Tu Tan Refugio y Yo Tan A La Deriva-Holaebook
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día cualquiera Marco Corleone sale de su restaurante, mira al cielo, aspira con
fuerza y sonríe. Parece simple, pero hubo un tiempo en que hasta respirar parecía
imposible. Sus miedos se han ido extinguiendo a la misma velocidad que en su
espalda crecían un par de alas listas para volar y perseguir sueños que parecían
inalcanzables. Casi todo es como debe ser. Casi. Porque a veces, aunque no quiera,
duele. Todo duele: la vida, los golpes de realidad una vez al mes, los recuerdos y las
dudas de lo que pudo ser y no fue. Quizá no es una vida perfecta, después de todo,
pero es una vida que jamás soñó tener.
Ahora solo necesita acabar de cerrar heridas… O abrirlas en canal y dejar que el
dolor se enfrente a cada fantasma con la fuerza de quien se ha superado día a día y el
miedo de quien tiene demasiado que perder.
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Cherry Chic
ePub r1.3
Titivillus 05.08.2021
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Título original: Tú tan refugio y yo tan a la deriva
Cherry Chic, 2018
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Para Red Lips,
por impulsar mis sueños, por las portadas,
por sentir tanto lo que escribo, por el apoyo,
por entender mi cabeza mejor que yo misma,
pero, sobre todo,
por aparecer aquel día en mi vida.
Brindo para que esta amistad sea eterna.
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Adoro la ambivalencia poética de una cicatriz,
que tiene dos mensajes:
Aquí dolió, aquí sanó.
Louise Madeira
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Prólogo
Miro los auriculares con rabia y los golpeo contra la pared. ¿Por qué han tenido que
estropearse justo ahora?
Los gritos de fuera llegan cada vez más nítidos y noto el sudor bajarme por la
espalda. No llevo aquí ni tres días y ya hemos vuelto a lo mismo de siempre. Todavía
tengo el recuerdo de las promesas de mi madre a los trabajadores sociales. Estaba
limpia, decía. Rehabilitada. Lista para una nueva vida.
Me río con asco, porque no entiendo cómo han podido creerla con tanta facilidad.
Una analítica demostrando que lleva un tiempo limpia es suficiente para que me
devuelvan a este infierno. Dicen que es la ley, que no pueden hacer más, pero es
mentira. No quieren. Nadie quiere. De cualquier modo, tampoco los necesito. Ya
tengo doce años y mi cuerpo crece rápido. Pronto podré hacerme con un carné falso y
empezar a vivir por mi cuenta. Un año, o puede que dos, aunque Sergio diga que
mínimo hasta los catorce no vamos a tener cara de hombres. En cuanto alcance una
mínima estatura me largaré de este piso y viviré en la calle, si es necesario. Me iré
lejos, donde los servicios sociales no puedan encontrarme. Ni mi madre. Ni él. Sobre
todo, él.
La puerta de mi habitación vibra y trago saliva, aunque me enfade conmigo
mismo por hacerlo. No tengo miedo, el miedo es para los cobardes y yo no lo soy. No
lo soy, pero ojalá no entren en mi cuarto. Ojalá me dejen en paz y no me metan en sus
peleas. Vibra de nuevo. La puerta, digo. Vibra de nuevo y doy un paso atrás de
manera instintiva. Ojalá este piso tuviera escaleras de incendios, como los pisos de
las pelis americanas. Podría salir de un salto ahora mismo y volver cuando las cosas
estén más calmadas, pero si te asomas por mi ventana solo ves el suelo a cuatro
plantas de distancia y no soy un cobarde, pero tampoco estúpido; saltar no es una
opción.
—¡No te miento! ¡Pregúntale a él y verás! —grita mi madre al otro lado de la
puerta.
No. No. No. No. Por favor, lárgate, no me preguntes nada. No entres aquí.
Por favor. Por favor. Por favor.
Aprieto los puños hasta que los dedos me duelen por la tensión. Mi pecho sube y
baja con rapidez y cojo aire como me explicó una vez una trabajadora social. Por la
nariz, con fuerza e intentando mantener la calma. Lo expulso por la boca y vuelvo a
repetir. La primera vez que me lo dijeron me pareció una gilipollez y procuro no
hacerlo delante de los chicos, pero lo cierto es que me ayuda. Poco, pero algo hace.
La manilla de la puerta baja y yo me olvido de coger aire. Me olvido de respirar,
en realidad. Va a entrar, lo sé. Ahora solo me queda desear que no esté muy colocada.
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—¡Marco! —La puerta se abre y sus ojos, distraídos y nerviosos, me buscan con
atención—. Marco, rey, dile a Ángel que no me he metido nada. Estoy limpia, tú viste
la analítica. Por eso estás aquí, porque estoy limpia.
Aprieto los labios hasta formar una fina línea e intento mirarla sin mostrar el odio
y asco que siento. Está despeinada, lleva un camisón que huele mal y va hasta el culo
de algo. Coca, seguramente. No está limpia, ni por fuera, ni por dentro, pero ya he
dicho que no soy estúpido y no quiero despertar su ira, así que me encojo de hombros
y miro a Ángel, que acaba de entrar en el cuarto.
—Yo no la he visto meterse nada.
Intento que mi voz no salga en un susurro, sino que sea firme y clara. Creo que lo
consigo, porque Ángel no se ríe de mí por parecer un niño asustado.
Ángel es el novio de mi madre. También es el que trae a otros tíos a casa para que
ella se acueste con ellos. Él dice que no es un chulo, sino un empresario. Mi madre
dice que no es prostituta, solo una mujer con necesidades. Supongo que todo es
cuestión de perspectivas. Para mí son un par de imbéciles, pero él, al menos, no se
gasta todo lo que tiene en drogas.
—Oye, colega, ¿estás bien? Te veo muy blanco.
Asiento de inmediato con la cabeza y pienso, como siempre, que odio al Ángel
amable. Lo odio incluso más que al Ángel que grita y se pone violento. Del último
puedo defenderme. Huir. Del amable, no.
—Estoy bien —digo mirando a mi madre, que se ha sentado en mi colchón y me
mira con una risa entrecortada, fruto de todo lo que se ha metido. A saber qué está
pensando—. Voy a salir a dar una vuelta.
—Es la hora de cenar, rey —contesta ella.
Estoy tentado de bufar y gritarle que no hay nada que cenar porque alguien que
no soy yo prefiere chutarse que llenar la despensa. Compró algunas cosas para que
los trabajadores sociales lo vieran, pero de eso hace casi tres días y ya no queda nada.
Que Ángel coma como un cerdo no ayuda. Aun así, sonrío. No sé cómo lo hago, pero
lo consigo. Sonrío y me encojo de hombros.
—Puedo cenar por ahí, no importa.
—Te haré una tortilla —contesta con soltura.
Se levanta del colchón, da un traspié y se clava de rodillas en el suelo. Suelta una
estúpida risa y, antes de poder levantarse, Ángel la coge del pelo y la pone en pie de
un tirón. Ella se queja y yo me tenso aún más.
Tengo que salir de aquí, joder. Tengo que salir de aquí de una vez.
—¿Con qué vas a hacerle una tortilla, si no hay huevos y no tienes ni un euro?
—Iré al supermercado. Págame lo que me debes.
Ángel suelta una risa seca y la mira con desprecio.
—¿Me robas la coca que tenía para otro cliente, te la chutas y todavía quieres que
te pague? Agradece que no te doy tu merecido.
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La enorme cicatriz de su mejilla brilla, o a mí me parece que brilla siempre que se
enfada. Los dedos de sus manos se abren y cierran y el movimiento de sus enormes
anillos me resulta hipnótico.
—Te he dicho que yo no he cogido la coca, Ángel. ¡No lo he hecho!
Veo con total claridad cómo su cara gira a una velocidad de vértigo cuando Ángel
le estampa la mano en la mejilla. Aprieto los dientes y salgo corriendo, esquivándolos
antes de que la pelea derive en mí y sea yo quien se lleve los golpes. No sería la
primera vez. Ella al principio no me tocaba, pero cuando empecé a hacerme mayor
decidió que era un buen escudo y, desde entonces, cuando Ángel se descontrola, hace
que enfoque su atención en mí. Ella se lleva un par de guantazos y a mí me dejan
hecho una mierda durante días. Siempre es igual, así que, aunque una parte de mí
piensa que debería quedarme y defenderla, gritarle a él para que no le pegue, no lo
hago. Aprendí hace mucho que, en ocasiones, es ella, o yo.
Corro hasta el callejón de siempre. Los chicos suelen pasar las tardes apostados
ahí, hablando de chicas, coches y, sobre todo, de cómo vamos a largarnos de este
barrio en cuanto podamos, pero ahora mismo no hay nadie. Y mejor, porque no
quiero que vean lo nervioso que estoy. Ella también suele venir, pero no a esta hora.
Me acuclillo al lado de un contenedor y me concentro en respirar de nuevo.
Pienso, no por primera vez, qué hubiese sido de mi vida si mi padre, sea quien sea,
me hubiese querido en ella. A lo mejor no viviría aquí. Quizá tendría una familia con
una casa limpia en la que comería tres veces al día. Puede que ni siquiera tuviera
miedo de la oscuridad, como me ocurre ahora. Es algo que nunca he confesado a
nadie. En mi habitación tengo suerte, porque hay una farola junto a mi ventana que
llena mi cuarto de mosquitos, pero también de luz. Me da mucha vergüenza sentirme
tan mal cuando me quedo a oscuras, pero no puedo evitarlo. A lo mejor a mi padre
tampoco le gustaba la oscuridad. Puede que sea heredado. A Victoria, mi madre, no le
importa estar a oscuras, así que igual… igual me parezco a él. No sé quién es, ni si
está vivo o muerto, porque ella no me cuenta casi nada, pero a veces me grita que soy
igual que él y yo me alegro, porque lo último que quiero es parecerme a ella.
Entonces recuerdo que quizá él sea igual de malo.
Es posible que solo sea un cabronazo que se deshizo de mí como si no valiera
más que una cajetilla de tabaco vacía. Me dejó con ella, joder, ¿qué tipo de persona
deja a un bebé con una madre así? Alguien con buen corazón, no, eso seguro.
Siento cómo se me llenan los ojos de lágrimas. Me las limpio a toda prisa y miro
a los lados. No viene nadie, no me han visto, pero, de todas formas, no pienso
ponerme a llorar.
No aquí.
No por él.
No por ella.
Nunca más por ellos.
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Me río y, cuando me miran mal, intento contenerme, pero es que ver a mis
sobrinas de ocho años decir que son unas pringadas porque este año no hemos podido
ir de vacaciones me resulta muy gracioso y exagerado. Mi tío dice que es porque han
heredado el dramatismo de su madre, pero lo dice cuando Julieta no está, claro,
porque en su presencia no es tan valiente.
—Pringada serás tú —le responde su hermana—. Yo soy preciosa, lo dice todo el
mundo.
—Somos gemelas, Victoria. Si tú eres preciosa, yo también.
—Yo soy más guapa. Tú eres como una fotocopia mala. Una de esas que hace la
seño María en el cole. Pareces casi igual que yo, pero en verdad estás un poco
borrosa.
Emily se ofende tanto que empieza a gritar, Victoria le grita de vuelta y yo me
concentro en la pequeña, que se sube del todo a mi regazo, me sonríe y suelta las
palabras mágicas.
—Babu, teno pipí.
—Oh, mierda. Aguanta, peque, no lo hagas aquí.
Salto de la cama con ella mientras sus hermanas me meten prisa para que baje las
escaleras de la buhardilla y llegue al baño. Estamos en plena operación pañal y,
aunque muchas veces atina a llegar al váter, otras, avisa cuando es demasiado tarde o
está a punto de hacérselo encima. Cuando noto mi costado caliente justo al abrir la
puerta del baño, cierro los ojos con resignación y acepto que, esta vez, ha ocurrido lo
segundo.
—¡Ya está! —grita ella con una gran sonrisa—. Ya no teno más pipí. ¡Biennnnnn!
—Aplaude y tira besos al aire como si hubiese hecho una gran proeza.
—Alguien tiene que sentarse en serio con esta niña y explicarle que, si se mea
encima, no puede aplaudir y tirar besos como si fuera la reina de España —dice
Victoria con cansancio.
—Tiene tres años. Tú a los tres años también te meabas encima, ¿o ya no te
acuerdas?
—Me acuerdo más de cuando lo hacías tú.
—Qué tonta eres, en serio.
—Pues anda que tú.
—Eh, chicas, vamos a intentar tener un poquito de paz, ¿de acuerdo? ¿Dónde está
vuestra madre?
—En la tienda —contesta Emily.
—No debería estar allí. ¿Quién cuida de vosotras?
—Tú. Se ha ido hace cinco minutos y nos ha dado la orden de despertarte. Tienes
que darnos el desayuno. —Victoria hace una mueca, señala mi costado y sonríe con
la burla pintada en su cara—. Bueno, antes deberías limpiarte eso y cambiar a la
enana.
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—Genial… —murmuro mientras entro en el baño y pongo a la pequeña en el
suelo—. Quedaos aquí mientras voy a buscar ropa limpia para ella y para mí.
Me saco la camiseta mientras pienso que Julieta tiene un morro que se lo pisa.
Esta no es la primera vez que me hace esto. Es consciente de que anoche llegué a las
tantas del restaurante y, ¿qué hace? dejarme a las niñas a primera hora para irse a la
tienda, cuando sabe de sobra que no debería. Luego vendrá mi tío, se cabreará y
encima me tocará a mí escuchar su discursito.
Me encamino hacia el pasillo y me doy cuenta de que, por más que le he dicho a
las niñas que se queden en el baño, me han seguido en fila india. Suspiro, llego a la
habitación y abro el armario para cogerle un vestido nuevo.
—Ese no —dice la pequeña cuando cojo uno de margaritas estampadas.
—¿Por qué no? Es muy bonito.
—No es bonito. Es feo.
—Vaya por Dios —murmuro devolviéndolo al perchero y cogiendo uno con
fresitas—. ¿Este?
—No me ustan las fesas.
—Menuda mentirosa —dice Victoria—. ¡Si te las comes a puñados!
—No me ustan en los vestidos.
—¿Y qué te parece este? —pregunto enseñándole uno vaquero—. Este es
superbonito.
—¡Sí! Qué bonitooooooo.
Su emoción desmedida me hace reír, hasta que se va al rincón de los zapatos y
coge las botas de agua.
—No, ni hablar. Estamos en agosto, no puedes ponerte otra vez las botas de agua.
—Sí puede. Me ustan.
—Se dice «Sí puedo» —le corrige Emily.
—Sí puedo —repite ella solícita—. Qué bonitassssssss.
—Como se ponga otra vez las botas de agua se le van a cocer los pies, que lo dice
papá —me dice Victoria—. Tú verás.
Suspiro y pienso, no por primera vez, que estas tres están demasiado despiertas
para las edades que tienen. O puede que, simplemente, sean dignas hijas de sus
padres.
El tema de la vestimenta nos lleva tanto rato que, cuando por fin la convenzo de
no usar las botas, vuelve a tener pipí. La llevo corriendo al baño y cuando la siento en
el váter a tiempo las gemelas aplauden y le hacen la ola mientras su hermana vuelve a
tirar besos.
—¿Ves? Ahora sí puedes saludar desde tu trono —dice Victoria justo antes de
romper a reír.
Emily le sigue y yo, al ver el panorama, no puedo evitar imitarlas, porque esta
casa es una locura el noventa y nueve por ciento de los días, pero, joder, qué locura
más bonita.
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Consigo vestir a la pequeña después de lavarla un poco y me doy una ducha
rápida para limpiarme el pis que aún tengo en el costado. Me pongo un vaquero roto,
las Adidas negras de tela y una camiseta con una frase en inglés que me hace torcer
una sonrisa.
Bajo las escaleras, atravieso el salón lleno de juguetes y llego a la cocina, donde
las niñas se pelean por los cereales de colores.
—¿Cuál es el problema? —pregunto mientras me acerco a la mesa.
—¡Emily se ha echado todos los azules!
—¡No es verdad! He tenido suerte y me han caído. ¡No tengo la culpa de tener
suerte!
—Sí, suerte, ya. ¡Qué raro que siempre te toquen los azules!
—¿Ya no recordáis la advertencia de vuestro padre, chicas? —pregunto
mirándolas muy serio—. Si volvéis a pelearos por algo tan simple como los cereales
de colores, empezaremos a comprarlos todos del mismo color. Iba muy en serio
cuando lo dijo.
—Sí, pero papi no está —contesta Emily con una sonrisa que me hace poner los
ojos en blanco.
—Pero estoy yo, y no tengo ningún problema en contarle lo que ha ocurrido si
seguís discutiendo.
—Mamá dice que ser un chivato es una cosa feísima —dice Victoria.
—Más feo es pelearse entre hermanas por unos simples cereales.
Eso las deja calladas durante unos minutos y yo aprovecho para encender la
cafetera y mirar por la ventana hacia el exterior. El día se presenta caluroso, así que
en un rato es posible que todos los críos estén corriendo de un lado a otro del jardín y
dándose chapuzones en la piscina. Sonrío por inercia, porque me encantan las tardes
de piscina, y eso que el jardín se convierte en el lugar más caótico del barrio, pero
está tan lleno de vida que es imposible no pasarlo bien.
Vivimos en una casa bastante amplia, que lo era aún más en sus inicios, cuando
mi tío y Julieta la compraron junto a Amelia, Álex y sus respectivas parejas.
Dividieron verticalmente la inmensa vivienda, hicieron obras y ahora cada uno tiene
su espacio, pero compartimos el jardín de la entrada y el trasero, donde está la piscina
y la zona de barbacoa.
Últimamente pasa por mi cabeza el pensamiento de que, a mis veintisiete años,
debería ir pensando en independizarme, pero la verdad es que la buhardilla de esta
casa tiene todo lo que necesito y, por alguna razón, pensar en separarme de las niñas,
de mi tío, de Julieta o del resto de la familia, hace que me agite por dentro, así que
voy dejando pasar los días y me convenzo de que no tiene nada de malo vivir aquí.
Son mi familia y ya he pasado bastante tiempo separado de ellos. Tengo todo el
derecho del mundo a disfrutarlos todo lo que pueda. Además, si me fuera de aquí,
apenas tendría tiempo de venir a verlos, porque el trabajo me ocupa buena parte del
día.
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Cuando llegué a esta familia empecé a trabajar en el restaurante italiano que
tenían en la ciudad. No fue fácil, yo no era fácil en aquel entonces y ahora… Bueno,
tampoco es que sea mucho mejor, pero al menos me he convertido en alguien
responsable, o eso me gusta pensar. Mis abuelos se jubilaron y mi tío, que además de
ser policía solía trabajar allí, dejó de hacerlo para poder estar más tiempo con su
familia, así que, hoy por hoy, me ocupo de llevarlo en su totalidad y, para mi propia
sorpresa, se me da bastante bien. Me gusta, me relaja y me hace sentir útil, así que la
mayoría de los días me siento muy afortunado, aunque no lo exprese con asiduidad
porque tengo este genio de mil demonios, como dice Julieta.
Me parece increíble que ya hayan pasado diez años desde que conocí a mi
familia. A decir verdad, me parece increíble que hayan pasado diez años y yo siga
aquí, conviviendo en armonía —la mayor parte del tiempo— y sintiéndome
completo, satisfecho y tranquilo. Son sensaciones que pensé que no sentiría nunca.
Vuelvo a la realidad y dejo de lado mis pensamientos cuando oigo a las niñas
pelear de nuevo. Me pongo serio, las riño y procuro tomar mi café y mi tostada en
paz. Es imposible y, cuando por fin acabo, les anuncio que vamos a ir a ver a su
madre.
—Nos ha dicho que no vayamos allí —dice Victoria—. Que vayamos a donde
sea, pero no a la tienda.
Bufo y me siento tentado de decirles que, cuando Julieta aprenda a hacer caso de
lo que le decimos, nosotros lo haremos también. ¡Claro que no quiere que vayamos!
Sabe muy bien que voy a ponerle mala cara y eso no le gusta. Ella es más de hacer su
santa voluntad y que nadie le chiste.
Apremio a las niñas para que se den prisa y, cuando por fin salimos a la calle, me
encuentro con Eli regando las flores de la entrada.
—Buenos días, chicos, ¿vais a dar un paseo?
—Eso parece —le contesto sonriendo.
—¡Yo voy!
Valentina, la hija de Álex y Eli, sale disparada al encuentro de sus primas. Hará
siete años en diciembre, así que está entre las mayores y la pequeña, lo que hace que
encaje a la perfección.
—¿No prefieres quedarte aquí con mamá y ayudarme a regar el resto de flores?
—No.
Eli bufa y se ríe entre dientes mirándome con las cejas alzadas.
—La sinceridad infantil es lo más brutal que existe.
Me río y le doy la razón, porque los niños, por lo general, no tienen problemas en
decir lo que piensan, y los de esta familia, menos.
—¿Te importa? —me pregunta entonces Eli.
—Qué va, puestos a hacer ejercicio matutino, cuantos más, mejor.
—Ehhhhhh. —Me giro y veo a Björn, el hijo mayor de Amelia y Einar, también
de seis años, acercarse a nosotros—. ¿A dónde vais?
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—¡A la tienda de mi madre! —exclama Emily—. ¿Te vienes?
—¡Sí!
Einar aparece por la puerta al oír los gritos. Lleva un bóxer que hace que Eli le
regañe, porque este hombre es un poco alérgico a la sana costumbre de vestirse para
salir a la calle.
—¿Qué pasa?
—Papá, quiero ir a la tienda de la tía Julieta, ¿puedo?
—No problemo. Tu hermano también va.
—¡Jooooo!
—Tu hermano mola, Björn. —Me mira y se pone una mano en la cintura—. ¿Te
importa?
Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que, a este ritmo, voy a necesitar un
autobús para tanto niño, pero ya que me he puesto… lo mismo me da tres que tres
mil, supongo.
—Tranquilo.
—¡Eh, Lars! —Grita entonces el vikingo hacia el interior de la casa—. ¡Vas de
paseo, corre!
El susodicho aparece con su pelo rubio, sus ojos azules como el cielo y una
sonrisa de pillo increíble en el marco de la puerta. Estaría genial que, además, se
hubiese vestido. Joder, tres años viéndolo a diario y todavía me sorprendo al darme
cuenta de que es una calcomanía de su padre, tanto por fuera como por dentro.
Bueno, Björn también se le parece mucho físicamente, pero al menos tiene la boca de
Amelia. Este, ni eso.
—Eh, colega, si quieres venir, tienes que taparte las vergüenzas —le advierto.
Él resopla, mira a su padre, que se encoge de hombros, como diciéndole que
entiende su sufrimiento, pero es lo que toca, y entra en casa para salir minutos
después con las chanclas del revés, el pantalón, también del revés, y una camiseta que
le queda demasiado grande; seguramente sea de su hermano y ni siquiera se ha fijado.
—¿Ya?
Einar lo mira de arriba abajo, evaluando su indumentaria y, al cabo de unos
segundos, asiente y sonríe.
—Perfecto.
Eli se ríe y pone los ojos en blanco al tiempo que se acerca y le obliga a ponerse,
al menos, las chanclas del derecho.
—¿Seguro de que puedes con todos, Marco? —me pregunta—. Son seis.
—Los he contado —contesto entre risas—. Tranquila, solo voy a la tienda de
Julieta para sacarla de allí a rastras, si hace falta, y luego volvemos. Quizá paremos
un rato en el parque. —Los niños se vuelven locos y yo sonrío—. ¿Dónde están
Óscar y Eyra? Me los puedo llevar, también.
Óscar es el hijo mayor de Eli y Álex. Bueno, en realidad es hijo biológico de Eli,
pero Álex lo adoptó hace ya mucho tiempo. Es un crío genial, o lo era, antes de
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cumplir catorce años, entrar en la adolescencia y que las hormonas empezaran a hacer
de las suyas. Sigue siendo bueno y responsable, pero ahora también da portazos y
contesta con monosílabos según el día y el momento en que lo pilles.
—Estará encerrado en su cuarto —dice su madre—. No te preocupes, ya llevas
para no aburrirte.
—Está bien —contesto sonriendo y, cuando voy a despedirme, me doy cuenta de
que el vikingo ha entrado en casa. Sale un minuto después con un vaquero, una
camiseta y la pequeña Eyra, de seis meses de vida, en brazos.
—He pensado que mejor voy a paseo también. En casa, sin niños, me aburro.
Sonrío y me encojo de hombros mientras se une a mí. Einar es profesor en la
universidad, así que ahora mismo, como estamos en agosto, se encuentra de
vacaciones hasta que las clases den comienzo de nuevo. Se coloca a la pequeñaja en
la mochila portadora y le hago un par de carantoñas que le arrancan unas sonoras
carcajadas. Dios, hasta ella es clavadita a su padre, aunque su pelo se intuya más
oscuro que el de sus hermanos. Los genes vikingos son fuertes, de eso no cabe duda.
—¿Vamos a echar bronca a Juli? —pregunta Einar a mi lado.
—Sí, no debería estar en la tienda y lo sabe.
—Mamá se la va a cargaaaaar —canturrea Victoria.
—No se la va a cargar —replico—. Solo vamos a explicarle que lo que ha hecho
está mal. Le pediremos amablemente que nos acompañe al parque.
Ellos no me hacen caso y se ponen a cantar a coro un montón de frases infantiles
que incluyen las palabras «Julieta» «culo» y «pedo». Se parten de risa mientras Einar
y yo hacemos como si no los oyéramos, porque estoy seguro de que ninguno de
nosotros tiene intención de llegar afónico a la tienda de tanto reñirles.
Cuando por fin llegamos abro la puerta y todos entran de sopetón, gritando y
exaltados al máximo. Julieta me mira sorprendida y rencorosa a partes iguales y yo
elevo una ceja mientras le dedico una sonrisa torcida.
—¿De verdad pensabas que ibas a librarte de nosotros tan fácilmente?
—Oye, Marco, he venido porque…
—¿Por qué? —Miro a Eva, la chica que ha contratado para ocuparse de la tienda
mientras ella no puede—. ¿Estás enferma?
—No, qué va —contesta ella un poco ruborizada.
Es encantador que se ruborice cada vez que le hablo y, de ser mayor, le haría caso,
pero debe rondar los veinte años y yo no me lío con chicas más jóvenes que yo.
—En ese caso, Julieta, nos vamos.
—No puedo, tengo mucho que hacer.
—No, no tienes. Mi tío va a llegar en un rato y paso de verlo cabreado por tu
culpa, así que recoge tus cosas y vámonos al parque.
—Vamos, Juli, ponlo fácil —añade Einar.
Ella nos mira tensando la mandíbula y se agarra al mostrador con fuerza, como si
con ese gesto pudiera librarse de lo inevitable. Al final, cuando los niños empiezan a
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armar jaleo, maldice por lo bajo y claudica. Sabe perfectamente que, como no lo
haga, vamos a quedarnos toda la mañana aquí dando la lata. No sería la primera vez.
—¡Está bien! Pero que sepáis que estoy hasta el mismísimo de que me tratéis
como a una inútil. —Sale de detrás del mostrador y señala su inmensa barriga
mientras nos mira mal—. ¡Solo estoy preñada, por el amor de Dios!
—Estás a punto de pasar tu fecha límite, Julieta —le recuerdo—. Puedes ponerte
de parto en cualquier momento. ¿De verdad te parece buena idea seguir trabajando
con la retención de líquidos que sufres, habiendo tenido algún susto con la tensión y
con este calor? —Ella hace amago de protestar y la corto—. No voy a pelearme
contigo, en serio, eso se lo dejo a mi tío. Yo me voy a limitar a sacarte de aquí para
no pillar repaso.
—Eres un sieso, Marco, que lo sepas.
—Lo que tú digas —contesto mientras sonrío al verla caminar hacia mí con las
piernas un poco abiertas, debido a que el bebé se le encajó hace ya tiempo—. Dios,
pareces un pato, o Cristiano Ronaldo cuando se prepara para tirar un penalti, no estoy
seguro.
—Oh, oh, problemo a la vista —dice Einar—. ¡Chicos, vamos fuera!
Los niños se ríen y salen a la calle entre gritos, Eva suelta una carcajada y, cuando
le guiño un ojo, se muerde el labio de una forma sugerente por demás. Interesante…
pero no voy a romper mi norma, así que me centro en mi tía y le doy un toque en la
nariz.
—Si te portas bien, te compro un granizado.
—Capullo egocéntrico de las narices.
—Qué cosas tan bonitas me dices.
—¡Es que te tengo un asquito últimamente que…! —Elevo una ceja con chulería
y chasquea la lengua, negando con la cabeza—. ¿A quién quiero engañar? Te adoro,
Chucky. —Sale de la tienda y yo la sigo riéndome por lo bajo.
Cuando la veo caminar agarrada al brazo de Einar, con todos los niños delante y
el sol iluminando las calles de Sin Mar pienso, no por primera vez, que yo sí que la
adoro a ella. A ella y a todo lo que ha traído a mi vida desde el día que nuestros
caminos se cruzaron.
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hacerlo con comodidad—. ¿Me perdonas?
—No tendrías ni que preguntarlo.
Y así, en cuestión de segundos, mi tío la besa y le susurra un montón de cosas que
agradezco no oír, porque sé que sus palabras pasarán de románticas a eróticas en
cuestión de microsegundos y bastante tengo yo con aguantar los espectáculos y
reconciliaciones diarios, o casi, desde que ella está embarazada.
Julieta nunca ha tenido un carácter fácil, pero cuando se queda embarazada y
todas esas hormonas hacen acto de presencia es como convivir con un huracán.
Además, este verano está siendo caluroso y, en su estado, lo pasa mal. Por suerte, en
cuestión de días nacerá el bebé. Intento no pensar que eso significa que volveremos a
los llantos nocturnos, porque lo cierto es que a mí me dejan descansar con ese tema.
Nunca me han despertado para cuidar de las niñas de madrugada. Alguna vez lo he
hecho, pero ha sido porque yo he querido.
Las miro correr junto a sus primos y sonrío. Esas niñas son… joder, ni siquiera
tengo palabras para expresar lo que siento por ellas. Recuerdo cuando nacieron con
tanta nitidez que dudo mucho que algún día olvide los detalles.
En el parto de las gemelas yo solo tenía diecinueve años. Era joven, aún me
trataba psicológicamente para intentar reorganizar mi nueva vida y todo era caótico.
El dolor seguía muy presente y, cuando llegaron, sentí que eran un pequeño bálsamo.
Si hoy soy un adulto más o menos decente es porque ellas existen, lo tengo claro.
Mi tío, Julieta y mis abuelos habrían conseguido enderezarme, no lo dudo, pero
no sé si me habrían hecho reír tantas veces en tan poco tiempo. Con las gemelas todo
fue bonito y especial. De verdad pensé que conseguiría querer así a poca gente. Pero
entonces, unos años después, llegó la pequeña. No tenía siquiera dos horas de vida
cuando entré en la habitación en la que Julieta la tenía pegada a su pecho. Reconozco
que tenía miedo de no saber quererla tanto como quería a sus hermanas. Ya sé que
solo son mis primas/hermanas, pero Victoria y Emily me sanaron a tantos niveles que
no sabía si podría querer a la pequeña con esa intensidad. Sin embargo, la miré y
sentí que el pecho se me hinchaba. Era preciosa, aunque estaba muy roja y tenía tanto
pelo que impresionaba. Más morena que sus hermanas, se veía claramente que era
una Corleone y una parte de mí se preguntó si se parecería a mí. A menudo me dicen
que soy la viva imagen de mi tío Diego cuando era más joven. Creo que, en realidad,
soy la viva imagen de mi padre, al que no conocí, pero dado que ellos se parecen
tanto, es lo mismo. En aquel momento, con Julieta y Diego sonriéndome y con el
nuevo bebé lloriqueando en el pecho de su madre sentí, no por primera vez, la
magnitud de tener por fin una familia a la que adorar. Una que no hace daño y
antepone las necesidades de los niños a cualquier otra cosa. Sentí el amor, aunque
suene cursi y jamás lo reconozca en voz alta, y cuando mis tíos me dijeron que
ponerle nombre era cosa mía, apenas pude creérmelo.
Lo recuerdo como si fuera ayer.
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3
Tiempo atrás
—Tienes que hacerlo tú —dice mi tío mientras viene hacia mí y palmea mi hombro
—. Nosotros elegimos los nombres de Victoria y Emily.
—Pero es que… es vuestra hija —contesto, intentando que no se note que tengo
un nudo tremendo en la garganta.
—También es tu hermana pequeña —susurra Julieta. Sus ojos están aguados por
la emoción y yo tengo que carraspear para no quedar mal—. Solo te vamos a poner
una condición. —Asiento para que me diga cuál y ella sonríe—. Ya sabes que
Victoria y Emily llevan los nombres de los protagonistas de La novia cadáver.
—Ajá.
—Queremos que lleve el nombre del personaje que más te guste de tu película
favorita —sigue mi tío Diego—. Puede ser un personaje animado, o de una película
de otro género. Da igual. Cierra los ojos y piensa de quién se trata.
Me pongo nervioso en el acto. Ellos no saben cuál es mi peli favorita, así que es
una muestra de confianza inmensa, y quizá no esté listo para ello.
—Es mucha responsabilidad —digo al cabo de unos instantes—. ¿Y si no os
gusta?
—Mientras te guste a ti y nos lo acepten en el registro, nos vale. —Julieta se ríe y
me señala con un dedo—. Espero que no estés pensando en la novia de Chucky.
Me río y niego con la cabeza. No, claro que no pensaba en eso. Además, quizá
debería recordarle que es ella la que me llama así, no yo. No la culpo, ni me molesta.
Reconozco que, a veces, sí he sido un poco Chucky. Sobre todo al principio.
Pienso en mi peli favorita y, por un momento, me replanteo mentir, porque sé que,
cuando diga el nombre, van a saber el significado. El problema es que miro la carita
de la pequeña y comprendo en el acto que no se merece que yo le ponga un nombre
que no siento. Si alguien merece que yo abra un poco mis sentimientos y deje ver
parte de lo que guardo desde hace años, es ella.
—¿Lo tienes? —pregunta Diego con suavidad—. Si necesitas pensarlo, no hay
problema.
—Tenemos quince días para inscribirla. La llamaremos número tres mientras
tanto —sigue Julieta.
—Pequeña, joder —se queja Diego—. No vamos a llamar a nuestra hija así.
—¿Por qué no? Es solo un número.
—¡Por eso! —exclama él, haciendo que la pequeña se sobresalte.
Mi tío acaricia su cabecita con suma dulzura y, cuando veo que Julieta está a
punto de contestar, la interrumpo, porque creo que esto es mejor hacerlo de un tirón.
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Como quitar una tirita y dejar al descubierto la cicatriz, cerrada a duras penas, o
puede que aún abierta. Quién sabe.
—Mérida —susurro—. Se llamará Mérida.
Ellos me miran entre sorprendidos y pensativos. Julieta es la primera en
emocionarse y sonreír.
—¿Brave? —pregunta.
Asiento sin querer dar más explicaciones. Me han pedido que les dé el nombre de
mi personaje favorito, de mi película favorita, y es ese. Mérida. Que duela como el
infierno el simple hecho de recordarlo es lo de menos. Quizá ahora pueda volver a
verla con otros ojos.
—Mérida es un gran nombre —dice mi tío Diego con la voz tomada.
Pongo los ojos en blanco, porque no quiero que conviertan esto en un momento
melodramático. Tampoco quiero que me interroguen acerca de este tema más de lo
necesario, así que me agacho y miro la carita de la pequeña de cerca.
—Espero que tu nombre te guste. Si cuando seas adulta decides que es una
mierda, te acompañaré al registro a cambiarlo, te lo prometo. —Ella bosteza y yo me
río—. Joder, acabas de llegar y ya te quiero más que a mí mismo.
Julieta se echa a llorar, Diego la abraza y yo me río mirando a Mérida, porque
intuyo que, junto a sus hermanas, va a ser la protagonista de un montón de escenas
caóticas.
Puede que, con el tiempo, su nombre esté asociado solo a ella.
Puede que algún día deje de doler.
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Por la tarde, después de recibir a Esme y Nate con sus pequeños, Noah y Ariadna,
que han pasado las vacaciones en Nueva York, me despido para marcharme al
restaurante y los dejo hablando de cenar todos juntos en el jardín. Frunzo los labios y
pienso, por un momento, que me encantaría poder quedarme, pero lo bueno de esta
familia es que son adictos a reunirse y comer juntos ya sea en el jardín o en el interior
de la casa, dependiendo del tiempo, así que mañana podré pasarme el día tirado en
una tumbona, refrescándome en la piscina, jugando con los niños y metiéndome con
mis tíos o el resto de padres por cosas que se me vayan ocurriendo sobre la marcha.
Pero, de momento, es hora de ir al restaurante.
Subo en el coche, enciendo la radio y sonrío cuando empieza a sonar Believer, de
Imagine Dragons. Joder, me encanta esta canción. En realidad, me encanta cada
canción que habla del dolor, aunque yo sea más de rock y pop rock español. De
algunos grupos de ahora, pero, sobre todo, de los de antes. De Pereza, Los Secretos y
Hombres G, por ejemplo.
El caso es que es raro que me gusten tanto las canciones que hablan del dolor,
porque ahora soy relativamente feliz, pero supongo que a todos nos gusta
regodearnos, a veces, en esos momentos en los que todo parecía negro. A mí, al
menos, me gusta. Sé que mi tío y Julieta no lo entienden, pero yo necesito volver al
dolor de vez en cuando, ya sea mediante canciones o mediante… Bueno, de distintas
maneras. Necesito regresar para recordarme que fue real, que todo fue tan crudo
como lo recuerdo y que no debería cerrar los ojos ninguna noche sin dar las gracias al
karma, universo o a lo que coño haya por ahí arriba por lo que tengo.
Me dirijo al garaje que compraron mis abuelos hace ya muchísimos años para
ellos y que, debido a que están jubilados, ya no usan. Sin embargo, hoy sí que está
ocupado. Menos mal que caben dos vehículos sin problema. Aparco, salgo y me
encamino hacia el restaurante.
Nada más entrar saludo a uno de los camareros y voy a la barra, donde Giu, mi
abuelo, sirve un par de cervezas.
—¿No deberías estar en casa disfrutando de la jubilación? —pregunto con una
sonrisa mientras palmeo su espalda.
—Buenas tardes, hijo. Tu abuela se ha empeñado en venir un rato y, la verdad, me
aburro en casa. Nos hemos debatido entre ir a ver a las pequeñas o el restaurante. Al
final, hemos preferido lo segundo, que es más tranquilo.
Miro el restaurante, llenándose de gente por momentos, y me río, porque entiendo
lo que quiere decir. Este sitio puede ponerse hasta los topes y, aun así, seguirá siendo
más tranquilo que nuestra casa.
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Observo a mi abuelo y sonrío preguntándome si mi tío llegará a ser así algún día.
Pronto llego a la conclusión de que sí, porque Giussepe Corleone ha pasado de los
sesenta, pero tiene una elegancia y un atractivo impropio de un hombre de su edad.
Es fuerte, ágil y luce una sonrisa rápida y una simpatía que han conquistado a mucha
gente. Aparte de eso, siempre tiene unas palabras amables para sus clientes. O su
familia. O cualquiera que se le acerque. Es el tipo de hombre que gusta en cuanto lo
conoces, aunque, en mi caso, no fuese exactamente así.
—¿Ella está dentro? —pregunto, señalando la cocina.
—Sí, ya sabes que adora pasarse las horas ahí metida.
—Lo sé —contesto sonriendo—. Teniendo en cuenta que tienes esto controlado,
voy a entrar a saludarla. ¿Te parece?
—Perfecto, hijo, perfecto —susurra con una sonrisa afable. Una que no ha dejado
de dedicarme nunca. Ni siquiera cuando no lo merecía.
Recuerdo nuestros inicios y siento el tirón del arrepentimiento en el estómago. No
siempre fue así de fácil comunicarme con él. Con ellos. Hubo un día en que los odié
con una intensidad devastadora. Los culpé por tener una buena vida mientras yo
había tenido que sufrir todo tipo de mierdas. Me llevó un tiempo comprender que
ellos no sabían de mi existencia porque, de haberlo sabido, habrían movido cielo, mar
y tierra para sacarme de aquel piso. Ahora no tengo dudas, pero en aquel entonces
todo era tan confuso, oscuro y doloroso que me costaba pensar con claridad.
Entro en la cocina y me encuentro de frente con ella. Teresa. Mi abuela. La mujer
más dulce, buena y paciente que he conocido en mi vida. La que decidió enfrentar mi
odio contra el mundo con una sonrisa. Triste, pero sonrisa, porque es de las que
piensan que sonreír, aunque sea con el corazón roto, sana.
—Mi chico —dice en cuanto me ve.
Se acerca a mí con las manos llenas de harina y me abraza. Nada más sentir su
mejilla pegada a la mía inspiro con fuerza. Su olor. Joder, su olor es volver a casa. Da
igual que esté cocinando y el aroma a tomate lo impregne todo. Que esté limpiando y
el amoniaco flote en el ambiente. Que esté sentada en el salón de su casa viendo la
tele tranquilamente. Da igual dónde esté y lo que haga, porque me abraza y yo siento
que estoy a salvo.
—Abuela —susurro cerca de su oído, recreándome en los sentimientos que me
provoca sentir cómo esboza una inmensa sonrisa—. ¿Por qué no descansas un poco y
dejas que yo siga con eso?
—Me gusta tener las manos ocupadas. Además, a ti te gusta más servir fuera.
Guardo silencio y sonrío por respuesta, porque tiene razón. La cocina me gusta,
pero estar fuera y mezclarme con la gente me llena más. Irónico, porque suelo ser
muy antisocial. Solía. Mi tío dice que es mejor decir que solía serlo. Ahora me
esfuerzo un poco más, pero, aun así, no soy una persona que tenga un gran número de
amigos. Me cuesta confiar en la gente y no estoy interesado en crear lazos nuevos con
nadie, pero eso no quiere decir que no disfrute cogiendo pedidos y sirviendo detrás de
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la barra; observando cómo el restaurante se llena y se vacía una y otra vez. Supongo
que, lo que en realidad me gusta, es ser consciente en todo momento de que estoy
haciendo algo bueno. Hay gente que me pide diferentes comidas, comparten lo que
les sirvo con sus amigos, familiares y seres queridos y luego se van sonriendo y
satisfechos. Es una forma como cualquier otra de convencerme a mí mismo de que
todo el esfuerzo desde que llegué aquí ha merecido la pena. Soy capaz de hacer que
este restaurante funcione y la gente se vaya feliz de aquí, y eso puede parecer una
tontería, pero a mí me impulsa a levantarme por las mañanas.
—¿Cómo están mis pequeñas diablas hoy? —pregunta cuando me lavo las manos
para ayudarla, aprovechando que mi abuelo está fuera.
—Más traviesas que ayer y menos que mañana. Mérida me ha meado el costado.
—Mi abuela se ríe y yo elevo las cejas—. ¿Te hace gracia?
—Por supuesto que sí, y a ti también, así que no te hagas el duro. Sé bien que esa
pequeña te robó el corazón nada más nacer.
—Como sus hermanas.
—Sí, lo sé. ¿Y cómo está mi niña hoy?
Sonrío. Su niña es Julieta. La quiere tanto que ha asumido de viva voz que es la
hija que nunca tuvo. Y mi tía está feliz por eso. Bueno, por eso y porque de vez en
cuando le suelta a mi tío que es evidente que hasta sus padres la quieren más a ella. Él
se ríe, consciente de que solo lo hace para molestarlo, y la besa hasta que ella pierde
el sentido y a mí me puede la vergüenza por tener que presenciarlo.
—Cascarrabias. Tuve que ir a la tienda, sacarla de allí y luego le ha tirado algo a
tu hijo en una discusión que incluía la palabra «vasectomía» y de la que he preferido
no saber demasiado.
—Chico listo, no como tu tío. Si supiera lo que le conviene, se habría hecho la
vasectomía hace mucho.
—¿Podemos dejar de hablar de su fertilidad, por favor?
Mi abuela se ríe y asiente, suspirando y dando forma a un trozo de masa. Los dos
cocineros habituales que tenemos dan vueltas a nuestro alrededor, preparándolo todo
para el turno de cenas.
—Cuéntame qué harás mañana.
—Levantarme todo lo tarde que pueda y pasar el día con la familia. ¿Vendrás a la
barbacoa?
—Probablemente, pero, cariño, ¿no tienes amigos con los que salir a pasar el
domingo?
—He quedado con algunos esta noche, cuando acabe en el restaurante.
—Ya…
Mi abuela no es tonta y yo tampoco. Los dos somos conscientes de que esta
noche no voy a salir con ningún amigo. Iré a tomarme un par de copas solo y, si la
cosa sale bien, acabaré echando un polvo en cualquier hostal, hotel, callejón, coche o
superficie horizontal o vertical, siempre que no sean la casa de ella o, por supuesto,
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mi buhardilla, a la que no he llevado ninguna chica. Primero, porque las chicas con
las que acabo suelen ser mujeres mayores que yo que buscan disfrutar del sexo sin
ataduras con un chaval joven. Segundo, porque no pretendo tener nada serio con
ellas, que es otra de las razones por las que me aseguro de que ellas en cuestión no
busquen algo más que un polvo, y tercero, porque sería como insultar a mi familia. Sé
que ellos no dirían nada, pero no puedo pensar en una mujer revolcándose en mi
cama y, más tarde, en mis hermanas durmiendo conmigo allí. No, no puedo. Esa
buhardilla es sagrada y las únicas invitadas son Julieta, mis tres niñas y alguna otra
mujer de la familia que se cuela sin previo aviso por mucho que yo me enfade y las
eche. Mujeres con las que, por descontado, mantengo una relación familiar, aunque
no nos unan lazos de sangre.
—Creo que deberías buscar amigos que salgan de día. Que paseen, corran por el
parque… Hace mucho que no corres, Marco.
—Lo hago a menudo por Sin Mar.
—Yo me refiero a correr por el parque para conocer a gente.
—Ya conozco a gente.
—Gente de tu edad. Gente sana que disfrute de un paseo, una salida al cine o una
merienda al aire libre, y no gente que solo se lo pasa bien yendo de bar en bar y
terminando sabe Dios dónde con sabe Dios quién.
—Abuela, los chicos de aquí no son así.
—No, ellos no —dice refiriéndose a los trabajadores con los que a veces salgo—.
Y tampoco me refería a Fabi. Me refiero a los otros…
—Abuela…
—Ay, cariño, es que quiero que seas feliz.
—Estoy bien.
Ella hace una mueca con los labios y yo suspiro, porque me encantaría
convencerla de que sí estoy bien. ¿Que en mi vida faltan cosas? Por supuesto. Faltan
muchas cosas, pero eso no significa que no esté relativamente contento con mi
existencia. Sobre todo si echo la cabeza atrás y pienso en todo lo que he dejado en el
pasado.
—Estar bien no es lo mismo que ser feliz.
Suspiro, me acerco a ella y la abrazo con cariño, besando su mejilla y procurando
que se calme.
—Estoy bien, contento, tranquilo. No tienes que preocuparte por mí.
Ella se mantiene en silencio y sé que es, en parte, porque no quiere sacar a relucir
los momentos en los que no tengo nada que ver con el Marco tranquilo que consigo
ser la mayor parte del tiempo. Esos momentos en que me pierdo un poco en la
oscuridad pasada. Despejo mi cabeza y me aparto de mi abuela intentando no pensar
en ello.
—Voy a salir antes de que el abuelo se dedique a invitar a todo el mundo solo
porque sí.
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Ella se ríe, consciente de que no sería la primera vez. Antes, cuando mi abuelo
llevaba el bar, solía elegir un día al azar e invitaba a una cerveza o refresco a todo el
mundo sin ningún motivo. Aseguraba que era una forma de mantener a la clientela
feliz y darles una ilusión para volver. «Un gasto insignificante, en comparación con
todo lo que ganamos teniéndolos contentos». Imposible olvidar sus palabras, cuando
todavía me las recuerda a menudo. Yo me río y ruedo los ojos, pero la verdad es que
lo he hecho varias veces desde que me ocupo de este sitio.
Lo que resta de tarde se pasa volando y, antes de poder darme cuenta, me
encuentro envuelto en un montón de trabajo tras la barra mientras los camareros
cogen comandas y la cocina funciona a pleno rendimiento. De madrugada, cuando
cerramos, recogemos y limpiamos, invito a los trabajadores a una copa. Apagamos
las luces del salón central y, pegados a la barra, hablamos de las anécdotas del turno,
contamos los planes que tenemos para lo que queda de verano y pasamos un rato
disfrutando como compañeros. Sé que yo soy el jefe, pero creo que haber trabajado
antes bajo el mando de mis abuelos y mi tío Diego me ha dotado de un estatus
privilegiado, porque me respetan, pero no han dejado de verme como a un
compañero, y es algo que me gusta.
—Oye, Marco, vamos a ir ahora al centro, a ver si pillamos algo abierto que no
sea una discoteca abarrotada. ¿Te apuntas? —pregunta David, uno de mis camareros.
No es la primera vez que salgo con él u otros del trabajo de fiesta. De hecho,
muchas veces hemos acabado a las tantas de la madrugada desfasando en grupo. Al
principio a mi tío le parecía mal, pero ahora ha entendido que es algo que no afecta a
nuestro rendimiento, así que lo acepta. O más bien se aguanta, porque sabe que no
puede imponerme su forma de ver o hacer las cosas. Además, conoce a la mayoría
desde hace mucho y, aunque refunfuñe, se fía de ellos.
—Suena bien —admito.
—Yo también me apunto. A ver si acabo con esta sequía.
Miro a Fabiola, una de las chicas que trabaja como camarera y mi mejor amiga.
Diría que, a día de hoy, es la única persona, aparte de mi familia, en la que confío. No
se lo cuento todo, pero sí muchas cosas.
—¿Mala racha? —pregunto elevando una ceja.
—La peor. ¿Quieres acabar con ella?
Me río y doy un último sorbo a mi botellín. Relamo las gotas de cerveza que
quedan en mis labios y le guiño un ojo.
—No estoy seguro de poder con una mujer como tú.
—Cobarde… —canturrea haciendo reír al resto.
Vuelvo a reírme. Con ella siempre es así. En realidad, sé que Fabiola no tendría
nada serio conmigo. Principalmente porque es bisexual, pero le gustan más las
mujeres que los hombres. De hecho, nunca la he visto liarse con un hombre. Y luego
está que asegura que soy de esos chicos que acaban doliendo demasiado, aunque no
quieran. Me lo dice con cariño, pero una parte de mí piensa en la verdad que
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esconden sus palabras. Soy ese tipo de hombres que, a la larga, hacen daño. No es
porque quiera, ni porque encuentre algún placer en ello. Supongo que está en los
genes que, de manera irremediable, habré heredado de mi madre.
—Bueno, ¿qué? ¿Nos vamos? —pregunto.
Todos asienten, echamos el cierre y, cuando salimos, empezamos a recorrer la
ruta habitual. Pubs que cierran a altas horas de la madrugada, saltándose el horario
impuesto por el ayuntamiento, en algunos casos. Cervezas, algún que otro baile y, ya
de madrugada, una risa tonta que hace juego con el cansancio y la resaca que ya
intuyo para mañana.
—¿Me llevas a casa? —pregunta Fabiola cuando salimos del último bar. Uno con
no muy buena pinta, pero que siempre se asegura de cerrar el último.
—¿Crees que estoy en condiciones de llevar a nadie? —pregunto riéndome—.
Como mucho puedo llamarte un taxi.
—Me sirve. ¿Te quedas a dormir en casa?
—No, quiero estar en la mía para amanecer con las niñas.
—Marco, son las seis de la mañana. Las enanas se despertarán en dos horas, tres
como mucho. ¿De verdad quieres sobrevivir a otra resaca con ellas?
Miro sus ojos verdes, espectaculares y felinos, haciendo juego con su melena
negra y larga. Nadie puede decir que Fabiola no es una mujer de bandera, aun así,
entrecierro mi mirada, me río y la apunto con mi botellín.
—¿Estás intentando llevarme a la cama?
Ella suelta una carcajada que resuena en toda la calle.
—Sí, estás tú para mucha cama ahora mismo. No, idiota. Sabes bien que no me
interesa acostarme contigo.
—Vaya, gracias.
—De nada. Además, no cumplo con tu regla principal, ¿recuerdas? —Elevo las
cejas y ella sonríe—. Soy un año menor que tú.
—Es verdad —contesto arrugando la nariz—. ¿Por qué no podías ser al menos
unos meses mayor?
—¿Y por qué no puedes tú olvidarte de esa estúpida regla?
Me río, doy un sorbo a mi botellín y, cuando me doy cuenta de que está vacío, lo
separo de mis labios y lo dejo sobre el alfeizar del bar.
—No me pidas imposibles, cariño.
—¿Liarte con alguien más joven que tú es un imposible? ¿De verdad no lo has
pensado nunca?
—No.
—¿Ni siquiera conmigo? —pregunta acercándose a mí.
Me río cuando sus pechos rozan el mío. Fabiola es una mujer extraordinaria
físicamente, ya lo he dicho. Sus labios mullidos, su sonrisa pícara y esos gestos tan
sensuales que sabe hacer, aunque sea de broma, me han hecho fantasear alguna vez
con estar entre sus piernas. Una fantasía sin importancia, porque tengo claro que no
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vamos a llevarla a cabo. Aun así, cuando acaricia mis costados no puedo evitar sentir
cierto cosquilleo.
—Te olvidas de tu requisito principal —susurro cerca de sus labios—. Me cuelga
algo entre las piernas que no te gusta demasiado.
—Soy bisexual.
—Eso dices, pero solo te he visto liarte con tías.
—No ha llegado el chico indicado.
—¿Y crees que soy yo?
—No —contesta con sinceridad—, pero eres mi mejor amigo, y alguna vez me he
preguntado cómo sería el sexo entre nosotros. —Sus labios se acercan tanto que casi
rozan los míos—. ¿De verdad tú no?
—Fabi…
—¿Qué?
—Estás borracha.
—Y tú.
—Sí, pero yo sé lo que hago. Lo que hacemos, y no está bien.
Ella cuela una mano bajo mi camisa y me sobresalto al sentirla fresca en mi piel,
pese a ser agosto.
—Podemos intentarlo, Marco. Hace demasiado tiempo que no tengo sexo. Somos
amigos, tenemos confianza y sé que nunca me enamoraría de ti. ¿Qué hay de malo en
intentarlo? —Sus labios rozan los míos con tanta suavidad que retengo un suspiro
porque, lo quiera o no, mi cuerpo está reaccionando a sus provocaciones—. Un polvo
para saciarnos y luego nos olvidamos de todo.
—No sería tan fácil —susurro en un tono poco convincente.
Ella me mira a los ojos, se pega por completo a mí y, cuando siente mi erección,
sonríe como una loba hambrienta.
—Algo por ahí abajo está gritando justo lo contrario. Sería muy muy fácil, cariño.
Te llevo a mi piso, nos quitamos la ropa, te hago el mejor sexo oral de tu vida, y tú a
mí, y luego follamos hasta que nos saquemos de dentro todo lo que nos duela.
—Fabiola… —Cierro los ojos conteniendo un gemido y tentado al máximo.
Ella coge una de mis manos y la lleva a sus pechos, la aprieta y no puedo evitar
acariciarla por encima de la tela. Incluso así noto uno de sus pezones y, antes de
pararme a pensar en lo que estoy haciendo, lo pellizco, arrancándole un gemido que
me la pone aún más dura.
Estamos en medio de la calle, joder. Aunque sea de madrugada y el resto de
nuestros compañeros se hayan ido, puede pasar alguien y vernos en una situación del
todo comprometida.
—Dime de verdad que no quieres, Marco. Dime que no te apetece y lo dejamos
aquí.
Sus labios vuelven a rozar los míos y el deseo se mezcla en mi sangre con el
alcohol. Fabiola es preciosa, joder, ahora mismo no puedo pensar en que también es
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mi mejor amiga y esto es un error. Hace tiempo que no echo un polvo y esto puede
ser algo meramente físico. No tenemos por qué cagarla con sentimientos de por
medio. Un polvo fuerte y furioso, descargamos y luego seguimos siendo tan amigos.
Fácil y seguro.
—Vamos a tu piso. —Ella sonríe sobre mis labios y yo vuelvo a pellizcar su
pezón.
El camino es rápido. Llamamos a un taxi y, durante el trayecto, no dejamos de
toquetearnos disimuladamente. Cuando llegamos a su calle pago, bajamos y, nada
más entrar en el portal, ella me pide que la toque. Lo hago solícito y noto cómo me
pongo a mil.
Nos metemos en el ascensor, pulsamos a duras penas el botón de la planta de
Fabiola y, cuando llegamos al rellano, estoy convencido de que esta noche va a ser
épica.
Entramos en el piso y dejo que Fabiola me lleve hasta el sofá. Me sienta de un
empujón y se quita la blusa que lleva antes de que yo tenga tiempo de pestañear.
Joder, qué buena está. Sus pechos son grandes y turgentes, tiene una cintura preciosa
y, cuando se baja el pantalón y descubro el tanga que tapa su entrepierna, fundo la
última neurona que me queda y solo puedo pensar en estar dentro de ella.
—Ven aquí, joder —susurro.
Ella sonríe, se agacha frente a mí, desabrocha mis vaqueros y saca mi erección
del pantalón con delicadeza.
—Espero recordar cómo se hace. Han pasado años desde la última vez que tuve
una de estas entre mis manos.
—Puede que tuvieras una parecida, pero te aseguro que no era como esta.
Ninguna lo es.
—Niñato prepotente —dice riendo entre dientes.
Me pinzo el labio inferior cuando aprieta la base de mi erección y acaricio su
mejilla por respuesta. Ella abre la boca y, justo antes de que me pruebe, decido que
esto será mucho mejor si los dos recibimos al mismo tiempo, así que tiro de sus
manos y la subo a horcajadas sobre mí.
—Me vale con los dedos —susurro—. Ya probaremos el sesenta y nueve luego.
—Ella sonríe y tironea de mi erección mientras yo cuelo dos dedos bajo su tanga y
detecto la humedad que la cubre—. Joder, estás empapada.
Fabiola gime y se contorsiona sobre mi mano, buscando su propio placer.
Nos besamos con lengua por primera vez y, aunque me cueste reconocerlo, me
siento raro. Demasiado raro. Me separo de su cara y, cuando nos miramos, ella se ríe
y acaricia mis mejillas.
—Creo que prefiero follar sin besos. Ha sido como…
—Raro.
—Sí, mucho. Follar entre amigos, bien. Besar entre amigos, raro.
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Me río, entendiendo la lógica, aunque no lo parezca, y muerdo su hombro
mientras roto mis dedos para entrar en su interior. Ella gime y se aferra a mi polla con
ganas. Me acerca uno de sus pechos a la boca y, con mi mano libre, tiro de la tela del
sujetador y dejo al descubierto un pezón rosado y precioso que no dudo en morder.
Fabiola empieza a moverse frenéticamente y, en cuestión de minutos, alcanza un
orgasmo que la deja temblorosa y con ganas de más, a juzgar por su mirada.
—Espera aquí.
Se baja de mi cuerpo y va hacia su bolso. Lo abre y saca un condón al que quita el
envoltorio antes de llegar a mí. Me lo coloca, se vuelve a sentar a horcajadas sobre mí
y, cuando estoy a punto de penetrarla, sonríe y habla.
—Aquí se acaba eso de no hacerlo con alguien más joven que tú.
Trece palabras. Las cuento, aunque parezca mentira. Trece palabras que hacen
que mi erección baje al instante, aun con toda la excitación que sentía hasta hace un
momento.
Trece palabras que me devuelven a la realidad y me caen encima como un jarro
de agua fría.
Trece palabras que me recuerdan lo jodido que aún estoy.
—Marco, cariño… —susurra ella dándose cuenta de que algo no va bien.
—No puedo —murmuro de vuelta, intentando coger aire y levantándola de mi
cuerpo con delicadeza—. No puedo, joder, Fabiola. Esto es un puto error.
Ella no me mira dolida, sino todo lo contrario. La comprensión llega a su rostro y,
pese a que está prácticamente desnuda, encuentra la manera de acercarse a mí de
forma amistosa.
—No hemos hecho nada malo, Marco. Eres mi mejor amigo, confío en ti y solo
era sexo.
—No podemos hacerlo, Fabi. No podemos.
Ella guarda silencio mientras yo me separo de ella y nos vestimos en silencio. Un
par de minutos después, cuando los dos estamos con la ropa puesta y la excitación se
ha extinguido del todo, se acerca a mí y me abraza, no como lo hacía hace unos
instantes, sino como la gran amiga que es.
—No pasa nada. No hemos llegado a hacerlo —susurra.
—Lo sé, pero…
—Esto no cambiará nada, Marco. Me has regalado un orgasmo maravilloso que
me corrobora que sí, sabes lo que haces, pero nada más. —Encuentro el modo de
reírme un poco y ella se separa de mí lo justo para acariciar mis mejillas—. No has
roto tu regla de oro.
—Es que… —intento explicarme, pero es complicado.
Por suerte o por desgracia, ella me entiende a la perfección.
—No la has traicionado —susurra.
Me río nerviosamente y me paso la mano por el pelo un par de veces.
—¿De qué hablas?
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—Soy yo, Marco. ¿Recuerdas? —pregunta para dejarme claro que, con ella, es
más difícil mantener la máscara—. Hablo de no acostarte con mujeres más jóvenes
que tú. De no intimar con nadie que pueda recordarte, ni remotamente, a ella. De ella,
Marco. Hablo de ella y de que no es justo que te abollara emocionalmente de una
forma tan tremenda.
—No sigas por ahí —digo mirándola muy serio—. No se te ocurra seguir por ahí,
Fabi. Estamos borrachos y la hemos cagado, pero ni siquiera así puedes decir esas
cosas.
Ella chasquea la lengua, se gira y se aprieta los ojos con las yemas de los dedos.
Sé que se siente mal y solo quiere animarme, pero sabe bien que el terreno que acaba
de pisar está vetado para todo el mundo, incluyéndola, porque solo le hablé de ella
una vez, para demostrarle que confiaba en ella, pero le hice prometer que no sacaría
el tema a la luz nunca y tiene que respetarlo, le guste o no.
—¿Crees que ella hace lo mismo? —pregunta entonces—. ¿Crees que sigue tu
norma de no follar con gente que guarde similitudes contigo para no acabar con
vuestros recuerdos?
No le contesto. No podría ni aunque quisiera, porque sus palabras me duelen
demasiado, pero no estoy dispuesto a reconocerlo, así que suspiro con cansancio, me
giro y me voy hacia la puerta. Cuando ya la he abierto Fabiola me sigue y me sujeta
del brazo.
—Deja que me vaya, Fabi —le digo en tono seco y cortante.
—Me he pasado, lo sé, pero, aunque no me creas, esto no lo he hecho por lo que
ha pasado esta noche. Lo he hecho porque es lo que llevo pensando mucho tiempo y,
con tu actuación de hoy, me ha quedado todavía más claro. Has levantado una especie
de muralla alrededor de su recuerdo y no permites que nada ni nadie irrumpa dentro,
pero algún día tendrás que entender que ella no está. Se fue hace diez años y no ha
querido que la encuentres en todo este tiempo. Asúmelo y sigue adelante con tu vida,
Marco.
—¿Has acabado? —pregunto en tono frío.
—No, me queda una cosa que decirte. Te quiero. —Me tenso y ella acaricia mis
hombros—. Te quiero como tú me quieres a mí. Como a un gran amigo, el mejor. Un
tío legal, bueno, caritativo, trabajador y gracioso por demás cuando está de buenas.
Un tío increíble que está viviendo a medias porque no soporta la idea de avanzar y
dejar atrás algo que ya no existe. Y no importa, Marco, aun así, te quiero. Te voy a
seguir queriendo y voy a seguir siendo tu mejor amiga, aunque te cabrees conmigo un
mes entero por haber osado decirte esto. —Suspira y palmea mi hombro—. Ahora, sí,
puedes irte.
Casi sonrío por el final de su discurso. Me gustaría decirle que, para mí, ella
también sigue siendo mi mejor amiga y eso no va a cambiar, pero ahora mismo estoy
tan tenso y cabreado que solo me sale un «adiós» bajo y bronco.
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Ya en la calle cojo un taxi que me lleva hasta Sin Mar, entro en casa, subo a la
buhardilla y, solo cuando estoy en mi cama, no antes, dejo ir el gran suspiro que he
contenido desde que salí de casa de Fabi.
Joder, cómo odio que sus palabras me duelan tanto.
Hago acopio de todo mi autocontrol y dejo de pensar en ello. No voy a darle más
vueltas. No pienso dedicarle ni un minuto más de mi tiempo a todo lo sucedido esta
noche.
Me duermo pensando en lo irónico que es que prefiera olvidarme antes de sus
palabras que del error que habríamos cometido al acostarnos juntos. Supongo que,
después de todo, olvidar un orgasmo cuando no hay amor de por medio es más fácil
que olvidar unas palabras que esconden demasiadas verdades.
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5
Erin
Miro la luz blanca de mi teléfono parpadear y me muerdo la uña del dedo índice con
nerviosismo. Es ella. Lo sé. Es ella esperando una respuesta y no puedo dejar de
pensar que todo esto es una locura. No era así como tenían que suceder las cosas y no
era esta la salida que tanto tiempo he buscado, pero es una salida, y eso es más de lo
que tenía hace una semana.
Cojo aire con fuerza y, después de soltarlo, desbloqueo la pantalla del móvil.
Abro la notificación sin leer del correo y me quedo mirando el asunto.
«Contrato».
Una palabra. Solo una. ¿Cómo puede, con solo tres sílabas, removerme hasta las
entrañas?
Descargo el documento, lo leo por encima y me aseguro de que está todo tal y
como lo hablamos. Por un momento deseo, no sé por qué, que haya un error.
Supongo que eso me haría ganar un poco de tiempo, el justo para rectificarlo todo.
La documentación está lista y mis maletas están en el centro del estudio en el que
vivo. Recuerdo con nostalgia el día que llegué a este país. No tenía una maleta
propia, mi tío me prestó una enorme y no fui capaz de llenar la mitad, lo que da una
idea aproximada de las pertenencias que poseía por aquel entonces.
Suspiro por los recuerdos que acabo de evocar y vuelvo al presente. Observo mi
estudio. No es grande, consta de un salón/cocina/dormitorio y tiene un baño
diminuto. Tampoco es el más bonito del mundo. El ladrillo visto está roto por algunas
zonas y hay una gotera junto a la ventana que empeora cuando llueve. Teniendo en
cuenta que vivo en Dublín es una mala noticia, pero tampoco es una desgracia, según
lo veo yo. De hecho, estoy tan habituada a oír el sonido de la gota al caer en el cubo
que suelo poner que los días que no gotea duermo peor. Hay gente que se relaja con
el sonido del mar y a mí me relaja la gotera de la ventana.
Además, quitando eso, el estudio está bastante bien. Pago el alquiler
regularmente, lo mantengo limpio y huele bien. Que huela bien es importante. No
podría vivir en un sitio que huela mal.
No otra vez.
Pero volviendo a las maletas. Las compré cuando me mudé de Galway, la ciudad
en la que pasé desde los quince hasta los veintidós años y en la que nací, a Dublín, la
ciudad en la que resido en la actualidad. Ciudad que dejaré en cuestión de días,
también. Y, esta vez, las maletas harán un recorrido más largo.
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Recojo mi larga y espesa melena rizada en un moño y abro el armario. A la
derecha, la ropa, y a la izquierda, los productos de limpieza, porque ya he dicho que
es un estudio pequeño. Esta vez las maletas irán llenas, eso sí. De hecho, es posible
que me cueste un poco cerrarlas.
El pensamiento me arranca una sonrisa enorme.
Cojo el abrigo, salgo a la calle y busco una papelería en la que me impriman el
contrato para poder firmarlo y enviarlo. Vuelvo a casa, lo firmo, lo escaneo con una
aplicación del móvil y, cuando lo envío, siento que el corazón me late al triple de lo
normal.
El teléfono empieza a sonar de pronto y, cuando veo su número, lo cojo y guardo
silencio. Con ella siempre es así. Nunca hablo yo primero porque me da terror que
alguien coja su móvil por equivocación, me llame e identifique mi voz.
—¿Estás lista? —pregunta.
Suspiro al confirmar que sí, es ella. Sonrío con nerviosismo y asiento antes de
darme cuenta de que, obviamente, no puede verme.
—Sí. Todavía no sé si esto es un error, pero sí.
—No lo es, Erin. Ya tenías pensado venir.
—No para esto.
—Te irá bien.
—No lo sabes. No me has visto hacerlo y quizá no te guste mi método de impartir
las clases o…
—Va a irte bien. Tú solo ocúpate de hacer las maletas y venirte. Te queda lo que
resta de mes para asentarte y adaptarte. ¿Tienes ya dónde quedarte?
—Sí —susurro.
—Bien. ¿Tu avión sigue saliendo mañana?
—Ajá.
—Te recogeré personalmente, así te ayudo con las maletas y te explico un poco
cómo irá todo.
—No sé si es buena idea.
—Erin, fui la última persona que te vio en el aeropuerto y seré la primera que te
reciba. No te estoy preguntando, te estoy informando de que estaré allí.
Sonrío de manera irremediable. Si cualquier otra persona me hubiese dicho esas
palabras me habría revuelto, por costumbre y porque odio que me organicen la vida,
aunque sea con pequeños detalles, pero con ella es distinto. Ella fue la única capaz de
convencerme de que todo iría a mejor, porque era prácticamente imposible que fuera
a peor. Me miró a los ojos y calmó mis tormentas el tiempo necesario para que
pudiera recoger mis cosas e irme sin mirar atrás. Consiguió que tomara la decisión
más acertada, aunque también fuera la más dolorosa.
—¿Sigues ahí? —pregunta.
—Sigo aquí —respondo—. Mañana nos vemos. Solo una cosa.
—Dime.
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—Espérame justo en el mismo punto en el que me despediste. ¿Lo recuerdas?
Guarda silencio unos instantes y, cuando habla, sé que sonríe.
—Lo recuerdo. Nos vemos mañana.
—Hasta mañana —susurro.
Cuelgo el teléfono y me pongo a hacer las maletas de inmediato. No quiero
pensar más en esto. Está decidido y ahora solo tengo que coger impulso y
enfrentarme a las consecuencias de mis decisiones. Ya lo hice una vez, con quince
años y destrozada a muchos niveles. Hacerlo de nuevo no será complicado.
El vuelo ha sido un infierno, aquí hace un calor tremendo, mucho más del que
recordaba. Mis maletas han salido las últimas por la cinta transportadora y he tenido
que dirigirme a la zona de salidas, en vez de llegadas, porque ella me espera allí.
Camino lentamente observando el cielo a través de las cristaleras. Lo recordaba
azul, pero no tanto.
Sé que estoy en España desde que bajé del avión. Lo sé, pero, de alguna forma,
hasta que no llego al punto de quedada no soy consciente de que es real. He vuelto y,
cuando la veo parada junto a una máquina expendedora de chocolatinas, suelto un
enorme suspiro, porque puede que esté aterrada, pero eso no quita que lleve diez años
esperando este momento.
Ella se acerca a mí de inmediato, siendo consciente de que yo me he quedado
paralizada, y me abraza con fuerza, como si no supiera que el contacto físico no es lo
que más me gusta. Me rodea con sus brazos y me hace recordar lo que ocurrió aquí
mismo hace una década. Yo apenas era una adolescente de quince años y ella tenía
poco más de mi edad ahora. La observo y me doy cuenta de que, pese a los años,
sigue siendo preciosa. Su pelo sigue igual de negro, sus ojos igual de azules y su
sonrisa sigue calmándome como pocas cosas.
—Bienvenida a casa, Erin.
Recuerdo la tristeza con la que me despidió la última vez y sonrío. No sé si estoy
en casa. A estas alturas, ni siquiera sé si tengo casa, pero lo que sí sé es que verla es
despertar una parte dolorida de mi corazón. Una que me empeño en adormecer,
porque tiene la mala costumbre de disparar recuerdos contra mí. Hoy, en cambio,
dejo que se desperece y celebre que estamos de vuelta, para bien o para mal.
—Me alegra mucho verte —le digo.
Ella se echa a llorar y yo sonrío, porque es curioso que aguantara el tipo hace diez
años y hoy se haya desbordado. Aunque, conociéndola, me apostaría el dinero que no
tengo a que aquel día no se aguantó las lágrimas. Solo las retrasó para que yo no
sufriera aún más.
Consiguió que encontrara un pequeñísimo rayo de luz en medio de la oscuridad y
fingió que todo estaría bien, cuando ni siquiera ella estaba segura.
Aquel día supe que hay personas que, simplemente, poseen magia.
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Amelia León es una de ellas.
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Erin
Tiempo atrás
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una hermosa y joven irlandesa, sino un despojo humano. Suena duro, lo sé, pero,
aunque yo le dirigiese toda una lista de palabras malsonantes, ella seguiría teniendo el
título de peor persona del mundo. Al menos de mi casa.
El caso es que está muerta. Sus mierdas no van a volver a salpicarme, pero la idea
de adoptar una personalidad falsa tampoco pareció muy viable, sobre todo desde que
Amelia me hizo ver el futuro que me espera si me decido a hacer algo así. No podré
estar con Marco, porque los trabajadores sociales nos tienen calados y me llevarían a
un centro. Tendría que largarme igualmente, y sé que él vendría conmigo, lo sé, pero
creo que solo estaría obligándolo a vivir unos años de mierda. Él ahora tiene trabajo,
familia y todas esas cosas que siempre soñamos, aunque ninguno lo dijera en voz
alta, porque hubiese sido como admitir que nuestras carencias dolían y duelen más de
lo que dejamos ver.
No podría, no puedo, joderle la vida así.
Me voy. Está decidido. Mi tío no parece un mal hombre. No tiene pinta de chulo,
ni de drogadicto, y eso ya le da un montón de puntos. Solo espero que de verdad
tenga una mujer e hijos, porque odiaría llegar allí y verme a solas con él en una casa.
Amelia me jura que sí, que está comprobado que tiene familia, pero yo, hasta que no
lo vea…
Y, aun así, me voy. Me voy porque es lo mejor para mí, pero, sobre todo, porque
es lo mejor para Marco. Dejaré de ser una carga, podrá concentrarse en salir adelante,
labrarse un futuro y ser feliz. Todo lo feliz que nunca ha sido en el barrio, aunque nos
tuviéramos el uno al otro.
La vida real no es como esas pelis en las que se ven a chicos conflictivos
enamorándose y pensando que da igual la mierda de vida que lleven, porque se tienen
el uno al otro.
Marco y yo nunca hemos sido así. Nos hemos tenido el uno al otro y, cuando
estábamos juntos, conseguíamos olvidar, o casi, lo que nos esperaba en casa, pero eso
duraba solo unos minutos. La realidad se imponía siempre antes de que nos diera
tiempo a fantasear a gusto. Su madre con sus mierdas. La mía, con las suyas. Ángel.
Tres personas con la capacidad de hacernos sentir que nos asfixiábamos a diario,
aunque dijéramos que no para hacernos los fuertes.
Mi madre ha muerto, pero Victoria, la madre de Marco, sigue viva. Él tiene que
alejarse de ella, de Ángel y de todo lo que supone esta mierda de barrio. Tiene que
salir adelante y no volver aquí nunca. Y eso será imposible si yo sigo aquí, así que me
voy.
Me voy, aunque ahora mismo sienta que es mejor no pensar más en Marco,
porque estoy empezando a sentir que voy a morir en cuanto suba al avión.
Me voy porque él merece una vida.
Me voy para intentar tener yo también una.
Me voy porque lo nuestro es imposible. O posible, pero con tanto calvario por
delante que, sinceramente, no merece la pena. No, cuando él tiene tanto que perder y
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yo… Bueno, yo dejo de ser la moneda de cambio de mi madre, y eso ya es una gran
noticia, siempre que en casa de mi tío no jueguen a lo mismo que mi progenitora…
—Te irá bien —dice Amelia, trayéndome de vuelta de mis pensamientos.
—Ya, bueno… Deberíamos irnos ya. No queremos perder el avión.
—Os acompaño.
—No hace falta.
—Sí, hace.
Intento sonreír, pero todo lo que consigo es una mueca que se queda a medias
entre un gesto despectivo y una sonrisa. Ella no parece notarlo, porque me dedica una
sonrisa superamable y me toca el hombro para guiarme hacia donde está mi tío. Me
tenso de pies a cabeza, por el toque de ella y porque no conozco de nada a este
hombre. Su sonrisa es amable, pero he visto muchas parecidas y luego… Bueno,
luego no eran amables.
—¿Lista? —me pregunta mientras coge la maleta que me prestó.
Se sorprende cuando la nota ligera, pero no dice nada. Se lo agradezco, la verdad.
—Estoy lista.
—¿No quieres que esperemos un poco más? —pregunta Amelia.
Sé que lo dice por Marco. No sabe que ya hemos tenido nuestro momento. Un
momento en el que él ha prometido que estaremos juntos muy pronto y yo le he
dejado creer que será así, mientras por dentro lloraba de pena.
Ahora ya no importa. Algún día lo entenderá, estoy segura.
Y si no lo hace, pero consigue ser feliz, me daré por satisfecha, aunque ahora
mismo sienta el dolor quemarme en todo el cuerpo.
Subimos al coche de Amelia y nos vamos al aeropuerto. Me mantengo todo el
camino callada y, al llegar y entrar en la zona de salidas, Amelia me para junto a una
máquina expendedora de chocolatinas. Saca una y me la da con una sonrisa.
—Para el vuelo. En mi familia somos muy dados a pensar que no hay nada que el
chocolate no alivie.
Consigo dedicarle una pequeña sonrisa, o eso creo, y asiento una sola vez.
Amelia no me abraza. Creo que es consciente de que, de hacerlo, es posible que
me eche hacia atrás o me quede tan rígida como una tabla. Me sonríe, toca mi
hombro de nuevo y procura infundirme ánimos con palabras supuestamente
reconfortantes. Yo asiento y le digo a todo que sí, pero en realidad no estoy
enterándome de mucho.
Mi tío nos avisa de que es hora de entrar, si queremos llegar con tiempo suficiente
al avión. Yo asiento, me despido de Amelia con un gesto de la mano y me encamino
hacia la zona de seguridad. La traspaso y, cuando estoy a punto de perder de vista la
zona en la que se encuentra Amelia, miro de nuevo entre el gentío.
«No lo busques» me aconseja la vocecita de mi cabeza que tanto suele
machacarme. No le hago caso. Esta vez, no. Lo busco, hago un barrido visual y me
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recreo en el dolor unos segundos antes de que mi tío me avise de que tenemos que
seguir caminando.
Amelia alza la mano, me despide con un gesto y yo se lo devuelvo con desgana e
indiferencia; como si esto no me estuviera costando la misma vida.
Camino detrás de mi tío como una autómata, subimos en el avión y siento el nudo
de mi estómago apretarse más y más. Cuando los motores arrancan trago saliva y
siento que el aire a mi alrededor se espesa. Y cuando el avión despega… Cuando
despega me concentro en respirar, porque si no lo hago es muy posible que me
desmaye de un momento a otro.
«Perdóname» pienso. «Por favor, por favor, por favor, perdóname».
Cierro los ojos e ignoro lo que mi tío me cuenta de Galway, la ciudad en la que
viví mis primeros años y de la que apenas guardo recuerdos. La misma ciudad en la
que viviré ahora, junto a su familia.
La ciudad que me dará la oportunidad de empezar de cero.
Aprovecharé cada día de mi vida para ser lo que quiero y, cuando lo logre, miraré
hacia atrás y pensaré que hice lo correcto. Aunque ahora no pueda verlo, porque el
dolor me lo impide.
Puede que hasta consiga ser capaz de sonreír sin sentir que traiciono a la única
persona que me ha importado algo de verdad en quince años.
Quizá él también lo consiga.
Que el pensamiento me duela aún más es una prueba de lo necesario que es que
nos alejemos el uno del otro.
No contactaré con él.
No me haré redes sociales con mi nombre para que pueda encontrarme.
Desapareceré de su vida por completo. Será mi forma de obligarlo a buscar su
propia felicidad, ahora que ya no tiene que preocuparse por la mía.
Puede que hasta encuentre a alguien con quien compartir su vida.
Ese pensamiento me remueve tanto que me hace vomitar, literalmente.
Bonita manera de empezar mi nueva vida.
Al menos mi tío no ha gritado ni me ha soltado un guantazo. Puede que, después
de todo, esto sí sea el comienzo de algo bueno.
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Erin
Cuando por fin conseguimos meter mis maletas en el coche de Amelia, subimos y me
río un poco de ella. Tiene las mejillas encendidas por el calor y el esfuerzo y resopla
mientras se hace un moño rápido.
—¿Qué has metido ahí? ¿Piedras?
Vuelvo a reírme y pienso que es un poco absurdo que me haga tanta ilusión tener
la maleta llena a reventar.
—Ropa, zapatos y los pocos objetos de valor que tengo. He dejado en casa de una
amiga lo más pesado para cuando encuentre vivienda fija.
—¿Vivienda fija? ¿Qué quiere decir eso? —pregunta mientras salimos del
aeropuerto.
Dirijo mi vista a la ventana e imito la acción de Amelia de recogerme el pelo en
un moño. Si a ella le da calor, teniéndolo solo ondulado, a mí, con tanta cantidad de
pelo y, además, rizado, se me hace un poco insoportable. Es curioso, llevo años
pensando que no había olvidado nada de este país. Creí que recordaba el azul intenso
del cielo, el sol alumbrando la mayor parte del día, la forma en que la gente vivía en
la calle, más que en sus propias casas… Todo. Pensé que lo recordaba todo, pero al
llegar me he dado cuenta de que no es así. Sabía que aquí en agosto hace un inmenso
calor, pero lo recordaba de una forma agradable, casi con morriña. Sin embargo, ha
sido salir del aeropuerto y sentir que me ponía a sudar. Ahora pienso que tendría que
haber comprado crema solar de alta protección, porque mi piel es blanca tirando a
traslúcida y me quemo con poco que me exponga al sol.
Un detalle más que me demuestra que, en realidad, no estaba tan preparada para
venir como yo creía.
—¡Erin! —Amelia palmea mi pierna y sonríe—. ¿Estás bien? Te has quedado un
poco ida.
—Sí, sí, solo pensaba en el calor que tengo.
—Te he preguntado por eso que has dicho de que necesitas una vivienda fija. Me
dijiste que tenías solucionado el tema del alojamiento.
—Lo tengo solucionado, al menos de momento.
—¿Dónde vas a quedarte? —Guardo silencio, pero Amelia nunca ha sido una
mujer de dejar pasar las cosas—. Eres consciente de que tengo que dejarte en ese
lugar ahora, ¿no?
—Ya lo sé, pero, sinceramente, pensé que tendría más tiempo.
—¿Más tiempo?
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Resoplo y cierro los ojos un momento, porque sé que mi decisión no va a
parecerle bien, pero la he tomado por varias razones y debo recordarlo.
—Ya sé que suena estúpido —digo—, pero creí que tendría unos minutos antes de
hablar de esto. Quería mirar la ciudad a través de la ventanilla y acostumbrarme a la
sensación de estar aquí antes de pensar en mi destino final. Disfrutar del camino.
—Disfrutar del camino —murmura ella antes de asentir y palmear el volante con
energía—. Yo siempre he sido muy partidaria de disfrutar del camino, así que
hagámoslo.
Y así, sin más, enciende la radio y sube el volumen a un nivel en el que se hace
prácticamente imposible hablar.
Y así, sin más, siento que tengo una cosa más que agradecerle a esta mujer.
¿Cómo consigue entenderme tan bien con tan pocas palabras? Es como un maldito
don que solo tiene ella. He tratado con un montón de trabajadores sociales a lo largo
de mi vida, tanto en España como en Irlanda, y nunca, ni una sola vez, he encontrado
a alguien que se asemeje a ella.
A veces oigo a la gente que conozco hablar de profesores, sobre todo de esos que
marcan la vida del alumno. Todo el mundo recuerda con especial cariño a un profesor
que, de una forma u otra, consigue cambiar el rumbo de la vida o el modo de ver las
cosas. En mi caso no fue así. No tengo un recuerdo memorable de ningún profesor,
pero sí de ella. Amelia siempre fue inolvidable para mí. Pasé por todas las fases con
ella. La ignoré, la odié, la ataqué, la dejé acercarse y, finalmente, la valoré como la
gran persona que es. No ha sido fácil, pero ella no tiró la toalla en ningún momento.
Supongo que eso es lo que hace a un profesor, trabajador social o persona en general
especial e imborrable, que no se rinda jamás contigo. Que permanezca a tu lado,
aunque no lo merezcas. Sobre todo cuando no lo mereces.
Los edificios empiezan a sucederse cuando nos adentramos en la ciudad. Observo
las calles principales atestadas de gente y recuerdo las veces que paseé o corrí por
ellas. A veces huyendo y otras por el simple placer de sentir el viento en mi cara. Y
algunas riendo a carcajadas porque él venía detrás.
Él.
No le he preguntado a Amelia cómo está, ni dónde, ni si sabe de mi vuelta. No
hace falta, sé de sobra que habrá respetado mis deseos y no le habrá dicho nada. Es
absurdo, lo sé, porque está claro que vamos a encontrarnos tarde o temprano, pero no
estoy lista para afrontar tantos recuerdos y sentimientos de golpe. Necesito ir paso a
paso.
—Me encantaba el helado de ese sitio —digo bajando el volumen y señalando un
local de la avenida principal—. No pude comer muchos cuando viví aquí, pero estoy
deseando probarlos ahora que puedo hacerlo con tranquilidad.
Y con dinero, pienso, pero eso no lo digo, claro. Solo comí dos helados ahí y los
dos los pagó Marco. Eran perfectos. O quizá lo perfecto era que, al comerlos con
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Marco mirando y riéndose a mi lado, logré ser casi feliz. Casi. Rocé la plenitud con
los dedos y esos momentos no se olvidan.
—¿Quieres parar? —pregunta ella.
—¿Podemos?
—Podemos hacer todo lo que quieras —dice sonriendo—. Es tu vuelta a casa y
tenemos que celebrarlo.
—¿Y tus hijos?
—Con su padre, por supuesto —contesta con una enorme sonrisa—. Apuesto lo
que sea a que no tienen prisa por que vuelva y empiece a imponer un mínimo orden
en casa. Exigirles que se vistan y esas cosas.
Amelia mete el coche en un parking, caminamos hacia la heladería, pedimos y,
cuando nos sentamos, me cuenta que sus hijos, sobre todo Lars, el mediano, tienen
predilección por hacer nudismo. Una práctica que han heredado, o aprendido, de su
padre y que trae de cabeza a toda la familia. Comprensible, teniendo en cuenta que la
mayoría viven juntos, aunque no revueltos. Comparten jardín y zona de barbacoa,
pero las cocinas, que dan justamente a esa zona, tienen enormes cristaleras y es
bastante fácil ver el interior. Eso ha causado alguna que otra discusión porque todos
se han pillado en situaciones comprometidas en más de una ocasión. Yo me río
mientras ella habla, y habla, y habla.
Los minutos pasan y, cuando queremos darnos cuenta, llevamos más de una hora
sentadas aquí. El parking va a costar una pasta, pero merece la pena.
Cuando nos levantamos y salimos de nuevo a la calle, miro a Amelia y asiento,
como intentando darme valor a mí misma.
—Voy al piso de mi madre.
Ella se para en seco y me mira muy seria.
—Estarás de broma.
—No.
—No puedes ir allí, Erin. Está abandonado y… No es un buen lugar para vivir.
—Ya lo hice una vez, cuando estaba mucho más indefensa que ahora, Amelia. Lo
voy a hacer.
—No, ni hablar. ¿Es por una cuestión de dinero? Puedo adelantarte algo y me lo
pagas cuando cobres el primer sueldo. O mejor, vente a casa. Tengo sitio de sobra. Te
cedo la buhardilla.
Me río y niego con la cabeza.
—Ni loca me meto en tu casa.
—Oye, ¿qué tiene de malo mi casa?
—Nada, excepto que él vive en la de al lado.
—Erin, en algún momento tienes que volver a verlo. Lo sabes, ¿no?
—Lo sé.
—¿Entonces?
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—Una cosa es verlo un día de casualidad si me lo cruzo por la ciudad y otra
meterme en Sin Mar, en la casa de al lado. No haré algo así, Amelia.
Ella hace amago de discutir, pero algo debe ver en mi semblante, porque resopla y
asiente de manera brusca.
Volvemos a caminar en silencio y, esta vez, con un destino en nuestras cabezas.
Me gustaría contarle que la decisión de vivir en el piso de mi madre no es repentina.
Lo he meditado mucho y creo que la única forma de conseguir superar mi infancia es
enfrentarme a ella. Necesito entrar en ese piso, limpiarlo, adecentarlo y demostrarme
a mí misma que puedo hacer de él un hogar. Que la culpa de que no lo fuera nunca
fue mía, sino suya. Fue ella la que permitió que todo se viniera abajo. Dejó de luchar
y se rindió a las drogas, al alcohol, a la prostitución y, en última instancia, a su
enfermedad. Desde que se contagió del VIH empezó a culpar a todo el mundo por sus
desgracias. No quiso admitir que estaba enferma porque no se había cuidado ni un
mínimo. Tampoco admitió jamás que tenía un problema de adicción con el alcohol o
las drogas. Ella nunca era la culpable de nada. Por el contrario, solía atacar a todo el
que osara recriminarle algo, por mínimo que fuera. Permitió cientos de barbaridades
con tal de justificarse y conseguir algo de dinero para sus mierdas. Vendió lo que
tenía y lo que no. Lo que le pertenecía y lo que no. Hizo uso de todos sus recursos,
entre ellos yo misma, y no paró hasta acabar muerta.
Ese piso no tiene un solo recuerdo bonito para mí, pero me he propuesto hacer de
él algo bueno. Está en un mal barrio, sí, pero, al fin y al cabo, es el barrio en el que
voy a trabajar. Además, no tendré que pagar alquiler, así que podré ahorrar todo lo
que gane e ir mirando locales en la ciudad para cumplir mi sueño. Algún día saldré de
nuevo del barrio y, esta vez, lo haré con la cabeza bien alta y la certeza de que no
pudo conmigo. Ni ella, ni el barrio, ni todo lo que ahí viví.
Quizá debería contar ahora que soy repostera de profesión. Siempre soñé con
hacer pasteles, pero nunca pensé en ello en serio mientras estuve aquí, en España. Era
un imposible, algo que quedaba completamente fuera de mi alcance. Cuando llegué a
Irlanda, sin embargo, me encontré con que mi tío y su esposa estaban dispuestos a
ayudarme con los estudios. Fue como si me tocara la lotería. Cierto es que no eran
excesivamente cariñosos conmigo y a veces se mostraban algo recelosos, sobre todo
cuando me quedaba a solas con sus niños pequeños. Eso fue al principio, porque años
después entendieron que yo solo quería prosperar en la vida. Si ellos me brindaban la
oportunidad, no podía desperdiciarla, así que estudié repostería y, en cuanto acabé,
entré a trabajar en una pastelería recomendada por un amigo de mi tío. Aprendí lo
suficiente del negocio como para empezar a soñar con tener uno propio, pero tenía
claro que no quería hacerlo en Irlanda. Yo quería regresar a España y alzar el vuelo
aquí por mi cuenta. Ser mi única dueña. Supongo que el ferviente deseo de querer
demostrarme a mí misma que puedo reponerme de una infancia de mierda tuvo
mucho que ver.
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No obstante, no es eso por lo que me buscó Amelia, sino por la otra mitad de mi
vida. Y es que, al llegar a Irlanda, no solo me esperaba un techo con alimentos y la
posibilidad de estudiar, sino que mi tío y su mujer se sentaron conmigo y me dejaron
muy claro que creían que necesitaba ayuda psicológica. Al principio puse el grito en
el cielo y me cerré en banda, pero no tardé demasiado en darme cuenta de que ellos
jugaban al trueque conmigo. Si yo ponía de mi parte y cumplía con sus normas, me
daban a cambio cosas que me interesaban y mucho. Suena frívolo, pero ahora que lo
pienso bien, creo que supieron desde el principio que no iban a conseguir nada
apelando a mi parte sentimental, porque, aunque suene mal, yo estaba prácticamente
muerta en ese aspecto. No sentía nada que no fuera rabia, rencor y odio. Y tristeza. La
tristeza me comía a diario, pero eso no lo mostraba jamás en público.
Comencé a ir a la psicóloga que me buscaron y fue ella la que me habló de tomar
clases de defensa personal al conocer varias mierdas de mi pasado. Mierdas que me
sacó después de mucho insistir y probar diferentes métodos conmigo.
Acepté. No tenía nada que perder y me resultó atractiva la idea de aprender a dar
una paliza por si alguien se pasaba de listo o lista conmigo en el futuro. Probé un día
y me gustó tanto la experiencia que empecé a ir con más frecuencia de la que ellos
me pedían. Tardé cinco años en conseguir el ansiado cinturón negro que me permitía
poder formar y enseñar a otros. Cuando quise darme cuenta mi profesor contaba
conmigo para hacer sustituciones y, no mucho después, estaba dando clases a niños,
niñas y mujeres que tenían como finalidad aprender a defenderse. Descubrí que me
encanta hacer que las personas se sientan un poco más seguras. Ojalá mis clases no
fueran necesarias. Ojalá las mujeres, sobre todo, no tuvieran que aprender a
defenderse para salir a la calle solas y sin miedo. Ojalá un día estas clases no hagan
falta, pero, por desgracia, ese día no ha llegado y, mientras tanto, aprender a
defenderse y ganar así seguridad es una buena manera de enfrentar el miedo.
También he impartido clase en gimnasios, así que, pese a tener veinticinco años,
he conseguido bastante experiencia en este ámbito.
La cosa cambió cuando empecé a hablar con Amelia algo más que de costumbre.
Por lo general yo le enviaba un correo cada cierto tiempo preguntando si Marco era
feliz y ella me contestaba con alguna foto, anécdota o pregunta que yo contestaba en
contadas ocasiones. Un día dejó de conformarse solo con eso y empezó a escribirme
con frecuencia. Quería mi teléfono y hablar conmigo para cerciorarse de que estaba
bien, decía. Y no sé si fue la terapia, que hacía su efecto, o que empezaba a dejar de
ser la niña enfadada con el mundo, pero el caso es que un día se lo di. Me llamó
aquella misma noche y, desde entonces, no ha pasado una semana sin llamarme y
preguntarme cómo me iba. Al principio mis respuestas a sus preguntas eran
monosilábicas, pero poco a poco empecé a confiar en ella y, cuando quise darme
cuenta, esperaba sus llamadas con impaciencia. Si me ocurría algo especial, pensaba
en contárselo cuando habláramos, y a veces incluso pensaba en llamarla yo, pero el
pánico a que estuviera cerca de Marco y lo cogiera él siempre me frenaba. Un día me
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llamó y, después de ponernos al día con las novedades y que se quejara un rato de que
Björn y Lars no dejaran de pelearse, me lanzó la propuesta que lo cambió todo.
Ella ahora es coordinadora en la asociación en la que lleva trabajando
prácticamente toda la vida y quería impartir un curso de defensa personal en el barrio
en el que crecí. No solo eso, estaban dando clases de cocina y me ofrecía, de manera
puntual, dar alguna de repostería, también. El sueldo no era excesivo, pero sí lo
bastante bueno como para poder vivir allí sin preocupaciones. Además, más allá del
dinero, ella estaba ofreciéndome algo mucho más importante: la posibilidad de
volver. Estaba abriendo la puerta que yo siempre quise traspasar. Al principio me
pudo el miedo y me negué. Pese a haber tenido claro siempre que quería regresar y
montar una pastelería en España, cuando por fin fue una realidad me cerré en banda y
pensé en todo lo que podía salir mal.
¿Y si no les gustaba mi forma de dar clases y me echaban? ¿Y si no podía superar
los recuerdos? Las clases son en mi antiguo barrio, no puedo obviar algo tan
importante. ¿Qué ocurriría si me bloqueaba?
Le planteé todas mis dudas a Amelia, que tuvo la paciencia necesaria para darme
tiempo y esperar que yo sola llegase a la conclusión de que tenía que volver. Tenía
que demostrarme a mí misma que era capaz de vencer todos los demonios del pasado.
Era una gran oportunidad y negarme no era una opción. Además, podría ayudar a
otras personas del mismo barrio en el que me crie y, quizá, con un poco de suerte,
evitar que corran la misma suerte que yo. Eso fue lo que me dio el empujón
necesario. Había gente que podía aprender algo valioso y yo no podía negarme por
miedo.
No, ya he perdido bastantes cosas en la vida por el jodido miedo, así que acepté.
Firmé el contrato con dudas, cogí el avión con dudas y subí en este coche con dudas,
pero aquí estoy, dispuesta a intentarlo, aun cuando a veces, si me paro a pensarlo,
siento que no puedo respirar demasiado bien.
—Todo irá bien —susurra ella, poniendo una mano en mi muslo.
Intento no tensarme, pero no puedo evitarlo. Cuando estoy ansiosa o en
momentos de estrés me cuesta mucho que me toquen. La psicóloga que me trató me
dijo que es completamente normal. Tiempo. Con el tiempo irá cada vez a menos. Y
tenía razón, ahora lo llevo mucho mejor y, al menos, soporto el contacto, aunque me
tense o no me sienta cómoda.
—Oye, si no quieres venir a mi casa, vale, pero ten presente que la puerta está
abierta, ¿de acuerdo? Puedes venir una noche, si sientes que la situación te supera. O
dos. O un mes. Puedes venir el tiempo que quieras y luego volver al piso. No tienes
que pasarlo mal solo para demostrarte que puedes con ello, porque yo sé que puedes
y tú, en el fondo, también.
—Si voy a tu casa una noche, o dos, o un mes, será como dar un paso atrás.
—No, cielo. Solo será hacer una parada en el camino para coger aire. A todos nos
pasa alguna vez, así que no te sientas mal, ¿de acuerdo?
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Asiento justo cuando entramos en el barrio. Los recuerdos me golpean con fuerza
y siento cómo mi garganta se cierra.
Reconozco que pensé que esto sería más fácil.
Y eso que todavía no he llegado al piso…
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Erin
Cuando Amelia aparca en mi antiguo portal me tomo unos segundos para observar
todo lo que la vista alcanza desde el coche. Las calles están sucias, pero no tanto
como las recuerdo. La acera del portal sigue rota y el edificio permanece sin pintar, o
esa sensación tengo. Los desconchones son enormes y dan un aspecto sucio al
bloque, pero aquí casi todos son así.
«Y por dentro es peor», pienso.
—¿Lista? —pregunta Amelia, consciente de que me he quedado muy parada.
—Ajá.
—¿Segura?
La miro y sonrío. No es una sonrisa dulce, ni bonita. Es una sonrisa tensa y falsa,
pero no me sale otra cosa.
—Estoy segura. He tenido diez años para pensar en esto y quiero hacerlo.
—Eres consciente de que igual está ocupado, o han forzado la cerradura, o…
—Mi tío tenía a alguien encargado de cuidarlo, supuestamente, aunque nunca
supe quién. —Me encojo de hombros—. De todas formas, solo hay una manera de
averiguarlo.
Ella asiente, porque sabe que tengo razón, y bajamos del coche con lentitud, pero
paso firme, o eso me gusta pensar.
Entramos en el portal y el olor hace que una parte de mis recuerdos revivan con
fuerza. Trago saliva. Tengo que seguir. Empezamos a subir escalones, porque el
ascensor está hecho mierda, no de ahora, sino de siempre. No recuerdo haberlo visto
funcionar nunca. Subimos hasta la tercera planta y contengo la respiración cuando
veo la puerta. Mi puerta. Ahí dentro está la peor parte de mi vida. El plan es claro:
entrar y conseguir que un lugar físico no tenga un poder devastador sobre mí.
Demostrarme que solo es un piso y puedo hacer de él algo bueno. Puedo hacer lo que
ella no hizo nunca y demostrarme así que hice bien en no sentir su muerte. Que no
soy una mala persona por no haber llorado de tristeza. He llorado de rabia, odio y
resentimiento durante años, porque la quería, pero la odiaba aún más. He llorado por
la culpabilidad que me causaba haberme sentido aliviada cuando se murió. He llorado
por muchas cosas, pero no por tristeza, o porque sintiera su pérdida. Y está bien, no
soy un monstruo. Solo soy el reflejo de lo que ella consiguió con sus acciones. Ahora,
por fin, lo entiendo. O al menos entiendo la teoría. La práctica está por ver.
Saco las llaves del bolsillo trasero de mi pantalón, donde han estado hasta ahora,
y las meto en la cerradura. Giran y, aunque se atrancan un poco, al final abre, lo que
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significa que nadie ha ocupado el piso en estos años. Mi confirmación llega cuando
me adentro en el salón y el olor inequívoco de mi infancia me golpea. Aquí no ha
vivido nadie desde que yo me fui. Está claro que la persona encargada de vigilar que
lo ocuparan se ha limitado a cumplir esa parte porque, por dentro, todo sigue tal y
como lo dejé. Lo sé, lo siento y lo veo, porque las cosas que tiré en un arranque de
rabia siguen en el suelo y una capa de polvo lo cubre todo.
Diez años. Parece poco tiempo, pero, a veces, se me ha hecho una eternidad.
Amelia sigue detrás de mí, no habla, pero la siento. Está apoyándome en silencio,
consciente de que tengo que hacer esto sola.
Me acerco al sofá y observo la funda que Marco robó en su día. Mi madre recibió
un día la visita de uno de sus clientes que venía con un perro que mordió y arrancó
parte de la tapicería del sofá mientras yo estaba sentada en mi cuarto, con la espalda
apoyada en la puerta y rezando para que ni el perro, ni nadie, entrasen allí. Cuando se
lo conté a Marco hizo una mueca de desagrado, algo típico en él, y días después se
presentó en casa con una funda vieja, pero en buen estado. Le pregunté de dónde la
había sacado y solo sonrió y dijo que ya era mía y eso era lo que importaba. Podría
decir que la culpabilidad se adueñó de mí, porque sabía que la había robado, pero no
es cierto. Solo sentí gratitud. Una gratitud inmensa hacia él, que siempre se las
ingeniaba para hacer mi mundo menos feo. No digo que muchas de las cosas que
hicimos estuvieran bien, porque no fue así, pero esta historia no va sobre personas
que actúan de buena fe. Va sobre una niña que intentaba sobrevivir y para eso, la
buena fe, a veces, muchas veces, no sirve.
El mueble marrón y roto que debería sostener la tele que mi madre vendió sigue
tan feo como siempre, ocupando gran parte del salón.
—Eso será lo primero que se vaya al infierno —le digo a Amelia.
Ella se ríe y yo entrecierro los ojos.
—Es muy gracioso oírte insultar en español con ese acentillo tuyo.
—¿Acentillo?
—Han pasado diez años y solo has hablado español conmigo, Erin. Tienes acento
de guiri.
—¿Como tu marido?
—No —contesta con un suspiro—. Él aprendió un español a medias y así sigue.
Creo que ya le ha cogido gusto y no aprenderá a hablarlo bien nunca.
Me río y pienso que, en realidad, Einar molaba mucho hablando a medias. Al
menos lo poco que yo vi. El resto solo lo sé por lo que ella me ha contado todo este
tiempo.
—¿Qué te parece hacer una lista con todo lo que vamos a tirar?
—¿Vamos? —pregunto alzando una ceja.
—Puedes hacerlo sola, claro —contesta ella con dulzura—, pero tienes cuatro
manos más dispuestas a echarte un cable. Estoy segura de que a Einar le encantaría
ayudar a poner este sitio en orden.
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—No, ni hablar —digo de inmediato—. Si Einar viene es posible que Marco
acabe enterándose y…
—Marco se va a acabar enterando, pero no por él, ni por mí, sino porque es
inevitable, Erin. Mira, piénsalo. Entiendo que quieras hacer esto sola, pero al menos
deja que te ayudemos a bajar los muebles que no quieras, que presiento que serán
todos.
—Había pensado contratar una empresa de mudanzas para que lo llevasen todo al
punto limpio.
—Eres una chica lista, por eso apuesto a que, cuando lo pienses, valorarás la
opción de que te ayudemos nosotros y te ahorres ese dinero. Empezarás a trabajar en
septiembre, te queda casi un mes que subsistir con tus ahorros. No estás en
disposición de tirar el dinero.
—Gracias por los ánimos.
—De nada. He aprendido a ser realista cuando toca. ¿Quieres gastar el dinero en
algo que puedes conseguir gratis? Bien, es tu decisión, pero al menos piensa en ello.
Suspiro y me dirijo al pasillo. Odio que tenga razón. No quiero que me ayuden
porque no quiero deberle nada a nadie. A ella ya le debo demasiado, además, pero
este piso está hecho un desastre y, aunque yo me ocupe de pintar y amueblar de
nuevo, necesito que alguien me ayude a sacar toda la mierda que hay dentro. Lo sé,
pero no le contesto de inmediato. Abro la habitación de mi madre y, aunque solo
huele a cerrado, yo soy capaz de ir más allá. Huelo el alcohol, los vómitos y la
sangre, aunque no fuera derramada en grandes cantidades nunca. Huelo la
prepotencia, el abandono y la indiferencia con las que me trataba. Huelo hasta el asco
que sentía cada vez que entraba aquí. Tengo que tirarlo todo, hasta la cama. Salgo y
entro en el segundo dormitorio, el mío. Aquí huele distinto. Peor. Huele a rabia, a
inseguridad, a lágrimas, tormento y miedo. Una capa de miedo casi tan grande como
la que hay de polvo, cubriéndolo todo, cubriéndome a mí y dejándome inmóvil más
veces de las que me gusta reconocer. Huelo la desesperación más absoluta y por eso
decido que aquí también lo sacaré todo. No quiero nada. Necesito vaciarlo y limpiarlo
hasta sacarle brillo. Hasta que solo huela a limpio y a planes nuevos. A una nueva
vida por delante.
—Si vais a ayudarme, voy a daros mucho trabajo. Que lo sepáis —susurro.
Amelia sigue detrás de mí y no la veo, pero siento su sonrisa.
—Nos gusta el trabajo.
Me giro y la miro a los ojos. Está determinada a hacer esto, pero no puedo dejar
que se olvide de algo importante.
—Marco va a odiarte cuando sepa que me habéis ayudado. También odiará a
Einar.
Ella suspira y, por primera vez, veo una sombra de pesar cruzar sus ojos.
—Marco va a odiarme cuando sepa que hemos mantenido contacto, me temo.
Esto solo es sumar delitos.
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—Lo siento.
Ella niega con la cabeza y traga saliva.
—Lo hiciste por él. Lo sé, lo entiendo y lo respeto, aunque hubiese preferido no
mentirle todo este tiempo. Pero, Erin, él no va a entenderlo. Eres consciente, ¿no? —
Asiento—. No quiero que te duela vuestro encuentro.
—Me odiará, soy consciente, pero si hubiese mantenido contacto con él todo este
tiempo, si lo hubiese atado a mí en la distancia, sabiendo que lo nuestro no era
posible, impidiéndole ser feliz y deshacerse completamente del pasado, sería yo quien
me detestaría a mí misma, y con eso sí que no podría vivir. Puede que me odie
cuando me vea, pero tiene una vida, una familia y un día a día sin la preocupación
extra que le suponía mi existencia. Es un hombre libre y eso lo merece todo, hasta su
odio.
Ella guarda silencio un momento, carraspea y me doy cuenta de que está
emocionada.
—Ojalá pudiera ver cuánto le quieres.
—No podrá, pero está bien, así es como tiene que ser.
Ella hace amago de hablar y yo señalo la puerta del baño, porque no quiero seguir
hablando de esto. No puedo. Duele demasiado. Cuando abro la puerta me sorprende
no sentirme peor. Aquí, en esa bañera, murió ella. Una sobredosis en la jodida bañera.
Queda hasta poético, si tenemos en cuenta que varios personajes públicos han muerto
así. Siempre supuse que fue su último acto de grandeza. No llenó la bañera. Eso me
sorprendió, no sé por qué. Cuando llegué la encontré muerta dentro, pero estaba
vacía. A lo mejor no le dio tiempo a llenarla, porque tenía la jeringuilla sobre su
regazo. Puede que, simplemente, le gustara más así. No lo sé, pero el caso es que la
imagen se quedó grabada en mi retina. Le tomé el pulso y, cuando vi que no tenía,
sentí alivio. Alivio. Ahí me di cuenta de lo jodida que estaba. Luego salí corriendo,
busqué a Marco y me refugié en sus brazos. Lloré, pero no de pena, como he dicho
ya. Lloré por los remordimientos que tenía al sentirme tan aliviada. Lloré porque por
fin estaba muerta.
No era consciente de que mi vida estaba a punto de dar un giro de trescientos
sesenta grados, claro, de haber sido así, quizá hubiese deseado que se quedara viva un
par de años más. Sea como fuera, ella se fue y a mí esa bañera me recuerda
demasiado a lo que pasó.
—Puedes instalar una ducha.
—No —susurro—. Una cosa es deshacerme de los muebles, pero no voy a tocar
la bañera solo para olvidar lo que pasó. Eso sería dejar de enfrentarme al problema.
Puedo hacer que hasta este baño parezca bonito. Ya verás.
—No lo dudo, cielo. No lo dudo lo más mínimo.
Cojo aire y asiento, como dándome la razón a mí misma. Conseguiré que este
piso sea un sitio decente y, cuando logre vivir en él sin tantas sensaciones
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asfixiándome, podré salir y buscar algo en la ciudad para arrancar de cero, sin cargas
emocionales de un tamaño tan desmedido, esta vez.
El recorrido por el piso acaba en la cocina, que es un desastre, pero está mejor
que otras estancias. No la usábamos mucho, salvo para guardar el alcohol. Cocinar
nunca fue lo de mi madre, así que solo tendré que vaciar los armarios y, si acaso,
pintar los muebles.
—Podría pintarlos en azul.
—¿Vas a pintar los muebles de madera en azul?
—Me gusta el azul.
Miro a mi lado, a Amelia, y me río cuando asiente.
—El azul es un buen color.
Eso es lo mejor de Amelia, que me entiende a la perfección aun cuando yo doy
pocas explicaciones.
—Creo que voy a empezar por subir las maletas y empezar a sacar cosas. ¿Puedes
dejarme tu coche?
—Sin problema, pero te mando a Einar para que te ayude.
—Puede venir mañana. Hoy solo voy a sacar lo básico. Limpiaré un poco y
dormiré en mi antiguo cuarto. Mañana empezaré a sacar muebles.
—¿A qué hora le digo que venga?
—Cuando le venga bien, si tiene a los niños y todo…
—Puede dejarlos con mi padre.
—¿Con qué excusa?
—Ya se nos ocurrirá algo.
—Pero…
—Erin, ya se nos ocurrirá algo. —Se ríe entre dientes y suspira—. Lo creas o no,
mi marido es un experto en trabajar en casas ajenas guardando secretos.
Sonrío entendiendo el chiste y recordando que una vez me contó cómo Einar le
ocultó que había comprado la casa en la que ahora viven. Trabajaba en ella a diario,
pero le hizo creer que la casa era de sus hermanos y él solo ayudaba. No necesito
fijarme demasiado en Amelia para saber que está recordando todo eso. En realidad,
nunca tengo que fijarme demasiado para saber cuándo piensa en Einar. Su sonrisa
enamorada y tontorrona la delata siempre. Lo hace a menudo, por cierto.
—Está bien. Me vendría bien que viniera por la mañana, entonces. Pero solo si no
es demasiada molestia.
—Parece que no conoces a Einar…
—En realidad, salvo por lo que tú me hablas de él y las pocas veces que le vi
antes de irme, no lo conozco, Amelia.
Ella chasquea la lengua y hace un gesto con la mano para restar importancia a mis
palabras.
—No te preocupes, vas a tener tiempo de conocerlo a fondo. Mañana te lo mando
y, en cuanto yo acabe por la tarde, me paso también. Y si me dejaras, arrastraría aquí
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a mi hermano y a Diego, que también libran, creo. Esto se haría en un solo día.
—No, ni hablar. Y mucho menos a Diego. Ni de coña.
—¿Qué tiene de malo Diego? —pregunta ella elevando las cejas.
—Es… es como el padre de Marco. Y poli.
—Ay, Erin… —Se ríe y chasquea la lengua—. Yo temería más a Julieta, pero está
bien, como quieras.
—Se lo dirían a Marco. No pueden saberlo, Amelia, prométemelo.
—Te lo prometo —dice de inmediato, y la creo, porque Amelia no suele mentir,
por eso valoro tanto que lo haya hecho por mí—. ¿Quieres que te ayude a comprar?
—No, bastante has hecho ya. Quiero salir y hacer esto sola.
—Vale, pues llévame a la parada de bus para que pueda volver a Sin Mar, porque
doy por hecho que no quieres llevarme hasta allí. —Me muerdo el labio y ella sonríe
y besa mi mejilla—. Tranquila, no hay problema.
—Siento darte tanto trabajo.
—Bah, no es trabajo. Y hablando de eso, en estos días te llevaré a la asociación
para presentarte a Jorge. Necesitas conocer, a conciencia, las instalaciones y el
módulo que impartirás dentro del curso de cocina. —Asiento, encantada con la idea,
y ella da una palmada en el aire—. Pues andando.
Salimos del piso, la llevo a la parada y me despido dándole una y mil gracias por
prestarme el coche. Me dirijo a un hipermercado y lleno el carro con productos de
limpieza y todo lo necesario para empezar a pulir el piso. También compro la pintura
azul para la cocina.
Subirlo todo a casa, más la maleta, debería haberme agotado, pero me encuentro
rebosante de energía, así que decido empezar a limpiar hoy mismo. Hago una lista, tal
como me ha recomendado Amelia, con todo lo que quiero tirar, que son básicamente
todos los muebles y cuando acabo me meto en la cocina y empiezo a vaciar armarios.
Cuando quiero darme cuenta han pasado varias horas, es entrada la madrugada y
alguien grita en la calle algo de lo más desagradable. Suspiro y decido que es hora de
parar. Me meto en el baño, trago saliva y me doy una ducha rápida. Me pongo una
camisa de cuadros rojos y negros, la misma que llevo usando diez años para dormir y
sin la que creo que no pegaría ojo. Se la robé a Marco una noche hace muchos
muchos años. Todavía recuerdo cómo sonreía mientras me aseguraba que nunca un
robo le había gustado tanto.
«Estás preciosa» susurró antes de tirar de las solapas y besarme. Y quitármela, y
seguir besándome.
Cierro los ojos. Esto no va a llevarme a ninguna parte. Guardé la camisa como
recuerdo. Una de las pocas concesiones que me hice y algo de lo que no puedo
deshacerme, aunque quiera. Me permití quedármela, pero intento no evocar aquella
noche, ni ninguna otra, demasiado.
Me tumbo en la cama y siento el calor en las mangas. Podría quitármela y dormir
desnuda, pero es que… no me siento segura. No todavía. El piso está vacío, lo sé,
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pero prefiero dejármela puesta, aunque eso me suponga abrir un poco la ventana y
sudar prácticamente toda la noche.
Por la mañana vuelvo a ducharme para despejarme, porque ha sido una noche
muy larga, y no he hecho más que ponerme un short vaquero y una camiseta lisa de
manga corta, cuando los golpes de la puerta me sobresaltan.
Me acerco y abro con cuidado, mirando por la rendija y sin descorrer la cadena de
seguridad. La costumbre, supongo.
—¡Buenos días, Erin! —Cierro la puerta, descorro la cadena y abro del todo—.
¡Cuánto alegría verte!
Einar me abraza sin importarle que yo me tense por completo, y lo hace con tanta
dulzura que de inmediato me obligo a relajarme. Es enorme, pero no intimida, o no
demasiado. Cuando se separa de mí me fijo en su pelo rubio, sus ojos azules y su
sonrisa sincera y pienso que apenas ha cambiado en diez años. Al igual que pensé con
Amelia, se nota que los años han pasado, pero solo en sus expresiones, porque
físicamente están prácticamente iguales, exceptuando alguna cana, pero ser rubio
ayuda a que no se vean si no te fijas a conciencia.
—Traigo donuts.
Me señala una bolsa de papel y entra en el piso con una tranquilidad que me hace
elevar una ceja con gracia.
—Es cierto eso de que coges confianza con rapidez —digo a sus espaldas.
Él, lejos de ofenderse, suelta una carcajada, me mira por encima del hombro y me
guiña un ojo.
—Vikingo molón ha llegado para ayudar. No hay tiempo para desconfianzas.
Sus palabras son sencillas, pero el significado es más profundo de lo que pueda
parecer. Va a conseguir que confíe en él, lo sé por su forma de andar y moverse por
mi cocina. Por eso y porque está casado con Amelia, y a poco que se le haya pegado
algo de la obstinación de ella para ayudar a los demás, no voy a quitármelo de encima
hasta que este piso esté impoluto.
El pensamiento podría tensarme, sería lo normal, pero, por extraño que resulte,
sonrío.
Sonrío y me lo tomo como la primera victoria de esta batalla que he empezado
contra todo lo que casi acabó conmigo.
Casi, porque no lo consiguió.
Ahí está la segunda victoria.
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9
El martes por la tarde aprovecho que hoy he hecho el turno de comidas y cargo el
coche con los excedentes del restaurante que suelo llevar cada día a la asociación en
la que trabaja Amelia. Me gusta ayudar todo lo que puedo desde que cambiaron la
ubicación. Hace unos años decidieron instalarse en el barrio en el que me crie. Es el
peor de la ciudad, por experiencia lo sé, pero eso les da opción de impartir varios
cursos y estar más cerca de los casos que tienen entre manos. Además, Amelia ahora
es coordinadora y eso significa que nos implica en sus asuntos a todos a la mínima de
cambio. Yo, por ejemplo, suelo participar en el curso que hacen cada año para
impartir clases de cocina internacional. No voy siempre, porque mi restaurante es de
comida italiana y las clases se imparten los viernes, que yo tengo bastante trabajo,
pero sí lo hago una vez al mes, más o menos. Además de eso, solemos donar los
excedentes de cada día, ya sea para repartir entre los que más lo necesitan o para
utilizarlos en el curso de cocina y sus distintos módulos, pero no siempre puedo
llevarlos yo, así que mi tío, Álex o cualquier otro de la familia se ocupa de hacerlo
cuando me resulta imposible por trabajo o cualquier otra cuestión.
—Ey, Marco. —Me giro al oír la voz de Fabiola, que también está saliendo de su
turno—. ¿Te acompaño?
No hemos hablado desde que salí de su casa. No de nada relacionado con
nosotros y nuestra amistad, al menos, porque hemos trabajado juntos ayer y hoy.
Sonrío, porque la verdad es que es hora de que aclaremos ciertos puntos, como por
ejemplo que, para mí, ella sigue siendo mi mejor amiga.
—Claro. ¿No vas al gimnasio hoy?
—Paso, estoy reventada.
—La verdad es que, para ser martes, hemos tenido bastante movimiento.
—Se nota que estamos en agosto. La gente está de vacaciones y muchos prefieren
ir a un restaurante que cocinar.
Asiento, subimos en el coche, nos ponemos el cinturón y arranco. El camino es
silencioso y tenso. No acostumbro a estar así con Fabiola, incómodo y raro. Lo
nuestro es reírnos y hablar de todo sin ningún tipo de problema. Bueno, no, de todo
no, reconozco que yo soy más cerrado, pero ella lo intenta sin descanso y ahora que
está un poco evasiva no sé cómo actuar.
—¿Está todo bien? —pregunto de pronto, aprovechando que tengo que estar
pendiente de la carretera y puedo evitar su mirada. Muy valiente, sí, lo sé. Ella no
contesta de inmediato y yo insisto—. Entre nosotros, digo.
—Ya, ya sé lo que dices —contesta ella—. Sinceramente, no lo sé, Marco. Llevo
desde que me desperté el domingo esperando que me dijeras que no estabas cabreado
conmigo. A mí me tocó currar y el turno fue una mierda, y ayer, cuando tú llegaste,
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hiciste como si nada. —Chasquea la lengua y se envara un poco—. Creo que prefiero
al Marco gilipollas antes que al Marco que hace ver que no ocurre nada. El cobarde
que hay en ti me da grima.
—Qué cosas tan bonitas me dices…
—Es lo que te mereces.
—Sí, la verdad es que sí —murmuro—. Oye, he sido un imbécil, lo sé. Me sentó
fatal lo que me dijiste, pero el cabreo no me duró más de unas horas. El domingo ya
se me había pasado, así que pensé que lo mejor era dejarlo correr.
—Eres un especialista en dejar correr todo lo que te pica, sí.
—Fabi…
—Es que es verdad.
—Bueno, como quieras. No tengo ganas de discutir.
—Mala suerte, porque para que arreglemos esto, antes tenemos que discutir.
—Joder.
—Por la idea que tuvimos de joder estamos como estamos. Y lo peor es que ni
siquiera acabamos la faena. Ahora te aguantas. —Se me escapa la risa y ella acaba
soltando una risita canalla—. Aunque reconozco que habría sido muy raro llegar
hasta el final.
—Ahora estaríamos aún peor.
—¿Tú crees?
—Fabiola, somos tú y yo: especialistas en cagarla en nuestra vida personal. Claro
que estaríamos peor.
—Sí, supongo que sí. En realidad, estoy bastante contenta de que parásemos,
aunque hubiese preferido que fuera por otros motivos.
—Ya…
—Siento lo que te dije —dice en tono abrupto—. Es tu vida, son tus razones y no
debí juzgar tus sentimientos a la ligera. Tienes derecho a vivir tu vida como quieras y
yo debería apoyarte, no putearte.
Sonrío mirando al frente y niego con la cabeza. Habría sido un discurso precioso,
de no ser porque lo ha acompañado de toda la rabia posible.
—No sientes una mierda, pero valoro que, al menos, me lo digas.
—Pues no, no lo siento y creo todo lo que te dije, pero quiero arreglar esto.
—Vale, yo también siento haber sido un poco capullo, pero ya sabes que soy
especialista en reaccionar mal ante ciertas cosas.
—Desde luego que lo sé.
—Entonces, ¿todo bien? ¿O tenemos que discutir más?
—Hombre, yo tenía pensado alargar la discusión, pero es que contigo no se
puede, la verdad. —Suspira con fingido pesar y se pone las gafas de sol que lleva
enganchadas en la camiseta—. Ahora puedes alabar mis tetas, ya que las has visto.
Suelto una carcajada y palmeo su muslo, encantado con tener a mi Fabiola de
vuelta. Bestia, sin pelos en la lengua y brutalmente sincera.
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—Tienes unas tetas maravillosas, la verdad.
—Tú andas muy bien amueblado ahí abajo. Quién lo diría, teniendo en cuenta que
tu cabeza superior está hueca.
Vuelvo a reírme a carcajadas, le agradezco el cumplido, ella a mí el orgasmo que
le di y terminamos decidiendo que no volverá a pasar, pero porque nos hizo sentir
raros, pese a estar borrachos. Somos amigos que lo comparten todo y aquella noche
decidimos dar un paso más, pero está claro que lo nuestro es quedarnos en este punto.
Llegamos a la asociación y, como siempre, me tenso ante la visión del que un día
fue mi barrio.
—¿Vas a entrar a verla hoy? —pregunta Fabi a mi lado.
No contesto de inmediato, porque ni siquiera yo sé lo que haré. Debería, supongo,
porque hace ya semanas que no la veo, pero no me apetece una mierda.
—No sé —digo al final—. Ya veremos de aquí a que deje la comida en la
asociación.
—Quizá te echa de menos. —Sonrío soltando un bufido irónico—. A lo mejor…
—Si voy, es solo para confirmar que no se ha muerto. Nada más, Fabi.
Ella asiente muy seria pero no dice nada. Sabe que, con respecto a la mujer que
me parió, no hay mucho más que decir. Ella sigue viviendo aquí, a veces me busca y
me pide dinero, o peor, me manda al gilipollas de su novio, que también es su chulo,
para que le haga el trabajo sucio. Estoy seguro de que le apetece verme tanto como a
mí, pero soy el imbécil que le paga los vicios y por eso ninguno de los dos se olvida
de mí. Por eso yo tampoco me olvido de ellos y fantaseo, aunque esté feo decirlo, con
el día en que se muera de un chute. Lo que no entiendo es cómo está aguantando
tanto, la verdad, porque Victoria es más un despojo humano que una persona como
tal.
Y lo peor de todo es que no consigo odiarla al cien por cien. Hay una parte de mí
que se siente en deuda con ella por parirme. Solo por eso. Por parirme y hacerme
sobrevivir cuando era un bebé. Es una mierda, porque sé que no hizo grandes méritos
y subsistimos de milagro, pero estoy en el mundo por ella y algunos días, cuando no
bebía, ni se drogaba, se daba cuenta de lo que había hecho con su vida y con la mía y
lloraba amargamente. Entonces podía ver el arrepentimiento en su rostro. Me pedía
perdón y casi parecía una persona con sentimientos. Casi, porque una madre jamás
permitiría todo lo que ella permitió conmigo, o a mi costa, más bien.
Aparcamos y Fabiola me ayuda a meter las cosas en la asociación. Amelia nos ve
entrar y nos saluda con un beso en la mejilla. Es la misma de siempre, pero está
nerviosa, no sé por qué. Su sonrisa es tensa y sus ojos no se centran del todo en
nosotros.
—¿Qué tal, chicos?
—Muy bien —contesto—. Venimos a traer los excedentes. ¿Es mal momento?
—No, qué va, lo que pasa es que ya casi me iba.
—Bueno, pero alguien se quedará por aquí, ¿no? —pregunta Fabi.
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—Tú no sueles salir tan pronto —le digo yo sin hacer caso a la pregunta de mi
amiga.
—Ya, es que tengo unas cosillas que arreglar en la calle.
—¿En la calle? —Elevo una ceja y sonrío—. ¿Has vuelto a meterte en problemas
por excederte en tus responsabilidades?
—Algo así —contesta sonriendo.
Me río entre dientes, porque esta mujer es un caso. Todavía recuerdo cuánto la
odie al conocerla y, de hecho, cuando pienso en ello, siento una vergüenza increíble,
porque ella solo quería ayudarme, ahora lo sé, pero no siempre la traté bien. La parte
buena es que poco a poco ha sabido ganarse mi confianza y ahora es una de mis
personas favoritas en la familia, y mira que le tengo un cariño inmenso a todo el
mundo.
—Un día tendrás problemas serios.
—Eso llevo oyendo toda la vida y aquí estoy —contesta ella riéndose—. Bueno,
tengo que irme, pero os quedáis en buenas manos. —Señala a una de las chicas que
trabajan aquí y me besa la mejilla—. Te veo por casa.
Asiento y la veo marchar mientras pienso, como siempre, en lo bien que suenan
ese tipo de frases. «Te veo por casa». Parece una tontería, pero a mí, el simple hecho
de tener un sitio al que llamar casa, u hogar, me llena de un sentimiento de gratitud
descomunal.
Dejamos la comida y, al salir, asiento en dirección a Fabi. Ella lo entiende de
inmediato, se agarra a mi mano y juntos caminamos hacia el portal en el que vive mi
madre. Subo solo, porque no quiero que la conozcan y ella lo sabe. Si por mí fuera, ni
siquiera se quedaría en el portal, sino en el coche, pero sé que eso me acarrearía una
discusión enorme, así que le prometo tardar solo unos minutos y subo las escaleras,
porque el ascensor no ha funcionado nunca. Toco el timbre y espero que alguien me
abra. Lo hace ella, por suerte, porque eso significa que Ángel no está en casa.
—Hola, rey —dice con voz pastosa.
Tiene el pelo sucio, los ojos rojos, no sé si de sueño o porque va colocada, y un
cigarro a medias en su mano hace que arrugue el gesto de inmediato.
—Hola —contesto—. Ya veo que te he pillado en la ducha.
Estoy siendo sarcástico y ella lo sabe, pero se echa a reír y se aleja de la puerta sin
invitarme a entrar. Supongo que le importa una mierda que lo haga o no.
—Desde que te pasaste al otro bando eres un gilipollas. Tan gilipollas como lo era
tu padre.
El insulto a mi padre me duele. Curioso, porque no lo conocí. Él murió en un
accidente cuando era muy joven y nunca supo de mi existencia, por más que mi
madre jure y perjure que sabía que estaba embarazada y la abandonó. El primer día
que llegué al restaurante exigiendo dinero lo odiaba. A él y a toda su familia. Por
suerte, conseguí abrir los ojos con el tiempo.
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—Gracias por el piropo. —Entro, me meto la mano en el bolsillo y saco cien
euros. Se los tiro en el regazo, puesto que se ha sentado en el sofá—. Ahí tienes. Ya
vendré el mes que viene.
—¿Te crees que puedes tirarme un billete de cien y hacerme sentir sucia por
aceptarlo? —pregunta ella mirándome con una sonrisa chulesca—. ¿Sabes cuántos
tíos han hecho lo mismo que tú? La diferencia es que acababan de correrse en alguna
parte de mi cuerpo. Contigo es aún más fácil.
Siento cómo se me revuelve el estómago e intento, por todos los medios, no
evocar esa imagen. Es una hija de puta. Lo hace porque sabe que no soporto
imaginarlo; que me enervo solo de recordar todas las mierdas que tuve que ver en
esta casa. Lo hace para dañarme, por cruel que suene.
—Deberías limpiar esto un poco, si no quieres morirte de una infección el día
menos pensado.
—Eso te alegraría, ¿eh?
—Digamos que no bailaría sobre tu tumba, pero tampoco lloraría.
—Tú eres muy parecido a mí, ¿sabes? —Eso me hace torcer el gesto. Un insulto
me habría molestado menos—. Sí, pon las caras que quieras, pero tú eres muy
parecido a mí. Tu padre era un imbécil al que yo manejaba con carantoñas. No tenía
carácter y no daba dos pasos seguidos sin que sus papaítos lo aceptaran. Tú eres un
rebelde, llevas mi genio en la sangre. Saltas a la mínima y tienes una parte oscura que
no quieres que vea nadie. Que ahora te creas superior no me importa, porque en el
fondo, sé que vas a vivir toda la vida sabiendo que mi sangre corre por tus venas, y
eso te hará sufrir siempre.
—Y a ti te alegrará de por vida, ¿verdad?
—Oh, sí. De un hijo que abandona a su madre cuando la vida le va mejor, ya no
quiero nada, más que un poco de sufrimiento para él.
—Qué malo soy, es verdad —contesto con una sonrisa falsa—. Qué malísimo
soy, que vengo una vez al mes a darte dinero para tus mierdas. Soy tan malo que,
pese a todo lo que me hiciste, sigo viniendo aquí a cerciorarme de que no te has
muerto de un chute de algo. Soy tan mala persona que aguanto tus chantajes y
extorsiones, cuando los dos sabemos que podría haberte hundido en la miseria hace
mucho. Ahora tengo contactos, pero se te olvida. ¿Y sabes por qué se te olvida?
Porque sigues pensando que el mundo gira alrededor tuyo y que yo te debo algo,
cuando no es cierto. Métetelo en la puta cabeza. Lo único que hiciste por mí fue
parirme.
—¿Te parece poco? Tendría que haberte abortado.
Me muerdo la lengua para no decirle que, si hubiese abortado, ahora no tendría a
quién sacarle el dinero con tanta facilidad. Me callo porque no servirá de nada, pero
sobre todo porque lo que ella quiere es que salte y ya bastante cuerda le he dado.
—Adiós, Victoria.
—¿Cuándo vas a volver? —pregunta a mis espaldas—. Marco, te estoy hablando.
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No contesto y eso la enerva. La noto levantarse y siento el miedo en la nuca, pero
no me giro. No pienso demostrarle que aún hoy, a mis veintisiete años, es capaz de
asustarme hasta el punto de temer mearme en los pantalones, literalmente.
—¡Contéstame cuando te hablo, joder! —grita detrás de mí.
Si Ángel estuviera aquí, ya lo habría hecho, porque no hacerlo conlleva
consecuencias físicas dolorosas, pero está sola, así que me doy el lujo de abrir la
puerta y mirarla por encima de mi hombro cuando ya estoy en el rellano.
—Yo que tú correría a esconder los cien euros antes de que él los encuentre.
Eso la para en seco. Sabe que tengo razón. Él volverá en cualquier momento y, si
ve el dinero, le quitará la mitad o más. Puede que incluso se lo quite todo, depende de
lo que ella le deba en estos momentos. Me insulta un par de veces y entra en el piso
dando un portazo. Yo suelto parte del aire que había retenido y bajo los escalones
trotando, sin perder tiempo y deseando volver al lado de Fabiola.
En cuanto me ve, me abraza y sonrío cerrando los ojos. Joder, qué bueno es
tenerla en mi vida.
—Vámonos —susurro.
Ella asiente de inmediato y volvemos al coche.
—¿Ha ido bien?
Resoplo y me río.
—Todo lo bien que pueden ir las cosas con Victoria.
—Ya… —susurra mientras arranco. Cuando el coche empieza a rodar Fabi habla
de nuevo—. ¿Sabes lo que es una mierda? Que una de tus sobrinas se llame igual que
ella.
Sonrío y encojo los hombros. No me pesa que se llame Victoria, aunque al
principio pensara que parecía una broma del destino. La persona que más detesto, o
una de ellas, se llama igual que una de las personitas que más quiero en el mundo.
Aprendí a diferenciarlo y, pese a llamarse igual, a mí ni siquiera me suenan de la
misma manera. Además, el de la pequeña tiene un significado muy especial. De
hecho, una parte de mí se sintió aliviada al cogerla en brazos, porque entendí que el
nombre de una persona, al final, no la define, por mucho que algunos piensen que sí.
Lo que define a una persona son sus acciones, por eso sé que mi pequeña triunfará en
lo que se proponga y mi madre nunca levantará cabeza. Por cómo son, no por cómo
se llaman.
—Lo que de verdad es una mierda es que sigas con esa manía de no comer carne
para cenar, porque me apetece un montón una gran hamburguesa.
—Pero si no son ni las ocho.
—Podemos hacer una precena, te dejo en casa y luego me voy a la mía a cenar
con mi familia.
Fabiola suelta una carcajada y se mete conmigo, porque no comprende dónde
meto todo lo que me como. Y es que, físicamente, estoy muy delgado. Le contesto
una burrada que ella responde con otra y así llegamos hasta una de las
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hamburgueserías más famosas de la ciudad. Cumplimos con el plan, la dejo en su
apartamento y me marcho a casa, donde las niñas me reciben de morros porque no
me han visto en todo el día. Julieta está de morros porque le duelen los pies y mi tío
está de morros porque está harto de ver morros por todas partes.
—¿Has estado en la asociación? —pregunta mientras me sigue por las escaleras.
—Sí.
—¿Solo en la asociación? —No contesto y chasquea la lengua—. ¿Has ido a
verla?
—Sí.
—Marco, joder. Quedamos en que no irías más solo. Bueno, llevamos quedando
en eso diez años, pero como tú no me haces ni puñetero caso…
—Oye, he tenido un día agotador y me gustaría darme una ducha y descansar, así
que deja de seguirme.
—No puedo dejar de seguirte. Si dejo de seguirte, dejo de hablar contigo, si dejo
de hablar contigo, no te veo, y si no te veo es como si no fueras de esta familia.
—Oh, mierda. ¿Vienes con ganas de dramatizar? ¿Qué pasa? ¿Tú también estás a
punto de tener un bebé y tienes cambios de humor?
—No me toques los huevos, Marco, que llevo un día muy largo. ¿Qué te ha
dicho?
—¿Quién? —pregunto para cabrearlo a conciencia, porque lo enciende como no
te imaginas que me haga el tonto.
—Me cago en la puta. ¿Quién va a ser? ¡Ella!
—Ah.
—¿Y bien?
Llegamos a la buhardilla, cojo del armario un pantalón corto de deporte y me giro
para encontrarme con mi tío, cuan largo es, ocupando la escalera. Tiene los brazos
cruzados y gesto serio, pero suele tener ese gesto siempre. En realidad, mi tía se ríe
muchísimo de él por ser tan estirado y comedido.
—Me ha insultado, la he insultado y le he dado el dinero. Insultos, más insultos y
luego me he largado.
—¿Estaba Ángel?
—No.
—Y si llega a estar, ¿qué?
—¿Qué de qué?
—Me pones de los nervios, Marco, te juro que me pones de los nervios.
Me río, me acerco a donde está y palmeo su hombro con suavidad.
—¿Puedo ir a ducharme? Huelo regular.
—No quiero que vuelvas a ir allí solo.
—No he ido solo. Fabiola estaba conmigo.
—¡Eso! ¡Encima te la llevas para que alguien se quede con su cara y acaben
chantajeándola o vete tú a saber!
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—Si alguien intenta chantajear a Fabi confío en su capacidad de respuesta,
créeme.
—Es que ya no es eso, Marco. Pueden secuestrarla o yo que sé.
—Mucho Narcos en Netflix has visto tú, me parece a mí.
—Eh, que soy poli. No se te olvide.
—No se me olvida, tranquilo. Por cierto, ¿cómo ha ido el día libre? Porque
pareces más estresado que cuando tienes que meterte en una pelea con armas de
fuego.
Él resopla, se mesa el pelo y baja la voz para que no puedan oírnos desde la
planta baja.
—Tu tía va a volverme loco. Te juro que en ninguno de los embarazos anteriores
ha estado tan antojadiza. Me ha hecho salir cuatro veces a comprar cuatro mierdas
distintas, todas con un alto contenido en azúcar, que se ha zampado mirándome a los
ojos, retándome a decir media palabra.
—¿Te preocupa que se ponga gorda? —pregunto frunciendo el ceño, porque él no
es de esos.
—No, joder. ¿Qué te crees que soy? Por mí puede engordar treinta kilos. Lo que
me preocupa es que acabe teniendo problemas con el azúcar, que ya sabes que lo
tiene un poco inestable. Sin contar lo histérica que se pone, claro. Es como darle
cafeína al Correcaminos.
—Está a punto de parir. Los últimos días siempre son estresantes. Cierra la boca,
complácela en todo y fin del problema.
—¿Y te crees que no la complazco en todo? En todo todo —dice alzando las
cejas.
Hago el gesto de vomitar, porque no soporto que me insinúe cosas relacionadas
con el sexo y ellos. Es raro, joder. Es como… como… como imaginar a tus padres
dale que te pego. Que ya sé que no son mis padres, pero de todas formas es raro.
—Eso sobraba, pero mucho.
—Ya, es verdad, perdona.
—¿Puedo ducharme ya?
—Solo si me prometes que la próxima vez me avisarás para que vaya contigo.
—¿A dónde?
Mi tío me mira como si fuera imbécil y acaba suspirando con pesar, al darse
cuenta de que estoy haciéndome el tonto de nuevo. Se da la vuelta y baja las escaleras
refunfuñando.
—Papi, ¿podemos ver dibus? —pregunta Emily desde la planta inferior.
—No, cariño, vamos a cenar y luego a dormir.
—¡Pero si es superpronto!
—No empecemos, por favor. Tienes que descansar para jugar todo el día mañana.
—Yo estoy superdescansada —dice Victoria.
—Yo quere dibus —sigue Mérida.
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—Y yo quiero helado de fresa con nueces. ¿Por qué no vas a lo del Chinlú y me
traes?
Mi tío debe resoplar porque Julieta arranca a llorar y le recuerda que tiene dentro
a su cuarto hijo, sin contar a Chucky, que soy yo, y que lo único que le pide es un
poco de helado a cambio. Su discurso dura poco más, porque pronto él la calma y le
promete volver con el helado en menos de media hora.
Yo me río, me doy una ducha y bajo justo cuando él llega. Cenamos mientras
ellos se hacen arrumacos y las niñas me cuentan su día y al final, cuando nos
levantamos, nos tiramos en el sofá a ver un poco de dibus. Nada, media hora, pero
suficiente para que Diego abrace a Julieta en el sofá y le susurre un montón de cosas
al oído que la hacen reír, y las tres enanas se encaramen a mi cuerpo y se adormilen
sobre mí.
Sonrío, acaricio sus mejillas y cabellos y pienso que esta es una casa de locos,
pero, joder, qué feliz soy aquí.
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Erin
Observo la cocina con una enorme sonrisa mientras Eyra tira de uno de los rizos que
se ha escapado de mi moño. Me río también por eso. Estamos a viernes y Einar ha
venido cada día desde el martes para ayudarme con los muebles, así que anoche ya no
quedaba nada que sacar del piso. Ahora está completamente vacío, huele a limpio,
porque me he encargado de ello, y estamos pintándolo todo. He invertido bastante
dinero en pintura, pero no me importa, porque solo el olor hace que me sienta mejor.
Cada vez que paso el rodillo por una mancha o un desconchón, previamente lijado,
pienso que el piso parece distinto. Más nuevo. Mejor. Y eso que no me he vuelto loca
con los colores. Todo es blanco. Incluso las paredes de la cocina son blancas, porque
los muebles los hemos pintado de azul, o en ello estamos. Podríamos haber ido más
rápidos, pero Einar ayer se presentó con sus tres hijos y me avisó de que tenía que
hacerle de niñera para que él pudiera trabajar más rápido. Me quejé y le dije que, si
hacía de niñera, yo no podría trabajar en el piso, pero él solo se rio y dijo que me
había ganado un descanso. Después de un rato con Björn, Lars y Eyra confirmé que
el descanso lo necesitaba él y yo fui la vía de escape. No son malos, para nada, pero
sí muy nerviosos e intensos. Amelia dice que no sabe a quiénes han salido y yo me
río, porque recuerdo la Nochebuena y la barbacoa en la que estuve en casa de su
padre, además de lo que me contaba Marco, y no necesito más para saber a ciencia
cierta que los niños se parecen a ellos. A todos ellos.
El caso es que hoy ha vuelto a traerlos, pero ya no me he quejado, porque he
descubierto que me gusta bastante estar con ellos. No he tratado con muchos niños y
se me nota, porque me tenso o me quedo parada, a veces, pero ellos me hacen
engancharme a sus cosas enseguida. Hoy estaba haciendo una papilla de frutas,
siguiendo los pasos de Björn mientras Einar lijaba y barnizaba las puertas, y cuando
quise darme cuenta, Lars se había quitado toda la ropa y se plantó ante mí desnudo y
dispuesto a cantarme una canción que ha aprendido de sus primos. Björn le gritó que
se pusiera la ropa, Einar vino a ver qué ocurría y cuando vio a su hijo de esa guisa le
advirtió que tenía que ponerse, al menos, los calzoncillos, pero en el fondo se le
notaba mucho que estaba deseando reírse. El niño obedeció al pie de la letra, así que
se ha pasado toda la tarde medio desnudo y asegurándome que él no se quita la ropa
porque sea malo, sino porque le pica. Reconozco que me ha costado un mundo no
reírme a carcajadas con su explicación.
—Papá también se pone fesquito en casa —me dice ahora que, por fin, ha
decidido ponerse los pantalones.
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—No lo hacéis para estar fresquitos —le contesta Björn—. En invierno también
os quedáis así y hace frío.
Lars se encoge de hombros por respuesta y yo me pinzo los labios para no reírme.
Eyra vuelve a tirar de mi rizo. Le sonrío y desengancho su puño regordete de mi pelo
como puedo.
—¡Esto ya está puta madre! —Einar cierra el último mueble después de
atornillarle los tiradores nuevos que he comprado y me sonríe—. ¡Cocina nueva!
Y es cierto. ¿Quién iba a decir que solo con pintar los muebles, cambiar los
tiradores y limpiar a fondo esta cocina iba a quedar tan bonita? No es grande, ni tiene
luz natural, pero es que estos pisos son pequeños. Además, lo importante es que esté
organizada y limpia.
—Muchísimas gracias, Einar, de verdad. Te debo un montón de favores.
—La familia está para ayudar —contesta él en tono seguro.
—Ya, pero yo no soy familia —susurro.
Einar sonríe, viene hacia mí y me señala muy de cerca con su dedo índice.
—Tú eras familia de Marco y Marco es de mi familia —me dice en inglés. Trago
saliva y él prosigue después de cerciorarse de que Björn y Lars están entretenidos y
no nos oyen—. Que te fueras y hayan pasado diez años es lo de menos. La familia es
para siempre. Sobre todo la que uno elige.
—Creo que, cuando sepa de mi vuelta, no opinará lo mismo que tú.
—Es un cabroncete que se obceca, a veces, pero por dentro es un blando, y eso tú
lo sabes mejor que yo. Además, Erin, eres tú. —Se ríe y yo frunzo el ceño.
—¿Por qué te ríes?
—Eres su vida.
—No es verdad —contesto de inmediato.
—Lo es. Eres su vida, casi de forma literal. Ese chico ha vivido para ti, incluso
cuando tú no estabas. Le he compadecido y admirado mucho por eso siempre.
Compadecido, porque me consta que ha sufrido y sufre, aunque no lo reconozca, y
admirado porque hoy día es difícil ver a alguien querer tanto, aunque ese amor duela
de una manera terrible.
Guardo silencio porque sus palabras, más que alegrarme, me duelen en lo más
hondo. Yo no quiero que él sufra. Si hice lo que hice, si desaparecí de su vida y me
negué a comunicarme con él, fue precisamente para que siguiera adelante y se
olvidara de mí. Saber que no lo ha conseguido del todo solo hace que me sienta triste
y un poco enfadada con él. A estas alturas debería tener a alguien en su vida y ser
feliz al cien por cien, aunque esa idea, a mí, me retuerza las entrañas.
—¿Puedo invitaros a pizzas o algo? Es lo menos que puedo hacer para
agradeceros tanta ayuda. Aún no tengo mesa, ni sillas, porque las hemos tirado, pero
el suelo está limpio.
Él sonríe y no menciona el hecho de que he ignorado sus palabras a conciencia.
Acepta mi invitación y manda un mensaje a Amelia para que venga aquí cuando
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acabe de trabajar. Ella lo hace poco después y, cuando mira nuestros avances, sonríe
en mi dirección y me felicita por el gran trabajo que hemos hecho con el piso.
Nos sentamos en el suelo y abrimos las cajas mientras le contesto.
—Bueno, el mérito no es mío. Es Einar el que más ha hecho.
—Mola mazo ayudar. Pero este barrio no mola nada —responde el susodicho.
Le da a Eyra, que está en su regazo, un trocito del borde de la pizza para que lo
chupe. Ella sonríe encantada con sus atenciones y Einar me ignora para besarla y
babear, así que no contesto. Amelia, en cambio, sí tiene más que decir, pero antes
mira de reojo a sus hijos para asegurarse, como siempre, de que no nos oyen. Por
suerte ellos están ocupados discutiendo por un champiñón de la pizza.
—Sé que quieres avanzar, que necesitas hacer esto, pero, Erin, él tiene razón. Yo
lo sé mejor que nadie. Ojalá pudiera decirte que no pasará nada por vivir aquí. Estoy
segura de que podrás defenderte sin problemas, o eso espero, pero los recuerdos están
en cada esquina y… Te mereces salir de aquí.
—Lo sé —contesto—. Y lo haré. Esto solo es provisional. Unos meses hasta que
sienta que puedo dejarlo atrás sin sentir que huyo de nuevo.
—La otra vez no huiste. Hiciste lo más acertado para ti.
—Sí, puede que sí, pero yo sentí que huía de los problemas, de esta vida, de todo
lo que había ocurrido entre estas paredes. Necesito borrar eso para convencerme de
que lo malo no era el piso, sino mi madre y todo lo que permitió con respecto a mí.
Todo lo que hizo conmigo.
Einar y Amelia asienten y yo no hablo más del tema. Por suerte Björn aprovecha
el silencio para contarme que mañana han organizado una guerra de globos en el
jardín de casa.
—Será por la tarde. Puedes venir, si quieres. ¡Estaremos todos! El tío Marco
también.
—¿Qué?
—El tío Marco. Te oí antes hablar de él.
—¿Qué oíste? —pregunto en un tono demasiado brusco, quizá.
—Nada —contesta él cohibido—. Solo su nombre, ¿por qué? ¿Estás enfadada
conmigo?
Creo que me quedo más blanca aún de lo que ya soy, porque Amelia se apresura
en acariciar el pelo rubio de su hijo e intervenir.
—No, cariño, Erin no está enfadada —le contesta con una sonrisa dulce y sincera
—. Pero tú recuerdas que dijimos que venir aquí era un supersecreto y no se lo
podemos contar a nadie, ¿verdad?
—Sí, mami.
—Eso incluye a los primos y a los tíos. A todos, incluso a Marco.
—Pero el tío Marco mola.
—Sí, mola mucho, pero no puede saber que venimos aquí.
—Vale.
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—El tío Marco me compa chuches —dice Lars sonriendo—. ¡Y huevos de
cocholate!
—Sí. Los compra incluso cuando yo se lo prohíbo —dice Amelia haciéndome reír
—. Es verdad.
—No lo dudo. Es un rebelde —contesto sonriendo.
Luego guardo silencio y pienso que, en realidad, puede que ya no lo sea. A lo
mejor ya no es mi chico revolucionario y rabioso con el mundo. Probablemente no lo
sea, y eso está bien. Sí, eso es genial.
—¿Erin? ¿Todo bien? —pregunta Einar.
—Sí —contesto intentando sonreír—. Sí, todo bien.
Acabamos de cenar y, cuando se van, miro mis paredes vacías y me esfuerzo por
sonreír. Estoy aquí para enmendar mi propia vida, no para pensar en él, aunque sea
inevitable.
Camino por el salón desierto y llego al dormitorio principal. Ya no hay ni rastro
de lo que solía ser. Ahora es solo un cuarto cuadrado y blanco completamente vacío,
puesto que yo duermo en el pequeño. Mi antiguo dormitorio. Camino hacia él y veo
el colchón individual que he comprado esta misma mañana. Está en el suelo, porque
aún no tengo muebles, ni somier, pero no me importa. Es un colchón nuevo y eso es
suficiente motivo de celebración, así que me desnudo, cojo la ropa con la que
duermo, me ducho y me tumbo mirando al techo. Mañana iré a comprar una mesa y
algunas sillas. De momento, es todo lo que pienso comprar hasta que empiece mi
trabajo y me asegure de que me adapto bien. Además, teniendo en cuenta que no voy
a quedarme aquí de manera definitiva, prefiero gastar lo mínimo indispensable. Total,
luego lo alquilaré por un precio ridículo, porque no voy a sacar mucho estando en el
barrio que está, así que es mejor que no gaste a lo tonto. De hecho, la razón de que mi
madre pudiera comprarlo fue esa. Estaba en el peor barrio de la ciudad y era lo único
que podía permitirse con la parte de la herencia que le dejaron mis abuelos al morir.
Ella me convenció de que era poca cosa, pero perfecto para las dos y para empezar
una nueva vida. No era más que una niña pequeña, así que la creí. Si echo la vista
atrás, no recuerdo con exactitud esos momentos. Tengo la sensación de que al
principio era feliz, porque ella no había degenerado aún. Era una mujer joven llena de
sueños para su hija y para sí misma. No recuerdo cómo era conmigo, pero sé que no
era mala. Lo malo, lo oscuro, empezó luego.
Por fortuna, hasta en los peores pozos existe algo de luz, y la mía llegó en forma
de niño moreno, delgado y de ojos vivos. Se acercó a mí el primer día que salí
corriendo de casa.
Lo recuerdo como si fuera ayer…
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Erin
Tiempo atrás
Bajo las escaleras todo lo rápido que puedo, pero los escalones son altos y me cuesta
mucho correr sin caerme. Mamá grita de fondo, pero yo no me paro. El corazón me
late rápido y lo siento en la garganta. Va tan deprisa como cuando mamá corre con el
coche y me da miedo, pero no se lo digo para que no se enfade. Últimamente mamá
se enfada mucho y no sé por qué. Se porta raro, me grita y ya no me canta por las
noches, ni de día. Ya no canta nunca.
Salgo del portal y oigo cómo se rompe algo, creo que ha sido un vaso. A lo mejor
se le ha caído a mamá. O a lo mejor se le ha caído a él. Tal vez lo ha tirado porque se
ha enfadado. Eso él lo hace mucho, tirar cosas rompiéndolas y haciendo un ruido que
no me gusta. Y grita, y dice palabras feas, pero mamá no le riñe como me reñía a mí
cuando las decía antes. Ahora ya le da igual que yo también las diga. No sé qué le
pasa, desde que vinimos a vivir aquí ya no parece feliz. Llevamos aquí muy poco
tiempo y mamá dice que tenemos que acostumbrarnos, pero yo creo que ella no se va
a acostumbrar nunca, por eso siempre está triste, o enfadada, o rara. Yo le he pedido
que nos vayamos, podemos volver a Irlanda. Cogeremos otro avión y nos
marcharemos de este sitio tan feo, pero ella no quiere. A veces se lo pido llorando y
entonces se enfada más, pero no lo entiendo. ¿Por qué tenemos que quedarnos si ella
no está contenta y yo tampoco? No me da tiempo a pensar más porque oigo la voz de
él. Me da tanto miedo que me paro en seco en medio de la calle, miro atrás y le veo
gritarme que vuelva de inmediato. Debería hacerle caso o será peor, pero niego con la
cabeza y, cuando da un paso en mi dirección, echo a correr de nuevo.
No sé a dónde voy y a lo mejor me pierdo, porque no conozco este barrio y mamá
dice que no puedo irme sola de casa, pero me da igual. Si me pierdo y él no me
encuentra nunca, mejor. Giro en una de las calles y me doy cuenta de que no tiene
salida. Hay muchos contenedores y huele muy mal, pero eso significa que puedo
esconderme un ratito. Esta calle es muy estrecha, a lo mejor él ni siquiera sabe que
existe. Voy hacia el contenedor del final y me meto detrás.
Me muerdo el labio para no llorar, pero no funciona muy bien porque las lágrimas
se me están escapando muy rápido. Pruebo a clavarme las uñas en las palmas de las
manos, pero eso tampoco funciona. Mi respiración va tan rápida que me duele la
garganta y tengo mucha saliva en la boca, pero es por las ganas de vomitar, creo.
Ojalá vomitara, así me sentiría mejor.
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¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo voy a volver a casa, si no conozco el camino de
vuelta y además estará él? Intento no recordarlo, pero no puedo dejar de pensar en él.
En él y en sus manos, y en mamá mirando sin hacer nada. Le he dicho que parara,
que no me gusta que me toque así, pero me ha dicho que tengo que ser buena. Dice
que las niñas buenas no se quejan cuando les dan cariño. «¿A qué no?» le ha
preguntado a mamá, que ha seguido quieta. ¿Por qué se ha quedado quieta? No está
bien que él haga eso, ¿es que no lo ve? No está bien, no me gusta y me da miedo,
pero a mamá no le importa cuántas veces se lo diga. Es como si le diera igual. Creo
que ya no me quiere, quizá se ha enfadado por algo que he hecho, pero cuando le
pregunto solo llora y dice que todos tenemos que hacer sacrificios. No sé muy bien
qué significa hacer sacrificios, pero por cómo me lo dice ella, odio hacerlos.
—¡Eh!
Me paralizo y entierro la cara entre mis rodillas cuando alguien grita frente a mí.
Se ha debido mover muy despacio para que no le haya oído. O quizá estoy llorando
tan fuerte que no oigo nada más. Tiemblo mucho y solo quiero irme a casa, pero no a
la de ahora. Quiero ir a una casa de verdad, una en la que no tenga miedo.
—¿Estás sorda? —pregunta quien sea que hay frente a mí.
Es un niño, tiene voz de niño, pero no alzo la cara. No quiero mirarlo. Quiero que
se vaya. Quiero decírselo, pero las palabras no me salen y, además, no sé hablar
español muy bien. Llevamos aquí poco tiempo y voy al cole, pero todavía no lo hablo
bien del todo. Lo entiendo casi todo ya, eso sí.
—Respira, niña —dice la voz de nuevo.
Yo no hago caso y el llanto me sale más fuerte, aunque no quiera. Siento una
mano suya en mi cabeza. No me aprieta ni me hace daño y, cuando habla de nuevo,
ya no parece enfadado.
—Respira, venga, es fácil. Mírame. —No lo hago y su mano masajea mi cabeza
—. Tu pelo es como el fuego.
Hipo y miro hacia un lado de reojo, pero él está frente a mí. Cuando se da cuenta
gira su cara y me encuentro con sus ojos grandes y marrones. Tiene el pelo negro y
está muy delgado, pero sonríe.
—Hola, niña. Si yo tuviera un pelo tan chulo como el tuyo no lloraría nunca. —
Guardo silencio, pero él se sienta a mi lado y mira al frente—. ¿Te has escapado? —
Asiento y él me imita—. Te he visto algunas veces con tu madre. Sois nuevas aquí.
—Vuelvo a asentir—. ¿Te ha pegado? —Le digo que no con la cabeza. Me gustaría
decirle que mamá nunca me pegaría, pero es que ya no estoy segura—. ¿Me lo
quieres contar?
—No hablo español —le digo.
Es la frase que mamá me hizo aprender antes de llevarme al cole. La repito cada
vez que siento que no puedo comunicarme, o sea, siempre desde que llegamos aquí.
—¿Pero me entiendes? —Asiento y él arruga las cejas antes de encogerse de
hombros—. Con eso me vale. ¿Cuántos años tienes? —Hago el gesto de señalarle con
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mis dedos los años que tengo, pero mis brazos siguen cruzados sobre mis rodillas—.
Es más fácil si dejas de esconderte, ¿sabes? Y también es mejor si tienes que echar a
correr. Así solo tendrás más miedo, aunque no lo creas.
Sus palabras me hacen pensar que puede que tenga razón. Si tengo que echarme a
correr, es mejor que mis piernas y mis brazos no estén tan enredados. Poco a poco me
enderezo. Aún estoy llorando, pero un poco menos. Le señalo mi mano con cinco
dedos y él sonríe.
—¿Cinco? —Asiento—. Yo siete. Estos. —Señala sus dedos y sonríe. Tiene una
sonrisa muy bonita, pero no parece que lo haga mucho, porque sus ojos son un poco
serios—. ¿Hablas inglés? —Asiento con efusividad, pero él frunce los labios—. Yo
no, pero me sé una canción que tiene palabras en inglés. ¿Quieres oírla? —Asiento y
vuelve a sonreír—. Vale, te la canto, pero deja de llorar.
Lo intento, hipo y él se ríe bajito antes de empezar a cantar.
Más bonita que ninguna, ponía a la peña de pie.
Con más noches que la luna, estaba todo bien.
Probaste fortuna en 1996.
De Málaga hasta La Coruña, durmiendo en la estación de tren.
La estrella de los tejados, lo más rock & roll de por aquí.
Los gatos andábamos colgados, Lady Madrid…
Canta la canción entera mirando al fondo. Canta bien. Tiene voz de niño mayor de
siete años, aunque la canción tiene algunas partes que no sé si son palabrotas, pero da
igual, porque me he olvidado un poco del miedo. Cuando acaba sonrío y me muerdo
el labio antes de hablar.
—No es inglés.
—¿Cómo que no es inglés? —pregunta él—. ¿Acaso «Lady» no es inglés? —Me
río, porque solo es una palabra en toda la canción y él sonríe—. Es la única que sé
que tiene palabras en inglés. Eh, rock & roll también es inglés, ¿o no?
—Sí —contesto sonriendo.
—Tienes un montón de pecas —dice de pronto—. Parecen granos de arena de la
playa. ¿Has estado en la playa alguna vez? —Me encojo de hombros y él suspira—.
Yo no, pero la he visto en la tele y tus pecas son como los granos de arena de la playa.
—Me llamo Erin —le digo con suavidad.
—Hola, Erin. Yo me llamo Marco y este es mi escondite, pero desde hoy, te lo
dejo siempre que quieras.
Le sonrío y pienso que Marco es un nombre muy bonito. Él mira al fondo antes
de hablar de nuevo.
—¿Te ha pegado alguien? —Niego con la cabeza—. ¿Tu mamá te trata bien? —
Me encojo de hombros—. ¿Quién te ha hecho llorar? ¿Sabes su nombre? —Asiento
—. Dímelo.
—Ángel —susurro.
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Él se pone muy recto y muy serio, pero no dice nada en un ratito. Al final, cuando
creo que ya no va a hablar más, me mira y pone una mano en mi rodilla.
—Cuando se acerque a ti, corre. ¿Me entiendes, Erin? Cuando Ángel quiera
acercarse a ti corre y ven aquí. —Quiero decirle que no sé si sabré llegar aquí de
nuevo. Ni siquiera sé si sabré volver a casa. Él suspira y niega con la cabeza—. Ojalá
no hubieras venido aquí nunca. —Agacho la mirada, porque no quiero que se enfade
por haber venido a su escondite, pero él quita la mano de mi rodilla y la pone en mi
cara para que lo mire—. Ángel no es bueno, ¿me entiendes? —Asiento—. No le
contestes, no te enfades con él y no te duermas a su lado. —Empiezo a llorar, porque
creo que es imposible hacer todo eso, pero él pasa un brazo por mis hombros, se pega
todo lo que puede a mí y suspira—. No llores, Erin. Ahora yo cuido de ti.
—¿Cantas? —pregunto.
Marco sonríe, asiente y empieza a cantar una canción que no comprendo muy
bien al principio, pero sí después.
Ayúdame y te habré ayudado.
Que hoy he soñado en otra vida.
En otro mundo, pero a tu lado.
Ya no persigo sueños rotos.
Los he cosido con el hilo de tus ojos.
Y te he cantado al son de acordes aún no inventados.
Cierro los ojos y pienso que es muy triste que mamá esté enfadada por todo y
vivamos en un sitio tan feo, pero qué bonito es que Marco exista y viva en el mismo
sitio feo que yo.
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—Eso acabará puta pena —dice Einar antes de dar un sorbo a su botellín.
Valentina le hace una pedorreta, le llama culo blanco y echa a correr, claro,
porque sabe lo que se le viene encima. Björn frunce el ceño un segundo, porque es un
niño noble y muy bueno, pero hay cosas que no se deben permitir y que le llamen
culo blanco debe ser una de ellas, porque al final corre tras ella y le estampa en la
espalda un globo de agua que estalla. Valentina tiene puesto el bañador, estamos en
agosto y se lo ha buscado, pero, aun así, se enfada, grita y reclama a su padre, que
suspira y alza las manos.
—Esta vez te lo has buscado, princesa.
Ella lo mira como si le hubiese negado el mundo y él está tentado de consentirla,
pero mira a Eli, que eleva una ceja, y se mantiene en sus trece.
—Si le doy el gusto a la niña y la defiendo, su madre se cabrea, porque dice que
la consiento y que tiene que aprender a manejarse sola. Si le doy la razón a la madre,
la niña se cabrea y me hace pucheros. Da igual lo que haga porque el noventa por
ciento del tiempo tengo a una de mis chicas de morros. Esa es mi reflexión de hoy.
—Lo bueno es que yo no tengo problemas contigo —dice Óscar, que también se
ha unido a nosotros.
A sus catorce años Óscar es un niño de los que ya no quedan. Sí, es verdad que
últimamente está más rebelde, pero, joder, es normal con su edad. Además, lo
importante es que, en lo básico, es un niño diez. Estudia, obedece la mayor parte del
tiempo y no es un ogro más que cuando se le cruzan los cables. Si algo tengo yo claro
es que en esta familia solo Björn, con suerte, será un adolescente parecido a Óscar. El
resto van a ser un dolor de huevos permanente, no me cabe duda, pero no lo digo a
menudo para no amargar a sus padres y madres. En la adolescencia de Emily, Victoria
y Mérida ni siquiera pienso. Soy más feliz así y me consta que mi tío, también.
—No vas a irte de vacaciones tú solo, Óscar —dice Álex con voz monótona.
—Pero ¿por qué? Soy responsable y serio. Necesito hacer este viaje, papá.
—Tienes catorce años y quieres irte solo a Francia. Me da igual cómo lo
justifiques porque la respuesta va a seguir siendo no.
—Tú antes molabas. La edad te está sentando regular.
—Tú, antes de que todas esas hormonas hicieran acto de presencia, también
molabas bastante.
Óscar se encabrona y se va, demostrando que es un gran chico con arrebatos
propios de su edad.
—No te quejes —le dice Nate—. El chaval tiene el sueño de ir a Francia, hombre.
—Le hemos ofrecido ir los cuatro juntos unos días. ¿Y sabéis qué ha dicho? Que
pasa de pasearse por la ciudad del amor con sus padres. Tócate los huevos. ¡Como si
él fuera allí por amor! Solo quiere visitar Le Cordon Bleu para cuando estudie allí,
porque sigue teniendo claro que no quiere ir a ningún otro sitio.
Sonrío. En realidad, es probable que sea el único chaval de catorce años del
mundo que quiere ir de turismo a una ciudad solo para conocer de cerca el lugar
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donde sueña con estudiar. Óscar adora la cocina desde… Pues veamos, yo le conocí
cuando no levantaba medio palmo del suelo y ya tenía claro que iba a ser chef, así
que supongo que es desde siempre. A veces viene al restaurante a trabajar y le pago
para que salga con sus amigos, pero solo tiene un par de ellos y no suelen salir nunca,
así que lo ahorra para el futuro. Ese crío será un chef de fama mundial antes de los
treinta, estoy convencido.
—Ya quisiera mi tío que alguna de sus hijas fuera como Óscar —digo.
En realidad, adoro a mis sobrinas y no las cambiaría por nada, pero es que meter
cizaña me gusta mucho desde siempre. Óscar nació con el don de la cocina y yo con
el don de tocar los huevos, qué se le va a hacer.
—Victoria esta semana dice que de mayor quiere ser escritora, pero solo para ser
quien se ocupe de escribir las frases de las galletas de la fortuna del restaurante chino
en el que pedimos la comida, porque nunca le gustan. —Suspira y se encoge de
hombros—. Es un poco excéntrica.
—No tengo ni idea de a quién ha salido —contesta Nate riéndose y mirando a
Julieta.
El resto le imitamos y somos testigos de cómo se agarra los pechos y le explica
algo a Amelia con efusividad. Seguramente se está quejando de lo que le duelen. Es
algo que yo ya he soportado esta semana, pese a exigirle que jamás me hable de sus
partes íntimas. Mi tío vuelve a suspirar y, al final, se ríe.
—¿Y Emily? —pregunta Álex.
—Quiere ser afiladora de lápices. ¿A que no adivináis para qué? —pregunta con
sarcasmo—. Para que su hermana no tenga que perder tiempo en afilarlos ella misma
antes de escribir las frases de las galletas. Le dije que Victoria podía usar un boli, en
vez de un lápiz, pero me miró muy seria, como si fuera tonto, y me dijo que, si
escribe a boli, y se equivoca, quedaría muy feo hacer un tachón.
Nos reímos a carcajadas, porque la lógica aplastante de las gemelas es
indiscutible.
—Y Mérida, desde que vio el desfile del orgullo gay, dice que quiere ser gay y
bailar en una carroza.
Volvemos a reírnos y recuerdo el día que la enana salió con eso. Lo más gracioso
de todo es cuando suelta que quiere ser gay delante de un montón de gente
desconocida. Para que la diversión sea segura, se aconseja meter en la ecuación a
gente en contra de los gays que nos miran como a locos por no regañar o corregir a la
pequeña. De verdad, este tema nos ha dado momentos muy épicos.
Seguimos charlando de todo un poco hasta que Nate le reprocha a Einar haber
estado más perdido de la cuenta esta semana.
—¿Y dónde estuvisteis anoche? Esme hizo un asado buenísimo.
—Doy fe —dice Álex.
—Cenamos fuera con niños —contesta Einar de modo escueto.
—¿Dónde? —pregunta Diego.
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—Por ahí.
—Por ahí, ¿dónde? —insiste mi tío.
—Por ahí con mujer mía y vikingos junior. No eres mi madre, poli. No me
interrogues.
Me río entre dientes, porque he de decir que mi tío se lo ha buscado a pulso. Es
cierto que en esta familia estamos tan acostumbrados a meternos en la vida de los
otros que cuando alguien busca un poco de intimidad o decide no dar explicaciones
nos resulta raro, pero esta vez Einar se mantiene en sus trece y no explica nada, salvo
que estuvo cenando con su familia y que está liado porque está ayudando a Amelia
con algo de la asociación. Como eso sí que es normal, porque Amelia suele
involucrarlo en muchas cosas de su trabajo, nos callamos y dejamos de darle la lata.
El resto de la tarde transcurre con normalidad. La bebida corre con ligereza,
teniendo en cuenta el calor que hace, y los niños juegan de manera incansable por el
jardín. Al final decidimos volver a abrir cocinas y cenar todos juntos, algo muy
normal en nosotros. Julieta se ha sentado en una hamaca y ha puesto los pies en alto
mientras Diego se los masajea, porque los tiene hinchados al triple de su tamaño.
—A ver si ese niño se decide a salir de una vez —murmura Amelia a mi lado—.
La pobre lo está pasando mal, aunque no lo diga demasiado.
—Si no la oyes demasiado es porque no estás en casa —contesto riéndome,
aunque luego me pongo serio—. En realidad, sí aguanta bastante sin quejarse. Las
niñas son intensas y ella, más, así que está que se sube por las paredes.
—Es que los últimos días de embarazo son muy pesados —interviene Eli,
acercándose a nosotros y mirando a la pareja—. Lo bueno es que ya ha pasado su
fecha de parto, así que es cuestión de horas o días que recibamos al nuevo miembro
de la familia.
Sonrío por inercia y observo a Julieta resoplar, mirar al cielo y cerrar los ojos. Me
acerco a ella y me siento a su lado.
—Eh, ¿todo bien?
—Tengo algunas molestias —contesta entrecerrando los ojos y sonriéndome—.
Falta poco… —susurra.
Pongo una mano en su barriga y sonrío cuando noto el movimiento del bebé.
—¿Necesitas algo?
—Estoy bien, Chucky. —Sonríe y acaricia mi mejilla—. Eres tan guapo…
—Vale, ¿cuándo has bebido alcohol? En tu estado no deberías y lo sabes.
—No he bebido ni una gota de alcohol —dice riéndose—. Te lo digo porque es
verdad. Eres perfecto.
—Eso lo dices porque me parezco mucho a él. —Señalo a mi tío, que sigue a los
pies de Julieta sin decir nada, pero sonriendo.
—Sí, en parte, pero también porque es cierto. La mujer que termine contigo va a
tener mucha suerte.
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Me quedo en silencio y me ahorro decirle que no tengo intención de acabar con
una mujer. A ella le hace ilusión fantasear con la idea de que encontraré al amor de
mi vida, me casaré y tendré hijos que serán sus sobrinietos, palabras de ella. Sabe de
sobra que no es mi meta, pero, aun así, insiste, así que decidí hace tiempo que lo
mejor para que todos estemos contentos es que ella fantasee lo que quiera y yo siga
haciendo mi santa voluntad.
—¿Habéis pensado algún nombre ya? —pregunto cambiando de tema.
—De niño, sí. De niña aún no lo tenemos claro.
Sonrío. Es la primera vez que se han negado a saber el sexo del bebé. Mi tío dice
que es otra niña y asegura que está encantado con sus chicas. Mi tía, en cambio, dice
que cree que es niño. En realidad, nos da exactamente igual lo que sea, pero ellos
decidieron mantener la incógnita y abrir apuestas. Empezamos haciéndolo solo la
familia, pese a que Amelia dice que está muy feo eso de hacer apuestas sobre un
bebé, pero al final participó y no solo eso, sino que algunos vecinos se han enterado y
han querido entrar. De momento gana la opción de que sea niña y todo el mundo está
pendiente de que se ponga de parto para descubrir quién se lleva el bote. Ella se ríe y
dice que una cosa está clara, y es que el bebé es tan cabroncete como ella, porque
parece que se retrase a conciencia para ponerlos más expectantes.
—Y de niño tampoco lo tenemos claro. A mí no me termina de convencer el que
quiere tu tía, así que no hay nada cerrado —me aclara mi tío.
Me río, meto un poco de cizaña y, cuando están a punto de mosquearse en serio,
me voy con la música a otra parte. Cenamos, volvemos a casa, metemos a las niñas
en la cama, que están reventadas de jugar y correr, y nos vamos a dormir.
La tranquilidad nos dura hasta las cuatro y cuarto de la madrugada, cuando Diego
me zarandea.
—Ha llegado la hora —me susurra con una sonrisa nerviosa—. Te quedas con las
niñas.
—No, yo quiero ir. Llama a Javier y que venga —contesto somnoliento.
Mi tío intenta quejarse, pero supongo que ve la determinación en mi cara, porque
acaba bajando de la buhardilla para llamar a Javier.
Me pongo un pantalón de chándal corto, las zapatillas de deporte y una camiseta
arrugada. Bajo los escalones de dos en dos y me encuentro con Julieta sentada en el
sofá, sonriendo y tarareando una canción.
—¿Cómo estás? —Me siento a su lado y pongo una mano en su barriga—. ¿Te
duele?
—Las contracciones son constantes desde que me metí en la cama y cada vez son
más seguidas, pero estoy bien. Contenta y deseando ver al nuevo miembro de la
familia. ¿Estás listo para volver a las noches en vela?
Sonrío un poco y asiento. No tengo tiempo de contestarle, porque mi tío llega de
la cocina. Su sonrisa temblorosa me delata lo nervioso que está. Da igual que sea el
tercer parto, él se caga de miedo cada vez que Julieta ingresa y yo lo entiendo, porque
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también me preocupo. Ya sé que los partos son motivo de alegría, pero no dejan de
ser momentos delicados. No quiero ni pensar en que algo pueda ir mal para el bebé o
la mamá, así que intento distraerme pensando en cómo será. Julieta contrae el gesto y
él se sienta a su lado y la abraza con dulzura. Ella se pinza el labio y, cuando el dolor
pasa, sonríe un poco.
—Deberíamos irnos ya —le dice a él.
Mi tío me mira y sé lo que quiere decir. Javier no ha llegado, pese a que estará
intentando correr lo máximo posible.
—¿Mami?
Nos giramos y vemos a Victoria, Emily y Mérida en las escaleras. Están serias y
diría que un poco asustadas. Es la primera la que ha hablado.
—¿Estás malita? —pregunta Emily.
—No, cariño —contesta ella con una sonrisa.
Ellas no parecen convencidas y no me extraña, porque Julieta empieza a tener
contracciones de nuevo y, aunque lo intenta, no puede evitar que su cara se tense un
poco.
—¿Te duele? —pregunta Victoria.
—Mami… —Mérida hace un puchero y yo sonrío, porque esto no puede
convertirse en un drama.
—Ey, ¿sabéis qué? —Diego se acerca a ellas y les sonríe con una calma que está
lejos de sentir—. El nuevo bebé tiene tantas ganas de conoceros que está dando
pataditas un poco fuertes, por eso mamá tiene esa cara, así que vamos a ir al hospital
para que nazca y podáis conocerlo.
—Yo voy —dice Victoria.
—No, cariño. Vosotras os tenéis que quedar aquí. El abuelo viene a cuidaros.
—No —Emily se echa a llorar y corre hacia su madre—. Mami, yo contigo.
—Escucha, mi vida, tienes que quedarte aquí porque en el hospital las sillas son
muy incómodas y yo voy a tardar un ratito en tener al nuevo bebé.
—Dile que salga rápido y así nos vamos a comer todos juntos después —replica
Victoria.
—Ay, ojalá fuera así de fácil —contesta ella riéndose y contrayendo el gesto un
poco.
Otra contracción.
—Yo voy. ¡Marco va!
—Bien, ¿sabéis qué, chicas? —pregunto—. Nosotros vamos a quedarnos.
Subiremos a la buhardilla, encenderemos el portátil y pondremos la peli que más os
guste. Esperaremos, tendidos en la cama, a que el nuevo bebé nazca, mucho más
cómodos que papá, que va a tener que sentarse en la silla del hospital.
—¿Entonces…? —pregunta mi tío.
Quiero ir al hospital, eso es indiscutible, pero no a costa de que las niñas se
queden nerviosas y mal. Julieta va a estar bien, estará con Diego y yo no podré entrar
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en la sala de partos, así que decido que bien puedo esperar aquí y encargarme de
ellas.
—Me quedo —contesto—. Que Javier os lleve al hospital.
—No, salimos ya —dice mi tío—. Vamos, pequeña.
Julieta se levanta y camina agarrada de la mano de su marido hasta la puerta. En
cuanto abrimos Álex, Eli, Amelia y Einar nos esperan en el jardín. Javier viene
corriendo con Sara detrás, pisándole los talones.
—Nos ha avisado papá —dice Álex—. Os llevo yo.
—No hace falta. Marco se quedará con las niñas, así que nos vamos
tranquilamente nosotros.
—Yo voy. —Eli ya está vestida con un vaquero y una camiseta—. Óscar se queda
con Valentina.
Álex asiente y Amelia dice que ella también va. Al final, Óscar se queda con su
hermana, Einar con sus tres hijos, Nate con los suyos, porque Esme llega a toda prisa
diciendo que ella también va, y yo con las pequeñas.
Cuando todos se marchan convenzo a las niñas de subir a la buhardilla, las meto
en la cama conmigo, pongo la película y, antes de media hora, las tres duermen. Yo
no puedo. No hago más que mirar el móvil y esperar que me digan algo, aunque aún
es pronto.
Busco el chat que abrí la última vez el día que nació Mérida. Escribo el mismo
texto y lo cierro con una sonrisa, pues sé que no me responderá hasta dentro de unas
horas.
Las niñas me abrazan en sueños, yo las abrazo a ellas, siendo incapaz de dormir, y
pasadas las nueve de la mañana recibo la llamada que cambia mi vida a mejor, otra
vez.
—Ya está aquí —me dice mi tío.
Es evidente que está llorando. Ha llorado en los tres nacimientos, pero he sido
incapaz de reírme de él en ninguna de las ocasiones, porque el nudo que yo mismo
siento es tan grande que me cuesta tragar saliva.
—¿Están bien?
—Todo bien. Venid los cuatro cuando las niñas despierten. Hay alguien que está
deseando conoceros.
Me río y cuelgo. Despierto a las pequeñas con cuidado, no tengo paciencia para
esperar que lo hagan ellas, y les informo que el bebé ya ha nacido. Ellas saltan en la
cama, me abrazan y me piden que las lleve al hospital, así que nos vestimos,
desayunamos algo rápido y subimos en el coche.
Tres cuartos de hora después estamos caminando hacia la habitación de Julieta.
Javier, Sara, Álex, Amelia y Esme se marcharon después de verla y cerciorarse de
que estaba bien, así que cuento con que estén solos y tranquilos. Las niñas sujetan
globos blancos y Mérida agarra con fuerza a Sophie, la jirafa. Es un mordedor que las
gemelas le regalaron a ella al nacer. Victoria le dijo que tenía que dárselo al bebé,
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porque ella no lo iba a necesitar, y Mérida dijo que sí, que vale, pero yo no tengo muy
claro que vaya a desprenderse de Sophie con facilidad.
—Aquí es —susurro—. Vamos chicas, entrad vosotras primero.
Ellas se apelotonan en la puerta, nerviosas, y yo cojo aire con fuerza antes de
girar la manivela y abrir la puerta.
Diego está sentado en la cama y Julieta se apoya en su costado, adormilada,
mientras el bebé reposa entre sus brazos. En cuanto él nos ve sonríe y besa la cabeza
de ella.
—Ya están aquí, pequeña —susurra lo bastante alto como para que le oigamos.
—¡Mida mami! —grita Mérida—. ¡Es Sophie!
Julieta se ríe y nos hace un gesto con la mano para que nos acerquemos.
—Venid aquí los cuatro. Aquí hay alguien que quiere conoceros.
Las niñas no se lo piensan a la hora de intentar trepar en la cama. Diego baja e
intenta controlar la situación para que no hagan daño a Julieta. Ellas se ríen y se
acercan al bebé de pelo negro como el carbón y gesto tranquilo que duerme en brazos
de Julieta, y yo me quedo pegado a la cama.
—Os presento a vuestro hermanito. ¿No os parece que es un niño guapísimo? —
susurra ella.
Las niñas celebran que es un niño con más gritos, besos al bebé y palabras de
admiración. Victoria y Emily querían un niño porque dicen que están hartas de
compartir las muñecas. Mérida le suelta a Sophie encima y, si no es porque Diego
está atento, se la estampa en la cara.
—Hola, tú —le dice—. Me gustas.
Suelto una carcajada y pienso que este niño va a tener que andarse listo y
adaptarse cuanto antes al ritmo rápido y trepidante de sus hermanas.
—No se llama «tú», Mérida —le dice mi tío con suavidad—. Se llama Eduardo.
Los dos me miran sonriendo y yo entrecierro los ojos, hasta que suelto una
carcajada y asiento.
—Eduardo Manostijeras —susurro.
—En efecto, mi querido Chucky. Este será Eduardo Corleone León, que mola
más.
—Eduardo mola, es bonito —dice Victoria.
—¡Sí! Como la peli, mami, lo hemos pillado —asegura Emily mientras Julieta se
ríe.
—Sois hijas mías, claro que lo habéis pillado.
—A mí me usta más «Tú». —Mérida mira al bebé y le pone el dedo índice en la
mejilla—. Hola, tú.
Diego pone los ojos en blanco, Julieta se echa a reír y yo estoy a punto de hablar,
pero mi teléfono suena y me lo saco del bolsillo para ver quién es. Sonrío cuando veo
su nombre en la pantalla y lo cojo.
—¿Puedo felicitar ya a los padres? —pregunta.
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—Puedes —contesto sonriendo—. ¿Tienes hueco para mí?
—Hueco y casa, ya sabes. Cuando quieras, aquí estoy.
Le doy las gracias, cuelgo y miro expectante a mis tíos.
—Tengo que coger un avión. Si no os importa me llevo a las peques ya, las dejo
con Javier y nos vemos mañana.
Ellos no ponen pegas. Saben de sobra quién ha llamado y solo sonríen. Julieta,
además, llora y me pide un abrazo enorme.
—Mañana te veré en casa —susurro—. Llegaremos al mismo tiempo, ya verás.
—Dale un beso a tu nuevo hermano antes de irte.
Esta vez el que se emociona soy yo. Obedezco, beso la cabeza de Eduardo y la
frente de ella, que me pide que tenga cuidado. Le sonrío y, después de unos minutos,
convenzo a las niñas para que nos marchemos. Las dejo en casa de Javier y voy a
nuestra casa. Meto en una mochila una muda, llamo a Fabiola para que se ocupe del
restaurante y avise a uno de los camareros que tenemos para hacer turnos de refuerzo
y la informo de que iré el martes sin falta. Compruebo los vuelos desde el móvil, saco
un billete para dentro de dos horas y me marcho hacia el aeropuerto mientras sonrío
como un imbécil.
Y es que hay cosas que merecen ser celebradas por todo lo alto.
El nacimiento de un hermano es una de ellas.
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Aterrizo en Ibiza y nada más salir de la terminal me encuentro con él. Lo llamé justo
antes de coger el vuelo para que supiera a qué hora llegaba, pero no le dije que
viniera a recogerme. Aun así, no me sorprende. Ya son muchos años conociéndolo.
—Felicidades, primo. ¿O tío? ¿O hermano? —Me río y le abrazo palmeando su
espalda—. Oh, ya sé. Babu, ¿no es así como te llaman las chicas?
—En efecto, mi querido Lendbeck. ¿Cómo estás? Además de más viejo.
Él suelta una risotada y palmea mi hombro con fuerza. Con mucha fuerza, a decir
verdad. Tanta como para moverme del sitio demostrándome que puede que esté
delgado, pero anda sobrado de potencia.
—¡Con canas en la barba! —contesta señalándome sus mejillas—. Literales. La
culpa es de mis hijos, que me hacen mayor por días.
Entrecierro los ojos para ver esas supuestas canas y, aunque las encuentro, tengo
que reconocer que, lejos de hacerle parecer mayor, le aportan un aire interesante que
seguro que, unido a sus muchísimos tatuajes, trae a las tías de cabeza. Una pena para
ellas que esté pillado.
Conocí a Oliver Lendbeck hace ya muchos años, el verano que se casaron mi tío
y Julieta. Su mujer es una de las dueñas del camping en el que se celebró la
ceremonia y en el que veraneamos una semana entera. Aquellas vacaciones dieron
mucho de sí para todo el mundo. Álex y Eli empezaron su historia allí, Amelia y
Einar sobrepasaron los límites de su amistad durante la boda y yo…, yo me libré de
una pelea en la que tenía todas las de perder gracias a Oliver. Me metí con una chica
que resultó tener novio. Ella era mayor que yo, así que él, también, y no solo de edad.
De haber querido, me habría dado la paliza de mi vida, y si no lo hizo fue porque
Oliver intervino. Estaba tomando algo allí con su mujer y ambos dieron la cara por
mí, como dueños del camping. Luego me invitaron a tomar algo y acepté por gratitud,
pero sobre todo para convencerlos de que no mencionaran el incidente ante mi tío,
Julieta ni nadie de la familia. Ellos me lo prometieron, bebimos durante un rato y,
como yo no era dado a hablar de mí mismo, se dedicaron a hablar y contarme cosas
tan interesantes como que él era tatuador profesional, uno de los mejores del país y
muy reconocido en Los Ángeles, donde vivían buena parte del año. A día de hoy, de
hecho, ha participado incluso en algún que otro reality americano de tatuajes
desastrosos. Me río mucho de él por eso, pero como es el tío con mejor humor del
mundo solo se ríe conmigo y confiesa que se lo pasa en grande probando cosas
nuevas. El caso es que aquella noche acabé pidiéndole que me tatuara algo especial
que no quería olvidar. Yo estaba pasado de copas y él no estaba borracho, pero
también había bebido lo suyo. Pensé que se negaría, pero miró a su chica, que se echó
a reír y se mordió el labio, como si estuviera recordando algo especial. Finalmente
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me dijo que él era muy partidario de los tatuajes espontáneos. Una hora después
estábamos en su estudio.
—¿Dónde lo quieres? —preguntó Oliver mientras Daniela, sentada a su lado, me
miraba con los ojos muy abiertos, expectante.
—¿Dónde lo hicisteis vosotros? —Ellos se hicieron los sorprendidos y yo me reí
—. Es evidente que antes, cuando habéis dicho que eráis partidarios de los tatuajes
espontáneos, hablabais de vosotros, así que venga. ¿Dónde os lo hicisteis?
—En la cadera —dijo Oliver.
Asentí, me senté en la camilla y me bajé el vaquero lo justo para que vieran mi
cadera, esa zona en la que, al estar delgado y tonificado, siempre se me ha marcado la
famosa V.
—Hazlo aquí, entonces. Bájalo para que solo se vea cuando me desnude. No
quiero enseñárselo a nadie que no sea de confianza. —Miré a Daniela, su mujer, y le
guiñé un ojo.
Ella soltó una carcajada y me miró con cara de pícara.
—Menudo estás tú hecho…
—Eh, no te pases con mi chica. Búscate una, hombre.
—Ya la tuve, y la perdí.
Oliver y Daniela no contestan a eso. No después de que les haya contado lo
básico. Yo palmeo mi cadera desnuda y le guiño el ojo a Oliver, esta vez.
—Dale. Márcame con tinta como si fuera fuego, para que no me olvide nunca.
Estaba borracho. Joder, estaba muy borracho, pero al día siguiente, cuando me lo
vi, no sentí que hubiese sido un error. Dolor, sí. El dolor me taladró y me enfadé
conmigo mismo, porque no era justo que siguiera teniendo ese poder sobre mí, pero
ni siquiera así me arrepentí. Recordé entonces, de manera vaga, mi conversación con
Daniela cuando el tatuaje estuvo hecho.
—¿Puedo saber qué significan? —preguntó ella.
Recuerdo que sonreí, acaricié las coordenadas y fechas sin guiones de mi piel,
como si solo fuesen una secuencia de números, y hablé sin pensar demasiado. El
alcohol ayudaba.
—Son fechas. Este día, en este sitio, sentí por primera vez que mi vida tenía
sentido. —Bajé por mi piel hinchada y señalé las siguientes coordenadas, con su
correspondiente fecha—. Este día me sentí el jodido amo del mundo. Y este —dije
señalando el último—. Este… —Fruncí los labios—. Este perdí todo lo que siempre
me había importado y maté a una parte de mí mismo para siempre.
Ella no contestó y Oliver solo palmeó mi pierna con suavidad.
—Algún día tendrás ganas de tatuarte cosas que te hagan sentir vivo de nuevo,
Marco. Avísame cuando eso pase, ¿de acuerdo?
Asentí, pero poco después me olvidé del tema. Nunca había pensado en tatuarme
por estética, aquella vez había sido puntual y no volví a sentir la necesidad de repetir
la experiencia… hasta el día después, cuando miré a Victoria y Emily rebozarse en la
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arena de la playa. Y entonces, de la nada, las palabras que me había dicho Oliver la
noche anterior volvieron a mi cabeza y lo llamé. Quería nuevas coordenadas. Elegí
mi columna vertebral, esta vez, y me tatué el día que nacieron, junto a las
coordenadas del piso en el que vivíamos antiguamente, que fue donde me dieron la
noticia de que venían dos bebés en camino. Con Mérida repetí, esta vez me tatué su
fecha de nacimiento y las coordenadas del jardín de Javier. Después de eso aproveché
que Oliver estaba por la ciudad y me llamó para tomar algo. Le pedí que me tatuase
las coordenadas del restaurante y el día que conocí a mi tío, a Julieta y a mis abuelos.
Mi abuela y Julieta lloraron cuando lo vieron y lo entendieron, mi tío palmeó mi
espalda y me dio las gracias, emocionado, y mi abuelo farfulló que a él los tatuajes no
le gustaban, pero en el fondo estaba encantado y así me lo hizo saber tiempo después.
Esa es mi lista de tatuajes. Lugares y fechas importantes. Cosas que no me
permito olvidar grabadas en mi cadera y el centro de mi columna. No me los veo a
menudo, más que cuando me miro en el espejo, pero tampoco lo necesito para
tenerlos presente.
—¿De dónde son estas coordenadas?
—Nuestra casa —contesto—. Estaba en la buhardilla cuando me contaron que
venía un nuevo bebé en camino.
—Mola. Tengo una propuesta para ti.
—¿No me digas?
—Te digo.
—¿Pretendes tatuarme el culo o algo así? Te recuerdo que es mi tía la que hizo
aquello. Yo no tengo ningún interés.
Oliver suelta una risotada mientras subimos a su coche en el parking del
aeropuerto.
—Joder, me habría encantado hacer aquel tatuaje.
—No se lo digas a ella o se le ocurrirá otro. En el embarazo de Eduardo habló de
tatuarse toda la barriga para tapar las estrías que le han ido saliendo. Iba en serio y mi
tío está cagado de pensar que un día se levante y haya decidido hacerlo.
—Que me llame, ¿eh? Podría hacerle algo muy chulo si me da tiempo para
diseñarlo. Un póster con todas las caras de los personajes de Tim Burton. Le fliparía.
—Mejor no se lo digas —contesto riéndome—. Mi tío no es muy fan de los
tatuajes.
—Es fan de ella y todo lo que ella se haga, así que no hay problema.
Me río y le doy la razón. Miro su perfil y pienso que no me extraña que Daniela
cayera rendida a sus pies, aunque me consta que para él fue igual. Oliver es un tío
bastante atractivo. Tiene los brazos tatuados al completo y sé que su pecho también
está lleno, igual que su espalda e, incluso, sus piernas. Comprensible, es su profesión
y adora grabarse con tinta todo lo que le importa o le gusta mucho. Sus tatuajes
ayudan en su atractivo, pero es algo que va más allá. Es la sensación de que es un
gran tío en cuanto hablas con él un poco. Viste pantalones rajados, camisetas
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deshilachadas y, a pesar de todo, cuando abre la boca sabes que es una buena persona.
Que sea músico en sus ratos libres fue la guinda para Daniela. Parece que esté
contento siempre, pero no es así. Yo sé bien que en su vida no todo ha sido color de
rosa. Ha tenido partes muy oscuras que ha superado y creo que ese es el motivo por el
que más me gusta hablar con él. Me da esperanza, aunque a veces me desespere por
pensar como pienso y sentir como siento. Hablar con él, aunque sea cada muchos
meses, me recuerda que las partes negras no tienen por qué dominarlo todo. Lo bueno
siempre ha de pesar más.
—¿Cómo están los niños? —le pregunto.
—Muy bien. Crecen demasiado rápido para mi gusto. —Sonríe y pone el
intermitente para salir de una rotonda—. ¿Te has fijado en que yo tengo tres niños y
una niña, y tus tíos tres niñas y un niño? Es curioso.
—Lo es.
Hablamos un rato de su familia, la mía y nuestros trabajos, hasta que llegamos a
su estudio. Aparcamos y, cuando ya estamos dentro, me coloca delante un bloc con
un dibujo. Parece sencillo, pero tratándose de Oliver sé que hay más de lo que se ve a
simple vista.
—¿Qué me dices?
—Es bonito, pero muy grande.
Él asiente, seguramente sabedor de que iba a decirle eso. Se trata de una brújula
en la parte superior y, en la inferior, hay un barco de vela rodeado de trazos limpios y
rectos que marcan distintos puntos de un mapa difuminado en el fondo que solo ves si
te fijas muy bien.
—Es una búsqueda constante. Un viaje hacia no se sabe dónde que no acaba. La
deriva. Eres tú, Marco. Así te veo yo. Me vino esta idea cuando supe que Julieta
esperaba un bebé nuevo, porque sabía que vendrías a cumplir la tradición, así que
pensé que no perdía nada por enseñártelo.
—La deriva —murmuro.
—En el buen sentido, y también en el malo.
Si otra persona me dijera algo así, me enfadaría, estoy seguro, pero es Oliver. Él
sabe más que mucha gente, así que solo asiento una vez con brusquedad.
—¿Dónde?
—Tú eliges. Yo te aconsejo pierna o brazo. Al ser en vertical es donde mejor
puede quedar. También sirve el costado.
—Antebrazo está bien. Me lo veré más que el resto.
—¿Eso es bueno? El resto apenas te los ves a conciencia.
Lo pienso un segundo, otra vez. La deriva. Sí, el antebrazo está bien. Es bueno no
olvidar lo que uno siente de manera constante, o casi. Miro a Oliver y debe ver la
determinación en mi rostro, porque asiente y se pone a prepararlo todo.
La tarde se nos va entre el tatuaje pequeño en honor a Eduardo y mi antebrazo,
que queda bastante dolorido.
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—Mañana por la mañana, antes de que te vayas, le echaré un ojo, por si hay que
repasar algo.
—De acuerdo.
—¿Vamos a casa? Dani está deseando verte.
—Yo jamás me negaré a ver a una preciosa mujer.
Oliver me advierte entre risas que deje mi lengua de niñato salido para cuando
esté en la discoteca, porque su mujer ya tiene quien le diga cosas bonitas.
—Si tanto me tienes que advertir, a lo mejor es que dudas de tenerla bien servida.
—Sigues siendo un cabroncete —dice riéndose y conduciendo de nuevo—. No
cambiarás nunca.
—Es la idea.
—Iba a decirte que el día que encuentres a la mujer adecuada, lo harás, pero creo
que eso te llevaría a ti a poner mala cara y a mí a intentar esquivar el tema, así que
mejor lo dejo correr, ¿no? —Le hago un corte de mangas por respuesta y él se ríe
entre dientes—. Lo que yo decía.
El resto del camino lo hacemos oyendo música. Me pongo mis Ray Ban y disfruto
de las vistas de la isla mientras subimos a la casa que Oliver y Daniela tienen en un
acantilado. La primera vez que fui flipé, porque sabía que vivían bastante bien, él con
su trabajo y ella como fotógrafa de renombre, sobre todo en Hollywood, pero ver en
persona la inmensa casa de Ibiza era otra cosa. Lo hacia todo más real. ¿Quién me iba
a decir a mí que acabaría conociendo a gente con un poder como este? Joder, si me lo
hubiese dicho alguien hace solo diez años, le habría partido la cara, pero aquí estoy.
Las cosas han mejorado considerablemente desde entonces, de eso no hay duda,
pero, aun así… Miro mi antebrazo plastificado y suspiro.
La deriva.
Cuando llegamos Daniela me saluda con un abrazo y un beso, yo la piropeo,
Oliver vuelve a advertirme que no me pase, ella y yo nos reímos y entramos en casa
para que pueda ver a los niños y cenar algo. En principio el plan era salir, pero al final
la pequeña Daniela me convence para que me quede a la sesión de cine. Oli y Dani
suelen poner un proyector en el jardín para ver pelis en verano y cuando me ofrecen
quedarme e insisten un poco me resulta imposible negarme. De todas formas, hoy no
me apetece demasiado relacionarme con nadie ni salir de fiesta, así que cojo una
toalla, me tumbo en el jardín, pese a haber hamacas, y miro a ratos la película y a
ratos el cielo, plagado de estrellas. La brisa marina remueve mi pelo y me pregunto,
no por primera vez, si ella se parará alguna vez a mirarlas. Las estrellas, digo.
Seguro que no. A lo mejor donde esté ni siquiera brillan con fuerza, claro que eso
nunca nos importó demasiado. Nosotros fuimos capaces de ver estrellas aun cuando
estábamos a cubierto. Conseguimos que todo brillara con solo cerrar los ojos. Joder,
fuimos tanto…
Llevo una mano a mi cadera y lo noto. El dolor, la rabia, la desesperación por no
dejar de sentir.
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Pero algún día lo conseguiré. Algún día dejaré de ser un cobarde, me enfrentaré a
mi pasado y saldré vencedor. Algún día ella dejará de doler.
Algún día…
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Tiempo atrás
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—Son feas y demasiadas.
—Son las que tienen que ser. —Las toco con mi dedo, primero las que tiene bajo
los ojos y luego las de la nariz—. Yo no puedo imaginarte sin ellas.
—Cuando sea una mujer y se me caigan ya verás como te parece que estoy más
guapa.
—Estarás guapa, pero no más guapa. Ya no puedes ser más guapa de lo que eres.
—¿Crees que no puedo mejorar?
—Creo que no hay nada que mejorar. Tú eres perfecta. La niña más guapa del
universo.
—No conoces a todo el universo.
—No lo necesito para saberlo.
Su cara se pone roja y yo chasqueo la lengua, riéndome. Me daría un poco de
vergüenza decirle esto a otra, pero es que ella no es otra. Ella es Erin.
—Marco.
—¿Sí?
—Creo que no voy a probar el tabaco —susurra—. No quiero marearme como tú.
Paso un brazo por sus hombros y ella se apoya en mí, como hacemos siempre que
nos sentamos aquí. Este sitio huele mal, pero no importa. Se siente seguro y eso es
todo lo que importa.
—Vale —contesto.
Miro la litrona que tengo en las manos y pienso en abrirla y darle un trago. Erin
también la mira, luego me mira a mí y, cuando sus ojos azules se clavan en los míos,
siento que no debería hacerlo, porque a lo mejor ella también se atreve y no quiero
que Erin beba. No quiero que se parezca a su madre en nada. Tampoco quiero
parecerme a mi madre en nada, así que lanzo la botella con todas mis ganas contra la
pared de enfrente. No se rompe, no tengo tanta fuerza y en las pelis esto queda mucho
mejor, pero rueda hasta meterse debajo de un contenedor.
—Gracias —susurra ella.
Sonrío, miro al cielo y, cuando veo una estrella, pienso que seguro que en otros
barrios se ven muchas más. Aun así, aviso a Erin para que mire arriba. Ella lo hace y
sonríe, porque le encanta mirar las estrellas. Hace frío, así que se acerca más a mí.
Aprieto mi abrazo con fuerza para que esté más cómoda.
—Marco.
—¿Mmm?
—Cuando seas un hombre del todo y yo aún siga siendo una niña, ¿seguirás
queriendo ver las estrellas conmigo?
—Sí.
—¿Seguro?
—Seguro. Yo siempre querré ver las estrellas contigo.
—¿Aunque solo haya una?
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—Aunque no haya ni siquiera una. Miraremos arriba y veremos el cielo negro,
pero juntos.
Eso hace que sonría y me alegro, porque fuera de este callejón Erin no sonríe
mucho. Al revés, llora a menudo, aunque no me lo diga. Odio notar en su cara que ha
llorado. Lo odio tanto que pienso que ojalá Ángel se muriera. Y su madre. Y la mía.
Ojalá se murieran todos y nos dejaran solos. Sería mejor, más fácil, porque yo
intentaría que ella no llorara nunca más, pero así es imposible. Yo la hago reír y
cuando llega a su casa todo se apaga. Lo sé porque, cuando llego a la mía, me pasa lo
mismo.
—Marco.
—¿Mmm?
—¿Me cantas?
Sonrío un poco y asiento. No canto fuera de este callejón nunca. No me gusta que
me oigan, y eso que sé que lo hago bien, pero es que quiero que mis canciones sean
solo para ella y para mí. Ya sé que nada más tengo doce años, pero ya he aprendido
que las cosas que nos hagan felices, es mejor que las guardemos para nosotros. Como
un secreto.
Carraspeo, pienso en la primera canción que me viene a la mente y empiezo.
En el bulevar de los sueños rotos.
Vive una dama de poncho rojo.
Pelo de plata y carne morena.
Mestiza ardiente de lengua libre.
Gata valiente con piel de tigre.
Y voz de rayo de luna llena.
Por el bulevar de los sueños rotos.
Pasan de largo los terremotos.
Y hay un tequila por cada duda.
Cuando Agustín se sienta al piano.
Diego Rivera, lápiz en mano.
Dibuja a Frida Kahlo desnuda…
Erin me abraza con fuerza y yo sigo cantando y mirando arriba, a la única estrella del
cielo. Ojalá no me falte nunca. Ni la estrella, ni el cielo, ni ella. Sobre todo ella.
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Erin
Tiene el pelo más rizado.
Me escondo tras una esquina de la calle en la que está el restaurante e intento
regular mi respiración. Me avergüenza tanto haber venido… He intentado aguantar.
Yo soy la primera que no quiere que sepa que estoy aquí, pero hoy hace un mes que
volví a España y una parte de mí se sentía ansiosa, incapaz de soportar más la espera.
Tenía que verlo en persona e intentar que él no me viera a mí, así que he cogido el
bus, el metro y me he plantado en el centro de la ciudad suponiendo que estaría muy
liado en el restaurante, hoy sábado, como para fijarse en la chica que se ha paseado
ya dos veces de forma disimulada por la acera de enfrente para verle por la cristalera.
Tiene el pelo más rizado y está tan alto…, tan hombre. Cierro los ojos, apoyo la
cabeza en la pared y sonrío al tiempo que me resbalan dos lágrimas traicioneras.
«No llores, Erin. Esto lo hiciste por él. Todo fue por él».
Cojo aire y me repito cada palabra hasta que su imagen trabajando y sonriendo lo
ocupa todo, incluido el dolor. Trago saliva y hago lo mismo que he hecho los últimos
diez años, dejarlo estar, desandar mis pasos y volver al metro.
Amelia no se explica cómo Marco no se ha enterado aún de que he vuelto y yo no
me explico cómo se las ha ingeniado ella para ayudarme, verme casi a diario y que su
familia no la pille. Supongo que tener a Einar de compinche ayuda, pero cada vez me
siento peor por hacer que mientan en mi favor.
Vuelvo a casa y me meto en la cocina. Busco la harina, saco unos huevos del
frigorífico, la mantequilla y el resto de ingredientes para hacer un pastel. Sé que
regalarle a Amelia una tarta es algo insignificante, en comparación con todo lo que
ella hace por mí, pero al menos siento que hago algo más aparte de pedirle favores.
Además, las clases empiezan el lunes y estoy frenética. En parte porque no sé si voy a
adaptarme bien y en parte porque sé que el tiempo se agota. Marco va cada semana
varias veces a la asociación, ya sea para dejar los excedentes o, simplemente, visitar a
trabajadores y alumnos. Incluso da alguna que otra clase de cocina, según Amelia. No
dejo de pensar en cuál será su reacción, y eso que lo tengo bastante claro, porque
mucho ha tenido que cambiar su personalidad para que no coja el cabreo del siglo.
Según Amelia sigue teniendo una personalidad explosiva. Ella dijo explosiva por
ponerlo bonito, pero yo conozco a Marco muy bien y sé que, cuando dice eso, lo que
quiere decir es que, a veces, tiene un genio infernal. Nunca me molestó eso. Yo
misma tengo un pronto fuerte, aunque con él me costara sacarlo. Lo hice, sin
embargo, poco antes de marcharme, cuando él encontró a su tío y empezó a salir del
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barrio. Un día, en una fiesta en casa de Javier, la única en la que yo estuve, incluso le
recriminé que me hubiese abandonado. Nunca olvidaré el dolor que se reflejó en su
rostro. Luego hicimos las paces, pero la alegría nos duró poco, porque entonces mi
madre murió y el resto… bueno, es historia. El caso es que siempre supe que éramos
dos personas viscerales, intensas y de personalidad fuerte, pero eso nunca fue un
impedimento para querernos, y creo que es porque nos las ingeniamos para
convertirnos en parte vital del otro. Llegué a un punto en el que estaba convencida de
que vivir sin Marco era posible, pero como lo es vivir sin brazos, o sin piernas. Que
sea posible no significa que sea fácil. No me equivoqué, no lo fue y, aún hoy, me
pregunto si esto no será una especie de enfermedad. No es normal que diez años
después su simple visión despierte tantas cosas en mí. ¿O sí? Yo que sé, yo lo único
que sé es que verlo ha despertado esas partes que he adormecido con tenacidad y
sacrificio. Ahora están tan exaltadas que es como si se hubiesen metido un chute de
cafeína en vena y yo no sé muy bien cómo manejarme con esta situación.
Supongo que lo iré descubriendo paso a paso, según vayan surgiendo las cosas.
Acabo la tarta, la meto en el horno y me doy una ducha, porque el calor en este piso
sigue siendo infernal.
Entro en el baño y miro la bañera con indiferencia, me desnudo, me meto y me
paro en seco. He mirado la bañera con indiferencia. Sonrío y abro el grifo del agua
fría. Me pongo bajo el chorro, sigo sonriendo y me doy cuenta cuando tengo que
escupir el agua que he tragado. Suelto una carcajada y giro sobre mí misma. ¿Quién
iba a decir que mis sentimientos por una bañera podían cambiar tanto mi estado
anímico? Salgo empapada, dejo que mis rizos caigan por mi espalda y hombros y me
voy hacia mi dormitorio sin temor a que puedan verme por las ventanas, pues
permanecen cerradas la mayor parte del día para que Marco no sospeche si pasa por
la calle un día. De noche las abro solo un poco para ventilar y dejar entrar el fresco,
porque estoy segura de que él ya no camina por este barrio cuando cae la noche.
Ahora ya no, y eso es genial.
Abro la aplicación de Spotify, entro en una de las listas habituales que tengo
guardada y activo el modo aleatorio. Suena Little things One Direction y vuelvo a
sonreír, esta vez porque recuerdo a Marco gastándome bromas acerca de que me
gustase una boyband. Recuerdo tantas cosas de nosotros…
Un rato después, cuando Amelia viene, tal como yo ya esperaba, le entrego la
tarta y me río ante su cara de sorpresa.
—No tenías que hacerlo, Erin.
—No tenías, pero agradezco mazo —dice Einar a su lado mientras se relame y yo
me río.
—Es casi una vergüenza que sea repostera y no hayáis probado nada mío. Y es lo
mínimo que puedo hacer después de todo lo que vosotros habéis hecho por mí.
—No tienes que hacer nada para compensarnos. Estamos felices de haberte
ayudado con tu vuelta. —Amelia pone una mano sobre la mía y sonríe—. ¿Estás lista
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para ir el lunes a la asociación y empezar las clases?
—Nerviosa —confieso—. Aunque confío en que vaya bien.
—Irá bien, te lo prometo. Tú dedica lo que queda de día a disfrutar y relajarte.
¿Qué harás mañana?
—Quedarme en casa. Quiero dedicar el día a depilarme, leer, ver alguna serie en
el móvil y… no sé. Quizá salga a pasear por la ciudad.
Me ahorro decir que puede que haya pensado en volver a pasar por el restaurante,
por si Marco está trabajando también en el turno de comidas. Me lo ahorro porque sé
que se pondría frenética, pero, sobre todo, porque me avergüenza sentir estos
impulsos.
—Te diría que tenemos comida familiar y eres bien recibida, pero supongo que no
has pensado en hacer una aparición estelar…
—No, mejor no —contesto con una sonrisa forzada.
—El tiempo se acorta, Erin. Es cuestión de días que te vea. Lo sabes, ¿verdad? —
Asiento y hago el esfuerzo de sonreír de nuevo.
—Lo sé, pero no voy a irrumpir en su vida. He vuelto para ocuparme de mí
misma, no para obligarlo a él a aceptarme o pretender hacer ver que no ha pasado
nada.
—Creo que, si irrumpieras en nuestro jardín, llevaría mejor la decepción cuando
se entere de todo.
—Venga, Amelia. —Me río y niego con la cabeza—. Las dos sabemos que no hay
forma de evitar su estallido.
Ella frunce los labios y es Einar el que asiente, dándome la razón. Hablamos un
poco más y, cuando se da cuenta de que no va a convencerme de ir mañana a su casa,
se despide de mí hasta el lunes, que nos veremos en el trabajo.
Cuando salen de casa me pongo la ropa de dormir, me tiro en el colchón con un
libro y leo hasta que me quedo dormida. Por la mañana limpio un poco, cocino, hago
otro pastel y cumplo con mis propósitos de mimarme un poco e intentar calmarme.
El reloj imaginario que tengo sobre los hombros sigue su curso y el tiempo se me
agota con cada minuto que pasa, pero me concentro en respirar y repetirme una y otra
vez que es así como tiene que ser.
Es así como he decidido que sea y no pienso cambiar de opinión. No lo haré, aun
sabiendo que todo esto va a costarme un montón de lágrimas.
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Me acabo el último trozo de pastel que me quedaba en el plato y miro a Amelia con
cara de corderito degollado a conciencia.
—¿Quieres más? —pregunta ella con una sonrisa.
—Dios, sí. ¿Dónde dices que lo has comprado? Está tremendo.
—Es secreto.
—¿Por qué? Quiero ir a comprar uno entero para mí.
—Por eso es secreto. Estoy segura de que acabarías empachado.
Gruño un poco, pero cuando me pone un segundo trozo de pastel me callo y me
dedico a comer. Joder, es que es un manjar. A ver si la pillo distraída un día y me dice
de dónde es, porque tengo la necesidad de decirle a su creador o creadora que no deje
de hacer cosas tan deliciosas como esta.
—Ay, joder. —Julieta farfulla a mi lado y se separa al pequeño Eduardo un poco
del pecho—. Cuatro hijos y no consigo encontrar una fórmula para que no me
destrocen los pezones.
—Demasiada información —le digo con la boca llena.
—Tú calla y come. —Resopla y mira al fondo del jardín—. ¿Dónde está Mérida?
—Con mi tío, tranquila.
Julieta busca a Diego y lo encuentra en una tumbona, con la pequeña encima,
cantándole una de sus canciones. Él se ríe y le dedica toda su atención, mi tía suelta
un charco de babas metafóricas que, de ser reales, bañarían a Eduardo, y yo miro a
Amelia con cara de bueno, otra vez, pero ya no cuela y se niega a darme más tarta
porque dice que no se puede ser tan goloso y que acabaré poniéndome malo.
Resoplo, me quejo y me levanto de la mesa con aire digno para ir a la piscina. Ya
que no voy a comer más dulce, bien puedo nadar un rato y refrescarme. En realidad,
sé que Amelia tiene razón, porque yo, cuando se trata de comer, sobre todo pasteles,
no tengo mucho control. Y estoy muy delgado, engordar no me preocupa, pero llegar
a tener problemas de azúcar o colesterol, sí, así que agradezco que la familia se ocupe
de ponerme límites, aunque no vaya a reconocerlo jamás.
Juego un rato con los niños que están en la piscina, salgo al borde y me tumbo
para tomar el sol. El día se me pasa así, entre comer, jugar con los niños, meterme
con los adultos, tomar el sol y reponer fuerzas para mañana. No puedo quejarme, el
restaurante va bien y los trabajadores son tan de confianza que suelo tomarme los
domingos libres, salvo que tengamos comidas o convites grandes organizados y me
sea imposible. Además, estando Fabiola, que es la encargada, me quedo del todo
tranquilo. Ella libra en días alternos, que le va mejor, así que todos contentos. Este
día es para la familia y para descansar, aunque a veces acabe más estresado aquí que
en el restaurante.
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¿Quién me iba a decir a mí que tendría una familia con la que estar de barbacoa
los domingos? Joder, es surrealista.
—¿De qué te ríes? —pregunta mi tío sentándose a mi lado.
—Nada, cosas mías.
—Mañana necesito que faltes al restaurante por la tarde.
—Justo estaba pensando en mis descansos —murmuro—. Ya sabes que yo libro
los domingos.
—Bueno, joder, eres el dueño. Puedes descansar también mañana.
—¿Para qué me necesitas? —Mi tío guarda silencio y yo me bajo las gafas de sol
que llevo puestas para mirarlo por encima del borde—. Dispara.
—Voy a hacerme la vasectomía.
—No jodas —murmuro.
—Sí, jodo. Y relaja la cara, porque es un secreto.
—¿Y por qué es un secreto? A Julieta le va a dar algo de la alegría.
—Pues es que… —Se muerde el labio y resopla—. Yo tengo cita mañana, pero
como vea la cosa muy oscura, me largo y no me opero, te lo digo.
Me río y me incorporo para sentarme a su lado. Meto los pies en el agua, como él,
y empujo su hombro con el mío.
—¿Qué esperas encontrar allí? ¿Una señora con unas tenazas dispuesta a
arrancarte los huevos? —Él hace como si tuviera un escalofrío y yo me río—. Venga
ya. Es una operación sencilla. Te hacen una punción de nada y en unos minutos a tu
casa. Ni siquiera te ponen puntos.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque me informé para hacérmela. —Mi tío me mira con la boca abierta y yo
me encojo de hombros—. ¿Qué?
—¿Pensaste en hacerte la vasectomía?
—Lo pensé y hasta saqué cita, pero Fabi me convenció de no hacerlo. —
Chasqueo la lengua—. Yo aún no sé si hice bien al obedecerla o no.
—Pero Marco, eres muy joven. ¿No piensas tener hijos?
—Ni siquiera pienso en tener mujer o novia, imagina el tiempo que dedico a
pensar en la procreación.
—Pero tienes solo veintisiete años.
—Te aseguro que pensaré lo mismo con treinta y siete, cuarenta y siete y…
—Vale, lo pillo. —Mi tío me mira muy serio, pasa un brazo por mis hombros y
habla con voz grave—. Prométeme que no lo harás, Marco.
—Venga ya…
—Prométemelo —me dice él interrumpiéndome—. No te vas a negar la
posibilidad de ser padre. No hasta los cincuenta, por lo menos.
—Tú no tienes cincuenta.
—Pero tengo cuatro hijos. Cinco, contándote. —Sus palabras me emocionan,
pero disimulo y él aprieta mi nuca en un gesto cariñoso—. Prométemelo. —Asiento
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de mala gana y él suspira—. Bien, aquí el único que va a perder su virilidad, soy yo.
Me río a carcajadas, porque este hombre es de un dramático cuando quiere que
me hace gracia. Julieta pregunta cuál es el chiste, él se inventa uno malísimo sobre la
marcha y yo me río más, porque estoy deseando que llegue mañana y ver al gran
Diego Corleone temblando en la puerta de la consulta. Es un poco de cabroncete que
eso me haga gracia, pero por lo menos soy sincero y lo reconozco.
La tarde F llega. F de fatídica. Se lo digo a mi tío, pero él no valora mi esfuerzo
por ponerle nombre a estas horas juntos y me regala una mirada cargada de rencor.
—Yo solo digo que como la aguja o el bisturí o lo que sea mida más que mi dedo
meñique, me voy —dice mientras esperamos en la sala de la consulta.
—Ya te han explicado el procedimiento. Fácil, rápido, limpio —le recuerdo—.
No vas a salir de aquí con la voz más aguda, así que tranquilo.
—Qué gracioso eres, en serio.
Me río entre dientes, me retrepo en la silla y me recreo un poquito en las gotitas
de sudor que le caen por la frente. Puede que sea porque es verano, pero a mí me
gusta pensar que es el acojone que tiene. Entiéndeme, es muy raro ver a Diego
Corleone mostrando un mínimo de debilidad. Y no es que sea un machito de esos que
se dan manotazos en el pecho, es que es reservado de naturaleza y odia que los demás
pensemos que lo pasa mal. O peor, odia que suframos porque pensamos que lo pasa
mal. Es así de retorcido.
El momento C llega, como todo en esta vida. C de crucial, pero mi tío tampoco
encuentra eso gracioso y me hace un corte de mangas antes de entrar. Me quedo
fuera, pese a que él insiste en que le acompañe, pero no tengo ningunas ganas de ver
cómo le hacen trabajitos ahí abajo y tampoco iban a dejarme, por mucho que él diga
que sí. Saco el móvil, reviso mis redes sociales y me río al ver una foto de Fabiola
juntándose los pechos en un enorme escote y poniendo cara de viciosa. Me juego el
culo a que esto tiene como propósito encabronar a Celia, una chica con la que se trae
un rollo extraño de relación sin compromiso, pero con muchos celos de por medio.
Le doy like y le pongo un comentario subido de tono. Dos minutos después me
escribe por whatsapp.
Me río, porque ya sabía yo que los tiros iban por ahí, y le contesto.
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haces cola en el banco. Pulso el buscador de Facebook y veo su nombre en mi
historial. Esta es otra costumbre que debería dejar de una puñetera vez. Algo
aprendido y que ya hago por inercia, porque no espero encontrar nada y, aun así,
pulso sobre él. Erin O’Callaghan. Una lista inmensa de gente que se llama Erin y no
son ella. Gente que se apellida O’Callaghan, pero no se llama Erin y mi decepción,
una vez más. Debería formatear la aplicación solo para que su nombre deje de salirme
en el historial de búsqueda, pero es que en estos años he cambiado hasta de móvil y
siempre acabo haciéndolo. Soy un animal de costumbres, aunque sean malas. Salgo
de las redes, abro un juego al azar y me entretengo lo que puedo mientras mi tío sale.
Si no lo ha hecho ya, supongo que al final sí que se va a operar.
Cuando la puerta se abre un rato después le veo un poco blanco, pero sonríe, o lo
intenta.
—¿Listo? —pregunto.
—Listo —dice él—. Vámonos a casa, por favor. Necesito una cerveza.
Me río, cojo las llaves del coche cuando me las lanza y nos marchamos. Él está
muy callado y yo, de por sí, no soy muy hablador, así que el camino es bastante
silencioso.
Llegamos a casa, Julieta se enfada porque cree que nos hemos ido de cervezas sin
ella y cuando mi tío consigue convencerla de que no es así, deciden ir al bar de Paco
a tomar algo.
—Te vienes, ¿no? —pregunta mi tío.
—En realidad, voy a ir a dar una vuelta —contesto.
—¿A dónde?
—Por ahí.
—¿Con quién?
—Con gente.
—¿Qué gente?
Me río y le guiño un ojo mientras voy hacia la puerta.
—No quieras saber tanto…
Él me pone mala cara, pero me voy de todas formas. Oigo cómo Julieta se ríe de
él y le llama pesado, pero sé que, en el fondo, también está intrigada por saber a
dónde voy. Seguramente las sospechas inunden sus cabezas. Y no es que no quiera
contárselo, es que voy a ver a Victoria y no quiero que se cabreen o se preocupen por
mí.
Supongo que, después de todo, soy más parecido a mi tío de lo que todos dicen. Y
ya lo dicen bastante.
Aparco en la puerta de la asociación. Hace mucho que no lo hago en la calle
donde solía vivir. No es que no me fíe, es que no quiero que ella se asome a la
ventana y vea algo mío. Sabrá que vengo en coche, supongo, pero yo prefiero que no
lo vea. Que no sepa de mí más de lo que se ve a simple vista, que es poco. Llego al
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portal, subo las escaleras y, aunque deseo que Ángel no esté en casa, no tengo suerte,
porque es quien me abre la puerta.
—Hombre, el hijo pródigo vuelve a casa para su ración mensual de caridad —
dice con maldad.
—¿Dónde está? —pregunto aguantándome las ganas de arrugar el gesto, porque
desde dentro viene un olor repugnante.
—En su cuarto. Entra, está deseando verte.
No me gusta su sonrisa, ni su cicatriz, ni nada de él. Joder, no he hecho más que
llegar y ya tengo unas ganas incontrolables de largarme. Me adentro por el pasillo y
me doy cuenta de que lo que huele es aceite requemado. Supongo que se han
olvidado de apagar la sartén o lo que sea que hayan puesto a calentar en la cocina. El
olor es realmente asqueroso y siento nauseas, pero no es nada, si lo comparamos con
la escena que me espera en el cuarto de Victoria.
Está tumbada en la cama, desnuda y llena de lo que a todas luces es semen. Siento
el estómago en la garganta y las ganas de vomitar me invaden, pero me aguanto como
puedo. En una esquina hay un tío preparando una ración de cocaína que ni siquiera
me mira. Supongo que piensa que soy uno más en la fiesta que han montado.
—Hola, rey… —dice ella con los ojos vidriosos y el cuerpo desmadejado.
Va hasta el culo de droga, alcohol o, seguramente, una mezcla de ambas. No le
hablo. No la miro. No puedo. Me saco cien euros del bolsillo y los dejo sobre la
cómoda.
—Me largo —digo como puedo.
Salgo de la habitación con sus carcajadas de fondo. Me gustaría decir que siento
pena cuando la oigo reír así. Sería lo ético, sentir pena de alguien tan enfermo y
desquiciado como para dejarse caer de esta forma, pero yo no soy ningún santo. No
siento pena, sino asco. Asco y odio. Un odio que me atraviesa la garganta como una
barra de acero y me hace preguntarme qué coño hago aquí una vez más.
—¿Para mí no hay nada? —pregunta Ángel a mi espalda cuando ya estoy
llegando a la puerta.
—En la cómoda está todo lo que tengo. Coge lo que creas que te pertenece.
Él me dedica un par de insultos, pero no viene detrás de mí, que es todo lo que yo
quiero. Hace tiempo habría intentado darle dinero para que no se lo quitara a mi
madre. Ahora me da igual, y eso solo es una señal más de lo jodido que estoy con
respecto a todo esto. Podría tratarlo con la psicóloga a la que solía ir, pero es que ya
está todo tratado y mi odio es natural y consecuencia de lo que ellos me hicieron.
Estoy aquí dándoles dinero para que me dejen en paz y para limpiar un poco mi
conciencia. Esa que me dice que debería sentir lástima de Victoria. La que me
recrimina que la odie porque, pese a todo, es mi madre. La misma que, cuando vengo
y suelto el dinero, me reprocha que haga, a fin de cuentas, lo mismo que sus clientes.
Ponerle precio.
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Joder, es muy triste y ojalá no tuviera este caos dentro, pero creo que, llegados a
este punto, solo voy a librarme de este barullo de emociones cuando se muera. Eso
me lleva a desear de forma involuntaria que se muera. Involuntaria porque, de poder
elegir, preferiría no sentirme así, pero no puedo. Esto es lo que me nace y por fin soy
lo bastante hombre como para asumirlo y afrontarlo de la mejor manera posible.
Camino hacia el callejón en el que solía esconderme cuando vivía aquí, busco el
contenedor del final, me agarro con las dos manos y vomito con tanta fuerza que mi
estómago se convulsiona. Cierro los ojos con fuerza, siento las sienes latir y rechazo,
como puedo, la imagen de Victoria en la cama llena de semen y mirándome como si
yo fuera un pedazo de mierda. Como si me odiara tanto como yo a ella, seguramente
porque así sea. ¿Sus motivos? No los sé, nunca los he sabido. A lo mejor es porque
me parezco a mi padre. O porque salí de esta mierda de barrio y aproveché la
oportunidad de tener una familia. Quizá le recuerdo que hubo un día en que ella no
perteneció a este mundo. Un día lejano que no volverá, a todas luces.
Huelo algo podrido dentro del contenedor y eso remueve mis nauseas. Me
sobreviene otra arcada y la dejo ir, porque sé que intentar aguantarme solo sirve para
ponerme peor.
Tardo unos minutos en reponerme y expulsar su imagen de mi cabeza. Tengo que
bloquearla y olvidarme de todo esto hasta el mes que viene. Puedo hacerlo. Llevo
haciéndolo mucho tiempo.
Salgo del callejón y camino hacia el coche. He estado aquí menos de media hora,
pero me siento agotado. Quiero llegar a casa, ducharme, tumbarme en la cama y, a
poder ser, rodearme de mis niñas para que me calmen. Puede que hasta suba conmigo
a Edu, así sus padres tienen tiempo para ellos y yo me refugio en ellos, pequeños pero
poderosos como no hay otros. En el perfume infantil que desprenden y que consiguen
hacerme sentir tranquilo y en casa. Lo pienso y casi sonrío. Casi, porque hasta que no
salga de aquí no conseguiré que mi corazón regule el ritmo de sus latidos.
Entro en la asociación para saludar a Amelia, voy directo al único despacho que
hay, que comparte, además, con Jorge, y ella, al verme, me mira alterada.
—Marco, ¿qué pasa? ¿Estás bien?
Tan nerviosa se pone al verme que hago un esfuerzo por sonreír. Joder, mi cara
debe reflejar lo que siento a la perfección.
—Todo bien, es solo que he estado en casa de Victoria. ¿Puedes darme un poco
de agua?
—Sí, sí, claro.
Amelia coge su bolso del perchero y revuelve en su interior mientras yo frunzo el
ceño.
—¿No hay una máquina de agua en la sala general?
—¿Eh? Sí, bueno, sí, pero es que quiero que tomes esta de botella, mejor.
—Amelia, la de la máquina también es de botella.
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—Sí, claro, por supuesto, pero teniendo yo este botellín, ¿para qué salir a buscar
más?
Sonrío y asiento, haciendo un esfuerzo por parecer relajado para que ella se
calme.
—Estoy bien —le digo—. Cambia esa cara de espanto, por favor.
Ella se ríe de manera entrecortada, se acerca a mí y retira mi flequillo de la frente
con cariño. Luego me besa la cabeza, haciéndome fruncir el ceño.
—Sabes que te quiero, ¿verdad?
—¿A qué viene eso? —pregunto sonriendo.
—No, a nada. ¿No puedo decirte que te quiero?
Observo sus ojos azules y sonrío con dulzura, o lo intento, porque aún tengo el
cuerpo un poco revuelto.
—Lo sé, Amelia.
—No lo olvides, ¿vale? Te quiero.
—Vale, no lo olvidaré.
—¿Tú me quieres, Marco?
Me río, esta vez sin disimulo, y me incorporo un poco en la silla, en la que acabo
de sentarme, para mirarla de cerca ahora que se ha sentado de nuevo en su silla.
—¿Qué te has fumado, Amelia?
—Nada, olvídalo —murmura visiblemente apurada.
—Eh.
Me levanto, rodeo la mesa y me acuclillo a su lado para que me mire, porque sus
mejillas arden un poco y no quiero que se sienta mal por recordarme, de vez en
cuando, que me quiere. De hecho, justo ahora me viene muy bien tenerlo presente.
—Eh, Amelia —repito—. Yo también te quiero. Eres como una tía para mí. Mi tía
favorita.
Eso la hace reír y chasquear la lengua.
—Eso se lo dices a todas.
—Sí, pero a ti te lo digo más veces.
Amelia se ríe y el momento de tensión parece quedar en el pasado. Yo me bebo el
agua que me ha ofrecido, me enjuago la boca y me froto los ojos con brío antes de
volver a mi silla y mirarla.
—Ha ido mal, ¿eh? —pregunta.
Me encojo de hombros por respuesta y estoy a punto de decirle que no quiero
hablar del tema cuando la oigo.
La risa. Esa risa. Su risa.
Me quedo petrificado en mi silla. Miro a Amelia, pero no la veo. Todo lo que
puedo hacer es sentir el sonido de su risa, repetirlo en mi cabeza una y otra vez. Pasan
unos segundos antes de que pueda reaccionar. Miro en derredor con rapidez,
buscando una repetición, un eco o algo que me sirva de guía. Buscándola. Suena de
nuevo y me pongo de pie con tanta fuerza que tiro la silla hacia atrás.
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Amelia se levanta conmigo y me pregunta si estoy bien, pero no la escucho con
claridad. Los oídos me retumban demasiado. Salgo del despacho buscándola.
Esa risa, joder. Esa maldita risa.
Recorro el pasillo a paso ligero, abro las puertas que encuentro a mi paso sin
importarme que dentro haya alumnos o trabajadores que se quedan mirándome como
si estuviera loco. Llego a la entrada y veo a Patricia, una de las trabajadoras sociales,
riendo mientras habla por teléfono. Me paro en seco y observo su boca. Ríe de nuevo
y niego con la cabeza. No es esa la que he oído.
—¿Dónde está? —le pregunto entonces.
Ella alza el dedo índice, pidiéndome un segundo, y yo salgo a la calle para mirar a
ambos lados, pero no veo nada.
—Marco…
Amelia me ha seguido y yo la miro con los ojos desorbitados. Soy consciente,
pero es que esto es una locura.
—Era ella, Amelia, la he oído.
—Escucha, estás muy alterado.
—¿No la has oído? Era Erin, Amelia. Era mi Erin.
Ella me mira con seriedad y lástima, o eso creo entender, y yo me agarro la
cabeza con las dos manos y cierro los ojos intentando relajarme.
Joder. Joder. Joder.
Siento el peso de las lágrimas detrás de los ojos, pero no las dejo caer. Eso sería
rendirme y no puedo permitírmelo. Hago un esfuerzo, observo de nuevo a mi
alrededor y, al mirar al frente, me doy cuenta de que Jorge, el jefe de Amelia, se ha
unido a ella. También está Patricia, una de las trabajadoras, y yo empiezo a sentirme
tan patético que solo quiero irme a casa.
—Yo pensé… —Suspiro y me paso una mano por el pelo—. Pensé que… —
Intento encontrar las palabras, pero, cuando me doy cuenta de lo ridículo que sueno,
niego con la cabeza y carraspeo—. Creo que necesito irme a casa y descansar —
susurro al final.
Amelia asiente y me observa, aún estupefacta. Y no me extraña, joder, porque
acaba de presenciar un numerito en toda regla.
Me meto en el coche, arranco y salgo de esta mierda de barrio antes de que las
sensaciones, los recuerdos y mis deseos más intensos me ahoguen.
En un principio pienso en ir a casa, pero en este estado solo conseguiré transmitir
mi angustia a las niñas, así que al final decido ir a casa de Fabiola. Ella está en el
restaurante, pero yo tengo llaves, de modo que no lo pienso. Conduzco a toda prisa,
aparco, entro en su piso y voy directo a la nevera. Cojo una cerveza, pese a saber que
esta idea es la peor que podría tener ahora mismo, y me siento en el suelo. Ni siquiera
voy al sofá porque sé que, en cuestión de minutos, voy a necesitar otra.
Me aprieto los ojos con fuerza para matar el deseo de llorar, y lo consigo, pero
solo después de soltar un par de sollozos.
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No es normal que esto siga pasándome.
No es justo que su fantasma todavía me ataque cuando peor me siento.
Doy un sorbo a mi botellín y pienso, con cierto cinismo, que debe ser un caso de
karma instantáneo, porque yo he deseado, un día más, la muerte de mi madre, y acto
seguido la vida me ha recordado que hay cosas que duelen más que la muerte.
El recuerdo de una risa que consiguió serlo todo antes de destrozarme al
desaparecer, por ejemplo.
Cuando Fabiola llega a casa soy la peor versión de mí mismo y ella me
demuestra, una vez más, por qué es mi mejor amiga. Me ayuda a darme una ducha,
aguanta mis palabras sin sentido y, cuando nos metemos en su cama, se traga mis
lágrimas, esta vez sí, porque una vez que el alcohol lo ha inundado todo, mis
demonios se han liberado y bailan ante mí, riéndose y haciéndome ver que da igual
cuánto lo intente, porque una parte de mí siempre le pertenecerá a ella.
Aunque ya no esté.
Aunque me olvidara de la forma en que yo no pude.
Aunque me odie por no poder sacarla de mi vida de una vez por todas.
Aunque saber que fui el único que creí y cumplí todas nuestras promesas me pese
como una puta losa en el alma.
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Erin
Frunzo el ceño cuando llaman a la puerta. Hace apenas unos minutos que he llegado
y, por un momento, pienso si no me habrá seguido alguien. Mi corazón dobla sus
pulsaciones en cuestión de microsegundos, pero lo obligo a calmarse. Todo está bien,
no tiene por qué ser algo malo.
Voy a la puerta y abro un poco sin quitar la cadena, como siempre.
—Abre —me dice Amelia.
Lo hago de inmediato, porque su tono y su rostro denotan urgencia y alarma.
—¿Todo bien? —pregunto.
—Tienes que decírselo ya. —Entra en casa con ímpetu y se muerde el labio, pero
no le sirve de nada, porque sus lágrimas caen igualmente—. Tienes que decírselo,
Erin.
—¿Qué ha pasado? —No pregunto de quién habla, lo sé de sobra.
Ella me cuenta que Marco ha estado en la asociación justo cuando yo me iba,
hace solo unos minutos. Tener el conocimiento de que, durante unos instantes, hemos
estado en el mismo edificio, hace que me erice por completo. Cuando encima me dice
que ha oído mi risa y se ha vuelto medio loco, la que tiene que hacer un esfuerzo por
no echarse a llorar soy yo.
—Estaba desquiciado y no sé a dónde ha ido, pero esto tiene que acabarse.
Ocultar que sabía de tu paradero era una cosa, pero esto… Esto no me lo va a
perdonar en la vida, y yo menos.
La culpabilidad cae como un bloque de cemento sobre mí. Trago saliva y voy
hacia ella. Veo el enredo de emociones en sus ojos, es tan transparente que lo siento
como una bofetada. Asiento como puedo, muerta de miedo, pero sin querer
demostrarlo.
—Lo haré.
—¿Cuándo?
Me gustaría decirle que lo haré en unos días, pero Amelia no va a darme tiempo.
Ya no más. Se acabó y tengo que sacar pecho y hacer esto de una vez. Me he
intentado convencer de que no pasa nada; que su odio no va a dolerme tanto porque
me lo espero, pero es mentira. Va a doler como si me arrancaran las extremidades,
pero no puedo seguir implicando a Amelia y su familia en mis cosas. De alguna
manera he pasado de no querer tener ayuda de ningún tipo, a abusar un poco de su
buen corazón, y eso tiene que acabarse, así que sonrío, aunque sea con falsedad, e
intento imprimir un tono seguro a mis palabras.
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—Mañana. —Trago saliva, porque siento la garganta seca a más no poder—.
Mañana. Haz que vaya a la asociación.
—No es buena idea. No quiero que entre en cólera en la asociación. O sí. Ay, no
sé.
Me río, pese a todo, y asiento.
—¿Sabes qué? No te preocupes. No le digas nada. Yo lo haré todo.
—Erin…
—No, Amelia. Bastante has hecho tú.
—¿Y cómo lo harás?
Me encojo de hombros y sonrío.
—Aún no lo sé, pero algo se me ocurrirá, tranquila. —Veo la culpabilidad en sus
ojos y niego con la cabeza—. Ni se te ocurra sentirte mal. Todo esto se me fue de las
manos desde el momento en que supe que volvía.
—Es que, si lo hubieras avisado, quizá hubieseis podido ser los de antes…
—No. —Sonrío con tristeza y niego con la cabeza—. No seremos los de antes. Yo
rompí demasiadas cosas cuando me marché, Amelia. Cosas que no se pueden arreglar
porque no son físicas. Promesas, recuerdos, palabras y hasta hechos. Me lo cargué
todo de un plumazo sin mirar atrás.
—Tenías que irte, no había otra opción.
—Sí, pero no lo rompí cuando me fui. Lo hice cuando decidí desaparecer de su
vida en todos los aspectos. Decidí que él no volvería a saber de mí y eso es lo que no
va a perdonarme. —Amelia guarda silencio, pues sabe que tengo razón, y yo trago
saliva—. No pasa nada. Sé que valió la pena todo lo que hice, así que tendré que
consolarme con eso.
—No es justo. Lo hiciste por él.
—Tampoco fue justo para él. —Sonrío un poco y me encojo de hombros—. Si
algo me ha enseñado la experiencia, es que la justicia, en muchísimas ocasiones, solo
existe en series, películas o libros. La vida está llena de sinrazones y, en nuestro caso,
perdimos los dos. La diferencia es que él ganó una familia.
—Tú también.
Sonrío y frunzo un poco el ceño. Yo no gané una familia. Mi tío se quedó
conmigo porque soy hija de su hermana. Que sí, que llevamos la misma sangre, pero
nunca me sentí parte de su familia. Me trataron con respeto y me dieron los medios
necesarios para crecer como persona, pero el afecto no sobraba en aquella casa.
Supongo que mi actitud tampoco ayudó. Con quince años, venía de vuelta de tantas
cosas que decidieron dejarme estar. Intentaron curar mis traumas a base de psicóloga
y resolverme la vida a base de estudios. La parte emocional la pausaron, quizás
porque no sabían hacerlo mejor. Y no les recrimino nada, porque creo que lo que
hicieron ya fue demasiado y les estaré eternamente agradecida, pero eso no quita que,
ante la mención de una familia, piense que yo, en realidad, nunca he tenido una.
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Bueno, sí, cuando era pequeña y vivía con mi madre en Irlanda, pero de aquello
apenas guardo recuerdos. Ni siquiera sé si lo poco que consigo recordar son
imaginaciones mías, porque pensar en una época en la que mi madre no fuera una
adicta, Ángel no estuviera en mi vida y yo sonriera a diario sin preocupaciones, se me
antoja imposible, aunque sepa que existió.
—Erin, tú eres nuestra familia.
—No es verdad.
—Lo es. Ya te lo dijimos. Eres familia de Marco y, por tanto, nuestra.
—No, Amelia. Todo eso es muy bonito, pero la realidad es que él es tu familia y
yo solo soy la chica que desapareció del mundo y le hizo creer a Marco que nada le
importaba. Ni siquiera él. —Amelia guarda silencio y yo sonrío con franqueza—. No
pasa nada, ya te lo he dicho. No quiero que te preocupes ni te angusties. Yo me
ocuparé de todo. Mañana el secreto quedará desvelado y no tendrás que mentir más.
Lo único que siento es que Marco se enfade contigo.
—Bueno… —suspira y sonríe un poco—. Confío en que el cariño que me tiene le
lleve a perdonarme, aunque necesite un tiempo.
Asiento, ella me imita y, sin venir a cuento, me da un abrazo. Cierro los ojos y
procuro calmarme, porque solo faltaría que me pusiera aquí a lloriquear. Jesús, ¿qué
ha sido de la chica que no lloraba con nada? A ratos la echo de menos.
—Mucha fuerza, Erin. Mucha mucha mucha fuerza.
Se separa de mí y, cuando se da cuenta de que no tenemos más que decirnos, se
marcha. Cierro la puerta con cadena, me doy una ducha y me meto en la cama sin
cenar, porque ahora mismo no me entra ni siquiera el agua.
Cierro los ojos y pienso en la mejor forma de irrumpir en la vida de Marco.
¿Cómo lo hago sin hacerle daño? Es imposible, lo sé, pero me paso la noche
intentando encontrar la manera de hacerlo con la máxima suavidad.
Al final, paradójicamente, llego a la conclusión de que lo mejor es hacer todo lo
contrario. Suavizarlo para que no me odie tanto es aún más injusto para él. Tuve mis
motivos para hacer lo que hice, él no lo entenderá, me odiará y cada uno soportará
sus sentimientos como pueda. Esa es la única verdad y cuanto antes lo asuma, mejor,
así que, para cuando me levanto del colchón y enciendo la cafetera, ya he decidido
cómo voy a hacerlo.
Me paso la mañana limpiando e intentando desviar mi pensamiento. Trago saliva
más veces de las que me gusta admitir y a la hora de comer ya me he dado dos
duchas, porque empiezo a sentirme sucia y temo que ni toda el agua del mundo me
ayude a cambiarlo. Por la tarde voy a la asociación, doy las clases y me concentro al
máximo en ellas. No permito que mi vida personal se inmiscuya en lo que ocurre
entre estas cuatro paredes. Mis alumnas me necesitan al cien por cien y no me puedo
dar el lujo de darles menos que eso. Eso sí, cuando salgo y miro a Amelia de reojo
me estremezco.
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—¿Ya? —pregunta ella en un susurro cuando paso por la mesa en la que está
trabajando hoy.
Asiento y meto las manos en la chaqueta que me he puesto. Hace buen tiempo,
pero, si esta mañana tenía exceso de calor, ahora empiezo a sentir que el cuerpo se me
hiela. Así que, mientras todo el mundo sigue en manga corta, yo llevo una chaqueta
de tela vaquera dos tallas más grandes de la que suelo usar.
—Irá bien —dice ella con una sonrisa que no nos creemos ninguna de las dos.
Asiento por respuesta y salgo. Camino hacia la boca de metro más cercana y me
paso el camino mirando las paredes de esta ciudad. Recuerdo las veces que Marco y
yo nos colamos aquí para ir de un sitio a otro. A veces nos colábamos, nos
sentábamos en algún rincón y veíamos pasar las paradas. Cuando nos aburríamos
elegíamos una al azar y nos bajábamos para pasear y soñar con una vida que nos
quedaba tan grande como esta chaqueta que llevo.
Esta vez he pagado mi billete, sé dónde voy a bajarme y, cuando el vagón se
detiene, hago acopio de todo el valor que me queda y bajo. Subo las escaleras que me
llevan a la calle y el centro de la ciudad me recibe con su bullicio natural. Me mezclo
con la gente que va a toda prisa, seguramente de camino a casa después de un duro
día de trabajo. Estarán deseando llegar y sentirse cómodos. Se verán arropados entre
las paredes de sus hogares mientras yo… Bueno, yo tengo un piso muy limpio. No es
un hogar, pero tampoco es la calle. Con mi historial, es suficiente.
Cuando llego a la calle del restaurante Corleone son casi las nueve. El turno de
cenas va a empezar y yo observo desde la acera de enfrente si Marco está dentro.
Cuando lo veo salir de la barra con una bandeja, sonriendo y dirigiéndose a unos
clientes con evidente simpatía, no puedo menos que sonreír y morderme los labios.
Cuánto habrá pasado para llegar hasta aquí. Cuántas guerras habrá librado para
sentirse cómodo trabajando en contacto directo con las personas. Mi chico terco y
valiente…
Cierro los ojos y hago todo lo posible por contenerme. Es fácil. Solo tengo que
entrar, sentarme en una mesa y dejar que la vida siga su curso. Sin embargo, no
puedo. No después de ver cómo se mueve de un lado a otro. Con confianza y
seguridad. No puedo entrar y desestabilizarlo con mi presencia, pero tampoco puedo
irme después de prometerle a Amelia que hoy se destaparía todo, así que voy a un
extremo de la calle y me siento en el escalón de un portal. Estando aquí no me verá ni
aunque mire hacia la calle y espero que no salga, porque he visto que el restaurante
tiene una puerta trasera que da a un callejón, así que supongo que hará su descanso, si
lo tiene, por allí.
Las horas pasan, la gente entra y sale del restaurante y yo cada vez siento más
frío. Suelto mi pelo, que traía recogido en un moño, solo para que me sirva de abrigo.
Estamos en septiembre, soy consciente de que la gente que pasa por mi lado me mira
raro, pero no puedo evitarlo.
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Recreo un millón de escenas en mi cabeza. En algunas Marco se enfada; en la
mayoría. En otras solo me abraza con fuerza y me permite durante unos instantes, al
menos, empaparme de su olor. En todas acabamos mirándonos a los ojos para
descubrir uno en el otro lo que el paso del tiempo ha hecho con nosotros.
Pasada la una de la madrugada, cuando ya han salido, incluso, varios
trabajadores, le veo salir a él. Está riéndose de algo que le ha dicho una chica morena
y guapa. Preciosa. No necesito estar cerca para darme cuenta de que es el tipo de
mujer que todos los hombres quieren a su lado. Pienso entonces en mi baja estatura,
mi cuerpo menudo y sin curvas, mis pecas y la maraña de rizos que cubre mi cabeza
y me siento más insegura de lo que me gustaría. Aun así, tomo aire y me levanto.
Necesito dos intentos, porque al primero las rodillas me fallan y casi me caigo.
Cuando por fin estoy en pie cruzo de acera y camino hacia Marco, que aún no se ha
percatado de mi presencia. Baja la reja del restaurante y echa la llave mientras ella
revuelve su pelo. Un ramalazo de celos me invade y frunzo el ceño de inmediato. Yo
no soy nadie para sentirme así. No tengo ningún derecho, así que intento, por todos
los medios, controlarlo. No lo consigo, o no del todo, pero no importa, porque ya no
hay marcha atrás. Cuando Marco se levanta, tira de su blusa y besa su frente, cambio
los celos por dolor. Cómo quema saber que yo perdí eso hace diez años y no voy a
volver a tenerlo.
Parece tan feliz, tan centrado, que se me olvida todas las veces que Amelia me
dijo que lo estaba intentando, que me echaba de menos y se acordaba de mí. De
pronto solo siento que sobro aquí, que mi vuelta ni siquiera tiene importancia para él.
Su vida está hecha: tiene a la morena a su lado, un trabajo, una familia y… todo. Lo
tiene todo y yo solo voy a conseguir recordarle, con mi presencia, que hubo un día en
que su vida fue un infierno.
Ojalá pudiera dar media vuelta y volver, no a casa, sino a Irlanda. Ojalá hubiese
pensado más la decisión de venir a España. Ojalá yo hubiese podido rehacer mi vida
como él.
Mi estómago se revuelve y temo vomitar justo antes de que me vea. Dios, eso
sería épico. Cierro los ojos un segundo y pienso que ojalá no vomite. Si fuera
creyente, rezaría todo tipo de oraciones. Por desgracia, hace muchos años que perdí la
fe en todo lo que no sean hechos.
Ella acepta el beso de Marco de buena gana, lo abraza y, cuando mira por encima
de su hombro, me ve. Él está ahora de espaldas a mí, pero ella me sonríe y, no sé por
qué, pero juraría que sabe quién soy. Se pone de puntillas, susurra algo en el oído de
Marco y este se gira con una sonrisa que se congela cuando me ve, a veinte pasos de
él, más o menos.
Tenía una frase ingeniosa preparada. Y otra dulce. Y otra simpática. Y otra
contenida. Hasta tenía una graciosa, pero da igual, porque ahora no sale nada. Es
como si me hubiesen negado la capacidad de hablar justo en este instante y solo
puedo sentir que las lágrimas se esfuerzan por romper la contención que mis ojos
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ponen y salir. Es casi como si quisieran reencontrarse con él y confesarle que ha sido
el causante de que ellas se desbordaran muchas noches. Tantas que no puedo
contarlas.
Marco me mira como si fuera irreal. Da un paso adelante con cautela y se para.
Supongo que espera que yo haga lo propio. Quizá necesita que me mueva para
confirmar que no soy una aparición o algo por el estilo, así que obedezco a mi
instinto y doy un paso en su dirección.
Lo siguiente que sé es que su cuerpo se lleva por delante al mío y los dos nos
movemos con la estabilidad de un vaso lleno de agua sobre una cuerda. Sus brazos
me rodean y me alzan del suelo. Su cara se entierra en mi cuello con una fuerza que
hace que se me corte el aliento.
Marco. Mi Marco.
—¿Eres tú? —pregunta él apretándome con más fuerza y acercando su boca a mi
oreja. Su voz es tensa, contenida y emocionada—. Dime que eres tú.
—Soy yo —susurro con un hilo de voz, incapaz de decir nada más.
—Erin. Mi Erin.
Su abrazo se intensifica y yo consigo, por fin, reaccionar. Rodeo su cuello con
todas mis fuerzas y me permito enterrar la cara en el hueco de su cuello un instante.
Un segundo. Eso es todo lo que necesito para aspirar su aroma y llenarme de todo lo
que me ha estado faltando diez años.
Sé que todo esto es efímero, que voy a perderlo en cuanto él ate cabos y recuerde
todo lo que le he hecho. Lo sé, pero eso no me impide disfrutar de este momento en
el que, de una manera extraña y grandiosa, volvemos a ser dos adolescentes solos en
el mundo, sin más calor que el de nuestros cuerpos. Sin más refugios que el que
compusimos juntos. Se me escapa un sollozo junto a un par de lágrimas justo en el
instante en que él me baja al suelo y me separa de su cuerpo. Sus manos enmarcan
mis mejillas, limpiándolas, y lo veo. La incredulidad, el anhelo, el dolor, el
desamparo, el miedo y, por último, el rencor. Por un segundo me planteo si voy a ver
odio en su mirada, pero eso no llega. Supongo que lo hará cuando sepa toda la
verdad.
—Ayer… —No acaba su frase, porque yo asiento y él traga saliva—. ¿Por qué?
Y en esa pregunta, de solo dos palabras, hay tanto dolor y reproche que siento que
mis ojos se llenan de lágrimas de nuevo. Esta vez, sin embargo, no las dejo salir.
—Por ti —susurro.
Él niega con la cabeza y de su ojo derecho cae una lágrima que se limpia con el
hombro de inmediato, sin soltar mi cara.
—Me abandonaste —murmura—. Me dejaste solo.
Esta vez soy yo quien niega con la cabeza. Subo mis manos y rodeo las suyas con
fuerza.
—Te dejé con una familia y una vida por delante.
—Sin ti, era como estar solo.
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Cierro los ojos e intento no llorar. No es verdad lo que dice. Me echó de menos,
pero ganó mucho más. Tiene que verlo. Sé que le va a doler, que va a odiarme y que
la ira le cegará en algún momento, pero al final, tendrá que ver que perderme fue
bueno. Que el precio que pagamos al separarnos fue justo, sobre todo para él.
—Mejor solo fuera de aquella vida que conmigo y dentro.
Él parece entender, poco a poco, la magnitud de mis actos. Supongo que su
cerebro gestiona a toda prisa lo ocurrido entre nosotros, porque noto cómo sus manos
caen, separándose de las mías y dejando en mis mejillas un hormigueo que solo él
consigue despertar.
Me mira con confusión, como si no se pudiera creer del todo que esté aquí, y
cuando estoy a punto de hablar de nuevo, la morena se pone a su lado y le abraza por
la cintura.
—Será mejor que volváis al restaurante. Yo te veo mañana.
Marco asiente, pero no la mira. No despega sus ojos de mí. Supongo que piensa
que me esfumaré si se descuida, pero eso no pasará. Tenemos una conversación
pendiente y sé que, después, tendré que enfrentarme a su odio, pero es necesario y
justo que lo hagamos, así que no me muevo del sitio y, cuando ella besa su mejilla y
acaricia su pecho, intentando calmarlo, cierro los ojos para que no vean lo mucho que
me duele ver a otra chica hacerle gestos tan íntimos. Es injusto, lo sé, pero es un
sentimiento que me nace en las entrañas.
Cuando ella se va, Marco coge mi mano y me lleva hacia el restaurante. Su
desconfianza casi me hace sonreír. Alza la reja, me pide que entre y, cuando lo hago,
la cierra desde dentro.
Me quedo a oscuras, a excepción de la poca luz que entra de la calle, y oigo sus
pasos. Poco después los focos que hay justo encima de la barra se iluminan y él me
señala el pasillo que hay junto a ella.
—Vamos al despacho. Tenemos mucho de lo que hablar, ¿no?
Su tono es duro, creo que ya se está dando cuenta de todo lo que esto significa y,
cuando camino delante de él, noto el esfuerzo que hace por no tocarme. Por un
momento deseo que lo haga, pero sé bien que Marco, cuando se enfada, necesita su
espacio. En eso también nos parecemos demasiado.
Entro en el despacho y, cuando él lo hace y cierra la puerta, siento que me ahogo
un poco, porque este sitio es pequeño y sé que aquí dentro voy a sentirme mal. No es
un presentimiento, sino una certeza. Lo sé por cómo me mira él, por cómo me siento
yo y por todo lo que aún tenemos que hablar.
Me siento en una silla y me obligo a recordarme que tuve mis razones para hacer
lo que hice en el pasado. Para haberle ocultado mi vuelta más de un mes, sin
embargo, no tengo muchas excusas y es algo que también tendré que afrontar.
La parte buena es que, desde hoy, ya no tendré que esconderme más. Ahora podré
moverme por el barrio y la ciudad con libertad y el corazón un poquito más roto.
Y yo que pensaba que eso ya no era posible…
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La miro como quien intenta descifrar su futuro en una bola de cristal: con curiosidad
y la sensación de que no es real. No puede ser que esté aquí. Una parte de mí se niega
a aceptar que, después de diez años en los que parecía que el mundo se la había
tragado, ha aparecido en la calle del restaurante.
No sé, supongo que siempre he fantaseado con la idea de nuestro reencuentro,
pero no estaba preparado para lo que de verdad he sentido cuando la he visto.
Ella se sienta en una silla y me observa con cautela y desconfianza. Su mirada es
tan parecida a la de hace diez años que siento la tentación de sonreír. No lo hago,
porque hay algo más fuerte bulléndome por dentro. Una especie de ira burbujeando y
preparándose para salir y arrasar con todo. No lo entiendo bien. Ni la situación, ni a
mí mismo, así que rodeo la mesa para tomar distancia, porque estoy seguro de que
intentaré tocarla de nuevo si me quedo cerca. Me siento en mi silla y ella mira en
derredor, evitándome.
—Es un despacho bonito, me gusta la decoración —dice observando los cuadros
de góndolas venecianas.
Es la frase más larga que ha pronunciado desde que la he visto. Me sorprende que
su voz suene distinta. No distinta a la de hace unos instantes, sino distinta a la de hace
diez años. Es más grave, más… adulta. Pongo los ojos en blanco mentalmente. Pues
claro que es más adulta, joder, han pasado diez años.
—Es exactamente igual que cuando te fuiste —digo en tono frío.
Quiero hablarle mejor, pero es que… No sé. Estoy debatiéndome entre enfadarme
con ella o alegrarme por su vuelta. El estómago se me ha girado tanto que me siento
físicamente mal.
—Yo no he entrado aquí nunca. Solo sé lo que tú me contaste.
Me quedo en silencio, porque tiene razón. Erin nunca entró a formar parte activa
de mi vida con mi familia. Fue a una barbacoa de los León al principio de todo, pero
nada más. Ella se marchó y yo me quedé. Se marchó, joder. El recuerdo de todo
aquello todavía me hiere de una forma que detesto.
Erin mete un mechón de pelo detrás de su oreja, o lo intenta, porque su cabello
sigue siendo espeso y muy rizado. Es un pelo jodidamente bonito, y eso también me
molesta. Todo me molesta, pero también me parece precioso. Como sus pecas, que
son más de las que recordaba. Imagino que no estará muy contenta, porque siempre
deseó que fueran a menos. Sus ojos siguen siendo tan azules como el mar. Dios, qué
cursi ha sonado eso, pero es que es verdad. Siguen siendo tan azules que me hacen
pensar que podría tener la sensación de ahogarme en mitad del océano solo con
mirarla fijamente.
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—¿Y cómo te ha ido la vida? —pregunto en tono cortante—. Imagino que bien,
teniendo en cuenta que no he sabido nada de ti en este tiempo.
Ella no se sonroja. Al revés, alza la barbilla en una expresión que me resulta tan
familiar como extraña. Son gestos que ya hacía con quince años, pero ahora es una
mujer, su cuerpo ha cambiado, aunque sigue siendo pequeñita y menuda, pero es lo
bastante maduro como para adoptar una postura desafiante y que yo lo note sin mayor
problema. Claro que con quince años también lo notaba. Supongo que lo que ha
cambiado es el miedo. Ya no parece estar en sus ojos con la claridad de hace diez
años, y me alegro, aunque no lo parezca.
—Me ha ido bien. No sé si tanto como a ti… —dice mirando en derredor y
sonriendo con altanería—, pero no voy a quejarme.
Elevo una ceja y no puedo evitar bufar un poco. O sea, ella se larga, desaparece
de la faz de la tierra, y todavía pretende… ¿qué? ¿Echarme en cara que me vaya
bien?
—No me quejo —contesto escueto.
—No deberías.
Esta vez el bufido es más grande. La miro y niego con la cabeza.
—Joder, qué ovarios los tuyos, ¿eh?
Su mirada sigue siendo firme. Quizá debería fijarme más en la sombra que va y
viene de sus ojos, pero ese algo que me bulle por dentro está a punto de reventar y
arrasar con todo.
—¿A qué te refieres?
—¿Por qué has venido, Erin? —Ella abre la boca y yo niego con la cabeza
cortándola—. No, espera. Antes dime qué has hecho en estos diez años y qué te ha
hecho volver. —Chasqueo la lengua cuando me doy cuenta de que no puedo soportar
que me diga que yo no he sido la razón de su vuelta, así que rectifico, otra vez—. O
mejor cuéntame por qué apagaste el teléfono que te di y me echaste de tu vida para
siempre.
—No tenía sentido que siguiéramos en contacto. Era mejor así.
—¿Mejor para quién? ¿Y por qué cojones lo decidiste tú sola?
—Si quieres que hablemos vas a tener que relajarte, Marco, porque no tengo que
aguantar tu tonito pasivo-agresivo. Eso lo entiendes, ¿verdad?
Aprieto los dientes. Ella nunca ha tenido miedo de enfrentarse a mi mal humor y
era algo que me encantaba, pero ahora mismo me está jodiendo, porque, la verdad,
me gustaría verla un poco intimidada. No sé de dónde sale esta necesidad insana.
Supongo que del rencor que he ido acumulando todo este tiempo.
—Habla.
—Dándome órdenes secas no vas a convencerme.
—Me cago en la puta, Erin.
Me levanto de un salto, me giro hacia la pared y me paso las manos por el pelo
intentando controlarme. Cojo aire con fuerza y, después de unos segundos, vuelvo a
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mirarla. Ella permanece impasible, sin mostrar ninguna emoción. Se hizo experta en
eso hace un siglo, así que no me extraña.
—No merecías vivir con una carga como la distancia que nos separaba a cuestas
—dice con voz calmada—. Quería que vivieras tu vida sin preocuparte por mí. De
haber mantenido algún tipo de contacto, te hubieses aferrado a mí.
—¡Pues claro que me hubiese aferrado a ti! Te lo prometí y yo siempre cumplía
mis promesas con respecto a ti. Eres tú la que las va rompiendo y tirando como si no
importaran una mierda.
—No es eso, Marco…
—¿Sabes cuántos planes hice desde que te fuiste? Pensaba matarme a trabajar en
el restaurante y largarme contigo en cuanto pudiera. Iba a dejarlo todo por ti, Erin, sin
pararme a pensar.
—Exacto. Me habrías seguido con un puñado de billetes inestables en el bolsillo.
¿No lo ves? Si yo lo hubiese permitido, tú hoy no tendrías una casa, una familia, ni
este restaurante. No tendrías nada, Marco.
—Te tendría a ti, y eso era todo lo que me importaba —le digo con sinceridad.
—Tienes cuatro primos pequeños. Cuatro hermanos. ¿De verdad te hubiese
gustado no tenerlos en tu vida? Ponte la mano en el corazón y dime que podrías
renunciar a ellos sin pensarlo ni un momento.
La realidad de sus palabras me aplasta. En aquel momento yo no tenía primos,
pero tenía a Julieta y Diego y, aunque suene mal, me daba igual. Quería irme con ella,
solo con ella. Apenas conocía a mi tío, todo me hacía sentir inseguro y vacío, y la
única persona que me importaba se había ido. Ni siquiera podía pensar que un día me
sentiría en casa con ellos. Mucho menos pensé en los hijos que pudieran tener. Las
gemelas nacieron y mi vida cambió, seguí añorando a Erin, pero supongo que, en
realidad, echaba de menos la imagen que tenía de ella. El amor de Victoria y Emily
me ayudó a superar cada emoción nociva que tenía dentro. No me sané del todo, pero
en algún punto comprendí que quería estar con ellas y con sus padres. Cuando Mérida
nació solo confirmé mi teoría. El problema es que una parte de mí seguía pidiéndome
ir tras Erin. Y ahora ha llegado Edu, reafirmándome. Para resumirlo, aprendí a vivir
solo con una parte de mi corazón. Tenía la otra muerta a conciencia y, aunque dolía a
menudo, logré conocer algo parecido a la felicidad. Supongo que, en el fondo, lo que
hace feliz a una persona no es tener el corazón limpio de sentimientos malos, sino
asumirlos y centrarse en los buenos para poder seguir sonriendo, pese a los huecos
oscuros.
Tan entretenido estoy con mi diatriba interior, que no caigo en la parte más
importante de lo que ha dicho.
—¿Cómo sabes tú que tengo cuatro primos?
Me río con sarcasmo y un poco de asco. Cierro los ojos porque, cuando nos
hemos visto, me ha confirmado que ayer era ella, o eso me ha parecido entender. No
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he caído hasta ahora, pero mi mente se ilumina de golpe y esta vez sí puedo ver su
cara de culpabilidad.
—Amelia —le digo sin que ella tenga que contestar, pues veo la confirmación en
su cara.
El dolor me agujerea el estómago. Sé que lo que va a venir ahora no va a
gustarme, pero necesito que ella me lo cuente todo. El problema es que, de la misma
forma que necesito que confirme mis sospechas, deseo que las desmienta.
—He mantenido un contacto limitado con ella este tiempo. —Primer golpe. Lo
encajo como puedo—. Fue cosa mía. Yo le escribí.
—Si eso lo dices para que no me enfade con ella, te lo puedes ahorrar —le
contesto con fingida tranquilidad.
—Marco, ella se ha sentido muy mal todo este tiempo, pero no le permití contarte
nada.
—Ajá.
—Me ofreció un trabajo en la asociación. Creyó que yo era la indicada para dar el
curso de defensa personal.
—¿Defensa personal?
Ella asiente y cuadra los hombros. Es tan jodidamente bonita, aunque odie
pensarlo en este instante…
—Me especialicé los años que estuve en Irlanda. —Suspira y se encoge de
hombros—. Eso no importa. El caso es que acepté y decidí dar el curso.
—Claro, a ti no te importa, pero a mí sí. ¿Qué has hecho estos diez años, Erin?
—He estudiado, me he formado, he intentado luchar contra el pasado y… —
Resopla con evidente impaciencia—. He cometido errores, he hecho algunas cosas
muy buenas y me he permitido soñar con un futuro. He vivido, Marco. Así de simple.
—Suena muy simple, pero sé por experiencia que siempre hay más.
Ella se calla y yo cierro los ojos, intentando creerme que todo esto esté pasando.
Está pasando de verdad. Ella ha vuelto y, lejos de estar entre mis brazos, está al otro
lado de la mesa, con actitud altanera e intentando defenderse de mi tono acusatorio.
Me acuerdo, de manera irremediable, de todo lo que hemos vivido, que no ha sido
poco. Las risas, las lágrimas, el miedo cubriendo nuestro día a día. Las huidas, los
robos, los besos a escondidas y las veces que fuimos uno en cualquier lugar que nos
permitiera soñar que podíamos hacer desaparecer al mundo. Yo solo tenía diecisiete
años, ella quince, pero estábamos muy lejos de comportarnos como dos críos.
Siempre lo estuvimos.
Recuerdo todas las veces que ella me dijo que no podría vivir sin mí. Todas las
veces que me prometió hacer hasta lo imposible para quedarse a mi lado, y viceversa.
Recuerdo cada caricia, cada abrazo y cada vez que nos sujetamos de las manos,
apretándonoslas hasta que nuestros nudillos quedaban blancos; dándonos la fuerza
necesaria para aguantar un día más. Lo recuerdo todo. También la forma en que lloró
cuando su tío llegó para llevársela y la última vez que estuvimos juntos. Y cómo
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hicimos el amor por última vez. Y cómo lloramos al decirnos adiós. Recuerdo su
marcha, mi tristeza, su desaparición y mi desesperación. Lo recuerdo todo, y es por
eso que me quedo sin fuerzas para seguir acusándola de nada. Ahora mismo, solo
quiero saber una cosa.
—¿Mereció la pena?
Ella me mira fijamente y, por primera vez, veo el dolor en sus ojos. Se emociona
un poco y, cuando estoy casi seguro de que dirá que no, que nunca mereció la pena y
que se ha arrepentido cada día de dejarme, me demuestra, de nuevo, que diez años
después sigue teniendo la capacidad de hacerme un daño desmesurado.
—Sí —contesta con voz temblorosa—. Sí, Marco, mereció la pena.
La miro sin poder creerme que sea tan cínica. Observo sus ojos dolidos y pienso
que no tiene ningún derecho a mirarme así. No después de asumir algo como eso. El
vello se me eriza, la rabia empieza a cegarme y ahora mismo lo único que quiero es
conducir a toda hostia o liarme a puñetazos con algo, así que hago lo único que se me
ocurre. Echarla del despacho. Sacarla de aquí de la misma forma en que ella me sacó
a mí de su vida.
—Lárgate, sé feliz y no vuelvas aquí nunca —murmuro sintiendo como cada
palabra me abre en canal por dentro.
Ella traga saliva con fuerza, toma aire por la nariz y asiente.
—Solo quería que supieras que he vuelto y no voy a marcharme —dice al final—.
No quería esconderme más.
—¿Esconderte más? —pregunto antes de sonreír con cansancio, porque acabo de
entender algo—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Ella guarda silencio un instante y yo
me río con rabia—. ¿Semanas? ¿Meses?
—Un mes, más o menos.
Un mes. Un puto mes en España y no me ha avisado hasta ahora. Joder, si
pensaba que no podía hacerme más daño…
—Vete —digo mirando el tablero de la mesa.
—Marco…
—¡Que te vayas! —le grito—. ¡Fuera de aquí!
Ella se levanta y sale del despacho con decisión. Sabe bien que estoy al límite,
que me voy a descontrolar de un momento a otro y jamás me ha gustado estar en
compañía cuando eso ocurre. No porque sea violento con la gente, no suele ser así. O
sí, pero solo con los que también quieren ser violentos. El problema es que necesito
gritar, o aporrear algo, o correr a toda velocidad para apagar la furia que me ciega y
solo me deja pensar en el lado malo de esta situación.
En cuanto oigo la verja alzarse, y luego bajarse de nuevo, arraso con los papeles
que hay en la mesa. Palmeo el tablero con fuerza, primero con la palma abierta y
luego con el puño. No paro hasta que me hago daño en la muñeca y entonces salgo y
decido correr un rato. El calzado no es el adecuado y la ropa tampoco, pero tengo
tanto exceso de adrenalina, para mal, que ni siquiera eso me importa.
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Un mes. Lleva aquí un puto mes sin decirme nada. Y no solo eso, sino que ha
mantenido contacto con Amelia todo este tiempo.
Recuerdo las veces que me he abierto con esta última. Alguna vez, incluso, he
admitido frente a ella lo que la marcha de Erin me hizo. Ella sabía en todo momento
dónde estaba y no me dijo nada. ¡Se rio de mí, joder! ¿Cómo he podido ser tan
gilipollas?
Noto el sudor caerme por la frente y aprieto aún más el paso. Sudar me irá bien,
seguro que así me canso. Además, la otra opción es meterme en un bar y ponerme
hasta el culo de alcohol, pero hace ya un tiempo que decidí que solo me permitiría
coger una borrachera a causa de mis sentimientos de vez en cuando. Últimamente ya
me he saltado la norma demasiadas veces y no puedo hacer lo mismo o acabaré
siendo una versión masculina de mi madre. Mierda. Eso sí que me hace apretar el
paso.
Dos horas después, agotado y empapado en sudor, vuelvo al centro y cojo mi
coche, que está en el parking. Conduzco hasta casa intentando no desbordarme, pero
cuando llego y entro, me encuentro con que Amelia está en el salón. Y lo intento, de
verdad que intento controlarme, pero ni siquiera me sale saludar.
—No vuelvas a pedirme que confíe en ti en tu puta vida —susurro.
Ella agacha la mirada, consciente del porqué de mis palabras, y eso me jode
todavía más, porque me doy cuenta de que es probable que supiera que Erin iba a
venir hoy a verme.
—Cariño, vamos arriba —dice Julieta llegando a mi lado en unos segundos.
La miro con los ojos fuera de sí y siento unas terribles ganas de llorar, lo que me
hace odiarme un poquito más. No pienso llorar. No voy a darle el gusto a Amelia de
ver hasta qué punto me duele su traición.
—Te odio. —Ella se pinza el labio y me mira con todo el dolor del mundo
reflejado en sus ojos—. Te odio y no voy a perdonarte esto nunca.
—Marco, no digas esas cosas —dice mi tío con suavidad.
Me doy cuenta entonces de que están demasiado calmados. Lo saben. No necesito
más que un vistazo para darme cuenta de que están intentando que yo no me desate.
Me río con asco y odio, hacia mí y hacia el mundo en general.
—¿No tenías suficiente con ocultarlo todo, que tenías que venir aquí a contárselo
a ellos? —le digo a Amelia—. ¿Ni siquiera ahora que todo se sabe vas a tener los
ovarios de enfrentarte a mí? ¿Qué quieres? ¿Que hagan el trabajo sucio y me
convenzan de que eres una buena persona?
—No, Marco. Solo quería que supieran que me siento mal por haberte ocultado el
paradero de Erin.
—¡Me engañaste!
—Marco, por favor, baja la voz —dice mi tío—. Los niños…
Me aprieto los ojos con las palmas de las manos y aprieto la mandíbula. Tiene
razón, joder. No puedo ponerme así en casa. No puedo arriesgarme a que los niños,
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sobre todo las chicas, me vean así.
—Me voy —les digo.
—No, por favor, no te vayas así, Marco —me suplica Julieta.
—Iré a casa de Fabiola.
—Por favor, por favor, quédate. Todo estará bien, Marco, quédate aquí, en casa.
Sus lágrimas me desarman y miro a Amelia con más odio todavía. Hasta de esto
tiene ella la culpa. ¡Hasta de poner a Julieta en este estado de nervios poco después de
parir! Ella parece entenderlo, porque camina hacia la puerta y, al pasar por mi lado,
murmura un «lo siento» que me enerva más. Aun así, no le contesto.
Me quedo mirando al vacío, imaginando cómo llega a su casa y se refugia en los
brazos de Einar. La odio. Joder, cómo la odio. Y lo peor es que sé que este odio viene
del inmenso cariño que le tengo, porque al final, el odio solo pueden despertarlo
personas a las que queremos. Personas con la capacidad de hacernos daño.
Subo las escaleras arrastrándome, sin mirar a mis tíos y sin querer imaginar a
Amelia llorando y dolida por mis palabras. No quiero sentirme culpable. No quiero,
pero tampoco puedo evitarlo, así que me enfado más y entro en un bucle que hace
que me cueste respirar.
La ducha es larga y, cuando salgo, no he conseguido relajarme del todo, pero al
menos ya no huelo a sudor. Subo a la buhardilla y, al llegar, me encuentro con que
mis tíos se han metido en mi cama, ambos con el pijama, y esperan que yo me meta
en el medio. A un lado está el cuco de Eduardo con él dentro y dormidito.
—Hoy vamos a dormir contigo —dice Julieta.
—Ni de puta coña —murmuro yo.
—Claro que sí, necesitas ración extra de mimitos.
—Lo que necesito es un chute de algo que me haga olvidar el día de hoy.
—Ven aquí —dice mi tío Diego—. No podemos darte un chute, pero me apuesto
lo que quieras a que podemos contarte un cuento que te distraiga.
—Tengo casi treinta años, esto es patético —resoplo, pero me meto en la cama.
—Que tu familia te cuide cuando estás mal no es patético, es bonito —dice ella.
—Si tú lo dices…
Me tumbo boca arriba y cierro los ojos, a pesar de que ellos me están observando.
—¿Quieres hablar de ello? —pregunta mi tío.
Niego con la cabeza y aprieto los dientes.
—Imagino que no quieres cenar, pero tengo la obligación de preguntarte —dice
mi tía. Niego con la cabeza y siento sus dedos en mi frente—. Entonces duérmete.
Nosotros velamos tus sueños.
Ninguno de los dos dice más y yo no abro los ojos, porque no quiero que se den
cuenta de hasta qué punto estoy herido. No quiero que vean que me siento como si
me hubiesen arrancado las entrañas para pisotearlas frente a mis ojos. No quiero que
se compadezcan de mí y no quiero, por nada del mundo, que empaticen con mi dolor.
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Este dolor, como todo lo que me dio Erin, es solo mío. Ahora me toca convivir
con él un tiempo, asumir que ella está aquí, en la ciudad, pero no en mi vida, y
averiguar cómo cojones voy a seguir adelante después de esto.
En algún momento de la noche me duermo y sueño con ella, pero no con la que
he visto hoy, sino con la de hace muchos años. Me reencuentro con la Erin que
besaba mi hombro, reía en mi oreja y me pedía canciones a diario. La que mordía mi
boca y me aseguraba que no había problema que no se arreglara con mis besos. Al
despertar pienso en lo irónico que resulta que un sueño, por bonito que sea, tenga la
capacidad de hacerte sufrir aún más.
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Erin
Tiempo atrás
Llego al piso de Sergio con el corazón latiéndome en las costillas y las lágrimas
intentando salir. Me las limpio a toda prisa y me muerdo el labio con fuerza. Con
tanta que creo que es posible que sangre un poco, pero no me importa; prefiero
sangrar a llorar.
La puerta se abre y Sergio me mira con el gesto confuso.
—¿Qué haces aquí, Erin?
—¿Está Marco?
—No.
—Me dijo que estaría contigo.
Sergio se rasca la nuca y se encoge de hombros. Me dice que no sabe dónde está,
pero es mentira, lo sé, se lo noto. Le pido por favor que me lo diga, pero él se empeña
y, cuando me doy cuenta de que no voy a convencerlo, doy media vuelta y bajo las
escaleras. No sé dónde puede estar, a lo mejor se ha quedado en el barrio, pero
también es posible que haya ido a la ciudad. No entiendo por qué no está con Sergio,
si me ha dicho que iría a su casa. Él no suele mentirme para hacerme daño. Mi madre,
Ángel y el resto de personas que conozco mienten continuamente, pero Marco intenta
no hacerlo, así que me extraña y preocupa que tenga algún problema y no me lo esté
contando para no preocuparme. Es una cosa que suele hacer, aunque a mí me joda
muchísimo. No comprende que ocultarme las cosas es una forma de mentirme y que
tiene que confiar en mí de la misma manera que yo lo hago en él. Lo hablamos,
peleamos, él me dice que sí, que me lo contará todo, pero siempre volvemos a las
mismas. Sé que no lo hace porque quiera mentirme, sino por todo lo contrario. No
quiere hacerme daño, o preocuparme, pero al final es peor, porque cuando no lo
encuentro, como ahora, me pongo muy nerviosa.
Camino por las calles del barrio durante mucho tiempo. Tanto que decido volver a
casa. Si tardo horas en volver será peor, así que desando el camino y agacho la
mirada. Marco dice que no puedo hacer esto, que es como si caminara derrotada.
Tiene razón, pero es que hoy me siento un poco así. Algunos días, los mejores, salgo
de casa, miro al cielo y pienso en el día en que todo esto se acabe. Consigo
convencerme de que no es para siempre. Que nada es eterno. Otros días el asco y el
miedo consiguen adormecer cada rayito de esperanza. Hoy es uno de esos.
Llego al piso y trago saliva cuando huelo a Ángel. La mezcla de colonia barata y
tabaco es tan asquerosa como identificativa. No se ha ido y no me sorprende; es un
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hombre muy paciente.
—¿Has conseguido el dinero? —pregunta en cuanto oye cómo cierro la puerta.
Entro en el salón y le miro retrepado en el sofá. Tiene una tripa enorme que me
provoca nauseas, y sus ojos son tan fríos que intento evitarlos a toda costa. Niego con
la cabeza y me encojo de hombros, como si no me preocupara demasiado, aunque lo
cierto es que mi pulso está disparado.
—¿Y eso? ¿No has encontrado a tu chulo particular? —Aprieto los dientes y él se
ríe—. Los adolescentes sois de lo que no hay. Miras a tu madre con asco por tenerme
para cubrir sus necesidades, pero luego haces lo mismo con Marquito.
Me encantaría gritarle que eso no es cierto, porque Marco jamás haría conmigo lo
que él hace con mi madre. Además, él no cubre mis necesidades, como dice Ángel. O
sí, pero yo también lo hago con él. Es algo equilibrado. La relación que tienen Ángel
y mi madre es puramente comercial. Él la colma de drogas y alcohol si ella se porta
bien, a veces se la tira para cobrarse alguna pequeña deuda, pero la relación seria, si
es que se le puede llamar así, la tiene con Victoria, la madre de Marco. Por lo general,
cuando mi madre le debe dinero, soy yo quien tiene que conseguirlo. Y sí, a veces me
lo presta Marco, no voy a negar que hoy lo buscaba para eso, pero al revés también
ha pasado que, en ocasiones, le he dado el poco dinero que consigo a Marco.
Ignoro la voz de Ángel y voy a la habitación de mi madre para ver cómo está.
Rezo para que no haya nadie dentro, aunque todo está en silencio. Abro la puerta y la
veo desparramada en la cama. Suspiro con alivio. Es una mierda que me sienta así,
porque es probable que esté semiinconsciente, pero es mejor una madre medio ida
sola, que una madre medio ida acompañada de algún imbécil drogado, violento o las
dos cosas.
Giro sobre mis pasos y me encuentro con Ángel en el pasillo. Bloquea todo el
espacio y la garganta se me cierra en el acto.
—Si no tienes el dinero, ya sabes cómo tienes que pagar, princesa.
Odio que me llame «princesa». Odio que me diga palabras que deberían ser
cariñosas porque me suenan sucias, casi a insulto. Trago saliva y aprieto los puños.
—Si esperas hasta esta noche, conseguiré lo que te debe y un poco más, Ángel.
—Ya no me la cuelas. —Se ríe entre dientes y apoya el hombro en la pared—.
Además, tengo un día de esos en que el dinero no me parece tan importante.
Trago saliva otra vez. Para él no es importante, tiene suficiente y siempre hay
alguien que le debe, así que va por la vida cobrándose favores y dándose una vida de
rey, pero sin largarse del barrio, claro, porque entonces se quedaría sin negocio.
—Ángel…
—Elige, Erin: o me pagas tú por las buenas, o te cobro yo por las malas. No me
tientes más, niña, sabes que estoy siendo muy paciente contigo.
Agacho la mirada, porque odio reconocer que, en el fondo, tiene razón. Sé que a
otras chicas no les permite tanto y no negocia con ellas, pero creo que eso es porque
ellas han asumido el papel que les ha tocado sin protestar. Ni siquiera se esfuerzan
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por rebelarse un poco; se guardan toda la ira para la calle, y así es como este barrio
cada día es más conflictivo.
—En mi cuarto no —susurro finalmente.
Él sonríe de medio lado, se da la vuelta y entra en el salón de nuevo. Yo le sigo
bloqueando mi mente. No me permito pensar en mi vida, en lo que tengo que hacer
por culpa de mi madre y mucho menos en Marco. En momentos así, me obligo a no
recordarlo a él, porque si lo hago la desesperación me araña por dentro y el impulso
de salir corriendo hacia él es demasiado tentador. Correr, llegados a este punto, no
sirve. Hay veces que Ángel nos lo permite, cuando el tiempo de la deuda es
relativamente corto, pero a mí ya no va a dejarme pasar ni una. La última oportunidad
la tuve esta tarde y, al no encontrar a Marco, la perdí, así que me siento en el sofá, a
su lado, y trago saliva mientras él pasa un brazo por mis hombros.
Siento el peso de inmediato. Siempre he pensado que el brazo de Ángel pesa
demasiado para mi cuerpo delgado y bajito, pero a él parece no importarle. Retengo
las náuseas que acuden a mí cuando oigo cómo se baja la cremallera y me muerdo la
punta de la lengua con fuerza para hacerme daño y distraer mi mente.
Ángel tira de mi mano y me lleva hacia su cuerpo, me obliga a tocarlo y lo hago,
porque no tengo otra salida. Es mecánico, no le miro en ningún momento y creo que
ni siquiera pestañeo, como pasa siempre que me obliga a hacer esto. Podría ser peor,
me recuerdo mientras él gime a mi lado. Podría obligarme a llegar hasta el final. A
veces pienso que me lo permite porque tengo trece años, pero no es verdad. A Ángel
eso le da igual y hace ya mucho tiempo que me obliga a tocarlo. Me lo permite
porque sabe que no tengo escapatoria y que tarde o temprano tendrá de mí todo lo
que quiere.
El corazón se me para los minutos que dura este infierno. Me gusta pensar que lo
tengo entrenado para pausarse y que no sienta absolutamente nada, pero eso también
es mentira, además de imposible. Siento asco, rabia, ira, autocompasión, odio hacia
mí misma y, por encima de todo, la desesperación absoluta. Desesperación porque
estoy haciéndolo una vez más, pero sobre todo porque no sé cuántas veces más tendré
que repetirlo antes de irme de aquí para siempre. Su cuerpo se tensa, él aprieta mis
hombros y yo cierro los ojos, procurando no echarme a llorar.
—Eres una buena chica, Erin. Serás un gran tesoro cuando te crezcan las tetas —
dice riéndose antes de dar un gran suspiro, levantarse y caminar hacia el baño.
Yo me levanto y me meto en la cocina, abro el grifo, giro el mando para poner el
agua caliente y meto la mano debajo. Me limpio con el estropajo hasta que mi piel,
blanca de naturaleza, se vuelve roja. Hasta que la araño y veo algunos puntos
ensangrentados e irritados, bien por el estropajo, o porque pongo el agua tan caliente
que siento la mano arder, pero eso es bueno. El dolor me hace sentir un poco más
limpia; me hace olvidar lo que acaba de ocurrir.
—Tengo que salir a hacer unos recados. En la nevera tienes un poco de la pizza
que me ha sobrado a mediodía. Cómetela tranquila, de momento estamos en paz.
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No me giro para no tener que mirarlo y él se ríe, pero no se va. Trago saliva.
Normalmente se va cuando pago las deudas. Noto sus pasos acercarse y me agarro
con las dos manos al fregadero.
—Eh, mírame. —No lo hago y él tira de mi brazo y me obliga a girarme—. Si te
digo que me mires, me miras, ¿estamos? —Asiento y me obligo a mantener mis ojos
en él. Lo hago con altanería, alzando la barbilla y desafiándolo, como si no me
aterrorizara su presencia—. ¿Sabes qué? Estoy hasta los huevos de tu actitud. Te he
consentido muchas cosas, Erin, muchísimas, pero empiezo a pensar que soy
demasiado blando contigo. —No contesto y él se ríe—. Bésame.
Abro mis ojos de par en par y el triunfo brilla en los suyos. Jamás me ha pedido
un beso, ni un gesto cariñoso. Me ha tocado, pero yo siempre me he mantenido quieta
como una tabla y nunca ha pasado de las caricias superficiales o por debajo de la
camiseta. Sinceramente, prefiero que me toque los pechos, aunque estén planos, a que
me bese. Eso es tan… tan… Dios, tengo ganas de vomitar. Otra vez.
—Ya te he pagado, Ángel —atino a decir—. Tú mismo has dicho que estamos en
paz.
—Esto no es por la deuda, niñata. Esto es por orgullo.
No puedo hablar más. Su boca se estampa en la mía con fuerza. Con la misma
fuerza que su mano sujeta mi nuca. Las lágrimas que he intentado retener se agolpan
en mis ojos, pero me obligo a mantenerlos abiertos. Siento su lengua en mis labios y,
por un momento, creo que le vomitaré encima.
Que se aleje ya, por favor, que se aleje ya.
Cuando por fin lo hace sonríe con lascivia y chulería, palmea mi mejilla y se ríe
entre dientes.
—Ahora ve y cuéntale a Marquito que esa boca ya ha sido mía.
Suelta una carcajada y se va mientras yo me quedo aquí, con una mano herida, los
ojos abiertos de par en par, cargados de lágrimas que no caen, y el cuerpo tembloroso.
Recuerdo entonces cada momento con Marco. Cada abrazo, cada caricia, cada
sonrisa. Lo recuerdo todo, menos los besos, porque no los hemos tenido. Marco me
dijo una vez que quería besarme, pero lo haría cuando yo fuera mayor. Cuando
tuviera edad para hacerlo. Las lágrimas que he retenido con esfuerzo caen y pienso,
con cierto rencor, que esto, en parte, es culpa suya. Y mía. Quisimos convencernos de
que teníamos tiempo, pero si algo nos falta a nosotros, es precisamente tiempo.
Oigo un ruido en la habitación de mi madre y me sobresalto, me limpio la boca
con brío bajo el grifo y me voy a la calle antes de que ella se despierte y empiece a
gritar, o a llorar, dependiendo de cómo le haya afectado hoy toda la mierda que se
mete. Bajo las escaleras del portal corriendo y en cuanto piso la calle veo a Marco,
que justo viene hacia aquí. Soy consciente de que, por un segundo, he dejado al
descubierto todo lo que siento, porque él corre hacia mí.
—¿Qué ha pasado?
—¿Dónde estabas? —pregunto con voz temblorosa.
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—Tenía que arreglar unos asuntos. ¿Qué te ha hecho?
—¿Recuerdas cuando me dijiste que un día ibas a besarme? ¿Qué conseguirías
que mi primer beso fuera memorable? —Él no se mueve, pero sus ojos se oscurecen
—. Tarde.
Marco niega de nuevo con la cabeza, coge mi cara entre sus manos y me acaricia
con los pulgares, o lo intenta, porque yo me alejo y siento cómo la rabia burbujea
dentro de mí. Sé que voy a arrepentirme de esto, porque llevo callándomelo mucho
tiempo, pero es que no puedo pensar, porque siento que hoy he perdido otra parte de
mí para siempre, aunque suene tonto.
—Me obliga a tocarlo, Marco.
Escupo las palabras y veo cómo su cara muta de la pena al horror y la impotencia.
Sé que no es idiota y lo suponía, pero yo nunca se lo he confirmado, porque sé que
sería capaz de intentar hacer daño a Ángel y es una batalla perdida. Ahora, sin
embargo, no puedo pensar con racionalidad y, sin saber muy bien por qué, lo único
que quiero es que él sufra lo mismo que yo; que sienta mi desesperación y cómo las
esperanzas de salir de aquí se esfuman con cada día que pasa.
—Erin… —Su voz suena más ronca y niega con la cabeza—. No… no…
—No ¿qué? ¿Que no te diga que me obliga a tocarlo para pagar las deudas de mi
madre? ¿Que no te diga que me ha besado solo para reírse de mí y que yo sepa quién
manda? ¿Que no te diga que cada día siento que falta menos para que deje de
conformarse con mis manos? ¿O con tocarme por debajo de la camiseta?
—¡Cállate! —grita—. ¡No hables así!
—¿Así cómo, Marco? ¡Estoy harta de que me hagas pensar que somos normales
cuando no lo somos! Estoy harta de esperarte para todo, hasta para que me des un
beso, si es que quieres hacerlo, solo porque crees que soy pequeña. ¡Te aseguro que
Ángel ya no me ve pequeña! O sí, pero le da igual y eso es lo que no entiendes. Deja
de engañarte, joder. Deja de pensar que puedes protegerme de él. ¡Es imposible!
—No volverá a tocarte, te lo juro, Erin, te lo juro.
—¡No puedes jurarme eso! Ni eso, ni nada, Marco. ¡Deja de hacer promesas que
no puedes cumplir!
—¿Cuándo he dejado yo una promesa sin cumplir? ¡¿Cuándo?!
—Hoy —murmuro con labios temblorosos y la voz rota—. Hoy, Marco. Hoy me
han besado por primera vez y no eras tú.
Sus ojos se vuelven cristalinos, pero no me deja verlos. Se gira y aporrea la pared
con fuerza; con mucha más fuerza de la que se puede esperar en un chico de quince
años. Me sorprendo pensando, con cierta ironía, que esta noche los dos vamos a tener
las manos heridas, pero en el fondo eso es lo de menos, porque lo de dentro, lo que
sentimos, duele mucho más que cualquier herida física.
Marco pasa varios minutos aporreando la pared; los mismos que paso yo llorando
en silencio. Al acabar estamos agotados y no hablamos, pero él sujeta mi mano con
cuidado y me lleva hasta nuestro callejón. Caminamos en silencio, siento sus dedos
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hinchados y él acaricia los arañazos que me he hecho antes. No nos miramos, no
hablamos, pero no lo necesitamos para comunicarnos.
«Lo siento» susurra mi cuerpo. «Yo más» susurra el suyo.
Nos sentamos al lado del contenedor, hoy huele aún peor que otros días, pero
conseguimos reconfortarnos de alguna forma. Me echo a llorar y Marco pasa un
brazo por mis hombros, como siempre, y besa mi frente, como siempre, pero no me
promete que todo estará bien, como hace siempre. Hoy no hay sitio para esas
promesas.
—¿Me cantas? —le pido yo, como siempre.
—Siempre —susurra él.
Y lo hace. Con voz entrecortada y llorando, aunque no se vea. Creo que Marco ya
se ha olvidado de cómo se llora con lágrimas físicas, pero eso no quiere decir que no
llore mucho por dentro. Lo hace, lo sé, lo siento. Empieza a cantar My Girl, de The
Temptations, y mis lágrimas salen con más fuerza. Marco no sabe hablar inglés, pero
un día le enseñé mis canciones favoritas y se las aprendió de memoria. Su
pronunciación no es muy buena, pero da igual, porque sé que detrás de sus palabras
solo está el deseo de hacerme sentir mejor. Apoyo la mejilla en su pecho y dejo que
cargue con parte de mi dolor mientras noto el suyo. Nos abrazamos con tanta fuerza
que llega un momento en que su canción es solo un murmullo en mi oído.
Aspiro su olor, cierro los ojos y pienso que puede que nos hayan robado otra
primera vez, pero él todavía tiene el poder de recomponerme.
Marco agacha la cabeza buscando la mía, acaricia mi mejilla, roza su nariz con la
mía y se separa un poco de mí. Me pide permiso con los ojos y asiento sin vacilar.
Sus labios se acercan a los míos y, cuando los rozamos, tiemblo. Es suave y su boca
sabe a menta. Marco acaricia mi pelo con una de sus manos y mi mejilla con la otra.
Sin agarrarme y sin presionar con fuerza. Supongo que no quiere asustarme, y me
gustaría decirle que él jamás lo haría, pero el día ha sido tan negro que, ahora mismo,
no puedo hacer más promesas. Solo puedo sentir este beso y pensar que puedo,
aunque sea por un segundo, olvidar todo lo que ha pasado. No es romántico, no puede
serlo, pero es nuestro beso y eso me basta para reconfortarme, aunque sea un poquito.
Da igual todo lo que Ángel me haga, porque Marco siempre encontrará la manera de
hacerme sentir, aunque sea durante unos minutos, que merece la pena mantener viva
la esperanza.
Que el infierno tiene una sala de refrigeración en un callejón maloliente con un
chico que es capaz de conseguir que yo sienta algo bueno, para variar. Alguien capaz
de recordarme que esto no es para siempre y algún día saldremos de aquí. Juntos. No
puede ser de otra forma.
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20
Erin
La mañana siguiente a mi encuentro con Marco me levanto de la cama a duras penas.
No he conseguido dormir prácticamente nada, los remordimientos me atormentan con
intensidad y es algo que me molesta muchísimo, porque todo esto tuvo una razón de
ser. Sabía que Marco no iba a entenderlo, igual que sabía y sé que pude hacer algunas
cosas mejor y que avisarlo de mi vuelta un mes después ha sido un error. Lo sé. Sé
que me merezco todo lo que pasa, pero eso no significa que no me sienta dolida y
triste. Intento consolarme pensando que ha sido un paso más en la dirección correcta.
Que después de la visita de ayer podré caminar con libertad por el barrio, la
asociación e incluso por el centro de la ciudad. Eso pensaba, al menos. Ahora no dejo
de imaginar que me lo encuentro en alguno de esos puntos y mi corazón se acelera
tanto que lo odio, porque debería asumir de una vez que Marco y yo fuimos algo muy
grande, pero ahora mismo no somos nada. Él tiene una vida nueva en la que yo no
entro. Tiene una familia, un trabajo y una chica. Una mujer preciosa por fuera y por
dentro, o eso espero. Ha conseguido librarse del pasado, que es a donde yo
pertenezco, y compadecerme o revolcarme en mi dolor no me servirá de nada, así que
enciendo la cafetera y me quito la camisa para darme una ducha. Un día de estos,
hasta puede que considere guardar esa estúpida camisa. O mejor, tirarla. Sí, eso. Un
día la tiraré y me sentiré increíblemente bien. Lo haré, pero no hoy. No todavía.
Pongo el agua fría, pese a que ya no hace tanto calor por las mañanas. Me gusta el
agua helada en verano y ardiendo en invierno. Me hace reaccionar, mi piel responde
al estímulo extremo y siento. Así, a secas. Siento, y es maravilloso.
Me visto con un vaquero con rotos y una camiseta corta pero ancha con los
colores del arcoíris. Dejo mi pelo suelto y me pongo un poco de rímel. No suelo
maquillarme. Hubo un tiempo, cuando era muy joven, en que lo hice a veces, solo
para parecer mayor y ocultar mis pecas, pero a mis veinticinco años empiezo a
aceptar que son parte de mí. No me hacen demasiada gracia, pero tampoco van a irse,
así que creo que lo mejor es congraciarme con ellas y convivir en relativa paz con
todas las partes de mí que no me agradan demasiado.
Cuando vuelvo a la cocina el café ya está templado, pero no me importa. Lleno
una taza y me apoyo en la encimera para tomarlo y acabar de despejarme. No dejo de
pensar que debería llamar a Amelia, pero me da miedo. Sé, casi con seguridad, que
Marco anoche se enfrentó a ella. Mucho tendría que haber cambiado para que no sea
así, y después de ver su reacción y darme cuenta de que es justo lo que esperaba,
estoy convencida de que decidió volcar su furia en ella. No es justo y me siento fatal,
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pero me da miedo llamarla, que Marco esté cerca por lo que sea y la situación acabe
empeorando. Esta tarde podré verla y hablar con ella, así que al final decido esperar.
Sin embargo, cuando el timbre de casa suena, pienso en ella de inmediato. Me
preocupo, no puedo negarlo, porque es muy temprano y, en lo que tardo en ir hacia la
puerta, me imagino miles de escenas. En todas ella llora o me culpa de haber tirado
por la borda su relación con Marco. La sorpresa me la llevo cuando abro, sin
descorrer la cadena, como siempre, y veo a Diego Corleone al otro lado de la puerta.
—Buenos días, Erin —dice él con voz grave.
Cierro de un portazo y tomo aire con fuerza. Mierda. ¿Está aquí para acusarme de
ser una pésima persona? ¿Para insultarme por haber hecho daño a su sobrino? ¿Para
dejarme claro que no debería cruzarme más en la vida de Marco? Joder, seguro que
sí, y es normal. El problema es que empieza a costarme respirar. Me lleva unos
segundos relajarme. Mi relación con los hombres es complicada, pese a los años de
terapia. Mucho más cuando esos hombres me intimidan. Sé que Diego es buena
persona, no todo el mundo hace lo que él hizo por Marco, pero es prácticamente un
desconocido para mí. Y poli. Es un detalle que, con mi pasado, no se olvida. Hubo un
tiempo en que fueron mis enemigos y son cosas que se quedan para siempre,
supongo.
—No voy a irme hasta que hable contigo —dice él—. Puedo hacerlo con la puerta
de por medio, si quieres, pero creo que los vecinos no deberían saber tanto de tu vida,
¿no crees?
Me muerdo el labio. Dios, tiene razón. Muchos de los vecinos de este edificio son
nuevos. O sea, no son los mismos de hace años, pero eso no significa que aún queden
algunos conocidos que me miran con curiosidad y hostilidad. Desconfían de mí y no
los culpo. Sé bien lo que se siente cuando no consigues fiarte de nadie.
Descorro la cadena después de tragar saliva y recordarme a mí misma que Diego
no puede hacerme nada. Es normal que quiera hablar de mi vuelta. Seguramente, tal
como he imaginado, mi encuentro de ayer con Marco haya desencadenado un
problema interno en la familia. Lo mínimo que puedo hacer por Amelia, y también
por Marco, es afrontar y asumir mis culpas.
Abro la puerta y trago saliva cuando él entra en el piso y soy consciente de lo
altísimo que es. Diría que, incluso, un poco más que Einar. Lo recordaba alto, pero
siempre achaqué eso a que yo era una niña cuando le conocí. Pensé que ahora no me
impresionaría tanto. Su cuerpo es delgado y esbelto, su mandíbula tensa y sus ojos
penetrantes. Es como ver a Marco dentro de unos años. Siempre me impresionó eso,
lo muchísimo que se parecen físicamente.
—¿Tienes café? Huele a café.
Pongo los ojos en blanco. En eso también se parece a su sobrino. O su sobrino a
él. La comida y bebida, primero, luego todo lo demás.
—¿Qué te hace pensar que te voy a invitar a una taza?
Él eleva una ceja, sonríe de medio lado y encoge los hombros.
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—¿Qué vengo en son de paz?
—No te creo.
—¿Que soy el tío de Marco?
—Tal como están las cosas, eso no te da puntos. Más bien al revés.
—Vale, probemos con esto: Voy a contarte todo lo que pasó con Marco ayer,
después de vuestro encuentro.
Entrecierro los ojos y le miro mal.
—¿Por qué harías eso? Sería como traicionar a tu sobrino.
—No, nada más lejos. Necesito que tú sepas lo que has desencadenado. Y tú
también lo necesitas, así estarás lista para lo que sea que venga ahora.
Arrugo el gesto, incapaz de entender por qué haría algo así. Quiero decir, es de
agradecer, pero es lógico que, en todo esto, él está de su lado, no del mío. Lo único
que se me ocurre es que, en realidad, quiera hacerme sentir culpable al máximo. No
sabe que los remordimientos ya me matan, y no lo va a saber, porque yo no se lo
pienso contar, pero puedo dejar que haga su papel. Él se sentirá mejor tío y a mí me
da lo mismo que alguien más me acuse de egoísta y mala persona, así que me encojo
de hombros y me dirijo a la cocina sin decirle nada. Diego me sigue, tal como yo
esperaba. Le sirvo una taza y observó cómo mira los muebles.
—Una cocina azul… Es original.
—A mí me gusta.
—Eso es lo que importa —contesta encogiéndose de hombros—. ¿Podemos
sentarnos en algún sitio?
Asiento y le guío hacia la mesa con las sillas. Los únicos muebles de la casa, de
momento. Salvo los del baño y el colchón de mi cuarto. Nos sentamos y guardamos
silencio durante lo que parece una eternidad. Yo no hablo porque quiero que sea él
quien empiece. Y él no habla porque… pues no sé. Igual está creando tensión a
conciencia.
—Imagino que ya sabes cómo se puso Marco ayer.
—Imagino, sí —contesto en tono seco.
Él suspira. Quizá se está dando cuenta de que esta conversación va a ser más
complicada de lo que pensaba en un principio.
—No sé cómo se puso contigo, pero creo que debería disculparme en su nombre.
—Eso me deja tan sorprendida que no puedo evitar alzar las cejas. Él sonríe sin
despegar los labios y juega con el asa de su taza—. Tú conoces a Marco mejor que
nadie, Erin. Fuiste parte esencial de su vida. Sabes muy bien que llegó a casa
ardiendo de rabia.
—Lo suponía —murmuro.
—No sé lo que te dijo, lo que hizo o si te trató mal, pero…
—No me hizo daño —digo cortante—. Él nunca me ha hecho daño físicamente.
—No, por supuesto que no —contesta muy serio—. Me refería a que no sé si te
trató mal verbalmente. Cuando se enfada dice muchas tonterías. —Eso me hace
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sonreír y él suspira, un poco aliviado, o eso parece—. Me sabe muy mal pensar que te
dijo cosas que probablemente te hicieron daño.
Abro la boca para contestar, pero me doy cuenta de que estoy tan sorprendida que
me cuesta unos segundos encontrar las palabras.
—Sinceramente, no pensé que te preocupara eso lo más mínimo. Me merezco
todo lo que me dijo.
—No creo que eso sea cierto.
—Lo es. Yo me fui, desaparecí del mundo y le obligué a olvidarme. Luego volví
y no me digné a decirle nada. Es normal que se enfade. Me he portado como una
zorra con él.
No sé por qué hablo así de mí misma. No sé por qué no le cuento las verdaderas
razones de mis actos. O puede que sí. Puede que en el fondo lo sepa. No quiero que
se sienta decepcionado con Marco o su reacción a todo esto. Quiero que lo
comprenda y le ayude a canalizarlo lo mejor posible para que lo supere y siga
adelante, como siempre.
—Tal como yo lo veo, te fuiste porque no te quedó más opción, desapareciste del
mundo porque, de no haber sido así, él habría ido en tu búsqueda y no habría tenido
un futuro como el que tiene ahora y no le dijiste que habías vuelto por miedo a su
reacción y a que no entendiera todo lo que has hecho por él. —Sus palabras son tan
exactas y dolorosas que me es inevitable que las emociones se reflejen en mi rostro
—. No puedo odiarte por cuidar de él, aun cuando eso ha supuesto hacerte daño a ti
misma.
—Eso no es cierto. No soy tan buena como me pintas.
—Probablemente eres mejor. Yo puedo verlo, Amelia pudo verlo y Marco lo
vería, si no estuviera tan obcecado en su propio dolor.
—Le abandoné. Podría haber hecho más por mantenerme en contacto con él.
Convencerle para que no viniera a verme y esperase hasta que pasaran unos años.
—Podrías. Y yo podría haber solicitado tu custodia. Dudo que me la hubiesen
dado, pero podría haberlo hecho. Marco me lo pidió desesperado.
Eso hace que me eche hacia atrás, sorprendida. No me lo esperaba. Marco me
prometió que lo solucionaría, pero nunca pensé que le hubiese pedido a su tío algo
así. Intento recuperarme de la impresión y carraspeo, aturdida.
—No habría servido de nada, tú lo has dicho.
—Habría servido para que mi conciencia se quedara más tranquila. De haber
sabido la forma en que tu partida iba a afectarle… Habría hecho cualquier cosa. —
Carraspea y da un trago a su café—. Lo siento, supongo que eso solo te hace sentir
más culpable.
—No importa. Ya nada de eso importa. Yo me fui, tú no solicitaste la custodia y
las cosas salieron como salieron. Ahora él es un hombre feliz con una vida ya hecha y
yo he vuelto porque… porque…
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Me callo cuando mi desconfianza aparece. ¿Hasta qué punto debería contarle que
he vuelto porque necesito cerrar puertas del pasado para poder avanzar? ¿Cómo le
explico que yo no he conseguido liberarme de todo lo que me oprimía? La terapia
hizo muchísimo trabajo, la defensa personal, también, pero al final hay obstáculos
que no me dejan avanzar. Necesitaba enfrentarme a todo. El barrio, este piso,
Marco… Tenía y tengo la necesidad de demostrarme que todo esto ya no puede
hundirme. Pienso en todo eso, pero no puedo decírselo a Diego. Sé que es buena
persona, que ha dado un hogar a Marco y que él lo adora. Lo sé por lo que me ha
contado Amelia y por las fotos que he ido viendo a lo largo de los años, en las que
aparecían juntos a menudo. Incluso tengo una en la que Marco le mira con verdadera
adoración, aunque dudo que sepa que alguien captó el momento. Sé todo eso, pero,
aun así, no puedo confiarle todo lo que siento. Eso me haría aún más frágil y débil.
Le daría un arma para hacerme daño en un futuro, si quisiera, y no puedo permitirlo.
—Está bien —dice, como si se diera cuenta de mi conflicto interno—. No tienes
que darme explicaciones. Solo necesito saber si piensas quedarte y si la situación con
Marco no te acabará haciendo daño.
—Estaré bien. Y si no lo estoy, me lo he buscado —contesto con frialdad.
—Vale. —Se rasca la nuca y suspira—. ¿Te importa servirme otra taza? —Le
miro con recelo y sonríe—. Tengo cuatro hijos, ¿sabes? Uno recién nacido. No
duermo mucho.
Eso me convence. Cojo su taza, me levanto, entro en la cocina y la lleno de
nuevo. Cuando vuelvo a donde está lo encuentro mirando en derredor y sonriendo.
—¿De qué te ríes?
—Habéis hecho un buen trabajo aquí. Tengo que felicitar a Einar. —La sorpresa
se refleja en mi cara. Otra vez. Él se ríe entre dientes y coge la taza en cuanto la
pongo en la mesa—. Has tenido contacto con Amelia todo este tiempo. Volviste hace
un mes, trabajas en la asociación y el vikingo lleva todo ese tiempo perdiéndose casi
a diario. Soy poli, ¿recuerdas?
—Ah, sí, bueno… No te cabrees mucho con él. Es un pedazo de pan.
—Lo es. Yo también, ¿sabes? Si me hubieses avisado, habría venido.
Elevo una ceja y lo miro con chulería.
—¿Tienes celos?
—Puede, pero no de los malos. —Se encoge de hombros y suspira—. Me gusta
ser de ayuda para las personas que le importan tanto a mi familia. Me habría gustado
que confiaras en mí, pero sé que es imposible.
—Apenas nos conocemos.
—Tampoco conocías a Einar.
—Ya, pero tenía contacto con Amelia. —Me siento mal un momento, pero al
instante arrugo la frente y niego la cabeza—. Además, no te debo explicaciones.
—Cierto, perdona.
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Gira su taza sobre la mesa y, de alguna estúpida forma, me siento culpable. No
debería darle explicaciones, es verdad, pero, en cierto modo, siento que este hombre
las merece. Se ocupó de Marco cuando ni siquiera él tenía interés en ser ayudado. Se
negó a tirar la toalla con él y está aquí, después de saber todo lo que he hecho,
ofreciéndome la pipa de la paz. No puedo dejar que la antigua Erin me domine.
—Oye, es que… Es distinto, ¿vale? Einar es familia de Marco, pero no como tú.
Tú eres su tío, pero actúas como si fueras… —Él me mira con atención y yo
carraspeo—. Bueno, ya sabes, como si fueras su padre.
—Entiendo —susurra—. Pero Erin, yo no actúo. Yo me siento así. Sé que parece
una locura, pero te prometo que quiero a Marco de la misma forma en la que quiero a
mis hijos. Lo siento mío, aunque llegase a mi vida siendo prácticamente un adulto y
me dé dolor de cabeza constante.
Sonrío y asiento, emocionada y agradecida de que Marco tenga a alguien como él
en su vida. No le conozco, pero solo por lo que sé y por lo que estoy viendo ahora
siento que mi culpa se aligera. Hice lo correcto. Yo ayudé a darle esto, y eso siempre
debe alegrarme.
—Si alguna vez quieres… —Carraspeo otra vez y suspiro, desesperada por
encontrar las palabras—. Si quieres venir a tomar café o charlar o lo que sea…
Bueno, te abriré la puerta.
—¿Sí?
—Sí, pero supongo que no lo harás. No quiero que Marco sienta que más gente
de su familia le miente para estar conmigo.
—No pensaba mentirle —dice con el ceño fruncido.
—¿Cómo?
—Me gustaría verte de vez en cuando, solo para asegurarme de que estás bien. —
Alza las manos cuando hago amago de protestar—. Sé que sabes cuidarte sola, que
eres una mujer, que no tenemos confianza y todo eso, pero, aun así, me gustaría pasar
por aquí alguna vez para saludarte, y no tengo por qué mentirle a Marco acerca de
eso.
—¿Quieres decir que vas a decirle que has estado aquí?
—Siempre que te parezca bien…
—Pero le harás daño.
Él suspira con cansancio, como si lo supiera y le pesara en el alma, pero, aun así,
se encoge un poco de hombros.
—Y odio esa parte, pero Marco necesita entender que en esta vida todo tiene una
razón de ser. Algún día comprenderá por qué hiciste lo que hiciste, Erin, estoy
seguro.
—No quiero que os suponga un problema. Ya me siento bastante mal al saber que
ahora odiará a Amelia.
—Ya… ¿Sabes lo bueno de las familias? Que, para bien o para mal,
permanecemos unidas, aun cuando no queremos. Marco dice que odia a Amelia, pero
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es mentira, no puede odiarla porque la quiere demasiado. Tampoco me odiará a mí
cuando sepa que he venido a verte. No demasiado, al menos. —Resopla y sonríe—.
Supongo que lo que quiero decir es que, al final, el amor está por encima de todo eso.
—No será fácil —susurro.
—Desde luego que no. Y créeme, me duele en el alma ver a mi chico así, pero
también creo que se está olvidando de lo más importante de todo esto.
—¿Y qué es?
—Que has vuelto. Que estás aquí, Erin. —Sonríe y suelta un gran suspiro—. El
día que caiga en eso… joder, será un gran día.
No sé si lo entiendo muy bien, pero como no quiero hablar más de Marco, decido
sonreír un poco y encogerme de hombros. Él parece entenderlo, porque se acaba el
café y se despide de mí con la promesa de volver algún día.
Después de su salida cierro la puerta, me apoyo en ella e intento aceptar el hecho
de que la familia León no parece tener intención de ignorarme, tal y como yo había
esperado. De hecho, no parece tener intención de odiarme, y eso es tan sorprendente
y abrumador que necesito el resto de la mañana para asimilarlo.
Ahora solo falta que la tarde en la asociación sea tranquila y Amelia pueda
perdonarme por poner su vida patas arriba.
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—Sí, Marco, sí. Sabes muy bien lo que significas para él.
Me siento en la cama de un tirón y la miro, meciendo a Eduardo, que está
protestando, seguramente porque tiene hambre.
—Si significara tanto no habría ido de cotilla a… a… Bueno, allí.
Julieta se ríe y cambia al bebé de postura para que deje de protestar.
—Ni siquiera tienes los huevos de decir la frase completa. Estuvo en casa de Erin.
—La miro mal y ella alza las cejas—. Erin, sí, esa que tanto te importa. La que tanto
daño te hizo con su marcha y que ahora está aquí, de vuelta. ¿Te has parado a pensar
en eso, Marco? ¡Ha vuelto! Lleva más de un mes aquí, la tienes a un paseo en coche
de distancia y estás ahí parado lamentándote y dándote manotazos en el pecho por
algo que ya pasó.
—¡Desapareció del mundo, joder! ¿Sabes lo que pasé buscándola? ¡Tú no tienes
ni puta idea de lo que sentía y siento!
Ella suspira, viene hacia la cama y se sienta, estirando los brazos para que yo coja
a Eduardo. Lo hago, solo porque no me puedo resistir a ninguno de los enanos. Él
bosteza y se lleva un puño a la boca, así que intuyo que en unos minutos arrancará a
llorar de nuevo porque lo que él quiere, yo no se lo puedo ofrecer.
—Estoy segura de que tuvo sus razones. Era una niña de quince años, Marco.
—Yo tenía diecisiete. No era mucho mayor.
—No, pero tú tenías una familia respaldándote. No sabes lo que pasó en Irlanda,
cariño. Igual su vida fue difícil, o quizá fue preciosa, no lo sé, pero lo que sí sé es que
no puedo odiarla. Sé que te gustaría que la insultara y me pusiera a despotricar contra
ella, pero es que no puedo.
—No quiero que la odies —admito—. Pero tengo todo el derecho del mundo a
sentirme traicionado por Amelia. Y también por mi tío, aunque tú lo defiendas.
Ella suspira, cierra los ojos y, por un momento, creo que va a echarse a llorar. Las
hormonas aún la tienen revolucionada y a veces le pasa que llora sin muchos motivos.
Espero que no lo haga o me sentiré aún peor de lo que ya me siento.
—Mira, tienes que entenderlo. ¿Crees que no sabemos que, si Erin no hubiese
desaparecido, te habrías ido con ella? —Aprieto los dientes y ella sonríe—. Lo
sabemos, Marco. Te hubiésemos perdido antes de acostumbrarnos a tenerte.
Probablemente te habrías largado nada más cumplir los dieciocho. ¿Sabes lo que
supone para tu tío saber que gracias a que ella se perdió del mapa nosotros pudimos
tenerte y disfrutarte? Es muy egoísta, lo sé, pero es la verdad. Nosotros no podemos
odiarla porque, fueran cuales fueran sus motivos, consiguió con su bloqueo que tú te
quedaras a nuestro lado.
—Habríamos mantenido algún tipo de contacto… —susurro.
Ella sonríe con incredulidad y yo miro a otro lado. Tiene razón. Tiene toda la puta
razón y lo sé, pero me cuesta admitirlo. Si Erin me hubiese avisado de su paradero
me habría largado sin mirar atrás y hoy no tendría nada de esto. No vería crecer a
Eduardo y sus hermanas; no tendría familia. Lo entiendo, pero eso no quita todo lo
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que he sufrido por ella, por mí y por nuestra separación. No quita tampoco todas las
noches que pasé preocupado por si su vida era un infierno. Las dudas, el miedo, la
inseguridad y el sentimiento de echarla de menos tanto que dolía no se fueron en
años. No se fueron del todo nunca, joder. ¿Y ahora tengo que olvidarme de todo y
hacer como si no hubiese pasado nada? No puedo. Es que no puedo, por más que lo
intente, y menos tres días después de haberla visto. Ahora mismo ni siquiera soy
capaz de asumir todos los cambios físicos que su cara y su cuerpo han sufrido. Llevo
tres putos días pensando en lo preciosa que está y en que yo no he estado a su lado
para ver cómo se transformaba en la mujer que es ahora. Entiendo a mi tía, pero ella
no tiene ni idea de lo que duele que la persona que más quieres en el mundo te aparte
sin avisar, como si no importaras más que un grano de arena en el desierto.
—Volveré a hablarle a mi tío —digo al final, consciente de que no puedo seguir
cabreado con él para siempre—. Pero a mi ritmo, sin estrés y sin escuchar sus
mierdas acerca de Erin. No quiero ni que la nombre, así que díselo.
—Díselo tú, yo no soy tu secretaria para estar llevando recados de un lado a otro.
—Joder.
—Eso digo yo, joder, qué harta estoy de estos dramas familiares. El único que no
me da problemas, de momento, es este de aquí. —Coge a Eduardo de mis brazos y se
levanta—. Date una ducha, ponte guapo y limpia esto, por Dios, que huele como si
una mofeta con diarrea se hubiese colado hace una semana.
—Pero, ¿qué dices? No huele mal.
—Ya, pero esta frase es muy de madre y siempre he querido decirla.
Me río, le tiro una camiseta limpia que hay en la mesilla de noche y ella sale de la
buhardilla después de insultarme y ordenarme que me duche y me vista como una
persona decente.
Lo hago solo porque esta tarde tengo que ir al restaurante otra vez. Llevo toda la
semana yendo de tardes para no sentir la tentación de ir hasta la asociación. Sé por
Diego que Erin trabaja por las tardes. Es la única información que tengo, porque
luego vino la bronca, dejamos de hablarnos y bueno… llegamos a esta situación. El
caso es que me he encargado de ocupar mis tardes lo suficiente como para no poder
dejarlo todo e ir a verla, aunque solo sea porque odio faltar a mi palabra, y mucho
más en el trabajo.
Bajo al salón y me encuentro con Hada, la perra de Amelia y Einar, masticando
su hueso de juguete. Frunzo el ceño y miro en derredor. Si la perra está aquí, Einar
también. Lo sé y lo confirmo cuando oigo a Eyra, su hija, lloriquear en la cocina. Por
un momento estoy tentado de dar media vuelta y volver a la buhardilla, o salir de casa
sin despedirme, pero sé que eso me acarrearía una enorme bronca de Julieta y, la
verdad, con lo de esta mañana he tenido suficiente para toda la semana. Al final
decido echarle huevos y enfrentarme a todo esto. No soy yo el que tiene que
avergonzarse de su comportamiento, sino él, por mentiroso y cómplice de su mujer.
Entro en la cocina y me encuentro con Einar, en efecto, pero lleva en brazos a
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Eduardo y a Eyra y los dos lloran, así que, aunque quiera, no puedo sentir mucho
odio por él.
—¿Puedes coger uno y luego sigues enfadado mucho conmigo?
Pongo los ojos en blanco. ¿Sabes esos niños que aprenden a hablar mal y les
cuesta un mundo y una pasta en pedagogos enderezarse? Pues Einar aprendió un mal
español y pasa de pedagogos porque piensa que así se hace entender, que es lo que
importa. Cuando la cosa se complica mucho se pasa al inglés y tan feliz. Creo que es
el tío que menos se altera en el mundo por nada. Ojalá yo pudiera vivir con esa
relajación diaria; sería mucho más feliz. Cojo a Eyra, en vez de a Eduardo, porque la
pequeña me está haciendo pompitas y no me puedo resistir. Miro sus ojazos azules y
pienso que empieza a darse un aire a su madre, aunque aún se parece sobre todo a su
padre, como sus hermanos. Me alegro, mejor que no se parezca a una mentirosa. De
inmediato me siento mal por pensar así, de manera que rectifico mentalmente.
Independientemente de que a mí me haya sentado mal su mentira, Amelia es una gran
persona. Sigo enfadado con ella, pero no voy a ser tan gilipollas como para pensar
así.
Eyra lleva las manos a mis labios y los pellizca. Me río y suelta una sonora
carcajada.
—Hola, bombón.
—A ella le hablas. Bien.
Me muerdo el labio para no contestarle, pero no soy famoso por mantener la boca
cerrada y esta vez no es distinto, aunque me gustaría.
—Ella no me ha traicionado. ¿Dónde está Julieta?
—Ha ido a tender ropa. Amelia está fatal.
Bufo y le miro con las cejas alzadas.
—¿Y se supone que es culpa mía?
—Mía no es.
—Tócate los huevos —mascullo—. Si hubiese sido sincera no estaría tan mal.
—Amelia nunca te ha faltado.
—Querrás decir que nunca me había fallado antes, pero ahora lo ha hecho.
—No, quiero decir que nunca te ha faltado. Tú siempre la has tenido. Has tenido
mucha gente tú. Cuando no lo merecías también has tenido mucha gente.
—¿Me estás echando en cara algo?
—No lo entiendes. —Niega con la cabeza y mece a Eduardo con más ganas—.
¿Ves? Estúpido.
—Bueno, ya está bien. No tengo más ganas de hablar.
—No hablar me parece puta madre. ¡Yo tampoco tengo ganas contigo!
—Bien.
—Bien.
Y aquí nos quedamos, meciendo a los bebés y mirándonos con rencor hasta que
Julieta llega, resopla y nos promete que está hasta el moño de tanta tontería. Yo le
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doy a Eyra y le anuncio que como fuera, pero ella me dice que no, que tengo que
recoger a las niñas del cole y que, si quiero, invite a Fabiola, que seguro que voy con
ella. Razón no le falta así que acepto a regañadientes. Llamo a Fabi, pero ha quedado
con Celia y pretende comérsela de postre, palabras textuales, así que de todas formas
me dice que no podía quedar conmigo.
—¿Nos vemos esta tarde en el restaurante? —pregunta.
—Sí, sí.
Como no tengo nada que hacer y hay algo en mi cabeza que no funciona muy
bien, cojo el coche y conduzco hasta mi antiguo barrio. Aparco en la puerta de la
asociación y siento cómo el corazón me va a mil. Erin no está aquí, no viene hasta
esta tarde y lo sé, pero da igual. El hecho de saber que vendrá y recorreremos el
mismo asfalto me pone de los nervios. Camino hacia su calle y me paro en la esquina.
Miro la ventana de su piso y me siento tentado de ir hacia el callejón para observar la
de su habitación; esa que tantas veces miré hace años durante horas solo para
asegurarme de que la luz seguía apagada, porque si era muy tarde y se encendía
significaba que había problemas… Suspiro y siento un nudo en el estómago al
recordar aquello. ¿Cómo ha podido volver aquí, joder? ¿Acaso no sabe que Ángel
sigue por la zona? ¿Que en este barrio siguen viviendo muchas de las personas que le
hicieron tanto daño? No entiendo por qué no ha alquilado algo en la ciudad, aunque
sea compartido. Joder, si tanto contacto tiene con Amelia podría incluso haberse
quedado en su casa. Conociendo a Amelia sé que le habrá ofrecido esa posibilidad,
así que saber que se ha negado y está ahí metida me cabrea, y mucho. ¿Es que no ha
aprendido nada el tiempo que ha estado fuera? Maldita sea, si algo tengo claro
después de estos diez años es que no quiero volver a vivir aquí ni muerto.
No lo entiendo. No la entiendo, y eso me va a volver loco. Esta Erin, la adulta, no
es la misma que la muchacha de quince años que yo comprendía mejor que a mí
mismo. A aquella me bastaba con mirarla a los ojos para saber qué pensaba o sentía,
igual que al revés. Ahora… bueno, nuestro único encuentro no fue amigable, pero,
aun así no sé si sería capaz de leer su interior a través de sus ojos. Creo que no, y eso
es lo que más daño me hace. La confirmación de que ya no somos tan especiales. Es
como si, de pronto, me hubiese quedado solo en el mundo. Como si tener la certeza
de que ella me olvidó a conciencia me dejara huérfano.
Observo su ventana durante un rato; no sabría decir cuánto, pero cuando decido
marcharme a casa tengo el tiempo justo de pasar por el cole y recoger a las niñas. Lo
hago y en la puerta me encuentro con Eli, que está recogiendo a Valentina y ahora se
irá a por Óscar al instituto. Con Einar, que ha venido a por Björn y Lars, y con Esme,
que recoge a Noah y Ariadna. A menudo tengo la sensación de que si mi familia
quitara a los niños de este colegio se quedaría medio vacío. Victoria, Emily y Mérida
son las últimas en salir, como casi siempre. Las gemelas vienen discutiendo, como
casi siempre, y la pequeña viene con el pelo rizado suelto, despeinado y la cara llena
de churretes, como casi siempre.
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—Buenas tardes, mis chicas. ¿Cómo estáis? ¿Listas para ir a casa?
Ellas gritan que sí muy contentas, pero en cuanto entramos en el coche, empiezan
los problemas.
—Babu, ¿verdad que nosotras no podemos tener novio todavía? —pregunta
Emily.
—Verdad.
—Pues Victoria dice que Héctor es su novio.
—¿Héctor? —pregunto frunciendo el ceño—. ¿Ese no es el que se comía los
mocos?
—No, ese es Víctor —contesta Victoria con orgullo—. Héctor es el que se hace
pis a veces.
—No sé qué es peor —murmuro.
—Le pienso decir a papá que has obligado a Héctor a ser tu novio. ¡Te la vas a
cargar! —sigue Emily.
—Esperad, esperad. —Alzo la mano intentando aclararme mientras empiezo a
conducir—. ¿Qué es eso de que lo has obligado, Victoria? No puedes obligar a nadie
a ser tu novio.
—¿Por qué?
—Porque está prohibido. ¿A ti te gustaría que te obligaran a ser la novia de
alguien?
—Oye, que he compartido mis chuches del día con él, a ver si te crees que lo hace
gratis.
Intento no reírme, porque estas niñas son tremendas, y le explico que no, que ni
siquiera dándole chuches puede obligar al tal Héctor a ser su novio. Ella se
desilusiona un poco, su hermana le hace una pedorreta y empiezan una guerra por una
tal Rocío que no sé quién es, pero al parecer vive dividiéndose entre las dos para ser
la mejor amiga de ambas. Pobre Rocío, lo que le ha caído…
—Babu, yo no teno novio —dice Mérida en un momento dado.
—Muy bien, pequeña. Vas a ser la única que no se cargue a tu padre de un infarto.
—Yo no teno novio, pero teno pipí.
Maldigo entre dientes y miro la carretera por si hubiese opción de parar un
momento, pero si lo hago aquí lo más probable es que el resto de conductores me
monten el pollo.
—¿No puedes aguantar un poquito? Ya casi llegamos.
Ella me mira a través del espejo retrovisor con cara de concentración y, tras unos
segundos, sonríe y asiente.
—Yo espero.
Emily mira en su sillita y suelta una risita. Victoria hace lo propio y también se
ríe. Antes de que me lo digan, ya sé que se ha meado encima y me va a tocar comer a
las prisas para limpiar el olor a pis antes de ir a trabajar.
—Babu —dice Mérida con voz de niña buena.
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—¿Sí, cariño? —pregunto con resignación.
—Yo vayo a esperá a hace caca, tanquilo.
Intento no reírme, pero es que te juro que el tonito ha sido tan pretencioso que,
por un momento, he pensado que espera que le dé las gracias por no cagarse en mi
coche. Emily y Victoria arrugan las narices y le dicen que como se haga caca dejan de
hablarle y Mérida se pone a cantar lo nuevo que le están enseñando en el cole, porque
ella es una niña feliz y sin complejos que ha aprendido a pasar de las amenazas de sus
hermanas, lo que es bueno, pero también un peligro.
Me paso el resto del camino rezando para que no haga nada más en mi coche y,
cuando por fin llego a casa, pienso que, aún con todo el estrés que me producen, son
las únicas capaces de conseguir que yo no piense en Erin ni un minuto mientras estoy
con ellas.
Y es justo detrás de ese pensamiento cuando me pregunto si habrá tenido ella a
alguien a quien querer del modo en que yo quiero a estas niñas.
Me pregunto eso, y si alguna vez piensa en lo jodidamente bueno que sería que
volviéramos a abrazarnos como lo hacíamos en el pasado. También me pregunto si en
estos diez años alguien la ha abrazado así: con fuerza, con cariño, con ternura, con
rabia, con desesperación… Con las ganas de quien siente que nada más en el mundo
puede salvarle de la oscuridad.
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Erin
Le veo marcharse y me aferro al borde de la camisa que llevo puesta. La suya, sí. Ha
estado más de una hora ahí parado, mirando hacia aquí, sin darse cuenta de que le veo
por la rendija que pega al poyete de la ventana. Estoy segura de que van a salirme
marcas en las piernas por estar aquí, arrodillada, mirándolo. ¡Todo esto es tan absurdo
y patético!
A veces pienso que la vida, el destino, el karma, Dios o el cosmos decidió el día
que nací ponerme a prueba de manera constante, si no, no me explico que justo hoy
haya entrado por primera vez en casa de la vecina de abajo, que asegura que tiene
goteras por mi culpa. No es verdad, claro, solo quiere sacarme a mí la reforma de su
techo, pero, aun así, me he dignado a bajar para comprobarlo. Y ha sido ahí, en su
salón, donde he mirado al exterior en un momento dado y le he visto, apostado en la
pared y con la vista clavada en mí, o eso he sentido. Mi primer impulso ha sido
alejarme de la ventana todo lo posible. Sé que es improbable que me haya visto, sobre
todo porque no me esperaría en ese piso, pero, aun así, me he puesto tan nerviosa que
le he dicho a mi vecina que yo no soy la culpable y que se busque la vida, así, sin
medias tintas. Luego he subido a mi piso, en el que tengo todo el día las persianas
bajadas para que Ángel no averigüe que vivo aquí. Sé que es algo absurdo y llegará
un día que se enterará, sobre todo porque a veces abro una rendija para refrescar, y
porque alguien del barrio se lo dirá tarde o temprano. Aquí todos le conocen. A mí ya
no muchos, pero en cuanto le digan que hay una chica extranjera y pelirroja dando
clases se olerá algo. No entiendo cómo he podido pasar desapercibida más de un mes,
la verdad. Mirándolo bien, he tenido mucha suerte.
El caso es que me he arrodillado, he aprovechado el desnivel del poyete y lo he
observado con los ojos entrecerrados todo el tiempo que él ha mirado mi ventana con
aire pensativo, o esa sensación me ha dado. Estaba guapísimo, con un pantalón
vaquero con rotos por moda, no como los que solía llevar en el pasado, una camiseta
negra y una camisa de cuadros azules y blancos encima. Sigue teniendo un estilo
propio y me alegra eso. Es como si una parte del antiguo Marco, mi Marco, siguiera
presente.
Entro en la cocina intentando olvidarme del hecho de que ha venido, pero no ha
subido. Supongo que solo necesitaba una prueba de que es cierto. Estoy aquí de
verdad. Eso no quiere decir que esté dispuesto a hacer las paces conmigo, pero al
menos ahora sé que no es indiferente del todo a mi vuelta. Si se siente desubicado,
dolido y rabioso, significa que aún siente algo por mí, aunque sea malo. Sé que es
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egoísta pensar así, porque no vamos a volver a estar juntos, pero hace muchos años
que asumí que mis sentimientos, en relación a Marco, no siempre son racionales.
Me preparo una ensalada, como y, cuando estoy a punto de echarme una siesta
antes de ir a trabajar, suena el timbre. Por un momento se me pone el corazón en la
boca, pero de inmediato me calmo. Marco se ha pasado mucho tiempo abajo, así que
lo más probable es que esta tarde trabaje, porque está claro que no tenía turno de
mañana.
Abro un poco la puerta, como siempre, y me encuentro con la sonrisa de Amelia.
—Buenas tardes, hoy traigo yo los pasteles. —Alza una caja para que la vea, yo
sonrío, cierro la puerta, descorro la cadena y abro de par en par—. ¿Cómo estás? —
Besa mis mejillas y pasa al interior.
El día después de mi encuentro con Marco fui antes a la asociación. Quería hablar
con ella y pedirle perdón por haberla metido en problemas con su familia, pero me
aseguró que no tiene nada que perdonarme. Está mal por haberse enfrentado a Marco,
es evidente por sus ojeras y la tristeza que inunda sus ojos estos días, pero, aun así,
me asegura una y otra vez que no se arrepiente de haber mantenido contacto
conmigo. Algún día Marco lo entenderá, dice. Yo sonrío con tristeza y le digo que
vale, pero no la creo y las dos somos conscientes. Desde ese día no hemos vuelto a
mencionar el tema. Sus ojeras siguen presentes y mi sonrisa está lejos de llegarme a
los ojos, pero sabemos que es mejor dejarlo estar y que el tiempo haga su trabajo.
Hago té para las dos, porque Amelia no toma café, y nos lo bebemos mientras
devoramos los pasteles y hablamos de algunas alumnas del curso de defensa. No se
adaptan bien y Amelia dice que es normal. Yo también lo creo, por mi experiencia
como monitoria, pero, aun así, me preocupa que terminen por aburrirse y abandonar.
Casi sin darnos cuenta llega la hora de ir al trabajo. Las clases van bien, consigo
concentrarme y, al acabar, dos chicas bromean conmigo. Están cogiendo confianza y
el sentimiento es increíble. Aún no he podido dar ninguna clase de repostería, pero
Amelia dice que pronto me darán unas horas en el curso de cocina.
Al salir me despido de todos y, cuando ya estoy en la puerta, Amelia me llama y
viene hacia donde estoy.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—¿Ahora? —Ella asiente—. Ir a casa, ducharme y dormir.
—Es viernes, cielo. Deberías tener un plan mejor.
—Que mi noche sea tranquila es bastante bueno, en realidad. Me gusta mucho
sentirme relajada.
Ella sonríe, coge mis manos y me mira de esa forma que me hace saber que va a
pedirme algo. Algo que no va a gustarme. Ya voy conociendo sus expresiones.
—Ven a cenar a casa.
Lo dice tan de repente que la miro fijamente, por si se trata de una broma, o es
que no la he oído bien.
—¿Perdón?
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—Que vengas esta noche a cenar. Es viernes y todo el mundo tiene planes, así que
solo estaremos Einar, los niños y yo. Ven a cenar. Asaremos verduras, hay hummus,
que lo hice ayer y no es por nada, pero está riquísimo, y Einar seguro que se hace
algo de carne, así que puedes comer lo que tú prefieras.
—Amelia… —Sonrío, porque su cara es de seriedad total, y frunzo el ceño—.
Vives al lado de Marco.
—Trabaja de tarde y, como te he dicho, es viernes. Acabará tarde y luego, casi
con total seguridad, se irá por ahí con Fabiola.
Trago saliva. Fabiola es la chica con la que lo vi. Lo sé porque Amelia ha hablado
un par de veces de ella. Dice que es la encargada de confianza de Marco, además de
una amiga muy especial. Sé que dijo «amiga especial» para no hacerme daño, y se lo
agradezco, pero creo que vio en mi cara que prefería no saber nada más de ella. Y lo
odio, de verdad, odio que hasta su nombre me parezca precioso y me cause rechazo al
mismo tiempo, pero es que ya he dicho que no puedo evitar tener estos sentimientos.
Tal es el ramalazo de rabia que asiento con vigor y le sonrío a Amelia con toda la
falsedad y tensión del mundo.
—Vale, vamos a tu casa.
Ella abre los ojos de par en par y, de haber estado en otra situación, me habría
reído, pero estoy debatiéndome entre insultarme mentalmente por permitir que mis
sentimientos me dominen así o compadecerme de mí misma por ser tan tonta como
para haber caído en las redes que Amelia me ha lanzado. Ha sido muy sutil, lo
reconozco, casi no se ha notado. De no ser por la sonrisa que acaba de dedicarme,
habría pensado que todo esto ha sido natural y ella no sabía que la mención de
Fabiola me haría aceptar.
—Tú, en el fondo, eres un bicho —le digo.
Ella ríe, pasa un brazo por mi cintura y la aprieta. Su sonrisa se amplía y lo
entiendo. No me he tensado ni he puesto mala cara ante su contacto. Está orgullosa y
es normal, así que, pese a todo, dejo que disfrute de la sensación.
—Te vienes conmigo y luego puedes quedarte mi coche para volver. Fíjate si soy
buena persona.
—Uy, sí, la mejor —digo en tono burlón.
Se ríe y me asegura que sí, que es una gran persona. Me subo en el coche
intentando no pensar en la dirección que estamos tomando.
El camino se hace corto. Demasiado, para mi gusto. Cuando quiero darme cuenta
estamos entrando en la calle de Amelia y mis nervios se aprietan en un puño. Marco
no está, lo sé, está en el restaurante, pero, aun así…
Aparcamos, Amelia aprieta mi rodilla y, cuando salgo, espero encontrarme, no sé
por qué, a toda la familia. No es así. El jardín principal está silencioso y libre de
gente.
—Es enorme —murmuro mirando la construcción que hay ante mí.
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—Bueno, desde fuera parece solo una casa, pero ya sabes que está dividida en
tres.
Asiento. Lo sé, pero no deja de impresionarme lo grande y bonita que es desde
fuera. Sigo a Amelia a través del camino rodeado de rosales que, según me cuenta,
planta y cuida Eli, la mujer de su hermano.
—A ella no la conozco, ¿verdad? —pregunto intentando hacer memoria.
—No, ella llegó a nuestras vidas después de que tú te fueras, pero es un sol. Ya la
conocerás.
—Ajá.
No estoy tan segura de llegar a conocer a toda la familia León, pero tampoco
niego que me causa curiosidad ver cómo ha crecido desde que me fui.
Björn y Lars me reciben con abrazos. El pequeño, además, me recibe
completamente desnudo.
—Ya sabes cuáles son las normas —le dice su madre—. Cuando viene gente,
tienes que vestirte.
—¿Y papi?
—Por supuesto.
—Pues díselo, porque está cortando el césped de atrás en calzoncillos. Y mira que
tita Eli le ha gritado y tita Julieta le ha cantado una canción superridícula, pero a él le
da igual, ya lo conoces. —Björn se encoge de hombros un poco avergonzado y
Amelia sonríe y besa la cabeza de su hijo mayor.
—No te preocupes, pienso hacer que se vista ahora mismo. Tú encárgate de tu
hermano. Erin, pasa al salón, si te parece bien.
—Desde luego, lo último que necesito es ver a tu marido medio en pelotas.
Amelia suelta una risita y sale al jardín mientras los pequeños me llevan al salón,
donde Eyra juega con unos peluches sentada en el suelo mientras dos gatos y un perro
la vigilan de cerca. Me siento a su lado y me entretengo mirándola. Björn obliga a
Lars a subir y ponerse ropa, así que me quedo a solas con el bebé y las mascotas.
Aprovecho para dar un vistazo al salón y me lleva poco tiempo darme cuenta de que
me gusta todo lo que veo. Cuadros de unicornios, fotos familiares, no solo de ellos,
sino del resto de la familia León, un sofá amplio y familiar, una mesa de comedor que
seguro que ha visto escenas maravillosas y un sinfín de juguetes tirados aquí y allá.
La estampa es casera a más no poder y, sin saber muy bien por qué, siento que no
encajo. Este sentimiento desaparecerá, estoy segura, porque no es la primera vez que
me ocurre, pero, aun así, me hace sentir incómoda.
—¡Erin, tapa ojos, voy a pasear cuerpo serrano!
Oigo a Einar desde otra zona de la casa, la cocina, supongo, y los cierro de
inmediato, aunque no consigo controlar la risa que me provocan sus palabras. Oigo
sus pasos cerca y Eyra gorjea de felicidad, seguramente intentando que su padre le
haga caso. Pocos segundos después me avisa desde lo que parece ser la planta
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superior y yo vuelvo a abrirlos a tiempo de ver cómo la pequeña se echa a gatear en
dirección a las escaleras.
—Ey… —La cojo en brazos y la meto en el hueco de mis piernas—. Tranquila,
preciosa, papi bajará enseguida.
Ella protesta y hace unas pompas de babas que me parecen monísimas. Cuando
oigo pasos de nuevo desde la cocina, alzo la mirada, dando por hecho que es Amelia,
lista para darle a Eyra, pero la persona que me mira desde la puerta no es ella, sino su
hermana.
—Lo sabía. Sabía que Einar había gritado tu nombre.
Me quedo petrificada en el sitio. Eyra se pone a llorar. Supongo que nota mi
tensión, y yo intento por todos los medios reaccionar, pero no dejo de pensar que esta
mujer es la que ha conseguido, en gran parte, que Marco sea un adulto libre de
cargas. Ha luchado con todas las mierdas que él tenía en su pasado y con todas las
que yo dejé con mi marcha. Diego vino a casa el otro día en son de paz, pero
conociendo el genio de Julieta, por lo poco que vi hace diez años, y lo que cuenta
Amelia de ella, doy por hecho que no va a darme un abrazo y dos besos. Estoy
preparándome para que me insulte cuando ella empieza a acercarse a paso rápido y
seguro.
Suelto a Eyra en el suelo y me levanto de un salto, alejándome todo lo posible de
ella, lo que hace que se pare en seco.
—¿Estás bien? —pregunta mirándome con los ojos muy abiertos—. Joder, ¿te he
asustado? No pretendía asustarte.
—¿Qué? —pregunto con un gallo—. No, no me has asustado.
Mentira. Es evidente que lo ha hecho, joder. Un poco más y salgo corriendo. ¡Y
solo porque se ha acercado a mí! Reconozco que, en este momento, como monitora
de defensa personal y cinturón negro, estoy dejando bastante que desear, pero ha sido
puro instinto. Eso sí, me recompongo y cuadro los hombros de inmediato. Ella se
echa un poco hacia atrás, como si se hubiese dado cuenta del cambio de actitud que
he sufrido solo con ver mi posición corporal.
—Eso también lo hace él —susurra, poniéndome la piel de gallina, antes de
sonreír—. ¿Puedo darte dos besos?
—Está bien así, gracias.
Debería darme vergüenza comportarme de este modo. Debería, pero no me da,
porque no me fío de sus intenciones y no sé si, cuando esté cerca de mí, va a darme el
repaso de mi vida por haberme atrevido a hacerle daño a Marco. Ella, lejos de
ofenderse, se echa a reír de buena gana.
—Sin besos, entonces. ¿Cómo estás?
—Bien, bien. ¿Tú?
—Ahí voy tirando con los dramas familiares, como de costumbre. Ya supe que
volviste…
—Sí, he vuelto.
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No van a darme un premio por parlanchina, lo tengo claro, pero al menos no
sueno borde. Tratándose de mí, es un avance.
—Estás distinta. Tienes el pelo más largo aún, y tu cara es más adulta. Eres toda
una mujer, Erin.
—Eso me gusta pensar.
Ella vuelve a reírse y da un paso en mi dirección. Me quedo quieta, pero
reconozco que, cuando coge en brazos a Eyra, que sigue lloriqueando, siento alivio
de que no pase de ahí.
—Julieta, ¿tenías que meterte en mi casa por las buenas?
La voz de Amelia irrumpiendo en el salón nos salva de seguir hablando, cosa que
agradezco, porque no quiero ser antipática con Julieta, pero aún me dura el bochorno
por mi intento de huida y necesito un tiempo para reponerme. Ahora que está
entretenida mirando a Amelia aprovecho para observarla. Ya la había visto en las
fotos que me ha enseñado Amelia, pero, aun así, es curioso ver que ella, al contrario
que yo, apenas ha cambiado físicamente. Sigue siendo igual de guapa que cuando la
conocí, aun con los rasgos evidentes que muestran el paso del tiempo. No, mentira,
ahora lo es más todavía.
—Ni que me hubiese colado por la ventana. Además, la culpa es de tu marido,
que parece que se ha tragado un altavoz y claro, lo he oído.
—¿Qué pasa aquí? —pregunta Diego entrando en el salón.
Lo hace cargado con un bebé recién nacido que llama mi atención al momento.
¡Es superpequeño! Diego sonríe y me saluda con actitud amistosa. Yo consigo sonreír
y, cuando él se acerca, me quedo quieta. Me da dos besos a los que respondo
intentando adaptarme a la situación y, cuando me señala al bebé, no puedo evitar
esbozar una sonrisa.
—Te presento a Eduardo, el pequeño de los Corleone León.
—El pequeño de toda la familia, en realidad —dice Julieta poniéndose al lado de
su marido, a escasos centímetros de mí—. Tenemos otras tres niñas que estarían
encantadas de conocerte, ¿sabes?
—Ah… ¿sí? —Ellos dos asienten y yo carraspeo—. Bueno, yo…
—Chicos, sin agobios —dice Amelia con suavidad—. Erin ha venido a cenar con
nosotros algo ligero antes de marcharse a casa.
—¡Genial! Me encanta cenar ligero —dice Julieta.
—No vas a quedarte —le suelta su hermana.
—¿Por qué no? Marco no está. —Me mira y sonríe—. Tranquila, sabemos que no
quiere verte.
—Julieta, joder —murmura su marido.
—¿Qué? Es verdad, pero le durará solo un tiempo, estoy segura.
Yo no sé qué decir. Siento dolor, pero al mismo tiempo agradezco que sea tan
sincera.
—No puedes quedarte —repite Amelia—. Es una cena íntima.
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Ella frunce el ceño y yo, de pronto, me siento mal. No quiero que esto
desencadene en una situación incómoda entre hermanas y, además, Marco no está, ya
es un hecho, así que no hay peligro de encontrármelo. No por mí, que no me
importaría verlo de nuevo, sino por él. No quiero que sienta que invado su espacio.
Sea como sea, antes de ser consciente de lo que estoy haciendo, toco el brazo de
Amelia y la interrumpo.
—En realidad, no pasa nada. Quiero decir, que por mí no hay problema si se
quedan.
—¿No? —Diego me hace la pregunta con una sonrisa que me obliga a
responderle con otra.
—No. Pero la casa es de Amelia, yo tampoco mando nada…
—Nos quedamos —sentencia Julieta—. La casa de Amelia es mi casa. La casa de
todos mis hermanos es mi casa, en realidad. —Me río y ella sonríe, encantada con
haberme hecho reaccionar para bien, al fin—. ¿Puedo darte ya dos besos?
Asiento e intento no tensarme cuando lo hace. Aún siento que es una maldita
locura que nadie en la familia de Marco parezca odiarme, pero así es. Julieta nos pide
un segundo para ir a buscar a sus tres hijas y cuando vuelve, poco después, no puedo
menos que sonreír.
Las gemelas son idénticas y se parecen tanto a su madre como a su padre.
Preciosas las dos, pero la pequeña tiene algo… no sé. Es igual que Diego y, por lo
tanto, igual que Marco. Y ya sé que es una estupidez, pero no puedo evitar pensar
que, si Marco tuviera un día una niña, sería así. El corazón se me hincha de algo que
duele y da placer al mismo tiempo y, antes de poder abrir la boca, una de las gemelas
toma el control de la situación.
—¡Hola! Mamá dice que eres amiga de la familia, pero no te conocemos. Yo me
llamo Victoria y esta es mi hermana Emily. Somos gemelas.
—Ya veo. —Sonrío y me acerco para darles la mano—. Encantada, yo soy Erin.
—¡Tenes el pelo como ella! —grita la pequeña, haciéndome fruncir el ceño.
—Hola, cielo —susurro agachándome—. ¿Te gusta mi pelo?
—Sí, es como el de ella.
—¿Como el de quién? —pregunto.
Diego hace amago de interrumpir y veo cómo Julieta lo coge del brazo y deja que
la escena transcurra. Yo vuelvo a fruncir el ceño y Victoria retoma la palabra.
—Habla de Mérida, la prota de la película Brave. Es su peli favorita en el mundo
y nos obliga a verla un millón de veces.
Sonrío y asiento mirando a la pequeña. Suelto mi pelo, recogido hasta ahora en
una coleta, y le doy un rizo para que lo toque.
—Sí, es igual que el de Mérida. Ya me lo han dicho antes.
Intento no pensar en quién era el que solía decírmelo mientras ella acaricia mis
rizos y sonríe.
—Yo soy Mérida.
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—Claro, también tienes rizos —le contesto acariciando su cabeza, aunque ella es
muy morena.
—No, yo soy Mérida. Me lo ha ponido Babu el nombe.
—¡Se dice puesto! —exclama Emily antes de poner los ojos en blanco y
aclararme sus palabras—. Dice que ella también se llama Mérida. Se lo puso Babu
cuando nació. Mamá y papá le dijeron que tenía que ponerle el nombre de un
personaje de su peli favorita y Babu eligió ese, porque le encanta Brave.
—¿También eres amiga de Babu? —pregunta entonces Victoria.
Yo me pongo de pie con tanta rapidez que siento el tirón en el pelo cuando se
desengancha de los deditos de la pequeña. Mi corazón late a un ritmo muy por
encima del recomendado y miro a Julieta, no sé por qué. Ella asiente, como si supiera
que busco confirmación, y a mí la respiración me trastabilla de una forma un poco
extraña y, juraría, peligrosa.
Babu…
Es él, tiene que ser él. La llamó Mérida. La llamó…
Joder.
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Tiempo atrás
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—¿Qué sabor quieres? Mira, hay un montón. —Trago saliva y le miro—. Eh,
¿qué pasa?
Sus manos enmarcan mi cara y yo siento unas ganas locas de contárselo todo,
pero sería peor. Marco se enfadaría tanto que haría alguna tontería, como intentar
pegar a Ángel. No va a poder con él. Nadie puede con él. Al final, solo empeoraría
las cosas para nosotros, así que sonrío y trago saliva.
—Chocolate.
—¿Estás bien? —pregunta con suavidad—. Si no quieres, nos vamos.
—Sí, y sí quiero helado. Chocolate.
No me cree del todo, pero al final sonríe un poco y asiente.
—¿Solo chocolate?
—Sí, solo chocolate.
—Golosa —dice riéndose.
Me río con él, pedimos los helados y, cuando Marco paga, salimos a la calle. Nos
dedicamos a caminar y comer, agarrados de la mano, como si esto fuera algo que
hiciéramos cada día. Como si no estuviéramos intentando controlar nuestras ansias y
nuestra hambre para que la gente no nos mire raro.
—El destino hoy al fin nos unió… —canturrea Marco.
Sonrío y le miro, deseando que se haya quedado con esa letra para poder cantarla.
Me guiña un ojo, suelta mi mano y vuelve a pasar un brazo por mis hombros.
Nuestro muro se va a derrumbar.
Puedo sentir la tierra vibrar.
Yo quiero huir de esta prisión.
Hacia la luz del sol.
Cierro los ojos un momento y me imagino que lo logramos. Que huimos de todo lo
que nos rodea y conseguimos salir de aquí juntos. Cuando los abro, Marco me mira
con ese algo que siempre me eriza la piel y besa mi cabeza, apretándome contra él.
—Algún día, Mérida. Algún día…
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Erin
Siento un brazo sujetarme y miro a mi lado. Julieta sonríe y me aleja un poco de las
niñas y del resto de adultos.
—Vamos a por un poco de agua —susurra.
Mi tensión y desconfianza quedan relegados a un segundo plano debido al shock,
así que no pongo resistencia.
—Julieta…
—Tranquila, Amelia.
Nadie se interpone en nuestro camino, así que supongo que han decidido dejarme
con ella. Entramos en la cocina y Julieta me guía hacia una silla. La veo llenar un
vaso de agua y, cuando lo pone entre mis manos y me mira a los ojos, reúno las
fuerzas para preguntar entre titubeos.
—¿Mérida? —La voz me sale rota y hago lo posible por controlarme. Aprieto mis
labios en una firme línea para que dejen de temblar y lo intento de nuevo—. ¿Fue
Marco?
Julieta asiente y sonríe sin despegar los labios. Se acuclilla frente a mí y se apoya
en mis rodillas.
—Las niñas lo llaman Babu.
—Babu…
—Ajá. Siempre he supuesto que lo llaman así porque, pese a saber que Marco es
su primo, no lo sienten como tal. Para ellas, es su hermano.
Mis emociones se resquebrajan aún más y ahogo un sollozo que maldigo en
silencio. ¿Desde cuándo soy tan jodidamente sensible y llorona? Dios, me odio
cuando me pongo así, aunque en todas mis terapias me hayan dicho que es bueno,
que es señal de recuperación emocional, pero es que son demasiados sentimientos
y…, y luego está esto. Marco tiene una familia, es una familia de verdad y ahora
puedo verlo. Tiene una casa que huele bien, no solo por los productos de hogar, sino
por la esencia que se respira. Tiene unos padres, aunque los encontrara siendo mayor.
Hermanos, tíos y hasta mascotas, si cuento las de Amelia. Tiene todo lo que siempre
soñé para nosotros y eso es maravilloso, aunque también me duela, porque no he
estado aquí con él para ver cómo se convertía en el adulto que es hoy.
—Marco no nos deja nombrarte —susurra Julieta—. No es de ahora. No nos ha
permitido hablar de ti nunca desde que te fuiste. —Su sinceridad duele, pero ella
sigue con una sonrisa—. Te quiere tanto que no soporta oír tu nombre y saber que
sigues siendo real, pero no parte de su vida. —No sé qué contestar a eso, pero, al
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parecer, ella no necesita que diga nada—. Sé que esto va a sonarte raro, pero he
querido decirte dos cosas desde que supe que habías vuelto. La primera es gracias.
Gracias por sacarlo de tu vida, porque eso lo metió en las nuestras de manera
definitiva. —Sus ojos se aguan y carraspea—. Sé que soy una perra egoísta por
decírtelo así, pero es cierto. De no ser porque tú hiciste lo que hiciste, yo no tendría a
Marco en mi vida, ni en mi casa.
Asiento, entiendo el punto, Diego ya me lo explicó y creo que tiene su lógica. Me
alegra que todo lo que hice sirviera de algo. Al menos el dolor no fue en vano.
—¿Y la segunda cosa? —pregunto entre susurros.
—Te fuiste sin alternativas, desapareciste por amor, aunque él no lo vea. Nosotros
lo hacemos, Erin, lo hacemos todos, por eso queremos que estés aquí. Convéncete de
eso: la familia León te quiere y no te guarda rencor, al revés.
Trago saliva y asiento, abrumada al máximo.
—Gracias —susurro.
—No era esa la segunda cosa que quería decirte. —Sonríe y coge aire, con
evidente nerviosismo, lo que me resulta raro, porque Julieta tiene fama de decir las
cosas sin preocuparse por cómo las recibe la otra persona. Supongo que, para ella,
esto es sumamente importante—. Quiero pedirte que, si sentiste, aunque sea, la mitad
de lo que sintió él en el pasado; si aún te sientes así, aunque hayan pasado diez años,
no te rindas. Vuelve a su mundo, Erin.
Sus palabras me noquean unos segundos, pero finalmente carraspeo y me encojo
de hombros.
—Aunque quisiera, no podría. Él no quiere ni verme.
—Que no quiera ni verte no significa que no te necesite. —Trago saliva y ella
palmea mis rodillas—. Mira, ya hablaremos de eso, pero al menos dime que lo
pensarás, ¿de acuerdo? —Asiento, porque no quiero seguir hablando de esto y porque
estoy abrumada en exceso—. No le digas a Amelia que te he dado el coñazo o me lo
dará ella a mí hasta el día de mi juicio final. —Me río un poco y, justo antes de
contestarle, la susodicha entra en la cocina—. Total, que estoy por pedir presupuesto,
a ver dónde me puedo poner tetas a un módico precio.
Amelia abre los ojos de par en par y a mí se me atraganta el sorbo de agua que
acabo de dar.
—¿Te la has traído aquí para hablarle de tu supuesto implante de pechos?
—De supuesto nada. En cuanto deje de darle el pecho a Eduardo empiezo a pedir
presupuesto en serio. —Me mira y me guiña un ojo—. Solo quería que Erin se
relajara un poco.
—¿Hablándole de tus pechos?
—Mis pechos relajan muchísimo. Que te diga Diego, si no.
El rey de Roma aparece también en la cocina y sonríe mirándonos.
—¿He oído mi nombre?
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—Claro que lo has oído, eres un cotilla —contesta su mujer—. Hablábamos de
mis tetas nuevas.
Diego frunce el ceño de inmediato.
—¿Otra vez con eso? Sabes bien que, si te las operaras, acabarías arrepentida.
—Yo haré lo que quiera.
—Pues hazlo, pero luego a mí no me digas ni media palabra si te arrepientes. Y
deja de hablar de esto delante de Erin, joder. La pobre va a pensar que estamos locos.
—¿Piensas que estoy loca por querer ponerme las tetas en su sitio? —me
pregunta ella directamente.
Me río, porque recuerdo tiempos en los que yo misma era una deslenguada, claro
que lo mío era bastante peor porque estaba contra el mundo. Julieta es así de natural,
se ve. Es sincera cuando habla, aunque haya elegido este tema para desviar el que
nosotras teníamos entre manos. Decido sacar un poco mi genio, cansada como estoy
de quedar mal por culpa de mis emociones.
—No las tienes mal, tampoco.
—Ya, pero, aun así, están un poco caídas por dar el pecho. Mira.
Hace amago de levantarse la camiseta, pero Diego da un par de zancadas y la
coge de las manos.
—Quieta, pequeña bruja —murmura—. ¿Recuerdas cuando hablábamos en casa
de que te reencontraras con Erin y yo te decía que me daba un poco de reparo que se
te fuera el asunto de las manos?
—Ajá.
—Se te ha ido de las manos.
—Oh.
—Sí, oh. Vamos a cenar.
Julieta se ríe, se encarama a Diego y, de alguna forma, consigue escalar hasta su
boca y besarlo frente a nosotros. Amelia se queja, Einar aparece y la besa también y
yo me quedo aquí, rodeada de parte de la familia León y pensando que he vivido
muchas cosas a lo largo de mis veinticinco años, pero reconozco que esta familia
tiene el don de sorprenderme y crear escenas del todo surrealistas.
La cena transcurre sin sobresaltos. Los niños dominan casi todas las escenas con
sus protestas o historietas y no me quejo, porque me lo paso en grande oyéndolos. Me
doy cuenta rápidamente de que las gemelas tienen el carácter de su madre y Björn el
de Amelia. Mérida es una mezcla perfecta de dulzura y chispa, y reconozco que me
derrite cada vez que me dice algo con su lengua de trapo. Lars es supergracioso,
incluso cuando ha cogido una rabieta porque quería quitarse la ropa y su madre no lo
ha dejado, me ha provocado ganas de reír. Y los bebés, Eyra y Eduardo, no hacen
mucho, pero son preciosos. Eso sí, entre todos montan bastante jaleo. Se me debe
notar en la cara, además, porque Julieta me advierte que esto no es nada.
—Faltan Noah y Ariadna, hijos de Tempanito y Nate, y Óscar y Valentina, de mi
hermano Álex y su mujer, Eli.
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—Bueno, Óscar ya es un adolescente, así que no suele armar tanto jaleo —dice
Diego—, pero reconozco que nuestras reuniones familiares no son silenciosas.
Sonrío y recuerdo la noche que los conocí. Julieta salía con Einar y, de hecho,
Diego le caía tan mal que le tiró el mando de la tele porque él le gastó una broma. Es
increíble lo que pueden cambiar las cosas en diez años…
Al acabar me ofrezco a fregar los platos, pero Amelia dice que no, que no y que
no, que cargará luego el lavavajillas y que mejor nos tomamos una copa en el jardín,
que todavía hace buen tiempo. Acepto, pero le pido algo sin alcohol, porque tengo
que conducir de vuelta. Ella de inmediato me abre un armario lleno de infusiones,
licores sin alcohol y un sinfín de posibilidades.
—Puede parecer que no salimos de la cerveza, pero también tomamos cosas
sanas.
—Cosas sanas molan mazo, sí —corrobora Einar después de su mujer.
—Yo quiero un zumito, papi —dice Björn.
—Hora de dormir, mi vida —contesta él.
—Pringado. —Victoria se ríe justo antes de que Diego se acerque a ella y le diga
que también tiene que irse a dormir—. Pero, papá, yo quiero quedarme un poco
más…
De inmediato se forma una escena un tanto melodramática. Los niños no quieren
dormir y los adultos los convencen de que sí, deben ir a la cama. Ganan los adultos,
pero lo hacen con tranquilidad y cariño. Los pequeños se despiden de mí con un beso
y un abrazo y, cuando se marchan, pienso en la suerte que tienen de vivir una infancia
como esta y tener unos padres como los que tienen.
Minutos después los adultos nos sentamos alrededor de la enorme mesa exterior.
No hablamos de ningún tema delicado o comprometido, pero me río mucho.
Recuerdo el día que los conocí, en Nochebuena, cuando Amelia me llevó a casa de
sus padres para que cenara algo después de unos días complicados, y parece que haya
pasado un siglo.
—¿Y yo me puedo apuntar a las clases de defensa personal? —pregunta Julieta en
un momento dado.
—Ya están empezadas y son para gente del barrio, lo siento —contesto.
—Oh, ¿y no das clases particulares?
—No me lo he planteado nunca.
—En realidad, Erin es repostera, ¿sabéis? —dice Amelia—. ¿Os acordáis de la
tarta del otro día?
—No jodas —contesta Julieta antes de soltar una carcajada—. ¿La que Marco
devoró como si no hubiera un mañana?
—La misma. —Amelia también se ríe, pero yo sé que la sonrisa se me ha
congelado en la cara de un modo falso e incómodo.
—¿Marco la probó? —pregunto entonces.
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—La probó y le rogó a Amelia durante días que le dijera dónde la había
comprado —me asegura Diego.
—Por supuesto, no se lo conté —me tranquiliza la propia Amelia.
Asiento, pero una parte de mí no deja de pensar qué diría si hubiese sabido que
era mía. Es una tontería, en realidad, pero confieso que, a menudo, he fantaseado con
la idea de cocinar pasteles para él, a sabiendas de que le encanta comer y es muy
goloso.
La conversación se va por otros derroteros y, pasada la una de la madrugada,
decido que es hora de marcharme. Todos se despiden de mí con besos y abrazos,
todos deciden acompañarme hasta el coche y todos se quedan a cuadros cuando, justo
al salir al césped delantero, vemos a Marco llegar y aparcar detrás de Amelia. O sea,
detrás del coche que yo voy a llevarme.
A mí el corazón se me sube a la garganta de inmediato y miro a Amelia, que
agarra mi mano con fuerza, dándome ánimos para lo que viene, supongo.
Marco baja del coche, nos mira con gesto serio y se acerca con paso lento, muy
lento. Supongo que intenta ganar tiempo para procesar esta estampa.
—Tú tranquila —susurra Julieta justo antes de adelantarse un paso—. Hola, mi
Chucky. ¿Cómo ha ido en el restaurante?
—¿Qué hace ella aquí? —pregunta él mirándome a mí.
Julieta avanza hasta ponerse a su altura, se encarama en su cuerpo y besa su
mejilla. Le dice algo en el oído, no sé el qué, pero, cuando se separan, Marco la mira
un momento y aprieta los dientes.
—Dejadnos solos —dice entonces.
—Yo me iba ya —aseguro mientras camino a toda prisa hasta el coche de Amelia,
agradeciendo que me haya dado las llaves cuando estábamos en el interior de la casa.
Marco se pone delante de mí justo cuando iba a llegar a la verja.
—Tú te quedas hasta que hablemos.
—A mí no me des órdenes, Marco —le digo con tranquilidad.
—Te quedas.
Sus ojos están fijos en los míos y puedo ver lo dispuesto que está a ganar esta
batalla. Sin embargo, a mí nunca me amilanó con sus miradas, y no lo hará hoy, por
mucho que hayan pasado diez años.
—Me voy.
Le rodeo y, cuando me coge del brazo para detenerme, me giro y me suelto con
un par de movimientos limpios. La sorpresa se refleja en su rostro y, esta vez, soy yo
la que lo mira con rabia.
—A mí no intentes obligarme a quedarme en un sitio en el que no quiero estar,
Marco. Jamás.
El arrepentimiento brilla en sus ojos de inmediato e intento calmarme, porque sé
que está enfadado. Si me lo hubiese pedido bien no habría tenido problemas en hablar
con él, porque entiendo su rabia, pero esto no vamos a solucionarlo por las malas. Si
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yo hago un esfuerzo por contener mis sentimientos negativos, él debería hacer lo
mismo. Al menos si quiere que tengamos una conversación.
—¡Yo quiero aprender a hacer eso! —exclama Julieta justo antes de que Diego la
convenza de entrar en casa.
Amelia y Einar también entran, pero solo después de que yo asienta en dirección
a la primera, prometiéndole sin palabras que estoy bien.
—Por favor —susurra.
Aprieto los dientes y me separo de su cuerpo un poco para poner distancia entre
nosotros. El gesto le duele, lo noto en su forma de envararse, algo que hacía también
en el pasado, pero no me siento mal. A mí me duelen otras cosas y vivo con ellas
como puedo.
—Quiero pasear.
Lo digo de pronto y creo que solo busco retarlo, pero Marco asiente y abre la
verja para que salga. Lo hago y, cuando estamos en la calle, comenzamos a caminar
por la ancha acera. Al principio en silencio, observo las preciosas casas de esta
urbanización, los jardines cuidados, los árboles, las figuras de adorno y hasta las
veletas de los tejados.
—¿Pensaste alguna vez que acabarías viviendo en un sitio como este? —pregunto
antes de pararme a pensar.
Marco tiene las manos en los bolsillos y, cuando oye mi voz, mira a su alrededor
y niega con la cabeza.
—Ni en un millón de años —dice con voz tensa.
—Siempre supiste que saldrías de nuestro barrio.
—Siempre creí que lo haría, pero de una forma distinta.
Y ahí está. La nota de reproche en su voz.
—¿Eres consciente de lo que ganaste, Marco? Porque no lo parece.
Paramos a la altura de un banco que da a un pequeño césped comunitario. Hay un
templete y muchas macetas alrededor. Me pregunto cuánto pagará la gente de aquí de
comunidad… Sin embargo, mis pensamientos se cortan cuando Marco me mira
fijamente a los ojos.
—Lo soy. ¿Eres tú consciente de lo que perdí?
El dolor y la melancolía se apropian de mí y, antes de poder pensar en algo
coherente que decir, hablo.
—Soy consciente de lo que perdí yo, que no fue poco.
Al momento me reprendo mentalmente. No quiero echarle en cara mi vida. Él no
tiene la culpa de que a mí me haya ido como me ha ido y, además, no puedo
quejarme. Estudié, hice terapia, aprendí defensa personal y conocí a personas que me
ayudaron y otras a las que pude ayudar. Emocionalmente he estado vacía, sí, pero al
menos no he estado llena de cosas malas, y eso ya es un paso positivo. Supongo que
me ha podido la rabia de ver que él sí ha tenido todo ese amor incondicional a su
lado, aunque eso no signifique que su vida haya sido maravillosa. Estoy segura de
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que no ha sido así, solo porque se ve que ha superado parte de nuestro pasado y, para
eso, ha tenido que luchar mucho.
—¿Te has puesto en mi lugar, Erin? Hace diez años yo era lo más importante para
ti y tú para mí. Te vas, desapareces y, cuando vuelves, lo haces de mano de mi
familia, pero sin contar conmigo. —Marco suspira y se pasa la mano por el pelo—.
Joder, ni siquiera estoy enfadado, sino dolido. Decepcionado. Yo pensé que nosotros
éramos más.
—Éramos dos niños —susurro.
—No me vengas con esas mierdas. Por favor, por favor te lo pido, Erin, deja esas
mierdas y hablemos claro. Puede que tuviera diecisiete años, pero lo que sentía era
muy superior a mi edad, a la tuya y a todo lo que nos rodeaba. Yo te quería tanto que
hubiese movido el puto mundo por ti.
Sus últimas palabras serían bonitas de no ser porque la rabia lo llena todo. Cada
sílaba. Cada letra.
Me giro y camino hacia el pequeño templete. Subo los pocos escalones que hay y
acaricio las plantas. Marco no me sigue de inmediato, pero acaba resoplando y
viniendo detrás de mí.
—Son unas plantas preciosas. Me encantan las flores.
—Lo sé —contesta con impaciencia—. ¿Has oído algo de lo que te he dicho?
—Sí, Marco, te he oído.
—¿Y? ¿No tienes nada que decir? ¿Ni siquiera vas a pedirme perdón?
Me río entre dientes y niego con la cabeza, porque puede que hayan pasado diez
años, pero sigue siendo un niñato prepotente cuando se enfada. No le culpo, yo
también lo soy, según el día. Esto no va de personas perfectas. Va de personas. Punto.
—¿Quieres una respuesta?
—Estaría bien.
Asiento, me encaro a él y miro hacia arriba. Me centro en sus ojos marrones y,
más allá de eso, en su mirada, que tanto me ha dado. La calma cuando todo alrededor
era caos. La pasión cuando conseguíamos olvidar la vida que teníamos y nos
desnudábamos, por dentro y por fuera. La felicidad cuando me hacía reír. Las
lágrimas, aunque sus ojos no se aguaran. Una mirada en la que llegué a leer mejor
que en la mía.
—Tú me querías tanto que quisiste mover el mundo por mí. Yo te quise tanto que
me llevé ese mundo conmigo y te dejé en uno limpio; uno en el que podías ser feliz.
Puede que mis métodos no te gustaran, pero jamás voy a pedir perdón por cerrarte las
puertas de un mundo al que ya no pertenecías y obligarte a quedarte en uno en el que
podías ser todo lo que quisieras. Uno en el que te has convertido en el hombre que
eres ahora.
Marco abre la boca, sorprendido por mis palabras. Intenta hablar, pero no atina
con las palabras, así que aprovecho el momento para acariciar su mejilla con el dorso
de mis dedos y sonreír, aunque por dentro el dolor lo siga llenando todo.
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—Nos vemos —susurro.
Me giro y me marcho, dejándolo en el templete y con la seguridad de que no va a
seguirme. Necesita pensar. Yo también. Esto no sella nuestras heridas, es posible que
las abra más, porque estoy segura de que no va a convencerse con mis palabras, pero
me da igual. Me da igual porque, mientras desando el camino de vuelta, miro las
flores, las aceras anchas, las figuras de los jardines, las veletas y, junto al coche de
Amelia, las luces encendidas de una casa en la que le aguardan unos padres, unos
hermanos y un hogar lleno de amor, sostén y aliento.
Y eso es todo lo que importa.
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Vuelvo a casa con paso lento, disfrutando de la brisa que inunda las calles de Sin Mar
a estas horas de la madrugada. Bueno, quizá «disfrutando» es mucho decir. La brisa
me viene bien para calmar el monumental cabreo que tengo. Así mejor.
Estaba aquí. En mi casa, joder. Preciosa, además. Preciosa ella, no la casa, que no
está mal, pero a mí eso me la pela.
Cierro los ojos y chasqueo la lengua. ¿Ves? Me vuelvo medio imbécil cuando
Erin entra en escena. Lo mismo pienso tonterías, que hago amago de obligarla a
quedarse en un sitio, que flipo cuando me hace una llave y se suelta de mí en dos
segundos.
Solo he estado con ella unos minutos, pero han sido suficientes para darme
cuenta, una vez más, de que esta Erin es distinta. Más mujer, más madura y no diré
más valiente, porque a valiente no la ganaba nadie ya con quince años, pero sí con
más aplomo. Entro en casa y me encuentro con que mis tíos se han metido en su
dormitorio ya. Me río con sarcasmo y elevo las cejas.
—Ni de puta coña os lo voy a poner tan fácil —susurro subiendo las escaleras.
Abro la puerta de su dormitorio de un tirón y los encuentro sentados en los pies
de la cama y mirando fijamente a donde estoy. Me esperaban. Me conocen tan bien
que sabían que esto no funcionaría y ese pensamiento casi me hace sonreír. Casi.
—¿Aquí? ¿En mi casa? ¿En serio? ¿No teníais bastante con ir a verla, que teníais
que traerla aquí?
—En teoría ha sido en casa de Amelia y la ha invitado —dice Julieta—. Nosotros
no lo sabíamos, pero, una vez que lo hemos averiguado, hemos querido estar con ella,
eso sí.
Mi tío asiente con solemnidad y pasa un brazo por los hombros de su mujer.
—No la quiero aquí —murmuro con rabia.
—Pues es un problema, porque no puedes prohibirle a Amelia invitar a su casa a
quien le dé la gana.
—Pero puedo prohibíroslo a vosotros.
—En realidad, no, tampoco puedes. —Mi tío se levanta y suspira antes de
acercarse a mí y poner las dos manos en mis hombros para mirarme de frente. De
hombre a hombre, que diría él—. Mira, te lo voy a decir de hombre a hombre. —
Estoy tentado de sonreír, porque, joder, qué previsible es—. Esta casa es tan tuya
como mía, por eso ni yo te prohíbo a ti traer a nadie, ni tú me lo vas a prohibir a mí.
Erin tiene las puertas abiertas, Marco, siento muchísimo si te duele, pero no voy a
mentirte ni intentar suavizar el golpe.
—Prefieres traicionarme, entonces.
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—Lo que yo preferiría es que vieras la realidad de una vez, pero, por más que
intento hacértela ver, estás cerrado. Lo único que siento es que, cuando decidas abrir
los ojos, quizá sea tarde.
—¿Tarde? ¿Tarde para qué?
—Para volver a tenerla en tu vida —dice entonces mi tía, levantándose y
adelantándose—. No la eches de tu lado, Marco. Ya la perdiste una vez…
—No la perdí. Ella me abandonó.
Las palabras me cortan en canal, pero porque es verdad. Lo que me duele no es
que Erin haya vuelto. Lo que me duele es ser consciente de que irse no fue su
elección, pero desaparecer, sí. Dice que es por mí, pero bien podría haber sido por
ella. No sé nada de su vida. No sé si tiene amigos, o ha tenido pareja, o su familia la
ha tratado bien. No sé nada y lo que más me duele es que, por culpa de este rencor
que no puedo evitar sentir, no voy a poder saberlo, porque dudo mucho que ella
quiera hablar más veces conmigo si se da cuenta de que, por más que lo intente, no
puedo perdonar lo que hizo. No ahora que ha vuelto.
Es curioso, me he pasado diez años echándola de menos, deseando verla de nuevo
y, ahora que ha ocurrido, que está aquí… solo puedo pensar en recriminarle su
abandono.
—Ojalá algún día veas las cosas de otra forma —susurra Julieta—. Ojalá puedas
darte cuenta de que la vida no consiste en blancos y negros, Marco. Los grises
existen.
—Ella nunca podrá ser un gris en mi vida —murmuro—. Con Erin las cosas son
así. O lo es todo, o no es nada. La segunda opción fue la que ella misma eligió el día
que decidió echarme de su vida para siempre.
Me doy la vuelta y subo a la buhardilla sin darles opción a replica. Me arrepiento
de mis palabras en cuanto me tumbo en la cama, pero al mismo tiempo las siento
mías. No sé qué me pasa. Tengo las mismas ganas de besarla y abrazarla que de
gritarle. Las mismas ansías de decirle que la he echado de menos cada puto día, que
de ignorarla y hacerle ver que no es nadie para mí, aunque sea mentira. La misma
necesidad de verla, que de cerrar los ojos y olvidar su existencia. Solo espero que esta
dualidad no acabe conmigo, porque sé bien lo autodestructivo que puedo ser y,
aunque no lo reconozca en voz alta, ahora mismo tengo miedo de mí mismo. Y te
prometo que no hay nada más desolador que eso.
El fin de semana lo paso entre trabajar y estar con Fabiola en su piso. El sábado
duermo en casa para estar con las niñas el domingo por la mañana, pero en cuanto
empieza a llegar la familia para la barbacoa semanal, me voy alegando que voy a ir al
cine con Fabiola. Es mentira. Nos vamos de bares, cogemos un pedo del que me
arrepiento de inmediato, porque estas no son formas y empiezo a tener miedo de
parecerme a mi madre más de lo deseado, y acabamos en su casa viendo una película
chorra mientras ella me confiesa que se está colando por Celia más de la cuenta.
—Lo que me faltaba a mí, que te encoñes de una tía y me abandones tú también.
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—Ay, hijo, de verdad, qué dramático te pones. Además, me vas a perdonar, pero
entre pasar el tiempo con esa preciosidad de chica que me pone como una moto, y
pasarlo contigo que últimamente no hay quien te quite la cara de mustio, la elección
es muy fácil.
Bufo, le quito las patatas que tiene en las manos y me las como a puñados para
dejarla sin nada. Que se joda, por pasarse de lista.
El lunes llevo a las niñas al colegio y me voy al restaurante. Hoy hago las
comidas porque quiero encargarme de llevar los excedentes a la asociación. No puedo
evitar esa tarea para siempre y no es justo que se la esté endosando a mis trabajadores
o a gente de la familia.
—Tú vienes —le digo a Fabiola.
—¿Para qué?
—Para hacerme de escudo. Así no tendré que hablar con Amelia.
—Ay, mira, de verdad, te estás ganando una torta a pulso por niñato.
—Fabiola…
Ella chasquea la lengua y se sube en mi coche dando un portazo, para tocarme los
huevos, básicamente, porque sabe que eso me molesta muchísimo.
El camino es silencioso y tenso. Ella está cabreada conmigo y yo con ella, pero,
cuando ya estamos llegando, me doy cuenta de que esta no es la manera de conseguir
que me ayude. Así solo voy a lograr que se ponga de parte de Amelia en un abrir y
cerrar de ojos, así que hago un enorme esfuerzo y me sincero un poco. No le dejo ver
todo lo que siento, pero sí gran parte.
—¿Sabes lo que es que la persona que más quieres del mundo te falle y toda tu
familia la apoye? —Trago saliva y miro al frente mientras entro en mi antiguo barrio
—. Es como si mis sentimientos no importaran, Fabi. Como si no tuviera derecho a
estar enfadado, cuando sí lo tengo.
Ella suspira, pone una mano en mi muslo y espera a que aparque delante a la
asociación para mirarme de frente.
—Dudo mucho que tu familia no tenga en cuenta tus sentimientos, cariño. De
hecho, creo que, precisamente porque saben lo que sientes, han decidido hacer esto.
¿No has pensado que, independientemente de todo lo que ocurrió, ahora tienes la
oportunidad de pasar tiempo con Erin? Conocerla a fondo, esta vez como la adulta
que es, y no como la niña que fue.
Reconozco que esa idea me ha tentado muchas veces, pero no se lo digo.
Tampoco hace falta, porque Fabi sonríe y besa mi mejilla.
—Mira, si quieres seguir enfadado, de acuerdo, no pasa nada. Tu familia va a
quererte y apoyarte decidas lo que decidas, pero no es justo que te enfades con ellos
por no querer dar de lado a Erin. No, cuando es posible que lo hagan, en parte, porque
ella no tiene a nadie. ¿Has pensado en eso, Marco? Está sola. Tan sola como se fue,
según me contaste.
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Trago saliva y cierro los ojos. Odio imaginarme a Erin sin nadie alrededor. Lo
odio. Quiero que sea feliz, pero, joder, ¿tiene que ser con mi familia? Dios, qué asco
me doy solo por pensar así. No es que no quiera que mi familia se acerque a ella, es
que ella…, ella…
—Soy un puto imbécil —susurro—, pero no puedo dejar de sentirme así. Un
minuto quiero correr y abrazarla y al siguiente quiero gritarle y echarla de mi vida.
—En ese caso, creo que lo mejor es que sigas tomándote tu tiempo. No te
acerques a ella hasta no estar seguro de que puedes controlar tus impulsos.
Asiento, porque creo que tiene razón, y salimos del coche algo más calmados.
Cogemos las cajas que tenemos en el maletero, entramos en la asociación y se las
entregamos a Patricia, una de las trabajadoras.
Amelia está al fondo, hablando por teléfono. Me mira, pero no se acerca y, a
juzgar por su postura, está esperando que yo vuelva a tener un ataque de rabia contra
ella.
Resoplo, miro a Fabiola, que me pide calma con los ojos y, antes de saber bien
qué estoy haciendo, me acerco a su mesa. Oigo a mi amiga suspirar y no me extraña,
porque ni siquiera yo sé qué intenciones tengo con exactitud, pero entonces Amelia
cuelga el teléfono y hablo sin pensar.
—No te odio —susurro—. Es mentira que te odie. No puedo, porque eres mi
familia, pero estoy muy enfadado contigo. Mucho. Y voy a seguir sin hablarte hasta
que se me pase un poco, que no sé cuándo será. Estoy muy enfadado, joder. —Ella
asiente, pese a que yo creo que estoy sonando ridículo con tanto repetirme. Sus ojos
se aguan y chasqueo la lengua—. Pero no te odio —repito.
—Vale —dice con voz temblorosa—. Me alegro y lo entiendo. Necesitas tiempo.
Está bien, Marco. Te quiero muchísimo, eres mi familia y puedo darte todo el tiempo
del mundo.
Asiento con brusquedad y me giro para volver con Fabiola, que me recibe con
una sonrisa y un beso en la mejilla.
—Estoy muy orgullosa de ti —dice mientras me abraza por la cintura.
Beso su frente, paso un brazo por sus hombros y nos dirigimos a la salida
mientras me pregunto si ella estará por aquí. Intento no hacerlo, pero de manera
inevitable miro en derredor, buscándola. No la encuentro y casi mejor, porque no sé
cómo reaccionaría.
Al salir a la calle, sin embargo, la veo caminar hacia nosotros. O sea, no hacia mí,
claro, imagino que viene a la asociación. En cuanto se da cuenta de mi presencia se
para en seco y agarra con fuerza los tirantes de su mochila. Odio ese gesto. Jamás la
había visto tensarse tanto conmigo y lo detesto. Me lo merezco, supongo, pero, aun
así… Ella retoma el camino después de un segundo y casi, casi puedo oír los
engranajes de su mente girar y su vocecita interior gritarle que tiene que seguir
adelante, aunque yo me comporte como un capullo.
—Hola —dice al llegar a nuestra altura.
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Yo sigo agarrando a Fabiola por el cuello. Ella no ha hablado, pero creo que, al
ver venir a Erin se ha hecho una idea bastante exacta de por qué me he quedado como
una estatua.
—Hola —murmuro.
Nos quedamos en silencio y, al final, es Fabiola la que carraspea y sonríe
estirando una mano.
—Hola, soy Fabiola. ¿Y tú eres…?
Ella mira la mano de mi amiga y, un segundo después, sus ojos vuelan al brazo
con el que la estoy rodeando. Estoy esperando el momento en que me mire a mí, pero
no llega. Erin acepta el apretón de manos y sonríe, aunque es una sonrisa tensa; falsa.
Lo sé, la conozco. Hay cosas que, después de todo, no cambian tanto.
—Encantada, Fabiola. Yo soy Erin.
—He oído hablar de ti —dice mi amiga con dulzura.
Y ella, que sabe perfectamente a qué se refiere, en vez de achantarse o mostrar
algún signo de arrepentimiento o vergüenza, sonríe y alza más la barbilla. Altanera y
bonita como ninguna, aunque me joda.
—Espero que haya sido por lo buenas que son mis clases.
Fabi ríe entre dientes y se encoge de hombros.
—No exactamente, pero, oye, ya que lo dices, me hubiese gustado aprender a
defenderme. ¿Aún me puedo apuntar?
Tenso la mandíbula y deseo, como nunca he deseado en mi vida, tener poderes
mentales para gritarle a Fabiola algo como «¿Qué cojones estás haciendo?». ¿Pero es
que toda la gente que me rodea piensa ponerse así cada vez que Erin entre en escena?
Yo es que flipo, vamos.
—No, lo siento, el grupo está cerrado.
—Es una lástima. Me habría encantado aprender. Por suerte no lo necesito como
tal. —Se ríe y se balancea bajo mi brazo mientras yo frunzo el ceño mentalmente.
Todo mentalmente—. Este señorito de aquí gruñe mucho, pero luego apenas muerde.
Bueno, ya lo conoces… —Fabi suelta una estúpida risa y yo bufo. Esta vez no lo
hago mentalmente. Lo exteriorizo sin problemas.
Erin sonríe un poco con cortesía y no me mira. ¿Por qué no me mira? No lo ha
hecho ni una sola vez, aparte del saludo inicial, joder.
—No tanto como pensaba —contesta haciendo que mi garganta se cierre—.
Bueno, os dejo ya, no quiero llegar tarde. Un placer, Fabiola.
—Igualmente.
Entra en la asociación esquivando mi mirada y dejándome con la sensación de
que algo me está ardiendo por dentro. ¿Qué es eso de que no me conoce tanto como
pensaba? ¿Qué…? ¿Está enfadada? ¡Encima! Espero que no sea eso, porque no tiene
ningún derecho y…
—Joder, qué buena está. Normal que perdieras la cabeza por ella. Ese físico dulce
y a la vez guerrero podría ponerme a tono en dos segundos.
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—Eh, no te pases.
Fabiola se ríe mientras se separa de mí y da la vuelta al coche para subirse. En el
camino de vuelta me habla de lo precioso que es su pelo, y lo graciosas que son sus
pecas, y lo sexi que es su boca, y lo mucho que le gustaría hacer ciertas cosas con
ella. Tanto es así que, cuando aparco frente a su piso, estoy que ardo de rabia.
—Deja de imaginar escenas subidas de tono con ella, joder.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¡Porque estás liándote con una tía de la que
supuestamente te estás colgando! ¿O ya se te ha olvidado?
—No, no se me ha olvidado, pero tengo ojos operativos y no pasa nada por decir
que me encantaría tener una noche con Erin.
—Pues no la vas a tener porque ella es hetero.
—Hetero era con quince años. ¿Tú qué sabes si en este tiempo ha probado el
pescado y ha decidido que le gusta más que la carne? —Gruño, literalmente, y ella
suelta una carcajada—. Puede que le vayan las dos cosas. A lo mejor es una mujer
que disfruta del sexo sin fijarse en los físicos. ¿Qué más da lo que cuelgue entre las
piernas si la persona en cuestión sabe cómo arrancarte gritos de placer? Ese es el
pensamiento que me llevó a mí a hacerme bisexual.
—Tú dices que eres bisexual pero solo te lías con tías.
—¿Ya no recuerdas que nos liamos no hace tanto? —pregunta con sorna—. Voy
más con tías porque nadie, nadie en este mundo practica el sexo oral a una mujer
como otra mujer. Es un plus que, muchas veces, hace que la balanza se incline hacia
ellas.
—Eres una superficial y una…, una…
—¿Una qué?
—Pues eso, una superficial. Además, que no me líes. Estábamos hablando de Erin
y de que no me gusta que digas esas cosas con tono sexual.
—¿Qué cosas? ¿Que me encantaría abrirla de piernas y comérmela de arriba
abajo?
—¡Fabiola, joder!
—¿A ti no te encantaría?
—Cállate.
—Venga, Marco… Seguro que te la meneas pensando en ella por las noches en tu
cama. —Aprieto la mandíbula y ella suelta una carcajada—. Ay, Dios, he acertado,
¿no? ¿Cuántas veces te has masturbado en su honor desde que llegó? —No contesto,
porque de verdad me está llevando al límite con tanta tontería—. ¡Venga, valiente!
¿Menos de veinte? ¿Más?
—Fabiola…
—¿Qué imaginas cuando lo haces? ¿Piensas en la Erin de ahora, o en la de antes?
Espero que en la de ahora, porque la de antes es menor y eso es delito.
—Pero ¿qué…? Estás colgada, joder.
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Fabiola suelta una carcajada, besa mi mejilla y abre la puerta del coche para salir.
—¿Sabes qué, colega? —dice con un tono mucho más comedido—. Si no puedes
admitir que estas bromas te molestan tanto porque todavía sientes algo por ella, es
que eres mucho más estúpido de lo que yo pensaba. Nos vemos mañana.
Sale del coche y cierra con un portazo y una carcajada. Por joder. Ella es así. Yo
apoyo la cabeza en el reposacabezas y pienso, no por primera vez, en la razón que
Fabiola tiene. Me he masturbado no una, ni dos, sino muchas veces en mi cama
pensando en ella. Y lo más triste es que no lo hago ahora porque ha vuelto. Lo llevo
haciendo diez años. Ahora lo único que ha cambiado es que ya no tengo que imaginar
cómo es de adulta. Ya lo sé, y la visión es tan perfecta que consigo llevarme al
orgasmo en cuestión de minutos, y eso que ya tengo práctica.
Y es que mi mente puede estar enfadada con ella, pero mi cuerpo jamás ha dejado
de responder a su imagen, estuviera o no a mi lado.
El recuerdo de Erin desnuda acude a mí y me pregunto, no por primera vez, cómo
será ahora. Si seguirá teniendo ese conjunto de pecas bajo el pecho derecho que tanto
me gustaba lamer, o si la curva de su vientre sigue siendo tan suave como entonces.
Me pregunto si ella recuerda con la misma intensidad que yo nuestro pasado,
incluyendo las partes físicas y sexuales. Me pregunto si recuerda con el mismo cariño
que yo nuestra primera noche juntos. Me pregunto si, en algún lugar de su mente, mi
presencia duele tanto como lo hace la suya en mi vida.
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26
Erin
No puedo respirar.
Entro en la asociación y voy derecha hacia el baño. Necesito echarme agua en la
cara y en la nuca porque me estoy ahogando. Tomo una bocanada de aire y, cuando el
primer sollozo se me escapa, la puerta se abre y Amelia entra mirándome
visiblemente alarmada.
—Quítate esto, cariño. —Me rompo un poco más, aunque lo odie, y ella tira de
mi mochila y recoge mi pelo en una coleta—. Shh, tranquila, todo está bien. Vamos,
Erin, respira. —Sujeta mi cara con las dos manos y me obliga a mirarla a los ojos—.
Respira, cielo. Todo está bien.
Lo hago. Tomo aire con ganas, aunque sienta como si cada partícula de oxígeno
se negara a entrar en mí. Cierro los ojos, pero entonces la imagen de Marco
abrazando a su preciosa novia me ataca. Los abro, y da igual, porque sigo viéndolos,
sonriendo y felices.
—No puedo con esto —susurro, consciente de que estoy comportándome como la
cobarde que nunca he sido.
—Puedes con esto y con más —sentencia ella.
Cierro los ojos otra vez, pero entonces las preguntas sobre cómo la besará, cómo
la tocará y cómo la acariciará me taladran. Como un disco rayado repitiendo de
manera incansable palabras hirientes.
Sabía que este día llegaría. Lo sabía, me he preparado a conciencia durante diez
años, pero no podía imaginarme, ni de cerca, el dolor que supondría.
Recuerdo la primera vez que sentí a Marco mío al cien por cien y noto que el
dolor me parte en dos.
Ojalá no hubiera ocurrido. Ojalá nunca hubiésemos traspasado la línea de la
amistad. Ojalá nunca hubiésemos necesitado más el uno del otro. Ojalá no lo
hubiésemos entregado todo sin pensar que un día otras personas llegarían y cogerían
lo que, inocentemente, pensamos que solo sería nuestro. Ojalá no me hubiese sentido
la chica más querida del mundo, porque ahora no tendría este sentimiento de pérdida
tan inmenso.
Ojalá pudiera mirarlo a los ojos con la frialdad que él muestra y hacerle ver que
yo también pude seguir con mi vida en el plano sentimental.
Ojalá pudiera mentirle tan descaradamente, pero no puedo, y temo que esa
verdad, unida a los recuerdos que almaceno, sea lo que acabe conmigo ahora que por
fin he logrado reconstruirme como persona.
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27
Erin
Tiempo atrás
Él me mira como los presos miran la luz del día a través de las rejas. Marco siempre
me mira así.
Yo lo miro como el marinero de un barco perdido descubriendo tierra en el
horizonte; con la esperanza y el miedo de quien ha estado demasiado tiempo a la
deriva.
—Tienes que hacerlo —susurro con voz temblorosa—. Por favor, Marco, por
favor. Si no lo haces tú, lo hará él.
—No puedo. —Sus ojos, tranquilos y de fingida expresión aburrida y fría casi
siempre, están nerviosos y se centran en cualquier punto, menos en mí—. Eres
demasiado joven.
—Tú también —le recuerdo.
—Pero soy mayor que tú, y… y… Erin, no me pidas que haga eso.
—Nos lo prometimos, Marco —le digo entonces con voz dura, intentando ocultar
el dolor que empieza a abrirme en canal, porque si él no me ayuda, estoy perdida—.
Prometimos ayudarnos y protegernos siempre.
—Erin…
—No puedo permitir que me robe algo así. Él llegará a mí.
—No llegará, yo no lo permitiré.
Sonrío con sarcasmo, porque una cosa es lo que él desee y otra lo que va a pasar.
—Llegará, estoy segura y, cuando lo haga, lo único que quiero es la certeza de
que, al menos, no consiguió ser el primero. No convirtió algo tan puro en un recuerdo
de mierda más. Quiero mirar atrás y saber que no destrozó también esa parte de mi
vida.
—No quiero hacerte daño —susurra—. Tienes catorce años, Erin.
—Y tú dieciséis —contesto sonriendo con dulzura.
Marco actúa como si tuviera muchos más, yo misma lo hago, pero para nosotros
la edad solo es un número. Nunca se ha correspondido con nuestro comportamiento.
Puede que a ojos de los adultos seamos casi niños, pero a nuestros propios ojos
sabemos mucho más de la vida de lo que otras personas sabrán nunca.
—Pero yo ya lo he hecho. A mí no me dolerá.
Trago saliva y asiento, lo sé, sé que él lo ha hecho, no se ha jactado nunca de ello,
porque no le gusta. Me contó que lo hizo solo una vez porque…, porque… Bueno,
por lo mismo que acabaré haciéndolo yo. Porque no había más salida.
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—Me va a doler de todas formas, la diferencia es que tú no te reirás de ese dolor.
Él aprieta la mandíbula y yo pienso que a lo mejor debería dejar de insistir, que
no puedo obligarlo. Sobre todo, eso último. No puedo obligarlo, porque ya nos
obligan a demasiadas cosas en nuestras casas, así que, cuando no contesta, asiento
una sola vez, me levanto del suelo en el que estamos sentados y alzo la barbilla, para
que no sepa hasta qué punto acaba de hacerme daño, porque él no debería tener ese
poder sobre mí. A estas alturas, nadie debería tenerlo.
—No te preocupes —le digo—. Encontraré a otro que se ocupe.
—¡No! —Marco se levanta tan rápido que doy un paso atrás—. No puedes dejar
que nadie te toque. ¡La solución no es esa y tú estás conmigo!
—¿Y cuál es la solución, Marco?
—Yo te defenderé, conseguiré que nadie te toque hasta que tú quieras y estés lista
de verdad. Entonces lo haremos, te lo prometo.
Me río con sequedad de forma desagradable; como si me riera de él, quizá porque
así es, al menos en parte.
—¿Hasta que yo quiera? Si de mí dependiera, no lo haría nunca.
—Entonces no lo hagas nunca. Tú decides sobre tu cuerpo. Yo no necesito que lo
hagamos para sentir lo que siento, Erin.
Y otra vez la risa, porque cuanto más dolor me causa, más siento que me brota;
porque lo contrario a reír es llorar, y hace mucho que aprendí que eso sirve de poco, y
menos aún frente a alguien. Porque lo quiero tanto que me duele, pero al mismo
tiempo siento que voy a contrarreloj todo el tiempo.
—Te ha quedado muy bonito, de verdad, de película. ¿Podemos volver a la
realidad ya o aún te queda alguna mierda de ese estilo que soltar?
—No quiero que recuerdes tu primera vez como algo malo. Créeme, es una puta
mierda que te roben eso. —Sus ojos se oscurecen y siento ganas de llorar, porque a él
ya se lo han robado.
—Yo tampoco lo quería, por eso te lo pedí a ti, porque pensé que estábamos
juntos en esto.
Y porque es la única persona a la que he sido capaz de querer por encima de todo.
Eso, por supuesto, no se lo digo. No puedo hablarle de lo que siento por él para
pedirle esto. Ya bastante sufro al cometer este acto desesperado para tener, al menos,
un recuerdo bonito en toda mi vida. Que Ángel podrá conmigo, lo sé, pero nunca se
llevará el recuerdo de mi primera vez con Marco. Pensé que ese momento me
ayudaría a vivir el resto de mi vida, pero si para él es tan difícil aceptar, entonces no
lo quiero.
Empiezo a caminar y salgo del callejón en el que solemos escondernos. Marco no
me sigue, porque la vida real es muy distinta a eso que muestran las películas. En la
vida real el chico guapo está tan jodido como la chica, y tiene la misma sensación de
ahogo constante que ella, así que los dos luchan como pueden contra sus demonios
pasados y futuros. Esta vez no lo haremos juntos, pero no importa. Si Marco puede
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vivir después de haberlo hecho ya, aun cuando no quería, yo también podré.
Encontraré la manera de salir adelante sola y, cuando por fin tenga dieciocho años y
pueda largarme para siempre de aquí, me olvidaré de todo y de todos, y empezaré de
nuevo en otro lugar.
Crearé recuerdos nuevos, limpios y bonitos y no permitiré que nadie se meta en
ellos.
Dos días después, cuando salgo de casa con los gritos de mi madre de fondo y
llego al callejón en el que siempre espero que el subidón que le da la heroína baje, me
lo encuentro de nuevo.
Está vestido con un pantalón roto, no por moda, sino porque no tiene más y ese se
le ha enganchado en un montón de vallas, una sudadera negra y el pelo despeinado,
como siempre. Me sonríe, pero yo me limito a sentarme al lado de un contenedor en
silencio y mirar al frente.
—El chute de las tardes, ¿eh? —pregunta.
No contesto. Es injusto que pague mi frustración con él, pero me da igual. Ahora
mismo, todo me da igual.
—Te estaba esperando —dice entonces—. ¿No vas a hablarme?
—¿Qué quieres? —contesto en tono brusco.
—Que vengas conmigo.
—¿A dónde?
—No te lo puedo decir. Tienes que confiar en mí.
—Y una mierda. Yo no confío en nadie.
Duele. Eso le duele tanto que desvía la mirada un momento, porque Marco y yo
siempre hemos confiado uno en el otro. Siempre, desde que llegué aquí. Él ha sido lo
único bueno en mi vida hasta ahora, nosotros. Nunca hemos puesto en duda nuestra
confianza y por eso sé que acabo de hacerle daño.
Supongo que era cuestión de tiempo que también destrozáramos esto.
—Yo siempre confiaré en ti —dice él haciendo que cuadre la mandíbula—. Ven
conmigo, por favor.
Se da la vuelta y camina. Yo miro su espalda y me lo pienso un momento, pero al
final, como siempre pasa cuando discutimos, no me queda más remedio que seguirlo,
porque, por mucho que le haya dicho que no confío en nadie, los dos sabemos que no
es cierto.
Confío en él.
En él, siempre.
Atravesamos un par de calles y llegamos al portal de Nando, un chico del barrio
que a veces se junta con la pandilla. Se lleva bien con Marco, pero yo creo que es
demasiado callado y bueno para un barrio como este. Llegaron aquí hace solo unos
meses y estoy segura de que esta vida se lo comerá si no cambia de actitud pronto.
Marco sube las escaleras sin mirar atrás, pero pendiente de mis pasos, como
siempre. Llegamos a la puerta de Nando y, cuando se saca unas llaves del bolsillo,
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frunzo el ceño.
—¿Por qué tienes llaves de su casa? ¿Ángel ya ha llegado hasta su mami? —
pregunto en tono malicioso.
—No que yo sepa, pero todo se andará —murmura Marco abriendo la puerta y
mirándome, por primera vez, desde que salimos del callejón—. Entra.
Lo hago a regañadientes y me freno en seco cuando veo flores en el suelo. Son de
plástico, porque en este barrio de mierda ni siquiera hay flores de verdad, y miro mal
a Marco, porque no entiendo esto.
—¿Qué es?
Él se encoge de hombros y me mira con seriedad. Cuando habla, lo hace con una
dulzura tensa, casi brusca.
—Sigue el camino.
Dudo unos instantes, pero al final lo hago. Me dirijo al pasillo y mi pulso empieza
a latir desbocado, sobre todo cuando abro la puerta de un dormitorio y me encuentro
con una cama cubierta de las mismas flores de plástico, además de un montón de
velas disparejas y de distintos colores decorando la estancia. Es un cuarto feo, oscuro,
con humedades y olor a muebles antiguos, pero las velas hacen que no parezca tan
deprimente. Miro a Marco, que se acerca a mí y coge aire por la nariz antes de hablar.
—Siempre quise ser yo, Erin. Siempre. Desde que te vi, pero no debería ser así.
Tú deberías tener más edad, y yo, y deberíamos tener otro sitio que no sea una cama
maloliente y un montón de flores de plástico robadas de un puesto ambulante porque
no tengo dinero para comprártelas de verdad. ¡Las velas las he robado de una iglesia!
—Se ríe con verdadero sarcasmo y asco—. Es cutre y casi un insulto para ti. Todo
debería ser distinto; tu vida tendría que ser distinta, pero no va a serlo, no todavía,
tengo que darte la razón en eso. No puedo sacarte de aquí aún, porque no tengo
dinero, por más que quiera. —La ira de su voz me hace temblar, porque sé que odia
pronunciar esas palabras—. No puedo darte más de esto, que ya es una mierda, pero
es que no soporto pensar que otro te destruirá un poquito más en cualquier momento.
No…, no puedo.
Acorto la distancia que nos separa en dos zancadas y le abrazo con fuerza,
sintiendo mis ojos pinchar con lágrimas contenidas y dándole las gracias en silencio
por hacer esto. Por decirme que no es que no quiera hacerlo, es que quería esperar un
poco más. Quería darme el tiempo que, por desgracia, no tenemos.
—Flores y velas, Marco. —Me río y aprieto sus manos, pese a su seriedad—. Me
has dado flores y velas, y la otra opción consistía en abrir las piernas en un callejón y
dejar que todo acabase de una vez. En eso, y en rezar para que no fuera Ángel el que
lo lograra.
—Él jamás te tocará —dice entre dientes—. Nunca. Si te toca, lo mato.
Sonrío con tristeza y no niego con la cabeza, pero en mi interior sé que eso es
mentira. Lo hará, me tocará, igual que lo ha tocado a él, aunque no me lo haya
confirmado. Lo hará porque será mi propia madre la que me venda en cuanto sienta
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mono de alguna de sus muchas adicciones. Lo hará, pero yo cerraré los ojos y volveré
a este cuarto; a estas flores, a estas velas y a él. Y cuando lo miro, sé que Marco lo ha
entendido, porque él siempre lo hace. Consigue seguir mis pensamientos incluso
cuando se hacen caóticos para mí. Trago saliva cuando acaricia mis mejillas, y
cuando se acerca a mí y apoya su frente en la mía, siento que el corazón me late sin
control.
—No sé si te va a doler, creo que sí, pero te prometo que esta será la primera y la
última vez que te haga daño de alguna forma. Te lo prometo, Erin.
Marco me besa y yo sonrío en su boca y despierto mi mente, avisándola para que
no se pierda ni una sola de estas sensaciones; para que guarde por siempre lo que aquí
pase, pues será algo que me ayude a seguir respirando en malos momentos, estoy
segura.
Y aquí, entre flores falsas robadas de un puesto y velas sacadas de una iglesia,
siendo apenas unos niños a ojos de muchos, él crea un recuerdo único, especial e
insustituible. Algo que memorizaré y me hará sonreír toda la vida, aun si nos
separamos, que espero que no.
Entre sábanas ásperas y manchas de humedad Marco me da algo que vale más
que todo lo que he vivido hasta el momento. Me da mi primer recuerdo feliz.
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Los días pasan a cámara lenta, o esa sensación tengo. Me siento como si estuviera
sentado en un cine a solas y a oscuras viendo pasar las escenas y pensara que todo
suena a lo mismo. Las ganas de salir de ahí o acelerar la película para que acabe
empiezan a asfixiarme. Estamos a sábado, otra vez. Han pasado casi dos semanas
desde la última vez que vi a Erin y estoy en la cocina sentado mientras Julieta me
informa que han decidido invitarla a la barbacoa de mañana.
—Vale —mascullo.
—¿Vale? ¿Nada de gritos? ¿Nada de protestas? ¿Nada de chantaje emocional? —
pregunta ella sorprendida.
—Nada de nada. He comprendido que vais a seguir teniendo relación y me parece
bien. Lo que ella y yo tenemos está al margen de vosotros.
Ella asiente con lentitud y no dice nada más. Se nota mucho que está contenida
porque no quiere que se me cambien las tuercas y vuelva a ser el imbécil que intentó
prohibirle relacionarse con Erin.
Y lo peor es que ni siquiera tengo el mérito de haberme dado cuenta por mis
propios medios y a base de recapacitar. No. Quiero que mi familia se junte con Erin
porque estos días he estado yendo al barrio y me he percatado de que no sale de su
piso. Me siento como un acosador al decir esto, pero no la vigilaba, solo… me
aseguraba de que todo estaba bien con ella desde la distancia.
No dejo de pensar en que Ángel tiene que saber de su vuelta. No es tonto,
controla el barrio y seguro que lo sabe, pero no comprendo por qué aún no ha
aparecido, y no comprenderlo no me deja dormir, y como no duermo, le doy vueltas a
la cabeza y, al amanecer, estoy más ansioso que nunca, así que me voy al barrio y
patrullo en solitario y de manera patética por los alrededores del piso de Erin sin
decirle nada a nadie, porque de cara a la galería yo sigo odiándola, o eso creen.
Si supieran que no es odio, joder, que no, que es el dolor de la pérdida más vivo
que nunca…
El caso es que aquí estoy mientras desayuno con mi familia y todos guardan
silencio, hasta las niñas. Piensan que ahora iré al gimnasio, porque es lo que he dicho,
pero es mentira. Vuelvo al barrio. Quiero ver si Erin sale hoy, por ser finde, o vuelve
a limitarse a estar encerrada en su piso con las persianas bajadas.
Tiene que salir, no puede encerrarse ahí para siempre. No es sano. Por eso creo
que es buena idea que mi familia la invite a la barbacoa. Yo me buscaré un plan
alternativo, así será mejor para los dos. Ella estará más cómoda y yo… Bueno, yo no
estaré contento, pero últimamente no estoy contento con nada. He vuelto a ser el
chico enfadado con el mundo de hace diez años y, aunque no me gusta, no sé bien
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qué pasos dar para dejar de serlo. Al menos, no sé qué pasos dar sin sentir que
entrego más de lo que recibo, o que estoy haciendo el ridículo.
—Entonces… ¿Podemos llamarla y… ya está? ¿No vas a enfadarte? —pregunta
mi tío con una tostada a medio camino de su boca.
—Eso es.
—Pero tú estarás también, ¿no?
—No. Yo me iré con Fabi o ya veré qué hago.
Mi tía suspira y yo me muerdo la lengua y las ganas de decirle que no pida más,
que ya bastante lo estoy intentando. Al final, creo que se da cuenta, porque no dice
nada. Y eso, en Julieta, es rarísimo.
—Si por lo que sea te animas a venir, aunque sea con Fabi, sería genial —susurra
mi tío.
—Molaría que Fabi viniera, sí —dice Victoria.
No sabe el trasfondo de la conversación, pero eso no le ha supuesto ningún
problema a la hora de meterse.
—Ay, sí, la última vez nos trajo globos de agua y todo —sigue su hermana.
—¡Teno pipí!
La familia entera se alza en colaboración con la declaración de Mérida, que se
agarra la entrepierna mientras su padre la lleva volando al baño. Yo me levanto para
coger mi chaqueta y largarme, pero antes me espero para ver si lo logran.
—¡Uyyyyy! Esta vez casi, papi. ¡Biennnn!
Me río a carcajadas y pienso que a esta niña le repartieron el optimismo
multiplicado cuando nació. Me imagino la cara de mi tío, debatiéndose entre la risa o
la caída de babas con su niñita y niego con la cabeza mientras me subo en el coche y
me pongo las gafas de sol.
Llego al barrio, aparco y bajo para pasear haciendo el gilipollas mientras disimulo
y hago como que no vigilo el piso de Erin. Esta vez, sin embargo, no pasa ni media
hora antes de que el portal se abra y su voz llegue a mis oídos.
—¡Ven aquí ahora mismo!
La miro con la boca un poco abierta. Por un momento estoy tentado de mirar
también a los lados, para asegurarme de que se refiere a mí, pero sus ojos fijos en los
míos y su evidente cabreo me convencen de que sí, me ha gritado a mí.
Durante un instante siento la tentación de negarme y echarle huevos, pero
reconozco que estar merodeando alrededor de su piso me hace perder puntos en la
discusión, así que me acerco con paso lento y seguro.
—Hola. —No imprimo un tono alegre, pero tampoco soy un borde.
Es un paso.
—¿Ni siquiera vas a dejarme descansar en fin de semana? —pregunta cabreada
—. ¿Me estás acosando? ¿Es eso?
—¿Qué? ¡No! ¿De qué coño vas? Yo jamás te acosaría, Erin.
—Llevas toda la semana dando vueltas alrededor de mi piso. ¿Qué quieres?
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—¡Nada!
—¿Y por qué vienes?
—Porque… no… yo… —Carraspeo y pateo una piedra imaginaria—. Solo quería
asegurarme de que estabas bien.
—Soy cinturón negro, Marco. ¡Claro que estoy bien!
—¿Eres cinturón negro?
—¿Cómo crees que doy clases de defensa personal? ¿Por lo que aprendí viendo
los Power Rangers?
Abro la boca para replicar, pero, la verdad, verla tan cabreada me sorprende.
Reconozco que me he habituado a ser yo el que saca los pies del tiesto. Olvidé a
conciencia que Erin nunca fue una chica que se dejara llevar por mí. Teníamos una
conexión muy fuerte y yo la protegía, sí, pero ella también lo hacía conmigo. Esto
nunca trató de que ella era la princesa necesitada de ayuda y yo el caballero de
armadura blanca. De alguna forma, los dos fuimos la princesa y el caballero, según el
momento de nuestras vidas. Por eso no sé de qué me extraño. Supongo que es porque,
desde que ha vuelto, se ha limitado a encajar mi odio sin contraatacar y me doy
cuenta, de una forma bastante incrédula, de que me gusta que por fin lo haya hecho.
Estoy para que me encierren en un jodido manicomio.
—Sube.
Erin se da la vuelta después de soltar esa orden, porque ha sido una orden, y yo
obedezco, porque una cosa es echarle huevos a la Erin del pasado o la que se
aguantaba mis salidas de tono cuando volvió, y otra echárselos a una mujer que puede
quitarme el carnet de padre con dos movimientos, si le apetece. No soy tan valiente.
Me fijo en su cuerpo mientras subo los escalones detrás de ella. Es distinto, está
más…, más mujer. Es una mujer, ya lo sé, joder, pero es que es tan igual y, a la vez,
tan distinta… Tan preciosa que duele.
—Entra y cierra —dice cuando llegamos al rellano.
Obedezco de nuevo y, cuando pienso que voy a poder hablar, me freno en seco. El
piso está distinto. Limpio y pintado. Sin apenas muebles, a excepción de una mesa y
algunas sillas. Todo parece más amplio, menos atosigante que en el pasado. Miro a
Erin y puedo ver en ella su enfado, su orgullo y su mirada retadora.
—Has hecho un buen trabajo aquí —susurro, porque de verdad lo pienso—. ¿Lo
has vaciado entero?
—Sí.
Suspiro. Reconozco que saber que este piso es distinto me tranquiliza un poco.
No sé por qué, yo imaginaba a Erin en el piso que recordaba del pasado. Ese que
estaba rodeado de suciedad, humedades y un olor putrefacto la mayor parte del
tiempo. Saber que está en este barrio sigue pareciéndome una mierda, pero al menos
no tiene que ver una escena del pasado con cada paso que da, como me pasa a mí
cuando entro en casa de mi madre.
—¿Puedo ver el resto? —pregunto después de unos segundos de tenso silencio.
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—No voy a hacerte un puñetero tour, y menos sin que me digas qué es lo que
quieres y por qué me sigues.
—¡No te sigo! —exclamo ofendido.
—¡No dejas de venir aquí cada mañana, o tarde, según el día, para dar vueltas
alrededor del bloque! ¿A ti te parece normal?
—En lo referente a nosotros, nada me parece normal nunca.
—Muy buena salida, sí señor. —Erin resopla y se frota los ojos—. Oye, no voy a
irme de España. Si pretendes que me termine agobiando y me largue lo estás
haciendo mal.
Entrecierro los ojos y la miro mal. Muy mal.
—¿Cómo cojones se te ocurre pensar que te estoy agobiando para que te largues?
¿Te crees que soy un puto acosador, Erin? ¿Tanto crees que he cambiado en diez
años? —El arrepentimiento brilla en sus ojos, pero no me detengo—. ¡Solo quería
asegurarme de que Ángel no venía por aquí! Sigue viviendo en el barrio, ¿sabes? Y es
igual o más hijo de puta que en el pasado. ¡Perdón por intentar protegerte!
—No necesito tu protección, Marco. No me da miedo Ángel.
Hay algo en su voz y en su mirada que me dicen todo lo contrario. No quiere mi
protección y está en su derecho, eso sí que me lo creo, pero le da miedo Ángel. Lo sé.
Y no es que piense que es más débil que yo. A mí ese capullo me aterroriza todavía,
aunque me enfrente a él a menudo.
—Yo no… Yo… Maldita sea, Erin, estoy intentando gestionar esto de la mejor
manera posible.
—Pues ya estoy harta, Marco. Hace casi dos meses que volví, y casi uno que nos
vimos. No has hecho más que ponerme malos gestos y rondar por aquí sin hablarme
ni decirme nada, como si tuvieras algún problema conmigo. ¿Te pones en mi lugar
alguna vez? ¿Tienes idea de lo que es para mí ver cómo vuelcas toda esa mala hostia,
que sé que eres capaz de tener, en mí? —Hago amago de hablar, pero me corta—. No
se te ocurra decir otra vez que te abandoné y desaparecí. No más, Marco. Te he
aguantado suficiente y tengo la paciencia bajo mínimos. Si no quieres saber nada de
mí, bien, perfecto, pero entonces olvídate de rondar por aquí. Si me ignoras, lo haces
con todas las consecuencias.
—No quiero ignorarte.
—Pero tampoco me perdonas. —Mi silencio hace que gruña desesperada. Y fíjate
si estoy enfermo, que siento cómo mi cuerpo responde a ese sonido—. No sé qué
hacer, Marco.
—Yo tampoco —murmuro en voz baja.
—¿Qué necesitas? Dime qué quieres que haga y lo haré. Lo que sea, menos irme.
No voy a irme.
—No quiero que te vayas —confieso para ella y para mí mismo.
Es la verdad. La mera idea de perderla de vista, de nuevo, me pone enfermo.
—¿Entonces? ¿Qué tengo que hacer para que dejes de lado esa actitud?
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Trago saliva y miro en derredor. Es la primera vez que pienso en serio en el daño
que le estoy haciendo. Enfadado con ella y con el mundo porque se fue, sin pararme a
pensar que ahora está aquí. Sin saber cómo ha sido su vida e ignorando algo tan
importante como el hecho de que tengo familia gracias a ese abandono que tanto le
recrimino. Lo que me han dicho millones de veces en mi casa me acaba de caer
encima como un jarro de agua fría y me siento tonto. Ridículo. Sin ningún derecho a
seguir haciendo esto. Molestarla viniendo hasta aquí y torturarme a diario solo porque
mi orgullo no me permite admitir que, en realidad, estoy muriéndome por saber todo
lo que ha habido en su vida en estos diez años. La miro a los ojos y veo en ellos la
decepción, algo de tristeza y, sobre todo, determinación. Su paciencia se ha agotado y
esto marcará un antes y un después, por eso decido que es el mejor momento para
calmarme y ser sincero con ella, pero sobre todo conmigo mismo.
—Quiero hacerte una pregunta y que seas completamente sincera conmigo. —
Asiente sin vacilar, cojo aire y me preparo para su respuesta—. El tiempo que has
estado fuera, estos diez años que han pasado, ¿has sido feliz?
Ella resopla, como si contestar eso fuese del todo imposible. Se gira de espaldas a
mí, se hace un moño alto con su melena, dejando algunos rizos sueltos y haciendo
que sienta la tentación de ir hacia ella y enganchar mis dedos en ellos, como solía
hacer.
—He trabajado en conseguir las herramientas que necesito para ser feliz.
—Esa respuesta no es clara.
—No puedo darte otra.
—Es fácil. ¿Has sido feliz? ¿Sí o no?
—¿Tú lo has sido?
—Sí. No. —Chasqueo la lengua y niego con la cabeza mientras ella se ríe y me
muerdo el labio para no seguirle con otra estúpida risa—. Acabo de quedar como un
idiota.
—Otra vez, sí.
Asiento. Me lo tengo merecido. Suspiro y doy un paso más hacia el interior.
—¿Me enseñas el piso?
Ella parece pensarlo unos instantes y, al final, asiente con suavidad señalándome
el pasillo. La sigo, sorprendido por el rumbo que ha tomado el día, pero extrañamente
contento. De hecho, es la primera vez en muchos días que siento ganas de sonreír. El
sentimiento me dura hasta que la puerta del que era el dormitorio de su madre se abre
y contengo el aliento, recordando todo lo que he visto entre estas paredes. Ahora, en
cambio, todo está vacío y dotado del mismo olor a limpio que el salón. Sonrío de
manera irremediable y miro a Erin con evidente admiración.
—Has hecho un gran trabajo. No parece el mismo.
—Gracias, pero no habría podido hacerlo sin ayuda.
De inmediato su tez se ruboriza y sé por lo que es, así que decido ponérselo fácil.
—¿Amelia?
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—Y Einar —susurra.
Asiento, frunzo los labios y meto las manos en mis bolsillos.
—Un par de manos en momentos oportunos siempre vienen bien. Y si son dos
pares, pues mejor. —Ella me mira entre recelosa y sorprendida y yo señalo con la
cabeza la habitación de enfrente—. ¿Puedo?
Erin asiente, así que camino, abro la puerta y me asomo. En esta, al contrario de
lo que pasa en la de su madre, sí que me vienen los recuerdos en tropel, pese a estar
pintada y tener solo un colchón individual en el suelo. Da igual. Entre estas paredes
he vivido tanto con ella que me resultaría imposible olvidarlo. Suspiro y siento a Erin
a mi espalda. Me giro con cuidado y la miro como si la viera realmente por primera
vez en diez años. Con sus dudas, sus miedos, su determinación y esas preciosas pecas
que adornan toda su cara.
—Te he echado de menos, Mérida.
Ella se emociona, se muerde el labio inferior y carraspea con rapidez antes de
asentir con brusquedad.
—Y yo a ti —susurra.
—Me alegra ver que este sitio no pudo contigo. Yo ya sabía que contigo no podría
nada, ni nadie.
Erin alza la cara y, al mirarla, me doy cuenta de que hay un punto de tristeza en
sus ojos. Quizá es que ya no sé leerlos tan bien, puede ser. Ojalá sea eso y, en
realidad, sean imaginaciones mías.
—Te diría que me alegra ver que ya no eres tan gruñón como antes, pero… —
Bufo en medio de una sonrisa sarcástica y ella se ríe un poco entre dientes—. Ven,
quiero que veas la cocina.
La sigo en silencio y, al llegar, no puedo evitar reírme. Azul. Joder, es azul. No sé
por qué, no me sorprende. La única forma de cambiar esta estancia de forma radical
era usar tonos fuertes que suplantaran a los marrones que había antaño. Eso, o
comprar una cocina nueva, y supongo que Erin no tiene dinero para hacer algo así.
—Me gusta.
—¿Quieres un café? —pregunta ella con cautela.
Suspiro y niego con la cabeza, pero me encargo de sonreírle, porque no quiero
que se lo tome a mal. Necesito ir a comprar unas cosas antes de entrar en el
restaurante y, si me quedo, llegaré tarde. Se lo digo y me asegura que no pasa nada,
pero creo que noto un poco de decepción en su voz. Me acompaña a la puerta y,
cuando estoy en el rellano, me frena.
—¿Significa esto que perdonas a Amelia? —La miro elevando las cejas y se
encoge de hombros—. Lo está pasando muy mal, Marco. Su único delito fue atender
a mis súplicas de que no te contara nada. La culpable soy yo, no ella.
—Es mi familia. No debió ocultarme tu paradero.
—Yo creo que sí, pero está claro que es un tema en el que no vamos a ponernos
de acuerdo y, de cualquier forma, ya está hecho, así que creo que deberías perdonarla.
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—Lo pensaré.
—Eso no me sirve.
—Erin…
Ella chasquea la lengua y yo me río, porque he sentido que volvíamos a ser, por
un segundo, los adolescentes de quince y diecisiete años ansiosos por tener siempre la
razón.
Me despido de ella con un gesto de la mano, le prometo que no merodearé más
por las calles colindantes a su piso y me voy.
Cuando llego a mi coche bufo y niego con la cabeza, riéndome con incredulidad.
No sé qué cojones siento, pienso o quiero, pero lo que sí sé es que estoy
empezando a aceptar que Erin vuelve a estar en mi vida y, esta vez, según parece, de
manera permanente.
El pensamiento me hace sonreír lo que resta de día.
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—¿Quieres mirar? —pregunta con voz sugerente.
La miro por encima de mi hombro; sonríe y se muerde el labio mientras espera
una respuesta. Me fijo entonces en mi amiga, que solo se ríe y se encoge de hombros
al tiempo que se estira sobre el suelo, dejándome ver su desnudez, ya sin secretos
para mí.
—¿Queréis que mire? —pregunto entonces con voz ronca, porque la excitación es
inevitable.
Ellas se besan por respuesta. La chica de Fabiola se sube a horcajadas sobre mi
amiga y comienzan un baile de roces y besos que hace que mis dudas se disipen.
Me acerco y me siento en el sofá, a escasos pasos de ellas. Sé que no voy a
participar, porque sigo teniendo claro que Fabiola y yo solo podemos ser amigos. La
única vez que lo intentamos todo fue demasiado raro, pero eso no quita que no
disfrute de ver a dos mujeres preciosas entregarse al placer del amor, porque esto no
es sexo rápido y libre de sentimientos. Aquí hay algo mucho más poderoso, y me doy
cuenta de ello después de solo unos segundos observándolas.
Mi excitación es tan real como las miradas de devoción y cariño que ellas se
dedican. Gimen, se retuercen y se llevan al orgasmo más de una vez ante mi mirada.
Se alimentan del morbo que les provoca que haya un hombre mirándolas y yo, en
algún punto, dejo de ver los cuerpos de Fabiola y Celia para ver solo dos cuerpos sin
nombre ni identidad. Dos cuerpos haciendo el amor que me hacen pensar en cómo
sería hacerlo con Erin. ¿Se arqueará ella así, pidiendo más de esa forma? ¿Le gustará
también que la lama como Fabiola está lamiendo a su chica? Imaginarla en esa
postura que ellas acaban de adoptar hace que el pantalón me duela y, para cuando las
chicas elevan sus gemidos y el sudor perla sus cuerpos, yo solo puedo ver a Erin. Erin
en cada una de ellas. Erin en los gemidos que exhalan, en los labios hinchados por
tantos besos, en la piel erizada de ambas. Erin en todas partes, joder. Meto una mano
dentro de mi pantalón, entrecierro los ojos y me acaricio sin pensar en nada más que
en ella. Veo a las chicas, pero no las miro. No a ellas. Estoy más allá. En un piso de
un barrio de mierda con una cocina azul, con Erin entre mis brazos suspirando y
susurrándome, entre gemidos, que me ha echado de menos tanto como yo a ella. Con
cada nota de placer que llena este apartamento siento que me acerco más al clímax y
juro que puedo ver los preciosos ojos azules de Erin pidiéndome más. Pidiéndomelo
todo. Las chicas alcanzan el punto álgido y se dejan caer sobre la alfombra,
desmadejadas y agotadas de placer. Yo me acaricio un poco más, imaginándola a ella
cayendo sobre mí, con su melena cubriéndolo todo y una sonrisa en sus labios. Me
aprieto a conciencia y me corro, cerrando los ojos e intentando, por todos los medios,
sentirla aquí, conmigo.
Mi cuerpo se queda relajado y satisfecho. Mi respiración es agitada y, si cierro los
ojos, casi puedo sentirla aquí, conmigo.
No he tenido tiempo de pensar en lo surrealista de todo esto, porque justo antes de
poder razonar al cien por cien, Fabiola y Celia se besan y oigo los susurros en los que
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se dicen cuánto se quieren.
Este es el momento en el que me doy cuenta de todo lo que ellas tienen, y lo poco
que tengo yo.
¿Qué cojones hago aquí?
Y no me refiero a aquí, viendo esta escena, sino a aquí, en cualquier otra parte
que no sea mi casa, donde Erin va a estar todo el día.
—¿Has tenido alguna especie de revelación, Corleone? —pregunta mi amiga con
una sonrisa satisfecha.
—Sí —susurro—. En realidad, sí.
Me levanto, voy al baño para limpiarme un poco y, cuando salgo, me encuentro
con las chicas desnudas en la cocina.
—Me voy a la barbacoa familiar —le digo a Fabiola.
Ella sonríe y yo la imito, porque jamás, en mi puta vida, pensé que la revelación
final de que estoy haciendo el imbécil iba a llegarme al ver a dos chicas hacer el
amor.
—Da saludos a Erin de mi parte.
—Lo haré —contesto. Miro a su chica y le guiño un ojo, sonriendo—. Un placer.
—Literalmente —contesta ella riéndose y haciendo que Fabi y yo la imitemos.
—Nos veremos, chicas. Que tengáis buen domingo.
Ellas me desean lo mismo y salgo de su casa pensando que, a veces, para
despertar emocionalmente, solo hay que ver de cerca lo grandioso que puede ser el
amor cuando las barreras consiguen caer y lo único que queda son los cuerpos
desnudos, anhelantes y, por encima de eso, los sentimientos adueñándose de todo.
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Erin
Observo a las gemelas pelearse con Björn y Noah y sonrío, pero sigo pensando que
no sé muy bien qué hago aquí. La última vez que estuve en una fiesta con esta familia
tenía quince años y estaba jodida a base de bien. Ahora soy adulta, he conseguido
enderezar mi vida y, no sé muy bien por qué, me siento igual de insegura que aquella
niña. Será que hay un montón de gente, aunque ya los conozca a todos en mayor o
menor medida. O que los niños no dejan de correr y gritar, algo que está muy bien,
pero que me pone nerviosa, porque cada vez que gritan cerca de mí me pienso que ha
ocurrido una desgracia, y luego resulta que no, que simplemente se han peleado entre
ellos, o están gritando de felicidad, o gritan sin motivos, que es otra variedad
existente, según he podido comprobar. Sea como sea, estoy alerta todo el tiempo.
Disfrutando, pero contenida.
—¡Noah, ya no te lo digo más! —grita su padre—. ¡O compartes con tus primas
la pistola de agua o te la quito dos horas enteras!
El niño suelta un improperio, su padre va hacia él, cumple su amenaza y entonces
Noah protesta, su hermana pequeña llora y eso desencadena un montón de reacciones
de protesta y llantos según la edad de cada uno.
—Yo ya sabía que eso pasaría —dice Esme a mi lado con una sonrisa—. Ahora
mi marido se arrepentirá y se pasará todo el tiempo que dure el castigo deseando que
pase cuanto antes para devolverles la felicidad y el motivo de la discordia.
—¿Siempre son así? —pregunto—. Las barbacoas.
—No, hoy está siendo bastante tranquila la cosa.
Abro los ojos de par en par y ella se ríe y se ofrece a traerme una cerveza. No me
niego, porque, pese a que estamos a punto de entrar en octubre y el tiempo ya es muy
suave, nosotras estamos sentadas al sol y ya noto un poco la sed.
—Me ha dicho un pajarito que Marco y tú habéis acercado posturas…
Me giro para ver a Julieta canturrearme esas palabras y sonrío. Todavía me siento
un poco incómoda con las confianzas que se ha tomado toda la familia conmigo, pero
entiendo que es parte de mi reticencia nata a confiar en la gente. De hecho, creo que,
en mayor o menor medida, confío en la familia León. Quizá no pondría mi vida en
sus manos todavía, pero sé que son buenas personas que solo quieren ayudar, aunque
a veces se pasen de intensos.
—Bueno, después de que me enfrentara a él no le quedaron muchas opciones.
Le cuento por encima lo ocurrido, o mi versión de lo ocurrido, y cuando acabo
Julieta ríe de buena gana y pasa un brazo por mis hombros, ignorando mi pequeño
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momento de tensión.
—Esa es mi chica.
La miro fijamente y me doy cuenta de que, pese a no quererlo, mi corazón se ha
henchido de algo muy parecido a la gratitud. Son unas palabras absurdas, lo sé, pero
denotan tanto cariño y es como…, como si yo le importara también, y no solo Marco.
Sé que es irracional, que ella adora a Marco, es como su hijo y eso nadie lo duda.
Lo que quiero decir es que siento que de verdad hay espacio en su vida para tenerme
cariño a mí también, aunque sea, lógicamente, en menor medida.
—Erin, tú sí comes carne, ¿no? Estamos organizando lo que comerá cada uno.
Hay lasaña vegetariana, por si acaso —dice Diego acercándose y dándome la cerveza
que Esme ha ido a recoger, porque ella está haciendo de intermediaria entre los niños.
—La carne estará bien.
—¿Quieres picar algo? ¿Unas patatas? —Niego con la cabeza y él se sienta a mi
lado.
Es así como me veo entre las dos personas que se han encargado de que Marco
sea quien es hoy en día.
Mérida viene corriendo hacia donde está su padre y se sube sobre sus piernas
mientras él se ríe y besa su pelo. Las gemelas siguen jugando de un lado a otro y
Eduardo está dentro, durmiendo un poco. Podría estar incómoda. Debería, de hecho,
pero lo cierto es que me encuentro extrañamente en paz. Me recuesto un poco en la
hamaca, doy un sorbo a mi cerveza y pienso en lo increíble que es esta sensación. La
de salir adelante y disfrutar de la vida. Con sus más y sus menos, claro, pero
disfrutarla, al fin y al cabo.
Julieta entra en casa, porque ha visto por la cámara del vigilabebés que Eduardo
está llorando. Vuelve un minuto después, se sienta a mi lado de nuevo y le da el
pecho mientras yo los miro sonriendo.
—¿Puedo cogerlo? —pregunto cuando acaba.
No sé de dónde he sacado el valor para preguntarlo. Respeto mucho la maternidad
de las mujeres y sé que no a todas les gusta dejar que gente fuera del entorno más
cercano toque o coja en brazos a sus bebés, pero no he podido resistirme. Es tan
pequeñito y precioso…
—Todo tuyo —dice ella con una sonrisa—. Ten, cúbrete con la muselina o es
posible que acabe bautizándote con leche materna.
—Pocas cosas hay que huelan tan mal como la leche materna cuando la vomita
un bebé —sigue Diego—. Te lo digo por experiencia.
Ellos dos se ríen y yo intento por todos los medios relajarme y no tensarme ahora
que Eduardo está en mis brazos. Tiene el pelo supernegro y los ojos de Marco. O sea,
de Diego, pero como ellos se parecen tanto…
—Es precioso —susurro mientras él bosteza y parpadea varias veces.
—Nosotros otra cosa no sé, pero hacemos unos niños perfectos —dice Diego
mientras Julieta se ríe, se levanta y se sienta en su regazo, después de que Mérida lo
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haya dejado libre.
—Sí que es verdad. Somos un buen equipo, poli.
—El mejor, pequeña —susurra él sonriendo y besándola.
Yo intento no fijarme en la estampa, para darles intimidad y porque, me guste o
no, siento un poco de envidia al ver todo lo que han logrado y lo mucho que se
quieren, pese a todos los problemas que han tenido que superar juntos.
Eduardo se duerme en mis brazos y yo me atrevo a retreparme un poco más.
Julieta me pregunta si quiero ponerlo en el carro, pero creo que se me nota en la cara
que estoy superagusto, porque se ríe y dice que no hay problema, que lo ponga
cuando me canse. Asiento y ellos, en vez de irse, se acomodan a mi lado. Hablamos
de mis clases, de repostería y de la tarta que he traído. También de la tienda de
Julieta, me cuenta que ahora está de baja y tiene a una chica contratada, pero, aun así,
se pasa por allí cada día un ratito con Eduardo, para no perder la costumbre y no
aburrirse. Diego me habla de su trabajo y sus entrenamientos últimamente, porque ha
empezado a practicar Muay Thai y eso nos da para un ratito de conversación.
Tan entretenidos estamos que no nos fijamos en que la familia se ha quedado
extrañamente callada. Es Julieta la que pregunta qué pasa mientras se gira hacia la
entrada trasera de su casa, donde Marco está apoyado, cruzado de pies y brazos.
A mí el corazón se me sube a la garganta al instante. Lleva unos vaqueros
oscuros, botas con cordones y una camiseta blanca y lisa. Sus gafas de sol y el pelo
despeinado. Está guapísimo y yo siento cómo me taladra con los ojos, pese a no
verlos.
—Será mejor que cojas a tu hijo —le susurro a Julieta.
Ella me hace caso, se baja del regazo de Diego y, justo cuando coge a Eduardo,
aprovecha para susurrar cerca de mí.
—Sé que no vas a creerme, pero estoy segura de que, si está aquí, es porque algo
ha cambiado, por fin, en él. Es algo bueno, Erin.
—Eso si no me echa…
—Si te echa delante de todos, el que se va a la calle es él —asegura Diego.
Sonrío de puro agradecimiento, porque no puedo creer todo lo que esta familia
me da sin pedir nada a cambio. Marco nos mira a todos y, para mi sorpresa, en vez de
venir hacia mí, se va hacia Amelia, que se envara en el acto. Einar se adelanta y le
corta el paso.
—Están niños delante, Marco.
—Lo sé —responde él con una sonrisa—. Tranquilo.
Einar lo mira muy serio, valorando si dejarlo seguir o no. Al final es Amelia la
que acaricia el brazo de su marido y le sonríe, asintiendo en su dirección para que se
aparte. Lo hace, pero se queda cerca y no puedo evitar pensar en la suerte que tiene
ella, pese a todo, porque tiene un hombre bueno y que la adora dispuesto a no dejarla
sola nunca, bajo ninguna circunstancia. En realidad, todos los adultos de esta familia
tienen mucha suerte en ese aspecto.
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Marco se pone frente a Amelia, abre la boca para hablar, pero la cierra, niega con
la cabeza, se adelanta un paso y la abraza, para sorpresa suya y de toda la familia. La
estrecha contra su pecho con fuerza y Amelia no puede evitar emocionarse. Yo
recuerdo nuestra charla de ayer, cuando le dije que debía perdonarla para empezar a
solucionar todo esto, y no puedo evitar morderme el labio. Me ha hecho caso así que,
quizá, en el fondo, no esté todo perdido.
—Sin llorar —dice él en su oído, pero lo bastante alto como para que lo oigamos
todos—. No llores más por mi culpa.
Ella niega con la cabeza, se alza de puntillas y besa su mejilla mientras Einar, a su
lado, sonríe y palmea el brazo de Marco con fuerza. Con tanta fuerza que lo mueve
del sitio. Él se ríe entre dientes y se gira, se quita las gafas de sol, me mira y siento el
impulso de esconderme detrás de Diego. Creo que él también lo intuye, porque su
mano se posa en mi hombro y me mantiene en el sitio con suavidad, pero firmeza.
—Hay uno más grande —dice mientras se acerca a mí.
No mira a sus tíos en ningún momento y sé que todos están pendientes de
nosotros. El corazón se me va a salir por la boca, pero él sonríe y, por un segundo, me
olvido de todo lo que hemos pasado, porque es Marco. Mi Marco. Mi chico tozudo y
rebelde. Luego la realidad se abre paso y trago saliva, intentando poner en orden sus
palabras.
—¿Uno más grande? —pregunto con cautela.
—Un templete más grande que el que viste la última vez. Tienes que hacer un
pequeño tour por Sin Mar conmigo, si quieres verlo.
Miro a Julieta, que me guiña un ojo y esconde una sonrisa mientras besa la cabeza
de Eduardo. Diego, por su lado, no me mira, pero aprieta mi hombro y, cuando le
miro, veo que también sonríe de forma disimulada.
—¿Qué me dices? —pregunta él estirando la mano—. ¿Vamos de excursión?
Miro su mano y siento el impulso de morderme el labio con fuerza. Quiero
tocarlo. Necesito tocarlo. Estiro mi mano con dudas, como si esperase que él la
retirase de pronto, pero no lo hace. Por el contrario, enlaza sus dedos con los míos y
me saca del jardín mientras toda la familia nos mira en silencio y sonriendo. Estoy
casi segura de que mis mejillas se están encendiendo a la velocidad de la luz, por eso
agradezco que Marco camine con rapidez y afloje el paso en cuanto salimos a la
calle. Por un momento pienso que soltará mi mano, pero no lo hace. La agarra con
fuerza y, cuando empezamos a caminar, su pulgar dibuja unos círculos en mi piel que
me erizan por completo.
—Solías hacer eso —susurro, apretando sus dedos.
Él sonríe y asiente. Se acuerda, aunque no diga nada. Se acuerda y es suficiente.
Caminamos en silencio, intento habituarme a su contacto y al hecho de que, al
final, enfrentarme a él ha sido lo que más le ha hecho reaccionar. Observo la unión de
nuestras manos y su antebrazo tatuado. No es la primera vez que me fijo, pero sí es la
primera vez que puedo verlo de cerca. Hay un barco, una brújula y un mapa de fondo.
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Intuyo que todo eso tiene un significado, pero no lo veo del todo bien y, de cualquier
forma, sé que es pronto para preguntarle, así que observo los jardines y me recreo en
este paseo todo lo que los nervios me permiten.
Marco saluda a un par de vecinos alzando la mano y, cuando uno de ellos hace
amago de pararse a hablar, él lo corta diciéndole que tenemos prisa. El vecino sonríe
y sigue con su tarea.
—¿La gente aquí es siempre así?
—¿Así cómo?
—Tan amable y dispuesta a charlar en cualquier momento. Es como en las series
americanas.
Marco se ríe entre dientes y asiente antes de mirarme por primera vez.
—Es un poco así. En apariencia todos son amables, más o menos, pero hay gente
que merece la pena y algunas personas que, en el fondo, no valen más que la basura.
De cualquier manera, es infinitamente mejor que lo que teníamos nosotros.
Asiento. Cualquier cosa es mejor que aquello.
—¿Cómo es que has venido? —pregunto—. Pensé que no querías tener nada que
ver conmigo.
—Y yo pensé que ayer habíamos llegado a una especie de entendimiento. —
Sonrío un poco y él se encoge de hombros—. He salido esta mañana y he tenido una
especie de… revelación.
—¿Una revelación?
—Una de lo más interesante, sí.
—¿Acerca de toda esta situación?
—Acerca de ti.
—¿Y esa revelación te ha hecho volver? —pregunto con nerviosismo.
—La revelación me ha hecho ver lo imbécil que he sido. Quien me ha hecho
volver eres tú.
Trago saliva y siento su pulgar acariciar mi mano de nuevo. Esta vez no me quedo
quieta, le devuelvo el gesto y veo, a lo lejos, un templete que, en efecto, es más
grande que el que vimos la otra noche. Está al lado de unos columpios, sobre el
césped y rodeado de árboles. Nos acercamos y subimos los escalones en silencio.
Marco suelta mi mano y se apoya en la barandilla mirándome.
—Venía aquí cuando me cabreaba con mis tíos o alguien de la familia y no me
apetecía ir hasta la ciudad porque sabía que era cuestión de tiempo que se me pasara.
—Me río y él me imita—. Es un buen sitio.
—Lo es —murmuro, refiriéndome a todo Sin Mar.
—¿Y ahora? —pregunta él.
—¿Y ahora? —repito yo.
—¿Qué va a pasar? ¿Somos amigos? ¿Podemos recuperar algo de lo que
tuvimos? ¿O hemos cambiado tanto que es imposible?
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—Demasiadas preguntas —murmuro—. No sé lo que pasará, pero sé que no
quiero llevarme mal contigo. Si vamos a vernos en la asociación y, al parecer, en
algún que otro acto que organice tu familia, deberíamos llevarnos bien.
Marco asiente, suspira y alza un pie para apoyarlo en uno de los barrotes del
templete. Me mira con una pequeña sonrisa y yo siento que tiemblo.
—¿Sabes lo que creo que necesitamos? —Niego con la cabeza, suelta la
barandilla y camina hacia donde estoy—. Necesitamos un abrazo de reencuentro.
Diez años separados bien lo merece, ¿no crees?
—Ya tuvimos un abrazo de reencuentro, solo que luego… bueno, todo se torció.
—Lo repetiremos y, esta vez, al separarnos, seguiremos sonriendo. ¿Te parece
bien?
Intento reírme, o asentir, o hacer algo que le indique que sí, me parece bien. Un
abrazo de Marco me parece bien en cualquier momento, bajo cualquier circunstancia.
No hablo, no puedo, pero él sonríe y me demuestra que, después de todo, sigue
conociéndome mejor de lo que yo pienso. Se acerca con los brazos abiertos, rodea
mis hombros y me estrecha contra su pecho de la misma forma que hizo antes con
Amelia.
Es igual, pero distinto, porque somos nosotros y eso lo cambia todo. Rodeo su
cintura con timidez al principio, hasta que siento un beso en mi cabeza y mis
sentimientos se desatan. Apoyo la frente en su pecho y aspiro su aroma. No huele
como recuerdo; ahora hay un rastro de perfume, pero sigue siendo él. Marco. Mi
Marco.
—Te eché de menos cada jodido día de mi vida, Mérida —susurra en mi oído—.
Bienvenida a casa.
Me gustaría decirle que no tengo casa. No una como tal, pero no lo hago, porque,
cuando me abraza, siento que sí la tengo. Mi casa está en él, en sus abrazos y en sus
palabras. Sigue siendo así, aunque suene ridículo después de diez años. Estoy
empezando a comprender que no lo es. No es ridículo, ni patético. Es grandioso. Es lo
que me ha mantenido a flote en los peores momentos y no debería avergonzarme de
eso jamás. Ya sé que lo normal no es que me siga sintiendo así después de tanto
tiempo separados, sobre todo porque entonces era una niña y ahora soy una mujer,
pero es que, en lo referente a Marco y a mí, no hay nada normal.
—Soy repostera —murmuro con voz temblorosa, no sé por qué.
Marco me separa de su cuerpo, enmarca mi cara entre sus manos y me mira
frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—Soy repostera y he vuelto porque quiero montar una pastelería en la ciudad
algún día. Te lo digo porque no quiero que te enteres de más cosas por tu familia.
Doy defensa personal porque me encanta. Amelia sabía que era una gran oportunidad
para volver y me lo ofreció. Pude volver a España, ayudo a mucha gente y, de paso,
ahorro para cumplir mi sueño.
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Se queda un momento en silencio, procesando toda la información, y al final se
echa a reír.
—Repostera. —Se ríe más alto y vuelve a pegarme a su cuerpo—. Repostera. Te
pega, dulce. Te pega.
—No soy dulce —gruño.
Se ríe más, vuelve a besar mi cabeza y raspa mi frente con su barba.
—Siempre te gustó cocinar, aunque no tuvieras con qué.
Recuerdo nuestro pasado y sonrío. Es cierto. Siempre tuve interés en la cocina,
aunque apenas pudiera practicar porque en casa rara vez había comida, mucho menos
algo fresco para cocinar.
—Un momento. ¿La tarta que trajo Amelia…? —Asiento y él sonríe—. Entiendo.
—No podía decirte que era mía. Hoy he traído otra.
—¿Sabes una cosa, pelirroja? Si aún estuviera enfadado contigo, que no es el
caso, se me habría pasado con esa información. Esa tarta estaba de lujo y quiero más.
¿Haces encargos?
—No tengo el negocio aún.
—Da igual. Quiero cuatro solo para mí.
Me río, palmeo su pecho y me separo de su cuerpo dándole la espalda y
observando el jardín y el césped que nos rodea. Apoyo las manos en la barandilla y,
cuando siento el cuerpo de Marco cernirse sobre mi espalda, mi sonrisa se amplía.
—No puedo darte tanto azúcar o acabarás enfermando por mi culpa.
—Bien, si enfermo por tu culpa tendrás que hacerme más pasteles para darme
ánimos. —Vuelvo a reírme y él apoya las manos a los lados de las mías. Su pecho
roza mi espalda y, cuando habla, sus labios cosquillean en mi oreja—. Esa risa tuya
sigue siendo el sonido más bonito de este jodido mundo.
Cierro los ojos, apoyo la cabeza en su pecho y me pregunto, durante unos
segundos, si esto no será un sueño. Cuando Marco besa mi coronilla decido que, sea
un sueño o no, pienso disfrutarlo todo lo que pueda porque me lo merezco.
Después de diez años, los dos nos lo merecemos.
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La observo apoyada en mí, con los ojos cerrados y esa sonrisa en la cara que tanto me
gustaría morder, y me pregunto cómo he conseguido ser tan imbécil todo este tiempo.
Cómo no he celebrado su vuelta antes…
La parte buena de todo esto es que, aunque una parte de mí siga con un millón de
preguntas, el rencor se está disipando. Aún da coletazos, hace preguntas y me grita
por ceder, pero ahora la objetividad y los buenos sentimientos se imponen y ganan la
batalla. A veces pienso si seré el único que tengo un frente abierto constante con mi
cabeza. Una guerra que consiste en evitar demonios internos, básicamente. Una lucha
agotadora, algunos días, pero necesaria, si no quiero volver a ser el chaval lleno de
odio que fui un día.
—Quiero saberlo todo —susurro cerca de su oreja—. Quiero que me cuentes
cómo ha sido tu vida estos diez años. Con sinceridad y sin filtros, Erin. Necesito
imaginarlo y armarme una imagen de lo que ha sido este tiempo separados. Una
nueva y limpia, para dejar de lado la que yo mismo me fui creando.
Ella asiente y se gira, quedando atrapada entre la barandilla y mi cuerpo.
—Está bien, pero entonces quiero lo mismo. Lo creas o no, Amelia solo me
enviaba fotos tuyas de vez en cuando sin demasiadas explicaciones. Necesito saber de
tu propia boca cómo ha sido acabar de crecer aquí.
Acepto. Es lo justo, así que sonrío, ella me devuelve la sonrisa y, por un instante,
todo es perfecto.
—Vamos a la barbacoa. Esta tarde te llevaré a tu piso, si te parece, y allí
podremos hablar largo y tendido.
—De acuerdo —susurra.
Nos miramos a los ojos y, no sé lo que piensa ella, pero yo no dejo de imaginarme
cómo sería besarla ahora, después de diez años. No lo haré, claro, sé que, de
momento, tenemos que recuperar la amistad perdida, pero es que, por mucho tiempo
que haya pasado, seguimos siendo ella y yo, y el deseo de besarla es natural, casi
como si fuera una parte más de nosotros. Me separo de su cuerpo para superar el
momento de deseo y tiro de su mano con suavidad, volviendo a enlazar nuestros
dedos para desandar el camino.
Le muestro, a la vuelta, cómo ha cambiado la calle de Javier y Esme, que es la
que ella conocía. Caminamos dando un rodeo y le cuento en detalle cómo es que
terminamos viviendo en una casa dividida. Ella dice que ya lo sabía por Amelia, pero
sin detalles.
—Lo bueno es que nunca os aburrís.
—No, eso es cierto. De hecho, a veces huyo en busca de un poco de aburrimiento.
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Nos reímos y, cuando llegamos a casa, Erin se suelta de mi mano. Elevo las cejas
y carraspea.
—No quiero crear confusiones.
Le sonrío porque la entiendo. Si mi familia nos viera así, agarrados de la mano,
pensarían que estamos juntos de forma sentimental y no es el caso. No sé si puede
serlo, dadas las circunstancias, así que lo mejor es que no se creen falsas esperanzas o
piensen lo que no es.
—¡Babu! ¡Te has ido sin mí! —Mérida viene corriendo y la cojo en brazos justo
antes de que tropiece con el escalón que da a la entrada del jardín.
—He ido a dar un paseo muy pequeño, enana. Ya estoy aquí.
—Yo he hacido pipí solita.
—¡Se dice hecho! —exclama Victoria—. Y lo has hecho en medio del césped, así
que no deberías estar tan contenta.
Mérida se ríe y me mira con cara de inocente.
—Es que no daba tiempo a llegar.
Escucho una risita a mi lado y miro a Erin, que carraspea y se muerde el labio con
fuerza.
—La próxima vez deberías intentar llegar.
—Vale.
Se baja de mis brazos y sé que ese «vale» ha sido solo para que me calle y la deje
tranquila. Ella va a su ritmo y, en el fondo, eso es bueno. Prefiero que no se agobie
con el tema del pis. Ya aprenderá. Dudo mucho que con veinte años se baje las bragas
y mee en un césped. O igual lo hace por alguna circunstancia de la vida, pero en ese
caso, preferiré no saberlo.
—Es un amor —dice Erin a mi lado.
—Sí, todos lo son. ¿Quieres una cerveza?
—Estaría bien.
La veo ir hacia las hamacas vacías que hay y me fijo en cómo la observa toda la
familia. Bueno, toda no, la atención se divide entre ella y yo mismo. Me meto en la
cocina para coger un par de cervezas y no he tenido tiempo de abrir la nevera cuando
aparece mi tío.
—¿Y bien? —pregunta.
—¿Y bien? —repito.
Él chasquea la lengua y me quita una de las cervezas de la mano, así que cojo
otra.
—¿Cómo ha ido?
—Bien.
—¿Bien? ¿Solo bien? ¿Qué habéis hecho? ¿De qué habéis hablado?
—Tu vena cotilla no tiene fin, ¿eh?
—Se me junta con la vena de poli y no puedo dejar de hacer preguntas. ¿Vas a
contestar alguna?
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Me río y le cuento lo que hemos hecho, que ha sido poco, para lo que a mí me
hubiese gustado. Aun así, mi tío sonríe satisfecho y palmea mi hombro.
—Me alegra tanto que hayas entrado en razón y hayas dejado de lado tu enfado…
—Bueno, aún hay cosas que me queman, pero supongo que es cuestión de tiempo
aprender a digerirlas.
—Es normal. En el fondo, todos tenemos que aprender a controlarnos si no
queremos acabar saltando por cualquier cosa. Yo también tuve que hacerlo cuando tu
tía y yo nos decidimos a dar el paso.
—Lo sé, pero es distinto…
—¿Por qué?
—Porque nosotros tenemos un pasado juntos. Un pasado en el que pasamos por
muchas cosas, casi todas malas o regulares.
—Pero eso, como bien has dicho, es pasado. Se fue, Marco. —Sonríe y me señala
con el botellín—. Lo que tienes ahora, lo que tenéis, es un presente y un futuro de la
hostia, si os lo montáis bien y tú no la cagas.
—¿Y por qué tengo yo que cagarla? ¿Por qué no iba a ser ella?
—Podría ser, pero es más probable que la cagues tú. Eres nuestro Chucky, te
queremos, pero también somos realistas.
Frunzo el ceño y estoy más que dispuesto a enfrentarme, pero entonces pienso en
que, siendo objetivo, hay más probabilidades de que la cague yo que ella. No sé, será
mi fuerte carácter, mi mal genio que va y viene o mi desconfianza nata, pero también
me gustaría decirle a mi tío que la Erin del pasado era prácticamente igual, por eso
todo era y es tan intenso entre nosotros.
No lo hago, no se lo digo porque creo que es absurdo estropearle el día o
preocuparle con cosas que, a fin de cuentas, no importan ahora, o no demasiado. Ya
se irá viendo día a día si la Erin y el Marco del presente pueden encajar como lo
hacían en el pasado o somos personas tan distintas de aquellas, aunque pensemos que
no, que estemos destinados a distanciarnos de manera natural.
—Vamos fuera, anda, tengo ganas de tomar un poco el sol.
—Ya… Tú lo que quieres es estar con Erin —canturrea en voz baja.
Pongo los ojos en blanco y sigue riéndose de mí hasta que le recuerdo que la
familia no sabe lo de la vasectomía y podría contarlo ahora mismo para arruinarle el
día.
—Sí que lo saben —me informa—. Tu tía lo soltó a la mínima de cambio. Está
tan contenta que no puede contenerse.
—¿Y tú? ¿Estás contento después de haber acabado con las posibilidades de ser
padre de nuevo?
—Debo admitir que al principio tenía reticencias, pero ahora tu tía no tiene que
tomar la píldora, ni yo usar condón, y hay algo extremadamente placentero en coger a
mi preciosa mujer en cualquier parte y…
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—Para ahora mismo, joder —le digo enfadado—. ¡Nada de detalles! Lo sabes
muy bien.
—O cuando me busca ella a mí. Dios, ahí sí que es bueno, porque…
—Que pares. Ya. Inmediatamente.
Él se encoge de hombros y me sonríe con chulería.
—Eres tú quien ha preguntado.
Bufo y salgo de casa mientras oigo su risa detrás. Reconozco que, en esto de
pincharnos, suele ganar. A mí me puede el mal genio. Además, mi tío sabe muy bien
qué temas tocar para que yo salte. El sexo entre Julieta y él está en lo más alto de la
lista. Bastante tengo con haberlos oído alguna que otra vez. Que a mí me parece muy
bien que se sigan adorando tanto o más que el primer día, pero que lo hagan un poco
más bajo, joder.
En el jardín, Erin tiene en brazos a Eyra mientras Einar le explica algo
gesticulando un montón con las manos. Hago amago de acercarme, pero, antes de
llegar, Julieta me intercepta.
—¿Cómo ha ido?
—Bien.
—¿Qué ha pasado? ¿La has besado? ¿Sois novios? ¿Le has dicho que puede
dormir en la buhardilla siempre que quiera? A nosotros no nos importa. Si oímos
cualquier cosa haremos como que estamos sordos, con todo lo que tú pasas con
nosotros y…
—Calla, joder, calla. —Me río con sequedad y me aprieto los ojos—. No somos
novios, no la he besado, de momento solo quiero ser su amigo y como me vuelvas a
hablar de sexo, tanto tuyo, como mío, me voy a cabrear, porque mi tío ya me ha
torturado un poco con eso.
—El poli quitándome la diversión, como siempre.
—Sois un par de seres maquiavélicos.
—Tú nos adoras.
—Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Ella se ríe, encantada de que no niegue que los adoro, porque sabe de sobra que es
verdad, y yo acabo sonriendo y esquivándola para ir en busca de Erin.
—Y entonces desnudó y gritó por todo centro comercial. Fue bochornoso y
divertido a la vez.
—Dime, por favor, que no hablas de ti mismo —le digo con los ojos de par en
par.
—¡No! —Se ríe de buena gana y habla de nuevo—. Lars. Amelia lo pasó mal. Si
lo hago yo, lo pasa peor.
Nos reímos y, cuando la susodicha se acerca con cautela, decido ponérselo fácil.
Paso un brazo por sus hombros y le guiño un ojo.
—Así que tu hijo mediano ha decidido hacer exhibicionismo por primera vez en
su vida.
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Ella se ríe, pero sus mejillas se colorean mientras niega con la cabeza.
—Fue bochornoso. Tiene que aprender de una vez por todas que no puede
desnudarse en cualquier lugar solo porque así está más cómodo. Y la culpa es de su
padre.
Mira a Einar a los ojos, pero este se muerde el labio y yo cojo a Eyra, que sigue
en brazos de Erin, se la doy a su madre y tiro de la primera, alejándola de la escena,
porque sé que ahora vienen las insinuaciones. Intento llevarla hacia la zona de la
piscina, pero allí están Álex y Eli morreándose como quinceañeros, así que me giro y
veo que, al fondo, junto a los rosales, Nate susurra algo en el oído de Esmeralda que
hace que esta palmee su pecho mientras se muerde una sonrisa. Joder, me siento
como un soldado esquivando balas de guerra.
—¿Qué pasa?
—¿Sabes esa gente que se quiere con locura, pero se guarda sus muestras
afectivas para la intimidad de sus casas?
—Ajá.
—Pues en esta familia no hay nadie así. Todos muestran su amor abiertamente, a
cualquier hora, mediante palabras o besos. Un segundo todo es normal y al siguiente
te ves en medio de un montón de insinuaciones sexuales que los niños no entienden,
pero yo sí.
Erin se ríe y vuelve a mirar en derredor, dándose cuenta, esta vez, de los matices
que hacen que lo que yo digo sea cierto.
—Es increíble. No me había dado cuenta.
—Dos barbacoas más y te harás experta en esquivar esos momentos, tranquila.
Al final encontramos sitio junto al gran sauce llorón que hay en el jardín. Nos
sentamos a los pies del tronco y bebemos de nuestras cervezas en un silencio que me
hace estar un poco inquieto, porque quiero decirle tantas cosas que no sé por dónde
empezar. Ella parece estar igual, así que nos limitamos a ver a los niños jugar y a los
mayores interactuar con sus parejas y con el resto, cuando los momentos de flirteo
pasan.
—Gracias —susurro en un momento dado.
—¿Por qué? —pregunta ella.
—Por esto. Por ellos —digo mirando al frente, a toda la familia—. Porque creo
que por fin entiendo que, sin tus decisiones, los habría acabado perdiendo.
Erin guarda silencio y, cuando la miro, me doy cuenta de que está emocionada.
—¿Me creerás ahora si te digo que dejarte fue la cosa más difícil que he hecho en
mi vida? —Asiento, entendiéndola, haciendo caso a la razón y poniendo todo mi
empeño en olvidar el rencor de una vez por todas. Sintiendo su dolor y, al mismo
tiempo, el mío propio—. Pero mereció la pena. Mira todo lo que tienes. Es… —
Sonríe e inspira por la nariz para calmarse—. Ni en un millón de años podría haber
soñado que llegarías a tener una familia tan increíble como esta.
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—¿Y tu familia de Irlanda? ¿Fue así de increíble? —Ella guarda silencio y a mí
se me acelera el corazón—. ¿Eran buenos contigo?
—Sí —contesta sin vacilar—. Sí. Nada de maltratos, ni abusos, tranquilo.
Suelto el aire que he estado conteniendo sin darme cuenta y asiento con lentitud.
—¿Pero…?
—¿Cómo sabes que hay un pero?
Guardo silencio un segundo, meditando la pregunta e intentando encontrar la
forma de hablarle sin hacerle daño.
—Puede que hayan pasado diez años, pero todavía me doy cuenta de cuándo tus
ojos pierden brillo, y acaban de perderlo considerablemente, así que cuéntamelo para
que pueda odiar a alguien, o a mí mismo por haberte faltado todo este tiempo.
—Yo te obligué a faltarme.
—Cuéntamelo.
Soy consciente de que, llegados a este punto, estoy muy cerca de suplicar, y es
algo que no he hecho en mucho mucho tiempo, pero con ella es distinto. Con ella
siempre es distinto.
—Sácame de aquí —susurra entonces en voz baja—. Vámonos a mi piso y te lo
contaré todo, pero a solas, Marco. No puedo hacerlo aquí. Necesito…, necesito…
La cojo de la mano y la levanto sin decir ni media palabra más. Sé bien lo que
necesita: alejarse de mi familia y una estampa que irradia felicidad. Que no es la
familia perfecta, porque tenemos problemas que vamos solucionando día a día,
hemos tenido dramas de todo tipo y bien sé yo que no siempre ha sido fácil, pero, aun
así, hay un amor inmenso que se ve a distancia y, si la historia de Erin no incluye
nada de esto, y me lo cuenta aquí, observando estas escenas, el sufrimiento será
mayor.
Eso, y que necesita sentirse protegida por su propio espacio, aunque ese espacio
esté dentro del barrio causante de todas las mierdas que arrastramos. Aunque ese piso
en sí fuera gran parte del problema. Ahora es distinto, lo ha renovado y convertido en
su fuerte. Ha logrado sentirse a salvo dentro de él.
Nos despedimos de todos en general al pasar delante de la mesa en la que se están
reuniendo y, cuando estamos llegando a la puerta, mi tío nos para.
—Tenemos que irnos —le digo en tono serio.
—Lo sé, lo sé, pero esperad un poco.
Julieta sale de casa con un bolsa de supermercado y me la entrega.
—Un poco de carne y un trozo del pastel de Erin. Al menos, comed algo.
Asiento y agradezco en silencio que esté atenta a todo. Joder, es la mejor madre
del mundo. Está como una cabra, pero, incluso así, es la mejor madre del mundo. Ella
debe notar lo agradecido que estoy, no solo por este gesto, porque se alza de puntillas,
besa mi mejilla y luego hace lo mismo con Erin.
—Pasadlo bien —nos dice antes de girarse y abrazarse a Diego para entrar en
casa.
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—Vamos —le digo a Erin, que no ha dicho una sola palabra.
Supongo que está pensando en la mejor manera de contármelo todo. Solo espero
que esto no remueva demonios pasados. Y si lo hace, que podamos enfrentarlos
juntos, como solían hacer aquellos adolescentes rabiosos que un día fuimos.
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Erin
Entramos en mi piso mientras intento calmarme. Ayer, cuando me levanté, Marco y
yo no nos dirigíamos la palabra y en cuestión de horas él parece haber cambiado
radicalmente y está empeñado en entenderme. Oír mi versión de todo y dejarme claro
que no me culpa por haberme ido. Ya no. Y le creo, porque sé que a Marco le cuesta
mucho recorrer ciertos caminos, pero, una vez empieza, ya no para. Ha decidido
darme la oportunidad de contar cómo ha sido mi vida y, aunque quiero hacerlo, no
puedo evitar que los nervios me aprieten el estómago, porque no quiero faltar a la
verdad, ni que parezca que soy una desagradecida. Para mí es vital que entienda que,
pese a no haber sido una vida idílica, ha sido infinitamente mejor que permanecer
aquí, donde a estas alturas sería un peón más del sistema de Ángel. En el peor de los
casos, ya estaría muerta, así que no debo perder ese punto de referencia, aunque
suene triste.
—¿Quieres un café? —pregunto cuando entramos en la cocina y él suelta la bolsa
que nos ha dado Julieta.
—Preferiría comer antes, si no te importa. Tengo un hambre alucinante.
—Tú siempre tienes un hambre alucinante. Recuerdo que solía preguntarte dónde
lo metías.
—Y yo siempre te contestaba una grosería que no voy a repetir hoy, porque ya
soy un hombre hecho y derecho y no digo cosas feas.
—Bueno…
Él se ríe, lejos de molestarse con mi insinuación, y yo saco una fuente para meter
la carne y calentarla en el horno.
—Tenemos dos opciones —dice Marco—. La primera es que empieces a
hablarme de todo durante la comida, con la consecuencia de que comas poco, en
parte por los sentimientos que te genere la historia y en parte porque yo como mucho
más rápido que tú y aprovecharía que hablas para tragar como un cerdo. —Me río y
él sigue—. La segunda es que comamos con calma y, al acabar el postre, hagamos
café y me lo cuentes todo.
—Creo que voy a quedarme con la segunda opción.
—Lo suponía —contesta con una sonrisa.
Y así, con esa facilidad que hace dos días me parecía imposible, llevamos el plan
a cabo. Durante la comida solo hablamos de su familia, de lo increíbles que son todos
los niños y las miles de anécdotas que Marco tiene acerca de ellos. Le agradezco en
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silencio el gesto, porque yo no sé qué otro tema trivial nos habría entretenido durante
tantos minutos.
Al acabar, y ya con una taza de café en nuestras manos, nos vamos al salón y,
cuando hago amago de sentarme en una silla, él me sujeta del brazo y sonríe.
—¿Y si lo tomamos en tu habitación?
—¿En mi habitación?
—Como antiguamente. Sentados en el suelo, apoyados en la pared que hay bajo
la ventana y de frente a la puerta.
Trago saliva. Los recuerdos de los momentos en que mirábamos atentamente la
puerta deseando en silencio que no se abriera acuden a mí y, aunque es doloroso, creo
que es buena idea reemplazarlo por uno tranquilo. Que al echar la vista atrás en el
futuro no recuerde solo mi miedo, sino esta charla que, se supone, nos servirá para
firmar la paz.
Asiento y caminamos juntos por el pasillo. Entramos en el pequeño dormitorio y
apartamos el colchón del suelo para sentarnos tal como hemos dicho.
—De acuerdo —dice Marco suspirando—. Cuéntamelo todo.
Resoplo, porque así, de pronto, no sé por dónde empezar. Al final decido hacerlo
poco a poco. Le hablo de mis inicios, que fueron regulares porque yo no conseguía
confiar en nadie y mis tíos intentaban plantearme de la mejor manera posible la
posibilidad de hacer terapia. Cómo acepté y comencé a abrirme poco a poco y cómo
fui entendiendo que mi infancia había estado muy lejos de ser normal y no podía
sentirme mal por ello. Había sido una niña víctima de malos tratos, abusos y un sinfín
de cosas que me hacían dormir aterrorizada por las noches, pero lo más importante y
lo primero que tuve que interiorizar y creerme fue que la culpable nunca fui yo.
Jamás. En ninguno de los casos, por mucho que dijera Ángel, mi madre o el mundo
entero, tuve la culpa de lo que ocurrió. Ni siquiera era culpable de sentirme aliviada
cuando ella murió. Eso me costó aceptarlo, pero lo hice, porque con su muerte llegó
mi liberación y, como ser humano, no pude sentir sino una cierta paz macabra, pues
por fin había acabado gran parte de mi calvario.
Enfrentarme a lo nuevo fue difícil, y así se lo hago saber. Mi tío no era cariñoso
conmigo, de hecho, creo que lo hacía a conciencia. Nunca me tocaba, porque sabía
que yo lo odiaba, y con el tiempo, en vez de intentarlo siquiera una vez, decidió que
se ocuparía de mis estudios y todo lo que yo necesitara a nivel material. Me respetaría
como ser humano, pero emocionalmente ni él, ni su familia, se implicarían conmigo.
No sé, en realidad, si fue una decisión que tomaron al conocerme o ya estaba hecho
de antes, pero se atuvieron a esa norma no escrita y pronto entendí que, aunque yo
superara mi aversión al contacto físico, jamás tendría un abrazo de ellos, o de mis
primos.
—¿Nunca? —pregunta Marco—. ¿Ni una sola vez te besaron o abrazaron?
—No. Y lo agradezco, de verdad. Sé que puede parecer muy triste, pero, Marco,
tú sabes bien lo que me costaba relacionarme y dejarme tocar por otra gente. No
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podía ni dar la mano a desconocidos sin tensarme de pies a cabeza. —Él asiente y yo
doy un sorbo a mi café—. Al principio fue un tremendo alivio y, cuando me di cuenta
de que echaba de menos algún tipo de contacto físico, aunque fuera leve, pero que
ellos no iban a dármelo, decidí que era hora de independizarme. Les agradecí en el
alma cada sesión terapéutica que pagaron, cada clase de defensa personal, cada
contacto que me dieron, porque fueron ellos los que anduvieron todos esos pasos por
mí, cada grupo de apoyo en el que me metieron y conocí gente maravillosa, pero
quería tener mi propia vida. Empezar de cero de verdad y dejar de vivir de sus
ayudas. Ya tenía mis estudios de repostería, también, y había hecho alguna
sustitución a mi profesor de defensa personal, así que pensé que sería relativamente
fácil encontrar trabajo, ya fuese en un restaurante, una pastelería o dando clases en un
gimnasio. Cualquier cosa me servía. Me mudé de Galway a Dublín y allí he pasado
los últimos tres años, trabajando en lo que salía, viviendo en un estudio enano pero
muy bonito y formándome a mí misma. Aprendiendo a vivir sola. Sola de verdad,
¿sabes? Sin depender de nadie, ni tener que dar explicaciones, ni acatar órdenes, ni
ver malas caras por mis decisiones. Sola, con todo lo que eso implica.
Hago una pausa y le miro. Él está atento a mis palabras, pero sus ojos van más
allá. Quiere saber en detalle y esto es una información muy general, lo sé, y podría
negarme y no salir de esto, pero sentiría que le miento y no quiero eso. No ahora que
parece que vamos a encontrarnos en algún punto en común para seguir hacia delante.
—¿Tienes alguna pregunta? —le digo, deseando que me ayude a tirar de los hilos.
—¿Fuiste feliz en algún momento? —Resoplo y él chasquea la lengua—. Sé que
te lo he preguntado mucho, pero es que, de verdad, de verdad necesito que hagas
memoria y me digas si, en algún momento, te paraste y pensaste «soy feliz».
—No.
—¿No?
—No. No lo pensé nunca como tal. He estado en una búsqueda constante de la
felicidad desde que me fui de aquí. Desde siempre, en realidad, porque ya de críos,
aunque dijéramos muy convencidos que la felicidad no existía, sabíamos que sí, que
había gente que vivía mucho mejor que nosotros, ¿te acuerdas? —Él asiente y yo
sonrío—. Supongo que la vida consiste en eso, en buscar de manera incansable algo
que nos haga sentir más y mejor. Estuve muy contenta el día que obtuve el título de
repostería, o el día que acompañé a una mujer maltratada a poner una denuncia a su
marido. Me sentí pletórica cuando una de mis alumnas, que sufría una pequeña
discapacidad, consiguió el cinturón negro. Supongo que en esos momentos fui feliz,
pero no lo pensé. No me paré y pensé en esas palabras exactas.
—A lo mejor es por la poca costumbre —susurra—. A mí me pasó cuando
nacieron los pequeños. Bueno, cuando lo hicieron todos los niños de la familia, pero
con Victoria, Emily, Mérida y Eduardo fue distinto. Con ellos era como si parte de mí
llegara al mundo, ¿sabes? Un sentimiento muy raro.
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—El sentido de pertenencia —murmuro—. Querer ser parte de algo con todo tu
ser.
—Sí, algo así. Eso y tener la certeza de que ellos y yo compartimos sangre. Son
mi familia. —Mira al frente y coge aire con fuerza antes de seguir—. Me sirvió para
comprender que no todo lo que corre por mis venas es malo. No estoy compuesto
solo de los genes de Victoria. Tengo genes Corleone recorriéndome y, viendo a mi
tío, a mis abuelos y a mis niños, siento la esperanza de poder ser mejor persona de lo
que es mi madre.
Pongo una mano en su brazo y hago que me mire. Entiendo perfectamente sus
palabras, pero necesito que comprenda que, para mí, siempre estuvo claro que, como
persona, es muchísimo mejor que su madre.
—No te pareces en nada a ella, Marco. Siempre te lo he dicho y siempre te lo
diré.
—Lo sé, pero una cosa era oírlo cuando estábamos aquí y ahí fuera no había nada
para nosotros, y otra saberlo ahora que puedo ver la otra parte. Una por la que sí
merece la pena estar aquí. Vivo. ¿Entiendes?
Asiento con brusquedad y, esta vez, soy yo quien mira al frente, recordando
aquella noche en la que Marco lloró. Lloró como nunca antes lo había hecho, no sé
por qué, porque jamás me lo quiso contar. La noche que repitió hasta el cansancio
que, si no fuera por mí, ya habría acabado con todo. Me asusté tanto con aquella
confesión que me pasé días sin apenas dormir, vigilando su piso desde fuera, como si
así pudiese evitar que hiciera algo para lo que no había solución. Pensaba de manera
irracional que, si se le ocurría salir a la ventana y saltar, yo estaría abajo. No podría
hacerlo si me veía a mí allí plantada, mirándolo y obligándolo a seguir vivo. No
quería ni podía permitirme pensar en el resto de posibilidades que tenía para acabar
con todo. No podía, porque entonces sentía que algo dentro de mí se hundía y me
cortaba la respiración.
Aquella noche fue una de las peores de mi vida. Le rogué que me contara qué
había pasado, pero él no cedió. Jamás lo hizo. Tenía dieciséis años, fue poco después
de que nosotros hiciéramos el amor por primera vez y se pasó unos días tan apagado
que hasta le supliqué que huyéramos a donde fuera. Yo ya tenía catorce, podíamos
irnos a cualquier parte del mundo, hacernos carnés falsos para modificar nuestra edad
y empezar de cero. Trabajaríamos y olvidaríamos nuestra vida, pero Marco no cedió.
Me pidió un poco más de tiempo. «Solo un poco, nena, te prometo que pronto se
acabará todo». No sé cuántas veces repitió aquello, pero sé que le hice prometer,
además de eso, que jamás me dejaría sola. Que no se iría sin mí, y no me refería solo
a un cambio de domicilio. Él guardaba silencio, siempre lo hacía, hasta que un día…
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Erin
Tiempo atrás
—Estás muy borracho, Marco, no debiste beber tanto —le digo llorando.
Y no lloro porque esté borracho en sí, lloro porque se ha dejado vencer. Está
haciendo lo mismo que su madre solo para olvidar todo lo que nos pasa, pero esta no
es la manera. Nunca lo fue. Él lo sabe tan bien como yo.
—Erin, por favor, vete —dice él con voz tensa.
Observo su labio partido y niego con la cabeza. Ha vuelto a pelearse con alguien,
pero no me dice con quién, por más que le pregunte. No es la primera vez que ocurre
esto. Cuando pasa, no hago más que mirar al resto de chicos del barrio, por si alguno
también estuviera herido, pero por lo general no encuentro a nadie con signos de
pelea.
—Marco, esto tiene que acabar. Tienes que dejar de pelearte con la gente. ¿Qué
ha pasado? ¿Es porque Ángel te ha molestado? —Él no contesta, mira hacia otro
lado, pero yo me pongo frente a sus ojos y le obligo a mantener el contacto visual—.
Dímelo. Dime qué ha pasado para que estés así.
—Tienes que irte, ¿entiendes? Quiero que te vayas.
—No.
Sus ojos son serios. Está enfadado incluso conmigo. No sé qué he hecho, pero no
puede ocultarlo. En momentos así me encantaría meterme en su mente y saber cómo
piensa y por qué hace las cosas. ¡Marco es tan complicado! Y lo adoro, de verdad que
lo adoro, pero tengo muchas preguntas sin respuestas y él, cada vez más, se empeña
en ocultarme ciertas cosas.
—Erin, no te quiero aquí ahora. Ángel va a venir. ¿Quieres que te vea? —
pregunta enfadado—. ¿Quieres encontrártelo aquí mientras yo tengo una paliza en el
cuerpo y no puedo defenderte?
—Me defenderé yo sola.
—¡Es Ángel, joder! Ni tú, ni yo, ni nadie puede defenderse. Vete. Ahora mismo.
Ya.
—Marco…
—¡Que te largues! ¡Vete! Quiero que vayas a tu casa, te encierres allí y no salgas
hasta que tengas la puta mayoría de edad y puedas largarte, ¿entiendes?
Guardo silencio. Está demasiado borracho como para razonar nada, así que
suspiro, me limpio las mejillas y me giro para salir. Le dejo solo en el dormitorio y le
escucho decir palabrotas por lo bajo antes de cerrar la puerta. Ahora mismo estoy tan
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cabreada que me da igual que tenga el cuerpo apaleado. Por mí como si se ha roto
una costilla. Se lo tiene merecido por ir a buscar pelea donde no debe. Sé que más
tarde me arrepentiré de pensar así, pero ahora mismo no puedo.
La puerta de la entrada suena y trago saliva de inmediato. Victoria y Ángel no
están, así que supongo que serán ellos. Y aunque no me guste, desando el camino y
vuelvo al dormitorio de Marco, porque el miedo no me deja pensar, aunque me odie
por eso.
Abro la puerta y me lo encuentro sentado en el suelo, llorando y con un bote en
las manos. Mi corazón se acelera y, cuando él me mira, me doy cuenta de lo que
pretendía. No necesito que me lo diga, lo sé. Lo acabo de ver en sus ojos.
Me acerco a él, me arrodillo a su lado y le obligo a abrir la boca.
—¿Te las has tragado? —pregunto con las lágrimas saliendo a borbotones de mis
ojos, pero sin hacerles el mínimo caso ni cambiar el tono duro de mi voz—. ¿Te has
tragado alguna, Marco?
—Vete, joder, vete —susurra él sin dejar de llorar, soltando el bote en su regazo y
apretándose los ojos con fuerza.
Odia llorar. Esta es la segunda vez que lo hace en poco tiempo, así que sé que está
pasando algo grave, pero no me lo cuenta y está claro que pensaba abandonarme sin
decírmelo.
—Pensabas irte sin mí —le reprocho con rabia y desesperación—. Me prometiste
que no lo harías. Me lo prometiste, joder.
Se oyen ruidos fuera y Marco tapa mi boca con fuerza.
—Shhhh. Calla —susurra con voz temblorosa y los ojos inyectados en sangre—.
Calla. Calla. Calla —repite, como si estuviera en trance.
Lo miro asustada, porque no sé si sus ojos están tan abiertos y dilatados por culpa
de las pastillas o de la borrachera. Solo sé que, si se las ha tragado, no se lo voy a
perdonar en la vida.
Los pasos se oyen ahora con más claridad y Marco no lo piensa. Tira de mi mano
hacia el pequeño armario, me mete dentro y se introduce conmigo, abrazándome con
fuerza, por el estrecho espacio y para que no haga ruido, supongo. Cierra las puertas
y nos sume en la oscuridad.
—Shhhh —repite volviendo a taparme la boca—. Por Dios, no hables, Erin. No
hables.
Asiento, pero estoy tan aterrorizada que de inmediato corto el gesto, por si eso
también provoca algún ruido. La puerta del dormitorio se abre de un golpe y Marco
me aprieta con tanta fuerza que no puedo respirar bien.
—¡No está! —grita Ángel—. El cabroncete se habrá ido con la pelirroja.
—Ya volverá —dice su madre—. Siempre vuelve.
Los dos se ríen de una forma que me revuelve el estómago y la puerta vuelve a
cerrarse de un portazo. Marco espera unos segundos para cerciorarse de que no están
en el cuarto. Los mismos segundos que Ángel y Victoria tardan en llegar al suyo y
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comenzar a tener sexo. Lo sabemos de inmediato, son tan descarados y ruidosos que
es fácil saber cuándo empiezan. Marco aprovecha, me saca del armario y hace amago
de llevarme a la puerta, pero me revuelvo, voy al rincón en el que estaba sentado
cuando entré por segunda vez y cojo el bote de pastillas del suelo. Marco es rápido,
me coge por la cintura, pero consigo abrir el bote y meterme varias en la boca antes
de que él pueda pararme.
—¡No, no, no, no, joder, no! —La desesperación de su voz, aunque sea baja, es
tanta que lloro con más fuerza—. No las he tomado, Erin. Abre la puta boca, joder,
ábrela. —Llora y aprieta mis mejillas para que las escupa, pero no cedo hasta que me
mira a los ojos y suplica—. Te prometo que no las he tomado, Erin. Abre la boca,
nena, no te las tragues, por favor, por favor no te las tragues.
Lo hago, porque el miedo en sus ojos es tan real como el que había en los míos
cuando lo he visto con el bote. Abro la boca, escupo las pastillas y, cuando él me
abraza con fuerza, le doy un par de puñetazos en la espalda.
—No se te ocurra irte sin mí. —Sollozo en su pecho—. Nunca, jamás se te ocurra
irte sin mí. Si te vas, me voy detrás. Como sea. Aunque tenga que recurrir a Ángel.
Te lo juro, Marco. Si te quitas del mundo, yo me voy contigo.
Él sigue llorando, enterrando la cara en mi cuello y pidiéndome perdón, pero
estoy tan enfadada, tan asustada y tan nerviosa que no razono. Solo puedo pensar en
Marco intentando quitarse la vida, dejándome sola y obligándome a vivir sin él.
—Lo siento, lo siento —susurra en mi oído—. Te juro que no lo haré más. No lo
haré, pero vámonos de aquí. Tenemos que irnos, Erin.
Lo hacemos. Nos agarramos de las manos y salimos con sigilo del piso,
temblando de pies a cabeza. Él porque hoy, más que nunca, no quiere que Ángel lo
vea, y yo porque me da terror pensar en los motivos de que Marco esté así.
Porque sé que esto solo es el principio del final. Si seguimos así, ninguno de los
dos conseguirá llegar a los dieciocho y cumplir nuestro sueño de largarnos. No lo
conseguiremos y el pensamiento me da tanto miedo que cierro los ojos y, al salir a la
calle, corro con fuerza detrás de Marco, intentando olvidarlo y no pensar en ello.
No sé qué le pasa, pero sé que vamos a superarlo juntos. Encontraremos la forma
de acabar con esto. Y si no lo logramos, si el círculo cada vez se cierra más y el poder
de Ángel cada vez nos asfixia con más fuerza, acabaremos con la agonía juntos. Lo
haré y no pensaré en nada más que en la certeza de que estar viva en este barrio, sin
Marco, es infinitamente peor que no vivir.
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Miro a Erin y sé que está perdida en el pasado. Lo sé porque esa mirada, aunque
hayan pasado diez años, sigue siendo la misma que ponía antaño, cuando los
recuerdos la atosigaban.
—Eh —susurro cogiendo su mano—. Déjalo estar.
—Lo intento. —Suspira y se encoge de hombros—. Me alegra que encontraras la
paz que tanta falta te hacía en ellos. Cuando me marché tuve mucho miedo de que
aquello desembocara en trágicas decisiones. Cada vez que Amelia me mandaba una
foto tuya era como un pequeño triunfo para mí. Estabas bien. Lo habías logrado. Era
todo lo que me importaba.
Su confesión se me atraganta, porque nunca he querido verlo así. Era más fácil
colgarme el cartel de víctima y acusarla de abandonarme cuando más la necesitaba.
Mucho más fácil que admitir que, de haber seguido por el camino que llevábamos,
quizá ninguno de los dos estaríamos hoy aquí.
—Siento haber sido un capullo egoísta.
—Siento no haberte avisado de mi vuelta hasta un mes después. Estaba
acojonada.
—Me conoces y sabes de mi mal genio. Es normal. —Eso la hace reír y me
alegro, porque quiero aligerar el ambiente, aunque sea un poco—. ¿Y en Dublín? —
pregunto entonces—. ¿Hubo alguien?
Confieso que la pregunta me pone de los nervios, pero no es nada en comparación
con lo que siento cuando ella cierra los ojos, apoya la cabeza en la pared y sonríe.
Como me diga que hay un irlandés de pecas y pelo rojo por ahí me voy a cagar en
todo aunque no tenga derecho, yo ya aviso.
—Me he acostado con tres personas distintas. Con ninguno repetí. El sexo ha sido
algo complicado para mí —confiesa en voz baja antes de abrir los ojos y mirarme—.
¿Y tú?
Y ahora es cuando se me cae la cara de vergüenza, porque para mí ha sido todo lo
contrario. El sexo en sí no ha sido complicado, sino una vía de escape. Un desahogo.
Una forma de sentirme bien unos minutos y una mierda cuando todo acababa. ¿Cómo
le cuento que no recuerdo con cuántas mujeres me he acostado? ¿Cómo lo hago para
que entienda que ni siquiera las recuerdo a ellas? Porque todas, al final, eran el
resultado de mis mierdas interiores. Mujeres mayores que no querían ningún tipo de
compromiso y, en su mayoría, querían pasar el rato con alguien más joven. Me
aproveché tanto como se aprovecharon ellas, y no las culpo. Era sexo sucio, rápido,
fuerte. En ningún momento fue dulce o tierno. Y nunca, ni una sola de ellas, se quejó
o pidió más, demostrando así que conseguí perfeccionar mi radar para relacionarme
solo con las que buscaban algo parecido a lo que buscaba yo. No me la jugaba cuando
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tenía dudas. No quería que una mujer sufriera por mi culpa y estaba seguro de que
ninguna me calaría tan hondo como Erin, así que…
—Ya veo —susurra cuando mi silencio se prolonga—. Has estado entretenido.
—No importó una mierda. Nada. Ninguna de ellas. Ni siquiera yo fui alguien de
gran valor ese tiempo. —Me paso una mano por el pelo y maldigo en silencio—. Solo
quería olvidarte. Necesitaba olvidarte. Sacarte de dentro como fuera.
—Ya veo.
—Deja de decir eso, joder —chasqueo la lengua y suspiro—. No estoy orgulloso,
pero no puedo mentirte, Erin. A ti no.
—Tranquilo, no tengo ningún derecho a recriminarte nada. Es normal, Marco. —
Carraspea y mira a todas las paredes de esta habitación antes de que su mirada se
pose en mí—. ¿Cómo conociste a Fabiola?
—¿Fabiola? ¿Qué importancia tiene ella?
—Bueno, fue quien consiguió que te olvidaras de mí, ¿no? Estás con ella. Quiero
saber cómo lo logró.
Hay algo en su voz que… Pero es que lo que ha dicho tampoco está exento de
sorpresa, así que frunzo el ceño e intento aclararme. ¿Erin cree que Fabiola y yo
estamos juntos? ¿Y eso que tintinea en su voz son celos? ¿Dolor? ¿Reproche? Joder,
no quiero que sufra, pero una parte macabra y egocéntrica de mí está tentada de sentir
regocijo ante la posibilidad de que ella aún sienta algo por mí.
—Fabiola trabaja conmigo. Es mi encargada y la conocí allí. Nos hicimos buenos
amigos, es una cachonda mental y siempre está de buen humor, que es algo que
encaja muy bien conmigo, porque paso mucho tiempo de mal humor. —Ella no
sonríe ante la broma, pero yo sigo—. La verdad es que es una preciosidad y, si no
fuera porque yo no me he liado nunca con alguien de mi edad o menor,
exceptuándote a ti, y porque ella dice que es bisexual pero claramente le tiran más las
tías, y porque estoy seguro de que no conseguiría olvidarte ni en cien putos años,
sería una gran novia.
—¿Qu… qué?
Me río, porque su cara ahora mismo es un poema. Tiene los ojos superabiertos y
sus pupilas son tan azules y tan parecidas a un puñetero mar que juraría que, en algún
punto, siento sensación de ahogo. Eso es lo que ella hace conmigo. Lo que nadie más
puede hacer ni despertar. Podría ocultarlo, decirle que todo me va bien, que Fabiola
es genial como novia y que la vida me sonríe, pero sería mentira. Mi vida familiar es
maravillosa, mi vida laboral, también, pero mi vida amorosa se fue a la mierda el día
que ella partió lejos de mí. Y eso es tan certero como aterrador, porque lo he
intentado, lo juro. He intentado no pensar en ella, no recordarla ni evocarla, incluso
he hablado de esto en terapia, aunque poco, muy poco, porque pensaba que, en lo
referente a Erin, simplemente me había vuelto loco. Que necesitaba más tiempo para
que todo se pasara. Que la había idealizado y, en realidad, seguro que ya no era tan
guapa, ni tenía esas pecas que tan loco me vuelven, ni su voz seguiría siendo tan
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bonita, ni hablar con ella tan placentero, ni sus abrazos me harían sentir en casa. Que
un día todo pasaría, pero no pasó. No ha pasado y no quiero engañarme más, ni
engañarla a ella. No ahora que por fin está de vuelta.
—Me he acostado con muchas mujeres, pero todas mayores que yo y en busca de
sexo sin compromisos para que ninguna manchara tu recuerdo entre mis brazos. Para
que nadie usurpara la imagen que tenía de ti desnuda y conmigo. Lo hacía con ellas
porque hacerlo con chicas de mi edad o más jóvenes y que buscaran algo más
implicaba eso: algo más. Algo que yo no podía ni quería darle a nadie. —Trago saliva
y sigo sin detenerme. No ahora. Ya no puedo—. Que da igual todo lo que haya hecho
en diez años, porque, para despertar emocionalmente, solo he necesitado que tú
volvieras y me abrazaras. Y eso es triste, patético, ridículo y una puñetera locura,
pero es la verdad.
Erin me mira con los ojos aún más abiertos, si es que eso es posible. Supongo que
estará pensando que soy un enfermo por decir todo esto cuando hace cuarenta y ocho
horas le mostraba una hostilidad patente a kilómetros de distancia. Si es que soy un
fracaso. ¿Dónde ha quedado lo de ir con paso lento? Recuperar nuestra amistad
primero, intentar averiguar si somos los mismos del pasado y todo eso ya no parece
una opción, porque si me echa todo esto en cara, si se ríe de mí o, peor, si se molesta
por mis palabras, daremos un gran paso atrás.
El tiempo pasa y, en algún momento, empiezo a desear que me dé una hostia. Lo
que sea, pero que reaccione de alguna forma.
Lo hace tarde, pero lo hace. Se abalanza sobre mi cuerpo de tal forma que los dos
nos tumbamos en el suelo. Erin entierra la cara en mi cuello, está prácticamente
encima de mí y, aunque no llora, está tan tensa que, si la abrazo con fuerza, igual se
parte. Dios, qué bien huele.
—Te eché tanto de menos —susurra sin sacar su cara de mi cuello—. Tanto tanto
tanto…
Cierro los ojos, apoyo la cabeza en el suelo y la abrazo, sujetando sus rizos con
una de mis manos e intentando no reírme muy alto, no sea que el karma o el Dios que
ha permitido esto se arrepienta y dé un paso atrás. No ahora, que por fin siento que
todo empieza a encajar.
—¿No te parece que estoy loco? —pregunto besando su pelo.
—Como una jodida cabra, pero eso nunca fue un problema para mí.
Me río y la aprieto contra mi cuerpo con fuerza.
—¿Entonces?
—¿Entonces? —pregunta.
—Podrías mirarme, para empezar. Me encantaría ver tu cara ahora que vamos a
hablar de cosas vitales para los dos.
Erin suelta una risita que me hace reír entre dientes y se separa de mi cuerpo,
sentándose y mirándome. Sus mejillas están sonrosadas, su pelo cae por todas partes
y sus pecas parecen brillar más que nunca.
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—¿Qué quieres que te diga? ¿Qué verte el otro día con Fabiola me jodió el día, la
semana y posiblemente todo el mes?
—Estaría bien, para empezar —susurro incorporándome sobre los codos y
dedicándole una sonrisa chulesca que hace que ponga los ojos en blanco.
—¿Para empezar?
—Ajá.
—¿Quieres más?
—Lo quiero todo.
Me aseguro de imprimir un tono sugerente que, lejos de ponerla nerviosa, le hace
soltar una carcajada.
—Ese tonito siempre te ha salido más de telenovela que de seductor. —Bufo y
ella tira de mi mano para que me siente de una vez—. ¿De verdad nunca te has liado
con ella? —pregunta con una sonrisa que se vuelve seria cuando se da cuenta del
gesto que pongo—. Cuéntamelo —me pide.
Y lo hago. Le hablo de la única vez que Fabiola y yo intentamos tener algo, poco
antes de que ella llegara. De lo mal que salió y lo raro que fue. De que ella sabe toda
nuestra historia y ha sido la primera en no dejar de pincharme para que cambiara de
actitud. Por último, le cuento lo ocurrido esta misma mañana. Un paso arriesgado,
teniendo en cuenta que, contado así, en frío, puede verse como algo pervertido y
carente de emociones. O peor, con emociones ligadas a Fabiola y su chica, en vez de
a nosotros, porque Erin estaba allí, conmigo, aunque fuese en forma de recuerdo.
—Hostia… —susurra cuando acabo.
—No ha sido nada sexual como tal. O sí, pero no he estado ligado a ellas. No las
he deseado en ningún momento, pese a que sus actos me excitaran en un principio.
Sus cuerpos estaban allí, pero yo solo podía pensar en ti. —La sorpresa pinta su cara,
una vez más, y sonrío con tristeza, encogiéndome de hombros—. Masturbarme
pensando en ti es un deporte que he practicado durante diez años. Sigo siendo un
capullo, Erin, eso no lo puedo negar.
Ella guarda silencio unos instantes y yo no hago nada por romperlo. Necesita
pensar, llegar a una determinación y no voy a ser quien le estorbe para que lo consiga.
Si nuestra paz se acaba aquí y por esto, que así sea, pero no voy a empezar nada con
una mentira a cuestas. Fabiola es alguien muy importante en mi vida, quiero que Erin
la conozca y se lleve bien con ella. No quiero que un día, en algún momento, mi
amiga suelte lo que ha pasado esta mañana como una anécdota más, porque estoy
seguro de que ella lo ve así, y Erin piense que le mentí por alguna razón sentimental.
—¿Estuve bien? —pregunta al final.
—¿Qué?
—En tu fantasía de esta mañana. ¿Estuve bien?
Abro la boca, flipando con su reacción, pero al instante me echo a reír, primero
con moderación y al final a carcajada limpia. ¿Cómo no iba a quererla? Siempre
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estuvo igual de jodida que yo, por eso siempre me entendió tan bien y me alegra,
como nunca, saber que eso sigue siendo así.
—Estuviste increíble —contesto cuando consigo calmarme.
Ella me dedica una pequeña sonrisa y suspira.
—Oye, lo que hayas hecho en tu vida es cosa tuya. No voy a negar que me pica
un poco saber esto, porque una parte de mí se pregunta si, en realidad, Fabi es una
chica con la que podrías ser más feliz de lo que lo fuiste conmigo, teniendo en cuenta
nuestro pasado.
—Eso no pasaría. Yo no sería más feliz con nadie que contigo. Ni siquiera con
ella.
—Ya, bueno, pero la inseguridad está ahí, lista para atacar. —Suspira y se encoge
de hombros—. Sin embargo, una de las cosas que aprendí en defensa personal y en
terapia fue a quererme a mí misma. Medité acerca de la visión que tenía de mí como
persona, y también físicamente, y llegué a la conclusión de que, para quererme, tenía
que conocerme a fondo. Entrené duro y aprendí a amar mi cuerpo, con las cosas que
más me gustan y las que menos. Me acepté, y no quiero que eso se vaya al retrete por
la inseguridad que pueda generarme alguien que solo es una amiga para ti, según tus
palabras.
—Lo es, y puedes estar segura cuando te digo que, al revés, ocurre lo mismo. Ella
está loca por su chica, pero, cuando nos veas interactuar, te darás cuenta de que
nosotros jamás podríamos ser algo más que amigos. Además, en ese caso, debería
estar más preocupado yo que tú —admito—. Fabiola y yo no acabamos de liarnos por
lo raro que nos resultaba todo, pero desde que te conoció no deja de decir lo buena
que estás e intuyo que, de no ser porque está enamorada, ya habría buscado la manera
de tirarte la caña.
Eso la hace reír de nuevo y me alegro, porque no quiero que se venga abajo por
algo que, para mí, no tiene importancia.
—¿Eso crees?
—Estoy seguro. No sabes la matraca que me ha dado diciéndome lo preciosa que
eres y lo mucho que le gustaría tener algo con una pelirroja natural, de no ser porque
tiene novia. —Erin se ríe con más fuerza y yo me animo, deseando que no pare de
reír nunca—. Me preguntó si también eras pelirroja ahí bajo, ya sabes…
—Ay, Dios. —Su cara se pone roja como un tomate y yo me río—. ¿Le
contestaste?
—¡No! Hay cosas que guardo solo para mí. Todo lo que concierne a ti, por
ejemplo, lo guardo solo para mí.
—Es de agradecer. No sabría con qué cara mirarla.
—Ella te miraría con una superviciosa, ya te lo digo yo.
Erin se ríe y yo aprovecho para tirar de su mano y acercarla a mí. Estamos
sentados en el suelo, ella con las piernas cruzadas y yo con las mías estiradas,
intentando acercarla lo máximo posible a mí.
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—¿Tuviste dudas de quererla alguna vez?
—Nunca.
—¿Las tuviste de dejar de quererme a mí?
—Jamás.
Coge aire por la nariz y sonríe sin despegar los labios, alza los dedos de su mano
y posa las yemas sobre mi boca. Cierro los ojos de inmediato, sintiendo la
electricidad que no he sentido en todos estos años. Y solo ha necesitado un puto roce.
—¿Y ahora? —susurra—. ¿Qué hacemos?
—¿Qué quieres hacer tú? —pregunto con cautela, volviendo a abrir los ojos
lentamente.
—¿Te acuerdas de nuestra despedida? —Asiento, porque me es imposible
olvidarlo—. Creo que nunca había sentido un beso tuyo tan triste como el de aquel
día, y mira que tuvimos besos tristes.
Sonrío con melancolía, porque tiene razón. Aquel día todo sabía a tristeza. Al
dolor más insoportable y a pérdida.
—Odié cada minuto de esa despedida —confieso.
—¿Qué tal si ahora hacemos todo lo contrario? —Sonríe un poco nerviosa, pero
sin despegar sus dedos de mis labios—. ¿Y si nos regalamos el mejor beso de
reencuentro que se haya visto o sentido nunca?
Y creo que no ha acabado de decir la frase cuando he sujetado su muñeca y me he
acercado a sus labios. Intento no ser brusco y, a escasos centímetros de su boca, solo
puedo pensar en si sentiré lo mismo de hace una década. Erin gime bajito y yo acabo
con la distancia que nos separa. La beso y descubro, con todo el regocijo que soy
capaz de almacenar, que no siento lo mismo que sentí en el pasado, sino más. Porque
ahora no somos dos adolescentes desesperados y temerosos de que nos quiten los
minutos juntos. Ahora la beso con la seguridad de quien sabe que, esta vez, nada ni
nadie puede impedir que estemos juntos. La beso para reafirmarme en que es el único
amor de mi vida y para reencontrarme con esa parte de mí mismo que estaba muerta.
Y resucito, así, de la nada, y vuelvo a creer en todas las cosas en las que ya no creía, y
sonrío en su boca intentando no separarme de ella, pero es que no sé si me apetece
más gritar de alegría, besarla de nuevo o reírme a carcajadas. Erin debe sentirse igual
o parecido, porque en algún punto del beso se separa de mi boca y se abalanza sobre
mí en un abrazo que, de nuevo, nos hace tumbarnos en el suelo. Esta vez, en cambio,
la abrazo con fuerza y busco su boca de nuevo.
—Mi chico… —susurra ella entre beso y beso.
—Mi chica indomable y valiente —contesto con las palabras que ya le susurré
alguna que otra vez en el pasado.
Esas que hacen que ahora ahogue una risa emocionada y muerda mi labio inferior,
llevándome a la gloria y haciendo que me pregunte si todo esto no será un jodido
sueño. Si no despertaré en cualquier momento solo y vacío en mi cama. El
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sentimiento me tensa, pero Erin pasa una de sus manos por mi pecho y juro que
siento cómo apaga cada punto encendido de dudas e inseguridad.
—Ahora sí —susurra. La miro sin entender y acaricia mi nariz con la suya—.
Ahora, por fin, estoy en casa.
Cierro los ojos, la beso y susurro un «bienvenida» que nos eriza a los dos.
Por fin, joder. Por fin estoy completo.
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Erin
Cuando me separo de Marco sonrío y abro los ojos despacio, intentando no perderme
nada de esto. Sus ojos convertidos en rendijas por culpa de la sonrisa que luce, su
nariz rozando la mía y sus labios, tan suaves y, a la vez, firmes, como los recordaba.
Ni en un millón de años habría imaginado que acabaríamos así. Hace solo dos días
habría visto esta escena del todo imposible, pero aquí estamos.
El tema de Fabiola me ha dado que pensar, no lo puedo negar, pero si Marco dice
que es una amiga, le creo. No tendría sentido mentirme cuando me ha hablado de
presentármela y de que pase tiempo con ella para conocerla.
—¿Qué piensas? —pregunta mientras acaricia mi rostro de cerca.
—En ti, en esto. En lo bien que me siento y lo increíble que parece que hayamos
llegado a este punto.
—Dime la verdad, ¿pensaste mandarme a la mierda alguna vez desde tu vuelta?
—Lo deseé, pero siempre supe que no podía. Tenías derecho a estar enfadado.
—No, no lo tenía, pero no vamos a volver a hablar de eso.
—Me parece bien —contesto con una sonrisa.
Él vuelve a besarme, abarca mi cuello con una de sus manos y me gira para
dejarme de espaldas en el suelo. Suspiro de placer cuando sus dedos acarician mis
costados y sus labios besan mi cuello.
—Vamos al colchón —susurra con voz grave después de unos minutos.
Asiento, pero la verdad es que los nervios se adueñan de mí mientras me levanto
y camino hacia el pequeño colchón de la habitación. Marco se tumba, sonríe y me
mira, guiñándome un ojo y dejándome ver la confianza que siente. Ojalá yo me
sintiera igual. Por lo general no soy desconfiada, pero el sexo ha sido un tema
complicado, como le he dicho. Tres polvos en diez años parecen muy pocos, pero
fueron suficientes para admitir que necesitaba trabajar mucho en mí misma y en ese
aspecto para sentirme cómoda. No es que cogiera un trauma con cada uno de ellos,
pero no sentí la necesidad de repetir. No quería tener sexo con nadie y pensaba que, si
no lo deseaba, no podía obligarme a mí misma.
Ahora me apetece. Me apetece muchísimo, pero no puedo evitar preguntarme si
Marco notará mi tensión, o si irá al ritmo que necesito, o si todo este tiempo
acostándose con unas y otras hará que me vea, en algún momento, como a una más.
Que realice algún movimiento por pura rutina. El pensamiento me hace fruncir el
ceño y él lo nota. Se sienta en el colchón y borra su sonrisa de la cara.
—¿Estás bien?
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—¿Eh? Sí, sí, claro.
—No lo estás —sentencia.
—Lo estoy, claro que lo estoy. —Me siento en el colchón, a su lado, y acaricio su
hombro—. ¿Por dónde íbamos?
Él me mira muy serio, supongo que intenta decidir si me cree o no. Al final
suspira, me besa y susurra sobre mis labios.
—Si no estás lista, no pasa nada. No tiene que ser hoy.
Siento un nudo en la garganta porque odio que haya entendido a la perfección mi
dilema. Aun así, niego con la cabeza y sonrío.
—Quiero hacerlo.
Es la verdad. Quiero hacerlo. Necesito disfrutar de Marco. Mi Marco. Constatar
que con él todo sigue siendo igual que hace diez años. Nuestros cuerpos han
evolucionado, obviamente, pero estoy segura de que él sabrá entender los puntos
básicos del mío tan bien como antaño. Mi seguridad es algo que irá en aumento
conforme crezca la excitación, así que lo tumbo sobre el colchón, meto una mano por
debajo de su camiseta y lo beso sintiendo cómo tensa su estómago primero y su torso
después, conforme las yemas de mis dedos lo recorren. Marco, por su lado, acaricia
mis caderas y pasa sus manos por mi trasero, apretándolo de vez en cuando. No hace
más y supongo que es porque no quiere que yo me sienta avasallada, pero, al final,
después de una ronda de besos intensos y profundos, soy yo misma quien coge una de
sus manos y la posa sobre mi pecho, aun con la ropa puesta. Él gime, lo aprieta con
suavidad y me tumba de nuevo de espaldas, besándome el mentón y el cuello a
conciencia. Sus dientes rozan mi piel y tiemblo, de emoción y de excitación,
olvidándome, cada vez más, de mis pequeños miedos.
Marco se arrodilla y se quita la camiseta, dejándome ver su torso después de todo
este tiempo. Es más hombre, más…, más perfecto, si cabe. Sigue siendo delgado,
aunque su cuerpo esté tonificado. Me arrodillo frente a él y acaricio con suavidad sus
pectorales y el centro de su pecho. Me acerco y beso una parcela de piel. Sonrío
cuando siento cómo se eriza su vello y algo dentro de mí se infla. El ego, la seguridad
en mí misma y la certeza de que no se trata de que pueda o no hacer esto, se trata de
que quiero hacerlo. Lo deseo como pocas veces he deseado algo y ahora sé
perfectamente lo que necesito para acabar de reafirmarme.
—Túmbate —susurro mientras lo empujo con suavidad.
Él me mira en silencio, dándome espacio y todo el poder de decisión en esto. Yo
me quito mi propia camiseta y me quedo con un sujetador negro de encaje que hace
que los ojos de Marco se oscurezcan al instante.
—Joder, hace años ya eras preciosa, pero ahora estás tan…, más…, y… —
Suspira y entrecierra los ojos—. Joder.
Me río y siento mi autoestima en las nubes, hinchándose con fuerza. La noto en
mis extremidades, cosquilleando y haciéndome sonreír.
—¿Más mujer? —pregunto intentando ayudarlo.
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—Una mujer increíblemente preciosa —asiente él.
Me muerdo el labio y alzo una pierna para sentarme a horcajadas sobre sus
caderas. Me dejo caer con suavidad y, cuando siento su erección, aun con nuestros
pantalones de por medio, los dos gemimos. Nos miramos a los ojos y sonreímos.
Me agacho y acaricio el centro de su pecho con los labios, tentando y siendo
consciente de cómo su pulso y su respiración se aceleran. Mis dedos siguen
acariciando sus brazos, mejillas y cuello mientras mi lengua se atreve a salir y se
adueña de la pequeña porción de piel que hay justo arriba del ombligo.
—Si sigues así esto va a durar más bien poco —susurra él con voz grave.
—Puedes hacer conmigo lo mismo en cuanto yo acabe.
—Contaba con ello.
Sonrío y bajo mi lengua a su ombligo. Mis manos viajan hacia el botón de su
pantalón, lo abren y bajan la cremallera. En este punto su respiración está al límite y
la mía, también. Resbalo por sus piernas hasta sentarme sobre sus rodillas, pero
viendo que, de todas formas, voy a quitarle el pantalón, me pongo a un lado y me
ocupo de bajárselo con cuidado.
La impaciencia gana a Marco, que se da un par de tirones y se libra de los
zapatos, los calcetines, el pantalón y el bóxer en cuestión de segundos.
Yo, por mi lado, no puedo evitar que mi vista se centre en su erección. También es
un poco distinta esa parte, aunque no sabría muy bien decir en qué. Supongo que la
madurez afecta a todo el cuerpo. Me parece perfecto y precioso, también en su
intimidad, pero rápidamente mi atención se desvía a la tinta que adorna su cadera. Me
acerco y lo noto gemir cuando las puntas de mi pelo rozan sus muslos.
—¿Qué significa? —pregunto acariciando las coordenadas y números que marcan
su piel.
—Cosas que no quiero olvidar nunca —contesta él de modo escueto.
Lo miro a los ojos y no pregunto más, porque sé que, lo que sea, es íntimo y
delicado. Aun así, bajo mis labios y dejo un beso suave y distraído sobre cada uno de
los números. Marco echa la cabeza hacia atrás y gime como si hubiese tenido un
orgasmo. Me erizo entera.
—Me toca, Erin. Me toca.
Trago saliva y asiento mientras él se sienta y me besa con ganas. Con tantas ganas
que no puedo evitar gemir en su boca. Me aferro a su espalda y, cuando me tumba y
se cuela entre mis piernas, no tengo tiempo de tensarme. Su erección se aprieta contra
mis pantalones y, después de algunos de los besos más pasionales de mi vida, estoy a
punto de rogarle que me desnude y me toque más a fondo, porque necesito aliviar
esta ansiedad que está creciendo dentro de mí.
Marco baja a mi cuello, lo mordisquea y sube a mi oreja para hacer lo mismo.
—Haré que esto sea bueno para ti, Mérida. Para los dos —susurra con voz grave,
intentado imprimir seguridad en su tono—. Si en algún momento quieres parar, solo
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dilo. No hay problema, nena. Podemos detenernos cuando quieras, cuando sea, ¿de
acuerdo?
Asiento y me muerdo el labio con fuerza, porque no quiero emocionarme ante su
gesto, pero es que es tan… Marco. Porque sí, es un chico de mal genio, gruñón y
testarudo, pero, si tienes la suerte de conocerlo a fondo, te encuentras con alguien
dulce y generoso como pocos. Siempre me he sentido una privilegiada por ser de esas
personas capaces de ver y sentir esta última parte de él.
Sus labios bajan por mi clavícula, besándola y pasando la punta de su lengua por
la piel que va desde ahí hasta mi pezón derecho, que mordisquea por encima de la
tela. Me arqueo por el placer repentino y él aprovecha para colar las manos por mi
espalda y desabrocharme el sujetador. Me lo saca con suavidad por los brazos y
vuelve a bajar sin demora. Besa, mordisquea y calma a base de pequeñas pinceladas
con su lengua uno de mis pezones antes de pasar al siguiente y hacer exactamente lo
mismo. Para cuando su boca baja por mi estómago estoy tan febril que apenas puedo
pensar. Tengo el cerebro hecho papilla y solo quiero más y más y más.
—Voy a quitarte esto —murmura en voz tan baja que apenas puedo oírlo.
Desabrocha mis pantalones y los baja junto con las braguitas. Creo que, si le
preguntara, ni siquiera sabría decirme de qué color son.
Me quedo desnuda por fuera, pero más por dentro, porque cuando Marco me mira
siento que, pese a tener los ojos entornados, lo ve todo.
Su cuerpo se tumba sobre el mío, cubriéndolo por completo. Me besa en los
labios y me hace gemir rozando nuestros sexos. Después de un par de roces la poca
tensión que sentía desaparece, y cuando él baja, abre mis piernas y me lame de abajo
arriba solo puedo pensar en que quiero más. Lo quiero todo.
Marco besa, lame y chupa cada pliegue hasta que consigue que gima y me
contorsione en busca de más, desesperada por llegar al final. Y cuando estoy a punto
y siento que podría romperme en mil partículas de placer, abandona su posición, coge
su pantalón y saca un preservativo de su cartera antes de mirarme.
—¿Estás lista? —pregunta en susurros.
Podría decirle que no y pararía. Lo conozco. Pero no lo haré, porque estoy lista,
aunque los nervios del reencuentro no se vayan del todo. Asiento y él rasga el
envoltorio, se lo pone en cuestión de segundos y se coloca sobre mí, besando mi
barbilla y acariciando cada parte de piel que encuentra a su paso.
—Hazlo tú —susurra—. Llévame a tu interior.
Gimo, porque nunca una petición me había parecido tan sexi, y lo hago. Meto la
mano entre nuestros cuerpos, sujeto su erección y la coloco en mi entrada,
acariciándome con ella y haciéndonos gemir a los dos. Marco empuja un poco y
siento cómo resbala por mi interior sin ninguna dificultad. Se mueve con lentitud y
seguridad, dándome tiempo a acoplarme a él y susurrando en mi oído cosas que
hacen que sonría, me estremezca o gima, dependiendo de las palabras que elija. Es
maravilloso sentir que nuestros cuerpos no tienen que aprender a moverse juntos. Lo
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hacen por inercia, con el recuerdo de lo que fuimos un día, mejorándolo y
sintiéndonos más unidos que nunca.
Le beso todas las veces que puedo, intentando que comprenda lo que siento.
Sabiendo que va a llevarme mucho tiempo explicarle hasta qué punto lo he tenido
presente en mi vida desde que me fui. El roce constante de su pubis contra el mío,
unido a la penetración, hace que me agite y me acerque, cada vez más, a un orgasmo.
Sin embargo, hay algo que me lo impide. No sé qué es, quizá la presión de su cuerpo
contra el mío, su peso, o puede que el calor que empiezo a sentir. No lo sé, pero, de
pronto, noto cómo me desconcentro y empiezo a perder excitación. Quiero disfrutar
de esto, y lo quiero con tantas ganas que empiezo a agobiarme, por si no lo consigo.
Con esta actitud, obviamente, solo logro tensarme más y, en cuestión de minutos,
siento cómo me envaro poco a poco.
Marco se debe dar cuenta, porque sale de inmediato de mi cuerpo y se aparta,
tumbándose de lado en el suelo y enmarcando mi cara entre sus manos.
—¿Quieres seguir? —pregunta con la respiración agitada.
—Quiero, pero no sé cómo —confieso—. Perdón, perdóname, es que me puse
nerviosa y…
—Shh. Ven. —Me coge de las caderas y me gira, colocándome sobre su cuerpo
—. Hazlo tú. A tu ritmo, pelirroja. Estoy a tu servicio.
Eso me hace sonreír y él me devuelve el gesto. Acaricia mis pezones, mi
estómago y mi clítoris, pero sin dejar de estar tumbado. Me deja claro con gestos,
pero sin palabras, que de verdad tengo todo el control de la situación. Me muevo un
poco sobre él, acariciándome de nuevo con su erección y sintiendo que mi excitación
remonta. Cuando creo estar lista me alzo un poco sobre mis rodillas y lo introduzco
dentro de mí, dejándome caer, aferrándome a su pecho y echando la cabeza hacia
atrás, sintiendo el placer de tenerlo dentro de nuevo.
Esta vez, incluso la escalada a la cima es más placentera. Marco gime y me mira
con adoración mientras yo hago lo posible para que esto sea placentero también para
él. Sus dedos vuelan a mi clítoris y, cuando estoy a punto de sentir que el orgasmo me
cubre, algo me bloquea nuevamente. No sé qué es, pero empiezo a estar desesperada.
Marco lo nota, me hace girar con rapidez, tumbándome en el suelo y provocando que
nuestros cuerpos pierdan la unión. Me penetra y me besa antes de hablarme.
—Mírame —susurra—. Mírame, Erin.
Trago saliva y lo hago, pero estoy tan enfadada conmigo misma que me cuesta
unos segundos centrarme.
—Lo siento…
Él coge mi mano, la lleva hacia su cadera y la apoya en ella con fuerza.
—Tócame aquí, donde estoy tatuado. —Mi mano lo toca con ayuda de la suya,
pero no entiendo por qué me pide eso—. Querías saber lo que significaba, ¿verdad?
—Asiento y él se balancea, moviéndose en mi interior con un ritmo tan lento que
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empieza a arrancarme un suspiro detrás de otro—. Son fechas —murmura en mis
labios.
—¿Fechas? —gimo cuando él rota sus caderas y alcanza un punto especialmente
sensible.
—Los números de mi cadera son coordenadas y fechas sin guiones. —Se alza un
poco y coloca nuestras manos en la primera línea—. El día que te conocí en el
callejón y sentí todo lo que seríamos, aun siendo niños. —Gimo por la impresión y él
baja nuestras manos un poco—. El día que me sentí invencible, indestructible,
poderoso como nadie en este jodido mundo. El primero que hicimos el amor, en casa
de Nando. —Lo miro a los ojos. Sonríe, pero a mí lo que me nacen son lágrimas. De
sorpresa. De agradecimiento. De amor—. Y aquí —jadea bajando un poco más—.
Aquí está el día que te fuiste. Nuestra despedida en el callejón. El momento en que
todo perdió sentido para mí. —Las lágrimas salen de mis ojos, como llamadas por sus
palabras. Él las atrapa con sus labios y besa mis mejillas para detenerlas—. Tres
fechas, tres lugares y el conocimiento de que no existe nada ni nadie más importante
que tú, yo y lo que un día fuimos. —Se mueve, penetrándome con intensidad y
arrancándome un gemido de satisfacción, no solo física—. Te quiero, Erin. Te he
seguido queriendo cada día desde que te fuiste.
Besa mi cuello, muerde con suavidad el lóbulo de mi oreja y el orgasmo se desata
de una forma tan sorpresiva que grito y me arqueo, aun teniéndolo a él sobre mi
cuerpo. Marco no deja de besarme, ni de tocarme, ni de invadir mi cuerpo con
deliciosa lentitud, y cuando por fin acabo lo miro a los ojos y veo su contención para
no ser brusco, pero también su amor. Lo veo con tanta claridad como puedo ver su
color de pelo y es tan asombroso que me quedo sin palabras durante unos segundos.
Por suerte, consigo recuperarme justo a tiempo.
—Te quiero tanto que asusta, porque sé, desde que tenía cinco años, que no voy a
querer a otro así jamás. Que tú lo fuiste todo, lo sigues siendo y lo serás el resto de mi
vida, estemos juntos o no.
—Juntos. Siempre juntos —musita él antes de acelerar el ritmo, enterrar la cara
en mi cuello y dejarse ir.
Gime y su placer reverbera en mi cuerpo. Como si su orgasmo pudiera reflejarse
también en mí. Cuando acaba, su cuerpo queda laxo sobre el mío, suelto la mano que
aún me tiene sujeta y lo abrazo con fuerza, acariciando su espalda y reprimiendo una
sonrisa hasta que me doy cuenta. Y entonces lo hago: miro en derredor y por primera
vez en toda mi vida río a carcajadas dentro de estas paredes.
Ya no hay miedo, ni dudas, ni sometimiento. Ya no hay nada de lo que había en el
pasado gracias a Ángel, mi madre y la mala vida que nos rodeaba.
Ahora solo estamos él, yo y un sinfín de oportunidades y sueños deseando
reemplazar todo lo malo y dejar solo el recuerdo de lo que fuimos juntos.
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Observo a Erin dormir e intento convencerme de que esto es real. Está de vuelta. Y sí,
ya sé que volvió hace meses, pero es ahora cuando yo lo he sentido. Tanto su vuelta
como la mía porque, de alguna forma, me he reencontrado con la parte de mí que
obligué a dormirse para que dejara de sufrir.
Su tensión en el plano sexual no me ha pasado desapercibida, pero tampoco me
extraña. Pasamos por mucho los dos, entre nosotros teníamos sexo más que como
algo físico, como una forma de sanarnos mutuamente. Nos olvidábamos del mundo
que nos rodeaba entregándonos al placer, aunque pocas veces sintiéramos alegría o
satisfacción al cien por cien porque detrás, de fondo, siempre estaban nuestras vidas y
nuestros problemas, listos para devolvernos a la realidad. Ahora ha sido distinto. A
ella le ha costado, pero espero que no se arrepienta y, sobre todo, que haya
conseguido disfrutar de esto. De lo que somos cuando estamos juntos, hayan pasado
diez o mil años.
—¿No piensas dormirte en ningún momento? —pregunta con una sonrisa, pero
sin abrir los ojos.
Me río entre dientes, porque estaba convencido de que ella sí dormía, y aprieto
uno de sus cachetes.
—No puedo dejar de mirarte.
—¿Debería sentirme incómoda?
—No. Mientras no te cuente todas las fantasías que estoy reproduciendo en mi
cabeza, puedes estar tranquila.
Eso la hace reír y me alegro. Necesito que ría más. Que se desinhiba del todo. Sé
que no voy a conseguir que se sienta completamente cómoda con el sexo en un día,
pero confío en lograrlo con el paso del tiempo. De momento, sigue desnuda y entre
mis brazos. No puedo pedir más, sería de necios.
Ella se levanta y yo protesto, pero se ríe, coge el móvil de su bolso y, después de
trastearlo unos instantes, suena una canción. Vuelve a donde estoy, lo pone sobre mi
estómago y se tumba de lado, abrazándome y apoyando la cabeza en mi pecho.
—Escucha. Somos tú y yo.
Beso su frente, oigo el inicio de la canción y no la reconozco, pero alzo el móvil y
veo que es de Vega4 y se titula Life is beautiful. Sonrío cuando la letra llega a mí,
cierro los ojos, acaricio su frente con mis labios y me dejo llevar por cada acorde y
palabra, disfrutando y haciéndola mía. Nuestra.
When you run away from harm.
Will you run back into my arms.
Like you did when you were young?
Will you come back to me?
I will hold you tightly.
When the hurting kicks in.
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—Escuchaba esta canción ya en Irlanda —confiesa—. Imaginaba que me la cantabas
tú.
Me muerdo el labio y suspiro. Mi mano sube y baja por su espalda y la fragancia
de su pelo me llega con cada inspiración que hago. De ser un poco más feliz, quizá
reventaría.
—No canto desde que te fuiste —le digo.
Ella alza la cabeza y me mira con los ojos de par en par.
—¿Nunca? ¿A nadie?
—Ya sabes que cantar en público nunca me gustó. Solo lo hacía para ti.
—¿Y a las niñas o a Edu tampoco?
—No. Alguna vez he canturreado a solas, pero, si me daba cuenta de lo que hacía,
paraba en seco. —Suspiro y me rasco la frente—. En relación a tu partida he hecho y
dejado de hacer cosas extrañas. Me volví un poco loco y aprendí a vivir con esas
manías. Era una forma de castigarte por irte, supongo.
Ella guarda silencio unos instantes, asimilando mis palabras. Podría haberle dicho
una mentira, pero ya he dicho que no quiero que nuestra nueva relación se base en
eso, así que prefiero que lo sepa todo, incluso lo que he pensado en este tiempo.
—Siento haberte hecho eso.
—No lo sientas. Tampoco es que me matara cantar, ya sabes… lo hacía porque te
gustaba.
—Cantas como los ángeles.
—Cantaba. Ahora mi voz es más grave.
Erin me sonríe con picardía y, antes de que abra la boca, ya sé lo que va a decir.
Joder, sí que la sigo conociendo, después de todo.
—¿Me cantas ahora?
—¿Ahora? ¿No querías escuchar esta canción?
—Me la sé de memoria. Si me cantas, la pongo en pausa y reanudamos luego.
—¿La canción o…?
Ella se ríe, palmea mi estómago y chasquea la lengua.
—Si lo haces bien, las dos cosas.
Me guiña un ojo y yo, que pensaba negarme, no encuentro valor para hacerlo,
porque quiero que oiga mi voz, aunque no sé cómo sonará, quiero que sea feliz y, no
voy a mentir, quiero repetir lo de hace un rato, así que indago en mi mente en busca
de una de las tantas letras que siempre me han recordado a ella y en apenas unos
segundos la tengo. Siempre la he tenido. Desde que la oí, la sentí tan mía y tan de ella
que me asustó. Tan nosotros en el pasado que la memoricé en un solo día. Carraspeo
y empiezo, intentando recordar toda la letra de Me inventaré, de Funambulista y Dani
Martín. Dudo que Erin haya escuchado esta versión, pero, por si acaso, no se lo digo.
Quiero sentir su reacción a cada palabra que pronuncie. Empiezo a cantar y me
preparo para el mundo de emociones que siempre despertaban estos momentos
cuando éramos jóvenes. La oscuridad ya tinta el cristal de la ventana y yo solo puedo
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pensar en lo bonita que está así, esperando que una canción y mi voz la hagan sentir y
sonreír.
Me inventaré que hasta los malos son buenos.
Que habrá verano en enero.
Y la última lluvia es esta que moja tu piel.
Me inventaré para salvarte del miedo.
Estrellas para tu cielo.
Y no pinten de negro tu sueño al oscurecer.
Sus ojos brillan, sus labios se disipan entre sus dientes cuando ella se los muerde y yo
pierdo el hilo constantemente, pero, joder, lo ridículo sería no hacerlo cuando me
mira así, como si lo fuera todo. Como si, de los dos, el perfecto fuese yo.
La canción se queda a medias, pero nuestros besos no. Ninguno de ellos. Nos
mecemos, nos enredamos y acabamos haciendo el amor de nuevo. Esta vez ella lleva
el ritmo desde el principio y lo hace sin titubear, consiguiendo que me sienta
orgulloso al verla enfrentarse a sus dudas, por mínimas que sean. En algunos
momentos se tensa, pero sigue adelante, como la valiente que es, y consigue que los
dos lleguemos a un orgasmo brutal y que nos deja sin ganas más que de dormir y
abrazarnos.
—¿Te quedas a dormir? —pregunta bajito.
—Si me das algo de cenar, sí.
—¿Y si no?
—También, pero con hambre.
Ella se ríe, se levanta y coge mi camiseta del suelo para ponérsela. Sale del
dormitorio y me pongo el bóxer antes de seguirla. Llego a la cocina, me apoyo en la
encimera y la veo moverse descalza y con mi ropa. No puedo ni contar las veces que
tuve esta fantasía. Solo puedo sonreír como un idiota y mirarla fijamente. Tanto, que
acaba riéndose y pidiéndome que pare, porque le está dando vergüenza.
—Y si no te miro a ti ¿qué quieres que mire?
—No sé. Los muebles, la comida o lo que sea, pero no a mí. No todo el rato, al
menos.
—Vale, vale.
Pasan dos minutos, se da la vuelta y suelta una carcajada.
—¡Te lo digo en serio!
—Lo he intentado, pero no hay mueble, comida ni nada que sea más bonito que
tú, lo siento.
Ella se carcajea, me tira un trapo y mete una pizza en el horno.
Cenamos hablando de nuestras vidas, sobre todo de la de ella. Me empapo de su
pasado y procuro quedarme con todos los datos que, a mi parecer, son importantes.
Cuando se cansa de hablar de sí misma me pregunta de nuevo por mis tatuajes.
Primero por los de la espalda y luego por el del brazo. Sonríe cuando le cuento el
significado de los primeros y, cuando llegamos al brazo, me limito a decirle que me
lo diseñó Oliver, un amigo, y me gustó.
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No es hasta que nos metemos en la cama, tiempo después, que la abrazo y cierro
los ojos, intentando encontrar el valor necesario para confesar lo que de verdad
significa.
—Una búsqueda constante —susurro.
—¿Qué?
—El tatuaje de mi brazo. Representa una búsqueda constante. La pérdida. La
deriva. La desorientación más absoluta.
—¿Así te has sentido?
—Así soy, Erin. Un puto desastre con patas la mayor parte del tiempo.
—No es verdad. —Niego con la cabeza, pero ella sujeta mis mejillas entre sus
manos—. No lo es. Si tú eres así, ¿qué soy yo?
—¿Tú? —Sonrío sin despegar los labios y aparto un rizo que cae frente a su ojo
derecho—. Tú eres la mujer más valiente que conozco, mientras yo no he hecho otra
cosa más que esconderme de todo, hasta de mí mismo. Tú luchando siempre y yo
estancándome y negándome a seguir; haciéndolo por las malas y enfadándome con el
mundo. Tú sobreponiéndote de los golpes y yo cayendo en ellos de manera constante.
Tú tan refugio y yo tan a la deriva…
Erin traga saliva, me besa y niega con una sonrisa melancólica, intentando darme
ánimos, pero lo cierto es que no puede, porque la certeza de haber hecho tantas cosas
mal a lo largo de mi vida me perseguirá siempre.
—Ya no, Marco —susurra—. Ya no estás a la deriva. O sí, pero conmigo.
Acaricia mi brazo tatuado y niego.
—¿Tú a la deriva? Imposible.
—¿Por qué imposible? Yo quiero ser lo que tú seas.
—Tú serías el faro que acabaría guiándome de vuelta a casa.
Ella sonríe, me besa e inspira con fuerza, abrazándome y sonriendo.
—Me gusta eso —murmura en voz baja.
—A mí también —admito.
No hablamos más. No lo necesitamos porque todo lo importante ya está dicho y
ahora solo nos queda empezar de nuevo, juntos, con ilusión y luchando contra los
momentos complicados, que los habrá, no me cabe duda, porque Erin y yo tenemos
caracteres muy fuertes que ya de adolescentes nos hacían chocar, así que no puedo
imaginarme cómo será ahora.
Y, aun así, estoy deseando enfrentarme a todo lo que esté por venir.
El amanecer nos pilla semidesnudos, pasando frío y en una postura de lo más
incómoda porque, por más que queramos, este colchón es individual y eso hace
bastante difícil relajarse del todo. Tengo una pierna y parte del culo en el suelo, se lo
digo a Erin, pero ella solo se ríe y me empuja más con su culo, echándome del todo.
No me quejo, eso me da la excusa perfecta para iniciar una guerra de cosquillas que
acaba con ella jadeando y conmigo penetrándola y embobándome con sus ojos
hinchados, su sonrisa perezosa y sus rizos enredados. Está recién levantada y estoy
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aquí, con ella. Es la primera vez que vivimos algo así y cuando alcanza el orgasmo y
se estira, satisfecha y tranquila, sé que también ha pensado en ello.
Desayunamos algo rápido e intento que se venga conmigo a casa, para que yo
pueda darme una ducha, y luego al restaurante, para que conozca a Fabi.
—Tengo que trabajar esta tarde y quiero organizar el piso un poco. Además,
quiero prepararme la clase.
—¿No puedes, al menos, venir hasta la hora de la comida?
—No, de verdad. Si voy, luego no querré volver y tengo cosas que hacer —
admite sonriendo.
—Está bien, pero te veré esta noche, ¿no?
—Si quieres…
—Quiero, pero no aquí. —Ella se tensa, yo sonrío y tiro de su mano para que se
pegue a mi cuerpo—. Ven a cenar a casa. Saldré del restaurante por la tarde y quiero
que estés con mi familia.
—Ya estuve con tu familia ayer.
—Sí, pero eso era toda la familia, no cuenta. Quiero que estés con los de mi casa.
Con Diego, Julieta y las niñas. Bueno, y con Edu, pero él no tiene mucha
conversación. —Erin se ríe y yo pellizco su cintura—. Di que sí…
—¿No vamos muy rápido?
—Supe que te quería hace veinte años, Erin. Esta relación es muchas cosas,
menos rápida.
Eso la hace reír y aceptar. De inmediato me siento pletórico. No sé muy bien por
qué si, como bien ha dicho ella, ayer ya estuvo en casa. Pero es distinto. Esta vez es
como si hiciera las cosas en el orden que toca. No irá invitada por alguno de ellos,
sino por mí, de mi mano. No entrará como la Erin del pasado que ha vuelto para
intentar hacer su vida. O sí, será todo eso, pero también será mi Erin, la única chica a
la que he querido y querré siempre. Eso lo hace todo más comprometido, íntimo y
especial. Sé que este paso la asusta, y sé que, en el fondo, diga yo lo que diga, quizá
sí estamos corriendo, pero de verdad siento que no podemos perder tiempo. Que ya la
vida nos quitó demasiado y ahora tengo la necesidad de recuperarlo todo cuanto
antes.
—Entonces… ¿Tenemos una relación? —pregunta ella cuando ya estoy dejando
el café en el fregadero.
La miro por encima del hombro y elevo una ceja.
—¿No quieres?
—Sí, sí. O sea, yo sí, pero tú, con tu historial y eso…
Carraspeo y pienso en ello con calma. Le confesé ayer mismo que he tenido sexo
con muchas mujeres, así que es completamente normal que tenga dudas, por eso me
aseguro de girarme y mirarla a los ojos cuando hablo.
—Te quiero y quiero estar contigo, Erin. Para siempre, sin terceras personas y
procurando no cagarla demasiado, cosa que ya será lo bastante difícil. Yo lo tengo
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claro, pelirroja. La cosa es, ¿qué opinas tú?
Su respuesta llega en forma de abrazo repentino y un beso que estoy seguro de
que me hará fantasear a lo largo del día.
—Te quiero —murmura en mis labios.
—Recuérdalo lo que resta de día cada vez que te entren dudas. —Ella se ríe y yo
beso su frente—. Tengo que irme. ¿Te recojo cuando acabes?
—Iré con Amelia, tranquilo.
—Vale. Te veo en casa, entonces.
Ella asiente y yo me despido sin ganas, pero con la ilusión de quien siente que
está empezando una nueva vida. Una mejor y completa, por fin.
El camino a casa lo paso en una jodida nube y, en cuanto entro en el salón, Julieta
viene corriendo con una gran sonrisa en la cara.
—Dime que no la has cagado y Erin ya es mi nuesobri.
—¿Nuesobri?
—Es la unión de nuera y sobrina. —Bufo para ocultar una risa y ella salta sobre
mí—. ¡Da igual! No me lo digas. Has pasado la noche fuera y no sangras, así que lo
has arreglado.
Me abraza y se exalta tanto que Diego se asoma con Edu en brazos.
—¿Pero tú cuándo trabajas? —pregunto.
—No tengo turno. ¿Te molesto en mi propia casa? Porque si te molesto, me voy.
—No te pongas tan digno.
—Eso, poli, cálmate, que nuestro Chucky viene bien folladito y quiero que
mantenga la calma y la alegría lo que resta de día.
—¿Tenías que hacer referencia al sexo que practico o dejo de practicar? —
pregunto mientras la obligo a bajar de mi cuerpo.
—¡Es por la ilusión! Soy superfeliz porque ahora ya no podrás ponerte de morros
sin motivos. O sí, pero entonces podré mandarte con Erin y que te aguante ella, que
para eso es la que más beneficios sacará de ti.
—O sea, que todo lo que te preocupa es que voy a darte menos la vara.
—También me alegra que folles con amor. Es bonito eso, ¿a que sí, poli?
—Yo no pienso contestar a eso delante del chaval.
—El chaval tiene casi treinta años y probablemente se haya tirado a más mujeres
que tú, pero…
—Julieta, para, por el amor de Dios. —Mi tío se frota los ojos, suspira y me mira
—. ¿Ha ido bien?
—Sí.
—¿Eres feliz?
—Mucho.
—Me alegro. Para lo que necesites, aquí estamos.
Sonrío, miro a Julieta y señalo a mi tío.
—¿Ves lo fácil que era? ¿Por qué no puedes comportarte tú así?
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—Porque sería tan aburrida como vosotros.
Me río, mal que me pese, y la señalo con un dedo.
—Espero que esta noche te portes mejor. Erin va a venir a cenar y no quiero que
la atosigues con alguna de tus salidas de tono. ¿Queda claro?
—¿Erin va a venir a cenar? —Asiento—. ¿Solo con nosotros? —Vuelvo a asentir
—. Ay, que esto es una presentación en toda regla, ¿a que sí? ¿Debería ir mirando un
vestido para la boda? ¿Le has dicho que no me importa que se venga a vivir con
nosotros? Puede hacerlo en la buhardilla, que es amplia.
—Yo no estoy listo para que te cases, Marco —dice mi tío interrumpiéndola y
repentinamente serio—. Si queréis vivir aquí primero, genial, pero una boda es
mucho correr.
—¡Tú no puedes opinar! —exclama Julieta—. Llevan enamorados toda la vida,
Diego.
—Son muy jóvenes.
—¡Tienen casi treinta años!
—¡Y dale! ¡Lo que tendrá que ver la edad! Son jóvenes y punto.
—Con esa edad, más o menos, empezamos nosotros.
—Julieta, te lo pido por favor, no me agobies.
—Es que hablas de Chucky como si todavía tuviera diecisiete, y no, ya es un
hombre, lo que significa que tú vas camino de la tercera edad.
—¿Y tú qué eres? —pregunta él de mal genio.
—Una diosa. Las diosas no envejecemos.
—Los cojones, será que no me das la matraca con las patas de gallo que te han
salido.
—¿Tienes algo que decir de mis patas de gallo? Porque siempre dices que estoy
preciosa hasta con estas arruguitas, que tampoco son tantas.
—Porque estás preciosa y te adoro, pero me tocas los cojones y te tengo que
recordar que tú tampoco eres una niña.
Cojo a Edu de los brazos de mi tío y subo las escaleras mientras ellos se quedan
discutiendo acerca de quién envejece peor, de que soy muy joven para casarme y de
que no deberían meterse en mi vida porque es asunto mío. Y yo no he abierto la
puñetera boca para decir nada de boda, pero en esta casa los temas se lían así, de la
nada.
—Espero que tú no tengas el genio León —le digo a Edu—. Claro que el genio
Corleone, visto lo visto conmigo, tampoco es que te garantice una vida tranquila.
Él bosteza y yo me río, porque ha sido de lo más oportuno. Cojo ropa limpia, bajo
a la primera planta y, cuando entro en el cuarto de mis tíos para coger la hamaca y
poder meter al niño en el baño conmigo, me encuentro con Julieta sentada encima de
mi tío, que está a los pies de la cama con la cara metida entre sus pechos. Ojalá
alguien me arrancase los ojos ahora mismo.
—¡Tenéis que dejar de hacer eso sin avisar y a plena luz del día!
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Julieta suelta una carcajada, yo cierro la puerta, bajo a la planta baja, meto a Edu
en el carrito y me ducho en el baño de abajo, por si me necesita. Cuando corto el agua
me llega un gemido de la planta superior, miro al bebé, que se ha quedado dormido, y
decido volver a ducharme. Pienso quedarme debajo del jodido chorro hasta que los
ruidos sexuales de mis tíos dejen de martirizarme.
La parte buena de todo esto es que esta noche estarán relajados y no harán
ninguna de las suyas. Cierro los ojos y pienso que, si Edu no fuese un bebé y yo
hubiese dicho eso en voz alta, se estaría descojonando de mí.
Quizá no ha sido la mejor idea del mundo invitar a Erin a cenar, pero ahora solo
me queda rezar para que todo salga lo mejor posible.
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Erin
Sonrío al salir de mis clases por la tarde. Sonrío y lo hago sin motivo aparente, solo
porque no he podido dejar de hacerlo desde esta mañana. Amelia me ha guiñado un
ojo cuando me ha visto pero estaba hablando por teléfono, por lo que no hemos
podido hablar, y casi lo agradezco, porque así he podido dar la clase tranquila. Recojo
de la mesa de Patricia la red velvet que hice esta mañana aprisa para poder llevar algo
a la cena, porque no quiero ir con las manos vacías, y voy a la mesa de Amelia.
—Hola, cariño. ¿Todo bien? —Una pregunta que implica mucho más de lo que
pueda parecer en un principio. Sonrío y asiento—. Me alegro muchísimo. —Eso
también implica más de lo que pueda parecer—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Verás, esta noche voy a cenar a casa de tu hermana Julieta con Marco. Quiere
que vaya porque… Bueno… —Se me escapa una risa y ella sonríe con dulzura.
—Entiendo. Me alegro como no te imaginas, de verdad.
—Gracias. El caso es que me preguntaba si podría irme contigo. Como ayer
dijiste que esta semana saldrías un poco antes…
—Sí, no hay problema. Si esperas unos minutos que haga unas llamadas,
podemos irnos.
Lo hago. Me siento frente a su mesa, cojo mi móvil, reviso los mensajes de
WhatsApp y pienso en escribirle a Marco, pero me doy cuenta de que no tengo su
número. Se lo pido a Amelia, que me lo da con una sonrisa, lo registro y no me lo
pienso mucho a la hora de escribirle, sobre todo cuando veo que está en línea.
Yo: Buenas tardes. Un pajarito me ha dado tu número y he pensado que estaría bien avisarte de que
salimos para tu casa en breve.
Marco: ¿Quién eres?
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Marco: Seguramente con algo como: «No dejo de pensar en tu cuerpo desnudo debajo del mío. O
encima. O a mi lado. Te veo en nada». O también algo como: «Llevo todo el día oyendo música y no hay ni
una puta canción que suene la mitad de bien de lo que suena un gemido tuyo. Espero que la cena de esta
noche dure muy poco y podamos volver a la cama para…». Bueno, ya te puedes imaginar para qué. ;)
Suelto una pequeña carcajada, pero lo cierto es que noto mis mejillas arder y sé
que, si alzo la vista, voy a encontrarme con una sonrisa de Amelia que me
incomodará bastante, así que no lo hago.
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porque, aun así, tuvo muchas salidas de tiesto, pero Julieta y Diego lo han manejado a
la perfección. Son unos padrazos.
—No ha debido ser fácil para ellos.
—No, pero si les preguntas si mereció la pena, no van a dudar en contestarte que
sí. Adoran a Marco.
—Se nota. Y han influido mucho en él. Su forma de hablar, razonar y ver las
cosas es mucho más positiva ahora que en el pasado. —Medito mis palabras y me
retracto—. No, positiva no es la palabra, porque él siempre intentaba serlo con
respecto al futuro, aunque algunas veces le resultara imposible. Hay menos rabia en
sus planes, menos rencor y menos odio hacia el mundo en general.
Amelia palmea mi mano con suavidad mientras asiente.
—Entiendo lo que quieres decir. Lo veo a diario. Supongo que la tranquilidad
emocional y darse cuenta de que tenía un techo y gente respondiendo por él ayudó
mucho a que toda esa rabia se disipara, aunque tardara un tiempo.
—Sí, las terapias también ayudan. Lo sé por experiencia —murmuro.
Amelia asiente, pues no puede decir nada más acerca de eso, y yo lo agradezco,
porque tampoco quiero hablar más del tema. No quiero llegar a la cena pensando en
el Marco del pasado y en todo lo que tuvo que pasar para ser la persona que es ahora.
Igual que no quiero pensar en lo que pasé yo. Eso ya quedó atrás y, ahora mismo, lo
único que me apetece es vivir el presente y fantasear con un futuro juntos. Nada más.
Llegamos a Sin Mar, Amelia aparca el coche y yo me quedo unos segundos
mirando la casa y pensando en los nervios repentinos que siento en el estómago.
—Irá bien —dice ella masajeando mi hombro. Asiento, inspiro un par de veces
para calmarme y salgo del coche—. ¿Quieres que vaya contigo?
Me río, porque sería un poco patético que Amelia tuviera que llevarme de la
manita para que me sienta mejor, así que me niego, pero se lo agradezco. Nos
despedimos y, cuando ella entra en su casa, yo me encamino hacia la puerta de los
Corleone León. Toco el timbre rezando para que me abra Marco, pero no tengo
suerte. Es Julieta la que abre con una gran sonrisa. Sin embargo, antes de poder
hablar Marco la interrumpe, pasando por delante de ella, enmarcando mis mejillas
entre sus manos y besándome de una forma que hace que olvide mis nervios, el
motivo de esta visita y casi, casi mi nombre.
—¿Cómo fue la tarde? —pregunta cogiéndome de la mano y metiéndome en casa
con naturalidad.
—Bien, muy bien. —Me giro hacia Julieta y le doy la tarta—. La hice esta
mañana, no sé si os gusta la red velvet.
—A nosotros todo lo que sea zampar nos encanta —contesta ella con una sonrisa
—. Bienvenida a casa.
Hay algo en sus palabras y en su forma de mirarme que hace que sienta lo que
dice como algo más. Como una bienvenida real a una nueva vida. Como si me abriera
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las puertas simbólicas de su casa y me acogiera bajo sus alas. O quizá me esté
volviendo loca, pero no lo creo.
—¡Hola, Erin! —grita una de las gemelas mientras corre hacia mí.
Me abraza por la cintura antes de que la otra llegue corriendo y haga exactamente
lo mismo. No podría decir quién es quién, porque aún no las distingo, pero diría que
la primera ha sido Victoria porque, según el propio Marco, suele ser la más lanzada
de las dos, aunque su hermana no se quede atrás.
—Buenas noches, chicas, ¿cómo estáis?
—Bien —dice la primera.
—Papá está haciendo risotto y pienso comerme tres platos yo solita —dice la
segunda.
—¿Tanto? ¿Y no te dolerá la tripa?
—Espero que no, porque has traído tarta y quiero dos trozos.
Me río y acaricio su mejilla. Son monísimas, no solo por fuera. Estas dos van a
romper muchos corazones, lo veo venir.
—¿Dónde está la pequeña Mérida? —pregunto.
—Con su adorado papi —farfulla una de las gemelas—. A veces se piensa que es
solo de ella.
—Eso no es verdad —dice Julieta—. Tiene un poco de papitis, pero es normal, es
más pequeña.
Las gemelas ponen los ojos en blanco y yo me río mientras Marco tira de mí
hacia la cocina.
—¿Y Edu? —pregunto.
—Ahora lo verás.
Entro en la cocina y me encuentro con Diego removiendo algo que huele de
muerte, imagino que se trata del risotto y espero que no quede mucho para cenar,
porque si huele así, no quiero imaginarme cómo sabe. Sobre su cadera tiene a Mérida,
que parlotea sin parar acerca de algo que no entiendo muy bien, y encima de la mesa,
metido en su hamaca, está Eduardo observándolo todo con los ojos de par en par y
moviendo los pies y las manos a un ritmo frenético. Al menos hasta que se mete un
puño en la boca y empieza a chupárselo con fuerza.
—¿Es normal que se mueva tanto siendo tan pequeño?
—Sí —contesta Diego con una sonrisa—. Sus hermanas fueron iguales. No
hemos tenido hijos tranquilos y mejor, porque no sabría a quién se parecerían,
teniendo en cuenta cómo somos nosotros. Hola, cariño. —Se acerca y besa mis
mejillas antes de que Mérida se lance prácticamente a mis brazos.
—¡Hola, Médida! —exclama—. Tú Médida y yo también.
Me río y beso su mejilla.
—¿Qué tal si tú eres la única Mérida y yo solo soy Erin?
—Es bonito. —Señala a su hermano y se ríe—. Él se llama Tú.
—Ah. ¿Sí? ¿No se llama Eduardo?
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—No. Se llama Tú.
—Le ha dado por ahí, qué vamos a hacerle. —Podría parecer que el comentario
es de algún adulto, pero no. Viene de una de las gemelas—. Esperemos que el pobre
Edu no se convierta en Tú para toda la vida.
El susodicho suelta un quejido y todos nos reímos, porque es como si lo hubiese
entendido.
—¿Quieres tomar algo? —pregunta Julieta mientras abre la nevera.
Le pido un refresco y me siento después de que se nieguen a que ayude en nada.
Observo a Marco, que pone la mesa mientras Julieta le cuenta cómo ha sido su día y
Diego le pide que pruebe el risotto y dé su visto bueno.
—Está increíble —admite mi chico.
Yo sonrío y le veo interactuar con ellos y los niños con una sonrisa en la cara. En
la vida me hubiese imaginado que acabaríamos así, pero aquí estamos. Es tan
increíble, para bien, que da miedo, porque no estoy acostumbrada a sentir tanto y tan
bueno, pero no voy a pensar en nada malo. Esta noche voy a disfrutar de todo lo
logrado desde que volví a España. Sin preocupaciones, sin comerme la cabeza y sin
pensar en todas las variantes que pueden hacer que nuestra vida vuelva a torcerse.
Cenamos con las niñas monopolizando la conversación y llevándonos a nosotros,
los adultos, a su terreno una y otra vez. A mí, personalmente, no me importa lo más
mínimo. Me lo paso en grande con ellas y sé que los adultos piensan como yo, porque
se les ve disfrutar bastante. Julieta se comporta muy bien, Diego es encantador y
Marco ha intentado meterme mano por debajo de la mesa en dos ocasiones. A la
tercera le he dado tal pisotón que se ha contenido para el resto de la cena. No es que
no quiera que me toque, es que ya estoy lo bastante nerviosa como para que él y sus
caricias se sumen a la ecuación y, a juzgar por el gesto de dolor, a pesar de haber
sonreído, lo ha entendido.
Cuando las niñas se van a la cama después de haber comido y alabado mi postre
solo quedamos Julieta, Diego, Marco, el pequeño Edu, que está tomando el pecho, y
yo. Es ahí cuando la cosa se complica para mí. No en el mal sentido, pero…
—Entonces, ¿vais en serio? —pregunta Julieta.
—Pequeña… —susurra Diego.
—¿Qué?
—Recuerda lo que hablamos —sigue diciendo él en voz baja, como si yo no fuese
a enterarme.
—No he dicho nada malo, poli. Déjame vivir, por Dios.
Él suspira y mira a Marco, que pone los ojos en blanco y pasa un brazo por el
respaldo de mi silla mientras con la otra mano sigue comiéndose el tercer trozo de
tarta de la noche.
—Vamos en serio y lo sabes, así que olvídate de hacer preguntas incómodas —le
advierte él a su tía.
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—No he dicho nada incómodo, no seáis tan sensibles. Y tú deja de comer azúcar
o te va a dar algo, niño.
Marco resopla, me mira y señala la tarta.
—Esto está increíble. Quiero una cada día.
—Me temo que eso será imposible.
—¿Por qué?
—Porque si hago una cada día, te la comerás, y he tardado diez años en
recuperarte. No pienso perderte por una adicción al azúcar —contesto con sinceridad
y sin pararme a pensar.
Él sonríe, se traga el trozo que tiene en la boca y me besa. Debería preocuparme
que Diego y Julieta nos estén mirando atentamente o, como mínimo, debería darme
vergüenza, pero no es así. De hecho, ni siquiera puedo pensar en ellos. Estoy
completamente centrada en Marco, sus labios y lo malditamente bien que sabe la tarta
de ellos.
—Ay, son tan monos —suspira Julieta, haciendo que rompamos el beso.
Marco se ríe entre dientes, pero yo me enciendo en el acto y carraspeo. Doy un
trago a mi licor de manzana y me río, un poco desubicada.
—Lo siento —susurro.
—No deberías, en esta casa no pedimos perdón por dar besos nunca, jamás.
Marco ha tenido que ver cosas mucho peores en nosotros y aquí estamos, tan felices.
—Vosotros más que yo, que me traumatizo cada vez que recuerdo algunas
escenas —dice el susodicho.
Me río y miro a Diego, que me guiña un ojo y me sonríe de esa forma que tan
familiar me resulta ya. Me pregunto cómo sería el padre de Marco, si ya su tío se
parece tantísimo a él. O bueno, más bien Marco a su tío.
—Somos intensos, ya nos irás conociendo —dice él.
—¿Te quedas a dormir? —pregunta Julieta.
—Eh… pues… —Miro a Marco, que se encoge de hombros y sonríe, dejándome
a mí la decisión, y lo odio un poco, porque, a ver, así en frío no sé qué decir—.
Supongo… Si no es molestia.
—Para nada. He cambiado las sábanas aprovechando que Chucky estaba
trabajando, así que estarán limpias.
—También estaban limpias antes. No me dejes de guarro, joder —protesta mi
chico haciéndome reír.
—No, si yo lo digo porque la soledad es muy mala y seguramente el pobre se
consolaba en sus noches oscuras y solitarias y… Vaya, que como no sabía si las
sábanas estaban en ese punto en que las pones de pie y se quedan tiesas, o se van
corriendo por su propio pie, he preferido lavarlas.
—Joder, Julieta —dice Diego.
—Yo te mato —susurra Marco.
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A mí solo me sale soltar una tremenda carcajada, porque yo sabía que Julieta es
intensa y no tiene muchos filtros, pero, por Dios, eso ha estado tan fuera de tono, de
lugar y de todo, que no puedo más que reírme y sentirme, extrañamente, más
integrada que nunca. Será el pensamiento de que tengo que hacer muchos méritos
para traspasar una línea en esta casa, porque Julieta ya se las ha saltado todas a la
torera. No tengo que ser perfecta y eso es un alivio tremendo para mí.
Lo habría pasado infinitamente peor si me hubiese tocado cenar con gente más
correcta y comedida porque, a la larga, se me nota lo tensa que me pongo en las
relaciones sociales cuando no conozco a nadie. En cambio, ella ha conseguido soltar
tantas burradas a lo largo de la noche que lo último que pienso es que yo haya podido
meter la pata o que mi tensión, en algunos momentos, haya sido demasiado visible.
Es, bien mirado, mi salvadora social, y solo por eso decido echarle un cable.
—En realidad, te lo agradezco. No tengo ninguna intención de quedarme preñada
y en vista de lo que dices, nunca se sabe…
Julieta suelta una carcajada, Diego se atraganta con el sorbo que acaba de dar al
descafeinado y Marco me mira como si me hubiesen salido tres ojos antes de besarme
de nuevo con ímpetu.
—Eres la mujer de mi vida, joder —susurra en mi boca.
—Y de la nuestra.
—Que no te metas en esas conversaciones, Julieta —le riñe Diego.
—Ay, perdón, se me escapa. Quería dejarle claro que la aceptamos en la familia.
Ya es una Corleone León.
—Ella tendrá un apellido, digo yo.
Me río en la boca de Marco, que se niega a despegarse de mí. Supongo que
también está oyendo la conversación paralela y quiere cortar de raíz el tema, pero
Julieta no se da por vencida.
—Oye, Erin, perdona que te moleste. ¿Tienes apellido?
—¡Pues claro que tiene apellido, Julieta! —exclama Marco.
—Era una forma educada de preguntárselo, hijo, de verdad, qué picajoso estás.
—Me apellido O’Callaghan.
—Ay, me encanta. Cuando tengáis hijos serán Corleone O’Callaghan. Suena
importante, como de actor o alguien así, grande.
—Sí, presidente, no te jode —murmura Marco con ironía.
—No quiera Dios que suframos la desgracia de tener un político en casa.
Suelto una carcajada que Diego secunda mientras se frota los ojos. Sé que Julieta
lo ha dicho en broma, pero eso de tener hijos me ha calado porque yo siempre le dije
a Marco que jamás tendría un hijo, a no ser que él fuera el padre, y él siempre me dijo
que sería una mierda de padre, visto lo visto. No lo creo, pero, aun así, no es algo que
piense ahora, porque, sinceramente, yo tampoco sé si estoy capacitada para criar a
alguien y hacerlo bien. Demasiada mierda a nuestras espaldas. No quiero que
carguemos con la culpa de haber fastidiado la vida de un ser inocente. Que sí, hemos
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crecido, madurado y sanado de la mayoría de nuestros traumas, pero eso no significa
que tengamos un pasado que está ahí, presente.
—No lo pienses —susurra Marco en mi oído.
Lo miro y sonrío, agradecida de que aún pueda leer mi mente con tanta claridad.
No debería agobiarme con esas cosas. Ya habrá tiempo de decidir si queremos o no
tener hijos. O mascotas. O casa. O lo que sea. Ahora mismo estamos él y yo. Me
sobra y basta para ser inmensamente feliz.
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Erin
La noche transcurre entre risas, anécdotas y buena conversación, pero pasada la una
de la madrugada se me hace imposible retener un bostezo y Marco me insta a subir a
la buhardilla. Me presta una camiseta, así que me desnudo y me dejo solo las
braguitas. Me la pongo y me meto en la cama, donde me espera en bóxer. Empieza a
besarme, pero le dejo claro que no pienso tener sexo esta noche. Se ríe y me besa de
nuevo, como si no me creyera, pero me despego de su boca y lo miro a los ojos.
—No, en serio, Marco, con tus tíos y las niñas justo debajo de nosotros me da
cosa.
—Si quieres nos vamos al jardín.
—No —contesto riendo bajito.
—O a tu piso. Estamos a tiempo.
—¡No! Sería muy evidente que lo hacemos para tener sexo.
—¿Eres consciente de que ellos ya esperan que tengamos sexo? —pregunta
entonces, haciendo que abra mucho los ojos—. Es la verdad, pelirroja. No tenemos
que hacer nada, tranquila, pero debes saber que, ocurra algo o no, ellos van a pensar
que sí. De hecho, es probable que estén haciendo de las suyas ahora mismo.
—Dios, no quiero tener esa imagen en mi cabeza.
—Ahora será un martirio compartido. —Sonríe mostrándome todos los dientes y
le doy un manotazo—. En fin… vamos a dormir. Solo dormir —dice con voz
aniñada, como si le diera pena, porque así es.
—Buen chico… —Beso sus labios y después sus mejillas, su nariz y su frente—.
Gracias.
—A ti.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Por haber vuelto. Por estar aquí. Por no huir de mi familia. ¿Te parece poco?
—A cambio de estar contigo, me parece nada.
Él sonríe, me besa y me abraza con fuerza. Siento su erección, pero la ignoro, y
Marco no insiste ni una sola vez. Nos acariciamos con dulzura y, en algún punto de la
noche, me quedo dormida entre sus brazos.
Sin embargo, algunas horas después me despierto excitada como pocas veces. No
sé qué me pasa, quizá haya sido un sueño que no recuerdo, o sentir su cuerpo caliente
junto al mío, pero tengo unas ganas tremendas de sentirlo dentro de mí. Miro por la
ventana y me doy cuenta de que sigue siendo de noche. Observo a Marco al trasluz y
me muerdo el labio. Ya sé que he dicho que no quería, pero… Dios, de verdad siento
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que me muero si no lo tengo en cuestión de minutos. Jamás me he sentido tan
excitada y doy por hecho que sí, he tenido algún tipo de sueño que no recuerdo, pero
me ha puesto a mil por hora.
Después de unos minutos sin razonar bien debido a la fogosidad que deseo apagar
como sea y con la adrenalina a mil por hora, bajo por su cuerpo, tiro del elástico de su
bóxer y lo tomo en mi boca. Marco gime y se arquea por inercia. Lo miro y me
percato de que sigue dormido. Su erección, en cambio, es completa tras unos pocos
segundos.
Me concentro en acariciarlo, saborearlo y disfrutarlo. Pasado un minuto, o puede
que dos, siento una mano en mi espalda que asciende hasta acariciar mi pelo y pasar a
mi mejilla.
—Me vas a matar —susurra con voz ronca.
—Si quieres paro.
—Ni se te ocurra, pero ven aquí y deja que me entretenga con lo mismo.
Me muerdo el labio y me lo pienso, porque no lo hemos hecho nunca. Bueno, yo
no lo he hecho nunca ni con él ni con nadie, pero Marco tira de una de mis piernas y,
en cuestión de segundos, estoy sobre su cuerpo, a la inversa, en la postura del sesenta
y nueve. Por un momento pienso en negarme, pero aparta mi braguita y me lame con
tanta fuerza que ahogo un gemido en su muslo. Dios, qué bueno ha sido eso. Puedo
notar su sonrisa sobre mi piel y estoy tentada de insultarlo, pero vuelve a repetir el
gesto y me muerdo el labio con saña. Desde ahí, la mente solo me da para acogerlo de
nuevo en mi boca y centrar todos mis esfuerzos en no gemir para que no nos oigan.
El problema es que tener que contenerme, al parecer, me excita más, así que, pasados
unos minutos aprieto los muslos, Marco se agarra a mis cachetes y me deshago en un
orgasmo que me hace apretar las sábanas en puños.
—Dios, joder —gimo—. Qué maldita y maravillosa lengua tienes.
Marco ahoga una risa en mi pierna, me baja de su cuerpo y hace que me gire para
apoyar la cabeza en la almohada y colarse entre mis piernas.
—¿Quieres hacerlo? —pregunta entonces, descolocándome.
Lo miro y me doy cuenta de que lo pregunta en serio. Si le dijera que no, sería
capaz de parar y olvidarlo. Y eso, que es una tontería, hace que lo ame aún más,
porque hubo un tiempo en que yo no podía decidir cuándo quería o no tener algún
tipo de contacto sexual. No con él. Jamás con él, pero sí con… Muevo la cabeza para
intentar despejarla. No voy a pensar en esas cosas. No ahora.
—Sí. —Él se estira para coger un preservativo de la mesita de noche y yo lo paro
—. Tomo la píldora y apenas he tenido sexo en estos años. Si estás sano y…
No puedo acabar la frase. Su boca tapa la mía y antes de poder darme cuenta lo
siento entrar en mí con decisión, pero sin ser brusco. Lo acojo con un gemido,
enroscando mis piernas en sus caderas y maravillándome de lo increíble que es
tenerlo así, sin barreras de ningún tipo. Ahora es incluso mejor, porque de
adolescentes Marco jamás lo hizo conmigo sin preservativo. Ni siquiera alguna vez
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que yo tenía prisa e insistí en que no lo buscara. Se lo ponía siempre y, si no
teníamos, se negaba a continuar, porque decía que lo último que necesitábamos era
un bebé. Y tenía razón. Ahora la situación es totalmente distinta, y eso hace que la
liberación y el placer aumenten. No estoy atormentada por nada, salvo por las ganas
que tengo de volver a sentir un orgasmo como el de hace unos minutos, y tengo la
certeza de que dormiré el resto de esta noche, y todas las que estén por venir, con él a
mi lado. En esta ocasión solo me tenso una vez y es porque Marco cambia de postura
y me resulta molesta, así que volvemos a cambiar, porque este chico tiene un
conocimiento extenso del Kamasutra, a juzgar por sus proposiciones, y esta vez sí
consigo disfrutar al máximo.
Marco acaricia, besa y lame cada parte de mí que encuentra a su paso y a mí la
cabeza solo me da para intentar retener los gemidos y centrarme en el placer tan
alucinante que siento. Cuando estoy a punto de tener un segundo orgasmo le pido que
pare, porque estoy de espaldas a él y quiero tenerlo de frente y mirarlo a los ojos. Él
obedece de inmediato, me gira, vuelve a penetrarme y suspira, apoyando su frente en
la mía. No habla, pero no lo necesita para que lo entienda. Es la perfección. Él,
nosotros y este momento.
Mi orgasmo llega con suavidad y sube de intensidad conforme me arqueo y se
desata. Clavo las uñas en sus hombros y lo noto temblar, liberando su propio placer,
lo que hace que el mío se alargue, porque lo siento… Dios, lo siento todo, y es
maravilloso.
Cuando el momento de éxtasis pasa nos quedamos desmadejados en la cama,
respirando entrecortadamente y besándonos con suavidad.
—Supongo que esto significa que ya no te da cosa tener sexo aquí.
—Eso significa que, contigo, acabaría teniendo sexo hasta en público.
—Mmm, todo es probar…
Me río y palmeo su cachete. Es ahí donde me doy cuenta de que su bóxer está en
medio de sus muslos y mis braguitas siguen puestas. No me las ha quitado, me ha
penetrado echándolas a un lado y yo ni siquiera me he dado cuenta. Una muestra más
de lo que este hombre hace conmigo y con mi capacidad de razonamiento. Es un
milagro que consiga hablar y tocarlo al mismo tiempo.
No volvemos a dormirnos. Nos enredamos con caricias, arrumacos y canciones y
el amanecer nos pilla mirando videos musicales en Youtube. Me pongo mi ropa de
ayer observando los vaqueros y la camisa del restaurante que se ha puesto Marco y
sonrío, porque está guapísimo así, vestido de chico formal y trabajador. Se lo digo, se
carcajea un poco y bajamos en busca de café.
Julieta no nos dice nada acerca de esta noche así que doy por hecho que lo hace
para respetar nuestra intimidad, o porque sus hijas están delante preparándose para ir
al cole. Llego a la conclusión de que es lo segundo cuando dice un taco, Diego la
mira mal y ella se muerde el labio.
—Es que tienes una boquita que… —dice una de las gemelas.
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—¡Teno pipí! —grita Mérida.
Asisto a una carrera olímpica en la que, en cuestión de segundos, toda la familia
se organiza para llevar a la pequeña al baño. Tanto es así que, segundos después, ella
está sentada en la taza del váter, Marco, que es quien la ha cogido en brazos, está
observándola, sus hermanas se han metido dentro a empujones y Diego, Julieta y yo
observamos la escena desde fuera. Si esa niña consigue hacer pis con todo este
público ejerciendo presión, se convertirá en mi ídolo por los siglos de los siglos. Ella
hace como que empuja, pero pasados unos segundos niega con la cabeza.
—No sale.
—Mi amor, aprieta con ganas —le dice su padre.
—No sale, papi.
Pone pucheros y Diego, que se ve que no puede aguantar esos gestos, entra en el
baño y la levanta en brazos.
—Tranquila, mi vida. Ya saldrá luego.
Salimos del baño mientras pienso en el café y, en cuanto llegamos a la cocina,
oigo de nuevo a Mérida.
—Oh, papi. Ya ha salido.
Me giro y veo el costado de Diego empapado y a Mérida mirándolo con carita de
culpable, asegurándose de poner los ojitos del gato de Shrek. Aprieto los labios en
una fina línea y espero que no se me escape la risa, pero la cara de Diego es un
poema.
Julieta carraspea, coge a la niña e intenta, por todos los medios, no reírse.
—¿Qué hemos hablado de hacerse pipí encima del papi, la mami, el Babu o
cualquiera de los demás?
—Es que ha salido un poco tarde, mami.
Julieta ahoga un gemido que estoy segura que era una risotada y Diego, cuando
salen, sonríe y me mira.
—El pan nuestro de cada día. Voy a darme una ducha rápida. Tómate el café con
calma.
—Sí, gracias. En cuanto lo tome me voy.
—Estás en tu casa —dice él guiñándome un ojo y saliendo de la cocina mientras
me fijo en lo guapo que está incluso con pipí infantil en la camiseta.
—Perdona, pero… ¿Acabas de mirarle el culo a mi tío?
—¿Eh? —pregunto mirando a Marco—. ¿Qué dices?
—Le estabas mirando el culo, Erin.
—No, no, es que… —Resoplo y me encojo de hombros, porque negarlo es inútil
—. ¿Sabes qué? En realidad, es un halago para ti. Confío en que dentro de unos años
tengas ese cuerpazo, dado lo mucho que os parecéis.
Marco pone los ojos en blanco, me llama pervertida y luego se echa a reír y me
hace una tostada, pese a que le digo y repito que no tengo hambre.
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Me la como bajo su atenta mirada y me encargo de dejarle claro que es un pesado,
aunque en el fondo me guste que se preocupe así por mí. Después le doy un beso,
dos, tres y me despido, porque quiero darme una ducha y adecentarme antes de ir a
trabajar esta tarde.
—¿Te veo en casa? —pregunto.
—Sí, iré cuando salga del restaurante.
Asiento y me despido de una vez, porque Amelia debe estar a punto de irse y así
vuelvo con ella. Voy al salón y, cuando ya casi estoy en la puerta, pienso en lo feo
que estaría no despedirme del resto, así que subo a la primera planta, donde Julieta
cambia a Mérida mientras Victoria y Emily le meten prisa porque van a llegar tarde a
la escuela.
—Solo vengo a despedirme.
—Genial, ven aquí. —Julieta me da dos besos y un abrazo rápido que me
sorprenden, pero menos de lo que lo hubiese hecho ayer mismo—. ¿Esta noche os
quedáis aquí?
—Marco me ha dicho que vendrá a mi piso.
—Como queráis. Que tengas buen día, cariño.
—Adiós, tita Erin —dice Mérida antes de soltar una risita.
—Shhh —la reprende una de las gemelas mientras yo me quedo petrificada—.
Quedamos en que era secreto, Mérida.
—A esta niña no se le puede contar nada —dice la otra resoplando—. Menuda
chivata está hecha.
Mérida pone pucheros, las gemelas no se compadecen y Julieta me mira con una
sonrisa comedida por primera vez desde nuestro primer encuentro.
—Me preguntaron si estabais juntos y qué eras tú ahora en sus vidas. Les he
contado que eres prima política, pero es que ellas no consiguen ver a su Babu como a
un primo, sino como a un hermano, y tú…, es tan complicado…
—Fui yo la que dijo que podías ser tita Erin —admite Victoria.
—¿Te molesta? —pregunta Julieta.
—Eh… no, no. Me sorprende. —Sonrío un segundo antes de tragar saliva—.
Nunca he sido tita y… Bueno, nunca he sido nada que esté relacionado con una
familia. —Me doy cuenta en el acto de que eso suena raro, teniendo en cuenta que
tenía madre, y luego fui a vivir con mis tíos y primos—. Quiero decir…
—No hace falta que digas más. —Julieta me abraza y, pese a lo bajita que es,
puede acercarse a mi oído sin problemas, dado que yo tampoco soy alta—. Ahora
eres una tita, una prima, una sobrina, una hermana, algo así como una nuera y todo lo
que tú quieras ser.
Me muerdo el labio inferior, emocionada, y solo atino a asentir y musitar un
«gracias» antes de que ella me libere de sus brazos.
—Ah, ya sé. ¡Puedes ser Buba! Marco es Babu y tú Buba. ¿Te gusta? —pregunta
Emily.
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—¡Síííí! ¡Buba es bonito! —exclama Mérida.
Me río y asiento en dirección a las tres niñas.
—Me gusta Buba.
Ellas lo celebran y Julieta y yo nos reímos, pero pasados unos segundos vuelvo a
despedirme y bajo las escaleras.
—Eh, ¿todo bien? —pregunta Marco cuando me ve, justo antes de salir.
Me giro y lo miro, convencida de que el brillo en mis ojos aún es visible.
—Mejor que nunca —contesto con una sonrisa de oreja a oreja que se refleja en
su cara.
No me dice nada. Creo que intuye que ha pasado algo especial y bonito y me da
mi espacio para disfrutar de ello. Ya se lo contaré esta noche. Salgo, me apoyo en el
coche de Amelia y, cuando ella sale de su casa, minutos después, todavía no he
conseguido dejar de sonreír.
El mes siguiente es, con toda probabilidad, el más feliz de mi vida. Marco y yo
dormimos juntos cada noche, aunque no siempre en la misma cama. Él odia dormir
en mi piso, el colchón es pequeño, está en el suelo y el piso, pese a estar reformado,
no le trae los mejores recuerdos. Lo entiendo y últimamente ni siquiera yo insisto en
ir allí, porque reconozco que en la buhardilla de Diego y Julieta me siento en la
gloria. Protegida, rodeada de gente que me trata como si fuese alguien importante y
especial para ellos, quizá porque así es y me he negado a verlo hasta ahora. Soy yo
quien ahora desea verlos a diario. Adoro a los niños, y no solo a los de Diego y
Julieta, sino al resto, con los que también he pasado tiempo. Me he tenido que
acostumbrar, además, a que todos me llamen «tita» independientemente de que lo sea
o no. Han asumido que, si para ellos, Marco es «tito» yo soy «tita», menos para las
peques de casa, que seguimos siendo Babu y Buba. Y punto. La simpleza de los niños
me maravilla.
Con los adultos la cosa va igual de bien o mejor. Consigo bromear con ellos,
apenas me tenso cuando me tocan, salvo que tenga un día malo, y me he adaptado
bastante bien a las reuniones familiares. Siguen pareciéndome un maldito caos, pero
ahora me siento cómoda dentro de él. Como si hubiese encontrado la manera de
sentirme bien dentro de un huracán. Así de extraordinario.
Ahora mismo estoy saliendo de casa para entrenar antes de volver, hacer la maleta
e irme a casa de Diego y Julieta todo el fin de semana y hasta el martes,
aprovechando que empieza noviembre y hay un día de fiesta. Marco trabajará esta
noche, pero Diego y Julieta me han pedido que me quede con ellos de todas formas.
Harán palomitas y verán pelis infantiles hasta que manden a los niños a dormir.
Entonces sacarán el alcohol y pondrán pelis de adultos, pero no porno. Palabras
textuales de Julieta que me hicieron soltar una carcajada mientras Diego resoplaba y
negaba con la cabeza, resignado.
El caso es que es la primera vez en meses que decido quedarme dentro del barrio
haciendo algo a conciencia. No es que no haya caminado por él, pero nunca lo he
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hecho paseando o corriendo, sino como transición para llegar a algún lugar en
concreto. Esta vez intento retener el estado de los edificios, las calles en sí y la gente
que camina a mi alrededor. Chavales demasiado jóvenes saltándose las leyes, señoras
yendo a la compra o hablando en los portales y pocas mujeres jóvenes a la vista. El
pensamiento de que la mayoría estarán en sus casas prostituyéndose o habrán huido
de aquí me llega, pero lo rechazo. No tengo ni idea de cómo funciona la vida ahora
aquí, aunque los motivos de que siga siendo un barrio conflictivo sean tan evidentes.
Todo va bien, corro a un ritmo bueno y empiezo a relajarme lo suficiente como
para dar volumen a los auriculares que llevo puestos. El barrio sigue siendo un
desastre, pero no siento que se me caiga el mundo encima, quizá porque he dejado
atrás, por fin, el estigma de haber crecido aquí. Ya no me siento de aquí. No lo soy.
Nadie lo es, si no quiere, porque no pueden obligar a alguien a ser de un sitio, aunque
lo obligues a vivir en él. Yo no sé dónde está mi lugar en el mundo, ni si voy a
encontrarlo algún día, pero sé que no está en este barrio, ni en mi piso, así que quizá
sea hora de empezar a pensar en ese cambio que me haga dejarlo todo atrás de
manera definitiva. Mentiría si dijera que creo que ha llegado el momento de
replantearme una mudanza. Soy feliz, el piso ya no me agobia, los recuerdos que me
traen ahora están mezclados y sustituidos por unos en los que cocino junto a Marco,
río con él, hacemos el amor o hablamos de cualquier cosa en el salón. Y me he dado
cuenta de que no es el único que me ha ayudado en esta tarea. También recuerdo a
Julieta visitándome con los niños y el miedo que pasé al darme cuenta de que los
había traído a este barrio solo por mí. A Einar y Amelia ayudándome a reformarlo, a
Diego dándome la bienvenida… He conseguido mi propósito. Me he demostrado a
mí misma que podía vivir aquí sin hundirme en la miseria. Me he demostrado
también que mi madre pudo haber hecho lo mismo. Pudo haber luchado y seguido
adelante sin caer en la mierda, pero no lo hizo. No sé si fue falta de motivación,
depresión o cualquier otra cosa, pero sigo sin sentir lástima de ella y ahora, además,
estoy en paz con eso. Está bien no sentir lástima y no echarla de menos. Está bien,
ella no fue una buena madre y yo no soy una mala hija por sentir paz ahora que no
está y mi vida ha cambiado radicalmente. Ahora solo necesito empezar a buscar algo
en la ciudad que se adecue a mi sueldo y habré dado un paso más en esta evolución
personal en la que la meta está tan alta como yo quiera ponerla.
En esas estoy cuando él se cruza en mi camino. No de forma literal, porque está al
final de la calle, en el cruce que hay, pero sí de manera figurativa, porque su imagen
aparece ante mí y siento como si doscientos elefantes intentaran prohibirme el paso.
Ángel me observa desde una distancia de no más de cien metros, con un cigarro en la
boca y una sonrisa torcida, decadente y asquerosa. La veo desde aquí. La siento desde
aquí porque la tengo grabada a fuego en mi interior, mal que me pese.
Sabe que soy yo.
Por supuesto que lo sabe. Seguramente siempre ha sabido de mi vuelta y ha
pasado de mí todo este tiempo para hacerme creer que iba a dejarme tranquila. Por un
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momento pienso seriamente en la posibilidad de parar en seco y girarme, pero
entonces estaría regalándole la victoria de nuestra primera batalla después de tantos
años, así que mantengo el ritmo y, cuando me voy acercando a donde está, me
encargo de mirarlo con la cabeza muy alta y los ojos bien abiertos. Cargados de odio,
pero también de frialdad. Sigo trotando y, cuando llego al cruce, giro a la derecha y lo
dejo atrás. Bajo el volumen de mis auriculares a tiempo de oír su risa. Supongo que le
ha hecho gracia que le ignore.
El problema es que no sé si se la seguirá haciendo cuando esto se repita, porque si
algo tengo claro es que, ahora que me ha visto en persona, no va a conformarse con
este encuentro.
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—¿De verdad no quieres venir a tomar algo? —pregunta David, uno de los
trabajadores.
—No, de verdad. Quiero llegar a casa y estar tranquilo.
—Desde que tienes novia eres un poco más aburrido, jefe, que lo sepas.
Me río, lejos de tomarlo mal, y Fabi interviene, como la buena amiga que es, para
defenderme.
—Lo que pasa es que ya no tiene la necesidad de salir a buscar un polvo insulso
con una desconocida. Ahora tiene un gran polvo con el amor de su vida esperando
por él. ¿Tú saldrías, o te quedarías en casa?
David se ríe y admite que, visto así, es normal. A mí me da igual si lo entiende o
no, porque de todas formas pienso irme. Estoy deseando llegar, meterme en la
buhardilla con Erin y descansar con ella bien pegada a mí. Más aún sabiendo que este
finde no iremos a su piso, porque odio dormir allí. Más que nada porque el colchón
sigue siendo enano para los dos y, al estar en el suelo, me levanto con un dolor de
espalda tremendo. También es porque, al contrario que Erin, no consigo
desprenderme del todo de los recuerdos. Además, no quiero que Ángel o alguien me
vea por allí. Me preocupa que en todo este tiempo no haya dado señales de vida.
Tiene que saber, por narices, que Erin ha vuelto, pero no me creo que vaya a actuar
con tanta pasividad. Este mes, cuando fui a casa de mi madre en mi visita mensual
para darle dinero y comprobar si sigue viva, él no estaba, así que no pude fijarme en
si me miraba distinto, o incluso si me soltaba alguna indirecta. Mejor, porque no
quiero tener que enfrentarme a él, pero eso no quita que empiece a darle vueltas al
tema y me tense, porque sé que está aguardando el momento perfecto para joder.
—Entonces, ¿cuál es el plan, aparte de follar como cosacos? —pregunta Fabi
cuando David y el resto de chicos se despiden de nosotros.
—No lo sé, supongo que pasearemos, saldremos a comer o tomar algo, estaremos
relajados por casa… Un finde tranquilo.
—¿Por qué no vamos mañana a comer juntos? Se lo diré a Celia.
Me parece buena idea. Erin y Fabi se han visto ya varias veces y han congeniado
bastante bien, lo que es una gran noticia, porque mi amiga sigue siendo vital en mi
vida y no quería que el ambiente entre ellas fuera raro o tenso.
—De acuerdo, se lo comento y te digo algo.
Nos despedimos y me marcho a casa.
Al llegar me encuentro con Diego y Julieta haciéndose arrumacos en el sofá y con
Erin dormida en uno de los sillones.
—Se ha quedado frita a mitad de peli, y no me extraña, porque el poli ha elegido
un truño —dice mi tía.
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—Lo hemos echado a suertes y me ha tocado elegir, lo siento —contesta Diego
riéndose.
Yo sonrío, acaricio la mejilla de Erin y, cuando me mira, le guiño un ojo.
—Buenas noches, dormilona. ¿Vamos arriba?
Ella asiente, se levanta, estirándose un poco, y se despide de mis tíos antes de
empezar a subir escalones. Observo sus vaivenes de cansancio y me río, porque
parece una zombi pelirroja intentando no caerse.
Cuando llegamos a la buhardilla, sin embargo, se gira, me sonríe y me empuja
para que caiga en la cama.
Lleva una de mis camisas de cuadros, concretamente la que me robó hace diez
años. Recuerdo la primera vez que la descubrí en su piso; la emoción que atravesó mi
garganta, porque era una prueba más de que ella tampoco me olvidó. Desde entonces
adoro que duerma con ella entre mis brazos.
Esta noche juega con los botones, se contonea y la miro embobado, pensando en
lo mucho que ha cambiado Erin en el plano sexual. Sería de necios decir que ya lo
tiene controlado y nunca se bloquea, porque no es cierto. A veces se tensa, pierde el
hilo y, si no estoy atento, se bloquea, pero cada vez le ocurre menos y ahora es ella la
que inicia los preliminares, a veces.
Se deshace de la poca ropa que lleva al ritmo de una música que no suena, y me
encantaría preguntarle por la canción que sigue su mente, pero estoy perdiéndome en
su desnudez y mi capacidad de razonar está bajo mínimos.
Me quito mi propia ropa y es lo único que hago, prácticamente, porque luego Erin
se encarga de hacerme el amor de una forma tan deliciosa que quedo para el jodido
arrastre.
—Debería bajar a ducharme —murmuro bostezando y acariciando su cuerpo
desnudo minutos después de acabar.
—Deberías, sí. Hueles a comida y me está entrando hambre.
Me río, beso su frente y me levanto de mala gana. Cojo un bóxer limpio, bajo, me
doy una ducha rápida y, al subir, lo hago con frío, que ya se deja notar y mucho. Me
meto en la cama de un salto y Erin se ríe, pero me abraza con fuerza para hacerme
entrar en calor.
—¿Cómo fue el día hoy? —pregunto.
—Bien, todo bien.
—¿Alguna novedad?
Bostezo y ella lleva mi cabeza a su pecho. Apoyo la mejilla sobre su piel y la
beso, cerrando los ojos.
—Ninguna —susurra—. Todo va de maravilla.
—Bien —murmuro con voz pastosa—. Dios, me caigo de sueño.
—Duerme, mañana hablamos con calma.
Obedezco, porque de vedad el cansancio está pudiéndome, así que me dejo ir y,
cuando me despierto, ya por la mañana, me doy cuenta de que ella no está. Bajo,
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entro en el baño y, al llegar al salón, la encuentro en el sofá viendo los dibujos con
Mérida, que ya está despierta.
—Buenos días, chicas —digo con voz pastosa.
Beso a Erin en los labios y a Mérida en la mejilla y me siento en el sofá, mirando
fijamente los dibujitos de la tele. Después de unos minutos me levanto para tomarme
un café y, cuando ya soy persona, más o menos, busco a Erin de nuevo, que sigue
sentada en el sofá y mirando a la tele, pero sin verla. Sus ojos están tan fijos que no
pestañea, así que supongo que está sumida en sus pensamientos. La dejo unos
segundos más y, al final, la interrumpo. Le cuento que Fabi quiere que vayamos a
comer con ella y con Celia, mi chica acepta así que aviso a mi amiga y confirmo.
La mañana se nos va en hacer el vago en el sofá. Julieta, Diego, las otras niñas y
hasta los críos de Amelia y Eli se pasan por aquí para jugar y salimos un rato al
jardín, pero Erin dice que está agotada porque ha dormido poco y se queda dentro, en
el sofá.
—¿Está todo bien? —pregunto en un momento dado.
—Sí, es solo que anoche no conseguí descansar del todo y estoy cansada.
—Si quieres llamo a Fabi y anulo.
—No, está bien. Me apetece quedar con ellas.
Sonrío, la beso y lo dejo estar, porque sus constantes bostezos me confirman su
cansancio.
El problema es que la comida con Fabi y Celia es divertida, pero Erin participa
poco. Que actúe así no es lo normal, pero al final, cuando ya estamos en un pub
tomando algo, admite que tiene jaqueca y está muy descentrada.
—¿Por qué no lo dijiste antes? —pregunto—. Nos podríamos haber quedado en
casa.
—Claro, nena. —Fabiola palmea su mano—. Si yo tuviera dolor de cabeza estaría
en cualquier sitio, menos aquí con la música a todo dar.
Erin sonríe y asegura que le apetece muchísimo estar aquí. Nos bebemos nuestras
consumiciones y, cuando veo que no consigue mantener el hilo mucho tiempo, me
despido de las chicas y la saco del pub.
—Nos vamos a casa.
—No hacía falta, Marco.
—Claro que sí. Tienes que tumbarte y descansar un poco.
Ella no protesta y eso me da una idea de lo mucho que le duele en realidad.
Nos marchamos a casa, hago que se tome una pastilla para el dolor y, cuando se
mete en la cama, me descubro pensando que ojalá sea solo eso, porque conozco a
Erin y hay algo que…
No, no voy a pensar nada raro. Días malos tenemos todos y hoy le ha tocado a
ella.
Todo está bien. Todo va a seguir bien, estoy seguro.
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Erin
El fin de semana es extraño. Intento centrarme en lo que hago y olvidarme de la
imagen de Ángel, pero me está resultando difícil. Lo peor es que temo que Marco se
dé cuenta, porque la excusa de la migraña no puede ser eterna. Bueno, no. Lo peor es
que Ángel ha conseguido, solo con su presencia, amargarme el fin de semana, porque
intento ser positiva y no darle vueltas, pero me resulta imposible y las imágenes del
pasado no dejan de llegar en tropel.
Ahora es distinto, estoy armada con conocimientos. Entrenada a conciencia. No
puede hacerme daño, pero una parte de mí no deja de pensar que, si él quisiera,
conseguiría que yo volviera a ser la chica asustada y temblorosa que un día fui.
—¿Estás bien? —pregunta Julieta mientras pela patatas para hacer una tortilla.
Yo estoy sentada observándola porque me ha dicho que no hay nada en lo que
pueda ayudar. Marco está trabajando y esta noche vendrá toda la familia a cenar.
No quiero mentir a Julieta, pero tampoco sé hasta qué punto puedo confiar en que
ella no vaya a contarle lo que me pasa a Marco, así que me encojo de hombros y
asiento.
—Sí, todo bien. Oye, podría hacer una tarta para esta noche. O pasteles
individuales.
—Nadie se quejaría —contesta sonriendo—. ¿Te ayudo?
—No, qué va. Con prestarme la cocina haces más que suficiente.
Ella se ríe señalando la nevera y la despensa, dejándome claro que me sirva de
todo lo necesario, pero ya me sabe bastante mal quedarme aquí cada dos por tres,
consumiendo y sin pagar, porque no me lo permiten, como para aprovecharme
también de sus ingredientes para hacer una tarta por gusto mío, cuando nadie me la
ha pedido.
Bueno, Marco sí, pero Marco se pasa la vida pidiéndome dulces. Es mi mejor
catador, el problema es que no es muy crítico y todo se lo zampa con las mismas
ganas, asegurando que está de muerte.
El caso es que no me parece bien coger sus ingredientes, así que le digo que no se
preocupe, que voy a la tienda de Chinlú y cojo yo misma lo necesario. Julieta
protesta, dice que es una tontería y que a ella le da igual, pero al final cede. Eso sí,
cuando estoy a punto de salir me pide que me lleve a Edu, que está un poco gruñón.
—Así termino con esto a tiempo y recojo a las niñas de casa de Tempanito.
Acepto encantada de la vida, porque adoro al pequeñajo. Y a él no le caigo mal,
porque se ríe un montón cada vez que le hablo. No quiero ser egocéntrica, pero
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conmigo se ríe más que con la mayoría. Marco se carcajea cuando lo digo, pero
porque me tiene envidia y cuando se lo hago saber se ríe de verdad, a carcajadas, y
me asegura que no hay nada que le haga más feliz que verme así de contenta y
relajada con los niños. Normalmente después nos besamos y nos susurramos un
montón de cosas con un nivel de azúcar tan alto como las tartas que preparo.
—¿Mochila o carro? —pregunto cuando cojo al pequeño de su minicuna.
—Lo que tú prefieras —contesta Julieta.
Me decanto por la mochila, porque hay algún tipo de poder oculto en la mochila
de Edu. No sé qué pasa que, cuando me la pongo y cuelgo al pequeño en ella, bien
pegadito a mí, siento que los males son menos males. Como si pasearlo en ese trozo
de tela segregara algún tipo de endorfina. Como si su inocencia pudiera salvarme de
todo, incluso de mis pensamientos y miedos. O será el instinto protector que despierta
en mí verlo tan pequeñito, buscando el calor de mi pecho y durmiéndose en calma, a
veces sonriendo, como si supiera que sus sueños están a salvo. Que él está a salvo.
Todos los niños del mundo deberían dormirse así.
El recuerdo de mi niñez llega con fuerza, pero lo aparto. No voy a dejar que nada
de lo que pasó aquellos años intervenga en mi presente estropeándolo. No puedo
permitirlo.
Salgo de casa después de ponerme una chaqueta y coger una mantita que pongo
alrededor de la mochila para proteger a Edu, que ha bostezado en cuanto ha notado el
movimiento de mi cuerpo.
—Te gusta esto, ¿verdad? —susurro acariciando su frente y sonriendo cuando me
mira y gorjea—. A mí también, colega.
Él cierra los ojos, sonríe y yo pienso, otra vez, en lo mucho que se parece a su
padre físicamente. Genes poderosos los de estos Corleone. Quizá algún día…
—Hola, Erin. ¿Vas a dar un paseo? —Eli me saluda desde el jardín principal con
una sonrisa.
—A comprar a la tienda de Chinlú, en realidad, pero sí.
—Genial, que se dé bien. Nos vemos esta noche.
Me despido con un gesto de la mano y una sonrisa, salgo y, antes de llegar, me
encuentro con Javier, el padre de Julieta y el resto de los cuatrillizos.
—Hola, pequeña. ¿Vais de compras?
Besa la cabeza de su nieto y mi mejilla haciéndome sonreír. Recuerdo momentos
en los que habría sido impensable que un hombre me besara de forma casual y
cariñosa en la mejilla. Uno mayor que yo, aún menos. Claro que Javier es un santo, y
no lo digo yo, sino toda la familia. Bueno, paciente, simpático, cariñoso y un gran
padre y abuelo. A veces se enfada y grita, pero en comparación con todo lo bueno que
hace y es, no es nada.
—He pensado hacer una tarta para esta noche.
—Mmmm qué rica. ¿De qué sabor?
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—No lo sé. Pensaba decidirme sobre la marcha. ¿Algún sabor que te guste
especialmente?
—Me encanta la fruta con nata, pero mis hijos prefieren el chocolate en su
mayoría, menos Esme, que es más de fruta, también.
—Pues ya está. Haré una tarta de fruta y nata y algunas tartaletas de chocolate.
Así estarán todos contentos.
—Eres un sol. Oye, dile a ese novio tuyo, cuando puedas, que tiene que pasarse
por casa. Prometió ayudarme con un par de cosas y no hay forma de verle el pelo.
—Yo se lo digo sin falta, no te preocupes.
—Eres una gran chica, Erin. Una gran chica. ¡Buenos días, Antonio! ¿Qué hay?
Antonio, un vecino de Sin Mar, se para a hablar con él y yo sigo hacia la tienda
pensando en lo rápido que me he sentido integrada en esta urbanización. Ahora,
cuando paseo por aquí, ya no tengo la sensación de estar haciéndolo por el decorado
de un barrio típico americano. Conozco a los vecinos, o al menos a los más cercanos
a la familia León, me paro a charlar con unos u otros, he corrido al amanecer por sus
calles y he tomado limonada en casa de algún vecino mientras me hablaban de
asuntos que implicaban al resto de habitantes como si fuese una más. La plenitud y el
miedo crecen equilibradas en una balanza que cada vez es más grande. Me llevará un
tiempo acostumbrarme del todo y dejar de esperar que algo horrible ocurra solo
porque no me parece normal ser tan feliz. Es una actitud pesimista que no me viene
bien, por eso lucho contra esa parte de mí y puedo decir con orgullo que cada día lo
hago mejor.
Compro los ingredientes necesarios y, a la vuelta, me distraigo paseando con
lentitud y dando algún que otro rodeo para conseguir que Edu se duerma
profundamente. Cuando vuelvo a casa lo pongo en la minicuna y acepto el abrazo de
agradecimiento de Julieta.
Ella sigue poniendo al día los preparativos y yo me pongo con la repostería. Me
gustaría tener más tiempo para que enfríen bien y estén buenas, pero haré algo
sencillo y así no tendré que preocuparme.
La cena es un éxito y la comida se agota al completo, pero eso, tratándose de los
León, tampoco es un mérito enorme, porque comen como limas todos. Marco de los
que más.
—De verdad que sigo sin entender dónde demonios lo metes —le digo cuando le
veo comerse la segunda tartaleta, después de haberse comido ya un trozo de tarta de
frutas.
Marco eleva una ceja de un modo tan sexual que le pateo con cariño por debajo
de la mesa, pero lejos de cortarse se ríe y ese es otro de los motivos de mi felicidad.
Marco se ríe constantemente. De todo, con todos, sin malicia y sin arranques de rabia.
Es feliz. Verlo, ser parte de ello, me genera una de las mejores sensaciones del
mundo.
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Es también el motivo por el que no le he dicho que he visto a Ángel. Lo haré,
porque aprendí hace mucho que guardar ciertos secretos no sirve de nada, no es sano
y, a la larga, hace más daño que otra cosa, pero lo haré cuando encuentre el momento
oportuno. Esta noche no es ese momento, así que lo olvido y me concentro en
disfrutar.
Lo consigo, saboreo al máximo cada anécdota y más tarde, ya a solas, las caricias
de Marco.
El lunes llueve y me paso el día acurrucada junto a él, porque no trabaja. Leo,
vemos películas, hacemos el amor y jugamos al Monopoly con la familia, aunque la
cosa acaba en un drama tremendo porque Emily tiene un mal perder increíble, igual
que Victoria, y han acabado tirando todas las fichas cuando han visto que no iban a
ganar. Se ha montado un circo importante pero luego, a solas con Marco, no hemos
podido evitar reírnos de buena gana con el genio que tienen los enanos de la casa.
Por la noche, cuando volvemos a mi piso y ya estamos en el colchón, él
quejándose y yo intentando que se sienta mejor, decido contarle lo que lleva
rondando mi mente unos días.
—Creo que es hora de buscar un estudio de alquiler —susurro recreándome en su
sorpresa—. Algo pequeño y barato en la ciudad. Podrías ayudarme a mirar…
No puedo acabar. Sus besos lo llenan todo y pronto, mis gemidos, también.
—Gracias —dice tiempo después, cuando nos acariciamos desnudos y saciados.
—¿Por?
—Por todo. Por ser mi luz. Mi faro cuando no sé hacia dónde voy. —Acaricia mis
labios hinchados por los besos con lentitud y sonríe—. Mi refugio —susurra tan
bajito que apenas le oigo.
Cierro los ojos y suspiro, recordando el tatuaje de su brazo y sintiendo a fondo
sus palabras. Me encantaría tener una bola de cristal para ver el futuro y poder
prometerle que siempre seré su luz, o que él siempre va a encontrarme, pese a la
niebla que pueda rodearlo, pero no puedo. Aun así, lo beso, sonrío y me duermo
pensando que lo importante es que estamos aquí, juntos y dispuestos a dar los pasos
necesarios para hacer que esto funcione.
Por la mañana, cuando Marco se va a trabajar, decido hacer un poco de yoga en
casa. Después de un finde tan intenso necesito disfrutar de un tiempo a solas,
recreándome en los movimientos de mi cuerpo y vaciando mi mente un poco. No es
que esté agobiada, pero llevo toda la vida estando sola y ahora, cuando paso muchos
días con los León, Corleone y el resto de la familia, tengo momentos de desear
alejarme, respirar con fuerza y volver. Soy una mujer acostumbrada a la soledad y,
aunque me gusta mucho más estar con ellos, necesito tiempo y espacio. No lo
considero algo malo, al revés. Ahora disfruto muchísimo más estos ratitos a solas.
Cargo las pilas y, cuando estoy a tope de energía, pienso en todo lo que me rodea y
solo puedo sonreír.
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Cuando tocan a la puerta estoy a punto de aplaudir, porque me imagino a Amelia
con una caja de donuts y un par de vasos de té. Son muchas las veces que aprovecha
su hora del desayuno para venir a verme y no me quejo, porque siempre me ahorra
prepararme el desayuno.
Descorro la cadena y abro sin asegurarme antes de quién es. Ese es mi primer
error, porque Ángel entra de un empujón y a mí me lleva unos segundos reaccionar y
darme cuenta de que acabo de mandar al traste toda posibilidad de conservar la calma
lograda con el ejercicio.
Aun así, cojo aire y me preparo para lo que sea que venga ahora.
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Erin
—Buenos días, preciosa. Bonito conjunto.
Por muchas ganas que sienta, no miro hacia abajo. Sé bien que solo llevo un
pantalón de yoga y una camiseta de tirantes. No se ve nada, salvo mis brazos. Quiere
provocarme y que reaccione de manera insegura para aprovecharse.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunto en tono frío.
—El otro día fuiste una maleducada. No te paraste a saludar, ni nada.
—Llevaba prisa, y ahora también estoy mal de tiempo, así que te agradecería que
te fueras.
Él se ríe y se rasca la mejilla. Tiene unas manchas rojas superfeas, seguramente
causadas por algún tipo de problema de dermatitis que habrá empeorado con todas las
mierdas que toma y lo mal que se cuida. Su barriga es enorme, pero no tanto como la
recordaba. Quizá, con ojos de niña, todo se magnifica. Lo único que no magnifiqué
fue todo lo que me hizo. De hecho, debería haberlo magnificado más, y ese fue uno
de los problemas que tuve que solucionar. Aprender que lo que me hizo no fue culpa
mía, ni lo hacía causado por alguna mala acción mía. Jamás debió ponerme una mano
encima, bajo ninguna circunstancia. Por fortuna, ya no soy aquella niña desesperada.
Ángel se pasea por el salón con mirada altiva. Sus pisadas son fuertes, hacen eco.
O será el recuerdo de oírlas en el pasillo justo antes de que la puerta de mi cuarto se
abriera, que se quedó grabado en mi mente como uno de los sonidos más terroríficos
del mundo.
—No lo has dejado mal. Por lo menos huele a limpio. —No contesto y él se pone
las manos en la cintura y sonríe—. ¿El dormitorio también está nuevo?
—Ángel, vete —le digo aparentando una calma e indiferencia que no siento, ni de
lejos.
—Mujer, solo quiero ver cómo ha cambiado todo esto. Pasé mucho tiempo de mi
vida entre estas cuatro paredes. Bueno, más bien entre las cuatro paredes del
dormitorio de tu madre. —Suelta una risotada, se acerca un poco a mí y sus ojos
brillan con malicia—. En el tuyo también pasé algún tiempo, ¿te acuerdas?
—O te vas ya, o llamo a la policía.
Él bufa y yo me muerdo la lengua. Mi primer error ha sido ese. A Ángel no le
asusta la policía y, además, aunque los llamase, con lo que tardarían en llegar él
tendría tiempo de sobra de recrearse en su visita y luego largarse sin prisa. La idea de
llamar a Diego me pasa por la cabeza, pero la deshecho de inmediato. Yo sabía que,
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tarde o temprano, tendría que enfrentarme a él, y ahora que ha llegado el momento no
voy a valerme de terceros para echarlo de mi piso.
—¿Recuerdas cuando comíamos pizza en la cocina? Te gustaba la pizza. Te
gustaba tanto que, a veces, estabas dispuesta a hacerme algún que otro favor para
conseguir un poco. —Aguanto las ganas de vomitar y sigue—. Verás, Erin, hace
tiempo que sé que volviste. Pensé que en algún momento te dignarías a hacerme una
visita, pero como no ha sido el caso, me he visto obligado a venir. Espero que
entiendas que para mí no es plato de buen gusto que me desprecies de una forma tan
fea. Yo no tengo ningún problema contigo y no me gusta pensar que tú, conmigo, sí.
Hay que ser un cínico hijo de puta para pensar eso después de todo lo ocurrido. El
problema es que sigue actuando como si no hubiese pasado nada. Como si él fuese la
mejor persona del mundo y, lo que ocurrió hubiese sido idea mía o consentido en
algún momento.
—Me importas muy poco, Ángel. Sinceramente, me das exactamente igual, por
eso no te he buscado, ni te saludé el otro día, ni pienso saludarte nunca. Me importas
una mierda.
Mentira. Me importa. Me importa tanto como para odiarlo a muerte, y eso me
molesta en el alma porque, en el fondo, el odio es un sentimiento que me recuerda
que aún puede hacerme daño. Ojalá pudiera sentir indiferencia. Eso sí que sería una
prueba de que ni él, ni nada de lo que pasó aquí me importa. Por suerte o por
desgracia, asumí hace mucho que la indiferencia, con respecto a este tema, jamás
llegará.
—¿Qué te ha pasado? Antes no eras así.
—Antes era una niña asustada y hambrienta.
—Sí, bueno, pero también eras un poco más dulce cuando me portaba bien
contigo, y ahora no me estoy portando mal, ¿no?
Aprieto los dientes. Portarse bien conmigo era darme algo de comida, o no
pegarle a mi madre a cambio de que yo…
—Vete, Ángel, ya no te lo digo más.
Suspira, se frota la nuca y se encoge de hombros.
—Está bien. Para que veas que soy buena persona y no estoy enfadado contigo
por no haberme avisado de tu vuelta, voy a irme, pero a ver si algún día nos vemos
con calma. Podríamos tomar un café.
—No, gracias.
—Mira, Erin, no hace falta que vivas en este piso. Si tú quisieras, yo podría
encontrarte algo en la ciudad, lejos de este barrio. Sé que nunca te gustó demasiado.
Sonrío con cinismo y elevo una ceja, apoyándome en el canto de la puerta abierta.
—¿Tan desesperada crees que estoy?
—Bueno, estás aquí, ¿no? —Me dedica una sonrisa torcida y asquerosa—. Si has
vuelto, después de que parecías odiarlo tanto, será porque necesitas algo.
—No necesito nada, y menos de ti.
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—Bueno, bueno, yo ya te he dejado caer mi oferta. Si necesitas ayuda, ya sabes
dónde estoy. No soy rencoroso.
Estoy a punto de vomitar. Dios, si no se va ya, voy a vomitar frente a él. ¿Cómo
que no es rencoroso? ¿Pero de verdad se cree las cosas que dice? ¡Es el colmo de lo
absurdo!
No contesto, no puedo y, cuando por fin se va, me obligo a cerrar con suavidad.
Si doy un portazo se recreará y confirmará lo desesperada que estoy.
Me dejo caer en el suelo agarrándome el estómago con fuerza. Podría haber sido
peor para mí y mejor para él. Los dos lo sabemos. He conseguido enfrentarlo con la
cabeza en alto y sacarlo de aquí. Es un gran avance y debería estar contenta, pero solo
quiero llorar y largarme para siempre de aquí. Cierro los ojos y me contengo: justo
por eso he vuelto. Necesito enfrentarme a esto. No puedo seguir teniendo miedo a esa
parte de mi vida. Tengo que enfrentarlo para demostrarme a mí misma que puedo
salir entera, aunque duela.
Pienso en Marco de inmediato, pero tan pronto como cojo el móvil, lo suelto. Si
le dijera que ha venido aquí se cegaría de rabia. Una cosa es verlo y otra que entre
aquí. Iría a buscarlo y no quiero ni pensar en lo que ocurriría. Puedo manejar esto
sola, solo necesito tiempo, calmarme y empezar a buscar un piso fuera de aquí para
visualizar esa meta mientras lucho contra Ángel y el pasado.
Dos días después aparezco por sorpresa en casa de Julieta. Marco está de noches,
no sabe que he venido, pero es que antes quería cerciorarme de que no había
problema.
—Hola, pelirroja. —Me sonríe y yo me acuerdo de Marco cuando me llama así
—. ¿Qué te trae por aquí?
—Pues había pensado esperar a Marco aquí y pasar la noche con él, si no os
importa.
—Para nada. Llegará tarde y Diego está currando, así que podemos tener noche
de chicas.
—Qué raro se me hace que lo llames Diego —le confieso—. Siempre le dices
poli.
—Sí, pero hoy estoy cabreada con él. Cuando me cabreo pasa a ser Diego a secas.
—Uy —digo, sin querer meterme de más, aunque tenga curiosidad.
Por suerte, Julieta es de desahogarse a la mínima de cambio.
—Sí, uy. ¿Te puedes creer que el muy idiota me ha dicho que quizá Edu no
duerme por mi culpa? —Frunzo el ceño y ella resopla—. O sea, que la culpa de que
el crío parezca un vampiro que duerme de día y abre los ojos de noche es mía.
Eso suena raro. Muy raro, teniendo en cuenta el grado de adoración que Diego
siente por Julieta, así que decido investigar con cuidado.
—¿Te lo ha dicho así, con esas palabras?
—Bueno, a ver, estábamos discutiendo acerca del tema, porque no entendemos
cómo es que duerme tan poquito. Mérida daba malas noches, y las gemelas más, pero
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no así. Es que Edu no duerme ni dos horas seguidas. Total, que le he dicho que no sé
por qué este niño es tan nervioso y me ha soltado que igual los nervios se los
transmito yo. ¿Te lo puedes creer? ¡Como si él fuese la calma hecha persona!
Me fijo en sus ojeras, su pelo alborotado y el brillo de sus ojos. Las niñas gritan
en alguna parte de la casa y ella cierra los ojos, exhausta. Está en las últimas.
Necesita dormir y es verdad que Edu suele dar malas noches. Supongo que tener tres
hijas más a las que atender todo el día de manera equilibrada lo complica todo. He
podido comprobar lo buenos padres que son, se desviven por sus hijas, pero esto no
es una película, en la vida real los niños pueden conseguir que te agotes de forma
extrema, y eso es todo lo que le pasa a ella, estoy segura.
—¿Qué te parece si hoy me ocupo yo de ellos?
—¿Qué?
—Date una ducha y acuéstate. Me ocuparé de que las niñas cenen, las acostaré y
me quedaré con Edu en la buhardilla, si te parece bien. Descansa, Julieta, lo necesitas.
Ella hace amago de hablar, pero los labios le tiemblan y niega con la cabeza.
—Eso sería de mala madre. Puede que esté como una cabra, pero no soy una mala
madre.
Sonrío, voy hacia ella y, por primera vez, inicio un contacto directo. La abrazo y
acaricio su espalda.
—Julieta, créeme cuando te digo que sé bien lo que es una mala madre y tú estás
muy lejos de serlo. —Ella solloza y yo me despego para mirarla a los ojos—. Una
ducha calentita, una cena rápida y a la cama. ¿Qué te parece?
—Que eres un puto ángel. —Sonrío y resopla—. Y que igual me he pasado
mandando a Diego a la mierda.
—¿Ha sido una pelea seria?
—Lo bastante como para que se haya ido dando un portazo y aún no me haya
escrito ni llamado.
Eso no es normal. Diego y Julieta discuten mucho, pero lo solucionan en cuestión
de segundos y, por muy peleados que estén, siempre hablan las cosas, aunque sea por
mensaje para no estar de malas en la distancia.
—Estará liado con el trabajo.
—Ya…
—Ahora lo importante es que descanses. De hecho, vas a dejarme tu móvil.
—No, el móvil me lo quedo.
—No, se queda conmigo, igual que los niños. Tú vas a descansar y vas a hacerlo
de verdad. Ya te conozco, te pondrías a mirar chorradas por internet. —Ella consigue
reírse y me alegro—. Ve, Julieta, de verdad.
—Pero son cuatro…
—Lo sé, pero puedo con ellos. Soy como Mérida, de Brave, ¿recuerdas?
Ella sonríe y asiente, me da instrucciones para calentar la leche materna que hay
en la nevera, llama a sus hijas y les cuenta que va a dormir ya porque tiene mucho
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sueño, pero que se quedan conmigo. Valoro muchísimo eso. Ni ella ni Diego mienten
nunca a las niñas. Les explican las cosas y las ayudan a gestionar el tema, sea el que
sea. Puede que Julieta esté como una cabra, como ella misma dice, pero es una madre
alucinante y eso no puede ponerlo en duda nadie.
Cuando sube me llevo a las niñas y a Edu a la cocina. Envío un mensaje a Marco
y le aviso de que estoy aquí, para que no vaya a mi piso. Preparo una cena ligera para
todas y luego hago que se pongan los pijamas y se metan en la cama. Me cuesta dos
cuentos completos que se duerman, pero lo logro.
—Y ahora tú y yo nos vamos ir a la buhardilla a descansar —le digo a Edu, que
me mira con los ojos de par en par y se ríe.
La risa le dura el tiempo que tardo en ponerlo en el capazo, que es lo que he
subido para colocarlo en la cama y controlar que no se caiga si le da por girar, aunque
es muy pequeño y no gira, pero nunca se sabe.
El pequeño se convierte en un gruñón, no deja de patalear y no hay chupete,
canción ni palabras que lo calmen, así que lo cojo en brazos, bajo a la cocina y le
preparo un biberón. Se lo zampa enterito y pienso, ilusa de mí, que ahora sí que
aguantará un poco más. De hecho, mientras subo las escaleras está adormilado, así
que sonrío pagada de mí misma. Sin embargo, al ponerlo en el capazo el niño actúa
como si tuviera alfileres debajo de las sábanas.
Empiezo a agobiarme, no tanto por él, como por Julieta, que no quiero que acabe
despertándose y subiendo, así que lo saco del capazo y lo tumbo en la cama, a mi
lado. Milagrosamente el invento funciona, porque me mira y patalea un poco,
calmando su rabieta. Sonrío y lo miro fijamente. Lo miro tan fijamente que se
duerme, aburrido de mí, supongo, y yo pongo el capazo a su lado y lo abrazo por el
otro, rezando para no moverme y aplastarlo. Dios, ojalá eso no pase. Ese es el motivo
por el que duermo a saltos y mal. Por eso, cuando noto un cuerpo grande y caliente
tumbarse en mi espalda, me sobresalto y doy un codazo hacia atrás sin pensar
demasiado.
El gruñido de Marco me hace abrir los ojos de inmediato.
—Ay, Dios. Ay, lo siento mucho, cariño —susurro mientras me incorporo y voy
hacia él, que se agarra el estómago con fuerza.
—La próxima vez que quiera despertarte con besitos y abrazos intentaré recordar
que eres cinturón negro. Joder, pelirroja. —Tose un poco y pongo los ojos en blanco.
—Venga, que tampoco ha sido para tanto. —Me mira mal y sonrío, intentando
quitar hierro al asunto—. ¿Cómo fue la noche?
—Iba de lujo hasta ahora. —Vuelvo a poner los ojos en blanco y acaba riéndose
—. Bien, bien. Ajetreada, pero nada del otro mundo. ¿Y la tuya? —Señala a Edu y,
cuando le cuento lo ocurrido, sonríe sin despegar los labios y me besa—. Gracias por
preocuparte por ella.
—Le tengo cariño, es lo mínimo que puedo hacer.
—Entonces hoy no toca una ración de sexo a lo bestia y tal, ¿no?
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—No. De hecho, lo mejor será que tú duermas en el sofá. No quiero que
aplastemos a Edu.
—Puedo dormir donde está el capazo.
—Imposible. ¿Y si te giras y lo aplastas?
—¿Y si te giras tú?
—Marco, lo digo por la seguridad del bebé.
—Me mantendré en mi lado de la cama, Erin, tranquila. Si te sientes más a gusto
pondremos toallas enrolladas a sus lados. Así, si alguno se acerca, se topará con ellas.
La idea me parece buena, así que la llevamos a cabo. Diez minutos después
estamos cada uno en un borde de la cama luchando por no caernos al suelo mientras
Edu duerme a pierna suelta en el centro.
—Espero que con nuestros hijos encontremos un plan mejor, o una cama más
grande —susurra Marco gruñendo.
Yo me quedo petrificada observándolo, pese a la semioscuridad que hay en la
habitación, pues solo hemos prendido la lámpara pequeña de la mesita de noche.
—¿Tú quieres tener hijos… conmigo? —pregunto con suavidad.
Marco me mira como si me hubiesen salido tres cabezas, hasta que piensa un
instante. Supongo que está dándose cuenta de lo que ha dicho. Al final sonríe un
poco, comedido.
—¿Tú no?
—Sí, o sea, no sé. Hubo un tiempo en que juré que no quería hijos. Tú también lo
juraste.
—Ya… Y estuve a punto de hacerme la vasectomía. —Abro más los ojos, y mira
que pensé que sería imposible, y él se ríe—. Al final no lo hice, tranquila.
—Siempre he pensado que no puedo ser una buena madre. Con mis referencias…
imposible.
—Te entiendo, he pensado lo mismo toda mi vida.
—¿Y entonces? ¿Por qué has dicho eso?
Marco suspira y se pone una mano bajo la cabeza.
—Porque llegar de trabajar y verte tumbada en la cama al lado de Edu me ha
hecho pensar en lo increíble que sería verte dormir con un hijo nuestro algún día. —
Vuelve a suspirar y se gira, mirándome—. Porque yo no quería hijos cuando no tenía
la posibilidad de que tú fueras la madre. Porque si alguna vez se me ocurre meterme
en una aventura tan grande como esa, la única compañera posible para el camino eres
tú, Erin.
Trago saliva intentando no emocionarme demasiado, pero no me sale y acabo
carraspeando y acercándome a él por encima del pequeño Edu.
—Te quiero —susurro cerca de sus labios—. Y también eres el único compañero
que elegiría para un viaje como ese.
Marco se alza y me besa justo cuando sonrío. Nos separamos, nos miramos a los
ojos y no decimos nada. No hace falta, lo importante ya se ha dicho.
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Nos tumbamos para dormir un poco, pero el móvil de Julieta comienza a vibrar y,
cuando lo miro, me doy cuenta de que tengo un montón de notificaciones de Diego.
Cuando justo entra una llamada descuelgo sin pensar.
—Pequeña, joder, ¿estás bien? ¿Por qué no contestabas?
—Diego, soy Erin.
—¿Erin? ¿Y Julieta? ¿Está bien? ¿Qué ha pasado? Voy para allá, ¿dónde estáis?
—No, no, tranquilo, todo está bien. —Me alucina la capacidad que tiene este
hombre para ponerse en lo peor y a punto de infarto en cuestión de segundos—.
Estaba agotada y le he ordenado que duerma mientras me quedo con Edu y su
teléfono.
Se oye un sonoro suspiro, imagino que de alivio.
—¿Estaba bien? ¿Más animada? —pregunta con voz suave.
—Estaba bien —le digo con una sonrisa, sabiendo que no puede verla, pero
esperando que lo sienta—. Oye, solo necesita dormir un poco.
—Está bien —susurra—. Vale. Gracias, Erin.
—De nada.
Cuelgo y miro sonriendo a Marco, que ya se imagina toda la conversación,
porque conoce a su tío mejor que nadie.
—¿Entonces? ¿Dormir sin sexo?
—Exacto, y más te vale no moverte de ahí.
Él bufa, sonríe y me da las buenas noches antes de cerrar los ojos. Un minuto
después está roncando y dos más tarde Edu se despierta y llora de nuevo.
La noche es larga y me pregunto en varias ocasiones cómo aguanta Julieta este
ritmo sin darse a los antidepresivos. Al final pienso que es cuestión de costumbre y
que tiene un carácter positivo que ayuda bastante. Cuando se hace de día y la veo,
descansada, sonriente y deseando coger en brazos a Edu, me digo a mí misma que el
instinto maternal también tendrá algo que ver, porque está abrazando a su bebé como
si llevara sin verlo un año.
Marco y yo llevamos a las peques al cole y luego me despido de él para volver a
mi piso. No me apetece, pero tengo que hacerlo si quiero aparentar normalidad. No
quiero que el incidente de Ángel se sepa y, si empiezo a posponer mi hora de
regresar, Marco empezará a sospechar, así que me despido y, cuando llego a mi
barrio, más concretamente a mi portal, Ángel vuelve a asaltarme, poniéndome los
pelos de punta, porque no lo esperaba. Imaginaba que tarde o temprano se
presentaría, pero no pensé que tardaría solo dos días en volver a acecharme. Eso me
da una idea de lo interesado que está en mí y no me gusta nada.
—¿Qué quieres ahora? —pregunto de mala gana.
—No has venido a buscarme. —Me lo dice como si estuviera dolido y no puedo
dejar de pensar en lo cínico que es—. Pensé que habíamos hecho las paces.
—No tengo nada que hablar contigo, Ángel. No voy a tratar contigo acerca de
ningún tema. No te necesito y no quiero que vuelvas aquí, ¿entiendes?
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Él guarda silencio unos segundos. Lo hace para ponerme nerviosa. Es una de sus
tácticas cuando alguien se le rebela.
—Está bien —suspira y se apoya en la barandilla de la escalera—. ¿Qué es lo que
quieres?
—¿Yo? —pregunto anonadada—. ¿Qué quieres tú, joder? Te dejé muy claro que
no quería verte más y aquí estás.
—Porque he estado pensando y no me merezco que una niñata me trate como tú
me has tratado. Merezco un respeto. Después de todo, ayudé a criarte, ¿no? —Se me
escapa un bufido de manera irremediable y él se envara—. ¿Qué? ¿Vas a decir que
no?
—¿A ti te parece que lo que hiciste fue criarme?
—Oye, niña, que podría haberte dejado morir de hambre y no lo hice.
—¡No lo hiciste porque sacaste a cambio mucho más de las miserias que me diste
para mantenerme viva!
—Exacto. Estás viva, ¿no? Tenías cubiertas las necesidades básicas,
desagradecida.
—¿Eso crees? Porque la versión que yo recuerdo es muy distinta. Abusaste de mí
de tantas formas que lo raro es que aún no haya buscado la manera de darte un tiro y
acabar contigo.
Me doy cuenta del error en cuanto hablo, porque no debería haberle dejado ver mi
rabia, pero es tarde. Suelta una risotada y se tambalea, dejándome claro que va puesto
de algo. Espero que sea alcohol, porque las drogas lo vuelven mucho más agresivo de
lo que puede parecer en principio.
—Ahora está de moda hablar de abuso, cuando la verdad es que tú en ningún
momento gritaste ni saliste corriendo cuando jugábamos.
Aprieto los dientes, aguantando las ganas de vomitar ante el término «jugar» para
definir lo que me hacía. Recuerdo la tensión, la parálisis y el terror recorriendo mis
venas. Si hubiese gritado o salido corriendo habría sido muchísimo peor. Eso fue algo
que aprendí a las malas.
No le contesto. No puedo y tampoco es aconsejable, porque es evidente que solo
quiere buscarme las cosquillas.
Hago amago de subir los escalones y él me alcanza. Comete el error de agarrarme
del brazo, así que me giro, le hago una llave y lo tiro al suelo en cuestión de
segundos.
—Ni se te ocurra tocarme de nuevo —le digo—. Ya no soy aquella niña, Ángel.
Ahora no puedes conmigo.
—¡Serás puta! —grita haciendo que un vecino abra la puerta. Sin embargo, al ver
que se trata de él, la cierra de nuevo. Así es la vida por aquí. Nadie se juega el pellejo
por nadie. Ángel se levanta y hace amago de atacarme, pero no me cuesta demasiado
esfuerzo volver a tirarlo al suelo. En parte porque, en efecto, ha debido tomar solo
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alcohol y su estabilidad es penosa—. ¡Vas a pagar por esto, zorrita! Te lo juro por la
puta de tu madre muerta. Vas a pagar esto muy caro.
Me río. No sé cómo lo consigo, pero me río en alto, en su cara, y subo los
escalones con una calma que estoy muy lejos de sentir. Cuando llego a mi piso, abro,
entro y cierro la puerta a mis espaldas. Me echo a llorar y suelto todo el aire retenido,
dejando que el miedo salga de su jaula y se apodere de mí, aunque solo sea unos
segundos.
¿Y ahora? ¿Cómo lo hago ahora?
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—Esa chica es un regalo del cielo, Marco. De verdad que sí. Para ti y para todos.
Me río mientras Julieta, desde la barra del restaurante, me cuenta lo increíble que
es Erin. No me quejo, me gusta que mi chica se implique con mi familia y el detalle
de cuidar a los peques para que mi tía durmiera fue precioso.
—Se nota que has dormido bien. Estás más animada que estos últimos días.
Se ríe y asiente, dándome la razón.
—Además, tu tío ha venido esta mañana de buenas y hemos hecho las paces por
todo lo alto. Ya sabes…
—No sigas.
Julieta suelta una carcajada y una exclamación de júbilo cuando ve entrar a mis
abuelos.
—¿Hay mesa aquí para un par de viejos hambrientos? —pregunta mi abuelo
sonriendo y acercándose a nosotros.
—Para vosotros siempre. Además, podéis elegir mesa. Todavía no ha llegado
mucha gente.
—Hola, cariño. —Mi abuela besa las mejillas de Julieta antes de que mi abuelo
pida hacer lo mismo—. ¿Cómo estás?
—Bien, muy bien. —Señala el carro de Edu y sonríe—. Y él despierto, para
variar.
—¡Hombre! —Mi abuelo se asoma al capazo y le hace carantoñas al peque—.
Por fin consigo verte con los ojitos abiertos de día, ¿eh? Así me gusta. Se duerme de
noche para que la mamma y el papà descansen también. —El niño gorjea y él se ríe.
Yo también me río y me imagino, por un momento, cómo debe ser eso de que tu
abuelo italiano y alborotador te hable con la baba caída desde pequeño. A veces me
pasa. Cuando veo a alguno de mis abuelos con las niñas o con Edu pienso en lo
increíble que hubiese sido tenerlo en mi vida de pequeño. No fue así, pero los tengo
ahora y me alegro, porque a estas alturas ya no sabría qué hacer sin ellos en mi vida.
—¿Y tú? ¿Cómo estás? —pregunta mi abuelo—. A ver si vuelves a casa con Erin
algún día. Solo la hemos visto en las reuniones familiares y el día que la trajiste para
que la conociéramos. Si va a ser mi nueva nieta política tengo derecho a verla más.
¿Sí o no?
Me río y le prometo que iremos más por su casa, porque tiene razón. Y no es
porque no quiera, pero entre su trabajo, el mío y que el tiempo libre que nos queda
nos encanta estar juntos y solos… Sobre todo cuando conseguimos intimidad, que
suele ser en su piso, donde estamos incómodos, o en la buhardilla cuando todo el
mundo duerme. Aun así, mi abuelo tiene razón. Tienen derecho a ver más a Erin.
Sobre todo porque sé bien que ellos se preocupan en exceso por mí y, ahora, por ella,
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aunque no la conozcan mucho. Son así. No sé cómo pude un día dudar de sus buenas
intenciones…
Al final eligen mesa y Julieta se sienta con ellos, pero se va antes de comer
porque Diego la espera en casa. Yo me ocupo de la barra, pero, en cuanto el ambiente
se relaja en el restaurante, me hago una taza de café y me siento con ellos. Les hablo
de lo que he estado haciendo en mi día a día. Nada especial, pero a ellos les encanta
que cuente todo esto. Supongo que es porque aún les cuesta creerse que el niñato
prepotente que un día fui se ha convertido en un hombre hecho y derecho, aunque
siga teniendo ataques de prepotencia de vez en cuando. Detalles a limar con el
tiempo, como bien dice mi abuela.
Hoy, además, necesito cargarme de toda la buena vibra posible, porque esta tarde
voy a pasar por casa de mi madre antes de ir al piso de Erin. Quiero darle el dinero de
este mes y olvidarme del tema cuanto antes, pero ya estoy pensando en la posibilidad
de que Ángel me diga algo sobre Erin. Ese tema no deja de martillearme. Tiene que
saber de su vuelta y no comprendo cómo es que está tan calmado. De hecho, cuantos
más días pasan así, más pienso que está planeando algo, porque no es normal en él. El
Ángel que yo conozco no dejaría pasar una noticia como esa.
Inspiro y suelto el aire con lentitud mientras me recuerdo, una vez más, que todo
va a estar bien. Ni Ángel va a hacer daño a Erin, ni ella se va a quedar para siempre
en ese barrio. De hecho, hoy le voy a enseñar un par de estudios que he visto por
internet en alquiler. Eso me lleva a pensar en mi situación actual. Quiero vivir con
Erin, no tengo ninguna duda de eso, pero reconozco que me da pena pensar en no ver
a los críos y a Diego y Julieta cada mañana. Supongo que es, en parte, porque
entraron en mi vida tarde y desde que nos estabilizamos tengo la sensación de estar
recuperando el tiempo perdido. También sé que a ellos les dará pena que me vaya,
pero es que no me imagino lejos de Erin por las noches. No puedo y espero que ella
también lo vea así, porque ninguno ha hablado expresamente de vivir juntos, pero yo,
al menos, lo doy por hecho.
Cuando llega mi hora de salir me meto en el despacho y me quito el uniforme. Me
pongo un vaquero y una camiseta lisa, sin ninguna marca o logotipo a la vista, porque
mi madre es de esas personas que, si ve una marca, asume que tienes dinero y
entonces quiere más. Triste, pero cierto.
Tardo en llegar al barrio más de la media hora que normalmente me cuesta, pero a
estas horas es normal, debido al tráfico. Paso por delante de la asociación y me
imagino a Erin dentro dando sus clases. Nadie se puede imaginar el alivio que supone
para mí que sepa defensa personal. Pensar que, llegados a un punto desesperado,
nadie va a poder con ella, o eso espero.
Aparco, camino hacia el bloque de mi madre y hago una mueca al llegar. Cada día
que pasa está peor. Alguien debería hacerle una reforma si no quieren que se les
acabe cayendo a trozos, pero no seré yo quien se ofrezca voluntario.
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Subo las escaleras, entro en casa y, cuando me doy cuenta de que Ángel no está,
suspiro de alivio. Con suerte podré hacer esto antes de que vuelva. Entro en la
habitación de mi madre esperando encontrarla colocada, pero lo que encuentro es a
un sacerdote agarrándole la mano. Frunzo el ceño de inmediato, porque mi madre no
ha rezado en su puñetera vida, así que no entiendo muy bien la escena. El
pensamiento de que es posible que sea un pervertido disfrazado de sacerdote y
estuviesen a punto de llevar a cabo una fantasía casi me hace tener arcadas.
—Buenas tardes —digo de mala gana sacándome el dinero del bolsillo y
poniéndolo en la mesita de noche—. Aquí tienes.
—¿No vas a quedarte a charlar un poco conmigo? Tenemos que hablar —dice ella
con voz sorprendentemente suave.
No tartamudea, ni parece ida, aunque su cara esté igual de demacrada que
siempre. Podría decirle que no, que quiero irme cuanto antes, pero el cura me está
mirando como si fuese un diablo y, ya sea por orgullo, o por dignidad, decido
quedarme.
—Tú dirás —contesto cruzándome de brazos.
Ella mira al cura, que asiente, sonríe y aprieta su mano. Yo elevo las cejas.
Reconozco que pensé que Victoria ya no podía sorprenderme, pero liarse con un
cura… Como me diga que este es mi nuevo padre se me va a escapar una risotada. Yo
aviso. Claro que dudo mucho que mi madre deje a su adorado Ángel.
—No hay una forma fácil de decir esto, Marco. Me estoy muriendo. —El gesto de
mi cara es exactamente el mismo que hace un minuto, y ella suspira con aparente
cansancio—. Esta vez es cierto. Estoy en las últimas.
—Vale, pues ahí tienes el dinero para los dolores, los medicamentos o lo que sea.
—Vuelvo a señalar los billetes que he puesto en su mesita de noche.
—¡Deja de ser un capullo! —exclama—. Te digo que es cierto. El padre Juan está
aquí para darme la extremaunción.
—¿Extremaunción? Pero si tú ni siquiera eres creyente.
—Ahora sí. Ahora creo y rezo a diario. —Bufo y ella se enfada, porque la
paciencia nunca ha sido su fuerte—. Mira, gilipollas, te estoy diciendo que ahora soy
creyente y buena persona.
—En el insulto he visto tu cambio, sí.
—¿Ves? —le dice al cura—. Si es que es insoportable.
—Tienes que tener paciencia. A veces los hijos eligen caminos difíciles, pero, si
son buenos de corazón, acaban volviendo y aceptando el amor de una madre.
—Para camino difícil el que me hizo recorrer ella —digo poniéndome serio de
verdad—. Con todo el respeto, padre, si no sabe de lo que habla, o solo sabe su
versión, mejor se calla la boca.
El cura me mira sin sorprenderse, así que doy por hecho que está acostumbrado a
que le digan cosas de este estilo. Seguramente no es la primera vez que se enfrente a
escenas así.
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—No hay nada tan malo como para que un hijo no se despida de su madre y la
deje ir en paz.
—No se está muriendo —le digo con toda la incredulidad que, al parecer, le falta
a él—. Seguramente solo quiere dar pena, pero créame si le digo que sé muy bien
dónde acabará ese dinero. —Señalo los billetes—. Sé que usted está aquí de buena fe,
pero hágame caso: no pierda el tiempo aquí. No merece la pena.
Mi madre se echa a llorar y yo, lejos de ablandarme, siento la rabia bullirme por
dentro. ¡Encima que no llore, joder! Me hizo un puto desgraciado, me maltrató,
vapuleó y vendió al mejor postor sin importarle una mierda que fuera un crío. Las
lágrimas ya no sirven de nada. Ni las suyas, ni las que he derramado yo a lo largo de
mi vida por su culpa.
—¿Podemos hablar a solas? —pregunta el cura levantándose y agotando mi
paciencia.
Salgo del cuarto y él me sigue hasta el salón, donde me para con un carraspeo.
—Usted dirá, pero sea breve. Tengo mucho que hacer.
Él suspira y yo hago una mueca irónica que quizá esté de más, pero porque me
pone de mala hostia todo ese halo de buen samaritano que emite. Me hace sentir mala
persona por odiar a mi madre y no, joder, no lo soy. Mala es ella por todo lo que me
ha hecho.
—A veces, cuando alguien nos hace daño, tendemos a refugiarnos en el odio. Es
normal, Marco. El odio, como el amor, te hace seguir adelante. ¿Sabes cuál es la
diferencia? —No contesto y no parece importarle, porque sigue—. Que mediante el
camino del amor podemos llegar al perdón, y eso es algo que solo los puros de
corazón consiguen. Perdonar a quien nos hace daño nos convierte en personas
mejores y nos da la paz interior necesaria para sanar nuestras heridas.
—Muy bonito todo eso, pero usted no conoce a mi madre, ni sabe lo que ha
hecho. No es que me diera una torta un día porque se le cruzó un cable, padre, es que,
si iba muy puesta, me pegaba hasta que sangraba por la boca, la nariz, los oídos o
cualquier otra parte de mí que acabara convertida en herida. Es que me manipuló,
maltrató, acosó y vendió cada vez que le interesó sin el mínimo remordimiento. Es
que me utilizó como moneda de cambio. Es que la he visto pincharse todo tipo de
mierdas, riéndose como las locas e insultándome sin parar. ¿Sabe lo que es vivir todo
eso, padre? —Él guarda silencio y yo me acerco más—. No lo sabe. No tiene ni puta
idea, así que guárdese sus palabras para quien pueda pensar en la posibilidad de
perdonar, porque le aseguro que yo estoy muy lejos de sentir esa opción como real.
—Es tu sangre.
—Es la mujer que me parió. Poco más tengo que agradecerle y ha habido días en
que hasta eso me parecía un castigo, porque para vivir ciertas cosas, mejor no nacer.
—Pero al final sientes que la vida merece la pena, ¿no? Pese a lo mala que haya
podido ser, al final has encontrado el camino que más te convenía y mírate: un adulto
hecho y derecho. Quizá no lo hizo tan mal.
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—Se llama supervivencia y ella no tuvo nada que ver.
—Se muere, hijo.
—No me llame hijo. Yo no tengo padre. —Él me mira con algo parecido a la
lástima y mi rabia se desata—. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que me alegraría que se
muriera de una puta vez?
—No digas eso.
—Lo digo porque es la verdad. El día que se muera no soltaré ni una lágrima por
ella. Ni una. Y usted no puede juzgarme porque no me conoce. No sabe mis
circunstancias.
—Sé del amor de un hijo por su madre, y viceversa.
—Victoria no me quiere. —Me río con sarcasmo y alzo las manos—. Victoria no
quiere a nadie más que a sí misma.
—¿De verdad crees eso?
—Por supuesto que sí.
—Entonces supongo que no es mucho pedir que te despidas de ella. —Hago
amago de quejarme, pero me interrumpe—. Sé que no me crees, que no te apetece y
todo lo demás, pero se muere, Marco, te guste a ti o no. Se está muriendo y necesita
que su hijo le agarre la mano, aunque sea un momento, para que la partida no sea tan
dura. Es lo último que tendrás que hacer por ella.
—Lo último… —repito con sequedad.
—Lo último, Marco, te lo prometo.
Me froto la cara, suspiro y me doy cuenta de que estoy dudando. Increíble, pero
lo estoy haciendo. Este cura tiene que ser muy bueno, o yo muy gilipollas. Al final,
después de unos segundos decido que bien puedo perder dos minutos más y vuelvo al
dormitorio, donde mi madre está contando el dinero que le he dejado. Igual se está
muriendo, pero la codicia sigue siendo uno de sus puntos fuertes. Eso sí, en cuanto
me ve mete la mano debajo de las sábanas y sonríe.
—Has vuelto…
—Sí, lo que sea —murmuro mientras me acerco a ella.
Me siento en un lateral de la cama y miro al armario. No voy a cogerle la mano,
pero esto ya es más que suficiente para los dos.
Victoria aguanta en silencio apenas unos segundos, muy a mi pesar. Cuando
vuelve a hablar lo hace sonriendo e intentando sonar dulce. No quiero pensar que es
porque el cura nos mira desde el marco de la puerta, pero lo pienso.
—¿Recuerdas cuando dormías conmigo de pequeño? Te encantaba meterte
conmigo en la cama y que te cantara.
No me acuerdo de que cantara una mierda y me metía con ella en la cama porque
me daba pánico que alguno de sus clientes se acabara colando en mi cuarto el día
menos pensado. Ya no hablemos del pavor que despertaba en mí pensar en la
posibilidad de que Ángel entrara e hiciera lo que le diera la gana conmigo. ¡Y ella lo
traduce en que me encantaba dormir con ella y que me cantara! A esta mujer las
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drogas le han hecho papilla el cerebro, si no no se explica tanto cinismo. Estoy a
punto de decírselo, pero el tal Juan carraspea y yo me quedo callado, porque tampoco
pienso decirle nada bueno.
—Mi vida ha sido complicada —sigue ella—, la familia de tu padre me trató fatal
y no quisieron saber nada de mí, ni tampoco de ti, aunque ahora vayan de buenas
personas.
Eso es mentira. Al principio me hizo dudar, lo logró, pero es mentira,
principalmente porque mis propios abuelos intentaron organizar una reunión con ella
para que dijera la verdad, pero mi madre, como buena cobarde, se negó y los acusó de
querer humillarla porque es drogadicta. Ella siempre ha tenido tendencia a hacerse la
víctima, pero ese día colmó el vaso y dejé de creérmelo todo. Ni sus lágrimas, ni sus
falsas súplicas, ni sus insultos… Ya nada me sirvió, porque para ella todo se traduce
en lo mismo: la posibilidad de conseguir más dinero.
—¿Has acabado? —pregunto—. Tengo prisa.
—¡Estoy despidiéndome, pedazo de mierda! ¿No te puedes esperar un jodido
minuto? —Cojo aire con fuerza y me repito, otra vez, que no debo saltar contra ella,
por mucho que me apetezca—. Voy a dejarle el piso a Ángel. —La miro sin cambiar
el gesto de mi cara y ella sigue—. Es lo justo. Él me ha cuidado toda la vida.
Sonrío con frialdad. Que la ha cuidado toda la vida, dice. La ha violado, drogado,
maltratado y pisoteado hasta límites insospechados, pero ahí está ella, manteniendo
su amor infinito hasta las últimas consecuencias.
—Me parece bien. Yo no lo quiero. ¿Algo más?
—¿Vendrás a verme otra vez antes de que me muera?
—Si te mueres pasado un mes, sí. Vendré y te traeré tu nueva dosis.
Victoria, lejos de ofenderse, suelta una carcajada ronca que la lleva a un ataque de
tos. Cuando consigue calmarse me señala con el dedo.
—Tú eres más parecido a mí de lo que te gusta admitir y, aunque no lo creas,
estoy orgullosa. Esa mala hostia te llevará lejos, aunque acabes muriéndote en una
cama más solo que la una, como tu madre.
Me levanto, porque creo que ya he oído suficiente. La miro y suspiro.
—Buena suerte si te mueres. Espero que encuentres algún tipo de paz.
Salgo del piso sin mirarla ni a ella, ni al cura. No se va a morir, la conozco bien,
pero, por si acaso, yo ya he cumplido.
Llego al piso de Erin tan tenso que se lo suelto todo a borbotones, como si
vomitara las palabras y no pudiera parar. Cuando acabo tengo la respiración agitada y
la rabia aún burbujeando. Ella acaricia mis mejillas y me pide que vayamos a casa de
Julieta. Estoy de acuerdo, porque aquí voy a estar pensando todo el rato que la tengo
a pocas calles de distancia. Nos marchamos, cenamos algo en el camino y, cuando
llegamos a casa, nos vamos derechos a la buhardilla después de saludar a la familia y
nos metemos en la cama. Erin está muy seria y me jode, porque por mi culpa ahora
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tiene una preocupación extra. Debería haberme callado un poco más, pero es que
estar con mi madre hace que me vuelva impulsivo e irracional.
—Marco… —susurra cuando apagamos la luz para dormir.
—¿Mmm?
—Hazme el amor. —Sus palabras están llenas de una necesidad que me atraviesa
—. Quiero tenerte dentro.
Una frase y todo lo que soy, lo que hago y lo que digo cobra sentido. Ella es lo
único que me importa. Ella y su manera de entenderme como nadie más. Consigue
llevarme a la cima, no antes de ocuparme de que disfrute de mis caricias el máximo
posible. Erin se corre dos veces, las dos con fuerza y la última, además, con lágrimas
en los ojos.
—Eh… —susurro aún con la respiración agitada—. ¿Todo bien?
—Sí, sí. Es que te quiero muchísimo.
Sonrío, beso su barbilla, su nariz y sus labios y pienso en lo jodidamente
maravillosa que es.
—Y yo a ti —murmuro de vuelta—. Tranquila, todo estará bien.
Ella asiente con vigor y acaricia mi mejilla mientras me guía para que me apoye
en su pecho. Cuando habla lo hace con la voz un poco más relajada, pero no del todo.
—Es cierto, tienes razón. Todo estará bien.
Besa mi pelo, cierro los ojos y me rindo ante el sueño sintiéndome seguro y a
salvo con cada caricia suya.
Ella. Mi luz. Mi faro. Mi refugio.
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Erin
Marco no está bien. Dice que lo está, pero lleva tres días tenso, taciturno y
despistado. No sé si Victoria realmente se está muriendo, pero, si es así, toda nuestra
vida va a complicarse, porque le afectará, estoy segura. Él es el tipo de hombre que
jura y perjura que pasa de todo, pero no es cierto. De hecho, diría que es lo contrario.
Intenta pasar, pero no puede. Ha intentado odiar a Victoria con todas sus ganas, y lo
ha logrado, pero eso no significa que no le siga doliendo todo lo que ella le ha hecho.
Comprensible, pero me da miedo que esto sea un golpe para él del que le cueste
levantarse. Por no hablar de que no sé cómo decirle que Ángel me ronda. No ha
vuelto a casa, pero me lo he encontrado observándome en la esquina de la calle, o
merodeando cerca de la asociación.
No quiero mentirle, pero no puedo decirle esto ahora, que su estado emocional es
tan delicado. Ojalá pudiera confiar en que razonará la noticia, o pensará en frío, pero
sé que no lo hará. Es Marco, mi Marco. Conozco como nadie sus virtudes, y también
sus defectos. Lo adoro a pesar de ellos, igual que viceversa, pero eso no quita que
tenga que tomar ciertas medidas para que toda esta situación no nos estalle en la cara.
En este momento estamos en la buhardilla. Solo he ido a mi piso estos días para
coger ropa y volver. Marco no quiere ir, ya no por mi piso, sino porque no quiere
pasar por su barrio y que alguien le diga que su madre ya ha muerto. Lo entiendo,
pero no creo que esta sea la manera de llevar este tema.
Estoy sentada en la cama con la espalda apoyada en el cabecero. Marco tiene la
cabeza en mi regazo y está tumbado de lado, mirando hacia fuera. Hace eso cuando
se siente mal. Ya lo hacía cuando éramos adolescentes. Creo que mis caricias en la
cara y el cuello le calman, o eso me gusta pensar, pero más allá de eso sé que es su
forma de ausentarse del mundo. En esta postura no tiene que mirarme directamente,
así que sus ojos se pierden en alguna parte lejos, muy lejos de aquí. Podría
molestarme, pero yo, mejor que nadie, sé lo necesario que es, para personas como
nosotros, encontrar una forma de escapar del mundo cuando todo parece complicarse.
Quizá ahora esté en el piso en el que creció y recibió tanto, tan malo. O a lo mejor ha
hecho lo contrario. Tal vez está en una playa cálida y tranquila, mirando al sol y
cogiendo aire limpio con fuerza. Intentando no pensar en nada. No lo sé, pero cuando
Diego sube con semblante serio, entiendo que tiene que volver, porque la realidad va
a imponerse. Lo tengo claro, ya conozco a Diego y sé que esa cara viene con una
noticia.
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—Han llamado de la asociación, Marco —dice con suavidad—. Victoria ha
muerto.
Una de mis manos se paraliza en su hombro. La otra en su cabeza. Diego se
acuclilla frente a mi chico, que lo mira con los ojos abiertos, sin pestañear ni
reaccionar.
—El entierro será mañana a las cinco. —Frunce los labios, como si odiara
decírselo. Seguramente porque así es—. ¿Necesitas algo?
Marco no se mueve, no dice ni que sí, ni que no, así que trago saliva e intento
hacer algo.
—¿Cómo ha sido? —pregunto.
Diego me mira y, por un momento, veo en sus ojos el dolor. No por Victoria, sino
por Marco. Lo entiendo. No se imagina cómo lo entiendo.
—Sobredosis, pero es cierto que estaba muy enferma. Su final estaba próximo.
Ella solo… lo ha adelantado. —Pone una mano sobre la mejilla de Marco y lo
acaricia—. No ha sufrido. Ha sido rápido, según me han dicho.
Él no contesta. Sigue sin hablar y trago saliva, porque es tan imprevisible, tan
intenso y tan rocambolesco para reaccionar, a según qué cosas, que no tengo ni idea
de por dónde va a salir. Solo espero que lo exteriorice de alguna forma, o esto acabará
enquistándose de la peor manera.
—Erin —susurra en voz apenas audible.
Diego me mira y puedo ver la misma ansiedad que siento ahora pintar sus ojos.
—¿Sí? —pregunto con suavidad.
Diría que lo siento tragar saliva con fuerza. También lo oigo. Cuando su voz sale,
lo hace temblorosa y ronca.
—¿Me cantas?
Me muerdo el labio y miro al techo. Es la primera vez en nuestra vida que me
pide que le cante. Siempre era y soy yo la que se lo pide cuando todo se tuerce.
Cuando necesito huir y hacer callar los ruidos de mi cabeza. Diego suspira, se levanta
y asiente una vez en mi dirección antes de irse cabizbajo. Sé que le duele no poder
hacer más, pero nadie puede. Ni siquiera yo.
Intento rebuscar una canción apropiada y solo me viene una, así que decido que,
si Marco lo hace así para mí, sin pararse a pensar, yo le debo lo mismo. No canto
bien, no tengo su preciosa voz, pero tengo el ferviente deseo de aliviarlo de alguna
forma y con eso debería bastar. Cierro los ojos y me lanzo. En algún punto de la
canción lo siento temblar y sé que está llorando, pero no lo miro. No puedo, porque
Marco no llora nunca y me temo que los motivos por los que lo hace ni siquiera sean
tan evidentes como se podría pensar. No soporto pensar en su dolor, así que sigo
cantando. Solo sigo cantando para conseguir que se calme y para no pensar en todo lo
que está por venir.
Cause every night Ι lay in bed.
Τhe brightest colors fill my head.
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Α million dreams are keeping me awake.
Ι think οf what the wοrld could be.
Α vision οf the one Ι see.
Α million dreams is all it’s gοnna take.
Α million dreams fοr the wοrld we’re gonna make.
There’s a hοuse we can build.
Εvery rοοm inside is filled.
With things frοm far away.
Τhe special things I compile.
Εach οne there to make yοu smile.
Οn a rainy day.
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Llego al cementerio acompañado de Erin. Mis tíos querían venir, pero les he dicho
que prefería que se quedaran al margen. De hecho, Erin tampoco debería estar aquí,
pero no ha habido forma de convencerla para que me dejara venir solo.
Maldita sea. Ni siquiera yo debería estar aquí. O sí. No sé. Mi familia lleva desde
anoche convenciéndome para que venga porque, cuando por fin asimilé la noticia,
decidí que no iba a hacerlo. No quería porque con esto me he demostrado a mí mismo
que tengo más de Victoria de lo que me gustaría. Y es que ayer, cuando supe que
estaba muerta, solo sentí que mi respiración se volvía más ligera. Que el alivio lo
inundaba todo. Fue un segundo, inmediatamente después llegó el dolor, no tanto por
su muerte como por no poder apenarme como debería. Me sentí tan mala persona, tan
sucio, que me eché a llorar como un niño pequeño incapaz de controlarse.
Victoria fue una madre pésima, lo hizo prácticamente todo mal, pero era mi
madre. Recuerdo nuestro último encuentro, sus intentos de acercarse y despedirse y
mi negativa. No la creí. Pensaba que estaba aprovechándose del cura, o de mí, o de
todo el mundo. No tomé en serio sus palabras, me rebelé y ahora está muerta. Y no
me arrepiento de no poder quererla, de verdad que no, porque nadie puede obligarte a
amar, ni siquiera a tu madre, pero me arrepiento de no haberle permitido irse en paz.
Total, ¿qué trabajo me costaba a mí sonreírle, aunque fuera una vez, para dejarla ir?
Quise castigarla con la indiferencia y el desprecio que ella ha demostrado siempre por
mí, y aunque tenga razón de ser, eso solo me hace parecerme a ella.
Ahora estoy aquí, vestido con chaqueta y mirando al sacerdote al que hace días
retaba. Él me sonríe como si todo estuviera bien, pero no lo está. Nada lo está. En el
cementerio hay un montón de gente, más de la que yo esperaba. Mujeres con medias
de rejillas, chaquetas de cuero y carmín rojo corrido. Hombres con cadenas de oro,
pelo engominado y dientes roídos por la droga. Otros más discretos en segundo
plano. Muchos me suenan de haberlos visto en casa cuando vivía allí. Vecinos que
vienen a despedirse. Algunos han sido clientes. Es tan… joder, ni siquiera tengo
palabras.
Ángel aún no ha llegado. Ojalá no viniera, pero sé que eso es mucho pedir. Es la
primera vez que Erin y él van a verse frente a frente y solo pensar en la posibilidad de
que se acerque y le diga algo me eriza el vello de todo el cuerpo.
Todo esto es tan estresante que no dejo de pensar en las ganas que tengo de volver
a casa y tumbarme un rato en la cama. Necesito relajarme, porque desde anoche
siento una imperiosa necesidad de beber hasta perder la conciencia. Los genes de
Victoria están pidiéndome que ahogue mis sentimientos en alcohol, como hacía ella.
Me recuerdan que soy la misma escoria, aunque intente convencerme de lo contrario.
Si no soy alcohólico y no he probado la droga dura a día de hoy es porque tengo algo
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que les puede incluso a mis genes: el orgullo. Un orgullo que me ha mantenido en pie
en los peores momentos. La promesa que me hice a mí mismo de no parecerme a ella.
Los recuerdos golpeándome con fuerza, recordándome lo que hace una vida como
esa.
Creo que, cuando tienes un hogar como el mío de niño, solo te quedan dos
opciones: la primera es imitar lo que ves y acabar igual o peor que tus padres. La
segunda es odiarlo, repudiarlo con todas tus fuerzas y centrarte en ser lo contrario.
Hasta los diecisiete años yo pensé que era de los primeros, pero Julieta, Diego y
mis abuelos me recordaron que no era así; que solo necesitaba tiempo y un sendero
saludable, para empezar.
Trabajé en ello. En mí. Terapias, deporte, organización y disciplina. Hice todo lo
que debía para salir de aquello y lo logré, pero una parte de mí nunca ha dejado de
sentirse mediocre. Insuficiente para el mundo que hay fuera de aquel barrio. Siento la
mano de Erin apretar la mía. Sonrío. Una parte de mí piensa que ha podido ver mis
pensamientos desde fuera, quizá porque así es. Quiero a Erin por muchas razones,
pero una de ellas, una de las más importantes, es su capacidad para leerme y
entenderme. Da igual cuánto me pierda entre pensamientos confusos y tóxicos; ella
encuentra la forma de llegar hasta mí y sacarme de ellos. Como una luciérnaga en
medio de un bosque tenebroso señalando la salida constantemente. Así es ella y por
eso estoy aquí. Quiero ser mejor persona de lo que me dictan mis instintos. Quiero
vivir sabiendo que, al final, hice lo correcto por Victoria. Que no nos despedimos
como se deberían despedir una madre y un hijo, pero estuve el día que su cuerpo fue
enterrado y deseé que hubiese un cielo en el que ella pudiera encontrar la paz y el
perdón.
Los buenos sentimientos, sin embargo, se apagan cuando veo a Ángel acercarse.
El cuerpo de mi madre está a punto de ser enterrado, será cuestión de minutos así que
intento por todos los medios no alterarme. Viene vestido con un pantalón negro roto y
una camisa desabotonada hasta el inicio de su barriga. Un cigarro cuelga de la
comisura de sus labios. El asco, el odio y el resentimiento hacen huelga en mi
estómago, pero los obligo a quedarse ahí. No es el momento, ni el lugar.
Suelto los dedos de Erin y paso un brazo por sus hombros, pegándola a mi
costado y sintiendo, más que nunca, el instinto y la necesidad de protegerla.
Él me observa y, cuando sus ojos se desvían a la derecha y se centran en ella
siento que me tenso de pies a cabeza.
«No puede hacerle nada», me recuerdo. «Ya no puede alcanzarla». Trago saliva y
aprieto mi agarre sobre ella tanto que se queja en voz baja. La miro y me sonríe. Me
abraza por el costado y se alza de puntillas para besar mi mejilla. Trago saliva. Joder,
qué bueno es tenerla conmigo.
—Ignóralo —susurra Erin antes de separarse.
Asiento. Es lo mejor que puedo hacer. Cuando se dé cuenta de que sus sonrisas
provocadoras no surten efecto, dejará de hacer el imbécil y se irá. Se tiene que ir.
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Tengo que estar tranquilo, enterrar a mi madre y luego confiar en que Erin está a
salvo, aunque Ángel la haya visto y haya confirmado su vuelta.
Tampoco me creo que no lo supiera ya, así que, si no ha hecho nada hasta ahora,
no tiene por qué hacerlo. Además, yo ya hice lo necesario para proteger a Erin. Todo
va a estar bien. Todo tiene que estar bien.
El entierro no es bonito, ni emotivo, pero algunas personas depositan sobre el
ataúd una rosa y supongo que eso la pondría contenta. La pondría más contenta que
depositaran un gramo de coca, por ejemplo, pero una rosa no está mal. Me reprendo
de inmediato. Debería dejar de ser tan cínico, sobre todo cuando estoy enterrando a
mi madre, pero la tensión incrementa e intensifica las peores partes de mi
personalidad.
Cuando el sacerdote se despide lanzo un suspiro de alivio. Se ha acabado y todo
ha salido relativamente bien. Cojo a Erin de la mano para salir del cementerio y, a la
altura del coche, cuando estoy a punto de subir, oigo su voz.
—Tenemos que hablar.
Aprieto los dientes y miro al frente. Erin, al otro lado del coche, me mira con
seriedad. Seguramente tenga algo de miedo, pero no va a dejarme verlo. No en
público y frente a Ángel.
—No tengo nada que hablar contigo —respondo sin girarme.
—Yo creo que sí. El piso de tu madre ahora es mío, pero hay ciertas cosas que
ella quería que tuvieras.
—No me interesa.
—Era tu madre, hijo de puta. —Aprieto los dientes y miro a Erin, que se muerde
el labio—. Al menos podrías recogerlas, aunque luego las tires.
Sigo mirando a Erin. Ella está muy seria, pero asiente una sola vez de manera casi
imperceptible y sé que, aunque no me apetezca, debo hacer esto.
—Nos vemos allí en una hora —digo sin mirarlo.
Subo en el coche, Erin hace lo propio, arranco y nos vamos.
—¿Por qué dentro de una hora?
—Así tengo tiempo de dejarte en casa —respondo.
Siento su tensión. Está enfadada, pero no me importa. No pienso encerrarla entre
cuatro paredes con Ángel, ni aunque yo esté presente. No puedo siquiera imaginarlo.
—Marco, puedo cuidar de mí misma. No soy ninguna inútil.
Me aguanto las ganas de suspirar y sonreír al mismo tiempo. La conozco tan
bien…
—No eres ninguna inútil, lo tengo claro. Y sí, puedes cuidar de ti misma, pero
resulta que soy un cabrón egocéntrico. Quiero toda la atención de Ángel puesta en
mí, ¿de acuerdo? —Ella resopla y yo pongo una mano en su muslo—. Necesito tener
un mínimo de tranquilidad para no saltarle encima y si estás allí voy a estar tan tenso
por si te mira, toca o dice algo que acabaré provocándole a la mínima de cambio.
Esto no es porque tú no puedas enfrentarte a él, pelirroja. Es porque yo soy
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demasiado inestable ahora mismo. Eres mi punto débil y lo sabe. No quiero que te
use para hacerme daño.
Erin guarda silencio. Está tensa, puedo verlo, y cuando llegamos a casa y aparco
me mira de tal forma que sé que va a decirme algo que no va a gustarme.
—Ángel ha estado siguiéndome.
No susurra, ni habla con temor. Al revés. Diría que está retándome con sus
palabras.
—¿¿Qué??
—Vino a verme hace unos días. Quería hablar conmigo, pero me negué en
rotundo y lo eché del piso. Poco después volvió y, en cuanto hizo amago de tocarme,
me defendí y lo tumbé en el suelo. Desde entonces me sigue de lejos. No hará nada,
estoy segura, pero no quiero que te lo diga y acabes saltando por los aires.
Cierro los ojos con fuerza. Es demasiada información para gestionarla en tan poco
tiempo. Acabo de enterrar a mi madre, tengo que ir a su casa para recoger no sé el
qué y enfrentarme al hijo de puta que me hizo la vida imposible y ahora acosa a mi
novia, a la que también jodió en el pasado. Apoyo la nuca en el reposacabezas y me
concentro en respirar, porque estoy mareándome y sé que es por la presión que siento.
Es ansiedad y se pasará en cualquier momento. Tengo que calmarme y pensar en frío.
Erin desabrocha su cinturón de seguridad y se arrodilla en el asiento, poniendo una
mano en mi pecho y susurrándome palabras tranquilizadoras, pero no surten
demasiado efecto.
—No me hará nada, Marco —murmura una y otra vez—. Estoy bien. Estamos
bien.
—¿Por qué no me lo contaste antes?
—No quería preocuparte.
—¡Se supone que no tenemos secretos! —le grito.
—Cálmate —dice con voz fría—. No te lo conté para que no te pusieras así.
—¿Así cómo?
—Así, como estás ahora mismo. Ángel te afecta demasiado, Marco, tienes que…
—¡No me digas lo que tengo que hacer con respecto a Ángel! No se te ocurra,
Erin. Tú no tienes ni idea.
—¿Qué? ¿Cómo que no tengo ni idea? Te recuerdo que yo también viví en aquel
barrio. No eres el único al que le jodió la vida. —Me río con sarcasmo y ella se
enfada—. ¿A ti qué demonios te pasa? ¿De verdad piensas que eres el único que lo ha
pasado mal por su culpa? —No contesto y noto la ira en su voz cuando habla de
nuevo—. Tú sí que no tienes ni idea, Marco. Ni puta idea.
Baja del coche dando un portazo y yo cierro los ojos con fuerza, intentando
controlar el mareo. Es ansiedad. Solo es ansiedad. Pasará en cuanto consiga controlar
la respiración. Espero varios minutos en la puerta. Erin no sale en ningún momento y
tampoco lo espero. Sé bien que tiene tanto o más orgullo que yo, así que arranco y
vuelvo al barrio en el que los dos crecimos. Las calles entre las que aprendimos a ser
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desconfiados y prepotentes. Las que nos formaron y nos han traído hasta lo que
somos hoy.
Aparco frente al portal de mi madre, subo las escaleras y, cuando entro en el piso,
pues la puerta está encajada, me encuentro con Ángel sentado en el sofá, bebiendo y
fumándose un porro que hace que toda la casa huela a marihuana. Ni siquiera me
sorprende que actúe así después de enterrar a mi madre. La mujer que fue el amor de
su vida, supuestamente, aunque ese amor consistiera en prostituirla, acostarse con
otras, o acosarlas, o hacer negocio con sus cuerpos a cambio de hacerles creer que
cubriría sus necesidades más básicas.
—¿Dónde está lo que tengo que llevarme? —pregunto sin medias tintas.
Él expulsa el humo de la calada que acaba de dar, se levanta con un quejido y me
mira.
—¿Por qué tanta prisa, hijo?
—No me llames hijo. Mi padre se revolcaría en su tumba.
—Ah, sí, ese padre al que no conociste.
Se ríe con voz ronca y aprieto los dientes. No conocí a mi padre, murió hace
muchísimos años, pero eso no quita que haya aprendido a querer el recuerdo que mi
tío y mis abuelos tienen de él. Marco era un hombre decente, alegre, un joven que
perdió la vida demasiado pronto en un accidente de tráfico. Una vida que se fue antes
de saber de mi existencia. Todos me juran y perjuran que habría sido muy feliz al
saber que tenía un hijo. Ya no podremos saberlo, pero con los años he aprendido a
creerlo. He aprendido a quererlo, también, sorprendiéndome a mí mismo, pues nunca
pensé que podría llegar a tener cariño a alguien que ya no está y a quien no conocí.
Ha ayudado que mi familia me haya reforzado tanto tiempo con cosas como «esa
sonrisa torcida es tan suya…» o cuando me repetían una y mil veces lo iguales que
somos físicamente. Las lágrimas de mi abuela, a veces, cuando acaricia mi cara y
susurra que es como tenerlo de vuelta. Sentimientos que he aprendido a gestionar con
años y un amor desmedido por parte de mi familia. Por eso no le permito ni a Ángel,
ni a nadie, faltar a su recuerdo o reírse de él.
—El padre que, incluso muerto, lo hizo mejor que Victoria y tú —le digo con
frialdad.
Eso le jode. Lo noto en su forma de envararse y mirarme. Con odio, como si
deseara que yo también estuviera muerto. Seguramente así sea.
—En tu antiguo cuarto he puesto lo que Victoria quería que tuvieras. Cógelo y
lárgate.
Lo hago. Voy al dormitorio, cojo una sudadera raída, un muñeco andrajoso y un
mapa roto que me regaló Victoria una vez. Su único regalo. Luego supe que lo había
robado, pero no me importó, porque no dejaba de mirarlo y soñar con escaparme a
cualquier punto del mundo. Cualquier sitio era mejor que este piso y este barrio. Que
esta vida. Me sorprende que mi madre guardara esto y pienso que quizá, en el fondo,
se sentía culpable por hacerlo todo tan mal. A lo mejor en algunos momentos de
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lucidez se arrepintió de todo lo que me había hecho. Meto el mapa en uno de mis
bolsillos y salgo con la sudadera y el muñeco en la mano. Los tiraré en el primer
contenedor que vea, porque no me despiertan ningún sentimiento bueno. No hay un
recuerdo que me provoque una sonrisa. Solo hay oscuridad y desesperanza. Lo que
ellos crearon para mí.
—¿Te ha contado la pelirroja que hemos estado hablando estos días? —pregunta
Ángel cuando estoy a punto de largarme sin dirigirle la palabra.
Cierro los ojos. No quería llegar a esto. No quería sacar el tema porque sé que, si
dejo ir todo lo que siento, esto acabará muy mal. Estoy demasiado confuso, triste y
enfadado ahora mismo como para razonar bien y medir mis palabras. Un peligro para
Ángel, pero sobre todo para mí mismo. Intento recordar todos los consejos
aprendidos en terapia. Tomo aire y me giro para enfrentar su mirada.
—Sí —contesto—. Me ha contado que quedaste en ridículo al intentar tocarla.
¿Qué pasó? ¿Ya no eres tan macho como antaño?
Él, lejos de sentirse ofendido en su orgullo, se ríe. Se ríe y a mí me hierve todo.
—Esa zorrita ha aprendido a defenderse, es verdad. Es una suerte que me
desahogara con ella cuando pude.
Aprieto las manos en torno a la sudadera y al muñeco. Intento mantener cierta
calma y recordar que la tocó, pero no hasta el final. No es que sea menos grave, es
que me consuela saber que, de alguna forma, impedí que convirtiera su vida en lo
mismo que convirtió la mía.
—Por suerte para ella yo cumplí mi parte del trato —le digo—. Y eso incluye el
presente, Ángel. Ni se te ocurra tocar a Erin. Deja de perseguirla, mirarla, hablarle y
mucho menos tocarla.
Él vuelve a reírse. Es una risa desagradable y maligna. No es la primera vez que
pienso que, al lado de Ángel, los malos de las películas no tienen nada que hacer. La
risa que de verdad da miedo no es estruendosa, ni consiste en echar la cabeza atrás,
sino todo lo contrario. Las risas malas, las que dan terror, son las que suenan roncas;
esas en las que ves cómo se le hincha el pecho a la otra persona de satisfacción,
porque sabe que va a hacerte daño. Una risa acompañada de una mirada que en
ningún momento se despega de tus ojos, para que sientas que no puedes escapar. Así
se ríe Ángel. Como si después de tantos años, aún tuviera mi vida en sus manos.
—¿De verdad pensaste que iba a respetar aquel trato, Marco? —Se rasca la nuca
y pone cara de incredulidad—. Joder, eres más imbécil de lo que pensaba.
—Ángel…
—¿Tú crees que iba a tener en cuenta los deseos de un niñato arrogante? —La
risotada es mayor esta vez—. Podría haberte tumbado de dos hostias, chaval. Si
acepté ese trato fue porque así conseguí, aunque no lo creas, que confiaras en mí. Que
pensaras que no iba a tocar a tu querida niña de pelo naranja. —Su risa crece de
forma incontrolable, igual que mi ira.
—Me diste tu palabra, hijo de puta.
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—¿Y qué? ¡Las palabras solo son eso, niño! ¡Palabras! A mí me importan los
hechos. Y los hechos dicen que disfruté de aquella niña todo lo que quise y más.
Trago saliva. No. Está mintiendo. Tiene que estar mintiendo. Nosotros teníamos
un trato. Él… Yo…
—Ella me lo habría contado —contesto.
Incluso yo soy consciente de que mi tono de voz es más bajo, dubitativo. Acabo
de darle una gran victoria. Él sonríe, sabiéndose triunfador.
—Si pude engañarte a ti prometiéndote un trato que no cumplí, ¿qué te hace
pensar que no hice lo mismo con ella? —Se pasa una mano por su entrepierna y se la
agarra con fuerza—. Ve y pregúntale cuántas veces disfrutó de esto, anda. ¡Ve y que
te cuente!
Lo voy a matar. Tengo tantas ganas de matarlo, joder. No es verdad. Él no la tocó.
Él me prometió que no lo haría si yo…
No, no es verdad.
Salgo de casa llevado por la necesidad de que Erin me desmienta todo lo que ha
dicho. Mientras bajo los escalones oigo la risa de Ángel, incesante y estruendosa,
persiguiéndome y agujereándome el cuerpo. Cerrándome la garganta e impidiendo
que pueda respirar con normalidad.
Me subo en el coche y conduzco hacia Sin Mar tan rápido que es un milagro que
no me mate por el camino. Llego a nuestra casa, bajo, entro y me encuentro con toda
la familia en el salón. Están todos, menos los niños, que supongo que andan arriba, en
las habitaciones. O en el jardín. No lo sé y tampoco me importa. Ahora mismo lo
único que me importa es que ella desmienta cada palabra.
Erin está sentada en un sillón, pero se levanta en cuanto ve mi cara. Hace amago
de acercarse a mí, pero alzo una mano.
—No —susurro tan bajito que me esfuerzo por repetirlo, aunque el miedo, la
rabia y la incertidumbre estén arañándome por dentro—. ¿Hiciste un trato con él? —
pregunto a duras penas. Erin no contesta y yo siento que algo me desgarra por dentro
—. ¡Habla, joder!
—Marco…
Su voz. Sus ojos y el temblor de su labio. Es verdad. Joder. Joder, es verdad.
—Marco, cálmate —susurra mi tío acercándose a mí.
Hace amago de tocarme, pero me suelto de un tirón, sin apartar los ojos de ella.
—Dímelo, Erin. Dime que no te tocó desde los catorce años.
Ella agacha la mirada y a mí se me parte el alma. Estoy seguro de que se me ha
partido, porque el dolor corre sin contención por mis venas y todo lo que siento es
vacío, rabia y miedo. Miedo de mí en este instante. Miedo del daño que esto puede
hacernos. Miedo de saber que Ángel jugó conmigo a muchos más niveles de los que
yo hubiese imaginado.
—Marco, vamos arriba.
—¡No!
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—Tenemos que hablar.
—¡Que me lo digas! ¿Te tocó o no? ¡Contesta!
—Marco, por favor —susurra Julieta—. Tranquilízate.
Mis ojos no se despegan de los de ella. Un par de lágrimas caen de los suyos y lo
sé. No necesito más confirmación que esa. El dolor ocupa todo el espacio en su cara y
me pregunto cómo fui tan imbécil. Cómo creí que la dejaría en paz. Cómo pude
confiar en él.
—Lo hice por ti —susurra con la voz rota.
Las lágrimas brotan de mis ojos. Yo no suelo llorar por nada, me cuesta
demasiado exteriorizar lo que siento. Lloré el día que la perdí. Y el que la encontré.
Lloré ayer porque me creí una pésima persona por aliviarme al saber que mi madre
había muerto. Y lloro ahora porque me lo han quitado todo. Lo poco que pensé que
había salvado; que quedaba intacto, es una mentira.
—Yo también hice un trato con él, Erin —susurro.
Y se rompe, porque acaba de darse cuenta de la realidad. Niega con la cabeza y
grita. Alguien la abraza, pero mis propias lágrimas no me dejan ver nada. Él nos ha
hecho esto. Él nos destruyó de tantas formas que incluso diez años después es
imposible reconstruirnos del todo.
Él es quien tiene que pagar por lo que me hizo, pero, sobre todo, por lo que le
hizo a ella. La miro por última vez, agachada en el suelo, temblando y gritando
mientras mi familia la rodea. Esta es la última vez que ese hijo de puta la rompe. Es
la última vez que su crueldad la tira al suelo.
Salgo de casa corriendo, subo en el coche y, cuando ya he pisado el acelerador,
oigo los gritos de mi tío. No me detengo. No pienso hacerlo hasta que él pague por
todo esto.
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Tiempo atrás
—¿Cómo sé que vas a cumplir tu parte? —pregunto a Ángel, que me mira con
impaciencia.
—Porque te lo he prometido. —Bufo y él da una calada a su cigarro—. Mira,
chaval, si algo me gusta más que un buen polvo, es ganar dinero. Mucho dinero. Si tú
haces esto, puedes estar seguro de que voy a dejar a la pelirroja en paz.
—Para siempre.
—Que sí, joder. Entra. Ahora ya no puedes echarte atrás.
Asiento. No pienso hacerlo. Se trata de ella. Después de esto él no la tocará más.
Podrá estar tranquila los años que le quedan para cumplir los dieciocho. Entonces
podremos largarnos y empezar de nuevo en otro lugar. No puedo evitar lo que ya le
ha hecho, pero aún no ha llegado hasta el final y me ha prometido que no lo hará. No
es que me fíe de sus promesas, pero me fío de Erin. Ella me contará a la mínima de
cambio cualquier cosa que Ángel le haga y él lo sabe.
La otra opción es irnos ya, pero somos demasiado jóvenes y no se tragarían
nuestra edad en ningún sitio. Erin todavía tiene cara de niña, aunque ella se enfade
cuando se lo digo. Además, necesito dinero. No sé de dónde voy a sacarlo, pero en
cuanto lo consiga nos largaremos. Y si es antes de que ella cumpla los dieciocho, me
ocuparé de hacerle un carnet falso. Saldremos de aquí, lo sé, pero mientras tanto
tengo que asegurarme de que está a salvo.
Camino por el pasillo que lleva al dormitorio y procuro no pensar en lo
jodidamente mal que huele. Ángel pone una mano en mi nuca y me sobresalto. Pensé
que haría este recorrido solo, pero supongo que quiere asegurarse de que no me rajo.
No lo haré. He pensado mucho en esto y ya está decidido. Voy a quedarme, aunque
odie cada minuto que pase aquí dentro pienso quedarme hasta el final.
Ángel abre por mí la puerta del final y entramos.
—Hasta que el principito se ha decidido, ¿eh?
Ángel se ríe y yo miro al dueño de este piso. Es enorme. No es que esté gordo, es
que todo él es enorme y musculado. Tiene un montón de pelo por todas partes y aquí
dentro huele a algo que hace que me maree. O serán los nervios.
—Trátalo bien —dice Ángel—. Es su primera vez.
Los dos se ríen y yo me aguanto las ganas de vomitar. Cierro los ojos y me
imagino la cara de Erin. Es por ella. Lo hago por ella.
—¿Te quieres quedar? —pregunta el armario empotrado.
No sé cómo se llama, pero no me interesa saberlo. De hecho, prefiero no saberlo.
Así será más fácil olvidarlo todo.
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—Sí. Quiero asegurarme de que Marco cumple con su parte del trato. —Palmea
mi espalda y sonríe con aire arrogante—. Está acostumbrado a llevarme la contraria.
—Bueno, eso lo hacen todos los jovencitos. ¿Qué edad tienes, Marco?
Me gustaría contestarle una bordería y largarme, pero sé que no puedo.
—Dieciséis —digo en tono serio, intentando sonar indiferente.
—Tu padre dice que estás dispuesto a jugar un poco —dice acercándose a mí.
Trago saliva y contengo el impulso de dar un paso atrás. Puedo con esto. Tengo
que poder. Es por ella.
—No es mi padre —contesto, porque no sé qué más decir.
—Tiene razón. Solo me follo gratis a su madre —dice Ángel.
Los dos sueltan una risotada. Yo miro al frente, a la ventana que hay. Me
pregunto, no sé por qué, si en este momento habrá alguien más mirando una ventana
y pensando qué pasaría si…
—¿Hasta dónde puedo llegar?
—Tú empieza y ya te diré —contesta Ángel.
El armario empotrado se desnuda. Oigo el roce de su ropa al salir de su cuerpo,
pero no miro. Sigo mirando a la ventana. Cuando se pone frente a mí y agarra mi cara
con fuerza no me queda más remedio que dirigir mis ojos hacia donde quiere. Su
pecho está lleno de pelo. Está sudando y huele de pena, pero supongo que no importa,
porque esa no será la peor parte de todo esto.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunta en un tono de actor porno manido que me da
asco. Agacha mi cara y me obliga a mirar abajo. Trago saliva y siento el impulso de
vomitar de nuevo—. Tócame.
Cierro los ojos un segundo con tanta fuerza que, al abrirlos, veo chiribitas
blancas. Una vez vi una película en la que el protagonista estaba muerto, pero se veía
a sí mismo desde fuera. Observaba todo lo que le hacían y, cuando no pudo soportarlo
más, se fue y dejó su cuerpo allí tirado. Imagino con todas mis fuerzas que soy yo. La
diferencia es que no me paro a observarme desde fuera. Yo salgo de mi cuerpo y me
voy con ella, que me recibe con una gran sonrisa. Como si todo fuera bien. Como si
todo estuviera bien.
Empiezan a desnudar mi cuerpo, pero yo estoy lejos. He decidido llevar a Erin a
una playa de arena blanca. Al sur de este país. O más lejos. Al Caribe. Siempre dice
que quiere ver el mar y le he prometido que un día iremos y podrá bañarse en él
durante horas.
Siento cómo me tocan, pero no atiendo a la caricia, porque ella se ha acercado a
la orilla y está jugando con las olas. Salpican sus pies y se ríe a carcajadas. Alguien
me tira del pelo y me agacho. No importa. Erin está bien. Dice que quiere bañarse,
asiento y sonrío. Su pelo se moja y se vuelve del color de las brasas. No existe nadie
con un color de pelo tan bonito como el suyo. Alguien aprieta mi mandíbula con tanta
fuerza que gruño. Oigo unas risotadas. Cierro los ojos con más fuerza. «¿De verdad
podemos bañarnos?» pregunta. Y le digo que sí, que puede hacer lo que quiera
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porque es libre. Aquí nadie puede decirle lo que tiene que hacer. Aquí nadie va a
obligarla a hacer nada que no quiera.
Siento un golpe en mi boca y caigo hacia delante. Abro los ojos. Una gota de
sangre se estrella contra el suelo. En mi mundo lo que caen son estrellas. Erin grita y
gira. Se ha hecho de noche, pero no importa. Mejor, porque es muy blanca y el sol
podría quemar su piel. «¿Has visto eso?» pregunta mientras sonrío.
Alguien me levanta y oigo a Ángel pedir calma a su amigo. Él me quita lo que me
queda de ropa a tirones y me empuja hacia la cama.
Erin baila en la orilla y canta una canción irlandesa que aprendió no hace mucho.
Abre los brazos y gira en torno a sí misma mientras yo la miro maravillado. Es tan
perfecta…
El dolor me parte en esta habitación. Oigo risas. Siento golpes. Quiero abrir los
ojos y gritar. Revolverme y salir corriendo, pero ella está gritando que vuelva a su
lado. Lloro y las risas malvadas aumentan.
«¿Imaginas que nos quedamos a vivir aquí para siempre?» pregunta ella en mi
oído.
No sé cómo ha llegado a mi lado tan pronto, pero me abraza y hundo la cara en su
cuello.
«Ojalá», susurro.
«No llores. Aquí estás a salvo» contesta ella abrazándome.
Siento un golpe en el estómago y abro los ojos. Ángel está desnudo. Se sube a la
cama y empuja a su amigo para ocupar su puesto.
«Vuelve conmigo». Erin sonríe y sus ojos, tan azules como el mar que hay al
fondo, brillan de emoción. «Sígueme, Marco».
Corre hacia la orilla y sonrío, pero cuando se adentra en el mar dejo de verla y me
asusto. Corro tras ella y me meto en el agua sin quitarme la ropa. Grito su nombre,
pero no la veo. De pronto siento un tirón en mi mano.
Siento un tirón también en este cuarto. En esta cama que tan mal huele. El dolor.
La humillación. La desolación.
«¡Te pillé!», grita Erin saliendo a la superficie y riendo a carcajadas.
«No vuelvas a asustarme así, Erin. No te vayas más».
Ella sonríe, enlaza los brazos por detrás de mi cuello y me besa.
«No me iré nunca de tu lado, Marco. Nunca jamás. Te quiero».
La beso, le digo que yo también la quiero y hago que giremos en el mar. Ella, allí,
grita de felicidad.
Yo, aquí, grito de dolor.
No importa. Ella está a salvo. Es por ella.
No sé cuánto tiempo abusan de mí.
No sé cuánto tiempo beso a Erin allí, en el mar que no conocemos.
Cuando acaban, apenas puedo moverme. Me duele todo el cuerpo, pero lo he
hecho. No he salido corriendo y ahora ella es libre. Miro a Ángel, que acaricia mi
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pelo y me felicita. Quiero llorar. Quiero correr. Quiero morir.
Llego a casa a duras penas, cojo el whisky del salón y entro en el baño para
curarme. Doy un trago a la botella y me miro en el espejo. Mi labio está partido y uno
de mis ojos va a ponerse negro, pero es lo de menos. ¿Cómo puedo odiarme tanto
pese a haber hecho lo correcto? ¿Por qué siento que no puedo más? Solo quiero cerrar
los ojos y desaparecer. Vuelvo a dar un trago a la botella y me voy a mi cuarto. Mi
madre no está. Ha ido a tomar algo con Ángel. Han quedado. ¿Qué haría si supiera
que su novio va a besarla después de…? Doy otro trago a la botella, me siento en el
suelo y apoyo la cabeza en la pared. ¿Por qué es todo tan complicado? ¿Por qué no
puedo, simplemente, dejarlo todo atrás?
Los minutos pasan, la botella se agota, mi labio escuece y las ideas giran en mi
cabeza.
Tal vez…
Quizá…
Si yo hubiese…
A lo mejor…
Ya no importa. Esta es la vida que me ha tocado y no puedo hacer nada para
cambiarla.
No puedo, a menos que…
Me levanto, voy al baño de nuevo y abro la vitrina en la que mi madre guarda
todas las mierdas que toma. Cojo un bote de pastillas y pienso en lo jodidamente fácil
que sería acabar con todo.
Vuelvo a mi dormitorio, me siento en el mismo sitio y abro el bote. Observo las
pastillas. Esto sería fácil. Tan fácil como tragarme un puñado, regarlas con alcohol y
esperar.
Y tengo ganas. Dios, cuántas ganas tengo de hacerlo, pero ¿qué sería de ella? No
puedo hacerle eso. No puedo, pero quiero.
La puerta de casa se abre y guardo el bote bajo mi camiseta y la botella de alcohol
bajo mi cama rápidamente. No pueden ser mi madre o Ángel. Van a venir, pero no
todavía, estoy seguro.
Cuando Erin entra en mi cuarto estoy tan borracho, enfadado y desesperado que
solo atino a intentar echarla. Tiene que irse de aquí antes de que Ángel vuelva. Si la
ve ahora y piensa que he podido chivarme, todo se habrá ido al traste. Mi trato con él
y su seguridad. Sobre todo su seguridad.
Discutimos y, no sé cómo, consigo que se vaya. Suspiro, saco el bote de debajo de
mi camiseta y lo miro atentamente.
—Sería tan fácil… —mascullo.
La puerta se abre de nuevo y Erin entra en mi habitación corriendo. Está
enfadada, pero entonces ve el bote y su cara da paso al terror.
—¿Te las has tragado? —pregunta mientras empieza a llorar y me obliga a abrir
la boca—. ¿Te has tragado alguna, Marco?
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—Vete, joder, vete —susurro llorando.
No puedo parar. Necesito parar, pero no puedo. Solo quiero que se vaya y se
ponga a salvo para que Ángel no la alcance nunca. Que lo que acabo de hacer no sea
en vano.
—Pensabas irte sin mí —me dice enfadada y llorando—. Me prometiste que no lo
harías. Me lo prometiste, joder.
Si ella supiera… Si supiera que, si no lo hago, es precisamente porque se lo
prometí. Si supiera que lo único que me mantiene con vida es ella…
Un ruido fuera de la habitación me pone en alerta. Están aquí. Erin sigue llorando
y la van a oír. Tapo su boca con fuerza y siento que el corazón se me para.
—Shhhh. Calla. —Ella me mira con una mezcla de rabia y reproche. Yo aprieto
más—. Calla. Calla. Calla.
Tiro de su mano, la meto en el armario y le ruego que no haga ruido. Si nos ven
ahora no sé qué puede pasar. Si él sospecha que se lo he contado, estamos perdidos
los dos. Alguien entra en mi dormitorio y contengo la respiración hasta que oigo a
Ángel.
—¡No está! —grita—. El cabroncete se habrá ido con la pelirroja.
—Ya volverá —dice mi madre—. Siempre vuelve.
La risa de los dos me hace odiarlos a muerte. Ojalá se mueran. Ojalá alguien los
mate hoy mismo. Ojalá. Ojalá. Ojalá todo acabe para ellos, no para mí. Se encierran
en el dormitorio de mi madre y comienzan a tener sexo. Aguanto las ganas de
vomitar. ¿Qué haría mi madre si supiera lo que ha hecho él hace un rato…? Nada.
Eso es lo más triste. No haría nada. Salgo con Erin del armario dispuesto a sacarla de
esta casa antes de que puedan descubrirnos, pero ella se revuelve, coge el bote de
pastillas y, antes de que yo pueda impedirlo, se mete un puñado en la boca.
El corazón se me para, luego late desenfrenado y siento que muero. Sin pastillas.
Sin alcohol. Sin violación de por medio. Me muero. Si ella se muere, me muero y no
me lo perdono ni siquiera muerto.
—¡No, no, no, no, joder, no! —Ella llora y yo rezo. No sé qué rezo. No sé qué ni
a quién, pero lo hago—. No las he tomado, Erin. Abre la puta boca, joder, ábrela. —
Aprieto sus mejillas y lloro, desesperado. Si ella muere yo me voy detrás. Aquí
mismo. Ahora mismo. No puede morir, joder—. Te prometo que no las he tomado,
Erin. Abre la boca, nena, no te las tragues, por favor, por favor no te las tragues.
Ella afloja la presión de su mandíbula y la abre poco a poco. Escupe las pastillas y
la abrazo con fuerza. Siento sus puñetazos en mi espalda, pero no me importa. Podría
darme la segunda paliza del día y no me importaría, mientras siguiera viva.
—No se te ocurra irte sin mí —dice llorando—. Nunca, jamás se te ocurra irte sin
mí. Si te vas, me voy detrás. Como sea. Aunque tenga que recurrir a Ángel. Te lo
juro, Marco. Si te vas de este mundo, yo me voy contigo.
Lloro y entierro la cara en su cuello. Le pido perdón una y mil veces, porque no lo
habría hecho, pero no tenía derecho a asustarla de esta forma. Ella no tiene la culpa
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de las decisiones que yo tomo. Ella no es responsable. El responsable está riendo y
jactándose de ello en la habitación de al lado, no aquí.
—Lo siento, lo siento —susurro en su oído—. Te juro que no lo haré más. No lo
haré, pero vámonos de aquí. Tenemos que irnos, Erin.
Ella agarra mi mano y asiente, limpiándose la cara y mirándome con la cabeza en
alto. Mi chica valiente…
Salimos con cuidado del piso y corremos hasta nuestro callejón. Nos sentamos,
apoyo la cabeza en su regazo e intento no pensar más en lo que ha pasado hoy. O sí,
pienso en que él ya no la tocará. Si este es el precio a pagar para que no la toque, me
parece justo. Me parece, incluso, barato.
—Erin —susurro.
—¿Sí?
—Un día iremos al mar. Nos bañaremos de noche y haré que las estrellas caigan
del cielo para ti. ¿Te gustaría?
Ella agacha la cabeza y sus rizos acarician mis mejillas.
—Si es contigo al lado, me gusta hasta el infierno.
Cierro los ojos y pienso que no. El infierno es esto y no puede gustarle a nadie,
pero la sacaré de aquí.
Nos sacaré de aquí, cueste lo que cueste.
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Erin
Salgo corriendo de casa cuando consigo recuperarme del golpe. Marco se ha ido.
Nadie lo ha parado y ha sido por mi culpa. El ataque de pánico al darme cuenta de lo
que Ángel nos hizo ha podido conmigo y la familia se ha asustado tanto que me ha
rodeado de inmediato. Solo Diego ha salido corriendo detrás de Marco y, cuando
llego al jardín, pese a las protestas de la familia, que me pide que me siente en un
sillón, le veo marcando en su teléfono a toda prisa. No sé con quién habla, pero dice
el número de la matrícula de Marco, así que supongo que será algún compañero.
—Tienen que pararlo —susurro muerta de miedo porque sé que, ahora mismo,
Marco no es dueño de sí mismo—. Tienen que pararlo como sea.
—No te preocupes, Erin —Álex se pone delante de mí, enmarca mis mejillas
entre sus manos y me obliga a mirarlo.
Tiene los ojos muy azules. Son preciosos. No sé cómo no me he fijado antes. No
sé por qué me fijo ahora. ¿Qué me pasa? ¿Por qué estoy tan mareada y paralizada?
¿Por qué no salgo corriendo tras él? ¿Por qué mi mente se niega a asimilar todo lo
que está ocurriendo?
—Vamos a ir a buscarlo y lo traeremos sano y salvo, pero tú tienes que quedarte
aquí.
—No, no, ni hablar. Yo tengo que ir.
—Erin…
—¡Soy la única que puede convencerlo de que vuelva! No os hará caso a ninguno
de vosotros. Lo conozco.
—A mí me hará caso —dice Diego pasando por mi lado.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque no es la primera vez que lo busco por toda la ciudad. Lo he traído de
vuelta a casa todas y cada una de ellas, y hoy no será menos. Julieta, vamos.
Miro a un lado y la veo asentir una sola vez y caminar hacia la salida.
—¿Y por qué va ella?
—Por si alguien tiene que hacer de poli malo —dice Diego sin pararse a mirar
atrás.
Amelia me abraza, pero me suelto de ella y me retiro el pelo de la cara. Ahora
mismo estoy demasiado sobrepasada como para que alguien me toque. No puedo
pensar nada que no sea que quedarme aquí, bajo cualquier excusa, es dejarlo a la
deriva. Diego arranca el coche y yo echo a correr. Me pongo delante, coloco las
manos en el capó y lo miro fijamente a la cara.
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—Si te vas sin mí, voy a buscarlo por mi cuenta.
Me cree. No necesito ni medio segundo para saber que me cree capaz de eso y de
más, por eso señala la parte trasera del coche.
—Erin, cariño, yo creo que…
—Es Marco. Mi Marco —le digo a Amelia cuando se acerca—. Me da igual lo
que creas tú y el resto del mundo. Lo único que me importa ahora mismo es traerlo de
vuelta a casa.
Ella asiente imperceptiblemente, yo subo en el coche, doy un portazo y miro a
Julieta, que está en el asiento del copiloto.
—Vamos a por nuestro chico —susurra con una sonrisa.
Asiento y me doy cuenta del temblor que denota su voz. Está asustada y no me
extraña. No quiero decirle que he visto a Marco perder los papeles en contadas
ocasiones y en ninguna de ellas tenía la mirada que le he visto hace un rato. La
mirada de quien se deja dominar por el ansia de venganza.
Sé que en este momento en su cabeza no existe un nosotros. Solo tendrá una
imagen mía entre ceja y ceja; imaginará lo que Ángel me hizo y sentirá que algo en
sus tripas se retuerce, protestando y haciendo que sienta ganas de vomitar. Lo sé
porque es lo que siento yo ahora mismo.
La primera vez que Ángel me violó tenía casi quince años. Me prometió que, si
me estaba quieta y no gritaba, haría que Marco tuviera una vida más fácil. Que no
tendría que hacerle de camello o prostituirse con mujeres que Ángel conocía y
querían estar con jovencitos. Me daba tanto asco esa imagen… Me daba tanta pena
imaginarlo a su merced que acepté. No podía ser tan malo. Pero lo fue.
Ángel destrozó mi cuerpo sin misericordia y yo intenté por todos los medios
pensar en otra cosa. Imaginar a Marco feliz, sonriendo y sin tener que obedecer a
Ángel en todo. Lo intenté, pero no lo logré y acabé llorando, lo que me valió más de
un guantazo y alguna risotada. Creo que su ego se alimentaba de mi sufrimiento.
Poco después de aquello Marco encontró a su familia, mi madre murió y mi tío vino a
por mí. Pensé que el trato seguiría siempre vigente. Además, Marco ya no vivía en el
barrio. Era libre. Estaría bien. Yo me quedé rota, era inevitable, pero al menos tenía la
seguridad de que Diego, Julieta y el resto de la familia cuidarían de él. Iba a tener, por
fin, la vida que no había tenido en nuestro barrio. La que yo no pude garantizarle, ni
siquiera vendiendo mi cuerpo. Por eso, y porque lo quería tanto como se puede querer
a una persona, decidí que lo mejor era soltarlo del todo. Él no necesitaba las cadenas
que lo ataban a mí. El infierno había acabado, debía alejarse de todo lo que le
recordara al barrio y, para eso, debía empezar por olvidarme a mí.
El único consuelo que me quedó al irme fue saber que, gracias a mi sacrificio,
Ángel no había usado a Marco. Ahora sé que no sirvió de nada. A veces la vida es así.
Te esfuerzas, sacrificas todo lo que tienes y, aun así, la recompensa no llega.
Yo pensé que había llegado ahora, en el presente, diez años después. Pensé que
podríamos contra Ángel. Que ya no tenía poder sobre nosotros.
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Me equivoqué y ahora solo espero que Marco vuelva a casa y afrontemos esto sin
odio, sin ira y sin violencia.
Hemos aplicado eso en algún momento de nuestras vidas y no ha servido de nada.
Estaría bien intentar otra cosa. Sería increíble intentar olvidar todo lo ocurrido y
empezar de cero. Sin secretos, pero esta vez de verdad. Contarnos todo lo que
pasamos por el otro, llorar juntos nuestra pérdida de inocencia; lo que nos arrebataron
a la fuerza, y salir adelante juntos. De la mano, a poder ser.
En la radio suena Todos mis males de Sidecars con Dani Martín y casi sonrío.
Casi, porque es jodidamente irónico que la música parezca acompañarnos incluso en
los peores momentos.
Con la sinceridad de los suicidas,
te he escrito cuatro letras,
que leerás algún día.
No esperes encontrar mi despedida,
yo no voy a marcharme,
hasta que tú me lo pidas.
Miro por la ventanilla y pienso en los adolescentes que fuimos. ¿Pensarían ellos que
llegaríamos aquí? Probablemente no. Decíamos que viajaríamos, que saldríamos del
barrio y acabaríamos juntos, pero creo que, en el fondo, los dos teníamos pánico de
no poder cumplirlo. Cuando me fui, además, las esperanzas se fueron por el retrete.
Lo hemos logrado. Pese a todo lo hemos logrado y solo espero que Marco, en
algún rincón de su mente, pueda ver que Ángel no merece el privilegio de mandarlo
todo a la mierda. No podemos permitir que él gane de nuevo la partida. Esta vez
ganamos nosotros, aunque no lo parezca. Aunque ahora a nuestro alrededor parezca
danzar un círculo de enredaderas en llamas, impidiéndonos el paso y la respiración.
No será eterno. Solo tenemos que respirar. La lluvia caerá, el fuego se apagará y
podremos escalar, salir y respirar con normalidad. Necesito encontrarlo para que
entienda esto y su odio ciego no acabe con todo lo que hemos construido.
Aparcamos en el portal del piso de su madre, bajamos y subimos a toda prisa,
pero, por más que llamamos, nadie abre la puerta.
—¿Y ahora? —pregunta Diego.
—Ahora vamos a hacer una visita a las trabajadoras de Ángel.
Ocho puertas después seguimos sin encontrarlo y mi desesperación empieza a ser
palpable. Giro el cuello a un lado y a otro. Intento calmarme. Hay tiempo, todavía no
ha podido dar con él.
—El callejón —digo—. Vamos al callejón.
Ellos me siguen y yo corro con energías renovadas.
No está.
Ni en la asociación, obviamente, pero no estaba de más preguntar. Ni en casa de
uno de los amigos de Ángel, ni en el único bar del barrio, al que suele ir a menudo.
—No me creo que nadie los haya visto —masculla Julieta—. ¡Es imposible!
—Aunque los hayan visto no van a hablar —contesto de mala gana—. Las
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normas no han cambiado en diez años. Ver, oír y callar.
Ellos no contestan y Diego se pasa las manos por el pelo. Me doy cuenta entonces
de la angustia que denotan sus facciones. Me percato de que no soy la única que está
sintiendo que se ahoga con cada paso que damos y no lo encontramos.
—Gracias —digo entonces con las lágrimas ocupando mis ojos. Me obligo a
calmarme mientras ellos me miran sin entender—. Gracias por no abandonarlo nunca.
Ni siquiera cuando yo lo hice.
Julieta me abraza y pasa una mano por mi espalda. Intenta animarme, pero sus
propias emociones se están desbordando y al final no dice nada. Diego se acerca a
nosotras, nos abraza y besa mi cabeza.
—Tú hiciste lo que debías. Jamás dudes de eso.
—¿Y de qué sirvió? —pregunto, consciente de que me estoy rompiendo en el
peor momento—. No le evité nada…
—No digas eso porque no es cierto. Le evitaste muchísimas cosas, Erin.
—Ángel me violó —susurro.
Diego me abraza con más fuerza y puedo sentir su tensión.
—Ya no te tocará más, tranquila.
—No es eso —admito llorando ya, pese a odiarme por ello—. Es que no puedo
dejar de pensar que, si mi trato consistió en dejarme violar, ¿en qué consistió el suyo?
Julieta gime y se muerde el labio intentando no llorar.
—No vamos a pensarlo ahora. Ahora tenemos que encontrarlo —sigue diciendo
él.
—Pero…
—No hay peros. Lo hecho, hecho está. No puedes cambiar el pasado y él
tampoco, pero podemos intentar que deje de afectar al presente. Tenemos que
encontrarlo, Erin. —Me mira a los ojos y acaricia mis hombros con suavidad—.
Piensa, cariño. Cierra los ojos y piensa dónde puede estar Marco.
Obedezco e intento por todos los medios dar con un sitio que no hayamos
recorrido ya, pero estoy en blanco.
—Volvamos al coche —dice Diego—. Daremos vueltas por el barrio hasta dar
con él o encontrar una pista.
Le hacemos caso porque creo que necesitamos calmarnos y pensar con
perspectiva. El problema es que pensar en frío, cuando las emociones te pasan por
encima, es lo más complicado del mundo.
Damos vueltas por el barrio a una velocidad tan lenta que algunos niños empiezan
a reírse de nosotros. No me importa. A mí lo único que me importa es que Marco
aparezca. Pasa más de media hora y no dejo de pensar en todo el tiempo que ha
transcurrido desde que se fue. Ahora mismo puede estar muerto y tirado en cualquier
parte. O todo lo contrario. Puede que el muerto sea Ángel y él esté huyendo de lo que
ha hecho. Cierro los ojos y niego con la cabeza. Marco no lo mataría… ¿verdad?
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Intento pensar que no, porque sé que no es violento, aunque las circunstancias lo
hayan obligado más de una vez a usar la fuerza. Quiero creer que encontrará la forma
de desquitarse sin llegar a eso, pero no puedo poner la mano en el fuego. No puedo
imaginarme lo que pasa por su cabeza, pero sé que no debe ser nada bueno. Las
ansias de venganza deben estar devorándolo y quizá piensa que todo su esfuerzo ha
sido en vano. Que Ángel se lo robó todo. La dignidad, el orgullo, las ganas de seguir
adelante. Pensó que lo único que había dejado intacto era yo y, ahora que sabe que
tampoco lo hizo… Prefiero no pensarlo.
El teléfono de Diego suena y él lo coge, pese a estar conduciendo. Está mal, pero
creo que ninguno de nosotros piensa en ello ahora mismo. Oye lo que sea que le
dicen al otro lado y, cuando cuelga, acelera.
—Era un compañero. Han dado un aviso y vienen para aquí.
—¿Un aviso? ¿Cómo un aviso? ¿De qué?
Diego aprieta el volante con las dos manos y, por primera vez en mi vida, oigo la
incertidumbre y el miedo en su voz.
—Herido de bala —susurra.
El mundo gira, una vez más, y pienso cuántas posibilidades hay de que sea
Marco. Muchas, si tenemos en cuenta que él no tiene pistola, pero Ángel sí.
Trago saliva y niego con la cabeza. El mundo no puede hacernos esto. Es
imposible que lo perdamos todo ahora que por fin estamos juntos. No puede ser. El
jodido karma nos debe una oportunidad. ¡Llevamos diez años esperándola!
Llegamos al fondo del barrio y, cuando Diego entra en un descampado de tierra
que usan como parking y vemos el corro de gente, siento que el corazón se me para.
Hay un cuerpo tirado en el suelo. Lo sé porque alguien grita que llamen a una
ambulancia, pero no puede ser él.
No puede ser él.
No puede ser él.
Bajo del coche, corro y aparto la gente a empujones, deseando que sea Ángel.
Ojalá sea Ángel. Por favor, por favor que sea Ángel.
Cojo aire y veo sus piernas antes de abrirme paso del todo. Me encanta que se
ponga esas botas con los vaqueros negros. Lloro, aparto al último espectador y me
enfrento a la única imagen que jamás he querido ver.
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Tiempo atrás
Miro en derredor e intento mantenerme tranquilo. Esto va a salir bien. Tenía dudas
cuando venía de camino, pero ahora ya no me queda ninguna. Mi madre, por una vez
en su vida, ha dicho la verdad. El estirado de chaqueta que acaba de llegar tiene mi
misma cara, joder. Bueno, yo tengo la suya. Mi supuesta abuela llora, pero no me
importa. Yo lo único que quiero es que me paguen lo que me deben por haberme
abandonado toda la vida. Sergio dice que tengo derecho a exigirlo. Me deben la
manutención, como mínimo. Y si este restaurante es de verdad de la familia, medio es
mío, aunque mi padre esté muerto.
—A nosotros nos encantaría conocerte, Marco —dice Teresa, la madre de mi
padre—. ¿Tienes idea de lo que supone para mí saber que mi hijo dejó una parte suya
en este mundo antes de irse? —Hace un puchero—. Tenerte aquí es un regalo.
Pongo los ojos en blanco y siento cómo aumenta mi impaciencia.
—Menos lágrimas, señora, que sé que usted nunca quiso a mi madre.
—Eso no es verdad, Marco —dice mi supuesto abuelo—. Tu madre era un poco
alocada, pero siempre le tuvimos mucho cariño. Fue ella la que se marchó dejando a
nuestro hijo sin una explicación. Él lo pasó muy mal y te aseguro que de haber sabido
que estaba embarazada…
—Lo sabía —le digo con rabia—. Lo sabía, pero el muy capullo no quería cargar
con un crío antes de los veinte y me parece bien, pero ahora vosotros tenéis que pagar
por eso.
—Tu madre no te ha contado la verdad, cielo —dice Teresa.
Resoplo. Joder, claro que no me la ha contado. Si sabré yo que es una mentirosa
de mierda… Pero en esto, al menos, ha dicho la verdad. Esta es la familia de mi padre
y a mí lo único que me importa es lo que me deben.
—A mi madre la vamos a dejar fuera de esto de una vez porque ella ya no
importa. Lo que importa son los resultados.
Ellos guardan silencio, el moreno alto me mira muy serio, pero no me intimida
una mierda. Por mí como si se pone a gritar. Ahora que he llegado hasta aquí no
pienso achantarme.
—Si te calmaras, te darías cuenta de que nadie pretende ir en tu contra, ni te niega
nada. Solo quieren que te sientes, les escuches y, de paso, poder escucharte.
—¿Y tú quién eres? —pregunto con sorna.
La he visto llegar con mi tío, o supuesto tío, o lo que sea. Es su novia, se nota a
leguas, por eso intento provocarla, para que él salte y así poder exigirle que me dé lo
que me pertenece. Como ella no contesta, lo miro a él.
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—Menudo bombón, tío. Si un día te cansas puedes pasármela, seguro que yo le
enseño algunas cosas nuevas.
—Valiente gilipollas estás hecho con solo diecisiete añitos —dice la chica
sorprendiéndome—. Lo único que tú podrías enseñarme es la manera de quedar en
ridículo.
—Cuando quieras te lo demuestro. Igual después acabas rogándome que te folle
otra vez.
Si Erin me escuchara hablar así me cruzaría la cara de un guantazo. No soy dado
a faltar el respeto a las mujeres, pero no me gusta verme acorralado y, de alguna
forma, siento que quieren de mí más de lo que voy a darles.
—Ya está bien —dice Diego—. Intenta mantener un lenguaje respetuoso de aquí
en adelante, Marco.
—¿O qué? —pregunto provocándolo—. ¿Me vas a castigar?
—Vamos a irnos a casa. Prepararemos la cena y hablaremos de todo con calma y
sin insultos.
—Creo que es lo mejor, sí —dice Teresa—. Marco, por favor, ven con nosotros.
Suspiro y me froto la nuca. Esto no entraba en mis planes, pero cenar no me va a
venir mal, y supongo que tener un poco más de paciencia no me matará.
—Tampoco me queda más remedio —digo al final—. Si la manera de que me
deis mi puta parte de todo es cenar con vosotros, pues tendré que joderme.
Veo al tal Diego contenerse y me cuido mucho de no sonreír. Hay algo divertido
en cabrearlo. Supongo que, en el fondo, me jode que él esté disfrutando de una gran
vida mientras yo he pasado toda mi infancia sobreviviendo como he podido. De haber
sabido todo esto antes podría haberme evitado un montón de cosas. Quizá no habría
tenido que hacer el trato con Ángel. A lo mejor ya estaría fuera del barrio, igual que
Erin.
La rabia vuelve a bullirme al recordar que ahora mismo estará sola en nuestro
callejón. «Ya queda menos» pienso, como si ella pudiera oírme desde alguna parte.
«Pronto podré cumplir mi promesa y sacarte de ahí». Si para conseguir huir con ella
de nuestro barrio tengo que tragarme a esta gente, lo haré, pero acabarán dándome lo
que es mío. No quiero ningún tipo de relación con ellos. No los conozco, no me fío
de sus intenciones y, desde luego, no pienso quedarme a conocerlos. Puede que lleven
mi sangre, pero para mí están tan muertos como mi padre.
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Eli propone hacer una carrera hasta el agua y muchos la siguen, pero otros se
quedan en la arena. Se acoplan y en cuestión de minutos montan un salón en la playa.
Miro a Erin, que se ríe a carcajadas y grita que tengamos cuidado con la tarta de
chocolate que ha hecho.
«Ey, chico». Me giro y veo a Javier y Sara. Sonríen y él señala la carpa. «¿Nos
vas a ayudar o piensas quedarte ahí toda la tarde?».
Me río y hago amago de caminar hacia ellos, pero no puedo. Frunzo el ceño y
miro a mis pies. Es raro. Como si tuviera permitido mirar, pero no pudiera avanzar ni
moverme de aquí.
Erin se ríe. La busco con la mirada y la veo entrando en el mar. Su pelo se moja y
eso le provoca más carcajadas. Alza los brazos y se tira de espaldas, dejándose
engullir por las olas un segundo. Me pongo nervioso, pero enseguida sale y suelta una
risotada.
Estará bien si me voy. La protege un montón de gente. Mi gente.
Siento tristeza. No quiero irme, pero creo que tengo que hacerlo.
Una mano se apoya en mi hombro y miro a mi lado. Hay un hombre muy
parecido a Diego, pero no es él. Es mucho más joven. Es más joven que yo. Se parece
a él. A mí, en realidad. Es como tener algunos años menos y mirarme en un espejo.
Mira al mar y sonríe.
«Me gusta tu paraíso», dice. Asiento, pero no hablo. Aún estoy impresionado,
porque no sé bien qué pinta él aquí.
«Estás muerto» pienso al cabo de unos instantes. «¿Me estoy muriendo?»,
pregunto.
Aprieta mi hombro y hace una mueca con la boca, tan parecida a la que suelo
hacer que elevo las cejas. Eso ha sido curioso.
«No lo sé», contesta. «Creo que sí».
Cojo aire y lo suelto lentamente. No pensé que morirse sería así. No tengo miedo.
Hay dolor en mi cuerpo, lo sé, pero no lo siento. Es como si estuviera a unos
kilómetros de mí. Como si no pudiera alcanzarme.
«¿Esto es el cielo?», pregunto. Él niega con la cabeza. «¿Existe el cielo?».
No contesta, pero tampoco importa. Si voy a morir, lo único que sé es que quiero
quedarme aquí.
«¿Y mirarlos para siempre?», pregunta él, leyéndome el pensamiento.
«Parece un buen plan para pasar la eternidad, si es que existe».
«Esto no es real. Aquí no puedes correr hacia ellos, ni abrazarlos, ni sentirlos. Y
ellos no te tienen, Marco».
«Aquí somos felices».
«Allí lloran por ti. ¿No los oyes?».
Cierro los ojos y los oigo en la lejanía. Sus llantos, las palabras de Julieta
pidiéndome que vuelva y las de Diego suplicándome que aguante un poco. Las
sirenas cerca. Demasiado cerca. Las manos de Erin rogándome que la mire. Duele
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demasiado, por dentro y por fuera. Los abro de nuevo y miro la playa en la que todos
sonríen. Aquí no hay dolor.
«Esto no es real»,repite él. «Si te esfuerzas por seguir vivo, podrás volver aquí
siempre que lo necesites, pero si te dejas vencer, no podrás volver a ellos nunca».
Le miro de frente sin saber qué hacer.
«¿Volverías si pudieras?».
«Si hubiera sabido que tenía un hijo esperando por mí, me habría agarrado a la
vida con uñas y dientes».
Me emociono y asiento. Todo esto no es real. Lo sé. Un sueño. Delirios
provocados por la inconsciencia. Algo que solo está en mi cabeza, pero da igual,
porque saber que él me quería hace que me saque de dentro una espinita que ha
estado ahí mucho tiempo.
«Me habría gustado tenerte de padre».
«Y a mí, pero tienes a mi hermano pequeño. No se me ocurre un padre mejor».
Sonrío, totalmente de acuerdo, y él desaparece.
Julieta deja de sonreír, se acerca, me mira de frente y llora.
«Vuelve. Por favor, te lo suplico, vuelve a casa».
Trago saliva y miro a mi tío, que tampoco sonríe ya. Erin se ha dejado caer en la
orilla y llora. Javier y Sara han tirado la carpa y se abrazan. Los niños están muy
callados, la cometa ya no vuela. Mis abuelos lloran y recorren la playa de punta a
punta. Esme, Nate, Amelia, Einar, Álex y Eli miran en derredor. Todos parecen
buscar algo desesperadamente y creo que soy yo. Como si no me vieran y eso los
angustiara.
«No me dejes sola». Miro a lo lejos, a Erin, que me observa con el terror
danzando en su cara. «¿No lo ves? Aquí no hay nada. No nos movemos. No vamos a
ninguna parte. Esto es la deriva, Marco. Me prometiste seguirme siempre, ¿te
acuerdas? Dijiste que yo siempre sería tu luz, tu faro, tu…».
«Refugio», susurro. «Mi refugio».
«Si te vas de este mundo, yo me voy contigo», murmura antes de levantarse,
repitiendo las palabras que ya me dijo una vez en el pasado. Trago saliva cuando se
da media vuelta y entra en el mar. ¿A dónde va? ¿Por qué camina sin pararse en las
olas? ¿Por qué no salta?
El miedo atenaza mi garganta y quiero gritar, pero no puedo. El dolor lo llena
todo. Las sirenas son demasiado ruidosas en mi cabeza y Erin sigue caminando hacia
el fondo del mar. Veo su cuerpo perderse, su cabeza sumergirse en el agua y su pelo
flotar un segundo antes de desaparecer. No puedo quedarme aquí.
Ella no puede quedarse ahí.
Tengo que volver.
Tiene que volver.
Esto no puede acabar aquí.
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Diego
Nadie debería sobrevivir a un hijo.
No recuerdo dónde leí esa frase, pero no dejo de repetirla mentalmente desde que
hemos llegado al hospital.
Nadie debería sobrevivir a un hijo. Puede que yo no lo engendrara, y puede que
me haya perdido los primeros diecisiete años de su vida, pero es mío. Mi chico. No se
puede ir. Si se va…
—Shhh —Julieta besa mi pecho cuando lo nota agitarse. Intenta calmarme, pero
ella no está mejor que yo.
La abrazo con fuerza y me limpio los ojos. Erin no deja de dar vueltas por la sala
de espera. Tiene unas ojeras tan marcadas que parece que alguien se las haya pintado
con rotulador negro. Su pelo está atado en un moño alto y su piel, blanca de natural,
es ahora casi traslúcida. Tiene que descansar, pero no me veo con fuerzas de discutir
con ella. No me extraña que los dos sobrevivieran a tanto. No conozco a dos personas
con más orgullo, fuerza y entereza que ellos.
Llevamos aquí horas, pero bien podrían parecer días. Están operando a Marco
para extraerle la bala e intentar que siga vivo, que se dice pronto. Cuando hemos
preguntado cómo de grave es su estado, los médicos han hecho una mueca y han
mirado a Nate de tal manera que he sabido, sin necesidad de palabras, que las
probabilidades son pocas.
—Vamos a café —susurra Einar acuclillándose frente a mí. Niego con la cabeza,
pero él insiste—. Vamos tú y yo. Luego Juli y yo. O Juli y alguien. Luego Erin y
alguien más. Falta mucho para saber más.
Julieta se separa de mí y aprieta mi brazo.
—Ve, poli. Yo te llamo si hay novedades.
Einar se levanta, tira de mi mano y me guía hacia el pasillo, pero no vamos a la
cafetería, sino a la calle. Llegamos al parking y allí, entre dos coches, encuentro a
Nate, que me abraza sin decir ni una palabra.
Me rompo por dentro y lloro mientras ellos me sujetan, conscientes de que no iba
a hacerlo delante de Erin y Julieta. Gimo, sollozo y me desgarro mientras me
balancean y sostienen susurrando palabras que no oigo bien, pero intentan sanarme de
algún modo. No pueden, nadie puede, pero al menos puedo desahogarme. Ellos, sin
tener mi sangre, han sido pilares en mi vida tan importantes como en su día lo fue mi
hermano Marco. Mis hermanos, diga lo que diga el ADN.
—Si se va… —susurro incapaz de acabar la frase.
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—No se va a ir —dice Nate intentando sonar convincente—. Es Marco, Diego.
Hace falta algo más que una bala para matarlo.
—Va a estar bien. —El brazo de Einar cae sobre mis hombros. Pesado y seguro
—. En Reyes Magos vamos a tener que comprarle consola nueva. Hacemos bote.
Consigo reírme y me limpio las mejillas antes de aceptar el café que me ofrece
Nate.
—Seguro que eso le gustaría. O un viaje con Erin —sigue Nate.
—Un viaje todos juntos, mejor. —Einar se ríe y palmea mi espalda—. Para joder
sus polvos. Él ha jodido muchos nuestros.
Me río recordando lo tocapelotas que ha sido Marco. Que es. Es un tocapelotas,
en presente. No se ha ido. Todavía no y espero, de corazón, que luche tanto como ha
luchado toda su vida para salir también de esta.
Nos apoyamos en uno de los coches y guardamos silencio. Sé que ellos también
están mal. Todos lo están, pero hacen el esfuerzo de mantenerse enteros para
nosotros. Lo agradezco, porque no sé cómo llevaría esto sin un hombro sobre el que
poder llorar. Eso me recuerda que Julieta está dentro aguantando lo mismo que yo.
Aviso a los chicos, que me aconsejan que vaya al baño y me refresque un poco la
cara. Me preparo para llamar a mis padres y contarles la noticia. Aún no lo he hecho.
No sé cómo hacerlo y la sola idea de hacerles un daño tan grande me quema las
entrañas. Obedezco, vuelvo a la sala de espera y veo cómo algunos miembros de la
familia intentan convencer a Julieta de salir a tomar algo. Ella se niega en rotundo y
Erin, después de un par de insistencias, suelta una palabrota y nos amenaza con atarse
a la puerta si intentamos sacarla de aquí. Sería capaz, el genio de la pelirroja es de
órdago y cuando se trata de Marco, más.
—Tienes que salir a que te dé el aire, pequeña —le digo a mi mujer.
—No.
—Yo he salido.
—Ya, pero no.
—Puedes llorar —susurro—. Está bien, es normal que llores.
—¿Recuerdas cuando llegaba a casa apaleado? —Asiento y ella deja ir algunas
lágrimas, pero sigue hablando—. Yo sabía que había más de lo que contaba. Yo sabía
que ese hijo de puta estaba metido, pero no pensé… —Se para y mira al techo,
intentando calmarse—. No sé qué trato es el que hizo Marco con él, pero solo
imaginarlo me está volviendo loca, Diego. ¿Por qué no lo vimos antes? ¿Por qué no
lo ayudamos más?
—Hemos hecho por él todo lo que hemos podido —le digo intentando creérmelo,
aunque me cueste—. No sabíamos nada de esto. No podíamos protegerlo de algo
como eso, cariño.
—Si se muere no me lo voy a perdonar en la vida. Como se muera no se lo voy a
perdonar en la vida.
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Rompe el llanto, por fin, y con ella lo hacen Amelia y Eli, que salen de la sala de
inmediato para no desatar una reacción en cadena.
Abrazo a Julieta e intento calmarla, hasta que uno de mis compañeros entra en la
sala. Todos se quedan paralizados y Javier acude a sujetar a Julieta.
—¿Qué pasa? —pregunto nada más llegar a su altura.
—Ángel ha muerto —susurra—. Hubo una persecución, lo acorralaron e intentó
disparar contra un agente. Defensa propia.
Sé que ha sido defensa propia. Ellos no atacarían solo porque sí. Lo arrestarían y
lo meterían en la cárcel, o lo intentarían, pero no lo matarían a conciencia. Si Ángel
disparó a Marco en mitad de un descampado, supongo que estaba lo bastante
desquiciado como para intentar librarse de la cárcel a base de tiros.
Doy las gracias a mi compañero por informarme en persona y vuelvo con mi
familia para darle la noticia. Miro a Erin todo el rato, que rompe a llorar con fuerza.
La abrazo y siento cómo sus manos se aferran a mí.
—Se acabó, cariño. Ya no puede haceros daño —susurro en su oído.
Ella tiembla y llora con más fuerza. Supongo que no es fácil enfrentarte a la
noticia de que, cuando por fin te libras de tu peor pesadilla, el amor de tu vida se
debate entre la vida y la muerte.
—Todo esto acabará. —Oigo que dice Julieta abrazándonos—. Acabará y lo
celebraremos con un viaje por todo lo alto. ¿A dónde quieres ir, Erin? —Ella sigue
sollozando y Julieta hace que la mire—. Dime el lugar al que te gustaría irte ahora
mismo. Cuéntame a dónde vamos a llevar a Marco cuando salga de esta.
Su barbilla tiembla, me mira y asiento, intentando sonreír y conseguir que se
sienta fuerte. Lo bastante para imaginar un futuro con nosotros y, sobre todo, con él.
—A la playa —susurra—. Quiero ir al mar con él.
—Es un gran destino —digo—. En cuanto Marco vuelva a casa empezaremos a
planearlo.
Ella asiente, pero cierra los ojos como si le costara pensar en eso ahora. La
entiendo. La desolación se empeña en llenar cada hueco de esta sala, pero no
podemos dejar que gane. Marco está vivo. Mientras un médico no entre aquí diciendo
lo contrario, está vivo, y ese es el único pensamiento que voy a tolerar con respecto a
su estado de aquí en adelante.
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Erin
Tiempo atrás
Los tirantes de la mochila se me clavan en los hombros, pero eso, hoy, es lo que
menos importa. Miro a Marco, que saca de su bolsillo un teléfono y lo pone entre mis
manos.
—Escóndelo. Tiene saldo suficiente para escribirme desde allí y lo recargaré cada
vez que lo necesites.
Trago saliva y observo el aparato entre mis manos. Nunca pensé que viviríamos
algo como esto. Ahora que por fin todo empezaba a marchar según nuestros planes…
También es cierto que Marco y yo hemos discutido varias veces desde que
encontró a su familia, pero siempre porque yo no he sido capaz de adaptarme a los
cambios tan bien como él. No sé, al principio me prometió que solo iría con ellos
para que le dieran su parte. Diego le compró un montón de cosas que vendió para
darme el dinero y todo mejoró. Comía a diario y podía mantenerme lejos de Ángel,
pero luego algo cambió. Me di cuenta de que Marco estaba encariñándose con ellos.
Me enfadé, porque llegó tarde a varios de nuestros encuentros. Le eché en cara que
no lo necesitaba y que, en caso de necesitar a alguien, podía contar con Sergio. Lo
hice porque sabía que le dolería y quería que sufriera. Era injusto, ahora lo sé. Ha
encontrado una familia y eso es increíble. Sigue diciendo que solo está con ellos
mientras ahorra para que nosotros estemos juntos, y le creo, pero ahora ya no sé si es
lo mejor para nosotros. Para él. He visto cómo lo miran Diego y Julieta. Sienten
cariño verdadero por él, a pesar de que no lo está poniendo fácil. Si son capaces de
querer las peores caras de Marco, cuando las buenas lleguen se enamorarán de él. Y
viceversa pasará igual. Él aprenderá a quererlos. Creo que ya lo hace, aunque no
quiera admitirlo. Tiene abuelos, y un montón de gente que intenta que su vida se
enderece. ¿Quién soy yo para quitárselo solo porque quiero estar con él? Si quisiera,
mañana mismo Marco iría a Irlanda, donde estaré yo, y nos escaparíamos juntos, pero
¿sería mejor esa vida que esta? No. Está claro que no. No voy a crearme ilusiones ni
fantasear con una vida que, de momento, no podemos tener.
Marco ya ha perdido demasiado. Se merece una nueva oportunidad y creo que no
está en Irlanda, sino aquí, con su familia.
Ellos harán lo imposible por alejarlo de Ángel. Yo solo puedo ofrecerle una vida
de penurias mientras encontramos cierta estabilidad. Pueden pasar años. Para
entonces él lo habrá perdido todo y solo me tendrá a mí.
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Una parte de la balanza sostiene unos padres, abuelos y tíos. La otra solo me
sostiene a mí. Creo que es evidente cuál es la opción que más debería pesar, aunque
él no lo vea y yo sienta el vacío más grande de mi vida al pensar en ello.
—Algún día todo esto será una pesadilla —dice él.
Supongo que piensa que mi cara se debe a nuestra despedida. No imagina que es
una despedida de verdad. Que ya no hay vuelta atrás.
—Sí —susurro—. Sí, Marco. Algún día pensarás en esto y no será más que una
pesadilla.
Él asiente. Sé que intenta convencerse de ello; que ahora mismo daría lo que tiene
y lo que no por evitar esta despedida, pero no puede. Miro mi reloj de pulsera y
tuerzo el gesto. Tengo que irme. Él lo sabe, pero me abraza con fuerza. Con tanta que
creo que está pensándose si me deja marchar o no.
—Volveremos a estar juntos muy pronto, Mérida —susurra en mi oreja—. Antes
de que te des cuenta estaré a tu lado y Ángel no podrá hacernos daño. Ya no llegará
más a ti, ni a mí. Será como si no existiera.
Cierro los ojos y reprimo un quejido de frustración y dolor. No quiero pensar en
Ángel ahora. No quiero que consiga empañar y cargarse incluso esto.
—Estarás bien, Marco —le digo—. Serás feliz aquí.
—Seré feliz cuando esté contigo de nuevo.
Hago una mueca y acaricio sus mejillas.
—Pórtate bien con ellos, ¿vale? Te quieren mucho. —Él tensa la mandíbula y yo
sonrío—. Es tu familia, Marco.
—Tengo que aprender a quererlos, supongo.
Sonrío con dulzura y niego con la cabeza.
—Ya los quieres. Solo tienes que abrir los ojos y darte cuenta.
Él no contesta. Una de sus manos se cuela bajo mi pelo, acaricia mi nuca y me
besa con tanta dulzura que temo romperme aquí mismo. Cuando nos separamos trago
saliva y camino hacia atrás. Tengo que salir de este callejón, alejarme de este barrio y
de él, pero algún día, no sé cuándo, volveré. Puede que lo haga para vivir, o solo a
modo de visita, pero vendré y haré que los recuerdos de este barrio se evaporen.
Todos, menos esos en los que él me besa, o me canta, o hacemos el amor. Haré que se
evapore todo, menos Marco, porque da igual que aquí se acabe lo nuestro y sienta que
alguien acaba de atravesarme con un hierro candente. Da igual que vaya a odiarme
hasta el último de sus días por lo que voy a hacer. Da igual, porque tendrá una familia
detrás, respaldándolo y queriéndolo de la forma que merece.
Y yo, por mi lado, viviré sabiendo que, aunque me odie, él fue lo mejor de mi
vida.
—¡Erin! —exclama cuando estoy a punto de salir del callejón—. Te quiero.
Sonrío, no sé cómo, porque la tristeza apenas me deja hablar, y consigo articular
dos palabras. Las dos últimas palabras que dirijo a Marco.
—Te quiero.
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Él consigue sonreír y me voy, porque quiero recordarlo así. Entero y sonriendo.
Lleno de esperanza. De sueños. De vida.
«Ojalá algún día puedas perdonarme» pienso mientras le quito la tarjeta al
teléfono que me ha regalado y lo dejo en el escalón de un portal, evitándome así la
tentación de buscarlo. Parto en dos la tarjeta y siento las primeras lágrimas caer.
«Ojalá algún día la vida te devuelva todo lo que te debe, mi chico altanero y
valiente».
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51
—Él ya no está, Marco. Se ha ido para siempre y ahora tienes que volver conmigo,
¿me oyes? Vuelve conmigo, por favor.
Sus palabras llegan entre ruidos lejanos y confusos. Erin. Abro los ojos con
esfuerzo, como si cada uno pesara una tonelada. La luz blanca me ciega y los cierro
de inmediato, pero muevo los dedos que tengo enredados en los de ella.
Suena una canción. Intento concentrarme en la letra. Al principio me cuesta, pero
poco a poco voy comprendiéndola.
Siempre fui poniendo parches.
Negando segundas partes.
Hasta que me demostraste.
Que no quiero olvidarte.
Tú me enseñas que.
Se puede querer.
Lo que no ves.
Me gusta esta canción. Me gusta mucho y Erin lo sabe. Ha puesto música para mí.
Tan jodidamente perfecta…
Intento sonreír, pero tengo la boca seca y un ejército de pájaros carpinteros
picoteando mi cuerpo, porque el dolor es punzante y constante. Procuro tragar saliva,
pero no tengo y me doy cuenta de que eso, probablemente, se deba a que llevo mucho
tiempo durmiendo.
—¿Marco? —pregunta Erin apretando de vuelta mis dedos.
Pestañeo con rapidez, intentando abrir los ojos y atender a sus palabras, pero me
cuesta. Ella llama a alguien y, de inmediato, me rodean y me dan la bienvenida.
Como si llevase mucho tiempo viajando y acabara de volver a casa. Así me siento.
Cientos de alfileres pinchan mi garganta impidiéndome hablar. Necesito agua.
—Ahora podrás beber un poco, tranquilo —susurra una señora vestida de blanco.
Por un momento es tal la desorientación que me pregunto si estaré en un
manicomio, pero poco a poco mi mente empieza a despejarse y distingo las máquinas
de hospital. La ventana está impoluta y fuera llueve, pero aquí no hace frío, sino todo
lo contrario. Siento calidez. No sé por qué eso me llama la atención.
Busco a Erin, pero no la veo. No lo comprendo, si estaba aquí hace solo un par de
minutos. La he oído y he sentido su mano.
—Ahora dejaremos que tu familia entre —me dice la enfermera—. Antes
tenemos que asegurarnos de que estás bien.
—Agua —consigo pedir rasgándome la garganta.
—Te traeremos un poco de hielo.
Eso me servirá. Trastean conmigo y con las máquinas unos minutos y, cuando
pienso que no se irán nunca, la puerta se abre y Julieta, mi tío y Erin entran en tropel.
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—¡No podéis entrar hasta que yo os avise! —exclama la enfermera.
—Llevo dos días esperando que abra los ojos. Me va a disculpar usted si al saber
que, por fin, está despierto me paso su orden por el arco del triunfo.
Sonrío, pero algo tira de mi cuerpo con fuerza, haciéndome daño. Mi tío no
regaña a mi tía por hablar así, de manera que supongo que está tan centrado en mí
que no le importa. Su cara denota la angustia que ha pasado.
Y Erin… Ella me mira como si me viera por primera vez en años. Parece ansiosa
y agotada, pero sus ojos brillan de felicidad.
—Hola —murmuro, aún con la garganta reseca en exceso.
Los tres se acercan a la camilla como si yo hubiese dado la orden de hacerlo. Me
tocan con cuidado, acarician mi cara, mis manos y mis piernas, pero se cuidan mucho
de tocar mi pecho.
Ese gesto tan nimio es el que trae los recuerdos a mi mente. Me veo corriendo con
el coche y aparcando de cualquier manera en la calle de mi madre. Ángel no estaba
allí, pero un vecino me dijo dónde podía encontrarlo. El descampado en el que
últimamente vende drogas. Antiguamente lo hacía directamente en la calle, pero
desde que la asociación se instaló en el barrio se cuida más de que no lo pillen
trapicheando. Conduje hacia allí sin dejar de pensar en que había tocado a Erin. No
podía creerlo, ni gestionarlo. No soportaba la simple idea de imaginarlo abusando de
ella. Menos aún después de todo lo que me obligó a hacer.
Lo encontré a la primera y bajé del coche con tanto ímpetu que los tres o cuatro
clientes que lo rodeaban se marcharon enseguida. No me extrañó, porque en ese
barrio la gente aprende desde pequeña a perderse del mapa cuando se avecina un
ajuste de cuentas.
No grité, ni siquiera pude hablar antes de asestarle el primer golpe. Ángel apenas
se tambaleó, pero yo aún tenía rabia de sobra para atacarlo. La emprendí a patadas
con él y, al ver que no caía, grité, insulté y maldije todo lo que pude en su contra.
Cuando se dio cuenta de que iba muy en serio intentó defenderse, pero mi ira crecía y
no me conformaba con nada que no fuera golpear su cara una y otra vez. Conseguí
tirarlo, lo golpeé y cogí ventaja, pero Ángel es grande, fuerte y está acostumbrado a
pelear, así que le bastaron un par de movimientos para levantarse y hacerme daño. No
me importó. Soy delgado, pero la rabia que me ha dado criarme allí me ayudó a
devolvérselo con creces. Pensé que ganaría aquella pelea. Que lo mataría allí mismo,
aunque acabara en la cárcel. No sé si hubiese parado antes, pero ahora es una duda
que me quedará siempre, porque Ángel sacó una pistola y disparó a quemarropa.
Gemí y sentí que el aire escapaba de mis pulmones. Lo miré con los ojos de par en
par, dándome cuenta de lo estúpida que es la rabia cegadora. Había ido hasta allí por
ella. Conseguí darle bastantes golpes y hasta tuve tiempo de sentir algún alivio.
Algún tipo de justicia, pese a saber que no debía hacerlo porque sería peor. La rabia
te da muchas cosas, pero te quita una vital: la capacidad de razonar.
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No pensé que Ángel tenía una pistola y no dudaría en usarla contra mí. Ni en los
golpes que podía darme o en lo que yo podía perder en aquella reyerta. No pensé, y
eso me llevó a caer boca arriba en el suelo, sintiendo cómo la sangre emanaba de mi
pecho y con la convicción de que, al final, él iba a quitarme todas las cosas valiosas
que tenía, incluida la vida.
Ángel rio. Nunca olvidaré eso. Soltó una estruendosa carcajada y se fue cuando
las sirenas empezaron a oírse, dejando claro que su maldad solo es equiparable a su
cobardía a la hora de afrontar sus actos.
Cerré los ojos intentando mantener el dolor a raya y salí de mi cuerpo para
llevarme a mí mismo lejos. Muy lejos. Donde el sufrimiento no llegara con facilidad.
—Gracias por volver —susurra Erin con los ojos llorosos.
La miro y sonrío. ¿Cómo no iba a volver, si ella sigue aquí?
—No podía dejarte sola —susurro como puedo.
Deja caer más lágrimas y me odio por ser el responsable de ellas. Ojalá pudiera
evitarle todo esto. Ojalá no hubiera salido corriendo, pero el recuerdo de sus palabras
me hace casi más daño que la bala de Ángel.
—No importa —murmura ella, como si leyera mi mente—. Ya nada de eso
importa. Él no está, Marco. Ha muerto.
Entrecierro los ojos, incapaz de creerme esa noticia, pero miro a mi tío, que sonríe
y asiente antes de acariciar mi pelo. Cierro los ojos y dejo que un par de lágrimas
rueden por mis mejillas. Las últimas que le dedico a Ángel, estoy seguro.
—Ahora tienes que recuperarte para volver a casa cuanto antes —dice mi tía—.
Las niñas están como locas por jugar contigo. Toda la familia lo está.
—Y Fabi ha venido cada hora libre a esperar noticias con nosotros —dice mi
chica—. Ella y su novia se han portado de maravilla.
No me extraña. Ni eso, ni que todo el mundo haya esperado en el hospital por mi
regreso. Hace diez años me habría metido en una pelea con cualquiera que hubiera
afirmado que un día tendría una enorme familia preocupada por mí. Queriéndome.
Ahora, en el presente, el amor que me tienen es una de las pocas cosas que me
mantienen seguro y cuerdo. Eso y ella, que sonríe y besa mis dedos con delicadeza,
como si temiera que me rompiera.
—Tú y yo vamos a casarnos —Erin abre los ojos de par en par, aprieto sus dedos
y sonrío—. En el mar.
Ella asiente llorando, Julieta grita y Diego se ríe.
—Pero dale un beso, que ha sido precioso lo que ha dicho —susurra mi tía.
—Shhh, pequeña, déjalos a ellos.
—Es que…
—Vamos a salir, anda.
—Ay, no, un poquito más.
—Luego…
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Mi tío la empuja y salen de la habitación mientras Erin y yo sonreímos, pero no
despegamos nuestros ojos el uno del otro. La enfermera llega con el hielo y ella me lo
da con cuidado para que me refresque poco a poco. Al principio siento que no tendré
suficiente, pero pasados unos instantes consigo sentir cierta calma en la boca y la
garganta.
—¿De verdad quieres casarte? —pregunta ella con voz temblorosa, pasados unos
minutos.
—Estoy vivo y la sombra de Ángel no va a perseguirnos más. No se me ocurre
una mejor manera de celebrarlo. Iremos a la playa, nos casaremos y empezaremos
nuestra vida juntos. Esta vez de verdad.
—¿Sin secretos?
Asiento convencido de que los secretos no arreglan una relación. Hacer
sacrificios por la persona que queremos sin contar con ella es un error, aunque sé,
porque lo sé, que volvería a hacerlo una y mil veces, porque cualquier cosa que me
haga pensar en la seguridad de Erin para mí es vital. Incluso si se trata de un error.
—¿De verdad he dormido dos días? —pregunto entonces.
—Sí. Los dos días más largos de mi vida.
La miro en silencio, entendiendo sus palabras, pero pensando en el tiempo que yo
he estado dormido. Entrecierro los ojos y me vienen imágenes de una playa. Sonrío y
la miro.
—He estado bien acompañado. —Ella me mira sin entender y yo aprieto su mano
con fuerza—. Gracias por traerme de vuelta.
—Yo no…
—Tú sí, créeme. Tú siempre consigues traerme de vuelta.
Erin guarda silencio. Supongo que comprende que todo esto tiene una razón de
ser.
—Oye, sé que tienes la boca seca, probablemente te dolerá todo el cuerpo y
tenemos mucho que hablar —me dice—, pero si no te beso ya, ahora mismo, la
familia empezará a entrar y no podré hacerlo hasta dentro de mucho rato.
—Si no me besas ya es probable que empiece a quejarme hasta que alguien entre
—susurro con una sonrisa.
Ella se ríe, pero vuelve a llorar y yo pienso en la chica valiente y asustada del
pasado. Aquella que, pese a estar aterrorizada en algunos momentos, no dudó en
llevarme al límite y obligarme a seguir luchando. Costara lo que costara. La misma
que me antepuso cuando se marchó a Irlanda. La que volvió y se enfrentó a mi rabia
con aplomo y orgullo. La que me ha querido tanto como para que yo quiera pasarme
la vida entera intentando compensarla por todo lo que ha sufrido. Por las heridas que
he provocado yo con mi actitud y por las que ni ella, ni yo, pudimos evitar. Hasta que
sane por completo y solo quede la infinita luz que desprende.
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Erin
Cinco meses después
Miro a Marco reírse mientras Mérida, entre sus brazos, grita y se agita por completo.
El resto de niños espera su turno para jugar con él mientras yo doy un sorbo a mi
cóctel y pienso en lo guapo que está. No ha habido forma de convencerlo para que
use traje, tampoco le habría pegado, pero cuando Julieta propuso que todos fuéramos
de blanco pensé que era una gran idea. Marco está tan moreno que el color le sienta
de perlas. Yo tengo la piel intacta, que ya es un milagro con el sol que hace aquí.
—¿Desde cuándo la novia se sienta sola en un rincón a beber? —Me giro y veo a
Diego sonriendo—. ¿Eso no deberías dejarlo para cuando no soportes más a Marco?
Suelto una carcajada, encantada con que haga bromas que incluyan el alcohol,
aunque sepa que Marco y yo nos preocupamos por no parecernos a nuestras
respectivas madres, ambas adictas.
—Estoy celebrando mi recién estrenada vida de casada —contesto—. Una copa
parece insuficiente para brindar.
Se sienta a mi lado, coge una botella de champán de la mesa y me llena la copa
antes de beber a morro.
—Ha sido una boda preciosa.
Tiene razón. Yo nunca soñé con casarme. No era algo en lo que pensara de
pequeña. Mis prioridades incluían sobrevivir y huir, poco más. Es triste, ahora que lo
pienso, pero también me ha dado otra perspectiva de todo este tema de las bodas.
Cuando Marco salió, por fin, del hospital, lo último que quería era calentarme la
cabeza con preparativos durante meses. Quería celebrar que él estaba vivo, nos
queríamos y teníamos un futuro por delante juntos. Una boda para familiares y los
amigos más íntimos. No quería hacer algo rimbombante o por encima de nuestras
posibilidades porque, para nosotros, la boda en sí no era lo importante. Lo vital era
prometernos estar juntos frente a la gente que queremos. Darnos la oportunidad de
tener un inicio bonito, para contrarrestar todos los momentos feos que tuvimos. Nos
queríamos casar para hacer una fiesta y celebrar el amor y la vida. La suya, que casi
acabó con el balazo de Ángel. La mía, que habría ido tras él si llega a marcharse de
este mundo. De hecho, a su salida del hospital nos enfrentamos a varias sesiones con
su psicóloga para aprender a afrontar la muerte de Ángel y, sobre todo, para
comprender y dejar de culparnos por haber hecho aquel trato que le dio el poder de
abusar de nosotros. No fue fácil, no siempre lo es, pero luchamos cada día por dejar
atrás el pasado.
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Ha sido una ceremonia corta y emotiva en la que no hemos escrito nuestros votos,
porque ya nos los dijimos anoche entre sábanas, así que hoy nos hemos limitado a
darnos el «sí, quiero», sonreírnos, besarnos y descorchar una botella de champán
mientras nuestra familia aplaudía y vitoreaba.
Y ahora estoy aquí, descalza, hablando con Diego y mirando a mi flamante
marido bailar sin cansancio con todos los niños del clan León.
—Ha sido un día perfecto —susurro.
—A mí solo me ha faltado una cosa.
—¿Qué? —pregunto mirándolo.
—Bailar con la novia. ¿No es costumbre que el padrino la saque a bailar?
Me río y me encojo de hombros. No tengo ni idea de lo que es costumbre o no.
Quitando la mía, nunca he estado en una boda. Puede parecer un dato triste, pero no
lo es, porque así sé, con toda probabilidad, que esta ha sido la más especial.
Lo único que sé acerca de estos rituales es lo que he leído o visto en películas, y
está todo tan americanizado que ya no sé si es la realidad, o todo se exagera a
conciencia.
—Me gustaría bailar con el padrino, sin duda.
Él sonríe lleno de orgullo, se levanta, tira de mi mano y me lleva al centro de la
pista. Cierro los ojos cuando una de sus manos se posa en mi espalda y la otra sujeta
la mía. Recuerdo cómo me he sentido hace unas horas, cuando él me ha llevado hasta
Marco, y las lágrimas intentan acudir a mí, pero las retengo. Ha sido intenso y
precioso, no por el gesto en sí, sino por sentirme arropada por él y toda la familia. Por
sentir en mis propias carnes que esta no es solo la familia de Marco. Ya es la mía,
también, y esa certeza se ha convertido en otra cosa que celebrar hoy.
—¿Te he dicho ya que estás preciosa? —pregunta Diego sonriendo.
—Muchas veces.
—¿Tantas como Marco?
—No —admito riendo—. Él se ha repetido aún más.
—Poco, para lo que mereces. —Pongo los ojos en blanco para ocultar el rubor y
Diego sonríe, pagado de sí mismo. Los vuelvo a poner en blanco esta vez porque, en
el fondo, todos los Corleone son igual de egocéntricos—. ¿Sabes que es lo mejor de
todo? —Niego con la cabeza y él sonríe sin despegar los labios—. Que brillas. Los
dos lo hacéis. Llevo mucho tiempo esperando poder veros así.
—Ha merecido la pena. Todo.
—Gracias por tanto, Erin. Después de conocerte como parte de mi familia,
entiendo perfectamente que Marco haya sido incapaz de querer a otra mujer. —
Carraspeo para no emocionarme, pero no lo logro del todo—. Solo quiero que sepas
que, si para nosotros él es un hijo, tú ya eres una hija. Pase lo que pase, no estás sola,
cariño. Tienes una familia que te ayudará, apoyará y protegerá siempre. —Me caen
un par de lagrimones y él los limpia con el pulgar antes de intentar distender el
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ambiente—. Te sobreprotegeremos, más bien. Pregúntale a Marco acerca de esto y
seguro que lo entiendes.
—Me parece que empiezo a entenderlo por mi propia experiencia —digo
riéndome.
Él se ríe, besa mi frente y aprieta mi cintura.
—Creo que van a quitarme el privilegio de seguir bailando contigo.
Antes de poder procesar sus palabras una mano se posa en la parte alta de mi
espalda.
—¿Nadie te ha dicho nunca lo feo que está que acapares a la novia el día de su
boda?
La voz de Marco pretende fingir reproche, pero identifico a la perfección el tono
de humor en sus palabras.
—Pensé que tenía tiempo antes de que el novio se diera cuenta y viniera a
cortarnos el rollo.
Me río. Diego besa mi frente, me guiña un ojo y se va después de palmear la
espalda de Marco.
—¿Todo bien? —pregunta acariciando mis mejillas.
Diego ha limpiado el surco de mis lágrimas, pero eso no es suficiente para que
Marco no detecte lo que ocurre. Lo miro a los ojos y sé que se está empapando de
todo lo que siento. Como si pudiera transmitirle mis emociones a través de una
mirada.
—Todo perfecto. Sigue haciendo calor, el mar es increíble y estoy casada con el
hombre más sexi de este país.
—¿Solo de este? —pregunta haciéndose el ofendido, pero dejándose abrazar por
mí.
—¿De Europa?
—Dame un poco más de crédito. ¿Qué tal el mundo?
Me río y palmeo su costado antes de acortar del todo nuestra distancia y besar su
pecho.
—Para mí, el hombre más sexi de toda la existencia.
—Eso me gusta —murmura—. Sobre todo porque así podré sentirme merecedor
de estar casado con la mujer más sexi de toda la existencia.
Sus labios me buscan y nos besamos mientras sonreímos y nos mecemos a un
ritmo suave, pero intenso.
—Tengo un regalo para ti —le digo.
—Dámelo —susurra en mi boca antes de morder mi labio inferior.
Observo a lado y lado, consciente del tono sensual de Marco. Podría decirle que
se controle, pero llevamos todo el día aguantando las ganas de quedarnos a solas, así
que lo miro y me muerdo el labio con lascivia a conciencia. Marco ahoga un gemido,
tira de mi mano y nos arrastra por todo el camping hacia el bungaló, en primera línea
de playa, que nos han asignado.
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Me paro un instante con Marco besando mi cuello y acariciando mis costados.
Observo el mar y pienso, no por primera vez, que Fran Acosta tiene razón. El sur
tiene algo que atrapa. Cuando empezamos a buscar playas para casarnos, Marco me
habló de este sitio y, después de contarme las vacaciones que ha pasado aquí con la
familia, lo tuve claro. Quería que fuera algo especial para nosotros y no se me ocurría
una playa mejor para hacerlo que en esta, rodeado de la gente que ha ayudado a
Marco a formarse y convertirse en quien es. Mi tío y su familia no han venido. Tenían
trabajo, decían, pero no ha dolido. Sigo agradeciendo todo lo que hicieron por mí. Me
dieron respeto y dignidad, y eso es más de lo que había tenido hasta el momento en el
que entré en sus vidas. Fueron unos tutores buenos y responsables. Sin embargo, no
son mi familia. No como tal. Mi familia se compone de una mujer alocada y
divertida, un poli serio pero encantador, un doctor, una abogada fría, pero de un
corazón enorme, una matrona, un bombero, una trabajadora social y un vikingo. Y,
por si fuera poco, resulta que tengo dos abuelos en Javi y Giu y dos abuelas en Sara y
Teresa. ¿Cómo podría pedir más? Es imposible, o eso pensé, hasta que los lazos con
Fabiola empezaron a estrecharse y descubrí en ella a esa mejor amiga que no he
tenido nunca.
Y no es que haya sido fácil, porque no ha sido así. Marco tuvo una recuperación
lenta, se frustró y enfadó tantas veces en el camino que me tocó coger aire con fuerza
más de una vez. Intentamos acoplarnos a nuestra vida en común como pudimos.
Buscamos piso incansablemente, pero no nos poníamos de acuerdo. Él porque no
quería alejarse de su familia, aunque no lo dijera, y yo porque tampoco quería, pero
aún me apetecía menos seguir viviendo de gorra en la buhardilla de Julieta y Diego.
Aún no nos hemos aclarado con ese tema, pero confío en que pronto lleguemos a
un consenso y encontremos el sitio perfecto para vivir.
—¿Todo bien, pelirroja? —pregunta él mordisqueando mi oreja.
Vuelvo al presente y me pregunto cómo es que me he distraído tanto en un
momento vital como este. Despejo mi cabeza y le sonrío.
—Todo perfecto. ¿Y tú? ¿Estás bien?
Él se pega a mi espalda y, cuando noto su excitación, sonrío y me apoyo en su
hombro.
—Estaré mejor cuando te desnudes y me dejes dar cuenta de ti.
Me giro, lo empujo con suavidad hacia el interior del bungaló y lo obligo a
sentarse en la cama.
Mi vestido de novia no es nada complicado. Una falda blanca y larga, un top de
tirantes y un moño informal adornado con flores naturales de jazmín. No quería nada
exagerado, estoy segura de que sería incapaz de sentirme bien con uno de esos
vestidos historiados, y por cómo me mira Marco, sé que he acertado con el atuendo.
Llevo todo el día descalza, además, porque me niego a ponerme tacones, ni siquiera
para casarme. Por suerte en esta familia las excentricidades se aceptan de buen grado.
—¿Vas a hacerme un baile erótico? —pregunta con voz ronca.
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—¿Eso quieres? —Niega con la cabeza y me sorprendo, porque pensé que diría
que sí—. ¿No?
—Cualquier otro día, sí, pero ahora mismo te necesito demasiado. Creo que
saltaría sobre ti antes de llegar al primer estribillo.
—Y no queremos que saltes sobre mí porque… —digo en tono condescendiente.
Él se ríe con voz grave, se levanta y acaricia mi nuca con suavidad antes de soltar
mi pelo y sonreír cuando algunas flores caen al suelo.
—Porque quiero que esto sea lento. Muy muy muy lento. —Besa mi mejilla, mi
mentón y mi cuello—. Por todas las veces que apenas tuvimos tiempo de recrearnos
en la desnudez del otro.
—Es una suerte que ahora no tengamos que ir con prisas —admito.
—Hoy, más que nunca, quiero que nos toquemos por todas partes. Que me beses
y besarte. Que nos demostremos por qué somos tan jodidamente especiales. Por qué
ninguno de los dos funciona por separado.
—Porque somos uno —susurro, aunque suene cursi.
Él asiente y mete las manos por la cinturilla de mi falda, bajándola. La tela cae
junto a las braguitas del mismo color y, cuando Marco se aferra al borde de mi top, lo
paro.
—Desnúdate entero antes.
No sospecha, me mira con una sonrisa, se aleja y se quita la ropa sin florituras; a
tirones y haciéndome reír. Cuando su cuerpo desnudo se coloca frente a mí, sin
embargo, se me corta la risa en seco.
—Siéntate en la cama —le pido. Me mira con impaciencia y beso su barbilla—.
Merecerá la pena.
—No lo dudo —susurra.
Se sienta, apoya las manos en el colchón y se echa hacia atrás sonriendo,
demostrándome que aún sabe cómo mirarme para ponerme nerviosa. Intento no
pensar en que estoy desnuda de cintura para abajo. Camino hacia él, me subo a
horcajadas sobre su cuerpo y, cuando hace amago de tocarme, sujeto sus manos y
niego con la cabeza.
—Espera. —Lo empujo con suavidad, haciendo que se tumbe. Me fijo un
momento en la cicatriz que dejó la bala que atravesó su pecho, pero rápidamente
ignoro el sentimiento que me provoca. Él ayuda haciendo que su erección se roce con
mi sexo y arrancándome un gemido. Es inevitable, le deseo hasta un punto
desquiciante—. Quiero enseñarte mi regalo…
Frunce el ceño, me echo hacia atrás y, cuando alzo mi camiseta, me llega un
sonido estrangulado que no he emitido yo. Sonrío y me enderezo para que me vea
bien.
—¿Cuándo…?
—Esta mañana. Te dije que tenía que hacer algo y no podíamos vernos.
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Marco nos hace girar en un segundo, me tumba en la cama y analiza mi piel con
detenimiento. Me he tatuado un faro a lo largo del costado, desde la cadera hasta la
altura del pecho. Algunas gaviotas, varios destellos de luz y nuestras iniciales
pequeñas, tan pequeñas que hay que fijarse para verlas. Minimalista, sencillo y
directo. Un mensaje que hace referencia al barco a la deriva de su brazo.
—Mi luz… —susurra besando con cuidado mi piel enrojecida—. Oli ha hecho un
trabajo increíble.
—¿Cómo sabes que ha sido…? —Él eleva las cejas y me muerdo el labio—.
Obvio, ¿no?
—Un poco, pero no por eso menos maravilloso. Al revés. Que nos haya tatuado
la misma persona es especial. Algo nuestro, aunque lo hayamos hecho a destiempo.
—Asiento, de acuerdo con él—. Es el mejor regalo del mundo.
—¿De verdad te gusta?
—Me encanta. Tú me encantas.
—Marco… ¿Crees que será así siempre? —Me mira sin entender y acaricio sus
costados, erizando su piel—. Que nos miraremos y solo pensaremos en hacernos
felices. ¿No tienes miedo de que todo sea demasiado perfecto?
Él besa mis labios, niega con la cabeza y me tumba boca arriba, colándose entre
mis piernas y lamiendo el centro de mis pechos.
—Aún tenemos que pelearnos por nuestra futura vivienda y más adelante lo
haremos sobre un montón de temas en los que no vamos a estar de acuerdo.
—Ah, ¿sí? —gimo cuando él asiente y baja por mi estómago.
—Oh, sí.
—¿Como cuáles?
Marco se ríe, supongo que piensa que es surrealista hablar de esto mientras
hacemos el amor la primera vez como recién casados, pero ha despertado mi
curiosidad y no puedo parar.
—Quiero una mascota.
—Me gustan las mascotas —le contesto.
—Quiero hijos, también.
Trago saliva. Es un tema delicado. Yo también los quiero, pero no sé si alguna vez
podremos darle a un niño todo lo que merece, dada nuestra infancia. Aun así, asiento
y acaricio su pelo.
—Y yo.
—Muchos.
—No. —Me río y niego con la cabeza—. Uno. Si conseguimos que un ser
humano nos salga medio aceptable, me doy por satisfecha.
—Ya veremos —contesta él riendo entre dientes y mordisqueando una de mis
caderas.
—Marco…
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—¿Ves? —me corta—. Tenemos temas que nos hacen imperfectos. Quiero
teñirme de rubio alguna vez.
—Ni de coña.
—Otra cosa en la que no estamos de acuerdo. Hum. Este matrimonio será un
infierno. —Me río y él abre mis piernas, arrodillándose entre ellas—. Quiero un
deportivo de dos plazas.
Frunzo el ceño y niego con la cabeza. ¿Cómo demonios vamos a tener un
deportivo? Estamos muy lejos de ser ricos. Además, si quiere hijos… Gimo cuando
su lengua se cuela entre mis pliegues y me hace olvidar el hilo de mis pensamientos.
—Temas suficientes para hacer nuestra vida imperfecta. Como que te distraigas
cuando intento hacer que te corras, o que me mires mal cuando me pongo
calzoncillos de slip, o que odies comer mal y yo adore los restaurantes de comida
basura. ¿Quieres que siga? —pregunta antes de mordisquear mi clítoris.
—Sí, Dios, sí.
—¿Con el discurso o con esto?
El ego en su voz es tan patente que me encantaría darle un manotazo. Otro motivo
por el que no somos perfectos, pienso mientras sonrío.
—Sabes muy bien con qué.
Y lo hace. Me acaricia, besa y muerde hasta que no puedo más y le regalo un
orgasmo que hace que tiemble de pies a cabeza.
Marco sube, sonríe antes de besarme, abrir más mis piernas y penetrarme de una
sola vez. Muevo mis caderas para ayudarlo con la fricción y me cuesta la vida no
llegar al orgasmo cuando su voz entona una canción que me pone a cien desde
siempre.
Cómo me conoce, el maldito.
Dime hacia donde, yo te sigo.
Si tú te tiras yo me tiro.
No tengo miedos, no tengo dudas.
Lo tengo muy claro ya.
Todo es tan de verdad.
Que me acojono cuando pienso.
En tus pequeñas dudas, y eso.
Que si no te tengo reviento.
Quiero hacértelo muy lento.
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bueno que, cuando Marco me mira, cansado y satisfecho, solo atino a reír en alto,
tirar de su mano y arrastrarlo hacia el exterior.
Corro hacia el mar y oigo cómo me sigue. Es una locura, pero esta parte del
camping es la más privada y por eso Fran nos la cedió. Y aunque nos vieran, me daría
igual, porque solo puedo sentir orgullo de los cuerpos que se han mantenido en pie
para nosotros. Han aguantado golpes, vejaciones y humillaciones y aquí están:
remendados, pero aún enteros, listos para soportarnos lo que nos resta de vida.
Marco suelta una carcajada cuando tropieza, me alcanza ya en el agua y así,
desnudos, bailando entre olas y besándonos con las ansias de quien sabe que va a
darse un festín que durará años, inauguramos nuestra vida en común.
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Epílogo
—No, eso no va ahí —dice Julieta muy seria—. ¿No ves que no se ve bien? Ponlo al
lado de la puerta, que entra más por el ojo.
Resoplo y obedezco, porque sé que está nerviosa, aunque no entiendo bien por
qué. Después de todo, la pastelería no es suya, sino de Erin.
Miro en derredor y sonrío. El local no es muy grande, pero el alquiler está bien y
lo mejor de todo es que está justo enfrente del restaurante, así que será como estar
juntos, más o menos. Ya puedo imaginar las escapadas para tomar un café rápido…
—Oye, Marco, ¿tú qué? ¿Tocándote los huevos? —Miro a mi tío y elevo las
cejas.
—Estoy en el negocio de mi mujer. Puedo hacer lo que me dé la gana.
—De hecho, no puedes —dice la susodicha, dándome una bandeja de cupcakes y
señalando la mesa del fondo—. Déjala allí y asegúrate de que los niños no se los
comen. —Hace amago de irse, pero se para en seco—. Mejor aún, asegúrate de que
los adultos no se los comen. Y tú tampoco puedes.
Pongo cara de inocencia máxima y me voy hacia donde me ha mandado. Álex me
pide uno, pero me niego. Óscar reclama uno para él y, además de negarme, le digo
que haga el favor de dejar de crecer, porque ya está igual de alto que yo y me da
vergüenza que me sobrepase siendo un adolescente. Einar me pide dos, porque a él a
caradura no lo gana nadie y Nate no dice nada, pero los mira con tanto deseo que, al
final, decido quedarme al lado de la mesa y vigilar los tesoros. Las chicas, por su
lado, van de un lado a otro dando órdenes y, a veces, chocándose unas con otras.
—Joder, parece que no coméis en vuestra casa —les digo a ellos cuando veo que
siguen en el mismo plan.
—No te pongas digno que te hemos visto salir del almacén limpiándote las manos
en el pantalón —dice mi abuelo—. ¿Cuándo empieza la comilona?
—Cuando llegue la gente.
—Pero si no cabe más gente aquí. Con la familia estamos completos.
—Entonces tendremos que salir para que la gente entre —replica sabiamente mi
abuela.
—¡A mí no me va a echar nadie del local de mi nieta!
Miro a Erin, que oye la exclamación y se gira para sonreír. Joder, qué bonita está
cuando se da cuenta de lo importante que es en esta familia.
—Haced el favor de comportaros. Erin está nerviosa y quiero que acabe el día
contenta.
—Para llevarte el postre a casa, ¿eh? Ay, pillín…
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Observo a Álex y elevo las cejas, no por sus palabras, sino porque las ha dicho
con la boca llena de un puto cupcake.
—¿Qué coño haces?
—¿Qué? —pregunta limpiándose las comisuras de la boca—. Teniendo en cuenta
que es posible que sea el mejor cliente de Erin no deberías ponerte tan tonto.
En eso tiene razón. Álex sigue teniendo un problema con el azúcar. Un día le dije
que, a su edad, lo mejor era empezar a controlarse. Me retó a hacer trescientas
flexiones por llamarlo viejo, según él, y por poco tengo agujetas todavía. No se me ha
ocurrido meterme más con lo que come o deja de comer. Hasta hoy, claro.
Victoria y Emily roban unas piruletas de la mesa de chuches y, aunque las miro
mal, se descojonan y corren hacia otro lado. Estos niños me tienen el respeto perdido.
Yo antes imponía más. Será la felicidad, que me ha vuelto blando.
Dejo la mesa de lado y me olvido de vigilarla porque, total, no sirve de nada.
Busco a mi mujer por toda la tienda, pero antes de eso tropiezo con Julieta, que me
regaña porque en la bandeja de tartaletas faltan dos.
—¿Y a mí qué me cuentas?
—Que has sido tú o alguno de tus secuaces, estoy segura.
Entrecierro los ojos y la miro con suspicacia.
—Eres consciente de que esos secuaces de los que hablas son tu marido, hermano
y cuñados, ¿no?
—¡Por eso lo digo! —Se gira cuando Edu aparece por un lateral de la tienda y lo
señala con un dedo—. Un paso más y vas a saber lo que es que tu madre se vuelva la
niña del exorcista, colega.
El niño corre hacia la otra punta y yo pienso que Julieta es una madraza, pero
debería dejar de hacer referencia a pelis de terror cuando les hable a sus hijos. Quizá
se lo diga un día de estos, cuando tenga mis huevos a salvo en alguna parte.
Aguanto el chaparrón hasta que mi tío aparece, la besa y le susurra algo al oído
que hace que ella se ría y le coja el paquete.
—Suficiente, joder —mascullo.
—Pequeña, controla —dice Diego, pero sin aguantarse la risa.
—Bah, estamos en confianza. Si con cuatro hijos, además de Chucky, esta familia
sigue pensando que no follamos, el problema lo tienen ellos por inocentes.
Pongo los ojos en blanco y me largo de aquí. No pienso escuchar ni media
palabra más. Busco a Erin de nuevo y la encuentro tras el mostrador, asegurándose de
tener cambio suficiente para mañana, cuando abra de forma oficial.
La abrazo por detrás e inspiro su pelo. Sonrío. Joder, qué bien huele siempre. Y
qué suerte tenerla cada día a mi lado.
—¿Cómo está mi chica?
—Nerviosa, pero supongo que mejorará a lo largo de la tarde. —Se retrepa en mi
hombro y suspira—. ¿Crees que vendrá gente?
—Pues claro.
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—Faltan cinco minutos y solo hay dos señoras.
—Esto es España, cariño. Aquí la gente llega justo para la hora de comer. —Eso
la hace reír y beso su oreja—. ¿Todo bien por aquí dentro? —Toco su tripa, apenas
abultada, y sonríe.
—Ajá. Mininosotros se está portando muy bien.
Sonrío. Está embarazada de cuatro meses y no hemos conseguido saber el sexo.
Se ve que el gen del pasotismo ha agarrado bien, porque cada vez que vamos al
ginecólogo se gira o cruza las piernas. En el fondo nos da lo mismo, somos felices
con saber que está sano o sana. Además, está bien no saberlo aún, porque el tema de
los nombres nos tiene en una guerra continua. Espero que, para cuando lo sepamos,
consigamos aclararnos, o este bebé va a tener más nombres que los personajes de
Juego de Tronos.
La verdad es que no pretendíamos tener un bebé ya. Estábamos liados buscando
un local y disfrutando de nuestra vida como pareja, pero Erin cogió un virus
estomacal y se ve que el efecto de la píldora se fue a tomar por culo. Eso, o que tengo
unos soldaditos muy potentes. A mí me gusta pensar esto último, pero ella se ríe de
mí, palmea mi hombro y me recomienda encarecidamente dejar de flipar. Es una
mujer capaz de dar una opinión aplastante aunque te joda. Los dos vamos bien
servidos de sinceridad extrema, en ocasiones, así que no es de extrañar que hayamos
tenido alguna que otra pelea fuerte. Nada que no se haya solucionado el mismo día,
porque la necesidad de estar bien y juntos nos puede, pero tenemos genio y, a veces,
necesitamos dejar constancia. Miedo me da el carácter de Mininosotros.
—Deberíamos dejar de abrazarnos tras el mostrador —dice Erin—. Queda poco
profesional.
—Voy a estar en el restaurante de enfrente todos los días y pienso venir a darte
más de un abrazo y más de un beso indecente. Es mejor que los clientes acepten eso
como parte del negocio desde el primer momento.
Erin se ríe y la giro entre mis brazos, deseando besarla. Alguien vitorea a lo lejos,
sonrío en su boca y me separo lo justo para dejarla trabajar, pero sin quitarle los ojos
de encima.
Ni en un millón de años hubiese imaginado verme así, pero aquí estoy. Aquí
estamos.
Joder, hemos logrado tanto…
La inauguración es un éxito. Viene un montón de gente, muchos de ellos clientes
del restaurante, donde hemos hecho una excelente promoción a la esposa del dueño.
No me avergüenza valerme de los pocos contactos que tengo para darle publicidad
porque sé que su repostería hará el resto y quedarán prendados en cuanto prueben
alguna de sus delicias.
Recogemos, limpiamos con ayuda de la familia y nos vamos a casa, cansados y
contentos.
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Aparcamos en el jardín y nos quedamos mirando nuestra casa. Nuestro hogar. Es
tan surrealista…
—¡Ya has aparcado otra vez en mi sitio! —grita Javier desde fuera del coche,
pegando con los nudillos en la ventanilla—. El de la derecha es mío, Marco. Lo sabes
de sobra.
Me río, bajo la ventanilla y le guiño un ojo.
—No me he dado cuenta.
—Los cojones.
—Javier, por el amor de Dios, no te pongas así —dice Sara detrás de él.
—¡Es que este es mi sitio!
—Pero yo he llegado antes y mi mujer está embarazada —digo con voz lastimera.
—¿Y qué tendrá que ver? ¿No puede tu mujer bajarse en la parte izquierda de la
entrada?
Erin suelta una risita porque sabe bien lo mucho que disfruto sacando de sus
casillas a nuestro vecino, y yo busco su mano en la oscuridad y me la llevo a los
labios.
—Es que teníamos pensado enrollarnos aquí un rato antes de entrar en casa.
Javier nos mira muy serio durante unos segundos, pero al final nos da por
imposible y suelta una carcajada seca.
—Muchachos del diablo… ¡Está bien! Hasta mañana, entonces.
Lo vemos entrar junto a Sara y Erin tira de su mano.
—Deberías dejar de chincharlo a conciencia.
—Es tan divertido… —Ella pone los ojos en blanco y baja del coche—. ¡Eh!
¿Qué ha sido de lo de enrollarnos aquí dentro?
—No pienso liarme contigo aquí, teniendo nuestra cama a escasos metros.
—¿Y qué pasa con tu espíritu aventurero?
—¡Quiere tumbarse en una cama!
Me río y la observo meterse en casa. Hace algo más de un año que Javier vino a
buscarnos. Erin y yo íbamos de discusión en discusión porque nada de lo que
veíamos nos convencía. Yo no quería un puñetero piso en la ciudad, que es lo que
buscaba ella porque era lo único que se ajustaba a nuestro presupuesto. Me pedía que
fuera coherente y realista, y la entendía, porque tenía razón, pero me negaba a
meterme en una hipoteca para vivir en un sitio que no me gustaba.
Un día Javier llegó a casa de mis tíos y nos dio la solución. Dividir su casa. Sara y
él ya estaban solos y tenían más que de sobra con la mitad. Si quería, podía
encargarme de la obra y pagarle a él un precio más que aceptable para pasar a ser
dueño de la mitad. Julieta y Diego saltaron de alegría, Erin me miró contenida al
máximo y yo, pese a estar pletórico por dentro, le pedí unos días para pensarlo. Lo
hablé con ella largo y tendido. Tendríamos que pedir un préstamo importante para la
obra, que no sería pequeña. Yo tenía el restaurante que iba muy bien, pero ella tiraba
solo con las clases de defensa personal en la asociación. Hicimos cuentas y al final,
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con mucho miedo, pero más ilusión, aceptamos. Arreglamos la documentación
necesaria y nos embarcamos en una obra que nos trajo más discusiones, estrés y
cabreos de los que puedo contar. Aun así, cada noche nos encargamos de dormir
juntos y besarnos, aunque fuera de morros. Nos besábamos porque hubo un tiempo
en que no podíamos hacerlo y eso no podíamos olvidarlo, por muy enfadados que
estuviéramos. Era nuestra forma de decirnos que una discusión no cambiaba lo más
mínimo nuestros sentimientos por el otro. Aún hoy lo hacemos así y es una de las
cosas que espero no perder nunca.
Cuando por fin acabamos la obra, amueblamos y pusimos en marcha el proyecto
de empresa de Erin, se quedó embarazada. Recuerdo aquel día en el baño. Sus
lágrimas de miedo, felicidad e incertidumbre lo llenaron todo. Mi propio miedo se
atravesó en mi garganta. ¿Un bebé? ¿Cómo íbamos a cuidar de un bebé si algunos
días tenía dudas de cuidar de mí mismo?
Pero no dejé que el miedo me venciera. Ni ella. Nos obligamos a aceptarlo y nos
costó muy poco aprender a querer lo que venía. Un hijo, o una hija. Un pedacito
nuestro… Recuerdo el día que estuve a punto de hacerme la vasectomía y me alegro,
como nunca, de no haber dado el paso. Sé que tampoco habría sido un drama.
Habríamos adoptado, o hubiésemos sido solo ella y yo, pero ahora que viene, ya no
puedo imaginar mi vida sin ella o él.
Entro en casa, busco a Erin y la encuentro en el baño, desnudándose y con el grifo
de la ducha abierto.
—¿Se admite compañía? —pregunto mientras me apoyo en el quicio de la puerta.
Ella suelta su preciosa melena roja y me mira con picardía.
—Solo si me masajeas a conciencia.
Camino hacia ella, la alzo en brazos y muerdo su risa. La meto en la ducha y le
doy el masaje antes de saciarme de ella y dejar que se sacie de mí.
Nos vamos a la cama, nos tumbamos abrazados y miro al techo. Una de las pocas
cosas en las que estuvimos de acuerdo fue en poner una ventana en el techo. La
familia entera nos habló del calor que entraría en el dormitorio en verano, lo difícil
que sería limpiarla y el poco sentido que tenía, pero ahora mismo, mientras la abrazo
y observo las estrellas con ella a mi lado solo puedo pensar en todas las veces que me
pregunté, a lo largo de diez años, si ella miraría las estrellas pensando en mí.
—Lo hacía cada noche —susurra, haciéndome saber que he vuelto a hablar en
voz alta.
Es una manía que he desarrollado en los últimos tiempos y aún no sé cómo
tomarme esas trampas mortales que me hace mi subconsciente.
—Sigues siendo mi primer y último pensamiento —reconozco mirándola.
Ella me devuelve la mirada y noto, en sus ojos azules, lo mucho que mis palabras
le llegan.
—Mi chico…
—Mi chica…
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Sonreímos. Devolvemos la mirada al cielo y, no sé ella, pero yo me paso la noche
pensando en todo lo que nos falta por hacer. Fantaseando con todos los sueños que
aún nos quedan por cumplir. Imaginando a nuestro bebé y prometiéndole en silencio,
sin palabras, que da igual lo que nos depare la vida, porque su madre y yo jamás
permitiremos que el miedo, la incertidumbre o la desesperanza se apoderen de él o
ella.
Que nosotros hemos nacido, luchado, sufrido, caído y levantado para darle la vida
y demostrarle que este mundo, aunque no lo parezca, tiene infinitas maravillas que
ofrecer a quien esté dispuesto a darlo todo por las cosas y personas que de verdad
merecen la pena.
Que la luz, cuando es potente, se convierte en refugio y acaba con la más larga de
las derivas.
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Lista de reproducción
Como ya avisé en mis redes, esta es la única historia de Sin Mar que tiene una
playlist oficial. A continuación, os dejo la lista completa y, más abajo, el enlace
directo a la lista de Spotify en la que podéis oírlas todas, menos Life is beautiful, de
Vega4, que solo la encuentro en Youtube.
Believer —Imagine Dragons.
Pereza — Lady Madrid.
Los secretos — Pero a tu lado.
Los secretos — Por el bulevar de los sueños rotos.
One direction — Little things.
Pereza — Pienso en aquella tarde.
The Temptations — My Girl.
Brave. Russian Red — A la luz del sol.
Vega4 — Life is beautiful.
Funambulista y Dani Martín — Me inventaré.
El gran Showman — A million dreams.
Sidecars y Dani Martín — Todos mis males.
Pol 3.14 — Lo que no ves.
Pereza — Todo.
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Despedida
Cuando empecé esta serie no me imaginaba, ni por asomo, que Sin Mar abarcaría
tanto. Empecé porque necesitaba reír. Era una época gris en mi vida y una chica, de
nombre Julieta, llegó y arrasó con todo. Me llevó a un mundo llamado Sin Mar y allí,
entre calles llenas de calcetines disparejos, disfraces y lazos familiares irrompibles
me sentí a salvo. Me refugié en ella y me esforcé por darle lo mejor de mí. Me contó
sus venturas y desventuras, me habló del amor que sentía por un poli un tanto serio,
pero con un corazón enorme. Lo hizo sin perder la sonrisa y me cautivó. Me presentó
a las personas más importantes de su vida y las puso a mi disposición. No imaginaba
que, al acabar, sus hermanos querrían contarme sus historias. Han pasado casi dos
años, he escrito la historia de los cuatrillizos y la de Marco, porque él… Él se coló en
mi vida a golpe de rebeldía y un corazón que sufría más de lo que quería admitir; un
corazón que necesitaba ganar una batalla que cubriera de gloria todas las perdidas. Lo
hice lo mejor que pude y aquí estoy: a punto de decir adiós a esta serie. Os prometo
que es una de las cosas más difíciles que he hecho. Sin embargo, creo firmemente que
las cosas hay que saber cortarlas. Ellos me han dado mucho, muchísimo, pero es
necesario que baje de este tren para poder subir en otro con un rumbo distinto.
A todxs lxs que me habéis seguido desde el principio, a lxs que llegasteis poco
después y a lxs que estáis descubriendo Sin Mar ahora, GRACIAS. De verdad,
muchas gracias por traerme hasta aquí con vuestro apoyo, ánimo y cariño
desmesurado.
Ojalá queráis seguir acompañándome en mi camino. Ojalá viajéis conmigo a
todos los mundos que quiero mostraros.
Cherry Chic
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Agradecimientos
Aquí es donde no sé si voy a tener espacio para agradecer a tanta gente por ayudarme
a crear el mundo Sin Mar, ya fuera con consejos, opiniones o cariño a raudales.
Personas que me han acompañado en este camino y han conseguido que los pocos
puntos negros fueran grises, y más tarde blancos.
A mis padres, impulsores de todos mis sueños. Agradezco cada día ser hija de las
dos personas más buenas, trabajadoras y honradas que conozco. Os adoro.
A mi hermana, cómplice de mis pequeñas locuras. Gracias por apoyarme siempre,
aun cuando no me entendías del todo.
A mi marido, por aguantar horas oyéndome hablar de personajes que no existen.
Por ser el mejor amigo que he tenido, además del amor de mi vida. Por entenderme y
quererme por encima de todo.
A mi hija, fuente de inspiración continua. Lo eres todo, pequeña.
A Red Lips, dedicarte este libro es lo mínimo que puedo hacer para compensar
todo lo que tú haces por mí. Gracias por ser tanto en mi vida. Ojalá esta amistad no se
acabe nunca.
A Nuria, por ayudarme en cada paso, apoyarme, animarme y, sobre todo, por
darme una amistad sincera y preciosa.
A Elena, por demostrarme cada día que la amistad no entiende de kilómetros.
Gracias por permanecer a mi lado en las buenas y, sobre todo, en las regulares.
A Susana Herrero por las charlas, los audios interminables y los ánimos
constantes. Por leerme capítulo a capítulo y no protestar cuando te dejo en un punto
álgido. Por tu amistad, sobre todo. Eres una gran escritora y una mejor persona.
A Alejandra Beneyto por ayudarme a mantener la calma cuando me como la
cabeza de más, por los consejos, las opiniones sinceras y por estar ahí, simplemente.
Por tus libros, tu amistad y por demostrarme que, en este mundillo, queda gente
maravillosa.
A Saray García, por los audios bostezando, o desayunando, o perdiendo el hilo
constantemente. Por las risas, las pocas lágrimas y los abrazos cada X meses. Por
ayudarme y apoyarme en cada locura que inicio y por una amistad que espero que
dure toda la vida.
A Andrea Longarela (Neïra) por aguantar mis paranoias varias, por los consejos
acerca de todo, por las risas, los audios, las correcciones de última hora y por todo lo
vivido, que no ha sido poco. Por tu amistad y por estar al otro lado de la pantalla cada
día.
Al resto de compañeras que en algún momento me ayudan, animan o comparten
conmigo opiniones, miedos y gustos literarios, o de series, o de películas (somos unas
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enganchadas a todo, ahora que lo pienso). Gracias por hacer que este mundillo brille
cada día un poco más.
A Sara, Fanny y Esme por ayudarme con la documentación de este libro. Sin
vosotras no habría llegado ni al quinto capítulo. Gracias por los consejos,
correcciones y sugerencias. ¡No lo olvidaré!
A Patricia y Bea por el apoyo constante y los ánimos. Por los buenos consejos y
las opiniones sinceras (y necesarias). Por tanto cariño.
A todxs las personas que, en algún momento, han sentido que faltaba luz en sus
infancias o en sus vidas. FUERZA.
A los blogs y las cuentas de redes sociales dedicadas a la promoción y
divulgación de reseñas literarias. Es alucinante el trabajo que hacéis gratuitamente.
Ojalá todo el mundo amase los libros como vosotrxs.
A mis lectorxs por el apoyo, los ánimos y el cariño constante. A todos los que me
escribís por redes sociales o por privado y me contáis vuestra historia y lo que mis
libros despiertan en vuestras vidas, GRACIAS. Me impulsáis a querer seguir y ser
mejor cada día.
Y a ti, Sin Mar, por haberme dejado traspasar tus puertas y haberme descubierto
un mundo maravilloso. No voy a decir adiós, no puedo, así que solo diré hasta
siempre y gracias. Muchas gracias por tanto.
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Me llamo Lorena, aunque en los mundos de internet ya todos me conocen como
CHERRY CHIC. Estoy en la treintena y no recuerdo cuándo fue la primera vez que
soñé con escribir un libro, pero sé que todo empezó cuando mis padres me compraron
una Olivetti y me apuntaron a mecanografía siendo una niña.
Mi vida es sencilla, vivo en el sur rodeada de familia, amigos y tranquilidad la mayor
parte del tiempo. Tengo la inmensa suerte de poder dedicarme a lo que más me gusta,
que es dar vida a personajes que solo existen en mi cabeza y contar sus idas y venidas
mientras yo río, lloro, disfruto y sufro con ellos, como si fueran mis niños, porque así
los siento.
Cuando no estoy escribiendo, me encanta pasear con mi marido y mi hija, pasar
tiempo con mi familia, leer, viajar, comer, la música, las zapatillas, las series, los
vikingos, la tecnología —friki en potencia—, comprarle ropa a Minicherry y los
tatuajes. Soy adicta a Pinterest, entre otras cosas, y suelo pasar horas y horas en los
mundos de yupi, imaginando la vida de personas que solo existen en mi cabeza.
Página 316
Notas
Página 317
[1] ¡Chico valiente! <<
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