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14. Ana de Gómez Mayorga. La mendiga

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~1~

LA MENDIGA
(1946)
Ana de Gómez Mayorga
(1878-1954)

No había advertido su presencia, pero al pasar junto a ella tendió


la mano y alzó sus ojos hacia mí implorando una limosna.
Me sentí penetrado de la natural compasión que inspira una
anciana que demanda caridad; pero, al poner la moneda de plata en su
mano (un tesoro para ella, seguramente, pues era la de más alto valor
en circulación) pude contemplar un poco más de cerca su semblante
demacrado.
Un sentimiento de inesperada curiosidad me invadió ante los ojos
asombrados y agradecidos de la pobre anciana, ante la unción
conmovida y reverente con que pronunció en voz baja y ahogada.
¡Gracias, señor, mil gracias, Dios se lo pagará!
Me erguí murmurando casi una excusa, pues mi acción no merecía
las gracias y di unos pasos hacia adelante para seguir mi camino; pero
el interés, inmotivado realmente, que me había inspirado la anciana, me
ganó y, volviendo ligeramente el cuerpo hacia ella, inquirí ansioso:
– ¿No me será posible ayudarla de manera más eficaz y sostenida?
¿Quiere usted que la vea en otra parte?
Yo la había encontrado a las puertas de un cine situado en céntrica
avenida. El río de gente que fluía por la acera, los que entraban y salían
del sitio de diversión, los vendedores ambulantes con su griterío
ensordecedor, no iban a permitirme tener noticia de esta mujer como
había deseado de modo confuso.
– Es mucha bondad de parte de usted –me contestó con voz
quebrada por el llanto que estaba a punto de sacudirla–, no lo merezco.
– No diga usted eso –repuse–. ¿Dónde puedo verla? Deme sus
señas.
~2~

Murmuró unos datos de los cuales tomé nota, deseándole buenas


noches, reemprendí mi camino.
Recapacité un poco sobre mi conducta y me pareció un tanto
desproporcionada al incidente. Encontrar una anciana limosnera y
desear enseguida convertirse en su protector de todos los días, me
pareció ligereza de mi parte. Si fuésemos, me dije, a proteger en tal
forma a todas las ancianas limosneras que vemos a las puertas de todos
los cines, aviados estaríamos. No nos alcanzaría el dinero ni la vida para
emplearlos en ayudar a todas ellas. Ante mi razonamiento estaba
contrarrestado por lo que oímos todos en el fondo de nuestro ser que
discute con nosotros en conflicto perpetuo y en la reacción de nuestros
actos.
Una voz decía, eso está bien para todas las demás ancianas
limosneras que se sitúan a las puertas de todos los cines, pero ésta es
distinta a las demás. ¿Reparaste en la fina mano de marfil blanco para
recibir tu moneda? ¿No advertiste el delicado dibujo de su boca? ¿No te
fijaste en el timbre de su voz que es revelador y da idea perfecta de
clase social a la que pertenece cuando habla? Así razonaba y cavilaba
dejando correr mi fantasía en el trayecto.
Habitaba yo pequeño y confortable departamento adecuado a mi
vida de soltero y situado a pocas cuadras del lugar en donde había
encontrado a la anciana.
Cuando llegué me instalé cómodamente para entregarme a la
lectura de mis autores favoritos antes de ir a dormir. Siempre lo he
hecho así y siempre tengo que arrancarme con violencia a su hechizo
para decidirme a dormir. Pero, cosa curiosa, esa noche no pude leer una
sola línea y tampoco tenía el menor asomo de sueño.
Me eché en cara mi poca solidez; no podía entender lo que leía y
se me había espantado el sueño por la preocupación que el encuentro
con la anciana me había ocasionado.
~3~

Entonces decidí oír música disponiéndome a gozar las delicias de


Bach. Disco iba y disco venía y yo escuchaba devoto y embelesado. Pero
hubo un momento en que al hundirme en mi cómodo sillón quedé
instantáneamente como hipnotizado y caí, sin poder evitarlo, en un
sueño invencible que paralizó todos mis movimientos.
Oía la música, sin embargo; escuchaba o sentía no sé, cómo se
desenvolvía una divina fuga en el fino dibujo interminable y armonioso;
me penetraba el fluir admirable de la embriagadora canción y a la vez
experimentaba la inquietud borrosa por la suerte que el disco debía
correr, ya que no podría yo quitarlo ni parar el fonógrafo.
Pero esto, tan material, se hacía remoto y ajeno a mí dentro de
aquel sueño tan especial y tan lleno de lucidez en lo que se refería a la
música, pues lo podía apreciar con sentidos muy distintos a los
corporales. La sentía, me era dada como color; como dibujo, como
inexpresables ondas de pensamientos, como construcciones de una
milagrosa arquitectura; como serenas abstracciones llenas de equilibrio
y majestad. Esto superaba a la inquietud por el disco y la empequeñecía
hasta hacerla desaparecer.
La música seguía fluyendo de una oculta fuente que nada tenía
que ver con los aparatos mecánicos de los hombres ni con los
instrumentos materiales, los cuales, aun siendo creaciones perfectas,
están en el plano material de nuestras ilusorias realizaciones. Nada de
esto podía producir tal acuidad,1 ni tal portentosa fluidez, ni ese correr
interminable al margen del tiempo y de la vida.
Hubo un momento en que comencé a notar que la música se
trocaba en un canto de humana voz de increíble dulzura; luego fue algo
como un recitado melodioso y apacible pleno del prestigio de la música
primera y de las notas suavísimas emitidas por una garganta de cristal,
indudablemente de mujer.

1
Acuidad: Agudeza. RAE.
~4~

Pronto comencé a distinguir palabras nítidas y, por fin, escuché el


siguiente relato:
“… he recorrido todas las urbes del mundo y he estado, en ellas,
en todos los sitios en donde podía hallar gente joven, alegre con el
corazón abierto y generoso, la mano amplia para la dádiva y la palabra
fácil al consuelo y a la ayuda moral.
He mendigado durante casi cien años como condena impuesta a
mi vida seca, estéril, entregada a la vanidad y a la concupiscencia.
Por mis manos fluyeron millones como cascadas que creí
inagotables; por mis suntuosas moradas desfilaron las figuras más
salientes de la época y me vi rodeada de multitud de adoradores que
amaban más mi oro que mi hermosura –no obstante que la naturaleza
me concedió todos sus dones–. Fui celebrada, incensada, deificada por
todos aquellos seres insustanciales atentos sólo a prosperar y a saciar
sus apetitos a cambio de unas frases melosas de servil adulación.
Me vi en el pináculo de la fama de salón; mi elegancia no tenía
precedente; puede decirse que yo dictaba la moda; se acataban mis
opiniones sin discusión, por necias que fuesen; todos mis admiradores
eran incondicionales.
No había quien igualase la esplendidez de mis recepciones ni el
lujo insultante de mi tren de vida.
Despilfarré oro sin tasa ni medida y un día mis dedos tocaron el
fondo del arca.
Me di cuenta de la ruina en toda su pavorosa extensión. No me
quedaban sino unas cuantas propiedades que había necesidad de
vender en lo que fuese y objetos caros, joyas de alto valor cuyo destino
iba a ser, indudablemente, convertirse en monedas para subvenir a las
necesidades de la vida material.
Poco a poco fue vendiéndose todo y también fueron acabándose
estas fuentes de recursos. Pronto no quedó una sola propiedad, una sola
joya, un objeto de arte, por insignificante que fuese. Todo había sido
~5~

pignorado2 y vendido en cantidades irrisorias si se atiende a los altísimos


precios a que fueron adquiridos.
Fui, en cada vez, tomando una habitación de menor cuantía hasta
que no pude pagar ninguna viéndome precisada a implorar caridad de
algunas amigas que aún me reconocían y me saludaban.
Los escasos recursos que me proporcionaba esta caridad
despectiva y ultrajante me sirvieron para tener un cuartucho infecto y
oscuro y un camastro asqueroso en el cual exhalé el último aliento
víctima del hambre, de la suciedad y de la incuria. 3
En medio de aquel fluir fastuoso de mis millones –heredados
limpiamente de un padre que me adoró y que jamás llegó a pensar que
acabara mi vida de modo tan prematuro y miserable– no hubo un
momento en que me viniese la idea, siquiera, de aliviar una necesidad;
de remediar una situación dolorosa; de llevar a algún pobre un pan que
calmara su hambre; de dar uno solo de aquellos vestidos innumerables –
que deseché por pasados de moda, por feos o porque me los habían
visto puestos más de tres veces mis amigas queridísimas– para tapar
una desnudez o cubrir el aterido cuerpecito de algún niño menesteroso.
Jamás hice una caridad e ignoré o quise ignorar hasta que hubiese
pobres sobre la tierra. Nunca llevé la mano a mi escarcela 4 para dar una
moneda de ínfimo valor al mendigo a quien fingía no ver al bajar de mis
lujosos carruajes.
Cuando mis ojos se cerraron a la luz engañosa del mundo, la luz
inmortal del eterno conocimiento se hizo en mi profundo yo y me di
cuenta de mis tremendos pecados.
Mi sufrimiento no es para ser descrito. Había despilfarrado la vida,
el dinero, las oportunidades de socorrer y había llegado al fin de la
jornada con las manos vacías de toda obra de humanidad, de esa
humanidad a la cual yo ignoré o desprecié de la humanidad necesitada.
2
Pignorar: Dar o dejar algo en prenda. RAE.
3
Incuria: poco cuidado, negligencia. RAE.
4
Escarcela: Especie de bolsa que pendía de la cintura. RAE.
~6~

Mi condena fue larga y hoy la encuentro breve; fue torturante y


hoy la encuentro leve porque ya ha terminado.
Se me condenó a mendigar los siglos necesarios hasta encontrar
un joven acomodado, generoso que me hiciera una limosna máxima y
desusada y se sintiese interesado por mi desamparo y por mi necesidad.
Ese hombre fuiste tú. Dios te llene de bienes y de luz para este
mundo y para el otro”.
Calló la voz que se hizo canto otra vez y desembocó de nuevo en
el río de la música maravillosa que me había llenado el alma de celestes
melodías. Desperté como caído de inconcebible altura. El disco no
sonaba. Estaba quieto, parado en la última nota de la divina sonata.

GÓMEZ MAYORGA, Ana de. “La mendiga”, en Entreabriendo la puerta.


1ª. edición, Editorial Ideas, México, 1946, pp. 45-54.

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