El Fantasma de Cantelberry 7° Basico
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Contesta en tu cuaderno y justifica (con fragmentos del texto) TODAS tus respuestas
1. Tipo de narrador.
2. Tipo de ambiente que predomina.
3. Personajes. Nómbralos y clasifícalos
NOCHES BLANCAS
Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, a la
llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha
dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una
de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a veces con una
especie de afecto compasivo, y a veces, sencillamente, no se fija uno en ellas, pero que de pronto,
en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y
prodigiosas. Y uno, asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con
tal fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas pálidas y
sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?,
¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho
iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo
buscando a alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra
uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez
en los movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de cierta torva melancolía y aun irritación
ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya
marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e ineficazmente
ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante para enamorarse de ella... Mi noche,
sin embargo, fue mejor que el día. He aquí lo que pasó:
Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de casa. Mi camino me llevaba
por el muelle del canal, en el que a esa hora no encontré alma viviente, aunque verdad es que vivo
en uno de los barrios más apartados de la ciudad. Iba cantando porque cuando me siento feliz
siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos
conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. De
repente me sucedió la aventura más inesperada.
A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle, estaba una mujer que parecía observar
con gran atención el agua turbia del canal. Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba un bonito
sombrero amarillo. «Es, sin duda, joven y morena», pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y ni
siquiera se movió cuando, conteniendo el aliento y con el corazón a galope, pasé junto a ella. «Es
extraño -me dije-, algo la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber
oído un sollozo ahogado. Sí, no me había equivocado, porque momentos después oí otros sollozos.
¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres, pero en esta ocasión giré
sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho «¡Señorita!» de no saber que esta
exclamación ha sido pronunciada ya un millar de veces en novelas rusas que versan sobre la alta
sociedad. Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientras buscaba otra palabra la muchacha
recobró su compostura, miró en torno suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle.
Al momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la calle y siguió
caminando por la acera.