar, pero al no verlo
dejó que sus ojos vagasen por la ascendente extensión de agua que en todas
direcciones se fundía con la abovedada cúpula azul del brillante cielo, en cuyo centro
exacto colgaba el inmenso sol de mediodía.
Pero repentinamente su mirada se detuvo y se posó en algo más que las infinitas
aguas y el incesante sol. En voz alta mostró su sorpresa lanzando un grito de júbilo y,
girándose, corrió a través de la cubierta en dirección a la cabina en que dormía Tanar.
—¡Tanar! ¡Tanar! —gritó, llamando a la puerta—. ¡Tierra, Tanar, tierra!
La puerta se abrió de golpe y el sari avanzó por la cubierta hacia donde ahora se
encontraba Stellara, que indicaba a un punto desde la barandilla de estribor del
naufragado navío.
Muy cerca se alzaban las verdes laderas de una larga línea costera que se extendía
muchas millas en ambas direcciones, pero si aquello era una isla o el continente
ninguno de los dos lo sabía.
—¡Tierra! —suspiró Tanar—. ¡Qué hermosa parece!
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—El apacible verdor del suave follaje a menudo esconde terribles bestias y
salvajes seres humanos —le recordó ella.
—Esos son los peligros que conozco. Son los desconocidos peligros del mar los
que no me atraen. Yo no pertenezco al mar.
—¿Odias el mar?
—No —repuso—, no lo odio. No lo entiendo, eso es todo. Pero aquello otro sí
que lo entiendo.
Y al decir esto último señaló un punto en la costa. Había algo en el tono de Tanar
que hizo que Stellara mirase rápidamente en la dirección que este indicaba.
—¡Hombres! —exclamó.
—Guerreros —dijo Tanar.
—Debe haber al menos veinte en aquella canoa —dijo ella.
—Y tras ellos viene otra.
En efecto, desde la boca de una estrecha cala, las canoas remaban hacia el mar
abierto.
—¡Mira! —gritó Stellara—. ¡Hay muchas más!
Una tras otra, veinte canoas se movían en una larga columna sobre las tranquilas
aguas, y mientras se dirigían invariablemente hacia la nave, los dos supervivientes
observaron que cada una de ellas iba repleta de guerreros semidesnudos. Sus lanzas
cortas y pesadas, con puntas fabricadas de piedra, se erizaban amenazadoramente.
Los cuchillos de piedra se destacaban en todos los costados, y las hachas de piedra
pendían en todas las caderas.
Mientras la flotilla se aproximaba, Tanar fue a una cabina y regresó con dos de las
pesadas pistolas dejadas atrás por alguno de los huidos korsars al abandonar la nave.
—¿Esperas rechazar a cuatrocientos guerreros con eso? —preguntó la muchacha.
Tanar se encogió de hombros.
—Si nunca han oído la detonación de un arma de fuego, unos cuantos disparos
pueden bastar para atemorizarlos, al menos por algún tiempo —explicó—, y si no
vamos hacia la costa, la corriente nos alejará de ellos en poco tiempo.
—Pero supón que no se asustan tan fácilmente —apuntó ella.
—Entonces solo podré hacerlo lo mejor que pueda con las deficientes armas y la
inútil pólvora de los korsars —repuso él con la inconsciente superioridad de quien,
junto a su pueblo, ha emergido tan recientemente de la edad de piedra que le es igual
agarrar instintivamente una pistola por el cañón y usarla como una maza de guerra, en
caso de una repentina emergencia.
—Tal vez no sean hostiles —sugirió Stellara.
Tanar se echó a reír.
—Entonces no son de Pellucidar —dijo—, sino de alguno de esos maravillosos
países habitados por lo que Perry llama ángeles.
—¿Quién es Perry? —preguntó ella—. Nunca oí hablar de él.
—Un loco que dice que Pellucidar está en el interior de una cueva de piedra que
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es tan redonda como el extraño mundo que siempre cuelga por encima de la Tierra de
la Horrible Sombra, y que en su parte exterior tiene mares, montañas, llanuras,
incontables personas y un gran país del que él procede.
—Debe de estar bastante loco —dijo la muchacha.
—Pero él y David, nuestro emperador, nos han traído muchas maravillas que
antes eran desconocidas en Pellucidar. Ahora podemos matar más guerreros en una
sola batalla, que los que antes podíamos matar en el transcurso de toda una guerra.
Perry llama a eso civilización, y es, en verdad, una cosa maravillosa.
—Tal vez vino del helado mundo del que proceden los korsars —sugirió la chica
—. Ellos dicen que ese mundo está fuera de Pellucidar.
—Aquí llega el enemigo —dijo Tanar—. ¿Disparo a ese tipo grande que va de pie
en la proa de la primera canoa?
Tanar alzó una de las pesadas pistolas y le apuntó, pero la muchacha tendió una
mano sobre su arma.
—Espera —le dijo—. Puede que sean amistosos. No dispares a menos que tengas
que hacerlo. No me gusta matar sin necesidad.
—Estoy absolutamente seguro de que no eres una korsar —dijo él, bajando el
cañón del arma.
A continuación una voz se dirigió a ellos desde la primera canoa.
—¡Estamos preparados para recibiros, korsars! —gritó el alto guerrero que iba de
pie en la proa—. Vosotros sois pocos. Nosotros muchos. Vuestra gran canoa es una
ruina inútil; las nuestras están tripuladas por veinte guerreros cada una. Estáis
indefensos y nosotros somos fuertes. No siempre es así, y está vez no somos nosotros
quienes seremos hechos prisioneros, sino vosotros si intentáis desembarcar. Pero no
somos como vosotros, korsars. No queremos mataros ni capturaros. Marchaos y no se
os hará daño.
—No podemos irnos —contestó Tanar—. Nuestro barco está inutilizado. Solo
somos dos y nuestra agua y nuestra comida están casi agotadas. Dejadnos
desembarcar y permanecer aquí hasta que podamos prepararnos para regresar a
nuestros propios países.
El guerrero se dio la vuelta y conversó con los otros que iban en la canoa. En
breve, se volvió de nuevo hacia Tanar.
—No —dijo—. Mi pueblo no permitirá a ningún korsar venir con nosotros. No
confían en los korsars; ni yo tampoco. Si no os alejáis de aquí, os tomaremos como
prisioneros y vuestro destino estará en manos del Consejo de los Jefes.
—Pero nosotros no somos korsars —explicó Tanar.
El guerrero se echó a reír.
—Estás mintiendo —dijo—. ¿Acaso crees que no conocemos las naves de los
korsars?
—Esta es una nave korsar —repuso Tanar—, pero nosotros no somos korsars.
Eramos prisioneros suyos, pero abandonaron el barco durante una gran tormenta y
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nos dejaron a bordo.
De nuevo los guerreros volvieron a conferenciar. Las demás canoas que habían
permanecido junto a la primera también se unieron a la discusión.
—¿Quiénes sois entonces? —preguntó el portavoz.
—Me llamo Tanar de Pellucidar. Mi padre es el rey de Sari.
—Todos somos de Pellucidar —repuso el guerrero—, y jamás hemos oído hablar
de ningún país llamado Sari. ¿Y la mujer? ¿Es tu compañera?
—¡No! —exclamó Stellara altivamente—. No soy su compañera.
—¿Quién eres? ¿También eres de Sari?
—No soy sari. Mi padre y mi madre eran de Amiocap.
Una vez más los guerreros volvieron a hablar entre ellos. Algunos parecían a
favor de una idea y otros de otra.
—¿Sabes dónde te encuentras? —preguntó finalmente el guerrero dirigiéndose a
Stellara.
—No —contestó ella.
—Estábamos a punto de hacerte esa misma pregunta —dijo Tanar.
—¡Y la mujer dice ser de Amiocap! —exclamó otro guerrero.
—Ninguna otra sangre fluye por mis venas —dijo Stellara con orgullo.
—¡Entonces es un poco extraño que no reconozcas a tu propia tierra y a tu propio
pueblo! —exclamó el primer guerrero—. ¡Esta isla es Amiocap!
Stellara lanzó una exclamación de asombro y de júbilo.
—¡Amiocap! —suspiró para sí misma.
En su voz había un tono de cariño, pero los guerreros de las canoas estaban
demasiado lejos para percibirlo. Por el contrario, creyeron que permanecía en silencio
y desconcertada al ser descubierto su engaño.
—¡Marchaos! —les volvieron a ordenar.
—¡No me expulsaréis de la tierra de mis padres! —exclamó Stellara enfurecida.
—Nos has mentido —replicó el alto guerrero—. No eres de Amiocap. Ni tú nos
conoces ni nosotros te conocemos a ti.
—¡Escuchadme! —exclamó Tanar—. Yo era un prisionero a bordo de esta nave y,
a pesar de no ser un korsar, la muchacha me contó su historia mucho antes de que
avistásemos esta tierra. Ella no podía saber que nos encontrábamos cerca de vuestra
isla. No sé si ni tan siquiera conocía su localización, pero en cualquier caso creo que
su historia es cierta. Nunca dijo que fuera de Amiocap, sino que sus padres lo eran.
Jamás vio esta isla antes de ahora. Su madre fue capturada por los korsars antes de
que naciera.
De nuevo los guerreros conferenciaron entre ellos en voz baja durante un rato, y,
después, una vez más el portavoz se dirigió a Stellara.
—¿Cuál era nombre de tu madre? —preguntó—. ¿Quién era tu padre?
—Mi madre se llamaba Allara —contestó la muchacha—. Nunca conocí a mi
padre, pero mi madre me dijo que era un gran jefe y un gran cazador de tandors que
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se llamaba Fedol.
A una orden del alto guerrero que permanecía de pie en la proa de la canoa, los
demás guerreros remaron lentamente acercándose al naufragado navío. Mientras se
aproximaban a las falcas del barco, Tanar y Stellara descendieron a la cubierta
principal, que ahora se encontraba prácticamente inundada debido a lo hundida que se
hallaba la nave por la cantidad de agua que había entrado en la bodega. Cuando la
canoa se situó a su costado, los guerreros, a excepción de un par de ellos, dejaron los
remos y se pusieron en pie con sus lanzas de punta de piedra preparadas.
Ahora los dos náufragos y el alto guerrero de la canoa se hallaban prácticamente a
la misma altura y frente a frente. Este último era un hombre de rostro afable, de
rasgos finamente moldeados y unos ojos de un gris claro que expresaban inteligencia
y coraje. Observaba intensamente a Stellara, como si estuviese buscando en su misma
alma la prueba de la veracidad o la falsedad de sus aseveraciones. Finalmente habló.
—Bien podías ser su hija —dijo—. El parecido es evidente.
—¿Conocías a mi madre? —exclamó Stellara.
—Me llamo Vulhan. ¿Has oído hablar de mí?
—¡El hermano de mi madre! —exclamó Stellara con profunda emoción, aunque
no hubo ninguna respuesta emotiva por parte del guerrero de Amiocap—. ¿Dónde
está mi padre? ¿Vive todavía?
—Esa es la cuestión —dijo Vulhan con seriedad—. ¿Quién es tu padre? Tu madre
fue raptada por un korsar, y si ese korsar es tu padre, tú eres una korsar.
—¡Él no fue mi padre! —exclamó Stellara con enfado en su voz—. Llevadme
hasta mi propio padre. Aunque no me haya visto nunca, él me reconocerá y yo le
reconoceré a él.
—No nos causará ningún daño hacerlo así —dijo uno de los guerreros que estaba
al lado de Vulhan—. Si la chica es korsar, sabremos lo que hay que hacer con ella.
—Si es el engendro del korsar que se llevó a Allara, Vulhan y Fedol sabrán cómo
tratarla —dijo Vulhan con ferocidad.
—No os tengo ningún miedo —dijo Stellara.
—¿Y este? —dijo Vulhan, señalando a Tanar—. ¿Qué pasa con él?
—Era un prisionero de guerra que los korsars llevaban a Korsar. Dejad que vaya
con vosotros. Su pueblo no está habituado al mar. No podría sobrevivir solo en él.
—¿Estás segura de que no es korsar? —preguntó Vulhan.
—¡Mírale! —exclamó la muchacha—. Los hombres de Amiocap deben de
reconocer a la gente de Korsar solo con verlos. ¿Se parece a un korsar?
Vulhan tuvo que admitir que no.
—Muy bien —dijo—. Puede venir con nosotros, pero cualquiera que sea tu
destino, él lo compartirá.
—Con placer —dijo conforme Tanar.
Los dos abandonaron la cubierta del naufragado navío, mientras se les hacía sitio
en una canoa. Cuando las pequeñas naves comenzaron a remar rápidamente hacia la
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costa, ninguno de ellos sintió ningún pesar por alejarse del navío a la deriva que había
sido su hogar durante tanto tiempo. Lo último que vieron de él, justo mientras
entraban a la cala de la que habían visto surgir por primera vez a las canoas, es que
navegaba lentamente a la deriva con la corriente del océano, paralelamente a la verde
costa de Amiocap.
Las canoas fueron varadas en el extremo superior de la cala, y luego fueron
arrastradas bajo el frondoso follaje de la lujuriosa vegetación. Allí se les dio la vuelta,
con el casco vuelto hacia arriba, y fueron abandonadas hasta que una nueva ocasión
demandara su uso.
Los guerreros de Amiocap condujeron a sus dos prisioneros hacia la jungla. Al
principio no vieron señal de senda alguna, y la avanzada de los guerreros forzó su
camino a través de la frondosa vegetación que afortunadamente se hallaba libre de
espinos y zarzas; pero, en breve, llegaron a un pequeño sendero que se abría a una
amplia y bien marcada senda por la que la partida avanzó en silencio.
Durante la marcha, Tanar tuvo oportunidad de estudiar más detenidamente a los
hombres de Amiocap, y observó que, casi sin excepción, todos estaban
simétricamente construidos, con músculos sueltos y redondeados que sugerían una
combinación de fuerza y agilidad. Sus rasgos eran correctos, y no había entre ellos
ninguno que pudiera ser tachado de feo. En conjunto, sus expresiones eran más
francas que taimadas y más benévolas que feroces, aunque las cicatrices sobre los
cuerpos de muchos de ellos y el aspecto gastado, pero eficiente, de sus toscas armas,
sugería que se les podía considerar como temerarios cazadores y feroces guerreros.
Había una marcada dignidad en su porte y en su comportamiento que agradó a Tanar,
como también lo hizo su carácter taciturno, pues los saris tampoco eran dados a
hablar sin necesidad.
Stellara, que caminaba a su lado, parecía inusitadamente feliz. Había una
expresión de satisfacción en su rostro que el sari no había visto con anterioridad. Lo
había estado observando tanto a él como a los guerreros de Amiocap; entonces se
dirigió a él en un susurro.
—¿Qué piensas de mi gente? —le preguntó con orgullo—. ¿No son maravillosos?
—Son una hermosa raza —contestó él—, y, por tu bien, espero que te acepten
como una de ellos.
—Es como siempre había soñado —dijo con un suspiro de felicidad—. Siempre
supe que algún día conseguiría llegar a Amiocap, y que sería como me lo había
contado mi madre: los inmensos árboles, los gigantescos helechos, las suntuosas
enredaderas llenas de flores y la abundante maleza. Aquí no hay tantas bestias
salvajes como en otras partes de Pellucidar y sus pueblos raramente hacen la guerra
entre sí, de modo que la mayoría de ellos viven en paz y armonía, rotas tan solo por
las incursiones de los korsars o por algún ataque ocasional a sus campos y poblados
de los grandes tandors. ¿Sabes qué son los tandors, Tanar? ¿Existen en tu país?
—He oído hablar de ellos en Amoz —asintió Tanar—, aunque son raros en Sari.
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—En la isla de Amiocap hay miles de ellos —dijo la muchacha—, y los hombres
de mi pueblo son los mejores cazadores de tandors de todo Pellucidar.
De nuevo caminaron en silencio. Tanar se preguntó cuál sería la actitud de los
amiocapios hacia ellos, y, en caso de que fuera amistosa, si serían capaces de
ayudarle a regresar al lejano continente en donde se encontraba Sari. Para el primitivo
montañés parecía poco menos que imposible incluso el soñar con regresar a su tierra
nativa. El mar le causaba espanto, y, además, tampoco tenía idea de cómo seguir un
rumbo en su salvaje seno o cómo manejar cualquier nave que más tarde pudiera
encontrar a su disposición. Con todo, tan poderoso es el instinto del hogar en los
pellucidaros, que en su mente no existía ninguna duda de que, durante tanto tiempo
como viviera, siempre buscaría una manera de volver a Sari.
Se sentía aliviado por no tener que preocuparse por Stellara, ya que si era cierto
que se hallaba entre los suyos, ella podría permanecer en Amiocap y no pesaría sobre
él ningún sentido de responsabilidad por su regreso a Korsar. Pero si no la
aceptaban… aquello sería otra cuestión. Entonces Tanar tendría que buscar los
medios para escapar de una isla poblada de enemigos, y tendría que llevarse a Stellara
con él.
Pero aquel hilo de pensamientos fue interrumpido por una repentina exclamación
de Stellara.
—¡Mira! —dijo—. ¡Ahí hay un poblado! Tal vez sea el mismo en el que vivía mi
madre.
—¿Qué has dicho? —preguntó un guerrero que caminaba cerca de ellos.
—He dicho que tal vez sea este el poblado en el que vivía mi madre antes de que
la capturasen los korsars.
—¿Dijiste que tu madre era Allara? —preguntó el guerrero.
—Sí.
—Este era, en efecto, el poblado en el que vivía Allara —dijo el guerrero—. Pero
no tengas demasiadas esperanzas de ser recibida como uno de los nuestros,
muchacha, porque a menos que tu padre también fuera de Amiocap, no eres
amiocapia. Será difícil convencer a alguien de que no eres la hija de un korsar, y por
tanto korsar y no amiocapia.
—¿Pero cómo podéis estar seguros de que mi padre era un korsar? —inquirió
Stellara.
—No tenemos que estar seguros —repuso el guerrero—. Simplemente es cuestión
de que lo creamos, y eso lo tendrá que decidir Zural, el jefe del poblado de Lar.
—Lar —repitió Stellara—. ¡Ese era el pueblo de mi madre! Le oí hablar muchas
veces de él. Entonces, ¿esto es Lar?
—Lo es —contestó el guerrero—, y en breve veréis a Zural.
El poblado de Lar consistía en unas cien chozas de paja, cada una de las cuales,
como regla general, se hallaba dividida en dos habitaciones; una de estas
habitaciones, de forma invariable, consistía en una sala de estar sin paredes, en cuyo
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centro había un hogar de piedra. La otra habitación, normalmente, se hallaba
completamente cerrada y carecía de ventanas, proporcionando así la necesaria
oscuridad cuando los amiocapios deseaban dormir.
Todo el claro en el que se hallaba el poblado, aparecía rodeado por la más extraña
empalizada que Tanar hubiera visto nunca. Los postes, en lugar de estar asentados en
el suelo, estaban suspendidos por una gruesa cuerda que discurría de árbol en árbol,
colgando los extremos inferiores de los postes al menos a cuatro pies por encima del
suelo. En los postes se habían realizado unos agujeros a intervalos de doce o
dieciocho pulgadas, y en ellos se habían insertado unas recias estacas de madera, de
unos cuatro o cinco pies de longitud y afiladas en sus extremos. Estas estacas
sobresalían entre los postes y en todas las direcciones, de forma paralela al suelo, y
los postes colgaban a tal distancia uno de otro, que las puntas de las estacas
sobresalían de los postes contiguos dejando unos intervalos de dos o cuatro pies entre
ellas. Como defensa contra un ataque enemigo a Tanar le pareció inútil, ya que al
entrar la partida en el poblado había pasado por los espacios abiertos entre los postes
sin que se lo impidiera la barrera.
Pero las conjeturas sobre el propósito de aquella extraña barrera, fueron alejadas
de sus pensamientos por otras ocurrencias más interesantes, puesto que apenas
entraron al poblado fueron rodeados por una horda de hombres, mujeres y niños.
—¿Quiénes son? —preguntaron algunos.
—Dicen ser amigos —contestó Vulhan—, pero creemos que proceden de Korsar.
—¡Korsars! —gritaron los habitantes del poblado.
—¡No soy korsar! —exclamó Stellara con furia—. Soy la hija de Allara, la
hermana de Vulhan.
—Dejadla que se lo cuente a Zural. A él le corresponde escucharla, no a nosotros
—exclamó uno—. Zural sabrá cómo tratar a los korsars. ¿Acaso no se llevaron a su
hija y mataron a su hijo?
—¡Sí, llevadlos ante Zural! —exclamó otro.
—Es ante Zural adonde los llevamos —repuso Vulhan.
Los habitantes del poblado abrieron camino a los guerreros y a sus prisioneros, y
cuando estos últimos atravesaron el pasillo que se había formado, muchas fueron las
malévolas miradas que les dirigieron y muchas las expresiones de odio que les
alcanzaron pero ninguna violencia les fue inferida y, en breve, fueron conducidos a
una gran choza situada en el centro de la aldea.
Al igual que otras moradas del poblado de Lar, el piso de la casa del jefe se alzaba
a unas dieciocho pulgadas o un pie por encima del suelo. El techo de paja de la
amplia sala de estar a la que fueron llevados, estaba sostenido por enormes colmillos
de gigantescos tandors. El suelo, que parecía estar construido de baldosas sin vidriar,
se hallaba cubierto casi en su totalidad por las pieles de varios animales salvajes.
Había varios asientos bajos de madera alrededor de la habitación y otro, más alto que
los demás, del que se podía decir que había alcanzado la dignidad de una silla.
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En aquel asiento más elevado se sentaba un hombre de rostro severo, que les
escrutó cuidadosamente y en silencio cuando se detuvieron ante él. Durante unos
segundos nadie pronunció palabra, pero finalmente el hombre de la silla se dirigió a
Vulhan.
—¿Quiénes son? —preguntó—. ¿Qué hacen en el poblado de Lar?
—Les capturamos en un navío korsar que iba a la deriva —respondió Vulhan—, y
les traemos ante Zural, jefe del poblado de Lar, para que escuche su historia y juzgue
si son los amigos que alegan ser o los enemigos korsar que creemos que son.
—Esta —continuó Vulhan, indicando a Stellara— dice ser la hija de Allara.
—Soy la hija de Allara —puntualizó Stellara.
—¿Y quién fue tu padre? —preguntó Zural.
—Su nombre es Fedol —contestó Stellara.
—¿Cómo lo sabes? —volvió a preguntar Zural.
—Me lo dijo mi madre.
—¿Dónde naciste? —inquirió entonces Zural.
—En la ciudad korsar de Allaban —respondió Stellara.
—Entonces eres korsar —concluyó Zural, que a continuación se volvió hacia
Tanar—. ¿Y este otro qué tiene que decir?
—Alega que era un prisionero de los korsars y que procede de un lejano reino
llamado Sari.
—Nunca he oído hablar de tal reino. ¿Hay aquí algún guerrero que lo haya oído
nombrar alguna vez? —preguntó—. Si lo hay, que hable en justicia del prisionero.
Pero los amiocapios se limitaron a negar con sus cabezas, ya que ninguno de ellos
había oído hablar jamás del reino de Sari.
—Está bastante claro —concluyó Zural—, que son enemigos que utilizan la
mentira para ganar nuestra confianza. Si hay alguna gota de sangre de Amiocap en
uno de ellos, lo sentimos por esa gota. Llévatelos, Vulhan. Manténlos bajo guardia
hasta que decidamos como han de morir.
—Mi madre me dijo que los amiocapios eran un pueblo justo y benévolo —
señaló Stellara—, pero no es justo ni benévolo matar a este hombre, que no es
enemigo vuestro, simplemente porque nunca habéis oído nombrar el país del que
viene. Os he dicho que no es korsar. Yo estaba en uno de los barcos de la flota cuando
trajeron a los prisioneros a bordo. Oí al Cid y a Bohar el Sanguinario interrogar a este
hombre, y sé con toda seguridad que no es korsar y que procede de un reino llamado
Sari. Ellos jamás dudaron de su palabra; ¿por qué lo ibais a hacer vosotros? Si sois un
pueblo justo y benévolo, cómo podéis matarnos sin darme la oportunidad de hablar
con Fedol, mi padre. Él me creerá. Él sabrá que soy su hija.
—Los dioses desaprueban que alberguemos a nuestros enemigos en nuestro
poblado —contestó Zural—. Tendríamos mala suerte, como todo Amiocap sabe. Las
bestias salvajes matarían a nuestros cazadores; los tandors pisotearían nuestros
campos y destruirían nuestros poblados. Peor todavía: llegarían los korsars y os
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rescatarían. En cuanto a Fedol, ningún hombre sabe dónde está. Él no vivía aquí, y la
gente de su propio poblado ha comido y ha dormido muchas veces desde que vieron a
Fedol por última vez. Han comido y han dormido muchas veces desde que Fedol
partió en su última cacería de tandors. Tal vez finalmente los tandors consiguieron
vengar la muerte de tantos y tantos de los suyos, o tal vez cayó en las garras del
pueblo escondido. No lo sabemos. Lo único que sabemos es que Fedol partió a cazar
tandors y nunca regresó. Llévatelos, Vulhan; celebraremos un consejo de jefes, y
entonces decidiremos qué hacer con ellos.
—Eres un hombre cruel y malvado, Zural —afirmó Stellara—, y no eres mejor
que los korsars.
—Es inútil, Stellara —dijo Tanar, poniendo su mano sobre el hombro de la
muchacha—. Vayámonos pacíficamente con Vulhan.
Inmediatamente a continuación volvió a dirigirse a ella en un susurro.
—No los enfurezcas. Todavía puede haber alguna esperanza para nosotros en el
consejo de los jefes si no nos enemistamos con ellos.
Y así, sin más palabras, Stellara y Tanar fueron conducidos fuera de la casa de
Zural, el jefe de Lar, rodeados por una docena de fornidos guerreros.
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Capítulo IV
Letari
T anar y Stellara fueron llevados a una pequeña choza situada en las afueras del
poblado. La construcción consistía en apenas dos habitaciones: la abierta sala
de estar con el hogar en su centro y un departamento pequeño y oscuro para dormir.
Los dos prisioneros fueron introducidos en este último, y un único guerrero quedó de
guardia en la sala contigua para impedir su fuga.
En un mundo en el que el sol permanece eternamente en su cenit, no hay
oscuridad, y sin oscuridad pocas oportunidades hay para escapar de las garras de un
enemigo atento. A pesar de ello, no había un solo momento en el que la idea de huir
no estuviera presente en la mente del sari. Estudió a los centinelas, y cuando uno de
ellos era relevado intentaba entablar alguna conversación con su sucesor, pero sin
resultado: los guerreros no querían dirigirles la palabra. Algunas veces los guardias
dormitaban, pero el poblado y el claro que lo rodeaba siempre se encontraban llenos
de gente, de modo que parecía poco probable el que pudiera presentárseles una
oportunidad de fuga.
Los centinelas eran relevados, la comida les era llevada regularmente y cuando se
sentían inclinados a hacerlo, dormían. Solo de esta forma podían medir el transcurso
del tiempo, si es que tal cosa pasaba alguna vez por su cabeza, lo que sin duda no
ocurrió. Hablaban entre ellos y en algunas ocasiones Stellara cantaba; cantaba las
canciones de Amiocap que le había enseñado su madre y ambos se sentían alegres y
felices, aunque eran conscientes de que el espectro de la muerte revoloteaba
permanentemente sobre ellos. En breve golpearía, pero mientras tanto eran felices.
—Cuando era muy joven —dijo Tanar—, fui capturado por el pueblo negro con
cola. Ellos construyen sus poblados en las ramas más altas de los grandes árboles, y
al principio me dejaron en una pequeña choza tan oscura como esta, aunque más
sucia. Me sentí infeliz y desgraciado puesto que siempre había sido libre y amaba la
libertad. Ahora vuelvo a estar prisionero en una oscura choza y además sé que voy a
morir, y sin embargo no me siento desgraciado. ¿Por qué, Stellara? ¿Por qué me
siento así?
—A mí me ocurre lo mismo —repuso la joven—. Me parece que no he sido tan
feliz en mi vida, pero no sé la razón.
Estaban sentados el uno al lado del otro, en una esterilla de hilo que habían
colocado cerca de la puerta para así obtener tanta luz y aire como fuera posible. Los
dulces ojos de Stellara miraban pensativamente el pequeño mundo limitado por la
puerta de su prisión. Una de sus manos descansaba con indiferencia sobre la esterilla,
entre ambos. Los ojos de Tanar se posaron en su perfil, y lentamente movió su mano
hasta situarla encima de la de ella.
—Quizá —dijo—, no sería tan feliz si no estuvieras aquí.
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La muchacha volvió sus ojos, un poco contrariados, hacia él y retiró su mano.
—No hagas eso —dijo.
—¿Por qué? —preguntó él.
—No lo sé; me pone un poco nerviosa.
Tanar estaba a punto de decir algo, cuando una figura oscureció la abertura de la
puerta. Una muchacha les traía la comida. Hasta entonces la había traído un hombre,
un hombre taciturno que no había contestado ninguna de las preguntas que le había
hecho Tanar. Pero ahora no había ningún rastro de taciturnidad en el hermoso y
sonriente semblante de aquella muchacha.
—Os traigo comida —dijo—. ¿Estáis hambrientos?
—Cuando no hay otra cosa que hacer salvo comer, yo siempre tengo hambre —
dijo Tanar—. ¿Dónde está el hombre que nos traía la comida?
—Era mi padre —contestó la muchacha—. Ha salido a cazar y os traigo la
comida en su lugar.
—Espero que nunca regrese de cazar —dijo Tanar.
—¿Por qué? —preguntó la chica—. Es un buen padre. ¿Por qué le deseas algún
daño?
—No le deseo ningún daño —contestó riendo Tanar—. Solo deseo que su hija
continúe trayéndonos la comida. Es mucho más agradable y más guapa.
La muchacha se ruborizó, pero era evidente que aquello la había agradado.
—Quise venir antes —dijo—, pero mi padre no me lo permitió. Te vi cuando os
trajeron al poblado, y he intentado volver a verte después. Nunca antes había visto un
hombre como tú. Eres diferente a los amiocapios. ¿Todos los hombres de Sari son tan
guapos como tú?
Tanar se echó a reír.
—Me temo que nunca me he fijado mucho en eso —contestó—. En Sari
juzgamos a los hombres por lo que hacen y no por lo que parecen.
—Pero tú debes de ser un gran cazador —dijo la chica—. A mí me pareces un
gran cazador.
—¿Y a qué se parecen los grandes cazadores? —preguntó Stellara con tirantez.
—Pues no sé —repuso la muchacha—. Se parecen a él.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Tanar riendo.
—Letari —contestó la chica.
—Letari —repitió Tanar—. Es un bonito nombre. Espero, Letari, que nos traigas
a menudo la comida.
—No creo que os la vuelva a traer —dijo la muchacha con tristeza.
—¿Por qué? —preguntó Tanar.
—Porque nadie os la volverá a traer —dijo.
—¿Y eso? ¿Es que quieren matarnos de hambre?
—No. El consejo de los jefes ha decidido que ambos sois korsars y que debéis
morir.
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—¿Y eso cuando ocurrirá? —preguntó Stellara.
—Tan pronto como los cazadores regresen con comida. Celebraremos un gran
festín y danzaremos, pero yo no me divertiré con los demás. Me sentiré muy
desgraciada porque no deseo que muera Tanar.
—¿Cómo piensan acabar con nosotros? —preguntó Tanar.
—Mirad allí —dijo la muchacha, señalando a través de la puerta que ahora se
hallaba abierta.
A lo lejos, los dos prisioneros distinguieron a varios hombres clavando dos postes
en el suelo.
—Muchos querían entregaros al pueblo escondido —dijo Letari—, pero Zural
dijo que había transcurrido mucho tiempo desde que habíamos danzado y celebrado
un festín, y que era mejor festejar la muerte de dos korsars que dejar aquel placer al
pueblo escondido, así que van a ataros a aquellos postes, apilarán madera seca y
maleza a vuestro alrededor y luego os quemarán hasta morir.
Stellara se estremeció.
—¡Y decía mi madre que era un pueblo benévolo! —dijo apretando los puños.
—¡No somos un pueblo despiadado! —protestó Letari—, pero los korsars han
sido muy crueles con nosotros y Zural cree que los dioses les contarán a los korsars
que fuisteis quemados hasta morir, y que eso les aterrorizará y les mantendrá alejados
de Amiocap.
Tanar se puso en pie y permaneció muy recto y erguido. El horror de la situación
le abrumó. Miró hacia abajo, hacia la dorada cabeza de Stellara, y se estremeció.
—¿Quieres decir que los hombres de Amiocap pretenden quemar viva a esta
muchacha?
—Sí —contestó Letari—. No sería bueno matarla antes, porque entonces su
espíritu no podría contarle a los dioses que fue quemada y estos no se lo podrían decir
a los korsars.
—Es espantoso —repuso Tanar—. ¿Y tú, una mujer también, no tienes
sentimientos? ¿No tienes corazón?
—Siento muchísimo que te vayan a quemar también a ti —dijo Letari—, pero, en
cuanto a ella, es una korsar y no siento sino odio y asco hacia su pueblo. Sin
embargo, tú eres distinto. Yo sé que no eres korsar y desearía poder salvarte.
—¿Lo harías si pudieras? —preguntó Tanar.
—¡Oh, sí! Pero no puedo hacerlo.
La parte de la conversación relativa a la huida la habían realizado en susurros, de
forma que el centinela no la pudo oír, pero evidentemente había despertado sus
sospechas, ya que en ese momento se levantó y se acercó hasta la puerta de la choza.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó—. ¿Qué es lo que haces tanto tiempo
aquí, Letari, hablando con los korsars? ¿Acaso estás enamorada de este hombre?
—¿Y qué si lo estoy? —exclamó la muchacha—. ¿No nos exigen nuestros dioses
que amemos? ¿Para qué vivimos en Amiocap sino para el amor?
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—Los dioses no dicen que debamos amar a nuestros enemigos.
—Tampoco dicen que no debamos hacerlo —replicó Letari—. Si quiero amar a
Tanar es asunto mío.
—¡Vete! —estalló el guerrero—. ¡Hay otros muchos hombres en Lar para que los
ames!
—¡Ah! —suspiró la muchacha, mientras atravesaba la puerta—, pero ninguno es
como Tanar.
—¡Pequeña y odiosa buscona! —exclamó Stellara, después que la muchacha se
hubiera marchado.
—No vaciló en revelar lo que había en su corazón —dijo Tanar—. Las chicas de
Sari no son así. Morirían antes que descubrir su amor si el hombre no les ha
declarado primero el suyo. Pero tal vez no sea más que una chiquilla y no se da
cuenta de lo que ha dicho.
—¡Qué no es más que una chiquilla! —estalló Stellara—. ¡Sabía perfectamente
bien lo que estaba diciendo, y además era evidente que a ti te agradaba! ¡Muy bien,
cuando venga a salvarte, márchate con ella!
—¿No creerás que intentaría escaparme yo solo, aunque se me presentase la
oportunidad de huir gracias a ella, verdad? —preguntó Tanar.
—Ella te dijo que a mí no me ayudaría a escapar —le recordó Stellara.
—Lo sé; pero sería solo con la esperanza de ayudarte a escapar, por lo que
llegaría a aprovecharme de su ayuda.
—Preferiría ser quemada viva una docena de veces, antes que escapar gracias a
ella.
En el tono de Stellara había un rencor que Tanar jamás había oído antes en la voz
de la muchacha y la miró con sorpresa.
—No te entiendo, Stellara —le dijo.
—No me entiendo a mí misma —respondió la muchacha, que escondió su rostro
entre las manos y rompió a llorar.
Tanar se arrodilló rápidamente a su lado y puso su brazo sobre ella.
—No hagas eso —le pidió—, por favor, no lo hagas.
Pero Stellara le apartó de un empujón.
—¡Márchate! —exclamó—. No me toques. Te odio.
Tanar estaba a punto de decir algo, cuando fue interrumpido por una gran
conmoción en el extremo más alejado del poblado. Las voces y los gritos de los
hombres se mezclaban con un sonido atronador que estremecía visiblemente el suelo
y con el retumbar de tambores.
Al instante, los hombres que estaban clavando en el suelo los postes en los que
Tanar y Stellara iban a ser quemados, abandonaron su tarea, tomaron sus armas y se
precipitaron en la dirección de la que provenía el tumulto.
Los dos prisioneros vieron como hombres, mujeres y niños salían corriendo de
sus chozas y dirigían sus pasos hacia un mismo punto. El guardia que se hallaba ante
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su puerta se levantó de un salto y permaneció durante un momento viendo correr a los
habitantes del poblado. Luego, sin más palabras y sin echar una mirada atrás, se lanzó
a la carrera tras ellos.
Tanar, comprendiendo que por fin había llegado el momento que habían esperado,
salió de la oscura celda al abierto compartimento contiguo y miró en la dirección
hacia la que corría todo el poblado. Entonces vio la causa de aquel disturbio, y
también halló la explicación del propósito al que respondía la extraña barrera.
Más allá de la empalizada asomaban dos gigantescos mamuts, dos enormes
tandors, que se alzaban hasta más de dieciséis pies de altura, con sus malévolos ojos
enrojecidos por el odio y la rabia, sus colmillos relampagueando al sol y con sus
poderosas trompas intentando abatir la afilada barrera de estacas ante la que su carne
se veía obligada a retroceder. Enfrentándose a los mamuts se hallaba una aullante
horda de guerreros, mujeres y niños, y por encima de todos ellos se elevaba el
atronador estrépito de los tambores.
Cada vez que los tandors intentaban forzar su avance a través de la barrera o
apartar a un lado los postes, estos se balanceaban a su alrededor, amenazando sus ojos
o clavándose en la delicada carne de su trompa, a la vez que los aullantes guerreros
les hacían frente bravamente, arrojando sus lanzas con punta de piedra.
Pero, a pesar de lo interesante o lo asombrosa que pudiera ser aquella visión,
Tanar no podía perder el tiempo siguiendo el curso de los acontecimientos.
Volviéndose hacia Stellara, la tomó de la mano.
—¡Vámonos! —exclamó—. ¡Ahora es nuestra oportunidad!
Y así, mientras los habitantes del poblado se encontraban absortos por la batalla
con los tandors en el extremo más alejado de la aldea, Tanar y Stellara corrieron
velozmente por el claro y entraron en la frondosa vegetación de la selva que se
extendía al otro lado.
No había ninguna senda. Avanzaron con grandes dificultades a través de la
maleza, hasta que tras recorrer una corta distancia Tanar por fin se detuvo.
—Nunca conseguiremos escapar de esta manera —dijo—. Nuestro rastro es tan
claro como las huellas de un dyryth tras la lluvia.
—¿Y de qué otra forma podemos escapar? —preguntó Stellara.
Tanar miró hacia lo alto, examinando los árboles detenidamente.
—Cuando fui prisionero del pueblo negro con cola —dijo—, tuve que aprender a
viajar a través de los árboles. Esa habilidad me ha sido de gran ayuda desde entonces,
y creo que ahora también puede ser nuestra salvación.
—Entonces vete —dijo Stellara—, y sálvate tú, porque con toda seguridad yo no
soy capaz de viajar por los árboles, y no hay ninguna razón por la que los dos
volvamos a ser capturados cuando al menos uno puede escapar.
—Sabes que nunca haría eso —repuso Tanar con una sonrisa.
—¿Y qué otra cosa puedes hacer? —preguntó Stellara—. Seguirán nuestro rastro
y nos volverán a capturar antes de que nos hallemos fuera del alcance del poblado.
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—No dejaremos ningún rastro —dijo Tanar—. Ven.
Y saltando ágilmente a la rama más baja, se colgó del árbol que se encontraba
sobre ellos.
—Dame la mano —dijo tendiendo la suya a Stellara.
Un momento después había alzado a la muchacha hasta su lado. Luego se irguió y
sostuvo a la chica mientras ella subía a lo alto. Ante ellos, un laberinto de ramas se
estrechaba hasta perderse en el follaje.
—Por aquí no nos podrán seguir —dijo Tanar.
—Esto no me gusta —dijo Stellara—. Sujétame fuerte.
—Pronto te acostumbrarás —dijo Tanar—, y entonces dejarás de tener miedo. Al
principio yo también lo tenía, pero finalmente conseguí moverme por entre los
árboles casi tan rápido como los hombres negros.
—No puedo dar ni un paso —dijo Stellara—. Estoy segura de que me voy a caer.
—No tienes que dar ningún paso —dijo Tanar—. Pon tus brazos sobre mi cuello
y sujétate bien.
A continuación empezó a avanzar, sosteniéndola con su brazo izquierdo, mientras
ella se sujetaba firmemente a él, rodeando su cuello con sus suaves brazos.
—¡Qué fácilmente me llevas! —exclamó ella—. No aparentas ser tan fuerte, pero
ningún hombre podría llevar mi peso entre estos árboles sin caerse.
Tanar no contestó. En su lugar, se movió entre las ramas buscando asideros y
apoyos para seguir adelante. El suave cuerpo de la muchacha presionaba contra el
suyo, y en su olfato sentía el delicado aroma que había percibido en su primer
contacto con Stellara a bordo del navío korsar y que ahora ya parecía formar parte de
ella.
Mientras Tanar se movía por la selva, la muchacha se maravillaba de la fuerza del
hombre. Lo había considerado débil en comparación con los fornidos korsars, pero
ahora se daba cuenta de que en aquellos músculos suaves y ondulados se concentraba
la fuerza de un superhombre.
A ella le fascinaba observarlo. Se movía con facilidad y no aparentaba cansarse.
En una ocasión sus labios descendieron hasta tocar su tupido cabello negro, y
entonces, solo un poco, casi imperceptiblemente, apretó con más fuerza sus brazos
alrededor de su cuello.
Stellara se sentía feliz, pero entonces, repentinamente, se acordó de Letari y se
enderezó, aflojando su abrazo.
—¡La muy descarada! —dijo.
—¿Qué? —preguntó Tanar—. ¿De qué estás hablando?
—De esa muchacha, Letari —contestó Stellara.
—A mí no me pareció descarada —señaló Tanar—. Creo que era muy simpática y
ciertamente hermosa.
—Me parece que te has enamorado de ella —apuntó Stellara con brusquedad.
—No sería muy difícil —repuso Tanar—. Parecía bastante adorable.
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—¿La quieres? —preguntó ella.
—¿A ti que más te da si lo hago? —preguntó a su vez Tanar.
—Ciertamente no me importa mucho —dijo Stellara.
—¿Entonces por qué preguntas tanto?
—No he preguntado nada —dijo Stellara—. Me da lo mismo.
—Ya. Habré entendido mal —dijo Tanar, que continuó avanzando en silencio,
puesto que los hombres de Sari no acostumbraban a ser muy habladores.
Stellara no sabía qué era lo que pasaba por la mente de Tanar, pues su rostro no
reflejaba el hecho de que por dentro estaba riéndose, y, además, Stellara no podía
verle el rostro.
Tanar avanzaba siempre en la misma dirección. Su instinto le decía que en aquella
dirección se hallaba Sari. Mientras se encontrase en tierra, se dirigiría
invariablemente hacia el lugar de Pellucidar en el que había nacido. Todos los
pellucidaros son capaces de hacerlo. Pero si los sitúas en el mar, sin tierra a la vista,
su instinto les abandona y no tienen más noción de la dirección que la que tendríais
vosotros o yo si nos transportasen de repente a un mundo en el que no existiesen los
puntos cardinales, sino que el sol permaneciese eternamente en su cénit y no
existiesen ni la luna ni las estrellas.
El único deseo de Tanar en aquel momento era alejarse todo lo posible del
poblado de Lar. Viajarían hasta alcanzar la costa, aunque, sabiendo que Amiocap era
una isla, era evidente que acabarían llegando hasta el océano. Lo que harían entonces
estaba bastante nebuloso en su mente. Tenía vagas nociones de que debía construir un
bote y embarcarse en él, aunque era plenamente consciente de que aquello sería una
locura para un habitante de las montañas como era él.
Al cabo de un rato sintió hambre, por lo que comprendió que debían haber
recorrido una distancia considerable.
Tanar llevaba la cuenta de las distancias que recorría computando el número de
pasos que daba, ya que con la práctica había aprendido a llevar la cuenta de forma
casi mecánica, dejando su mente libre a otros pensamientos y percepciones. Pero
ahora, entre las ramas de los árboles, donde sus pasos no tenían una longitud
uniforme, no había hecho el esfuerzo de contarlos, y, por tanto, solo acudiendo al
hambre que sentía podía decir que había cubierto una distancia considerable desde
que abandonaran el poblado de Lar.
Durante su huida a través de la jungla, habían visto numerosas aves, monos u
otros animales, y, en varias ocasiones, habían cruzado o atravesado senderos de caza;
pero como los amiocapios les habían arrebatado sus armas, ahora no tenía medios con
los que procurarse carne hasta que pudieran detenerse el tiempo suficiente como para
fabricarse un arco, algunas flechas y una lanza.
¡Cómo echaba de menos su lanza! Desde la niñez había sido su compañera
constante, y durante mucho tiempo se había sentido prácticamente indefenso sin ella.
Nunca se había acostumbrado del todo a llevar armas de fuego, sintiendo en lo más
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profundo de su primitivo y salvaje corazón que no había nada más digno de confianza
que una recia lanza de afilada punta de piedra.
Le gustaban bastante el arco y las flechas que Innes y Perry le habían enseñado a
fabricar y usar, ya que las flechas se asemejaban a pequeñas lanzas. Al menos se
podían ver, mientras que con las extrañas y ruidosas armas que escupían humo y
fuego no se podía ver el proyectil que se disparaba. Era de lo más imposible y
antinatural.
Pero en aquella ocasión, la mente de Tanar no se hallaba ocupada con tales
pensamientos. La comida era la cuestión dominante.
En breve llegaron a un pequeño claro natural situado cerca de un cristalino arroyo
y Tanar se deslizó suavemente al suelo.
—Nos detendremos aquí hasta que pueda fabricarme unas armas y conseguir algo
de comida —dijo.
Al sentir de nuevo el suelo bajo sus pies, Stellara volvió a sentirse más
independiente.
—No tengo hambre —dijo.
—Pues yo sí —dijo Tanar.
—Por aquí hay bayas, nueces y frutos en abundancia —insistió ella—. No
deberíamos quedarnos aquí a esperar que nos atrapen los guerreros de Lar.
—Esperaremos aquí hasta que me haya podido hacer unas armas —dijo Tanar
con determinación—. Entonces estaré no solo en mejor posición de cazar algo, sino
que seré capaz de defenderte mejor contra los guerreros de Zural.
—Quiero irme. No deseo permanecer aquí —dijo Stellara dando una patada al
suelo.
Tanar la miró sorprendido.
—¿Qué ocurre Stellara? Hasta ahora no te habías comportado así —dijo.
—No sé qué es lo que ocurre —dijo la muchacha—. Solo sé que preferiría
regresar a Korsar, a la casa del Cid. Por lo menos allí tenía algunos amigos. Aquí solo
estoy rodeada de enemigos.
—Entonces tendrías a Bohar el Sanguinario como esposo, si es que sobrevivió a
la tormenta, o si no, a otro como él —le recordó Tanar.
—Por lo menos él me quería —dijo Stellara.
—¿Y tú lo querías a él? —preguntó Tanar.
—Tal vez —repuso Stellara.
Había algo peculiar en la mirada de Tanar cuando sus ojos se posaron en la
muchacha. No la comprendía, pero parecía intentarlo. Ella miraba por encima de él,
con una expresión extraña en su rostro, cuando, de repente, lanzó una exclamación de
espanto y señaló detrás de él.
—¡Mira! —gritó—. ¡Oh, Dios, mira!
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Capítulo V
El cazador de tandors
H abía tanto miedo en la voz de Stellara que Tanar sintió como se erizaba el
cabello de su nuca al girarse para hacer frente a lo que había hecho gritar de
terror a la muchacha. Pero aunque hubiera tenido tiempo para conjurar en su
imaginación una imagen digna de tal horror, no se podría haber imaginado una cosa
más espantosa y repulsiva que la que ahora avanzaba hacia ellos.
Su figura era básicamente humana, pero ahí acababa toda similitud. Tenía brazos
y piernas y caminaba erguido sobre sus dos pies. ¡Pero qué pies! Eran dos cosas
enormes, aplastadas, con dedos sin uñas; unos dedos cortos y rechonchos entre los
que había rastros de telarañas. Sus brazos eran cortos, y, en lugar de dedos, sus manos
estaban dotadas de tres afiladas garras. Tendría alrededor de unos cinco pies de altura
y no había vestigio alguno de vello en su cuerpo desnudo. Su piel tenía la palidez
enfermiza de un cadáver.
Pero estos atributos no aumentaban sino en una pequeña fracción su aspecto
repulsivo. Su cabeza y su rostro eran espantosos. No tenía oídos externos; solo dos
pequeños orificios en ambos lados de su cabeza, allí donde normalmente se localizan
tales órganos. Su boca era muy grande, con holgados y gruesos labios que se
distendían hacia arriba en una mueca que exponía dos hileras de afilados colmillos.
Dos pequeñas aberturas, por encima del centro de su boca, marcaban el lugar donde
debía haberse situado una nariz y, para aumentar lo horroroso de su aspecto, no tenía
ojos, a menos que unas protuberancias bulbosas, que forzaban la piel allí donde
debían haberse encontrado, pudieran llamarse ojos. Aquí, la piel que había sobre la
cara se movía como si unos ojos grandes y redondos parpadeasen debajo de ella. Lo
pavoroso de su descolorido rostro, sin párpados ni pestañas ni pupilas, conmocionó
incluso los templados y firmes nervios de Tanar.
La criatura no llevaba armas, pero ¿para qué necesitaba armas, equipado como
estaba con aquellos formidables colmillos y garras? Bajo su pálida piel asomaban
enormes músculos que atestiguaban su fuerza de gigante, y en su blanco rostro solo el
gesto de la boca era suficiente para sugerir su diabólica ferocidad.
—¡Huye Tanar! —gritó Stellara—. ¡Sube a los árboles! ¡Es uno de los seres del
pueblo escondido!
Pero la cosa estaba demasiado cerca de él como para poder escapar, incluso si
Tanar hubiese tenido en mente abandonar a Stellara, de modo que permaneció donde
se encontraba, esperando con calma el inevitable enfrentamiento. Entonces, de
repente, como si todavía fuera posible aumentar el horror de la situación, el ser habló.
De sus gruesos y babeantes labios surgieron sonidos, unos sonidos farfullantes y
lúgubres que apenas semejaban un lenguaje, aunque se hicieron retorcidamente
inteligibles para Tanar y Stellara.
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—Es la mujer de cabello dorado lo que quiero —farfulló la criatura—. Dame a la
mujer y el hombre puede irse.
Para la conmocionada sensibilidad de Tanar era como si un gigantesco y mutilado
cadáver hubiera salido de la tumba y le hablase, así que dio un paso atrás con una
sensación tan horrorosa como nunca había experimentado.
—No toques a la mujer —le advirtió Tanar—. Márchate o morirás.
Un aullido imposible, mezcla de risa y gruñido, surgió de los labios de la criatura.
—¡Entonces, muere! —rugió mientras se arrojaba sobre el sari.
Al aproximarse, golpeó hacia arriba con sus garras en un intento por destripar a su
antagonista, pero Tanar eludió aquella primera acometida saltando ágilmente hacia un
lado y luego, volviéndose rápidamente, se arrojó sobre su repugnante cuerpo;
rodeando su cuello con uno de sus poderosos brazos, Tanar se giró repentinamente y,
doblándose hacia abajo y hacia delante, lanzó pesadamente a la criatura por encima
de su cabeza al suelo.
Pero, al instante, esta se volvió a levantar y se arrojó contra él. Gritando de rabia
y lanzando espumarajos por la boca, golpeó de nuevo salvajemente con sus afiladas
garras. Pero Tanar había aprendido, gracias a David Innes, algunas cosas que los
hombres de la edad de piedra normalmente desconocían. David le había enseñado,
tanto a él como a otros jóvenes pellucidaros, el arte de la autodefensa, incluyendo
nociones de boxeo, lucha libre y jiujitsu, y ahora, al igual que había sucedido en otras
ocasiones desde que las aprendió, vinieron nuevamente en su auxilio. Una vez más,
dio gracias a la afortunada circunstancia que había conducido a David Innes desde la
corteza exterior hasta Pellucidar, para guiar los destinos de la raza humana como su
primer emperador.
Junto al conocimiento, entrenamiento y agilidad se hallaba la gran fuerza que
Tanar poseía, sin la que aquellos otros complementos habrían sido de menor valía.
Así, cuando la criatura golpeaba, Tanar paraba sus golpes apartando las malévolas
garras de su carne, y con una fortaleza que sorprendía a su antagonista, puesto que
casi era tan potente como la suya.
Pero lo que más sorprendía al monstruo era la frecuencia con la que Tanar era
capaz de adelantarse y lanzar golpes directos a su cabeza y a su cuerpo, y que, debido
a su torpeza y falta de habilidad, era incapaz de proteger adecuadamente.
A un lado, observando la batalla que por ella se había entablado, permanecía
Stellara. Hubiera podido salir huyendo y esconderse. Hubiera logrado escapar. Pero
semejantes pensamientos no cabían en su pequeña y valiente cabeza. Para ella
hubiera sido imposible abandonar a un compañero en su mayor momento de
necesidad, al igual que lo había sido para él abandonarla a su destino. Así que se
quedó allí, sin poder hacer nada salvo esperar el desenlace.
De un lado a otro, a través del claro, se movían los contendientes pisoteando la
frondosa vegetación, que a veces era tan tupida que dificultaba sus movimientos.
Ahora, por la fatigada respiración de la criatura, se hacía evidente para Tanar y
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Stellara que esta se agotaba por momentos al faltarle la resistencia del sari. A pesar de
ello, probablemente porque también se daba cuenta, la criatura redobló sus esfuerzos
y la ferocidad de su ataque. Al mismo tiempo, Tanar descubrió un punto vulnerable al
que dirigir sus golpes.
Al golpearle en el rostro, había alcanzado accidentalmente una de las bulbosas
protuberancias que tenía bajo la piel, allí donde debían haberse hallado los ojos. Con
el impacto del golpe, aunque leve, la criatura soltó un grito y retrocedió, alzando
instintivamente una de sus garras hacia el órgano herido. A partir de ese momento,
Tanar dirigió todos sus esfuerzos hacia aquel punto y situó sus más fuertes golpes en
aquellas zonas bulbosas.
Golpeaba una y otra vez, hasta que por fin consiguió un impacto directo en una de
ellas. Con un aullido de dolor, la criatura retrocedió y se llevó ambas garras a la zona
herida.
Ahora peleaban cerca de donde se encontraba Stellara. La espalda de la criatura
estaba vuelta hacia ella, y tan próxima que podría haberla tocado. Vio como Tanar
volvía a abalanzarse hacia delante para golpear de nuevo. La criatura se dejó caer
hacia atrás, casi enfrente de ella, y entonces, de repente, alzó su cabeza, y, dando
salida a un horrendo rugido, cargó contra el sari con toda la espantosa ferocidad que
pudo reunir.
Parecía como si hubiera hecho acopio de toda la vitalidad que le quedaba y la
soltase en una última y enloquecida carga. Tanar, con sus músculos perfectamente
coordinados, rápido en ver huecos y en aprovecharse de ellos e igualmente rápido en
comprender las ventajas de retroceder cuando era necesario, saltó hacia atrás para
evitar la enloquecida acometida de las afiladas garras. Pero al hacerlo, uno de sus
tobillos tropezó con un pequeño arbusto y cayó pesadamente de espaldas al suelo.
Durante un momento quedó indefenso, y en aquel breve instante la criatura podía
perfectamente caer sobre él con sus horribles colmillos y sus potentes garras.
Tanar lo sabía. La cosa, que arremetía ya contra él, lo sabía. Pero Stellara, que se
hallaba cerca de ellos, también lo sabía. Tan rápidamente actuó la muchacha que
apenas había tocado el suelo Tanar, se arrojó desde atrás contra el monstruo lanzando
un grito para atraer su atención.
Al igual que un jugador de fútbol americano se impulsa a sí mismo para placar a
un contrincante, así se arrojó Stellara contra la criatura. Sus brazos se agarraron a sus
rodillas y luego se deslizó hasta el suelo mientras la criatura pataleaba y forcejeaba
ferozmente para deshacerse de ella. Pero Stellara había conseguido aferrarse a uno de
sus enjutos tobillos, justo por encima de su enorme pie, y, haciendo palanca en el
suelo, empleó todas sus fuerzas en intentar retenerlo a muy corta distancia de donde
se encontraba Tanar. Con un aullido de rabia, alzó una de sus garras para hacer
pedazos a la muchacha. Pero aquel breve instante de respiro fue suficiente para que
Tanar pudiera ponerse en pie, y antes de que sus garras pudieran caer sobre la suave
carne de Stellara, Tanar ya estaba sobre la espalda de la criatura. Sus dedos de acero
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se clavaron en la garganta del monstruo, y aunque este forcejeó e intentó golpearle
con sus afiladas garras, por fin se hallaba indefenso ante la presa del sari.
Lenta, inexorablemente, Tanar estranguló al monstruo. Luego, con una expresión
de repugnancia, empujó el cadáver a un lado y se dirigió hacia donde se encontraba
Stellara, que apenas podía sostenerse en pie.
Puso su brazo sobre ella y, durante un instante, Stellara hundió su rostro en su
hombro y dejó escapar un sollozo.
—No tengas miedo —dijo—. El monstruo está muerto.
—Vámonos de aquí —dijo ella, alzando su rostro hacia el de él—. Estoy
asustada. Puede haber más gente del pueblo escondido a nuestro alrededor. Debe
haber una entrada a su mundo subterráneo cerca de aquí. Jamás se alejan mucho de
ellas.
—Sí —convino él—. Hasta que tenga armas no quiero volver a encontrarme con
ninguna de esas cosas.
—Son horribles —dijo Stellara—. Si hubiera habido dos de ellos, hubiéramos
estado perdidos.
—¿Qué son? —preguntó Tanar—. Tú pareces conocerlos. ¿Dónde los habías
visto antes?
—Hasta hoy no había visto a ninguno —contestó ella—, pero mi madre me habló
mucho de ellos. Son temidos y odiados por todos los amiocapios. Se llaman a sí
mismos coripis, y habitan en oscuros túneles y cavernas bajo la superficie del suelo.
Por eso los llaman el pueblo escondido. Comen carne y vagabundean por la jungla,
recogiendo los despojos de las cacerías o devorando los cadáveres de las bestias
salvajes que se encuentran muertas en la selva; pero tienen miedo de las lanzas de los
guerreros y por eso no se aventuran lejos de las aberturas que conducen a su
tenebroso mundo. De vez en cuando atacan a algún cazador solitario y también,
ocasionalmente, aunque con menos frecuencia, se acercan a los poblados a capturar
alguna mujer o algún niño. Nadie ha entrado jamás en su mundo y ha escapado para
contarlo, así que lo que mi madre me contó sobre ellos es lo que los amiocapios se
imaginan del inframundo en el que vive el pueblo escondido, pues no ha habido
ningún guerrero de Amiocap lo suficientemente valiente como para aventurarse en
los oscuros nichos que conforman sus túneles, o si lo ha habido no ha regresado para
hablar de ello.
—¿Y los benévolos amiocapios nos hubieran entregado al pueblo escondido, si no
hubieran decidido quemarnos vivos? —ironizó Tanar.
—Sí. Nos hubieran atado a alguno de los árboles cercanos a las entradas a su
mundo subterráneo. Pero no acuses al pueblo de mis padres, porque solo hicieron lo
que creían justo y adecuado.
—Tal vez sean un pueblo benévolo —respondió Tanar con una mueca—, porque
ciertamente demuestra más bondad quemarnos vivos en una pira que entregarnos a
las horrorosas atenciones de los coripis. Está bien, volvamos otra vez a los árboles.
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Este lugar ya no me parece tan tranquilo como la primera vez que lo vi.
De nuevo volvieron a encaramarse a las ramas de los árboles. Comenzaban a
sentir las urgencias del sueño, cuando Tanar descubrió un pequeño ciervo en un
sendero de caza que pasaba por debajo de ellos. Después de matarlo y de haber
satisfecho su hambre, Tanar construyó con pequeñas ramas y grandes hojas una
plataforma en uno de los gigantescos árboles; un estrecho lecho en el que Stellara se
tendió a dormir mientras él permanecía de guardia. Después de que ella hubiera
descansado, fue él el que se echó a dormir y luego, una vez más, siguieron su camino.
Mientras Stellara dormía, Tanar se había ocupado de fabricarse unas toscas armas,
esperando que llegase una mejor ocasión para encontrar materiales adecuados con los
que confeccionarse otras más apropiadas. Una delgada rama de recia y fuerte madera,
roída con sus fuertes y sanos dientes hasta hacerle una punta, le servía de lanza. Su
arco consistía en otra rama, a la que había encordado con los tendones del ciervo que
había cazado, mientras que sus flechas consistían en las delgadas ramas que había
cortado de uno de los flexibles arbustos que crecían abundantemente por toda la
selva. Hizo otra segunda y más ligera lanza para Stellara y armados de esta forma
sintieron una mayor seguridad que la que habían sentido hasta entonces.
Avanzaron continuamente. Comieron tres veces y durmieron otra más, pero
todavía no alcanzaron la costa. El inmenso sol colgaba sobre sus cabezas y una suave
y refrescante brisa corría por la selva. Pájaros de fastuosos plumajes y pequeños
monos, desconocidos para los habitantes del mundo exterior, volaban o huían
precipitadamente, cantando los unos y parloteando los otros, ante el hombre y la
mujer que les molestaban con su avance. Era un mundo pacifico y a Tanar,
acostumbrado a las salvajes y carnívoras bestias que abarrotaban el gran continente
en el que había nacido, aquello le parecía un lugar seguro y colorido. Además, se
sentía satisfecho de que no hubiera nada que interfiriese en sus proyectos de huida.
Stellara no había vuelto a comentar nada sobre su deseo de regresar a Korsar y el
plan que siempre había albergado en su pensamiento incluía llevar a Stellara de
vuelta a Sari con él.
El tranquilo curso de los pensamientos de Tanar fue repentinamente interrumpido
por el estridente sonido del barritar de un tandor. Sonaba tan cercano que
prácticamente debía encontrarse debajo de ellos. En un instante, apartó el follaje que
había a su alrededor y descubrió la causa de aquel alboroto.
La jungla se acababa allí, en el borde de una abierta pradera que daba cobijo a
pequeños grupos de árboles. En primer termino se veían dos figuras: un guerrero
corriendo por su vida y un enorme tandor que, a pesar de apoyarse solo sobre tres de
sus cuatro patas, con toda seguridad le iba a dar alcance.
Tanar abarcó toda la escena de un solo vistazo y comprendió que se encontraba
ante un cazador solitario que había fallado en su intento por lisiar a su presa en las
patas traseras.
Era raro que un hombre cazase solo al gran tandor, pues únicamente los más
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bravos, o los más temerarios, se atrevían a intentarlo. Normalmente eran varios los
cazadores, dos de los cuales iban armados con pesadas hachas de piedra, mientras los
demás hacían ruido para atraer la atención de la bestia y ocultar el sonido de la
aproximación de los otros. Estos últimos, los armados con hachas, se arrastraban
cautelosamente a través de la maleza, a espaldas del animal, hasta que cada uno de
ellos estaba a suficiente distancia como para alcanzar las patas traseras. Luego,
simultáneamente, ambos lisiaban al monstruo que, al caer indefenso, moría por las
afiladas lanzas y flechas.
Aquel que pretendiera lisiar en solitario a un tandor tenía que estar dotado no solo
de una gran fuerza y coraje, sino que debía ser capaz de realizar dos certeros golpes
con su hacha, en tan rápida sucesión que la bestia cayese herida antes de darse cuenta
que estaba siendo atacada.
Para Tanar era evidente que aquel cazador había fallado al intentar realizar su
segundo disparo lo suficientemente rápido, y ahora se hallaba a merced de la gran
bestia.
Desde la primera vez que habían viajado a través de los árboles, Stellara había
acabado venciendo su inicial temor y ahora era perfectamente capaz de ir sola,
aunque con alguna ayuda ocasional de Tanar. Había marchado por detrás del sari,
pero en ese momento llegó a su lado y observó la tragedia que se desarrollaba por
debajo de ellos.
—Va a morir —dijo—. ¿No podemos hacer nada por ayudarle?
Tal pensamiento no se le había pasado por la cabeza al sari, ya que veía al hombre
como un amiocapio y, por tanto, un enemigo; pero había algo en el tono de la
muchacha que acabó empujando al sari a la acción. Quizá fue el instinto del macho
por exhibir su valentía ante la hembra. Quizá se debió a que el corazón de Tanar era
bravo y magnánimo. O quizá, sencillamente, fue porque de todas las mujeres del
mundo, la que se lo había pedido era Stellara. ¿Quién lo puede saber? Quizá ni el
mismo Tanar supo lo que le empujó a sus siguientes actos.
Gritando una palabra familiar a todos los cazadores de tandors, cuya traducción
más aproximada a nuestro idioma sería algo así como "¡invierte!", saltó al suelo,
prácticamente al lado del tandor, y simultáneamente llevó la mano con la que portaba
la lanza hacia atrás y clavó el afilado dardo en el costado de la bestia, justo detrás de
su brazuelo izquierdo. Luego retrocedió hacia la selva esperando que el tandor hiciera
lo que hizo: con un bramido de dolor se volvió hacia su nuevo torturador.
El amiocapio, que todavía sostenía su pesada hacha, había escuchado, cual si
fuera un milagro de los dioses, la familiar señal que había surgido de repente de los
labios de Tanar. Le decía lo que el otro iba a intentar y le avisaba para que él
estuviera preparado, lo que hizo que se girase hacia la bestia en el instante en que esta
se volvía hacia Tanar. Así, cuando el tandor arremetió violentamente a través de los
matorrales de la jungla en persecución del sari, el amiocapio acometió contra él. La
gran hacha se movió con la velocidad del rayo, y la enorme bestia, bramando de
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rabia, cayó indefensa al suelo y resbaló sobre su costado.
—¡Abatido! —gritó el amiocapio para advertir a Tanar que su ataque había tenido
éxito.
Entonces, el sari regresó y, juntos, ambos guerreros acabaron con la gran bestia.
Mientras, por encima de ellos, Stellara permanecía oculta entre el verdor de los
árboles, ya que las mujeres de Pellucidar no se arriesgan imprudentemente a ser
vistas por los guerreros enemigos. En aquel momento, ella era consciente que sería
más seguro esperar a descubrir la actitud del guerrero hacia Tanar. Tal vez estuviera
agradecido y fuese amistoso, pero también existía la posibilidad de que no fuera así.
Muerta la bestia, los dos hombres se situaron frente a frente.
—¿Quién eres que acudes tan valientemente a ayudar a un extraño? —preguntó el
hombre—. No te conozco. Tú no eres de Amiocap.
—Me llamo Tanar y soy del reino de Sari, que se halla muy lejos, en el lejano
continente. Fui capturado por los korsars cuando estos invadieron el Imperio del que
forma parte Sari. Me llevaban a mí y a otros compañeros a Korsar, cuando la flota se
vio sorprendida por una terrorífica tormenta y la nave en la que estaba confinado se
desarboló y fue abandonada por su tripulación. Navegando a la deriva con las
corrientes y el viento, llegó finalmente hasta las costas de Amiocap, donde fuimos
capturados por los guerreros del poblado de Lar. No creyeron nuestra historia, sino
que nos tomaron por korsars y estuvieron a punto de acabar con nosotros, pero
conseguimos escapar. Si no me crees, entonces uno de nosotros tendrá que morir,
porque bajo ninguna circunstancia volveremos a Lar para ser quemados vivos en una
hoguera.
—Tanto si te creo como si no —contestó el amiocapio—, sería despreciado por
todos los hombres si permitiera que recayera algún daño sobre aquel que acaba de
salvar mi vida con riesgo de la suya.
—Bien —dijo Tanar—. Entonces seguiremos nuestro camino, confiando que no
revelarás nuestro paradero a los hombres de Lar.
—Hablas de "nosotros" —repuso el amiocapio—. ¿No estás solo?
—No, hay alguien más conmigo —contestó Tanar.
—Quizá pueda ayudaros —dijo el amiocapio—. Es mi deber hacerlo así. ¿En qué
dirección vais y cómo planeáis huir de Amiocap?
—Vamos buscando la costa. En ella esperamos poder construir una embarcación
que nos permita cruzar el océano hasta el continente.
El amiocapio movió su cabeza dubitativamente.
—Será difícil, si no imposible —dijo.
—Lo sé, pero tenemos que intentarlo —dijo Tanar—, puesto que es evidente que
no podemos permanecer aquí, entre la gente de Amiocap, ya que nos creen korsars.
—No me pareces un korsar —dijo el guerrero—. ¿Dónde está tu compañero?
¿Acaso lo parece él?
—Mi compañero es una mujer —contestó Tanar.
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—Si ella no parece más korsar que tú, entonces será fácil creer vuestra historia.
Yo, al menos, quiero creerla y quiero ayudaros. Hay otros pueblos en Amiocap
además de Lar, y otros jefes además de Zural. Todos sentimos lo mismo por los
korsars, pero no todos estamos cegados por el odio como Zural. Trae a tu compañera,
y si ella no aparenta ser korsar os llevaré a mi propio poblado y veré que seáis bien
tratados. Si tengo alguna duda, os permitiré seguir vuestro camino y no mencionaré a
nadie que os he visto.
—Eso es suficiente —dijo Tanar.
A continuación, volviéndose, llamó a la muchacha.
—¡Stellara! Puedes acercarte; este guerrero quiere comprobar si eres korsar.
La muchacha se dejó caer ágilmente al suelo desde las ramas del árbol que se
hallaba sobre los dos hombres.
Cuando los ojos del amiocapio se posaron en ella, retrocedió con una
exclamación de asombro y sorpresa.
—¡Dioses de Amiocap! —exclamó—. ¡Allara!
Los dos miraron al amiocapio asombrados.
—No, no es Allara —dijo Tanar—, sino su hija, Stellara. Pero, ¿quién eres tú, que
has reconocido tan rápidamente el parecido?
—Me llamo Fedol —dijo el hombre—, y Allara era mi esposa.
—Entonces está es tu hija, Fedol —dijo Tanar.
El guerrero denegó tristemente con su cabeza.
—No —dijo—. Puedo creer que sea la hija de Allara, pero su padre debió ser un
korsar, porque su madre me fue robada por los hombres de Korsar. Ella es una korsar,
y, aunque mi corazón me urge a aceptarla como mi hija, las costumbres de Amiocap
me lo prohiben. Seguir vuestro camino en paz. Si puedo protegeros lo haré, pero no
puedo aceptaros ni llevaros a mi pueblo.
Stellara se acercó a Fedol, buscando con su mirada la marca en la piel del hombro
izquierdo.
—Tú eres Fedol —dijo ella, señalando la roja marca sobre su piel—, y aquí está
la prueba que me dio mi madre, transmitida a través de tu sangre, de que soy la hija
de Fedol.
Entonces giró su hombro izquierdo hacia él, mostrando sobre su blanca piel una
pequeña y redondeada marca roja, idéntica a la que había sobre el hombro izquierdo
del amiocapio.
Durante un momento, Fedol permaneció hechizado, con sus ojos fijos en el
hombro de Stellara. Luego la tomó en sus brazos y la estrechó fuertemente contra él.
—¡Mi hija! —murmuró—. ¡Allara ha vuelto a mí en la carne de nuestra carne y
en la sangre de nuestra sangre!
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Capítulo VI
La isla del amor
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relato.
—¿Cómo? —inquirió el guerrero.
—Por la marca de nacimiento que tengo en mi hombro izquierdo —contestó
Fedol—. Mírala y luego compárala con la que ella tiene en su hombro izquierdo.
Nadie que conociera a Allara puede dudar que Stellara sea su hija, dado el parecido
que la muchacha tiene con su madre, y siendo la hija de Allara, ¿cómo pudo heredar
la marca de su hombro si yo no fuera su padre?
Los guerreros de Lar se miraron confundidos.
—Parece la mejor de las pruebas posibles —contestó el portavoz de los guerreros.
—Es la mejor prueba —dijo Fedol—. Es todo lo que yo necesito, y es todo lo que
necesita el pueblo de Parath. Lleva a Zural y a la gente de Lar el mensaje de que
acepten a mi hija y a Tanar como nosotros los hemos aceptado, y que los protejan
como nosotros los intentaremos proteger de todos sus enemigos, ya sean de Amiocap
o de cualquier otro lugar.
—Llevaré tu mensaje a Zural —contestó el guerrero, que poco después partía
junto a sus compañeros camino de Lar.
Fedol preparó una habitación en su misma casa para Stellara y asignó a Tanar a
una edificación ocupada únicamente por solteros. Se hicieron los preparativos para
llevar a cabo un gran festín en honor a la llegada de Stellara y enviaron un centenar
de guerreros para recoger la carne y el marfil del tandor que Tanar y Fedol habían
cazado.
Fedol cubrió a Stellara de adornos de marfil, trabajados huesos y oro. La vistió de
suaves y delicadas pieles y la cubrió con fastuosos plumajes de raras y exóticas aves.
La gente de Parath la admiró y la adoró y Stellara se sintió feliz. Tanar fue aceptado
al principio con algunas reservas no exentas de sospecha. Era su invitado por
mandato de su jefe y lo trataron como tal, pero, en breve, cuando llegaron a conocerlo
y, sobre todo, cuando cazaron a su lado, lo aceptaron por su valía y lo hicieron uno de
los suyos.
En un primer momento, los amiocapios fueron un enigma para Tanar. Su vida
tribal y sus costumbres estaban basadas, fundamentalmente, en el amor y en la
bondad. Las palabras agrias, las riñas y las enemistades prácticamente eran
desconocidas entre ellos. Aquellos atributos propios del lado más amable del hombre,
al principio le parecieron débiles y afeminados al sari, pero cuando los vio
combinados con su fuerza y su extraordinario coraje, su admiración por los
amiocapios no encontró trabas y pronto descubrió en su actitud, tanto hacia la vida
como en sus relaciones entre ellos, una filosofía que esperó poder enseñar algún día a
su propio pueblo.
Los amiocapios consideraban al amor como el regalo más sagrado de los dioses y
el mayor poder para hacer el bien, por lo que lo practicaban libremente y sin ataduras.
De este modo, no se veían esclavizados por las leyes sin sentido autoimpuestas por el
hombre que negaban las leyes de Dios y de la naturaleza, y, además, eran puros y
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virtuosos en un grado mayor que el que Tanar hubiera conocido en cualquier otro
pueblo.
Gracias a los festines, danzas y cacerías y a base de competiciones de fuerza y
destreza en las que todos los hombres de Amiocap competían en amistosa rivalidad,
la vida para Tanar y Stellara era idílicamente feliz.
El sari pensaba cada vez con menos frecuencia en su país. Algún día construiría
una embarcación con la que poder regresar a su hogar, aunque no sentía ninguna
prisa; podía esperar. Pero, gradualmente, incluso aquel pensamiento a veces
desaparecía por completo de su mente. A menudo Stellara y él pasaban el tiempo
juntos. Encontraban una especie de alegría, no exenta de felicidad, en la sociedad del
uno con el otro que no hallaban cuando estaban con otra gente. Tanar nunca había
hablado a Stellara de amor. Tal vez no pensaba en el amor, ya que siempre estaba
ocupado en alguna cacería o compitiendo en alguno de los juegos o deportes que
practicaban los hombres. Su mente y su cuerpo estaban atareados, condición que en
ocasiones excluye a los pensamientos relativos al amor; pero dondequiera que fuera o
cualquier cosa que hiciese, el rostro y la figura de Stellara se hallaban siempre en el
fondo de su mente.
Sin darse cuenta, todos sus pensamientos, todos sus actos, estaban influenciados
por la dulce belleza de la hija del jefe. Él daba su amistad por otorgada y ello le
producía una sensación de felicidad, aunque todavía no había hablado de amor. Pero
Stellara era una mujer, y las mujeres viven del amor.
En el poblado de Parath veía a las muchachas declarar abiertamente su amor a los
jóvenes guerreros, pero a ella le resultaba imposible dirigirse a un hombre diciéndole
que lo amaba hasta que este no le hubiera declarado primero su amor; y así, al no oír
ninguna palabra de amor por parte de Tanar, se contentaba con su amistad; o quizá
fuera que tampoco le dedicaba a las cuestiones del amor más pensamientos que él.
Pero sí existía alguien que albergaba pensamientos de amor en Parath. Se llamaba
Doval y era un verdadero adonis. En todo Amiocap no existía un joven más hermoso
que Doval. Muchas eran las muchachas que le habían declarado su amor, pero su
corazón había permanecido inalterable hasta que se fijó en Stellara.
Doval acudía a menudo a la casa del jefe Fedol. Llevaba regalos de marfil, hueso
y pieles a Stellara y pasaban mucho tiempo juntos. Tanar lo veía y se sentía confuso,
pero no comprendía por qué se sentía así.
El pueblo de Parath había comido y dormido muchas veces desde la llegada de
Tanar y Stellara y todavía no habían recibido ninguna contestación de Zural o del
poblado de Lar en respuesta al mensaje que había enviado Fedol. Pero al fin llegó al
poblado una partida de guerreros de Lar y Fedol, sentado en la silla del jefe, los
recibió en la embaldosada sala de estar de su hogar.
—Bienvenidos, hombres de Lar —dijo el jefe—. Fedol os da la bienvenida al
poblado de Parath y espera con impaciencia el mensaje que le traéis de su amigo, el
jefe Zural.
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—Venimos como emisarios de Zural y el pueblo de Lar —dijo el portavoz—, con
un mensaje de amistad para Fedol y Parath. Zural, nuestro jefe, nos ha ordenado que
te expresemos su profundo pesar por la desafortunada equivocación que cometió con
tu hija y el guerrero de Sari. Está convencido de que Stellara es tu hija y de que el
hombre no es korsar si tú estás convencido de la verdad de tales hechos, y os envía
estos regalos a ellos y a ti, junto con una invitación para que lo visites en el pueblo de
Lar y lleves contigo a Stellara y Tanar para que así Zural y su pueblo puedan
enmendar la equivocación que involuntariamente cometieron.
Fedol, Tanar y Stellara aceptaron la proferida amistad de Zural y su pueblo y se
celebró un festín en honor de los visitantes.
Mientras se realizaban los preparativos necesarios, una muchacha llegó al
poblado procedente de la jungla. Era una joven de oscuro cabello y de extraordinaria
belleza. Su suave piel se veía sucia y arañada como consecuencia de su largo viaje.
Su pelo estaba enmarañado pero sus ojos brillaban de felicidad y sus blancos dientes
resplandecían entre sus labios que se veían surcados por una sonrisa de triunfo y
expectación. Caminó directamente hacia la casa de Fedol y cuando la descubrieron
los guerreros de Lar lanzaron una exclamación de asombro.
—¡Letari! —exclamó uno de ellos—. ¿De dónde vienes? ¿Qué estás haciendo en
Parath?
Pero Letari no le respondió. En su lugar se encaminó directamente hacia donde se
encontraba Tanar y se detuvo ante él.
—He venido por ti —dijo—. He muerto muchas veces de soledad y de pesar
desde que te fugaste del poblado de Lar. Cuando regresaron los guerreros y dijeron
que te hallabas a salvo en Parath, me decidí a venir hasta aquí. Así, cuando Zural
envió a estos guerreros a traer su mensaje a Fedol, los seguí. El camino ha sido duro
y, aunque siempre me mantuve cerca de ellos, hubo muchas ocasiones en que me
amenazaron las bestias salvajes. Temí que nunca consiguiera llegar hasta ti, pero al
fin estoy aquí.
—¿Pero por qué has venido? —preguntó Tanar.
—Porque te quiero —contestó Letari—. Ante los hombres de Lar y ante todo el
pueblo de Parath, proclamo mi amor.
Tanar se ruborizó. Jamás en toda su vida se había encontrado en una situación tan
embarazosa. Todas las miradas estaban vueltas hacia él, y entre ellas la de Stellara.
—¿Y bien? —preguntó Fedol, mirando a Tanar.
—Está loca —repuso el sari—. No puede amarme porque apenas me conoce.
Nunca antes habló conmigo salvo en una ocasión en que nos llevó la comida a
Stellara y a mí cuando estábamos prisioneros en Lar.
—No estoy loca —dijo Letari—. Le quiero.
—¿Tú la quieres a ella? —preguntó Fedol.
—No —respondió Tanar.
—Entonces nos la llevaremos con nosotros cuando regresemos a Lar —señaló
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uno de los guerreros.
—No iré —dijo Letari con firmeza—. Le quiero y me quedaré aquí para siempre.
La declaración de amor de la muchacha no pareció sorprender a nadie salvo al
sari. Levantó algunos comentarios, pero ningún ridículo. Los amiocapios, con la
posible excepción de Stellara, lo tomaron como una cosa natural. Para los habitantes
de aquella isla donde se rendía culto al amor era la cosa más natural del mundo
declararse públicamente las cuestiones relativas a sus corazones y a sus pasiones.
Que las consecuencias de semejante costumbre no fueran nunca en perjuicio de
aquel pueblo, evidenciaba su elevada inteligencia como raza, su perfección física, su
gran belleza y su incuestionable coraje. La costumbre opuesta, que ha prevalecido
durante siglos entre la mayoría de las razas de la corteza exterior, quizá sea la
responsable de la infelicidad de incontables millones de seres humanos, a los que ha
retorcido mental, física y moralmente.
Pero tales asuntos no incumbían a la mente de Letari, a la que no le preocupaba
ninguna consideración sobre la posteridad. Lo único que le interesaba era que amaba
al apuesto extranjero de Sari y que quería estar a su lado. Así que se acercó más a él y
le miró a los ojos.
—¿Por qué no me quieres? —le preguntó—. ¿Acaso no soy hermosa?
—Sí, eres muy hermosa —respondió él—, pero nadie puede explicar el amor y yo
menos que nadie. Tal vez sea porque existen cualidades en la mente y en el carácter,
cosas que no se pueden ver ni oír ni sentir, que atraen para siempre el corazón de una
persona hacia otra.
—Pero tú me atraes a mí —dijo la joven—. ¿Por qué tú no te sientes atraído por
mí?
Tanar movió la cabeza sin saber que decir. Deseaba que la muchacha se marchase
y le dejase solo, pues todo aquello le hacía sentirse cada vez más nervioso,
intranquilo y totalmente incomodo; pero Letari no tenía ninguna intención de dejarlo
solo. Estaba a su lado y allí quería quedarse hasta que la separasen de él y la llevasen
de vuelta a Lar, si es que lo conseguían, porque en su pequeña cabeza ya había
decidido que se escaparía a la primera oportunidad y se escondería en la jungla hasta
que pudiera regresar a Parath junto a Tanar.
—¿Quieres hablar conmigo? —le preguntó—. Quizá si hablases conmigo
llegarías a amarme.
—Hablaré contigo todo lo que quieras —dijo Tanar—, pero no te amaré.
—Alejémonos de ellos y vayamos a un sitio donde podamos hablar —dijo ella.
—De acuerdo —convino Tanar, que estaba ansioso por poder marcharse a otro
lugar en el que poder ocultar su embarazo de las miradas de los demás.
Letari iba delante, bajando por una de las calles del poblado, con su suave brazo
rozando en ocasiones el de Tanar.
—Sería una buena esposa —dijo—; solo te amaría a ti y si después de algún
tiempo ya no me quieres, podrías alejarme de tu lado pues así es costumbre en
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Amiocap: cuando uno de los dos deja de amar al otro, no se puede seguir siendo
esposos durante más tiempo.
—Pero tampoco se unen como esposos si no se aman —insistió Tanar.
—Es cierto —admitió Letari—; pero tú me amarías en poco tiempo. Estoy segura
de ello, porque todos los hombres me quieren. Si quisiera podría tener como esposo a
cualquier hombre de Lar.
—¿No crees que estás demasiado segura de ti misma? —apuntó Tanar con una
sonrisa.
—¿Por qué? —preguntó Letari—. ¿Acaso no soy joven y hermosa?
Stellara vio como Tanar y Letari desaparecían calle abajo. Le pareció que
caminaban demasiado juntos el uno al otro y que Tanar parecía muy interesado en lo
que le decía Letari. Doval se encontraba a su lado y Stellara se dirigió hacia él.
—Aquí hace demasiado ruido y hay demasiada gente —dijo—. Acompáñame
hasta el final del poblado.
Era la primera vez que Stellara mostraba algún deseo de estar a solas con él, así
que Doval sintió una sensación de júbilo.
—Iré contigo hasta el final del poblado o hasta el final de Pellucidar, Stellara,
pues ya sabes que te quiero —dijo.
La muchacha dejó escapar un suspiro de resignación y movió su cabeza en actitud
de cansancio.
—No me hables de amor —le pidió—. Solo quiero andar un poco y eras el más
cercano para acompañarme.
—¿Por qué no quieres amarme? —preguntó Doval, cuando hubieron abandonado
la casa del jefe y entrado en la principal avenida de Parath—. ¿Es porque quieres a
otro?
—No —dijo Stellara con vehemencia—. No amo a nadie. Odio a todos los
hombres.
Doval movió su cabeza con perplejidad.
—No lo entiendo —dijo—. Muchas mujeres me han dicho que me amaban. Creo
que podría tener a cualquier mujer de Amiocap como esposa si se lo pidiera, pero tú,
la única a la que quiero, no me amas.
Durante unos momentos Stellara permaneció en silencio, y luego, con una
sonrisa, se volvió hacia el hermoso joven que iba a su lado.
—Estás muy seguro de ti mismo, Doval —dijo—, pero no creo que sea verdad lo
que dices. Estoy segura de poder nombrar a una muchacha a la que no serías capaz de
conseguir, a la que no le importaría lo mucho que te esforzases en amarla porque ella
no te amaría.
—Si te refieres a ti misma, entonces tienes razón —contestó él—, pero no existe
ninguna otra.
—Oh, sí que existe —insistió Stellara.
—¿Quién? —preguntó intrigado Doval.
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—Letari, la chica de Lar —respondió Stellara.
Doval se echó a reír.
—Letari entrega su amor al primer extranjero que llega a Amiocap. Sería
demasiado fácil.
—A pesar de todo, no conseguirías que te amase —insistió Stellara.
—Ni yo lo intentaría —repuso Doval—. No la quiero. Solo te quiero a ti. Si
consiguiera que me amase, ¿de qué me valdría para conseguir tu amor? No, prefiero
ocupar mi tiempo en conseguir que me ames.
—Tienes miedo —afirmó Stellara—. Sabía que no te atreverías.
—No conseguiría nada si lo lograse —insistió Doval.
—Conseguirías que te apreciase bastante más de lo que te aprecio ahora —dijo
Stellara.
—¿Seguro? —preguntó Doval.
—Por supuesto que sí —contestó Stellara.
—Entonces, haré que esa muchacha me ame —afirmó Doval—. Si lo consigo,
¿prometes que me querrás?
—Yo no he hablado de nada de eso —dijo Stellara—. Lo único que he dicho es
que te apreciaría bastante más de lo que te aprecio ahora.
—Bueno, algo es algo —dijo Doval—. Si me vas a apreciar más de lo que lo
haces ahora, al menos es un paso en la dirección correcta.
—De todas formas, no hay nada de que preocuparse —repuso Stellara—, porque
no podrás conseguir que Letari te quiera.
—Espera y verás —contestó Doval.
Mientras Tanar y Letari regresaban de vuelta, se cruzaron con Doval y Stellara.
Tanar observó que iban muy juntos y que se hablaban en susurros. El sari frunció el
ceño y de repente se dio cuenta de que no le gustaba Doval, aunque no sabía muy
bien el porqué, ya que siempre había considerado a Doval como un buen camarada.
Entonces se le ocurrió que la razón era que Doval no era lo suficientemente bueno
para Stellara; pero si Stellara le quería, entonces no había más que decir. Sin
embargo, el pensamiento de que tal vez Stellara lo amase, hizo que Tanar se sintiera
enfadado con Stellara. Se preguntó qué veía ella en Doval y qué derecho tenía Doval
para caminar con ella a solas por el poblado. ¿Acaso él, Tanar, no había estado
siempre al lado de Stellara? Nunca antes se había interferido nadie entre ellos, a pesar
de que Stellara le gustase a todos los hombres. Bien, si a Stellara le gustaba Doval
mejor para ella. Él, Tanar el sari, hijo de Ghak, rey de Sari, no dejaría que ninguna
mujer le hiciese quedar como un idiota; así que, ostentosamente, puso su brazo
alrededor de los esbeltos hombros de Letari, y de este modo caminó a lo largo de toda
la calle. Stellara no pudo dejar de darse cuenta.
Y así, en el festín que se dio en honor de los mensajeros enviados por Zural,
Stellara se sentó junto a Doval y Tanar tuvo a su lado a Letari, y Doval y Letari
fueron felices.
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Cuando acabó el festín, la mayoría de los habitantes de Parath regresaron a sus
hogares para dormir, pero Tanar se sentía desasosegado e infeliz y no podía conciliar
el sueño, así que recogió sus armas, su pesada lanza con punta de piedra, su arco y
flechas y el cuchillo de piedra con mango de marfil que le había regalado el jefe
Fedol, y se fue a la selva a cazar.
Si los habitantes del poblado durmieron una hora o un día, no es cuestión que nos
interese en este momento, ya que no existe forma de medir el tiempo en Pellucidar.
Cuando se despertaron —ya fuera más tarde o más temprano— se dirigieron a
realizar las distintas tareas que a cada uno le correspondían. Letari fue a buscar a
Tanar, pero no le encontró; en su lugar se topó con Doval.
—Eres realmente hermosa —dijo el hombre.
—Ya lo sé —contestó Letari.
—Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida —insistió Doval.
Letari le observó fijamente.
—Nunca te había visto antes —dijo—. Eres muy apuesto. De hecho, creo que
eres el hombre más apuesto que he visto jamás.
—Eso es lo que todas dicen —repuso Doval—. Muchas jóvenes me han dicho
que me amaban, pero todavía no tengo compañera.
—Una mujer quiere algo más que un rostro bonito como compañero —dijo
Letari.
—Yo soy valiente y, además, soy un gran cazador —respondió Doval—. Me
gustas mucho. Ven, caminemos un poco juntos.
Doval pasó su brazo por encima de los hombros de la muchacha y juntos
caminaron por la calle del poblado, mientras desde la puerta de la habitación que
ocupaba en la casa de su padre, Stellara les observaba, y, mientras les observaba, una
sonrisa curvaba sus labios.
En el poblado de Parath reposaba la paz de Amiocap y la calma del eterno
mediodía. Los niños practicaban diversos juegos bajo la sombra de los árboles que
aquí y allí poblaban el claro en el que se situaba la aldea. Las mujeres curtían pieles,
ensartaban cuentas o preparaban la comida. Los hombres revisaban sus armas para la
próxima cacería o se recostaban perezosamente sobre las pieles que se hallaban
colocadas en las abiertas salas de sus hogares, o por lo menos así lo hacían aquellos
que no se encontraban todavía durmiendo bajo los efectos del pesado banquete. Fedol
se hallaba despidiendo a los mensajeros de Zural, entregándoles algunos presentes
para el gobernante de Lar, cuando, de repente, la paz y la tranquilidad se hicieron
añicos por roncos gritos y un atronador fuego de fusilería.
Al instante, todo se convirtió en un pandemónium. Los hombres y las mujeres se
precipitaron fuera de sus casas. Las voces, gritos y maldiciones hendieron el aire.
—¡Korsars! ¡Korsars! —se anunciaba por todo el poblado, mientras los barbudos
rufianes, aprovechándose de la sorpresa y la confusión de sus habitantes, se
abalanzaban rápidamente sobre ellos para sacar partido de la ventaja que habían
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obtenido.
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Capítulo VII
¡Korsars!
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suavemente los labios de Letari—. ¡Gracias a los dioses que pudiste salvarte, Letari!
Con un grito de rabia y angustia, Tanar corrió velozmente hacia la casa de Fedol.
—¿Dónde está? —demandó, irrumpiendo sin ninguna clase de ceremonias en el
centro de la habitación.
Una anciana le miró desde donde se hallaba sentada con el rostro escondido entre
sus manos.
—Se la llevaron los korsars —dijo.
—¿Y dónde está Fedol? —exigió Tanar.
—Ha salido con sus mejores guerreros para intentar rescatarla —respondió la
anciana—. Pero será inútil. Aquellos a quienes se llevan los korsars, no regresan
jamás.
—¿Por dónde se marcharon? —preguntó Tanar.
Con un sollozo de angustia, la anciana le indicó la dirección tomada por los
korsars, y de nuevo volvió a esconder su rostro entre las manos, lamentándose por la
desgracia que se había abatido sobre la casa del jefe Fedol.
De inmediato Tanar encontró el rastro de los korsars, al que identificó por las
huellas de sus botas con tacón, pero también observó que Fedol y sus guerreros no
habían seguido la misma dirección, lo que evidenciaba que iban en un camino
erróneo para socorrer a Stellara.
Angustiado por el dolor y enloquecido por el odio, el sari se sumergió en la selva.
Ante sus ojos se desplegaba con toda claridad el rastro de su presa y en su corazón
existía una rabia que le proporcionaba la fuerza de muchos hombres.
En un pequeño claro parcialmente rodeado por unos riscos de piedra caliza, una
reducida compañía de hombres barbudos y harapientos se había detenido a descansar.
En aquel lugar, un pequeño arroyo surgía de la base de un risco y vertía su
serpenteante caudal durante un corto tramo, para luego vaciarse en una abertura
natural de forma circular que existía en la superficie del terreno. En las profundidades
de aquel pozo podía oírse como el agua que caía desde su borde chapoteaba en el
agua que había en su fondo. Allí abajo reinaba la oscuridad, una oscuridad tétrica y
misteriosa. Pero los barbudos rufianes no prestaban ninguna atención ni a la belleza
ni al misterio del lugar.
Un individuo grande y de fiero aspecto, con su rostro desfigurado por una
repulsiva cicatriz, se hallaba frente a una esbelta muchacha que se encontraba sentada
en la hierba con la espalda apoyada en un árbol y el rostro escondido entre las manos.
—¿Me creías muerto, verdad? —exclamó—. ¿Pensabas que Bohar el Sanguinario
estaba muerto? Bien, pues no lo está. Nuestro bote resistió la tormenta y llegó hasta
Amiocap, donde vimos el navío del Cid encallado en la arena. Al saber que los
prisioneros y tú permanecisteis a bordo cuando abandonamos la nave, supuse que tal
vez te hallarías en algún sitio de Amiocap y no me equivoqué, Stellara. Bohar el
Sanguinario rara vez se equivoca. Nos escondimos cerca de una aldea llamada Lar, y
a la primera oportunidad que se nos presentó capturamos a uno de los nativos, una
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mujer, y por ella averiguamos que, en efecto, habías logrado llegar a tierra, pero que
estabas en el poblado de tu "padre", así que hicimos que nos guiase hasta allí. El resto
ya lo sabes. Y ahora alégrate, que por fin vas a ser la esposa de Bohar el Sanguinario
y vas a regresar a Korsar.
—¡Antes que eso me mataré! —exclamó la muchacha.
—¿Cómo? —dijo Bohar entre risas—. No tienes ningún arma. Aunque si lo
intentas tal vez consigas estrangularte tú misma.
Bohar se rio estrepitosamente de su propio chiste.
—Hay otra manera —replicó ella, y antes de que Bohar pudiera adivinar lo que se
proponía e intentase detenerla, le eludió y echó a correr rápidamente hacia el pozo
que había situado unos cuantos pies más allá.
—¡Rápido! —gritó Bohar—. ¡Cogedla!
Al instante los veinte hombres se lanzaron en su persecución. Pero Stellara era
veloz, y existían grandes posibilidades de que no la atrapasen antes de recorrer la
corta distancia que la separaba del borde del abismo.
Sin embargo, la fortuna estaba aquel día del lado de Bohar el Sanguinario, porque
el pie de Stellara se enganchó en un matojo de hierbas y la muchacha cayó de bruces
al suelo, atrapándola el korsar más cercano antes de que pudiera volver a ponerse en
pie. Bohar corrió rápidamente a su lado y, arrebatándosela al otro korsar, la sacudió
con violencia.
—¡Pequeña tarag! —gritó—. Después de esto me aseguraré de que no vuelvas a
escapar otra vez. Cuando alcancemos la costa te cortaré uno de tus pies y así estaré
seguro de que no volverás a huir de mi lado.
Irrumpiendo repentina e inesperadamente desde la densa jungla en el claro, un
guerrero entró a formar parte de la escena que se desarrollaba al borde del pozo.
Pensó que Stellara estaba a punto de ser asesinada, y en ese momento enloqueció de
ira. El reconocer a Bohar el Sanguinario como autor no contribuyó a disminuir su
cólera.
Con un rugido de furia avanzó velozmente hacia ellos con su lanza en la mano.
¿Qué le importaba enfrentarse a veinte hombres provistos de armas de fuego? Lo
único que veía era a Stellara en las crueles garras de Bohar.
Al oír su voz, el korsar levantó la vista y al instante reconoció al sari.
—Mira, Stellara —dijo con una sonrisa—. Ha venido tu amante. Es lo mejor que
me podía ocurrir, porque con un solo pie y sin amante, no te quedará ninguna excusa
para volver a escapar.
Una docena de arcabuces se habían levantado en un instante. Todos los hombres
miraban de reojo a Bohar esperando su orden. Tanar ya se encontraba en el extremo
del pozo y se encontraba tan solo a unas cuantas yardas de ellos cuando Bohar asintió
con la cabeza. Un rugido de fuego de fusilería y un fogonazo de llamas, acompañado
de una densa nube de negro humo, hizo que por un momento la figura del sari
desapareciera por completo de la vista.
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Stellara, temblando de ira y con los ojos tremendamente abiertos por el horror y el
dolor, intentó penetrar con su mirada en la nube de humo. Pero cuando esta se
levantó, no había ningún rastro de Tanar.
—¡Bien hecho! —gritó Bohar a sus hombres—. O le habéis hecho pedazos o su
cuerpo ha caído al pozo.
Aproximándose al borde de la abertura, miró hacia el fondo, pero estaba
demasiado oscuro y no se veía absolutamente nada.
—Dondequiera que esté, al menos está muerto —dijo Bohar—. Me hubiera
gustado haberle quitado la vida con mis propias manos, pero al menos la orden que
ha significado su muerte ha sido mía. El golpe que me dio está saldado.
Cuando los korsars volvieron a emprender la marcha en dirección al mar, Stellara
caminó a su lado con la cabeza hundida y la húmeda mirada perdida. Tropezaba a
menudo, y cada vez que lo hacía era vuelta a poner en pie con rudeza y empujada
hacia delante, a la vez que se le advertía con bruscos tonos que vigilase donde ponía
el pie.
Cuando por fin alcanzaron la costa Stellara cayó enferma con una fiebre muy alta.
Permaneció tendida en el campamento de los korsars lo que pudo ser un día o un mes,
demasiado débil para moverse, mientras Bohar y sus hombres talaban árboles,
cortaban planchas y empezaban a construir una embarcación capaz de llevarles de
vuelta a las lejanas playas de Korsar.
Al abalanzarse hacia delante para rescatar a Stellara de las garras de Bohar, la
mente y los ojos de Tanar no se habían fijado en nada salvo en la figura de la
muchacha. No había visto el orificio en el suelo, y en el instante en que los korsars
abrieron fuego con sus arcabuces sobre él, avanzó ciegamente sobre el pozo y cayó al
agua que había en su fondo.
La caída no le causó daño alguno y ni siquiera perdió el conocimiento.
Manteniéndose a flote en el agua, vio ante él un tranquilo arroyo que se introducía
mansamente en una abertura de la pared de piedra caliza que se extendía a su
alrededor. Más allá de la abertura se divisaba una luminosa caverna y hacia ella nadó
Tanar, ascendiendo a su rocoso suelo en el momento en que consiguió encontrar un
punto bajo en la orilla del arroyo. Observando lo que había a su alrededor, se
encontró en una inmensa caverna cuyos muros brillaban luminosamente debido a la
considerable cantidad de fósforo que contenían.
Había una gran cantidad de desperdicios en el suelo de la caverna: huesos de
animales y hombres, armas rotas y trozos de piel. Parecía el vertedero de algún
espantoso osario.
El sari retrocedió hasta la abertura por la que el pequeño arroyo discurría hasta
aquella gruta, pero tras una cuidadosa investigación no descubrió ninguna vía de
escape en aquella dirección, así que volvió a introducirse en el arroyo y nadó hasta el
lecho del pozo, pero descubrió que las paredes estaban tan desgastadas por la larga y
continuada acción del agua al caer que no le ofrecían el más mínimo asidero por el
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que intentar ascender a la superficie.
Luego recorrió lentamente las demás paredes de la gruta, pero solo allí por donde
continuaba el arroyo, en su extremo más alejado, se divisaba otra abertura: un tosco
paso abovedado que se alzaba a unos seis pies por encima del arroyo subterráneo. A
lo largo de uno de sus lados había una estrecha repisa y a través de la abertura se
divisaba un sombrío corredor que se perdía en la distancia y en la oscuridad.
No habiendo otro camino por el que buscar la libertad, Tanar se encaminó por la
estrecha repisa de la abovedada arcada, hasta que se encontró en un túnel por el que
seguía discurriendo el arroyuelo.
Aquí y allí, pequeños trozos de la roca que formaba las paredes y el techo del
corredor, desprendían una luminosidad que apenas bastaba para disipar la negra
oscuridad del lugar, aunque al menos lo hacía lo suficiente como para estar seguro de
donde ponía los pies, si bien, en algunos puntos en los que el corredor abría sus
muros la oscuridad era totalmente impenetrable.
Tanar no supo durante cuánto tiempo recorrió aquel túnel, pero por fin llegó ante
un paso bajo y estrecho que se vio obligado a cruzar a gatas. Al otro lado parecía
divisarse una cámara mucho más iluminada y Tanar se introdujo en ella. Todavía
estaba agachado cuando un pesado cuerpo cayó desde lo alto sobre su espalda. A
continuación cayeron otros dos más a ambos lados y sintió como unas garras frías y
viscosas atenazaban sus brazos y sus piernas, y como unas manos se aferraban su
cuello, unas manos que cuando tocaron su carne le parecieron las de un cadáver.
Intentó liberarse, pero sus enemigos eran demasiados para él. Un momento más
tarde era desarmado y sus tobillos y muñecas firmemente asegurados con correosas
ligaduras de cuero. Cuando le dieron la vuelta se encontró frente a los horribles
rostros de los coripis, el pueblo escondido de Amiocap.
Aquellos pálidos rostros, la cadavérica piel, las bulbosas protuberancias en el
lugar en que deberían haberse encontrado los ojos, los cuerpos sin vello y las manos
semejantes a garras conferían un aspecto tan espantoso a aquellos monstruos que era
capaz de intimidar al más firme de los corazones.
¡Y cuando hablaban! Las farfullantes bocas revelaban unos amarillentos colmillos
que encogían el corazón en el pecho del sari. Aquel era en verdad un espantoso final
porque sabía que, en efecto, aquello era el final, ya que jamás, en los numerosos
relatos que los amiocapios le habían contado sobre el pueblo escondido, había
recuerdo alguno de que ningún ser humano hubiera escapado de sus garras.
Entonces se dirigieron a él en un cavernoso maullido que a Tanar le costó
reconocer como palabras.
—¿Cómo has entrado en la tierra de los coripis? —preguntó uno.
—Me caí en un pozo que había en el suelo —contestó Tanar—. No pretendía
entrar aquí. Ayudadme a salir y os recompensaré.
—¿Y qué es lo que puedes ofrecer a los coripis, además de tu carne? —preguntó
otro.
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—No pienses en volver a salir de aquí —dijo un tercero.
Luego dos de ellos lo levantaron en vilo y lo colocaron en la espalda de su otro
compañero. La criatura lo llevaba con tanta facilidad que Tanar se maravilló de que
hubiera podido derrotar al coripi que se había encontrado en la superficie.
A través de largos corredores, algunos muy oscuros y otros parcialmente
iluminados por el afloramiento de rocas fosforescentes, las criaturas transportaron a
Tanar. A veces atravesaban grandes grutas, hermosamente esculpidas por los
designios de la naturaleza, o ascendían por escalones excavados en la piedra caliza,
posiblemente por los mismos coripis, solo para volver a descender por otros y
continuar por tortuosos túneles que se hacían interminables.
Por fin, el viaje finalizó en una enorme caverna cuyo techo se alzaba al menos a
doscientos pies por encima de ellos. Aquella inmensa gruta se hallaba mucho mejor
iluminada que cualquier otra sección del mundo subterráneo que Tanar hubiera
atravesado antes. En las paredes de piedra caliza se habían tallado unos senderos que
zigzagueaban de un lado a otro, ascendiendo hasta el techo, y toda la superficie del
muro que le rodeaba se hallaba horadada por una serie de agujeros de varios pies de
diámetro que aparentaban ser las entradas a otras cavernas.
Acuclillados en el suelo de la gruta había varios cientos de coripis de todas las
edades y de ambos sexos.
En un extremo de la caverna, en una enorme abertura a unos cuantos pies por
encima del suelo, se hallaba acuclillado un único pero gigantesco coripi. Su piel
estaba moteada por un matiz purpúreo que sugería la de un cadáver en el que la
descomposición hubiera avanzado en un grado considerable. Las protuberancias que
se asemejaban a enormes globos oculares bajo la piel sobresalían mucho más y eran
mucho más grandes que las de cualquier otro coripi que Tanar hubiera visto antes. La
criatura era con mucho la más repulsiva de la horrible horda.
En el suelo de la inmensa gruta, justo ante donde se hallaba situada aquella
criatura, se encontraban reunidos varios coripis y hacia aquella congregación llevaron
sus captores a Tanar.
Desde el primer momento en que habían entrado en aquella caverna fue evidente
para Tanar que aquellas criaturas podían ver, algo que ya había empezado a sospechar
poco después de su captura, puesto que al verle comenzaron a gritar y a emitir
extraños sonidos sibilantes y desde las entradas de muchas de las cuevas
desperdigadas por las paredes de la gruta comenzaron a asomar muchas cabezas
cuyos espantosos semblantes sin ojos parecían dirigir sus miradas hacia él.
Un grito prevalecía sobre todos los demás y se dirigía hacia la criatura que se
sentaba en el nicho. Era el de "¡carne! ¡carne!" y sugería algo espantoso y horrible.
¡Carne! Sí, aquellas criaturas comían carne humana y daba la sensación que solo
esperaban una señal para saltar sobre él y devorarlo vivo, para despedazarle con sus
afiladas garras. Una de ellas llegó a precipitarse hacia él, pero la criatura del nicho
lanzó un horrible grito que hizo que el monstruo desistiera de su propósito e incluso
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que uno de sus captores se volviera para defenderlo.
Una vez que cruzaron la caverna, Tanar fue depositado frente a la criatura
acuclillada en el nicho. El sari pudo observar como se movían los globos oculares
bajo la pulsante piel de aquellas protuberancias y, aunque era incapaz de distinguir
ninguna clase de ojos debajo de ellas, fue consciente de que estaba siendo examinado
fría y calculadoramente.
—¿Dónde lo cogisteis? —preguntó finalmente la criatura, dirigiéndose a los
captores de Tanar.
—Se cayó en el Pozo del Agua Sonora —contestó uno.
—¿Cómo lo sabéis?
—Nos lo dijo él.
—¿Y le habéis creído?
—No hay otra forma por la que pudiera entrar en la tierra de los coripis —repuso
otro de sus captores.
—Tal vez estuviera conduciendo una partida para destruirnos —dijo la criatura
del nicho—. Que vayan unos cuantos de vosotros y busquen por todos los túneles que
rodean el Pozo del Agua Sonora.
Luego la criatura se volvió a dirigir a los captores de Tanar.
—Llevaoslo y ponedlo junto a los otros. Todavía no hay bastantes.
Tanar fue una vez más colocado sobre la espalda del coripi y lo transportaron a
través de la gruta. Luego lo izaron hasta uno de los senderos excavados en la pared de
piedra caliza, y, después de ascender una corta distancia por aquel camino, el sari se
encontró de nuevo en un oscuro y estrecho túnel serpenteante.
Los túneles y corredores por los que era conducido impresionaban a Tanar por la
enorme antigüedad que irradiaba aquel laberíntico mundo subterráneo, dado que todo
apuntaba a que la mayoría de ellos habían sido excavados en la roca caliza, o más
bien agrandados para dar cabida en ellos a los coripis, y toda vez que aquellas
criaturas no parecían disponer de otras herramientas más que sus afiladas garras de
tres dedos, la construcción de aquellos túneles debía haber representado la labor de
incontables miles de individuos a lo largo de muchas generaciones.
Naturalmente, Tanar solo tuvo una vaga percepción de lo que aquí hemos descrito
con la palpable perspectiva de la duración del tiempo. Su consideración sobre este
aspecto comprendía los incontables millones de veces que aquellas criaturas debían
haber comido y dormido durante el transcurso de aquella extraordinaria tarea.
Pero la mente del cautivo también se ocupaba de otros asuntos, como el de saber
adónde le llevaba el coripi a través de aquel largo túnel. Pensaba en la aseveración de
la criatura del nicho cuando había ordenado su encierro, en el sentido de aquella frase
de que "todavía no había bastantes".
¿Qué quería decir? ¿Bastantes qué? ¿Bastantes prisioneros? Y cuando hubiera
bastantes, ¿a qué propósito eran destinados?
Pero por encima de todo, su mente estaba preocupada por Stellara: en el temor
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por su seguridad y en el inútil remordimiento de que había sido incapaz de rescatarla.
Desde el momento en que se había visto tan inesperadamente precipitado al
mundo subterráneo del pueblo escondido su único pensamiento era, por supuesto, el
de escapar. Pero cuanto más adentro de las entrañas de la tierra era transportado, más
desesperado parecía el buen éxito de cualquier tentativa en esa dirección. A pesar de
todo no iba a dejar de intentarlo, aunque era consciente que tendría que esperar a
llegar al lugar de su definitivo confinamiento antes de poder considerar mínimamente
cualquier plan en ese sentido.
Tanar no sabía cuánto más lejos lo iba a llevar el incansable coripi, pero por fin
salieron a una gruta tenuemente iluminada ante cuya estrecha entrada se acuclillaban
una docena de coripis. Dentro de la cámara habría otros veinte coripis más y un ser
humano: un hombre de cabello arenoso, ojos semicerrados y una cierta expresión
astuta y mezquina en su semblante que repelió de inmediato al sari.
—Aquí hay otro —dijo el coripi que había llevado a Tanar hasta la caverna,
arrojando sin contemplaciones al sari sobre el suelo de piedra, a los pies de los coripis
que hacían guardia ante la entrada.
Estos cortaron con sus dientes y con sus garras las ataduras que aseguraban sus
muñecas y sus tobillos.
—Tardan mucho en llegar —gruñó uno de los guardias—. ¿Cuánto más
tendremos que esperar?
—El viejo Xax quiere tener el mayor número que jamás hayamos tenido —señaló
otro de los coripis.
—Pero nos estamos impacientando —dijo el que primero había hablado—. Si nos
hace esperar mucho más, puede que sea él el que acabe aumentando ese número.
—¡Ten cuidado! —le advirtió uno de sus compañeros—. Si Xax te oyera decir
algo así, también se incrementaría el número de prisioneros.
Cuando Tanar se puso en pie, después de que sus ataduras fueran cortadas, fue
empujado rudamente junto con los demás ocupantes de la estancia, a los que pronto
descubrió como prisioneros, igual que él. Como era lógico, el primero en aproximarse
fue el humano cautivo.
—Otro —dijo el extraño—. Nuestro número se incrementa aunque lentamente, y
cada uno más que llega nos acerca inevitablemente a nuestro destino, así que no sé si
siento verte aquí o si alegrarme de poder tener compañía humana. He comido y
dormido muchas veces desde que me arrojaron a esta maldita cueva y no he tenido
desde entonces más que a estas cosas espantosas y farfullantes por compañía. Dioses,
como los detesto y aborrezco aunque se encuentren en la misma situación que
nosotros y estén condenados al mismo destino.
—¿Y cuál es ese destino? —preguntó Tanar.
—¿No lo sabes?
—Solo puedo suponerlo —contestó el sari.
—Estas cosas rara vez consiguen carne con sangre caliente en ella. Subsisten
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fundamentalmente gracias a los peces de sus ríos subterráneos y a los renacuajos y
lagartos que habitan en sus cuevas. Sus expediciones a la superficie normalmente no
les reportan más que la carroña de algunas bestias muertas y por eso ansían la carne y
la sangre caliente. Hasta ahora mataban uno a uno los prisioneros que cogían para
conseguirla, pero ese sistema apenas proporcionaba un bocado de carne para unos
cuantos coripis. Entonces Xax concibió la idea de conservar a los suyos que fueran
condenados y a los humanos capturados del mundo exterior, hasta acumular la
cantidad suficiente como para dar un festín a todos los que habitan las cavernas que él
gobierna. No sé cuántos necesitará, pero el numero aumenta invariablemente y tal vez
ya no falte mucho para que seamos los suficientes para satisfacer los estómagos de la
tribu de Xax.
—¡Xax! —repitió Tanar—. ¿Era la criatura que se sentaba en el nicho de la
inmensa caverna a la que me llevaron al principio?
—Ese era Xax. Es el gobernante de estas cavernas. En el mundo subterráneo del
pueblo escondido existen varias tribus. Cada una de ellas ocupa una gran caverna,
similar a aquella en la que vistes a Xax. Estas tribus no siempre viven en paz y la
mayoría de los prisioneros que ves aquí son miembros de otras tribus, aunque
también hay algunos que pertenecen a la propia tribu de Xax y que, por una u otra
razón, han sido condenados a muerte.
—¿No hay posibilidad de escapar? —preguntó Tanar.
—Ninguna —contestó el hombre—. Absolutamente ninguna. Pero dime, ¿quién
eres y de qué país vienes? No pareces nativo de Amiocap.
—No soy de Amiocap —contestó Tanar—. Soy de Sari, un lejano país del
continente.
—¿Sari? Nunca oí hablar de semejante país —repuso el otro—. ¿Cuál es tu
nombre?
—Tanar. ¿Y el tuyo?
—Me llamo Jude y soy de Hime —contestó el hombre—. Hime es una isla que
no está muy lejos de Amiocap. Quizá hayas oído hablar de ella.
—No —contestó Tanar.
—Estaba pescando en mi canoa, lejos de la costa de Hime —continuó Jude—,
cuando se levantó una gran tormenta que me arrojó sobre las costas de Amiocap. Fui
a la selva a cazar algo para comer y tres de estas criaturas cayeron sobre mí y me
arrastraron a su mundo subterráneo.
—¿Y estás completamente seguro de que no hay ninguna forma de escapar? —
preguntó Tanar.
—No la hay; no hay absolutamente ninguna —contestó Jude.
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Capítulo VIII
Mow
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También descubrió que entre aquellas desgraciadas criaturas no existían ningún
tipo de diversiones y no tenían ningún otro propósito en la vida más que el comer.
Tan escasa e invariable era su dieta de pescado, renacuajos y lagartos que la promesa
de carne caliente era el único gran evento en la tediosa monotonía de su terrible
existencia.
Igualmente, Mow no tenía palabras para expresar el amor ni ninguna idea sobre
su significado, por lo que Tanar fue capaz de deducir de sus comentarios que aquel
sentimiento no existía entre el pueblo escondido. Una madre veía a cada uno de sus
hijos como una amenaza para su existencia y como una profecía de muerte, lo que
hacía que los odiaran desde su nacimiento. Esto, además, no era de extrañar si
consideramos que los hombres elegían como madres de sus hijos a las mujeres que
más odiaban y aborrecían, ya que la costumbre de matar a las mujeres que tenían más
de tres hijos les disuadía de emparejarse con cualquier hembra por la que sintieran
algún grado de simpatía.
Cuando no se dedicaban a cazar o a pescar permanecían acuclillados ante sus
cuevas, mirando hosca y estúpidamente al suelo de sus cavernas.
—Supongo —le dijo Tanar a Mow—, que enfrentarte a semejante vida te induce
a dar la bienvenida a cualquier clase de muerte.
El coripi denegó con la cabeza.
—Yo no quiero morir —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Tanar.
—No lo sé —repuso Mow—. Simplemente deseo vivir.
—Entonces, me figuro que, si pudieras hacerlo, te gustaría escapar de esta
caverna —sugirió Tanar.
—Claro que me gustaría escapar —dijo Mow—, pero si lo intentase y me
cogiesen, me matarían.
—Te van a matar de todas formas —le recordó Tanar.
—Sí; nunca había pensado en eso —dijo Mow—. Tienes bastante razón. Me van
a matar de todos modos.
—¿Acaso crees que podrías escapar? —preguntó Tanar.
—Podría hacerlo si alguien me ayudase —respondió Mow.
—Esta cueva está llena de gente que te ayudaría —dijo Tanar.
—Los coripis de la gruta de Xax no me ayudarían —dijo Mow—, porque aunque
escapasen no tendrían ningún sitio adonde ir. Si Xax los volviera a capturar morirían,
y lo mismo sucedería si les capturase el gobernante de cualquier otra gruta.
—Pero aquí hay coripis de otras grutas —insistió Tanar—, y además estamos
Jude y yo.
Mow denegó otra vez con la cabeza.
—No ayudaría a salvarse a ningún otro coripi. Los odio a todos. Son enemigos de
mi tribu.
—A mí no me odias —dijo Tanar—. Yo podría ayudarte, y Jude también.
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—Solo hace falta uno —repuso Mow—, pero tendría que ser muy fuerte, más
fuerte que tú, más fuerte que Jude.
—¿Cómo de fuerte? —preguntó Tanar.
—Tendría que ser capaz de levantar mi peso —contestó el coripi.
—Entonces mira —dijo Tanar, y, cogiendo a Mow, lo alzó por encima de su
cabeza.
Cuando lo volvió a dejar en el suelo, el coripi se quedó observando fijamente a
Tanar durante un rato.
—Sí, eres fuerte —dijo.
—Entonces, vamos a preparar nuestro plan de fuga —propuso Tanar.
—Solo tú y yo —dijo el coripi.
—Tenemos que llevar a Jude con nosotros —insistió Tanar.
Después de pensarlo durante un momento, Mow se encogió de hombros.
—Me da igual —dijo—. No es un coripi y si tenemos hambre y no encontramos
otra cosa que comer, nos lo comemos a él.
Tanar no respondió nada porque pensó que sería mejor no expresar su
discrepancia con aquella proposición. Además, estaba seguro que Jude y él podrían
evitar que el coripi sucumbiera a su ansia de carne.
—¿Te has fijado que en el otro extremo de la caverna las sombras son tan densas
que nadie distinguiría a una figura moviéndose por allí? —preguntó Mow.
—Sí —contestó Tanar.
—En aquella zona, las sombras ocultan las paredes de roca y el techo está
envuelto en una oscuridad total; pero en el techo hay un agujero que da a un estrecho
pozo que conduce hasta un túnel muy oscuro.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Tanar.
—Lo descubrí una vez cuando estaba cazando. Me topé con un túnel extraño que
se cruzaba con el que estaba siguiendo para ir al mundo de arriba. Lo seguí para ver a
dónde llevaba y llegué hasta ese agujero del techo. Desde allí pude ver todo lo que
había aquí abajo sin que nadie me viera. Cuando me trajeron prisionero, reconocí el
lugar inmediatamente. Por eso sé que si tengo la ayuda adecuada puedo escapar de
aquí.
—Explícame cómo —dijo Tanar.
—La pared que hay bajo el agujero, como he descubierto ahora, se inclina hacia
atrás desde el suelo, y es tan quebrada que puede escalarse fácilmente hasta una
pequeña repisa que hay bajo el agujero, pero este todavía queda lejos y no se puede
alcanzar sin ayuda. Sin embargo, yo podría alzarte hasta él, si tú, a cambio, me
ayudaras luego a subir.
—Pero, ¿cómo podemos escalar la pared sin que nos vean los guardias? —
preguntó Tanar.
—Ese es el único riesgo de captura que tendríamos que afrontar —repuso Mow
—. Pero allí está muy oscuro y si esperamos a que traigan otro prisionero entonces su
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atención estará distraída y podemos alcanzar el agujero antes de que nos descubran.
Una vez que lo alcancemos no nos cogerán.
Tanar expuso el plan a Jude, que se emocionó tanto con la perspectiva de huir que
estuvo a punto de revelar un asomo de felicidad.
Comenzó entonces la interminable espera del momento en que trajeran un nuevo
prisionero a la caverna. Los tres conspiradores empezaron a pasar la mayor parte del
tiempo posible en las sombras del extremo más alejado de la cueva, a fin de que los
guardias se acostumbraran a verlos allí, y ya que nadie, salvo ellos mismos, era
consciente del agujero del techo, no se levantó ningún tipo de sospechas, toda vez
que el lugar elegido se encontraba en el punto más alejado de la entrada de la cueva,
que, por lo que los guardias sabían, era el único acceso a la misma.
Tanar, Jude y Mow comieron y durmieron varias veces, hasta que les dio la
sensación de que ningún prisionero iba a volver a ser introducido en la cueva.
Pero, si bien no llegaba ningún nuevo prisionero, las noticias sí que iban llegando
poco a poco, y una de ellas les infundió tal estado de alarma que decidieron
arriesgarlo todo a la suerte y dar un temerario golpe por la libertad. Algunos de los
coripis que habían llegado para relevar a parte de los que estaban de guardia
comunicaron a los otros que Xax había tenido dificultades para reprimir un
alzamiento entre los enfurecidos miembros de su tribu, muchos de los cuales tenían el
convencimiento de que Xax se estaba reservando a los prisioneros para él. Todo ello
había finalizado en la demanda a Xax de un inmediato festín de carne. Quizás incluso
ya se hallaban de camino los coripis encargados de conducir a los infortunados
prisioneros hasta la gran caverna de Xax, donde serían hechos pedazos por la feroz
muchedumbre enloquecida por el hambre.
Y, efectivamente, había llegado la hora, porque apenas un momento después
llegaba la partida encargada de conducirlos hasta la principal caverna de la tribu.
—Tiene que ser ahora —susurró Tanar a Jude y a Mow al ver que sus guardianes
estaban conversando con los recién llegados.
De acuerdo con el plan establecido, los tres comenzaron a escalar sin vacilaciones
por el extremo más alejado de la caverna.
Tanar se detuvo al llegar a la pequeña repisa situada a unos veinticinco pies del
suelo. Al instante, Jude y Mow se detuvieron a su lado. Sin más palabras, el coripi
alzó a Tanar sobre sus hombros y, tanteando en la oscuridad, este buscó algún
asidero.
Enseguida encontró el agujero del pozo que conducía al túnel superior, y, además,
descubrió unos excelentes puntos de apoyo para encaramarse hasta él, así que un
momento después se arrastraba hasta la abertura y se sentaba en una pequeña repisa
que la rodeaba.
Afirmándose en el lugar en el que se encontraba, se agachó y cogió la mano de
Jude, que estaba ya sobre los hombros de Mow, tirando del himeo hasta que este llegó
a su lado.
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En ese momento se elevó un enorme griterío por debajo de ellos. Al mirar de
reojo, Tanar descubrió que uno de los guardias los había visto y ahora una avalancha
general, tanto de guardias como de prisioneros, se dirigía en su dirección.
Mientras Tanar se esforzaba por ayudar a Mow a alcanzar la seguridad de la boca
del pozo, varios de los coripis ya estaban subiendo por la pared situada por debajo de
ellos. Mow vaciló y se volvió a mirar como los enemigos se aproximaban
rápidamente hacia él. La repisa en la que se encontraba era estrecha y el asidero para
sus pies precario. La sorpresa y la conmoción de verse descubiertos tal vez lo puso
nervioso o quizás al volverse a mirar hacia abajo perdió el equilibrio. El caso es que
Tanar vio como se tambaleaba y caía sobre los coripis que estaban subiendo,
arrastrando a tres de ellos en su caída y golpeando pesadamente con su cabeza en el
suelo de piedra donde quedó sin sentido.
—¡Es imposible ayudarle! —dijo Tanar volviéndose hacia Jude—. ¡Vámonos!
¡Tenemos que salir de aquí tan rápido como nos sea posible!
Comprobando cada asidero, los dos ascendieron lentamente por el pequeño pozo,
y enseguida se encontraron en el túnel que Mow les había descrito. La oscuridad era
absoluta.
—¿Sabes cuál es el camino hasta la superficie? —preguntó Jude.
—No —contestó Tanar—. Mow era el que tenía que guiarnos.
—Entonces mejor haríamos en regresar a la caverna —dijo Jude con pesimismo.
—No seré yo el que vuelva —repuso Tanar—. Al menos ahora los coripis no me
devorarán vivo, si es que al final me devoran.
Palpando su camino a través de las tinieblas, y seguido de cerca por Jude, Tanar
se arrastró lentamente por la oscuridad estigia. El túnel daba la impresión de ser
interminable. Estaban muy hambrientos y no tenían comida. Habrían devorado
incluso los asquerosos pedazos de pescado podrido que les arrojaban los coripis
cuando se hallaban prisioneros.
—Me comería hasta un renacuajo —dijo Tanar.
Se encontraban exhaustos y se echaron a dormir. Luego siguieron avanzando a
trompicones hacia delante. El interminable corredor no parecía tener fin. Durante
largos tramos el suelo del túnel estaba bastante nivelado, pero luego caía en
profundos declives, a veces tan empinados que tenían dificultades para sostenerse
sobre el inclinado suelo. Otras veces se giraba y se retorcía, como si sus originales
constructores no hubieran tenido la misma idea sobre la dirección en que querían
seguir.
Avanzaban continuamente. A veces dormían, aunque si ello se debía a que habían
cubierto una gran distancia o a lo debilitados que estaban a causa del hambre, no lo
sabían.
Cuando se despertaban volvían a caminar durante mucho tiempo y en silencio,
pero el sueño no parecía descansarles, especialmente a Jude que cada vez estaba más
agotado.
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—No puedo avanzar más —dijo—. ¿Por qué me metiste en esta loca huida?
—No estabas obligado a venir —le recordó Tanar—, aunque si no lo hubieras
hecho ya se habrían acabado tus miserias, porque sin duda a estas alturas todos los
prisioneros habrán sido ya despedazados y devorados por los coripis de la gruta de
Xax.
Jude se encogió de hombros.
—No me hubiera importado morir —dijo—, pero odiaba el hecho de ser hecho
pedazos por esas horribles criaturas.
—Esta muerte es más agradable —dijo Tanar—. Cuando estemos completamente
exhaustos, simplemente nos echaremos a dormir y ya no volveremos a despertar.
—No quiero morir —gimió Jude.
—Nunca estás contento —dijo Tanar—. Me parece que alguien tan desgraciado
como tú debería alegrarse de morir.
—Me gusta sentirme desgraciado —contestó Jude—. Además, prefiero sentirme
vivo y desgraciado, que muerto e incapaz de saber que fui feliz.
—Recupera el aliento —dijo Tanar—. No puede faltar mucho para que acabe este
pasadizo. Mow vino por él y no dijo que fuera tan largo que se hubiera sentido
exhausto o hambriento; y no solo lo atravesó de extremo a extremo en una misma
dirección, sino que tuvo que darse la vuelta y volver sobre sus pasos después de
llegar al agujero de la caverna de la que nos hemos fugado.
—Los coripis no comen mucho; están acostumbrados a ayunar —dijo Jude—, y
además duermen menos que nosotros.
—Quizá tengas razón —dijo Tanar—, pero estoy seguro de que estamos cerca del
final.
—Yo lo estoy —señaló Jude—, pero no del final que hubiera deseado.
Mientras hablaban habían seguido avanzando lentamente, cuando de repente, a lo
lejos, por encima de ellos, Tanar distinguió una débil luminosidad.
—¡Mira! —dijo—. ¡Allí hay luz! ¡Estamos cerca del final!
Aquel descubrimiento dio nuevas fuerzas a los dos hombres que con apresurados
pasos se precipitaron por el túnel en dirección a la prometedora vía de escape. A
medida que avanzaban la luz se hizo más fuerte hasta que finalmente llegaron a un
tramo en el que el túnel que habían estado atravesando se abría a un amplio corredor
iluminado por la amortiguada luz de los ocasionales pedazos de roca fosforescente
que poblaban las paredes y el techo. Pero ni a la izquierda ni a la derecha se divisaba
la luz del día.
—¿Y ahora por dónde? —preguntó Jude.
—No lo sé —respondió Tanar, moviendo la cabeza en signo negativo.
—Al menos no moriré en esa espantosa negrura —gimió Jude.
Tal vez aquel factor de su aparentemente inevitable destino era el que más pesaba
sobre los dos pellucidaros, ya que, al vivir como ellos lo hacían bajo los perpetuos y
brillantes rayos del eterno sol de mediodía, aquella oscuridad les parecía algo
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espantoso y aborrecible por no estar acostumbrados a ella.
—Con esta luz, por débil que sea —dijo Tanar—, no podemos permitirnos el estar
más tiempo deprimidos. Estoy convencido de que vamos a conseguir salir de aquí.
—¿Pero en qué dirección? —volvió a preguntar Jude.
—Yo iría por la derecha —dijo Tanar.
Jude denegó con la cabeza.
—Probablemente esa sea la dirección equivocada —dijo.
—Si tú crees que la dirección correcta es la de la izquierda, entonces vamos por la
izquierda —dijo Tanar.
—Yo no lo sé —dijo Jude—. Cualquiera de las dos direcciones puede ser la
incorrecta.
—De acuerdo —repuso Tanar con una sonrisa—. Entonces iremos por la derecha.
Al volverse sintió una ligera brisa que recorría el corredor.
—¿No notas algo, Jude? —preguntó Tanar.
—No. ¿Por qué lo preguntas? —respondió el himeo.
—Porque me parece notar el aire fresco del mundo exterior —dijo Tanar—, y si
tengo razón, es que tenemos que estar cerca de la boca del túnel.
Tanar ahora casi corría. El agotamiento había desaparecido ante la insospechada
esperanza de la inmediata salvación. ¡Salir al aire libre y a la luz del día! ¡Libres de
aquella oscuridad espantosa y de la constante amenaza de volver a ser capturados por
los repulsivos monstruos del mundo subterráneo! Pero también, junto a aquella
brillante esperanza, existía, como una siniestra sombra, el angustioso temor de la
decepción.
¿Qué pasaría si después de todo aquella brisa de aire puro, que ahora llegaba clara
y fresca a sus fosas nasales, entraba al corredor por algún pozo imposible de escalar,
como había ocurrido con el Pozo del Agua Sonora, por el que al caer se había
introducido en el mundo del pueblo escondido? ¿O qué ocurriría si en el momento de
escapar se topaban con un grupo de coripis?
Tanto pesaban aquellas cuestiones sobre la mente de Tanar, que le hicieron
reducir su velocidad hasta hacerlo caminar a un paso lento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jude—. Hace un momento corrías y ahora casi te
arrastras. No me digas que estabas equivocado y que después de todo no nos estamos
aproximando a la salida del túnel.
—No lo sé —contestó Tanar—. Podemos estar a punto de llevarnos una terrible
decepción, y si va a ser así, quiero retrasarla tanto como sea posible. Sería algo
terrible para las esperanzas que hemos albergado.
—Me lo suponía —dijo Jude—. Es precisamente lo que me esperaba.
—Presumo que debes encontrar algún placer en la frustración —dijo Tanar.
—Supongo que sí —contestó Jude—. Está en mi naturaleza.
—¡Entonces prepárate para sentirte desgraciado! —gritó repentinamente Tanar—.
¡Allí está la boca del túnel!
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Había dicho esto justo después de dar la vuelta a un recodo del túnel, y, cuando
Jude llegó a su lado, los dos vieron como la luz del día se precipitaba en el corredor a
través de una abertura situada justo enfrente de ellos; una abertura por la que se
divisaba la abundante vegetación y el cielo azul de Pellucidar.
Al salir de nuevo a la luz del día después de su largo confinamiento en las
profundidades de la tierra, los dos hombres se vieron obligados a cubrirse los ojos
con las manos mientras se volvían a acostumbrar a la brillante luz del eterno sol de
mediodía de Pellucidar.
Cuando consiguió recuperar la visión y pudo echar un vistazo a su alrededor,
Tanar descubrió que la boca del túnel se encontraba en lo alto de una escarpada y
elevada montaña. Por debajo de ellos gargantas cubiertas de árboles discurrían hasta
la selva y un poco más allá se veían las espumosas aguas del gran océano que,
curvándose hacia lo alto, se fundían con la bruma en la distancia.
Apenas discernible en la lejanía, una isla se alzaba sobre las aguas del océano.
—Aquella es Hime —dijo Jude señalando hacia ella.
—Ojalá también yo pudiera ver mi hogar desde aquí —suspiró Tanar—. Entonces
mi felicidad sería casi completa. Te envidio, Jude.
—No me produce ninguna felicidad volver a ver Hime —dijo Jude—. Odio esa
isla.
—¿No vas a intentar regresar a ella? —preguntó Tanar.
—Sí, seguro que sí —respondió Jude.
—¿Pero por qué? —preguntó Tanar.
—Porque no tengo ningún otro sitio a donde ir —refunfuñó Jude—. Al menos en
Hime no querrán acabar conmigo por cualquier cosa, como me ocurrirá en cualquier
otro sitio.
De repente, la atención de Jude fue atraída por algo situado en un pequeño claro
de la garganta que comenzaba un poco más abajo de la boca del túnel.
—¡Mira! —exclamó—. Allí hay gente.
Tanar miró en la dirección que le indicaba Jude. Cuando sus ojos distinguieron las
figuras que había más abajo primero se abrieron de la incredulidad y luego se
encogieron de rabia.
—¡Dios! —exclamó y, mientras lanzaba esta única exclamación, saltó velozmente
hacia abajo en dirección a las figuras del claro.
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Capítulo IX
Amor y traición
S tellara, tendida sobre un jergón de hierba bajo la sombra de un gran árbol, cerca
de la playa en la que los korsars terminaban el bote en el que esperaban
embarcarse para Korsar, era consciente de que la fiebre la había abandonado y de que
sus fuerzas volvían rápidamente a ella. Pero al descubrir que su enfermedad, ya fuera
real o imaginaria, la protegía de las atenciones de Bohar, continuó permitiendo que
los korsars la creyeran muy enferma. En su mente bullían constantemente planes de
fuga, pero era preferible retrasar cualquier intento tanto como le fuera posible, no
solo porque así podría acumular la mayor cantidad de energías que pudiera disponer,
sino porque además estaba segura de que si esperaba a que la embarcación de los
korsars estuviera concluida, la mayoría de ellos no estarían dispuestos a retrasar más
su marcha por satisfacer cualquier deseo de Bohar por perseguirla y volverla a
capturar.
También era necesario elegir un momento en que ninguno de los korsars se
hallara en el campamento y ya que al menos uno o dos, los que se ocupaban de
preparar la comida y hacer la guardia, permanecían invariablemente allí, no parecía
que de momento se le presentase la oportunidad que estaba esperando, aunque en
cualquier caso ya había decidido que aquella circunstancia no le impediría intentar la
fuga.
Todas sus esperanzas se centraban en un acontecimiento que sus conocimientos
náuticos hacían prever como algo seguro en un futuro no muy lejano: el hecho de que
la botadura de la nave requeriría de las fuerzas de todos los miembros de la partida.
Sabía, por las discusiones y conversaciones que había alcanzado a oír, que la
intención de Bohar era botar la embarcación en el momento que estuviera finalizado
el casco y, luego, concluir el resto de la tarea a realizar una vez que se encontrase a
flote en la pequeña cala de la playa sobre la que la habían construido. Estas tareas no
requerirían una gran cantidad de tiempo o esfuerzo, puesto que el mástil, las perchas,
el aparejo y la vela ya los tenían preparados. Calabazas huecas y vejigas de animales
estaban dispuestas para ser llenadas de agua fresca y las provisiones de comida para
el viaje, acumuladas por los cazadores que se habían designado a tal propósito, ya
habían sido cuidadosamente envueltas en pieles y almacenadas en un lugar frío y
recubierto de tierra.
Y así, desde su lecho de hierba bajo el gran árbol, Stellara observaba como
avanzaban los trabajos en el casco de la barcaza que iba a llevar a Bohar y a sus
hombres hasta Korsar y, mientras observaba, planeaba su fuga.
Por encima del campamento se alzaban las selváticas laderas de las colinas que
debería atravesar en su regreso a Parath. Durante algún tramo los árboles eran
dispersos pero después comenzaba la densa selva. Si lograba llegar a esta sin que la
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descubrieran, sus posibilidades de éxito serían considerablemente mayores, ya que
una vez que alcanzase el terreno en que la vegetación era más espesa tomaría ventaja
de la habilidad y la experiencia adquirida bajo la tutela de Tanar y proseguiría su
viaje por las frondosas sendas de los árboles sin dejar ningún rastro que Bohar
pudiera seguir, protegiéndose al mismo tiempo de las mayores y más peligrosas
bestias de la selva, pues, aunque escasas, también existían peligrosas bestias en
Amiocap. Quizá la más terrible era el tarag, el gigantesco tigre de dientes de sable
que antaño vagaba por las colinas de la corteza exterior. Por el tandor sentía menos
preocupación ya que rara vez atacaba a un único individuo a no ser que se viera
molestado por este. Pero en las colinas que debía cruzar, el mayor peligro lo suponía
no solo la presencia del tarag sino también la del ryth, el enorme oso de las cavernas,
el ursus stelaeus, largo tiempo atrás extinguido en la corteza exterior. Por los hombres
de Amiocap con los que se pudiera encontrar sentía poco o ningún temor, incluso
aunque pertenecieran a otras tribus que no fueran la suya. Sin embargo, sí se
estremeció al pensar que pudiera caer en manos de los coripis, pues aquellos
monstruos grotescos engendraban en ella más temor que cualesquiera otros peligros
que pudiera hallar en su camino.
El regocijo de la proyectada fuga y las dichosas expectativas que albergaba en el
esperado y feliz regreso junto a su padre y sus amigos, se desvanecieron al darse
cuenta de que Tanar no estaría allí para recibirla. La supuesta muerte del sari había
arrojado una negra nube sobre su felicidad que nada conseguiría disipar jamás. Su
pena tal vez era todavía más profunda porque ninguna palabra de amor se había
cruzado entre ellos y, por tanto, no tenía el consuelo de unos recuerdos felices que
pudieran suavizar la angustiosa tristeza que la consumía.
Los trabajos en el casco de la embarcación por fin habían concluido y los
hombres, al regresar al campamento para comer, hablaban entusiasmados de su
inminente partida hacia Korsar. Bohar se aproximó al lecho de Stellara y permaneció
allí observándola, con su repulsivo semblante ensombrecido por una maligna mueca.
—¿Cuánto tiempo más pretendes engañarme? —preguntó—. Comes y duermes, y
el calor de la fiebre ya ha abandonado tu piel. Creo que finges tu enfermedad para
eludir tus deberes como mi esposa, y si eso es verdad, pagarás por ello. ¡Levántate!
—Estoy demasiado débil —respondió Stellara—. No puedo levantarme.
—Eso puedo arreglarlo —gruñó Bohar, y agarrándola bruscamente del pelo la
sacó a rastras del lecho y la puso en pie.
Cuando Bohar aflojó su presa, Stellara se tambaleó, sus piernas temblaron y sus
rodillas cedieron cayendo de nuevo sobre el lecho. Tan convincente fue el modo en
que llevó a cabo su impostura que consiguió engañar a Bohar.
—Está enferma y moribunda —gruñó uno de los korsars—. ¿Por qué tenemos
que llevarla con nosotros en un bote atestado, para que coma la comida y beba el
agua que tal vez alguno de nosotros necesite para llegar a Korsar?
—Cierto —dijo otro—. Deberíamos dejarla atrás.
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—Clávale un cuchillo —dijo un tercero—. Ya no nos sirve para nada.
—¡Callaos! —ordenó Bohar—. Va a ser mi esposa y vendrá con nosotros. El que
tenga algo que objetar se quedará aquí con una bala en las tripas. ¡Ahora comed,
perros sarnosos, y hacedlo rápido porque voy a necesitar de todas vuestras manos y
de todas vuestras fuerzas para botar la barcaza cuando hayáis comido!
¡Iban a botar la barcaza! Stellara se estremeció por la excitación, pues su
oportunidad de conseguir la libertad se hallaba cerca. Observó con impaciencia como
los korsars engullían la comida como si fueran lobos hambrientos. Vio que algunos
de ellos se tendían a dormir después de comer, pero Bohar los levantó a puntapiés y a
punta de pistola los condujo hasta la playa, llevándose a todos los hombres
disponibles y dejando sola y sin vigilancia a Stellara, por primera vez desde su
captura en el poblado de Fedol.
Stellara los vio descender hasta donde se encontraba varada la barcaza y esperó
hasta que estuvieran totalmente ocupados en empujar la pesada embarcación hasta el
mar. Entonces se levantó de su jergón y se escurrió veloz como un ciervo en
dirección a la selva que rodeaba las laderas del campamento.
Los azares del destino que escapan a nuestro control son los factores en la vida
que más suelen influir en el éxito o fracaso de nuestras más importantes venturas. De
ellos depende el buen éxito de nuestras esperanzas más queridas. Solo Dios, en
verdad, sabe en qué descansa nuestro futuro y fue solo por el más mero azar por lo
que Bohar el Sanguinario miró de reojo hacia el campamento en el mismo instante en
que Stellara se levantaba de su lecho en su intento por obtener la libertad.
Lanzando un juramento abandonó la tarea de botar la barcaza y, llamando a sus
hombres para que le siguieran, corrió apresuradamente por la ladera en pos de
Stellara.
Sus compañeros valoraron la situación tras un vistazo y vacilaron sin saber qué
hacer.
—Déjalo que persiga a su propia mujer —gruñó uno—. ¿Qué tenemos nosotros
que ver con ello? Lo que tenemos que hacer es botar la barcaza y prepararla para
navegar hasta Korsar.
—Cierto —dijo otro—. Y si no ha regresado para cuando la tengamos preparada,
nos marchamos sin ese perro.
—¡De acuerdo! —exclamó un tercero—. Apresurémonos entonces, con la
esperanza de que estemos listos para hacernos a la mar antes de que vuelva.
Y así, Bohar el Sanguinario, abandonado por sus hombres, persiguió en solitario a
Stellara, lo que favoreció a la joven porque, en verdad, había muchos entre los
korsars más rápidos que el fornido Bohar.
La muchacha fue enseguida consciente de que su intento de fuga había sido
descubierto ya que Bohar le gritó en tono perentorio que se detuviera, pero sus voces
solo la hicieron correr más rápido hasta que por fin se introdujo en la selva y se
perdió de su vista.
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Una vez allí se subió a los árboles esperando eludirlo de aquel modo, aunque era
consciente de que así se reduciría su velocidad. Escuchó el ruido de su avance al
aplastarse la maleza y comprendió que le estaba ganando terreno, si bien no le
preocupó al estar segura de que él no podía sospechar que se encontraba entre las
ramas de los árboles y, durante tanto tiempo como se mantuviera entre el tupido
follaje, podría pasar por debajo de ella sin advertir su presencia. Y precisamente eso
fue lo que ocurrió cuando Bohar, maldiciendo y resoplando, pasó a su lado subiendo
como un toro por la empinada ladera de la colina.
Stellara dejó que se alejara en su persecución y luego continuó su huida
dirigiéndose en sentido contrario a la dirección que seguía Bohar hasta que
finalmente el sonido de sus pasos se perdió en la distancia. Después se giró hacia las
alturas que debía atravesar en su viaje hasta Parath.
Bohar ascendía trabajosamente hasta que por fin, casi al borde de la extenuación,
tuvo que obligarse a descansar. Se hallaba en un pequeño claro y allí se tendió, bajo
un arbusto que no solo lo protegía de los rayos del sol, sino que también lo escondía
de la vista, pues en el salvaje Pellucidar siempre es mejor descansar oculto.
La mente de Bohar estaba llena de cólera. Se maldijo a sí mismo por haber dejado
sola a la muchacha en el campamento, maldijo a la muchacha por haberse escapado,
maldijo al destino que le había obligado a subir hasta la ladera de aquella colina en
una misión inútil y, sobre todo, maldijo a sus ausentes compañeros, puesto que ahora
se daba cuenta de que habían decidido abandonarlo. Era consciente de que había
perdido a la muchacha y que sería como buscar una aguja en un pajar el volver a dar
con ella. Así, después de reponer sus fuerzas, decidió regresar al campamento. Pero,
de repente, su atención fue atraída por un ruido que procedía de la parte inferior del
claro. Instintivamente intentó coger una de sus pistolas, pero para su pesar descubrió
que ya no tenía ninguna de ellas. Evidentemente, se le habían soltado del fajín o se le
habían caído al arrastrarse por la maleza.
Bohar, a pesar de su jactancia y su fanfarronería, distaba mucho de ser valiente.
Sin sus armas solo era un consumado cobarde y por ello se hundió en su escondrijo
mientras esforzaba la vista para descubrir al autor del ruido que había percibido y,
mientras observaba, una maliciosa sonrisa de triunfo retorció su espantosa boca, pues
ante él, en el extremo más alejado del claro, vio como Stellara descendía de un árbol
y cruzaba el claro en dirección a donde él se encontraba.
Cuando la muchacha llegó junto a su escondite, Bohar el Sanguinario se levantó
de un salto y se plantó ante ella. Con una ahogada exclamación de asombro, Stellara
se dio la vuelta e intentó escapar, pero el korsar estaba demasiado cerca y era
demasiado rápido y, alcanzándola, la agarró sin miramientos por el cabello.
—¿Nunca aprenderás que nadie puede escapar de Bohar el Sanguinario? —
preguntó—. Eres mía, y por esto te cortaré los pies por los tobillos cuando lleguemos
al bote. Así no volverá a haber otra ocasión para que huyas de mi lado, aunque, no
obstante, si te entregas voluntariamente a mí, seré benévolo contigo.
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Y diciendo esto, apretó su delgada figura entre sus brazos.
—¡Jamás! —gritó Stellara dándole un puñetazo en el rostro.
Con un juramento, Bohar aferró con sus manos la garganta de la muchacha y
empezó a apretar su presa.
—¡Tú, cachorro de ryth! —gritó—. ¡Si no te desease tanto te mataría, y por los
dioses de Korsar que si me vuelves a golpear te mataré!
—¡Entonces mátame —exclamó Stellara—, porque prefiero morir antes que
unirme a ti!
Y de nuevo le golpeó con todas sus fuerzas en plena cara.
Bohar echaba espumarajos de rabia por la boca, y cerró sus dedos con más fuerza
sobre el cuello de la muchacha.
—Entonces muere…
Las palabras se extinguieron en sus labios cuando se giró al escuchar un grito de
rabia procedente de una garganta humana.
Al volverse, vacilando y mirando en la dirección de la que procedía el sonido, vio
como la maleza de la parte superior del claro se apartaba y de ella surgía un guerrero,
que saltando al claro corría velozmente hacia él.
Bohar palideció como si hubiera visto a un fantasma, y, luego, arrojando
bruscamente a la muchacha al suelo, se encaró al solitario guerrero. El korsar habría
huido si no se hubiera dado cuenta de la inutilidad de tal acción. ¿Qué oportunidades
podía tener en una carrera frente a aquel flexible guerrero que saltaba hacia él con la
velocidad y la gracia de un ciervo?
—¡Apártate! —gritó Bohar—. ¡Apártate y déjanos solos! ¡Ahora es mi esposa!
—¡Mientes! —rugió Tanar de Pellucidar abalanzándose sobre el korsar.
Los dos hombres cayeron al suelo, el sari encima del korsar, mientras cada uno de
ellos intentaba aferrar la garganta del otro. Al no conseguirlo, comenzaron a
golpearse ciegamente en el rostro.
Tanar estaba enloquecido por la rabia. Peleaba como un animal salvaje, olvidando
todo aquello que David Innes le había enseñado. Su único pensamiento era matar y
no le importaba cómo mientras lo consiguiese. Bohar por su parte, manteniéndose a
la defensiva, luchaba por su vida como una rata acorralada. Su ventaja radicaba en su
mayor peso y envergadura. Pero tanto en fuerza como en coraje Tanar era superior a
él.
Stellara abrió lentamente los ojos a medida que se recobraba del desmayo que
había sufrido bajo los férreos dedos de Bohar el Sanguinario. Al principio no
reconoció a Tanar, viendo solo a dos guerreros que luchaban a muerte sobre la hierba
del claro y se limitó a suponer que ella iba a ser la presa de aquel que saliera
victorioso. Pero, de repente, durante el transcurso del mortal duelo, el rostro del sari
quedó vuelto hacia ella.
—¡Tanar! —exclamó—. ¡Dios misericordioso! ¡No estás muerto! ¡Él te ha
devuelto a mí!
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Al oír aquellas palabras el sari redobló sus esfuerzos por derrotar a su antagonista,
pero Bohar consiguió alcanzar con sus dedos la garganta de Tanar.
Horrorizada, Stellara buscó a su alrededor una piedra o un palo con el que ayudar
a su salvador; pero antes de que lo pudiera encontrar comprendió que este no iba a
necesitar ninguna ayuda. Con un movimiento hercúleo se separó violentamente de
Bohar y se puso en pie de un salto. Al instante, el korsar también se levantó y cargó
como un toro enloquecido contra el sari.
Ahora Tanar luchaba con una frialdad calculadora. El ansia de sangre de los
primeros momentos que siguieron a la visión de Stellara estrangulada por los dedos
del korsar había pasado. Esperó la carga de Bohar y cuando este llegó hasta él, atrapó
con su brazo la cabeza del korsar y, girándose bruscamente, lo lanzó pesadamente por
encima de su hombro contra el suelo. Luego esperó a que se levántase.
Bohar, moviendo el cuello, tambaleándose, volvió a ponerse en pie. De nuevo
cargó contra el sari y, una vez más, el mortífero abrazo de este se cerró sobre su
cabeza y lo volvió a lanzar violentamente contra el suelo. Esta vez, ya no se levantó
tan rápidamente. Cuando lo consiguió, tambaleándose, se palpó la cabeza y el cuello.
—Prepárate a morir —gruñó Tanar—. Por el sufrimiento que le has infligido a
Stellara vas a morir.
Con un rugido de miedo y de rabia, Bohar, completamente fuera de sí, cargó de
nuevo contra el sari y por tercera vez su corpachón voló por los aires para volver a
estrellarse contra el duro suelo, pero en esta ocasión no se levantó; ni siquiera se
movió, porque esta vez Bohar el Sanguinario yacía muerto con el cuello roto.
Durante un momento, Tanar de Pellucidar permaneció de pie ante el cuerpo de su
enemigo, pero cuando comprendió que Bohar no volvería a levantarse más se dio la
vuelta con un gesto de disgusto.
Ante él se hallaba Stellara, con sus hermosos ojos henchidos de incredulidad y
alegría.
—¡Tanar!
Solo fue un susurro, pero lo transportó a un mundo de sentimientos que enviaban
una emoción tras otra a su cuerpo.
—¡Stellara! —contestó, tomando a la muchacha entre sus brazos—. ¡Te amo,
Stellara!
Los brazos de ella rodearon su cuello y su rostro se acercó al suyo. Los labios de
él cubrieron los de ella en un largo beso, y, luego, cuando alzó su rostro para mirar el
de ella, de los entreabiertos labios de Stellara solo brotó una única exclamación.
—¡Oh, Dios!
Y en lo más profundo de sus ojos semicerrados ardió un amor más allá de
cualquier entendimiento.
—Mi esposa —dijo Tanar estrechándola contra sí.
—Mi esposo —suspiró Stellara—; mientras la vida aliente en mi cuerpo y
después de la vida, incluso en la muerte. ¡Para siempre!
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De repente alzó la vista y dio un paso atrás.
—¿Quién es ese, Tanar? —preguntó.
Tanar volvió su mirada en la dirección indicada por la muchacha y vio asomar a
Jude que salía de la selva por la parte superior del claro.
—Es Jude —contestó Tanar a Stellara—. Escapamos juntos de la tierra del pueblo
escondido.
Jude se aproximó hasta ellos. Su adusto semblante estaba ensombrecido por su
habitual mueca de disgusto.
—Me asusta un poco —dijo Stellara acercándose más a Tanar.
—No tienes por qué asustarte —repuso el sari—. Siempre está con el ceño
fruncido y no parece muy contento, pero es amigo mío y, además, aunque no lo fuera,
es inofensivo.
—No me gusta —susurró Stellara.
Jude se acercó y se detuvo ante ellos. Sus ojos se posaron durante un instante en
el cuerpo de Bohar y luego se apartaron y se volvieron hacia Stellara, mirándola
fijamente de pies a cabeza. Había un taimado descaro en su mirada que disgustó a
Stellara, incluso más de lo que ya lo había hecho su adusto gesto.
—¿Quién es la mujer? —preguntó sin apartar los ojos de su rostro.
—Mi compañera —repuso Tanar.
—¿Entonces viene con nosotros? —preguntó Jude.
—Por supuesto —contestó el sari.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Jude.
—Stellara y yo regresaremos a Parath, donde su padre, Fedol, es el jefe —
contestó Tanar—. Puedes venir con nosotros si lo deseas. Haremos que te reciban
como amigo y serás bien tratado hasta que encuentres los medios con los que poder
regresar a Hime.
—¿Es de Hime? —preguntó Stellara, y Tanar sintió como un estremecimiento
recorría el cuerpo de la muchacha.
—Sí, soy de Hime —respondió Jude—, pero no me importaría no regresar más
allí, si vuestro pueblo me permite vivir entre ellos.
—Eso es algo que tendrán que decidir Fedol y su gente —dijo Tanar—, pero
puedo prometerte que te dejarán permanecer con ellos, si no permanentemente, al
menos hasta que encuentres la forma de regresar a Hime. Ahora, antes de partir hacia
Parath, vamos a reponer fuerzas con comida y descanso.
Sin armas no fue fácil obtener caza y tuvieron que recorrer las laderas de las
montañas durante un cierto tiempo antes de que los dos hombres consiguieran abatir
un par de aves con sendas pedradas bien dirigidas. Las aves se asemejaban bastante a
los pavos salvajes, siendo sin duda los ancestros de tales especies de nuestra corteza
exterior. La cacería los llevó hasta una amplia meseta situada bajo la cumbre de las
colinas. Se trataba de una altiplanicie ondulada, con profundas gargantas, abundante
hierba y, dispersos por ella, algún que otro árbol gigantesco y diversos grupos de
B alal condujo a Tanar a través de la selva hasta que por fin llegaron al borde de
un escarpado risco que el sari juzgó como la cara opuesta del promontorio que
había impedido su avance por la playa.
No lejos del borde del risco se hallaban los restos del tronco de un gran árbol que
parecía haber sido alcanzado por un rayo. Alzaba su copa unos diez pies por encima
del suelo y de su superficie carbonizada sobresalían los muñones de varias ramas
retorcidas y rotas.
—Sígueme —dijo Balal, saltando hasta una de las ramas y trepando hasta la cima
del retorcido tronco para luego descender a su interior.
Tanar le siguió y se encontró ante una abertura de unos tres pies de diámetro que
descendía por el tronco del árbol muerto. Fijadas a ambos lados de su eje natural
había una serie de clavijas, firmemente sujetas, que servían a modo de peldaños de
una escalerilla por los que ya descendía Balal. El sol de mediodía iluminaba el
interior del árbol durante un corto tramo; luego, su propia sombra oscurecía todo lo
que se hallaba a una profundidad mayor de seis u ocho pies.
Sin estar demasiado seguro de que no lo estuvieran conduciendo a una trampa y,
por consiguiente, reacio a permitir que su guía se alejara demasiado de su alcance,
Tanar se introdujo rápidamente en la cavidad y descendió siguiendo a Balal.
El sari se dio cuenta de que el interior del árbol conducía a un túnel excavado en
el suelo y un momento después sintió como sus pies tocaban el piso de un oscuro
pasadizo.
Balal le guio por aquel túnel y, en breve, salieron a una cueva tenuemente
iluminada por una pequeña abertura situada en el lado opuesto al que se encontraban
y cercana al suelo.
A través de aquella abertura, que tendría unos dos pies de diámetro y más allá de
la cual Tanar podía ver la luz del día, se introdujo Balal seguido de cerca por el sari,
que se encontró sobre la estrecha cornisa de la pared de un risco casi vertical.
—Aquí está el poblado de Garb —dijo Balal.
—No veo ningún poblado ni ninguna gente —dijo Tanar.
—Pues aquí está. Sígueme —dijo Balal, que continuó avanzando por la cornisa
descendiendo hacia abajo. En algunos puntos era tan estrecha y tan inclinada que los
dos hombres se veían obligados a aplastarse contra la pared del risco y a bordear
lentamente, pulgada a pulgada, cada tramo.
De repente finalizó la cornisa y llegaron a un paso más amplio en el que Balal
pudo tenderse. Descendiendo su cuerpo por el borde, se quedó durante un momento
colgando de sus manos y luego saltó.
Tanar miró por encima del borde y vio que Balal había descendido a otra cornisa
E l viaje hasta Korsar transcurrió sin incidentes y durante toda su extensión Tanar
no volvió a ver ni a Stellara ni a Gura puesto que, si bien no se le confinó en la
oscura bodega, tampoco se le permitió subir a la cubierta superior. Aunque a menudo
miraba en dirección a la cubierta de popa nunca consiguió ver a las muchachas, por lo
que supuso que Gura se hallaba encerrada en alguno de los camarotes y que Stellara
lo evitaba deliberadamente.
A medida que se fueron aproximando a las costas de Korsar, Tanar distinguió un
territorio llano que se curvaba hacia lo alto en la bruma de la distancia. Creyó percibir
en la lejanía el contorno de unas colinas, pero no estuvo demasiado seguro. Vio
algunos campos cultivados, zonas boscosas y un río que discurría hacia el mar, un
caudaloso y serpenteante río a cuyas orillas se encontraba una ciudad que se extendía
en dirección al océano.
No se veía ningún puerto en ese punto de la costa, pero el barco se encaminó
directamente hacia la desembocadura del río, navegando luego por él en dirección a
la ciudad, la cual, a medida que se aproximaron a ella, vio que sobrepasaba, tanto en
tamaño como en la pretenciosidad de sus edificaciones, a cualquier construcción del
hombre que él hubiera visto sobre la superficie de Pellucidar, incluyendo la nueva
capital de los reinos confederados de Pellucidar que el emperador David estaba
construyendo.
La mayoría de las edificaciones eran de color blanco con tejados de rojas tejas,
aunque también había algunas que poseían elevados minaretes y cúpulas de diversos
colores, fundamentalmente azul, rojo y oro, este último tan resplandeciente a la luz
del sol como las joyas de la emperatriz Dian.
La ciudad se había levantado en la parte donde se ensanchaba el río. Allí también
se hallaba anclada una gran flota de navíos de guerra y otras embarcaciones más
pequeñas: botes de pesca, barcazas de río y diversos esquifes. La calle que discurría a
lo largo del río estaba plagada de tenderetes y atestada de gente.
Al aproximarse el barco, los cañones de los navíos anclados emitieron varios
disparos, siendo devuelto el saludo desde la cubierta de la nave korsar que finalmente
ancló en medio del río, frente a la ciudad.
Varios botes de pequeño tamaño partieron de la orilla del río y remaron
velozmente en dirección al navío de guerra, del que también fueron descendidos
algunos de sus propios botes, en uno de los cuales fue introducido Tanar bajo la
custodia de un oficial y una pareja de marineros. Una vez que fue llevado a tierra y
conducido a través de la calle, el sari llamó considerablemente la atención de las
multitudes con las que se cruzaba, pues de inmediato fue reconocido como un cautivo
bárbaro de alguno de los incivilizados rincones de Pellucidar.
- E s imposible avanzar más —dijo Stellara. En efecto, así era. Al norte, al este y
al oeste un inmenso y adusto mar les cortaba el paso y, a lo largo de toda la
costa en la que se encontraban, enormes trozos de hielo se alzaban con sombríos
rugidos para luego dejar caer su masa con estrepitoso estruendo sobre el batiente mar.
Durante un largo rato David Innes, emperador de Pellucidar, permaneció mirando
la vasta y desolada extensión de agua.
—¿Qué habrá al otro lado? —murmuró para sí mismo.
Luego, moviendo la cabeza, se volvió hacia los demás.
—Vámonos —dijo—. Regresemos a Sari.
Sus compañeros recibieron aquellas palabras con gritos de alegría. Las sonrisas
reemplazaron las preocupadas expresiones que habían surcado sus semblantes desde
el momento en que habían visto como su amado sol de mediodía quedaba a sus
espaldas. Con pasos ligeros, risas y bromas se dispusieron a afrontar el largo y arduo
viaje que tenían por delante.
Durante la segunda marcha, tras abandonar el extraño mar del norte, Gura
descubrió un extraño objeto a la izquierda de la zona por la que avanzaban en aquel
momento.
—Parece una especie de choza indígena —dijo.
—Vayamos a investigar —propuso David, y los cinco se pusieron en marcha
hacia el extraño objeto.
Era un cesto de mimbre grande y pesado que se encontraba boca abajo sobre el
quebrado terreno. A su alrededor se hallaban los restos de un cordaje ya podrido.
A sugerencia de David los hombres dieron la vuelta al cesto. Debajo de él
hallaron restos bien conservados de seda lubricada y una malla de fina cuerda.
—¿Qué es esto? —preguntó Stellara.
—Es la cesta y todo lo que queda de la bolsa de gas de un globo —respondió
David.
—¿Qué es un globo? —preguntó la muchacha—. ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
—Puedo explicarte lo que es un globo —contestó David—, pero si pudiera estar
seguro de mi teoría de cómo llegó hasta aquí, tendría la respuesta a miles de
preguntas que durante siglos se han hecho los hombres de la corteza exterior.
Durante un largo rato permaneció en silencio contemplando los restos
deteriorados por la intemperie. Su mente se hallaba sumergida en conjeturas, ajeno a
todo lo que había a su alrededor.
—Si estuviera seguro —musitó—, si pudiera estar seguro; ¿pero de qué otro
modo sino podía haber llegado hasta aquí? ¿Qué otra cosa podía ser aquel disco rojo
sobre el horizonte del mar, más que el sol de medianoche de las regiones árticas?
Fin