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Lectura - Carta de Un Soldado A Su Madre 6to. B

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Carta de un hijo a su madre

antes de la Batalla de Arica

Hay que rescatar de la memoria del olvido al personaje, el subteniente Alejandro


Monfort de la Cuarta Compañía de la Columna Pasco, que el 6 de junio de 1880,
un día antes de la gesta de Arica le escribió a su madre una conmovedora carta.

En ella el héroe nos relata sus vivencias durante la guerra, y sobre todo sus más
sublimes sentimientos, en especial del gran amor que le profesa a su madre y que
a pesar del inmenso dolor que sabe que tendrá que soportar, le pide que tenga el
coraje para superar esa prueba. También es digno de admiración, que, a pesar de
los difíciles momentos, antes que pensar en él, le pide que vele por la madre de
algunos de sus soldados y lamenta no cumplir con la promesa de matrimonio que
le hizo a su novia. Una historia con mucha emoción, nos muestra el gran ejemplo
que nos dieron muchos peruanos, que abandonaron todo por defender a la patria,
y no nos referimos a cosas materiales, sino el de dejar madre, novia, terruño,
amistades y sobre todo un futuro.

Al día siguiente, el 7 de Junio de 1880, el subteniente Alejandro Monfort, murió en


el Morro de Arica, cumpliendo la promesa de pelear hasta el último cartucho,
siguiendo el ejemplo de Bolognesi.

Un homenaje a este valiente, que sea el testimonio de amor que le profesa un hijo
a la creadora de sus días, y que sus pensamientos por el ser que lo trajo al
mundo, están presentes hasta el último momento de vida de un hijo.
Arica, 6 de junio de 1880

Señora Amelia viuda de Monfort

Cerro de Pasco

Inolvidable madre mía: Por fin puedo escribirle las líneas que le debo hace mucho
tiempo. En primer lugar, para agradecerle las cartas que me ha enviado, todas
ellas cargadas de amor, de comprensión, de aliento. Recibirlas, madre mía, no
obstante, la tristeza de encontrarme a centenares de leguas de distancia, muy
lejos de usted, de mi novia y de mi tierra adorada, ha servido para mantener
vigente mi ánimo y mi entusiasmo,

Aquellos hermosos días de paz transcurridos en mi niñez y mi juventud, me


parecen muy distantes. Mañana cumpliré exactamente trece meses de servicio
activo en nuestro Ejército. Trece largos meses en los que aprendí muchísimas
cosas. ¡Ahora sé que la guerra es el mismísimo infierno! ¡Debería abolirse la
guerra que no es sino una cruel y salvaje matanza entre seres humanos que
deben amarse! La guerra, entre otras infamias, nos aleja de nuestros hogares.

Todos los hombres que me acompañan viven suspirando por encontrarse


nuevamente con los suyos. Desde que salí de mi tierra, multitud de paisajes he
visto desfilar delante de mis ojos. Tierras semejantes a mundos ignotos y
extraños; inmensidades que jamás sospeché siquiera que existieran (No me
castigue Dios, pero no quiero volver a ver un arenal en lo que me quede de vida).
He caminado por los inmensos desiertos de esta parte del planeta, en medio de un
implacable sol que por momentos nos hacía ver alucinaciones y espejismos, en
noches tan cerradamente oscuras que, a ratos, esperábamos caer en un abismo
negro y eterno y que, en nuestra desesperación, nos parecía que era mejor así;
que era preferible morir, a seguir sufriendo aquella abominable pesadilla.

He sentido los labios descomunalmente hinchados por la sed. Aquí el agua es la


bendición que muchas veces estuvo muy lejos de nuestros labios. También he
aprendido a orar, a trabajar y a combatir. He aprendido a vivir con exaltación, con
plenitud, con ímpetu.

Han sido necesarios estos largos meses de preparación y de luchas para


comprender lo que es un soldado, un hombre. Hoy lo sé muy bien. He mirado a
los valientes de nuestra Columna luchar con un valor sin límites, sin una queja, sin
una lamentación, no obstante, sus heridas, y me he sentido plenamente orgulloso
de ellos.

He visto a mis hermanos cerreños morir con la sonrisa en los labios, en cuyas
pupilas llameaba la luz del heroísmo, mientras la vida les duraba. Y he llorado,
madre, he llorado como un niño, al cerrar sus párpados fríos, sin vida, benditos.
¡Diles a nuestros paisanos que la Columna Pasco ha cumplido!
En las faldas del cerro San Francisco, por ejemplo, yo también he sentido la
muerte, cuando nos ametrallaban y cañoneaban por todos lados, y mientras el
fuego graneado caía en derredor, haciendo que la muerte juegue con nosotros,
sentí que algo me protegía.

Ahora sé que sus oraciones, que la bendición que me dio usted, me hacían
invulnerable. ¡Dios la bendiga, madre mía! Hasta ahora el Señor me ha
conservado la vida; presiento que será por poco tiempo. Ahora estoy convencido
que un hombre que ha recibido este tremendo bautismo de sangre, fuego y dolor,
sólo busca en su Salvador la luz eterna de la verdad. Nunca pude pensar que
hubiera tantos hombres buenos en nuestra tierra. En estos trece meses de guerra
he conocido más hombres generosos y abnegados que en todo el resto de mi vida.

He visto a los integrantes de la Columna Pasco, hermanos de mi alma, único


consuelo en mi soledad y tristeza, combatir y morir como héroes. Estoy seguro
que mañana siete de junio también sabrán luchar como fieras. En estos
momentos, acá en Arica, acaba de finalizar el bombardeo terrestre y naval que
nos han dirigido los chilenos, felizmente sin ninguna consecuencia.

Han tratado de asustarnos. Hoy más que nunca estamos confiados en la grandeza
de nuestros jefes. Imagínese. El coronel que ya peina canas, contestó al
parlamentario chileno que vino a pedir nuestra rendición, que pelearemos “Hasta
quemar el último cartucho”.

Todos los jefes y oficiales lo respaldaron. Nosotros también, claro está. Sabemos
que la muerte nos aguarda, pero tenemos que cumplir nuestra palabra.

Estamos sitiados y abandonados a nuestra suerte. Todos lo sabemos. Mañana


atacarán, pero los estaremos esperando. Tenemos conocimiento que las faldas del
morro se están sembrando de minas explosivas; por allí tendrán que pasar los
chilenos. Tenemos que valernos de todo, madre, de todo. Ellos son más de seis
mil hombres muy bien armados y bien alimentados; nosotros no somos más de
mil quinientos (cuatro a uno).

Yo, como sabe usted, conjuntamente con todos mis hermanos de la Columna
Pasco, ¡nos hemos aglutinado en el Batallón Tarapacá que está al mando del
coronel Ramón Zavala -rico salitrero tarapaqueño… Ah! le contaré que hasta hace
unos pocos días nuestra alimentación dejaba mucho que desear, pero el coronel
Alfonso Ugarte Vernal, un oficial tarapaqueño que es muy acomodado, ha
dispuesto un gran banquete para jefes, oficiales y tropa. En este momento todos
estamos escribiendo.

Avíseles a las madres y a las novias de mis amigos que ellas también tienen sus
cartas; especialmente la “Ñahuirona” Clotilde a quien el “loco” Landaver le está
escribiendo un testamento. No es para menos. Él sabe que habremos de morir,
pero quiere alegrar el corazón de su novia. Lo mismo ocurre con Aníbal; le está
escribiendo una hermosa carta a su mamita; la señora Panchita.
¡Madre! Yo quiero rogarle que cuando pase lo que tenga que pasar, acompañe a la
ancianita. ¡Es tan viejecita, la pobre! También si pudiera entrevistarse con la
madre del “cholo” Fermín Eusebio, quisiera que le diga que su hijo es un hombre
extraordinario. Con su trompeta nos ha alentado y animado aquí en las trincheras.
Todos lo queremos. Tiene que ubicarla, madre. Ella es la lavandera de los Campillo
y de otros españoles más. Vive en Diputación. Finalmente, le pido con todo mi
amor que consuele a Margarita. A ella también le estoy escribiendo, pero sé que
de todas maneras va a sufrir mucho.

Usted sabe que cuando partí de allá, de nuestra tierra, le prometí que a la vuelta
de la guerra nos casaríamos. Que me perdone. Dios no ha querido depararme esa
felicidad. Ella habría sido una magnífica esposa. Pídale que me comprenda; que la
patria nos exige esta dolorosa separación. Ella sabe que la quiero con todas las
fuerzas de mi alma. Que ella es la única mujer a la que he querido en mi vida,
pero no pudo ser. Que me perdone y que sea muy feliz.

Esta noche voy a confesar, madre. Estoy esperando mi turno. Ya casi todos lo han
hecho; hasta los Candiotti… ¡Imagínese! El padre Rojas está atareado
alcanzándonos la absolución por nuestros pecados. El también será el encargado
de hacer llegar esta carta a sus manos. Madrecita mía: Estoy consciente que me
quedan muy pocas horas. Sé que, en cualquier momento, a partir de este
instante, la muerte vendrá a arrebatarme la vida que usted me ha dado. Por eso,
cuadrando mi emoción en palabras, le escribo mis últimas letras. No se imagina el
esfuerzo sobrehumano que tengo que hacer para mantener mi pulso firme. No
sabe cómo he rogado a Nuestro Señor que me dé presencia de ánimo para resistir
la angustia. ¡Despedirse es lo mismo que morir!… ¡Y yo me estoy muriendo,
madre! Sin embargo, armándome de coraje y pidiéndole a usted que haga lo
mismo, le dedico los últimos instantes de mi vida. Tengo que terminar esta carta.
Voy a ocupar mi emplazamiento de combate. Nos ha correspondido una represión
de la parte norte del morro de Arica. Allá vamos.

Mis últimas palabras son para usted, madrecita, para usted, como lo serán mis
postreros pensamientos. Tenga la seguridad que a donde vaya, la estaré
aguardando. Sólo tomaré la delantera. Estoy segura que me veré con mi padre
con quien la estaremos esperando. Le pido a usted con todo mi amor, que vaya a
la tumba de mi padre y ponga en ella, no una, sino dos flores, que serán mis
lágrimas de despedida.

Madre mía, le pido, le ruego, le imploro, que tenga mucho coraje para soportar
esta prueba que nos da el destino. Ruéguele también al Señor, porque el valor no
me abandone jamás, en esta última prueba. Usted reciba junto con mi bendición,
el último beso de su hijo moribundo. ¡Que Dios la bendiga, madre mía!…¡Viva el
Perú!.

Su hijo que la adora Alejandro.

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