Viento de Guerras
Viento de Guerras
Viento de Guerras
los peores enemigos de Atenas no son aquellos que, como vosotros, la han
perjudicado con la guerra, sino los que han obligado a sus amigos a volverse
contra ella. La Atenas que yo amo no es la que es injusta conmigo ahora, sino
aquella en la que pude disfrutar de mis plenos derechos como ciudadano. El
país al que ahora ataco ya no parece ser el mío; es más bien como si estuviera
intentando recuperar una patria que ha dejado de pertenecerme. Por otro lado,
el hombre que ama de verdad la patria no es el que se niega a atacarla cuando
se ha visto injustamente expulsado de ella, sino el que la desea hasta el punto
de no ceder ante nada a fin de
volver a ella.
ALCIBíADES ante la asamblea espartana, en Historia de la guerra del
Peloponeso,
Tucídides
Ella [Atenas] le ama, le odia y ansía tenerle de nuevo a su lado...
ARISTÓFANES, a propósito de Alcibíades en Las ranas
LIBRO I
CONTRA
POLÉMIDES
MI ABUELO JASÓN
Mi abuelo Jasón, hijo de Alexicles, de la región de Alopecia, murió, hace un
año, poco antes de la puesta del sol del decimocuarto día de boedromión, dos
meses antes de cumplir los noventa y dos años. Era el último superviviente de
aquel familiar y al tiempo terriblemente devoto círculo de compañeros y amigos
que seguía al filósofo Sócrates.
El período en que vivió mi abuelo va desde la época imperial de Pericles, la
construcción del Partenón y el Erecteón, pasando por la Gran Peste, hasta el
ascenso y caída de Alcibíades, durante aquella desastrosa conflagración que
duró veintisiete años, denominada en nuestra ciudad la Guerra Espartana y
conocida en toda la Magna Grecia, tal como registra el historiador Tucídides,
como la Guerra del Peloponeso.
De joven, mi abuelo sirvió como oficial de la flota en Sibota, Potidea y Esciona.
Posteriormente en Oriente, como comandante de trirreme y de una compañía
en las batallas de la Tumba de la Loba, en Abidos (en las que perdió un ojo y la
movilidad de la pierna derecha y por las cuales se le concedió el premio al
valor), y en las islas Arginusas. Como ciudadano, fue el único de la Asamblea,
a excepción de Euriptolemo y Axíoco, que se enfrentó a la turba enfurecida en
defensa de los Diez Generales. Enterró a dos esposas y a once hijos. Sirvió a
su ciudad en el cenit de su preeminencia, cuando contaba con doscientos
estados tributarios, hasta el momento de la derrota en manos de sus más
despiadados enemigos. En resumen: fue un hombre que no sólo presenció los
acontecimientos más significativos de la era moderna, sino que participó en
ellos y conoció personalmente a muchos de sus principales artífices.
En la época de declive de la vida de mi abuelo, cuando empezó a fallarle el
vigor y ya no conseguía andar si no era con la ayuda de un brazo amigo, iba a
visitarle a diario. Al parecer, siempre surge alguien en el seno de una familia,
como atestiguan los médicos, que se ofrece con gran disposición y sobre el
que recae el deber de socorrer a sus miembros más ancianos y enfermos.
Para mí, esto nunca fue una carga. Por un lado, tenía en alta estima a mi
abuelo, y por otro, me deleitaba en su compañía, con una emoción tal que a
menudo rayaba en el éxtasis. Era capaz de escucharle durante horas y me
temo que conseguí abrumarle más que ayudarle con todas mis preguntas e
importunidades.
Para mí él era como una de nuestras resistentes vides áticas, asaltada
temporada
tras temporada por la antorcha y el hacha del invasor, abrasada por el sol
veraniego, cubierta de escarcha en invierno, y a pesar de todo, indoblegable,
con la resistencia extraordinaria que extrae la fuerza de lo más profundo de la
tierra para producir, a despecho de todas las privaciones o tal vez a causa de
ellas, el más dulce y meloso de los vinos. Tenía la viva impresión de que con
su fallecimiento iba a cerrarse una era, y no sólo la de la grandeza de Atenas,
sino la del calibre de un hombre con el que nosotros, sus contemporáneos, ya
no estábamos familiarizados y cuyas cotas de virtud ni siquiera podíamos soñar
alcanzar.
La pérdida a causa del tifus de mi querido hijo, de dos años y medio, un poco
antes, por aquella misma época, me había alterado muchísimo. No me veía
capaz de encontrar el consuelo si no era en compañía de mi abuelo. Aquel
frágil asidero de los mortales a la existencia, la fugaz naturaleza de las horas
pasadas bajo el sol, permanecía con toda su intensidad en mi corazón; sólo a
su lado pude encontrar el equilibrio en un terreno pedregoso pero al mismo
tiempo más estable.
Durante aquellas mañanas tenía por costumbre levantarme antes de que
saliera el sol y, tras llamar a mi perro Centinela (o, mejor dicho, tras responder
a su llamada), bajaba a caballo hacia el puerto por el camino de los Carros y
volvía por las estribaciones de las colinas hasta la propiedad de nuestra familia
en el Cerro de la Encina. Las primeras horas constituían para mí un bálsamo.
Desde lo alto del camino, veía a la tripulación de las naves, ocupada en sus
quehaceres en el puerto. Nos cruzábamos con otros ciudadanos de camino
hacia sus propiedades, saludábamos a los atletas que se entrenaban en las
calzadas y agitaba la mano ante los jóvenes soldados de caballería que
maniobraban en las colinas. En cuanto concluía mi trabajo agrícola matinal,
dejaba la montura en el establo y seguía a pie, con Centinela, ascendiendo por
la pendiente salpicada de olivos, hasta la casita de mí abuelo.
Le llevaba la comida. Charlábamos a la sombra, en el soportal que dominaba el
paisaje, y en alguna ocasión nos limitábamos a permanecer sentados, uno al
lado del otro, con Centinela echado sobre las frías losas entre los dos, sin decir
nada.
—La memoria es una extraña diosa, cuyos dones sufren metamorfosis con el
paso de los años —comentó mi abuelo una de aquellas tardes—. Uno se ve
incapaz de recordar lo que ha ocurrido hace una hora y en cambio puede traer
a la mente acontecimientos de hace setenta años, como si se desarrollaran
ante nuestros ojos.
Le interrogaba, a menudo sin piedad, me temo, sobre las recónditas reservas
que guardaba en su corazón. Puede que él agradeciera la entusiasta atención
de la juventud, pues en una ocasión abordó un relato que fue persiguiendo,
incansable luchador como era, con todo detalle hasta su conclusión. En su
época no había triunfado aún el arte del escriba; la facultad del recuerdo no
estaba atrofiada. Los hombres eran capaces de recitar largos pasajes de la
Ilíada y la Odisea, de repetir estrofas de cien himnos y de relatar episodios y
versos de la tragedia que habían visto representar unos días antes.
Más vívidos eran aún los recuerdos que tenía mi abuelo de los hombres.
Rememoraba a sus amigos y a los héroes, pero también a los esclavos, los
caballos y perros, incluso los árboles y las vides que habían dejado huella en
su corazón. Era capaz de evocar el recuerdo de una antigua amada, setenta y
cinco años atrás, y resucitar su ilusión en unos colores tan reales que uno creía
verla delante, llena de juventud, encantadora, en carne y hueso.
Pregunté en una ocasión a mi abuelo a quién consideraba más excepcional de
entre todos los hombres que había conocido.
—El más noble —respondió sin vacilar, Sócrates. El más audaz e inteligente,
Alcibíades. El más valiente, Trasíbulo, el bravo. El más perverso, Anito.
El impulso me llevó a una pregunta lógica:
—¿Hay alguno cuyo recuerdo sea el más imborrable ? ¿ Uno hacia el que
vuelvan constantemente tus pensamientos?
Ante aquello el hombre se irguió. Qué curiosa pregunta, respondió, pues en
efecto existía un hombre que, por razones que no podía precisar, había
ocupado últimamente sus pensamientos. Aquella persona, afirmó mi abuelo, no
se encontraba entre las filas de los personajes célebres o de renombre; no fue
navarca ni arconte, ni encontraríamos su nombre registrado en los archivos,
salvo en forma de oscura y acusadora glosa casi ilegible.
—En mi opinión, este hombre fue el más perseguido. Era un aristócrata de
Acarnas. En una ocasión colaboré en su defensa, en un juicio del que dependía
su vida.
Aquello me intrigó de inmediato e insistí para que mi abuelo entrara en detalles.
Sonrió, diciendo que una empresa de esta envergadura le llevaría muchas
horas, puesto que los acontecimientos de la historia de aquel hombre se
desarrollaron durante una serie de décadas por las tierras y los mares de casi
todo el mundo conocido. Aquella perspectiva, lejos de desalentarme, intensificó
mi interés.
—Te lo ruego —le supliqué—; el día se está consumiendo ya, pero situémonos
como mínimo al principio.
—Eres insaciable, rapaz.
—No me cansaría de oírte hablar, abuelo, en eso sí soy insaciable. El hombre
sonrió.
—Empecemos, pues, y veamos adónde nos lleva la historia. Por aquella época
— dio mi abuelo— aún no había nacido la casta profesional de los re-ricos y
especialistas en asuntos judiciales. En un juicio, un hombre lleva a su propia
defensa. Aunque si lo deseaba, podía designar a otra persona, al padre, a un
tío, tal vez a un amigo o un ciudadano influyente, para que le ayudara a
preparar el caso.
»El hombre en cuestión, me solicitó a mí por medio de una carta escrita desde
la prisión. Era algo extraño, pues yo no tenía una relación personal con él. Los
dos habíamos servido al mismo tiempo en distintos escenarios de batalla y
habíamos asumido puestos de responsabilidad junto a Pericles el Joven, hijo
de Pericles el
Viejo y Aspasia, a quien ambos teníamos el privilegio de contar como amigo;
esto, de todos modos, no tenía nada de insólito en aquellos días y no podía
constituir ni de lejos un vínculo. Por otro lado, se trataba de una persona que
cuando menos habría que cualificar de muy conocida. Por medio de un oficial
de reconocido valor que había prestado durante mucho tiempo importantes
servicios al estado, entró en Atenas en el momento de la capitulación, y no sólo
bajo el estandarte del enemigo espartano, sino también envuelto en el manto
escarlata de Esparta. Yo consideraba, y así se lo dije, que una persona
culpable de tal infamia tenía que recibir el castigo supremo, y que no estaba
dispuesto a contribuir de ninguna forma a tal exoneración de un criminal.
»No obstante, el hombre insistió. Acudí a visitarle a su celda y escuché su
historia. A pesar de que por aquel tiempo el mismo Sócrates había sido
condenado y sentenciado a muerte, de hecho vivía a la espera de la ejecución
entre los muros de la misma cárcel, y yo tenía que prestarle primero ayuda a él;
pese a que los asuntos de mi propia familia también me reclamaban, accedí a
asistir al hombre en la preparación de su defensa. No lo hice por creer que
pudiera ser absuelto ni que lo mereciera (él mismo ratificó sin reparos su propia
inculpación), sino porque creía que su historia debía hacerse pública, aunque
sólo fuera frente a un jurado, para reflejar fielmente a la democracia que, al
condenar al más noble de sus ciudadanos, mi maestro Sócrates, estaba
poniendo de manifiesto la iniquidad de coronar y consumar su propia
inmolación.
Mi abuelo permaneció un rato en silencio. Casi veía cómo volvía los ojos hacia
el interior y cómo su corazón evocaba el recuerdo de aquella persona, así
como el tono y el estilo de su época.
—¿Cómo se llamaba el hombre, abuelo?
—Polémides, el hijo de Nicolaos.
Recordaba vagamente el nombre pero no acertaba a situarlo ni por asomo en
su contexto.
—Fue el hombre —apuntó mi abuelo— que asesinó a Alcibíades.
ASESINATO EN MELISA
Dirigían la partida asesina [siguió mi abuelo] dos nobles persas bajo las
órdenes del gobernador del Gran Rey de Frigia. Se habían desplazado por mar
desde Abidos, sobre el Helesponto, hacia la fortaleza de Tracia en la que
Alcibíades había recalado en su exilio final, desde donde, al descubrir que su
presa se había fugado, la partida le persiguió a través de los estrechos hasta
Asia. Acompañaban a los persas tres Iguales de Esparta cuyo jefe, Endio,
había sido amigo íntimo de Alcibíades desde la infancia. Les había encargado
la tarea el gobierno de su país, aunque no la de participar en el asesinato, sino
la de servir como testigos, a fin de que sus propios ojos confirmaran el
fallecimiento del hombre, cuyo último resquicio de vida seguían temiendo. Era
tal la fama en cuanto a fugas y resurrecciones de la que se había hecho
acreedor Alcibíades que muchos le creían incluso capaz de burlar al
magistrado definitivo, la Muerte.
Acompañaba a la partida un asesino profesional, Telamón de Arcadia, junto
con medía docena de esbirros que él mismo había seleccionado para planificar
y ejecutar el negocio. Su cómplice era Polémides el ateniense.
Polémides había sido amigo de Alcibíades. Sirvió como capitán de infantería de
marina en la espectacular serie de victorias de Alcibíades en la guerra del
Helesponto, permaneció a su lado como escolta cuando el conquistador
regresó glorioso a Atenas y se mantuvo a su derecha cuando Alcibíades
restableció el desfile por tierra en la celebración de los cultos mistéricos de
Eleusis. Recuerdo perfectamente su aspecto, en Samos, al ser reclamado
Alcibíades, que estaba en el exilio, para dirigir la flota. Un momento de gran
exaltación en el que veinte mil marineros y soldados de infantería, angustiados
por su propio destino y la supervivencia de su patria, rodearon el malecón
denominado la Pequeña Choma cuando el enorme barco recaló y Polémides
desembarcó, protegiéndose de la muchedumbre, que parecía tan dispuesta a
apedrearle como a saludarle. Observé la expresión de Alcibíades; no cabía la
menor duda de que confiaba totalmente su vida al hombre que tenía al lado.
Siete años después, Polémides tuvo el cometido de buscar a la víctima y, junto
a su adlátere, el asesino Telamón, llevar a cabo el crimen. Le fijaron como
honorarios un talento de plata del tesoro de Persia.
El hombre me informó de todo ello, sin ocultar nada, durante los minutos
iniciales de nuestra primera entrevista. Y lo hizo así, él mismo puntualizó, para
asegurarse de que yo persona con la que su familia compartía vínculos de
matrimonio con los Alcmeónidas, parientes de Alcibíades por parte de madre, y
por la devoción que yo mismo demostraba por Sócrates, cuya relación con
Alcibíades era bien conocida supiera lo peor de inmediato y tuviera la
oportunidad de apartarme del caso, si lo deseaba.
En los cargos contra aquel hombre no se hacía mención de Alcibíades.
Se acusó a Polémides de la muerte de un contramaestre de la flota
denominado Filemón, quien había sido asesinado unos años antes en una
reyerta en un burdel de Samos. Se presentó una segunda acusación contra él,
la de traición. Evidentemente fue este cargo el que llevó al jurado a decidir la
consiguiente ejecución. Por aquella época era corriente este tipo de actuación
indirecta; sin embargo, el subterfugio quedaba agravado por el código
específico bajo el cual sus acusadores le habían llevado a juicio.
Polémides no había comparecido ante la justicia ni bajo cargo de eisangelia, la
acusación habitual de traición, ni de dike phonou, la explícita de homicidio,
pues ambas le habrían permitido escoger el exilio voluntario y salvar la vida. Al
contrario, fue acusado (por un par de conocidos delincuentes, hermanos y
compinches de renombrados enemigos de la democracia) de endeixis
kakourgias, una tipificación de «fechoría» mucho más general. De entrada,
llamaba la atención por absurdo el hecho de que la acusación desconociera la
ley. No obstante, una más profunda reflexión sacaba a la luz su astucia. Bajo
dicha tipificación, por un lado podía encarcelarse al acusado antes del juicio y
durante el transcurso de éste, sin darle opción al exilio voluntario, y por otro, se
le negaba también la fianza. Se conseguiría la pena de muerte, y se celebraría
el juicio, no ante el Areópago sino en un tribunal del pueblo corriente, en el que
se daba por supuesto que unos términos como los de «traidor» y «amigo de
Esparta» encenderían las iras del jurado. Estaba claro que quienes acusaban a
Polémides querían su muerte, por las buenas o las malas. Era de prever que
iban a salirse con la suya, pues pese a que muchos odiaban a Alcibíades y le
acusaban de la derrota de nuestra nación, otros tantos seguían queriéndole.
Estos no iban a mostrar su repulsa ante la ejecución del hombre que había
traicionado y asesinado a su paladín. A pesar de todo, observaba Polémides,
sus acusadores pertenecían, estaba convencido de ello, al bando opuesto, al
de quienes habían conspirado con los enemigos de su país, pretendiendo
comprar su propia seguridad al precio de la ruina de su nación.
En cuanto a su apariencia, Polémides era un hombre atractivo y singular, de
ojos oscuros, estatura ligeramente por debajo de la media, muy musculoso y, si
bien había cumplido hacía mucho los cuarenta, su cintura era estrecha como la
de un colegial. Tenía una barba del color del hierro y la piel, a pesar de la
reclusión, conservaba aquel oscuro cobrizo que suele verse en las personas
que han pasado gran parte de su vida en el roar. Se entrecruzaban en la piel
de sus brazos, piernas y espalda las cicatrices del fuego, la lanza y la espada.
En la frente destacaba, aunque decolorada
por la exposición a los elementos, la koppa, la marca de los esclavos de
Siracusa, recuerdo de la cautividad que sufrieron los supervivientes de las
calamidades sicilianas y símbolo del atroz sufrimiento.
¿Le detestaba yo? Estaba preparado para ello. Sin embargo, en el fondo, su
claridad de ideas y expresión, la franqueza y su absoluto deseo de auto-
exculparse, neutralizaban mis prejuicios. A pesar de sus delitos, se presentaba
en mi imaginación casi como lo hubiera hecho Odiseo, salido de los cantos de
Homero. Tampoco se comportaba de la forma brutal o insolente que
caracteriza al soldado a sueldo; al contrario, su conducta y porte eran los de un
noble. Ofrecía en el acto el vino que tenía a mano e insistía en ceder a la visita
el único taburete que había, en su celda, protegiéndolo para mi comodidad con
el vellón que utilizaba para cubrir el desnudo camastro de la estancia.
Durante aquella entrevista inicial, al tiempo que hablaba, llevaba a cabo una
serie de ejercicios gimnásticos pensados para mantenerse en forma a pesar de
la reclusión. Colocaba el talón contra la pared por encima de la cabeza y,
apoyado en la planta del otro pie, situaba tranquilamente la frente sobre la
elevada espinilla. En una ocasión en que le llevé unos huevos, agarró uno de
ellos cerrando la mano y, con el brazo extendido, me desafió a que le abriera
los dedos o aplastara el huevo. Lo intenté, aplicando todas mis fuerzas en el
empeño, y fracasé, mientras él sonreía maliciosamente.
Jamás tuve miedo con aquel hombre o de aquel hombre. En realidad, a medida
que fueron pasando los días, iba sintiendo una profunda simpatía por él, a
pesar de sus numerosos actos delictivos y de la falta de arrepentimiento que
demostraba. El nombre, Polémides, como bien sabes, significa «hijo de la
guerra». No era, sin embargo, hijo de una guerra cualquiera, antes bien de una
guerra de escala y duración sin precedentes, que se distinguió de todos los
conflictos anteriores por su desprecio del código del honor, de la justicia y de la
contención voluntaria que habían caracterizado los principios de las luchas
anteriores entre los helenos. Fue en realidad esta guerra, la primera guerra
moderna, la que forjó el destino de nuestro narrador y lo dirigió hacia su final.
Empezó como soldado y acabó como asesino. ¿Qué le diferenciaba de mí?
¿Quién negaría que yo o cualquier otro no representáramos en la penumbra de
nuestros corazones, por obra u omisión, la misma oscura historia que interpretó
a la luz del día nuestro compatriota Polémides?
Él fue, como yo mismo, un producto de nuestra época. De la misma forma que
para llegar al puerto, la carretera y la senda siguen distintos trazados a lo largo
de la costa, su camino corrió paralelo al mío y al de la mayoría de nuestros
contemporáneos, aunque pasando por un país distinto.
EN LA CELDA DE POLÉMIDES
Me preguntas, Jasón [intervino el prisionero Polémides], cuál es el aspecto más
desagradable del arte del asesino. Consciente de que eres el parangón de la
probidad, sé que esperas sin duda una respuesta que implique responsabilidad
por el derramamiento de sangre o corrupción ritual, tal vez cierto rechazo al
propio crimen. Ni lo uno ni lo otro. La parte más dura es la de entregar la
cabeza.
Tienes que hacerlo para conseguir la paga.
Telamón de Arcadia, mi mentor en las lides del homicidio, me enseñó a
introducirla en aceite de oliva y entregarla dentro de un recipiente. Durante la
primera época de la guerra no se exigía esta prueba. Bastaba con un anillo o
un amuleto, cuando menos de esto me informó más tarde mi tutor, puesto que
por aquella época no había sido yo contratado para el «arte silencioso», sino
que servía como soldado raso, al igual que los demás. Las exigencias al
asesino se recrudecieron a medida que fue avanzando la guerra. Las víctimas
que tuvieron la oportunidad de hacerlo suplicaron, algunas de forma bastante
elocuente, por su vida. Yo consideré deshonroso, por no decir un mal negocio,
ceder ante tales halagos. Yo cumplía con mis compromisos.
Veo que sonríes, Jasón. Debes tener en cuenta que no siempre fui un villano.
Entre mis antepasados figura el héroe Fileo, hijo de Ayax, antepasado de
Milcíades y de Cimón, aquel a quien se concedieron los derechos de la ciudad
al igual que a su hermano Eurísaces, de quien Alcibíades afirmaba ser
descendiente. Mi padre era caballero de Meleagro y criaba caballos de
carreras, entre los que tenía algunos de excepcional linaje, destacando la
yegua Briareia, la que participó en el equipo de carreras de Alcibíades que
ganó la corona en Olimpia, en el año de su espléndido triple, cuando el propio
Eurípides entonó la oda por la victoria. Éramos personas de bien. Personas de
rango.
Una vez dicho esto, no voy a fingir inocencia en cuanto al asesinato de
Alcibíades ni en cualquier otra acusación. Pero estos sinvergüenzas no me
persiguen por ello, ¿verdad? Les sigue satisfaciendo demasiado verme muerto.
No hay nada que deteste tanto el hombre como el espejo que se sostiene ante
él, cuyo reflejo muestra su fracaso en demostrarse a sí mismo su valor. Lo
mismo ocurre con el delito de tu maestro, de Sócrates el filósofo. Tendrá que
tragar la cicuta por ello. Me temo que mis propias transgresiones siguen sin
verse mancilladas por tal aspiración al honor.
En cuanto a esta acusación de asesinato, me refiero al del desafortunado
Filemón..., he de afirmar que soy inocente. ¡Fue un accidente! Pregúntaselo a
cualquiera de los que lo presenciaron.
¡Pero fíjate cómo estoy suplicando por mi vida! No me diferencio en nada del
resto de los canallas que están sepultados aquí. [Risas]. Si tuviera una bolsa
de oro enterrada en el huerto, créeme que la sacaría a la luz ahora mismo. ¡Y
te ofrecería, además, mi esposa y mi hija! [Risas de nuevo].
De todas formas, escúchame, Jasón: te agradezco que hayas venido. Soy
consciente de que te reclaman en otras partes y he de darte las gracias por el
tiempo que me has dedicado. Sé que, si no me desprecias a mí, desprecias
mis faltas. En cuanto a la absolución, el apostador hace tiempo que ha
comprado la pala para cavar mi tumba. Pero te ruego que no te retires. Sigue
conmigo la trayectoria del hombre al que se dice que asesiné y nuestros
entrecruzados destinos: el suyo, el mío y el de nuestra nación.
Si yo soy culpable, lo es también Atenas. ¿Qué hice yo sino lo que deseaba
ella? De la misma forma que le amaba la ciudad, así le amé yo a él. Y como le
odió ella, le odié también yo. Vamos a contar esta historia, vamos a hablar de
cómo embrujó a nuestro estado y de cómo tal hechizo nos llevó a la ruina, y lo
pondremos todo en el mismo saco. Mientras imploro por mi vida como el perro
que soy, tal vez consigamos desenterrar algo de oro del huerto, el tesoro de la
perspicacia y la iluminación. ¿Qué dices a ello, Jasón? ¿Vas a asistirme?
¿Ayudarás a un villano a investigar el origen de su vileza?
ORDALÍA Y PERPETRACIÓN
Cuando tenía diez años, mi padre me envió a Esparta para que se me educara
allí. No era nada insólito durante los años que precedieron la guerra, cuando
los dos grandes estados mantenían relaciones amistosas y con su alianza
Grecia se había salvado del yugo persa. Si bien se producían algunos choques
y conflictos, la disposición general hacia Esparta por parte de las capas
dominantes atenienses estaba marcada por el respeto. Un gran número de las
familias más arraigadas, no sólo de nuestra ciudad sino de Grecia entera,
mantenía vínculos de amistad y confianza con algunas familias de Esparta;
todo este grupo de hacendados se identificaba en general más con sus
congéneres allende las fronteras que con sus iguales en el propio estado,
puesto que éstos, con su ostentación e insistencia en su supremacía, además
de minar la antigua cortesía, estaban adocenando y viciando a las nuevas
generaciones. ¿Qué mejor inoculación para aquellos retoños, razonaban sus
padres, que una temporada de formación en el agoge espartano, donde el
muchacho aprendería las antiguas virtudes del silencio, la continencia y la
obediencia?
Entre los antepasados de mi padre se contaban los héroes atenienses
Milcíades y Cimón, apreciado este último por los espartanos casi como un rey,
afecto que Cimón les devolvió con creces, dando a su primogénito el nombre
de Lacedemonio, a quien él mismo llevó a Esparta para que le educaran,
aunque sólo hasta los dieciséis años. Por medio de tales vínculos y con su
propio esfuerzo, mi padre consiguió inscribir a su heredero entre los contados
forasteros a los que se permitía «permanecer, robar y pasar hambre» junto a
sus homólogos lacedemonios. Todos los años, entre veinte y treinta anepsioi,
«primos», partíamos a pie de toda Grecia y nos hacíamos un lugar entre los
setecientos autóctonos. El propio Alcibíades, si bien no se formó en
Lacedemonia, era xenos, compañero de hospedaje del caballero espartano
Endio (quien estuvo presente supervisando el asesinato de su amigo). El padre
de Endio también se llamaba Alcibíades, nombre lacedemonio que se iba
alternando en ambas familias. El de mi padre, Nicolaos, es laconio, como el
mío de nacimiento, Polémidas, aunque yo cambié su pronunciación y ortografía
pasándola a ática a raíz de mi alistamiento.
Tenía diecinueve años cuando empezó la guerra; en Esparta apenas me
separaba una estación de aquella ceremonia que se dio en llamar O y P,
Ordalía y Perpetración, un honor concedido a los no lacedemonios, que
equivalía a su iniciación como espartiatas, en el cuerpo de los Iguales, y a sus
camaradas «hermanastros», los
mothakes.
Pocos imaginaban que la guerra iba a durar más de una estación. Cierto es
que las tropas atenienses habían entrado en acción con el sitio de Potidea,
aunque aquello era exclusivamente un asunto interno entre Atenas y uno de
sus estados tributarios, y pese a que éste pudiera quejarse abiertamente, no se
violaba la paz. No se trataba de una cornada del toro de Esparta. El ejército
espartano, azuzado por sus aliados, había invadido el Atica como represalia, si
bien se dio tan poca importancia a aquello que yo participé sin demora en el
alistamiento de dos divisiones de linea, a las que reforzaron veinte mil soldados
de infantería pesada pertenecientes a los aliados de Esparta en el Peloponeso,
que formaron las brigadas invasoras. Ayudaron también todos los muchachos
extranjeros. Nosotros no le dimos ninguna importancia. El ejército iba a
avanzar, a hacer estragos y a retirarse, a lo que seguiría algún tipo de acuerdo
negociado que llegaría en otoño o invierno. Ni siquiera se mencionó la idea de
que a nosotros, los aspirantes, fueran a mandarnos a casa.
En la víspera de la Gimnopedia, la festividad de los muchachos desnudos, me
enteré de que se había incendiado la propiedad de mi padre. Me habían
escogido como eirenos, capitán de juventudes, y aquella noche, por primera
vez en mi vida, me hice cargo de mi sección de muchachos. Estábamos en el
coro, disponiéndonos a iniciar la tarea, cuando uno de mis compañeros, un
joven especialmente inteligente, de nombre Filoteles, avanzó siguiendo la
cuidadosa forma establecida por la ley — vista baja, manos bajo la capa— y
pidió permiso para dirigirse a mí. Su padre, Cleandro, estaba con el ejército en
el Atica y había enviado un mensaje a casa. Conocía nuestra propiedad. Le
habíamos acogido como huésped en más de una ocasión.
«Permíteme expresar mi más sentido pesar a Polémidas —rezaba la carta,
empleando mi nombre laconio—. Me he servido de toda mi influencia para
evitar esta acción, pero Arquidamos eligió la región, aconsejado por los
augurios. No podía salvarse una hacienda cuando se prendía fuego a las
demás».
Solicité de inmediato una entrevista con mi comandante, Fébidas, hermano de
Gilipo, cuyo mando en Sicilia y los centenares de muertos que provocó iban a
tener unos efectos calamitosos entre nuestras fuerzas. ¿Debía regresar o
acabar mi periodo de iniciación? Fébidas era un caballero, la encarnación de
un pasado más noble. Tras intensas deliberaciones, y considerando los
augurios de Eo, se decidió que el deber con los dioses del hogar y la patria se
imponía a toda obligación contraria. Debía volver a casa.
Me dirigí a pie a Acarnas, recorrí 320 estadios en cuatro días, sin ni siquiera un
perro que acompañara mis pasos, sin la menor conciencia del sinfín de
aflicciones que presagiaba aquel golpe. Me imaginaba que encontraría los
viñedos y bosques ennegrecidos por el fuego, muros derrumbados, terrenos de
cultivo baldíos. Todo esto, como muy bien sabes, Jasón, no puede
considerarse una calamidad. La vid y los olivos brotan de nuevo y nada puede
matar la tierra.
Llegué a la hacienda de mi padre, el Recodo del Camino, en las horas de
penumbra. Todo tenía mal aspecto, aunque nada podía preparar mis ojos para
la devastación que presenciaron al alba. Los hombres de Arquidamos, además
de haber quemado los viñedos y olivos, habían cortado las plantas hasta la
raíz. Habían vertido cal en las agrietadas cepas y esparcido la mezcla por todo
el terreno. La casa, reducida a cenizas, así como sus anexos y establos.
Habían sacrificado todo el ganado. Incluso mataron a los gatos.
¿Qué tipo de guerra era aquélla? ¿Qué tipo de rey era Arquidamos para tolerar
tales estragos? Me enfurecí, y Demades, mi hermano menor, a quien
llamábamos León, se irritó aún más que yo cuando por fin logré localizarle en la
ciudad. Haciendo caso omiso de nuestro padre, que le había ordenado seguir
con sus estudios de música y matemáticas, Demades se había alistado en el
regimiento de Agis, fuera de nuestra tribu y con documentos falsos. Mis dos
tíos más jóvenes y los seis primos que teníamos se habían unido a sus
compañías. Yo también me alisté.
La guerra había empezado. En la parte más septentrional, los potideanos,
embravecidos por la violencia de la incursión espartana en el Ática, habían
extendido la sublevación más allá de nuestro imperio. Les asediaban cien
naves y nueve mil quinientos soldados atenienses y macedonios. Alcibíades, el
joven más insigne de nuestra generación, también se había alistado. Como la
impaciencia le impedía esperar a cumplir los veinte años y pasar las pruebas
de caballería, se embarcó como infante en la Segunda Eurísaces, la compañía
que su tutor, Pericles, había reclamado como primer destino de mando.
Cuando el tiempo y el fin de la estación de navegación amenazaban con
mantener varadas las últimas compañías acarnanias que aún no habían
zarpado, embarcamos en los pentecóntoros de dicha unidad. Levamos anclas
el octavo día de pianepsión, día de Teseo, bajo un huracanado viento del norte.
Entre los cientos de travesías que soporté durante las subsiguientes
estaciones, aquélla fue la peor. Ni siquiera se colocaron las plataformas de los
mástiles; las velas se usaron sólo como protección contra los elementos, una
protección lamentablemente inadecuada contra aquel mar que retumbaba
contra el armazón día y noche, sobre las desnudas espaldas y hombros de los
que hacíamos al tiempo las funciones de remero y de infante, desprovistos de
refugio en los navíos sin cubierta. Tardamos dieciocho días en llegar a Torona,
donde nuestras compañías acarnanias y las escambónidas se habían reunido
bajo el mando del general ateniense Paquete y, reforzadas por dos
escuadrones macedonios de caballería, habían sido enviadas de regreso hacia
nuestro punto de origen, por mar, con órdenes de capturar y ocupar las
fortalezas de Perrebia en Colidón y Madrete.
Aquellos lugares me resultaban desconocidos, al igual que toda la región; tenía
la misma sensación que el náufrago que se ve arrastrado hacia los confines de
la tierra. Evidentemente, aquel tiempo nos acompañaría tan sólo hasta las
orillas del Tártaro. Pusimos rumbo al sur, las veintidós embarcaciones —entre
cuyas compañías se encontraba entonces mi hermano, que había abandonado
su regimiento primigenio— atestadas de neófitos vomitando, muchachos aún
más verdes que nosotros mismos, mientras la caballería enemiga seguía el
avance de la flotilla desde la costa, impidiendo todo intento de desembarcar.
Alcibíades se encontraba a bordo de nuestro navío, el Higeia. Se había
granjeado una pésima fama al haber asignado su turno en los remos a su
asistente (cuando ninguno menor de veinticinco años habría soñado jamás en
tal extravagancia) mientras él controlaba la travesía de la flota más como un
comandante que como un hoplita, como el resto. Llevaba sobre los hombros
una capa de lana negra en la que lucía un águila plateada, un trabajo de
artesanía tan espléndido que tenía que costar como mínimo la paga íntegra de
un capitán de todo un año. Todo en su equipo era de una calidad
extraordinaria, y su aspecto. la verdad es que tú lo conoces igual que yo. Ante
él, uno se debatía entre la envidia, pues todo el mundo estaba perfectamente al
corriente de que nadaba en la abundancia y le sobraban amantes, y un temor
reverente al ver que el cielo había dotado de tanta espectacularidad a un ser de
carne y hueso. Durante tres días la escuadra avanzó primero frente a la
tormenta para meterse luego de lleno en ella; los de la región la calificaban de
«moderada», aunque para mí era más bien una infernal embestida. Finalmente,
a la tercera puesta de sol, se desencadenó una tempestad de una furia
asesina.
El buque insignia de Paquete hacía señas para que todas las embarcaciones
pusieran rumbo hacia la costa, a pesar de la presencia de la caballería
enemiga.
¿Conoces, Jasón, el cabo denominado el Fuelle del Herrero? Quien ha oído
hablar de él jamás puede olvidarlo. Las embarcaciones más veloces arribaron a
sotavento; las naves pesadas, como la nuestra, fueron arrastradas mar adentro
y estuvieron a punto de hundirse. La tierra firme del cabo era como una lengua
de grava, cercada por los tres lados por unos acantilados de casi un estadio y
protegida en la parte del único canal de acceso por unos promontorios rocosos
en los que estallaban las blancas aguas, retumbando bajo el estruendo del
potente oleaje. Tras una titánica lucha, mantenida durante la terrorífica caída
de la noche, nuestras diezmadas fuerzas, diez embarcaciones, consiguieron
embarrancar en el punto denominado las Calderas, una playa tan estrecha que
las proas de los navíos (ya que empopar resultaba imposible en medio de tal
tormenta) quedaban casi tocando los peñascos. Olas más altas que un hombre
iban rompiendo contra los palos de popa, en un intento de engullirlos. Para
colmo de hospitalidad, en aquel lugar, el enemigo se había lanzado sobre
nosotros, y desde lo alto de un precipicio tan empinado que resultaba imposible
escalarlo empezaba a arrojar piedras y a empujar rocas. Alcanzaron a dos de
los navíos en un abrir y cerrar de ojos; no hubo forma de que los jóvenes de
nuestras fuerzas respondieran a las órdenes de proteger las demás
embarcaciones; al contrario, se agazaparon en las grietas del pie del
acantilado, completamente empapados y muertos de terror.
Se había perdido el control. Paquete y los oficiales atenienses se habían visto
arrastrados más allá del cabo; tardamos una eternidad en establecer a quién
correspondía el mando de nuestro maltrecho grupo, que recayó en un capitán
de infantería macedonio, el cual, superado por aquella situación límite, se había
replegado al pie del acantilado y no había forma de hacerle salir del refugio.
Sobre la playa caían las piedras como si granizara. Con las embarcaciones
llenas de brechas, nuestra extinción estaba asegurada; el enemigo iba a
limitarse a cerrar la salida desde arriba y a mantenernos en el fondo a base de
piedras y flechas. Junto al Higeia, se había partido un barco que transportaba
caballos. Muchos de ellos se agitaban entre el oleaje, a punto de ahogarse; dos
que habían alcanzado tierra firme tenían el lomo partido por las piedras; sus
relinchos perturbaban aún más a los novatos. La propia nave cabeceaba entre
los rompientes, amarrada tan sólo por sus cabos de proa y popa, de cada de
uno de los cuales se ocupaban los veinte muchachos, presas del frenesí,
hundidos hasta el pecho en la vorágine. Alcibíades y su primo Euriptolemo se
habían arrojado al rescate. Me encontré con mi hermano León; los dos nos
sumamos a la tarea. Tras un esfuerzo monumental, conseguimos por fin llevar
a la playa la nave de transporte. Sin necesidad de palabras, Alcibíades se
había convertido en nuestro comandante. Salió a grandes zancadas en busca
de un mando superior a quien informar, y nos ordenó que le siguiéramos en
cuanto los caballos estuvieran a salvo en tierra firme.
El vendaval seguía batiendo a cabeza de playa. No cesaba la lluvia de piedras;
el temporal no cejaba. Mi hermano y yo acabábamos de alcanzar el extremo de
la playa e íbamos en busca del puesto de mando; vimos a Alcibíades hablando
con el capitán macedonio. De repente, dicho oficial le asestó un golpe. Nos
lanzamos hacia delante. Aun en medio de la algarabía de la tempestad y las
olas, la razón del enfrentamiento estaba clara: Alcibíades exigía órdenes, el
capitán se veía incapaz de proporcionárselas. Éste se lanzó sobre el
muchacho, veinte años más joven que él, consciente, como todos nosotros, de
su linaje y su reputación.
—Tu pariente Pericles no se encuentra aquí, jovencito, ¡no pretendas dar
órdenes en su nombre!
—Hablo por mí y en nombre de los que van a morir a causa de tu abandono —
replicó Alcibíades, abarcando con un ademán las embarcaciones, el vendaval y
la lluvia de pedruscos que seguía azotándonos—. ¡Toma una determinación o,
por Heracles, seré yo quien la tome!
Sólo quedaban intactas dos naves. Alcibíades se dirigió a ellas. El capitán le
hablaba a gritos, ordenándole que no se moviera, amenazándole con lo peor
en caso de desobediencia. El joven no respondió a sus desafíos y se limitó a
seguir su camino; nosotros, mi hermano y unos cuantos más, seguimos su
marcha como arrastrados por una cadena. Al llegar al escollo impartió órdenes.
Nadie oyó una sola palabra. Sin embargo, agarramos los remos y nos
lanzamos contra el temporal, diez en cada hilera sin ni siquiera fijar los
canaletes, pues de nada iban a servir en aquel mar. No sabría decir cómo
salieron de allí las naves sin ni una sola pérdida humana. Tal vez lo que salvó
al grupo, aparte de la clemencia de los cielos, fueron los baos de las naves y el
volumen de agua de mar que trasladaban como lastre adicional. De cada
cuatro golpes de remo, sólo uno surtía efecto. Cada cabezada impuesta por el
vendaval golpeaba el casco como una máquina de asedio, mientras que unas
olas de doble longitud que la de las naves las iban empujando como
condenadas. Al caer en picado hacia el seno, las proas hocicaban, lo que
provocaba enormes cascadas de agua en las sentinas; en el ascenso hacia la
cresta, el viento batía la quilla al descubierto y situaba los navíos en posición
vertical, cual estacas de vid. En los remos, nos encontrábamos prácticamente
de pie en los puestos de nuestros compañeros de popa.
De una forma u otra, las dos embarcaciones consiguieron avanzar cuatro
estadios mar adentro. Los muchachos se comunicaban como los perros, por
medio de unos ladridos que el estruendo apagaba; no obstante, el objetivo
estaba claro: llevar a cabo el primer desembarco en la parte septentrional,
trepar por la pared del acantilado y situarse detrás del enemigo.
Alcibíades se puso a remar con tal vigor que movía a la emulación; en sus
órdenes, que iban pasando a gritos los hombres en los bancos, precisaba que
había que correr hacia la orilla del modo que fuera, prescindiendo de las
embarcaciones y pensando sólo en llegar por nuestro propio pie. La cresta que
nos conducía se deshizo a tal velocidad que prácticamente nos arrancó de los
bancos. Nos lanzó por la borda. Yo perdí el sentido con la caída y recuperé la
conciencia entre las olas, lastrado por el escudo, que me empujaba hacia el
fondo con una violencia inimaginable. Llevaba el antebrazo trabado por la
abrazadera hasta el codo y quedaba fijado como si llevara una manilla; gracias
a la rotura de los remaches, desencajados por la presión del choque, conseguí
bracear hasta la superficie. Ante mis ojos se ahogó uno de los muchachos,
arrastrado hacia el fondo de la misma forma. Los restantes se juntaron en la
playa, exhaustos, sin armas ni protección. Las dos embarcaciones estaban
hechas añicos. Los muchachos temblaban como azogados, completamente
cárdenos.
Uno de ellos se volvió hacia Alcibíades, que estaba calado hasta los huesos y
desarmado, temblando convulsivamente como los demás, aunque
regocijándose por ello. No existe otra forma de describirlo. Respondió a los
muchachos, agitados por las pérdidas de los buques, que en caso de no
haberse hundido, habría dado órdenes para que se abrieran brechas en ellos y
se afondaran.
—Debéis quitaros de la cabeza toda idea de retirada, hermanos. No nos queda
más vía que la de avanzar, más alternativa que la victoria o la muerte. —
Ordenó que se hiciera el recuento y, una vez que se hubo descubierto que
faltaban tres, los que se habían ahogado, señaló el sentido de su sacrificio. Lo
que habíamos perdido carecía de importancia al lado de la audacia del ataque
—. La falta de armas no es un obstáculo grave en esta oscuridad. Bastará
aparecer de improviso a la espalda del enemigo. Tal será su sorpresa que huirá
despavorido.
Alcibíades nos dirigió en el ascenso. Era un caballero y sabía que, con un
tiempo como aquél, el enemigo lo primero que buscaría sería cobijo para sus
monturas. No estábamos perdidos, repitió, por más negra que fuera la
tempestad, lo que teníamos que hacer era seguir el borde, utilizando los
relámpagos como faros, hasta descubrir el lugar. Por supuesto, estaba en lo
cierto. Apareció un peñasco. Ahí estaban ellos. Nos precipitamos encima de los
que cuidaban los caballos con piedras, palos y trozos de remo. En un abrir y
cerrar de ojos, nuestro comandante había conseguido que ascendiéramos y
empezáramos a atacar a lo largo del precipicio en una oscuridad tan absoluta
como la de una tumba. En la cima, el grueso de la fuerza enemiga se dio a la
fuga, tal como había pronosticado Alcibíades. Perseguimos a unos cuantos, yo
ansioso por arrebatar el escudo a alguno de ellos. Los que habían recibido una
formación espartana preferían la muerte al regreso del campo de batalla,
incluso victoriosos, con las manos vacías.
Cayó el primer hombre bajo mi golpe. Se hundió entre las rocas; oí cómo se le
partía el cráneo en la oscuridad. Mi hermano me apartó de él con la intención
de arrancarle el peto y el escudo. Estaba loco de alegría por haber sobrevivido,
me sentía invencible, como les ocurre a tantos jóvenes soldados al cometer
actos de barbarie en estados semejantes. León me arrastró de nuevo hacia el
precipicio. Nuestro grupo se había reunido, dominaba el terreno. ¡Habíamos
vencido! Abajo, nuestras tropas aclamaban su liberación. Me di cuenta de que
habían formado una cordada en la pared del acantilado; algunos habían subido
desde la playa y se encontraban ante nosotros. Vi allí al capitán macedonio.
Estaba reprendiendo a Alcibíades con vehemencia y rencor.
Acusó al joven de imprudencia e insubordinación, de vergüenza para su país y
la buena marcha de la alianza. ¡Tres muertos a causa de su acto de rebeldía,
dos embarcaciones perdidas por su usurpación de mando! ¿Dónde están
nuestros escudos y armas? ¿Conoces el castigo por tales pérdidas? Los ojos
del capitán echaban chispas. Alcibíades tendría que presentarse ante un
tribunal, acusado de amotinamiento, por no decir de traición, ¡y por Zeus que él
bailaría sobre su tumba!
Tres suboficiales macedonios, compatriotas del capitán, le respaldaban con las
armas. Alcibíades no mudó su expresión, se limitó a esperar a que acabara la
diatriba.
—Una persona no debe hablar así —precisó— de espaldas a un precipicio.
Reprimiré mis deseos de exagerar el momento; antes bien citaré sólo que tres
de sus secuaces, al considerar su situación, agarraron al comandante y lo
despeñaron.
El resto, los que acabábamos de experimentar por primera vez en nuestras
jóvenes vidas un bautismo de terror de aquellas dimensiones —y durante un
período de tiempo más prolongado de lo que jamás hubiéramos imaginado—,
nos vimos enfrentados a un desafío aún más desmesurado. ¿Qué sería de
nosotros? Sin duda, los de abajo informarían sobre el comportamiento de
Alcibíades. Nosotros éramos sus cómplices. ¿Acaso no nos juzgarían como
asesinos? ¿No se mancillarían nuestros nombres, no caerían la vergüenza y la
deshonra sobre nuestras familias? ¿Nos mandarían a Atenas encadenados a la
espera de la ejecución?
De repente, Alcibíades se acercó a los tres macedonios y, poniéndoles la mano
sobre el hombro, les aseguró que no albergaba ningún propósito siniestro.
¿Podían informarle —preguntó— del nombre y la familia del que había sido
lanzado al abismo?
—Vais a redactar el siguiente parte —ordenó Alcibíades. Se dispuso a dictar el
texto de un elogio al valor. Cada uno de los actos de heroísmo que había
llevado a cabo él recaían en el capitán. Habló del valor del oficial ante el
abrumador peligro; de cómo el hombre, sin tener en cuenta su propia
seguridad, se hizo a la mar en plena tempestad, escaló la escarpada pared de
roca para rodear y aplastar al enemigo, salvaguardando con su actuación las
embarcaciones y hombres de la compañía que tenía abajo. En la cima del
triunfo, cuando dio muerte con su espada al comandante enemigo, la cruel
fortuna se cernió sobre él. Cayó por el precipicio—. La gloria de esta hazaña —
concluyó Alcibíades— ha de perdurar, imperecedera.
Había que mandar el parte, añadió Alcibíades, al padre del capitán. Además, él
mismo informaría a Paquete y a los generales de Macedonia al regreso de
nuestro escuadrón. Se volvió entonces a nosotros, los jóvenes, y nos miró con
detenimiento.
—¿Cuál de vosotros, hermanos, va a colocar su mano bajo la mía en este
documento?
Ni que decir tiene que ninguno de nosotros se negó a ello.
Nuestra informal compañía de infantería, reunida con la brigada bajo las
órdenes de Paquete, triunfó en su misión durante más de un mes de lucha, en
el curso de la cual, Alcibíades, a los diecinueve años, si bien no desempeñaba
oficialmente el mando, éste le fue otorgado por sus superiores con prontitud y
espontaneidad, y se convirtió en nuestro capitán efectivo. Cuando la unidad
llegó por fin a Potidea, nuestro destino, y se unió a las tropas que se ocupaban
del asedio, fue disuelta con la misma rapidez con que se había formado, y
Alcibíades, sin ninguna condecoración aunque también sin acusación ninguna,
fue trasladado a su regimiento.
En cuanto al incidente, mi hermano observó más adelante que, si bien él, al
igual que yo, sirvió en las siguientes campañas junto a una serie de jóvenes
que se encontraban presentes ante el precipicio en aquella ocasión, jamás
ninguno hizo alusión a aquel acontecimiento.
EL HOMBRE INDISPENSABLE
En el asedio de Potidea, dos jóvenes se hicieron indispensables: Alcibíades y
mi hermano. A raíz de su comportamiento, tanto a la hora de la acción como
del consejo, había quedado claro que el primero era:
preeminente en heroico fuego, sin rival entre las huestes.
En todas las unidades se le consideraba el más inteligente y audaz, poseedor
de un desbordante talento para la guerra. En Atenas, por su juventud, había
visto limitado su campo de acción al deporte y la seducción. La campaña
trastocó esto y le ofreció una actividad acorde con sus dotes. Demostró su valía
de la noche a la mañana. No eran pocos quienes consideraban que, a pesar de
no haber cumplido aún los veinte, podía haber sido elevado al mando supremo
y, además de dirigir el asedio con mayor vigor y sagacidad, lo habría llevado a
un feliz desenlace con menores pérdidas de vidas humanas.
En cuanto a mi hermano, se hizo un nombre como héroe entre nuestros
hombres. La experiencia enseña que por más numeroso que pueda llegar a ser
un ejército, quienes llevan a cabo las tareas de la guerra son las pequeñas
unidades, y para resultar efectivas, cada una debe poseer un hombre como
León, que no conoce el miedo y se levanta todas las mañanas alegre, a pesar
de las dificultades, dispuesto a echarse al hombro la carga de otro con una
sonrisa, presto a llevar a cabo todo tipo de cometidos, por humildes que sean.
Una unidad en la que falte un hombre como León no aguantará, mientras que
la que disponga de un hombre así puede recibir duros golpes pero resistirá.
Las cartas de nuestro padre nos llegaron cuando estábamos en Potidea. Nos
convocaron, a León y a mí, a la tienda del ayudante de Paquete, un capitán de
Exone de cuyo nombre no me acuerdo. El oficial leyó en voz alta el escrito de
nuestro padre, en el que confirmaba la edad de mi hermano, sus dieciséis años
y tres meses, y suplicaba que se le dispensara inmediatamente del servicio, al
tiempo que se responsabilizaba del pago de todos los cargos y gastos de
transporte.
—¿Qué dices a esto, joven? —preguntó el capitán.
León enderezó el cuerpo de pies a cabeza y juró por las aguas del Estige que
no tenía veinte años sino veintitrés. Afirmó que nuestro padre, con la mejor
intención,
estaba trastornado tras la devastación de la zona en la que vivíamos y ahora
temía, lo cual era comprensible, perder a sus hijos; de ahí, la solicitud de
Atenas, presentada con una convicción tan conmovedora como persuasiva.
Cuando el capitán mandó llamar a unos testigos de nuestra región, quienes
dieron testimonio fehaciente de la veracidad de la carta, León se negó a
doblegarse. ¡No era la edad lo que hacía al soldado sino la pasión y el
entusiasmo! El capitán le interrumpió. Jamás he visto a alguien tan
inconsolable como León; ofrecía una imagen casi cómica al arrastrarse a bordo
del navío que iba a llevarle a casa.
Me tocó a mí pagar por las fechorías de mi hermano, como es lógico, siendo yo
el mayor. Se me impuso como sanción la paga de tres meses, se me apartó de
mis tareas y se me asignó el mando de una sección de muchachos, los
dedicados a cortar leña. No nos proporcionaron armas sino hachas, así como
mulas y rastras para los troncos.
Tú estabas en Potidea, Jasón. Lo recuerdo bien. Apareciste con Eurimedonte
al final de la primavera; la flota transportaba a los destacamentos de relevo de
caballería y al reemplazo de las tropas de asalto que se había llevado la peste.
Tuviste suerte. Evitaste el invierno.
En la época de nuestro padre, el invierno era estación de inactividad. ¿Quién
podía siquiera soñar en la lucha en medio de la nieve y el hielo? El verano era
la estación de la guerra; en Esparta ni tan sólo existía una palabra que
designara el verano; lo llamaban strateiorion, temporada de campaña. De todas
formas, un asedio no puede llevarse a cabo sólo a pleno sol. De ahí surgió la
necesidad de un nuevo calendario para un nuevo tipo de guerra.
Era aquél un asedio poroso. En la línea de combate, los soldados establecían
más relaciones con el enemigo que con sus propios compatriotas. Vendíamos
comida y leña; los potidenses lo intercambiaban por valiosos bienes: primero
oro, luego joyas e hilo. Vendían sus armaduras y espadas. Hacia mitad del
verano, empezaron a ofrecer a sus hijas.
Por todos los dioses, qué frío hacía allí arriba. La orina echaba vapor en el aire
y se convertía en hielo antes de llegar al suelo. La armadura nos despellejaba
la piel en los puntos en que la rozaba el helado bronce. La gloria de morir por el
propio país había perdido el descolorido lustre que en un tiempo tuvo; en
especial, perder la pelleja a causa de la peste bubónica o de algún avieso
infortunio, como un flechazo al azar procedente de una almena, todo para que
se terminase la campaña en primavera gracias a un tratado, a partir del cual de
repente todos volvían a aliarse. Acampamos allí, helados y abatidos, cerca de
la ciudad de los potidenses, que destacaba en el promontorio, helada y abatida
como todos nosotros.
Las tres puertas septentrionales, las que miraban hacia tierra, permanecían
cerradas sólo durante el día. Cuando caía la noche se convertían en paseo
para quienes recogían los excrementos, los que hurgaban en los desperdicios y
en la escoria. Veías sus huellas en la nieve, anchas como baluartes. Mandaba
nuestra compañía un capitán que se dejaba sobornar, de nombre Gnosos. He
aquí lo que hacía: de cada ocho árboles talados, pasábamos cuatro al ejército;
los otros cuatro iban al enemigo. Éste pagaba a nuestro capitán con mujeres.
Pero no con prostitutas sino con esposas e hijas respetables de la ciudad. Se
arrastraban detrás de nosotros para conseguir leña. Negué a mis muchachos el
permiso de participar en aquellas orgías, en las que era corriente que una sola
mujer pasara por doce hombres antes de volver de nuevo tras los muros de la
ciudad. Aquella degeneración, tolerada por su superior, iría degradando el poco
espíritu guerrero que poseían nuestros muchachos. Por otra parte, pese a ser
consciente de que podría parecer algo pundonoroso teniendo en cuenta mis
hazañas posteriores, he de afirmar que no soportaba ver los estragos que
infligía tal comercio en las propias mujeres.
Me llamaron la atención por ello. A mi espalda, mis compañeros empezaron a
llamarme «el espartano». Corría la voz de que estaba en concomitancia con el
enemigo y que mi mojigata intransigencia no sólo minaba la moral de la
juventud sino que, al desafiar las disposiciones de mi capitán, la actitud podía
calificarse cuando menos de insubordinación y en el peor de los casos, de
traición. En un enfrentamiento que tuve con éste, se me escapó la palabra
«alcahuete». Me apartaron del servicio.
Acudí a Alcibíades en busca de ayuda. Aquel otoño, el ejército había entablado
un encarnizado combate con el enemigo, que intentaba romper el cerco por la
fuerza y exigía la movilización de todos nuestros efectivos; Alcibíades había
destacado en el combate; en realidad se le había concedido el premio al valor,
al considerarle el hombre más valiente de los seis mil que se encontraban en el
campo de batalla. La corona y la armadura tardaron unos meses en llegar.
Precisamente, había recibido la corona la tarde en que acudí a él. Lo estaba
celebrando con sus compañeros de tienda.
Como bien sabes, Jasón, cualquier campamento establecido durante un largo
periodo en un lugar, se convierte en una ciudad. Su mercado se transforma en
el ágora, sus campos de instrucción, en el gimnasio. Esta polis, para combatir
el aburrimiento, crea sus propias diversiones y distracciones, sus personajes y
sus payasos. La ciudad tiene una parte buena y otra mala, un barrio al que uno
acude por su cuenta y riesgo y una zona privilegiada y de nota, que embelesa a
todos. Indefectiblemente, una tienda, por el esplendor de sus ocupantes, se
impone como epicentro del campamento.
La tienda de Alcibíades, Aspasia Tres (las principales calles de los siete
campamentos fortificados que rodeaban la ciudad recibían los nombres de
famosas cortesanas de Atenas), se había convertido en dicho centro. No sólo
por la fama de él, sino también por la inteligencia y conversación de sus
dieciséis compañeros, entre los que se encontraba su propio maestro, Sócrates
(no tan famoso por aquel entonces como filósofo, sino como robusto y
aguerrido combatiente de cuarenta años), el célebre actor Alceo, Mantiteo,
boxeador olímpico, y Acumenos, médico. Aquellos personajes eran de lo más
divertido. Todo el mundo quería estar con ellos. Se valoraba más una cena en
Aspasia Tres que una condecoración. Justamente por esta razón había rehuido
yo a Alcibíades, pues no deseaba presentarme a él sin invitación y también
porque consideraba nuestra relación como algo cordial pero al mismo tiempo
distante.
En aquellos momentos, sin embargo, la gravedad de mi situación me empujó a
hacerlo. Esperé al punto de la noche en que creí que habría concluido la
comida vespertina y me encaminé a la tienda de Aspasia con la única intención
de robar a Alcibíades unos momentos, pensando en hablar tal vez con él fuera
de la tienda y conseguir que intercediera por mí ante los mandamases.
Imaginaba que con unos golpes en el poste solucionaría el asunto.
Tuve la sorpresa de que, a diferencia de las demás zonas valladas del
campamento, cuyos callejones permanecían a oscuras, desiertos, de no ser
por algún soldado suelto que corría en busca de refugio en medio del frío, la
entrada de la tienda de Alcibíades resplandecía, con antorcha y brasero, la
intersección de los callejones era un animado hormiguero de variopintos
oficiales fuera de servicio, infantes, vendedores de vino, malabaristas,
pasteleros, un grupo de acróbatas en plena representación sobre un escenario
montado con troncos y un bufón profesional, por no citar a una serie de
mujerzuelas desdentadas procedentes del campamento de las prostitutas que
merodeaban por allí con gran brío. Los aromas de la carne que crepitaba al
fuego parecían incrementar la animación; las fogatas ardían con gran
resplandor en el suelo, que se había descongelado. Mientras me abría paso
entre el gentío, vi abrirse la entrada de la tienda y salir al espécimen femenino
más deslumbrante que jamás contemplaron mis ojos.
Tenía el pelo rojizo; sus ojos, de un violeta tan intenso que parecían destellar
como diademas bajo la luz de la antorcha. Llevaba un manto de marta cibelina
que la cubría de pies a cabeza y la escoltaban dos oficiales de caballería, altos
como torres, ataviados con las capas con orla de armiño del enemigo. Ninguno
de los sitiadores se había atrevido a ponerles las manos encima; en realidad,
nuestros muchachos les acercaron los caballos, ayudándolos a montar. La
dama salió al galope, aunque no en dirección hacia la ciudad sino por el
camino hacia el risco denominado de Asclepio, donde, por lo que supe más
tarde, se había acondicionado una pequeña casa para su uso particular y el de
su escolta.
—Es Cleonice —aventuró un vendedor de cebolla frita—. La amiga de
Alcibíades.
Habría permanecido sin duda toda la noche plantado ante la puerta de no
haber pasado por casualidad por allí Euriptolemo, el primo de mi anfitrión,
quien, al reconocerme, me llevó aparte. Muy animado, me informó de que
aquella dama, Cleonice, era la esposa de Macaón, el ciudadano más
acaudalado de Potidea. Alcibíades tenía relaciones con ella con el objetivo de
que su marido traicionara a su ciudad.
—Se ha enamorado de él y no quiere volver a casa. Dice incluso que espera un
hijo suyo. ¿Qué se puede hacer?
Euriptolemo, a quien sus compañeros llamaban Euro, me mandó esperar
mientras él se metía en la tienda. Poco después oí la risa de Alcibíades; se
abrieron las cortinas y sin darme cuenta me vi apartado del gentío y acogido
por la calidez del interior.
—Pommo, amigo mío, ¿dónde te habías metido? ¡No andas solitario por los
bosques con aquellos inocentes!
Según pude saber, Alcibíades se había erigido en maestro de placeres. Estaba
sentado en el banco de honor, la corona ante él, las mejillas enrojecidas por el
vino. Le habían herido; bajo la túnica se adivinaban las vendas de las costillas.
Me presentó como su compañero de las Calderas y mandó que dispusieran
para mí asiento y vino. Estaba al corriente de mis problemas.
—¿Es cierto que llamaste alcahuete al capitán?
Mi llegada había interrumpido la conversación; intenté desviar la atención de mi
persona para que siguiera la charla. El grupo no siguió ese camino. Mantiteo el
olímpico me pidió que expusiera mis objeciones a un inofensivo retozo.
Repliqué que se trataba de una práctica ni de lejos inocua, que, por el
contrario, minaba la moral de la juventud que estaba a mi cargo.
—Yo mismo tengo una hermana pequeña, Meri —añadí, casi sin darme cuenta,
con gran pasión—. Sería capaz de sacar las tripas al hombre que tuviera la
osadía de poner la mano sobre su vestido sin permiso de mi padre. ¿Cómo voy
a quedarme con los brazos cruzados observando cómo se mancilla a las
doncellas, aunque sean hijas del enemigo?
Aquello levantó un irónico coro de «Oye, oye». Ante mi sorpresa, quien
intervino en mi defensa fue Alcibíades. Su intervención fue recibida con irónicas
y desdeñosas burlas, que él soportó sonriendo afablemente.
—Podéis reír, amigos, al oírme romper una lanza a favor del sexo débil, pues
mi fama como seductor de mujeres no es inconsecuente. Pero soy yo el más
indicado para afirmar que conozco lo que representa ser mujer.
Hizo una pausa y, volviéndose hacia mí, dijo que debía dejar de lado toda
preocupación en cuanto a los cargos de que se me acusaba. Alguien movería
los hilos adecuados. De momento, lo que tenía que hacer era beber, aunque no
con moderación, como los espartanos, sino a fondo, al estilo ateniense, para
superar a quienes me llevaban ventaja. Si no, insistió mi anfitrión, las chanzas
podrían perder chispa, y la conversación, profundidad. Se volvió de nuevo
hacia los demás y siguió:
—Imaginémonos, amigos míos, que un bello joven se parece mucho a una
mujer. Se le hace la corte, se le adula, se ensalzan unas virtudes que no posee
aún y en general se le aclama por unas cualidades que, lejos de ser suyas, son
accidentes de nacimiento. Y no sonrías, Sócrates, puesto que el asunto se
acerca mucho al punto sobre el que estabas disertando. Me refiero a la
diferencia existente entre el verdadero yo del político y el mithos que éste debe
proyectar si quiere participar en la vida pública. Afirmaba yo, y tú no has puesto
en tela de juicio la exactitud de mi aserción, que yo mismo o cualquier otra
persona que entra en la política debe ser dos al mismo tiempo: el Alcibíades
que conocen mis amigos y «Alcibíades», esa ficticia personalidad que a mí me
resulta desconocida pero cuya fama debo alimentar y conformar si pretendo
que se imponga mi influencia en la arena política.
»Una mujer bella se encuentra en el mismo aprieto. A la fuerza ha de tener una
imagen de sí como dos seres: el alma particular que conocen sus allegados y
el sustituto externo que sus atractivos muestran al mundo. La atención que
recibe puede satisfacer su vanidad, pero se trata de algo vacío, de lo que ella
es consciente. Termina pareciéndose a los pilluelos que vemos en la fiesta de
Teseo, que empujan unas carretillas pintadas con un par de astas de toro
delante. Se da cuenta de que sus admiradores no la aman por sí misma, es
decir, no aman a la que lleva la carretilla, sino por la fantasía que ésta tiene
delante. Esta es la definición de la degradación. Y precisamente por ello,
amigos, desde muy joven he despreciado a los pretendientes que me hacían la
corte. Ya de niño comprendí que no era a mí a quien amaban. Buscaban tan
sólo la superficie, movidos por su propia vanidad.
—Aun así —intervino Mantiteo, el boxeador—, no rechazas las insinuaciones
de nuestro compañero Sócrates, como tampoco rehúyes la amistad del resto
del grupo.
—Porque vosotros sois mis auténticos amigos, Mantiteo. Aunque tuviera el
rostro magullado como tú, seguirías queriéndome.
Alcibíades intentó llevar a Sócrates a la conclusión de su disertación sobre el
tema que había interrumpido mi llegada, pero no lo consiguió, ya que Alceo, el
actor, sacó de nuevo la cuestión de las humilladas mujeres de Potidea.
—No empleemos a la ligera la palabra «degradación», compañeros. La guerra
es degradación. Tiene como objetivo la degradación definitiva: la muerte. Estas
mujeres no han sido sacrificadas. Sus magulladuras curarán.
—Me sorprendes, excelente amigo mío —respondió Alcibíades—. Sobre todo
como actor, deberías saber que la muerte toma muchísimas formas malignas,
aparte de la física. ¿Acaso no es lo que trata la tragedia? Piensa en Edipo, en
Clitemnestra, en Medea. Sus heridas también cicatrizarán. No obstante, ¿no se
les destrozó totalmente por dentro?
Habló luego Mantiteo:
—En mi opinión, no son estas mujeres las que sufren el verdadero
envilecimiento sino sus padres y hermanos, que permiten que se las utilice de
una forma tan aborrecible. Estos hombres tienen otras salidas. Podrían morir
de hambre. Podrían luchar hasta la muerte. A decir verdad, estas jóvenes son
heroínas. Pensemos que cuando un hombre lo arriesga todo en defensa de su
país, se le concede la corona del valor. ¿No son iguales estas muchachas?
¿Es que no sacrifican sus bienes más preciados, su virginidad, su reputación
de virtuosas para socorrer a sus atribulados compatriotas? ¿Y si, llegada la
primavera, sus aliados espartanos se despiertan y acuden en su ayuda? ¿Y si
nosotros mismos salimos derrotados? ¡Por todos los dioses, los potidenses
deberían erigir estatuas en honor de estas valientes muchachas! En realidad,
visto así, nuestro joven amigo —me señaló— no está librando de la
vergüenza a las nobles muchachas sino negándoles su opción a la
inmortalidad.
Las risas y coros de «Otra vez, otra vez» acogieron la disertación, así como el
acompañamiento de golpes con los cuencos de vino contra las cajas y baúles
de madera dispuestos a modo de mesas para el banquete.
—Un momento —interrumpió Alcibíades—. Veo sonreír a nuestro amigo
Sócrates. Está a punto de hablar. Sinceramente, creo que debemos advertir a
nuestro compañero Polémides, o tal vez, como hizo Odiseo al acercarse a la
isla de las sirenas, taparle los oídos con cera. Puesto que en cuanto haya oído
el suave discurso de nuestro amigo, se encontrará esclavizado para siempre,
como nos ocurre a todos.
—Sigues mofándote de mí como siempre, Alcibíades —dijo Sócrates—. ¿He
de soportar tal abuso, compañeros, sobre todo procedente de la persona que
menos tiene en cuenta mis consejos y no persigue más que su propia
popularidad?
Sócrates, el hijo de Sofronisco, estaba sentado frente a mí. De todos los allí
reunidos, su aspecto era en realidad el menos atractivo. Era un hombre bajo y
fornido, de labios delgados y nariz chata, casi calvo ya a los cuarenta años, con
una capa de tela basta manchada de sangre a raíz de una escaramuza que
había tenido lugar a principios del mes, de una calidad digna de un espartano.
Aquellos hombres empezaron a zaherirle sobre un incidente ocurrido unos días
antes. Al parecer, Sócrates, a media mañana, se encontraba ensimismado al
aire libre, aguantando el frío glacial, dándole vueltas a algún enigma o
problema irresoluble. Siguió así, con las sandalias metidas en el hielo,
reflexionando sobre el tema todo el día, para desconcierto de todos los que
observaban, tiritando a cubierto, con los pies protegidos por un vellón. Los
soldados se asomaban por turnos; Sócrates seguía allí. Hasta que cayó la
noche y hubo resuelto su perplejidad no se levantó para ir a cenar junto al
fuego. Incitados por Alcibíades, los del grupo quisieron saber qué misterio
había ocupado con tanta tenacidad la cabeza de su amigo.
—Estábamos hablando de degradación —empezó Sócrates—. ¿Y en qué
consiste ésta? ¿No se trata de la percepción de un individuo basándose en una
cualidad aislada, hasta la exclusión de las múltiples facetas de su alma y su
ser, utilizando así a la persona? En el caso de estas desgraciadas mujeres,
dicha cualidad es su carne y la utilidad de ésta a la hora de satisfacer nuestros
propios deseos básicos. Desestimamos todo lo demás que las convierte en
humanas, descendientes de los dioses.
»Tened además en cuenta, compañeros, que esta cualidad específica por la
que condenamos a dichas mujeres y las sentenciamos a apartarse de la
humanidad es una cualidad sobre la que ellas mismas no poseen autoridad
alguna, una cualidad que se arrojó sobre ellas sin comerlo ni beberlo en el
momento de nacer. ¿Acaso no nos encontramos ante la antítesis de la
libertad? Es la utilización que uno hace del esclavo. Tratamos incluso mejor a
nuestros perros y caballos, prestando atención a las sutilezas y contradicciones
de su carácter, apreciándoles o desdeñándoles según ellas.
Sócrates se detuvo y preguntó al grupo si alguno no estaba de acuerdo con su
reflexión. Todos compartieron su opinión y le animaron a continuar.
—Y además nosotros, que nos consideramos hombres libres, a menudo
actuamos así, no sólo respecto a los demás sino también hacia nosotros
mismos. Damos cuenta y definimos nuestras propias personas por medio de
unas cualidades que nos fueron otorgadas o de las que nos privaron al nacer,
excluyendo las que nos hemos granjeado o hemos adquirido posteriormente,
por medio de la iniciativa y la voluntad. Para mí ése es un mal mayor que la
degradación. Es autodegradación.
Dirigió una sutil mirada a Alcibíades. Nuestro maestro de placeres captó
claramente el gesto y se lo devolvió, divertido e intrigado, aunque no sin una
cierta ironía.
Sócrates siguió:
—Considerando tal estado de autoesclavitud, empecé a cavilar. ¿Cuáles son
exactamente las cualidades que hacen libre al hombre?
—Nuestra voluntad, como has dicho tú mismo —apuntó Acumenos, médico.
—Y la fuerza para ejercitarla —añadió Mantiteo.
—Exactamente lo que yo pensaba, amigos. Nuestros pensamientos van por el
mismo camino, incluso dejan atrás mis pobres consideraciones. Pero ¿qué es
el libre albedrío? Estamos de acuerdo en que lo que no posea libre albedrío no
puede calificarse de libre. Y lo que no tiene libertad está degradado; es decir,
queda reducido a un estado inferior al que pretendieron los dioses.
—Creo ver hacia dónde se encamina todo esto —terció Alcibíades con una
sonrisa—. Noto que se acerca la reprimenda, compañeros, para mí y para
todos nosotros.
—¿Debo interrumpir? —preguntó Sócrates—. Tal vez nuestro maestro de
goces está fatigado; el heroísmo y la adulación de sus semejantes le han
dejado exhausto.
El grupo insistió para que su compañero reanudara el tema.
—He estado observando a los jóvenes soldados del campamento. ¿Verdad
que su impulso dominante es el de obrar conforme a las normas? Cada uno de
ellos cuida espontáneamente sus rizos a imagen de los demás, se acomoda el
dobladillo a la misma altura que los otros, se pasea e incluso adopta posturas
siguiendo una tendencia idéntica. La inclusión en la jerarquía lo es todo; la
exclusión, es el mayor temor.
—Eso no tiene trazas de libertad —intervino Acumenos.
—Las tiene de democracia —respondió Euriptolemo con una carcajada.
—¿Estaríais de acuerdo, amigos, en que estos jóvenes, tiranizados por la
opinión de sus semejantes, no poseen libertad? Todos coincidieron.
—En realidad, son esclavos, ¿es cierto o no? No actúan siguiendo los dictados
de su propio corazón sino que buscan complacer a los demás. Dos palabras
describen tal actitud. Demagogia y moda.
El grupo respondió con silbidos y ovaciones.
—Afortunadamente tú, Sócrates, eres inmune a tales dictados precisó
Alcibíades.
—Sin duda, con mi miserable capa y la barba recortada con la espada, todo el
campamento me ve como un personaje de quien chancearse. Sin embargo
mantengo que, ajeno a las limitaciones que impone la moda, yo soy el más
libre de los hombres.
Sócrates amplió la metáfora para abarcar la asamblea de Atenas:
—¿Acaso existe bajo la capa del cielo un espectáculo más degradante que el
de un demagogo lanzando su perorata ante las masas? Cada una de sus
sílabas chirría por el enorme descaro, ¿y por qué? Porque nosotros
discernimos, al oír al infeliz sinvergüenza bravuconear ante la multitud, que
trabaja con oficio y astucia para someter a su antojo al populacho. Busca su
propio ascenso mediante su aceptación, y es capaz de decir lo que sea, lo más
infame y perverso, para elevar su imagen a los ojos de ellos. Dicho de otra
forma: el político es el esclavo supremo.
Alcibíades disfrutaba muchísimo con este toma y daca.
—En otras palabras, tú dirás de mí, amigo mío, que al seguir con la política
actúo como un alcahuete y un coime, en busca de un ascendente entre mis
semejantes, y que al hacerlo pongo mi yo más noble al servicio de mi yo más
innoble.
—¿Eso es lo que respondería yo?
—¡Pues ahí te he cazado, Sócrates! ¿Y si lo que un hombre persigue no es
seguir a sus semejantes sino guiarles? ¿Y si su discurso no arranca de las
falsedades del halagador sino de los recovecos más sinceros de su corazón?
Politico ¿no es acaso la definición del hombre de la polis? ¿De quien no actúa
para sí sino para su ciudad?
La conversación siguió briosa y animada durante casi toda la velada. Debo
admitir que no seguí, o no pude seguir, buena parte de sus giros y vueltas
inesperados. Al final, no obstante, la conversación pareció resumirse en una
cuestión que el grupo había estado debatiendo antes de mi llegada: en una
democracia, ¿podía describirse como «indispensable» a un hombre, y de ser
así, merecía tal persona una dispensa mayor que sus coetáneos de menos
valía?
Sócrates se puso de parte de las leyes, las cuales, a pesar de sus defectos,
afirmó, ordenan que todos los hombres sean iguales ante ellas. Alcibíades
tachó aquello de absurdo y con una carcajada manifestó que su amigo no
podía estar convencido de ello, que en realidad no lo estaba.
—De hecho, yo te declaro, por encima de todo, indispensable. Sería capaz de
sacrificar batallones enteros para conservar tu vida, lo mismo que haría cada
uno de los presentes en esta mesa.
Un coro de «sigue, sigue» lo secundó.
—Y no me mueve sólo el afecto —continuó el joven—, sino el provecho del
estado. Porque él te necesita, Sócrates, como médico, para el cuidado de su
alma. Sin ti, ¿qué sería de él?
Sócrates no pudo contener una carcajada.
—Me decepcionas, amigo mío, puesto que esperaba descubrir amor en lugar
de política en el fondo de la devoción que proclamas de forma tan apasionada.
Sin embargo, no vamos a tomarnos la cuestión a la ligera, amigos, pues en su
fondo radica la materia que nos lleva al examen más riguroso. ¿Qué tiene
prioridad según nosotros, el hombre o la ley? Situar a un hombre por encima de
la ley es negar por completo la ley, ya que si ésta no es igual para todos no rige
para nadie. El hecho de situar a un hombre en un pedestal crea el tramo de
escalera por la que puede ascender otro más tarde. En realidad sospecho,
como les ocurrirá a todos, hermanos míos, que cuando mi compañero me ha
proclamado indispensable, tenía la intención de establecer el precedente
mediante el que luego poder ungirse a sí mismo.
Alcibíades, riendo, se declaró realmente indispensable.
—¿No fueron indispensables Temístocles, Milcíades y Pericles? El estado se
habría convertido en ruinas sin ellos. Y no nos olvidemos de Solón, quien nos
proporcionó unas leyes en cuya defensa se mantiene firme nuestro amigo. No
me interpretéis mal. No pretendo derogar la ley sino observarla. Sería absurdo
declarar «iguales» a los hombres de no existir el mal. En realidad, el argumento
que pretende difamar a un hombre declarándole «por encima de la ley» es
superficialmente falso, habida cuenta de que dicho hombre, ya sea Temístocles
o Cimón, conforma sus actos a una ley superior, cuyo nombre es Necesidad. El
hecho de poner obstáculos en nombre de la «igualdad» al hombre
indispensable es la locura del que ignora el trabajo de este dios, el que
antecede a Zeus, a Cronos y a la propia Gea y se sitúa perennemente como
su, como nuestro, legislador y progenitor.
Más risas y golpes con los cuencos de vino. Sócrates se disponía a responder
cuando un alboroto fuera le interrumpió. Un brasero derribado había incendiado
la tienda de al lado; todo el mundo salió en tropel para colaborar en la extinción
del fuego. El grupo se disolvió. Me encontré al lado de Alcibíades. Éste indicó a
su asistente que fuera a buscar caballos.
—Vamos, Pommo, te acompañaré hasta tu campamento.
Di el santo y seña al centinela de turno y emprendimos el camino en el frío.
—¿Qué? —dijo Alcibíades en cuanto hubimos superado la primera línea de
estacas—. ¿Qué opinión te merece nuestro profesor calvete?
Respondí que no acertaba a formarme una opinión de él. Sabía que los sofistas
se hacían ricos con sus honorarios. En cambio Sócrates, ataviado como el
pueblo llano, parecía más bien...
—¿Un pedigüeño? —preguntó Alcibíades, riendo—. Porque se niega a
aprovecharse de lo que persigue a través del amor. Si pudiera, pagaría, no se
considera maestro sino alumno. Y te diré algo más. Mi corona al valor. ¿te has
percatado esta noche de que en ningún momento la he colocado, como habría
hecho cualquiera, sobre mi cabeza? Se debe a que el premio le pertenece a él,
a nuestro desastrado maestro del discurso.
Alcibíades explicó que en el punto álgido de la batalla por la que se le había
distinguido había caído, magullado y herido, atacado desde todos los flancos
por el enemigo.
—Sólo Sócrates acudió en mi defensa, desafiando su propia seguridad para
que pudiera guarecerme bajo su escudo, hasta que nuestros compañeros
consiguieron congregarse y volver con refuerzos. Mantuve con gran
vehemencia que la recompensa le pertenecía, pero él convenció a los
generales para que me la concedieran a mí, sin duda con la intención de
educar mi corazón a fin de que aspirara a otras formas de gloria más nobles
que las de la política.
Seguimos el resto del trayecto en silencio. Más allá de las almenas de la
asediada ciudad se vislumbraba el humo de los fuegos para preparar la
comida.
—¿Reconoces este olor, Pommo?
Era carne de caballo.
—Están asando la caballería —puntualizó Alcibíades—. En primavera estarán
acabados, ellos lo saben bien.
En el campamento de los leñadores, Alcibíades convirtió su llegada en un
espectáculo, dejando claro, sin articular palabra que me tenía en gran estima y
que cualquiera que me contrariara se las tendría que ver con él.
Evidentemente, diez días después mi comandante recibió órdenes de
trasladarse de nuevo a Atenas y le sustituyó un oficial que tenía instrucciones
de dejarme libre para dirigir mi sección como quisiera.
Me apeé del caballo y devolví las riendas a mi amigo.
—¿Qué piensas hacer durante el resto de la velada? —preguntó. Iba a escribir
una carta a mi hermana.
—¿Y tú? ¿Volverás para seguir las discusiones filosóficas? Se echó a reír.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Observé su partida arrastrando el caballo que me había traído. Sus huellas
sobre la nieve no seguían, sin embargo, la línea de estacas que llevaba a
Aspasia Tres sino que ascendían por la pendiente denominada de Asclepio,
hacia la cabaña de abeto donde le esperaba la dama, Cleonice, la de los ojos
color violeta.
LIBRO II
LA MURALLA LARGA
EL SOLAZ DEL JOVEN
Así [prosiguió mi abuelo] concluyó mí primera entrevista con Polémides el
asesino. Le dejé y me apresuré a ver a Sócrates. Me vino a la cabeza al cruzar
el Patio de Hierro, en el que confluían las distintas alas de la prisión, que la
mención de aquella velada de treinta años atrás podía llevar una sonrisa a los
labios de nuestro amigo. Por otra parte, sentía curiosidad. ¿Se acordaría
Sócrates del joven soldado llamado Pommo? Decidí no entrar en ello pues no
tenía intención de seguir abrumando su mente ya suficientemente agobiada.
Imaginé asimismo que la aglomeración de amigos y seguidores me impediría
hablar un momento aparte con nuestro maestro.
No obstante, al llegar a su celda le encontré solo. Aquel día, los Once
Administradores de Justicia habían establecido la forma de su ejecución:
tomaría cicuta. Si bien dicho método afortunadamente libraba a la carne de la
mutilación, el reciente dictamen, que marcaba el fin de nuestro maestro, había
llevado a sus amigos a tal estado que Sócrates, para disfrutar de un intervalo
de paz, se había visto obligado a apartarlos de su lado. De todo ello me informó
el guardián a mi llegada. Esperaba un despido similar pero me alivió ver que
Sócrates se levantaba y, con un gesto, me animaba encarecidamente a entrar.
—¿De modo, Jasón, que vienes de visitar a tu otro cliente?
Estaba totalmente al corriente del caso de Polémides. En efecto, recordaba al
joven, tal como confirmó, y no sólo habló de aquella noche del asedio sino
también de sus posteriores servicios en la infantería y, a partir de las
informaciones de los días de gloria de Alcibíades en Oriente, del cargo de
Polémides como capitán de infantería de marina. Nuestro maestro comentó la
conjunción entre los dos acusados, el filósofo sentenciado por haber instruido a
Alcibíades y el asesino a la espera de juicio por haberle dado muerte.
—Parecería lógico que un jurado coherente, al haber declarado culpable a uno,
tendría que absolver al otro. Es un buen augurio —observó— para Polémides,
tu cliente.
A la sazón, Sócrates había pasado ya setenta veranos si bien, dejando aparte
la barba, completamente blanca, y la noble amplitud de su contorno, se habría
dicho que era la viva estampa de la descripción que hizo de él Polémides
durante el asedio de Potidea. Sus extremidades eran fuertes y robustas, el
porte, enérgico y resuelto; no hacía falta mucha imaginación para ver a aquel
veterano agarrar con rapidez el escudo y la armadura y pasar de nuevo al
ataque.
Naturalmente, el filósofo manifestó curiosidad por su compañero recluso y
también ofreció consejos sobre la mejor forma de defenderle.
—Es tarde ya para presentar una contrademanda, un paragraphe, que declare
ilegal la acusación, tal como lo es en realidad. Tal vez un dike pseudomartiriou,
una demanda por falso testimonio, que puede invocarse en el momento del
voto del jurado. —Se puso a reír—. Como ves, mi propio suplicio me ha
convertido en algo así como un abogado de prisión.
Hablamos de la amnistía, concedida a raíz de la restauración de la democracia,
que eximía de juicio a todos los ciudadanos encarcelados por delitos
anteriores.
—Ten en cuenta, Sócrates, que los enemigos de Polémides le han dado la
vuelta con suma habilidad, acusándole de «mala conducta». Eso remueve
mucho lodo y, como admite él mismo, tal vez el suficiente para enterrarle. —
Seguí con una breve narración de la historia de Polémides, basada en lo que
me había contado él hasta entonces.
—Conocía a algunos miembros de su familia —dijo Sócrates cuando concluí la
crónica—. Nicolaos, su padre, fue un hombre de una integridad excepcional,
que murió asistiendo a los apestados. Mantuve una relación cordial, si bien
casta, con Dafne, su tía abuela, quien dirigió de hecho el Consejo de
Gobernadores Navales por medio de su segundo y tercer esposo. Fue la
primera aristócrata que, en su viudez, se hizo cargo enteramente de sus
asuntos, sin hombre alguno que le hiciera las veces de kirios o administrador,
sin disponer siquiera de un solo criado en casa.
Nuestro maestro expresó su preocupación por el bienestar de Polémides.
—Hace un calor sofocante en esa parte del patio, según tengo entendido.
Llévale, por favor, esta fruta y este vino; yo no debería beber más, pues dicen
que estropea el sabor de la cicuta.
Cuando, al caer la tarde, volvieron los demás, se consiguió algo de distracción
a partir de la coincidencia en el confinamiento del asesino y el filósofo. Intervino
Critón, el seguidor más acaudalado y devoto de Sócrates. Durante los días
anteriores al juicio contra nuestro maestro, había contratado investigadores y
había puesto en marcha una indagación sobre el entorno de los acusadores del
filósofo, intentando sacar a la luz sus delitos particulares y con ello desacreditar
tanto a ellos como sus acusaciones. Se me ocurrió en aquel momento que yo
podría hacer lo mismo por Polémides.
Tenía por aquel entonces contratada a una pareja de mediana edad, Mirón y
Lado. Eran unos chismosos incorregibles que se deleitaban sobre todo en
sacar los trapos sucios de los que se encontraban en las posiciones más
elevadas. Decidí poner en marcha a los dos sabuesos. ¿Qué había sido de la
familia de Polémides? ¿Qué motivos impulsaron a sus acusadores? ¿Alguien
les había dado la idea y, de ser así, quién? ¿Qué asunto importante encubierto
pretendían sacar adelante?
Mientras tanto, nieto mío, intuyo que no acabas de asimilar el relato. Necesitas
más antecedentes. Polémides y yo éramos coetáneos; al hablar era consciente
de que yo estaba al corriente de lo que sucedía por aquel tiempo y no me
hacían falta más detalles sobre el ambiente y la atmósfera. Tú, como miembro
de una generación posterior, podrías necesitar una breve digresión histórica.
Durante los años anteriores a la guerra, en el periodo de mi propia infancia y la
de nuestro narrador, Atenas no vivía aquella situación de desvaído esplendor
que suele caracterizarle. No había dejado atrás sus mejores días, al contrario,
estaban en su presente, a mano, resplandecientes y luminosos. Había enviado
su armada al imperio asiático y había expulsado a los persas del mar. A ella
afluían los tributos de doscientos estados. Era una conquistadora, un imperio,
la capital cultural y comercial del mundo.
La guerra espartana quedaba situada muy lejos, en el futuro; sin embargo, las
perspectivas de Pericles le habían inspirado para ir preparándola. Él fue quien
fortificó los puertos de Muniquia y Zea, reforzó la Muralla Larga en toda su
extensión e hizo construir la Muralla meridional, la «Tercera Pata», para que,
caso de hundimiento de la septentrional o Muralla de Falero, la ciudad siguiera
siendo inexpugnable.
Tú, nieto mío, que has conocido estas diamantinas maravillas en su versión
reconstruida toda tu vida, das por supuesta su existencia. Pero en aquella
época constituyeron una proeza de la técnica como no podía soñar otra ciudad
griega, por no decir ya atreverse a tal empresa. La extensión de las almenas de
la ciudad, siete kilómetros por un extremo, casi la misma longitud por el otro, la
acción de vincular la parte alta de la ciudad a los puertos del Pireo, uniéndolos
por todas partes menos por el mar, y convertir con ello Atenas en una isla
invencible por su fortificación... todo esto fue considerado una temeridad por la
mayoría y una locura por muchos.
Mi propio padre y gran parte de la clase ecuestre habían adoptado una postura
de violenta oposición a esta empresa, enfrentándose en primer lugar a
Temístocles y posteriormente a Pericles, quien ejecutaba la misma política. Los
terratenientes del Ática se daban cuenta claramente de que Pericles el
Olímpico, como le llamaban, pretendía dejarnos indefensos ante el invasor
cuando llegara la guerra, hacernos abandonar, de hecho, nuestras
propiedades, ganados y viñedos, incluyendo éste que ves por encima de los
campos en los que estamos ahora mismo sentados. La estrategia de Pericles
consistía en hacer retirar a los ciudadanos tras la Muralla Larga, permitiendo al
enemigo saquear a su antojo nuestras viviendas y dependencias. Dejarles
agotar su espíritu guerrero en las tareas de esclavos de cortar viñas y encender
graneros. Cuando se hubieran aburrido lo suficiente, volverían a casa. Mientras
tanto, Atenas, que controlaba el mar y podía cubrir sus necesidades gracias a
los estados de su imperio, contemplaría tranquilamente al invasor, a salvo
detrás de sus inexpugnables fortificaciones.
Todo giraba en torno a la armada.
Las grandes casas de Atenas, los nobles, los Cecrópidas, Alcmeónidas y
Pisistrátidas, los Licomedeos, Eomólpidas y Fílidas, se enorgullecían de su
condición de caballeros y hoplitas. Sus antepasados y ellos mismos habían
defendido la nación en la caballería o como caballeros guerreros hoplitas. En
aquella época, Atenas había pasado a ser una nación de remeros. La flota
empleaba y servía para que el pueblo llano se envalentonara, y éste llenaba la
Asamblea. La aristocracia odiaba todo aquello, pero se veía impotente a la hora
de enfrentarse a aquella oleada de cambio. Por otra parte, la armada les
enriquecía. Las reformas iniciadas por Pericles y otros establecían los pagos
por el servicio público, y los cargos no se asignaban por votación sino que se
echaban a suertes, y así se amañaban las magistraturas y los tribunales con
hoi poloi, la mayoría. A los del «Partido del Bien y la Verdad», que expresaban
su rechazo ante aquel espectáculo en el que los paladines de nuestra ciudad
deambulaban por las avenidas que llevaban al puerto con sus remos y cojines,
Pericles respondía que Atenas no se había convertido en una potencia naval y
en un imperio por su política. La historia se había ocupado de ello. Había sido
nuestra flota, tripulada por nuestros ciudadanos, la que había derrotado a
Jerjes en Salamina; nuestra flota, la que había expulsado a los persas de los
mares; nuestra flota, la que había restablecido la libertad en las islas y
ciudades griegas de Asia. Y también nuestra flota la que nos traía las riquezas
del mundo, de las que nos beneficiábamos todos.
La construcción de la Muralla Larga no significaba arrojar el guante a la
historia, replicaba Pericles, sino el reconocimiento puro y simple de la realidad
de la época. Jamás podríamos derrotar a los espartanos en tierra. Su ejército
era invencible y siempre lo seria. El destino de Atenas estaba en el mar, como
el propio Apolo había establecido al declarar:
sólo el muro de madera no os fallará,
y como demostraron en Salamina Temístocles y Arístides, así como Cimón y
todos nuestros generales conquistadores de la siguiente generación, entre los
que se encontraba el mismo Pericles, confirmaron una y otra vez.
Otros arremetieron contra dicha política de «muros y barcos» afirmando que el
expansionismo imperial iba a exacerbar, como en realidad había hecho, el
recelo entre los espartanos. Dejémoslos en paz y ellos harán lo mismo con
nosotros; ahora bien, acorraladlos, herid su orgullo con nuestro creciente poder
y se verán obligados a responder de la misma forma.
Aquello era cierto y Pericles jamás lo rebatió. Sin embargo, era tal el descaro,
la insolencia, la arrogancia de aquellos años que la ciudadanía de Atenas no se
dignaba a llegar a ningún acuerdo con otros estados, puesto que sus
comerciantes e incluso sus prostitutas se resistían a ceder la mano a sus
superiores en la vía pública. ¿Por qué tenían que hacerlo? Ellos que habían
derrotado al ejército y a la armada más poderosos de la tierra, que habían
convertido el Egeo en su represa de molino, ¿qué negligencia iba a dejar su
ciudad desprotegida por miedo a ofender la delicadeza espartana? ¿Acaso el
marido no asegura su jardín con una valla de piedra? ¿No rodean los
espartanos sus campamentos con estacas y centinelas armados? Que vivan,
pues, con la armada y la Muralla Larga. Y si no son capaces de ello, que sea el
tiempo quien decida.
Y decidió la guerra. Serví durante las primeras temporadas como oficial en la
marina, aunque durante el segundo invierno me trasladaron al asedio del norte,
al que describía nuestro cliente, el de Potidea. Las penurias fueron mayores de
lo que él contaba. Había llegado la peste; se llevó una cuarta parte de la
infantería. Trasladamos a casa sus cenizas en unas vasijas de arcilla que
llevábamos bajo los bancos de los remeros, guardando sus escudos y
armadura protegidos en cubierta.
Durante la tercera primavera cayó Potidea. La guerra en su conjunto cumplía
entonces dos años. Quedaba claro que no iba a terminar pronto. Los estados
griegos se habían dividido entre Atenas y Esparta, se habían visto obligados a
tomar partido por un bando u otro. Corcira con su flota había entrado a formar
parte del ejército como aliada de Atenas. Argos mantenía las distancias. Salvo
Platea, Acarnania, Tesalia y Naupacto mesenia, todos los estados
continentales se alinearon con Esparta: Corinto, con su riqueza y su armada;
Sición y las ciudades de la Argólida; Elis y Mantinea, las grandes democracias
del Peloponeso; al norte del istmo, Ambracia, Léucade, Anactorión; Megara,
Tebas y toda Beocia con sus poderosos ejércitos; Fócida, Lócrida con su
inigualable caballería.
Las islas del Egeo y toda la Jonia se mantuvieron bajo la hegemonía de
Atenas; nuestros barcos de guerra seguían dominando el mar. Estallaron, sin
embargo, una serie de sublevaciones en Tracia y la Calcídica, zonas vitales
para la provisión de madera, cobre y ganado de Atenas, así como en el
indispensable Helesponto, el granero que abastecía la ciudad de cebada y
trigo.
El Atica se había convertido en el patio de juego espartano. El enemigo pasó la
frontera por Eleusis, dejó yerma por segunda vez la llanura de Trías y
seguidamente dobló el monte Egaleo para quemar otra vez las regiones de
Acarnas, Cefisia, Leuconíon y Colona. Las tropas espartanas saquearon la
región de Paralia, hasta Lauríón, comenzando por la parte que mira hacia el
Peloponeso y siguiendo por la que da a Eubea y Andros. Los ciudadanos de
Atenas, observaban desde lo alto de la Muralla Larga los pliegues de los
montes Parnés y Brileso, más allá de los que se levantaba el humo de las
últimas estatuas que sucumbían ante el fuego. En las puertas de la ciudad, el
invasor rompió en mil pedazos las tiendas y viviendas de los barrios de las
afueras, e incluso arrancó las losas que pavimentaban la Academia.
Polémides sirvió bajo Formión en el golfo de Corinto, primero en Naupacto y en
la Argos anfiloquiana. En Etolia, sufrió, entre otras, una herida en el cráneo,
que le dejó ciego durante una temporada y le exigió reclusión en casa por
espacio de más de un año. De ello me informaron mis sabuesos, como fruto de
sus rastreos. No pudo localizarse a ningún miembro de la familia de Polémides.
Las dos has de su hermano León, ya mayores por aquel entonces, se habían
casado y recluido en las casas de sus maridos. Polémides tuvo también un hijo
y una hija, pero los que seguían sus huellas no pudieron descubrir más que los
nombres de éstos. Al parecer, existió una segunda boda, con una tal Eunice de
Samotracia; no obstante, resultó imposible conseguir el registro de tal unión.
Lo cierto es que Polémides se casó una vez, durante el tiempo en que se
recuperaba después de Etolia, con la hija de un amigo de su padre. La esposa
se llamaba Febe, «brillante». Como tantos en la época del dominio de la
guerra, Polémides se casó joven, con tan sólo veintidós años. La novia tenía
quince.
Cuando, en el curso de mi siguiente visita, intenté interrogarle sobre este tema,
él puso sus objeciones, con cortesía pero también con firmeza. Se lo respeté y
renuncié a ir más al fondo. Mi importunidad, no obstante, había llevado a la
mente de nuestro cliente el recuerdo de la matriarca de su familia, la persona
que había dispuesto aquella unión, por quien el prisionero sentía un profundo
afecto y cuya memoria revivía en aquellos momentos. Evocó una entrevista con
ella en sus aposentos a la vuelta de las citadas campañas. «¡Qué curioso! —
comentó—. Hacía veinte años que no pensaba en aquel día. No obstante, gran
parte de lo que se trató allí tiene relación con nuestra historia, precisamente en
esta coyuntura». Me mordí la lengua; poco después, Polémides empezó:
Después de lo de Potidea estuve dos años y medio sin volver a Atenas,
luchando en una campaña tras otra. Ya sabes cómo era aquello. La herida que
me llevó a casa ni siquiera se produjo en el combate; salté de un andamio y me
rompí el cráneo. Me quedé una temporada ciego. Mis amados compañeros del
hospital me desvalijaron hasta la última pieza de mi equipo, salvo tres
tetradracmas de plata que guardaba en las nalgas; se habrían llevado el
escudo y el peto también de no haber recostado la cabeza contra el primero y
doblado el brazo alrededor del segundo. Las cartas que me escribió un
compinche para mi hermana Meri jamás llegaron a Atenas, de forma que,
cuando descendí por la pasarela en Muniquia, nadie me esperaba allí y ni
siquiera conseguí sacar una moneda para poder llegar a la ciudad. Caminé
solo, cargando con las armas y la armadura, mientras el candente atizador que
notaba en el interior del cráneo me amenazaba con hacerme perder el
conocimiento a cada paso.
Se había desencadenado la peste. Me costaba creer que pudiera provocar
tantos cambios. El camino de ronda, que se había ensanchado tanto en la
época de mi partida, veintiséis meses antes, hasta el punto de que los jóvenes
lo utilizaban para organizar carreras de caballos a medianoche, entonces tenía
poco más o menos la anchura de un carro, con sus lados atestados de casetas
y barracones que se extendían hasta la Muralla Larga, tugurios de los
refugiados que habían tenido que huir del campo. En la ciudad veías los
callejones repletos de desposeídos. Había desaparecido la cortesía. Ni el
simple hecho de ver a alguien como yo, un joven soldado herido, suscitaba una
palabra amable ni el ofrecimiento de una mano para subir una acera. En las
avenidas que me resultaban familiares no veía más que desconocidos que
manoseaban como campesinos los escasos óbolos mojados que no llevaban
en monederos.
De nuevo en la ciudad, pude descansar, mimado por mi dulce hermana. Meri
había guardado para mí unas cerezas, las últimas del año, pese al temor de no
verme nunca más. Su afecto era para mí un rayo de sol; quería disfrutarlo a
todas horas. A ella no le bastaba ver a su hermano. Tenía que tocarme el
rostro y el pelo, permanecer sentada horas y horas junto a mí.
—Tengo que estar segura de que realmente eres tú.
Ella y nuestro padre insistieron en que, en cuanto las fuerzas me lo permitieran,
acudiera a visitar a nuestra tía Dafne, quien había cuidado de mí de pequeño y
actualmente se consumía poco a poco sola y angustiada en su sexagésimo
segundo invierno. Meri mandó a un muchacho que se me anticipara y en la
tercera hora me dirigí hacia su casa.
Dafne era en realidad mi tía abuela. En su juventud había destacado por su
belleza. De soltera dirigió el grupo femenino de las Panateneas mayores y
ofreció la sagrada copa de leche a la Serpien te de la Acrópolis. Por aquel
entonces, cinco décadas más tarde, seguía ofreciendo sus posesiones a la
ciudad. Sin que nadie la hubiera coaccionado, cedió las plantas inferiores de su
casa a una familia del campo. Ésta, por su parte, había abierto sus puertas a
otros que se encontraban en situación desesperada, quienes hicieron lo mismo
con otros hasta el punto de que al llegar al patio quedé impresionado por la
multitud congregada y el estado de deterioro y pobreza que presentaba todo
aquello. Arriba, no obstante, la atmósfera en la que vivía mi tía no había
cambiado; comprobé que seguía intacta incluso la habitación en la que había
vivido yo de niño. La anciana conservaba también sus encantos y, al ofrecerme
asiento en la estancia que en otra época había sido el salón de su cuarto
marido, convertida ahora en cocina y despensa, constaté que seguía irradiando
la seguridad de la persona que ha disfrutado de las atenciones de los demás y
que sigue poseyendo dotes de mando.
¿Había visto yo los tugurios de las calles?
—¡Por todos los dioses, si yo fuera hombre, Polémides, los lacedemonios iban
a lamentar su insolencia!
Mi tía se dirigía siempre a mí llamándome por mi nombre completo e
indefectiblemente con el mismo tono de reprobación.
—¿Cómo puede ponerse un nombre así? ¡«Hijo de la guerra», hay que ver!
¿En qué estaría pensando tu padre, y su esposa, para acceder a tal capricho?
Se quejó, como siempre, de la prematura muerte de mi madre.
—Tu padre no quiso volver a casarse, aunque estaba abrumado por los tres
pequeños y las tareas agrícolas. Por ello te envió a estudiar fuera. Por eso y
por el miedo a que yo te tratara con excesivas contemplaciones.
Tomó mis encallecidas manos entre las suyas.
—De niño tenías las manos regordetas como la pechuga de un ganso y unos
suaves rizos que recordaban a Ganimedes. ¡Y vaya aspecto que tienes ahora!
Insistió en prepararme la comida. Cogí unos cuencos de los estantes más altos
y carbón de una canasta. Notaba sus ojos sobre mí, que no perdían detalle.
—Tienes el cráneo fracturado.
—No es nada.
—¡Por los dioses! ¿Crees que no he aprendido nada durante todos estos
años?
Estaba al corriente de todas las campañas en las que había servido y me
reprendía por haberme ofrecido voluntario cuando había podido tomar un barco
a casa hacía un año y dieciocho meses. Conocía los nombres de cada uno de
mis jefes y los había interrogado a todos, si no en persona, a sus ayudantes, y
de haberle fallado éstos, a sus madres y hermanas.
—¿Qué locura se ha apoderado de ti, Polémides, para situarte en primera línea
sin preparación alguna? ¿No te habrán apedreado? —Se refería a la llamada
de reclutamiento de los katalogos para la ceremonia de iniciación de la piedra
tribal—. ¿Te presentaste tan sólo para romper el corazón de tu hermana y el
mío?
Me habló de Meri, cuyo prometido, un oficial de la infantería de marina, había
perdido la vida en Metimna. Mi hermana permaneció virgen, contaba entonces
diecisiete años, y disponía de una escasísima dote a causa de las estrecheces
del momento. ¡La cantidad de doncellas que iban consumiéndose como ella al
haber sido llamados todos los jóvenes a la guerra!
Mi tía insistió en que no pretendía que rehuyera el peligro, antes bien que
llevara a cabo el servicio con prudencia.
—Te educaron en Esparta para inculcarte la virtud y el autodominio, no para
prepararte como guerrero. ¡Eres un caballero! ¡Por todos los dioses! ¿Acaso no
sientes la llamada de la tierra?
Me sentí avergonzado.
—Tu hermano ha demostrado aún menos consideración que tú. En cuanto a
tus primos, tan sólo se interesan por los actores, los caballos y por su propio
aspecto. ¿Quién va a protegernos, Polémides? ¿Quién conservará las tierras?
—Todo es discutible, ¿verdad, tía? Sobre todo con las compañías espartanas
que andan asando la carne con las astillas de nuestras camas y bancos.
—No me vengas ahora con estas impertinencias, muchacho. ¡Aún soy capaz
de colocarte sobre mis rodillas y pegarte unos azotes!
Inició una plegaria y colocó el cazo sobre las brasas.
Tenía yo dos primos, nietos de Dafne, Simón y Aristeo, que se habían criado
cabalgando; habían destacado en la caballería y conseguido, como me informó
mi tía, cierta fama dudosa. ¿Estaba yo al corriente de que por aquel tiempo se
dedicaban a montar jolgorio por la ciudad con aquel atajo de disolutos y
pisaverdes que trataban de ganarse el favor del barbilindo de Alcibíades?
—Lo he visto con mis propios ojos —precisó mi tía—. Tus primos cenan con
dramaturgos y prostitutas.
—Con los mejores dramaturgos, imagino.
—Sí. Y con consumadas prostitutas.
Ella misma había observado a aquella patulea un día de madrugada cuando se
encontraba frente al Paladio desfilando por la ciudad dionisíaca esperando el
toque de la trompeta.
—Allí apareció la pandilla, con coronas, retozando como sátiros, ebrios
después de toda una noche de orgía. ¡Allí estaban Simón y Aristeo! ¿Sabes
dónde está la tahona de la esquina del Banco del General? Cuando los
postulantes salieron de allí con las sagradas ofrendas, los beodos entraron en
tromba a buscar comida. En efecto, y además nos siguieron en la procesión
cantando. Todos ellos, incluyendo a tus primos, burlándose con procacidad de
los cielos.
Mi tía se quejaba del libertinaje de aquel grupo de desalmados, pero sobre todo
de su cabecilla, de Alcibíades. Según me explicó ella, se había traído del norte
a los bastardos que tuvo con aquella mujerzuela extranjera, con Cleonice, dos
muchachos, y los instaló a todos en distintos aposentos en su mismo barrio,
una avenida por debajo de donde tienen que pasar todos los días sus hijas
legítimas e Hiparete, su esposa.
—¿Qué van a decir las muchachas cuando tengan uso de razón? ¿Ésos son
los vástagos fornecinos de nuestro padre? ¡Qué atractivos son!
Hice algún comentario para quitar importancia al asunto.
—¿No sois capaces tú y tu generación de encontrar algo de lo que burlaros?
Mi tía me miró, resignada y compungida.
—Tal vez tu padre te puso un nombre más adecuado de lo que yo creí. A decir
verdad, disfrutas con la guerra. Te sientes a gusto con todo lo que conlleva,
con el hedor del fuego en el que se prepara la comida, con el paso de tus
compañeros junto a ti. Tu abuelo era así. Es algo que admiro en ti; es varonil.
Pero es el solaz del joven. Y nadie, ni siquiera tú, puede mantener esta
situación para siempre.
Hizo la ofrenda y me sirvió la comida.
—Tenemos que encontrarte esposa.
Me eché a reír.
—Esas prostitutas van a pegarte algo.
Por fin aquel agradable rostro se iluminó con una sonrisa. Estreché a aquella
noble dama que había sido siempre mi benefactora, una persona a quien
admiraba. Cuando me aparté de ella, ya no observé en su rostro la expresión
de regocijo sino más bien la de dolor.
—¿Qué será de nosotros, Pommo?
Le salió el grito desgarrado, acongojado, que incluía, sin haberlo pretendido
ella, mi nombre coloquial.
—¿En qué se ha convertido nuestra familia? ¿Qué será de ti? Se deshizo en
lágrimas.
—Esta guerra pondrá fin a todo lo que era justo y cortés.
Luego, volviéndose como movida por un impulso celestial, me cogió las dos
manos y las estrechó con un extraordinario vigor que contrastaba con su gran
delicadeza.
—Tienes que resistir, hijo. Prométemelo por Deméter y Core. ¡Qué alguien
entre nosotros consiga aguantar!
Se oyó en la calle el rudo grito de algún rufián, aunque ya no se trataba del
típico arriero o portador de otros tiempos sino de alguien que vivía ahí, abajo, y
había hecho suya la antes noble avenida.
—Júramelo, hijo. ¡Dame tu palabra!
Se la di, de la forma en que uno hace con una anciana excéntrica, sin recordar
nunca más aquella promesa.
UN SILENCIO SIGNIFICATIVO
F ue la citada dama, [reanudó así la narración mi abuelo] quien dispuso la boda
de su sobrino nieto Polémides con la doncella Febe.
Tal vez te parecerá curioso, nieto mío, el hecho de que nuestro cliente, a lo
largo del repaso de todos los acontecimientos de su vida, no hiciera una sola
mención de su esposa citándola por su nombre. En realidad, dejando aparte
una única confesión hacia el fin de la historia, mencionó su existencia tan sólo
tres veces, y deforma indirecta. ¿Indicaba quizás esto una falta de afecto?
Lejos de ello, considero tal omisión como algo terriblemente significativo, indicio
de exactamente todo lo contrario. Permíteme que me explique.
Por aquella época, aún más que hoy en día, el hombre en muy raras ocasiones
hacía mención de su esposa. Las mayores virtudes de la mujer eran la
modestia y la discreción; cuanto menos se decía de ella, para bien o para mal,
mejor. El lugar de la esposa estaba en el interior de las estancias, su papel
consistía en educar a los hijos y llevar la casa.
Al muchacho que se criaba en aquel periodo, en especial a un muchacho como
Polémides, educado bajo los duros auspicios de los lacedemonios, se le
enseñaba básicamente a resistir, Sus virtudes eran las del hombre; la belleza,
la belleza del hombre; tengamos en cuenta la escultura de aquella época.
Hasta hace muy poco la forma femenina —y aún sólo la de las diosas— no se
ha podido comparar a la masculina en bronce y piedra. Se preparaba al joven
de aquella época para que idealizara la forma de otros hombres, aunque no
con lascivia y libídine, sino como modelo que emular. La contemplación en
mármol del incomparable físico de Aquiles y Leónidas, el hecho de admirar la
perfección en los propios compañeros o mayores, alentaba a la juventud a
forjar sus propias carnes siguiendo la imagen de dicho ideal, a encarnar
internamente las virtudes que conllevaba tal perfección exterior.
La fascinación que ejercía Alcibíades sobre sus coetáneos provenía en buena
parte, en mi opinión, del citado ímpetu. Quienes poseían una mente noble
veían su belleza como indicio de una más elevada perfección en su interior.
¿Por qué, si no, los dioses le habrían dotado de tal aspecto? Entre los
discípulos de nuestro maestro se encontraba el poeta Aristocles, llamado
Platón. Su teoría sobre las formas nace de esta misma interpretación. De la
misma forma que la manifestación material de un caballo concreto encarna lo
particular y lo transitorio, proponía Platón, debe existir dentro de un terreno más
elevado la forma ideal del Caballo, universal e inmutable,
la cual «comparten» o de la cual «participan» todos los caballos corpóreos.
Ante este planteamiento, un hombre de la espectacular belleza de Alcibíades
no podía sufrir parquedad de lo divino, pues su perfección en la carne se
acercaba a este ideal que existe tan sólo en los planos superiores. Creo que
por eso le seguían los hombres y encontraban en él un reflejo.
Así, para Polémides y los de nuestra generación, la suya y la mía, la mera
forma masculina encarnaba la areté, la excelencia, y la andreia, la virtud.
¿Cómo pudo responder nuestro hombre, al informarle su padre de la identidad
de su futura esposa? Si tenía algún parecido conmigo, tengo mis dudas de que
en su vida hubiera considerado la forma femenina como de especial belleza.
En el sentido carnal, sí, pero nunca idealizada como la masculina. ¿Hasta qué
punto pudo parecerle poco atractiva la doncella vecina de su casa, a quien sin
duda conocía desde que era una mocosilla?
No obstante, existe una alusión elocuente en la historia de Polémides. En una
ocasión afirmó que su esposa, Febe, cuando tenía diecisiete años y se había
convertido ya en madre de su hijo, solicitó iniciarse en los misterios de Eleusis.
En otro punto de la narración, Polémides expresó su aversión por el tema, el
cual consideraba poco más que superstición, y encima, superstición afeminada.
Pues bien, no sólo concedió dicho favor a su esposa sino que la acompañó en
su ejercicio: llevó a cabo la peregrinación por mar y realizó él mismo la
iniciación.
¿Por qué haría todo esto Polémides? ¿Qué le movería a ello aparte de honrar
a su esposa y establecer con ella una más profunda unión? Llegados a este
punto, tendrá que permitírsenos especular con la imaginación. Vamos a
imaginarnos a Polémides a los veintidós o veintitrés años, ya veterano tras
doce años de disciplina espartana y dos y medio de guerra. Vuelve a casa
herido; se recupera lo suficiente para que su familia y su tía abuela le
proporcionen una esposa. Puede que sus pensamientos se ocuparan de la
mortalidad; tal vez deseaba tener hijos, aunque sólo fuera para alegrar a su
padre, de edad avanzada. Se ha desencadenado la peste. Mueren sus
compatriotas por causas desconocidas; no se vislumbra un alivio en el
horizonte. No tiene a sus compañeros a mano; todos han ido a la guerra. Se
encuentra encerrado en la ciudad, en las estancias que comparte con su padre,
con su hermana, quizás con primos, tías y tíos.
Nuestro joven soldado acepta a la novia. Pertenece a una buena familia, es
amiga de su hermana Mérope; sin duda la muchacha posee inteligencia,
habilidad para la música y las artes domésticas. Se comporta con la modestia
que caracteriza a todas las jóvenes de alta cuna; deberíamos suponer que no
le falta encanto físico. Impedido como se encuentra, el joven marido descubre
que debe confiar en su esposa para la compañía y la conversación, incluso
para ciertas necesidades, como que le sirvan la comida, le lean o le ayuden a
subir la escalera.
Descubre que su esposa es amable y paciente, que tiene talento a la hora de
administrar sus exiguos recursos. Es más joven, su corazón es alegre. Le hace
reír.
Tengamos en cuenta que estamos hablando de un hombre curtido en la
adversidad y la abnegación, que tiene como suprema virtud el sacrificio de su
vida en la guerra. Reflexiona, sorprendido por la constatación de que dispone
de otro remero en el barco. Ya no está solo. Puede que por primera vez se
ablande su corazón. La herida le produce mareo; alarmado, busca a tientas el
equilibrio; descubre, perplejo, a su esposa junto a él, quien le sujeta con mano
cariñosa. ¿No podemos imaginárnosla sirviéndole junto a la cabecera de su
cama el plato que más le gusta, colocando unas flores en la ventana, cantando
a su lado durante aquellas veladas?
Descubre el afecto de ella por su padre, y el amor por el hombre es
correspondido. Oye las risitas de la muchacha con su cuñada en la cocina. ¿Le
hará sonreír aquello? A pesar del horror que se vive fuera, la familia organiza
alegres veladas en casa.
En cuanto a los apetitos de la carne, el joven Polémides hasta entonces los
había saciado con las viejas brujas del campamento de las prostitutas o en
relaciones ilícitas con las mujeres de la calle. Entonces se encuentra en la
cama conyugal, al lado de su esposa. Ella tiene que ser inocente. Su tierna
edad no le inspira la escabrosa ansia del soldado, antes bien la dulce pasión
del marido. ¿Cómo descubren ellos su deseo? Puede que con titubeos. Sin
podía negociarse ni pensar en el soborno con oro. No daba cuartel; ningún
indicio de sumisión iba a inducirle a la retirada. Avanzaba en la oscuridad y en
la luz del día, sin alerta de centinela que pudiera disuadirle. Los muros de
piedra no le detenían. No respondía a dios alguno ni prestaba atención a
ofrenda de ningún tipo. No se tomaba un día libre, ni permiso alguno. No
dormía ni establecía tregua. Nada conseguía saciar su apetito.
La peste no tenía favoritos. Su silenciosa guadaña abatía al insigne y al
desconocido, tanto al justo como al malvado. Día a día íbamos percibiendo sus
arrolladores efectos. En el cubículo del compañero en el gimnasio, dentro del
que ya no había una mano que sujetara la ropa. El puesto cerrado del
vendedor, el asiento vacante del mecenas en el teatro. Durante el día,
aspirábamos el hedor del crematorio; por la noche, los carros de los muertos
retumbaban ante nuestras puertas. Durmiendo oíamos el crujido de sus pasos;
el terror invadía incluso nuestros sueños. Atenas se agitaba en su
autodecretado enclaustramiento bajo el azote, silencioso e invisible, ante cuyos
estragos nadie era invulnerable.
Viii DIAGNÓSTICO: LA MUERTE
P or aquella época, como bien sabrás, Jasón [prosiguió Polémides], existían
pocos programas de estudios de medicina; una persona podía denominarse
médico y ofrecer sus servicios a cambio de unos honorarios. Aunque más a
menudo se designaba a un particular para socorrer a la población. Éste fue el
caso de mi padre. Tenía don para ello. Los amigos que se veían afectados
recurrían a él. Mi padre les aliviaba.
A partir de los años que pasó en el campo, mi padre adquirió conocimientos
sobre plantas y kataplasmata, emplastos y purgas, entablillados, fijaciones e
incluso cirugía: la práctica veterinaria popular que el agricultor aprende
luchando por mantener su ganado sano y próspero. Más positivo era aún su
sistema de brindar consuelo. En su presencia, las personas se sentían mejor.
Mi padre veneraba a los dioses de la manera sencilla y franca en que se hacía
en su época. Era creyente; sus amigos creían en él; funcionaba. Pronto
acudieron a él. Así, Nicolaos de Acarnas, privado de los ingresos de su
propiedad, se vio capacitado para mantener su nuevo hogar en la ciudad.
Colgó el calzado de agricultor y empezó a ejercer como médico.
Conforme se iba extendiendo la epidemia se requerían cada vez más los
servicios de mi padre. Meri, mi hermana, asumió el papel de ayudante y le
acompañaba en sus visitas. Por aquella época yo también estaba en la ciudad.
Me había casado y tenía un hijo. A menudo igualmente me desplazaba con mi
padre y mi, hermana, más para proporcionarles seguridad con las armas en los
barrios alejados donde se les reclamaba que para asistirles en sus prácticas
médicas.
No soportaba a los enfermos. Me daban miedo. No podía quitarme de la
cabeza que lo que había atraído su desgracia eran sus propios actos delictivos,
mantenidos ocultos ante los mortales pero conocidos por los dioses. También
me horrorizaba el contagio. Observaba la intrepidez de mi padre y mi hermana
con temor reverente, admiraba la valentía que tenían para penetrar en los
habitáculos de los malditos. Recuerdo en especial una noche en la que fuimos
reclamados a un barrio de chabolas, una especie de colmena hecha de tela y
mimbre, sin ventilación de ningún tipo, donde el vaho de los moribundos se
elevaba perniciosamente hacia los cielos. Por aquel tiempo estaba en su
apogeo la locura de la religión de Teseo. Todo el callejón estaba abarrotado de
astas de toro escarlatas. En todas las paredes se leía: Proseisin, «Están al
llegar». La propia vecindad estaba atestada de inmigrantes, ancianos y niños,
los forasteros que se habían apiñado en la ciudad en sus décadas de
abundancia y se veían entonces aislados en su aflicción, muriendo como
moscas. Ni todo el oro de
Persia podía haberme seducido para entrar en aquel horrible lugar. Sin
embargo, por allí desfilaban ellos, mi padre y mi hermana, armados tan sólo
con su hatillo de plantas y un puñado de instrumentos médicos de poca
utilidad: la varita para explorar, la lanceta y el espéculo.
Permíteme que te muestre algo, Jasón. Es el registro de prescripciones de mi
padre; lo he guardado todos estos años.
Mujer, 30, fiebre, náuseas, convulsiones abdominales. Prescripción: digital y
valeriana, purga con estricnina en vino. Diagnóstico: malo.
Bebé, 6 meses, fiebre, convulsiones abdominales. Prescripción: infusión de
corteza de sauce, astringente de consuelda y eléboro en supositorios de cera
de abeja. Diagnóstico: malo.
Al margen, mi padre anotaba sus honorarios. Los que llevan un círculo eran los
pagados. Uno puede revisar entre veinte y treinta casos sin encontrar marca
alguna. Pero vayamos más abajo. Fueron pasando los meses. La economía
rige las entradas.
Hombre, 50. Peste. Muerte.
Niño, 2. Peste. Muerte.
Por aquel entonces yo tenía veintitrés años. No estaba dispuesto a morir ni
tampoco a seguir cruzado de brazos mientras iban sucumbiendo mis seres
queridos. Pero ¿qué podía hacerse? La impotencia te devoraba las entrañas.
El padre de mi madre se quitó la vida, a pesar de no estar atacado por la
epidemia; el patriarca no soportaba tener que sobrevivir a otra generación de
los que amaba. Mi padre y yo llevamos sus restos, en un carro de niño,
pasando por la puerta denominada entonces de los Valientes, que ahora es la
Puerta de las Lágrimas, hasta nuestra tumba, en el campo. Nos acompañaron
medio centenar de desconsolados; el desfile se extendía hasta el Anaceo. Los
espartanos, después de completar el saqueo de la temporada, se habían
retirado, dejando tan sólo algunas patrullas de caballería. Una de ellas nos
siguió durante el recorrido de todo el camino de Acarnas. Su teniente nos
exhortó a entrar en razón y a buscarla paz. «Esto no es la guerra —gritó,
escandalizado su corazón de caballero ante el horror que se cernía sobre los
niños y las mujeres—. Es el infierno».
Yo mismo había visto muy poco de la nobleza de la guerra que pregonaban
con tanta elocuencia los compatriotas de aquel mando, quienes me habían
educado a mí. En Etolia, nosotros habíamos incendiado pueblos y envenenado
pozos. En Acarnania utilizamos las espadas para degollar ovejas, sin
detenernos siquiera a despellejarlas, arrojándolas al mar mientras se
desangraban. La única batalla real que había visto yo era la de Mitilene bajo las
órdenes de Laques, el jefe más capacitado, dejando aparte el espartano
Brásidas y Alcibíades.
A éste le habían concedido el segundo premio al valor en el asalto al puerto
espartano de Giteón, e iba a recoger otro en Delión, donde salvó la vida de su
maestro Sócrates, en esta ocasión como oficial de caballería: en definitiva, uno
«triple», por tierra, mar y a caballo. Ya entonces había introducido su primer
carro de guerra en Olimpia, aunque su conductor había volcado, lo que le
impidió concluir la hazaña.
Por aquellos días no tuve noticia alguna de Alcibíades. La epidemia había
atacado su hogar con dureza. Además de Pericles, había perdido a su madre,
Deinómaca, a una hija que le había dado su esposa Hiparete y a los dos hijos
de su amante Cleonice, quien pereció poco después. Habían muerto asimismo
sus primos, Paralos y Jantipo, al igual que Amiclas, la niñera espartana que se
mantuvo leal pese a que su país la reclamó.
Fuera de los muros esperaba la guerra; en su interior, la epidemia. Apareció
luego el tercer azote: nuestros propios campesinos, desesperados por los dos
primeros. Los más pobres actuaron antes. Empujados por la necesidad,
empezaron a saquear las casas de los medianamente acomodados, es decir,
los más desprotegidos, puesto que se habían quedado sin sirvientes y
administradores, al haber desaparecido todos salvo los de más confianza,
quienes, a su vez, tuvieron que optar por el delito para poder pagar al médico o
al sepulturero, oficios que venían a ser lo mismo. ¿De qué servía el dinero si
uno no iba a vivir para gastarlo? El caballero sucumbía y legaba su hacienda a
los hijos; éstos, previendo su inminente extinción, dilapidaban todo con la
rapidez de un rayo, instigados por todo tipo de parásitos y sanguijuelas que
olían el jugo en cuanto se derramaba. Todo el mundo lo veía, Jasón. La
enfermedad se llevaba la esposa y los hijos de un hombre; éste, privado de
esperanza, prendía fuego a su propia vivienda y sobrevivía luego entumecido
en la katalepsis, sin negar siquiera el delito a las autoridades que se
apresuraban hacia el lugar de los hechos mientras las llamas consumían las
posesiones de sus vecinos. Cerca de Leocorión, vi a un hombre destrozado por
tales fechorías. Otros provocaban incendios por pura maldad. En cuanto
oscurecía, la visión de las llamas se convertía en una distracción.
Por aquel entonces, mi hermano servía en la infantería bajo las órdenes de
Nicias, en Megara; él y otros muchos iban y venían regularmente con partes.
Cada vez insistía en que saliera de ahí. Enrólate como infante de marina, como
remero en un buque de carga, lo que sea para abandonar esta antecámara del
infierno, la ciudad asediada. Había enviado a su esposa Teonoe y a sus hijos a
casa de unos parientes del norte; mientras tanto, mi esposa y mi hijo seguían
en Atenas.
«Están muertos —me dijo León con gran vehemencia—. Sus tumbas están ya
excavadas. Lo mismo que ocurrirá con nuestro padre y con Meri, y con
nosotros mismos si seguimos con la locura de quedarnos aquí». Me decía esto
una noche en que los dos bebíamos mano a mano, aunque no por placer sino
para perder totalmente el juicio sin ningún rubor. «Escucha, hermano, tú no
eres como esos mojigatos que ven la epidemia como una maldición de los
dioses. Tú eres un soldado. Sabes que no hay que levantar un campamento en
una ciénaga ni beber de un riachuelo que viene de un estercolero. ¡Echa una
mirada a tu alrededor, muchacho! Nos encontramos entre la inmundicia como
las ratas, diez personas amontonadas en un espacio para dos, y el aire que
respiramos está contaminado por el amasijo de muertos».
Este era el tipo de conversación de entonces. Tenlo en cuenta, Jasón. Se
anunciaba la verdad con la franqueza del condenado. La civilidad se arrastraba
por el pestilente marasmo hacia el canal de desagüe con escrúpulos y
miramientos. ¿Qué sentido tenía obedecer las leyes cuando uno estaba ya
sentenciado a muerte? ¿Por qué habría que honrar a los dioses cuando sus
peores augurios resultaban insignificantes comparados con lo que estábamos
soportando? En cuanto al futuro, encararlo con esperanza era una locura,
contemplarlo con temor hacía aún más insufrible la aflicción presente. ¿A qué
objetivo respondía la virtud? Comportarse con paciencia y sobriedad era un
disparate; la irresponsabilidad y la búsqueda del placer, el sentido común.
Resultaba absurdo postergar el deseo; socorrer a los afligidos constituía el
camino más rápido para llegar al propio fin.
La desesperación engendraba descaro, la muerte lenta cortejaba la extinción.
Las bandas deambulaban por las calles armadas con losas y travesaños,
armas de las que podían afirmar que eran inofensivas cuando la autoridad les
detenía, algo que no ocurría casi nunca. Aquellos bravucones garrapateaban
bulderías en los edificios públicos, pintarrajeaban incluso los refugios de los
muertos y nadie les paraba los pies. Cada acción insolente que quedaba
impune generaba más desvergüenza. Esa escoria iba a la caza del forastero,
cuanto más débil, mejor, y los apaleaba con una saña nunca vista. En más de
una ocasión, mi padre y mi hermana, al acudir en auxilio de algún necesitado,
se vieron obligados a atender a algún herido al que habían dejado en la
calzada para que se desangrara. Las túnicas blancas de los que socorrían a los
demás les protegían en sus rondas, aunque aparecieron luego quienes se
disfrazaban con ellas para entrar en una casa, a revolverlo todo a pesar de que
sus ocupantes, medio moribundos, se lamentaran. Un día vi a una mujer a
quien habían apedreado en el mismo umbral de la puerta de la casa que
acababa de saquear, mientras los desaprensivos huían con el botín de la
malhechora dejando que su sangre fuera fluyendo por la acera. Estaban
prohibidas las armas, y también las teas: nadie podía tener una que iluminara
el camino. A quienes cogían con astillas para prender fuego y yesca los
condenaban a muerte.
Lo aleatorio de la desaparición desencadenaba lo peor y lo mejor en los
hombres. Mi hermana Meri organizaba en casa reuniones de información para
sanadoras y médicos, buscando la receta, el régimen o el remedio que
pudieran aliviar el sufrimiento. Ningún tratamiento podía considerarse
descabellado. La fiebre que consumía a los afectados les producía tal tormento
que su piel no resistía el contacto con la tela más fina. Entrabas en una casa y
te encontrabas con un montón de gente desnuda. Los apestados, encendidos
en su estado febril, se sumergían en las fuentes públicas, donde otros, que
morían de sed, acudían a beber. El fresco de la noche no atenuaba el
tormento, ya que la desazón de permanecer sobre la cama enloquecía a los
enfermos. Los médicos prescribían baños y diuréticos; sangraban a algunos
enfermos, purgaban a otros. Nada surtía efecto.
Los propios médicos presentaban un aspecto peor que los moribundos. Mi
esposa alimentaba a esos espectros y ella misma se iba demacrando día a día.
Con el tiempo, la búsqueda de remedios quedó desplazada por la de los
recursos encaminados a adormecer el dolor, a los que siguieron las benévolas
soluciones para acabar para siempre con el sufrimiento. Algunos bebían sangre
de toro, otros se tragaban piedras. Yo mismo participé en este lamentable
manejo. Recorrí los mercados de los marineros en busca de adormidera y
brusela, de cicuta y belladona. Mi hermana me enseñó a preparar brebajes
para acabar con los moribundos. En poco tiempo habían aumentado tanto que
resultaba imposible cuidarles.
Mi hijo se puso enfermo. Sus gritos, que no cesaban ni de noche ni de día, me
destrozaban el corazón. Mi esposa le mecía, cantándole con voz suave,
mientras ella misma se iba debilitando. Cuando el dolor de ambos se hizo
insoportable, mi hermana empezó a administrarles solano, las últimas
provisiones de que disponía, para ayudarles a exhalar el último suspiro.
Mi primo Simón, capitán de caballería, se había trasladado a nuestra casa junto
con Clímene, su esposa, y sus dos hijos gemelos. Fue allí donde empezó a
arderle también la frente. Una noche nos abandonó y tan sólo se llevó el
caballo. Pasaron unos días y Climene fue apagándose; se pasaba las horas
llorando por él. Me dediqué a recorrer todos sus escondrijos, incluso los que
habíamos compartido de niños. Un día, a medianoche, desesperado, decidí
acudir a Alcibíades, y me dirigí a su propiedad, situada en la colina de los
Caballeros.
Por aquella época, las calles, incluso las que habitaban los más acomodados,
se habían convertido en corredores del horror. Morían los vecinos, dejando
abandonados a sus animales domésticos; otros, al no poderlos alimentar o
encontrarse demasiado enfermos para cuidarlos, los soltaban. Circulaban
manadas de perros salvajes. Sin embargo, no se dirigían a los cadáveres, su
instinto animal no se lo aconsejaba; antes bien iban a la caza de los vivos,
entraban en las casas, arañaban los postigos y se plantaban en los umbrales
de las puertas mientras sus infames aullidos y gruñidos retumbaban por los
desiertos caminos. Permanecí horas inmerso en aquel suplicio y por fin llegué
al portal de la casa de Alcibíades.
Las antorchas iluminaban el espacio; no vi a vigilante alguno por allí. Se oía
una alegre música en el interior. Entré en el patio, donde vi a un hombre de mi
edad, que me resultó desconocido, tonteando ante una fuente seca, agarrando
desde atrás los desnudos pechos de una prostituta. Otra se encontraba de
rodillas frente a él.
Seguí hacia el interior. Las antorchas lo iluminaban todo y un grupo de gente
disipada circulaba por allí. Sonaban los tambores. Habían organizado una
procesión, que avanzaba cantando y bailando. Sobre una tarima, unos cuantos
hombres y mujeres vestidos de acólitos con unas varas de sauce en la mano.
Representaban una burla de los ritos de la tracia Cotitto, la diosa de la orgía.
Ahí destacaba Alcibíades, ridiculizando los oficios del sacerdote, o tal vez
habría que decir de la sacerdotisa. Llevaba ropa de mujer, los labios pintados,
los rizos dispuestos en una grotesca caricatura del sátiro al estilo sagrado. Iba
descalzo y estaba completamente borracho. Me acerqué a él para preguntarle
sobre el paradero de mi primo.
Me miró de hito en hito. No tenía ni idea de quién era yo. Los bailarines
brincaban licenciosamente a su alrededor.
—¿Quién es el intruso que se atreve a entrar sin permiso en este recinto
sagrado sin haber pasado por la iniciación? ¡Arrodíllate, suplicante, y venera a
la diosa!
Insistí en preguntar por mi primo.
Entonces Alcibíades me reconoció. Levantó su bastón, y fue cuando vi que se
trataba de una pala de cocina, de las de remover la sopa.
—Inclínate, forastero, y manifiesta tu deferencia a los cielos; de lo contrario,
con el poder que se me ha otorgado, te apalearé hasta dejarte sin sentido.
Dos prostitutas se estaban enroscando en sus rodillas. Empujó a una de ellas
hacia delante, la cual empezó a tambalearse y, a gatas, se acercó a mi capa,
bajo la que colgaba una espada xiphos del talabarte.
—¿De modo que el intruso llega armado? ¡Impío! ¿Qué castigo merece? —
Alcibíades levantó su cuenco de vino simulando una terrible indignación—.
¡Ocupaos, postulantes, de este sucio hereje! Ha llegado, como dice Menecio,
al lugar en el que ningún mortal puede,
sin recibir castigo, echar una mirada y marcharse.
Entonces vi a mi primo.
—¡Sal de aquí, Pommo! —me ordenó, saliendo de la cadena que formaban los
bailarines.
—No me iré sin ti —respondí.
—¡Eres un cerdo, Pommo!
Lo dijo Alcibíades, descendiendo de la tarima y apoyando el brazo, con gesto
alegre, en mi hombro.
—En una ocasión, hallándonos en un asedio, amigo mío, hiciste de aguafiestas
y yo te respeté. Pero se han vuelto las tornas. Ahora quien está asediado y
enclaustrado es nuestro país.
Empujó a la prostituta que tenía yo delante para que se pusiera de pie.
—¿Qué te parece esto? —dijo, rasgándole la vestimenta hasta la cintura—.
¿No te impresiona? ¿Y esto? —La desnudó por completo. La muchacha no
hizo ningún esfuerzo para cubrir su cuerpo; al contrario, me miró fijamente,
orgullosa de su belleza.
—Déjale tranquilo, Alcibíades —intervino mi primo.
Vi que Euriptolemo se acercaba para intervenir.
—¿No serás afeminado, verdad? —dijo Alcibíades teatralmente—. ¡Podemos
solucionar también estas necesidades! —Hizo un gesto hacia la penumbra para
llamar a los muchachos.
—¿Qué ha sido de tu célebre mithos, Alcibíades? ¿Qué va a pensar Atenas de
este comportamiento?
—¿Y quién va a informarla, Pommo? Tú no, por supuesto. Y éstos tampoco,
pues si Euforión está en lo cierto:
¿Quién osa llamarle ladrón,
cuando tiene la mano dentro de la bolsa de éste?
Euro se acercó a mí, encogido y avergonzado.
—Pommo ha perdido a su esposa e hijo —informó a su primo.
—Y yo, madre, hijos, hija, tíos y primos. Y como dicen los espartanos: «¿Y a
quién no le ha ocurrido lo mismo?».
Monté en cólera.
—Un día afirmaste que eras dos: Alcibíades y «Alcibíades». ¿Cuál de ellos
eres ahora?
—El tercer Alcibíades. El que no soporta a los otros dos.
—Pues este Alcibíades —exclamé— es un cerdo.
Los ojos se le encendieron de furia, pero de repente se transformó y adoptó
una expresión irónica y desesperada.
—¿Puedes tú considerarte amigo de uno de los Alcibíades al tiempo que
desdeñas a los otros?
—Yo nunca he sido amigo tuyo.
Di media vuelta.
—¡Vuelve, Pommo! Haz los votos. ¡Únete a nosotros!
Me largué a toda prisa, y les oía cómo me llamaban, entre carcajadas.
—Sólo los buenos mueren jóvenes. ¿Acaso no te enseñaron esto los
espartanos? Cuídate, amigo. ¡No tientes a los dioses con la virtud!
En el patio, agarré a mi primo y le supliqué que volviera a casa, que lo hiciera
por sus hijos. No quiso, pero me sujetó con fuerza, mientras su frente
presentaba el brillo de la fiebre que tan bien conocía yo, e insistió para que me
quedara allí, donde aún reinaban la risa y la música.
—¡Pues vuelve a casa! —gritó al ver que me retiraba, indignado—. Vuelve en
busca de la muerte. Yo permaneceré aquí con la vida, mientras me quede una
pizca para seguir adelante.
Aquí tienes, Jasón, otra entrada en el cuaderno de mi padre:
Hombre, 54. Peste. Muerte.
El justificante de la fatalidad, autodiagnosticada.
Unos días después, el hombre empezó a decaer. Mi hermana aplicó todos sus
conocimientos en su caso. Poco más tarde ella también presentó los mismos
síntomas. No estaba dispuesta a calmar su dolor con los pocos farmaka de que
disponía, pues los reservaba para otros.
Mi padre se desesperaba buscando el modo de acabar con el sufrimiento de
ella. En dos ocasiones tuve que frenarlo. ¿Cuánto puede durar? Diez días,
respondió, en este infierno de dolor.
Me quedaba toda la noche en vela junto a ella, que se retorcía.
—¿Me quieres, Pommo?
Sabía lo que deseaba.
—No permitas que nuestro padre lo haga.
Recorrí de nuevo las calles. Que el cielo se la lleve, suplicaba.
Pero al volver siempre la encontraba viva. Su agonía se intensificaba por
momentos.
—Eres un soldado, Pommo. Sé fuerte como ellos.
La trasladé, con ayuda de mi padre, hasta la bañera. Su cuerpo era ligero como
el de una niña.
—Que los dioses te bendigan —dijo.
Ordené a mi padre que la sujetara bien en el momento en que le hacía también
una señal con la cabeza. Y le corté las venas.
—Que los dioses te bendigan —dijo mi hermana.
Me sujetó la mano con fuerza y también la de mi padre, tan débil como la suya.
—Que los dioses te bendigan.
[Aquí Polémides perdió el control. La emoción le entrecortó la voz. Tuvo que
hacer un enorme esfuerzo para seguir y las frases se iban interrumpiendo con
los sollozos.]
¿Cómo pueden articular los labios de una persona tales palabras?
Vi morir a mi esposa y a mi hijo. ¿Nos concedieron los dioses el don de la
palabra para utilizar un lenguaje tan infame? Corté las venas de mi hermana.
[El hombre escondió su rostro entre las manos. Me levanté para abrazarle. Sus
brazos me agarraron fuertemente y unos lastimeros gemidos convulsionaron su
pecho.
Volvió la cabeza. Comprendí su situación y me incorporé para alejarme.
Al salir eché una mirada hacia atrás. El hombre seguía en el rincón de su celda,
la mejilla contra la piedra de la pared, sujetándose desesperadamente el
cuerpo mientras el recuerdo de la aflicción le iba hundiendo.]
UNA VOCACIÓN HEREDADA
Mi padre murió aquella noche. Me habían arrebatado a todos mis seres
queridos, salvó mi tía, la esposa de mi hermanó, y los pequeños que habían
mandado al norte para que no les ocurriera nada y el propio León. Éste se
había ido con la flota; yo me ocupé de las exequias, atendiendo a los hermanos
de mi padre y a las damas de la familia. Las incursiones del enemigo nos
habían cortado todo acceso al campo, a la tumba familiar. Teníamos que
inhumar los restos de mi padre y de Meri juntó a los de mi esposa e hijo, bajo
las losas de nuestra casa de la ciudad. Al articular la última invocación,
Que la tierra descanse suavemente sobre ti,
animaba mi alma un único objetivo: ver los despojos de quienes había amado
bajó la tierra que les pertenecía, dónde podían hallar la paz. Aquello significaba
volver a la guerra, expulsar al enemigo. Encontraría un navío o una compañía
de infantes dónde embarcarme.
Unos días más tarde, tras despertarme solo, decidí vaciar la casa y, antes del
alba, inicié la tarea de colocar todas nuestras pertenencias en la acera. No
había amontonado aún tres objetos cuando una multitud se congregó frente a
mí. Me puse a reír.
—Dejadme tan sólo la armadura y algo para preparar la comida.
Todo aquello desapareció en un instante. Me creas o no, el populacho respetó
mis deseos. Ahí estaban intactos las vasijas de mi esposa y mi equipo militar.
También me dejaron la ropa de cama.
Al día siguiente, o tal vez durante la misma mañana, acudió a mí un caballero
de nuestra región, amigo de mi padre. Tenía muy mal aspecto. Me habló de
épocas mejores, de los juegos que organizábamos en el campo con sus hijos e
hijas. ¿Accedería yo, en recuerdo de los antiguos vínculos, a realizar un
servicio para él?
—Se trata de mi esposa —dijo, sin más.
Tardé un rato en comprender lo que me estaba pidiendo. Consternado, me
deshice de él.
Dos noches después volvió aquel hombre.
—Mi esposa te trajo al mundo, Pommo. Te pido por los dioses que ahora seas
tú quien la saques de él.
A veces uno cruza fronteras sin comprender lo que está haciendo en realidad.
Ésta no era tina de ellas. Con gran circunspección, accedí a llevar a cabo el
servicio que me solicitaba aquel hombre.
Al cabo de unos días, me solicitaron otras dos misiones parecidas. También las
cumplí. ¿Por qué no?
Sólo los buenos mueren jóvenes.
Seguí solicitando mi alistamiento en la flota, pero mi aspecto debía ser tan
deplorable que los oficiales me tomaron por enfermo. No había forma de
obtener una plaza.
Aparecieron otros personajes angustiados, unos conocidos y otros
desconocidos, que me pedían asistencia por misericordia. Iba
perfeccionándome en la materia. Aquello era como ejercer de médico, me
decía a mí mismo. Al igual que mi padre, libraba del tormento a los afligidos. En
realidad, mi práctica médica era excelente; mis remedios daban resultado.
Ningún cliente se quejó jamás. Y el negocio prosperaba.
Otra noche oí unos golpes distintos en la puerta. Era Euriptolemo, que llegaba
a caballo. Salí y observé, en las sombras, que le acompañaba Alcibíades, a
lomos también de un caballo.
—No te preocupes —le dije sin darle tiempo a hablar—. No he comentado nada
sobre tus prácticas rituales.
—¿Crees que he venido por esto?
—Nunca he sabido por qué haces las cosas.
En aquel momento le odiaba.
—¿Y tú, amigo mío —preguntó percatándose de mi actitud—, acaso estás libre
de pecado?
—Al parecer, hoy en día el pecado no es algo fácil de definir.
—En efecto.
Euro se acercó con una tercera montura.
—Nos vamos al puerto. Vente con nosotros.
Seguimos al paso por las silenciosas, calles.
—A Pericles se le ha secado la saliva —comentó Alcibíades con el tono falto de
afectación del desconsolado. De modo que el flagelo ha llegado incluso al de
Olimpia —. Se situará junto a Teseo, Solón y Temístocles entre los que han
forjado nuestra nación, y nadie va a superarle.
No dijo más, ni tampoco su primo, durante el resto del camino hacia Muniquia.
Al llegar allí nos encontramos en la base naval el hormigueo de las atarazanas,
de los expedicionarios y los estibadores que se apresuraban para zarpar antes
de la marea, es decir, tal como nos informó uno de ellos, una hora antes del
alba. Una flota bajo las órdenes de Formión se preparaba para partir hacia
Naupacto. Los barcos para transportar las tropas se encontraban a lo largo del
muelle, mientras que los de tres órdenes de remos, los de guerra, permanecían
a la espera con el aspecto de enormes avispones con su aguijón, sesenta en
total, casco contra casco, con sus cubiertas iluminadas con antorchas,
nebulosos todos ellos por el pulular de los calafates, aparejadores, maestros de
aja, sogueros y garrucheros. Los suboficiales vociferaban órdenes entre el
estrépito de poleas, mazos, cabrestantes, tornos y grúas. Las pasarelas, un
puro laberinto de guindalezas y amarras, de obenques de proa y popa, la
urdimbre de cuerdas, todo tipo de abrazaderas, escotas, elevadores y cualquier
cabo imaginable, tenían a su alrededor un hervidero de administradores,
empleados de la armada, intendentes y registradores de los katalogos, ediles,
sacerdotes, mercaderes y archiveros, conservadores del neorion, y el trabajo
entre las cuadernas avanzaba a un ritmo superior que el de los propios nautai,
que recogían los petates y los remos, abriéndose paso a duras penas entre el
organizado caos de la «rúbrica en el registro, las bajas y las cesiones», a
tiempo para anticiparse a la trompeta del apostolei. El armamento amontonado
atestaba los muelles bajo los gallardetes de cada unidad y los infantes,
envueltos en el humo de los fuegos, aprovechaban para engrasar el bronce y
protegerlo de la sal, así como para resguardar los escudos tapándolos con
vellones.
A pie de muelle, Alcibíades hablaba con Formión y algunos de sus capitanes,
mientras Euriptolemo y yo ascendíamos por la escalera de piedra caliza, donde
los marineros habían grabado sus inscripciones y dibujos obscenos, así como
la omnipresente marca de un pie y una vulva que indicaba el camino hacia la
casa de mala nota más cercana, una taberna al aire libre llamada Ouros, Viento
Fresco, que daba a los muelles de embarque. Euro me preguntó si había visto
alguna vez una piedra de Magnesia; si sabía hasta qué punto atraía de forma
irresistible las limaduras de hierro. Se refería a su primo.
Veíamos abajo, en el puerto, el revuelo que había provocado la simple
presencia de Alcibíades, las maniobras de la infantería, al igual que había
ocurrido en Potidea al verle llegar. Casi todo el mundo se dirigía a él al pasar
por allí; oíamos incluso a algunos que le pedían que expresara su opinión con
más audacia, que no permitiera que la juventud lo contuviera, le instaban a
apoderarse del mando. Los soldados, en general, eran jóvenes, de nuestra
edad. La dilación de los mayores les estaba impacientando. «¡Dirígenos, hijo
de Climas!», gritaba más de uno, con el puño en alto y un gesto de afirmación.
En la taberna de los marineros, donde le esperábamos su primo y yo, las
expectativas sobre la llegada de Alcibíades habían enardecido a los
concurrentes. Acudían corriendo hasta allí las sirvientas y lavanderas de las
calles colindantes, pellizcándose las mejillas y arreglándose el pelo con sus
mugrientos dedos. ¿Conocías ese antro, Jasón? Sirven rancho y vino. Su
propietario es un fenicio de Tiro; ha arreglado el local con motivos marineros e
inventa nombres que evoquen este origen para los platos que prepara. En
cuanto vio entrar a Alcibíades, empezó a recitar de un tirón su menú mientras
le acompañaba a la mesa. ¿Tenía que recomendarle la «estrella de la redada»
o tal vez el «primor del mar»?
—Tomaré de éste —dijo Alcibíades señalando el puchero que estaba en el
fuego
—. La «arcada del vómito».
El dueño dirigió una sonrisa a su huésped; ni una tiara del rey de Persia le
habría hecho tan feliz. Sin embargo, Alcibíades tenía un aire grave. Se veía a la
legua que le carcomía la envidia que sentía por Formión, la impaciencia por
conseguir su propia flota. La celebridad que había alcanzado le irritaba; era
consciente de la fascinación que ejercía sobre las masas y ardía en deseos de
aprovecharse de ella. ¿Por qué habría pedido a su primo y a mí que le
acompañáramos?
—A excepción de nuestro amigo Sócrates, vosotros dos sois los únicos que
tenéis suficiente espíritu para decirme canalla a la cara. Ahora decidme algo y
no me mintáis: ¿cómo y dónde he de pasar a la acción?
La muerte de Pericles crearía un vacío, afirmó Alcibíades, en la dirección del
imperio. Los estados vasallos se rebelarían, los sucesores saldrían de quién
sabe dónde. Euriptolemo le cortó, indignado. ¿Cómo osaba hablar con tanta
frialdad de un familiar suyo, quien, si los dioses lo tenían a bien, podía vivir aún
medio año más o tal vez sobrevivir, como había hecho ya un considerable
número de personas?
—No lo conseguirá —afirmó Alcibíades—. Lo he adivinado viéndole. Y no hablo
con frialdad, apreciado primo, sino con previsión, con la que le caracteriza a él
y desea para nosotros. ¿A quién elegiríamos en su lugar? ¿A Cleón, el que se
rinde ante la plebe? ¿A Androcles, incapaz de subir de la alcantarilla con una
escalera de mano? ¿O bien a Nicias, cuya timorata indecisión resulta aún más
perniciosa? Escúchame bien: si Atenas contara con dirigentes que tuvieran
imaginación, yo sería el primero en ofrecerme a su servicio. Los peores,
matones y babosos, sólo son capaces de manipular al populacho. Los mejores,
como Formión y Demóstenes, son soldados; no van a ensuciarse las manos
con la política. Lo que muere con Pericles es su perspectiva. Pero ni siquiera él
ha visto lo que está más allá. La peste se acabará, nosotros sobreviviremos.
¿Y luego, qué?
»Pericles estableció tres principios inamovibles en el proceso de la guerra: la
preeminencia de la flota, la seguridad de las largas murallas y no expandir el
imperio mientras siga la guerra. Los dos primeros tienen su lógica; hay que
revocar el tercero. No nos queda más opción que la de la expansión, y además
redoblando el impulso. Nuestros barcos deben ir a la conquista de Sicilia e
Italia y posteriormente a la de Cartago y todo el norte de África. En Africa no
debemos conformarnos con un punto de apoyo en la costa; antes bien
avanzaremos en tierra firme y nos enfrentaremos a quien nos rete, incluido el
trono de Persia.
Euriptolemo le interrumpió con una carcajada.
—¿Cómo vamos a conquistar el mundo, primo, si ni siquiera podemos salir de
nuestros muros para echar una meada? ¿Con qué fuerzas contamos para
llevar a cabo un cometido de tal envergadura?
—Con los espartanos, al final —replicó Alcibíades, como si fuera algo obvio—.
De entrada, con sus aliados, en cuanto hayamos liquidado a los ancianos y
atraído a sus jóvenes a nuestra liga. —Hablaba en serio—. Pero aquí, amigos
míos, se plantea la cuestión: ¿me atreveré a hablar en público sobre esto? No
he cumplido todavía los veinticinco años, en una nación que establece el
umbral del juicio en los cuarenta. La contención va contra mi naturaleza y, por
otra parte, la acción prematura puede acabar conmigo antes de empezar. No
podéis imaginar las noches que he pasado en vela, atormentado por todo esto.
Los platos se iban enfriando a medida que los primos ahondaban en el tema.
Habló Euriptolemo. A aquel hombre noble, si bien había recibido el don de una
mente entusiasta como la de toda su familia, los dioses no le habían
proporcionado el agradable aspecto de los demás. A los veintinueve años
había perdido casi todo el pelo, y sus rasgos, si bien no podían calificarse de
desagradables, tampoco formaban un conjunto que resultara atractivo. Tal vez
por ello se comportaba con una cordial y oportuna modestia. Resultaba
imposible no apreciarle, es más, no hacerlo a primera vista. Empezó
reprochando a su primo el desorden en su vida privada.
Si Alcibíades quería que le tomaran en serio, debía mantener a raya sus
apetitos, en especial la bebida y la carnalidad. Unos vicios que no son propios
de un estadista.
—Si no eres capaz de envainártela, sé al menos discreto y mira dónde la
metes. No te dediques a andar por ahí con cortesanas mientras tu mujer se
consume de abatimiento en casa.
Euriptolemo dejó sentado que en el alma de Atenas existían dos fuerzas en
pugna:
—El antiguo y elemental proceder, que venera los dioses y héroes de nuestros
ancianos y el nuevo proceder, que convierte a la propia ciudad en diosa. Todos
sabemos de qué lado estás tú, primo, pero no deberías dejarlo tan patente.
Tampoco vas a sufrir tanto por el simple hecho de demostrar cierta humildad,
de rendir homenaje al Olimpo o cuando menos simular que lo haces. La
democracia es una espada de doble filo. Emancipa al individuo, le hace libre y
dispuesto a destacar como ningún otro sistema de gobierno. Ahora bien, dicha
espada posee también un filo oculto. Genera rencor y envidia. Por eso Pericles
se comportó con modestia; se alejó de la multitud por miedo a sus celos.
—Estaba equivocado —puntualizó Alcibíades.
—¿De verdad? Te encuentras en una Atenas desconocida para el común de
los mortales, Alcibíades, un dominio cuyo brillo te impide ver la situación real en
que vive el resto, donde los cuencos no desbordan de vino sino de hiel y bilis.
Es algo que veo a diario en los tribunales. La envidia y el rencor dominan en
nuestra ciudad y medran tanto en tiempo de penuria como en la abundancia.
Reflexionemos sobre las posibilidades que ofrece el estado al envidioso para
que aniquile a quien le supera. Puede llevarle ante el Consejo o la Asamblea,
ante los tribunales populares o el Aerópago. Suponiendo que su víctima se
presentara a la elección, él puede recurrir al examen de la solicitud, y retenerla
hasta su expiración. Si el desventurado sirve en la flota, su enemigo puede
llevarle a juicio ante los apostoleis o la Junta de Asuntos Navales. Puede
arrestarlo él mismo o esperar a que lo hagan los magistrados, condenarle
directamente, demandarle ante los árbitros o presentar información ante el
arcontado. Nunca le faltarán cargos, pues el estado se los proporcionará en
abundancia. Puede empezar con el de negligencia en el cumplimento del
deber, malversación, desfalco; cohecho, robo, extorsión; abandono,
desatención, contravención. ¿Fallan todas estas figuras? Puede atajarse con la
evasión de tributos, asociación ilícita, malversación de patrimonio. ¿No basta
con el asesinato y la traición? Dejemos que al enemigo le parta el rayo de la
impiedad, que conlleva la pena capital, contra la que el acusado no solamente
debe defender sus actos sino la esencia de su alma entera.
»Ríes, primo, pero reflexiona sobre el fin de Temístocles, el salvador de
nuestra nación, exiliado en Persia. El sin par Arístides, desterrado. Milcíades,
acosado hasta la tumba, cuando no habían transcurrido ni dos años después
de su victoria en Maratón. Pericles consiguió la fama procesando al mayor
héroe que ha visto esta ciudad, a Cimón, quien expulsó a los persas del mar y
edificó el imperio a partir de sus cimientos; mientras que él, el olimpíaco, a
duras penas salvó el pescuezo en un puñado de ocasiones. Y tú mismo, primo.
¡Menudo blanco constituyes! ¡Por todos los dioses, permíteme que te lleve ante
un jurado! —Hizo un gesto señalando a los admiradores que se habían
congregado allí y le miraban embobados desde los extremos de la terraza—.
Soy capaz de conseguir que quienes te idolatran exijan tu sangre.
Los primos rieron, secundados por la concurrencia, que oía la jocosa diatriba
de Euriptolemo.
—Aplaudo tu elocuencia, primo —siguió Alcibíades—. Pero estás en un error.
Interpretas mal el carácter del hombre. Nadie tiene como objetivo mancillarse
con sus propios fluidos elementales, sino elevarse sobre las alas del daimon
que le anima. Echemos un vistazo a los marinos e infantes que se encuentran
en los muelles de embarque. No es la bilis ni la cólera lo que les empuja, sino
la sangre del corazón. Van en busca de la gloria, la misma que ansiaban Teseo
o Aquiles.
—La mitad de ellos pretende eludir el servicio y tú lo sabes muy bien.
—Por falta de perspectiva de sus dirigentes. Se acabó la época de dioses y
héroes, primo.
—Para mí, no, y tampoco para ellos.
Alcibíades señaló de nuevo las tropas que se veían al fondo.
—Me censuras, primo, insistiendo en que debo reivindicar una perspectiva que
vaya más allá de mi fama y gloria y lo mismo para nuestra nación. Pues bien,
¡no existe nada más allá de la fama y la gloria! Son las aspiraciones más
sagradas y elevadas del alma humana, pues engloban el deseo de
inmortalidad, de trascendencia de todos los límites inherentes, la pasión que
anima incluso a los dioses inmortales.
»Me acusas además, Euro, de malgastar mi tiempo con hombres de gran
brillantez y espléndidos caballos y perros en vez de ocuparlo con el común de
las gentes que conforma nuestra nación. Pero yo he observado a estos
hombres, a los normales y corrientes y a los de las castas intermedias, en
presencia de dichos caballos y perros. He visto cómo se apiñaban, al igual que
las abejas alrededor de la miel, junto a los grandes. ¿Por qué? ¿No será
porque perciben en la nobleza de esos paladines un indicio de la esencia que
poseen en embrión en sus propios corazones? Frínico nos advirtió:
Ella es una amplia cama
En la que caben la democracia y el imperio,
pero él también andaba desencaminado. La democracia tiene que ser imperio.
El apetito que inflama la libertad en el individuo tiene que tener un objetivo
acorde con su grandeza.
Entonces fue Euro quien golpeó la mesa.
—¿Y quién va a encender esa llamó?
—Yo lo haré —declaró Alcibíades.
Se puso a reír. Los dos estallaron en carcajadas.
—Entonces, éste es el rumbo que debes tomar, primo. —Euriptolemo se inclinó
un poco, como presa de una inspiración celestial—. Suponiendo que tus
compatriotas no te presten atención, pues recelan de tu juventud, lleva el caso
a otros tribunales y a otros consejos. Comienza por el extranjero, con nuestros
adversarios y aliados. Los cancilleres de los demás estados pronto estarán al
corriente de la enfermedad de Pericles. ¿Quién va a dirigir Atenas?,
preguntarán. ¿Con quién deben establecer un trato para asegurar el bien de
sus naciones?
Euriptolemo hizo una sucinta exposición de sus argumentos. ¿Qué príncipe
extranjero, viendo a Alcibíades ante él, escuchándole, no adivinaría el futuro de
Atenas? Sería una locura rechazar al héroe por su juventud, y nadie podría
captarlo mejor que el más agudo y el visionario. Al comprender lo que a la
fuerza tiene que suceder, verían enseguida que era de sabios situarse de
entrada a su lado. Alcibíades podría afianzarse en las cortes extranjeras;
asegurando alianzas, forjaría coaliciones. ¿Quién más lo conseguiría? La fama
de su linaje le abriría las puertas de un sinfín de estados y sus bien ganados
laureles como guerrero, por no decir también como criador y jinete (un noble
vicio que comparten los señores de todas las naciones), le servirían en el resto.
—¡Has acertado, primo! —intervino Alcibíades—. Te aplaudo.
Siguieron conversando durante una hora más, sin dejar el tema de las
consecuencias e implicaciones de tal política. Su base era la guerra. La paz
tendría funestas consecuencias.
—¿Y tú qué dices, Pommo? —Al cabo de un rato Alcibíades se dirigió a mí—.
No has abierto boca en toda la noche.
Al ver que vacilaba, me dio unas palmadas en el hombro.
—La política aburre a nuestro amigo, Euro. Él es soldado. Dinos, pues,
Polémides, ¿qué es lo que opina un soldado?
Sé tú mismo, fue todo lo que pude decirle.
—Sí. —Se echó a reír—. ¿Pero cuál de mis ellos?
—Vete a la guerra. Lucha directamente. Vence. Trae las victorias a Atenas.
Deja que el enemigo te critique si se atreve.
Nos separamos al amanecer; Alcibíades estaba fresco como si hubiera
dormido toda la noche. Se iba hacia el mercado, a buscar a otros amigos y
seguir su investigación. Agradeció mi franqueza.
—¿Necesitas algo, Pommo? ¿Dinero? ¿Un cargo?
—Quisiera ver regresar a mi primo, si puedes prescindir de él.
—Puede decidir por su cuenta, como tú o como yo.
Le di las gracias por aquello. Necesitaba imperiosamente dormir.
Un hombre me esperaba delante de la puerta de casa. Tenía más de treinta
años, la tez curtida como el cuero e iba armado como un mercenario. Me
recibió con una mueca.
—¿Sabe usted que me está dejando sin trabajo?
Tomó asiento sobre unas piedras y se puso a desayunar pan mojado con vino.
Le pedí su nombre.
—Telamón. De Arcadia.
Había oído hablar de él; era un asesino. Lleno de curiosidad, le invite a entrar.
—Si pretende ganarse la vida cortando venas —dijo en tono de reproche—, al
menos tenga el decoro de cobrar por el servicio. Si no, ¿cómo puede medirse
con usted un pobre?
Le dije que lo hacía por Prometeia. Como penitencia.
—Un noble gesto —comentó. Me cayó bien el hombre. Le ofrecí el pan que me
quedaba, y él se lo metió en el equipaje, junto con una ristra de cebollas. Iba a
embarcarse al cabo de diez días en una brigada al mando de Lámaco para una
expedición al Peloponeso. Dijo que podía llevarme con ellos si yo quería—. Por
lo que he oído, a su trabajo le falta sutileza. Venga conmigo y yo le enseñaré.
—Quizás en otro momento.
Al levantarse, colocó una moneda sobre un cofre. No hizo caso de mi protesta.
—Yo espero que se me pague y por ello también cumplo.
Observé desde el umbral cómo se alejaba, cargando con el enorme peso del
equipo, y luego me metí en la desmantelada casa de la muerte.
Tal vez algo había cambiado. Por fin, me dije, alguien me ofrecía trabajo.
LIBRO III
LA PRIMERA GUERRA MODERNA
LAS ALEGRÍAS DE LA MILICIA
N o acepté la oferta de un cargo por parte de Alcibíades ni tampoco seguí a
Telamón como mercenario. Hice caso, no obstante, del consejo del arcadio y
me embarqué como hoplita bajo las órdenes de Eucles hacia el Quersoneso de
Tracia. En cuanto concluimos la campaña, y me conté aún entre los vivos, me
alisté en otra, igualmente deslucida, y tras ésta, en otra.
Estábamos luchando en una guerra de nuevo cuño, de modo que a nosotros,
los reclutas hoplitas, nos instruían los veteranos de la vieja guardia. En su
época, los hombres libraban batallas. Se armaban y se enfrentaban fila contra
fila y determinaba la victoria la honrosa prueba de las armas. Nosotros, sin
embargo, no seguíamos dicho proceso. Nuestra guerra no se lidiaba entre
estados, sino facción contra facción en el seno de éstos: los pocos contra los
muchos, los poseedores frente a los desposeídos.
Como atenienses, nos situamos al lado de los demócratas, o mejor dicho,
obligamos a quienes reclamaban nuestra ayuda a convertirse en demócratas, a
condición de que su democracia alcanzara tan sólo el grado democrático que
permitiéramos nosotros. En este nuevo tipo de guerra, al asaltar una ciudad, no
nos enfrentábamos con unos héroes que se habían unido en defensa de su
patria, sino con una banda a los que la suerte había ofrecido el dominio
temporal del estado, mientras que nuestros aliados eran los de la facción
desterrada, asociados con nosotros, los invasores, con el objetivo de lograr la
restitución.
En Mitilene conseguí mi primer mando. Habían asignado a nuestra compañía a
los desterrados, los demócratas de la ciudad derrotados en la sublevación
oligárquica, que en aquellos momentos eran algo así como asistentes políticos
de las tropas de asalto atenienses. En mi vida había visto hombres como
aquéllos. No eran guerreros ni patriotas, sino más bien fanáticos. Con nosotros
estaba Tersandro, a quien llamábamos Péñola. El capitán nos llamó para
recibir a los alistados.
El destino constituía un certificado de defunción. Incluí en la relación a los
paisanos de Péñola que, una vez tomada la ciudad, tendría que arrestar y
ejecutar nuestra compañía. Él mismo había confeccionado la lista; nos
acompañaría en la syllepsis, la redada de identificación. No es la primera vez
que ves una relación de este tipo, Jasón. Están escritas con sangre. La relación
de Péñola no era un fiel inventario de enemigos civiles o de adversarios
políticos: englobaba en ella a vecinos, amigos, compañeros y familiares que en
su momento habían labrado su ruina. Habían
asesinado brutalmente a su mujer e hijas. Habían arrancado del altar a su
hermano para sacrificarlo delante de sus propios hijos. Nunca había conocido a
alguien que odiara como Péñola. Ya no era un ser humano sino un recipiente
en el que se había vertido el odio. No había negociación posible con una
persona como aquélla, y los demás eran como él.
Más tarde, cuando cayó la ciudad, en nuestra compañía había ochenta y dos
cautivos de aquella lista, incluyendo a seis mujeres y dos niños. Llovía y
soplaba un cálido viento de poniente, de modo que sudábamos al tiempo que
nos íbamos empapando. Metimos a los prisioneros como si fueran ganado en
unos corrales. Apareció otro de Mitelene, que no era Péñola, con instrucciones
para nosotros. Teníamos que dar muerte a los apresados.
¿Cómo, me pregunto yo, hay que ejecutar este tipo de órdenes? No
filosóficamente sino prácticamente. ¿Quién da el primer paso a la hora de
proponer el sistema? Nunca el mejor, eso garantizado. Quemadlos, gritó uno
de los nuestros situado en las filas de atrás; cerrad el corral y prended fuego
ahí. Otro quería descuartizarlos como corderos. Me negué de plano a llevarlo a
cabo.
El ayudante de Péñola se enfrentó a mí. ¿Quién me había sobornado? ¿Sabía
yo que era un traidor?
Mi juventud me hizo montar en cólera.
—¿Cómo voy a dar esas órdenes a éstos? —exclamé, señalando a mis
hombres —. ¿Cómo podré exigirles el cumplimiento del deber cuando hayan
cometido tales atrocidades? ¡Quedarán destrozados!
Apareció Péñola.
—Son enemigos —gritaba, apuntando con el dedo a los desdichados que se
encontraban en el aprisco.
—Mátalos tú mismo —le respondí.
Me plantó la lista ante las narices.
—¡Voy a incluir tu nombre en ella!
Me salvó el mal genio, pues, al arrebatarle la tabla y garabatear algo en ella,
pareció enloquecer y querer atacarme de lleno, aunque el tumulto que se armó
contrarrestó momentáneamente el impulso asesino. De todas formas, no voy a
erigirme en libertador. Aquellos pobres diablos fueron exterminados al día
siguiente por otra compañía, y yo, degradado a soldado raso, me embarqué de
nuevo hacia el norte.
Pasaron los años como si los hubiera vivido otra persona. Echo una mirada
hacia atrás y veo los reclutamientos y las licencias, los justificantes de pago y la
correspondencia, las cabezas de bronce de las flechas arrancadas de mi propia
carne y escondidas como recuerdos en el fondo de mi equipaje; de éste
extraigo baratijas y presentes, los nombres de hombres y mujeres, también de
amantes, sobre el fieltro del armazón de mi yelmo y garabateados con la punta
de la espada en las correas del macuto. No recuerdo ninguno.
La temporada transcurrió como una sola noche, con aquella especie de sueño
profundo y trepidante del que uno despierta a intervalos sin recordar más que
el agrio olor de la torturada ropa de la cama. Al parecer, recuperé la conciencia
de nuevo en Potidea, al asediar por segunda vez la ciudad siete años después
del primer sitio. No sabría decir ahora mismo si aquello era un sueño o formaba
parte de la realidad.
Tras la muerte de mi esposa, pasé dos inviernos sin sentir la llamada de la
pasión. Y ello no era fruto de la virtud ni de la aflicción, tan sólo de la
desesperación. De pronto, una noche entré en el campamento de las
prostitutas y ya no volví a salir de allí. Tú sabrás echar cuentas, amigo mío.
Haz la suma por mí. ¿Qué cantidad en pagas, sin olvidar las primas y
complementos de desmovilización, puede acumular un soldado que sirve
durante toda una campaña, sin ni siquiera retirarse en invierno, exceptuando
las épocas en las que debe recuperarse de alguna herida, durante toda una
década? Una suma generosa, diría yo. Suficiente dinero para adquirir una
pequeña propiedad agrícola, con ganado, mozos de labranza e incluso una
bella esposa.
Dilapidé hasta el último céntimo. Lo forniqué o me lo bebí, y al final ni yo mismo
daba crédito al hecho de que en otra época hubiera albergado alguna
esperanza respecto a mí mismo.
Llegó la paz, la denominada paz de Nicias, bajo la que ambos bandos,
exhaustos después de tantos años de lucha, pactaron una retirada hasta poder
recuperar el aliento, dibujando en el intervalo unas líneas que unos y otros se
comprometieron a no traspasar. Volví a casa. Alcibíades había cumplido ya los
treinta años, le habían elegido para el Consejo de los Diez Generales, el
gobierno del estado, es decir, le habían concedido el mismo cargo que había
ocupado Pericles, su tutor. Sin embargo, su estrella aún no destacaba. Quien
ejercía el mando era Nicias, mayor que él y decidido oponente, quien había
negociado la paz con los espartanos; mejor dicho, éstos le habían designado
para tal cometido, a fin de privar a Alcibíades, pues temían su empuje, del
reconocimiento y el prestigio. Mi amigo me ofreció un puesto, con la paga de
capitán, que sacaba de su propio bolsillo, como enviado especial ante los
lacedemonios, o más bien unos espartanos en concreto —Jenares, Endio,
Míndaro—, con quienes conspiraba para hacer fracasar la paz. Yo no soy
diplomático. Echaba de menos la acción. La necesitaba.
Uno acude así a la llamada para convertirse en mercenario: como un criminal
hacia el crimen. En realidad, la guerra y el crimen son dos gemelos de la
misma camada de mal nacidos. Por qué, si no, el magistrado presenta su
eterna oferta a la juventud errante: la servidumbre o el ejército. Ambos se
reclutan mutuamente, la guerra y el crimen, y cuanto más atroz es el delito,
más profundamente debe zambullirse el criminal para reivindicarse a sí mismo,
olvidándose de familia y país, perdiendo la cuenta de cada una de sus
fechorías, hasta que, al fin, el único enigma que descifra el soldado es el que
permanece más oculto a los ojos de todos: ¿por qué sigo aún con vida?
Para mí, la paz era la guerra con otro nombre. Nunca dejé de trabajar. A falta
de licencia para servir como soldado a mi propio país, me ofrecí a los demás.
Al principio, me limitaba a los aliados, pero cuando los tiempos empiezan a
presentar mal cariz, el antiguo enemigo se convierte en el patrón más
entusiasta. Tebas sentía un gusto especial por el poder y había fustigado a
Atenas en Delión. La guerra había llevado a su redil a Platea, a Tespias y la
mitad de las ciudades de la Liga Beocia; no vio ventaja alguna en participar en
la paz espartana. Corinto permaneció excluida y ofendida. El tratado no había
devuelto ni Anactorión ni Solión; había perdido su influencia en el noroeste, por
no hablar de Corcira, con cuyo alzamiento se había iniciado la guerra. Megara
no soportaba ver su puerto de Nisea ocupado por las tropas atenienses, y Elis
y Mantinea, democracias ambas, habían perdido ya la paciencia con la vida
que llevaban bajo el yugo espartano. Por el norte, Amfipolis y la región de
Tracia desafiaban el tratado. Yo trabajé para todos ellos. Todos lo hicimos.
Bajo el tratado de paz, los estados daban prioridad a los mercenarios sobre las
tropas reclutadas entre el pueblo. Aquellas vidas no complicaban la existencia
de los políticos; podían renegar de sus actos si lo creían conveniente; en caso
de sublevación, les retenían la paga; y si morían, ya no tenían que pagarles.
Tú has observado la vida del mercenario, Jasón. ¿En qué puede resumirse un
año de campaña, en diez de lucha efectiva? Si lo reducimos a los momentos en
que uno se encuentra bajo las garras del peligro, la cuenta asciende a unos
pocos instantes. Todo lo que necesita uno es sobrevivir y con ello se ha
ganado otra temporada. En efecto, el mercenario tiene más en común con el
enemigo, por lo que se refiere a conservar la vida y el sustento, que con sus
propios mandos, que persiguen la gloria. ¿Qué es la gloria para el soldado a
sueldo? Prefiere la supervivencia.
El mercenario nunca utiliza este nombre para sí. Si posee armadura y se ofrece
como hoplita, es un «escudo». Quienes lanzan la jabalina son «lanzas», los
arqueros, «arcos». Un intermediario, a quien se denominaba piloforos por la
gorra de fieltro que llevaba, diría: «Necesito cien escudos y treinta arcos».
Jamás un escudo dispuesto a vender sus servicios circulará solo. El peligro del
robo le obliga a buscar algún compañero; siempre es mejor ofrecerse en pareja
o incluso en tetras. En cada ciudad encontramos puntos concretos en los que
se congregan los soldados en busca de trabajo. En Argos, éste se encuentra
en una taberna llamada El Himno, en Ástacos, en un burdel llamado El Codillo.
En Heraclion hay dos lugares: uno junto a la fuente seca llamada Opunte y el
otro en la cuesta oriental del Santuario de las Amazonas, al que los de aquella
zona llaman Hisacópolis, la Ciudad del Coño.
En el campo encontramos también lugares de reunión de este tipo. Entre
Sunion y Pella existe una serie de campamentos denominados «gallineros».
«Necesito una docena de escudos». «Acércate al Asopo, pues he visto a una
multitud cacareando». Algunos de estos lugares no son más que pendientes
secas junto a un arroyo; otros — entre los que puede citarse el de Triteos,
cerca de Cleonas, el que se encuentra a lo largo del Peneo, junto a Elis,
simplemente Potamou Campsis, el lugar donde serpentea el río— están muy
apiñados, a la sombra de unos bosquecillos, con mercado durante unas horas
e incluso unos cobertizos hechos con bastas telas de nombre «a horas», en los
que el soldado que va con una mujer consigue algo de intimidad para pasárselo
a otra pareja más tarde.
Los cobertizos de caza abandonados son lugares muy socorridos para pasar la
noche los escudos en su camino. Uno localiza estos populares refugios desde
las pendientes que los rodean por la tala de árboles para el fuego. Por aquel
entonces se había establecido un servicio de correos que cubría el país de
modo informal aunque curiosamente eficaz. Los soldados metían en el interior
de su equipo cartas, paquetes y «palos», que les entregaban las esposas,
amantes o un compañero especial que habían conocido en el camino. Cada
nueva llegada armaba un gran revuelo en el gallinero en busca de tales
efectos. Cuando uno de los hombres oía pronunciar en voz alta el nombre de
un conocido, cogía la carta dirigida a él y a veces la transportaba medio año
hasta que por fin conseguía entregarla.
Las ofertas de empleo, denominadas trapos colgados, se esparcían por los
gallineros y burdeles, incluso por los árboles que hacían las veces de mojón o
bien junto a las fuentes más conocidas. Cuando corría la voz de una oferta de
trabajo, el gallinero entero se ponía en marcha y escogía de camino a sus
mandos. El escalafón mercenario no es tan formal como el del ejército del
estado. El capitán recibe su nombre según el número de hombres que tiene a
su cargo. Puede ser un «ocho» o un «dieciséis». Los oficiales son «hombres de
grado» o «banderines», nombre que procede de las bandas con que adornan
sus lanzas, a modo de estandartes agrupados. A un buen oficial nunca le faltan
hombres dispuestos a servir bajo sus órdenes, de la misma forma que los
grandes jefes esperan contratarle. Una persona encuentra un grupo de
confianza y se mantiene en él.
Es un oficio en el que ves a menudo las mismas caras. Todo el mundo va
haciendo el mismo recorrido. Yo mismo me topé con Telamón en dos
ocasiones, en el transbordador a la salida de Patrás y en un gallinero de Alfeo
antes de enrolarme junto a él en la primera batalla de Tracia. Muy pocos
utilizan su nombre real. Abundan los sobrenombres y los nombres de guerra.
Los macedonios, los «maces», conforman el grueso de la soldadesca, los de
ojos castaños y pelo anaranjado. Nunca serví en una unidad en la que no
hubiera un bermejazo, un bermejillo y un montón entre ellos.
No se ofrece paga a ningún hombre no iniciado o probado. De entrada, uno
debe servir de balde y no recibe comida ni accede al fuego hasta que ha
demostrado que se mantiene firme en la lucha. Más adelante, en la plaza de
concentración, se acerca a él el hombre de grado. «¿Cuándo recibiste la última
paga?». «Aún no he recibido ninguna, señor». El oficial le pide el nombre y le
ofrece un par de monedas. «Empieza mañana». Así de simple. Está enrolado.
La disciplina es también menos ceremoniosa entre los contratados. En
Heraclea,
Tracia, en la primera refriega bajo las órdenes de Telamón, uno de los nuestros
desertó durante el asalto. Sorprendentemente, el granuja aquel nos esperaba
en el campamento al regreso, donde, con aires de suficiencia, se acercó a
Telamón con una retahíla de excusas. Nuestro capitán, sin perder el paso, le
atizó con la espada con tal fuerza que el hierro asomó un par de palmos entre
los dos omóplatos del hombre. En el preciso instante en que éste se
tambaleaba, atravesado por el arma de Telamón, nuestro oficial blandió su
espada y le cortó en redondo el cuello. Sin mediar palabra alguna, despojó el
cadáver y el equipo del hombre y arrojó su contenido a las prostitutas y
muchachos del aprovisionamiento, dejando en el suelo unos restos desnudos y
deshonrados. Me encontraba yo al lado de un escudo ateniense al que
llamábamos Conejo. Este se volvió a mí sin expresión en el rostro: «He recibido
el mensaje».
El ritmo de la vida del mercenario es estupefaciente, algo parecido a la pasión
que experimenta el putañero o el jugador, que marcan el rumbo que persigue
circunstancialmente el escudo a sueldo, el que responde fielmente a este
nombre. El fluir de sus vidas borra todo lo sucedido anteriormente y lo que ha
de ocurrir después. En primer lugar, y por encima de todo, está la fatiga. El
infante exhala agotamiento noche y día. Incluso en plena tormenta en el mar, el
soldado que acaba de sentir las arcadas junto a la barandilla se desploma
contra el piso de madera y derrama todo lo que lleva dentro con la barba
enterrada en la sentina.
En segundo lugar encontramos el aburrimiento y en tercer lugar, el hambre. El
soldado tiene los pies martirizados. Avanza en la marcha hacia cierto objetivo,
que ve a su alcance sólo cuando está a punto de ser sustituido por otro,
igualmente desprovisto de significado. La tierra aguanta bajo sus pasos, y él se
halla siempre dispuesto a hundirse pesadamente en ella, cuando no debido a la
muerte, a causa del agotamiento. El soldado nunca ve el paisaje: únicamente la
agobiada espalda del hombre que marcha penosamente en columna ante él.
Los líquidos dominan la vida del soldado. El agua, a la que debe llegar si no
quiere morir. El sudor, que fluye de su frente y desciende en regueros por su
caja torácica. El vino, que necesita al final de la marcha y al principio de la
batalla. El vómito y los meados. El semen. Éste nunca se le agota. Como
penúltimo, la sangre, y más allá de ésta, las lágrimas.
El soldado vive de sueños y nunca se cansa de enumerarlos. Añora a su
amada y su hogar y al mismo tiempo vuelve al frente, alegre, sin hablar del
tiempo que ha pasado alejado.
Los manuales nos cuentan que la lanza y la espada constituyen el armamento
del infante. Esto es erróneo. El pico y la pala son su recurso, la azada y el
azadón, la palanca y la alzaprima; estos instrumentos y también el capacho del
argamasero, el hacha del leñador y, sobre todo, la sera del cantero, el
omnipresente utensilio que el novato aprende a crear a base de juncos y
manojos de ramas. Y encima disponerlo de forma adecuada, amigo mío, con
las correas que descansan en la frente y la concavidad entre los hombros, sin
nudo alguno que martirice la carne, pues cuando la carga de escombros y
piedras alcanza la mitad del peso de quien lo acarrea, éste debe poder
levantarlo. Hacia arriba por aquella escalera, ¿está claro? Hacia el punto en
que el armazón de madera espera el relleno que ha de convertirle en el muro
circundante de la ciudad, cuyas almenas escalaremos, derribaremos y
erigiremos de nuevo.
El soldado es agricultor. Sabe cómo dar forma a la tierra. Es carpintero; levanta
fortificaciones y empalizadas. Es minero: excava trincheras y túneles; es
mampostero: labra el camino a partir de la áspera piedra. El soldado es el
médico que practica la cirugía sin anestesia, es el sacerdote que inhuma al
difunto sin salmo alguno. Él es el filósofo que dilucida los misterios de la
existencia, el lingüista que pronuncia «coño» en mil lenguas. Es arquitecto y
demoledor, apagafuegos e incendiario. Es una bestia que mora en la tierra, un
gusano, con boca y ano y entre uno y otro, nada más que apetito.
El soldado contempla el horror y finge indiferencia ante él. Salta con
displicencia por encima de los cadáveres que se encuentra en el camino y se
deja caer para engullir su ración de gachas sobre las piedras ennegrecidas por
la sangre. Se empapa de historias capaces de quitar el color a la cabellera de
Hades y las supera con las de cosecha propia, riendo, para volverse después y
ofrecer su último óbolo a la dama y el pilluelo perdidos por allí, a los que no
volverá a ver si no los encuentra por casualidad insultándole desde lo alto de
un muro o un tejado, arrojándole tejas y piedras para partirle el cráneo.
Crucé un puñado de veces las Termópilas con los «maces» de nuestro
gallinero. Viajeros incansables, entrábamos en tropel por el muro y
excavábamos en busca de cabezas de bronce persas en el altozano de los
Trescientos que participaron en la inmortal resistencia. ¿Qué pensarían esos
caballeros de antaño al contemplar la guerra como la estábamos librando? No
era Helena contra los bárbaros en defensa de la sagrada tierra, sino griegos
contra griegos a causa de la fidelidad y el fervor ciegos. No era ejército contra
ejército, hombre contra hombre, sino grupo contra grupo, padre contra hijo,
incluida la participación de los niños y la madre en el lanzamiento de una piedra
o en un degollamiento. ¿Qué pensarían estos héroes de la antigüedad de la
conflagración civil en las calles de Corcira, cuando los demócratas rodearon a
cuatrocientos aristoi en el templo de Hera, les sedujeron con sagradas
promesas y les exterminaron luego delante de sus propios hijos? ¿Y de la
inmolación de seiscientos en la misma ciudad, cuando el demos, el pueblo,
cercó a sus enemigos en la posada, arrancó el tejado de ésta, arrojó sobre los
congregados ladrillos y piedras mortíferos hasta el punto en que los infelices
encerrados, presas de desesperación, se autoinmolaron clavándose en el
cuello las mismas flechas que les lanzaban de fuera y se colgaron de las
correas de las literas? ¿Qué sacarían en limpio del posterior destino de Melos o
Esciona, cuando Atenas ordenó matar a todos los hombres y vender a las
mujeres y niños como esclavos? ¿Cómo podrían aceptar la matanza llevada a
cabo por sus compatriotas contra los hombres de Hisias o su conducta en el
asedio de
Platea, cuando los hijos de Leónidas plantearon a sus cautivos una sola
pregunta, «¿Qué servicio has prestado a Esparta?», y luego aniquilaron hasta
el último hombre?
Por aquellos días tuve una mujer, procedente de Samotracia, si bien cuando se
embriagaba afirmaba ser de Trecén. Se llamaba Eunice, justa victoria. Había
sido la esposa de campamento de mi compañero, un capitán de ocho llamado
Automedón, quien murió, pero no a causa de las heridas sino por culpa
justamente de una muela infectada. Eunice acudió a mi cama aquella misma
noche. «No deberías mezclarte con las prostitutas». Con tal rapidez se convirtió
en mi mujer.
¿En qué se diferenciaba de mi esposa, Febe? ¿Te interesa, Jasón? Te lo
contaré de todas formas.
Así como mi querida esposa era un capullo que creció en un jardín
enclaustrado, esta dama, Eunice, era un brote nacido de una tormenta. Una flor
que creció silvestre. Era de esas mujeres que puedes dejar con un compañero
y nunca te la pegarán a tus espaldas. Volverás y les encontrarás riendo, ella le
estará preparando la comida y cuando éste se disponga a marcharse, te
cogerá aparte diciendo: «Si te alcanza el hierro, yo cuidaré de ella». El
supremo cumplido.
Eunice era sensata. Cuando venía a ti, colocaba los tobillos junto a tus orejas y
con las manos te apretaba las costillas. Notabas su ansia por ti y por tu
simiente, y a pesar de que eras consciente que pasaría al siguiente, sin
ceremonias, como había hecho contigo, no tenías nunca motivos de queja.
Había integridad en su conducta.
Nos encontrábamos en Tracia, bajo contrato de un año con Atenas, asaltando
poblaciones en apoyo de la flota. Un cometido absurdo; cuarenta hombres
andaban por espacio de tres días por las colinas y volvían con un solo cordero
medio desfallecido. Las tribus salvajes defendían sus rebaños con las caras
pintadas y unos símbolos mágicos pintarrajeados en las ijadas de sus caballos.
Aquello parecía la guerra de una era anterior a la del bronce, mil generaciones
antes de Troya. Aquello de llegar aunque fuera a duras penas vivo al
campamento, sin ni siquiera un toldo como cobijo y lanzarse sobre la mujer que
te esperaba recostada en la estepa. tampoco era tan malo.
La vida del soldado es lo primero; una vez que se ha sometido a ella, se sitúa
en un estadio no sólo anterior a la escritura sino prehistórico. Éste es su
atractivo.
Yo había sacrificado a mi hermana Meri.
Con mi daga le había abierto el cuello.
¿Qué me quedaba sino errar hasta dónde me llevara la guerra, vagar por la
tierra, desangrarme en ella y desafiarla para que me envolviera en su manto?
Naturalmente, no lo hizo. ¿Por qué? ¿Había perdido toda la valía, hasta el
punto de ser capaz de vivir eternamente?
Durante el segundo invierno de la paz, nuestro gallinero tuvo oportunidad de
trabajar con una buena paga en la reconstrucción de las murallas de Argos y la
fortificación de Nauplia, su puerto. Todo era cosa de Alcibíades; había
traicionado a Endio, su amigo espartano, lo que desembocó en la misión
diplomática a Atenas con el objetivo de impedir una alianza argiva, cosa que le
hizo aparecer como un impostor y un mentiroso ante las personas que,
enfurecidas, no sólo sellaron el pacto con Argos sino con Elis y Mantinea. En
aquellos momentos Alcibíades se encontraba en Argos, con cuatrocientos
carpinteros y mamposteros llegados de Atenas. Se cumplían los deseos de
Euriptolemo: su primo llevaría su ambición a tierras extranjeras. Por medio de
la fuerza de su personalidad y ánimo de persuasión, tanto en asamblea abierta
como en conciliábulos privados con los dirigentes, Alcibíades había conseguido
acercar a Atenas a las tres principales democracias del Peloponeso, dos de las
cuales habían sido aliadas de Esparta.
Nuestro gallinero quedaba boquiabierto ante la magnitud de la construcción.
Desde la ciudadela de Larisa, hasta donde te alcanzaba la vista, la ciudad
quedaba circundada por andamios y construcciones en pendiente, cabrias y
plataformas con ruedas, abrecaminos, aserraderos, puestos de mercaderes y
carreteros, con tal multitud aplicada al trabajo que quienes carecían de
capachos para transportar la argamasa la acarreaban a la espalda, sujetándola
entre los brazos, con los dedos entrelazados debajo de ella. Localicé a
Euriptolemo, que andaba en busca de un puesto de trabajo para nuestro
gallinero. Me dio unas palmadas de bienvenida en el hombro y me explicó que
podíamos aprovechar mucho mejor nuestro tiempo.
Nos contrató para adiestrar a los mesenios libertos como hoplitas, a unos
doscientos que habían pertenecido a Esparta, aunque huyeron a los fortines
construidos por Alcibíades y Nicias, donde consiguieron la libertad. Teníamos
que entrenarlos durante todo el verano, para acompañar en otoño a Alcibíades
a Patrás a fin de conseguir también que la ciudad entrara en la alianza. Cuando
protesté ante nuestro mando, al conseguir por fin audiencia, diciendo que
aquellos mesenios no estarían en disposición de luchar en otoño, éste me miró
riendo. «¿Quién ha hablado de lucha?».
Iba a ganar Patrás por medio del amor.
Y así fue. He aquí cómo.
Patrás, como bien sabes, domina la puerta occidental que da al golfo de
Corinto. Era una democracia y se mantenía neutral. En aquellos momentos, no
obstante, al haber conseguido Atenas la alianza con otras importantes
democracias del Peloponeso —Elis, Mantinea y Argos—, Patrás era ya una
fruta madura.
¿Has vivido en Patrás, Jasón? Es una ciudad muy agradable. Guisan allí
calamares en su tinta y sirven tordo al horno. La gente no acude a comer al
mercado sino a unos establecimientos denominados «banderas», que en
realidad son casas particulares, muchas de ellas con terraza con vistas al mar.
Cuando uno entra en una de estas casas, coge una bandera de vivos colores
con un símbolo, un del delfín o un tridente, pongamos por caso, y se la ata
alrededor de los hombros. Con ella, pasa a formar parte de la familia. Toma la
porción que desea o pide a la propietaria un plato y ella se lo prepara. Al final
de la comida, envuelve el importe en la bandera y la deja sobre el banco.
El gobierno de Patrás está formado por dos cámaras: el Consejo de los
Ancianos y la Asamblea del Pueblo. Alcibíades acudió en primer lugar a los
dirigentes que conocía personalmente y, tras apaciguar sus temores en cuanto
a sus intenciones y las de su patria, consiguió permiso para dirigirse al pueblo.
Contaba entonces treinta y dos años, había sido general de Atenas en dos
ocasiones y era el que más prometía de la nueva hornada de Grecia. Se dirigió
a ellos diciendo:
—Hombres de Patrás, doy por supuesto que vosotros, como helenos libertos,
preferiréis la independencia y la autodeterminación para vuestro estado antes
que tolerar que un poder ajeno rija sus destinos. Convendréis con neutralidad
en que ya no existe otra opción. Hoy todos los estados de Grecia deben
situarse al lado de Atenas o de Esparta; no tienen otra alternativa.
La Asamblea de Patrás se reúne al aire libre, en un promontorio denominado El
Collar, con vista al golfo. Alcibíades señaló aquellos estrechos.
—¿A qué elemento, mar o tierra, va unido el futuro de vuestra nación?
Considero que éste es el factor decisivo, pues si la respuesta es la tierra, su
destino ha de estar vinculado a Esparta. Así conseguirá la mayor seguridad.
Ahora bien, si las esperanzas de cada uno se sitúan en el extranjero, en el
intercambio y el comercio, debemos reconocer que el poder que domina el mar
no debe aguantar otro estado que se aproveche de dicho elemento en
beneficio propio, si éste implica agravio.
»Patrás está situada en el mar, amigos míos, en el promontorio más
estratégico. Y esto constituye una ventaja para vuestra nación, pues le da un
incomparable valor ante Atenas como aliada, pero constituirá un peligro en el
caso de que se convierta en vuestra enemiga. No os engañéis pensando que
esta paz será duradera. Volverá la guerra. Debéis prepararos ahora mismo,
decidiendo qué rumbo os reportará mayor seguridad: la alianza con esta
potencia naval que os necesita y os ha de proteger, cuyo poder abre para
vosotros la posibilidad de utilización de todos los puertos y rutas marítimas del
mundo, protegiendo al tiempo vuestros mercantes hasta donde les lleve su
ambición y proporcionándoles tribunales que han de salvaguardar sus
intereses, o bien la alianza con una potencia terrestre, con Esparta y su Liga,
incapaz de defenderos contra un asalto por mar, que reclutará a vuestros
jóvenes para luchar como infantes en el campo en el que están peor
preparados y equipados, y bajo cuya hegemonía habréis de sufrir aislamiento y
pobreza, la interrupción del comercio que, aparte de proporcionaros lo que
hace agradable la vida, os ofrece los excedentes sin los que la seguridad no es
más que una ilusión.
Pretendía que Patrás edificara unas largas murallas que unieran la parte alta
de la ciudad con el puerto. En el momento en que un consejero se opuso a él,
exponiéndole su temor de que Atenas pudiera engullir a Patrás, Alcibíades
respondió: «Lo que tú dices puede ser cierto, amigo mío. Pero si Atenas lo
hace, será de forma gradual y desde abajo. Esparta os arrancará la cabeza de
un bocado».
De todas formas, su argumento más contundente no tenía ni que expresarse.
Se trataba de la perspectiva de los libertos mesenios, quienes, enardecidos por
su odio hacia Esparta, se habían convertido en unidad de choque. Ahí está lo
que la libertad y Atenas pueden hacer por vosotros, decía su sola presencia.
Sed como ellos o plantadles cara.
Patrás se pasó a nuestro bando. Con ello, Alcibíades había separado de
Esparta en sus mismas puertas a tres poderosos estados y había sacado a un
cuarto de la neutralidad. Formó una coalición cuyas fuerzas armadas no tenían
nada que envidiar a las de su antiguo amo, adhiriéndose al tiempo al tratado de
paz y sin dejar en peligro una sola vida ateniense. E iba a avanzar, él o sus
representantes, contra un quinto estado, Epidauro, cuya caída redondearía la
táctica por la que el sexto y más importante aliado espartano, Corinto, se vería
también aislado y desprotegido.
Entonces vimos por primera vez a los espartanos y sus representantes. Su
caballería aparecía por toda Acaya y Argólida, seguida por la infantería
escarlata de las setenta ciudades laconias, los llamados Vecinos, hoplitas
adiestrados hasta tal extremo que superaban a todos exceptuando el propio
Cuerpo de los Iguales. Llegó Míndaro, el mariscal de campo, así como Endio y
Cleóbulo, dirigentes de los partidarios de la guerra. Ellos y sus capitanes fueron
apareciendo por los gallineros, y para nosotros era la primera ocasión de ver a
espartanos reclutando escudos y lanzas por cuenta propia. Entre ellos, uno
destacaba por su fervor y diligencia. Se trataba de Lisandro, hijo de Aristocleito,
el mismo Lisandro cuyo nombre había de destacar en los anales atenienses
como sinónimo de maldición.
Telamón aceptó el trabajo que le ofrecía y a mí me reprendió por mi renuencia.
Otros de nuestro gallinero se ocuparon también de distribuir «mandatos». No
hablaban de tales cometidos ni siquiera conmigo. Sabíamos tan sólo que los
llevaban a cabo de noche y les pagaban bien por ellos.
Con Telamón, escuché a Lisandro dirigiéndose al Consejo de Patrás:
«Varones de Patrás, el discurso del general ateniense —refiriéndose a
Alcibíades, quien se había dirigido a la Asamblea unos días antes—, de todos
conocido, ha sido refutado por los embajadores de mi ciudad, cuya elocuencia
aventaja de lejos a la mía. No obstante, es tal el respeto que me inspira vuestra
nación que, pese a presentarme ante vosotros sólo como soldado, he visto la
necesidad de prestar mi voz para tales refutaciones. No os engañéis, amigos
míos. El rumbo que decidáis ahora ha de tener profundas consecuencias. Os
suplico que luchéis contra el impulso que puede llevaros a la precipitación.
Dicen que la liebre puede saltar hacia la olla, pero no pega el brinco para salir
de ella en cuanto se ha colocado la tapa.
»Permitidme que os hable de la diferencia que existe entre el carácter
ateniense y el espartano. Quizá no habéis reflexionado sobre ello. ¿Qué tipo de
nación es la espartana? Nosotros no somos marineros, ni está en nuestro
ánimo codiciar un imperio. Mantenemos nuestra parte del Peloponeso,
satisfechos, y no pretendemos su engrandecimiento. Hemos establecido unas
alianzas defensivas. Aun cuando atacamos allende los mares a nuestros
enemigos, nuestro objetivo no es el de la conquista, antes bien acabar con el
posible peligro. Cierto es que asimos con fuerza los estados que nos rodean.
No obstante, a medida que aumenta la distancia, vamos aflojando las riendas.
»Vuestro estado queda a un paso del nuestro, varones de Patrás. ¿Qué es lo
que queremos de vosotros? Únicamente que permanezcáis libres,
independientes y fuertes. Estamos convencidos que en ello radica nuestra
propia seguridad, puesto que un estado libre resiste la incursión con todo su
empuje. ¿Teméis acaso que os perjudiquemos? Todo lo contrario, Esparta os
prestará ayuda de todas las formas posibles para proteger vuestra
independencia, siempre que no os volváis contra nosotros.
»Tomemos ahora en consideración a los atenienses. Ellos son una potencia
naval. Edifican imperios. Tienen sometidas ya a doscientas ciudades. Patrás va
a convertirse en la doscientos uno. El orador que se presentó ante vosotros,
aquel general ateniense, os dirigió almibaradas palabras y os infundió
seguridad. Sin embargo, debéis ver lo que se oculta tras ello, amigos míos, ya
que con tales lisonjas han arrebatado la libertad a otros estados. Planteaos si el
hombre os parecerá tan atractivo cuando vuelva con sus buques de guerra
para exigir tributo a vuestras arcas, cuando os arrebate a la juventud para su
flota e imponga a vuestra nación los códigos y leyes atenienses. ¿Os parecerá
equitativa esta supuesta alianza cuando tengáis que entregarle las últimas
monedas que guardáis cada uno en la bolsa a cambio de las «lechuzas» de
Atenas? Vuestro huésped os ha prometido protección bajo las leyes
atenienses. ¿Qué significa esto, sino que ni el pleito más modesto y privado
podrá resolverse ya en vuestros propios tribunales, antes bien deberá
dilucidarse en Atenas, ante los jurados atenienses, entre una corrupción y
codicia que pido a los dioses que no tengáis que soportar jamás?
»Los que pertenecéis a la nobleza tenéis terrenos en propiedad y pertenecéis a
la clase ecuestre. Cuando se reanude la guerra, y esto sucederá —en este
punto dijo la verdad nuestro amigo ateniense—, ¿quién de vuestros
compatriotas sufrirá más? ¿Va a ser el pueblo llano, quien encontrará trabajo
con la flota y verá mejorar su situación con la guerra, o vosotros mismos, que
tenéis el patrimonio situado fuera de las exageradamente alabadas largas
murallas, y quedará yermo? ¿De quién serán hijos los primeros que morirán,
qué propiedad quedará menguada y devastada?
Mis compañeros llevaban a cabo otras tareas para Lisandro. Durante aquel
otoño, por una de ellas se pagaban treinta dracmas, el salario de un mes por
dos noches de trabajo, aunque exigían que el hombre conociera bien los
caminos del interior de Lacedemonia.
Cuando Telamón informó a su empleador de que su paisano era un anepsios,
educado en Esparta, me mandaron a mí. A la sazón Lisandro tenía su cuartel
general en una posada llamada El Caldero, en Ptolis, en la frontera de
Mantinea. Nos introdujeron en ella después de la medianoche, cuando se
habían retirado ya los demás oficiales y los posibles testigos.
Lisandro dijo acordarse de mí de la época de la instrucción, algo poco
probable, ya que él seguía un curso tres años superior al mío y estaba en una
fuerza escogida de adiestramiento. De todas formas, yo sí me acordaba de él.
De las cuatro, menciones de honor que un joven podía obtener durante el
curso, en lucha, coro, obediencia y castidad, Lisandro se llevó tres. No
obstante, era de tan baja cuna y se consideraba que hacía tantos esfuerzos por
congraciarse con sus superiores que tales virtudes no le reportaron el rápido
ascenso que parecían deparar. Además, la paz retrasó también su carrera,
Tendría unos treinta y cinco años; debería tener ya el grado de lochagoi. Pero
no era más que capitán de caballería, un grado de poco prestigio en el ejército
espartano. En realidad, aquella noche nada de él me impresionó tanto como su
atractivo, que me pareció casi tan sugestivo como el de Alcibíades. Era alto,
con ojos grises y larga melena hasta los hombros. En aquellos momentos
resultaba imposible concebir que aquel individuo pudiera presidir algún día el
desmembrado imperio de los atenienses y regir como un dios el vasto mundo
helénico.
Lisandro detalló la futura misión. Telamón y yo teníamos que llevar a Esparta
en una jaula un polluelo de lechuza, presente que él mismo ofrecía a Cleóbulo,
jefe de los partidarios de la guerra. El cometido real, no obstante, consistía en
entregar un despacho, el cual, por temor a ser descubierto, debía aprenderse
de memoria y transmitirse sólo a él. Se trataba de una súplica dirigida al
consejo de magistrados a fin de que abordaran seriamente las intrigas de
Alcibíades. Los éforos tenían que actuar, con la máxima rapidez, puesto que
las medidas que había puesto en marcha aquel ateniense por su cuenta, en
opinión de Lisandro, ponían en peligro la propia supervivencia de Esparta.
Cuando me mostré reacio a aceptar, por miedo a perjudicar a mis compatriotas,
Lisandro se echó a reír: «Debes recordar que siempre puedes presentar esta
información, así como todo lo que además veas y oigas en Lacedemonia, a tu
amigo —refiriéndose a Alcibíades—, en nombre del amor o de la ganancia».
Aún hoy recuerdo el texto.
... el peligro no radica en el caballero Nicias ni en los llamados dirigentes
populares de Atenas —Hipérbolo, Androcles y los demagogos—, cuya visión
no va más allá de halagar a la plebe cara a las elecciones del próximo año,
sino más bien en el aristócrata empujado hacia la gloria, el único que posee
visión estratégica y al tiempo una voluntad implacable. Se sirve de esta paz
como si fuera la guerra, con el objetivo de trasladar su fama particular a través
de la sumisión de otros estados y de apartar a nuestra nación de sus aliados
del Peloponeso. Tenemos que atajar esta conspiración antes de que sea
demasiado tarde, amigo mío, sin escrúpulos en cuanto a medios o medidas.
Lisandro conocía a Alcibíades, desde aquellos veranos de su infancia en que
éste y sus hermanos acudían a visitar a su xenos, amigo invitado, Endio, en
Esparta. Como ya he dicho antes, Lisandro, de joven, era un pobretón;
consiguió entrar en la instrucción como mothax, es decir, «hermanastro» o
patrocinado, con los gastos pagados por el padre de Endio, según Alcibíades.
Uno puede imaginar hasta qué punto tal subordinación encendía el orgullo de
dicho joven y alimentaba el resentimiento que sentiría durante toda su vida por
su adversario.
Llevé a cabo aquel cometido y también otros, en general tareas de correo. En
Esparta uno notaba realmente el cambio. Los partidarios de la guerra tenían la
supremacía; los jóvenes (y más curioso aún, las mujeres) pedían a gritos una
actuación que restableciera el orgullo espartano. La batalla estaba en ciernes.
Se respiraba en el aire.
Durante aquel verano, el ejército salió al campo, y en las dos ocasiones a raíz
del llamamiento del rey Agis. Cuando fracasó la primera campaña en las
mismas puertas de Argos, los espartanos se volvieron hacia su rey enfurecidos
por su irresponsabilidad. Alcibíades aprovechó entonces la ocasión. Incitando a
los aliados, tomaron Orcómenos, asegurándose así la llanura y los pasos hacia
el norte de Mantinea y aislando a Esparta de los aliados que tenía más allá del
golfo. Quedaron así desprotegidas también Tegea y Oresteón. El ejército
espartano no contaba con estas caídas, que abrían todo el valle del Eurotas.
Sin embargo, los éforos no tomaron cartas en el asunto. Los caballeros y jefes
militares tildaron de torpe y cobarde a su rey y nadie confió en los libertos
ilotas, que por aquel entonces conformaban una significativa parte del ejército.
El caldero hervía con escaso caldo.
Una noche apareció Telamón con una misión. Íbamos a librarlo a caballo junto
con dos escudos atenienses, Conejo y Sopa, llamado así éste por su
incapacidad de retener alimento cuando nos encontrábamos en el mar. La
tarea consistía en descender por el valle hasta Tegea, unos cuatrocientos
estadios; a partir de ahí escoltaríamos en secreto a Anaxibio, jefe de la
guarnición espartana, hasta el fortín de Tripolis, donde éste recibiría órdenes
del gobierno. Teníamos que estar allí con él a la segunda vigilia y de vuelta a
Tegea al amanecer.
Lisandro no nos informó, pero en aquellos momentos Alcibíades se encontraba
en Tegea. Había llegado allí con sus mesenios libertos para dirigirse al
Consejo.
Localizamos al espartano y emprendimos el camino. Apenas habíamos
recorrido doce estadios cuando nos interceptó un mensajero de Lisandro.
Habían cambiado los planes; teníamos que desviarnos hacia el santuario de
Artemisa, en el camino de Tegea a Palantión.
Anaxibio, nuestro espartano, era un jefe y no le costaba nada aplicar el fresno
de su vara contra quien se retrasaba o contra los duros de mollera. En dos
ocasiones azotó a Sopa en las costillas, vociferando sobre quién demonios nos
habría adiestrado y qué tipo de estupidez llevábamos entre manos.
Llegamos al santuario en plena segunda vigilia. Quedaba claro que nuestro
irascible jefe no estaría de vuelta al alba. Tampoco encontramos a Lisandro al
subir las escaleras.
—¡Por los gemelos! —Anaxibio golpeó la piedra con el extremo de la vara con
tanta contundencia que casi nos rompe los tímpanos—. Os voy a desollar vivos
por vuestra insolencia, como haré también en su momento con el bastardo
mothax.
Por detrás de una columna apareció Lisandro, acompañado tan sólo por su
ayudante, a quien llamaban Fresa por una mancha de nacimiento. Imploró el
perdón de Anaxibio, quien respondió blandiendo la vara ante él, asestando
fuertes golpes contra la piedra y tomando en vano los nombres de una serie de
divinidades. Lisandro le pidió que dejara de comportarse así, ya que las tropas
estaban acampadas en los alrededores y podían tomar el barullo como señal
de alarma.
—Aplicad la vara contra mí, si lo deseáis, pero oíd el mensaje que me han
ordenado transmitir.
Finalmente, el otro bajó el palo. Y en aquel preciso instante, Lisandro agarró su
espada y, atacando la desprotegida derecha de Anaxibio, le asestó tal golpe de
revés que le partió el cuello hasta el hueso y prácticamente lo decapitó.
Anaxibio cayó como un saco de un carro; el líquido manaba de su cuerpo como
podría derramarse el de un cubo volcado. Los cuatro contemplamos
boquiabiertos cómo Fresa giraba aquella masa, la colocaba boca arriba sobre
las losas y, hundiendo una y otra vez la lanza de nueve pies en ella, dejó el
cuerpo tan agujereado que una inspección posterior forzosamente tendría que
achacarlo a la acción de unos cobardes asesinos.
Mis compañeros esgrimieron armas; nuestro grupo estaba en formación,
espalda contra espalda, conscientes de que nuestros asesinos estaban al
acecho, a las órdenes de otros aliados de Lisandro. Pero no se oyó ruido
alguno. No surgieron de las sombras los temidos grupos. Suponiendo que fuera
cierto lo del campamento en las cercanías, nadie se movió.
—Qué desperdicio.
Fue Lisandro quien rompió el silencio, señalando el cadáver de su compatriota.
Escupió sangre. Se había mordido el labio por casualidad, como suele suceder
en tales circunstancias.
—Era un buen oficial.
—Y a nosotros se nos tendrá en cuenta esta muerte —replicó Telamón,
señalándose a sí mismo y también a nuestro grupo.
—No van a citarse nombres —respondió fríamente nuestro empleador.
Lisandro se arrodilló para examinar aquello que había sido un hombre y ahora
no era más que un montón de carne.
Uno capta paulatinamente la perfidia. El asesinato de Anaxibio se atribuiría a
unos agentes de Atenas. No aparecerían los nombres de los que lo habían
perpetrado y, por tanto, no iban a apresarnos; aquella acción bastaría para
desencadenar la indignación entre los espartanos. El gobierno del país
vencería la pereza y se despabilaría a tiempo para arrebatar Tegea.
—¿Vas a matarnos ahora, capitán? —preguntó Telamón.
Lisandro se levantó, presionando con el dedo su labio cortado.
Comprendimos, por su actitud, que ni por un momento le había pasado por la
cabeza tal cosa.
—Los hombres como vosotros, que se mantienen al margen de la lealtad hacia
un estado, tienen para mí un valor inestimable.
Hizo un gesto hacia su ayudante, quien nos entregó la paga.
—Con eso no tenemos bastante —dijo Telamón. Nuestro jefe se echó a reír.
—Estoy sin blanca.
—Entonces nos llevaremos los caballos. Lisandro dio su aprobación.
Conejo había llegado al pórtico; nos indicó que no había peligro. Mi sangre, que
se había helado durante aquel rato, recuperó su calidez.
—Quien asesina a los suyos, capitán —inconscientemente, me estaba
dirigiendo al espartano—, menosprecia tanto a los dioses como al hombre.
Los ojos de Lisandro se clavaron en los míos, con la fuerza de una lanza.
—Acepta la parte del hombre que te corresponde, Polémidas, y deja que sea
yo quien me ocupe de los dioses.
MANTINEA
De no haber sido por mi hermano, no habría ido a Mantinea. Él se encontraba
en Orcómenos, con Alcibíades, y me hizo llegar un mensaje.
Está a punto de librarse la mayor batalla de la historia. Intentaré reservarte un
puesto, si te apresuras.
Hay que hacerse cargo de la topografía del Peloponeso para comprender el
peligro que corría el estado de Esparta de no haber resistido aquel día. Desde
Mantinea, los argivos y los aliados, caso de haber salido victoriosos, habrían
recorrido la llanura hasta Tegea, para dirigirse hacia el sur, a Asea y Oresteón,
desde donde se abría a la espada todo el valle del Eurotas. Los siervos de
Esparta se habrían alzado, y suponían diez veces más efectivos que sus
dominadores. Los muchachos y las mujeres de Esparta habrían perdido la vida
bajo las azadas y azadones. Los defensores, aliados con lo que quedara del
Cuerpo de los Iguales, hubieran resistido hasta exhalar el último aliento y
perecido luego en un inaudito baño de sangre.
Llegué la mañana de la batalla, en el séquito, con Telamón y nuestros
mesenios, tan abatido por la fiebre que lo mejor hubiera sido para mí viajar en
el carro con los infantes, las mujeres embarazadas del campamento y las astas
de lanza de repuesto.
Jamás había visto tantas tropas ni tan preparadas. En una ocasión, de niños,
León y yo nos habíamos dedicado a juguetear tras los corredores en la carrera
de la antorcha de las Panateneas. Les seguimos desde la estatua del Amor de
la Academia, donde los participantes encendían sus teas, hacia la Puerta
Sagrada, cruzando el ágora, pasando por el altar de los Doce Dioses y dando
la vuelta desde allí a la Acrópolis, camino del Heracleion, y durante todo el
recorrido vimos una inmensa aglomeración. Pues aquello no era nada
comparado con Mantinea. Todo el ejército de Argos se encontraba en pie de
guerra, encuadrado por su cuerpo más selecto, los Mil, así como las tropas de
Mantinea, regimiento tras regimiento, los cleonenses y orneanos, los aliados y
las tropas a sueldo de Arcadia, con mil hoplitas de Atenas, dispuestos en
«posición defensiva», para no obstaculizar la paz. Y además, o eso parecía,
toda alma viviente de la Argólida capaz de arrojar un dardo o lanzar una piedra,
cinco o seis por cada hoplita.
Nos cruzamos con los mesenios detrás del resto de las tropas. Yo estaba
completamente mareado, vomitando como un perro. Sin embargo, tenía que
armarme
de valor, de lo contrario no podría volver a mirar a la cara a mis compañeros.
Apenas había empezado, instigado por Eunice, cuando vi a León que frenaba
el caballo en la parte de arriba. Llevaba un banderín de guía y arrastraba una
segunda montura, una yegua que, según me contó, había arrojado al suelo al
jinete.
Tenía que montarla para llevar los despachos. Alcibíades había dado órdenes
de que ese puesto no lo cubrieran aquel día los pajes sino los oficiales.
Alcibíades no se encontraba allí como mando (había perdido las últimas
elecciones para el Consejo de Generales de Atenas), sino como enviado.
Evidentemente, se trataba de una distinción gratuita, puesto que cada cargo
que cubría pasaba a convertirse en el centro y la médula espinal simplemente
por la entrega que le dedicaba. Así arrancó la batalla.
Se había producido un falso comienzo tres días antes, un alarde abortado por
Agis, quien lanzó piedras antes de establecerse el contacto. Los espartanos se
habían retirado hacia el sur, camino de Tegea. Nadie sabía qué llevaban entre
manos. Según los aliados, intentaban inundar la llanura. Corría el mes de
boedromión; ningún curso de agua superaba en caudal los meados de un viejo.
Pasó un día entero; luego otro. Los aliados tenían miedo de que Agis planeara
algo realmente descabellado. Descendieron por el monte Alesion, una posición
inexpugnable, hacia la garganta de la llanura, al norte del bosque de Pelagos.
Corrió el rumor de que los espartanos avanzaban desde el sur con todos los
equipos y armas que podían acarrear. Eso cuando llegué yo. Los aliados se
habían situado en formación, ocupaban unos treinta estadios de anchura, lo
que impedía el acceso a la llanura.
Circuló luego otro rumor: los espartanos habían retrocedido. No se libraría la
batalla; los nuestros también retrocederían. El regimiento de arriba, en el que
nos encontrábamos mi hermano y yo, se había congregado bajo unos perales,
los únicos cultivos que no habían incendiado los espartanos porque su fruto no
había madurado aún y las tropas, aburridas, se habían dedicado a mordisquear
las verdes peras. Aquellos hombres hacían de vientre como los patos.
Abandonaban la formación de dos en dos y de tres en tres, siguiendo al
parecer la llamada de la naturaleza pero en realidad aprovechaban para
levantar el campamento.
De repente vimos un polvillo.
Las volutas ascendían desde el bosque de Pelagos, a unos doce estadios de
allí. Al principio parecían producto de la quema de broza en otoño, cuando los
olivareros recogen sus montones bajo la cubierta de los árboles y les prenden
fuego. Poco a poco, los hilillos se fueron transformando en estelas y éstas, en
nubes. Cesó todo el movimiento en nuestra formación. El frente de polvo fue
espesándose; iban juntándose las columnas de humo. El paso de treinta mil
hombres no podía levantar tal polvareda; el contingente del enemigo tenía que
doblar aquel número. Y a pesar de todo, nadie veía el destello de un escudo, ni
siquiera a un explorador que hiciera el reconocimiento en primera línea. Polvo y
nada más, que ascendía en espesos nubarrones desde las copas de los robles,
hasta que el bosque se convirtió en niebla
de un extremo al otro.
León se detuvo a mi lado; teníamos que acercarnos a los jefes para recibir
órdenes. Me indicó el atajo más rápido. De repente, de forma inexplicable,
nuestras tropas empezaron a avanzar.
Se trata de un movimiento que todo el mundo ha presenciado en una multitud
congregada. Los soldados en formación a menudo ni siquiera oyen una señal
reglamentaria a causa de la algarabía del campo. Cada cual se pone en
movimiento siguiendo la acción de los demás; más o menos como les ocurre a
los componentes de un rebaño de ovejas o de una bandada de gansos. Fuera
como fuese, la formación empezó a moverse.
—Hacia el frente —gritó mi hermano, señalándome la llanura—. ¡Hay que
descubrir qué demonios pasa!
Ya he dicho que no pertenezco a la caballería. Además, la yegua era rebelde;
cuando intentaba dirigirla en medio del remolino, empezó a brincar y a
corcovear. La formación se encontraba entre huertas, como he explicado
anteriormente, y las ramas amenazaban con partirme el cráneo, por no hablar
ya del bosque de lanzas en alto que tuvimos que superar mientras, con las
rodillas y los tobillos, me apretaba al animal al tiempo que clavaba las uñas en
su crin. Llegamos a un claro.
Aparecieron las primeras columnas enemigas procedentes de Pelagos. Luego
supimos que los espartanos sintieron un gran pavor al salir del bosque con la
súbita arribada del ejército aliado que se precipitaba hacia ellos. Sin embargo,
era tal la disciplina y el orden con que se desplegaron en formación de batalla
que fuimos nosotros y no ellos quienes quedamos paralizados de miedo.
Volví a nuestro campo, a la propiedad de Euctemón, fuera quien fuese el
personaje, lugar donde se habían concentrado los ejércitos aliados.
Aparecieron por la izquierda y por la derecha, aunque no por el centro.
Avanzaban en dos columnas, separadas entre sí por tres estadios de distancia.
¡Por todos los dioses, qué desorden!
Los ejércitos enemigos seguían en formación desde el bosque. Ahora estaba
claro el alcance de la movilización espartana. Tan serio era el peligro que
suponían era obra de Alcibíades, que el enemigo había recurrido a siete u ocho
reemplazos, ocho mil espartanos bajo el mando de los dos reyes, Agis y
Pleistoanactes, junto con los Iguales y cuatro de los cinco éforos presentes en
el campo de batalla como oficiales de servicio. Habían movilizado asimismo las
fuerzas de las setenta ciudades lacedemonias, a veinte mil hoplitas, obligados
a «seguir a los espartanos adonde éstos les llevaran», junto con todo el ejército
de Tegea, que defendía su patria de origen, los aliados arcadios de Herea y
Menalia, además de los ilotas libertos, los brasidioi y los «nuevos ciudadanos»,
los neodamodeis. Con los argivos, los mantineos y los aliados, nos
encontrábamos ante la más imponente concentración de griegos contra griegos
de la historia.
Entonces fue cuando vi a Alcibíades. Incluso a distancia se le reconocía por el
brío con el que cabalgaba. Por fin surgía el centro aliado, con él y otros
oficiales al
galope para juntarse con los mandos de la primera línea.
Había despuntado ya del bosque, a unos ocho estadios, el grueso de las
fuerzas enemigas. En la extensión que quedaba entre los ejércitos, vimos
aparecer, como preludio de todas las batallas, a los muchachos a pie o
montados, e incluso se veían por allí muchachas con los ojos fuera de las
órbitas. Algunos, dejándose llevar por la emoción del momento, se arrojaban al
campo y perdían la vida; otros alcanzaban la categoría de héroes al recoger a
los caídos; y muchos merodeaban por allí con el objetivo de registrar los
cadáveres. Se oía ladrar a los perros. Las manadas salvajes olían la batalla,
pero incluso los sabuesos domesticados, azuzados por el lastimero lamento
que oye tan sólo su raza, se veían empujados hacia el campo para su propia
extinción. Corrí hacia los jefes. Se les veía inquietos ante el impecable avance
del enemigo.
—¡Ahora! —gritó Alcibíades en medio del estruendo—. ¡Ahora!
La vanguardia del enemigo se encontraba a un estadio. León me pegó un tirón.
Los primeros proyectiles empezaron a pulverizar los terrones a nuestros pies;
momentos después, las piedras repiquetearon con un estruendo atroz. No me
veía capaz de alcanzar a los mandos, esparcidos en sus unidades. Mi hermano
me gritó que había llegado el momento de luchar como caballería. Aparecieron
nuestros arqueros y lanceros, montones de ellos que se movían de un lado
para otro, y detrás, la masa de hoplitas, argivos, mantineos y atenienses,
orneanos y cleonenses, así como los mercenarios de la Arcadia; la llanura
temblaba bajo sus pies. Empezaban a entonar el paean, el himno a Cástor que
sus allegados dóricos, los espartanos, harían suyo momentos más tarde.
A la derecha del campo confluían un cauce seco y los restos de un viñedo
incendiado poco antes por el enemigo. Por allí avanzaba la escirítide
espartana, una línea de ochenta escudos por ocho de fondo, cuyo lugar de
honor se encuentra siempre a la izquierda. A su lado empujaban otras mil
seiscientas capas escarlatas, los regimientos que habían luchado en Tracia
bajo el mando de Brásidas; ellos y los nuevos ciudadanos, doscientos escudos
más que lucían la lambda de Lacedemonia.
A su derecha apareció el Cuerpo de los Iguales. Era inconfundible la precisión
de su orden y el esplendor de su atuendo de campaña. Todas las demás
naciones de Grecia avanzan en la batalla al son de la trompeta; únicamente los
espartanos utilizan aulós, flautas. Éstas, en aquellos momentos, interpretaban
el acompasado quejido que en parte es música y en parte grito que hiela la
sangre. Agis, el rey, avanzaba por el centro, flanqueado por los Trescientos, la
agema de Caballeros. Toda la fuerza, los siete regimientos, progresaba en un
solo tono escarlata, con los escudos cruzados y las lanzas, de nueve pies, en
alto.
El aire transmitió el grito de «¡Al ataque!». Se animó el ritmo y todos los
cuerpos alzaron la voz como un solo hombre entonando el himno a Niké. La
formación, con los escudos al frente, perfectamente alineados, se situó al fondo
de la llanura. Agarré la crin de mi yegua y empecé a espolearla frenéticamente.
Apareció la formación de lambdas. Los mantineos que tenían que entrar en
pugna con ellos se encontraban en un estado de gran frenesí. El miedo les
hacía gritar y aporrear sus escudos; sus oficiales, al frente, intentaban en vano
controlar la agitación. Dos estadios separaban ahora a los hoplitas. La
formación aliada fue derivando hacia la derecha, como haría cualquier ejército,
a medida que cada uno de sus componentes busca cobijo en el escudo del
hombre que tiene al lado, de forma que nuestra ala se enfrentó a los
espartanos en una extensión de un estadio. Una orden atronó en la línea; los
flautistas la recogieron; la escirítide se situó en el escalón izquierdo, abriéndose
para ajustarse a los mantineos que se aproximaban. Se formó un hueco entre
ellos y las compañías contiguas. Algo había fallado. No avanzaba reserva
alguna para llenar el citado vacío. Los mandos de la escirítide, apercibiéndose
de su debilidad, transmitieron con las flautas la orden de volver a la derecha.
Demasiado tarde. Quedaba aún medio estadio. Las lanzas descendieron
dispuestas al ataque. Los mantineos, lanzando un grito, cerraron filas y se
precipitaron sobre el ala izquierda espartana.
De todos los instantes de furia concentrada vividos en aquella larga y amarga
guerra, pocos superaron el que nos ocupa, cuando los cuerpos de Mantinea,
luchando por su hogar y su patria contra quienes les habían tratado con
prepotencia durante siglos, arremetieron contra el sanguinario enemigo,
mientras la aislada izquierda de la escirítide y los brasidíoi seguían hombro con
hombro, atrincherándose para aguantar la avalancha del othismos.
Mi hermano y yo nos encontrábamos en el límite derecho, con la caballería y
los hoplitas de Mantinea. Los espartanos que quedaban permanecían aislados
por ambos lados, a la derecha, por el vacío entre ellos y el Cuerpo de los
Iguales, y a la izquierda por el ala de los mantineos. He aquí la posición que
más teme la fuerza de ataque: quedar rodeada.
Los arqueros y lanzadores de jabalina de ambos lados, a quienes habían
adelantado los hoplitas en su avance, inundaban los resquicios, atacándose
entre sí y azuzando a la apiñada infantería. Los arqueros se encontraban tan
inmersos en la batalla que incluso lanzaban sus astas por encima del hombro
de sus compañeros, contra el rostro del enemigo. Y desde el bando contrario
les pagaban con la misma moneda. Las nubes de proyectiles dibujaban arcos
que ascendían, caían en picado y desaparecían en medio de las columnas de
polvo. Los hoplitas mantineos pasaron arrasando junto a León y a mí, como
trirremes en el mar, efectuando la maniobra «de penetración», acribillando a los
espartanos y girándose luego para atacar desde el flanco y desde atrás. El ala
enemiga, doblada sobre sí misma, resistía con espectacular valor. Pero la
masa de mantineos, diez mil contra menos de cinco mil, los iba hundiendo. El
enemigo se agolpaba en la retaguardia. Caía una descarga impresionante
sobre sus temblorosas filas, mientras las pesadas armaduras de Mantinea
seguían embistiendo con sus filas de treinta o cuarenta hombres de fondo.
Estalló un espectacular grito de júbilo en el momento en que los mantineos,
hasta entonces intimidados por aquellos dueños del Peloponeso, intuyeron por
un instante la derrota de Esparta. Se habría dicho que nada podía impedirlo.
Los aliados hicieron retroceder a la escirítide, a través del cauce seco, por en
medio de los árboles, hacia el campo espartano, donde se encontraban los
ancianos y los pertrechos. Lo quemaron todo y pasaron a cuchillo a quienes
encontraron allí.
El guerrero debe luchar contra el desorden que, en el arrebato de la evidente
victoria, le quita el control sobre sí mismo. Encontré a mi hermano y me detuve
junto a él. Nuestros propios arqueros nos atacaban a nosotros y a la caballería
aliada, movidos por la euforia ante la perspectiva de unos blancos tan
expuestos.
—¡Tenemos que cruzar! —gritó León, refiriéndose a la parte izquierda del
campo, donde libraban la batalla las tropas atenienses y la caballería.
Reunimos a todos los jinetes que pudimos y nos encaminamos hacia allí.
Una serie de desfiladeros nos impidieron el paso; las tropas ligeras saltaban
por allí como langostas. El humo y el polvo hacían irrespirable la atmósfera.
Esperábamos que subiendo una cuesta veríamos el choque del cuerpo central.
En lugar de ello, nos percatamos de que aquel espacio se había evacuado y
quedaban tan sólo en él algunos heridos de Mantinea y Argos. Dirigimos la
vista hacia la derecha, en busca de los espartanos en fuga. Tampoco vimos
nada.
Pasamos a la izquierda. Podían vislumbrarse, a unos cuatro estadios, las
últimas filas del Cuerpo de los Iguales, a Agis, los Caballeros y los siete
regimientos. Acosaban a los argivos como hacen los perros con las ovejas. Lo
que infundía más terror era la implacable precisión del avance espartano. Sin la
voracidad y el entusiasmo que muestran otros ejércitos en la cumbre del
triunfo, antes bien en orden, empujando a un ritmo constante, hacia delante sin
tregua. Al igual que la mies se rinde ante la guadaña, los aliados caían ante el
avance de Esparta. Su centro se encontraba a unos cuatro estadios y vencían
en toda la línea.
Oí un grito muy cerca de mí. Un jinete fue derribado. Los proyectiles silbaban
en nuestros oídos. Las avanzadas del enemigo, ya sin formar en compañías
sino como huestes desperdigadas, se precipitaron contra nosotros junto a la
orilla. Nuestro grupo salió disparado; mi yegua se plantó de nuevo. León acudió
en mi ayuda. Nos saltó encima una multitud de hombres y muchachos; sus
flechas y bodoques nos rozaban con el sonido de la rasgadura de una tela.
Llegamos a una zanja, pero en el ascenso de la pendiente mi montura se cayó.
Me di de bruces contra el suelo con el animal encima. Mi hermano había
salvado el desnivel y seguía espoleando su caballo. En el borde, el enemigo
seguía lanzando piedras y dardos. Observé, perplejo, que la yegua se alzaba.
¡Era un caballo de batalla! Me agarré a sus lomos, mucho más lacerados que
mi propia espalda. Pero la pronunciada pendiente nos separó de nuevo. Tres
muchachos se habían situado en la zanja; eran honderos y se encontraban
demasiado cerca para atacar; se dedicaron pues a avanzar y retroceder
lanzando blasfemias a gritos e intentando luego cortar el tendón del corvejón
de la yegua con sus hoces y a trabarle las patas con las correas de las hondas.
En pocas ocasiones había experimentado un terror como el que me infundían
los ojos de aquellos mozalbetes sedientos de sangre. Apareció mi hermano,
como caído del cielo, a salvarme, junto con nuestro grupo, el que se situaba a
la derecha del campo. La yegua brincó en la zanja.
—¡Eres tú quien debe guiar el caballo y no al contrario! —exclamó León
mientras salíamos al galope.
En el límite izquierdo se encontraban nuestros compatriotas y también la
caballería, con Alcibíades. Teníamos que llegar hasta ellos, aunque sólo fuera
para morir a su lado. Pero en el terreno, como sembrado con puntiagudas
estacas, nos esperaban más escaramuzas. Allí arriba éramos unos blancos
perfectos. ¡Qué me parta un rayo si vuelvo a montar otra vez a caballo! De
pronto, los principales cuerpos espartanos invirtieron el sentido de la marcha.
Se produjo una de aquellas inconcebibles situaciones que ves a veces en la
guerra. El enemigo abandonó la persecución de los argivos y los orneanos y
fue en ayuda de los espartanos que se daban a la fuga en su parte izquierda.
Eso nos salvó de los honderos que nos seguían la pista. Pasaron en tropel los
hoplitas, dificultando la tarea de nuestros perseguidores. A caballo,
quedábamos fuera del alcance de la infantería pesada de los Iguales. Siguieron
avanzando, lo suficientemente cerca de nosotros para que pudiéramos
percatarnos de los detalles de los banderines de su unidad e incluso ver los
ojos de aquellos hombres a través de las cuencas de bronce.
Por la izquierda, nuestros atenienses habían quedado derrotados; la infantería
había abandonado, dejando en manos de la caballería el terreno invadido y
defendiendo como podían a los heridos. Vi el caballo de Alcibíades, muerto en
el suelo, y algo más allá, en una zanja, su yelmo.
Con la claridad de una revelación, vi que nuestra nación no sobreviviría a tal
pérdida. Tal vez el tormento que sentía era fruto de la fatiga. Llevaba horas sin
probar bocado. La fuerza había huido de mis brazos al forcejear durante todo el
día con aquel animal salvaje, sobre cuyos lomos el traqueteo me había minado
toda la resistencia que podía quedar en mis propias ancas y también en las
rodillas. Sin embargo, con la lucidez que uno adquiere al agotar su último
empuje, el temor que sentía por Alcibíades me pareció de lo más lógico.
Tenía que encontrarle. Tenía que protegerle. Seguí todos los recorridos
posibles con mi indómita yegua, cuyo nombre nunca supe ni me preocupé por
saber, en busca de Alcibíades.
No conseguí encontrarle. Pero de vuelta al campamento, cuando la caída de la
noche aplazó por fin la contienda, apareció procedente del campo, con una
armadura de soldado de infantería, que al parecer había sacado de un cadáver
en plena batalla y con la que había seguido la lucha durante todo el día. No se
despojó de ella; al contrario, se alineó entre las tropas de Argos y los aliados,
con el escudo al hombro, negro de sangre, y los ojos que parecían pábilos
ennegrecidos.
En la derrota uno aprende quién es su amigo y quién cuenta con él. Pasada la
medianoche, el asistente de Alcibíades nos llamó, a mi hermano y a mí, para
que acudiéramos a su tienda. Había reunido allí sólo a sus más allegados: su
primo Euriptolemo, Mantiteo, Antíoco, el piloto, Diotimo, Adimanto, Trasíbulo y
unos cuantos más. Aquél fue un singular honor en nuestras vidas, en la de
León y la mía, y ambos lo tuvimos siempre presente.
Aquélla fue una triste reunión. Las enseñanzas que podíamos sacar de la
calamidad se trincharon allí como se hubiera hecho con un pato asado y se
repartieron entre la inapetente concurrencia.
La derrota había significado la sentencia de muerte para la alianza conseguida.
Mantinea y Elis se encontrarían de nuevo bajo la égida de Esparta, al igual que
Patrás, quien vería derribar sus largas murallas. Resultaría imposible mantener
Orcómenos; Epidauro y Sición se irían asfixiando bajo las garras del enemigo.
Los espartanos desterrarían o ejecutarían a los últimos demócratas y tomarían
como rehenes a los hijos de las familias implicadas. En Argos caería la
democracia; en poco tiempo entraría también en el saco espartano.
Alcibíades no habló en toda la noche, cedió la palabra a Euriptolemo, como
sustituto suyo, algo que hacía a menudo, pues la compenetración entre los dos
primos era perfecta. Euro rogó a su primo que saliera para Atenas al alba.
Habían llegado allí noticias sobre la derrota; él tenía que presentarse para
resistirlo con honra y ofrecer su apoyo a quienes siguieran a su lado.
Alcibíades no podía marcharse. Debía seguir allí para recoger a los muertos.
—La presa se ha derrumbado, primo —dijo—. No podremos contener la riada.
Nadie durmió aquella noche. Antes del amanecer se organizaron los grupos de
recuperación. Se habían aparejado mulas y asnos, incluso monturas de
caballería con planchas de madera denominadas «parihuelas de panadero»; se
habían reunido los carros de intendencia, a los que se habían juntado otras
angarillas y literas; los hombres llevaban capas y mantas con las que iban a
transportarse los cadáveres. Los espartanos habían enviado sus sacerdotes de
Apolo para santificar el campo y dar un carácter oficial al permiso de
recuperación de los muertos. Ellos ya habían solicitado los suyos.
Al rayar el día se entonó el himno a Deméter y Core; los clanes salieron.
Alcibíades iba con sandalias y una larga túnica de lana blanca sin emblema ni
distintivo de grado. Se le veía serio aunque no abatido. Recogió a los muertos
en silencio, trabajando codo con codo con los ayudantes de los soldados e
incluso con los esclavos.
En los puntos en que habían vencido los tegeatas y los lacedemonios, los
cadáveres de los aliados yacían desnudos. Les habían despojado de su
armadura y de las armas; el enemigo les había arrebatado incluso los zapatos.
En cambio en la zona en la que habían triunfado los Iguales, los cadáveres no
habían sufrido vejación. Seguían todos tendidos donde habían caído, con el
escudo y la armadura intactos. Los espartanos les habían concedido el honor
de no sufrir esta humillación. Muchos lloraron, entre ellos mi hermano, al
constatar tanta grandeza de corazón.
Al mediodía, Alcibíades se detuvo ante el grupo en el que trabajábamos mi
hermano y yo.
—¿Es cierto, Pommo, que recorriste el campo de batalla intentando salvarme?
— Alguien se lo había contado; me pareció que aquello le llenaba de alegría—.
No sabía que me quisieras tanto.
Repliqué bromeando sobre el hecho de que los infantes le necesitábamos,
pues él sabía cómo pagarnos. No rió aquella lamentable ocurrencia; al
contrario, nos dirigió una grave mirada, primero a mi hermano y luego a mí.
—En cuanto a la recompensa, lo único que sé yo, amigos míos, es cómo
corresponder a los que se muestran sinceros.
Nos dijeron luego que aquella misma tarde Alcibíades había pasado por el
límite derecho del campo, la zona donde nos encontrábamos nosotros cuando
los mantineos habían desviado la escirítide espartana. Se encontraba hablando
con unos oficiales mantineos cuando pasó un capitán de la caballería
espartana y paró a su lado.
Era Lisandro. Los dos adversarios conversaron tranquilamente y pospusieron la
lucha para después de la tregua. Lisandro hizo hincapié en la magnitud de la
victoria de los aliados en aquella parte. De haberse extendido, el resultado
habría sido catastrófico para Esparta. «Así de cerca habéis estado de ello,
Alcibíades», dijo, al parecer, Lisandro.
Su adversario citó, como respuesta, el proverbio: «Así no se consiguen las
coronas».
Y a ello respondió Lisandro: «Que Dios te lo conceda como epitafio»; se dio la
vuelta y salió al galope.
Cuando las sombras empezaron a alargarse, los Iguales iniciaron la retirada.
Los veíamos despuntar en la pendiente del bosque y dirigirse en columna hacia
el camino de Tegea. Agis iba a la vanguardia, flanqueado por los Caballeros, y
los siete regimientos le seguían en orden. León señaló hacia allí. Ahí estaba
Lisandro; había intentado atraerse la simpatía de su caballería concediéndole
el puesto de guardia real. Ésta avanzaba al lado de los polemarcas, los jefes
militares, y los pithioi, los sacerdotes de Apolo. El grueso del grupo seguía su
camino al son de las flautas.
Eran ocho mil, todos de escarlata, con las lanzas al hombro, con sus
ayudantes, uno por hombre, a su lado, llevándoles el escudo, reluciente como
un espejo. Donde nos encontrábamos nosotros, entre el polvo del campo,
todos se agachaban en las sombras. Los vencedores avanzaban al sol.
Cantaban. Era un cántico rítmico: «Hemorroides, repelos e infierno», en un
tono que denotaba un irreverente desprecio hacia la muerte. Llevaban las
lanzas enfundadas, pero sus yelmos destacaban como el oro bajo el sol.
Alcibíades articuló unas palabras. Cuando me volví, vi su rostro enrojecido; las
lágrimas asomaban a sus ojos. Primero interpreté aquello como una expresión
de
dolor ante el fracaso de la iniciativa. Al reflexionar sobre ello, sin embargo,
descubrí que no había arrepentimiento en su gesto. Se había emocionado,
como todos nosotros, con la magnificencia de la disciplina y la voluntad del
enemigo. —Espléndida apostura, los hijos de mala madre.
UN COMPAÑERO DE LA FLOTA
A; terminar ;a sesión de aque; día con Po;émides, e; asesino [prosiguió mi
abuelo], cuando ya nos despedíamos, aque; hombre me pidió un favor.
Dijo que tenía su arcón guardado en e; a;macén de avituaüamiento de ;a base
nava; de Muniquia, a; cuidado de; portero. ¿Podía rescatárseh? En é; guardaba
unos documentos que deseaba mostrarme. Añadió ;uego si quería quedarme
con é; tras su ejecución.
Le dije que no se ade;antara a ;os acontecimientos. Aún era posiMe ;a
absorción, quizás induso probaMe, teniendo en cuenta ;a condena de Sócrates
y ;a terrib;e asociación menta; de; pueMo entre e; füósofo y Akibíades. La fama
de éste se encontraba en su peor momento; ;o cua; en sí no constituía un
augurio desfavorab;e para nadie que se opusiera a é;.
—Por supuesto —sonrió Po;émides—. Lo había oMdado.
Cuando me disponía a sahr de ;a cárce;, una fuerte tormenta me detuvo ante e;
porta;. Mientras esperaba que amainara, se acercó a mí un muchacho que
saUa de; puesto de aprovisionamiento, e; cua;, tras confirmar mi identidad, me
dio permiso para permanecer aüí un rato. Desde aque; sitio veía a un hombre
mayor, que, renqueaba por e; pasadizo que daba a; citado puesto. E; hombre
pasó por de;ante de mí y tuve ;a sensación de encontrarme ante un mendigo.
Retrocedí un poco, más dispuesto a enfrentarme con e; chaparrón que a
soportar e; ataque de aque; si;encioso miserab;e.
—No me reconoces, ¿verdad?
Su voz me era famüiar.
—Soy Eume;o, de Oa, capitán. E; Moretones. De; Europa.
—¿Moretones? ¡Por ;os sagrados gemehs! ¿Es posiMe?
E; hombre aque; había servido conmigo en Abidos y en ;a Tumba de ;a Zorra
bajo ;as órdenes de Akibíades, veinte y once años atrás. Había sido toxotes,
arquero de ;a escuadra y, para mí, a;go así como un ordenanza particuhr. Un
boxeador aunque a;go inexperto, de ahí e; sobrenombre, si bien poseía e; vahr
de; águüa y abrigaba esperanzas de ascender en e; servicio. En Abidos, me
había sacado de; a;cázar de; Europa cuando me rompí ;a pierna en acto de
servicio.
Moretones había permanecido movihzado hasta e; amargo fina;: Egospótamos.
Lisandro ;e había apresado y sentenciado a muerte, pero ;e apartaron de;
grupo de esdavos y conmutaron ;a pena a; mentir, diciendo que su madre era
de Megara y, por
tanto, é; no podía considerarse ciudadano ateniense.
—En cuanto me hubieron marcado con fuego, me ;argué. L;egué a casa a
tiempo para ver cómo arribaba Lisandro y aceptaba nuestra rendición.
E; hombre me hizo entrar en e; puesto de abastecimiento. É; regentaba e;
estab;ecimiento; e; muchacho era su nieto. Afirmó que su nuera ;e había
conseguido un contrato con ;os Once Administradores; aprovisionaba a ;os
ce;adores e internos, ya que e; refectorio había cerrado en ;a ú;tima campaña.
Moretones me había visto entrar y sa;ir de ;a prisión, pero según dijo, aqué; era
e; primer día que había reunido va;or para abordarme.
Hab;amos de ;os compañeros que habían desaparecido y de ;os tiempos que
ya no voWerían. Citó e; caso de Sócrates. Moretones había estado entre ;os
quinientos un miembros de; jurado; había votado a favor de ;a condena.
—Se me acercó un hombre en e; Anaceo y me dio que si me interesaba mi
contrato, debía ;anzar ;a piedra negra.
Cuando me disponía a sahr, mi antiguo compañero de nave me Uevó a un ;ado
para confiarme una cuestión: probaMemente se acercaría a mi a;gún carce;ero
sin escrúpuhs o a;gún otro de; grupo de; füósofo proponiéndome que por una
suma podían dejar escapar a; prisionero. Era una situación que é; estaba
acostumbrado a presenciar: e; cabaUo de medianoche, ;a vehz huida hacia ;a
frontera, ;a traición.
—A; primer indicio, capitán, acuda a mí. Conozco a estos canaUas. Líberaría
yo a su amigo antes de permitir que eüos pusieran su mano izquierda sobre él
Me tomé en serio ;a información y se ;a agradecí sinceramente.
La tormenta había amainado; estaba a punto de sahr. Pero antes debía
preguntar a mi antiguo compañero si é; había conocido a Po;émides. ResuUó
que sí.
—Un buen marino; no existía otro mejor.
¿Yqué había de su intervención en e; asesinato de Akibíades?, intenté
sondearíe, puesto que sabía que Moretones, como tantos de ;a escuadra de
Samos, respetaba a su antiguo jefe y guardaba un apasionado recuerdo de é;.
Me sorprendió comprobar que no sentía rencor a;guno hacia e; asesino.
—Pero traicionó a A;cibíades —insistí.
Moretones encogió ;os hombros.
—¿Yquién no?
AqueUa noche en casa, ta; vez animado por ;a petición de Po;émides de que
recuperara su arcón, subí a; desván en busca de; mío. Aún hoy, quienes han
;uchado en e; mar marcan sus arcones siguiendo una ;arga tradición: taüan en
e; pino ;os nombres de ;os ;ugares en ;os que han servido y c;avan junto a
éstos una moneda de dicha provincia. Bajé e; arcón. A; día siguiente, cuando e;
portero me entregó e; de Po;émides, no encontré otro sitio donde guardado que
a; ;ado de; mío.
¡Qué diferentes éramos e; asesino y yo, habiendo servido ;os dos a nuestro
país a ;o ;argo de tres veces nueve años de guerra! ¿Quién podía imaginado
observando ;os arcones ?
Abrí e; mío. Noté de inmediato todos ;os ohres de ;as campañas, de ;os
combatientes, de; pasado. Tuve que sentarme, vencido, y Uorar por ;os
compañeros a ;os que había sepuUado ;a eterna noche, así como por e;
füósofo y e; asesino que iban a entrar pronto en e; oscuro pasadizo.
Se me acercó por casua;idad en aque; momento mi esposa, tu abue;a, quien,
a; encontrar a su marido en aque; estado, me preguntó con gran cariño qué me
ocurría. Había tomado una decisión, ;e dije: en aque; preciso instante.
¡Por todos ;os dioses, iba a trabajar sin descanso por ;a exoneración de
Po;émides, sin ceñirme a ;os Hmites de ;a ;ey para vede Ubre!
TRES VECES EL NOMBRE DEL VENCEDOR
Los juegos olímpicos que siguieron a la campaña de Mantinea [prosiguió
Po;émides] fueron aquellos en los que los equipos de Alcibíades consiguieron
el primero, el segundo y el tercer lugar en la carrera de los cuatro caballos. Ni
el triunfo en Troya ni la aparición del propio Apolo en una cuadriga alada
habrían causado una mayor sensación. Dos veces cien mil rodearon el
hipódromo. ¿Recuerdas la oda a la victoria que compuso Eurípides? ¿Cómo
decía? «Hijo de Clinias... no sé qué, no sé qué. Esta gloria»
... ha de ser ;a cima de ;a fama, a; oír a; hera;do gritar tres veces e; mismo
nombre de; vencedor.
Yo me perdí la carrera. Nuestro gallinero llegó tarde pues venía de Naupacto,
de comer de balde. Nos contaron que había aparecido Alcibíades con los tres
equipos en un banquete que organizó en su honor la ciudad de Bizancio, cuya
ciudadela había tomado él por asalto hacía menos de diez años. Agis, el rey
espartano, se encontraba allí con cuarenta de sus caballeros. La muchedumbre
le abandonó para poder echar un vistazo a los jinetes de Alcibíades. Éfeso,
Quíos, Lesbos y Samotracia erigieron pabellones en su honor. Los saurios
enviaron una barcaza llena de vírgenes que entonaban himnos, la cual encalló
y salieron todos los luchadores con sus laureles para rescatarlas. Si no
recuerdo mal, el río no llegaba a un palmo de profundidad.
Exainetos de Sicilia se llevó la corona en la carrera del stadion en aquellos
juegos olímpicos; nadie le dirigió una sola mirada. La muchedumbre sólo tenía
ojos para Alcibíades y, a falta de él, para sus caballos. Se armó un gran revuelo
a cuenta de boñigas. Cierto, yo mismo lo vi. En cuanto uno de aquellos
campeones levantaba la cola, un puñado de hombres metían la cabeza bajo
ella, como si el agujero del trasero de aquel equino fuera una fuente de la que
manaran pepitas de oro. Incluso se llevaban las huellas de los cascos: las
recortaban en la tierra y las guardaban como si fueran improntas de albañil.
Jamás había visto tantos borrachos ni me había emborrachado yo tanto. El
índice de fornicación pública fue espectacular.
Por lo que se refiere a Alcibíades, no te podías acercar a él a una distancia
menor de la de un tiro de flecha. A los treinta y cuatro años brillaba ya en el
firmamento, como campeón de campeones, la máxima celebridad no sólo de
Grecia sino también
de Macedonia y Tracia, Sicilia e Italia, lo que equivale a decir que, dejando
Persia aparte, era la persona más célebre del mundo.
Los propios juegos marcaron época en un sentido más amplio. Cabe recordar
que los anteriores fueron aquellos en los que Esparta quedó excluida por la
polémica con los sacerdotes eleáticos de Zeus. Sin los lacedemonios faltó el
lustre en todas las coronas. Pero en esta ocasión estaban allí. El boxeador
Polidoro, el pentatleta Esfenelaides, además de dos equipos en la carrera de
cuatro caballos, ninguno de los cuales había sido vencido excepto por el otro.
Mantinea recuperó su orgullo. Reconquistaron su michos, como habría dicho
Alcibíades, y se enorgullecieron de él.
Por lo que a mí se refiere, la presencia espartana tuvo un significado más
personal. Tenía la impresión de irme encontrando a cada paso a los antiguos
compañeros de la instrucción, así como a los oficiales y a los capitanes jóvenes
que nos habían adiestrado. En el exterior del Pabellón de los Campeones topé
con Fébidas, mi antiguo comandante, y su hermano Gilipos, quien castigó más
tarde a las fuerzas atenienses con tanta dureza ante Siracusa. Me encontré
también con Endio, amigo de la infancia y, según algunos, amante de
Alcibíades. Era capitán de los Caballeros y al año siguiente iba a formar parte
de los éforos.
Circulaban por allí muchos como yo, de los que no lucíamos los colores de
nuestra nación sino la desollada piel del expatriado, del escudo a sueldo. Las
temporadas transcurrían tan sin transición, una tras otra, que la persona no se
percataba de los cambios sufridos por ella misma hasta que los veía reflejados
en el aspecto de un compañero al que no había visto en años. Apareció por allí
Alceo, compañero de tienda de Sócrates, el divertido actor de Aspasia Tres. Se
había convertido en entrenador. Pandión, su discípulo, había caído aquella
mañana amarrado a la piedra, prefiriendo la muerte antes que el segundo
lugar, Pandión de Acarnas, quien había prestado juramento efébico al lado de
mi hermano el verano anterior, o así me parecía a mí. Y los encuentros
continuaban. Todos localizaban a algún compañero de la época escolar, al que
la última vez había visto imberbe. ¿Cómo se había posado la gris mancha en la
barba del amigo, de dónde procedían las cicatrices que se veían en sus
extremidades? Y las preguntas sobre una hermana o madre, una esposa o hijo
daban como resultado las mismas respuestas tácitas. En poco tiempo cesaba
el interrogatorio. Cada cual miraba a los ojos al compañero y en ellos leía la
pérdida que, sin darse cuenta, llevaba grabada en los suyos.
Al tercer día, al alba, Eunice me despertó zarandeándome en el campamento
que teníamos instalado a lo largo del Alfeo.
—¡Levántate, dormilón! E intenta echar un vistazo al caballero.
Vi a León en la orilla. Nos habíamos despedido en Mantinea dos veranos antes
y yo no había respondido al montón de cartas que me habían llegado de él y
que seguían en mi equipaje.
Iba acicalado, pulcro, se notaba que había prosperado, había abandonado el
servicio. Le di unas alegres palmadas. Aquel imprudente pilluelo de Potidea era
ahora como una columna, con treinta años, con hijos de más de diez y la
propiedad de nuestro padre, que administraba en aquellos momentos en
solitario. Emprendimos la marcha hacia la ciudad por un camino muy
transitado.
Me reprochó el hecho de seguir la vía de la guerra.
—La soldada vale la pena —fue mi defensa.
—Pues invítame a comer.
Los dos nos reímos.
—Tú no soltarías un óbolo ni por el trasero.
Según me dijo, tía Dafne estaba enferma. ¿Sabía yo que seguía siendo la niña
de sus ojos?
—Está preocupada por ti, hermano. Y yo también lo estoy. —Pretendía que
volviera a casa con él, a trabajar la tierra. Como copropietario, al cincuenta por
ciento —. Yo no puedo con toda la propiedad, Pommo. Pero entre los dos
podríamos conseguir que rindiera.
Mi hermano y yo pasamos el día juntos y ni uno ni otro fue capaz, hasta el
momento de despedirnos, de abordar el tema que más nos llegaba al alma.
—¿Ya has colocado en su lugar sus huesos?
Me refería a los de mi esposa e hijo, a los de mi padre y de Meri, en la tumba
de Acarnas, su hogar.
—Tú eres el mayor, Pommo. Sabes bien que eres tú quien debe hacerlo.
Con aquella respuesta, se desvaneció en mí toda la alegría que podían
depararme a partir de entonces los juegos. Tenía que volver a casa. Preparé el
equipaje a la mañana siguiente, lo que desencadenó una solemne disputa con
Eunice, para quien era artículo de fe que algún día me «daría aires de
caballero» y la abandonaría. No soporto este tipo de escenas con las mujeres.
Tenía ya el equipo a punto cuando vino a buscarme al campamento un hombre
de armas, un escudero de los espartanos. Era un hombre de Endio, a quien
apodaban Derechazo por su habilidad con el hacha. Me transmitió la invitación
de su jefe para cenar en su mesa aquella noche. En ella incluía a mis
compañeros y a las respectivas mujeres.
El banquete del caballero no se celebró en el pabellón de los huéspedes sino
en una propiedad privada situada en Harpine, en las afueras de la ciudad de
Olimpia. Derechazo nos recogió para llevarnos hasta allí. Contaba yo por aquel
entonces treinta y cuatro años; Endio había cumplido ya los cuarenta y cinco.
De joven, mi categoría había sido tan inferior a la suya que incluso entonces,
sin darme cuenta, me dirigía a él con el tratamiento de «señor» y me situaba al
lado de su escudo, como deferencia.
—Tranquilo, Pommo. Ahora podemos ser amigos.
El caballero se mostró cortés, casi diría encantador con nuestras mujeres, al
permitirles cenar junto a él y sus compañeros, una familiaridad, sin precedentes
en Lacedemonia.
—¿Es cierto —aventuró la deslenguada Eunice— que las mujeres espartanas
aparecen completamente desnudas en las fiestas?
—Nosotros no decimos desnudas —respondió nuestro anfitrión— sino
bienaventuradas.
—¿Y qué pasa con las gordas?
—Precisamente por ello no engordan.
Eunice asimiló aquello con sentido del humor.
—¿De verdad que las mujeres espartanas son las más bellas de Grecia?
—Eso afirma Homero —replicó Endio citando a las hijas de Tindáreo, la Helena
de la antigüedad y Clitemnestra, así como a su prima Penélope, a quien Odiseo
había dejado en Ítaca.
Hacia el final de la cena apareció otro espartiata. Era Lisandro. Desde lo de
Mantinea había ascendido a hchagoi de hoplitas. Tomó asiento al lado de
Endio. Cuando se hubo entonado el himno de acción de gracias, dando por
terminado el banquete, los dos nos hicieron señas a Telamón y a mí para que
no nos retiráramos. Era tarde pero había claro de luna. ¿Aceptaríamos
acompañarles al campo para tomar un poco el aire? Nos habían preparado ya
las monturas; los escuderos de los Iguales saldrían primero con sus teas.
¿De qué podía tratarse? Durante la cena se había evitado toda mención de
Alcibíades, nadie había citado proeza alguna poniéndose su nombre en los
labios. El mismo Endio se había limitado a articular un par de palabras sobre su
amigo, respondiendo a una observación hecha por Telamón, sobre el hecho de
que el pabellón más espléndido erigido en honor al vencedor era el de Argos, la
cual, desde lo de Mantinea, se había convertido por segunda vez en
democracia y entre cuyos influyentes Alcibíades contaba con un montón de
aliados y amigos. ¿Estaría explotando políticamente la situación? «Nada de lo
que hace él —precisó Endio— se aleja de la política».
Habíamos recorrido ya unos cuantos estadios junto al Alfeo. Ante nosotros se
extendía un paisaje cubierto de olivares y campos de cebada. Endio comentó
que aquellas tierras, en concreto la propiedad por la que pasábamos entonces,
pertenecían a Anacreón de Elis, familiar de su esposa, quien tenía importantes
deudas con él. A un gesto de Endio, los escuderos de los espartanos se
detuvieron junto al risco que daba al río.
—Lo que vamos a hablar mi compañero y yo ahora mismo —empezó el
caballero — no tiene nada que ver con los reyes y magistrados de
Lacedemonia, nos atañe tan sólo a nosotros, como particulares. ¿Nos
atenderás sin repetir una palabra de lo que oigas?
Se me puso la carne de gallina.
—Podemos volver a pie —respondí, descabalgando. La mano de Telamón me
detuvo.
—Estos caballeros desean hacer un trato, Pommo. Yo también estoy en él. —
Me dio unos toques en la rodilla para tranquilizarme. No perdía nada prestando
atención
a una propuesta de trabajo.
—¿Te consideras patriota? —preguntó Endio dirigiéndose a mí. Era capaz de
llegar a Atenas al despuntar el día, si es que se refería a eso.
—Lo que quiero decir es: ¿defenderías tu ciudad contra sus enemigos?
¿Prescindirías del valor de tu vida si con ella tu país conservara la libertad?
Confiando en los dioses, respondí que esperaba conservar las dos. Sonrió,
echando una mirada a Telamón. Mi compañero se mantenía en silencio. Habló
luego Lisandro, dirigiéndose a mí:
—Has dicho que sacrificarías la vida contra el enemigo que amenazara tu país.
Te creo y eso te honra. Pero sigamos con la suposición. En caso de que
azotara tu nación una gran epidemia, una hambruna, pongamos por caso, una
desgracia.
—Habla sin tapujos, amigo mío.
—. ¿Responderías con la misma audacia? Suponiendo que con un único golpe
certero pudieras salvar.
—¿Me tomas por un homicida, Lisandro? Endio le interrumpió, acalorado:
—Quien mata a un tirano no es un asesino sino un patriota. ¡Un libertador de
su país como Harmodio y Aristogitón!
—Caballeros, caballeros —intervino Telamón levantando la mano—. Estamos
hablando de negocios, no nos apasionemos.
Endio no le hizo caso y siguió dirigiéndose a mí con gran ardor:
—¿No le llamarías salvador a quien librara de tal azote a su patria?
—¡Endio!
La exclamación salió de Lisandro, en tono implacable.
Aquél hizo un esfuerzo por recuperar el control.
—Vamos a hablar claro. Se acabaron las evasivas. Tienes ojos en la cara,
Polémidas; no eres estúpido. El enemigo de tu país no es Esparta. Su
adversario real está en sus propias entrañas. No vamos a ser nosotros sino la
serpiente tres veces coronada, cuya ambición ha llegado a un límite febril,
quien va a destruirla con sus excesos.
—¿Tanto le temes, Endio?
—Le temo y le odio. Y también le amo, como tú.
Se volvió. Durante un buen rato nadie abrió la boca.
—¿Cuál sería la parte correspondiente al patriota —intervino mi compañero—
que lograra arrancar a esa víbora del pecho de Atenas?
—Todo lo que ves.
Eso lo dijo Lisandro, señalando los olivares y los campos de cebada. Telamón
soltó un silbido.
—Un incentivo de gran interés. Ahora bien, ¿cuánto tiempo sobreviviría el
salvador para disfrutarlo?
—Bajo nuestros auspicios, hasta la vejez.
—¿Desde cuándo se preocupa tanto Esparta —preguntó a los dos Iguales—
por el
bienestar de un enemigo?
—¡Basta ya! —gritó Endio—. ¿Vas a matarle?
—Más dispuesto estaría a acabar con vosotros dos, y por la mitad de este
precio.
Las rodillas de los Iguales se hundieron tanto en la montura que los caballos
hasta se asustaron. Lisandro tuvo que reaccionar para controlar las riendas.
—Tranquilidad, amigo mío —dijo, dirigiéndose a Endio—. No vamos a
persuadir a nuestros compañeros esta noche. Puede que estén en lo cierto. Si
Atenas es en realidad la enemiga de nuestra nación, nuestra obligación, la
vuestra y la mía, es la de socorrer a todos los que por su actuación la debilitan.
—Sonrió, mirándome a los ojos —. Que los cielos encumbren a nuestro amigo,
el que luce la triple corona.
Telamón y yo descabalgamos. Endio se giró sobre la inquieta montura.
—Oídme bien porque voy a anunciar una profecía: llegará un día en que
Atenas quedará arruinada, con su flota hundida, las largas murallas arrasadas,
las viudas y los huérfanos gimiendo por sus calles. Y todo ello sucederá a
causa de un hombre.
Ardía en deseos de interrumpirle con algo brusco, pero sus palabras iban
helándome la sangre; no fui capaz de concebir una réplica.
—¿Cuál es, hermanos, el delito —siguió Endio— que más aborrecen los
dioses? No es el asesinato. No es la traición. ¡El orgullo! Y para sofocarlo, el
propio Zeus lanza sus flechas desde el cielo. —Giró de nuevo, levantando la
mano—. Tened en cuenta lo que os digo esta noche.
El caballero se dispuso a partir, hombre y montura salieron como un rayo.
Lisandro permaneció quieto y se dirigió luego a sus escuderos, quienes
montaron en los caballos que nos habían llevado a Telamon y a mí al
promontorio. Bajo nuestros ojos, los árboles y los campos mostraban sus
plateados destellos gracias a la luna.
—Disfrutad de la panorámica, compañeros —dijo Lisandro—. Quizás a cuenta
de ella podremos cerrar algún trato en otra ocasión.
UN PROGRAMA DE CONQUISTA
D espués de los juegos, mi hermano y yo nos dirigimos a pie a Atenas, y
dedicamos los cuatro días a ponernos mutuamente al corriente sobre nuestras
vidas. Arreglé mis cuentas y mandé a Eunice con el transbordador, vía Patrás y
el istmo; ella viajaría más protegida con Telamón y Sopa. Otros de nuestro
gallinero se habían dirigido también a la ciudad. Allí encontrarían trabajo con la
nueva flota para Sicilia.
Ya en casa, mi hermano y yo desenterramos los restos de mi padre y hermana,
así como los de mi esposa e hijo, que permanecían en aquel lugar tan
inapropiado, y los llevamos a la tumba de nuestros antepasados en Acarnas,
donde quizás, por fin, podrían descansar en paz. De pie ante la tierra que
llevaba tanto tiempo apartada de los hijos e hijas de nuestra familia, sentí un
dolor tan intenso que no fui capaz de sostenerme de pie durante el rito y caí de
rodillas, embargado por la emoción.
¿Tú qué opinas, Jasón, qué poder destila nuestra tierra natal para poseernos y
mantenernos cautivos? Tenemos la impresión de habernos apoderado de ella y
en cambio es ella quien se ha apoderado de nosotros. No nos pertenece, sino
que le pertenecemos.
De pequeño, había pasado unas cuantas temporadas en el campo. Mi tía me
llevó a la ciudad a los cuatro años; a los diez, partí para la instrucción. En
realidad nunca conocí a fondo al padre de mi padre ni a sus primos y
hermanos. Fue entonces cuando me familiaricé con ellos, básicamente al tener
que afrontar, con León, su fuerte endeudamiento.
Tú has llevado una explotación agrícola, Jasón. Quien no lo ha hecho no
conoce el significado de la pobreza. En la guerra, como mínimo uno mantiene
la soldada en el puño durante una noche, antes de esparcirla al viento. El
agricultor ni siquiera eso. Antes de que la semilla penetre en la tierra, ha tenido
que hipotecar su cosecha, de modo que aun cuando ésta sea abundante y
pueda llevar al mercado generosas cargas de higos y peras, los beneficios
pasan fugazmente al contable, al recaudador de impuestos y a la propia familia
ansiosa. Decir que un hombre es propietario de una explotación agrícola sería
ridículo si no fuera tan cruel. Más bien la acarrea, como un buey o un áncora de
hierro, siempre a la espalda.
El soldado cree conocer el miedo. Que se lo cuente al agricultor. En vísperas
de una batalla, yo mismo me he embriagado y he dormido como un tronco; en
aquellos momentos, en cambio, tumbado sobre el jergón no paraba de
moverme, insomne como Cerbero. El agricultor saluda el alba siempre con la
misma pregunta: ¿qué
calamidad se habrá producido esta noche? Nunca había sabido de cuántas
maneras puede enfermar un cordero o agriarse un manantial.
. En una granja siempre se estropea algo. Empiezas a repararlo de madrugada
y no acabas hasta la medianoche. Ni la misma Troya sufrió jamás estos
ataques. Los hongos se infiltran en forma de moho, añublo, roya y putrefacción;
hay que luchar contra las úlceras y la parálisis, las fiebres palúdicas, el cólico y
el moquillo. Todo lo que trepa o se arrastra es un enemigo. En mis campañas
pegaba un manotazo a los insectos y no me acordaba más de ellos; pero en
aquellos días los tenía presentes en mis pesadillas. Termitas, zompopos,
avispas y avispones, langostas, ácaros, áfidos y escarabajos del grano,
mariposas nocturnas, garrapatas, gorgojos y moscardas; los que roen el
corazón de la fruta y los que la desgarran, los que hurgan en ella y los que la
devoran. Sólo Dios podría dar fe de los seres que infestan las entrañas del
ganado; cancros y orugas, sanguijuelas y tenías; y en cuántos estercoleros ha
de hundirse el agricultor hasta el codo. Uno no puede ni confiar en la tierra,
puesto que a cada alborada descubre un muro derribado, una zanja hundida.
Cada tarea conlleva un gasto y el propietario nunca tiene dinero. La moneda
del agricultor es el sudor, el único bien que posee a raudales. La lluvia es su
Némesis, excesiva o escasa, así como el sol, el viento, el fuego y el tiempo. El
jornalero lleva sólo a cabo el trabajo que corresponde al jornal y el que
enloquece e invierte en uno o dos esclavos no hace más que añadir problemas.
Mi hermano y yo, hundidos hasta la pantorrilla en el fiemo de las ovejas, nos
planteábamos en silencio esta pregunta: ¿cómo demonios se las arreglaba
nuestro padre?, ¿cómo podía un hombre solo estrujar la porquería para sacar
provecho de ella cuando nosotros, enyuntados, nos veíamos completamente
derrotados? El agricultor se hace viejo a los cuarenta. Aguanta temporada tras
temporada con el apoyo de un solo aliado: su perro.
Incansable, fiel incluso, el compañero del agricultor (el resto de descastados
comprende un inútil montón de vagabundos) le sigue los pasos desde el canto
del gallo y trabaja con él sin descanso durante todo el día, contento, sin más
recompensa que el sonido de la voz del amo y unas rápidas palmadas y algún
mimo al final de la jornada. Él es el señor de todas las bestias, el centinela
nocturno, el baluarte de la línea, sin el cual la granja no sobreviviría.
Sin duda, el campo representa para el niño la felicidad; para él, cada tarea es
un motivo de diversión y cada ser, un compañero de juego. La mujer también
se manifiesta tal como es en una granja. Eunice se deleitó allí. La esposa de
León, Teonoe, era una dama de ciudad; el campo la aburría. En cambio a sus
hijos les sentaba de maravilla, lo que desencadenaba en mi mujer aquel ansia
que conoce tan sólo la que no ha tenido hijos. Si deseaba quedarme, tenía que
convertir a Eunice de manera oficial en mi mujer; ya no aguantaría más el
constante ir y venir.
Durante aquel otoño recibimos noticias de Euriptolemo. Iba a organizarse una
armada para invadir Sicilia; a su mando estaría Alcibíades. Podía enrolarme en
ella, así como mi hermano. Se nos ofrecían tres meses de paga y doble salario
para los
oficiales si aquello se prolongaba.
Eunice no podía quedarse en la estancia donde León y yo discutimos el asunto.
Poco después apareció Alcibíades para presentar sus planes ante nuestro clan.
Llegó hasta la Colina del Tiempo, en Acarnas, la antigua casa de campo con
cubierta de tejas de mi abuelo. Allí nos reunimos una treintena de familiares:
básicamente los mayores, aunque también nos acompañó algún miembro de
sangre joven. Alcibíades se dirigió a los congregados después de la comida.
Buscaba dinero para la escuadra. No se trataba de los ingresos del eisphora, el
tributo de guerra, que por aquel entonces se había exigido ya a todos los
ciudadanos, sino de un avance sin garantías de devolución y voluntario. En
concreto iba en busca de patrocinadores particulares, personas dispuestas a
hacerse cargo en su nombre o como sociedad de unas naves de guerra.
Contaba con que construirían las naves desde la quilla, correrían con todos los
gastos de construcción y prueba y harían donación de ellas a la flota, junto con
los fondos para un año de salario de oficiales y tripulación. Era para Sicilia,
para la gran invasión.
Cabe citar aquí una destacada característica del estilo político de Alcibíades: su
temeridad en la presentación de una causa, despojándola de todo protocolo. Si
bien había sido elegido en cuatro ocasiones para el Consejo de los Generales,
aquella noche su prestigio no venía respaldado por una autoridad estatal ni la
generaba ninguna instancia oficial. Se presentaba ante nosotros por su cuenta.
Por lo que se refiere al cometido en Sicilia, daba la casualidad, como tú sabes,
que a la sazón Atenas poseía un tratado de mutua defensa con la ciudad de
Segesta; poco antes, los representantes de dicha ciudad habían hecho un
llamamiento a la Asamblea, en busca de apoyo en una contienda con sus
vecinos, los selinuntinos, quienes, con la ayuda de las fuerzas de Siracusa, les
tenían asediados. Alcibíades y otros partidarios de la guerra habían
aprovechado aquello como pretexto; de la noche a la mañana el pueblo ratificó
la medida. Se asignaron fondos para una expedición; se nombraron tres
generales: Alcibíades, Nicias y Lámacos. No obstante, ciertos adversarios,
entre los cuales estaba el propio Nicias, se habían confabulado para poner un
límite al desembolso con la esperanza de socavar la operación antes de su
inicio. Alcibíades llevó su propuesta al pueblo, mejor dicho, a los adinerados, a
las mejores familias y asociaciones políticas privadas. La noche que se
presentó ante la nuestra ya había organizado como mínimo tres encuentros de
este tipo y programado otros cuatro para las cuatro noches siguientes. En total,
se calculaba que había influido en más de doscientos clanes y hermandades;
aquello le llevó todo el otoño y parte del invierno. Se solía bromear sobre estas
campañas nocturnas diciendo que cuando menos le mantenían alejado de los
burdeles.
Sin embargo, era un asunto grave y Alcibíades lo abordaba con la mayor
seriedad. Antes de acudir a la velada con los hombres de nuestra familia, se
había preocupado de ver en privado a los principales miembros, ya fuera en el
campo o en la ciudad, donde pudiera establecer con el hombre un contacto a
solas y sin ceremonial. Era una táctica para ablandarlos. Además, cada posible
benefactor había recibido en casa un programa, y él mismo llevaba otros,
actualizados, a las reuniones, donde los distribuía. Cabe destacar que dos de
mis tíos, cuyos recursos eran demasiado exiguos para afrontar una
contribución tan monumental, no recibieron los programas sobre la escuadra
sino unas instrucciones más modestas en las que se solicitaban donaciones
para la caballería. Recuerdo la sorpresa, por no decir indignación, de mi abuelo
al constatar la información recabada por Alcibíades sobre las mejores
propiedades de nuestra familia, ¿hasta qué punto estaría al corriente de la
situación de los principales eupátridas de la ciudad, los auténticos ricos de toda
la vida?
El atardecer se presentó claro y glacial. Se dispusieron unos braseros en la
terraza meridional de la casa de mi abuelo, protegidos por unas mamparas de
lana, que dejaban abierto tan sólo el costado que daba a Decelea. Alcibíades
llegó pronto, acompañado por Menesteo y Pitíades y también por el arquitecto
naval Aristofonte, dispuesto a responder a las cuestiones técnicas. Todos
estábamos al corriente de que los dos compañeros de Alcibíades habían
recibido premios al valor por parte de la flota, Menesteo, como capitán de nave
en Mitilene, Pitíades, como comandante de escuadra en Cos, y que ambos
tenían ya una edad, cierta inclinación oligárquica, por lo que sin duda les había
reclutado a fin de contrarrestar su juventud y notoriedad como paladín del
pueblo. Una vez concluida la cena y el himno, recogida ya la mesa, Alcibíades
saludó a sus anfitriones y les agradeció la asistencia y hospitalidad.
—Permitidme acometer el tema que nos ocupa y, al igual que los espartanos,
seguir el dicho de lo bueno si breve dos veces bueno. Si bien, como todos
sabéis, se me ha elegido para el Consejo de los Generales y se me ha
brindado la oportunidad de compartir el mando de la escuadra expedicionaria,
he acudido esta noche ante vosotros sólo en calidad de ciudadano. Por tanto,
me dirijo a vosotros, amigos míos, exclusivamente en mi nombre. Alguien
puede recriminármelo, tachando la actitud de vanidosa o impertinente. Eso es
lo que opinarían nuestros enemigos, los espartanos, quienes actúan, cuando
deciden hacerlo, siguiendo únicamente las pautas establecidas y por las vías
que corresponde. Por ello nuestro sistema de gobierno es superior al suyo y
por lo mismo jamás nos han aventajado ni nos aventajarán. Puesto que nuestro
sistema dispone que cualquier ciudadano puede plantear la cuestión que sea a
otro o a un grupo, buscando por medio del razonamiento y la persuasión un
consenso para su causa. Esto es la democracia en el mejor de sus sentidos.
No se trata de dirigirse con el engreimiento de los demás a la multitud, sino de
hacer una fría y comedida llamada al sensato y al prudente, en interés de
todos.
»Soy consciente, conciudadanos, de que algunos os mostráis escépticos
respecto a mí y no me tenéis en gran estima. Permitidme que encare
directamente esta cuestión para poder convenceros de que mis cualidades
personales que podrían inquietaros desempeñarían en las presentes
circunstancias no el papel de rémoras sino el de bazas en beneficio de nuestra
causa como individuos y de nuestra ciudad en general.
»Otros reprobarán mi ambición, la cual no oculto. Tal vez os parezca ultrajante;
algunos temen sus consecuencias. Tendré también en cuenta a los que se han
escandalizado a causa de mi comportamiento personal. Si se me permite
decirlo, ¡yo mismo me he escandalizado! Pero esto no puede achacarse más
que a la juventud, caballeros, y a un exceso de ardor. Cuando alguien adquiere
un potro para las carreras, no busca en él la docilidad sino el brío. Va por un
caballo que corra. Que sean los adiestradores quienes lo amaestren. Y eso es
lo que os pido esta noche a vosotros, caballeros. Tendedme la mano. Ajustad
mi ímpetu a vuestra moderación. A partir de este equilibrio se forjan los
grandes equipos y se ganan las carreras importantes.
»Sicilia es una carrera importante. Tiene un vasto territorio, más fértil que todo
el Peloponeso y una extensión cultivable mayor que toda Grecia. En Sicilia
crece la cebada, el trigo, el centeno y la avena. Allí se hace pujante el olivo y
todo tipo de frutales. Sicilia posee agua, madera y caballos. Quien cuenta con
Sicilia no necesita el grano del mar Negro. Dispone además de una gran
variedad de minerales: oro, plata, hierro, cobre y estaño. Sus ciudades, en
número de cincuenta, pueden equipararse a las poleis griegas en cuanto a
recursos y tesoros.
»Y lo más tentador es que Sicilia se encuentra en el umbral de Italia. No hace
falta que entre en detalles sobre la riqueza de estas tierras inexplotadas. No
creo que nadie me lo discuta, caballeros. Perfecto. Sin embargo, ahora se
plantea una clara cuestión que nadie expresa: ¿qué voy a sacar yo de ello?
»Todos vosotros tenéis hijos, algunos de los cuales tienen a su vez los suyos.
Cada heredero debilita vuestro patrimonio, porque deben dividirse las
propiedades. ¿Qué vamos a dejar a nuestros sucesores? ¿Dónde encontrarán
la parte que les corresponde? Vosotros, amigos míos, pertenecéis a la clase
ecuestre, de la pentakosiomedimnos; sois terratenientes y caballeros.
Permitidme que os formule una pregunta. ¿Qué es más fácil: construir una gran
propiedad con barro y piedras o conquistar una entera, una propiedad que
posea ya sus campos desbrozados y sembrados, con agua, cercas, pastos e
incluso campesinos que conocen el arte de cultivar la tierra? Cuando nos
apoderemos de Sicilia, ¿a los hijos de quién corresponderá la mejor parte del
lote? ¿A quién pueden entregarse si no a los que han sufragado las armas con
las que se ha hecho posible la conquista?
»Estaréis pensando: la guerra no es una empresa loable, Alcibíades. Acarrea
un sinfín de perjuicios; puede que su resultado sea la calamidad. Os
plantearéis asimismo: Sicilia es fuerte, sus cincuenta ciudades no van a
limitarse a darse la vuelta y rendirse. Os respondería que ojalá tuviera más
ciudades, puesto que cuanto mayor es la división con más facilidad se
someten. Pensemos que esas ciudades son islas. Lo que son en realidad. Va
cada una por su cuenta, movida por su propio interés, envidiosa de todas las
demás. Nos apoderaremos de estas ciudades como lo hicimos con las islas de
nuestro imperio: aliándonos con la más fuerte contra la más débil, conquistando
lo principal y pasando luego a la parte que opone resistencia. Dejaremos una o
dos independientes, para poder señalarlas ante ellos como prueba de
que no hemos coaccionado a nadie para que forme parte de nuestra alianza.
»Muchos de vosotros habéis tenido un cargo en la flota. Comprendéis lo que
significa el poder naval. Cuestionáis la viabilidad de un proyecto con tantas
ligas, tan alejado de cualquier puerto amigo, del reabastecimiento. Os
responderé, amigos míos, que aun cuando la escuadra fuera innecesaria,
buscaría un pretexto para que pudiera hacerse a la mar, de todas formas.
Permitidme que os cuente por qué. Ante una recompensa de la envergadura de
Sicilia no basta la fuerza bruta, hace falta diplomacia y audacia, y por encima
de todo la súbita y espectacular presentación de una fuerza abrumadora. Y
para ello nada mejor que una escuadra. Escuchadme con atención, caballeros.
»Las fuerzas terrestres, por numerosas que sean, presentan a la vista un
espectáculo de confusión y falta de delimitación. Cuando avanzan por el campo
de batalla su número queda a menudo desdibujado entre los sembrados o bien
oculto tras los desfiladeros y montañas. Mil soldados de infantería ocupan un
espacio poco mayor que esta propiedad. Un ejército, aunque reúna cincuenta
mil soldados, suele quedar eclipsado por el paisaje u oculto entre el polvo que
levanta su propia marcha; a pesar del número, produce una impresión
lastimosa y muy poco intimidatoria.
»¡Ah, pero una escuadra! Su exhibición abarca sin fisuras el horizonte del
piélago, con el brillo de las velas extendidas y de —los bancos de remos. Un
ejército en el campo de batalla tiene el aspecto de una multitud, la armada, el
de la cólera de los dioses. Y no lo olvidéis: el enemigo jamás verá eclipsada
nuestra flota por la inmensidad del océano. Nos contemplará siempre entre los
confines de su propio puerto, el cual habremos llenado de un extremo a otro
con naves de guerra y hombres para amilanarles y acorralarles.
»Pero el despliegue de la fuerza naval tiene otro aspecto revelador. Su
temeridad. La escuadra lleva consigo la audacia de su empresa. El enemigo
que se encuentra en casa queda impresionado por su súbita aparición. Al ver la
fuerza naval avanzando hacia él, procedente de las capas celestiales, queda
sobrecogido por el terror, como le ocurrió a Príamo cuando vio las negras
naves de Aquiles ante Troya.
»La flota reduce al mínimo el riesgo y las víctimas. Por medio de su
espectáculo, amedrentaremos una ciudad tras otra y las introduciremos
paulatinamente en nuestro saco. Region, Mesana, Camarina, Catane, Naxos y
la originaria Sícelo, todas se unieron a nuestra causa en el pasado; actuaron
correctamente y volverán a hacerlo. Nuestro avance adquiere un impulso
propio, y el enemigo es incapaz de no verlo como el destino. Se da cuenta de
que no puede imponerse y por voluntad propia se enrola bajo nuestra bandera.
Sí, sí, me diréis, todo esto en teoría parece admirable, Alcibíades. ¿Pero quién
lo hará realidad?
»He de dejar ahora a un lado la delicadeza para hablar con claridad, sin
ambages. Sé que algunos sienten celos de mí, de mi celebridad. Es algo que
yo comprendo, amigos míos. Os pido, sin embargo, que penséis que ahora
mismo pongo dicha fama a vuestra disposición para unirla a vuestros objetivos.
Lo que consiga yo con mis esfuerzos particulares redunda tanto en beneficio de
Atenas como en el mío propio. Recordad lo que ocurrió en Olimpia; los
principales dirigentes de Sicilia se encontraban en el estadio cuando mis
caballos consiguieron la triple victoria. Erigieron pabellones en honor de ésta y
gritaron junto a mí, en busca de mi amistad. ¿Acaso no se mostrarán bien
dispuestos cuando yo mismo, junto a los jefes que me acompañen, con el
apoyo de esta formidable armada, me dirija a ellos como estoy haciendo con
vosotros esta noche, sin arrogancia, sin amenazar con destruir sus hogares y
esclavizar a sus familias, al contrario, buscando su alianza, ofreciéndoles que
se unan a nosotros? Aunque pueda parecer inmodesto, voy a preguntaros:
¿qué otra persona en Atenas podría inspirar la misma atención?
»Y con otros dos puntos voy a concluir, caballeros.
»En primer lugar, a quienes protestan diciendo que nuestra nación vive ahora
en paz, que tenemos un tratado con los espartanos y que esta empresa
siciliana, si bien técnicamente no representa un quebrantamiento, a la larga ha
de sumirnos en una guerra a gran escala, les responderé con otra pregunta:
¿qué tipo de paz vivimos en la actualidad si las ciudades de Grecia en realidad
están luchando ahora en más frentes que antes? ¿Qué paz es ésta cuando la
tercera parte de nuestros jóvenes opta por servir como mercenarios de estos
estados? Volverá la guerra, qué duda cabe. Lo que debemos decidir nosotros
es cuándo. ¿Se reanudará en el momento en que nuestros enemigos se
encuentren mejor dispuestos, cuando sus fuerzas estén mejor preparadas? ¿O
bien seremos nosotros quienes elijamos, cuando nuestra causa tenga más
posibilidades de imponerse?
»Pasemos ahora al meollo del problema. Para otros, caballeros, yo podría
limitar mi llamada siguiendo unas consideraciones de ganancia y riesgo, que no
son intrascendentes. Para vosotros, no obstante, para los que consideráis la
cuestión con los ojos de la sabiduría, he de hablar de designios más profundos.
»Nuestra nación es grande. Pero la grandeza engendra obligaciones. Debe
demostrar su valía si no quiere derrumbarse. Todos habéis constatado lo que
esta guerra, llevada a cabo de forma poco sistemática, sin vigor, así como la
denominada paz, han conseguido generar en el espíritu de nuestros jóvenes.
Quienes están a punto de llegar a la madurez reclaman acción, mientras que
los veteranos se ven sumidos en la decepción y el resentimiento. Se están
echando a perder. Digámoslo por su nombre. Sicilia es el antídoto. Una
llamada al esplendor que rescate a nuestra juventud del agotamiento y la
desesperación. Pericles cometió un error al situarnos a la defensiva. No es
propio de Atenas. No es propio de nuestro estilo. Estamos muriendo día a día,
constreñidos por esta innoble paz, en declive, no por falta de recursos sino por
carencia de gloria.
»Atenas es una espada que se oxida en su funda. Nosotros, los atenienses, no
podemos, cruzarnos de brazos. La inactividad es fatídica para todos. Y lo que
más aborrezco de esta paz son las consecuencias sobre el alma de nuestra
nación. Acabará con nosotros, amigos míos, como una derrota en la guerra.
Atenas no es una mula de tiro sino un espléndido caballo de carreras; no
debemos engancharla a un arado, antes bien a un carro. a un carro de guerra.
»Finalmente, caballeros, hablaré para aquellos que desconfían de mí y temen
mi ambición. Cuando esta escuadra se sitúe ante Siracusa, no me veréis
amilanarme frente al enemigo. Mi ariete será el primero en buscar al adversario
y en arremeter contra él. Puede que acaben conmigo. Pero entonces vosotros
os habréis librado de mí. Mi orgullo ya no os irritará. Pero tened presente que.
»La escuadra permanecerá.
»Mucho después de que mis huesos se hayan convertido en polvo en la tierra
dispondréis de ella. Atenas dispondrá de ella. Será vuestra y la utilizaréis a
vuestro antojo.
»Reflexionad sobre esta propuesta, amigos míos. El botín de nuestra empresa
lo compartirán todos, incluso los que habrán permanecido a salvo lejos del
combate. Pero el honor y la gloria se reservarán para los primeros que se
hayan alistado. Uníos a mí, hermanos y compatriotas. Zarpemos desde
nuestros puertos con esta imponente armada y que el mundo se maraville ante
ella.
UN DISCURSO DE NICIAS
El debate que siguió a la partida de Alcibíades en casa de mi abuelo fue un fiel
reflejo, en ardor y vivacidad, de lo que destilaba hasta el último poro la
concurrencia ante las palabras de aquel hombre.
Más allá del mérito de la presentación de nuestro anfitrión, se estuviera o no de
acuerdo con él, lo que realmente impresionaba a quien le escuchara era la
fuerza de su personalidad. La mayor parte de ancianos del clan sólo había
tenido ocasión de ver a Alcibíades en la Asamblea. Era la primera vez que
disponían de la oportunidad de observarlo de cerca, en su propio consejo,
donde podían mirarle a la cara, ver la inteligencia en sus ojos, la expresividad
en sus manos, la determinación en su voz. Era la fuerza personificada. Su fe en
la empresa que defendía era tan auténtica, la transmitía con tal convicción, que
incluso los que se mostraban reacios ante su sabiduría o sus acérrimos
detractores debían echar mano de una cierta frialdad para resistirse a su
persuasión. La belleza de aquel hombre conquistaba con facilidad a los ya
predispuestos, pero desarmaba también a quienes detestaban su carácter y
comportamiento.
Hasta el ceceo actuaba en su favor. Era un defecto; le hacía humano. Anulaba
su arrogancia y conseguía que el público, a pesar de todos los recelos, viera a
Alcibíades como a un igual. Pese a que acabo de presentar su discurso como
si él lo hubiera pronunciado sin interrupciones, en realidad su efecto se
intensificaba gracias a una serie de simpáticas rarezas.
Cuando la memoria le fallaba y no encontraba la palabra o frase que buscaba,
acostumbraba a hacer una pausa, que podía durar unos momentos, ladeando
la cabeza, hasta que se le ocurría el giro o expresión buscados. Aquella actitud
resultaba atractiva por la falta de artificio, por su ingenuidad y autenticidad. Con
ella vencía.
Se produjeron espectaculares reacciones entre nuestro clan. Mi tío Hemón,
acérrimo entusiasta de «lo bueno y verdadero», menospreció la caracterización
que hizo nuestro invitado de la expedición como honorable y de sí mismo como
patriota.
—Hace la rosca al vulgo, pura y llanamente, y la llamada proeza siciliana
pretende hacer pasar por justicia la audacia de la acción y lo desmedido de la
ambición, presentándola como una cuestión de honor. Pero no se trata de
honor sino de thrasytes, atrevimiento, sin más.
Hablaron otros y hubo división de opiniones. Mi abuelo fruncía el ceño sin
manifestarse. Acuciado por fin por su hijo, Ión, hermano de mi padre, rechazó a
Alcibíades diciendo:
—Lleva faldón demasiado largo.
El comentario fue recibido por un fuerte griterío por parte de los más jóvenes.
—Echa otra cabezadita, abuelo —saltó mi primo Calicles. El patriarca
respondió:
—Nuestras generaciones anteriores llevaban el dobladillo más; arriba, como
muestra de veneración hacia sus orígenes, la época en la que araban la tierra,
cuando sus vestiduras no tenían que arrastrarse sobre el fango y el estiércol.
Pero la nueva generación, nacida en la ciudad, no conoce nada de la tierra, por
ello permite que sus faldones rocen el suelo sin recato ni decoro. Mis temores
no se centran en los bosques ni viñedos, Calicles, antes bien en las virtudes
que nos enseña el cultivo de la tierra: la modestia, la paciencia, la veneración a
los dioses, de todo lo cual Alcibíades conoce muy poco y le importa menos. Es
un producto de la ciudad y él mismo pone de manifiesto todos sus defectos: la
vanidad, la arrogancia, la impaciencia y la inmodestia ante los cielos.
Calicles le respondió con gran brío:
—Yo puedo citarte otras muchas virtudes del campo, anciano. Estrechez de
miras, misantropía, tacañería y pobreza de horizontes. ¡Al cuerno con todo ello!
La ciudad tiene como virtudes la audacia, la imaginación, la perspectiva y la
totalidad.
—El hombre del campo —siguió mi abuelo— está interesado en la paz, el de la
ciudad está al servicio de la guerra.
—Un servicio que no ha hecho ningún daño a tu bolsillo, abuelo. Ni a nadie que
viva bajo este techo.
Aquello provocó un gran revuelo.
—Caballeros, caballeros. —Mi tío Ión restableció el orden. De todos los
reunidos era el que mejor encarnaba la sagacidad a la que la gente del campo
denomina «sabiduría de la tierra»: el sentido común de la madurez. ¿Qué
opinaba él, quisieron saber sus parientes, no sólo de la propuesta de nuestro
invitado sino del hombre en sí?
—Le temo. Pero más miedo aún me da rechazarlo. Mientras le observaba esta
noche, a la fuerza tenía que imaginármelo, como él mismo sugería,
dirigiéndose a concurrencias como ésta en Sicilia, enfrentándose a los nobles
de aquellas tierras, solicitándoles su alianza. Sicilia es rica, de acuerdo, pero
también es basta. Podríamos comparar a sus príncipes con los nuestros de
hace cien años. Probablemente no se sentirán tan impresionados por el poder
de Atenas como por su agresividad y audacia, cualidades que ellos temen,
admiran y envidian, y que nuestro invitado encarna en grado sumo. Él es
Atenas, o aquella parte de ella capaz de intimidar y doblegar a esos caballeros
de allende los mares.
»Es acertado también el punto expuesto por el capitán Pitíades, sobre el hecho
de que Siracusa, cuya conquista, en eso estamos todos de acuerdo, constituye
la llave que ha de abrir Sicilia, es una democracia. Hemos visto la atracción que
siente la muchedumbre por nuestro joven héroe. Quizás también esto vaya a
favor de la expedición. Sin embargo.
—Sin embargo, nada —le interrumpió Calicles, nuestro joven agitador. Habló
de su servicio, durante el invierno anterior, en Recursos Navales. Entre sus
cometidos estaba el de hablar con los intermediarios que representaban a los
marineros extranjeros: los isleños de Samos, Quíos, Lesbos y los otros estados
marítimos que servían a sueldo en la flota ateniense. Calicles afirmó conocer
aquellos hombres.
—No son piratas ni lobos de mar hartos de vino, sino profesionales de gran
responsabilidad con espíritu de aventura, que abrigan esperanzas de
prosperar. Saben cuánto vale su destreza y se valoran con astucia. De todas
formas, estos extranjeros no sirven en nuestra armada tan sólo por dinero,
pues éste podrían conseguirlo en otra parte, sino por un imponderable mucho
más contundente.
»Están enamorados de Atenas.
»Observadlos —siguió Calicles—, cualquier día de asueto. Desfilan en los
festivales, abarrotan los bancos de las danzas y coros. Durante sus horas libres
se reúnen en el Liceo y en el Leocorión, en el mercado, en la Academia y en
los bosques y parajes en los que se juntan los filósofos con sus alumnos.
Todos les habéis visto, primos. Permanecen cerca de allí escuchando
embelesados a Protágoras de Abdera, Hipias de Elis, Gorgias de Leontino,
Pródico de Cos y el sinfín de sofistas y retóricos que montan su tenderete al
aire libre ofreciendo la mercancía de la sabiduría. Se arraciman alrededor de
Sócrates. Y sobre todo se entusiasman con el teatro.
»Antes de una competición se les ve por centenares en el patio, buscando la
sombra bajo las estatuas de los generales o saliendo de la arboleda del
Amazoneón con sus amantes y la cesta de la comida en la mano, con la manta
de lana que usan en el mar sobre el hombro, y los mismos cojines en los que
se sientan para remar les sirven a la hora del espectáculo.
»Les he visto en los gimnasios en los que admiten extranjeros. Los marineros
hebreos soportan el dolor que producen aquellas abrazaderas de cobre
llamadas «sombrero de hongo» que tensan la circuncidada piel de sus
miembros, situándola por encima del descubierto prepucio, a fin de que una
vez desnudos puedan parecer griegos, atenienses. Tal es el delirio que les
inspira nuestra ciudad. Si abriéramos las listas de la ciudadanía, el número de
solicitudes tendría una longitud que superaría las tres vueltas al ágora.
»He aquí mi opinión, caballeros. En todos los puertos extranjeros en los que he
atracado, han acudido a mí veinte veces al día los marinos extranjeros,
navegantes de primera clase en busca de mi influencia para conseguir una
litera en nuestras naves. La mayoría se ofrece sin esperar paga alguna.
Desean tan sólo aprender bajo las órdenes de un capitán ateniense, para
perfeccionar su destreza y conseguir sus aspiraciones.
»Estoy convencido de que estos extranjeros se verán empujados a servir bajo
las órdenes de un jefe como Alcibíades. Los mejores, los más ambiciosos
serán los que más desearán navegar con él, puesto que saben que él les
llevará a la victoria y también porque se asemejan a él. Sueñan en convertirse
en él. Alcibíades lo sabe y
sabe también cómo sacar partido de ello.
»Recordemos que todos estos marineros se conocen entre sí. Frecuentan los
mismos antros y casas llanas; conocen a todos los oficiales de todas las
escuadras y saben qué marineros navegan con él. No estoy abogando por
Alcibíades. Pienso, empero, que la oportunidad de servir bajo su mando
arrastrará a los mejores navegantes del mundo. Dejo que cada cual valore por
su cuenta las consecuencias que ello ha de tener sobre Sicilia y sobre nuestros
enemigos del Peloponeso.
Aquel invierno muchos hacendados presentaron garantías para construir las
quillas. Pero como suele ocurrir con los humanos, al llegar la primavera
encontraron excusas para la demora. Alcibíades y su círculo siguieron por su
cuenta. Euriptolemo y Trasíbulo pusieron en servicio el Atalanta y el Afrodisia;
otros el Vigilante, el Contrabalanza y el Temible. Alcibíades inició la
construcción del Antíope y del Olimpia; éstos, además de los cuatro que había
donado con anterioridad. ¿Podía permitirse tal desembolso? Quizás no, pero
aquel inicio atrajo a otros que esperaban un mejor momento. El espectáculo de
aquellas naves que se construían en los astilleros de Muniquia y Telegonia, el
incesante golpeteo de azuelas y formones que tallaban los baos, el hedor de la
brea y la estopa que se embutía en las junturas de los cascos con
ensambladura de mortaja y espiga, así como la multitud de technitai y
archítectones, carpinteros y constructores navales empleados a este efecto,
producían un efecto magnético e irresistible. En poco tiempo se cubrió de
cascos en construcción un espacio costero de más de ocho estadios en
Cantaros y otro de doble longitud en el camino de Sunion, por no citar los que
iban surgiendo simultáneamente en las zonas madereras de Macedonia y el
Quersoneso, mientras los muelles se poblaban de establecimientos de
carpintería, de manufacturas de velas, almacenes y fundiciones, herrerías,
armerías, puestos de sogueros y manufacturas de mástiles y palos. Los
banderines y enseñas coloreaban los callejones; bajo los colgajos circulaban
los carros día y noche, suministrando material para la construcción.
Había calado la fiebre. En la ciudad no se hablaba más que de Sicilia. En el
mercado, se quitaban unos a otros de las manos las maquetas de barro de la
isla; hombres y muchachos esbozaban su perfil en la tierra y ensalzaban sus
maravillas en la barbería y en la talabartería. Era como si se hubiera
conquistado ya y no hubiera que discutir más que la distribución del botín.
El aristócrata Nicias se dirigió a la Asamblea en una calurosa mañana, en la
que el Pnix, convertido en un horno, estaba de bote en bote.
—Atenienses: veo que la aventura os ha robado el corazón. Al dirigirme hoy a
esta concurrencia no he podido localizar a mi ayudante. Le han encontrado
más tarde por fin entre los mozos, parloteando, fascinado, sobre Sicilia. ¿Qué
otra cosa podía esperarse? Nosotros, varones de Atenas, tenemos por
costumbre contar como nuestro algo en lo que hemos puesto nuestras
esperanzas y, en cuanto hemos tomado una resolución, no permitimos que
nadie se oponga a nuestro antojo. A quien se atreviera a hacerlo, le haríamos
callar a gritos, como si creyéramos que con sus palabras nos está arrebatando
lo que ya poseemos y no aconsejando por nuestro propio bien sobre aquello
que tal vez nunca consigamos, en cuya persecución podemos encontrar
incluso nuestra propia ruina.
»Veo también ante mí, en la primera fila, al joven, y a sus aliados, cuya
ambición ha inflamado vuestros corazones con esta insensatez. Sonríe el
orgulloso criador de caballos, el corruptor de la moral pública, pues sabe que
digo la verdad. No soporto ver esa sonrisa, amigos míos, por atractiva que
pueda parecer. No permitáis, caballeros, caso de encontraros junto a los
secuaces de este catrín, que os intimiden sus bravatas, ni os sintáis
avergonzados cuando os llamen cobardes al poner alguna objeción a la
expedición en ciernes. En efecto, sus amigos me están interrumpiendo.
Dejémosles. Ahora bien, si estos fanáticos no atienden seriamente a mis
palabras, ruego que vosotros, sus mayores, quienes debéis darles ejemplo, lo
hagáis.
»Veo asimismo, en aquel protegido recinto en el que goza de popularidad, a
Sócrates, el filósofo, cuyos consejos escucha tan sólo nuestro joven héroe.
Todos sabemos de qué lado estás, amigo nuestro. Has expresado tu opinión
en contra de la aventura siciliana, calificándola de injusta, de declaración de
guerra a un pueblo que no abriga intenciones de desencadenarla contra
nosotros. Dilo en voz alta, amigo mío, si es que miento. Tu célebre daimon, la
voz que te advierte del peligro o de lo descabellado, te ha desaconsejado tal
aventura, ¿o no es así? Sin embargo, no veo que nadie preste atención a tus
canas ni a las mías.
»Permitidme, pues, varones de Atenas, que os hable, no en oposición a tal
empresa, puesto que intuyo que habéis tomado ya partido y nada puede
desviaros, sino desde el desván de la experiencia, como suele decirse,
precisando que debemos discutir este asunto si deseamos lograr la
espectacular proeza y no acabar fracasando por completo.
Nicias expuso los peligros que entrañaba alejarse tanto de la metrópoli y de los
puntos de reabastecimiento, de cruzar unos mares tan distantes y traicioneros,
precisando que en invierno tal distancia, incluso la nave más veloz, tardaría
cuatro meses en cubrirla. En las anteriores campañas allende los mares,
habíamos contado con el baluarte de los puertos aliados, como lejanas bases y
territorios amigos, para asegurar el abastecimiento. Aquél no era el caso de
Sicilia. Nos encontraríamos en los confines de la tierra, sin un mendrugo que
llevarnos a la boca aparte del que lleváramos con nosotros. Advirtió asimismo
que al acometer a este nuevo enemigo, dejábamos a otro en el umbral de
nuestra puerta, los espartanos y sus aliados, que habían estado a punto de
destruirnos y quienes, a pesar de ceñirse a los acuerdos de paz,
reemprenderían sus operaciones redoblando los esfuerzos en cuanto nos
hubiéramos centrado en el frente occidental, y además, suponiendo que
sufriéramos allí un revés, con nuevo coraje, y apoyados por nuevos aliados tan
crecidos como ellos, intensificarían la guerra para acabar con nosotros.
Habló de los mercaderes, los artesanos y marineros de fuera, que llenaban los
muelles y astilleros, y en la misma proporción, los bancos de la flota. ¿Cómo
podíamos confiar en aquellas personas que no compartían nuestra sangre,
sabiendo al mismo tiempo que sin ellos no teníamos ninguna esperanza de
dominio? ¿Acaso no nos situábamos en la misma posición peligrosa en la que
se encontraban nuestros enemigos, los espartanos, que tenían que luchar con
un ojo clavado en el enemigo y el otro en sus propios siervos? En la guerra, a
menudo no podíamos contar ni siquiera con nuestros propios compatriotas.
Mucho menos con quienes sirven a sueldo.
—Al dirigirme hoy a esta asamblea, he observado que se están construyendo
gran cantidad de viviendas y establecimientos. Eso es buena señal. Pero no
debéis olvidar, atenienses, que se trata de las mismas propiedades que fueron
abandonadas, incluso incendiadas por sus dueños, durante la peste. ¿Es que
lo habéis olvidado, amigos míos? ¿Recordáis la huida en aquellas horas en las
que vuestra supervivencia colgaba de un hilo, en las que no existía riqueza,
poder ni súplica a los dioses que valiera para apartar de nosotros el asedio de
los cielos? La paz, que yo mismo negocié, nos ha reportado sus beneficios.
Hemos podido abrir las puertas de la ciudad, cabalgar de nuevo hacia nuestras
propiedades, ponerlas en orden y sembrarlas otra vez. Han nacido ya niños
que no conocen el hedor del fuego incendiario del enemigo ni han visto
trasladar de noche los cadáveres de sus madres. Habéis llegado a puerto
sanos y salvos, compatriotas míos. ¿Y qué fue lo primero que visteis? Apenas
han podido encontrar el descanso en sus tumbas los restos de vuestros propios
padres y ya estáis deseando que los vuestros vayan a parar a su lado. ¿No
sois capaces de disfrutar de una vida tranquila? ¿Tan anciano soy que
encuentro el desahogo junto al fuego al acabar el día y que disfruto observando
jugar a mis hijos en el patio?
»Sin embargo, no es ésta nuestra naturaleza, varones de Atenas. Nada para
vosotros es más insoportable que la paz. Cada momento de asueto es para
vosotros un intervalo desperdiciado, una oportunidad de victoria echada a
perder. El labrador ha aprendido que debe dejar los campos en barbecho y que
el fruto llega tan sólo en su tiempo. En cambio, habéis rechazado estos límites.
Vivís en otro dominio, en un país ficticio al que llamáis el futuro. Soñáis en lo
que será y desdeñáis lo que es. No os definís a vosotros mismos como quienes
sois sino como quienes podéis ser y os apresuráis allende los mares hacia la
orilla que nunca alcanzáis. Lo que hoy poseéis no cuenta para vosotros y
valoráis únicamente lo que ganaréis mañana. Y aun así, en cuanto ponéis las
manos sobre tal tesoro, renegáis de él en el acto y seguís adelante en busca
de lo nuevo. No es de extrañar que tengáis en alta estima a ese joven, a ese
triunfador en las carreras, pues él vive aún más que vosotros por encima de
sus posibilidades.
¿Qué carencia en vuestro carácter, amigos míos, os empuja a buscar la guerra
cuando disfrutáis de la paz? ¿No os bastan vuestros propios problemas?
¿Debemos salir a la mar en busca de otros? Os suplico, amigos míos, que
desechéis tales imprudencias. Te ruego, presidente de la Asamblea, que
pongamos de nuevo a votación este asunto.
Después de Nicias hablaron unos cuantos, la mayoría expresando su punto de
vista a favor de la expedición. Cuando por fin se alzó Alcibíades, llamado por
aclamación, se ciñó a los puntos fundamentales.
—He de agradecer a nuestro maestro —dijo, inclinando la cabeza hacia Nicias
— su perspicaz y saludable sermón. Qué duda cabe que nuestro carácter,
como atenienses, está plagado de imperfecciones. No hemos llegado, ni de
lejos, al modelo a que aspiramos. Aunque, si se me permite hablar con
franqueza, debemos ser quienes somos.
Una tumultuosa aclamación dio la bienvenida a aquellas palabras. Yo me
encontraba en el epotis, la «oreja» del Pnix. Veía cómo Nicias, rodeado de
ciudadanos, sonreía con aire misterioso y movía la cabeza.
—En realidad —siguió Alcibíades—, no podemos ser más que eso, ni como
individuos ni como estado.
Un nuevo clamor le interrumpió. Prosiguió luego rebatiendo las opiniones de
Nicias con gran lucidez, punto por punto, cada contragolpe en ascenso hasta
llegar a la siguiente conclusión:
—En cuanto a nuestro carácter inquieto, atenienses, en mi opinión no indica
imperfección en el modo de ser, antes bien la prueba de empuje e iniciativa.
Nuestros padres no hicieron retroceder a los persas sentados junto al fuego ni
consiguieron su imperio contemplando cómo sus hijos jugaban en el patio.
Nicias afirma que el fruto llega a su tiempo. Y yo digo que el tiempo ya ha
llegado. A la afirmación de nuestro amigo de que la seguridad se obtiene desde
una posición de cautela y defensa, le diré que es algo que puede regir para
otras ciudades pero no para nosotros. Resulta fatídico cambiar la forma de
actuación de un pueblo activo. Nuestro temperamento nos lleva a la aventura
lejos de casa, a la audacia. Ahí reside nuestra seguridad y no en la defensa.
»Nicias ha hablado de los remeros forasteros: nos reprocha que nuestra
escuadra no pueda hacerse a la mar sin ellos, y se refiere a ello como si fuera
un lastre. Demuestra, según él, que nuestros recursos son insuficientes. Para
mí, representa todo lo contrario. En efecto, nada podría mostrar mejor en su
justa medida la profundidad de nuestra vitalidad y el magnetismo de nuestro
mithos. ¿Por qué acuden a nosotros estos forasteros y no a otra nación de la
Hélade? Porque saben que aquí y sólo aquí podrán ser libres.
»En cuanto al agravio que lleva implícita su afirmación de que estos recién
llegados son inferiores a nosotros, he de decirle que no los conoce y que no les
hace justicia a ellos ni a nosotros. Reflexionemos sobre los peligros a los que
se han expuesto estos hombres, amigos míos, a los que Nicias minusvalora y
degrada. Han dejado atrás hogar y familia, su tierra y su cielo natal; han
renunciado a sus propios dioses para aventurarse al otro lado del mar, para
llegar a esta tierra extranjera en la que no podrán disfrutar ni de la protección
que ofrece la ley ni participar en el proceso político, donde serán relegados y
excluidos, donde no poseerán nombre, ni voz, ni voto. No obstante, siguen
viniendo y ninguna fuerza bajo la capa celestial les detendrá. ¿Por qué?
Porque saben que la vida en los confines de la tierra, en Atenas, es mejor que
la vida en el centro del universo, en su patria. Nicias se equivoca, amigos míos.
Tal vez estos forasteros no sean el ladrillo y la piedra de nuestra nación, pero sí
son su argamasa. Y seguirán siéndolo.
Unos ensordecedores aplausos secundaron aquellas palabras. No se les pasó
por alto a los aliados y los enemigos del orador que el repique de sus palabras
iba a repetirse como un eco durante toda la noche entre los marineros y
artesanos forasteros, quienes iban a aclamarle a partir de entonces con más
fuerza como patrono y héroe.
Alcibíades siguió de pie, llamando al orden. Cuando finalmente se calmó el
tumulto, se volvió, sin rencor ni engreimiento, dirigiéndose a su adversario.
—Se te ha encomendado el cargo de primer comandante, Nicias, justamente el
que exige tu historial de servicios y el que yo acepto sin reservas. Aprecio tu
sabiduría y no en menor grado tu demostrada buena estrella. No es mi deseo
sustituirte, señor mío, antes bien quisiera que te alistaras entusiasmado en la
causa de nuestro país. Que nos ayudaras. No nos digas por qué vamos a
fracasar sino cómo podemos triunfar.
»Te emplazo ahora, no como adversario sino como compatriota, a dar otro
paso al frente. Las reservas que has expresado tienen su sentido. Decidnos,
pues, ahora, lo que precisamos para vencer. Presentadnos cifras concretas.
Queremos oír la dura verdad. Y os haré una promesa: si Atenas no puede
garantizarnos lo que creéis que necesita la expedición para el éxito, yo mismo
me situaré a tu lado en la oposición a ella.
»Pero, caso de que nos garantice lo que consideres imprescindible, te pido
que, con el mismo espíritu, accedas a la disposición de vuestros compatriotas.
No eludas el mando con el que se te ha honrado, al contrario, acéptalo con
vigor. Te necesitamos, Nicias. Dinos qué debemos poseer para que confíes en
la victoria.
Nicias aceptó el desafío de su adversario. Subió inmediatamente al estrado y
procedió a detallar una lista, que parecía interminable, de provisiones y
armamento, de pertrechos y material bélico, una enumeración que iba desde
los mástiles y velas de recambio hasta la cebada tostada y los panaderos y
hornos que habían de convertirla en pan. Exigió una abrumadora superioridad
en las fuerzas navales: un mínimo de cien buques de guerra, una infantería
pesada superior en número a toda fuerza que el enemigo pudiera reunir contra
nosotros, reforzada por un número idéntico de tropas ligeras, arqueros y
honderos para neutralizar la caballería enemiga, puesto que no podríamos
transportar la nuestra a aquellos confines del mar.
Por otra parte, la expedición necesitaría forjadores y mamposteros, zapadores
e ingenieros de asedio, naves de carga y de transporte de tropas. Alcibíades
había pedido cifras concretas y Nicias se las ofreció. Cien talentos para
contratar naves de aprovisionamiento, doscientos para intendencia y pañoles
durante la expedición, otros doscientos para adquirir caballos para la caballería
sobre el terreno, y en el caso de que los nativos sículos nos negaran dicha
ayuda, la misma cantidad para financiar los asaltos y poder vencer mediante el
uso de la fuerza. Evidentemente, la cifra no incluía la infantería ni su asistencia,
como tampoco a los marineros ni el mantenimiento de los buques de guerra.
Aquello ascendería a mil talentos, y otros mil deberían destinarse a reserva.
Quedaba, implícito que el total cubría únicamente el verano; la suma se
duplicaría en invierno y, suponiendo que la expedición no hubiera cubierto su
objetivo durante el primer año, Atenas tendría que organizar otra que acudiera
en ayuda de la primera. Las exigencias de Nicias se iban multiplicando.
Quedaba claro que preveía que un desembolso tan enorme, expuesto a la
concurrencia de una forma tan cruda y brutal, surtiría el mismo efecto que un
cubo de agua fría contra el rostro de un soñador.
Sin embargo, Alcibíades comprendía muchísimo mejor el carácter de sus
compatriotas que su adversario. Los ciudadanos, lejos de amilanarse ante las
exigencias de Nicias, decidieron que eran plausibles y las asumieron con
determinación. Cuanto mayor fuera la expedición, más asegurarían la victoria.
Cuando Nicias hubo terminado su lista de requerimientos, se dio cuenta, como
el resto de los ciudadanos reunidos en la Asamblea, de que Alcibíades le había
superado en táctica militar y de que el prestigio de éste iba aumentando por
más empeño que pusiera él en debilitarlo. Toda Atenas vio que, además de
estar a punto de poseer una escuadra de insuperable capacidad, tenía en
Alcibíades un general cuyo ingenio y temple iba a llevarle a la gloria. De un solo
golpe, Alcibíades no sólo había conseguido todo lo que deseaba sino que, pese
a su cargo de comandante secundario, se había hecho con el control de la
expedición, convirtiéndola en suya.
EL SUEÑO DE UN SOLDADO
La granja resistió, no tanto gracias a las fatigas de mi hermano y a las mías
propias como al sinfín de consejos y a la ayuda de una serie de tíos y ancianos
del clan, por no hablar de sus generosos aportes en herramientas, mano de
obra y efectivo. León y yo aún no nos habíamos dado cuenta de cuánto nos
habían echado de menos y de lo abandonada que se había sentido nuestra
familia, como tantas otras después de la peste y la guerra. Nada hay tan
insustituible como la juventud ni persona tan querida como la pródiga. Nuestros
mayores podían ayudarnos y lo único que deseaban era ver hijos y más hijos.
Mi tía se desplazó desde la ciudad con el único objetivo de comprobar que
estábamos bien; plantada bajo el toldo del carro que la había llevado hasta allí,
nos miró a los dos, desnudos de cintura para arriba y sucios como perros,
mientras cavábamos una zanja para canalizar los residuos.
—Ahora ya puedo morir satisfecha.
No le presenté a Eunice aquel día ni la llevé conmigo a la ciudad un mes más
tarde, cuando fui a visitar a mi tía. Aquello desencadenó otra de las salvajes
peleas que solían producirse entre ella y yo, que duraban toda la noche y me
herían en lo más vivo.
—¿Qué es lo que no poseo yo, Pommo, que me impida cruzar el umbral de la
puerta de tu tía? ¿No tengo la piel suficientemente delicada? Tal vez opines
que mis pantorrillas no tienen la forma adecuada. Piensa, amigo mío, que no
habrían aparecido las arrugas en mi rostro ni los músculos en las piernas de no
haber tenido que andar de acá para allá a tu lado en aquel infierno,
¡desagradecido! ¿Será que no soy ciudadana? Si es así, tú puedes
solucionarlo. Mueve los hilos que convengan. ¡Habla con tus elegantes amigos,
los que convierten lo blanco en negro y lo negro otra vez en blanco!
Salió de su interior la ira que hacía tanto tiempo que reprimía.
—Yo te diré por qué no me presentarás a tu tía. Porque aún hoy busca una
esposa para ti, como te buscó a Febe, la virgen, hace unos años. Busca a
alguien respetable, de una respetable familia ateniense, con la que puedas
tener hijos que se inscriban en los censos y no unos mocosos forasteros como
los que te ofrecería una puta de fuera como yo, que ni puede votar, ni
sacrificarse, ni exigir su educación cuando te dejes la piel en la guerra.
Un mediodía me encontró reflexionando junto a la tumba familiar; se le metió
en la cabeza de que mi corazón pertenecía a mi difunta esposa y no a ella. Me
avergonzaba de ella, dijo. No era apropiada para mí. No encajaba allí.
Una noche se incorporó en la cama poseída de cólera.
—Ahora me dejarás de lado.
Yo estaba exhausto y lo que menos me apetecía era aquello. Me pegó un
tremendo bofetón.
—En esta cama sobra alguien, Pommo. No puedo dormir al lado del fantasma
de tu esposa. Uno de nosotros debe marcharse. Sin darme cuenta, de mis
labios salieron estas palabras:
—Pues vete.
La mujer arremetió enfurecida.
—Te diré algo: la niñita de tu esposa está en la tumba. Tu hermana también
está muerta. Y mientras tanto yo vivo.
Le pegué un puñetazo con la misma contundencia que se lo habría pegado a
un hombre. Topó contra la pared y cayó. Me sentí horrorizado de haberle
propinado el golpe, de haber pegado a una mujer, aunque al mismo tiempo la
culpaba totalmente de lo sucedido. Sólo ella podía llevarme a tales extremos.
—Te avergüenzas de estar conmigo. —Eunice escupió la sangre que tenía en
los labios—. Tienes en menos la vida que hemos llevado juntos y te gustaría
que desapareciera, hacer como si no la hubieras vivido. Pues la viviste,
Pommo. La viviste. He sido tu esposa de hecho aunque no por contrato, y tú
has sido mi marido. Tú eres mi marido.
Empezó a sollozar. Me arrodillé junto a ella, brindándole consuelo con mis
palabras, aunque en el fondo lo único que deseaba era marcharme, o que se
marchara ella.
—¿Qué será de mí? ¿Podré tener por fin un hijo o habré de seguir
negándomelo, como mandas tú?
Me suplicó que la llevara lejos de Atenas, lejos de las expectativas de la familia
y de la movilización para la guerra. Habló de ciertos lugares que habíamos
visto en nuestros desplazamientos, de lugares donde uno estaba a salvo.
«¡Vámonos! Tenemos lo que nos hace falta: nuestras manos, nuestros
corazones.».
A pesar de que estaba tan cerca de ella que su rodilla se levantó entre las mías
y sus manos, apoyadas en mi brazo, notaba el corazón alejado y solitario,
separado de ella por enormes espacios de silencio.
—Me dejarás de lado, Pommo. Lo leo en tus ojos. Pero no es de mí de quien te
alejas, sino de ti mismo. Ninguna mujer te ofrecerá jamás lo que te he ofrecido
yo. Vete. No voy a detenerte. Pero ten en cuenta esta profecía y verás cómo se
hace realidad: comerás —dijo—, pero no saciarás tu hambre. Beberás y
seguirás reseco. Copularás y no hallarás en ello placer. Te encontrarás en una
encrucijada y te dará lo mismo tomar uno u otro camino. Nada te llevará a
ninguna parte hasta que vuelvas en ti, hasta que vuelvas conmigo.
Jasón, amigo mío, me habían disparado contra las entrañas cabezas de bronce
engrasadas: más aún, había conseguido arrancármelas. Se habían
derrumbado muros de piedra sobre mi cabeza. Pero jamás en mi vida un golpe
me había dado en el corazón como las palabras de aquella mujer.
Presentaría una historia mejor diciendo que en aquella ocasión ella se marchó
o que me marché yo. Pero en realidad seguimos juntos otros once meses.
Tuvo un hijo y de nuevo con un hijo a mi cargo me enrolé como oficial de
infantería en el Pandora, bajo Menesteo, del escuadrón Titán a las órdenes de
Camedeo, de la división Trueno que mandaba Alcibíades.
Aquel invierno la granja se había arruinado. Teonoe, la esposa de León, había
conseguido el divorcio. Con un montón de cuentas pendientes e hijos que
mantener, mi hermano fue incapaz de resistir con tres meses de soldada y
como mínimo un año de paga de oficial. Se embarcó como jefe de sección bajo
Lámaco. Telamón se hizo cargo de una unidad de cincuenta mercenarios,
arcadios como él. Mi hermano y yo dejamos la granja a mis tíos. Destiné la
mitad de mi paga a Eunice y las primas a mi abuelo, como entrada de la deuda
pendiente con él y toda nuestra familia por la ayuda prestada.
No podía ganarme la vida en la tierra. Aquello no era más que el sueldo de un
soldado. ¿Qué otra opción me quedaba sino volver a la guerra?
UN DOCUMENTO DEL ALMIRANTAZGO
P ermíteme, nieto mío, que te muestre algo. Se trata de la Orden de la Es
cuadra de zarpar hacia Sicilia, mejor dicho, una de los centenares de copias,
redactada por los demosioi, los secretarios de los navarcas. Toca el papel; no
junco ni pasta sino tela. Es tejido.
Era un documento pensado para que durara. Tenía que marcar época,
convertirse en un instrumento de prestigio que cada oficial legaría a sus
herederos de generación en generación. Ahora yo mismo te lo cedo, hijo mío,
aunque no por las razones previstas por sus creadores, ya que los designios de
dioses son incognoscibles.
El arconte de la Sección de Guerra se responsabilizó de la producción de este
documento, del que se distribuyó una copia a cada comandante de trirreme de
la escuadra, así como a todos los pilotos y capitanes de infantería, patrones de
flota y agrupaciones de oficiales, al Consejo de Generales, los cien miembros
del Consejo de Construcción naval y los Responsables de los Astilleros,
además de los máximos responsables y constructores privados, los maestros
de aja, proveedores, veleros y fabricantes de armamento, que habían
construido y aprovisionado la flota. Yo mismo trabajé en este documento, junto
con otros seis oficiales, noche y día durante siete meses.
Fíjate en lo que lleva debajo. Es una carta de piloto del Pireo, el Puerto Grande
y el Cántaros, que se extiende desde el fuerte y las instalaciones navales de
Eitionea hasta el Emporio y del Puerto Tranquilo a Acte, con indicaciones de
sondeos en flujo y reflujo, emplazamientos de todos los indicadores de canal,
desde Diazeugma a Efebio, incluyendo las distancias de dique a dique y los
ángulos de triangulación entre los cuatro faros y veinticuatro bancos, deforma
que el patrón del buque pudiera determinar, trazando acimuts hacia las
distintas grímpolas, su posición en un radio equivalente a la longitud del barco
en cualquier punto del puerto. Este grado de precisión fue establecido por
Nicias y Alcibíades, con conformidad de pareceres por una vez, y cada una de
las trescientas sesenta y cuatro naves principales de la flota podía así situarse
en el punto que tenía asignado y la colosal flota zarparía siguiendo un orden y
una simetría espléndidos a ojos del humano y agradables a los divinos.
En la cubierta se indican los puestos designados a los sacerdotes y
magistrados. Los cuadraditos situados a lo largo del canal navegable
corresponden a las barcazas
fijas construidas para el arconte principal, los cultrarios de las Diez Tribus y la
sacerdotisa de Atenea Poliacos, protectora de la ciudad, así como los
sacerdotes y guardianes de los santuarios de Agraulo, Enialio, Ares, Zeus,
Talos, Auxo y Hegemone. Cada jefe magistrado disponía asimismo de su
propia barcaza, además de unas tribunas de observación financiadas con
fondos privados, que sumaban más de doscientas y se extendían en una
longitud de unos veinticinco estadios frente al camino Sounio. El embarcadero,
la Coma, se reservaba a los miembros del Consejo y se encontraba
engalanado, montado sobre unos escalones con vistas, al otro lado del agua, al
templo de Afrodita, señora de la navegación, en cuyo recinto permanecían las
delegaciones de mujeres, esposas y madres de los comandantes de trirreme,
vestidas de blanco, con varitas de tejo y jacinto. Al fondo de la bahía se alzaba
el altar de Poseidón, sobre el cual se sacrificó un toro en honor del mar.
Los estragos del tiempo han dañado mi vista; el documento que tienes en la
mano para mí no es más que una especie de mancha. No obstante, aún soy
capaz de ver, buque por buque, la espléndida armada desfilando ante mis ojos
cincuenta años atrás.
En primer lugar y en escolta de ceremonia avanzaban las galeras del estado,
Paralos y Salamina, las más veloces del mundo. Sus velas, como las de toda la
flota, se arrizaban sobre el obenque mayor a la espera de la orden de «¡A la
vela!» al son de la trompeta. Una vez impartida la orden, cada cabo se fue
aflojando uno detrás de otro, mientras los marineros encaramados en los
aparejos soltaban la tela, desplegándola con los pies al descender, de modo
que, al igual que un banderín encarado de repente con la brisa, las velas
chascaron y se hincharon con tremendas sacudidas. Surgieron los vítores de
los millares que se habían agrupado en la orilla cada vez que una nueva vela,
adornada con un motivo que hacía honor a la divinidad o heroína que daba
nombre a la embarcación, se iba hinchando y tensando. Eran todo velas
ceremoniales, preparadas exclusivamente para la ocasión, innecesarias hasta
el absurdo, puesto que todos los buques avanzaban exclusivamente gracias a
los remos. ¡Pero su aspecto era magnifico! Se comentó que habría bastado el
suspiro de alivio de los auxiliares de los navarcas para poner los barcos en
marcha, ya que habían sentido tanto terror ante los malos augurios sobre la
calma o los vientos adversos.
La división de Lámacos avanzó primero, a pesar de que él mismo y su buque
insignia, el Hegemonía, habían llegado allí con el escuadrón para asegurar el
cabo y avisar a nuestros aliados corcírenses de la salida de la flota.
Seguidamente se movieron las naves rápidas, llamadas «degolladoras», en
columnas de dos, dieciséis en total, seguidas por las galeras de cincuenta
remos, treinta y seis, flanqueando el carguero, las tropas y los transportes de
caballos que avanzaban compactos en el centro. Estos, en número de ciento
sesenta y siete, tardaron una hora en desfilar ante las tribunas de revista.
Tras ellos avanzaban los buques de guerra, los trirremes, en formación de
escuadrón, diez y doce a lo largo y cuatro a lo ancho, con sus comandantes a
la izquierda, en el puesto de honor. En primer lugar, el Procne, de ciento
setenta y cuatro remos, la embarcación de Autocles, vicenavarca de Lámacos.
Le acompañaban los Pompo, Áyax, Ptolemais, Gorgona y Grampus, con velas
carmesí y la imagen de su animal guardián; seguidamente, Circe, Tordo,
Hipólita, Zeama, Carnero e Implacable.
Bajo la vela carmesí y el emblema del grifo aparecieron Pirpnous, Aliento de
fuego, la embarcación de Pitíades, el héroe de Cos. Le seguían los Indómito,
Dinamis, Traseia, Anfítrite, Euxinaia, Aquilea, Centaura, y las trillizas Tisífone,
Megara y Alecto.
El escuadrón Nereida bajo las órdenes de Aristógenes: Tetis, Pito, Panope,
Galatea, Balte, Alcíone, Euploia, Águila pescadora, Invencible, Empeño y
Aianateia. Seguidamente, Dos de la mano, Epítome, Vigilante, Contrabalanza,
Temible y Medusa.
Tridente, el buque insignia de Nicias dirigía la división de Océano, con las velas
moradas y gualda y el tajamar de tres puntas con revestimiento de bronce.
Flanqueándolo, avanzaban Tetis, Doris, Eurínome, Céfiro, Aias y Antígona, y a
continuación, los Mentor y Bahía de Maratón, las embarcaciones gemelas Stix
y Aquerón, financiadas por Gritón, el adepto de Sócrates. Le seguían los
Lucha, Castalia, Escila, Cécrope, con su recamado medio mujer medio dragón,
y Afrodisia, cuyo mascarón de proa, con los pechos descubiertos, había sido
tallado por el propio Fidias.
Luego los Tifón, Medea, Cerbero, Antesteria, Taurópolis, Clitemnestra, Miedo y
Discordia; Himno, Infatigable e Intrépido. Finalmente, Sintaxis, Hipotontis,
Eleusis, Hécate, Despiadado, Ostracón y Arete.
Venía después la división Relámpago, cuarenta y un buques, bajo las órdenes
de Alcibíades. Su timonel era Antíoco, sus comandantes de sección,
Camedemos, Menesteo y Adimantos. Por delante avanzaba el buque insignia,
Artemisa, seguido por Atalanta y Partenos, la Virgen, arrastrada por las
Amazonas, Antíope, Hipólita y Pentesilea, con los Iris, Áquila, Valor y Europa.
Seguidamente, Leaina, Leona, flanqueado por los Histeria, Temerario, Olimpia,
Furia, Sofia, Dánae, Rea, Psique y Eufranousa. Luego, Palladio, Sémele, Altea,
Ruiseñor y Leopardo. Hebe, Devastador, Dafne, Érebo, las tres Moiras, Cloto,
Láquesis y Atropo. Finalmente, Pandora, Veloz, Terror, Penélope, Lechuza,
Corsario, Necrópolis y Calipso.
Era la más imponente armada que había zarpado bajo el estandarte de una
ciudad. Tan densamente apretadas estaban las velas de la segunda y tercera
divisiones que su masa cortaba el aire de la primera. En la poca extensión de
agua que quedaba libre se apiñaban las pequeñas embarcaciones, de tal forma
que cualquiera habría podido pasar de Etión a Muniquia sin mojarse los pies.
Debía de haber como mínimo mil «embarcaciones enanas» con niños a bordo
que iban remando con tal ímpetu alrededor de los barcos de guerra que el
propio empuje de los remos les volcaba a puñados. Los niños gritaban de
entusiasmo al hundirse, agarrándose a las quillas de sus botes volcados.
Te noto impaciente, nieto mío. Quieres que pase al célebre incidente de las
columnas de Hermes. He aquí como me enteré yo de ello.
Faltaban veintiún días para la salida. Me había pasado yo toda la noche en
Asuntos Navales, atareado por un lado por finalizar este documento y por otro
recogiendo el despacho, que iba a trasladarse a los tinglados de la Coma en el
puerto. Junto con otros dos oficiales, mi amigo Orestíades, capitán del
Resolución, y el joven Pericles, hijo del gran Pericles y de la cortesana Aspasia,
salí al rayar el día de nuestro recinto del sótano. En la vigilia se había
celebrado el Día de espigar, el inicio de la siega de la cebada, durante el que
se concedía a las viudas y huérfanos unas horas para recoger el grano suelto y
luego, una vez limpios los rastrojos, se incendiaba la zona que queda entre la
ciudad y Eubea. La neblina que circulaba por el canal y se mezclaba con la
bruma del mar proyectaba una misteriosa cortina sobre la ciudad. Nos
dirigíamos al mercado cuando nos adelantó un agolpamiento de mujeres en la
calle de los tejedores. Iban gimiendo y profiriendo gritos de angustia.
Cogimos hacia la plaza del Consejo. Otra multitud clamaba allí. Dos esclavos
huían. Pericles agarró a uno de ellos y le preguntó qué ocurría.
—¡Han cortado todos los penes!
—¡Por Heracles, habla más claro!
—Las columnas de Hermes, capitán. ¡Toda la ciudad ha quedado sin vergas!
Durante la noche, un grupo o unos grupos de vándalos, cuya identidad se
desconocía, había hecho estragos en muchos puntos; se habían dedicado a
desfigurar las estatuas de Hermes que se erigían con sus falos erectos, como
representación de buen augurio, ante ciertas viviendas particulares y edificios
del gobierno. Los delincuentes habían derribado dichas protuberancias e
incluso destrozado los rostros de las estatuas.
¿Quién podía haber cometido tal atrocidad? Ninguna sentencia que no
implicara la pena de muerte podía castigar una profanación como aquélla. No
habían violado tan sólo un clan o tribu sino la propia confederación, la divinidad
que protege a todo viajero y apoya el sistema político de nuestra ciudad. La
multitud —presa de terror ante la idea de la venganza de los cielos que iba a
desencadenarse ante tal arranque de maldad, por no hablar del mal augurio
que representaba todo ello para la flota— iba mascullando ya los nombres de
algunos conocidos malhechores. Enseguida aparecieron grupos de vigilancia.
La multitud estaba enfurecida.
Recuerdo la consternada expresión del rostro de mi compañero, el joven
Pericles. No quedaba más que él en una familia tan devastada por la peste y la
guerra como eslabón entre Alcibíades y Pericles padre. Por esta razón, y
también por el talento del joven, Alcibíades le había sujetado con firmeza, más
como un hermano mayor que como un primo lejano; Pericles le apreciaba sin
reservas.
—Eso es obra de Androcles —dio enseguida el joven—. De él o de Filaidas,
conchabados con Anito y los de su ralea. —Nos hizo reparar en unos hombres
que circulaban por allí enardeciendo a la muchedumbre. Tenía que tratarse de
unos provocadores, reclutados para fomentar el malestar—. Acusarán a
Alcibíades. He de encontrarlo e informarle enseguida.
Aquella mañana se presentaron cargos contra Alcibíades. Aparecieron testigos,
esclavos y libertos; los primeros habían sido torturados y a los segundos se les
garantizó la inmunidad. En la rueda, muchos fueron los que pronunciaron el
nombre esperado por sus torturadores. En la Asamblea, Pitónicos, Androcles,
Tésalo y Anito pidieron la pena de muerte.
Se presentó Alcibíades y rechazó tales acusaciones, calificándolas de torpe
intento por parte de sus enemigos de achacarle un delito que sólo podía
cometer un demente. ¿Acaso sus enemigos creían que era estúpido para llevar
a cabo una atrocidad semejante en vísperas del triunfo que más anhelaba, de
sabotear su propia causa de una forma tan absurda ?
Alcibíades negó todos los cargos y exigió que se le procesara de inmediato.
Había que olvidar aquella histeria antes de que la flota se hiciera a la mar. Sin
embargo, sus enemigos, apoyados por Procles, Eutidemo, Hagnón y Mirtilo,
presentaron otras acusaciones, entre las que cabe citar la de profanación de
los misterios. Los acusadores presentaron esclavos y guardianes que, bajo
garantía de inmunidad, hablaron de una serie de veladas en casas particulares
durante las que Alcibíades y otras personas de su círculo, ataviados con
vestimentas sagradas como mofa y brincando con ánimo de caricaturizar a los
sacerdotes e iniciados en los misterios, se habían divertido organizando
parodias de iniciaciones, faltando gravemente al respeto a la divina Deméter.
Hicieron hincapié en tales delitos considerándolos no sólo como ultrajes contra
los dioses, que por sí solos merecían la pena de muerte, sino también como
prueba del desprecio demostrado por sus autores hacia la misma democracia.
Se consideraron acciones propias de un futuro tirano, de alguien que se situaba
por encima de todas las leyes.
Alcibíades no fue el único acusado; un sinfín de personas, podríamos hablar
incluso de centenares, de todos los bandos, salieron en las declaraciones de
los informadores. El pueblo consideraba que había llegado a tal extremo la
profanación que no podía achacarse más que a una coalición, o a unas
coaliciones en connivencia con otras de ideas parecidas, con el objetivo de
derrocar a los gobernantes.
Empezaron las rondas de detenciones. Se presentaba un informante de una
facción que podía ofrecer entre cincuenta y setenta nombres. Inmediatamente
después aparecía un segundo títere, como portavoz de la facción acusada,
para denunciar a los que habían denunciado a los suyos.
El pueblo, aterrorizado, los metía a todos en la cárcel. Las detenciones duraron
días, y no sólo las llevaban a cabo las autoridades en conformidad con el
debido proceso, sino también grupos armados que se dedicaban a buscar a las
víctimas por la calle e incluso en sus propias casas. El ágora permanecía
desierta; nadie se atrevía a acudir a ella por miedo a las detenciones. Se hacía
caso omiso a las convocatorias del tribunal; los mismos magistrados temían
que se les detuviera a ellos. Tan grande era el caos en la Asamblea que no
sólo se aplazaban las sesiones a causa de los disturbios sino que se
suspendían del todo. El dominio del terror no amainó con el tiempo; al
contrario, exacerbado por sus propios desafueros, se agudizó e intensificó
hasta situar al estado en el umbral de la anarquía.
¿Qué había desatado la locura en la ciudad?
Personalmente, opino que la razón era Sicilia: el miedo que sentía el pueblo
ante una empresa que marcaba un hito, así como el miedo a su impulsor y a su
monumental orgullo. Recuerda, nieto mío, que a Alcibíades no le faltaban
enemigos. Como el rayo, su ambición desataba la desconfianza y el odio tanto
de los demócratas como de los oligarcas. Los aristócratas le temían como
traidor a su clase. Consideraban que les había vendido para llevar adelante su
ambición de paladín de las masas. En opinión de los nobles, la expedición
siciliana no iba a reportar más que su propia extinción. Suponiendo que
Alcibíades volviera victorioso —algo innegable, apoyado por aquella
insuperable flota—, ¿qué haría en cuanto desembarcara? Con el visto bueno
de la plebe, se erigiría en tirano. Y no demoraría durante mucho tiempo su
segunda ofensiva, o eso creía la aristocracia terrateniente, a saber, arrancarles
el poder y quitarles la vida. Los enemigos de Alcibíades que pertenecían a la
nobleza lo veían así.
En cuanto al pueblo llano, sus enemigos eran igual de virulentos: los bribones
de poca monta que habían alcanzado la fama a hombros de la multitud antes
de que les arrebatara el consenso. Hipérbolo, el archidemagogo, a quien había
conseguido desterrar Alcibíades gracias a la conspiración; Androcles, su
sucesor, quien le guardaba rencor y quería tomarse el desquite por lo de su
amigo; Cleónimo, el más redomado sinvergüenza; Tidipo, Cleofón y el
bravucón Arquedemos. Aquellos villanos se caracterizaban por su salvaje
astucia y desvergüenza. No había atrocidad imposible para ellos. Sabían
manipular los instintos más bajos del pueblo y nada los detenía en el camino de
alcanzar sus objetivos.
Lo que nos lleva de nuevo a la demencial hazaña de la mutilación de las
estatuas de Hermes. ¿Quién podía llevar a cabo algo semejante? Ambos
extremos tenían el mismo incentivo, y la misma falta de escrúpulos. ¿Ypor qué
había de reaccionar el pueblo con tanta histeria?
Polémides, en su relato sobre el fracaso en Sicilia, habla de la táctica de acoso
que empleó el enemigo con nuestro ejército en retirada. El enemigo, aparte de
concentrar su ataque en toda la columna, se concentraba también en un punto
de la retaguardia. Tenía como meta infundir el pánico en un sector para que
éste lo transmitiera, como ocurre con frecuencia en grandes concentraciones
de hombres, al resto.
Una ciudad puede ser también presa del pánico. Un sistema de gobierno puede
hacerse añicos.
Lo pernicioso del pánico es que incluso el hombre más valiente se siente
incapaz de resistirlo y o bien queda anonadado o huye despavorido, lo que le
iguala al cobarde.
Por aquella época conocía yo a un tal Bías, oficial dé un barco, condecorado
tres veces, a quien no podía achacársele una acción reprobable. A pesar de
ello, lo detuvieron y lo condenaron a muerte. Desesperado el hombre, recurrió
a la siguiente táctica: se declaró culpable de unos delitos no cometidos y, con
la inmunidad garantizada, prometió decir los nombres de quienes habían
conspirado con él. Citó entonces sólo los de aquellos que habían sido ya
denunciados por otros o habían huido de la ciudad y se encontraban a salvo.
Funcionó la estratagema, lo liberaron. Pero uno de los hombres que él había
citado, Epicles, hijo de Automedon, aún no se había marchado; lo detuvieron y
lo ejecutaron. Polites, hermano de Epicles, consternado ante aquello, se
presentó en casa de Bías, lo sacó a la calle y lo mató a plena luz del día y
nadie se atrevió a acusarle por ello.
Las situaciones límite, multiplicadas por mil, tenían atenazada la ciudad.
Imagínate que tu amigo te coge aparte y te pregunta en honor de la amistad:
«Dime la verdad: ¿tienes alguna información sobre los culpables?». Si es así, y
se lo confiesas, puede que dicho amigo informe en contra tuya, bajo presión,
nunca se sabe. De modo que le dices la verdad como si fuera una mentira o
una mentira como si fuera la verdad, y él, a su vez, hace lo mismo. Así, el
amigo se ve perjudicado por el amigo, incluso el hermano por el hermano,
puesto que en un ambiente de terror y de desconfianza uno no puede fiarse ni
de su propia sombra.
Al final, cuando todos los soplones hubieron cantado y los informadores fueron
descolgados del potro de tortura, salió a la luz que había llevado a cabo
aquellos excesos un grupo político de cien miembros. En mi opinión, una
flagrante estupidez. Arremetieron como críos resentidos, sin tener idea de los
males que inconscientemente podían desencadenar.
Recuerda lo que vio Euriptolemo, y contó nuestro cliente Polémides, aquella
tarde en Viento Fresco, la taberna del puerto. Manifestó que en el alma de
Atenas confluían dos corrientes enfrentadas: el antiguo sistema, que venera a
los dioses, y el moderno, que convierte a la propia ciudad en dios.
Quien se rebelaba entonces era el antiguo sistema. Aquellos jóvenes
aristócratas descerebrados habían mutilado de noche a las divinidades de la
ciudad y aquello infundió en las masas el terror divino. El baluarte que aguanta
toda sociedad tembló y se desmoronó ante la afrenta hecha a los dioses. A
partir de entonces, la audacia de montar aquella espectacular empresa allende
los mares se convirtió para ellos en el orgullo que atrae las iras del Olimpo. Les
falló el coraje. Recordaron la peste y los barcos que volvían a casa con las
cenizas de sus hijos. Al contemplar las rotas estatuas de Hermes, del que
acompaña a los hombres al otro mundo, temieron el infierno y sintieron terror
de los dioses. La flota de Sicilia les pareció la armada de la fatalidad.
Retrocedieron ante la envergadura de su propia ambición y, enardecidos por
aquellos que tenían como objetivo sacar provecho de la situación, atacaron a
su artífice.
Se había ejecutado a muchos. Otros tantos se consumían en la cárcel; huyeron
de la ciudad por centenares. Pero a pesar de todo, los enemigos de Alcibíades
no se atrevían a detenerle, pues conocían el apoyo que tenía en la flota y el
ejército, entre los marineros de fuera y los aliados. Optaron por atacarle con
rumores y difamación. Según decían, se preparaba contra él un cargo por
traición. Corrían rumores de que Alcibíades se había aliado con Esparta para
destruir la flota. Sus enemigos mancillaban la memoria de su padre y de sus
abuelos, citando el origen lacedemonio de sus nombres, y el del mismo
Alcibíades, desacreditando incluso sus heroicas muertes en combate contra los
persas, al recordar que habían luchado aliados con los guerreros de Esparta.
Ni tan sólo quedó intacta la memoria de Amiclas, la nodriza lacedemonia de
Alcibíades. Ya de recién nacido, afirmaban sus enemigos, Alcibíades había
«mamado del pecho de Esparta».
Mi compañero, el joven Pericles, preocupado por la suerte de su familiar, fue en
busca de él una mañana.
—Era aún pronto, aquella hora en la que las sombras se alargan y los
vendedores del mercado todavía no han montado sus tenderetes, cuando
Orestíades y yo dimos con él en el Liceo. La plaza estaba desierta; él hablaba
con Sócrates, los dos desdibujados entre la neblina matinal, bajo el plátano que
se alza en la colina, por encima de la fuente. Tan enfrascados estaban los dos
que mi compañero y yo nos detuvimos a una cierta distancia, pues no
deseábamos importunarles.
»Alcibíades permanecía ante el filósofo en una postura de abatimiento. En mi
vida le había visto tan castigado o contrito. Le colgaba la cabeza; las lágrimas
descendían por sus mejillas. Sócrates le había colocado la mano sobre el
hombro, con gesto amable. Le hablaba en voz baja aunque con cierta fuerza.
De repente, Alcibíades apoyó una rodilla en el suelo y hundió el rostro en la
capa de su maestro. A pesar de que nos encontrábamos lejos, mi compañero y
yo veíamos el estremecimiento de sus hombros al emitir aquellos
desgarradores sollozos. Nos retiramos al unísono, ya que no deseábamos que
se nos viera ni que nuestro amigo supiera que habíamos estado allí.
A pesar de la insistencia de Alcibíades en que le procesaran sin demora, sus
enemigos habían conspirado para aplazar la comparecencia. Sabían que si
permitían que su adversario hablara ante un jurado, arrastraría al pueblo hacia
él. Sus enemigos le querían fuera, en el mar con la flota, para poder procesarle
sin estar él presente, para que no pudiera hablar en defensa propia.
Durante aquella terrible experiencia, Alcibíades siguió con sus sesiones de
preparación física y pendiente de la flota. Una mañana me encontraba yo en
las dependencias de las fuerzas expedicionarias, situadas temporalmente en
un almacén junto al puerto, cuando llegó Alcibíades. Le acompañaba su
preparador; venían directos del gimnasio y tenían aún la piel moteada por el
polvo del foso de lucha. Vi a Alcibíades muy angustiado.
—¿Qué más quieren de mí? He entregado todo lo que poseo a la ciudad, mi
fortuna, hasta el último óbolo, ¡y ahora hasta difaman la memoria de mis
padres!
Estaba impaciente por acudir ante el tribunal. Que el demos le declarara
culpable enseguida y siguiera con la locura cuando estuviera ya muerto.
—Ya no puedo soportarlo más. ¡No puedo!
Tenía el pelo enmarañado y apelmazado de sudor. Andaba descalzo, desnudo
de cintura para arriba, con el aspecto, imaginaba uno, de Aquiles en su tienda
ante Troya, enfurecido por los malos tratos de Agamenón. De pronto su
hombro rozó con un montón de loza y tiró sin darse cuenta unos cuantos
recipientes al suelo.
—¡Qué me carguen también eso en cuenta!
A fin de desviar la atención de Alcibíades hacia una cuestión menos dolorosa,
un oficial presentó una serie de documentos de los navarcas, que exigían la
aprobación de Alcibíades y confirmaban la disposición de la flota para hacerse
a la mar. Aquello intensificó aún más su desánimo.
—¿Quién tiene la culpa de esto? —Se estrujó el pelo con los dedos—. Nadie
más que yo. Nadie más que yo.
Habían pasado por las puertas del embarcadero unos cuantos capitanes, que
se iban reuniendo junto a él, dándole fe de su lealtad. A Alcibíades se le
empañaron los ojos; por un momento pareció vencido. Luego, observando la
consternación en los rostros de sus compañeros, captó el aspecto cómico del
gesto y estalló en una carcajada.
—Animo, amigos míos; nuestros enemigos sólo me han apuñalado con la
pluma. De mi cuerpo mana tinta, no sangre.
Empezó a andar por el embarcadero, seguido por los oficiales, y desde sus
tablas se zambulló en la bahía. Se oyeron unos vítores; una serie de manos
tiraron de su cuerpo, que chorreaba. Le colocaron una capa sobre los hombros.
Los hombres le rodearon.
—Al diablo con esos chacales —saltó un capitán denominado Euríloco—. Que
el mar nos quite de encima sus mentiras.
Patroclo, otro capitán de trirreme, lo secundó con pasión.
—Olvidémonos del juicio —apremió a Alcibíades—, y embárcate ahora mismo
con la flota.
—Dios no creó un bálsamo mejor que la victoria.
Alcibíades se detuvo, claramente consciente de la resonancia del nombre de
aquel hombre y de su glorioso antepasado, el bienamado compañero de
Aquiles.
—Patroclo, amigo mío, ¿acaso tu nombre es un presagio? ¿Será mi cólera,
como en el caso de Aquiles, la causa de tu muerte y la mía?
El instante quedó suspendido como una espada de un hilo. Luego aquellos
hombres exclamaron al unísono:
—¡Sicilia!
Alcibíades les miró.
—¿Vamos a zarpar, hermanos, dejando enemigos a nuestra espalda?
—¡Sicilia! —retumbaron con más ardor las voces.
Allí mismo, más allá de su hombro, las embarcaciones de la flota esperaban
balanceándose sobre el ancla, una línea tras otra, saturando el puerto,
mientras él, que con su voluntad y ambición había dado a luz aquella armada y
la había dispuesto hasta el último detalle, daba un paso atrás con gravedad,
sopesando en lo más profundo de su corazón la decisión que la necesidad y su
propio destino le había obligado a tomar a él y a su propio país.
—¡Sicilia! —exclamaron una y otra vez los oficiales—. ¡Sicilia!
LIBRO IV SICILIA
UN TRASTORNO DE MEMORIA
Antes de ir a Sicilia [prosiguió Polémides] jamás había luchado en la marina.
Las técnicas de la lucha en el mar eran nuevas para mí. No conocía nada de
los dos contra uno o los concéntricos, de la penetración o la reducción; en mi
vida había arrojado una jabalina arrodillado ni me había precipitado por el
puente de un trirreme de forma que mi peso y el de mis compañeros hiciera
descender la dirección del espolón de proa a fin de que este destrozara por
completo al enemigo bajo la línea de flotación.
He tenido una pesadilla aquí en la cárcel, que se ha ido repitiendo noche tras
noche. En el sueño me encuentro en Sicilia, en el Puerto Grande de Siracusa.
De nuestras ciento cuarenta y cuatro naves de guerra, el conjunto de las flotas
de Atenas y de Corcira, quedan tan sólo cincuenta a punto para la lucha. Estas
han ido a parar a la costa, bajo el Olimpieón y forman un amasijo junto a la
empalizada. Las naves de guerra siracusanas y corintias se dirigen hacia
nosotros; las hachas de sus infantes atacan las torres con sus pesados
«delfines», mientras los arqueros nos lanzan cabezas de hierro.
Fuera, en el puerto, nuestras embarcaciones se queman y se hunden. A lo
largo de la costa espera la infantería enemiga. En el lugar en que me
encuentro, en la empalizada, el enemigo continúa avanzando. Ataque y
retirada, ataque y retirada. Qué acierto el de estos hijos de perra. Llevan ya
diez horas y las espadas todavía golpean al unísono. Caigo hacia atrás por los
golpes. La superficie se ve atestada de flechas, jabalinas y remos hechos
trizas. Las fuerzas me abandonan. Pasa una embarcación. Me estoy hundiendo
definitivamente cuando me despierto presa de terror.
Sé por experiencia que en determinados momentos de la batalla o en otros de
peligro extremo, la realidad tal como se experimenta normalmente se ve
sustituida por un estado como de ensueño en el que parece que los
acontecimientos se desarrollan con una lentitud majestuosa, una demora que
casi se diría de holganza, y entonces nosotros mismos nos situamos aparte,
como observadores de nuestro propio peligro. Una sensación de asombro lo
invade todo; uno se hace consciente vívida, prodigiosamente, por un lado del
peligro y por otro de la belleza. Vemos y valoramos con entusiasmo tales
sutilezas en el juego de la luz sobre el agua, incluso cuando su superficie ha
adquirido un tono coralino con la sangre de los camaradas a los que tanto
apreciamos o con nuestra propia sangre. Entonces la persona es capaz de
decir para sus adentros «ahora voy a morir», y asimilarlo con ecuanimidad.
A mi hermano le fascinaba este fenómeno del trastorno. Afirmaba que era
producto del miedo. Un miedo tan aplastante que arranca de la carne el espíritu
que la anima, al igual que en la muerte. En momentos como aquéllos, según
León, en realidad estamos muertos. Ha desaparecido el elemento del alma.
Debe buscar su recipiente carnal y volver a habitar en él. En alguna ocasión,
afirmaba León, el alma no deseaba hacerlo. Se encontraba más a gusto en el
lugar al que había accedido. Se trataba de la locura de la batalla, mania
maches; el alma perdida, la «mirada de mil estadios».
León estaba convencido de que la ambición también era capaz de arrancar el
alma del cuerpo, como podía hacerlo el amor apasionado, la avaricia o el poder
del vino y las drogas. Aseguraba que ciertas formas de gobierno, o de
desgobierno, arrebataban el alma del pueblo. Pero me estoy apartando de
nuestro relato.
Debes tener paciencia conmigo, amigo mío, si los recuerdos de aquellos días
se van sucediendo en la mirada interior como restos de naufragio y desechos
del mar, desatados de los amarraderos del tiempo. Así se encuentra Sicilia, o
circula a la deriva, en mis recuerdos: ni como un sueño ni como una realidad,
sino como un tercer estado, apresado de nuevo en forma tan sólo de
fragmentos, como una batalla que se entrevé a través de la niebla sobre el mar.
Recuerdo la víspera del día en que reclamaron a Alcibíades. Nos
encontrábamos en Catane, en Sicilia, llevábamos tres meses fuera de Atenas.
León y yo nos habíamos embarcado en unos puestos que no se encontraban
directamente bajo el mando de Alcibíades, aunque éste había ordenado que
nosotros y otros a los que conocía dé tiempo atrás fuéramos asignados a su
cargo. Deseaba contar con hombres de confianza. Y quería presentar el grupo
mejor coordinado cuando abriera negociaciones con las ciudades sicilianas.
Naxos se pasó a nuestro lado inmediatamente; Catane, después de un cierto
forcejeo. A Mesana le bastó un ligero empujón. Llevó una delegación de cuatro
naves a Camarina, la cual, pese a ser dórica, había sido aliada de Atenas en
otro tiempo y, según afirmaban los agentes, estaba a punto de caer. Sin
embargo, había atrancado sus puertas e incluso se negó a permitirnos el
desembarco. Alcibíades ordenó que la minúscula flotilla volviera a Catane.
Cuando llegó allí, le estaba esperando la galera del estado, Salamina, con unas
órdenes que revocaban su mando.
Estaba yo con Alcibíades cuando apareció el capitán de la Salamina,
acompañado por dos enviados de la Asamblea. Ambos procedían de
Escambónidas, como el mismo Alcibíades, quien los conocía bien y por ello no
le despertaron recelos. Iban todos desarmados. Los oficiales presentaron los
documentos pertinentes y le ordenaron que les acompañara a Atenas, donde
sería juzgado por impiedad, profanación y traición. Lamentaron la
desafortunada naturaleza de su misión. Precisaron que, si así lo deseaba,
Alcibíades podía seguirles con su propia nave, sin necesidad de subir en
calidad de prisionero a bordo de la Salamina. Pero tenía que embarcar cuanto
antes, a lo más tardar por la mañana.
Aquella noche no se habló más que de la perspectiva de un golpe de estado.
Nicias y Lámacos llamaron a los infantes, entre los cuales nos encontrábamos
León y yo; estábamos de vigilancia, ocho en cada nave, repartidos en
compañías armadas que patrullaban la orilla.
Unos años después serví en el Calíope con Pericles el joven. Antíoco había
sido su oficial y mentor en la guerra naval. Según el propio Pericles, Antíoco le
había comentado que Alcibíades, previendo la citación para el proceso, había
estado organizando durante meses una campaña mediante el correo entre sus
aliados que seguían en Atenas, cuyo objetivo era conseguir una nueva
formulación de los cargos presentados contra él y la retirada de la acusación de
profanación, la única que le inspiraba un franco temor por el horror que
provocaba en el pueblo. Las cartas que se recibieron dos días después
confirmaron que se había logrado el objetivo. Éstas eran las noticias que había
estado esperando Alcibíades. Estaba convencido de que conseguiría
imponerse ante tal reducción de cargos, defendiéndose a sí mismo ante la
Asamblea. Ahora bien, allí, en la ribera de Catane, los enviados le informaron,
al parecer sin conciencia de sus consecuencias, de que no se habían retirado
los cargos por profanación. Habían traicionado a Alcibíades, de forma
inteligente y ya era tarde para responder con un contraataque.
Entre los consejeros de Alcibíades, Mantiteo, Antíoco y su primo, también
llamado Alcibíades, fueron los que más presionaron para dar un golpe de
estado, mientras que Euriptolemo y Adimantos se oponían a él. Quienes
abogaban por dicha reacción instaban a Alcibíades a hacerse con el mando de
la expedición allí y entonces, encarcelando o, en caso de que fuera necesario,
dando muerte a quienes se negaran a situarse a su lado. Los radicales no se
conformaban con esto: proponían abandonar la campaña de Sicilia y poner
toda la flota rumbo a Atenas, donde Alcibíades, apoyado por el ejército y la
marina, se declararía amo y señor de la ciudad.
Fue el propio Alcibíades quien rechazó la propuesta.
—No voy a tomar a Atenas como amante —afirmó—, sino como esposa.
Muchos se burlaron de aquella frase, tachándola de fácil y falta de ingenio,
manteniendo que Alcibíades aceptaba el acuerdo de la Asamblea porque
estaba convencido de que tenía en Atenas suficientes aliados para hacer
triunfar su causa; o bien que sus agentes habían ya sobornado suficientes
testigos como para conseguir la exoneración. Yo no lo creo. Creo que pensaba
exactamente lo que dijo. Y no lo afirmo en defensa del hombre, a fin de
presentarlo como caballeroso o digno de honor (si bien puede afirmarse de él
tanto lo uno como lo otro) porque hay que tener en cuenta que tal afirmación
denota una arrogancia por un lado suprema y por otro pasmosa.
Estoy seguro de que sus sentimientos debían ser éstos. Atenas no era para él
una ciudad a la que servir sino una consorte a la que seducir; obtenerla de
cualquier otro modo que no fuera por su afecto espontáneo hubiera sido un
deshonor para ella y también para él. No ansiaba el amor y el poder sino las
dos cosas, que se fundamentaban y alimentaban mutuamente.
Para entonces yo no había pensado en nada de esto, cuando los enviados le
presentaron su requerimiento junto al Artemisia, varado allí. Estoy convencido,
sin embargo, de que todos comprendieron la reflexión de Alcibíades. Le miré a
los ojos. No vi en su expresión odio ni deseos de venganza, a pesar de que
estos sentimientos marcaron su conducta posterior. Percibí en él la tristeza.
Creo que en aquel instante supo situarse aparte de su destino, como el hombre
que se encuentra en una situación de máximo peligro, al que se eleva para
ofrecerle una perspectiva amplia del campo de batalla. Al igual que un jugador
experto, Alcibíades percibía la jugada y la réplica con gran antelación; ninguna
auguraba nada bueno y sin embargo él no era capaz de idear un golpe maestro
que pudiera librar a su ciudad de aquel terrible final.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Euriptolemo, su primo.
Alcibíades le dirigió una mirada grave, sin parpadear.
—No volveré a mi país para que me asesinen, eso es seguro.
CRÓNICA DE UN CONFLICTO
Alcibíades huyó en Turi. Primero hacia Argos, según dijeron los hombres, luego
a Elis, cuando las cosas empeoraron, a un paso de los informadores
atenienses y los buscadores de recompensas. Mi hermano se encontraba entre
los que, a bordo del Salamina, le persiguieron a lo largo de la bota italiana.
... la tan cacareada flor y nata de las naves estatales es una buena invención,
hermano. Pese a pertenecer al culto de Ayax, y ser por ello hermanos de su
presa, le persiguieron como a un perro rabioso. En Padras se rumoreaba que
se había refugiado en una posada; nuestra partida de reconocimiento incendió
el lugar de noche, y por poco no quemamos a un puñado de inocentes, aunque
no nos detuvimos para ofrecer compensación por el daño; al contrario, otro
rumor sobre el paradero del hombre a quien acosábamos nos llevó a seguir
perdiendo el tiempo. Esos hijos de su madre no cejan en su empeño, Pommo.
Torturaron a un pobre zagal que no tenía más de doce años. Seguidamente le
tocó el turno a un pescador. Esos herederos de Eurísaces se lo llevaron a una
distancia de dieciséis estadios, arrojaron primero a uno de sus hijos al agua,
luego al otro y por fin le ahogaron a él. Éstas son las proezas que llevan a cabo
los oficiales del ejército sin inmutarse, entre risas.
Sin duda temían las consecuencias de volver a casa sin haber cumplido su
cometido; aunque no es tan sólo eso, Pommo. ¿Cómo pueden odiarle hasta tal
punto? ¡Sus propios hermanos! Su fanatismo es más despiadado que el de los
que nos oponían resistencia en las islas. Incluso estas palabras que he escrito
tendré que sacarlas clandestinamente. Si esos pájaros les echan el ojo, me
desollarán y extenderán mi piel, así como la tuya, sobre la primera puerta que
encuentren.
Alcibíades no fue el único al que reclamaron en Atenas para ser juzgado.
También acusaron a Marititeo, capitán del Penélope, a Antíoco, el mejor
timonel de Grecia, a Adimantos y al primo de Alcibíades, su homónimo.
Además citaron a otros seis oficiales.
Según mi primo Simón, que se encontraba en Atenas:
... la Salamina volvió. Pero no Alcibíades. Éste puso pies en polvorosa en Italia
al enterarse de que la Asamblea le había condenado a muerte en ausencia,
aunque probablemente ya estés al corriente de ello. «Se enterarán en Atenas
—comentan que dijo— de que estoy vivito y coleando».
Llegó el invierno. Con la ausencia de Alcibíades y sus compañeros, la flota,
aparte de haber perdido a sus oficiales más intrépidos y emprendedores,
tampoco contaba con los que con más fervor seguían en la expedición.
Compartían el mando Nicias y Lámacos. De golpe había desaparecido toda la
iniciativa. En lugar de avanzar con vigor contra las ciudades de Sicilia,
apartando a Siracusa de sus aliados naturales, Nicias dio un paso con cierta
desgana encaminado a intimidarla, para ordenar seguidamente a la flota que se
retirara a Catane a pasar el invierno. Allí me consumí yo durante dos meses
antes de que enviaran el Pandora a Iapigia, en busca de caballos para la
caballería. Allí estaba también León en el Medusa.
La Iapigia, como bien sabrás, es el tacón de la bota de Italia. Allí sopla un
viento de mil demonios, con unos temporales que los nativos no griegos
denominan nocapelli, cabeza calva. A pesar de todo, uno recibe todas las
noticias; todas las embarcaciones hacen escala en Caras, y las tripulaciones,
cargadas de chismorreos, se alegran de encontrar un agradable fuego ante el
que poder explayarse. León y yo tuvimos noticias de nuestro comandante huido
gracias a un capitán de cabotaje del Tirreno que las traía de un contramaestre
de Corinto que había superado el bloqueo de Conón en el golfo. Dicho corintio
acompañó a su capitán a Esparta; pasó dos noches en el Hiacinteón e incluso
se le permitió cruzar los pórticos de la apella, la Asamblea, donde se permite
en alguna ocasión a los forasteros asistir a los debates.
Alcibíades no había huido hacia Italia ni tampoco hacia la luna, nos comunicó el
informador. Estaba en Esparta.
—Y no cuelga de la horca. Está libre, mostrando todo su esplendor, y es el
centro de atracción de toda Lacedemonia.
Dicha información fue recibida con silbidos de incredulidad por parte de los
infantes que se agolpaban en la sala.
—El gallito vanidoso —siguió el capitán, impasible— que en la Asamblea de
Atenas apareció envuelto en púrpura, dejando que su túnica se arrastrara por
el suelo, el mismo disoluto y libertino, es decir, este ateniense típico, ahora en
Esparta ha experimentado un cambio y ha dado nacimiento a un nuevo
Alcibíades, al que no reconoce nadie de los que le conocieron anteriormente.
»El nuevo Alcibíades se atavía con la sencilla tela escarlata espartana, camina
descalzo, la rizada cabellera suelta hasta los hombros, al estilo lacedemonio.
Come en la mesa común, se baña en el glacial Eurotas y se acuesta todas las
noches sobre un lecho de juncos. Cena un caldo negro y toma vino con suma
moderación. Su discurso es parco, se diría que las palabras son oro y él es un
avaro. Al alba puede vérsele corriendo a campo traviesa, empapado de sudor,
entrenándose para la carrera. Más tarde se le encuentra en el gimnasio o en
las pistas atléticas, sumergiéndose en la práctica con una pasión que supera
incluso la de los más apasionados y hábiles huéspedes. En resumen: el
hombre es ahora más espartano que los espartanos y por ello le idolatran. Los
muchachos le siguen adonde quiera que va, los Iguales se pelean por llamarle
amigo y las mujeres..., fácil de imaginar. Las leyes de Licurgo promueven la
poliandria, como bien sabéis, de modo que hasta las mujeres casadas pueden
aspirar abiertamente a este dechado de virtudes, de quien todos afirman:
... no es un segundo Aquiles,
antes bien el propio Aquiles en carne y hueso.
Los marineros respondieron con un rumor de golpes de nudillos contra los
bancos. Más tarde, León y yo interrogamos al capitán tirreno aparte, con más
calma. ¿Qué le había dicho su amigo sobre las intenciones de Alcibíades?
Estaba claro que no había levantado el campamento para ir a Esparta a jugar a
la pelota o entrenarse para las carreras.
—Ésta es una vela que aún no he desplegado, compañeros. Dudo que os
hubiera movido a la sonrisa.
—Extiéndela al viento, amigo.
—Trabaja contra vosotros, hermanos, con todas sus fuerzas. Con la misma
avidez con la que hizo la corte a Atenas en el pasado, trama ahora su ruina.
Sabéis que los lacedemonios son hogareños y cuánto les cuesta pasar a la
acción. Pues bien, Alcibíades les ha transmitido el fuego ateniense en sus
discursos y ha conseguido que esos estúpidos despertaran de su modorra.
»Los espartanos mantenían que el destino de Sicilia no afectaba a sus
intereses. Alcibíades les convenció de lo contrario. ¿Quién, les preguntó, ha de
conocer el objetivo de la expedición mejor que su propio autor? Y éste, según
él, no es Sicilia, ni Italia, ni Cartago aunque la conquista de estas tierras servirá
de trampolín para la meta final: la conquista de Esparta. En términos más que
apasionados exhortó a sus huéspedes a enviar a Siracusa toda la ayuda
posible, al tiempo que les daba otros consejos para esparcir el mal entre sus
compatriotas.
Volvimos a Catane en primavera. El lugar me pareció aún más lúgubre de
cómo lo recordaba. Estaba bajo toque de queda. Las pagas llegaron con
retraso, y no en forma de monedas sino de vales; todos los días de paga se
producían peleas. Simón refiere la opinión que se tenía en nuestra patria de
Alcibíades:
... la Asamblea ha llegado al punto de promulgar una moción de imprecación;
los sacerdotes eumólpidas lo maldijeron. ¡Qué homérico! Se agruparon tantos
que se desencadenó una revuelta. Y no hablo en broma, Pommo. Alcibíades
buscará sin duda llevar al ejército espartano contra
vosotros o cuando menos lo convencerá para enviar a un hábil estratega.
Venced rápidamente, primo. O mejor dicho, volved a casa.
El segundo día de muniquión, el ejército partió hacia Siracusa. León llevó
consigo a su nueva mujer, Berenice. Lo teníamos casi todo en común, incluso
la correspondencia. Cuando acabé de leer en voz alta la carta de nuestro primo
Simón, Berenice me pidió si podía guardarla.
—Para la Historia de León.
Mi hermano redactaba una crónica de la guerra.
—¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Acaso no conozco yo las alfas y betas como
todo hijo de vecino? Por otra parte, se trata de una narración que vale la pena,
una publicación que reportará fama y gloria a su autor y le resarcirá de las
horas desperdiciadas con gente como tú.
Afirmé que se trataba de una noble ambición.
—Sigue mi lógica, Pommo. Escucha estos versos de Homero:
... en plena carnicería avanzaba el hijo sin par de Peleo, el divino Aquiles, y en
sus filas doblegó al enemigo.
O éste:
... de ellos dejó en el campo un gran número, un festín para los perros y los
cuervos...
—Y ahora te plantearé algo más, hermano. ¿Quiénes seríamos tú y yo en caso
de que nos encontráramos en aquel campo mil años atrás? Aquiles, no, ¡qué
duda cabe! Al contrario, los desventurados bastardos caídos bajo la hoja de su
espada. ¿Y cuál iba a ser nuestro obituario? Una línea mal trazada en medio
de cincuenta cifras más. ¿Acaso no ves que éstos son los hombres que
merecen pasar a la historia? ¡Nuestra historia! Para los dioses, nosotros
también somos héroes. Y quienes pagan, ¿no son gente como nosotros?
Gentilhombres de los hoplitas. Ellos serán los que engullirán ávidamente mi
historia, la que yo recitaré en salones y auditorios de nuestra nación. Tal vez le
ponga música y yo mismo me acompañe con la lira.
Se había reunido allí un grupo de compañeros con sus respectivas mujeres.
—¿Y quién —preguntó nuestro amigo Sopa— será tu Aquiles? —Pues
Alcibíades, ¡por supuesto!
»La Ilíada —aclaró León a sus oyentes— narra la historia de la ira de Aquiles.
y la destrucción que dejó su estela, la cual trastornó
a los aqueos lanzando a los infiernos las almas de tantos valerosos héroes...
»Considerad lo siguiente, compañeros. Aquiles, injustamente tratado por su
rey, enfunda la espada y se retira a su tienda. Dirige esta plegaria: que sus
compatriotas descubran, por el sufrimiento que habrán de soportar, que él les
supera en mucho, y que se lamenten amargamente de haber dejado que le
infligieran un trato tan innoble.
»¿No es idéntico lo que le ocurrió a Alcibíades, amigos míos, si exceptuamos el
hecho de que nuestro Aquiles moderno ha superado a su homólogo de la
antigüedad? Por un lado, se ha retirado de la contienda privándonos de su
destreza y consejo, aunque por otro se une a la causa del enemigo, aplicando
toda su ira y su habilidad contra nosotros.
Quienes escuchaban a León empezaron a sentirse incómodos.
—Y la cosa empeora, hermanos. Ya que a este enemigo, Esparta, nunca le ha
faltado valor ni pericia guerrera. Lo que no tiene es lo que puede proporcionarle
nuestro Aquiles moderno: visión y audacia. Alcibíades ofrecerá a nuestro
enemigo la motivación para iniciativas que en su vida habría soñado de no ser
por el empuje de él, y le proporcionará el genio estratégico que nunca habría
tenido.
—¡Basta, León! —gritó Sopa alzando las manos.
—Ah, amigos míos, aún no percibís toda la genialidad de mi empresa. Puesto
que mi épica, a diferencia de la de Homero, no extrae su significado de la
acción de sus divinos héroes y sus destinos sino de aquí, del polvo, de entre
nosotros, los hijos de los mortales que debemos soportarlos. En nosotros, en
los miserables héroes de mi narración, descansa el honor de dotarla de
significado. Alcibíades se pondrá al servicio de nuestra historia y no nosotros al
de la suya. En esto se diferencia la guerra moderna de la mítica.
A mi primo, aquel verano:
... al fin hemos entrado en acción, si así puede llamársele a la construcción de
un muro. El ejército tomó los cerros, denominados las Epípolas, que dominan la
ciudad. Murieron allí unos centenares, casi todos enemigos. Así están las
cosas. Empezamos a construir el muro. Los siracusanos inician un
contrafuerte, en ángulo recto al nuestro. Avanzan en masa y levantan una
empalizada. Detrás de ella construyen su muro, seguidamente alzan otra
empalizada y así sucesivamente. Están muertos de miedo y trabajan a un ritmo
febril.
Unos días más tarde:
... las compañías escogidas atacaron el muro enemigo a mediodía,
cuando el calor del sol vuelve insensatas a las personas. Lo derribaron.
Levantaron otro, en las marismas que se encuentran junto al puerto, llamadas
de las fiebres. Llamaron a nuestros infantes en ayuda de unos dos mil hombres
de la infantería pesada. Iniciamos la marcha por la marisma, transportando
puertas y tablas para colocar sobre el barro. En un momento determinado,
nuestros muchachos clavaban sus pies en el lodo para sostenernos con sus
cuerpos a los que debíamos caminar y luchar por encima de ellos. Cuando la
situación se agravó lo indecible, la flota, que se había mantenido al norte, llegó
al puerto con las velas desplegadas. Aquello fue la salvación. Los siracusanos
corrieron a buscar refugio. De todas formas, Lámacos perdió la vida. Ahora
Nicias está solo al mando.
Los siracusanos están derrotados. Ahora es sólo cuestión de construir el muro,
refugiarse en el mar y después completar el sitio de la ciudad. Una vez
concluido, se acabó Siracusa.
El arquitecto encargado de la obra era Calímaco, hijo de Calicrates, el que
construyó la tercera fase de la Muralla Larga por encargo de Pericles. Tenía a
su disposición seis tejerías y veinte fraguas que preparaban los materiales.
Nicias había conquistado el promontorio llamado Plemmirio, al que se le
impuso posteriormente el nombre de la Roca por su escasez de agua, en la
otra parte del puerto enfrente de la ciudad. Siracusa quedaba, pues, sin acceso
al mar. El enemigo ya no se aventuraba más allá del muro para combatir.
... el asolado terreno de la parte oriental de la ciudad había albergado, antes de
nuestra llegada, un agradable conjunto de templos y paseos. Allí se encontraba
antes una escuela, viviendas residenciales y un campo para jugar a la pelota.
Ahora todo son escombros. Han quedado derruidas todas las casas, el muro y
la vía. Las piedras ahora forman parte de la muralla. Se han talado todos los
árboles para madera destinada a moldes, estructuras y empalizadas; recorres
gran cantidad de estadios sin ver una sola brizna de hierba. Queda tan sólo en
pie un molino que abastece los hornos de los panaderos. El ejército y su
séquito está formado por cientos de miles. Nuestro campamento es tan grande
como Siracusa; en él no se ven sendas sino sólo avenidas. Abundan las
letrinas; de lo contrario uno se perdería desplazándose para ir a hacer sus
necesidades.
A través de la llanura, ves los montones de piedras a lo largo de la línea que va
a seguir la muralla. Ante ésta, están las zanjas con puntiagudos palos y
protegidas por empalizadas. De noche, los veinte estadios que nos separan del
mar se iluminan con fuegos y antorchas. Todo un espectáculo. Y eso sin tener
en cuenta la flota, anclada en el puerto o maniobrando en el mar. Se diría una
ciudad que asedia a otra.
León y yo decidimos hacer una visita a Telamón, cuyos arcadios se
encontraban en el extremo meridional de la muralla, en un bella zona
denominada el Olimpieón. El mercenario elogió la tarea literaria de su
compañero, si bien con un gesto irónico que exasperó al aspirante a
historiador. León quería escuchar lo que opinaba Telamón. Nuestro mentor le
miró fijamente como si hubiera perdido el juicio.
León le ofreció pagarle. Aquello cambió las cosas. El tema fue el heroísmo.
¿Acaso tenía el mismo valor el hombre que el campeón singular?
—En mi país tenemos un proverbio —dijo Telamón anónimo—: «El heroísmo
produce bellos cantos pero una sopa magra». Lo que significa que uno debe
mantenerse a distancia de los héroes. Su moneda es la pasión. León ha
elegido bien su héroe en Alcibíades, pues es un personaje que emana pasión y
al tiempo la inspira. Acabará mal.
León le rogó que se explicara mejor.
—En Arcadia no construimos ciudades; no nos gusta. La ciudad es un semillero
de pasiones y héroes. ¿Dónde encontraríamos a un hombre de ciudad más
consumado que Alcibíades?
—¿No estás diciendo, Telamón, que el heroísmo no tiene sentido para ti, para
un soldado profesional?
—A los héroes se les reconoce por sus tumbas.
Protesté ante aquello. ¡El mismo Telamón era un héroe!
—Confundes la prudencia con el valor, Pommo. Yo combato en primera línea
porque me parece el lugar más seguro. Y si lucho para vencer, la verdad, los
muertos no forman fila para recibir la paga.
Telamón había dicho lo que tenía que decir; se dispuso a salir. León insistió:
—¿Y qué me dices de la paga, amigo mío? Ella sí despertará tu pasión.
—Me sirvo del dinero pero jamás permito que él se sirva de mí. El servicio por
la paga te sitúa lejos del objeto de los deseos del jefe. Esta es la adecuada
utilización del dinero; convierte en virtud el servicio prestado en su honor. El
amor por el propio país o la gloria, por otra parte, une al guerrero al objeto de
su deseo. Y así se convierte en vicio. El patriota y el bobo sirven sin esperar
que se les pague.
—El patriota lo hace por amor a su país —apuntó León.
—Porque se ama a sí mismo. ¿Qué es el propio país sino el reflejo multiplicado
de uno mismo? ¿No es eso acaso vanidad? Te repito, amigo mío, tu elección
del héroe es excelente, pues ¿quién de todos los mortales se ama más a sí
mismo que Alcibíades? ¿Y quién personifica más el amor al país?
—¿Y es un vicio el amor a la patria?
—No tanto un vicio como una locura. De todas formas, todo amor es locura, si
por ello se entiende aquello que el hombre estrecha contra su corazón sin
poder distinguir entre sí mismo y lo que ama.
Entonces, según tu opinión, ¿es Alcibíades un esclavo de Atenas?
—Nadie existe más abyecto que él.
—¿Aun cuando aplica todas sus fuerzas contra ella?
—Otra cara de la misma moneda.
—Luego nosotros —sugirió León, señalando a los soldados que se
encontraban en la tienda—, ¿somos bobos y esclavos?
—Servís a lo que dais valor.
—¿Y tú, Telamón, a quién sirves, aparte del dinero?
El tono de León denotaba la indignación. Le había ofendido. Telamón sonrió.
—Sirvo a los dioses —declaró.
—Un momento...
—A los dioses, he dicho. A ellos sirvo. Y se retiró.
Continuó la construcción de la muralla. La expedición ya no estaba inmersa en
la guerra, suponiendo que lo hubiera estado en algún momento. Se había
convertido en una empresa de obras públicas. Y aquello tenía un defecto:
cuando los hombres dejan de comportarse como guerreros, dejan de ser
guerreros.
Hacia la mitad del verano se hizo evidente. Unos soldados pagaban a otros
para que les hicieran las guardias y con dinero evitaban el trabajo en el muro.
Contrataron a sículos, nativos no griegos de aquel lugar, o bien a seguidores
de la campaña, y ellos mismos pasaban las horas inactivos. Incluso los
marineros empezaron a buscar sustitutos, y cuando, sus oficiales intentaron
poner fin a aquella situación los hombres votaron contra ellos y los
reemplazaron por otros que supieran, al igual que el cachorro del zorro de
mármol,
De qué tetilla manaba la leche y de cuál el agua.
El ocio generó descontento y el descontento, insurrección. Los hombres
dormían con toda tranquilidad durante las guardias; pasaban las horas muertas
en las tiendas de los barberos y se amontonaban en el campamento de las
prostitutas, en cualquier lugar menos en el campo de adiestramiento. Los
nuevos oficiales recién nombrados se veían incapaces de imponer disciplina,
ya que debían el puesto justamente a quienes les despreciaban. La indolencia
fue convirtiéndose en epidemia. Los soldados abandonaban su puesto sin
previo aviso y a la vuelta ni siquiera se dignaban presentar una excusa. De
noche se disolvían las unidades, cada cual se iba por su lado sin más objetivo
que el de buscar camorra. Se extendió el hurto. Como respuesta se
organizaron rondas de vigilancia. Cualquiera podía destripar a un compañero
por una sandalia o por celos respecto a una mujer o un muchacho.
¿Dónde estaba Nicias, nuestro comandante? En su tienda, enfermo, atacado
por la nefritis. Había cumplido ya sesenta y dos años. Los hombres se reían de
él, de los videntes y adivinos que iban y venían por su tienda como gaviotas por
los desperdicios.
Aquel espíritu de iniciativa que, dirigido por oficiales prudentes y capaces, da
lugar a un ejército disciplinado, entonces desviado de su propio curso fluía
formando unos canales malignos. Los que habían comprado el relevo de su
trabajo dedicaban el tiempo libre así conseguido al comercio, de mujeres e
incluso de pertrechos. ¿Quién iba a frenarlo? Eran hombres de negocios,
mercaderes, personas que sabían cuándo hay que tender la mano y cuándo
untar a alguien. Los más honrados, ante aquella corrupción, viendo que sus
jefes no conseguían detenerla, perdieron todo incentivo por conservar su propia
integridad. Los equipos de los soldados tenían un aspecto deplorable. La
higiene se había ido al traste. Se veían más hombres enfermos en su lecho que
trabajando en la muralla. Hasta yo sucumbí en aquel pozo de desorganización.
A raíz de mis continuas protestas llevaba ya tiempo como soldado raso. Me
dediqué a la caza. Poseía perros y batidores, una auténtica empresa venatoria.
Abandonaba el campamento durante diez días seguidos y nadie se daba
cuenta de ello. Los infantes del Pandora se habían diseminado, unos habían
vuelto a la nave, pues preferían el trabajo a bordo que transportar capazos;
otros esquivaban la labor en los rincones oscuros del campamento. León y yo
nos fuimos al Olimpieón, junto a los mercenarios de Telamón.
Un atardecer salimos a andar por los Epípolas. León estaba inquieto,
reflexionando sobre los errores que habían corrompido tanto al ejército.
Telamón orinaba; ni siquiera levantó la cabeza.
—Sin Alcibíades no hay imperio.
Cayó la noche; la fortaleza denominada El Círculo estaba iluminada por
antorchas. Veíamos desde allí la ciudad y el puerto.
—Nicias ha concluido su carrera —continuó Telamón—. Ahora es como el viejo
caballo de labranza que sólo desea volver al establo. El mercenario señaló con
un gesto el hormiguero humano que se extendía a nuestros pies, hasta el mar.
—¡Observad qué infierno! ¿Quién cruzaría los mares para asediar una ciudad
que nunca ha representado un peligro? No le movería a ello el miedo, ni
siquiera la avaricia. Sólo hay una fuerza que le empujaría a hacerlo: ¡un sueño!
Y el sueño se ha desvanecido. Desertó con vuestro compañero Alcibíades.
Según Telamón, nos encontrábamos en el bando equivocado. Íbamos a perder.
León y yo nos echamos a reír. ¿Cómo podíamos perder? Siracusa estaba
aislada. Las ciudades venían a reunirse con nosotros. Ningún ejército acudía
en ayuda de los siracusanos, y por supuesto ellos no se salvarían solos.
¿Quién les enseñaría a hacerlo?
—Los espartanos —declaró Telamón, como si fuera algo evidente—. En cuanto
Alcibíades los envíe a adoctrinar a sus compañeros dorios de Siracusa.
MAESTROS DE GUERRA
E ntre las características que distinguen a los espartanos de los demás pueblos
cabe citar la siguiente: cuando un aliado que se encuentra en peligro solicita su
ayuda, ellos no le envían tropas ni riquezas, sino sólo un general. Este, al
asumir el mando de las fuerzas asediadas, basta, según ellos, para dar la
vuelta a los acontecimientos y conseguir la victoria.
Todo el mundo sabe que así sucedió en Siracusa. El nombre del general era
Gilipos. Y le conocía de la época en que estuve en la escuela en Esparta. He
aquí su verdadera historia.
De pequeño, Gilipos fue un corredor extraordinariamente veloz. A los diez años
participó en la Hiacintada infantil y se adjudicó la victoria de la carrera larga,
una prueba a campo a través de ochenta estadios. La dura prueba que debían
superar los atletas se desarrolla de la forma siguiente: cada participante debe
tomar suficiente agua para llenarse los carrillos, mantenerla, sin tragar una gota
durante la carrera, y echarla una vez finalizada ésta en un recipiente de bronce
que representa a Apolo con las manos extendidas a modo de copa. Quien
traga una parte del líquido queda fuera de la competición. Casi todos los
participantes lo hacen. A veces, un simple tropezón basta para tragar el agua
involuntariamente.
Gilipos había ideado un truco. Cuando se encontraba lejos de la mirada de los
jueces, tragó el agua y emprendió la carrera. Había escondido antes la
cantidad de líquido necesaria en una piedra hueca situada a unos ocho
estadios de la meta. Llegó al lugar llevando ventaja al resto de participantes,
volvió a llenarse la boca y conservó el líquido hasta la llegada. Con tal
estratagema venció a los diez y también a los once años. Pero una noche en
que dormía al lado de Fébidas, su hermano mayor, alardeó de la hazaña. Su
hermano decidió darle una lección. Al año siguiente, se fue hasta la piedra de
la que él le había hablado y le dio la vuelta. Cuando Gilipos, en cabeza, llegó al
lugar, no encontró el líquido para llenarse de nuevo la boca, y los otros
muchachos se acercaban.
Gilipos aceleró el paso y llegó otra vez el primero a la meta. Cuando los jueces
le ordenaron que llenara las manos del dios, es decir, que soltara el agua, él
obedeció. Se había mordido la lengua y tenía la boca llena de sangre.
A los veinte años, cuando se encontraba al mando de una compañía bajo las
órdenes de Brásidas, en Tracia, se distinguió en varias ocasiones por su valor y
al tiempo cosechó importantes triunfos en la conducción de las tropas,
compuestas por
ilotas que no poseían armadura adecuada y apenas habían recibido formación.
Parecía sentirse inclinado hacia aquellos bribones que no respetaban a nadie y
poseer un talento especial para convertirles en tropas de primera. Naturalmente
aquello le valió la elección por parte de los éforos como comandante de
Siracusa.
Gilipos, convertido en polemarca y jefe a los treinta y seis años, con tres
premios al valor en su haber, incluyendo el de Mantinea, llegó a Sicilia con sólo
cuatro naves, dos secretarios, un joven oficial y un puñado de ilotas libertos
como infantes. En doce meses lo había trastocado todo. Empezó con la flota
siracusana, la cual, antes de su llegada, lucía un despliegue de colores
espectacular, y les prohibió toda tela que no fuera de color blanco, ordenando
que se quemaran en público las vestimentas que atentaban contra su dignidad
e inaugurando al tiempo la fiesta del Poseidón Desnudo, en dórico, la
Gimnopotidea. A fin de evitar que sus falanges se dedicaran al saqueo,
instituyó un sacrificio ritual que había de celebrarse antes del alba y exigía la
presencia de todos los oficiales. Prohibió llevar la cabeza cubierta a los que se
encontraban en las naves, en parte con la idea de desterrar toda manifestación
de vanidad y sobre todo para conseguir que el sol curtiera y confiriera vigor a
sus hombres.
Gilipos fortificó el Puerto Pequeño, cuyos astilleros habían sido pasto de la
devastación ateniense, levantando espigones y empalizadas. Tras ello,
organizó el trabajo. Los arquitectos y constructores navales hasta entonces se
habían considerado artesanos, pertenecientes al escalafón más bajo. Gilipos
cambió tal jerarquía, adjudicando broches al honor y atribuyéndoles el apelativo
de poleos soteres, salvadores de la ciudad. Antes de llevar adelante la reforma,
los muchachos menores de dieciocho años no accedían a las listas del censo,
mientras que a los que superaban los sesenta, independientemente de sus
habilidades o fuerza física, se les imponía el retiro obligatorio. Gilipos revocó
estas ordenanzas y atrajo a su cuerpo de constructores navales a los jóvenes
más listos como aprendices y a los mayores con más experiencia como
maestros. A finales del invierno, la flota de Siracusa casi igualaba en número
de embarcaciones de guerra a la de sus sitiadores, y sus mandos habían
adquirido tal audacia que podían desafiar al invasor en el mar nave contra
nave.
Gilipos también reformó el ejército. Puso a prueba a sus hombres para
descubrir cuáles de ellos ambicionaban más el honor que la riqueza o el poder,
y a éstos les nombró capitanes. Todos aquellos que se habían ganado el
puesto gracias a su riqueza o influencia tuvieron que solicitarlo de nuevo,
sometiéndose al juicio de Gilipos y al de sus nuevos mandos. Reorganizó
también el ejército en compañías, que ya no se agrupaban por tribus sino por la
parte de la ciudad a la que pertenecían. Enfrentó a las facciones que
mantenían una rivalidad endémica, ofreciendo recompensas en las
competiciones entre ellos. De esta forma, el batallón de la parte de Geloán se
distinguió por encima de su adversario de Andetusia. Seguidamente reunió a
éstos como aliados contra los demás. Por medio de este tipo de ejercicios,
cada unidad iba
adquiriendo confianza en sí misma, y el ejército en su conjunto reforzaba su fe.
Al descubrir que les faltaban armas y otros instrumentos de defensa, Gilipos
ordenó a todos los que poseían escudo y peto que se presentaran en la plaza
central. Los ricos, aprovechando la oportunidad para lucirse, exhibieron unas
armaduras doradas y resplandecientes. Después de aquella demostración de
orgullo, Gilipos presentó su sencilla panoplia. Todo lo suntuario quedó
eliminado, se vendió y lo recaudado se invirtió en adquisición de armamento
para los soldados rasos.
A fin de aumentar los ingresos, se valió de la siguiente estratagema. Temeroso
de que la introducción de un impuesto directo pudiera arrebatarle el apoyo de la
aristocracia, consiguió que la Asamblea exigiera a cada ciudadano presentarse
un día en concreto para dar cuenta de sus riquezas. Con aquello todo el mundo
podía constatar con sus propios ojos el alcance de lo que atesoraban los
demás. Los privilegiados se avergonzaron de no haber contribuido más,
mientras que los humildes, que habían servido con honor, fueron ensalzados.
Llovieron los donativos. La caballería pudo adquirir un buen número de
animales y los sótanos rebosaban.
Aprovechando la afinidad lingüística entre los espartanos dóricos y los
siracusanos, Gilipos se valió también de las palabras para la causa. A los
infantes de marina con armadura les llamó homoioi, Iguales. Los regimientos
recibieron el nombre de lochoi, las divisiones, el de moral. Siguiendo otras
costumbres espartanas, obligó a cada miembro de una unidad militar a
abandonar la costumbre de cenar en casa o con los amigos, instaurando las
comidas en la mesa común, junto a la compañía. Así fomentaba el espíritu de
unidad y todos se sentían iguales e identificados.
Gilipos prohibió la embriaguez, declarando delito merecedor de azotes la
incapacidad de tenerse en pie. Estableció asimismo sanciones contra quienes
echaran barriga o encorvaran excesivamente los hombros. Introdujo himnos de
burla, como en Esparta, y reclutó a los niños de la ciudad para que se
reunieran alrededor de quienes se presentaran desaseados y les ridiculizaran
con canciones. Gilipos estableció éstas y otras reformas. Sin embargo, la
mayor la logró con su sola presencia, con el hecho de estar ahí para convivir
con sus compañeros en el peligro y ofrecerlo todo para garantizarles la libertad.
Una mañana de finales de invierno, mientras reunía sus batallones y nosotros
nos apresurábamos hacia nuestros puestos, vi que León estaba tomando
notas.
—¿Te has fijado —me comentó— con qué disciplina van hacia sus puestos los
siracusanos ahora que Gilipos los ha modelado a su imagen?
Observé aquello. De todos nuestros aliados —atenienses, argivos y
corcirenses—, la mayor parte se encontraban arrodillados o en cuclillas. Los
petos, esparcidos por el suelo, los escudos, torcidos o colgados de cualquier
forma. Los escuderos hacían turnos dobles y triples, mientras sus compañeros
llevaban tiempo empleados como jornaleros. En el otro bando, hasta el último
siracusano lucía su panoplia completa, el escudo contra la rodilla, el escudero a
su izquierda, sosteniendo el peso del yelmo y la
coraza a la manera espartana.
Aquel día nos derrotaron. A finales de verano, su contrafuerte había cortado
nuestra defensa y con ello se había perdido toda esperanza de sitiar Siracusa.
En un asalto nocturno, Gilipos tomó Lábdalon, la fortaleza y depósito situados
por encima de Epípolas, donde, además de guardarse el equipo del sitio,
estaba también el dinero de nuestro oficial pagador. Fortificó Euríalo, el único
reducto en las alturas vulnerable, y siguió amurallando toda la parte alta.
Incluso por mar, donde destacaba aún la pericia de nuestros marinos, Gilipos
lanzó su cuerpo naval a la ofensiva. En aquel momento aprovechó el ingenio
de sus mandos. Al darse cuenta de que la batalla no iba a iniciarse por mar
sino en el Puerto Grande hizo reforzar las proas y los baos de los trirremes,
triplicando sus dimensiones a fin de atacar de frente y no lateralmente como
acostumbraban los atenienses. De él aprendimos una nueva palabra,
boukephalos, cabeza de buey. Gracias a estos brutales instrumentos, pudo
atacar a nuestras naves más ligeras y perseguirnos por detrás de los dos
rompeolas hasta el puerto. Nos tocaba entonces a nosotros instalar pilotes en
forma de semicírculo y ocuparnos de la gabarra de dragado para colocar
«erizos» y «delfines».
Hacia finales de otoño, las naves de combate de Gilipos habían hundido o
neutralizado cuarenta de las nuestras y sus tropas nos habían echado de
Epípolas, a excepción de la fortaleza del Círculo de Sice. Su propia flota había
sufrido terribles pérdidas: más de setenta naves dañadas o hundidas; aunque
se repuso con rapidez de estas pérdidas, trayendo madera nueva por el Puerto
Pequeño y por tierra firme, puesto que contaba con la protección del contra
fuerte.
Gilipos nos tenía bloqueados e iba apretando el cerco. Los siracusanos podían
permitirse el lujo de perder doble número de hombres que nosotros, el doble de
naves y murallas, y día a día consolidaban sus posiciones a medida que las
ciudades sicilianas, al oler la sangre, se pasaban del lado del invasor al de sus
compatriotas. Nicias ordenó que se abandonaran las murallas superiores.
Perdimos unos cuantos puntos de apoyo esparcidos por la ciudad y el puerto y,
por si esto fuera poco, el molino para el pan, nuestra principal provisión. Los
vendedores y seguidores de la campaña, así como la mayoría de nuestras
mujeres, iban esfumándose. Tuvimos que arrastrarnos como ratas hacia la
parte meridional, las marismas y el sumidero del puerto. Entonces, en otro
asalto nocturno, las tropas de Gilipos nos echaron del Olimpieón, con lo que
estuvimos a punto de perder también aquel endeble punto de apoyo.
Mi vieja nave, Pandora, se había pasado el verano batallando por mantener
alejado al enemigo de Plemirión, pues su ataque no cesaba y no existía
posibilidad de retirarla para vararla. Cuando por fin fue conducida a la orilla
para su reparación, subí a bordo con la intención de controlar una grieta que
tenía abierta en la parte delantera de los baos. Al colocar el pie sobre el
superior, me di cuenta de que la madera cedía como una esponja.
Nuestras embarcaciones se estaban pudriendo.
Las reservas del oficial pagador se habían terminado; se acumularon retrasos
de tres, de cuatro meses. Los marineros extranjeros empezaron a desertar,
mientras que los guardas y esclavos que les sustituían cambiaban de bando al
olerse los primeros golpes. El estado de salud de Nicias empeoró; la moral
estaba a la altura de las letrinas. Los oficiales mercenarios se veían incapaces
de mantener a raya a sus hombres. Telamón había perdido una quinta parte de
los suyos, que se había pasado al enemigo.
A comienzos del segundo invierno llegó una carta de Simón. En ella contaba
que la esposa de León se había casado de nuevo, con una buena persona, un
inválido de guerra. Nuestro primo había visto a Eunice llena de rencor contra
mí; había encontrado también a mis hijos, que gozaban de buena salud.
... distintos informes sobre Gilipos y sus fechorías. La culpa sólo es de Atenas.
¿Qué esperaban que hiciera Alcibíades, agradecerles que le hubieran
condenado a muerte?
Los que nos encontramos en nuestra patria estamos también en deuda con
nuestro amigo. Además de mandar a Gilipos, ha convencido a los espartanos
para que redoblen sus esfuerzos contra nosotros. El rey Agis se encuentra ante
nuestras murallas con todo su ejército y no tiene intención de invertir la marcha.
Han fortificado Decelea, otro de los golpes planeado por Alcibíades. Han
acudido ya allí veinte mil esclavos. Trescientos se desplazan cada noche,
privando a la ciudad de los hábiles artesanos que tanta falta le hacen. Ya no
llega trigo ni cebada a tierra firme a través de Eubea. Todo debe pasar por mar
dando la vuelta por Sunion. Una ración de pan cuesta el salario de un día. A
mí, la casa de empeños me ha arrebatado la última capa de calidad.
Los de Meleagro me ha borrado de la lista de caballeros. No les recrimino por
ello, pues ya no tengo ni caballo. Ah, pero la fortuna me ha sonreído...
Una segunda flota a las órdenes del héroe Demóstenes está a punto de zarpar
en vuestra ayuda. Sobornando con mi última moneda al oficial de
reclutamiento, me han aceptado en caballería sin montura. Adquiriremos los
caballos en Sicilia, al menos esto dicen nuestros jefes. Animo, pues, primos.
¡Cabalgaré (o correré) a rescataros!
Cuando llegó esta carta, cuatro meses después de haberse mandado, la flota
bajo las órdenes de Demóstenes había alcanzado Corcira. Diez días después
aparecieron las primeras naves ligeras. Siete días más tarde llegó la flota:
setenta y seis naves, diez mil hombres, armaduras, dinero y provisiones. El
cuerpo de defensa de Gilipos de retiró a Fondograso y a la Túnica del
Pedagogo, su tercero y cuarto contrafuertes; la flota retrocedió por detrás de
Ortigia, hacia, el Puerto Pequeño.
Se había invertido de nuevo la trayectoria de la guerra. Saludaron con gran
algarabía las nuevas naves de Atenas todos los hermanos y compañeros
reunidos en el Puerto Grande. Algunos saltaron desnudos desde los puentes
de sus propias embarcaciones para alcanzar a nado las nuevas naves y
subieron por la borda para abrazar a sus tripulantes. León y yo nos
encontramos con Simón en la orilla, con su caballería sin caballos, y nos
deshicimos en lágrimas mientras nos estrechábamos con fuerza.
¡Cuánto tiempo había pasado! Dos amargos inviernos desde que la expedición
dejó la patria con el corazón henchido de esperanza; dos veranos de dilación y
desmoralización desde que sus hombres habían visto por última vez a sus
amados hermanos y amigos, oído de sus propios labios alguna noticia de casa
o les habían estrechado con sus brazos. No podía llegar en mejor momento
aquel refuerzo.
Todos los de la primera expedición, en cuanto hubieron localizado a amigos y
parientes, quisieron ver con sus propios ojos a Demóstenes. Nuestro nuevo
comandante llegó a la orilla a pie, el yelmo bajo el brazo, la capa rozando el
agua. Por encima de las empalizadas, la tropa gritó hasta perder la voz. ¡Ahí
está, hermanos! Su piel no es amarillenta, como la de Nicias a causa de la
enfermedad y las medicinas, al contrario, le vemos curtido por el sol, rebosante
de vigor y seguridad en sí mismo. Tampoco se apresura a erigir un altar para
pedir consejo a los dioses; él avanza decidido para examinar la situación con
sus propios ojos y su juicio. ¡Demóstenes, compañeros! ¡Por fin tenemos a un
triunfador, quien venció en Etolia, en Acarnania y en el golfo, el que derrotó e
hizo prisioneros a los espartanos en Esfacteria!
La primera orden que impartió Demóstenes fue la de pagar a los hombres.
Cuarenta mil hombres desfilaron por las mesas en una tarde y se les pagaron
todos los atrasos con monedas con lechuzas y vírgenes acabadas de acuñar.
Aquella noche su discurso fue más escueto que el de un espartano.
—Varones, he echado un vistazo a este terrible lugar y he de deciros que no
me ha gustado nada. Hemos venido aquí para machacar a esos hijos de perra.
Ha llegado el momento de empezar.
Aquello fue aclamado con un estruendo de espadas contra escudos; el ejército
demostró a gritos su decisión y aprobación.
Al cabo de tres noches, una fuerza compuesta por cinco mil hombres recuperó
el Olimpieón. Al alba del día siguiente, diez mil más expulsaron a los
siracusanos de la bahía. La flota controló de nuevo la Roca y volvió a asediar la
ciudad; se produjo otro asalto nocturno durante el cual recuperamos ocho
estadios de nuestra antigua muralla.
Se produjeron muchísimas bajas. En cuatro días, el total de muertos superó el
de un año entero, pero sabíamos que había que aguantar pues estábamos en
el camino de la victoria. Demóstenes no permitía que decayeran los ánimos.
Recuperó las armaduras de los fallecidos y heridos y convirtió a las tropas
auxiliares e incluso los encargados de cocina en soldados de infantería pesada.
La unidad a caballo de la que formaba parte mi primo se encontraba entre las
remodeladas. Simón nunca había combatido a pie, con armadura. No es una
técnica que pueda adquirirse de la noche a la mañana. Por otro lado, ni él ni
sus compañeros podían permitirse el lujo de empezar con cometidos fáciles.
El siguiente ataque sólo podía dirigirse a un lugar: Epípolas. Había que
reconquistar los altos; sin control sobre ellos no podía triunfar el ataque contra
la ciudad.
LA CATÁSTROFE DE EPÍPOLAS
Diez mil hombres ascendieron durante la segunda vigilia de la noche, la
infantería pesada y los infantes de la flota con víveres para resistir cuatro días
(pues contábamos con el contrafuerte), junto con un batallón de apoyo de
balística. Aquello significaba que, aparte de los marineros y el pueblo llano, no
quedaba nadie que pudiera defender el perímetro ante un contraataque dirigido
a la flota. Demóstenes estaba convencido de que la apuesta valía la pena.
Reunió todos sus efectivos y se lanzó contra Gilipos.
Yo estaba convencido del éxito del asalto; sólo me aterrorizaba la situación de
mi primo. No era un guerrero y podía suceder cualquier cosa entre aquellas
rocas, sobre todo en la oscuridad y formando parte de una caballería sin
montura ni preparación alguna para el ataque con armadura y para una
escalada. Peor aún, el oficial que tenía Simón al mando era Apsefión, un idiota
que los dos conocíamos del tiempo de Acarnas, el cual, jugando al héroe,
consiguió llevar a sus muchachos al lugar donde la batalla iba a ser más
cruenta: el acceso occidental a la ciudad, que pasaba por Euríalo, el camino del
parque, donde la pendiente quedaba más a la vista y el enemigo tenía su
posición mucho más fortificada.
La caballería de a pie de mi primo formaría parte de la tercera línea de ataque,
a las órdenes del general Menandro. León y yo estábamos en la primera, en el
ala izquierda, tras la infantería pesada de los argivos y los mesenios, once mil
en total, con el apoyo de cuatrocientos hombres de las tropas ligeras y
arqueros de Turi y el Metaponto. El centro, una vez que se hubiera
reconstituido, estaría compuesto exclusivamente por atenienses, tropas tribales
de Leonte y Egeo, unidades de primera, dotadas de armas arrojadizas e
incendiarias. A su izquierda se encontraban las tropas mercenarias, en las que
se incluían los arcadios de Telamón, apoyados por doscientos infantes de la
marina corcirense, con sus jabalinas, y junto a ellos otro regimiento ateniense,
los erecteos. Entre ellos y nuestra falange se encontraban cuatrocientos
guerreros de Andros y Naxos, y etruscos con corazas como hoplitas, y los míos
entre éstos, con cien arqueros cretenses y cincuenta arqueros de la tribu de los
mesapios de Iapigia. Las unidades pesadas atacarían las murallas y la unidad
de balística, inmediatamente detrás, dispararía por encima para despejar la
fortificación.
La Cumbre, como llamaba la tropa a Epípolas, se encuentra a unos cientos de
pies de altura y está formada por piedra caliza poco consistente cubierta por
carmel y carrasco, escarpada en tres vertientes, a excepción de la occidental,
empinada aunque de relativamente fácil acceso. En su extremo hay un camino
denominado Poliduceo,
el último espacio plano, y en él se reunieron las tropas de asalto durante la
primera vigilia de la noche. Un pelotón ligero, compuesto por doscientos
asaltantes, había iniciado ya el ascenso. Tenía como cometido poner cuerdas
en la vertiente para protegernos del abismo.
Era una noche calurosa y oscura como boca de lobo. Las tropas habían
permanecido despiertas todo el día, nerviosas e impacientes; pocos habían
conciliado el sueño la noche anterior por la inquietud. Cada hombre llevaba
encima sesenta minas de peso entre el escudo, el yelmo, el peto y cuarenta
más en herrajes y equipo, pues teníamos órdenes de derribar el contrafuerte y
construir el nuestro. Nos acompañaban todos los mamposteros y carpinteros.
Apelotonados en el punto de reunión, los hombres sudaban a mares, probaban
todo tipo de posturas y apoyaban sus cabezas en escudos, piedras y
extremidades ajenas. Muchos se quitaban el yelmo por el calor y la falta de
visión en la oscuridad; otros abandonaban el peto y las grebas. La diosa Miedo
había hecho su aparición. Se esparcían por el campo quienes evacuaban el
intestino y vaciaban sus vejigas.
—Esto empieza a oler a batalla —observó León.
En aquel momento apareció nuestro primo Simón. Nos había visto pasar y
obtuvo permiso para acercarse. Iba equipado con la panoplia completa, incluido
el yelmo con crin de caballo.
—¿Y ahora qué?
—Esperar.
Lo presenté a los que estaban junto a nosotros; conocía a Sopa de Atenas, a
Astilla, otro de nuestros compañeros, de Fegas, cerca de Maratón.
—¿Cómo le llamáis a eso? —preguntó éste, señalando la crin de Simón.
—Afectación —apuntó Sopa.
Tomaban el pelo a Simón, riendo con nerviosismo.
—¿Hace calor —dijo Simón— o sólo es miedo?
—Lo uno y lo otro.
Le quité el yelmo.
—¿Estás asustado, Pommo?
—Petrificado.
Entre las notas de León figura esta observación:
Cuando los soldados pretenden poner nombre al objeto de su terror, pocas
veces citan su verdadero origen sino alguna de sus consecuencias, que no
guardan relación con él e incluso son absurdas.
Mi primo estaba obsesionado por la terrible idea de que aquella noche León y
yo íbamos a morir y que él, en cambio, se salvaría. Sería algo innoble,
imaginaba él, pues consideraba que él era quien más lo merecía. Y prometía
cambiar su comportamiento.
—Ninguno morirá —lo tranquilizó mi hermano.
—Efectivamente —le apoyó Sopa—. Nosotros somos inmortales.
Cuando nos llamaron, cogí a mi primo aparte.
—Arriba hará mucho calor; sudarás. No tomes vino, ¿entendido? Únicamente
agua. Come siempre que puedas o perderás energías. Y no te avergüence
hacerte las necesidades encima. A la salida del sol todos llevaremos los
muslos enlodados. — Oíamos que el portaestandarte ordenaba que nos
reuniéramos; todos debíamos formar en línea—. Todo te saldrá bien, Simón. Y
también a nosotros. Tomaremos el vino más tarde, para celebrar la victoria.
Se oyó la señal. Avanzamos en columna. Incluso a aquella hora, las piedras de
la ladera de poniente transmitían un calor espantoso, fruto del sol que había
caído a plomo sobre ellas toda la tarde. Había allí tres senderos, cada uno con
la anchura suficiente para el paso en fila; las curvas eran tan pronunciadas que
uno, serpenteando por su superficie, alcanzaba con la punta de su espada los
escudos de la columna que avanzaba por delante. Oíamos los gritos de batalla
a doscientos pies por encima de nosotros; llegó la orden de doblar el paso,
como si aquello fuera posible. Seguimos ascendiendo, agarrándonos a las
cuerdas, sujetando al tiempo el equipo, las herramientas, las espadas cortas y
los puñales, con una lanza de nueve pies en la mano derecha, el faldón de piel
de vaca bajo el escudo para desviar los proyectiles, los odres y el petate, con
pan y vino. El sudor nos inundaba; uno se freía dentro de la armadura.
Cuando nuestra unidad alcanzó la cima, la tropa de asalto y las unidades de
vanguardia habían expulsado al enemigo de la fortaleza de Labdalón. Salimos
al llano, donde nos volvimos a juntar.
—¡Las cabezas descubiertas! —gritó nuestro capitán. Nos deshicimos de
nuestros tocados de cornejo que nos protegían de un golpe accidental con las
afiladas espadas.
El espacio de la cima medía unos veinticinco estadios de levante a poniente y
apenas dieciséis de anchura. Teníamos que cruzarlo por su parte ancha y con
la mayor rapidez.
—¡Cerrad filas!
—¡A vuestras posiciones!
De los dieciséis infantes del Pandora, habíamos perdido a nueve a causa de
las enfermedades o el combate en dos años; se habían añadido diez más
procedentes de unidades disueltas, y de éstos faltaban también siete. Los once
restantes estábamos agrupados en una sección etrusca cuyo capitán, pese a
haber cumplido ya los cincuenta, conservaba todo el brío, tenía el pulso firme
como la cuerda de un ancla y unos perniles como los de un buey. Se decía de
él que era capaz de levantar en brazos una mula, aunque es algo que yo nunca
constaté con mis propios ojos.
—En un instante empezará a llover fuego, muchachos. Mantened cerradas las
filas, que se toquen los culos con los ombligos, si queréis correr algún día más
detrás de un coño.
La escuadra se puso en marcha con los escudos en alto. La fortaleza de
Labdalón nos había intranquilizado enormemente y sin embargo cayó sin
apenas lucha. El terreno era abrupto, en gran pendiente, interrumpido de vez
en cuando por algún curso seco y desfiladeros. En cierta manera, aquello era
peor que estar en campo abierto bajo el fuego enemigo. Las ramas se pegaban
al escudo; la maleza dificultaba el paso; resultaba imposible seguir en fila.
Primero en pequeños grupos y más tarde en secciones completas, nos íbamos
desperdigando; se abrían huecos, que se llenaban desde los flancos o detrás.
Veíamos el fuego ante nosotros y oíamos los gritos.
Un silbido rasgó la oscuridad. Aparecieron tres guerreros atenienses, que se
identificaron con el santo y seña, «Atenea protectora», y fueron conducidos
hasta el puesto de mando de Demóstenes, situado en algún punto impreciso a
nuestra derecha. Nuestro jefe etrusco se lanzó en su búsqueda. Los hombres
bebieron agua y atacaron los víveres. Volvió el etrusco. La primera fuerza
defensiva se encontraba dos estadios más adelante: una barrera de piedra con
empalizada. En el suelo se veían estructuras y troncos para la construcción de
la muralla; el enemigo le había pegado fuego, de ahí procedían las llamas que
habíamos visto antes. El enemigo seguía por allí. A la espera. La tropa de
asalto estaba compuesta por gente dura, de rostros ennegrecidos, con la
cabeza cubierta por pilos, y no llevaban más que un palo curvo y una hoz
lacedemonia, el xyele. Estaban cansados y asustados; querían vino. ¿Y quién
no?
León y yo organizamos dos filas de seis y de cinco, con los dos en cabeza.
Hacía un calor insoportable; el sudor corría a raudales bajo la armadura; casi
podías oírlo gotear sobre la piedra caliza, un sonido que recordaba a un perro
meando. Cuando escurrimos los protectores de la cabeza, el líquido salió a
chorros, como de una esponja. Uno de los infantes trató de quitarse el yelmo.
Nuestro oficial etrusco le pegó un coscorrón.
—¿Quieres que te machaquen los sesos?
León no permitía que sus hombres se abrieran los petos ni descansaran, si no
era sobre una rodilla. Podían echar un trago; todos lo necesitábamos. El miedo
ya se había apoderado de nosotros, Incluso lo oíamos mientras pasaban de
mano en mano los pellejos y cada soldado tragaba el valor en forma de líquido,
que nunca parece suficiente, y pronunciaban plegarias y conjuros, tocaban los
amuletos que colgaban de sus escudos y entonaban frases mágicas.
—Pase lo que pase, no nos separemos. Escudo contra escudo hasta llegar a la
cima. —León reunió a los once—. A quien corra, más le vale que yo muera. —
Se refería a que iba a matarlo en cuanto regresara.
Llegó la consigna: avance.
Oía la fatigosa respiración de mi hermano a mi lado.
—Pequeño León.
—Al infierno con él.
La tropa avanzaba en silencio. La pendiente se veía ancha, salpicada por
rodales de pinos enanos e hinojo. La formación alcanzó el ritmo que le permitía
mantenerse unida. Bajo nuestros pies crujía el carbón. ¿Dónde estaba el
enemigo? Habíamos cubierto ya medio estadio. Más o menos. De repente,
cayó en la oscuridad una vasija de pez en llamas, se hizo añicos y arrojó una
cascada de fuego.
—¡Ahí están! —gritó una voz enemiga.
Con un grito, la fila avanzó, elevando los escudos como protección. La tierra se
había encendido con lo que arrojaba el enemigo. Se nos chamuscaban los
pelos de las piernas; el terror nos movía a inclinarnos hacia la derecha, a
refugiarnos en el escudo del que teníamos al lado.
—¡Alinearse! —gritó León—. ¡Adelante!
Todo el mundo se agachó formando un trapecio, colocando las piezas del
yelmo que protegían la nariz y las mejillas contra la mancha de sudor de la
parte superior del escudo, dejando sólo al descubierto las rendijas para no
perder la visión, es decir, la borrosa imagen a la que dan este nombre los
soldados, bronce contra bronce, preparados para resistir la arremetida que a la
fuerza tenía que llegar, y pronto. Oíamos el sonido de los primeros proyectiles
sobre los aspides a lo largo y a lo ancho. Todos colocamos el hombro izquierdo
en la concavidad del extremo superior del escudo. De forma simultánea, con el
puño derecho, que blandía la espada, agarrábamos la cuerda de cáñamo a la
derecha de la cavidad interna y, sirviéndonos del mango de la espada como
apoyo, la asegurábamos con dos anillas de hierro al extremo del escudo,
bloqueándolo contra cualquier sacudida futura. Hasta el último nervio entre la
punta de los pies y la coronilla se iba tensando con aquella prolongada y
ondulante marcha.
Llegó una tormenta de piedras y proyectiles.
—¡Venga, muchachos! ¡Son sólo guijarros! ¡Ánimo, no dobléis las rodillas!
Como un montañero en la cresta planta los pies en el suelo y aguanta, con los
hombros firmes, la granizada, así las filas de atacantes avanzaron contra la
tempestad de piedras y plomo.
—¿Quién será el más valiente?
—¿Quién expulsará al enemigo primero?
Delante de la tormenta de fuego, los arqueros.
—¡Palillos, contra ellos!
Las puntas de hierro retumbaban contra el revestimiento de cobre de los
escudos, rebotando hacia las lanzas levantadas. Los aspides de las primeras
líneas quedaron cubiertos como puerco espines por las saetas del enemigo,
que atravesaban el bronce para alojarse en el armazón interior de roble,
consistente como una tabla de cocina e impenetrable como ésta. Oías cómo
rebotaban a tus pies y cómo zumbaban más allá de tu cabeza las que no
habían dado en el blanco.
—¡Adelante! —ordenó León a gritos. Para entonces éstos se habían
generalizado a medida que los hombres elevaban sus súplicas al cielo entre la
mortífera lluvia.
Apareció la luna.
Con su luz pudimos ver el bastión.
—Jabalinas! —El soldado que tenía al lado soltó un grito y se desplomó. Llegó
la cerrada descarga mortífera. No soplaba ni una brizna de viento, por lo que
las jabalinas llegaban directas, sin desviación alguna. León cayó al suelo en
medio del atronador ataque.
—¡Estoy bien! —Hizo un esfuerzo para ponerse de pie a mi lado.
Se produjo una segunda descarga. Esta vez caí yo al suelo.
—¡Arriba, hijo de perra!
La línea lo es todo.
No debe cundir el terror; uno no tiene que huir. La línea lo es todo. No debe
cundir la furia; uno no debe lanzarse hacia delante.
La línea lo es todo. Si se mantiene, seguimos vivos; si se rompe, morimos.
—¡Maldición! ¡Maldición! —voceaba León. El enemigo se vino abajo antes de
que le alcanzáramos. Se dividió una línea. Los hombres dieron vivas de
alegría.
—¡Silencio! ¡Apagad el fuego!
El etrusco nos reunió para el contraataque. La fatiga nos hacía caer al suelo
como si nos diera con un mazo. Se oía cómo claqueteaban los yelmos contra la
piedra caliza y también el sonido apagado de la caída de escudos y equipo.
—¡De pie! ¡Contraofensiva! ¡Que nadie rompa filas!
Habíamos tomado la primera barrera. La segunda nos llevó dos horas más,
durante las cuales casi nos partimos la espalda con el calor y el agotamiento.
De los seis que habían caído en nuestra sección, sólo dos estaban heridos. Los
demás sufrían tirones en la ingle y la corva, se habían roto algún hueso, habían
padecido contratiempos a causa del agotamiento y la sed o alguna caída por
un barranco en la oscuridad. Todos sufríamos calambres. Habíamos
abandonado hacía mucho todo el material de construcción; más tarde
mandaríamos por él a los equipos de recuperación.
Circulaban los rumores. Nuestras compañías en el asalto del fuerte del Círculo
habían sido derrotadas; Gilipos disponía de otros cinco mil hombres venidos de
la ciudad; se mantenía en el contrafuerte, la posición definitiva que debíamos
ocupar. Fuera o no cierta, la noticia animó a la tropa. Había que inmovilizar a
aquellos imberbes y Siracusa sería nuestra. Pegamos unos buenos tragos de
agua y de vino y nos dispusimos a seguir.
El segundo bastión no era todavía la colina Calcárea, la serie de baluartes que
había construido el enemigo durante el otoño cuando nos fue echando de los
altos; al contrario, se trataba de un bastión nuevo, mucho más alto, levantado
en la cima de una pronunciada pendiente. Contaba allí el enemigo con mil
hombres; tendríamos que tomarlo por asalto. Habían quemado un terreno
equivalente a un estadio, colocando en toda su extensión pacas o haces
empapados de brea. Se habían amontonado en sus extremos unas montañas
de espinos que permitían dirigir a los agresores hacia la zona de los honderos.
Nuestras fuerzas incendiarias prendieron fuego a toda la extensión. Brillaba
una luna amarillenta entre la bruma.
Nos dieron órdenes de resistir hasta que se hubieran quemado los obstáculos.
Pero no había forma de contener a la tropa, presa de la fiebre por la contienda,
de terror al comprobar los refuerzos de Gilipos o aprensión ante la fatiga que se
había apoderado de todos. Todos se amontonaron sin orden ni concierto en
aquel infierno, sirviéndose de los escudos para protegerse de los encendidos
proyectiles, mientras que el enemigo concentraba su ataque algo más allá,
donde avanzaban los atenienses, los argivos y los aliados.
Nuestra compañía estaba en segunda posición. Los primeros cien se
abalanzaron contra la muralla. La pared era de piedra con un sinfín de
puntiagudos palos despuntado en la superficie. Desde lo alto, el enemigo
arrojaba rocas. Avanzamos como las tortugas, con los escudos sobre la
espalda, abriéndonos camino entre las piedras con las manos. Aparecieron
veloces las tropas ligeras. Oíamos sus saetas y el silbido de los proyectiles.
Una roca cayó sobre mi columna vertebral y me lanzó contra la puntiaguda
muralla. Las piedras eran tantas que me resultaba difícil apartarlas.
—¡A trepar! —gritaban todos.
Un cuerpo me cayó encima. Algún hijo de perra al que habían acribillado
nuestros arqueros. Intenté incorporarme; ¡y el granuja aquel resucitó! Noté que
unos dedos se clavaban en las cuencas de mis ojos y un filo se acercaba a mi
cuello. Hice bajar el ala del yelmo, apretando su borde contra la coraza y el
terror me dio fuerza para levantarme. El hombre se desplomó, atacado desde
arriba por los suyos.
—¡Trepa! —gritaba León a mi lado. Vi su fornido cuerpo que ascendía por la
pared. Sentí una terrible vergüenza. Escalé a su lado. Los defensores seguían
lanzándonos brea encendida. Pero nuestro ascenso continuaba. Retrocedieron
ante su propio fuego. Nuestras descargas de jabalina les llegaban a través de
la muralla. En cuanto alcancé la cima, me encontré con un hombre que blandía
una cuchilla; descendí un poco y le embestí. Nos hundimos enlazados. No
llevaba yelmo; le aticé en el cráneo con mi espada. Oí vítores. Avanzaba la
segunda compañía arrojando sudor y saliva contra el enemigo en fuga. Caí en
cuclillas sobre la humeante piedra.
—¡León!
—¡Estoy aquí, hermano!
Nos levantamos los yelmos para constatar que los dos habíamos sobrevivido y
acto seguido nos desplomamos de alivio y cansancio.
Se veía ya toda la luna. Los hombres se concentraban, camino del segundo
fuerte.
—¡Arriba, arriba!
No había que ceder a la fatiga, sobre todo cuando el contrafuerte se mantenía
y Gilipos tenía tiempo para reforzarlo con más tropas. Los hombres llevaban
horas trepando y luchando. La noche no había refrescado lo más mínimo. La
tropa llevaba la lengua colgando como su fuera una manada de perros.
Detectamos a los argivos por su acento. Apareció en la oscuridad un capitán de
la élite de los Mil. Estaba cerrando las filas.
—¡Hay que conquistar otra roca!
Habían llamado a los oficiales. León vomitaba, tenía retortijones. Me dirigí
hacia allí. Me encontré con Demóstenes. Su unidad se nos había adelantado
en dirección hacia el fuerte de Labadlón; o él o nosotros habíamos perdido la
posición. Sus oficiales ordenaron que los hombres comieran. ¿Quién era capaz
de tragar el pan sin vino ni agua?
—La tropa está exhausta —informó un capitán—. La tercera oleada sigue
ascendiendo desde Euríalo, a nuestra espalda; ¿tal vez deberíamos
detenernos y permitirles el avance?
Demóstenes le miró como si creyera que se había vuelto loco.
—La luna está ya en lo alto. Asaltaremos ahora mismo ese estercolero.
Uno de los oficiales dijo que no sabía si sus hombres aguantarían.
—No son los hombres quienes deben decir lo que hay que hacer —gritó
Demóstenes—. Nosotros se lo decimos a ellos.
El oficial veía que sus oficiales no se habían recuperado. Todos habían bebido
en exceso y, aunque el miedo y el agotamiento les había hecho sudar, el ardor
de la uva había hecho mella en su sangre, como le ocurriría a quien aguanta
una borrachera dos días seguidos, llevándoles a tal estado de postración que
ningún acto de voluntad hubiera podido vencer.
—¡Agrupaos, primos! —Demóstenes reunió a los oficiales como hubiera hecho
un padre con sus hijos—. Sé que los hombres están exhaustos. ¿Creéis que yo
mismo no lo estoy? Pero hay que tomar el fuerte Calcáreo. No puede aceptarse
ningún otro resultado.
»Si fracasamos esta noche, Gilipos nos echará mañana de los altos. Nos
encontraremos de nuevo donde empezamos; peor aún, pues el enemigo se
afianzará. En cambio, si asaltamos el fuerte Calcáreo esta noche, todo estará a
nuestro favor. Caerá el contrafuerte, sitiaremos la ciudad. ¡Arriba ese ánimo!
No podemos conceder tiempo al enemigo. ¡Acabemos con él ya y quitémonos
de encima la pesadilla!
Sin embargo, Gilipos no esperó la arremetida. Situándose de espaldas al
contrafuerte, dirigió sus tropas hacia los atenienses que se estaban
concentrando. Oímos su paean y corrimos hacia nuestros puestos. León ya
había movilizado a nuestros soldados. Me lancé hacia delante entre ellos.
Ante nosotros, un número inconmensurable de enemigos. Cerramos filas; un
ejército se lanzó contra el otro. El desconcierto que siguió sólo podía recibir el
nombre de combate por sus dimensiones. Tan juntos se hallaban los cuerpos
que nadie era capaz de blandir una espada. Las lanzas se mostraron inútiles.
Todo el mundo las iba abandonando y optaba por utilizar el escudo como arma,
batallando por apartar el pie del contrario o atacarle al estilo espartano, con un
golpe y adelante. Cualquier parte del cuerpo protegida por la armadura se
convertía en un arma. Luchábamos con las rodillas, clavando el metal protector
de éstas en los testículos del contrario, atizándole con el codo en la garganta y
la sien y rematándole, ya en el suelo, con el tacón. En medio del desconcierto,
cualquiera agarraba el extremo del escudo del enemigo y lo empujaba hacia
abajo con todas sus fuerzas. Arañábamos los ojos del que se nos plantaba
delante, le escupíamos cuando éramos capaces de reunir saliva suficiente y
terminábamos mordiéndole. Nos dábamos cuenta de que el enemigo cedía.
Nos llegaron refuerzos desde atrás, que empujaron con su peso aquella masa
humana que formábamos. Al fondo, detrás, se veía la luna. El enemigo salió a
la desbandada.
Debe atribuirse la culpa de lo que sucedió luego a nuestros mandos, y yo me
incluyo entre ellos. Éramos incapaces de contener a nuestros hombres; se
lanzaban contra el adversario como animales desbocados. Aquella furia
procedía sin duda de los dos años de tribulaciones y frustración que habían
vivido bajo Nicias. Estoy convencido de que aquellos hombres también temían
encontrarse al límite de su capacidad de aguante; llevaban cinco horas
luchando sin comer ni beber; tenían que acabar rápidamente con el enemigo
antes de que les fallaran las fuerzas.
Tú mismo presenciaste la aplastante derrota, Jasón. De haberse desarrollado
de forma adecuada, la caballería habría seguido al enemigo en fuga, le habría
inutilizado con el sable o liquidado directamente con la lanza. Aliados con la
tropa a caballo, los más ágiles podían haberse adelantado al enemigo en su
huida y haber acabado con él a golpes de lanza. Podían rematar a los heridos
allí mismo. Sin embargo, en las alturas, no disponíamos de fuerzas de
caballería ni de lanzas; todo lo habíamos abandonado o había sido destruido.
Así pues, las tropas se precipitaron en estampida golpeando a diestro y
siniestro con la espada. Así no se mata a un hombre. La herida infligida con la
punta de la espada no es mortal de necesidad, ni siquiera está claro que
inmovilice a nadie, al contrario, provoca tal estado de desesperación en quien
la recibe que incluso incita al cobarde a darse la vuelta y pelear. En cambio, si
el ataque se realiza de modo efectivo, penetrando a fondo en el cuerpo, la
persona presentará la espalda y se podrá acabar con ella con facilidad. El
segundo axioma que hay que meter en la mollera del novato cuando el campo
de batalla está en desbandada es el de no enfrentarse jamás con el enemigo
uno solo, sino de a dos y desde lados opuestos.
Ambos principios fueron arrojados por la borda en la situación extrema a la que
les había llevado la fatiga. En la parte frontal, veíamos a nuestra infantería
acuchillando las corvas y los cuellos del, adversario, y más tarde, al caer los
últimos, se abalanzaban sobre el grupo que les seguía, dejando a los hombres
heridos y despojados, aunque también con cierta capacidad de respuesta, o
bien, si se trataba de alguno más astuto, fingía haber quedado inmovilizado
para situarse luego entre nuestras tropas cuando llegaba hasta él la siguiente
fila. La línea se deshizo a lo ancho del campo. Se iba ensanchando la zona que
controlábamos. La colina Calcárea, hacia la que huía el enemigo, quedaba a
unos cuatro estadios, siguiendo una superficie muy irregular. Nuestros
hombres, extenuados, invirtieron la marcha, mientras el enemigo utilizaba en su
huida los páramos y las pendientes.
No obstante, el avance ateniense tropezó con escasa oposición; resonaron los
gritos de victoria al tiempo que nuestras tropas, en completo desorden,
pasaban hacia los baluartes que rodeaban la calcárea elevación que dominaba
el contrafuerte. Avanzábamos con la luna por encima de nuestros hombros;
ante nosotros, el enemigo se precipitaba en masa hacia las pocas salidas y
veíamos el resplandor de sus escudos y yelmos en la noche. Eran hábiles.
Gilipos era hábil. No había optado por mantener a sus hombres detrás de las
almenas, contra las que habrían presionado nuestras desorganizadas tropas,
que se hubieran reorganizado al confluir. Al contrario, el espartano decidió
enfrentarse a nosotros en campo abierto, lanzando en masa sus tropas frescas
contra las nuestras, exhaustas e indisciplinadas.
El mundo conoce el espectacular triunfo de aquella táctica. León y yo habíamos
alcanzado a Sopa y a Astilla, así como a otros que habían quedado sueltos de
otras unidades y se habían unido espontáneamente a nosotros. Nuestro bando
seguía su avance; los Mil argivos situados a nuestra izquierda acribillaban a la
división siracusana en formación contra ellos. Veíamos el fuerte Calcáreo a
medio estadio de nosotros.
—¡Ha caído! —oí gritar a un oficial argivo.
En aquel preciso instante, el hombre que tenía a mi derecha se desplomó
sobre mí. Me agaché para sujetarlo, puesto que un hombre con armadura en el
suelo equivale a un muerto. Me volví hacia la derecha y me encontré con que el
enemigo se daba la vuelta y nos embestía desde el flanco.
Más tarde supimos que aquella era la división Cadmea, los voluntarios beocios
y el regimiento de Tespias de las Termópilas, dos mil en total, a los que
Hegesandro había situado ante el baluarte llamado Ravelino. Los demás
estaban derrotados pero éstos resistían. Al igual que la gran roca sobre la que
baten las olas, ellos aguantaron y nos devolvieron el embate.
Yo estaba en el suelo; me había caído a raíz del ataque. Me veía incapaz de
levantarme llevando encima un talento de carga. Uno de los nuestros hurgaba
bajo mi cuerpo, intentando que fueran mis carnes y no las suyas las que
alcanzara la lanza enemiga. Pasaron los beocios hundiendo las puntas. Oí
como una de ellas daba en el blanco; el sonido del cráneo reventado, los
fluidos de la cavidad saliendo a borbotones. Una rozó mi cadera y a punto
estuvo de alcanzarme un ojo. El enemigo siguió su camino. Pude darme la
vuelta y liberarme. León me apartó arrastrando mi cuerpo.
En la huida de la derrota uno no se pregunta si tiene la cabeza en su sitio, se
limita a abandonar toda la carga que puede, decidido a correr al máximo para
conservar la vida. Allí, en el alto, se cambió esta costumbre. Reinaba la
oscuridad. No existían caminos. La luna proyectaba unas sombras que todo lo
sumergían en el caos. Habíamos perdido la noción de nuestra posición; nos
habían superado. Avanzar era un suicidio, pero por otro lado al huir caías
encima de las mismas tropas que acababan de derrotarte.
Pero entonces nos desconcertó un nuevo peligro: el enemigo al que nuestras
tropas habían tomado la delantera en el avance. Aquellos hombres estaban
otra vez de pie disponiéndose a la ofensiva como carniceros. Recorrían el
campo, cortando el cuello a todo ateniense que encontraban. Yo estaba con
León, Sopa, Astilla y un puñado de compañeros. Por alguna razón nos
habíamos ido desplazando hacia el extremo derecho del campo. Ante nosotros,
unos riscos con fuerte pendiente, más o menos un estadio de profundidad.
Sopa observó con León el panorama.
—¿Lo probamos?
—Tú primero.
Recorrimos el borde en busca de un lugar para descender. León y yo nos
situamos en una elevación para otear. Vimos una batalla a lo lejos.
Nos quitamos los yelmos y oímos el paean —dorio o nuestro, imposible
precisarlo— y el himno que todos los soldados conocen, el tañido y el fragor del
othismos cuando las formaciones se comprimen y chocan.
—Yo lo dejaría —comentó Astilla.
León le preguntó dónde estaba su afán de gloria.
—Lo perdí hace unas horas, junto con todo lo que guardaba en los intestinos.
Nos deslizamos por la pendiente, camino de la batalla. Al fondo veíamos unas
siluetas fantasmagóricas. Oímos acentos áticos.
—¿Atenienses?
—Adelante —gritó un oficial—. Vamos a formar más allá de la elevación.
Nos acercamos a las tropas, pero les perdimos en un desfiladero. Los bajos
estaban inundados de niebla, la luz era extraña. Cuando tenías la luna de cara
quedabas deslumbrado; si te quedaba a la espalda, avanzabas en la negrura.
Aparecieron de un páramo unos cientos de soldados de infantería; los oficiales
les alineaban. Nos metimos entre ellos, en busca de alguien a quien informar.
Un guerrero nos hizo señas para que nos situáramos atrás. Un hombre se
dirigía a un compañero. Hablaba en dialecto siracusano.
No eran los nuestros.
Nos encontrábamos entre el enemigo.
Un siracusano alto y esbelto me tiró del hombro. Iba a preguntarme algo. La
espada de León le cortó el cuello. Cayó como un saco, chorreando sangre.
Salimos disparados. Pedí a León que asumiera el mando. Yo estaba
desquiciado; no coordinaba las ideas.
—¿Cómo habían llegado hasta allí esos mal nacidos?
Nos metimos en un barranco, aterrorizados, agarrándonos uno a otro como
críos.
—¿Estamos rodeados? ¿Cómo han conseguido situarse a este lado?
Intentábamos orientarnos por la luna, pero en el barranco no acertábamos a
ver de dónde procedía la luz. ¡Ruido! Hombres que avanzaban en formación
compacta desde donde habíamos huido.
—¡Son ellos!
Aparecieron tres soldados de asalto. Nos lanzamos contra ellos.
—¡Atenienses! —gritaron, presas del terror.
Les pedimos la contraseña.
La habían olvidado. Igual que nosotros.
—¡Por Zeus! ¿Sois atenienses?
—Sí, sí.
Ahí estaban nuestros compatriotas. Poco después apareció el grueso principal
en lo alto, una sección; localizamos a su oficial. León le informó de que
habíamos topado con el enemigo en dirección norte.
—Es la parte occidental.
—Imposible. Mirad la luna.
—Es la occidental, seguro.
—¿Dónde está, pues, la batalla?
—Se acabó. Nos han derrotado.
—¡Ni hablar!
Salimos de prisa en busca del combate. Ante nosotros vimos más hombres.
Formamos rápidamente ante el temor de encontrar al enemigo.
—Atenea Protectora —gritaron con el escudo en la cabeza. ¡La contraseña!
Respondimos a ella. Corrieron hacia nosotros.
—Por todos los dioses —comentó ya más tranquilo el más joven—, ¿qué
demonios ocurre?
Una lanza se hundió en sus entrañas. Cayeron también otros. El terror se
apoderó de nosotros.
No sabíamos si se trataba del enemigo, que había descubierto la contraseña, o
si eran de los nuestros que nos habían confundido con el enemigo. Nos
empujaba un objetivo: alcanzar nuestras propias líneas. Nos daba igual caer
eviscerados un instante después: debíamos reunirnos con nuestros
compatriotas. La imperiosa necesidad nos impedía reflexionar.
Veíamos siluetas imprecisas en la oscuridad, que huían y avanzaban en todas
direcciones. Todo el mundo guardaba silencio, aterrorizados. Un nuevo temor
me paralizó. Pensaba que podía encontrarme con mi primo y, al tomarnos por
enemigos, matarnos.
Al paso de los hombres grité:
—¡Simón!
—¡Silencio! —respondió León.
No podía callarme.
—¿Eres tú, Simón?
—¿Has perdido el juicio?
Abandonamos por fin la llanura. Un pequeño páramo de unos ocho estadios
nos llevó hasta el fuerte de Labdalón, el primero que habían tomado las tropas
de asalto aquella noche, aunque parecía haber transcurrido una eternidad
desde entonces. Allí se había reunido una gran multitud: retiraban los
cadáveres y los heridos; los mamposteros y carpinteros ascendían por las
pronunciadas curvas de Euríalo; se veían también centenares de
supervivientes como nosotros, en desorden, aterrorizados. Las tropas estaban
en retirada. Los hombres se peleaban para llegar al risco.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Se ha perdido! ¡Se ha perdido todo!
—¡Esperad! —León avanzó entre la corriente—. ¡A formar, hermanos! Hay que
armarse de valor.
El ver a nuestros compatriotas huyendo me avergonzó tanto que se reavivó en
mí el coraje, o cuando menos algo parecido a eso. Me coloqué junto a León.
—¿Has recuperado la cabeza, Pommo?
—Sí.
—Me asustaste muchísimo.
Los hombres desfilaban ante nosotros. Tomamos a unos cuantos,
avergonzados como nosotros, y organizamos una formación.
Reconocí a uno de ellos, a Conejo, que había luchado con Telamón. Le agarré
del brazo y vi que lloraba.
—He matado a un hombre —exclamó.
—¿Cómo?
—Nuestro. A uno de los nuestros.
Estaba trastornado; me suplicó que le cortara el cuello.
—Que Dios me ampare, no pude verlo... Pensé que era un enemigo.
—Déjalo, es por la oscuridad. Debes sobreponerte. Desenfundó la espada y
colocó la punta bajo su mandíbula.
—¡A formar! —le grité—. ¡Conejo! ¡A tu puesto!
Agarró la empuñadura con ambas manos y hundió la hoja hasta el cerebro.
—¡ Conejo!
Se desplomó como una marioneta a la que se corta el hilo. Todos quedaron
boquiabiertos al contemplarlo. Oíamos el paean del enemigo.
—¡Firmes! —gritó León a nuestros compañeros—. Que nadie abandone el
puesto.
—¿Por qué? —preguntó uno de ellos. Salieron corriendo. Nosotros tras ellos.
LA CARA OPUESTA DEL PARAÍSO
H abrás oído hablar un sinfín de veces, Jasón, del eclipse lunar que se produjo
un mes después del desastre de Epípolas, y el terror en que quedó sumida la
flota y el ejército, al tener lugar en el momento en que las naves se disponían a
zarpar para ponerse a salvo. Muchos habían censurado a Nicias y acusado a
las tropas de haber cedido al pavor y a la superstición en el momento de su
liberación, cuando habían decidido como mínimo abandonar Siracusa y partir
hacia la patria.
A quienes nos lo reprochan sólo puedo decirles una cosa: no estaban allí. No
se encontraban entre los nuestros para notar el horror que allí se respiraba,
cuando la luna ocultó su rostro protector. Me considero un hombre práctico y,
sin embargo, yo también tuve que volverme, turbado, acobardado, ante aquel
prodigio celeste.
Desde Epípolas habíamos perdido a nueve mil hombres. Ante los precipicios,
muchos, presas del pánico, cayeron por centenares, Salí aquel primer día al
alba con León en busca de mi primo. Faltaban miles de hombres. Muchos de
los que habían intentado el regreso se habían perdido por el camino. Entonces,
con la primera luz del día, los jinetes siracusanos los estaban triturando. En la
base del precipicio había una gran extensión de cadáveres y soldados
moribundos. Todos eran nuestros. Algunos se habían caído cuando la
aglomeración empujó hacia el borde y cada hombre, aterrorizado por alcanzar
un asidero, había ido desplazando a otros, los cuales, por su lado, se iban
precipitando sobre los que iniciaban el camino de vuelta por el serpenteante
sendero. Otros, en su desesperación, se lanzaron deliberadamente,
abandonando su armadura y entregándose al destino.
En lo alto del precipicio se reunían los grupos del enemigo. Gritaban para que
les oyéramos desde abajo, provocándonos:
—¡Qué listos sois, atenienses! ¿Os creíais capaces de volar?
Alardeaban de sus proezas lanzando brazos, piernas e incluso cabezas sobre
los amontonados cadáveres de nuestros soldados.
—¡Así es como abandonaréis Sicilia!
Telamón nos esperaba en el campamento. Había encontrado a Simón, sano y
salvo, atendiendo a los heridos. Me desplomé allí mismo y dormí durante todo
el día. De nuestros dieciséis infantes sólo quedaban cuatro; hicieron falta cinco
compañías para crear una nueva. Pasé el día al lado del Pandora, escribiendo
cartas de pésame. Su proa se había podrido del todo; se encontraba escorada
en un punto al que los soldados llamaban la playa del Perro, esperando nueva
madera.
El campamento se había convertido en un gran lodazal que olía a chotuno.
Habíamos plantado las tiendas en el humedal en el que nos habían
arrinconado las tropas de Gilipos: cincuenta mil personas apiñadas en una
ciénaga más estrecha que el ágora de Atenas. A cada paso te ibas hundiendo
en el lodo. Yo tenía por cama una puerta colocada sobre un amasijo de cieno y
la compartía con León y Astilla, por turnos, como se hace a bordo. Los
soldados habían puesto el nombre de «armadía» a los camastros. Además,
tenías que vigilar el tuyo para que no te lo robaran.
Los marineros extranjeros empezaron a deshacer los cabos. Era imposible
detenerlos; esperaban a que oscureciera y se lanzaban por ellos. Algunos se
llevaban incluso los remos. Falló el avituallamiento y la recogida de
desperdicios; no quedaban ya armeros, cocineros ni asistentes. Había que
asignar a la tropa las tareas de las que normalmente se encargaban los
ganapanes; en diez días se produjeron altercados que estuvieron a punto de
provocar una sublevación. Lo que sí poseía la tropa era dinero. Pero ¿qué
podía comprarse? Ni un simple palmo de tierra donde apoyar la cabeza o un
terrón limpio en el que pudieras hacer tus necesidades. Ni siquiera podíamos
comprar agua; el enemigo había represado los arroyos que desembocaban en
el campamento e infectado la única fuente de aquellos alrededores. Los
enfermos se amontonaban por centenares en los ya atestados lugares en los
que permanecían los heridos en Epípolas, quienes empeoraban día a día en
aquel miasmático infierno.
Una frase recorrió el campamento: «Izar el akation». ¿Sabes a qué me refiero,
Jasón? La vela del trinquete del trirreme, la única que se despliega durante la
batalla y desde la que se efectúa el salto a vida o muerte en la huida. Todos
ardían en deseos de izar el akation. Epípolas había enfrentado a Demóstenes
con el grueso de la expedición. Bajo su perspectiva, Sicilia no era más que un
atolladero; teníamos que sacar de allí a nuestros muchachos enseguida, y de
no ser posible aquello, retirarnos a una parte de la isla que pudiera ocuparse
por tierra, conseguir víveres y atender de forma adecuada a los heridos y
enfermos.
El único que tomó partido fue Nicias. Se negó a emprender la retirada sin
órdenes procedentes de la Asamblea de Atenas. Una noche cené con mi primo
y con el médico Pallas. El hombre pertenecía a la familia de los Euctemónidas,
de Cefisia; estaba emparentado con Nicias y le había asistido en una
enfermedad de los riñones, que aún le hacía sufrir mucho. El médico iba algo
tiznado y no vaciló a la hora de expresar su punto de vista:
—Si Nicias nos lleva a casa sin la victoria, ¿cómo expresará su reconocimiento
el demos? Él lo sabe, puedes creerlo. Los mismos oficiales que chillan
exigiendo la retirada, una vez a salvo, en Atenas, se volverán contra él para
ocultar su vergüenza. Le acusarán de cobardía o traición o bien de haberse
dejado corromper por el enemigo; los portavoces de sus acusadores
enardecerán a la muchedumbre, y ésta clamará por su cabeza, como ocurrió
con Alcibíades. Puedes pensar lo que quieras, pero Nicias es un hombre de
honor. Preferiría morir aquí como soldado que verse
sacrificado en la patria como un perro.
Pasaban los días y nadie se movía.
Volvió Gilipos de las ciudades sicilianas tras haber reclutado un segundo
ejército, aún más numeroso que él, primero. Se levantó un campamento de
diez mil en el Olimpieón y otro dos veces mayor en Ortigia. El enemigo había
perdido todo temor. Guarnecía sus filas a la luz del día y circulaba por nuestras
empalizadas, provocándonos.
Finalmente, Nicias se convenció de que la retirada era una salida juiciosa. Se
impartió la orden; aquella noche todo el mundo subiría a bordo de las naves.
En el campamento reinaba la euforia. Lejos de sentirse avergonzados por la
decisión, aquellos hombres respiraban de nuevo tranquilidad. La humildad y la
piedad, a pesar de haberse recuperado con retraso, les libraba de la ruina que
les habían impuesto los dioses, todos los reveses y males que había sufrido la
expedición a partir de la desaparición de Alcibíades. ¿Qué locura,
reflexionaban entonces aquellos hombres, nos pudo llevar a deshacernos de
él? ¿Quién podía imaginar que con Alcibíades al mando se podían haber
sufrido aquellas calamidades? Siracusa habría caído dos años antes. El
ejército se encontraría a media bota de Italia; la flota habría reducido a los
cartagineses y daría ya la vuelta a Hesperia. Pero, evidentemente, los dioses
no lo habían dispuesto así. Quizás el cielo castigaba nuestro orgullo al
acometer una empresa de tal envergadura o por haber utilizado la fuerza contra
un país que jamás la había aplicado contra nosotros. Tal vez los inmortales
envidiaban a Nicias su suerte, o a Alcibíades su ambición. Todo era posible. Lo
que importaba era que volvíamos a casa.
Lo que importaba hasta que la luna desapareció.
No existe una noche tan oscura como aquélla, cuando la esfera iluminada se
hundió en la tenebrosa negrura. Nadie puede imaginar algo tan renegrido como
el mar sin estrellas, ningún hombre tan inclinado al terror como el que se
encuentra en peligro de muerte. Tan terribles eran los auspicios, cuando los
adivinos los interpretaron, que sólo fueron capaces de leer el oráculo después
de sacrificar a la tercera víctima; los videntes iban matando un animal tras otro
esperando el que sangrara de forma propicia.
Tres veces nueve días la flota debía aguantar: eso indicaban los presagios.
En un periodo de tres veces nueve días no pudo zarpar ninguna nave.
SOBRE LA MURALLA DE LAS NAVES
Gilipos se lanzó al ataque en el vigésimo segundo día. Asaltó las fortificaciones
con treinta mil hombres y setenta y seis embarcaciones de la flota que se
encontraban en la bahía. Las murallas resistieron; las naves no.
Se hundieron nuestras naves de vanguardia, las Cloto, Láquesis y Atropo. De
los doce infantes de marina que constituían nuestro nuevo grupo, exceptuando
a León y a mí, cinco cayeron muertos y cuatro fueron heridos de gravedad. En
total, perdimos cuarenta embarcaciones, incluyendo en ellas las dieciséis que
encallaron en la marisma denominada Las Astas, donde los hombres de Gilipos
acorralaron a las tripulaciones entre los espigones y machacaron hasta el
último de los nuestros. Pusieron luego las naves capturadas a su servicio,
contra nosotros. La Ariadna de Eurimedonte se perdió en Dascón. El enemigo
fijó el cadáver de éste en la proa de la nave y desfilaron ante nuestra
empalizada incitándonos a todos a desear la muerte.
Se trató de una derrota de las mismas proporciones que la catástrofe de
Epípolas. Aquello partió el alma a nuestros hombres. No acababan de creerse
que les hubieran vencido de nuevo y de una forma tan aplastante, pero había
algo aún más patente: que lo peor estaba por llegar y no tardaría.
El enemigo empezaba a construir una barrera de naves a lo largo de la entrada
del puerto. Se corrió la voz de que íbamos a buscar una salida, intentar el todo
o nada. Habían quedado abandonadas las murallas superiores de nuestra
fortificación y se estaba levantando un nuevo contrafuerte que rozaba la orilla.
Nuestra posición había quedado reducida a un rectángulo de lodo, cuya base
apenas medía ocho estadios, cercado por todas partes menos por mar.
Sesenta mil personas, incluyendo en ellas nueve mil quinientos heridos, y
ciento diez naves ocupaban hasta la última porción de la apestosa tierra. Los
últimos esclavos y auxiliares del campamento fueron despedidos, pese a
haberse mostrado leales y a sus súplicas por quedarse. Teníamos pan tan sólo
para cinco días; había que guardarlo para la tropa y los heridos.
Ya no quedaba espacio para sepultar a los muertos. Quienes se ocupaban de
ello apilaban los cadáveres formando cuadrados, colocando maderas de barco
entre ellos, alternadas de forma que los rostros quedaran visibles para la
identificación. Los pasadizos que se formaron entre estos túmulos se llenaron
de hermanos y compañeros que iban en busca de los suyos. Volvían de
aquellas rondas tan acongojados que eran incapaces de dormir o comer y ni
las amenazas ni los incentivos conseguían que obedecieran orden alguna. La
enfermería se convirtió en un lugar tan malsano, tan
desalentador y espeluznante que los propios médicos mandaban a sus
ayudantes que esparcieran los enfermos por el campamento. Los cadáveres de
los que habían muerto en el mar se iban juntando formando una barrera
flotante, bloqueando la orilla, mientras que aquellos a los que la fuerza del mar
no empujaba hacia nuestra empalizada los llevaban hasta allí las naves
enemigas, acumulándolos en los ganchos y picas.
Teníamos que romper el círculo o morir. Todos los que estaban preparados
para combatir pasaron a bordo. Se fijó como fecha el sexto día de boedromion,
día de la fiesta de Boedromia, en conmemoración de la victoria de Teseo sobre
las amazonas. Levaron anclas ciento quince trirremes; veintidós permanecieron
allí; no disponíamos de más remos. No se hizo nada por garantizar la
seguridad de las naves. Ya pensaríamos en ello más tarde. Nicias pronunció un
discurso, una excelente arenga, y Demóstenes también hizo lo propio. Nadie
habló, como era costumbre, de rehuir la batalla ni de aplazamientos de última
hora. Antes de que saliera el sol todos se encontraban en su puesto, no hubo
que despertar ni a tino solo. Las tropas, en número de nueve mil, defendieron
ambos extremos del campamento, mientras otra se ocupaba del espigón
construido ante las marismas, más allá del cual se encontraba el regimiento
siracusano de los temenites, bajo el mando de Hermócrates, cuarenta mil
hombres reclutados entre las turbas doce meses antes, que ahora se habían
convertido en tropas de choque. La parte occidental, el promontorio
denominado Nefastas nuevas, estaba protegida por una estructura hecha con
piedras y leña. Cuatro mil de los nuestros tenían que enfrentarse a veinte mil
de ellos.
Embarcaron veintisiete mil entre atenienses y aliados: once mil guerreros,
dieciséis mil en los remos. Las embarcaciones partieron en una oscuridad tan
absoluta que los timoneles no acertaban a determinar si podían virar a babor o
a estribor, tenían que decidirlo por el sonido, por la señal luminosa del oficial de
proa y el silbido para la niebla. Nos encontrábamos en un momento histórico.
Todos teníamos que participar en la batalla, vencer o morir, si queríamos ver
de nuevo a nuestros hijos, nuestra esposa y nuestra patria. Nadie abrió la boca,
ni siquiera para suspirar. Cada uno tenía que hacer lo que estuviera en su
mano o morir.
Las naves avanzaron en columna hacia sus puntos de reunión para entrar
luego en una formación de veinticinco por cuatro en profundidad, con una
reserva de diez embarcaciones. El Pandora se encontraba en la sexta posición
a la izquierda de la primera línea, la división bajo las órdenes de Demóstenes.
La barrera de naves enemigas estaba situada a unos diez estadios hacia
levante. La oscuridad y la niebla no nos dejaban ver ni siquiera sus linternas.
Empezó la espera, el interminable intervalo durante el que cada uno se coloca
en su puesto. Las naves ligeras se iban trasladando para controlar todas las
posiciones e impartir las últimas instrucciones. En el agua se pasa mucho frío,
los dientes castañeteaban en la oscuridad. Los marineros, instalados en sus
bancos, devoraban su ración de pan, aceite y cebada. Los infantes de marina
se acurrucaban bajo el manto, arracimados, sin articular palabra. Se repitieron
por vigésima vez sus órdenes. No había rancho; alguien lo había olvidado.
Finalmente, con las linternas apagadas, la línea empezó a avanzar. No se oía
ruido alguno, ninguna orden, tan sólo el chirrido de los remos contra el cuero de
la sujeción, el golpe de sus palas en el agua y el deslizamiento del casco en la
superficie. Se oía el golpe de las piedras que marcaban la cadencia, con la
máxima nitidez, así como la respiración acompasada de los remeros al hundir
el remo y empujarlo de nuevo. El Pandora avanzaba siguiendo el oleaje.
Empezó a aclararse el cielo. Podíamos distinguir ya nuestras naves. El
espectáculo que ofrecían no podía presentar un contraste más deshonroso si
se comparaba con la impecable imagen que habían mostrado al abandonar
nuestra patria, unas estaciones antes, con tantas expectativas. Faltas de
pintura, despojadas de sus adornos, luciendo tan sólo las insignias
imprescindibles para diferenciarlas de las del enemigo, nuestras naves se
hundían en las olas como barcazas, con tal carga de hombres dispuestos al
combate en sus cubiertas que en lugar de naves de guerra parecían
transbordadores. Sus cascos estaban revestidos con cuero y piel en la parte,
superior para desviar las flechas incendiarias del enemigo y a lo largo de la
línea de flotación para proteger a los remeros en sus puestos. Con aquel
deplorable aspecto, las embarcaciones parecían objetos abandonados que
iban renqueando hacia el enemigo.
Igual que ocurrió con las demás embarcaciones, los mástiles del Pandora se
habían, desmontado y abandonado en tierra. Se habían recortado la proa y la
popa y colocado unas plataformas protegidas con mamparas en las que se
intercalaban unas planchas abatibles a modo de rampas. El timonel cumplía su
cometido parapetado entre maderas y pieles. «¡Aféala al máximo!» —había
ordenado el capitán Boros, el sexto desde nuestra salida de Atenas, mientras
luchaba en la oscuridad codo a codo con sus hombres—. «Pandora tiene que
convertirse en la caja de los truenos para el enemigo».
En su parte delantera, donde se encontraba antes la cámara (mi antiguo
refugio para echar una siesta), habían reforzado la proa con maderas
recuperadas de otros cascos destrozados. La habían aparejado con un espolón
de triple anchura a fin de contrarrestar cualquier innovación que hubieran
adoptado los corintios. Estos aparejos exteriores no servían por el momento,
aunque en la confrontación los infantes se encaramarían a ellos equipados con
garfios. Los epibatai, el pelotón al que pertenecíamos León y yo, nos
manteníamos entre la popa y la parte central del barco, a fin de que la proa
quedara suficientemente elevada y la cabeza de buey libre del embate de las
aguas. En el borde de la proa se encontraban agachados los componentes de
las tres unidades de fuego, los que habían de encender las flechas y las teas.
La segunda estaba junto a mí, en la parte central de la nave, y la tercera, al
lado del parapeto del timonel.
Desde la posición en la que me encontraba veía lo que sucedía ante nosotros.
En la Pandora entraba tanta agua que los remeros la tenían hasta los tobillos.
Los encargados de achicar el agua la iban sacando acompasadamente del
pantoque y lanzándola rozando las orejas de sus compañeros a través de las
aberturas recubiertas de cuero en las que estaban insertados los remos. Por
encima de las cabezas de los remeros se habían dispuesto nuevas cubiertas
para alojar a la infantería, a los arqueros y lanzadores de jabalina, que en
aquellos momentos permanecían agachados, a punto de vomitar.
Por fin vimos al enemigo. Su línea de naves se levantaba como una muralla; el
puerto se había convertido en un lago. Habían construido empalizadas, en las
que se veían pieles entrelazadas para atajar los proyectiles incendiarios; en su
parte interna habían dejado unas troneras desde las que lanzarían sus
proyectiles. La superficie de la empalizada estaba cubierta de palos y maderas.
Quedaba un espacio de aproximadamente un estadio. Entre la empalizada y el
mar abierto veíamos su flota, compuesta por más de cuarenta naves, que
avanzaban en columna de tres y cinco en fondo, a fin de impedir todo intento
de romper el cerco por parte de los atenienses. Cientos de embarcaciones
menores se situaban como obstáculo, mientras otras flotillas partían de la orilla.
El enemigo controlaba nueve décimas partes del perímetro del puerto. El
ejército de Gilipos esperaba en la orilla. ¡Qué los dioses ampararan a la nave y
a la tripulación que cayeran en su mortífero radio de acción!
Procedíamos siguiendo el sistema de dos y uno, operando en la hilera de
remos por turnos. De pronto, unos cuatro estadios mar adentró, el
contramaestre gritó: «¡Todos a la vez!», y la Pandora se lanzó hacia el frente
enemigo. El capitán Boros daba órdenes a los oficiales sirviéndose de la
bocina, indicándoles distintas posiciones, como si cada uno pudiera determinar
la embarcación a la que iba a atacar. Salió correteando con aire jubiloso.
«¡Delfines, muchachos! ¡Adelante!». Soltando una carcajada, se precipitó hacia
popa, al puesto del timonel. Apareció luego el prostates, el oficial de proa,
llamado Milo, al que habían sorprendido en un prado con su amante y por ello
se había ganado el sobrenombre de Rhodopygos, Mejillas sonrosadas. Era un
hombre inquieto, que siempre temía lo peor, y en aquellos momentos avanzaba
a duras penas transportando por encima de su cabeza una tabla de roble que
pesaba tanto como él.
—¿Han anunciado lluvia, joven? —le gritó León.
Rhodopygos iba pegando saltos hacia delante y hacia atrás, oteando para
calcular la distancia que nos separaba del enemigo. Cuando él avisara,
teníamos que avanzar como un solo hombre para lanzar los proyectiles
mientras nuestro propio peso haría descender el ariete en el instante más
temible. Cuando menos, aquél era el plan. En la práctica, como siempre, reinó
la confusión.
Una nube de pequeñas embarcaciones situada a poco más de un estadio se
dirigía hacia nosotros envuelta en la neblina. Empezaron a llover sobre la
cubierta los dardos y flechas incendiarios. Uno de ellos hirió a Mejillas
sonrosadas en el pie; en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos todos en los
balancines, descargando todo lo que teníamos a mano. Teníamos delante la
muralla de naves. No lo conseguiríamos. Dos de las situadas en primera línea
se acercaban hacia nosotros, un trirreme con el mascarón de proa adornado
con una figura femenina con los senos desnudos y una galera sólida como una
barcaza. Llevaban más de cien hombres a bordo. La Pandora levantó la proa
para embestir. El trirreme se precipitó contra nosotros lateralmente. Los
infantes de proa lanzaban girándulas; los arcos de humo recorrían el espacio
cada vez más reducido que quedaba entre las naves. Los hombres, colocados
de rodillas, arrojaban jabalinas, pero pronto tuvieron que tumbarse tras los
protectores para refugiarse del ataque enemigo. Uno y otro bando lanzaba
recipientes de humeante azufre colgados de una cuerda, a los que los
siracusanos llamaban «escorpiones» y los atenienses, «hola qué tal». Las tres
embarcaciones ardían.
En aquel momento se produjo el choque entre la Pandora y la galera. Sin
embargo, formaban un ángulo agudo y las dos, con las proas unidas,
empezaron a virar lateralmente con los cascos trabados. Nuestros infantes de
marina les asaltaban intermitentemente arrojándoles garfios; el enemigo
respondía con una lluvia de flechas y piedras. Se habían desecho de los
parapetos y los garfios rebotaban como si fueran judías secas. En cuanto se
enganchaban, el enemigo respondía a golpes de mazo y hachazos. Un
desafortunado hijo de perra había quedado enganchado por la pantorrilla y
colgaba de la base del mástil, mientras tres de los nuestros intentaban,
aplicando todas sus fuerzas, mantener dominada la nave. Instantes después, la
Dos Tetas pegó de costado contra la panza de la Pandora y, poco más tarde,
nuestro Intrépido se hincó en su trasero.
El enemigo tenía piedras enormes rocas que debían de pesar un talento,
amontonadas en la parte de proa y en los parapetos. Llevaba a bordo a los
más ciclópeos de sus hombres, los cuales levantaban sus proyectiles para
arrojarlos contra nuestras protecciones y las hacían añicos.
Dirigía uno de aquellos titanes. Aquella especie de buey que mediría casi siete
pies y llevaba el torso desnudo, con una enorme zancada saltó a nuestra proa
llevando como única arma una descomunal piedra, la cual empujaba por
delante de él y con ella iba derribando a nuestros infantes. Un joven llamado
Elpenor le abrió el brazo hasta dejarle el hueso al descubierto; el bruto se dio la
vuelta vociferando, soltó la roca, aplastó el cráneo del infante y, girando sobre
sus talones, golpeó el rostro de otro que tenía a mano. Con unos muslos que
parecían troncos de roble, iba apartando de su camino a quienes le impedían
avanzar.
No era momento para heroicidades. Cogí a dos, a Metón, Quebrantabrazos, y a
Adastro, Cabeza de estopa, y los lancé contra la espalda del monstruo. Lo
agarramos entre tres y le clavamos una lanza en el hígado y otra en la cadera.
Cabeza de estopa le abrió la corva con una pica. La bestia humana cayó sobre
una rodilla soltando unos terribles alaridos. Ni siquiera se dio la vuelta para ver
quién le había derribado; se limitó a levantar de nuevo la piedra y lanzarla con
todas sus fuerzas contra los pantoques. Pasó por el compartimiento de los
remeros, rompiendo instantáneamente la rodilla de uno del segundo banco,
para quedar aplastada contra la madera de la sobrequilla, y con ello todo el
casco tembló. Empezó a entrar el agua. La Pandora se estaba hundiendo.
Resulta imposible reconstruir a posteriori la sucesión de los acontecimientos, la
sucesión de las sucesiones, pues todo se sucede con una velocidad vertiginosa
en medio del caos, cuando las propias facultades se encuentran alteradas por
la furia y el terror, por el miedo que uno siente por sus hombres y por uno
mismo. En un momento determinado, uno de los infantes enemigos me tenía
agarrado por la barba y golpeaba con su escudo la parte superior de mi yelmo
con tal frenesí que me di cuenta de que me partiría el cráneo. Le así con todas
mis fuerzas por los testículos y no le solté hasta que logré deshacerme de él.
Resbalé por encima del parapeto cubierto. León, desde atrás, lo decapitó con
un certero golpe asestado con las dos manos; la cabeza con el yelmo rebotó
contra mi barriga, soltando sus fluidos, topó luego con los palos y cayó al mar.
El combate en el mar tiene una particularidad: el hombre no tiene hacia donde
huir. De una u otra forma nuestra compañía consiguió capturar la galera, si es
que puede llamarse así a un amasijo de madera ardiendo a punto de hundirse,
y el triunfo se debió básicamente al hecho de que la carraca en cuestión hacía
aguas por la parte de popa y nosotros, al avanzar desde la proa teníamos
ventaja, ya que nos encontrábamos en una posición más elevada.
Emprendimos el ataque contra el enemigo tras una barrera de escudos. Se
iniciaba entonces una batalla paralela, horripilante como la que ya estaba en
curso, en el canal que se había formado entre los encendidos cascos, mientras
los remeros de la Pandora y la Dos Tetas, obligados a abandonar las
embarcaciones, peleaban cuerpo a cuerpo con la intención de ahogar al
adversario. Las hachas y los palos habían reemplazado a las lanzas y las
jabalinas. Se utilizaban asimismo trozos de remo. Los guerreros golpeaban,
cortaban y ensartaban al enemigo en medio del agua incluso cuando iban
cediendo bajo sus pies las cubiertas sobre las que se encontraban. Por aquel
entonces la tercera y cuarta oleada atenienses habían alcanzado las murallas
de naves enemigas y estaban atacándolas a modo de tropas terrestres
destinadas al asalto de una fortaleza. Nos llevaron al Intrépido. Momentos
después, nosotros también luchábamos en la muralla.
Mi primo me contó más tarde lo que veía desde un punto de observación en la
orilla. Los heridos suplicaban a los cirujanos que los empujaran hacia el mar.
La suerte de todos dependía del resultado de la batalla; nadie podía quedarse
al margen. Incluso los guerreros que habían quedado en tierra se acercaban a
la orilla, se adentraban como podían en el mar, como hacían los siracusanos a
lo largo de su costa, forzando la vista en medio de la humareda en busca del
menor indicio de victoria o derrota.
Según mi primo, desde aquella perspectiva resultaba imposible ver el muro de
naves; veían tan sólo el humo, negro en su parte inferior y de tonos grisáceos
en el ascenso, formando unos nubarrones tan densos que se habría dicho que
todo el firmamento estaba en llamas. Alrededor del puerto se libraban unos
combates tan feroces que, de no encontrarse en el contexto de aquel
holocausto, podrían haberse cualificado de históricos, aunque, inmersos en
aquella situación en la que participaba un número tan elevado de hombres y
embarcaciones, más bien parecían batallas secundarias o epílogos. Las naves
en pugna en mar abierto, comentaba mi primo, habían abandonado hacía
mucho el sentido de la maniobra y la táctica. Se limitaban a forcejear, casco
contra casco. Sé veía la superficie del puerto como sembrada de pequeñas
islas y archipiélagos de naves, a veces cuatro, seis o incluso diez
amalgamadas, mientras los hombres, en el puente, entablaban la pugna cuerpo
a cuerpo, a vida o muerte.
Alrededor de las naves, se aglomeraban un sinfín de embarcaciones
siracusanas, botes, zatas, armadías y balsas tripuladas por el último jovenzuelo
o vejestorio capaz de lanzar un artefacto incendiario o desparramar el cerebro
de un marino con un palo o una piedra. Se distinguían las embarcaciones
atenienses por el enjambre de pequeñas naves que las rodeaban intentando
hacerse con el timón, lanzando proyectiles o colocándose en los bancos para
inutilizar los remos.
Como quiera que la suerte de la batalla se alternaba, la consternación entre los
que la presenciaban desde la orilla iba aumentando. De pronto veías a los
compañeros que se abrazaban llenos de júbilo, según contaba mi primo,
mientras nuestra armada expulsaba al enemigo. Pero apenas volvías la vista
hacia otro lado, en el que se imponía la fuerza contraria, la desesperación se
apoderaba súbitamente de ti; desechos en lágrimas, los espectadores gemían
y se lamentaban por su destino.
Por si no bastara aquella expectación, se agolparon en lo alto de las almenas
las mujeres e hijas de los siracusanos, observando tan de cerca los
acontecimientos que los guerreros desde abajo oían sus gritos. Aquellos cuya
nave embestía de lleno una de los atenienses recibían una clamorosa ovación,
mientras las que sufrían el asedio provocaban una lluvia de gritos de desprecio.
En el muro de naves, nuestro bando iba venciendo.
El enemigo se cernía sobre doscientas embarcaciones, mercantes, barcazas,
galeras y buques de guerra, manteniendo la línea con cuerdas y madera, de
forma que el frente formaba un baluarte impenetrable para el atacante. Y contra
éste se lanzaban las naves atenienses. Un detalle diferenciaba aquella batalla
de las demás en las que había participado yo: en ningún punto del campo de
batalla se podía detectar una embarcación o a un solo hombre que huyera de
la confrontación. Tan obsesionados estaban los dos bandos por conseguir
imponerse, los atenienses para evitar la aniquilación, los siracusanos y sus
aliados para vengarse de quienes habían declarado la guerra con el fin de
esclavizarles y, sobre todo, para alcanzar la imperecedera fama de haber
llevado a los atenienses a la ruina, que nadie se planteaba por un instante
salvar la piel al contrario, les movía sólo la intención de superar al otro en
pericia y valor. El sol se veía alto en el cielo cuando, abatido por un
«quebrantahuesos» me caí del puente de una barcaza y fui a parar contra el
casco, donde me hundí como una piedra en una masa de agua que me llegaba
hasta el pecho. Sopa tiró de mi cuerpo, arrastrándolo hasta un refugio y allí se
ocupó de mi pierna.
—Mira eso, Pommo —me dijo señalando la línea de la confrontación—.
¿Habías visto en tu vida algo igual?
Hasta donde alcanzaban mis ojos, el mar era una cortina de naves envuelta en
humo. A nuestra izquierda, una de nuestras embarcaciones acababa de atacar
a una de las que formaban el muro; los tres órdenes de remos luchaban con
furia, mientras desde la brecha se iniciaba una tormenta de piedras, flechas y
teas tan compacta que tenías la sensación de que la atmósfera se había
solidificado en hierro y fuego. En cuanto el espolón ateniense logró
desengarzarse de las entrañas del enemigo, un segundo trirreme se abalanzó
sobre la misma embarcación. El espolón arremetió contra la popa del enemigo,
hendiendo toda su parte posterior. Bajo su impulso, un enjambre de guerreros
saltó por los aires. Mientras la embarcación se hundía arrastrada por su propio
peso, y entre ambos bandos se intensificaban las descargas, la primera nave,
que había conseguido dar marcha atrás, acometió con nuevo ímpetu en el
mismo punto.
Desde el lado opuesto, tres galeras atenienses acababan de golpear contra las
naves del muro. Tan revueltos estaban los infantes de ambos bandos que se
veían más siracusanos que atenienses en los puentes de las embarcaciones
atenienses, y en las naves siracusanas ocurría lo mismo. Pasaron manteniendo
cierta distancia con los atacantes tres barcos atenienses de grandes
dimensiones, de una lentitud amenazadora, con arqueros que iban lanzando
una lluvia de brea que volaba por encima de las cabezas de sus hombres y se
estrellaba contra el enemigo. Se prendió fuego en una de las embarcaciones
del muro y las llamas se propagaron inmediatamente, alimentadas por el viento
o por los hombres que no cejaban en su empeño. Cuando el sol alcanzó el
cenit, se habían abierto ya una docena de brechas en la empalizada. Más
tarde, León me contó que había visto tres naves atenienses, dirigidas por la
Implacable de Demóstenes, desfilando ya a través del muro enemigo y
haciendo señas para que le siguieran.
Habíamos vencido. Sin embargo...
El enemigo seguía controlando las dos mordazas del torno, el promontorio de
la ciudad, Ortigia, y Plemirión, La Roca, y en el centro el muro de naves
fondeadas en la bahía. Tenía cincuenta mil hombres en un extremo y veinte mil
en el otro, dispuestos a reunirse en el muro. A los puntos en los que se había
abierto una brecha en la línea de embarcaciones acudían pequeñas naves a
rellenar los huecos. Otras transportaban recambios mientras el resto se
impulsaba encima de las maderas y las cadenas que seguían sujetando el
asediado muro. Había transcurrido toda una mañana; estábamos pegando tal
paliza al enemigo, causándole tantas bajas, que realmente no podíamos
esperar que resistiera mucho más.
En un combate tan cerrado, aquellos que no poseen experiencia, aunque sean
valientes como los siracusanos y sus aliados, cometen un error que en Esparta
se denomina «seguir la corriente» o «la ratonera». El hombre que se bate de
esta forma se planta ante el enemigo de cara, le asesta o recibe de él algún
golpe y luego, los dos ilesos, se hacen a un lado para abordar al siguiente e
iniciar otra ronda de golpes y así sucesivamente. Es el miedo el que le hace
actuar así. Busca un escondrijo, una «ratonera» en medio de la matanza. En
Esparta los muchachos son propensos a este hábito. Por ello se les instruye en
luchar hasta que uno de los contendientes cae al suelo. Es lo que los
lacedemonios denominan monopale, «de uno en uno». Los siracusanos no
habían aprendido aún el arte, pese a las pródigas instrucciones de Gilipos.
Entonces, en el muro de naves empezó a notarse la superioridad de los
atenienses en cuanto a experiencia. Lo enfocaron así: enfrentamiento sobre el
puente, veinte contra veinte, cuarenta contra cuarenta, una parataxis, batalla
campal en miniatura. O bien pelea por debajo del puente hombre contra
hombre, con el agua hasta los muslos o la cintura, los costados de la nave a
menudo en llamas, rodeando a los combatientes. Los atenienses le habían
cogido el tranquillo. En el mar, quienes están en situación de defensa han de
matar hombres, tarea que nunca es fácil. Quienes atacan, al contrario, deben
destruir cuantas más cosas mejor. Los infantes de la marina de Atenas
penetraron en el costado con fuego y hachas. Iban abriendo las entrañas de las
naves, de una en una, prendiendo fuego a sus cascos. A lo largo de la muralla
las embarcaciones se iban a pique crepitando.
Encontré a León y a Telamón. Juntos destrozamos a hachazos una barrera de
troncos, ocho superpuestos sujetos con bandas de hierro, que unían las
diversas secciones de la línea enemiga. Extenuados, León y yo nos sentamos
a horcajadas sobre los troncos, golpeando con unas hojas tan poco afiladas
como un cuchillo para untar grasa. Apareció el enemigo. Unas pequeñas
embarcaciones cargadas con honderos se dirigían hacia nosotros. Nuestro
grupo estaba formado por diez hombres. Aparte de Telamón, León y Sopa, yo
no conocía a nadie más. Los otros se habían ido sumando de uno en uno o por
parejas; ni me enteré de sus nombres. Uno con barba rojiza pedía a gritos a
una de nuestras naves que lanzara fuego. Mientras se desgañitaba, un
proyectil le partió la garganta; cayó como un saco de piedras. El tirador empezó
a pavonearse dispuesto de nuevo a disparar. Oí un grito de alarma atrás. No sé
cómo, otro grupo enemigo había penetrado en el casco que acabábamos de
cruzar. Se acercaban a nosotros otras dos embarcaciones de honderos. Todos
íbamos sin yelmo; nos habíamos desecho de los escudos. Éramos blancos
seguros. Los proyectiles silbaban a nuestro alrededor. Telamón soltó un grito
para que siguiéramos; nos arrojamos al mar. Una hora más tarde nos
encontrábamos en otro casco, desmantelando un nuevo haz de troncos, con
tan sólo un pilos en la cabeza y los andrajos que cubrían nuestro cuerpo como
protección.
El enemigo insistía. Acudía a raudales desde Ortigia y La Roca. La procesión
no parecía tener fin. Eran hombres robustos, frescos, con la barriga llena y las
piernas descansadas. Sus carnes no habían catado la espada, el puño ni golpe
de ningún tipo.
Los mangos de sus armas no habían sufrido el constante zarandeo de todo un
día. No tenían los huesos molidos como nosotros, que ya habíamos utilizado el
tercero y cuarto escudo, arrancado a los compañeros muertos o moribundos. El
humo no había asfixiado sus pulmones ni el fuego chamuscado su piel;
circulaba agua fresca por sus intestinos; aún eran capaces de sudar.
Pero a pesar de todo, los nuestros se habrían impuesto a no ser por el viento y
el reflujo de la marea. El sol se había desplazado ya y se hundía en el
horizonte; soplaba la brisa. La marea cambió en una pérfida conjunción. Existe
un canal denominado la Carrera, justo al abrigo de la isla de Ortigia, a través
del cual la corriente, comprimida por la configuración del litoral y la profundidad
marina, circula a una velocidad inusitada al cambiar la marea. El enemigo abrió
una brecha en el muro de las naves. La corriente empujó, impulsando nuestros
trirremes hacia atrás. Y por si esto fuera poco aparecieron veinte naves de
combate corintias que rodearon el muro desde la parte septentrional. Con la
ayuda de la creciente brisa y envalentonados sus hombres por un ímpetu
divino, se precipitaron contra las naves atenienses, incluyendo la Implacable.
Nuestros remeros se veían incapaces de controlar sus movimientos en el fuerte
temporal. Abatidos por el cansancio, empezaron a flaquear y a obstruirse entre
sí. El viento golpeaba contra la superficie de los remos y jugaba a su antojo con
ellos. La corriente se hacía más intensa. Las naves que conseguían mantener
la posición y enfrentarse a las rachas con la proa por delante descubrían su
vulnerabilidad ante el ataque lateral lanzado por los corintios, que iban llegando
con sus tripulaciones frescas, así como por el de los siracusanos, que se
precipitaban hacia allí; convencidos de que los dioses habían respondido a sus
plegarias enviándoles la imprevista tormenta para derrotar al enemigo. Me
encontraba yo en aquellos momentos a bordo del Aristeia, la quinta o sexta
embarcación en la que había servido durante el día, cuando oí que su
comandante ordenaba invertir el sentido y embestir a uno de los corintios que
se acercaban. Tan fuerte era la tempestad que nuestra embarcación se
desplazaba marcha atrás. Los corintios evitaron el choque sin problemas,
invirtiendo el sentido de sus órdenes de remos, se situaron perpendicularmente
para contraatacar. La Arísteia alzó la popa en medio de una nube de
proyectiles. La nave corintia, obstaculizada también por el viento, que chocaba
perpendicularmente contra su casco, consiguió tan sólo asestar un golpe de
refilón a la proa del Aristeia, aunque le bastó para abrir una brecha lo
suficientemente ancha para que pasaran por ella dos hombres. El agua entró a
chorro. La orilla quedaba aún a diez estadios.
Los hombres remaban con la desesperación de aquel que, consciente de la
derrota, tiene al enemigo en sus talones y sabe que la guerra será a muerte.
Oían a los hombres de Gilipos, ávidos de sangre. Empezaron a escucharse
lamentos de desesperación; las extremidades presentaban el temblor que
precede a la parálisis. Nuestra embarcación navegaba bajo la sombra
proyectada por las Epípolas, en las oscuras aguas que nos separaban de la
costa. Hacía el mismo frío que durante la mañana.
El Aristeia chocó contra la empalizada ateniense. Las naves que habían
acudido en primer lugar al ataque del muro habían derribado los pilotes y
destrozado sus cascos precipitándose contra ellas. En aquellos momentos la
tripulación y los guerreros afluían a cientos en la superficie, en un desesperado
intento de recomponer el frente. Localicé a León y a Sopa trabajando con
ahínco en la tarea. ¿Qué les movía a una actitud tan noble? Me precipité hacia
ellos gritando. No llevaba armas ni calzado. Estaba completamente extenuado.
Como todos, por otra parte. Se respiraba la muerte, no sólo en el frío y la
oscuridad sino en los propios huesos. Se oía a las, naves corintias y
siracusanas que se abalanzaban contra nuestra fortificación como aves de
rapiña. Avanzaban como en un sueño. ¡Por todos los dioses, qué bello
espectáculo! A mi lado, los submarinistas se afanaban en el agua intentando
aparejar en la empalizada la cadena que unía dos vallas de espinas
sumergidas. El peso mantenía el flotador abajo; ellos hacían enormes
esfuerzos por lanzar el extremo a los compañeros que se encontraban a
horcajadas en la plataforma, pero les fallaba la fuerza en los brazos; la cuerda
iba topando contra la superficie con un chasquido sin llegar nunca al punto
marcado. Otras dos naves enemigas se habían situado ante la brecha abierta
en nuestra línea; se acercaban con tanta rapidez que los primeros proyectiles
lanzados por sus toxotai agitaban el agua ante nuestras narices. Acudieron
más hombres en nuestra ayuda desde la orilla. Tras un esfuerzo sobrehumano,
lograron introducir la cadena en el agujero pertinente y tensarla.
Con un titánico impacto, la embarcación que se encontraba más avanzada se
precipitó contra la empalizada. Vi a Sopa enmarañado entre las cuerdas. Una
pica le atravesó la nuca. Sumergidos, con la idea de salvar la vida, León y yo
notábamos las estacas hundidas, sólidas como árboles, que iban penetrando
en las entrañas del enemigo, así como las vallas de espinas que le
desgarraban el fondo. Aun así, los remeros corintios seguían peleando para
abrir una brecha por la que pudieran penetrar sus compañeros y atacar las
naves atenienses destrozadas en la otra parte de la barricada. Se inició
entonces una refriega delirante. Los atenienses pululaban como hormigas a lo
largo del trirreme atravesado. Los muertos formaban una alfombra en el agua.
Nuestros hombres se afanaban con las manos vacías con la idea de
encaramarse en los agarraderos de los remos, y destrozar los bancos a través
de las portillas protegidas con cuero, mientras los infantes enemigos les
golpeaban desde la parte superior y los arqueros les lanzaban flechas a
bocajarro. Nuestros hombres iban recogiendo las flechas encendidas que caían
como lluvia sobre sus naves para lanzarlas de nuevo hacia los asaltantes. Los
corintios se iban hundiendo, y su casco entraba a formar parte del frágil
baluarte que aún nos protegía. Más allá del muro, un grupo de hombres
armados se dirigía hacia el muro de naves, sus arqueros iban lanzando dardos
encendidos contra nosotros mientras los remeros entonaban el paean con aire
jubiloso y triunfal.
Encontré a León entre el amasijo de cadáveres. Sopa estaba muerto y a Astilla
lo habían destrozado a hachazos. Las olas, apenas capaces de derribar a un
niño, nos zarandeaban; avanzábamos con mucho esfuerzo, y tal era nuestro
temblor que apenas conseguíamos dominar las extremidades.
Nuestro primo Simón, nos tendió la mano en medio de aquel amasijo. Nos traía
vino y a mí me estrechó rodeándome con su capa. Otros arroparon a León y le
friccionaron el cuerpo para que la sangre recuperara el calor. Se respiraba la
desesperación y se veían aún más afligidos aquellos que durante todo el día no
habían podido participar en la lucha, los ilotas y los heridos que se habían visto
obligados a observar sin asestar golpe alguno. «Éste es el aspecto que ha de
tener el infierno», pensé al contemplar la orilla.
Más arriba, un grupo de marineros hacía lo posible por reanimar a un
compañero. No había nada que hacer. Por fin, el último que lo intentaba
abandonó y se alejó. Había caído la noche. En la bahía, ya sumida en la
oscuridad, las naves enemigas retomaban sus posiciones y los guerreros
atacaban con sus lanzas a los que habían quedado rezagados entre las olas,
gritando que dentro de poco todos correríamos la misma suerte. Aparte de
León y de mi primo, la masa de marineros observaba con aire ausente aquella
terrorífica escena.
—¿Lo viste ahí? —dijo uno sobrecogido, lleno de pavor—. Estaba en las
naves, combatiendo para el enemigo.
—Ahí estaba cuando nos han asaltado, dirigiendo su nave.
¿A qué venían aquellas estupideces? ¿Acaso aquellos idiotas creían haber
visto a Poseidón, o al propio Zeus, entre los paladines del enemigo?
—¿De quién demonios habláis? —pregunté—. ¿Qué fantasma creéis haber
visto, lunáticos?
El marinero se volvió hacia mí como si el lunático fuera yo.
—Alcibíades —puntualizó.
LA CUESTIÓN DE LA DERROTA
Más tarde, en las canteras, uno de los nuestros preguntó a un guardián
siracusano si era cierto que Alcibíades había participado en la batalla del
puerto.
Él hombre se rió en sus narices:
—Vosotros, los atenienses, podríais poner un poco más de imaginación en
vuestras historias. ¿O es que no os entra en la cabeza que os derrote alguien
que no sea de los vuestros?
Existe en Sicilia un delito al que los autóctonos no griegos denominan
demortificare. Significa disponer las cosas de tal forma que alguien se sienta
avergonzado o bien ser consciente de tal sentimiento de congoja y no hacer
nada por aliviarlo, actitud igualmente reprobable. Para los siracusanos, que han
hecho suya la idea, se trata de un delito más grave que el asesinato, al que
consideran un acto de pasión o de honor y, como tal, aprueban o cuando
menos aceptan los dioses. Demortificare, sin embargo, es algo totalmente
distinto. Vi en una ocasión cómo el padre de uno de los rapazuelos que nos
ayudaba en la colada pegaba a su hijo hasta dejarle prácticamente sin sentido
por haber dejado sola en las danzas a su prima.
Los siracusanos tenían mil razones para odiarnos, pero por encima de todo
estaba el habernos rendido ante ellos. Fue León quien lo constató, cuando
recopilaba observaciones para su historia, y hacía mentalmente, recitándolas
luego en voz alta para evitar que los compañeros se sumieran en la
desesperación. «Los siracusanos pueden perdonarnos por haberles declarado
la guerra. Tolerarán incluso el saqueo de su ciudad y la matanza de sus hijos.
Pero nunca nos perdonarán nuestra vergüenza».
Tú eres un caballero, Jasón, pero también un guerrero. Y te consideras
asimismo filósofo. Yo estoy convencido de que lo eres. ¿Sabes por qué he
acudido a ti para que me ayudes en mi defensa? No lo he hecho creyendo que
podrías echarme una mano. Nadie lo conseguiría; han cavado ya mi tumba. He
abusado más bien de tu buena voluntad por interés personal. Quería
conocerte. Te he admirado desde lo de Potidea. ¿Te sorprenderá saber que he
seguido tu carrera? Conozco lo de la muerte, mejor dicho, lo del asesinato de
tus dos amados hijos a manos de los Treinta Tiranos. Y también la ruina que
cayó sobre la familia de tu segunda esposa. Soy consciente del peligro que
corriste tú y tu familia al defender al joven Pericles ante la Asamblea; leí tu
discurso con profunda admiración. Mantenerse del lado del honor una vida
entera es algo encomiable.
Me enorgullece tener en común con un hombre como tú, sino el honor, al
menos
la intuición. He aquí mi delito, y para dar cuentas de él, llevo a toda Grecia
conmigo al banco de los acusados: para salvar la piel, abandoné a mis
compañeros, en el campo y en mi corazón. Pero vamos a decir las cosas sin
tapujos. No sólo abandoné a mis hermanos: me abandoné también a mí
mismo. Me abandoné para salvarme.
Todo vicio tiene su origen en la carne; ¿acaso no nos lo ha enseñado
Sócrates? Como afirma Agatón en el discurso de Palamedes ante Troya, él
mismo condenado a muerte:
... en la medida en que un hombre vincula la concepción de su propio valor a la
carne, será un malvado. En la medida en que la vincula a su alma, será divino.
Pero ¿quién, de entre nosotros, lo ha hecho? Tu maestro, sin ir más lejos. Por
ello le odian, pues reconocer su nobleza implica admitir la propia bajeza, lo que
nadie hace voluntariamente. Le odian como el fuego odia al agua, como el mal
odia al bien.
Nosotros que volvimos la espalda a nuestros compatriotas y a nuestra más
noble naturaleza, nosotros, a quienes una larga y brutal guerra ha llevado a tal
abjuración, ¿podemos definir como objeto de nuestra traición a otro que no sea
nosotros mismos? ¿Hay alguien a quien hayamos abandonado individual y
colectivamente?
¿A quién sino a Alcibíades? Atenas le despreció no una vez, sino tres, cuando
él, arrodillado ante ella, le ofreció todo lo que poseía. ¿Y qué movió a Atenas a
odiarle aún más? Tan sólo el hecho de negarse a reconocer que le había
abandonado. Empujado por su propia naturaleza orgullosa, la que le llevó a
renegar de sí mismo y de su patria natal, Alcibíades demostró una profunda
verdad del alma humana: lo que nosotros desterramos vuelve para vengarse.
Es lógico, pues, que Atenas desprecie más a estos dos hombres que a todos
los demás: al más moderado, tu maestro, y al más imprudente, tu amigo. Y a
ambos los odia por la misma razón: porque entre los dos, uno con la lámpara
de la sabiduría, el otro con la antorcha de la gloria, han iluminado el espejo en
el que se reflejaban las almas abandonadas de sus compatriotas.
Pero me estoy apartando del tema. Volvamos al Puerto Grande, a la cuestión
de la derrota.
Con la muerte de Sopa y de Astilla, el Pandora perdió a todos los miembros de
la tripulación original, a excepción de León y yo. Tras la campaña de Iapigia,
habían causado baja por heridas Metón, de apodo Quebrantabrazos, Teres,
Testa, Adrastro, Cabeza de estopa, Colofón, Barbirrojo, y Menónides; por
enfermedad, Agnón, El Pequeño, Estrato, Marón y Diágoras; desertaron
Teodectes y Milón, el pentatleta. Si el valor de un oficial se mide por el número
de hombres que devuelve a casa vivos, la lista es bastante elocuente. Sólo
puedo añadir como defensa que nadie lo hizo mejor. De los sesenta mil
ciudadanos libres, voluntarios de los estados tributarlos y conscriptos de ambas
flotas, poco más de mil consiguieron volver a casa, cada cual
por su cuenta y después de pasar terribles tribulaciones.
Por lo que se refiere a mis hombres, mía es la culpa. La formación en el campo
de la obediencia que recibí de niño, así como práctica adquirida en el servicio
como mercenario, habían sido excesivamente duras, demasiado espartanas,
por así decirlo, para imponerlas a los atenienses, sobre todo a aquellos
valentones desharrapados que conformaban el grueso de la fuerza naval. Era
gente a la que no le faltaba valor e iniciativa. Habían nacido para la discusión y
la disputa, no se dejaban intimidar por autoridad alguna y se mostraban
descarados, briosos e indómitos como gatos. Invencibles cuando todo estaba a
su favor, aunque sin la rígida disciplina necesaria para concentrarse cuando el
cielo se volvía contra ellos, momento en que ni yo ni León nos veíamos
capaces de instilársela. Disponíamos de los implacables guerreros a los que un
mando inteligente y audaz podría llevar de victoria en victoria. Ahora bien,
cuando se veían obligados a soportar adversidades durante un largo periodo —
y no hablo sólo de la derrota sino de simples demoras o lapsos de inactividad
—, el espíritu de iniciativa que les distinguía se revolvía contra ellos y, como
una rata enjaulada, empezaba a roerles las entrañas. De las observaciones de
León:
Un soldado no debe poseer excesiva imaginación. En la victoria, recalienta su
ambición; en la derrota, aviva sus temores. Un hombre valeroso que posea
imaginación no conservará mucho tiempo el valor.
Los soldados y marineros atenienses habían vencido durante tanto tiempo que
no sabían perder. La derrota les amedrentaba como el golpe demoledor al
luchador al que nunca ha derribado un golpe. Nunca había visto a nadie perder
armas y armaduras como las suyas. Inquietos, propensos al aburrimiento,
nuestros ciudadanos combatientes no poseían la paciencia del guerrero ni se
preocupaban por adquirirla. La virtud de la obediencia, valorada en Esparta
hasta el punto de ser adorada como una diosa, para los atenienses no era más
que carencia de visión o falta de osadía. En la victoria despreciaban a sus
oficiales; en la derrota se amotinaban sin escrúpulos. Resultaba imposible
convencerles de que la virtud de la obediencia y el mando son las dos caras de
la misma moneda. La fortuna elevaba a veces al puesto de mando a algún
estratega con dotes para el cargo, que ponía delante de los ojos de sus
hombres tinas virtudes —tolerancia, tenacidad, fortaleza— que para ellos
contaban tanto como sus propios orines, e impartía castigos imposibles de
aplicar en un ejército democrático. Lo único que puedo decir para rendir
honores a los caídos es que perecieron cuando la lucha podía llevar aún el
nombre del honor.
Dos noches después de la derrota en el Puerto Grande, el ejército partió; como
mínimo se pusieron en marcha los cuarenta mil que se encontraban en
condiciones de andar, en busca de alguna parte de la isla donde pudieran
luchar por la supervivencia. Iban a abandonar a su suerte a los enfermos y
heridos.
Mi primo no quería dejarles morir. Me encontré con él cuando el ejército se
concentraba para el traslado. La noche era oscura como boca de lobo, pero
aún así se percibían las sombras de los lisiados y mutilados que, a rastras o
renqueando, se dirigían hacia la formación suplicando que les llevaran con
ellos.
—¡Me dejaré arrastrar! ¡Tirad de mí como si fuera un saco! —suplicaba uno
que había perdido las piernas.
Había quien prometía oro para cuando regresaran a casa, o todo lo que
poseyera su padre. Otros rogaban en nombre de los dioses, de la piedad filial,
de los vínculos de la infancia, de algún juramento o de las tribulaciones vividas
en común.
Llegó la orden de partir. Los enfermos se afanaban por hacer valer sus bienes.
—«¡Llévame contigo aunque sea durante tres estadios, amigo!»—, mientras los
que gozaban de salud colocaban todo lo que poseían en las apretadas manos
de quienes iban a abandonar. «Toma, compañero, rescata tu vida si tienes
ocasión de ello». La angustia de quienes imploraban para que se les admitiera
no era tan intensa como el suplicio de sus compañeros, que no tenían otra
opción que dejarles allí. Supliqué a Simón que partiera con nosotros. ¿Qué
sacaba quedándose allí para morir? Los desdichados le rodeaban, pidiéndole
que se marchara.
—Vete, y llévame contigo.
Otros insistían ante León y Telamón, quienes, al habérseles endurecido su
buen corazón, pretendían disuadirlos. De pronto apareció un joven en las filas.
Era uno de los oficiales de proa del Pandora, Mejillas sonrosadas, a quien
habían atravesado el pie con una lanza. Me agarró de la capa.
—Amigo, puedo andar a la pata coja. Ofréceme tu brazo, te lo ruego.
En dos años de campaña militar nunca había cedido ante el terror o la ira.
Entonces se me revolvieron las entrañas. Me quité de encima al suplicante,
maldiciéndole a él y a todos los enfermos. «¿Por qué no estiráis la pata todos
juntos de una vez y acabáis con el suplicio?». Rogué a Simón que no se
hundiera con todos aquellos que estaban ya muertos. Me respondió
pidiéndome la bendición. Le dije que era un estúpido y merecía morir. Él me
espetó:
—Dame tu bendición.
—Llévatela a los infiernos.
Mi hermano se acercó. Los dos abrazamos a nuestro primo llorando.
—Ocúpate de que mi hijo reciba instrucción y mi hija, su dote. —Simón colocó
en mi mano sus anillos y un amuleto de marfil que había obtenido en una
competición en Apaturia—. Por el Recodo del camino —dijo, refiriéndose a
Acarnas, su tumba.
La ruta más allá de la empalizada atravesaba las marismas que el enemigo
había defendido durante la batalla naval. Las habían desalojado. Los hombres
se animaron y apretaron el paso.
—Nos tiene miedo —dijo alguien, refiriéndose a Gilipos.
Los siracusanos se encontraban en el interior de las murallas de la ciudad,
celebrando la victoria. Se oían címbalos y tambores. No estábamos perdiendo
una
gran fiesta.
Teníamos que dirigirnos al interior, al encuentro de los sículos para pasar luego
a Catane, unos ciento cincuenta estadios al norte. El recorrido, dado que no
nos atrevíamos a bordear las Epípolas, comprendía las pendientes rocosas que
salían del puerto. El ejército tenía que avanzar formando un cuadrilátero hueco,
con los no combatientes en su centro, pero a su alrededor empujaban
bandadas de esposas en busca de sus hombres. Berenice, la compañera de
León, y su hermana, Herse, se mantenían casi pegadas a nosotros;
avanzábamos con una lentitud exasperante. La formación se desplegaba a uno
y otro lado del camino; cada vez que topábamos con un muro, los hombres se
amontonaban y se paralizaba la marcha.
Poco antes de que amaneciera, las patrullas de reconocimiento del enemigo
nos alcanzaron. Oíamos sus caballos y sus gritos entre la niebla. Por la noche
todo su ejército nos atacaría. Las mujeres tenían que marcharse de inmediato.
León se despidió de Berenice sin a penas detenerse, metiendo en su equipaje
sus notas y todo el dinero que llevaba encima. Otros se metían mano para
desearse buena fortuna. Muy pocos pudieron decirse adiós con una relación
sexual. A éstos se les veía agitándose por el suelo o empujando contra un
árbol.
Había una encina junto al camino. Alguien habría clavado en ella un kyprídíon,
unos hilos de lana con el nudo de la pasión, el símbolo de Afrodita desposada,
el mismo que colgaban las mujeres en los dinteles de las casas de los recién
casados para desearles suerte. ¿Quién habría sido capaz de colocar tal
invocación sobre el árbol de la sangre, con cuya floración se tiñe la capa
escarlata que Esparta y Siracusa visten en la guerra? Ahora, la dama
denominada Muerte era nuestra esposa. Me situé al lado de León y ambos
seguimos al mismo paso.
A mediodía, la columna llegó al primer río. Los siracusanos habían construido
en él una presa o lo habrían desviado porque estaba completamente seco. Nos
enteramos de ello, muchos estadios antes, por medio de la caballería enemiga,
que hablaba a gritos mientras pegaba fuego al sotobosque a un lado y otro del
camino. Comprendimos también por sus gritos que habían tomado nuestro
campamento. Habían ejecutado a los heridos y a quienes les atendían. Me dejé
caer en la cuneta al enterarme de la triste noticia, abatido de dolor, y debí
permanecer en este estado mucho tiempo pues León y yo perdimos de nuevo a
nuestra compañía, por tercera o cuarta vez en el curso de aquella retirada.
—¡Arriba! —dijo mi hermano tirando de mí—. ¡Pommo! ¡Debemos seguir en la
columna!
El camino seguía entre la maleza. La caballería enemiga la había encendido
siguiendo la dirección del viento y el paso estaba envuelto en una nube de
humo.
—Eso ocurre porque Gilipos ha abierto la puerta —exclamó uno de caballería
que avanzaba a nuestra derecha—. ¿Por qué atacarnos dentro de las murallas
si podía conseguir que nuestros brillantes oficiales nos llevaran a sus yermos
en los que la sed puede quitarnos el sentido?
Finalmente, un caballero se situó junto a la línea. Los nuestros excavaban en el
seco lecho del río en busca de algún curso subterráneo.
—¿A qué esperamos? —gritó uno de infantería—. ¡Ataquemos curso arriba!
Que es donde se encuentra el enemigo... y el agua.
El de a caballo contravino la decisión de los estrategas: la maleza era
demasiado densa y, de avanzar por ella, nuestra situación empeoraría.
—Llevo dos días sin ver una gota de agua, compañero. ¿Aún pueden empeorar
las cosas?
La caballería nos atacó cuando llegamos a la llanura. No eran muchos, pues el
grueso de la fuerza había avanzado para fortificar el camino que íbamos a
tomar. La columna empujaba hacia adelante siguiendo aquella cadencia
exasperante de ensancharse y comprimirse, característica de una masa en
movimiento. Llegamos a una propiedad en la que había una fuente. Antes que
nosotros, miles de hombres se habían aprovechado de ella. Aún así, los
nuestros se afanaban con la rezumante arcilla, que exprimían en sus labios
como si intentaran extraer el jugo de una granada.
La columna llegó al segundo río al anochecer. Sus pozas presentaban un turbio
caldo. Cada hombre tomó un vaso de él. Luego proseguimos el camino.
Los hombres se iban fundiendo de dos en dos y de tres en tres en la maleza.
Enfrentándose como podían a su suerte. Telamón llegó a donde estábamos
nosotros. Dijo que había llegado el momento de rendirse. ¿Queríamos
seguirle?
—Atenas —le respondió León— es nuestra patria.
—Con todos los respetos, amigos míos, a tomar viento, nuestra patria.
Nos reímos. Nos dimos la mano; no era hombre de largas despedidas.
Dos días después, la columna llegó a una gran meseta. La cortaban dos
barrancos en la parte suroccidental; no había forma de dar la vuelta; el
enemigo ocupaba las alturas. Teníamos que avanzar, de lo contrario, no
llegaríamos a ver Catane. Me destinaron a una compañía bajo las órdenes de
un capitán cuyo nombre nunca conseguí memorizar, un hombre parlanchín a
quien todos apreciaban Llegamos al camino poco después del mediodía. Los
hombres ascendían y morían. No se podía hacer más. La compañía a la que
pertenecía yo fue colocada bajo una fortificación construida a toda prisa con
piedras. Decidimos subir más tarde.
Por detrás de nosotros se extendía la columna. La caballería siracusana
organizaba incursiones en cien puntos distintos; miraras donde miraras, no
veías más que la polvareda que ascendía desde la maleza. Bajo nuestros pies,
arcilla reseca; me di cuenta de que si no conseguíamos agua moriríamos
indefectiblemente.
León señaló la posición que ocupaba el enemigo, a la derecha de nuestra
fortificación, en donde se iniciaba la lluvia de proyectiles y piedras.
«Sal de ahí y resolverás tus problemas».
Tres veces subió la colina nuestra compañía. El paso había que dado reducido
a la anchura de una sola compañía; el enemigo lo había cerrado con un muro.
Detrás de éste se había reunido en formación de veinte hombres en línea y
cien de fondo; otros cientos cubrían los flancos de la colina. Nos lanzaban
piedras y jabalinas e incluso nos alcanzaban los desprendimientos de tierra.
Pasado ya el mediodía habían mejorado su técnica: nos dejaban avanzar hasta
el muro, donde ellos se parapetaban contra las piedras, y así protegidos nos
arrojaban sus proyectiles. Atacaban por turnos; cuando habían caído
demasiados o simplemente los hombres se desplomaban, se producía un
repliegue y llegaba una compañía de refresco. El camino tenía ya otro nombre,
Río de sangre, pero éste tampoco era el apropiado, pues el líquido que se
derramaba sobre él quedaba absorbido en el acto por la reseca tierra. Al
descubierto, en la parte ascendente del curso fluvial, nos arrastrábamos como
lagartos o nos agachábamos contra las rocas que formaban una improvisada
empalizada, escondiéndonos asimismo en las oquedades mientras las piedras
del enemigo se estrellaban contra nosotros. Se oía el ruido de los escudos de
quienes iban cayendo y se acumulaban en enormes pilas con las que
tropezaban los soldados que habían rechazado el contraataque; algunos
resbalaban por la pendiente. Los armazones de madera habían quedado
reducidos a astillas por las piedras enemigas, las insignias y los blasones ni se
veían bajo el amasijo de polvo y sangre.
El camino ascendente se había convertido en una profundo surco en el que nos
hundíamos hasta las pantorrillas en un terreno reducido a polvo, macerado por
orines y sudor y compactado de nuevo por los cadáveres. Las compañías
asaltaron la colina durante todo el día. Y aquello se repitió al amanecer del
siguiente. Habíamos aprendido a romperlas jabalinas del enemigo, porque
cada vez que retrocedíamos, ellos las recuperaban para lanzárnoslas de
nuevo. Las lanzas aterrorizaban a los hombres, y no sólo por su impacto sino
también por el ruido, y mucho peor eran los efectos de las grandes piedras.
Se acercó un capitán de caballería en busca de voluntarios. Gilipos atacaba
nuestra retaguardia con cinco mil hombres; estaba erigiendo otro muro para
acorralarnos y exterminarnos. León y yo aceptamos con entusiasmo la
empresa. Lo que fuera con tal de salir de aquel infernal barranco.
En la retaguardia, nuestros diez mil hombres atacaron a los cincuenta mil de
Gilipos. Al anochecer el enemigo retrocedió, pues se les habían acabado los
proyectiles y las piedras. La compañía situada delante de la nuestra retomó el
muro. Rebuscó entre los pertrechos del enemigo pero no encontró ni una gota
de agua. Las distintas compañías tenían que reagruparse en el cuerpo
principal, aunque se ordenó que la nuestra y dos más permanecieran en su
lugar para sepultar a los muertos y establecer un perímetro donde pasar la
noche. Nos desplomamos sobre el muro con el cuerpo cubierto de polvo para
observar cómo retrocedían a duras penas las unidades. Desde nuestra
posición estratégica veíamos la caballería enemiga, el polvo que levantaba una
incontable sucesión de escuadrones y, al otro lado de la llanura, las columnas
de infantería que convergían desde la parte septentrional y oriental: cien mil,
doscientos mil, concentrándose para la matanza.
La sed atormentaba al ejército. Los hombres lanzaban maldiciones contra
Nicias y Demóstenes, y también contra Alcibíades; mucho más contra él por
habernos abandonado. Yo también le odiaba por lo de mi primo, por todos los
muertos, pero sobre todo por no encontrarse a nuestro lado para protegernos.
Dos veces pasó Nicias a caballo. Había que reconocérselo: pese a su terrible
enfermedad, demostraba una inagotable determinación al supervisar
repetidamente las líneas, haciendo caso omiso de su propia aflicción, Le oí
pronunciar este discurso una hora después del anochecer del quinto día,
rodeado por dos mil hombres:
—Hermanos y compañeros, debo deciros unas palabras y el tiempo apremia.
Soy consciente de que no tenemos agua y de que esta circunstancia hace más
difícil el camino para nosotros y para los animales que transportan nuestro
armamento. Pero esta noche invertiremos el sentido de la marcha para volver
hacia el mar. A lo largo del camino hacia Heloro encontraremos unos ríos de
abundante caudal que el enemigo no podrá represar.
»Mantened inquebrantable el ánimo, amigos míos, fortaleced vuestra
determinación teniendo siempre en mente que los cuarenta mil hombres con
los que cuenta nuestro ejército no son tan sólo una fuerza invencible sino una
auténtica ciudad, la mayor de Sicilia a excepción de Siracusa. Podemos ir
adonde nos plazca, expulsar a los habitantes de cualquier lugar e instalarnos
en sus casas. Encontraremos alimento y agua. Podemos construir naves y
volver a casa. No debéis olvidar nunca esto ni perder el ánimo. La fortuna no
puede sernos indiferente eternamente; incluso los más duros de entre los
inmortales se conmoverán ante nuestra difícil situación. En cuanto a la decisión
que nos ha llevado a este paso, asumo la plena responsabilidad. Vosotros no
tenéis culpa alguna. Nunca ha disminuido vuestro valor, mas el esfuerzo que
habéis hecho ha sido malogrado por la animadversión de los dioses y por
nuestros errores estratégicos.
León observaba a los hombres, atentos al discurso. Le sorprendió, como
comentó más tarde, la viveza que reflejaban sus rostros; le recordaban la
actitud de los atletas en la arena a primera hora de la mañana, antes de una
competición. Según mi hermano, parecían valorar a Nicias como lo habrían
hecho ante un actor, clasificándolo como persona de primera o segunda clase.
Sus expresiones revelaban que veían en él a un hombre piadoso, valiente,
incluso noble. Sin embargo, no era Alcibíades. Ni tampoco lo era Demóstenes,
a pesar de su valor y habilidad. ¿Acaso dudaría alguien de que, de encontrarse
Alcibíades al mando, no podría dar la vuelta a la situación? Nicias tenía razón
en algo: éramos un ejército temible, como no había otro en aquellos momentos
sobre la capa de la tierra. Pero también nos encontrábamos destrozados y
éramos conscientes de ello. Eso era precisamente lo que me hacía odiar aún
más a Alcibíades. Nadie podía sustituirle. Mientras Nicias hablaba, se abatieron
los corazones de aquellos hombres al asimilar la idea.
—Finalmente, amigos míos, recordad que sois atenienses, argivos y jónicos,
hijos de héroes y héroes vosotros mismos. Os habéis cubierto de gloria en esta
guerra y, si la fortuna nos es propicia, cosecharéis más éxitos. Recordad a
vuestros padres y las pruebas a las que se enfrentaron con valor. Manteneos
firmes, hermanos. Con la ayuda de los cielos y nuestro esfuerzo, lograremos
volver a nuestros hogares y ver a nuestras queridas familias.
Se dieron órdenes de encender unos cuantos fuegos. El ejército los prendió y
se dispuso a partir. Al alba, la columna había llegado al camino que conduce a
Heloro, nuestro punto de partida. Esta vez íbamos a huir en dirección hacia el
sur, a ascender por el río, hacia el interior, a fin de describir un círculo e intentar
de nuevo llegar a Catane.
Durante todo el día y el siguiente, la caballería siracusana atacó la columna. No
disponíamos de caballos ni arqueros; no podíamos hacer más que seguir
adelante. El enemigo atacaba en compañías de ciento cincuenta hombres;
nosotros nos disponíamos en dos columnas, pues el cansancio apenas nos
permitía movernos, mientras el adversario lanzaba sus descargas contra
nosotros. Al principio, los más jóvenes de entre nosotros les asaltaban,
apuntando a las piernas de sus caballos o intentando abrirles el vientre con las
lanzas. De todas formas, un hombre a pie es un blanco fácil. Coincidían dos o
tres de caballería, y si uno de los nuestros caía al suelo lo pisoteaban o
clavaban las lanzas en sus entrañas. Los compañeros tenían que acudir a
rescatarle. A cada incursión enemiga iban cayendo dos o tres de los nuestros.
Un brazo roto, un muslo astillado, una contusión. Había que trasladar a los
heridos. Los más fuertes transportaban a los débiles, y cuando desfallecían
otros debían ocuparse de su labor. Un oficial agrupó los asnos con el objetivo
de improvisar una caballería, pero los desdichados animales estaban
excesivamente exhaustos o aterrorizados para recibir órdenes. Pasamos por
delante de un mulo destripado y los nuestros, medio muertos de sed, sorbieron
su sangre.
La columna se encontraba en campo abierto, sin protección alguna contra el
sol. Ya nadie sudaba; el sol quemaba, sin más. Los guerreros en marcha
suelen aplicarse entre sí la expresión de «atontado por el sol». La columna
seguía hacia delante enfebrecida, una procesión de condenados. Los sentidos
iban generando espejismos. Oías a uno gritar los nombres de sus hijos; sus
compañeros, avergonzados ante la escena, seguían penosamente la marcha.
Por fin uno de ellos, incapaz de soportar aquello por más tiempo, soltaba un
grito para hacerle callar, y el primero, como despertando de un sueño, ni
siquiera recordaba haber gritado. Otro intentaba entonar una canción algo
subida de tono para animar la marcha. Nunca llegaba a la segunda estrofa. La
sed atormentaba a la columna. Algunos mascaban pequeñas ramas y
colocaban piedrecitas bajo su lengua.
—¡Ahí están!
Otro ataque, y el terror nos dejaba más exhaustos aún, y al acabar, tres heridos
más, otros tres a los que había que arrastrar.
Habíamos llegado a un punto en el que nadie ansiaba la dirección de
Alcibíades. Tampoco ninguno le odiaba por su ausencia. Era él quien nos había
mandado aquel azote; su orgullo nos había lanzado a las manos del enemigo.
Él era quien, entre la patria y su vida, había optado por la supervivencia,
arrojándonos, a nosotros, sus hermanos, al infierno.
—¡Que los dioses me conserven la vida —suplicaba al cielo uno de los
nuestros — para ver cómo sufre el castigo! Dejadme vivir, aunque sólo sea
para darle muerte.
Dos días después, enloquecida por la sed, la columna llegó a Asinaro.
Nosotros nos encontrábamos en la retaguardia y nos enteremos más tarde de
lo que ocurrió.
El enemigo no había represado el río. Se estaba alineando en la otra orilla, en
formación de doscientos por diez, con cincuenta soldados de caballería en
nuestros flancos, lo que obligaba a nuestra columna a avanzar hacia el grueso
de su infantería acorazada y sus lanzadores de proyectiles. Los arqueros y
lanzadores de jabalina siracusanos se habían situado en primera línea, en la
orilla opuesta. Empezaron a atacar cuando nuestras tropas se encontraban aún
a medio estadio del agua. Nicias y el resto de jefes pretendían contener a
nuestros hombres, pero los guerreros se precipitaron hacia el río, mientras el
enemigo lanzaba una nube de proyectiles. Los hombres caían y, moribundos,
batallaban entre sí por llegar al agua. Cayeron en ésta a miles; otros miles, en
su huida, fueron apresados y sometidos a esclavitud. Detrás de nosotros, la
división de Demóstenes había sido arrollada por otros cincuenta mil hombres
de caballería, las columnas que habíamos avistado desde lo alto del muro de
Gilipos. Nuestro ejército estaba destrozado. Habíamos partido en número de
cuarenta mil; en aquellos momentos no llegábamos a los seis mil.
Nicias se rindió a la mañana siguiente. Al cabo de dos noches nos
encontrábamos ya en las canteras.
He. aquí como nos marcaron: disponían de cuatro pasadizos como los que
usan los pastores para las ovejas. Nos obligaban a avanzar en fila. Al final
topábamos con un montante que nos bloqueaba la cabeza. El hombre que
manipulaba el hierro candente daba instrucciones a un aprendiz:
—¡No como a un buey, muchacho! ¡Esta es piel humana y no cuero! Tiene que
ser como un beso... el beso que darías a tu amada, ¡así!
Recuerdo que me incorporé, en busca de una superficie en la que se pudiera
reflejar mi imagen para contemplar mi nuevo aspecto de esclavo, con la koppa
grabada en la frente. Pero no hacía falta: bastaba echar una ojeada a los
compañeros.
En las canteras, los hombres se agarraban a la esperanza más quebradiza.
Muchos decían que si los siracusanos no nos habían matado aún era porque
pretendían hacernos trabajar o vendernos. Otros alimentaban la esperanza del
rescate. León se propuso hacer añicos tales ilusiones, pues creía que al
sustentarlas todo el mundo se desmoralizaba más. Teníamos que estar
dispuestos a morir como hombres. Los que habíamos abandonado en el Puerto
Grande, nos recordó, lo habían hecho así.
Siete mil hombres nos encontrábamos en las canteras; atenienses, argivos y
otros aliados libres. Quince mil habían encontrado la muerte en los caminos;
unos cinco mil habían sido apresados por el enemigo para convertirlos en
esclavos sin conocimiento de sus oficiales. De los trece mil restantes —
mercenarios, ayudantes y seguidores— la mayoría había sido salvajemente
asesinada; a los demás los habían vendido.
Las canteras eran de piedra caliza delimitadas por una hendidura —la infausta
spelaion, la «caverna»— que partía el risco; el resto permanecía al descubierto,
a una profundidad que oscilaba entre un cuarto de estadio y medio estadio. Se
encontraban en las afueras de la ciudad, cerca de Temenites. Nuestros
carceleros nos obligaban a descender por medio de escaleras, que retiraban en
cuanto habíamos bajado. Si alguno moría, no podía recibir sepultura; los
cadáveres se iban amontonando y despedían un hedor insoportable. Aquellos a
los que sus carceleros llamaban para administrarles un castigo o simplemente
para divertirse con ellos, eran arrastrados por los pies hacia arriba y tenían que
protegerse la cabeza con los brazos, pues iban rebotando contra la piedra a
cada tirón de la polea.
La comida consistía en un cuenco de cereales, bazofia medio cruda, al día, y
medio cuenco de agua, lo que bajaban hacia nosotros en unos recipientes
pensados para que resultara imposible que llegara abajo todo su contenido,
enviados asimismo con tal precipitación que exponíamos nuestras vidas para
cogerlos. Los carceleros orinaban normalmente en el agua que nos
suministraban; todos los días encontrábamos excrementos en la comida.
Los centinelas nos llamaban «caballos», por la marca que llevábamos en la
frente. Sus oficiales nos contaron el día en que entramos; a partir de entonces,
los recuentos se hicieron ocho veces al día. Todos teníamos que levantarnos
antes del amanecer y no podíamos sentarnos hasta que oscurecía. Si te
sorprendían incumpliendo la norma, te lapidaban o te ponían los arreos para
«montar» sobre ti. Quienes salían con vida de estas sesiones no tardaban en
morir.
Los siracusanos se dedicaron a desmoralizarnos eliminando a nuestros
oficiales. En cuanto identificaban a uno de ellos, lo izaban hasta el borde de la
cantera, donde los torturaban durante dos o tres días de forma que todos
pudiéramos oír aquellas atrocidades. Bajo tortura, le arrancaban los nombres
de otros oficiales a los que izaban también para infligirles semejantes
tormentos. Arrojaban a los muertos al fondo de la cantera. A quien intentara
darles sepultura, le disparaban flechas o le lanzaban jabalinas o piedras. El
tormento siguió hasta que no quedó ni un solo oficial.
Pero todo no acabó aquí. A causa de algún malentendido, o tal vez por pura
malicia, nuestros captores declararon que quedaban aún tres oficiales.
Ordenaron que se identificaran enseguida. Ni que decir tiene que, de no
haberse dado a conocer de inmediato, el enemigo habría iniciado la carnicería
al azar.
Tres hombres dieron un paso al frente: Pitodoro, hijo de Licofrón de Anaplisto,
Nicágoras, hijo de Mnesicles de Palene, y Filón, hijo de Filoxeno de Oa. Su
monumento, a los Tres Oficiales, se encuentra hoy en Atenas, en la cuesta
situada frente a Eleusinión. Mientras los siracusanos tiraban de aquellos
hombres, ninguno de los cuales ostentaba un cargo superior a jefe de pelotón,
por los pies, los nuestros empezaron a entonar espontáneamente el Himno a la
Victoria.
Oh Diosa nacida del amargo parto,
Que nos proporcionas júbilo y nos revelas la verdad,
Oh Niké tanto tiempo buscada, nuestras voces
Se alzan en un canto hacia ti.
Tú, la más severa de entre los inmortales,
Aunque clemente con el audaz,
Al que sostienes,
Tú borras todo mal.
Aquellas estrofas generaron una emoción tal que uno tenía la impresión de que
llenaban el gran vacío como si fueran un líquido y de que en la cantera el
sonido resonaba como en ninguna otra parte.
Oh veleidosa hija del trueno,
Nosotros penetramos en tus recintos de contienda.
A ti, Resplandeciente, o a la Muerte Entregamos nuestras almas.
En Sicilia, el final de verano ofrece días de asfixiante calor seguidos por noches
de crudo frío. No se nos permitía cubrirnos de noche ni hacer fuego; aquel
lugar estaba a la intemperie. Muchos de nosotros tenían heridas de guerra,
otros estaban enfermos; y en aquellas circunstancias empeoraban. Se difundió
el estado denominado aphydatosis, en el cual, los órganos, faltos de líquido,
dejan de funcionar. El cerebro se asa en el interior del cráneo. Uno no consigue
orinar. Falla la vista; las extremidades se inmovilizan con la parálisis.
Organizaban excursiones de las escuelas de la ciudad y llegaban los niños en
uniforme, acompañados por sus pedagogos, a ver a los que se habían hecho a
la mar para conquistarles y habían sido reducidos por el valor de sus padres.
Izaban a los cautivos para que los pequeños pudieran romperles los dientes a
martillazos. En las canteras, cada noche los hombres morían a puñados. Aun
así, tal es la fuerza de la existencia que se encuentre uno donde se encuentre,
aunque sea en el propio infierno, con el tiempo convierte el lugar en su casa.
Un pequeño montículo pasa a ser el Pnix; una depresión se convierte en el
theatron. Había allí un ágora y un Liceo, una Acrópolis y una Academia. Está
ilusoria geografía conformaba nuestros días, mientras los hombres se reunían
en la «plaza del mercado» y de ahí se dirigían a la «palestra». A fin de pasar el
tiempo, se impartían enseñanzas. El herrero transmitía sus conocimientos
sobre el oficio; otros traspasaban los suyos en carpintería, matemáticas y
música. León les enseñaba a luchar. De todas formas, le era imposible hacer
demostraciones prácticas: habría llamado la atención de los centinelas. De
forma que tenía que limitarse a la teoría y en voz muy baja mientras él y los
que se habían congregado a su alrededor soportaban el implacable sol.
Los siracusanos localizaron a uno de los enseñantes, a un maestro de coro, y
le cortaron la lengua. Aquello fue un duro golpe para todos. Pero la
desesperación subsiguiente resultaba imposible de soportar. León reemprendió
su labor. Enseñaba gimnasia, ejercicios musculares y de concentración, así
como técnicas de resistencia. Daba lecciones sobre los humores de la sangre y
sobre el grado de saturación que debe mantenerse en los tejidos a fin de que el
atleta consiga suficiente resistencia para los juegos Olímpicos. Ese era el
objetivo del ejercicio en los caminos, el remo y la carrera en el estadio. Dichos
terrenos, explicaba él, eran lo que el preparador denominaba el recinto del
dolor.
—De pequeño me enseñaron que una diosa reside ahí, que permanece en
silencio en ese santuario durante el momento culminante del dolor. Su nombre
es Niké. Echad una mirada a vuestro alrededor, hermanos. Ahora mismo nos
encontramos en el citado recinto. Y la diosa está con nosotros. Incluso aquí,
amigos míos, podemos entregarnos a ella y dejar que sus alas nos eleven.
Alguien pasó la información al enemigo. Nunca supimos quién. Los siracusanos
izaron a León y estuvieron torturándole durante tres días. No voy a contar lo
que le hicieron, me limitaré a decir que lo realmente atroz vino más tarde.
Le arrojaron al fondo. Yo estuve junto a él, abrazándole, toda la noche,
mientras otros acercaban sus cuerpos para mantener el calor. Cinco días más
tarde reemprendió sus enseñanzas. Nadie se acercaba a oírlas. «¡Pues las
impartiré al viento!», exclamó. Y eso es lo que hizo. Me situé delante de él; el
único acto de mi vida del que estoy realmente orgulloso. Otros imitaron mi
comportamiento, conscientes de que con ello firmaban la condena a muerte de
León y también la suya.
Los siracusanos izaron de nuevo a León. Cuándo lo soltaron otra vez, habría
jurado que estaba muerto. Hice todo lo que estaba en mi mano para protegerle
del frío; entre todos reunimos un montón de trapos. Pasada la medianoche, se
movió un poco.
—Este cuerpo no es más que una fuente de problemas. ¡Qué alivio sería
deshacerse de él! —dijo.
Durmió durante una hora y luego recuperó el conocimiento, sobresaltado.
—Tienes que proseguir con mi historia, Pommo. Tú eres la única persona en la
que confío.
Me dormí meciéndole. Cuándo me desperté, estaba ya frío.
En una ocasión, de niños, habíamos ido a jugar a la pelota a un campo llamado
el Aspis, situado fuera de las murallas, junto al santuario de Atenea Tritogenea.
Imagino que conocerás el lugar, Jasón. En el camino hay una pendiente donde
los carreteros dejan que sus carros cojan velocidad para el ascenso hacia la
puerta de poniente. Por aquel entonces contaba yo nueve años, al igual que
mis, compañeros, pero León, que apenas había cumplido los seis, nos había
suplicado tanto que le admitiéramos que al fin decidimos que se juntara al
grupo. De repente, una de las pelotas salió del campo y fue rebotando hasta el
camino de los carreteros. León fue tras ella. Vi Cómo corría a campo traviesa.
A diferencia de otro muchacho de su edad, él era consciente de que se
precipitaba hacia el camino de un vehículo cuyas enormes ruedas de roble no
tenían posibilidad de maniobra. Él no conocía el miedo. Emprendí una
desesperada carrera y conseguí alcanzarle a tiempo. Bajo la lluvia de
improperios del carretero, levanté a León y le golpeé hasta dejarle el cuerpo
ensangrentado, añadiendo a la paliza mi propia invectiva, más violenta aún que
la del carretero, por haberme dado un susto de muerte. Cuándo nuestro padre
le preguntó aquella noche por qué tenía un ojo a la funerala, mi hermano no
soltó prenda. A pesar de todo, yo recibí una buena paliza, y otra al día siguiente
cuándo de los inocentes labios de mi hermano salió una réplica perfecta de mi
diatriba del día anterior.
Sin embargo, allí, en las canteras, no podía salvarle de su propio valor.
Lo sepulté, como mejor pude, en el recinto más profundo, en la morada de la
diosa. Cualquier discurso habría resultado superfluo, salvo la simple
enumeración de sus hazañas. Él había sido, sin excepción alguna, el soldado
más valeroso y la persona mejor que había conocido en mi vida.
A la mañana siguiente me llamaron. Me izaron con la polea. Me avergüenza
confesar que la muerte seguía aterrorizándome. Pero lo que más me hacía
sufrir era no vivir el tiempo suficiente para que Alcibíades recibiera su
merecido. «Que los dioses me conserven la vida y no permitan que confiese
ningún nombre».
La polea me llevó al borde de la cantera. El suelo estaba plagado de dientes.
Hacía calor. Las moscas se agolpaban revoloteando sobre determinados
puntos, manchados de sangre o atestados de trozos de carne, dedos de las
manos y de los pies. Vi unas planchas sobre las que destripaban a unos
hombres atados. Junto a éstas, otros bancos en los que había esparcidos
instrumentos como los que se usan en prácticas quirúrgicas. Identifiqué entre
éstos algunas cuchillas y rompehuesos. No conocía la función de los restantes.
Un poco más allá vi una serie de postes de ejecución. En aquel momento no
había nadie atado en ellos, pero sus aristas y la piedra caliza de la base eran
un hervidero de moscas. No muy lejos se levantaban las tiendas y un círculo de
piedra, donde los guardianes comían. A su lado habían montado un matadero
en miniatura, en el que sacrificaban pollos y palomas para su consumo. Me
pareció ridículo que hubieran dispuesto los mataderos de hombres y aves de
corral casi juntos. Tuve que soltar una carcajada.
Un guardián me pegó un zurriagazo en los riñones. Me empujó hacia delante.
Otros preguntaban cómo me llamaba. Tuve que repetirlo una y otra vez
mientras consultaban la lista.
—Polémides, ¿hijo de Nicolaos de Acarnas?
—Sí.
—¿Hijo de Nicolaos?
—Sí.
—¿De Acarnas?
—Sí.
—Es él. Me lo llevo.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por una voz que yo no había oído
antes. Me volví y descubrí a un joven robusto, con un antojo rojizo en el rostro,
un par de jabalinas en la espalda y un xyele lacedemonio en la cadera. Era el
escudero de un guerrero espartano. Se plantó delante de mí, y me tendió un
cuenco de madera que contenía un poco de vino en el que nadaba un puñado
de cebada.
—No te lo tragues de golpe, pues perderás el conocimiento. Moja pan ahí
dentro.
Tenía las manos libres y en las muñecas notaba aún el hormigueo producido
por los grilletes.
—¿Quién eres? —le pregunté en tono suplicante.
—Cómete el pan —me ordenó.
Observé detenidamente su cara, consciente de que la había visto antes,
aunque sin recordar dónde. El joven me estudiaba también a mí, sin
compasión, sopesando cuánta fuerza podía quedarme y hasta qué punto
soportaría lo siguiente.
—Sirvo al polemarca Lisandro de Esparta —dijo—. Por clemencia de los
dioses, se te perdona y se te ordena que me acompañes por mar a Esparta.
LIBRO V
ALCIBÍADES EN ESPARTA
EL SOLDADO EN INVIERNO
Tardé medio año en llegar a Lacedemonia. Mi salud empeoró durante la
travesía a Regio y de nuevo en el viaje a pie desde Cilene; tuve que quedarme
en una aparcería del kleros —la propiedad— de Endio, en el extremo
septentrional del valle del Eurotas. No vi Esparta hasta la primavera.
Pasé todo el invierno en cama, con el óbolo en el puño, como dicen los
lacedemonios. Tenía la piel del pecho tensa y fina como papel, y un esqueleto
me devolvía la mirada desde el espejo. En Sicilia había recibido veintisiete
heridas en las piernas, que seguían sin cerrarse: pinchazos, cortes y
desolladuras, incluidas dos de tres dedos de ancho por encima de los tendones
de Aquiles. Tenía doce fracturas en las costillas y la parte superior del cráneo
tan magullada que, cuando me afeitaron la cabeza para restregármela con
lejía, la carne era de color púrpura y se pelaba como una cebolla. Necesitaba
comer y dormir. Mis benefactores, una pareja de campesinos ancianos, me
instalaron en el cuarto que había pertenecido a su hijo y me dejaron descansar.
Durante el día, permanecía tumbado al sol en el patio del lado sur; al caer la
tarde, me sentaba ante el fuego, arrebujado en el manto sin orla que usan los
campesinos. En la granja había un viejo perro de caza que respondía al
nombre de Trotón; cuando recobré las fuerzas, empecé a recorrer las colinas
en su compañía, encorvado sobre un bastón, como un carcamal.
Las noches eran largas y soñaba a menudo. Me sentía viejo, tan antiguo como
Cronos. Las sombras desfilaban ante mis ojos, incluida la mía; vi a mi padre y a
mi hermana, a León y Simón, y a mi mujer y mi hijo. Las conversaciones que
mantenía con ellos durante toda la noche eran de tal profundidad que habrían
debido servir para reformar mi alma definitivamente; pero cuando despertaba,
las palabras, inconsistentes como humo, se habían volatilizado. No recordaba
nada. Sombra y sol eran una sola cosa para mí, pues las visiones se
presentaban a capricho y ni siquiera la cruda luz del día conseguía disiparlas.
Volví a ver a los heridos del Puerto Grande y a los que murieron durante la
retirada. Volví a ascender en columna al Asinaro. Cien noches desperté
aterrorizado, para confirmar tan sólo mi nueva condena: seguir vivo. ¿Por qué
privilegio seguía pisando la faz de la tierra cuando tantos mejores que yo
yacían bajo ella? Una medianoche descorrieron la cortina; Alcibíades surgió
ante mí. Su aparición, incluida la fíbula de colmillo de lobo que ganó en
Potidea, fue tan vívida que lo creí en la habitación en carne y hueso. Él, y no
Lisandro, me aseguró, había sido el artífice de mi salvación. En lugar de
agradecérselo, lo increpé:
—¿Por qué me salvaste? ¿Por qué a mí en vez de a mi hermano?
—Tu hermano no habría venido.
La verdad de aquella afirmación me hirió en lo más hondo. Quise arrojarme
sobre mi torturador, estrangular su testimonio en su misma fuente; pero los
miembros se negaron a obedecerme. La pena me henchía el corazón de tal
modo que me privaba del movimiento y del habla.
—Necesitaba a mi lado a alguien que hubiera cruzado la misma puerta que yo
— dijo Alcibíades.
A la luz del día era capaz de sobrellevar mi cobardía, incluso de justificarla. De
noche, sudaba como si estuviera ante un tribunal. Me vi en Freato, en el Pireo,
donde quienes han sido acusados de haber cometido un homicidio en ultramar
deben defenderse en el barco, pues las leyes de impureza ritual prohíben que
sus pies mancillen el suelo del Ática en tanto pese sobre ellos la sospecha de
derramamiento de sangre. En sueños, intentaba sacrificar a los dioses, pero los
sacerdotes no aceptaban mis ofrendas. Me pasaba la noche inmolando
víctimas y leyendo mi condena en sus entrañas. Lejos de perder el miedo al
Cielo, estaba poseído por él o, para ser más exacto, por el temor a esa tierra
de nadie donde vagan y se entremezclan mortales e inmortales y donde, como
afirma Crátero, los vivos y los muertos, los que aún no han nacido y los,
moribundos,
comparten charla y canto en la misma mesa.
Sólo el recuerdo de mis hijos parecía prometerme la absolución. Me aferraba a
la imagen de sus rostros como un náufrago a un madero. No tenía derecho.
¿Qué les había dado? Ni siquiera el apellido. La guerra me había llamado y yo
había acudido. Y ahora estaba asqueado de ella. La granja en la que me
recuperaba era lo que llaman una aparcería vitalicia; el liberto y su mujer tenían
perales. Los observaba injertar y llenar cajas. ¡Con qué fuerza me encogían el
corazón sus sencillas labores! No quería volver a despertar al toque de
trompeta, sino al canto de la alondra, anhelaba oír de nuevo risas infantiles.
Que otro ocupara mi puesto en la formación y respondiera «¡Presente!» cuando
sonara su nombre en la lista. De mis treinta y ocho años, había pasado
diecinueve luchando. Era suficiente.
Pero cada noche que pasaba en aquella casa aumentaba mi deuda con
Esparta y Lisandro. ¿Podía huir? ¿Adónde? No tenía suficiente resuello para
apagar una vela; necesitaba toda la fuerza de ambos brazos para cambiar de
postura en la cama. Si no me encontraba Lisandro, lo harían sus agentes,
capaces de perseguir a su presa por dinero hasta las puertas del Tártaro.
Aunque aún no lo sabía, antes de volver a instalarme en mi patria, yo iba a
convertirme en uno de ellos.
Aquella primavera oí hablar a Alcibíades. Fue en una asamblea al aire libre
ante los reyes, los éforos y el cuerpo de los Iguales. Gilipos había vuelto de
Siracusa en loor de multitudes; el saldo de la derrota de Atenas era
estremecedor. Mi patria y sus aliados habían perdido veintinueve mil hombres y
doscientos de sus mejores barcos de guerra, además de un número
incalculable de mercantes y transportes. Las pérdidas en oro, que ascendían a
cuatro mil talentos, dejaban en bancarrota las arcas del estado. Pero lo más
devastador para la moral del pueblo era que la expedición se había perdido en
su integridad, hasta el último barco y la última vela, hasta el último hombre y la
última armadura.
—Hombres de Esparta —empezó diciendo Alcibíades—, habéis solicitado mi
consejo sobre las cuestiones que serán objeto de debate ante esta asamblea
en el día de hoy, y no puedo hacer otra cosa que complaceros, por más que la
ocasión diste de causarme alegría. Mis compatriotas han sufrido una derrota
calamitosa. Hombres a quienes conocía y amaba han perecido, y buena parte
de la responsabilidad de su desgracia debe adjudicárseme. Los consejos que
os dispensé han contribuido a su ruina.
La acrópolis espartana, la Ciudad Alta, tiene tan poca elevación que los niños
dicen que es tan alta como sus rodillas. Sin embargo, su emplazamiento le
proporciona una acústica extraordinaria y, a pesar de su falta de pretensiones,
no deja de tener cierta majestad. Además del cuerpo de los Iguales, que ronda
los ocho mil hombres y se hallaba presente en su totalidad, había embajadas
de varias naciones extranjeras, entre ellas, de la propia Atenas. Asistían
además entre diez y quince mil espartanos de condición inferior, incluidos
mujeres y niños, encaramados en las colinas hasta los terrenos de juego y el
templo de Artemis Ortea, adonde las palabras de los oradores llegaban
repetidas por heraldos.
Hacía dos inviernos que no veía a Alcibíades. La belleza de aquel hombre
volvió a impresionarme con la misma fuerza que siempre. Frisaba los cuarenta;
en el lustroso cobre de sus rizos empezaban a brillar las hebras de plata, que,
lejos de mermar su atractivo, realzaban la dignidad de su porte. La sencilla
indumentaria espartana tiene, entre otras virtudes, la de proporcionar una
favorecedora modestia. No podía evitar que se me fueran los ojos hacia los
guerreros y atletas que rodeaban al orador, al que escuchaban con sobrio
decoro. No existe pueblo capaz de rivalizar en belleza con el espartano. La
sencillez de su dieta, el rigor de sus hábitos y hasta el agua y el aire de sus
cuidados campos se combinan para hacer de ellos magníficos ejemplares
humanos. En un espacio de treinta pasos, pude contar una docena de
incomparables atletas, de hermosas y proporcionadas formas. Y, no obstante,
volver la vista hacia Alcibíades era como apartarla de la luna para mirar el sol,
tanto excedían sus atributos a los de quienes lo rodeaban.
—Os debo agradecimiento, espartanos. Cuando me disteis asilo, como exiliado
de mi patria bajo pena de muerte, me prometí y os prometí que diría ni más ni
menos que la verdad y dejaría al arbitrio de los dioses que la escucharais o no.
No aspiraba a ganarme vuestro afecto, ni ignoraba que toleraríais mi presencia
en la medida en que sirviera a vuestros intereses.
»En cuanto al perjuicio que mis consejos podían acarrear a mi patria, me
exculpaba a mí mismo diciéndome que ya no era tal, que la Atenas que amaba
había sido suplantada por otra a la que no debía lealtad y contra la que podía
emplear mis energías sin escrúpulos de conciencia. Pero había pasado por alto
una cosa. El estado que vosotros y vuestros aliados habéis llevado a la ruina
con mi ayuda no es una abstracción inerte, sino una suma de hombres de
carne y hueso que sangran y mueren. Echáis sobre mis hombros una pesada
carga, hombres de Esparta, volviendo a pedirme consejo para aumentar la
desgracia de mis compatriotas. Pero he unido mi destino al vuestro. Sea lo que
haya de ser. Lo que expondré a continuación es lo que la razón me dicta como
mejor.
»En primer lugar, no os apresuréis a celebrar el infortunio que se ha abatido
sobre vuestro enemigo. La osa nunca es más fiera que cuando está herida y
acorralada. Atenas ha perdido una flota, es cierto. Dos, si queréis. Pero el
poder naval que aún conserva sigue siendo el mayor de Grecia, y el carácter
de los atenienses es tal que los impulsará a resucitar ese poder de inmediato y
por todos los medios a su alcance.
»Atendiendo a vuestra petición, voy a deciros lo que debéis hacer para derrotar
a vuestro enemigo. Pero antes, sabiendo cuánto apreciáis la concisión, os
suplico que me permitáis una digresión. Pues lo que voy a proponeros no tiene
precedentes, y vuestra primera reacción puede ser el rechazo. Pero
considerad, espartanos, que hubo un tiempo en que vuestro actual estilo de
vida tampoco tenía precedentes.
»Cuando vuestro antepasado Licurgo promulgó sus leyes, en una antigüedad
tan remota que nadie puede asegurar si era un hombre o un dios, ningún
estado las había tenido o imaginado semejantes. ¿Cuándo se habían visto
cosas como prohibir el dinero y castigar su posesión con la muerte; borrar toda
distinción derivada de la riqueza o la cuna y declarar a todos los hombres
iguales; proscribir el comercio ultramarino para impedir que las costumbres
extranjeras corrompieran a la patria; prohibir la práctica de cualquier oficio que
no fuera el de las armas, así como otras muchas reformas menores, como
prohibir que vuestras mujeres usen cosméticos o que vuestros carpinteros
coloquen vigas cuadradas en vuestras casas? Todas esas medidas las
instituyó Licurgo y vosotros las aceptasteis, para convertir a vuestra nación en
una máquina unida e invencible. Aquello, amigos míos, no tenía precedentes.
Pero era una respuesta acorde con los tiempos. Vuestros antepasados
comprendieron su genialidad y se adhirieron a ella. Y acertaron.
»Del mismo modo, cuando, en tiempos de nuestros abuelos, surgió la amenaza
de Persia, vuestros reyes Cleómenes y Leónidas tuvieron la clarividencia de
adoptar nuevos métodos para un nuevo tipo de guerra. Obligaron a las
ciudades desunidas de Grecia a establecer una coalición para resistir al
enemigo exterior. Por si fuera poco, asociasteis a vuestro plan a los ilotas, a los
que armasteis y permitisteis luchar a vuestro lado en un número que excedía
ampliamente el vuestro. También eso prosperó. Ahora, si queréis derrotar a
Atenas y poner fin a esta guerra, debéis tener la sabiduría necesaria para llevar
a cabo otra revolución.
»Ante todo, tenéis que instituir el imperio y adoptar el dinero. Tenéis que
familiarizaros con ambos y dejar de despreciarlos.
Al oír aquello, la agitación se apoderó de la asamblea. Un griterío indignado
obligó a callar a Alcibíades. Las voces aullaban que el imperio degrada, que las
modas extranjeras envilecen y la codicia lo corrompe todo; que el comercio
enfrenta al ciudadano con el ciudadano y la avaricia empuja a los hombres a
perseguir la riqueza en lugar de la virtud. Las protestas arreciaban en torno al
orador con tal violencia que por un instante creí que corría peligro. Pero,
apaciguada por magistrados y censores, la muchedumbre acabó calmándose.
—El dinero no es malo en sí, pueblo de Esparta —siguió diciendo Alcibíades—;
antes bien, como la lanza y la espada, cuya utilidad comprendéis y no
menospreciáis, es bueno o malo según el uso que se hace de él. En la guerra,
el dinero es un arma. Pero, puesto que su introducción os repugna tanto,
dejadme proponeros esto: usadlo tan sólo en ultramar. No lo autoricéis en la
patria. Porque no os queda más remedio que usarlo, y por ello la segunda
reforma que os aconsejo es ésta:
»Tenéis que extender vuestro poderío al mar. Necesitáis una flota. No un
puñado de cascarones tripulados por aliados y aficionados como el que
poseéis ahora, sino una flota de primer orden capaz de plantar cara a Atenas
en el elemento que considera el suyo. No estoy sugiriendo, espartiatas, que
renunciéis al escudo y la lanza y saltéis a los bancos de los remeros. Antes os
pediría que os cortarais el brazo derecho. Pero podéis aprender a luchar en el
mar. Podéis ser oficiales; podéis mandar.
Una vez más, las palabras de Alcibíades provocaron la indignación general,
aunque esta vez no tanto en forma de gritos airados como de murmullos de
preocupación, que señalaban que el poderío marítimo degrada al Estado, pues
eleva a los peores y les anima a luchar por la igualdad con los mejores. Fletar
una armada era tanto como instaurar la democracia, y eso la liga espartana no
lo permitiría jamás. Alcibíades esperó a que amainara el clamor.
—Algunos estados tributarios de Atenas ya han acudido a vosotros, hombres
de Esparta, para que los ayudéis a sacudirse el yugo imperial. Ahora es el
momento de escucharles, mientras Atenas se repone del descalabro de
Siracusa. Pero ¿cómo podríais acudir en ayuda de esos rebeldes en ciernes,
siendo como son estados insulares y ciudades de Asia Menor? Vuestro ejército
no puede llegar a nado. Necesitáis una flota. Pensad, también, que cada
estado súbdito de Atenas que empujéis a la revuelta atraerá a otros a vuestra
causa, pues cada cual, temiendo las represalias si fracasa en su insurrección,
buscará aliados para compartir los riesgos. Cada estado que se alce contra
Atenas la priva de su tributo y empobrece sus arcas. Hay una máxima infalible:
mientras Atenas domine el mar, no será vencida. Pero la inversa es igual de
cierta. Derrotad a su flota y derrotaréis a Atenas.
»Ahora me dispongo a exponer el tercer y último punto, que juzgaréis diez
veces más odioso que los dos anteriores. Podéis acallarme a gritos. Pero,
mientras lo hacéis, admitid al menos la inevitabilidad de lo que propongo. Pues,
sin la asunción de esta tercera medida, las otras carecen de utilidad.
»Tenéis que tratar con el bárbaro.
»Tenéis que aliaros con Persia.
Para mi asombro, y para el de Alcibíades, a juzgar por su expresión, su última
propuesta no levantó la previsible ola de indignación. Al parecer, las reacciones
se dividían entre el pasmo y la ponderación, incluso la aquiescencia, pues
nadie habría podido negar, al menos en su fuero interno, que semejante
política llevaba años en vigor, aunque clandestinamente desarrollada y
torpemente ejecutada.
—Sólo los persas son lo suficientemente ricos para comprar y dotar de
tripulaciones los barcos que derrotarán a Atenas. Tenéis que tragaros vuestro
orgullo, espartanos, y pactar con ellos, no como ahora, con repugnancia y
desprecio, sino sincera y totalmente. Podéis encontrar representantes capaces
de negociar sin dejarse engañar por los bárbaros (pues de sobra conocemos la
astucia de sus cortesanos) ni enajenaros la adhesión de vuestros aliados
helenos, que os consideran, como vosotros mismos os preciáis de ser, los
libertadores de Grecia.
Un acuerdo con los medos, como Alcibíades calificó al fin su propuesta, no
significaba dejarse atar a la cama persa, sino sólo establecer una
confederación de conveniencia, para explotarla mientras sirviera a los intereses
de Esparta y abandonarla tan pronto los perjudicara.
—Por odioso que pueda sonar a vuestros oídos, hijos de Leónidas, cuyo
heroísmo salvó a Grecia del yugo medo, mi consejo posee la inevitabilidad de
la Historia. Persia tiene el oro. El Gran Rey teme a Atenas. Sus tesoros
pagarán la flota que os dará la victoria. Lo único que falta es vuestra voluntad
de obtenerla.
Alcibíades hizo una pausa. Ni siquiera miró a los enviados de Atenas, aunque
sin lugar a dudas era consciente de que acababa de proponer una abominación
al definir el conjunto de acciones que llevarían a la derrota y la postración de su
patria. Una especie de arrobo paralizaba a la asamblea. Lo que había
propuesto Alcibíades era una traición de dimensiones tan sobrecogedoras que,
como una tragedia sobre el escenario, provocaba el terror y la piedad con su
mera enunciación. Nunca me había inspirado tanto temor el Cielo como en
aquellos momentos. Me abrí paso hacia Alcibíades esperando descubrir algún
signo de miedo o aprensión en su rostro. No lo había. El proscrito se había
encaramado a un promontorio que nadie más se había atrevido a pisar.
—Me habéis pedido consejo, hombres de Esparta, y os lo he dado.
Recuerdo haber escuchado otras dos opiniones ese mismo día. La primera,
inmediatamente después del parlamento de Alcibíades.
El ateniense había bajado de la tribuna y se abría paso entre la muchedumbre
cuando el caballero Calicrátidas, que tanto se distinguiría más tarde luchando
por la causa que entonces condenaba, se interpuso en su camino. Admitiendo
la utilidad de los consejos de Alcibíades, preguntó a sus compatriotas si su
objetivo era la victoria a toda costa.
—¿En qué nos habremos convertido, hermanos, cuando, tras llevar a la
práctica esa sucesión de infamias, ascendamos victoriosos a la acrópolis de
Atenas? ¿Qué clase de hombres seremos si nos ponemos del lado de los
tiranos para esclavizar a hombres libres? Nuestro ilustre huésped ha aprendido
a vestir como nosotros, a ejercitarse como nosotros, a hablar como nosotros.
Pero, según dicen, el camaleón puede adoptar cualquier color menos el blanco.
—Se volvió para mirar a su antagonista—. ¿En qué nuevo estado quieres
convertirnos, Alcibíades? Lo llamaré por su auténtico nombre: ¡Atenas! —Gritos
de aprobación secundaron aquel golpe de efecto. Calicrátidas siguió
dirigiéndose a Alcibíades—: Si seguimos tu consejo, ¿no nos convertiremos en
codiciosos remeros atenienses? ¿Tendremos otro orgullo que el de haber
esclavizado a toda Grecia como ellos? Y ¿quién gobernará ese remedo de
Atenas que propones, esa. democracia?
El caballero gesticuló con desprecio hacia Lisandro, Endio y un grupo de sus
partidarios, con los que sin duda se había aliado Alcibíades. Ellos, cediendo el
derecho a réplica a su socio ateniense, guardaron silencio.
—Era lo que esperaba de ti, Calicrátidas, y lo comprendo. Yo en tu lugar
probablemente habría respondido lo mismo. Pero comprende tú esto. Lo que
he expuesto a la asamblea no lo he hecho en mi propio beneficio —¿en qué
podría beneficiarme?—, sino como alguien que aconseja a un amigo al que
quiere bien. Detesto lo que os he propuesto. Pero lo he propuesto al dictado de
un dios, y ese dios se llama Necesidad. Lo haréis voluntariamente, tras
meditarlo con detenimiento, o a la fuerza, empujados, por los acontecimientos.
Pero lo haréis. O pereceréis.
El segundo cambio de pareceres se produjo momentos más tarde; lo oí por
casualidad cuando intentaba acercarme a Lisandro, con quien aún no había
conseguido hablar, mientras él se alejaba entre el gentío. El éforo Antálcidas,
un anciano de sesenta años que se había distinguido tanto en la batalla de
Mantinea como en la de Anfípolis, se había acercado a Lisandro y lo había
llevado aparte en plena discusión.
—. desearía de todo corazón, querido tío —le decía Lisandro empleando el
tratamiento deferente y afectuoso para dirigirse a alguien de mayor edad— que
las opciones fueran tan claras como en tiempos de nuestros abuelos. Pero no
estamos en las Termópilas ni somos Leónidas. Hoy en día, Lacedemonia es
como un barco empujado por una tormenta; no puede volver atrás ni
permanecer al pairo. Su única posibilidad es seguir avanzando a todo trapo.
—Y a todo trapo —replicó Antálcidas— ¿quiere decir tratar con déspotas y
manchar nuestro honor con engaños y duplicidad?
—Si la piel de león no es suficiente, habrá que juntarla con piel del zorro.
—Que los dioses se apiaden de nosotros, Lisandro, si Lacedemonia acaba
cayendo en manos de hombres como tú. Como tú y como ese miserable de
Atenas cuyo nombre maldito me niego a pronunciar. ¡Una pareja engendrada
en el infierno, para gobernar estos tiempos del infierno!
—Los tiempos cambian —repuso tranquilamente Lisandro—; y ¿qué los hace
cambiar, sino la voluntad de los dioses? Dime, anciano. ¿Acaso no honran los
mortales al Cielo cambiando a la par de los tiempos y lo ofenden aferrándose
estúpidamente a las antiguas maneras de hacer las cosas?
—Lisandro, llevas la blasfemia a extremos sin precedentes.
—¿Qué quieres que hagamos, Antálcidas? ¿Juntarnos a la orilla del mar y
entonar himnos a las glorias del pasado, mientras el futuro pasa a nuestro lado
tan deprisa como un barco de guerra?
El anciano se volvió hacia Alcibíades, que acababa de acercarse a Lisandro.
Su mirada iba del uno al otro como si ambos, más representativos de su
generación que de sus respectivas patrias, fueran sus enemigos en igual
medida.
—Doy gracias a los dioses todopoderosos, Lisandro, porque no viviré para ver
la Esparta en la que tú y hombres como tú acabaréis mandando.
ENTRE LOS HIJOS DE LEÓNIDAS
Alcibíades estuvo ausente casi todo el verano, trabajando como agente de
Esparta en Jonia y las islas. Si durante la paz su iniciativa había convertido a
estados tan importantes como Argos, Elis y Mantinea en aliados de Atenas,
ahora consiguió atraerlos al bando contrario. Tras incitar a Quíos, Eritras y
Clazómenas a rebelarse contra la metrópoli, viajó por mar a Mileto, donde
obtuvo el mismo resultado. Luego, dio el gran golpe: la alianza de Esparta con
el rey de Persia. Indujo a Teos a derribar sus murallas, y a Lebedos y Aeras, a
la revuelta. Lo hizo solo, sin más apoyo que un comandante espartano y cinco
barcos. Convenció a Quíos para que extendiera la sublevación a la isla de
Lesbos, donde se le unieron los grandes estados de Mitilena y Metimna,
mientras fuerzas terrestres espartanas aseguraban Clazómenas y capturaban
Cumas. Y Alcibíades había conquistado otra provincia soberana: el corazón de
Timea, esposa del rey espartano Agis. Era su amante, según las criadas y los
golfillos de toda Lacedemonia, y el padre de la criatura que llevaba en su seno.
Entre tanto, yo me recuperaba lenta y laboriosamente. En verano aún no tenía
fuerzas suficientes para subir las cuestas de Therai, ni deprisa ni despacio. Los
soldados dicen que un hombre muere cuando tiene más seres queridos bajo
tierra que sobre su faz. Ése era mi caso. Pero el soplo vital es un río irresistible
y el alba, una diana demasiado apremiante para hacer oídos sordos.
Alcibíades se había ocupado de mí antes de marcharse y había hecho que me
entregaran un arcón con el equipo completo, una capa phoinikis y diez minas
de oro, una suma enorme, equivalente a lo que podría haber traído de Sicilia si
la expedición hubiera tenido éxito. Me alojaba en los pabellones de invitados de
Limnai, donde tenía mi propia habitación y el estatus de xenos, huésped, el
mismo que un embajador. Podía comer en el cuartel de Endio, el Anficteón.
Podía entrenarme en los gimnasios y cazar si me invitaban. Podía ofrecer
sacrificios en cualquier templo, salvo en los reservados a los dorios. Además,
disfrutaba de ciertos privilegios relacionados con las propiedades tanto de
Endio como de su hermano Esfrodias. Podía utilizar caballos y perros, e incluso
pedir un ilota como sirviente. Podía sacar agua de cualquier fuente o pozo
público. Sólo carecía del derecho a llevar armas y encender fuego. Por último,
mi benefactor me había aconsejado que mantuviera la boca cerrada hasta su
regreso.
Era cierto que Alcibíades había intercedido en mi favor ante Lisandro; me lo
confirmaron antiguos amigos, compañeros de mi época de formación en
Esparta, con
los que restablecí el contacto y a través de cuyos ojos y confidencias pude
hacerme una idea de la nueva situación de los laconios.
La ciudad había cambiado mucho en los años que llevaba fuera. Me invitaron a
una cacería. El trampero era un esclavo mesenio al que llamaban Rábano.
Mientras seguía el rastro con sus ayudantes, nuestro anfitrión, un Igual llamado
Anfiario, le gritó que aligerara.
—Se hace lo que se puede —contestó el aludido, prescindiendo del «amo» o
del «mi señor».
Diez años antes semejante insolencia habría dejado a aquel sujeto ekpodon,
«fuera de circulación». En la ocasión de marras, no suscitó más que un
encogimiento de hombros y unas risas.
La presencia de los neodamodeis, los «nuevos ciudadanos» que se habían
ganado la libertad sirviendo en el ejército, y los brasidioi, que habían hecho lo
propio bajo el gran general Brásidas, se dejaba sentir en todas partes. Ningún
siervo consideraba irremediable su condición, por ínfima que fuera. «La
esperanza es un licor peligroso», había declarado Lisandro, mi salvador, ante
los éforos en el curso de un parlamento tan subido de tono e inaudito en
Lacedemonia que había sido puesto por escrito y circulaba de mano en mano.
«La guerra ha abierto la vasija, y nada podrá taparla de nuevo».
Lisandro y Endio se habían erigido en valedores de los siervos, o al menos
aceptaban como inevitable incorporarlos a los asuntos del estado. Ninguno de
los dos era altruista, y menos aún demócrata, sino tan realistas como
Alcibíades. Según mis informadores, se habían reconciliado con él, o bien
ambas partes habían comprendido la conveniencia de explotarse mutuamente.
Endio había conseguido que su amigo fuera admitido dentro de las fronteras
laconias, y Lisandro, como polemarca, garantizaba su seguridad.
Todos los grandes estados —rezaba la transcripción del discurso de Lisandro
— se fundan sobre una violencia contra la naturaleza, de la que nace tanto su
vigor como su vulnerabilidad. La locura de Atenas se llama democracia. Para
bien, esa forma de abuso espolea el espíritu de iniciativa de los ciudadanos en
una medida insólita en estados regidos con manó más firme, y desencadena
energías que pueden impulsar a la nación hacia una prosperidad sin
precedentes. Por desgracia, también siembra la envidia en el cuerpo de la
polis. La democracia devora a su juventud. Cuanto más alto asciende un
hombre, tanto más ahínco ponen sus conciudadanos en procurar su caída, de
tal modo que, cuando se alza un individuo de auténtica valía, el estado puede
beneficiarse de su talento el poco tiempo que tarda la chusma en inmovilizarle
en la estaca y aplicarle antorchas a los pies.
En cuanto a Lacedemonia, nuestra aberración es la servidumbre que hemos
impuesto a los ilotas. El sudor de nuestros esclavos produce, nos decimos, ese
mismo poder bajo el que los mantenemos subyugados. Pero ¿quién domina a
quién? Nos acostamos sobre una alfombra formada por quienes nos comerían
vivos en mitad de la noche y aún nos sorprende que la pasemos dando vueltas
sobre ella. Y nuestro ejército, a despecho de su fama de invencible, se
encamina hacia el campo de batalla tarde y de mala gana, temeroso de dar la
espalda a los cuchillos de cocina que deja en casa. En campaña, hacemos que
nuestros centinelas vigilen el campamento, más preocupados por aquellos que
nos sirven que por el enemigo. La masa de nuestros esclavos es la espada que
nos hará prosperar o perecer, y tenemos que empuñarla o dejar que nos mate.
Lisandro quería una flota. Propugnaba la expansión y la manumisión. Pero la
antigua constitución no daba margen a las reformas. Las cosas no podían
cambiar. No cambiarían. Sin embargo, debían cambiar, y aquellos jóvenes lo
sabían.
Aquél era el fenómeno más preocupante: las asociaciones políticas o «aceite y
trapo», como se les llamaba, las escuelas de lucha. Focos de agitación
semejantes no habían existido nunca. Ahora abundaban y lo dominaban todo.
Parte del genio de las antiguas leyes que habían mantenido intacta la forma de
gobierno espartana durante más de seis centurias consistía en haber
fomentado la tutela de los mayores sobre los jóvenes en todas las instituciones.
En ninguna faltaban veteranos; no había asociación o camarilla que escapara a
la supervisión de los mayores. Los nuevos grupos políticos habían roto con la
norma. Eran sociedades juveniles y, como tales, hervideros de impaciencia.
Apostaban por el futuro, y sus líderes eran Lisandro y Endio, Calcideo y
Míndaro. Gilipos, por su parte, era miembro de «El Anillo», como el héroe
Brásidas antes que él. En definitiva, aquél era el campo que atraía a los
laconios más brillantes y ambiciosos, fueran cuales fuesen su nacimiento y su
fortuna.
Endio era el más rico, con diferencia. Su propiedad del valle septentrional
producía un vino excepcional al que se calificaba de meliades, «dulce como la
miel», además de cebada, higos y quesos suficientes para permitirle patrocinar
a no menos de ocho decenas de caballeros cuyas fortunas habían decaído
hasta el punto de impedirles costearse su asiento en un comedor militar. Al
pagar por ellos, Endio restablecía su condición de espartiatas. Además,
tutelaba a numerosos mothakes, hijos bastardos de Iguales, a cuya formación
subvenía. Unos y otros eran ahora tan leales a Endio como al estado. Habida
cuenta de los ilotas que lo consideraban su patrón, se decía que Endio
mandaba un ejército privado sólo inferior al del rey.
Erigirse en campeón de Alcibíades había aumentado si cabe su influencia.
Cada triunfo de su amigo en ultramar aumentaba la popularidad de Endio en
casa. En su criadero de caballos de Cranioi, que ocupaba cuarenta y cinco
hectáreas, había instalado un cuartel general en el exilio para su aliado. La
víspera de la partida al Este de Alcibíades, tuve que acudir allí para agasajarle
a él y a sus camaradas, Iguales de
Esparta y atenienses desterrados. Cuando llegué, terminaba una competición
ecuestre infantil; los invitados, en especial Alcibíades y Endio, convirtieron la
entrega de premios en una bufonada, para regocijo general. Siguieron los
sacrificios y el banquete, durante el que no se oyó una palabra de
preocupación. Al cabo, la fiesta se trasladó a la guarida de Alcibíades, que me
hizo llamar y sentarme en su mismo banco.
—Cuéntame lo de Sicilia —me ordenó.
Estábamos en la habitación que le servía de despacho. Por todas partes había
transcripciones de actas de asambleas, actas de tribunales y documentos
administrativos de Atenas, Argos, Tebas, Corinto... Mirara adonde mirase, veía
pólizas de flete, comprobantes de construcción, órdenes de embarque,
transcripciones de tribunales de guerra, skylatai decodificados y todos los
informes de espionaje militar y político imaginables; los casilleros, que llegaban
hasta el techo, rebosaban de cartas personales listas para ser enviadas, como
pude descubrir echando un rápido vistazo, a todas las ciudades de Grecia, las
islas del Egeo, Jonia y Asia continental.
—Lo has oído mil veces.
—Pero no de ti.
Se lo conté. Tardé en hacerlo toda la noche. Endio y los otros entraban y
salían, o roncaban acurrucados en un rincón. Alcibíades no se movió.
Escuchaba con una atención constante, interrumpiéndome tan sólo para
exigirme más pormenores cuando, en su opinión, me daba demasiada prisa en
cambiar de tema o suceso.
Quería oírlo todo y oír lo peor. Si surgía un nombre, me pedía particulares
sobre la suerte que había corrido el individuo de marras. Ningún detalle le
parecía insignificante. Una broma que había gastado el aludido, cómo era su
mujer, cómo había muerto. La estrategia y la topografía le traían sin cuidado.
Sobre el contorno de Epípolas o el despliegue de la flota le bastaron unas
palabras. No dejó traslucir ninguna emoción. Durante las partes más duras,
sólo se inmutaban sus ojos y esos músculos de debajo de la mandíbula que,
como cualquier soldado sabe, mueven involuntariamente los sometidos a
tortura.
—¿Estás cansado, Pommo? ¿Lo dejamos para más tarde?
—No, acabemos de una vez.
—Me muero de aburrimiento —protestó Endio.
—Pues vete a dormir.
—¿Cuántas veces tendremos que oír lo mismo?
—Hasta que haya oído lo bastante.
Alcibíades me hizo contarle casos de sacrificio individual o intrepidez, no sólo
de atenienses, sino también de sus aliados, e incluso de esclavos. Sus
secretarios tomaban nota del nombre, patronímico y comarca de residencia del
aludido, y me hacían repetirlos para mayor certeza.
—¡Endio, deja de dar vueltas, o vete a dormir!
Acabé mi relato cuando apuntaba el día. Alcibíades no se había movido en
toda la
noche.
—Ya está —dije, y me levanté.
Me encaminé hacia el potrero. La finca empezaba a despertarse. Los mozos se
disponían a iniciar sus tareas, asperjaban y rastrillaban el corral o sacaban los
caballos a pasear. Sentí la presencia de Alcibíades a mi espalda, en la
oscuridad, pero no me volví para hablarle o darme por enterado de su
presencia.
—No sé de nadie que me odie tanto como tú.
—No te hagas ilusiones. Hay muchos que te odian más. Alcibíades rió por lo
bajo.
—Viniste a matarme. ¿Por qué no lo has hecho?
—No lo sé. Supongo que no he tenido agallas.
Me volví hacia él. En mi vida he visto una expresión como la que tenía su rostro
en esos momentos.
Daba la impresión de ser el hombre más solitario del mundo. Alguien que no
podía confiar en los hombres, y menos aún en los dioses. Era evidente que
nada le importaba menos que su propia muerte. Más bien, como un agonista
en la palestra, parecía poseído por el genio perverso que le permitía percibir los
dictados de la necesidad con mayor claridad que el resto de los hombres de su
generación y le otorgaba, para servir a ese don, los poderes de pasión y
persuasión necesarios para expresar sus imperativos. Sin embargo, sus
compatriotas habían rehusado beneficiarse de su clarividencia, a diferencia de
sus enemigos, cuyo odio crecía en proporción al provecho que obtenían de
ella.
Cualquier otro caudillo guerrero ostentaba alguna graduación o dignidad,
hablaba o mandaba en virtud de alguna autoridad. Alcibíades estaba solo y no
poseía ni condición social, ni credenciales, ni siquiera el manto que le cubría
los hombros. Allí estaba, sin patria y maldito, arrojado entre sus peores
enemigos y, no obstante, nadie como él, espartano o ateniense, manipulaba el
curso de la guerra con su sola voluntad y su solo empuje.
Más adelante, bajo pabellón persa, me sentiría intermitentemente presa de un
pánico indescriptible. Tenía la sensación de estar demasiado lejos de todo lo
que conocía. ¿Cómo había vencido aquella angustia mi benefactor? ¿Qué
frontera podía ser más remota que la que ya había cruzado? ¿Qué mayor
crimen podía cometer? ¿Qué mayor soledad podía sentir? Y, sin embargo,
estaba poseído. No, como aseguraban sus enemigos, por la ambición de
riquezas o gloria. Creo que ni siquiera por el deseo de redimirse. Más bien,
estaba enzarzado en una lucha contra el destino, el Cielo o aquel genio aciago
que dio al traste con todos sus esfuerzos y acarreó la destrucción y la
desgracia a aquellos a quienes sólo deseaba beneficiar.
—¿Me perdonarás algún día por haberte salvado la vida, Pommo?
Clavé los ojos en la fíbula que le sujetaba el manto en el hombro. Era el
colmillo de lobo de Potidea. Experimenté ese fenómeno que los espartanos
llaman un «retorno», durante el cual uno tiene la sensación de volver a vivir
determinado suceso
tal como ocurrió en su momento.
—¿Por qué me salvaste a mí —me oí preguntar—, en vez de a mi hermano?
—Tu hermano no habría venido.
Lo dijo sin un asomo de malicia, como una observación sencilla y evidente.
—¿Y por qué me hiciste venir?
—Necesitaba a mi lado a alguien que hubiera cruzado la misma puerta que yo.
Era la frase, idéntica, palabra por palabra, que había pronunciado su aparición
en mi sueño febril. ¿Se lo decía? ¿Para qué?
—¿Y qué puerta es ésa? ¿La del infierno?
No respondió. Con una expresión entre compungida e irónica, se limitó a
llevarse la mano al colmillo de lobo y quitárselo del hombro. La inscripción
rezaba: «Al valor». Me lo enganchó en el manto.
—Tenía otro motivo para conseguir que te indultaran.
El cielo se había iluminado tras el monte Parnon. Alcibíades miró en aquella
dirección. Yo seguía esperando.
—Cuando me maten, quiero que lo haga alguien que me odie de verdad. —Se
volvió hacia mí y me miró directamente a los ojos—. ¿Te das cuenta del tiempo
que llevamos luchando en esta guerra, Pommo? Cuando empezó, éramos
unos críos. Los que nacieron entonces ya se han hecho hombres.
Me preguntó si estaba cansado de luchar.
—A más no poder.
Los ilotas se dispersaban por los campos para iniciar las labores agrícolas.
—Lisandro te hará llamar pronto. Debes hacer lo que te diga.
—¿Por qué?
—Por mí.
Sentí su mano sobre el hombro, firme como la de un amigo.
—No sigas atormentándote de ese modo, Pommo. A veces vivir es más duro
que morir. Además, no tenías elección. El Cielo te creó para este fin, como a mí
para el mío. —Me soltó el hombro y lanzó una carcajada—. ¿Todavía no lo has
comprendido, amigo mío? Tú y yo estaremos en esto hasta el final.
Pasaba las primeras horas de una tarde espléndida en el monte Carneo, en las
afueras de Esparta, cuando Lisandro me mandó llamar. La ciudad se había
engalanado para el Festival de Apolo; todos los ejercicios militares habían sido
suspendidos. Me encontré con él junto al campo de pelota que llaman El Islote.
—Has servido como infante en la marina —me espetó Lisandro sin más
preámbulos—. Volverás a hacerlo.
—¿No me quieres como sicario?
—No te pases de listo conmigo, hijo de puta. Si por mí fuera, seguirías
pudriéndote en las canteras. Y no te pavonees como si tu amigo te hubiera
salvado el culo por lo mucho que te quiere. No tardará en dar el salto. Por eso
estás aquí. Porque cree que seguirás a su lado.
—¿De veras?
—Tú salta cuando yo lo diga y no respires sin mi permiso.
Lisandro no era un hombre físicamente poderoso. Sólo me llevaba media
cabeza y no era más ancho de hombros que yo; pero no me avergüenza
confesar que me daba pánico.
—Si tan seguro estás de que te traicionará —dije—, ¿por qué no lo matas ya?
—Porque me es útil, como yo a él. Por ahora nos queremos como hermanos.
A su lado, Fresa le hizo una seña; nos observaban. Lisandro abrió la marcha
bajo las acacias frente a la pista de carreras y el pequeño bronce del dios Risa.
Llegamos por la vía Amiclea hasta la Cinta, la pista recta donde, descalzas y en
camisa, se entrenan las niñas.
—Detengámonos aquí —ordenó Lisandro señalando un espacio entre un grupo
de espinos en el que su caballo podría pastar—. Tienes que comprender lo que
ocurrirá.
»Esparta se aliará con Persia. El precio serán las ciudades griegas de Asia. Se
las venderemos a Darío a cambio de oro y una flota para acabar con Atenas.
Alcibíades cerrará el trato. Ningún espartano, incluidos Endio y yo mismo, lo
conseguiría. Tras obtener el acuerdo, Alcibíades nos traicionará. Debe hacerlo
y lo hará. No habrá fuerza que pueda impedirle volver a casa y redimirse a los
ojos de sus compatriotas.
»Ahora viene lo más peliagudo. Tres fuerzas procurarán destruirlo. Sus
compatriotas, que le odian, sus enemigos en el campo espartano y cualquier
persa con suficiente visión de futuro para intuir que les prepara una trampa. —
Se volvió hacia mí—. Lo mantendrás con vida, Polémidas —dijo, usando mi
nombre laconio—. Tú y los infantes que pagaré y a los que entrenarás.
—Hasta que decidas que ha llegado el momento de matarlo, ¿no es eso?
El espartano me miró fijamente. Estaba claro que mi persona y mi pretendida
rectitud le traían sin cuidado. Pero la cuestión en sí misma merecía
consideración. Por un momento su pétreo semblante se dulcificó y, como si
viera en mí, no a un igual al que podía confiarse, sino al representante de un
grupo de electores, me miró a los ojos con pesar.
—No seré yo quien exija la desaparición de nuestro amigo, Polémides, sino ese
dios solitario al que rinde culto.
—¿Y qué dios es ése?
—La Necesidad.
EN EL MUELLE DE SAMOS
E n este punto del relato de Polémides [me explicó mi abuelo], la situación dio
un giro inesperado. Mis hombres, Mirón y Lado, se presentaron en mi
despacho una tarde. Estaban fuera de sí.
—¡Señor, la hemos encontrado! ¡Hemos encontrado a la mujer!
—¿Qué mujer?
—¡Eunice! La mujer de tu cliente, el asesino.
Aquello sí que era una noticia, tanto más cuanto que según Polémides Eunice
había muerto.
—Está en Atenas —insistió Mirón—, con sus hijos, y está dispuesta a hablar...
por una cantidad.
Concertamos una entrevista, que tuvo lugar en mí casa de la ciudad, en el
Pireo. Por desgracia, la conversación no dio mucho de sí, más allá de la
revelación involuntaria, pues se debió a un lapsus de Eunice, de que conocía y
era conocida de Colofón, hijo de Hestiodoro, el individuo que había formulado
la acusación de asesinato contra Polémides. Es más, la mujer me confirmó que
había presenciado el crimen, cometido en un kapeleion o taberna de baja
estofa de Samos el año vigésimo tercero de la guerra. Por más que insistí, no
quiso seguir hablando del tema; de hecho, se marchó tan deprisa que olvidó
pedirme la suma acordada. Tampoco volvió ni envío a nadie para cobrarla.
Informé de todo ello a Polémides al día siguiente, durante nuestra entrevista en
la cárcel. No parecía sorprendido de la presencia de la madre de sus hijos en
Atenas.
—De esa mujer se puede esperar cualquier cosa.
¿Deseaba ver a su hijo y a su hija? Quizá yo consiguiera convencer a Eunice,
mediante una compensación si era necesario, para que accediera a la reunión.
La respuesta del prisionero me desconcertó:
—¿Has visto a los niños con tus propios ojos? ¿Ha afirmado ella
categóricamente que los tuviera consigo?
Cuando le respondí que no, soltó un gruñido y dio la cuestión por zanjada. Lo
único que conseguí deducir, más de sus evasivas que de sus aseveraciones,
fue que los niños habían estado bajo su custodia recientemente, tras huir de la
de su madre. Al parecer, había ocurrido durante aquel mismo año, en El
Recodo del Camino, la propiedad familiar de Polémides en Acarnas. Le repetí
la pregunta. Si conseguía localizar a los niños, ¿le gustaría que fueran a
visitarle?
—Prefiero que no me vean aquí.
La celda no tenía ventana, sino una tronera en el techo, que arrojaba un
rectángulo de sol en el muro norte. Polémides alzó la vista hacia la abertura,
que podía alcanzar a pesar de los grilletes; al cabo de unos instantes, se volvió
hacia mí. De pronto, recordé haberle visto hacía años. En una postura muy
parecida, con idéntica expresión en el rostro, de pie en la proa de un bote con
la armadura puesta. Saltó a tierra en cuanto la embarcación tocó el muelle de
Samos, en el que esa mañana los marineros y los soldados, bulliciosos e
impacientes, se contaban por miles. Lo acompañaban tres infantes, uno en
proa y dos en popa. Escoltado por ellos, Alcibíades avanzó muelle adelante.
—Eras su guardaespaldas, Polémides —dije impulsado por aquella imagen
súbita—. Te recuerdo. En el muelle de Samos, el día que volvió.
El prisionero no reaccionó, absorto —intuí— en el recuerdo de sus hijos, sin
duda ya bastante crecidos, y en las preocupaciones que pudieran inspirarle,
cualesquiera que fuesen. Por mi parte, no pude resistirme a aquel recuerdo
recién recuperado y me sentí arrastrado de vuelta a aquel lugar y aquella
mañana.
Por aquel entonces, la flota fondeaba en Samos. Era el vigésimo primer año de
la guerra. Habían transcurrido siete, quizá ocho meses desde la conversación
en Esparta que acababa de referirme el prisionero.
Déjame relatarte brevemente lo ocurrido en ese intervalo.
Alcibíades, como contaba nuestro cliente, se había embarcado en
Lacedemonia con destino a Jonia, en compañía del espartano Calcideo, recién
nombrado navarca de la armada del Peloponeso. Dicha fuerza era aún un
heteróclito puñado de anticuados trirremes y pentecóntoros aportados por los
aliados de Esparta, sobre todo Corinto, Elis y Zacinto, además de unas cuantas
galeras construidas en Giteón y Epidauro Limera y tripuladas por voluntarios,
pescadores y prófugos en su mayor parte. No había un solo Igual entre todos
ellos.
No obstante, en apenas dos meses, Alcibíades y Calcideo incitaron a la
revuelta no sólo a Quíos y sus escuadras de barcos de guerra (que convirtieron
a la causa a Anaia, Lebedos y Aeras), sino también a Eritras, Mileto, Lesbos,
Teos y Clazómenas, así como a Efeso, con su gran puerto, que con el tiempo
se convertiría en el bastión de Lisandro. Con aquellos reveses, Alcibíades
había privado a Atenas de un tercio del tributo de sus colonias, que necesitaba
más que nunca tras el desastre de Siracusa. Peor aún, aquellas plazas fuertes,
ahora en manos enemigas, amenazaban las rutas del grano del Ponto,
imprescindible para la supervivencia de Atenas.
Para colmo de males, corrían rumores de que Alcibíades se había puesto en
contacto con el gobernador persa Tisafernes y había conseguido encandilarlo.
Tisafernes era el sátrapa de Darío en Lidia y Caria. Además de disponer de un
tesoro ilimitado, mandaba la flota de guerra de Fenicia, doscientos treinta
trirremes (cuando Atenas podía dotar de hombres a poco más de cien)
tripuladas por hombres de Sidón y Tiro, los mejores marinos del levante. Si
Alcibíades convencía al sátrapa para que los pusiera al servicio del bando
espartano, la destrucción de Atenas sería inevitable.
La única noticia que hacía concebir esperanzas concernía igualmente a
Alcibíades. Se rumoreaba que había seducido y preñado a la ilustre Timea,
esposa del rey espartano Agis. Y, según los informes, la noble dama se
cuidaba poco de ocultar su aventura. Si en público llamaba a la criatura que
crecía en su seno Leotíquida, en privado se refería a ella con el nombre de
Alcibíades.
El amor por aquel hombre le había hecho perder la cabeza.
¿Por qué animaba aquello a los atenienses? Porque nos daba a entender que
Alcibíades seguía haciendo de las suyas y acabaría cavando su propia tumba,
ayudado por la rabia de Agis y la inquina de los espartanos de la línea dura.
Por supuesto, eso es lo que ocurrió. Al cabo de cinco meses había añadido una
sentencia de muerte, pronunciada por Esparta, a la que había cosechado
anteriormente en Atenas.
Esta vez optó por huir a Persia, a la corte de Tisafernes, en Sardes, donde
volvió a rehacerse tras desechar el manto de tela basta de Lacedemonia y
adoptar la túnica púrpura de los pisaverdes palaciegos. Según me contaron,
Tisafernes había caído bajo su hechizo hasta el punto de nombrarlo consejero
para todos sus asuntos y llamar Alcibídeón a su «paraíso» (como llaman los
persas a su cotos de ciervos) favorito.
Entre tanto, Atenas estaba sola y en bancarrota. Todos los hombres aptos
habían sido reclutados para la flota. No quedaban más que ancianos y efebos
para guardar las murallas. El eros masculino que constituye la médula de toda
ciudad había desaparecido. Las calles clamaban por él. Los lechos de las
esposas languidecían sin él.
La democracia carecía de campeón. Su agotada tierra sólo producía retoños
enfermos, raquíticos y deformes. Sus piruetas en la escena política dejaban
bien claro hasta qué punto eran meras caricaturas y sólo servían para
aumentar el dolor del pueblo, privado por la peste y la guerra de la flor de dos
generaciones. Criados en semejante ambiente de empobrecimiento, los
jóvenes crecían salvajes, sin respeto a la ley y la decencia.
El civismo se había esfumado. Los viejos evadían sus deberes; los jóvenes
eludían el reclutamiento. En los teatros, los poetas cómicos eran quienes
mostraban mayor vitalidad, pero sólo para zaherir a los bufones que se atrevían
a postularse como hombres de estado. Los pocos con cualidades para servir a
la ciudad se mantenían al margen y dejaban el campo libre a aquellos cuya
ambición de notoriedad sólo iba a la zaga de su falta de escrúpulos para
obtenerla.
El pueblo empezaba a acordarse de Alcibíades y a echarlo de menos.
En homenaje a su recuerdo, rememoraban los episodios de la guerra, cada uno
de los cuales les inducía a proclamar su visión y su energía. De joven nadie lo
había superado en valor. Una vez que obtuvo el mando, había castigado al
enemigo como ningún otro, hasta obligarle a jugarse su misma supervivencia
en un solo día de batalla en Mantinea. Su sola iniciativa había dado vida a la
mayor armada de la historia. De haber luchado bajo sus órdenes, no habríamos
perdido en Sicilia. De hacerlo en aquellos momentos, no estaríamos perdiendo
en el Este. Los males que había atraído sobre Atenas aconsejando al enemigo
ya no eran vistos como crímenes o traiciones, sino como pruebas de su talento
militar y su audacia, dotes que la ciudad necesitaba desesperadamente y no
encontraba en ningún otro. A esas alabanzas se unían las de los hombres de la
flota, cuyos mejores comandantes (Trasíbulo, Terámenes, Conón y Trásilo)
eran amigos de Alcibíades u oficiales que habían dado los primeros pasos bajo
su tutela. Impúteselen los vicios de conducta o motivación que se quiera,
declaraba el demos, en cuanto hombre de estado, era como un titán entre
enanos. Y en las barberías y escuelas de lucha, la plebe recordaba qué
Alcibíades no se había pasado al enemigo por voluntad propia. ¡Lo habíamos
arrojado a los brazos de Esparta nosotros mismos! Habíamos sido lo bastante
necios para permitir que un hatajo de truhanes y conspiradores, celosos del
talento de Alcibíades, privaran al estado del adalid que tanto necesitaba.
Mi mujer y yo asistimos a la representación de una comedia de Éupolis en la
que un actor extravagantemente vestido hacía el papel de Alcibíades. La
intención del comediógrafo había sido ridiculizar a aquel lechuguino; sin
embargo, la audiencia coreó su nombre con entusiasmo. En la calle, el actor
fue recibido por una multitud y llevado a casa en triunfo.
Por toda la ciudad, los muros ostentaban la pintada: «Anakaleson», «Traedlo a
casa».
Tuvo que pasar otro año, querido nieto, pero al final Alcibíades fue llamado, si
no por la Asamblea de Atenas, por los hombres de la flota de Samos, que
prometieron a Tisafernes oro y una alianza con Persia.
Ese fue el momento que recordé a Polémides, cuando la proa de su bote tocó
los maderos del muelle de Samos y, rodeado por veinte mil marineros,
soldados e infantes de Atenas, Alcibíades se dirigió hacia la plataforma que
llaman la «Descarga», hasta la que los carreteros hacen retroceder sus
carromatos para recibir las capturas de los sardineros, y alrededor de la cual,
bajo la colina de los Defines, se congregó la muchedumbre de las divisiones
terrestres y las tripulaciones, que cubría además todos los tejados y pérgolas y
se encaramaba a las arboladuras y los espolones de los barcos, esperanzada y
ansiosa por escuchar al proscrito repatriado.
LA COLINA DE LOS DELFINES
D os veces empezó y dos veces le falló la voz, tan abrumado se sentía por el
espectáculo que se extendía ante sus ojos. Cuando se interrumpió por tercera
vez, quienes se apretujaban en las primeras filas empezaron a jalear.
—¡Qué hable! ¡Qué hable! —gritaban, y la multitud que abarrotaba el lugar unió
sus voces de inmediato en un inmenso rugido de estímulo. Cuando cesó el
alboroto, Alcibíades volvió a tomar la palabra, tan bajo al principio que los
heraldos, situados a intervalos para trasmitir sus palabras a los que habían
subido a la colina, debían volverse a los lados y repetirlas también a los
compatriotas que tenían cerca, e incluso a los que estaban más próximos al
orador que ellos.
—No soy. —empezó a decir Alcibíades, y, cuando volvió a titubear, los
heraldos optaron por repetir tal cual aquel comienzo de frase:
»No soy.
. el hombre que era...
. el hombre que era.
». hace un momento, al subir a esta plataforma. —Una vez más, los heraldos
lanzaron la frase en todas direcciones. Alcibíades consiguió al fin entonar la
voz y, haciéndoles señas para que se alejaran, retomó el hilo del discurso—.
Tenía pensado adoptar el papel de salvador. Presentarme ante vosotros como
alguien que puede liberaros facilitándoos la alianza con ese imperio cuya
riqueza y poderío naval os llevará a la victoria que no habéis podido obtener
hasta ahora por vuestros propios medios. Iba a dirigirme a vosotros como un
caudillo y exigiros un voto de fidelidad para el esfuerzo en que nos vamos a
empeñar. Pero veros así. —Volvió a fallarle la voz—. Veros, compatriotas, me
parte el corazón. Me abruma la vergüenza. No sois vosotros quienes tenéis que
pronunciar un voto, sino yo. No sois vosotros quienes tenéis que servir, sino yo.
La Atenas que me exilió. —Una vez más, Alcibíades, asiéndose con una mano
a un pilar de la plataforma, tuvo que hacer una pausa para recobrar la
presencia de ánimo—. La Atenas que me exilió se ha esfumado de mí
memoria. Vosotros sois mi Atenas. Vosotros y eso. —Hizo un gesto que
abarcaba el cielo, el mar y la flota—. A vosotros y a todo esto ofrezco mi voto
de lealtad.
Un clamor que era mitad sollozo y mitad grito de aprobación se elevó de la
muchedumbre, desde los que se apretaban en las primeras filas hasta la
periferia de la audiencia. A sabiendas o no, Alcibíades había dado expresión al
pesar y la angustia por la patria que, tanto aquellos hombres como su
recuperado líder, sentían
tan remota como Océano y despojada no sólo de sus hijos, sino de su alma,
incomprendida y maltrecha.
—Si he ofendido a los dioses, y no cabe duda de que lo he hecho, imploro su
perdón ante vosotros. Por su clemencia, y por la fe con que me habéis
honrado, juro que ningún poder del cielo o de la tierra, incluidos los ejércitos del
infierno, me impedirán dar por vosotros y por nuestra patria todo cuanto poseo.
Mi sangre, mi vida, todo lo que soy y tengo, os lo ofrezco a vosotros.
Dicho aquello, retrocedió y desapareció entre el nutrido grupo de oficiales que
habían subido a la plataforma.
El muelle era un clamor unánime de entusiasmo y aprobación.
A continuación, habló Trasíbulo, al que siguieron en el uso de la palabra los
generales Diomedón y León. También se dirigieron a la asamblea
representantes de los nautai y los infantes. Los ánimos aún estaban
encendidos tras el golpe y el contragolpe que habían sacudido Samos hacía
apenas unos días, en respuesta al levantamiento que había derrocado el
gobierno de la metrópoli. A esas alturas, todo el mundo sabía que en Atenas la
democracia había sido secuestrada. Los asesinatos y los actos de terror habían
acobardado al demos, y el régimen que se llamaba a sí mismo de los
Cuatrocientos se había enseñoreado de la Asamblea y de la voluntad popular,
proscribiendo de la participación política a la ciudadanía. La exasperación de la
flota iba en aumento ante los rumores de las atrocidades perpetradas contra
ciudadanos libres, los arrestos y ejecuciones ilegales, la confiscación de
propiedades y la derogación de la constitución de Clístenes y Solón. Los
hombres de Samos temían por sus familias y por su patria, que aquellos
tiranos, como aseguraban informes recientes, planeaban vender al enemigo
para salvar la propia piel.
Ahora, eufóricos por el regreso de Alcibíades, los presentes reclamaban
acciones y sangre a gritos. ¡Rumbo a Atenas! ¡Muerte a los autócratas! ¡Viva la
democracia!
Los soldados de infantería empezaron a golpearse los muslos y patear el suelo;
en los barcos, los marineros hacían crujir los puentes y las cuadernas de sus
naves; en los muelles, los pies de los infantes de la marina hacían temblar el
puerto, e incluso las mujeres y los niños producían tal estridencia de chillidos y
silbidos que resultaba imposible oír a quienes intentaban acallarlos. Dos
taxiarcas se pusieron en pie; la pita los obligó a sentarse de nuevo. Diomedón
intentó hacer escuchar su vozarrón, pero ni siquiera Trasíbulo, a quien los
hombres, que lo respetaban, dejaron hablar, pudo apaciguar el frenesí general.
Los soldados de infantería se levantaron y avanzaron hacia las pilas de armas.
La multitud se agolpó junto a los barcos, como si el embarque fuera inminente.
Jaleaban a Alcibíades como un solo hombre. «¡Guíanos! ¡Llévanos a casa!».
El desatino de semejante empeño, evidente a los ojos más desapasionados de
los mandos, tenía sin embargo un atractivo tan irresistible para los hombres
que ningún comandante habría podido disuadirlos ni se atrevió a intentarlo.
Ahora, Alcibíades tendría que enfrentarse a aquella locura, de inmediato y
echando mano, no de una confianza ganada con el tiempo, de victorias
compartidas y respeto ganado a pulso, sino únicamente de su carisma.
—Si navegamos hasta Atenas, hermanos, venceremos a nuestros enemigos en
la patria fácilmente y estableceremos un gobierno obediente a nuestros
caprichos y gratíficante para nuestra vanidad. —Los hombres vitoreaban y
aclamaban. El orador pidió silencio con un gesto, y el gentío se mantuvo
expectante—. Pero ¿qué habremos dejado tras nosotros aquí, en el Egeo?
Detengámonos a reflexionar, compatriotas, y sí acabamos considerando
acertado el propósito que os anima, no transcurrirá otra hora sin que vosotros y
yo nos hayamos hecho a la mar para deponer a los usurpadores.
Más vítores y gritos de aclamación.
Alcibíades llamó a la asamblea al orden. Tal fue la expresión que empleó, y
obtuvo con ella el efecto deseado. Instó a cada uno de los presentes a imponer
a su anárquico corazón el autodominio que diferencia al hombre libre del
esclavo y le recuerda que es un ser racional, capaz de reflexionar y decidir. A
renglón seguido, los exhortó a hacer un esfuerzo y ponerse en el lugar del
enemigo.
—Imaginad que sois Míndaro, comandante espartano de Mileto, y que os
enteráis de que hemos decidido poner rumbo a casa. No olvidéis, amigos míos,
que, antes de que anochezca, los espías que nos acompañan le habrán
informado de todo lo que hayamos debatido en el día de hoy...
Fría y racionalmente, Alcibíades les puso ante los ojos la oportunidad que la
retirada de la flota brindaría al enemigo, que debía aprovecharla y la
aprovecharía sin pérdida de tiempo. Se dirigía a sus oyentes no como un
general arengando a sus tropas, sino como un oficial exponiendo su parecer a
sus iguales o un hombre de estado disertando ante la ekklesia.
Si dejábamos el Egeo a su merced, los espartanos se apoderarían del
Helesponto y cortarían el suministro de grano para las colonias y para Atenas.
El enemigo dominaba Lámpsaco y Cícico, y había obtenido la defección de
Bizancio. Extendería su poder por toda Jonia y tomaría hasta el último enclave
estratégico de los estrechos. Tendríamos que volver de casa de inmediato,
simplemente para evitar la depauperación de lo que acabábamos de
reconquistar. Y ¿con qué nos encontraríamos a nuestro regreso? No, como en
aquellos momentos, un enemigo en el mar, donde le llevábamos ventaja, sino
dueño de la tierra firme y encastillado en fortificaciones de las que tendríamos
que expulsarlo. Alcibíades preguntó a los hombres si estaban dispuestos a
luchar con los espartanos en tierra y en sus propios términos. Y ¿desde qué
base? La primera plaza que tomaría el enemigo sería Samos, las mismas
piedras y maderos que pisábamos en aquel instante.
A continuación, pasó a exponer la consecuencia más nefasta de nuestra
retirada: su efecto sobre el persa. ¿Cómo reaccionaría nuestro benefactor, del
que dependía todo, si levantábamos el campo inopinadamente? ¿Seguiría
considerándonos aliados fiables en los que podía depositar su confianza?
Tisafernes nos dejaría caer como un águila a un áspid, y volvería a aliarse con
los espartanos. No le quedaría otro remedio, pues temería que, libres de
nuestro antagonismo, volvieran su nuevo poder contra él e invadieran su
satrapía.
—Recordad, esto, hermanos. Atenas será nuestra en el momento en que
elijamos tomarla. Pero Atenas no es sus ladrillos y sus piedras, ni siquiera la
tierra sobre la que alza. Atenas somos nosotros. Esto es Atenas. El enemigo
está ahí —proclamó señalando hacia el este y el sur, las ciudades ocupadas de
Jonia y el bastión laconio de Mileto—. He venido a luchar contra los espartanos
y peloponesios, no contra mis compatriotas. ¡Ypor los dioses que os haré
luchar contra ellos!
Un murmullo avergonzado recorrió la muchedumbre, que al fin cayó en la
cuenta, no sólo de su propia locura, en contraste con la lucidez de Alcibíades,
sino también de la habilidad de que había hecho gala su nuevo comandante
para quitarles de la cabeza aquel propósito suicida. Hacía apenas una hora que
había regresado y ya había conseguido preservar a la patria. Y lo que era más,
se decían los hombres, se había enfrentado a sus deseos sin ayuda y con una
temeridad férrea que nadie más habría podido mostrar. Saltaba a la vista que
las aguas habían vuelto a su cauce y que los hombres agradecían la firmeza de
la mano de su caudillo y comprendían el estrecho margen en el que les había
hecho virar y volver la popa al desastre.
—Pero si os lo dictan vuestros corazones, hermanos, poned rumbo a Atenas
ahora mismo. Pero antes mirad allí, a ese espigón que los samianos llaman el
«Gancho». Porque voy a fondear mi barco en él, y juro por Niké y Atenea
Protectora que caeré como el rayo sobre la primera nave que intente hacerse a
la mar, y después sobre la siguiente, hasta que alguna consiga echarme a
pique. Quien quiera navegar hacia Atenas tendrá que pasar sobre mi cadáver.
La aclamación que saludó aquellas palabras fue tal que consiguió acallar el
tumulto que la había precedido. Adelantándose de inmediato, Trasíbulo disolvió
la asamblea y ordenó que los hombres volvieran a sus tareas y todos los
trierarcas y jefes de escuadrón se presentaran en la comandancia de la flota.
Dicho cuartel general se hallaba instalado en la antigua aduana, que se llenó
de oficiales, cuyo número, contando capitanes de barco, comandantes de
infantería y oficiales, ascendía a más de cuatrocientos. Tras unos momentos de
confusión, Trasíbulo, Trasilo, Alcibíades y los taxiarcas se instalaron en una
sala contigua, empleada en otros tiempos para almacenar decomisos y ahora
mástiles y velas de repuesto, costillas para los cascos y todo tipo de aparejos y
elementos de madera para la flota. Varios comandantes tomaron la palabra y
dieron su parecer sobre las cuestiones más urgentes. Para Protómaco, lo
principal era obtener fondos; había que pagar a los hombres, que llevaban
meses desmoralizados; Lisias consideraba imperativo proseguir el
adiestramiento; Erasínides llamó la atención sobre el deficiente estado de los
barcos; otros expusieron sus propias preocupaciones, a cual más acuciante.
Parecía que las quejas sobre las condiciones de hombres y naves no se
acabarían nunca. Alcibíades cambiaba de postura con movimientos tan leves
que resultaban casi imperceptibles. El alboroto cesó de golpe. Enmudeciendo
como un solo hombre, los oficiales se volvieron espontáneamente hacia quien,
si técnicamente tenía tan sólo un tercio del mando tripartito, acababa de ser
reconocido tácitamente por la asamblea como comandante supremo.
—Apruebo cuanto decís, señores. Las necesidades de la flota son muchas y
urgentes. No obstante, hay una que se impone a todas las demás. Me refiero a
aquello que los hombres necesitan por encima de cualquier otra cosa y hemos
de darles sin falta ni dilación.
Como un poeta o un actor sobre el escenario, Alcibíades hizo una pausa y
consiguió captar con su silencio la absoluta atención de sus oyentes.
—Hemos de darles una victoria.
LIBRO VI VICTORIA EN EL MAR
LA CONJUNCIÓN DE NECESIDAD Y LIBRE ALBEDRÍO
C on las pantallas levantadas, no resulta fácil ver algo desde la proa de una
nave de guerra que avanza a todo trapo. Las olas rompen contra el racel; el
roción oculta la serviola a cada cabeceo; las regalas están tan próximas a la
línea de flotación y el equilibrio de la nave es tan precario que cuando la borda
se alza tan sólo medio metro provoca una lluvia de juramentos, pues el peso
desplazado, incluso por ese breve instante, escora todo el barco. Los remeros,
que dan la espalda al objetivo, tampoco ven nada. Clavan los ojos en los
infantes que permanecen en el puente, de banda a banda de la crujía,
intentando adivinar el instante del impacto.
En Cízico, tras el hundimiento del Resuelto ante Teos, el barco insignia de
Alcibíades era el Antíope. El remero al que tenía más próximo era un acarnio
apodado Carbonilla al que conocía porque habíamos formado parte de un coro
de las Leneas cuando éramos niños. Famoso por su glotonería, me estaba
explicando la mejor forma de preparar las anguilas para hacerlas a la brasa. La
nave volaba en dirección a una zona de la costa conocida como las
«Plantaciones» hacia la que, perseguidos por el Antíope y dos escuadras de
dieciséis naves, habían huido cuatro decenas de trirremes espartanos, cuyos
marineros e infantes, en número superior a ocho mil, se habían apresurado a
vararlas y ponerlas a buen recaudo tras un baluarte. Era un crimen echar a
perder una cosa tan rica con un exceso de especias o salsa, me advertía
Carbonilla mientras remaba al ritmo del tambor; un poco de albahaca y aceite
bastaban para realzar la intrínseca suavidad de la carne. Esa fue la palabra
que empleó: intrínseca. Habíamos llegado a la zona de rompientes. Los
infantes, de rodillas junto a las bordas, arrojaban las jabalinas, pegajosas de sal
después de la escaramuza en el mar.
—Ya te la escribiré —acababa de murmurar Carbonilla, refiriéndose a la receta
de las anguilas, cuando una lanza magnesia lo alcanzó de lleno debajo de una
oreja y le salió por la base del cuello. Su remo cayó al suelo, y él lo siguió.
Mientras avanzábamos entre los malditos bajíos, por encima del pequeño dique
que protegía las plantaciones los defensores nos recibieron con una lluvia de
proyectiles, piedras, jabalinas y los mortíferos dardos de doble filo que los
beocios llaman «partecrismas» y los espartanos «horquillas». Sentí que dos de
ellos me arañaban la parte posterior de los muslos y monté en cólera. Una
mano me obligó a levantarme de un tirón.
—¿Qué haces, esconderte como una rata?
Era Alcibíades.
Echó a correr hacia la proa flanqueado por el resto de nuestro grupo, Timarco,
Macón y Xenocles, que compartían conmigo la responsabilidad de protegerle.
Infantes con armadura se habían subido a la serviola y las bordas de la roda,
incluso al espolón. La trompeta tocó «¡Ciar!»; los remeros metieron los pies en
las correas y empujaron los asidores al ritmo del tambor. Los infantes saltaban
desde la proa y desde ambas bordas. Alcibíades ya estaba en la playa y
reclamaba rezones a gritos.
Secundados por la infantería persa de Farnabazo y una muchedumbre de
mercenarios magnesios, fáciles de reconocer por sus barbas negras como la
tinta, que llevan partidas y envueltas en redecillas, los lacedemonios nos
recibieron con una furiosa lluvia de proyectiles. Luchábamos en desventaja,
pues teníamos que avanzar por la pendiente de arena, y sólo llevábamos
gorros de fieltro; no teníamos más remedio si queríamos oír silbar las lanzas y
desviarlas. De improviso, los espartanos se lanzaron a la carga. Las dos líneas
chocaron a lo largo de la playa. A mis espaldas, oí blasfemar a Macón. ¿Dónde
estaba Alcibíades?
Había abierto una brecha por su cuenta. Lo vimos corriendo cuesta arriba hacia
la tierra de nadie entre los espartanos y los barcos varados en la playa. Uno no
conoce el significado de la palabra rabia hasta que ha debido proteger a un
hombre así de sus propias ansias de victoria. Alcibíades no llevaba casco y
sólo iba armado con el escudo y un hacha. Llegó al primer barco y lanzó un
rezón. Dos enemigos intentaron soltarlo; Alcibíades le hundió el cráneo al
primero con el escudo y desjarretó al segundo con el hacha. Hincó el hierro en
la madera de la proa enemiga. A sus escoltas no nos quedaba otro remedio
que imitarlo. Se necesita una habilidad extraordinaria para defenderse de las
jabalinas que te arrojan, sobre todo cuando tienes que escudar a otro con el
cuerpo. Nunca he maldecido a nadie como a nuestro comandante; le insultaba
sin dejar de lanzar piedras con la honda, igual que los otros. Él ni siquiera nos
veía.
Tres años y medio después, durante el sitio de Bizancio, asistí un simposio que
duró toda la noche. Alguien planteó la siguiente cuestión: «¿Cómo hay que
dirigir a hombres libres?».
—Siendo mejor que ellos —respondió Alcibíades de inmediato. Los presentes
se echaron a reír, incluidos Trasíbulo y Terámenes, nuestros generales—.
Siendo mejor y, en consecuencia, incitándoles a la emulación. —Estaba
borracho, pero el vino, lejos de nublarle el entendimiento, le hacía hablar con
mayor sinceridad—. Cuando aún no había cumplido veinte años, serví en
infantería. Entre mis camaradas estaba Sócrates, el hijo de Sofronisco. Durante
una batalla, el enemigo nos había puesto en fuga y estaba invadiendo nuestras
posiciones. Yo estaba aterrorizado y, dispuesto a huir, cogí mi equipo. Pero
cuando vi a mi amigo, que ya tenía la barba gris, plantar los pies en la tierra y
encajar el hombro en su enorme escudo, una especie de eros, de voluntad de
vivir, se alzó en mi interior como una marea. Perdí todo temor y me sentí
obligado a plantar cara al enemigo junto a mi compañero.
»El papel de un comandante es encarnar la arete, la excelencia, a los ojos de
sus hombres. No hace falta azotarlos para que actúen con grandeza; basta con
mostrarla ante ellos. Su propia naturaleza les impulsará a emularla.
Los atenienses corrían por la playa llevando maromas y rezones hasta los
barcos enemigos. Alcibíades hizo arrastrar el primero, y luego otro, y otro.
Entre tanto, las tropas de Míndaro se defendían, como sólo los espartanos
saben hacerlo, contra los refuerzos encabezados por Terámenes y la caballería
de Trasíbulo el Bravo. Alcibíades cayó tres veces buscando a Míndaro, el jefe
espartano, que acabó pereciendo a consecuencia de las heridas. Cuando el
enemigo se dispersó y huyó, Alcibíades se lanzó en su persecución seguido
por los todos demás, y cuando cayó al suelo los primeros se detuvieron junto a
él y lo levantaron, aterrados por la posibilidad de que un dardo enemigo lo
hubiera alcanzado. Pero sólo era agotamiento. Yo mismo, que hacía apenas
unas estaciones me había jurado acabar con aquel hombre, había olvidado sus
crímenes, incluido el asesinato de mi hermano. Todo quedaba eclipsado por la
llama que llevaba en nombre de nuestro país y mediante la que lo conducía a
la victoria.
Mencionaré un hecho de la batalla naval que había tenido lugar poco antes, no
para hacer el panegírico de Alcibíades, pues a ese respecto cualquier
testimonio resulta superfluo, sino como un ejemplo de aquella forma de coraje
de que daba prueba y que presenciamos con la misma frecuencia con que
vemos grifos o centauros.
La trampa en el mar había funcionado: según lo planeado, apenas surgieron de
la línea del horizonte, los cuarenta trirremes de Alcibíades atrajeron en su
persecución a los sesenta del enemigo, convencido de que aquellas eran todas
nuestras fuerzas. Las tripulaciones de Atenas, la flota de Samos, estaban tan
bien entrenadas que, cuando fingían huir mantenían tan buen orden que sus
capitanes tenían que gritarles que remaran con menos regularidad y simularan
algún miedo. Antíoco era el piloto de Alcibíades. A su señal, las naves viraron
en redondo empleando el anastrofe, o «contramarcha», característico de
Samos, mediante el que los barcos no giran simultáneamente de forma que el
primero quede el último, sino uno tras otro, como carros alrededor de un poste.
Alcibíades ordenó aquella maniobra, especialmente difícil, para asustar al
enemigo, para hacerle saber que se había tragado el anzuelo y lo pagaría caro.
De pronto, los triples de Trasíbulo aparecieron a popa de los espartanos.
Desde su escondite tras un promontorio, avanzaron en cuatro columnas de
doce, remando, como dice la saloma, «con todo lo que encontraron tieso,
incluida la polla del capitán», y se interpusieron entre Míndaro y el puerto. Los
treinta y seis de Terámenes surgieron de la borrasca y bloquearon la huida
hacia el norte. Alcibíades gritaba que localizáramos la enseña de Míndaro y
prometía un talento al vigía que la viera primero.
Los espartanos huyeron hacia la orilla, que se encontraba a diez estadios de
distancia. La división de Alcibíades inició la persecución desde el flanco,
siguiendo una trayectoria oblicua hacia el barco de cabeza. Era un jefe de
escuadra, que, al ver la enseña de Alcibíades, se aprestó al combate. A un
estadio, viró hacia el puerto, hizo un quiebro alrededor de dos de sus barcos,
cuyos remos se habían enredado, y se dirigió hacia nosotros. Antíoco eludió su
embestida y pasó con tal rapidez ante sus amuras que el enemigo se lanzó
contra sus propias naves y las obligó a ciar con todas sus fuerzas para evitarlo.
Antíoco agujereó dos de ellas a placer, pero al embestir a la tercera mientras
huía, nuestro espolón quedó enganchado; la inercia de la nave nos arrastró
hacia su costado, y los remos se partieron como astillas. Cuando nuestro flanco
chocó con el de la nave espartana, sus infantes nos lanzaron todo lo que tenían
a mano. Nuestros hombres se apresuraron a ponerse a cubierto de la lluvia de
proyectiles que azotaba el puente del Antíope. Oí un rugido rabioso y alcé la
vista. En pie y solo en medio de la tormenta de hierro, Alcibíades recorría el
mar con la mirada buscando a su enemigo.
—¡Míndaro! —gritaba—. ¡Míndaro!
En la llanura del Macestos hay un muro de piedra, una simple represa de una
granja, hacia la que habían huido los espartanos al retirarse de la playa. Tras
él, en la penumbra del ocaso, la infantería se resistía con sorprendente
tozudez, apoyada por la guardia del sátrapa Farnabazo, que había acudido de
Dascilio. El choque formó un embudo en una abertura del ancho de un carro,
mientras en torno los combatientes se hundían en los campos de lino que el
enemigo había inundado para impedir el avance ateniense. Los caballos de
ambos bandos pe hundían en el cenagal hasta la panza; los jinetes seguían
luchando sobre monturas agonizantes o ya muertas, que el barro mantenían en
pie.
Tal era la situación cuando Alcibíades, llegó galopando desde la playa. El
cuello de botella parecía insuperable. Tres escuadrones de nuestra caballería y
más de mil infantes estaban atascados allí. A un estadio de distancia se veía
avanzar a la caballería enemiga, seguida por un enjambre de tropas ligeras y
paisanos, granjeros blandiendo horcas y rastrillos, azuzados por los látigos de
sus señores. Si no conseguíamos abrir una brecha, nos desbordarían.
Habríamos podido atravesar los diques por el este o el oeste, pero no había
tiempo, y si tan sólo una docena de enemigos conseguía llegar antes no
podríamos pasar.
Alcibíades montaba una yegua llamada Mostaza, que había pertenecido a
Agasicles, el asistente de Trasíbulo, abatido junto a los barcos. Cualquier
caballo, sin la presión de su jinete, sabe cómo abrirse paso en una ciénaga.
Alcibíades soltó riendas al animal y, tomando consigo a cuarenta jinetes y
doscientos infantes, avanzó por el fangal. Mostaza dio un rodeo de cinco
estadios y, cubierta de barro, cruzó el muro por una abertura en la retaguardia
del enemigo. Desde allí, Alcibíades encabezó el ataque contra la infantería
espartana y dio muerte a su comandante, Amonfareto, hijo de Polidamos,
caballero y vencedor en Nemea. En el Eurisación de Atenas, a la izquierda
según se entra, aún se conserva un bronce incomparable de un caballo de
guerra, no más alto de un palmo, con esta leyenda:
Guié, y Niké me siguió
Esa tarde pereció Míndaro, el mejor general espartano. De un total de noventa
barcos enemigos, hundimos cincuenta y ocho y capturamos veintinueve. Las
brigadas de laconios y peloponesios, junto con la caballería persa que les daba
apoyo, fueron derrotadas en la llanura del Macestos por Trasíbulo y Alcibíades.
A la noche siguiente, Alcibíades entraba en Cízico y reclutaba carreteros para
cargar las contribuciones en metálico; veinte días después había hecho lo
propio en Perinto y Selimbria, y fortificado Crisópolis para cerrar el estrecho y
cobrar un décimo de todas las mercancías como peaje para financiar la flota.
Un despacho interceptado, dirigido a Esparta por los restos de su ejército,
decía lo siguiente:
Barcos hundidos, Míndaro muerto, los hombres pasan hambre. No
sabemos qué hacer.
No hace falta, Jasón, que te recite la letanía de las victorias de Alcibíades. Tú
estabas allí. Ganaste el premio al valor en Abidos, merecidamente. ¿Sabías
que fui yo quien recomendó que te lo concedieran? Ésa era una de mis tareas
por aquel entonces. Veo que te ruborizas; no te avergüenzo más, aunque
recuerdo la mención, palabra por palabra.
Para los soldados y marineros jóvenes, que no habían conocido otra cosa que
aquellas victorias bajo Trasíbulo y Alcibíades, nuestra bonanza era
sencillamente la consecuencia lógica de su superioridad, su derecho de
nacimiento como atenienses. Pero, para los de nuestra generación, que nos
habíamos curtido en la época de la peste y las calamidades, la experiencia de
tanta fortuna, el hecho de que una victoria siguiera a otra tan rápidamente, se
producía como en mitad de un sueño. No hay pharmakon como la victoria, dice
el proverbio. Y, aunque al principio quienes teníamos cicatrices de Siracusa
nos resistimos a darles crédito, cuando los triunfos siguieron llegando: Tumba
de la Cierva, Abidos, Metimna, bahía del Capirote, Clazómenas, Las
Hondonadas, Quíos y la cala de los Ochenta Estadios, otra vez Quíos y Eritras,
en un mismo día, también nosotros empezamos a creer, como los jóvenes
desde un principio, que aquella racha no era ni casualidad ni suerte; que al fin,
conjuntados en un solo campo, Atenas poseía naves, tripulaciones y
comandantes tan buenos como para hacerla invencible, salvo quizá ante los
propios hijos de Gea si hubieran ascendido del Tártaro.
Estábamos escribiendo la Historia. Hasta los ciegos lo veían. Para cumplir el
deseo que me había expresado León en las canteras, me propuse ampliar su
crónica, o al menos conservar en mi arcón de marino documentos que me
imaginaba organizando y publicando en nombre de mi hermano, una vez que
me hubiera retirado. Llegué incluso a tomar notas y esbozar mapas. Con el
tiempo comprendí que dejar constancia de las acciones y las tácticas no era lo
que me interesaba, ni a mí ni a nadie.
Lo que nos arrastraba a todos no era lo que hacía nuestro caudillo, sino cómo
lo hacía. Era evidente que manipulaba alguna fuerza a la que los demás no
teníamos acceso. Aunque en ocasiones dispuso de superioridad numérica,
nunca la necesitó para derrotar al enemigo. Siempre se mostraba clemente con
los vencidos, y era incapaz de vengarse de quienes habían trabajado para
perjudicarle. Actuaba de ese modo, no por humanidad o altruismo, sino porque
lo contrario le parecía innoble y falto de elegancia. Lo siguiente forma parte de
un comunicado a Tisafernes, a quien llamaba amigo a pesar del famoso arresto
en Sardes y de que los persas ofrecían diez mil dáricos por su cabeza:
... no es la posesión de fuerza lo que conduce a la victoria, sino su aparición.
Un jefe capaz no maneja ejércitos, sino percepciones.
Y del siguiente párrafo:
... la utilidad de maniobrar ordenadamente durante una batalla consiste en
producir en la mente de los nuestros la convicción de que no pueden perder y
en la de los enemigos, la de que no pueden ganar. El orden es indispensable
por ese motivo, más que por cualquier otro.
La ortografía no era el fuerte de Alcibíades. Cuando trabajaba hasta tarde, sus
dudas aumentaban, y no le daba reparo despertar a quien tuviera más a mano.
«Espabila, Bravo. ¿Cómo se escribe epiteichísmos?». Su problema era que
escribía igual que hablaba, hasta el punto de que sus secretarios decían que
ceceaba al redactar. De modo que muchas cartas a medio escribir iban a parar
a la papelera, y de allí a mi arcón.
En esta nota, dirigida a Anito, su gran enemigo en Atenas, pero redactada
sabiendo que circularía por los grupos políticos sobre los que ejercía su
influencia, Alcibíades pretende tranquilizar a quienes habían presentado los
cargos que le habían acarreado el exilio, temerosos de que, volviendo a la
cabeza de una flota victoriosa, buscara vengarse:
... mis enemigos me acusan de querer imponer mi voluntad sobre los
acontecimientos porque aspiro a la fama, la fortuna o, en el caso de quienes
admiten que soy un patriota, a la prosperidad de mi país. Nada más erróneo.
No creo en la voluntad individual, ni he creído en ella desde que tengo uso de
razón. Lo que siempre he intentado es seguir los dictados de la Necesidad. Tal
es el solitario dios al que rindo culto y el único que existe en mi opinión. El
drama del hombre es que vive desgarrado entre la Necesidad y el libre
albedrío. Lo que distingue a los estadistas como Temístocles y Pericles es su
capacidad de oír los dictados de la Necesidad antes que los demás, pues el
primero comprendió que Atenas debía convertirse en una potencia naval y
Pericles, que la supremacía en el mar lleva irremisiblemente al imperio. Cuando
el individuo o la nación se alinean con la Necesidad sus acciones son
irresistibles. El problema es que cada momento lleva aparejadas tres o cuatro
necesidades. Por añadidura, la Necesidad es como un tablero de juego. Por
cada opción que se cierra surge una nueva necesidad. Lo que ha desfigurado
mi carrera es que, aunque he percibido la Necesidad, no he sabido convencer
a mis compatriotas para que actuaran según sus dictados. Mi esperanza
respecto a ti, Anito, es que podamos actuar como políticos maduros...
De Trasíbulo a su colega el general Terámenes, intranquilo al ver eclipsada su
estrella por el sol de Alcibíades:
... me ha sido de gran utilidad considerarlo no tanto un hombre como una
fuerza de la naturaleza. Mi única preocupación es Atenas. Al hacerlo volver del
exilio, es como si hubiera puesto la cabeza en el tajo del verdugo, del mismo
modo que alguien enfrentado en el mar a un enemigo insuperable solicita a los
dioses una gran tempestad, o enfrentado a un ejército en tierra firme, un fuerte
terremoto.
De la misma carta:
... recuerda, amigo mío, que el propio Alcibíades no comprende su don, del que
se sirve en la misma medida en que es gobernado. Su inmodestia, por irritante
que pueda resultarte, para él es objetividad. Se considera superior. ¿Por qué
disimularlo? Para una mente como la suya, sería una hipocresía, y no puede
negarse que no hay hombre más sincero que él.
Otro fragmento:
aunque sus detractores le acusan de pérfido, nada le es más ajeno que la
duplicidad, pues no puede negarse que siempre ha advertido de todo lo que ha
hecho a amigos y enemigos con sobrada antelación.
Los hombres querían a Trasíbulo y temían y respetaban a Terámenes, pero
Alcibíades les inspiraba el mismo amor ciego que un niño dotado de poderes
mágicos. ¿Había dormido? ¿Había comido? Cincuenta veces al día, se me
acercaban marineros e infantes preocupados por el bienestar de su caudillo,
como si la llama de su buena fortuna corriera el peligro de provocar la envidia
de los dioses. Nuestro cometido ya no era protegerlo de sus enemigos, sino del
excesivo afecto de sus propios hombres y de las continuas importunidades de
los aduladores y pedigüeños que le seguían los pasos día y noche.
Las mujeres no se quedaban atrás. Acudían en bandadas, no sólo hetairai,
cortesanas y pornai, putas vulgares y corrientes, sino también mujeres libres,
doncellas y viudas, algunas ofrecidas por sus propios hermanos. Más de una
vez tuve que quitarle de encima a un jovenzuelo que hacía de alcahuete de su
madre. ¿La respuesta de la matrona? «¿Y tú qué dices, buen mozo?». Los
auxiliares más rijosos de nuestro comandante no daban abasto para consolar a
tanta rechazada.
Para Alcibíades, sin embargo, el libertinaje había perdido su encanto. No
necesitaba la promiscuidad; tenía la victoria. Había cambiado. Una
favorecedora modestia se asentó sobre sus hombros como la sencilla capa de
infante que usaba, aunque sujeta al cuello con una fíbula de oro. Era un
Alcibíades nuevo, y se sentía satisfecho. Nunca vi a un hombre tan contento
por los triunfos de sus camaradas, que no le inspiraban la menor envidia, ni
siquiera en el caso de aquellos que podían ser considerados sus rivales,
Trasíbulo y Terámenes. Cuando le ofrecieron una villa en el cabo Pennon, en
Sestos, la rechazó alegando que no quería desalojar a sus moradores y siguió
pernoctando en una tienda, junto a su barco. Incluso se negó a que le pusieran
un suelo de madera, hasta que los carpinteros lo colocaron por propia iniciativa
mientras estaba ausente con la flota. Se volvió, si no dejado, frugal. Todo su
dinero y todo su tiempo eran para los hombres.
La correspondencia. Enviaba un centenar de cartas al día. Se le pasaban las
horas muertas en esos menesteres, ayudado por secretarios que hacían
turnos, a menudo durante toda la noche, el día siguiente y parte de la noche
posterior. Era la pesada rutina de las alianzas, el ejercicio cotidiano de la
influencia y la persuasión.
—¿Cómo puedes soportarlo? —le pregunté un día.
—Soportar ¿qué? —replicó.
Le encantaba. Para él aquellas cartas no eran obligaciones enojosas sino
hombres, un coro que dominaba al fin desde el estrado.
Había otras misivas, la mayoría en realidad, cuyas líneas dictaba o escribía de
su puño y letra al final. Eran cartas a viudas, elogios de los mutilados y los
caídos, diez, veinte, treinta al día. Las dirigía personalmente al propio
interesado si aún vivía, pero a menudo hacía que las entregaran al padre, la
madre o la esposa, sin conocimiento del hombre merecedor de la distinción.
¿Puedes imaginarte, Jasón, el orgullo y el alivio que tales mensajes
proporcionaban a quienes permanecían en casa, muertos de miedo por sus
maridos o sus hijos? Con el tiempo conocí a muchos de ellos; seguían
guardando celosamente aquellas cartas, que sacaban con reverencia para
leerlas en voz alta y hacer saber a hijos y nietos el valor que habían
demostrado sus padres.
Cuando Alcibíades deseaba honrar a un hombre de la flota, enviaba carne o
vino con sus felicitaciones a la mesa del oficial. A otros los distinguía
invitándolos a la suya. Pero cuando quería manifestar a alguien un aprecio
especial no le mandaba regalos, le encomendaba misiones. Le elegía para las
tareas más peligrosas, pues a éstas, solía decir, enviaba soldados y recibía
capitanes. Como había dicho Endio, ninguno de sus actos carecía de visión
política.
No gobernaba a golpe de decreto, sino por la fuerza del ejemplo. En lugar de
ordenar a los comandantes que intensificaran la instrucción, se hacía al mar al
mando de su propia ala y empezaba. Si quería que la flota dominara
determinada maniobra, sus propias escuadras eran las primeras en practicarla.
Cuando deseaba que alcanzaran algún objetivo, hacía que sus propios barcos
lo superaran. No ordenaba que la flota embarcara antes del alba; simplemente,
cuando los capitanes se levantaban, descubrían que los barcos habían zarpado
hacia la zona de ejercicios.
A su amigo Adimantos, jefe de escuadrón:
... si es necesario emplear la fuerza con un subordinado, procura que sea
mínima. Si te ordeno «Coge ese cuenco» y te pongo la punta de la espada en
la espalda, obedecerás, pero no asumirás la acción como tuya. Siempre podrás
alegar: «Me obligó a hacerlo, no tuve elección». Pero si me limito a hacerte una
sugerencia y tú la sigues, no tendrás más remedio que reconocer tu
conformidad y, en consecuencia, hacerte responsable de ella.
Más tarde, cuando sitió Bizancio, el tenor del asedio fue, si semejante palabra
puede aplicarse al caso, alegre. Los hombres lo encararon convencidos, sin
refunfuñar ni fingirse enfermos, e incluso el enemigo, al capitular, no parecía
abatido sino optimista, confiado en el futuro.
El mejor modo de poner sitio a una ciudad es ofrecer al enemigo un conjunto
de salidas tal que se vea obligado a elegir la rendición o la alianza, no como si
se las hubieran impuesto por la fuerza, sino como si las hubiera elegido
libremente. Una decisión tomada de ese modo no será abandonada en el
futuro, cuando necesitemos que nuestro nuevo aliado nos ayude a enfrentarnos
a algún peligro.
En la planificación del asedio de Cízico, cuando Terámenes acabó de exponer
a los comandantes una ingeniosa estratagema que permitiría rodear
completamente al enemigo, Alcibíades se mostró de acuerdo, pero propuso
una alteración: dejarle una escapatoria. «No para que huya, sino para que sepa
que, al no hacerlo, ha actuado con cobardía. De ese modo, no sólo habremos
quebrantado sus fuerzas ese día, también habremos hecho tal mella en su
espíritu que no se atreverá a enfrentársenos de nuevo».
Cuando tenía que aplicar un correctivo a algún hombre de la flota, actuaba de
modo semejante. En lugar de ordenar que lo azotaran, lo apartaba de la
compañía de sus camaradas. En su opinión, ese castigo dejaba intacta la moral
del reo y lo incitaba a reintegrarse a su puesto con vigor y voluntad renovados.
Si reincidía en la misma falta, era relegado a la retaguardia con la impedimenta
y los cobardes. Con esa medida y otras semejantes, Alcibíades convirtió tales
puestos en padrones de ignominia.
Yo había participado en varias acciones con Pericles el joven, un jefe de
escuadra que ya destacaba entre los oficiales. Alcibíades lo tenía subyugado.
—Es la mediocridad, Pommo, ¿lo comprendes? Alcibíades la ha proscrito por
completo. Cualquiera de nosotros preferiría morir a defraudar sus expectativas.
¿Recuerdas la noche en que nos equivocamos sondando frente a Eleo? Le
estaba informando, e intentaba presentar lo ocurrido de la mejor forma posible.
Alcibíades no despegó los labios. Se limitó a lanzarme una mirada... Por los
dioses, antes me dejaría azotar delante de toda la flota que volver a fallarle.
Con aquella mirada era como si me dijera: «Esperaba tanto de ti, Pericles. Pero
me has decepcionado».
El principio de la mínima fuerza tenía como corolario el de la mínima
supervisión. Cuando Alcibíades asignaba los cometidos en combate, se
limitaba a especificar el objetivo y dejaba los medios para conseguirlo al arbitrio
del oficial en cuestión. Cuanto más arriesgada era una misión, tanto más
informales eran sus instrucciones. Nunca lo vi dar órdenes desde detrás de una
mesa.
Ordena a cada hombre más de lo que se considera capaz de hacer. Oblígalo a
ponerse a la altura de las circunstancias. De ese modo lo estarás incitando a
descubrir nuevos recursos, tanto en sí mismo como en sus hombres, y a
ampliar las capacidades de cada cual, mientras los sometes a todos a las
exigencias del riesgo y la gloria.
Otra carta a Adimantos:
Así como procuramos que nuestros enemigos se sientan responsables de la
derrota que les hemos infligido, hemos de procurar que nuestros hombres se
sientan artífices de la victoria que han obtenido. Cuanto menos le das a un
combatiente para conseguir el triunfo, tanto más lo valora. Recuerda que sólo
disponemos de dos medios para mejorar la flota. Pagando a mejores hombres
o mejorando a los que tenemos. Aun en el caso de que fuera practicable,
rechazaría la primera, porque un mercenario puede alquilar sus servicios a otro
patrón, mientras que un hombre que se convierte en su propio patrón sigue
siendo leal para siempre.
En el Mnemósine había un remero que no sabía nadar. Sus compañeros lo
habían intentado todo para enseñarle. Tras enterarse, Alcibíades en una barca,
se adentró en el mar una mañana con aquel hombre, frente a su nave, anclada
a medio estadio. Decir que el espectáculo era extraordinario sería como no
decir nada; se habían congregado centenares de hombres, que estaban
pendientes de la escena. Alcibíades habló en voz baja con el remero un buen
rato. De pronto, aquel individuo cerró los ojos y se zambulló en el agua.
Cuando llegó a su nave, la playa era un clamor.
¿Qué le había dicho Alcibíades?
—Me dijo que podía hacerlo, y consiguió que lo creyera —me explicó el
remero. Cuando el Panegyris y el Atalanta sufrieron serios daños en la Cala de
los Ochenta Estadios y no había forma de consolar a sus trierarcas, que se
sentían culpables, Alcibíades los hizo llamar a su presencia y, desnudándose
ante ellos, les pidió que se fijaran en las cicatrices que le cubrían el cuerpo.
—Prefiero a un hombre que ha recibido heridas haciendo frente al enemigo que
cien barcos con los adornos intactos. Puedo encontrar capitanes sin un
rasguño en cualquier parte. Pero ¿dónde conseguiré hombres valientes como
vosotros y vuestras tripulaciones?
Esta carta iba dirigida Pericles el joven y sus oficiales, que le habían solicitado
más barcos:
Nunca olvidéis que tenéis a vuestras órdenes a atenienses y que las
cualidades que hacen grandes a nuestros compatriotas son intangibles.
Audacia e inteligencia, adaptabilidad e iniciativa. Convertidlos en dinero y os
conseguiré todos los barcos que necesitéis.
Del mismo modo que castigaba a los hombres alejándolos de su presencia, los
premiaba permitiéndoles acercarse a él. Le gustaba verse rodeado por sus
oficiales, especialmente por la noche, mientras trabajaba.
—Tened presente, amigos míos, que el acceso a vuestra persona es un
enorme incentivo para quienes están a vuestras órdenes. Una sonrisa, una
palabra amable, un apodo empleado con afecto. Recordad el orgullo que
sentíais de niños cuando vuestro padre os sentaba en sus rodillas, o pensad en
cómo una invitación a cenar con vuestros comandantes os hace olvidar un día
de dura brega contra un viento adverso. No seáis parcos con vuestras
personas. No hay dinero que pueda pagar vuestra atención, y los hombres lo
saben.
Aleccionaba a sus capitanes para que pensaran en términos de escuadras y
alas, no de barcos aislados, y a considerar siempre la flota como un todo,
sabiendo qué escuadras había en cada sitio y cuánto tardarían en llegar, o con
qué rapidez podría acudir en su ayuda la propia. Reaccionaba con furia cuando
le informaban de que un grupo de naves avanzaba fuera de formación. La
expresión «en apoyo de» no faltaba en ninguna de sus órdenes. Ante cualquier
estrategia que le proponían, su primera pregunta siempre era: «¿Qué barcos
darán apoyo?».
Durante el avance quería que las naves se mantuvieran «remo con remo», de
forma que la proximidad diera ánimos a las tripulaciones. En el mar hacía
transmitir señales noche y día para mantener a los barcos en contacto, como
una unidad. Se negaba a evacuar a los heridos, que debían volver a puerto con
sus compañeros de tripulación, aunque la cubierta se llenara de charcos de
sangre y angarillas que dificultaban los movimientos de los remeros. Los
hombres tenían que saber que nadie sería abandonado y que sus compañeros
se harían cargo de ellos.
—Nadie teme más a la muerte que quien lucha en el mar, pues el soldado de
infantería, al caer, entrega sus huesos a la tierra, de la que pueden ser
recuperados, mientras que el marinero los entrega al estéril y despiadado
océano.
Esta iba dirigida a Pericles el joven, cuando supo que se había encolerizado
con uno de sus remeros:
Los soldados de infantería pueden luchar sin su capitán y huir sin él. Pero el
marinero se dirige a la batalla uncido a su comandante, sin nada que lo separe
del infierno más que su fe en ti y una tabla de cuatro dedos de ancho.
Alcibíades entrenaba a la flota sin descanso en la forma de presentarse, de
modo que pocos parecieran muchos y muchos parecieran pocos. Practicaba el
aprovechamiento de cabos y promontorios para disimular nuestra presencia y
número. Acostumbraba a los hombres a navegar fuera cual fuese el estado de
la mar, pues las tormentas y las borrascas no sólo favorecían la ocultación,
sino que magnificaban el teatro de terror con el que intimidar al enemigo. En la
gran victoria de Cízico, ocultó la flota aprovechando un chubasco que había
predicho meses antes, pues el estudio de la zona le había convencido de que a
determinada hora de determinado día cabía esperar aquel tiempo.
Antes de que llegara, los hombres tendían a juntarse por especialidades, y los
infantes despreciaban a los nautai, los remeros del banco superior a los del
inferior y la caballería a todos los demás cuerpos. Alcibíades puso fin a
aquellas distinciones, no con castigos, sino con victorias. Más tarde, cuando
Trasíbulo volvió de Atenas con mil soldados de infantería y cinco mil marineros
adiestrados para lanzar jabalinas, pero fue derrotado en Éfeso, los hombres de
Alcibíades se negaron a permitirles la entrada en el campamento; quienes
nunca habían sido vencidos despreciaban a sus compatriotas por permitir que
el enemigo erigiera un trofeo a su vergüenza. Alcibíades acabó con aquello
poniéndolos hombro con hombro frente al grueso del
ejército espartano. La victoria volvió a eliminar las disensiones.
Aprovechaba las escuadras que no estaban en campaña o misiones de pillaje
para fascinar a la población civil. La presencia de naves de guerra atenienses,
aunque sólo fueran dos o tres ancladas en una cala, atraía a gentes que vivían
a varios estadios de distancia. En lugar de ahuyentar a los curiosos, Alcibíades
ordenaba que les permitieran subir a bordo. Quería que supieran qué aspecto
tenían los barcos de guerra y sus tripulaciones. Sobre todo, pretendía
encandilar a los muchachos, pues su juventud los impulsa a buscar héroes y
modelos de emulación. Nos lo contaban todo. Las características de las
mareas, las corrientes y el tiempo, que Alcibíades apreciaba más que la plata.
A diferencia de los espartanos, que los despreciaban, sentía debilidad por los
pescadores. No había cena en la que faltara uno de aquellos personajes, a
quienes interrogaba después sobre las particularidades de las mareas y los
canales, de las tormentas y las estaciones.
En plena batalla no puedo consultar las cartas de navegación, pero sí escuchar
a un piloto que me sugiere virar para aprovechar una corriente.
A menudo encabezaba él mismo las incursiones y, materializándose en la
oscuridad, se abatía sobre un puerto empuñando el hacha y la espada, o
desembarcaba en él a plena luz del día, de modo que la población lo temía
más que a la guarnición de la plaza. Le encantaba sacar de la cama a las
autoridades y los magistrados. Solía interrogarlos personalmente, tras lo cual
los devolvía a sus casas con presentes y abrumados por el poder de la flota,
pues aquel a quien se sorprende en plena noche retiene todo lo que ve con
ojos desorbitados por el terror y magnifica en sus informes la invencibilidad de
sus captores.
No adiestraba a la flota para proporcionarle una mediocre uniformidad, sino
para estimular la individualidad y el espíritu de iniciativa.
... cada ala, y cada escuadra dentro de su ala, debe tener incentivos para
reafirmar su propia identidad, aquel talento o habilidad en los que destaca
especialmente y de los que se siente orgullosa. Dejemos que un ala lleve doble
dotación de infantes, que se adiestre particularmente en el uso del arpeo y el
botalón. Permitamos a otra que lleve serviolas al estilo corintio y se
autodenomine Pez Martillo o Carnero. Cuando los marineros de diferentes
escuadras coincidan en una taberna, quiero que arrecien los insultos. Quiero
trifulcas. Cuantas más, mejor, porque tras ellas los hombres se sentirán aún
más unidos que antes.
Para formar la caballería, actuó de la siguiente manera.
Las incursiones para apoyar a la flota lo habían familiarizado con Tracia, sus
hordas de jinetes y el espíritu de sus indómitos príncipes, dos en particular,
Seutes, hijo de Maisades, y Medoco, caudillos de los odrisios. Trasíbulo y
Terámenes le insistían en que negociara con ellos. El ejército no podría
comprar jinetes en ningún otro sitio. Pero Alcibíades comprendía los corazones
de aquellos guerreros salvajes. No era posible acercarse a ellos sin regalos, ni
se les podía ofrecer amistad de un modo que fuera menos que espectacular.
Había dos trierarcas a los que Alcibíades favorecía especialmente: Damón y
Nestórides, dos hermanos de su mismo distrito, Escambónidas. Con veintitrés y
veintidós años respectivamente, eran los más jóvenes de la flota. ¿Te
acuerdas, Jasón, de la indignación que produjo en Atenas el asunto del coro de
muchachos? Había ocurrido hacía diez años, antes de Siracusa. Axíoco, tío de
Alcibíades, había financiado un coro de imberbes durante las Panateneas; para
celebrar su victoria, Alcibíades había conseguido que los muchachos pasaran
la noche en su propiedad en lugar de volver a casa con sus padres. Tras poner
a tono a sus pupilos dándoles a probar vino por primera vez, hizo aparecer a
una cuadrilla de despampanantes (y crecidas) hetairai.
Y pasó lo que tenía que pasar.
El escándalo fue mayúsculo. Alcibíades tuvo que enfrentarse a una acusación
de hybris, la funesta arrogancia. Fue entonces cuando Meleto pronunció su
famosa frase: «No culpéis a las putas, sino al chulo». Por supuesto, Alcibíades
juzgaba que el premio valía la pena. Consideraba a aquellos muchachos la flor
de la ciudad, los jefes del futuro. Orquestando aquel rito de paso a la virilidad,
el más decisivo de sus jóvenes vidas, pretendía ligarlos a él con cadenas
inquebrantables.
Y ahora dos de aquellos adolescentes, Damón y Nestórides, habían
llegado de Atenas. Alcibíades los había alistado como simples infantes, pues
eran demasiado jóvenes para tener un mando en la flota sin provocar un motín
entre el resto de los capitanes. Sin embargo, no tardó en conseguirles sendos
barcos. Envió a los muchachos a realizar una serie de reconocimientos de los
astilleros espartanos de Abidos. Durante diez noches, trazaron planos de las
atarazanas y sus alrededores. Informaron de cuatro barcos en reparación, casi
listos para hacerse a la mar.
—Traedme uno —les propuso Alcibíades—, y os nombraré sus capitanes.
Una noche lluviosa, los hermanos desembarcaron con treinta hombres,
mientras Antíoco permanecía al pairo con cuatro trirremes rápidos. Halaron y
botaron no una, sino dos naves, a las que llamaron Pantera y Lince. Aquel par
de cachorros se convirtieron en el terror de los mares. Calafatearon los cascos
de negro y pintaron ojos de gato en las proas. Se encargaban de misiones
nocturnas que ponían los pelos de punta a otros capitanes. Fueron ellos,
jóvenes que aún no habían cumplido los veinticuatro, quienes cortaron la
cadena en Abidos y abrieron el puerto a la incursión que prendió fuego a la
mitad del barrio portuario, ejecutó a una veintena de magistrados y
administradores y capturó en la cama de su amante al secretario de
Farnabazo, con todos sus documentos. Pero su principal athlon, la hazaña que
nos proporcionó la caballería que necesitábamos, fue el rapto de trescientas
mujeres.
Se trataba de dos partidas de esclavas, de ciento cincuenta mujeres cada una,
cuyos movimientos habían detectado los hermanos y a las que Alcibíades les
había ordenado mantener bajo vigilancia a lo largo de la costa que se extiende
bajo el monte Coppias. Las mujeres, cautivas odrisias, trabajaban excavando
acequias. Una noche, Alcibíades envió a los hermanos con doce barcos. Los
muchachos saltaron al agua y corrieron hacia ellas gritando de alegría,
mientras los patronos persas les arrojaban lanzas antes de salir huyendo como
demonios valle del Caicos arriba. Creyendo que Alcibíades planeaba vender a
las mujeres en los burdeles, Damón y Nestórides las llevaron a Sestos. Pero
Alcibíades hizo que se bañaran y perfumaran, y dio órdenes de que las trataran
como a hijas de la nobleza.
Ya tenía el presente para los príncipes tracios.
Envió a los hermanos por delante, para informar a los montaraces nobles de
que Alcibíades deseaba reunirse con ellos y acordar la fecha y el lugar del
encuentro. El propio Alcibíades acompañó a las mujeres, que iban tocadas con
guirnaldas de novia para borrar la humillación de la cautividad y darles
legitimidad como consortes que los príncipes podrían poner al servicio de sus
favoritas. Las embarcó en cuatro galeras escoltadas por una docena de naves
de guerra y desembarcó con ellas en la playa salvaje de Salmidesos, donde las
ofreció a Medoco, Bisantes y Seutes, los grandes príncipes de las llanuras.
Por los dioses gemelos que aquellos hijos de puta sabían cómo dar las gracias.
Entregaron sendas mujeres a Antíoco y a los dos hermanos allí mismo, sin
admitir protesta, e hicieron traer de las colinas quinientos caballos, como regalo
para Alcibíades y la caballería. ¿Has visto quinientos caballos juntos alguna
vez, Jasón? Es todo un espectáculo. Los de la escolta no veíamos el momento
de embarcar a los animales y largarnos de allí antes de que aquellos salvajes
cambiaran de opinión.
Pero faltaba lo mejor. Alcibíades rechaza el regalo de los príncipes. No está
dispuesto a aceptar los caballos. Lo que es peor, le dice a Seutes que lo ha
ofendido ofreciéndole aquellos caballos en lugar de lo que realmente desea. Es
medianoche pasada. En las inmediaciones brilla un centenar de fogatas;
nuestros barcos esperan, varados en la playa, mientras aquellos salvajes,
hombres y mujeres borrachos como cubas, zascandilean a nuestro alrededor y
un ejército mil veces más numeroso que nuestro grupo se extiende por la
llanura hasta donde alcanza la vista. Para colmo de males, nuestro anfitrión
Seutes es un toro y está completamente ebrio, como suelen estarlo la mayoría
de sus paisanos. Y, como todos los tracios, cuando le hacen algún favor, se
toma a pecho devolverlo por duplicado; si no puede hacer un presente mejor
que el que ha recibido, ¿qué nos cabe esperar, aparte de un baño de sangre?
Alcibíades repite que el príncipe lo ha ofendido con su regalo y, volviéndose
hacia nosotros, los cuarenta de su escolta, nos ordena que embarquemos y
nos larguemos.
Seutes no está dispuesto a dejarnos marchar. Ordena que traigan los caballos
y, dirigiéndose a sus invitados y sus propios compatriotas, comienza a cantar
las alabanzas de los animales, que, como todo el mundo sabe, los atenienses
necesitan desesperadamente, pues su caballería es escasa y se encuentra a
merced de la caballería real de Farnabazo cada vez que avanza tierra adentro
y se aleja de sus naves. El príncipe ha ido calentándose poco a poco y está de
un humor de perros. ¿Qué clase de hombre, le pregunta a Alcibíades, qué
caudillo rechaza una fortuna como aquélla, si no para su propio uso, para el de
los magníficos guerreros que tiene a sus órdenes?
Alcibíades remueve los pies, tan colérico como su anfitrión, y asegura que, en
efecto, sería el hombre más afortunado de Oriente si el príncipe le diera lo que
desea en lugar de los caballos. ¿Y de qué se trata?, pregunta Seutes.
—De tu amistad.
En un abrir y cerrar de ojos, Alcibíades, que abarca con la mirada a todos los
tracios que nos rodean, está tan sobrio, frío y sereno que resulta evidente que
no ha perdido la cabeza ni por un instante.
—Si acepto esos caballos —dice—, zarparé llevándome un regalo magnífico,
pero seguiré siendo pobre. En cambio, si os dejo los caballos a vosotros, sus
dueños, y me llevo vuestra amistad —y se cruza de brazos ante Seutes, que
parece estar tan sobrio como él—, poseeré no sólo esos soberbios animales,
pues podré pedírselos á mi amigo siempre que los necesite, sino también
valerosos guerreros para que los monten y luchen a mi lado. Pues mi amigo no
me enviará los caballos y dejará que me enfrente a mis enemigos sin ayuda.
Pero Seutes no es ningún idiota. Sabe que el hombre que tiene enfrente lo ha
planeado todo desde el primer instante en que vio a las mujeres. Comprende la
astucia del plan y comprende que Alcibíades sabía entonces y sabe ahora que
la comprendería. Desea poseer esa misma astucia y sabe que, si se hace
amigo de aquel hombre, tendrá un mentor que le aconsejará y le enseñará a
obtenerla. El joven príncipe abraza a Alcibíades. Diez mil salvajes lanzan un
grito de júbilo. Nuestro grupo respira aliviado.
Y el príncipe Seutes apareció con sus caballos, no con quinientos, sino con dos
mil, cuando la flota y el ejército tomaron Calcedonia y Bizancio, cerraron los
estrechos e infligieron a los espartanos la peor derrota de la guerra. Pero me
he adelantado a los acontecimientos y he pasado por alto una historia y un
punto de inflexión que merecen ser recordados.
Bajando por el estrecho un mes después de la gran victoria de Cízico, la nave
insignia se encontró con un bote que traía un despacho de Samos. Era una
noche de luna, y la barca hizo señales de fuego. Las dos embarcaciones se
pusieron al pairo en el centro del canal. La galera Paralos, informaron los del
bote, había llegado de Atenas ese mismo día con la noticia de que una
embajada espartana se había presentado ante la Asamblea para negociar la
paz. Los hombres vitorearon entusiasmados y quisieron saber los términos
propuestos por los lacedemonios, que consistían en un armisticio inmediato, la
retirada de cada bando de los territorios del otro y la repatriación de todos los
prisioneros. La tripulación volvió a dar vivas y gritar que pronto estaría en casa.
—¿Los espartanos siguen en Atenas? —preguntó Alcibíades a los del bote.
—Sí, señor.
—¿Quién encabeza la embajada?
—Endio, señor.
Otra explosión de júbilo.
—Los lacedemonios han querido honrarte, Alcibíades. ¿Por qué si no iban a
enviar a Endio, tu amigo? —dijo Antíoco, piloto de Alcibíades y uno de los
desterrados que le habían acompañado a Esparta—. Es evidente que, aunque
sigues siendo un exiliado, te consideran el primero de los atenienses.
El Esforzado de Trasíbulo nos había dado alcance por sotavento y se había
puesto al pairo lo bastante cerca para oírlo todo. Su piloto preguntó si aquello
significaba de verdad que podíamos volver a casa. Alcibíades no respondió y
siguió inmóvil en la popa.
—Eso no es una oferta de paz —dijo con calma a los oficiales del alcázar y a
los remeros sentados a sus pies—, sino una estratagema para sembrar la
discordia entre nosotros y el pueblo de Atenas y llevarnos a la ruina a todos. —
Se volvió hacia un marinero—. Haz señales a todos los barcos. Que continúen
hasta Samos. Y a Trasíbulo, que nos siga solo —y dirigiéndose a Antíoco, que
estaba al timón—: Adelante, condúcenos a Aquileón.
JUNTO A LA TUMBA DE AQUILES
La llanura del Escamandro sigue tan yerma y barrida por el viento como hace
mil años, cuando Troya cayó bajo la lanza de Aquiles. En la playa donde los
aqueos de Homero vararon sus naves de cincuenta remos sin puente, los
atenienses y los samios tocamos tierra con nuestros trirremes con espolones
de bronce. La fuente a cuyo alrededor Diomedes persiguió a Sarpedón sigue
manando agua fresca y pura. Nuestros hombres habían pasado la noche en
aquel lugar una docena de veces, haciendo un alto en la travesía hacia el
Helesponto o el Egeo; pero hasta aquella tarde nuestro jefe nunca nos había
conducido tierra adentro, hasta los túmulos.
Hay dieciocho en total, siete grandes por las naciones de los aqueos,
micénicos, tesalios, argivos, lacedemonios, arcadios y focios, y once menores
por los héroes individuales, de los que el par final, unido, corresponde a
Patroclo y Aquiles.
La noche es fría. El viento curva las hoces de hierba sobre las descuidadas
pendientes de las tumbas, en las que las ovejas han excavado peldaños.
Compramos una cabra a unos muchachos; les preguntamos cuál es el túmulo
de Aquiles. Nos miran de hito en hito.
—¿De quién?
Sobre esta llanura, observa Alcibíades, los hombres del Oeste hicieron la
guerra a los hombres del Este y los llevaron a la ruina.
Nuestro caudillo sueña con repetir la hazaña.
Aliarse con Esparta y volverse contra Persia.
—En el tiempo que llevo con la flota —declara, como ha declarado con
anterioridad—, hemos creído que debíamos atraer a Persia a nuestro bando
para derrotar a los espartanos. Ahora debemos preguntarnos: ¿es una ilusión?
Yo así lo creo. Persia nunca se alineará con Atenas; nuestras ambiciones en el
mar chocan con las suyas; no puede permitir que ganemos esta guerra. Y,
aunque derrotemos a los ejércitos de sus sátrapas a todo lo largo de la costa,
la riqueza del imperio del Este volverá a levantarlos. El oro persa convierte en
invencibles a sus aliados espartanos. Apenas hemos destruido una flota,
cuando ya han fletado otra. No podemos patrullar todas las calas de Europa y
de Asia.
Trasíbulo, hastiado de la guerra y deseoso de aceptar la oferta de armisticio,
protesta:
—El enemigo te ha honrado, Alcibíades. Basta con que estreches su mano, y la
paz será nuestra.
—Amigo mío, la intención de los espartanos no es honrarme, sino intrigar hasta
que nuestros compatriotas teman mi ambición. Me distinguen para avivar el
miedo de los atenienses a que, cuando regrese con las victorias que ha
conseguido esta flota, me convierta en un tirano. Si tienen éxito —es decir, si
incitan al demos a retirarme su confianza—, la victoria será de Esparta. Ése es
su designio, no la paz.
Teníamos que conseguir más victorias, aseguró.
—Más, y después más, hasta que nuestras fuerzas dominen el Egeo
absolutamente, con los estrechos y todas sus ciudades, con las rutas del grano
bien sujetas en nuestro puño. Hasta que no llegue ese día no podremos volver
a casa.
Quienes estábamos sentados alrededor del fuego no necesitábamos
demasiada imaginación para evocar los bastiones de Selimbria, Bizancio y
Calcedonia, cada uno tan formidable como Siracusa, y hacernos una idea de
las penalidades que tendríamos que sufrir para tomarlos. Trasíbulo arrojó las
heces a las llamas.
—Querrás decir que tú no puedes volver a casa, Alcibíades. Yo sí puedo —dijo,
y se puso en pie con dificultad.
—Siéntate, Bravo.
—No pienso hacerlo. Ni obedecer tus órdenes. —Estaba ebrio, pero en
condiciones de hablar y decidido a hablar claro—. Es posible, amigo mío, que
tú no puedas volver a casa hasta que te hayas cubierto con tal manto de gloria
que nadie se atreva a tirarse un pedo a un estadio de ti. Pero yo puedo volver.
Todos podemos, porque estamos hartos de guerra y no queremos más.
—Ninguno de nosotros puede volver. Y tú menos que nadie, Bravo.
Los hombres callaban, divididos entre sus comandantes. A Alcibíades no le
pasó inadvertido.
—Amigos, si vuestros ojos no perciben los dictados de la Necesidad, os pido
que confiéis en los míos. ¿Os he conducido a otra cosa que no fuera la
victoria? Los espartanos agitan la paz delante de vuestras narices y vosotros
os arrojáis sobre ella como zorros en invierno. Para ellos, la paz significa un
respiro que les permitirá rehacerse. ¿Y para nosotros? ¿Cuándo se ha visto
que un vencedor abandone el campo de batalla poseyendo menos que al
principio del combate, cuando hay tanto que sólo está pidiendo que lo
cojamos? Mirad a vuestro alrededor, amigos. Los dioses nos han traído a esta
playa, donde los griegos vencieron a los troyanos, para mostrarnos su voluntad
y nuestro destino. ¿Moriremos en nuestros lechos, alabando la paz, esa ilusión
con la que nos embaucaron nuestros enemigos, porque no podían vencernos
en buena lid sobre el mar? Desprecio una paz que significa traicionar nuestro
destino, y pongo la sangre de estos héroes por testigo. —Se levantó y,
volviéndose hacia Trasíbulo, añadió—: Me acusas, amigo, de perseguir la
gloria a expensas de la devoción que debo a nuestra patria. Pero no existe
contradicción en ello. El destino de Atenas es la gloria. Nació para alcanzarla,
igual que nosotros, sus hijos. No os subestiméis, hermanos, juzgando que
valéis menos que estos héroes cuyas sombras escuchan nuestras palabras en
estos momentos. Eran hombres como nosotros, nada más y nada menos.
Hemos obtenido victorias iguales y mayores que las suyas, y seguiremos
obteniéndolas.
—Los hombres a quienes nos pides que emulemos, Alcibíades —terció
Pericles el Joven—, están muertos.
—¡Jamás!
—Señor, estamos acampados junto a sus tumbas.
—¡No morirán jamás! Están más vivos que nosotros, no en los Campos
Elíseos, donde, como dice Homero:
el dolor y la pena no pueden seguirnos,
sino aquí, esta noche y siempre, dentro de nosotros. No podemos aspirar una
bocanada de aire sin su consentimiento, ni cerrar los ojos y no ver su herencia
ante nosotros. Ellos constituyen nuestro ser, más que los huesos o la sangre, y
nos convierten en lo que somos.
»Sí, me uniré a ellos, y os llevaré conmigo a todos. No en la muerte o en la otra
vida, sino en carne y hueso y en triunfo. Me dices, Bravo, que mire a quienes
están sentados alrededor de este fuego. Los estoy mirando. Pero no veo a
hombres escarmentados ni dóciles. Veo a un puñado de valientes capaces de
forjar batallones invencibles con su ejemplo; a unos camaradas que, cuando
les llegue la muerte, como nos llegará a todos, podrán decir que han apurado la
copa hasta la última gota. Discutamos esta noche como hermanos.
¿Podríamos hacer algo mejor que reunirnos en este lugar con amigos valientes
y famosos? ¿Podríamos estar con alguien más grande? Pero su compañía no
se compra con una moneda de plata. El precio es la gloria inmortal, ganada por
todo lo que se ama y arriesgando todo lo que se ama. Yo, desde luego, estoy
dispuesto a pagar ese precio. Cenemos, hermanos, con aquellos que cayeron
como el rayo sobre el Este y lo reclamaron para sí.
Frente a Alcibíades, Trasíbulo miraba las llamas, que su amigo y comandante
acababa de avivar.
—Me pones los pelos de punta, Alcibíades.
LA INTREPIDEZ DE LOS DIOSES
Yo estaba en Atenas [me dijo mi abuelo] cuando Alcibíades tomó Calcedonia,
Selimbria y Bizancio, como dijo que debía hacer y que haría.
A la primera la rodeó con un muro de mar a mar y, cuando el persa Farnabazo
atacó con sus infantes y su caballería, al tiempo que Hipócrates, el jefe
espartano de la guarnición, se lanzaba contra los nuestros desde la ciudad,
dividió sus fuerzas, los venció a ambos y mató a Hipócrates. En Selimbria,
había escalado la muralla con una avanzada, sabiendo que nuestros
partidarios del interior traicionarían la plaza, cuando, al fallarle los nervios a uno
de ellos, los demás tuvieron que dar la señal prematuramente. Alcibíades se
encontró aislado, apoyado por tan sólo un puñado de hombres y acosado por
un enjambre de defensores. Ordenó tocar la trompeta y, pidiendo silencio,
conminó a los habitantes a entregar las armas a cambio de clemencia, con tal
tono de autoridad que les hizo creer que ya había tomado la ciudad (lo que era
casi cierto, pues los tracios, que se contaban por miles, clamaban que
saquearían la plaza entera), y consintieron en rendirse con tal de que los librara
de aquellos salvajes. Alcibíades cumplió su promesa; no permitió que
maltrataran a nadie y se limitó a exigir que la ciudad restableciera la alianza
con Atenas y mantuviera abierto el estrecho en su nombre.
Para tomar Bizancio, utilizó la siguiente estratagema. Tras poner cerco a la
ciudad y bloquear también la salida por mar, hizo correr el rumor de que un
asunto urgente le obligaba a ausentarse y, embarcando con gran aparato bajo
las murallas de la ciudad, se hizo a la mar, para regresar en plena noche y
sorprender a la guardia, escasa y confiada.
Ya había conseguido todo lo que había prometido, asegurar el Helesponto y
vencer a todas las fuerzas que se le oponían. Como había predicho Trasíbulo,
se había cubierto de toda la gloria que necesitaba para regresar a casa.
Como te decía, yo estaba en Atenas, recuperándome de las heridas de Abidos.
Los cirujanos me cortaron carne de la pierna en dos ocasiones, y en ambas la
supuración atacó a mis tejidos faltos de ejercicio. Mi mujer casi se volvió loca
de la impresión. A mí no me resultó tan duro. Era un héroe. Quienes habían
promovido el destierro de Alcibíades y quienes lo habían permitido con su
aquiescencia buscaban mi trato y el de cualquier otro oficial que hubiera
compartido las victorias de nuestro caudillo, así como el de todos aquellos a
quienes Alcibíades, Trasíbulo y Terámenes seguían enviando a casa como
otros tantos ramos de flores. Pronto también ellos,
nuestros jefes, volverían a casa. Atenas suspiraba por ellos como una novia
por su amado.
Como supe luego, Polémides también pasó una breve temporada en Atenas,
que conviene relatar, pues pudo haber influido, sí no en el curso de la guerra, sí
en la dirección que habría tomado si los acontecimientos hubieran sido
distintos.
Polémides reanudó su relato el veintiocho de hecatombaión, el Día de Atenas,
casualmente el mismo día que su hijo —llamado Nicolaos, como su abuelo—
se presentó ante mi puerta pidiéndome que le permitiera acompañarme a la
cárcel. Pero ese episodio tendrá que esperar un momento. Volvamos al
Helesponto... y a la narración de Polémides:
La noticia de la misión de paz de Endio —siguió contando Polémides— había
llegado a los estrechos dos días antes de que los barcos de Alcibíades
regresaran de su visita a las tumbas. Muchos, creyendo que la guerra había
acabado, estaban de celebración. Yo empezaba a ponerme a tono cuando me
convocaron para ordenarme, en nombre de Mantiteo y Alcibíades, que
recogiera mi equipo sin informar a nadie y me presentara en el puesto de
mando a última hora, cuando se hubieran ido los secretarios.
Recuerdo aquella noche también por otro motivo, un encuentro con Damón, el
mayor de los dos Ojos de gato. En este punto, debo explicar que me había
retirado del servicio personal de Alcibíades. Había pedido que me sustituyeran
porque estaba cansado de espantarle las moscas. Ahora servía a las órdenes
de Pericles el Joven en el Calíope.
La cosa funcionaba así. Muchos competían por proporcionar carne femenina a
sus jefes. Ciertos oficiales se habían convertido en proveedores profesionales e
importaban género de tierras tan lejanas como Egipto. Cualquier belleza con la
que tropezaban en campaña iba al saco y acababa ante la puerta de su
superior. A veces, Alcibíades necesitaba dos o tres la misma noche, sólo para
coger el sueño. Eso era asunto suyo. Pero yo estaba harto de montar guardia
ante su puerta impidiendo el paso a amantes desdeñadas y aspirantes a
suicida. Cuando presenté, la dimisión, se echó a reír.
—Me asombra que hayas durado tanto, Pommo. Debes de quererme más de lo
que pensaba.
Esa noche, cuando me dirigía al puesto de mando, me encontré con el Ojo de
gato Damón. Lo acompañaba una chica, su novia, dijo. Quería presentársela a
Alcibíades. ¿Me importaba que entraran antes? Vi lo bastante del rostro de la
muchacha para convencerme de que era una belleza, aunque no más atractiva
que cualquiera de las docenas que habían dejado un surco en el patio hasta la
fecha. Les dejé pasar. Esperé. Llegó mi turno.
Alcibíades estaba solo; no había ni jóvenes oficiales ni soldados.
—Esta mañana ha salido una embajada para Endio en el Paralos —dijo
Alcibíades—, llevando la respuesta oficial de los generales a la oferta de paz
de los espartanos. Tú llevarás la oficiosa. Y sólo mía.
No llevaría ningún documento, me explicó, ni me registraría en ninguna
frontera, ni transmitiría su propuesta a nadie salvo al propio Endio. Si me
interrogaban sobre mi misión, podía contar lo que quisiera con tal de que fuera
falso. A continuación, me preguntó si quería saber por qué me enviaba
precisamente a mí.
—Porque Endio te creerá. No tendrás que hacer nada, Pommo, sólo ser tú
mismo. Un soldado con una misión de soldado.
Se trataba de lo siguiente: si Alcibíades podía convencer a Atenas, ¿podría
Endio convencer a Esparta para acabar la guerra y luchar como aliadas en la
conquista de Persia?
Se echó a reír.
—¡Ni siquiera has pestañeado, Pommo!
—Hace tiempo que te conozco.
—Bien. Entonces, escúchame con atención. Después de Cízico, cuando
acabamos con Míndaro, imaginaba que los espartanos enviarían a sustituirlo a
Endio o a Lisandro, que son sus mejores generales con diferencia. Que hayan
convertido a Endio en enviado de paz significa que su partido ha caído.
Lisandro lo abandonará, si no lo ha hecho ya.
»No pierdas tiempo tratando de convencer a Endio de la conveniencia de lo
que propongo; hace años que piensa como yo. No obstante, reaccionará con
suspicacia. Creerá que quiero dirigir la coalición. Dile que le cedo el mando, a
él o a cualquiera que nombre en su lugar, y, si se echa a reír, que se echará, y
dice que ya estoy intrigando para desplazar al pobre hijo de puta que se atreva
a cruzarse en mi camino, ríete tú también y dile que tiene razón, pero que,
estando las cosas así de claras, el tal hijo de puta habrá tenido tiempo para
prepararse.
»Dile que los éforos se han pasado de listos eligiéndole como enviado; ahora
no puedo volver a casa hasta que no haya barrido del mar a los enemigos de
mi patria. Él lo sabe. El problema es que entonces será demasiado tarde. Si
puede convencer a su país, tiene que ser enseguida, o el demos de Atenas,
enardecido por las victorias que le proporcionaré, pondrá tales condiciones que
Esparta no podrá aceptarlas nunca.
»Si Endio te pregunta sobre Persia y su vulnerabilidad, cuéntale lo que has
visto con tus propios ojos. No hay flota persa que pueda plantar cara a la
armada ateniense, ni fuerza terrestre al ejército espartano. Darío está en las
últimas. Las luchas por la sucesión harán pedazos el imperio.
»Una vez que te haya oído, Endio dará por sentado que, además de enviarte a
ti, habré mandado embajadores a la corte persa para volver a proponerles una
alianza, sabiendo como sé que también los espartanos han enviado
mensajeros al Gran Rey. Limítate a decirle que tengo que jugar mis cartas,
como él las suyas, pero que la Necesidad será la que diga la última palabra;
antes o después, alguien tendrá que confiar en alguien. Con la ayuda de los
dioses, seremos él y yo.
»Averigua todo lo que puedas sobre los partidos de Lacedemonia, pero sin
presionarlo. El sabrá si se puede hacer algo. No obstante, pregúntale si cree
factible atraer a nuestra causa a Lisandro, o incluso a Agis. Cualquiera de ellos,
o ambos, sería bienvenido. Por supuesto, Endio comprenderá que la alianza de
nuestras dos ciudades acabará en una nueva guerra una vez que hayamos
vencido a los persas. Dile que preferiría esa guerra futura a ésta de ahora, que
sólo puede destruirnos a todos y hacer que nuestros enemigos triunfen sin
mover un dedo.
¿Y si Endio me pedía que volviera con él a Lacedemonia para repetir el
ofrecimiento a otros dirigentes de su partido?
—Hazlo. Necesito todo el apoyo que puedas conseguir. Pero sé discreto. Si te
ven en cualquier ciudad, nuestros enemigos sabrán que vas de mi parte y a
quién te he enviado. La audacia de la maniobra es lo que le da alguna
posibilidad de éxito. Pero, si se descubre prematuramente, estará condenada al
fracaso.
Me dio dinero y contraseñas y me asignó el barco que me llevaría hasta Paros,
desde donde tendría que seguir por mi cuenta.
—¿Esto va en serio, Alcibíades? —le pregunté antes de salir—. ¿O voy a
jugarme el cuello por una intriga de las tuyas?
Como siempre que reía, su rostro recuperó el color de la juventud.
—Cuando volvamos a casa, Pommo, lo que ocurrirá a su debido tiempo,
Atenas se me ofrecerá en bandeja. Entonces correremos más peligro que
nunca, pues se crearán tales expectativas que decepcionarlas sería una
calamidad mayor que la de Siracusa. ¿Sabes por qué llamo «el Monstruo» a
los hombres y la flota? Porque hay que alimentarlos, hoy, mañana y pasado
mañana; si no los alimentamos, nos devorarán a ti y a mí, y luego se devorarán
ellos mismos —dijo con toda calma, como el jugador que, habiendo apostado
su dinero y su casa, no duda en añadir al envite su propia vida. Intuí entonces,
y creo ahora, que su audacia no era la de los hombres, sino la de los dioses—.
Derrotar al enemigo es un juego de niños comparado con alimentar a ese
monstruo, que a su vez no es nada al lado del demos de Atenas, el Supremo
Monstruo, que estará más hambriento que nunca cuando volvamos llevándole
la gloria. ¿Lo entiendes, amigo mío? Debemos colocar ante ese monstruo una
empresa a la altura de su apetito. —Se echó a reír, feliz como un niño—. En
eso consiste el destino. En conseguir, como esta noche, la conjunción de
Necesidad y libre albedrío. —Oí ruido en la alcoba y, al volverme, atisbé una
forma femenina que avanzaba y retrocedía en la sombra—. Ahora vete, viejo
amigo,
. que no te sorprenda el alba lejos del undoso piélago.
Al pasar ante la Taberna del Congrio, vi al joven Damón, solo, borracho y
emborrachándose aún más. Le pregunté dónde estaba la chica.
—Soy un imbécil —masculló—. Y tengo lo que se merece un imbécil.
SOBRE LA VIRTUD DE LA CRUELDAD
Aquella chica era Timandra, en cuya ropa fue envuelto el cadáver de Alcibíades
apenas unos años después, en Frigia, a falta de algo mejor con que
amortajarlo.
En la época de los estrechos, tenía veinticuatro años. Conquistó el corazón de
Alcibíades y ninguna otra mujer consiguió desplazarla. Era lo que él
necesitaba; ambos lo supieron al instante. Los parásitos a quienes no podían
ahuyentar soldados armados hasta los dientes echaban a correr ante una
simple mirada de aquella mocosa. Nunca oí a Alcibíades defender a otra mujer
que no fuera su difunta esposa salvo en broma o con ironía. Ahora se
encolerizaba de tal modo a la menor ofensa cometida contra Timandra que
hombres que mandaban miles de soldados se acercaban a ella de puntillas,
apurados como adolescentes. Timandra era como la paloma de Trapezos, que,
al emparejarse con un águila, se convirtió también en águila.
Se ha hablado hasta la saciedad de la caótica vida privada de Alcibíades, que,
según sus detractores, se habría tirado a una anguila si se hubiera estado
quieta el tiempo suficiente. Ya conoces a Eunice, Jasón. No es una anguila,
pero se lo llevó a la cama una noche, o él a ella, en Samos, un año antes de
que apareciera Timandra. Fue su forma de golpearme, cuando los golpes no
habrían bastado, por no atenderla a ella y a los niños, abandono del que
seguramente era culpable. No podía reprochárselo, pues, como todas las
mujeres, estaba indefensa ante las tempestades de su corazón, pero tenía que
pedirle cuentas a él, que debería habérselo pensado dos veces, y la
perspectiva me producía no poca aprensión, lo confieso, a pesar de que no me
asustaba enfrentarme a ningún hombre cara a cara. Y no es que temiera que
invocara su autoridad contra mí, pues nunca se habría rebajado a algo así; sin
embargo, me preocupaba que la pasión del instante lo impulsara a atacarme.
Alcibíades era tal prodigio como atleta y luchador que, sólo estando yo armado
y él no, me parecía tener alguna posibilidad. Por supuesto las cosas no
llegaron tan lejos. Cuando le exigí una explicación, aprovechando un momento
en que inspeccionaba solo el astillero, me respondió con un remordimiento tan
sincero que toda mi cólera se esfumó al instante, para ceder el sitio, lo creas o
no, a la pena que me causó su relato de los hechos. Pues su incapacidad para
gobernar sus apetitos era el único defecto que le hacía sentirse mortal.
—Me dijo que ya no era tu mujer, que la habías echado a la calle. Me abordó
pretextando que necesitaba dinero. —Me miró a los ojos—. Sabía que era
mentira,
pero aun así seguí adelante, porque soy como un perro. —Y, dejando caer los
brazos, añadió—: Vamos, golpéame ahora mismo, Pommo, no te lo tendré en
cuenta.
¿Qué iba a hacer, pegarle una paliza a nuestro caudillo en mitad de las
atarazanas?
—Ni siquiera recuerdas su nombre, ¿verdad? —No recuerdo el de ninguna,
Pommo.
Dos tardes después, me estaba ejercitando en el rompeolas cuando pasó
Mantiteo en una barca de ocho remos manejados por efebos recién llegados de
Atenas.
¿Tienes una verde limpia? —me gritó, refiriéndose a la capa de gala de la
infantería de la marina, de color verde oscuro—. Se requiere el placer de tu
compañía. ¡Y no te dejes en casa los buenos modales!
Así es como conocí a mi segunda mujer, o, para ser exactos, como ella me
conoció a mí. Era la hija del samio que fue nuestro anfitrión esa noche, y se
llamaba Aurora. Me enamoré de ella al instante y con todo el corazón, aunque
apenas pude disfrutar de su compañía, pues tuve tan mala fortuna que los
dioses se la llevaron al cabo de un año. Nunca supe lo que Alcibíades le contó
a su padre de mí, ni en qué tono. Pero desde el momento en que aquel hombre
nos recibió en su umbral a Mantiteo y a mí, me sentí como un príncipe ungido.
Así es como Alcibíades me compensó por su falta, ¿comprendes? Era su
desdichado sino, y el nuestro, que tuviera que compensar a tantos.
Timandra no podía cambiarle, pero sabía manejarle. En los estrechos, no
compartían la misma habitación; ella no lo consentía, porque no estaban
casados, pero tampoco quería casarse, aunque Alcibíades no se cansaba de
pedírselo. Tenía que ir a la cama de la chica y volver a la suya, salvo que ella le
permitiera quedarse a pasar la noche. Timandra tampoco se avino a mudarse
cerca de él, para espiarle, sino al ala opuesta, donde vivía y trabajaba. Tenía
sus propios medios de subsistencia, que administraba ella misma, y su
principal interés era facilitarle las cosas a Alcibíades, no en lo relativo a los
asuntos de la guerra, en los que nunca se inmiscuyó, sino en las cuestiones
relacionadas con su bienestar y organización.
En cierta ocasión, Mitrídates y Arnapes se presentaron como embajadores de
los persas en la villa que Alcibíades tenía en la Punta Cabeza de Perro, y, al
ser recibidos por Timandra en perfecto arameo, la tomaron por la intérprete o la
amante del general y pasaron de largo en busca del despacho. Timandra hizo
que los soldados los detuvieran a punta de espada y, cuando los enviados
expresaron su indignación y le pidieron que se presentara, ella les contestó:
—Señores, he observado que quienes se acercan a aquellos a quienes los
hombres llaman grandes sólo lo hacen con uno de estos fines: servirlos o
combatirlos. Ni en un caso ni en el otro puede el gran hombre descubrir a
alguien en quien descargar su corazón con confianza. Ése es el servicio que
presto a nuestro comandante, y vosotros, que habéis tenido abundante trato
con los grandes, podéis juzgar su dificultad. —Sonrió No obstante, me he
precipitado al deteneros por la fuerza.
Consideraos libres, señores, de pasar cuando lo deseéis.
Los enviados le hicieron una de esas reverencias que los persas llaman ayana,
destinadas a príncipes o ministros.
—Ordena lo que desees, señora, pero acepta, por favor, nuestras disculpas por
la descortesía hasta que dispongamos de medios más materiales para
expresarlas.
Desde la adolescencia, Timandra había sufrido el asedio de los pretendientes,
que ofrecían la luna y las estrellas a su madre, la cortesana Frasiclea, para
poseerla, del mismo modo que los hombres cortejaban a Alcibíades en su
juventud. Puede que eso fuera un vínculo entre ellos, algo que les hacía
entenderse. En público, su relación parecía tan casta como la del hermano y la
hermana; sin embargo, era evidente que sentían una devoción mutua y
apasionada.
En la medida de lo posible, Timandra domesticó a Alcibíades y puso orden en
las caóticas jornadas de aquel genio, que hasta entonces lo organizaba todo
exclusivamente en su cabeza. Pero la presencia de aquella mujer era un arma
de doble filo, pues su enorme influencia sobre la figura capital de una coalición
de guerra contribuyó a crear en torno a Alcibíades un ambiente con cierto
regusto cortesano. Al fin y al cabo, ¿qué era ella? ¿La reina? ¿La favorita del
emperador?
En cualquier caso, era evidente que alguien tenía que protegerlo del cúmulo de
distracciones que lo apartaban de los asuntos de la flota. A pesar de ostentar
su mismo rango, Trasíbulo y Terámenes nunca se vieron expuestos a
semejante avalancha de celebridad. Podían pasear sin que los molestara la
nube de aduladores, peticionarios y hembras en celo que envolvía
constantemente a su colega.
Pero volvamos a mi embajada ante Endio. Tardé un mes en llegar a Atenas por
la ruta fijada; a esas alturas, la misión espartana se había marchado con la
negativa de Cleónimo y los demagogos. Me puse en camino de inmediato para
darles alcance, pero ya habían cruzado el istmo; tuve que entrar solo en el
Peloponeso, aunque conseguí alcanzarlos en el fuerte fronterizo de Caria.
Endio escuchó muy serio la propuesta de Alcibíades, pero no me dio ninguna
respuesta. Al amanecer, Derechazo me trajo un mensaje para Alcibíades
escrito por el propio Endio, que, según el angustiado mensajero, había
demostrado al redactarlo una abnegación extraordinaria o una temeridad
inaudita. Preocupado por la suerte de su señor si llegaban a interceptar la
carta, Derechazo se negó a marcharse. Rompí el sello. Destruí la carta yo
mismo tras encomendar su contenido a la memoria, para proteger a ese
espartiata al que siempre había respetado, aunque hasta ese día no me había
inspirado especial afecto:
Endio a Alcibíades, saludos.
Te envío este mensaje, amigo mío, sabiendo que su descubrimiento podría
significar mi muerte. Tienes razón; no puedo negar la sensatez del plan que me
propones. Sin embargo, no puedo hacer nada en su favor. No porque nuestro
partido haya caído en desgracia; su forma de ver las cosas sigue
siendo la predominante. Sino porque he sido desbancado. Ahora domina
Lisandro. Ya no puedo controlarlo.
Escucha bien lo que voy a decirte. Lisandro se ha convertido en el mentor del
joven Agesilao, hermano del rey Agis, que ascenderá al trono en su momento.
A través del hermano menor, se ha ganado el apoyo de Agis, que te odia, ya
sabes por qué. Agis aceptaría encantado tu cabeza o tu hígado, pero nada
más.
Lisandro no se cansa de intrigar para que lo nombren navarca de la flota. Está
convencido de que conseguirá manejar a los persas, a diferencia del resto de
nuestros navarcas, que no pueden disimular su desprecio por los bárbaros ni
dejar de despreciarse a sí mismos por haber aceptado su oro.
Conoces el carácter de Lisandro perfectamente. Para él la mentira y la verdad
valen lo mismo; utiliza lo que pueda servirle para obtener sus fines. En su
opinión, la justicia sólo es un tema de conversación y el orgullo personal, un
lujo que un guerrero no puede permitirse. Considera estúpidos a todos los
compatriotas que no están dispuestos a arrodillarse ante los persas, como él
ante Agis y otros para aumentar su influencia con cada genuflexión. Lisandro
dista de ser un malvado; es, en cambio, muy eficaz. Ve la naturaleza humana
tal como es, a diferencia de ti, que no puedes evitar sondarla para descubrir lo
que podría ser. De lo que pudieras reprocharle, sólo debes culparte a ti mismo,
pues Lisandro ha estudiado en tu academia y ha memorizado tus lecciones. A
su lado, los demás jefes espartanos son como niños, pues saben luchar pero
nada más. Lisandro sabe de todo. Comprende el funcionamiento de la
democracia ateniense, especialmente las veleidades del demos. Te considera
capaz de vencer a cualquiera, salvo a tus compatriotas. Asegura que acabarán
destruyéndote, como a cualquiera de los grandes hombres que te precedieron.
En otras palabras, no te teme. Quiere luchar. Cree que puede vencerte.
Lisandro posee todas tus virtudes guerreras y diplomáticas, y una más. Es
cruel. Es capaz de ordenar asesinatos, torturas y matanzas, pues para él no
son más que medios, como el perjurio, el soborno o el cohecho. No dudará en
aterrorizar incluso a sus propios aliados. Como el tirano Polícrates, opina que
sus amigos le estarán más agradecidos cuando les devuelva lo que les haya
quitado que antes de que se lo quitara. Su único principio es la victoria.
Por último, cree que te conoce. Comprende tu carácter. Te ha estudiado
durante todo el tiempo que pasaste en nuestro país, sabiendo que un día
tendría que enfrentarse a ti. No esperes una lucha limpia. Amagará y
remoloneará, pues carece de todo orgullo como guerrero; luego, aparecerá
como surgido de la nada y te vencerá.
Aunque no te sirva de consuelo, te diré que creo que el plan que propones, la
alianza griega contra Persia, obtendría el beneplácito de Lisandro, si le
conviniera en estos momentos.
Te regalo esta máxima de su cosecha: no subestimes la crueldad ni el empleo
de la fuerza bruta. Tu estilo es evitar la coacción, que a tus ojos degrada a
todos y a la larga se paga cara. Pero, amigo mío, a la larga todo se paga.
No bajes la guardia. Puede que este hombre te haga morder el polvo.
La guerra por el dominio del Helesponto prosiguió; Alcibíades obtenía victoria
tras victoria. Durante ese año y el siguiente, Lisandro fracasó en su intento de
conseguir el mando de la flota espartana.
En cuanto a mí, serví en el mar con Pericles el joven y en unidades terrestres,
principalmente a las órdenes de Trasíbulo. Cortejé, por carta y en persona
cuando la acción me llevaba al sur, cerca de Samos, a la alegría de mi
corazón, Aurora. Con el tiempo, mi afecto se extendió también a su padre y sus
hermanos, por quienes llegué a sentir tanto cariño y estima como sólo me
habían inspirado León y mi padre.
Volví a la escuadra de Alcibíades a tiempo para asistir a la capitulación de
Bizancio. Fue la batalla más dura de toda la guerra helespóntida, contra tropas
escogidas espartanas, los Iguales y perioikoí de Selasia y Pelena, reforzados
por mercenarios arcadios e infantería pesada beocia de la guarnición de
Cadmo, la misma que nos había rechazado en Epípolas. En un momento de la
lucha, un millar de jinetes tracios a las órdenes de Bisantes se lanzó contra los
espartanos, cuyo número se había reducido a menos de cuatrocientos, pues
llevaban toda la noche combatiendo ante las murallas. Los espartanos los
hicieron picadillo, caballos incluidos.
Cuando al fin hicimos retroceder al enemigo, abrumado por nuestra
superioridad numérica y por la deserción de sus aliados bizantinos, Alcibíades
tuvo que recurrir a toda su fuerza, en persona y escudo al brazo, para impedir
que los príncipes tracios mataran hasta al último adversario. Se vio obligado a
ordenar a nuestras tropas que empujaran a los espartanos hacia el mar, como
si fueran a ahogarlos, para que aquellos salvajes sedientos de sangre, que le
temen al agua tanto como nosotros al infierno, desistieran.
Esa noche no varamos nuestros barcos, que quedaron anclados frente a la
playa, con los espartanos muertos y heridos. Yo asistí a un cirujano del
enemigo, a quien llamé Simón por error más de una vez.
Por la mañana, el estrecho estaba lleno de maderos humeantes y cuerpos que
flotaban donde la corriente de salida se encuentra con la de entrada. Alcibíades
ordenó que se limpiara el canal y se encendieran fogatas en ambas orillas,
Bizancio y Calcedonia. Ahora, Atenas dominaba ambas, y el Helesponto con
ellas.
Alcibíades había acabado dominando el Egeo.
Al fin podía regresar a casa.
LIBRO VII
LA VORACIDAD DEL MONSTRUO
XXXIII LOS BENEFICIOS DE LA PAZ
D ebo insertar este capítulo por mi cuenta, querido nieto, pues afecta
poderosamente al destino de nuestro cliente, que sin embargo prefirió no
confiarme estos hechos como parte de su historia, por considerarlos
demasiado personales. Se refieren a la doncella samia Aurora, la hija de
Telecles, que le presentó Alcibíades a modo de desagravio por su
comportamiento con Eunice.
Polémides tomó a la muchacha por esposa.
Ocurrió inmediatamente después de Bizancio, en la estela de la victoria, y
antes de que Alcibíades regresara a Atenas. Polémides se mostró tan reacio a
hablar de Aurora como lo había hecho en relación con Febe, su primera mujer.
Lo que pude averiguar procede del testimonio de otros y, sobre todo, de la
correspondencia que encontré en el arcón de Polémides con posterioridad.
Esto es un decreto del arcontado de Atenas concediendo la ciudadanía a
Aurora (como años más tarde la concedería a todos los samios por sus
constantes servicios a nuestra causa). Una carta, de su tía abuela Dafne, de
Atenas, contenía al parecer un prendedor de oro para el pelo que había
pertenecido a la madre de Polémides, como regalo de boda para la novia.
En esta carta a su tía, Polémides relata los pormenores de la ceremonia y
retrata con orgullo a su suegro y sus cuñados, ambos oficiales de la flota, a los
que ya se siente unido, no sólo por lazos familiares, sino también de amistad:
... por último, querida tía, me gustaría que hubieras podido ver a la mujer que,
sólo el cielo sabe por qué, ha aceptado convertirse en mi esposa. No sólo me
dobla en inteligencia, sino que además posee una belleza tan apasionada
como casta y una fuerza de carácter a cuyo lado mi orgullo guerrero parece
una preocupación pueril. En su presencia me embargan esperanzas como mi
corazón no se había permitido sentir desde la muerte de mi querida Febe, es
decir, el deseo de tener hijos, un hogar y una familia. Estaba convencido de
que no volvería a sentirlo; sólo a ti, y a ella, debo esta confianza. Traer
inocentes a este mundo me parecía no ya irresponsable, sino criminal. Pero,
con una sola mirada al hermoso rostro de esta muchacha, antes de haber oído
su voz o haberle dicho una palabra, la desesperación que llevaba arrastrando
tanto tiempo me abandonó como si nunca hubiera existido. No cabe duda de
que, como dicen los poetas, la esperanza es eterna.
Desde su puesto en la flota, a su mujer en Samos:
... antes de conocerte, creía que el siguiente jalón de mi existencia sería la
muerte, que esperaba en cualquier momento, asombrado de que aún no
hubiera dado conmigo. Todo lo que pensaba y hacía tenía su origen en la
simple resolución de ser un buen soldado hasta el final. Era un viejo, y me daba
por muerto. Ahora, tras el milagro de tu aparición, vuelvo a ser joven. Hasta mis
crímenes han sido lavados. Tu amor y la sencilla perspectiva de una vida
contigo, lejos de la guerra, me han hecho renacer.
Aurora, embarazada, le escribe a su puesto en la flota:
Es una suerte que no puedas verme, amor mío. Estoy gorda como un lechón.
Hace un mes que no me veo los dedos de los pies. Me muevo a pasitos cortos
y agarrándome a las paredes para no perder el equilibrio. Temiendo que
sufriera una caída, mi padre ha trasladado mi cama al piso de abajo. Repito de
todos los platos y devoro los postres. ¡Es estupendo! Todas quieren estar
preñadas como yo, hasta las niñas pequeñas, que se ponen almohadones en
la barriga. He contagiado a toda la granja. Mi felicidad — nuestra felicidad— se
ha derramado sobre ellos.
Otra de la joven esposa:
... ¿dónde estás, amor mío? Me tortura no saber qué aguas surca tu barco,
aunque, si lo supiera, mi tortura sería igual de insoportable. ¡Tienes que
salvarte! Sé cobarde. Si te obligan a luchar, ¡huye! Sé que no lo harás, pero es
lo que me gustaría. Ten cuidado, por favor. ¡No te ofrezcas voluntario para
nada!
De la misma carta:
. ahora debes considerar tu vida como si fuera la mía, pues si caes, pereceré
contigo.
Y también:
Dadnos el poder a las mujeres, y esta guerra terminará mañana. ¡Qué locura!
Si todas las cosas buenas son fruto de la paz, ¿por qué se empeñan los
hombres en buscar la guerra?
Otra de Aurora:
... la vida me parecía tan complicada. Me sentía como un animal dando vueltas
en su jaula sin encontrar otra cosa que barrotes y más barrotes. Ahora que
estoy contigo, amor mío, todo es sencillo. Me basta con vivir, amar y ser amada
por ti. ¿Para qué queremos el cielo, teniendo tanta felicidad en la tierra?
Polémides le responde:
Tengo miedo, amor mío, porque ahora debo mostrarme digno de ti. ¿Lo
conseguiré algún día?
Polémides da los pasos necesarios para romper sus lazos con Eunice. Le
concede la mitad de su paga para que se mantenga y mantenga a sus hijos, y
solicita para ellos la ciudadanía ateniense, alegando sus años de servicio y las
penalidades que Eunice y los niños han padecido a su lado. Les busca un
medio de transporte a Atenas y escribe a sus tíos y a los ancianos de su familia
para que cuiden de ellos hasta su vuelta.
Ésta es de Aurora:
... he aprendido de mi padre y mis hermanos que la conducta de un hombre en
la guerra no puede medirse por el mismo rasero que en tiempos de paz, y
menos aún la tuya, pues has pasado la juventud y la madurez sirviendo en el
ejército lejos de casa y poniendo tu vida en peligro constantemente. Las cosas
que hiciste antes de que nos conociéramos te pertenecen en exclusiva; no
puedo juzgarlas. Sólo me gustaría poder ayudar, procurando evitar que nuestra
felicidad cause la infelicidad de aquellos a quienes queremos socorrer.
Has de saber que ayudaremos a los hijos de esa mujer llamada Eunice, sean o
no tuyos, con nuestros recursos, tuyos y míos, y con los de mi padre.
Polémides sueña con recuperar la granja de su padre, El Recodo del Camino,
en Acarnas, e instalarse en ella con su mujer y su hijo. Ahora la paz, o una
victoria que expulse a los espartanos del Ática, lo es todo para él. Escribe a su
tía animándola a unírseles y a los aparceros que trabajaron para su padre.
Incluso se informa del precio de las semillas y compra, a precio de saldo, una
reja de arado de hierro del inventario de un comerciante de Metimna. Embarca
la herramienta en el mercante Eudia, que viaja a la metrópoli escoltado por la
flota de Alcibíades, con Polémides de nuevo a bordo de la nave insignia
Antíope, en la que el comandante supremo regresa a Atenas en triunfo.
XXXIV STRATEGOS AUTOKRATOR
A Alcibíades le habría gustado regresar al comienzo del invierno; pero las
elecciones en Atenas se habían aplazado. Tuvo que mantenerse alejado y
matar el tiempo atacando los astilleros espartanos de Giteón y llevando a cabo
acciones por el estilo. Las noticias llegaron al fin. No podían ser mejores.
Alcibíades había vuelto a ser elegido estratego, lo mismo que Trasíbulo, que lo
había traído de Persia, Adimantos, su amigo y compañero de exilio, y
Aristócrates, que había apoyado su regreso ante la Asamblea. El resto de los
estrategos eran neutrales u hombres de irreprochable independencia. Cleofón,
líder de los demócratas radicales y acérrimo enemigo de Alcibíades, había
perdido su puesto, que había ocupado Arquidamos, un truhán, aunque tratable,
y abogado de Critias, amigo íntimo de Sócrates.
Trasilo ya estaba en Atenas con el grueso de la flota, que respaldaría a su
comandante en todo. No obstante, Alcibíades, cuya sentencia de muerte aún
no había sido revocada, seguía teniendo dudas sobre la disposición del pueblo.
Su primo Euriptolemo le había escrito desde Atenas aconsejándole que la
llegada de los barcos de guerra, una sola escuadra insignia de veinte trirremes,
fuera precedida por galeras cargadas de grano (veintisiete esperaban ya en
Samos, a las que debían unirse otras catorce que ya habían zarpado del
Ponto), que debían ser barcos conocidos de casas prominentes,
particularmente de aquellas que más perjuicios habían sufrido a manos de los
espartanos, cargados para la ciudad, con el fin de recordarle que debía aquella
bonanza al hijo al que había repudiado. Era pura cuestión de cortesía,
señalaba la carta de Euro, pues sería grosero presentarse a una fiesta con las
manos vacías.
Así pues, las galeras arribaron al Pireo dos días antes que la escuadra,
acompañadas por un correo rápido con instrucciones de regresar para informar
de la acogida que les habían dispensado. Pero la llegada de los mercantes, y la
noticia de que los barcos de Alcibíades estaban cerca, provocó tal entusiasmo
en el puerto que el pueblo no permitió que la barca zarpara de nuevo hasta que
pudiera prepararse una escolta adecuada para acompañarla. Entre tanto, la
escuadra, que seguía avanzando ignorante de lo que la esperaba, empezó a
temer lo peor. Al doblar el cabo Sunion con fuerte viento del oeste, los barcos
de cabeza avistaron una veintena de trirremes que se acercaban con el sol en
popa, de forma que era imposible distinguir sus enseñas, y el joven Pericles,
que mandaba la vanguardia, ya había ordenado zafarrancho de combate
cuando comprendió que las naves que se aproximaban, lejos de constituir una
amenaza, eran una comitiva de bienvenida, adornada con guirnaldas
y atestada de familiares y notables.
Pero Alcibíades seguía temiendo una trampa. Llevaba bajo la capa, no la ligera
coraza de ceremonia, sino el peto de bronce de campaña. Los infantes
recibieron instrucciones de permanecer junto a él y mantenerse alerta. Los
barcos, que avanzaban en dos columnas, formaron una hilera al acercarse a la
embocadura del puerto de Eitionea. El Antíope, que ocupaba el séptimo lugar,
se separó de la formación con la intención de virar en redondo al menor indicio
de traición. Avistamos las murallas. Se veían destellos, como de puntas de
lanza o armaduras de infantería. Pero, cuando los barcos se aproximaron al
bastión, nos dimos cuenta de que los objetos que producían reflejos no eran
armas arrojadizas o piezas de armadura, sino las joyas de las mujeres y los
espejuelos de los niños. Una lluvia de guirnaldas cayó sobre nosotros. Los
jóvenes arrojaban al aire caramelos, suspendidos de las hélices de abeto que
suelen tallar los viejos sentados en el muelle y que son capaces de recorrer
muchos estadios arrastrados por las corrientes de aire. Ahora nos caían sobre
la cabeza, resonaban contra los cascos y golpeaban el agua entre los remos.
Desde las pequeñas embarcaciones que se arremolinaban a nuestro alrededor
nos aclamaban como a héroes. Parecía que toda la ciudad estaba en fiestas.
Los barcos se habían colocado paralelos a la Coma, donde, en su día, los
trierarcas de la flota de Siracusa se habían reunido solemnemente ante los
apostoleís para recibir la bendición y la orden de embarcar. La multitud era tal
que no se veía el muelle. El Atalanta, que se había colocado a estribor, nos
ocultaba del gentío. Entre los aparejos de popa de nuestro compañero de
escuadra, distinguimos la calva reluciente de Euriptolemo, que destacaba sobre
la muchedumbre. El noble tenía una mano pegada al pecho, como si intentara
contenerse con ella, y agitaba entusiasmado el sombrero de paja con la otra.
—Pero ¿eres tú, primo? —murmuró Alcibíades, e, inclinándose hacia él,
respondió al saludo con el brazo.
Ante nosotros se alzaba el frontón del Bendidion y, debajo, la pendiente del
desembarcadero de Artemis Tracia. El Cratiste y el Alcipe ya habían virado en
redondo para arrimar sus popas al muelle. Efebos adornados con guirnaldas
esperaban junto a las poleas para remolcar al Antíope. Oímos un repiqueteo
metálico. La gente nos arrojaba dinero. Los niños saltaron a bordo y se
disputaron las monedas que llovían sobre el puente.
La zona donde el camino de los Carros, la dolorosa carretera por la que había
regresado sólo dos años después de Potidea, corre paralela a la Muralla Norte,
ocupada por los tabucos de los moribundos en la época de la peste, se había
convertido ahora en un alegre paseo, donde un grupo de caballos aguardaba a
los comandantes. Sus cascos hollaban una alfombra de espliego. Aunque los
demás generales abrieron la marcha, la multitud sólo tenía ojos para
Alcibíades. Los padres lo señalaban a sus hijos y las mujeres, tanto doncellas
como matronas, se llevaban la mano al pecho y suspiraban arrobadas.
Lo condujeron al Pnix, cuyas laderas rebosaban de gente, encaramada incluso
a las ramas de los árboles, como pájaros. La ceremonia se celebró ante el
Eleusinion, en el mismo lugar en el que, el día del destierro de Alcibíades, el
rey arconte había decretado ante la muchedumbre que se borrara el nombre
del exiliado del katalogos de ciudadanos y se erigiera una estela infamante,
para que el pueblo no olvidara nunca su perfidia y su traición. Ahora, un nuevo
basileus avanzó tembloroso para ofrecer a aquel mismo hombre la restitución
de sus propiedades en la ciudad y su criadero de caballos en Erquias, que le
habían sido confiscados a raíz del destierro, y una panoplia completa, el premio
tardío por su valor en Cízico. La estela había sido hecha pedazos, declaró el
arconte, y arrojada al mar.
Durante toda la celebración, Alcibíades mantuvo una actitud tan seria y distante
que acabó provocando el temor del pueblo. Pues el hombre ante el que ahora
danzaban suplicantes ya no era el mismo al que habían desterrado sin
contemplaciones, sino un comandante victorioso al mando de una flota y un
ejército que se apoderarían del estado y les harían picadillo a todos a una
orden suya. La multitud buscaba con la mirada los nubarrones de su frente,
como niños cogidos en falta que observan la vara en la mano del maestro. Y,
cuando se mostró impaciente, e incluso desdeñoso, con los halagos de sus
conciudadanos, y entregó a sus asistentes los diversos encomios y cartas de
felicitación sin mirarlos siquiera, la alarma cundió entre la muchedumbre.
En la plaza del Amazoneón los carros triunfales alcanzaron a la procesión
llevando las enseñas y los espolones de las naves enemigas, sus arietes y los
escudos y corazas de sus generales. La aglomeración era tal que tardaríamos
horas en llegar a la Acrópolis para ofrecer los trofeos a la Diosa, de modo que
Alcibíades ordenó con gestos, pues el alboroto habría impedido oír sus
palabras, que descargaran el botín allí mismo. Fue una decisión
impremeditada; no obstante, el glorioso cargamento acabó a los pies de la gran
estatua de mármol de Antíope, que daba nombre al barco insignia de nuestra
flota y cuyo pedestal ostenta los siguientes versos a Teseo:
Y, regresando con presentes, los entregó a los mismos cuyo odio en otros
tiempos le expulsó de la patria.
En el Museo, bajo la estatua de Niké, le esperaban sus hijos y los hijos de sus
parientes, vestidos con túnicas blancas de efebos, coronados con mirto y
blandiendo ramas de sauce. Aquel encuentro, pensaba el pueblo, pondría
término al hosco talante de Alcibíades. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario.
Porque ver a aquellos muchachos de cuya infancia no había podido ser testigo,
pues su exilio duraba ya ocho años, sólo consiguió aumentar la amargura de su
corazón y el dolor por quienes ya no estaban. Sus familiares más próximos
habían muerto hacía años: su madre, su padre, su esposa, sus hijas de corta
edad, su hermano y sus hermanas, víctimas de la peste y la guerra, y los más
ancianos habían fallecido en su ausencia. A continuación, se le acercaron los
miembros de su clan, niños que no habían nacido la última vez que estuvo en
la ciudad, doncellas que ahora eran mujeres casadas y madres, y muchachos
imberbes convertidos en hombres, cuyos rostros y nombres le resultaban
desconocidos en la mayoría de los casos, de modo que, cuando el heraldo los
nombró uno a uno, la aflicción de Alcibíades parecía:
la de aquellos que al mirarse cara a cara no recuerdan el cariño de la infancia.
Llevaron ante él a la hija de su primo Euriptolemo, una muchacha de dieciséis
años casada y con un niño de pecho, ella, representando a Core con una
guirnalda de tejo y serbal, y su criatura, vestida de violeta, por Atenea. Al
adelantarse a la muchedumbre, la pobre muchacha tartamudeó intentando
recordar las estrofas de bienvenida, se puso roja y se echó a llorar. Alcibíades,
que la había cogido del codo, tan abrumado como ella, no pudo reprimir las
lágrimas por más tiempo.
Los diques se rompieron en todos los corazones, pues cada cual, embargado
por sus sentimientos, contagió al vecino, hasta que nadie pudo resistir los
embates de la emoción, que se apoderó de la multitud. Porque el pueblo, que
hasta entonces había temido o la ambición de Alcibíades o su venganza —en
otras palabras, que se había limitado a pensar en sus propios intereses—,
acababa de descubrir en el rostro de su caudillo, que seguía sosteniendo a la
llorosa muchacha, el dolor que había soportado durante tantos años y lejos de
aquellos a quienes quería. Olvidó los perjuicios que le había causado y sólo
recordó los beneficios que le debía. Y, comprendiendo que aquel momento
constituía el ápice de reconciliación de la ciudad y su hijo, abandonó toda
preocupación por sí mismo y se dejó llevar por la compasión y la alegría de
ponerse en sus manos. Por aclamación, la Asamblea lo nombró strategos
autokrator, comandante supremo en tierra y mar, y le concedió una corona de
oro.
Alcibíades empezó a hablar entre sollozos:
—Cuando era niño en casa de Pericles, los días de Asamblea, solía acudir con
mis amigos a aquellos árboles que veis allí, en la ladera del Pnix, para
escuchar los discursos y los debates, hasta que mis compañeros se cansaban
y me pedían que los acompañara a jugar; pero yo me quedaba solo en mi
atalaya, atento a los oradores y las discusiones. Ya entonces, cuando aún no
era capaz de expresarlo, percibía el poder de la ciudad, que se me antojaba
semejante a una magnífica leona o un animal legendario. Me asombraba la
iniciativa de tantos hombres individuales, con ambiciones tan diversas y
contradictorias, y el resultado de todo ello, la ciudad, que por sublime alquimia
uncía a todos bajo el mismo yugo y engendraba un todo mayor que las partes,
cuya esencia no era ni la riqueza, ni el poder de las armas, ni la excelencia
arquitectónica o artística, aunque producía en abundancia todas esas cosas,
sino una cualidad espiritual, intangible, cuya esencia era la audacia, la
intrepidez y el empuje.
»La Atenas que me exilió no era la Atenas que yo amaba, sino otra, carente de
nervio, muerta de miedo ante la evidencia de su propia grandeza y desterrada
de sí misma por ese miedo, del mismo modo que ella me desterraba a mí.
Odiaba a esa Atenas y puse todo mi empeño en humillarla.
»Estaba equivocado. He causado graves perjuicios a la ciudad que amo. Hoy
hay aquí no pocos cuyos hijos y hermanos perdieron la vida a consecuencia de
acciones propuestas o ejecutadas por mí. Soy culpable. No puedo alegar nada
para exonerarme, a no ser el funesto destino que nos ha perseguido a mi
familia y a mí, y que dicha estrella, alejándome de Atenas y alejando a Atenas
de mí, nos ha perjudicado a ambos con sus siniestros designios. Que esa nave
cargue con nuestras culpas, las mías y las vuestras, y se las lleve lejos sobre
los mares del cielo. —Fue tal la aclamación, acompañada de pateos y
aplausos, que provocaron aquellas palabras que la plaza parecía temblar y las
columnas del santuario, a punto de venirse abajo. El pueblo gritaba su nombre
sin descanso—. Durante años, mis enemigos han intentado sembrar el miedo
en vuestros corazones, afirmando que mi objetivo era gobernar sobre vosotros.
No hay falsedad más malintencionada. Nunca he perseguido otra cosa, amigos
míos, que ganarme vuestro aprecio y obtener para vosotros beneficios tales
que os indujeran a honrarme. Pero esta expresión es imprecisa. Pues en mi
mente la ciudad nunca ha sido un recipiente pasivo en el cual yo, su
benefactor, vertía mis dones. Semejante presunción sería no sólo insolente,
sino vergonzosa. Por el contrario, como un oficial entrando en batalla a la
cabeza de sus hombres, deseaba servirle de llama e inspiración, provocar, con
mi confianza en ella, su nacimiento y renacimiento, moldeándola según los
dictados de la Necesidad, pero teniendo siempre en mente su auténtico ser,
esa ciudad hambrienta de gloria que fue, es y debe seguir siendo, y ese
dechado de libertad e iniciativa al que el resto del mundo mira con asombro y
envidia. —Un griterío ensordecedor le obligó a hacer una larga pausa —.
Ciudadanos de Atenas, me habéis tributado un exceso de honores al que
ningún hombre puede corresponder solo. Así pues, permitidme que pida
refuerzos. —Y diciendo aquello, hizo señas a los otros comandantes, que
habían permanecido en silencio a su lado hasta aquel momento—. Me
enorgullezco de presentaros a vuestros hijos, cuyos hechos de armas nos han
deparado esta hora de gloria. Permitidme que diga sus nombres, y dejad que
vuestros ojos se gocen en su victoriosa virilidad. Trasíbulo está ausente, pero
aquí están Terámenes, Trasilo, Conón, Adimantos, Erasínides, Timócares,
León, Diomedón, Pericles. —Los nombrados dieron un paso al frente y
saludaron alzando el brazo o inclinándose, entre aclamaciones que parecía que
no fueran a acabar nunca—. Estos hombres están ante vosotros no sólo por
sus propios méritos, sino también en representación de los miles que siguen en
ultramar, gracias a los cuales podemos decir al fin y aclamar como cierto que el
enemigo ha sido barrido de los mares. —El clamor que recibió aquellas
palabras eclipsó a todos los precedentes. Alcibíades esperó a que amainara el
tumulto—. Sin embargo, conviene que juzguemos la situación con objetividad.
Nuestros enemigos ocupan aún la mitad de los estados de nuestro imperio. El
tesoro que los persas han puesto a su disposición es diez veces mayor que el
nuestro, y nuestras victorias, lejos de disminuir su combatividad, la han
incrementado y exacerbado. Pero ahora y al fin, amigos míos, Atenas posee la
voluntad y la cohesión necesarias para enfrentarse a ellos y prevalecer. Nos
basta con ser nosotros mismos para vencer.
El alboroto alcanzó tales proporciones que las tejas empezaron a caer.
—¡Dejadle ver su casa! —gritó alguien.
Como un solo hombre, la muchedumbre invadió el estrado y arrastró al grupo a
Escambónidas, hasta la antigua propiedad de Alcibíades, restituida a propuesta
de la Asamblea y restaurada en previsión de su regreso. El gentío llenaba la
plaza, a pesar de sus monumentales proporciones, y las entradas,
suficientemente amplias incluso para la gran procesión de las Panateneas, no
bastaban para dar paso a la enfervorizada multitud.
En el momento de mayor júbilo, un ciudadano de unos sesenta años se
adelantó y gritó hacia Alcibíades:
—¿Dónde están los de Siracusa, maldito traidor? —La gente intentó acallar al
anciano con gritos coléricos—. ¡Sus fantasmas no han venido a jalearte, impío
renegado!
La muchedumbre se tragó al viejo en un abrir y cerrar de ojos. Sólo se veían
puños alzándose y volviendo a caer, y pies pateando al disconforme, indefenso
en el suelo. Me volví para comprobar la reacción de Alcibíades, pero no pude
verlo, pues me lo ocultaba la gente. Sin embargo, Euriptolemo estaba cerca.
Sus facciones expresaban un sobrecogimiento y una aprensión capaces de
ensombrecer al mismo sol de un mediodía sin nubes.
A CUBIERTO DE LA ENVIDIA
Cinco días más tarde, los prytaneis convocaron la Asamblea. El Consejo había
preparado mucho trabajo, especialmente en lo relativo al erario, que estaba
casi en bancarrota; la reimplantación del tributo del imperio; la renovación de la
eisphora, el impuesto de guerra; las tasas sobre el paso de los estrechos;
diversos asuntos relacionados con la flota y el ejército, como la concesión de
honores y la celebración de consejos de guerra y juicios por negligencia y
malversación; y, por último, la prosecución de la guerra. El orden del día no
podía ser más apretado; sin embargo, nadie parecía dispuesto a hablar. La
Asamblea se limitó a murmurar hasta que apareció Alcibíades; a partir de ese
momento, el pueblo le mostró tanto respeto y adulación que no hubo manera
de tratar ningún asunto, pues cada vez que se proponía alguna medida o algún
proyecto de ley alguien provocaba una aclamación. El caos no disminuyó al día
siguiente, ni durante la siguiente sesión; por el contrario, cada vez que el
epistates, el presidente de la Asamblea, planteaba una cuestión, todas las
cabezas se volvían hacia Alcibíades y sus compañeros esperando que
expusieran su parecer. Nadie gritaba un sí hasta que él no votaba
afirmativamente, ni un no hasta que no le veía fruncir el ceño.
La Asamblea estaba paralizada, pues el brillo de su miembro más ilustre había
anulado su capacidad de deliberar. Pero el trastorno no limitó sus efectos al
debate público. Hombres como Euriptolemo y Pericles, a quienes se atribuía
cierto ascendiente sobre Alcibíades, se vieron asediados no sólo por serviles
peticionarios, sino también por simples amigos y socios que les felicitaban y les
ofrecían sus servicios.
En la Asamblea sólo había partidarios de Alcibíades. La oposición brillaba por
su ausencia. Por más que pidió a los presentes que expresaran su desacuerdo
sin temor, quienes tomaban la palabra sólo lo hacían para secundar las
propuestas de sus adeptos o presentar otras que éstos, lo sabían,
consideraban acertadas. Cuando Alcibíades se ausentó para animar el debate,
los congregados se levantaron y se marcharon a casa. ¿Qué sentido tenía
quedarse si no estaba Alcibíades? Si se marchaba a comer, el pueblo le
imitaba. No podía alejarse para orinar sin que una caterva de conciudadanos le
siguiera, se levantara la túnica y aliviara sus necesidades junto a él.
Su triunfo se celebró de inmediato en Eleusis. Alcibíades devolvió todo su
esplendor a la sagrada procesión en honor de los Misterios, que, sustituida por
una travesía marítima poco gloriosa, no se efectuaba por tierra desde el
comienzo de la
ocupación espartana. La infantería y la caballería escoltaron a los neófitos e
iniciados a lo largo de los cien estadios del recorrido, mientras las fuerzas
enemigas seguían a la comitiva a distancia sin atreverse a actuar. Yo estaba
presente y pude ver las caras de las mujeres que se apretujaban para
acercarse a su salvador derramando lágrimas e invocando a las dos Diosas,
cuya ira contra Alcibíades había sido el origen de todos los recientes males,
para que sostuvieran su fuerte brazo y le permitieran protegerlas y honrarlas.
Así pues, ahora parecía gozar del favor de todo el mundo, no sólo de los
hombres, sino también de los dioses.
Cabía esperar que aquella locura remitiera poco a poco, pero no fue así. La
gente se arremolinaba a su alrededor en todas partes, en tal cantidad que
dejaba pequeñas a las multitudes de Sarros y Olimpia. En cierta ocasión, al
pasar por la calleja llamada el Atajo, que desemboca frente a la parte posterior
de la Cámara Redonda, la muchedumbre rodeó al séquito de Alcibíades y
aplastó contra los muros a Diotimo, Adimantos y sus mujeres, que les
acompañaban casualmente y echaron a gritar temiendo morir asfixiadas. Los
infantes de la escolta tuvieron que forzar a empujones la entrada a una casa
particular, por cuya puerta trasera se escabulleron los notables y sus esposas,
mientras los soldados se deshacían en disculpas por la intrusión y las mujeres
de la casa miraban embobadas a Alcibíades, que, sentado en un poyo del
patio, ocultaba la cara entre las manos, descompuesto por la histeria de la
masa.
Desalojábamos a los importunos de letrinas y tejados y de las tumbas de los
familiares de Alcibíades. Sus adoradores le daban serenatas nocturnas y
arrojaban piedras y trozos de madera envueltos en peticiones y poemas por
encima de las tapias de su casa, a veces en tal cantidad que los criados tenían
que retirar los objetos frágiles y los niños se veían obligados a jugar dentro
para evitar que los bienintencionados proyectiles les rompieran la crisma. Los
mercachifles vendían la efigie del héroe pintada en platos y hueveras, grabada
en medallones, bordada en cintas para el pelo y paños de cocina, en
banderines y cometas. En todas las esquinas podían adquirirse estatuillas de la
buena suerte en forma de palo mayor con su vela, que ostentaba las letras nu y
alfa, por Niké y Alcibíades. Las reproducciones a escala del Antíope costaban
un óbolo. Los sencillos corazones del vulgo erigían santuarios en su honor por
todas partes; desde las puertas se atisbaban rincones atestados de baratijas en
el interior de las casas, como altares dedicados a un semidiós.
Se le presentaban delegaciones de hermandades y consejos tribales, de cultos
a héroes y antepasados, de asociaciones de veteranos y gremios artesanales,
de sociedades de residentes extranjeros y grupos sólo para mujeres, ancianos
o jóvenes, unos para solicitar la reparación de alguna injusticia, otros para
manifestarle su lealtad, y el resto para concederle la máxima distinción de su
secta, absurdas fruslerías que los soldados debían etiquetar, meter en cajas y
trasladar en carretillas a un almacén. Pero en la mayoría de los casos le
importunaban sin razón alguna, por el simple deseo de verlo y estar con él. De
hecho, era un título de honor presentarse ante su puerta espontáneamente, sin
motivo ni previo aviso, dado que pedir audiencia se consideraba un indicio de
codicia o interés. Y siguieron acudiendo; los ebanistas al amanecer, los Hijos
de Dánae a la hora del mercado, los vigilantes de los astilleros a mediodía, los
alfareros un poco después, seguidos por otros que ofrecían la misma mezcla
de palabrería, adulación y vanidad. Critias, que con el tiempo se convertiría en
tirano, llegó a poner en versó el sentimiento general:
A mi propuesta se dictó el edicto
que del tedioso exilio te devolvió a la patria.
Yo fui el primero en conmover al pueblo, y quien con voz más firme se batió por
tu causa.
Era imposible encontrar a nadie que hubiera votado contra él o formado parte
de un jurado que le hubiera condenado. Sus antiguos detractores debían de
haber huido a la región hiperbórea o al infierno. Los encomiastas de las
delegaciones tampoco podían terminar sus panegíricos, interrumpidos por los
gritos de «¡Autokrator, autokrator!» que lanzaban sus correligionarios. Los de la
mañana querían un Alcibíades dueño del estado y libre de toda cortapisa
constitucional, y los de la tarde, fraternidades más circunspectas de la clase
ecuestre y de los hoplitas, de los hombres de la flota y los gremios de
comerciantes, secundaban el sentir popular y le aconsejaban que se pusiera a
cubierto de la envidia. Todos los grupos le ponían en guardia contra la
inconstancia del demos, que acabaría volviéndose contra él y demostrando la
inconsistencia de «su» presunta devoción. Cuando llegara ese momento, le
advertían aquellos partidarios de la obediencia, la autoridad de Alcibíades
debía ser absoluta. Estaba en juego nada menos que la supervivencia de la
nación.
La duodécima noche, la corporación más seria e influyente de Atenas se reunió
con Alcibíades en casa de Calias, el hijo de Hipónico. Su portavoz era el
mismísimo Critias. Si Alcibíades estaba de acuerdo, declaró, a la mañana
siguiente propondría la moción al pueblo. Sería aprobada por aclamación. La
ciudad dejaría atrás sus pasionales y suicidas oscilaciones y estaría en
condiciones de reanudar la guerra y ganarla.
Alcibíades no respondió, pero Euriptolemo lo hizo por él.
—¿Eres consciente, Critias, de que una moción semejante sería contraria a la
ley? —preguntó con toda calma.
—Con todos mis respetos, amigó mío, la ley la hace el demos, y lo que dice el
demos es ley.
Alcibíades seguía sin despegar los labios.
—No sé si lo he entendido bien —dijo Euriptolemo—. ¿Se supone que ese
mismo demos que desterró y condenó inconstitucionalmente a mi primo podría
ahora, con pareja ilegalidad, aclamarlo dictador?
—En aquella ocasión, el pueblo actuó con ligereza —declaró Critias
enfáticamente—. En ésta, actúa con sabiduría.
UN ESPEJO DEFORMANTE
C omo sabes, Alcibíades desdeñó la oferta de Critias citando la advertencia del
poeta:
La tiranía es un podio espléndido del que no hay modo de bajar.
Y, como también sabes, cuando la noticia de su renuncia llegó al pueblo, su
popularidad alcanzó cotas sin precedentes.
No obstante, sus enemigos no tardaron en idear el modo de explotarla. Era un
espectáculo tremendamente irónico ver a individuos como Cleofón, Anito,
Cefisofón y Mirtilo, adalides de los oligarcas, cerrando filas con los demócratas
radicales, no sólo contemporizando, sino abogando por las medidas que más
probabilidades tenían de obtener el favor de los partidarios de Alcibíades; en
otras palabras, convirtiéndose en sus más ardientes y sumisos secuaces, con
la exclusiva intención, que elucidaron los poetas cómicos más tarde, de
producir tal hartazgo de Alcibíades que el pueblo acabara empachado y tuviera
que vomitarlo.
Nadie percibía aquel peligro con más claridad que el propio Alcibíades, que
redujo el círculo de sus íntimos a aquellos amigos de la juventud y la guerra
(Euriptolemo, Adimantos, Aristócrates, Diotimo y Mantiteo) que le querían por sí
mismo y no le veían, en frase del poeta Agatón, a través del espejo deformante
de sus propias esperanzas y temores. Yo también percibí que aumentaba su
confianza hacia mí.
Me encomendaba misiones cada vez más importantes y delicadas. Me envió a
hablar con grupos de familiares de los caídos en Sicilia y me eligió para formar
parte del comité que debía elegir un emplazamiento para el monumento
conmemorativo. Ofrecí sacrificios, representé a la infantería de la marina en
actos oficiales, me entrevisté con posibles aliados e intenté sobornar o intimidar
a enemigos potenciales. Aquellas tareas acabaron resultándome insoportables
y pedí a Alcibíades que me relevara. Quiso saber el motivo.
—Me aplauden, no por lo que soy, sino por lo que represento, y se dirigen a un
Polémides imaginario en lugar de dirigirse a mí.
Alcibíades se echó a reír.
—Ahora ya eres un político.
Hasta ese momento, había conseguido mantenerme al margen de los
tejemanejes
partidistas. Ahora me resultaba imposible. La política invadió mi vida. Si me
encontraba con cualquiera, ya no podía saludarlo como a un amigo o conocido;
ante todo, debía tener en cuenta si era correligionario o contrincante y tratarlo
en consecuencia: preguntarme qué podía hacer por nuestra causa, hoy mejor
que mañana, mientras él hacía lo propio y me tomaba la medida basándose en
idéntico criterio. Ya no conversaba, negociaba; no hablaba, interpretaba. Todo
eran cambalaches; vivía para cerrar tratos. Pero obtenerlos era tan difícil como
agarrar el humo, pues, por cada sí recibía diez noes, y sin él sí no tenía nada.
El valor de cada hombre subía o bajaba como el precio de un carnero en el
mercado, de acuerdo con un patrón que no era ni el dinero ni el khous, sino la
influencia. Nunca sonreí tanto con tan poca sinceridad, ni hice tantos amigos a
quienes les importara menos. En todas las cosas, la apariencia suplantaba a la
sustancia. Uno no podía pedir garantías a los demás, ni ofrecerlas en ningún
asunto, por trivial que fuera, pues debía mantener abiertas todas las opciones y
hacer su apuesta en el último momento; si había dado su palabra a un amigo,
faltaba a ella y saltaba sobre la oferta más ventajosa tan rápido como pudiera.
Al amanecer, con una guirnalda al cuello, sacrificaba a los dioses; por la noche,
cerraba tratos con títeres y canallas. No era mi estilo. Odiaba aquella vida. Para
colmo, sabía lo mucho que nos jugábamos con aquellos manejos, así que
debía pensar, y de hecho lo hacía, no sólo en cómo conseguir que nuestro
partido obtuviera ventaja sobre sus oponentes, sino también en cómo anularles
en el momento crítico. Echaba de menos a mi mujer, pero también a su padre y
sus hermanos, y añoraba la sencillez de aquellos campesinos que, como
comprendía ahora que estaba lejos, se habían convertido en mi hogar y mi
familia.
Estaba atrapado en la tela de araña de la política.
Me alojaba en Melite, con mi tía. Le confié mis planes de obtener la exención o
la baja del servicio y volver a explotar El Recodo del Camino con mi mujer y mi
hijo. Deseaba de todo corazón que mi tía se mudara con nosotros. Le
construiría una casita; podría hacer de matriarca y propietaria. Respondió que
siempre le había tentado la idea de poseer una casita en el campo. Le estreché
las manos. Parecía que sólo me separaba de la felicidad la última línea de
bajíos.
Me presenté en el Registro para hacer constar mi deseo de construir en
nuestras tierras de Acarnas. Para mi asombro, el empleado me informó de que
las habían reclamado. ¿Qué broma era aquélla? El hombre me mostró los
documentos. Un tal Axiómenes de Colona, de quien nunca había oído hablar,
había solicitado la propiedad alegando mi desaparición en ultramar y el previo
fallecimiento de mi padre y mi hermano. Incluso había depositado el
parakatabole, igual a una décima parte del valor de las tierras.
Al alba estaba ante el secretario del arconte, fijando fecha para una
diamartyria, una sesión en la que testigos reconocidos por el tribunal darían fe
de que yo era el hijo de mi padre y su legítimo heredero. Eso, me dije, pondría
fin a aquel despropósito. Pero a mediodía fui a caballo hasta la granja y
descubrí cuadrillas de peones en plena faena. Los hijos del tal Axiómenes,
nada menos que tres, aparecieron de improviso y, tratándome con intolerable
arrogancia, me enseñaron el título de propiedad y me conminaron a abandonar
mis tierras. Casualmente iba de uniforme, con una espada ceremonial al cinto.
Un daimon maligno se apoderó de mí. Mi mano voló al pomo del acero y,
aunque recobré la calma antes de desenvainarlo, el gesto y la furia con que lo
hice bastó para que mis antagonistas retrocedieran aterrados e indignados. Se
alejaron jurando sacarme las tripas ante el tribunal.
—Y no le vayas con el cuento a tu amigo Alcibíades —chilló el mayor—.
Porque ni siquiera él está por encima de la ley.
Un político hubiera comprendido de inmediato el designio que encubría aquella
treta. Yo no. Estaba tan disgustado que pedí consejo a varios amigos, incluido
mi comandante, Pericles el joven, que, tan ingenuo como yo, me acompañó a
casa del dichoso Axiómenes. Le pedí disculpas y, en tono comedido, me
reafirmé en mi posición, que era inatacable; no había muerto en combate; la
granja me pertenecía; no había más que resolver el asunto de la mejor manera
posible. Estaba dispuesto a pagar una compensación por mi desafortunado
arrebato.
—Ya lo creo que lo harás —respondió aquel miserable.
Me había denunciado ante el Consejo.
—¿Por qué?
—Por traición.
Aquel canalla había hecho las averiguaciones oportunas y descubierto los
pormenores de mi liberación de las canteras de Siracusa. Yo era, afirmaba la
acusación de eisangelia, un «agente e instrumento de Esparta». Se
mencionaba mi formación en Lacedemonia y mi repatriación a aquel país
después de Sicilia, mi servicio con Alcibíades en Asia, «aliado con los
enemigos de Atenas», e incluso el origen de mi nombre y el de mi padre, junto
con otras injurias, calumnias y falsedades.
Aquello iba en serio; el delito no sólo llevaba aparejada la pena de muerte, sino
también la apagoge, detención sumaria. No podía cerrar los ojos sin miedo a
que mis enemigos me prendieran a punta de espada.
Decidí solucionar el asunto sin molestar a Alcibíades. Pero llegó a sus oídos, y
me hizo llamar. Acudí a su criadero de caballos de Erquias, donde cabalgaba
temprano para ejercitarse y aclararse la mente.
—Esta acción —dijo apenas llegué— no va dirigida contra ti, amigo mío, sino
contra mí. Y no es la única.
Me explicó que en los últimos diez días se habían presentado unas cuarenta
denuncias dirigidas contra partidarios suyos y por el mismo motivo:
colaboración con el enemigo. Sus oponentes esperaban que el efecto
acumulativo de las acusaciones conseguiría fomentar la desconfianza hacia
Alcibíades y presentarlo como aliado encubierto de Esparta. Mi caso carecía de
importancia. El tal Axiómenes, me explicó Alcibíades, era un paniaguado de
Eutidemos de Cidateneo, tío de Antifón y miembro del culto de Heracles de ese
distrito, un grupo político ultraoligárquico aliado en su odio a Alcibíades con
veintenas de grupos similares decididos a provocar su caída.
—Siento mezclarte en mis asuntos, Pommo. Pero, sin saberlo, nuestros
enemigos pueden habernos dado un triunfo en una partida más importante.
¿Confías en mí, viejo amigo?
Podía serle útil si aceptaba su plan.
Anularía la concesión de la propiedad presentando un dike pseudomartyriou,
una acusación de falso testimonio, tras lo cual conseguiría que la granja pasara
provisionalmente a manos del pariente que yo eligiera, que la administraría
hasta mi regreso.
—¿Mi regreso? ¿De dónde?
—En lugar de defenderte de la acusación de traición, Pommo, actúa como si
fueras culpable. Debes huir.
Sólo podía pensar en mi mujer y mi tía. ¿Cómo iba a explicarles aquello?
¿Cómo iba a cuidar de mi hijo? Si huía de la justicia, Aurora y el niño no
podrían venir a Atenas. En cuanto a mí, ¿no confirmaría mi huida mi
culpabilidad y me acarrearía un destierro de por vida?
—¿He dejado de protegerte alguna vez, Pommo?
Me garantizó que mientras tuviera poder no habría ley ni acción humana
capaces de perjudicarnos ni a mí ni a mi familia. Él pondría las cosas en su
sitio, y con intereses.
—Nuestros enemigos quieren hacerte pasar por agente de Esparta. Muy bien.
Dejaremos que lo hagan.
Quería que me pasara al enemigo. Que viajara a Éfeso, bastión espartano del
Egeo y cuartel general de Lisandro, que había sido nombrado navarca de la
flota. Mis previas relaciones con Lisandro y las credenciales de los cargos de
que se me acusaba me abrirían las puertas. Ante el resto de la gente debía
presentarme como un simple prófugo; pero, cuando Lisandro me llamara para
interrogarme, cosa que haría con toda certeza, me declararía enviado de
Alcibíades. Insistiría en la buena fe de su propuesta de alianza con los
espartanos y me ofrecería como correo para los mensajes que Lisandro
deseara confiarme.
En cuanto a la sentencia que pudiera dictarse contra mí en Atenas, Alcibíades
se limitaría a decretar un indulto en su calidad de strategos autokrator.
—Entonces hazlo ahora —le pedí.
Se puso muy serio y me clavó la mirada, ni fría ni colérica, y sin embargo
insostenible.
—Es un asunto de gran trascendencia, Pommo.
—Es un asunto tuyo.
—Estoy tan atrapado en él como tú.
Tenía un motivo adicional para reprocharme mi tibieza. Unos diez días antes,
habían llegado varias compañías de prisioneros de guerra procedentes de la
Calcídica.
Entre ellos estaba mi viejo compañero Telamón. Había conseguido que lo
soltaran; ahora estaba en el hospital, recuperándose de sus heridas. No había
informado a Alcibíades ni a ninguno de mis superiores, por considerarlo
innecesario. Por supuesto, Alcibíades se había enterado.
—Saca a tu amigo de la barraca del matasanos. Viajad juntos al Este y
ofreceos como sicarios. Eso aumentará tu credibilidad ante Lisandro; puede
que incluso quiera emplearte para liquidarme.
Iría. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—No disfruto sacando partido de tu situación, Pommo. Pero los problemas
desesperados exigen soluciones desesperadas. Ya sé que te trae sin cuidado,
pero esta misión, si triunfa, cambiará el destino no sólo de Grecia, sino del
mundo.
—Tienes razón —respondí—. Me trae sin cuidado.
Casualmente, Euriptolemo y Mantiteo regresaban en ese momento de su
cabalgada por las colinas. Hablamos del apuro en que me encontraba y de los
planes de mi comandante. Según Euriptolemo, estaba claro que debía agachar
las orejas ante aquel cargo de traición; no podía permitir que me metieran entre
rejas. Podían pasar meses hasta la celebración del juicio; ¿quién podía
predecir la disposición del demos para entonces? Sería una locura tentar a la
suerte ante un jurado ateniense, especialmente teniendo en cuenta que
quienes podían defenderme deberían partir de nuevo a la guerra, y pronto.
—¡Alegra esa cara, Pommo! Esto redondea tu historial. —Y, echándose a reír,
Euriptolemo me puso una mano en el hombro—. ¿O es que no sabes que
nadie es auténtico hijo de Atenas hasta que no le destierran y le condenan a
muerte?
XXXVII UNA CACERÍA EN PARNES
Mi situación era consecuencia de una estratagema que Alcibíades había
puesto en práctica varios días antes. La campaña de acciones legales sólo era
uno de los elementos de la respuesta de sus enemigos. Tienes parientes y
amigos, Jason, que estuvieron presentes la noche a la que me refiero; sin
duda, recuerdas lo ocurrido. Deja que te lo cuente tal como lo conserva mi
memoria.
Unos días después de su regreso a Atenas, apenas celebrado su triunfo en
Eleusis, Alcibíades organizó una cacería en las laderas del Parnes, a la que
invitó no sólo a individuos predispuestos en su favor, sino también a un puñado
de enemigos personales y políticos, entre los que figuraban Anito y Cefisofón,
el futuro tirano Critias, Lampón, Hagnón y tu tío Mirtilo, los tres últimos,
representantes del ala extrema del «Partido del Bien y la Verdad», que habían
sido los perseguidores más encarnizados de Alcibíades durante el asunto de
los Misterios. Cleofón y Cleónimo representaban a los fanáticos de los
demócratas radicales. También estaba invitado Caricles, quien, con Peisandro,
había puesto al pueblo en contra de Alcibíades en la época mencionada y,
durante el reinado del terror que su intransigencia había contribuido a fomentar,
habían propuesto entre otras medidas revocar la ley que prohibía torturar a un
ciudadano. Alcibíades les había dado a entender que la cacería de Parnes era
un gesto de buena voluntad. Deseaba hacer las paces con sus antiguos
enemigos.
La cacería propiamente dicha fue una bravuconada de nuestro anfitrión, pues
la región seguía infestada de espartanos, dado que el fuerte de Decelea se
encontraba a tan sólo sesenta estadios al este. La audacia de Alcibíades dejó
boquiabierta a toda la ciudad, porque ni siquiera los cazadores más
empedernidos se habían atrevido a organizar una partida en aquellas colinas
desde hacía años. De hecho, los invasores se habían adueñado de la zona
hasta tal punto que, durante la temporada, los cazadores espartanos se
instalaban en el pabellón, llenaban la despensa e incluso habían reconstruido
la chimenea después de que un temblor de tierra la echara abajo. Teniendo en
cuenta que la ciudad estaba pendiente del acontecimiento y que se había
presentado una muchedumbre de voluntarios de caballería para ofrecernos
protección, nadie podía rechazar la invitación. Además, todos estábamos
impacientes por averiguar lo que tramaba Alcibíades.
Los elementos no pudieron mostrarse más contrarios: los chaparrones
castigaron a la partida durante las dos jornadas. No obstante, la cacería fue
magnífica, y hay que decir en honor de los cazadores que —una vez que
regresaron al pabellón para quitarse las túnicas empapadas y colgarlas a secar
ante el fuego, pusieron a remojo sus doloridos huesos en enormes calderos, se
dejaron masajear con aceite caliente y acabaron de relajarse probando el
famoso tinto de la región para acompañar las peras, los higos y el queso—
ninguno se quejó del tiempo ni de la cena: urogallos, venados y gansos
asados. Luego, los invitados, cansados pero satisfechos, ocuparon los asientos
del enorme salón, en cuyas cuatro chimeneas de cobre ardían dos fuegos por
cabeza. Cecheros, batidores, perreros y sirvientes abandonaron la reunión;
contando los asistentes personales, cuya discreción estaba fuera de duda,
quedarían en la sala unos treinta caballeros. Euriptolemo, Adimantos, Mantiteo,
Aristócrates y Pericles el Joven formaban el consejo de nuestro anfitrión;
Terámenes, Trasilo, Procles, Aristón y el resto de su grupo representaban a los
moderados; y los anteriormente citados constituían la oposición. La deferencia
que suponía la invitación había contribuido en gran medida a apaciguar su
hostilidad. Todo el mundo parecía estar en la mejor disposición cuando nuestro
anfitrión, vestido con la capa de cazador, se puso en pie junto a una chimenea
y tomó la palabra.
Entró en materia sin preámbulos proponiendo que pusiéramos fin a la guerra
de inmediato y nos aliáramos con Esparta. Sus invitados aún seguían
boquiabiertos cuando afirmó que debíamos hacer la guerra a Persia con
nuestros aliados, con el objetivo no sólo de liberar las ciudades griegas de Asia
Menor, sino también de avanzar tierra adentro contra Sardes, Susa y
Persépolis. En otras palabras, de conquistar todo el imperio hasta la India.
La temeridad de semejante empresa era tan sobrecogedora que varios de los
presentes, recobrando el habla, no repararon en echarse a reír o preguntar si
su anfitrión había perdido la chaveta.
Alcibíades expuso en primer lugar los beneficios prácticos, el más inmediato de
los cuales sería la evacuación del Ática por parte de los lacedemonios, que
regresarían a su país. Eso solo obraría prodigios: acabaría con el descontento
de los hacendados y pondría fin a sus intrigas contra la democracia. En cuanto
recuperaran sus viñedos y sus cuadras se les quitaría de la cabeza la idea de
desestabilizar el estado. Pero las bondades de semejante política no
beneficiarían tan sólo a la aristocracia. También prosperaría el demos, y no
sólo los ciudadanos humildes, sino también los residentes extranjeros sin voto,
los metecos e incluso los esclavos, la mayoría de los cuales estaban más
impacientes por actuar que nuestros propios compatriotas. Si les proponíamos
una iniciativa capaz de proporcionarles beneficios y gloria, luchando no contra
sus hermanos, sino contra bárbaros que nadaban en oro, también cerrarían el
pico.
—Es, señores, lo que llamo «alimentar al monstruo». Significa proporcionar a
las irreductibles facciones de nuestra nación un objetivo a la altura de sus
aspiraciones, una empresa que en lugar de enfrentarlos entre sí reconcilie sus
contradictorios intereses. Hoy en día el monstruo es toda Grecia, pues esta
guerra ha sacudido las conciencias de todos los helenos. Todos se han
convertido en atenienses, incluidos los espartanos.
Acto seguido, llevo a cabo una convincente disertación sobre los partidos de
Lacedemonia. La corriente expansionista encabezada por Endio aceptaría la
propuesta con entusiasmo, una vez que se convenciera de su sinceridad, lo
mismo que Calicrátidas y la vieja guardia, que aborrecía a los bárbaros y no
soportaba humillarse para obtener su oro. El partido de Agis y Lisandro se
opondría a nosotros, no porque no creyeran en la empresa (pelearían por
encabezarla si la consideraran beneficiosa para sus intereses), sino porque su
ambición estaba unida de forma demasiado estrecha a la bolsa del príncipe
Ciro de Persia. Embajadas privadas, confesó Alcibíades, habían sondeado a
unos y otros hacía tiempo, y otras estaban en camino; lo que no pudiera
conseguirse con argumentos, se conseguiría con oro.
La imbatibilidad persa era un mito, siguió diciendo Alcibíades. Su ejército,
compuesto de conscriptos y ciudadanos de estados vasallos, huiría en
desbandada ante una fuerza espartana de segunda, como lo había hecho ante
la nuestra durante toda la guerra del Helesponto, y su flota no podría hacer
nada contra la armada de Atenas. Describió el sistema persa de satrapías
independientes y la división fomentada entre ellas por el rey. La salud de Darío
declinaba; las luchas por la sucesión harían pedazos toda Asia, y las victorias
de nuestros ejércitos darían el golpe de gracia al imperio. En sus labios, el plan
sonaba tan plausible que parecía inevitable, en particular en cuanto a lo de
aliarnos con los macedonios y los tracios, cuyos príncipes simpatizaban como
Alcibíades, y con las ciudades de Jonia, que siempre habían perseguido la
independencia y se alzarían como una sola bajo la bandera de la madre patria
unida.
Sus oyentes eran políticos profesionales y sabían distinguir los propósitos de
los resultados. Alcibíades también tenía respuesta para aquello.
—Considerad, señores, la situación en que coloca a los espartanos esta
propuesta. Han conseguido unir a los estados aliados con su lema de
«libertad», que no significa otra cosa que sacudirse nuestro yugo. Ahora
nosotros encabezaríamos ese noble designio, obligándoles a hacer una
elección que sacudirá los cimientos de su estado.
»Imaginad ahora la reacción de los estados griegos independientes. Todos
temen seguir a una potencia como Esparta o Atenas por miedo a ser
absorbidos y convertidos en súbditos, o que ambos enemigos se alíen y los
sometan por completo. Pero unirse a una liga formada por ambas ciudades
para luchar contra no griegos les ofrece una perspectiva mucho menos
amenazadora. Si el asunto no cuaja, siempre podrán apoyar a la una contra la
otra; si fracasa, sólo habrán arriesgado hombres y naves, no su soberanía; y, si
tiene éxito, cosecharán riqueza y gloria en cantidades inimaginables.
»Por último, señores, pensad en el efecto de esta iniciativa sobre los persas.
Los espartanos son sus aliados. Aunque rechacen nuestra oferta, los medos no
podrán por menos de preguntarse, ante cada nuevo navarca llegado de
Esparta, a qué partido pertenece y hasta qué punto pueden confiar en él. De
modo que, aun en el caso de que tengamos que continuar esta guerra,
habremos sembrado la suspicacia entre nuestros enemigos, y sin ningún coste
para nosotros. —Alcibíades hizo una pausa para preparar su golpe de efecto—.
Quiero que hagas la propuesta tú, Cleofón, y vosotros, Anito y Caricles. Yo no
puedo presentarla.
»Una iniciativa semejante debe ser planteada por mis enemigos. Escuchadme,
por favor, y sopesad estas consideraciones. Si yo o cualquiera de mi partido
presenta este plan ante el pueblo, será interpretado como una temeridad
nacida del orgullo. Se me acusará de simpatía hacia los espartanos debido a
mi antigua asociación con ellos, o, peor aún, de haberme dejado sobornar por
ellos, lo que desencadenará las consabidas acusaciones de traición, ambición
inmoderada, codicia, etcétera, etcétera. No me cabe duda de que vosotros
mismos las formularíais. Por el contrario, señores, si vuestros partidos, cuya
implacable enemistad con los espartanos es pública y notoria, presentan esta
propuesta, obtendrá una credibilidad inmediata; lo que es más, será aplaudida
por su clarividencia y su valentía. Vosotros os ganaréis todo el crédito. Y yo os
respaldaré con todo lo que poseo.
No estaba hablando con idiotas. Todos comprendieron de inmediato la
genialidad del plan y de su corolario, esto es, hacer que lo presentaran sus
enemigos. Si Anito y Caricles, por los oligarcas, o Cleofón, por los demócratas
radicales, hacían lo que proponía Alcibíades y planteaban la idea a título
personal, éste habría conseguido su objetivo declarado, si ésa era su auténtica
intención, o, lo que era más probable, habría atraído a sus enemigos a una
trampa, pues podría denunciar la propuesta como traición y a ellos como
traidores, alegando no saber nada de la misma y exigiendo que sus artífices
fueran castigados con toda la fuerza de la ley. Por otra parte, si sus adversarios
intentaban adelantársele y le traicionaban ante el pueblo presentando el plan
como suyo y rechazándolo, corrían el riesgo de descubrir que el demos estaba
a favor, y quedarían en una posición falsa por su mezquindad y su perfidia. En
ambos casos, estarían perdidos. Y él, Alcibíades, aparecería como el estadista
clarividente y generoso que había regalado aquella oportunidad de gloria a sus
enemigos, tan ciegos como para despreciarla, o como el intachable patriota
apuñalado por la espalda por los mismos miserables que ya habían privado a la
ciudad de su genio con anterioridad. Sólo saldrían indemnes si el pueblo
rechazaba el plan. Pero ¿quién podía arriesgarse a confiar en ello en aquellos
momentos, cuando mayor era el ascendiente de Alcibíades?
Caricles, el futuro maestro de torturadores, se levantó.
—¿Por qué llegas a extremos tan extravagantes para arruinarnos, Alcibíades?
¿Por qué no te limitas a hacernos asesinar? Es lo que haríamos nosotros.
Alcibíades se echó a reír.
—¡No sería tan divertido! —Y, recobrando la seriedad, repitió que proponía el
plan con absoluta buena fe.
—¡Y una mierda! —le espetó el oligarca—. ¡Combatiré a tu lado ante
Persépolis
en el infierno! —añadió, y se marchó refunfuñando.
El debate se prolongó hasta bien entrada la noche, con muchas proposiciones
de Critias, Cleofón y Anito, que defendieron sus diversos puntos de vista.
Critias, como cabía esperar, se mostró favorable a la alianza con Esparta, pero
manifestó sus temores respecto a la respuesta del pueblo, mientras que Anito
atacó el plan como indigno de Atenas y, en el fondo, constitutivo de traición, e
insinuó que Alcibíades utilizaba a la ciudad como instrumento para su propia
gloria, pues de hecho Atenas sólo era para él «una piedra más que incrustar en
tu tiara». Ha de reconocérsele que dijo todo aquello a la cara de su enemigo y
con absoluta franqueza.
Pasada la medianoche me retiré con Pericles el joven al cuchitril que
compartíamos. Seguimos oyendo las voces de la sala durante un buen rato, al
cabo del cual el pabellón quedó en silencio. Sin embargo, resultaba difícil
conciliar el sueño tras semejante simposio; nos despertamos con hambre y
decidimos hacer una incursión en la despensa. Para nuestro asombro,
Alcibíades seguía despierto en la cocina, a solas con su amanuense, al que
dictaba cartas.
—¡Mis queridos Pommo y Pericles! ¿Qué os trae por aquí, una cena tardía o un
desayuno madrugador?
Se levantó al instante y, acercando bancos a la enorme mesa, se empeñó en
hacernos de camarero y prepararnos un tentempié de carne fría y pan. Envió a
la cama al somnoliento amanuense y, tras interesarse por nuestra salud y la de
nuestras familias, prosiguió con su tarea.
—No me he atrevido a preguntártelo delante de los otros, Alcibíades —dijo el
pariente de nuestro anfitrión, ansioso por aprovechar aquella oportunidad—;
pero ¿va en serio el asunto de Persia?
—Tan en serio como la muerte, amigo mío.
—Seguro que no esperas que la reunión de esta noche permanezca en
secreto. No me extrañaría que la noticia estuviera ahora camino de Atenas.
Alcibíades sonrió.
—Mi discurso de esta noche iba dirigido a muchas audiencias, Pericles, a
cualquiera más que a quienes lo han escuchado en persona. —Se puso en pie
y, adoptando el tono confidencial de quien no desea seguir disimulando, se
dirigió a nosotros como un jefe a sus acólitos o un hierofante a sus iniciados—:
Debéis preguntaros qué podemos conseguir. La victoria sobre Esparta es una
quimera. Con el dinero persa o sin él, su ejército sigue siendo invencible. Y, en
caso de que fuera posible, no deberíamos desear vencerla, porque de
conseguirlo, como dijo Cimón,
... lisiaríamos a Grecia y privaríamos a Atenas de su compañero de yugo.
»Así pues, ¿qué es posible? La paz, no. Grecia no la ha conocido nunca y
nunca la conocerá. Pero sí una guerra más noble. Una guerra que no sólo
impedirá que el Monstruo siga devorándose las tripas, sino que además lo
pondrá ante una coyuntura tan formidable y propicia como para permitir que los
más humildes alcancen prominencia y los más altos, gloria imperecedera.
Alcibíades nos sirvió el pan y la carne. Nosotros dos seguíamos pasmados
ante la temeridad de su visión y la desmesura de su ambición.
—Comprendo tu propósito, Alcibíades. Pero, con toda franqueza, ¿puede tener
éxito semejante aventura?
—Debe tenerlo y lo tendrá. —Se sentó y, advirtiendo la expresión de
incredulidad de Pericles, se lanzó a una disertación tan extraordinaria y tan
reveladora de la índole de su intelecto que, a nuestro regreso al cuartito, el
joven oficial tomó la extraordinaria medida de ponerla por escrito tan fielmente
como le permitieron su memoria y la mía. Aún conservo las notas en mi arcón
de marino—. La mayoría de los hombres —empezó diciendo Alcibíades—
creen que lo que llaman vigilia es su única existencia, mientras que los sueños
son apariciones sin sustancia que visitan nuestras conciencias dormidas. Las
tribus salvajes que habitan más allá de la Bitinia tracia están convencidas de lo
contrario. Para ellos la auténtica existencia tiene lugar en los sueños; en
cambio, desprecian la vida consciente, a la que consideran un fantasma y una
ilusión. Pueden localizar la caza, es decir, predecir donde aparecerá,
basándose en los sueños que aseguran poder convocar la noche anterior. He
cazado con ellos y lo creo. Afirman que son capaces de entrar en los sueños y
salir de ellos a voluntad, y sólo temen morir mientras sueñan; en cambio, no
dan importancia a la muerte física, pues el sueño sobrevive incluso a la
desaparición del recipiente que lo alberga.
—¡Qué cosa más absurda! —exclamó Pericles—. Si mueres en sueños,
despiertas con vida. ¡Pero pálmala en la vida real y se acabó el soñar!
Alcibíades se limitó a sonreír.
—Todos presentimos que hay otro mundo debajo de éste. No un mundo de
sueños exactamente, sino de posibilidades. Lo que no existe todavía, pero
podría existir. Lo que podemos hacer realidad. Del mismo modo que un niño
tumbado sobre la hierba junto a un arroyo puede atravesar la superficie del
agua con la mano para coger un guijarro del fondo. En eso consiste nuestra
vida, ¿no? Un animal no ve más que las sustancias materiales, pero un hombre
ve sueños.
»Yo me he alimentado de sueños. No sólo para sustentarme, sino para
agasajar a otros. En eso se reconocen mutuamente los grandes y así es como
quien posee una visión guía a hombres libres. Claro —añadió Alcibíades— que
no sirve cualquier sueño. Sólo uno, y ése, como el guijarro en la corriente, hace
mucho tiempo que recibió un nombre. Ese guijarro se llama Necesidad. La
Necesidad es el sueño. El que grita para nacer y llama a todos aquellos que se
consideran dirigentes para que sean sus parteros.
»De niño, observé a menudo que Pericles el Viejo era capaz de definir el
presente y el futuro, no sólo para sí mismo sino también para los demás, sin
emplear más fuerza que la de su propia persona. Podía decirles lo que veía y
hacérselo ver, de modo que ya no percibían las cosas con sus propios ojos
sino con los de él. De ese modo mantenía a la ciudad, y al mundo, bajo su
hechizo.
»Entre los amantes, el mayor presta ese servicio al más joven, elevándole al
donarle su visión, más noble y de más largo alcance. Pues todos los
muchachos, y la mayoría de los hombres, son profundamente imperfectos, no
sólo en sí mismos, sino también en sus aspiraciones, que son mediocres,
vanas y mezquinas. Ese fue el regalo que me hizo Sócrates, exaltar mis
aspiraciones; gracias a la fuerza con que se apoderaron de mí, comprendí que
aquel hombre era un don fastuoso para sus semejantes, además de su más
poderoso instrumento de ambición. Pues ¿qué puede elevar más a un hombre
en la estima de sus compatriotas que ser el artífice de su dicha y su
prosperidad?
»Sócrates —siguió diciendo Alcibíades— considera la Política inferior a la
Filosofía, y estoy de acuerdo con él. ¿Qué hombre culto no lo estaría? Pero la
Filosofía no podría existir sin la Política. Des de ese punto de vista, la Política
es la vocación más noble de todas las imaginables, pues hace posibles todas
las demás. ¿Y cómo definir la Política sino como el arte de conseguir un visión
para el pueblo, esa visión que es su destino pero que sólo intuye imperfecta y
parcialmente?
—¡Eso no es un político, Alcibíades, sino un profeta!
—El profeta percibe la verdad, Pericles, mientras que el político la hace
manifestarse ante sus compatriotas y a menudo enfrentándose a su obstinada
oposición.
—Y, en el caso de Atenas —tercié yo—, a la de nuestros súbditos y enemigos.
— Había algo que deseaba preguntarle—. Supón, Alcibíades, que la justicia
estuviera sentada a esta mesa y te replicara: «Amigo mío, me has dejado fuera
de tus cálculos. Porque lo que tú llamas Necesidad otros lo llaman Injusticia,
Opresión e incluso Crimen». ¿Qué responderías a la diosa?
—Le recordaría a la Justicia, amigo mío, que la Necesidad es anterior a ella y
fue creada aun antes que la tierra. La Justicia, como ella bien sabe, no puede
prevalecer ni siquiera en el Cielo. ¿Por qué iba a prevalecer entre los mortales?
—Esa es una filosofía dura, Alcibíades.
—Es la filosofía del poder y de aquellos que lo poseen. La filosofía del imperio.
Y todos los que tenemos estados feudatarios, los espartanos, los persas y
también los atenienses, la hemos abrazado. Si no, ¡dejémoslos marchar! Pero
entonces caeríamos, fracasaríamos y seríamos infieles a nuestro destino. Eso,
en mi opinión, es un crimen mucho más grave que la injusticia, en especial, si
es tan benigna como la nuestra, que de hecho aporta a nuestros estados
súbditos mayor seguridad y bienestar material de los que serían capaces de
obtener por su propia cuenta.
»Pero la cuestión, amigos míos, es ésta. Nuestros así llamados estados
súbditos no están sometidos a nosotros en el sentido fuerte de la palabra, es
decir, sojuzgados por la fuerza; su reconocimiento de nuestra excelencia les
estimula a emular nuestras mejores cualidades. Si no, ¿por qué acuden sus
hijos a nuestra ciudad y se alistan en nuestra flota, incluso en sus horas más
bajas? Su fortuna prospera con la nuestra y es inseparable de ella, como la de
todos esos estados adormecidos cuyos ejércitos se unirán libre y gustosamente
a nuestra causa cuando avancemos contra Asia.
—Entonces, ¿tú ves no sólo por Atenas, sino también por sus súbditos y sus
enemigos?
—¡Y por el mundo entero! —exclamó Alcibíades y, soltando una carcajada
irónica y ligera como la espuma, señaló los platos y la bandeja que teníamos
delante —. Me limito a preparar el banquete y hacerme a un lado mientras mis
amigos cenan.
Al volver a nuestro cuarto, pasamos junto a los de Anito, Critias y Caricles, que
seguían despiertos y conspirando entre susurros. Los enemigos de Alcibíades
intrigaban intentando idear el modo de provocar su caída. Ignoraban que el
agente de su desgracia, la de su adversario y la suya propia, ya había
desembarcado a esas horas en Castolos, Jonia, protegido por el Caranedion, la
caballería real del príncipe Ciro de Persia.
LIBRO Vili
TRES VECES NUEVE AÑOS
XXXVIII EL PESO DEL ORO
¿H as visto alguna vez un carro cargado de oro, Jasón?
No es gran cosa. Sólo dos lingotes, envueltos en borra y no más grandes que
troncos de chimenea, pero tan pesados que, según nos contaron los oficiales
de la escolta a Telamón y a mí, tras permitirnos echarles un vistazo a las
puertas del erario de Éfeso, hubo que cargarlos arrastrándolos con poleas
sobre una plataforma de rodillos. Cada barra tenía que ir exactamente sobre un
eje para que el peso no desfondara el carro, que debían remolcar bueyes, pues
un tiro de caballos o mulas podía arrastrarlo en terreno llano, pero no cuesta
arriba.
El príncipe Ciro había enviado diez lingotes como aquéllos a Castolos, con
instrucciones de su padre, Darío de Persia, de entregar a los espartanos todo
lo que necesitaran para destruir la flota de Atenas. Por si eso no bastara,
añadían los informes, el príncipe había puesto su fortuna personal a disposición
de sus aliados, prometiéndoles hacer pedazos su trono de oro en caso
necesario. En total eran cinco mil talentos, diez veces el tesoro de Atenas.
Ahora, amigo mío, dime quién gano la guerra para Lisandro.
Los marineros atenienses cobraban tres óbolos; Lisandro pagaba cuatro. Una
tripulación ateniense tenía tres cuartas partes de extranjeros; algunos barcos
llevaban apenas veinte ciudadanos. Los reclutadores de Lisandro podían pagar
espléndidamente a esos extranjeros. Y los espartanos pagaban «unto al proís»,
y el sueldo entero cada mes, no la tercera parte, como nuestros pagadores,
que retienen el resto hasta la llegada al puerto de origen.
En este punto del relato —lo recuerdo porque mis notas se interrumpen a
media frase— un alboroto procedente del Patio de Hierro interrumpió a
Polémides. Al cabo de unos instantes, apareció un carcelero para informarnos
de que una mujer que afirmaba ser la esposa del prisionero se había colado en
el puesto del vigilante y exigía, con palabras soeces, que le dejaran ver a su
marido. No podía ser otra que Eunice.
—¿Qué le digo?
—Que estoy ocupado.
Podíamos oír sus juramentos, que dejaban chiquitos a los de cualquier
contramaestre, mientras el portero la obligaba a abandonar el patio.
—Es la única ventaja de estar encarcelado —observó Polémides—. La
intimidad.
Sin embargo, había perdido la concentración. Yo tenía que atender a otras
obligaciones, de modo que decidimos levantar la sesión. No obstante, querido
nieto, dispongo de varios documentos que puedo intercalar provechosamente
en este punto para suplir la narración de Polémides.
Esto son anotaciones de bitácora de Pericles el Joven, a la sazón capitán del
Calíope; me las entregó después del juicio contra los generales de Arginusas.
Forman un esbozo de la primera campaña contra Lisandro:
8 de hecatombaión, estrecho de Micale. Asediando al Pedagogo [los
atenienses llamaban así a Lisandro, además de Maestro y Profesor]. No quiere
salir a jugar.
12 de hec. Bloqueando Éfeso. Los setenta y seis del Profe no asoman la nariz
para enfrentarse a nuestros cincuenta y cuatro.
27 de hec. Incursiones en los pueblos al este de Eleo. Sesenta prisioneros, en
su mayoría mujeres, que en total no valen una mina. Seis heridos, cuatro
graves. Paga: cuarenta días de retraso.
3 de metageitnión, Imbros. Perseguimos dos escuadras de seis y ocho durante
todo el día desde Mirina. Vararon y huyeron durante la noche.
11 de meta. Atinos, Tracia. Saqueo. Cuatro heridos. Sin paga.
14 de meta. Más pueblos. Sin paga.
2 de boedromión, Samos. Llega el Indomable. Alcibíades ha estado
persiguiendo a Lisandro con tres escuadras desde Aspendo. Seguimos sin
entrar en acción.
Era la respuesta del navarca espartano a las ansias de combate que
dominaban a sus enemigos. Eludir la batalla. No estaba dispuesto a luchar.
Pericles escribe a su mujer, Quíone:
Una cosa es que los mandos entendamos la estrategia de Lisandro y nos
armemos de paciencia esperando vencerle, y otra muy distinta explicársela a
los hombres. Las tripulaciones pagan su frustración no con Lisandro, sino con
nosotros.
A su lijo Jantipo, empezando a enseñarle el oficio de comandante:
... el dinero es la pesadilla de los oficiales de la armada. Nada, ni siquiera un
criadero de caballos, lo devora como un barco, y ningún barco con más
voracidad que un trirreme. Cambiar una simple plancha ensamblada a mortaja
y espiga exige carenar la nave y a menudo reemplazar toda una sección del
casco, tarea extraordinariamente compleja que requiere toda la habilidad de los
carpinteros de ribera, por no mencionar la madera adecuada de la edad
adecuada y de las dimensiones adecuadas. ¿Y dónde encuentras todo eso
cuando lo necesitas? Pero el principal gasto son los hombres, que despilfarran
hasta el último óbolo en cuanto lo reciben; ¿y quién puede culparlos, si se
matan a trabajar haga buen o mal tiempo y ponen su vida en peligro
constantemente? Atrévete a decirles, después de diez días de dieciocho horas
de faena, manduca fría, falta de sueño y patrullas a lo largo de una costa hostil,
que no puedes pagarles ni el tercio del sueldo.
El trierarca dilapida el capital de su credibilidad cada vez que da largas a sus
hombres, y lo lamentará amargamente en cuanto tenga que entrar en acción.
Si es rico (y para los hombres siempre lo es, pues en caso contrario la ciudad
no le habría endilgado el mando de una nave de guerra), los remeros se
preguntan irritados por qué no echa mano a su propia bolsa de una vez y
arregla cuentas con el erario más tarde. Por supuesto, muchos lo hacen, y
acaban arruinándose. Porque, una vez que pagas a la tripulación de tu propio
bolsillo, ya nunca podrás volver a decirles que no. Has dejado de ser su capitán
para convertirte en su esclavo.
Una de los talentos más sobresalientes de Alcibíades, mediante el que ha
mantenido en pie la flota, que estaba prácticamente arruinada, durante tanto
tiempo, consiste en obtener dinero de una ciudad o distrito rural contra su
voluntad. Porque, créeme, esos destripaterrones son capaces de enterrar sus
tesoros tan profundamente que te cansarías de cavar antes de desenterrarlos,
y ponerles la espada en el cuello no sirve más que para hacerle el juego al
enemigo. Alcibíades es el único que sabe hacerles soltar la pasta.
Contribuciones. Los engatusa, los estafa o escribe sus famosas O. C., órdenes
de compensación. La flota no puede enviar a ningún otro capaz de obrar ese
prodigio. Nadie se las apaña como él. Lo que provoca un nuevo problema,
porque Alcibíades debe abandonar el mando para conseguir dinero. Eso
devora la moral como el ácido; pero la flota no tiene otra alternativa, y Lisandro
lo sabe.
Nuestros comandantes, agobiados por la penuria, no tienen más remedio que
avenirse al terrible trabajo del pillaje. Su principal inconveniente es la situación
en que coloca a los hombres. Los marineros no están preparados, ni física ni
mentalmente, para la guerra terrestre; les angustia. Los que son líderes en el
barco, se echan atrás cuando la columna avanza tierra adentro y dejan que los
sádicos y los canallas tomen la delantera. El fuerte del remero no es asaltar
empalizadas, robar ovejas o secuestrar a golfillos y abuelas para venderlos a
los tratantes de esclavos. Si un pueblo ofrece resistencia, los hombres se
echan atrás, se niegan a atacar. Si el enemigo cede, se vuelven locos.
Cometen atrocidades. No hay cosa que tema más un oficial. Porque cada
virgen violada significa otra aldea entregada en bandeja al enemigo y, lo que es
más peligroso a corto plazo, el hostigamiento de los familiares de la víctima,
que, decididos a vengarla, aprovechan el momento en que
regresamos al barco para arrojar una lluvia de dardos y piedras sobre nuestra
retaguardia omontar a caballo y cargar como locos contra nosotros
blandiendo jabalinas, hasta obligarnos a abandonar el botín por el que hemos
arriesgado la piel, para aligerar la carga y huir.
Las partidas siempre regresan con heridos, y eso produce un efecto desastroso
en el barco. Un solo hombre gritando con las tripas al aire se las, revuelve a
todos los demás, y aún es peor si se ha quedado ciego o le han quemado. Dios
no quiera que hayan herido a alguno en sus partes; sus compañeros se
acobardan, y sólo una acción inmediata y radical evita que los aspirantes a
demagogos de la tripulación lleven a los hombres al borde del motín. Puedes
azotarles. Puedes mandarlos al escobén. Puedes hacer que los infantes elijan
a uno y den un escarmiento. Pero a un barco de guerra lo
mueve el corazón tanto como el sudor. Debe haber concordia entre los
hombres, o estás acabado.
XXXIX LLORONES Y MEONES
Ese día tenía otras obligaciones [siguió contando mi abuelo], relacionadas en
su mayoría con Sócrates, para cuya fecha de ejecución sólo faltaban cuatro
salidas de la estrella del atardecer; era bien pasada la medianoche cuando
llegué a casa. Imagina cuál sería mi asombro al ver a Eunice, que me esperaba
sola en el patio delantero, con un manto sobre los hombros para protegerse del
frío. Llevaba allí todo el día, me explicó, desde que había salido de la prisión.
Mi mujer le había dado de cenar y había puesto a un sirviente a su disposición
para que la acompañara a casa, pero el asunto que deseaba tratar conmigo era
urgente, me aseguró, de modo que había preferido quedarse. Tenía que hablar
con Polémides. La cosa no podía esperar.
Estaba agotado y no deseaba otra cosa que un cuenco de vino y una cama
caliente, pero intuí que tenía la ocasión de llegar al fondo del asunto de una vez
por todas.
—¿Quién ha puesto la denuncia por asesinato contra Polémides? —le
pregunté tan brusca como perentoriamente—. Ya sé el nombre que figura en la
acusación; ahora quiero conocer el del auténtico denunciante. ¿Quién está
detrás de todo esto y por qué? —Eunice se levantó indignada y negó saberlo.
Empezó a dar vueltas refunfuñando, y acabó rompiendo en un torrente de
blasfemias—. ¿Quién te aloja en su casa? —le pregunté empleando, no oi kos,
sino oikema, por sus connotaciones de burdel.
Colofón, me respondió colérica, el hijo de Hestiodoro de Colitos. Yo sabía que
era sobrino de Anito, acusador de Sócrates y uno de los más encarnizados
enemigos de Alcibíades, y que su hermano Andrón había jurado ante el tribunal
que era compañero de fratría de la víctima y conseguido que dictaran una
orden para permitir la acusación a pesar del tiempo transcurrido.
—¿Ytambién compartes la cama con ese Colofón?
—¿Qué es esto, un tribunal? —replicó la mujer volviéndose con furia—.
¿Desde cuándo soy yo la acusada?
—¿Quién quiere ver muerto a tu marido, Eunice? No ese miserable, ni su
hermano, a quienes les bastaría con quedarse con sus tierras y mandarlo al
exilio. Alguien quiere acabar con él definitivamente. ¿Quién?
Me miró a los ojos con una expresión que nunca olvidaré. Tuve la sensación de
que me fallaban las piernas, como a quien, en palabras de Hermipo,
tropieza con la verdad.
Era ella.
—¿Cómo? —insistí—. ¿Convirtiéndote en la amante de un hombre poderoso?
¿O buscaste a quienes sabías que tenían motivos para desear la muerte de tu
marido y te limitaste a sugerirles los crímenes que necesitaban para conseguir
el arresto?
Eunice se echó a llorar.
—No puedes imaginarte, señor, lo que es ser una mujer en un mundo de
hombres.
—¿Y eso justifica el homicidio?
—Los niños son míos. ¡No dejaré que me los quite!
Se dejó caer en la silla y empezó a sollozar. La historia brotó al fin de sus
labios. El problema era su hijo, que se llamaba Nicolaos, como el padre de
Polémides. El chaval tenía dieciséis años y le rebosaba la turbulenta savia de
la juventud. Como muchos chicos que se crían viendo pasar a numerosos
«tíos» por la cama de su madre, Nicolaos había acabado idealizando al padre,
con el que sólo había convivido intermitentemente, pero cuya participación en
grandes acontecimientos lo había rodeado, en la imaginación de su vástago, de
un aura en la que no había conseguido hacer mella su encarcelamiento por
asesinato.
El chico, me contó Eunice, se había escapado para enrolarse en dos
ocasiones, utilizando nombres y documentos falsos. Devuelto a casa por los
vigilantes de los astilleros, había vuelto a huir a los muelles del Pireo, donde su
padre compartía cama con la viuda de un compañero de la flota. Eunice había
acabado localizándole, pero no había conseguido arrastrarle de vuelta a casa.
Alguna tripulación escasa de hombres acabaría aceptándole; sólo era cuestión
de tiempo que se hiciera a la mar, lo que sin duda significaría su muerte. Su
padre era el único que podía disuadirle. Necesitaba mi ayuda. ¡Tenía que
ayudarla!
Sus exaltadas súplicas atrajeron al vigilante, que esa noche era el hijo del
cocinero, un muchacho muy despierto llamado Hermón. Era tarde y hacía frío.
—Tienes que comer algo, mujer. Entra en casa, por favor.
Indiqué a Hermón que encendiera fuego en el hogar de la cocina y acompañé
adentro a Eunice; le puse una silla junto al brasero y le di una piel de oveja
para los pies. Ya conoces ese rincón de la casa, querido nieto; es un sitio muy
acogedor, que el carbón caldea en unos instantes.
Puede que mi narración no haya sabido hacer justicia ni a la mujer ni a la
simpatía que era capaz de inspirar. Pues, aunque juraba como un carretero,
era todo sinceridad. Uno no podía por menos de admirar, si no otra cosa, su
capacidad para sobrevivir. Sólo el cielo sabía contra cuántas penalidades había
tenido que luchar para criar a sus hijos en los confines del mundo y rodeada de
bárbaros. Incluso su objetivo presente, salvaguardar a su hijo de la guerra,
podía considerarse noble si se olvidaban los medios que había empleado. Y la
verdad sea dicha, tampoco carecía de atractivo físico, pues poseía la especie
de generosa concupiscencia que algunas mujeres adquieren pasada la
juventud, cuando el tributo exigido por la dura experiencia las hace sentirse a
gusto dentro de su propia piel. Un marinero habría dicho que aún se merecía
unas estrepadas. Por mi parte, no podía evitar sentir simpatía hacia ella, ni me
costaba imaginármela con Polémides. Tal vez aún pudiera conseguir que se
reconciliaran, a pesar de todo lo ocurrido. Confieso que, viéndola sentada ante
el fuego, lamenté no haberlos conocido en sus buenos tiempos (y en los míos),
a ellos y a sus compañeros de taberna y puerto.
—¿Por dónde va? —me preguntó al cabo de unos instantes de silencio.
Se refería a qué parte de la historia me estaba contando.
Le respondí que por Samos y Efeso. Ella rió por lo bajo con amargura.
—Daría lo que fuera por oír esa sarta de mentiras.
El chico trajo pan y huevos duros. El tentempié pareció entonarla y atenuar su
hostilidad y su suspicacia.
—¿Y sí pudiera conseguir que retiraran los cargos? —ofreció—. Me iría a la
cama con quien fuera, y también conseguiría dinero para sobornos.
Demasiado tarde. Ya se había fijado la fecha del juicio.
—Polémides lo sabía hace tiempo, ¿verdad? Que eras tú quien estaba detrás
de su encarcelamiento. —La mirada de la mujer confirmó mi conjetura—. Él no
te odia, Eunice, de eso estoy seguro. —Le prometí hacer cuanto estuviera en
mi mano para conseguir que Polémides la ayudara; estaba convencido de que
lo haría. Pero una expresión dolorida nublaba sus facciones. Me sentí
conmovido y quise consolarla—. ¿Puedopreguntarte algo, Eunice?
—¿Es que sabes hacer otra cosa, capitán ?
Le pedí que me hablara de su vida con Polémides. ¿Cuál había sido su mejor
época? ¿Cuándo habían sido más felices? Me miró con desconfianza. ¿Acaso
me burlaba?
—Nuestra buena época fue la buena época de Atenas. Samos y los estrechos.
Cuando Alcibíades obtuvo sus victorias. —Al fin se tranquilizó y, colocándose la
piel de oveja sobre el regazo deforma que el brasero le calentara un costado y
la lana el otro, le dio un sorbo al vino y comenzó su relato—: Teníamos una
casita en Samos. Pommo nos hizo mudarnos allí desde Atenas, a mí y a los
niños. Era un sitio muy bonito, llamado «las terrazas». Todas las casas de la
calle estaban ocupadas; todos los hombres pertenecían a la flota. Eran buenos
tiempos, capitán. Y buena gente. Las casitas estaban construidas en la colina
de tal forma que podías cultivar un pequeño jardín; por eso las llamaban las
terrazas. Cultivábamos melones tan grandes como tu cabeza, y flores;
pensamientos y rosas, alhelíes y jazmines. Las chimeneas tenían en lo alto
esas ptera, alas, que giran como veletas y producen una suave queja cuando el
viento pasa entre ellas. Cada vez que vuelvo a oír ese sonido se me parte el
corazón.
»Nunca he visto tantos llorones y meones juntos. Todas las chicas estaban
preñadas o recién paridas; veías criaturas gateando por todas partes. Todas
queríamos hijos, porque no sabíamos cuánto tiempo tendríamos a nuestros
hombres. ¡Yqué hermosos eran todos, capitán! No sólo mi Pommo, que estaba
en la flor de la edad, sino todos. Tan jóvenes, tan valientes... Y siempre
heridos. Se habrían avergonzado de no estarlo. Seguían remando con una
pierna rota, o ciegos, o con una «estrella de mar» sobre la tripa; tú lo sabes
bien, señor. No habrían dejado en la estacada a sus compañeros por nada del
mundo. A las fracturas de cráneo las llamaban dolores de cabeza. Me acuerdo
de lo que le aconsejó el médico a uno con una conmoción que lo había dejado
bizco: «Siéntate».
»En nuestra calle teníamos una hucha. Ibas poniendo dinero, y quien lo
necesitaba lo cogía y lo devolvía cuando podía. Nadie robaba. Podías dejarla
hucha fuera toda la noche. No había bandos ni corrillos; todos éramos amigos.
No necesitábamos diversiones. Nos bastaba con estar juntos. Nadie engañaba;
nadie debía nada. Teníamos todo lo que necesitábamos: juventud y victoria.
Teníamos los barcos, teníamos a los hombres, teníamos a Alcibíades. ¿No era
bastante, capitán ? ¿No habría sido bastante para la mayoría de los hombres?
—Eunice había pelado una manzana mientras hablaba; arrojó al fuego la
monda, que produjo un chisporroteo—. Pero no lo era para Polémides de
Acarnas. ¡Quia! Se buscó otra mujer, ¿no te lo ha contado? No una fulana, no.
Una jovencita respetable. Como lo oyes. Se casó con ella y tuvo la cara de
decirme que no me presentara en la boda. ¿Qué te parece? Me entregó la
mitad de su paga, una miseria, como si eso lo arreglara todo. Tenía un hijo y
una hija de su propia sangre, y los largó con poco más que un «Ahí os
pudráis».
»Iba a ser un hacendado, como su padre. ¡Qué risa! Había intentado trabajar la
tierra conmigo y no distinguía la mierda de cerdo de la morcilla de cerdo. Pero
resulta que ahora era su sueño. Esa vez haría que funcionara, me dio.
»Maté a un hombre de un hachazo por él. ¿Te ha contado eso, capitán? En
Eritras. Le partí la cabeza en dos a aquel hijo de puta porque estaba borracho
ciego y se arrojó sobre Pommo. Si volviera a tener aquella hacha, la echaría en
la sopa. — Se quedó inmóvil y en silencio un buen rato, sosteniendo la
manzana junto a la boca y rodeándose el cuerpo con el otro brazo, como una
niña—. Pero ¿para qué vamos a seguir hurgando en el pasado, señor? Esa
mujer está bajo tierra y él lo estará pronto. Lo condenarán por Alcibíades, y
esta vez no podrá escabullirse.
Le pregunté si lo quería.
—Yo quiero a todo el mundo, capitán. No me queda más remedio.
Se había hecho muy tarde. Saltaba a la vista que Eunice estaba tan agotada
como yo. Le aseguré que hablaría con Polémides sobre su hijo y trataría de
convencerle para que aceptara verla, de modo que ella misma pudiera
exhortarle a intervenir. Le recordé la cantidad que le había prometido y le ofrecí
el doble. ¿Estaba segura de que quería echarse a la calle a aquellas horas?
Podía hacer que le prepararan una habitación sin ningún problema. Me dio las
gracias, pero rehusó; prefería no preocupar a la gente con la que vivía. En la
puerta, mientras le buscaba a alguien para que la acompañara con una
antorcha, un impulso súbito me obligó a hacerle una pregunta:
—¿Puedes darme tu opinión sobre Alcibíades, como mujer? ¿Qué te parecía,
no como general o como personaje, sino como hombre ?
Se volvió hacia mí sonriendo.
—Nosotras las mujeres ansiamos la gloria, capitán, igual que los hombres.
Pero ¿de dónde proviene nuestra grandeza? No del hombre al que
conquistamos, sino del que traemos al mundo.
Intentaba, le dije, comprender a Timea de Esparta, la reina que no sólo se
había dejado seducir, sino que además alardeaba de su infidelidad.
Eunice no veía en ello ningún misterio.
—No había mujer en el mundo, ni Timea de Esparta ni la propia Helena si
hubiera seguido viva, que pudiera estar frente a aquel hombre sin sentar en su
vientre la llamada del dios. ¡Qué hijos me habría dado su semilla! ¡Qué hijos! —
Se echó la toca sobre los hombros; luego, levantándose el velo para
colocárselo bien, se detuvo—. ¿De verdad quieres saber cómo es Pommo ? —
Le aseguré que lo deseaba sinceramente—. El corazón se le partió dos veces
en su juventud —dijo apartando los ojos de mí y mirando a un lado con
expresión grave—. Por su hermana y por su primera mujer. Cuando se las llevó
la peste, enterró sus cuerpos, pero no su recuerdo. ¿Qué mujer de carne y
hueso puede competir con eso, señor? Y las dos están muertas, así que ni
siquiera puedo maldecirlas.
»Eso es lo que queda de él, capitán. Y de Atenas. La peste y la guerra se
llevaron las esperanzas de sus hijos. Y las tuyas también, señor, si no me
engaño al leer en tus ojos.
Medité sus palabras gravemente, impresionado por su verdad.
—Si necesitas alguna cosa, señora, no dudes en acudir a mí. Si está en mi
mano, trataré de complacerte.
Se puso el velo, dispuesta a marcharse, pero se volvió de nuevo.
Alcibíades les dio esperanza, ¿verdad, capitán? La sentían en el vientre, como
las mujeres, y le perdonaban todas sus faltas y todos sus crímenes. Tenía eros.
Era eros. Sólo eso pudo apoderarse de la ciudad de aquel modo y cambiarla de
arriba abajo.
XL EL TRAPO ROJO DE ESPARTA
E ra otoño [siguió contando Polémides] cuando Telamón y ye llegamos a
Mileto, tras desembarcar en Aspendo y atravesar Caria por la carretera de la
costa. Ahora contaba los días sirviéndome de un calendario diferente: el
embarazo de Aurora. Faltaban cuarenta y tres para que cumpliera, según las
muescas del asta de mi lanza. Advertí a mi compañero que no contara conmigo
para entonces, porque estaría en Samos al lado de mi mujer.
—La esperanza es un crimen contra el Cielo —rezongó Telamón sin dejar de
avanzar contra el viento que azotaba el camino, que recorrían a todas horas
carros enemigos con material de guerra y cuerpos de caballería e infantería.
Todos los lugares aptos para desembarcar estaban siendo fortificados y
dotados de destacamentos—. Antaño eras soberbio, Pommo, porque
despreciabas tu vida. Pero la esperanza te ha reducido a la nada. Debería
abandonarte, y te abandonaría si no fuera por nuestro asunto.
Todas las poblaciones de Caria tenían guarniciones espartanas. Habían
cambiado, sobre todo Mileto. Bajo el dominio ateniense, celebraba una fiesta
llamada «de las Banderas». Las matronas adornaban las calles con banderolas
y estandartes; los gremios y las hermandades abarrotaban las plazas; la ciudad
entera permanecía en fiestas toda la noche, con bailes en las calles, carreras
de antorchas y cosas por el estilo. Aquel año, no. Las fachadas de las casas
estaban desnudas y los hombres, trabajando en los muelles, como en un día
cualquiera. Todo el mundo llevaba algo rojo, un trapo o un pañuelo, para
mostrar su lealtad a Esparta. Ya no se saludaba exclamando «¡Ártemis!» para
desear la bendición de la diosa, sino «¡Libertad!», para mostrar aborrecimiento
a la tiranía de Atenas. Era el saludo obligatorio.
Las guarniciones espartanas habían impuesto el estado de sitio, con toque de
queda incluido, pero los asuntos de las ciudades los llevaban los Diez,
consejos políticos de los ciudadanos más ricos, hacendados y gente por el
estilo, que no respondían ante Esparta, sino ante Lisandro. Bajo el dominio
ateniense, los casos civiles se juzgaban en Atenas, donde los buitres de los
tribunales se encargaban de dejar sin blanca a los colonos. Ahora esos
chanchullos parecían benignos. En los tribunales de Lisandro, cualquier delito
civil se consideraba un crimen de guerra. El incumplimiento de un contrato era
abandono del deber y la pereza, traición. Aunque los Diez hubieran querido ser
justos, pongamos en una disputa de límites, entre un campesino y su señor,
una sentencia moderada habría podido costarles que les denunciaran como
demócratas y partidarios de Atenas. El puño debía golpear con fuerza.
Toda Jonia se había convertido en un campamento de guerra. Lisandro había
hecho imposible la práctica de los oficios civiles. Tampoco permitía la menor
indisciplina. El castigo corporal estaba a la orden del día; en todos los muelles
había cepos y postes para propinar azotes. A todas horas se oía el grito del
contramaestre: «¡Formad para presenciar el castigo!»; las calles resonaban con
el silbido de la vara y el chasquido del gato. En el puerto, los perezosos debían
trabajar con argollas de diez kilos o arrastrando cadenas y bolas de hierro. Los
delincuentes permanecían firmes todo el día con un ancla sobre los hombros.
Nos cruzamos con Lisandro en la carretera de la costa, al sur de Clazómenas.
Le acompañaban doce jinetes, precedidos por una escolta de la caballería real
persa, hombres del príncipe Ciro. Tenías que saludar a su paso, a menos que
prefirieras recibir una paliza a manos de aquellos petimetres. Telamón
admiraba a Lisandro. Era un profesional. Había convertido a la chusma civil en
un ejército y les había enseñado a temerle más que al mismo enemigo.
«¡Libertad!», exclamábamos en las calles, con un pañuelo rojo anudado al
cuello.
Lisandro había instalado su cuartel general en el bastión de Éfeso. Era un lugar
magnífico. Telamón buscaba a su antiguo comandante, Etimocles, a cuyas
órdenes seguía técnicamente. Pero el oficial había cumplido su periodo de
servicio y había regresado a casa. Le había reemplazado Teleutias, que más
adelante llevaría a cabo una espectacular incursión en el Pireo.
—¿Sois espías? —nos espetó el espartano a modo de saludo.
—Sólo él —respondió mi compañero.
—¡Lástima! Confiaba en liquidaros juntos.
Teleutias, que tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse, nos envió
directamente a Lisandro. Al parecer, el navarca estaba al corriente de nuestros
casos, incluidos mi procesamiento y mi huida. Me habían condenado, me
informó. Era la primera noticia que tenía. Se echó a reír. Había olvidado hasta
qué punto era atractivo; su aplomo, considerable en los días en que carecía de
poder, se había multiplicado por diez después de su ascenso al mando
supremo.
—Os ha enviado Alcibíades —observó sin rencor—. ¿Con qué instrucciones?
¿Asesinarme?
—Atestiguar, señor, la sinceridad de su oferta de alianza contra los persas y la
buena fe de las propuestas que te ha hecho.
—Sí —respondió Lisandro revolviendo entre sus papeles—, Endio me ha
informado con detalle por escrito, y he recibido otras dos embajadas secretas
de vuestro amo.
Su mirada escudriñó la mía en busca de una reacción a la ofensa. Me costó
disimular. En cuanto a Telamón, no se había inventado el insulto que pudiera
hacerle perder la calma.
¿Cómo andábamos de dinero? Lisandro garrapateó una nota. Ordenó a su
asistente persa, en persa, que nos buscara alojamiento de categoría seis, la de
los jefes de lochoi.
—Los juegos de Ártemis se celebran pasado mañana; dirigiré una arenga al
ejército. Estad presentes. Alcibíades tendrá su respuesta.
Como sabes, Éfeso es uno de los puertos más importantes del Este. El Pteron,
«el ala», su enorme rompeolas, es una de las maravillas del mundo. Por aquel
entonces, se habían construido, cuatro de sus seis estadios, y era lo bastante
amplio en su parte superior para permitir que se cruzaran dos carros. La obra
estaba cubierta de andamios en toda su longitud, con ataguías a intervalos
para poner las zarpas. El mar estaba blanco de yeso a diez metros de
distancia.
El régimen de Lisandro daba sus frutos. Las bolsas estaban repletas y la moral,
alta. La disciplina impuesta por el espartano era considerada indispensable
incluso por quienes la padecían. Él tampoco la rehuía. Cualquiera podía verlo
en el gimnasio antes del alba, ejercitándose con dureza. Por las noches
trabajaba hasta tan tarde como Alcibíades. Se comportaba como si la victoria
ya fuera suya y él, un conquistador en vez de un comandante. La mierda rueda
cuesta abajo, dicen los soldados, pero también la confianza. Cualquiera podía
verla hasta en el último de los soldados.
El nuevo teatro, al oeste del temenos de Ártemis, dominaba el mar y era mayor
que el de Dionisos en Atenas. Allí fue donde se congregó el ejército
inmediatamente después de los juegos: quince mil en el anfiteatro y veinte mil
en las laderas del monte, con heraldos que repetían la alocución de Lisandro.
El príncipe Ciro, rodeado por los nobles de su guardia, los Compañeros,
ocupaba el palco del navarca. Desde las dos plataformas elevadas del teatro,
«las orejas», se veían las escuadras atenienses mandadas por Alcibíades que
bloqueaban el puerto.
—Espartanos, peloponesios y aliados —empezó diciendo Lisandro—, el
espectáculo del vigor viril que habéis demostrado hoy es motivo de alegría no
sólo para las ciudades por cuya libertad lucháis, sino también para los dioses,
que valoran por encima de todo el coraje y la devoción. No obstante, sé que
muchos de vosotros estáis impacientes. Veis los barcos de guerra de nuestros
enemigos avanzando con impunidad hasta la misma cadena que cierra nuestro
puerto y ardéis en deseos de presentarles batalla. ¿Por qué debemos
ejercitarnos continuamente?, preguntáis a vuestros oficiales. Cada día se unen
a nosotros más remeros expertos prófugos del enemigo. Cada noche nuestras
filas aumentan mientras que las suyas disminuyen. ¡Ataquémosles!, gritáis.
¿Hasta cuándo permaneceremos de brazos cruzados? Os responderé,
camaradas, explicándoos la diferencia entre nuestra raza, la doria, y la jonia de
la que procede nuestro enemigo.
»Nosotros, los espartanos y peloponesios, poseemos coraje.
»Nuestros enemigos poseen audacia.
»Ellos poseen thrasytes; nosotros, andreia.
»Escuchadme bien, hermanos. Ésta es una diferencia tan profunda como
irreconciliable. Ambos puntos de vista representan concepciones hostiles e
incompatibles de la adecuada relación del hombre con los dioses y, por ello,
predicen y hacen inevitable nuestra victoria.
»En casa de mi padre aprendí que los dioses reinan, y a temer y honrar sus
mandatos. Ésa es la mentalidad espartana, doria y peloponesia. Nuestra raza
no presume de dictar leyes a los dioses, sino que trata de descubrir su voluntad
y se adhiere a ella. Nuestro ideal de hombre es piadoso, modesto y comedido;
nuestra política ideal, armoniosa, uniforme, solidaria. Las cualidades más
gratas a los dioses son, a nuestro entender, el coraje para soportar las
adversidades y el desprecio a la muerte. Eso hace que nuestra raza no tenga
igual en la guerra terrestre, pues en la infantería mantener la posición lo es
todo. No somos individualistas porque para nosotros la atención a uno mismo
es orgullo. Aborrecemos la soberbia y consideramos que el hombre ha de
someterse a la voluntad de los dioses, no retar su supremacía.
»Los espartanos somos valientes pero no audaces. Los atenienses son
audaces pero no valientes.
»Detallaré para vosotros, amigos y aliados, el carácter de nuestro enemigo. Y
hacedme callar si miento. No dudéis en abuchearme, hermanos. Pero, si digo
la verdad, aclamad mis palabras. ¡Qué se os oiga bien alto!
»Los atenienses no temen a los dioses; quieren ser dioses. Creen que éstos
reinan, no mediante el poder, sino mediante la gloria. Los dioses gobiernan por
aclamación, dicen, por esa supremacía que infunde pasmo a los mortales y les
empuja a emularles. Creyendo tal cosa, los atenienses intentan complacerlos
convirtiéndose a sí mismos en dioses de arcilla. Los atenienses rechazan la
modestia y el recato como indignos de un hombre hecho a imagen de los
dioses. Éstos favorecen a los audaces. Y la experiencia, creen ellos, les da la
razón. La audacia en la acción les preservó de los persas en dos ocasiones, les
proporcionó un imperio y les ha permitido conservarlo. Los atenienses no
tienen adversario en el mar, porque la audacia gana en él. Un barco de guerra
no consigue nada manteniéndose en línea; debe embestir al enemigo. La
audacia es una máquina poderosa, amigos, pero tiene un alcance limitado, y
hay un escollo contra el que se estrella. Nosotros somos ese escollo.
Una aclamación tumultuosa interrumpió la arenga de Lisandro elevándose
como una ola de aquellos que estaban lo bastante cerca para oír su voz y
extendiéndose a los miles de hombres encaramados en las laderas cuando los
heraldos repitieron las palabras de su comandante.
—Ese escollo es nuestro coraje, hermanos, contra el que su audacia se estrella
y se va a pique. La thrasytes fracasa. La andreia resiste. Imbuíos de esta
verdad y no la olvidéis nunca.
»La audacia es impaciente. El coraje es sufrido. La audacia no soporta ni las
penalidades ni las demoras; es voraz, necesita alimentarse de victorias para no
morir.
La audacia tiene su asiento en el aire; es una tela de araña y un fantasma. El
coraje planta los pies en la tierra y extrae su fuerza del sagrado fundamento de
los dioses. La thrasytes aspira a gobernar a los inmortales; fuerza la mano de
los dioses y llama a eso su virtud. La andreia reverencia a los inmortales; busca
la guía del cielo y sólo actúa para cumplir la voluntad de los dioses.
»Escuchad, hermanos, y os diré qué clases de hombres producen esas
cualidades contradictorias. El hombre audaz es orgulloso, desvergonzado,
ambicioso. El hombre valiente, tranquilo, temeroso de los dioses, constante. El
hombre audaz busca dividir; quiere su parte y hará a un lado a su hermano
para obtenerla. El hombre valiente une. Socorre a su semejante, pues sabe
que lo que pertenece a la comunidad le pertenece también a él. El hombre
audaz codicia; denuncia a su vecino ante los tribunales de justicia, intriga,
miente. El hombre valiente se conforma con lo suyo; respeta la porción que le
han concedido los dioses y la cuida, comportándose con humildad como
sirviente de ellos.
»En los malos tiempos el hombre audaz se desespera con afeminada angustia,
tratando de extender su infortunio a sus vecinos, pues no tiene otra fuerza de
carácter a la que recurrir que su capacidad apara arrastrar a otros en su caída.
El hombre valiente en las horas bajas sufre en silencio, sin soltar una queja.
Reverenciando la rueda de las estaciones ordenada por los dioses, hace lo que
ha de hacerse, sostenido por la certeza de que soportar la injusticia con
paciencia es una muestra de piedad y sabiduría. Así son el hombre audaz y el
valiente. Ahora, ¿cómo es la ciudad audaz?
»La ciudad audaz ensalza el engrandecimiento. No puede quedarse en casa,
contenta con lo suyo; tiene que aventurarse fuera para despojar a otros. La
ciudad audaz impone el imperio. Despreciando la ley divina, se convierte en su
propia ley. Antepone su ambición a la justicia y justifica los peores crímenes
alegando el imperativo de su propia ambición. ¿Hace falta que nombre a esa
ciudad? ¡Se llama Atenas! —La ovación que recibió a aquellas palabras resonó
en todo el puerto y rodó como el trueno hasta los barcos atenienses que lo
bloqueaban—. Mirad allí, hacia el mar, hermanos, hacia las escuadras del
enemigo, que alardea de su presunta supremacía ante las mismas puertas de
nuestra ciudadela. Cuentan con nuestra inexperiencia en el mar y con nuestra
cautela, que consideran debilidades mediante las que esperan vencernos. Pero
se han olvidado de su propia impaciencia y precipitación, que son sus defectos,
y fatales. Nosotros podemos corregir nuestras deficiencias con práctica y
disciplina. Las suyas son intrínsecas, indelebles e irremediables.
»Alcibíades piensa que nos bloquea, pero somos nosotros quienes le
bloqueamos a él. Cree que nos mata de hambre, pero es él quien se muere de
hambre. Se muere de hambre de victorias, que debe obtener a toda costa, que
el demos de Atenas le exige perentoriamente, porque no posee coraje, sino
sólo audacia. Y si dudáis de la verdad de estas palabras, amigos míos,
recordad Siracusa. El mundo sabe cómo se jugó aquella partida. Nuestros
enemigos se equivocan fatalmente en su concepción de la auténtica relación
del hombre con lo divino. Ellos están equivocados y nosotros, en lo cierto. Los
dioses están de nuestra parte, pues los tememos y reverenciamos, no de la
suya, pues sólo buscan abrirse paso a empujones hasta el Olimpo y erigirse en
dioses. —Las aclamaciones lo interrumpían tan a menudo que tenía que hacer
una pausa casi después de cada frase y esperar a que cesara el clamor—.
Nuestra raza, hermanos, se ha dedicado a estudiar el coraje y ha acabado
averiguando cuál es su fuente. El coraje brota de la obediencia. Es hijo del
desprendimiento, la hermandad y el amor por la libertad. La audacia, en
cambio, nace de la rebeldía y la irreverencia; es hija bastarda del atrevimiento y
la rapiña. La audacia sólo respeta dos cosas: la novedad y el éxito. Se alimenta
de ellos y sin ellos muere. Mataremos de hambre a nuestros enemigos
privándoles de esos bienes, que para ellos son como el pan y el aire. Para eso
nos ejercitamos, soldados. No para sudar por sudar, ni para remar por remar,
sino para que la práctica de la cohesión nos proporcione andreia, para llenar
los depósitos de nuestros corazones de confianza en nosotros mismos, en
nuestros compañeros de tripulación y en nuestros jefes.
»Hay quien dice que temo enfrentarme a Alcibíades y me acusa de falta de
intrepidez. Temo a Alcibíades, hermanos. Pero eso no es cobardía, sino
prudencia. Como no sería valentía enfrentarme a él barco contra barco, sino
temeridad. Porque conozco la pericia de nuestros enemigos y observo que la
nuestra aún no la iguala. El comandante sagaz honra el poder del enemigo. Su
virtud no es atacar la fuerza del contrario, sino su debilidad; no donde y cuando
está listo, sino donde es vulnerable y cuando menos lo espera. La debilidad del
enemigo es el tiempo. La thrasytes es
perecedera. Es como una fruta madura y hermosa que apesta cuando
se pudre.
»Por ello, infundid paciencia a vuestros corazones, hermanos. Oídme bien: me
alegro de que no estemos preparados. De estarlo, me inventaría alguna excusa
para seguir esperando. Pues cada hora en que privamos al enemigo de la
victoria es otra hora en que volvemos su fuerza contra sí mismo. En su impía
vanidad, Alcibíades se cree un segundo Aquiles. Pues bien, si lo es, la audacia
es su talón, ¡y por el cielo que se lo golpearemos y le derribaremos! —Las
aclamaciones arreciaron, cerradas y ensordecedoras—. Por último, soldados,
dejadme hablaros de ese Alcibíades y de lo que sé de él. Hombres valientes
tiemblan al oír su nombre, tantas son las victorias que ha dado a su nación.
Pero yo os digo, y apostaría mi vida por ello, que llegará su hora, por la mano
de los dioses o de sus compatriotas. No puede ser de otro modo;
su
propia naturaleza lleva aparejado ese sino. Porque ¿qué es esehombre sino
la
suprema encarnación de la thrasytes ateniense? Todas sus victorias se derivan
de su audacia, no de su coraje. Permitamos que nos aterre y le habremos
entregado el triunfo en bandeja. Pero basta con que nos mantegamos firmes e
impertérritos ante cualquier cebo que nos arroje, y se hará añicos y su nación
con él.
»Conozco a ese hombre. Durmió bajo mi techo en Lacedemonia cuando huyó
allí, tras ser desterrado por sus propios compatriotas a causa de las ofensas
que había cometido contra los dioses. Lo aborrecía entonces y lo desprecio
ahora. Juro que si los dioses ponen a Alcibíades ante mi proa abatiré su orgullo
y liberaré a Grecia de su impiedad y de la tiranía de Atenas, bajo la que ese
hombre pretende esclavizarnos a todos.
»Pongo mi confianza en vosotros, hermanos, en vuestros brazos y vuestra
andreia. Pero ante todo la pongo en los dioses. No es un deseo ilusorio, sino la
observación objetiva de las leyes divinas, que considero tan fiables como las
mareas y tan inmutables como los movimientos de las estrellas.
»La audacia produce soberbia. La soberbia llama a Némesis. Y Némesis abate
a la audacia.
»Nosotros somos Némesis, hermanos. Desencadenada por la indignación del
Cielo ante el orgullo de ese aspirante a tirano y la presunción de su ciudad.
Somos el sagrado agente de los dioses, y no hay fuerza entre el mar y el cielo
capaz de prevalecer contra nosotros.
XLI FUEGO DESDE EL MAR
La alarma sonó bien entrada la tercera vigilia. Yo dormía como un tronco en la
villa que nos habían asignado a Telamón y a mí, en la que se alojaban una
docena de oficiales con sus mujeres. Los espartanos salieron a la calle a toda
prisa.
—¿Es un simulacro? —gritó alguien desde una terraza.
El puerto se extendía a nuestros pies, a dos estadios de distancia; se veían
barcos en llamas atravesando la cadena y, a su resplandor, dos columnas de
trirremes atenienses que avanzaban rápidamente lanzando flechas incendiarias
y disparando las catapultas en todas direcciones.
Nos armamos y echamos a correr colina abajo. Ya conoces la ciudad, Jasón. El
monte Coreso domina el casco urbano y abarca la extensión de los barrios que
irradian del puerto. El gran rompeolas, el Pterón, cierra la entrada del puerto.
Bajo su base se extienden los muelles comerciales, el Emporio, y, más allá, la
aduana, las fortificaciones interiores y el bastión naval, la Capucha de la Caza
dora. El río Caístro, denso de légamo, desemboca entre el templo de las
Amazonas y la gran plaza del Artemisión, con las obras de drenaje y las
marismas al sur, los terrenos de caballería y los suburbios de extramuros.
Estos últimos, construidos sobre colinas, eran pasto de las llamas en su
totalidad.
Para cualquiera que conociera la mentalidad de Alcibíades resultaba evidente
que aquel ataque era su respuesta al discurso de Lisandro y un intento de
aprovechar la presencia del príncipe Ciro en la ciudad. Dada su audacia, podía
haber desembarcado hasta el último regimiento o incluso traído a sus tracios, y
que los dioses ayudaran a quien tuviera que enfrentarse a ellos.
—Esto no me atrae ni pizca —le grité a Telamón entre la muchedumbre del
puerto, pues no me moría de impaciencia por ganarme un epitafio luchando por
ninguno de los dos bandos—. Busquemos un escondrijo y aguantemos hasta
que a ese hijo de puta le dé por marcharse.
Nos metimos en un almacén de la calle de los Armeros. Los barcos
incendiarios, galeras sin tripulación cargadas de brea y resplandecientes como
el Tártaro, iluminaban el puerto y sus alrededores como si fuera pleno día.
Nunca había vivido un ataque de Alcibíades desde el bando defensor. Era un
espectáculo espeluznante de caos y ruido, que había conseguido acobardar a
los peloponesios. Botes de doce remos remolcaban los barcos incendiarios a
un ritmo endiablado, con las pantallas levantadas para proteger a los remeros
de la lluvia de proyectiles de los defensores, que hasta el momento brillaba por
su ausencia. Un grupo de embarcaciones espartanas se aprestó a interceptar
al bote de cabeza. Vimos que el atacante soltaba el cable; dos embarcaciones
enemigas le embistieron cuando el barco que remolcaba entraba a la deriva en
una rada donde fondeaba una docena de trirremes espartanos. El impacto
partió los botalones incendiarios, que resonaron como truenos y volcaron su
cargamento de brea y azufre en los puentes enemigos.
La segunda línea de barcos incendiarios asomó a popa de la primera. Su
repentina aparición sumió a los peloponesios en un estupor paralizante.
—¡No deis vueltas como jodidas ovejas! —gritó un oficial espartano a la
muchedumbre—. ¡Botad lanchas, maldita sea!
En ese instante, Lisandro en persona pasó al galope por la calle seguido por su
escolta. Vimos que el oficial corría hacia él para informarle de sus órdenes.
Lisandro las anuló. La infantería peloponesia empezaba a congregarse en el
puerto. Los botes atenienses seguían asolando los fondeaderos, a los que
arrojaban girándulas y otros proyectiles incendiarios.
—¿Acudimos al Pterón? —gritó el oficial a Lisandro, sugiriendo tomar el
rompeolas para repeler el desembarco.
Lisandro también rechazó aquello. No podía negarse que el bastardo tenía
sangre fría. Cualquier otro de su raza se habría lanzado sin pensarlo a las
fauces de la batalla, buscando la victoria o una muerte gloriosa. Pero Lisandro
era listo. Alcibíades le estaba tendiendo un lazo, como él se lo había tendido
antes. Lisandro no estaba dispuesto a caer en la trampa. Señaló hacia el
Artemisión y la amplia explanada de desfiles frente a la ciudad.
—¡Atrás! ¡Formad en la plaza!
Lisandro había construido muros para separar el barrio residencial de Antenoris
de los muelles, una empresa de la que se burlaban incluso sus propios oficiales
como de un trabajo baldío y absurdo. Ahora su genialidad saltaba a la vista.
Las murallas encauzaban a los atacantes que llegaran del mar —los que
accedieran por el Pterón, como hacían los atenienses— hacia la avenida de la
Exposición, en el lado del mar, con el agua a un lado y un muro en el otro. Era
un callejón sin salida ideal para una matanza. Todo lo que necesitaba Lisandro
era esperar.
La zona en que me había ocultado con Telamón era tierra de nadie. Del mar
llegaban los atenienses y sus aliados; los espartanos y los peloponesios los
esperaban en tierra. Chocarían en el depósito cercado con piedras que
teníamos delante, y nuestras tropas serían aplastadas. Sin embargo, los planes
de batalla siempre son fútiles. De repente, surgió un imponderable donde
menos podía esperarlo Lisandro, y contra el que no podía luchar.
Era el príncipe Ciro, ansioso de obtener gloria.
Oímos cascos de caballos en la calle de los Armeros; un escuadrón de la
caballería real persa salió a campo abierto. El grupo se abrió paso entre la
masa de los peloponesios y siguió galopando hasta la plaza del Artemisión. El
príncipe tiró de las
riendas ante Lisandro. El muchacho no tenía más que diecisiete años y era
delgado como una caña, pero la nobleza de su sangre le espoleaba de tal
modo y era tal su deseo de emular las hazañas de sus antepasados que
parecía envuelto en una aureola. —¡Ahí está el enemigo, Lisandro! ¿A qué
esperas?
«¡Ve a su encuentro! ¡Ataca!», parecía querer añadir.
El príncipe hizo volver grupas a su montura y la lanzó. Su escolta salió al
galope tras él. Los peloponesios y sus aliados no esperaron más; la
muchedumbre corrió hacia la avenida de la Exposición. Nuestro almacén
estaba justo en su camino. Los atenienses que habían llegado hasta allí dieron
media vuelta y echaron a correr arrojando sus antorchas a los aleros y las
callejas.
Telamón y yo echamos un vistazo a nuestro escondite. Pintura. Habíamos ido a
elegir un almacén de brea y encausto. Salimos huyendo en el preciso momento
en que explotó. Sentí que el pelo y la barba me ardían; mi ropa chorreaba
trementina inflamada. Corrí hacia la calle golpeando las llamas con mi manto,
pero también estaba empapado de aceite y ardía. Telamón me lanzó sobre un
montón de piedra pómez, junto a un solar en construcción, momentos antes de
que las hordas lo invadieran. Un jefe de pelotón peloponesio se detuvo al llegar
a nuestra altura y empezó a golpearnos con la vara para obligarnos a unirnos al
ataque. Yo tenía quemado todo el costado izquierdo; no veía ni tocaba otra
cosa que carne chamuscada al pasarme la mano por la cara.
—¡Por todos los dioses, este hombre no puede luchar! —gritó Telamón
revolviéndose.
—¡Vete! —le insté dándole un empujón, antes de que le arrestaran o algo peor.
El príncipe Ciro cabalgaba avenida de la Exposición abajo seguido por las
tropas del Artemisión, más de treinta mil hombres, mientras Lisandro, furioso,
perseguía al muchacho a la cabeza de sus caballeros para salvarlo de su
insensato valor.
Polémides prosiguió su narración, a la que volveré en su momento. Entre tanto,
dado que su objetivo durante el resto de la batalla no era ni participar ni
observar, sino salvar la vida, cambiaré de narrador.
Alcibíades había asignado a Pericles el Joven el mando de la ola de barcos
atacantes que sucederían a los de Antíoco, los mismos que Polémides había
visto romper la cadena del puerto y llevar el asalto hasta la orilla. Ya he citado
esas anotaciones de bitácora, que me entregó su mujer después del juicio por
lo de las Arginusas. También me confió varios diarios que Pericles había
redactado por aquellas fechas para que sus hijos no dieran crédito a las
calumnias de sus acusadores y también, creo yo, para conservar la razón
durante aquella dura prueba, cuya crónica haré a su debido tiempo. Pero,
volviendo a Efeso y al diario de Pericles:
El plan de Alcibíades, diseñado en una sola noche por los trierarcas y jefes de
escuadra bajo su dirección, era consecuencia del discurso pronunciado por
Lisandro como cierre de los juegos de Ártemis. Aquélla era la respuesta
espartana, definitiva e inapelable, a la oferta de alianza de Alcibíades. Lisandro
lucharía hasta el final, con la fe puesta menos en los dioses, como observó
Alcibíades, que en la impaciencia del electorado ateniense. Lisandro
comprendía al Monstruo tan bien como su rival. Las victorias en el interior,
aunque implicaran el saqueo de ciudades importantes, no saciarían la
voracidad de la bestia, y menos ahora, inflamada como estaba por las
expectativas que había despertado su invencible comandante. Alcibíades tenía
que atacar, y atacar a Lisandro. Ningún objetivo inferior serviría. El Monstruo
exigía la cabeza de su enemigo, o la de quien fuera incapaz de
proporcionársela.
Ese era el objetivo estratégico. Los tácticos eran tres: devastar los astilleros y
los talleres de reparación; destruir o llevarse tantos barcos de guerra como
fuera posible, de la forma más espectacular posible; y apoderarse del Pterón y
derruirlo. El ataque era una operación anfibia en la que participaban doce mil
cuatrocientos hombres, noventa y siete barcos mayores y ciento diez de apoyo.
Implicaba la coordinación de once fuerzas de asalto a lo largo de un frente de
ciento sesenta estadios. Se habían asignado cuarenta y seis objetivos. Los
rollos de señales eran tan gruesos como mi muñeca.
Los movimientos preliminares se habían iniciado dos días antes. Una escuadra
de veinticuatro naves a las órdenes de Aristócrates y otra de veintiocho a las de
Adimantos partieron de Samos, no con tripulaciones convencionales, sino con
infantes provistos de armadura que harían las veces de remeros, honderos y
jabalineros, tantos como admitían los barcos sin que el calado traicionara su
número, tumbados boca abajo en el puente, tras las pantallas. La escuadra de
Aristócrates puso proa al sudeste como si se dirigiera a Andros; la de
Adimantos, al norte, hacia el Helesponto. Ambas procuraron que los vigías de
Lisandro en los montes Coresos y Licón observaran sus movimientos. Se
adentraron en el mar hasta perderse de vista y regresaron al cabo de dos
noches para desembarcar sus efectivos, Aristócrates, en los campos de cultivo
entre Priene y Efeso, Adimantos, al norte, en la colonia de recreo conocida
como el Garfio, desierta en esa época debido a los vientos Etesios.
La caballería hizo la travesía de Samos a Lada durante la noche y desembarcó
en una cala deshabitada conocida como la Media Luna. La mandaba
Alcibíades. Deteniendo a todo aquel que habría podido adelantarse para dar la
alarma, las unidades avanzaron por caminos rurales hasta enlazar con las
compañías de Adimantos desembarcadas en el Garfio. Desde allí, Alcibíades
avanzó sobre la ciudad. Los puestos avanzados cayeron tan rápidamente que
nuestras fuerzas alcanzaron los arrabales antes de que nadie pudiera avisar a
Lisandro.
Desde el sur, las compañías de Aristócrates no sólo cortaron la calzada por la
que la ciudad podía recibir refuerzos, sino que además abrieron las compuertas
del canal e inundaron la llanura. Cortaron la cadena en el fuerte Cilón. Los
nadadores capturaron los islotes gemelos, el Yema y el Clara, donde estaban
los amarres del cable. A esas alturas, los primeros barcos incendiarios
iluminaban la ciudad. La infantería de Erasínides forzó la puerta situada al norte
de la avenida de la Exposición. Las naves de Antíoco entraron en el puerto a la
altura de Cilón. Mis veinticuatro permanecían al pairo ante la cadena. Si los
defensores conseguían rechazar a Antíoco, protegeríamos su retirada. Si nos
hacía señales de avanzar, atacaríamos en su estela con todas nuestras
fuerzas. Las hogueras de Cilón y Yema iluminaban el canal. Para hacerse una
idea de los daños basta saber que los incendios de los astilleros, el rompeolas
y el Emporio eran de tal magnitud que su resplandor se veía desde Quíos, a
unos quinientos estadios de distancia.
Mientras tanto, Alcibíades, como supimos más tarde, estuvo a punto de perder
la vida en las siguientes circunstancias. Su caballería había avanzado por los
suburbios adelantándose a la infantería de Adimantos y se dirigía hacia la
puerta norte para unirse a las compañías de infantería desembarcadas en el
Pterón por Antíoco y Erasínides. Los hombres de Alcibíades seguían a un guía
a través del laberinto de callejas que forma ese barrio. Desembocaron en una
plaza. Para su asombro, un ejército de mujeres había levantado barricadas de
bancos y carros volcados en la única salida y defendieron la posición con uñas
y dientes. No eran amazonas, sino mujeres del barrio decididas a proteger a
sus hijos y sus hogares.
Las mujeres atacaron a la caballería de Alcibíades desde los tejados, arrojando
tejas, ladrillos y piedras con una temeridad pasmosa, y, lejos de amilanarse
ante los proyectiles con que les respondieron los atenienses, siguieron
defendiéndose con, una contumacia tan bulliciosa y obscena que, según
atestiguaron los jinetes, producía un terror más intenso que cualquier falange
de espartanos o cualquier horda de aullantes salvajes. Un ladrillo alcanzó a
Alcibíades en un hombro. El golpe le fracturó la clavícula, y tuvo que ser
asistido por Mantiteo, que nunca se separaba de él. Como de costumbre,
Alcibíades luchaba sin casco; de haberle alcanzado un palmo más arriba, el
proyectil le habría partido la cabeza.
En la ciudad, los batallones del enemigo avanzaban por la avenida de la
Exposición. Se inició la lucha por el Pterón, el enorme rompeolas por el que se
batían hombres, caballos y barcos palmo a palmo. Los andamios se alzaban a
ambos lados; eran de pino y estaban en llamas de un extremo al otro. Las
ataguías del último tramo estaban erizadas de escombros, ladrillos y estacas,
carretillas de mortero, bombas de achique y piezas de hierro que las convertían
en trampas mortales. Los hombres y los caballos caían allí en un número
espeluznante.
Antíoco nos hizo la señal de atacar. Yo había situado el Calíope a la izquierda
de la línea, para pasar cerca del Pterón y evaluar la situación. Devolvimos la
señal y avanzamos con toda la potencia de nuestros remos.
La lucha sobre el rompeolas era espectacular. Alcibíades, al mando de la
caballería y la infantería pesada, había conseguido abrirse paso hasta él,
aunque aún no podíamos verle desde nuestra posición. La masa del enemigo,
una línea de un centenar de escudos secundada por lo que parecían millares
de hombres, había retrasado su avance por la avenida de la Exposición. Unos
cuatro o cinco mil espartanos, incluidos jinetes, habían subido al rompeolas
antes que Alcibíades y Adimantos, y ahora empujaban y se abrían paso a
hachazos hacia la garita situada en su extremo, en un intento de llegar al
cabrestante para volver a cerrar el puerto y atrapar a nuestros barcos en su
interior. Los infantes atenienses que habían tomado el muelle y cortado la
cadena defendían el último tramo del rompeolas, mientras, a su altura, los
barcos de ingenieros de Erasínides, de costado junto a la empalizada,
aplicaban poleas y cables a las estacas sumergidas, al tiempo que seguían
desembarcando infantes de los transportes fondeados. Al pasar junto al
extremo del Pterón a bordo del Calíope, pude ver entre la masa de los
enemigos a un personaje ricamente vestido, rodeado por una guardia de
jinetes. No podía ser otro que Lisandro.
Posponiendo cualquier otro objetivo, decidí atacarle inmediatamente. Estaba
dispuesto a sacrificar mi propia vida y la de toda mi tripulación si era necesario.
Hice señales a mi segundo, Licomenes, capitán del Teama, para que
continuara con la escuadra, y a Damodes, trierarca del Erato, éstas otras:
«Sígueme» y «Desembarca a los infantes».
Pude ver a Damodes el Oso en su racel de popa. También él había avistado al
enemigo y se moría de ganas por atacarle. Entretanto, en la bahía, el Tique de
Antíoco se había partido la roda y emprendía la retirada ciando hacia el Pterón.
Amarrar un triple a una muralla de siete metros de altura es toda una hazaña a
plena luz del día. Al resplandor de las llamas, el Calíope se acercaba como un
cascarón infame pilotado por un borracho. Antíoco se limitó a encajar la popa
del Tique entre dos ataguías y, lanzando una última andanada, subió detrás de
una pantalla de fuego.
El combate sobre el Pterón había alcanzado un punto de tal densidad que
hacía imposible hasta las tácticas más elementales, tales eran las proporciones
del caos. El enemigo tenía cinco mil hombres sobre el rompeolas, apretados
escudo contra escudo, y varios miles más empujaban desde tierra. El grueso
de nuestra caballería luchaba desmontada, pues el enjambre de peloponesios
embestía contra los caballos con una saña asesina. Los pobres animales
agonizaban en el suelo relinchando y coceando, mientras otros se debatían en
el agua y se ahogaban. Yo resbalé al saltar una roca, caí de bruces con todo mi
peso más el de la armadura y golpeé la roca con el casco. Me produje
moretones en ambos ojos y me rasgué la carne entre el pulgar y el índice. En
tales condiciones, conseguí encaramarme al fin al Pterón y busqué al
espartano.
No era Lisandro, sino el príncipe, Ciro de Persia, que había jurado hacer
pedazos su propio trono para abatir el poder de Atenas.
—¡Ciro! ¡Ciro!
Nuestros hombres gritaban su nombre y se abalanzaban sobre los campeones
que lo protegían. Los caballeros del príncipe se batían con sobrecogedora
valentía y con una habilidad de jinetes sólo superada por la de sus monturas,
ejemplares adiestrados para mantener la cohesión flanco contra flanco y para
retroceder y descargar ambos cascos delanteros y atacar con el espolón de su
peto. Nunca podré olvidar la expresividad de sus ojos.
—¡Matadlo! —aulló Antíoco desde la popa del Tique.
La caballería y la infantería pesada, Alcibíades y Adimantos, se abrieron paso
entre la masa. Los infantes luchaban alrededor del príncipe Ciro, gritando que
le tenían atrapado. Una alteración súbita, tan profunda como asombrosa, se
apoderó de Alcibíades. Aunque tenía la clavícula fracturada bajo la hombrera,
como supimos más tarde, la lesión, que habría obligado a retirarse, impotente y
dolorido, a cualquier otro, no le impidió enderezarse y levantar el escudo de
nueve kilos con el brazo afectado.
Se precipitó hacia el príncipe. Todos lo hicimos. Nos lanzamos hacia la marea
de cuerpos y armaduras que empujaba hacia el extremo del Pterón la
muchedumbre de refuerzos espartanos y peloponesios provenientes del puerto.
En ese momento, Lisandro llegó a la vanguardia de las fuerzas enemigas. Le
gritó a Ciro que retrocediera hacia él. «¡Ábrete paso, te salvaré!». El espacio
que les separaba estaba abarrotado de infantes atenienses, hombres aislados
de los barcos fondeados junto al rompeolas, como yo mismo, junto con
nuestros comandantes, Alcibíades y Adimantos, y los restos de la caballería.
Las llamas bramaban en los barcos, los belfos de los caballos parecían exhalar
humo, los gritos de los hombres se elevaban en una algarabía demencial.
—¿Lo estáis viendo, hombres de Grecia? —gritó Alcibíades al enemigo—. ¡Un
espartano luchando hombro con hombro con el bárbaro!
—¡Para liberarse de ti, maldito arrogante! —ladró Lisandro.
El espartano hincó las rodillas en su montura y lanzó la jabalina desde tan
cerca que el arma recorrió apenas tres veces su longitud antes de clavarse con
un ruido seco en el escudo de su enemigo. Alcibíades paró el golpe con el
brazo fracturado. La punta de la jabalina atravesó el bronce, hizo astillas el
roble de debajo y penetró cuatro dedos en su carne.
—¡Está herido! —gritaron los hombres de ambos bandos, mientras los
espartanos y los persas se lanzaban hacia él con renovados bríos y los
atenienses y sus aliados cerraban filas todavía más para alzar un muro de
cuerpos ante su comandante.
El infante más próximo a Alcibíades le ayudó a levantar el escudo que ya no
podía sostener. Las flechas acribillaron la espalda del héroe. Las lanzas, su
montura. Nubes de proyectiles volaban sobre su cabeza.
La caballería de Lisandro se abalanzó hacia él. Alcibíades lanzó su hacha entre
la lluvia de flechas y jabalinas. Yo estaba a apenas unos metros del espartano,
tan cerca que pude verle la barba bajo el guardapapo del casco mientras
paraba el hacha con el escudo.
—¡Tira ahí, Lisandro! —aulló Alcibíades señalando al príncipe Ciro—. ¡Tira ahí,
y sé como Leónidas! —añadió refiriéndose al rey espartano que con tanto valor
había
caído en las Termópilas, dos generaciones antes, defendiendo a Grecia de los
persas.
—¿Ni ahora puedes dejar de cortejar a las masas, farsante? —le escupió
Lisandro, furioso.
—¡Tu rey Leónidas está aquí, y te señala como traidor a Grecia!
Nuestros infantes hicieron un último intento de llegar a Ciro. Los proyectiles
llovían desde los barcos y el rompeolas; el príncipe y sus caballeros
retrocedían.
—¡Matadlo! —tronó Antíoco sobre el griterío.
El muchacho seguía retrocediendo hacia el final del Pterón empujado por el
ataque ateniense.
—¡Hombres de Persia —exclamó el príncipe en su lengua (o eso nos
tradujeron más tarde)—, de vosotros depende que vuestro príncipe viva o
muera!
Sin un instante de vacilación, los campeones de Ciro lanzaron a sus pura
sangres contra las lanzas atenienses e hicieron retroceder a sus enemigos
gracias a su magnífico sacrificio. Ciro se lanzó al galope. Príncipe y caballo se
abrieron paso protegidos por los escudos de los caballeros espartanos.
Aquello precipitó el final. Masa contra masa, cada división se esforzó en arrojar
a la otra al mar. Todos callamos. Los hombres ya no gritaban ni gruñían. Ni
siquiera relinchaban los caballos; sólo se oía ese ruido que obliga a quien ha
participado en una batalla a despertar aterrado.
Los enemigos eran demasiados; nosotros, demasiado pocos. Retrocedimos.
Escapamos en los barcos. El ataque había terminado.
Alcibíades embarcó a bordo del Tique. Los hombres se arremolinaban a su
alrededor, según me contó Antíoco, señalando las llamas y aclamándolo.
En esos momentos no dijo nada. Al amanecer, una vez que desembarcamos
en Samos, bañado y vendado por los cirujanos, nos llamó a su lado, en
confianza y aparte, a Adimantos, Aristócrates, Antíoco, Mantiteo y a mí mismo.
A partir de ese momento, nos advirtió, debíamos procurar alejarnos de él.
—Después de esta noche —nos dijo—, mi estrella ha caído.
Se cuenta una anécdota de Lisandro en la estela de la batalla. Al parecer, al
reunir las tropas en el Artemisión, cuando los partes informaron de cuarenta y
cuatro de los ochenta y siete trirremes quemados o destruidos, junto con los
astilleros, instalaciones de reparación y todas las rampas de construcción del
Pterón, el espartano tuvo que enfrentarse no sólo al príncipe Ciro, que debía
rendir cuentas a su padre del rendimiento del oro persa, sino también a los
representantes de los éforos, técnicamente sus superiores, que casualmente
acababan de llegar de Esparta.
—¿Y cómo llamas a esto, Lisandro? —le preguntaron los magistrados,
refiriéndose a la devastación del puerto.
—Lo llamo por su nombre —se cuenta que respondió Lisandro—. Victoria.
LAS MISERIAS DEL PILLAJE
Me cabe el honor de conservar los diarios de Pericles el Joven [siguió diciendo
mi abuelo], junto con esta enseña del Calíope, hundido posteriormente en la
batalla de las Rocas Azules, y del Esforzado, cuyo timón manejó en las islas
Arginusas. Fue el último barco que mandó. Pero a eso, querido nieto,
llegaremos en su momento.
Volvamos con Polémides, a quien dejamos cuando se iniciaba el ataque a
Efeso.
Consiguió huir de la ciudad, me contó, aprovechando la oscuridad y el caos de
la batalla. No obstante, las quemaduras y el agotamiento le obligaron a
detenerse en los campos al sur de la ciudad. Tenía que buscar un escondrijo.
Inmediatamente después del ataque, la guardia costera de Lisandro dobló la
vigilancia y las patrullas. Se ofrecieron recompensas por los atenienses que
hubieran quedado en tierra; los locales, muchachos e incluso mujeres, se
lanzaron a la caza del hombre. Polémides sobrevivió alimentándose de ratas y
lagartos, que ensartaba en los canales en los que se ocultaba, y puerros y
rábanos que robaba durante la noche en los huertos de las casas. Veía pasar
barcos de guerra atenienses en misiones de reconocimiento nocturno; les
hacía señales y en una ocasión intentó alcanzar uno a nado, pero le fallaron las
fuerzas. Siguió escondiéndose, dio, como una rata.
La fecha en que cumplía Aurora, su mujer, llegó y pasó. Ahora tenía un hijo, o
eso esperaba, pero no se atrevía a viajar de día, buscar un barco o mandar una
carta. Aunque, como de costumbre, no quiso confiarme aquellas cuestiones
que consideraba demasiado personales, no era difícil imaginar su
desesperación y la angustia por su vida, que ansiaba preservar más que nunca
por su mujer y su hijo; a lo que ha de añadirse la consternación por no haber
podido reunirse con Aurora para el parto y por la zozobra que debía de sentir
su mujer al no saber siquiera si seguía vivo.
Por esas mismas fechas, me encontraba en Atenas. La ciudad estaba contrita y
escarmentada, y refunfuñaba al despertar con resaca de su borrachera de
pasión por Alcibíades. Como la respetable matrona que vuelve a ceñirse la faja
y recompone su dignidad tras los excesos de las Dionisíacas, la ciudad de
Atenea se estremecía, se echaba agua a la cara y abrazaba la amnesia
colectiva. ¿De verdad hicimos eso? ¿Dijimos lo otro? ¿Prometimos lo de más
allá? Quienes habían bailado con más desvergüenza al son de su nuevo ídolo
volvían en sí y, arrepintiéndose de sus faltas, se animaban al gélido y
tonificante contacto de la abjuración. De tal modo que
cuanto más indignamente se había arrastrado un hombre solicitando el favor de
Alcibíades o entregando donaciones para su causa, tanta más indiferencia
fingía ahora y con mayor desfachatez juraba no haber caído en semejante
servidumbre.
A medida que comprendían lo cerca que habían estado de entregar su libertad,
los ciudadanos se reafirmaban en la decisión de no caer en semejante locura
nunca más. Los elementos oligárquicos cerraron filas, temerosos de la ira de la
muchedumbre; los demócratas se autoflagelaron por su precipitación en
renunciar a su independencia. El código de las masas era tan conciso como
unánime: cualquier tallo que levantara la cabeza por encima de los demás
debía ser arrancado de cuajo. Los nuevos radicales, encabezados por Cleofón,
no se postrarían ante Alcibíades ni ungirían a ningún otro omnipotente por
encima de ellos, el pueblo soberano.
Estaba claro que el poder de Alcibíades dependía hasta un punto extraordinario
de su presencia en la ciudad. La mayoría de sus incondicionales lo
acompañaba en la flota, y los que se habían quedado (Euriptolemo, Diotimo,
Pantítenes) no poseían un programa específico ni una filosofía que pudieran
poner en práctica. Alcibíades había abandonado la ciudad y en ésta no había
quedado otro proyecto que la adulación de su persona; sin el estímulo de su
presencia y su celebridad para impulsar el consenso, se creó un vacío de
poder. Y sus enemigos se apresuraron a llenarlo.
Los despachos que relataban la incursión en Efeso, considerada una gran
victoria, no consiguieron provocar la alegría de la ciudad. Las peticiones de
dinero de la flota llegaban a diario. Por esa época, yo trabajaba en la Inten
dencia Naval. Éramos diez, uno por cada tribu, con un epistates, un presidente,
que cambiaba diariamente. Sólo Patroclo, hijo del oficial del mismo nombre
caído en Sicilia, y yo votábamos invariablemente a favor de financiar a la flota.
Nuestros colegas se resistían, por legítimas consideraciones económicas, pero
sobre todo por las presiones de los enemigos de Alcibíades, que deseaban
provocar su caída escatimándole el dinero.
Anteriormente sólo se recibían solicitudes de los curadores de los astilleros, del
Colegio de Arquitectos, de los Diez Generales o de los taxiarcas de las tribus.
Ahora admitíamos peticiones de dinero de los jefes de escuadra e incluso de
contramaestres e infantes, a razón de veinte al día. Aquí tienes una moción
proponiendo conceder la ciudadanía a todos los remeros extranjeros de la flota.
Esto es una carta en la que se pide a los propietarios que habían alquilado a
sus esclavos como remeros que renuncien a su comisión, y que se asigne un
salario a dichos hombres para evitar que deserten. Y esta otra, para que
también se les conceda la ciudadanía.
Los centenares de demandas legales presentadas por los enemigos de
Alcibíades empezaron a cobrarse víctimas. Cada partidario condenado, como
Polémides, por colaborar con el enemigo, era otro golpe propinado a
Alcibíades. ¿Por qué no había conseguido tomar Efeso? ¿Por qué, si no por su
amistad con Endio y su antigua asociación con Lisandro? Sus enemigos
aprovecharon la coyuntura para desvelar su plan de alianza con Lacedemonia
contra los persas. ¿Qué otra cosa podía ser aquello aparte de una estratagema
para vender la ciudad al enemigo?
En mi propia familia, el miedo por la suerte del estado avivó el debate. Dada la
insensata intemperancia de los demócratas radicales, temíamos su acceso al
poder casi tanto como el de Alcibíades. Un personaje de su estatura, aunque
fuera noble, imposibilitaba el libre intercambio de intereses políticos dentro del
estado. Incluso aquellos que le amaban, o que como yo le aclamaban como
comandante y hombre clarividente, acabamos temiendo su regreso, con
victorias o sin ellas.
Pero lo que más le perjudicó fueron sus famosas OC. Las órdenes de
compensación —que había emitido en nombre de Atenas durante toda la
Guerra del Helesponto y que habían permitido financiar la flota mediante
contribuciones sin necesidad de recurrir al pillaje— empezaron a vencer. Por
supuesto, no podían pagarse; el erario estaba en bancarrota. Pero su simple
existencia dio la razón a los aliados, que demostraron su penuria volcando la
caja del dinero y dejando caer la última polilla. Los enemigos de Alcibíades
utilizaron el asunto para acusar a su régimen de ruinoso y corrupto. Y, cuando
dejó de obtener victorias, cuando no pudo conquistar Andros, cuando el empuje
de Lisandro revigorizó la flota peloponesia, cuando se dispararon las
deserciones de nuestros remeros isleños, atraídos por el oro de Ciro, los
susurros se convirtieron en murmullos y los murmullos en voces.
Esa primavera me asignaron mi séptimo barco, el trirreme Europa, y partí hacia
Samos para unirme a la escuadra de Pericles el Joven. Los problemas
empezaron antes de zarpar. Una veintena de remeros esclavos desertaron en
el mismo puerto y el doble de nautaí extranjeros, en Andros, donde recalamos
para participar en el sitio; de modo que llegamos a Samos «a media
palamenta», con la tripulación tan menguada que sólo podíamos cubrir dos
bancos de remeros. Alcibíades no estaba allí. Llevaba dos meses en el
Quersoneso, intentando recaudar fondos.
Los marineros, querido nieto, ya se sabe: necesitan beber. Más incluso que
fornicar, necesitan entregarse a la purga de la euforia y la estupefacción. En mi
opinión, es menos un vicio que un hecho natural. Los marineros necesitan el
vino cuando están en acción y aún más cuando no lo están. La dureza de la
vida en el mar es de sobra conocida; lo que no se comprende tanto es el tributo
que se cobra el miedo. El hombre de tierra firme cree que los marineros aman
el mar y se sienten en él como en casa. Nada más equivocado. A la mayoría el
líquido elemento les produce terror, incluso en tiempo bonancible; durante las
tormentas, hay que obligarles a permanecer en sus bancos a latigazos. Por
otra parte, la mano del hombre no ha construido barco menos marinero que el
trirreme. En el costado de babor de los talamites, la obra muerta tiene menos
de un metro; a la menor marejada, las olas inundan el puente constantemente.
Es un barco construido por su velocidad, no por su resistencia. Con mala mar,
las planchas tiemblan y se comban. Con oleaje constante se hincha y salta.
Con viento de popa, hunde el espolón; su precario asiento lo convierte en un
infierno cuando hay que maniobrar con viento de costado, y su largo y esbelto
perfil lo expone a zozobrar con cualquier viento fuerte. Sobrevivir a una
tempestad deja al marinero menos endurecido contra el peligro que
aterrorizado ante el próximo. Añade el miedo al enemigo y a morir en el yermo
de agua, y tendrás un terror que pocos pueden soportar, incluso durante poco
tiempo, y casi nadie, estación tras estación.
En la flota corrían rumores de que Alcibíades se estaba quedando con parte del
producto del pillaje. Se decía que su amante Timandra, a quienes los marineros
llamaban La Sícula, pues era natural de Hicara, había sustraído más de cinco
talentos para comprar refugios en Tracia en previsión de que la evolución de
los acontecimientos aconsejara la huida de Alcibíades. Los hombres no se
limitaban a refunfuñar. «Nos roba nuestra bebida y nuestros coños», se
quejaban, y con razón.
La escasez de fondos empujó a Alcibíades a actuar deforma temeraria. Con los
príncipes Seutes y Medoco se dedicó a hacer incursiones en el interior de
Tracia. Pero los naturales demostraron tal disposición para la lucha y tal
capacidad para ocultar sus posesiones que las bajas superaron a los beneficios
en una proporción de diez a uno. Los hombres se negaron a alejarse un paso
de los barcos. Alcibíades ya no podía «tomar prestado» de comarcas amigas o
hacer cambalaches con sus órdenes de compensación. A medida que Lisandro
reforzaba la fortificación de las ciudades costeras, hasta tomar tierra para
aprovisionarse de agua o comer a mediodía se convirtió en una empresa llena
de peligros.
Nuestra escuadra fue enviada a apoyar a Alcibíades en Focea. Mi bitácora
recoge que hicimos escala en Tercale. Los lugareños acudieron a centenares a
la playa donde desembarcamos, apedrearon los barcos y nos cubrieron de
improperios; cuando, después de mucho parlamentar, vencimos sus
suspicacias y conseguimos tomar tierra, las mujeres nos rodearon llorando. Las
tropas de Alcibíades habían arrasado cuatro poblaciones, aseguraban, y se
habían llevado el dinero y el ganado. Pericles les aseguró que estaban
equivocadas; los piratas sólo podían ser hombres de Lisandro que se hacían
pasar por atenienses para provocar una insurrección.
Seguimos hacia el norte. Podíamos ver las nubes de humo que ascendían de
las colinas; los pescadores nos repitieron la historia de las mujeres: columnas
de campesinos huían hacia el interior. Nos cruzamos con el Teama y el
Panegiris, trirremes a las órdenes de Alcibíades, que regresaban a Samos con
rehenes, hijos de nuestros aliados, secuestrados para pedir rescate. ¿Tan
desesperada era nuestra situación? Llegamos a Cumas. Ya conoces esa
ciudad, nieto. Erigida en torno a una bahía llamada El Platillo, su ambiente es
oriental y relajado.
Alcibíades había exigido al distrito veinte talentos. Los habitantes le habían
suplicado que les eximiera alegando su pobreza y recordándole las
extraordinarias levas con que habían contribuido a nuestra causa, hasta ver
amenazada su supervivencia. El comandante les replicó que las necesidades
de la flota estaban por encima de cualquier otra consideración. Incapaces de
pagar, los ciudadanos le cerraron las puertas. Alcibíades atacó. La acción fue
un error mayúsculo. Las unidades atenienses se mostraron reacias a atacar a
sus aliados, y varias desobedecieron las órdenes. El único cuerpo que siguió a
Alcibíades sin rechistar fueron los dii, los más salvajes de los tracios. Con
posterioridad, salieron a la luz atrocidades que no podían taparse. La ciudad
fue tomada y despojada de su tesoro.
Nuestra escuadra llegó inmediatamente después. Ya se habían celebrado los
consejos de guerra, con un saldo de cuatro oficiales atenienses y sesenta y un
hombres condenados. Los cargos, originados en una acción naval, no podían
reducirse a simple insubordinación. Se había producido un motín. La pena era
la muerte.
Alcibíades consiguió exculpar a varios condenados con diversos pretextos e
hizo la vista gorda ante la huida de otros. Pero nueve remeros, encabezados
por un tal Oréstides de Maratón, se negaron a confirmar su culpabilidad
recurriendo a subterfugios. Mantenían que eran inocentes. Lo criminal eran las
órdenes.
Era poco después de mediodía, bajo un sol abrasador y un fuerte viento etesio.
Los condenados permanecían bajo custodia en una guarnicionería, en la
explanada que llaman «de la Verdad». Alcibíades estaba borracho, no tanto
como para no saber lo que ocurría, pero sí lo suficiente para acallar sus
sentimientos de culpa. Sólo deseaba hallar un modo de salvar a aquellos
hombres, pero no podía comprometer su autoridad negociando en persona con
los amotinados, de modo que encargó de ello a Pericles. Yo acompañé a mi
amigo voluntariamente.
Hablamos con los condenados mientras los infantes los sacaban y los ataban a
los postes de ejecución. El tal Oréstides me pareció uno de los hombres más
honrados que había conocido. Al oírle defender su causa y la de sus
compañeros sin vacilación ni retórica, Pericles y yo no pudimos contener las
lágrimas. No contó ninguna mentira. Su dolor y su indignación ante el estado
de la flota eran tales que sus hombres y él, según sus propias palabras,
«preferían perder la vida antes que pedir clemencia».
Alcibíades ordenó la ejecución. Los infantes se negaron a obedecerle. Nunca
he presenciado semejante escena de duelo y consternación. Alcibíades
contaba con dos compañías de dii tracios. Les ordenó hacerlo.
Lo hicieron.
La flota se sintió tan ultrajada al saber que unos atenienses habían sido
ejecutados por salvajes que Alcibíades, temiendo por su vida, tuvo que
permanecer toda una noche a bordo del Indomable. Al amanecer, ordenó el
saqueo de Cumas, cuyo producto cupo en el hueco de dos escudos y fue
expuesto por los pagadores en la playa del desembarco. Los hombres
desfilaron ante las mesas. Ninguno quiso coger su parte.
Esa noche supimos lo de Notion.
Dos días antes se había librado una batalla naval ante las costas de dicha
ciudad. Las escuadras de Lisandro habían barrido a las nuestras, mandadas
por Antíoco, que había perecido a manos del espartano. Quince barcos
atenienses habían sido hundidos o capturados; no era una gran pérdida en
términos numéricos, pero sí calamitosa para la moral.
Alcibíades se apresuró a volver a Efeso y congregó a la flota en la entrada del
puerto. Pero Lisandro era demasiado astuto para salirle al encuentro. El Pterón,
que ya estaba acabado, protegía el bastión perfectamente. Las tropas
espartanas y peloponesias controlaban hasta el último palmo de costa.
Dieciséis días más tarde llegó este informe de Atenas: se había efectuado el
recuento de votos para el Consejo de generales de aquel año. Alcibíades no
había sido reelegido.
Dos días más tarde, al amanecer, pronunció su discurso de despedida ante la
flota.
No se atrevía a regresar a casa por miedo a que le juzgaran; tendría que
retirarse, tal vez a Tracia, si los rumores de que Timandra había comprado
fuertes en la región eran ciertos. Disolvió a la tripulación del Indomable y
permitió que los hombres buscaran otros barcos. Ciento cincuenta y cuatro
remeros e infantes decidieron compartir su suerte; seguirían a Alcibíades.
Esa noche, mi barco, el Europa, realizó maniobras ante el rompeolas, El
Gancho, dirigiendo un ejercicio de señales con varias naves y correos rápidos
samios. Volvimos tarde y viramos en redondo para fondear a la luz de las teas.
Cuando nos disponíamos a varar de popa, avistamos un barco de guerra que
abandonaba la playa y se hacía al mar, con la mitad de los remos, contra la
marea.
Lo observamos alejarse. La nave no llevaba ni luces de navegación ni lámpara
de señales; la tripulación remaba en silencio. Sólo se oía el crujido de los
toletes. Era el Indomable.
Habían transcurrido once meses desde la apoteosis del jefe de nuestra flota en
Atenas hasta aquella sigilosa huida hacia el exilio, en una noche sin luna.
LIBRO IX VIENTOS DE GUERRA
ENTRE LA TIERRA Y EL MAR
E n Atenas [me explicó mi abuelo], la marcha de Alcibíades fue recibida con un
alivio que rayaba en el éxtasis (al menos, por lo que me explicaba mi mujer en
una carta que recibí ese otoño en Samos), a tal extremo había llegado el temor
del pueblo, no sólo a la tiranía de la que imaginaban haberse librado
milagrosamente, sino a la imprevisibilidad de un único y todopoderoso
comandante cuya conducción de la guerra se había vuelto en el mejor de los
casos discutible y cuyo estilo, caracterizado por la preeminencia de sus amigos
y su amante, empezaba a lindar con lo regio. La Asamblea sustituyó a
Alcibíades por un colegio de diez generales para impedir cualquier tentativa de
concentración del poder y nombró un cuerpo suplementario compuesto por diez
taxiarcas tribales que servirían como capitanes de barco, para que actuara
como garantía adicional contra la reiteración de los excesos. Por si tales frenos
no fueran suficientes, la Asamblea reforzó la flota recuperando a un puñado de
antiguos generales y concediéndoles el mando de barcos aislados. La nómina
de trierarcas se llenó de nombres ilustres. El Europa formó parte de una
escuadra que hizo la travesía a Metimna; dos barcos por delante iba el Alcíone,
mandado por Terámenes, mientras a nuestro costado remaba el Infatigable, a
las órdenes del gran Trasíbulo.
Funcionó. Ahora, el mando estaba repartido por todo el espectro político; la
rivalidad disminuyó y volvió a reinar el orden. Compartidas con aquellos
hombres, la escasez y las penalidades nos pesaban menos. Habían desertado
al enemigo tantos buenos marineros que por primera vez en la Historia una
flota ateniense se aprestaba al combate en inferioridad de condiciones. Eso
acabó de serenar a nuestras fuerzas. Las tripulaciones se entrenaban de
buena gana; la disciplina se reforzaba internamente, entre compañeros, sin
necesidad de que la impusieran los oficiales. Puedo decir que, de todos los
contingentes que acompañé a ultramar, aquel conjunto de hombres y barcos
fue, si no el más brillante, ciertamente el más capaz.
La partida de nuestro comandante supremo también tuvo profundas
consecuencias para Polémides, que, según me contó, se enteró de ella
mientras permanecía escondido tras la batalla de Efeso.
Con Alcibíades desposeído del mando, Polémides no podía volver a casa.
Perdería el Recodo del Camino, si aún no lo había perdido, y con él todos los
medios de subsistencia de sus hijos y los de su hermano. Su condena por
traición seguía en pie. Ahora era un hombre perseguido por ambos bandos.
Incluso cruzar a Samos
para reunirse con su mujer y su hijo llevaba aparejados enormes riesgos.
Estaba atrapado, como dice el poeta, entre la tierra y el mar.
La propiedad de mi suegro, el padre de Aurora [siguió contando Polémides],
era una parcela en una región montañosa alejada del puerto de Samos, en la
ladera de una colina que dominaba el extremo norte de la bahía de Pilion.
Desde la ciudad se llegaba por la calzada de Heraion. No obstante, yo preferí
desembarcar en el extremo más alejado de la isla, en el lado de la bahía, en un
cabo llamado la Teta de la Vieja, mientras aún era de noche. Había pasado del
continente al islote de Tragia; luego, transcurrido más de un mes desde de la
fecha en que cumplía mi mujer, hice la última travesía en un bote que un chico
de catorce años llamado Sofrón había robado a su padre. El muchacho no
quiso que le pagara; ni siquiera me preguntó mi nombre; según dijo, sólo lo
hacía por amor a la aventura.
Llegué a la propiedad por el camino posterior, empinado y pedregoso; cuando
el sol y las tejas de la casa brillaron dándome la bienvenida, estaba empapado
en sudor. La granja se veía a lo lejos: el par de edificios auxiliares de piedra, el
camino que bajaba la colina entre ellos y la senda flanqueada por alcanforeros
que conducía a la vivienda principal. Al pasar junto a la tumba familiar, situada
al borde del camino, advertí, colgadas en el dintel, dos epikedeioi stephanoi, las
guirnaldas de tamarisco y laurel que los isleños ofrecen a Deméter y Core para
que intercedan por sus muertos. ¿Habría fallecido el viejo?, me pregunté,
recordando al abuelo de Aurora, que vivía en una casita, bajando la cuesta.
Apreté el paso diciéndome que no debía permitir que mi alegría por el ansiado
regreso perturbara el luto de la familia. A un tiro de piedra, vi a mi cuñado
Anticles, que, seguido por su perro Flecha, salió de detrás de uno de los
graneros. Lo acompañaban dos mamposteros con sus mazos y sus plomadas.
—¿Ha vuelto a caerse el muro del jardín? —le grité a modo de saludo.
Anticles se volvió hacia mí. Sus facciones se alteraron de tal modo que la
sonrisa se heló en mis labios. Su hermano Teodoro apareció en el camino que
bajaba la colina. Me vio, se inclinó sin dejar de andar y, agarrando una piedra
en cada puño, avanzó hacia mí.
—¡Tú! —fue todo lo que dijo.
—¿Qué ha ocurrido? —me oí preguntar.
Las piedras pasaron rozándome las orejas.
—¡No queremos verte por aquí!
Solté el petate y las armas y, enseñándoles las manos desnudas, les pedí
clemencia en nombre de los dioses.
—¡Vete al infierno! —me escupió Anticles—. ¡No has traído a esta casa más
que desgracias!
Los hermanos avanzaron hacia mí. Los mamposteros se les unieron. Se oía
ladrar a los perros.
—¿Dónde está Aurora? ¿Qué ha pasado?
—¡Largo de aquí, miserable!
Una piedra lanzada por Teodoro me alcanzó en la cadera.
Supliqué a los hermanos que me contaran lo ocurrido. Que me permitieran
hablar con Aurora.
—Es mi mujer, y me ha dado un hijo.
—Espérales allí —replicó Teodoro señalando hacia las tumbas.
Todos los que hemos sido soldados las hemos conocido, Jasón: esas horas en
que el dolor físico o espiritual supera la capacidad del corazón para soportarlo.
No podía creer que aquella pesadilla fuera real. ¿Cómo podían avanzar contra
mí aquellos dos hombres, mis hermanos, con semejante odio? ¿Cómo podían
ser aquellas guirnaldas para los dos seres a quienes más amaba en este
mundo?
—¡Vete de nuestras tierras! —me gritó Anticles avanzando a grandes zancadas
y blandiendo un garrote—. Por los dioses que, si vuelves a cruzarte en mi
camino, ésa será tu última hora o la mía.
Me fui. En el límite de la propiedad me encontré con dos muchachos que
quemaban matorrales. Por ellos supe que mi mujer había fallecido hacía dos
meses. Envenenada. El hijo que llevaba en el vientre había muerto con ella.
Pasaba de mediodía. Volví a subir la colina. Al llegar a la valla, una jauría de
perros me cortó el paso. Anticles descendía la cuesta al galope.
—¿Qué puedo hacer, hermano —le supliqué—, para aliviar vuestro dolor.?
No respondió. Hizo caracolear a su montura mirando a quien tenía debajo con
tal odio como no puede sentirse por otro ser humano, sino por una aparición o
un espectro, carente de vida pero visible, al que se le ha negado el descanso
bajo tierra.
—Has robado el sol de nuestro cielo, tú y quien te envió. Ojalá tus días, y los
suyos, sean tan negros como los nuestros.
UN TESTIGO DEL HOMICIDIO
Incapaz de continuar, Polémides se mantuvo en silencio durante unos
instantes. Cuando al fin consiguió recuperarse, declaró que había cambiado de
opinión respecto al juicio. Ya no deseaba negar los cargos; se declararía
culpable. Llevaba tiempo pensándolo, me explicó, pero hasta ese momento no
había comprendido que era la salida más digna. Sólo lamentaba que yo
hubiera dedicado tanto tiempo a sus asuntos, dijo, con tanta generosidad e
interés, por lo que me pedía disculpas.
Me sentí indignado ante aquella deserción y monté en cólera. ¿Cómo se
atrevía a abusar de la simpatía de mi corazón y difamar, atrayéndola a su
causa, el recuerdo de mis queridos camaradas? ¿Creía que había aceptado
aquella tarea a la ligera? ¿Porque lo admiraba o pensaba que merecía la
absolución? Lo despreciaba y despreciaba todo lo que había hecho, le espeté,
y había aceptado ser su abogado sólo para que el relato de sus indignidades
sirviera como manifiesto de infamia para nuestros compatriotas. Su causa
había dejado de ser suya en el instante en que me pidió que le asistiera;
¿cómo se atrevía a echarse atrás en el último momento?
—¡Sí, muérete —me oí exclamar—, y déjanos en paz a todos!
Di dos zancadas hasta la puerta y la aporreé llamando al carcelero.
Sólo el eco respondió a mis voces. Comprendí que el funcionario debía de
estar cenando en el refectorio, al otro lado de la calle. A mis espaldas,
Polémides reía por lo bajo.
—Me parece que estás tan preso como yo, amigo mío.
—Eres un bellaco, Polémides.
—Nunca he dicho lo contrario, compañero.
Al volverme, sentí que la cólera empezaba a abandonarme y comprendí hasta
qué punto había llegado a importarme la suerte de aquel miserable. Una
sonrisa suavizó las facciones del veterano. Reconoció la justeza del veredicto
que había pronunciado sobre él y añadió que su único defecto era su
incapacidad para acabar lo que empezaba.
Prosiguió, no con palabras, sino abriendo su arcón y sacando dos cartas; por
su expresión, deduje que las había releído hacía poco y que su contenido le
había afectado profundamente. Me las tendió.
—Siéntate, amigo mío. De todas formas, no podrás salir hasta dentro de un
rato.
La primera carta, dirigida a su tía abuela Dafne, estaba fechada unos meses
después de la definitiva destrucción de la flota ateniense en Egospótamos, el
desastre
que hizo inevitable la capitulación de la ciudad y, tras veintisiete años de
guerra, su derrota a manos de Esparta y de sus aliados peloponesios y persas.
En esa época, me explicó Polémides, estaba al servicio de Lisandro y
condenado por traición y asesinato en su patria. Escribe a su tía, a Atenas,
advirtiéndole que se prepare para el sitio y la inevitable rendición:
... facciones de nuestros compatriotas se ofrecerán para procurar lo que ellos
llaman la paz. La soberanía será entregada; la flota, desmantelada; la Muralla
Larga, derribada. Se impondrá a Atenas un gobierno títere. Habrá represalias.
Tal vez a mi regreso pueda mitigar, al menos en lo tocante a ti y tu familia, los
efectos de la anarquía que sin duda reinará.
Debes abandonar la ciudad y marcharte al campo, tía. Llévate a los hijos de
León. ¿Podrás localizar a los míos? Por favor, ponlos a salvo. El sello de esta
carta es el del Estado Mayor de Lisandro. Te protegerá, pero no lo utilices salvo
que sea cuestión de vida o muerte, pues determinados compatriotas te lo harán
pagar más tarde.
Por último, querida tía, no acudas al Pireo cuando arriben las escuadras de
Lisandro, o verás lo que una patriota como tú no podría soportar sin que se le
partiera el corazón: el niño al que criaste, con el escarlata del enemigo. Estoy
curado del amor a la patria y más que curado de toda vergüenza. Sólo actúo,
como han hecho y harán otros, para salvar mi vida.
Ésta es la respuesta de su tía:
¡Hombre sin honor! ¿Cómo te atreves a preocuparte por mi persona para
ocultar tu perfidia? Ojalá hubieras muerto en las canteras, o en alguno de tus
indignos enredos, para que pudiera seguir considerándote hijo de tu padre y no
el infame que tan inicuamente has demostrado ser. Los dioses saben que no
volveré a mirarte a la cara. Has dejado de existir para mí. No tengo sobrino.
Devolví las cartas a Polémides. Su expresión decía bien a las claras que
compartía la condena de su tía, tan profundamente como para que todo
razonamiento fuera inútil, al menos en aquel momento. Sentí que se me
escapaba de las manos como un cadáver arrastrado por las aguas, cuando no
consigues alcanzarle con el bichero y, empujado por la corriente, tu bote pasa
de largo para no volver jamás.
El carcelero volvió al fin, y me vi libre. Crucé el Patio de Hierro en dirección a la
celda de Sócrates, en cuya compañía pasé el resto de la tarde. Al maestro no
le quedaban más que tres días. El barco sagrado que regresaba de Dejos
había sido avistado a la altura de Sunion esa misma mañana; su llegada a
Atenas pondría punto final al aplazamiento de la ejecución. Se esperaba la
arribada de la nave esa noche. Sin embargo, no se produjo. Un sueño de
Sócrates lo había predicho. Se le había aparecido una hermosa mujer vestida
de blanco, nos contó a los presentes esa tarde, y dirigiéndose a él por su
nombre, le había declarado:
A la grata tierra de Ptía llegarás al tercer día.
Una terrible desesperación se apoderó de mi ánimo, debido en parte a
Polémides, cuyo relato de las horas de la caída de nuestra patria se añadía a la
inminencia de la ejecución de mi maestro, que para mí era una segunda y más
aciaga derrota, pues anunciaba, lo intuía, no sólo el final de nuestra soberanía,
sino también de la misma democracia.
Esa noche, fui el último en abandonar la prisión. Estaba decidido a no volver a
hablar con Polémides en persona ni comunicar sus deseos a las autoridades.
Había hecho su elección: a él le correspondía llevarla a efecto. El pasadizo de
salida estaba en silencio, salvo por un carpintero que hacía una puerta en el
taller de la prisión. Eché un vistazo al interior. Al principio, tomé las argollas de
hierro por goznes o abrazaderas. De pronto, reconocí el instrumento.
No era una puerta.
Era el tympanon en el que ejecutarían a Polémides. Lo atarían desnudo a la
plancha, que a continuación colocarían en posición vertical. Nadie podría
acercarse o prestarle ayuda; sólo permanecería a su lado el verdugo, para
aplicarle el tormento prescrito por el tribunal y certificar la defunción del
condenado. El carpintero me invitó a entrar con un gesto y se puso a parlotear
amigablemente sin dejar de trabajar. Me explicó que tenía que hacer un
instrumento nuevo para cada ejecución.
—No te imaginas lo que pueden soltar las tripas de un hombre.
A renglón seguido, me explicó cómo funcionaba el instrumento. Cuatro argollas
inmovilizaban los miembros de la víctima y una cadena le sujetaba la garganta.
Unas clavas giratorias tensaban esta última hasta estrangularlo. La mayor
ventaja del aparato era que ahorraba el derramamiento de sangre.
Le pregunté si aquel instrumento en concreto era para Polémides. El carpintero
no lo sabía; no tenía por costumbre preguntarlo. No obstante, observó, los
ajusticiados por traición no pueden ser enterrados en el Ática «ni en ninguna
tierra bajo dominio ateniense». El cadáver seria abandonado para que lo
devoraran los perros y los cuervos.
Para el carpintero, aquel invento era lo último en instrumentos de ejecución.
—Mucho mejor que arrojar al condenado al Pozo del Muerto, como hicieron
con los generales de las Arginusas. Eso fue una salvajada. Mi padre hizo las
trampillas. Nadie había hecho seis de una vez, de modo que tres tuvieron que
esperar. Fue espantoso, porque se oyeron los golpes cuando cayeron los tres
primeros. Pericles el Joven y Diomedón no llevaban capucha. Ninguno dio
nada, salvo Diomedón. «Acabemos de una vez».
Lo mejor, dice Teógnides, sería no nacer:
... pero, habiendo nacido, lo mejor es correr hacia el infierno y descansar bajo
el pesado escudo de la tierra.
Unos días antes, después de mi segundo encuentro con Eunice, había llamado
a mis sabuesos Mirón y Lado y, tras prometerles una prima, les había instado a
redoblar sus esfuerzos para descubrir los particulares del homicidio del que se
acusaba a nuestro cliente. Mis hombres no se hicieron de rogar y se
presentaron dos días después por la mañana. Habían dado con cierto
individuo, miembro de la flota por aquellas fechas. Un testigo ocular. No
testificara en persona, pues debía dinero y no quería hacerse notar en la
ciudad. No obstante, por una cantidad, estaba dispuesto a dictar una
declaración y a pronunciar un juramento sobre su veracidad.
Este es el documento. El hombre se identifica como ciudadano del distrito de
Anfítrope y antiguo suboficial de la armada:
... ocurrió en Samos, en uno de esos antros que los de allí llaman un «soda».
El Poleo. Las tripulaciones de algunos barcos solían reunirse en él; era su lugar
favorito. La puta de Polémides, Eunice, andaba por allí esa noche, con otras
doce que hacían la calle; también había niños, era uno de esos tugurios. Se
había echado a llover, y el techo tenía goteras. Había cacharros sobre las
mesas, y cosas así.
De pronto, entra Polémides. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, se va
derecho a por Eunice y le echa las manos al cuello, como si quisiera partírselo.
Dos o tres hombres saltan sobre él y los separan. Polémides forcejea con ellos
y logra soltarse. Coge un cuenco de hierro lleno de agua de lluvia y vuelve a
abalanzarse sobre la mujer. El tal Filemón intenta cortarle el paso. Polémides le
arrea con el cacharro, y el otro cae redondo. Fiambre antes de tocar el suelo.
Polémides se le queda mirando y luego se vuelve hacia Eunice y sus críos y los
mira boquiabierto, como si estuviera ido. Reacciona al ver a los mocosos. Da
media vuelta y se va a toda prisa. Todo el follón pasó en la mitad del tiempo
que se tarda en contarlo. Nadie había dicho una palabra de principio a fin.
Las mujeres se encargaron de airear los trapos sucios. Resulta que esa Eunice
es una loba de cuidado. Había dado belladona a la señorita con la que
se había casado Polémides. La había envenenado. La muchacha estaba
preñada, así que el hijo que llevaba en el vientre la palmó con ella. Por lo
menos, así lo que me contaron.
Eso es lo que ocurrió, capitán. Polémides se cargó al pobre bastardo de
Filemón, no adrede, sino porque se metió en medio cuando iba a arreglarle las
cuentas a su mujer. Esa es la verdad. Yo estaba allí y lo vi.
XLV UN ABOGADO EN LA PUERTA
F altaban dos amaneceres para que Sócrates tuviera que beberse la cicuta. Yo
me pasaba las noches dando vueltas en la cama y acababa adormilándome a
las primeras luces del alba.
A esa misma hora un sirviente llamó a la puerta para informarme de que un
joven me esperaba en la entrada. Se había negado a dar su nombre, pero
deseaba verme con urgencia. Al parecer traía una suma de dinero que
deseaba entregarme.
La curiosidad nos llevó hasta el umbral a mis dos hijos y a mí. El desconocido
resultó ser un mozalbete de dieciséis años a lo sumo, delgado como una caña.
Le invité a pasar.
—Te lo agradezco, señor; pero sólo he venido en representación de ciertos
ciudadanos preocupados. Un montón, a decir verdad. —El chico hablaba con
tal seriedad que daban ganas de echarse a reír, pues la forzada solemnidad de
sus frases evidenciaba que las había preparado de antemano y se las había
aprendido de memoria—. Sólo quiero confiarte este dinero, capitán, en nombre
de Polémides, el hijo de Nicolaos de Acarnas, para que lo emplees en su
defensa como mejor te parezca. Soy joven, señor, y no tengo experiencia en
los tribunales. Sin embargo, no es difícil imaginar que se originan ciertos
gastos...
La cantidad que me ofrecía no era pequeña, pues ascendía a más de cien
dracmas. Un montón de tetras de plata recién acuñadas, que nos pareció, a
mis hijos y a mí, robado de una sola vez.
—¿De dónde ha sacado un mocoso como tú todo este dinero? —le preguntó
mi primogénito.
—Suena bien, ¿eh?
Su acento era un calco del de Eunice, lo mismo que su frente y sus ojos.
Así que aquél era el fugitivo.
—Ya lo creo, jovencito —respondí sopesando la bolsa—. ¿Ypara qué se
supone que voy a usarlo? ¿Para sobornar al jurado?
—Las personas a las que represento, señor, confían en tu discreción.
—Y esos ciudadanos preocupados ¿qué interés en concreto tienen en el caso?
—Desean que se haga justicia, señor.
Era fácil hacer deducciones del aspecto del muchacho. Llevaba uno de esos
mantos excesivamente largos llamados «barrecalles», que, aunque parecía
cepillado la noche anterior, tenía la orla cubierta de polvo. Bajo sus pliegues, el
chico debía de
ir descalzo.
—¿Has comido algo hoy, muchacho? —Sí, señor. ¡Un piscolabis! Mis hijos se
echaron a reír.
—Vigila, no se te lleve una ráfaga de aire...
Volví a invitarle a entrar. Volvió a rechazar la invitación. Le tendí la bolsa del
dinero.
—¿Por qué no se lo llevas a Polémides tú mismo? —El chico tartamudeó y
retrocedió. Estaba claro que nos habíamos apartado de la conversación que
tenía preparada—. En mi opinión, deberías hacerlo. Un preso en su situación
se alegraría mucho al saber que tiene amigos que defienden su causa. —Coge
la pasta, capitán.
—Te diré lo que voy a coger. —A un gesto mío mis hijos agarraron al chico—.
Te llevaré a ti y al dinero delante del magistrado, y que él averigüe de dónde lo
has sacado.
—¡Soltadme, cabrones!
El chaval se debatía como un animal salvaje; mis dos hijos, luchadores
sobresalientes, tuvieron que emplearse afondo para inmovilizarlo.
—Ahora, amiguito, ¿vendrás conmigo a ver a Polémides o tendremos que
llamar a la puerta del arconte?
La agitación del muchacho iba en aumento a medida que nos acercábamos a
la cárcel.
—¿Me registrarán, señor? —Y, apenas lo preguntó, se sacó una daga de
debajo del brazo y un xyele espartano de una vaina atada al muslo.
Me detuve ante al pasillo donde estaba la celda de su padre. El chico se puso
blanco como la pared.
—¿Tú no entras, capitán?
—Hasta ahora has interpretado tu papel como un hombre —le dije para
tranquilizarle; y, poniéndole una mano en el hombro, le di un suave empujón.
Desde donde me encontraba no podía ver a Polémides, pero sí al chico, que
permanecía ante la puerta de la celda mientras el carcelero la abría. El
muchacho vaciló un instante mirando al interior como si la fiera enjaulada
dentro fuera a arrojársele encima. Confieso que, cuando se armó de valor y
desapareció en la celda, sentí un escozor en los ojos y un nudo en la garganta.
Padre e hijo permanecieron juntos toda la mañana, o al menos hasta que me
cansé de esperar al otro lado de la calle, en el refectorio de mi viejo camarada
el arquero de la marina Moretones. Mis hijos habían regalado al joven Nicolaos
un paquete de ropa, incluidos calzado y una túnica nueva, en teoría para que
se los entregara a su padre, aunque esperábamos que una vez a solas el
orgullo le permitiera quedárselos para sí mismo.
Sin embargo, el paquete apareció intacto en nuestra puerta a mediodía, con
una nota de agradecimiento y nada más.
AL OTRO LADO DEL PATIO DE HIERRO
E sa noche, al abandonar la celda de Sócrates, sus amigos cruzamos el Patio,
de Hierro eh dirección al despacho de Lisímaco de Oa, secretario de los Once.
La ejecución del maestro estaba fijada para el día siguiente. A petición del
condenado, la cicuta se le administraría a la caída de la tarde. El secretario nos
enseñó el recipiente, un simple cuenco de madera con tapa; al parecer, la
composición del jugo se alteraba al contacto con el aire. Había que ingerirlo de
inmediato y, a ser posible, de un solo trago.
El ejecutor, un médico de Braurón, que casualmente se encontraba en la
prisión por otro motivo, tuvo la amabilidad de concedernos unos momentos a
Critóbulo, Critón, Simmias de Tebas, Cebes, Epígenes, Fedón de Samos y el
resto del grupo. El facultativo, a quien no habíamos visto con anterioridad y
cuyo nombre no se nos reveló, llevaba una sencilla túnica blanca de lana, como
todos nosotros. Nos informó de que al día siguiente vestiría la ropa de su
profesión; deseaba advertirnos para que la sorpresa no nos impresionara en
exceso.
Se nos permitiría permanecer en la celda con Sócrates hasta el final y reclamar
su cuerpo tan pronto se le declarara muerto y se extendiera el certificado de
defunción. No habría «última cena», pues el estómago del condenado debía
estar vacío; tampoco podría beber vino después de mediodía, porque su efecto
podía contrarrestar el del veneno.
Critón le preguntó si podíamos hacer algo para hacer más llevadero el tránsito
de nuestro amigo. La cicuta no le produciría ningún dolor, nos aseguro el
médico. Su efecto era una pérdida progresiva de sensibilidad, que se iniciaba
en los pies y ascendía paulatinamente hacia la cabeza, mientras el sujeto
permanecía consciente y lúcido hasta los momentos finales. Podía sentir
náuseas cuando la droga alcanzara la zona media del cuerpo; a partir de ese
momento, la insensibilidad se aceleraba, seguida por la pérdida de conciencia
y, por último, el corazón dejaba de latir. El inconveniente de la cicuta era su
lentitud, pues a veces llegaba a tardar dos horas en culminar su trabajo. Era
conveniente que el sujeto permaneciera inmóvil. La agitación podía retrasar el
efecto del veneno y hacer necesaria una segunda dosis, e incluso una tercera.
—Tendrá frío, señores. Convendría que le trajeran un manto de lana o algodón
para que se lo eche por los hombros.
Nuestro grupo salió en silencio. Me había olvidado por completo de Polémides
(que a esas alturas debía de haber entregado su confesión de culpabilidad), y
me habría marchado sin pensar en él si el portero no me hubiera llamado
cuando cruzábamos el patio para preguntarme a quién debía entregarse el
cuerpo de mi cliente. Por un instante, temí que ya se hubiera cumplido la
sentencia, y el dolor y la angustia se apoderaron de mí. Pero no, me informó el
portero, la ejecución de Polémides se llevaría a cabo al día siguiente, como la
de Sócrates.
La pena se le aplicaría en el tympanon. No podía decirme cuánto tiempo harían
durar la agonía. El asesino —que, como me hizo notar el hombre, sabía lo que
se hacía— no se había declarado culpable de traición, sino de una «fechoría».
Con ese subterfugio, había eludido técnicamente (pues ésa era la acusación
concreta contra él) la vergüenza de que su cuerpo fuera abandonado a la
intemperie fuera de las fronteras del Ática; iría a parar al depósito de
cadáveres, junto a la Muralla Norte, donde podrían recogerlo sus familiares.
—Un chico que dice ser hijo del condenado ha estado rondando por aquí,
señor. A falta de otro familiar, ¿pueden entregarle el cuerpo los funcionarios?
—¿Qué ha dicho el prisionero?
—Que te lo preguntáramos a ti.
Hacía rato que había anochecido; llevaba despierto una noche y un día y sabía
que me esperaba otro tanto. Sin embargo, estaba claro que no podía irme a
casa. Llamé a un «alondra» y, poniéndole una moneda en la mano, le envié a
comunicar a mi mujer que llegaría tarde.
Cuando entré en la celda, Polémides estaba escribiendo. Se levantó de
inmediato, me dio la bienvenida y me estrechó la mano. Parecía tener la moral
alta. ¿Había estado con Sócrates? En la prisión no se hablaba de otra cosa.
Creí que cumpliría aquel deber de mala gana y que seguiría sintiéndome
colérico contra él por el trabajo que me había obligado a hacer para nada. Para
mi sorpresa, ocurrió todo lo contrario. En cuanto entré en la celda, me sentí
liberado del peso de la angustia. El hecho de que el asesino aceptara su suerte
resultaba reconfortante. Sentí vergüenza.
—¿Qué estás escribiendo?
—Cartas.
—¿A quién ?
—Una a mi hijo. Otra a ti.
No pude contener las lágrimas; un sollozo escapó de mi garganta. Tuve que
ocultar el rostro.
—Siéntate —me pidió Polémides—. Mi hijo me ha traído vino. Echa un trago.
— Acepté—. Déjame acabar esto. Sólo será un momento.
Mientras escribía, me preguntó por Sócrates. ¿Saldría el filósofo por su propio
pie o montado en la «yegua de medianoche» ? Se echó a reír. Entre aquellos
muros, nada permanecía en secreto mucho tiempo, dio; se había enterado de
los planes de fuga, de que Simmias y Cebes tenían que alquilar caballos y
escoltas armados; sabía qué funcionarios habían aceptado sobornos, y hasta
las cantidades. Varios informadores habían chantajeado a Critón y Meneceo y
cobrado para mantener la boca cerrada.
—No huirá —le aseguré—. Es tan testarudo como tú.
—Claro, como que los dos somos filósofos.
Polémides me contó que había charlado con Sócrates en varias ocasiones,
cuando los sacaban a hacer ejercicio a la misma hora. Le pregunté de qué
habían hablado.
—Sobre todo, de Alcibíades. Y también hemos hecho conjeturas sobre la vida y
la muerte —dio, y volvió a reír—. Me tienen preparada «la puta», ¿lo sabías?
Se había enterado de que lo ejecutarían en el tympanon.
Me preguntó de qué parloteábamos nosotros, todo el día pegados al maestro.
En otro momento no le habría hablado de aquello, pero dadas las
circunstancias.
—Hablamos de la ley y de la necesidad de someterse a ella aun a costa de la
propia vida.
Polémides consideró mis palabras con expresión grave.
—Me habría gustado oírlo.
Me quedé observando al sicario mientras redactaba su despedida. Lo hacía
con mano firme y segura. Al verle detenerse cada tanto buscando la palabra
justa, no pude por menos de acordarme de Alcibíades, que tenía la costumbre,
tan seductora cuando hablaba, de hacer una pausa hasta que la siguiente frase
acudía a su mente.
A la luz de la lámpara, el preso parecía más joven. Su estrecha cintura,
resultado de los muchos años de campañas, facilitaba la tarea de imaginar al
muchacho de Lacedemonia, con todas sus esperanzas intactas, hacía más de
tres veces nueve años. Me sentí impresionado por la ironía, por la fatalidad de
su coincidencia con Sócrates en aquel encierro y aquel final.
¿Lo importunaba en exceso si le pedía que concluyera su relato? ¿Serviría de
algo? Sin duda, ya no para preparar la defensa. Sin embargo, deseaba oír el
resto de la narración de sus labios, hasta el punto final.
—Antes —repuso—, cuéntame tú algo. Un toma y daca. Tú me repites lo que
ha dicho hoy Sócrates sobre la ley... y yo te cuento mi historia hasta el final.
Me resistí, pues buena parte de las palabras del maestro eran elogiosas para
mí.
—¿Y cómo no iban a serlo, Jasón? Yo sólo me trato con los mejores. Acabé
accediendo. La conversación se había desarrollado del siguiente modo.
Nuestro grupo estaba reunido en la celda de Sócrates. Varios de nosotros
seguíamos instándole a huir. Con una escolta armada, el maestro no tenía
nada que temer. Podría viajar a un lugar seguro, que nosotros, o sus amigos de
otras naciones, nos encargaríamos de buscarle.
Yo, tonto de mí, esperaba una respuesta directa. Ni que decir tiene que el
filósofo no nos la dio. Por el contrario, se dirigió al hijo de Critón, el más joven
de los presentes, que permanecía sentado a sus pies, contra el muro.
—¿Qué opinas, Critóbulo? ¿Es lícito distinguir entre justicia y ley?
Mi garganta dejó escapar un gruñido tan violento que provocó las risas de
todos, incluida la de Sócrates. Volví a exponer mis razones. ¡Ya no quedaba
tiempo para debates filosóficos! Ahora era una cuestión de vida o muerte.
¡Había que actuar!
No fue Sócrates quien me reprendió, sino Critón, su amigo más antiguo y fiel.
—¿Eso es para ti la filosofía, amigo Jasón? ¿Un pasatiempo para la barbería,
con el que nos entretenemos mientras el destino nos muestra clemencia, y al
que damos la espalda a la hora de la verdad?
Respondí que podían reconvenirme cuanto quisieran, con tal de que siguiesen
el camino que les proponía. Sócrates me miraba pacientemente, lo que acabó
de enfurecerme; pero volvió a tomar la palabra sin dirigirse a mí.
—¿Recuerdas, Critón, el discurso que pronunció ante el pueblo nuestro amigo
Jasón durante el juicio a los generales?
—Ya lo creo. ¡Nunca lo he visto tan encendido!
Rogué al maestro que no siguiera burlándose de mí, pues lo tratado en aquella
ocasión hablaba, precisamente, a favor de mi postura.
—¿Cómo así, querido amigo?
¡Porque se había pervertido la justicia! ¡Porque habían dado muerte a hombres
justos en un arrebato de locura!
—El demos puede hacerte volver de Elis o Tebas, Sócrates, pero no del
infierno.
—¡Sí, ése es el fuego, Jasón! El ardor que mostraste aquel día y el brillo que te
ha acompañado toda tu vida. Entonces me sentí orgulloso de ti como me he
sentido de pocos antes o después. —Sus palabras me llenaron de apuro y no
supe qué decir —. Siguiendo a Euriptolemo, que había pronunciado un valiente
discurso de defensa, hablaste de la ley y conminaste al pueblo a que no la
olvidara. Ese fue el crimen que le imputaste, si la memoria no me traiciona.
Afirmaste que la envidia empuja al hombre mezquino a destruir a quien es
mejor que él. ¿Me equivoco? Sólo quiero recordar lo que diste exactamente,
deforma que podamos examinar la cuestión y quizá iluminarla.
Dije que estaba en lo cierto, pero que, no obstante, deseaba volver al asunto
de la huida.
—Creo que lo que te angustia —siguió diciendo el maestro— es el temor a que
se repita la misma injusticia. Mi condena, aseguras, no tiene su origen en
ningún crimen, sino en el odio de los hombres hacía alguien que se considera
mejor que ellos. ¿Es correcto, Jasón ?
—¿Acaso no es exactamente lo que ha ocurrido?
—¿Crees al pueblo capaz de gobernarse a sí mismo?
Respondí con un no rotundo.
—Y, según tú, ¿quién debería gobernarle?
—Tú. Nosotros. Cualquiera menos él mismo.
—Déjame formularte la pregunta de otro modo. ¿Crees que debemos obedecer
la ley, incluso cuando es injusta? ¿O, por el contrario, puede el individuo decidir
por su cuenta qué leyes son justas y cuáles no, qué leyes merecen ser
obedecidas y cuáles violadas?
Repliqué que lo que había recibido no era justicia, de modo que la
desobediencia estaba justificada.
—Oigamos tu opinión, Jasón. ¿Qué es preferible, perecer por causa de una
injusticia que nos infligen otros o vivir tras haber cometido una injusticia contra
ellos?
Había perdido la paciencia con todo aquello y protesté con vehemencia.
Sócrates no cometería una injusticia contra nadie dándose a la fuga. ¡Tenía
que vivir! ¡Ypor los dioses que todos y cada uno de nosotros haríamos lo
posible y lo imposible para preservar su vida!
—Te olvidas de alguien, Jasón, contra quien cometería una injusticia. La Ley.
Imagina que la Ley estuviera sentada con nosotros en estos momentos. ¿No te
parece que diría algo así: «Sócrates, te he servido durante toda mi vida. Bajo
mi protección, creciste hasta hacerte un hombre, te casaste y formaste una
familia; te ganaste la vida y practicaste la filosofa; aceptaste las ventajas y la
seguridad que te proporcionaba. Y ahora, cuando mi veredicto ya no te
favorece, quieres darme de lado.»? ¿Quépodríamos responderle a la Ley?
—Algunos hombres están por encima de las leyes.
—¿Cómo puedes decir semejante cosa, amigo mío, habiendo defendido con
tanto ardor lo contrario en aquella ocasión?
La vergüenza volvió a enmudecerme. Me sentía impotente ante tamaña
convicción.
—Permíteme que te refresque la memoria, mi querido Jasón, a ti y a aquellos
de nuestros amigos que estuvieron presentes ese día, y que ponga en
antecedentes a los demás, pues eran demasiado jóvenes por aquel entonces.
»Tras proscribir a Alcibíades a raíz de la derrota de Notion, la ciudad envió a
Conón para que asumiera el mando. No obstante, para que el poder no
estuviera concentrado en las manos de un solo hombre, el Consejo nombró un
cuerpo de diez generales, entre los que estaban nuestros amigos Aristócrates y
Pericles el Joven. Bajo dicho mando colegiado, la flota libró una importante
batalla contra el enemigo en las islas Arginusas, en la que destruyó setenta de
sus barcos de guerra, incluidas nueve de las diez naves espartanas, mientras
que perdía veinticinco de las nuestras. Tú estabas allí, Jasón. ¿Lo he contado
con exactitud? Corrígeme si me equivoco, por favor.
»En aquella ocasión, al final de la lucha, era evidente que la fortuna había
favorecido a los atenienses. Pero después de la batalla se desencadenó una
tempestad súbita, como, según dicen, suelen serlo las de esas latitudes en esa
época del año, y los hombres que permanecían en el agua —los compatriotas
que tripulaban aquellos de nuestros barcos que se habían ido a pique— no
pudieron ser salvados. Quienes, por su probada experiencia, habían sido
nombrados líderes por los generales, entre ellos Trasíbulo y Terámenes, no
pudieron hacer nada. Todos los que estaban en el agua perecieron, es decir,
las tripulaciones de unos veinticinco barcos, cinco mil hombres. Cuando se
supo lo ocurrido, en la ciudad se produjeron reacciones encontradas: la de
quienes exigían, escandalizados y coléricos, la sangre de los que no habían
sido capaces de rescatar a los náufragos, y la de quienes se esforzaban en
digerir la catástrofe como otra más de la guerra, alegando la intensidad de la
tormenta, que confirmaban todos los informes, y valorando en su justa medida
la importancia de la victoria.
»Casualmente —tú que estabas allí no puedes por menos de recordarlo—,
poco después de la batalla se celebraba la Fiesta de la Apaturia, esa ocasión
habitualmente gozosa en la que las hermandades se congregan para confirmar
sus vínculos y admitir a los jóvenes. Como decía, eran tantos los huecos que
los marineros y los infantes habían dejado en las filas de las fraternidades que
resultaba imposible no hacerse cargo de la magnitud de la tragedia. Y la
desesperación, azuzada por la retórica de determinados individuos, unos,
movidos por la buena fe, otros, por el deseo de eludir su propia
responsabilidad, estalló con inusitada violencia. La ciudad exigía sangre. Seis
de los generales fueron arrestados (los otros cuatro, puestos sobre aviso, se
dieron a la fuga). El pueblo los juzgó de inmediato, no individualmente, como
prescribe la ley, sino en bloque. Pericles, Aristócrates y sus cuatro colegas
tuvieron que defenderse a sí mismos cargados de cadenas, como traidores.
¿Es así como ocurrió, Jasón? Y vosotros, Critón y Cebes, que también
estabais allí, corregidme si me aparto de la verdad.
Todos admitimos que el relato de Sócrates era fiel en el espíritu y en los
detalles.
—Los generales fueron juzgados en asamblea abierta. La pritanía le
correspondía a mi tribu y, casualmente, el turno como epistates, a mí. Fui el
presidente de la Asamblea, por única vez en toda mi vida, y por un solo día, tal
como prescriben las leyes.
»Los acusadores hablaron en primer lugar; a continuación lo hicieron los
generales, uno tras otro, en defensa propia; pero la impaciencia de la
muchedumbre les impidió conservar el uso de la palabra el tiempo que concede
la ley. Sólo dos hombres hablaron en su defensa: primero, Axíoco; luego,
Euriptolemo, y ni él ni nadie de su familia ha honrado nunca su apellido como
en aquella hora. Su discurso se limitó, astutamente a los ojos del pueblo, a
propugnar que cada general tuviera su propia sesión ante el tribunal. «De ese
modo, podéis tener la certeza de que se hará justicia en toda la extensión de la
palabra, y podremos castigar a los culpables con la máxima severidad, al
tiempo que evitamos cometer el terrible crimen de condenar a quienes nada
tienen que reprocharse».
»El pueblo le escuchó, e incluso aprobó su moción; pero, acto seguido,
Menecles puso una objeción deforma y, sometida a una segunda votación, la
propuesta de Euriptolemo quedó en minoría, lo que de hecho implicaba la
condena de Pericles y sus compañeros. No obstante, antes de dicha votación,
te levantaste tú, Jasón. Como presidente, te di la palabra, aunque muchos te
abuchearon, porque conocían tu amistad con Pericles el joven, por no hablar
de tu honroso historial al servicio de la flota. ¿Me permitís, queridos amigos,
que intente capturar el espíritu, si no la letra, de la alocución de nuestro
camarada? ¿O preferís que me limite a contar lo ocurrido?
Los otros deseaban ardientemente que el maestro prosiguiera. Sócrates se
volvió hacia mí; luego, se dirigió a los demás con expresión grave:
Jasón dio lo siguiente: «Estáis impacientes, hombres de Atenas, por acabar
con este asunto. Permitidme, pues, que os ofrezca una salida. Como ya habéis
decidido que estos hombres son culpables, ahorremos al Estado las costas del
juicio y la deliberación, y considerémosles tales. Decidamos que, violando las
leyes de los dioses y de los hombres, abandonaron su deber hacia sus
camaradas en peligro. ¿Estáis de acuerdo? Siendo así, ¡lancémonos sobre
ellos como una jauría y estrangulémosles con nuestras propias manos!
»Me abucheáis, hermanos. Hay que hacerlo como ordena la ley, gritáis. ¿A qué
ley os referís, a la que violáis a capricho o a la que queréis para vosotros
mismos? Porque mañana, cuando despertéis, manchados con la sangre de
estos inocentes, no habrá canon ni estatuto que pueda disfrazar vuestra
iniquidad.
»Replicaréis, como los fiscales que han hablado en vuestro nombre: ¡Estos
acusados son asesinos! Pintaréis, como han pintado vuestros acusadores, el
desgarrador retrato de nuestros compatriotas náufragos pidiendo una ayuda
que nunca llegó, hasta que les fallaron las fuerzas y dejaron de luchar contra el
líquido elemento. He combatido en el mar. Todos lo hemos hecho. Que Dios se
apiade de nosotros; perecer en ese campo de batalla es la suerte más
espantosa que le cabe correr a un hombre, porque ni sus huesos, ni los jirones
de su ropa, pueden recuperarse para darles sepultura en la tierra que lo vio
nacer.
»Sí, la sangre de nuestros hermanos clama venganza; pero ¿cómo la
obtendremos? ¿Pisoteando las mismas leyes por las que dieron la vida? En mi
familia nos consideramos demócratas. Los arcones de mi padre guardan
menciones honoríficas escritas por Pericles el Viejo, padre de uno de los
acusados en el día de hoy, que, como todos sabéis, es amigo mío. Esos
documentos son objeto de culto bajo nuestro techo, talismanes de nuestra
democracia. Estamos reunidos en sagrada Asamblea, atenienses, como hacían
nuestros padres y los padres de nuestros padres antes que nosotros. Pero
¿deliberamos? ¿Llamáis deliberar a esto? Mi corazón percibe una semilla
negra. Miro vuestros rostros y me pregunto: ¿Dónde he visto esa expresión?
Os diré dónde no la he visto. No la he visto en las caras de los guerreros que
se enfrentan al enemigo con coraje. La vuestra es una expresión
completamente distinta, y lo sabéis perfectamente.
»¿Qué sacrílego imperativo, hombres de Atenas, os empuja, contra toda razón
y contra vuestro propio interés, a destruir a los mejores de entre vosotros?
»Temístocles salvó el Estado cuando mayor peligro corría; sin embargo, lo
condenasteis y lo exiliasteis. Milcíades os dio la victoria en Maratón; pero le
cargasteis de cadenas y os moríais de ganas de arrojarle al Pozo. A Cimón,
que os dio un imperio, le acosasteis hasta llevarle a la tumba. ¿Y Alcibíades?
Por los dioses, no disteis tiempo a que sus pies entibiaran el pedestal al que lo
habíais subido antes de derribarles a ambos y bailar regocijados sobre los
pedazos. El ácido y la bilis son para vosotros como la leche de vuestra madre.
Preferiríais ver el Estado arrasado por vuestros enemigos antes que
preservado por quienes son mejores que vosotros y veros obligados a
reconocerles como tales. El destino más amargo que sois capaces de concebir,
hombres de Atenas, no es la derrota a manos de quienes os odian, sino
aceptar los dones de quienes sólo buscan vuestro amor.
»Cuando era niño, mi padre me llevó al astillero de Telegonea, donde su primo,
carpintero de ribera, estaba construyendo una barca. Había terminado el casco,
y nos sentamos dentro para comer y celebrar por adelantado la finalización del
trabajo. En tono grave, el primo de mi padre dijo que a partir de ese momento
no le quedaba más remedio que permanecer junto a la embarcación incluso de
noche. Al advertir mi perplejidad, me puso una mano en el hombro: 'Para
desanimar a los saboteadores. Los hombres somos envidiosos —me dio mi
pariente, deseoso de aleccionara mi ingenuo corazón—. De todo lo que puede
ocurrirles bajo la capa del cielo, lo que menos soportan es tener menos éxito
que un amigo’.
»Nuestros enemigos nos observan, hombres de Atenas. Lisandro nos vigila. Si
pudiera acabar con los diez generales de sus enemigos en el campo de batalla,
¿con qué honores no lo distinguirían sus compatriotas? ¡Ysomos nosotros
mismos quienes nos disponemos a hacerlo en su lugar!
»¿Qué locura se ha apoderado de vosotros, compatriotas? Vosotros, que
clamáis contra la tiranía más alto que ningún otro pueblo, os habéis convertido
en tiranos. Porque ¿qué es la tiranía sino el nombre que damos a esa forma de
gobierno que se mofa de la justicia y se funda en el poder de la fuerza?
»He subido a esta plataforma muerto de miedo. Anoche, en el lecho de mi
esposa, me eché a temblar y necesité la fuerza de su animoso corazón, como
hoy he necesitado la de mis camaradas, para subir a hablaros. Pero ahora,
oyéndoos vociferar, ya no siento miedo por mí, sino algo mucho peor: pánico
por vosotros y por nuestra patria. Vosotros no sois demócratas. Preguntad a los
hombres de la flota. No encontraréis uno solo que condene a estos hombres.
Vivieron la tormenta, como la viví yo. Los náufragos ya estaban muertos, que
los dioses se apiaden de ellos. Pero no es ése el crimen por el que perseguís a
estos generales. Son culpables de otro. Son los mejores de entre vosotros, y
vuestros mezquinos corazones jamás los absolverán de semejante delito.
»Sí, abucheadme, hombres de Atenas, pero os conocéis mejor que nadie. No
seáis hipócritas. Si pretendéis violar la ley, por las pezuñas de Quirón, hacedlo
como hombres. Vosotros, los de allí, derribad las estelas de las leyes. Y
vosotros, coged martillo y cincel y borrad las tablas de la constitución. ¡En pie
todo el mundo! Marchemos, como la chusma que somos, contra la tumba de
Solón y mandemos al infierno sus sagrados huesos. Eso es lo que hacéis
condenando a estos hombres contra toda ley y todo precedente.
»Estas palabras, mi querido Jasón, u otras muy parecidas, fueron las que
pronunciaste ese día. En esa ocasión, oíste rugir a la plebe contra ti, como la oí
rugir contra mí momentos después, cuando me negué, como presidente de la
Asamblea, a someter a votación aquella moción inconstitucional. Pidieron mi
cabeza, amenazaron a mi mujer y a mis hijos... Jamás había oído un clamor
semejante, ni siquiera en plena batalla, en boca de un enemigo sediento de
sangre. Pero había pronunciado el juramento de la pritanía y no podía actuar
deforma contraria a la ley. No sirvió de nada, como sabes bien. Él pueblo se
limitó a esperar al día siguiente, cuando terminó mi turno y el nuevo epistates
les concedió lo que exigían.
»No obstante, la cuestión es que no puede culparse a las leyes en ninguno de
los dos casos: ni en la condena de los generales ni en la mía. Fue el pueblo
quien conculcó las leyes. Por lo cual creo que acertaste defendiendo la ley
entonces y que acierto aceptándola yo ahora. Por favor, amigos, ¿podemos dar
por zanjada la cuestión de la huida?
Me di por vencido y escarmentado. Sócrates me puso la mano en el hombro
afectuosamente y me preguntó, aunque se dirigía a todos:
—¿Puede el demos gobernarse a sí mismo? Tal vez te tranquilice recordar,
amigo mío, que los ideales a los que aspira el amante de la sabiduría —la
supremacía del espíritu sobre el cuerpo, el descubrimiento de la verdad, el
dominio de las pasiones de la carne...— son no sólo despreciables, sino
también absurdos para el común de los mortales. La mayoría de los hombres
no pretenden gobernar sus apetitos, sino satisfacerlos; para ellos la justicia es
un obstáculo en el camino de su codicia, y los dioses, simples entelequias
hueras a las que invocan para enmascarar sus propias acciones, motivadas por
el miedo, la conveniencia y el egoísmo. Él demos no puede ser elevado como
demos sino como conjunto de individuos. A la postre, uno sólo puede
gobernarse a sí mismo. Por consiguiente, dejemos a la masa a su aire.
»Lo que más me duele, Jasón, es tu desesperación y su consecuencia: el
alejamiento de la filosofía. Es como si pudieras soportarlo todo sin traicionar
nuestra vocación, salvo este golpe, mi propia desaparición, que tu corazón no
puede tolerar. Nada podría causarme más pena o darme más miedo que saber
que mis esfuerzos, y toda mi vida, han sido vanos. —Las lágrimas afloraron a
mis ojos; no obstante, seguía sintiéndome incapaz de suscribir su postura—.
¿Te acuerdas de lo que ocurrió tras el juicio a los generales? —me preguntó
Sócrates—. ¿Recuerdas que los amigos de Pericles el Joven nos reunimos
frente al calabozo del Baratron, el Pozo del Muerto, y reclamamos su cuerpo a
los funcionarios ?
»Arifrón y Jenócrates, parientes de Pericles, habían conseguido un carruaje
para trasladar el cuerpo a su casa. Su mujer, Quíone, «Nieve», se opuso a
utilizarlo.
Mandó a sus hijos al puerto para coger una carretilla pública. Todos sabéis
cómo son, amigos míos. Las hay en todos los muelles, en grupos de dos o tres,
para que los marineros recién llegados trasladen sus cosas hasta los carros de
alquiler. Llevan la leyenda «Epimeletai ton Neorion», «Propiedad de la
Armada».
»Sobre una simple carretilla de marinero llevamos a casa el cuerpo de nuestro
amigo. Éramos veinte e íbamos todos juntos, pues temíamos la reacción de la
gente. Sin embargo, nadie nos molestó; estaban ahítos de sangre.
Jantipo, el hijo de Pericles, fue el más valiente. Sólo tenía catorce años, pero
caminaba delante del grupo, erguido y sin soltar una lágrima. Se encargó de
vestir a su padre, cuando aún temíamos que los Once prohibieran enterrarle en
el Ática, y esa noche le cortó el pelo a su madre y le puso las ropas de luto. Se
había dictado la orden de confiscar las propiedades de Pericles. ¿Lo recordáis?
Nos reunimos para acoger en nuestras casas a todos y todo lo que
pudiéramos. No obstante, la cosa acabó así: al cabo de dos días, el pueblo
recobró la cordura y comprendió que había cometido una locura. El
remordimiento colectivo se apoderó de la ciudad, y la gente reconoció la
enormidad de su crimen y lamentó amargamente su apasionamiento y su
precipitación.
»Quíone se negó a confinarse en las habitaciones de las mujeres. «Que me
detengan», decía. Vestida de luto, se lanzó a la calle, sin velo, con los rizos
cortados, como un reproche viviente hacia todo y hacia todos. A los pocos que
tuvieron el coraje de acercársele no les dirigió la palabra; se limitó a exhibir la
cabeza rapada, día tras día.
»¿Lo comprendes, Jasón ? Era una filósofa. Sin necesidad de maestro, su
animoso corazón intuyó lo que exigían las circunstancias y le infundió el coraje
para actuar. Ni Brásidas ni Leónidas, ni siquiera el mismo Aquiles mostraron
nunca tanta entereza ni tanta generosidad en el amor por el hogar y la patria.
Ante semejante ejemplo, ¿cómo podría yo, amigos míos, que llamo amor a la
sabiduría a mi vocación, cómo podría permitirme una acción indigna de la
filosofa y de Quíone? Debo saltar al precipicio, por decirlo así, tan
silenciosamente como Pericles, su marido. Y vosotros, amigos, podéis lanzaros
a la calle con la cabeza rapada, como ella —dijo Sócrates, y con esas palabras
concluí yo también el relato que me había pedido mi cliente.
Absorto en sus pensamientos, Polémides permaneció en silencio largo rato.
—Gracias —dijo al fin; luego, sonriendo, sacó un documento de su arcón y me
lo tendió.
—¿Qué es esto?
—Échale un vistazo.
Empecé a leer el prólogo. Era mi defensa de Pericles el Joven, el mismo
discurso al que acababa de referirme con las palabras de Sócrates.
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo entregó Alcibíades, en Tracia. Le gustaba mucho, como a mí. Y no era
la
única copia que circulaba entre nuestros hombres.
Volvió a hacérseme un nudo en la garganta al recordar a los seres queridos,
tanto míos como de Polémides, de los que ya no nos quedaba más que el
recuerdo. Era bien entrada la noche; oí los pasos del portero en el patio, que se
retiraba a su cuchitril. Ahora tendría que armar un auténtico escándalo para
que me dejaran salir. «Es igual», me dije. Mi mujer no se inquietaría, pues se
figuraría que había decidido pasar la noche en casa de algún amigo. Me volví
hacia mi compañero, que me miraba divertido, como si pudiera leerme el
pensamiento.
—Te toca cumplir tu parte del trato, Pommo: acabar tu relato. ¿O estás
demasiado cansado para seguir? —Una expresión extraña animó sus
facciones—. ¿Porque sonríes así? —le pregunté.
—Nunca me habías llamado Pommo.
—¿De veras ?
Tendría mucho gusto en concluir su historia, aseguró. Me confesó que había
temido que hubiera dejado de interesarme, toda vez que ya no necesitaba
preparar su defensa.
—Ahora, llevemos el barco a puerto, si te parece, y dejémoslo bien amarrado,
con la ayuda de los dioses.
LA HISTORIA HASTA EL FINAL
E staba en Teos, a las órdenes del espartano Filoteles [empezó diciendo
Polémides], cuando llegaron informes sobre la muerte de Pericles y los demás
generales. Los espartanos no podían creerlo. Primero, la destitución de
Alcibíades; ahora, la ejecución de los mejores hombres del enemigo. ¿Se
habían vuelto locos en Atenas? A alguien se le ocurrió el siguiente chascarrillo:
Las lechuzas votaban con dos ojos y acertaban.
Ya sólo votan con uno, el que tienen en el culo.
Los dioses habían privado a Atenas del buen juicio en castigo a los excesos de
su imperio. Tal era la venganza de los dioses, proclamaban los profetas de
mentidero, por el pecado de orgullo imperial.
La moral espartana subió como la espuma. En Atenas, se multiplicaron las
deserciones. Ese otoño recorrí los puertos de Lisandro; vi las mismas caras
que en Samos, tantos eran los remeros isleños que se habían pasado al
enemigo. Hasta los barcos eran los mismos. El Cormorán, insignia de la
escuadra de Lisias, era ahora el Ortea. El Vigilante y el Pez Volador,
capturados en Arginusas a los Ojos de Gato, se habían convertido en el Polias
y el Andreia. En las tabernas se oía murmurar a los marineros e infantes,
temerosos de encontrar la muerte antes de que acabara la guerra y obtuvieran
la licencia.
Atenas había reunido a toda prisa los restos de su flota. Se había enrolado
hasta al último marinero capaz de mear de pie, incluidos los caballeros. Los
generales tenían tanto miedo que ni siquiera robaban. Una derrota acabaría
con ellos, mientras que los espartanos, financiados por el oro persa, podían
encajar una tras otra con la confianza de rehacerse y volver a la lucha.
Desde Samos, había ido directamente a Éfeso. ¿A qué otro sitio podía acudir,
con un homicidio añadido a la traición a las espaldas? Y no es que nadie lo
notara entre la horda de desertores, renegados y facinerosos que hacían cola
en las oficinas de reclutamiento bajo la bandera roja. Me encontré con
Telamón. Había llegado de Esparta una nueva generación de oficiales, en
muchos casos compañeros de mi juventud. Habían ascendido o acudido al
Este para conseguirlo.
Filoteles, que me había aceptado bajo su mando, era hijo del agoge de mi
pelotón de hacía veintiséis años, que con tanto pesar me había informado de la
quema de la granja de mi padre. Ahora era jefe de división, y se había
propuesto reparar aquella vieja injusticia.
—Cuando tomemos Atenas, te pondré el título de propiedad en la mano,
Pommo, y me encargaré de quien se atreva a protestar.
Así es como me convertí en sicario. Telamón y yo entrenábamos a infantes y
procurábamos no complicarnos la vida. Lisandro, que había sido llamado a
Esparta al expirar su mandato como navarca, estaba de vuelta. Los éforos le
habían nombrado segundo de Araco, dado que ningún espartano puede
ostentar el mando supremo por segunda vez. No obstante, Lisandro era el que
llevaba la voz cantante desde todos los puntos de vista. Uno de sus empeños,
y no el menos importante, era la eliminación de la oposición política en las
ciudades. Los espartanos son maestros en esas cuestiones, que aprendieron
subyugando a sus propios ilotas. Ahora Lisandro había reclutado a esa misma
gente, los neodamodeis, los libertos, para que ejecutaran su campaña de
terror.
Los ilotas no son malos soldados en unidades mandadas por oficiales
espartanos. Pero, dejados a su aire, son brutales. Cuando las atrocidades
empezaron a salir a la luz, Filoteles decidió utilizar a Telamón y otros, entre
ellos yo, de quienes podía esperar que actuaran con comedimiento.
Nos llamaban «emplazadores». La cosa funcionaba así: se nos entregaban
órdenes llamadas «de remisión»; en ellas figuraban los nombres de
funcionarios, magistrados, oficiales de la armada y el ejército, y cualquiera que
hubiera ejercido algún cargo bajo el dominio ateniense y cuyas simpatías
podían ser contrarias a la «libertad». A los ojos de los espartanos, eran
traidores, lisa y llanamente. Los documentos eran sentencias de muerte. La
ejecución seguía al arresto, de inmediato y en el lugar donde se producía.
Procuramos ser clementes. Les concedíamos tiempo para ponerse en paz con
los dioses o garrapatear su testamento. Si el afectado había huido al interior y
teníamos que darle caza, le traíamos de vuelta. En la medida de lo posible, los
cuerpos no sufrían daños y se entregaban a la familia para que les dieran
sepultura. La comisión de aquellos homicidios sancionados por el estado tenía
su ciencia. Lo mejor era coger al reo en la calle o en el mercado, donde la
dignidad solía impulsarle a guardar la compostura. Una buena detención era un
asunto civilizado. No hacía falta sacar ningún arma, ni siquiera enseñarla. El
sujeto mismo, comprendiendo su posición, procuraba mantener el decoro. Los
más valientes te soltaban alguna fresca. No podíamos por menos de admirar
su temple.
Te preguntarás cómo me sentía al respecto. ¿Me avergonzaba acabar como
matarife, después de haberme formado en la honrosa profesión de las armas?
Puedo decirte que Telamón no perdía el sueño y se burlaba de quien lo perdía.
Para él, aquel trabajo, aunque desagradable, era un aspecto de la guerra tan
legítimo como las operaciones de un sitio o la erección de una empalizada. En
cuanto a las víctimas, tenían los días contados. Si no hubiéramos acelerado su
desafortunado final nosotros, lo habría hecho cualquier otro, y con mucha
menos habilidad.
Atenas también tenía los días contados. Por mis hijos y los de mi hermano, por
mi tía y mi cuñada, y también por Eunice, tenía que estar allí cuando la ciudad
cayera, y en una posición lo bastante firme para conseguir que se salvaran.
Pensando en ello me sentía menos culpable por mi participación en el terror.
Un día Telamón y yo estábamos de juerga, con nuestros compañeros y unas
mujeres, en la costa, cuando nos llamaron desde un barco de guerra que se
dirigía hacia el norte para bajar a tierra a un grupo de prisioneros. Cuando el
bote llegó a la orilla, vi que el oficial al mando era pelirrojo y tenía ojos color
avellana.
Era Derechazo, el hombre de Endio.
Tenía la barba entrecana y se cubría los hombros con un manto escarlata. El
hombre al que había conocido como joven siervo era libre y tenía la
ciudadanía. Lo felicité de todo corazón.
—¿Y adónde vais, con rumbo norte, en esta época del año?
—Al Helesponto, a encontrarnos con Endio. Ahora está allí, negociando con
Alcibíades.
XLVI11 CAMINO DE TRACIA
T elamón y yo regresamos a Teos, para descubrir que habíamos perdido el
favor de los espartanos. De vez en cuando, había que hacer purgas entre
quienes realizaban tareas como la nuestra. Filoteles nos consiguió otro trabajo
antes de que fuera demasiado tarde: viajar al norte, a los nuevos dominios de
Alcibíades, y «evaluar la situación».
Alcibíades tenía tres fortalezas cerca de los estrechos, en Ornoi, Bisantes y
Neonteicos. Según se decía, se las había conseguido Timandra con dinero
robado de los botines de la flota de Samos. Desembarcamos en la misma playa
de Egospótamos en la que, menos de un año después, Atenas derramaría la
poca sangre que le quedaba.
Los odrisios tracios detienen sin excepción a cualquier extranjero que pise su
suelo. Requisan tus pertenencias y te obligan a emborracharte. Su bebida
favorita, la coroessa, es un licor espeso como jarabe o resina que quema como
el fuego y que ellos toman puro. No hay que resistirse a su efecto, sino ceder y
pillar una tajada tan grande como se pueda. Así es como determinan tu aedor,
tu aliento o hedor, que para ellos es el atributo supremo y decisivo de cualquier
hombre. Soportamos aquella prueba con los pasajeros de dos barcos que
habían varado antes que nosotros. Al parecer, tres viajeros carecían de aliento.
Los odrisios los largaron en el siguiente barco; no estaban dispuestos a
permitirles el paso.
Nuestra escolta llegó del interior para acompañarnos a nuestro destino. Eran
muchachos, jinetes prodigiosos con botas de piel de zorro y bridas de plata.
—¿A qué príncipe servís? —les preguntó Telamón, admirado de su porte.
—Al príncipe Alcibíades —declaró nuestro guía.
El chico nos aseguró con orgullo que la fortuna de su señor, obtenida atacando
a las tribus del este de las Montañas de Hierro, excedía los cuatrocientos
talentos. Si el odrisio no exageraba, Alcibíades, era más rico que la propia
Atenas, que había dilapidado hasta su última reserva de emergencia. Los
espartanos y los persas le cortejaban, nos explicó muy ufano el muchacho, y el
mismo príncipe Seutes seguía su parecer en todo. Le preguntamos qué tropas
tenía a su mando, imaginando que serían peltastas e, irregulares, salvajes que
le dejarían en la estacada al primer copo de nieve.
—Hippotoxotai —respondió en griego el muchacho.
Arqueros a caballo. Cambié una mirada con Telamón, que estaba tan
sorprendido como yo. Unos estadios más adelante nuestro guía nos hizo tirar
de las riendas a la entrada de un valle cubierto de brezo. En la llanura, que
habría bastado para albergar toda Atenas, la hierba aparecía hollada por
cascos de caballos y salpicada en toda su extensión de basura de un
campamento, en la que escarbaban mujeres y perros. Se habían alzado
grandes túmulos para los sacrificios; vimos plataformas ante las que habían
desfilado las tropas y presas construidas en los arroyos para abrevar miles de
caballos.
—Hippotoxotai —repitió el muchacho.
Cabalgamos todo el día. Esa parte de Tracia carece de árboles. El suelo está
cubierto de arbustos bajos que dan flores y prosperan a pesar del frío, plantas
parecidas al brezo que producen bayas rojizas, muy bonitas, y proporcionan
una alfombra sobre la que los caballos pueden galopar a toda velocidad y los
hombres, dormir como criaturas envueltos en mantos de pieles. El agua de los
arroyos es tan fría que te traspasa los dientes y te deja los dedos entumecidos.
Dichas corrientes señalan los límites de los territorios de las tribus. Abrevar el
caballo en la tierra de otra es una declaración de guerra, y de hecho así es
como la provocan.
En Tracia abundan las pulgas, incluso en invierno. Lo infestan todo, desde las
barbas hasta la ropa de la cama; no hay otra manera de librarse de ellas que
zambullirse en agua helada. Los caballos son pequeños, pero resistentes como
cuero sin curtir; pueden cargar con un peso equivalente al suyo todo el día y no
le temen a nada, salvo al oleaje de la playa, o tal vez al olor de la sal, que los
vuelve locos de terror.
En cuanto a mí, desembarqué en aquellas tierras tan abatido como cabía
estarlo. El país consiguió levantarme la moral. Era como haber muerto y estar
en el infierno. Nada podía ser peor, de modo que era fácil animarse. Creo que
Alcibíades se benefició del mismo efecto tónico. La gente tenía energía. Sus
dioses eran de una tosquedad reconfortante. Y las mujeres. En las culturas que
viven del pillaje los hombres llevan consigo todo lo que desean perder.
Aquellos salvajes cargaban con hermanas, madres, hijas y esposas, a cual
más peligrosa. Supongo que un hombre con mi historial debería haber
aborrecido al género femenino. Pero las órdenes del capitán que nos cuelga
entre los muslos son tan inapelables que la vida, o al menos la lujuria, acaba
imponiéndose contra viento y marea. Descubrí que me alegraba de volver a
estar en campaña. La vida del soldado era mi vida. Cierto día, observando a
una mujer que ordeñaba a una perra (las tracias mezclan la leche de perra con
mijo para hacer gachas para sus criaturas), comprendí que seguían
interesándome las cosas. Ese es el supremo misterio de la vida: que, aun
sabiendo exactamente en qué consiste, seguimos agarrándonos a ella. Y la
vida, a pesar de los pesares, acaba encontrando la manera de engañar a
nuestros desengañados corazones.
El tracio utiliza la misma palabra para referirse al viento y al cielo: aedor, el
nombre de un dios, que no es ni femenino ni masculino, sino tan antiguo, creen
ellos, que antecede a los sexos. Los tracios creen que lo que sustenta al
mundo no es la
tierra, sino el cielo, elemental y eterno. Cantan el siguiente himno:
Antes que tierra y mar existía el cielo, que seguirá existiendo después de ellos.
También en el hombre lo primero es el aedor, y lo último que lo abandona.
El viento tiene una enorme importancia en la cultura tracia. Los nativos son
conscientes en todo momento de su «golpe» o «nariz», como llaman al punto
desde el que sopla. Ningún guerrero puede interponerse entre el viento y un
superior. El más noble da la espalda al viento; el inferior lo recibe en el rostro.
Los campamentos se asientan según sopla el viento, y el séquito del príncipe
se elige del mismo modo. El de Seutes constaba de más de cien hombres,
situados a su alrededor según una jerarquía tan elaborada como la de la corte
de Persia. Sólo ha habido un extranjero que haya conseguido dominar la
sutileza del orden ecuestre de Tracia. ¿Hace falta que lo nombre?
Pasamos de largo cerca de su fortaleza de la costa y lo buscamos en el
interior, donde, según nos informó nuestro guía, participaba en un salydonis,
una combinación de caza y ritual mediante el que un señor rinde vasallaje a
otro mayor, y en la que le acompañaban los espartanos, la embajada de Endio,
para comprobar con qué tropas les invitaban a aliarse Alcibíades y Seutes.
Durante dos días no vimos a nadie, ni siquiera a los pastores de los rebaños de
ovejas, cuya lana, en aquella remota región, no esquilan sus propietarios, pues
el código de hospitalidad autoriza a cualquiera a coger lo que necesita. Luego,
a media mañana, un jinete solitario apareció en el horizonte, a unos dos
estadios sobre nuestras cabezas, cabalgando con la impávida gracia de un
joven dios. El jinete bajó la pendiente en zigzag al tiempo que nosotros la
ascendíamos hacia él.
Sin embargo, cuando el desconocido estuvo cerca, comprobamos que era una
muchacha, calzada con botas de piel, como los hombres. A Telamón y a mí
nos impresionó su melena, larga, lustrosa y rubia como la arena, que llevaba
anudada sobre la cabeza en un moño del que escapaban mechones que el
viento hacía volar sobre su cara.
—Quedaos aquí —nos ordenó nuestro guía—. Cara al viento. —Y salió al trote
al encuentro de la joven.
El resto de la escolta nos dio alcance.
—¿Quién es ese pimpollo? —preguntó Telamón.
—Alejandra —respondió uno de los muchachos.
Era la mujer de Seutes, no una simple compañera de cama, sino su esposa, la
reina. No se dignó mirar a nuestro grupo, pero parlamentó con nuestro guía.
Pregunté si las mujeres solían viajar solas en Tracia.
—Quien las ofende, señor, se convierte en comida para los cuervos.
Nos habían advertido que nunca miráramos a la mujer de otro hombre. En
aquel caso era imposible. El pelo de la princesa brillaba como la piel de marta y
sus ojos le hacían juego como joyas. El caballo también tenía el mismo color,
como si lo hubiera elegido, como una mujer de ciudad un vestido, para que
realzara sus ojos y su piel. El animal parecía consciente de ello, hasta el punto
de que bestia y mujer formaban un conjunto de espectacular nobleza.
Llegamos al campamento de Alcibíades esa noche. Había unos cinco mil
jinetes odrisios y peonios, además de diez mil arqueros escitas y peltastas. Los
oficiales griegos habían improvisado una especie de fuerte en un lugar
estratégico de la llanura, cubierta de nieve hasta la altura de la pantorrilla, y en
cuyo extremo se alineaba el ejército de perros salvajes que sigue a las hordas
tracias para alimentarse de los desperdicios. En el ejercicio participaban dos
alas de caballería que asaltaban el fuerte desde el sur, cara al viento, mientras
una tercera lo hacía desde el norte con el apoyo de la infantería. En un visto y
no visto, el simulacro se convirtió en un caos de violencia. A los tracios no les
entraba en la cabeza el concepto de práctica. Empezaron a disparar en serio, y
los oficiales griegos se las vieron y se las desearon para detenerles. Los
salvajes no tenían más objetivo que impresionar a sus príncipes con su arrojo
individual y su destreza como jinetes. Unos cabalgaban de pie sobre sus
monturas arrojando lanzas y hachas; otros se inclinaban para ocultarse tras el
costado del caballo y disparaban flechas por debajo de sus pescuezos. Sólo un
milagro evitó que se produjera un baño de sangre; luego, una vez acabado el
ejercicio, aquellos salvajes, empeñados en recuperar sus armas, iniciaron un
altercado y pelearon regocijados por su equipo llamando en su ayuda a los de
su clan.
Al oscurecer, se entregaron a la bebida y a las mujeres de un modo que
desafía cualquier descripción. Las hogueras formaban avenidas a lo largo de la
llanura, rodeadas de figuras que brincaban extáticas al ritmo de los tambores y
los címbalos. Uno no podía evitar sentir simpatía por aquellos individuos
salvajes y libres. Pero, a medida que avanzaba por el campamento, procurando
no pisar a las parejas de borrachos entregados a la cópula, comprendí por qué
aquellos guerreros, que constituían el ejército más numeroso y arrojado de la
tierra, no había dejado un solo trazo en la tablilla de cera de la Historia. Eran
más indisciplinados que sus perros.
Acompañé a Endio y Telamón a ver a Alcibíades, que seguía despierto en su
podilion, una de esas cabañas tracias bajas, circulares y asombrosamente
cómodas, construidas con pieles y turba y excavadas de modo que se
desciende a ellas como a la madriguera de un tejón. Una especie de brasero
las mantiene caldeadas incluso en mitad de una tormenta de nieve. En su
interior, se encontraban Mantiteo y Diotimo, con los Ojos de Gato, Damón y
Nestórides, que ahora iban cubiertos de pieles, y una docena de hombres entre
los que reconocí a algunos de los mejores oficiales de la flota de Samos.
—¡Bienvenidos sean los proscritos y los piratas! —exclamó Alcibíades a guisa
de saludo.
Las conversaciones sobre política se prolongaron durante toda la noche. Yo
dormitaba entre dos sabuesos. Al cabo, cerca del alba, la charla cesó y
Alcibíades, levantándose entre el humo, me hizo señas de que le acompañara
al exterior.
Se había enterado de la muerte de mi mujer y de mi condena por asesinato. No
había nada que decir y no lo intentó. Se limitó a caminar a mi lado sobre el
suelo helado, duro como el hierro. Nunca he sentido tanto miedo, ni en batalla
ni ante cualquier otro peligro, como en su presencia. A pesar de todo, seguía
temiendo decepcionarle. ¿Lo comprendes, Jasón? Tenía una voluntad tan
formidable y una inteligencia tan penetrante que había que echar mano de
todos los recursos de que disponías simplemente para escuchar sus consejos y
no parecer idiota. Hizo un gesto hacia los hombres que dormitaban en el
campamento.
—¿Qué te parecen?
—¿En qué sentido?
Su risa llenó el aire de vaho.
—Como soldados. Como ejército.
—¿Me lo preguntas en serio?
Me explicó sus planes mientras caminábamos. Atenas carecía de un único
elemento, que no obstante le había impedido sacar partido de sus victorias
navales: la caballería.
—Te olvidas del dinero —repuse.
—La caballería produce dinero —replicó Alcibíades—. Dame Sardes y acuñaré
moneda en cantidad suficiente para llegar a Susa y plantar nuestras tiendas
ante Persépolis.
Esa vez fui yo el que reí.
—¿Y quién adiestrará a estos batallones invencibles?
—Tú, por supuesto. —Me puso la mano en el hombro—. Y tu amigo Telamón, y
los otros oficiales griegos y macedonios que ya tengo, y los que vendrán.
Habíamos subido a un altozano desde el que, a unos trescientos estadios, se
avistaba el brillo del mar. Dos fuerzas se disputaban el Egeo, me recordó
Alcibíades: de una parte, Atenas; de otra, Esparta y Persia.
—Hay una tercera fuerza. E irresistible. ¿Qué nación es más numerosa que la
tracia? ¿Cuál más guerrera? ¿Cuál posee más caballos o puede atacar con
mayor rapidez? A Tracia, que tiene todo eso, sólo le falta.
—Alguien como tú.
Un tercer poder aliado con uno de los dos bandos inclinaría la balanza,
aseguró. Había iniciado conversaciones con el persa Tisafernes, a quien Ciro le
había cortado las alas y que ardía en deseos de vengarse.
—Tisafernes odia a Lisandro y sembrará la discordia en la sucesión a la
corona, a la que aspira Ciro y por la que luchará en cuanto muera el rey Darío.
Ése es el motivo de que el príncipe busque el arrimo de Lisandro. Pero su plan
fracasará. Puede que los espartanos acepten el oro de Persia, pero nunca
servirán a Persia; eso es algo que ni Lisandro conseguirá. Se ha ganado la
enemistad de Endio alejándolo de sí para acercarse al rey Agis. Ninguno de los
dos puede moverse sin Atenas, y Atenas, aparte de mí, no posee a nadie con
suficiente estómago para pronunciar en voz alta la palabra Lacedemonia.
Ambos, aunque por distintas razones, tienen que mirar hacia un tercer poder, o
crearlo, si no existe.
Pero ¿cómo iba a atraer a Atenas a aquella alianza?
—Es un puente que ha ardido en dos ocasiones, Alcibíades. El demos nunca
aceptará un régimen presidido por ti, por mucho poder o expectativas que les
ofrezcas.
Alcibíades no respondió de inmediato; paseó la mirada por el campamento, en
el que los tracios, cubiertos de escarcha, empezaban a levantarse y sacudir la
nieve de la tienda de su señor, mientras los mozos, golpeándose el cuerpo
envuelto en pieles, extendían el forraje para los caballos y las bestias de carga,
que iniciaron el alboroto de rebuznos y relinchos que para el soldado en
campaña es como el canto del gallo para el granjero.
Cualquier otro, viéndose en aquella región hiperbórea, habría maldecido al
destino que le había llevado allí, a aquellos yermos tan alejados de la cuna de
la civilización, después de veintiséis años de guerra. Tratándose de Alcibíades,
era una reacción impensable. El lugar en el que se encontraba era siempre, y
siempre lo sería, el centro y el eje del universo.
—No necesito a Atenas. Atraeré a mí a los mejores, uno tras otro, como te he
atraído a ti. Echa un vistazo al campamento. Ya cuento con los cuadros
navales más preparados del mundo, con los comandantes de caballería más
audaces, con los constructores de barcos más hábiles. El dinero comprará a
los marineros. La madera de Seutes hará los barcos.
—Sí, si puedes controlarlo.
—Seutes es inteligente, Pommo, pero también un salvaje que se siente
fascinado ante mí. Durante toda la guerra, la iniciativa me ha seguido
adondequiera que haya ido. Ahora, me seguirá a Tracia; haré que me siga.
Seutes no puede atraerla por sí solo y lo sabe. Por el momento, eso me
proporciona influencia. Puede que el ejército sea suyo, pero fíjate hacia quién
se vuelven esperando órdenes.
Señaló hacia el campamento, que despertaba poco a poco.
—¡Alcibíades!
—¡Comandante!
Los capitanes le saludaban; los oficiales de caballería espoleaban sus
monturas hacia él; otros muchos se acercaban a la carrera para recibir
órdenes.
—Nos apoderaremos de los estrechos —siguió diciendo Alcibíades, en
referencia al Helesponto y Bizancio, cuya conquista había llevado a cabo con
anterioridad con un ejército diez veces menor—. Pero no cortaremos el
suministro de grano a Atenas ni le impondremos condiciones. Seguiremos
abasteciéndola a nuestro capricho.
Lo haría, no me cabía duda, y yo estaría con él. Pero ¿quién metería en cintura
a
aquellos salvajes que adoraban al viento e iban y venían a su antojo?
—Ni siquiera tú, Alcibíades, eres tan iluso como para imaginar que te seguirán.
Me miró con una expresión irónica.
—Me decepcionas, amigo mío. ¿Estás tan ciego como estos tracios a lo que
tenéis, tú y ellos, delante de las narices? No tenía ni la más remota idea de a
qué se refería.
—Su propia grandeza.
La de quien consiguiera empujarlos a obtenerla, quería decir.
—No permanecerán a mi lado para cumplir mi destino, Pommo, sino el suyo.
Porque su nación se asoma como un águila al borde del cielo y sólo carece de
la audacia para saltar y elevarse. Yo se la proporcionaré. Y, cuando la tengan,
por todos los dioses, las hazañas que llevarán a cabo transformarán el mundo.
Has oído las historias, Jasón, de quienes aseguran que se había vuelto loco, o
salvaje. Bailaba toda la noche, aseguraban los hombres, al son del címbalo y el
pandero. El licor puro había acabado por trastornarle. Yo mismo vi su caballo
atado en un bosquecillo de alisos junto al de Alejandra. Era un hecho que
Seutes se mostraba cada día más distante, y no tardó en mostrarse hostil.
Atenas le halagaba sin pudor: concedió la ciudadanía a sus hijos y envió a su
corte poetas, músicos e incluso peluqueros. Hacía el final, según los informes,
el lenguaje de Alcibíades se hizo pródigo en extravagancias como «la alquimia
de la aclamación» o «la llanura de la intercesión», que, según él mismo, era el
campo en el que dioses y mortales se encuentran y parlamentan. Prometía
gobernar «dominando el mythos» y llamaba a su filosofía «la política de la
arete».
Empezó a referirse a si mismo en tercera persona, se decía, y a invocar a su
propio espíritu como sí fuera un dios. Brujos y hechiceros se sentaban a su
diestra. Afirmaba que era posible detener el sol. Según otros, se mutilaba
alegando despreciar la materia como un manto que hay que trascender o
desechar. Soy testigo de que ofrecía sacrificios durante noches enteras a
Hécate y Necesidad. También se aseguraba que Timandra era su mentora en
la práctica de tales aberraciones, un súcubo salido del infierno en vez de una
mujer mortal. Subyugado por ella, decían, se alejaba del trato de los hombres
para dormir y convocar a los brujos para que interpretaran sus sueños. En una
ocasión afirmó que podía volar y que había viajado a Ptía con alas de azogue
para conversar con Néstor y Aquiles.
En verano me envió a Macedonia para conseguir madera para barcos. Una vez
allí, la casualidad puso en mí camino a Berenice, la mujer qué acompañaba a
León en campaña, y a quien afortunadamente le iban bien las cosas, pues se
había casado con un carretero. A pesar de las muchas penalidades que había
pasado después de Siracusa, había preservado la historia de su amante, que
me entregó junto con el arcón en que ahora la conservo, hecho por su marido.
Me gustaba aquel hombre. Era una plancha sin desbastar, como su
predecesor. Se había mudado a Macedonia después de trabajar «en el sur»,
transportando mercancías ilegalmente fuera del Ática.
Los propios generales de Atenas estaban tan seguros de la inminencia de la
derrota que habían empezado a esconder sus bienes.
Seguía en Macedonia, en Pella, cuando me enteré del definitivo desastre de
Egospótamos. En los días previos a la batalla, después de que Lisandro tomara
Lámpsaco y alineara sus doscientos diez barcos de guerra en el estrecho,
frente a los ciento ochenta de Conón, Alcibíades se dignó salir de su fortaleza y
acercarse a la playa donde fondeaba la flota de sus compatriotas. Apareció
envuelto en pieles de zorro, se cuenta, y con el pelo suelto, que le llegaba
hasta medía espalda. Le escoltaban cuarenta jinetes odrisios, con un aspecto
aún más salvaje. Reuniría cincuenta mil hombres entre infantería y caballería,
prometió, y atacaría a Lisandro por tierra, sí los generales atenienses le
proporcionaban transporte marítimo. Reconquistaría Lámpsaco y se la
devolvería sin pedir nada a cambio. Pero rechazaron su oferta.
—Ya no mandas aquí, Alcibíades —se limitó a responderle el general Filocles,
aquel miserable cuyo concepto del código del guerrero incluía proponer la
moción, aceptada de forma tan infame por la Asamblea de Atenas, de cortarle
la mano a cualquier marinero enemigo hecho prisionero.
De esta forma, por tercera vez en su vida, Alcibíades se vio apartado de la
sociedad de sus compatriotas. Dieciséis meses más tarde, cuando la partida
que le dio muerte recorría aquella misma playa siguiéndole los pasos, Endio
aludió con pesar a la locura que era a un tiempo la maldición y el genio de
Alcibíades, y a la que se mantuvo irreductiblemente fiel toda la vida.
—Las naciones son demasiado insignificantes para él. El concepto que tiene de
sí mismo le induce a situarse por encima de las cuestiones de estado, y
quienes no le siguen y saltan con él al precipicio del mundo son enanos a sus
ojos. Pues su visión es el futuro, que el presente no puede, ni podrá nunca,
tolerar de buen grado.
ECOSPÓTAMOS
E l buen orden de nuestra historia [siguió diciendo Polémides] exige que
relatemos ahora la derrota que doblegó a nuestra nación. La narración
mejoraría si convirtiéramos la batalla en un enfrentamiento formidable, con
alternativas para ambos bandos que permitían dudar del resultado hasta el
último momento. Como sabes, estaba perdida desde hacía años.
Seamos justos con Lisandro. La victoria, aunque carente de brillantez, fue el
resultado de una astucia y una paciencia magistrales, y puso de manifiesto una
disciplina, un autodominio y un conocimiento tan perspicaz de las debilidades
del enemigo como para constituir en sí misma un hecho que no suscitó un gran
revuelo. Lisandro esperó; la fruta cayó. Nadie puede negarle que obtuvo para
su país y sus aliados el triunfo que ningún otro había sido capaz de
proporcionarle en tres veces nueve años de guerra.
Permanecí en Tracia la mayor parte del invierno que precedió a la batalla,
donde me enteré de que los agentes de Lisandro se habían hecho con el poder
en Mileto y habían pasado a cuchillo a todos los demócratas. A continuación,
tomó Laso, aliada de Atenas en Caria, ejecutó a todos los varones en edad
militar, vendió como esclavos a las mujeres y los niños y arrasó la ciudad.
Aquel último invierno, Alcibíades sufrió una grave caída de un caballo. No pudo
andar durante meses; el dolor que le producía levantarse de la silla le dejaba
blanco como la pared. Los pueblos salvajes no tienen paciencia con los
incapacitados. Medoco levantó el campo y se llevó su ejército; Seutes hizo lo
propio. El príncipe, que debería haber odiado a Alcibíades por su asunto con
Alejandra, demostró ser su defensor más constante. Hizo que lo trasportaran
en litera a Pactia, le envió su propio médico, un halconero y animales para que
los ofreciera en sacrificio. Le dio cinco ciudades para la carne, el vino y el resto
de sus necesidades. Cuando le preguntó qué podía hacer por su espíritu,
Alcibíades pidió tres cuerpos de guerreros, que puso a las órdenes de
Mantiteo, Druso el joven y Canocles, e hizo que los adiestraran como a una
especie de élite móvil desconocida hasta entonces, pues podían remar y luchar
como infantería pesada, cargados con sus respectivos petates y armaduras, sin
depender de los nobles ni del consejo de caudillos. Cuando Medoco despreció
aquella fuerza por su insignificancia numérica, Alcibíades declaró que podía
triplicar sus filas en un mes sin pagar un óbolo. Se limitó a vestirlos con colores
de guerra y pasearlos por las Montañas de Hierro. Fueron tantos los jóvenes
deslumbrados por su
formidable aspecto que reclutó a diez mil y tuvo que rechazar a otros tantos.
Al fin, en primavera, mejoró de la espalda. Ya podía cabalgar. Los clanes
tracios se reúnen al alzarse Arturo, y en ése festival Alcibíades participó en las
competiciones ecuestres y ganó la corona, a los cuarenta y seis años. Creo
que aquello le permitió recuperar el crédito perdido.
Lisandro había capturado Lámpsaco, al otro lado del estrecho, tan cerca que es
posible verla en los días sin niebla. A la playa que se extendía bajo la fortaleza
de Alcibíades, atraída por su perverso destino, llegó la última flota ateniense,
mandada por Conón, Adimantos, Menandro, Filocles, Tideo y Cefisodoto.
El relato que podía hacer Polémides de la batalla de Egospótamos era
necesariamente sumario, puesto que cuando se produjo se encontraba en
Macedonia comprando madera para barcos y también porque lo narraba a
alguien como yo, que conocía lo ocurrido con detalle. En atención a ti, querido
nieto, permíteme que tome el relevo y dé cuerpo a aquello que nuestro cliente
pasó por alto en la relación que me hizo.
Egospótamos está justo enfrente de Lámpsaco, al otro lado del Helesponto. No
es un puerto, sino apenas un fondeadero. Hay dos pequeñas aldeas, pero
carecen de mercado. El viento sopla del nordeste, continuo y fuerte; la intensa
corriente que discurre frente a la playa hace difícil hacerse a la mar y más aún
varar, puesto que los barcos, huelga decirlo, deben tomar tierra ciando. La
playa propiamente dicha mide más de diez estadios, extensión más que
suficiente para los barcos y un campamento de treinta mil hombres, que, no
obstante, tienen que caminar más de treinta estadios hasta Sestos para
encontrar comida. Egospótamos tiene buena agua, salvo cuando sube la
marea, que asciende por los arroyos; hay que remontarlos dos estadios para
obtener agua potable. Parecía una locura asentar el campo en aquella playa
inhóspita, teniendo tan cerca la ciudad aliada de Sestos. No obstante, retirarse
a ella, como aconsejaban muchos, incluido Alcibíades, habría sido conceder
Lámpsaco al enemigo, cosa a la que no se atrevían los generales, que tenían
bien presente la suerte que habían corrido sus predecesores tras Arginusas.
Por otra parte, no veían el momento de enfrentarse a Lisandro. Fueran cuales
fuesen los inconvenientes de Egospótamos, al menos estaba justo enfrente del
enemigo. Lisandro no podría escabullirse; tarde o temprano tendría que salir y
presentar batalla.
Este documento, procedente de la investigación que llevó a cabo el Consejo
con posterioridad, es lo declarado bajo juramento por mi viejo compañero
Moretones, que sirvió a bordo del Hipólita en aquella playa:
Bajó de su castillo. Todos dejamos los que estábamos haciendo y nos
arremolinamos a su alrededor. Era Alcibíades, desde luego, pero parecía un
salvaje. Ya sabéis, señores, cuánta facilidad tenía para adquirir los hábitos de
la gente con la que convivía. Los generales no estaban dispuestos a permitir
que se dirigiera a las tropas, pero hasta la última de sus palabras se extendió
como el fuego por todo el campamento. No dijo nada que los hombres no
hubieran oído una y otra vez: que aquel lugar era una trampa mortal y que nos
retiráramos a Sestos. Que dispersarnos a lo largo de kilómetros para conseguir
manduca nos hacía vulnerables. ¿Y si los espartanos nos atacaban por
sorpresa? Pero no podíamos irnos, o Lisandro se largaría. Y lo siguiente sería
la llegada de Atenas del Salamina para convocar a los generales a casa y
juzgarlos por negligencia. Todos sabíamos que la cosa acabaría así.
Alcibíades trajo comida, pero los generales no permitieron que los hombres la
aceptaran. Juró que nos proporcionaría un mercado, o que haría que nos
trajeran productos del campo, gratis. Tenía a sus tracios, dijo, diez mil,
entrenados para luchar a pie, a caballo y en el mar. Seutes estaba en camino,
lo mismo que Medoco. Otros cincuenta mil. Los pondría bajo el mando
ateniense, del que renunciaba a formar parte.
Si no aceptaban sus tropas, al menos podían darle un barco. Serviría bajo el
comandante que le asignaran. Pero los generales tampoco podían hacer eso.
Concederle algo era concederle todo. Si vencíamos a Lisandro, se llevaría toda
la gloria; si perdíamos, la mierda nos llovería encima a nosotros. ¿Cómo iban a
decir que sí a eso los generales? Los ejecutarían en cuanto pusieran los pies
en el Ática.
Propuso servir no como capitán de barco, sino como simple infante. Lo echaron
del campamento. Era demasiado grande, ¿comprendéis? A su lado todos
parecían enanos. Y tenían razón. A los ojos de los generales, era el peor
enemigo de Atenas; lo temían más que a Lisandro.
Durante cuatro mañanas, Lisandro situó sus fuerzas en orden de batalla en
mitad del estrecho. Durante otras tantas, la flota de Atenas se situó enfrente. A
mediodía, Lisandro se retiraba a Lámpsaco y los atenienses, a Egospótamos.
Todos los días, nuestros hombres tenían que dispersarse para buscar comida,
mientras que los de Lisandro, con la ciudad a sus espaldas, tenían la suya al
alcance de la mano, junto a sus barcos. Al quinto mediodía, Lisandro realizó la
misma maniobra: sacó las naves y volvió a retirarlas. Atenas le imitó. Pero ese
día, cuando nuestros marineros se desperdigaron para comer...
Cayeron sobre nosotros con el triple de fuerzas: doscientos diez barcos de
guerra y cuarenta y dos mil hombres. No hace falta que os diga cuáles eran
nuestras posibilidades. Sólo hay un modo de subir a bordo de un trirreme: por
compañías, en orden. Pero ¿cómo lo haces con los hombres desperdigados a
lo largo de treinta estadios de guijarros? Botamos el Hipólita con un solo banco
de remeros. A nuestros flancos, el Pandia y el Implacable ni siquiera
consiguieron reunir tantos. Nadie intentó organizar el ataque. Simplemente nos
lanzamos contra ellos. Nos agujerearon de proa a popa. Cualquiera que
estuviera en el agua podía darse por muerto. Los espartanos cazaron al resto
en la playa.
Lisandro los había entrenado a conciencia; conocían el terreno y cortaron
ambos torrentes y todos los caminos de escape. Sus barcos lanzaron rezones
a los nuestros y los remolcaron. Lisandro fue listo; nada de infantería pesada,
que se habría quedado atascada en la arena, sólo peltastas y jabalineros. Y, en
lugar de lanzarse a ciegas a la carga, avanzaron formados por compañías y
destrozaron el campamento como perros de presa. Si volvías la cabeza, lo
veías todo escarlata.
Lisandro hizo la friolera de veinte mil prisioneros. Vendió a los isleños y los
esclavos, y sólo retuvo a los ciudadanos atenienses.
Se los llevó cautivos a Lámpsaco, los juzgó y los ejecutó como opresores de
Grecia. Cuando empezó la investigación del Consejo, las galeras habían
empezado a llegar al Pireo con el cargamento de la matanza. Lisandro devolvió
a Atenas los cuerpos de sus hijos, para que nadie pudiera acusarle de
impiedad, pero sobre todo para quebrantar la moral de la ciudad. Porque,
aunque ya no tenía flota ni hombres para tripularla, muchos habían jurado
resistir hasta el final, con ladrillos y piedras si era necesario, subidos a la
Acrópolis, y arrojarse al vacío antes que rendirse al enemigo.
Lisandro embarcó los cuerpos desnudos y despojados de cualquier cosa que
pudiera identificarlos. Con ello quería obligar a los funcionarios a exponer los
cadáveres juntos, como en una necrópolis, de modo que la gente, para
identificar a sus hijos y maridos, tuviera que recorrer los pasillos y las avenidas
que formaban los caídos y mirar cada rostro en busca de los de sus seres
queridos. Imponiendo a los atenienses aquella prueba pretendía aterrorizarlos y
extirpar de sus corazones la voluntad de resistir.
Su ejército lo integraba ahora toda Grecia, respaldado por el inagotable tesoro
de Ciro. El ejército de Agis sitió la ciudad; la flota de Lisandro la bloqueó por
mar.
El dieciséis de muniquión, la misma fecha en que Atenas y sus aliados habían
preservado a Grecia de la tiranía de Persia en Salamina, la armada de Lisandro
entró en el Pireo sin oposición. El partido encabezado por Terámenes entregó
la ciudad. Dos batallones de infantería pesada tebana tomaron el Areópago y
cerraron todas las oficinas gubernamentales. Un regimiento corintio ocupó el
ágora; divisiones de Elis, Olinto, Potidea y Sición derribaron las puertas e
iniciaron la demolición de las fortificaciones del Pireo, mientras otras de
Eniadas, Mitilene, Quíos y el imperio, ya liberado, comenzaban a desmantelar
la Muralla Larga al son de la música de muchachas flautistas. Dos brigadas de
infantería de la marina espartana y peloponesia, que incluían brasidioi e ilotas
manumitidos, neodamodeis, bajo el mando de Pantocles, se apoderaron de la
Acrópolis. Ofrecieron sacrificios a Atenea Nikéy asentaron el campo entre el
Erecteon y el Partenón. La última división, compuesta de infantes
lacedemonios y mercenarios de Macedonia, Etolia y Arcadia ocupó la Cámara
Redonda y la sede de la Asamblea en la colina del Pnix. Con ellos estaba
Polémides, vestido de escarlata.
L EN EL RECODO DEL CAMINO
A pesar del desprecio que le inspiraban mi conducta y mi persona [siguió
contando Polémides], mi tía permitió que cargara sus pertenencias en la
plataforma de un carro y que la ayudara a subir al asiento del carretero. Se vino
conmigo a Acarnas para instalarse en el Recodo del Camino. En la ciudad se
había impuesto la tiranía. Respaldados por la guarnición espartana, los Treinta,
pues así se les llamaba, consolidaban su poder manipulando los tribunales y
gobernando por el terror. Intenté evacuar a la viuda de mi hermano y a sus
hijos en diversas ocasiones; pero, mujer de ciudad, Teónoe se negó a
acompañarnos a la granja. Durante dos meses, mi tía y yo nos hicimos mutua
compañía; yo trabajaba en el campo y ella cocinaba, lavaba, remendaba y
llevaba la casa sin la ayuda de sirvientes, como había hecho en la de su
marido, donde mandaba sobre docenas.
Al cabo, la anarquía que se había adueñado de la ciudad decidió a mi cuñada a
abandonarla; llegó el uno de hecatombaión, el día del cumpleaños de León,
con su hija, mi sobrina. El otro hijo de mi hermano se había exiliado
voluntariamente; tenía diecinueve años y se había convertido en guerrillero y
jurado no dar tregua a los vencedores de su patria. Teónoe trajo también
consigo a un niño de nueve años y a una niña de siete, fruto de su segundo
matrimonio con un marinero de la flota mercante, muerto en una de tantas
acciones anónimas. Localicé a Eunice en Acte, en una casa de vecinos. No
consintió que viera a mis hijos, pues temía mi influencia sobre el chico.
En Acarnas la democracia había sido abolida y los ciudadanos habían perdido
los derechos y las armas. Se estaba redactando una nueva constitución, o al
menos eso aseguraban los Treinta. Pero fueron pasando los meses sin que se
promulgara ningún artículo. En su lugar, había listas. Si tu nombre aparecía en
ellas, no se te volvía a ver el pelo.
El ejecutivo elegido por el pueblo, el Consejo de los Diez Generales, dejó de
existir y el Areópago, de reunirse. Volvieron los exiliados, es decir, quienes
habían sido desterrados con anterioridad como enemigos de la democracia. Se
convirtieron en agentes de los Treinta. Los tribunales se cerraron a los pleitos
civiles, pues se consideraba que dicha materia favorecía la causa demócrata;
cuando volvieron a abrir, se habían convertido en instrumentos de persecución.
Como bajo cualquier tiranía, la legitimidad de la acusación se extendió a lo
preventivo. Un hombre podía ser ejecutado no sólo por los actos que había
cometido, sino también por los que podía cometer. Y la persecución no se
limitaba a los enemigos políticos. Los Treinta actuaban contra cualquiera que
tuviera dinero. La lista de bajas ascendía a mil quinientos, y seguía
ascendiendo. Los demócratas que eludieron al verdugo fueron enviados a
servir a Lisandro en las líneas de choque.
Un día, Telamón apareció a caballo en el Recodo del Camino, trayendo vino y
cebada tostada, que aceptamos encantados. Le pregunté qué pensaba hacer
ahora que había acabado la guerra. Se echó a reír.
La guerra no acaba nunca.
Había venido a reclutarme. Para nadie en concreto; sólo para volver al camino.
Me hizo notar que la granja no seguiría en mis manos eternamente. Tarde o
temprano, aunque sólo fuera porque necesitaba aliados, Esparta tendría que
levantar la bota de la garganta ateniense. La democracia reviviría. Los pájaros
que, como yo, hubieran anidado en el alero del enemigo volverían a verse en
mitad de la tormenta. Si no nos asesinaban nuestros vecinos en plena calle,
nos juzgarían legalmente antes de ejecutarnos. Por suerte, añadió Telamón,
todos los miembros de mi familia eran mujeres y niños. La venganza acabaría
conmigo; el demos dejaría en paz a aquellos inocentes.
Observé a mi mentor mientras exponía sus razones. ¡Qué joven parecía! Daba
la impresión de no haber envejecido un mes en veintisiete años de guerra.
—¡Cuéntanos el secreto de tu inmortalidad!
Me daría unas cuantas lecciones sobre los vicios, replicó. Aborrecía tres: el
miedo, la esperanza y el patriotismo. Pero había otro que aún odiaba más:
cavilar sobre el pasado o el futuro. Según Telamón, es una ofensa contra la
naturaleza, pues nos induce a tener aspiraciones, a buscar resultados que
dependen de fuerzas que están por encima y por debajo de la tierra y que los
mortales no podemos comprender ni alterar. Ése era el crimen de Alcibíades,
sentenció mi amigo, junto con otra violación de las leyes divinas.
Alcibíades consideraba la guerra como un medio, cuando lo cierto era que
constituía un fin en sí misma. Si nuestro comandante aseguraba honrar sólo a
la Necesidad, Telamón decía servir a una divinidad más primordial.
—Se llama Éride. Discordia. Todo es discordia, amigo mío; tenemos que luchar
hasta para salir del vientre de nuestra madre. Mira aquellos halcones en plena
caza; sirven a Éride, lo mismo que esas hierbas, cuyas raíces luchan bajo tierra
por cada pizca de alimento.
»La discordia es el fundamento más antiguo y más sagrado de la vida.
Bromeas, amigo mío, diciéndome que no he envejecido. No obstante, si fuera
cierto, se debería a mi obediencia a esa dama, que es a un tiempo vieja como
la tierra y joven como el alba de mañana.
—¿Sabes cuántas veces me has soltado ese sermón? —le pregunté
sonriendo.
—Y aún así sigues sin aprender la lección.
La guerra emprendida por interés sólo acarrea la ruina. Sin embargo, no
conviene menospreciarla, pues es tan constante como las estaciones y tan
eterna como las mareas.
—¿Qué mundo andas buscando, Pommo, «mejor» que éste? ¿Imaginas, como
Alcibíades, que vosotros, o Atenas, podéis elevaros o elevar a otros a una
esfera más alta? Este mundo es el único que existe. Aprende sus leyes y
obedécelas. Ésa es la auténtica filosofía.
Puede que tuviera razón. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a cargar con el
perenne petate del soldado y enrolarme, más allá de toda esperanza, en los
batallones de la Discordia.
Me quedé.
¡Cómo me despreciaba mi tía! Entre los dos, ayudamos a parir a las ovejas,
descalzos y con delantales.
—¡No creas que nos has salvado la vida! Estaríamos aquí igualmente sin tu
intercesión.
—Gracias, tía.
En la mesa, había asumido el papel de patriarca, del que yo había abdicado, y
empleaba aquella tribuna para infundir el amor a la libertad y el odio a la tiranía
en el corazón de los jóvenes. Supe hasta dónde llegaba su desesperación de
patriota el día que en su arenga salió a relucir el nombre de Alcibíades.
—¡Por la Sagrada Pareja, no queda otro con redaños para resucitar el estado!
En los mercados campesinos se respiraba un ambiente similar. Los agricultores
preguntaban a los mercaderes que llegaban de la ciudad si Alcibíades seguía
vivo. ¿Lo habíamos alejado de nuestra causa definitivamente?
Para mí, aquello era pura demencia. Por lo visto, ahora se había pasado a los
persas. Sólo Dios sabía con qué ropas se disfrazaba y qué ficciones tejía para
salvar la piel. Dejad que Atenas, y sus devastadas y empobrecidas tierras, se
cuiden de sí mismas. ¡Dejadla descansar! ¡Dejadlo en paz a él!
Un día fui andando hasta el puerto con mi sobrino y un vinatero de la granja del
otro lado de la colina. En Butadas, desde lo alto del camino, vimos los muros
de la ciudad, intactos y tan imponentes como siempre. Luego, giramos a la
altura de la Academia, donde confluían el camino de los Carros y la Muralla
Norte.
No quedaba nada.
El barrio al oeste de Mélite había sido arrasado a lo largo de un estadio.
Pasamos por Maronea, junto a las minas de plata abandonadas, a las que
habían arrojado los ladrillos y las piedras. Tenían la suficiente profundidad para
enterrar una flota, que era justo lo que habían hecho. Cuando llegamos a la
zona donde antaño se alzaban las Patas, los muros que unían la ciudad y el
puerto, comprobamos que no quedaba nada que estorbara la vista, hasta tal
punto habían desmantelado las fortificaciones. Aunque me creía curado de
espanto, el espectáculo me encogió el corazón. A mi lado, el vinatero lloraba.
Mi tía Dafne murió el veintitrés de boedromión, el último día de los Misterios.
Mi hijo, como en ocasiones anteriores, apareció por casa tras huir de la de
Eunice. Tenía que llevarle con ella, pero por el momento le dejé quedarse
conmigo. Me secundó en el entierro de la anciana. Cantamos el Himno por los
Caídos, por primera vez en mi familia por una mujer. Se lo había ganado.
Unos días después, una partida procedente de la ciudad se presentó en el
Recodo del Camino. Volvía del campo y los vi antes que ellos a mí. ¿Huía?
¿De qué habría servido? Me llevaron a Atenas y me metieron en una casa
particular abandonada, a dos manzanas de la Vía Sacra. Las ventanas estaban
condenadas con ladrillos y los muebles habían desaparecido. En el sitio que
había ocupado el hogar sólo quedaba la piedra, negra de, sangre.
Me hicieron entrar en una habitación. Había otros hombres, armados, y,
sentados tras un sencillo escritorio, dos individuos a los que no conocía, pero
cuya actitud les delataba como agentes de los Treinta.
—Tu nombre ha aparecido en una lista —dijo el más alto.
—¿Qué lista?
Se encogió de hombros.
El más bajo puso dos documentos sobre la mesa y me preguntó cuál prefería
firmar. El primero era mi certificado de defunción; el segundo, el acta de
concesión de la ciudadanía ateniense para mis dos hijos.
—Queremos que hagas un trabajo.
Antes de que hablaran, ya sabía de qué se trataba.
—Lo considero mi amigo —declaré—, y la última esperanza de nuestra patria.
Oí un ruido en una de las puertas laterales y me volví hacia ella. Telamón
llenaba el marco hasta el dintel, con su equipo de guerra. Me volví hacia los
agentes.
—Precisamente por eso —dijo el más alto— tienes que matarlo.
UNA MUERTE EN LA MONTAÑA DEL CIE RVO
Alcibíades había abandonado Tracia y, tras pasar a Focea, había huido hacia
el este, adentrándose en el Imperio. Son tierras vastas, pero mal comunicadas;
no es nada difícil seguir a un hombre una vez que se ha encontrado su rastro.
Desde Esmirna se llega a Sardes en dos días; en otros tres, a la ciudad lidia de
Cidrara y en otro, a Golosas y Anaua, en Frigia. Al final de cada trayecto hay
posadas que llaman «ordinarias». Cada cinco días hay una hostería, y es
costumbre del país pasar en ellas dos noches para dar descanso al cuerpo y
los animales. Otros viajeros nos informaron sobre él. Viajaba con su amante,
Timandra, y un puñado de mercenarios misios, no más de cinco, que le hacían
de escolta.
No éramos los únicos que queríamos darle caza. A Darío de Persia, que había
muerto aquella primavera, le había sucedido en el trono su hijo Artajerjes.
Alcibíades, consciente de que en Atenas los Treinta presionaban a Lisandro
para que le diera muerte, había tanteado al sátrapa Farnabazo, sobre el que
tantas victorias había obtenido, con el fin de proponerle una alianza. Deseaba
ofrecer sus servicios al trono de Persia y aseguraba poseer información
referente a determinados peligros, en especial el representado por el príncipe
Ciro, que, desaparecida la amenaza ateniense e instigado por Lisandro,
planeaba apoderarse de la corona. Alcibíades convenció al sátrapa de que
podía ser de gran utilidad al rey en dicha coyuntura y mejorar la posición del
propio Farnabazo. El gobernador, deslumbrado por su nuevo amigo, le
proporcionó una escolta y le envió al interior. Los enviados de Esparta llegaron
justo después. La embajada advirtió al persa que, si no quería incurrir en la ira
de Lisandro y provocar una guerra a gran escala, le convenía reconsiderar la
hospitalidad que había ofrecido al único hombre vivo que amenazaba la
hegemonía espartana en Grecia. Farnabazo no necesitaba oír música para
saber cuándo tenía que bailar. Envió un destacamento de jinetes para que
dieran alcance y muerte a Alcibíades. Pero el ateniense consiguió escapar tras
matar a varios. Sus misios se esfumaron y él hizo lo propio.
En Dascilio, se organizó una segunda partida de perseguidores a las órdenes
de Susamitres y Mageo, lugartenientes y familiares de Farnabazo. Éste fue el
grupo al que nos unimos Telamón y yo, en Calatebos. Endio y otros dos
Iguales espartanos acompañaban a los persas, con órdenes de confirmar la
muerte a Lisandro.
Los informes situaban a Alcibíades camino de Celenas. Nuestro grupo se
dirigió a
Muker y los Túmulos de Piedra, bajo los cuales se dice que el Fénix depositó
dos huevos, que eclosionarán el día en que la raza de los hombres consiga
amansar su indomable corazón. Los cazadores de recompensas le seguían el
rastro. El precio por la cabeza de Alcibíades, nos dijo uno de ellos, era diez mil
dáricos; según otro, cien mil. Entre Canas y Utresh no hay ciudades, sólo una
posada, un antro llamado la Escoria. En dicho lugar encontramos a cinco
hermanos odrisios que también perseguían a Alcibíades. A mi caballo le había
salido un quiste y sufría terriblemente; uno de aquellos muchachos era diestro
con el cuchillo; hizo el trabajo del veterinario y no quiso aceptar que le pagara.
Hablé con él aparte.
Alcibíades había deshonrado a su hermana, que a continuación se había
quitado la vida. Semejante ultraje se llama en la lengua de los tracios atame;
sólo puede lavarse con sangre. Los hermanos aseguraban haber batido la
comarca durante la noche en dirección este; juraban que su presa estaba
detrás de nosotros; le habíamos adelantado. Seguirían buscando en esa
dirección; de hecho, el más joven salió esa misma noche. Nuestros guías nos
informaron que los odrisios no pueden ejecutar una venganza de sangre,
inatame, sin la autorización de su príncipe, en aquel caso, Seutes.
Alcibíades se había convertido en fugitivo de los espartanos, atenienses,
persas y tracios.
Nuestra partida avivó el paso. Entre Endio y yo se había establecido un lazo
peculiar, como suele ocurrir entre los que viajan juntos durante mucho tiempo.
Cabalgábamos todo el día uno al lado del otro, sin hablar ni mirar en la
dirección del compañero, pero conscientes de su estado de ánimo y su
desasosiego. Cuando acampábamos, Endio se juntaba con sus compatriotas
lacedemonios; por la mañana, al reemprender la marcha, volvía a ponerse a mi
costado.
—¿De verdad lo matarás, Polémides? —me preguntó un mediodía rompiendo
el silencio que había mantenido hasta ese momento.
—¿Y tú?
—Agradezco a los dioses que no sea mi cometido.
De nuestro grupo, sólo él y yo parecíamos angustiados por la misión que
motivaba nuestro viaje.
—Si sales huyendo o intentas ponerle sobre aviso —me dijo otro día arrimando
su montura a la mía—, tendré que matarte.
Le pregunté si me amenazaba así en su nombre o en el de Lacedemonia. Para
mi asombro, se echó a llorar.
—¡Por los dioses, qué catástrofe! —Y, con los ojos arrasados en lágrimas,
espoleó al caballo y se alejó hacia la cabeza del grupo.
En Frigia, en el distrito de Melisa, donde el camino de Efeso a Metrópolis tuerce
hacia el este y las provincias centrales, hay un lugar llamado Elafobounos, la
montaña del Ciervo, bendecido por la naturaleza y por la mano del hombre.
Desde el pueblo, Antara, excelentemente construido y cultivado, se domina uno
de los panoramas más hermosos del mundo. Un atardecer, estando
acampados en dicho lugar, tomé una determinación.
No podía cometer aquel asesinato. Huiría esa misma noche sin ni siquiera
advertírselo a Telamón, para no implicarle. Haría lo que estuviera en mi mano
por mis hijos, incluido llevarlos conmigo adondequiera que fuese. Había
tomado la decisión, e incluso empezado a trasladar mis cosas de los mulos a
mi propio caballo, cuando una enorme conmoción alborotó el valle.
Se había incendiado una granja. Los hombres de la propiedad acudieron a
nosotros aterrorizados. El chico, el menor de los odrisios, apareció a caballo y
desmontó de un salto. Habían vuelto del oeste, nos explicó atropelladamente,
después de dar con la pista de su presa y pasar de largo junto a nuestro
campamento para adelantársenos.
—¡Etoskit Alkibiad! —gritó el muchacho señalando el incendio—. ¡Tenemos a
Alcibíades!
Todos saltamos a los caballos y nos lanzamos al galope, con enorme riesgo
para los animales y para nosotros mismos, pues el terreno estaba sembrado de
rodrigones para las viñas y lleno de zanjas y socavones. Se veía una casa. La
vivienda de la granja. Al parecer, los hermanos la habían rodeado al amparo de
la oscuridad y habían apiñado leña contra sus muros. El edificio ardía como la
yesca. Sin duda, las llamas habían sacado a la presa de la cama y la habían
obligado a colocarse en una posición tan expuesta que sus cazadores podían
dispararle sin correr ningún riesgo. Hinqué los talones en las costillas de mi
caballo. Nuestro grupo galopaba hacia la casa como una exhalación. No veía a
Alcibíades, que permanecía oculto tras el muro del patio delantero, pero sí a los
hermanos. Junto a la entrada, los dos que iban a caballo le disparaban flechas
a bocajarro desde su aventajada posición. Los otros tres y sus siervos
ocupaban posiciones encima y detrás del muro, desde donde arrojaban
jabalinas y venablos. Los hermanos se habían arrimado tanto a las llamas que
su pelo y sus ropas, chamuscados, echaban humo.
Fui el primero en llegar al patio. El calor era insoportable. Mi montura se
encabritó y volvió grupas; salté a tierra.
En ese momento, vi a Alcibíades. Estaba desnudo y empuñaba el escudo y un
xiphos, la espada corta de los espartanos. Tenía la espalda achicharrada como
un asado y el escudo erizado de lanzas y saetas. Tras él, tumbada boca abajo,
Timandra se protegía del fuego con una alfombra o un vestido grueso.
Aunque nuestro grupo llegó vociferando, los hermanos, lejos de apartarse, se
lanzaron al ataque con nuevos bríos farfullando en su salvaje lengua que la
recompensa era suya y que matarían a cualquiera que intentara robársela. Los
espartanos y los persas les redujeron de inmediato.
Endio, Telamón y yo corrimos hacia la entrada. El fuego bramaba y nos
arrancaba el aire de las gargantas. Tomándonos la delantera, el espartano
agarró a la mujer para obligarla a salir del patio. Ella se aferraba a las piernas
de su amante gritando algo que no pudimos oír. Telamón y yo entramos al
recinto protegiéndonos el rostro con los mantos. Alcibíades se volvió hacia
nosotros bruscamente, como si fuera a atacarnos; luego, se derrumbó como
suelen hacerlo los muertos, hacia delante, sin protegerse con los brazos. El
escudo golpeó el suelo y él cayó encima, con el antebrazo aún en la
embrazadura. Su cabeza resonó como una roca. Nunca había visto a un
hombre atravesado por tantas flechas.
Le sacamos de aquel infierno. Le senté contra la parte más alejada del muro.
No me cabía duda de que estaba muerto. Mi propósito, seguramente absurdo,
era impedir que aquellos cobardes vieran a su presa tumbada en el polvo.
Estaba vivo e intentó levantarse.
Llamó a Timandra con una angustia como nunca he oído. La mujer le
respondió con idéntica aflicción mientras Endio se la llevaba a rastras. Al ver
que estaba a salvo, Alcibíades se calmó. Su mano me agarró por el pelo.
—¿Quién eres? —gritó.
Estaba ciego. Las llamas le habían desfigurado la mitad del rostro. Le grité mi
nombre. No me oía. Grité más alto, junto a su oreja. Sentía un dolor que no
podría describir con palabras. A mis espaldas, los tracios reclamaban la
recompensa con un griterío demencial. La casa seguía derrumbándose por
secciones. Volví a gritarle al oído. Esa vez me oyó. Su puño me sujetaba como
la garra de un grifo.
¿Quién más?
Le nombré a Endio y los persas.
Un gruñido terrible escapó de su pecho. Era como si hubiera esperado justo
aquello y, una vez confirmado, reconociera su destino. Su puño me aferró con
más fuerza.
—La mujer, no puede quedarse indefensa en este país. Le juré que la
protegería.
Su enorme escudo, el mismo que utilizaba desde hacía tres veces nueve años,
desde nuestro bautismo de sangre al pie de los acantilados que llaman las
Calderas, descansaba contra su pecho y sus hombros. Se lo había puesto así
para ocultar su desnudez. Alcibíades se agitó intentando desembarazarse de
él. Con la fuerza que le quedaba, apartó el bronce y dejó al descubierto el
cuello y el pecho.
—Ahora, amigo mío —murmuró—. Haz lo que has venido a hacer.
Polémides alzó la vista y me miró a los ojos. Por un instante, creí que no podría
proseguir, y tampoco estaba seguro de desear que lo hiciera.
Lisandro había dicho de Alcibíades que, tarde o temprano, la necesidad
acabaría con él. Puede que estuviera en lo cierto, pero fue mi mano la que dio
el golpe de gracia. No maté ni a un general ni a un estadista, como le recordará
la Historia, sino a un hombre, odiado por muchos y amado por más, entre los
que yo no era el último.
Dejemos a un lado sus hazañas y sus crímenes. Si lo admiro es por esto:
porque condujo la nave de su alma adonde se juntan el mar y el cielo y luchó
allí sin miedo, como pocos antes que él, quizá sólo tu maestro, su primer
instructor. ¿Quién volverá a navegar tan lejos?
Y yo, que me gané la condenación por mis actos durante la Peste y la guerra,
en la montaña del Ciervo descubrí con asombro que no sentía pena ni
remordimiento. Más que actuar, obedecí. Al asestarle el golpe definitivo, fui el
brazo del propio Alcibíades, como lo había sido desde aquella noche de
nuestra juventud sobre una playa azotada por la tormenta. ¿Quién es el
culpable? Yo y él, Atenas y toda Grecia, pues preparamos nuestra ruina con
nuestras propias manos.
Polémides había acabado. Era suficiente. No había nada más que contar. Más
tarde, en su arcón de marinero, encontré esta carta escrita por Alcibíades. No
llevaba salutación y estaba salpicada de faltas de ortografía, lo que indica que
era un borrador, aunque es imposible saber a quién iba dirigida. Por la fecha, el
diez de hecatombaión, podría ser lo último que escribió:
... mi final, aunque me llegue a manos de extranjeros, lo habrán planeado y
pagado mis compatriotas. Soy lo que más aprecian y menos soportan: su
propia imagen amplificada. Mis virtudes —ambición, audacia, emulación de los
dioses antes que humildad ante ellos— son las suyas, multiplicadas. Mis vicios
también son los suyos. Las cualidades de que carezco —modestia, paciencia,
abnegación— son las que más desprecian, pero mi naturaleza me ha liberado
de esas trabas completamente; las suyas a ellos, no. Temen y adoran a un
tiempo la brillantez a la que les incita mi ejemplo, pero no poseen suficiente
espíritu para alcanzarla. Enfrentada al hecho de mi existencia, Atenas sólo
tiene dos opciones: emular o eliminar. Cuando ya no exista, llorará por mí. Pero
nunca volveré. Soy el último. No producirá más como yo, por muchos que
enarbolen su bandera.
UNA MAGISTRATURA CLEMENTE
Pasé el último día de Sócrates en su celda [siguió diciendo mi abuelo], con los
demás. Estaba agotado y me quedé dormido. Tuve el siguiente sueño:
Cansado pero deseoso de escuchar al maestro con la claridad mental que
merecía, me puse a dar vueltas por la cárcel en busca de un rincón en el que
echar una cabezada. Mi búsqueda me llevó a la carpintería. Allí, colocado
horizontalmente, estaba el tympanon en el que Polémides encontraría la
muerte ese mismo día.
—Entra, señor —me dio el carpintero haciéndome una seña—. Duerme un
poco.
Me tumbé y concilié el sueño de inmediato. Sin embargo, me desperté
sobresaltado para descubrir que los funcionarios me estaban sujetando al
instrumento. Las argollas de hierro me inmovilizaban las muñecas y los tobillos,
y la cadena me aprisionaba la garganta.
—¡Os habéis equivocado de hombre! —intenté gritar, pero el hierro ahogó mi
voz —. ¡Os habéis equivocado de hombre!
Me desperté de golpe y me vi en la celda de Sócrates. Había dado un grito y le
había asustado. Ya había ingerido la cicuta, me dieron, y, mientras esperaba a
que le hiciera efecto rodeado por sus amigos, se había echado en el catre y se
había tapado el rostro con un paño. Pedí perdón a todos. Ni que decir tiene que
lo último que necesitaba el maestro era agitación. Apesadumbrado, les pedí
que me excusaran y me apresuré a salir de la celda.
El día tocaba a su fin. Al salir al Patio de Hierro, vi a una mujer y un muchacho
que se dirigían hacia la salida. Eunice. Era extraño, pues Polémides se había
negado a verla repetidas veces. ¿Habría ocurrido algo ?
El chico volvió enseguida. Nicolaos, el hijo de Polémides. No tenía intención de
marcharse; tan sólo había acompañado a su madre hasta la calle. Vino a mi
encuentro y, estrechándome la mano, me dio las gracias por todo lo que había
hecho por su padre. En el muchacho se había operado un cambio
extraordinario. Aunque tan escuálido y desgarbado como siempre, parecía
haber accedido a la virilidad súbitamente. Me hablaba como a un igual, hasta el
punto de hacerme sentir apuro e impulsarme, en un intento de aliviar lo que
tomé por angustia, a decirle lo siguiente: que, aunque su madre había sido la
causa de aquella desgracia, no había pretendido otra cosa que protegerle y
evitar que huyera para participar en la guerra.
El chico me lanzó una mirada extraña.
—Las cosas no ocurrieron así, señor. ¿No te lo ha contado mi padre?
Su madre, insistió, no había sido la causa de nada. No era la instigadora de la
acusación, sino su títere. Colofón, que había denunciado a su padre sin
importarle cometer perjurio había actuado, aseguró el muchacho, como
instrumento de quienes contrataron a Polémides durante el régimen de los
Treinta para asesinar a Alcibíades.
—Esos miserables, al saber que mi padre había vuelto a la ciudad, temieron
que revelara sus crímenes. Chantajearon a mi madre aprovechando su
vulnerabilidad como no ciudadana y la obligaron a contarles los pormenores del
homicidio accidental de Samos, lo que ha permitido a esos canallas obtener la
sentencia de muerte de mi padre.
Polémides había entregado su confesión, me explicó el muchacho, a cambio de
un acta de ciudadanía para Eunice y sus hijos, que sus acusadores le habían
propuesto en secreto garantizándole que estaban en condiciones de
conseguirla. Había preferido no revelármelo por miedo a que yo, indignado
porque le costara la vida, decidiera contarlo todo.
Junto a las escaleras que llevan a la calle hay un banco. De pronto, el
cansancio pudo más que yo. Tuve que sentarme. El muchacho me imitó. Se
hizo de noche. Encendieron antorchas y las colocaron en los tederos.
Recobré la noción del tiempo al cabo de un rato, sobresaltado por un alboroto
procedente del pórtico, al otro lado del patio. El vigilante discutía
acaloradamente con Simmias de Tebas, uno de los amigos más queridos de
Sócrates. Al parecer, el funcionario acababa de hacerle salir de la celda.
¿Habría muerto el maestro? Sin perder un instante, crucé el patio seguido por
el muchacho. El portero se había sumado a la discusión, que, para mi sorpresa,
giraba en torno a unos caballos.
—Puede que los hayas alquilado tú, señor —le decían el guardián y el portero
a Simmias—, pero son nuestros cuellos los que peligran si los ven.
Consternado, Simmias me llevó aparte.
—Por los dioses que la he hecho buena, Jasón.
Unos días antes, me explicó, confiando en obtener permiso de Sócrates para
planear su huida, había encargado a ciertos sujetos que alquilaran monturas y
compraran el silencio de carceleros e informadores. Lo tenía todo preparado
antes de que Sócrates se negara tajantemente a huir.
—¿Puedes creerlo, Jasón ? Con todo lo demás, me había olvidado del asunto
por completo...
—No lo entiendo, Simmias.
—¡Los caballos y la escolta están aquí! ¿Qué hacemos?
Simmias era un manojo de nervios. Al parecer, el portero le había hecho salir
de la celda de Sócrates hacía apenas unos instantes, alarmado a más no poder
y exigiéndole que solucionara el problema inmediatamente. Simmias no sabía
qué partido tomar. Estaba claro que no deseaba otra cosa que volver de
inmediato al lado del maestro y no fallarle en su última hora.
—Déjalo de mi cuenta, Simmias.
—¡Qué el cielo se apiade de nosotros, Jasón!¿Crees que conseguirás
solucionarlo, amigo mío?
Hay fronteras, me había dicho nuestro cliente en cierta ocasión, que uno cruza
sin darse cuenta. Aquélla no era una de ésas. Con Polémides y con nuestro
maestro, el demos no había tenido clemencia. Ahora, la mano de la
fortuna había elegido a un
nuevo magistrado, y ese árbitro era yo. ¿Quién, si no yo, indultaría al
transgresor?
¿Quién más le absolvería, cuando él mismo había arrojado la piedra negra?
Puede que, mediante aquella subrogación, los dioses hubieran dispuesto la
ocasión de perdonar a todos, incluido yo.
Me volví hacia el muchacho.
—Tu padre asegura que ha hecho las paces con su ejecución...
—Sí, señor.
—¿Crees que podrás hacerle cambiar de opinión?
El muchacho me cogió ambas manos con las suyas.
—Pero ¿y tú, señor?
Temía que algún informador, al enterarse de mi participación, pusiera mi vida
en peligro.
—Aquellos cuyo silencio había que comprar han recibido su paga.
El vigilante lo había dicho todo y asintió corriendo hacia la celda de su padre.
¿Debía ir tras sus pasos para despedirme de Polémides, o seguir los de
Simmias hasta la celda del maestro? Miré al portero. Ya estaba despachando a
su aprendiz para comunicar el cambio de planes a los escoltas, que sin duda
aguardaban en algún callejón discreto. Le pregunté si aquello le incomodaba.
—Los caballos son caballos —replicó. Quién monta en ellos no es asunto mío.
No obstante, estaba nervioso, lo mismo que el vigilante, o cualquiera que se
dispone a cometer un delito.
—Más vale que te vayas, capitán.
Y, abriendo la marcha a través del patio, me acompañó afuera.
LUI LAS FLORES DE LA ENCINA
E l cuerpo del maestro nos fue entregado al día siguiente; enterramos sus
restos en la tumba de sus mayores, en Alopecia. No puedo considerar esa
fecha como aquella en que perdí el interés por la política; cualquiera con
sentido común había desesperado de la capacidad del demos para gobernarse
a sí mismo hacía mucho tiempo. Al cabo de un año, abandoné la ciudad con mi
mujer y mis hijas y fijé nuestra residencia en el campo, en el Monte de la
Encina. Y allí sigo.
Desde el día de mi vigésimo cumpleaños, consagré todas mis fuerzas y mi
dinero a nuestra nación durante treinta y nueve años. Le entregué la juventud y
la madurez, y perdí la salud por la causa de Atenas. Sacrifiqué tres hijos a sus
fuerzas armadas, y me robó otros dos en paroxismos de locura civil. Mediante
la peste y las privaciones acortó los días de mis dos primeras esposas.
Como oficial de la marina ostenté la trierarquía en siete ocasiones. He servido
a mi patria como consejero, magistrado y ministro. La he representado en
embajadas en el extranjero y unido mi nombre a su causa en misiones de paz y
acciones de guerra. En cierta ocasión estimé las contribuciones de mi clan al
estado. La suma ascendía a once talentos, aproximadamente el producto de
todas nuestras tierras durante veinte años. No me arrepiento de tal aportación y
volvería a hacerla gustoso por la causa de nuestro país. Sigo considerándome
un demócrata, aunque, como diría mi mujer, tu abuela, de los desengañados.
No supe nada de Polémides durante tres años. Una mañana, llegó corriendo un
muchacho para avisarme de que había un extranjero en la entrada. Me
apresuré a ir a su encuentro. Me encontré con un hombre enfundado en cuero
y cargado con un petate de soldado. Nunca había visto al arcadio Telamón,
pero lo reconocí de inmediato. No quiso quedarse, pero me entregó un par de
cartas. Se las habían dado en Asia hacía dos años.
Me comunicó que Polémides había muerto. No en acción, sino
accidentalmente; había pisado un clavo de hierro y había cogido el tétanos.
Volví a pedirle que se quedara a descansar.
—Llevas leguas caminando para hacerme este favor. Te ruego que te quedes a
cenar, si no por ti, por nosotros, o al menos acompáñame a casa y quítate el
polvo del camino.
El hombre aceptó acompañarme hasta el grupo de árboles que da sombra a la
fuente, donde, como sabes, hay un banco. Se sentó en él. Las chicas trajeron
vino, alphita y un opson excelente de pescado en salmuera con cebolla.
Mientras el viajero comía, leí las cartas.
La primera, fechada hacia dos años, era de Polémides. Decía estar bien y
esperaba que también fuera mi caso. Hada una alusión al estrecho margen por
el que se había librado del tympanon y bromeaba diciendo que me había
enrolado en «el bando de los indeseables».
... confío, amigo mío, en que no albergues esperanzas respecto a mi reforma.
Bailo, como siempre, al son que tocan los tiempos. Como a todos los dejados
de la mano de los dioses, la suerte sigue acompañándome. Nada consigue
matarme y las mujeres se sacan los ojos por hacerse un hueco bajo la ropa de
mi cama.
La segunda era de su hijo, que, según me explicaba el mercenario, servía con
él a las órdenes del lochagoi espartano Filoteles, en las brigadas de Agesilao,
que combatía contra el rey de Persia. Nicolaos me informaba de la muerte de
su padre. Había ocurrido en Frigia, en el valle del Menderes, a menos de seis
estadios de la Montaña del Ciervo.
... en cuanto al contenido del arcón de mi padre, él se habría sentido muy
honrado, señor, sabiendo que lo conservabas como si fuera tuyo. Yo no sabría
darle buen uso. No es lo mío.
El arcón lo había traído a mi casa, un mes después de la huida de Polémides,
mi viejo compañero de tripulación Moretones, que, como recordarás, regentaba
el refectorio de enfrente de la prisión. Moretones me hizo el siguiente relato de
aquella última noche.
Era él quien había contratado los caballos para la huida y, después de mi
marcha, quien los había llevado a la calleja a la que daba el patio. Entre tanto,
el vigilante había soltado a Polémides, quien, con su hijo, le había seguido
hasta las escaleras de la entrada. Cuando bajaron a la calleja donde le
esperaba Moretones con los caballos, doblaron la esquina tres hombres,
Lisímaco, secretario de los Once, y dos magistrados, que se dirigían a la cárcel
para supervisar los preparativos de las ejecuciones.
Los funcionarios estaban en una posición inmejorable para frustrar la fuga.
Habría bastado un grito para atraer al personal de la cárcel. El propio
Moretones me confesó que casi se meó de miedo en el empedrado. ¿Qué pasó
por las mentes de aquellos magistrados, elegidos por el demos para llevar a
cabo la ejecución de sus conciudadanos más nobles ? Siendo como eran
simples hombres y ejemplares de su raza, ¿cayeron en la cuenta de la
enormidad que se disponían a cometer? Puede que, en cierto modo, llegaran a
percibir a Polémides, aquel caballero convertido en delincuente, como un
espejo, si no de Sócrates, de sí mismos. Era tan culpable como ellos, no sólo
de los actos de los que se le acusaba, sino de mil más, que no habían tenido
testigos ni denunciantes, durante tres veces nueve años de guerra. Puede que
su silencio implicara una convicción semejante a la mía. Dejémosle vivir, por
nuestro propio bien. Juguemos a ser Zeus por esta vez y seamos clementes
con este hombre, por todas las maldades que hemos cometido.
Como quiera que fuese, los funcionarios miraron para otro lado. Con el corazón
en un puño, Polémides y el muchacho emprendieron la huida. La última súplica
del fugitivo al vigilante fue que me hiciera llegar el arcón cuando fuera posible
sin ponerme en peligro.
Permíteme intercalar aquí, querido nieto, un último documento. Lo encontré en
el arcón de nuestro cliente hace sólo unos días, mientras buscaba otro que
quería enseñarte. Es una transcripción del discurso que Alcibíades dirigió a los
hombres de la flota de Samos en su segunda despedida, después de Notion, el
exilio del que nunca regresó:
... lo que digo ahora que me dirijo a los jefes que deben mandar vuestra
escrofulosa chusma, soldados, es que los dioses les protejan. ¿Queréis que os
cuente dónde aprendí a dirigir a hombres como vosotros? En los establos de mi
padre, de sus caballos. Y apelo a nuestro amigo Trasíbulo para que lo
confirme, pues estaba a mi lado cuando de niños nos maravillábamos ante
esos campeones los días en que se celebraban carreras. No necesitaban que
nadie les enseñara a correr. Apostando por caballos, aprendimos a valorar la
planta y la postura antes que la largura de los huesos o la musculatura de las
ancas. ¿Estáis de acuerdo en que un caballo de carreras puede poseer
nobleza?
¿Y qué nobleza es ésa que puede poseer una bestia lo mismo que un hombre?
¿No será la virtud espiritual por la que uno se entrega a un objetivo mayor que
su propio interés?
¿Cómo mandar a hombres libres? Sólo hay un medio: incitar a cada uno de
ellos a estar a la altura de su nobleza.
Cuando era niño, mi tutor me llevó al Pireo para que viera los botes que
competían entre Acte y Bahía Silenciosa. Mis ojos infantiles imaginaban que
cada embarcación era impulsada por una sola criatura, un único animal
magnífico con múltiples pares de brazos. Pero, cuando los botes estuvieron
cerca, vi a los hombres que manejaban los remos. ¿Me creeréis, amigos míos,
si os digo que me solté de mi pedagogo para acercarme a tocarlos con mis
propias manos y comprobar que eran reales? ¿Cómo era posible, les pregunté,
que seis remaran como uno? «Mira allí, muchacho, y verás a ciento setenta y
cuatro hacer lo mismo».
Un trirreme haciéndose a la mar: ¡por los dioses que era un espectáculo
espléndido! Y aún es más noble una línea avanzando, y lo más noble de todo,
la armonía de toda flota. Y vosotros, amigos míos, sois los mejores de todos los
que han navegado y navegarán. Cuando la vejez nos apresa en su garra, ¿qué
nos queda? Padres y madres, esposas, amantes, incluso los hijos, todo
desaparece, creo yo, menos los camaradas con los que nos hemos enfrentado
a la muerte. No necesitamos otra cosa, amigos míos. Ellos son lo que pocos
llegan a sentir o conocer.
Vosotros no me necesitáis, hermanos. No hay fuerza sobre la faz de la tierra
capaz de haceros frente. Quieran los dioses llevaros de victoria en victoria. Lo
último que verán mis ojos cuando me vaya al infierno serán vuestras caras.
Gracias por honrarme con vuestra camaradería. Y ahora, amigos míos, adiós.
Os deseo lo mejor.
Me quedé observando al mercenario Telamón mientras acababa de comer.
Aunque, según mis cálculos, debía de tener más de cincuenta años, estaba tan
delgado y fuerte que no aparentaba más de treinta y cinco. Nada me habría
gustado tanto como interrogarle sobre las últimas campañas que había
compartido con Polémides.
Un vistazo bastó para convencerme de que no me respondería. Me limité a
preguntarle adónde se dirigía. Al puerto, respondió, a embarcarse para la
guerra.
En el granero guardaba un par de botas y un manto de lana mucho mejores
que los que llevaba. No hubo manera de que los aceptara. Se puso en pie y se
echó el petate al hombro.
Dejó una moneda sobre el banco.
Le dije que ofendía la hospitalidad de la granja.
Sonrió.
—Es de Pommo, capitán. Pensaba que la encontrarías interesante.
Cogí la moneda. Era un dórico de oro de Frigia, la paga de un mes para un
soldado de infantería. El reverso ostentaba un trirreme y una Niké alada; el
anverso, a Atenea Triunfante flanqueada por una lechuza y una rama de olivo.
La pieza se llamaba alcibiádico, me dijo Telamón. Era una moneda muy
utilizada, válida en toda Asia.
El camino que atraviesa la granja divide en dos las dependencias auxiliares. La
cocina de los peones y las viviendas del servicio quedan al oeste, como sabes,
junto con varias casitas y el pabellón de invitados. Al otro lado están los
cobertizos de los aperos, en esa pendiente que llamamos «la arruga», y, más
allá, los corrales. Mientras el mercenario caminaba hacia la salida, un grupo de
curiosos, fascinados por su aspecto y su indumentaria, le seguía con la mirada.
El corro estaba compuesto no sólo por muchachos y doncellas, sino también
por peones y matronas que habían interrumpido sus faenas. Cuando estaba a
punto de llegar a la cerca, se le adelantaron dos chicos para que no tuviera que
descorrer el pestillo, y lo habrían seguido a distancia hasta el final del camino, o
hasta llegar al mar, si sus padres no les hubieran llamado a gritos.
Encandilado por aquella figura, yo tampoco fui capaz de dar media vuelta hasta
que desapareció por el paseo de las encinas, de cuyas flores se obtiene el tinte
escarlata que siempre ha sido el color de la capa de campaña de los soldados.
AGRADECIMIENTOS
Cualquier obra ambientada en la época de la Guerra del Peloponeso empieza y
termina con Tucídides, por no mencionar a Platón, Jenofonte, Plutarco,
Arístófanes, Díodoro, Andócídes, Antifón, Lisias, Eliano y Cornelio Nepote. Una
alineación de lujo que merece todo mi agradecimiento.
En cuanto a los especialistas modernos, debo mencionar especialmente las
obras de Irving Barkan, Jacob Burckhardt, Walter Ellis, The Ambition to Rule de
Steven Forde, Armada from Athens de Peter Green; Donald Kagan, D. M.
MacDowell, J. H. Morrison; The Athenian Trireme de J. E Coates; Barry
Strauss, Alcibiade de Jean Hatzfeld y, con especial agradecimiento, a la
doctora Christine Henspetter por traducirme este último (y en letra legible) del
francés.
Entre los amigos y colegas, los doctores Ralph Gallucci y Walter Ellis aplicaron
el escoplo y el cincel al manuscrito con excelente criterio. Gracias, por encima y
más allá de lo que me exige el deber, al doctor Ippokratis Kantzios, que fue mi
indispensable consejero desde el principio, así como un gran y auténtico
amigo. Y a la baronesa C. S. von Snow, mi compañera y cartógrafa en las
tierras de la Antigüedad.
Mi profunda gratitud a mis editores de Doubleday and Bantam, Nita Taublib,
Kate Burke Miciak y Shawn Coyne, y especialmente a Shawn, que hizo lo que
solían hacer los editores de antaño: remangarse, zambullirse en la faena y
reducir a latigazos al monstruo que era mi manuscrito hasta que ambos
consideramos que se había convertido en un libro apto para el consumo
literario.
Por último, Vientos de guerra es ficción, no historia. Me he tomado libertades
con los hechos y la cronología y he interpretado a los personajes históricos,
confío en que por una buena causa. La responsabilidad por los errores y
carencias del libro es enteramente mía.
GLOSARIO
Arcadia: Región del Peloponeso famosa por sus guerreros, especialmente
mercenarios.
agema:: Fuerza de élite que protegía al rey en el ejército espartano. agoge::
«Formación»; sistema educativo espartano. agon:: Lucha; competición.
ágora: Plaza que constituía el centro político y social de Atenas y otras
ciudades griegas y comprendía el mercado, diversos edificios civiles, templos,
etc. akation:: La vela menor de un trirreme, en contraposición a la vela mayor.
alphita:: Pan de cebada. anastrophe:: Contramarcha. andreia:: Coraje, hombría.
apagoge:: Detención sumaria.
Apaturia:: Festival de las hermandades de Atenas. apella:: La asamblea
espartana.
apostoleis:: Administradores superiores de la flota ateniense.
Arcanas Deme: o distrito de Atenas, a unos once kilómetros al norte de la
ciudad.
arconte: Cada uno de los nueve magistrados supremos de Atenas, elegidos
anualmente. architectones: Arquitectos.
Areópago: Tribunal superior de Atenas, cuyos miembros se elegían
anualmente. areté: Excelencia, virtud. argivos: Habitantes de Argos. aristoi: La
nobleza; «los mejores».
Ártemis Ortea: Ártemis Honesta, muy venerada en Esparta. asamblea: órgano
soberano de Atenas, abierto a todos los ciudadanos varones adultos. También,
ekklesia. aspis: Escudo de la infantería pesada; plural, aspides.
Ática: Región de Grecia central, cuya capital era Atenas.
bárbaro: Para los griegos, cualquiera que no lo fuese; el término se aplicaba
especialmente a los persas, cuya lengua sonaba como «bar-bar» a los oídos
griegos.
basileus: El «rey arconte» de Atenas, cuya principal función consistía en oficiar
las ceremonias religiosas. brasidioi: Tropas ilotas que se habían ganado la
libertad luchando a las órdenes del general espartano Brásidas. cabeza de
hierro: Flecha.
Cámara redonda: El Tholos, lugar donde se reunían los prytaneis, que
constituían el comité ejecutivo del Consejo de Atenas.
carrera del estadio: Carrera de velocidad que cubría un estadio, poco menos de
doscientos metros.
Cimón: General ateniense hijo de Milcíades; sus victorias a mediados del siglo
v a. C. expulsaron a los persas del Egeo y establecieron la hegemonía
marítima de Atenas.
Coma: Muelle ceremonial del Pireo en el que la flota se embarcaba para la
guerra.
«concéntrico» Kyklos o «círculo», táctica naval mediante la cual una flota
trazaba círculos alrededor de la enemiga buscando el punto débil para atacar.
Consejo de los quinientos: Órgano deliberativo de Atenas que preparaba los
asuntos que debía tratar la Asamblea. coraza: Peto de la armadura.
daimon: Espíritu inherente a cada individuo; en latín, genius. El daimon de
Sócrates le advertía de lo que no debía hacer, pero no de lo que debía hacer.
dárico: Moneda persa de oro que hizo acuñar el rey Darío.
Decelea: Lugar del Ática fortificado por los espartanos durante la última fase de
la guerra, conocida como «deceleica».
«delfín» Objeto pesado elevado sobre una verga o botalón para arrojarlo sobre
el puente de un barco enemigo y agujerearlo. deme: Barrio o distrito de Atenas.
demos: Electorado de una democracia, el «pueblo».
Demóstenes: General ateniense, homónimo del orador del siglo iv, vencedor de
los espartanos en Pilos y Esfacteria; encabezó la expedición de refuerzo a
Sicilia. dike: Pleito civil.
dike phonou: Acusación de asesinato.
«dos y uno» En el trirreme, la práctica de dar descanso a un banco de remeros
mientras remaban los otros dos. dracma: «Puñado», moneda equivalente a la
paga diaria de un soldado de la infantería acorazada. efebo: En Atenas, joven
entre dieciocho y veinte años que estaba recibiendo entrenamiento militar.
éforo: Magistrado supremo de Esparta. Cada año se elegía a cinco, que
constituían el auténtico poder del estado, por encima de los reyes.
Egospótamos: «Arroyos de las cabras», enclave del Helesponto donde en 405
a. C. la armada espartana bajo el mando de Lisandro derrotó a la flota de
Atenas y decidió la victoria en la Guerra del Peloponeso. eirenos (eirene) Joven
de veinte años en la agoge espartana que estaba al mando de una boua
(«rebaño») de sus compañeros. eisangelia: En la legislación ateniense,
procedimiento formal para presentar diversos cargos graves, generalmente de
traición, ante el Consejo o la
Asamblea. ekklesia: La Asamblea del pueblo. endeixis: Un tipo de acusación o
denuncia ante la ley.
endeixis kakourgias: En Atenas, acusación por «fechoría», marbete que lo
incluía todo, desde el hurto al asesinato. Kakourgoi = criminales. epibatai:
Infantes de marina protegidos por armaduras que combatían en los puentes de
los barcos. epimeletai ton neorion: En Atenas, los inspectores del puerto y las
dependencias navales.
epinikion: Epinicio, himno triunfal o canto de victoria.
Epípolas: «Las alturas», meseta que dominaba Siracusa.
epistates: En Atenas, presidente del comité ejecutivo del Consejo, elegido a
suertes para servir un solo día. epiteichismos: Táctica militar consistente en
construir un fuerte en territorio enemigo para asolar los campos y acoger a los
desertores y esclavos del otro bando.
Eurotas: Río de Esparta.
Farnabazo: Sátrapa o gobernador persa de Frigia y el Helesponto, con capital
en Dascilio.
Gilipos: General espartano que venció a los atenienses en Siracusa. graphe:
Acusación o juicio públicos.
Hélade: Grecia. heleno: Griego.
hermai: Estatuas de piedra de Hermes, mensajero de los dioses y protector de
los viajeros, que se colocaban ante los domicilios particulares y los edificios
públicos. Solían ostentar un falo erecto y se creía que atraían la buena suerte.
hetairai: Cortesanas.
homoioi: La clase de los ciudadanos espartanos de pleno derecho; los Iguales.
hoplita: Soldado de infantería que luchaba con armadura, de hoplon, «escudo»;
todo aquel que poseía una panoplia completa. hybris: Orgullo, soberbia.
También «atropello», punible en Atenas con la muerte; acto malicioso e
intencionado realizado con el fin de humillar a alguien de forma irreparable.
Igual: Ciudadano espartano de pleno derecho. ilota: Siervo espartano.
impiedad: En Atenas, crimen punible con la muerte; delito por el que fue
condenado Sócrates. kantharos: Cántaros, el puerto principal del Pireo.
katalogos: En Atenas, censo de los ciudadanos, que servía para llamar a filas a
los varones.
khous: Medida de capacidad equivalente a tres litros y medio.
kleros: En Esparta, finca agrícola de un Igual. El antiguo legislador Licurgo
dividió el estado en nueve mil parcelas de idéntica extensión, cada una de las
cuales debía servir para mantener a un guerrero y su familia. koppa: Letra del
alfabeto griego correspondiente a la «q». kyrios: Tutor legal. En Atenas,
ciudadano varón que velaba por los intereses de las mujeres, los niños y los
esclavos de la casa, dado que carecían de derechos políticos.
Lacedemonia: Región de Grecia cuya capital era Esparta; Laconia. lambda:
Letra del alfabeto griego correspondiente a la «l». Los infantes lacedemonios
ostentaban una lambda en sus escudos. la Sagrada Pareja: En Atenas, la diosa
Deméter y su hija Perséfone, la Core o «doncella». En Esparta, los Dioscuros o
«gemelos», Cástor y Pólux.
Leneas: Fiestas atenienses en honor de Dionisos, durante las cuales se
celebraban los certámenes dramáticos.
Leónidas: Rey espartano y comandante de los Trescientos que perecieron
defendiendo el paso de las Termópilas contra los persas en 480 a. C.
Licurgo: Antiguo legislador de Esparta.
lochagoi: jefe de un tochos.
lochos: Regimiento espartano; plural, lochoi.
los Treinta: Gobierno títere encabezado por Critias que dirigió Atenas tras la
rendición a Esparta en 404 a. C. De infausta memoria por instalar un régimen
de tiranía y represión. medo: Usualmente, sinónimo de persa; en realidad,
nombre de otra raza guerrera, del reino de Media, conquistado por Ciro el
Grande e incorporado al imperio persa.
meses: Para los atenienses el año empezaba con el solsticio de verano:
hecatombaión, metageitnión, boedromión, pianepsión, memacterión,
poseideón, gamelión, antesterión, elafebolión, muniquión, targelión y
eskiroforión.
Milcíades: General ateniense que venció a los persas en Maratón, en 490 a. C.
mina: Unidad monetaria teórica equivalente a cien dracmas.
Misterios de Eleusis: Fiesta ateniense en honor de Deméter y Perséfone que
duraba nueve días. Todos los años, durante el mes de boedromión
(septiembre), los iniciados y los neófitos peregrinaban a Eleusis. Durante la
guerra, la ocupación espartana del Ática impuso a los atenienses la humillación
de realizar la procesión por mar, hasta que Alcibíades la devolvió a su forma
habitual.
mothax: «Hermanastro», clase espartana, constituida en su mayor parte por
bastardos de los Iguales a los que se permitía formarse en la agoge bajo el
patrocinio de ciudadanos de pleno derecho; plural, mothakes.
Muralla Larga: Fortificaciones que unían Atenas, con el puerto del Pireo.
nautai: Marineros; remeros. navarca: Almirante espartano.
Némesis: Diosa que personificaba la venganza divina, generalmente provocada
por la soberbia humana, la hybris. neodamodeis: «Nuevos ciudadanos»; ilotas
espartanos manumitidos en premio a sus servicios en la guerra. neorion:
Instalaciones y régimen administrativo de un puerto o base naval.
Niké: Diosa de la victoria.
óbolo: Moneda equivalente a la sexta parte de la dracma. oikos: Casa, domicilio
particular. oligoi: «Los escogidos», los aristócratas. opson: «Salsa» para mojar
pan.
othismos: En las guerras de la antigüedad, enfrentamiento de dos ejércitos en
formación cerrada.
paean: Himno cantado por la infantería doria, espartana, siracusana y argiva,
pero no ateniense (jónica) mientras marchaba hacia la batalla.
Palamedes: Guerrero griego de la guerra de Troya acusado injustamente por
Ulises; paradigma del hombre injustamente acusado.
Panateneas: Fiesta ateniense en honor de Atenea, la más importante de la
ciudad. panoplia: Armadura completa del soldado de infantería: casco, peto,
escudo y grebas. Sólo los muy pudientes podían costeársela. parakatabole: En
Atenas, fianza depositada por quienes litigaban por una herencia, igual a un
décimo del valor de la propiedad en disputa.
Peloponeso: Península meridional de Grecia, literalmente, «isla de Pélope»,
héroe de la antigüedad.
«penetración» Diekplous, maniobra naval en la que un barco se deslizaba
rápidamente entre dos del enemigo para virar en redondo y embestir sus
costados.
Pericles: Estadista y general ateniense de mediados del siglo v a. C., llamado
«el olímpico»; constituye la figura más destacada de la Edad de Oro de la
democracia, el imperio y la creación artística ateniense. Pariente y tutor de
Alcibíades.
perioikoi: Los «vecinos», habitantes de las ciudades próximas a Esparta.
Autónomos pero carentes del estatus de ciudadanos y obligados a seguir a los
espartanos «adondequiera que fueran». pharmakon: Analgésico; plural,
pharmaka.
phatriai: «Fratrías», hermandades atenienses cuyos miembros pertenecían a
una misma tribu. phoinikis: Manto escarlata de Lacedemonia.
piedra de púgil: Los boxeadores olímpicos peleaban atados a una piedra, de
modo que no pudieran huir del contrincante.
pilos: Gorro de fieltro que solía llevarse bajo el casco de la armadura.
Pnix: Colina al sudoeste de la Acrópolis en la que la Asamblea de Atenas se
reunía al aire libre para deliberar. polemarca: Arconte que desempeñaba la
función de jefe del ejército. polis: Ciudad estado; plural, poleis. porne:
Prostituta; plural, pornai.
Pozo del muerto: El barathron de Atenas, al que eran arrojados los criminales.
Los estudiosos siguen discutiendo si se empujaba a los condenados a su
interior o tan sólo se arrojaban sus cadáveres, tras ejecutarlos en algún otro
lugar.
prostates: Oficial de proa de un trirreme; «el que va delante». prytaneis: Los
cincuenta «presidentes» atenienses que representaban a su tribu en el Consejo
de los quinientos. Cada grupo servía durante una pritanía, una décima parte del
año, como comité ejecutivo del Consejo y de la Asamblea. pseudos: Mentira.
Ptía: Región de Tesalia de la que era natural Aquiles.
«puercoespín» Estaca bajo la superficie del mar, que formaba parte de una
empalizada de protección de los puertos y se utilizaba para abrir vías de agua
en los cascos de los barcos enemigos. pythioi: Sacerdotes espartanos de
Apolo; guerreros que oficiaban las ceremonias religiosas en campaña.
«recorte» Periplous, maniobra naval mediante la que un barco se adelanta a
otro del enemigo hasta presentarle la popa y vira en redondo para embestir
contra su proa o contra uno de sus costados.
Samos: Isla del Egeo y aliado incondicional de Atenas; bastión naval en
ultramar de ésta a lo largo de toda la guerra en el Este. scíritae: Soldados
espartanos del distrito de Sciritis.
serviola: En un trirreme, madero muy resistente que sobresalía de la borda
cerca de la proa y servía de soporte al botalón. sículo: Habitante no griego de
Sicilia.
skytalai: Varitas en forma de huso que servían para cifrar mensajes. Para
codificar los despachos, los espartanos enviaban skytale de determinado
grosor a sus generales en campaña y conservaban un duplicado en Esparta.
Cuando era necesario enviar un mensaje, se enrollaba oblicuamente una tira
de cuero alrededor del skytale que quedaba en la ciudad y se escribía el
mensaje en ella; luego se desenrollaba y se enviaba. Sólo podía descifrarse al
enrollarlo a un skytale de idéntico tamaño. sobrequilla: Tablón que va
endentado de popa a proa en las varengas del barco, ligando las cuadernas.
Solón: Pensador y estadista ateniense del siglo vi a. C. Elaboró las leyes que
establecieron las bases de la democracia ateniense.
spartiatai: «Espartiatas», espartanos de la clase dirigente.
strategos: General ateniense, comandante en jefe del ejército o uno de los diez
generales que se elegían anualmente y constituían, en cierto modo, el brazo
ejecutivo de la democracia. sykophantai: Informadores y chantajistas que
explotaban a quienes litigaban en los tribunales atenienses. talento: Cantidad
de plata que equivalía aproximadamente a seis mil dracmas, lo que
aproximadamente costaba subvenir a las necesidades de un barco de guerra
durante un mes.
Tártaro: Abismo tenebroso situado bajo el Hades en el que Zeus encerró a los
Titanes. Si se dejaba caer un yunque desde el Olimpo, tardaría nueve días en
llegar a la Tierra y otros nueve en alcanzar el Tártaro. taxiarca: Cada una de las
diez tribus de Atenas debía proporcionar un regimiento de infantería, o taxis, al
ejército de la nación. Su comandante era el taxiarchos. technitai: Artesanos.
temenos: Recinto sagrado que rodeaba a un templo o santuario.
Temístocles: Estadista y general ateniense que venció a los persas en la
batalla de Salamina en 480 a. C. Fortificó el Pireo, emprendió la construcción
de las Murallas Largas y puso las bases para que Atenas se convirtiera en
potencia naval y cabeza de un imperio.
Termópilas: Desfiladero de la Grecia central en el que trescientos espartanos y
sus aliados contuvieron durante seis días el avance del formidable ejército
persa del rey Jerjes en 480 a. C. tetras: Grupo de cuatro.
thalamitai: Remeros del banco inferior de un trirreme. thranitai: Remeros del
banco superior de un trirreme. thrasytes: Audacia.
Tisafernes: Sátrapa persa de Lidia y Caria, con capital en Sardes. toxotes:
Arquero de la marina; plural, toxotai.
trierarca: Capitán de trirreme. Los ateniense acaudalados se veían obligados a
mandar, y financiar, un barco de guerra durante un año. Semejante distinción
solía constituir una auténtica sangría económica. trierarquía: En Atenas, el
deber cívico de servir como trierarca. trieres: Trirreme; plural, triereis.
trirreme: El barco de guerra más usual en la época, propulsado por tres bancos
de remeros, con una tripulación de unos doscientos hombres. xenos:
Extranjero; también «huésped», vínculo privilegiado entre familias de diferentes
estados. xiphos: Espada corta que utilizaban los espartanos. xyele: Arma
semejante a una hoz utilizada por los jóvenes espartanos.
zygitai: Remeros del banco intermedio del trirreme, situados entre los thalamitai
y los thranitai.