Douglas Harding Librito Vida Muerte
Douglas Harding Librito Vida Muerte
Douglas Harding Librito Vida Muerte
LA VIDA Y DE LA MUERTE
DOUGLAS E. HARDING
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ÍNDICE
ÍNDICE
Prefacio................................................................................................................................ 3
1 Prólogo................................................................................................................................. 4
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PREFACIO
Prefacio
1
Éste es el prefacio a la edición inglesa de 1988.
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PRÓLOGO
Prólogo
Solía ser la costumbre de los maestros zen en sus lechos de muerte componer un gatha –
un compendio poético de la sabiduría de una larga y dedicada vida espiritual, un comentario
final sobre la vida misma y la muerte inminente–. Este ensayo es mi gatha de conclusión. O,
más bien, lo sería si yo fuera un maestro zen (o al menos un hombre zen), y hubiera llegado
evidentemente al fin de mi vida, y estuviera escribiendo en verso.
Sin embargo, la composición de algo como un gatha secular y en prosa se me presenta en
este momento no solo como un ejercicio útil –una recapitulación e inventario y clarificación
generales– sino también como un proyecto que es necesario para mí mismo, si no para otros,
y muy urgente y, de hecho, pasado ya de plazo hace mucho tiempo. Pues a los setenta y nueve
años, ya he vivido dos o incluso tres veces lo que las gentes vivían como promedio no hace
muchos siglos. Y, por supuesto, cada nuevo día pasado en la cola de la muerte, esperando que
la sentencia se lleve a cabo, acerca mucho más el momento en que, al final, seré llevado de la
vida –quizá sin ningún aviso en absoluto–. ¿A dónde? ¿Hay una cuestión más urgente, más
crucial? Me parece necio, una actitud despreciable como de avestruz y por entero irresponsa-
ble, no prepararme para ese momento de la verdad preguntándome a mí mismo ahora… y
ahora… y ahora (mientras se puede preguntar, y no estoy enfermo o presa del dolor o drogado
o apremiado por el tiempo) preguntas tales como: «¿Qué es con exactitud vivir, y después
morir? ¿Debo yo morir en efecto, y –si es así– es ésta en verdad una muerte final, el gran
hundimiento, la amarga y misérrima conclusión de la aventura que comenzó tan prometedo-
ramente en 1909? Y, sobre todo, ¿es posible hacer algo justo ahora, primero para asegurar la
supervivencia, y segundo, para influenciar su cualidad y garantizar que merece la pena y que
es preferible a la aniquilación?»
Profundizar en estas cuestiones, con tanta sinceridad y amplitud como sea posible, es la
empresa más práctica de toda mi vida. Incluso si nadie más hubiera de leer mi pseudo-gatha,
4
PRÓLOGO
requiere ser escrito, clara y honestamente. (Tengo que poner todo mi empeño en ser honesto
conmigo mismo: sobre este tema –de entre todos los temas– cualquier supresión de alguna
evidencia no bienvenida, cualquier fraude, haría de todo el proyecto una ridícula pérdida de
tiempo). Podría llamarlo mi propio Libro de los Muertos muy «personal» y desmitificado –ni
remotamente egipcio o tibetano, por supuesto, ni tampoco religioso en ningún sentido ordina-
rio, sino contemporáneo, occidental y concreto–. Pues pretendo llevar esta investigación con
un espíritu que valora el más menudo fragmento de evidencia presente, el más imperceptible
atisbo de experiencia de primera mano, el más pequeño impulso de humildad frente a lo dado,
mucho más elevado que bibliotecas llenas de escrituras y de comentarios eruditos. Aquí –por
muy sublime y sagrado que sea– nada es para creer; todo –por muy mundano que sea– es para
experimentar y comprobar. En este asunto de vida o muerte no puedo permitirme tomar nin-
guna enseñanza de prestado, ni confiar en el decir de nadie –y no pasar por alto ninguna cla-
ve–. Aquí, a las puertas de la muerte –más que en ninguna otra parte– me encuentro forzado a
seguir el consejo del Buda moribundo y ser una lámpara para mí mismo, forzado a no guare-
cerme en ningún refugio exterior.
Esta actitud cautamente irrespetuosa hacia la institución religiosa, hacia toda autoridad
consagrada, se hace aún más necesaria ahora que (como luego mostraré con algún detalle) se
dispone de importante evidencia empírica nueva sobre nuestro tema. Esta evidencia es de tres
tipos. El primero proviene de los conocimientos y de la actitud escéptica y remota de la cien-
cia moderna, junto con algunos de sus descubrimientos actuales –en particular el de las partí-
culas físicas–. El segundo proviene de la investigación reciente en las historias de pacientes a
quienes se ha hecho volver de las proximidades de la muerte. El tercero proviene de un grupo
de experimentos sencillos que he estado usando durante los últimos treinta años para investi-
gar nuestra naturaleza intrínseca de Primera Persona, técnicas para percibir directamente
quién o qué está aquí haciendo estos experimentos, quién o qué es lo que vive y muere, quién
o qué es el que no hace nada de todo esto. (Una selección de estos experimentos constituye el
eje de este libro, y –cuando se hacen y no solo se leen– no pueden dejar de resolver la cues-
tión de la propia naturaleza y destino de uno). Estos tres desarrollos –y en especial el último–
requieren que todo se reabra de nuevo, y que comencemos a investigar con una mente tan
desprejuiciada como sea posible.
La resistencia corriente a tal investigación, a todo candor o realismo concerniente a nues-
tra propia mortalidad, difícilmente puede ser exagerada. Da testimonio de ello el culto popular
de la «juventud a toda costa» en los mundos de la publicidad y de la moda. Da testimonio de
ello esas comunidades de ancianos dedicados a ser «tan joven como uno se siente» y a evitar
5
PRÓLOGO
2
Alan Harrington, The Immortalist: An Approach to the Engineering of Man’s Divinity, New York, Random
House, 1969.
6
PRÓLOGO
muerte, y la previsión de ella, es la aventura más personal y privada imaginable. Y por su-
puesto, debido a esta intimidad única e ineludible, es universal, la aventura de todos y cada
uno –y ello es por lo que le invito, querido lector, a unirse a mí ahora en esta investigación–.
Antes de comenzar, concluyamos estas observaciones preliminares con una advertencia y
una promesa provenientes de un famoso texto budista, el Dhammapada: «La vigilancia es la
senda de la inmortalidad, la inatención la senda hacia la muerte. El vigilante no muere, pero el
desatento es ya como los muertos». Esta aserción, aunque no prueba nada en absoluto, debe
alentarnos a dar a este asunto todo el cuidado, veracidad, apertura de mente y atención de que
seamos capaces.
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1
¿QUÉ MUERE?
«Usted se ha comprimido dentro del lapso de una vida y del volumen de un cuerpo, y ha creado así
innumerables conflictos de vida y muerte. Tenga su ser fuera de este cuerpo de nacimiento y muerte, y
todos sus problemas estarán resueltos. Estos existen debido a que usted se cree nacido para morir.
Desengáñese y sea libre. Usted no es una persona».
Nisargadatta Maharaj
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EL PROBLEMA REAL: ¿QUÉ SOY YO?
El problema real:
¿qué soy yo?
Por apremiante y punzante que sea el problema de mi mortalidad, del fin de esta vida –con
certeza no es el problema–. La cuestión crucial es: ¿quién es mortal? ¿De quién es la vida, en
cualquier caso? Resuelva este enigma y el resto sigue por sí solo. No hay ninguna otra mane-
ra. Cuando quiero juzgar cuánto va a durar un artilugio de casa, observo si está hecho de car-
tón, de madera, de plástico, de cerámica o de acero inoxidable. Del mismo modo con su usua-
rio. ¿Soy yo el tipo de cosa que perece, o que dura? «Yo estoy hecha de Dios», dice la Beatriz
de Dante, «y por lo tanto (soy) indestructible», agrega –en efecto–. «¿Soy yo mortal?» está
incluido en «¿Quién o qué soy yo ahora mismo?» Como el sabio hindú Ramana Maharshi
insistía, la respuesta real a toda pregunta seria es ver quién la pregunta. De ello se sigue que
mi principal tarea en esta investigación debe ser acercarme a mí mismo desde una variedad de
ángulos, volver una y otra vez a la cuestión de mi identidad verdadera y presente, detener toda
pretensión y todo juego y ser con plena consciencia nada más que lo que yo soy. Y esto debe
revelar –casi como resultado subsidiario – cuán permanente soy.
Hay ventajas inmediatas en esta apertura del problema, que es también la reducción de mis
problemas a uno solo. Pues me exige cambiar desde una preocupación escapista por otros
tiempos a las realidades presentes, desde ahí a justo aquí, desde la conjetura a la certeza, des-
de el vago pensamiento y especulación a la percepción tajante, desde una pasividad fantasiosa
al trabajo (si despertar y permanecer despierto puede llamarse trabajo), desde una vida innatu-
ral vivida desde la mentira de quien yo no soy a una vida natural vivida desde la verdad de
quien yo soy. Y, como premio, encuentro que esto no es nada más que preparación, de la me-
jor manera posible y única efectiva, para la muerte. Si hago mi trabajo ahora con plena aten-
ción pasaré el examen final. Si solo me siento en la retaguardia a esperar lo mejor con mucha
probabilidad fracasaré. (¿Y seré relegado? ¿Se me dará otra oportunidad en otra encarnación,
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¿QUÉ MUERE?
en muchas otras reencarnaciones? ¿Seré despachado a algún purgatorio o infierno? Éstas es-
tán entre las preguntas que haremos en su debido momento).
¿Qué es, entonces, esta pretendida Verdadera Naturaleza mía, este maravilloso descubri-
miento del sabio que promete resolverlo todo? Más me vale tener alguna idea justa de esta
Identidad que estoy buscando, o de otro modo es improbable que encuentre ya sea su presen-
cia o ya sea su ausencia. Para resumirlo lo más breve posible, lo que se me aconseja buscar no
es una cosa en absoluto, sino ilimitado, incondicionado, inmóvil, sin tiempo (repito, sin tiem-
po), simple, silente, y –por encima y por debajo de todo– autoevidente e intensamente vivo
para sí mismo como todo esto. Es lo incognoscible de lo que Aristóteles dijo que nada es tan
cognoscible. Es el abismo del misterio debajo del misterio sin fondo, que es a la vez mi refu-
gio y mi Sí mismo. Entre sus metáforas y sinónimos están Nada, Claridad, Transparencia, la
Luz Clara, Espacio Vacío, el Vacío que es sin rastro y sin mancha e inmaculado, Capacidad
desnuda, lo Innacido e Inmortal… ninguno de los cuales hace más que ayudarme a reconocer-
Lo cuando tropiezo con Ello. (Disponer de las palabras correctas, saber todo sobre Ello, pen-
sar e incluso sentir-Lo, se me asegura que todo esto está a una distancia infinita de la realidad,
de ver-Lo efectivamente con más claridad que ninguna otra cosa, y por consecuencia de ser-
Lo conscientemente).
Tal es mi historia interior sin palabras, mi esencia, mi realidad sin muerte, según el rumor
persistente a través de las edades. Así lo sostienen con constancia sus Veedores –cualesquiera
que sean sus filiaciones religiosas y culturales–. Y tal es la hipótesis en verdad apabullante
que tengo que comprobar aquí y ahora, y no aplazarla hasta que esté postrado en mi lecho de
muerte. Rumi, el gran sufí, define mi tarea sin miramientos: «Muere antes de morir». A lo
cual yo agregaría: «Y ve lo que acontece». Y Platón llega a definir la filosofía misma como
«la práctica de la muerte». ¡Larga vida a la filosofía!
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¿QUÉ SOY YO? ES PARA RESOLVERLO AHORA
«¿Por qué quiere saber qué será usted cuando muera, antes de saber qué es ahora?»
Ramana Maharshi
Según el budismo mahayana mi Verdadera Naturaleza es la Clara Luz del Vacío. Y, según
la escritura mahayana más pertinente para esta etapa de nuestra investigación –El Libro de los
Muertos tibetano– necesito familiarizarme por entero con la Clara Luz mientras estoy todavía
en medio de la vida: entonces la reconoceré y me uniré con ella cuando se presente en el mo-
mento de la muerte, y seré por entero liberado en la Realidad o Nirvana y ya no estaré sujeto
al nacimiento y la muerte. Pues en ese momento –afirma este texto notable– la Luz es vista
por todos los seres sencientes, pero pronto es perdida de vista por la gran mayoría debido a
que no están familiarizados con ella. En lugar de ello, se encuentran rodeados y absorbidos
por una variedad de dioses, titanes y demonios que son proyecciones de sus propias mentes
apegadas, productos del pensamiento lleno de deseo y de miedo que lleva a otra ronda en el
mundo del engaño y del sufrimiento.
Permítaseme citar aquí algunos extractos relevantes de la versión de Evans-Wentz de
nuestro texto:
«Su propia consciencia, brillante, vacía, inseparable del Gran Cuerpo de Radiación, no
tiene nacimiento ni muerte y es la Luz Inmutable… Reconociendo el propio sí mismo
de uno así, uno deviene permanentemente unido con el Dharmakaya (la Consciencia
Universal) y la liberación es cierta… Para aquellos que han meditado mucho, la verdad
real amanece tan pronto como parten el cuerpo y el principio de consciencia. La adqui-
sición de experiencia mientras se está vivo es importante. Aquellos que han reconocido
la verdadera naturaleza de su propio ser… obtienen gran poder durante el Bardo3 de
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(En el budismo tibetano), el estado del alma entre su muerte y su renacimiento.
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¿QUÉ MUERE?
los momentos de la muerte, cuando la Clara Luz amanece… Así, siendo de particular
importancia la práctica en este Bardo mientras se vive, aférrate a ella… de modo que al
morir no se olvide aunque un centenar de ejecutores estuvieran persiguiéndote… Trata
esta doctrina muy amorosamente: es la esencia de todas las doctrinas».
Yo resumiría el mensaje esencial de El Libro de los Muertos así: «Al final de su vida usted
va a gozar de la Luz –esa experiencia, la más profunda de todas, que es la base de toda expe-
riencia, y que no perderá– provisto que dé ahora todo por ella (o más bien todo a ella) y la
goce y la practique».
Hasta que yo muera no tengo ningún medio de comprobar directamente la verdad de esta
enseñanza milenaria. Mucho del Libro es admitidamente fantástico. (En verdad se sale de su
línea para enfatizar que todo, excepto la Clara Luz del Vacío, es imaginación, engaños de
moribundo). Sin embargo, en su esencia, parece estar maravillosamente respaldado por la
investigación contemporánea en «Experiencia Cercana a la Muerte» (ECM)4.
La reciente tecnología de la reanimación y los medios de mantenimiento de la vida están
volviendo a traer desde el borde de la muerte a un creciente número de pacientes que sobrevi-
ven para contar en detalle sus impresiones. De hecho, algunos de ellos parecen haber traspa-
sado el borde y haber estado clínicamente muertos –habiendo cesado por algún tiempo su
respiración, los latidos del corazón, e incluso las ondas cerebrales (registradas por el elec-
troencefalógrafo) antes de que fueran vueltos atrás de nuevo: lo cual hace su evidencia en
especial significativa. Así pues, ahora tenemos mucha información sobre este tópico vital –
sobre lo que es morir para el moribundo– que estaba más o menos negada a nuestros antepa-
sados. Y éste es el notable descubrimiento: la experiencia cercana a la muerte resulta ser muy
parecida para la mayor parte de las gentes, con independencia de sus trasfondos culturales y
religiosos y de la causa y manera de su morir. Habitualmente es una historia de paz y libera-
ción del dolor, de ausencia de forma y desapego del cuerpo (a menudo visto abajo desde arri-
ba), de luz brillante (que aparece primero como un punto luminoso al final de un túnel, y que
eventualmente sumerge al sujeto), de colores vivos y de escenas y sonidos bellos. Sobre todo,
la impresión con la que se queda uno es de una radiación y luminosidad singulares que re-
cuerda mucho lo que es el tema del Libro de los Muertos tibetano.
4
Ver, por ejemplo: G. Gallup, Jr., Adventures in Immortality, London, Souvenirs Press, 1983; M. Grey, Re-
turn from Death, A Exploration of the Near-Death Experience, Arkana (Routledge & Kegan Paul), 1985; E.
Kübler-Ross, Death: the Final Stages of Growth, Englewood Cliffs, NJ, Prentice-Hall, 1978; R. A. Moody, Jr.,
Life at Death, A Scientific Investigation of the Near-Death Experience, New York, Coward McCann & Geohe-
gan, 1980; M. Sabom, The Near-Death Experience: A Medical Perspective, Philadelphia, Lippincott, 1982.
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¿QUÉ SOY YO? ES PARA RESOLVERLO AHORA
Se nos dice que esta luz, que es el elemento común de estas experiencias cercanas a la
muerte –aunque es indescriptiblemente brillante– no es deslumbradora, y no impide que los
objetos de alrededor se vean con claridad. Uno se siente bien con ella, atraído hacia ella, y en
algunos ejemplos, sumergido en ella. Y uno vuelve a la escena humana, aparentemente, sin
ninguna duda sobre la realidad de lo que se ha experimentado. Sin embargo, uno aprende
pronto que pocas gentes se muestran inclinadas a tomar en serio su historia. De todos modos,
hay poca tentación a hacer prosélitos. Al parecer, es suficiente con que la vida es ahora más
preciosa, que uno vive más en el presente, que es menos egoísta, y le queda poco o ningún
miedo de la muerte. Según nos informan aquellos que vuelven de una experiencia cercana a la
muerte, tales son en grados variables sus probables beneficios.
Los investigadores han confirmado que estas gentes tienden a cambiar sus vidas. La ilu-
minadora experiencia que tuvieron se les aparece retrospectivamente –al menos a algunos de
ellos– tan valiosa que se hacen esfuerzos para recuperarla.
¿Tenemos aquí, en estas experiencias cercanas a la muerte, algo así como nuestra propia
versión occidental, contemporánea y auténtica de la experiencia del iniciado tibetano? ¿Es la
luz brillante pero bondadosa que describen comparable con la «Clara Luz del Vacío» tibetana
que, nuevamente, ilumina a todos los hombres que salen del mundo? Y, aún más importante,
¿tenemos aquí –al menos en la más completa y mejor de estas experiencias cercanas a la
muerte– un ejemplo gratuito e inesperado de esa Auto-realización esencial que es descrita por
los sabios? ¡Cuán tranquilizador, cuán reconfortante sería saber que, no importa cuán poco
espiritual e indigna haya sido la vida, al final de ella uno tiene la buena suerte de ser invitado
a una auténtica experiencia mística! Como si uno fuera obsequiado por un Padre compasivo o
un Universo protector con esta gracia de conclusión y premio de consolación, con esta degus-
tación de la felicidad que está oculta en la raíz misma de las cosas.
Sin embargo, después de todo no sería tan sorprendente encontrar que (como observaba
Plutarco) «en el momento de la muerte el alma experimenta lo mismo que aquellos que están
iniciados en los misterios mayores». Pues es entonces cuando, si no ha ocurrido en ningún
tiempo antes, los apegos de uno son cortados a la fuerza; cuando las ambiciones que le quedan
a uno se ven como inalcanzables; cuando uno prescinde de lo que las gentes piensan, y accede
al fin a ese grado de libertad de los valores convencionales y de los condicionamientos socia-
les que es el prerrequisito de todo conocimiento espiritual real. Es entonces, al fin, cuando lo
Evidente –que durante todo el tiempo ha sido hecho tan poco evidente– es propenso a brillar.
Morir es necesariamente el momento de la verdad. Por ello es por lo que el arte de vivir es
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¿QUÉ MUERE?
anticipar ese momento, morir antes de que uno muera, cesar de posponer la propia muerte.
Por ello es por lo que la medicina para la muerte es homeopática.
En resumen, aunque históricamente el Libro de los Muertos tibetano pueda haber sido re-
ducido a una missa solemnis, una misa para los muertos, es propiamente una guía para la vida,
interesada en un «giro en la sede de la consciencia» ahora mismo. Y del mismo modo, aunque
el interés popular en las experiencias cercanas a la muerte surge de la preocupación por la
vida después de la muerte, estas experiencias parecen tener más valor en lo que dicen sobre la
vida antes de la muerte, sobre este momento mismo, sobre lo que uno es en realidad, ahora y
siempre.
¿Cuán significativos para nuestra indagación son estos fascinantes informes –antiguos y
modernos– de la frontera entre la vida y la muerte? ¿Es su condición como evidencia, después
de todo, mucho más elevada que la de algunos sueños, que pueden ser aún más vívidos, con-
vincentes y significativos que la vida de vigilia ordinaria? ¿Qué prueban de hecho las expe-
riencias cercanas a la muerte? ¿Están necesariamente equivocados los científicos que las des-
echan como «alucinaciones inducidas por la endorfina producida por el organismo en una
emergencia», o como «efectos secundarios para-psicodélicos de algunas drogas usadas co-
múnmente», o como alguna cosa de este tipo?
Por mi parte, lo máximo de lo que puedo estar seguro es de que el moribundo es propenso
a encontrar –entre otros fenómenos– un tipo especial de luz brillante, que es sentida por ente-
ro benéfica, y (al menos al comienzo) como muy «ahí fuera», y que sería extraño si esta ma-
ravillosa luminosidad no tuviera ninguna relación particular con la maravillosa (y sin embargo
absolutamente ordinaria) Luz Interior de la Consciencia que es el tema de los veedores y sa-
bios. De ello no se sigue que sean dos versiones de la misma realidad, mucho menos idénti-
cas. Tampoco se sigue que la luz común a las experiencias cercanas a la muerte sea «objeti-
vamente real» (en el sentido en que lo es la luz del sol) ni «psicológicamente real» (en el sen-
tido en que es una experiencia normal y no una experiencia patológica). El descubrimiento de
que muchos humanos que llegan a las puertas de la muerte –o incluso la mayoría– experimen-
tan al comienzo esta luz exterior, sin duda dice algo importante sobre la mente de uno, pero
no dice nada decisivo sobre la Naturaleza interior de uno, o sobre el universo en general. (Si
fuera de otro modo, y la experiencia, por intensa y extendida que sea, tuviera que ser objeti-
vamente válida, nos encontraríamos en un mundo horrendamente superpoblado con todos los
dioses y titanes y demonios –por no mencionar las entidades mitológico-psicológicas que van
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¿QUÉ SOY YO? ES PARA RESOLVERLO AHORA
desde el mana a los arquetipos de Jung– cuyo poder ha sentido un gran número de gente, y/o
–según han afirmado– los han percibido efectivamente).
En esta investigación no puedo permitirme ningún auto-engaño o pensamiento deseoso e-
vitable. Está en juego nada menos que mi verdadera Identidad, únicamente la cual resolverá la
cuestión de mi mortalidad o inmortalidad; y esto merece –exige– un tratamiento rigurosamen-
te científico.5 Ahora bien, el fundamento sobre el que se apoya la ciencia es la duda, la incer-
tidumbre radical que abre los propios ojos de uno a los datos. La verdadera ciencia no se
construye sobre vívidos sueños, o sobre la imaginación, o la intuición, o el sentimiento, o
anécdotas, o el razonamiento, o la especulación. (Aunque todos éstos tienen su lugar y hacen
alguna contribución, son en grados variables partidistas, voluntaristas, dogmáticos). Cierta-
mente, no se apoya sobre la creencia, sobre lo «oído decir» a otros sin comprobación, o sobre
sus consideradas opiniones, o sobre sus honestos informes de lo que una vez experimentaron
bajo condiciones especiales. Los criterios de un hecho científico son que sea verificable ahora
por cualquiera a voluntad, repetidamente –provista la instrumentación apropiada y las facili-
dades de laboratorio– y que se base en los sentidos, en último recurso en un mirar para ver. Se
apoya en la humilde y paciente lectura de instrumentos de medida, termómetros, relojes, ba-
lanzas, tiras reactivas, y demás. La ciencia medieval jamás comenzó a despegar hasta que las
gentes se atrevieron a cuestionar los clichés consagrados por el tiempo y los ingeniosos razo-
namientos sobre cómo deben comportarse las cosas, hasta que se atrevieron a comenzar de
nuevo y a prestar atención a cómo se comportan las cosas de hecho, a mirar y a experimentar
con lo que se muestra llanamente. La ciencia del objeto no es más sana que el fundamento
sensorial sobre el que se apoya.
Exactamente lo mismo es verdadero para la ciencia del sujeto, de esta Primera Persona.
Girar la dirección de la investigación científica 180°, desde lo observado al observador, no
reduce la necesidad de volver atrás continuamente desde lo que se concibe a lo que se percibe.
(Esto no es en modo alguno un logro) «Los Budas y los seres sencientes no difieren en abso-
luto», dice el maestro zen Huang-po. ¿Cómo realizar esto? «Solo deshágase del pensamiento
conceptual en un instante, y habrá cumplido todo»). Más bien aumenta la necesidad de mirar,
y mirar, y mirar de nuevo.
5
D. T. Suzuki, que trajo el zen a occidente, estaría de acuerdo. Él describía el satori –que es la realización de
la verdadera Identidad de uno– como impersonal, prosaico, inatractivo, una experiencia «singularmente despro-
vista de emociones humanas». Llega a decir que: «Hay en él, al contrario, algo que puede calificarse de fría
evidencia científica». (Essays in Zen Buddhism, 2nd. series, London, Rider, 1950, págs. 35, 36, 52).
15
¿QUÉ MUERE?
Por supuesto, es improbable que yo logre vivir enteramente este ideal de humildad frente a
la evidencia a todo lo largo de la presente investigación –no más que lo logran los científicos
del objeto o tercera persona en su propio campo–. Pero tengo la intención de hacerlo lo mejor
que pueda, fiándome continuamente de mis sentidos y apartándome de toda insensatez.
Y si al final –como ya parece probable– resultara que en general los informes de la expe-
riencia cercana a la muerte de otros, tanto orientales como occidentales, concordaran y fueran
confirmados por nuestras propias pruebas de primera mano y basadas en los sentidos a este
lado de acá de la muerte, tanto mejor. Por ahora baste notar que, sean cuales fueren las claves
que esa experiencia cercana a la muerte pueda proporcionar sobre nuestra naturaleza y desti-
no, están enteramente subordinadas al resultado de las pruebas que usted y yo vamos a hacer
en breve. Pruebas que, debido a que son sensatas y repetibles, son capaces de llevarnos desde
los argumentos verbales sobre la muerte al acuerdo, y desde las terroríficas dudas sobre la
muerte a una serena certeza ahora.
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YO SOY LO QUE PAREZCO SER
Vuelvo, entonces, a lo que es para mí la cuestión real, la única de la que todas las demás
son subsidiarias: ¿Qué soy yo ahora?
Lo que quiera que sea, me manifiesto como una cosa. Tomo forma, hago una impresión
sobre los demás, y (a través de ellos) sobre mí mismo. ¿Qué es esta cosa, observada simple y
con imparcialidad, con la mente abierta, como si fuera por primera vez?
El problema es que, con la mejor voluntad del mundo, sobre este sujeto (que es precisa-
mente el sujeto) yo estoy muy lejos de ser desinteresado: difícilmente puedo evitar la parciali-
dad, alguna tendencia a cocinar los libros para mi (imaginada) ventaja. De modo que permíta-
seme sortear este obstáculo observando cómo trataría con un «sujeto» diferente, no conmigo
mismo, ni con nada humano o incluso vivo, sino con una mera cosa, algún objeto inanimado
ordinario. Llamémosle X. Yo debería ser capaz de tener una visión fría y honesta de algo tan
neutral, llegar a un retrato tajante, definitivo de X, y entonces aplicar las lecciones que he
aprendido sobre la objetividad a mi auto-investigación.
Sin embargo, incluso aquí, las complicaciones (provenientes esta vez no de la parcialidad
del observador sino de la naturaleza de lo observado) son evidentes al momento. Resulta que
ningún objeto es simplemente él mismo. Tome una visión cercana de X, y X se revela como
un tipo de cosa; visto desde más lejos se revela como otro tipo por completo diferente; visto
desde mucho más lejos, como mucho más diferente aún. Continúe retirándose de X, y todos
sus rastros se desvanecen –no hay nada que ver–. Acérquese a él lo suficiente, y de nuevo se
desvanecen. Todo aquello a lo que me acerco o de lo que me alejo, lo pierdo. Al desplegarse,
la distancia no solo presta encanto sino todo lo demás: al replegarse, lo recoge todo de nuevo.
No puedo toparme con nada que sea absoluta y simplemente lo que es, nada que no sea equí-
voco, relativo, fantasmal, indeterminado.
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¿QUÉ MUERE?
Por ejemplo, tome esta página impresa. Yo puedo leerla debido solo a que me coloco de
modo que estoy a la distancia justa –casi exactamente 30 centímetros–. Reduzca la distancia a
5 centímetros, y las palabras –grávidas de significación– son transmutadas en marcas negras
carentes de significado sobre papel blanco. Más cerca todavía –provisto que agudice mi visión
con las adecuadas ayudas ópticas y electrónicas– el papel liso se transmuta en capas de fibras
alargadas, seguidas por una colección de ejemplares incoloros llamados moléculas; y más allá
de éstas (me aseguran los físicos) por pseudo-cosas progresivamente inescrutables, inmateria-
les, insustanciales llamadas átomos, partículas, ondículas, quarks y, finalmente, el espacio
mismo, lleno de energía. Ni esta página que estoy leyendo ahora, ni ninguna otra cosa, resisti-
rán la inspección de cerca.
No en cada detalle, por supuesto, sino en diseño y principio, tal es la constitución incons-
tante, si y no, altamente ambigua –y verdaderamente mágica– de todo X, de toda cosa. Jamás
es algo tajante y definitivo: su naturaleza depende de cómo uno la mira: en particular de desde
donde uno la mira, de su distancia.
¡Tocado! Yo no soy ninguna excepción. Como D. E. Harding soy exactamente como eso –
debido a que yo también soy una cosa, una X. Ciertamente es precisamente esta magia de la
distancia la que me erige como una entidad local especial, irrepetible, distinguible, medible,
fotografiable, pesable, con una historia propia. Gracias a ella tengo un nombre y una direc-
ción, estoy localizado en un lugar y en un siglo y no en algún otro, y así sucesivamente. La
limitación, la especificidad, el condicionamiento múltiple, la relatividad –en un sentido, la
irrealidad– no son los accidentes sino mi material mismo. (Si usted excusa el galimatías, yo
no soy lo que soy sin lo que no soy: existo como yo debido a que no existo como usted: mi
tipo de «ser» es también un no-ser). Y si dudara de todo esto, solo tengo que hacer que un
amigo me fotografíe. (¡Cuánto debemos a la cámara fotográfica, esa invención destructora de
ilusiones, ese testigo de cargo insobornable y comparativamente imparcial!) Observo cuán
cuidadoso es mi amigo a la hora de sostener su instrumento a la distancia correcta. Desde más
cerca, obtiene una nariz o una boca o un ojo irreconocibles, seguidos por un borrón no-
humano; desde más lejos, obtiene un alguien minúsculo, seguido por una mota no-humana, un
punto sin dimensiones, nada en absoluto. Lo que él y su cámara hacen (palabra justa) de esta
X –si es que hacen algo– depende de él.
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YO SOY LO QUE PAREZCO SER
19
¿QUÉ MUERE?
espacio, como lo está el grande– y de partículas sub-atómicas que no son en ningún sentido
significativo cosas en absoluto, y ciertamente no son objetos sólidos o materiales; incluso su
localización es inescapablemente ambigua. En cuanto a los quarks, los cuales representan el
límite presente de la penetración de la ciencia dentro de X, dentro de mí, ¿quién puede decir
lo que ellos son –si puede decirse que existen en absoluto–? ¡Nuevamente, la advertencia es
mantenga las distancias! Venga hacia mí y descubrirá cuán superficial es mi humanidad,
venga totalmente y encontrará que no hay nada que ver. Y esto (como devendrá crecientemen-
te evidente a medida que continuemos) por una simple razón: yo estoy fuera, no estoy en casa:
Douglas E. Harding jamás ha sido una realidad aquí y ahora. Es un fenómeno ahí y entonces6.
Y esto es solo la primera parte del informe de mi observador viajero, la mitad hacia de-
ntro. La otra mitad –aún más espectacular– es lo que encuentra cuando (todavía cuidadoso de
mantener su mirada disciplinada sobre X en el centro de todo ello) se mueve alejándose de la
distancia media, donde un hombre presenta una breve apariencia, hacia regiones más remotas.
El hombre es reemplazado sucesivamente por una casa, un pueblo, un país, un continente;
después por un planeta (la Tierra), seguida por un sistema solar (el Sol), una galaxia (la Vía
Láctea), y finalmente por enjambres de galaxias resolviéndose rápidamente en puntos de luz
en una gran vastedad y a punto de desvanecerse enteramente.
De modo que la historia del viaje hacia fuera y la del viaje hacia dentro llegan al mismo
resultado, complementándose y confirmándose una a la otra. De una manera u otra, este ser
humano resulta ser todo tipo de seres no-humanos, que, finalmente, resultan no ser ningún
tipo de ser en absoluto, sino prácticamente espacio vacío. Lo mismo que un espejismo o un
arco iris o un fuego fatuo, yo soy un tipo especial de alucinación. Verdaderamente soy lo que
Shakespeare dice que soy: «Del material del que están hechos los sueños». Si ese material se
«acaba con un sueño» es la cuestión a la que vamos ahora.
6
Se dice que cada uno de los linajes de los Budas (míticos) anteriores a Sakyamuni legó a su sucesor su
gatha de transmisión, precedido con las palabras «Ahora te transmito el Ojo-tesoro de la Gran Ley, que guarda-
rás y al que siempre estarás atento». La tradición fue perpetuada históricamente por los maestros zen hasta nues-
tros propios tiempos. Su gatha de transmisión típico es sobre la irrealidad, sobre la naturaleza fantasmagórica de
las cosas en general y del propio cuerpo-mente de uno en particular. Hsu-yun (en su lecho de muerte en 1959, a
la reputada edad de 120 años) compuso un gatha con las palabras: «Conságrate a lograr la perfecta comprensión
de que el cuerpo ilusorio es como el rocío y el relámpago» (citado en The Middle Way, febrero 1960).
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YO SOY LO QUE NECESITO PARA SER MÍ MISMO
Por supuesto, una parte mía protesta que –no obstante– yo soy realmente el hombre en el
medio, ni el núcleo ni las pieles exteriores de la cebolla, sino exactamente su capa media Me
quejo de que las visiones cercanas de mí no son válidas debido a que dejan fuera mucho que
es mí mismo, y que las lejanas no son válidas tampoco debido a que incluyen mucho que no
es mí mismo. Pero este argumento yerra el punto: es dar por admitida la cuestión. Todavía no
sé qué o quién soy yo. Queda todo por ver, todo por resolver a la luz de la evidencia, no a la
luz de la creencia o de lo oído decir anteriormente. En cualquier caso hay ya un número noto-
rio de razones de peso, y ciertamente de razones evidentes, para admitir que yo no puedo ser
una cosa de un solo nivel, un «mero humano» –lo que quiera que eso pueda significar–.
Para comenzar, yo soy completamente dependiente de todos los niveles, de todo el pasmo-
so orden de incorporaciones cósmicas que mi observador viajero saca a la luz. ¿Cómo podría
este humano infatuado y pagado de sí mismo valerse sin el soporte de los órdenes cósmicos
más bajos? ¿Qué valdría este charlatán si no fuera corporificado y asistido por su relleno in-
frahumano de todos los grados? En otras palabras, ¿qué soy yo sin mis tejidos, células, molé-
culas, y demás, descendiendo hasta el final de la escala? Todo lo que les acontece a ellos me
acontece a mí, todo lo que les cuadra a ellos me cuadra a mí, todo lo que yo veo y oigo y toco
es cortesía de estos humildes deudos. Tengo que incluir, para ser, a muchos otros, y finalmen-
te a todos los demás –macrocósmicos no menos que microcósmicos. Pues nuevamente, ¿cuán
vivo estaría este cuerpo humano si fuera amputado del cuerpo político, del organismo social,
de los reinos animal y vegetal, de la biosfera, de los elementos, del aire y el agua y la tierra?
Yo podría valerme durante años y años con un solo pulmón y un solo riñón y una fracción de
intestinos y sin ningún miembro en absoluto, pero ¿durante cuántos minutos podría valerme
sin el Sol, mi estrella? Yo tengo que ser todo lo que está implicado en mi ser lo que yo soy.
Yo no soy mí mismo, no soy entero, no soy un individuo, sin todas mis incorporaciones que
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¿QUÉ MUERE?
van desde las subpartículas a las supergalaxias, desde las menos inclusivas a las más inclusi-
vas.
Incluso esto no es toda la historia, la verdad última de Lo Que yo soy. Pues solo el más al-
to y el más bajo de los miembros de la jerarquía cósmica (que son realmente dos aspectos de
uno y el mismo Último) son enteramente reales. El resto son una suerte de engaño, un espec-
táculo mágico suscitado por el ilusionista cósmico, vislumbres fugaces de Otra Cosa, del ver-
dadero X, de Dios si usted quiere. (John the Scot, en la Edad Oscura [La Edad Media] (¡sic!),
describía todas las cosas como teofanías o apariencias de Dios: y por Dios nosotros podemos
leer aquí la Nada-Todo que sólo es ella misma y no una fachada para alguna otra cosa).
Y de hecho no hay nada místico, o difícil, u oscuro en todo esto. Todo el mundo está de
acuerdo en que un órgano (por ejemplo) no es él mismo uniformemente y de cabo a rabo, sino
que está compuesto de algo muy diferente. Nosotros decimos que en realidad es células, que a
su vez están compuestas de, y que en realidad son moléculas; y así sucesivamente seguimos
descendiendo hasta la Incognoscible Nada, la Fuente, el Misterio básico, sólo el cual es sí
mismo completamente simple e incompuesto. E inversamente, el mismo órgano es incom-
prensible sin el organismo entero; que a su vez no puede ser cortado significativamente del
nexo vivo o todo ecológico al que pertenece. Y así sucesivamente seguimos ascendiendo has-
ta el Incognoscible Todo, el Misterio cumbre, sólo el cual es Autocontenido y totalmente pre-
sente y correcto, el único Individuo verdadero, estrictamente indivisible, nada sino Sí mismo.
Solo en este Uno y como este Uno existen los fragmentos y las partes, solo en este Uno se
juntan y juegan sus papeles.
De ello se sigue que, al reclamar ser un ser vivo, funcionando plenamente (como habi-
tualmente lo hago) implícitamente estoy reclamando ser la Totalidad del Ser en sus dos aspec-
tos en contraste, la Cima y la Base de la gran Jerarquía. Si vivo o existo, es como este Cuerpo
y No-Cuerpo Total. ¡Cuán absurdo es pretender que este pseudo-cuerpo a mitad de camino
llamado Douglas E. Harding tiene alguna vida o existencia suya propia!
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YO SOY LO QUE SIENTO QUE SOY
23
¿QUÉ MUERE?
confección, lista para llevar, sino a medida para cada ocasión. Yo soy tan variable, tan elásti-
co, como necesito ser, como la situación reclama.
Vayamos a los hechos: yo soy propenso a sentirme más mi familia –o mi clan o tribu– que
este miembro particular de ella. Hasta tal punto que puedo sacrificar sin vacilar mi bienestar
estrecho y personal, por un bienestar más amplio, e incluso dar mi vida como «individuo» por
la vida comunal. Es lo mismo con mi raza, mi ciudad o mi país o mi bloque de poder, mi igle-
sia o mi dios: yo soy propenso a identificarme con cualquiera de éstos, o con cada uno de
ellos por turno, tan enteramente que su supervivencia equivale a mi supervivencia, y que el
destino de este humano deviene irrelevante. De nuevo, muchos factores se combinan para
reforzar mi sentido de unidad con la Tierra: acontece que me siento cada vez más planetario.
Tampoco la escala de mi identidad se detiene en éste o en cualquier otro nivel. El Sol, el sis-
tema solar, es mi hogar en el universo, es mi estrella, lo cual no deja ninguna duda en cuanto a
de qué lado estoy yo en el caso de una guerra estelar real. Además, mi elasticidad se extiende
tanto por debajo del nivel humano como por encima. Yo soy «subhumano» no menos que
«suprahumano». Pero esto ciertamente no significa que «arriba y grande» son «buenos», y
que «abajo y pequeño» son «malos». Así pues, es por entero posible para mí en un momento
sentirme-como y sumergirme-dentro de mi país («acertado o equivocado»), o de mi partido
político (piénsese en los nazis), o de mi iglesia (con sus autos de fe inquisitoriales), hasta tal
punto que estoy preparado para ultrajar mis sentimientos humanos incinerando o pulverizando
cualquier cantidad de humanos en su nombre. Y al momento siguiente hacer un holocausto de
mi propio cuerpo por causa de uno de sus miembros (digamos, su estómago), por una adic-
ción o un apetito, prefiriendo la complacencia de una parte a la salud y felicidad del todo, o
incluso a su vida.
De hecho, la única identificación por completo segura y por entero benéfica y verdadera es
llegar hasta el límite, trascendiendo con ello tanto el bien como el mal. Cuando mejor estoy,
cuando se les da pleno juego a los más persistentes y auténticos de mis sentimientos, hago un
doble descubrimiento: por una parte, me encuentro despojado de todas las responsabilidades,
de todos los apegos e identificaciones sean cuales sean, descargado del fardo, sin pretender
nada y sin ser nada, y así soy al final libre; y por otra –supremamente inconsistente– me en-
cuentro acogiendo a todos y a todo a bordo, reclamando el fardo, no reposando contento hasta
que la criatura más humilde del universo se cobije bajo mi solícita ala. Ésta es la verdad últi-
ma, la verdad paradójica y de doble aspecto sobre la manera en que siento realmente. Si (a
consecuencia de nuestros textos) ya hay fuertes indicaciones de que de hecho yo no soy ese
perecedero Douglas E. Harding, y de que en lugar de ello Yo soy Nada-Todo, ¡cuán maravi-
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YO SOY LO QUE SIENTO QUE SOY
lloso es encontrar que ésta es también la manera en que siento –de modo que como son las
cosas es como yo quiero profundamente que sean!–.
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2
PROBAR LA INMORTALIDAD
Estas nueve citas de los maestros se relacionan con los nueve experimentos que siguen. Dan
una visión previa de lo que vamos a probar.
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PRELIMINAR
Preliminar
Dios hizo los sentidos vueltos hacia fuera, el hombre por lo tanto mira hacia fuera,
no dentro de sí mismo. De vez en cuando un alma atrevida, deseando la inmortali-
dad, ha mirado hacia atrás y se ha encontrado a sí mismo. El que conoce la Reali-
dad sin sonido, sin olor, sin sabor, intangible, sin forma, sin muerte, supranatural,
sin declive, sin comienzo, sin fin, sin cambio, sale fuera de la boca de la Muerte.
Katha Upanishad
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PROBAR LA INMORTALIDAD
Tal es la apertura que nos espera a medida que llevamos a cabo las pruebas sensoriales que
son el núcleo o espina dorsal de toda la investigación. Todo depende de ellas, gira sobre su
resultado. Si, para algunos de mis lectores, el material precedente era difícil o no transmitía
convicción, estas pruebas lo harán por sí solas: el resto puede ser ignorado sin problema por
ahora, o visto como un mero marco o puesta en escena para las mismas.
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PRELIMINAR
rrección. Si acontecieran, no debemos dejar que nos aparten de nuestro único propósito, que
es una atención fría e imparcial a lo dado. Debemos estar preparados a abrirnos a hechos so-
bre nosotros mismos con anterioridad oscuros e inaceptables pero (una vez vistos) deslumbra-
dores y evidentes, hechos quizá tan auto-evidentes que no podemos comprender cómo ha sido
posible que los hayamos pasado por alto durante todos estos años. En particular, debemos
estar dispuestos a empezar todo de nuevo y a echar una mirada nueva a la cuestión de nuestra
verdadera Identidad, de tal modo que emerjamos de nuestros experimentos perfectamente
seguros de ella. Vamos, en fin, tras la clara luz sobre Lo Que somos, tras una información
exacta e indudable sobre nuestra Naturaleza intrínseca, tras una sobria certeza y no fuegos
artificiales. Nosotros queremos saber.
Nuestra triple investigación en la Primera Parte no me dejó ninguna duda sobre Lo Que yo
soy en realidad. Sin embargo, las nueve pruebas que siguen son de un orden diferente. Su
propósito no es corroborar esos descubrimientos anteriores, sino elevarlos al nivel de percep-
ción directa, de modo que la propia Naturaleza de uno no sea tanto, comprendida con tanta
profundidad y creída de todo corazón, como vista radiante y auto-evidente, siempre-presente,
y mucho más obvia que todo lo demás.
¿De qué más puedo estar seguro, sino de lo que es ser mí mismo, aquí y ahora? Bien, yo
estoy lo suficiente seguro de lo que algunas otras cosas son para todos los propósitos prácticos
–tales como mesas, sillas, casas, y (¡oh, sí!) seres humanos–. Por ejemplo, soy consciente de
que una casa debe tener un techo, paredes, un piso y una entrada: y si falta alguno de éstos, ya
no es una casa. (Si también tiene una puerta, particiones e iluminación y sistema de calefac-
ción, esto es irrelevante aquí, por muy deseables que sean no son indispensables. No son parte
de la definición de una casa). De modo similar, yo sé que un humano, para ser humano, debe
tener una cabeza que contenga órganos sensoriales y entradas para el aire y el alimento, co-
nectada por un cuello a un tronco que esté provisto a su vez de salidas para los productos de
desecho; y que los miembros no son necesarios. Uno podría describirlos como extras altamen-
te deseables y no como componentes esenciales, no como parte de la definición de un huma-
no. Ahora la cuestión es, ¿cuál es la definición de mí mismo? Nadie más sino mí mismo está
en una situación de determinar cuáles son mis características esenciales, esas marcas o carac-
terísticas mínimas a falta de las cuales yo no soy mí mismo. No mis extras opcionales, sino
mis componentes básicos.
En la práctica, no cabe duda, uno imagina que se conoce a sí mismo muy bien, y que uno
es una cosa u otra, única que tiene muchas características fácilmente reconocibles. Por ejem-
plo, yo me defino a mí mismo como varón, inglés, de clase media o baja o desclasado, de es-
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PROBAR LA INMORTALIDAD
tatura y constitución promedio, sano y saludable e inteligente, de tal o cual edad y con tal o
cual estatus marital, con tal oficio, dirección, número de teléfono, y así sucesiva e indefinida-
mente. Pero estas características son, o bien propensas a cambiar o bien están cambiando de
hecho todo el tiempo, mientras que (presumiblemente) a «mí» me dejan intacto y todavía «mí
mismo»: lo cual solo puede significar que son accidentales y no esenciales a mi naturaleza –y
por lo tanto que no son lo que importa–.
Ahora tengo que resolver, según la presente evidencia, la cuestión de lo que es indispen-
sable para mí, y por lo tanto supremamente importante para mí. Promete ser toda una aventu-
ra. Es a esta aventura, la más fácil y la más natural –y sin embargo la más atrevida debido a
que es la más temida– de todas las aventuras en lo desconocido, a la que le invito a usted a
unirse a mí ahora.
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PROBAR LA INMORTALIDAD
Probar La Inmortalidad
Usted puede ver lo que los humanos son, y tiene la plena evidencia de que los humanos
mueren. Si usted es como ellos, entonces es mortal también, y eso es todo.
Bien, ¿está usted construido o no según el mismo modelo? El propósito de la siguiente in-
vestigación es que resuelva por usted mismo esta cuestión crucial según la evidencia presente,
sin prestar ninguna atención a lo que esos mortales dicen sobre que usted es uno de ellos.
Tome las preguntas muy lentamente, dándose tiempo para llegar a respuestas decisivas, sí
o no.
Usted puede ver que un ser humano tiene dos «ventanas» en una cabeza. Y él le dirá que
le está mirando a través de sus ojos en plural, sus dos ojos, o un par de ojos, no su ojo.
La pregunta es: ¿desde dónde está usted mirando ahora mismo, según su propia experien-
cia de primera mano? ¿Está usted acogiendo estas letras y palabras –estas filas de marcas ne-
gras sobre papel blanco– a través de dos minúsculos ventanucos?
¿O a través de una única «ventana panorámica» vasta y clara –tan vasta que no tiene nin-
gún marco ni límites definidos, y tan clara que es como si no tuviera cristal, y estuviera abier-
ta, abierta de par en par?
De hecho, ¿hay alguna cosa, cualquiera que sea, que se encuentre ahora en su lado –el la-
do de aquí– de la escena? ¿O usted se ha desvanecido en su favor (en favor de la escena), de-
venido mera Capacidad, vacío para esta página, para las manos y los brazos truncados que la
sostienen, y su trasfondo borroso?
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PROBAR LA INMORTALIDAD
Un ser humano tiene un par de ojos que abre en el nacimiento y que finalmente cierra en la
muerte. ¿No es eso lo que les ocurre a esos dos ojos en su espejo –al usted aparente–? ¿No es
eso lo que jamás le podría acontecer al que está frente al espejo –al usted real, al que ve sin
ningún rastro de ojos–?
Ahora una prueba: quítese sus gafas y sosténgalas alargando los brazos. Si usted no lleva
gafas, simúlelas, como en el dibujo.
Si estas gafas según son llevadas por los mortales no necesitan ninguna modificación para
adaptarse a usted, entonces usted es uno más de ese montón.
Pruébeselas trayéndolas hacia usted lentamente y vea…
Vea si no son por completo remodeladas en el camino, para adaptarse al Inmortal…
Los seres humanos confrontan al mundo, se levantan contra él, se encuentran cara-a-cara
con otros como ellos mismos. Esa es la manera en que hablan, la manera en que miran, la ma-
nera en que son.
¿Se relaciona usted con las gentes de esa manera? ¿Está usted cara a ellos, confrontándo-
los?
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PROBAR LA INMORTALIDAD
Las gentes coinciden con sus cuerpos. Están estacionados dentro y no fuera de ellos. Para
cerciorarle de esto, hablan de su «estancia en esta morada de barro», o de su «presente encar-
nación», o incluso de su «aprisionamiento en la carne». Y muchos agregan que cuando mue-
ran serán liberados de este cuerpo y tomarán residencia en otra parte –por ejemplo, en un nue-
vo tipo de «cuerpo espiritual» en el Cielo, el Purgatorio o el Infierno, o en otro cuerpo físico
en la Tierra.
¿Se aplica algo de esto a usted –al usted real en el momento presente–? En otras palabras,
¿está usted encerrado en algo? ¿Es usted pequeño, limitado, incorporado?
Mire esa mano. ¿Está usted dentro de ese objeto? ¡Si es así, dígame cómo se está ahí!
¿Oprimido, congestionado, a oscuras, húmedo? ¿Puede comenzar a describir –no de oídas ni
de memoria ni de imaginación– su estructura ósea y muscular, sus venas y arterias y fibras
nerviosas?
En lugar de estar usted en ella, ¿no está ella en usted? Me refiero a la visión de la mano, a
la sensación de ella, a su uso.
Las gentes hablan de raras y maravillosas experiencias fuera del cuerpo. ¿Ha tenido usted
alguna vez alguna experiencia de otro tipo, alguna experiencia en el cuerpo –excepto en la
imaginación–?
33
PROBAR LA INMORTALIDAD
Las gentes se mueven, y son muy felices de hacerlo. Le dirán a usted cuánto sienten y te-
men quedarse impedidos. De hecho, todos los cuerpos son móviles: particularmente lo son los
cuerpos vivos, que llevan a cabo movimientos siempre cambiantes y de gran complejidad.
Ahora, si usted no es la cosa-cuerpo, sino la Nada o Espacio sin límites que lo contiene –
junto con todas las demás cosas– ¿no tiene que ser usted por completo inmóvil? Una Nada sin
límites en movimiento es una insensatez, una imposibilidad.
Bien, veamos. Le pido que compruebe usted mismo la movilidad-inmovilidad justo ahora.
Por favor, póngase de pie, y mientras apunta a desde donde está mirando –a su «cara»– note
cómo de hecho ese dedo está apuntando a Nada. Entonces, mientras continúa mirando a la vez
34
PROBAR LA INMORTALIDAD
a la cosa dedo ahí y a la Nada aquí, comience a rotar sobre el sitio. Y note cómo de hecho no
es usted sino la habitación la que está rotando. Quince segundos serán suficientes, entonces
haga que la habitación rote más despacio, detenga su giro, y siéntese de nuevo. Es una tarea
fácil, lleva poco tiempo, que debo insistir con respeto en que usted no lo lea solo, sino que
haga lo que le pido, ahora…
¿No era en verdad la habitación –el techo, las paredes, las ventanas, los cuadros– los que
giraban y giraban, y no era usted el Espacio inmóvil donde giraban?
A continuación pruebe a moverse a lo largo de un pasillo, compruebe cómo es imposible
para usted –el usted real, la Primera Persona– hacerlo, y cómo en lugar de ello el pasillo se
mueve hacia usted, y es tragado en su inmensidad-inmovilidad.
Cuando después conduzca su coche, compruebe que es la totalidad de la escena la que está
en movimiento –las cosas a una distancia remota, tal como las colinas, muy lenta; las cosas a
una distancia media, tal como las casas, más rápido; las cosas cercanas, tales como los postes
telegráficos y los postes de las farolas, vertiginosamente en verdad –en una gran procesión a
través de su quietud (la suya)–. Puede notar que no tiene ninguna manera y ninguna necesidad
de ir a ninguna parte, viendo que todas las cosas y lugares de ahí fuera –edificios junto a la
carretera, villorrios, pueblos, países– están viniendo con cortesía hacia usted y derramándose
dentro de usted; y no hay ninguna manera y ninguna necesidad de dejar alguna parte, viendo
que esas mismas cosas y lugares (como puede ver en su espejo retrovisor) se derraman fuera
de usted y gentilmente se alejan en la distancia. ¡Y todo el rato usted no se mueve ni un cen-
tímetro! ¡Cuán que magnificencia es usted servido!
Clínicamente, dejar de moverse por completo, es morir. En el caso de los mortales, la in-
movilidad sostenida es un signo de muerte. Pero en su caso, en efecto (ahora que usted ha
llevado a cabo ese pequeño experimento), puede ver que no es nada de eso. Póngalo de esta
manera: si usted está vivo ahora es con una vida que no podría ser más diferente de la vida
siempre cambiante de las criaturas. Sugiero que, como la Quietud absoluta e imperecedera,
aunque bullendo siempre con los nacimientos y muertes y todo tipo de aconteceres de los
otros, usted mismo está limpio de todo eso. Que usted es más allá de la corriente de la vida y
el movimiento y de todo cambio. Nuestra siguiente prueba puede muy bien reforzar esta con-
clusión.
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PROBAR LA INMORTALIDAD
Ya sean vivas o no, a las cosas invariablemente les lleva tiempo ser lo que son. Así, un
átomo no lo es hasta que a sus electrones se les da tiempo suficiente para recorrer sus órbitas.
Del mismo modo, un ser humano no lo es hasta que ha tenido tiempo de sufrir e incorporar
muchas transformaciones drásticas en el curso de su historia como un embrión y un feto, y
después como un bebé y como un niño. Nada de este sorprendente pasado es borrado por el
presente. Como un notable juntador de tiempo, un humano incluye su historia entera, y actúa
ahora con toda esa historia a su espalda.
Ahora si, en total contraste con su naturaleza humana periférica, su propia Naturaleza ver-
dadera y fundamental –lo que usted es en el centro, en y para usted mismo– es sólo Espacio
Vacío o Capacidad Desnuda o Quietud Absoluta, entonces no necesita ningún tiempo en ab-
soluto para ser usted mismo, usted no junta ni incorpora ningún tiempo. No teniendo aquí
nada que incorporar o construir o mantener, presumiblemente no tiene aquí ninguna utilidad
para el tiempo, y, por consiguiente, usted es sin tiempo. Como siempre, veamos.
Las cosas de ahí fuera –a diferencia de usted– no solo se componen de tiempo, sino que se
distribuyen en zonas horarias acordes a sus distancias de usted. Su reloj de pulsera indica que,
a treinta centímetros más o menos, es tal o cual hora ahí. Y usted tiene buenas razones para
suponer que en Nueva York y en Tokio y en otros lugares los relojes locales están registrando
otras horas.
Ahora la pregunta es: ¿qué hora es exactamente donde usted es, en el centro de todas estas
zonas horarias?
Usted lo averigua de la manera normal, consultando los relojes locales: en ausencia de los
cuales su propio reloj de pulsera servirá perfectamente.
Habiendo leído la hora que muestra el reloj a treinta centímetros ahí, muy lentamente y
con mucha atención llévelo hacia usted mientras continúa leyendo la hora, hasta que ya no
pueda acercarlo más. ¿No es verdadero que esos números impresos pronto devienen borrosos,
después ilegibles y, por último, desaparecen por completo? ¿Que, de hecho, su zona temporal
central resulta ser sin tiempo? ¿Que el tiempo, que es siempre excéntrico, jamás puede entrar
en el Centro que es usted? ¿Que mientras usted contiene el tiempo junto con el mundo que él
construye, él jamás puede contenerle a usted? ¿Que la Ley de la Asimetría se aplica aquí co-
mo siempre, y que (lo mismo que es cara ahí y no-cara aquí, color ahí y no-color aquí, y así
36
PROBAR LA INMORTALIDAD
sucesivamente) es tiempo ahí y no-tiempo aquí? Naturalmente es así, viendo que como Prime-
ra Persona usted es nada, y que donde no hay nada no hay ningún cambio, y que donde no hay
ningún cambio no hay ningún modo de registrar el tiempo, y que donde no hay ninguna ma-
nera de registrar el tiempo no hay ningún tiempo.
De nuevo, puesto que se trata precisamente de una cuestión de vida-o-muerte, debo pedirle
que venza su reluctancia a llevar a cabo un experimento tan «innecesario», tan «bobo» y tan
«pueril». ¿No sería posible –e incluso probable– que hasta que usted no devenga como un
niño pequeño (tan desembarazado e inocente y limpio de opinión como un niño, tan seriamen-
te juguetón como un niño) no entre nunca en el Reino, no deje nunca el reino de la muerte
gobernado por el tiempo por el reino de la inmortalidad?
La prueba siguiente se aplica más particularmente a aquellos de nosotros que hemos esta-
do viendo en nuestra Nada durante algún tiempo. No obstante, a los veedores nuevos se les
anima a hacer un intento. De hecho, esta distinción entre nosotros, los «antiguos» en la tarea,
y ustedes, los «nuevos», es provisional; tenemos que descubrir si hay algo en ella.
Mientras apunta adentro una vez más, examine con cuidado este singularísimo lugar al que
está apuntando… ¿No está mirando ahora atemporalmente en las infinitas profundidades de
su Origen y Destino sin tiempo, en el abismo de su Naturaleza sin cambio y sin muerte…?
¿No podría ser esto nada menos que la Eterna contemplación de la Eternidad…?
Para comprobar si, simplemente girando su atención 180°, entra al instante en un mundo
donde las distinciones temporales ya no se aplican, responda por favor a tantas de las siguien-
tes preguntas como pueda:
¿Es usted capaz de poner una fecha y una hora según el reloj a su primer ver en Nada?
¿Está usted seguro de que hubo una primera vez?
Quizá pueda usted recordar las circunstancias de más de una ocasión de ver dentro –los
encuentros e ideas que llevaron a ello, el ambiente entorno, los sentimientos y el compor-
tamiento que suscitó– ¿pero puede recordar el ver mismo, y qué fue lo que vio? ¿Tiene la
memoria algún acceso aquí?
37
PROBAR LA INMORTALIDAD
¿Significa algo hablar sobre intervalos largos o cortos, o sobre lagunas, cualesquiera
que sean, entre un ver dentro y el siguiente? ¿Tiene sentido hablar de un largo y sostenido
ver dentro (que dure, digamos, tres días, o una hora y cuarto, o seis minutos) en contraste
con uno breve (que dure, digamos, 3,85 segundos? ¿O referirse a muchos ver dentro en
plural?
¿Le ocurre hacer la distinción entre un día bueno en que su ver dentro se mantiene
bien, un día normalito en que se interrumpe a menudo, y un día malo en que es solo oca-
sional? ¿Puede el ver dentro ser medido en estos términos –en algún término?
¿Se siente usted alguna vez –usted «veedor dentro antiguo y con mucha práctica»– con
alguna ventaja, o superior a los «veedores novicios»?
En la medida en que su respuesta a estas preguntas es ¡NO!, he aquí más evidencia de que
su ver dentro es nada menos que el Eterno ver en la Eternidad. ¡Pero, por supuesto, en ese
caso este Eterno ver en la Eternidad no tiene ningún tiempo para relojes y calendarios y dia-
rios; pero, por supuesto, es sin remedio vago sobre lo que aconteció y cuándo; pero, por su-
puesto, encoge el tiempo; pero, por supuesto deja de distinguir entre principiantes y maestros
consumados en la tarea! Uno de esos maestros es John Tauler, que escribió: «Un hombre que
entra real y verdaderamente en su Terreno siente como si hubiera estado ahí toda la eterni-
dad». ¿No es esto todo lo que usted esperaba de un giro de 180° desde el tiempo a lo Sin
tiempo?
¿Y el resultado práctico de esta prueba?
¡Qué recurso instantáneo, tan pavoroso como íntimo y tan misterioso como disponible, te-
nemos aquí! ¡Qué medicina contra la muerte, qué sempiterno refugio hay en nuestro corazón
mismo, expandiéndose visiblemente para acoger y cuidar de todo! ¡Y dado AHORA en su
plenitud y profundidad –por muy incompetentes o indignos que podamos ser, sea cual sea
nuestro estado de ánimo y justamente cuando más lo necesitamos–!
38
PROBAR LA INMORTALIDAD
Vea cuán complicado es lo que hay ahí en esa punta del tubo… y cuán simple es lo que
hay aquí en esta punta…
Vea cuán pequeña y limitada es esa cosa… y cuán ilimitada es esta nada, infinita en al-
tura… anchura… profundidad…
Compruebe que lo que hay ahí se mueve.., mientras que lo que hay aquí está absoluta-
mente inmóvil…
Observe cuán opaco y cuán variadamente coloreado es eso… en contraste con la ca-
rencia absoluta de color y la transparencia de esto…
Observe la disposición característica de los ojos, nariz, labios, dientes, ahí… y la total
ausencia de características aquí…
Dicho todo esto, ¿no es eso justamente el tipo de cosa que nace y envejece y muere…
mientras que esto no es nada de ese tipo, ni de ningún tipo…?
Salga para tomar un respiro.
Vuelva de nuevo.
Observe cómo lleva tiempo repasar todos esos detalles, desde el peinado hasta la barbi-
lla… Y cómo, cuando al fin usted llega a la barbilla, el pelo se ha tornado por completo
borroso y vago… Mientras que no lleva ningún tiempo en absoluto ver todo lo que hay
justamente aquí, en esta punta del tubo…
¿No es este ver claro, instantáneo –en su Realidad central– un ver perfecto…? ¿Y no
es ese ver difuso, fragmentado en el tiempo –en su apariencia periférica– un mero atisbar?
Trate de considerar este tubo como una batidora o una centrifugadora para enviar toda
la materia a esa punta de ahí… y toda la consciencia a esta punta de aquí… Para des-
espiritualizar esa cosa y des-cosificar este espíritu, un doble exorcismo… O trate de verse
39
PROBAR LA INMORTALIDAD
a usted mismo aquí como esta rampa inmortal de lanzamiento para toda cosa mortal, en
particular para el de ahí en el espejo…
Haga dos agujeros desiguales en una cartulina y monte un espejo detrás del más pequeño.
(Un espejo de bolsillo es ideal. También servirá un dibujo del espejo con una cara reflejada)
Sostenga la cartulina con los brazos extendidos y compare estos retratos alternativos suyos
–cara y no-cara–.
Vea cuán lleno de sí mismo y de su vida propia está el pequeño –y por lo tanto enveje-
ciendo y muriendo–.
Vea cuán vacío de sí mismo y de su vida propia está el Grande y cuán lleno de los otros –y
por lo tanto sin edad y sin muerte.
¿Cuál es el verdadero retrato de usted como usted es, donde usted es?
Atráigalos hacia usted y vea. Póngase ese agujero en la cartulina muy, muy lentamente,
como una máscara, observando lo que les acontece a sus contenidos y a sus bordes…
40
PROBAR LA INMORTALIDAD
Vea cómo el Grande deviene cada vez más grande hasta que es sin bordes, sin límites y
tan vasto como el mundo, mientras que el pequeño se torna cada vez más borroso hasta que se
desvanece en el punto de contacto.
Sujete la cartulina en esa posición mientras goza de haber despedido la mortalidad e inves-
tido la inmortalidad que ha sido siempre suya.
Siga manteniendo la cartulina en esa posición…
Ese pequeño ahí en el espejo (o el dibujo) tenía un nombre, una dirección y un número de
teléfono, un oficio, un sexo y un estatus marital, una edad, una nacionalidad… Tenía todo tipo
de funciones corporales y mentales generales que establecían cuáles eran su género, su espe-
cie y su grupo étnico, y todo tipo de funciones particulares que establecían su identidad única
dentro del grupo. Y, junto con todo esto, tenía un comienzo y un final, un día de nacimiento y
–en un futuro– un día de muerte.
Y ninguna, de ese inmenso aparato de características y funciones, ha resistido la inspec-
ción de cerca. Todas ellas han desaparecido en la vía adentro, dejándole a usted por completo
libre de toda característica suya propia, y de toda característica suya que sea perecedera.
Usted ha investido ciertamente la inmortalidad.
Usted puede objetar con razón que las pruebas precedentes dependen indebidamente de un
único sentido –la visión– y que «una experiencia de la Naturaleza Inmortal de uno» que no es
accesible al ciego, con probabilidad no será válida.
De hecho, sin embargo, he encontrado que esa experiencia es tan compatible con amigos
ciegos como con los dotados de vista. La siguiente prueba en dos partes muestra por qué:
(1) Tome cualquier selección que usted quiera de sus características humanas y personales –
de esas marcas familiares que le identifican como usted mismo y distinto de los otros– ta-
les como su coloración particular, su figura, edad, sexo, raza y especie; su nombre, oficio,
estatus marital, dirección, nacionalidad, y demás. Cierre los ojos durante medio minuto al
menos y, repasando minuciosamente su lista, compruebe que ninguna de estas marcas dis-
tintivas se está dando ahora… Que en este momento usted, de manera por entero natural,
se experimenta a usted mismo como no teniendo ninguna característica en absoluto.
41
PROBAR LA INMORTALIDAD
Por favor, cierre los ojos ahora y lleve a cabo esta primera parte de la prueba…
Ahora lea la segunda parte.
(2) Compruebe que, según la evidencia presente, no es lo que usted es sino que usted es lo que
es significativo…
Y es justo también, pues cada una de esas marcas personales suyas tan adheridas tiene
una historia, un comienzo y un final, y juntas amenazaban con su muerte. Pero, ahora que
por el momento se han esfumado sin dejar ningún rastro, ¿se siente usted desnaturalizado,
despojado, tullido, no usted mismo? ¿O, por el contrario, se siente aliviado, como si se
hubiera despojado de un pesado fardo? ¿No es «yo soy esto o eso» mucho menos verdade-
ro para usted que esta aserción, la más tremenda y arrebatadora de todas las aserciones:
«YO SOY»? ¿O (más detalladamente) YO SOY esta Consciencia sin tiempo, sin cambio,
sin cualidad, de la que la Vida y la Muerte, junto con toda su corte de características limi-
tadoras, brotan siempre…?
Ahora, por favor, cierre los ojos y haga esta segunda parte.
Muy bien, éste es el final de la prueba –sólo leerlo es inútil, es esencial hacerlo.
Al cerrar sus ojos y abandonar la visión exterior, ¿no giró usted facilísimamente su aten-
ción 180° y una vez más se desvistió de la mortalidad e invistió la inmortalidad?
¿No es un hecho que esta visión invertida opera perfectamente, de modo que el maestro
zen Shen-hui puede afirmar sin reserva: «Ver en Nada –esto es el verdadero ver, el eterno
ver»?
¡No hay que sorprenderse de que los Despertados sean llamados Veedores y no oledores o
saboreadores u oidores, y con certeza menos aún pensadores o creyentes! Su ver dentro abre
siempre vistas de Eternidad maravillosamente transparentes e inacabables –profundidad bri-
llante sobre profundidad brillante–. Como bien puede usted ver dentro por sí mismo, ahora
mismo. Incluso si acontece que usted es completamente ciego, y esto le está siendo leído.
42
PROBAR LA INMORTALIDAD: CONCLUSIÓN
Probar la inmortalidad:
conclusión
Ahora pasemos al recuento, al examen. Los siguientes son mis propios descubrimientos.
Le toca a usted ver si corresponden con los suyos.
Habiendo llevado a cabo las pruebas con cuidado y sinceridad, soy capaz ahora de respon-
der a mi pregunta inicial: «Poniendo a un lado las preconcepciones y confiando en la eviden-
cia presente, ¿cuáles son mis características esenciales, esas marcas mínimas sin las cuales no
soy mí mismo? Es decir: ¿qué queda de esas múltiples características distintivas, de esas pro-
piedades y etiquetas y medios de identificación familiares que estaba tan seguro de que eran
míos, y que me distinguían tan tajantemente de todos los demás?
Permítaseme recapitular con rapidez. He buscado evidencia aquí de dos ojos (o de cuales-
quiera ojos), de una cara y una cabeza, de mi incorporación o mi residencia en un cuerpo, del
más mínimo rastro de mi movimiento, de mi paso por el tiempo o de existencia en el tiempo.
He repasado el catálogo de marcas personales tales como la edad, sexo, nombre, dirección,
estatus marital, oficio, raza, nacionalidad, y demás.
He buscado todas estas cosas aquí por turno, ¿y qué he encontrado? ¡Nada! Ni rastro de
todas esas etiquetas, marcas, y medios de identificación familiares. Estoy acordándome de mis
sentimientos cuando me robaron el pasaporte en Los Ángeles y tuve que viajar alrededor de
43
PROBAR LA INMORTALIDAD
medio mundo sin él. Aquél fue un anonimato relativo, un ataque suave. Éste es absoluto, una
situación terminal.
Me quedan por responder –a mí, a esta Primera Persona del Singular, ahora– a seis gran-
des preguntas sin ninguna ayuda exterior:
44
PROBAR LA INMORTALIDAD: CONCLUSIÓN
(IV) ¿Qué es simplemente ser, sin ser nada en particular? ¿Puedo responder con gozo y
confianza a este nuevo nombre YO SOY? ¿Hay alguna otra respuesta aparte de ésta –del sen-
tido por completo indescriptible y sin embargo por completo natural de que yo soy nada me-
nos que el Solo, el Uno y Único– por entero satisfactoria, convincente, fáctico, final?
(V) ¿Hay alguna otra manera de tener la certeza de derrotar a la Muerte que ser este solita-
rio Uno Sin muerte? ¿Que ser el Único Uno que es sin tiempo, sin comienzo ni fin, y, sin em-
bargo, en quien todos los comienzos y finales y nacimientos y muertes acontecen? ¿Que ser el
Único Uno que es sin cambio y que, sin embargo, abraza y es todos los cambios? ¿Que ser el
Único Uno que es independiente?
(VI) Como este espacio por completo sin tiempo, sin características y neutral –
absolutamente inafectado por ninguno de sus contenidos sujetos al tiempo– ¿soy yo sin amor?
¿Experimento yo a estos seres mortales como sin valor y no amados? En la medida en que
estoy despierto a Mí mismo, ¿no encuentro que todos y cada uno son indispensables, que cada
uno hace su contribución única –positiva o negativa (si estas distinciones significan algo
aquí)– a mi Totalidad, que cada uno es valioso y amable debido a que cada uno es siempre Mí
mismo? ¿No amable y amado, interesado en algún sentido o exigente o sentimental o parcial,
sino con ese único Amor verdadero e incondicional que mira y pertenece al objeto y no al
sujeto? ¿Amado con el Amor Sin muerte que no puede permitirse prescindir de ninguna cria-
tura, que no puede consentirse abandonar ninguna al Tiempo –el Matador– sino que las arre-
bata a todas a lo Sin muerte?
¿Hasta tal punto que la llave maestra del enigma de la Vida y de la Muerte resulta ser el
Amor –el Amor imperecedero que no excluye a nadie en su apertura a la eternidad–?
¿Es cierto que, como dice san Francisco de Sales, «debemos elegir el Amor eterno o la
Muerte eterna, pues no hay ninguna elección intermedia»? Si es así, ¿cuál es mi elección?
Tengo todos los datos. Aquí en mi Centro está toda la evidencia que necesito para respon-
der estas seis preguntas. ¡Sí, incluso la última! En razón de QUIEN YO SOY EN
REALIDAD, estoy perfectamente equipado para responderlas por fin, sin obstrucción o de-
mora.
¡Y lo mismo vale para usted, querido lector! ¿No es así?
45
PROBAR LA INMORTALIDAD
10
La vía de un metro
Ningún hombre se ha perdido nunca excepto por la razón de que, habiendo dejado
una vez su Terreno, se ha establecido demasiado tiempo fuera… Muchos han bus-
cado la luz y la verdad, pero solo fuera, donde no están. Finalmente, se alejan tan-
to que jamás regresan ni encuentran su camino adentro de nuevo.
Dios está dentro, nosotros estamos fuera, Dios está en casa, nosotros somos ex-
tranjeros.
Eckhart
Alrededor de un metro de AQUÍ se extiende una de las fronteras más difíciles de cruzar y
mejor oculta de todas las fronteras. Es la frontera que separa el País Sensato del País de la
Insensatez, el telón de acero que separa la tierra más distante, en la que las cosas son vistas
más o menos como son, de la tierra más próxima en la que son vistas como lo opuesto de lo
que son –con el tipo de consecuencias (que van desde lo absurdo a lo impráctico, y desde am-
bos a lo fatal) que usted podría esperar–. O bien podría llamarla la frontera entre la Tierra de
46
LA VÍA DE UN METRO
la Vigilia y la Tierra del Sueño y de la Pesadilla, o entre el País del Que Ve y el País del Cie-
go. Los nombres de estas regiones en agudo contraste no son importantes, pero su realidad y
localización y extensión son una cuestión de vida y muerte.
En el País Sensato, a un metro más o menos de donde usted es, para sobrevivir es necesa-
rio ser cabalmente realista, de modo que, por ejemplo, en general usted no ve cosas ausentes
como presentes, ni cosas transparentes como opacas, ni cosas singulares como pares. Aquí,
también, usted sortea un coche que se acerca, evita caminar sobre el borde de un acantilado, y
se guarda de manosear carbones al rojo vivo. Todo ello por muy buenas razones: mentirse a
usted mismo sobre tales cosas podría resultar desastroso. Sin embargo, en la región más
próxima o País de la Insensatez, uno sobrevive de algún modo durante toda una vida casi sin
ningún realismo en absoluto, en un régimen de puro autoengaño. Sobrevive, pero eso es casi
todo. Alucinar con persistencia no es sano. Lo que salva a este tipo de existencia del desastre
total es el hecho de que es una ficción completamente imaginaria; y de todo punto imposible.
Los engaños o mentiras que ocupan el lugar del sentido común en el País de la Insensatez son
por fortuna impotentes para trastocar la manera en que las cosas son, mucho menos para in-
vertirlas. Los hechos verdaderos de este lugar están tan firmemente cimentados y abiertos a la
inspección y son tan tajantes y sensatos como los del País Sensato mismo. De hecho, mucho
más si cabe, como sugieren las pruebas que acabamos de hacer. Y como el resto de este capí-
tulo se propone demostrar más allá de toda duda.
47
PROBAR LA INMORTALIDAD
No es que en esta Tierra de la Insensatez experimente dificultad alguna en ver lo que soy,
sino que más bien he sido enseñado a verme a mí mismo como el preciso contrario de lo que
soy. Suprimiendo lo que veo que soy aquí a cero metros, lo sustituyo por lo que parezco ahí
más o menos a un metro. Cambio esta realidad central mía por esa apariencia regional, y de-
bido a que la diferencia entre estas dos versiones de mí mismo es total, mi autoengaño tam-
bién es total. Así pues, despido a mis sentidos y devengo en un excéntrico –fuera de centro un
metro más o menos–. Es como si (a modo de pago por mi suscripción en el club humano) me
cerrara yo mismo la puerta de Casa y arrojara la llave, y viviera ahora en este enorme campo
de personas desplazadas en la frontera, sufriendo la añoranza del hogar.
Felizmente, sin embargo, hay siempre una vía a Casa, una vuelta a mis sentidos. No, no
estoy sólo usando figuras de lenguaje para describir la condición humana de Auto-alienación
y su cura. No se ha tratado de una salida metafórica fuera de mí mismo, y el retorno no es
metafórico tampoco. El viaje adentro que tengo que hacer es un viaje real a través del espacio,
que tiene una dirección real, y que cubre una distancia real por medio de vehículos reales, a la
velocidad de mi elección7.
De hecho, nuestras pruebas no eran nada más que una sucesión de tales viajes adentro
desde la excentricidad a la concentricidad, usando diferentes medios de transporte. Para ser
específico, la dirección de cada viaje estaba con exactitud a 180° de la vía que tenía delante,
su distancia era aproximadamente un metro; y los vehículos incluían mis gafas (por medio de
las cuales mis dos ojos ahí vinieron a fundirse en mi Único Ojo aquí), mi reloj (que, habién-
dome dicho la hora ahí vino a decirme la No-hora aquí), el agujero en la cartulina (el agujero
de 20 centímetros ahí vino a expandirse en el infinito Agujero aquí), el espejo en la cartulina
(que en su vía hacia aquí abolió la cara que contenía), y el tubo de papel (que, llevando repe-
tidamente mi atención desde esa punta de ahí a esta punta de aquí, me permitió reemplazar el
color ahí por el no-color aquí, la complejidad ahí por la simplicidad aquí, la opacidad ahí por
la transparencia aquí, el movimiento ahí por la inmovilidad aquí, y la vida y la muerte ahí por
Lo que, aquí, está libre de ambas).
De hecho, una amplia flota de vehículos están preparados para llevarme a casa, y son muy
adecuados para el camino. Yo los encuentro invalorables para compartir este ver dentro con
nuevos amigos y presuntos viajeros. Pero para la conducta ordinaria de la vida, en mi lugar de
trabajo o juego, necesito un vehículo siempre dispuesto, que sea discreto, al que pueda subir
en secreto, sea lo que sea lo que esté haciendo.
7
Quiero decir relativa y no absolutamente real: mi extravío de Casa era por supuesto imaginario.
48
LA VÍA DE UN METRO
49
PROBAR LA INMORTALIDAD
7. En general, sólo tengo que notar cómo cada cosa mortal se conecta a su Fuente Inmor-
tal sin ninguna interferencia o intención por mi parte. Dejándola venir y bañarse en las
aguas claras de su Origen, veo que la última cosa que tengo que hacer es arrastrarla
aquí y empujarla dentro. Saborear su brillo y frescura es suficiente.
Ahora relaje su atención y deje que se amplíe por ambos lados a la vez. Y vea cómo, a
medida que su campo de visión se expande, lo que está acogiendo en él pierde poco a poco
todas las distinciones, toda forma y color, y después todo rastro de movimiento; todo se difu-
mina por entero dentro de Desde Donde usted está mirando.
50
LA VÍA DE UN METRO
51
3
ACERCARSE A LA MUERTE
Debido a la noción yo soy el cuerpo, la muerte es temida como la pérdida de Uno mismo. El
nacimiento y la muerte incumben sólo al cuerpo pero ambos están sobreimpuestos sobre el Sí
mismo.
Ramana Maharshi
Las palabras de san Pablo, «Yo muero cada día», son la visión de la vida más esperanzada,
más optimista que se haya promulgado jamás.
Dean Inge
52
INTRODUCCIÓN
11
Introducción
Una conclusión práctica que resulta de estas investigaciones, hasta aquí, es que la prepara-
ción deliberada para mi muerte no es menos crítica para la cualidad de mi vida que para la
cualidad de esa misma muerte. Encuentro mucha evidencia en apoyo de la consideración de
que mi mediana edad y mi vejez son descargadas del tipo de ansiedad más profundo en el
grado en que son vividas a la luz de su final. Ese término es un faro cuyos rayos, brillando a
lo lejos dentro en el oscuro océano de la vida, da dirección a mi viaje. Si ignoro ese benévolo
final, estoy a la deriva en procelosas aguas.
Saber que usted va a ser ahorcado mañana, según el doctor Johnson, es un medio de con-
centración maravilloso para la mente –¿y acaso no estamos todos en la misma situación, apar-
te de algunos detalles menores?–. Al menos puede contarse con que este conocimiento pondrá
de relieve el sabor de la cena y los colores de la puesta de sol de hoy. Para mí, el pasado año,
más o menos, de preocupación con la muerte –la mía y la de los demás– ha sido ciertamente
muy vivo. Y durante este período he encontrado un sorprendente número de relatos de gentes
que, mientras estaban sanos y saludables, iban a la deriva sin rumbo, pero que, tan pronto co-
mo se les diagnosticó enfermedades terminales, hicieron de la tranquilidad su puerto. Estoy
pensando especialmente en un caso contado por Stephen Levine:
Aaron, un cantante, danzarín y virtuoso guitarrista, se encuentra a los treinta y seis años
incapaz de sostener el peso de su propio cuerpo o de mover sus miembros sin ayuda, apenas
capaz de respirar y de hablar. Su carne se está pudriendo sobre sus huesos. Y él dice: «Jamás
me he sentido tan vivo en toda mi vida… A todo el que entra en este espacio yo lo amo –no
53
ACERCARSE A LA MUERTE
ser a ser, no desde la separación»–. Levine comenta que Aaron no es excepcional: muchas
gentes moribundas le han contado que al fin se sentían realmente vivos8.
En esta Tercera Parte examinaremos tres maneras de acercarse a la muerte que me espera
–la senda cuesta abajo de cada vez menos vida, de vida que se esfuma; la senda cuesta arriba
de cada vez más abundante vida, de creciente plenitud; y el ascenso o despegue vertical y lle-
gada instantánea (sin consideración de edad) a la meta, que no es más que la muerte de la
Muerte misma.
8
Stephen Levine, Who Dies? Nueva York, Anchor Books, 1982, págs. 57 y sig.
54
EL DESCENSO
12
El descenso
El otro día un amigo mío fue a ver a una interna de una residencia de ancianos. La anciana
señora no estaba senil pero había perdido casi toda la vista y el oído. No podía leer ni ver la
televisión, y la gente no hablaba mucho con ella: la comunicación era demasiado difícil. Al
parecer había llevado una vida activa normal, y desarrollado airosamente las modestas metas
del hogar y la familia. En cualquier caso todo ello había terminado ahora. Ninguna acción,
ningún reto, ninguna meta, ningún placer, ningún interés. Es dudoso que sus impedimentos
físicos explicaran toda esa apatía. ¿Por qué había dejado de vivir?
A comienzos de este año estuve pasando una temporada con un alto ejecutivo que trabaja
en una empresa americana de fabricación de aviones. Me estuvo diciendo lo que les había
ocurrido a sus colegas más viejos –concienzudos y triunfadores como él mismo– cuando se
jubilaron. Un sorprendente número de ellos murió a los pocos meses o en uno o dos años. En
buena forma física, con economía desahogada, pero psicológicamente acabados. Como la
señora en la residencia de ancianos, no tenían ninguna razón para continuar. La vida no tenía
significado.
En particular en occidente, el terrorífico problema de envejecer comienza a estar presente
muy pronto en la vida –mucho antes de la edad del retiro–. «Si no lo has hecho a los 35 nunca
lo harás», dicen. Y si usted no lo ha hecho, el resto de su vida, presumiblemente, es algo así
como un anticlímax. ¡De una manera u otra, usted pierde! La industria de la publicidad, que
siente con precisión y que dirige con habilidad la mente popular, pone todo su énfasis en la
juventud, inflándola y haciendo que aparezca llena de encanto hasta el punto de la deificación.
Bajo el hechizo de estos rutilantes dioses y diosas de la pantalla y de las vallas publicitarias,
55
ACERCARSE A LA MUERTE
las mamás aspiran ser hermanas para sus hijas y los papás a ser hermanos para sus hijos. Los
abuelos se visten de pantalón corto y con gorra juvenil y se van de camping, mientras que las
abuelas se hacen la cirugía estética. El embalsamador cuida de que ni siquiera los cadáveres
muestren su edad. Todo el mundo sabe que la curva de la vida culmina alrededor de los treinta
años, y que en adelante uno debe intentar parecer y comportarse y pensar como si uno se
hubiera quedado clavado en esa cima y abominara descender hasta el amargo final. Y éste no
puede no ser amargo. En el mundo moderno la vejez tiene poca dignidad y ningún valor suyo
propio, ninguna virtud brillante que compense sus humillaciones e impedimentos. Cada paso
es un descenso. Y aunque no se ve como una enfermedad, uno tiene que admitir que el pro-
nóstico no podría ser peor. Y que, aunque de hecho no es un crimen, el castigo nunca es más
leve que la pena capital.
¡Dadas estas actitudes típicamente contemporáneas, no resulta ninguna sorpresa que a las
personas viejas se les felicite (si se hace) por no ser personas viejas! Al contrario, se les elogia
por caminar o hablar o conducir o jugar a los juegos de pelota como alguien que tiene la mitad
de su edad. ¡Es como si se tuviera que alabar a un niño por tener cincuenta años! ¡Cuán triste,
por no decir insultante, es la implicación de que la vejez es una aflicción! Es una aflicción
cuando, echando una mirada atrás, no tiene ninguna perspectiva ni significado ni obra suya
propia.
Tampoco la tristeza es en exclusiva moderna y occidental. La convicción del Buda de que
la vida es por entero insatisfactoria surgió en parte ante la visión de la vejez. Dice la historia
que, cuando era un joven príncipe, le fue ocultado el lado trágico de las cosas. Entonces ocu-
rrió que un día, al salir de su palacio, vio a un hombre viejo, a un hombre enfermo, y a un
hombre muerto. Aquello le impresionó tanto que devino un asceta errante, determinado a en-
contrar la causa y la cura de tales sufrimientos.
Mientras nuestra pobre opinión corriente de la etapa terminal de la vida tiene algo en co-
mún con la de Gautama el Buda, nuestro método de hacernos cargo de ella no podría ser más
diferente. Su vía, ganada duramente, de consciencia y aceptación plenas funcionó; nuestra vía
cómoda de evasión y ocultación no funciona en absoluto. Estos patéticos intentos de prolon-
gar la juventud, de suprimir los ineludibles hechos de la vida en su declive, carecen de toda
dignidad, factibilidad y buen sentido, y no hacen nada para aliviar el sufrimiento de la ociosi-
dad forzosa. ¿Qué le queda ser al que ya ha sido? Una vez alcanzadas las encantadoras metas
perseguidas en la infancia y en la juventud –o bien abandonadas por inalcanzables– y una vez
despojadas así inevitablemente de todo el encanto que la distancia les había prestado, ¿qué
nuevas metas comparables se presentan a la persona vieja? Bien, él siempre puede intentar
56
EL DESCENSO
hacer una colección, de conchas marinas, de sellos de correos, de trofeos de plata, de antigüe-
dades, de valores y acciones, de presidencias de consejo, de noticias de prensa, de grados
honoríficos, de discípulos, de buenas obras, todo viene a ser lo mismo al final: más desencan-
to. Nada le frustra tanto a uno como una colección terminada. Nada amontona capas más es-
pesas de polvo de tiempo. Y si eventualmente uno logra arrastrarse desde debajo de su colec-
ción y escapar al Cielo de los Ciudadanos Mayores (con más rudeza, una guardería para niños
arrugados), uno está expuesto todavía a encontrarse de nuevo en el asunto de las colecciones –
acumulando victorias en ajedrez o números de bingo o apuestas de golf, quizá. Cualquier cosa
que llene el tiempo y que ahuyente el acechante espectro de la muerte. «El eterno problema
del ser humano es cómo estructurar sus horas de vigilia», dice Eric Berne. Es un problema
que empeora a medida que envejece, sin pausa hasta el final.
Recientemente estuve viendo un programa de televisión sobre un hospicio cristiano en
Londres, para pacientes que sufren de enfermedades terminales –en palabras llanas, un buen
sitio para morir–. El tiro de salida lo dio una asistenta social (parecía una joven dedicada y
compasiva) persuadiendo a una docena de queridos ancianos a cantar una canción. ¡Y la can-
ción era Bye-bye Blackbird [Adiós Pájaro negro]! ¡No Bye-bye Life [Adiós Vida] (¿quién ha
oído nunca una tal canción, o himno?) sino Bye-bye Blackbird! ¡Qué manera de estructurar las
últimas horas de esa pasmosa aventura que es la propia existencia de uno! ¡Qué manera de
liquidar este «imposible» misterio de que en contra de todas las probabilidades, yo he ocu-
rrido! Al final del programa de televisión un sensible y humilde sacerdote-niñero explicó que
no veía ningún propósito en confiar en la religión en el último momento para gentes que habí-
an procurado arreglárselas toda su vida sin ella. Por supuesto, tenía razón9.
9
Tenía razón en el sentido de que las conversiones en el lecho de muerte a una fe particular significan muy
poco. Sin embargo, como hemos visto, hay evidencia de que estos ancianos, como todo el resto de nosotros, son
aptos en cualquier caso para una maravillosa experiencia cercana a la muerte, siga lo que siga a esa experiencia y
sea cual sea su falta de fe o de religión hasta entonces. La Única Luz está a punto de brillar para ellos, sobre
ellos, quizá dentro de ellos, a pesar de todas las indicaciones exteriores de lo contrario. Apartados de nosotros, en
el umbral del Templo, han devenido sagrados. Merecen reverencia, y toda la ayuda que pueda serles dada en
preparación del tremendo paso que van a dar muy pronto. Hay la posibilidad –la tradición tibetana dice la certe-
za– de que, a menos que ya hayan sido introducidos y hayan recibido una visión previa, preferiblemente muchas
visiones previas de la Luz, su apreciación de ella en el punto de la muerte será innecesariamente corta y superfi-
cial. Pero solo están cualificados para ayudar aquí aquellos de su entorno que mueren cada día para sí mismos y
que ven y se someten a la Luz dentro –están suficientemente desprovistos de ideas como para ser guiados por
ella en cuanto a cómo y cuándo y si hay que promover al tema de esa Luz y dar esa ayuda. Leí con gran aprecio
que el propósito de la Hanuman Foundation Dying Project de Ram Dass y Stephen Levine «es crear un contexto
para el proceso de morir en el que el trabajo sobre uno mismo sería el foco central para todos los que se acercan
a la muerte» (Ram Dass. en su Prefacio a Who Dies? de Levine).
57
ACERCARSE A LA MUERTE
Una de las grandes ironías y contradicciones del mundo moderno es que, mientras se pone
tantísimo esfuerzo en disfrazar y evitar la vejez –y hacia dónde lleva– se pone muchísimo más
esfuerzo aún en hacer que sobrevenga antes de tiempo. Cuando una máquina asume el trabajo
de un hombre, y el significado y la satisfacción que le acompañan, ¿qué le queda a él por
hacer? En las sociedades altamente industrializadas no son solo los viejos en años quienes se
encuentran con demasiado ocio entre sus manos; todo el mundo está envejeciendo con rapidez
hasta el punto de que la vida está deviniendo vacía y anodina. Es inútil sabotear o poner lími-
tes a las máquinas: han venido para quedarse, y junto con ellas los desiertos de tiempo de más
que la automatización y la tecnología del chip están comenzando a abrir. ¿Cómo aliviar la
carencia de propósito, el aburrimiento que surge de la jornada laboral cada vez más corta, de
la semana laboral cada vez más corta y de la vida laboral cada vez más corta, por no decir
nada del mismo desempleo en masa? Un hombre sin nada que hacer está acabado.
Tal es, para muchos de nosotros, la tragedia de la vida que se acaba, el descenso a la muer-
te.
58
EL ASCENSO
13
El ascenso
(I) INTRODUCCIÓN
«Aquellos que no buscan el propósito de la vida están simplemente malgastando sus vi-
das», dice el sabio hindú Ramana Maharshi con contundencia, en una sentencia que diagnos-
tica la enfermedad –y que prescribe el remedio–. Tiene que ser (y, como vamos a verlo, es)
una medicina fuerte si ha de curar una enfermedad tan profundamente arraigada.
Lo cual me recuerda a un amigo que, habiéndose licenciado excelentemente en Oxbridge,
obtuvo un codiciado trabajo universitario. Una espléndida carrera se abría ante él. Pero des-
pués de uno o dos años, adoptó el budismo, dimitió de su cargo, cortó con la familia y amigos,
y se fue a vivir una vida de ermitaño en una cabaña aislada. Se me ha dicho que allí pasa lar-
gas horas cada día sentado en meditación, silente, con los ojos cerrados, inmóvil, solitario.
Observe una cosa curiosa: este joven está más o menos en el mismo estado que la anciana
señora que he descrito antes –sólo que con la enorme diferencia de que él ha escogido los im-
pedimentos de los cuales ella es víctima–. Él ha tomado deliberadamente sobre sí, mientras
todavía está en la primavera de la vida, las restricciones que pertenecen al final de la vida.
Ella está medio ciega; él mantiene sus ojos medio cerrados. Ella está sorda; él se retira a un
lugar donde hay poco que oír. Ella sufre de soledad; él quiere estar solo. Ella ha perdido su
interés en la vida, en sus placeres y metas; él está practicando con fervor tal desapego. La su-
ma es la misma pero el signo es el opuesto: en un caso menos, en el otro más.
¿Por qué está mi amigo comportándose tan «innaturalmente»? Su propósito es encontrar el
significado de la vida, y cómo pueden ser trascendidos el nacimiento, el sufrimiento, la vejez,
y la muerte misma. Y su método es el de la vacunación y la homeopatía: la cura de lo igual
por lo igual. Procúrese usted mismo un ataque benigno de la enfermedad ahora, y produzca
59
ACERCARSE A LA MUERTE
con ello anticuerpos que evitaran la enfermedad real cuando se presente. Es, en principio,
aunque ciertamente no en detalle (la meditación formal sentado no es para mí), mi propio mé-
todo. Me recuerdo a mí mismo que es también el método de Jesús («El que pierde su vida la
ganará»); de Pablo («Yo muero cada día»); de Rumi («Si quieres la Realidad sin velo, elige la
muerte»); y de Kabir («Es el que está vivo, aunque muerto, el que nunca morirá de nuevo»).
¿Cuándo debería comenzar este drástico tratamiento homeopático? Mi amigo comenzó en
sus veinte, Ramana Maharshi adolescente, yo mismo al comienzo de mis treinta. Algunos
dirían que cuanto más pronto tanto mejor, pero no hay ninguna regla. Todo depende de las
necesidades del individuo. Comúnmente, el problema del significado de la vida se plantea a
una edad mediana, después de que se han alcanzado las metas ordinarias establecidas por la
sociedad, y ya no se ofrecen otras nuevas. Jung encontró que la mayor parte de sus pacientes
de mediana edad no estaban sufriendo de ninguna neurosis clínicamente definible, sino de la
carencia de sentido y vacío de sus vidas; se aferraban al engaño de que la segunda mitad de la
vida debe estar gobernada por los principios de la primera, y no llegaban a reconocer que para
la persona que está envejeciendo es un deber y una necesidad prestarse una seria atención a sí
mismo.
Oriente ha sabido esto desde tiempos inmemoriales. Tómese por ejemplo el programa de
vida o norma de desarrollo ideal establecido por el hinduismo. Los cuatro asramas, o etapas
principales de la vida son éstos: primero, brahmacharya, el niño y el joven aprenden las téc-
nicas y el conocimiento y la disciplina propios a la condición humana. Segundo, grahastha, la
vida del hogareño y padre que trabaja, contribuyendo al mantenimiento y continuidad de la
comunidad. Hasta aquí, muy bien; un bonito comienzo, se podría decir, una útil preparación
de los músculos antes de poner manos a la obra. Pues ahora comienza la aventura real, el serio
desafío que separa a los hombres de los muchachos, el trabajo para labrar y probar a un hom-
bre. Habiendo cuidado de sus deberes sociales y alcanzado la mediana edad hasta la mediana
edad avanzada, entra en la etapa de vanaprastha, un tiempo para soltar los lazos y abrirse a la
liberación. Con esto en perspectiva, liquida las obligaciones que le quedan hacia su familia y
se marcha a buscar el significado de todo ello, la clave para lo que es su propio significado, su
verdadera Identidad. Pero primero tiene que encontrar a su maestro espiritual, y entonces to-
mar en serio su instrucción y soportar su adiestramiento –una disciplina que muy bien puede
60
EL ASCENSO
hacer que los rigores de las dos etapas anteriores parezcan un mero juego de niños–. Con mu-
cha probabilidad la cuestión de Quién es él en realidad ha estado ahí en el fondo de la cons-
ciencia todo el tiempo, pero ahora deviene su única pasión, y para la respuesta ningún precio
es demasiado alto. Y cuando, más pronto o más tarde, se han pasado las sub-etapas de vana-
prastha y se ha pagado ese precio, y él ve lo que de hecho ha sido siempre evidente y libre de
gastos (a saber, su verdadera Naturaleza como el Uno y Único, el Solo, lo Real, lo Atempo-
ral), entra en la etapa cuarta y final: sannyasa.
Esta última etapa, según la antigua tradición india, es la corona de la vida. Sólo con miras
a esta etapa tenían sentido las otras; sin ella carecen de propósito. No llegar aquí es permane-
cer inmaduro, un caso de desarrollo detenido. El jñani o verdadero Sannyasi (para quien otras
tradiciones tienen otros nombres) es el único adulto real –lo cual significa adulto hasta dimen-
siones más que cósmicas–. Por fuera un mendigo medio desnudo y miserable, un humano
insignificante, achacoso y moribundo, él es por dentro sin edad y sin límites como el espacio,
libre como el viento, el Rey del Mundo, el Esplendor sin muerte, el Todo. Por fuera inútil y
desempleado (y de hecho por dentro no tiene nada que hacer en absoluto), su trabajo secreto
por el mundo es ininterrumpido, exacto y efectivo como ningún mero trabajo humano podría
ser jamás. La paradoja es que no tiene ninguna tarea, y jamás se toma un momento libre. No
tiene ningún problema de cómo pasar el tiempo.
Yo comparo este paradigma de la vida humana como un constante ascenso de cuatro eta-
pas, una empresa que deviene tanto más desafiante y atrozmente ambiciosa cuanto más avan-
za, un juego de apuestas que crecen sin cesar y con la certeza de quebrar la banca al final,
comparo esto con el triste y anodino cuadro de la vida humana que vacila y flaquea apenas
recorrido medio camino (al no estar contrapesado su descenso natural por ningún ascenso
sobrenatural) y hago mi elección. Una vez que se perciben claramente las alternativas, ¿qué
elección hay? ¿No está claro cuál es la media vida y cuál es la vida entera? ¿Cuál es la enfer-
medad y cuál es la cura? La enfermedad es la vida detenida a medio camino. La cura es la
vida completada.
¿Cura para cuántos?, me pregunto. Mi impresión, recogida durante mi estancia de ocho
años en la India, es que, aunque bien conocido y ampliamente respetado allí, el ideal de sabi-
duría como meta de la vida se intenta tan raramente como pueda intentarse el ideal de santi-
dad en el cristianismo. Si son tan pocos los hindúes que a través de los siglos han recorrido
toda la vía hasta la cuarta etapa de la vida, que se han propuesto o atrevido a tomar la medici-
na radical para la angustia de la vida (a pesar de todo este aliento tradicional), ¿cuántos no
hindúes es probable que la tomen? ¿Es probable que el occidental promedio cada vez con más
61
ACERCARSE A LA MUERTE
tiempo en sus manos aproveche la oportunidad enviada por Dios para dedicarlo a la búsqueda
del Uno que tiene todo el tiempo del mundo, a encontrar y a ser el Uno Sin tiempo que es to-
do el tiempo y Sin muerte?
En cuanto a mí, sí, la prescripción básica es absolutamente válida. Pero yo no puedo to-
marla según esta formulación oriental. Ni, probablemente, tampoco pueda mi lector.
Aunque todos los aspirantes espirituales serios comparten una única vía amplia, tienen una
ilimitada gama de carriles y estaciones de paso. En consecuencia, lo que equivale al mismo
viaje puede hacerse de innumerables maneras. Dentro del budismo, por ejemplo, hay muchos
itinerarios en contraste. El taoísmo y el sufismo no son tampoco nada semejante a disciplinas
de carril único. En cuanto al viajero individual, cada uno sigue una ruta que, al menos en al-
gunas etapas, es única. No hay ninguna vía arriba mala.
La espiritualidad cristiana también es mucho más semejante a un camino sin dirección fija
que a una marcha con itinerario. No obstante, las siguientes seis etapas pueden ser tomadas
como claramente representativas:
62
EL ASCENSO
Aunque hay incontables variaciones sobre este plan modélico –incluyendo la omisión de
algunas etapas y la inserción de otras diferentes– lo que es indispensable y por lo tanto común
a todas ellas es el descubrimiento, más pronto o más tarde, de que la vida mística lleva a la
muerte mística. No un morir simbólico o una muerte fácil, sino una muerte que es enteramen-
te real y terrible. Tal es la sima que se abre entre nuestra vida y su cumplimiento, y no hay
ninguna senda que la rodee.
Sumergiéndonos y atravesando esa muerte mística, en las palabras de John Nicholas Grou
(que sabía y vivía sobre lo que estaba hablando) «encontraremos paz, y una paz suprema, ex-
quisita y perfecta, en el total olvido de nosotros mismos. No hay nada en el cielo, o en la tie-
rra, o en el infierno, que pueda turbar la paz de un alma que está realmente aniquilada».
Grou agrega que, entre los muchos frutos del espíritu gozado por estas «almas interiores»
vivas y sin embargo muertas, está el hecho de que
«Dios no les dejará estar ociosos ni un momento; Él dispondrá todo; Él dirigirá todo; e
incluso si Él no les da ninguna ocupación exterior, los mantendrá interiormente ocupa-
dos con Él mismo. Incluso si una vida espiritual no tuviera ninguna otra ventaja que
ésta, la de mantenernos en perfecto reposo en lo que concierne al empleo de nuestro
tiempo, y darnos una seguridad calma de que todos nuestros momentos se emplean de
acuerdo con la voluntad de Dios, eso sólo es una inestimable ventaja que nosotros
nunca podremos pagar demasiado cara»10.
Vamos a continuar considerando lo que este Ascenso –esta conquista de la muerte más
bien que la pérdida de la vida– puede significar para nosotros hoy día en el detalle práctico,
10
John Nicholas Grou, Manual for Interior Souls, London, Burns & Oates, 1955.
63
ACERCARSE A LA MUERTE
bien acontezca que seamos religiosos o no. Y comenzaremos preguntándonos lo que la mayo-
ría de nosotros hace bien más tiempo, o incluso tanto mejor a medida en que más envejece-
mos, en que más nos acercamos a la muerte.
Mucho antes de alcanzar la adolescencia, la capacidad para aprender una lengua se ha de-
teriorado ya enormemente. A los veinte años más o menos nuestro tenis de mesa comienza a
fallar, a los veinticinco lo hace el patinaje sobre hielo y la gimnasia, a los treinta el fútbol o
tenis. Sin embargo, la capacidad para jugar al ajedrez o llevar un negocio o hacer un discurso
o escribir o pintar o componer puede muy bien haber estado creciendo todo el tiempo, y quizá
solo acabamos de empezar a hacer filosofía de alguna manera disciplinada o creativa. Y así
sucesivamente, ganando y perdiendo capacidades continuamente hasta, bien, ¿hasta qué edad?
Mientras hay vida hay la pregunta: «¿Qué hacer ahora, cuál es la tarea adecuada para mí, qué
hacer que me regocije más, en este momento de mi vida?» Lo cual lleva a: «¿Qué –si hay al-
guna cosa– puedo hacer tan bien ahora como en mis cincuenta y sesenta años? O incluso –si
es posible– mejor que entonces, siempre que mantenga la práctica necesaria. Brevemente,
¿qué es lo apropiado ahora?»
No es por nada que, tradicionalmente, la sabiduría se espera que venga con la edad, que el
Sabio se describe en general como un Sabio Anciano, por lo que el Viejo Sabio está entre los
más convincentes de los arquetipos de Jung. Ciertamente, no estoy sugiriendo que la investi-
gación en su Naturaleza y destino esenciales –en las grandes cuestiones de la vida y de la
muerte– sea mejor posponerla hasta la canosa vejez, que tiene todas las razones evidentemen-
te obvias para especializarse en tales materias de peso (por no decir pesadas). Por el contrario,
la investigación nunca puede comenzar demasiado pronto en la vida. Lo que estoy diciendo es
que –incluso si la ha dejado para más tarde– ésta es la tarea para usted ahora, para la vejez
hasta la mismísima vejez. Es exactamente en lo que tiene una excelente posibilidad de un de-
venir muy bueno en verdad. Y esto por una variedad de razones:
(a) Es probable que ahora haya realizado sus ambiciones y se encuentre tan insatisfecho
como siempre, o que haya renunciado a ellas como irrealistas o inalcanzables. En am-
bos casos ha adquirido así esa medida de desapego que es justamente lo que se necesita
ahora.
(b) Usted tiene todo el ocio, libre de deberes y de responsabilidades apremiantes, que po-
dría querer para esta empresa, la más absorbente de todas las empresas de su vida.
(c) De acuerdo con Carl Jung (y toda la evidencia que tengo sugiere que tiene razón) usted
está ahora psicológicamente maduro para este gran esfuerzo –que es hacer las paces
64
EL ASCENSO
con su propia muerte, y (mucho más que eso) tener la muerte misma como su meta.
Por otra parte, si se niega o resiste con decisión a su necesidad innata de dedicar mu-
chas de las energías de las décadas de clausura de su vida a esa meta, con toda probabi-
lidad va a ser infeliz sin ninguna razón exteriormente discernible, va a estar profunda-
mente empavorecido por lo que va a venir, y quizá clínicamente enfermo.
(d) Usted tiene ahora en el bolsillo todo el material crudo, todos los fragmentos de infor-
mación perdidos, toda la experiencia de vida que necesita a fin de hacer que ésta tenga
sentido. ¿Qué tarea más conveniente por lo tanto –qué deber más urgente– le espera
ahora que éste: ordenar este rompecabezas de su vida hasta que el diseño-patrón cobre
forma repentinamente: permitiéndole mirar atrás sobre aquellos intereses una vez tan
punzantes y absorbentes como triviales en sí mismos, pero que se revelan como indis-
pensables ahora que se subordinan al gran interés: ¿Para qué ha servido todo eso?
¿Cuál es, sobre todo, mi verdadera identidad, y por lo tanto mi verdadero papel y mi
destino? ¿Estoy hecho de Dios y por lo tanto (soy) indestructible; o estoy hecho de ma-
terial menos resistente y por lo tanto pronto listo para el vertedero cósmico donde aca-
ba todo lo que no es Dios?
Ésta no es tampoco una tarea egoísta. Yo tengo una obligación hacia mi mundo de ayudar-
le a despertar de las mentiras sobre las que reposa –comenzando en casa y trabajando sobre mí
mismo–. Comenzar con el mundo quizás pueda hacer más daño que bien, mientras que ningu-
na genuina realización espiritual mía puede dejar de desbordar, y de continuar desbordando en
todas direcciones e indefinidamente.
En lugar de dorados adioses y de un retiro de la vida a esa cabaña idílica en oriente (aun-
que pueda parecer justamente eso), esto es sumergirse de cabeza en la espesura de la vida.
Qué belleza, qué ocasión para la alegría, encontrar que la propia tarea y capacidad especiales
de uno en la vejez no son ninguna evasión o pasatiempo inocuo, ningún interés de aficionado
y parcial y casual por algo para pasar el tiempo, ninguna decadencia, sino la ocupación más
elevada y mejor, inconmensurablemente más allá de la más exaltada y responsable de todas
las ocupaciones disponibles.
Sí: pero yo haría mejor afrontando este hecho también, que por cada vela nueva que se en-
ciende en mi tarta de cumpleaños, una luz vieja se apaga en mi vida. Yo soy menos vivaz que
la norma, menos bueno recordando nombres y caras y fechas y acontecimientos recientes,
mucho menos alerta (¿menos capaz?) para mantenerme al corriente de los asuntos de actuali-
dad y de lo último en las artes y las ciencias y el entretenimiento, mucho menos ansioso de
65
ACERCARSE A LA MUERTE
intentar nuevas maneras de vivir y de ver la vida, y en general muy feliz de quedarme cada
vez más rezagado. Todo esto, y más, es cierto. ¿Pero es esto tan malo para mi tarea propia en
esta época de mi vida? ¿Me despido de estas facultades que menguan cada vez más a medida
que mi edad avanza, diciendo que están como «uvas verdes» porque no puedo tenerlas, o son
en realidad uvas verdes y no son buenas para mí, ahora? ¿Estoy sólo balbuceando en la oscu-
ridad para calmar mi miedo de la muerte y mantener el ánimo? ¡NO! Esta aparente pérdida
tras pérdida es justamente lo que se necesita. Dado este propósito de conclusión de mi vida –
que es descubrir y gozar y ser el Uno cuya vida es en realidad sin muerte– cada incapacidad
aparente resulta ser una bendición de Dios, un presente de Mí mismo a mí mismo.
Eso resume mi experiencia hasta la fecha. En lo que concierne al resto de mi vida no estoy
en situación de decir nada, por supuesto. Nadie puede estar seguro de evitar la senilidad. Pero
tengo la certeza de que permanece inviolada la única cosa esencial que la enfermedad crecien-
te del cuerpo y de la mente son impotentes para arrebatarme, y eso es la nada, el no cuerpo y
la no mente, la vacuidad consciente que es mía ahora mismo y que ha estado en el núcleo
central de mí mismo todo el tiempo11. Incluso si en el programa no detenido que se muestra
sobre esta Pantalla vacía continúa todo desorganizado (no más desorganizado que en los pro-
pios sueños nocturnos de uno, después de todo), no obstante, la Pantalla permanece exacta-
mente la misma, inmaculada, perfecta. El mundo que comenzó la historia llamada D. E. Har-
ding hace alrededor de ocho décadas como un ilimitado caos, y que poco a poco se organizó a
sí mismo tan elaborada, tan poco a poco (o no tan poco a poco), se desorganiza de nuevo y
deviene un caos otra vez. Es a él al que hay que llamar demente o senil si usted quiere, no a
mí. Los mundos tienen el hábito de comportarse así y deben ser excusados. Este tipo de sime-
tría temporal pertenece a su historia natural. Ellos se acaban con un caos. No así Mí mismo.
El verdadero Mí mismo no está ni organizado ni desorganizado, no viene ni va, no tiene nin-
guna historia –ni natural ni sobrenatural. Yo soy sin tiempo.
En este capítulo hemos estado considerando algunas de las rutas que llevan a la Muerte
que desemboca en la Vida Sempiterna.
Comienzan como un número de rutas (en apariencia) más o menos incompatibles, pero
van convergiendo a medida que se acercan a la cima que es su meta común. Pero, ¡ay!, tam-
11
Ver Prueba (IX), pág. 41.
66
EL ASCENSO
bién se van haciendo cada vez más empinadas. La consecuencia de ello es que los aspirantes
se encuentran a sí mismos ralentizados o detenidos en diferentes etapas a lo largo de la vía; y
muy, muy pocos (parece) se las arreglan para trepar o escalar su vía directamente hasta la ci-
ma. Sea cual sea el nombre tradicional que estos aspirantes den al Fin al que aspiran, a esta
Cumbre de todas las experiencias cumbre –bien sea Unión con el Uno, plena realización de
Dios, Iluminación perfecta, Nirvana, la Liberación final y el Despertar del tiempo y de la
muerte en lo Sin tiempo y Sin muerte– permanece inimaginable, imposible de columbrar si-
quiera. En estos elevados niveles, aunque todavía no lo suficientemente elevados, esa atrayen-
te Cumbre está tan fuera de visión como fuera de alcance. Solo puede confiarse en Ella. La
ansiosa pregunta permanece sin respuesta: ¿cuánto va a durar este esfuerzo cuesta arriba?
¿Cuáles son las posibilidades de que uno lo lleve a término completamente en esta vida? ¿O
en las siguientes vidas, si hay alguna? ¿O de que lo lleve a término siquiera alguna vez?
Yo no estoy en situación, por supuesto, de hablar por usted ni por ningún otro, pero en lo
que a mí concierne tengo que admitir que al menos las últimas etapas de esta escalada son
demasiado empinadas. No tengo capacidad para tales alturas; y encuentro que la pendiente,
tan fácil y agradable al comienzo, deviene al final imposible.
¿Y qué hay sobre todos los demás, la gran masa de las gentes? De nuevo tenemos que pre-
guntar: ¿cuántos –tanto en occidente como en oriente, viejos o jóvenes, materialistas o idealis-
tas, religiosamente inclinados o no– cuántos saben o quieren saber sobre la existencia de una
tal vía, y están dispuestos a emprender un comienzo real en ella, por no decir nada de entre-
garse a intentar las pendientes superiores de esa escalada crecientemente esforzada con todos
sus angustiosos retrasos y reveses? No una escalada –recuerde– que lleva directa y triunfal-
mente a la puerta del Cielo, sino (¡Dios nos salve!) a las profundas y oscuras aguas del Foso
llamado «Muerte» que se encuentra a este lado de ella. ¿Hay la más mínima posibilidad de
que una vía como ésta, no importa cuán bien pavimentada y señalizada esté en ciertos lugares,
sea recorrida por los desempleados –desempleados por razones de edad o económicas o de
impedimentos– en amplios números? ¿O que devenga popular en cualquier grupo influyente?
¿O que sea adoptada por bastantes de nosotros como para constituir una diferencia apreciable
para nuestro mundo, y todavía menos para curar su crítica enfermedad actual? ¡No soñemos!
¿Estoy yo, está usted –para no mentar siquiera el resto del mundo– preparado para seguir ese
formidable ascenso hasta su fin?
¡Pero no hay que desesperar! Este temible número de obstáculos no es necesariamente in-
superable.
67
ACERCARSE A LA MUERTE
Acontece que hay una vía «secreta», una vía arriba verdaderamente mágica. ¡Sí, directa
a la cima misma! ¡Y sí, una vía para usted y para mí –y para todo aquel que quiera tomarla!
68
EL DESPEGUE VERTICAL
14
El despegue vertical
¿Qué podría ser más admirable que este paradigma que hemos estado discutiendo –esta
carrera (esta pugna, esta escalada difícil) a través de la muerte a lo Sin muerte? ¿Qué empresa
podría merecer más la pena que esta aventura que hace que cualquier otra aventura parezca
timorata y banal?
Pero nuestra persistente pregunta aún tiene que ser respondida: una vez concedido que en
esencia éste es el remedio soberano para la condición humana (de la que el embotamiento y
las miserias de nuestros años de declive son sólo meros efectos secundarios), ¿hay algún me-
dio de aplicarlo? ¿De hacer que la medicina esté a disposición general y de que el paciente la
tome?
Aparentemente NO. Nuestra situación parece desesperada. Pero antes de abandonar, pro-
bemos esta otra receta de la que he hablado al final del último capítulo. ¿Qué podemos perder
haciéndolo?
En primer lugar, veamos qué es lo que necesitamos desesperadamente. Lo que se necesita
no es una medicina nueva sino una nueva destilación de la vieja, de la que se hayan eliminado
todo tipo de aditivos –acúmulos de saborizantes, conservantes, colorantes y gelificantes reli-
gioso-culturales–. Un verdadero simple, en el sentido de una hierba medicinal de un único
ingrediente, un producto que esté al fin en abundante provisión, que no sea la mercancía con
marca registrada de alguna tierra o edad o tradición particular, que se envuelva con sencillez,
que sea fácil digestión para todos, que penetre instantánea y en profundidad dentro del propio
sistema de uno, y que sea gratis por completo. Una cura natural perfectamente indolora e ino-
cua, un remedio saludable y por entero no-violento que, haciendo aflorar la perfecta salud que
es ya nuestra en la raíz, opere siempre.
69
ACERCARSE A LA MUERTE
¿Eso es todo?, puede preguntar usted, con una ironía por entero justificada. ¿No es eso ir
demasiado lejos?
Bien, es incumbencia del lector que ha llevado a cabo con cuidado las pruebas decir si tal
remedio no ha devenido ahora disponible. ¿Ve usted evidencia de que, una vez más en la his-
toria humana, la necesidad y los medios de satisfacerla están misericordiosamente llegando
juntos y de que coinciden a la perfección? ¿Comparte usted mi convicción de que nuestra
Fuente Más Íntima y Verdadera Naturaleza –esta Beneficencia infinitamente misteriosa, esta
Gracia que, a pesar de todas mis resistencias y de las suyas, ha velado por nosotros comple-
tamente hasta ahora– está en el proceso de hacerlo de nuevo? ¿Podría la Noticia detrás de la
noticia –¿y cuándo no es una mala noticia?– ser esa buena Noticia? ¿Podría ser esto –tan in-
advertido debido a que es tan perdidamente llano y común– la brillante esperanza del mundo?
¿No es este simple por completo simple, una panacea para simples? ¿Podría el gran Eckhart
estar en lo cierto: «Cuanto más sabio y más poderoso es el maestro tanto más inmediatamente
eficaz es su trabajo y tanto más simple es»? Siendo el «maestro» en este ejemplo, el Uno que
impide todos mis intentos de escapar de lo DADO, tan simple, tan embarazosamente evidente.
Su respuesta a estas grandes cuestiones dependerá ampliamente de su reacción personal al
remedio ofrecido aquí –de su experiencia de la muestra proporcionada por nuestras pruebas–
dejando a un lado todas las consideraciones de su posible uso a gran escala. Pero antes de que
usted decida, gire por favor la flecha de su atención 180° de nuevo, mirando a desde donde
usted está mirando, y vea lo que está siendo señalado por esta mano que apunta. ¡No piense
sobre ello, vea!
Vea lo que está acogiendo estas marcas negras sobre un fondo blanco, esas borrosas ma-
nos y esas brumosas mangas, y aténgase a lo que usted encuentra. Tenga confianza –le ruego
70
EL DESPEGUE VERTICAL
que confíe– en lo que se da tan generosamente. ¿No está usted, ahora mismo y aquí, firme-
mente establecido en ese cuarto y altísimo Asrama, en esa sexta etapa de Unión donde uno se
realiza como nada y todo, y ya al mismo nivel de –o más bien idéntico con– los más eminen-
tes Veedores de Esto, y uno con el Uno? ¿No ha estado usted siempre aquí, aunque haya per-
sistido en no ver Lo Que, una vez visto, es más evidente que todo cuanto usted haya visto
nunca? ¿No es este país de sempiterna claridad su querida tierra nativa?
Y de hecho, al contrario que en la historia esgrimida por tantos de sus discípulos e intér-
pretes, todos los verdaderos Veedores han dicho, ya sea con claridad o implícitamente, que
esta Visión esencial no es algo a alcanzar, sino algo a realizar, a someterse a ella, a dejar de
oponerse a ella. No importa cuán extrañas hayan sido sus tradiciones alimentarias ni cuán
austeras hayan sido sus prácticas, ellos han declarado siempre que Ella está aquí para tomarla
ahora, que está a nuestra disposición como somos debido a que Ella es lo que somos. Nuestra
excusa de que Ella no es para los que son como nosotros, que es el logro casi imposible de
rarísimos genios espirituales que han seguido décadas y vidas enteras de disciplina infatiga-
ble, no es honesta. Es una racionalización del rechazo de Ella, del terror de morir que es su
otra cara, un ardid artero (¡nosotros no podemos ver en nuestra Verdadera Naturaleza, noso-
tros no estamos iluminados; a diferencia de algunos que conocemos, nosotros somos humil-
des!) para ocultar la culpabilidad secreta de nuestra auto-mutilación, el crimen de cegarnos
deliberadamente nosotros mismos al hecho glorioso de que todos estamos viviendo desde
ESTO, de que todos lo estamos haciendo, querámoslo o no. (Y es crimen, y es culpa. Dispa-
rarse a usted mismo en la mano o en el pie, a fin de ser repatriado, solía ser un delito capital
en tiempo de guerra. Comparado con nuestro propio auto-cegarnos, debido a que no podemos
afrontar la vida como es, y a nosotros mismos como somos, aquello era la inocencia misma.
Pero la pena es prácticamente la misma).
¡Cuán diferente de aquel ascenso gradual a la meta es este despegue vertical! Aquél era la
cosa más difícil del mundo, éste es la más fácil; aquél era penosamente lento, éste es instantá-
neo; aquél era para los pocos elegidos, éste es para los muchos, para todos; aquél se encontra-
ba principalmente en el futuro, éste es todo ahora; aquél requería una inmensa fuerza de vo-
luntad y una energía infatigable, éste es para los hermanos más débiles como mí mismo y
probablemente como usted; aquél mantenía la esperanza de la llegada al final de una larga y
difícil ruta, éste llega ahora, en el mismo momento en que nosotros queremos estar ahí; aquél
nunca nos ve allí, éste siempre nos ve aquí –debido a que ese «allí» está aquí donde nosotros
hemos estado siempre–.
71
ACERCARSE A LA MUERTE
Este Despegue Vertical no es uno de los extras opcionales de la vida espiritual. La extraña
y feliz verdad es que lo que es tan difícil –a saber, morir a mí mismo– es cumplido con pleni-
tud solo por lo que es tan fácil –a saber, viendo que no hay nadie aquí para morir–. Yo estoy
por completo abandonado cuando no puedo encontrar ni una mota de algo que quede aquí por
abandonar. Nada más fácil. Después de todo mi esfuerzo –¡de querer tan desesperadamente
abandonar mi querer (voluntad), en verdad!– es la Pasmosa Gracia la que interviene:
Pero bajando ahora a las prácticas mundanales y al mundo de cada día, ¿cuán difícil es
propagar esta técnica, la más simple de todas, para ver en nuestra Naturaleza sin nacimiento y
sin muerte? ¿Cuán difícil es mostrar a las gentes individualmente y en masa cómo hacerlo y
hacer que lo hagan? ¡Nada podría ser más fácil! Ya se trate de un encuentro de dos personas o
de doscientos o de dos mil, todos y cada uno van a «ver», provisto que acepten llevar a cabo
unas pocas de nuestras docenas de pruebas. (Casi siempre aceptan, por muy provisionalmente
que sea). Y siempre que el demostrador esté viéndolo también –lo cual significa que él está
conscientemente ausente de la escena como una persona, y presente como Espacio para todas
esas otras personas. En mi propia experiencia durante los últimos veinticinco años, y en la de
un número de veedores amigos durante períodos variables, es imposible para las gentes evitar
ver en su propia Naturaleza una vez que ven dónde mirar y cómo mirar. El dedo que apunta o
el ojo único es suficiente. En cuanto a leer sobre ello, he notado con alguna sorpresa y mucha
gratitud que mientras hace diez o quince años eran pocos los que veían en su Nada desde la
lectura de libros sobre este ver básico, son muchos los que lo hacen hoy día: de hecho, lo
hacen todos aquellos que llevan a cabo los experimentos con sinceridad y aceptan lo que ven.
Cuando las gentes dicen que no lo ven, generalmente quieren decir que no lo sienten: el paisa-
je interior les deja fríos. ¡Por supuesto que lo es! ¡Gracias a Dios por eso! Ésta es una cuestión
de hecho y no de sentimiento, de la propia Naturaleza sin naturaleza y eterna de uno y no del
calidoscopio siempre cambiante de pensamientos y emociones que ella produce. Es la verdad
la que nos hace libres –la Verdad que no podría ser más llana– llana en el sentido de fría y no-
decorada, y llana en el sentido de no-ocultada.
Finalmente, la cuestión apremiante y vital: una vez que se ha visto dentro de nuestra Natu-
raleza sin nacimiento y sin muerte –bien con espontaneidad, por medio del contacto con un
72
EL DESPEGUE VERTICAL
buen amigo, en un taller, o leyendo sobre ello (por ejemplo en este libro)– ¿qué hacemos con
ello? ¿Cuántos de nosotros nos entregamos a cultivar la visión hasta que deviene un estilo de
vida? A primera vista, una proporción muy pequeña en verdad. No obstante, ninguno de noso-
tros, habiendo visto esto aunque sólo sea una vez, puede ser nunca por completo el mismo de
nuevo. Una buena semilla ha sido sembrada, por regla general tan profundamente que le pue-
de llevar bastante tiempo echar un brote en el pleno mediodía de la consciencia. Lo mismo
que las semillas del peral devienen perales, dice Eckhart, así las semillas de Dios devienen
Dios. Todas ellas. No hay ninguna semilla de Dios huera. Además, son sembradas en el más
fértil de todos los campos –nuestro Terreno de Ser– de modo que ¿cómo podría ni siquiera
una de ellas dejar de germinar al fin, y exactamente cuando debe?
Sí, esto es más que la brillante esperanza de nuestro mundo. Es una certidumbre, la segura
y única ganadora, la resplandeciente certeza del universo.
73
ACERCARSE A LA MUERTE
15
Síntesis
Mientras usted no sabe cómo morir y cómo vivir de nuevo, es sólo un afligido via-
jero en esta tierra oscura.
Goethe
¿Está superado ahora ese largo y difícil ascenso, con todas sus múltiples pistas y rutas tan-
to orientales como occidentales –algo así como los largos viajes a pie o a caballo han sido
superados por los veloces coches y aviones–? ¿Era toda esa dedicación y paciente esfuerzo
espiritual, ese afán, esas lágrimas, ese quebranto y recuperación de esperanzas, era todo eso
una aberración y una pérdida de energía, un malestar del que casi nos hemos recuperado?
¡Por supuesto que no! ¡Todo lo contrario!
Mientras es verdadero que esta vía de despegue vertical, que este instantáneo ver en mi
Naturaleza sin tiempo, es sin-esfuerzo y gratis, es verdadero también que opera en mi vida
solo en la medida en que se trabaja. El descubrimiento de que yo soy absolutamente perfecto
como yo soy –Como YO SOY– tiene que ser actualizado por su paciente redescubrimiento, y
redescubrimiento, y redescubrimiento, hasta que todo rastro de artificio y de esfuerzo, todo
sentido de logro u obtención, se hayan desvanecido. Hasta que haya devenido el vivir día a
día ordinario que siempre ha sido de hecho, el propio estado natural de uno. En otras palabras,
a pesar del despegue vertical instantáneo, uno tiene que emprender también esa senda gradual
y lenta y ardua. Aunque el progreso a lo largo de esa senda se hace dejándola repetidamente,
uno no puede permanecer en el aire. (Uno está a la vez arriba y sujeto a la tierra, y no hay
ninguna contradicción. Según el maestro zen Ummon: «Para el hombre en verdad iluminado
la sujeción a la ley de causa y efecto, y la libertad de ella, son una única verdad»). No hay
ninguna vía libre de zozobra o exenta de trabajos. La cualidad de la propia vida espiritual de-
pende del esfuerzo que uno esté preparado a invertir en ella.
Por otra parte, nadie que ve en su Naturaleza Sin muerte debe asustarse por esta perspecti-
va de «trabajo duro» quizá durante muchos años. La primera visión de esto, por breve y pro-
visional que sea (en la medida en que podemos hablar de una primera vez) es ya perfecto ver.
74
SÍNTESIS
Uno no ve con más claridad a medida que pasa el tiempo. Ésta es la única cosa que yo no pue-
do hacer mal o parcialmente. Toda una vida, un centenar de vidas de práctica no me llevarán
ni un centímetro más cerca de LO QUE YO SOY; sólo pueden traerlo cada vez más a mi
atención.
Y, me pregunto, ¿es esta vida de ver una vida tan difícil? ¡Sí, y enfáticamente No! De
acuerdo a mi larga observación de mí mismo, la vida de no ver resulta mucho, muchísimo
más difícil. Después de todo, ¿qué es este ver dentro sino vivir desde la verdad de mi Natura-
leza, y qué es esta obstinada ceguera a mi Naturaleza sino vivir desde una mentira (que –en la
medida en que puede hacerse y no sólo imaginarse– tiene que ser condenadamente ineficien-
te)? Cuando uso una herramienta es bueno que observe si es un martillo o una sierra, a menos
que esté determinado a dañarme y a arruinar la tarea. Bien, yo soy mi propia herramienta para
vivir, de modo que la miro bien mirada, y me cercioro de seguir mirando. La vida es incon-
mensurablemente más satisfactoria, y a la larga inconmensurablemente menos difícil de esta
manera.
Para resumir estos descubrimientos y ponerlos de una forma memorizable, he aquí un grá-
fico de las rutas cuesta abajo, cuesta arriba y vertical.
75
ACERCARSE A LA MUERTE
Yo viajo por las tres rutas: La (I) automáticamente, y la (II) practicando la (III).
76
4
77
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
16
Sobrevivir a la muerte
¿Quién está realmente interesado en la vida eterna? Para casi todos nosotros, al menos la
mayor parte del tiempo, la eternidad es un cliché o un término inapropiado para un futuro sin
fin. El instinto inmediato de uno es decir: «Yo no estoy interesado en algún inimaginable es-
tado atemporal sino en mi propia existencia continuada después de la muerte».
Pero la primera cuestión debe ser: dejando a un lado las preferencias de uno, ¿cuáles son
los hechos? ¿Sobrevive la gente a la muerte, y «pasan a través del velo» para continuar su
vida «al otro lado»? ¿Tienen los muertos algún futuro, o no lo tienen?
La evidencia de que al menos algunos de ellos lo tienen es impresionante. Incluye multi-
tud de espíritus –rondones fantasmales descritos por testigos creíbles con muchos detalles
circunstanciales– así como comunicaciones que se pretende que vienen de personalidades
muertas, las cuales a menudo retienen el estilo y los intereses distintivos del fallecido, incluso
sus maneras. Y por supuesto, hay la intuición general y un sentimiento visceral de la humani-
dad a través de las edades de que la muerte no es el final.
En conjunto, yo estoy reluctantemente convencido. ¿Pero convencido de qué? Bien, no de
mucho, no de algo que merezca la pena. Y esto por varias razones:
En primer lugar, es dudoso que todos los humanos maduros (y no digamos nada de aque-
llos que mueren en la infancia), o algunos de los animales más elevados (y no digamos nada
de los del tipo más humilde), continúen después de la muerte. Las indicaciones son que solo
lo hacen aquellos (tales como las víctimas de la violencia) cuyas vidas, cortadas antes de
tiempo, están inacabadas, y quizás otros (tales como los ávidos investigadores psíquicos) que
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
(II) ¿REENCARNACIÓN?
¿Qué hay sobre la consagrada doctrina del karma y del renacimiento, la pretendida «reen-
carnación» como un ser humano más elevado o como una deidad si uno se ha comportado
bien toda su vida, o como humano más bajo o animal más alto si uno se ha comportado mal, o
como animal más bajo o demonio si uno se ha comportado fatal? Bien, aunque hay una buena
cantidad de evidencias de que algunas gentes recuerdan sus «vidas pasadas» como humanos
en gran detalle, no hay nada aquí que no pueda ser adscrito a la clarividencia o a la telepatía –
para las cuales sí hay una gran cantidad de evidencias–. (De modo que cuando imagino que
estoy recordando mi experiencia como un centurión romano, lo que estoy haciendo es repes-
cando amplias áreas de su experiencia [de él]). Y atestiguando así el hecho de que en lo más
profundo todos somos uno. En verdad, el problema de la reencarnación es que no llega lo bas-
tante lejos. Si se me dijera que al final toda consciencia es mi consciencia, o que la conscien-
cia es finalmente indivisible, yo no tendría ningún problema con ella. En cuanto a la preten-
sión de que uno puede recordar sus vidas subhumanas, ¿qué muestra esto sino lo que parece,
ensoñaciones fútiles? De hecho, este dogma de la reencarnación (aunque en su momento fuera
una valiente e ingeniosa tentativa de explicar las injusticias de la vida) para mí no tiene nin-
gún sentido en absoluto. Si he sido tan egoísta y codicioso en esta vida que a la siguiente ron-
da seré un cerdo, ¿significa eso que retendré algún oscuro recuerdo porcino de haber sido
aquel malvado Douglas Harding, y que con sólo que sea ahora un marrano automortificado –y
muy flaco en verdad– en el comedero, tendré una posibilidad de subir de nuevo al estatus
humano? O, si no es necesario que los recuerdos cubran las lagunas entre las reencarnaciones,
¿qué otra cosa puede hacerlo? ¿Y en qué sentido son ellas mis reencarnaciones? Millones de
personas inteligentes continúan profesando de boquilla este mito consagrado; aunque pocos lo
toman con suficiente seriedad como para examinarlo a fondo.
La solución real de tales problemas sobre el pasado y el futuro de uno se encuentra en el
presente. Como Ramana Maharshi lo señala, y como nuestras pruebas han confirmado cierta-
mente, uno no está encarnado –la Primera Persona del Singular no está en un cuerpo ahora–
de modo que, ¿qué es todo este alboroto sobre la reencarnación?
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SOBREVIVIR A LA MUERTE
Aún menos espacio y tiempo merece que se le dedique al tipo de inmortalidad que consis-
te en la fama. Platón, Shakespeare y Mozart (junto con Iván el Terrible y Hitler) no perecerán
por completo mientras haya humanos. (Lo cual no será siempre; la especie, por no decir el
planeta, la estrella y la galaxia, son ciertamente mortales). ¿Pero qué tipo de sobrevida viven
estas figuras históricas? Son inmortales solo en el sentido pickwickiano. ¿Y qué hay de los
billones de mortales por entero olvidados? ¿Son –el gran número de los perdedores– un com-
pleto desecho?
Sin embargo, hay un sentido en el que la inmortalidad real viene con el renombre; y en el
que, además, ambos están disponibles en su plenitud para usted y para mí. El Buda encontró
que él mismo era el «Venerado del mundo», y nuestras pruebas nos han equipado para hacer
el mismo descubrimiento por y sobre nosotros mismos. Quien yo soy en realidad es celebrado
en todo el universo de incontables galaxias siempre y dondequiera que haya seres sencientes
que miran dentro. Nuestras pruebas, con sólo mínimos ajustes, permitirían que ET, junto con
nosotros, viera el único Nombre y Fama dignos de tenerse –demostrando que nosotros ya
hemos accedido al más brillante estrellato, al pináculo del prestigio y del esplendor sin tiem-
po– no uniéndonos a los pseudo-inmortales sino siendo el Inmortal. Lo cual debe poner fin a
cualquier ansia residual de supervivencia personal en el tiempo, de cualquier tipo que sea.
Entonces, por todas estas razones, encuentro la perspectiva de una vida continuada des-
pués de la muerte para Douglas E. Harding absurda e irrealista, y en cualquier caso en absolu-
to algo que haya de ser deseado.
Pero queda un argumento para la supervivencia personal que ha de ser tomado con más se-
riedad.
Me refiero a la intuición –de hecho, la insistente demanda– de que (puesto que uno no
puede creer que el Universo sea malo en su raíz) las injusticias terribles de esta vida sean re-
sarcidas de alguna manera en la siguiente. ¿Quién no siente a veces que solo las bendiciones y
el pleno reconocimiento apropiado, en un cielo u otro, para las bondades inadvertidas y no
recompensadas –junto con los castigos merecidos, en algún penoso infierno a propósito, para
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
la maldad irredenta– quién no siente a veces que solo estas compensaciones podrían reconci-
liarle a uno con las injusticias de la condición humana? ¿Carece esta vida de todo sentido mo-
ral –es decir, es por completo atroz– si no tiene ninguna secuela, si no hay nada que se parez-
ca al Juicio Final, si al mal se le permite salirse con la suya y tener la última palabra?
Bien, nuestra indignación moral –aunque más que justificada– no es el mejor instrumento
para ver con claridad los hechos. Peor aún, encubre con una espesa capa de clichés los pro-
blemas que plantea, ocultándolos debajo de asunciones emotivas y con facilidad convenciona-
les sobre una responsabilidad que hierve de contradicciones. ¿Decidieron con libertad los
hombres malos (¡por no hablar de los cerdos!) ser malos, como óvulos seleccionando sus ge-
nes y cromosomas, y como bebés seleccionando a sus padres y su medio entorno, a fin de
promover su depravada decisión inicial? ¿Dispusieron los hombres buenos similarmente ser
buenos? ¿En qué queda nuestra siempre vehemente atribución de alabanzas y de culpas cuan-
do miramos con más cuidado a los sujetos de nuestro juicio? ¿Qué razón tenemos para negar
que «saber todo sería perdonar todo»?
Esto no quiere decir, por supuesto, que la maldad humana sea menos mala, ni que la bon-
dad humana sea menos buena. Sino más bien que la solución del enigma siempre punzante y a
menudo desgarrador de nuestro manifiesto bien y mal ha de ser encontrada solo en el nivel
más profundo de todos, en el lugar de su origen, donde todavía no están diferenciados, en su
Fuente todavía no humana. Una vez más, si hay una respuesta a nuestro problema, es ver
Quién lo tiene, ahora. Solo restablezcamos nuestra Identidad, y todo lo demás se enderezará
por sí solo.
Nuestra asunción por completo necesaria, pero provisional, es que nosotros, los humanos,
somos otros tantos individuos, entidades o sí mismos separados. Que usted y yo somos sólo
nosotros mismos y no también cada uno el otro. Que en consecuencia mi felicidad y sufri-
miento, mérito y culpa, son simplemente míos y de propiedad privada, y que de ninguna ma-
nera le tocan a usted, ni viceversa. Pero, como hemos notado una y otra vez a través de la pre-
cedente investigación, esta asunción tan enormemente simplista no funciona en absoluto. De
hecho, es nuestro error o «pecado original» básico, cuya corrección es la verdadera tarea de
nuestras vidas. Y es en particular aquí –si ha de resolverse el enigma del bien contra el mal, y
del perdón contra el juicio moral– donde es esencial decir al final la verdad. A saber: la ver-
dad de Quién es uno en realidad, la verdad de que hay sólo Uno –un único Ser, Consciencia,
Realidad, Fuente, Verdadero Sí mismo de uno, la Unidad Sin tiempo y Eterna– llámelo Él o
Ello o Mí mismo, o lo que usted quiera. Y de que han de recomendarse mucho sus descrip-
ciones tradicionales como el Eterno Salvador y Redentor del Mundo, el Amor que hace que el
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SOBREVIVIR A LA MUERTE
mundo gire, la Compasión Universal que, identificándose a sí misma con lo peor no menos
que con lo mejor de los hijos del tiempo, hace que todas esas distinciones carezcan de sentido.
Nos guste o no, la culpa compartida y el sufrimiento participado resultan ser hechos crudos,
tan pronto como comenzamos a ver lo Sin tiempo más allá del tiempo y sus divisiones. Al
final, para llegar a lo Sin muerte tengo que saber en mi corazón que toda la iniquidad y sufri-
miento del mundo, así como su bondad y gozo, son por siempre únicamente míos. Al unirse
así en Mí (no en Douglas E. Harding por supuesto) ya no son más, ni en un sentido conven-
cional, bien y mal, aceptable e inaceptable. En la Realidad, que es en la Eternidad, todo está
bien, nada ha estado nunca mal realmente.
Nada de esto es para creerlo, para confiar en ello sin más, con pasividad. Son solo palabras
vacías hasta que se prueban en el momento presente, hasta que las compruebo por mí mismo
activamente prestando atención a los hechos dados, y no relegándolos más al futuro.
Heme aquí de vuelta a lo sin tiempo. Las inevitables agonías e insensateces inherentes al
mundo del tiempo me han devuelto a mis sentidos, y he respondido a la pregunta que me he
estado haciendo a lo largo de este capítulo: ¿Estoy yo en realidad interesado en realizar lo Sin
tiempo, más que en mi existencia continuada después de la muerte? La respuesta es Sí. Y esto
por cada una de las razones que he dado, pero por encima de todas, por esta última razón: que
solo en y como esta Realidad Sin tiempo que percibo tan claramente en mi centro se resuelven
todo el mal y las agonías de mis zonas temporales. Y por lo Sin tiempo yo no entiendo algún
núcleo oscuro, místico y difícil de alcanzar del mundo temporal, sino simplemente AHORA,
este inescapable momento ordinario, en que el Uno Sin muerte –que no es ningún otro que la
Primera Persona del Singular, ahora– se muestra tan llanamente. Como dice Kabir:
Si tus cadenas no son rotas mientras estás vivo, ¿qué esperanza de liberación hay en la
muerte? Es como un sueño vacío, esperar que el alma se unirá con Él solo porque ha
dejado el cuerpo. Si Él es encontrado ahora, Él es encontrado entonces: si no, solo irás
a morar a la Ciudad de la Muerte.
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
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SOBREVIVIR A LA MUERTE
para ser verdadero–. La Realidad nunca se cansa de restregarnos la nariz con el hecho sober-
bio de nuestra Naturaleza Atemporal –con poco o ningún efecto. Para ser creíble, para que se
tenga en cuenta, esa Naturaleza tiene que ser desnaturalizada, miserabilizada, mezquinizada.
Esto no es humildad, sino el orgullo que se niega a inclinarse ante la evidencia que incluso
nuestras cámaras –por no hablar de nuestro clamoroso principio de relatividad– nos urgen a
aceptar. ¡Para ser una cámara de imágenes en movimiento yo debo estar absolutamente inmó-
vil!
¿Y qué hay sobre usted? ¿Está, también, por siempre QUIETO? ¿Por qué no va a dar un
paseo en coche y se cerciora? ¡Destino: La Eternidad!
(No se inquiete, yo le aseguro que el conductor que fantasea que se pone a sí mismo en
movimiento, en lugar de al paisaje campestre, no es probable que conduzca mejor –ni tan
bien– como el que permanece con los hechos dados).
¡Y pensar que yo contemplaba llamar a este libro «Apertura a la Eternidad»! ¡Intente salir
(de ella)!
Resumiendo las conclusiones a las que hemos llegado en este capítulo, podría decir que yo
no tengo prácticamente ninguna posibilidad de sobrevivir a la muerte a la que estoy sujeto de
aquí a no mucho: pero no lo necesito o no quiero hacerlo, viendo que de todos modos yo soy
eterno.
Dicho así, sin embargo, esta afirmación en apariencia directa no podría ser más desastro-
samente extraviadora. Comienza con un yo –yo, Douglas (o yo, Claudio, o yo, quienquiera
que sea) y acaba con el Único Yo– sólo Yo, Sin nombre y Solitario: y no deja constancia en
absoluto del cambio. La tarea propia de uno es vivir conscientemente con el primero desde el
segundo, y no confundirlos nunca.
¿Qué dice la ciencia sobre esto?
La conclusión de que uno no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir a la muerte del cuer-
po ha sido durante mucho tiempo un lugar científico común: y especialmente de la ciencia que
mantenía, en palabras de T. H. Huxley, que «todas las razones llevan a creer que la conscien-
cia es una función de la materia nerviosa, cuando esa materia ha alcanzado un cierto grado de
organización».
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Aquí hay un error, no obstante. La falacia es que la materia produce de algún modo la
consciencia. Ningún científico real lo diría así hoy día. La asunción permitida es que sabemos
lo que es la materia –a saber: pequeñas esferas de material sólido, esencial, real, que son uni-
formes de cabo a rabo sobre el modelo de la bola de billar– y que nosotros no sabemos lo que
es la consciencia, excepto que es una exhalación comparativamente irreal y accidental (por así
decir) exudada por la materia cuando está organizada de una manera especial, un efluvio se-
mejante a la fosforescencia que envuelve al pescado echado a perder. De hecho, estas pueriles
asunciones son insensateces descabelladas. Yo sé directa y precisamente lo que es la cons-
ciencia (aunque no puedo verbalizar mi conocimiento) debido a que es lo que yo soy. Y no
tengo ninguna idea de lo que la materia podría ser, suponiendo que exista realmente. (El mo-
delo bola de billar de la molécula o del átomo –que nunca ha sido más que una superstición de
todos modos– fue por supuesto crecientemente explotado desde hace un siglo más o menos
por Rutherford y todos los demás). La verdad es que intentar explicar o dar por explicada la
consciencia como un producto secundario de la materia es mucho menos sensato que intentar
explicar una sinfonía como un producto secundario de los movimientos ondulantes de la batu-
ta del director: ¡pues al menos la batuta –a diferencia de la materia, el material básico que
subyace a todas las cosas– no es imaginaria sino que está ahí a la vista de todos!
Sin embargo, lo mismo que el comportamiento de la batuta está íntimamente ligado con la
ejecución musical, así también hay cambios en mi cerebro que acompañan a los cambios en
mi mente. Aunque mis procesos cerebrales no son la causa raíz de mis procesos mentales,
ciertamente van a la par con ellos. Y tengo razones para asumir que cuando mi cerebro se
desintegre, mi mente le seguirá. Todas las indicaciones son que el Douglas Harding mental no
tiene ninguna posibilidad de sobrevivir al Douglas Harding físico, que yo no puedo esperar
ninguna existencia futura como él. No hay que sorprenderse de que, al comienzo de este capí-
tulo yo no pudiera encontrar ningún sentido –ni encontrarme a mí mismo en peligro de encon-
trarlo– a una extensión postmortem real de esta vida, a una segunda oportunidad. Una vez
más, la lección es clara: es imperativo saborearla enteramente.
No obstante, esto está lejos de ser toda la verdad y la conclusión del asunto. Hay más que
decir –algo que, para esta investigación, es supremamente importante– y es sobre la distinción
fundamental entre «mi mente» en el sentido de sus contenidos y «mi Mente» en el sentido de
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SOBREVIVIR A LA MUERTE
su Contenedor. Es decir, entre esta Consciencia misma, y aquello de lo que en este momento
le acontece ser consciente; entre la Pantalla sin cambio y sin características (aunque indispen-
sable) que es común a los programas siempre cambiantes que se exhiben en ella, y esos pro-
gramas mismos –dramas que, por muy violentos que sean, jamás logran empañar la Pantalla
en el más mínimo grado, por no decir nada de desgarrarla o de agujerearla, o de echarla abajo.
Una vez más todo vuelve a la pregunta: ¿Quién está preguntando? Prácticamente a todo lo
largo de esta indagación mi único interés ha sido establecer mi Identidad verdadera y perma-
nente y distinguirla tajantemente de todas esas identificaciones falsas o parciales y pasajeras
con las que me había confundido enteramente y a las que me había aferrado completamente.
Las pruebas han mostrado que mi verdadera Identidad no es más que esa Única Consciencia
cuyo nombre es YO SOY (en oposición a «yo soy esto, o eso, o lo otro»), esa Llaneza (en los
dos significados de la palabra) que es perfectamente simple e indiferenciada y desnuda (y por
esas mismas razones indudable), esa Nada que sin embargo (debido justamente a que en todos
los respectos contrasta con las cosas, está tan vacía de ellas que es vacío para ellas) es todas
las cosas, e inconcebiblemente rica. Ahora el problema es: ¿cómo cuadran estos tremendos
descubrimientos previos con los humildes descubrimientos presentes sobre el lazo entre el
cerebro y la mente?
Cuadran perfectamente. Pero por supuesto, ninguna de esas experiencias particulares en el
tiempo –ninguna parte de ese largo desfile de sensaciones, percepciones, pensamientos y sen-
timientos que están tan íntimamente ligados a los procesos del cerebro de Douglas E. Harding
y que son tan peculiares a él que le constituyen en lo que él es– por supuesto ninguna parte de
éstos sobrevivirá a ese cerebro. Él es un hombre mortal, y todas las pretensiones de lo contra-
rio son tan irrealistas como vanas. Yo soy eterno no como él, no como humano. Yo soy el
Contenedor o la Pantalla sin cambio, y tengo lo que viene y va en Él o sobre Él –incluyendo
todos esos aconteceres humanos–. O mejor: en mi nivel más superficial yo represento el papel
de ser Douglas Harding, mientras que en mi nivel más profundo yo soy el Actor, y ni la con-
ducta ni la conclusión de ese papel pasajero tiene el más mínimo efecto en Mí.
Esta confiada afirmación deviene más significativa y precisa tan pronto como me acuerdo
de la localización del cerebro en relación a esta Consciencia Central –a este Contenedor o
Pantalla– que es absolutamente independiente de él. ¿Dónde tengo yo ese cerebro? ¿En qué
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
punto de su viaje aquí mi observador que se acerca (Cap. 4) –o, digamos, el neurocirujano que
está operando en mi cerebro– en qué punto se encuentra con el cerebro?
¿Exactamente dónde tiene que colocarse a fin de exponer por trepanación y de ver clara-
mente ese terreno arrugado que es su campo? La respuesta difícilmente podría ser más clara o
más crítica para el éxito de la operación: a saber, justamente a tantos centímetros y milímetros
de aquí (a), del punto de contacto efectivo, de Mí. Un poco más lejos, y ese tejido cerebral ya
no está presente; un poco más cerca, y es dejado atrás.
Él tiene que colocarse donde el cerebro se muestra claramente en (e), mucho más cerca que
donde se encuentra la totalidad del hombre (en g) o sólo la cabeza (en f); pero no tan cerca
como (d) donde podría aparecer una neurona individual, o como (c) o (b) donde podría apare-
cer una molécula; y ciertamente no en (a), esta Realidad o Noúmeno de la que proceden todos
estos fenómenos, y de la que todos ellos son apariencias. Aquí, justamente donde YO SOY, él
no tiene ningún tiempo ni ningún sitio para trabajar, ni queda nada sobre lo que él pueda tra-
bajar. Mientras su operación en el tiempo afecta a todas mis apariencias regionales, jamás
puede llegar a Mí, ahora.
Tal es, en líneas generales, mi verdadera constitución, la manera en que estoy efectiva-
mente construido y como efectivamente funciono. Este nido de círculos concéntricos –este
modelo de cebolla o mandala– es mi diseño, como se revela, no al observador perezoso que se
contenta con su visión superficial, sino al observador móvil que profundiza en las cosas. No
satisfecho con una impresión circunferencial y de un solo nivel, que es una mera lámina o
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SOBREVIVIR A LA MUERTE
(IX) RETROSPECTIVA
Es suficiente para el presente y el futuro de esta consciencia mía. Queda agregar algo so-
bre su pasado. Ambos van a la par. La cuestión de mi muerte no puede ser separada de la
cuestión de mi nacimiento, la cuestión de mi destino de la cuestión de mi origen.
El punto de vista, corriente, pseudo-científico –apenas puesto en duda nunca– es que mi
consciencia, junto con mi cerebro, es el producto final de un desarrollo evolutivo muy largo.
La historia familiar –recapitulada en la matriz– es la de una simple célula, después un grupo
de células con forma de fresa, seguido por criaturas que son por turno como un gusano, como
un pez, como un reptil, como un mamífero, como un simio, como un humano, y solo entonces
plenamente consciente a la manera humana. Cuanto más primitiva y ancestral es la forma tan-
to más rudimentaria es su consciencia; de hecho –dicen– es cuestionable que alguna conscien-
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Mi Hierarchy of Heaven & Earth, a New Diagram of Man in the Universe (Gainesville, University of Flo-
rida Press, 1979) elabora esta imagen semejante a un mandala de la propia naturaleza fenoménica de uno, con su
Naturaleza Noumenal en su centro.
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
cia del tipo que sea haya existido hasta muy recientemente –tanto en la filogenia o la evolu-
ción de las especies, como en la ontogenia o el desarrollo del embrión y del feto–. Tal es la
doctrina aceptada, y tan dada por supuesta, que pocos sienten la necesidad de desarrollarla, y
mucho menos de completarla. La asunción tácita es que, en algún punto no especificado (y
por supuesto indescubrible) de la historia cósmica, la consciencia surgió –accidentalmente,
incidentalmente, mágicamente– como una tenue radiación o el más sutil de los gases, de la
materia inconsciente: algo así como se asume que mi consciencia particular está surgiendo
ahora de la materia de mi cerebro, lo mismo que las «nubes de pensamientos» surgen de las
cabezas de las gentes en los tebeos. Este par de asunciones son dos mitades de un todo, de la
base no examinada sobre la que nosotros los modernos nos apoyamos, el fundamento sobre el
que levantamos nuestro imponente esquema de las cosas, nuestra vida y a nosotros mismos.
¡Qué arenas movedizas tenemos aquí por fundamento, cuán incientífica y «mística» y cier-
tamente presuntuosa y fatua es esta pseudo-teoría del origen de la consciencia! Y cuánto más
seguro y sensato es el punto de vista de que nosotros los humanos no somos tan excepcionales
como todo eso pretende, que nuestra Naturaleza propia es una muestra de la Naturaleza uni-
versal, que nosotros somos la clave para todo lo demás, que el Vacío o la Clara Luz que es
nuestra Consciencia más íntima y sin tiempo (aunque abarca todos los tiempos) es el Único
Vacío Indivisible que es la realidad o la historia interior de todos los seres en todo tiempo y
espacio –independientemente de cuán humilde sea su estatus cósmico y de cuán limitado sea
su horizonte–. En el Centro, cada uno de ellos es siempre sin muerte.
Desde el comienzo, la historia interior –la sustancia y la realidad– de todas las cosas, des-
de la más «inerte» y primitiva a la más «viva» y avanzada, ha sido esta misma Nada, esta No-
historia, este Vacío Consciente que es el Receptáculo y la Fuente de todas las cosas. (¡El úni-
co acontecimiento reciente en la escena evolutiva es la noción de que la consciencia es un
acontecimiento reciente!) Lo que ha acontecido es que todas las edades han mostrado, y con-
tinuarán mostrando su inagotable potencialidad. De aquí el maravilloso y bello drama de la
evolución orgánica revelado por Darwin y sus sucesores.
Una vez más, todo se aclara directamente cuando distinguimos entre los dos significados
enteramente divergentes ocultos en el término mente o consciencia –entre la enmarañada ma-
sa de experiencias siempre cambiantes distribuidas a todo lo largo del tiempo por una parte, y
su Experimentador único, sin cambio, simple y sin tiempo por otra–. Yo tengo el primero, YO
SOY el segundo. Y lo mismo que YO SOY AQUÍ explota para acoger a todo lo que hay ahí –
tanto el norte como el sur, tanto arriba como abajo– así también YO SOY AHORA explota
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SOBREVIVIR A LA MUERTE
para acoger todo lo que es entonces –tanto el pasado como el futuro, tanto las primeras pági-
nas de la historia del mundo como las últimas–.
Sin embargo, esta explosión de consciencia desde mi Centro es impotente para perturbar,
y mucho menos para demoler, ni una sola de las incontables evidencias de mi mortalidad que
me rodean. Por el contrario, ilumina sobremanera el hecho de que todo lo que me compone,
de que todo lo mío, es impermanente –o está condenado a morir o está muriendo o está muer-
to–.
Permítaseme recordar acerca de quién estoy hablando. ¿Qué es este “mí” que vive y mue-
re? Al comienzo de esta investigación me encontré a mí mismo sorprendentemente elástico,
ajustable a cada ocasión según surge. Yo adopto una variedad de tamaños y de envolturas. En
particular:
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Para resumir, entonces: por una parte, como en (IV), como este «metafísico» Ser Desnudo
o Nada-sino-Consciencia aquí en mi Centro, yo soy sin cambio, sin tiempo, sin muerte. Por
otra, como en (I), (II) y (III), tan ricamente vestido, tan impresionantemente corporizado y
lleno hasta rebosar de todos esos órdenes de cosas «físicas» ahí en mi periferia, yo soy tempo-
ral, siempre pereciendo y reviviendo, siempre cambiante –inexorable, pavorosamente–. Uno
se sobrecoge de admiración ante este dinamismo pasmoso, inagotable. [Prueba (VII), pág. 38,
«Despedir la mortalidad», me muestra todo esto claramente].
Encuentro que no tiene ningún sentido calificar a uno de estos dos –ya sea el Centro o ya
sea la Periferia– como real y al otro como irreal: o bien como algo menos real y fundamental,
menos verdaderamente MÍ MISMO, uno más que el otro. No sé sobre qué bases podría hacer-
se este juicio, o cómo podría verificarse, o qué podría significar.
Y veo que tiene poco sentido, también, decir que uno de ellos depende del otro. Que mi
consciencia no-física aquí tiene ese mundo físico por base. O, viceversa, que ese mundo es un
accidente –un juego o proyección casual e innecesario– de esta Consciencia que es aquí en su
corazón. Ellos son de una sola pieza, se presentan juntos y no se sirven por separado. No
comprendo o creo esto, lo veo. Por ejemplo, YO VEO, ahora mismo, que este Vacío aquí es –
más que contener– estas formas y estos colores, esta página y estas manos.
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SOBREVIVIR A LA MUERTE
En otras palabras, como insiste el zen, la forma es vacío y el vacío es forma, el Nirvana no
es más que el Samsara, el Loto de la Iluminación es uno con la Ciénaga de la Ilusión que es su
hábitat. Siempre que exalto uno de ellos a expensas del otro, tengo problemas, y mi enemigo
la Muerte se apodera de mí –Dios es nulo sin su mundo y su mundo es nulo sin Él–. Pero
cuando percibo –cuando vivo conscientemente– su unidad absoluta, abrazo a la Muerte como
a mi amigo. Como dice el proverbio, incluso para Dios –especialmente para Dios– hay siem-
pre algo. La verdad solemne pero regocijante es que Él no puede prescindir de la menor cosa.
Pero eso es decirlo demasiado blandamente. Walt Whitman lo dice mejor:
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(a) ¿Es esto realmente lo que es ser postmortem, la verdadera vida después de la muerte y la
residencia en el Cielo mismo? ¿O es lo que la mayoría de la gente querría que fuera, sólo
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EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
una manera de vivir la propia vida de uno a la luz de su final, y en modo alguno una total
inmersión en la muerte y un paso al otro lado? ¿No es ésta de hecho una «muerte» y «resu-
rrección» que es demasiado fácil para ser verdadera? ¿No es más una figura de lenguaje
que la cosa real?
(b) La segunda pregunta es: Si ésta es verdaderamente la cosa real, la verdadera vida después
de la muerte, ¿qué hay en ella que sea tan diferente de la vida antes de la muerte, tan espe-
cial, tan celestial? Aunque yo veo algunas diferencias destacables –algunas mejoras radi-
cales respecto a la vieja vida de antes de la muerte– no quiero quitarme de encima entera-
mente la sensación de que aquí se trata de dos maneras de hablar y de comportarse y no de
dos reinos del ser, separados por la muerte. En otras palabras, necesitaré que se me per-
suada de que el mero giro de 180° de la flecha de mi atención, desde directamente fuera a
directamente dentro, es suficiente para despacharme instantáneamente de una vida a la
otra. El arma no parece tan letal.
Este capítulo trata de estas dos preguntas. En algunos lugares, por razones de brevedad y
de claridad, parecerá como si yo le estuviera hablando a usted sobre usted. De hecho, le estoy
hablando de mí, en caso de que nosotros resultemos ser iguales. No puedo insistir en ello de-
masiado a menudo: usted es la única autoridad sobre lo que es ser usted. Nadie más está en
situación de decirlo.
En primer lugar, entonces, esta pregunta: ¿es lo que yo llamo mi experiencia de muerte
presente –a saber, mi ver ahora mismo que ni una minúscula mota de mí sobrevive justamente
aquí– es esto comparable con mi muerte en el sentido ordinario? ¿Tan drástica, tan profunda,
tan real como esa otra muerte, exteriormente manifiesta y pública que me espera en un futuro
próximo?
Espere y vea, es la respuesta obvia. Pero mientras tanto, tengo una gran variedad de claves
cuando comparo esta experiencia mía de muerte presente con la riqueza de informes de expe-
riencias cercana a la muerte, de personas que han estado al borde de ella (o tan cerca del borde
que han sido declarados clínicamente muertos) pero que sin embargo han vuelto para contar
su historia. Y ésta es tan coherente que no puede ser desechada como un sueño o un montaje,
y como no arrojando ninguna luz en absoluto sobre la naturaleza de la muerte. Y si en su con-
junto esta historia concuerda con la mía –la experiencia cercana a la muerte con la experiencia
de muerte presente– entonces apoya mi conclusión de que la muerte que yo tengo delibera-
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
damente ahora es al menos tan drástica, profunda y real como la muerte que pronto estaré
obligado a tener.
He aquí cinco áreas de acuerdo entre la experiencia de muerte presente y la experiencia
cercana a la Muerte: no libre de diferencias, es cierto, pero aún así altamente significativo13.
De hecho, encontraremos que las diferencias son también reveladoras.
13
Estoy especialmente endeudado aquí a Life After Life de R. A. Moody (1975) y a Reflections on Life After
Life de R. A. Moody (1977), New York. Bantam Books.
96
EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
son problemáticas y de que son como deben ser–. La experiencia de muerte presente,
por otra parte, es mucho menos un sentir que un ver, ver con suma claridad y certeza y
precisión en la propia Naturaleza Vacía de uno que es también la Naturaleza de todos
los seres: de modo que no hay nada en el mundo, pasado o presente o futuro, familiar o
infamiliar, que no sea conocido perfectamente, como es en realidad. Lo que cada uno es
en apariencia se revela cuando se requiere. Querer saber más que esto, no sería conoci-
miento sino un perturbador hacinamiento de saberes, de hecho un fardo imposible y fú-
til que sería mucho más una suerte de ignorancia que de conocimiento. (Por ejemplo, yo
no tengo ninguna necesidad de saber cómo es usted, mi querido lector, pero necesito sa-
ber qué es usted. Y lo descubro mirando justamente aquí, donde yo soy usted).
(IV) Tanto la experiencia de muerte presente como la experiencia cercana a la muerte co-
mienzan comúnmente con un viaje hacia la Luz. En la experiencia cercana a la muerte
uno puede tener la sensación de ir a través de un túnel («un túnel de círculos concéntri-
cos» de acuerdo con un informe14 –moviéndose, al parecer, rápidamente hacia fuera, a
un lugar distante. En la experiencia de muerte presente, por otro lado, el viaje es un rá-
pido movimiento hacia dentro, a través de círculos concéntricos, desde un lugar distante
al Centro mismo del ser de uno, un retorno a casa, un final a la propia Auto-alienación y
excentricidad de uno. (Véase, por ejemplo, el Capítulo 10, págs. 46-51 y las pruebas (I)
y (VII), págs. 31, 38).
(En cuanto a la luz misma, dudo que la experimentada en muchas experiencias cer-
canas a la muerte tenga mucho que ver con la Luz experimentada en la experiencia de
muerte presente por los Veedores. Concedido que, de todas las metáforas aplicadas a la
Consciencia que es nuestra Verdadera Naturaleza, la Luz es la favorita y la mejor; pero
es también la peor. La peor debido a que fomenta la confusión de esa naturaleza con la
sensación de luz –luz física para la que se pretende un estatuto metafísico: a saber, cuan-
to más brillante es el fotismo tanto más exaltado es espiritualmente. La Consciencia,
que todos nosotros conocemos debido a que la somos, no necesita y no es capaz de tras-
lación a ninguna parte de lo que ella es consciente, y ciertamente no es susceptible de
ser medida en vatios o en bujías. Ella no tiene ningún análogo. Decir que es de un orden
exclusivo suyo es ciertamente quedarse corto).
(V) Pueden encontrarse también muchos paralelos entre la experiencia cercana a la muerte
y la experiencia de muerte presente. No me estoy refiriendo ahora a las experiencias
14
Moody, Life After Life, pág. 36.
97
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
contadas (al parecer) prácticamente por todos los que vuelven del borde de la muerte,
sino solo por algunos. Incluyen una sensación de «no peso», «un sentido de expansión
sin límites», «una enorme vastedad de nada», «una tremenda paz y unidad», «un sentido
de estar en el centro de todas las cosas» y «una capacidad para adoptar un punto de vista
desinteresado sobre los seres amados sin sentirse culpable». Margo Grey escribe:
La mayoría de los Veedores, creo, confirmarían que todo esto –en algún grado y en un
momento u otro– podría ser la descripción de su propia experiencia.
Esta quíntuple lista, aunque en modo alguno exhaustiva, de las similitudes entre la expe-
riencia de muerte presente y la experiencia cercana a la muerte servirá para mi propósito, que
no es otro que indicar hasta qué punto la experiencia de ser impelido, por accidente o enfer-
medad, hasta el borde mismo de la muerte, se asemeja a la experiencia de escoger ir ahí en un
tiempo de ninguna crisis o emergencia, y de dejarse llevar sobre el borde dentro del Abismo
mismo.
Para resumir, pues, podríamos describir la experiencia cercana a la muerte y la experiencia
de muerte presente como operaciones diversas, pero relacionadas, de esa Pasmosa Gracia a la
que nos referíamos antes. Hay que poner en el crédito de la primera el hecho de que es esen-
cialmente eufórica, mientras que la segunda es esencialmente neutral, llana, acompañada sólo
en ocasiones por delicias místicas. Por otra parte, junto con estas indudables coincidencias
hay al menos cinco diferencias: (1) La experiencia cercana a la muerte es una «gracia» que
normalmente se concede solo una vez, al final de la vida, mientras que la experiencia de
muerte presente se concede tan a menudo en la vida como uno necesita y la busca; (2) la ex-
periencia cercana a la muerte es típicamente una visión de una Luz o Realidad exterior, mien-
tras que la experiencia de muerte presente invariablemente interioriza (o más bien es) Lo Que
ella ve; (3) la Experiencia cercana a la muerte abarca una secuencia de eventos en el tiempo
98
EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
mientras que la experiencia de muerte presente abarca lo Sin tiempo, lo Eterno; (4) la Expe-
riencia cercana a la muerte normalmente deja la cuestión de la identidad última de uno más o
menos sin resolver mientras que la experiencia de muerte presente no deja ninguna duda sobre
ella, y (5) la experiencia cercana a la muerte normalmente deja la cuestión conexa del destino
último de uno más o menos sin resolver, mientras que la experiencia de muerte presente lo
resuelve de una vez por todas: finalmente revela el engaño de la Muerte.
¿Gracia Pasmosa? Bien, inmediatamente después de escribir la sección precedente, me
aconteció hablar con mi amiga Sarah Naegle. Me dijo algo de ella de lo que yo no sabía nada:
que en 1968 después de una operación de pulmón que duró cuatro horas, se encontró flotando
cerca del techo de la habitación de recuperación y mirando abajo a su cuerpo y a las enferme-
ras que la atendían. Fue, decía Sarah, una experiencia agradable y enteramente sin dolor. Pero
era pálida comparada con la experiencia fuera-del-cuerpo que goza ahora, cuando gira la
flecha de su atención 180º y ve en las profundidades más hondas de su Naturaleza sin muerte.
Así pues, en lo que concierne a mi primera pregunta: ¿es esta experiencia de muerte pre-
sente, esta «muerte y resurrección» ahora por el simple ver dentro, la cosa real, la muerte real,
la resurrección real, la ida al Cielo real? La respuesta es SÍ. La experiencia cercana a la muer-
te llama a las puertas del Cielo y echa un vistazo dentro. La experiencia de muerte presente
entra.
Y ahora, a la segunda de las dos preguntas de este capítulo: si la experiencia de muerte
presente me lleva al instante a la verdadera vida después de la muerte, ¿qué hay en ella que
sea tan diferente de la vida antes de la muerte, tan especial, tan celestial? A primera vista,
nada; en realidad, todo. Ampliando esa respuesta, el resto de este capítulo está dedicado a
explorar la singularidad real y la realidad única del Cielo.
El Reino del Cielo es un país real con una localización precisa –exactamente a 180° (no a
175° o 185°) de la dirección en la que usted mira ahora–. De hecho, es muchísimo más real
que la Tierra. Aunque muy semejante a la Tierra en todos los aspectos, es lo opuesto mismo.
Todo en el lugar es raro. (¿O es la Tierra la que es rara, y el Cielo normal?) Para colmo, usted
no podría ser mejor bienvenido allí, pero el requerimiento para la residencia permanente (a
saber, el ver dentro sostenido) es tal que muy pocos cumplen con él.
Después de consignar las reglas de entrada al Cielo, exploraremos una relación de nueve
ámbitos en los que la vida allí es muy especial en verdad. El propósito es recordamos a noso-
tros mismos cómo entrar allí, qué buscar cuando estamos allí, y cómo adaptarse y establecerse
99
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Merece la pena comenzar con este hecho en sí mismo trivial por tres razones completa-
mente diferentes. Mantiene nuestra promesa de un Cielo que –muy lejos de parecerse a un
solemne y predecible y agonizantemente aburrido servicio clerical– está lleno de descubri-
mientos y de entretenimiento, un avance en la precisión en lugar de un abandono a la vague-
dad sagrada: pues la broma es que el Cielo está más a ras de tierra que la Tierra. Apunta dra-
máticamente al principio de que en todos los aspectos el Cielo es el revés, lo opuesto de la
Tierra. Y sirve para mostrar cuán difícil es ver lo que se muestra llanamente, cuán ciego a lo
evidente es normalmente el presunto inmigrante a este lugar.
Aquí se requiere una prueba. Si usted dibuja a alguien en la habitación, encuentra sus pies
en el fondo del dibujo, por supuesto. Y si en la misma hoja de papel continúa dibujándose a
15
Inversamente, la palabra hell [infierno] está emparentada con una vieja palabra germánica que significa
cubrir, ocultar.
100
EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
usted mismo, ¿qué encuentra …? Recuerde, en el Cielo usted puede no tener mucho de artista,
pero hace todo lo posible para registrar lo que está viendo, y no lo que está imaginando.
Para usted, aquí todo es asimetría. No hay ningún encuentro ojo-a-ojo, ningún enfrenta-
miento cara-a-cara, ninguna colisión frontal. Aquí nunca rechaza la cara que le está solicitan-
do, con un «No gracias, ya tengo una», y le da con la puerta en las narices. Usted no tiene ya
una, de modo que le da la bienvenida y la acoge –no debido a que es usted una persona ama-
ble (usted no es nada de tal, usted es Espacio para las personas) sino debido a que usted está
construido para amar, hecho de esa manera–. No es que mantenga abierta o con las cortinas
descorridas su puerta delantera, sino que jamás ha habido ninguna puerta ni cortina aquí: mire
y vea ahora –usted está abierto de par en par al viento y a todos los que vienen, está invadido,
ocupado–.
La diferencia práctica que este descubrimiento aporta a sus relaciones es inmensa y acu-
mulativa: de hecho, lo que resulta es que usted no está relacionado de ninguna manera con
nadie: usted es ese alguien. En contraste con el (pretendido) amor auto-interesado y sentimen-
tal y particularísimo que se cultiva tanto en la Tierra, éste es el verdadero amor del Cielo, y es
amor de todo. Aquí, el amor que no discrimina es la Naturaleza misma de uno.
Aquí, por ejemplo, usted puede mover instantáneamente a un lado o a otro aquella monta-
ña o ese sicomoro, o elevarlo hacia el cielo y bajarlo de nuevo, a voluntad y sin esfuerzo. En
la Tierra, todo lo que usted está haciendo es mover su cabeza de un lado a otro y de arriba a
abajo: aquí, usted no puede encontrar ninguna cabeza que mover. ¡Mire fuera de la ventana
ahora mismo, e invítese a uno o dos milagros celestiales! Y mire dentro y vea: ¿qué hay aquí
en el Centro justo donde usted es, sino el punto y eje inmóvil del mundo en giro? Y mire de
nuevo y vea cómo ese punto explota en el Espacio visiblemente sin límites que acoge todo el
movimiento del mundo pero que es en sí mismo inmóvil.
101
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Una sugerencia práctica: observe que, en la medida en que usted ve y reposa en su incon-
movible quietud, se fatiga cada vez menos, y se agita cada vez menos.
En la Tierra, las gentes le ojean a usted, y eso es inquietante. Detrás de esas «ventanas del
alma» acechan basiliscos o arpías, y nada es más separativo y alienante. Cualquier intento de
exorcizarlos –de normalizar los ojos y de verlos como no más acechantes que la nariz y las
cejas– está prohibido: a usted le dirán que está mirando a la gente como meros objetos y no
como sujetos, reduciéndolos a recortables de cartulina. Así pues, usted continúa obsesionado,
y sintiéndose incómodo, o aún peor.
En el Cielo es enteramente diferente. Ningún coco malvado le ojea amenazante a través de
esas minúsculas mirillas. Tampoco se transforma en hada buena o en amor-luz impersonal.
Los ojos aquí no son más que lo que llanamente son, globos de tejido gelatinoso. Y de hecho
sus propietarios son –según todas las apariencias– bastante parecidos a interesantes recorta-
bles de cartulina. Esto no significa que estén privados de subjetividad o de consciencia o de
espíritu. Muy al contrario. Lo que significa es que la totalidad de ese espíritu pertenece a su
lado de esos ojos, de esas caras. Y aquí es inconmensurablemente más vasto y más real y más
fácil de encontrar que antes. (Mirando a lo que es su lado de esta página ahora, al Espacio o
Capacidad Consciente que usted es, puede ver que no tiene ninguna etiqueta adherida o col-
gada con su nombre en él, ninguna marca de lavandería personal que lo identifique como suyo
y no como mío; y puede ver que es suficientemente grande y suficientemente claro y suficien-
temente impersonal y suficientemente despierto como para acoger a todos). Por consiguiente,
en el Cielo usted puede decir a todo aquel con quien se encuentra: «Aquí, yo estoy gozando
esa cara suya como mía. Aquí, le tengo a usted como objeto y soy usted como sujeto, y así
acojo tanto su apariencia como su realidad. ¿Qué podría ser más íntimo que esta doble intimi-
dad? ¿Cómo podría yo temerle a usted que es mí mismo?
102
EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
En el Cielo, ¿de dónde vienen sus vislumbres e ideas brillantes e intuiciones? ¿Quién ope-
ra sus luces rojas y verdes y ámbar? ¿Quién dispone lo que las gentes llaman «sus» decisio-
nes, ya sean grandes o pequeñas? Aquí, por más que busco, no puedo encontrar ningún dispo-
nedor o tomador de decisiones, ninguna idea o sentimientos o impresiones míos –ni brillantes
ni opacos– ninguna mente en absoluto: encuentro solo esta Consciencia o Despertar desnudo
que se ve como absolutamente vacío de conocimiento, inútil, incompetente, idiota. (No, no
estoy haciéndome el modesto, lo juro). Sin embargo, lo que se necesita brota de las profundi-
dades, justamente cuando debe. En el Cielo usted descubre esta mansa erupción desde el
Abismo. Póngala a prueba, aprenda a confiar en ella, y continúe reposándose en ella cada vez
más. Aquí está la inspiración que nunca falta para las no personas.
En la Tierra, por contraste, usted hace llamada o piensa que hace llamada o intenta hacer
llamada a sus propios recursos privados, los recursos de una persona, con los resultados que
cabría esperar. En el Cielo usted no tiene ni una clave, ni un recurso que pueda pretender su-
yo, y, no obstante, tiene todas las claves que pueda usar. Es como estar en el escenario del
mundo tocado de amnesia, pero maravillosamente apuntado desde el oscuro foso de la orques-
ta.
Aquí, usted llega a reconocer y a dar paso cada vez más a la habilidad práctica, al pasmoso
«saber-hacer», de la Fuente misma de las cosas. Cada vez más a Quien usted es, se le permite
cuidar de lo que usted es, sin obstrucciones. La técnica es muy simple y muy precisa –y en
modo alguno automática–. Es ésta: cualquier cosa a la que usted esté prestando atención ahí,
usted presta atención también al Que atiende aquí, de modo que su ver es tanto hacia dentro
como hacia fuera. Usted se ve a usted mismo como Espacio para todo eso –para esas manos o
pies ocupados en su asunto, para ese escalpelo o pincel o arco o cincel o pluma extrañamente
hábiles, animados por el Virtuoso real–. En cada vez menos circunstancias usted deja de per-
cibir al Perceptor-Adepto, hasta que eventualmente es imposible hacerlo. Y gradualmente
deviene patente que éste es el verdadero Uno que tiene el último «saber hacer», el arte «impo-
sible» de ser su propio Origen e Inventor, de ver su propia emergencia inagotable, por ningu-
103
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
na razón y sin ninguna ayuda, de la mera nada y el caos vacío. En el Cielo, entregarse cons-
cientemente a este Experto es asegurar (no hay que sorprenderse de ello) que todo cuanto se
hace, desde la más humilde de las faenas a la más sublime obra de arte, se hace mejor –más
fácilmente, más rápidamente y más agradablemente– de lo que se haría en la Tierra, donde es
solo una mera persona la que tiene el sentido de estar haciéndolo.
Pruébelo y vea. Es para probar, también, que aquí en el Cielo no hay ningún trabajo abu-
rrido, ninguna rutina que esté por debajo de la propia dignidad de uno y que sea una pérdida
del valioso tiempo y atención de uno. Si yo encuentro mi trabajo interesante o no depende
mucho más de la identidad del trabajador que de la naturaleza de ese trabajo.
En la Tierra, incluso el más rico magnate es miserablemente pobre. Ahí, poseer cosas es
ser una cosa rodeada por una colección de otras cosas. Usted es siempre sólo esta única cosa,
enfrentada y externa y separada de todas las demás, y más a menudo que lo contrario, mucho
más la propiedad de ellas que su propietario. ¿Qué negocio hay que no tenga a su jefe cauti-
vo? Incluso su mano no tiene la moneda más de lo que la moneda le tiene a usted: esto no es
tener en absoluto, sino mera proximidad. Las cosas son pobres cosas, pobres pequeñas cosas.
En el Cielo, todo es a la inversa. Usted es rico por naturaleza, usted está construido según
ese modelo generoso, y naturalmente da la bienvenida con los brazos abiertos y con amplio
acomodo a todo lo que se presenta. En la Tierra usted es un algo que es solo una cosa; en el
Cielo usted es una nada que es todo.
Póngalo de otra manera: en la Tierra usted está empobrecido debido a que ha sido robado,
completamente saqueado. Su riqueza le ha sido arrebatada, enajenada y ocultada en lugares
remotos adonde no puede llegarse, ha sido distanciada de usted. Sus estrellas y su Sol y su
Luna, sus montañas y árboles y animales y gentes, incluso sus brazos y tronco y piernas le son
robados, arrebatados de aquí a ahí. En la Tierra, ¿qué es más real que esta dimensión de la
distancia y más ruinoso también? Una convención útil –aprendida en la infancia con dificultad
pero pronto (erigida a la fuerza contra toda evidencia) elevada al rango de verdad incuestio-
nada– que empobrece miserablemente a todos. El Gran Robo pasa inadvertido. Y sin embar-
go, el astrónomo no es inconsciente del hecho de que la estrella que él estudia y fotografía se
da exactamente donde él es, está presente en su observatorio, mientras que el cuerpo celeste
que se alega que está ahí fuera a años luz de distancia puede muy bien haberse apagado hace
104
EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
años. Las estrellas o las montañas o los árboles o las manos, todo lo que yo veo lo veo aquí:
incluso la fisiología de la visión me certifica este hecho16. Si los científicos de la Tierra se
tomaran su trabajo en serio aquí, se encontrarían a sí mismos, aun fuera de servicio, repentina
e inconmensurablemente enriquecidos17.
He aquí una prueba, para descubrir si usted está o no en el Cielo. Como siempre, hay dos
condiciones: usted tiene que hacerla, y tiene que confiar en lo que descubra.
Marque, a lo largo del borde superior de la cubierta de este libro, seis unidades, y en el
lomo ponga un cero. (Usted no tiene que hacer esto: en lugar de ello basta con que imagine las
marcas).
Sostenga el libro al nivel de los ojos y lea la distancia –de 1 a 6 unidades– entre dos per-
sonas o dos objetos.
Ahora gire lentamente el libro unos 45°, observando cómo se contraen esas unidades… si-
ga girando el libro hasta ponerlo de canto. Entonces lea la distancia entre usted y el objeto.
Descubra de la misma manera cuán lejos está de usted cualquier otro objeto. Podría ser
una estrella, una montaña, su propia mano…
16
Mi Science of the 1st Person, Nacton, Ipswich, Shollond Publications, 1974, págs. 24, 25, trata de esto.
17
Estrictamente hablando, el único fallo del Gran Robo es que no es suficientemente grande. No llega, ¡ay! a
limpiarme completamente. Compadecido, me deja con una cosa fatal aquí –mi cabeza-prisión, en la que estoy
condenado a morir. Ahora bien, si yo le dejo completar su tarea y aliviarme de eso, quitarme eso, y depositarlo
ahí a dos metros de distancia en esa otra sala de baño, retenerlo ahí detrás de ese espejo, entonces todo está muy
bien. Libre al fin del estrecho confinamiento en la cárcel de este cuerpo-cabeza-cara, yo soy ahora sin límites,
crecido, súbitamente inmenso y tan vasto que me extiendo a todas mis posesiones, desde las manos hasta los
remotos universos. Todos son míos de nuevo. Ni un centímetro me separa de mis tesoros. Como ocurre tan a
menudo, son las medias medidas las que me atan a la Tierra: basta ir hasta el límite y subo al Cielo.
105
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
¿Puede usted ahora confirmar con gozo la exclamación de Traherne (cambiando su pasado
–de él– por su presente –de usted–)?
Las calles eran mías, el templo era mío, las gentes eran mías, sus vestidos y oro y plata
eran míos, así como sus brillantes ojos, sus tersas pieles y sus rubicundas caras. Los cielos
eran míos, y también lo eran el sol y la luna y las estrellas, y todo el mundo era mío, y yo
el único espectador y gozador de él.
Tome el precio de un viaje en avión. En la Tierra usted paga 200 euros por el viaje desde
A a B. Más bien caro se dice usted, cuando piensa lo que el vuelo le cuesta a la aerolínea y lo
compara con sus 200 euros multiplicados por 100, que estima que es el número de sus com-
pañeros de viaje. ¿Cuesta la operación tanto como 20.000 euros, piensa usted vagamente?
Ahora tome la misma operación en el Cielo. Aquí su cálculo es completamente diferente –
considerando todo el costo del vuelo como gastado únicamente en usted, y no repartiéndolo
entre sus compañeros de viaje–. Usted no tiene ninguno. Si mira a su alrededor en el avión, ve
a todas esas pequeñas gentes (pequeñísimas hacia la cola) cada uno con una cabeza sobre sus
hombros y ocupando sólo un asiento. Incluso los pasajeros de primera clase están apretujados,
hechos un paquete. ¡Cuán diferentes son de usted –de usted que ocupa y llena todo el interior–
! Por todas partes usted tiene más sitio del que necesita, y detrás de usted es el espacio infini-
to. Secretamente y sin formalidades, usted ha fletado ese avión. Además, al mirar desde una
ventanilla, ve que no le están llevando en vuelo desde A a B sino que usted está perfectamente
inmóvil, y que la totalidad de la región de abajo es la que está en movimiento. Sí, real y ver-
daderamente en movimiento: como su videocámara –que no miente ni fantasea– está dispues-
ta a confirmar.
Sume entonces lo que está obteniendo por sus mezquinos 200 euros. Si algún sentimiento
tiene en el Cielo, es la gratitud. Agudamente observador y lleno de aprecio por lo que de
hecho se le está dando, usted es consciente de que ni a los reyes ni a las reinas se les concede
un trato tan preferencial, de que se les acomoda mucho menos generosamente, de que se les
atiende mucho menos cuidadosamente. Cuanto más mira usted para ver lo que de hecho está
pasando y cuanto más realista es, tanto más encuentra que todo el Cielo está dedicado a su
106
EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
servicio. Crecientemente se hace patente que usted es el único para quien el sol brilla, el vien-
to sopla, los ríos corren, los pájaros cantan, las plantas florecen, los aviones vuelan, y todas
esas queridas pequeñas gentes en el avión representan un espectáculo tan fascinante –jugando
cada uno su papel con perfección absoluta–.
Usted es también como un niño pequeño que es incapaz de resistir a lo que se da, y que no
tiene otra alternativa que confiar en ello. Aquí, aceptándose a usted mismo como se descubre,
no tiene vergüenza de admitir cualesquiera facultades que le acontezca encontrarse ejercitan-
do. Por ejemplo, usted nota que cuando las gentes abren y cierran sus ojos todo lo que ocurre
es que un par de pequeñas persianas suben y bajan: mientras que cuando usted lo hace…
Bien, ¿exactamente qué acontece, y a qué, y de qué envergadura, y cuán extenso es el aconte-
cimiento? En lugar de estar tan seguro de que lo sabe, le ruego que dedique un momento o dos
a mirar estas preguntas…
Este pequeño (¿o tremendo?) experimento trata de ponerle a usted a tono, de introducirle a
sus poderes. No: trata más bien de recordárselos. Hubo un tiempo, antes de que a usted se le
ridiculizara y se menospreciara al Cielo, en que usted los ejercía libremente.
A lo largo de la descripción de la vida en el Cielo que precede se ha asumido que usted
tiene algún tipo de compañía allí. Y la tiene, en un cierto sentido y en un cierto nivel. Pero en
el sentido más verdadero y en el nivel más elevado usted es la indivisible Consciencia o YO
SOY o la Primera Persona del Singular que es absolutamente Solo –una conclusión a la que
esta indagación no cesa de llevarnos–. (Y, después de todo, éste es el realismo más sobrio, la
humildad frente a la evidencia, decirlo como es en lugar de mentir sobre ello. Busque a su
alrededor durante un millón de años, explore el universo, pruebe con todos los instrumentos, y
en ninguna parte y en ningún tiempo encontrará un vislumbre de consciencia, de una voluntad
que no sea su voluntad, un atisbo de un atisbo de algún otro YO SOY. Jamás encontrará usted
nada ni nadie que se asemeje, por muy vaga y oscuramente que sea, a este Auto-Ser suyo: es
absolutamente único, incomparable, indescriptible. En la verdad de Dios, todo Dios es justa-
mente donde usted es ahora, y en ninguna otra parte. YO SOY es uno. No hay ningún segun-
do YO SOY que le haga sombra a usted, que suscite la más mínima oposición. Todo es como
usted lo quiere debido a que usted es Quien es).
He aquí, entonces, la más crucial, la más exacta de todas nuestras pruebas:
107
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Si en este momento hay algo que usted se siente incapaz de admitir, si le están acontecien-
do cosas que no puede aceptar, si existe para usted un extraño, una tercera persona, una oposi-
ción, un algo o un alguien que usted no quiere ser, a cuyo respecto usted se lava las manos,
contra quien usted se levanta o simplemente no le importa nada –entonces usted está cierta-
mente en compañía terrenal, entre aquellos que están atados a la Tierra y que perecen–.
Por otra parte, si nada de esto es verdadero para usted; si usted no es indiferente a ninguna
lágrima ni gemido, si toma en serio la totalidad de la terrible historia del sufrimiento de la
Tierra, aunque sin hacerse cargo de las ilusiones que multiplican esas lágrimas y quejidos; si
en este momento usted puede sentirse omniabarcante y omnirresponsable y omniperdonador y
omniperdonado; si finalmente usted y su inclinación y su absoluto gozo es regocijarse en su
Absoluto Ser Único (Único por inclusión, no por exclusión), entonces usted es ese Solitario,
esa Felicidad Sin Muerte. Naturalmente.
Y naturalmente, usted es todopoderoso. No todopoderoso en el sentido de que pueda erigir
un universo modelo en el que haya amor sin indiferencia ni odio, coraje sin peligro ni miedo,
bondad sin maldad, belleza sin tristeza ni fealdad, vida sin muerte. No: usted no puede hacer
estas mejoras en mayor medida que hacer negra la cal o silenciosos los ruidos. La lista de las
cosas que ni siquiera usted puede hacer es inacabable. Sin embargo, usted es todopoderoso en
el sentido de que, al aceptar la coexistencia y el choque de opuestos como el precio (un precio
terriblemente alto, pero no prohibitivo) del cosmos, usted le dice un todopoderoso ¡SÍ! a todo
ello, SÍ completamente a todo y a pesar de todo, SÍ debido a que esto (en todos sus pasmosos
y terribles y amables detalles) es lo que usted es, y SÍ debido a que usted quiere lo que usted
es.
Brevemente, usted ha pasado su propia prueba. Usted es el único Poder. En el reino del
Cielo usted es el Rey.
108
EL MUNDO DESPUÉS DE LA MUERTE
es demolida; solo aquí se establece el firme cimiento del amor no sentimental e incondicional;
solo aquí se aseguran la tranquilidad y la estabilidad y el fin del miedo; solo aquí se revela el
secreto de la inspiración infalible, junto con el de la eficiencia ordinaria y el agrado en el tra-
bajo; solo aquí se liberan súbitamente la inagotable riqueza y liberalidad del mundo real; solo
aquí el poder y la gloria, que, en el fondo de su corazón, uno siempre supo que tenía, se en-
cuentra que son verdaderamente propios de uno: corrección, propios de UNO. La respuesta a
todos los problemas que suscita o suscitará la Tierra se encuentra que está en el Cielo –el Cie-
lo de la verdadera Naturaleza de Uno– incluso para cuestiones tan triviales como una timidez
incapacitante. (Una cuestión no tan trivial en la vida del joven Douglas E. Harding).
Por decirlo llanamente, el Cielo es real y funciona. Es un buen lugar para estar. Si usted
quiere hacer un buen viaje, gire 180°. Entonces encontrará que usted ya está muerto a la vida
vieja y resucitado en la nueva, en el Reino del Cielo Evidente, y que usted jamás ha estado en
ninguna otra parte.
109
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
18
La Tierra es toda cháchara, el Cielo mira para ver. Cuando la Tierra mira, es para manipu-
lar. El lenguaje del Cielo, que se toma tiempo para inclinarse a la evidencia y valorarla, no
está desesperadamente ansioso de manejarla y cambiarla en una forma explotable18.
En el capítulo anterior hemos visto algunos ejemplos de cómo la Tierra habla insensateces,
llevándonos arteramente engañados desde el esplendor y practicabilidad de lo que nosotros
vemos al interior de la dañina oscuridad de lo que nosotros creemos que vemos; y de cómo el
Cielo habla con sensatez, llevándonos a nuestros sentidos de nuevo y dándonos la bienvenida
a los gozos sensatos y a la seguridad del Hogar. En este capítulo expondremos algunos de los
18
Por decirlo de otra manera, lo que nosotros llamamos el habla de la Tierra es un galimatías, una red de en-
gaños y vaguedades y pretensiones lingüísticas que el Cielo corta de raíz. Indicios de un corte tan radical –o al
menos de su posibilidad y de la necesidad de él– aparecen en los escritos de destacados lingüistas. He aquí dos
ejemplos:
Benjamin Lee Whorf; «El hombre natural, bien sea ordinario o científico, no sabe más de las fuerzas lingüís-
ticas que pesan sobre él que el salvaje de las fuerzas gravitatorias… Uno de los pasos adelante importantes para
el conocimiento occidental es el reexamen de los trasfondos lingüísticos de su pensamiento, y por supuesto de
todo pensamiento» (la cursiva es mía).
Y John B. Carroll; «Uno se pregunta, ciertamente, qué hace a la noción de la relatividad lingüística tan fas-
cinante incluso para el no especialista. Quizás es la sugerencia de que toda su vida uno ha estado engañado, sin
saberlo, por la estructura del lenguaje e introducido en una cierta manera de percibir la realidad, con la implica-
ción de que la consciencia de este engaño le permitirá a uno ver el mundo con un conocimiento nuevo». Lo cual
–muy aproximadamente– es la tesis y el programa de este capítulo.
(John B. Carroll (ed), Language Thought and Reality: Selected Writings of Benjamin Lee Whorf Cambridge,
Mass. MIT Press, 1956, págs. 97, 247, 251).
110
EL LENGUAJE DESPUÉS DE LA MUERTE
ejemplos más notables del lenguaje de la Tierra, que nos llevan al que más importa de todos –
al tema de la Muerte misma–.
A modo de guías, he aquí cuatro proposiciones básicas sobre el lenguaje celeste y el len-
guaje terrestre en general, y sobre el uso de la primera persona en particular:
(1) El lenguaje del Cielo, aunque usa el vocabulario de la Tierra, difiere de éste radicalmen-
te en tanto que no tiene ninguna primera persona del plural sino solo la Primera Persona
del Singular, ningún «nosotros» sino solo «Yo».
(2) El «Yo» celeste es muy diferente del yo terrestre. Este último es uno de muchos, es pro-
nunciado por todos los humanos, y lo es en un sentido completamente falso: mientras
que el verdadero y eterno «Yo» es único, pronunciado no por una primera persona sino
por la Primera Persona, por el único Uno que realmente es y está autorizado a decir YO
SOY, por el Solo. De hecho, mi «yo» terrestre no es más que una conveniencia lingüís-
tica pasajera, un título de cortesía auto-adjudicado que no hay que tomar más en serio
que los de Señor don Douglas E. Harding y Querido señor Harding en una carta de
amenaza de procedimientos legales.
(3) Es habitual mi sustitución del verdadero «Yo» por este falso «yo» –degradando así a la
Primera Persona a una tercera persona– el cual me hipnotiza y me hace ver y habitar en
el mundo «a ras de tierra» de la pretensión social.
(4) Yo puedo pasar desde mi «yo» terrestre a mi «Yo» celeste, desde mi primera persona
falsa y temporal a mi Primera Persona verdadera y eterna, solo a través de la Muerte. No
a través de esa muerte futura que es un proceso exteriormente visible de quiebra de la
vitalidad y de disolución en un material algo más primitivo, no vivo, sino a través de es-
te morir súbito, interiormente visible y total, ahora: es decir, mirando dentro y compro-
bando que ya ni una partícula de materia ni un susurro de mente sobrevive justamente
aquí. Mi vida de resurrección como la Primera Persona del Singular no es la vida de una
persona resucitada: tiene que ser esta vida absolutamente nueva que es la de Dios. Ser
salvado es ser Él. «Quienquiera que entra en la ciudad del Amor», dice Jami, «encuentra
sitio ahí solo para Uno». Para ser admitido en el Cielo tengo que atreverme a ser su Ú-
nico habitante, a compartir su «Yo» y a hablar su lenguaje.
El resto de este capítulo está dedicado a dar forma y contenido definidos a estas afirma-
ciones –sobre el principio de que (contrariamente a la opinión popular) el Cielo está interesa-
111
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
do en esa llaneza de hechos precisa y concreta que requiere verificación, y no en esa vaga
espiritualidad que es en su mayor parte cháchara nebulosa y verborrea–.
Esta verdadera Primera Persona del Singular que Yo soy es única. Yo soy excepcional
siempre y en todos los respectos. He aquí cinco ejemplos:
(I) Yo digo «él camina» y «yo camino», e imagino que, debido a que los predicados de
estas dos sentencias son el mismo, los hechos deben también ser los mismos: mientras que el
cambio del sujeto de «él» a «yo» cambia los hechos –la experiencia a la cual se refieren– to-
talmente. Yo veo que cuando él camina por el campo nada más se mueve: ninguno de los ar-
bustos, postes señalizadores, árboles, cabañas y demás es absorbido en su caminar; todo lo
que acontece es que –comenzando ya pequeño– él se hace cada vez más pequeño a medida
que se aleja, hasta que deviene un punto. Suponiendo ahora que yo decido salir a caminar,
¿qué acontece? Cuando digo que Yo camino, de hecho no me muevo en absoluto: es el campo
el que lo hace, de muchas diferentes maneras simultáneamente. Toda la escena, desde ese
activo par de piernas ahí abajo hasta aquellas montañas allá en la lejana distancia, están mo-
viéndose en medio de mi inmovilidad. Si yo estoy en la «hipnosis» humana normal, si yo es-
toy diciéndome las mentiras habituales –pasando por alto la inmensa diferencia entre él y yo
mismo, entre todos los demás y Mí mismo, retrotrayéndome desde la Primera Persona a la
tercera persona, cosificándome a mí mismo– entonces todo mi caminar y correr y danzar y
conducir está enturbiado y embotado con el engaño y yo pierdo la intensidad y maravilla de la
ocasión. Yo empequeñezco un magnífico y real acontecimiento único al tamaño de un imagi-
nario y trivial acontecimiento local, y perturbo su paz central real con una agitación imagina-
ria. Y naturalmente, me fatigo mucho antes.
(II) De nuevo, sin darme cuenta y en un único sentido yo digo «él come» y «yo como» y –
mezclando los inmiscibles– «nosotros comemos». A menos que yo sea un niño incontamina-
do por el lenguaje, o un Veedor semejante a un niño, pretendo que hay solo una única manera
de comer alrededor de la mesa –la manera que quita todo el sabor a la comida–. ¡Qué ascetis-
mo gratuito, qué puritanismo engañoso practican los humanos! Yo solo tengo que despertar y
fiarme de mis sentidos para ver al instante la inmensa diferencia –la excitante, inmensa, e
hilarante diferencia– entre la manera de comer que consiste en introducir sustancias ajenas
dentro de las hendiduras dentadas en esas pequeñas y sólidas esferas (donde ellas permanecen
enteramente insípidas) y la otra manera que consiste en introducir sustancias similares en esta
112
EL LENGUAJE DESPUÉS DE LA MUERTE
vasta Cavidad o Buche (donde su color y forma son mágicamente transformados en una in-
acabable variedad de sutiles y deliciosos sabores). Yo juro que mi alimento es doblemente
sabroso cuando no aparto mi atención de su viaje adentro (debido a que ya estoy pendiente de
la próxima cucharada) sino que lo sigo hasta su destino. La atención durante las comidas es la
más picante y sabrosa de las salsas, que garantiza elevar los mas simples tentempiés o sopas
cuaresmales al rango de un festín de gourmet.
(III) Echemos ahora una mirada al sueño, que proporciona mi siguiente ejemplo de la más
fundamental –y más resistida– de las leyes de la Naturaleza, a saber: la Primera persona es lo
opuesto de la tercera en todos los aspectos.
Las vaguedades (menos cortésmente, los juegos, los trucos) comprendidos en la «inocen-
te» frase nosotros dormimos son especialmente confusas y confundidoras –y especialmente
relevantes para esta investigación de la Muerte–.
Pero inmediatamente que veo lo que yo veo, en lugar de ver lo que he sido enseñado a ver,
la confusión se aclara, y el inmenso contraste entre «él duerme» y «yo duermo» deviene per-
fectamente evidente. Por una parte, «él duerme» significa que «sus párpados caen y seguida-
mente se cierran y permanecen cerrados, sus movimientos están detenidos, su respiración se
ralentiza y se serena, ronca ocasionalmente y no responde cuando le hablo». Por otra parte,
«yo duermo» no significa nada para mí, es un sin sentido. «Yo he dormido», sin embargo, sí
que tiene sentido, provisto que ello signifique exactamente algo como esto: «La habitación
estaba oscura, yo me sentía cansado y mi reloj marcaba las once y media, y caminé descalzo
en pijama hasta el supermercado donde no pude encontrar nada de lo que quería, y mi reloj
marcaba las siete y cuarto y la habitación estaba iluminada, y me sentía bien». Justamente una
cosa después de otra, y entre ellas ningún «lapso de consciencia» cualquiera que sea.
Por supuesto, es conveniente decir: «Yo he dormido bien, y he soñado que iba al super-
mercado», en lugar de aburrir a las gentes con un recital tan enrevesado y personal. Pero
cuando es una conveniencia adquirida a expensas de la verdad, ello es un mal negocio. Casi
siempre «yo he dormido» es tomado como implicando «yo perdí la consciencia». O –más
detalladamente– «yo soy mi consciencia», así como el cuerpo y el cerebro que la suscitan;
pero, a diferencia de ellos, la consciencia viene y va constantemente. No solo ella comienza
en el nacimiento y acaba en la muerte, sino que parte durante algunas horas cada noche; y
ocasionalmente también durante el día –como cuando echo un sueñecito, o tengo un desmayo,
o se me administra un anestésico–. En una palabra, «yo soy intermitente». Hasta que no veo la
evidencia, ésta es la implicación dada por hecho, la mentira que me digo a mí mismo, cada
113
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
vez que digo «yo he dormido». La misma mentira que los «epilépticos» se dicen a sí mismos
cada vez que imaginan que pierden la consciencia, o que son epilépticos. Si veo el engaño de
estas «pequeñas muertes» de todo tipo, entonces estoy bien encaminado para ver el engaño de
la Gran Muerte.
En anteriores capítulos he encontrado fuertes indicaciones de que intrínsecamente yo soy
sin tiempo. Ahora tengo evidencias adicionales, de un tipo muy diferente, al mismo efecto. Lo
que era para mí una piadosa absurdidad –la antigua doctrina de que en el sueño sin sueños
(una no-experiencia si alguna vez ha habido alguna) yo experimento lo Último y llego a Lo
Que yo soy– repentinamente deviene plenamente significativa: llego a lo Sin Tiempo, el Eter-
no Instante sin duración y por ello mismo sin lapsos. Una vez más, es un caso de confiar en lo
claramente dado tanto como desconfío de las doctrinas sobre ello: entonces todo deviene cla-
ro.
(IV) Estos tres ejemplos de los incontables trucos sucios que empleo conmigo mismo –
creer lo que se me dice que veo y no creer lo que veo19– obstaculizan y debilitan mucho, pero
difícilmente son desastrosos. Yo puedo continuar con el engaño de que yo –Yo, Primera Per-
sona del Singular– me muevo en un mundo estable, de que doy de comer a mi cara, e incluso
de que soy intermitente como la luminaria de un faro, una llama que es apagada regularmente.
Pero cuando llega el momento de entender lo que acontece cuando él muere como mi clave
para entender lo que acontece cuando yo muero, estoy en un verdadero problema. En un sen-
tido muy real soy un suicida.
De hecho, una vez que me atrevo a confiar en la evidencia, el contraste entre estos dos no
podría ser más pasmoso. Cuando él muere, ¿qué ocurre? Sus ojos se cierran, su respiración se
detiene, su cuerpo se enfría y se pone rígido y pronto comienza a oler. Cuando yo muera ¿qué
19
Sorprendentemente pocos Veedores han visto claramente esta multifacética supresión de lo dado, este ra-
dical y omnipenetrante autoengaño –equivalente a la ceguera o alucinación histérica– que la sociedad exige
como precio para ser miembro de ella. Y por lo que yo sé casi nadie lo ha comprendido en detalle. Yo sospecho
que Jesús lo comprendió. (A pesar de la incomprensión de sus discípulos, indicaciones de esto sobreviven en los
evangelios. Por ejemplo, él parece haber enseñado que nosotros no entraremos en el reino hasta que, volviendo
hacia nosotros la flecha de nuestra atención, seamos lo suficientemente humildes como para devenir como niños
pequeños de nuevo –inocentes cuyo ojo es simple y cuyo cuerpo está disuelto en Luz. Cf. Capítulo 8 (1) y Capí-
tulo 9 (III) de este libro, y Mateo, 6:22; 10:3-4). Huang-po (fi. 800) resume así toda la cuestión: «El necio duda
de lo que ve, no de lo que piensa; el sabio duda de lo que piensa, no de lo que ve». Él nos conmina: «Observa las
cosas como son, y no prestes atención a las demás gentes». Y William Blake, un verdadero Veedor, tiene estos
pasajes: «El que duda de lo que ve nunca creerá, haz lo que te plazca». «No hay ningún límite a la luz en el seno
del Hombre para siempre de eternidad en eternidad». «Jesús supone que todas las cosas son evidentes para el
niño y para el pobre e iletrado. Tal es el Evangelio». (Geoffrey Keynes, Blake, Oxford Universíty Press, 1979,
págs. 433, 670, 774).
114
EL LENGUAJE DESPUÉS DE LA MUERTE
ocurrirá? No tengo que esperar para verlo. Está a mi alcance hacerlo ahora, mirando dentro y
viendo una vez más que aquí no hay ni una sola de las características y atributos familiares de
Douglas E. Harding –es decir, revisitando este lugar donde él está ya enteramente muerto y
desaparecido. ¿Y quién queda justamente aquí para hacer este descubrimiento de descubri-
mientos? ¿Quién es el que está presente en la muerte? ¿Quién sino el Solo Sin muerte? YO
SOY queda, absolutamente inafectado, invulnerable, infinitamente más allá del alcance de la
vida y de la muerte, y sin embargo acogiendo todo lo que vive y muere. Yo no creo una pala-
bra de todo esto: yo lo veo, con ese verdadero tipo de ver que no necesita confiar en nada.
(V) No es necesario decir mucho más sobre nuestro último ejemplo de la incompatibilidad
entre la Primera Persona y la tercera, a saber, la sobrecogedora diferencia entre «yo nazco» y
«él nace». Solo «él nace» tiene sentido. Esta Consciencia que yo soy, sin fin o interrupción, se
experimenta a Sí misma también sin comienzo. Eso es lo que yo encuentro, y nadie está en
situación de contradecirme –o, quizá debería decir, para contradecir-La–.
Y de hecho, la mecánica del nacimiento no me deja ninguna excusa para confundirme a mí
mismo como tercera persona con Mí mismo como Primera Persona: absolutamente ninguna
excusa para confundir el primero, que llegó todo ensangrentado y llorando «entre heces y ori-
na», con el segundo que llega sin tiempo, todo luminoso y sereno, desde el Inmaculado Abis-
mo, saliendo de la virginal Matriz Cósmica. (Aún más desagradable por supuesto –por no
decir sucia– es la mecánica de la concepción, en la que el esperma, careciendo de un conducto
propio, tiene que compartirlo con el de la orina). Solo una Providencia dada al humor negro, y
dispuesta a llegar a cualquier extremo para distinguir la Primera Persona que yo soy de la ter-
cera persona que parezco, podría haber ideado un contraste tan chocante –y tan ineludible–.
¡Pero cuán escapistas somos! ¿Hay algún hecho del que no podamos hablar?
Permítaseme tratar de aclarar esta dicotomía fundamental, esta división entre mi solitaria
Realidad central y sus múltiples apariencias regionales, en un lenguaje menos engañoso y
menos verboso y en un escenario menos restringido –el del mandala o modelo de cebolla–. Es
decir, permítaseme mostrarla en el mapa del observador que se acerca a mí. Viniendo desde el
espacio exterior, a través de la vastedad de mis regiones astronómicas y geográficas «su-
prahumanas», el observador llega a (g) –mi región «humana», a un solo metro más o menos
de Mí,
115
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
que estoy en el Centro de todas mis regiones. Aquí, en (g) él ve un ser «existente, divisible,
sólido, vivo y humano» llamado Douglas Harding, junto con un montón de seres similares.
Desde aquí él se mueve hacia dentro (f) a unos pocos milímetros de Mí, al lugar donde Dou-
glas Harding es reemplazado visiblemente por una célula (digamos una célula de piel) que es
«existente, divisible, sólida y viva» pero que (palabra justa) está lejos de ser humana. Y pro-
sigue así hasta (e), donde la célula de piel es reemplazada por una molécula (digamos una
molécula de aminoácido) que es «existente, divisible y sólida», pero está lejos de estar viva.
Entonces prosigue hasta (d), donde la molécula es reemplazada por un átomo (digamos un
átomo de carbono) que es «existente y divisible» pero está lejos de ser sólido –de hecho, es
casi completamente espacio–. Entonces prosigue hasta (c), donde el átomo es reemplazado
por una partícula (digamos un protón) cuya «existencia y divisibilidad separada» es dudosa20.
Entonces prosigue hasta (b), donde la partícula es reemplazada por quarks –entidades especu-
lativas cuya existencia es en verdad muy dudosa–. Además, en esta región el tiempo mismo
está puesto en cuestión21.
20
En los niveles más elevados «es una buena aproximación decir que “las cosas constan de partes” pero el
mundo subatómico no puede ser descompuesto en partes constitutivas… La totalidad del universo aparece como
una red dinámica de modelos de energía inseparables» (Capra, The Tao of Physics, Londres, Fontana, 1983,
págs. 90. 92).
«En física cuántica el observador interactúa tanto con el sistema que las partículas interactivas no pueden ser
pensadas como teniendo existencia separada» (Niels Bohr, 1927).
21
«A la velocidad de la luz el tiempo permanece inmóvil; para un fotón el Big Bang [origen del universo] y
el presente son el mismo tiempo. Por lo tanto, el universo está conectado por una red de radiación electromagné-
tica que “ve” todo a la vez» (John Gribbin, In Search of Schrödinger’s Cat, Londres, Transworld Publications,
1985, págs. 160-189).
116
EL LENGUAJE DESPUÉS DE LA MUERTE
Es significativo que algunos amigos budistas, aunque felices de que se les recuerde que
ellos son absolutamente vacío, son menos felices cuando se les señala que de ello se sigue que
están vacíos de vida, absolutamente inertes. Es significativo también que nuestro experimento
sobre la Inmovilidad (usted se recordará rotando sobre el sitio mientras notaba que de hecho
no era usted sino la habitación la que estaba rotando) es el más propenso a ser resistido, lle-
gando a generar a veces mucho enfado y miedo. Como Hubert Benoit ha observado, la propia
inmovilidad de uno es más aterradora aún que la oscuridad –y es natural que así sea, pues el
movimiento es el criterio de la vida–. Dirigidas hacia fuera a esas cosas móviles, las flechas
22
La espiritualidad oriental comprende muy bien el vacío esencial de las cosas, pero deja a la ciencia occi-
dental verificar y demostrar el detalle concreto. Obsérvese, por ejemplo, cuán bien concuerda nuestro diagrama
con las palabras de Sri Nisargadatta Maharaj: «Cuando comprenda que los nombres y formas son sólo conchas
vacías sin ningún contenido, y que lo que es real es sin nombre y sin forma, pura energía de vida y luz de cons-
ciencia, usted estará en paz, inmerso en el profundo silencio de la realidad».
117
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
de la atención de uno le dejan a uno indemne; dirigidas hacia dentro a esta Nada inmóvil, son
invariablemente fatales. No hay que sorprenderse, entonces, de que el giro de 180º hacia la
Inmovilidad resulte terrorífico. Y no hay que sorprenderse tampoco de que, en el Infierno de
Dante, el tormento más severo no sea el hecho de girar envuelto en rugientes llamas sino ser
atrapado en un sólido bloque de hielo para siempre. Lucifer, el orgulloso e hiperactivo padre
de las mentiras, al tomar obstinadamente la Inmovilidad absoluta por la Muerte absoluta –y no
también por la Fuente de la Vida misma– atrae sobre sí su propio castigo.
Todo lo que se necesita para librarme de este hechizo diabólico es simplemente veracidad,
humildad frente a lo dado, a lo clamorosamente obvio. (Una vez que me he aceptado y fami-
liarizado conmigo mismo como el Kutub o Eje del mundo móvil, encuentro sorprendente có-
mo pudo ser que me cegara a mi absoluta inmovilidad ni siquiera por un momento). Con solo
mirar, con solo atreverme a fiarme de mis sentidos, tengo que admitir con Wallace Stevens
(en su poema «La Roca») que «Es una ilusión que nosotros hayamos estado nunca vivos».
Entonces puedo continuar descubriendo con Steven Levine (en su conmovedor y valioso li-
bro, ¿Quién muere?) que «cuando nosotros nos damos cuenta de que ya estamos muertos,
nuestras prioridades cambian, nuestros corazones se abren». La Inmovilidad bienvenida aquí
es una Muerte que trae al mundo vida y amor.
«La noción de que yo estoy muerto como una piedra va demasiado lejos, es más de lo que
puedo admitir», puede usted protestar. «¡Es un insulto a mí, y al sentido común!»
Bien puede resultar que el sentido común no sea tan ofendido, replico yo. Si hay un pro-
blema aquí es más bien que uno no es suficientemente dado al sentido común, que uno es de-
masiado ingenioso y sofisticado.
Al comienzo de toda esta investigación yo señalaba esa certeza, la más ineludible de todas
–el hecho de sentido común de que usted y yo estamos alineados en la fila de la muerte a la
espera de ejecución–. Solo tres detalles menores de ese horrendo evento –primero, el medio
por el que el golpe de gracia será administrado; segundo, la fecha y hora exacta; tercero, la
manera y el estado de ánimo de la muerte de uno– solo estos detalles son hasta ahora desco-
nocidos.
Y ahora, mucho más adelante en la investigación, yo me encuentro preguntándome insis-
tentemente: ¿son desconocidos? Y respondiendo aún más insistentemente: si es así, ésa es mi
elección. Ella me pertenece. Yo descubro que puedo resolver los tres ahora mismo.
Tomo primero los muchos medios posibles de ejecución. Ninguno es tan completamente
súbito y seguro, tan dramáticamente final, como el hacha del decapitador o la guillotina. ¿Qué
118
EL LENGUAJE DESPUÉS DE LA MUERTE
podría ser más despiadado y punzantemente auto-evidente que el hecho de que perder la pro-
pia cabeza es perder la propia vida? Por otra parte, ello es sólo sentido común.
He aquí la prueba. Yo estiro mis piernas, miro hacia abajo y asumo lo que veo:
Y me digo que los decapitados están perfectamente a salvo. Nadie puede ser guillotinado
dos veces. Los decapitados nunca mueren. Es tan simple como eso, tan de sentido común co-
mo eso, tan crítico como eso.
En cuanto a la fecha y hora de mi ejecución, ¿no la he establecido como precisamente
ahora? Y la manera de mi morir –¿cómo se siente la muerte, cuál es el estado de espíritu de
uno en ese momento?–. Bien, le corresponde a usted y a mí decirlo, ahora.
¿Y no concluiría maravillosamente este ejercicio de sentido común encontrar que perder
su cabeza es encontrar su corazón? De hecho, durante mucho tiempo yo fui tan testarudo, tan
dominado por la cabeza, tan fría y calculadoramente sesudo, que mi corazón de natural cálido
no tuvo ninguna oportunidad. Bien, ¿qué acontece cuando yo «vivo la vida sin cabeza»? Ten-
go que constatar un (muy necesitado) incremento de ternura.
«¡Todo esto es invalidado por un hecho básico», puedo casi escucharle decir a usted, «el
hecho de que todavía tengo una cabeza aquí sobre estos hombros. Yo puedo sentirla. Estoy
tocando la cosa ahora mismo!»
119
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
En otras palabras (respondo) usted habla como un ser humano y por consecuencia usted es
un ser humano. Y los seres humanos están convencidos de que, sin excepción, tienen cabezas
–tan convencidos están que jamás se les ocurre poner en duda el hecho–. YO TENGO UNA
CABEZA es ciertamente tan fundamental a la condición humana, tan «obvio», tan por su-
puesto, que (casi) nadie repara en mencionarlo, y no digamos nada de cuestionarlo –con el
resultado de que la idea permanece fija en el trasfondo de la consciencia–. Los humanos están
convencidos de que tienen cabezas constantes y de que no hay ninguna necesidad de decirlo;
mientras que, debido a que ellos no caminan, o comen, o mueren constantemente, necesitan
decir «yo camino, yo como», y demás, según la ocasión lo requiera –con el resultado de que
estas actividades vienen a un primer plano de la consciencia–. Sin embargo, esta asunción
«Yo no soy excepcional, yo tengo una cabeza aquí exactamente igual que ésos ahí» es preci-
samente el mismo tipo de insensatez que asumir que mi comer, caminar, dormir o morir son
exactamente iguales a los que yo le veo hacer a usted. De hecho, esta asunción subyace a to-
dos los incontables ejemplos de supresión de la Primera Persona, de igualación de la expe-
riencia de uno de esta Primera Persona con la experiencia de uno de esas segunda y tercera
personas. He aquí el «pecado original», la «caída del Paraíso», el error específicamente
humano, la pretensión fatal (o, si usted prefiere, el gran salto cuántico, el golpe de genio ima-
ginativo, la invención brillante) sobre el que se basan todos ellos. YO TENGO UNA
CABEZA no es ciertamente una aserción trivial. Bien sea explícita o implícita, constituye
toda la diferencia. Ello equivale a decir YO SOY HUMANO. Lo cual equivale a admitir YO
MORIRÉ Y ESO SERÁ MI FIN. Todos cuantos están alineados en la cola de la muerte espe-
rando la ejecución tienen cabezas sobre sus hombros.
La cuestión es: ¿Soy yo igual? ¿Es ésa mi experiencia o es sólo imaginación? ¿Soy yo uno
de los condenados? Veamos. Usted es invitado –respetuosamente exhortado– a juntarse a mí
en el siguiente experimento:
Atento a mi lenguaje, comienzo definiendo lo que es una cabeza. Mi diccionario la define
como «la parte más alta de un cuerpo, y que consta de cráneo, cerebro, cara, boca, orejas, et-
cétera». (¿Puedo considerar que usted acepta esta definición?) Ahora, comenzando desde cero
con una mente abierta, tengo que determinar si yo tengo una cosa tal –o algo que se le parez-
ca– sobre la parte más alta de este cuerpo.
Toco mis orejas… ¡Eso ya es falso! Eso es charla deplorablemente vaga. ¿Qué orejas?…
Comencemos de nuevo:
Tengo una sensación táctil con la que relaciono la idea de una oreja derecha, y otra con la
que relaciono la idea de una oreja izquierda. Según la evidencia presente, ¿cuán lejos están
120
EL LENGUAJE DESPUÉS DE LA MUERTE
ellas una de otra? Yo estoy sorprendido de descubrir que la distancia que percibo entre ellas
es inmensa, tan lejos como el este del oeste; o como ninguna distancia en absoluto, de manera
que ellas se funden en una sola sensación; o como alguna dimensión finita entre estos dos
extremos. ¿Y qué ocupa, de nuevo según la evidencia presente, esta oquedad tan extrañamen-
te elástica? Encuentro que puedo ver sus contenidos como espacio completamente vacío, o
también como esta escena ricamente compleja, como este amplio, amplio mundo que ahora
está de cara a mí, que es mi «cara» ahora mismo. Y estoy completamente seguro de esto:
siempre que estoy atento, lo que encuentro justamente aquí entre mis «orejas» y sobre mis
hombros, no podría ser más desemejante de lo que mi diccionario llama una cabeza. Y, como
comprobación, llevo a cabo otros experimentos similares –tales como explorar la oquedad
entre este «tocar la coronilla de mi sensación de cabeza», y este «tocar mi sensación de barbi-
lla»– con resultados similares. Sinceramente intento, e intento, e intento nuevamente, restituir
mi «cabeza pre-ejecución» aquí sobre estos hombros (esto es charla insensata también, por
supuesto), y fracaso en todas las ocasiones. De hecho, estoy obligado a inventar una palabra:
¡no es que yo esté decapitado, sino que yo jamás he estado «capitado»!
Es suficiente por lo que toca a mis descubrimientos. ¿Cuáles son los de usted? Por favor,
lleve a cabo estos mismos experimentos una vez más y, mientras cuida de que su lenguaje
acompañe a su experiencia, dígase exactamente lo que descubre. Y, mirando a su alrededor a
esas gentes (incluyendo el que hay en su espejo) decida si usted ha logrado encontrar o re-
construir sobre sus propios hombros un objeto, una cosa, un cofre, una coronilla, una pelota
de carne, una hogaza, algún tipo de fundamento que dé pie a la comparación con esas esferas
pilosas, de una sola pieza, tridimensionales, dotadas de color, sólidas y opacas que coronan
cada uno de esos cuerpos. Y finalmente, habiendo hecho el mejor trabajo de construcción de
una cabeza que usted pueda, diga si ha tomado residencia en ella, y si está dispuesto a decirle
al mundo cómo es ella por dentro.
Bien, por mi parte estoy encantado de decir que todo este trabajo de construcción de una
cabeza es completamente imaginario, todo castillos en el aire, todo fantasía. Yo hablaba –me
hablaba a mí mismo– desde de ella. Pero si ella fuera real, sería mi muerte.
En el Jardín del Edén antes de la Caída, Adán era Espacio para Eva, Eva era Espacio para
Adán. Ellos intercambiaban sus caras en la perfecta asimetría prehumana. Entonces una terce-
ra parte intervino –la astuta Serpiente desde cuyo punto de vista Adán y Eva estaban cara a
cara, en colisión frontal– y la Serpiente les habló para que compartieran su punto de vista.
Ella les inició en el arte específicamente humano y fatal de la imaginaria simetría entre la
121
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
primera persona y la tercera persona, de distanciarse de uno mismo y mirar atrás a uno mismo
«a través de los ojos de los otros», de auto-cosificarse a uno mismo, de cambiar lo que uno es
a cero metros por lo que uno parece ser a un metro, de la auto-alienación.
En otras palabras, el fruto prohibido que Eva dio a Adán fue esa gran manzana de su cabe-
za. Ya no más espacio vacío para ella, él se erigía ahora contra ella. O así lo supuso él. El re-
sultado de este «conocimiento» fatal, como se predijo, era la muerte. El que tiene una cabeza,
muere.
Ésta es en pocas palabras la historia de nuestra especie, que comienza atrás en la prehisto-
ria cuando algún miembro altamente imaginativo de ella surgió con una nueva y poderosa
magia, un conjuro extremadamente complicado. Tender la mano y coger esa cabeza de las
profundidades del agua serena y quieta, escurrirla y secarla, llevarla hacia arriba, agrandarla
en el camino, darle la vuelta, plantarla encima de este tronco, fundir la sensación de ella aquí
con la visión de ella ahí en el agua, y por último comenzar a hacer gestos y ruidos apropiados
–hablar– acordemente. Una hazaña completamente «imposible» de magia ancestral recapitu-
lada en la propia vida individual de uno, en la medida en que el bebé sin cabeza, aprendiendo
el mismo conjunto de trucos con espejos en lugar de aguas quietas, y con mucha más charla,
deviene una persona con cabeza y cae del Paraíso. O llamémosla, en lugar de meros trucos,
esa pasmosa invención-convención que no cabe duda de que en el pasado ha justificado toda
su falta de inocencia y autoengaño innumerables veces, convirtiendo mágicamente (repito
mágicamente) un animal inconsciente en un humano consciente de sí mismo. Pero toda magia
rebota; ella es arriesgada y cara. ¿Y el costo, en este caso? El mito del Edén lo predijo en ge-
neral, nuestros periódicos se suman a él a diario con terroríficos detalles, y sus columnas obi-
tuarias nos recuerdan el ajuste de cuentas final.
La historia del Antiguo Testamento, tan lejos de toda alegría, es ciertamente profunda. Y
también lo es su secuela mucho más feliz del Nuevo Testamento. Aquí la promesa es que
«mientras que en Adán morimos todos, así en Cristo todos seremos hechos vivos» –vivos en
el Cristo Universal y Eterno que es la Única Cabeza del Cuerpo con sus innumerables miem-
bros, la Única Luz Verdadera que ilumina a todo hombre y mujer que viene al mundo–.
¿Qué es esta historia bíblica sino una versión poética y pintoresca –y para muchos una
versión atractiva y fácilmente asimilada– de las conclusiones a las que hemos llegado aquí y
expresado en un lenguaje más astringente?
En este capítulo he ejemplificado el tipo de cosa que acontece cuando, muriendo ahora a
mi naturaleza terrestre, yo renazco en mi Naturaleza celeste: Yo cambio («de») identidad a la
122
EL LENGUAJE DESPUÉS DE LA MUERTE
única Primera Persona del Singular que no es otro que Dios mismo, y yo hablo su lenguaje.
Viviendo ahora en el Cielo como Él más bien que con Él, hablo con sensatez y anuncio la
verdad de Dios en lugar de las fantasías y mentiras flagrantes del hombre. Y entonces encuen-
tro que, al mismo tiempo que esta vida de resurrección no es más que la vida del hombre y el
mundo, también es esa vida vuelta del revés, enteramente transfigurada, como ella es real-
mente.
¿Dejaré que un mal uso del lenguaje descuidado e inesencial me ciegue y entontezca, me
someta a centenares de engaños, me haga caer del Cielo a la Tierra, de la Deidad a la humani-
dad y me introduzca en una vida presente y una muerte futura llenas de oscuras incertidum-
bres? ¿O haré uso del lenguaje sensata y honestamente a fin de que me conduzca a través de
la muerte ahora mismo a la Clara Luz del Vacío, esta Verdadera Luz de Consciencia que YO
SOY, que está justamente aquí para verla? ¿Haré un uso tan malo del lenguaje de modo que lo
mejor que pueda esperar sea una luminosa y bella experiencia cercana a la muerte en el futu-
ro, seguida por –qué–? ¿O lo usaré de tal modo que tenga esa experiencia de muerte presente
que al instante se abre en la Eternidad? ¿Experiencia cercana a la muerte o experiencia de
muerte presente –cuál será–?
Al decidir en favor de la experiencia de muerte presente, yo no debería olvidar el costo.
Esta experiencia de muerte presente no es una opción barata, y ciertamente no es charla vacía
e inofensiva o mera manera de hablar, sino mortalmente seria. Rumi no exagera cuando dice:
«Aquellos que son sin cabeza debido a la pobreza espiritual están cien veces más aniquilados
que los que están muertos».
Por otra parte, es esta Última Muerte la que desemboca instantáneamente en la Última Vi-
da, La Vida Eterna, Ahora.
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Pero todo esto es, sin embargo, demasiado abstracto, demasiado verboso. La ciencia post-
mortem, la ciencia de la Primera Persona del Singular, no es nada reducida a un mero progra-
ma, a un inofensivo tópico para la discusión. Puesta en operación, lo pone todo patas arriba, lo
pone todo del revés. Lo que acontece en la práctica es que nosotros damos un giro de 180°
súbito –pero enteramente seguro– en la dirección, de otro modo letal, de la propia vida de uno
antes de que sea demasiado tarde. O iniciamos una revolución interior y no violenta que hace
que Trotsky parezca un burgués. O explotamos la bomba infra-nuclear que destruye todas las
bombas. Aquí –para cambiar de metáfora nuevamente– tenemos una apertura cuyo potencial
multifacético es ilimitado. Si hemos encontrado que es la necesitadísima apertura en el campo
de la tanatología –en la ciencia, pura y aplicada, de la muerte– esto se debe a que su campo
real es mucho más amplio que ése. La dificultad, de hecho, es encontrar un apartado de nues-
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LA CIENCIA DESPUÉS DE LA MUERTE
tra vida que no amenace –o prometa– trastornarla, y que finalmente la transforme radicalmen-
te.
He aquí unos pocos ejemplos: en biología evolutiva esta apertura se manifiesta como una
mutación en nuestra especie y no como una mera variación: pues la historia interior de los
Veedores es lo opuesto diametralmente de la de los no-veedores –con marcado efecto sobre el
comportamiento–. En sociología y política esta apertura emerge como el único remedio para
la confrontación –la mentira de la simetría de la primera persona y la tercera persona, de mi
oposición frontal a usted– que envenena nuestra vida a todos los niveles y amenaza con aca-
bar con ella enteramente23. En psicoterapia esta apertura resulta ser nuestra única cura real –a
saber, la visión de doble dirección consciente de nuestras mentes perturbadas desde la No-
mente no perturbada aquí que es su Fuente–. En religión espiritual (alias misticismo de vía
negativa o la Filosofía Perenne) esta apertura es ese redescubrimiento de lo evidente24, esa
humildad frente a la evidencia, ese fiarnos de nuestros sentidos, lo cual a la postre confirma,
rectifica, completa, asienta, y actualiza vívidamente las intuiciones de esos exaltados Veedo-
res que tienen tendencia a desdeñar el mundo inferior –el mundo común e impuro de las vistas
y sonidos, de los sabores y olores– juzgado indigno de su atención. En educación…
Pero es innecesario continuar. Basta recordar al lector que todo esto, también, es para du-
darlo, sopesarlo, probarlo. Créame, aténgase a lo que yo digo, y usted ya se ha extraviado.
Pero siga su propia guía, confíe en lo Que usted es, haga ese giro de 180° hacia su Sí mismo,
y vea si usted no ha hecho ya la gran apertura, si no es ya un experto en la ciencia de su pro-
pio Origen Sin Muerte, la Ciencia de la Primera Persona del Singular.
Y recordemos que nosotros no estamos desafiando ni uno solo de los descubrimientos es-
tablecidos de la ciencia terrestre, ni interfiriendo en su campo en absoluto. En particular, nues-
tra ciencia de la Primera persona o Sujeto no está diciendo nada sobre la muerte que la ciencia
de la segunda y tercera personas y objetos pueda tener ya en su haber, por no decir nada de
rebatirlo. Nuestra ciencia está completamente de acuerdo en que usted (la segunda persona)
morirá, que él (tercera persona) morirá; y se limita a afirmar que YO (la Primera Persona del
Singular sobre quien la ciencia ordinaria no tiene nada que decir) no moriré nunca.
Lo mismo que la ciencia del objeto refleja fielmente la naturaleza temporal de la tercera
persona, así también la ciencia del Sujeto refleja fielmente la naturaleza sin tiempo de la Pri-
mera Persona –con consecuencias que son absurdas– o bien inevitables y apropiadas y muy
23
En «The face game» y «Confrontation, the game people play» he desarrollado este tema.
24
Ver mi On Having No Head, Zen and the Re-discovery of the Obvious, Londres, Arkana, 1986.
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
significativas –de acuerdo con su punto de vista (de usted)–. Para ilustrar esto –mostrando
cuán radicalmente conforma mis actitudes mi profunda convicción de que yo soy sin muerte–
debo regresar a mi curioso grupo de hechos tocados anteriormente en esta investigación: yo
me encuentro a mí mismo repasando las columnas obituarias, notando complacidamente las
muertes de los que son más jóvenes que yo, así como las de los que son de mi misma edad, al
tiempo que nunca imagino mi propio nombre ahí tan pronto; me encuentro a mí mismo mi-
rando alrededor compasivamente a las personas viejas –algunos de ellos mucho más jóvenes
que el que yo veo en mi espejo– y pensando quizá en cuán poco tiempo les queda (¡a diferen-
cia de mí, créalo o no!); me encuentro a mí mismo contando el racimo de velas en la tarta de
cumpleaños de mis amigos, sin tener en cuenta el bosque de la mía; me encuentro a mí mismo
no sintiendo ni un día más cerca la muerte de lo que la sentía a los veinte años, a pesar de mis
crecientes achaques. Y así sucesivamente –¡como si la vida fuera una condición terminal para
todo el mundo excepto para mí mismo!–. En todo tipo de circunstancias mi sentido de perdu-
rabilidad –mi certeza de que yo, sólo yo, no moriré– es evidente.
¿Es esto sólo una muestra irónica de ese rechazo popular a mirar de frente a la muerte que
(como veíamos más atrás) marca nuestra cultura? ¿Es esta extraña autosatisfacción –esta apa-
rente serenidad frente a la muerte– simplemente el signo del comienzo de la senilidad? ¿O es
ella una misericordiosa provisión de la Naturaleza, una piadosa ilusión acordada a Douglas E.
Harding para las últimas etapas de su vida, de la misma manera que la estimulante ilusión del
éxito futuro –éxito sin mezcla de fracaso– le fue acordada en las primeras etapas? ¿Es ella
sólo eso y nada más? ¿Es ella autoengaño? ¿O es ella Auto-revelación?
La Primera Persona del Singular responde alto y claro: evidentemente ello es autoengaño
cuando se aplica a él, a esa tercera persona; Auto-revelación cuando se aplica a MÍ.
Esta invitación viene a usted y a mí de MÍ: «Vuelva a Casa desde su tercera persona peri-
férica a su Primera Persona central. Entre desde ese “él” mortal ahí en su espejo a este “YO”
sin muerte aquí enfrente de él. Y sea el “MÍ” eterno que usted ya es».
«Porque “yo” soy la resurrección y la vida, y todo aquel que ve y cree en “MÍ ” no morirá
nunca».
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esencial, crucial, la única cosa necesaria –simple ver en la Naturaleza sin tiempo, sin cualida-
des, vacía justamente aquí–. Sin embargo, si este ver es un mero ver impersonal en profundi-
dades impersonales, no es suficiente. El no tiene garra, me deja frío, no es sentido en el cora-
zón. Aunque este ver demuestra ampliamente, y me persuade más allá de toda duda, de que
Esto es lo que yo soy, no atrapa mi adhesión total. Hay algo muy profundo en mí que resiste a
las generalidades y generalizaciones y al olor mismo de las abstracciones, y que insiste en una
perdurabilidad concreta y específica y desvergonzadamente personal. ¡Ella tiene que ser mía!
¡Sí, lo sé: yo soy egocéntrico, engreído, codicioso! ¡Soy egoísta, y no hay nada que pueda
hacer –o proponerme hacer– al respecto! Pues no es bueno en absoluto barrer esta cosa ruda
debajo de la alfombra, o tratar de reprimir al irreprimible ego (el intento solo lo exacerbaría en
maneras muy malsanas), o tratar de empequeñecerlo mediante disciplinas auto-negadoras, las
cuales solo cambiarían un ego decentemente franco y secular por un ego indecentemente san-
to («Yo soy un santo, usted es un pecador. Yo estoy iluminado, usted está en la oscuridad»).
¿Qué más, después de todo, es este regañadísimo ego, este ansia personal, este voraz apetito,
esta confianza egoísta? ¿Qué es sino un rudo nombre para la vitalidad, la energía, las ganas de
vivir? ¿Y qué es la falta de él sino el cansancio del mundo y el tipo enteramente equivocado
de «morir antes de morir»? ¡Ciertamente sí! Pero, sin embargo, este ego mío según se presen-
ta no coopera en absoluto: es ingobernable, es mi perturbación. Yo no puedo vivir con él ni
tampoco vivir sin él. Lo que hay de malo en él no es que sea malo, sino que es inmaduro y no
completamente él mismo. Falta algo. El ego, muy ciertamente, necesita corrección –para ter-
minarle, no para empequeñecerle: necesita ser extendido hasta el límite y completado–. (Esto
es enteramente diferente de inflarle. Como hemos notado más atrás, la subordinación de la
egoidad individual de uno hasta el punto de la identificación con su clan, iglesia, raza, sexo,
patria, nación o dios, no es auto-desvanecimiento sino auto-engrandecimiento e inflación del
ego; y casi siempre lleva a una desesperada perturbación debida al sí mismo ampliado, por no
decir nada del mundo). No cabe duda de que la Prashna Upanishad tiene razón, y que «el sí
mismo personal y el Sí mismo impersonal, imperecedero y último son uno». Sin embargo, el
sí mismo o ego ordinario y no regenerado no es ni suficientemente personal ni está suficien-
temente auto-centrado. Ese yo soy falso, todavía no total, que es no esencial, que es un preten-
cioso equívoco se erige en competición con otros falsos yo soy, hasta que finalmente la verdad
amanece, y él emprende realizarse a sí mismo como el Único Ego, el solitario YO SOY, o (en
el poderoso y tajante lenguaje de Eckhart) como la Divinidad que es la única verdaderamente
Personal, la única que puede decir YO SOY. Por otra parte –por esa divina y exacta lógica
que los lógicos sofisticados describen como paradoja– este último Ego es también el último
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
No ego, esta Superpersona es también enteramente impersonal, esta cumbre suprema de Auto-
importancia es también el más profundo Valle de Humillación, esta perfección de Auto-amor
se derrama necesariamente incluso sobre lo menos amable, esta única Soledad no es Ella
misma sin lo más miserable de la población del mundo por todas partes y siempre. Una vez
más, el maestro Eckhart lo dice: «Las alturas de la Divinidad no son nada sino las profundida-
des de la humildad». Y así también el Maestro del Maestro Eckhart, el que pudo describirse a
sí mismo como «de corazón manso y humilde», no obstante anuncia sin el más mínimo temor:
«Antes de que Abraham fuera, YO SOY».
Todo esto yo lo sé bien, al menos cuando estoy bien despierto. Y lo siento también, al me-
nos cuando estoy bien. Pero mis preguntas finales a mí mismo son éstas: ¿Siento yo así mi vía
dentro de este Ego verdadero y completado, me identifico así con ese solitario YO SOY, de
manera que en mis entrañas estoy más cierto, mucho más cierto de ser este Uno que de ser
Douglas E. Harding? ¿A qué nombre respondería yo instintivamente si ambos fueran pronun-
ciados? ¿Tomo este infinitamente mayestático YO SOY mucho más personalmente de lo que
tomo ese misérrimo yo soy, con el resultado de que, lejos de trascender lo personal (para obe-
decer a algún código moral o conformarme a alguna espiritualidad abstracta y exangüe) yo
realizo al fin su esencia misma? ¿Es esa realización supremamente personal la misma que
llevo al Buda que predicaba el no ego (anatta) a exclamar: «¡Por encima y por debajo de los
cielos, solo yo soy el venerado!»? ¿Y al autor del Ashtavakra Gita que se describe a sí mismo
como «libre de ego», a anunciar: «¡Maravilla de Yo Soy! ¡Adoración a Mí, que no conozco
declive y que sobrevivo a la destrucción del mundo!»?
Estas preguntas son ciertamente tan personales que no vendría a cuento extenderse en ellas
aquí, excepto para mencionar qué es lo que me empuja de hecho sobre el borde de yo soy
Douglas E. Harding entre otros mortales al abismo de YO SOY SIEMPRE. Ello es pasmo.
No pasmo de lo que yo soy sino pasmo de que yo soy, sin ningún por qué. Pasmo ante la Au-
to-originación del Uno, sin ninguna ayuda externa y sin ninguna razón, desde la oscura noche
del mero caos y el no ser y la inanidad. Pasmo ante esta Consciencia que «imposiblemente» se
promueve a sí misma desde NADA ES y YO NO SOY a SÓLO YO SOY, y lo hace así no
allá lejos y hace mucho tiempo y de una vez por todas, sino continua y ahora mismo y justa-
mente aquí. Pasmo de que no hay lo que «debe haber», lo que es «natural» y «razonable» –a
saber, nada en absoluto, ni una mota de polvo, ni un temblor de consciencia–. Pasmo y grati-
tud y felicidad, finalmente, de que hay solo Uno que puede pensar y sentir y hablar de esta
manera, solo Uno que puede sentir este pasmo, pues la noción de que Douglas E. Harding
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
Esta posdata está dirigida al lector cristiano que esté escandalizado por todo intento de
acortar –y mucho menos de cerrar– la inmensa oquedad entre Creador y criatura. Y al lector
no cristiano que admita estar completamente condicionado por nuestra monolítica cultura cris-
tiana de cientos de siglos, con sus imperativos y prohibiciones dados por establecidos.
Un amplio número de «heréticos» han sido quemados vivos por proclamar mucho menos
de lo que yo he proclamado en este capítulo. ¡Pero algunos venerados cristianos «ortodoxos»
han proclamado tanto –o aún más– y escaparon indemnes! Uno de éstos fue el beato Jan van
Ruysbroeck (1293-1381) quien, habiendo sido cuidadoso en la execración de todo el que pre-
tendía ver y ser Dios fácil y barato y según sus propios términos, escribe así:
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
palabra: cara y querida. De una manera u otra, ella le cuesta a usted su vida: él lo dijo así, yo
lo digo así, y a su propia manera horrible la Santa Inquisición también lo dijo así. En otros
términos: Viendo que todo excepto Dios, perece, la única salvación para usted es ser él. ¡No
un cambio de identidad para el timorato o el tibio! Usted tiene que morir por ello. Ahora.
Para concluir, he aquí una nota más personal: confieso que con frecuencia, a lo largo de
toda mi vida de adulto, me he encontrado a mí mismo utilizando el vocabulario evangélico de
mi infancia:
¡S.O.S. … S.O.S. … Ésta es mi Llamada de Socorro… Estoy perdido, ahogándome en es-
te océano proceloso…!
La señal fuerte responde: ¡Abandona el barco! Arrójate a ese océano proceloso…! Él es el
océano. Ser salvado es ser Él.
Oh sí: ¡SER SALVADO ES SER ÉL!
Como Georges MacDonald lo dice: «Todo lo que no es Dios es muerte».
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LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE
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Epílogo
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EPÍLOGO
Al mirar DENTRO, ahora mismo, veo mi Naturaleza eterna con indescriptible brillo y cer-
teza. Yo no la comprendo, yo no la creo, yo no la siento, yo no la tomo en serio, yo no la
pienso. Yo veo. Incluso esta frase de dos palabras es demasiado larga. ¡Ver! Es todo.
No hay que imaginar que volverse hacia esta Nada imperecedera es darle la espalda a ese
mundo de las cosas que perecen, cesar de estar con él, implicado, atento. ¡Todo lo contrario!
Cuando no estoy atento al Espacio que les doy aquí, no alcanzo a verlas. Pero cuando miro
«solo» a este Espacio las tengo dadas en él por añadidura, debido a que el Espacio está siem-
pre y absolutamente unido con sus contenidos. Buscando fuera, tengo apenas la mitad de la
historia; mirando dentro la tengo toda. Mirando dentro, veo, percibo, pienso, siento, hago todo
desde su Origen, lo experimento como sostenido por su Origen, como viniendo de su Origen.
De manera que todas las cosas tienen el perfume de su Fuente, están bañadas y refrescadas
por su Fuente, son hechas perfectas por su Fuente.
No se trata de que, para beneficiarme plenamente de este ver dentro esencial ahora mismo,
no sea necesario acordarme de los más sutiles y extraños descubrimientos de esta investiga-
ción, o recordar una parte cualquiera de ella, o aun traer a la superficie mi profunda convic-
ción de que yo soy sin muerte debido a que soy el Uno y Solo Uno, el Solo. No. Se trata de
que es necesario decir adiós a todo eso por el momento, dejarlo en paz, y simplemente
MIRAR QUIÉN ES AQUÍ.
Ésa es la única cosa que usted y yo necesitamos hacer, la única cosa que usted y yo pode-
mos hacer siempre, la única cosa que usted y yo no podemos hacer mal.
Y así resulta que mi tarea final es una tarea fácil. Una sistemática y verbosa conclusión de
esta investigación en mi muerte sería absurda, pues ella solo podría contradecir la verdadera e
inefable conclusión de todo el asunto.
ÉSTE es mi gatha, mi epitafio, mi lápida:
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DISEÑO PARA UN FUNERAL
Apéndice
Las siguientes propuestas para un funeral –el tipo de ritos últimos sugeridos por nuestros
descubrimientos en este libro– probablemente atraerán más particularmente a los amigos que
vienen de un trasfondo cristiano. Sin embargo, pueden ser fácilmente modificadas siguiendo
líneas budistas, vedantistas o francamente seculares. Su espíritu, su intención general es lo
que importa; la forma carece de importancia.
Los afligidos –no, llamémosles amigos– se juntan para llevar a cabo unas pocas de nues-
tras pruebas, a modo de preparación. «Despedir la mortalidad» e «Investir la inmortalidad»
(págs. 38-41) serían buenas de incluir.
(II) EN EL FUNERAL
Con el ataúd en el centro, un amigo les lee el siguiente texto de san Pablo (1 Cor. 15, con-
densado) mientras cada uno observa (o, mejor) señala a lo que está siendo aludido. (Por ejem-
plo, suponiendo que ello fuera mi funeral y usted estuviera asistiendo a él, cuando el texto
dice: «La cosa que se siembra es perecedera» usted apunta al ataúd ahí y cuando el texto dice:
«Lo que es resucitado es imperecedero», usted se apunta a usted mismo –a Usted mismo, a la
Nada aquí que ve que usted es, esta Capacidad o Espíritu Consciente que es en todo tanto mío
como suyo, que es el Mí REAL, la Primera Persona del Singular, ahora, que todos nosotros
compartimos):
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DISEÑO PARA UN FUNERAL
¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón? ¡Oh tumba!, ¿dónde está tu victoria?
Jesús dijo: «Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo está lleno de Luz, no hay ningún lugar os-
curo». En una ocasión posterior, partió pan y dijo: «Tomad y comed. Esto es mi cuerpo».
Consecutivo al funeral hay una comida de celebración y comunión, en la que el alimento
es comido y el vino es bebido en memoria del difunto. Mucho más que esto: por un milagro
de transustanciación ella deviene el difunto.
Pues él tenía dos cuerpos –el cuerpo aparente de carne y sangre que ha sido desechado, y
el cuerpo verdadero lleno de Luz–.
Alrededor de la mesa, los amigos asisten y gozan su comer y su beber, observando dónde
va cada bocado y qué ocurre con él. Ellos le ven cambiarse en esta Inmensidad agudamente
consciente, transparente, luminosa…, que no es otra que el difunto. ¡Difunto ciertamente! Él
es la historia interior, la Realidad de todos los presentes.
Finalmente, los amigos hacen un círculo con sus caras hacia dentro. Si son más de dieci-
séis entonces hacen dos círculos. Un amigo da instrucciones, siguiendo estas líneas:
Rodeaos con vuestros brazos unos a otros y estrechaos, haciendo el círculo tan pequeño
como podáis.
Mirad abajo a ese pedazo de suelo… rodeado por ese anillo de cuerpos sin cabeza…
Mirad dentro de ese reino de nacimiento y envejecimiento y muerte, desde este reino de no
nacimiento ni envejecimiento ni muerte…
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DISEÑO PARA UN FUNERAL
Mirad abajo desde este Cielo que aunque infinitamente elevado y claro y auto-luminoso y
sin cambio, no solo abraza sino que es esa escena terrenal que es tan superficial y limitada y
siempre cambiante…
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