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El Conejo de La Luna

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EL CONEJO DE LA LUNA
 

Quetzalcóatl, el dios grande y bueno, se fue a viajar


una vez por el mundo en figura de hombre. Como
había caminado todo un día, a la caída de la tarde se
sintió fatigado y con hambre. Pero todavía siguió
caminando, caminando, hasta que las estrellas
comenzaron a brillar y la luna se asomó a la
ventana de los cielos. Entonces se sentó a la orilla
del camino, y estaba allí descansando, cuando vio a
un conejito que había salido a cenar.
-¿Qué estás comiendo?, - le preguntó.
-Estoy comiendo zacate. ¿Quieres un poco?
-Gracias, pero yo no como zacate.
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Morirme tal vez de hambre y de sed.
El conejito se acercó a Quetzalcóatl y le dijo;
-Mira, yo no soy más que un conejito, pero si tienes
hambre, cómeme, estoy aquí.
Entonces el dios acarició al conejito y le dijo:
-Tú no serás más que un conejito, pero todo el
mundo, para siempre, se ha de acordar de ti.
Y lo levantó alto, muy alto, hasta la luna, donde
quedó estampada la figura del conejo. Después el
dios lo bajó a la tierra y le dijo:
-Ahí tienes tu retrato en luz, para todos los hombres
y para todos los tiempos.

Los Conejitos de colores


 

        Había una mamá coneja que tenía muchos


conejitos. Todos eran muy blancos. Y también, como
todos los niños eran muy juguetones y un poquito
locos. Así que siempre estaban jugando por el campo.
      Pero un día todo el paisaje apareció también
blanco. ¡Había nevado!. y la mamá coneja, cuando fue
a buscar a sus pequeños no los podía encontrar porque
como eran blancos, se confundían con la nieve.
Entonces fue a buscar pinturas y pintó a sus conejitos
de todos colores.     ¡Ahora sí podía verlos fácilmente
jugando en la nieve blanca! Todo anduvo bien hasta
que un día, al mirar al campo, no pudo encontrar
nuevamente a sus conejitos queridos. ¡Había llegado la
primavera con todo su esplendoroso colorido!
        Entonces llamó a sus niños y uno a uno los lavó y
los volvió a dejar de su color natural, el blanco.
       Ahora los podía observar tranquilamente como
corrían por el florido campo. Estaba muy feliz.  Hasta
que un día, pasado el tiempo... ¡volvió a nevar!... y este
cuento vuelve a comenzar...
La calavera que gritaba

Autor: F. MARION CRAWFORD

La he oído gritar a menudo. No, no estoy nervioso, no; no me dejo llevar por la
imaginación, y sigo sin creer en fantasmas, a menos que esto sea uno. Sea lo que sea,
me odia casi tanto como odiaba a Luke Pratt, y sus gritos me están destinados.
Yo, en lugar de usted, no explicaría nunca una historia referente a los métodos de
asesinato más ingeniosos; nunca se puede saber si alguien, sentado en su misma mesa,
no siente cierto cansancio de su cónyugue. Me he reprochado a menudo, enérgicamente,
la muerte de la señora Pratt, y supongo que tengo alguna responsabilidad en su
defunción, si bien, el cielo es testigo, nunca le desee nada que no fuera una larga y feliz
existencia. Si yo no hubiera explicado aquella historia, quizás la señora Pratt continuaría
con vida. Me parece que es por esto que esa cosa me grita sus amenazas.

La señora Pratt era una buena mujer; tenía, bien mirado, un temperamento agradable y
una bella voz. Pero recuerdo haberla oído chillar, un día, al imaginarse que su hijo había
fallecido a causa de un disparo; el revolver se había disparado solo, cuando nadie lo
creía cargado. Aquel chillido era el mismo, exactamente el mismo, con una especie de
trino agudo al final; ¿entiende lo que quiero decir? Claro que sí.

En verdad, yo no había comprendido que el doctor y su mujer no congeniaban.


Discutían de tanto en tanto, delante mío, y había observado a menudo que la delicada
señora Pratt se enrojecía y se mordía los labios con violencia para conservar la calma,
mientras Luke palidecía y la atacaba con palabras arrogantes. Acostumbraba a portarse
así cuando iba a párvulos, y también más adelante en las diversas escuelas. Era primo
mío, ¿sabe? Por eso he venido. Después de su muerte y de la de su hijo Charlie, en
Africa del Sur, la familia entera quedó extinguida. Sí, el lugar es muy agradable, de lo
más conveniente para un viejo marino que ha decidido, como yo, pasar el resto de sus
días practicando la jardinería.

Se recuerdan siempre los errores con mayor intensidad que las acciones inteligentes,
¿no es cierto? Lo he observado a menudo. Cenaba con los Pratt, cierto atardecer, cuando
les expliqué aquella historia destinada a generar tan grandes cambios. Era una de
aquellas húmedas noches de noviembre, y la mar gemía. ¡Silencio! Si calla podría
oírla...

¿Oye la marea? Su sonido es lúgubre, ¿no? A veces, en esta época del año... ¿eh?
¡Escuche! ¡No tenga miedo, amigo! No será comido. Al fin y al cabo, sólo es un ruido.
Pero estoy contento que lo haya escuchado, porque siempre hay quien habla del viento,
de mi imaginación, o de cualquier otra cosa. Esta noche ya no volverá a escucharlo, me
parece; habitualmente, grita una sola vez. Sí, ¡muy bien! Ponga más leña en chimenea y
añada un poco de tabaco a esa mezcla que le gusta. ¿Recuerda el viejo Blauklot, el
carpintero de aquel bajel alemán que nos recogió cuando el Clontarf naufragó? Nos
batíamos en medio de la tempestad aquella noche, tan cómodos como en un salón, claro,
y no había tierra en un radio de quinientas millas. Y, después, llegó aquel navío, que se
alzaba y caía con la regularidad del tic-tac de un péndulo. El viejo Blauklot cantaba
mientras entraba de guardia en el velero. He pensado a menudo en aquel suceso ahora
que me he quedado en tierra para siempre.

Sí, era una noche como aquella; estaba pasando una temporada en casa, a la espera de
tomar el mando del Olympia, en la que sería su primera travesía. Transcurría el año
1892, a principios de noviembre.

El tiempo era detestable. Pratt estaba con un humor de perros, y la cena, que era infame,
verdaderamente infame, y además estaba fría, para acabar de redondearlo, no contribuía
a mejorar el ambiente. La pobre señora estaba realmente desolada por todo aquello, e
insistió en prepararnos un pastel de queso que redimiera los nabos demasiado crudos y
el cordero poco hecho. Pratt, seguramente, había tenido un mal día. Quizás se le había
muerto algún paciente. Fuera como fuese, su comportamiento era bastante antipático.

-Mi mujer intenta envenenarme, ¿sabe? -dijo-. Un día u otro lo conseguirá.

Noté que esta observación había ofendido a la señora Pratt, e hice ver que reía diciendo
que la señora era demasiado inteligente para deshacerse del marido con un
procedimiento tan elemental; y entonces me puse a hablar de los métodos japoneses:
vidrio picado, pelos desmenuzados de caballo, y yo que sé más.

Pratt, siendo su profesión la medicina, conocía el tema, seguramente, mucho mejor que
yo, pero aquella superioridad suya me provocó. Les expliqué entonces una historia, la
de una irlandesa que había sido capaz de asesinar tres maridos antes que sospecharan
nada de ella.

¿Ya ha oído hablar de esta historia? El cuarto marido se las compuso para permanecer
despierto y cogerla por sospresa. Fue colgada. ¿Cómo se las ingeniaba aquella mujer?
Hacía tragar un somnífero al marido de turno y, cuando éste dormía profundamente, le
derramaba plomo fundido en las orejas con la ayuda de un pequeño embudo de cuerno...
No, esto es solo el viento que silba. Nuevamente sopla viento del sur. Lo sé por la
calidad del sonido. Y, además, el otro sonido nunca se produce más de una sola vez en
el transcurso una misma noche, incluso en esta época del año... ¡si llega a producirse!
Era también noviembre. La pobre señora Pratt murió, súbitamente, en su cama, poco
después de aquella velada. No puedo precisar la fecha, porque la noticia me llegó, en
Nueva York, en el navío que siguió al Olympia tras su primer viaje conmigo como
capitán. Así, ¿usted mandaba el Leofric aquel mismo año? Sí, lo recuerdo. ¡Qué par de
tipos, usted y yo! Ya casi se cumplen cincuenta años desde que éramos grumetes a
bordo del Clontarf. ¿Será posible olvidar algún día al viejo Blauklot y su canción? ¡Ja!,
¡ja! ¡Pero sírvase, haga el favor! Éste es el viejo Hulstkamp que hallé en la bodega
cuando tomé posesión de la casa..., el mismo que traje de Amsterdam para Luke
veinticinco años atrás. Nunca llegó a beber una sola gota. Quizás ahora le sepa mal,
¡pobre chico!

¿Por dónde iba? Ah, sí: le explicaba que la señora Pratt murió súbitamente. Luke debió
sentirse muy solo, aquí, tras aquella pérdida. Yo lo visitaba de tanto en tanto. Daba la
impresión de estar preocupado, nervioso; me explicaba que su clientela era demasiado
numerosa para atenderla él solo, pero se negaba a contratar un ayudante. Pasaron los
años. Su hijo encontró la muerte en Africa del Sur, y entonces Luke se convirtió en una
persona extraña. No sé qué había en él que lo hacía distinto a los demás. Me parece que
continuó en sus cabales hasta su muerte; no hubo quejas contra él por su labor, pero
corrieron rumores...

De joven Luke era rubicundo, más bien pálido, y tras la muerte de su hijo comenzó a
adelgazar, a adelgazarse cada vez más, hasta el punto que su cabeza asemejó una
calavera cubierta de pergamino; los ojos le ardían con un brillo tan extraño que
incomodaban a quien los observara.

Luke poseía un perro viejo, que la señora Pratt había querido mucho y que la seguía a
todas partes. Aquel magnífico bull-dog era la bestia con mejor carácter del mundo,
aunque encogía el labio superior de una forma muy poco tranquilizadora. A veces,
durante la velada, Pratt y Bumble (así llamaban al perro) se sentaban y se miraban horas
y horas, recordando, sin duda, los buenos viejos tiempos, los tiempos, supongo, cuando
la mujer de Luke se instalaba en esta silla de brazos que usted ocupa. Éste fue siempre
su lugar, mientras que el doctor se sentaba en la silla de brazos donde estoy yo ahora,
Bumble se encaramaba ayudándose con las patas de la silla; se había vuelto viejo y
gordo, no podía saltar gran cosa, y los dientes le bailaban cada vez más. Miraba a Luke,
directamente a los ojos, mientras éste miraba al perro... Y el rostro de Luke parecía cada
vez más un cráneo en cuyo centro brillaran dos brasas con destellos rojizos; a los cinco
minutos, a veces menos, el viejo Bumble comenzaba a temblar de un extremo a otro, y,
de pronto, dejaba ir un aullido espantoso, como si acabaran de golpearlo, se dejaba caer
de la silla y corría a esconderse bajo el bufete, y, allí, gemía de una manera extraña.

El comportamiento del perro no tiene nada de particular para quien recuerde la mirada
de Pratt en los últimos meses. No soy nervioso, ni poseo demasiada imaginación, pero
creo que podría haber puesto histérica a una mujer demasiado sensible... ¡se parecía
tanto a una calavera envuelta de pergamino!

Lo visité el día de Navidad, al atardecer, mientras mi barco se encontraba en dique seco,


lo que me dejaba tres semanas de vacaciones. Bumble no estaba, y, durante la
conversación, comenté que quizás hubiera muerto.

- Sí -contestó Pratt.

Encontré algo extraño en su voz, no sé qué; lo observé incluso antes que prosiguiera.

- Lo maté; ya no lo soportaba.

Le pregunté por los detalles, aunque ya, más o menos, había entendido.

-¡Tenia una manera de sentarse en la silla y de mirarme, antes de aullar...! -dijo,


tembloroso-. No sufrió más, el pobre Bumble -prosiguió, inmediatamente, como si yo
pudiera sospechar que había dado pruebas de crueldad-. Le drogué la bebida, para
dejarlo profundamente dormido, y después lo cloroformicé poco a poco para que no se
sintiera morir. Desde entonces, todo va mejor.

Me pregunté qué había querido decir, ya que las palabras se le habían escapado de los
labios como si no hubiera podido contenerlas. Más tarde comprendí. Quería decir que
ya no escuchaba el grito con tanta frecuencia, tras la muerte del perro. Quizás creyó, de
principio, que se trataba del viejo Bumble, que aullaba a la luna, en el patio..., pero no
es el mismo tipo de grito, ¿verdad? Por otra parte, sé lo que es, aunque Luke quizás no
lo supiera. Es solo un ruido, al fin y al cabo, y nunca un ruido ha matado a nadie. Pero
Luke era más imaginativo que yo. Estoy convencido que este lugar oculta algo que no
puedo comprender, pero, cuando no comprendo algo, me digo que se trata de un
«fenómeno» y no comienzo a imaginar que me matará, como pensó Luke. No lo
entiendo todo, realmente, y usted tampoco; no más que cualquier otro hombre que haya
pasado largo tiempo en la mar. Se hablaba de las trombas, pongamos por caso, y no nos
poníamos de acuerdo sobre su naturaleza; ahora se habla de «terremotos submarinos» y
se exponen cincuenta teorías, que podrían explicar los terremotos si supiéramos qué son.
Sufrí uno, un día, y el escritorio pegó contra la mampara de mi cabina. Esto mismo pasó
al capitán Lecky; supongo que usted debe haber leído esta historia en su libro
Reflexiones. Muy bien. Si este tipo de fenómenos se produjeran en tierra, en esta
habitación, por ejemplo, un tipo nervioso hablaría de espíritus, de levitación y de otras
tonterías que nada quieren decir, en lugar de clasificar este misterio, sencillamente,
dentro la categoría de los «fenómenos» aún pendientes de explicación. Esta es mi
opinión, ¿me sigue?

Por otro lado, ¿qué cosa puede demostrar que Luke mató a su mujer? No me atrevería
nunca a sugerir una monstruosidad tal a nadie que no fuera usted. Solo una cosa
inquieta: la coincidencia de que la pobre señora Pratt muriera en la cama al poco tiempo
de la cena donde expliqué aquella historia. No es la única mujer que ha muerto de esta
manera. Luke fue a buscar al médico de la parroquia vecina; los dos concluyeron que
había muerto a consecuencia de un paro cardíaco. ¿Por qué no? Es un mal muy
frecuente.

Había aquello de la cuchara, claro. No he hablado nunca de ello a nadie, y confieso que
me sobresalté cuando la hallé en el armario del dormitorio. Era una cuchara nueva, un
tanto estropeada aunque no había sido puesta entre las llamas más de un par de veces.
Tenía aún, en su fondo, restos de plomo derretido. Era una cuchara gris, manchada de
impurezas. Pero esto no demuestra nada. Un médico rural suele ser un individuo
avispado que realiza toda suerte de trabajos manuales, y Luke podía haber tenido veinte
motivos diferentes para fundir un poco de plomo en una cuchara. Le gustaba pescar en
la mar, por ejemplo, y tal vez necesitó un pedazo de plomo para fabricarse una caña; o
quizás necesitara un peso para el reloj del salón, o cualquier otra cosa por el estilo. De
todas formas, al descubrir la cuchara, sentí en mi interior algo extraño, porque me
acordaba de aquello que había descrito al explicar mi historia de asesinatos. ¿Me
entiende? La cuchara me impresionó, y de manera negativa. La tiré. Ahora se encuentra
en el fondo de la mar, a una milla del Spit y, si algún día la marea la sacara, estaría tan
oxidada que nadie la podría reconocer.

Mire, Luke debió haberla comprado en el pueblo, años ha..., y aún hoy, el comerciante
que se la vendió no vende de otra clase. Supongo que las utilizan para cocinar. De
cualquier manera, no era conveniente que una camarera demasiado fisgona descubriera
aquel utensilio manchado de plomo: se habría preguntado de qué iba la cosa, y quizás lo
habría contado, en la hora del servicio, que me oyó explicar la historia durante la cena;
aquella chica se casó con el hijo del fontanero del pueblo, y podría recordar no pocos
detalles.
Usted me entiende, ¿verdad? Ahora que Luke Pratt está muerto y enterrado junto a su
esposa, en una tumba de hombre honesto, no me gustaría nada que ciertos
acontecimientos ensuciaran su memoria. Los dos están muertos, y también lo está su
hijo. Por otro lado, la muerte de Luke está rodeada de un misterio considerable.

¿Qué misterio? Una mañana lo hallaron muerto en la playa. El juez de instrucción abrió
una encuesta. El veredicto estableció que había muerto «a manos o entre los dientes de
alguna persona o animal desconocidos». La mitad del jurado consideró que, con
probabilidad, algún perro le había mordido la arteria traqueal tras lanzarse sobre él; pero
no había orificios en la piel del cuello. Nadie sabía a que hora había salido Luke, ni
dónde había ido. Lo encontraron tendido de espaldas, sobre las señales de la marea alta;
bajo su mano había, abierta por completo, una vieja caja de sombreros, hecha de cartón,
que había sido propiedad de su mujer. La tapa había caído. Parecía como si Luke
hubiera intentado transportar, en su interior, una calavera... Los médicos suelen
aficionarse a coleccionar este tipo de objetos. La calavera había rodado por la arena, y
se había detenido junto la cabeza de Luke. Era una calavera bastante bonita, más bien
pequeña, admirablemente proporcionada y de un perfecto blanco..., tan perfecto como la
dentadura. Más exactamente, la hilera superior era perfecta, ya que, cuando la vi por
primera vez, le faltaba la mandíbula inferior.

Sí, encontré aquí aquella calavera, cuando regresé. Era blanca y pulida, como lo son las
calaveras que se conservan bajo cristal. La gente, aquí, no sabía de donde procedía, ni
qué debían hacer con ella; de nuevo la habían metido dentro de la caja de cartón, y la
habían guardado en el armario del mejor dormitorio. Naturalmente, me la enseñaron
cuando tomé posesión de la casa. También me llevaron a la playa, para mostrarme el
lugar exacto donde habían encontrado el cadáver de Luke; un viejo pescador me
describió la posición del cuerpo, como yacía tendido junto a la calavera. Solo un detalle
no conseguía explicarse: ¿por qué el cráneo había rodado sobre un terreno fangoso hasta
la cabeza de Luke, y no, siguiendo la pendiente, hacia sus pies? En aquel instante el
detalle no me llamó en absoluto la atención, pero luego he pensado con frecuencia,
porque aquel lugar es considerablente escarpado. Mañana ya le acompañaré, si usted
quiere..., allí mismo he alzado un túmulo de piedras.

Cuando Luke cayó, o cuando lo hicieron caer, la caja golpeó contra la arena y su tapa
saltó. Su contenido cayó, y debería haber rodado hacia abajo. Pero no. Se encontraba
cerca de la cabeza de Luke, casi tocándolo, y parecía mirarlo de frente. Ya he dicho que
aquel detalle no me preocupó al principio, pero después no he podido dejar de pensar en
ello, cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de imaginarme la escena con tan
sólo cerrar los ojos. Comencé a preguntarme por qué aquel maldito objeto había rodado
hacia arriba y no al contrario, y por qué se había detenido cerca de la cabeza de Luke y
no en cualquier otro lugar, un paso más allá, pongamos por caso.

Naturalmente, usted querrá conocer a qué conclusión he llegado, ¿no es así? Mis
conclusiones no explican para nada el fenómeno, no lo explican más que cualquiera de
las muchas ideas que he tenido. Pero, al poco, me rondó por la cabeza otra cosa que me
inquietó sobremanera.

Oh, ¡no hago intervenir elementos sobrenaturales! Quizás los fantasmas existan, o
quizás no. Si existieran, no creo que pudiesen provocar daño alguno a los vivos, como
no sea asustándolos; por lo que a mí respecta, preferiría habérmelas con un fantasma, de
la manera que fuese, antes que con una niebla en el canal de la Mancha en un día de
abundante navegación. No. Aquello que me preocupó fue una idea estúpida, nada más;
no sabría decirle cómo nació, ni cómo creció hasta convertirse en una certeza.

Pensaba en Luke y en su pobre mujer, una noche, fumando una pipa, y con un grueso
libro entre las manos, cuando me dije que aquella calavera podía ser la de la señora
Pratt, y desde entonces nunca he podido quitarme esa idea de la mente. Usted, claro, me
dirá que esto no tiene ni pies ni cabeza, que la señora Pratt fue enterrada como buena
cristiana, y que descansa en el cementerio de la parroquia; incluso me dirá que es
monstruoso suponer que su marido quisiese conservar aquella calavera dentro de una
caja de sombrero, justo en medio del dormitorio. Ya lo sé; esto lo dictan la razón, el
sentido común y las más elementales probabilidades. Pero estoy convencido de que
Luke hizo aquella locura. Los médicos cometen, a veces, extraños actos que pondrían la
piel de gallina a personas como usted o como yo, y que no nos parecen ni probables, ni
lógicos, ni tan solo humanos.

Y, luego..., ¿no lo entiende? Si aquella calavera era la de la señora Pratt, pobre mujer, la
única manera de explicar la actitud de Luke está muy clara: verdaderamente asesinó a su
esposa, de la misma manera que aquella mujer de la historia que yo les había explicado,
y temía que algún análisis acabara acusándolo. Yo también había explicado este último
detalle, ¿sabe usted?, y me parece que todo sucedió de la misma manera que hace
cincuenta o sesenta años. Los investigadores exhumaron las calaveras y encontraron un
pequeño pedazo de plomo que rebotava en el interior de cada una. Fue por esto que
colgaron a aquella mujer. Luke lo recordó, estoy seguro de ello. No quiero saber qué
pretendía hacer cuando tuvo aquellos pensamientos; mis inclinaciones no me llevan
hacia las historias horripilantes, y no creo que a usted le gusten en especial, ¿no es así?
No. Si le gustan, no le costará imaginar lo que falta a mi relato.

Aquello debió ser siniestro, ¿no cree? Me gustaría dejar de ver aquella escena de
manera tan clara, dejar de imaginar con tanta precisión lo que sucedió. Pratt ccgió la
calavera la noche anterior al entierro, estoy seguro, tras cerrarse el fénetro, cuando la
criada se durmió. Apostaría que, tras separar la cabeza del cuerpo, algo puso en el
fénetro para substituirla. ¿Qué cree usted que puso bajo la ropa que cubría al cadáver?

¡No me sorprende en absoluto que me interrumpa! Primero le confieso que no deseo


saber lo que sucedió, y que odio pensar en historias horripilantes, y comienzo,
inmediatamente después, a describirle aquella escena como si yo la hubiese
presenciado. Incluso estoy seguro de que Pratt remplazó la cabeza con la bolsa de
costura de su esposa. Recuerdo muy bien aquella bolsa que la señora Pratt usaba cada
atardecer; era de felpa marrón y cuando estaba bien llena podía llegar al tamaño de...,
¿verdad que me entiende? Pues bien, sí, ¡así sigo! Ríase si quiere, pero usted no vive
aquí solo, en el lugar donde todo sucedió, y usted tampocó explicó a Luke aquella
historia del plomo fundido. No soy nervioso, lo repito, pero en ocasiones comienzo a
entender por qué lo son algunas personas. Pienso en todo esto cuando estoy solo; por la
noche sueño con ello y, cuando esa cosa chilla, le seré franco, su grito no me gusta más
que a usted, aunque debería estar acostumbrado tras tanto tiempo...

No debería estar nervioso. Navegué en un barco maldito, que tenía un activísimo


fantasma, ¡se lo juro! Dos tercios de la tripulación murieron por causa de una fibre
maligna antes de haber transcurrido diez días de levar anclas; yo siempre he tenido
suerte. No habré visto pocas cosas espantosas; tantas como usted, sin duda, y tantas
como cualquier otro marinero. Pero nunca nada me ha obsesionado tanto como esta
historia.

¿Sabe?, he intentado librarme de ello, librarme de ese objeto. Pero no se deja. Quiere
estar aquí, en su lugar, dentro de la sombrerera de la señora Pratt, en el armario del
mejor dormitorio. No está contento en ningún otro lugar. ¿Cómo lo sé? Porque lo he
intentado. ¿No pensará usted que nunca lo he intentado? Mientras permanece aquí se
conforma con gritar de tanto en tanto, por lo general durante esta época del año, pero si
la sacara fuera de la casa, chillaría toda la noche... Ningún criado permanecería aquí
más de veinticuatro horas. Incluso con las actuales condiciones, con frecuencia he
tenido que depender de mí mismo y arreglármelas solo durante un par o más de
semanas. Ya no queda nadie en el pueblo dispuesto a pasar una noche entera bajo este
techo; además, resulta impensable vender la propiedad, incluso alquilarla. Las viejas
murmuran que, si me quedo aquí, conoceré espantosas desgracias antes no transcurra
demasiado tiempo.

Esto no me da miedo. Usted sonríe con la idea misma de que alguien sea capaz de
conceder algún credito a estas habladurías. De acuerdo. Tiene razón. Es una estupidez
evidente. ¿No le he dicho que tan sólo era un sonido? Pero parece nervioso; mira a su
alrededor, como si esperara encontrar un fantasma detrás de su silla.

Quizás me equivoco por completo respecto a la calavera... y me gustaría creer que


quizás estoy equivocado... cuando me lo puedo creer. Quizás sea sólo un bello
espécimen que Luke recogiera quién sabe dónde, hace mucho tiempo... Y, respecto al
objeto que rebota dentro de la calavera al menearla, quizás sólo se trate de una
piedrecilla, o un pedazo de tierra endurecida, o alguna otra cosa por el estilo. Las
calaveras que han permanecido enterradas por largo tiempo suelen contener algo que
hace ruido, ¿no es así? No, nunca he intentado sacar el objeto del interior de la calavera,
sea lo que sea. Temo descubrir un trozo de plomo, ¿me comprende? Y, de ser éste el
caso, no quisiera conocer la historia... porque deseo no poseer la certidumbre. Si en
verdad se tratara de plomo, yo habría asesinado a aquella mujer, como si yo mismo
hubiera cometido el acto. Todo el mundo lo entendería así, me parece. Mientras no me
halle ante la certidumbre, puedo decirme para mi consuelo que la señora Pratt murió de
muerte natural, y que esa magnífica calavera pertenecía a Luke desde sus tiempos de
estudiante en Londres. La certeza, creo, me obligaría a abandonar la casa y, cuanto más
pienso en ello, más veces me digo que debería abandonarla. Al menos, he abandonado
la idea de dormir en el mejor de los dormitorios, aquel donde se encuentra el armario.

Usted me pregunta por qué no he tirado la calavera al estanque; se lo contestaré, pero,


hágame el favor, deje de llamarla «espantajo»..., no le gusta nada que le pongan
nombres.

¡Escuche! ¡Dios mío, qué chillido! ¡Ya se lo había dicho! Querido amigo, le veo muy
pálido. Llénese la pipa, acérquese al fuego, y tome algo más de alcohol. Las bebidas
holandesas nunca han hecho daño a nadie. En Java vi como un alemán se bebía medio
barril de Hulstkamp, en una sola mañana y sin parpadear. Yo no bebo demasiado,
porque con mis resfriados la bebida no me sienta demasiado bien, pero usted no está
resfriado y el licor no le causará daño alguno. Además, de noche, allí fuera, está
demasiado húmedo. Vuelve a soplar el viento, y pronto girará a sudoeste; ¿oye el
golpeteo de las ventanas? La marea debe haber cambiado, si juzgamos por el gemido de
la mar.

No habríamos vuelto a oír nada si usted no hubiera dicho aquello. Estoy seguro. Si usted
quiere explicar el fenómeno mediante una coincidencia, yo estaré, naturalmente, muy
contento, pero desearía que, si no le importa, dejara de poner motes a esa cosa. Quizás
la pobre señora Pratt lo oye y los epítetos la entristecen, ¿no cree? ¿Fantasmas? ¡No! No
podemos llamar fantasma a un objeto que se puede coger entre las manos y mirar a
plena luz del día, y que suena cuando es meneado, ¿no es así? Pero es algo capaz de oír
y de comprender. No le quepa la menor duda.

Al instalarme aquí intenté dormir en el mejor dormitorio, porque, sencillamente, aquella


habitación era la más cómoda. Pero me vi obligado a abandonar mi idea. Era el
dormitorio de los Pratt, allí estaba el lecho donde ella murió, y también, cerca de la
cabecera de la cama, a la izquierda, el armario empotrado. Es allí donde la calavera
quiere ser guardada, dentro de su caja de sombreros. Solo dormí en aquella habitación
durante los primeros quince días tras mi llegada, tuve que dejarla y ocupar el pequeño
dormitorio de la planta baja, junto al gabinete de consulta, donde Luke solía pasar la
noche cuando preveía que algún paciente lo enviaría a buscar a altas horas de la noche.

En tierra siempre he dormido bien. Ocho horas son mi dosis, desde las once de la noche
hasta las siete de la mañana cuando estoy solo, y desde media noche hasta las ocho
cuando tengo visita. Pero en aquella habitación no pude conciliar el sueño hasta las tres
de la madrugada..., desde las tres y cuarto para ser preciso..., como pude comprobar con
mi viejo cronómetro de bolsillo, que aún funcionaba con exactitud; me despertaba a las
tres y diecisiete minutos, exactamente. Me pregunto si no será la hora en que ella murió.

En aquel tiempo, el grito aún no era lo que usted ha oído. Con un chillido así no habría
permanecido dos noches seguidas en la habitación. Tan sólo era un comienzo de grito,
como un gemido, como una respiración acelerada durante algunos segundos, en el
armario; era un ruido sordo que, en circunstancias normales, no me habría despertado,
estoy seguro. Supongo que en esto usted se me parece, y que, por otra parte, esta
peculiaridad es compartida por todos aquellos que hemos navegado por la mar: no
existe sonido natural que nos moleste, ni siquiera el estruendo de un velero encarado a
una tormenta cuando se escora para luchar mejor contra el viento. Pero si un vulgar
lápiz, en un cajon de nuestra cabina, comenzara a rebotar contra la madera, nos
despertaríamos al instante, ¿no está de acuerdo?... Usted siempre me entiende. Pues
bien, dentro del armario el ruido no era más fuerte que el de un lápiz a la deriva en un
cajón..., pero me quitaba el sueño de inmediato.

Ya he dicho que se trataba de una especie de «inicio» de grito. Sé lo que quiero decir,
pero es difícil explicárselo sin que crea que desvarío. Naturalmente, usted nunca podrá
«escuchar» a nadie «comenzar» a gritar; como mucho escuchará un aliento acelerado
entre los labios abiertos, entre los dientes prietos, escuchará un sonido casi inaudible
que sale de manera tan súbita como discreta. Pues era así.

Usted ya sabe que, en alta mar, cuando uno está en la barra del timón puede saber cómo
reaccionará el bajel con dos o tres segundos de antelación. Los jinetes afirman lo mismo
de sus monturas, pero su caso me parece menos extraño porque los caballos son seres
vivos y poseen sentimientos, mientras que sólo los poetas y la gente de tierra se atreven
a hablar de los barcos como de seres vivos. Pero yo siempre he notado, de una manera o
de otra, que un barco, al margen de su valor como máquina que transporta determinadas
cargas, es un instrumento sensible y un medio de comunicación entre la naturaleza y el
hombre, y entre, más particularmente, la naturaleza y el hombre que se halla en la barra
del timón, si la nave es gobernada manualmente. El navío obtiene sus impresiones
directamente del viento y la mar, de la marea y las corrientes, y las transmite a la mano
del piloto, de la misma manera como, en lo alto del mástil, el telégrafo sin hilos recoge
las ondas y las transmite hacia abajo en forma de mensaje.

Puede ver donde quiero ir a parar; percibí que dentro del armario «comenzaba» algo, y
con tanta viveza lo percibí que logré escucharlo, aunque quizás no hubiera nada a
escuchar y sólo había sido despertado por un ruido nacido de mi mente. Pero el otro
sonido sí logré oírlo. Se podría decir que aquel ruido estaba envuelto por una caja, y que
sonaba lejano como si llegara en forma de una comunicación telefónica a larga
distancia. Sabía que nacía en el armario, cerca de la cabecera de la cama. Los pelos no
se me pusieron de punta, ni se me heló la sangre. Sencillamente, me sentía aturdido al
ser despertado por algo que no poseía necesidad alguna de sonar, de la misma manera
que, a bordo de un navío, un lápiz no tiene necesidad de rebotar en el cajón de la cabina.
Por otro lado, no entendía nada. Supuse que el armario comunicaba con el exterior y
que el viento, sólo el viento, gemía por la abertura, y había emitido aquella especie de
débil chillido. Encendí una cerilla para mirar el reloj. Eran las tres y diecisiete minutos.
Después me giré para poder dormirme sobre la oreja derecha. Es la que me funciona.
Casi no oigo nada por la otra, desde el día en que, de pequeño, me choqué contra el
agua al lanzarme desde lo alto del palo de mesana. El proceso quizás es discutible, lo
acepto, pero el resultado es bastante cómodo cuando quiero dormir rodeado de ruidos
inoportunos.

Así transcurrió la primera noche; en la siguiente el fenómeno volvió a repetirse, y


también las otras noches, no cada noche, pero sí en el mismo instante, segundo más
segundo menos. Algunas noches dormía sobre mi oreja sana, otras no. Examiné con
detalle el armario sin encontrar fisura alguna por donde el viento pudiera filtrarse: el
viento o cualquier otra cosa, ya que las puertas cerraban con precisión, con toda
probabilidad para no dejar entrar polillas. Con toda seguridad, la señora Pratt guardaba
su ropa de invierno en aquel armario, porque siempre olía a naftalina y alcanfor.

A las dos semanas, ya tuve suficiente de aquellos sonidos; y eso que me había dicho que
sería una estupidez dejarme impresionar por tales fenómenos y que sacaría la calavera
de la habitación. ¿Verdad que todo parece distinto a la luz del día? Pero aquella voz iba
cogiendo fuerza..., supongo que puede hablarse de una voz..., e incluso una noche
consiguió llegar a mí por el oído sordo. Lo entendí cuando estuve despierto del todo,
porque mi oreja sana, en aquel momento, se hundía en la almohada, y en aquella
posición no debería haber sido capaz de oír ni siquiera una sirena. Pero sí escuché aquel
grito, y me hizo perder la sangre fría..., o quizás me asustó, porque estos dos estados del
alma se presentan juntos a menudo. Encendí la luz, me levanté, abrí el armario, cogí la
sombrerera y, con todas mis fuerzas, la lancé por la ventana.

Entonces se me erizaron los pelos. La cosa chilló al volar, como una bala de cañón del
calibre noventa. Cayó al otro lado del camino. La noche era muy oscura y pude verla
caer, pero sabía que había aterrizado mucho más allá del camino. La ventana se abre
justo sobre la puerta de entrada, a quince pasos de la estacada, y el camino tiene una
anchura de diez pasos. Un poco más allá hay una gruesa valla vegetal que bordea las
tierras pertenecientes al presbiterio.

Ya no pude dormir más aquella noche. Quizás a la media hora de haber lanzado la
sombrerera, casi seguro no más tarde, escuché un grito, allí fuera, un grito parecido a los
que hemos oído esta noche, pero peor, más desesperado diría. Puede que mi
imaginación me la jugara, pero habría jurado que los chillidos se acercaban, se
acercaban cada vez más. Me fumé una pipa paseando un buen rato de un lado a otro,
luego cogí un libro y comencé a leerlo; pero que me cuelguen si recuerdo lo que leí, ni
siquiera el título del libro, porque sonaba, a intervalos regulares, un grito que habría
removido un cadáver en su ataud.

Poco antes del alba, alguien llamó a la puerta principal. No había ningún tipo de
confusión. Abrí la ventana y miré abajo; esperaba encontrar algún cliente que buscara al
doctor, porque la gente, sin duda, creía que el nuevo médico debía vivir en la casa de
Luke. Me sentí casi aliviado al escuchar un sonido humano, tras aquellos odiosos
chillidos.

Resulta imposible ver la puerta desde arriba, porque la cubre un pequeño porche.
Volvieron a llamar, y pregunté quien había. Nadie contestó, aunque el sonido volvió a
repetirse. Grité de nuevo, aclarando que el doctor ya no vivía allí. No hubo respuesta,
pero me dije que tal vez se tratara de algún viejo campesino que era sordo. Así que cogí
la vela y bajé a abrir la puerta. Ya no pensaba en aquella cosa, palabra, y casi había
olvidado los otros sonidos. Bajé con la seguridad de encontrar allí fuera, delante de la
puerta, alguien que trajera un mensaje. Puse la vela sobre la mesa del recibidor, de
manera que el viento no pudiera apagarla al abrir la puerta. Mientras manejaba la
cerradura, volvieron a llamar. El sonido no era ya imperioso; parecía, al contrario, vacío
y extraño ahora que ya no lo tenía tan lejos. Recuerdo muy bien aquellas sensaciones,
pero quiero convencerme de que aquellos sonidos procedían de algún cliente impaciente
por entrar.

¡Pues bien, no! Allí fuera no había nadie; pero al abrir la puerta, manteniéndome a un
lado para mejor ver al visitante, algo rodó por el suelo y se detuvo tocando mi pie.

Al sentir aquello, volví a cerrar la puerta; sabía lo que era incluso antes de mirarlo. No
puedo decirle cómo lo sabía, y aquella seguridad podía parecer irracional, ya que estaba
seguro, lo recordaba, de haber lanzado el objeto al otro lado del camino. El dormitorio
tiene una ventana con dos postigos que se abren de par en par, y había cogido un buen
empuje, bien calculado, cuando lo lancé. Además, al salir, al día siguiente encontré la
caja al otro lado de la valla vegetal.

Me dirá usted que quizás la caja se abrió cuando la lancé y que tal vez cayó la calavera.
Es imposible, porque nadie puede lanzar una caja vacía a tanta distancia. Esto es
indiscutible. Es como intentar lanzar una bolita de papel, o una cáscara de huevo a
veinticinco pasos.

Cerré de nuevo la puerta, afiancé la del recibidor, recogí el objeto con mucho cuidado y
lo coloqué sobre la mesa, al lado de la vela. Realicé todo esto de forma mecánica, de la
misma manera que una persona en peligro logra, sin percatarse de ello, ejecutar los
gestos que la conducen a su salvación..., a menos que haga aquello que no conviene
hacer. Puede parecer extraño, pero creo que mi primer pensamiento fue si alguien podía
llegar en aquel instante, y encontrarme allí, en la entrada, mientras aquella cosa me
tocaba el pie, un tanto ladeada, fijándome con uno de sus ojos cavernosos, como si me
acusara. Y la luz mezclada con sombras que la vela introducía en sus órbitas las hacía
parecer, a la vez, abiertas y cerradas. Después, la vela se apagó inexplicblemente, ya
que la puerta volvía a estar cerrada y yo no notaba el más mínimo soplo del viento.
Sacrifiqué, con toda seguridad, al menos media docena de cerillas para volver de nuevo
a encenderla.

Me senté con brusquedad, sin saber la razón. Había experimentado un intenso miedo, y
usted admitirá que no es vergonzoso el estar asustado. La cosa había regresado a su casa
y quería subir y volver a meterse dentro del armario. Me quedé sentado en silencio,
mirando la calavera, hasta que sentí con intensidad el frío. Después cogí el objeto, lo
trasladé al armario y lo coloqué allí dentro; recuerdo, incluso, haberle hablado,
prometiéndole devolverlo a su caja a la mañana siguiente.

¿Quiere saber si permanecí en aquella habitación hasta el alba? Sí, pero con una luz
encendida a mi lado, mientras fumaba y leía, para protegerme, sin duda, del miedo..., un
miedo cierto, innegable, que puede calificarse como cobardía, porque la cobardía nada
tiene que ver con lo que yo sentía. No podría haberme quedado allí solo con aquella
cosa en el armario..., me habría muerto de miedo, aunque no soy más pusilánime que los
demás. Pero piense, amigo mío: sin ninguna ayuda la cosa había atravesado el camino,
había subido los escalones de la entrada y había llamado a la puerta.

Al llegar el alba, me calcé las botas y salí a por la sombrerera. Me vi obligado a buscar
un buen rato por los alrededores, cerca de la carretera. Por fin, encontré la caja, abierta;
colgaba al otro lado de la estacada. El cordel que la rodeaba tenía adheridos algunas
briznas de hierba, y la tapa, que se había desprendido, yacía en el suelo. Esto demuestra
que la caja no se abrió en el momento de lanzarla, sino más tarde; y, si no se abrió en el
mismo instante de salir de mi mano, aquello que contenía debería haber caído al otro
lado del camino. ¿Se da cuenta?

Subí la caja al dormitorio, volví a meter la calavera en su interior, y la cerré. Cuando mi


joven criada me trajo el desayuno, me pidió disculpas: tenía que marcharse, y tanto le
daba si perdía un mes de su paga. La miré; su cara estaba pálida, con matices
desagradables. Fingí sorpresa al preguntar qué le iba mal; mi esfuerzo fue inútil, porque
ella, sencillamnete, se giró hacia mí y me preguntó si tenía intención de quedarme en
una casa maldita y, en caso afirmativo, por cuanto tiempo pensaba continuar viviendo,
ya que, aunque ella había observado que yo era en ocasiones duro de oído, no conseguía
creer que un sordo pudiera dormir con aquellos chillidos; y si yo podía ¿por qué me
había paseado por la casa, y abierto y vuelto a cerrar la puerta principal, entre las tres y
las cuatro de la madrugada? No había nada a contestar, pues me había oído. Me dejó
librado a mi suerte. En el pueblo, aquella mañana, encontré una mujer que aceptó venir
aquí, para poner un poco de orden en la casa y hacerme la comida, con la condición de
volver a su casa cada noche. Abandoné el dormitorio aquel mismo día, me instalé en la
planta baja y, desde entonces, no he vuelto a intentar dormir en la mejor habitación. A
los pocos días, contraté los servicios de dos hermanas de mediana edad, dos criadas
escocesas procedentes de Londres; y por algún tiempo gozaron de tranquilidad. Les
expliqué que aquel lugar era muy expuesto, que el viento soplaba con violencia durante
buena parte del otoño y del invierno, y que aquellas circunstancias habían dado una
mala reputación a la casa, porque los campesinos tienden a creerse las supersticiones y
las historias de fantasmas. Las dos hermanas, de rasgos duros y negrísimos cabellos,
casi sonrieron y me contestaron, despectivamente, que no les preocupaban los fantasmas
meridionales, que habían trabajado en dos casas malditas, en Inglaterra, y que sólo
habían visto al Chico Gris, una aparición que era relativamente banal en Forfashire.

Se quedaron aquí algunos meses y, durante todo el tiempo que vivieron en la casa,
disfrutamos de paz y silencio. Una de ellas aún vive por aquí, pero antes de final de año
se marchará con su hermana. Era la cocinera. Se casó con el sepulturero, quien trabaja
en mi jardín. Esto no tiene nada de extraño. El pueblo es pequeño, y el sepulturero no
tiene demasiado trabajo. Entiende bastante de flores, suficiente como para ayudarme de
manera adecuada, y para, sobre todo, realizar los trabajos más duros de jardinería;
aunque me gusta el ejercicio, mis articulaciones se vuelven cada vez más rígidas. Es un
individuo sobrio, silencioso, que no se mete en asuntos que no son de su incumbencia;
había enviudado cuando llegó aquí... Su nombre es Trehearn, James Trehearn. Las dos
escocesas nunca quisieron admitir que la casa estaba maldita, pero cuando volvió a
soplar el viento de noviembre vinieron a avisarme de su marcha; arguyeron que la
capilla, que se hallaba en la parroquia vecina, les hacía caminar demasiado, y que no
podían oír misa en nuestra iglesia. La más joven regresó por la primavera y, en cuanto
se publicaron las amonestaciones, se casó con James Trehearn delante del cura... Por
otro lado, ya no parece tener escrúpulos, desde entonces, para escuchar su prédica. Si
ella está contenta, ¡yo también! La pareja vive en una pequeña granja que da al
presbiterio.

Usted se pregunta, sin duda, qué relación tiene todo esto con la historia que le explicaba.
Me encuentro tan solo que, cuando me visita algún viejo amigo, me lanzó a hablar, a
veces, sólo por el placer de oír mi propia voz. Pero hay algo más que simple palabrería
en esto que acabo de explicar. Fue James Trehearn quien enterró a la pobre señora Pratt,
y después a su marido, que se le unió en la misma tumba no muy lejos de su granja. Ésta
es la relación, en mi mente, ¿lo entiende? Está claro. James Trehearn sabe algo. Estoy
seguro de que sabe algo, aunque es muy reticente.

Sí, por la noche vuelvo a estar solo, aquí, porque la señora Trehearn duerme en su casa;
cuando me visita algún amigo, la sobrina del sepulturero viene para ocuparse de la
mesa. Él se lleva su mujer a casa cada atardecer, durante el invierno, pero en el verano,
cuando en el campo clarea hasta tarde, vuelve sola. No es una mujer nerviosa, pero,
desde hace algún tiempo, parece estar menos segura de que los fantasmas ingleses sean
indignos de la atención de una escocesa. ¿No es divertida esta idea de que Escocia tenga
el monopolio de lo sobrenatural? Yo lo llamaría una extraña manifestación del orgullo
nacional; ¿no le parece?

Cuando la madera a la deriva prende bien, no existe mejor. Sí, encontramos bastante,
porque, lamento decirlo, hay muchos naufragios en esta zona. Vive poca gente en esta
costa; uno puede llevarse toda la madera que quiera solo tomándose la molestia de ir a
buscarla. De tanto en tanto, Trehearn y yo cogemos una carro prestado y cargamos,
entre el Spit y el pueblo. No quiero saber nada de las hogueras de carbón, mientras
pueda conseguir leña de cualquier clase. Un leño acompaña, aunque solo sea un pedazo
de tablón de cubierta o de madera aserrada... Además, la sal que lo recubre estalla en
chispas bonitas; mire como saltan..., son auténticos petardos japoneses. Palabra que un
viejo compañero, un buen fuego y una pipa son suficientes para olvidar aquella cosa,
allí arriba, sobre todo ahora que el viento se ha calmado. Pero sólo es una pausa, porque
soplará una tempestad antes de amanecer.

¿Le gustaría ver la calavera? ¿Le parece? No veo inconveniente alguno. No hay razón
alguna para que no pueda echarle una mirada, y seguro que no ha visto en su vida
ninguna tan perfecta, excepto por un detalle: le faltan los dos primeros incisivos de la
mandíbula inferior.

Es cierto; aún no le he hablado de esa mandíbula. Trehearn la encontró en el jardín, el


último verano, mientras cavaba un hoyo para plantar un aspálato. ¿Sabe?, aquí los
aspálatos se plantan en hoyos de seis a ocho pies de profundidad. Sí, sí, claro, había
olvidado explicarle esto. Trehearn cavaba el suelo con energía, como cuando abre una
tumba; si usted quiere que su aspálato quede bien plantado, le aconsejo contrate a un
sepulturero: ¡estos individuos saben como debe hacerse, esto de plantar flores y
arbustos!

Trehearn había llegado hasta los tres pies de profundidad, cuando halló una masa blanca
de cal junto a la excavación. Observó que en aquel lugar la tierra era algo más húmeda,
aunque, según decía, no había sido removida en años. Creyó, supongo, que la cal no
convenía a los aspálatos, de manera que comenzó a romperla y a sacarla a la superficie.
Estaba muy dura, me explicó; estaba formada por fragmentos bastante grandes; movido
por la fuerza de la costumbre, fue rompiendo los pedazos grandes a picotazos tras
sacarlos del agujero. De uno de los trozos rotos salió una mandíbula. El sepulturero dice
que él mismo rompió de un golpe de pico los dos incisivos, pero la verdad es que no los
encontró por ningún lado. Es un entendido en la materia, ya se lo puede imaginar;
afirmó de un modo inmediato que aquella mandíbula correspondía probablemente a una
mujer joven que conservaba todos sus dientes en el momento de fallecer. Me trajo el
objeto y me preguntó si deseaba conservarlo; si yo no lo quería, el lo arrojaría a la
primera tumba que abriera en el cementerio; se trataba sin duda de una mandíbula
cristiana que merecía una sepultura decente. Le expliqué que los médicos, con harto
frecuencia, tiraban huesos en la cal viva para darles un bello color blanco, y que suponía
que el doctor se había fabricado una especie de pozo de cal con ese fin. Y son seguridad
había olvidado aquella mandíbula allí dentro. Trehearn me miró, muy tranquilo.

-Tal vez irá bien con la calavera del armario de allí arriba, señor -me dijo-. Quizás el
doctor Pratt tiró la calavera dentro de la cal para blanquearla y, al sacarla, se dejó la
mandíbula inferior. Dentro de la cal aún hay cabellos humanos, señor.

En efecto, allí estaban; Trehearn tenía razón. Si Trehearn no sospechaba nada, ¿por que
demonios había sugerido que la mandíbula encajaba con la calavera? Y así fue. Esto
demuestra que Trehearn sabe más de lo que está dispuesto a admitir. ¿Usted cree que no
echó un vistazo al cadáver antes de enterrarlo? O, quizás, cuando enterró a Luke en la
misma tumba...

Muy bien, muy bien, es inútil extenderse en este tema, ¿verdad? Le contesté que
deseaba quedarme con la mandíbula. La llevé a la habitación, y la coloqué en la
calavera. No había duda posible: las dos piezas formaban un todo, como ahora.

Trehearn sabe muchas cosas. Hace algún tiempo, hablábamos de volver a blanquear la
cocina, y él recordó, casualmente, que aquel trabajo no había vuelto a hacerse desde la
semana en que la señora Pratt murió. No dijo que el albañil, en aquella ocasión debía
haberse dejado un poco de cal, ni que ésta fuera la misma que había encontrado en el
hoyo abierto para el aspálato, pero lo pensó. Sabe muchas cosas. Trehearn es de
aquellas personas taciturnas que saben muy bien cómo sumar dos más dos. La tumba no
está demasiado lejos de su granja, ya lo he dicho, y el tipo es increiblemente rápido
cuando trabaja con el pico. Si hubiera deseado conocer la verdad, habría podido
arreglárselas para descubrirla, y nadie habría sabido nunca nada, a menos que él
decidiera contarlo. En un pueblecito tranquilo como el nuestro, la gente no se va a pasar
la noche al cementerio para saber si el sepulturero trabaja o no por su cuenta entre las
diez de la noche y el alba.

Es horrible, cuando uno lo piensa, la determinación reflexiva de Luke, si en verdad


cometió..., su fría certidumbre de gozar de impunidad. Pero, por encima de todo, es
necesario admirar la resistencia de sus nervios, porque aquel asesinato debió ser
extraordinario. A veces, pienso que es horrible vivir en el mismo lugar donde sucedió
todo aquello, si verdaderamente... Siempre acabo por establecer esta condición: «si
verdaderamente...», ¿sabe?, por bien de su memoria, y también, un poco, por mi propio
bien.

Subiré a buscar la caja de aquí a un minuto. Déjeme encender la pipa. ¡No hay prisa!
Hemos cenado muy temprano, y ahora sólo son las once y media. No he permitido
nunca que un amigo se fuera a dormir antes de media noche, o con menos de tres vasos
en el estómago... Beba todo lo que quiera, pero no beba menos que esto, en memoria de
los buenos viejos tiempos.

El viento vuelve a soplar, ¿lo oye? Era solo una pausa, hasta ahora, y tendremos una
mala noche.

Sucedió algo, cuando descubrí que la mandíbula encajaba perfectamente..., algo que me
sobresaltó. No me asusto con facilidad, pero a menudo he visto gente espantada, con la
respiración cortada, cuando, creyendo estar solos, descubrían, al girarse de golpe, la
presencia de alguien a quien no esperaban. A esto no se lo puede llamar miedo. Usted
no lo llamaría, ¿verdad? Pues bien, en el preciso momento que acababa de poner la
mandíbula en el lugar correspondiente de la calavera, los dientes se cerraron de golpe
sobre mi dedo; uno podría haber dicho que quería morderme, y debo admitir que me
sobresalté, antes no comprendí que, con la otra mano, había presionado la parte superior
de la calavera contra la mandíbula. Le aseguro que no estaba nervioso en absoluto. Era
en pleno día, un día hermoso, y el sol lucía dentro del dormitorio, que era la mejor
habitación de la casa. Era absurdo ponerse nervioso de aquella manera..., sólo era una
sensación errónea, aunque me hizo sentir incómodo. Era una tontería, pero aquello me
hizo pensar en el extraño veredicto del jurado sobre la muerte de Luke: «...de la mano o
entre los dientes de una persona o de un animal desconocidos». Desde entoces a
menudo he deseado poder examinar aquellas señales en el cuello de Luke, aunque,
anteriormente, hubiera faltado la mandíbula inferior.

A menudo he visto a un hombre llevar a cabo, con sus propias manos, actos insensatos
que él mismo no entendía. Un día, vi un tipo colgado de un gancho, con una sola mano,
en la parte exterior de la borda, mientras, con la otra mano, se dedicaba a cortar un nudo
con su navaja; lo cogí en aquel momento. Navegábamos en medio del océano,
avanzando a veinte nudos. El hombre no tenía la más mínima idea de lo que hacía. Yo
me hallé en el mismo caso cuando aquella cosa me mordió los dedos. Ahora lo
entiendo. Uno habría jurado que aquello estaba vivo, y que pretendía morderme. Lo
habría hecho de haber podido, porque debe odiarme mucho, ¡pobre cosa! ¿En verdad
cree usted que aquello que suena en su interior es un pedazo de plomo? Bien, ahora
traeré la caja, y si algo, sea lo que sea, le cae entre las manos, ¡será problema suyo! Si
sólo es una piedrecita o un trozo endurecido de tierra, todo este asunto se desvanecerá, y
me parece que no volveré a pensar nunca más en esta calavera; pero, a veces, no soy
capaz de hacerme el propósito de sacar yo mismo este pedazo de algo. La sola idea de
pensar que podría tratarse de plomo me incomoda, y estoy convencido que lo sabré
pronto. También estoy convencido de que Trehearn sabe algo; pero es un tipo que nunca
dice nada.

Subiré a buscarla. ¿Cómo? ¿Dice que sería mejor acompañarme? ¡Ja! ¡Ja! ¿Cree usted
que me dan miedo una caja de sombreros y un ruidito?

¡Al diablo esta vela! ¡No se encenderá! Parece como si esta ridícula cosa entendiera que
la necesitamos. Mire esto: la tercera cerilla. Se encienden bien cuando es mi pipa. ¿Lo
ve? Es una caja nueva de cerillas, y la guardo en este pote de latón, donde protejo las
cosas a las que no conviene la humedad. ¡Ah! ¿Piensa que la mecha de la vela está
demasiado húmeda? Bien, encenderé esta porquería en el fuego. Allí, al menos, no se
apagará. Crepita un poco, cierto, pero quedará encendida. ¿No quema ahora como una
vela normal? Es un hecho que, aquí, las velas no son de calidad. Desconozco de dónde
las traen, pero a veces se portan de forma extraña: no dan tanta luz, la llama es verdosa
y echan chispas; incluso a veces se apagan solas, y esto es, al mismo tiempo, enervante
y molesto. Debe aceptarse, porque aún queda para rato antes no instalen la electricidad
en nuestro pueblo. Es un brillo muy triste, ¿no cree?

¿Piensa usted que haría bien si le dejara la vela y tomara el quinqué? La verdad, no me
gusta llevar quinqué. Nunca se me ha caido ninguno, pero siempre me han
atemorizado..., son peligrosos si lo pensamos. Además, con el tiempo me he
acostumbrado a estas asquerosas velas.

Puede apurar el vaso mientras subo. No quiero que se vaya a dormir sin, al menos, tres
vasos en el estómago. Ni tan solo tendrá que habérselas con la escalera, pues dormirá
aquí abajo, junto al gabinete de consulta que, por ahora, es mi domicilio. Así está la
cosa: no permito que un amigo duerma en el dormitorio de arriba. El último que allí
durmió fue el viejo Crackenthorpe, que pasó, según cuenta, toda la noche despierto.
¿Recuerda al viejo Crack? Se aferra a la Armada, y acaban de ascenderlo a almirante.
Sí, ya voy, a menos que se apague la vela. No he podido evitar el preguntarle si se
acordaba del viejo Crackenthorpe. Si alguien nos hubiera predicho que, de todos
nosotros, aquel enclenque bobalicón haría la carrera más brillante, todos nos habriamos
echado a reír. A usted y a mí no nos ha ido tan mal las cosas, claro... Pero ya voy, ahora
mismo. No quiero que piense que, con la charla, deseo retrasar el momento de ir. ¡Cómo
si existiera algo de lo que asustarse! De tener miedo, se lo confesaría sin rodeos, y le
pediría que me acompañara arriba.

***
¡Hela aquí! La he trasladado con muchísimo cuidado, por miedo a molestarla, pobre
cosa. Mire, si sacudieramos la caja, quizás la mandíbula volvería a separarse de la
calavera, y de seguro esto no le gustaría nada. Sí, la vela se ha apagado mientras bajaba
por la escalera, pero ha sido por culpa de una corriente de aire que ha entrado por la
ventana del rellano. ¿Ha oído eso? Sí, ha sido otro grito. ¿Dice que estoy pálido? No es
nada. El corazón me juega malas pasadas, a veces, y he bajado demasiado deprisa. De
hecho, ésta es una de las razones por las que prefiero vivir en la planta baja.

Este grito, venga de donde venga, no ha salido de la calavera, por que tenía la caja en la
mano cuando he oído el chillido..., y aquí la tenemos, ahora. Hemos demostrado, pues,
irrefutablemente, que es otra cosa quien profiere los gritos; nunca dudé, que un día u
otro conocería la causa exacta. Alguna grieta en la pared, sin duda, o alguna fisura de la
chimenea, o tal vez alguna rotura en la madera de una ventana. Todas las historias de
fantasmas terminan así. Mire, me alegro de haber ido arriba y traerle el objeto, porque
este último grito resuelve definitivamente la cuestión. ¡Y pensar que he tenido la
debilidad de creer que esta pobre calavera podía gritar como un ser vivo!

Ahora abriré la caja, sacaré el objeto, y lo examinaremos bajo la luz. Resulta espantoso
recordar que la pobre mujer tenía la costumbre de sentarse ahí, en la silla donde ahora
está usted, una tarde tras otra, con una luz como esta. Pero..., acabo de convencerme que
todo esto sólo han sido tonterías, de comienzo a fin... Nada más es una vieja calavera
que Luke conservaba de su época de estudiante y que, tal vez, sumergió en la cal para
blanquearla, sin poder encontrar después la mandíbula.

Sellé el cordel, ¿lo ve?, tras colocar en su lugar la mandíbula inferior, y escribí algo
sobre el papel. Vea..., la vieja etiqueta continua ahí, la etiqueta de la modista con la
dirección de la señora Pratt, puesta el día que le enviaron el sombrerero; había espacio,
y escribí: «Calavera que perteneció al señor Luke Pratt, ahora difunto». No sé por qué
razón escribí esto... Quizás para explicar cómo había ido a parar a mis manos. A veces,
no puedo dejar de preguntarme qué tipo de sombrero guardaba la caja. ¿De qué color le
parece que podría ser? ¿Sería un simpático sombrero primaveral, con plumas delicadas
y caprichosas cintas? ¡Es extraño pensar que la misma caja contiene la cabeza que,
quizá, llevaba aquellos fantasiosos ornamentos! Pero no: acabamos de convencernos de
que esta calavera proviene del hospital de Londres, donde Luke realizó sus prácticas.
¿No es mucho mejor verlo bajo este prisma? No hay más relación entre esta calavera y
la pobre señora Pratt que la existente entre mi historia del asesinato con plomo y...

¡Dios mio! Coja el quinqué... no deje que se apague; cerraré la ventana en un segundo...
¡Vaya! ¡Qué soplido del viento! ¡Ahora se ha apagado! ¡Ya se lo había dicho! Carece de
importancia; aún queda el resplandor del fuego. ¡Vea, ya he cerrado la ventana! El
pestillo estaba medio descorrido. ¿Y las cerillas? ¿Las ha hecho caer de la mesa el
viento? ¿Dónde diablos están? ¡Ah, aquí! La ventana no volverá a abrirse, porque he
puesto la barra, una barra como las que antes se fabricaban..., es insustituible. Ahora,
busque la sombrerera, mientras yo vuelvo a encender el quinqué. ¡Demonio de cerillas!
Un sencillo encendedor de mecha funcionaría mucho mejor..., deberé encenderlo en el
fuego..., no lo había pensado..., muchas gracias... Vaya, ¡por fin! ¿Pero donde está la
caja? Sí, vuélvala a poner sobre la mesa, que la abriremos.

Es la primera vez que el viento hace crujir la ventana de esta manera pero es porque no
la he cerrado bien. Sí, claro, he oído el grito. Ha parecido como si diera la vuelta a toda
la casa antes de precipitarse por la ventana. Esto demuestra que el viento es el único
culpable..., el único culpable de toda esta historia, ¿no es verdad? Y, si el viento no lo
es, lo será mi imaginación. Siempre he sido imaginativo, aunque no lo sabía, sin duda.
Es al envejecer cuando nos conocemos y entendemos mejor, ¿no cree?

Tomaré unos tragos de este Hulstkamp excepcional, aprovechando que usted se llena el
vaso. La humedad de esta borrasca me ha dejado helado y, con mi propensión a los
resfriados... Me dan miedo los resfriados, porque el frío, a veces, parece clavarse en
todas mis articulaciones cuando me atrapa en invierno.

¡Caramba! ¡Esto es casualidad! Encenderé otra pipa, ahora que todo parece calmado
alrededor, y luego abriremos la caja. Estoy muy contento de haber escuchado, los dos,
ese último grito mientras la calavera permanecía sobre la mesa, entre usted y yo, porque
una cosa no puede hallarse en dos sitios diferentes al mismo tiempo, y el grito venía,
con toda seguridad, del exterior, como es el caso de todos los sonidos del viento. A
usted le parece haber oído un grito atravesar la habitación al abrirse la ventana con tanta
violencia. Sí, a mí también, pero era natural, ¿no?, porque todo estaba abierto. No
hemos oído nada más que el viento, claro. ¿Qué más podíamos esperar?

Eche una ojeada aquí, haga el favor, antes no abramos la caja quiero que compruebe que
el sello está intacto. ¿Necesita mis gafas? Ah, ya tiene las suyas. Muy bien. El sello está
intacto, y debe poderse leer con facilidad las palabras grabadas en la cera: «Suave,
lentamente»; es una alusión al poema El viento del mar occidental, que ruega al viento
«que me lo vuelva a traer» y cosas parecidas. Aquí tengo el sello original, en la cadena
del reloj, donde lo llevo desde hace cuarenta años. Me lo regaló mi esposa, pobrecilla,
antes de casarnos, y nunca he llevado otro. Esto era muy propio de ella, que le gustaran
estas palabras..., siempre le gustó Tennyson.

Es inútil cortar el cordel, porque está fijado a la caja; me conformaré con romper la cera
y desatar el nudo, y luego volveremos a sellarlo. Mire, me gustará saber que esta cosa
está intacta, en su lugar, y que nadie puede cogerla. No se trata que sospeche que
Trehearnn se meta en todo esto, pero siempre me ha parecido que sabe más de lo que
dice.

Mire, he logrado desatarlo todo sin romper el cordel, aunque cuando lo sellé no creí que
la volvería a abrir. Mire, la tapa sale ella sola. ¡Mire, ahora!

¿Qué? ¿Nada? ¿Vacía? ¡Se ha esfumado! ¡La calavera se ha esfumado!

No, no me pasa nada grave. Sólo intento centrar mis ideas. Todo esto es muy extraño.
Estoy seguro de que la calavera se encontraba dentro de la caja cuando la sellé la
primavera pasada. No lo puedo haber imaginado; no es posible. Si de tanto en tanto me
emborrachara con los amigos, podría aceptar haberme equivocado alguna vez, tras
beber en exceso. Pero no bebo, ni he bebido nunca. Una pinta de cerveza durante la
cena, un poco de ron antes de acostarme, esto es todo lo que bebía en mis mejores
tiempos. ¡Me parece que siempre somos los pobres individuos constantemente sobrios
quienes acaparamos las crisis reumáticas y de gota! Sí, mi sello estaba intacto, y la caja
está vacía. Es muy extraño.
¡Pero esto no puede ser! No es lógico. Mi opinión es que hay algo de sospechoso en este
asunto. Y no me hable de manifestaciones sobrenaturales, por que no creo en ellas...,
nada, en absoluto. Alguien debe haber tocado el sello y robado la calavera. A veces,
cuando en el verano salgo a trabajar al jardín, dejo el reloj y la cadena sobre la mesa.
Trehearn ha tenido ocasión de coger el sello durante cualquiera de estos momentos y
utilizarlo sin miedo: él sabe que yo no suelo llegar antes de una hora, como mínimo.

Si no fuera Trehearn..., oh, ¡no insinúe usted que aquella cosa ha sido capaz de salir sola
de la caja! Si ha sido capaz debe hallarse en algún lugar de la casa, emboscada, al
acecho, en algún rincón oscuro. Podemos dar con ella en cualquier instante..., porque
nos espera, nos espera en las tinieblas. Y, cuando me vea, me lanzará su grito..., me
lanzará su grito en medio de la oscuridad, porque me odia, ¡se lo digo!

La caja está vacía. No estamos soñando, ni usted, ni yo. Mire, la vuelvo del revés...

¿Qué ha sido eso? Algo ha caido de la caja cuando la he girado. Aquí, en el suelo, a sus
pies... Sé que está aquí, debemos encontrarlo. Ayúdeme a encontrarlo, amigo. ¿Ya lo
tiene? ¡Por amor de Dios, démelo, deprisa!

¡Plomo! Lo sabía, desde el instante que lo he oído caer. Aquel ruido sordo sobre la
alfombra, sabía que no podía ser nada más. Así pues, era plomo en definitiva, y Luke...

Me he turbado... No estoy nervioso, se lo aseguro, solo algo turbado, eso es todo.


Cualquiera lo estaría. Al fin y al cabo, usted no podrá decir que me dé miedo esa cosa,
ya que he subido a buscarla y la he traido hasta aquí... Vaya, creía que la llevaba aquí, lo
que es lo mismo, y ¡demonios!, antes de permitir que una tontería así me trastorne,
prefiero llevar la caja arriba y guardarla en su sitio. Estoy convencido de que la pobre
mujer murió de aquella manera por mi culpa, porque les había explicado aquella
historia. Es esto lo que me entristece y me inquieta. A veces esperaba que nunca tendría
la certidumbre, pero ahora ya no puedo dudar. ¡Vea esto!

¡Vea! Un trozo de plomo, sin forma particular. ¡Piense lo que hizo este pedazo de
plomo! ¿No se horroriza? Luke administró a su mujer alguna droga para que se
durmiera, pero, con todo, ella debió padecer un momento de dolor abominable. ¡Piense!
¡Plomo hirviente que entra en el cerebro! ¡Piense! Antes de poder gritar ya estaba
muerta, pero piense sólo..., ¡oh!... ¡oh!... ¡Otra vez!... Esto viene de fuera..., sé que viene
de fuera... ¡No puedo quitarme este chillido de la cabeza!... ¡oh!... ¡oh!...

***

¿Cree usted que me he desmayado? No. Me hubiera gustado, porque así todo se habría
parado. Está muy bien el decir que esto es tan sólo un ruido, y que un ruido nunca ha
dañado a nadie. ¡Pero también usted está blanco como una sábana! Sólo podemos hacer
una cosa, si queremos conciliar el sueño esta noche. Debemos encontrarla, volverla a
meter dentro la caja y encerrarla en el armario que parece gustarle tanto. No sé como
salió, pero desea volver a su lugar. Por eso chilla de esta manera tan espantosa esta
noche. Nunca había gritado así, nunca... Excepto la primera vez que...

¿Enterrarla? Sí, si logramos encontrarla, la enterraremos, aunque nos lleve toda la


noche. La hundiremos seis pies bajo tierra, y compactaremos bien la tierra encima...
Nunca saldrá y, aunque continúe chillando, difícilmente la oiremos si está tan profunda.
¡De prisa! ¡La linterna, y busquémosla! ¡No debe estar demasiado lejos! Seguro que está
allí afuera... Estaba a punto de entrar cuando he cerrado la ventana, lo sé.

Sí, tiene razón: estoy perdiendo el tiempo y debo volver a controlarme. No me diga
nada en un par de minutos; me sentaré tranquilo, cerraré los ojos y repetiré algo que me
sea familiar. Es lo mejor que puedo hacer.

«Es menester sumar la longitud, la latitud y la distancia polar, dividir por tres y restar la
longitud a esta media; después es necesario añadirle el logaritmo de la secante de la
longitud, la cosecante de la distancia polar y su seno menos la longitud...» ¿Qué le
parece? No me dirá que he perdido los estribos, pues mi memoria continua intacta, ¿no?

Usted objetará, claro,

EL CONEJITO INGENIOSO

Periquín tenía su linda casita junto al camino. Periquín era un conejito de blanco
peluche, a quien le gustaba salir a tomar el sol junto al pozo que había muy cerca de su
casita. Solía sentarse sobre el brocal del pozo y allí estiraba las orejitas, lleno de
satisfacción. Qué bien se vivía en aquel rinconcito, donde nadie venía a perturbar la paz
que disfrutaba Periquín!

Pero un día apareció el Lobo ladrón, que venía derecho al pozo. Nuestro conejito se
puso a temblar. Luego, se le ocurrió echar a correr y encerrarse en la casita antes de que
llegara el enemigo: pero no tenía tiempo! Era necesario inventar algún ardid para
engañar al ladrón, pues, de lo contrario, lo pasaría mal. Periquín sabía que el Lobo, si no
encontraba dinero que quitar a sus víctimas, castigaba a éstas dándoles una gran paliza.
Ya para entonces llegaba a su lado el Lobo ladrón y le apuntaba con su espantable
trabuco, ordenándole: - Ponga las manos arriba señor conejo, y suelte ahora mismo la
bolsa, si no quiere que le sople en las costillas con un bastón de nudos. - Ay, qué
disgusto tengo, querido Lobo! -se lamentó Periquín, haciendo como que no había oído
las amenazas del ladrón- Ay, mi jarrón de plata...! - De plata...? Qué dices? -inquirió el
Lobo.

Sí amigo Lobo, de plata. Un jarrón de plata maciza, que lo menos que vale es un
dineral. Me lo dejó en herencia mi abuela, y ya ves! Con mi jarrón era rico; pero ahora
soy más pobre que las ratas. Se me ha caído al pozo y no puedo recuperarlo! Ay, infeliz
de mí! -suspiraba el conejillo. - Estás seguro de que es de plata? De plata maciza?
-preguntó, lleno de codicia, el ladrón - Como que pesaba veinte kilos! afirmó Periquín-.
Veinte kilos de plata que están en el fondo del pozo y del que ya no lo podré sacar. -
Pues mi querido amigo -exclamó alegremente el Lobo, que había tomado ya una
decisión-, ese hermoso jarrón de plata va a ser para mí.
El Lobo, además de ser ladrón, era muy tonto y empezó a despojarse sus vestidos para
estar más libre de movimientos. La ropa, los zapatos, el terrible trabuco, todo quedó
depositado sobre el brocal del pozo. - Voy a buscar el jarrón- le dijo al conejito. Y
metiéndose muy decidido en el cubo que, atado con una cuerda, servía para sacar agua
del pozo, se dejó caer por el agujero.

Poco después llegaba hasta el agua, y una voz subió hasta Periquín: - Conejito, ya he
llegado! Vamos a ver dónde está ese tesoro. Te acuerdas hacia qué lado se ha caído? -
Mira por la derecha -respondió Periquín, conteniendo la risa. - Ya estoy mirando pero
no veo nada por aquí ... - Mira entonces por la izquierda -dijo el conejo, asomando por
la boca del pozo y riendo a más y mejor.
Miro y remiro, pero no le encuentro... De que te ríes? -preguntó amoscado el Lobo. -
Me río de ti, ladrón tonto, y de lo difícil que te va a ser salir de ahí. Éste será el castigo
de tu codicia y maldad, ya que has de saber que no hay ningún jarrón de plata, ni
siquiera de hojalata. Querías robarme; pero el robado vas a ser tú, porque me llevo tu
ropa y el trabuco con el que atemorizabas a todos. Viniste por lana, pero has resultado
trasquilado. Y, de esta suerte, el conejito ingenioso dejó castigado al Lobo ladrón, por
su codicia y maldad.

El conde Drácula

El conde Drácula

Autor: Woody Allen

"El conde Drácula"

En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd y


guardando a que caiga la noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría la
muerte con toda seguridad, permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso que
lleva iniciales inscritas en plata. Luego, llega el momento de la oscuridad, y movido por
instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite y, asumiendo las
formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los alrededores y bebe la sangre
de sus victimas. Por último, antes de que los rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien
el nuevo día, se apresura a regresar a la seguridad de su ataúd protector y se duerme
mientras vuelve a comenzar el ciclo.

Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas responde a un instinto milenario


e inexplicable, es señal de que el sol está a punto de desaparecer y se acerca la hora.
Esta noche, está especialmente sediento y, mientras allí descansa, ya despierto, con el
smoking y la capa forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir con
espectral exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de abrir la tapa
y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El panadero y su mujer,
reflexiona. Suculentos, disponibles y nada suspicaces. El pensamiento de esa pareja
despreocupada, cuya confianza ha cultivado con meticulosidad, exita su sed de sangre y
apenas puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes de salir del ataúd y
abalanzarse sobre sus presas.

De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta
rápidamente, se metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus
tentadoras víctimas.
_¿Vaya, conde Drácula, que agradable sorpresa!_ dice la mujer del panadero al abrir la
puerta para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma humana. entra en la casa
ocultando, con sonrisa encantadora, su rapaz objetivo.)

_¿Qué le trae por aquí tan temprano?_ pregunta el panadero.

_nuestro compromiso de cenar juntos_ contesta el conde_.

Espero no haber cometido un error. Era esta noche, ¿no?

_Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.

_¿Cómo dice?_ inquiere Drácula echando una mirada sorprendida a la habitación.

-¿o es que ha venido a contemplar el eclipse con nosotros?

_¿Eclipse?

_Así es. Hoy tenemos un eclipse total.

_¿Qué dice?

_Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce del mediodía.

_¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!

_¿Qué pasa, señor conde?

_Perdóneme... debo... _Debo irme...Hem...¡Oh, qué lío!..._ y, con frenesí, se aferra al


picaporte de la puerta.

-¿Ya se va? Si acaba de llegar.

_Sí, pero, creo que...

_Conde Drácula, está usted muy pálido.

-¿Sí? necesito un poco de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...

_¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino juntos.

_¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida, ya sabe, el hígado y todo
eso. Debo irme ya. Acabo de acordarme que dejé encendidas las luces de mi castillo...
Imagínese la cuenta que recibiría a fin de mes...

_Por favor_ dice el panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal de
amistad_. usted no molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.

_Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al otro
lado de la ciudad y me han encargado la comida.
_Siempre con prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto.

_Sí, tiene razón, pero ahora...

_Esta noche haré pilaf de pollo_ comenta la mujer del panadero_. Espero que le guste.

_¡Espléndido, espléndido!- dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer
sobre un montón de ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta del armario,
se mete en él_. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?

_¡ja, ja!_ se ríe la mujer del panadero_. ¿Qué ocurrencias tiene, señor conde!

_Sabía que le divertiría_ dice Drácula con una sonrisa forzada-, pero ahora déjeme
pasar.

Por fin, abre la puerta, pero ya no le quedaba tiempo.

_¡Oh, mira, mamá_ dice el panadero-, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve a
salir el sol.

_Así es_ dice Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada_. He decidido


quedarme. Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!

_¿Qué persianas?_ preguntó el panadero.

_¿No hay? ¡lo que faltaba! ¡Qué para de...! ¿Tendrían al menos un sótano en este
tugurio?

_No_ contesta amablemente la esposa_. Siempre le digo a Jarslov que construya uno,
pero nunca me presta atención. Ese Jarslov...

_Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?

_Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.

_¡Ay... qué ocurrencia tiene!

_Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media.

Y, con esas palabras, el conde entra al armario y cierra la puerta.

_¡Ja,ja...! ¡qué gracioso es, Jarslov!

_Señor conde, salga del armario. deje de hacer burradas.

Desde el interior del armario, llega la voz sorda de Drácula.

_No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan solo permítanme quedarme aquí. Estoy
muy bien. De verdad.
_Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más de tanto reirnos.

_Pero créanme, me encanta este armario.

_Sí, pero...

_ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día
precisamente le decía a la señora Hess, deme un buen armario y allí puedo quedarme
durante horas. Una buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué
no hacen sus cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh,Ramona, la la la la, ramona...

En aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían decidido
hacer una visita a sus buenos amigo, el panadero y su mujer.

_¡Hola Jarslov! espero que Katia y yo no molestemos.

_Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde Drácula.¡Tenemos visita!

_¿Está aquí el conde?_ pregunta el alcalde, sorprendido.

_Sí, y nunca adivinaría dónde está_ dice la mujer del panadero.

_¡Que raro es verlo a esta hora! De hacho no puedo recordar haberle visto ni una sola
vez durante el día.

_Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!

_¿Dónde está?_ pregunta Katia sin saber si reír o no.

_¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos!_ La mujer del panadero se impacienta.

_Está en el armario_ dice el panadero con cierta vergüenza.

_¿No me digas!_ exclama el alcalde.

_¡Vamos!_ dice el panadero con un falso buen humor mientras llama a la puerta del
armario_. Ya basta. Aquí está el alcalde.

_Salga de ahí conde Drácula_ grita el alcalde_. Tome un vaso de vino con nosotros.

_No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos asuntos pendientes.

_¿En el armario?

_Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que dicen: Estaré con ustedes en cuanto
tenga algo que decir.

Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y beben.


_Qué bonito el eclipse de hoy_ dice el alcalde tomando un buen trago.

_¿Verdad?_ dice el panadero_. Algo increíble.

_¡Díganmelo a mí! ¡Espeluznante!_ dice una voz desde el armario.

_¿Qué Drácula?

_Nada, nada. No tiene importancia.

Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar esa situación, abre la
puerta del armario y grita:

_¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de
locuras!

Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente se
disuelve hasta convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de las cuatro
personas presentes. Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del
panadero pega un grito:

_¡Se ha fastidiado mi cena!

"Woody Allen" (De " Cuentos sin plumas" -1988)

Fin.

LA CRUZ DEL DIABLO

Autor: GUSTAVO ADOLFO BECQUER

Que lo crea o no, me importa bien poco.


Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas
orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de
nuestro viaje. Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por
detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las
empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana
de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para
apagar su sed en las aguas de la ribera.

Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún
remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de
Urgel y el más importante de sus feudos. A la derecha del tortuoso sendero que conduce
a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos
márgenes, se encuentra una cruz.

El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la
escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.

La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido
la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras
que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve
de dosel.

Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi


escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión
de las creencias y la piedad de otros siglos.

Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin


forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda
soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de
mi espíritu.

Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente


pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de
aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que
cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el
pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas
formas para evaporarse.

Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con


violencia por los hombros. Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.

Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de
terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el
fieltro que aún tenía en mis manos.

Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación


enérgica, aunque muda.

El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con
estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de
verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que
tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta
cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del
demonio!

Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él
prosiguió con igual vehemencia:

-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le
preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta
las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.

-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de nuestra
iglesia?...

-¿Quién lo duda?

-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios,
está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del
diablo.

-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como
una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi
imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!...
¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me
expliques este monstruoso absurdo.

Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se
nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de
suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban
lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los
paradores de Bellver.

Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando
sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según
la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío,
ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en
derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia
la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que
acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos
veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la
boca, y comenzó de este modo:

Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la
mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas
pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más
poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.

Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio durante
algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:

-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte
del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos
sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de
jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a
este pueblo.

No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad
detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus
vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo
alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.

Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter,
lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover
guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.

En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea
feliz.

Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en
una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro
Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su
seguimiento.

Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su
sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas
no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de
grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus
pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya
más que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres,
desapareció de la noche a la mañana. La comarca entera respiró en libertad durante
algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.

Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del
pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del
camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y
ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy
amado señor.

Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este
nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que
en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los
asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones
diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una
noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció
efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos
vasallos.

Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar


mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos,
que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la
guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una
media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían
redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses.

Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los
condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una
encina.

Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo


entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor
llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a
la lucha.

Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas
horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la
noche.

Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear. Al cabo triunfó la causa de la
justicia. Oigan ustedes cómo.

Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un
solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se
repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa
orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono.

Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias,
que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los
condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.

Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que
reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el
grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y
protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya
cima tocaron a punto de la media noche.

Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas
salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado
con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a
los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las
llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.

Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban
aún los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas
brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del
festín, era fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y
polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de
sus oscuros compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a
enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las
mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y
el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez
en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus
antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas
del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.

Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del
sol, o creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que
chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.

A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz
baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y
el único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más
que regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como
decirse suele, de tripas corazón.

Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo
que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a
fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.

Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago
y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día
en día más probables.

En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño
fenómeno. Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del
Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se
veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas
direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.

Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos
aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no
se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses
desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios,
pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.

Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos


del castillo. Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en
determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera,
concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los
caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste
quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.

Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran


arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en
diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de
las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones
nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los
bandidos del peñón.

Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su
misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía
resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor
feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios
labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su
frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.

Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta
y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.

¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se
distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor
del Segre?

Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces,
prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo
de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:

Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas
prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis
deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin
recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir
algunos jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales
seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no
vacilaron un instante en suscribir a mis designios.

Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y


poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto
de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de
ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.

Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y
escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado
castillo del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por
hallarse defendido contra el vulgo por las supersticiones y el miedo.

Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que
iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa
sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.

Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí
con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez,
habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de
repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes,
que de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una
inquieta mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer
inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura
completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el
cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenas manejar, y poniéndole
sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y
profunda, semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:

-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del
Segre, que tome esa espada, signo del poder.

Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le


proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la
cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir
a través de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.

No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la


siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe
marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni
las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en
nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas;
cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de
dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz
alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.

Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni


participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las
piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego
enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando
nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.

Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un
resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el
mismo diablo en persona.

El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin
arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al
suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no
cesaba en sus desastrosas empresas.

Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no


acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con
aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste.

Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una
pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y
ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables
consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los
vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la
misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,
conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto, les
aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube
serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al
mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una
maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las
crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.

Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían


concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus
habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de
misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una
poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del
Segre.

De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni
nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que
gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como
se refería.

Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud


se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la prisión.
La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron
en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante
sus improvisados jueces.

Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por sí
mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento,
pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.

Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero
debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente
multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la
cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los animados
diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en
cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.

Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido


de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo de
admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se
abrían con dificultad para dejarle paso.

Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura,
objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados
muros de la fortaleza maldita.

Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro
penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos
le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del
calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría
ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos
así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras
muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el
completo esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables
confusiones.

El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo


sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las
altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que
componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos
prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el
guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto
que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.

Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o parecida
contestación.

-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los
vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a
insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!

-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.

El guerrero permaneció impasible.

-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.

La misma contestación.

-En el de los condes soberanos.

Ni por esas.

La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose
sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le
abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que
permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor.

La cosa no era para menos.

El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída
sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.

Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se


estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido
sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron
tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.

La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba
impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a
nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la
muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver.

Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa armadura.

Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa


hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos
días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse,
era breve y compendillosa.

-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la


ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.

Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en
concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud
ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con
toda la solemnidad que la importancia del caso requería.

Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un
hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos
circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:

-¡Perdón, señores, perdón!

-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro de la
armadura del señor del Segre?

-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de
las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.

Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el


pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se
encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les
hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.

-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en


contra mía.

Todos guardaron silencio y él prosiguió así:

-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me
pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas
razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la
inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel
traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si
misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de
la cerrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.

En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro;


arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un
día y otro descompuestas e inmóviles.

Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí
mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé
a las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en
que todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo.
Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó
por sí sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el
profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían
y chocaban al unirse entre las sombras.

Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus
hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que
después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la
mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando
sólo que, después de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas
sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue
alejando hasta perderse.

Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal
concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.

Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad,
pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.

Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva


persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.

Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus


perseguidores.

Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy


difícil.

Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una
horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda
ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos
de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus
excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.

Aquello era el cuento de nunca acabar.


En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura,
que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso
eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella.

El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el
fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen
las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase
una cruz.

La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios


llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.

En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y
profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos
saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas
rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían
crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a
su señor de aquel tormento.

Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma
para tomar la de una cruz.

Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que
veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y
gemía al sentir los golpes.

Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la


cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una
convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por
desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se
contraía en zigzag como un relámpago.

El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último,
vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.

Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta
su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni
los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las
severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.

Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el


invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse
sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su
pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su
camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.

CUENTOS MÍNIMOS
¿Quieres que te cuente un cuento?
Pues aquí tienes un ciento.

Este es el cuento de una ardilla, Un ratoncito iba por un descampado


te lo cuento y se acaba enseguida. y este cuentecito se ha acabado.

Esta es la historia de un saltamontes


Este es el cuento de un soldado
que salta y baila y siempre se
que no empezó
esconde.
y ya está acabado.
¿Sabes tú dónde?

Había una vez un pollito inglés 


Esto era una vez una serpiente
que se fue a Francia
que se cayó y se partió los dientes.
y se volvió francés.

LA CABRA
Había una vez un molinero 
(Popular)
que molía con esmero,
día y noche sin parar,
En lo alto de una montaña
para que así el panadero
hay una cabra comiendo, 
pudiera hacer el pan.
levanta la cabeza y dice: 
¡Qué gorda me estoy poniendo!

EL RATÓN Y EL ELEFANTE

 (Cuento con moraleja)

Un ratón mordió a un elefante


el cual lo aplastó al instante,
Moraleja:
Ratón que muerde a un elefante 
le quedan pocos años por delante.

EL CENTAURO Y EL ESCORPIÓN

EL CENTAURO Y EL ESCORPIÓN

Autor: René Febronio Maestro.


EL CENTAURO Y EL ESCORPIÓN

Cuenta la leyenda que existió un centauro, que vivía en lo más alto de una montaña,
cada atardecer disparaba una flecha hacía su padre Sol para acompañarlo en su
peregrinar celestial. Pero sucedió que un día, después de haber lanzado una flecha , una
voz femenina lo sorprendió.

-¡Que el sol te proteja, hijo del fuego!

-Igual para vos, seas quien seas, dulce dama.- Al tiempo que trataba de saber el origen
de aquella voz tan hermosa y misteriosa.

-Gracias, más yo soy hija del agua.

-Esta bien hija del agua, sal para que pueda verte.

-¡no!, Querido centauro, no quiero que huyas al verme, muchos solo ven la apariencia
externa, no lo inmortal y verdadero que se halla escondido en lo más profundo de cada
ser.

-No soy como los otros, pues el ser mitad caballo, mitad hombre me hace diferente.
Imaginate... ¿qué sería del universo sin la diversidad? Es en la diversidad donde se
encuentra la belleza y armonía de este mundo.

-Lo se, amigo centauro, por eso decidí hablar contigo; al ser diferente se puede estar
solo, a pesar de estar rodeados de seres y objetos.

-Entonces, ¿por qué te ocultas? Manifiéstate sin temor, ya que si te veo, te mirare con
los ojos Del espíritu con los cuales se ve la verdadera esencia.

-No, todavía no, no quiero romper con este mágico momento.

-Esta bien, pero al menos dime tu nombre para llamarte por el.

-Mi nombre lo sabrás al verme.

-Si así lo deseas, pero me has intrigado, ¿por qué temes que huya al verte?-

-Porque el Creador al darme vida, creyó conveniente poner en mi un veneno mortal,


más no es un veneno cualquiera, sino uno que transmuta en algo mejor aquello que toca,
siempre y cuando se hallan preparado para ello. Pero los seres comunes huyen al verme;
también por hablar con la verdad creen algunos que es mi más poderoso veneno, ya que
la verdad no es siempre bella, pero así es la verdad.

Para ese momento la oscuridad reinaba en lo alto de aquella montaña y la luna


iluminaba con sus rayos plateados a la tierra.

El centauro se había sentado sobre sus cuatro extremidades equinas, a la vez que
descansaba su carcaj, sus flechas y su arco, el clima comenzaba a ser frío, pues el
invierno y la naturaleza empezaba a dormitar. Por lo que el centauro reflexionó.
-Sobre la verdad... te he de ser sincero, mi padre sol pronto se alejará y la oscuridad será
mayor que la luz; en estos días oscuros y gélidos me invade también la soledad, es
cuando más quisiera estar con mi padre permanentemente en el cielo, es por eso que
cada atardecer vengo a esta montaña, tomo una flecha, tenso mi arco, en la flecha
concentro mi cuerpo ,alma y espíritu para que se una al sol y yo sea uno con él. Sin
embargo también entristezco, pues algún día envejeceré y no podré tensar más mi arco,
pues las fuerzas me abandonarán y temo ya no estar con mi padre. Pero sobre todo, me
pesa dejar este plano sin haber Encontrado a alguien que hiciera menos dura la soledad,
alguien que motivara una sonrisa y una lagrima. He buscado incluso en las hijas de los
hombres, algunas son muy bellas, pero solo eso son. No quiero llegar con mi padre y
mostrarle un corazón estéril quiero llegar con un corazón radiante como si el propio sol
habitara en el.

En ese momento, debajo de una piedra salió un escorpión, que a la luz de la luna se veía
como el escorpión más bello que hubiera existido en la tierra. Bajo la luz de la luna su
color negro brillaba intensamente; se acerco al centauro, su dulce voz se quebró por la
emoción.

-Querido centauro, en verdad que tus palabras han penetrado la coraza que rodeaba a mi
corazón, con un rayo de luz lo has iluminado; el calor de tus palabras lo ha
descongelado. Gracias por no haber huido al verme.

-No tenía por qué, bello escorpión; he visto tu alma y no la envoltura. En cuanto a tu
veneno no le temo, por el contrario.

-Yo también he visto en ti, no al centauro, sino aquello que se halla oculto en tu interior.

El silencio reinó y en lo más alto de una montaña un centauro y un escorpión se vieron a


los ojos; en ellos contemplaron al universo.

El centauro tomó de su carcaj una flecha de oro que guardaba para su ultimo tiro, se
levanto del suelo, tenso su arco, apunto al cielo al tiempo que miraba al escorpión.

-Por favor, amado escorpión, sube a mi espalda.-

-¿Qué te propones? ¿qué piensas hacer?-

-No quiero que este Momento se olvide ya que has hecho que experimente como Si un
millón de escorpiones me hubieran picado e iluminaran con su veneno a mi corazón;
como si el sol estuviera dentro de mi y sin temor a equivocarme diría que conocí el
Amor pero como nunca hubiera podido concebirlo mortal alguno, más allá de mis
expectativas, más allá del tiempo, del espacio .Quiero que subas a mi espalda y cuando
lo hagas introduce tu veneno, así estaremos unidos para siempre y nuestros cuerpos ya
no serán barrera para nosotros, pues nos liberaremos de ellos. ¡escorpión, hazlo... Ya
nada me detiene en la tierra.

El escorpión se subió al centauro y en su lomo introdujo su veneno, guardando un poco


para si misma.
-Esta bien, amado centauro. Yo iré a donde tu vayas, tampoco tengo nada que hacer en
este mundo.-

El centauro decidido tensó más su arco hasta que empezó a sentir un calor que lo
inundaba; en ese momento soltó el arco y la flecha salió disparada al cielo, mientras en
la cima de la montaña el centauro y el escorpión se desplomaban sin vida; sin embargo
en el rostro del centauro se dibujaba una sonrisa y rodaba una lagrima. Sus vidas se
habían ido en la flecha y a medida que subía dejaba una estela de fuego a su paso.
Cuando llego más allá de las estrellas exploto y de las partículas se formo en el cielo la
constelación del centauro y el escorpión.

Desde entonces aparecen en las noches dos seres que traspasaron el plano mortal al
inmortal, acompañando al sol en su peregrinar celestial hasta el final de los tiempos.

Fin.

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CON UNA RANA EN EL BOLSILLO

Aquel día el alcalde municipal nos visitó en nuestra comarca campesina para inaugurar
la nueva escuelita rural de techo pajizo y suelo de tierra apisonada. En su discurso citó
esta definición: "El niño es la verdad con la cara sucia, la sabiduría con el pelo
desgreñado, la esperanza del futuro con una rana en el bolsillo".

Pascualito aprendió la frase y la repitió mentalmente muchas veces. "La cara sucia". El
siempre la tenía así. Y eso lo entendía muy bien. "El pelo desgreñado...". Pascualito se
peinaba raras veces y sus mechones revueltos se lo hacían comprender... "Con una rana
en el bolsillo...". ¿Dónde estaba la rana? Pascualito nunca había tenido una rana en el
bolsillo. Sí, él era la verdad porque tenía la cara sucia... él era la sabiduría porque tenía
el pelo desgreñado... pero no era la esperanza porque le faltaba la rana... ¿y la rana?

Terminada la ceremonia de inauguración de la escuelita rural, Pascualito se fue derecho


al pantano vecino a su rancho a buscar la rana... Ya allí, con el barro a media pierna,
entre croar y croar, empezó su cacería. Unas saltaban antes de estar al alcance de su
mano, otras grandes, casi como sapos, le daban miedo... Aquélla, agarrada a un bejuco,
qué linda era. Y, a los últimos rayos del sol, cómo brillaban sus matices de verde,
marrón y azul, cuántos tonos tornasolados de nácar y plata, como los del sagrario del
templo parroquial, donde Pascualito aspiraba a ser monaguillo, si ganaba una beca para
la escuela urbana del cura.

La ranita, Pascualito y el crepúsculo continuaban allí, sin atreverse a echarle mano, no


fuera que también saltara como las demás. Pascualito hacía su plan: le hablaría
cariñosamente, le pondría el nombre de Juanita, como el de la niña del rancho cercano
con la cual jugaba.

Juanita... no te vayas. ¿Por qué no te vienes conmigo? Esta noche hará frío aquí en el
pantano y, si llueve, te vas a mojar.

Juanita parecía oírlo, inmóvil en su junco. Cuando Pascualito resolvió atraparla, Juanita
fue más rápida, saltó y desapareció.

El sol se había ocultado y la oscuridad se insinuaba ya. Pascual corrió a su rancho,


donde nadie había notado su retardo, acostumbrados todos como estaban a las causas de
sus demoras: correr tras de algún armadillo, quedarse bajo los chipios en cosecha
admirando los colores de los pájaros, irse en busca de moras o piñuelas silvestres, o
tenderse boca arriba a contemplar las nubes y adivinar sus figuras.

Al verlo llegar tan de carrera, la madre le preguntó:

– ¿Qué fiera te persigue?

– Ninguna, mamá. Es que yo soy la verdad con la cara sucia, la sabiduría con el pelo
desgreñado. Pero no soy la esperanza, porque no tengo una rana en el bolsillo.

– ¿Qué qué? ¿Qué qué?

– Sí, mamá, nos lo dijo el alcalde esta mañana en la escuela. Y tú me explicarás qué son
la verdad, la sabiduría, la esperanza.

– Por la verdad irás mañana, después de la escuela, a preguntar a Agapito. La sabiduría


es eso que los sabios saben. La esperanza es eso que sentimos cuando le rezamos a la
Virgen para que llueva, o cuando sembramos, o cuando florece el café, o cuando vamos
al pueblo a vender algo, por si nos lo pagan mejor.

– Mamá, y cuando vemos esas nubes tan bonitas allá sobre el cerro y queremos ir a
ellas, ¿eso también es la esperanza?

– Sí, y la que tú tienes de llegar a tener una beca en la escuela en el pueblo y ser
monaguillo para ayudar a la misa... ¿Se lo dijiste ya a la maestra?

– Sí, mamá, y se lo he dicho muchas veces.

Al otro día, Pascualito, impaciente, apenas terminó la escuela corrió al rancho de


Agapito, el viejo patriarca, yerbatero, sanalotodo y oráculo de la región, que vivía entre
hierbas, ungüentos y mariposas prendidas con alfileres a las paredes. Decía que con el
polvillo de sus alas curaba las penas de amor.

Ante la pregunta de Pascualito "¿qué es la verdad?", Agapito, mesándose la barba


blanca, respondió:
– Me haces la misma pregunta que alguien le hizo a Cristo. Hay la verdad del alma que
enseñan los sacerdotes, la verdad del cuerpo que enseñamos nosotros los médicos; y la
verdad de cada uno. Tú, por ejemplo, Pascual, tú también eres la verdad.

– Pero me falta la rana.

– ¿Cuál rana?

– Una rana en el bolsillo que tengo que tener y me voy a buscarla.

Juanita estaba en el pantano, en el mismo junco. Pascualito reflexionó: esta vez no me


voy por el lado descubierto, porque Juanita se me pierde entre el juncal. Me voy por el
lado opuesto y, si Juanita salta, saltará en descubierto y la agarraré.

La táctica fue buena y Pascualito salió del barrial con Juanita en el bolsillo repitiéndose
a sí mismo: "Soy la verdad, la sabiduría y la esperanza".

Pocos días después, el párroco vino a bendecir el nuevo local de la escuelita rural y la
maestra le habló de Pascualito, de su aspiración a una beca y de su ambición de
monaguillo. También de sus méritos de alumno. El cura no tenía becas libres en la
escuela parroquial, pero luego de un examen a Pascualito, le dijo:

– No hay vacantes ahora. Pero te voy a abrir un campo en la escuela de la parroquia.


Preséntate el próximo domingo. Las monjas te lavarán la cara, te peluquearán, te harán
abandonar esa rana del bolsillo. De esa escuela puedes salir para el bachillerato, luego...
Pascualito corrió de la entrevista a comunicarle la noticia a su madre, cabizbajo y
pensativo.

– ¿Te vas, hijo? Eso es bueno para llegar a ser doctor, cura o general. Debes irte.

- No, mamá. No me voy. Me quedo a tu lado.

Gonzalo Canal Ramírez – Colombia

EL CABALLERO Y LA BRUJA

EL CABALLERO Y LA BRUJA

Cuenta la leyenda que en este mismo reino, no hace demasiado tiempo, vivian un
apuesto caballero y una bella dama,ambos se amaban y eran felices.

Un dia durante un viaje de vuelta a la ciudad donde habitaban una fuerte tormenta
provoco que se estrabiaran dentro de un frondoso y oscuro bosque. despues de mucho
vagar por el y casi cuando la noche habia llegado divisaron a lo lejos una pequeña y
destartalada casa que parecia habitada asi que decidieron hacercarse en busca de
cobijo.Cuando llegaron una ancina les habrio la puerta invitandoles a entrar.
Pasad y descansad esta noche, pareceis perdidos y cansados os preparare algo para
reponer fuerzas y luego podreis dormir

Los dos jovenes agradecieron su ospitalidad a la anciana y entraron en las pequeña casa,
la ancina les dio algo de comer y mas tarde les enseño el lugar donde dormirian.

Durante la noche la bruja se transformo en una bella dama he intento yacer con el
caballero, mas el amor que el caballero sentia por su dama era tan grande que este
rechazo a la malvada bruja. Esta terriblemente enojada lanzo un maldicion, la maldicion
consistia en que ambos enamorados nunca mas estarian juntos y cada uno aparecio en
una parte del mundo.

El caballero desesperado comenzo a buscar a la bella dama y a todo aquel que


encontraba le preguntaba por ella.

Una mañana el caballero cabalgando junto a un rio mientras, cantaba la cancion que
tantas veces su dama le habia cantado se encontro con un mendigo el cual, le solicito
algo de comer pues aquel dia aun no habia comido nada, el caballero descabalgo y
compartio su comida con el y le dio algo de dinero para que pasara un par de dias, el
mendigo quedo muy agradecido. Antes de que el caballero partiese le pregunto.

Noble caballero decidme ¿que melodia era la que antes entonabais pues es de gran
belleza?

El caballero le dijo que aquella melodia era que que su dama le cantaba y le conto su
historia. En ese momento el mendigo se transformo en un mago alto y apuesto y le dijo.

Habeis demostrado tener un corazon noble y la pureza de vuestro amor hare algo por
vos. El mago pronuncio unas estrañas palabras y el maleficio quedo roto. El caballero
aparecio junto a su dama y juntos partieron a su hogar donde fueron felices para
siempre.

CHIGÜIRO SE VA...

Una día Chigüiro hizo cosas que disgustaron a Ata, y Ata se molestó tanto que lo
regañó.

Entonces Chigüiro le dijo:

– Me voy lejos, a donde nadie me regañe.

Tomó sus cosas, las metió entre una bolsa, y se fue sin decir nada más.

Caminó, caminó y caminó hasta que llegó a la casa de Vaca.


– Hola, Vaca –le dijo.

– Hola, Chigüiro –le contestó Vaca. Vaca estaba cortando flores y Chigüiro quiso
ayudarle.

Cortaron margaritas, rosas, azucenas, hortensias y claveles. Después Chigüiro le dijo:

– ¡Qué bien se está a tu lado! Tú no me regañas como Ata. ¿Podría quedarme contigo?

– Está bien –contestó Vaca.

– Pero tengo hambre, mucha hambre –dijo Chigüiro.

Entonces Vaca, que también tenía hambre, hizo una tortilla de hierba que a Chigüiro le
pareció horrible.

– ¡Qué fea está! Prefiero la tortilla de queso que prepara Ata. ¿Podrías hacerme una
tortilla de queso?

Pero Vaca no sabía hacer tortillas de queso, así que Chigüiro le dijo:

– Me voy lejos, a donde me den tortilla de queso.

Y Chigüiro se fue sin decir nada más.

Caminó, caminó y caminó hasta que llegó a la casa de Tortuga.

– Hola, Tortuga –le dijo Chigüiro.

– Hola, Chigüiro –contestó ella.

Tortuga tenía puesto un sombrero de paja y estaba tomando limonada y comiendo


hojitas de lechuga fresca mojadas en vinagreta.

Entonces invitó a Chigüiro a sentarse y le sirvió limonada y lechuga.

Después de un rato, Chigüiro le dijo:

– ¡Qué bien se está a tu lado! Tú no me regañas como Ata y no comes cosas horribles
como Vaca. ¿Podría quedarme contigo?

– Está bien –contestó Tortuga.

– Pero quiero escuchar un cuento. ¿Podrías contarme uno?

Tortuga se acomodó y comenzó la historia:

– Había una vez... había una vez... había una vez... ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! No me acuerdo
bien... –decía mientras bostezaba–. Había una vez, había una vez...
Entonces Chigüiro le dijo:

– Tú no sabes contar historias como las que cuenta Ata. Me voy lejos, a donde sepan
contar cuentos.

Y Chigüiro se fue sin decir nada más.

Caminó, caminó y caminó hasta que llegó a casa de Tío Oso, que estaba meciéndose en
su hamaca.

– Hola, Tío Oso –dijo Chigüiro.

– Hola, Chigüiro –le contestó. Tío Oso estaba rascándose la panza y comiendo miel de
un jarro.

Tío Oso invitó a Chigüiro a que se subiera a la hamaca y le contó un cuento tras otro.

Entonces Chigüiro le dijo:

– ¡Qué bien se está a tu lado, Tío Oso! Tú no me regañas como Ata, no comes cosas
horribles como

Vaca y no se te olvidan los cuentos como a Tortuga.

¿Podría quedarme contigo?

– Está bien –contestó Tío Oso.

– Pero tengo sueño y estoy cansado porque he caminado mucho –dijo Chigüiro.

Se subió a la hamaca, pero era muy pequeña para los dos. Los bigotes de Tío Oso le
hacían cosquillas y

sus ronquidos no lo dejaban dormir.

Entonces Chigüiro le dijo:

– Tu hamaca es muy incómoda; no es como la cama de Ata. Me voy lejos, a donde


tengan camas cómodas.

Cuando Tío Oso vio que Chigüiro se marchaba, le dijo:

– La casa que buscas está cerca de aquí. Vete por ese camino y la encontrarás.

Y Chigüiro hizo tal cual le decía Tío Oso.

Caminó, caminó y caminó hasta que llegó a una casa. Llamó a la puerta y... ¿quién le
abrió? ¡Pues Ata!
¡Nadie más y nadie menos que Ata!

– Hola, señora –dijo Chigüiro.

– Hola, señor –contestó Ata.

Ata estaba haciendo una tortilla de queso e invitó a Chigüiro a comer. Luego le contó
una historia y otra, y otra, y después lo acostó en su cama, que era calientita y blanda.

Entonces Chigüiro le dijo:

– ¡Qué bien se está a tu lado, Ata! Cocinas delicioso... Sabes contar historias... Y tu
cama es calientita... ¿podría quedarme contigo?

– ¡Claro que puedes! –le respondió Ata.

Y besando a Chigüiro, lo cubrió con las cobijas y lo acompañó hasta que se quedó
profundamente dormido.

El castillo de los olores

En una casita del bosque, vivía un matrimonio, con tres hijos.

La mayor de ellos, era una niña caprichosa y egoísta, que sólo pensaba en ella. Nunca
compartía sus juguetes, ni siquiera sus deseos y sueños.

Un día, de repente enfermó. Nadie sabía qué le ocurría.

Vinieron varios doctores y hasta un anciano muy sabio para ver si encontraban la causa
de su mal. Pero todo fue inútil. No sabían cómo curarla.

Sus hermanos lloraban sin consuelo. ¡Tenían que encontrar un remedio!.

Un día un leñador viejecito que pasaba por la casita, vió a los niños llorando y les
preguntó: ¿Por qué lloráis?.

Los niños, le contaron lo sucedido.

El leñador escuchó atentamente y después de unos minutos dijo:

La enfermedad que tiene tu hermana no es del cuerpo, es una enfermedad del alma.

Los niños se quedaron sorprendidos, pues no comprendían lo que quería decirles el


anciano leñador.

¿Qué significa eso de enfermedad del alma?.


El leñador respondió: Tu hermana se ha vuelto tan egoísta y tan caprichosa, que nadie
quiere jugar ni hablar con ella. Tus padres soportan sus malos modales, porque es su
hija, pero les gustaría que fuera mejor. Ella no se da cuenta, del daño que hace. Pero
ahora, el daño también se lo está haciendo a ella, porque ve que los demás la rechazan y
no se siente agusto consigo misma.

Por eso, empezó a comer mal, a no dormir hasta que enfermó.

¿Tú tienes una solución para eso, preguntaron los niños al leñador?.

Si, pero no sólo se curará con eso, podremos ayudarla pero ella tiene que dejarse ayudar.

¡Lo intentaremos, dijeron los niños!.

El castillo de los olores tiene la solución. Es un castillo que guarda los aromas más
bellos que en el mundo existen.

Cada aroma representa alguna cualidad buena de las personas: la bondad, el amor, la
generosidad y la humildad.

Debéis ir allí. Necesito que me traigáis en cuatro tarros de cristal, los cuatro aromas. Yo
los mezclaré y salvaremos a tu hermana.

Hay un problema, ella debe ir con vosotros. Por eso os decía antes que solo funcionará,
si ella quiere curarse.

Convencieron a su hermana, le fabricaron una camilla y la llevaron con ellos.

Después de largos días de camino, llegaron al castillo.

El castillo, estaba rodeado de árboles, pero no daba un aspecto misterioso, sino tranquilo
y apacible.

Llegaron hasta el puente levadizo, que estaba abierto, cómo si alguien les esperara.

Entraron en la gran sala y descubrieron cuatro puertas.

¡Aquí debe ser, comentaron los niños!.

¡Vamos a explorar la primera puerta!.

Al pasar, un extraño aroma les recibió.

De repente vieron un pequeño pajarillo tendido en el suelo con un ala rota.

¡Pobrecillo, dijeron los niños!.


La niña, le miró y aunque se encontraba muy mal, le dio tanta pena que dijo a sus
hermanos: ¡Dejad que yo lo coja!.

Al tocarlo, un vientecillo sopló y llenó uno de los tarros de cristal que llevaban los
pequeños.

Pasaron a otra puerta, pero la abrieron con tanta fuerza, que al entrar dejaron caer un
gran escudo que colgaba de la pared.

El escudo se cayó, encima del pié de uno de los niños y le hizo daño.

El otro hermano intentó ayudarle pero pesaba demasiado. La niña se levantó como pudo
de la camilla e intentó de nuevo quitar el escudo de encima de la pierna de su hermano.

Con todo cariño lo levantó y sacaron la pierna herida.

La niña rompió su lindo vestido y le vendó, para que pudiera andar.

Otro de los frascos se llenó. Ya sólo quedaban dos.

Al llegar a la tercera puerta, comenzaron a sentir hambre, pues llevaban ya mucho


tiempo allí. Sólo tenían para comer dos trozos de pan.

La niña pidió uno para ella, y el otro repartido para sus dos hermanos.

Pero al ver, la carita del pequeño, que no tenía suficiente con el trocito que le había
tocado, le dio un trozo del suyo.

Vieron como el tercer frasco también se llenaba. Entusiasmados, llegaron a la cuarta


puerta.

Colgado de la pared había un gran tapiz, pero no era un tapiz cualquiera. El dibujo que
tenía representaba a un caballero que maltrataba sus siervos y en otro lado el mismo
caballero vencido y humillado por ellos.

La niña lo miró, en un principio no lo entendió, pero al observarlo durante un buen rato,


comprendió el significado y se echó a llorar.

¡Ya lo entiendo, exclamó!.

¡Yo soy como el caballero, os he herido sin querer, no he disfrutado de vuestros juegos,
ni de vuestros sentimientos, ni del amor de mis padres!

¡Sólo he pensado egoístamente en mí, por eso, ahora me encuentro tan triste!.

El cuarto frasco se llenó y los niños regresaron a casa.

Cuando ya estaban cerca de la casita, de repente, la niña se levantó de la camilla y


empezó a caminar sola.
Al llegar a su casa, el anciano leñador, estaba esperándoles.

Sus padres sorprendidos de ver a la niña, lloraron de emoción.

El leñador le dijo a la niña: Espero que esto te haya servido de lección.

Ya estás curada.

A partir de entonces, la niña cambió y su corazón volvió a reír.

Se prometió a sí misma que disfrutaría de la vida, de las pequeñas cosas de cada día y
del amor que le daban los suyos.

El Castillo de Irás y No Volverás

El «Castillo de Irás y No Volverás»

Érase que se era un pobrecito pescador que vivía en una choza miserable acompañado
de su mujer y tres hijos, y sin más bienes de fortuna que una red remendada por cien
sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.

Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el estómago
vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los trebejos de pescar.

A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar donde
acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una horrorosa tempestad.

Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa, que ya hacía
dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le
empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los relámpagos que le cegaban, armó la
red y la echó al mar.

Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo; por lo que el
pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar del viento y de la lluvia,
latiéndole el corazón de alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin
cenar, como en tantas otras ocasiones.

Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del Carmen, a la que imploró, viendo
que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió aupar la red, viendo que en su interior
no había más que un pez muy chiquito pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.

Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único pez, el pobre
pescador se lo quedó mirando con la boca abierta.

De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz dulcísima,


extraordinariamente armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!

- ¿Qué dices, desventurado? - preguntó el interpelado, que apenas podía creer lo que
oía.

- ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!

- ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; estoy yo dos horas
tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿ y quieres que te tire al agua?

- Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego...

- ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la
sartén?

- Pues si me comes - prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que guardes mis


espinas y las entierres en la puerta de tu casa.

- Menos mal que me pides algo que puedo hacer... Te prometo cumplir fielmente tu
solicitud.

Y marchóse, contento de su suerte, camino del hogar.

A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron saciados.


Luego, el pescador enterró, como prometiera, las espinas en la puerta de su choza.

Por la mañana, cuando Miguelín, el hijo mayor del pescador, se levantó y salió al aire
libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las espinas, un magnífico
caballo alazán; encima del caballo había un perro; encima del perro un soberbio traje de
terciopelo y sobre éste una bolsa llena de monedas de oro.

El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de excelente
corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y, seguido del can, emprendió
la marcha sin rumbo fijo.

Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo la selva de los árboles parlantes y el
bosque de las campanillas áureas y argentinas, que sonaban al ser acariciadas por el
viento, formando un seráfico concierto, llegando finalmente a una encrucijada donde
vio un león, una paloma y una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.

- Párate o eres hombre muerto, - rugió el león. - Y si eres, como dicen, el rey de la
creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban disputándose la
liebre... ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan grande...? Yo, confieso que he
llegado el último, pero para algo soy el rey de la selva... La liebre me corresponde por
derecho propio... ¿No lo crees así?

La paloma habló entonces y dijo, arrullando:


- Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba
mortalmente herida... Me corresponde a mí, por haberla visto morir.

La pulga, a su vez, exclamó:

- ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre!. No la habrían herido, si no le hubiese


dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo, con lo que le obligué a
detenerse y entonces, un cazador le metió una bala en las costillas... ¡La liebre es mía!

Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguelín no hubiese mediado


como amigable componedor.

- Amiga pulga - dijo - ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que asemeja una
montaña a tu lado?

Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo entregó a la
pulga, que quedó complacidísima.

Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la paloma, la cual
confesó que tenía bastante con aquellos despojos.

Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó encantado de juez
tan justiciero.

- Veo que eres realmente el rey de la creación - exclamó, con su más dulce rugido - pero
yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como mereces, como corresponde a mi
indiscutible majestad.

Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín, diciéndole:

- Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me valga, león!», te convertirás en león,
siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu forma natural, no tendrás más que
decir: «¡Dios me valga, hombre!»

Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar llevarse la liebre, y
se internó en la selva.

La paloma, para no ser menos, se arrancó' una pluma y dijo:

- Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: «¡Dios me valga,
paloma!»

Y agitando las alas, se remontó por el aire.

- Yo no tengo plumas ni pelos - dijo la pulga - pero puedo oírte dondequiera que digas:
«¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente tan poco envidiable y molesto como
yo.

Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar, hasta que, al
cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:

- ¿De dónde procede esa luz?

El pastor respondió:

- Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».

Miguelín se dijo:

- Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».

Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.

- ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y No


Volverás»?

- Libre es el señor caballero de llegar a él - repuso el pastor, echando a correr como


alma que lleva el diablo.

Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se había propuesto ir
al castillo, aunque fuese preciso dejar la piel en el camino; así es que, sin pizca de
temor, siguió cabalgando tres días con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita
parecía acercarse, ¡por fin!, ante sus ojos.

Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el suspirado «Castillo
de Irás y No Volverás».

De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las cadenas de sus
puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser heridas por el sol, las
incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónix, el marfil, el ágata e infinidad de piedras
preciosas.

Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus árboles, cuyas
hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o la luna, innumerables
pajarillos de colores maravillosos saludaban al recién llegado; unos con burlonas
carcajadas, otros con sus trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o de
desesperanza.

- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! - decían unas voces.

- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! - repetían otras.

Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin detenerse un
instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde
procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol
de mil hojas que, como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el
paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres perros, del tamaño
de elefantes, le impedían la entrada.

¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes que
retroceder!

Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma minúscula contra los
formidables monstruos?

De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo alto, junto a las
almenas, una ventana abierta sacó de su escarcela la pluma y gritó:

- ¡Dios me valga, paloma!

Una fracción de segundo más tarde, Miguelín, convertido en paloma, volaba a través de
la abierta ventana y se colaba de rondón en el castillo. Cuando estuvo dentro se posó, en
el suelo y gritó:

- ¡Dios me valga, hombre!

Y recobró en el acto su forma natural.

Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no había en ellas
muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como tampoco el menor rastro de
persona viviente. Pasó a otra estancia toda de oro y luego a otra de piedras preciosas,
esmeraldas, rubíes y topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló
la misma soledad.

La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un apetito


horroroso, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una vez la dicha o el peligro
que le aguardaba, exclamó:

- ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo tu oro, toda
tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena gana por un plato de humeante
sopa!

Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco mantel, sus platos,
cubierto y servilleta. Y Miguelín, contentísimo, sentóse a la mesa.

Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo festín, desde
la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas perdices, amén de frutas,
dulces, y confituras.

Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y manteles como


por arte de magia, y Miguelín empezó a vagar, desorientado, por los regios y desiertos
salones.

- Siete días llevo sin dormir - recordó - si en vez de tanta pedrería hubiera por aquí
aunque fuera un jergón de paja...
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata cincelada con
siete colchones de pluma.

Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas apenas habían
transcurrido unas dos horas, despertóle un llanto ahogado, que salía de la habitación
vecina.

- Será algún pequeño del hada - murmuró, dando media vuelta.

Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos se dejaron
oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y lamentos de una voz de
mujer.

- Esto se pone feo - pensó, Miguelín.

Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan desierto como
antes.

Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar con alma
viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos.

Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el suelo, que se
abrió. Y al abrirse, cayó Miguelín por la abertura, en un aposento regiamente
amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de plata y damasco azul.

En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y manecitas de lirio,


lloraba amargamente.

- Apuesto doncel - dijo, al verle entrar: - aléjate cuanto antes de este malhadado castillo.
No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados que aquí han dejado sus vidas,
pretendiendo salvar las de otras princesas tan desgraciadas como yo. El gigante dueño
de este castillo duerme veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento
alguno. Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia
el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete consiste en una
doncella, princesa si es posible. Mañana despertará el monstruo y la víctima elegida he
sido yo. Sólo me quedan ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor mío,
aléjate, te lo suplico.

- ¡No llores, preciosa niña! - exclamó Miguelín. - En siete días puede volver a hacerse el
mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte, tengo mi cuchillo de
monte y si esto no bastara, puedo convertirme en león, en paloma o en pulga. Seca,
pues, tus lágrimas y dime dónde está ese dormilón tragaprincesas, que ya me van
entrando ganas de conocerlo.

- Nada podrás contra el gigante - contestó la princesita. - Ni tu cuchillo ni la garra del


más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una serpiente que habita en el
Monte Oscuro, en los Pirineos.

El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que hiera al monstruo entre ceja y
ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado el castillo. Pero también la serpiente
es un monstruo maligno y poderoso: devora a todo bicho viviente que se atreve a
acercarse a cinco leguas de ella. Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes,
y sal por esa ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante,
porque entonces no podrías librarte de sus iras.

- Así lo haré - repuso Miguelín - mas será para ir al encuentro de esa monstruosa
serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa, - añadió - prométeme que te
casarás conmigo dentro de siete días, cuando te saque de este castillo.

Prometiólo así la Princesa, y Miguelín, convertido en paloma, voló, al bosquecillo a


través de la ventana.

Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el caballo y el perro, que, alejados
cuanto podían de los tres gigantescos guardianes, le esperaban.

Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió del bosque y del recinto del
castillo, sin hacer caso de las voces con que pretendían detenerle los pájaros, los árboles
y la fuente de plata.

Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le diera la princesita,
hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria, y que se hallaba enclavado
ante un monte elevadísimo, cubierto de maravillosa vegetación.

Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo humildemente.

Llamó a la primera casa.

- ¿Qué deseas, hermoso doncel? - le preguntaron.

- Una plaza de pastor, sólo por la comida.

- Eres demasiado apuesto para eso - le contestaron.

Y le dieron con la puerta en las narices.

Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de labranza de blancas paredes, donde
llamó y salió a abrirle una linda muchacha.

- Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la casa - dijo tímidamente.

La muchacha, prendida de la donosura de Miguelín, fue corriendo a avisar a su padre.

Y éste dio a Miguelín una plaza de pastor.

Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguelín al día siguiente, muy
de mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.

- No te acerques a aquellas montañas cubiertas de verdor - le advirtió su amo al


despedirle - Hay en ellas una serpiente de colosal tamaño, que devora a cuantos pastores
y rebaños intentan acercarse siquiera a cinco leguas. Por eso nuestros animales están
flacos y en este pueblo la mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos
son aquellas otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.

Pero Miguelín hizo todo lo contrario de lo que le habían aconsejado; es decir, se


encaminó en derechura a la montaña de la serpiente.

Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas había hollado los
pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la Serpiente que se hallaba en la
cima de la montaña.

Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación.

Pero Miguelín, al conjuro de «¡Dios me valga, león!» se había convertido ya en


imponente fiera.

Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible.

Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza.

Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesaron el combate y se separaron.

La Serpiente dijo rabiosa:

Si tuviese agua de la ría,

¡qué pronto, león mío, te mataría!

Y el león contestó:

Y si yo tuviese un trozo de pan,

una botella de vino y el beso de una doncella

¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!

Luego, añadiendo: «¡Dios me valga, pulga!», desapareció, para recobrar la forma


natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y regresó a la casa de
labranza, donde no salían de su asombro al ver a los animales tan gordos y relucientes.

A la mañana siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños hacia el monte, dijo el
labrador a su hija:

- Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo día ha podido
hacer cambiar de ese modo a los animales. Están gordísimos y lustrosos.

- Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle - contestó ella.

Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se encaminaba a la montaña de la


Serpiente y dejaba los rebaños en su falda paciendo a placer, dirigiéndose sin temor al
encuentro del monstruo.
Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente.

Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos y jadeantes,
se soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:

Si tuviese agua de la ría,

¡qué pronto, león mío, te mataría!

Y rugió el león:

Y si yo tuviera un trozo de pan,

una botella de vino y el beso de una doncella,

¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!

Luego le oyó añadir:

- ¡Dios me valga, pulga!

Y desapareció.

La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se guardó muy bien de referir a
nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños, cada
vez más gordos y lustrosos, echó a andar la moza, con un cestito en la mano,
siguiéndole de lejos.

Y otra vez vio la moza cómo Miguelín convertido en león acometía a la Serpiente, cómo
los ánimos de las dos fieras se encendían de ira, y ambos despedían chispas y todo el
suelo se cubría de sangre y espuma, con nunca vista fiereza y demasía.

Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron. Y la


Serpiente, azul de cólera, silbó:

Si tuviese agua de la ría,

¡qué pronto, león mío, te mataría!

Y el león, no menos furioso, replicó:

Si yo tuviera un trozo de pan,

una botella de vino y el beso de una doncella,

¡qué pronto, ¡serpiente mía, la muerte te diera!


En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba escondida, sacó
del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo dio al león, acompañado de un
sonoro beso de sus labios frescos.

El león comió el pan con presteza, bebióse el vino, y de nuevo embistió, con renovada
energía a la Serpiente.

Repitióse la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de los cuerpos
maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada vez más pujante le
atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó.

Miguelín, recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias a la hija del
labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso reptil en canal y extrajo de su
vientre el huevo que había de servirle para libertar a la princesita de rubios cabellos y
manecitas de lirio.

No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue recibido nuestro Miguelín en el
pueblo, no bien se supo que había dado muerte a la monstruosa serpiente.

Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos le regalaban sacos, llenos de


oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de alegría, quería casarlo a toda costa con su
hija.

Pero Miguelín ardía en deseos de correr a libertar a la princesita, a quien sólo quedaba
un día de vida.

Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija para casarla a
su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.

Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo en hombros; pero él sólo


pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su bella princesa.

Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel, atravesó, el


bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de la fuente de cristal, y se
encontró a la puerta del castillo, vio que habían empezado los preparativos para el gran
festín.

Inmediatamente dijo:

- ¡Dios me valga, paloma!

Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que sonara la hora
para dar principio a la matanza.

Posose en el antepecho del ventanal y exclamó:

- ¡Dios me valga, hombre!

Y en hombre se convirtió.
Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de la escarcela el huevo
de la serpiente, apuntó con precisión y se lo tiró, hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.

Oyóse un estrépito horroroso, como de millones de truenos que retumbaran al unísono y


el «Castillo de Irás y No Volverás» se derrumbó.

De entre sus escombros surgió Miguelín dando la mano a la Princesita de rubios


cabellos y manecitas de lirio.

Otras muchas princesas y otros muchos galanes, encantados desde hacía largos años por
el Gigante, salieron también.

Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños, las hojas de los árboles en
apuestos mancebos y la fuente de cristal en una lindísima dama, que se casó con el hijo
menor del pescador.

- Acabó mi encantamiento - exclamó la Princesita de rubios cabellos y manecitas de


lirio. - Yo soy la hija del rey de estas tierras. Vámonos al punto a casa de mi padre.

Y a palacio fueron.

El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y los mandó casar.

Miguelín quiso que sus propios padres tuviesen un palacio en la ciudad.

La hija del labrador, que tan eficazmente le había socorrido, se casó con su otro
hermano, el segundo hijo del pescador.

Y desde entonces vivieron todos felices y contentos, y el que no lo crea que se fastidie;
y al que lo crea, albricias.

Del libro: Cuentos Maravillosos de Hadas Españoles

narrados a los niños por H. C. Granch

EL CASO DE VILLA NOSEDÓNDE


(Obra en 2 actas)

Raquel M. Barthe

La documentación que se transcribe a continuación fue encontrada en los archivos del


Juzgado de Villa Nosedónde y clasificada como "alto secreto", razón por la cual, hasta
el momento nunca se habían dado a conocer públicamente. Pero gracias a la labor
periodística del señor Sabino Patenaclo, quien investigó el caso, hoy podemos publicar
parte del expediente.
Sin embargo, recomendamos a aquellas personas de espíritu sensible, y a los menores
de 10 años, abstenerse de su lectura.
Acta Policial N° 243
Siendo la hora veintitrés con cincuenta y cinco minutos, de la noche del día veinticuatro
de diciembre del año dos mil uno y ante la llamada telefónica de un vecino de la
avenida del Maní con Chocolate, me constituyo en el domicilio del denunciante y
compruebo la veracidad de la denuncia.
Frente al número setenta y siete de la mencionada avenida se halla estacionado un
vehículo carente de patente y en un lugar prohibido durante las veinticuatro horas.
Solicito al señor Ruperto Alca Huete, quien pasa por el lugar en ese momento con
motivo de pasear su perro, que atestigüe la infracción, conjuntamente con el
denunciante, señor Rogelio E. Nergúmeno, propietario del inmueble frente al cual se
produce el hecho delictuoso, y procedo a llamar a la División de Tránsito para que la
grúa traslade el vehículo en cuestión, hasta el depósito municipal, consignando en la
presente acta las siguientes faltas al Código de Tránsito vigente: a) Estacionamiento en
lugar prohibido, Artículo 43, Inciso c; b) El vehículo carece de la correspondiente
matrícula, Artículo 12, Inciso f; c) Vehículo no reglamentario por estar tirado por
animales, transgrediendo la norma de no circulación de vehículos de tracción a sangre
en el ejido urbano, Artículo 73, Inciso e.
El equipo de grúa se niega a retirar el vehículo en las actuales condiciones, alegando
que el reglamento no les permite hacerse cargo de los animales ni de la carga
transportada.
Se comprueba que los animales de tiro no pertenecen a la especie equina y, ante el
desconocimiento de los actantes del nombre científico de las bestias y para su posterior
identificación, se decide, con el consentimiento de los testigos, describirlos como
caballos con cuernos ramificados; los jamelgos son entregados en custodia al cabo
Apolinario López quien, no disponiendo de caballeriza, los traslada al patio de la
comisaría.
Se procede a la verificación de la carga, comprobándose su ilegalidad de acuerdo a las
normas establecidas por el Código de Comercio vigente. Se trata de juguetes que
carecen de marca, indicación de procedencia y código de barras, por lo que se deja
constancia de su incautación, en la presente acta. La mercadería es llevada a la
comisaría, donde quedará en depósito hasta que el señor Juez lo disponga.
Una vez despejado el lugar, se detiene a un sospechoso en el tejado del inmueble vecino
al que, según la numeración catastral, corresponde el número setenta y cinco de la
avenida del Maní con Chocolate. El sujeto, caucásico, de complexión robusta, sexo
masculino, con barba y cabello blanco, no presenta documentación alguna que acredite
su identidad; dice llamarse Noel y se resiste al arresto, alegando que está en su horario
de trabajo y que aún no ha finalizado el reparto. El agente Cirilo White le lee sus
derechos y, con la ayuda de tres efectivos policiales es reducido y llevado detenido a la
comisaría.
Siendo la hora cero con cincuenta y ocho minutos de la madrugada, se da por finalizado
el operativo y se retiran del lugar los efectivos policiales.
En Villa Nosedónde, a los veinticinco días del mes de diciembre del año dos mil uno.
Firman: Nepomuceno Loma, Comisario
Rogelio E. Nergúmeno
Ruperto Alca Huete.
Acta Notarial N° 342
En mi carácter de Notario Público doy fe de que he sido convocado por el pueblo de
Villa Nosedónde para que obren en actas y quede constancia de los sucesos acaecidos
durante las últimas horas de la víspera y primeras del día de la fecha.
El comisario de Villa Nosedónde, señor Nepomuceno Loma, en el ejercicio de su deber,
procedió a la detención y encarcelamiento de Papá Noel, impidiéndole el reparto
navideño de juguetes entre los niños de Villa Nosedónde. Tras el arresto del susodicho,
incautó la carga de juguetes, el trineo y seis renos. Como los hechos se desarrollaron en
horario nocturno y el día de Navidad es feriado Nacional, el señor Juez no fue
notificado sino hasta el mediodía y a causa del caos desencadenado por el
incumplimiento de Papá Noel en el reparto de los juguetes. Los niños de Villa
Nosedónde, al descubrir los árboles de Navidad desprovistos de regalos, comenzaron a
llorar al unísono y el berrinche colectivo determinó que las autoridades judiciales de
turno procedieran a investigar los hechos, descubriendo que el celo profesional y la
ignorancia del comisario Nepomuceno Loma y de los efectivos intervinientes, a los
cuales se sumaron los testigos, concluyeran con el arresto indebido de Papá Noel.
El Juez, señor Agapito V. Justo, procede a poner en libertad a Papá Noel, quien rechaza
su derecho de realizar una demanda y propone, en su lugar, que el Intendente de Villa
Nosedónde extienda el feriado de Navidad al día veintiséis de diciembre, a fin de poder
concluir el reparto de juguetes.
El Señor Juez, Agapito V. Justo, encarga a la fiscalía una inmediata investigación acerca
de los motivos del desconocimiento de las tradiciones navideñas por parte de los
efectivos policiales y los dos testigos intervinientes en el caso. El informe presentado
tres horas más tarde revela un acontecimiento singular y desconocido para la mayoría de
los vecinos de Villa Nosedónde. La fiscalía descubrió que todos los involucrados habían
pasado su infancia en el Asilo de Niños Desamparados ubicado en las cercanías y
distante siete kilómetros con setecientos cuarenta y tres metros del ejido urbano.
El resultado del informe presentado por la fiscalía, y a fin de subsanar futuros errores,
determina el envío de un pino con los ornamentos necesarios, para colocar en el patio
central del mencionado asilo, y la entrega a Papá Noel de un plano con la ubicación
exacta del orfanato, para que sea incluido en su ruta habitual.
No habiendo otros temas a tratar y siendo la hora diecinueve con cuarenta y siete
minutos, se concluye esta acta en Villa Nosedónde, a los veinticinco días del mes de
diciembre del año dos mil uno.
Jacinto Veraz

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