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hermano Terry, nacido diecisiete meses después de Gary, daba sus primeros pasos. En la petición de
divorcio, el padre de Gary, Michael Heidnik, acusó a su mujer de ser una bebedora empedernida y
violenta. La madre, Ellen, una esteticista de origen criollo, acusó a su marido de "incumplimiento de
sus obligaciones". Cuando se separaron, ella se llevó a los niños y se casó por segunda vez. Los
pequeños se quedaron a su lado hasta que Gary tuvo edad de ir al colegio. A partir de entonces vivieron
con su padre, casado también en segundas nupcias.
Años más tarde Gary contaba que su padre era un hombre terriblemente severo. Cuando su hijo se
orinaba en la cama, él colocaba la sábana sucia en la ventana para que la vieran todos los vecinos. A
veces lo colgaba sujetándole de los tobillos por la parte exterior de la ventana y lo mantenía suspendido
a seis metros del suelo. Aun así, Gary y su hermano realizaron las mismas actividades que cualquier
joven estadounidense. Gary entró a formar parte de los Boy Scouts y comenzó a realizar pequeños
trabajos, como pintar bocas de incendios, para ganar dinero durante el verano. Su hermano Terry decía
que los otros chicos se burlaban de Gary, apodándole “El Cabezón”, debido a que en una ocasión se
cayó desde lo alto de un árbol golpeándose en la cabeza, la cual quedó inflamada por varios días.
Cuando Gary estudiaba la secundaria, a los trece años, empezó a sentir fascinación por todo lo
relacionado con el mundo militar. Comenzó a llevar prendas de uniformes de segunda mano y a leer
manuales de guerra. También solía leer la sección de anuncios clasificados de los periódicos y, a
menudo, alardeaba delante de sus amigos de que algún día iba a ser millonario. Cuando cumplió los
catorce años, le dijo a su padre que quería ingresar en una escuela militar. Su padre no puso objeciones
y reunió sus ahorros para pagar las cuotas de ingreso en la Academia Militar de Staunton, en Virginia.
Según uno de sus antiguos mandos, durante los dos años que estuvo en la academia, Gary obtuvo
“calificaciones excepcionales”, pero después, cuando sólo le quedaban unos pocos días para conseguir
el ascenso, el joven decidió, inexplicablemente, abandonar la academia.
Gary Heidnik
Posteriormente, les contó a los psiquiatras que durante aquella época estaba bajo tratamiento por
problemas mentales. Jamás dijo qué tipo de problemas, pero aseguró que no recibió medicación alguna.
Su hermano Terry también estuvo bajo tratamiento en diversas instituciones mentales y, al igual que él,
intentó suicidarse en varias ocasiones. Gary llevó a cabo más de trece tentativas suicidas. Tras dejar la
escuela militar, regresó al hogar paterno. Volvió a estudiar en el colegio de Cleveland, pero como
odiaba la idea de vivir con su padre, dejó el colegio tan pronto como pudo e ingresó en el Ejército.
Aprendió dos importantes principios desde muy pequeño. Se dio cuenta de que el dinero significaba
libertad y que se podía obtener sin tener que trabajar.
Heidnik en Alemania
Siempre que Gary visitaba a los oficiales de la Administración de Veteranos repetía cuidadosamente
todos sus tics nerviosos, y éstos se dieron cuenta de que tenía la curiosa costumbre de saludar rápido y
llamando la atención en los momentos más inoportunos. A menudo enmudecía durante largos períodos
o se remangaba una pernera del pantalón a modo de señal, y descuidaba totalmente su higiene personal.
No se bañaba ni se cambiaba la ropa. Gary mantuvo siempre estas costumbres peculiares que
terminaron por ser conocidas como “heidnikismos”. La AV descubrió en él otras características como
la agresividad, la predisposición a la violencia y el desprecio por las autoridades, pero le pasó
desapercibido su insólito vigor sexual. Incluso a los cuarenta años seguía manteniendo relaciones
sexuales cuatro veces al día, a menudo con cuatro mujeres diferentes. También mantuvo una relación
difícil y turbulenta con su madre. Después de divorciarse de Michael, se casó dos veces, en ambas
ocasiones con hombres negros. Puede que este hecho explique la curiosa costumbre de Gary de
describirse a sí mismo como “de color” en todos sus documentos oficiales, pese a que era blanco y de
ojos azules. Ellen Heidnik era alcohólica y, hacia el final de su vida, padeció de cáncer. Se suicidó en
1971 y Gary arrojó sus cenizas por las cataratas del Niágara. Un año más tarde decía seguir
profundamente deprimido por la muerte de su madre y tuvo que recibir una medicación especial. Jamás
se reconcilió con su padre. Desde que se marchó de Cleveland en 1961, no volvieron a dirigirse la
palabra.
Gary Heidnik era un hombre muy inteligente. Cuando se le examinó, su coeficiente intelectual oscilaba
entre 130 y 148 (dependiendo del test empleado), “un nivel próximo al de un genio”, según el
comentario de uno de los psicólogos. Después de abandonar el ejército, empezó, aunque no terminó, un
curso como enfermero, y de ahí en adelante sólo trabajó como empleado durante cortos periodos de
tiempo. Desde muy pequeño, Gary se había interesado por las secciones financieras de los periódicos, y
pronto aprendió que el mercado de la bolsa era un espléndido juego, un rompecabezas matemático que
podía multiplicar pequeñas cantidades de dinero hasta convertirlas en fortunas. Heidnik concentró toda
su astucia en la especulación bursátil y obtuvo grandes resultados. No tenía especial interés en gastar el
dinero de modo convencional. Y aunque no se sentía atraído por poseer propiedades o un nivel social
determinado, le encantaban los coches y adquirió una escuadrilla que incluía un Rolls Royce y un
Cadillac. Sus intereses eran íntimos y poco convencionales. Las prostitutas negras y los videos y
revistas pornográficas absorbían la mayor parte de su tiempo. Se sentía cómodo con personas distintas
a él en cuanto al color de piel. Pero no sólo le gustaba rodearse de gente de color: entre ellas escogía,
con prioridad, a las que padecían limitaciones físicas o algún retraso mental. Se aproximaba
desplegando una extraña mezcla de comprensión, desprecio y superioridad.
Todos estos sentimientos despertaban gran curiosidad, especialmente entre las mujeres. Le gustaba
golpearlas o privarlas de alimento, pero también le encantaba comprarles pelucas espectaculares y
ropas de lujo. Estas pobres chicas tenían pocas armas contra el hombre imponente y astuto que,
simplemente, tomaba posesión de ellas. Sin embargo, las mujeres contaban con una peculiaridad que
convertía a Gary en un ser vulnerable: podían engendrar hijos. El deseaba con toda su alma tener niños,
pero la naturaleza misma de las jóvenes que elegía como compañeras hacía inevitable que los perdiera.
En 1977 dejó embarazada a una mujer negra, analfabeta, Jeanette Davidson. Tenía un coeficiente
intelectual de 49, y él no la dominaba totalmente y la retenía celosamente sin permitir que la viera un
médico. La rescató una de sus hermanas, quien se presentó con una escolta policial para llevarla a un
hospital. Estaba tan enferma y desnutrida que un parto natural fue imposible y hubo que practicarle una
cesárea. Las autoridades la consideraron incapaz de cuidar a la pequeña que parió y el Estado se quedó
con la custodia.
Gary tuvo otros tres hijos con otras tres mujeres, pero las autoridades volvieron a intervenir. Entre los
progenitores adecuados para la ley no se incluyen las prostitutas con retrasos mentales; por ello, el
Estado se hizo cargo de los tres pequeños. Aunque Heidnik se obsesionaba cada vez más con la idea de
tener descendencia, no vio razón alguna para elegir a una madre responsable o para proporcionar a su
posible familia un ambiente estable. En aquella época Gary Heidnik descubrió que tenía una misión.
Un día, mientras nadaba en las cálidas aguas del Océano Pacífico en California, Dios le ordenó que
fundara una iglesia y que engendrara muchos hijos. La creación de esa iglesia fue otra muestra de su
supuesta compasión por las minorías marginadas. Decidió que la congregación estuviera compuesta de
gente negra con alguna deficiencia física o mental, y todo indica que las trataba con amabilidad y
generosidad. Tony Brown, un amigo suyo negro algo retrasado, recorría el vecindario de North
Marshall Street en una furgoneta y recogía a la gente que quería asistir a la iglesia. Después de
escuchar la misa celebrada por el “obispo” Heidnik, éste invitaba a toda la congregación a comer
hamburguesas en un McDonald's.
La Iglesia de Heidnik
En una ocasión, sus vecinos le pidieron a la policía que investigara a aquel extraño sujeto, pero, por
ignorancia, le proporcionaron su nombre mal escrito. Si los agentes hubieran rastreado minuciosamente
los archivos, habrían descubierto que tenía antecedentes penales. Aquello les habría bastado para entrar
en acción cuando la señora Perkins rellenó un formulario de personas desaparecidas con motivo de la
pérdida de su hija Sandra, vista por última vez en compañía de Gary. En realidad, no pusieron mucho
empeño en encontrar una prostituta negra por la que su madre no cesaba de llorar. Si hubieran
introducido en el ordenador de la policía el nombre de Heidnik correctamente deletreado, habrían
descubierto que unos diez años antes lo habían acusado de violación, secuestro, retención ilegal e
imposición de relaciones sexuales desviadas. Secuestró a Alberta Davidson, una mujer de color de
treinta y cinco años, llevándosela de un centro para personas con retrasos mentales en Harrisburg,
Pennsylvania, donde llevaba ingresada unos veinte años. Heidnik fue a visitarla con su novia Jeanette,
hermana de Alberta, y ésta pareció encantada cuando él propuso salir todos juntos a dar una vuelta.
Unas horas después, viendo que Alberta no regresaba, el personal del instituto comenzó a preocuparse.
Fueron a buscarla a la ruinosa casa de Heidnik en Filadelfia y, días más tarde, ayudados por la policía,
encontraron a la pobre mujer encerrada en un cubo de basura en el sótano de la casa. El novio de su
hermana había abusado brutalmente de ella. Lamentablemente, el juez no la consideró capacitada para
prestar declaración, debido a que su coeficiente intelectual era tan sólo de 30; por este motivo, Gary
Heidnik fue condenado por cargos menores de rapto y agresión.
En noviembre de 1978, Gary Heidnik comenzó a cumplir una sentencia de tres a siete años de cárcel en
la penitenciaría del Estado, pero pasó la mayor parte de la condena en hospitales psiquiátricos, en los
que tenía un largo historial como paciente. Entre 1962 y 1984 ingresó en veintiuna ocasiones en
diferentes hospitales recibiendo tratamiento de numerosos médicos, aunque hubo en este tiempo un
período de seis años en que desapareció sin dejar rastro, una muestra más de su irregular modo de vida.
Nadie sabe dónde estuvo o qué hizo durante ese tiempo. No se encontró conexión alguna entre él y la
desaparición de Jeanette Davidson poco antes del arresto, pero fue el principal sospechoso de su
asesinato.
En 1975, Terry Heidnik, el hermano de Gary, estuvo a punto de morir después de ser agredido por este,
quien aseguró que su intención era matarle. En 1976, tras un pequeño altercado con un hombre que
alquiló una habitación en su casa, Gary disparó contra el inquilino, Robert Rogers, con una pistola. Este
esquivó el tiro y la bala sólo le rozó el cuello. Se levantaron cargos contra el agresor, pero en menos de
una semana se retiraron. Poco después de este incidente, Gary vendió la casa de West Filadelfia.
Cuando los nuevos propietarios se pusieron a recoger las revistas pornográficas que había esparcidas
por todas partes, se sorprendieron mucho al encontrar un gran foso cavado en el suelo del sótano. No
investigaron más porque no vieron nada siniestro en él. En 1983, Gary Heidnik compró una casa en
North Marshall Street por $15,900.00 dólares, y la convirtió en una fortaleza con una puerta de acero y
barrotes en todas las ventanas de la planta baja. Hasta el interior del desvencijado garaje estaba
revestido de metal.
La casa, situada aproximadamente a un kilómetro de la calzada, tenía la entrada del garaje en una parte
accesible, por lo que su propietario había levantado una alambrada de espinos para ahuyentar a los
curiosos. Tuvo algunas ideas originales respecto al diseño interior de la vivienda. El recibidor estaba
empapelado con dinero y las paredes de la pequeña cocina estaban cubiertas con monedas de un
centavo incrustadas en el yeso. Más allá de la cocina había un cuarto de estar escasamente amueblado
con un sofá de color naranja, y frente al sofá, un tocadiscos, un televisor y una videocassettera. Al lado,
un armario repleto de películas de vídeo pornográficas y de terror, unido a una colección de libros
pornográficos, con la particularidad de que en todas las fotografías de estas publicaciones aparecían
mujeres negras. Un estrecho tramo de escalera conducía hasta un sótano en el que había un colchón en
una esquina y escombros por todas partes. Frente al colchón había una lavadora-secadora, una pequeña
nevera y una mesa de billar estropeada, con el tapete sucio y rasgado. Una de las ventanas estaba
tapada con tablones de madera desde el interior. Heidnik la descuidó terriblemente y jamás le dio
mantenimiento. Un agente de la propiedad valoró la casa, unos meses más tarde, en tan sólo $3,000.00
dólares. Heidnik todavía debía $14,000.00 dólares sobre el precio de compra de la vivienda.
La casa de Heidnik
En 1985, entró en contacto con Betty Disto mediante una agencia matrimonial, y la convenció para que
se marchara de su casa y viajara a los Estados Unidos, pues ella era de Filipinas. Se casó con ella en
octubre de aquel mismo año, pero el matrimonio duró poco más de tres meses. La inmigrante entró en
su nuevo hogar del 3520 de North Marshall Street y sorprendida se encontró con que había una mujer
negra durmiendo en su cama. “Es una huésped”, le explicó Gary. Una semana después de la boda
sorprendió a su marido en el dormitorio, haciendo el amor con tres mujeres negras colocadas en
posturas extrañas. “Esto es normal en Estados Unidos”, le aclaró su esposo.
Gary Heidnik siguió disfrutando de su rutina familiar con otras mujeres, y empezó a golpear a su
esposa y a privarla de comida. En cuanto pudo, Betty huyó de allí pese a estar embarazada, y no le dijo
nada a su marido hasta que no tuvo al pequeño. Le dio la noticia enviándole una postal. En marzo de
1986, Betty acusó a su marido de violación conyugal, atentado contra el pudor y delitos similares, pero
como no compareció en el juzgado se retiraron todos los cargos. En la vista celebrada para tratar la
manutención de su esposa y su hijo, el juez se quedó muy intrigado. Aquel hombre era muy inteligente,
pero también parecía evasivo y poco sincero, así que ordenó que se redactara un informe. “Investiguen
en los archivos de la Administración de Veteranos, así sabré con quién estoy tratando”. Puede que el
juez del tribunal de familia, Philip E. Levine Jr., se hubiera encontrado con un retrato completo de este
peligroso individuo, pero los hechos se le adelantaron y la policía lo arrestó antes de que le presentaran
el informe.
Aunque mucha gente tenía serias dudas sobre Gary Heidnik, jamás pudieron intercambiar o compartir
la información que poseían sobre él. Por este motivo continuó secuestrando mujeres negras con alguna
deficiencia mental, siguió encerrándolas, golpeándolas y abusando de ellas, refugiado en el anonimato
de un vecindario plagado de delincuencia y suciedad. ¿Por qué un hombre perfectamente situado, cuya
cuenta bancaria reflejaba grandes transacciones de dinero en efectivo, cobraba una pensión del Ejército
por incapacidad? ¿Por qué recibía dinero de la Seguridad Social por la manutención de una mujer con
la que no vivía desde hacía años? Gary Heidnik seguía obteniendo grandes resultados en sus
inversiones en bolsa, y la fortuna que reunió se convirtió en su secreto. Descuidaba tanto su aspecto
personal como su casa y ponía especial cuidado en ocultarle al mundo cómo utilizaba la cuenta
bancaria de la iglesia. En 1971, cuando la fundó, los fondos de la misma ascendían a $1,500.00 dólares,
y doce años más tarde, el “obispo” había multiplicado esta cifra convirtiéndola en $45,000.00 Siempre
se mantuvo en contacto con sus agentes de bolsa. Era, en palabras de los expertos bursátiles, “un astuto
inversor”. Además, seguía asistiendo a su cita semanal con una enfermera negra; acudía como siempre
a las subastas de coches y no faltaba a una sola reunión en el juzgado para discutir el pago de la
manutención del hijo de su mujer.
Josefina Rivera
Heidnik le preguntó si quería ver un vídeo, y señaló un montón de películas pornográficas y de terror.
La joven miró significativamente el reloj y respondió que no, tenía que marcharse pronto. Asustada
ante el repentino arranque de ira de su cliente, simuló estar inquieta por sus tres hijos, quienes la
aguardaban en casa en compañía de una niñera. Cuando la condujo al piso de arriba, ella apenas pudo
salir de su asombro al comprobar que el descansillo estaba empapelado con billetes de uno y cinco
dólares. Él la apremió para que caminara más deprisa y la llevó hasta una habitación con dos sillas, un
aparador y una gran cama de agua. Heidnik le arrojó un mugriento billete de veinte dólares, se desnudó
y se metió en la cama de un salto. Unos minutos después de finalizar la sesión, cuando Josefina se
acercó por sus pantalones vaqueros; las fuertes manos del joven le rodearon el cuello y apretaron hasta
dejarla sin respiración. La mujer llevaba en el negocio el tiempo suficiente como para saber que no
debía desafiar a un cliente violento. Cuando se dio la vuelta susurrando la rendición, él la esposó y la
sacó a rastras de la habitación, después de arrebatarle el billete de veinte dólares. A continuación,
empujó a la aterrorizada joven por varios tramos de escaleras hasta que llegaron al sótano. Era una
habitación sucia y sombría con ventanas estrechas situadas en la parte superior de las paredes. Hacía
frío y había mucha humedad. Rodeó los tobillos de su víctima con una abrazadera de metal de las que
se utilizaban para unir grandes tuberías, y la ató a una cadena que sujetó alrededor de una tubería de
unos doce centímetros de ancho que cruzaba la habitación. Josefina pensó que aquella iba a ser su
tumba y comenzó a gritar. Heidnik la abofeteó y le dio un empujón haciéndola caer sobre un mugriento
colchón; entonces, sorprendentemente, apoyó la cabeza sobre su regazo y se quedó dormido. Estaba
satisfecho. Podía retenerla como prisionera todo el tiempo que quisiera.
El 27 de noviembre de 1986, el primer día de cautiverio, Josefina Rivera retiró los tablones que cubrían
una de las ventanas haciendo palanca con un taco de billar y salió al exterior saltando por la ventana.
Limitada por una cadena de unos 300 metros, salió al jardín, pidió auxilio con toda su alma y ya se
estaba quedando afónica cuando Heidnik la descubrió. Los vecinos, acostumbrados a oír gritos,
quejidos, e incluso disparos a cualquier hora, no hicieron caso de los chillidos de una mujer histérica en
un jardín cercano. El carcelero la golpeó y la metió corriendo en la casa, tirando de su cadena. La
introdujo en el agujero, colocó el panel de madera tapando la salida y lo reforzó con sacos de
escombros; después, puso la radio a todo volumen.
El foso
A la mañana siguiente, alguien empezó a llamar insistentemente a la puerta principal. Las cautivas
sintieron por un momento el alivio de la esperanza al oír a Heidnik subir las escaleras corriendo para
mirar por la mirilla. Afuera estaba la hermana de Sandra, Teresa, y sus dos primos. Finalmente, dejaron
de llamar y se marcharon de allí. El policía que les atendió posteriormente confirmó que la señora
Perkins, la madre de Sandra, insistió mucho en que se buscara a su hija y que, después de haber
enviado a su familia a seguir el rastro, se había decidido a llamar a la policía. Cuando se fueron,
Heidnik contó lo sucedido a sus prisioneras e hizo que Sandra escribiera una nota para su madre:
“Querida mamá, no te preocupes. Te llamaré”. Le echó al correo después de que la firmara.
Gary siguió buscando mujeres negras para poder embarazarlas y crear su granja de bebés. La tercera
víctima fue Lisa Thomas, a quien raptó el 22 de diciembre, y la cuarta, Deborah Dudley, cautiva desde
el día de Año Nuevo de 1987. Ocho días más tarde recogió a Jacquelyn Askins. A todas las esposó y
las encadenó en el sótano, y cada día las obligaba a someterse a sus juegos sexuales. Las intimidaba a
base de golpes y las amenazaba con privarlas de la comida. Poco después capturó a otra mujer, Agnes
Adams. Josefina presenció cómo Heidnik terminó por matar a Sandra Lindsay. La chica enfureció a su
carcelero y éste la sometió a un período de castigo. La ató por las muñecas a una viga del techo y,
estando allí colgada, la obligó a comer pedazos de pan empujando el alimento por su garganta y
cerrándole la boca hasta que lo tragaba. La muchacha, débil y febril, estuvo colgada de la viga durante
una semana antes de morir asfixiada con un pedazo de pan. Heidnik entonces la desató e introdujo su
cuerpo a presión en el foso cavado en el piso del sótano, usando inclusive su pie para empujarlo.
Lisa Thomas
A continuación alimentó a las demás cautivas con helado, que guardaba en un pequeño refrigerador que
había en el sótano. Posteriormente, sacó nuevamente el cadáver, lo cargó sobre sus hombros y lo llevó
al piso de arriba. Las aterrorizadas mujeres se abrazaron con fuerza mientras oían el sonido de una
sierra eléctrica. Poco después, la casa se llenaba del olor dulzón que desprendía un guisado de carne
fresca. Tanto Josefina Rivera como Deborah Dudley tenían un fuerte instinto de supervivencia, pero
ambas lo manifestaban de distinta manera. Deborah se enfrentó a Gary. No se sometía fácilmente a su
perversidad, y furioso ante su comportamiento, la desencadenó y la llevó al piso de arriba. Al cabo de
unos minutos la mujer regresó a la celda y a sus cadenas en completo silencio, y Josefina le rogó que le
contara lo que había visto. “Me mostró la cabeza de Sandra Lindsay en una cazuela. Ha puesto las
costillas en una parrilla y ha guardado otras partes del cuerpo en la nevera. Me ha dicho que si no
empiezo a hacerle caso, a mí me ocurrirá lo mismo”.
Agnes Adams
Un olor nauseabundo se apoderó de las calles adyacentes al 3520 de North Marshall Street. Los vecinos
decidieron llamar a las autoridades. La policía no se tomó las protestas vecinales demasiado en serio.
Un agente fue a echar un vistazo, llamó a la puerta y se asomó a la ventana de la cocina, desde la que
pudo ver una cacerola en el fuego. La multitud que lo acompañaba le aconsejó que irrumpiera en la
vivienda, pero mientras consideraba esta posibilidad Heidnik abrió la puerta. “Gracias a Dios, está
usted bien”, le dijo el agente. “Claro que estoy bien. Tan sólo se me ha quemado la cena, eso es todo”,
respondió. Después cerró la puerta. En otro vecindario aquel olor habría llamado la atención, no sólo
por lo fuerte que era, sino por lo sospechoso del aroma. En los suburbios, el policía se limitó a decir a
los vecinos que no podía arrestar a un hombre sólo por ser un pésimo cocinero. No se molestó en
averiguar qué se estaba cociendo en aquella cazuela. Se trataba de la cabeza de Sandra Lindsay.
Al principio, Heidnik alimentaba a sus prisioneras con galletas, harina de avena, pollo crudo, pan y
agua. Después de matar a Lindsay, las obligó a tomar comida para perros mezclada con restos
humanos. Las que se negaban a comer cadáver eran golpeadas. Solía meter a las mujeres en un agujero
cavado en el suelo que tapaba una pesada lámina de pizarra. Cuando ellas gritaban suplicando aire para
respirar, él ahogaba sus lamentos a golpes. Ponía música religiosa a todo volumen de día y de noche
para evitar que los vecinos oyeran los gritos de las chicas. Las condiciones higiénicas eran espantosas.
De vez en cuando las entregaba ropas sucias de niño pequeño para que se limpiaran. A veces escogía a
una de las cautivas y, sin quitarle las cadenas, le llevaba arriba para bañarla. Después abusaba
sexualmente de ella, antes de arrastrarla de nuevo hasta el sótano.
Pero la naturaleza rebelde de Deborah no se dejó intimidar por mucho tiempo; unos días más tarde se
volvió a resistir a las demandas de Heidnik. Así que éste ideó un nuevo castigo. Obligó a Lisa Thomas,
Jacquelyn Askins y Deborah Dudley a meterse en el foso, e hizo que Josefina echara agua sobre ellas.
Cuando el agujero se llenó, lo tapó con un tablón en el que había hecho unos agujeros. Después le
ordenó que metiera un alambre, por el que pasaba corriente eléctrica, por uno de los orificios y que
tocara con él a las chicas o a las cadenas. Ante esta agresión, Deborah emitió un grito escalofriante;
alcanzó a aullar de dolor mientras vociferaba: “¡Me va a matar!” Después quedó muerta, flotando en el
agua.
Deborah Dudley
Esta vez, Gary Heidnik no quiso descuartizar el cuerpo. Desencadenó a Josefina y juntos llevaron el
cadáver a un lugar remoto de Nueva Jersey, donde se deshicieron de él. Al regresar, la obligó a firmar
una confesión en la que aseguraba que lo había ayudado a matar a Deborah Dudley voluntariamente.
La chica ya había presenciado dos asesinatos, y se dio cuenta de que la única forma de escapar de aquel
hombre era engañarlo. Para conseguirlo, tenía que ganarse su confianza. Desde aquel momento la
prostituta hizo todo lo posible por conseguir su propósito.
Comenzó a coquetear con Heidnik y él empezó a sacarla de casa y a llevarla con él al McDonald's. Pero
jamás la perdía de vista y permanentemente la amedrentaba. A menudo le decía que si la policía
irrumpía alguna vez en el 3250 de North Marshall Street, alegaría demencia y ella sería acusada de
asesinato. O la amenazaba con matar a las demás chicas si escapaba. Las compañeras de Josefina nunca
vieron con buenos ojos su relación con el asesino. Consideraban sus coqueteos como una traición y
sospechaban que estaba confabulada con el sádico carcelero. En una ocasión, las chicas planearon
sorprender a Heidnik atacándole con pedazos de tuberías, cristales o cualquier arma que pudieran
encontrar entre la basura esparcida por el sótano. Pero él se enteró del plan y las golpeó brutalmente.
Askins acusó a Josefina de haber alertado al asesino.
Además, tras la muerte de Sandra, Heidnik se fue volviendo cada vez más paranoico. Le aterraba
pensar que las cautivas pudieran oírle o interpretar sus movimientos. Trató de insonorizar sus actos
poniendo constantemente música a todo volumen en el sótano, pero después puso en práctica un
sistema más efectivo: ató una de las manos de sus víctimas a una viga del techo y les introdujo
destornilladores en los oídos. Josefina no recibió este tratamiento, lo cual incrementó las sospechas de
sus compañeras. Pero a ella no le importaba; estaba decidida a escapar. Le suplicó a Heidnik que le
permitiera ir sola a visitar a sus tres hijos. El no sabía que los pequeños estaban adoptados desde hacía
mucho tiempo. A cambio, Josefina prometió entregarle a otra mujer, otra fuente de sádica diversión.
Asombrosamente, obtuvo el permiso.
Jacquelyn Askins
La noche del 24 de marzo de 1987 hacía muchísimo frío. Sentada en el enorme Cadillac de Heidnik,
junto al asiento del conductor, intentó ocultar su terror. Estaba terriblemente asustada y no sabía si
tendría el valor necesario para llevar a cabo lo que tenía que hacer. Había pasado tanto tiempo
planeando la huida lejos de aquel hombre sentado junto a ella, aquel monstruo que la había mantenido
cautiva durante cuatro meses, que no estaba dispuesta a dejar escapar la oportunidad que él le había
brindado inconscientemente.
Heidnik confiaba en que ella haría todo lo que él quisiera. No sólo había conseguido que fuera su
esclava, sino que tenía una confesión firmada por ella en la que aseguraba ser cómplice de un
homicidio. Estaba convencido de que mientras conservara aquel documento incriminatorio, la tendría
bajo su poder. Además, pensaba que nadie se preocuparía o tomaría en serio a una prostituta negra. Por
todo ello, Gary no tuvo dudas a la hora de dejarla en el vecindario, cerca de su casa. Habían acordado
encontrarse a medianoche en la gasolinera de las calles Sexta y Girard. Antes de escabullirse corriendo,
ella le prometió que acudiría al lugar indicado con una mujer para él.
Casi le faltó el valor necesario para emprender la huida. El miedo y la histeria se apoderaron de ella
mientras recorría dando traspiés las cuatro manzanas que la separaban del único refugio seguro que
conocía. Mucho tiempo atrás, antes de que Gary Heidnik la sacara de las calles en las que ejercía su
oficio, había estado viviendo con un joven, Vincent Nelson. Josefina discutió amargamente con él poco
antes de abandonarlo y caer en poder de Heidnik. Pero no importaba. Ahora tenía que confiar en
alguien. Golpeó con fuerza la puerta de la casa de Vincent. Nelson estaba estupefacto, indignado. No
sólo hacía meses que no la veía, sino que actuaba como si tuviera derecho a presentarse así en su casa,
llamando insistentemente al timbre y golpeando su puerta. De pronto, se dio cuenta de que estaba
murmurando algo que parecía no tener sentido. La ayudó a pasar al interior e intentó entender aquellas
frases entrecortadas por la confusión y la asfixia. “Prisionera... cadenas... tres chicas... asesinato...
asesinato... sin tu ayuda morirían más...” El pánico del que era presa la joven conmovió a Nelson. Era
evidente que necesitaba ayuda.
Vincent Nelson
Le prometió que él trataría con ese monstruo de Heidnik y la cogió de la mano mientras caminaban
hacia las calles Sexta y Girard. Pero Nelson comenzó a intranquilizarse. Quizá Josefina no estaba loca.
Quizá todo lo que le había contado había sucedido realmente. Cuando apenas faltaba una manzana para
llegar a la gasolinera en la que se suponía que Heidnik debía de estar esperando a la joven, Nelson
decidió llamar a la policía para que le ayudara a hacer frente a la situación, así que se detuvo en una
cabina. Le pidió a la policía que hablara con Josefina. Ellos le siguieron la corriente, aunque su historia
les pareció increíble. Finalmente, les dijeron que esperaran junto a la cabina hasta que los agentes
David Savidge y John Canon pasaran a recogerles.
Cuando los policías llegaron, Vincent intentó explicarles el motivo de su llamada: “Ella... ya sabe,
habla realmente de prisa sobre ese tipo, sobre tres chicas encadenadas en el sótano de su casa y los
cuatro meses que la tuvo como rehén. Dice que les daba unas palizas tremendas, las violaba y les daba
de comer carne humana como si fuera un demente desalmado. Pensé que estaba loca. En realidad, no le
creí”. Savidge y Canon escucharon la historia y los llevaron a la comisaría. Sólo cuando la policía vio
las señales y quemaduras que Josefina tenía, especialmente en los tobillos, comenzó a tomarse en serio
aquella espantosa historia de secuestros, torturas y asesinatos.
Cuando Josefina les contó que Heidnik estaba esperándola, los agentes se dirigieron a la gasolinera de
las calles Sexta y Girard. Tal y como ella les había dicho, allí había un Cadillac de color claro
aparcado. Los agentes desenfundaron las armas y se aproximaron al hombre que estaba sentado en su
interior. Gary Heidnik no pareció alarmarse, pero demostró sorpresa. ¿Iban a arrestarle por no mantener
los pagos de la manutención de sus hijos? ¿Por qué llevaban armas? Sadvige le puso las esposas. Lo
llevaron a la Brigada de Delitos Sexuales para someterlo a interrogatorio. Mientras tanto, la comisaria
se había puesto en contacto con el sargento Frank McClosky, quien aguardaba instrucciones en el
vecindario de Heidnik. Le habían pedido que se mantuviera cerca del 3520 de North Marshall Street y
que no se moviera de allí hasta que hubiera novedades.
McClosky conocía sus obligaciones. Llamó a la puerta y golpeó con los nudillos en las ventanas, pero
no obtuvo respuesta alguna, así que se situó frente a la casa y se puso a esperar. El sargento se sentía un
poco nervioso e inquieto. Desde la comisaría le habían informado de que una mujer negra, totalmente
histérica, afirmaba que había mujeres encadenadas en el sótano del 3520 de North Marshall Street y
que un hombre iba descuartizándolas poco a poco. Sin embargo, carecía de una orden de registro. Lo
único que podía hacer era aguardar pacientemente en el exterior.
Mucho rato más tarde, a las 04:30 horas del 25 de marzo, el agente Savidge y otros policías se unieron
a McClosky. Traían consigo la orden y una palanca para forzar la puerta de la casa de Gary Heidnik.
Toda la experiencia adquirida por esos hombres a lo largo de su carrera en la policía les resultó inútil a
la hora de enfrentar los horrores que encontraron en el interior de la vivienda.
Allí, bajo la pálida luz que alumbraba el sótano, hallaron a dos mujeres negras acurrucadas bajo una
manta sobre un raído colchón. Al verles, comenzaron a gritar y retrocedieron asustadas. Estaban
encadenadas y completamente desnudas. A los agentes les llevó un tiempo tranquilizar a las jóvenes,
pues creían que Heidnik los había enviado para matarlas. Ellas señalaron hacia un montón de bolsas de
plástico blancas apiladas en el centro de la habitación. Mientras todos recordaban el relato de Josefina
sobre los cuerpos descuartizados, McClosky recogió con sumo cuidado una de las bolsas. “¿Aquí?”,
preguntó. “No, no, bajo la trampilla”, sollozaron las chicas.
Al quitar todas las bolsas, el sargento encontró un tablón y lo apartó, dejando al descubierto el foso y
en su interior, otra mujer negra desnuda, completamente aterrorizada. También estaba encadenada y
tenía las manos esposadas a la espalda. Las tres sufrían grave desnutrición e infecciones en la piel. Los
agentes llamaron a una ambulancia. Acto seguido, Savidge subió a la cocina. En una cacerola de
aluminio encontró una costilla humana y en el frigorífico, parte de un brazo. Pese a estar acostumbrado
a ver cosas terribles, tuvo que correr al exterior para controlar las náuseas. Josefina Rivera había
conducido a la policía hasta uno de los crímenes más espantosos de la historia de Filadelfia.
Cuando Josefina Rivera acudió a Vincent Nelson en busca de ayuda, estaba aterrorizada e histérica,
pero, poco a poco, se tranquilizó lo suficiente como para poder declarar ante la policía, y contó una
historia tan espantosa e inverosímil como la trama de una película de terror. Explicó cómo Gary
Heidnik había planeado convertir el sótano de su casa en una “granja de bebés”. Decía que Dios se
había puesto en contacto con él para pedirle que hiciera “venir al mundo a unos cuantos niños”. Así que
decidió coleccionar mujeres y retenerlas en su casa para, “como abeja entre las flores, como un
auténtico sembrador de bebés”, ir de una en una intentando dejarlas embarazadas y fundar así su nueva
familia.
Heidnik pudo poblar fácilmente su “granja de bebés” con mujeres que llevaban una vida irregular y que
evitaban deliberadamente cualquier contacto con las autoridades. Para la policía resultaba doblemente
difícil identificarlas o seguir su pista, incluso cuando alguien denunciaba su desaparición, ya que solían
adoptar nombres supuestos. Charles Peruto Jr., el abogado defensor, quería demostrar que Gary
Heidnik no se había propuesto matar a Sandra Lindsay o a Deborah Dudley. El argumento de la
defensa consistía en la afirmación de que su cliente estaba tan desesperado por tener hijos que su mente
se trastornó. El largo historial del acusado como paciente psiquiátrico parecía corroborar dicho
argumento.
Ficha de detención de Heidnik
Pero el mayor problema con el que se encontró la defensa provino de los propios psiquiatras, que no
consiguieron llegar a un acuerdo definitivo con respecto al diagnóstico. El doctor Clancy McKenzie
aseguraba que un trauma sufrido en la infancia había convertido a Heidnik en un esquizofrénico. Otros
especialistas que subieron al estrado dijeron que es un hecho aceptado el que este tipo de experiencias
no ocasionan esquizofrenia, y algunos añadieron que, de todos modos, el diagnóstico era erróneo.
Durante el juicio, su abogado intentó demostrar que la medicación recetada por el ejército le había
dañado el cerebro. El juez no aceptó esta suposición. También tuvo que conseguir un mandato en el
que se le exigía a Heidnik bañarse y cambiarse de ropa.
Nadie pudo negar el hecho de que el acusado padecía alguna enfermedad mental, especialmente
durante los veinte años que había recibido una fuerte medicación para estabilizar su estado emocional,
pero esto no quería decir que fuera un demente. No quería decir que no comprendiera las consecuencias
de sus propios actos. Heidnik encerraba a las mujeres porque quería aumentar al máximo las
oportunidades de dejarlas embarazadas. Sin embargo, el modo de tratar a las futuras madres no incluía
una nutrición adecuada ni favorecía la fertilidad. Era extremadamente cruel con ellas y todas sufrían de
desnutrición y deshidratación. ¿Se iban a convertir sus futuros bebés en símbolos de un desafío social
contra el mundo? Después de todo, los niños que tuvo previamente se los habían quitado las
autoridades. ¿O eran aquellas mujeres un blanco fácil para satisfacer su necesidad de dominar a los
demás?
Era evidente que le gustaba tener a la gente bajo control y en un estado de extrema vulnerabilidad. ¿Se
trataba simplemente de un sádico al que le satisfacía someter a sus víctimas a una muerte lenta?
Mientras policía y psiquiatras estudiaban la tortuosa historia de Heidnik para preparar el juicio, se
toparon con una personalidad extraña y trastornada. Cuando por fin fueron capaces de presentar una
descripción coherente de él, la opinión pública estalló en gritos de protesta: ¿por qué se había permitido
que un hombre como él anduviera por las calles si los informes demostraban tan claramente que tenía
el carácter de un asesino peligroso?
La prensa y el público basaron sus quejas en una minuciosa investigación de la historia de su vida,
llevada a cabo tras su arresto en 1986. Pero su vida había seguido unos vericuetos tan impredecibles,
que era imposible esperar que cualquier fuerza policial o cualquier médico hubiera podido mantenerlo
bajo vigilancia. Gary Heidnik jamás tuvo un empleo fijo y prefirió vivir en vecindarios sucios, ruidosos
y abarrotados en los que los gritos, los olores extraños y las costumbres poco usuales eran algo
habitual. Las prostitutas y los traficantes de drogas estaban por todas partes y las fuerzas del orden poco
podían hacer.
El juez Mariarchi, quien ya había presidido el juicio de Heidnik por el secuestro de Alberta Davidson,
había solicitado en el primer juicio un análisis de la personalidad del acusado. Su autor fue James A.
Tobin, un especialista en criminología, quien declaró: “(Heidnik) me ha dado la impresión de ser un
hombre que se considera superior a los demás, aunque debe rodearse de personas claramente inferiores
para reforzar el contraste. No sólo es un peligro para sí mismo, sino que también podría llegar a
suponer un gran peligro para otros miembros de la comunidad, especialmente para aquellos a los que
considera débiles y dependientes. Lamentablemente, creo que su aberrante comportamiento no
cambiará en un futuro próximo”.
El pasado criminal de Heidnik puso de manifiesto que no le afectaba lo más mínimo la idea de matar a
otro ser humano. Cuando su padre, Michael Heidnik, tuvo noticias de las atrocidades cometidas por su
hijo, declaró a la prensa: “¡Jesús! Debe haber perdido la cabeza. Si de verdad ha hecho esas cosas,
espero que termine en la silla eléctrica. Yo mismo bajaría la palanca para ejecutarlo”.
La inteligencia que había demostrado en la manera de llevar sus negocios de Wall Street era un
ejemplo de su alto coeficiente intelectual, el cual hacía difícil de creer que no supiera que sus esclavas
sexuales podrían morir bajo su tratamiento. Sin embargo, junto a las astutas decisiones financieras,
también sufría delirios paranoicos y visiones. Estando en prisión aseguró: “El Maligno me ha metido
una galleta en la garganta”; no volvió a pronunciar una palabra en dos años y medio. Insistía en llevar
ropa de invierno en pleno verano, y solía atarse una cuerda en los dedos de los pies porque creía que así
evitaría que una supuesta gangrena se extendiera por todo su cuerpo.
Pero psiquiatras y psicólogos no pudieron encontrar conexión alguna entre estas manías, estos signos
de dolencia mental, y la mente de un demente. Los tics nerviosos, la depresión y los hábitos
antisociales no eran signo de demencia. Su estado mental fue calificado de muchas maneras: psicópata,
esquizoide, esquizofrénico, desequilibrado... El jurado no quedó satisfecho, ya que ningún especialista
diagnosticó demencia bajo los términos legalmente aceptados.
Gary Heidnik mató a dos mujeres y el resto de las cautivas presenciaron los asesinatos. Jamás
mencionaron un posible arrepentimiento o desesperación por su parte; no derramó una sola lágrima por
la pérdida de las madres que había elegido. No dudaba de que podría remplazarlas por otras fácilmente.
Tan sólo tenía que recorrer las calles, ofrecerle dinero a una prostituta y llevársela a su casa. Resultaba
fácil conseguir mujeres para poner en práctica el proyecto de la “granja de bebés”.
El juicio amenazaba con convertirse en un circo. Un circo repleto de reporteros y fotógrafos haciendo
malabarismos para conseguir la última revelación sobre “El Loco de Marshall Street” o “El Amo de la
Guardería”. Otros medios lo bautizaron con el nombre con el que sería más recordado: “El Sembrador
de Bebés” (“The Baby Farmer”). Sin embargo, la juez Lynne M. Abrahams, era una decidida defensora
tanto de la ley como de los derechos de las víctimas. La prensa estuvo férreamente controlada durante
todo el juicio, gracias a su celo. No permitió que los abogados hablaran con los periodistas antes del
juicio.
Y cuando los reporteros acosaron a Jacquelyn Askins, los obligó a desalojar la sala. Les dijo: “Carecen
del más mínimo sentido de la compasión. Si se tratara de su madre o de su hermana, ustedes serían los
primeros en darle un puñetazo a alguien. Han empleado artimañas sucias y de mal gusto para acorralar
a una víctima y deberían estar avergonzados. Carecen de sensibilidad, de sentimientos y del más
mínimo sentido de la dignidad”. Sus palabras reflejan el tono que reinó en la sala durante el juicio. El
presunto asesino estaba acusado de crímenes tan graves que el público y el jurado podrían comenzar el
proceso gravemente influidos, y los artículos de la prensa habían llegado a ser realmente espeluznantes.
Sin embargo, la juez Abrahams prohibió, bajo pena de prisión, cualquier “demostración de alegría o de
disgusto”.
Los cargos contra Heidnik eran asesinato, rapto, violación, asalto con agravantes, imposición de
relaciones sexuales desviadas, exhibicionismo, retención ilegal, amenazas terroristas, poner en peligro
la vida de otras personas atentado contra el pudor, inducción criminal, y posesión y abuso de un
cadáver. La magistrada desconfiaba de aquellos argumentos que presentaban compasivamente al
acusado como a un hombre enfermo, y exigió que todos los testimonios que se refirieran al estado
mental de Heidnik se basaran en los datos obtenidos por los test psicológicos, no en un diagnóstico
final exclusivamente. Esta última imposición judicial dejó casi sin argumentos al abogado defensor
Charles Peruto Jr. Este sabía que no podía presentar a su cliente como inocente, pero esperaba poder
demostrar que era un demente. También quería probar que su defendido no tenía intenciones de matar a
Sandra Lindsay ni a Deborah Dudley.
Un hombre busca a su esposa entre las víctimas de Heidnik
El testimonio psiquiátrico tuvo lugar después de que las víctimas subieran al estrado. El 20 de junio de
1988, día que comenzó el proceso en el City Hall de Filadelfia, el fiscal del distrito, Charles Gallagher,
llamó a declarar a su primer testigo, Jeanette Perkins, la madre de Sandra Lindsay. La mujer describió,
con una voz carente de toda emoción, el momento en que la policía fue a su casa para comunicarle que
los miembros humanos encontrados en la nevera del número 3520 de North Marshall Street podían
pertenecer a su hija.
Josefina Rivera subió al estrado después. Estuvo hablando durante tres horas, y contó al tribunal que
Gary quería crear su propia granja de bebés en el sótano porque “la ciudad siempre le quitaba a sus
hijos”. La testigo describió cómo capturaba y trataba a las mujeres de su harén privado. Rivera admitió
haber conducido a la policía hasta el remoto lugar de Nueva Jersey en que estaba enterrado el cadáver
de Dudley, pero dejó bien claro que la había obligado a participar en este asesinato bajo la amenaza de
matar a todas sus compañeras.
Jacquelyn Askins presentó la imagen más patética de todas las que comparecieron en el estrado. Era tan
delgada que Heidnik le encadenaba los tobillos con unas esposas. La defensa insinuó que el hecho de
que el acusado le pusiera la cadena más larga en los tobillos era una muestra de que debió de sentir
compasión hacia ella, cosa que la testigo negó entre sollozos. Después habló de las brutales palizas que
les propinaba y de las extrañas exigencias sexuales que se veía obligada a satisfacer.
Los psiquiatras del equipo de Peruto tenían que presentar una imagen convincente del acusado como un
demente para poder echar por tierra el testimonio de las víctimas, quienes ponían de manifiesto la
existencia de un sadismo deliberado. El primer especialista, el doctor Clancy McKenzie, sólo consiguió
demostrar que él mismo tenía una personalidad bastante inestable, y aprovechó el interés del público
reunido en la sala para exponer sus propias hipótesis sobre la esquizofrenia.
Describió al inculpado como un individuo que en ocasiones demostraba tener la capacidad mental de
un bebé de diecisiete meses, edad a la que sufrió el trauma, alegado por la defensa, de la llegada de su
hermano pequeño. Este bebé era el que dañaba a la gente, el que almacenaba carne humana en la
nevera. El doctor explicó que Heidnik quería alimentar a sus hijos con sangre, porque el niño siempre
quiere devorar a la madre. El doctor McKenzie no era miembro de la Asociación Americana de
Psiquiatría y jamás había publicado un solo estudio. Ni siquiera conocía la definición legal de la locura,
y la defensa se vio obligada a reconocer que su flamante testigo estaba emocionalmente enfermo.
Aunque quizás no tanto como varias mujeres, que declararon su admiración y atracción por el asesino.
Una de las fans de Heidnik
Cualquier triunfo que Peruto pudiera haber conseguido en la lucha por alegar la demencia de su cliente,
quedó destruido por el testimonio del agente de bolsa de Heidnik, quien reconoció que, aun estando
hospitalizado o en prisión, Gary siempre se mantuvo al corriente de cuanto sucedía en la bolsa. Pero
más perjudiciales fueron las declaraciones de una ex novia del acusado. Shirley Carter explicó que fue
durante mucho tiempo socia de Heidnik, a quien describió como una persona sumamente inteligente, y
a continuación presentó una carta de su ex novio repleta de astutos consejos financieros y de ingeniosas
frases en las que se ponía de manifiesto que sabía que podía engañar a la Administración de Veteranos
y a la Seguridad Social para sacarles dinero regularmente.
Peruto pronunció su propio alegato ante un jurado impasible: “¿Cuál era el propósito de Gary Heidnik?
Su propósito era criar diez niños, no matar. Asesinato en tercer grado implica negligencia temeraria en
el cuidado de la vida humana. Este es un caso clásico de asesinato en tercer grado. Pero no quiero un
veredicto basado en prejuicios. Quiero que ustedes declaren al acusado no culpable por razones de
incapacidad mental”. La defensa también intentó que el jurado dudara del papel de Josefina Rivera en
todo el asunto y, por lo tanto, de su testimonio. Y aseguró que ella también había actuado
delictivamente.
Los grados de asesinato en Estados Unidos (click en la imagen para ampliar)
El jurado, compuesto por seis hombres y seis mujeres de raza blanca, siguió al pie de la letra las
indicaciones de la juez Abrahams. Pusieron especial cuidado en no dejarse influenciar por sus propios
sentimientos respecto a los horribles crímenes cometidos por el acusado. Contrariamente a las
previsiones de la opinión pública, el jurado tardó en emitir el veredicto. Charles Peruto estaba
entusiasmado con la cantidad de horas que llevaba deliberando el jurado, y estuvo a punto de creer que
les había convencido de que aceptaran su alegato en favor del homicidio involuntario. La magistrada
había explicado cuidadosamente todos los cargos existentes contra Heidnik. Aun así, el jurado
interrumpió las deliberaciones para solicitar que les explicara los distintos grados de homicidio, y la
definición legal de la locura y la enfermedad mental.
Dos días y medio después, el jurado emitía el veredicto. Gary Heidnik fue declarado culpable de
asesinato en primer grado de Sandra Lindsay y Deborah Dudley, y culpable del resto de los cargos que
se le imputaban. El único cargo del que se libró, entre los que formaban su interminable lista de
crímenes, fue el de imposición de relaciones sexuales desviadas con Josefina Rivera; en este caso se le
declaró no culpable.
El 9 de enero de 1990, el Tribunal Supremo del Estado desechó la petición de Heidnik de renunciar a
cualquier apelación a la sentencia y ser ejecutado. El Tribunal Supremo insistió en que se siguieran
todos los procedimientos de apelación. Al finalizar el juicio, las dos mujeres que estuvieron retenidas
en el sótano de Heidnik, contaron sus vidas como prostitutas. El 18 de enero de 1990 el Tribunal de
Quiebras de Filadelfia indemnizó a cada una con $32,000.00 dólares y con $30,000.00 a la ex esposa
de Heidnik y a su hijo. El 23 de enero de 1990, un juez federal redujo a $15,240.00 dólares los
honorarios legales de los dos bufetes relacionados con las propiedades de Heidnik, valoradas en
$600,000.00 dólares. Gracias a ello, las victimas recibieron una indemnización extra de $2,540.00
dólares cada una.
Hubo otros grupos que reclamaron el dinero de Heidnik. Los Cuerpos de Paz y la Administración de
Veteranos basaron sus demandas en los estatutos de fundación de su iglesia. Hacienda también exigió
el pago de impuestos atrasados. En 1989, Angus & Robertson publicó en Gran Bretaña un libro sobre
Heidnik. Su autor, Ken Englade, lo tituló La celda de los horrores. La vida que llevaba basada en sexo,
películas pornográficas y violencia contra las mujeres terminó para Gary Heidnik en la prisión. Se
enfrentó a una vida de soledad, aislado de los demás presos. En enero de 1999, Heidnik intentó
suicidarse ingiriendo una sobredosis de thorazina, pero los médicos consiguieron salvarlo. Finalmente,
fue ejecutado con la inyección letal el 6 de julio de 1999. Gary Heidnik "El Sembrador de Bebés", fue
la última persona ejecutada en Pennsylvania.
VIDEOGRAFÍA:
BIBLIOGRAFÍA:
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33 comentarios:
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nunca en mi vida habia escuchado hablar de este señor, pero que astuto!!
aunque mas josefina xDD
pobre de ellas, cuanta angustia no tener escapatoria de ese monstruo espero nunca pasar yo o alguien
conocido por algo asi :S
saludos escrito
tu fans
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Me gusta el titulo que le pones a cada asesino; en lo particular me hacen pensar en lo que no se sabe de
cada asesino.
Ely Muñoz.
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Salú.
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Saludos sangrientos!!!
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Saludos!!!
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Saludos!!!
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The Real Mrs. Green Goblinmiércoles, 15 de junio de 2011 a las 22:44:00 GMT-5
Could you please add a blogger translation button on this page so I can read it I would really appreciate
it
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Con la inteligencia y capacidad económica que tenía, le era posible tener una vida estable y libre de
privaciones, pero de nueva cuenta el cerebro humano se vuelve un misterio, porque no comprendo que
clase de desquilibrio se le originó en la mente a raíz del traumatismo recibido en la adolescencia, o los
traumas infantiles que experimentó .... lo que sí es cierto que por poco logra obtener una clasificación
criminal para sí mismo, como el único especimen descrito, un verdadero caso atípico (lo de los
"heinikismos" fue una forma original de describir que era desaseado y antisocial), pero de verdad que
no dejo de asombrarme ..... Saludos !!!
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Ampersandmartes, 26 de agosto de 2014 a las 19:19:00 GMT-5
Heidnikismos, quise decir, lapsus brutus .... Saludos !!!!
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Si quería engendrar hijos por qué las tenía desnutridas y sedientas? También en un sitio tan poco
higiénico y ellas con enfermedades. Les pegaba y con sus estudios de enfermería sabría que perdemos
la menstruación antes falta de alimentos, estados de ansiedad, etc...
Si ese era su fin, realmente era un gilipollas para conseguirlo con todo lo que sabía. Realmente quería
niños o lo decía para calmar a las chicas que no iba a matarlas que lo que quería era engendrarlas. Se
cansó de contratar a prostitutas e hizo su propio hárem...
Estaba claro que lo que más le obsesionaba era el sexo y las torturas.
Supongo que los del jurado se volverían locos deliberando porque parece tener dos polos. Si está
cuerdo como comete esos errores garrafales. Supongo que cuando cocinó el cadáver no le quitó las
vísceras y por eso olía tanto el vecindario.
Fue un error la pena de muerte era un asesino para ser estudiado es muy diferente a los demás. Aunque
tiene los tres factores para ser un asesino: daño cerebral, enfermedad mental y traumas.
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