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María Martínez: Tú y Otros Desastres Naturales Tú y Otros Desastres Naturales

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María Martínez


y otros
desastres
naturales

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La carta

Los libros son como la vida, y es que, al igual que esta, todos
ellos encierran secretos. Son como cofres que esconden teso-
ros y verdades ocultas, esperando a que alguien los abra
para lanzar al aire sus misterios. Palabras esculpidas en un
mundo de ficción, talladas en un corazón real.
Siempre he creído que los libros son pequeños confesio-
narios en los que el escritor deposita sus confidencias más
íntimas. Su modo de contarle al mundo aquello que ilumina
u oscurece su alma. Su forma de liberarse de las muchas car-
gas que un ser humano puede acumular a lo largo del tiem-
po. Relatos de amor, culpa, deseo y otros muchos sentimien-
tos se enroscan en las hojas con la necesidad de contar
aquello que de otra manera no podrían. Notas a pie de pá-
gina visibles solo para los que saben mirar con los ojos ce-
rrados.
Esa creencia me ha llevado a leer cada historia con cierto
grado de curiosidad indebida, entre suposiciones y sensacio-
nes que me susurran si esa escena será una verdad escondi-
da en un cuento con sabor expiatorio, real e imposible al mis-
mo tiempo.
Los libros poseen un poder extraño, aunque no todo el

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mundo sabe apreciarlo. Durante un tiempo vivimos en ellos
y más tarde ellos viven en nosotros. Una simbiosis perfecta
entre obra y lector que nos beneficia mutuamente en nuestro
desarrollo vital.
Los libros son porciones de felicidad, incluso los más tris-
tes o los más aterradores pueden prestarte recuerdos que di-
bujarán una sonrisa en tu rostro. Los libros son tardes de in-
vierno frente a una chimenea; mañanas de primavera en un
parque; vacaciones de verano en una playa; paseos en otoño
haciendo crujir las hojas secas bajo los pies.
Además, huelen bien. ¡Qué demonios, es el mejor olor
del mundo! Por eso no entiendo cómo las grandes perfume-
rías aún no han intentado explotar sus posibilidades de mer-
cado. Qué amante de la lectura tradicional no querría un
suavizante para ropa con fragancia a libro nuevo. Una loción
con notas a tinta y papel reciclado. Un ambientador con aro-
ma a texto antiguo. Esencia de primera edición. Desodorante
con olor a biblioteca...
Sería maravilloso poder apreciar esos matices en todo
momento, sin tener que hundir la nariz en una encuaderna-
ción y que no parezca que estás esnifando cualquier sustan-
cia extraña.
Los libros siempre han sido mi refugio, los brazos en los
que me escondía cuando todo iba mal. Sacar uno de la estan-
tería, levantar la tapa y pasear la vista por la primera página,
se asemeja a la emoción placentera de una bocanada de aire
fresco después de una eternidad sin poder respirar. Son un
antídoto contra la tristeza, la preocupación, el miedo, hasta
para un corazón roto. Me atrevería a decir que lo curan todo
si das con el texto adecuado.
Sin embargo, ni siquiera esa primera página pudo insu-
flarme el aire que necesitaban mis pulmones cuando me
mentía a mí misma creyendo que sería fácil tomar una deci-
sión; y eso que era la primera página del último libro de Alice
Hoffman, una de mis autoras favoritas. Ni ella pudo resca-

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tarme de la miríada de pensamientos confusos y molestos en
los que me encontraba sumida desde hacía días.
Dejé la novela en la mesa donde se colocaban las noveda-
des y arrastré los pies hasta la butaca que ocupaba la esquina
de la sección infantil. Me desplomé sobre ella con un suspiro,
bajo el tenue resplandor naranja de una lámpara de pie de
cristal emplomado. Ese era mi rincón favorito de toda la li-
brería. Me sentaba allí cuando era tan pequeña que mis pies
no alcanzaban el suelo. Lo cierto es que esa librería era mi
lugar favorito de todo el mundo. Prácticamente había creci-
do en ella.
Mi abuela la había comprado cuarenta años atrás, des-
pués de que su marido, mi abuelo, la abandonara en Mon-
treal para ir a Yukón a buscar oro. Nunca más volvió a saber
de él.
Invirtió el dinero de una pequeña herencia en un bajo hú-
medo que se caía a pedazos y lo transformó en el lugar más
mágico de Le Plateau. Al principio no fue fácil, sobre todo
con una niña pequeña a la que educar, mi madre, pero logró
salir adelante y construyó un futuro para las dos entre aque-
llas paredes repletas de cuentos, novelas y manuales.
La llamó Shining Waters. Sí, como el famoso lago que
aparece en los libros de L. M. Montgomery sobre Ana Shir-
ley. Ana de las Tejas Verdes siempre fue su libro favorito; y el
de mi madre; y también el mío. Mi madre me enseñó a leer
en sus páginas y me hizo el regalo más maravilloso que na-
die me ha hecho jamás, un amor desmedido por la lectura y
el deseo secreto de escribir algún día si lograba reunir el va-
lor suficiente para intentarlo.
La echo de menos.
Las echo de menos a las dos.
—Aunque la leas mil veces, no cambiará lo que dice.
Alcé la vista y encontré a Frances mirándome desde el
mostrador. Estaba rodeada de facturas y libros de contabili-
dad. Hizo un gesto con la mano y mis ojos descendieron has-

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ta la carta que, sin saber cómo, había salido de mi bolsillo y
de nuevo se encontraba entre mis dedos.
—Lo sé, pero es que sigo sin entender por qué lo ha he-
cho. Ella sabía mejor que nadie que mi vida está en Toronto.
Volver aquí no es una opción. —Resoplé, hundiéndome un
poco más en la butaca—. Lo que me pide no es justo.
—No te pide nada, Harper. Te ha legado lo más valio-
so que poseía y te da la opción de elegir qué hacer con ese re-
galo.
—¿Y por qué a mí? ¿Por qué no te la ha dejado a ti? Es lo
más lógico.
—Porque Sophia me conocía y sabía que lo único que me
ataba a esta ciudad era ella. Lo habíamos hablado muchas
veces, Harper, sobre todo en los últimos meses. Si ella se iba
la primera, yo regresaría a Winnipeg. Allí viven mi hermana
y mis sobrinos. Son la única familia que me queda.
Pasé los dedos por la superficie rugosa del papel.
—Creía que yo era tu familia —dije en voz baja.
Frances salió de detrás del mostrador y se acercó a mí.
No fui capaz de mirarla hasta que noté su mano sobre la mía,
deteniendo su movimiento errático. Una pequeña sonrisa
asomó a sus labios, triste y temblorosa. Recordé que yo no
era la única que estaba sufriendo.
Había compartido su vida con mi abuela durante las últi-
mas tres décadas. Se habían conocido cuando solo eran unas
niñas y desde ese instante se habían vuelto inseparables.
Crecieron y continuaron la una al lado de la otra, apoyándo-
se en todo. Mi abuela se casó y Frances estuvo allí. También
cuando nació mi madre. Y más tarde, cuando mi abuelo la
abandonó, continuó a su lado. Hasta que un día esa amistad
se transformó en amor.
O quizá siempre se habían amado y no habían tenido el
valor necesario para admitirlo.
—Por supuesto que eres mi familia. Te quiero, Harper,
pero mi lugar ya no está aquí. Hay demasiados recuerdos.

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Me mordí el labio, intentando contener las lágrimas. Ha-
bía pasado una semana desde el funeral. Tres días desde la
lectura del testamento en la que se me entregó una carta que
había dejado para mí; y aún me costaba creer que no volvería
a verla nunca más.
Me sentía muy triste y enfadada con ella. Me había ocul-
tado durante meses que un linfoma iba a consumir su vida
en poco tiempo. Nos lo había ocultado a todos. Y aunque
podía entender sus motivos, me dolía demasiado ese si-
lencio.
No me dio la oportunidad de despedirme. Ni de decirle
una vez más lo mucho que la quería y cuánto le agradecía
todo lo que había hecho por mí. Fue la única que me ayu-
dó a conservar el recuerdo de mi madre, a conocerla con el
tiempo porque yo era demasiado pequeña cuando tuvo que
dejarnos. Fue la única que no la olvidó y que no se olvidó
de mí.
Apreté la mano de Frances y le devolví la sonrisa. Sus
ojos marrones se posaron sobre mis ojos azules y vi a través
de ellos su corazón roto. No podía derrumbarme delante de
ella.
—Te amaba, Frances.
—Lo sé, y yo a ella.
—¿Cuándo piensas marcharte?
—En un par de semanas, quizá tres. Lo que tarde en ac-
tualizar las cuentas, los pagos y los registros. Sophia era un
desastre con esas cosas. —Me dio una palmadita en la rodi-
lla—. Lo dejaré todo bien organizado para que puedas de-
senvolverte sin ningún problema.
—No sé si voy a quedarme.
Se puso de pie con un suspiro y regresó al mostrador
atestado de papeles.
—También he hablado con el señor Norris, el abogado de
tu abuela. Te ayudará si decides vender.
Vender. Esa palabra me secaba la boca y me encogía el

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estómago, porque desprenderse de lo que uno considera su
hogar va contra natura. Pero qué otra cosa podía hacer.
«Quedarte», dijo una voz dentro de mi cabeza. La ignoré.
Doblé la carta y la guardé.
Sonó mi teléfono móvil. Probablemente sería mi herma-
na para recordarme, otra vez, que habíamos quedado esa
noche. Hayley era perfeccionista y una maniática del con-
trol y la puntualidad. Todo lo opuesto a mí. Así somos las
mentes creativas, desorganizadas por naturaleza. O eso so-
lía decirme a mí misma para no admitir que era un desastre
absoluto.
Saqué el teléfono del bolsillo trasero de mi pantalón y le
eché un vistazo a la pantalla. Se me puso la piel de gallina y
todo mi cuerpo se tensó con una sacudida. Continuó sonan-
do en mi mano, que temblaba como si de un momento a otro
fuese a recibir una descarga mortal de aquel aparato.
—¿No vas a cogerlo? —me preguntó Frances.
La miré y negué muy rápido.
—Es papá.
Aguardó unos segundos, observando mi cara de horror.
—¿No quieres saber para qué te llama?
Me puse de pie y devolví el teléfono al bolsillo. Todos
tenemos nuestras complejidades, nuestras debilidades y
nuestras excentricidades. Ignorar las llamadas de mi padre
formaba parte de las mías.
—Sé para qué me llama. Para lo mismo de anoche y de
ayer por la mañana. Y de antes de ayer. —Me acerqué al mos-
trador y apoyé los codos en la madera, frente a la caja regis-
tradora. Era una antigualla, como todo lo demás, y por ese
motivo me encantaba—. Quiere que venda la casa, la libre-
ría, y que deje mi vida en Toronto. También que abandone la
universidad, las prácticas en la editorial y que acepte un tra-
bajo en su empresa. Eso es lo que quiere, un collar muy corto
alrededor de mi cuello. Y no entiendo por qué, la verdad,
cuando no me soporta. Nunca lo ha hecho.

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Frances metió un taco de facturas en una caja y después
escribió una nota en la tapa.
—¿Se lo has preguntado alguna vez?
—¿Qué?
—¿Por qué no te soporta?
—No —respondí cohibida.
Lo había intentado, de verdad que sí, pero en el último
momento se me atascaban las palabras. Me daba miedo que
tuviera una respuesta. Una que pudiera justificar por qué ha-
bía sido siempre tan duro y frío conmigo. Solo conmigo.
De pequeña pensaba que, quizá, había roto o perdido
algo a lo que él tenía aprecio, por lo que pasaba horas enteras
intentando hacer memoria, recorriendo la casa en busca de
algún detalle que me diera una pista de mi error y así arre-
glarlo. Después llegué a la conclusión de que era culpa de mi
pelo rubio y ondulado, porque el suyo era negro y liso, al
igual que el de mis hermanos. Imaginé que no le gustaban
las personas diferentes, así que me lo corté con unas tijeras
de jardín y lo oscurecí con cera de zapatos. Se enfadó tanto
que quiso enviarme a un colegio para chicas en Ottawa. Por
suerte, mi abuela lo impidió. Más adelante, al crecer, supuse
que el problema residía en mis capacidades. No era lo sufi-
cientemente inteligente, ni guapa, ni educada, ni fuerte... No
sabía hacer nada bien.
Frances tomó aire con brusquedad antes de hablar.
—Cariño, eres una mujer adulta. Tienes veintidós años y
hace cuatro que vives tu propia vida. Debes dejar de tenerle
tanto miedo.
—Yo no le tengo... —Frances me dirigió una mirada tan
penetrante que aborté mi penoso intento de mentirle. Me co-
nocía demasiado bien—. Es que es más fácil cuando estoy
lejos y no tengo que verle.
—Pero estás aquí y mañana tendrás que verle sí o sí. No
contestar a sus llamadas puede que no sea lo más inteligente
ni lo más maduro por tu parte.

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Me incliné hasta apoyar la frente sobre la madera. La
miré de reojo y esbocé mi sonrisa más inocente.
—No tengo por qué verle si finjo que estoy enferma.
Como era de esperar, Frances puso el grito en el cielo.
—¡Tu hermana se casa mañana! ¡No puedes hacerle algo
así a Hayley!
—Lo sé, lo sé, lo sé... Es una idea estúpida —me apresu-
ré a decir, pero eso no cambiaba que lo hubiera pensado en
serio.
Me miró con escepticismo, si bien su expresión se tornó
comprensiva un segundo después.
—Tu padre no puede obligarte a hacer nada que no quie-
ras, Harper.
—Nolan Weston nunca acepta un no por respuesta y
siempre encuentra el modo de salirse con la suya. Puede que
tarde, pero siempre lo consigue.
—Puede que esta vez no.
Sonreí porque quería creerla, pero una barrera de ansie-
dad y desasosiego empezaba a aislarme de cualquier pen-
samiento lógico, mientras que la inseguridad se iba apode-
rando de todo mi espacio vital solo con pensar que volvería
a encontrarme con él al día siguiente. Tres días en una se-
mana, todo un récord que superaba con creces las veces que
habíamos coincidido en lo que iba de año. En resumen, nin-
guna.
Entraron un par de clientes y Frances se apresuró a aten-
derlos. Yo regresé a la butaca, donde había dejado la carta de
mi abuela. La cogí con intención de guardarla en su sobre,
pero de nuevo acabé perdida en unas palabras que me sabía
de memoria.

Harper:
Si estás leyendo esto, ya sabes cuál es mi voluntad.
Ahora mismo debes de sentirte muy confusa, y también enfa-
dada, pero tienes que entender que no podía decírtelo. Lo habrías

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abandonado todo para venir conmigo y no podía permitir que
hicieras ese sacrificio.
Te quiero demasiado para dejar que veas a esta vieja apagarse.
También pienso que uno tiene derecho a decidir cómo vivir sus
últimos días y eso estoy haciendo, vivirlos sin remordimientos. Así
es como quiero irme, libre, sin ser una carga. Puede parecer
egoísta, pero es el acto más desinteresado que he hecho jamás.
Un día lo entenderás y sé que me perdonarás.
Te debes de estar haciendo muchas preguntas. ¿Por qué te lo
he dejado todo a ti? ¿Por qué no a tus hermanos? La respuesta es
sencilla. Ellos son diferentes, siempre han tenido intereses más
prácticos, y si algo no es rentable...
Mi casa y la librería es todo cuanto poseo. No valen nada, pero
contienen toda una vida de recuerdos y momentos. De sueños.
Sé que has luchado mucho para llegar a donde has llegado.
También sé que crees tener la vida que siempre has deseado. Pero
cuando te miro aún veo a esa pequeña que prefería ordenar li-
bros en las estanterías en lugar de jugar con otros niños. Que
disfrutaba recomendando lecturas y soñaba con escribir algún
día sus propias historias. Aún la reconozco en ti y veo el brillo y el
deseo de entonces en tus ojos. Por eso quiero darte la oportunidad
de recuperar esa ilusión.
Quédate con la librería y en ella vive tu sueño de escribir.
¿Para qué vas a trabajar publicando los libros de otras personas
cuando puedes mostrarle al mundo tus propias historias? Tienes ta-
lento, siempre lo has tenido. No debes tener miedo a los sueños, por-
que sin ellos gran parte de lo que somos perdería su sentido.
No obstante, si me equivoco, entenderé que vuelvas a Toronto y
que recuperes tu vida allí. Si tomas esa decisión, conservar la li-
brería no te será posible. Entonces busca a alguien que sepa
apreciarla de verdad, por favor.
Siento si esta vieja te ha complicado la vida con su último de-
seo. Podría excusarme culpando a la edad o a todos esos horri-
bles calmantes que necesito tomar, pero te estaría mintiendo.
Quiero creer que no te estoy legando una carga, sino libertad.

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Harper, me siento tan orgullosa de ti y de la mujer en la que te
has convertido, que me voy tranquila a encontrarme con tu madre.
Siempre cuidaremos de ti.
Y sé siempre tú misma. Así eres perfecta.
Sophia

Torcí el gesto con un puchero. Notaba un dolor agudo en


el pecho que no parecía tener fin.
Sentí la mano de Frances en mi espalda y su aroma a ca-
ramelo envolviéndome. De golpe, el peso de los últimos días
cayó sobre mí y me eché a llorar.
—Desahógate, no pasa nada por demostrar que duele.
Su voz fue tan dulce, tan propia de ella, que no pude de-
tener mi llanto.
Hipé y me volví para mirarla.
—Es que mamá me dejó. Ahora se ha ido la abuela y tú
quieres marcharte a Winnipeg. ¿Qué clase de nombre es
Winnipeg? —le reproché, pese a que sabía que estaba siendo
injusta con ella.
Me secó un par de lágrimas y me miró durante largo rato.
Deslizó las manos por mi pelo, desde la raíz hasta las puntas,
peinándolo con los dedos con tanta ternura que se me escapó
un sollozo ahogado.
—Estarás bien, Harper. Eres más fuerte de lo que crees.
Si no estuviera segura de eso, no me marcharía. Además,
esto no es un adiós. —Me sonrió y yo traté de devolverle el
gesto—. Acudiré siempre que me necesites.
Me abrazó y yo intenté no ahogarme en la certeza de lo
mucho que iba a echarla de menos. Siempre había estado allí
para mí. Cada vez que yo regresaba a la ciudad y entraba en
aquel espacio, la sonrisa de Frances me recibía con la calidez
y la dulzura de un chocolate caliente en un día frío.
Me dejé mimar por su arrullo, hasta que la puerta se abrió
de repente y la tienda se llenó con el suave tintineo de las
campanillas que pendían por encima de ella.

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