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El Cuadro

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El cuadro

Era una mañana gris en aquel pueblo perdido. Las nubes densas de agua, impedían que
los rayos solares entraran por una ventana antigua, hecha de fina madera. Las
numerosas lluvias y rocíos lograron quitar su vivo color azul marino. Los vidrios ya no
dejaban ver el interior de aquella casona, pues estaban percudidos. Apenas se
vislumbraba la figura de un imponente Fénix, en el cual sobre una de sus plumas se
podía leer la frase: “spe salvi factu sumus”. En aquella vetusta casa, uno sentía que era
insignificante. Su puerta de dos hojas medía varios metros de altura. En su dintel,
coronaba una inscripción: “Semper virens”. Frente a esta casa se alzaba un bosque de
pinos frondosos, con senderos largos e infinitos que se perdían en una maleza de
enredaderas. Tal vez, la madera para construir sus aberturas, fue sacada de estos pinos
donde el Ciprés, era la especie que más abundaba. Es curioso como llegué hasta allí
Había estado trabajando todo el día en la casa de mi abuela. Era el único de nuestra
familia, lo suficientemente capacitado, para soportar las punzadas de dolor, cada vez
que veía algo que le pertenecía. No porque no me doliera oler su perfume, mezcla de
tabaco y colonia de jazmines en cada prenda que encontraba o en cada libro que
hojeaba. Sino porque, era el único que albergaba una ínfima chispa de ilusión de volver
a verla. Buscaba algo que responda a las infinitas e insoportables preguntas de mis
padres y mis tíos. Esta ilusión del reencuentro llegó a mí cuando la visité una tarde fría
de invierno.

Lo recuerdo muy bien. Recuerdo mis manos heladas golpeando el llamador de su


puerta, un llamador de bronce antiguo, que simulaba una serpiente mordiéndose su cola.
Golpeé desesperadamente, pues el frio era insoportable.
-ya voy, ya voy ¿¡quién golpea de esa manera!?
-soy yo abuela, ¡apúrate aquí hace más frio que el pecho de los bosteros!
- ¡ahora por esa comparación tuya, te vas a quedar afuera!
- ¡No, Abu! ¡Es una broma, no lo tomés tan a pecho!
- ¡y seguís! ¡Vamos a ver, si quedándote sentado afuera se te pasa lo gracioso!
- Está bien, Está bien, ya no diré una sola palabra; ¡pero abre de una buena vez!
La puerta se abrió de golpe, sus crujidos eran insoportables, similares a un maullido de
un gato rabioso. Siempre me molestaba y siempre le decía que le pusiera aceite, más de
una vez quise hacerlo yo y no me dejó.
-Abuela ¡por favor! Es hora que cambies esta puerta o, al menos, que la aceites.
-Qué raro quejándote, no tienes otra letanía, que la bendita queja. Vamos pasa o vete,
que me congelo.
-Tu sentido del humor evidentemente sigue intacto.
-No tengo humor, lo sabes bien.
-justamente, por eso sigue intacto, aún no lo usas.
Después de aquel episodio en el que casi me quedo afuera, pasamos a la sala. Mi
abuela amaba tres colores: azul, gris y rojo. Sí, lo sé, son colores que no siempre van
juntos, de hecho, no combinan. A ella no le importaba, tanto que todo en su casa vestían
esos colores, sobre todo la sala de estar. Azul diamantino era el sillón de terciopelo que
lucía junto a la chimenea. Rojo escarlata era la redonda alfombra que ocupaba gran
parte de la sala. Grises eran los adornos que se hallaban arriba de la mesita de té.
Particularmente uno llamaba la atención, un antiguo reloj despertador, curiosamente se
detenía siempre a las quince horas. Solo tenía un gran cuadro justo enfrente de la
chimenea, los sillones y la mesita siempre miraban en esa dirección, de manera que todo
aquel que se sentara irremediablemente tendría que contemplarlo.
-Bien, abuela, ya que me has hecho esperar tanto tiempo afuera, podríamos tomar
chocolate caliente ¿Qué decís?
- ¡ay hijo, vos siempre sabes cómo alegrar a esta vieja gruñona! Solo por eso te merecés
el chocolate. Voy a prepararlo, mientras podés mirar mi hermoso cuadro
- abuela, vengo a esta casa desde que tengo uso de razón, he visto el cuadro infinidad de
veces e infinidad de veces me decís que lo mire, es aburrido.
-Realmente nunca pudiste apreciar el arte, tu Madre es igual, así que no me extraña, voy
por el chocolate.
Me senté en uno de los sillones, no el azul, ese era de ella, sino uno de tapizado gris
que había resistido el tiempo, pues desde que puedo caminar es mí lugar. Sinceramente
a mí me fascinaba ese cuadro, pero si se lo decía, ya no podría hacerla enojar. No
conozco a nadie que ha entrado a esta casa, que no se haya quedado perplejo y
maravillado ante esta pintura. Es impresionante, no solo por sus dimensiones, pues
ocupa la mitad de la pared en ancho y largo. Sino también, porque parece tan real, más
que una pintura da la impresión de ver tras un vidrio. Allí se podía ver una inmensa
casona, pintada de azul marino, una vieja puerta tan ancha como para pasar un elefante
y tan larga como para que pase una jirafa. Una inmensa ventana similar a la puerta, con
un gigantesco fénix en el medio. A los lados de esta casa, como abrazándola, un bosque
inmenso de pinos. Un largo camino que termina en una maleza de enredaderas.
Escuché los pasos de mi abuela, dejé de ver el cuadro, tomé un libro que estaba en la
mesita, lo leí en voz alta.
- La muerte es la puerta de la vida, como la vida es la puerta de la muerte.

- Otra vez leyendo, toma una taza y deja ese libro.

- ¡Está delicioso, tan dulce y espeso como lo tomaron los aztecas!

- ¿Cómo sabés si no conociste a los aztecas?


- Tampoco vos los conociste y hacés este ¡magnífico chocolate!

- Siempre me tomas del pelo, pero no importa mientras sigas viniendo. Es un


dolor grande que siento, pero ya te tienes que ir, sino sospecharán que vos
también te fuiste.

- Tenés razón, me cansan sus preguntas, después de todo ¿qué hay de malo si se lo
contamos?

- Malo no es, pero ya tendrán ellos su oportunidad. Bueno basta de charla, anda
vete. Todo indica que la nieve se aproxima nuevamente.

- Gracias abuela, ojalá que el próximo chocolate lo podamos tomar con el resto de
la familia, nos vemos pronto.

- Nos vemos pronto mi querido Dante, ojalá que sea como tú dices, aunque eso
pasará, solamente si ellos recobran la sensibilidad del arte que perdieron cuando
niños.

Tengo que seguir guardando sus cosas, no pienso tirarlas como me pidieron mis padres,
ni tampoco permitiré que vendan la casa, ni que quiten la pintura. Después de todo la
vida fue pintada para ser contemplada como este cuadro.

Pleroma

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