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Fedor Dostoiewski Los Hermanos Karamazov

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LOS HERMANOS

KARAMAZOV
FEDOR DOSTOIEWSKI
A Ana Grigorievna Dostoiewski

«En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo


caído en la tierra no muere, queda solo; pero si muere,
produce fruto.»
San Juan 12, 24-25

INDICE
Prefacio.

PRIMERA PARTE
LIBRO PRIMERO
HISTORIA DE UNA FAMILIA
I. Fiodor Pavlovitch Karamazov

II. Karamazov se desembaraza de su primer hijo


III. Nuevo matrimonio y nuevos hijos

LIBRO II
UNA REUNIÓN FUERA DE LUGAR
I. La llegada al monasterio
II. Un viejo payaso
III. Las mujeres creyentes
IV. Una dama de poca fe
V. ¡Así sea!
VI. ¿Por qué existirá semejante hombre?
VII. Un seminarista ambicioso
VIII. Un escándalo
LIBRO III
LOS SENSUALES
I. En la antecámara
II. Isabel Smerdiachtchaia
III. Confesión de un corazón ardiente. En verso
IV. Confesión de un corazón ardiente. Anécdotas ...
V. Confesión de un corazón ardiente. La cabeza baja
VI. Smerdiakov
VII. Una controversia
VIII. Tomando el coñac .
IX. Los sensuales
X. Las dos juntas
XI. Otra honra perdida

SEGUNDA PARTE

LIBRO IV
ESCENAS
I. El padre Theraponte
II. Aliocha visita a su padre
III. Encuentro con un grupo de escolares
IV. En casa de Khokhlakov
V. Escena en el salón
VI. Escena en la isba
VII. Al aire libre

LIBRO V
PRO Y CONTRA
I. Los esponsales
II. Smerdiakov y su guitarra
III. Los hermanós se conocen
IV. Rebeldía
V. «El gran inquisidor»
VI. Todavía reina la oscuridad
VII. Da gusto conversar con un hombre inteligente

LIBRO VI
UN RELIGIOSO RUSO
I. El starets Zósimo y sus huéspedes
II. Biografía del starets Zósimo, que descansa
en el Señor, escrita, según sus propias palabras,
por Alexei Fiodorovitch Karamazov
III. Resumen de las conversaciones y la doctrina del
starets Zósimo

TERCERA PARTE

LIBRO VII
ALIOCHA
I. El olor nauseabundo
II. El momento decisivo
III. La cebolla
IV. Las bodasde Caná

LIBRO VIII
MITIA
I. Kuzma Samsonov
II. Liagavi 366
III. Las minas de oro 372
IV. Tinieblas 382 I.
V. Una resolución repentina
VI. ¡Aquíestoy yo!
VII. El de antaño
VIII. Delirio

LIBRO IX
LA INSTRUCCIÓN PREPARATORIA
I. Los comienzos del funcionario Perkhotine
II. La alarma
III. Lastribulaciones de un alma. Primers tribulación
IV. Segunda tribulación
V. Tercera tribulación
VI. El procurador confunde a Mitia
VII. El gran secreto de Mitia
VIII. Declaran los testigos. El «Pequeñuelo»
IX. Se llevan a Mitia

CUARTA PARTE

LIBRO X
LOS MUCHACHOS
I. Kolia Krasotkine
II. Losrapaces
III. El colegial
IV. Escarabajo
V. Junto al lecho de Iliucha
VI. Desarrollo precoz
VII. Iliucha

LIBRO XI
IVÁN FIODOROVITCH
I. En casa de Gruchegnka
II. II. El pie hinchado
III. III. Un diablillo
IV. IV. El himno y el secreto
V. Esto no es todo
VI. Primera entrevista con Smerdiakov
VII. Segunda entrevista con Smerdiakov
VIII. Tercera y última entrevista con Smerdiakov
IX. El diablo. Visiones de Iván Fiodorovitch
X. «Él me lo ha dicho»

LIBRO XII
UN ERROR JUDICIAL
I. El día fatal
II. Declaraciones adversas
III. III. El peritaje médico y una libra de avellanas
IV. La suerte sonríe a Mitia
V. Desastre repentino
VI. El informe de la acusación
VII. Resumen histórico
VIII. Disertación sobre Smerdiakov
IX. La troika desenfrenada
X. La defensa. Un arma de dos filos
XI. Ni dinero ni robo
XII. No hubo asesinato
XIII. Un sofísta
XIV. El jurado se mantiene firme

EPÍLOGO
I. Planes de evasión
II. Mentiras sinceras
III. El entierro de Iliucha. Alocución junto a la peña
PREFACIO
Al abordar la biografía de mi héroe, Alexei Fiodorovitch,
experimento cierta perplejidad: aunque le llamo «mi héroe»,
sé que no es un gran hombre. Por lo tanto, se me dirigirán sin
duda preguntas como éstas: «¿Qué hay de notable en Alexei
Fiodorovitch para que lo haya elegido usted como héroe?
¿Qué ha hecho? ¿Quién lo conoce y por qué? ¿Hay alguna
razón para que yo, lector, emplee mi tiempo en estudiar su
vida?»
La última pregunta es la más embarazosa, pues la única
respuesta que puedo dar es ésta: «Tal vez. Eso lo verá usted
leyendo la novela. » ¿Pero y si, después de leerla, el lector no
ve en mi héroe nada de particular? Digo esto porque preveo
que puede ocurrir así. A mis ojos, el personaje es notable,
pero no tengo ninguna confianza en convencer de ello al
lector. Es un hombre que procede con seguridad, pero de un
modo vago y oscuro. Sin embargo, resultaría sorprendente, en
nuestra época, pedir a las personas claridad. De lo que no hay
duda es de que es un ser extraño, incluso original. Pero estas
características, lejos de conferir el derecho de atraer la
atención, representan un perjuicio, especialmente cuando
todo el mundo se esfuerza en coordinar las individualidades y
extraer un sentido general del absurdo colectivo. El hombre
original es, en la mayoría de los casos, un individuo que se
aísla de los demás. ¿No es cierto?
Si alguien me contradice en este último punto diciendo:
«Eso no es verdad», o «Eso no es siempre verdad», ello me
animará a creer en el valor de mi héroe. Pues yo juzgo que el
hombre original no solamente no es siempre el individuo que
se coloca aparte, sino que puede poseer la quintaesencia del
patrimonio común aunque sus contemporáneos lo repudien
durante cierto tiempo.
De buena gana habría prescindido de estas explicaciones
confusas y desprovistas de interés y habría empezado
sencillamente por el primer capítulo, sin preámbulo alguno,
diciéndome: «Si mi obra gusta, se leerá. » Pero lo malo es
que presento una biografía en dos novelas. La principal es la
segunda, donde la actividad de mi héroe se desarrolla en la
época presente. La primera transcurre hace trece años. En
realidad, sólo se recogen en ella unos momentos de la pri-
mera juventud del héroe; pero es indispensable, pues, de no
existir esta primera novela, muchos detalles de la segunda
serían incomprensibles. Pero todo esto no hace sino aumentar
mi confusión. Si yo, como biógrafo, considero que una novela
habría bastado para presentar a un héroe tan modesto, tan
poco definido, ¿cómo justificar que lo presente en dos?
Como no confío en poder resolver estos problemas, los
dejo en suspenso. Ya sé que el lector, con su perspicacia,
advertirá que ésta era mi finalidad desde el principio y me
reprochará haber perdido el tiempo diciendo cosas inútiles. A
eso responderé que lo he hecho por cortesía, aunque también
he procedido con astucia, ya que he prevenido al lector. Por lo
demás, me complace que mi novela se haya dividido por sí
misma en dos relatos, «sin perder su unidad». Una vez que
conozca el primero, el lector decidirá si vale la pena empezar
el segundo. Evidentemente, cada cual es dueño de sus actos,
y el lector puede cerrar el libro sin pasar de las primeras pági-
nas del primer relato y no volverlo a abrir. Pero hay lectores
de espíritu delicado que quieren llegar hasta el fin para no
caer en la parcialidad. Entre ellos figuran todos los críticos
rusos. Uno se anima al verse frente a ellos. A pesar de su
táctica metódica, les he proporcionado un argumento de los
más decisivos para dejar la lectura en el primer episodio de la
novela.
Con esto doy mi prefacio por terminado. Convengo en que
podría haber prescindido de él. Pero ya que está escrito,
conservémoslo.
Y ahora, empecemos.

EL AUTOR
PRIMERA PARTE

LIBRO PRIMERO

HISTORIA DE UNA FAMILIA

CAPITULO PRIMERO

FIODOR PAVLOVITCH KARAMAZOV


Alexei Fiodorovitch Karámazov era el tercer hijo de un
terrateniente de nuestro distrito llamado Fiodor (Teodoro.)
Pavlovitch, cuya trágica muerte, ocurrida trece años atrás,
había producido sensación entonces y todavía se recordaba.
Ya hablaré de este suceso más adelante. Ahora me limitaré a
decir unas palabras sobre el «hacendado», como todo el
mundo le llamaba, a pesar de que casi nunca había habitado
en su hacienda. Fiodor Pavlovitch era uno de esos hombres
corrompidos que, al mismo tiempo, son unos ineptos -tipo
extraño, pero bastante frecuente- y que lo único que saben es
defender sus intereses. Este pequeño propietario empezó con
casi nada y pronto adquirió fama de gorrista. Pero a su muerte
poseía unos cien mil rublos de plata. Esto no le había
impedido ser durante su vida uno de los hombres más
extravagantes de nuestro distrito. Digo extravagante y no
imbécil, porque esta clase de individuos suelen ser
inteligentes y astutos. La suya es una ineptitud específica,
nacional.
Se casó dos veces y tuvo tres hijos; el mayor, Dmitri, del
primer matrimonio, y los otros dos, Iván y Alexei, del segundo.
Su primera esposa pertenecía a una familia noble, los Miusov,
acaudalados propietarios del mismo distrito. ¿Cómo aquella
joven dotada, y además bonita, despierta, de espíritu refinado
-ese tipo que tanto abunda entre nuestras contemporáneas-,
había podido casarse con semejante «calavera», como
llamaban a mi desgraciado personaje? No creo necesario
extenderme en largas explicaciones sobre este punto. Conocí
a una joven de la penúltima generación romántica que,
despues de sentir durante varios años un amor misterioso por
un caballero con el que podía casarse sin impedimento
alguno, se creó ella misma una serie de obstáculos
insuperables para esta unión. Una noche tempestuosa se
arrojó desde lo alto de un acantilado a un río rápido y
profundo. Así pereció, víctima de su imaginación, tan sólo por
parecerse a la Ofelia de Shakespeare. Si aquel acantilado por
el que sentía un cariño especial hubiera sido menos
pintoresco, o una simple, baja y prosaica orilla, sin duda
aquella desgraciada no se habría suicidado. El hecho es
verídico, y seguramente en las dos o tres últimas
generaciones rusas se han producido muchos casos
semejantes. La resolución de Adelaida Miusov fue también,
sin duda, consecuencia de influencias ajenas, la exasperación
de un alma cautiva. Tal vez su deseo fue emanciparse,
protestar contra los convencionalismos sociales y el despo-
tismo de su familia. Su generosa imaginación le presentó
momentáneamente a Fiodor Pavlovitch, a pesar de su
reputación de gorrista, como uno de los elementos más
audaces y maliciosos de aquella época que evolucionaba en
sentido favorable, cuando no era otra cosa que un bufón de
mala fe. Lo más incitante de la aventura fue un rapto que
encantó a Adelaida Ivanovna. Fiodor Pavlovitch, debido a su
situación, estaba especialmente dispuesto a realizar tales
golpes de mano: quería abrirse camino a toda costa y le
pareció una, excelente oportunidad introducirse en una buena
familia y embolsarse una bonita dote. En cuanto al amor, no
existía por ninguna de las dos partes, a pesar de la belleza de
la joven. Este episodio fue seguramente un caso único en la
vida de Fiodor Pavlovitch, que tenía verdadera debilidad por el
bello sexo y estaba siempre dispuesto a quedar prendido de
unas faldas con tal que le gustasen. Pero la raptada no ejercía
sobre él ninguna atracción de tipo sensual.
Adelaida Ivanovna advirtió muy pronto que su marido sólo
le inspiraba desprecio. En estas circunstancias, las
desavenencias conyugales no se hicieron esperar. A pesar de
que la familia de la fugitiva aceptó el hecho consumado y
envió su dote a Adelaida Ivanovna, el hogar empezó a ser
escenario de continuas riñas y de una vida desordenada. Se
dice que la joven se mostró mucho más noble y digna que
Fiodor Pavlovitch, el cual, como se supo más tarde, ocultó a
su mujer el capital que poseía: veinticinco mil rublos, de los
que ella no oyó nunca hablar. Además, estuvo mucho tiempo
haciendo las necesarias gestiones para que su mujer le
transmitiera en buena y debida forma un caserío y una
hermosa casa que formaban parte de su dote. Lo consiguió
porque sus peticiones insistentes y desvergonzadas enojaban
de tal modo a su mujer, que ésta acabó cediendo por
cansancio. Por fortuna, la familia intervino y puso freno a la
rapacidad de Fiodor Pavlovitch.
Se sabe que los esposos llegaban frecuentemente a las
manos, pero se dice que no era Fiodor Pavlovitch el que daba
los golpes, sino Adelaida Ivanovna, mujer morena, arrebatada,
valerosa, irascible y dotada de un asombroso vigor.
Ésta acabó por huir con un estudiante que se caía de
miseria, dejando en brazos de su marido un niño de tres años:
Mitia . El esposo se apresuró a convertir su casa en un harén
y a organizar toda clase de francachelas. Además, recorrió la
provincia, lamentándose ante el primero que encontraba de la
huida de Adelaida Ivanovna, a lo que añadía una serie de
detalles sorprendentes sobre su vida conyugal. Se diría que
gozaba representando ante todo el mundo el ridículo papel de
marido engañado y pintando su infortunio con vivos colores.
«Tan contento está usted a pesar de su desgracia, Fiodor
Pavlovitch, que parece un hombre que acaba de ascender en
su carrera», le decían los bromistas. No pocos afirmaban que
se sentía feliz al mostrarse en su nuevo papel de bufón y que
para hacer reír más fingía no darse cuenta de su cómica si-
tuación. ¡Quién sabe si procedía así por ingenuidad!
Al fin logró dar con la pista de la fugitiva. La infeliz se
hallaba en Petersburgo, donde había terminado de
emanciparse. Fiodor Pavlovitch empezó a prepararse para
partir. ¿Con qué propósito? Ni él mismo lo sabía. Tal vez
estaba verdaderamente decidido a trasladarse a Petersburgo,
pero, una vez adoptada esta resolución, consideró que tenía
derecho, a fin de tomar ánimos, a emborracharse en toda
regla. Entre tanto, la familia de su mujer se enteró de que la
desgraciada había muerto en un tugurio, según unos, a
consecuencia de unas fiebres tifoideas; según otros, de
hambre. Fiodor Pavlovitch estaba ebrio cuando le dieron la
noticia de la muerte de su esposa, y cuentan que echó a
correr por las calles, levantando los brazos al cielo y gritando
alborozado: «Ahora, Señor, ya no retienes a tu siervo». Otros
aseguran que lloraba como un niño, hasta el punto de que
daba pena verle, a pesar de la aversión que inspiraba. Es muy
posible que ambas versiones se ajustasen a la verdad, es
decir, que se alegrase de su liberación y que llorara a su
liberadora. Las personas, incluso las peores, suelen ser más
cándidas, más simples, de lo que suponemos..., sin excluirnos
a nosotros.

CAPITULO II
KARAMAZOV SE DESEMBARAZA DE SU PRIMER HIJO
Cualquiera puede figurarse lo que sería aquel hombre
como padre y educador. Abandonó por completo al hijo que
había tenido con Adelaida Ivanovna, pero no por animosidad
ni por rencor contra su esposa, sino simplemente porque se
olvidó de él. Mientras abrumaba a la gente con sus lágrimas y
sus lamentos y hacia de su casa un lugar de depravación,
Grigori , un fiel sirviente, recogía a Mitia. Si el niño no hubiera
hallado esta protección, seguramente no habría tenido a nadie
que le mudara la ropa. También su familia materna le había
olvidado. Su abuelo había muerto; su abuela, establecida en
Moscú, estaba enferma; sus tías se habían casado. Por todo
lo cual, Mitia tuvo que pasar casi un año en el pabellón donde
habitaba Grigori. Y si su padre se acordaba de él
(verdaderamente era imposible que ignorase su existencia),
habría terminado por enviarlo al pabellón para poder
entregarse libremente a su disipada vida.
Así las cosas, llegó de París un primo de la difunta
Adelaida Ivanovna, Piotr Alejandrovitch Miusov, que después
pasaría muchos años en el extranjero. A la sazón, era todavía
muy joven y se distinguía de su familia por su cultura y su
exquisita educación. Entonces era un occidentalista
convencido, y en la última etapa de su vida sería un liberal del
tipo de los que hubo en los años 40 y 50. En el curso de su
carrera se relacionó con multitud de ultraliberales, tanto en
Rusia como en el extranjero, y conoció personalmente a
Proudhon y a Bakunin. Le gustaba recordar los tres días de
febrero de 1848 en París y dejaba entrever que había estado
a punto de luchar en las barricadas. Éste era uno de los
mejores recuerdos de su juventud. Poseía una bonita fortuna:
alrededor de mil almas, para contar a la antigua. Su soberbia
propiedad estaba a las puertas de nuestro pueblo y limitaba
con las tierras de nuestro famoso monasterio. Apenas entró
en posesión de su herencia, Piotr Alejandrovitch entabló un
proceso interminable con los monjes
para dilucidar ciertos derechos, no sé a punto fijo si de
pesca o de tala de bosques. El caso es que, como ciudadano
esclarecido, consideró un deber pléitear con el clero.
Cuando se enteró de la desgracia de Adelaida Ivanovna,
de la que guardaba buen recuerdo, y de la existencia de Mitia,
se interesó por el niño, a pesar del desprecio y de la
indignación juvenil que Fiodor Pavlovitch, al que entonces
veía por primera vez, le inspiraba. Le comunicó francamente
su intención de encargarse de Mitia. Mucho tiempo después
contaba, como un rasgo característico de Fiodor Pavlovitch,
que cuando le habló de Mitia, estuvo un momento sin saber
de qué niño se trataba, a incluso se asombró de tener un hijo
en el pabellón de su hacienda. Por exagerado que fuera este
relato, contenía sin duda una parte de verdad. A Fiodor PavIo-
vitch le había gustado siempre adoptar actitudes, representar
papeles, a veces sin necesidad a incluso en detrimento suyo,
como en el caso presente. Esto mismo les sucede a muchas
personas, entre las que hay algunas que no son tontas ni
mucho menos.
Piotr Alejandrovitch obró con presteza a incluso fue
nombrado tutor del niño (conjuntamente con Fiodor
Pavlovitch), ya que su madre había dejado tierras y una casa
al morir. Mitia se trasladó a casa de su tío, que no tenía
familia. Cuando éste hubo de regresar a París, después de
haber arreglado sus asuntos y asegurado el cobro de sus
rentas, confió el niño a una de sus tías, residente en Moscú.
Después, ya aclimatado en Francia, se olvidó del niño, sobre
todo cuando estalló la revolución de febrero, acontecimiento
que se grabó en su memoria para toda su vida. Fallecida la tía
de Moscú, Mitia fue recogido por una de las hijas casadas de
la difunta. Al parecer, se trasladó a un cuarto hogar, pero no
quiero extenderme por el momento sobre este punto, y menos
teniendo que hablar más adelante largamente del primer
vástago de Fiodor Pavlovitch. Me limito a dar unos cuantos
datos, los indispensables para poder empezar mi novela.
De los tres hijos de Fiodor Pavlovitch, sólo Dmitri creció
con la idea de que poseía cierta fortuna y sería independiente
cuando llegase a la mayoría de edad. Su infancia y su
juventud fueron muy agitadas. Dejó el colegio antes de
terminar sus estudios, ingresó en la academia militar, se
trasladó al Cáucaso, sirvió en el ejército, se le degradó por
haberse batido en duelo, volvió al servicio y gastó
alegremente el dinero. Su padre no le dio nada hasta que fue
mayor de edad, cuando Mitia había contraído ya importantes
deudas. Hasta entonces, hasta que fue mayor de edad, no
volvió a ver a su padre. Fue a su tierra natal especialmente
para informarse de la cuantía de su fortuna. Su padre le
desagradó desde el principio. Estuvo poco tiempo en su casa:
se marchó enseguida con algún dinero y después de haber
concertado un acuerdo para percibir las rentas de su
propiedad.
Detalle curioso: no consiguió que su padre le informara
acerca del valor de su hacienda ni de lo que ésta rentaba.
Fiodor PavIovitch vio en seguida -es importante hacer constar
este detalle que Mitia tenía un concepto falso, exagerado, de
su fortuna. El padre se alegró de ello, considerando que era
un beneficio para él. Dedujo que Mitia era un joven aturdido,
impulsivo, apasionado, y que si se le daba alguna pequeña
suma para que aplacara su afán de disipación, estaría libre de
él durante algún tiempo.
Fiodor Pavlovitch supo sacar provecho de la situación. Se
limitó a desprenderse de vez en cuando de pequeñas
cantidades, y un día, cuatro años después, Mitia perdió la
paciencia y reapareció en la localidad para arreglar las
cuentas definitivamente. Entonces se enteró, con gran
asombro, de que no le quedaba nada, que había recibido en
especie de Fiodor Pavlovitch el valor total de sus bienes y que
incluso podía estar en deuda con él, cosa que no sabía a cien-
cia cierta, pues las cuentas estaban embrolladisimas. Según
tal o cual convenio concertado en esta o aquella fecha, Mitia
no tenía derecho a reclamar nada, etcétera. Mitia se indignó,
perdió los estribos y estuvo a punto de perder la razón, al
sospechar que todo aquello era una superchería.
Éste fue el móvil de la tragedia que constituye el fondo de
mi primera novela, o, mejor dicho, su marco.
Pero antes de referir estos hechos, hay que hablar de los
otros dos hijos de Fiodor Pavlovitch y explicar su origen.

CAPITULO III
NUEVO MATRIMONIO Y NUEVOS HIJOS
Después de haberse desembarazado de Mitia, Fiodor
PavIovitch contrajo un nuevo matrimonio que duró ocho años.
Su segunda esposa, joven como la primera, era de otra
provincia, a la que se había trasladado en compañía de un
judío para tratar de negocios. Aunque era un borracho y un
perdido, no cesaba de velar por su capital y realizaba
excelentes aunque nada limpias operaciones.
Sofia Ivanovna era hija de un humilde diácono y quedó
huérfana en su infancia. Se había educado en la opulenta
mansión de su protectora, la viuda del general Vorokhov,
dama de gran prestigio en la sociedad, que, además de
proporcionarle una educación, había labrado su desgracia.
Ignoro los detalles de este infortunio, pero he oído decir que la
muchacha, dulce, cándida, paciente, había intentado
ahorcarse colgándose de un clavo, en la despensa, tanto la
torturaban los continuos reproches y los caprichos de su vieja
protectora, que no era mala en el fondo, pero que, al estar
todo el día ociosa, se ponía insoportable.
Fiodor Pavlovitch pidió su mano, pero fue rechazado
cuando se obtuvieron informes de él. Entonces propuso a la
huérfana raptarla, como había hecho con su primer
matrimonio. Con toda seguridad, ella se habría negado a ser
su esposa si hubiese estado mejor informada acerca de él.
Pero esto sucedía en otra provincia. Además, ¿qué podía
discernir una muchacha de dieciséis años, como no fuera que
era preferible arrojarse al agua que seguir en casa de su
protectora? Es decir, que la infortunada sustituyó a su
bienhechora por un bienhechor. Esta vez Fiodor Pavlovitch no
recibió ni un céntimo, pues la generala se enfureció de tal
modo, que lo único que le dio fue su maldición.
Pero Fiodor Pavlovitch no contaba con el dinero de su
nueva esposa. La extraordinaria belleza de la joven, y sobre
todo su candor, le habían cautivado, a él, un hombre todo
voluptuosidad, que hasta entonces sólo había sido sensible a
los atractivos más groseros. «Sus ojos inocentes me taladran
el alma», decía con una sonrisa maligna. Pero aquel ser
corrompido sólo podía sentir una atracción de tipo sensual.
Fiodor Pavlovitch no tuvo ningún miramiento con su esposa.
Considerando que estaba en deuda con él, ya que la había
salvado de una vida insoportable, y aprovechándose de su
bondad y su resignación inauditas, pisoteó la decencia
conyugal más elemental. Su casa fue escenario de orgías en
las que tomaban parte mujeres de mal vivir. Un detalle digno
de mención es que Grigori, hombre taciturno, estúpido y
obstinado, que había odiado a su primera dueña, se puso de
parte de la segunda, discutiendo por ella con su amo de un
modo inadmisible en un doméstico. Un día llegó a despedir a
las doncellas que rondaban a Fiodor Pavlovitch. Andando el
tiempo, la desdichada esposa, que había vivido desde su
infancia en una perpetuo terror, contrajo una enfermedad ner-
viosa corriente entre las lugareñas y que vale a sus víctimas el
calificativo de « endemoniadas». A veces la enferma, presa de
terribles crisis histéricas, perdía la razón. Sin embargo, dio a
su marido dos hijos: Iván , que nació un año después de la
boda, y Alexei, que vino al mundo tres años más tarde.
Cuando Sofía Ivanovna murió, Alexei tenía cuatro años, y, por
extraño que parezca, se acordó toda su vida de su madre,
aunque como a través de un sueño. Al fallecer Sofía
Ivanovna, los dos niños corrieron la misma suerte que el
primero: el padre se olvidó de ellos, los abandonó por com-
pleto, y Grigori se los llevó a su pabellón.
Allí los encontró la vieja generala, la misma que había
educado a la madre. Durante los ocho años en que Sofia
Ivanovna fue la esposa de Fiodor Pavlovitch, el rencor de la
vieja dama hacia ella no había cedido. Sabiendo la vida que
llevaba la infeliz, enterada de que estaba enferma y de los
escándalos que tenía que soportar, la generala manifestó dos
o tres veces a los parásitos que la rodeaban: «Bien hecho.
Dios la ha castigado por su ingratitud.»
Exactamente tres meses después de la muerte de Sofia
Ivanovna, la anciana señora apareció en nuestro pueblo y se
presentó en casa de Fiodor Pavlovitch. Su visita sólo duró
media hora, pero aprovechó el tiempo. Era el atardecer.
Fiodor Pavlovitch, al que no había visto desde hacía ocho
años, se presentó ante ella en completo estado de
embriaguez. Se cuenta que, apenas lo vio llegar, le dio dos
sonoras bofetadas y a continuación tres tirones de flequillo.
Hecho esto y sin pronunciar palabra, se fue al pabellón donde
habitaban los niños. Estaban mal vestidos y sucios, viendo lo
cual, la irascible dama dio otra bofetada a Grigori y le dijo que
se llevaba a los niños. Tal como estaban, los envolvió en una
manta, los puso en el coche y se marchó. Grigori encajó el
bofetón como un sirviente perfecto y se abstuvo de emitir la
menor protesta. Acompañó a la anciana a su coche y le dijo,
inclinándose ante ella profundamente:
-Dios la recompensará por su buena acción.
-Eres tonto de remate -respondió ella a modo de adiós.
Después de analizar el asunto, Fiodor Pavlovitch se
declaró satisfecho y en seguida dio su consentimiento en
regla para que los niños fueran educados en casa de la
generala. Hecho esto, se fue a la ciudad, a jactarse de los
bofetones recibidos.
Poco tiempo después murió la generala. Dejó mil rublos a
cada niño «para su instrucción». Este dinero se debía emplear
íntegramente en provecho de ellos y la testadora lo
consideraba suficiente. Si otras personas querian hacer algo
más, eran muy libres, etcétera.
Aunque no leí el testamento, yo sabía que había en él un
pasaje extraño, hijo de la inclinación a lo original. El principal
heredero de la generala era, por fortuna, un hombre honrado,
el mariscal de la nobleza de nuestra provincia Eutimio
Petrovitch Polienov. Éste cambió algunas cartas con Fiodor
Pavlovitch, el cual, sin rechazar sus proposiciones
categóricamente, iba alargando el asunto. Viendo que no
conseguiría nada del padre de los niños, Eutimio Petrovitch se
interesó personalmente por ellos y tomó un cariño especial al
menor, que vivió largo tiempo en su casa.
Llamo la atención del lector sobre este punto: los niños
fueron educados por Eutimio Petrovitch, hombre de bondad
nada común, el cual conservó intacto el capital de los niños,
que había ascendido a dos mil rublos a su mayoría de edad,
al acumularse los intereses. Eutimio Petrovitch los educó a
costa suya, lo que le representó un gasto de bastante más de
mil rublos por niño.
No haré un relato detallado de la infancia y la juventud de
los huérfanos: nie limitaré a exponer los detalles más
importantes. El mayor, Iván, fue en su adolescencia un ser
taciturno, reconcentrado, pero en modo alguno timido. Había
comprendido que su hermano y él se educaban en casa ajena
y por misericordia, y que tenían por padre un hombre que era
un baldón para ellos. Este muchacho mostró desde su más
tierna infancia (por lo menos, según se cuenta) gran
capacidad para el estudio. A la edad de trece años dejó a la
familia de Eutimio Petrovitch para estudiar en un colegio de
Moscú como pensionista en casa de un famoso pedagogo,
amigo de la infancia de su protector. Más tarde Iván decía que
Eutimio Petrovitch había procedido impulsado por su ardiente
amor al bien y porque opinaba que un adolescente
excepcionalmente dotado debía ser educado por un pedagogo
genial. Pero ni con su educación ni con su protector pudo
contar cuando ingresó en la universidad. Eutimio Petrovitch no
había sabido gestionar el asunto del testamento, y el legado
de la generala no había llegado aún a sus manos, a causa de
las formalidades y dilaciones que pesan sobre estos trámites
en nuestro país. En una palabra, que nuestro estudiante pasó
verdaderos apuros en sus dos primeros años de universidad y
se vio obligado a ganarse el sustento a la vez que estudiaba.
Hay que hacer constar que no intentó en modo alguno
ponerse en relación con su padre. Tal vez procedió así por
orgullo, por desprecio al autor de sus días, o acaso su
clarividencia le dijo que no podía esperar nada de semejante
hombre. Fuera como fuere, el chico no perdió los ánimos y
encontró el modo de ganarse la vida: primero lecciones a
veinte copecs, después artículos de diez líneas sobre escenas
de la calle que publicaba en varios periódicos con el
seudónimo de «Un Testigo Ocular» . Dicen que estos artículos
tuvieron éxito porque eran siempre curiosos y agudos. Así, el
joven reportero demostró su superioridad, tanto en el sentido
práctico como en el intelectual, sobre los incontables
estudiantes de ambos sexos, siempre necesitados, que en
Petersburgo y en Moscú asedian incesantemente las
redacciones de los periódicos en demanda de copias y tra-
ducciones del francés.
Una vez introducido en el mundo periodístico, Iván
Fiodorovitch ya no perdió el contacto con él. Durante sus
últimos años de universidad publicó informes sobre obras
especiales y así se dio a conocer en los medios literarios.
Pero sólo cuando hubo terminado sus estudios consiguió
despertar la atención en un amplio círculo de lectores. Al salir
de la universidad, y cuando se disponía a dirigirse al
extranjero con sus dos mil rublos, publicó en un gran periódico
un artículo singular que atrajo la atención incluso de los
profanos. El tema era para él desconocido, ya que había
seguido los cursos de la facultad de ciencias, y el artículo
hablaba de tribunales eclesiásticos, cuestión que entonces se
debatía en todas partes. El autor examinaba algunas
opiniones ajenas y exponía sus puntos de vista personales. Lo
sorprendente del artículo era el tono y el modo de exponer las
conclusiones. El resultado fue que, a la vez que no pocos
«clericales» consideraron al autor como correligionario suyo,
los «laicos», a incluso los ateos, aplaudieron sus ideas. Si
menciono este hecho es porque el eco del artículo llegó a
nuestro famoso monasterio, donde interesaba la cuestión de
los tribunales eclesiásticos y en el cual produjo gran
perplejidad. El hecho de que el autor hubiera nacido en
nuestro pueblo y fuera hijo de «ese Fiodor Pavióvitch»
acrecentó el interés general. Y precisamente entonces apare-
ció el autor en persona.
¿Por qué vino Iván Fiodorovitch a casa de su padre?
Recuerdo que me hice esta pregunta con cierta inquietud.
Esta visita fatal, que tuvo tan graves consecuencias, fue para
mí inexplicable durante mucho tiempo. En verdad era
inexplicable que un hombre tan inteligente y a la vez tan
orgulloso y reconcentrado se instalase, a la vista de todos, en
una casa que tan mala fama tenía. Fiodor Pavlovitch no había
pensado nunca en él, y, aunque por nada del mundo habría
dado dinero a nadie, siempre estaba temiendo que sus hijos
se lo reclamaran. Y he aquí que lván Fiodorovitch se instala
en casa de su padre, pasa a su lado un mes, dos meses, y se
entiende con él de maravilla.
No fui yo solo el que se asombró de esta buena armonía.
Piotr Alejandrovitch Miusov, del que ya hemos hablado y que,
aunque tenía su domicilio en París, estaba pasando una
temporada en su propiedad, fue el más sorprendido. Trabó
conocimiento con el joven, con el cual rivalizaba en erudición,
y lo consideró sumamente interesante.
-Es un hombre orgulloso -nos decía-. Se bastará siempre a
sí mismo. Tiene lo suficiente para marcharse al extranjero.
¿Qué demonios hace aquí? No hay duda de que no ha venido
para sacar dinero a su padre, al que, por otra parte, de ningún
modo se lo sacaría. No le gusta beber ni perseguir a las
muchachas. Sin embargo, el viejo ya no puede pasar sin él.
Era verdad: el hijo ejercía una visible influencia sobre su
padre, el cual, a pesar de su carácter caprichoso y obstinado,
le daba la razón muchas veces.
Más adelante se supo que Iván había llegado en parte
para resolver cuestiones de intereses que afectaban a su
hermano mayor, Dmitri, al que había visto por primera vez con
este motivo, pero con el que estaba ya ligado por un
importante asunto, del que hablaremos con todo detalle a su
debido tiempo. Incluso cuando estuve al corriente de ello,
seguía viendo en Iván Fiodorovitch un ser enigmático, y en su
estancia entre nosotros un hecho dificil de explicar.
Añadiré que actuaba como árbitro y apaciguador entre su
padre y Mitia, entonces reñidos hasta el extremo de que este
último, Dmitri, había intentado recurrir a la justicia.
Por primera vez se hallaba reunida esta familia, cuyos
miembros no se habían visto jamás. Sólo el menor de los
hermanos, Alexei, se hallaba en la comarca desde hacía ya
un año. No es conveniente hablar de él en este preámbulo, es
decir, antes de que salga a escena en nuestra novela. Sin
embargo, he de decir algunas cosas de este personaje para
aclarar un detalle singular, y es que mi héroe aparece desde
la primera escena con hábito de novicio. Desde hacía un año
habitaba en nuestro monasterio y se preparaba para pasar en
él todo el resto de su vida.

CAPITULO IV
EL TERCER HIJO: ALIOCHA
Tenía veinte años (sus hermanos Iván y Dmitri tenían
veinticuatro y veintiocho respectivamente). Debo advertir que
Aliocha no era en modo alguno un fanático y ni siquiera, a mi
entender, un místico. Yo creo que era sencillamente un
filántropo precoz y que había adoptado la vida monástica
porque era lo único que entonces le atraía, y porque
representaba para él la ascensión radiante de su alma
liberada de las tinieblas y de los odios de aquí abajo. Aquel
camino le atraía únicamente porque había hallado en él a un
ser excepcional a su juicio, el famoso starets Zósimo, al que
se entregó con todo el fervor insaciable de su corazón de
novicio. Desde la cuna se había mostrado como un ser
distinto a los demás. Ya he dicho que habiendo perdido a su
madre a los cuatro años, se acordó toda su vida de su rostro y
de sus caricias como se recuerdan «los de un ser viviente».
Estos recuerdos pueden persistir (todos lo sabemos), aunque
procedan de una edad más temprana, pero son tan sólo como
puntos luminosos en las tinieblas, como fragmentos de un
inmenso cuadro desaparecido. Éste era el caso de Aliocha.
Se acordaba de un bello atardecer estival en que por la
abierta ventana penetraban los rayos oblicuos del sol
poniente. En un rincón de la estancia había una imagen con
una vela encendida, y ante la imagen estaba su madre,
arrodillada, gimiendo y sollozando violentamente, como en
una crisis de nervios. La infeliz lo tenía en brazos, lo
estrechaba en ellos hasta casi ahogarlo y rogaba por él a la
Santa Virgen. En un momento en que la madre aflojó el
abrazo para acercar el niño a la imagen, el ama, aterrada,
llegó corriendo y se lo quitó de los brazos.
Aliocha se acordaba del semblante de su madre lleno de
sublime exaltación, pero no le gustaba hablar de ello. En su
infancia y en su juventud se mostró concentrado a incluso
taciturno, no por timidez ni por adusta misantropía, sino por
una especie de preocupación interior, tan profunda que le
hacia olvidarse de lo que lé rodeaba.
Sin embargo, amaba a sus semejantes, y sin que nadie le
tomara por tonto, tuvo fe en ellos durante toda su vida. Había
en él algo que revelaba que no quería erigirse en juez de los
demás. Incluso parecía admitirlo todo sin reprobación, aunque
a veces con profunda tristeza. Desde su juventud fue
inaccesible al asombro y al temor.
Al cumplir los veinte años en casa de su padre, donde
reinaba el más bajo libertinaje, esta vida se hizo intolerable
para su alma casta y pura, y se retiró en silencio, sin censurar
ni despreciar a nadie. Su padre, especialmente sensible a las
ofensas como buen viejo parásito, le había dispensado una
mala acogida. «Se calla, pero no por eso deja de pensar mal
de mí», decía. Pero no tardó en abrazarlo y prodigarle sus
caricias. En verdad, eran las suyas lágrimas y ternuras de
borracho, pero era evidente que sentía por él un amor sincero
y profundo que hasta entonces no había sentido por nadie.
Desde su infancia, Aliocha había contado con la
estimación de todo el mundo. La familia de su protector,
Eutimio Petrovitch Polienov, le tomó tanto cariño, que todos lo
consideraban como el niño de la casa. Aliocha había llegado a
este hogar a edad tan temprana, que no podía conocer la
premeditación ni la astucia; a una edad en que se ignoran los
artificios con que uno puede atraerse el favor ajeno y en que
se desconoce el arte de hacerse querer. Por lo tanto, este don
de atraerse las simpatías era en él algo natural, espontáneo,
ajeno a todo artificio. Lo mismo ocurrió en el colegio, donde
los niños como Aliocha suelen atraerse la desconfianza, las
burlas a incluso el odio de sus compañeros. Desde su infancia
le gustó aislarse para soñar, leer en un rincón. Sin embargo,
durante sus años de colegial gozó de la estimación de todos
sus condiscípulos. No era travieso, ni siquiera alegre, pero, al
observarlo, se vela en seguida que no era un niño triste, sino
que poseía un humor apacible a invariable. No quería ser más
que nadie; acaso por esta razón a nadie temía. Y sus
compañeros observaban que, lejos de envanecerse de ello,
procedía como si ignorase su valor y su resolución. Tampoco
conocía el rencor: una hora después de haber recibido una
ofensa, dirigía la palabra al ofensor con toda naturalidad,
como si no hubiera pasado nada entre ellos. No es que diera
muestras de haber olvidado la ofensa, ni de haberla
perdonado, sino que no se consideraba ofendido, y con esto
se captaba la estimación de los niños.
Sólo un rasgo de su carácter incitaba a sus compañeros a
burlarse de él, aunque no por maldad, sino por diversión:
Aliocha era pudoroso y casto hasta lo inaudito. No podía
soportar ciertas expresiones ni ciertos comentarios sobre las
mujeres, que, para desgracia nuestra, son tradicionales en las
escuelas rusas. Muchachos de alma y corazón puros, todavía
casi niños, se deleitan en conversaciones a imágenes que a
veces repugnan incluso a los más rudos soldados. Además,
éstos saben menos de tales cuestiones que los jovencitos de
nuestra buena sociedad. No hay en ello -bien se ve-
corrupción ni cinismo verdaderos, pero éstos existen en apa-
riencia, y, generalmente, esos muchachos ven en tal proceder
algo delicado, exquisito, digno de imitarse. Al ver que Aliocha
Karamazov se tapaba los oídos cuando se hablaba de estas
cosas, sus compañeros le cercaban, le apartaban las manos a
viva fuerza y le decían obscenidades a gritos. Alexei se
debatia, se tiraba al suelo, se tapaba la cara, y soportaba la
ofensa en silencio y sin enfadarse. Al fin le dejaban en paz,
cesaban de llamarle «jovencita» a incluso se compadecían de
él. Aliocha figuró siempre entre los mejores alumnos, pero
nunca aspiró al primer puesto.
Después de la muerte de su protector, fue todavía dos
años más al colegio. La viuda emprendió muy pronto un viaje
a Italia con toda la familia, que se componía tan sólo de
mujeres. Aliocha fue a vivir entonces a casa de dos parientas
lejanas del difunto, a las que no había visto jamás. No sabía
en qué condiciones habitaba en aquella casa. Era propio de él
no preocuparse por el gasto que pudiera reportar a las
personas con quienes vivía. En este aspecto era el polo
opuesto a su hermano mayor, Iván, que había conocido la
pobreza en sus dos primeros años de universidad y para el
que desde su infancia había sido un tormento comer el pan de
un protector. Pero no se podía juzgar severamente este rasgo
del carácter de Alexei, pues bastaba conocerle un poco para
convencerse de que era uno de esos bonachones capaces de
dar toda su fortuna lo mismo para una buena obra que para
los manejos de un profesional de la estafa. Desconocía el
valor del dinero: cuando le daban algunas monedas, las
llevaba en el bolsillo varias semanas sin saber qué hacer de
ellas, o las gastaba en un abrir y cerrar de ojos. Cuando Piotr
Alejandrovitch Miusov, sumamente quisquilloso en lo con-
cerniente a la honestidad burguesa, conoció más tarde a
Alexei, lo describió de este modo: «Es tal vez el único hombre
del mundo que, encontrándose sin recursos en una gran
ciudad para él desconocida, no se moriría de hambre ni de
frío, pues en seguida acudiría alguien a alimentarle y a
ayudarle. De lo contrario, él mismo saldría del trance, sin
inquietarse ni sentirse humillado, y para la gente sería un
placer prestarle un servicio.»
Un año antes de terminar sus estudios, dijo de pronto a las
dos damas que se iba a casa de su padre para llevar a cabo
cierto propósito. Ellas lo sintieron en el alma. No consintieron
que empeñara el reloj que le había regalado la familia de su
protector antes de partir para el extranjero, y le dieron ropa y
dinero. De éste Aliocha les devolvió la mitad, diciendo que
quería viajar en tercera.
Cuando su padre le preguntó por qué no había terminado
los estudios, él no le contestó, pero quedóse más pensativo
que de costumbre. Pronto se supo que buscaba la tumba de
su madre. Entonces Aliocha declaró que sólo para esto había
hecho el viaje. Pero, seguramente, no era ésta la única causa.
Sin duda, no habría podido explicar qué repentino impulso
había obedecido para emprender una ruta nueva a ignorada.
Fiodor Pavlovitch no había podido orientarle en la busca de la
sepultura: habían transcurrido ya demasiados años desde su
muerte para que se acordase de dónde estaba.
Digamos dos palabras sobre Fiodor Pavlovitch. Había
estado ausente mucho tiempo. Tres o cuatro años después de
la muerte de su segunda esposa partió para el mediodía de
Rusia y se estableció en Odesa, donde conoció a toda clase
de judíos y judías y terminó por tener entrada no sólo en los
hogares judíos, sino también en los hebreos. Sin duda,
durante este tiempo había perfeccionado su arte de acumular
dinero y manejarlo. Reapareció en nuestro pueblo tres años
antes de la llegada de Aliocha. Sus antiguas amistades lo vie-
ron muy envejecido, para los años que tenía, que no eran
muchos. Se mostró más procaz que nunca. El antiguo bufón
experimentaba ahora la necesidad de reírse de sus
semejantes. Se entregó a sus hábitos licenciosos de un modo
más repulsivo que antes y fomentó la apertura de nuevas
tabernas en nuestro distrito. Se le atribuía una fortuna de cien
mil rubios o poco menos, y pronto tuvo numerosos deudores
que respondían de sus deudas con sólidas garantías. Últi-
mamente, su piel se había arrugado, su estado de ánimo
cambiaba a cada momento y Fiodor Pavlovitch perdía el
dominio de si mismo. Era incapaz de concentrarse, estaba
como idiotizado y sus borracheras eran cada vez mayores. De
no contar con Grigori, que también había envejecido mucho y
que le cuidaba a veces como un ayo, la existencia de Fiodor
Pavlovitch habría sido una sucesión de dificultades. La llegada
de Aliocha influyó considerablemente en su ánimo: recuerdos
que dormían desde hacía mucho tiempo en el alma de aquel
anciano prematuro despertaron entonces. «¿Sabes que te
pareces a la “endemoniada”?», le decía a su hijo, mirándolo.
Así llamaba a su segunda esposa.
Grigori. indicó a Aliocha la tumba de la «endemoniada». Lo
condujo al cementerio y, en un apartado rincón, le mostró una
modesta lápida donde estaban grabados el nombre, la edad,
la condición y la fecha de la muerte de la difunta. Debajo
había una cuarteta como las que suelen verse en las tumbas
de la gente de clase media. Lo notable es que la lápida había
sido idea de Grigori. La había hecho colocar él a su costa en
la tumba de la pobre «endemoniada», después de haber
importunado a su dueño con sus alusiones. Éste había partido
al fin para Odesa, encogiéndose de hombros con un gesto de
indiferencia para la tumba y para todos sus recuerdos.
Ante la sepultura de su madre, Aliocha no demostró
emoción alguna: escuchó el relato que le hizo gravemente
Grigori sobre la colocación de la lápida, se reconcentró unos
momentos y se retiró sin decir palabra. Después, en todo un
año no volvió al cementerio ni una sola vez.
El episodio de la lápida produjo en Fiodor Pavlovitch un
efecto inesperado: llevó al monasterio mil rublos para el
descanso del alma de su esposa, pero no de la segunda, la
«endemoniada», sino de la primera, la que le vapuleaba.
Aquella misma tarde se emborrachó y empezó a hablar mal
de los monjes en presencia de Aliocha. Fiodor Pavlovitch era
un alma dura que no había puesto jamás un cirio ante una
imagen. La sensibilidad y la imaginación de semejantes
individuos tienen a veces impulsos tan repentinos como
extraños.
Ya he dicho que su rostro se había cubierto de arrugas. Su
fisonomía presentaba las huellas de la vida que había llevado.
A las bolsas que pendían bajo sus ojillos siempre procaces,
retadores, maliciosos; a las profundas arrugas que surcaban
su carnoso rostro, había que añadir un mentón puntiagudo y
una nuez prominente que le daban un repugnante aspecto de
sensualidad. Completaban el cuadro una boca grande, de
abultados labios, que dejaba entrever los negros restos de sus
dientes carcomidos y que lanzaba al hablar salpicaduras de
saliva. Sin embargo, le gustaba bromear acerca de su cara,
de la que estaba muy satisfecho, sobre todo de su nariz, no
demasiado grande, fina y aguileña.
-Es una auténtica nariz romana -decía-. Con esta nariz y
con mi nuez parezco un patricio de la decadencia del imperio.
Estaba verdaderamente orgulloso de bstos rasgos.
Algún tiempo después de haber visto la tumba de su
madre, Aliocha dijo a Fiodor Pavlovitch que quería ingresar en
un monasterio, donde los monjes estaban dispuestos a
admitirlo como novicio. Añadió que lo deseaba ardientemente
y que imploraba su consentimiento. El viejo estaba enterado
de que el starets Zósimo había producido profunda impresión
en su bondadoso hijo.
-Ese starets es, a buen seguro, el más honesto de
nuestros monjes -dijo después de haber escuchado a Aliocha,
silencioso y pensativo, y sin asombrarse de su petición-. ¿Eso
quieres hacer, mi buen Aliocha?
Estaba algo bebido. Tuvo una sonrisa sutil y astuta, de bo-
rracho.
-Ya sabía yo que llegarías a eso... Bien, sea. Tú tienes dos
mil rublos: ésta será tu dote. Yo, ángel mío, no te abandonaré
nunca y pagaré por ti todo lo que sea necesario... si nos lo
piden. Si no nos piden nada, ¿para qué entrometernos? ¿No
te parece? Tú necesitas tan poco dinero como alpiste un
canario... A propósito: conozco un caserío, próximo a cierto
monasterio, que está habitado exclusivamente por las
«esposas de los monjes» , como se las llama. Hay unas
treinta... Yo he ido a esa aldea. Es interesante, algo que se
sale de lo corriente. Lo malo es que no hay allí más que rusas;
no se ve ni una sola francesa. Bien podría haber francesas,
porque los fondos no faltan. Cuando ellas lo sepan, acudirán...
En nuestro monasterio no hay mujeres; sólo doscientos
monjes. Ayunan conscientemente, no lo dudo... ¿De modo
que quieres abrazar la religión? Esto es una pena para mí,
Aliocha. Me había acostumbrado a tenerte conmigo... Sin
embargo, esto significa para mi una buena ocasión, ya que
podrás rogar por nosotros, los pecadores que no tenemos
limpia la conciencia. Más de una vez me había preguntado:
¿quién rogará por mí? Mi querido Aliocha, yo soy un ignorante
sobre estas cuestiones. No lo dudes: un ignorance en toda
regla. Sin embargo, a pesar de mi estupidez, reflexiono a
veces y me digo que los demonios me arrastrarán con sus
garfios cuando me muera. Y me pregunto: ¿de dónde salen
esos garfios? ¿Son de hierro? ¿Dónde los forjan? ¿Tendrán
los demonios una fábrica?... Los religiosos están seguros de
que el infierno tiene techo. Yo creo de buen grado en el
infierno, pero en un infierno sin techo, como el de los
luteranos. Esto resulta más fino, y además es un infierno me-
jor iluminado. Tal vez me digas que qué importa que tenga o
no techo. Pues sí que importa, pues si no hay techo, no hay
ganchos, y entonces no me podrán colgar. Y si no me
cuelgan, ¿dónde está la justicia del otro mundo? Habría que
inventar los ganchos para mí, sólo para mí. ¡Si tú supieras,
Aliocha, lo sinvergüenza que soy!
-Allí no hay ganchos -dijo Aliocha en voz baja y mirando a
su padre gravemente.
-Entonces habrá sombras de ganchos. Sí, ya sé. Un
francés describe así el infierno:

»He visto la sombra de un cochero


que con la sombra de un cepillo
frotaba la somóra de una carroza .

»¿Cómo sabes, querido, que allí no hay ganchos? Cuando


estés en el monasterio, entérate bien y ven a informarme. Me
iré más tranquilo al otro mundo cuando sepa lo que pasa allí.
Será mejor para ti estar con los monjes que conmigo, viejo
borracho, rodeado de muchachas..., aunque tú eres como un
ángel y estás por encima de todo esto. Por eso lo dejo ir,
aunque pienso que tal vez allí ocurra lo mismo. En ese caso,
como no eres tonto, tu fervor se extinguirá y volverás curado.
Y yo lo recibiré con los brazos abiertos, pues eres el único que
no me censuras, mi amado hijo. Y ante esto no puedo menos
de conmoverme.
Y empezó a lloriquear. Estaba sentimental: con su maldad
se había mezclado el sentimentalismo.

CAPITULO V
LOS «STARTSY»
El lector se imaginará tal vez a mi héroe como un ser
pálido, soñador, enfermizo. Por el contrario, Aliocha era un
joven (diecinueve años) de buena figura y desbordante de
salud. Era alto, de cabellos castaños, rostro regular aunque un
tanto alargado, mejillas coloradas, ojos de un gris profundo,
grandes, brillantes, y expresión pensativa y serena. Se me
dirá que tener las mejillas coloradas no impide ser un místico
fanático. Pues bien, me parece que Aliocha era tan realista
como el primero. Ciertamente, creía en los milagros, pero, a
mi modo de ver, los milagros no afectan al realista, pues no le
llevan a creer. El verdadero realista, si es incrédulo, halla
siempre en sí mismo la voluntad y la energía para no creer en
el milagro, y si éste se le presenta como un hecho
incontrastable, dudará de sus sentidos antes que admitir el
hecho. Y si lo admite, lo considerará como un hecho natural
que anteriormente no conocía. Para el realista no es la fe lo
que nace del milagro, sino el milagro el que nace de la fe. Si el
realista adquiere fe, ha de admitir también el milagro, en virtud
de su realismo. El apóstol Santo Tomás dijo que sólo creía lo
que veía, y después exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!»
¿Había sido el milagro lo que le había obligado a creer?
Probablemente, no. Creyó porque deseaba creer, y tal vez
llevaba ya una fe íntegra en los repliegues más ocultos de su
corazón cuando afirmaba que no creía nada que no hubiera
visto.
Se dirá, sin duda, que Aliocha no estaba completamente
formado, puesto que no había terminado sus estudios. Esto es
verdad, pero sería una injusticia deducir de ello que el
muchacho era obtuso o necio. Repito que escogió este
camino solamente porque entonces era el único que le atraía,
ya que representaba la ascensión hacia la luz, la liberación de
su alma de las tinieblas. Además, era un joven de nuestra
época, es decir, ávido de verdades, de esos que buscan la
verdad con ardor y que, una vez que la encuentran, se
entregan a ella con todo el fervor de su alma, anhelantes de
realizaciones, y se muestran dispuestos a sacrificarlo todo,
incluso la vida, por sus fines. Lo malo es que estos jóvenes no
comprenden que suele ser más fácil sacrificar la vida que
dedicar cinco o seis años de su hermosa juventud al estudio,
a la ciencia -aunque sólo sea para multiplicar sus
posibilidades de servir a la verdad y alcanzar el fin deseado-,
lo que supone para ellos un esfuerzo del que no son capaces.
Aliocha había elegido el camino opuesto al de la juventud
en general, pero con el mismo afán de realidades inmediatas.
Apenas se hubo convencido, tras largas reflexiones, de que
Dios y la inmortalidad del alma existían, se dijo que quería
vivir para alcanzar la inmortalidad. Del mismo modo, si
hubiera llegado a la conclusión de que no existían ni la
inmortalidad del alma ni Dios, se habría afiliado al socialismo y
al ateismo. Porque el socialismo no es sólo una doctrina
obrera, sino que representa el ateísmo en su forma
contemporánea; es la cuestión de la torre de Babel, que se
construyó a espaldas de Dios no por alcanzar el cielo desde la
tierra, sino por bajar a la tierra el cielo.
A Aliocha le pareció imposible seguir viviendo como habla
vivido hasta entonces. Se dijo: «Si quieres ser perfecto, da
todo lo que tienes y sígueme». Y luego pensó: «No puedo dar
sólo dos rublos en vez de darlo todo, ni limitarme a ir a misa
en vez de seguirle.» Acaso entre los recuerdos de su infancia
conservaba el del monasterio, adonde su madre pudo llevarle
para asistir a alguna función religiosa. Tal vez había
obedecido a la influencia de los rayos oblicuos del sol
poniente, al recuerdo de aquel atardecer en que se hallaba
ante la imagen hacia la cual lo acercaba su madre, la en-
demoniada. Llegó a nuestro pueblo pensativo, preguntándose
si aquí habría que darlo todo o solamente dos rublos, y se
encontró en el monasterio con el starets.
Me refiero al starets Zósimo, del que ya he hablado antes.
Convendría decir unas palabras del papel que desempeñan
los startsy en nuestros monasterios. Lamento no tener la
competencia necesaria en esta cuestión, pero intentaré tratar
el asunto someramente. Los especialistas competentes
afirman que la institución apareció en los monasterios rusos
en una época reciente, hace menos de un siglo, siendo así
que en todo el Oriente ortodoxo, y sobre todo en el Sinaí y en
el monte Athos, existe desde hace mil años. Se dice que los
startsy debían de existir en Rusia en una remota antigüedad,
pero que a consecuencia de una serie de calamidades y di-
sensiones que sobrevinieron, como la interrupción de las
seculares relaciones con Oriente y la caída de Constantinopla,
esta institución desapareció en nuestro país. Andando el
tiempo resurgió por impulso de uno de nuestros más grandes
ascetas, Paisius Velitchkovski, y de sus discípulos; pero ha
transcurrido ya un siglo y aún no rige sino en un reducido
número de monasterios. Además, no éstá libre de
persecuciones, por considerarla como una innovación en
Rusia. Floreció especialmente en el famoso monasterio de
Kozelskaia Optyne. Ignoro cuándo y por iniciativa de quién se
implantó en nuestro monasterio, pero por él habían pasado ya
tres startsy: Zósimo era el último. Apenas tenía ya vida, tan
débil y enfermo estaba, y nadie sabía por quién sustituirle.
Para nuestro monasterio, esto constituía un grave problema.
Era un monasterio que no se había distinguido en nada. No
tenía ni reliquias santas ni imágenes milagrosas; no contaba
con hechos histórícos ni con servicios prestados a la patria,
pues todas sus gloriosas tradiciones eran simples detalles de
nuestra historia. Lo único que le habían dado fama eran sus
startsy, a los que los peregrinos venían a ver y oír en grandes
grupos desde todos los lugares del país, teniendo a veces que
recorrer millares de verstas.
¿Qué es un starets? Un starets es el que absorbe nuestra
alma y nuestra voluntad y hace que nos entreguemos a él,
obedeciéndole en todo y con absoluta resignación. El
penitente se somete voluntariamente a esta prueba, a este
duro aprendizaje, con la esperanza de conseguir, tras un largo
período, tras toda una vida de obediencia, la libertad ante si
mismo, y evitar así la suerte de los que viven sin hacer jamás
el hallazgo de su propio ser.
La institución de los startsy procede de una práctica
milenaria oriental. Los deberes hacia el startsy son muy
distintos de la obediencia que ha existido siempre en los
monasterios rusos. La confesión del militante al starets es
perpetua y el lazo que une al starets confesor con el que se
confiesa, indisoluble. Se cuenta que, en los primeros tiempos
del cristianismo, un novicio, después de haber faltado a un
deber prescrito por su starets, dejó su monasterio de Siria y se
trasladó a Egipto. Allí realizó actos sublimes, y al fin se le
juzgó digno de sufrir el martirio por la fe. Y cuando la Iglesia
iba a enterrarlo, reverenciándolo ya como un santo, y el
diácono pronunció las palabras «que los catecúmenos
salgan», el ataúd que contenía el cuerpo del mártir se levantó
de donde estaba y fue lanzado al exterior del templo tres
veces seguidas. Al fin se supo que el santo mártir había
dejado a su starets y faltado a la obediencia que le debía, y
que, por lo tanto, sólo de este último podía obtener el perdón,
a pesar de su vida sublime. Se llamó al starets, éste le desligó
de la obediencia que le había impuesto y entonces el mártir
pudo ser enterrado sin dificultad.
Sin duda, esto no es más que una antigua leyenda, pero
he aquí un hecho reciente:
Un religioso vivía retirado en el monte Athos, por el que
sentía verdadera adoración y en el que veía un santuario y un
lugar de recogimiento. Un día, su starets le ordenó que fuera a
Jerusalén para conocer los Santos Lugares y después se
trasladara al norte, a un punto de Siberia.
-Allí está tu puesto, no aquí -le dijo el starets.
El monje, consternado, fue a visitar al patriarca de
Constantinopla y le suplicó que le relevara de la obediencia. El
jefe de la Iglesia le contestó que ni él ni nadie en el mundo,
excepto el starets del que dependía, podía eximirle de sus
obligaciones.
Por lo tanto, en ciertos casos, los startsy poseen una
autoridad sin límites. Por eso en muchos de nuestros
monasterios esta institución se rechazó al principio. Pero el
pueblo testimonió en seguida una gran veneración a los
startsy. La gentes más modestas y las personas más
distinguidas venían en masa a prosternarse ante los stortsy de
nuestros monasterios para exponerles sus dudas, sus pe-
cados y sus cuitas y pedirles les guiasen y aconsejaran. Ante
esto, los adversarios de los startsy les acusaban, entre otras
cosas, de profanar arbitrariamente el sacramento de la
confesión, ya que las continuas confidencias del novicio o del
laico al starets no tienen en modo alguno carácter de un
sacramento. Sea como fuere, la institución de los startsy se ha
mantenido y se va implantando gradualmente en los
monasterios rusos. Verdad es que este sistema ya milenario
de regeneración moral, mediante el cual pasa el hombre, al
perfeccionarse, de la esclavitud a la libertad, puede ser un
arma de dos filos, ya que, en vez de la humildad y el dominio
de uno mismo, puede fomentar un orgullo satánico y hacer del
hombre un esclavo, no un ser libre.
El starets Zósimo tenía sesenta y cinco años. Descendía
de una familia de hacendados. En su juventud había servido
en el Cáucaso como oficial del Ejército. Sin duda, Aliocha se
había sentido cautivado por la distinción particular de que el
starets le había hecho objeto al permitirle que habitara en su
misma celda, sin contar con la estimación que le profesaba.
Hay que advertir que Aliocha, aunque vivía en el monasterio,
no se había comprometido con ningún voto. Podía ir a donde
se le antojara y pasar fuera del monasterio días enteros. Si
llevaba el hábito era por su propia voluntad y porque no quería
distinguirse de los demás habitantes del convento.
Es muy posible que en la imaginación juvenil de Aliocha
hubieran causado una impresión especialmente profunda la
gloria y el poder que rodeaban como una aureola al starets
Zósimo. Se contaba del famoso starets que, a fuerza de
recibir, desde hacía muchos años, a los numerosos
peregrinos que acudían a él para expansionar su corazón
ávido de consejos y consuelo, había adquirido una singular
perspicacia. Le bastaba mirar a un desconocido para adivinar
la razón de su visita, lo que necesitaba e incluso lo que
atormentaba su conciencia. El penitente quedaba sorprendido,
confundido, y a veces atemorizado, al verse descubierto antes
de haber pronunciado una sola palabra.
Aliocha había observado que muchos de los que acudían
por primera vez a hablar con el starets Zósimo llegaban con el
temor y la inquietud reflejados en el semblante y que después,
al márcharse, la cara antes más sombría estaba radiante de
satisfacción. También le sorprendia el hecho de que el starets,
lejos de mostrarse severo, fuera un hombre incluso jovial. Los
monjes decían que tomaba afecto a los más grándes
pecadores y que los estimaba en proporción con sus pecados.
Incluso entonces, cuando estaba ya tan cerca del fin de su
vida, Zósimo despertaba envidias y tenía enemigos entre los
monjes. El número de los enemigos disminuía, pero entre
ellos figuraba cierto anciano taciturno y riguroso ayunador,
que gozaba de gran prestigio, al que acompañaban otros
religiosos destacados. Pero los partidarios del starets
formaban una mayoria abrumadora; éstos sentían gran cariño
por él y algunos le profesaban una adoración fanática. Sus
adictos decían en voz baja que era un santo, preveían su
próximo fin y esperaban que pronto haría grandes milagos
que cubrirían de gloria al monasterio. Alexei creía ciegamente
en el poder milagroso de su starets, del mismo modo que
daba crédito a la leyenda del ataúd lanzado al exterior de la
iglesia. Era frecuente que se presentaran a Zósimo hijos o
padres enfermos para que les aplicara la mano o dijese una
oración por ellos. Aliocha veía a muchos de los portadores
volver muy pronto, a veces al mismo día siguiente, para
arrodillarse ante el starets y darle las gracias por haber curado
a sus enfermos. ¿Existía la curación o se trataba tan sólo de
una mejoría natural? Aliocha ni siquiera se hacía esta
pregunta: creía ciegamente en la potencia espiritual de su
maestro y consideraba la gloria de éste como un triunfo
propio. Su corazón latía con violencia y su rostro se iluminaba
cuando el starets salía a la puerta del convento para recibir a
la multitud de peregrinos que le esperaba, compuesta
principalmente por gentes sencillas que llegaban de todos los
lugares de Rusia para verle y recibir su bendición. Se
arrodillaban ante él, lloraban, besaban sus pies y el suelo que
pisaba y, entre tanto, no cesaban de proferir gritos. El starets
les hablaba, recitaba una corta oración, les daba la bendición
y los despedía.
Últimamente estaba tan débil a causa de sus achaques,
que pocas veces podía salir de su celda, y los peregrinos, en
algunas ocasiones, esperaban su aparición días enteros.
Aliocha no se preguntaba por qué le querían tanto, por qué se
arrodillaban ante él, derramando lágrimas de ternura. Se daba
perfecta cuenta de que para el alma resignada del sencillo
pueblo ruso, abrumada por el trabajo y los pesares, y sobre
todo por la injusticia y el pecado continuos -tanto los propios
como los ajenos-, no había mayor necesidad ni consuelo más
dulce que hallar un santuario o un santo ante el cual caer de
rodillas y adorarlo diciéndose: «El pecado, la mentira y la
tentación son nuestro patrimonio, pero hay en el mundo un
hombre santo y sublime que posee la verdad, que la conoce.
Por lo tanto, la verdad descenderá algún día sobre la tierra,
como se nos ha prometido.»
Aliocha sabía que el pueblo siente a incluso razona así, y
estaba tan seguro como aquellos aldeanos y aquellas mujeres
enfermas que acudían con sus hijos de que el starets Zósimo
era un santo y un depositario de la verdad divina. El
convencimiento de que el starets proporcionaría después de
su muerte una gloria extraordinaria al monasterio era en él
más profundo acaso que en los monjes. Desde hacía algún
tiempo, su corazón ardía, y esta llama interior era cada vez
más poderosa. No le sorprendía ver el aislamiento en que
vivía el starets. «Eso no importa -se decía-. En su corazón se
encierra el misterio de la renovación para todos, ese poder
que instaurará al fin la justicia en la tierra. Entonces todos
serán santos y todos se amarán entre sí. No habrá ricos ni
pobres, personas distinguidas ni seres humildes. Todos serán
simples hijos de Dios y entonces conoceremos el reinado de
Cristo.» Así soñaba el corazón de~liocha.
En Alexèi había producido extraordinaria impresión la
llegada de sus dos hermanos. Había simpatizado más con
Dmitri, aunque éste había llegado más tarde. En cuanto a
Iván, se interesaba mucho por él, pero no congeniaban. Ya
llevaban dos meses viéndose con frecuencia, y no existía
entre ellos ningún lazo de simpatía. Aliocha era un ser
taciturno que parecía estar siempre esperando no se sabía
qué y tener vergüenza de algo. Al principio, Iván lo miró con
curiosidad, pero pronto dejó de prestarle atención. Aliocha
quedó entonces algo confuso, y atribuyó la actitud de su her-
mano a sus diferencias de edad a instrucción. Pero también
pensó que la indiferencia que le demostraba Iván podía
proceder de alguna causa que él ignoraba. Iván parecía
absorto en algún asunto importante, en algún propósito dificil.
Esto justificaría la falta de interés con que le trataba. Aliocha
se preguntó igualmente si en la actitud de su hermano no
habría algo del desprecio natural en un sabio ateo hacia un
pobre novicio. Este desprecio, si existía, no le podía ofender,
pero Aliocha esperaba, con una vaga alarma que no lograba
explicarse, el momento en que su hermano pudiera intentar
acercarse a él. Dmitri hablaba de Iván con un profundo y
sincero respeto. Explicó a Aliocha con todo detalle el
importante negocio que los había unido estrechamente. El
entusiasmo con que Dmitri hablaba de Iván impresionó
profundamente a Aliocha, ya que Dmitri, comparado con su
hermano, era poco menos que un ignorante. Sus caracteres
eran tan distintos, que no podían existir dos seres más
dispares.
Entonces se celebró en la celda del starets la reunión de
aquella familia tan poco unida, reunión que influyó en Aliocha
extraordinariamente. El pretexto que la motivó fue, en
realidad, falso. El desacuerdo entre Dmitri y su padre sobre la
herencia de su madre había llegado al colmo. Las relaciones
entre padre a hijo se habían envenenado hasta resultar
insoportables. Fue Fiodor Pavlovitch el que sugirió,
chanceándose, que se reunieran todos en la celda del starets.
Sin recurrir a la intervención del religioso se habría podido
llegar a un acuerdo más sincero, ya que la autoridad y la
influencia del starets podían imponer la reconciliación. Dmitri,
que no había estado nunca en el monasterio ni visto al starets
Zósimo, creyó que su padre le quería atemorizar, y aceptó el
desafío. En ello influyó tal vez el hecho de que se reprochaba
a si mismo secretamente ciertas brusquedades en su querella
con Fiodor Pavlovitch. Hay que advertir que Dmitri no vivía,
como Iván, en casa de su padre, siho en el otro extremo de la
población.
A Piotr Alejandrovitch Miusov, que estaba pasando una
temporada en sus posesiones, le sedujo la idea. Este liberal a
la moda de los años cuarenta y cincuenta, librepensador y
ateo, tomó parte activa en el asunto, tal vez porque estaba
aburrido y vio en ello una diversión. De súbito le acometió el
deseo de ver el convento y al «santo». Como su antiguo pleito
con el monasterio no había terminado aún -el litigio se basaba
en la delimitación de las tierras y en ciertos derechos de
pesca y tala de árboles-, pudo utilizar el pretexto de que
pretendia resolver el asunto amistosamente con el padre
abad. Un visitante animado de tan buenas intenciones podía
ser recibido en el monasterio con muchos más miramientos
que un simple curioso. Todo ello dio lugar a que se pidiera
insistentemente al starets que aceptara el arbitraje, aunque el
buen viejo, debido a su enfermedad, ya no salía nunca de su
celda ni recibía a ningún visitante. El starets Zósimo dio su
consentimiento y fijó la fecha.
-¿A quién se le ha ocurrido nombrarme juez en este
asunto? -se limitó a preguntar a Aliocha con una sonrisa.
Ante el anuncio de esta reunión, Aliocha se sintió
profundamente inquieto. El único de los asistentes que podía
tomar en serio la conferencia era Dmitri. Los demás acudirían
para divertirse y su conducta podía ser ofensiva para el
starets. Aliocha estaba seguro de ello. Su hermano Iván y
Miusov irían al monasterio por pura curiosidad, y su padre
para hacer el payaso. Aunque Aliocha hablaba poco, conocía
a su padre perfectamente, pues, como ya he dicho, este
muchacho no era tan cándido como se creía. Por eso
esperaba con inquietud el día señalado. No cabía duda de
que sentía verdaderos deseos de que cesara el desacuerdo
en su familia, pero lo que más le preocupaba era su starets.
Temía por él, por su gloria; le desazonaba la idea de las
ofensas que pudieran causarle, especialmente las burlas de
Miusov y las reticencias del erudito Iván. Pensó incluso en
prevenir al starets, en hablarle de los visitantes circuns-
anciales que iba a recibir; pero reflexionó y no le dijo nada.
La víspera del día señalado, Aliocha mandó a decir a
Dmitri que lo quería mucho y que esperaba que cumpliera su
promesa. Dmitri, que no se acordaba de haber prometido
nada, le respondió -on una carta en la que le decía que haría
todo lo posible por no coneter ninguna « bajeza»; que aunque
sentía gran respeto por el starets y por Iván, veía en aquella
reunión una trampa o una farsa indigna. «Sin embargo, antes
me tragaré la lengua que cometer una falta de respeto contra
ese hombre al que tú veneras», decía Dmitri finalmente.
Esta carta no tranquilizó a Aliocha.

LIBRO II

UNA REUNIÓN FUERA DE LUGAR

CAPITULO PRIMERO
LLEGADA AL MONASTERIO
Terminaba el mes de agosto. El tiempo era excelente:
temperatura agradable y cielo despejado. La reunión en la
celda del starets se tenía que celebrar inmediatamente
después de la última misa, a las once y media. Los
conferenciantes llegaron a la hora fijada, en dos vehículos. El
primero, una elegante calesa tirada por dos magníficos
caballos, lo ocupaban Piotr Alejandrovitch Miusov y un
pariente lejano suyo, Piotr Fomitch Kalganov. Éste era un jo-
ven de veinte años que se preparaba para ingresar en la
universidad. Miusov, que lo tenía en su casa, le propuso
llevarlo a Zurich o a Jena para que completara sus estudios;
pero él no se había decidido aún. Era un joven pensativo y
distraído, de fisonomía agradable, constitución robusta,
aventajada estatura y mirada impasible, como es propio de las
personas que no prestan atención a nada. Podía estar
mirándonos durante largo rato sin vernos. Era un ser taciturno
que a veces, cuando dialogaba a solas con alguien, se
mostraba de pronto locuaz, vehemente, alborozado, sabe
Dios por qué. Pero su imaginación era como un relámpago,
como un fuego que se encendía y apagaba en un segundo.
Vestía bien y con cierto atildamiento. Poseía una modesta
fortuna y tenía esperanzas de aumentarla. Sostenía con
Aliocha amistosas relaciones.
Fiodor Pavlovitch y su hijo llegaron en un coche de alquiler
deteriorado, aunque bastante espacioso, tirado por dos viejos
caballos que seguían a la calesa a una respetuosa distancia.
A Dmitri se le había anunciado el día anterior la hora de la
reunión, pero aún no había llegado. Los visitantes dejaron sus
coches en la posada, inmediata a los muros del recinto, y
cruzaron a pie la gran puerta de entrada. Excepto Fiodor
Pavlovitch, ninguno de ellos había visto el monasterio. Miusov,
que no había entrado en una iglesia desde hacía treinta años,
miraba a un lado y a otro con una mezcla de curiosidad y
despreocupación. Aparte la iglesia y las dependencias -y
éstas eran bastante vulgares-, el monasterio no ofreció nada
de particular a su espíritu observador. Los últimos fieles que
salían de la iglesia se descubrían y se santiguaban. Entre la
gente del pueblo había algunas personas de más altas
esferas: dos o tres damas y un viejo general, que habían
dejado también sus coches en la posada.
Los mendigos rodeaban a los visitantes, pero nadie les
daba nada. Sólo Kalganov sacó diez copecs de su monedero
y, turbado no se sabía por qué, los entregó rápidamente a una
buena mujer, a la que dijo en voz baja:
-Para que os lo repartáis.
Ninguno de sus compañeros hizo el menor comentario, y
esto aumentó su confusión.
Parecía lógico que alguien hubiera acudido a recibir a
nuestros visitantes, a incluso a testimoniarles cierta
consideración. Uno de ellos había entregado en fecha reciente
mil rublos al monasterio; otro era un rico propietario que tenía
a los monjes bajo su dependencia en lo referente a la pesca y
a la tala de árboles, y los tendría hasta que se fallara el pleito.
Sin embargo, allí no había ningún elemento oficial para
recibirlos.
Miusov miraba con expresión distraída las losas
sepulcrales diseminadas en torno de la iglesia. Estuvo a punto
de hacer la observación de que los ocupantes áè aquellas
tumbas debían de haber pagado un alto precio por el derecho
de ser enterrados en un lugar tan santo, pero guardó silencio:
su irritación se había impuesto a su ironía habitual. Luego
murmuró como si hablara consigo mismo:
-¿A quién diablos hay que dirigirse en esta casa de tócame
Roque? Necesitamos saberlo, porque el tiempo pasa.
De pronto se presentó ante ellos un personaje de unos
sesenta años, que llevaba una amplia vestidura estival, calvo,
de mirada amable. Con el sombrero en la mano, se presentó.
Dijo ceceando que era el terrateniente Maximov, de la
provincia de Tula. Se había compadecido del desconcierto de
los visitantes.
-El starets Zósimo habita en la ermita que está a
cuatrocientos metros de aquí, al otro lado del bosquecillo.
-Ya lo sé -respondió Fiodor Pavlovitch-, pero hace tiempo
que no he estado aquí y no me acuerdo del camino.
-Salgan por esa puerta y atraviesen en línea recta el
bosquecillo. Permítanme que les acompañe. Yo también... Por
aquí, por aquí.
Salieron del recinto y se internaron en el bosque. El
hacendado Maximov avanzaba, mejor dicho, corría al lado del
grupo, examinándolos a todos con una curiosidad molesta. Al
mirarlos, abría desmesuradamente los ojos.
Miusov dijo friamente:
-Hemos de ver al starets para un asunto particular. Hemos
obtenido, por decirlo así, audiencia de ese personaje. Por lo
tanto, y a pesar de lo muy agradecidos que le estamos a
usted, no podemos invitarle a que entre con nosotros.
-Yo lo he visto ya -repuso el modesto hidalgo-. Un cheva-
lier parfait.
-¿Quién es ce chevalier? -preguntó Miusov.
-El starets, el famoso starets Zósimo, gloria y honor del
monasterio. Ese starets...
Su locuacidad fue interrumpida por la llegada de un monje
con cogulla, bajito, pálido, débil. Fiodor Pavlovitch y Miusov se
detuvieron. El religioso los saludó con extrema cortesía y les
dijo:
-Caballeros, el padre abad les invita a almorzar después
de la visita de ustedes a la ermita. El almuerzo será
exactamente a la una. Usted también está invitado -dijo a
Maximov.
-Iré -afirmó Fiodor Pavlovitch, encantado de la invitación-.
Me guardaré mucho de faltar. Ya sabe que todos hemos
prometido portarnos correctamente... ¿Usted vendrá, Piotr
Alejandrovitch?
-Desde luego. ¿Para qué estoy aquí sino para observar las
costumbres del monasterio? Lo único que lamento es estar en
compañía de usted.
-Y Dmitri Fiodorovitch sin llegar.
-Lo mejor que puede hacer es no venir. Ni usted ni su
pleito familiar me divierten.
Y añadió, dirigiéndose al monje:
-Iremos a almorzar. Dé las gracias al padre abad.
-Perdone, pero he de conducirlos a presencia del starets
-dijo el monje.
-En tal caso, yo voy a reunirme con el padre abad -dijo
Maximov-. Sí, estaré con él hasta que ustedes vayan.
-El padre abad está muy ocupado en estos momentos
-manifestó el monje, un tanto confundido-, pero haga usted lo
que le parezca.
-Este viejo es un plomo -dijo Miusov cuando Maximov se
hubo marchado camino del monasterio.
-Se parece a Von Sohn -afirmó inesperadamente Fiodor
Pavlovitch.
-¡Vaya una ocurrencia! ¿En qué se parece a Von Sohn?
Además, ¿acaso ha visto usted a Von Sohn?
-Sí, en fotografía. Las facciones no son iguales, pero
tienen una semejanza oculta. Sí, es un segundo Von Sohn;
basta verle la cara para comprenderlo.
-Es posible. Sin embargo, Fiodor Pavlovitch, acaba usted
de recordar que hemos prometido portarnos correctamente.
¿Lo ha olvidado? Procure dominarse. Si le gusta hacer el
payaso, a mi me molestaría que se creyera que yo era igual
que usted.
-Ya está usted viendo cómo es este hombre. Me inquieta
presentarme con él ante personas respetables.
En los pálidos labios del monje apareció una leve sonrisa
impregnada de cierto matiz irónico. Pero el religioso no dijo
palabra, evidentemente por respeto a su propia dignidad.
Miusov frunció todavía más las cejas.
«¡Que el diablo se lleve a todos estos hombres de cara
modelada por los siglos y que sólo llevan dentro
charlatanismo y falsedad!», se dijo en su fuero interno.
-¡He aquí la ermita! -exclamó Fiodor Pavlovitch-. ¡Hemos
llegado!
Y empezó a hacer la señal de la cruz con desaforados
movimientos de brazo ante los santos pintados en la parte
superior y a ambos lados del portal.
-Cada uno vive como le place -continuó-. Hay un proverbio
ruso que dice atinadamente: «Al religioso de otra orden no se
le impone en modo alguno tu regla.» Aquí hay veinticinco
padres que siguen el camino de la salvación, comen coles y
se miran los unos a los otros. Lo que me sorprende es que
ninguna mujer franquee estas puertas. Sin embargo, he oído
decir que el starets recibe mujeres. ¿Es cierto? -preguntó
dirigiéndose al monje.
-Las mujeres del pueblo le esperan allí, junto a la galería.
Mírelas, allí están, sentadas en el suelo. Para las damas
distinguidas se han habilitado dos habitaciones en la galería,
pero que quedan fuera del recinto. Son aquellas ventanas que
ve usted alli. El starets se traslada a la galería por un pasillo
interior, cuando su salud se lo permite. Ahora hay en estas
habitaciones una dama, la señora de Khokhlakov, propietaria
de Kharkhov, que quiere consultarle sobre una hija suya que
está anémica. Sin duda le ha prometido que irá, aunque en
estos últimos tiempos está muy débil y apenas se deja ver.
-Por lo tanto, en la ermita hay una puerta entreabierta a la
parte de las damas. Me guardaré mucho de pensar mal,
padre. En el monte Athos..., usted debe de saberlo..., no
solamente no se permiten visitas femeninas, sino que no se
admite ninguna clase de mujer ni de hembra, ni gallina, ni
pava, ni ternera.
-Le dejo, Fiodor Pavlovitch. A usted le van a echar: eso se
lo digo yo.
-¿Pero en qué le he molestado, Piotr Alejandrovitch?
Y cuando entraron en el recinto, exclamó de súbito:
-¡Mire, mire! Viven en un verdadero mar de rosas.
No se veían rosas, porque entonces no las había, pero sí
gran difusión de flores de otoño, magníficas y raras. Sin duda
las cuidaba una mano experta. Había macizos alrededor de la
iglesia y de las tumbas. También estaba cercada de flores la
casita de madera (una simple planta baja precedida de una
galería) donde se hallaba la celda del starets.
-¿Estaba todo lo mismo en la época de Barsanufe, el
precedente starets? Dicen que era un hombre poco fino y que,
cuando se enfurecía, la emprendia a bastonazos incluso con
las damas. ¿Es esto verdad? -indagó Fiodor Pavlovitch
mientras subían los escalones del pórtico.
-Barsanufe -repuso el monje- se comportaba a veces como
si hubiese perdido la razón, pero ¡cuántas falsedades se
cuentan de él! Nunca dio bastonazos a nadie... Ahora,
caballeros, tengan la bondad de esperar unos instantes. Voy a
anunciarlos.
Entonces Miusov murmuró una vez más:
-Se lo repito, Fiodor Pavlovitch: recuerde lo convenido. Si
no, allá usted.
-Me gustaría saber qué es lo que le preocupa tanto -dijo,
burlón, Fiodor Pavlovitch-. ¿Son sus pecados lo que le in-
quietan? Dicen que el starets Zósimo lee en el alma de las
personas con sólo una mirada. Pero no comprendo que usted,
un parisiense, un progresista, haga caso de estas cosas. Me
sorprende profundamente.
Miusov no pudo tener la satisfacción de contestar a este
mordaz comentario, pues en ese momento los invitaron a
pasar.
Estaba furioso, y, en su irritación, se decía:
«Sé que, con lo nervioso que soy, voy a discutir, a
acalorarme..., a rebajarme y a rebajar mis ideas.»

CAPÍTULO II
UN VIEJO PAYASO
Entraron casi al mismo tiempo que el starets, el cual había
salido de su dormitorio apenas llegaron los visitantes. Éstos
entraron en la celda precedidos por dos religiosos de la
ermita: el padre bibliotecario y el padre Pasius, hombre
enfermizo a pesar de su edad poco avanzada, pero notable
por su erudición, según decían. Además, había allí un joven
que llevaba un redingote y que debía de frisar en los veintidós
años. Era un antiguo alumno del seminario, futuro teólogo, al
que protegía el monasterio. Era alto, de tez fresca, pómulos
salientes y ojillos oscuros y vivos. Su rostro expresaba
cortesía, pero no servilísmo. No saludó a los visitantes como
un igual, sino como un subalterno, y permaneció de pie
durante toda la conferencia.
El starets Zósimo se presentó en compañía de un novicio y
de Aliocha. Los religiosos se pusieron en pie y le hicieron una
profunda reverencia, tocando el suelo con las puntas de los
dedos. Después recibieron la bendición del starets y le
besaron la mano. El starets les contestó con una reverencia
igual -hasta tocar con los dedos el suelo- y les pidió lo
bendijesen. Esta ceremonia, revestida de grave solemnidad y
desprovista de la superficialidad de la etiqueta mundana, no
carecía de emoción. Sin embargo, Miusov, que estaba delante
de sus compañeros, la consideró premeditada. Cualesquiera
que fuesen sus ideas, la simple educación exigía que se
acercara al starets para recibir su bendición, aunque no le
besara la mano. El día anterior había decidido hacerlo así,
pero ante aquel cambio de reverencias entre los monjes había
variado de opinión. Se limitó a hacer una grave y digna
inclinación de hombre de mundo y fue a sentarse. Fiodor
Pavlovitch hizo exactamente lo mismo, o sea que imitó a
Miusov como un mono. El saludo de Iván Fiodorovitch fue
cortés en extremo, pero el joven mantuvo también los brazos
pegados a las caderas. En lo concerniente a Kalganov, estaba
tan confundido, que incluso se olvidó de saludar. El starets
dejó caer la mano que había levantado para bendecirlos y los
invitó a todos a sentarse. La sangre afluyó a las mejillas de
Aliocha. Estaba avergonzado: sus temores se cumplían.
El starets se sentó en un viejo y antiquísimo sofá de cuero
a invitó a sus visitantes a instalarse frente a él, en cuatro sillas
de caoba guarnecidas de cuero lleno de desolladuras. Los
religiosos se colocaron uno junto a la puerta y el otro al lado
de la ventana. El seminarista, Aliocha y el novicio
permanecieron de pie. La celda era poco espaciosa, y su
atmósfera, densa y viciada. Contenía lo más indispensable:
algunos muebles y objetos toscos y pobres; dos macetas en la
ventana; en un ángulo, numerosos cuadritos de imágenes y
una gran Virgen, pintada, con toda seguridad, mucho antes
del raskol . Ante la imagen ardía una lamparilla. No lejos de
ella había otros dos iconos de brillantes vestiduras, dos
querubines esculpidos, huevos de porcelana, un crucifijo de
marfil, al que abrazaba una Mater dolorosa, y varios grabados
extranjeros, reproducciones de obras de pintores italianos
famosos de siglos pasados.
Junto a estas obras de cierto valor se exhibían vulgares
litografías rusas: esos retratos de santos, de mártires, de
prelados, que se venden por unos cuantos copecs en todas
las ferias.
Miusov paseó una rápida mirada por todas estas imágenes
y después observó al starets. Creía poseer una mirada
penetrante, debilidad excusable en un hombre que tenía ya
cincuenta años, mucho mundo y mucho dinero. Estos
hombres lo toman todo demasiado en serio, a veces sin darse
cuenta.
Desde el primer momento, el starets le desagradó.
Ciertamente, había en él algo que podía despertar la antipatía
no sólo de Miusov, sino de otras personas. Era un hombrecillo
encorvado, de piernas débiles, que tenía sólo unos sesenta
años, pero que parecía tener diez más, a causa de sus
achaques. Todo su rostro reseco estaba surcado de pequeñas
arrugas, especialmente alrededor de los ojos, que eran claros,
pequeños, vivos y brillantes como puntos luminosos. Sólo le
quedaban unos mechones de cabello gris sobre las sienes. Su
barba, rala y de escasas dimensiones, terminaba en punta.
Sus labios, delgados como dos cordones, sonreían a cada
momento. Su puntiaguda nariz parecía el pico de un ave.
«Según todas las apariencias, es un hombre malvado,
mezquino, presuntuoso», pensó Miusov, que sentía una
creciente aversión hacia él.
Un pequeño reloj de péndulo dio doce campanadas, y esto
rompió el hielo.
-Es la hora exacta -afirmó Fiodor Pavlovitch-, y mi hijo
Dmitri Fiodorovitch no ha venido todavía. Le presento mis
excusas por él, santo starets.
Al oír estas dos últimas palabras, Aliocha se estremeció.
-Yo soy siempre puntual -continuó Fiodor Pavlovitch-.
Nunca me retraso más de un minuto, pues no olvido que la
exactitud es la cortesía de los reyes.
-Pero usted no es rey, que yo sepa -gruñó Miusov, incapaz
de contenerse.
-¡Pues es verdad! Y crea que lo sabía, Piotr Alejandrovitch:
le doy mi palabra. Pero, ¿qué quiere usted?, la lengua se me
va.
De pronto se encaró con el starets y exclamó en un tono
patético:
-Reverendísimo padre, tiene usted ante sí un payaso.
Siempre hago así mi presentación. Es una antigua costumbre.
Si digo a veces despropósitos, lo hago con toda intención, a
fin de hacer reir y ser agradable. Hay que ser agradable, ¿no
es cierto? Hace siete años fui a una pequeña ciudad para
tratar pequeños negocios que hacia a medias con pequeños
comerciantes. Fuimos a ver al ispravnik , al que teníamos que
pedir algo a invitar a una colación. Apareció el ispravnik. Era
un hombre alto, grueso, rubio y sombrío. Estos individuos son
los más peligrosos en tales casos, pues la bilis los envenena.
Le dije con desenvoltura de hombre de mundo: «Señor
ispravnik, usted será, por decirlo así, nuestro Napravnik .» Él
me contestó: «¿Qué Napravnik?» Vi inmediatamente, por lo
serio que se quedó, que no había comprendido. Expliqué: «Ha
sido una broma. Mi intención ha sido alegrar los ánimos. El
señor Napravnik es un director de orquesta conocido, y para
la armonía de nuestra empresa necesitamos precisamente
una especie de director de orquesta...» Tanto la explicación
como la comparación eran razonables, ¿no le parece? Pero él
dijo: «Perdón, yo soy ispravnik y no permito que se hagan
chistes sobre mi profesión.» Nos volvió la espalda. Yo corrí
tras él gritando: «Si, sí; usted es ispravnik y no Napravnik.»
Total, que se nos vino abajo el negocio. Siempre me pasa lo
mismo. Ser demasiado amable me perjudica. Otra vez, hace
ya muchos años, dije a un personaje importante: «Su esposa
es una mujer muy cosquillosa.» Quise decir que tenía una
sensibilidad muy fina. Entonces él me preguntó: «¿Usted lo ha
comprobado?» Yo decidí ser amable y respondí: «Sí, señor: lo
he comprobado.» Y entonces las cosquillas me las hizo él a
mi... Como hace de esto mucho tiempo, no me importa
contarlo. Así es como siempre me estoy perjudicando.
-Es lo que está usted haciendo en este momento -dijo Miu-
sov, contrariado.
El starets los miró en silencio a los dos.
-Le aseguro que lo sabía, Piotr Alejandrovitch –repuso
Fiodor Pavlovitch-. Presentía que diría cosas como éstas
apenas abriese la boca, y también estaba seguro de que
usted sería el primero en llamarme la atención...
Reverendísimo starets, al ver que mi broma no ha tenido éxito
me doy cuenta de que he llegado a la vejez. Esta costumbre
de hacer reír data de mi juventud, de cuando era un parásito
entre la nobleza y me ganaba el pan de este modo. Soy un
payaso auténtico, innato, lo que equivale a decir inocente.
Reconozco que un espíritu impuro debe de alojarse en mí,
pero sin duda es muy modesto. Si fuera más importante,
habría buscado otro alojamiento. Pero no se habría refugiado
en usted, Piotr Alejandrovitch, porque usted no es una
persona importante. Yo, en cambio, creo en Dios.
Últimamente tenía mis dudas, pero ahora sólo me falta oír una
frase sublime. En esto me parezco al filósofo Diderot. ¿Sabe
usted, santísimo starets, cómo se presentó al metropolitano
Platón , cuando reinaba la emperatriz Catalina? Entra y dice
sin preámbulos: «¡Dios no existe!» A lo que el alto prelado
responde: « ¡El insensato ha dicho de todo corazón que Dios
no existe!» Inmediatamente, Diderot se arroja a sus pies y ex-
clama: «¡Creo y quiero recibir el bautismo!» Y se le bautizó en
el acto. La princesa Dachkhov fue la madrina, y Potemkin , el
padrino...
-Esto es intolerable, Fiodor Pavlovitch -exclamó Miusov
con voz trémula, incapaz de contenerse-. Está usted
mintiendo. Y sabe muy bien que esa estúpida anécdota es
falsa. No se haga el picaro.
-Siempre he creído que era una solemne mentira -aceptó
Fiodor Pavlovitch con vehemencia-. Pero ahora, señores, les
diré toda la verdad. Eminente starets, perdóneme: el final, lo
del bautismo de Diderot, ha sido invención mía. Jamás me
había pasado por la imaginación: se me ha ocurrido para
sazonar la anécdota. Si me hago el pícaro, Piotr
Alejandrovitch, es por gentileza. Bien es verdad que muchas
veces ni yo mismo sé por qué lo hago. En lo que concierne a
Diderot, he oído contar repetidamente eso de: «El insensato
ha dicho... » Me lo decían en mi juventud los terratenientes del
pals en cuyas casas habitaba. Una de las personas que me lo
contaron, Piotr Alejandrovitch, fue su tía Mavra Fominichina.
Hasta este momento todo el mundo está convencido de que el
impío Diderot visitó al metropolitano-para discutir sobre la
existencia de Dios.
Miusov se puso en pie. Había llegado al límite de la
paciencia y estaba fuera de sí. Se sentía indignado y sabía
que su indignación lo ponía en ridículo. Lo que estaba
ocurriendo en la celda del starets era verdaderamente
intolerable. Desde hacía cuarenta o cincuenta años, los
visitantes que entraban en ella se comportaban con profundo
respeto. Casi todos los que conseguían el permiso de entrada
comprendían que se les otorgaba un favor especialísimo.
Muchos de ellos se arrodillaban y así permanecían durante
toda su estancia en la celda. Personas de elevada condición,
eruditos, a incluso librepensadores que visitaban el
monasterio por curiosidad o por otra causa cualquiera,
consideraban un deber testimoniar al starets un profundo
respeto durante toda la entrevista, fuera pública o privada, y
más no tratándose de ningún asunto de dinero. Allí no existía
más que el amor y la bondad en presencia del arrepentimiento
y del anhelo de resolver un problema moral y complicado, una
crisis de la vida sentimental. De aquí que las payasadas de
Fiodor Pavlovitch, impropias del lugar, hubieran provocado la
inquietud y el estupor de los testigos, por lo menos de la
mayoría de ellos. Los religiosos permanecían impasibles,
pendientes de la respuesta del starets, pero parecían
dispuestos a levantarse como Miusov. Aliocha sentía deseos
de llorar y tenía la cabeza baja. Todas sus esperanzas se
concentraban en su hermano Iván, el único que tenía
influencia sobre su padre, y le sorprendía sobremanera verle
inmóvil en su asiento, con los ojos bajos, esperando con
curiosidad el desenlace de la escena, como si fuese ajeno al
debate por completo.
Aliocha no se atrevía a mirar a Rakitine (el seminarista),
con el que tenía cierta intimidad. Él era el único del
monasterio que conocía sus pensamientos.
-Perdóneme -dijo Miusov al levantarse, dirigiéndose al
starets- por participar, aunque sólo sea con mi presencia, en
estas bromas indignas. Me he equivocado al creer que incluso
un individuo de la índole de Fiodor Pavlovitch sabría
comportarse como es debido en presencia de una persona tan
respetable como usted... Nunca creí que tendría que
excusarme por haber venido en su compañia.
Piotr Alejandrovitch no pudo continuar. En el colmo de la
confusión, se dispuso a dirigirse a la puerta.
-No se inquiete, por favor -dijo el starets, levantándose
sobre sus débiles piernas.
Cogió a Piotr Alejandrovitch de las manos y le obligó a
sentarse de nuevo.
-Cálmese. Es usted mi huésped.
Piotr Alejandrovitch hizo una reverencia y volvió a
sentarse.
-Eminente starets -exclamó de pronto Fiodor Pavlovitch-, le
ruego que me diga si, en mi vehemencia, le he ofendido.
Y sus manos se aferraban a los brazos del sillón, como si
estuviese dispuesto a saltar si la respuesta era afirmativa.
-También a usted le suplico que no se inquiete -dijo el
starets con acento y ademán majestuosos-. Esté tranquilo,
como si estuviese en su casa. Y, sobre todo, no se
avergüence de sí mismo, pues de ahí viene todo el mal.
-¿Que esté como en mi casa?, ¿que me muestre como
soy? Esto es demasiado; me conmueve usted con su
amabilidad. Pero le aconsejo, venerable starets, que no me
anime a mostrarme al natural: es un riesgo demasiado
grande. No, no iré tan lejos. Le diré sólo lo necesario para que
sepa a qué atenerse; lo demás pertenece al reino de las
tinieblas, de lo desconocido, aunque algunos se anticipen a
darme lecciones. Esto lo digo por usted, Piotr Alejandrovitch.
A usted, santa criatura -añadió, dirigiéndose al starets-, he
aquí lo que le digo: Estoy desbordante de entusiasmo -se le-
vantó, alzó los brazos y exclamó-: ¡Bendito sea el vientre que
lo ha llevado dentro y los pechos que lo han amamantado, los
pechos sobre todo! Al decirme usted hace un momento: «No
se avergüence de sí mismo, pues todo el mal viene de ahí»,
su mirada me ha taladrado y leído en el fondo de mi ser.
Efectivamente, cúando me dirijo a alguien, me parece que soy
el más vil de los hombres y que todo el mundo ve en mi un
payaso. Entonces me digo: «Haré el payaso. ¿Qué me
importa la opinión de la gente, si desde el primero hasta el
último son más viles que yo?» He aquí por qué soy un pa-
yaso, eminente starets: por vergüenza, sólo por vergüenza.
No alardeo por timidez. Si estuviera seguro de que todo el
mundo me había de recibir como a un ser simpático y
razonable, ¡Dios mío, qué bueno sería!
Se arrodilló ante el starets y preguntó:
-Maestro, ¿qué hay que hacer para conseguir la vida
eterna?
Era difícil dilucidar si estaba bromeando o si hablaba con
emoción sincera.
El starets le miró y dijo sonriendo:
-Hace mucho tiempo que usted mismo sabe lo que hay
que hacer, pues no le falta inteligencia: no se entregue a la
bebida ni a las intemperancias del lenguaje; no se deje llevar
de la sensualidad y menos del amor al dinero; cierre sus
tabernas, por los menos dos o tres si no puede cerrarlas
todas. Y, sobre todo, no mienta.
-¿Lo dice por lo que he contado de Diderot?
-No, no lo digo por eso. Empiece por no mentirse a si
mismo. El que se miente a si mismo y escucha sus propias
mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en
torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los
demás. Al no respetar a nadie, deja de querer, y para distraer
el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se
entrega a las pasiones y a los placeres más bajos. Llega a la
bestialidad en sus vicios. Y todo ello procede de mentirse
continuamente a sí mismo y a los demás. El que se miente a
si mismo, puede ser víctima de sus propias ofensas. A veces
se experimenta un placer en autoofenderse, ¿verdad? Un
hombre sabe que nadie le ha ofendido, sino que la ofensa es
obra de su imagipación, que se ha aferrado a una palabra sin
importancia y ha hecho una montaña de un montículo; sabe
que es él mismo el que se ofende y que experimenta en ello
una gran satisfacción, y por esta causa llega al verdadero
odio... Pero levántese y vuelva a ocupar su asiento. Ese
arranque también es falso.
-¡Déjeme besar su mano, bienaventurado padre!
Y Fiodor Pavlovitch se levantó y posó sus labios en la
mano descarnada del starets.
-Tiene usted razón -siguió diciendo-. Ofenderse a uno mis-
mo es un placer. Nunca había oído decir eso tan
certeramente. Sí, durante toda mi vida ha sido para mí un
placer ofenderme. Por una cuestión de estética, pues recibir
ofensas no sólo deleita, sino que, a veces, es hermoso. Se ha
olvidado usted de este detalle, eminente starets: el de la
belleza. Lo anotaré en mi carné. En cuanto a mentir, no he
hecho otra cosa en toda mi vida. He mentido diariamente y a
todas horas. En cierto modo, yo mismo soy una mentira y
padre de la mentira. Pero no, no creo que pueda llamarme
padre de la mentira. ¡Me armo unos lios! Digamos que soy hijo
de la mentira: es más que suficiente... Pero mentir acerca de
Diderot no perjudica a nadie. En cambio, hay ciertas mentiras
que hacen daño. Por ejemplo, eminente starets, recuerdo que
hace tres años me propuse venir aquí, pues deseaba
ávidamente conocer, descubrir la verdad. Le ruego que diga a
Piotr Alejandrovitch que no me interrumpa. Digame,
reverendísimo padre: ¿es cierto que en los «Mensuales» se
habla de un santo taumaturgo que sufrió el martirio y, una vez
decapitado, levantó su propia cabeza, la besó y la llevó en
brazos largo tiempo? ¿Es eso verdad, padres?
-No, dijo el starets-, eso no es verdad.
-No se cuenta nada semejante en ningún «Mensual»
-afirmó el padre bibliotecario-. ¿A qué santo se aplica eso?
-No lo sé. Es una cuestión que desconozco. El error viene
de otros. Lo oí decir. ¿Y saben ustedes a quién? A este
mismo Piotr Alejandrovitch Miusov que acaba de enfui•ecerse
por lo que he contado de Diderot.
-Yo no le he contado eso jamás, por la sencilla razón de
que nunca hablo con usted.
-Cierto que usted no me lo ha contado a mi directamente,
pero lo dijo, hace cuatro años, a un grupo de personas en el
que yo figuraba. Si he recordado el hecho es porque usted
quebrantó mi fe con este relato cómico. Aunque no lo crea,
volví a mi casa con la fe aniquilada. Desde entonces, cada
vez dudé más. Sí, Piotr Alejandrovitch, usted me hizo mucho
daño. Aquello fue muy distinto de mi invención sobre Diderot.
Fiodor Pavlovitch se exaltó patéticamente, aunque todos
se dieron cuenta de que de nuevo adoptaba una actitud
teatral. Pero Miusov se sentía herido en lo más vivo.
-¡Qué absurdo! -exclamó-. Tan absurdo como todo lo de-
más que usted ha contado. Desde luego, yo no le dije eso a
usted. Lo ocurrido fue que yo oí en Paris contar a un francés
que, en una misa dicha en nuestro país, se leyó este episodio
en los «Mensuales». El francés era un erudito que permaneció
largo tiempo en Rusia, dedicado especialmente al estudio de
cuestiones de estadística. En lo que a mí concierne, no he
leido los «Mensuales» ni los leeré nunca... En la mesa se
dicen muchas cosas. Y entonces estábamos comiendo.
-Si -dijo Fiodor Pavlovitch para mortificarle-. Usted comía
mientras yo perdía la fe.
«¿Qué me importa a mi su fe?», estuvo a punto de
exclamar Miusov.
Pero se contuvo y dijo con un gesto de desprecio:
-Usted mancha todo lo que toca.
El starets se levantó de súbito.
-Perdónenme, señores, que les deje solos unos momentos
-dijo, dirigiéndose a todos los visitantes-, pero me esperan
desde antes de la llegada de ustedes.
Y añadió alegremente y dirigiéndose a Fiodor Pavlovitch:
-Y usted procure no mentir.
Se dirigió a la puerta. Aliocha y el novicio corrieron tras él
para ayudarle a bajar la escalera. Aliocha estaba sofocado. Se
sentía feliz ante la interrupción, y también al ver al starets
contento y no con cara de hombre ofendido.
El starets iba a trasladarse a la galería para bendecir a las
mujeres que allí le esperaban, pero Fiodor Pavlovitch lo
detuvo en la puerta de la celda.
-Bienaventurado starets -exclamó, conmovido-, permítame
que vuelva a besarle la mano. Con usted se puede hablar y se
puede vivir. Usted cree, sin duda, que yo miento
continuamente y que siempre estoy haciendo el payaso. Pues
bien, sólo lo he hecho para ver si se puede vivir a su lado, si
hay un puesto para mi humildad junto a su elevada posición.
Certifico que es usted un hombre sociable. Durante su
ausencia no diré palabra. Permaneceré sentado y en silencio.
Ahora, Piotr Alejandrovitch, puede usted hablar cuanto quiera.
Durante diez minutos será usted el personaje principal de la
reunión.
CAPITULO III
LAS MUJERES CREYENTES
Al pie de la galería de madera que se abría en la parte
exterior del muro del recinto había unas veinte mujeres del
pueblo. Se les había anunciado que el starets iba al fin a salir,
y se habían agrupado para esperarle.
Las Khokhlakov le esperaban también, pero en una
habitación de la galería reservada para las visitantes de
calidad. Eran dos: madre a hija. La primera, rica propietaria,
vestía con gusto. Tenía un aspecto todavía sumamente
agradable y unos ojos vivos y casi negros. Sólo contaba
treinta y tres áños y era viuda desde hacía cinco. Su hija, una
jovencita de catorce años, tenía las piernas paralizadas. La
pobre criatura no andaba desde hacía seis meses y había que
tránsportarla en un sillón de ruedas. Tenía una carita encanta-
dora, un tanto enflaquecida por la enfermedad, pero alegre.
Sus grandes y oscuros ojos sombreados por largas pestañas
brillaban con destellos juguetones. Su madre estaba decidida
desde la primavera a llevarla al extranjero, pero ciertos
trabajos emprendidos en sus dominios las retenían. Hacía
ocho días que estaban en el pueblo, más por cuestiones de
negocios que por devoción. Sin embargo, habían visitado ya
al starets tres días atrás. Ahora habían vuelto, aun sabiendo
que el starets apenas salía de su celda, para suplicar se les
concediera «la dicha de ver al gran salvador de enfermos».
Durante la espera, la madre estaba sentada junto al sillón de
su hija. A dos pasos de ellas, de pie, había un viejo monje
llegado de un monasterio del norte para recibir la bendición
del starets.
Pero éste, al parecer, avanzó hacia el grupo de mujeres
del pueblo. Las creyentes acudieron a la escalinata de tres
escalones que enlazaba la galería con el suelo. El starets se
detuvo en el escalón más alto. De sus hombros pendía la
estola. Después de bendecir a las mujeres que le rodeaban,
atendió a una posesa que le presentaron. La sujetaban por las
dos manos. Cuando vio al starets fue acometida por un
violento hipo y comenzó a gemir, mientras su cuerpo era
presa de espasmos y sacudidas, como si sufriera un ataque
epiléptico. El starets le cubrió la cabeza con la estola, dijo una
breve oración y la enferma se cálmó en el acto.
Ignoro lo que ocurre ahora, pero en mi infancia tuve
ocasión de ver y oír a estos posesos en las aldeas y en los
monasterios. Cuando las llevaban a misa emitían en la iglesia
agudos chillidos, pero tan pronto como tenían cerca el santo
sacramento, el ataque «demoníaco» cesaba en el acto y las
enfermas se tranquilizaban y permanecían en calma algún
tiempo.
Como yo era todavía un niño, esto me sorprendía y me
impresionaba profundamente. Respondiendo a mis preguntas,
oí decir a algunos hacendados y, sobre todo, a los profesores
de la localidad, que aquello era una ficción para no trabajar y
que se podía reprimir tratando a los supuestos enfermos con
dureza. Y me explicaban diversos casos que lo demostraban.
Pero después me enteré, por boca de médicos y
especialistas, de que no se trataba de una simulación, sino de
una grave enfermedad que demostraba las duras condiciones
en que vivía la mujer, sobre todo en Rusia. El mal procedía de
trabajos agotadores realizados después de curaciones in-
completas y sin intervención de la medicina, y también de la
desesperación, los malos tratos, etcétera, etcétera, vida que
algunas naturalezas femeninas no pueden sufrir, aunque la
soporte la mayoria.
La curación súbita y sorprendente de las convulsas
endemoniadas, apenas se les acercaba algún objeto sagrado,
lo cual se atribuía a una ficción y, sobre todo, a ardides de los
sacerdotes, era seguramente también un fenómeno natural.
Las mujeres que conducían a la enferma, y especialmente la
enferma misma, estaban completamente convencidas de que
el espíritu impuro que se había posesionado de ella no podría
resistir la presencia del santo sacramento, ante el cual
inclinaban a la desgraciada. Entonces, en la paciente de
nervios enfermos, dominada por una afección psíquica, se
producía un trastorno profundo y general, ocasionado por la
espera del milagro de la curación y por la seguridad completa
de que el milagro se realizaría. Y, en efecto, se realizaba,
aunque sólo fuera momentáneamente. Esto es lo que ocurrió
cuando el starets cubrió a la enferma con la estola.
Algunas de las mujeres que se apiñaban en torno de él
derramaban lágrimas de ternura y entusiasmo, otras se
arrojaban sobre él para besarle aunque sólo fuera el borde del
hábito; otras, en fin, se lamentaban. Él las bendecía a todas y
charlaba con ellas. Conocía a la posesa, que vivía en una
aldea situada a legua y media del monasterio. No era la
primera vez que se la habían traído.
-He aquí una que viene de lejos -dijo el starets, señalando
a úna mujer todavía joven, pero exhausta y muy delgada, y de
rostro tan curtido que parecía negro.
Esta mujer estaba arrodillada y fijaba en el starets una
mirada inmóvil. En sus ojos había un algo de extravío.
-Sí, padre; vengo de lejos. Vivo a cuatrocientas verstas de
aquí. De lejos, padre, de muy lejos.
Dijo esto una y otra vez mientras balanceaba la cabeza de
derecha a izquierda, con la cara apoyada en la palma de la
mano. Hablaba como lamentándose.
En el pueblo hay un dolor silencioso y paciente, que se
concentra en sí mismo y enmudece. Pero también hay un
dolor ruidoso, que se traduce en lágrimas y lamentos, sobre
todo en las mujeres.
Este dolor no es menos profundo que el silencioso. Los
lamentos sólo calman desgarrando el corazón. Este dolor no
quiere consuelo: se nutre de'la idea de que es inextinguible.
Los lamentos no son sino el deseo de abrir aún más la herida.
-Usted es ciudadana, ¿verdad? -preguntó el starets, mirán-
dola con curiosidad.
-Sí, padre: somos campesinos de nacimiento, pero vivimos
en la ciudad. He venido sólo para verte. Hemos oído hablar de
ti, padre mío. He enterrado a mi hijo, que era un niño
pequeño: Para rogar a Dios, he visitado tres monasterios, y
me han dicho: «Ve allí, Nastasiuchka», es decir, a verle a
usted, padre mío, a verle a usted. Y vine. Ayer fui a la iglesia y
hoy he venido aquí.
-¿Por qué lloras?
-Por mi hijo. Le faltaban tres meses para cumplir tres años.
El recuerdo de este hijo me atormenta. Era el menor.
Nikituchka y yo hemos tenido cuatro, pero no nos ha quedado
ninguno, mi bienamado padre, ninguno. Enterré a los tres
primeros y no sentí tanta pena. Pero a este último no puedo
olvidarlo. Me parece tenerlo delante. No se va. Tengo el
corazón destrozado. Contemplo su ropita, su camisa, sus
zapatitos y me echo a llorar. Pongo, una junto a otra, todas las
cosas que han quedado de él, las miro y lloro. Dije a
Nikituchka, mi marido: «Oye, déjame ir en peregrinación...» Es
cochero, padre mío. Tenemos bienes. Los caballos y los
coches son nuestros. Pero ¿para qué los queremos ahora? Mi
Nikituchka debe de estar bebiendo desde que le dejé. Lo ha
hecho otras veces: cuando lo dejo pierde los ánimos. Pero
ahora no pienso en él. Ya hace tres meses que he dejado la
casa, y lo he olvidado todo, y no quiero acordarme de nada.
¿Para qué me sirve mi marido ahora? He terminado con él y
con todos. No quiero volver a ver mi casa ni mis bienes. Ojalá
me hubiese muerto.
-Oye -dijo el starets-, un gran santo de la antigüedad vio en
el templo a una madre que lloraba como lloras tú, porque el
Señor se le había llevado a su hijito. Y el santo le dijo: «Tú no
sabes lo atrevidos que son estos niños ante el trono de Dios.
En el reino de los cielos no hay nadie que tenga el
atrevimiento que tienen esas criaturas. Le dicen a Dios que
les ha dado la vida, pero que se la han vuelto a quitar apenas
han visto la luz. Y tanto insisten y reclaman, que el Señor los
hace ángeles. Por eso debes alegrarte en vez de llorar, ya
que tu hijito está ahora con el Señor, en el coro de ángeles.»
Esto es lo que dijo en la antigüedad un santo a una mujer que
lloraba. Era un gran santo y lo que decía era la pura verdad.
Así, tu hijo está ante el trono del Señor, y se divierte y ruega a
Dios por ti. Llora si quieres, pero alégrate.
La mujer lo escuchaba con la cabeza inclinada y la cara
apoyada en la mano.
-Lo mismo me decía mi Nikituchka para consolarme: «No
hay motivo para que llores. Seguro que nuestro hijo está
cantando ahora en el coro de ángeles ante el Señor.» Y
mientras me decía esto, lloraba. Yo le decía: « Sí, ya lo sé:
está con el Señor, porque no puede estar en otra parte. Pero
no está aquí, cerca de nosotros, como estaba antes...» ¡Oh, si
yo pudiera volver a verlo una vez, aunque sólo fuera una vez,
sin acercarme a él, sin decirle nada, escondida en un rincón!
¡Si pudiera verle un instante, oírle jugar y verle llegar de
pronto, gritando con su vocecita: «¿Dónde estás, mamá?»,
como hacía tantas veces! ¡Si yo pudiera oírle corretear por la
habitación, venir a mí corriendo, riendo y gritando, como
recuerdo que solía hacer! ¡Si pudiese aunque sólo fuera oírle!
¡Pero no está en la casa, padre mío, y no podré oírle nunca
más! Mira su cinturón. Pero él no está, no volverá a estar
nunca.
Sacó de su pecho un diminuto cinturón. Apenas lo vio,
empezó L sollozar, cubriéndose el rostro con las manos, entre
cuyos dedos luían las lágrimas a torrentes.
-¡Mirad! -exclamó el starets-. Es la antigua Raquel que lloa
a sus hijos, sin ue haya para ella consuelo, porque ya no
están en el mundo . Esta es la suerte que se reserva aquí
abajo a las madres. No te consueles, no hace falta que tengas
consuelo. Llora. Pero cada vez que llores, acuérdate que tu
hijo es un ángel de Dios, que desde allá arriba lo mira y lo ve,
y que tus lágrimas le complacen y las muestra al Señor.
Derramarás lágrimas todavía mucho tiempo, pero, al fin,
sentirás una serena alegría, y las lágrimas que ahora son
amargas serán entonces purificadoras lágrimas de ternura
que borran los pecados. Rogaré por el descanso del alma de
tu hijo. ¿Cómo se llamaba?
-Alexei, padre mío.
-Es un bonito nombre. Su patrón era el varón de Dios
Alexei, ¿verdad?
-Sí, padre: Alexei, varón de Dios.
-¡Qué gran santo! Rogaré por tu hijito: no olvidaré tu aflic-
ción en mis oraciones. Y también rogaré por la salud de tu
marido. Pero ten en cuenta que es un pecado abandonarle.
Vuelve a su lado y cuida de él. Desde allá arriba tu hijo ve que
has abandonado a su padre, y esto le aflige. ¿Por qué turbas
su paz? Tu hijito vive, pues el alma tiene vida eterna; no está
en la casa, pero lo tienes cerca de ti, aunque no lo veas. Sin
embargo, no esperes que vaya a tu casa si te oye decir que la
detestas. ¿Para qué ha de ir, si en la casa no hay nadie, si en
ella no puede encontrar a su madre y a su padre juntos?
Ahora llegaría, te vería atormentada y te enviaría apacibles
sueños. Vuelve hoy mismo al lado de tu esposo.
-Te obedeceré, padre mío, iré. Has leído en mi corazón.
¡Espérame, Nikituchka; espérame, querido!
La mujer continuó lamentándose, pero el starets se había
vuelto ya hacia una viejecita que no vestía de peregrina, sino
que llevaba un vestido de calle corriente. Se leía en sus ojos
que tenía algo que decir. Era viuda de un suboficial y habitaba
en nuestro pueblo. Su hijo Vasili, empleado en una comisaría,
se había trasladado a Irkutsk (Siberia). Le había escrito dos
veces. Luego, desde hacía un año, no había dado señales de
vida. Había intentado informarse, pero no sabía adónde
dirigirse.
-El otro día, Estefanía Ilinichna Bedriaguine, rica tendera,
me dijo: «Lo que debes hacer, Prokhorovna, es escribir en un
papel el nombre de tu hijo. Entonces vas a la iglesia y
encargas oraciones por el descanso de su alma. Así, él se
sentirá inquieto y te escribirá. Es un procedimiento seguro que
se ha empleado muchas veces.» Yo no me he atrevido a
hacerlo sin consultarte. Tú que en todo nos iluminas, dime:
¿está eso bien?
-Te guardarás mucho de hacerlo. Sólo que lo hayas
preguntado es vergonzoso. Nadie puede orar por el descanso
de un alma viviente, y menos aún una madre. Eso es tan gran
pecado como la hechicería. Sólo por tu ignorancia se te puede
perdonar. Ruega por su salud a la Reina de los Cielos, rápida
mediadora y auxiliadora de los pecadores, y pídele que
perdone tu error. Y entonces, Prokhorovna, verás como tu
hijo, o regresa o te escribe. Ve tranquila: tu hijo vive, te lo digo
yo.
-Que Dios te premie, padre bienamado, bienhechor nues-
tro, que ruegas por nosotros, por la redención de nuestros pe-
cados.
El starets miraba ya unos ojos ardientes que se fijaban en
él. Eran los ojos de una campesina todavía joven, pero
extenuada y con aspecto de enferma del pecho. Permanecía
muda y, mientras dirigía al starets una mirada de imploración,
parecía temer aproximarse a él.
-¿Qué deseas, querida?
-Que alivies mi alma -murmuró con voz ahogada. Se
arrodilló lentamente a sus pies y añadió-: He pecado, padre
mío, y esto me llena de temor.
El starets se sentó en el escalón más bajo. La mujer se
acercó a él, avanzando de rodillas.
-Soy viuda desde hace tres años -empezó a decir la mujer
a media voz-. La vida no era para mí agradable al lado de mi
marido, que estaba viejo y me azotaba duramente. Una vez
que estaba en cama, enfermo, yo pensé, mirándole: «Si se
cura y se levanta de nuevo, ¿qué será de mi?» Y esta idea ya
no se apartó de mi pensamiento.
-Espera -dijo el starets.
Acercó el oído a los labios de la mujer y ella continuó con
voz apenas perceptible. Pronto terminó.
El starets preguntó:
-¿Hace tres años?
-Sí, tres años. Al principio no pensaba en ello, pero desde
que me puse enferma, vivo en una angustia continua.
-¿Vienes de muy lejos?
-He hecho quinientas verstas de camino.
-¿Te has confesado?
-Dos veces.
-¿Han accedido a recibir la comunión?
-Sí... Tengo miedo, miedo a la muerte.
-No temas nada; no tengas miedo ni te aflijas. Con tal que
el arrepentimiento subsista, Dios lo perdona todo. No hay
pecado en la tierra que Dios no perdone al que se arrepiente
de corazón. No existe pecado humano capaz de agotar el
amor infinito de Dios. Porque ¿qué pecado puede superar en
magnitud el amor de Dios? Piensa siempre en tu
arrepentimiento y destierra todo temor. Tú no puedes
imaginarte cómo te ama Dios, aunque tenga que amarte como
pecadora. En el cielo habrá más alegría por un pecador que
se arrepiente que por diez justos . No te aflijas por lo que
puedan decir los demás y no te irrites por sus injurias.
Perdona de todo corazón al difunto las ofensas que te infirió y
reconcíliate con él de verdad. Si te arrepientes, es que amas.
Y si amas, estás en Dios. El amor todo lo redime, todo lo
salva. Si yo, pecador como tú, me he conmovido al oirte, con
más razón tendrá el Señor piedad de ti. El amor es un tesoro
tan inestimable, que, a cambio de él, puedes adquirir el
mundo entero y redimir, no sólo tus pecados, sino los pecados
de los demás. Vete y no temas nada.
Hizo tres veces la señal de la cruz sobre la enferma, se
quitó una medalla que pendía de su cuello y la colgó en el de
la pecadóra, que se inclinó en silencio hasta tocar la tierra. El
starets se levantó y miró alegremente a una mujer bien
parecida que llevaba en brazos un niño de pecho.
-Vengo de Vichegoria, padre mío.
-Has recorrido casi dos leguas con tu hijito en brazos.
¿Qué quieres?
-He venido a verte. Pero no es la primera vez que vengo,
¿lo has olvidado? Poca memoria tienes si no te acuerdas de
mí. Oí decir que estabas enfermo y entonces decidí venir a
verte. Y ahora veo que no tienes nada. Vivirás todavía veinte
años: estoy segura. Tú no puedes ponerte enfermo, habiendo
tanta gente que ruega por ti.
-Gracias de todo corazón, querida.
-Ahora voy a pedirte un favor. Toma estos sesenta copecs
y dalos a otro que sea más pobre que yo. Por el camino venía
pensando: «Lo mejor será entregarlos a él, pues él sabrá a
quién debe darlos.»
-Gracias, gracias, querida. Haré lo que deseas. Me gusta
tu modo de ser. ¿Es una niña lo que llevas en brazos?
-Sí, una niña, padre mío. Se llama Elisabeth.
-Que el Señor os bendiga a las dos, a ti y a tu Elisabeth.
Has alegrado mi corazón... Adiós, queridas hijas mías.
Las bendijo a todas y les hizo una profunda reverencia.

CAPITULO IV
UNA DAMA DE POCA FE
Durante esta conversación con las mujeres del pueblo, la
dama que esperaba en la habitación de la galería derramaba
dulces lágrimas que enjugaba con su pañuelo. Era una mujer
de mundo, muy sensible y con inclinaciones virtuosas.
Cuando el starets le habló al fin, se desbordó el entusiasmo
de la dama:
-¡Cómo me ha impresionado esta conmovedora escena!
La emoción le cortó el habla, pero en seguida pudo
continuar:
-Comprendo que el pueblo le adore. Yo también amo al
pueblo. ¿Cómo no amar a nuestro excelente pueblo ruso, tan
ingenuo en su grandeza?
-¿Cómo está su hija? Usted ha enviado a decirme que
quería verme.
-Sí, lo he pedido con insistencia lo he implorado. Estaba
dis-, puesta a permanecer tres días de rodillas ante sus
ventanas para que usted me recibiera. Hemos venido a
expresarle nuestro entusiasta agradecimiento. Pues usted
curó a Lise el jueves, la curó por completo, orando ante ella y
aplicándole las manos. Anhelábamos besarlas y testimoniarle
nuestra gratitud y nuestra veneración.
-¿Dice usted que la he curado? ¡Pero si está todavía en su
sillón!
-La fiebre nocturna ha desaparecido por completo desde
hace dos días, desde el jueves -repuso la dama con nervioso
apresuramiento-. Y esto no es todo: sus piernas se han
fortalecido, sus ojos brillan, y mire usted el color de su cara.
Antes lloraba sin cesar; ahora está contenta y se rie a cada
moménto. Hoy ha pedido que la pusiéramos de pie y se ha
sostenido un minuto sola, sin ninguna clase de apoyo. Ha
apostado conmigo a que dentro de quince días baila un
rigodón. He llamado al doctor Herzenstube y se ha quedado
perplejo. «Es sorprendente; no te comprendo en absoluto», ha
dicho. ¿Cómo no íbamos a venir a molestarlo? ¿Cómo no
hablamos de apresurarnos a venir a darle las gracias? Lise,
da las gracias.
La carita de Lise se puso sería repentinamente. La
enferma se levantó de su sillón tanto como pudo y, mirando al
starets, enlazó las manos. De pronto y sin poder contenerse
se echó a reir.
-Me río de ese joven -dijo señalando a Aliocha.
Las mejillas de Aliocha, que estaba de pie detrás del
starets, se cubrieron de un súbito rubor. El joven bajó los ojos,
que habían brillado intensa a instantáneamente.
-Tiene un encargo para usted, Alexei Fiodorovitch -dijo la
madre a Aliocha. Y le tendió la mano, elegantemente
enguantada-. ¿Cómo está usted?
El starets se volvío y fijó su mirada en Aliocha. El joven se
acercó a Lise sonriendo torpemente. Lise volvió a ponerse
sería.
-Catalina Ivanovna me ha rogado que le entregue esto
-dijo ofreciéndole una carta-. Le ruega que vaya a verla lo
antes posible y sin falta.
-¿Me ruega que vaya a verla? ¿Para qué? -preguntó
Aliocha, profundamente asombrado y con un gesto de
preocupación.
-Se trata de algo relacionado con Dmitri Fiodorovitch y...
con todos esos asuntos que ahora llevan ustedes entre manos
-dijo apresuradamente la madre-. Catalina Ivanovna ha
encontrado una solución, mas, para ponerla en práctica,
necesita verle imprescindiblemente. ¿Por qué? Lo ignoro. El
caso es que le ruega que vaya a verla lo antes posible. Y
espero que usted no dejará de ir: sus convicciones cristianas
se lo impiden.
-Sólo he visto a Catalina Ivanovna una vez -dijo Aliocha,
todavía perplejo.
-¡Es una criatura tan noble, tan recta!... Lo merece todo,
aunque sólo sea por sus sufrimientos... ¿Usted sabe lo que ha
pasado..., y lo que está pasando .... y lo que le espera?... ¡Es
horrible, horrible!...
-Iré -dijo Aliocha después de haber echado una ojeada a la
nota, breve y enigmática, que no explicaba nada y que se
limitaba a pedirle encarecidamente que fuera.
-¡Qué bueno es usted! -exclamó Lise, animándose-. Yo le
decía a mi mamá: «No irá, porque está entregado
enteramente a Dios.» Es usted muy bueno. Siempre he
pensado que es muy bueno, y estoy muy satisfecha de
podérselo decir ahora.
-¡Lise! -la reprendió su madre, aunque sonriendo-. Nos
tiene usted olvidadas, Alexei Fiodorovitch: nunca viene a
vernos. Y Lise me ha dicho más de una vez que sólo se siente
bien cuando está a su lado.
Aliocha levantó la cabeza, enrojeció de nuevo y sonrió sin
sabe¡ por qué.
El starets ya no le miraba. Estaba hablando con el monje
que le esperaba, como ya hemos dicho, junto al sillón de Lise.
Era un humilde religioso, obtuso y de ideas rígidas, pero con
una fe que rayaba en la obstinación. Dijo que vivía lejos, en el
norte, cerca de Obdorsk , en un pequeño monasterio que sólo
tenía nueve monjes. El starets le bendljo y le invitó a ir a su
celda cuando le pareciese.
-¿Cómo puede usted conseguir estas cosas? -preguntó el
monje señalando gravemente a Lise. Aludía a su curación.
-Es todavía demasiado pronto para hablar de eso. Que se
sienta aliviada no quiere decir que esté curada por completo.
El alivio puede obedecer a otras causas. En fin de cuentas,
todo lo que haya pasado es obra de la voluntad de Dios. Todo
procede de Él... Venga a verme, padre. Algún día me será
imposible recibirle. Estoy enfermo y sé que tengo los días
contados.
-¡Oh, no! -exclamó la dama-. Dios no nos lo quitará. Usted
vivirá aún mucho tiempo, mucho tiempo. ¿Cómo puede estar
enfermo, con el buen aspecto que tiene? ¡Parece tan
contento, tan feliz!
-Hoy me siento mucho mejor que otros días, pero yo sé
que esto no durará mucho. Conozco bien mi enfermedad. Si
mi aspecto es alegre, no puede usted figurarse lo que me
complace oírselo decir. Pues la felicidad es el objetivo del ser
humano. El que ha sido perfectamente feliz tiene derecho a
decir: «He cumplido la ley divina en la tierra.» Los justos, los
santos, los mártires han sido felices.
-¡Qué palabras tan audaces, tan sublimes! -exclamó la
madre-. Penetran a través de nuestro ser. Sin embargo,
¿dónde está la felicidad? Ya que ha tenido usted la bondad de
permitirnos verlo hoy, escuche lo que no le dije en mi anterior
visita, lo que no me atreví a decirle, lo que me atormenta
desde hace mucho tiempo. Pues me siento atormentada, si,
atormentada.
Y en un arranque de fervor enlazó las manos.
-¿Cuál es su tormento?
-No creer.
-¿No creer en Dios?
-¡Oh, no! En eso ni siquiera me atrevo a pensar. ¡Pero qué
enigma es la vida futura! Nadie sabe de ella una palabra.
Escúcheme, padre, usted que conoce el alma humana y el
modo de curarla. No le pido que me crea enteramente, pero le
doy mi palabra de honor de que le hablo con toda seriedad. La
idea de la vida de ultratumba me conmueve hasta
atormentarme, hasta aterrarme. No sé a quién preguntar, ni
me he atrevido a hacerlo en toda mi vida... Ahora me permito
dirigirme a usted... ¡Qué pensará de mi, Dios mío!
Y se quedó mirándole, con las manos enlazadas.
-No se preocupe por mi opinión -repuso el starets-. Creo
en la sinceridad de su inquietud.
-¡Cuánto se lo agradezco! Oiga: cierro los ojos y pienso:
«Todos creen. ¿Por qué?» Se dice que la religión tiene su
origen en el terror que inspiran ciertos fenómenos de la
naturaleza, pero que todo es una falsa apariencia. Y me digo
que he creido toda la vida, que moriré y no encontraré nada,
que entonces «sólo la hierba crecerá sobre mi tumba», como
dice un escritor. Esto es horrible. ¿Cómo recobrar la fe? En mi
infancia, yo creí mecánicamente, sin pensar en nada. ¿Cómo
convencerme? He venido a inclinarme ante usted y a
suplicarle que me ilumine. Si pierdo esta ocasión, ya no
encontraré a nadie que me responda. ¿Cómo convencerme?
¿Con qué pruebas? ¡Qué desgraciada soy! Las personas que
me rodean no se preocupan de esto, y yo sola no puedo
soportar mis dudas. Estoy abrumada.
-Lo comprendo. Pero estas cosas no pueden probarse.
Uno tiene que convencerse por sí mismo.
-¿Cómo?
-Por medio del amor, que es el que lo hace todo. Procure
amar al prójimo con un ardor inextinguible. A medida que vaya
usted progresando en el amor al prójimo, se irá convenciendo
de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Si
alcanza la abnégación completa en su amor al prójimo, creerá
ciegamente y la duda no podrá siquiera rozar su alma. Esto
está demostrado por la experiencia.
-¿El amor que lo hace todo? He aquí otro problema..., ¡y
qué problema! Mire: yo amo de tal modo a la humanidad, que,
aunque usted no lo crea, he pensado a veces en abandonarlo
todo, incluso a Lise, y convertirme en hermana de la Caridad.
Cierro los ojos, pienso, sueño, y en esos momentos me asiste
una fuerza invencible. Ninguna herida, ninguna llaga purulenta
me inquietará: las lavaré con mis propias manos y seré una
enfermera presta a besar las úlceras de los pacientes.
-No es poco que haya tenido tales pensamientos. Algún
día realizará usted, por obra del azar, una buena acción.
-¿Pero podré soportar durante mucho tiempo semejante
vida? -siguió diciendo la dama con vehemencia-. Ésta es la
cuestión más importante, la que más me atormenta. Cierro los
ojos y me pregunto: «¿Permanecerás mucho tiempo en este
camino? Si el enfermo al que lavas las úlceras lo paga con la
ingratitud, si te atormenta con sus caprichos, sin apreciar ni
advertir siquiera tu devoción; si grita, se muestra exigente a
incluso presenta quejas sobre ti, como pueden hacer las
personas atormentadas por el sufrimiento, ¿perdurará tu
amor?» Y sepa usted que yo me he dicho ya con profunda
desazón: «La ingratitud es lo único que puede enfriar, a in-
mediatamente, mi amor activo por la humanidad.» En una
palabra, que, al amar, trabajo por un salario y exijo recibirlo
inmediatamente en forma de elogios y de un amor como el
mío. De otro modo, no me es posible amar a nadie.
Después de haberse fustigado a si misma con este
arrebato de sinceridad, se quedó mirando al starets con una
fijeza provocadora.
Y el starets repuso:
-Eso mismo me dijo hace ya mucho tiempo un médico
amigo mío, hombre inteligente y de edad madura. Se
expresaba tan francamente como usted, aunque bromeando
con cierta amargura. Me decía: «Amo a la humanidad, pero,
para sorpresa mía, cuanto más quiero a la humanidad en
general, menos cariño me inspiran las personas en particular,
individualmente. Más de una vez he soñado apasionadamente
con servir a la humanidad, y tal vez incluso habría subido el
calvario por mis semejantes, si hubiera sido necesario; pero
no puedo vivir dos días seguidos con una persona en la
misma habitación: lo sé por experiencia. Cuando noto la
presencia de alguien cerca de mí, siento limitada mi libertad y
herido mi amor propio. En veinticuatro horas puedo tomar
ojeriza a las personas más excelentes: a una porque
permanece demasiado tiempo en la mesa, a otra porque está
acatarrada y no hace más que estornudar. Apenas me pongo
en contacto con los hombres, me siento enemigo de ellos. Sin
embargo, cuanto más detesto al individuo, más ardiente es mi
amor por el conjunto de la humanidad.»
-¿Qué hacer, qué hacer en tal caso? Hay para
desesperarse.
-No. Basta con que se sienta usted desolada. Haga todo
cuanto pueda, y se le tendrá en cuenta. Usted ya ha hecho
mucho por conseguir conocerse a sí misma profundamente,
tal como realmente es. Si me ha hablado con tanta franqueza
sólo para oír mis alabanzas a su sinceridad, no conseguirá
nada, seguramente, en los dominios del amor activo: todo
quedará reducido a un sueño, y como un sueño transcurrirá
su vida. Entonces, claro es, se olvidará de la vida futura y, en
fin de cuentas, se tranquilizará de un modo de otro.
-Me abruma usted. Ahora me doy cuenta de que, al
hablarle de mi horror a la ingratitud, daba por descontados los
elogios que me valdría mi franqueza. Usted me ha llevado a
leer en mí misma.
-¿De veras? Pues bien, tras esta confesión, creo que es
usted buena y sincera. Aunque no alcance la felicidad,
recuerde siempre que está en el buen camino y procure no
salir de él. Sobre todo, no mienta, y menos aún a sí misma.
Observe sus propias falsedades, examínelas continuamente.
Evite también la aversión hacia los demás y hacia sí misma.
Lo que le parezca malo en usted, queda purificado por el
hecho de que haya visto que es malo. Rechace también el
temor, aunque éste sea únicamente la consecuencia de la
mentira. No tema jamás a su propia cobardía en la
persecución del amor. Tampoco debe asustarse de sus malas
acciones en este terreno. Lamento no poder decirle nada más
consolador, pues el amor activo, comparado con el amor
contemplativo, es algo cruel y espantoso. El amor
contemplativo está sediento de realizaciones inmediatas y de
la atención general. Uno está incluso dispuesto a dar su vida
con tal que esto no se prolongue demasiado, que termine
rápidamente y como en el teatro, bajo las miradas y los
elogios del público. El amor activo es trabajo y tiene el
dominio de sí mismo; para algunos es una verdadera ciencia.
Pues bien, le anuncio que en el momento mismo en que vea,
horrorizada, que, a pesar de sus esfuerzos, no solamente no
se ha acercado a su objetivo, sino que se ha alejado de él, en
ese momento habrá alcanzado su fin y verá sobre usted el
poder misterioso del Señor, que la habrá guiado con amor sin
que usted se haya dado cuenta. Perdone que no pueda de-
dicarle más tiempo: me esperan. Adiós.
La señora de Khokhlakov lloraba.
-¿No se acuerda de Lise? -preguntó ansiosamente-. Ben-
dígala.
-No merece que se la quiera -repuso el starets en broma-.
Ha estado muy juguetona mientras hablábamos. ¿Por qué te
burlas de Alexei?
En efecto, Lise había estado enfrascada en un curioso
juego. En la visita anterior había advertido que Aliocha se
turbaba en su presencia, y esto la divirtió sobremanera. La
encantaba mirarlo fijamente y ver como él, dominado por esa
mirada persistente y como impulsado por una fuerza
irresistible, la miraba a su vez. Entonces Lise sonreía
triunfalmente, y esta sonrisa aumentaba el despecho y' la
confusión de Aliocha. Al fin, el joven eludió francamente las
miradas de Lise, ocultándose detrás del starets. Pero minutos
después, como hipnotizado, asomó la cabeza para ver si ella
lo miraba. Lise, que estaba casi fuera del sillón, le observaba
de soslayo y esperaba, impaciente, que los ojos de Aliocha se
levantaran y la mirasen, y al ver que él, en efecto, volvió a
mirarla, se echó a reír tan ruidosamente, que el starets no
pudo contenerse y le dijo:
-¡Qué revoltosa eres! Te gusta ponerlo colorado, ¿eh?
Lise enrojeció hasta las orejas. Sus ojos brillaron
intensamente. Su carita se puso sería. Y la enfermita,
nerviosa, indignada, se lamentó:
-¿Por qué se olvida de todo? Cuando yo era una niña pe-
queña, me llevaba en brazos y jugaba conmigo. Él me enseñó
a leer. Hace dos años, cuando se marchó, me dijo que no me
olvidaría nunca, que éramos amigos para siempre. Y ahora
me tiene miedo como si me lo fuera a comer. ¿Por qué no se
acerca a mi? ¿Por qué no quiere hablarme? ¿Por qué no
viene a vernos? Usted no lo retiene, pues yo sé que puede ir a
donde quiera. No estaría bien que yo le invitara. Él debe ser el
primero en acordarse de mi. Pero no: ¡el señor hace vida de
religioso! ¿Por qué le ha puesto ese hábito de largos
faldones? ¿No ve que caerá si tiene que correr?
De pronto, no pudiendo contenerse, se cubrió la cara con
la mano y prorrumpió en una risa nerviosa, reprimida,
prolongada, que saçudia todo su cuerpo.
El starets, que la había escuchado en silencio, la bendijo.
Ella le besó la mano, la apretó contra sus ojos y se echó a
llorar.
-No se enfade conmigo. Soy una tonta; no sirvo para nada.
Aliocha tiene razón al no querer nada con una chica tan
ridícula...
El starets la interrumpió:
-Te lo enviaré, te lo enviaré sin falta.

CAPITULO V
¡ASÍ SEA!
El starets había estado ausente unos veinticinco minutos.
Eran más de las doce y media, y aún no habfa llegado Dmitri
Fiodorovitch, por quien se había convocado la reunión. Ya
casi se le habla olvidado.
Cuando el starets reapareció en la celda encontró a sus
visitantes enzarzados en una conversación animadísima en la
que participaban especialmente Iván Fiodorovitch y los dos
religiosos. Miusov intervino con calor, pero con escaso éxito:
permanecfa en un segundo plano y apenas se le contestaba,
lo que le producía una creciente indignación. Antes habfa
librado un combate de erudición con Iván Fiodorovitch y se
rebelaba ante cierta falta de consideración que habfa
advertido en el joven. «Yo -se decía- estoy al corriente de todo
lo que hay de progresista en Europa, pero esta nueva
generación nos ignora por completo. »
Fiodor Pávlovitch, que se habfa jurado permanecer de
espectador sin decir nada, guardaba silencio, observando con
una sonrisita sarcástica a su vecino Piotr Alejandrovitch, cuya
irritación le producía gran regocijo. Hacía rato que acechaba
el momento de desquitarse, y al fin encontró la ocasión. Se
inclinó ante el hombro de su vecino y le dijo a media voz:
-¿Por qué no se ha marchado usted después de la
anécdota del santo, en vez de quedarse con esta ingrata
compañia? Sin duda, usted, sintiéndose ofendido y humillado,
ha permanecido aquí para demostrar su carácter, y no se irá
sin demostrarlo.
-No empiece otra vez, o me voy ahora mismo.
-Usted será el último en marcharse -le dijo Fiodor Pavio-
vitch.
Fue en ese momento cuando llegó el starets.
La discusión se interrumpió, pero el starets, después de
volver a ocupar su puesto, paseó su mirada por los reunidos
como invitándoles a continuar. Aliocha, que leía en su rostro,
comprendió que estaba agotado. A causa de su enfermedad,
su debilidad habfa llegado al extremo de que últimamente le
producía desmayos. La palidez que anunciaba estos
desvanecimientos cubría ahora su semblante. En sus labios
tampoco había color. Pero era evidente que no quería disolver
la asamblea. ¿Qué cazones tendría para ello? Aliocha lo
observaba atentamente.
El padre bibliotecario dijo, señalando a Iván Fiodorovitch:
-Estábamos comentando un articulo sumamente
interesante de este señor. Tiene puntos de vista nuevos, pero
la tesis parece tender a dos fines. Es una réplica a un
sacerdote que ha publicado una obra sobre los tribunales
eclesiásticos y la extensión de sus derechos.
-Sintiéndolo mucho -maniféstó el starets mirando atenta-
mente a Iván Fiodorovitch-, no he leido su artículo, pero he
oído hablar de él.
El padre bibliotecario continuó:
-Este señor enfoca la cuestión desde un punto de vista
interesantísimo. Al parecer, rechaza la separación de la
Iglesia y el Estado en este terreno.
-Muy interesante, en efecto -dijo el starets a Iván Fiodoro-
vitch-. ¿Pero con qué argumentos defiende usted su opinión?
Iván Fiodorovitch le respondió no con un aire altanero y
pedante, como el que Aliocha recordaba haberle oído emplear
el mismo día anterior, sino con un tono modesto, discreto,
franco.
-Yo parto del principio de que esta confusión de los
elementos esenciales de la Iglesia y el Estado, considerados
separadamente, subsistirá siempre, aunque afecte a algo
irrealizable, ya que descansa sobre una mentira. Un
compromiso entre la Iglesia y el Estado en ciertas cuestiones,
como la justicia, por ejemplo, es, a mi juicio, completamente
imposible. El sacerdote al que respondo en mi articulo
sostiene que la Iglesia ocupa en el Estado un puesto determi-
nado, definido. Yo le contesto que la Iglesiay lejos de ocupar
simplemente un lugar en el Estado, debe absorber al Estado
enteramente y que, si esto hoy es imposible, por lo menos
debería ser el objetivo principal del desenvolvimiento de la
sociedad cristiana.
-Eso es perfectamente justo -declaró con voz enérgica y
nerviosa el padre Paisius, religioso erudito y taciturno.
-Eso es ultramontanismo puro -exclamó Miusov, poniendo
una pierna sobre la otra con un movimiento de impaciencia.
-No hay montes en nuestro país -dijo el padre José
dirigiéndose al starets-. Este señor refuta los principios
fundamentales de su adversario, que, cosa digna de mención,
es un eclesiástico. He aquí esos principios. Primero: «Ninguna
asociación pública puede ni debe atribuirse el poder ni
disponer de los derechos civiles y políticos de sus miembros.»
Segundo: «El poder en materia civil y criminal no debe
pertenecer a la Iglesia, pues es incompatible con su
naturaleza de institución divina y agrupación que persigue un
fin religioso.» Y tercero: «La Iglesia no es un reino de este
mundo. »
-Todo esto es un juego de palabras indigno de un
eclesiástico -dijo el padre Paisius sin poderse contener-. He
leído la obra que usted refuta -añadió volviéndose hacia Iván
Fiodorovitch-, y quedé sorprendido ante la afirmación de ese
sacerdote de que la Iglesia no es un reino de este mundo. Si
no fuera de este mundo, no podría existir en la tierra. En el
santo Evangelio, la expresión « no de este mundo» está
empleada en otro sentido. No se debe jugar con estas
palabras. Nuestro Señor Jesucristo vino precisamente a
fundar la Iglesia en la tierra. El reino de los cielos no es, desde
luego, un reino de este mundo, pero en el cielo sólo se entra
por medio de la Iglesia, que está fundada en la tierra. Por lo
tanto, los juegos de palabras sobre estas cuestiones son
inadmisibles a indignos. La Iglesia es verdaderamente un
reino. Su destino es reinar. Y, al fin, este reino se extenderá
por todo el universo: así se nos ha prometido.
Se detuvo de pronto, como conteniéndose. Iván
Fiodorovitch, después de haberle escuchado atenta y
cortésmente y con toda calma, continuó, dirigiéndose al
starets, en el mismo tono sencillo de antes:
-La idea esencial de mi artículo es que el cristianismo, en
los tres primeros siglos de su existencia, se condujo en el
mundo corno una Iglesia y, en realidad, no fue otra cosa.
Cuando el Estado romano pagano adoptó el cristianismo, se
incorporó a la Iglesia, pero siguió siendo un Estado pagano en
multitud de atribuciones. En el fondo, esto era inevitable. El
Estado romano había heredado demasiadas cosas de la
civilización y la sagacidad paganas, entre ellas las bases y los
fines mismos del Estado. Era evidente que la Iglesia de Cristo,
al introducirse en el Estado, no podía suprimir nada de sus
propias bases, de la piedra sobre la cual descansaba: tenía
que ir hacia sus fines, firmemente señalados y establecidos
por Jesucristo. Uno de estos fines era convertir en Iglesia,
regenerándola, el mundo entero y, en consecuencia, el Estado
pagano antiguo. De este modo, y atendiendo a sus planes
para el futuro, la Iglesia no debe buscar un puesto
determinado en el Estado, como «toda asociación pública» o
como «una agrupación que persigue fines religiosos», para
emplear los mismos términos del autor cuyas ideas refuto,
sino que todo el Estado terrestre debería convertirse en
Iglesia o, por lo menos, renunciar a todos sus fines
incompatibles con los de la Iglesia. Esto no humilla, no reduce
el honor ni la gloria de níngún gran Estado, ni tampoco la
gloria de sus gobernantes, sino que los lleva a dejar el falso
camino, todavía pagano y erróneo, y seguir el camino justo, el
único que conduce a fines eternos. Por eso el autor del libro
sobre las Bases de la justicia eclesiástica hubiera procedido
certeramente si, al exponer y proponer estas bases, las
hubiera considerado únicamente como un compromiso
provisional, todavía necesario en nuestra época pecadora a
imperfecta. Pero desde el momento en que el autor osa
declarar que las bases que propone, alguna de las cuales
acaba de enumerar el padre José, son primordiales,
inquebrantables, permanentes, se opone al destino santo a
inmutable de la Iglesia. Esto es lo que expongo en mi artículo.
-Dicho de otro modo -continuó el padre Paisius, recalcando
las palabras-, que ciertas teorías que no se han abierto paso
hasta nuestro siglo diecinueve, afirman que la Iglesia debe
convertirse, regenerándose, en Estado, pasar de una posición
inferior a otra superior, dejándose absorber por él, después de
haber cedido a la ciencia, al espíritu de la época, a la
civilización. Si se niega a esto, sólo tendrá un papel
insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que
ocurre en la Europa de nuestros días. Por el contrario, según
las concepciones y las esperanzas rusas, no es la Iglesia la
que debe transformarse en Estado, pasando de un plano
inferior a otro superior, sino que es el Estado el que debe
mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y nada más
que una Iglesia. ¡Así sea! ¡Así sea!
-Le confieso que me ha reconfortado un poco -dijo Miusov
sonriendo y volviendo a cruzar las piernas-. Por lo que he
entendido, habla usted de la realización de un ideal que no se
cumplirá hasta fecha muy lejana, hasta la vuelta de Cristo.
Esto es todo lo que ustedes desean. La utopía de la
desaparición de las guerras, de la diplomacia, de las casas de
banca, etcétera: algo que se parece al socialismo. Yo creía
que hablaban en serio, de cosas inmediatas, que desde hoy
mismo la Iglesia iba, por ejemplo, a juzgar a los criminales, a
condenarlos al látigo, al presidio a incluso a la pena de
muerte.
Iván Fiodorovitch repuso pausadamente:
-Si hubiera sólo tribunales eclesiásticos, la Iglesia no
enviaría a nadie a presidio ni a la horca. El crimen y el modo
de considerarlo se tendrían seguramente que modificar. Esto
se habría de hacer poco a poco, no de golpe, pero lo más
rápidamente posible.
-¿Habla usted en serio? -le preguntó Miusov mirándole a la
cara.
-Si la Iglesia lo absorbiera todo, excomulgaría al criminal y
al desafecto -dijo Iván Fiodorovitch-, pero no cortaría cabezas.
¿Qué sería del excomulgado, me quiere usted decir? Pues no
quedaría separado solamente de los hombres, sino también
de Cristo. Con su crimen no se habría rebelado únicamente
contra la humanidad, sino también contra la Iglesia de Cristo.
Bien mirado, así sucede ya. Lo que ocurre es que la
conciencia del criminal de hoy se desvía, diciéndose: «He
robado, pero no me he rebelado contra la Iglesia. Yo no soy
enemigo de Cristo.» Esto es lo que suele decirse el criminal
de hoy. Pero cuando la Iglesia haya sustituido al Estado, al
criminal le será difícil hablar así, a menos de que vaya contra
la Iglesia imperante en todo el mundo. Entonces tendría que
decir: «Todos están equivocados, todos se han desviado del
buen camino. Su Iglesia es falsa. Sólo yo, ladrón y asesino,
soy la verdadera Iglesia cristiana.» Es una posición dificil de
mantener, pues requiere condiciones extraordinarias,
circunstancias que sólo existen excepcionalmente. Por otra
parte, ¿no hay un resto de paganismo en el punto de vista
actual de la Iglesia respecto al crimen? En vez de preservar a
la sociedad cercenando un miembro gangrénado, ¿no sería
mejor que acometiera francamente la regeneración y la
salvación del culpable?
-¿Qué quiere decir esto? -intervino Miusov-. De nuevo no
le comprendo. Eso es otro sueño disparatado, incomprensible.
¿Qué significa esa excomunión? Francamente, Iván
Fiodorovitch: parece que usted no habla en serio.
-Observen ustedes -dijo el starets, hacia el que todos se
volvieron- que si la Iglesia de Cristo no existiera, el criminal no
tendría freno para sus fechorias ni recibiría un verdadero
castigo..., no un castigo mecánico que, como el señor acaba
de decir, sólo produce generalmente irritación, sino un castigo
real, el único que atemoriza y aplaca, el que consiste en la
confesión que descarga la conciencia.
-Permitame que le pregunte cómo es eso posible -dijo
Miusov con viva curiosidad.
-Se lo explicaré -respondió el starets-. Las condenas a
trabajos forzados, agravadas años atrás con castigos
corporales, no enmiendan a nadie y, sobre todo, no
atemorizan a casi ningún criminal. Convenga usted en que
cuanto más tiempo pasa, más aumenta el número de
crímenes. De ello resulta que la sociedad no queda
preservada en modo alguno, pues aunque el miembro nocivo
sea cercenado mecánicamente y enviado muy lejos, donde
queda oculto a la vista de los demás, aparece otro criminal, o
tal vez dos, para cubrir el puesto vacío. Lo único que hasta
ahora protege a la sociedad, enmienda al criminal y lo
convierte en otro hombre es la ley de Cristo, expresada por la
voz de la conciencia. Sólo después de haber reconocido su
falta como hijo de la sociedad de Cristo, es decir, de la Iglesia,
el criminal la reconocerá ante la sociedad misma. Así, sólo
ante la Iglesia puede reconocer su falta: no ante el Estado. Si
la justicia dependiera de la sociedad como Iglesia, sabría a
quién relevar de la excomunión, a quién admitir en su seno.
Como hoy la Iglesia sólo puede condenar moralmente, re-
nuncia castigar materialmente al criminal. Y no lo excomulga:
lo envuelve en sus paternales métodos de curación. Es más,
se esfuerza en mantener con el criminal todas las relaciones
que mantiene con el cristiano inocente: lo admite en los
oficios, le da la comunión, lo trata con caridad, más como a un
extraviado que como a un delincuente. ¿Qué sería de él,
Señor, si la sociedad cristiana, es decir, la Iglesia, lo
rechazara, como lo rechaza y lo aisla la sociedad civil? ¿Qué
sería de él si la Iglesia lo excomulgara a la vez que se aplica
la ley del Estado? No existiría en el mundo mayor desespera-
ción, por lo menos para los criminales rusos, que conservan la
fe. Por otra parte, podría ocurrir algo horrible: que el corazón
lacerado del criminal perdiera la fe. No, la Iglesia, como una
tierna madre, renuncia al castigo material, pues considera que
el delincuente, castigado con sobrada dureza por los
tribunales seculares, necesita que alguien se compadezca de
él. Además, y sobre todo, renuncia a ello porque la justicia de
la Iglesia, única que conoce la verdad, no puede unirse, ni
esencial ni moralmente, a ninguna otra, aunque la unión sea
provisional. No es posible transigir sobre este punto.
»Según dicen, es muy raro que el criminal extranjero se
arrepienta, ya que las doctrinas contemporáneas confirman su
idea de que el crimen no es un crimen, sino un simple acto de
rebeldía contra un poder que le oprime injustamente. La
sociedad lo excluye con una fuerza que se le impone de un
modo puramente mecánico, y a esta exclusión añade el odio.
Así, por lo menos, se cuenta que ocurre en Europa. Y además
de añadir el.odio, lo acompaña de la mayor indiferencia y de
un olvido absoluto del destino ulterior del culpable. Todo
ocurre, pues, sin que la Iglesia dé muestra alguna de piedad,
pues en muchos casos allí ya ni siquiera hay Iglesia: sólo
quedan eclesiásticos y edificios magníficos. Aquellas Iglesias
luchan desde hace tiempo por pasar del plano inferior al
superior: por convertirse en Estados. Así, por lo menos,
parece ocurrir en las zonas luteranas. En Roma, hace ya mil
años que la Iglesia se erigió en Estado. Con esto, el criminal
no se considera miembro de la Iglesia. Se ve excomulgado y
cae en la desesperación. Si vuelve a la sociedad, suele
hacerlo con tal odio, que ella misma lo arroja de su seno. Ya
pueden ustedes suponer cómo termina esto. En la mayoría de
los casos parece que ocurre lo mismo en nuestro país, pero
en realidad, en muchos de nuestros tribunales contamos con
la Iglesia, y esta Iglesia no pierde el contacto con el criminal,
que sigue siendo para ella un hijo querido. Además, existe,
subsiste, aunque sólo sea en teoría, la justicia de la Iglesia,
que si ahora no es efectiva, lo será en el porvenir, y que el
criminal admite por un impulso instintivo de su alma.
»Aqui se acaba de decir algo de cuya exactitud no hay
duda: que si la justicia de la Iglesia entrara en vigor, es decir,
si la sociedad en masa se convirtiese en Iglesia, no solamente
la justicia de la Iglesia influiría en la enmienda del criminal de
modo muy distinto de como ocurre ahora, sino que el número
de crímenes disminuiría en proporciones incalculables. Y no
hay duda de que la Iglesia trataría en la mayoría de los casos
el crimen y a los criminales de un modo completamente
distinto de como lo hace actualmente: atraería a ella al
excomulgado, prevendría los propósitos criminales,
regeneraría al caído.
Y el starets terminó, con una sonrisa:
-Verdad es que la sociedad cristiana no está todavía cerca
de conseguir esa posición. Sólo reposa sobre siete justos.
Pero como éstos no desfallecen, esperan tranquilamente la
transformación absoluta, de asociación casi pagana, en la
Iglesia única, universal y reinante. Así ocurrirá, aunque dentro
de muchos siglos, pues está predestinada a ello. No hay que
inquietarse por las dilaciones, ya que este proceso misterioso
depende de la sabiduría de Dios y de la presencia de su amor.
Lo que para los ojos del hombre parece muy lejano, está tal
vez a punto de cumplirse para la predestinación divina. ¡Así
sea!
-¡Así sea! -repitió respetuosamente el padre Paisius.
-Es extraño, sumamente extraño -dijo Miusov en un tono
de indignación reprimida.
-¿Qué es lo que le parece extraño? -preguntó el padre
José.
-Se lo diré francamente -exclamó Miusov, con una
agresividad repentina-. ¿Qué significa todo esto? ¡Se elimina
al Estado para poner en su lugar a la Iglesia! Esto es
ultramontanismo elevado al cuadrado. ¡Ni Gregorio séptimo
hubiera tenido una idea semejante!
-Su interpretación es completamente errónea -observó
severamente el padre Paisius-. No es la Iglesia la que se
convierte en Estado, fíjese bien. Esto es el sueño romano, la
tercera tentación del demonio. Por el contrario, es el Estado el
que se convierte en Iglesia, el que se eleva hasta ella y llega a
ser una Iglesia sobre todo el mundo. Esto es diametralmente
opuesto a Roma, al ultramontanismo, a la interpretación de
usted; esto es la misión sublime reservada a la ortodoxia en el
mundo entero. Esta estrella empezará a resplandecer en
Oriente.
Miusov guardó un silencio significativo. De toda su persona
emanaba un algo de extrema dignidad. En sus labios apareció
una sonrisa de indulgencia. Aliocha lo observaba con el
corazón palpitante. La conversación le había impresionado
profundamente. Su mirada tropezó con Rakitine, que
permanecía inmóvil y escuchaba atentamente, con la cabeza
baja. Del vivo color de su tez, Aliocha dedujo que estaba tan
impresionado como él, y sabía el motivo.
-Permítanme, señores, que les refiera una anécdota
-empezó a decir Miusov con una gravedad presuntuosa-.
Hallándome en París, tuve ocasión, después del golpe de
Estado de diciembre, de visitar a uno de mis conocidos,
personaje importante que entonces estaba en el poder. Era un
individuo sumamente curioso que, sin ser del cuerpo de
policía, dirigía una brigada de agentes políticos, puesto de
gran importancia. Aproveché la ocasión para hablar con él y
satisfacer mi curiosidad. Fui recibido como subalterno que
presenta un informe, y, al ver que yo estaba en buenas
relaciones con su jefe, me trató con una franqueza relativa, es
decir, con más cortesía que franqueza, como es costumbre en
los franceses, en lo que influyó mi calidad de extranjero. Pero
yo le comprendí perfectamente. Entonces se perseguía a los
socialistas revolucionarios. Prescindiendo del resto de la
conversación, les transmitiré una observación sumamente
interesante que se le escapó a aquel caballero: «No tememos
demasiado a todos esos socialistas, anarquistas, ateos y
revolucionarios. Los vigilamos y estamos al corriente de todos
sus movimientos. Pero hay entre ellos un grupo especial, por
fortuna poco numeroso, que nos inquieta de verdad: el de los
que creen en Dios a pesar de ser socialistas. Es una
agrupación francamente temible. El socialista cristiano es
mucho más peligroso que el socialista ateo.» Estas palabras
me impresionaron entonces, y ahora ustedes me las han
recordado.
-Es decir, que nos las aplica usted a nosotros porque nos
considera socialistas, ¿no es eso? -preguntó sin rodeos el
padre Paisius.
Pero antes de que Piotr Alejandrovitch acertara a
responder, la puerta se abrió y entró Dmitri Fiodorovitch, que
llegaba con gran retraso. Como ya no se le esperaba, su
repentina aparición produjo cierta sorpresa.

CAPITULO VI.
¿POR QUÉ EXISTIRÁ SEMEJANTE HOMBRE?
Dmitri Fiodorovitch era un joven de veintiocho años, de
estatura media y figura bien proporcionada, pero que parecía
bastante mayor de lo que era. Se deducía que su musculoso
cuerpo estaba dotado de una fuerza extraordinaria, pero su
enjuto rostro, de carrillos hundidos, y su amarilla tez le daban
un aspecto de enfermo. Sus ojos, negros, algo saltones,
tenían una mirada vaga, aunque parecía obstinada. Cuando
estaba agitado y hablaba con indignación, su mirada no
correspondia a su estado de ánimo. «Es muy dificil saber lo
que piensa», decían a veces sus interlocutores. Algunos días
sus risas inopinadas, que denotaban regocijo o pensamientos
alegres, sorprendian a los que, viendo sus ojos, le creían
pensativo y triste. Por otra parte, era natural que tuviera una
expresión algo atormentada. Todo el mundo estaba al
corriente de los excesos a que se entregaba en los últimos
tiempos, así como de la indignación que se apoderaba de él
en las dispùtas que sostenía con su padre por cuestiones de
dinero. Por la localidad circulaban anécdotas sobre este
particular. Verdaderamente, era un hombre irascible, «un alma
oscura y extraña», como dijo de él en una reunión el juez de
paz Simón Ivanovitch Katchalnikov.
Iba irreprochable y elegantemente vestido: la levita
abrochada, guantes negros y el alto sombrero en la mano.
Como oficial retirado hacia poco, en su cara no se veía más
pelo que el del bigote. Su cabello, corto y peinado hacia
delante, era de color castaño. Andaba a grandes pasos y con
aire resuelto.
Se detuvo un instante en el umbral, recorrió con la mirada
a los asistentes y se fue derecho al starets, comprendiendo
que era la figura principal de la reunión. Le saludó
profundamente y le pidió que le bendijera. El starets se puso
en pie para bendecirle. Dmitri Fiodorovitch le besó la mano
respetuosamente y dijo con cierta irritación:
-Perdóneme por haberle hecho esperar. Pregunté
repetidamente la hora de la conferencia a Smerdiakov, el
criado que me envió mi padre, y él me contestó dos veces y
de modo categórico que se había fijado para la una. Sin
embargo, ahora veo...
-No se preocupe -le interrumpió el starets-. Ha llegado un
poco tarde, pero eso no tiene importancia.
-Muy agradecido. No esperaba menos de su bondad.
Dicho esto, Dmitri Fiodorovitch se inclinó nuevamente, y
después, volviéndose hacia su padre, le hizo un saludo
igualmente profundo y respetuoso. Se veía que tenía
premeditado este saludo, considerando un deber manifestar
su cortesía y sus buenas intenciones. Fiodor Pavlovitch,
aunque no esperaba este saludo de su hijo, supo salir del
paso, levantándose y respondiéndole con una reverencia
igual. Su semblante cobró una expresión de imponente
gravedad, pero sin perder su matiz maligno.
Después de haber correspondido en silencio a los saludos
de todos los asistentes, Dmitri Fiodorovitch se dirigió con su
paso firme a la ventana y ocupó el único asiento que había
vacío, cerca de la silla del padre Paisius. Se inclinó hacia
delante y se dispuso a escuchar la interrumpida conversación.
La entrada de Dmitri Fiodorovitch sólo había distraído a los
presentes durante dos o tres minutos. Luego se reanudó el
debate general. Pero Piotr Alejandrovitch no creyó necesario
responder a la pregunta apremiante a irritada del padre
Paisius.
-Dejemos este asunto -dijo con mundana desenvoltura-. Es
demasiado delicado. Mire a Iván Fiodorovitch. Nos observa y
sonríe. Seguramente tiene algo interesante que decirnos.
-No es nada de particular -repuso en el acto Iván Fiodo-
rovitch-. Sólo quiero decirles que, desde hace mucho tiempo,
el liberalismo europeo en general, a incluso el diletantismo
liberal ruso, suelen confundir los objetivos del socialismo con
los del cristianismo. Esta absurda conclusión es un rasgo
caracteristico de ellos. Por lo demás, no son únicamente los
liberales y los aficionados al liberalismo los que confunden las
doctrinas socialistas con las cristianas, sino que también hay
que incluir a los gendarmes, por lo menos en el extranjero. Su
anécdota parisiense es muy significativa a este respecto, Piotr
Alejandrovitch.
-Solicito de nuevo que dejemos este tema -dijo Piotr
Alejandrovitch-. Pero antes permítame contar otra anécdota
sumamente típica a interesante, relacionada con Iván
Fiodorovitch. Hace cinco días, en una reunión en la que
predominaba el elemento femenino, manifestó con toda
seriedad, en el curso de uria discusión, que ninguna ley del
mundo obliga a las personas a amar a sus semejantes, que
ninguna ley natural impone al hombre el amor a la humanidad,
que si el amor había reinado en la tierra no se debía a
ninguna ley natural, sino a la creencia en la inmortalidad. Iván
Fiodorovitch añadió que ésta era la única ley natural; de modo
que si se destruye en el hombre la fe en su inmortalidad, no
solamente desaparecerá en él el amor, sino también la
energía necesaria para seguir viviendo en este mundo.
Además, entonces no habría nada inmoral y todo. incluso la
antropofagia. estaría autorizado. Y esto no es todo; terminó
afirmando que, para el individuo que no cree en Dios ni en su
propia inmortalidad, la ley moral de la naturaleza es el polo
opuesto de la ley religiosa; que, en este caso, el egoísmo,
°incluso cuando alcanza un grado de perversidad, debe no
sólo ser autorizado, sino reconocido como un desahogo
necesario, lógico e incluso noble. Oida esta paradoja, pueden
juzgar lo demás, señores; pueden formar juicio sobre lo que
nuestro extravagante Iván Fiodorovitch se complace en
proclamar, y acerca de sus intenciones eventuales.
-¿He entendido bien? -exclamó de súbito Dmitri Fiodoro-
vitch-. «La maldad, para el ateo, no sálo está autorizada, sino
que se considera como una manifestación natural necesaria y
razonable. » ¿Es esto?
-Exactamente -dijo el padre Paisius.
-Lo tendré presente.
Dicho esto, Dmitri Fiodorovitch enmudeció tan
repentinamente como se había mezclado en la conversación.
Todos le miraron con curiosidad.
-¿Es posible que vea usted así las consecuencias de la
desaparición de la fe en la inmortalidad del alma? -preguntó
de súbito el starets a .Iván Fiodorovitch.
-Sí, yo creo que no hay virtud sin inmortalidad.
-Si piensa usted de ese modo, es feliz, o tal vez muy
desgraciado.
-¿Por qué desgraciado? -preguntó Iván Fiodorovitch con
una sonrisa.
-Porque, según todas las apariencias, usted no cree en la
inmortalidad del alma ni en nada de lo que se ha escrito sobre
la Iglesia.
-Tal vez tenga usted razón. Sin embargo, no he hablado
en broma -manifestó Iván Fiodorovitch enrojeciendo ante esta
singular declaración.
-Cierto: usted no ha bromeado. Expone una idea que
todavía no se ha resuelto en su corazón y que le tortura.
También al mártir le gusta a veces recrearse en su
desesperación. Por el momento, es la desesperación lo que le
lleva a usted a distraerse con artículos y conversaciones de
sociedad, sin creer en su propia dialéctica y sonriendo
dolorosamente en su interior. Esa cuestión no está todavía
resuelta en usted, y ello le atormenta porque redama ur-
gentemente una solución.
-¿Pero puede esa cuestión resolverse en mí, resolverse en
un sentimiento positivo? -preguntó Iván Fiodorovitch con
extraño acento y mirando al starets con una sonrisa
inexplicable.
-Si no se resuelve positivamente, tampoco se resolverá
nunca en un sentido negativo. Usted conoce esta propiedad
de su corazón. Esto es lo que le tortura. Pero dé gracias al
Creador por haberle dotado de un corazón sublime, capaz de
atormentarse de ese modo, de pensar en las cosas del cielo y
de investigarlas, pues allí está nuestra morada. Que Dios le
permita encontrar la solución aquí abajo y que bendiga sus
caminos.
El starets levantó la mano para hacer desde su asiento la
señal de la Cruz a Iván Fiodorovitch; pero éste se levantó, fue
hacia él, recibió su bendición, le besó la mano y volvió a su
sitio sin decir palabra. Su semblante expresaba gravedad y
energía. Esta actitud y toda su conversación anterior con el
starets, que no se esperaban de él, sorprendieron a todos, al
percibir en ellas algo indefinable, enigmático y solemne. Hubo
un momento de silencio general. El rostro de Aliocha tenía
una expresión de inquietud que rayaba en el espanto. Miusov
se encogió de hombros, y en este momento se puso de pie
Fiodor Pavlovitch.
-Divino y Santo starets -exclamó señalando a Iván Fiodoro-
vitch-, éste es mi hijo bienamado, la carne de mi carne. Es,
por decirlo así, mi reverente Karl Moor. Y aquí está mi otro
hijo, el que acaba de llegar, Dmitri Fiodorovitch, al que pido
una explicación en presencia de usted. Éste es el irreverente
Frantz Moor. Los dos aparecen en Los bandidos, de Schiller, y
yo soy en esta ocasión el Regierender Graf von Moor .
Júzguenos y sálvenos. Necesitamos no sólo sus oraciones,
sino también sus pronósticos.
-Empiece usted por ser razonable y no ofender a las
personas de su familia -respondió el starets con voz
desfallecida. Su fatiga iba en aumento y sus fuerzas decrecían
visiblemente.
-¡Esto es una indigna comedia! -exclamó Dmitri Fiodoro-
vitch, que se había levantado también-. Me lo figuraba cuando
venía hacia aquí. Perdóneme, reverendo padre. Mi instrucción
es escasa a ignoro el tratamiento que hay que darle, pero
debo decirle que le han engañadti, abusando de su bondad.
Usted no debió concedernos esta entrevista. Mi padre sólo
desea provocar un escándalo. ¿Con qué objeto? Lo ignoro,
pero en él todo es premeditado. Y ahora me parece
comprender...
-Todo el mundo me acusa -dijo Fiodor Pavlovitch-, sin ex-
cluir a Piotr Alejandrovitch. Sí, Piotr Alejandrovitch, usted me
acusa -dijo, volviéndose hacia Miusov, aunque éste no tenía el
menor propósito de contradecirle-. Me acusan de haber
ocultado el dinero de mi hijo y no haberle dado un céntimo.
Pero diganme ustedes: ¿no existen los tribunales? Allí se te
rendirán cuentas, Dmitri Fiodorovitch. Con tus recibos, tus
camas y toda clase de documentos a la vista, se te dirá lo que
tenías, lo que has gastado y lo que te queda. ¿Por qué se
calla, Piotr Alejandrovitch? Dmitri Fiodorovitch no es un
extraño para usted. Y es que todos van contra mi. Por eso
Dmitri Fiodorovitch mantiene su deuda conmigo, y no una
pequeña deuda, sino una deuda de varios miles de rublos,
como puedo demostrar. Sus excesos son la comidilla de toda
la ciudad. Cuando estuvo en el ejército, gastó en diversas
poblaciones más de mil rublos para seducir a muchachas
honestas. Esto, Dmitri Fiodorovitch, lo sé con todo detalle, y
puedo probarlo. Aunque a usted le parezca mentira,
reverendo starets, ha conseguido que se prende de él una
joven distinguida y acomodada, la hija de su antiguo jefe,
bravo coronel que prestó extraordinarios servicios y al que se
impuso el collar de Santa Ana con espadas. Esta huérfana,
con la que se ha comprometido a casarse, habita ahora en
nuestra localidad. Y aunque es su prometida, Dmitri
Fiodorovitch no se oculta de ella para visitar a cierta « sirena».
Ésta, aunque ha vivido ilicitamente con un hombre respetable,
pero de carácter independiente, es una fortaleza
inexpugnable, pues, en el fondo, es una mujer virtuosa... Sí,
reverendos padres, es virtuosa. Pues bien, Dmitri Fiodorovitch
quiere abrir esta fortaleza con una llave de oro. Por eso se
hace ahora el bueno conmigo: quiere sacarme dinero. Ya ha
gastado miles de rublos por esa sirena. Esto explica que pida
prestado sin cesar. ¿Y saben ustedes a quién? ¿Lo digo,
Mitia?
-¡Calla! Espera a que me haya marchado. No difames en
mi presencia a la más honesta de las mujeres. ¡No lo
consentiría!
Se ahogaba de furor.
-¡Oh Mitia! -exclamó Fiodor Pavlovitch, haciendo esfuerzos
por llorar-. ¿Es que te olvidas de la maldición paterna? ¿Qué
será de ti si te maldigo?
-¡Miserable hipócrita! -rugió Dmitri Fiodorovitch.
-¡Ya ven ustedes cómo trata a su padre, a su propio padre!
¿Qué hará con los demás? Escuchen, señores: hay un
hombre pobre, pero honorable; un capitán separado del
ejército a consecuencia de una desgracia, no de un juicio; un
hombre honorable que tiena a su cargo una familia numerosa.
Pues bien, hace tres semanas, Dmitri Fiodorovitch lo cogió de
la barba en una taberna, lo sacó a rastras a la calle y lo
golpeó delante de todo el mundo, únicamente porque este
hombre está encargado de mis intereses en cierto asunto.
-¡Todo eso es falso! -exclamó Dmitri Fiodorovitch, tem-
blando de cólera-. La parte exterior es verdad, pero el fondo
es todo una mentira. No pretendo justificar mi conducta.
Declaro que me conduje brutalmente con ese capitán y que
ahora lo lamento y me horrorizo de mi brutalidad. Pero ese
capitán, el encargado de tu negocio, visitó a esa mujer que tú
llamas «sirena» y le propuso en tu nombre endosar los
pagarés firmados por mi que tienes en tu poder, con objeto de
perseguirme y hacerme detener, en caso de que yo apretase
demasiado en el arreglo de nuestras cuentas. Si quieres
verme en la cárcel, es sólo por celos, porque has rondado a
esa mujer. Estoy al corriente de todo: ella misma lo ha
contado, burlándose de ti. Así es, reverendos padres, este
hombre, este padre que acusa a su hijo de proceder mal.
Ustedes son testigos. Perdonen mi cólera. Ya presentía yo
que este pérfido viejo nos había convocado aquí para
provocar un escándalo. He venido con la intención de
perdonarlo si me hubiera tendido la mano, de perdonarlo y de
pedirle perdón. Pero como acaba de insultarme y de insultar a
esa noble joven, cuyo nombre, por respeto, no quiero
pronunciar, puesto que no es necesario, he decidido
desenmascararlo públicamente, aunque sea mi padre.
No pudo continuar. Sus ojos centelleaban y respiraba con
dificultad. Todos los reunidos daban muestras de emoción,
excepto el starets, y todos se habían levantado
nerviosamente. Los religiosos habían adoptado una expresión
severa, pero esperaban oír a su viejo maestro. Éste estaba
pálido, no de emoción, sino a causa de su enfermedad. Una
sonrisa de súplica se dibujaba en sus labios. A veces había
levantado la mano para poner freno a la violencia de la
disputa. Hubiera podido poner fin a la escena con un solo
gesto, pero, con los ojos impávidos, parecía esforzarse en
comprender algún detalle que no veía claro. Al fin, Piotr
Alejandrovitch se sintió definitivamente herido en su dignidad.
-Todos somos culpables de este escándalo -declaró con
vehemencia-; pero yo no preveía esto cuando venía hacia
aquí, aunque sabía en compañía de quién estaba. Hay que
terminar en seguida. Reverendo starets, le aseguro que yo no
conocía exactamente todos los detalles que aquí se han
revelado: no podía creer en ellos. El padre tiene celos del hijo
a causa de una mujer de mala vida, y procura entenderse con
esta mujer para encarcelar al hijo... ¡Y se me ha hecho venir
aquí en compañia de semejante hombre...! Se me ha
engañado, lo mismo que se ha engañado a los demás.
-Dmitri Fiodorovitch -gritó de pronto Fiodor Pavlovitch con
una voz que no parecía la suya-, si no fueras mi hijo, ahora
mismo lo retaría a un duelo, a pistola, a tres pasos y a través
de un pañuelo, ¡si, a través de un pañuelol -repitió en el colmo
del furor.
Los viejos farsantes que han mentido durante toda su vida,
se compenetran a veces de tal modo con su papel, que
tiemblan y lloran de emoción, aunque en el mismo momento,
o inmediatamente después, puedan decirse: «Estás
mintiendo, viejo desvergonzado; sigues representando un
papel, a pesar de tu indignación sincera.»
Dmitri Fiodorovitch miró a su padre con un desprecio inde-
cible.
-Mi propósito era -le dijo en voz baja- regresar a mi tierra
natal con mi prometida, ese ángel, para alegrar los días de tu
vejez, y me encuentro con un viejo depravado y un vil
farsante.
-¡Nos batiremos! -gritó el viejo, jadeando y babeando a
cadá palabra-. En cuanto a usted, Piotr Alejandrovitch, ha de
saber que en toda su genealogía no hay seguramente una
mujer más noble, más honesta..., ¿lo oye usted?, más
honesta que esa a la que se ha permitido llamar de «mala
vida». Y tú, Dmitri Fiodorovitch, que has reemplazado a tu
novia por esa mujer, habrás podido comprobar que tu
prometida no le llega a la suela de los zapatos.
-¡Es vergonzoso! -dijo el padre José.
-¡Es una vergüenza y una infamia! -exclamó una voz
juvenil, trémula de emoción.
Era la voz de Kalganov, que hasta entonces había
guardado silencio y cuya cara había enrojecido de pronto.
-¿Por qué existirá semejante hombre? -exclamó
sordamente Dmitri Fiodorovitch, al que la cólera trastornaba, y
alzando los hombros de tal modo que parecía jorobado-.
Diganme: ¿se le puede permitir que siga deshonrando al
mundo?
Y miró en torno de él, mientras señalaba a su padre con el
brazo extendido. Hablaba lentamente, con gran aplomo.
-¿Lo oyen ustedes? -exclamó Fiodor Pavlovitch mirando al
padre José-. Ahí tiene usted la respuesta a su exclamación.
«¡Es vergonzoso!» Esa mujer « de mala vida» es tal vez más
santa que todos ustedes, señores religiosos, que viven
entregados a Dios. Cayó en su juventud, víctima de su
ambiente, pero ha amado mucho, y Jesucristo perdonó a
aquella mujer que había amado mucho .
-No fue un amor de ese género el que Jesucristo perdonó
-replicó, perdiendo la paciencia, el bondadoso padre José.
-Sí, señores monjes. Ustedes, porque hacen vida
conventual y comen coles, se consideran sabios. También
comen gobios, uno diario, y creen que con estos pescados
comprarán a Dios.
-¡Esto es intolerable! -exclamaron varias voces.
Pero esta ruidosa escena quedó interrumpida del modo
más inesperado. De súbito, el starets se levantó. Alexei, tan
aterrado que apenas podía mantenerse en pie, tuvo fuerzas,
sin embargo, para sostener a su anciano maestro, cogiéndole
del brazo.
El starets se fue hacia Dmitri Fiodorovitch, y cuando llegó
ante él, se arrodilló. Aliocha creyó que había caído ya sin
fuerzas, pero no era así. Una vez arrodillado, el starets se
inclinó ante los pies de Dmitri Fiodorovitch. Fue un saludo
profundo, consciente, preciso, en el que su frente casi tocó el
suelo. Aliocha se quedó tan atónito, que ni siquiera le ayudó a
levantarse. En los labios del starets se dibujaba una débil
sonrisa.
-Perdónenme, perdónenme todos -dijo a sus huéspedes,
haciendo inclinaciones a derecha a izquierda.
Dmitri Fiodorovitch estuvo unos instantes petrificado.
¡Prosternarse ante él! ¿Qué significaba esto...? Al fin,
exclamó: «¡Dios mio!» Se cubrió la cara con las manos y salió
corriendo de la celda. Todos sus compañeros le siguieron
presurosos, y tan aturdidos, que ni siquiera se acordaron de
despedirse del jefe de la casa. Sólo los religiosos se
acercaron a él para recibir su bendición.

-¿Por qué se habrá prosternado? ¿Será algún acto simbó-


lico?
Así intentó Fiodor Pavlovitch, que de súbito se había
calmado, reanudar la conversación. Pero no se atrevió a
dirigirse a nadie particularmente. En este momento cruzaban
la puerta del recinto de la ermita.
-No sé nada de esas locuras -repuso inmediatamente y
con aspereza Piotr Alejandrovitch-. Lo que puedo asegurarle,
Fiodor Pavlovitch, es que me desligo de usted, y para
siempre. ¿Dónde está ese monje que nos acompañaba?
El monje por el que preguntaba Piotr Alejandrovitch y que
les había invitado a comer con el padre abad no se hizo
esperar. Se unió a los visitantes en el momento en que éstos
bajaban los escalones del pórtico. Al parecer, los había estado
esperando durante todo el tiempo que había durado la
reunión.
Piotr Alejandrovitch le dijo, sin ocultar su irritación:
-Tenga la bondad, reverendo padre, de transmitir al padre
abad la expresión de mi más profundo respeto y presentarle
mis excusas. Circunstancias imprevistas me impiden, muy a
pesar mío, aceptar su invitación.
-La circunstancia imprevista soy yo -intervino al punto
Fiodor Pavlovitch-. Oiga, padre: Piotr Alejandrovitch no quiere
estar conmigo; de lo contrario, habría ido de buena gana.
Vaya usted, Piotr Alejandrovitch, y buen provecho. Soy yo el
que me voy. Vuelvo a mi casa, donde podré comer, cosa que
me sería imposible hacer aquí, mi querido pariente.
-Yo no soy ni he sido jamás pariente suyo, hombre despre-
ciable.
-Lo he dicho expresamente para irritarle, porque sé que a
usted le molesta este parentesco. Sin embargo, usted, a pesar
de sus arrogantes protestas, es pariente mío, y lo puedo
probar con documentos... Te enviaré el coche si quieres,
Iván... Piotr Alejandrovitch,.su buena educación le obliga a
acudir a la mesa del padre abad, y no olvide que debe
excusarme de las tonterías que hemos cometido.
-¿De veras se marcha usted? ¿No nos engaña?
-¿Cree usted que puedo atreverme a bromear después de
lo que ha pasado? Me he dejado llevar de los nervios,
señores; perdónenme. Estoy confundido, avergonzado. Lo
mismo se puede tener el corazón de Alejandro de Macedonia
que el de un perrito. Yo me parezco al chuchito Fidele. La
timidez se ha apoderado de mí. Después de lo ocurrido, no
puedo comer los guisos del monasterio. Estoy avergonzado.
Perdónenme, pero no me es posible acompañarles.
«¿No será todo una farsa? Sólo el diablo sabe de lo que
es capaz este hombre.»
Mientras se hacía esta reflexión, Miusov se detuvo y siguió
con la mirada perpleja al payaso que se alejaba. Éste se
volvió y, viendo que Piotr Alejandrovitch le observaba, le envió
un beso con la mano.
-¿Viene usted a comer con el padre abad? -preguntó
Miusov a Iván Fiodorovitch.
-¿Por qué no? Estoy invitado personalmente desde ayer.
-Desgraciadamente, me siento obligado a asistir a esa
maldita comida -dijo Miusov con amarga irritación, sin
preocuparse de que el monjecillo le escuchaba-. Por lo
menos, tenemos que excusarnos de lo que ha ocurrido y
explicar que no ha sido cosa nuestra. ¿No le parece?
-Sí, hay que explicar que no ha sido cosa nuestra.
Además, mi padre no asistirá -observó Iván Fiodorovitch.
-¡Sólo faltaba que asistiera su padre! ¡Maldita comida!
Sin embargo, todos iban hacia el monasterio. El monjecillo
escuchaba en silencio. Al atravesar el bosque, dijo que el
padre abad les esperaba desde hacía un buen rato, que ya
llevaban más de media hora de retraso. Nadie le contestó.
Miusov observó a Iván Fiodorovitch con una expresión de
odio.
«Va a la comida como si nada hubiese ocurrido -pensó-.
Cara de vaqueta y conciencia de Karamazov.»

CAPÍTULO VII
UN SEMINARISTA AMBICIOSO
Aliocha condujo al starets a su dormitorio y lo sentó en su
lecho. Era una reducida habitación sin más muebles que los
indispensables. La cama era estrecha, de hierro, y una simple
manta hacia las veces de colchón. En un rincón se veían
varios iconos y un facistol en el que descansaban la cruz y el
Evangelio. El starets se dejó caer, exhausto. Una vez sentado,
miró fijamente a Aliocha, con gesto pensativo:
-Vete, querido, vete. Con Porfirio tengo suficiente ayuda. El
padre abad lo necesita. Has de servir la mesa.
-Permitame que me quede -dijo Aliocha con voz
suplicante.
-Allí haces más falta. No hay paz entre ellos. Servirás la
mesa y serás útil. Si te asaltan los malos espíritus, reza. Has
de saber, hijo mío -al starets le gustaba llamarle así-, que en
el futuro te puesto no estará aquí. Acuérdate de esto,
muchacho. Cuando Dios me haya juzgado digno de
comparecer ante él, deja el monasterio, márchate en seguida.
Aliocha se estremeció.
-¿Qué te pasa? -le preguntó el starets-. Tu puesto no es
éste por el momento. Tienes una gran misión que cumplir en
el mundo, y yo te bendigo y te envio a cumplirla. Peregrinarás
durante mucho tiempo. Tendrás que casarte: es preciso.
Habrás de soportarlo todo hasta que vuelvas. La empresa no
será fácil, pero tengo confianza en ti. Sufrirás mucho y, al
mismo tiempo, serás feliz. Esta es tu vocación: buscar en el
dolor la felicidad. Lucha, lucha sin descanso. No olvides mis
palabras. Todavía hablaré otras veces contigo, pero mis días,
a incluso mis horas, están contados.
El semblante de Aliocha reflejó una viva agitación. Sus
labios temblaban.
-¿Qué te pasa? -le preguntó, sonriendo, el stárets-. Que
las personas mundanas lloren a sus muertos. Aquí nos
alegramos cuando un padre agoniza. Nos alegramos y
rogamos por él. Déjame. Tengo que rezar. Vete, vete pronto.
Debes estar al lado de tus hermanos; no sólo de uno, sino de
los dos.
El starets levantó la mano para bendecirle. Aunque
experimentaba grandes deseos de quedarse, Aliocha no se
atrevió a hacer ninguna objeción ni a preguntar lo que
significaba la profunda inclinación del starets ante su hermano
Dmitri. Sabía que el starets se lo habría explicado
espontáneamente si hubiera podido. Si no se lo decía era
porque no se lo debía decir. Aquella prosternación haste tocar
el suelo había dejado estupefacto a Aliocha. Tenía alguna
finalidad misteriosa. Misteriosa y a la vez terrible. Cuando
hubo salido del recinto de la ermita sintió oprimido el corazón
y tuvo que detenerse. Le parecía estar oyendo las palabras
del starets que predecían su próximo fin. Las predicciones
minuciosas del starets se cumplirían: Aliocha lo creía
ciegamente. ¿Pero cómo podría vivir sin él, sin verlo ni oírlo?
¿Y adónde iría? El starets le había ordenado que no llorase y
que dejara el monasterio. ¡Señor, Señor...! Hacía mucho
tiempo que Aliocha no había experimentado una angustia
semejante.
Atravesó rápidamente el bosquecillo que separaba la
ermita del monasterio y, sintiéndose incapaz de soportar los
pensamientos que le abrumaban, se dedicó a contemplar los
pines seculares que bordeaban el sendero. El trayecto no era
largo: quinientos pasos a lo sumo. A aquella hora no solía
haber nadie en el camino. Sin embargo, en el primer recodo
Aliocha se encontró con Rakitine. Evidentemente, éste
esperaba a alguien.
-¿Me esperas a mí? -le preguntó Aliocha al llegar a su
lade.
-Sí -dijo Rakitine sonriendo-. Vas a la comida que da el
padre abad: lo sé. Desde el día que recibió al obispo y al
general Pakhatov, ya recordarás, no había celebrado ningún
festín. Yo no estaré allí, pero tú sí, porque has de servir la
mesa... Oye, Alexei: lo esperaba para preguntarte qué
significa ese misterio.
-¿Qué misterio?
-Ese de arrodillarse ante tu hermano Dmitri. ¡Vaya
topetazo que ha dado el viejo!
-¿Te refieres al padre Zósimo?
-Sí.
-¿Un topetazo?
-Ya veo que me he expresado de un mode irreverente.
Pero no importa. ¿Qué significa ese misterio?
-Lo ignoro, Micha .
-Ya sabía yo que no te lo explicaría. La cosa no me
sorprende. Estoy acostumbrado a las santas cuchufletas. Pero
todo está hecho con premeditación. Ahora las bocas van a
tener trabajo en el pueblo, y por toda la provincia correrá la
pregunta: «¿Qué significa ese misterio?» A mí me parece que
el viejo, con su perspicacia, ha olfateado el crimen. Vuestra
casa apesta a eso.
-¿Qué crimen?
Rakitine deseaba dar suelta a su lengua.
-En vuestra familia habrá un crimen: entre tus hermanos y
tu acaudalado papá. Ahí tienes per qué el padre Zósimo ha
tocado el suelo con la frente. Así, después se dirá: «Eso lo
predijo, lo profetizó el santo ermitaño.» Sin embargo, ¿qué
profecía puede haber en darse un golpe en la frente? Otros
dirán que es un acto simbólico, alegórico y sabe Dios cuántas
cosas más. El caso es que todo esto se divulgará y se
recordará. Se dirá que previó el crimen y señaló al criminal.
Los « inocentes» obran así: hacen sobre la taberna la señal
de la cruz y lapidan el templo. Y así precede también tu
starets: para el sabio, bastonazos; para el asesino,
reverencias.
-Pero ¿qué crimen?, ¿qué asesino? ¿De qué estás
hablando?
Aliocha se había quedado clavado en el sitio. Rakitine se
detuvo también.
-¡Come si no lo supieras! Apostaría a que ya habías
pensado en ello. Oye, Aliocha; tú dices siempre la verdad,
aunque siempre estás sentado entre dos sillas. ¿Has pensado
en eso? Contesta.
-Sí, he pensado -dijo Aliocha en voz baja.
Esta afirmación impresionó vivamente a Rakitine.
-¿De modo que también tú lo habías pensado ya? -ex-
clamó.
-No, no es que lo haya pensado -murmuró Aliocha-; es que
al oírte decir todas esas cosas raras que has dicho, me ha
parecido haberlo pensado.
-Óyeme: hoy, viendo a tu padre y a tu hermano Mitia, has
pensado en un crimen, ¿verdad?
-Vayamos-por partes -replicó Aliocha, turbado-. ¿Qué es lo
que te hace sospechar todo eso? Y, sobre todo, ¿per qué te
interesa tanto esta cuestión?
-Dos preguntas muy distintas, pero muy lógicas.
Responderé a ellas per separado. ¿Qué es lo que me hace
sospechar todo esto? Yo no habría sospechado nada si hoy
no hubiera comprendido, de pronto y enteramente, cómo es tu
hermano Dmitri Fiodorovitch en relación con cierta línea. En
las personas rectas, pero sensuales, hay una línea que no se
debe franquear. Por eso creo a Dmitri capaz de dar una
cuchillada incluso a su padre. Y como su padre es un
alcohólico y un libertino desenfrenado que jamás ha conocido
la medida en nada, uno de los dos no podrá contenerse, y,
¡plaf!, los dos a la fosa.
-Si sólo te fundas en eso, Micha, respiro. Las cosas no irán
tan lejos.
-Entonces, ¿por qué tiemblas? Te lo voy a decir. Por recto
que sea tu Mitia (pues es tonto, pero recto), es, ante todo, un
sensual. En esto se basa su naturaleza. Su padre le ha
transmitido su abyecta sensualidad... Oye, Aliocha, hay una
cosa que no comprendo: ¿cómo puedes ser virgen? Eres un
Karamazov, y en tu familia la sensualidad llega al frenesí...
Tres Karamazov sensuales se espían con el cuchillo en el
bolsillo. ¿Por qué no has de ser tú el cuarto?
-Te equivocas en lo que concierne a esa mujer -dijo
Aliocha, estremeciéndose-. Dmitri la desprecia.
-¿Te refieres a Gruchegnka?. No, querido, tu hermano no
¡la desprecia. Ha abandonado por ella a su prometida; de
modo que ` no hay tal desprecio. En todo esto, amigo mío,
hay algo que tú no comprendes todavía. Si un hombre queda
prendado del cuerpo de una mujer, incluso solamente de una
parte de su cuerpo (un voluptuoso me comprendería en el
acto), es capaz de entregar por ella a sus propios hijos, de
vender a su padre, a su madre y a su patria. Aunque sea
honrado, robará; aunque sea bueno, asesinará; aunque sea
fiel, traicionará. El cantor de los pies femeninos, Pushkin, los
ha ensalzado en verso. Otros no los cantan, pero no pueden
mi- Írarlos con serenidad. ¡Y eso que sólo se trata de los
pies...! En estos casos, el desprecio no puede nada. Tu
hermano desprecia a Gruchegnka, pero no puede libertarse
de ella.
-Comprendo todo eso que dices -declaró Aliocha súbita-
mente.
-¿De veras? Para haberlo confesado tan rápidamente es
preciso que lo comprendas -dijo Rakitine con maligno júbilo-.
Es una declaración preciosa, y más aún habiéndola hecho
impensadamente. Por lo tanto, la sensualidad es para ti cosa
conocida: ¡ya has pensado en ella! ¡Ah, la gatita muerta! Eres
un santo, Aliocha, no cabe duda; pero eres también una gata
muerta, y sólo el diablo sabe lo que no has pensado todavía y
lo que dejas de saber. Eres k virgen, pero conoces el fondo de
muchas cosas. Hace tiempo que lo vengo observando. Eres
un Karamazov, un Karamazov de pies a cabeza. Por lo tanto,
la raza y la selección significan algo. Tu padre te ha legado la
sensualidad y tu madre la inocencia. ¿Por qué tiemblas? Eso
prueba que tengo razón. ¿Sabes lo que me ha dicho
Gruchegnka? «Tráemelo (se refería a ti) y yo le arrancaré el
hábito.» Y, ante su insistencia, me he preguntado por qué
sentiría tanta curiosidad por ti. Es una mujer extraordinariá,
¿sabes?
-Júrame que le dirás que no iré -dijo Aliocha con una sonri-
sa forzada-. Acaba de decirme.lo que tengas que decir, Micha.
En seguida te expondré yo mis ideas.
-La cosa está tan clara que no necesita explicación. Es
como una vieja canción, querido. Si tú tienes un
temperamento sensual, ¿cómo no ha de tenerlo tu hermano
Iván, que es hijo de la misma madre? También él es un
Karamazov, y todos los Karamazov son de naturaleza en
extremo sensual y algo dementes. Tu hermano Iván se
entretiene ahora escribiendo artículos de teología, con pro-
pósitos estúpidos, puesto que es ateo, bajeza que confiesa.
Por otra parte, se dedica a conquistar a la novia de su
hermano Mitia y, al parecer, está cerca de conseguirlo.
¿Cómo puede ser esto? Puede ser porque tiene el
consentimiento del propio Mitia, que le cede la novia con el
único fin de deshacerse de ella y poder unirse a Gruchegnka.
Y todo esto, obsérvalo, a pesar de su nobleza y de su de-
sinterés. Estos individuos son los más temibles, porque le
desorientan a uno. Reconocen su vileza, pero no dejan de
conducirse vilmente. En fin, escucha lo que viene ahora. Un
viejo se opone a los planes de Mitia, y ese viejo es su propio
padre. Pues éste está locamente encaprichado de
Gruchegnka: la boca se le hace agua cuando la mira. Ya ves
el escándalo que ha armado a causa de ella, sólo porque
Miusov ha osado calificarla de criatura depravada. Está más
enamorado que un gato. Al principio, Gruchegnka estaba sólo
a su servicio en ciertos negocios sucios. Después, tras
haberla observado atentamente, se dio cuenta de que le
gustaba, y desde entonces no piensa más que en ella y no
cesa de hacerle proposiciones, deshonestas, por supuesto.
Pues bien, aquí es donde chocan el padre y el hijo. Pero
Gruchegnka no se declara en favor ni del uno ni del otro; está
vacilante y mantiene a los dos en la inquietud; se pregunta
cuál de los dos le conviene más, pues si bien es verdad que al
padre le puede sacar mucho dinero, éste no se casará con
ella jamás y tal vez llegue un momento.en que cierre su bolsa,
mientras que ese pobretón de Mitia puede ofrecérle su mano.
Sí, es capaz de eso. Abandonará a Cataiina Ivanovna, su
prometida, una belleza incomparable, rica, noble, hija de un
coronel, por casarse con Gruchegnka, que hasta hace poco
fue la amante de Samsanov, viejo mercader, mujik depravado
y alcalde de la ciudad. No cabe duda de que todo esto puede
provocar un conflicto y un crimen. No espera otra cosa tu
hermano Iván. Así matará dos pájaros de un tiro: será dtieño
de Catalina Ivanovna, de la que está enamorado, y se
embolsará una dote de sesenta mil rublos, cosa nada desde-
ñable para un pobre farsante como él. Y observa una cosa:
obrando así, no solamente no ofenderá a Mitia, sino que éste
le quedará agradecido para toda la vida. Sé de buena tinta
que la semana pasada, en un restaurante donde estaba
borracho en compañía de unos bohemios, Mitia dijo a voces
que era indigno de Katineka, su prometida, y que su hermano
Iván, en cambio, era digno de ella. Catalina Ivanovna acabará
por aceptar a un hombre tan encantador como Iván
Fiodorovitch. Ahora vacila entre los dos hermanos. ¿Pero qué
veis en ese Iván para quedaros con la boca abierta ante él?
Iván Fiodorovitch se rie de vosotros.
-¿De dónde has sacado todo eso? ¿En qué te fundas para
hablar con esa seguridad? -preguntó Aliocha, de súbito y
frunciendo las cejas.
-¿Y por qué me interrogas temiendo por anticipado mi res-
puesta? Eso quiere decir que sabes que he dicho la verdad.
-A ti no te es simpático Iván. A Iván no le atrae el dinero.
-¿De veras? ¿Y tampoco la belleza de Catalina Ivanovna?
No, no se trata únicamente de dinero, aunque sesenta mil
rublos sea una cifra seductora.
-Iván tiene miras más altas. Los miles de rublos no le
deslumbran. No busca el dinero ni la tranquilidad: lo que sin
duda busca es el sufrimiento.
-¡Otra fantasía! ¡Vivis en el limbo!
-Micha, su alma es impetuosa y su espíritu está cautivo.
Hay en él una gran idea de la que todavía no ha encontrado la
clave. Es una de esas personas que no necesitan millones,
sino la solución de su pensamiento.
-Eso es un plagio, Aliocha: repites las ideas de tu starets.
Iván os ha planteado un enigma -exclamó con visible
animosidad Rakitine, cuyo semblante se alteró mientras sus
labios se contraían-. Un enigma estúpido en el que no hay
nada que adivinar. Haz un pequeño esfuerzo y lo
comprenderás todo. Su artículo es ridículo y necio. Le he oído
perfectamente cuando ha desarrollado su absurda teoría. «Si
no hay inmortalidad del alma, no hay virtud, lo que quiere
decir que todo está permitido.» Recuerda que tu hermano
Mitia ha dicho sobre esto que lo tendría presente. Es una
teoría seductora para los bribones... No; para los bribones, no.
Esta vehemencia me trastorna... Es seductora para esos
fanfarrones dotados de «una profundidad de pensamiento
insondable». Es un charlatán, y su teoría, una bobada. Por lo
demás, aunque no crea en la inmortalidad del alma, la
humanidad hallará en si misma el vigor necesario para vivir
virtuosamente. Esa fuerza se la proporcionará su amor a la
libertad, a la igualdad y a la fraternidad.
Rakitine se había entusiasmado y apenas podía
contenerse. Pero, de pronto, se detuvo como si se acordara
de algo.
-¡Bueno, basta ya! -dijo con una sonrisa forzada-. ¿De qué
te ries? ¿Crees que soy tonto?
-No, eso ni siquiera me ha pasado por el pensamiento.
Eres inteligente, pero... En fin, dejemos esto. He sonreído
tontamente. Comprendo que te acalores, Micha. Tu
vehemencia me ha hecho comprender que Catalina Ivanovna
te gusta. Ya hace tiempo que lo sospechaba. Por eso Iván no
te es simpático. Tienes celos.
-Llega hasta el final; di que los celos se deben también al
dinero de ella.
-No, Micha; no quiero ofenderte.
-Lo creo, porque eres tú quien lo dice. Pero que el diablo
os lleve a ti y a tu hermano Iván. Ninguno de los dos
comprendéis que, dejando aparte a Catalina Ivanovna, Iván
no es nada simpático. ¿Por qué he de quererle, demonio? Él
me insulta. ¿No tengo derecho a devolverle la pelota?
-Nunca le he oído hablar ni bien ni mal de ti.
-¿No? Pues me han informado de que anteayer, en casa
de Catalina Ivanovna, habló mucho de mí, tanto interesa este
amigo tuyo y servidor. Después de esto, querido, no está claro
quién está celoso de quién. Dijo que si no me resignaba a la
carrera de archimandrita, si no visto el hábito muy pronto,
partiré hacia Petersburgo, ingresaré en una gran revista como
critico y, al cabo de diez años, seré propietario del periódico.
Entonces le imprimiré una tendencia liberal y atea, a incluso
cierto matiz socialista, aunque tomando precauciones, es
decir, nadando entre dos aguas y dando el pego a los
imbéciles. Y tu hermano siguió diciendo que, a pesar de este
tinte de socialismo, yo ingresaría mis beneficios en un Banco,
especularía por mediación de un judío cualquiera y,
finalmente, me haría construir una casa que me produjese una
buena renta, además de servirme para instalar la redacción de
mi revista. Incluso señaló el sitio donde se levantaría el
inmueble: cerca del puente de piedra que se proyecta
construir entre la avenida Litenaia y el barrio de Wyborg.
-¡Ah, Micha! -exclamó Aliocha, echándose a reír
alegremente sin poderlo remediar-. A lo mejor, eso se cumple
punto por punto.
-¡También tú te burlas, Alexei Fiodorovitch!
-¡No, no; ha sido simplemente una broma! Perdóname.
Estaba pensando en otra cosa. Pero, oye: ¿quién te ha dado
todos esos detalles? Porque tú no estabas en casa de
Catalina Ivanovna cuando mi hermano habló de ti, ¿verdad?
-No, no estaba. Pero Dmitri Fiodorovitch refirió todo esto
en casa de Gruchegnka y yo le oí desde el dormitorio, de
donde no podía salir mientras estuviera allí Mitia.
-Comprendido. Ya no me acordaba de que Gruchegnka es
parienta tuya.
-¿Parienta mía? ¿Gruchegnka parienta mía? -exclamó
Rakitine, enrojeciendo hasta las orejas-. ¿Has perdido el
juicio? ¡No sabes lo que dices!
-¿Cómo? ¿No es parienta tuya? Pues lo he oído decir.
-¿Dónde? ¡Ah señores Karamazov! Tenéis humos de alta
y vieja nobleza, olvidándoos de que vuestro padre era un
simple bufón en mesas ajenas, donde se ganaba un plato de
comida. Yo no soy sino el hijo de un pope, nada a vuestro
lado; pero no me insultéis con esos aires de alegre desdén.
Yo también tengo mi honor, Alexei Fiodorovitch, y me
avergonzaría de estar emparentado con una mujer pública.
Rakitine estaba excitadísimo.
-Perdóname, te lo ruego -dijo Aliocha, que se había puesto
como la grana-. Jamás habría creido que fuera una mujer...
así. Te repito que me dijeron que era pariente tuya. Vas con
frecuencia a su casa, y tú mismo me has dicho que no hay
nada entre vosotros... No me podía imaginar que la
despreciaras tanto. ¿Lo merece verdaderamente?
-Tengo mis razones para ir con frecuencia a su casa: esto
es todo lo que te puedo decir. En cuanto al parentesco, es en
tu familia en la que podría entrar por medio de tu padre o de tu
hermano. En fin, ya hemos llegado. Corre a la cocina... Pero,
¿qué es esto?, ¿qué ha pasado? ¿Es posible que nos
hayamos retrasado tanto? No, no pueden haber terminado ya.
A menos que los Karamazov hayan hecho alguna de las
suyas. Eso debe de ser. Mira: ahí viene tu padre. Y tu
hermano Iván le sigue. Han plantado al padre abad. ¿Ves al
padre Isidoro en la escalinata gritando a tu padre y a tu her-
mano? Y tu padre agita los brazos, sin duda vomitando
insultos. Mira a Miusov en su calesa, que acaba de arrancar.
Y Maximov corre como un desalmado. Ha sido un verdadero
escándalo. La comida no ha llegado a celebrarse. ¿Habrán
sido capaces de pegarle al padre abad? ¿Los habrán
vapuleado a ellos? Lo tendrían bien merecido.
Rakitine había acertado. Acababa de producirse un
escándalo inaudito.

CAPITULO VIII
UN ESCÁNDALO
Cuando Miusov a Iván Fiodorovitch llegaron a las
habitaciones del padre abad, Piotr Alejandrovitch, que era un
hombre bien educado, estaba avergonzado de su reciente
arrebato de cólera. Comprendía que, en vez de exasperarse,
debió apreciar en su justo valor al deleznable Fiodor
Pavlovitch y conservar enteramente su sangre fria.
«Nada se les puede reprochar a los monjes -se dijo de
pronto; mientras subía la escalinata que conducía al
departamento del padre abad-. Puesto que hay aquí personas
distinguidas (el padre Nicolás y el abad pertenecen, según
tengo entendido, a la nobleza), ¿por qué no me he de mostrar
amable con ellos? No discutiré, incluso les llevaré la corriente,
y me atraeré su simpatía. Así les demostraré que yo no tengo
nada que ver con ese Esopo, ese bufón, ese saltimbanqui, y
que he sido engañado como ellos.»
Decidió cederles definitiva a inmediatamente los derechos
de tala y pesca, cosa que haría de mejor grado aún al tratarse
de una bagatela.
Estas buenas intenciones se afirmaron en el momento en
que los invitados entraban en el comedor del padre abad.
Todo el departamento consistía en sólo dos piezas, pero éstas
eran más espaciosas y cómodas que las del starets. En ellas
no imperaba el lujo, ni mucho menos. Los muebles eran de
caoba y estaban tapizados de cuero, según la antigua moda
del año 1820; el suelo no estaba ni siquiera pintado. En
compensación, todo resplandecía de limpieza y en las
ventanas abundaban las flores de precio. Pero el principal
detalle de elegancia consistía en aquel momento en la mesa,
presentada incluso con cierta suntuosidad. El mantel era
inmaculado, la vajilla estaba resplandeciente, en la mesa se
veían tres clases de pan , todas perfectamente cocidas, dos
botellas de vino, dos jarros de excelente aguamiel del
monasterio y una gran garrafa llena de un kvass famoso en
toda la comarca. No había vodka. Rakitine refirió después que
la minuta constaba de cinco platos: una sopa con trozos de
pescado, un pescado en una salsa especial y deliciosa, un
plato de esturión, helados y compota, y, finalmente, kissel .
Incapaz de contenerse, Rakitine había olfateado todo esto
y echado una mirada a la cocina del padre abad, donde tenía
amigos. Los tenía en todas partes: así se enteraba de todo lo
que quería saber. Era un alma atormentada y envidiosa. Tenía
pleno conocimiento de sus dotes indiscutibles y, llevado de su
presunción, las exageraba. Sabía que estaba destinado a
desempeñar un papel importante. Pero Aliocha, que sentía
por él verdadero afecto, se afligía al ver que no tenía
conciencia y que el desgraciado no se daba cuenta de ello.
Sabía que no se apoderaría jamás de un dinero que tuviera a
su alcance, y esto bastaba para que se considerase
perfectamente honrado. Respecto a este punto, ni Aliocha ni
nadie habría podido abrirle los ojos.
Rakitine era poco importante para participar en la comida.
En cambio, el padre José y el padre Paisius habían sido
invitados, además de otro religioso. Los tres esperaban ya en
el comedor para recibir a sus invitados. Era un viejo alto y
delgado, todavía vigoroso, de cabello negro que empezaba a
cobrar un tono gris, y rostro alargado, enjuto y grave. Saludó a
sus huéspedes en silencio, y ellos se inclinaron, solicitando su
bendición. Miusov intentó incluso besarle la mano, pero el
padre abad, advirtiéndolo, la retiró. Iván Fiodorovitch y
Kalganov llegaron al fin del saludo, besándole la mano
ruidosamente, al estilo de la gente del pueblo.
-Todos tenemos que presentarle nuestras excusas,
reverendo padre -dijo Piotr Alejandrovitch con una fina
sonrisa, pero en tono grave y respetuoso-, ya que llegamos
solos, es decir, sin nuestro compañero Fiodor Pavlovitch, a
quien usted había invitado. Ha tenido que renunciar a venir
con nosotros, y no sin motivo. En la celda del padre Zósimo
acalorado por su desdichada querella con su hijo, ha
pronunciado algunas palabras totalmente fuera de lugar, en
extremo inconvenientes..., de lo cual debe de tener ya
conocimiento su reverencia -añadió mirando de reojo a los
monjes-. Fiodor Pavlovitch, consciente de su falta y
lamentándola sinceramente, se siente profundamente
avergonzado y nos ha rogado, a su hijo Iván y a mí, que le
expresemos su pesar, su contrición y su arrepentimiento...
Espera repararlo todo inmediatamente. Por el momento,
implora la bendición de su reverencia y le ruega que olvide lo
sucedido.
Al llegar al final de su discurso, Miusov se sintió tan
satisfecho de sí mismo, que incluso se olvidó de su reciente
irritación. Experimentó de nuevo un sincero y profundo amor
por la humanidad.
El padre abad, que le había escuchado atentamente,
inclinó la cabeza y repuso:
-Lamento vivamente su ausencia. Si hubiera participado en
esta comida, acaso nos habría tomado afecto, y nosotros a él.
Señores, tengan la bondad de ocupar sus puestos.
Se situó ante la imagen y empezó a orar. Todos se
inclinaron respetuosamente y Maximov incluso se colocó
delante de los demás y enlazó las manos con un gesto de
profunda devoción.
Fue entonces cuando Fiodor Pavlovitch completó su obra.
Hay que advertir que su propósito de marcharse había sido
sincero; que, tras su vergonzosa conducta en las habitaciones
del starets, había comprendido que no debía ir a comer con el
padre abad como si nada hubiera pasado. No se sentía
avergonzado, no se hacía amargos reproches, sino todo lo
contrario; pero consideraba que asistir a la comida era una
inconveniencia.
Sin embargo, apenas su calesa de muelles chirriantes
avanzó hasta el pie de la escalinata de la hospedería, y
cuando ya iba a subir al coche, se detuvo. Se acordó de las
palabras que había dicho al starets. «Cuando voy a ver a
otras personas, siempre me parece que soy el más vil de
todos, y que todos me miran como a un payaso. Entonces yo
decido hacer de veras el payaso, por considerar que todos,
desde el primero hasta el último, son más estúpidos y más
viles que yo.»
Fiodor Pavlovitch quería vengarse de todo el mundo por
sus propias villanías. Se acordó de pronto de que un día
alguien le preguntó: «¿Por qué detesta usted tanto a ese
hombre?» A lo que él había contestado en un arranque de
procacidad bufonesca: « No me ha hecho nada, pero yo le
hice a él una mala pasada y desde entonces empecé a
detestarlo.» Este recuerdo le arrancó una risita silenciosa y
maligna. Con los ojos centelleantes y los labios temblorosos,
tuvo unos instantes de vacilación. Luego, de pronto, se dijo
resueltamente: «No podría rehabilitarme. Me mofaré de ellos
hasta el cinismo.»
Ordenó al cochero que esperase y volvió a grandes pasos
al monasterio. Iba derecho a las habitaciones del padre abad.
Ignoraba aún lo que haría, pero sabía que no era dueño de sí
mismo, que al menor impulso cometería cualquier acto
indigno, incluso algun delito del que habría de responder ante
los tribunales. Hasta entonces, jamás había pasado de ciertos
límites, lo que no dejaba de sorprenderle.
Apareció en el comedor en el momento en que, terminada
la oración, todos iban a sentarse a la mesa. Se detuvo en el
umbral, observó a la concurrencia, mirándolos a todos
fijamente a la cara, y estalló en una risa larga y
desvérgonzada.
-¿Se creían que me había marchado? Pues aquí me
tienen -exclamó con voz sonora.
Todos los presentes le miraron en silencio, y, de súbito,
todos comprendieron que inevitablemente se iba a producir un
escándalo. Piotr Alejandrovitch pasó repentinamente de la
calma a la contrariedad. Su cólera volvió a inflamarse:
-¡No lo puedo soportar! -gruñó-. No puedo, no puedo de
ningún modo.
La sangre le afluyó a la cabeza, y notó que se
embarullaba, pero el momento no era para pensar en la
dialéctica. Cogió el sombrero.
-¿Qué es lo que no puede soportar? -exclamó Fiodor
PavIovitch-. ¿Puedo entrar, reverendo padre? ¿Me admite
usted como invitado?
-Le ruego de todo corazón que pase -respondió el padre
abad, y añadió dirigiéndose a todos-: Señores, les suplico que
olviden sus querellas y se reúnan con amor fraternal,
implorando a Dios, en torno de esta mesa.
-¡No, no! Eso es imposible -exclamó Piotr Alejandrovitch
fuera de si.
-Lo que es imposible para Piotr Alejandrovitch, lo es
también para mi. No me quedaré. He venido por estar con él.
No me sepáraré de usted ni un paso, Piotr Alejandrovitch: si
usted se va, me voy yo; si usted se queda, me quedo. Usted,
padre abad, le ha herido al hablar de fraternidad: le mortifica
ser mi pariente... ¿No es verdad, Von Shon? Miren: ahí tienen
a Von Shon. ¡Buenas tardes, Von Shon!
-¿Me dice usted a mi? -preguntó Maximov, estupefacto.
-Sí, a ti. Reverendo padre, ¿sabe usted quién es Von
Shon? El héroe de una causa célebre. Lo mataron en un
lupanar, como creo que llaman ustedes a esos lugares, y, una
vez muerto, lo desvalijaron. Después, a pesar de su
respetable edad, lo metieron en un cajón y lo enviaron de
Petersburgo a Moscú en un furgón de equipajes con una
etiqueta. Y mientras lo embalaban, las rameras cantaban y
tocaban el timpano, es decir, el piano. Pues bien, ese hombre
que ven ustedes ahí es Von Shon resucitado. ¿Verdad, Von
Shon?
-¿Qué dice este hombre? -exclamaron varias voces entre
los religiosos.
-Vámonos -dijo Piotr Alejandrovitch a Kalganov.
-¡No, esperen! -gritó Fiodor Pavlovitch, dando un paso ha-
cia el interior-. Déjenme terminar. En la celda del starets me
han acusado ustedes de haberme conducido
irrespetuosamente, y todo porque he hablado de gobios. A
Piotr Alejandrovitch Miusov, mi pariente, le gusta que en las
peroraciones haya plus de noblesse que de sincérité; a mi, por
el contrario, me gusta que en mis discursos haya plus de
sincérité que de noblesse, ¡y que se fastidie! ¿No es verdad,
Von Shon? Escúcheme, padre abad: aunque yo sea un bufón
y me mantenga en mi papel, soy un caballero de honor y
tengo que explicarme. Sí, yo soy un caballero de honor,
mientras que en Piotr Alejandrovitch no hay más que amor
propio ofendido. He venido aquí para ver lo que pasa y
exponerle mi modo de pensar. Mi hijo Alexei hace el noviciado
en este monasterio. Soy su padre y mi obligación es
preocuparme por su porvenir. Mientras yo actuaba como en
un teatro, lo escuchaba todo, lo miraba todo con disimulo, y
ahora quiero ofrecerle el último acto de la comedia.
Generalmente, aquí, el que cae se queda tendido para
siempre. Pero yo quiero levantarme. Padres, estoy indignado
del modo de obrar de ustedes. La confesión es un gran
sacramento que merece mi veneración y ante el cual estoy
presto a prosternarme. Pues bien, allá abajo, en la ermita,
todo el mundo se arrodilla y se confiesa en voz alta. ¿Está
permitido confesarse en voz alta? En los tiempos más
antiguos, los santos padres instituyeron la confesión secreta.
Porque, por ejemplo, ¿puedo yo explicar ante todo el mundo
que yo hago esto y lo otro y..., me comprende usted? A veces
es una indecencia revelar ciertas cosas. ¡Esto es un
escándalo! Permaneciendo entre ustedes, uno puede ser
arrastrado a la secta de los Kblysty . En cuanto tenga ocasión,
escribiré al Sínodo. Entre tanto, retiro a mi hijo de este
monasterio.
Como se ve, Fiodor Pavlovitch había oído campanas y no
sabía dónde. Según ciertos rumores malignos llegados no
hacia mucho a oídos de las autoridades eclesiásticas, en los
monasterios donde subsistía la institución de los startsy se
testimoniaba a éstos un respeto exagerado, en perjuicio de la
dignidad del abad. Además, los startsy abusaban del
sacramento de la confesión, etcétera, etcétera. Estas
acusaciones infundadas no tuvieron éxito alguno en ninguna
parte. Pero el demonio que Fiodor Pavlovitch llevaba dentro y
que le empujaba cada vez más hacia un abismo de vergüenza
le había inspirado esta acusación, de la que él, por cierto, no
comprendía una palabra. Ni siquiera había acertado a hacerla
oportunamente, ya que esta vez nadie se había arrodillado ni
confesado en voz alta en la celda del starets. Por lo tanto,
Fiodor Pavlovitch no había podido ver nada de lo que acababa
de decir y se había limitado a repetir viejos comadreos que
sólo recordaba a medias. Apenas terminó de exponer estas
necedades, Fiodor Pavlovitch se dio cuenta de lo absurdo de
sus palabras y experimentó en seguida el deseo de demostrar
a su auditorio, y sobre todo a si mismo, que no había en ellas
nada de absurdo. Y aunque sabía perfectamente que todo lo
que dijera no haría sino agravar las cosas, no se pudo
contener y resbaló como por una pendiente.
-¡Qué villanía! -exclamó Piotr Alejandrovitch.
-Un momento -dijo de súbito el padre abad-. Antiguamente
se dijo: «Se empieza a hablar demasiado de mi, a incluso a
hablar mal. Después de haberlo escuchado todo, me he dicho:
esto es un remedio que me envía Jesús para curar mi alma
vanidosa.» Así, le damos humildemente las gracias, querido
huésped.
Y se inclinó profundamente ante Fiodor Pavlovitch.
-¡Bah, bah! Todo eso son gazmoñerías, viejas frases y
viejos gestos, viejas mentiras y puros formulismos como el del
saludo hasta el suelo. Ya sabemos lo que son esos saludos.
«Un beso en los labios y una puñalada al corazón», como en
Los bandidos de Schiller. No me gusta la falsedad, padres
míos; lo que quiero son verdades. Pero la verdad no está en
los gobios, como ya he proclamado. ¿Por qué ayunan
ustedes? ¿Por qué esperan una recompensa en el cielo? Por
obtener esa recompensa, también ayunaría yo. No, santos
monjes: sed virtuosos en la vida; servid a la sociedad sin
encerraros en un monasterio, donde todo lo tenéis pagado, y
sin esperar recompensa alguna. Esto sería más meritorio.
Como ve usted, padre abad, yo sé también hacer frases...
¿Qué veo aquí? -añadió acercándose a la mesa-. Viejo oporto
comprado en Fartori y otro exquisito vino procedente de los
Hermanos Ielisseiev . ¡Caramba, caramba, reverendos
padres! Esto no se parece en nada a los gobios. ¡Y esas otras
botellas! ¡Je, je! ¿Quién os ha dado todo esto? El campesino
ruso, el trabajador que os trae sus ofrendas con sus manos
callosas, quitándoselas a su familia y a las necesidades del
Estado. Ustedes explotan al pueblo, reverendos padres.
-¡Eso es una falsedad indigna! -dijo el padre José.
El padre Paisius guardaba un obstinado silencio. Miusov
salió del comedor precipitadamente, seguido de Kalganov.
-Bueno, mis reverendos padres; me voy en pos de Piotr
Alejandrovitch. No volveré nunca, aunque me lo pidan ustedes
de rodillas. ¡Nunca, jamás! Les envié mil rublos, y hay que ver
cómo abrirían ustedes los ojos. ¡Je, je! Pero a este donativo
no añadiré absolutamente nada. Quiero vengarme de las
humillaciones que recibí de ustedes en mi juventud.
Dio un puñetazo en la mesa con fingida indignación y con-
tinuó:
-Este monasterio ha desempeñado un gran papel en mi
vida. ¡Cuántas y cuán amargas lágrimas he derramado por
culpa de él! Ustedes consiguieron que se volviera contra mí mi
esposa, la endemoniada. Me cubrieron de maldiciones y me
desacreditaron ante el vecindario. ¡Basta ya, reverendos
padres! Vivimos en la época del ferrocarril y de los buques de
vapor. No recibirán nada más de mi: ni mil rublos, ni cien, ni
siquiera uno.
Observemos que el monasterio no había hecho nunca
nada contra él y que Fiodor Pavlovitch no había tenido que
derramar amargas lágrimas por culpa del convento. Sin
embargo, Fiodor PavIovitch se había indignado de tal modo
ante estas supuestas lágrimas, que casi llegó a convencerse
de que las había derramado. Incluso estuvo a punto de
echarse a llorar. Pero comprendió que había llegado el
momento de retirarse.
Por toda respuesta a su odiosa mentira, el padre abad
inclinó la cabeza y dijo gravemente:
-También está escrito que hay que soportar pacientemente
la calumnia y, sin dejarse turbar por ella, no detestar al
calumniador. Así obraremos nosotros.
-¡Bonito galimatías! Ahí se quedan, padres míos: yo me
voy. Me llevaré para siempre a mi hijo Alexei, haciendo use de
mi autoridad paterna. Iván Fiodorovitch, mi amabilísimo hijo,
permíteme que te ordene que me sigas. Von Shon, ¿para qué
te has de quedar en esta casa? Ven a la mía, que sólo está a
una versta de aquí. No lo pasarás mal. En vez de aceite de
lino, te daré un cochinillo relleno de alforfón, coñac y otros
licores, a incluso habrá allí una bonita muchacha. Vamos, Von
Shon; no desprecies tanta feficidad.
Y salió lanzando.gritos y agitando los brazos. En este
momento fue cuando lo vio Rakitine y se lo señaló a Aliocha.
-¡Alexei -gritó a éste su padre desde lejos-, desde hoy vivi-
rás en mi casa! ¡Coge tu almohada y tu colchón! ¡Que no
quede nada tuyo aquí!
Aliocha se detuvo, petrificado, mirando a su padre
atentamente y sin decir palabra.
Fiodor Pavlovitch subió a la calesa seguido de Iván
Fiodorovitch, que, silencioso y sombrío, ni siquiera se volvió
para saludar a su hermano.
Para que nada le faltase, se produjo una escena cómica y
sorprendente. Maximov llegó corriendo y jadeante. En su
impaciencia, puso un pie en el estribo, donde estaba todavía
el de Iván Fiodorovitch, y, aferrándose al coche, trató de subir.
-¡Yo también voy! -exclamó con alegre risa y gesto beatífi-
co-. Llévenme.
-¿Ves? -dijo Fiodor Pavlovitch, encantado-. ¿No decía yo
que es Von Shon resucitado? ¿Cómo te las has arreglado
para salir de allí? ¿Qué te propones? ¿Cómo es posible que
hayas renunciado a la comida? Para proceder así hace falta
tener una cara de bronce. Yo la tengo, pero me asombra que
la tengas también tú, amigo mío. Sube, sube. Déjalo subir,
Iván: nos divertiremos. Se sentará a nuestros pies, ¿no es
verdad, Von Shon? ¿O prefieres instalarte en el pescante,
junto al cochero? Sube al pescante, Von Shon.
Pero Iván Fiodorovitch, que se había sentado ya sin decir
palabra, lo rechazó, dándole un fuerte golpe en el pecho que
le hizo retroceder un par de metros. Maximov no llegó a caer
por verdadero milagro.
-¡En marcha! -gritó Iván ásperamente al cochero.
-¿Pero por qué le tratas así? -censuró Fiodor Pavlovitch.
La calesa había partido ya. Iván no contestó.
-No te comprendo -dijo Fiodor Pavlovitch tras un largo si-
lencio y mirando de reojo a su hijo-. Fue idea tuya hacer esta
visita al monasterio; tú la provocaste y te parecía muy bien.
¿Por qué te enfurruñas ahora?
-¡Basta de insensateces! -replicó rudamente Iván-.
Descansa un poco.
Fiodor Pavlovitch volvió a estar callado unos minutos. Al fin
dijo con acento sentencioso:
-Un vasito de coñac me hará bien.
Iván no contestó.
-También tú tomarás una copa en cuanto lleguemos,
¿verdad?
Iván no dijo palabra.
Fiodor Pavlovitch volvió a esperar un par de minutos.
-Por mucho que te contraríe, amabilísimo Karl von Moor,
reTiré a Aliocha del monasterio.
Iván se encogió de hombros desdeñosamente, volvió la
cabeza y Se absorbió en la contemplación del camino.
No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron.

LIBRO III

LOS SENSUALES

CAPITULO PRIMERO
EN LA ANTECÁMARA
Fiodor Pavlovitch vivía bastante lejos del centro de la
población, en una casa un tanto vieja pero todavía sólida. El
edificio estaba pintado de gris y cubierto con un tejado
metálico de color'rojo. Era espacioso y cómodo. Tenía planta
baja, entresuelo y numerosas escalerillas y rincones ocultos.
Las ratas pululaban en él, pero Fiodor Pavlovitch no sentía
ninguna aversión hacia ellas.
-Gracias a las ratas -decía-, las noches no son tan
tediosas cuando uno está solo.
Y es que tenía la costumbre de enviar a los domésticos a
dormir en el pabellón, quedándose él encerrado en la casa.
Este pabellón estaba en el patio y era vasto y sólido. Fiodor
Pavlovitch había hecho instalar la cocina en él: no le gustaba
el olor a guisos. Así, tanto en verano como en invierno, había
que transportar los platos de comida a través del patio.
Era una casa construida para una gran familia. Habría
podido albergar un número de dueños y servidores cinco
veces superior al que a la sazón la habitaba. En la época de
nuestro relato, el cuerpo del ediflcio principal estaba ocupado
exclusivamente por Fiodor Pavlovitch y su hijo Iván, y el
pabellón, por tres domésticos: el viejo Grigori, su mujer
-Marta- y un criado joven: Smerdiakov. Hemos de hablar con
cierto detenimiento de estos tres personajes.
Ya conocemos a Grigori Vasilievitch Kutuzov. Era un
hombre de firmeza inflexible, que marchaba hacia su fin con
obstinada rectitud, con tal que ese fin le pareciera, aunque
fuese por razones completamente ilógicas, un deber
ineludible. Era un hombre incorruptible, en una palabra.
Su mujer, aunque había vivido siempre ciegamente
sometida a su voluntad, le atormentaba, desde la abolición de
la esclavitud, con el empeño de dejar a Fiodor Pavlovitch a
irse a Moscú para abrir una modesta tienda, pues tenían sus
ahorros. Grigori consideró con una resolución definitiva que su
mujer estaba equivocada y que todas las mujeres pecaban
entonces de deslealtad. No debían dejar a su amo de ningún
modo, porque éste era su deber.
-¿Sabes lo que es el deber? -preguntó a Marta Ignatievna.
-Lo sé, Grigori Vasilievitch. Lo que no comprendo es por
qué tenemos el deber de permanecer aquí -repuso
firmemente Marta Ignatievna.
-Lo comprendas o no, aquí nos quedaremos. Por lo tanto,
que no se hable más del asunto.
Y no se habló. Se quedaron, y Fiodor Pavlovitch les asignó
un módico salario que les pagaba puntualmente.
Grigori sabía que ejercía sobre su dueño una influencia
incontestable. Fiodor Pavlovitch era un payaso astuto y
obstinado, de carácter de hierro para algunas cosas, como él
mismo decía, pero pusilánime en otras, lo cual le producía
verdadero asombro. En ciertos casos necesitaba un freno y,
por lo tanto, un hombre de confianza a su lado. Pues bien,
Grigori era de una fidelidad incorruptible. En más de una
ocasión, Fiodor Pavlovitch había estado a punto de ser
vapuleado, a incluso cruelmente. Y siempre había sido Grigori
el que le había sacado del apuro, sin que nunca dejara de
hacerle una serie de advertencias. Pero no eran los golpes lo
que inquietaba a Fiodor Pavlovitch. Había otras cosas más
graves, más delicadas, más complicadas, que, sin que él
supiera la razón, le hacían desear tener una persona de
confianza a su lado. Eran situaciones casi patológicas.
Profundamente corrompido y lujurioso hasta la crueldad como
un insecto pernicioso, Fiodor Pavlovitch, en los momentos de
embriaguez, experimentaba una angustia atroz. «Entonces
me parece que el alma me palpita en la garganta», decía a
veces. En esos trances deseaba tener a su lado, o cerca de
él, un hombre leal, enérgico, puro, que, aunque conociera su
mala conducta y todos sus secretos, lo tolerase por devoción,
sin hacerle reproches ni amenazarle con ningún castigo, en
este mundo ni en el otro, y que le defendiese si era necesario.
¿Contra quién? Contra un ente desconocido pero temible.
Necesitaba a toda costa tener cerca otro hombre, fiel desde
hacía largo tiempo, al que poder llamar en aquellos momentos
de angustia, aunque sólo fuera para contemplar su rostro o
cambiar con él algunas palabras, por insignificantes que
fueran. Si le veía de buen humor, se sentía aliviado; en el
caso contrario, su tristeza aumentaba. A veces, aunque muy
pocas, Fiodor Pavlovitch iba por las noches a despertar a
Grigori para que fuera a sus habitaciones a hacerle compañia
unos momentos. Cuando el criado llegaba, Fiodor Pavlovitch
le hablaba de cosas sin importancia y luego, entre risas y
bromas, lo despedía. Entonces él se metía en la cama y se
quedaba dormido con el sueño de los justos.
Algo parecido ocurrió a la llegada de Aliocha. El joven lo
veía todo y no censuraba nada. Es más, lejos de demostrar a
su padre el menor desprecio, lo trataba con una afabilidad
invariable y le daba continuas pruebas de sincero afecto. Esto
pareció inaudito al viejo depravado y le traspasó el corazón. Al
marcharse Aliocha al monasterio, Fiodor Pavlovitch hubo de
confesarse que había comprendido algo que hasta entonces
no había querido comprender.
Ya he dicho al principio de mi relato que Grigori había
tomado ojeriza a Adelaida Ivanovna, la primera mujer de
Fiodor PavIovitch y madre del primer hijo de éste, Dmitri, y
que, en cambio, había defendido a la segunda esposa, la
endemoniada, Sofía Ivanovna, incluso frente a su dueño, y
desde luego frente a cualquiera que osara pronunciar contra
ella una sola palabra desconsiderada o malévola. Su simpatía
por esta infeliz había llegado a ser algo sagrado, tanto, que
veinte años después no habría tolerado la menor alusión
irónica a esta cuestión.
Grigori era un hombre grave, frío y poco hablador, que sólo
pronunciaba las palabras precisas y no se apartaba jamás del
tono austero. A primera vista, uno no podía ver si quería o no
a su esposa, aunque lo cierto era que amaba sinceramente a
aquella bondadosa criatura y que ella lo sabía muy bien.
Marta Ignatievna era tal vez más inteligente que su marido,
por lo menos más juiciosa en las cuestiones de la vida. Sin
embargo, se sometía a él ciegamente y lo respetaba sin
reservas por su elevación moral. Hay que advertir que los
esposos sólo cambiaban las palabras indispensables. El grave
y majestuoso Grigori resolvía siempre solo sus asuntos y sus
preocupaciones, y Marta Ignatievna había comprendido que
sus consejos lo importunarían. Marta Ignatievna notaba que
su marido le agradecía su silencio y que veía en él una prueba
de agudeza.
Grigori no le había pegado a su esposa más que una vez y
sin ninguna dureza. Durante el primer año de matrimonio de
Adelaida Ivanovna y Fiodor Pavlovitch, cuando estaban en el
campo, las muchachas y las mujeres del lugar, que entonces
eran todavía siervas, se reunieron en el patio de la casa de
sus dueños para bailar y cantar. Se entonó la canción «En
esos prados, en esos bellos prados verdes...», y, de súbito,
Marta Ignatievna, que entonces era joven, se colocó delante
del coro y ejecutó la danza rusa; pero no como se bailaba allí,
al estilo rústico, sino como la ejecutaba ella cuando servía en
casa de los acaudalados Miusov, en el teatro de la finca,
donde un maestro de baile procedente de Moscú enseñaba a
los que tenían que aparecer en el escenario. Grigori lo había
visto todo, y una hora después, de regreso en el pabellón, la
sacudió un poco, cogiéndola por el pelo. A esto se redujo
todo, y nunca más volvió a pegarle. Por su parte, Marta
Ignatievna se prometió no volver a danzar en su vida.
Dios no les había dado hijos. Es decir, les dio uno que
murió a edad temprana. Grigori adoraba a los niños y no se
avergonzaba de demostrárlo. Cuando Adelaida Ivanovna
huyó, Grigori recogió a Dmitri, que entonces tenía tres años, y
durante un año lo cuidó como una madre, encargándose
incluso de lavarlo y de peinarlo. Años después tomó a su
cuidado a Iván y a Alexei, lo que le valió un bofetón, como he
referido ya. Su propio hijo sólo le proporcionó la alegría de la
espera durante el embarazo de Marta Ignatievna. Apenas vio
al recién nacido, se sintió apenado y horrorizado, pues la
criatura tenía seis dedos. Grigori guardó silencio hasta el día
del bautizo. Para no decir nada, se fue al jardín, donde estuvo
tres días cavando. Cuando llegó el momento del bautizo, algo
había pasado por su imaginación. Entró en el pabellón donde
se habían reunido el sacerdote, los invitados y Fiodor
Pavlovitch, que era el padrino, y manifestó que en modo
alguno debía bautizarse al niño. Lo dijo en voz baja,
lentamente y mirando al sacerdote con expresión estúpida.
-¿Por qué? -preguntó el religioso, entre asombrado y di-
vertido.
-Porque... es un dragón -balbuceó Grigori.
-¿Cómo un dragón?
Grigori estuvo unos momentos callado.
-La naturaleza ha sufrido una confusión -murmuró vaga-
mente pero con acento firme, para demostrar que no quería
extenderse en explicaciones.
Hubo risas y, naturalmente, el niño fue bautizado. Grigori
oró con fervor junto a la pila bautismal, pero mantuvo su
opinión acerca del recién nacido. Aunque no se opuso a nada,
durante las dos semanas que vivió la enfermiza criatura, él
apenas la miró: afectaba no verla y estaba siempre fuera de la
casa. Pero cuando el niño murió a consecuencia de un afta, él
mismo lo colocó en el ataúd y lo contempló con profunda
angustia. Luego, cuando la fosa volvió a quedar llena de
tierra, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo. Jamás volvió a
hablar del difunto, y Marta Ignatievna sólo lo nombraba
cuando su marido estaba ausente.
La mujer observó que, tras la muerte del niño, Grigori se
interesaba por las cosas divinas. Leía Las argucias con
frecuencia, solo y en silencio, después de ponerse sus
grandes gafas de plata. Raras veces, en la Cuaresma a lo
sumo, leía en voz alta. Tenía predilección por el libro de Job.
Se procuró una recopilación de las homilías y los sermones
del santo padre Isaac el Sirio y los leyó obstinadamente
durante varios años. No logró comprenderlos, pero
seguramente por esta razón los admiraba más. Últimamente
prestó oído a la doctrina de los Kblysty y se informó a fondo
sobre ella preguntando al vecindario. Le impresionó
profundamente, pero no se decidió a adoptar la nueva fe.
Como es natural, todas estas lecturas piadosas aumentaban
la gravedad de su fisonomía.
Tal vez era un hombre inclinado al misticismo. Como
hecho expresamente, la llegada al mundo y la muerte de su
hijo de seis dedos coincidieron con otro hecho sobremanera
insólito a inesperado que dejó en él «un recuerdo imborrable»,
según su propia expresión. La noche que siguió al entierro del
niño, Marta Ignatievna se despertó y creyó oír el llanto de un
recién nacido. Tuvo miedo y despertó a su marido. Grigori
prestó atención y dijo que más bien parecían «gemidos de
mujer». Se levantó y se vistió. Era una tibia noche de mayo.
Salió al pórtico y advirtió que los gémidos llegaban del jardín.
Pero por la noche el jardín estaba cerrado con llave por el
lado del patio y sólo se podía entrar en él por allí, ya que
estaba rodeado por una alta y sólida empalizada. Grigori
volvió a la casa, encendió una linterna, cogió la llave y, sin
hacer caso del terror histérico de su mujer, seguro de que su
hijo le llamaba, pasó en silencio al jardín. Una vez allí se dio
cuenta de que los lamentos partían del invernadero que había
no lejos de la entrada. Abrió la puerta y quedó atónito ante el
espectáculo que se ofrecía a su vista: una idiota del pueblo
que vagaba por las calles y a la que todo el mundo conocía
por el sobrenombre de Isabel Smerdiachtchaia acababa de
dar a luz en el invernadero y se moría al lado de su hijo. La
mujer no dijo nada, por la sencilla razón de que no sabía
hablar... Pero todo esto requiere una explicación.

CAPÍTULO II
ISABEL SMERDIACHTCHAIA
Había en todo esto algo especial que impresionó
profundamente a Grigori y acabó de confirmarle una sospecha
repugnante que había concebido. Isabel era una muchacha
bajita, de apenas un metro cuarenta de talla, como
recordaban enternecidas, después de su muerte, las viejas de
buen corazón de la localidad. Su rostro de veinte años, ancho,
rojo y sano, tenía la expresión de la idiotez y una mirada fija y
desagradable, aunque plácida. Tanto en verano como en
invierno, iba siempre descalza y sólo llevaba sobre su cuerpo
una camisa de cáñamo. Sus cabellos, extraordinariamente
espesos y rizados como la lana de las ovejas, daban sobre su
cabeza la impresión de un gorro. Generalmente estaban
llenos de tierra y mezclados con hojas, ramitas y virutas, pues
Isabel dormía siempre en el suelo, y a veces sobre el barro.
Su padre, Ilia, hombre sin domicilio, viejo, pobre y dominado
por la bebida, trabajaba como peón desde hacía mucho
tiempo en la propiedad de unos burgueses . de la población.
Su madre había muerto hacia ya muchos años, Siempre
enfermo y amargado, Ilia vapuleaba sin piedad a su hila cada
vez que aparecía en la casa. Pero Isabel iba pocas veces, ya
que en cualquier hogar de la población la socorrían al ver que
era una enferma mental que no tenia más ayuda que la de
Dios.
Los amos de Ilia y otras muchas personas caritativas,
comerciantes especialmente, habían intentado repetidas
veces vestir a Isabel con decencia. Un invierno, incluso le
pusieron una pelliza y unas botas. Ella se dejaba vestir
dócilmente, pero después, en cualquier parte, con preferencia
en el porche de la iglesia, se quitaba lo que le habían regalado
-fuera un chal, una falda, una pelliza, un par de botas-, lo
dejaba allí mismo y se iba, descalza y sin más ropa que la
camisa, como siempre había ido.
Un nuevo gobernador, al inspeccionar nuestra localidad,
quedó desagradablemente impresionado al ver a Isabel y,
aunque se dio cuenta de que era una criatura inocente -y
además así se le dijo-, declaró que una joven que iba por la
calle en camisa era un atentado contra la decencia y que
había que poner fin a aquello. Pero el gobernador se fue a
Isabel siguió viviendo como vivía.
Murió su padre, y entonces, al quedar huérfana, todas las
personas piadosas de la ciudad redoblaron sus atenciones
hacia ella. Incluso los chiquillos, ralea sumamente agresiva en
nuestro pais, sobre todo si son escolares, no la zaherian ni
maltrataban. Entraba en casas que no la conocían y nadie la
echaba: por el contrario, todos la recibían amablemente y le
daban medio copec. Ella se llevaba estas monedas y, sin
pérdida de tiempo, las echaba en algún cepillo, en la iglesia o
en la cárcel. Si le daban en el mercado un panecillo, lo
regalaba al primer niño que vela o detenía a cualquier gran
señora para ofrecérselo. Y la dama lo aceptaba con sincera
alegria. Vo se alimentaba más que de pan y agua. Si entraba
en una tienda mportante donde había dinero y mercancías de
valor, los dueños iunca desconfiaban de ella: sabían que no
cogería un solo copec aunque tuviera miles de rublos al
alcance de su mano.
Iba pocas veces a la iglesia. Dormía en los pórticos o en
un huerto cualquiera, después de haber franqueado la valla,
pues en nuestro país hay todavía muchas vallas que hacen
las veces de muros. Una vez a la semana en verano, y todos
los días en invierno iba a la casa de los amos de su difunto
padre, pero sólo por la noche, que pasaba en el vestíbulo o en
el establo. La gente s asombraba de que pudiera soportar
semejante vida, pero se había acostumbrado. Pese a su
escasa talla, poseía una constitución excepcionalmente
robusta. Algunos decían que obraba así por orgullo, pero esta
afirmación era insostenible. No sabía hablar; a lo sumo podía
mover la lengua y emitir algún sonido. ¿Cómo podía tener
orgullo una persona así?
Una noche de septiembre clara y cálida, en que la luna
brillaba en el cielo, a una hora avanzada, un grupo de cinco o
seis alegres trasnochadores embriagados regresaban del club
a sus casas por el camino más corto. La callejuela que
seguían estaba bordeada a ambos lados por una valla tras la
cual se extendían las huertas de la: casas ribereñas.
Desembocaba en un pontón tendido sobre una de esas
balsas alargadas a infectas a las que en nuestro país se da el
nombre de rios. Allí durmiendo entre las ortigas, estaba Isabel
Los trasnochadores la vieron, se detuvieron cerca de ella y
empezaron a reír y bromear con el mayor cinismo. Un
muchacho que figuraba en el grupo hizo esta singular
pregunta:
-¿Se puede considerar como mujer a semejante
monstruo?
Todos contestaron negativamente con un gesto de sincera
aprensión. Pero Fiodor Pavlovitch, que formaba parte de la
pandilla, manifestó que se podía ver en ella una mujer
perfectamente, y que incluso tenía el excitante atractivo de la
novedad y otras cosas parecidas. En aquella época, Fiodor
Pavlovitch se complacía en desempeñar su papel de bufón y
le gustaba divertir a los ricos como un verdadero payaso,
aunque aparentemente era igual a ellos. Con un crespón en el
sombrero, pues acababa de enterarse de la muerte de su
primera esposa, llevaba una vida tan disipada, que incluso los
libertinos más curtidos se sentían cohibidos ante él. La
paradójica opinión de Fiodor Pavlovitch provocó la hilaridad
del grupo. Uno de sus compañeros empezó a incitarle; otros
mostraron una mayor aprensión todavía, aunque siempre con
grandes risas. Al fin, todos siguieron su camino.
Más adelante, Fiodor Pavlovitch juró que se había
marchado con los demás. Tal vez decía la verdad, pues nadie
supo jamás quién estuvo allí. Cinco o seis meses después, el
embarazo de Isabel provocó la indignación general y se buscó
al que hubiera podido ultrajar a la pobre criatura. Pronto
circularon rumores que acusaban a Fiodor Pavlovitch. ¿De
dónde salió este rumor? Del alegre grupo sólo quedaba
entonces en la ciudad un hombre de edad madura, respetable
consejero de Estado, que tenía hijas mayores y que nunca
habría contado nada aunque aquella noche hubiera ocurrido
algo importante. Los demás se habían dispersado. Sin
embargo, los rumores insistían en acusar a Fiodor Pavlovitch.
Él no se mostró ofendido y no se dignó responder a los
tenderos y a los burgueses. Entonces era un hombre
orgulloso que sólo dirigía la palabra a los funcionarios y a los
nobles que eran sus compañeros asiduos y a los que tanto
divertía.
Grigori se puso de parte de su amo y procedió con toda
energía: no sólo le defendió contra cualquier insinuación, sino
que disputó acaloradamente y consiguió hacer cambiar de
opinión a muchos.
-La falta ha sido de ella -decía-, y su seductor fue Karp.
Así se llamaba un delincuente peligrosísimo que se había
fugado de la cárcel del distrito y que se había refugiado en
nuestra ciudad.
La suposición pareció lógica a todos. Se recordaba que
Karp había rondado por la población aquellas noches y
desvalijado a tres personas.
Esta aventura y estos rumores, lejos de desviar de la
pobre idiota las simpatías de la población, le atrajeron una
más viva solicitud. Una tendera rica, la viuda de Kondratiev,
decidió tenerla en su casa a fines de abril, para que diera a
luz. La vigilaban estrechamente. A pesar de ello, una tarde, la
del día del parto, Isabel se escapó de casa de su protectora y
fue a parar al jardín de Fiodor Pavlovitch. ¿Cómo había
podido, en el estado en que se hallaba, saltar la alta
empalizada? Esto fue siempre un enigma. Unos aseguraban
que alguien la había llevado allí; otros veían en ello la inter-
vención de un poder sobrenatural.
Al parecer, esto ocurrió de un modo natural, aunque el
ingenio ayudó a la infeliz. Isabel, acostumbrada a salvar los
vallados para entrar en las huertas donde pasaba las noches,
consiguió trepar a lo alto de la empalizada y desde allí saltar
al jardín, aunque hiriéndose.
Al ver a Isabel en el invernadero, Grigori corrió en busca
de su mujer para que le prestara los primeros cuidados, y
después fue a llamar a una comadrona que vivía cerca. El
niño se salvó, pero la madre murió al amanecer. Grigori cogió
en brazos al recién nacido, lo llevó al pabellón y lo depositó en
el regazo de su mujer.
-He aquí -le dijo- un hijo de Dios, un huérfano que nos
tendrá a nosotros por padres. Es nuestro difunto hijo quien
nos lo envía. Ha nacido de Satanás y de una mujer justa.
Aliméntalo y no llores más.
Marta crió al niño. Fue bautizado con el nombre de Pavel ,
al que todo el mundo, empezando por sus padres adoptivos,
añadió Fiodorovitch como patronímico. Fiodor Pavlovitch no
puso obstáculos, a incluso le pareció agradable todo esto,
aunque desmintió enérgicamente su paternidad. Se aprobó
que hubiera acogido al huérfano, al cual dio más adelante,
como nombre de familia, el de Smerdiakov, derivado del
sobrenombre de su madre. Al principio de nuestro relato,
Smerdiakov servía a Fiodor Pavlovitch como criado de
segunda y habitaba en el pabellón, al lado del viejo Grigori y
de la vieja Marta. Tenía el empleo de cocinero. Merecería que
le dedicara un capítulo entero, pero no me atrevo a contener
demasiado tiempo la atención del lector sobre los sirvientes y
continúo mi narración, con la esperanza de que en el curso de
ella el tema Smerdiakov vuelva a presentarse de un modo
natural.

CAPITULO III
CONFESIÓN DE UN CORAZÓN ARDIENTE. EN VERSO
Al oír la orden que le había dado a gritos su padre desde la
calesa en el momento de partir del monasterio, Aliocha estuvo
unos instantes inmóvil y profundamente perplejo. Al fin,
sobreponiéndose a su turbación, se dirigió a la cocina del
padre abad para procurar enterarse de la conducta de Fiodor
Pavlovitch. Después se puso en camino, con la esperanza de
resolver durante el trayecto un problema que le atormentaba.
Digámoslo en seguida: los gritos de su padre ordenándole que
dejara el monasterio llevándose el colchón y las almohadas no
le inspiraban inquietud alguna. Comprendía perfectamente
que esta orden, proferida a gritos y haciendo grandes
ademanes, era hija de un arrebato y que su padre se la habla
dado para la galería, por decirlo así. Era el mismo caso de
uno de nuestros conciudadanos que, no hacía mucho, al
celebrar su cumpleaños y excederse en la bebida, se
enfureció porque no querían darle más vodka y, en presencia
de sus invitados, empezó a destrozar la vajilla, a rasgar sus
ropas y las de su mujer, a romper muebles y cristales. Obró
para la galería, y al día siguiente, una vez curado de su
embriaguez, se arrepintió amargamente a la vista de las tazas
y los platos rotos. Aliocha estaba seguro de que su padre le
dejaría regresar al monasterio tal vez aquel mismo día. Es
más, tenía el convencimiento de que el buen hombre no le
ofendería jamás; de que ni él ni nadie en el mundo no sólo no
querrían ofenderle, sino que no podrían. Esto era para él un
axioma definitivamente admitido y sobre el cual no cabía la
menor duda.
Pero en aquellos momentos le mortificaba otro temor de un
orden completamente distinto, un temor agravado por el
hecho de que se sentía incapaz de definirlo: el temor a una
mujer, a aquella Catalina Ivanovna, que en la carta que le
había enviado aquella mañana por medio de la señora de
Khokhlakov tanto insistía en que fuera a verla. Esta petición y
la necesidad de acatarla le producían una impresión dolorosa,
que se había intensificado sin cesar en las primeras horas de
la tarde, a pesar de las escenas desarrolladas en el
monasterio. Su temor no procedía de que ignoraba lo que
aquella mujer quería de él. No era la mujer lo que temía en
ella. Desde luego, conocía poco a las mujeres, pero había
vivido entre ellas desde su más tierna infancia hasta su
llegada al monasterio. Sin embargo, desde su primera
entrevista había experimentado una especie de terror al
encontrarse frente a aquella mujer. La había visto dos o tres
veces a lo sumo y sólo había cambiado con ella unas cuantas
palabras. La recordaba comb una bella muchacha imperiosa y
llena de orgullo. No era su belleza lo que le atormentaba, sino
otra cosa que no podía definir, y esta impotencia para
explicarse su terror lo acrecentaba. El fin que ella perseguía
era sin duda de los más nobles: se proponía salvar a Dmitri,
que había cometido una falta con ella, y procedía así por pura
generosidad. Pero, a pesar de la admiración que despertaba
en él esta nobleza de sentimientos, notaba como una
corriente de hielo en la espalda mientras se iba acercando a
casa de la joven.
Se dijo que no encontraría con ella a Iván, su intimo amigo,
entonces retenido por su padre. Tampoco Dmitri podía estar
en casa de Catalina Ivanovna, por razones que presentía. Por
lo tanto, conversarían a solas. Aliocha habría deseado ver
antes a Dmitri, para cambiar con él algunas palabras sin
mostrarle la carta. Pero Dmitri vivía lejos y, sin duda, no
estaba en su casa en aquel momento. Tras unos instantes de
reflexión y una señal de la cruz prematura, sonrió
misteriosamente y se dirigió con resolución a casa de la
temida joven.
Conocía esta casa. Pero, pasando por la Gran Vía para
después atravesar la plaza, etcétera, habría tardado
demasiado en ilegar. Sin ser una gran población, nuestra
ciudad estaba muy dispersa y las distancias eran
considerables. Además, su padre se acordaría seguramente
de la orden que le había dado y, si tardaba en aparecer, sería
capaz de hacer de las suyas. Por lo tanto, había que apre-
surarse. En vista de ello, Aliocha decidió abreviar, yendo por
atajos. Conocía perfectamente todos aquellos pasos. Atajar
significaba pasar junto a cercados desiertos, franquear
algunas vallas, atravesar patios donde se encontraría con
conocidos que le saludarían. Así podría ahorrar la mitad del
tiempo. Llegó un momento en que tuvo que pasar cerca de la
casa paterna, junto al jardín contiguo al de su padre, jardín
que pertenecía a una casita de cuatro ventanas, bastante
deteriorada a inclinada hacia un lado. Esta casucha
pertenecía a una vieja desvalida, que la habitaba con su hija.
Hasta no hacía mucho, la joven había estado sirviendo como
camarera en la capital, en casa de una encopetada familia.
Había vuelto al hogar hacía un año, a causa de la enfermedad
de su madre, luciendo elegantes vestidos. Estas dos mujeres
habían quedado en la mayor miseria a iban diariamente, como
vecinas, en busca de pan y sopa a la cocina de Fiodor
Pavlovitch. Marta Ignatievna las recibía amablemente. Lo
chocante era que la joven, a pesar de tener que ir a pedir un
plato de sopa, no había vendido ninguno de sus vestidos. Uno
de ellos, incluso tenía una larga cola. Aliocha estaba enterado
de esto por su amigo Rakitine, al que no se le escapaba nada
de lo que ocurría en nuestra pequeña ciudad. Pero Aliocha lo
había olvidado en seguida. Ahora, al llegar ante aquel jardín,
se acordó del vestido de cola y levantó al punto la cabeza,
pues iba pensativo y con la vista en el suelo. Entonces vio lo
que menos esperaba ver. Detrás de la valla, de pie sobre un
montículo y mostrando su busto, estaba su hermano Dmitri,
que trataba de atraer su atención con grandes ademanes.
Dmitri procuraba no sólo no gritar, sino ni siquiera decir
palabra, por temor de que le oyeran. Aliocha corrió hacia la
valla.
-Por suerte, has levantado la cabeza. De lo contrario, me
habría visto obligado a gritar -murmuró alegremente Dmitri-.
Salta en seguida esta valla. ¡Qué oportuno llegas! Estaba
pensando en ti.
Aliocha se alegró tanto como su hermano. Pero no sabía
cómo franquear la valla. Dmitri le cogió por el codo con su
atlética mano y le ayudó a saltar, cosa que Aliocha hizo
recogiéndose el hábito y con la agilidad de un chiquillo.
-Ahora, vamos -murmuró Dmitri, alborozado.
-¿Adónde? -preguntó Aliocha mirando en todas
direcciones y viendo que estaban en un jardín donde no había
más personas que ellos.
El jardín no era muy espacioso, pero la casa estaba a unos
cincuenta pasos. Aliocha hizo una nueva pregunta:
-¿Por qué hablas en voz baja si aquí.no hay nadie?
-¡Que el diablo me lleve si lo sé! -exclamó Dmitri, hablando
de pronto en voz alta-. ¡Qué cosas tan absurdas hacemos a
veces! Estoy aquí para intentar desentrañar un secreto, del
que ya te hablaré, y, bajo la influencia del misterio, he
empezado a hablar misteriosamente, susurrando como un
tonto, sin motivo alguno. Bueno, ven y calla. Pero antes quiero
abrazarte.

»Gloria al Eterno sobre la tierra.


Gloria al Eterno en mí.

»He aquí lo que me repetía hace un momento, sentado en


este sitio.
El jardín sólo tenía árboles en su contorno, bordeando la
cerca. Se veían manzanos, arces, tilos y abedules, zarzales,
groselleros y frambuesos. El centro formaba una especie de
pequeño prado, donde se recolectaba heno en verano. La
propietaria alquilaba este jardín por unos cuantos rublos a
partir de la primavera. El huerto, cultivado desde hacía poco,
estaba cerca de la casa. Dmitri condujo a su hermano al
rincón más apartado del jardín. Allí, entre tilos que crecían
muy cerca unos de otros, viejos macizos de groselleros, de
sauces, de bolas de nieve y de lilas, había un ruinoso pabellón
verde, de muros ennegrecidos y abombados, con tragaluces,
y que conservaba el tejado, por lo que ofrecía un abrigo contra
la lluvia. Se contaba que este pabellón había sido construido
cincuenta años atrás por Alejandro Karlovitch von Schmidt,
teniente coronel retirado y antiguo propietario de aquellas
tierras. Todo se deshacía en polvo; el suelo estaba podrido y
la madera olía a humedad. Había una mesa de madera
pintada de verde y hundida en el suelo. Estaba rodeada de
bancos que todavía podían utilizarse. Aliocha había
observado el ardor con que su hermano hablaba. Al entrar en
el pabellón vio sobre la mesa una botella de medio litro y un
vaso pequeño.
-¡Es coñac! -exclamó Mitia echándose a reir-. Tú pensarás
que sigo bebiendo, pero no te fíes de las apariencias.
»No creas a la muchedumbre vana y embustera, renuncia
a tus sospechas...
»Yo no me emborracho, yo “paladeo”, como dice tu amigo,
ese cerdo de Rakitine. Y todavía lo dirá cuando sea consejero
de Estado. Siéntate, Aliocha. Quisiera estrecharte entre mis
brazos, estrujarte, pues, créeme, te lo digo de veras, ¡de
veras!, para mi, sólo hay una persona querida en el mundo, y
esa persona eres tú.
Estas últimas palabras las pronunció con una especie de
frenesí.
-También --continuó- estoy, por desgracia, enamoriscado
de una bribona. Pero enamoriscarse no es amar. Uno puede
enamoriscarse y odiar: acuérdate de esto. Hasta ahora he
hablado alegremente. Siéntate a la mesa, cerca de mí, para
que yo pueda verte. Tú me escucharás en silencio y yo te lo
contaré todo, pues el momento de hablar ha llegado. Pero
óyeme: he pensado que aquí hay que hablar en voz baja,
porque tal vez anda cerca alguien con el oído águzado. Lo
sabrás todo: ya te lo he dicho. Oye, Aliocha, ¿por qué desde
que me instalé aquí, hace cinco días, tenía tantas ganas de
verte? Porque te necesito... Sólo a ti te lo contaré todo.
Mañana terminará una vida para mi y empezará otra. ¿Has
tenido alguna vez en sueños la impresión de que caías por un
precipicio? Pues mira, yo he caído de veras... No te asustes...
Yo no tengo miedo..., es decir, sí que tengo miedo, pero es un
miedo dulce que tiene algo de embriaguez... Además, ¡a mí,
qué! Carácter fuerte, carácter débil, carácter de mujer, ¿qué
importa? Loemos a la naturaleza. Mira qué sol tan hermoso,
qué cielo tan puro. Por todaspartes frondas verdes. Todavía
estamos en verano, no cabe duda. Son las cuatro de la tarde.
Reina la calma. ¿Adónde ibas?
-A casa de nuestro padre. Y, de paso, quería ver a
Catalina Ivanovna.
-¡A ver al viejo y a ver a Catalina Ivanovna! ¡Qué
coincidencia! ¿Sabes para qué te he llamado? ¿Sabes por
qué deseaba verte con toda la vehemencia de mi corazón y
todas las fibras de mi ser? Precisamente para mandarte a
casa del viejo y a casa de Catalina Ivanovna, a fin de terminar
con uno y con otra. ¡Poder enviar a un ángel! Podría haber
mandado a cualquiera, pero necesitaba un ángel. Y he aquí
que tú ibas a ir por tu propia voluntad.
-¿De veras querias enviarme? -preguntó Aliocha con un
gesto de dolor.
-Ya veo que lo sabías, que lo has comprendido todo. Pero
calla: no me compadezcas, no llores.
Dmitri se levantó con semblante pensativo.
-Seguro que ella te ha llamado, que te ha escrito. De lo
contrario, tú no habrías pensado en ir.
-Aquí tienes su carta -dijo Aliocha sacándola del bolsillo. y
Dmitri la leyó rápidamente.
-Y tú has seguido el camino más corto. ¡Oh dioses!
Gracias por haberlo dirigido hacia aquí, por habérmelo traído,
como el pescadito de oro del cuento que va hacia el viejo
pescador... Escucha, Aliocha; óyeme, hermano mío. He
decidido decírtelo todo. Necesito desahogarme. Después de
haberme confesado con un ángel del cielo, voy a confesarme
con un ángel de la tierra. Pues tú eres un ángel. Tú me
escucharás y me perdonarás. Necesito que me absuelva un
ser más noble que yo. Escucha. Supongamos que dos
hombres se liberan de la servidumbre terrestre y se elevan a
regiones superiores, o, por lo menos, que se eleva uno de
ellos. Supongamos que éste, antes de emprender el vuelo, de
desaparecer, se acerca al otro y le dice: «Haz por mí esto o
aquello...», cosas que no es corriente pedir, que sólo se piden
en el lecho de muerte. Si el que se queda es un amigo o un
hermano, ¿rechazará la petición?
-Haré lo que me pides, pero dime en seguida de qué se
trata.
-En seguida, en seguida... No, Aliocha, no te apresures:
apresurarse es atormentarse. En este caso, las prisas no
sirven para nada. El mundo entra en una era nueva. Es
lástima, Aliocha, que no te entusiasmes nunca. ¿Pero qué
digo? Es a mi a quien le falta entusiasmo. Soy un tonto.

»Hombre, sé noble.
»¿De quién es ese verso?
Aliocha decidió esperar. Había comprendido que este
asunto absorbería toda su creatividad. Dmitri permaneció un
momento pensativo, acodado en la mesa y la frente en la
mano. Los dos callaban.
-Aliocha, sólo tú puedes escucharme sin reírte. Quisiera
empezar mi confesión con un himno a la vida, como el «An die
Freude» de Schiller. Yo no sé alemán, pero sé cómo es la
poesía «An die Freude»... No creas que estoy parloteando
bajo los efectos de la embriaguez. Necesito beberme dos
botellas de coñac para emborracharme

»...como el bermejo Sileno


sobre su asno vacilante,

»y yo no me he bebido sino un cuarto de botella. Además, no


soy Sileno. No, no soy Sileno, sino Hércules, ya que he
tomado una resolución heroica. Perdóname esta comparación
de mal gusto. Hoy tendrás que perdonarme muchas cosas. No
te inquietes, que no parloteo: hablo seriamente y voy al grano.
No seré tacaño como un judío. ¿Pero cómo es la poesía?
Espera.
Levantó la cabeza, reflexionó y empezó a declamar
apasionadamente:

-Tímido, salvaje y desnudo se ocultaba


el troglodita en las cavernas;
el nómada erraba por los campos
y los devastaba;
el cazador temible, con su lanza y sus
flechas,
recorría los bosques.
¡Desgraciado del náufrago arrojado por las
olas
a aquellas inhóspitas riberas!

Desde las alturas del Olimpo


desciende una madre, Ceres, en busca
de Proserpina, a su amor arrebatada.
El mundo se le muestra con todo su horror.
Ningún asilo, ninguna ofrenda
se ofrecen a la deidad.
Aquí se ignora el culto a los dioses
y no hay ningún templo.

Los frutos de los campos, los dulces racimos,


no embellecen ningún festín;
los restos de las víctimas humean solos
en los altares ensangrentados.
Y por todas partes donde Ceres
pasea su desconsolada vista
sólo percibe
al hombre sumido en honda humillación.

Los sollozos se escaparon del pecho de Mitia, que cogió la


mano de Aliocha:
-Sí, Aliocha, en la humillación. Así ocurre también en
nuestros días. El hombre sufre sobre la tierra males sin
cuento. No creas que soy solamente un fantoche vestido de
oficial, que lo único que sabe es beber y hacer el crápula. La
humillación, herencia del hombre: tal es casi el único objeto de
mi pensamiento. Dios me preserva de mentir y de
envanecerme. Pienso en ese hombre humillado, porque soy
yo mismo.

»Para que el hombre pueda salir de su


abyección
mediante el impulso de su alma,
ha de establecer una alianza eterna
con su antigua madre: la tierra.

»¿Pero cómo establecer esta alianza eterna? Yo no


fecundo a la tierra abriendo su seno, porque no soy labrador.
Tampoco soy pastor. Avanzo sin saber hacia dónde: si hacia
la luz radiante o hacia la más denigrante vileza. Esto es lo
malo: todo es denigrante en este mundo. Cada vez que me he
hundido en la más baja degradación, cosa que ha sido casi
constante, he releído estos versos sobre Ceres y la miseria
del hombre. ¿Pero han servido para corregirme? No. Porque
soy un Karamazov; porque cuando caigo al abismo, caigo de
cabeza. Y te advierto que me gusta caer así: este modo de
caer tiene cierta belleza a mis ojos. Y desde el seno de la
abyección entono un himno. Soy un hombre maldito, vil y
degradado, pero beso el borde de la túnica de Dios. Sigo el
camino diabólico, pero sin dejar de ser tu hijo, Señor, y te
amo, y siento esa alegría sin la cual el mundo no podría
subsistir.

»La alegrla eterna anima


el alma de la creación.
Transmite la llama de la vida
mediante la fuerza misteriosa de los
gérmenes;
ella es la que ha hecho brotar la hierba
y convertido el caos en soles
dispersos en los espacios
insumiso al astrónomo.

Todo lo que respira


extrae la alegrla del seno de la naturaleza;
arrastra en pos de ella a los hombres y a los
pueblos;
ella nos ha dado amigos en la adversidad,
el jugo de los racimos, las coronas de las
Gracias;
a los insectos la sensualidad...
Y el ángel se mantiene ante Dios.

»Pero basta de versos. Déjame llorar, Que todos menos tú se


rían de mi tontería. Veo brillar tus ojos. Basta de versos.
Ahora quiero hablarte de los «insectos», de esos a los que
Dios ha obsequiado con la sensualidad. Yo mismo soy uno de
ellos. Nosotros, los Karamazov, somos todos así. Ese insecto
vive en ti, levantando tempestades. Pues la sensualidad es
una tormenta, y a veces más que una tormenta. La belleza es
algo espantoso. Espantoso porque es indefinible, y no se
puede definir porque Dios sólo ha creado enigmas. Los
extremos se tocan; las contradicciones se emparejan. Mi ins-
trucción es escasa, hermano mío, pero he pensado mucho
emestas cosas. ¡Cuántos misterios abruman al hombre!
Penetra en ellos y sale intacto. Penetra en la belleza, por
ejemplo. No puedo soportar que un hombre de gran corazón y
de elevada inteligencia empiece por el ideal de la Virgen y
termine por el de Sodoma. Pero lo más horrible es que,
llevando en su corazón el ideal de Sodoma, no repudie el de
la Virgen y se abrase en él como en los años de su juventud
inocente. El espíritu del hombre es demasiado vasto: me
gustaría reducirlo. Así no hay medio de que nos conozcamos.
El corazón humano, el de la mayoría de los hombres, halla la
belleza incluso en actos vergonzosos como el ideal de
Sodoma. Es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón
humano es el cameo de batalla. Además, se habla del
sufrimiento... Pero vayamos al asunto.

CAPITULO IV
CONFESIÓN DE UN CORAZÓN ARDIENTE.
ANÉCDOTAS
-Yo llevaba una vida disipada, y nuestro padre se escudó
en ello para afirmar que despilfarraba miles de rublos en la
seducción de doncellas. Es una idea muy propia de un
puerco. Mentía, pues mis conquistas no me han costado
jamás un céntimo. Para mí, el dinero es sólo una cosa
accesoria, la mise en scène. Hoy era el amante de una gran
dama; mañana, el de una mujer de la calle. Yo las distraía a
las dos, tirando el dinero a manos llenas, con música de
tzigánes. Si necesitaban dinero, se lo daba, pues,
ciertamente, el dinero no les desagrada: te dan las gracias
cuando lo reciben. No todas las damiselas se me rendían,
pero sí muchas. Yo adoraba las callejas, las encrucijadas
desiertas y sombrías, que son escenario de aventuras y
sorpresas y, a veces, de perlas en el barro. Te hablo con
imágenes, hermano: esas callejuelas no existen sino en un
sentido figurado. Si tú te parecieras a mí, me comprenderías.
Yo adoraba el libertinaje por su misma abyección; yo adoraba
la crueldad. ¿No soy un ser corrompido, un insecto pernicioso,
es decir, un Karamazov? Una vez organizamos una comida
en el cameo y salimos en siete troikas . Era invierno y el
tiempo estaba muy oscuro. Durante el viaje cubrí de besos a
mi vecina de asiento en el trineo, la hija de un funcionario sin
fortuna, encantadora y tímida, y en la oscuridad me toleró
caricias de un atrevimiento extraordinario. La pobrecilla se
imaginaba que al día siguiente iría a pedir su mano, pues me
tenía por novio suyo; pero pasaron cinco meses sin que le
dijera nada. A veces, cuando nos encontrábamos en algún
baile, la veía en un rincón de la sala, siguiéndome con una
mirada entre indignada y tierna. Este juego excitaba mi
perversa sensualidad. A los cinco meses se casó con un
funcionario y desapareció, furiosa y tal vez amándome
todavía. Ahora el matrimonio vive feliz. Te advierto que nadie
sabe nada de esto y que su reputación está incólume: a pesar
de mis viles instintos y de mi amor a la bajeza, no soy
descortés. Enrojeces; tus ojos centellean. Lo comprendo: es
que te da náuseas tanto lodo. Tengo un buen álbum de
recuerdos, hermano mío. ¡Que Dios guarde a todas esas
encantadoras criaturas! En el momento de la ruptura evité
siempre las discusiones. Yo no traicioné ni comprometí a
ninguna. Pero basta de este tema. No creas que te he llamado
solamente para explicarte esta sarta de horrores. Te he
llamado para contarte algo más interesante. Y es que no
siento vergüenza ante ti; por el contrario, estoy a mis anchas.
Aliocha manifestó de pronto:
-Has hablado de mi rubor. Pues bien, no son tus palabras
ni tus actos lo que me ha hecho enrojecer. Me sonrojo porque
me parezco a ti.
-¿Tú? Exageras, Aliocha.
-¡No, no exagero! -exclamó con vehemencia.
Era evidente que hablaba de algo que sentía desde hacia
tiempo. Continuó:
-La escala del vicio es la misma para todos. Yo estoy en el
primer escalón; tú estás más arriba, en el escalón trece o cosa
así. Yo creo que esto es igual: una vez se ha puesto el pie en
el primero, se suben todos los escalones.
-Lo mejor es resistir.
-Desde luego, pero no siempre es esto posible.
-¿Para ti lo es?
-Creo que no.
-¡Calla, Aliocha; calla, querido! Me dan ganas de besarte la
mano. ¡Esa bribona de Gruchegnka conoce a los hombres!
Una vez me dijo que un día a otro se te zampará... Bueno, me
callo. Y dejemos este terreno manchado por las moscas y
hablemos de mi tragedia, en la que también pululan las
moscas, es decir, toda clase de degradaciones. Aunque el
viejo mintió cuando dijo que yo despilfarraba el dinero
persiguiendo a las doncellas, esto ocurrió una vez, una sola.
Pero él, que me acusaba de faltas inexistentes, no sabía ni
sabe nada de este caso. No se lo he contado a nadie. Tú eres
el primero que lo vas a saber..., mejor dicho, el segundo, pues
si que se lo he contado a otro, hace ya mucho tiempo: a Iván.
Pero Iván permanecerá mudo como una tumba.
-¿Como una tumba?
-Sí.
Aliocha escuchó más atentamente.
-Aunque era abanderado de un batallón destacado en una
pequeña ciudad, se me vigilaba como si fuera un deportado.
Pero fui bien acogido en la localidad. Despilfarraba el dinero;
se me tenía por rico y yo creía serlo. Ademas, debía de ser
grato a aquella gente por otras razones. Aunque sacudiendo
la cabeza ante mis calaveradas, se me tenía afecto.
»Mi teniente coronel, que era ya un viejo, me tomó ojeriza.
Empezó a perseguirme, pero yo no me dormí y toda la ciudad
se puso a mi favor, por lo cual no podía hacerme mucho daño.
Mi falta consistía en que, llevado de mi orgullo, no le rendia
los honores a los que tenía derecho. El obstinado viejo era
una buena persona en el fondo, un hombre hospitalario. Se
había casado dos veces y era viudo. Su primera esposa,
mujer de baja condición, le había dado una hija tan vulgar
como ella. La joven tenía entonces veinticuatro años y vivía
con su padre y una tía materna. Lejos de tener la candidez
silenciosa de su tía, la suya iba acompañada de una gran
vivacidad. Jamás he conocido un carácter de mujer tan encan-
tador. Se llamaba nada menos que Ágata, Ágata Ivanovna.
Era bonita para el gusto ruso, alta, con buenas carnes y unos
hermosos ojos, aunque de expresión un poco vulgar.
Permanecía soltera a pesar de haber tenido dos peticiones de
matrimonio, y conservaba su carácter alegre. Trabé amistad
con ella, pero con toda castidad y todo honor, pues has de
saber que he tenido más de una amistad femenina
perfectamente pura.
»Tenía con ella las más atrevidas conversaciones, y ella
no hacia más que reírse. A muchas mujeres les encanta esta
libertad de lenguaje, obsérvalo. Esto era sumamente divertido
tratándose de una muchacha como ella. Otro rasgo: no se la
podía calificar de señorita. Tanto su tía como ella vivían en
una especie de estado de humildad voluntario, sin igualarse
con el resto de la sociedad. Todo el mundo la quería y
alababa su habilidad costurera, trabajo que hacía gratis, como
un obsequio a las amigas, aunque no rechazaba el dinero que
se le ofrecía.
»En cuanto al teniente coronel, era una de las
personalidades del lugar. Llevaba una vida de hombre
distinguido. Toda la población era recibida en su casa, donde
los invitados cenaban y bailaban. Cuando ingresé en el
batallón, en la ciudad sólo se hablaba de la próxima llegada
de la segunda hija.del teniente coronel. Se la consideraba una
belleza y estaba a punto de salir de un pensionado
aristocrático de la capital. Esta joven era Catalina Ivanovna,
hija de la segunda esposa del teniente coronel, mujer noble,
perteneciente a una casa ilustre, pero que no había aportado
al matrimonio dote alguna: lo sé de buena tinta. Promesas, tal
vez, pero nada en efectivo. Sin embargo, cuando llegó la
joven, toda la población se puso en movimiento, como
galvanizada. Las damas más distinguidas, entre las que
figuraban dos excelencias, una de ellas coronela, se la
disputaban. Se daban fiestas en su honor, era la reina de los
bailes y de las comidas campestres, se organizaban
representaciones de cuadros vivientes a beneficio de no sé
qué instituciones.
»En lo que a mi concierne, no decía palabra y continuaba
mi alegre vida. Entonces hice una jugada de mi estilo, que dio
que hablar a toda la población. Una noche, en casa del
comandante de la batería, Catalina Ivanovna me miró de
arriba abajo. Yo no me acerqué a ella: desprecié la ocasión de
conocerla. Algún tiempo después, en otra velada, la abordé, y
ella apenas se dignó mirarme con una mueca desdeñosa.
“¡Ah!, ¿sí? -me dije-. Me vengaré.” Yo era entonces
especialista en abatir arrogancias. Me di cuenta de que
Katineka, lejos de ser una ingenua colegiala, tenía carácter,
orgullo, virtud y, sobre todo, inteligencia a instrucción, que era
lo que a mi me faltaba por completo. ¿Crees que quería pedir
su mano? Nada de eso. Solamente quería vengarme de su
indiferencia. Entonces me corrí una gran juerga, y el viejo
teniente coronel me impuso tres días de arresto. Durante esos
días, el viejo me envió seis mil rublos a cambio de la renuncia
en toda regla a mis derechos y aspiraciones sobre la fortuna
de mi madre. Yo no entendía nada de esto entonces. Hasta mi
llegada aquí, hasta estos últimos días y tal vez hasta ahora
mismo, yo no he comprendido nada de estos asuntos de
dinero entre mi padre y yo. ¡Pero que se vaya todo esto al
diablo! Ya hablaremos de ello más adelante. El caso es que,
cuando ya había recibido yo los seis mil rublos, un amigo me
enteró por carta de algo sumamente interesante: estaban
descontentos del teniente coronel sospechoso de
malversación de fondos, y sus enemigos le preparaban una
sorpresa. Así fue: el jefe de la división se presentó y le
reprendió duramente. Poco después, el teniente coronel hubo
de dimitir. No contaré todos los detalles de este asunto. En él
inflüyó desde luego, la acción de sus enemigos. La población
entera mostró una súbita frialdad hacia la familia del teniente
coronel. Todo el mundo se apartaba de ella. Entonces hice mi
primera jugada. Al encontrarme un día con Ágata Ivanovna,
de la que seguía siendo amigo, le dije:
»-A su padre le faltan cuatro mil quinientos rublos en la
caja.
»-¿Cómo es posible? Cuando vino el general, hace poco,
no faltaba nada.
»-Entonces no faltaba, pero ahora sí.
»Ágata Ivanovna se estremeció:
»-No me asuste. ¿De dónde ha sacado usted eso?
»-Tranquilicese -repuse-. No diré nada a nadie. Para estas
cosas soy mudo como una tumba. Sólo le he dicho esto para
que esté prevenida. Cuando reclamen a su padre esos cuatro
mil quinientos rublos que faltan en la caja, no espere a que, a
su edad, lo lleven a los tribunales: envíeme a su hermana en
secreto. Acabo de recibir dinero. Le entregaré los cuatro mil
quinientos rublos y nadie se enterará de nada.
»-¡Qué villano es usted! ¡Qué miserable villano! ¿Cómo
tiene valor para proponer esas cosas?
»Se fue, roja de indignación, y yo le dije a voces que todo
quedaría en el mayor secreto.
»Ágata y su tía eran dos verdaderos ángeles. Adoraban a
la altiva Katia y la servían humildemente. Ágata informó a su
hermana de nuestra conversación, como supe en seguida.
Era precisamente lo que yo deseaba.
»Entre tanto, llegó un nuevo jefe de división. El viejo
teniente coronel se puso enfermo. Hubo de guardar cama
durante dos días y no presentó las cuentas. El doctor
Kravtchenko aseguró que la enfermedad no fue simulada.
Pero yo sabía a ciencia cierta y desde hacía tiempo lo
siguiente: después de las inspecciones de estos jefes, el
teniente coronel retiraba cierta cantidad de la caja: así lo venía
haciendo desde cuatro años atrás. Esta suma la prestaba a un
hombre de confianza llamado Trifinov, que era viudo y
barbudo y usaba lentes de oro. Éste negociaba con el dinero
en las ferias y lo devolvía en seguida al militar, acompañado
de una buena comisión y de un regalo. Pero esta vez, al
regresar de la feria, Trifinov no había devuelto nada, de lo cual
me enteré casualmente por un hijo suyo, un mozalbete que
era un ejemplar de perversión. El teniente coronel fue a
pedirle el dinero, y el muy bribón le contestó que no había
recibido nunca nada de él. Mi desgraciado jefe se encerró en
su casa, abrumado. Llevaba la frente vendada y las tres
mujeres le aplicaban hielo en el cráneo. En esto recibió la
orden de entregar la caja al término de dos horas. Él firmó: lo
sé porque vi más tarde su firma en el registro. Se puso en pie,
dijo que iba a ponerse el uniforme y entró en su dormitorio.
Una vez allí, cogió su rifle de caza y lo cargó, descalzó su pie
derecho, apoyó el cañón del arma en su pecho y empezó a
tantear con el pie en busca del gatillo. Pero Ágata, que se
acordaba de lo que yo le había dicho, sospechó algo y le
acechaba. Se arrojó sobre él, lo rodeó con sus brazos por la
espalda y el disparo se perdió en el aire sin herir a nadie. Las
otras dos mujeres acudieron y le quitaron el arma.
»Yo estaba entonces en mi casa, a punto de marcharme.
Era el atardecer. Me había acabado de vestir. Estaba peinado
y me había perfumado el pañuelo. Incluso había cogido la
gorra... De pronto se abrió la puerta y vi entrar a Catalina
Ivanovna.
»A veces ocurrén cosas extrañas. Nadie se había fijado en
ella en la calle cuando venía a mi casa; nadie la había
conocido. Yo vivía entonces en casa de dos mujeres de edad,
esposas de funcionarios, serviciales y atentas conmigo, y que,
a petición mía, guardaron sobre este asunto un secreto
absolúto.
»Cuando vi a Katia comprendí al instante lo que pretendía.
Entró con la mirada fija en mí. Sus sombríos ojos expresaban
resolución, incluso audacia, pero la mueca de sus labios
revelaba perplejidad.
»-Mi hermana me ha dicho que usted me daría cuatro mil
quinientos rublos si venía a buscarlos yo misma. Pues bien,
aquí estoy: déme el dinero.
»El temor la ahogaba; su voz era apenas perceptible; sus
labios temblaban... Aliocha, ¿me escuchas o estás
durmiendo?
-Dime toda la verdad, Dmitri -dijo Aliocha con profunda
emoción.
-Cuenta con ello: seré franco. Mi primer pensamiento fue el
propio de un Karamazov. Un día, hermano mío, me picó un
ciempiés y tuve que guardar cama durante quince días, con
fiebre. Pues bien, en aquel momento sentí en mi corazón la
picadura de un ciempiés; un mal bicho, ¿sabes? Miré a Katia
de pies a cabeza. ¿La has visto? Es una beldad. Pero
entonces estaba hermosa por la nobleza de su corazón, por
su grandeza de alma y su devoción filial, junto a mí, que soy
una persona vil y repugnante. En aquel momento ella
dependía de mí enteramente, en cuerpo y alma. Te confieso
que el pensamiento inspirado por el ciempiés se apoderó de
mi corazón con tal intensidad, que creí morir de angustia. No
me parecía posible luchar: no veía más solución que
conducirme vilmente, como una maligna tarántula, sin sombra
de piedad... Desde luego, al día siguiente habría ido a pedir su
mano, para goner un fin noble a mi proceder, y nadie se
habría enterado de nada. Púes aunque tengo bajos instintos,
soy una persona cortés. Pero, de pronto, oigo murmurar a mi
oído: «Mañana, cuando vayas a pedir su mano, ella no querrá
verte y te hará echar por el cochero. Dirá que no le importa
que vayas pregonanado su deshonor por toda la ciudad.» La
miré para ver si esta voz decía la verdad, y advertí que la
expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: me echarían
a la calle. La cólera se apoderó de mi. Sentí el deseo de
proceder con ella del modo más vil, de jugarle una mala
pasada de tendero, de mirarla irónicamente mientras
permanecía plantada ante mí y decirle con ese tono que sólo
saben emplear los tenderos:
»-¿Cuatro mil quinientos rublos? Fue una broma. Usted ha
contado con ellos demasiado pronto, señorita. Doscientos
rublos, bueno: se los daría en seguida y de buen grado. Pero
cuatro mil quinientos es demasiado dinero, una cifra que no se
da así como así. Se ha tomado usted una molestia inútil.
»Desde luego, lo habría perdido todo, porque ella habría
salido huyendo; pero esta venganza diabólica habría sido para
mí una compensación más que suficiente. Le habría hecho
esta jugada aunque después hubiera tenido que lamentarla
toda la vida.
»En semejantes circunstancias, puedes creerlo, yo no he
mirado nunca a una mujer, fuera de la índole que fuere, con
odio. Pues bien, lo juro sobre la cruz que durante unos
segundos miré a Katia con un odio intenso, con ese odio que
sólo por un cabello está separado del amor más ardiente.
»Me acerqué a la ventana y apoyé la frente en el cristal
helado. Recuerdo que aquel frío me produjo el efecto de una
quemadura. Tranquilízate: no la retuve mucho tiempo. Me
acerqué a mi mesa, abrí un cajón y saqué una obligación de
cinco mil rublos al portador, que estaba entre las páginas de
mi diccionario de francés. Sin decir palabra, se la mostré, la
doblé y se la di. Luego abrí la puerta y me incliné
profundamente. Ella se estremeció de pies a cabeza, me miró
fijamente unos instantes, se puso blanca como un lienzo y, sin
despegar los labios, sin ninguna brusquedad, sino con dulce y
suave ternura, se prosternó a mis pies hasta tocar el suelo
con la frente, no como una señorita educada en un
pensionado, sino al estilo ruso. Después se levantó y huyó.
»Cuando se hubo marchado, saqué mi espada y estuve a
punto de clavármela. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez en un
arranque de entusiasmo. Desde luego, habría sido un acto
absurdo. ¿Comprendes que un hombre se pueda matar de
alegría...? Pero me limité a besar la hoja y la introduje de
nuevo en la funda...
»Podría haberme callado todo esto. Por otra parte, me
parece que me he extendido demasiado, jactanciosamente, al
explicarte las luchas de mi conciencia. ¡Pero qué importa! ¡Al
diablo todos los espías del corazón humano! He aquí mi
aventura con Catalina Ivanovna. Sólo tú a Iván la conocéis.
Dmitri se levantó, dio unos pasos vacilantes, sacó el
pañuelo, se enjugó la frente y se volvió a sentar, pero en otro
sitio, en el banco que corría junto a la otra pared, de modo
que Aliocha tuvo que volverse por completo para poder
mirarlo.

CAPÍTULO V
CONFESIÓN DE UN CORAZÓN ARDIENTE.
LA CABEZA BAJA
-Bien -dijo Aliocha-; ya conozco la primera parte de la his-
toria.
-Es decir, un drama que ocurrió allá lejos. La segunda
parte será una tragedia y se desarrollará aquí.
-No comprendo en absoluto lo que puede ser esa segunda
parte.
-¿Crees que yo comprendo algo?
-Oye, Dmitri, hay en esto un punto importante: ¿eres
todavía su novio?
-Yo no me puse en relaciones con ella en seguida, sino
tres meses después. Al día siguiente, me dije que el asunto
estaba liquidado, que no tendría continuación. Ir a pedirla en
matrimonio me pareció una bajeza. Ella, por su parte, no dio
señales de vida en las seis semanas que todavía pasó en
nuestra ciudad. Sólo al día siguiente de su visita, su doncella
vino a mi casa y, sin decir palabra, me entregó un sobre
dirigido a mí. Lo abrí y vi que contenía el sobrante de los cinco
mil rublos. Se habían restituido los cuatro mil quinientos, y las
pérdidas en la venta de la obligación rebasaban los
doscientos. Me devolvió... creo que doscientos sesenta, no lo
recuerdo exactamente, y sin una sola palabra explicativa.
Busqué en el sobre un signo cualquiera, una señal en lápiz,
pero no había nada. Me gasté alegremente las sobras de mi
dinero, tan alegremente, que el nuevo jefe del batallón me
tuvo que reprender. El teniente coronel había presentado la
caja intacta, ante el estupor general, pues nadie creía que
esto fuera posible. Después cayó enfermo, estuvo tres
semanas en cama y, finalmente, murió en cinco días a causa
de un reblandecimiento cerebral. Se le enterró con todos los
honores militares, pues aún no se le había retirado. Diez días
después de los funerales, Catalina Ivanovna se fue a Moscú
con su hermana y con su tia. Yo no había vuelto a ver a
ninguna de ellas. El día de la partida recibí un billete azul, con
esta única línea escrita en lápiz:
» “Le escribiré. Espere. C.”
»En Moscú se le arreglaron las cosas de un modo rápido a
inesperado, como en un cuento de Las mil y una noches. La
principal pariente de Catalina Ivanovna, una generala, perdió
en una sola semana, a consecuencia de la viruela, a dos
sobrinas que eran sus herederas más próximas. Trastornada
por el dolor, empezó a tratar a Katia como si fuera su propia
hija, viendo en ella su única esperanza. Rehizo el testamento
en su favor y le entregó en mano ochenta mil rublos como
dote, para que dispusiera de ellos a su antojo. Es una mujer
histérica: tuve ocasión de observarla más adelante en Moscú.
»Una mañana recibí por correo cuatro mil quinientos
rublos, lo que me sorprendió sobremanera, como puedes
suponer. Tres días después llegó la carta prometida. Todavía
la tengo y la conservaré mientras viva. ¿Quieres que te la
enseñe? No dejes de leerla. Katia se ofrece espontáneamente
a compartir mi vida.
»Te amo locamente, me dice. Si tú no me amas, no me
importa: me basta con que seas mi marido. No temas, que no
te causaré molestia alguna. Seré uno de tus muebles, la
alfombra que pisas. Quiero amarte eternamente y salvarte de
ti mismo.
»Aliocha -continuó Dmitri-, no soy digno de transmitirte es-
tas líneas en mi vil lenguaje y en el tono del que jamás he
podido corregirme. Desde entonces esta carta no ha cesado
de traspasarme el corazón, y ni siquiera hoy me siento
tranquilo. Le contesté en seguida, pues me era imposible
trasladarme entonces a Moscú. Le escribí con lágrimas. Me
avergonzaré eternamente de haberle dicho que entonces ella
era rica y yo estaba sin recursos. Debí contenerme, pero mi
pluma me arrastró. Escribí también a Iván, que entonces
estaba en Moscú, y le expliqué todo lo que me fue posible en
una carta de seis páginas, en la que le pedía que fuera a
verla. ¿Por qué me miras? Ya sé que Iván se enamoró de
Katia y que sigue enamorado de ella. Hice una tontería desde
el punto de vista de la gente, pero tal vez esa tontería nos
salve a todos. ¿No ves que ella le admira y le aprecia?
¿Crees que ahora que nos ha comparado puede querer a un
hombre como yo, y menos después de lo que pasó aquí?
-Estoy seguro -dijo Aliocha- de que es a ti a quien ella
debe amar, y no a un hombre como Iván.
-Es a su propia virtud a quien ella ama y no a mí -dijo
Dmitri como a pesar suyo, irritado.
Se echó a reir y sus ojos empezaron a brillar de súbito.
Enrojeció y descargó en la mesa un fuerte puñetazo.
-¡Te lo juro, Aliocha! -exclamó en un arrebato de sincero
furor contra si mismo-. Puedes creerme o no creerme, pero,
tan verdad como Dios es santo y Cristo es Dios, y aunque yo
me haya burlado de sus nobles sentimientos..., tan verdad
como esto es que yo no dudo de su angelical sinceridad, y
que sé que mi alma es un millón de veces más vil que la suya.
En esta certidumbre estriba la tragedia. Una bella desgracia
que se presta al tono declamatorio. Yo declamo y, sin
embargo, soy completamente sincero. En cuanto a Iván, tan
inteligente, creo que debe de estar maldiciendo a la na-
turaleza... ¿Quién ha sido el preferido? Un monstruo como yo,
que no he podido corregirme del libertinaje, siendo el blanco
de todas las miradas, y cuando sabía que mi propia prometida
lo observaba todo. Sí yo he sido el preferido. ¿Por qué?
¡Porque esa joven, llevada de su gratitud, quiere sacrificarse a
mí para toda su vida! Esto es absurdo. Yo no he hablado
nunca de esto a Iván, y él tampoco ha hecho a ello la menor
alusión. Pero el destino se cumplirá. Cada cual tendrá lo que
merece: el réprobo se hundirá definitivamente en el cieno que
le atrae. Estoy diciendo muchos desatinos, mis palabras no
responden a mis pensamientos, pero lo que pienso se
realizará: yo me hundiré en el lodo y Katia se casará con Iván.
-Escucha, Dmitri -dijo Aliocha en un estado de agitación
extraordinario-. Hay un punto que tú no me has explicado
todavía. Sigues siendo su prometido. ¿Cómo puedes romper
si ella se opone?
-Cierto que soy su prometido. Ya hemos recibido la
bendición oficial en Moscú, con gran ceremonia, ante los
iconos. La generala nos bendijo a inclusó felicitó a Katia. «Has
elegido bien -le dijo-. Leo en su corazón.» Iván no le fue
simpático: no le dirigió ningún cumplido. En Moscú tuve largas
conversaciones con Katia. Me describía a mi mismo tal como
era, con toda sinceridad. Ella me escuchó atentamente.

»Fue una turbación encantadora.


hubo tiernas palabras...

»También hubo palabras altivas. Me arrancó la promesa


de que me corregiría. Y a esto se redujo todo.
-Bueno, ¿y ahora qué?
-Acuérdate de que lo he llamado y lo he traído aquí para
enviarte hoy mismo a casa de Catalina Ivanovna y...
-¿Para qué?
-Para decirle que no volveré a ir a verla nunca y la saludes
de mi parte.
-¿Es posible?
-No, es imposible: me es imposible ir yo mismo. Por eso te
ruego que vayas tú en mi lugar.
-¿Y tú adónde irás?
-Volveré a mi cenagal.
-¡Es decir, a Gruchegnka! -exclamó tristemente Aliocha,
enlazando las manos-. O sea, que Rakitine tenía razón. ¡Y yo
que creia que esto era solamente un capricho pasajero!
-¡Un prometido tener un enredo! ¿Es esto posible, siendo
la novia quien es, y a la vista de todo el mundo? No he
perdido todo el honor. Desde el momento en que me uní a
Gruchegnka dejé de ser novio y hombre honesto: me di de
ello perfecta cuenta. ¿Por qué me miras? La primera vez que
fui a su casa iba con el propósito de pagarle. Me había
enterado, y ahora sé positivamente que era verdad, de que
aquel capitán que representaba a mi padre había enviado a
Gruchegnka un pagaré firmado por mí. Pretendían perse-
guirme judicialmente, con la esperanza de asustarme y
obtener mi renuncia. Yo ya sabía algo de Gruchegnka. Es una
mujer que no impresiona desde el primer momento. Conozco
la historia de ese viejo mercader que es su amante. No vivirá
mucho tiempo y le dejará una bonita suma. Yo sabía que era
codiciosa, que prestaba dinero con usura, que era una
trapacera y una bribona sin corazón. Fui, pues, a su casa con
ánimo de darle su merecido... y me quedé. Esa mujer es la
peste. Yo me he contaminado de ella y siento como si la
llevara en la piel. Todo ha terminado para mí; no tengo otro
camino. El ciclo del tiempo está trastornado. Ya ves mi
situación. Como hecho expresamente, yo tenía entonces tres
mil rublos en el bolsillo. Nos fuimos a Mokroie, que está a
veinticinco verstas de aquí. Llamé a una orquesta y obsequié
con champán a los campesinos y a todas las mujeres del
lugar. Tres días después no me quedaba un céntimo. ¿Crees
que obtuve alguna compensación de ella? Ninguna. Es una
mujer todo repliegues, palabra. ¡La muy bribona! Su cuerpo
recuerda el de una culebra. Hasta el dedo meñique de su pie
izquierdo lleva este sello. Lo vi y lo besé, pero esto fue todo,
te lo juro. Entonces ella me dijo: «¿Quieres que me case con-
tigo porque eres pobre? Pues bien, si me prometes no
pegarme y dejarme hacer todo lo que quiera, tal vez me
decida.» Y se echó a reír. Hoy todavía se ríe.
Dmitri Fiodorovitch se puso en pie, presa de una especie
de desesperación. Tenía el aspectó de estar bebido. Sus ojos
estaban rojos de sangre.
-En serio, ¿estás decidido a casarte con ella?
-Si accede, me casaré en seguida; si me rechaza, seguiré
con ella, aunque sea como criado. En cuanto a ti, Aliocha...
Se detuvo ante él, lo cogió por los hombros y empezó a
sacurdirlo violentamente.
-En cuanto a ti, has de saber que todo esto es una locura
que ha de terminar en tragedia. Oye, Aliocha, yo soy un
hombre perdido, de bajas pasiones; pero yo, Dmitri
Karamazov, no seré nunca un estafador ni un vulgar ratero.
Pues bien, Aliocha, he sido una vez un estafador, un vulgar
ratero. Cuando me disponía a ir a casa de Gruchegnka para
vapulearla, Catalina Ivanovna me llamó y me pidió
secretamente, aunque no sé por qué, que fuera a la capital del
distrito y enviara tres mil rublos a su hermana, que estaba en
Moscú. En la localidad nadie debía saberlo. Me fui a casa de
Gruchegnka con los tres mil rublos en el bolsillo, y me
sirvieron para pagar nuestra excursión a Mokroie. Después
fingí que me trasladaba a la capital del distrito. En cuanto al
recibo, «me olvidé» de llevárselo, a pesar de que se lo había
prometido. ¿Qué te parece? ¿Tú irás a decirle:
» -Un saludo de parte de mi hermano.
»Ella te preguntará:
»-¿Envió el dinero?
»Y tú le contestarás:
»-Es un hombre vil, sensual, incapaz de contenerse. En
vez de mandar su dinero, no pudo resistir la tentación de
malgastarlo.
»Si tú pudieras añadir:
»-Pero Dmitri Fiodorovitch no es un ladrón y le devuelve
los tres mil rublos. Envíelos usted misma a Ágata Ivanovna y
reciba las gracias de mi hermano...
»Si pudieras decirle esto, el mal no sería tan grave. En
cambio, si ella te pregunta:
»-¿Dónde está el dinero?
Aliocha le interrumpió:
-Dmitri, has tenido una desgracia, pero no tan irremediable
como crees. No te desesperes.
-¿Crees acaso que me voy a levantar la tapa de los sesos
si no logro devolver esos tres mil rublos? De ningún modo: no
tengo la resolución necesaria para hacer una cosa así. Más
adelante, tal vez. Pero, por el momento, voy a casa de
Gruchegnka, donde me dejaré hasta la piel.
-¿Pero qué harás allí?
-Hacerla mi esposa si ella quiere. Y cuando lleguen sus
amantes, pasaré a la habitación de al lado. Estaré en la casa
para dar cera a sus botas, para preparar el samovar, para
hacer los recados...
-Catalina Ivanovna lo comprenderá todo -afirmó gravemen-
te Aliocha-. Comprenderá tu profundo pesar y te perdonará.
Es un alma generosa y verá que no hay en el mundo ser más
desgraciado que tú.
-No me perdonará: he hecho algo que ninguna mujer
perdona. -¿Sabes qué sería lo mejor?
-¿Qué? -Que devolvieras los tres mil rublos.
-¿Pero de dónde los puedo sacar?
-Escucha: yo tengo dos mil. Iván te dará mil, y habrás
reunido la cantidad completa.
-¿Cuándo tendría en mi poder el dinero? Eres todavía un
chiquillo... Aliocha, es preciso que rompas con ella en mi
nombre hoy mismo, pueda o no pueda yo devolver el dinero.
A tal extremo han llegado las cosas, que esa ruptura no
admite retraso. Mañana sería demasiado tarde. Ve a casa del
viejo.
-¿De nuestro padre?
-Sí, ve primero a verle a él y pídele los tres mil rublos.
-Nunca te los dará, Dmitri.
-Ya lo sé. ¿Pero sabes tú lo que es la desesperación?
-Sí.
-Escucha: legalmente, el viejo no me debe nada. He
recibido ya mi parte, bien lo sé. ¿Pero acaso no tiene una
deuda moral conmigo? Los veintiocho mil rublos de mi madre
le sirvieron para ganar cien mil. Que me dé tres mil rublos,
nada más que tres mil, y habrá salvado mi alma del infierno, y
a él se le perdonarán muchos pecados. Te juro que me
conformaré con esta cantidad y que el viejo ya no volverá a oír
hablar de mí. Le ofrezco por última vez la oportunidad de ser
un padre. En realidad, es Dios quien se la ofrece: díselo así.
-Dmitri, de ningún modo te dará ese dinero.
-Ya lo sé, estoy seguro. Y menos ahora. Estos días se ha
enterado por primera vez en serio (fíjate bien en esta palabra)
de que Gruchegnka no bromeaba cuando dejó entrever que
podía volverle la espalda y casarse conmigo. Conoce muy
bien el carácter de esa gata. ¿Cómo puede darme un dinero
que favorecería mis planes, estando él loco por ella? Y esto
no es todo. Escucha: hace cinco días que tiene apartados tres
mil rublos en billetes de cien en un gran sobre lacrado con
cinco sellos y atado con una cinta de color de rosa. Ya ves
que estoy bien enterado. En el sobre hay esta inscripción:
«Para Gruchegnka, mi ángel, si se decide a venir a mi casa.»
Él mismo ha garabateado estas palabras a escondidas, y na-
die sabe nada de este dinero, excepto Smerdiakov, su
sirviente, del que está tan seguro como de si mismo. Ya hace
tres o cuatro días que espera que Gruchegnka acuda a buscar
el sobre. Ella le ha dicho que tal vez vaya. Y si Gruchegnka va
a casa del viejo, yo no podré casarme con ella. ¿Comprendes
ahora por qué me oculto aquí y a quién acecho?
-¿A ella?
-Sí. Esas desgraciadas han cedido un cuartucho a Foma ,
que fue soldado de mi batallón. Foma está al servicio de ellas:
monta guardia por la noche y tira a los gallos silvestres
durante el día. Yo soy su huésped. Tanto él como esas
mujeres ignoran mi secreto, o sea, que estoy aquí para vigilar.
-¿Lo sabe Smerdiakov?
-Sí. Y me advertirá si Gruchegnka visita al viejo.
-Lo del sobre, ¿lo sabes por Smerdiakov?
-Sí. Pero esto es un gran secreto. Ni siquiera Iván lo sabe.
El viejo va a enviar a nuestro hermano a Tchermachnia para
dos o tres días. Le ha salido un comprador para el bosque y le
ofrece ocho mil rublos. El viejo ha pedido a Iván que le ayude,
que vaya a ver al comprador en su nombre. Lo que en
realidad desea es alejarlo para recibir a Gruchegnka.
-¿La espera hoy?
-No, hay ciertos indicios de que hoy no vendrá -repuso
Dmitri-. Así lo cree también Smerdiakov. El viejo está ahora en
la mesa, bebiendo en compañía de Iván. Ve a pedirle los tres
mil rublos, Alexei.
Aliocha se levantó de un salto al ver el semblante
extraviado de Dmitri. En el primer momento creyó que su
hermano se había vuelto loco.
-¿Qué te pasa, Mitia?
-Nada. No creas que he perdido el juicio -respondió Dmitri,
mirándole grave y fijamente-. No temas: sé muy bien lo que
digo. Creo en los milagros, Aliocha.
-¿En los milagros?
-Sí, en los milagros de la Providencia. Dios lee en mi
corazón, ve que estoy desesperado. ¿Crees que puede
consentir que se realice tal monstruosidad? Ve, Aliocha. Creo
en los milagros.
-Iré. ¿Me esperarás aquí?
-Sí. Sin duda, tardarás. No se puede abordar la cuestión
de buenas a primeras. Ahora está bebido. Esperaré aquí tres,
cuatro, cinco horas. Pero te advierto que hoy mismo, aunque
sea a medianoche, has de ir a casa de Catalina Ivanovna, con
el dinero o sin él, para decirle: «Dmitri Fiodorovitch me ha
rogado que la salude en su nombre. » Deseo que repitas
estas palabras exactamente.
-Oye, Mitia: ¿qué piensas hacer si Gruchegnka viene hoy,
o mañana, o pasado mañana?
-¿Si viene Gruchegnka? Como vigilo, la veré. Entonces
forzaré la puerta a impediré que el viejo se salga con la suya.
-Pero si él...
-Entonces mataré: no lo podré resistir.
-¿A quién matarás?
-Al viejo. A ella ni siquiera la tocaré.
-¿Qué dices, Mitia?
-No lo sé, no lo sé. Quizá la mate, quizá no. Pero temo no
poder soportar la expresión de su cara en esos momentos.
Odio su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa impúdica. Todo
eso me repugna. Ésta es la razón de mi inquietud: temo no
poder contenerme.
-Voy a verlo, Mitia. Creo que Dios lo arreglará todo lo
mejor posible y nos evitará todos estos horrores.
-Yo espero un milagro. Pero si no se produce...
Aliocha se dirigió, pensativo, a casa de su padre.

CAPITULO VI
SMERDIAKOV
Aliocha encontró a Fiodor Pavlovitch todavía en la mesa.
Como de costumbre, la comida se había servido en el salón y
no en el comedor. Era la pieza mayor de la casa y estaba
amueblada con cierta presunción de estilo añejo. Los
muebles, muy antiguos, eran de madera blanca y estaban
tapizados con una tela roja, mezcla de seda y algodón. Se
veían entrepaños con marcos ostentosos, esculpidos a la
moda antigua y de tonos blancos y dorados. En los muros,
cuyo blanco empapelado presentaba desgarrones aquí y allá,
había dos grandes retratos: uno de un antiguo gobernador de
la provincia, y otro de un prelado, fallecido hacia ya mucho
tiempo. En el rincón que quedaba enfrente de la puerta de
entrada había varios iconos, ante los cuales ardía una
lamparilla durante la noche, menos por devoción que por dar
luz a la estancia.
Fiodor Pavlovitch se acostaba muy tarde, a las tres o a las
cuatro de la madrugada. Hasta entonces se paseaba por la
casa o se absorbía en sus meditaciones, sentado en su sillón.
Esto se había convertido en un hábito. Pasaba muchas
noches solo, después de haber despedido a los criados, pero
esta soledad era relativa, pues Smerdiakov, su sirviente, solía
dormir en la antesala, echado sobre un largo arcón.
Al presentarse Aliocha, la comida llegaba a su fin: se
habían servido ya los dulces y el café. A Fiodor Pavlovitch le
gustaban las golosinas, acompañadas de coñac, después de
las comidas.
En aquel momento, Iván estaba tomando el café con su
padre. Los sirvientes Grigori y Smerdiakov permanecían al
lado de la mesa. Señores y criados estaban, visiblemente, de
excelente humor. Fiodor Ravlovitch reía a carcajadas. Desde
el vestíbulo, Aliocha reconoció aquella risa estridente que le
era tan familiar. Y se dijo que su padre, aunque todavía no
estaba ebrio, se hallaba en excelente disposición de ánimo.
-¡Al fin ha llegado! -exclamó Fiodor Pavlovitch, encantado
de la presencia de Aliocha-. Ven y siéntate con nosotros.
¿Quieres café? Está hirviendo y es exquisito. No te ofrezco
coñac porque sé que eres abstemio. Sin embargo, si quieres...
No, te daré un licor estupendo. Smerdiakov, ve al aparador.
Lo encontrarás en el segundo anaquel, a la derecha. Toma las
llaves. ¡Hala!
Aliocha rechazó el licor.
-Bueno, si tú no quieres, lo servirán para nosotros. Dime:
¿has comido?
Aliocha contestó que sí. En efecto, había comido un trozo
de pan y bebido un vaso de kvass en la cocina del padre
abad.
-Tomaré una taza de café.
-¡El muy bribónl El café no lo rechaza. ¿Hay que
calentarlo? No: está todavía hirviendo. Es el famoso café de
Smerdiakbv. Es un maestro para el café, la sopa de pescado y
las tortas. Has de venir un día a comer sopa de pescado con
nosotros. Avísame antes. Pero, ahora que caigo, ¿no te he
dicho que trajeras el colchón y las almohadas hoy mismo?
¿Dónde están?
-No los he traído -repuso Aliocha, sonriendo.
-¡Ah! Has tenido miedo; confiesa que has tenido miedo.
¿Es posible que me mires con temor, querido?... Oye, Iván,
cuando me mira a los ojos sonriendo, no lo puedo resistir.
Sólo de verlo, la alegría dilata mi corazón. ¡Lo quiero! Aliocha,
ven a a recibir mi bendición.
Aliocha se puso en pie, pero Fiodor Pavlovitch había
cambiado de opinión.
-No. Me limitaré a hacer la señal de la cruz. Así. Anda, ve
a sentarte. Oye, te voy a dar una alegría: la burra de Balaam
ha trablado sóbre cosas que a ti te llegan al corazón.
Escúchalo un poco y te reirás.
La burra de Balaam era el sirviente Smerdiakov, joven de
veinticuatro años, insociable, taciturno, arrogante y que
parecía despreciar a todo el mundo. Ha llegado el momento
de decir algunas palabras de este personaje. Criado por Marta
Ignatievna y Grigori Vasilievitch, el rapaz -«naturaleza
ingrata», según la expresión de Grigori- había crecido como
un salvaje en su rincón. Le gustaba colgar a los gatos y
enterrarlos con gran ceremonia: se echaba encima una
sábana a guisa de casulla y cantaba, agitando un supuesto
incensario sobre el cadáver, todo ello con el mayor misterio.
Grigori lo sorprendió un día y le azotó duramente. Durante una
semana el chiquillo estuvo acurrucado en un rincón, mirando
de reojo.
-Este monstruo no nos quiere -decía Grigori a Marta-. Es
más, no quiere a nadie.
Y un día dijo a Smerdiakov:
-¿Eres verdaderamente un ser humano? No, has nacido
de la humedad del invernadero.
Smerdiakov, como se verá después, no le perdonó nunca
estas palabras.
Grigori le enseñó a leer y le dio lecciones de historia
sagrada desde que tuvo doce años. Fue un intento inútil. Un
día, en una de las primeras lecciones, el rapaz se echó a reír.
-¿Qué te pasa? -le preguntó Grigori, mirándolo por encima
de los lentes.
-Nada. Que si Dios creó el mundo el primer día, y el cuarto
hizo el Sol, la Luna y las estrellas, ¿de dónde salía luz el
primer día?
Grigori se quedó perplejo. El chiquillo miraba a su maestro
con un gesto lleno de ironía. Incluso parecía provocarlo con la
mirada. Grigori no pudo contenerse.
-Ahora verás de dónde salía -exclamó. Y le dio una fuerte
bofetada.
El niño no protestó, pero estuvo de nuevo en su rincón
varios días. Una semana después tuvo su primer ataque de
epilepsia, enfermedad que ya no le dejó en toda su vida.
Fiodor Pavlovitch modificó inmediatamente su conducta con el
chico. Hasta entonces le había mirado con indiferencia,
aunque nunca le reñía y le daba un copec cada vez que se
encontraba con él. Cuando estaba de buen humor, le enviaba
postres de su mesa. La enfermedad del niño provocó su
solicitud. Llamó a un médico y Smerdiakov siguió un tra-
tamiento, pero su mal era incurable. Sufría un ataque al mes,
por término medio y con intervalos regulares. Estas crisis eran
de intensidad variable: unas ligeras, otras violentas. Fiodor
Pavlovitch prohibió terminantemente a Grigori que le pegara y
permitió al enfermo entrar en,sus,habitaciones. Le prohibió
también el estudio hasta nueva orden.Un día -Smerdiakov
tenía entonces quince años-, Fiodor Pavlovitch lo sorprendió
leyendo los títulos de su biblioteca a través de los cristales.
Fiodor Pavlovitch tenía un centenar de volúmenes, pero nadie
le había visto nunca con ninguno en la mano. En seguida dio
las llaves de su biblioteca a Smerdiakov.
-Toma -le dijo-, tú serás mi bibliotecario. Siéntate y lee.
Esto será para ti mejor que estar sin hacer nada en el patio.
Empieza por éste.
Y Fiodor Pavlovitch le entregó el libro Las tardes en la
quinta próxima a Dikaneka .
Esta obra no gustó al muchacho. La terminó con un gesto
de desagrado y sin haberse reído ni una sola vez.
-¿Qué? ¿No te ha hecho gracia? -le preguntó Fiodor
PavIovitch.
Smerdiakov guardó silencio.
-¡Responde, imbécil!
-Aquí no se cuenta más que mentiras -gruñó Smerdiakov
sonriendo.
-¡Vete al diablo, cretino! Mira, aquí tienes la Historia univer-
sal de Smaragdov. Todo lo que aquí se dice es verdad.
Pero Smerdiakov no leyó más de diez páginas. La historia
le pareció pesada. No había que pensar en la biblioteca. Poco
tiempo después, Marta y Grigori informaron a Fiodor
Pavlovitch de que Smerdiakov se había vuelto muy
quisquilloso. Cuando le ponían delante el plato de sopa, la
examinaba atentamente, llenaba la cuchara y la miraba a la
luz.
-¿Algún gusano? -preguntaba a veces Grigori.
-¿O tal vez una mosca? -insinuaba Marta Ignatievna.
El escrupuloso joven no contestaba, pero hacia lo mismo
con el pan, la carne y toda la comida. Pinchaba un trozo con
el tenedor, lo examinaba a la luz como si lo mirara con el
microscopio, y, tras un momento de meditación, se decidía a
llevárselo a la boca.
-Como si fuera el hijo de un personaje -murmuraba Grigori,
mirándole.
Cuando se enteró de semejante manía, Fiodor Pavlovitch
afirmó al punto que Smerdiakov tenía vocación de cocinero y
lo envió a Moscú para que aprendiera el arte culinario. Pasó
allí varios años, y, cuando volvió, su aspecto había cambiado
mucho. Estaba prematuramente envejecido. Su piel aparecía
arrugada, amarilla. Semejaba un skopets. En el aspecto
moral, era casi el mismo que antes de su marcha: un salvaje
que huía de la gente. Más tarde se supo que en Moscú
apenas había despegado los labios. La ciudad le había
interesado muy poco. Fue una noche al teatro y no le gustó.
Su ropa, tanto la exterior como la interior, no presentaba la
menor señal de negligencia. Cepillaba cuidadosamente su
traje dos veces al día y lustraba sus elegantes botas de piel
de becerro con un betún inglés especial que les daba un brillo
de espejo. Se reveló como un excelente cocinero. Fiodor
Pavlovitch le asignó un saiario que él invertía casi
enteramente en ropa, pomadas, perfumes, etcésera. Hacia
tan poco caso de las mujeres como de los hombres. Se
mostraba con ellas huraño a inabordable.
Fiodor Pavlovitch empezó a mirarlo desde un punto de
vista algo distinto. Sus ataques eran más frecuentes. Marta
Ignatievna tenía que sustituirlo en la cocina, y esto no
convenía en modo alguno a su dueño.
-¿Por qué tus ataques son ahora más frecuentes que
antes? -preguntó al nuevo cocinero, mirándole de hito en hito-.
Debes casarte. ¿Quieres que te busque esposa?
Pero Smerdiakov, pálido de enojo, no contestó a esta
pregunta. Fiodor Pavlovitch se encogió de hombros y se fue.
Sabía que era honrado a carta cabal, incapaz de quitar a
nadie un alfiler, y esto era para él lo más importante. Una vez,
Fiodor Pavlovitch, estando embriagado, había perdido en el
patio tres billetes de cien rublos que acababa de recibir. Hasta
el día siguiente no se dio cuenta de la pérdida, y cuando
estaba buscando en sus bolsillos, los vio encima de la mesa.
El día anterior, Smerdiakov los había encontrado y se los
había puesto allí.
-No he visto jamás nada semejante, mi buen Smerdiakov
-dijo simplemente Fiodor Pavlovitch. Y le regaló diez rublos.
Hay que decir que, además de estimar su honradez, le
tenía afecto, aunque él lo tratara con tan poca amabilidad
como a todos. Quien lo observara y se preguntase: «¿Qué es
lo que interesa a este hombre? ¿Cuáles son sus principales
preocupaciones?», no habría sabido qué contestarse. Sin
embargo, Smerdiakov permanecía a veces, estuviera en la
casa, en el patio o en la calle, sumido en sus pensamientos
durante diez minutos. En estos momentos, su semblante no
habría revelado nada al mejor fisonomista. Por lo menos, éste
no habría leído en él pensamiento alguno; solamente habría
observado que Smerdiakov se hallaba en una especie de
estado contemplativo. Hay un notable cuadro de Kramskoi
titulado El contemplativo. Un bosque en invierno. En el camino
hay un hombre del campo que lleva una hopalanda
deshilachada y unas viejas botas, y que parece estar
reflexionando. En realidad, no piensa: lo que hace es
contemplar algo. Si lo tocarais, se estremecería y os miraría
como si saliera de un sueño, sin comprender nada. Se tran-
quilizaría en seguida, pero si le preguntaseis en qué pensaba,
seguramente no se acordaría, aunque volviera a experimentar
las impresiones recibidas durante su estado contemplativo.
Estas impresiones son para él valiosísimas y se van
acumulando en su ser, sin que él se dé cuenta ni sepa con
qué fin. Y puede ocurrir que un día, tras haberlas almacenado
durante años, lo deje todo y se vaya a Jerusalén a salvar su
alma, o que prenda fuego a su pueblo natal. También es
posible que haga las dos cosas. Hay muchos contemplativos
de esta índole en nuestro país. Smerdiakov era evidente-
mente un tipo de este género: almacenaba sus impresiones
sin saber para qué.

CAPITULO VII
UNA CONTROVERSIA
Pues bien, la burra de Balaam empezó a hablar de pronto,
cuando se comentaba un suceso extraordinario.
Por la mañana, hallándose en la tienda de Lukianov,
Grigori había oído referir al comerciante lo siguiente: un
soldado ruso había caído prisionero en un lugar lejano de
Asia, y el enemigo quiso obligarle, bajo la amenaza de la
tortura y de la muerte, a abjurar del cristianismo y abrazar la
religión del islam. El soldado se negó a traicionar a su fe y
sufrió el martirio: se dejó despellejar y murió glorificando a
Cristo. Este acto heroico se relataba en el periódico recibido
aquella misma mañana. Grigori lo comentó en la sobremesa
de Fiodor Pavlovitch. A éste le gustaba charlar y bromear en
tales momentos, incluso con Grigori. En esta ocasión, Fiodor
PavIovitch se hallaba de un humor excelente y experimentaba
una despreocupación sumamente agradable. Después de
haber escuchado a Grigori, saboreando su copa de coñac,
dijo que se debería canonizar al soldado y enviar su piel a un
monasterio.
-El pueblo la cubriría de dinero.
Grigori frunció las cejas al ver que, lejos de enmendarse,
Fiodor Pavlovitch seguía burlándose de las cosas santas.
En este momento, Smerdiakov, que estaba cerca de la
puerta, sonrió. Ya hacia tiempo que se le admitía en el
comedor en el momento de los postres, y, desde la llegada de
Iván Fiodorovitch, no faltaba casi ningún día.
-¿Qué te pasa? -le preguntó Fiodor Pavlovitch, compren-
diendo que su sonrisa iba dirigida a Grigori.
Y Smerdiakov dijo de pronto, levantando la voz:
-Estoy pensando en ese valiente soldado. Su heroísmo es
sublime, pero, a mi modo de ver, no habría cometido ningún
pecado si, en un caso como éste, hubiese renegado del
nombre de Cristo y del bautismo, para salvar la vida y poder
dedicarse a hacer buenas obras, que le redimirían de su
momentánea debilidad.
-¿De modo que crees que eso no sería pecado? -replicó
Fiodor Pavlovitch-. Irás al infierno y te asarán como a un cor-
dero.
En ese momento apareció Aliocha, lo que, como se ha
visto, produjo gran satisfacción a Fiodor Paviovitch.
-Estamos hablando de tu tema favorito -dijo el padre tras
una alegre risita. E hizo sentar a Aliocha.
-Eso son tonterías -replicó Smerdiakov-. No tendré ningún
castigo. No puedo tenerlo, porque sería injusto.
-¿Cómo injusto? -exclamó Fiodor Pavlovitch con redoblado
regocijo y tocando a Aliocha con la rodilla.
-¡Es un granuja! -exclamó Grigori, dirigiendo a Smerdiakov
una mirada colérica.
-¿Un granuja? -replicó Smerdiakov sin perder la sangre
fría-. Reflexione. Si caigo en poder de unos hombres que
torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre
de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza
plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún
pecado.
-Eso ya lo has dicho -exclamó Fiodor Pavlovitch-. No lo
repitas: pruébalo.
-¡Marmitón! -murmuró Grigori en un tono de desprecio.
-Tan marmitón como usted quiera, Grigori Vasilievitch;
pero, en vez de insultar, piense en esto. Apenas digo a los
verdugos: «Yo no soy cristiano y maldigo al verdadero Dios»,
quedo excomulgado por la justicia divina, apartado de la santa
Iglesia, como un pagano. Y no sólo en el momento de
pronunciar estas palabras, sino antes, cuando tomo la
decisión de decirlas. ¿Es esto verdad o no lo es, Grigori
Vasilievitch?
Smerdiakov se dirigía a Grigori con satisfacción evidente
aunque contestaba a las palabras de Fiodor Pavlovitch. Fingía
creer que era Grigori el que había hablado, aunque sabía
perfectamente que era Fiodor Pavlovitch.
Éste pidió a Iván que se inclinara hacia él y le susurró al
oído:
-Habla para ti. Busca tus elogios. Complácelo.
Iván escuchó gravemente la observación de su padre.
-Espera un momento, Smerdiakov -dijo Fiodor Paviovitch-.
Iván, acerca el oído otra vez.
Iván obedeció, conservando la seriedad.
-No creas que no te quiero -le dijo su padre-. Te quiero
tanto como a Aliocha. ¿Un poco de coñac?
-Sí, gracias.
Y se preguntó en su fuero interno, mirando fijamente a su
padre: «¿Qué querrá de mí?»
Luego observó a Smerdiakov con profunda curiosidad.
-¡Tú estás ya excomulgado! -estalló Grigori-. ¿Cómo te
atreves a discutir, cretino?
-No insultes, Grigori. Cálmate -dijo Fiodor Pavlovitch.
-Tenga un poco de paciencia, Grigori Vasilievitch, pues no
he terminado todavía. En el momento en que reniego de Dios,
en ese mismo instante, me convierto en una especie de
pagano. Mi bautismo se borra, queda sin efecto. ¿No es así?.
-Termina pronto, muchacho -le dijó Fiodor Pavlovitch
mientras paladeaba con fruición un sorbo de coñac.
-Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo
que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy
«descristianizado» por el mismo Dios, que me ha
excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano.
Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirían cuentas en el
otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en
el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano,
no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho
anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede
reprochar a un pagano no haber nacido cristiano a intentar
castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar
dos veces al mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a
un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede
absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo
puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres
paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a
ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la
verdad, y no es posible que el que reina sobre los cielos y la
tierra diga la mentira más insignificante.
Grigori se quedó mirando al orador con ojos desorbitados y
expresión estúpida. Aunque no comprendía del todo lo dicho
por Smerdiakov, había captado una parte de aquel galimatías
y tenia el gesto del hombre que acaba de dar una cabezada
contra la pared. Fiodor Pavlovitch apuró su copa y se echó a
reír ruidosamente.
-¡Qué hombre, Aliocha, qué hombre! Es un casuista. Sin
duda tiene tratos frecuentes con jesuitas, ¿verdad, Iván?
Hueles a jesuita, Smerdiakov. ¿Quién te ha enseñado esas
cosas? Pero mientes desvergonzadamente, casuista; mientes
y divagas. No te áflijas, Grigori: lo vamos a hacer polvo.
Responde a esto, burro: admito que no faltas ante los
verdugos, pero has abjurado interiormente y tú mismo has
reconocido que al instante ha caído sobre ti la excomunión.
Pues bien, no creo que en el infierno acaricien la cabeza a un
excomulgado. ¿Qué dices a eso, mi buen padre jesuita?
-Es indudable que he abjurado desde el fondo de mi
corazón; sin embargo, si hay pecado en ello, el pecado es
muy venial.
-¡Eso es falso, maldito! -dijo Grigori.
-Escúcheme y juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch
-continuó Smerdiakov impertérrito, consciente de su victoria,
pero como mostrándose generoso con un adversario vencido-.
Juzgue por usted mismo. En las Escrituras se dice que si uno
tiene fe, aunque sea por el valor de un grano, y ordena a una
montaña que se precipite en el mar, la montaña obedecerá sin
la menor vacilación. Pues bien, Grigori Vasilievitch, ya que yo
no soy creyente y usted cree serlo hasta tal punto de
insultarme sin cesar, pruebe a decir a una montaña que se
arroje, no ya al mar, que está muy lejos de aquí, sino
simplemente a ese río infecto que pasa por detrás de nuestro
jardín, y verá usted como la montaña no se mueve ni se
produce el menor cambio en ella, por mucho que usted grite.
Esto quiere decir, Grigori Vasilievitch, que usted no tiene
verdadera fe y que, para desquitarse, abruma a su prójimo
con sus invectivas. Supongamos que nadie en nuestra época,
nadie absolutamente, desde la persona de más elevada
posición hasta el último patán, puede arrojar las montañas al
mar, exceptuando a uno o dos hombres que hacen vida de
santos en los desiertos de Egipto, donde no se les puede
encontrar. Si es así, si todos los demás carecen de verdadera
fe, ¿es posible que éstos, es decir, la población del mundo
entero, excepto los dos anacoretas, reciban la maldición del
Señor? ¿Es posible que el Señor no perdone a ninguno de
ellos, a pesar de su misericordia infinita? No es posible,
¿verdad? Por lo tanto, espero que se me perdonen mis dudas
cuando derrame lágrimas de arrepentimiento.
-¿De modo -exclamó Pavlovitch en el colmo del entusias-
mo- que tú crees que hay dos hombres capaces de mover las
montañas? Observa este detalle, Iván: toda Rusia está con él.
-Exacto: es un rasgo característico de la fe popular de
nuestro país -dijo Iván Fiodorovitch con una sonrisa de
aprobación.
-Si estás de acuerdo conmigo, eso prueba que mi
observación es exacta. ¿Verdad, Aliocha? Eso se ajusta
perfectamente a la fe rusa.
-No, Smerdiakov no posee la fe rusa -repuso Aliocha con
acento grave y firme.
-No me refiero a su fe, sino a ese detalle, a esos dos
anacoretas. ¿No es un detalle muy ruso?
-Sí, ese detalle es completamente ruso -concedió Aliocha
sonriendo.
-Esa observación merece una moneda de oro, burra de
Balaam, y hoy mismo te la enviaré. Pero todo lo demás que
has dicho es falso. Has de saber, imbécil, que si nosotros no
tenemos más fe es por pura frivolidad: los negocios nos
absorben; los días no tienen más que veinticuatro horas; uno
no tiene tiempo no ya para arrepentirse, sino ni para dormir
sus libaciones. Pero tú has abjurado ante los verdugos,
cuando lo único que tenías que hacer era pensar en la fe y en
el momento que era preciso demostrarla. Me parece, joven,
que esto constituye un pecado, ¿no?
-Sí, pero un pecado venial. Juzgue por usted mismo,
Grigori Vasilievitch. Si yo hubiese creido entonces de verdad,
tal como se debe creer, hubiera cometido un verdadero
pecado al no querer sufrir el martirio y preferir convertirme a la
maldita religión de Mahoma. Pero si hubiese tenido verdadera
fe, tampoco habría sufrido el martirio, pues me habría bastado
decir a una montaña que avanzara y aplastase al verdugo,
para que ella se hubiera puesto al punto en movimiento y
hubiese dejado a mis enemigos como viles gusanos
pisoteados. Y entonces yo me habría marchado como si nada
hubiera ocurrido, glorificando y loando a Dios. Pero si lo
hubiese intentado, si hubiese gritado a la montaña que
aplastara al verdugo y ella no lo hubiese hecho, ¿cómo habría
sido posible impedir que me asaltara la duda en aquel
momento de espanto mortal? En tal caso, yo sabría ya que no
iba a ir al reino de los cielos, puesto que la montaña no había
obedecido a mi voz, lo que demostraba que mi fe no gozaba
de gran crédito allá arriba y que la recompensa que me
esperaba en el otro mundo no era demasiado importante. ¿Y
quiere usted que, sabiendo esto, me dejara despellejar? La
montaña no habría obedecido a mis gritos ni siquiera cuando
estuviese despellejado hasta media espalda. En tales
momentos, no sólo puede asaltarnos la duda, sino que el
terror puede volvernos locos. En consecuencia, ¿puedo
sentirme culpable si, no viendo por ninguna parte provecho ni
recompensa, decido salvar al menos la vida? He aquí por qué,
confiando en la misericordia divina, espero que se me
perdone.

CAPITULO VIII
TOMANDO EL COÑAC
La discusión había terminado, pero -cosa extraña- Fiodor
Pavlovitch, tan alegre hasta entonces, se puso de pronto de
mal humor. Se bebió una nueva copa que ya estaba de más.
-¡Marchaos, jesuitas; fuera de aquí! -gritó a los sirvientes-.
Vete, Smerdiakov; recibirás la moneda de oro que te he
prometido. No te aflijas, Grigori. Ve a reunirte con Marta; ella
te consolará y te cuidará.
Y cuando los sirvientes se fueron, añadió:
-Estos canallas no le dejan a uno tranquilo. Smerdiakov
viene ahora todos los días después de comer. Eres tú quien lo
atraes. Alguna carantoña le habrás hecho.
-Nada de eso -repuso Iván Fiodor Pavlovitch-. Es que le ha
dado por respetarme. Es un granuja. Formará parte de la
vanguardia cuando llegue el momento.
-¿De la vanguardia?
-Sí. Habrá otros mejores, pero también muchos como él.
-¿Cuándo llegará ese momento?
-El cohete arderá, pero no hasta el fin. Por ahora, el pueblo
no presta atención a estos marmitones.
-Desde luego, esta burra de Balaam no cesa de pensar, y
sabe Dios adónde le llevarán sus pensamientos.
-Almacena ideas -observó Iván sonriendo.
-Oye: yo sé que no me puede soportar. Ni a mí ni a nadie.
Y a ti tampoco, aunque creas que le ha dado por respetarte. A
Aliocha lo desprecia. Pero no es un ladrón ni un chismoso. No
va contando por ahí lo que aquí ocurre. Además, hace unas
excelentes tortas de pescado... ¡En fin, que se vaya al diablo!
No vale la pena hablar de él.
-Desde luego.
-Yo siempre he creído que el mujik necesita ser azotado.
Es un truhán que no merece compasión, y conviene pegarle
de vez en cuando. El abedul ha dado fuerza al suelo ruso;
cuando perezcan los bosques, perecerá él. Me gustan las
personas de ingenio. Por liberalismo, hemos dejado de
vapulear a los mujiks, pero siguen azotándose ellos mismos.
Hacen bien. «Se usará con vosotros la misma medida que
vosotros uséis». Es así, ¿verdad?... Mi querido Iván, ¡si tú
supieras cómo odio a Rusia!... Bueno, no a Rusia
precisamente, sino a todos sus vicios..., y acaso también a
Rusia. Tout cela, c'est de la cochonnerie. ¿Sabes lo que me
encanta? El ingenio.
-Te has bebido otra copa. ¿No crees que ya es
demasiado?
-Oye, voy a beberme otra, y otra después, y se acabó.
¿Por qué me has interrumpido? Hace poco, hallándome de
paso en Mokroie, estuve charlando con un viejo. «Lo que más
me gusta -me dijo- es condenar a las muchachas al látigo.
Encargamos a los jóvenes ejecutar la sentencia, y éstos,
invariablemente, se casan con las azotadas.» ¡Qué sádicas!,
¿eh? Por mucho que digas, esto es ingenioso. Podríamos ir a
verlo, ¿no te parece?... ¿Enrojeces, Aliocha? No te ruborices,
hijo. ¡Lástima que no me haya quedado hoy a comer con el
padre abad! Habría hablado a los monjes de las muchachas
de Mokroie. Aliocha, no me guardes rencor por haber ofendido
al padre abad. Estoy indignado. Pues si verdaderamente hay
Dios, no cabe duda de que soy culpable y tendré que
responder de mi conducta: pero si Dios no existe, habría que
cortarles la cabeza, y aún no sería suficiente el castigo, ya
que se oponen al progreso. Te aseguro, Iván, que esta
cuestión me atormenta. Pero tú no lo crees: lo leo en tus ojos.
Tú crees lo que se dice de mi: que soy un bufón. ¿Tú lo crees,
Aliocha?
-No, yo no lo creo.
-Estoy seguro de que hablas sinceramente y ves las cosas
como son. No es éste el caso de Iván. Iván es un
presuntuoso... Sin embargo, me gustaría terminar de una vez
con tu monasterio. Habría de suprimir de golpe a esa casta
mística en toda la tierra: sería el único modo de devolver a los
imbéciles la razón. ¡Cuánta plata y cuánto oro afluiría
entonces a la Casa de la Moneda!
-¿Pero para qué quieres suprimir los monasterios? -pre-
guntó Iván.
-Para que la verdad resplandezca.
-Cuando la verdad replandezca, primero te lo quitarán todo
y después lo matarán.
-Tal vez tengas razón -dijo Fiodor Pavlovitch. Y añadió,
rascándose la frente-: ¡Soy un verdadero asno! Si es así, ¡paz
a tu monasterio, Aliocha! Nosotros, las personas inteligentes,
permaneceremos en habitaciones abrigadas y beberemos
coñac. Tal es, sin duda, la voluntad de Dios. Dime, Iván: ¿hay
Dios o no lo hay? Respóndeme en serio. ¿De qué te ríes?
-Me acuerdo de tu aguda observación sobre la fe de Smer-
diakov: cree en la existencia de dos ermitaños que pueden
mover las montañas.
-¿Eso he dicho yo?
-Exactamente.
-¡Ah! Es que yo soy también muy ruso. Y también lo eres
tú, filósofo. Se te pueden escapar observaciones del mismo
género... Te apuesto lo que quieras a que te pillaré diciendo
algo así. La apuesta entrará en vigor mañana. Pero contesta a
lo que te he preguntado: ¿hay Dios o no lo hay? Te
agradeceré que me hables en serio.
-No, no hay Dios.
-¿Hay Dios, Aliocha?
-Sí, hay Dios.
-Iván: ¿existe la inmortalidad, por poca que sea?
-No, no hay inmortalidad.
-¿En absoluto?
-En absoluto.
-O sea, cero. ¿Cero o una partícula?
-Cero.
-Aliocha, ¿hay inmortalidad?
-Sí.
-¿Dios e inmortalidad en una sola pieza?
-Sí: la inmortalidad descansa en Dios.
-¡Hum! Debe de ser Iván quien tiene razón. Señor, ¡cuando
uno piensa en la cantidad de fe y de energía que esta quimera
ha costado al hombre, sin compensación ninguna, desde hace
miles de años! ¿Quién se burla así de la humanidad? Por
última vez lo pregunto categóricamente: ¿hay Dios o no lo
hay?
-Pues, por última vez, no.
-Entonces, ¿quién se burla del mundo, Iván?
-El diablo, sin duda -repuso Iván con una risita sarcástica.
-Así, el diablo existe.
-No, no existe.
-Lo siento. No sé lo que haría al primer fanático que
inventó a Dios. Ahorcarlo me parece poco.
-Sin esa invención, la civilización no existiría.
-¿De veras?
-De veras. Tampoco existiría el coñac. Por cierto, que
vamos a tener que quitártelo.
-Espera, una copita más... He ofendido a Aliocha. ¿Me
guardas rencor, hijito.
-No, no te guardo rencor. Sé muy bien cómo piensas. Tu
corazón vale más que tus pensamientos.
-¡Mi corazón vale más que mis pensamientos! ¡Y eres tú
quien lo dice!... Iván, ¿quieres a Aliocha?
-Sí, le quiero.
-Quiérele.
Y Fiodor Pavlovitch, cada vez más borracho, dijo a
Aliocha:
-Oye: he sido grosero con tu starets, pero estaba exaltado.
Es un hombre inteligente. ¿Tú qué crees, Iván?
-Que tal vez lo sea.
-Ciertamente, il y a du Piron là dedans. Es un jesuita ruso.
La necesidad de representar una farsa, de llevar una máscara
de santidad, le indigna in petto, pues es un hombre de
carácter noble.
-Pero cree en Dios.
-No está muy convencido. ¿No lo sabías? Lo dice a todo el
mundo o, por lo menos, a todas las personas inteligentes que
lo visitan. Al gobernador Schultz le dijo sin rodeos: «Credo,
pero no sé en qué.»
-¿De veras?
-Textual. Pero le aprecio. Hay en él algo de Mefistófeles o,
mejor aún, de Héroe de nuestro tiempo. Su nombre es Arbeni-
ne , ¿verdad?... Es un sensual, tan sensual que yo no estaría
tranquilo si mi mujer o una hija mía fueran a confesarse con
él. No puedes imaginarte las cosas que dice cuando se pone
a contar anécdotas. Hace tres años nos invitó a tomar el té...,
con licores, pues las damas le envían licores. Empezó a
referirnos su vida de antaño, y uno se partía de risa. Fue a
curar a una dama de sus males del alma, y se enamoró de
ella. Luego nos dijo que, si no le hubiesen dolido las piernas,
habría ejecutado cierta danza... ¡Qué divertido!, ¿eh? «Yo
también he llevado una vida alegre», añadió... Ha estafado
sesenta mil rublos a Demidov, el comerciante.
-¿Estafado?
-Este se los confió, no dudando de su honradez.
«Guárdemelos -le dijo-. Mañana vendrán a inspeccionar mi
casa.» El santo varón se embolsó los sesenta mil rublos y le
dijo: «Se los has dado a la Iglesia.» Yo le dije que era un
bribón, y él me contestó que no era tal cosa, sino un hombre
de ideas amplias... Pero ahora caigo en que todo esto lo hizo
otro. He sufrido una confusión... Otra copita y ya no bebo más.
Trae la botella, Iván. ¿Por qué no me has detenido cuando he
empezado a mentir?
-Porque sabía que te detendrías tú mismo.
-Eso no es cierto. No me has dicho nada por maldad. En el
fondo, me desprecias. Has venido a mi casa para
demostrarme tu desprecio.
-Me voy. El coñac se te empieza a subir a la cabeza.
-Te he rogado insistentemente que fueras a Tchermachnia
para uno o dos días, y no has ido.
-Partiré mañana, ya que tanto te interesa.
-No lo creo. Tú quieres estar aquí para espiarme.
El viejo no se calmaba; había llegado a ese punto de la
embriaguez en que los bebedores, incluso los más pacíficos,
sienten de pronto el deseo de poner de manifiesto sus cosas
malas.
-¿Por qué me miras así? Tus ojos me están diciendo:
«¡Despreciable borracho!» Tu mirada está llena de
desconfianza y desprecio. Eres astuto como tú solo. La
mirada de Alexei es radiante: él no me desprecia. Alexei,
guárdate de querer a Iván.
-No te enojes con mi hermano. Le has ofendido -dijo Alio-
cha firmemente.
-Está bien. ¡Ah, qué dolor de cabeza tengo! Iván, dame el
coñac: te lo he dicho ya tres veces.
Quedó pensativo y de pronto sonrió astutamente.
-No te enfades con un pobre viejo, Iván. Tú no me quieres,
lo sé. Lo que no sé es por qué no me quieres. Pero no te
enfades. Has de ir a Tchermachnia. Te diré dónde puedes ver
a una muchachita con la que bromeo hace tiempo. Va todavía
descalza; pero eso no debe preocuparte. No hay que hacer
aspavientos ante las jovencitas descalzas: son perlas.
Se dio un beso en la mano y en seguida se animó, como si
su tema favorito le curase de su embriaguez.
-¡Ah, hijos míos! -continuó-. Mis cochinillos... Yo..., a mí,
ninguna mujer me parece fea. Es un don, ¿comprendéis? No,
no podéis comprenderme. No es sangre, sino leche, lo que
corre por vuestras venas. Todavía no habéis salido del
cascarón. A mi juicio, todas las mujeres tienen alguna
peculiaridad interesante: el quid está en saber descubrirla.
Para ello hace falta un talento especial. A mí, ninguna me
parece fea. El sexo por si solo hace mucho... Pero esto está
por encima de vuestra comprensión. Incluso las solteronas
viejas tienen a veces tales encantos, que uno no puede
menos de decirse que los hombres son unos imbéciles, ya
que las han dejado envejecer sin descubrir sus atractivos. A
las muchachitas descalzas hay que empezar por
impresionarlas, ¿no lo sabíais? Es preciso que la infeliz se
sienta maravillada y confusa al ver que todo un señor se ha
enamorado de una pobrecita como ella. Por fortuna, ha habido
y habrá siempre señores que se atreven a todo y sirvientes
que los obedecen. ¡Esto asegura la felicidad de la existencia!
A propósito, Aliocha, yo siempre conseguí impresionar a tu
madre, aunque de otro modo. A veces, después de haberla te-
nido algún tiempo privada de mis caricias, me mostraba de
pronto apasionado, arrodillándome ante ella y besándole los
pies. Entonces ella, invariablemente, lanzaba una risita
convulsiva y aguda, pero apagada. No se reía nunca de otro
modo. Yo sabía que su crisis empezaba siempre así, que al
día siguiente gritaría como una poseída, que aquella risita sólo
expresaba la apariencia de un arrebato; pero siempre ocurría
de este modo. Hay que saber cómo conducirse en todo
momento. Un día, un hombre llamado Bielavski, guapo y rico,
que le hacía la corte y frecuentaba nuestra casa, me abofeteó
en su presencia. Creí que tu madre, dulce como una ovejita,
me iba a pegar. Exclamó: « ¡Te ha pegádo, te ha abofeteado!
¡Querias venderme a él! De lo contrario, ¿cómo se habría
atrevido a abofetearte delante de mí? No quiero volver a verte
hasta que le hayas desafiado.» Yo la conduje entonces al
monasterio, donde se oró para calmarla. Pero lo juro por Dios,
Aliocha, que no ofendí jamás a mi pequeña endemoniada.
Mejor dicho, sólo la ofendí una vez. Fue en el primer año de
nuestro matrimonio. Tu madre rezaba demasiado, observaba
rigurosamente las fiestas de la Virgen y no me permitía entrar
en su habitación. Me propuse curarla de su misticismo. «¿Ves
esa imagen que tú consideras milagrosa? -le dije-. Pues le voy
a escupir en tu presencia, y verás como no sufro ningún
castigo.» Creí que iba a matarme, pero se limitó a estreme-
cerse. Luego se cubrió el rostro con las manos, empezó a
temblar y se desplomó... Aliocha, ¡Aliocha! ¿Qué te pasa?
¿Qué tienes?
El viejo se puso en pie, aterrado. Desde que había
empezado a hablar de la madre de Aliocha, el rostro del joven
se había ido alterando progresivamente. Aliocha enrojeció,
sus ojos centellearon y sus labios empezaron a temblar. El
viejo no se dio cuenta de nada hasta el momento en que
Aliocha sufrió un ataque que reproducía punto por punto el
que él acababa de describir. De súbito, terminado el relato, se
levantó exactamente como su madre, se cubrió el rostro con
las manos y se dejó caer en su asiento, sacudido de pies a
cabeza por una crisis histérica acompañada de lágrimas
silenciosas.
-¡Pronto, Iván, trae agua! ¡Es lo mismo que su madre! Trae
agua y le rociaremos la cara, que era lo que hacía yo con su
madre.
Y añadió en voz baja:
-Lo ha heredado de ella, lo ha heredado de ella.
Iván le respondió, con una mueca de desprecio:
-Su madre fue también la mía, ¿no?
Su fulgurante mirada sacudió al viejo, que, aunque
parezca extraño, se había olvidado en aquellos momentos de
que la madre de Aliocha había sido también la de Iván.
-¿También tu madre? -murmuró Fiodor Pavlovitch sin
comprender-. ¿Qué dices?... ¡Diablo, pues es verdad! Su
madre fue también la tuya... ¿Dónde tenía la cabeza?...
Perdóname, Iván, pero... ¡Je, je!
Enmudeció con una estúpida sonrisa de borracho. En ese
momento se oyeron en el vestíbulo fuertes ruidos y gritos
furiosos. Un instante después, la puerta se abrió y Dmitri
Fiodorovitch irrumpió en la estancia. El viejo, aterrado, se
arrojó sobre Iván y se aferró a él.
-¡Viene a matarme! ¡Defiéndeme!

CAPÍTULO IX
LOS SENSUALES
Grigori y Smerdiakov aparecieron en pos de Dmitri. Habían
luchado con él en el vestíbulo para impedirle la entrada,
cumpliendo las órdenes que Fiodor Pavlovitch les había dado
días atrás. Aprovechando un momento en que Dmitri se
detuvo para orientarse, Grigori dio un rodeo a la mesa, cerró
las dos hojas de la puerta que conducía a las habitaciones del
fondo y se colocó ante ella con los brazos en cruz, dispuesto a
defender la entrada hasta agotar sus fuerzas. Al ver esto,
Dmitri lanzó un grito que fue más bien un rugido y se arrojó
sobre Grigori.
-¡Eso quiere decir que ella está aquí, que se oculta en
esas habitaciones! ¡Aparta, cretino!
E intentó apartarlo con sus manos, pero Grigori lo rechazó.
Ciego de rabia, Dmitri levantó el puño y golpeó al criado con
todas sus fuerzas. El viejo se desplomó como una planta
segada. Dmitri saltó por encima de su cuerpo y abrió la
puerta. Smerdiakov había permanecido, pálido y tembloroso,
al otro lado de la mesa, junto a Fiodor Pavlovitch.
-¡Gruchegnka está aquí! -exclamó Dmitri-. Acabo de verla
llegar, pero no he podido alcanzarla. ¿Dónde está, dónde
está?
El grito de «¡Gruchegnka está aquí!» produjo en Fiodor
Pavlovitch un efecto inexplicable: su terror desapareció
súbitamente.
-¡Detenedlo, detenedlo! -gritó, echando a correr en pos de
Dmitri.
Grigori se había levantado, pero estaba aún aturdido. Iván
y Aliocha salieron corriendo también, para alcanzar y detener
a su padre. En la habitación contigua se oyó el ruido de un
objeto que caía y se hacía pedazos. Era un jarrón de escaso
valor, colocado sobre un pedestal de mármol, con el que
había tropezado Dmitri.
-¡Socorro! -gritó el viejo.
Iván y Aliocha lo alcanzaron y, a viva fuerza, lo hicieron
volver al comedor.
-¿Por qué lo has perseguido? -dijo Iván, colérico-. ¿No ves
que es capaz de matarte?
-¡Iván, Aliocha: Gruchegnka está aquí! Dice que la ha visto
entrar.
Fiodor Pavlovitch jadeaba. No esperaba a Gruchegnka
aquella tarde, y la repentina noticia de que había llegado
trastornaba su razón. Estaba temblando; parecía haber
perdido el juicio.
-Eso no puede ser verdad -dijo Iván-. Si hubiese venido, la
habríamos visto.
-Tal vez ha entrado por la otra puerta.
-La otra puerta está cerrada con llave y la llave la tienes tú.
Dmitri reapareció en el comedor. Había encontrado
cerrada aquella puerta y no le cabía duda de que la (lave
estaba en el bolsillo de su padre. No había ninguna ventana
abierta. Por lo tanto, Gruchegnka no había podido entrar ni
salir por ninguna parte.
-¡Detenedlo! -gritó Fiodor Pavlovitch apenas volvió a ver a
Dmitri-. ¡Ha robado el dinero de mi dormitorio!
Y desprendiéndose de las manos de Iván, se arrojó sobre
Dmitri. Éste levantó las manos, cogió al viejo por los dos
únicos mechones de pelo que le quedaban en la cabeza, uno
a cada lado, sobre las sienes, lo zarandeó y lo arrojó
violentamente contra el suelo. El viejo lanzó un agudo gemido.
Iván, aunque más débil que Dmitri, lo cogió por los brazos y lo
apartó de su padre, ayudado por Aliocha, que empujaba al
agresor por el pecho con todas sus fuerzas.
-¡Lo has matado, loco! -gritó Iván.
-¡Es lo que merece! -exclamó Dmitri, jadeante-. Si no lo he
matado, volveré para acabar con él, y vosotros no lo podréis
salvar.
-¡Fuera de aquí en seguida, Dmitri! -le dijo imperiosamente
Aliocha.
-Alexei, sólo en ti tengo confianza. Dime si Gruchegnka
estaba aquí hace un momento. La he visto. Iba pegada a la
cerca y ha desaparecido en esta dirección. La he llamado y ha
huido.
-Te juro que no ha venido y que aquí nadie la esperaba.
-Pues yo la he visto... O sea que... En seguida sabré
dónde está... Adiós, Alexei. Ni una palabra a Esopo sobre los
tres mil rublos. Ve en seguida a casa de Catalina Ivanovna y
dile: «Vengo a saludarla de su parte, a transmitirle sus más
atentos saludos.» Y descríbele la escena que acabas de
presenciar.
Entre tanto, Iván y Grigori habían levantado al viejo y lo
habían depositado en un sillón. Su cara estaba cubierta de
sangre, pero el herido conservaba el conocimiento. Seguía
creyendo que Gruchegnka estaba escondida en la casa.
Dmitri le dirigió una mirada de odio al marcharse.
-No me arrepiento de haber derramado tu sangre -le dijo-.
Ten cuidado, vejestorio: domina tus sueños, porque también
sueño yo. Te maldigo y reniego de ti para siempre.
Salió presuroso de la habitación.
-¡Está aquí, Gruchegnka está aquí! -murmuró el viejo con
voz apenas perceptible. E hizo una seña a Smerdiakov.
-¡No está aquí, viejo loco! -dijo Iván, ciego de ira-. ¡Lo que
faltaba! ¡Se ha desvanecido! ¡Agua, una toalla! ¡Pronto,
Smerdiakov!
Smerdiakov salió corriendo en busca del agua. Se
desnudó al viejo y se le llevó a la cama. Le envolvieron la
cabeza con una toalla húmeda. El coñac, las emociones
violentas y los golpes lo habían debilitado. Fiodor Pavlovitch
cerró los ojos y quedó amodorrado apenas puso la cabeza en
la almohada. Iván y Aliocha volvieron al salón-comedor.
Smerdiakov recogió los restos del jarrón roto. Grigori
permanecía junto a la mesa, sombrío el semblante y la cabeza
baja.
-Tú también debes ponerte un trapo mojado en la cabeza y
acostarte -le dijo Aliocha-. El golpe que te ha dado mi
hermano ha sido muy fuerte.
-Se ha atrevido a pegarme -dijo Grigori amargamente.
-Hasta a su padre ha golpeado -observó Iván con los
labios contraídos.
-Cuando era niño, lo lavaba. ¡Y me ha levantado la mano!
-dijo Grigori.
-Si no lo hubiese contenido -susurró Iván a Aliocha-, lo
habría matado. Esopo tiene poca resistencia.
-Que Dios le guarde -dijo Aliocha.
-¿Por qué? -replicó Iván sin cambiar de acento y con el
semblante contraído por el odio-. El destino de los reptiles es
devorarse unos a otros.
Aliocha se estremeció.
-Desde luego -añadió Iván-, no permitiré que lo mate.
Quédate aquí, Aliocha. Voy a dar un paseo por el patio.
Empieza a dolerme la cabeza.
Aliocha entró en el dormitorio y estuvo una hora junto al
lecho de su padre, detrás del biombo. De pronto, el viejo abrió
los ojos y le miró largamente, en silencio. Era evidente que se
esforzaba por recordar. Su semblance reflejaba una
extraordinaria agitación interna.
-Aliocha -murmuró el viejo, receloso-, ¿dónde está Iván?
-En el patio. Tiene dolor de cabeza. Vigila.
-Dame un espejo.
Aliocha le entregó un espejito ovalado que había sobre la
cómoda. Fiodor Pavlovitch se miró en él. Tenía la nariz
hinchada y un cardenal en la frente, sobre la ceja izquierda.
-¿Qué dice Iván? Aliocha, mi querido Aliocha, mi único
hijo: Iván me da miedo, más miedo que el otro. Tú eres el
único a quien no temo.
-No temas tampoco a Iván. Se enfada, pero te defiende.
-¿Y el otro? ¿Se ha ido a casa de Gruchegnka? Dime la
verdad, hijo mío: ¿estaba Gruchegnka aquí?
-No, ha sido una visión de Dmitri. Gruchegnka no ha
estado aquí.
-¿Sabes que Dmitri quiere casarse con ella?
-Ella no querrá.
-No, ella no querrá -dijo el viejo, temblando de alegría,
como si hubiese oído lo más agradable que podía oír.
Dejándose llevar de su entusiasmo, se apoderó de la
mano de Aliocha y la apretó contra su corazón. Incluso se
llenaron de lágrimas sus ojos.
-Coge esa imagen de la Virgen de que te he hablado hace
un momento -continuó- y llévatela. Te permito que vuelvas al
monasterio. Hablaba en broma cuando te dije que lo dejaras.
No te enfades conmigo. Me duele la cabeza... Aliocha,
tranquilízame, sé mi ángel bueno y dime la verdad.
-¡Qué obsesión! -dijo tristemente Aliocha.
-Te creo, Aliocha, te creo. Pero oye: ve a casa de
Gruchegnka, procura verla y enterarte de sus propósitos.
Pregúntale a quién prefiere: si a él o a mí. ¿Lo harás?
-Si la veo, se lo preguntaré -murmuró Aliocha, confuso.
-No, ella no te dirá la verdad -dijo el viejo-. Es una mujer
temible. Empezará por abrazarte y te dirá que es a ti a quien
quiere. Es falsa y desvergonzada. No, no debes ir a verla.
-Desde luego, padre, no creo prudente visitarla.
-¿Adónde te ha enviado Dmitri? Cuando se ha marchado,
le he oído decir que fueras a alguna parte.
-A casa de Catalina Ivanovna.
-¿Para pedirle dinero?
-No.
-No tiene un céntimo. Escucha, Aliocha: reflexionaré
durante la noche. Ve a ver a esa joven. Tal vez la encuentres
en casa. Ven mañana por la mañana sin falta. Tengo algo que
decirte. ¿Vendrás?
-Si.
-Debes aparentar que vienes a enterarte de cómo estoy.
No digas a nadie que te he rogado que vinieses. Y menos a
Iván.
-Entendido.
-Adiós, hijo mío. Has salido en mi defensa hace un
momento: nunca lo olvidaré. Mañana te diré una cosa. Antes
tengo que reflexionar.
-¿Cómo te sientes ahora?
-Mañana estaré levantado, completamente restablecido,
gozando de perfecta salud.
Cuando llegó al patio, Aliocha vio a Iván sentado en un
banco, escribiendo con lápiz en su cuaderno de notas. Aliocha
dijo a su hermano que el viejo había recobrado el
conocimiento y le permitía pasar la noche en el monasterio.
-Aliocha, me gustaría que nos viéramos mañana por la ma-
ñana -dijo Iván con una amabilidad que sorprendió a su her-
mano.
-Mañana he de ir a ver a la señora de Khokhlakov y a su
hija, y tal vez tenga que visitar también a Catalina Ivanovna,
pues podría ser que no la encontrase ahora en su casa.
-¿Vas a ir a pesar de lo ocurrido? Para «transmitirle sus
más atentos saludos», ¿no? -dijo Iván con una sonrisa.
Aliocha se turbó.
-De las exclamaciones de Dmitri -continuó Iván- creo haber
deducido lo que se propone. Te ha rogado que vayas a ver a
Catalina Ivanovna para decirle... Bueno, en una palabra, para
dejarla.
Aliocha exclamó:
-Iván, ¿cómo terminará esta pesadilla que están viviendo
nuestro padre y Dmitri?
-Es difícil preverlo. Tal vez no pase nada. Esa mujer es un
monstruo. Desde luego, hay que evitar que el viejo salga de
casa y que Dmitri ponga los pies aquí.
-Otra pregunta, Iván: ¿crees que cualquiera tiene derecho
a juzgar a sus semejantes y a decidir quién merece vivir y
quién no?
-En eso no tiene ningún papel la apreciación de los
méritos. Para resolver semejante cuestión, el corazón humano
no se funda en los méritos, sino en otras razones más
naturales. En cuanto al derecho, ¿quién no lo tiene a desear
una cosa?
-Pero no la muerte de otro.
-¿Por qué? ¿Qué razón hay para que uno se mienta a sí
mismo cuando todos viven así y sin duda no pueden vivir de
otro modo? Tú estás pensando en mi frase de hace un
momento: «el destino de los reptiles es devorarse los unos a
los otros». ¿Crees tú que soy capaz, como Dmitri, de
derramar la sangre de Esopo, en una palabra, de matarlo?
-¿Qué dices, Iván? Jamás he pensado en eso. Es más, no
creo que Dmitri...
-Gracias -dijo Iván sonriendo-. Has de saber que
defenderé siempre a nuestro padre. Pero en este caso
especial dejo el campo libre a mis deseos.
Y añadió:
-Hasta mañana. No me tengas por un malvado.
Se estrecharon la mano más cordialmente que nunca.
Aliocha comprendió que su hermano deseaba atraérselo con
alguna intención secreta.

CAPITULO X
LAS DOS JUNTAS
Aliocha salió de la casa de su padre más abatido que a su
llegada. Sus ideas eran fragmentarias, confusas, pero temía
reunirlas y sacar una conclusión general de las dolorosas
contradicciones de la jornada.
Experimentaba un sentimiento muy próximo a la
desesperación, y esto no le había ocurrido jamás. Una duda,
fatídica a insondable, se imponía a todas las demás: ¿qué
sería de su padre y de su hermano Dmitri frente a aquella
temible mujer? Estaban enamorados. El único desgraciado
era su hermano Dmitri: la fatalidad le acechaba. Otras
personas estaban mezcladas en todo esto y tal vez más de lo
que él había creído antes. Había en ello algo enigmático. Iván
le había anticipado algunas cosas, sospechadas desde hacía
mucho tiempo, y ahora se sentía como atado por ellas.
Otra cosa extraña: hacía un momento iba en busca de
Catalina Ivanovna presa de extraordinaria turbación, y ahora
la turbación había desaparecido por completo. Incluso
aceleraba el paso como si esperase recibir de ella alguna
revelación. Sin embargo, su misión era ahora más penosa que
cuando se la había confiado Dmitri. La posibilidad de devolver
los tres mil rublos se había desvanecido, y Dmitri, al ver
perdido su honor definitivamente, se hundiría cada vez más
en el lodo. Además, Aliocha tenía que explicar a Catalina
Ivanovna la escena que se acababa de desarrollar en casa de
su padre.
Eran las siete y anochecía cuando Aliocha llegó a casa de
Catalina Ivanovna, que habitaba en un magnífico piso de la
Gran Vía. Aliocha estaba enterado de que vivía con dos tías.
Una era la tía de Ágata„ aquella mujer silenciosa que cuidaba
de ella desde que había salido del pensionado. La otra era
una señora de Moscú, distinguida pero sin fortuna. Las dos se
sometían enteramente a la voluntad de Catalina Ivanovna y si
permanecían a su lado era sólo para guardar las formas.
Catalina Ivanovna dependía por entero de su protectora, la
generala, retenida por falta de salud en Moscú y a quien la
joven tenía la obligación de escribir dos detalladas cartas
todas las semanas.
Cuando Aliocha entró en el vestíbulo y dijo a la doncella
que le había abierto la puerta que le anunciara, le pareció que
en el salón ya se sabía que había llegado. Tal vez le habían
visto desde una ventana. El caso es que oyó pasos
presurosos, acompañados de un rumor de faldas: era
evidente que dos o tres mujeres huían. A Aliocha le
sorprendió que su llegada produjera tanta agitación. Le con-
dujeron al salón en seguida. Éste era amplio y estaba
amueblado con una elegancia que no tenía nada de
provinciana: canapés y chaises longues, mesas y veladores,
cuadros en las paredes, jarrones y lámparas, abundancia de
flores, y hasta un acuario al lado de la ventana. Las sombras
del crepúsculo lo invadían todo. Aliocha vio una mantilla de
seda abandonada en un canapé, y sobre una mesa dos tazas
con restos de chocolate, bizcochos, una copa de cristal con
pasas y otra de bombones. Al ver todo esto, Aliocha dedujo
que había invitados y frunció las cejas. En ese momento se
abrió una puerta y apareció Catalina Ivanovna, que avanzó
hacia él con las manos tendidas y una alegre sonrisa en los
labios. Al mismo tiempo entró una sirvienta con dos bujías
encendidas y las colocó en la mesa.
-¡Alabado sea Dios! ¡Al fin ha venido usted! Todo el día he
estado pidiendo a Dios que viniera. Siéntese.
La belleza de Catalina Ivanovna había impresionado a
Aliocha cuando, hacía tres semanas, Dmitri lo había llevado a
casa de su novia para presentarlo, al mostrar ella vivos
deseos de conocerle. Aliocha y Catalina Ivanovna apenas
habían hablado en aquella entrevista. Advirtiendo que Aliocha
estaba cohibido, la joven no quiso turbarlo más y sólo
conversó con Dmitri. Aliocha guardó silencio y observó
muchas cosas. El noble continente, la arrogante desenvoltura,
la firme serenidad de la altiva joven le impresionaron. Sus
ojos, grandes, negros, brillantes, le parecieron en perfecta
armonía con la palidez mate de su ovalado rostro. Pero
aquellos ojos negros, aquellos labios palpitantes, por muy
capaces que fueran de avivar el amor de su hermano, tal vez
no pudiesen retenerlo mucho tiempo. Aliocha abrió su corazón
a Dmitri cuando éste, después de la visita, le rogó
insistentemente que le expusiera con toda sinceridad la
impresión que le había producido su prometida.
-Serás feliz con ella -dijo Aliocha-; pero seguramente no
habrá calma en tu felicidad.
-Hermano mío, todas las mujeres son iguales: no se
resignan ante el destino. Así, ¿crees que no la amaré
siempre?
-No es eso: creo que nunca dejarás de amarla, pero que
acaso no seas siempre feliz con ella.
Al expresar esta opinión, Aliocha enrojeció, avergonzado
de haber expuesto, cediendo a los ruegos de Dmitri, una idea
tan necia: así la consideró él mismo apenas la hubo
expresado. Le parecía vergonzoso haber juzgado tan
categóricamente a una mujer.
Ahora, en su nueva visita, su sorpresa fue extraordinaria al
advertir desde el primer momento que seguramente se había
equivocado en sus juicios. Esta vez, el semblante de Catalina
Ivanovna irradiaba una bondad ingenua, una sinceridad
ardiente. De aquel orgullo, de aquella altivez que tanto habían
impresionado a Aliocha sólo quedaba una noble energía, una
serena confianza en sí misma. Ante sus primeras miradas y
sus primeras palabras, Aliocha comprendió que se daba
perfecta cuenta de lo dramático de su situación frente al
hombre amado. Tal vez lo sabía todo. Sin embargo, su rostro
radiante expresaba una gran fe en el porvenir. Aliocha se
sintió culpable ante ella, vencido y cautivado a la vez.
Además, advirtió desde el primer momento que la dominaba
una agitación tal vez insólita, que rayaba en la exaltación.
-Le esperaba porque sé que en estos momentos sólo por
usted puedo conocer la verdad.
-He venido -balbuceó Aliocha- para... porque me ha en-
viado él.
-¡Ah!, ¿sí? -dijo Catalina Ivanovna con ojos fulgurantes-.
Lo suponía. ¡Lo sé todo, absolutamente todo! Oiga, Alexei
Fiodorovitch; voy a decirle por qué tenía tantos deseos de
verle. Sé seguramente más que usted: no son, pues, noticias
lo que le pido. Lo que deseo es conocer sus últimas
impresiones sobre Dmitri. Quiero que me exponga
francamente, lo más rudamente posible, con toda sinceridad,
lo que piensa de él y de su situación después de la entrevista
que han tenido ustedes. Prefiero esto a tener una entrevista
con él, ya que él no quiere venir a verme. ¿Ha comprendido lo
que deseo de usted? Dígame ante todo por qué le ha enviado
y hable con franqueza, sin medir las palabras.
-Me ha encargado que... la salude..., que le diga que no
volverá y que la saluda.
-¿Que me saluda? ¿Lo ha dicho así, así exactamente?
-Si.
-Seguramente se ha equivocado o no ha encontrado la
palabra precisa.
-No se ha equivocado; ha insistido en que le transmitiera
su «saludo». Tres veces me lo ha recomendado.
La sangre afluyó al rostro de Catalina Ivanovna.
-Ayúdeme, Alexei Fiodorovitch. Le necesito. Escuche lo
que yo pienso y dígame si tengo razón o no. Si él le hubiera
dado a la ligera el encargo de saludarme, sin insistir en que
me dijera precisamente esta palabra, todo habría terminado.
Pero si ha subrayado con empeño este término, si ha insistido
en que me transmitiera su «saludo», esto demuestra que
estaba sobreexcitado, fuera de sí. Sin duda le ha sobrecogido
su propia resolución. No ha obrado con plena voluntad al
romper conmigo: ha resbalado por la pendiente. La insistencia
sobre la plabra «saludar» tiene todo el aspecto de una
bravata.
-Eso es, eso es -dijo Aliocha-. Comparto su opinión.
-Por lo tanto, no está todo perdido. Dmitri está
desesperado, y todavía lo puedo salvar. ¿No le ha hablado de
dinero, de tres mil rublos?
-No sólo me ha hablado, sino que he visto que es esto lo
que más le mortifica -repuso Aliocha sintiendo renacer su
esperanza al entrever la posibilidad de salvar a su hermano-.
Me ha dicho que todo le es indiferente desde que ha perdido
el honor. ¿Sabe usted qué ha hecho de ese dinero? -añadió, y
se contuvo de pronto.
-Lo sé desde hace tiempo. Telegrafié a Moscú y me enteré
de que no lo habían recibido. Sé que no lo ha enviado, pero
no he dicho nada. La semana pasada me enteré de que no
tenía un céntimo... Lo único que persigo es que sepa a quién
debe dirigirse, dónde puede encontrar una amistad verdadera.
Pero él se obstina en no ver que su más fiel amigo soy yo.
Toda la semana me he estado atormentando con la pregunta
de qué podría hacer para que Dmitri no se sonrojara ante mí
por haber gastado esos tres mil rublos. Bien que se
avergüence ante todos y ante sí mismo, pero no ante mí. No
comprendo que ignore todavía lo que soy capaz de soportar
por él. ¿Cómo es posible que no me conozca después de lo
que ha pasado? Quiero salvarlo para siempre. ¡Que deje de
ver en mí su prometida! Ante mí se siente deshonrado, pero
con usted no vacila en franquearse, Alexei Fiodorovitch. No he
conseguido su confianza...
Las lágrimas bañaron sus ojos mientras pronunciaba estas
últimas palabras.
-He de decirle -manifestó Aliocha con voz trémula- que
Dmitri acaba de tener una escena espantosa con mi padre.
Se lo contó todo: que Dmitri lo había enviado a pedirle
dinero, que de pronto había entrado en la casa y agredido a
Fiodor PavIovitch y que, hecho esto, le había pedido con
insistencia que fuera a « saludarla».
-Ha ido a ver a esa mujer -añadió Aliocha en voz baja.
-¿Cree usted que yo no puedo soportar sus relaciones con
esa mujer? -dijo Catalina Ivanovna con una risita nerviosa-. Lo
mismo cree él. Sin embargo, no se casará con ella. Los
Karamazov se abrasan en un ardor perpetuo. Lo que él siente
es un arrebato, no amor. Nunca se casará con ella, porque
ella no quiere casarse con él -terminó, con la misma risita
extraña.
-Es capaz de casarse -dijo Aliocha tristemente, con la
cabeza baja.
-¡Le digo que no se casará! -exclamó Catalina Ivanovna
con vehemencia-. Esa muchacha es un ángel, ¿sabe usted?
Es la más encantadora de las mujeres. Tiene el don de
seducir, desde luego, pero posee un carácter noble y
bondadoso. ¿Por qué me mira de ese modo, Alexei
Fiodorovitch? Mis palabras le han dejado atónito. No me cree
usted, ¿verdad? ¡Agrafena Alejandrovna! -llamó de pronto,
volviendo la vista hacia la puerta-. Venga, querida. Este joven
está al corriente de todos nuestros asuntos. Quiero que la
vea.
-Estaba esperando que me llamase -dijo una voz dulce,
incluso empalagosa.
La puerta se abrió y apareció... Gruchegnka en persona,
gozosa, sonriendo. Aliocha se estremeció. Miraba fijamente a
la recién llegada, y sentía como si no pudiera apartar de ella
los ojos. «Ahí está esa mujer temible, ese monstruo, como
Iván la ha llamado hace media hora», se dijo. Sin embargo,
tenía ante él a un ser corriente, incluso sencillo a primera
vista, una mujer encantadora, de expresión bondadosa,
bonita, verdad es, pero semejante a todas las mujeres bonitas
de tipo ordinario. En verdad, era incluso hermosa, muy
hermosa, con esa belleza rusa que inspira tantas pasiones; de
no escasa talla, aunque sin igualar a Catalina Ivanovna, que
era alta y fuerte; movimientos suaves y silenciosos, de una
suavidad que estaba en armonía con la dulzura de su voz.
Avanzó, no con paso firme y seguro como el de Catalina
Ivanovna, sino sin ruido: no se la oía andar.
Se dejó caer en un sillón, con un suave rumor de su
elegante vestido de seda negra, y, friolera, cubrió con un chal
de lana su cuello, blanco como la nieve, y sus anchos
hombros. Su cara indicaba exactamente su edad: veintidós
años. Su piel era blanquísima, con tonalidades de un rosa
pálido; el óvalo de su rostro, un poco anchor la mandíbula
inferior, un tanto saliente; el labio superior era delgado; el
inferior, prominente, como hinchado y mucho más enérgico. A
esto había que añadir una magnífica y abundante cabellera de
color castaño, unas cejas oscuras y unos ojos admirables, de
un gris azulado, protegidos por largas pestañas. El hombre
más indiferente, más distraído, el más extraviado entre la
multitud durante el paseo, no habría dejado de detenerse ante
este rostro y no habría podido olvidarlo en mucho tiempo.
Lo que más impresionó a Aliocha fue su expresión infantil
a ingenua. Tenía miradas y alegrías de niña. Se acercó a la
mesa, alborozada, alegre, impaciente y curiosa, como si
esperase algo. Su mirada alegraba el alma. Aliocha lo notó.
Además, había en ella un algo que no se sabía lo que era,
pero que se percibía: aquella suavidad de movimientos,
aquella ligereza felina de cuerpo, que, no obstante, era
poderoso y robusto. Bajo su chal se dibujaban unos hombros
llenos y unos senos firmes de mujer joven. En aquel cuerpo se
presumían las formas de la Venus de Milo, pero con propor-
ciones un tanto excesivas.
Los conocedores de la belleza rusa que hubieran
contemplado a Gruchegnka, habrían predicho con plena
convicción que cuando frisara en los treinta, aquella belleza,
fresca aún, perdería la armonía: desaparecería la nitidez de
sus facciones, se formarían rápidamente arrugas en la frente y
alrededor de los ojos; el cutis se marchitaría, enrojecería tal
vez. En una palabra, que Gruchegnka tenía esa belleza que
parece otorgar el diablo, esa hermosura efímera tan frecuente
en las mujeres rusas.
Aliocha, naturalmente, no pensaba en estas cosas, pero,
aunque encantado, se preguntaba contrariado y como a pesar
suyo: «¿Por qué arrastrará de ese modo las palabras y no
hablará con naturalidad?»
A Gruchegnka le parecía sin duda bonito arrastrar las
sílabas y darles una entonación cantarina. Sin embargo, esto
no era sino un hábito de mal tono, que revelaba una
educación deficiente y una falsa noción de las normas
sociales.
Este modo de hablar afectado parecía a Aliocha
incompatible con aquella expresión ingenua y radiante, con el
alegre a infantil centelleo de aquellos ojos.
Catalina Ivanovna la hizo sentar frente a Aliocha y besó
más de una vez los labios sonrientes de aquella joven como si
estuviese enamorada de ella.
-Es la primera vez que nos vemos -explicó, y añadió
ilusionada-: Alexei Fiodorovitch, yo quería verla, conocerla, y
estaba dispuesta a ir en su busca, pero ella ha acudido a mi
primera llamada. Tenía la seguridad de que lo arreglaríamos
todo; lo presentía. Me rogaron que renunciara a dar este paso,
pero yo preveía el resultado y no me equivoqué. Gruchegnka
me ha explicado sus intenciones con todo detalle. Ha venido a
mí como un ángel bueno y me ha traído la paz y la alegría.
-Lo que ocurre es que usted no me ha despreciado, mi
querida señorita -dijo Gruchegnka con su dulce sonrisa y en
tono humilde.
-¡No diga esas cosas, mi encantadora amiga!
¿Despreciarla yo? Voy a besar otra vez ese labio tan lindo.
Parece hinchado, pero yo haré que lo parezca más aún... Mire
cómo se ríe, Alexei Fiodorovitch. Se le alegra a uno el corazón
mirando a este ángel.
Aliocha enrojeció y se estremeció ligeramente.
-Es usted muy generosa, mi querida señorita, pero yo no
creo merecer estas muestras de cariño.
-¡No cree merecerlas! -exclamó con la misma vehemencia
Catalina Ivanovna-. Ha de saber, Alexei Fiodorovitch, que
tiene ideas fantásticas, independientes, pero también un
corazón digno, dignisimo. Es noble y generosa, ¿sabe usted,
Alexei Fiodorovitch? Pero tuvo una desgracia, se apresuró a
sacrificarse a un hombre tal vez indigno, o, por lo menos,
ligero. Amaba a un oficial y le entregó todo su ser. De esto
hace ya mucho tiempo, cinco años. Y el oficial la olvidó y se
casó con otra. Se quedó viudo y entonces le escribió y se
puso en camino. Sepa usted que es al único hombre que ha
amado. Llega, y de nuevo Gruchegnka es feliz, después de
cinco años de sufrimiento. ¿Qué se le puede reprochar, quién
puede envanecerse de haber obtenido sus favores? Ese
comerciante, ese viejo impotente, era para ella un amigo, un
protector. La encontró desesperada, atormentada,
abandonada. Quería arrojarse al agua y ese viejo la salvó.
-Me defiende usted con demasiado calor, mi querida
señorita; se excede usted un poco -se humilló de nuevo
Gruchegnka.
-¿Que yo la defiendo? ¿Quién soy yo para defenderla y
qué necesidad de defensa tiene usted? Gruchegnka, querida
Gruchegnka, déme su mano. Mire esta manita gordezuela,
esta mano deliciosa, Alexei Fiodorovitch. Ella me ha traído la
felicidad, ella me ha resucitado. Voy a besarla... Así, así...
Besó tres veces, como enajenada, aquella mano,
verdaderamente encantadora pero tal vez demasiado
gordezuela. Gruchegnka se dejaba mimar, riendo
nerviosamente y sin dejar de observar a su «querida
señorita».
«Se exalta demasiado», pensó Aliocha. Y enrojeció.
Estaba intranquilo.
-Usted, mi querida señorita, quiere avergonzarme: por eso
me besa la mano delante de Alexei Fiodorovitch.
-¿Yo avergonzarla? -dijo Catalina Ivanovna con cierto
estupor-. ¡Ah, querida! ¡Qué poco me conoce usted!
-Tampoco usted me conoce a mi, mi querida señorita. Soy
peor de lo que usted supone. No tengo corazón; soy
caprichosa. He conquistado a Dmitri Fiodorovitch sólo para
burlarme de él.
-Pero usted irá a salvarlo: me lo ha prometido. Usted le
dirá francamente que desde hace mucho tiempo ama a otro
hombre que está dispuesto a casarse con usted...
-¡Ah, no! Yo no le he prometido nada de eso. Es usted
quien lo ha dicho, no yo.
-Habré entendido mal -murmuró Catalina Ivanovna, palide-
ciendo ligeramente-. Usted me ha prometido...
-No, no, mi angelical señorita -la interrumpió Gruchegnka
con su invariable expresión alegre, placentera, inocente-, yo
no le he prometido nada. Ya ve, mi honorable señorita, como
soy mala y voluntariosa. Todo lo que me gusta hacer, lo hago.
Tal vez es verdad que hace un momento le he hecho la
promesa que usted dice, y ahora me pregunto: «¿Y si Mitia
volviera a gustarme?» Pues una vez me gustó durante una
hora. Acaso vaya a decirle que se quede en mi casa desde
hoy... Ya ve si soy inconstante.
-Hace unos momentos hablaba usted de otro modo -dijo
Catalina Ivanovna.
-Sí, pero soy una tonta; mi corazón es débil. ¿Qué pasaría
si lo compadeciera sólo al pensar lo mucho que lo he hecho
sufrir?
-No esperaba que...
-¡Ah, señorita! ¡Cómo resplandece su bondad y su nobleza
a mi lado!... Acaso ahora, al conocer mi carácter, deje de
quererme. Déme su mano -le pidió cariñosamente, y se la
llevó a los labios, con gesto respetuoso-. Voy a besarle la
mano, señorita, como usted me la ha besado a mi. Usted me
ha dado tres besos. Yo habría de darle trescientos para saldar
la cuenta. Así lo haré, y después, sea lo que Dios quiera. Tal
vez seré su esclava y la complaceré en todo, aunque no
exista ningún convenio ni promesa. Déme su mano, déme su
linda mano, mi querida señorita.
Se llevó lentamente la mano a los labios con el propósito
de «saldar la cuenta». Catalina Ivanovna no retiró la mano.
Había concebido cierta esperanza ante la promesa de
Gruchegnka -a pesar de lo vagamente que la había
expresado- de «complacerla en todo». La miraba a los ojos
con ansiedad y vela en ellos una invariable expresión ingenua
y confiada, una alegría serena... «Acaso sea demasiado
ingenua», se dijo Catalina Ivanovna al sentir aquella sombra
de esperanza. Pero Gruchegnka, después de llevarse
lentamente la «linda manecita» a los labios, ni siquiera la rozó
con ellos y quedó pensativa, reteniéndola entre las suyas.
De pronto, arrastrando las palabras y con su voz melosa,
dijo:
-Lo he pensado bien, ángel mío, y he decidido no besarle
la mano.
Y lanzó una alegre risita.
-Como usted quiera -dijo Catalina Ivanovna, estremecién-
dose-. ¿Pero qué ha pasado?
-Acuérdese bien de esto: usted me ha besado la mano y
yo no se la he besado a usted.
Sus ojos fulguraban. Miraba a Catalina Ivanovna con
obstinada fijeza.
-¡Insolente! -exclamó Catalina Ivanovna.
Lo había comprendido todo en un instante. Se levantó,
ciega de ira. Gruchegnka se puso también en pie, aunque sin
apresurarse.
-Contaré a Mitia que usted me ha besado la mano y que yo
no he querido besarle la suya. ¡Cómo se va a reír!
-¡Fuera de aquí, bribona!
-¡Qué vergüenza! Una señorita como usted no debería em-
plear semejantes expresiones.
-¡Fuera de aquí, mujer de la calle! -gritó Catalina Ivanovna,
convulsa, temblando.
-¿Yo mujer de la calle? ¡Eso usted, que va en busca del
dinero de los hombres jóvenes y trafica con sus encantos! Lo
sé todo.
Catalina Ivanovna lanzó un grito y fue a arrojarse sobre
ella, pero Aliocha la detuvo, poniendo en ello todas sus
fuerzas.
-¡Quieta! ¡No le conteste! Se marchará por su propia vo-
luntad.
Las dos tías de Catalina Ivanovna y la doncella acudieron
al oír sus gritos y se precipitaron sobre ella.
-Bueno, ya me voy -dijo Gruchegnka, cogiendo su Manti-
lla-. Aliocha, querido, acompáñame.
-¡Váyase, váyase en seguida! -imploró Aliocha, con las
manos enlazadas.
-Aliocha, querido, acompáñame. Por el camino te diré algo
que te encantará. Sólo por ti he hecho todo esto. Ven conmigo
y no te arrepentirás.
Aliocha le volvió la espalda, retorciéndose las manos. Gru-
chegnka huyó, corriendo y riéndose con risa sonora.
Catalina Ivanovna sufrió un ataque de nervios. Gemía, se
ahogaba entre espasmos. La rodearon solícitamente.
-Ya te lo advertí -dijo la tía de más edad-. Te has precipita-
do. No debiste exponerte a dar un paso así. No conoces a
estas mujeres. Y dicen que ésta es la peor de todas. Siempre
has de hacer lo que se te mete entre ceja y ceja.
-¡Es una tigresa! -vociferó Catalina Ivanovna-. ¿Por qué
me ha sujetado, Alexei Fiodorovitch? ¡Le habría dado su
merecido! ¡Sí, su merecido!
Sin duda, pretendía contenerse ante Alexei, pero no lo
conseguía.
-¡Merece que un verdugo la azote públicamente!
Alexei se dirigió a la puerta.
-¡Dios mío! -exclamó Catalina Ivanovna-. No esperaba esto
de él. No podía imaginarme que fuera tan innoble, tan
inhumano. Pues sólo él puede haberle contado a esa mujer lo
que ocurrió aquel día funesto y mil veces maldito. Me ha dicho
que trafico con mis encantos. Luego lo sabe todo. Su hermano
es un hombre despreciable, Alexei Fiodorovitch.
Aliocha intentó decir algo, pero no encontró las palabras.
Sentía en el corazón una opresión dolorosa.
-¡Váyase, Alexei Fiodorovitch! ¡Esto es espantoso! ¡Estoy
avergonzada! Venga mañana: se lo pido de rodillas. No me
juzgue mal. Perdóneme. Ni yo misma sé lo que haría.
Aliocha se marchó con paso vacilante. Sentía deseos de
llorar como Catalina Ivanovna. La doncella le alcanzó.
-La señorita se ha olvidado de entregarle esta carta de la
señora de Khokhlakov. La tiene desde después de comer.
Aliocha cogió el sobre de color de rosa y se lo guardó en el
bolsillo con un movimiento casi inconsciente.

CAPÍTULO XI
OTRA HONRA PERDIDA
De la población al monasterio no había mucho más de una
versta. Aliocha avanzaba rápidamente por el camino, desierto
a aquella hora. Era ya casi de noche y la visualidad no
alcanzaba treinta pasos. A medio camino, en una encrucijada,
se alzaba un sauce solitario, y debajo de él se percibía una
silueta humana. Apenas llegó Aliocha a la encrucijada, la
silueta dejó el árbol y se precipitó sobre el caminante.
-¡La bolsa o la vida! -gritó.
-¿Pero eres tú, Mitia? -exclamó Aliocha, profundamente
impresionado.
-No esperabas encontrarme aquí, ¿verdad? No sabía
dónde esperarte. ¿Cerca de la casa? De allí parten tres
caminos, y no podía vigilarlos todos. Al fin, se me ha ocurrido
esperarte aquí, por donde forzosamente tenías que pasar, ya
que no hay otro camino para ir al monasterio... Bueno, habla.
Dime toda la verdad. Aplástame como a un gusano. ¿Pero
qué tienes?
-Nada: es el miedo. Y además, Dmitri, la sangre de nuestro
padre...
Aliocha se echó a llorar. Hacía rato que lo deseaba. Le
parecía que algo se desgarraba dentro de él.
-Casi lo matas -añadió-. Lo has maldecido. Y ahora...
bromeas.
-Es verdad. Esto es innoble; no es propio de la situación.
-Lo digo porque...
-Un momento. Observa esta noche sombría, esas nubes,
ese viento que se ha levantado. Cuando te esperaba debajo
del sauce, me he dicho de pronto (Dios es testigo): « ¿Para
qué seguir sufriendo? ¿Para qué esperar? He aquí un sauce.
Con el pañuelo y la camisa, pronto habré trenzado una
cuerda. Además, tengo los tirantes. Voy a quitar la tierra de mi
vista.» De pronto oí tus pasos. Fue como si un rayo me
iluminara. «Sin embargo, hay en el mundo un hombre al que
quiero. Aqui viene. Es ese hombrecito, mi hermano menor. Lo
quiero más que a nadie en el mundo; es el único a quien
quiero.» Tan vivo ha sido mi afecto por ti en ese instante, que
he estado a punto de arrojarme a tu cuello. Pero, de pronto,
he tenido una ocurrencia estúpida: «Voy a darle un susto. Así
lo divertiré.» Y he gritado como un imbécil: «¡La bolsa o la
vida!» Perdóname esta tonteria. Esto ha sido un disparate,
pero te aseguro que en el fondo soy una persona sensata...
Bueno, habla. ¿Qué ha ocurrido en casa de Catalina
Ivanovna? ¿Qué ha dicho? ¡Aplástame, aniquílame sin
miramientos! ¿Está desesperada?
-Nada de eso, Mitia. Las he visto a las dos.
-¿A qué dos?
-Gruchegnka estaba en casa de Catalina Ivanovna.
Dmitri se quedó pasmado.
-Eso no es posible. Tú deliras. ¡Gruchegnka en su casa!
En un relato inhábil, pero claro, Aliocha explicó a Dmitri lo
más esencial de lo ocurrido en casa de Catalina Ivanovna, y
añadió a ello sus impresiones personales. Su hermano lo
escuchaba en silencio, mirándole impasible, y Aliocha veía
claramente que todo lo comprendía, que se daba perfecta
cuenta de lo sucedido. A medida que avanzaba el relato, su
semblante iba cobrando una expresión amenazadora. Tenía
las cejas fruncidas, los dientes apretados, la mirada cada vez
más terrible en su obstinada fijeza. De súbito, se operó un
inesperado cambio en aquellas facciones contraídas por la
indignación. Sus crispados labios se desplegaron, y Dmitri es-
talló en una risa franca, irreprimible, que durante un rato le
impidió hablar.
-¿De modo que no le ha besado la mano, que se ha
marchado sin besarle la mano? -exclamó en un transporte
morboso, que habría podido calificarse de insolente si no
hubiera sido ingenuo-. ¿Y Catalina Ivanovna la ha llamado
tigresa? Desde luego lo es. Merece el patíbulo. Ésta es la
opinión que tengo de ella desde hace mucho tiempo. En ese
acto de no besar la mano de Catalina Ivanovna se ha
mostrado enteramente tal como es esa criatura infernal, esa
princesa, esa reina de todas las furias. Algo hechicero en
cierto modo. ¿Se ha ido a su casa? Pues ahora mismo...
ahora mismo voy en su busca. No me censures, Aliocha;
convengo en que ahogarla sería poco.
-¿Y Catalina Ivanovna? -dijo Aliocha tristemente.
-También a ella la comprendo, y mejor que nunca. Sería
capaz de lanzarse al descubrimiento de las cuatro partes del
mundo; digo, de las cinco. ¡Atreverse a dar semejante paso!
Es la Katineka de siempre, la pensionista que no teme ir a ver
a un oficial malcriado, con el noble propósito de salvar a su
padre, exponiéndose a sufrir la más grave de las afrentas.
¡Ah, ese orgullo, esa sed de peligros, ese reto al destino
llevado al límite! ¿Has dicho que su tía ha intentado
disuadirla? Es una mujer despótica, hermana de esa generala
de Moscú. Galleaba mucho, pero su marido hubo de confe-
sarse culpable de malversación de fondos y su arrogante
esposa tuvo que bajar la cabeza. ¿De modo que esa mujer ha
intentado retener a Katia, pero ella no le ha hecho caso? Es
que Katia pensaba: «Yo puedo vencerlo todo, todo está
sometido a mi voluntad; hechizaré a Gruchegnka si me lo
propongo.» Estaba convencida de ello y ha ido más allá del
límite de sus posibilidades. ¿De quién es la culpa? ¿Crees
que, al adelantarse a besar la mano de Gruchegnka, ha
obedecido al cálculo, a la astucia? No, se sentía realmente
prendada de ella, mejor dicho, no de ella, sino de su propio
sueño, de su propio anhelo, tan sólo porque este sueño y este
anhelo eran suyos. Aliocha, ¿cómo has podido librarte de
esas mujeres? Habrás tenido que huir recogiéndote el hábito,
¿no? ¡Ja, ja, ja!
-Dmitri, sin duda no has pensado en la ofensa que has
inferido a Catalina Ivanovna al contar a Gruchegnka la visita
que te hizo. Gruchegnka ha dicho en la cara a Katia que iba a
traficar furtivamente con sus encantos. ¿Puede haber un
insulto peor?
La creencia de que su hermano se reía de la humillación
sufrida por Catalina Ivanovna atormentaba a Aliocha, aunque
estaba completamente equivocado.
-Es verdad -dijo Dmitri, frunciendo las cejas y dándose una
palmada en la frente.
Hasta ese instante no había pensado en ello, aunque
Aliocha se lo había contado todo: el insulto y el grito de
Catalina Ivanovna dirigido a Aliocha, al calificar a Dmitri de
hombre despreciable.
-Sí, es verdad -dijo Dmitri-; debí de hablar a Gruchegnka
de lo ocurrido aquel «día fatal», como ha dicho Katia. Sí, se lo
conté todo: ahora me acuerdo. Fue en Mokroie, mientras
cantaban los tziganes. Yo estaba ebrio. Pero lloraba y me
humillaba ante la imagen de Katia. Gruchegnka me
comprendía y lloraba también... ¿Cómo no había de llorar?
Pero entonces lloró y ahora clava un puñal en el corazón. Así
son las mujeres.
Y quedó pensativo, con la cabeza baja.
-Sí, soy un miserable -dijo de súbito, tristemente-. Aunque
lo contara llorando, el asunto es el mismo. Dile que acepto su
apelativo si esto puede consolarla. En fin, dejemos esto. El
tema no es precisamente alegre. Sigamos cada cual nuestro
camino. No quiero volver a verte hasta que llegue el último
momento. Adiós, Alexei.
Estrechó la mano de Aliocha y, sin levantar la cabeza,
como un fugitivo, se dirigió a la ciudad a largos pasos. Aliocha
le siguió con la mirada. No podía creer que se marchara de
veras. En efecto, pronto se detuvo y volvió sobre sus pasos.
-Espera, Alexei: tengo que decirte algo más, algo que sólo
tú debes saber. Mírame a la cara. Oye: aquí, aquí, se está
fraguando una infamia, algo execrable.
Y al decir « aquí», Dmitri se golpeaba el pecho con
expresión extraña, como si la infamia anidara en su corazón o
pendiera de su cuello.
-Tú ya me conoces, ya sabes que soy un bribón
consumado. Pues bien, te aseguro que por mucho que haya
hecho y por mucho que pueda hacer, nada iguala en villanía a
la infamia que llevo ahora dentro de mi pecho. La podría
reprimir, pero no lo haré: ya lo sabes. Prefiero cometerla. Te lo
había contado todo excepto esto. No me atrevía. Podría
detenerme y, así, recobrar el día de mañana la mitad de mi
honor, pero no renunciaré: se cumplirá mi negro destino. Tú
eres testigo de que hablo por anticipado y con plena lucidez.
¡Perdición y tinieblas! ¿Para qué explicártelo? Ya lo sabrás a
su tiempo. El lodo es como una furia. Adiós. No reces por mí:
ni te merezco ni te necesito. Apártate de mi camino.
Y se alejó, esta vez definitivamente.
Aliocha se dirigió al monasterio... «¿Qué ha dicho? ¿Que
no le veré más?» ¡Qué extraño le parecía todo aquello!...
«Tendré que ir mañana a buscarlo. ¿Qué habrá querido
decir?»
Contorneando el monasterio, se dirigió a la ermita. Le
abrieron la puerta aunque no se dejaba entrar a nadie a
aquellas horas. Entró en la celda del starets con el corazón
palpitante. ¿Por qué se habría marchado? ¿Por qué lo
habrían lanzado al mundo? En la ermita todo era paz y
santidad; allá abajo sólo había agitación y esas tinieblas
donde el hombre se extravía.
En la celda estaban el novicio Porfirio y el padre Paisius.
Éste había ido a enterarse del estado del padre Zósimo, que
empeoraba por momentos, como supo Aliocha con verdadero
espanto. La charla nocturna no se había podido celebrar.
Ordinariamente, después del oficio, antes de entregarse al
descanso, la comunidad se reunía en las habitaciones del
starets. Los religiosos le iban exponiendo en voz alta las faltas
cometidas durante el día, sus malos pensamientos, sus
tentaciones, incluso sus disputas con otros monjes si las
habían tenido. Algunos hacían sus confesiones arrodillados.
El starets absolvía, calmaba, aleccionaba, imponía peniten-
cias, bendecía y daba licencia para marcharse. Los enemigos
del starets se alzaban contra estas confesiones fraternales:
veían en ellas una profanación del sacramento de la
confesión, casi un sacrilegio, aunque, en realidad, eran otras
cosas. Se argumentaba ante las autoridades diocesanas que
tales reuniones, lejos de alcanzar sus fines, eran una fuente
de pecados, de tentaciones. Algunos elementos de la
comunidad iban a disgusto a estas charlas, y si acudían, era
para que no se les tuviera por orgullosos o por rebeldes. Se
contaba que algunos monjes se ponían de acuerdo antici-
padamente. «Yo diré que me he disgustado contigo esta
mañana y tú lo confirmarás.» Procedían así para tener algo
que decir y salir del paso. Aliocha sabía que, a veces, las
cosas ocurrían de este modo. También sabía que muchos
estaban indignados por la costumbre de que las cartas,
incluso las de los padres, que llegaban a los religiosos, se
entregaran primero al starets, el cual las abría y leía antes que
sus destinatarios. Pero entiéndase, esta práctica era
voluntaria: los religiosos eran muy dueños de no acatarla o de
someterse a ella con humildad edificante. Ciertamente, no
estaba exenta de cierta hipocresía. Pero los religiosos más
convencidos, los de más edad y experiencia, afirmaban que
aquellos que entraban en el monasterio para entregarse
sinceramente a Dios hallaban en esta obediencia, en esta
abdicación, un provecho saludable, y que los que
murmuraban contra tal proceder no tenían vocación y habría
sido mejor que se quedaran en el mundo.
-Se debilita, se adormece -murmuró el padre Paisius al
oído de Aliocha-. No nos atrevemos a despertarlo. Además,
¿para qué lo hemos de despertar? Ha estado despierto cinco
minutos y ha pedido que transmita su bendición a la
comunidad, con la súplica de que ruegue a Dios por él. Tiene
el propósito de volver a comulgar mañana por la mañana. Se
ha acordado de ti, Alexei. Ha preguntado dónde estabas y le
hemos dicho que te habías marchado a la ciudad. «Lo
bendigo -ha murmurado-. Su puesto está allí, no aquí.»
Cuentas con su amor y su solicitud. ¿Comprendes el honor
que esto significa para ti? ¿Por qué te asignará un sitio en el
mundo? Sin duda, algo presiente en tu destino. Si vuelves al
mundo, Alexei, ha de ser para cumplir una misión impuesta
por tu starets y no para entregarte a la agitación y a las
vanidades de la vida mundana.
El padre Paisius se marchó. Alexei no dudaba de que el fin
del starets estaba próximo, aunque aún pudiese vivir un día o
dos. Se juró que, a pesar de los compromisos contraídos por
su padre, la señora y la señorita Khokhlakov, su hermano y
Catalina Ivanovna, no dejaría el monasterio hasta el último
momento de la vida del starets. Su corazón ardía de amor, y
Aliocha se reprochaba amargamente haber olvidado, mientras
permanecía en la ciudad, a aquel ser que había dejado en su
lecho de muerte y a quien veneraba por encima de todo. Pasó
al dormitorio, se arrodilló y se prosternó junto al lecho. El
starets estaba sumido en un apacible reposo; apenas se
percibía su respiración; su rostro tenía una expresión serena.
Aliocha volvió a la pieza inmediata, donde aquella mañana
se había celebrado la reunión familiar en presencia del
starets. Se limitó a quitarse las botas y se tendió sobre el duro
sofá de cuero, donde acostumbraba dormir, utilizando sólo
una almohada. Hacía mucho tiempo que había renunciado al
use del colchón, aquel colchón mencionado por su padre.
Además de las botas, sólo se quitaba el hábito, que le servía
de cubierta. Antes de acostarse se arrodilló y pidió a Dios, en
una ferviente plegaria, que le iluminase; ansiaba volver a
sentir la paz interior que experimentaba invariablemente
después de haber loado y glorificado al Todopoderoso, cosa
que hacía siempre en sus oraciones de la noche. La alegría
que entonces se apoderaba de él le proporcionaba un sueño
apacible. Mientras rezaba, notó en el bolsillo el sobre de color
de rosa que le había entregado la doncella de Catalina
Ivanovna cuando corrió tras él hasta alcanzarle. Se sintió
turbado, pero ello no le impidió llegar al fin de sus rezos.
Cuando hubo terminado, abrió el sobre no sin cierta
vacilación. Contenía una carta dirigida a él y firmada por Lise,
la hija de la señora de Khokhlakov, la muchacha que se había
burlado de él aquella mañana en presencia del starets:
Alexei Fiodorovitch, le escribo a escondidas de todos,
incluso de mi madre. Ya sé que esto no está bien, pero no
puedo seguir viviendo sin decirle lo que ha nacido en mi
corazón. Aparte nosotros dos, nadie debe saber nada de esto
hasta nueva orden. Se dice que las cartas no ruborizan. ¡Qué
error! Estoy segura de que en este momento tanto usted como
yo estamos como la grana. Querido Aliocha, le amo, le amo
desde mi infancia, desde Moscú, desde cuando usted era muy
diferente de como ahora es. Mi corazón lo ha elegido para que
nos unamos y acabemos juntos nuestros días. Pero es
condición precisa que deje usted el monasterio. Respecto a
nuestra edad, esperaremos el tiempo que la ley exige.
Transcurridos estos años, yo ya estaré curada y bailaré.
Sobre esta cuestión no hay la menor duda.
Ya ve que lo tengo todo pensado, pero hay algo que no me
puedo imaginar: lo que usted pensará de mí al leer estas
líneas. Esta mañana me he reído y he bromeado hasta
enojarle, pero le aseguro que antes de coger la pluma he
orado ante la imagen de la Virgen y ha faltado poco para que
me echara a llorar.
Mi secreto está en sus manos. Cuando usted venga
mañana a verme, no sé si me atreveré a mirarle. Dígame,
Alexei Fiodorovitch: ¿qué pasará si, al verle, no puedo
contener la risa como me ha sucedido esta mañana? Me
tomará usted por una burlona despiadada y dudará de la
sinceridad de mi carta. Por eso le ruego, querido, que no me
mire demasiado directamente a la cara cuando venga: podría
echarme a reír al verle metido en ese hábito tan largo. Sólo de
pensarlo se me hiela el corazón. Le ruego que al principio
dirija usted la vista a mi madre y a la ventana.
Ya ve usted: le he escrito una carta de amor. ¿Qué he
hecho, Dios mío? Aliocha, no me desprecie. Si he obrado mal
y le causo algún trastorno, perdóneme. Ahora mi reputación,
tal vez perdida, está en sus manos.
Seguro que hoy lloraré. Adiós, hasta nuestra terrible
entrevista.
LISE.

P. D.: Aliocha, no deje de venir, no falte.

Aliocha leyó dos veces esta carta sin salir de su sorpresa.


Se quedó pensativo. Al fin sonrió dulcemente. Se estremeció:
esta sonrisa le pareció una falta. Pero un momento después
apareció de nuevo en sus labios la sonrisa de felicidad.
Guardó la carta en el sobre, hizo la señal de la cruz y se
acostó. En su alma había renacido la calma.
«Señor, perdónalos a todos. Protege a esos desgraciados,
a esos seres inquietos. Guíalos, manténlos en el buen
camino. Tú que eres el Amor, concédeles a todos la alegria.»
Y Aliocha se sumió en un sueño apacible.

SEGUNDA PARTE
LIBRO IV

ESCENAS

CAPITULO PRIMERO
EL PADRE THERAPONTE
Aliocha se despertó antes del alba. El starets ya no dormia
y se sentía muy débil. Sin embargo, quiso levantarse y
sentarse en un sillón. Conservaba la lucidez. Su rostro,
aunque consumido, reflejaba un gozo sereno; su mirada
alegre, bondadosa, atraía.
-Tal vez no vea el final de hoy.
Quiso confesarse y comulgar en seguida. Su confesor
habitual era el padre Paisius. Después le administraron la
extremaunción. Acudieron los religiosos. La celda se fue
llenando poco a poco. Había amanecido. Después del oficio,
el starets quiso despedirse de todos y a todos los abrazó.
Como la celda era tan poco espaciosa, los que llegaban
primero tenían que salir para que pudieran entrar los otros. El
starets volvió a sentarse y Aliocha permaneció a su lado.
Hablaba a instruía en la medida que le permitían sus fuerzas.
Su voz, aunque débil, era todavía muy clara.
-Después de instruiros con mis palabras durante años,
esto se ha convertido en mí en una costumbre tan inveterada,
que, a pesar de lo débil que estoy, mis queridos padres, callar
sería para mi más penoso que hablaros.
Así bromeaba el starets, mirando con ternura a los que se
apiñaban en torno de él. Aliocha se acordó en seguida de
algunas de sus palabras. Aunque la voz del padre Zósimo
conservaba la claridad y cierta firmeza, su discurso resultó
bastante deshilvanado. Habló mucho, como si en aquellos
últimos momentos quisiera manifestar todo lo que no había
podido decir durante su vida. Su propósito era no sólo instruir,
sino compartir con todos su alegría y las delicias de su
éxtasis, y expansionar por última vez su corazón.
-Amaos los unos a los otros, padres míos -decía (según
los recuerdos de Aliocha)-. Amad al pueblo cristiano. Nosotros
no somos más santos que los laicos por el mero hecho de
haber venido a encerrarnos entre estos muros; al contrario,
todos los que están aquí demuestran, por el mero hecho de su
presencia, y así deben reconocerlo, que son peores que los
demás hombres... Y cuanto más viva el religioso en su retiro,
más claramente habrá de ver esta verdad. De otro modo, no
valdría la pena que hubiera venido aquí. Cuando comprenda
que no sólo es peor que todos los laicos, sino culpable de
todo y hacia todos, culpable de todos los pecados colectivos a
individuales, cuando esto suceda, y solamente cuando su-
ceda, habremos conseguido la finalidad de nuestra unión.
Pues han de saber, padres míos, que nosotros, seguramente,
somos culpables aquí abajo de todo y hacia todos, no
solamente a través de la falta colectiva de la humanidad, sino
también de las faltas de cada hombre frente a todos sus
semejantes. Este conocimiento de nuestra culpa es la
coronación de la carrera religiosa, como es, por lo demás, la
de todas las carreras humanas. Pues el religioso no es un ser
aparte, sino la imagen de lo que deberían ser todos los
hombres. Sólo cuando tengáis conciencia de ello, vuestro
corazón se sentirá penetrado de un amor infinito, universal,
insaciable. Entonces cada uno de vosotros será capaz de
conquistar el mundo entero con su amor y de borrar los
pecados con sus lágrimas. Que cada cual penetre en sí
mismo y se confiese incansablemente. No temáis por vuestro
pecado, por convencidos que estéis de él, con tal que os
arrepintáis..., pero no pongáis condiciones a Dios. Os digo
una vez más que no os enorgullezcáis ante los pequeños ni
ante los grandes. No odiéis a los que os rechazan y os
deshonran, os insultan y os calumnian. No odiéis a los ateos,
a los maestros del mal, a los materialistas; no odiéis ni a los
peores de ellos, pues muchos son buenos, sobre todo en
vuestra época. Acordaos de ellos en vuestras oraciones:
Decid: «Salva, Señor, a esos por los que nadie ruega; salva a
esos que no quieren rogar por Ti.» Y añadid: «No te dirijo este
ruego por orgullo, Señor, pues yo soy tan vil como todos
ellos...» Amad al pueblo cristiano, no abandonéis vuestro
rebaño a gentes extrañas, pues si os adormecéis en vuestros
afanes, de todas partes vendrán a robar vuestro ganado. No
os canséis de explicar al pueblo el Evangelio. No os
entreguéis a la avaricia. No os dejéis seducir por el oro y la
plata. Tened fe, mantened en alto y con mano firme vuestro
estandarte...
El starets no se expresó exactamente así, sino de un modo
más confuso. La exposición anterior se basa en las notas que
Aliocha tomó acto seguido. A veces, el padre Zósimo se
detenía como para tomar fuerzas. Jadeaba y permanecía en
una especie de éxtasis. Todos le escuchaban con afecto,
aunque a algunos les sorprendieran sus palabras y les
parecieran oscuras. Después, todos las recordaron.
Aliocha dejó la celda por un momento y quedó sorprendido
ante la agitación general, ante la actitud de espera de toda la
comunidad hacinada en la celda del starets y en torno de ella.
Esta espera era en algunos ansiosa y en otros grave y serena.
Todos daban por seguro que se produciría algún prodigio
inmediatamente después de la muerte del starets. Aunque
esta creencia tenía un algo de frivolidad, incluso los monjes
más severos participaban en ella. El semblante más grave era
el del padre Paisius.
Aliocha había salido de la celda porque un monje le dijo de
parte de Rakitine que éste le traía una carta de la señora de
Khokhlakov. En ella la dama daba una noticia que llegaba con
gran oportunidad. El día anterior, entre las mujeres del pueblo
que habían acudido a rendir homenaje al starets y recibir su
bendición, figuraba una viejecita de la localidad, Prokhorovna,
viuda de un suboficial, que había preguntado al starets si se
podía incluir en los rezos por los difuntos a su hijo Vasili, que
se había trasladado a Siberia, a Irkutsk, por asuntos del
servicio, y del que no tenía noticias desde hacía un año. El
starets se lo había prohibido severamente, diciéndole que
semejante proceder sería poco menos que un acto de bru-
jería. Pero, indulgente ante la ignorancia de la pobre vieja,
había añadido unas palabras de consuelo «como si leyera en
el libro del porvenir» -así se expresaba la señora de
Khokhlakov-. El starets había dicho a la viejecita que su hijo
vivía, que no tardaría en llegar o en escribirle, y que ella, por
lo tanto, no tenía más que esperarle en su casa. «Y la
profecía se ha cumplido al pie de la letra», añadía en su carta,
entusiasmada, la señora de Khokhlakov. Apenas entró en su
casa la buena mujer, se le entregó una carta que se había
recibido de Siberia. Y en esta carta, escrita desde Iekaterin-
burg, Vasili decía que iba a regresar a Rusia en compañía de
un funcionario, y que, transcurridas dos o tres semanas,
podría abrazar a su madre.
La señora de Khokhlakov rogaba encarecidamente a
Aliocha que comunicara « el nuevo milagro de la predicción»
al padre abad y a toda la comunidad. «Deben saberlo todos»,
decía al final de la carta, escrita rápidamente y en la que la
emoción se reflejaba en todas las líneas. Pero Aliocha no tuvo
nada que comunicar a la comunidad, porque todos estaban ya
al corriente de lo ocurrido. Rakitine, al enviar el recado a
Aliocha, había dicho al mismo monje que se lo llevaba, que
comunicara respetuosamente al reverendo padre Paisius que
tenía que informarle sin pérdida de tiempo de un asunto
importantisimo, y que le rogaba humildemente que perdonase
su atrevimiento. Como el monje emisario había empezado por
transmitir al padre Paisius la petición de Rakitine, Aliocha, una
vez leida la carta, tuvo que limitarse a presentarla al padre
como prueba documental. Este hombre rudo y desconfiado, al
leer con las cejas fruncidas la noticia del «milagro», no pudo
disimular su profunda emoción. Sus ojos brillaron y en sus
labios apareció una sonrisa grave, penetrante.
-Y no será esto lo único que veremos -dijo sin poder conte-
nerse.
-No, no será lo único -convinieron los monjes.
Entonces el padre Paisius frunció de nuevo las cejas y
rogó a los religiosos que no hablaran del asunto a nadie hasta
que obtuvieran la confirmación, pues las noticias del mundo
pecaban siempre de ligereza, y el hecho podía haberse
producido naturalmente. Así habló, como para descargar su
conciencia, pero sin que él mismo creyese en su reserva,
cosa que observaron sus oyentes.
Entre tanto, la noticia del «milagro» había corrido por todo
el monasterio, a incluso llegó a oídos de algunos laicos que
habían acudido a la misa. El más impresionado parecía aquel
monje que había llegado el día anterior de San Silvestre,
pequeño monasterio situado en el lejano norte, en las
proximidades de Obdorsk; que había rendido homenaje al
starets al lado de la señora Khokhlakov, y que había
preguntado al padre Zósimo mientras le dirigía una mirada
penetrante y señalaba a la hija de la dama:
-¿Cómo puede usted hacer estas cosas?
No sabía qué creer, estaba perplejo. La tarde anterior
había visitado al padre Theraponte en su celda privada, que
se hallaba detrás del colmenar, y esta visita le había
producido enorme impresión. El padre Theraponte era aquel
viejo monje, silencioso y gran ayunador, que ya hemos citado
como adversario del starets Zósimo y especialmente del
staretismo, al que consideraba como una novedad nociva.
Aunque no hablaba casi con nadie, era un adversario temible
por la sincera simpatía que le testimoniaban casi todos los
religiosos. También entre los laicos había muchos que le
veneraban, viendo en él un hombre justo y un asceta, aunque
lo tenían por loco. Y es que su locura cautivaba. El padre
Theraponte no iba nunca a las habitaciones del starets
Zósimo. Aunque habitaba en el recinto de la ermita, no se le
imponían rigurosamente las reglas del monasterio, en
atención a su simplicidad. Tenía setenta y cinco años, o tal
vez más, y vivía a espaldas del colmenar, en un rincón que
formaban los muros. Había allí un pabellón de madera que se
caía de viejo. Se había construido hacia muchos años, en el
siglo pasado, para otro gran ayunador y taciturno, el padre
Jonás, que había vivido ciento cinco años y cuyas proezas se
referían aún en el monasterio y sus alrededores. El padre
Theraponte había conseguido que se le permitiera instalarse
en esta casucha aislada, que parecía una capilla por la gran
cantidad de imágenes que había en ella, acompañadas de
lámparas que ardían continuamente. Estas imágenes eran
donaciones recibidas por el monasterio, y el padre Theraponte
estaba encargado de su vigilancia. Su único alimento eran dos
libras de pan cada tres días, cantidad que nunca rebasaba. El
pan se lo traía el guardián del colmenar, con quien casi nunca
cruzaba una palabra. El padre abad le enviaba regularmente
el alimento para toda la semana: cuatro libras de pan, más el
pan bendito de los domingos. Todos los días se renovaba el
agua de su cántaro. Asistía raras veces al oficio. Sus
admiradores le habían visto en más de una ocasión pasar un
día entero de rodillas, orando y sin mirar en torno de él. Si
hablaba con ellos, se mostraba reticente, lacónico, extraño y
muchas veces grosero. En algunos casos, muy poco
frecuentes, se dignaba responder a sus visitantes, pero gene-
ralmente se limitaba a pronunciar una o dos palabras
incomprensibles, que despertaban la curiosidad de sus
interlocutores y que no explicaba nunca, por mucho que se le
rogase. Jamás había sido ordenado sacerdote. Según un
rumor extraño que circulaba, bien es verdad que entre las
gentes más ignorantes, el padre Theraponte estaba en
relación con los espíritus celestes y sólo con ellos hablaba, lo
que explicaba su silencio ante los demás.
El monje de Obdorsk entró en el colmenar con el permiso
del guardián, que también era un religioso lúgubre y taciturno,
y se dirigió a la casucha del padre Theraponte.
El guardián le previno:
-Tal vez consigas que hable contigo, ya que eres forastero,
pero también puede ser que no logres arrancarle una palabra.
El monje forastero se acercó, como confesó después,
francamente atemorizado. Era ya tarde. El padre Theraponte
estaba sentado en un banco que había a la puerta del
pabellón. Un olmo viejo y enorme movía suavemente sus
ramas sobre la cabeza del anciano. Se notaba el fresco del
atardecer. El visitante se arrodilló ante su colega y le pidió su
bendición.
-Levántate -dijo el padre Theraponte- si no quieres que me
arrodille yo también ante ti.
El monje se levantó.
-Siéntate aquí, hermano que recibes y las bendiciones.
¿De dónde vienes?
Lo que más sorprendió al forastero fue que el padre
Theraponte, pese a su avanzada edad y a sus prolongados
ayunos, tenía el aspecto de un viejo vigoroso de aventajada
estatura y de complexión atlética. Su rostro, aunque
demacrado, se conservaba fresco; tenía la barba y el cabello
frondosos y todavía negros en algunos puntos; sus ojos eran
grandes, salientes, de un azul luminoso. Hablaba acentuando
con fuerza la letra «o». Su indumentaria consistía en un
blusón rojizo de burdo paño, semejante al de los presos, con
un trozo de cuerda a guisa de cinturón. Llevaba el cuello y el
escote desnudos. Bajo el blusón se veía una camisa gruesa,
casi negra, que no se había quitado desde hacia meses. Se
decía que llevaba sobre su cuerpo treinta libras de cadenas.
Calzaba unos zapatos destrozados.
-Vengo de San Silvestre, el pequeño monasterio de
Obdorsk -repuso humildemente el visitante observando al
asceta con sus ojos vivos y llenos de curiosidad, aunque algo
inquieto.
-Conozco tu monasterio; he vivido en él. ¿Cómo os van las
cosas?
El visitante se turbó.
-Sois gente sobria -dijo el padre Theraponte-. ¿Qué ayuno
observáis?
-Nuestra alimentación se ajusta a las antiguas costumbres
ascéticas. Durante la cuaresma no tomamos ningún alimento
los lunes, miércoles y viernes. Los martes y los jueves
comemos pan blanco, una tisana con miel, moras silvestres,
coles saladas y harina de avena. Los sábados, sopa de coles,
fideos con guisantes y alforfón con aceite de cañamones. El
domingo se añade a esto sopa de pescado seco y alforfón.
Durante la Semana Santa, desde el lunes hasta el sábado,
solamente pan, agua y una cantidad moderada de legumbres
sin cocer. Entonces no comemos aún todos los días, sino que
seguimos las normas de la primera semana. El Viernes Santo,
ayuno completo; el sábado, ayuno hasta las tres, hora en que
se puede comer un poco de pan y beber agua y un vasito de
vino. El Jueves Santo tomamos alimentos cocidos sin
manteca, bebemos vino y observamos la verofagia. El concilio
de Laodicea nos dice respecto al Jueves Santo: « No
conviene interrumpir el ayuno el jueves de la última semana,
con lo que se deshonra toda la cuaresma.» Así nos
alimentamos en nuestro monasterio.
Y el humilde monje, animándose, continuó:
-¿Pero qué es esto comparado con lo que usted hace,
eminente padre? Usted en todo el año, incluso en las
Pascuas, no se alimenta más que de agua y pan. El pan que
nosotros consumimos en dos días, a usted le basta para toda
una semana. Su abstinencia es verdaderamente maravillosa.
-¿Y los agáricos? -preguntó de pronto el padre
Theraponte.
-¿Los agáricos? -dijo el visitante, estupefacto.
-Sí. Yo pasaría sin pan; no lo necesito para nada. Si fuese
necesario, me retiraría a los bosques y me alimentaría de
agáricos o de bayas. Pero ellos no pueden pasar sin pan:
están aliados con el demonio. Hoy los incrédulos afirman que
el ayuno riguroso no conduce a nada. Es un modo de razonar
impío.
-Es verdad -suspiró el monje de Obdorsk.
-¿Has visto los diablos en ellos? -preguntó el padre Thera-
ponte.
-¿En quién? -preguntó el forastero tímidamente.
-El año pasado, en Pentecostés, fui a las habitaciones del
padre abad, y ya no he vuelto. Durante mi visita vi un diablo
escondido en el pecho del monje, debajo del hábito: sólo le
asomaban los cuernos. Otro monje llevaba uno en el bolsillo,
desde donde acechaba con sus vivos ojos, porque yo le daba
miedo. Otro religioso daba asilo en sus entrañas impuras a un
tercer diablillo. Y; en fin, vi otro suspendido del cuello de un
monje, que lo llevaba así sin advertirlo.
-¿De veras los vio usted? -preguntó el forastero.
-Sí, te lo aseguro: los vi con mis propios ojos. Al salir de
las habitaciones del padre abad vi otro diablo que se ocultaba
de mí detrás de la puerta. Era un mocetón de más de un
metro, con un rabo grueso y leonado, cuya punta se había
encajado en la rendija de la puerta. Yo cerré el batiente con
fuerza y le pillé la punta de la cola. El diablo empezó a gemir y
a debatirse. Yo le hice tres veces la señal de la cruz y él
reventó como una araña aplastada por un pie. Debe de estar
pudriéndose en un rincón; sin duda, apesta; pero ellos ni lo
ven ni perciben el olor. Ya hace un año que no voy por allí.
Sólo a ti, que eres forastero, te revelo estas cosas.
-Todo eso es horrible. Dígame, bienaventurado y eminente
padre: se dice en tierras lejanas que usted está en relación
permanente con el Santo Espíritu. ¿Es esto verdad?
-A veces desciende hasta mí.
-¿Bajo qué forma?
-Bajo la forma de un pájaro.
-¿De una paloma?
-No, el que se presenta así es el Espíritu Santo. Yo me
refiero al Santo Espíritu, que es diferente. Éste puede
descender a la tierra en forma de golondrina, de jilguero, de
paro...
-¿Cómo puede usted reconocerlo?
-Lo reconozco cuando habla.
-¿Qué lenguaje emplea?
-El de los hombres.
-¿Y qué le dice?
-Hoy me ha anunciado la visita de un imbécil que me haría
una sarta de preguntas tontas. Eres muy curioso, hermano.
-Sus palabras son inquietantes, bienaventurado y venerado
padre.
El monje de Obdorsk asintió con un movimiento de
cabeza, pero en sus ojos, llenos de temor, había aparecido la
desconfianza.
-¿Ves ese árbol? -preguntó el padre Theraponte tras una
pausa.
-Lo veo, bienaventurado padre.
-Para ti es un olmo, pero para mí es otra cosa.
-¿Qué es? -preguntó el monje con ansiedad.
-¿Ves esas dos ramas? Pues por la noche suelen
convertirse en los brazos de Cristo que se tienden hacia mí y
me buscan. Yo los veo claramente, y entonces empiezo a
temblar. ¡Es algo espantoso!
-¿Espantoso Cristo?
-Una noche me apresará y se me llevará.
-¿Vivo?
-Tú no sabes nada de la gloria de Elías. Se apodera de
uno y se lo lleva.
Después de esta conversación, el monje de Obdorsk volvió
a la celda que se le había asignado. Estaba perplejo, pero su
corazón se inclinaba más hacia el padre Theraponte que
hacia el padre Zósimo. Estimaba el ayuno por encima de todo,
y no le extrañaba que un ayunador tan extraordinario como el
padre Theraponte viera maravillas. Sus palabras parecían
absurdas -esto era evidente-, pero Dios sabía lo que
significaban. A veces, los más inocentes, inspirados por su
amor a Cristo, hablan y obran de un modo todavía más
extraño. Le complacía creer sinceramente en el diablo y en su
cola apresada, y no como algo alegórico, sino como en una
forma material. Además, desde su llegada al monasterio tenía
gran prevención contra el staretismo, por considerarlo, como
tantos otros, como una innovación nociva. Durante el día que
había pasado en el monasterio había escuchado las secretas
murmuraciones de ciertos monjes de ideas ligeras que se
oponían al staretismo. Además, era un carácter fisgón que
sentía una ávida curiosidad por todo. La noticia del nuevo
milagro del padre Zósimo le sumió en una profunda
perplejidad. Más tarde, Aliocha recordó las continuas
apariciones de este curioso huésped entre los religiosos que
rodeaban al starets y a su celda, de este monje que se
introducia en todas partes, lo escuchaba todo a interrogaba a
todo el mundo. Aliocha no le prestó demasiada atención en
aquellos momentos, porque tenía otras cosas en qué pensar.
El starets, que había tenido que acostarse de nuevo debido a
su extrema debilidad, se acordó de pronto de Alexei y reclamó
su presencia. Aliocha acudió a toda prisa. Alrededor del
enfermo sólo estaban entonces el padre Paisius, el padre
José y el novicio Porfirio. El viejo fijó en Aliocha sus fatigados
ojos y le preguntó:
-¿Te esperan los tuyos, hijo mío?
Aliocha se turbó.
-¿No lo necesitan? ¿Has prometido a alguno de ellos ir a
verlo hoy?
-He prometido ir a ver a mi padre, a mi hermano... y a otras
personas.
-Pues vete, vete en seguida y no te preocupes por mi. No
moriré sin haber pronunciado ante ti mis últimas palabras. Te
las dirigiré a ti, hijo mío, porque sé que tú me quieres. Ve, ve a
cumplir tu palabra.
Aliocha se dispuso a obedecer inmediatamente, aunque le
dolía alejarse. La promesa de oír las últimas palabras de su
maestro, de recibirlas como un legado, le enajenaba de
alegría. Se dio prisa, a fin de poder regresar cuanto antes, una
vez cumplidos sus compromisos. Cuando salió de la celda, el
padre Paisius, que le acompañaba, le dirigió sin preámbulo
alguno unas palabras que le impresionaron profundamente:
-Acuérdate siempre, muchacho, de que la ciencia del
mundo, que se ha desarrollado extraordinariamente en este
siglo, ha disecado nuestros libros santos y, tras un análisis
implacable, no ha dejado en ellos nada en pie. Pero los
sabios, enfrascados en la labor de disecar las partes, han
perdido de vista el conjunto, con una ceguera realmente
asombrosa. El conjunto se alza ante ellos tan inquebrantable
como antes y el infierno no prevalecerá frente a él. El
Evangelio cuenta con diecinueve siglos de existencia y vive
tanto en las almas de los hombres como en los movimientos
de las masas. Incluso subsiste, siempre inquebrantable, en las
almas de los ateos destructores de todas las creencias. Pues
esos que reniegan del cristianismo y se revuelven contra él
permanecen, en el fondo, fieles a la imagen de Cristo, ya que
ni su inteligencia ni su pasión han podido crear para el hombre
una pauta superior a la trazada por Cristo. Toda tentativa en
este sentido ha fracasado vergonzosamente. Acuérdate de
esto, joven, ahora que tu starets te envía al mundo desde su
lecho de muerte. Tal vez recordando este gran momento no
olvides las palabras que te acabo de dirigir para bien tuyo,
pues eres joven, y fuertes las tentaciones del mundo, tan
fuertes que acaso tú no tengas la resistencia necesaria para
hacerles frente. Y ahora márchate, pobre huérfano.
Dicho esto, el padre Paisius lo bendijo. Reflexionando
sobre estos inesperados consejos, Aliocha comprendió que
había hallado un nuevo amigo y un guía indulgente en aquel
padre que hasta entonces le había tratado con rudo rigor. Sin
duda, el starets, al sentirse a las puertas de la muerte, había
encargado al padre Paisius el cuidado espiritual de su joven
amigo. Aquella homilía atestiguaba el celo con que el religioso
cumplía el encargo. El padre Paisius se había apresurado a
armar al joven espíritu para la lucha contra las tentaciones, a
preservar al alma joven que se le transmitía como un legado,
levantando en torno de ella la muralla más sólida que le era
posible construir.

CAPITULO II
ALIOCHA VISITA A SU PADRE
Aliocha empezó por ir a casa de su padre. Por el camino
recordó que Fiodor Pavlovitch le había recomendado el día
anterior que procurase entrar sin que Iván le viera.
«¿Por qué? -se preguntó-. Aunque me quiera hacer alguna
confidencia, esto no explica que yo haya de entrar
furtivamente. Sin duda alguna quería decirme otra cosa, ¡pero
estaba tan trastornado! ... »
No obstante, se alegró cuando Marta Ignatievna, que le
abrió la puerta del jardín (Grigori estaba enfermo, en cama), le
dijo que Iván había salido hacía dos horas.
-¿Y mi padre?
-Se ha levantado y está tomando el café -repuso la vieja.
Aliocha entró en la casa. Su padre, sentado ante la mesa,
en zapatillas y con una chaqueta vieja, examinaba sus
cuentas para distraerse y sin poner en ello gran interés. Su
atención estaba en otra parte. Lo habían dejado solo en la
casa, pues tampoco estaba Smerdiakov: se había ido a
comprar lo que necesitaba para la cocina. Aunque se había
levantado temprano y se hacia el valiente, era indudable que
se sentía débil y fatigado. Su frente, en la que habían
aparecido varios morados, estaba ceñida por un pañuelo rojo.
La gran hinchazón de la nariz daba a su rostro una expresión
agria y perversa, y Fiodor Pavlovitch se daba cuenta de ello.
Al notar la presencia de su hijo le dirigió una mirada nada
amistosa.
-El café está frío -dijo secamente-; por eso no te ofrezco.
Hoy, querido, sólo comeré una sopa de pescado, y no invito a
nadie. ¿A qué has venido?
-Quería saber cómo estabas.
-Claro. Además, yo te rogué ayer que vinieras. Fue una
tontería. Te has molestado en balde... Estaba seguro de que
vendrías.
Sus palabras reflejaban los peores sentimientos. Se
acercó al espejo y se miró la nariz, seguramente por
cuadragésima vez desde que se había levantado. Luego se
arregló con coquetería el pañuelo rojo que protegía su frente.
-El rojo me sienta mejor que el blanco -dijo con acento
sentencioso-. El blanco es un color de hospital. Bueno, ¿qué
hay de nuevo? ¿Cómo va tu starets?
-Está muy mal. Tal vez no pase de hoy -dijo Aliocha.
Pero su padre ya no le prestaba atención.
-Iván se ha marchado -dijo de pronto Fiodor Pavlovitch, y
añadió agriamente, con los labios contraídos y mirando a Alio-
cha-: Quiere birlar la novia a Mitia. Por eso se ha instalado
aquí.
-¿Te lo ha dicho él?
-Sí, hace ya tres semanas. Por lo tanto, no ha venido para
asesinarme disimuladamente: busca otra cosa.
-¿Por qué me dices eso? -preguntó Aliocha, aterrado.
-No me pide dinero, verdad es. Por lo demás, aunque me
lo pidiera, no se lo daría. Toma nota de esto, mi querido Alexei
Fiodorovitch: tengo intención de vivir lo más largamente
posible. Por lo tanto, necesito mi dinero. Y cuantos más años
tenga, más lo necesitaré.
Fiodor Pavlovitch hablaba con las manos hundidas en los
bolsillos de su chaqueta amarilla, llena de manchas.
-A los cincuenta y cinco años -siguió diciendo-, conservo la
virilidad y espero que esto dure veinte años más. Pero
envejeceré, mi aspecto será cada vez más repelente, las
mujeres no vendrán a mí de buen grado y habré de
atraérmelas por medio del dinero. Por eso quiero reunir
mucho dinero y para mí solo, mi querido hijo Alexei
Fiodorovitch. Te lo digo claramente: quiero llevar una vida de
libertinaje hasta el fin de mis días. No hay nada comparable a
ese modo de vivir. Todo el mundo lo censura, pero todos lo
adoptan, aunque a escondidas. Yo, en cambio, llevo esta vida
a la vista de todos. Esta franqueza explica que todos los
bribones hayan caído sobre mí. En cuanto a tu paraíso, Alexei
Fiodorovitch, has de saber que no quiero nada de él. Aun
admitiendo que exista, no conviene en modo alguno a un
hombre de hábitos normales. Allí se duerme uno y ya no se
despierta. Haz decir una misa por mí si quieres; si no, vete al
diablo. Ésta es mi filosofía. Ayer Iván habló de esto, pero
entonces estábamos borrachos. Es un charlatán sin erudición.
No es muy instruido, ¿sabes? Aunque no lo dice, se ríe de
vosotros: a esto se reduce su talento.
Aliocha escuchaba sin despegar los labios. Fiodor
Pavlovitch continuó:
-¿Por qué no me habla sinceramente? Cuando me habla,
se hace el malo. Tu Iván es un miserable. Si quisiera, se
casaría con Gruchegnka en seguida. Pues, teniendo dinero,
Alexei Fiodorovitch, tiene uno todo lo que quiere. Esto es lo
que le da miedo a Iván. Me vigila y, para impedir que me case,
incita a Mitia a que se me anticipe. Obra así para librarme de
Gruchegnka, pues sabe que perdería su posible herencia si
me casara. Por otra parte, si Mitia la hace su esposa, Iván
podrá quedarse con su acaudalada prometida. Éstos son sus
planes. Es un miserable tu Iván.
-Estás irritado -dijo Aliocha-. Son las consecuencias de lo
ocurrido ayer. Debes acostarte.
-Tus palabras no me molestan -declaró el viejo-. En cam-
bio, si vinieran de Iván, me habrían sacado de mis casillas.
Sólo contigo tengo momentos buenos. Fuera de ellos, soy un
hombre malo.
-No es que seas malo, es que tienes trastornado el espíritu
-dijo Aliocha sonriendo.
-Pensaba hacer detener a ese bandido de Mitia, y ahora
estoy indeciso. Sin duda, hoy se considera un prejuicio
respetar a los padres. Sin embargo, la ley no autoriza a coger
a un padre por los pelos y patearle la cara en su propia casa.
Tampoco permite amenazarle ante testigos de volver para
acabar con él. Si quisiera, podría hacer que lo detuviesen por
la escena de ayer.
-Entonces, ¿no piensas denunciarlo?
-Iván me ha disuadido. A mí, Iván me tiene sin cuidado,
pero me ha dicho algo interesante.
Se inclinó sobre Aliocha y continuó en tono confidencial:
-Si hago detener a ese granuja, ella se enterará y correrá
hacia él. En cambio, cuando ella sepa que Dmitri me ha
agredido, a mí, viejo y débil, y que ha estado a punto de
matarme, tal vez lo abandone y venga a mi. Tal es su
carácter; es un espíritu de contradicción. La conozco muy
bien... ¿No quieres un poco de coñac? Entonces toma café
frío. Le añadiré un chorrito de coñac, la cuarta parte de una
copita, y verás qué bien sabe.
-No, gracias -dijo Aliocha-. Prefiero llevarme ese panecillo,
si me lo permites. -Y mientras se guardaba el blando panecillo
en el bolsillo de su hábito, añadió, mirando tímidamente a su
padre-: No debes beber.
-Tienes razón. El coñac me irrita. Pero sólo un vasito.
Abrió el aparador, llenó el vasito, volvió a cerrar el mueble
y se guardó la llave en el bolsillo.
-Con esto me basta. Por un vasito no voy a morirme.
-Te veo mejor.
-Aliocha, a ti te quiero incluso sin haber bebido coñac. En
cambio, para los canallas soy un canalla. Iván no va a
Tchermachnia. Se queda para espiarme. Quiere saber cuánto
le doy a Gruchegnka si viene. Son todos unos miserables.
Además, reniego de Iván: no lo comprendo. ¿De dónde ha
salido? Su alma no es como la nuestra. Cuenta con mi
herencia, pero te voy a decir una cosa: no dejaré testamento.
A Mitia de buena gana le aplastaría como a un gusano. Todas
las noches trituro algunos con mis zapatillas: a tu Mitia le
pasará lo mismo. Digo «tu» Mitia porque sé que tú le quieres.
Pero esto no me inquieta. Si le quisiera Iván, no estaría
tranquilo. Pero Iván no quiere a nadie. No es de los nuestros.
Los hombres como él, querido, no se parecen a nosotros: son
como el polvo. Cuando el viento sopla, el polvo se dispersa...
Ayer te dije que vinieras porque tuve una ocurrencia
disparatada. Quería hacer una proposición a Mitia por
mediación tuya. Mi deseo era saber si ese miserable, ese
truhán, se avendría, a cambio de mil o dos mil rublos, a
marcharse de aquí para cinco años, o, mejor aún, para treinta
y cinco, y a renunciar a Gruchegnka...
-Se lo preguntaré -murmuró Aliocha-. Yo creo que por tres
mil rublos, Dmitri...
-No, no; ya no has de preguntarle nada. Lo he pensado
mejor. Fue una locura que tuve ayer. No le daré nada, ni un
céntimo. El dinero lo necesito para mí -repitió Fiodor
Pavlovitch con expresivo ademán-. De todas formas, le
aplastaré como a un gusano. No, no le digas nada. Y como
aquí ya no tienes nada que hacer, vete. Oye: ¿tú crees que
Catalina Ivanovna, esa novia que Dmitri me ha ocultado
siempre con tanto temor, se casará con él? Ayer fuiste a verla,
¿verdad?
-No quiere dejarle de ningún modo.
-Tales son los hombres de que se enamoran esas
ingenuas damiselas: los libertinos, los bribones. Esas pálidas
criaturas son unas infelices. Si yo tuviera la juventud de Mitia y
la presencia que tenía de joven, no la suya, pues a los
veintiocho años yo valía más que él vale ahora, tendría el
mismo éxito... ¡El muy canalla! Pero no tendrá a Gruchegnka,
no la tendrá. Lo aniquilaré.
Otra vez perdió el humor.
-Y tú vete -dijo a Aliocha secamente-. Hoy no tienes nada
que hacer en mi casa.
Aliocha se acercó a él para despedirse y le dio un beso en
el hombro.
-¿Qué significa eso? -preguntó Fiodor Pavlovitch, sorpren-
dido-. ¿Crees acaso que no nos vamos a ver más?
-No, no; lo he hecho sin pensar en nada.
-Yo también he hablado por hablar -dijo el viejo mirándole.
Y gritó a sus espaldas-: ¡Oye, oye; vuelve pronto! ¡Te daré
una sopa de pescado estupenda, no como la de hoy! Ven
mañana, ¿oyes?
Apenas se hubo marchado Aliocha, volvió al aparador y se
bebió medio vaso de coñac.
-¡Basta ya! -gruñó entre resoplidos.
Cerró el aparador y se guardó la llave en el bolsillo.
Después, ya en el límite de sus fuerzas, se fue a la cama y en
seguida se durmió.

CAPÍTULO III
ENCUENTRO CON UN GRUPO DE ESCOLARES
«Ha sido una suerte que mi padre no me haya hecho
ninguna pregunta sobre Gruchegnka -se decía Aliocha
mientras se dirigía a casa de la señora de Khokhlakov-. Si me
hubiese preguntado, no habría tenido más remedio que
contarle lo que pasó ayer.»
Juzgaba, no sin pesar, que durante la noche los
adversarios habrían tomado fuerzas y sus corazones se
habrían endurecido.
«Mi padre es irascible y malo. Continúa aferrado a su idea.
Dmitri es también un intransigente y debe de tener algún plan.
Es necesario que lo vea hoy mismo.»
Pero las reflexiones de Aliocha fueron interrumpidas por un
incidente que, a pesar de su poca importancia, no dejó de
impresionarle. Cuando estaba cerca de la calle de San Miguel,
paralela a la Gran Vía, de la que está separada por un
riachuelo -nuestra ciudad está llena de riachuelos-, distinguió
en la parte baja, junto al puentecillo, un pequeño grupo de
escolares de nueve a doce años como máximo. Regresaban a
sus casas después de las clases. Unos llevaban la cartera en
bandolera y otros a la espalda a modo de mochila; algunos
llevaban abrigo; otros, una simple chaqueta. No faltaban los
que llevaban botas con vueltas, esas botas que a los padres
acomodados les gusta que exhiban sus mimados hijos. El
grupo discutía acaloradamente, al parecer reunido en consejo.
A Aliocha le habían encantado siempre los niños -como había
demostrado en Moscú-, y aunque sus preferidos eran los pe-
queñuelos de no más de tres años, los escolares de diez a
once también le atraían. De aquí que, a pesar de sus
preocupaciones, decidiera abordarlos y entablar conversación
con ellos. Al acercarse vio que tenían las caras
congestionadas y una o dos piedras en la mano cada uno. Al
otro lado del riachuelo, que se hallaba a unos treinta pasos,
apoyada la espalda en una cerca, había otro colegial, con la
cartera al costado. Tendría diez años a lo sumo. En su pálido
semblante había una expresión de odio. Sus negros ojos
llameaban. No apartaba la vista de sus camaradas -el grupo
de seis escolares-, con los cuales estaba evidentemente
enojado. Aliocha se acercó al grupo y, dirigiéndose a un
muchacho de pelo rubio y rizado y cara colorada, que llevaba
una chaqueta negra, le dijo:
-Cuando yo iba al colegio llevaba la cartera en el lado
izquierdo. Así la podía abrir y cerrar con la mano derecha.Tú
la llevas en el lado derecho, lo que me parece una
incomodidad. Aliocha, aunque sin pensarlo, había iniciado la
conversación con esta alusión a un detalle práctico. No debe
proceder de otro modo el adulto que desee atraerse la
confianza de un niño, y especialmente de un grupo de niños.
Instintivamente, Aliocha había comprendido que había que
hablar con toda seriedad y de cosas corrientes, a fin de
colocarse en un plano de igualdad con aquellos muchachos.
-Es que es zurdo -contestó inmediatamente otro, que
debía de frisar en los once años y cuya mirada expresaba
resolución. Los otros cinco miraron a Aliocha.
-Tira las piedras con la mano izquierda -observó un
tercero.
En este momento pasó una piedra junto a los niños,
rozando al zurdo. Afortunadamente, aunque arrojada con
destreza y vigor, no había dado en el blanco. La había
lanzado el niño que estaba al otro lado del riachuelo.
-¡Hala, Smurov! -gritaron todos-. ¡A él!
El zurdo no necesitó más para replicar al agresor
debidamente. Su piedra fue a dar en el suelo, lejos del
objetivo. El adversario respondió con un guijarro que alcanzó
a Aliocha en un hombro. A pesar de que el chiquillo estaba a
treinta pasos de distancia, se veía que llevaba llenos de
piedras los bolsillos de su gabán.
-Le ha tirado a usted porque usted es un Karamazov –
dijeron los del grupo echándose a reír-. ¡Todos a la vez!
¡Fuego!
Volaron seis piedras al mismo tiempo. Alcanzado en la
cabeza por una de ellas, el chiquillo cayó, pero se levantó al
punto y respondió furiosamente. El bombardeo fue continuo
por ambas partes. Casi todos los del grupo llevaban también
los bolsillos llenos de piedras.
-¿No os da vergüenza, muchachos? -exclamó Aliocha-.
¡Seis contra uno! Lo vais a matar.
Y corrió a situarse delante del grupo, exponiéndose a los
proyectiles, con objeto de proteger al muchacho del otro lado
del río. Tres o cuatro suspendieron el combate
momentáneamente.
-¡Es él quien ha empezado! -gritó agriamente el chico que
llevaba una blusa roja-. Hace un rato, cuando estábamos en
clase, ha herido a Krasotkine con un cortaplumas. Le ha
hecho sangre. Krasotkine no ha querido decírselo al profesor.
Hay que darle una paliza.
-¿Por qué, si a vosotros no os ha hecho nada?
-Además, le ha dado a usted una pedrada en el hombro
-gritó uno de los niños-. Ahora le está mirando a usted para ti-
rarle una piedra. ¡Hula! Todos contra él. ¡No falles, Smurov!
El bombardeo se reanudó, esta vez implacable. El
combatiente solitario recibió una pedrada en el pecho. Lanzó
un grito, se echó a llorar y huyó cuesta arriba, hacia la calle de
San Miguel. Uno del grupo gritó:
-¡«Barbas de Estropajo» ha tenido miedo y ha echado a
correr!
-Usted no sabe, Karamazov, lo traidor que es. Matarlo
sería poco.
-¿Es un soplón?
Los chicos cambiaron miradas burlonas.
-Si va usted por la calle de San Miguel -continuó el mismo
muchacho-, atrápelo. Mire: se ha parado y le está mirando. Le
espera.
-Sí, le está mirando -dijeron los demás.
-Pregúntele si le gustan los estropajos de cáñamo. No deje
de preguntárselo.
Todos los chicos se echaron a reír. Aliocha se quedó
mirándolos y los niños lo miraron a él.
-No vaya; le hará algo malo -dijo noblemente Smurov.
-Amigos míos, no le hablaré de estropajos de cáñamo,
pues sin duda es lo que vosotros le decís para mortificarlo. Lo
que haré es procurar enterarme por él mismo de por qué le
odiáis tanto.
-¡Entérese, entérese! -gritaron los niños entre risas.
Aliocha cruzó el riachuelo por el puentecillo y subió la
cuesta bordeando la empalizada, en direción al detestado
colegial.
-¡Cuidado! -le gritó uno de los del grupo-. ¡Mire que no le
teme! ¡Le atacará a traición como a Krasotkine!
El chico le esperaba sin moverse. Cuando llegó cerca de
él, Aliocha se encontró ante un niño de nueve años, débil,
endeble, de rostro ovalado, pálido y enjuto, cuyos ojos,
oscuros y grandes, le miraban con odio. Llevaba un viejo
abrigo que se le había quedado corto. Parte de sus brazos
sobresalían de las mangas. En su pantalón, a la altura de la
rodilla, había un gran remiendo, y en su zapato derecho,
sobre el dedo pulgar, un agujero disimulado con tinta. Los
bolsillos del abrigo reventaban de piedras. Aliocha se detuvo a
dos pasos de él y le miró con expresión interrogadora. El
rapaz, deduciendo de la mirada de Aliocha que éste no tenía
intención de pegarle, se envalentonó y fue el primero en
hablar.
-¡Yo solo contra seis! -exclamó con ojos centelleantes-.
¡Les zumbaré a todos!
-Has recibido una pedrada que debe de haberte hecho
daño -dijo Aliocha.
-También yo le he acertado a Smurov en la cabeza -replicó
el chiquillo.
-Me han dicho que tú me conoces y que la pedrada que
me has dado la has dirigido adrede contra mi.
El niño le miraba con expresión huraña.
-Yo no lo conozco -siguió diciendo Aliocha-. ¿Me conoces
tú acaso?
-¡Déjame en paz! -exclamó de pronto el niño, con voz
áspera y mirada hostil.
Pero no se movía del sitio. Parecía esperar algo.
-Bien. Ya me voy -dijo Aliocha-. Pero conste que no lo co-
nozco y que no lo quiero molestar, aunque me sería fácil,
porque tus compañeros me han explicado cómo lo podría
hacer.
-¡Vete al diablo con tus sotanas! -gritó el niño, siguiendo a
Aliocha con su mirada provocativa y llena de odio.
Acto seguido se puso a la defensiva, creyendo que el
novicio se iba a arrojar sobre él. Pero Aliocha se volvió, lo
miró y siguió su camino. Aún no había dado tres pasos
cuando recibió en la espalda la piedra más grande que el niño
había encontrado en el bolsillo de su gabán.
-Conque por la espalda, ¿eh? Ya veo que es verdad lo que
me han dicho: que atacas a traición.
Aliocha, que se había vuelto hacia el niño, vio que éste le
arrojaba una piedra apuntándole a la cara. Hizo un rápido
movimiento para eludir el disparo y la piedra le dio en el codo.
-¿No te da vergüenza? -gritó-. ¿Qué te he hecho yo?
El rapaz esperaba, silencioso y con gesto agresivo, seguro
de que esta vez Aliocha iba a contestarle. Pero viendo que su
víctima no se movía, se enfureció y se lanzó sobre él. Antes
de que Aliocha pudiera hacer el menor movimiento, la
fierecilla se había apoderado de su mano izquierda y le había
clavado los dientes en un dedo. Aliocha profirió un grito de
dolor y trató de retirar la mano. El chiquillo le soltó al fin y
volvió al sitio donde antes estaba. El mordisco, próximo a la
uña, era profundo. Brotaba la sangre. Aliocha sacó su pañuelo
y se envolvió fuertemente la mano herida.
En esto empleó cerca de un minuto. Sin embargo, el
bribonzuelo seguía esperando. Aliocha le miró con sus
apacibles ojos.
-Bueno -dijo-, ya ves la dentellada que me has dado. Creo
que es suficiente, ¿no? Ahora dime qué te he hecho yo.
El niño le miró asombrado. Aliocha continuó con su calma
de siempre:
-Yo no lo conozco: es la primera vez que lo veo. Pero sin
duda te he molestado en algo: no es posible que me hayas
agredido sin ninguna razón. Anda, dime qué es lo que te he
hecho, qué falta he cometido contigo.
Por toda respuesta, el niño se echó a llorar y huyó. Aliocha
le siguió lentamente por la calle de San Miguel y pudo ver que
corrió un buen trecho sin cesar de llorar y sin volverse.
Se prometió a sí mismo buscar a aquel chiquillo cuando
tuviera tiempo, a fin de aclarar el enigma.
CAPITULO IV
EN CASA DE LOS KHOKHLAKOV
Aliocha no tardó en llegar a casa de la señora de
Khokhlakov. Esta casa, de piedra y de dos pisos, era una de
las mejores de nuestra ciudad. La señora de Khokhlakov
habitaba con más frecuencia una finca que poseía en otro
distrito o en su casa de Moscú. La que tenía en nuestra
población era una antigua propiedad de familia. Por lo demás,
la mayor de sus tres haciendas estaba en nuestro distrito,
pero la propietaria la había visitado muy pocas veces hasta
entonces. Corrió al encuentro de Aliocha en el vestíbulo.
-¿Ha recibido usted la carta en que le explico el nuevo mi-
lagro? -preguntó nerviosamente.
-Sí, la he recibido.
-¿Ha hecho correr la noticia? ¡Ha devuelto un hijo a su
madre!
-Seguramente morirá hoy -dijo Aliocha.
-Ya lo sé. Estaba deseando hablar de esto con usted o con
otro... No, con usted, con usted... ¡Qué contrariedad! ¡No
poder ir a verlo!... Toda la ciudad está en tensión, esperando...
Oiga, ¿sabe usted que Catalina Ivanovna está aquí, en
nuestra casa?
-¡Me alegro! -exclamó Aliocha-. Tenía que ir a verla hoy.
-Lo sé, lo sé. Me han contado detalladamente lo que
ocurrió ayer en su casa..., la horrible escena con esa... mujer.
C'est tragique. En su lugar, yo no sé lo que habría hecho. Y su
hermano Dmitri..., ¡qué hombre, Dios mío! ¡Oh Alexei
Fiodorovitch, estoy aturdida! No le he dicho que su hermano
está aquí. No me refiero a ese hombre terrible, sino al otro, a
Iván. Está hablando de cosas importantes con Catalina
Ivanovna... ¡Si usted supiera lo que les sucede a los dos! ¡Es
espantoso, desgarrador, increíble! ¡Se atormentan a
conciencia! Lo saben, pero encuentran en ello una acerba
satisfacción. Le esperaba a usted, estaba sedienta de su
presencia. No puedo seguir soportando esta situación. Se lo
voy a contar todo... ¡Ah! Me olvidaba de lo más importante.
Lise sufre una crisis nerviosa. ¿Por qué? Está así desde que
ha sabido que ha llegado usted.
-Eres tú la que tiene los nervios de punta, mamá; no yo
-dijo de pronto la voz de Lise desde la habitación vecina, a
través de la estrecha abertura de la puerta.
Era una voz aguda que al parecer ocultaba un violento
deseo de reír. Aliocha había visto aquella rendija y supuesto
que por ella le observaba Lise desde su sillón.
-Desde luego, tus caprichos podrían ocasionarme un
ataque de nervios. Lo cierto es, Alexei Fiodorovitch, que ha
estado enferma toda la noche... Fiebre, gemidos y... ¡qué sé
yo! ¡Con qué impaciencia he esperado que se hiciera de día y
viniese el doctor Herzenstube! El doctor ha dicho que no sabe
lo que tiene y que hay que esperar. Siempre dice lo mismo.
Cuando usted ha llegado, Lise ha lanzado un grito y ha dicho
que la llevaran a su habitación.
-Mamá, yo no sabía que había venido Alexei Fiodorovitch.
Si he dicho que me llevaran a mi habitación no ha sido para
huir de él.
-Eso no es verdad, Lise. Julia estaba espiando y se ha
apresurado a anunciarte la llegada de Alexei Fiodorovitch.
-No está bien que digas eso, mamaíta. Mejor sería que le
dijeses a nuestro amable visitante que ha demostrado tener
muy poca cabeza viniendo a esta casa después de lo ocurrido
ayer. Todo el mundo se burló de él.
-Te estás pasando de la raya, Lise. Te aseguro que tomaré
medidas rigurosas. Nadie se burla de Alexei Fiodorovitch. Y
me alegro de veras de que haya venido, pues no sólo lo
necesito, sino que me es indispensable. ¡Oh Alexei
Fiodorovitch! ¡Qué desgraciada soy!
-¿Por qué, mamaíta? ¿Qué te pasa?
-Me están matando tus caprichos, tu inconstancia, tu enfer-
medad, tus horribles noches de fiebre, ese espantoso doctor
Herzenstube que siempre dice lo mismo..., en fin, todo, todo...
Además, ese milagro... ¡Cómo me ha impresionado, mi
querido Alexei Fiodorovitch! ¡Cómo me ha conmovido!... ¡Y
esa tragedia que se ha desarrollado en el salón..., mejor
dicho, esa comedia!... Dígame: ¿cree que el starets Zósimo
vivirá todavía mañana?... ¿Pero qué me ocurre, Dios mío? A
cada momento cierro los ojos y me digo que esto es absurdo,
completamente absurdo...
-Le agradeceré -dijo de pronto Aliocha- que me dé un tra-
pito para envolverme este dedo. Me he herido y me hace
mucho daño.
Aliocha descubrió su dedo mordido y dejó ver el pañuelo
manchado de sangre. La señora de Khokhlakov profirió un
grito y cerró los ojos.
-¡Dios santo, qué herida tan espantosa!
Apenas vio el dedo de Aliocha por la rendija, Lise abrió la
puerta por completo.
-¡Venga aquí! -le ordenó-. ¡Basta ya de tonterías! ¿Por qué
ha tardado usted tanto en decirlo? Habría podido
desangrarse, mamá... ¿Cómo se ha hecho eso?... Ante todo
hay que traer agua para lavar la herida. Meterá el dedo en
agua fría para calmar el dolor y lo tendrá dentro del agua un
buen rato... ¡Pronto, mamá: agua en una taza! ¡Pronto, pronto!
Hablaba con nerviosa celeridad. La herida de Aliocha la
había impresionado profundamente.
-¿Y si enviáramos en busca del doctor Herzenstube?
-preguntó la señora de Khokhlakov.
-¡Acabarás conmigo, mamá! ¿Para qué quieres que venga
el doctor? ¿Para que diga que no comprende nada? ¡El agua,
mamá; el agua, por el amor de Dios! Ve a ver qué hace Julia
que no la trae. Esa mujer nunca llega a tiempo. ¡Corre, mamá!
-¡Pero si no es nada! -dijo Aliocha, asustado ante la in-
quietud de Lise y su madre.
Llegó Julia con el agua. Aliocha sumergió el dedo.
-¡Por favor, mamá; trae hilas y esa agua turbia que
usamos para los cortes! No recuerdo cómo se llama.
¡Tenemos, mamá, tenemos! ¿Sabes dónde está? En tu
dormitorio, en el armario, a la derecha. Allí hay un gran frasco.
Y también están las hilas.
-Ya voy, Lise, ya voy. Pero no grites, no te exaltes.
Observa la serenidad con que Alexei Fiodorovitch soporta el
dolor. ¿Cómo se ha hecho eso, Alexei Fiodorovitch?
Y se marchó sin esperar la respuesta. Lise no deseaba
otra cosa.
-Ante todo -dijo la joven rápidamente-, contésteme a esta
pregunta: ¿dónde se ha herido? Después hablaremos de
otras cosas. ¡Hable!
Aliocha comprendió que no había tiempo que perder, a
hizo un relato exacto, aunque resumido, de su encuentro con
los colegiales. Lise le escuchó sin interrumpirle. Luego enlazó
las manos.
-¿Cómo se le ha ocurrido, y más vistiendo ese hábito,
mezclarse con unos chiquillos? -exclamó, indignada, como si
tuviera algún derecho sobre él-. Me ha demostrado usted que
es más chiquillo que ellos. Sin embargo, no deje de enterarse
de quién es ese rapaz de malos instintos y cuéntemelo todo
después. Ahí debe de haber algún secreto. Ahora, a otra
cosa. ¿Puede usted hablar cuerdamente de nimiedades a
pesar del dolor?
-¡Claro que sí! Además, el dolor no es muy fuerte.
-Porque tiene usted el dedo en el agua. Por cierto, que hay
que cambiarla en seguida, antes de que se caliente. Julia, ve
a buscar un poco de hielo a la cueva y otro tazón de agua...
Ya se ha marchado. Voy a decirle lo que le quería decir. Mi
querido Alexei Fiodorovitch, hágame el favor de devolverme
inmediatamente mi carta. Mi madre volverá de un momento a
otro y no quiero que...
-No la llevo encima.
-Eso no es verdad; sí que la lleva. Sabía que me daría
usted esa contestación. Toda la noche he estado
arrepintiéndome de mi estúpida broma. Devuélvame la carta
en seguida. ¡Devuélvamela!
-Me la he dejado en mi habitación.
-Sin duda, después de la tontería que he cometido, usted
habrá pensado que soy una niña. Perdóneme. Y devuélvame
la carta. Si es de verdad que no la lleva encima, tráigamela
hoy mismo.
-Hoy me es imposible, pues he de volver al monasterio y
quedarme allí. No podré venir a verla de nuevo hasta dentro
de dos, de tres o tal vez de cuatro días. El starets Zósimo...
-¿Cuatro días? ¡Qué disparate! Dígame: ¿se ha reído
mucho de mí?
-Nada absolutamente.
-¿Por qué?
-Porque creo ciegamente lo que me dice en la carta.
-Me ofende usted.
-Apenas la leí, me dije que todos sus deseos se
realizarían. Cuando el starets Zósimo muera, tendré que dejar
el monasterio. Luego acabaré mis estudios, me examinaré y,
cuando tengamos la edad que señala la ley, nos casaremos.
La querré mucho. Aunque no he tenido tiempo de pensar en
ello, he comprendido que nunca hallaré una esposa mejor que
usted. Tengo que casarme porque el starets me lo ha
ordenado.
-Soy una persona anormal, un monstruo -objetó Lise
riendo y con las mejillas arreboladas-. Han de llevarme en un
sillón de ruedas.
-Yo mismo empujaré el sillón. Pero estoy seguro de que
entonces ya estará usted completamente bien.
-¿Está usted loco? -exclamó Lise nerviosamente-. ¡Forjar
planes sobre una simple broma!... Aquí llega mamá.
Oportunamente, por cierto... ¿Cómo has tardado tanto,
mamá? Y aquí tenemos también a Julia con el agua.
-¡Por todos los santos, Lise, no grites! La cabeza me va a
estallar... La culpa de que haya tardado tanto es tuya: has
cambiado de sitio las hilas... He estado mucho tiempo
buscándolas... Sin duda lo has hecho expresamente.
-¿Expresamente? ¿Es que yo sabía que Alexei vendría
con un mordisco en un dedo? ¡Qué cosas tan chocantes
dices, mamá!
-Admito que sean chocantes; pero te aseguro que hablo
con el corazón, al ver ese dedo de Alexei Fiodorovitch y todo
lo demás que aquí está sucediendo. Mi querido Alexei
Fiodorovitch, no son los detalles por separado lo que me
trastorna, no es ese Herzenstube por si solo el que me
inquieta, sino el conjunto. Esto es lo que no puedo soportar.
-Deja en paz a Herzenstube, mamá -dijo Lise riendo
alegremente-, y dame el agua y las hilas. Esto es agua
blanca, Alexei Fiodorovitch: ahora me acuerdo del nombre.
¡Un excelente remedio! Mamá, ¿sabes lo que ha hecho?:
pelearse con unos chiquillos en la calle. Uno de ellos le ha
mordido. ¿No te parece que esto demuestra que también él es
un chiquillo? ¿Y crees que un joven que hace estas cosas
puede casarse? Pues se quiere casar, ¿sabes? ¡Alexei
casado! ¡Es para morirse de risa!
Y Lise reía con su risita nerviosa, mientras miraba a
Aliocha maliciosamente.
-¿Qué dices, Lise? No debes hablar así. Y menos teniendo
en cuenta que ese bribonzuelo que le ha mordido puede estar
rabioso.
-¡Como si hubiera niños rabiosos!
-¡Pues claro que los hay! A ese muchacho puede haberle
mordido un perro rabioso. Entonces él ha contraído la rabia y
ha mordido como el perro... ¡Qué bien lo ha curado mi hija,
Alexei Fiodorovitch! Yo no habría sabido hacerlo como ella.
¿Le duele?
-Muy poco.
-¿No le da miedo el agua? -preguntó la joven.
-¡Pero Lise! Porque se me ha ocurrido, sin duda
imprudentemente, recordar que existe la hidrofobia, al hablar
de ese muchacho, sólo Dios sabe lo que has supuesto... Oiga,
Alexei Fiodorovitch: Catalina Ivanovna se ha enterado de su
llegada y tiene gran interés en verle.
-¡Oh mamá! Ve tú sola. Él no puede: le duele mucho la he-
rida.
-No me duele en absoluto -protestó Aliocha-. Puedo ir per-
fectamente.
-¿Conque quiere marcharse? Está bien.
-Cuando haya terminado con ella, volveré y charlaremos
cuanto le plazca. Quiero ver en seguida a Catalina Ivanovna,
porque así podré regresar antes al monasterio.
-¡Llévatelo, mamá! Alexei Fiodorovitch, no se moleste en
venir a verme después de haber hablado con Catalina
Ivanovna. Váyase en seguida al monasterio, pues allí está su
vocación. Además, estoy deseando irme a dormir: no he
pegado los ojos en toda la noche.
-Ya veo que no hablas en serio, Lise -dijo su madre-. Sin
embargo, te convendría dormir un poco.
-Si usted quiere -balbuceó Aliocha-, me estaré aquí tres o
cuatro minutos más, hasta cinco.
-¡Llévatelo en seguida, mamá! ¡Es un monstruo!
-¡Lise! ¿Has perdido el juicio? Vámonos, Alexei Fiodoro-
vitch. Hoy está demasiado nerviosa y no quiero que se
acalore más. Una mujer nerviosa es una verdadera
desgracia... Pero acaso sea verdad que quiere dormir. Ha sido
una suerte que su presencia haya bastado para que sienta
sueño.
-Eres muy amable, mamá. Te mando un beso por lo que
acabas de decir.
-Te lo devuelvo, Lise.
Y murmuró a Aliocha con acento misterioso, mientras se
alejaban:
-Alexei Fiodorovitch, no quiero anticiparle nada para no
influir en usted. Usted mismo lo verá: es algo espantoso, el
drama más desgarrador que se puede concebir. Catalina
Ivanovna está enamorada de su hermano Iván y quiere
convencerse a sí misma de que ama a Dmitri. Le acompañaré
y, si me lo permiten, me quedaré.
CAPÍTULO V
ESCENA EN EL SALÓN
En el salón había terminado la conferencia. Catalina
Ivanovna estaba agitadísima, pero conservaba su actitud
resuelta. Cuando Aliocha y la señora Khokhlakov aparecieron,
Iván Fiodorovitch se puso en pie para marcharse. Estaba un
poco pálido. Su hermano le miró, inquieto. Acababa de hallar
la solución de un enigma que le atormentaba desde hacia
algún tiempo. En el mes último le habían insinuado varias
veces que su hermano Iván estaba enamorado de Catalina
Ivanovna y, sobre todo, decidido a « birlar» la novia a Mitia. Al
principio, esto pareció a Aliocha una monstruosidad y le
inquietó profundamente. Quería a sus dos hermanos y le
intranquilizaba su rivalidad. Sin embargo, Dmitri le había dicho
el día anterior que Iván le hacia un gran favor siendo su rival y
que esta oposición le hacía feliz. ¿Por qué? ¿Porque se
podría casar con Gruchegnka? Esto era un anhelo
desesperado. Además, hasta la tarde anterior, Aliocha había
creido firmemente en el amor vehemente y obstinado de
Catalina Ivanovna por Dmitri. Juzgaba que Catalina Ivanovna
no podía querer a un hombre como Iván y que amaba a Dmitri
tal como era, a pesar de lo que este amor tenía de extraño.
Pero a raíz de su escena con Gruchegnka había cambiado de
opinión.
La señora de Khokhlakov había empleado la expresión
«drama desgarrador», y Aliocha se estremeció al oírla, pues
aquella mañana, al despertarse cuando amanecía, él había
pronunciado dos veces la palabra «desgarradora» ,
seguramente obsesionado por sus sueños de aquella noche,
que habían girado alrededor de la escena provocada por
Gruchegnka. La afirmación categórica de la dama de que
Catalina Ivanovna amaba a Iván y que su amor por Dmitri no
era sino una ilusión, un penoso deber que se imponía a sí
misma por gratitud había impresionado profundamente a
Aliocha, que se decía que tal vez fuera verdad. Pero,
entonces, ¿en qué situación quedaba Iván? Aliocha se decía
que una mujer del carácter de Catalina Ivanovna necesitaba
dominar, y este dominio lo podía ejercer sobre Dmitri, pero no
sobre Iván. Dmitri podría someterse algún día a ella por su
propia felicidad, y Aliocha deseaba que así fuese. En cambio,
Iván, ni se sometería, ni esta sumisión podía hacerle feliz,
según el concepto que Aliocha tenía de él.
Aliocha entró en el salón acosado por estos pensamientos.
De súbito acudió a su mente otra idea: ¿y si Catalina Ivanovna
no quisiera a ninguno de los dos? Hagamos constar que
Aliocha se avergonzaba de estos pensamientos, que le
asaltaban de vez en cuando desde hacía unas semanas.
«¿Cómo puedo hacer estas deducciones no entendiendo
nada del amor ni de las mujeres?», se decía cada vez que
pensaba en ello. Sin embargo, la reflexión se imponía, y
Aliocha comprendía que su rivalidad tenía una importancia
capital en el destino de sus dos hermanos. «Los reptiles se
devoran unos a otros», había dicho Iván el día anterior en un
momento de irritación, refiriéndose a su padre y a su
hermano. Así, tal vez desde hacía mucho tiempo, Dmitri era
un reptil para Iván. ¿No habría nacido en él esta idea cuando
conoció a Catalina Ivanovna? Sin duda, la frase se le había
escapado, pero esto aumentaba su gravedad. En estas
condiciones, ¿qué paz podía haber en la familia cuando
surgieran nuevos motivos de odio? ¿Y a quién podía
compadecer? Los quería a todos por igual, ¿pero qué podía
desear a cada uno de ellos en aquel laberinto de
contradicciones? Aliocha se perdía en aquel dédalo y su
corazón no podía soportar la incertidumbre que lo agitaba,
pues su amor tenía siempre un carácter activo. Al ser incapaz
de querer pasivamente, su cariño se traducía siempre en
ayuda. Mas para prestar esta ayuda era necesario tener una
finalidad, saber lo que convenía a cada cual y obrar en
consecuencia. Y él no podía encontrar ningún fin en medio de
aquella confusión. Le habían hablado del afán de torturarse
uno mismo. Pero tampoco esto lo comprendía.
Decididamente, la clave del enigma no estaba a su alcance.
Al ver a Aliocha, Catalina Ivanovna dijo vivamente a Iván
Fiodorovitch, que se había levantado para marcharse:
-¡Un momento! Quiero conocer la opinión de su hermano,
en quien tengo plena confianza. Catalina Osipovna -añadió
dirigiéndose a la señora de Khokhlakov-, quédese usted
también.
Ésta se situó al lado de Iván Fiodorovitch, y Aliocha
enfrente, junto a Catalina Ivanovna.
-Ustedes son amigos míos, los únicos que tengo en el
mundo -empezó a decir la joven con voz ardiente, empañada
de un dolor sincero que le atrajo de nuevo las simpatías de
Aliocha-. Usted, Alexei Fiodorovitch, presenció ayer aquella
escena horrible. Ignoro lo que habrá pensado de mí, pero sé
que si tal situación se repitiera, mi conducta y mis palabras
serían las mismas. Usted recordará que tuvo que contenerme
-y al decir esto enrojeció y brillaron sus ojos-. Le confieso,
Alexei Fiodorovitch, que estoy en un mar de confusiones. ¿Le
quiero? Lo ignoro. Le compadezco, y esto es un mal indicio
para el amor. Si todavía le amara, no sería piedad lo que
ahora sentiría por él, sino odio.
Su voz temblaba; las lágrimas brillaban en sus pestañas.
Aliocha estaba emocionado. «Esta muchacha es noble,
sincera -se decía-, y no quiere a Dmitri.»
-Exacto, exacto -exclamó la señora de Khokhlakov.
-Un momento, mi querida Catalina Osipovna. Aún no le he
dicho lo más importante: la resolución que he tomado esta
noche. Me doy cuenta de que esta decisión puede ser terrible
para mí, pero advierto también que no la modificaré por nada
del mundo. Iván Fiodorovitch, que es para mí un generoso y
amable consejero, un confidente y el mejor amigo, ha
aprobado enteramente y alabado mi resolución.
-Sí, la apruebo -dijo Iván Fiodorovitch en voz baja pero
firme.
-No obstante, quiero que Aliocha..., ¡oh, perdone que le
haya llamado así!..., quiero que Alexei Fiodorovitch me diga
delante de ustedes si obro bien o mal.
Y exaltada, cogiendo con su ardiente mano la fría del
joven, añadió:
-Estoy segura, Aliocha, hermano mío (pues un hermano es
usted para mí), de que su juicio, su aprobación, me
tranquilizará, que sus palabras me traerán la calma y la
resignación.
-No sé lo que usted me pregunta -respondió Aliocha
enrojeciendo-. Lo único que puedo decirle es que cuenta
usted con mi estimación y que deseo para usted más felicidad
que para mi. Pero le advierto que no entiendo de esas cosas
-se apresuró a decir sin saber por qué.
-Lo principal en todo esto es el honor y el deber y también
algo más elevado que supera tal vez al deber mismo. Mi
corazón me ha impuesto un sentimiento pavoroso que me
arrastra irresistiblemente. En una palabra, que he tomado una
resolución irrevocable. Aunque se case con esa... mujer, a la
que yo no podré perdonar nunca, no le abandonaré. ¡No, no le
abandonaré jamás! -exclamó, presa de una exaltación
morbosa-. Pero no crean ustedes que tengo la intención de
perseguirle, de imponerle mi presencia, de importunarle. ¡No,
de ningún modo! Me iré a otra parte, a otra población
cualquiera, y desde allí no dejaré de interesarme por él.
Cuando sea desgraciado con la otra, cosa que no tardará en
ocurrir, podrá volver a mi lado y encontrará en mí una amiga,
una hermana... Sí, sólo una hermana, y para toda la vida, una
hermana que le querrá y sacrificará por él su existencia
entera. A fuerza de perseverancia, conseguiré que al fin me
tenga afecto y me lo cuente todo sin sonrojarse.
Y exclamó como en un delirio:
-Seré para él como Dios y me dirigirá sus oraciones. Es lo
mejor que puede hacer para compensarme de su traición y de
lo que tuve que soportar ayer por su culpa. Y verá que, a
pesar de su traición, yo permaneceré fiel a mi palabra. No
seré para él sino el medio, el instrumento que le asegurará la
felicidad para toda la vida, ¡para toda la vida! Ésta es mi
resolución. Iván Fiodorovitch la aprueba sin reservas.
Se ahogaba. Sin duda, su deseo había sido expresar su
pensamiento más dignamente y con más naturalidad, pero lo
había hecho precipitadamente y sin el menor disimulo. Hubo
en sus palabras mucha excitación juvenil, algo de la irritación
que le había producido la escena de la tarde anterior y cierta
necesidad de mos asombró a Aliocha. La desdichada y herida
joven que lloraba con el corazón desgarrado cedió en un
instante su puesto a una mujer completamente dueña de sí
misma y, además, tan satisfecha como si acabara de recibir
una gran alegría.
-No es su marcha lo que me alegra, desde luego -advirtió
con una encantadora sonrisa de mujer mundana-. Un amigo
como usted no puede creer tal cosa. Por el contrario, su
partida me apena de veras.
Se arrojó sobre Iván Fiodorovitch, se apoderó de sus
manos y las estrechó calurosamente.
-Lo que me alegra –continuó -es que podrá usted exponer
a mi tia y a Ágata mi situación con todos sus horrores. A
Ágata puede hablarle usted con toda franqueza, pero con mi
querida tia sea más prudente. Usted sabe mejor que nadie
cómo se hacen estas cosas. No puede usted imaginarse
hasta qué punto me he torturado el cerebro ayer y esta
mañana, tratando de hallar el modo de darles esta espantosa
noticia. Su viaje me soluciona el problema, ya que usted podrá
visitarlas y explicarles todo lo ocurrido. ¡Oh, qué feliz soy!
Pero sólo por esta circunstancia, se lo repito, pues su presen-
cia es para mí indispensable... Voy a escribir una carta
-terminó, dando un paso hacia la puerta.
-Se olvida usted de Aliocha -exclamó la señora de
KhokhIakov en un tono en que el sarcasmo se mezclaba con
la irritación-. Usted ha dicho que anhelaba conocer la opinión
de Alexei Fiodorovitch.
-No lo he olvidado -repuso Catalina Ivanovna deteniéndo-
se-. ¿Pero por qué es usted tan dura conmigo en un momento
como éste, Catalina Osipovna? -añadió en un tono de amargo
reproche-. Mantengo lo dicho: necesito conocer su opinión,
mejor dicho, su decisión. La aceptaré como una ley. Esto,
Alexei Fiodorovitch, le demostrará hasta qué extremo tengo
sed de sus palabras... ¿Pero qué le pasa?
-Nunca lo hubiera creído, de ningún modo me lo podía
imaginar -dijo Aliocha, consternado.
-¿Qué es lo que le sorprende?
-Le dice que se va a Moscú y usted se muestra
alborozada. Luego explica que no es su marcha lo que le
alegra y que, por el contrario, su viaje la apena, porque pierde
usted... un amigo. Pero esto es una ficción.
-¿Una ficción? ¿Qué dice usted? -exclamó Catalina
Ivanovna, atónita. Y enrojeció, frunciendo las cejas.
-Aunque usted afirma que echará de menos a su amigo,
ha dicho claramente que su partida la hacía feliz.
Aliocha, de pie junto a la mesa, jadeaba de emoción.
-¿Qué quiere usted decir? No lo comprendo.
-Ni yo mismo lo sé. Esto ha sido como un repentino
relámpago de lucidez... Bien sé que no tengo facilidad de
palabra, pero hablaré a pesar de todo -afirmó con voz trémula
y entrecortada-. Seguramente, usted no ha querido nunca a
Dmitri... Él tampoco la ha amado a usted, creo yo; lo único
que ha sentido por usted ha sido simple estimación... No sé
cómo me atrevo a hablar de este modo. Pero alguien ha de
decir aquí la verdad, ya que nadie se atreve a hacerlo.
-¿Qué verdad? -exclamó Catalina Ivanovna, fuera de sí.
-Lo que usted debe hacer -dijo Aliocha, con una resolución
que para él fue como arrojarse al vacío- es enviar en busca de
Dmitri. Yo lo encontraré si usted quiere. Que venga para coger
la mano de usted y la de mi hermano Iván, y unirlas. Usted
hace sufrir a mi hermano Iván porque lo quiere. Su amor por
Dmitri es una dolorosa mentira en la que usted quiere creer a
toda costa.
Aliocha se detuvo en seco.
-Usted está loco, ¡loco! -exclamó Catalina Ivanovna, pálida
y con los labios crispados.
Iván Fiodorovitch se levantó con su sombrero en la mano.
-Estás en un error, mi querido Aliocha -dijo con una expre-
sión que su hermano no había visto en él jamás, una
expresión de sinceridad juvenil, de arrolladora franqueza-.
Catalina Ivanovna no me ha querido nunca. Sabe que yo la
amo, y desde hace mucho tiempo, aunque no se lo he dicho, y
no me ha correspondido jamás. Tampoco me ha considerado
como un amigo en ningún momento: es demasiado orgullosa
para necesitar mi amistad. Me retenía a su lado para vengarse
en mí de las continuas ofensas que le infligía Dmitri,
empezando por la de su primer encuentro, pues esta escena
ha quedado grabada en su corazón como una ofensa. Mi
papel junto a ella ha consistido simplemente en oír hablar de
su amor por él... Me voy, Catalina Ivanovna. No le quepa
duda: usted le ama a él y sólo a él. Y su amor está en
proporción con sus ofensas. Esto es lo que la atormenta.
Usted le ama tal como es, con su mal comportamiento. Si se
enmendara, dejaría de amarlo inmediatamente y lo
abandonaría. Usted lo necesita para contemplar en él su
propia lealtad heroica y reprocharle su traición. Todo esto es
orgullo. Se siente usted humillada, pero la culpa es de su
orgullo. Soy demasiado joven y la amaba demasiado. Sé que
no he debido hablar así, que mi cónducta habría sido más
digna si me hubiera limitado a dejarla a usted. Esto la habría
herido menos. Pero me voy lejos y no volveré nunca. No
quiero respirar esta atmósfera de exageraciones. Por otra
parte, no tengo nada más que decirle... Adiós, Catalina
Ivanovna. No me guarde rencor, pues mi castigo es cien
veces más duro que el suyo, ya que consiste en no voverla a
ver. Adiós. No quiero estrechar su mano. Me ha hecho usted
sufrir demasiado y a sabiendas, para que ahora pueda
perdonarla. Más adelante, tal vez; pero ahora no quiero su
mano. Den Dank, Dame, begerh'ich nicht -añadió,
demostrando que podía citar a Schiller de memoria, cosa que
Aliocha nunca hubiera creído.
Y se marchó sin ni siquiera saludar a la dueña de la casa.
Aliocha enlazó las manos con gesto suplicante.
-¡Iván! -le llamó, desesperado-. ¡Iván!... No, ya no volverá.
¡Por nada del mundo! -exclamó, presa de un amargo presenti-
miento-. ¡La culpa ha sido mía! Yo he sido el primero en
hablar de esa cuestión, Iván no ha dicho lo que siente: ha
hablado bajo el imperio de la cólera. ¡Es necesario que venga!
-gritó como si hubiera perdido la razón.
Catalina Ivanovna pasó a una habitación vecina.
La señora de Khokhlakov murmuró calurosamente,
dirigiéndose a Aliocha:
-No tiene usted nada que reprocharse. Se ha conducido
usted como un ángel. Haré todo lo posible para impedir que
se vaya Iván Fiodorovitch.
La alegría iluminaba su semblante, lo que mortificaba
cruelmente a Aliocha. Catalina Ivanovna reapareció de súbito
con dos billetes de cien rublos en la mano.
-Tengo que pedirle un gran favor, Alexei Fiodorovitch -dijo
con perfecta calma, como si nada hubiera sucedido-. Hace
alrededor de ocho días, Dmitri Fiodorovitch cometió, sin poder
contenerse, un acto injusto y escandaloso. En una taberna de
mala fama se encontró con ese oficial de la reserva, ese
capitán que el padre de ustedes utilizaba para ciertos asuntos.
Indignado contra este oficial, fuera por lo que fuere, Dmitri
Fiodorovitch lo cogió por la barba y lo arrastró hasta la calle,
donde estuvo un buen rato zarandeándolo. Me han dicho que
el hijo de este desgraciado, un colegial todavía, acudió
llorando, pidió clemencia y rogó a los transeúntes que
defendieran a su padre, pero que lo único que hizo la gente
fue reírse. Perdóneme, Alexei Fiodorovitch, pero no puedo
recordar sin indignación este acto vergonzoso del que sólo
Dmitri Fiodorovitch es capaz cuando le ciegan la cólera y la
pasión. No puedo darle detalles del suceso. Es una acción
que me duele y me confunde. He pedido informes de ese
desgraciado y he sabido que es muy pobre y que le llaman
Snieguiriov. Cometió una falta en el servicio y lo destituyeron.
Tampoco sobre esto puedo darle detalles. Lo que sé es que
ahora, con toda su infortunada familia, con sus hijos enfermos
y su mujer loca, según parece, ha caído en la más profunda
miseria. Vive en esta ciudad desde hace mucho tiempo. Tenía
un empleo de copista y lo ha perdido. He puesto los ojos en
usted..., mejor dicho, he pensado que... ¡Ah, cómo me
confunde este asunto!... Quería rogarle, mi querido Alexei
Fiodorovitch, que fuera a casa de ese hombre con un pretexto
cualquiera, y, delicadamente, prudentemente, como sólo
usted es capaz de hacerlo -al oír esto Aliocha enrojeció-, le
entregara este donativo, estos doscientos rublos... Sin duda,
los aceptará, pero, si se resiste, usted debe convencerle de
que los tome. Sepa usted que esto no es una indemnización
para evitar que él denuncie el caso..., cosa que quería hacer,
según tengo entendido. Esto es simplemente una
demostración de simpatía, el deseo de acudir en su ayuda.
Los debe entregar usted en mi nombre, como prometida a
Dmitri Fiodorovitch, y no en nombre de su hermano... Hubiera
ido yo misma, pero he pensado que usted lo hará mejor que
yo. Vive en la calle del Lago, en casa de la señora de
Kalmykov. Por el amor de Dios, Alexei Fiodorovitch, hágame
este favor... Estoy un poco... fatigada. Adiós.
Y desapareció tan rápidamente detrás de una puerta, que
Aliocha no tuvo tiempo de decirle ni una palabra. Hubiera
querido pedirle perdón, acusarse a sí mismo, pues su corazón
rebosaba de arrepentimiento y él no quería marcharse así.
Pero la señora Khokhlakov lo cogió del brazo y se lo llevó. Ya
en el vestíbulo, lo detuvo.
-Es orgullosa -dijo a media voz-, lucha contra sí misma,
pero en el fondo es buena, amable, generosa. Cada vez la
quiero más; la alegría ha vuelto a mí. Querido Alexei
Fiodorovitch, ¿sabe usted que todas nosotras, sus dos tías, yo
a incluso Lise, sólo tenemos un deseo desde hace un mes?
No cesamos de rogarle que deje a su hermano preferido, a
Dmitri, que no la quiere en absoluto, y se case con Iván, ese
excelente a instruido joven que la mira como a un ídolo.
Hemos urdido un verdadero complot, y tal vez es el único
motivo de que permanezca todavía aquí.
-Pero ella ha llorado; se siente todavía ofendida -exclamó
Aliocha.
-No crea en las lágrimas de las mujeres, Alexei Fiodoro-
vitch. En esto me pongo enfrente de las mujeres y al lado de
los hombres.
La vocecita un tanto agria de Lise se oyó detrás de la
puerta.
-¡Lo mimas demasiado, mamá!
-Yo he sido la causa de todo; he cometido una gran falta
-dijo Aliocha cubriéndose la cara con las manos,
dolorosamente averponzado de su reciente intervención.
-Por el contrario, ha obrado usted como un ángel; estoy
dispuesta a repetirlo mil veces.
-¿En qué ha obrado como un ángel, mamá? -preguntó de
nuevo Lise.
-Yo creía, no sé por qué -prosiguió Aliocha, como si no hu-
biera oído la voz de Lise-, que ella quería a Iván, y he dicho
esa tontería. ¿Qué ocurrirá ahora?
-¿De qué habláis, mamá? -preguntó Lise-. ¡Oh, mamá!
¡Me estás matando! Te pregunto y no me contestas.
En ese momento llegó la doncella a toda prisa.
-Catalina Ivanovna está llorando. Tiene un ataque de
nervios.
-¿Qué pasa, mamá? -preguntó Lise, alarmada-. ¡Ah! ¡A mí
sí que me va a dar un ataque!
-No grites, Lise, por el amor de Dios. Eres tú la que va a
matarme a mí. Una muchacha de tu edad no puede saberlo
todo como las personas mayores. Cuando vuelva, te contaré
lo que te pueda contar. ¡Voy corriendo, Dios mío! Un ataque
es buena señal, Alexei Fiodorovitch, muy buena señal. En
estos casos voy siempre contra las mujeres, sus ataques y
sus lágrimas. Julia, ve a decirle que ya voy. Si Iván
Fiodorovitch se ha marchado, la culpa es de ella. Pero no se
habrá marchado... ¡Lise, no grites, por el amor de Dios! ¿Pero
qué digo? No eres tú la que gritas, sino yo. Perdona a tu
madre. ¡Estoy encantada, entusiasmada! ¿Ha visto usted, Ale-
xei Fiodorovitch, la desenvoltura con que ha salido su
hermano de la habitación después de haberle dicho lo que le
tenía que decir? ¡Un intelectual hablar con tanto calor, con
una franqueza tan juvenil, con una inexperiencia tan
encantadora! Todo esto es adorable... ¡Y ese verso alemán
que ha citado! Me voy corriendo, Alexei Fiodorovitch. Cumpla
el encargo de Catalina Ivanovna con la mayor rapidez posible
y vuelva cuanto antes... ¿No necesitas nada, Lise? Por lo que
más quieras, no retengas a Alexei Fiodorovitch. Volverá en
seguida.
La señora de Khokhlakov se fue, al fin. Antes de
marcharse, Aliocha fue a abrir la puerta que ocultaba a Lise.
-¡No quiero verle, Alexei Fiodorovitch! -gritó la joven-. ¡No,
por nada del mundo! Hábleme a través de la puerta. ¿En qué
se ha portado usted como un ángel? Esto es lo único que
quiero saber.
-¡He cometido una gran estupidez, Lise! Adiós.
-¡Haga el favor de no marcharse así!
-¡Lise, tengo un grave pesar! Volveré en seguida. Estoy
profundamente apenado.
Y salió del vestíbulo corriendo.

CAPÍTULO VI
ESCENA EN LA ISBA
Aliocha no había experimentado casi nunca una pena tan
honda. Jamás debió cometer la torpeza de intervenir en un
asunto sentimental. «¿Qué sé yo de estas cosas? La
vergüenza que siento es un castigo merecido. Lo peor es que
voy a ser la causa de nuevas calamidades... ¡Y pensar que el
starets me ha enviado aquí para conciliar y aunar voluntades!
¿Es así como se une a las personas?» Entonces se acordó de
que había hablado de «unir» las manos de Iván y Catalina
Ivanovna, y otra vez se sonrojó. «Aunque haya obrado de
buena fe, habrá que proceder con más inteligencia en el
futuro», concluyó, sin ni siquiera sonreír ante la sutileza.
El encargo de Catalina Ivanovna lo condujo a la calle del
Lago, y su hermano vivía precisamente en una callejuela
vecina. Aliocha decidió pasar primero por casa de Dmitri,
aunque presumía que estaría ausente. Sospechaba que su
hermano huía de él, pero se dijo que había que encontrarlo a
toda costa. El tiempo pasaba. La idea de que el starets se
estaba muriendo no se había apartado de él ni un instante
desde que había salido del monasterio.
En el relato de Catalina Ivanovna había un detalle que le
interesaba extraordinariamente. Cuando la joven había
hablado de un colegial, hijo del capitán, que había acudido
llorando al lado de su padre, Aliocha había tenido
repentinamente la ocurrencia de que este muchacho era el
mismo que le había mordido en un dedo cuando él le preguntó
en qué le había ofendido. Ahora estaba casi seguro de que no
se equivocaba, aunque ignoraba por qué. Estas
preocupaciones inexplicables desviaron su atención, y Aliocha
decidió no volver a pensar en el mal que acababa de hacer y
obrar en vez de atormentarse con el arrepentimiento. Esta
idea le devolvió el coraje. Al entrar en la calleja donde vivía
Dmitri notó que tenía apetito y sacó del bolsillo el panecillo
que había tomado de la mesa de su padre. Se lo comió sin
dejar de andar y se sintió reconfortado.
Dmitri no estaba. Los dueños de la casita -un viejo
carpintero, su mujer y su hijo- miraron a Aliocha con
desconfianza.
-Hace ya tres días que pasa las noches fuera de casa -dijo
el carpintero respondiendo a las preguntas de Alexei-. No
debe de estar en la ciudad.
Aliocha comprendió que el carpintero se había limitado a
repetir lo que Dmitri le había pedido que dijese. Con
deliberada franqueza, Alexei preguntó si Dmitri no estaría en
casa de Gruchegnka o escondido en la de Foma, y observó
que todos le miraban con inquietud. Entonces pensó: «Lo
quieren, puesto que lo ayudan. Más vale así.»
Al fin encontró en la calle del Lago la casa de la señora de
Kalmykov, pequeño edificio que se caía de viejo, con tres
ventanas que daban a la calle y un patio sucio, por el que se
paseaba una vaca. Del patio se pasaba al vestíbulo. A la
izquierda habitaba la vieja propietaria con su hija, también
entrada en años. Las dos eran sordas, como Alexei pudo
comprobar. Cuando Aliocha hubo repetido varias veces la
pregunta de dónde vivía el capitán, una de las mujeres
comprendió al fin que el joven preguntaba por los inquilinos y
le señaló con el dedo una puerta que daba paso a la mejor
habitación de. la isba. En esta pieza consistía toda la vivienda
del capitán. Ya iba a abrir Aliocha la puerta, cuando se detuvo,
sorprendido por el gran silencio que reinaba en el interior. Sin
embargo, el capitán tenía familia, según le había explicado
Catalina Ivanovna. Alexei pensó: «Sin duda, están todos
durmiendo. También puede ser que me hayan oído y estén
esperando que abra la puerta. Será mejor que llame antes.»
Llamó y, al cabo de unos diez segundos, se oyó una áspera
voz varonil.
-¿Quién es?
Aliocha abrió la puerta, franqueó el umbral y se encontró
en una sala bastante espaciosa pero obstruida por un crecido
número de personas y de trapos. A la izquierda, en primer
término, había una gran estufa rusa. De ésta a la ventana de
la izquierda habían tendido una cuerda que cruzaba toda la
habitación y de la que pendían una serie de andrajos. A cada
lado de la habitación había una cama con cubiertas de punto.
Sobre una de ellas, la de la izquierda, se veían cuatro
almohadas sobrepuestas, cada una más pequeña que la de
abajo. En la cama de la derecha sólo había una almohada de
escasas dimensiones. Más allá, una cortina -una simple tela-
que colgaba de una cuerda tendida en el ángulo, aislaba el
reducido espacio de un rincón. Detrás de esta cortina había
un banco y una silla que hacían las veces de cama. Cerca de
la ventana central había una mesa rústica, de forma cuadrada.
Las tres ventanas, de vidrios empañados y revestidos de un
moho verdoso, estaban cerradas herméticamente, y la
atmósfera era asfixiante en la habitación sumida en la
penumbra. En la mesa había una sartén con restos de huevos
fritos, una rebanada de pan a la que faltaba un trozo y una
botella de medio litro en la que quedaba un poco de
aguardiente.
Al lado de la cama de la izquierda, sentada en una silla,
había una mujer de aspecto distinguido, que llevaba un
vestido de indiana. Era delgada en extremo y su rostro enjuto
y pálido evidenciaba la falta de salud. Pero lo que más
sorprendió a Aliocha de ella fue la mirada de sus grandes y
oscuros ojos, interrogadora y arrogante a la vez. De pie al
lado de la ventana de la izquierda había una joven de rostro
antipático y cabellos ralos y rojos, que vestía pobremente
aunque con gran pulcritud. Esta muchacha se había limitado a
dirigir a Aliocha una mirada rápida y despectiva. A la derecha,
sentada cerca de la cama, había otra mujer joven, una pobre
criatura de unos veinte años, jorobada a inválida, de pies
inertes, como le explicaron en seguida a Aliocha. Se veían sus
muletas en un rincón, entre la cama y la pared. Los
magníficos ojos de la pobre muchacha se posaron dulcemente
en Aliocha.
Sentado a la mesa y dando fin a una tortilla había un
hombre de unos cuarenta y cinco años, de pequeña talla y
débil constitución, delgado, de pelo rojo y cuya barba rala
tenía gran semejanza con un estropajo. Esta comparación, y
sobre todo la palabra «estropajo», acudieron a la mente de
Aliocha apenas fijó la vista en el comensal. Sin duda, era él
quien había contestado a la llamada de Aliocha, pues no
había otro hombre en la habitación. Cuando Alexei entró, el
personaje se levantó de súbito, se limpió la boca con una
servilleta agujereada y fue al encuentro del visitante.
-Un monje que pide para su monasterio. ¡A buen sitio
viene! -dijo la muchacha que estaba en el rincón de la
izquierda.
El hombre que había avanzado hacia Aliocha giró sobre
sus talones y replicó con voz contenida:
-No, Varvara Nicolaievna; no viene a eso; te has
equivocado. -Y volviéndose de nuevo hacia el visitante, le
preguntó-: ¿Qué le trae a este retiro?
Aliocha le observó atentamente. Este hombre al que vela
por primera vez tenía un algo de punzante irritación. Estaba
ligeramente bebido. Su rostro reflejaba un descaro connatural
y, al mismo tiempo -cosa extraña-, una evidente cobardía. Se
veía en él al hombre que vivía desde hacía mucho tiempo en
una sujeción forzosa y estaba ávido de hacer de las suyas, o,
mejor todavía, a un hombre que ardía en deseos de
golpearnos, aunque temiendo nuestros golpes. En sus
expresiones y en el tono hiriente de su voz se percibía un
humor extraño, unas veces maligno, otras tímido, intermitente
y desigual. Había pronunciado la palabra «retiro» temblando,
con los ojos muy abiertos y acercándose tanto a Aliocha, que
éste dio maquinalmente un paso atrás. Llevaba un abrigo de
algodón, de color oscuro, en pésimo estado, lleno de manchas
y remiendos. Sus pantalones a cuadros, de un color muy claro
en desuso desde hacía mucho tiempo, de una tela
delgadísima y arrugada en los bajos, se le habían encogido de
tal modo, que le daban el aspecto de un muchacho que había
crecido.
-Soy Alexei Karamazov -repuso Aliocha.
-Ya lo sé -dijo el extraño individuo, demostrando que cono-
cía la identidad del visitante-. Yo soy el capitán Snieguiriov.
Pero lo importante es saber a qué ha venido.
-No he venido para nada importante... Pero tengo algo que
decirle. De modo, que si usted me lo permite...
-Aquí tiene una silla. Tenga la bondad de sentarse, como
se decía en las comedias antiguas.
Con rápido movimiento, el capitán cogió una silla, una
simple silla con asiento de madera, y la colocó casi en el
centro de la habitación. Cogió otra para él y se sentó ante
Aliocha. De nuevo se acercó tanto, que las rodillas de uno y
otro casi se tocaban.
-Soy Nicolás Ilitch Snieguiriov, ex capitán de segunda de la
infantería rusa, envilecido por sus vicios, pero capitán al fin y
al cabo.
Describió entre chistes y juegos de palabras su modesta
posición y siguió diciendo:
-Pero no ceso de preguntarme en qué he podido excitar su
curiosidad. Como ve, mi modo de vivir no me permite recibir
visitas.
-He venido para tratar de cierto asunto que...
-¿Qué asunto? -le interrumpió el capitán, impaciente.
-Se trata de su encuentro con mi hermano Dmitri -repuso
Aliocha, cohibido.
-¿Qué encuentro? ¿No se referirá usted a «Barbas de
Estropajo»?
Y esta vez avanzó tanto, que sus rodillas tocaron las de
Aliocha. Sus labios apretados formaban una delgada línea.
-¿Qué «Barbas de Estropajo» ? -murmuró Aliocha.
-Ha venido a quejarse de mí, papá -dijo una voz detrás de
la cortina, una voz que no era desconocida para Aliocha, la
del niño con el que se había encontrado en la calle-. Le he
mordido en un dedo.
La cortina se apartó y Aliocha vio a su enemigo en el
rincón, bajo los iconos, sobre un lecho improvisado con un
banco y una silla. El niño estaba echado y envuelto en su
corto gabán y en una cubierta acolchada. A juzgar por sus
ojos enrojecidos, debía de tener fiebre. Miraba osadamente a
Aliocha, como diciéndole: «Aquí no puedes hacerme nada.»
-¿Qué dice? -exclamó el capitán-. ¿A quién le ha mordido
en un dedo? ¿A usted?
-Sí, a mí. Hace un. rato estaba peleando a pedradas con
sus compañeros de colegio. Iban seis contra él. Yo me he
acercado y él me ha tirado una piedra. Después me ha tirado
otra apuntando a la cabeza. Y cuando le he preguntado qué le
había hecho, se ha arrojado sobre mí y me ha mordido en
este dedo, sin que yo sepa por qué.
El capitán se levantó de un salto.
-¡Le voy a azotar! -exclamó.
-¡Pero si yo no me quejo! Le cuento lo que ha pasado, y
nada más. No quiero que lo azote. Además, parece que está
enfermo.
-¿Cree usted que lo he dicho en serio? ¿Que iba a coger a
Iliucha y a azotarlo en su presencia? ¿Acaso pretende usted
que lo haga?
El capitán miraba a Aliocha con gesto amenazador, como
si fuera a arrojarse sobre él.
-Lamento lo de su dedo, señor, pero acaso prefiera usted
que, antes de azotar a Iliucha, me corte cuatro dedos ante sus
propios ojos con este cuchillo, para satisfacción suya. Yo creo
que con cuatro dedos tendrá suficiente, pero tal vez me
reclame usted el quinto para aplacar su sed de venganza.
Se detuvo de pronto, jadeante. Todas sus facciones se
agitaban y se contraían. Su mirada era provocadora. Parecía
un enajenado.
-Ahora lo comprendo todo -dijo Aliocha triste y dulcemente,
sin levantarse-. Usted tiene un buen hijo, un hijo que ama a su
padre y se ha arrojado sobre mí porque soy el hermano del
hombre que le ha ofendido a usted. Sí, ahora lo comprendo
todo -repitió, pensativo-. Pero mi hermano Dmitri está
arrepentido, no me cabe duda, y si pudiera venir aquí, o,
mejor aún, si pudiera verle en el sitio del incidente, le pediría
perdón delante de todo el mundo..., si así lo deseara usted.
-O sea que, después de haberme tirado de la barba, me
presenta sus excusas. ¿Cree que con eso es suficiente para
que me dé por satisfecho?
-No, no. Él hará todo lo que usted desee y como usted
desee que lo haga.
-¿De modo que si yo digo a Su Alteza Real que se arrodille
ante mí en la misma taberna donde me atacó, esa taberna
que se llama de la «Capital», o en medio de la calle, él lo
hará?
-Sí, lo hará.
-Eso me conmueve hasta casi hacerme llorar. La
generosidad de su hermano me confunde. Permitame que le
presente a mi familia: mis dos hijas y mi hijo, es decir, mi
camada. ¿Quién los querrá si yo me muero? Y, mientras yo
viva, ¿quién sino ellos me querrán, con todos mis defectos? El
Señor ha hecho bien las cosas al hacer la especie humana,
pues incluso un hombre de mi condición cuenta con el amor
de algún otro ser humano.
-Eso es una gran verdad -dijo Aliocha.
-¡Basta de payasadas! -exclamó de pronto la joven que
estaba en pie junto a la ventana, mientras dirigía a su padre
una mirada de desprecio-. Nos pones en ridículo ante el
primer imbécil que llega.
Su padre la miró con un gesto de aprobación, pero le dijo
con acento imperioso:
-Un momento, Varvara Nicolaievna; permíteme que siga
desarrollando mi idea. -Y añadió volviéndose hacia Aliocha-:
Es su carácter.

»Y en toda la naturaleza
nada quería él bendecir »

Claro que habría que ponerlo en femenino. «Nada quería


ella bendecir»... Y ahora permítame que le presente a mi
esposa: anda, pero muy poco. Es de baja condición. Irene
Petrovna, lo presento a Alexei Fiodorovitch Karamazov.
Levántese, Alexei Fiodorovitch.
Cogió por un brazo a Aliocha y, con una fuerza que
parecía imposible en él, lo levantó.
-Se le va a presentar a una dama; por lo tanto, hay que
ponerse en pie. Oye, esposa mía, este Karamazov no es
aquel que..., bueno, ya me entiendes. Es su hermano, un ser
rebosante de virtudes pacíficas. Permíteme, Irene Petrovna,
permíteme, amor mío, que ante todo te bese la mano.
Besó la mano de su esposa con respeto, incluso con
ternura. La joven que estaba junto a la ventana se volvió de
espaldas con un gesto de indignación para no ver esta
escena. El semblante altivo e interrogador de Irene Petrovna
expresó de pronto gran afabilidad.
-Tanto gusto -dijo-. Siéntese usted, señor Tchernomazov.
-Karamazov, querida, Karamazov... Somos de baja
condición -murmuró de nuevo.
-No me importa que sea Karamazov. Yo digo y diré
siempre Tchernomazov... Siéntese. ¿Por qué se ha
levantado? ¿Por una dama sin pies, como él dice? Tengo
pies, pero están tan hinchados, que parecen dos cubos. Y yo
estoy tan seca como una varilla. Antes estaba muy gruesa,
pero ahora...
-Sonros de baja condición, de muy baja condición -repitió
el capitán.
-¡Por Dios, papá! -exclamó de súbito la jorobadita, que
hasta entonces había guardado silencio, y se llevó el pañuelo
a los ojos.
-¡Payaso! -exclamó la joven que estaba junto a la ventana.
-Ya ve lo que pasa en nuestra casa -dijo Irene Petrovna,
señalando a sus hijas-. Son como las nubes que pasan.
Pasan las nubes y vuelve a oirse nuestra música. Antes,
cuando éramos militares en activo, venían a vernos muchos
visitantes como usted. No hago comparaciones, señor; creo
que hay que querer a todo el mundo. A veces viene a vernos
la mujer del diácono y dice:
«-Alejandro Alejandrovitch es una buena persona, pero
Anastasia Petrovna está a las órdenes de Satanás.
»-Eso depende -respondo yo- de las simpatías de cada
cual. En cambio, tú eres para todos un gusano infecto.
»-A ti te falta un tornillo -dice ella.
»-¡Pues mira que a ti...!
»-Yo dejo entrar en mi casa el aire puro -me contesta-. Y
esta atmósfera está corrompida.
»-Pregunta a los señores oficiales si la atmósfera está
corrompida en mi casa -le digo yo.
»Cuando estoy pensando en todo esto con el corazón
oprimido, y sentada aquí mismo, como estoy ahora, veo entrar
a ese general que vino a pasar en nuestra ciudad las
Pascuas.
»-Oiga, excelencia -le digo-. ¿Debe dejar entrar en su casa
el aire de la calle una dama noble?
» -Sí -me responde-. Debe usted abrir la puerta y las
ventanas, pues la atmósfera de esta casa está enrarecida.
»Todos son iguales. ¿Por qué han de odiar a mi
atmósfera? Peor huelen los muertos... No quiero corromper el
aire de la casa. Me compraré unos zapatos y me iré. Hijos
míos, no detestéis a vuestra madre. Nicolás Ilitch, esposo mío,
¿es que ya no te gusto? Sólo me queda el cariño de Iliucha
cuando vuelve del colegio. Ayer me trajo una manzana.
Perdonad a vuestra madre, hijos míos, perdonad a este ser
abandonado. ¿Qué hay de malo en mi atmósfera?
Y la pobre loca estalló en sollozos. Estaba bañada en
lágrimas. El capitán corrió hacia ella.
-¡Basta, querida, basta! Tú no estás abandonada. Todos te
quieren, todos te adoran.
Otra vez empezó a besarle las manos y a acariciarle la
cara. Le enjugaba las lágrimas con una servilleta. También él
tenía los ojos húmedos. Así, por lo menos, le pareció a
Aliocha, hacia el que se volvió de súbito para decirle,
indignado y señalando a la pobre loca:
-¿Ha visto y comprendido usted?
-Veo y comprendo.
-¡Déjalo ya, papá, déjalo ya! -gritó el muchacho, incorpo-
rándose en su lecho y mirándole con ojos ardientes.
-¡No hagas más el payaso! -gritó desde su rincón Varvara
Nicolaievna, exasperada, incluso golpeando el suelo con la
planta del pie-. ¡Deja esas tonterías que no conducen a nada!
-Esta vez comprendo tu indignación, Varvara Nicolaievna,
y voy a procurar no seguir irritándote. Cúbrase, Alexei
Fiodorovitch; yo también me pongo la gorra. Vámonos; tengo
que hablarle en serio, pero no quiero hacerlo aquí... Esa joven
que está sentada es mi hija Nina Nicolaievna. Se me ha
olvidado presentársela. Un ángel encarnado que ha
descendido a la tierra..., si es que usted puede comprender
esto.
-¡Mirenlo! ¡Qué sacudidas! ¡Qué convulsiones! -dijo Varva-
ra Nicolaievna, todavía encolerizada.
-Y esa que ha golpeado el suelo con el pie y me ha
llamado payaso es también un ángel encarnado. Me ha dado
el nombre que merezco. Vamos, Alexei Fiodorovitch:
pongamos fin a este asunto.
Y, cogiendo a Aliocha del brazo, lo condujo a la calle.

CAPÍTULO VII
AL AIRE LIBRE
-Aquí el aire es puro. En cambio, en nuestra habitación no
lo es, en ningún concepto. Andemos un poco, señor. Me
encantaría atraerme su interés.
-Tengo algo importante que decirle -manifestó Aliocha-.
Pero no sé cómo empezar.
-Lo sospechaba. No era lógico que hubiera venido usted
únicamente para quejarse de mi hijo. A propósito: en casa no
he querido describirle la escena y voy a hacerlo ahora. Verá
usted. Hace ocho días, el «estropajo» estaba más poblado.
Me refiero a mi barba; la llaman así, sobre todo los chiquillos.
Pues bien, cuando su hermano me cogió de la barba y me
arrastró hasta en medio de la calle y allí siguió
zarandeándome, todo por una nimiedad, era precisamente la
hora en que los niños salían del colégio, y con ellos iba
Iliucha. Apenas me vio en una situación tan desdichada, vino
hacia mí gritando: « ¡Papá, papá! » Se abraza a mí, me
aprieta, pretende libertarme, grita a mi agresor: « ¡Déjelo,
déjelo! ¡Es mi padre! ¡Perdónelo!» Y lo rodeó con sus bracitos
y le besó la mano, la misma mano que... Jamás olvidaré la
expresión que tenía su carita en aquel momento.
-Le aseguro -exclamó Aliocha- que mi hermano le expresa-
rá su arrepentimiento con toda sinceridad. Si es preciso, se
arrodillará en el mismo lugar de la agresión. Le obligaré a ello.
Si no lo quiere hacer, dejará de ser mi hermano.
-¡Bah, bah! Eso no es más que un buen deseo. No ha
salido de él, sino de usted, que es noble y generoso. Usted
debió decírselo en seguida. Ahora permítame que le explique
el espíritu caballeresco que su hermano demostró aquel día.
Soltando mi barba, dejó de arrastrarme y me dijo: «Tú eres
oficial y yo también. Si puedes encontrar como testigo un
caballero, envíamelo. Me batiré contigo, aunque seas un
bribón.» Ya lo ve: un espíritu verdaderamente caballeresco,
¿no? Iliucha y yo nos marchamos, y esta escena quedó
grabada para siempre en la memoria del pobre niño. ¿De qué
nos sirve pertenecer a la nobleza? Por otra parte, juzgue
usted mismo. Acaba usted de salir de mi casa. ¿Qué ha visto
usted en ella? Tres mujeres, de las que una está impedida y
ha perdido el juicio; otra, inválida y jorobada, y la tercera, que
está completamente sana, es demasiado inteligente: es
estudiante y está deseando volver a Petersburgo para
descubrir en las orillas del Neva los derechos de la mujer
rusa. Y no hablemos de Iliucha. No tiene más que nueve
años, y si yo muriese quedaría completamente solo, pues
dígame usted qué sería de mi hogar si yo faltase. ¿Qué
ocurriría si me batiera con su hermano y él me matara? ¿Qué
sería de toda mi familia? Y si me dejara solamente lisiado,
sería aún peor, pues yo no podría trabajar y no tendríamos
qué comer. ¿Quién me alimentaría? ¿Quién nos alimentaría a
todos? En vez de mandar a Iliucha a un colegio, tendríamos
que enviarlo a pedir limosna. He aquí, señor, lo que para mí
significaría batirme con su hermano. Sería un verdadero
disparate.
-Le pedirá perdón, se arrojará a sus pies en medio de la
calle -exclamó una vez más Aliocha con ardiente vehemencia.
-Pensé denunciarlo -continuó el capitán-, pero abra usted
nuestro código y dígame si puedo esperar una justa
satisfacción de mi agresor. Además, Agrafena Alejandrovna
me amenazó así: «Si lo denuncias, no pararé hasta que todo
el mundo sepa que te castigó por la granujada que le hiciste.
Y entonces serás tú el perseguido por la justicia.» Sólo Dios
sabe quién fue el verdadero autor de esa granujada; sólo Dios
sabe que obré por orden de ella y de Fiodor Pavlovitch. Aún
me dirigió nuevas amenazas Agrafena Alejandrovna.
«Además, te despediré y ya no podrás ganarte nada tra-
bajando para mí. Y también te despedirá mi comerciante (así
llama a su viejo), porque yo se lo diré.» Y si ella y su
comerciante dejan de darme trabajo, ¿cómo me ganaré la
vida? Son los dos únicos protectores que me quedan, ya que
Fiodor Pavlovitch me ha retirado su confianza por otro motivo,
a incluso pretende requerirme judicialmente, presentando mis
recibos. Por estas razones no he dado ningún paso y me he
quedado quieto en mi retiro, ese retiro que usted acaba de
ver. Ahora digame: ¿le ha hecho mucho daño Iliucha con su
mordisco? No he querido hacerle esta pregunta en su
presencia.
-Sí, me ha hecho mucho daño. Estaba indignadísimo.
Ahora comprendo perfectamente que se ha vengado en mí,
un Karamazov, de la agresión de otro Karamazov contra
usted. ¡Si lo hubiera visto usted batirse a pedradas con sus
compañeros...! Estas pedreas son muy peligrosas. Los niños
no saben lo que hacen. Una pedrada en la cabeza puede ser
fatal.
-Él ha recibido una, si no en la cabeza, en el pecho,
encima del corazón. Ha entrado en casa gimiendo y llorando
y, como ha visto usted, está enfermo.
-Ha sido el primero en atacar. Lo que le ha ocurrido a
usted lo ha impulsado al mal. Sus compañeros me han dicho
que ha herido en un costado con un cortaplumas a un niño
llamado Krasotkine.
-Ya lo sé. Su padre sirvió aquí como funcionario, y esto
puede traernos complicaciones.
-Le aconsejo -dijo Aliocha con vehemencia- que no lo
envíe al colegio en una temporada..., hasta que se tranquilice,
hasta que le pase el arrebato de ira.
-Usted lo ha dicho -manifestó el capitán-: ha sido un arre-
bato de ira, un ataque de tremenda cólera en un pequeño
ser... Usted no lo sabe todo. Permítame que se lo explique
detalladamente. Después del suceso, sus compañeros
empezaron a zaherirle, a llamarle « Barbas de Estropajo». Los
niños de esta edad son despiadados. Tratados
individualmente son unos ángeles, pero cuando se reúnen son
crueles, sobre todo en el colegio. Iliucha, al verse perseguido,
notó que se despertaba en él un noble sentimiento. Un chico
corriente, siendo débil como es él, se habría resignado, se
habría avergonzado de la humillación sufrida por su padre.
Pero él se irguió contra todos para defender a su padre, a la
justicia, a la verdad. Lo que ese muchacho ha sufrido desde
que besó la mano de su hermano gritándole: «¡Perdone a mi
padre, perdone a mi padre! », sólo Dios y yo lo sabemos. Así
es como nuestros hijos, no los de ustedes; los nuestros, los de
las personas indigentes, pero de noble corazón, descubren la
verdad a la edad de nueve años. ¿Cómo pueden descubrirla
los ricos? Los ricos no penetran nunca tan profundamente. En
cambio, mi Iliucha ha sondeado la verdad en toda su magnitud
en el momento en que besaba la mano que me estaba
golpeando. Esta verdad ha penetrado en él y ha dejado en su
alma una impresión imborrable -exclamó el capitán con
vehemencia y semblante extraviado, mientras se golpeaba la
mano izquierda con el puño derecho, como si quisiera dar una
prueba material del impacto que la verdad había producido en
Iliucha-. Aquel día tuvo fiebre y deliró por la noche. Guardó
silencio durante toda la jornada. Observé que me miraba
desde su rincón. Fingía estar estudiando, pero su
pensamiento estaba lejos del estudio. Al día siguiente, yo me
sentíà tan triste, que me olvidé de muchas cosas. Mi mujer, a
la que tanto quiero, empezó a llorar como de costumbre.
Entonces fue tanto mi dolor, que me emborraché con mis
últimas monedas. No me desprecie, señor. En Rusia, los
peores borrachos son las mejores personas, y viceversa. Yo
estaba acostado y no pensaba en Iliucha, pero aquel día los
chiquillos estuvieron divirtiéndose a costa de él desde por la
mañana. «¡Eh, “Barba de Estropajo”! -le dijo uno-. Cogieron a
tu padre de la barba y lo sacaron a rastras de la taberna. Y tú
corrías alrededor de él pidiendo clemencia.» Tres días
después volvió del colegio pálido y abatido. «¿Qué tienes?» ,
le pregunté. Él no me contestó. No podíamos hablar en casa.
Su madre y sus hermanas se habrían mezclado en la
conversación en seguida. Las chicas se habían enterado de
todo poco después de haber ocurrido. Varvara Nicolaievna
empezó a gruñir:
» -¡Bufones, payasos! Sois incapaces de portaros decente-
mente.
»-Es verdad, Varvara Nikolaievna: somos incapaces de
portarnos decentemente.
»Esta vez logré salir del paso. Al atardecer me fui a pasear
con el niño. Ha de saber que desde hace algún tiempo
salimos a pasear todas las tardes por este mismo camino y
llegamos hasta aquella enorme y solitaria roca que hay allá
lejos, junto al seto donde empiezan los pastos comunales. Es
un lugar desierto y encantador. Ibamos cogidos de la mano
como de costumbre. Tiene unas manos pequeñas, de dedos
delgados y fríos, pues sufre del pecho.
»-Papá -me dijo-. Papá...
»-¿Qué? -le pregunté. Sus ojos llameaban.
»-¡Cómo te trató!
»-¿Qué le vamos a hacer, Iliucha?
»-No hagas las paces con él, papá; no las hagas. Mis
compañeros dicen que te ha dado diez rublos para que calles.
»-No, hijo mío. Por nada del mundo aceptaré dinero de él
ahora.
»Él empezó a temblar. Cogió mi mano entre las suyas y
me abrazó...
»-Papá, desafíalo. En el colegio me dicen que eres un
cobarde, que no te batirás con él, que aceptarás sus diez
rublos.
»-No puedo desafiarlo, Iliucha -le respondi.
»Y le expliqué en cuatro palabras lo que acabo de decirle a
usted sobre esto. Él me escuchó hasta el fin.
»-De todos modos, papá, no hagas las paces con ese
hombre. Cuando yo sea mayor, lo desafiaré y lo mataré.
»En sus ojos había un resplandor intenso. Sin embargo,
soy su padre y tuve que decirle la verdad.
»-Matar, incluso en duelo, es un pecado, Iliucha.
»-Papá, cuando yo sea un hombre, lo tiraré al suelo, lo
desarmaré, me arrojaré sobre él con el sable en alto y le diré:
“Podría matarte, pero lo perdono.”
»Ya ve usted, señor, lo que ha absorbido ese espíritu
infantil durante estos días. No hace más que pensar en la
venganza, y sin duda ha hablado de ella durante su delirio.
Anteayer, cuando volvió del colegio con las huellas de haber
sido cruelmente golpeado, me enteré de todo. Tiene usted
razón. No volverá nunca al colegio. Se enfrenta con todos los
alumnos, a todos los desafía. Está desesperado. Su corazón
arde de odio. Temo por él. Reanudamos nuestro paseo.
»-Papá -me dijo-, ¿son los ricos las personas más podero-
sas del mundo?
»-Sí, Iliucha: no hay nada más poderoso que un rico.
»-Pues yo me haré rico, papá. Seré oficial y venceré a
todos los enemigos. El zar me recompensará, y entonces
vendré a reunirme contigo y ya nadie se atreverá a...
»Guardó silencio unos instantes. Después, con los labios
temblorosos como hacía un momento, dijo:
»-Papá, ¡qué vil es nuestra ciudad!
»-Sí, Iliucha, es una ciudad vil.
»-Vámonos a vivir a otra parte, papá. A donde nadie nos
conozca.
»-Eso me parece bien, Iliucha. Pero necesitamos dinero.
»Me complacía poder distraerlo así de sus sombríos
pensamientos. Empezamos a hacer cábalas sobre nuestro
traslado a otra ciudad. Tendríamos que comprar un caballo y
un carro.
»-Tu madre y tus hermanas irán en el carro. Las
taparemos bien y nosotros iremos a pie al lado. De vez en
cuando, tú subirás al carro, pero yo seguiré yendo a pie, pues
no hay que cansar al caballo. Así viajaremos.
ȃl estaba encantado, sobre todo de tener un caballo.
Como usted sabe muy bien, para un. muchacho ruso no hay
nada mejor que un caballo. “Alabado sea Dios -pensé-. Lo has
distraído y lo has consolado.” Pero ayer volvió del colegio más
abatido que nunca. Por la tarde, durante el paseo, no
despegaba los labios. Hacía viento, el sol se ocultó. Se
percibía el otoño en la penumbra que nos rodeaba. Los dos
estábamos tristes.
»-Bueno, muchacho; vamos a hacer los preparativos para
el viaje.
»Intentaba reanudar la charla del día anterior. Él no dijo ni
una palabra, pero su menuda mano temblaba en la mía. “Malo
-me dije-. Algo nuevo ha ocurrido.” Llegamos hasta esta
piedra que ahora estamos viendo. Yo me senté en ella. En el
aire se veían lo menos treinta cometas que el viento azotaba
sonoramente. Es ahora el tiempo de remontarlas.
»-También nosotros podríamos hacer volar las cometas
del año pasado, Iliucha. Las repararé. ¿Qué has hecho de
ellas?
»Él seguía mudo y volvía la cara para no mirarme. De
pronto, el viento empezó a zumbar, levantando nubes de
tierra. Iliucha se arrojó sobre mí, me rodeó el cuello con los
brazos y me estrechó entre ellos. Así suele ocurrir, señor. El
niño taciturno y orgulloso retiene largo tiempo sus lágrimas,
pero cuando, al fin, la fuerza del dolor las hace brotar, corren
en torrentes. Sus lágrimas ardientes inundaron mi rostro.
Sollozaba entre convulsiones, me apretaba contra su pecho.
»-¡Papá -exclamó-, mi querido papá! ¡Cómo te humilló ese
hombre!
» Entonces yo también me eché a llorar, y los dos
sollozamos abrazados sobre esta gran piedra. Nadie nos vela:
sólo Dios. Tal vez me lo tenga en cuenta. Dé las gracias a su
hermano, Alexei Fiodorovitch. No, no azotaré a mi hijo por el
mal que le ha hecho a usted.
Así terminó su extraña y enrevesada confidencia. Aliocha,
tan conmovido que sus ojos estaban húmedos de lágrimas,
comprendía que aquel hombre tenía confianza en él y que no
se habría franqueado con cualquiera.
-¡Cómo me gustaría hacer las paces con su hijo!
-exclamó-. Si usted quisiera intervenir...
-Lo haré -murmuró el capitán.
-Pero no es eso lo que nos interesa ahora. Escuche.
Tengo un encargo para usted. Mi hermano Dmitri ha ofendido
también a su novia, una muchacha noble de la que usted
debe de haber oído hablar. Tengo derecho a revelarle esta
afrenta; es más, tengo el deber de hacerlo, pues esa joven, al
enterarse de la humillación sufrida por usted, me ha
encargado hace un momento... de entregarle un dinero de su
parte, no en nombre de Dmitri, que la ha abandonado, ni de
mí, su hermano, ni de nadie; de ella y únicamente de ella. Le
suplica a usted que acepte su ayuda... A los dos los ha
ofendido la misma persona. Esa joven ha pensado en usted
únicamente porque ella ha recibido una afrenta tan grave
como la que usted ha sufrido. Es como una hermana que
acude en ayuda de su hermano. Me ha pedido que le
convenza a usted de que acepte estos doscientos rublos de
su parte, como los aceptaría de una hermana que conociera
su desdichada situación. Nadie se enterará; no tiene usted
que temer a las murmuraciones de los malintencionados. He
aquí los doscientos rublos. Acéptelos, créame. De lo contrario,
habría que admitir que en el mundo sólo tenemos enemigos.
Y eso no es verdad: hay también hermanos... Usted debe
comprenderlo porque tiene un alma noble.
Y Aliocha le ofreció dos billetes de cien rublos
completamente nuevos. El capitán y él estaban entonces
precisamente junto a la gran roca cercana al seto. No había
nadie en torno a ellos. Los billetes produjeron en el capitán
profunda impresión. Se estremeció, aunque al principio el
estremecimiento fue sólo de sorpresa: de ningún modo
esperaba que el suceso tuviera semejante desenlace; jamás
había ni siquiera soñado que pudiera recibir ayuda alguna.
Cogió los billetes y durante casi un minuto fue incapaz de
responder. Una expresión nueva apareció en su rostro.
-¡Doscientos rublos! ¿Es para mí todo este dinero? ¡Dios
Santo! Hacía cuatro años que no veía doscientos rubios
juntos. Ha dicho que es como una hermana mía. ¡Vaya si lo
es!
-Le juro que todo lo que le he dicho es la pura verdad
-afirmó Aliocha.
El capitán enrojeció.
-Escuche, señor, escuche: si acepto, ¿no seré un cobarde,
no se lo pareceré a usted? Escuche, escuche -repetía a cada
momento, tocando a Aliocha-: usted me pide que acepte el
dinero, ya que es una «hermana» quien me lo envía; pero si lo
tomo, ¿no me despreciará usted, aunque no lo manifieste?
-¡No y mil veces no! ¡Se lo juro por la salvación de mi
alma! Además, esto no lo sabrá nadie nunca, nadie más que
nosotros: usted, ella, yo... y una dama que es gran amiga
suya.
-Todo eso importa muy poco. Óigame, Alexei Fiodorovitch;
es indispensable que me oiga. Usted no puede comprender lo
que representan para mí estos doscientos rublos -continuó el
infortunado capitán, del que se había ido apoderando poco a
poco una tremenda exaltación y que se expresaba con la
impaciencia del que teme que no le dejen decir todo lo que
desea-. Dejando aparte el hecho de que este dinero es de
procedencia limpia, ya que viene de una respetable
«hermana», ha de saber usted que ahora podré cuidar a mi
esposa y a Nina, mi angelical jorobadita. El doctor
Herzenstube vino a mi casa desinteresadamente, impulsado
por la bondad de su corazón; la estuvo reconociendo durante
una hora y me dijo: «No comprendo nada en absoluto.» Sin
embargo, el agua mineral que recetó a mi mujer la alivia
mucho. También le prescribió baños de pies con ciertos
remedios. Las botellas de agua mineral valen treinta copecs
cada una, y se ha de beber unas cuarenta. Yo cogí la receta y
la puse en la mesita que hay debajo del icono. Allí está. A
Nina le ordenó baños calientes en una solución especial, dos
veces al día, mañana y tarde. ¿Cómo es posible seguir se-
mejante tratamiento viviendo realquilados y sin servidumbre,
sin agua, sin los utensilios necesarios y sin la ayuda de nadie?
La pobre Nina está imposibilitada por el reumatismo. No se lo
había dicho todavía, ¿verdad? Por las noches siente fuertes
dolores en todo un costado y sufre horriblemente, pero
disimula para no inquietarnos, y, para que no nos
despertemos, de sus labios no se escapa la menor queja.
Comemos lo que buenamente llega a nuestras manos. Pues
bien, ella se queda con el último bocado, algo que ni los
perros querrían. Es como si dijera: «Ni siquiera este bocado
merezco, pues os privo de él a vosotros, a cuya costa vivo.»
Eso dice con su mirada de ángel. La atendemos, y ello le
pesa. « No merezco estos cuidados. Soy una persona inútil.»
¡No merecerlos ella, cuya dulzura angelical es una bendición
para todos! Sin su dulce presencia, nuestra casa sería un
infierno. Ha conseguido incluso suavizar el carácter de
Varvara. No condene a Varvara. Es también un ángel, un ser
desgraciado. Llegó a casa el verano pasado con dieciséis
rublos que había ganado dando lecciones y estaban
destinados a pagar su regreso a Petersburgo en el mes de
septiembre, es decir, ahora. Pero nos hemos comido su
dinero y no podía marcharse: ésta es la causa de su mal
humor. Por otra parte, no se podía ir, porque está tan ocupada
en la casa, que parece una condenada a trabajos forzados.
Hemos hecho de ella una acémila. Se ocupa en todo:
remienda, lava, barre, acuesta a su madre. Y su madre es
caprichosa y llorona, en fin, una perturbada... Ahora, con
estos doscientos rublos, podremos tener una sirvienta y no
faltarán cuidados a esos dos seres a los que tanto quiero.
Enviaré a Varvara a Petersburgo, compraré carne,
estableceré un nuevo régimen de vida. ¡Señor, si esto parece
un sueño!
Aliocha estaba encantado de haber sido portador de tanta
felicidad y de ver que aquel pobre diablo admitía aquel medio
de ser feliz.
-Espere, Alexei Fiodorovitch, espere -continuó el capitán,
aferrándose a un nuevo sueño-. Sepa que Iliucha y yo
podremos llevar a cabo nuestro proyecto. Compraremos un
caballo y un carro; un caballo negro, pues así lo quiere él, y
nos marcharemos, como decidimos anteayer los dos.
Conozco a un abogado en la provincia de K..., un amigo de la
infancia. Me he enterado por una persona digna de crédito de
que, si me presentara allí, me daría una plaza de secretario. A
lo mejor, es verdad que me la da... Mi mujer y Nina irían
dentro del carro, Iliucha conduciría y yo iría a pie. Así
viajaríamos toda la familia. ¡Señor! Si yo supiera que iba a
tener una credencial, esto bastaría para que hiciéramos el
viaje.
-¡Lo harán, lo harán! -exclamó Aliocha-. Catalina Ivanovna
le enviará más dinero, tanto como usted quiera. Yo también
tengo dinero. Acepte lo que le haga falta. Se lo ofrezco como
se lo ofrecería a un hermano, a un amigo. Ya me lo devolverá,
pues usted se hará rico. No se le ha podido ocurrir nada mejor
que este viaje. Será la salvación de ustedes, sobre todo la de
su hijo. Deben marcharse en seguida, antes del invierno,
antes de los fríos. Ya nos escribirá desde allí; seguiremos
siendo hermanos... ¡No, esto no es un sueño!
Aliocha estaba tan contento, que de buena gana habría
abrazado al capitán. Pero al fijar la vista en él, quedó
paralizado. El capitán, con el cuello estirado y la boca saliente,
pálido y lleno de exaltación el semblante, movía los labios,
como si quisiera hablar, pero sin emitir ningún sonido.
-¿Qué le ocurre? -preguntó Aliocra con un repentino estre-
mecimiento.
-Alexei Fiodorovitch..., le voy a... -balbuceó el capitán mi-
rando a Aliocha con un gesto extraño y feroz, el gesto del
hombre que va a lanzarse al vacío, al mismo tiempo que sus
labios plasmaban una sonrisa-. Le voy a... ¿Quiere usted que
le haga un juego de manos? -murmuró acto seguido, con
acento firme y como obedeciendo a una súbita resolución.
-¿Un juego de manos?
-Ahora verá -dijo el capitán, crispados los labios, guiñando
el ojo izquierdo y taladrando a Aliocha con la mirada.
-¿Qué le pasa? -exclamó Alexei, francamente aterrado-.
¿Qué dice usted de juegos de manos?
-¡Mire! -gritó el capitán.
Le mostró los dos billetes, que mientras hablaba había
sostenido entre los dedos pulgar a índice, y de pronto los
estrujó cerrando el puño.
-¿Ve usted, ve usted? -exclamó, pálido, frenético. Levantó
la mano y, con todas sus fuerzas, arrojó los estrujados billetes
al suelo.- ¿Ve usted? -vociferó nuevamente, señalándolos con
el dedo--. ¡Ahí los tiene!
Empezó a pisotearlos con furor salvaje. Jadeaba y
exclamaba a cada pisotón:
-Mire lo que yo hago con su dinero. ¡Mire, mire!
De súbito dio un salto atrás y se irguió mirando a Aliocha.
De todo su cuerpo emanaba un orgullo indecible.
-¡Vaya a decir a los que le han enviado que el «Barbas de
Estropajo» no vende su honor! -exclamó con el brazo
extendido.
Después giró rápidamente sobre sus talones y echó a
correr. Cuando había recorrido unos cinco pasos se volvió y
dijo adiós a Aliocha con la mano. Avanzó cinco pasos más y
se detuvo de nuevo. Esta vez su rostro no estaba crispado por
la risa, sino sacudido por el llanto. En un tono gimiente,
entrecortado, farfulló:
-¿Qué habría dicho a mi hijo si hubiese aceptado el pago
de nuestra vergüenza?
Dicho esto, echó a correr de nuevo, ya sin volverse.
Aliocha le siguió con una mirada llena de profunda tristeza.
Comprendió que hasta el último momento el desgraciado no
supo que estrujaría y arrojaría los billetes. Aliocha no quiso
perseguirlo ni llamarlo. Cuando perdió de vista al capitán,
cogió los billetes, arrugados y hundidos en la tierra, pero
intactos todavía. Incluso crujieron cuando Aliocha los alisó.
Luego los dobló, se los guardó en el bolsillo y fue a dar cuenta
a Catalina Ivanovna del resultado de su gestión.

LIBRO V

PRO Y CONTRA

CAPÍTULO PRIMERO
LOS ESPONSALES
Esta vez, Aliocha fue recibido por la señora Khokhlakov,
que estaba atareadisima. La crisis de Catalina Ivanovna había
terminado con un desvanecimiento, seguido de una profunda
extenuación. En aquel momento estaba delirando, presa de
alta fiebre. Se había enviado en busca de sus tías y el doctor
Herzenstube. Éstas habían llegado ya. La enferma yacia sin
conocimiento. En torno de ella reinaba una ansiosa
expectación.
Mientras explicaba todo esto, la dama tenía una expresión
grave a inquieta. «Es algo serio; esta vez es algo serio»,
repetía a cada palabra, como si nada de lo que había ocurrido
anteriormente tuviera importancia alguna. Aliocha la
escuchaba con visible pesar. Quiso contarle su aventura con
el capitán, pero ella le interrumpió en seguida. No podía
escucharle; se tenía que marchar. Le rogó que, entre tanto,
hiciera compañia a Lise.
-Mi querido Alexei Fiodorovitch -le murmuró casi al oído-,
hace un momento, Lise me ha sorprendido y enternecido. Por
eso, porque me enternece, mi corazón se lo perdona todo.
Apenas se ha marchado usted, ha empezado a lamentarse
sinceramente de haberle hecho blanco de sus burlas ayer y
hoy. Sin embargo, sólo han sido bromas inocentes. Incluso
lloraba, cosa que me ha sorprendido de veras. Nunca se
había arrepentido de veras de sus burlas, de las que soy su
víctima a cada momento. Pero ahora habla en serio. Su
opinión le importa mucho, Alexei Fiodorovitch. Trátela con
solicitud, si le es posible, y no le guarde rencor. Yo tengo con
ella toda clase de miramientos. ¡Es tan inteligente! Hace un
momento me decía que usted es su mejor amigo de la
infancia. Tiene sentimientos y recuerdos conmovedores,
frases, expresiones que surgen cuando menos se espera.
Hace un momento ha dicho una verdadera sutileza a
propósito de un pino. Cuando ella era muy pequeña todavía,
había un pino en nuestro jardín. Pero sin duda aún está allí:
no sé por qué hablo de él como de una cosa del pasado. Los
pinos no son como las personas; viven mucho tiempo sin
hacer ningún cambio. «Mamá -me ha dicho-, me acuerdo de
ese pino como en sueños, sosna kak so sna...». Pero no,
debe de haber dicho otra cosa, porque esto no tiene sentido.
Estoy segura de que ha dicho algo original a ingenioso que yo
no he sabido interpretar. Además, no me acuerdo de lo que ha
dicho... Bueno, adiós; esto es para perder la cabeza. Sepa
usted, Alexei Fiodorovitch, que he estado loca dos veces y me
han curado. Vaya al lado de Lise. Reconfórtela como sólo
usted sabe hacerlo. ¡Lise -gritó acercándose a la puerta-, lo
envío a tu víctima Alexei Fiodorovitch! No está enojado
contigo, palabra. Por el contrario, le sorprende que hayas po-
dido creer eso de él.
-Merci, maman. Pase, Alexei Fiodorovitch.
Aliocha entró. Lise le miró, confusa, y enrojeció hasta las
orejas. Como suele hacerse en casos semejantes, empezó
por abordar un tema que le era indiferente, pero por el que
fingió gran interés.
-Mamá acaba de explicarme, Alexei Fiodorovitch, la
historia de los doscientos rublos y la misión que le han
confiado a usted respecto a ese pobre capitán... Me ha
contado la humillante y horrible escena de la taberna, y
aunque mamá cuenta muy mal las cosas, de un modo
deshilvanado, me ha hecho llorar. Bueno, explíqueme: ¿qué
ha hecho ese desgraciado al ver el dinero?
-No se lo ha quedado -repuso Aliocha-. Ha ocurrido algo
extraordinario.
Alexei Fiodorovitch simulaba también tener concentrado su
interés en este asunto. Sin embargo, Lise leía en su mirada
que su pensamiento estaba en otra parte.
Aliocha se sentó y empezó su relato. Apenas pronunció las
primeras palabras, dejó de sentirse cohibido y logró cautivar a
Lise. Hallándose aún bajo la influencia de las emociones que
acababa de experimentar, refirió su visita con gran número de
detalles impresionantes. En Moscú, cuando Lise era todavía
una niña, a él le encantaba ir a verla para contarle su última
aventura, algo que había leído y le había impresionado, o para
recordar algún episodio de la infancia. A veces soñaban al
unísono y componían verdaderas novelas, generalmente
alegres. En aquel momento estaban reviviendo escenas de su
vida de dos años atrás. Lise se sintió profundamente
impresionada ante el relato de Aliocha. Éste pintó a Iliucha
con vigorosos rasgos, y cuando le describió con todo detalle la
escena en que el desgraciado había pisoteado los billetes,
Lise enlazó las manos y exclamó:
-Entonces, ¿no le ha dado el dinero, lo ha dejado usted
que se fuera? Debió usted correr detrás de él, alcanzarlo...
-No, Lise: es mejor que haya ocurrido así -replicó Aliocha
levantándose y empezando a pasear por la estancia con un
gesto de preocupación.
-¿Cómo puede haber sido mejor? ¿Por qué? Se van a
morir de hambre.
-No, no se morirán, pues tendrán los doscientos rublos.
Ese hombre los aceptará mañana.
Aliocha se detuvo de pronto ante la joven.
-He cometido un error -dijo-, pero esta equivocación ha te-
nido felices consecuencias.
-¿Por qué?
-Ahora mismo se lo voy decir. Ese hombre es un cobarde,
un ser débil, un corazón agotado. No ceso de preguntarme
por qué razón se ha sulfurado tan de repente. Pues estoy
seguro de que hasta el último momento no le ha pasado por la
imaginación pisotear el dinero. Pues bien, creo haber
descubierto más de una explicación a su conducta. Ante todo,
no ha sabido disimular la alegría que ha sentido al ver el
dinero. Si hubiera hecho remilgos, como es corriente en tales
casos, al fin se habría resignado a aceptarlo; pero después de
haber manifestado tan francamente su alegría, no ha podido
menos de dar un respingo. Como ve usted, en tales casos la
sinceridad no tiene utilidad alguna. El infeliz hablaba con voz
tan débil y con tal rapidez, que daba la impresión de estar
llorando sin cesar. Ciertamente, ha llorado de alegría... Me ha
hablado de sus hijas, de cierto empleo que podrían darle en
otra ciudad, y, después de haberse expansionado, ha sentido
una repentina vergüenza de haber mostrado su alma al
desnudo. Inmediatamente me ha detestado. Es uno de esos
seres que se avergüenzan de cualquier cosa, pero que tienen
un orgullo excesivo. Sobre todo, le ha mortificado el hecho de
haberme considerado en seguida como amigo. Después de
haberse arrojado sobre mi para intimidarme, me ha abrazado
y cubierto de amabilidades al ver los billetes. Y cuando,
pensando en esto, se sentía profundamente humillado, yo he
cometido un grave error: le he dicho que si no tenía bastante
dinero para trasladarse a otra ciudad, le darían más y que yo
mismo contribuiría a ello con mis propios recursos. Esto le ha
herido. ¿Por qué acudía yo también en su socorro? Pues ha
de saber, Lise, que nada hay más molesto para un
desgraciado que ver que todos sus semejantes se consideran
bienhechores. Se lo he oído decir al starets. No sé qué expli-
cación puede tener esto, pero lo he observado muchas veces,
e incluso yo mismo lo siento. Aunque él ha ignorado hasta el
último momento que pisotearía los billetes, lo presentía. Y
esto acrecentaba su júbilo. Pero, por enojoso que esto
parezca, es lo mejor que ha podido ocurrir.
-Esto es incomprensible -exclamó Lise mirando a Aliocha
con gesto de estupor.
-Oiga, Lise: si en vez de pisotear los billetes los hubiera
aceptado, es casi seguro que una hora después, al llegar a
casa, habría llorado de humillación. Y mañana hubiese venido
a arrojármelos a la cara, y tal vez los habría pisoteado como
acaba de hacer. Ahora, en cambio, se ha marchado
triunfalmente, aun sabiendo que va a su perdición. Pues bien,
nada es más fácil en estos momentos que obligarle a aceptar
esos doscientos rublos, y mañana mismo, no más tarde, pues
ha satisfecho su honor pisoteando el dinero. Necesita
urgentemente esta cantidad y, por orgulloso que sea, no
dejará de pensar en la ayuda de que él mismo se ha privado.
Sobre todo, pensará en ello, a incluso lo soñará, esta noche.
Tal vez mañana por la mañana venga a verme y a excusarse.
Entonces yo le diré: «Es usted un hombre digno, bien lo ha
demostrado. Ahora acepte el dinero y perdónenos.» Y él lo
aceptará.
Aliocha pronunció estas últimas palabras -«y él lo acep-
tará»- con una especie de embriaguez. Lise batió palmas.
-¡Es verdad! ¡Lo he comprendido todo de golpe! ¿Cómo
sabe usted esas cosas, Aliocha? Tan joven, y ya conoce el
corazón humano. Nunca lo hubiera creído.
-Hay que convencerle de que está en un plano de igualdad
con nosotros aunque acepte el dinero -dijo Aliocha, exaltado-.
Y no sólo en un plano de igualdad, sino de superioridád.
-¡Un plano de superioridad! ¡Eso es encantador, Alexei
Fiodorovitch! ¡Continúe, continúe!
-No, no me he expresado bien... Eso del plano... Pero no
importa, pues...
-¡Claro que no importa! No importa lo más mínimo. Perdó-
neme, querido Aliocha. Hasta ahora no había sentido el menor
respeto por usted. Mejor dicho, lo respetaba, pero no en un
plano de igualdad. De ahora en adelante le respetaré,
situándole en un plano de superioridad. ¡Ah, mi querido
Aliocha! No se enfade si me hago la ingeniosa -exclamó con
vehemencia-. Soy un poco burlona, pero usted... Oiga, Alexei
Fiodorovitch, ¿no hay en nosotros cierto desdén hacia ese
desgraciado? Estamos analizando su alma con cierta
presunción, ¿no le parece?
-No, Lise, no hay ningún desdén -repuso Aliocha con tanta
firmeza que parecía tener prevista esta pregunta-. Ya he
pensado en ello cuando venía hacia aquí. ¿Cómo podemos
desdeñarlo cuando somos como él? Pues nosotros no
valemos más. Aunque fuéramos mejores, seríamos iguales si
estuviéramos en su situación. Ignoro lo que usted creerá, Lise,
pero yo juzgo que tengo un alma mezquina para muchas
cosas. Su alma no es mezquina, sino delicada en extremo.
No, Lise; mi starets me dijo una vez: «Muchas veces hay que
tratar a las personas como si fueran niños, y en ciertos casos
como se trata a los enfermos.»
-Mi querido Alexei Fiodorovitch, ¿quiere usted que
tratemos a las personas como se trata a los enfermos?
-Estoy dispuesto, Lise, pero no del todo. A veces peco de
impaciente y no me detengo a observar bien las cosas. Usted
no es así.
-Eso creo. Alexei Fiodorovitch, ¡qué feliz soy!
-¡Cuánto me complace oírselo decir, Lise!
-Alexei Fiodorovitch, es usted un hombre de una bondad
extraordinaria, pero a veces parece un tanto pedante. Sin
embargo, se ve que no lo es. Vaya sin hacer ruido a abrir la
puerta y vea si mamá está escuchando -musitó rápidamente.
Aliocha hizo lo que Lise le pedía y dijo que nadie los escu-
chaba.
-Venga, Alexei Fiodorovitch -dijo Lise con un rubor que
crecia por momentos-. Déme su mano. Así. Escuche, he de
hacerle una importante confesión. Lo que le dije ayer en mi
carta no fue una broma, lo dije en serio.
Se cubrió los ojos con una mano. Era evidente que la
declaración le costaba un gran esfuerzo. De súbito se llevó la
mano de Aliocha a los labios y estampó en ella tres fuertes
besos.
-¡Magnífico, Lise! -exclamó Aliocha gozosamente-. Ya
sabía yo que lo había dicho en serio.
-¡El muy presuntuoso!
Alejó de si la mano de Aliocha, aunque sin soltarla,
enrojeció y tuvo una risita de felicidad.
-Le beso la mano y esto le parece magnífico.
Pero el reproche no era justo: Aliocha estaba también
profundamente turbado.
-Yo quisiera serle siempre agradable, Lise -murmuró
Alexei enrojeciendo-, pero no sé qué hacer para conseguirlo.
-Mi querido Aliocha, es usted un hombre frio y
presuntuoso. ¡Habráse visto! Se ha dignado elegirme por
esposa y está tan tranquilo. El hombre estaba seguro de que
le había hablado en serio en mi carta. Eso es presunción.
-¿Habré hecho mal en sentirme seguro? -exclamó Aliocha
riendo.
-No, todo lo contrario.
Lise le miró con ternura. Aliocha retenía la mano de ella en
la suya. De pronto, Alexei se inclinó y la besó en la boca.
-¿Qué es eso? ¿Qué hace usted? -exclamó Lise.
Aliocha estaba visiblemente trastornado.
-Perdóneme... He hecho una tontería... Usted me ha
acusado de ser frio, y por eso la he besado... He sido un
estúpido.
Lise se echó a reír y se cubrió la cara con las manos.
-¡Lo que parece con ese hábito!
Pero de pronto se detuvo y se puso sería.
-No, Aliocha; dejemos los besos para más adelante. Ni
usted ni yo sabemos todavía nada de estas cosas. Hay que
esperar aún mucho tiempo. Ante todo, dígame por qué ha
escogido por esposa a una muchacha ridícula y enferma
como yo, siendo usted un hombre tan inteligente, de tanta
penetración y tan aficionado a meditar. Aliocha, soy muy feliz,
porque estoy indignada con usted.
-No, Lise; no se enoje conmigo. Pronto dejaré el
monasterio. Y cuando vuelva al mundo, tendré que casarme.
Lo haré, porque el starets me lo ha ordenado. ¿A quién puedo
encontrar que sea mejor que usted y que me acepte como
usted me acepta? Ya he pensado en todo esto. Ante todo,
usted me conoce desde la infancia. Además, usted tiene
muchas cualidades que me faltan a mi. Usted es más alegre
que yo, y sobre todo más ingenua, pues yo he penetrado ya
en muchas cosas... ¡Ah, hay algo que no sabe, y es que soy
un Karamazov! ¿Qué importa que usted se ría y se burle, aun-
que la víctima sea yo...? Usted se rie como una niña ingenua,
pero se atormenta pensando.
-¿Que yo me atormento? ¿Qué quiere usted decir?
-Sí, Lise; se atormenta. Usted me ha preguntado hace un
momento si no es un acto de desdén hacia ese desgraciado
analizar su alma a fondo, y ésta es una pregunta dolorosa...
No sé explicar el motivo, pero los que se hacen esas
preguntas son propicios al sufrimiento. Usted debe de pensar
mucho en su sillón.
-Aliocha, déme la mano. ¿Por qué la ha retirado?
-murmuró Lise con voz ahogada por la felicidad-. Oiga: ¿cómo
se vestirá cuando deje el monasterio? No se ría. Tampoco
quiero que se enfade. Esto es muy importante para mí.
-No he pensado en eso todavía. Pero me vestiré como
usted prefiera.
-Me gustaría que llevara una chaqueta de terciopelo azul
oscuro, un chaleco de piqué blanco y un sombrero de fieltro
gris... Dígame: hace un rato, cuando le he dicho que no era
verdad lo que le dije en mi carta de ayer, ¿ha creído usted que
no le amaba?
-No, no lo he creído.
-Es usted insoportable, incorregible.
-Yo sabía que usted me amaba, pero he fingido creer lo
contrario para complacerla.
-Eso es peor todavía... Peor y mejor... Aliocha, le adoro.
Antes de que usted llegara, me he dicho: «Le pedirás la carta
que le enviaste ayer, y si te la da, como es propio de él, esto
te demostrará que no lo quiere, que es insensible, que es una
criatura, un tonto, y entonces estarás perdida.» Pero usted se
ha dejado la carta en su celda, y esto me ha animado. ¿No lo
ha hecho porque esperaba que se la pidiese y quería tener un
pretexto para no devolvérmela?
-Pues no, Lise, ya que llevo la carta encima y la llevaba
cuando usted me la ha pedido. La llevo en este bolsillo.
Mírela. Aliocha sacó la carta y se la mostró, riendo y
manteniéndola fuera de su alcance.
-Pero no se la daré. Se tendrá que conformar con mirarla.
-¿De modo que ha mentido usted, un monje?
-Sí, he mentido, pero lo he hecho para no devolverle la
carta.
Volvió a enrojecer y añadió con vehemencia:
-¡Y no se la entregaré a nadie!
Lise le miró embelesada.
-Aliocha -susurró-, vaya a ver si mamá nos está
escuchando.
-Bien, Lise; lo veré. ¿Pero no sería preferible no hacerlo?
¿Cómo puede sospechar que su madre sea capaz de
semejante bajeza?
-Yo no veo en ello ninguna bajeza. Mi madre tiene derecho
a velar por su hija. Le aseguro, Alexei Fiodorovitch, que
cuando yo sea madre y tenga una hija como yo, también la
vigilaré.
-Pues eso no está bien.
-¿Pero qué mal puede haber en ello, Dios mío? Escuchar
una conversación de otros sería una vileza, pero se trata de
una hija que está hablando a solas con un joven... Sepa
usted, Aliocha, que le vigilaré cuando nos casemos. Abriré
todas las cartas para leerlas... Ya le he avisado.
-Si tanto le importa... Pero no estará bien.
-Aliocha, querido, no empecemos a discutir ya. Sin
embargo, prefiero hablarle francamente. Sé que está mal
escuchar detrás de las puertas; usted tiene razón y yo no la
tengo; pero esto ng me impedirá escuchar.
-Puede hacerlo, pero le aseguro que no me atrapará -dijo
Aliocha riendo.
-Otra cosa: ¿me obedecerá usted en todo? Esto también
hay que decidirlo por anticipado.
-Le obedeceré de buen grado, Lise, pero no en las cosas
fundamentales. En este caso, aunque usted no esté de
acuerdo conmigo, sólo me someteré a mi conciencia.
-Así debe ser. Sepa usted que yo estoy decidida a
obedecerle, no sólo en los casos graves, sino en todo. Se lo
juro: en todo y siempre -exclamó Lise apasionadamente-. Y lo
haré con alegría. También le juro que no escucharé nunca
detrás de las puertas ni leeré sus cartas, pues comprendo que
time usted razón. Por mucha que sea mi curiosidad, me
contendré, ya que a usted le parece una vileza. Desde ahora
será usted mi providencia... Oiga, Alexei Fiodorovitch: ¿por
qué está usted tan triste estos días? Yo sé que time usted
ciertos pesares, pero, además, observo en usted una tristeza
oculta.
-Sí, Lise: tengo una tristeza oculta. Ya veo que me ama:
que lo haya adivinado es una buena prueba de ello.
-¿Y cuál es la causa de esa tristeza, si puede saberse?
-preguntó tímidamente Lise.
Aliocha se turbó.
-Ya se la diré más adelante, Lise. Ahora no lo
comprendería. Y vo no sabría explicarme.
-Sé también que sufre usted a causa de sus hermanos y
de su padre.
-Sí, mis hermanos... -murmuró Aliocha, pensativo.
-A mí no me es simpático su hermano Iván.
Esta observación sorprendió a Aliocha, pero no lo
manifestó.
-Mis hermanos se perderán -continuó-, y mi padre también.
Y arrastrarán a otros tras eplls. Es la «fuerza de la tierra»,
algo característico de los Karamazov, según dice el padre
Paisius; una fuerza violenta y bruta... Ni siquiera sé si el
espíritu de Dios domina esa fuerza... Yo sólo sé que soy
también un Karamazov... Soy un monje, un monje... Usted ha
dicho hace un momento que soy un monje.
-Sí, lo he dicho.
-Pues bien, no sé si creo en Dios.
-¿Qué dice usted? ¿Cómo es posible? -murmuró Lise.
Aliocha no respondió. En sus inauditas palabras había un
algo misterioso, demasiado subjetivo tal vez, que ni él mismo
comprendía y que le atormentaba.
-Además -dijo al fin-, mi amigo se está muriendo. El más
eminente de los hombres va a dejar este mundo. ¡Si supiera
usted, Lise, los lazos que me unen a ese hombre! Voy a
quedarme solo... Volveré a venir a verla, Lise... Desde ahora
estaremos siempre juntos.
-Sí, juntos, juntos. Desde ahora y para toda la vida.
Béseme, se lo permito.
Aliocha le dio un beso.
-Ahora váyase -dijo Lise-. ¡Que Dios no le abandone! -e
hizo la señal de la cruz-. Vaya a ver a su amigo, ya que
todavía hay tiempo. No he debido retenerle: he sido
despiadada. Hoy rogaré por él y por usted. Aliocha, ¿verdad
que seremos felices?
-Yo creo que si, Lise.
Aliocha no tenía intención de ver a la señora de
Khokhlakov al dejar a Lise, pero se encontró con ella en la
escalera. Apenas empezó ésta a hablar, el joven comprendió
que la dama le estaba esperando.
-Eso es horrible, Alexei Fiodorovitch: un infanticidio y una
necedad. Confío en que usted no se hará ilusiones...
¡Tonterías y nada más que tonterías! -exclamó, irritada.
-Pero no se lo diga a ella. La trastornaría, le haría daño.
-Así habla un joven prudente y razonable. ¿Debo entender
que usted le ha llevado la corriente sólo por compasión,
porque está enferma, por no irritarla al contradecirla?
-Nada de eso: le he hablado sinceramente -repuso Aliocha
con firmeza.
-¿Sinceramente? Pues será inútil. Primero le cerraré la
puerta de mi casa; después me la llevaré lejos de aquí.
-¿Por qué? -exclamó Aliocha-. Piense que hay que esperar
mucho tiempo, año y medio tal vez.
-Es verdad, Alexei Fiodorovitch. En año y medio pueden
reñir ustedes mil veces. ¡Pero soy tan desgraciada! Esto son
estupideces, de acuerdo; pero estoy consternada. Me siento
como Famusov en la última escena de la comedia de
Griboidov. Usted es Tchatski, y ella, Sofia. He venido aquí
para encontrarme con usted. En la comedia también ocurre
todo en la escalera. Lo he oído y no sé cómo he podido
contenerme. Así se explican sus malas noches y las recientes
crisis nerviosas. El amor por la hija, la muerte para la madre.
Ahora otro punto importante. ¿Qué carta es esa que Lise le ha
escrito? Enséñemela en seguida.
-No, ¿para qué? ¿Cómo está Catalina Ivanovna? Me
interesa mucho saberlo.
-Sigue delirando y no ha recobrado el conocimiento. Sus
tías han venido y no han cesado de lamentarse ni de hacer
aspavientos. Herzenstube ha venido y se ha asustado tanto,
que yo no sabía qué hacer. Incluso he pensado en enviar en
busca de otro médico. Se la han llevado en mi coche. Y para
colmo de desdichas, esa carta. Verdad es que en año y medio
pueden ocurrir muchas cosas. Alexei Fiodorovitch, en nombre
de lo más sagrado, en nombre de su starets que se está
muriendo, enséñeme la carta, a mí, que soy su madre.
Téngala en sus manos si quiere. Yo la leeré sin tocarla.
-No, no se la puedo enseñar, Catalina Osipovna. Aunque
ella me lo permitiese, no se la enseñaría. Volveré mañana, y
entonces hablaremos si usted quiere. Ahora, adiós.
Y Aliocha se marchó precipitadamente.
CAPÍTULO II
SMERDIAKOV Y SU GUITARRA
No había tiempo que perder. Al despedirse de Lise, una
idea había acudido a su imaginación. ¿Cómo componérselas
para encontrar en seguida a su hermano Dmitri, que parecía
huir de él? Eran ya las tres de la tarde. Aliocha estaba ansioso
de regresar al monasterio para ver al ilustre moribundo, pero
el deseo de ver a Dmitri fue más fuerte: el presentimiento de
que iba a ocurrir muy pronto una catástrofe tomaba cuerpo en
su alma. ¿Qué catástrofe era ésta y qué quería él decir a su
hermano? No lo sabía exactamente. «Es lamentable que mi
bienhechor muera sin que yo esté a su lado; pero, por lo
menos, no tendré que estar reprochándome toda la vida no
haber procurado salvar un alma cuando tenía la oportunidad
de hacerlo, haber desperdiciado esta oportunidad, en mi prisa
por regresar al monasterio. Por otra parte, obrando así cumplo
su voluntad...»
Su plan era sorprender a Dmitri con su presencia.
Escalaría la valla como el día anterior, entraría en el jardín y
se instalaría en el pabellón. «Si él no está alli, permaneceré
oculto, sin decir nada a Foma ni a las propietarias, hasta la
noche. Si Dmitri está aún al acecho de la llegada de
Gruchegnka, vendrá al pabellón...» Aliocha no se detuvo a
estudiar detenidamente los detalles del plan, pero decidió
ponerlo en ejecución aunque no pudiera regresar aquella
tarde al monasterio.
Todo se desarrolló sin obstáculos. Aliocha franqueó la
valla casi por el mismo sitio que el día anterior y se dirigió
furtivamente al pabellón. No quería que le viesen. Tanto la
propietaria como Foma podían estar de parte de su hermano y
seguir sus instrucciones, en cuyo caso, o le expulsarían o
advertirían de su presencia a Dmitri apenas le viesen llegar.
Se sentó en el mismo sitio que el día anterior y esperó. El
día era igualmente hermoso, pero el pabellón le pareció más
destartalado que la víspera. El vasito de coñac había dejado
una señal redonda en la mesa verde. A su mente empezaron
a acudir ideas extrañas, como ocurre siempre en el tedio de
las esperas. ¿Por qué se había sentado en el mismo sitio que
el día anterior y no en otro cualquiera? Se apoderó de él una
vaga inquietud. Llevaba no más de un cuarto de hora, cuando,
desde el matorral que había a unos veinte pasos del pabellón,
llegaron a él los acordes de una guitarra. Aliocha se acordó de
que el día anterior había visto cerca de la valla, a la izquierda,
un banco rústico. De él salían los sonidos musicales.
Acompañándose con los acordes de la guitarra, una voz de
tenorino cantó con floreos de gañán:

-Una fuerza implacable


me ata a mi bienamada.
Señor, ten piedad
de ella y de mí,
de ella y de mí.

El cantante enmudeció. Otra voz, ésta de mujer,


acariciadora y tímida, murmuró:
-¿Cómo es que le vemos tan poco, Pavel Fiodorovitch?
Nos tiene usted olvidadas.
-Eso no -repuso la voz de hombre, firme pero cortésmente.
Se vela que era el hombre el que dominaba y que la mujer
se sometía gustosa a este dominio.
«Debe de ser Smerdiakov -pensó Aliocha-. Por lo menos,
ésa es su voz. La mujer es sin duda la hija de la propietaria,
esa que ha vuelto de Moscú y va con vestido de cola a buscar
sopa a casa de Marta Ignatievna.»
-Los versos me encantan cuando son armoniosos
-prosiguió la voz de mujer-. Continúe.
La voz del tenor siguió cantando:

-La corona no me importa


si mi amiga se porta bien.
Señor, ten piedad
de ella y de mí,
de ella y de mí.

-Estaría mejor -opinó la mujer- decir, después de eso de la


corona, «si mi amada se porta bien». Resultaría más tierno.
-Los versos son verdaderas simplezas -afirmó Smerdiakov.
-¡Oh, no! Yo adoro los versos.
-No hay nada más tonto. En seguida me dará la razón.
¿Acaso nosotros hablamos en rimas? Si las autoridades nos
obligaran a hablar en verso, ¿duraría esto mucho? Los versos
no son cosa sería, María Kondratievna.
-¡Qué inteligente es usted! ¿Dónde ha aprendido todo
eso? -dijo la voz de mujer con acento cada vez más
acariciador.
-Pues aún sabría mucho más si la suerte no me hubiera
sido adversa. Y, en este caso, habría matado en duelo a todo
el que me llamara desgraciado por no tener padre y haber
nacido de una mujer hedionda. Esto me lo echaron en cara en
Moscú, donde lo sabían por Grigori Vasilievitch. Grigori me
reprocha que me rebele contra mi nacimiento. «Destrozaste
las entrañas a tu madre.» Cierto, pero habría preferido morir
en su vientre que venir al mundo. En el mercado se decía,
como me ha contado su madre con su falta de delicadeza,
que la mía era una tiñosa que apenas medía metro y medio
de altura... Odio a Rusia, María Kondratievna.
-Si fuese usted húsar, no hablaría así, sino que
desenvainaría su sable para defender a Rusia.
-No solamente no quiero ser húsar, María Kondratievna,
sino que deseo la supresión de todo el ejército.
-Y si viene el enemigo, ¿quién nos defenderá?
-¿Para qué queremos que nos defiendan? En mil
ochocientos doce, Rusia fue víctima de la gran invasión de
Napoleón primero, el padre del actual. Fue una lástima que
los franceses no nos conquistasen, que una nación inteligente
no sojuzgara a un pueblo estúpido. Si nos hubiesen
conquistado, ¡qué distinto habría sido todo!
-¿O sea que valen más que nosotros? Pues yo no
cambiaría uno de nuestros buenos mozos por tres ingleses
-dijo María Kondratievna con voz dulce y sin duda
acompañando sus palabras de la mirada más lánguida.
-Eso va en gustos.
-Usted es como un extranjero entre nosotros, el más noble
de los extranjeros: no me da vergüenza decírselo.
-Verdaderamente, en la maldad, la gente de allí y de aquí
se parece. Todos son unos granujas, con la diferencia de que
el bribón extranjero lleva botas lustradas y el bribón ruso vive
sumergido en la miseria sin lamentarse. Convendría fustigar al
pueblo ruso, como decía ayer Fiodor Pavlovitch, con sobrada
razón, aunque esté tan loco como sus hijos.
-Sin embargo, a usted le infunde un gran respeto Iván Fio-
dorovitch: usted mismo me lo ha dicho.
-No obstante, me ha llamado ganapán maloliente. Me
considera un revolucionario, pero está equivocado. Si yo
tuviese dinero, haría tiempo que me habría marchado de
Rusia. Dmitri Fiodorovitch se conduce peor que un lacayo, es
un manirroto, un inútil. Sin embargo, todo el mundo se inclina
ante él. Yo no soy más que un marmitón, desde luego, pero,
con un poco de suerte, podría abrir un restaurante en Moscú,
en la calle de San Pedro. Yo guiso platos a la carta, y en
Moscú eso sólo lo saben hacer los extranjeros. Dmitri
Fiodorovitch es un desharrapado, pero si desafía a un conde,
éste acudirá al campo del honor. Pues bien, ¿qué tiene ese
hombre que no tenga yo? El es mucho más ignorante.
¡Cuánto dinero ha despilfarrada!
-¡Un duelo! ¡Qué interesante! -observó María Kondra-
tievna.
-¿Por qué?
-Es impresionante tanta bravura, sobre todo si se
enfrentan dos oficiales jóvenes, pistola en mano, por una
mujer hermosa. ¡Qué cuadro! Si se permitiera asistir a las
mujeres, yo no faltaría.
-Para mirarlo no está mal, pero cuando el blanco es la
cabeza de uno, el espectáculo carece de atractivo. Usted
echaría a correr, María Kondratievna.
-¿Y usted? ¿Saldría corriendo?
Smerdiakov no se dignó contestar. Tras una pausa, se oyó
un nuevo acorde y la voz de falsete entonó la última copla.

-Aunque me pese,
me voy a ir de aguí
para gozar de la vida.
Me estableceré en la capital
y no me lamentaré,
no, no me lamentaré.

En este momento se produjo un incidente. Aliocha


estornudó. En el banco se hizo el silencio. Alexei se levantó y
fue hacia la pareja. Entonces pudo ver que, en efecto, el
cantante era Smerdiakov. Iba vestido de punta en blanco, con
el pelo abrillantado, a incluso rizado, al parecer, y relucientes
las botas. María Kondratievna, la hija de la propietaria, no era
fea, pero tenía la cara redonda y sembrada de pecas. Llevaba
un vestido azul claro con una cola que no se acababa nunca.
-¿Vendrá pronto mi hermano Dmitri? -preguntó Aliocha con
toda la calma que pudo aparentar.
Smerdiakov se levantó lentamente. Su compañera hizo lo
mismo.
-Yo no estoy enterado de las idas y venidas de Dmitri
Fiodorovitch, porque no soy su guardián -repuso Smerdiakov
con gran aplomo y cierto matiz de desdén.
-Lo he preguntado por si acaso usted lo sabía -dijo
Aliocha.
-Ni sé dónde está ni quiero saberlo.
-Mi hermano me ha dicho que usted le informa de todo lo
que sucede en la casa y que, además, le ha prometido
avisarle si llega Agrafena Alejandrovna.
Smerdiakov, impasible, alzó la vista y la fijó en Aliocha.
-¿Cómo se las ha arreglado usted para entrar? Hace una
hora que el cerrojo está echado.
-He saltado la valla. Perdóneme, María Kondratievna.
Deseo ver a mi hermano cuanto antes.
-¿Habrá alguien capaz de quererle mal? -murmuró la
joven, halagada-. Así suele introducirse Dmitri Fiodorovitch en
el pabellón. Cuando uno lo ve, ya está instalado.
-Voy en su busca. Necesito verle. ¿No podrían decirme
dónde está en este momento? Se trata de un asunto
importante y que le interesa.
-Nunca nos dice adónde va -balbuceó María Kondratievna.
-Incluso aquí, en esta casa amiga, su hermano me acosa
con sus preguntas sobre mi amo. Qué pasa en su casa, quién
viene, quién sale, si hay alguna novedad... Dos veces me ha
amenazado de muerte.
-¿Es posible? -exclamó Aliocha, atónito.
-Un hombre de su carácter no se detiene ante nada. ¡Si lo
hubiese oído ayer! «Si Agafrena Alejandrovna logra burlarme
y pasar la noche en casa con el viejo, no respondo de tu
vida», me dijo. Me da tanto miedo su hermano, que si me
atreviera lo denunciaría. Es capaz de todo.
-El otro día -añadió María Kondratievna- le dijo: «Te
machacaré en un mortero.»
-Eso es hablar por hablar -respondió Aliocha-. Si pudiera
verle, le diría algo sobre esto.
-Le voy a decir lo que sé -dijo Smerdiakov, después dé
reflexionar un momento-. Vengo aquí con frecuencia como
vecino. No hay ningún mal en ello. Iván Fiodorbvitch me ha
enviado hoy, a primera hora, a casa de Dmitri Fiodorovitch,
calle del Lago, para decirle que acudiese sin falta a la taberna
de la plaza, donde comerian juntos. He ido, pero ya no le he
encontrado. Eran las ocho. Su patrón me ha dicho
textualmente: «Ha venido y se ha marchado.» Cualquiera diría
que están de acuerdo. En este momento tal vez esté en la
taberna con Iván Fiodorovitch, que no ha venido a comer a
casa. Fiodor Pavlovitch hace ya una hora que ha comido y
ahora está durmiendo la siesta. Pero le ruego encarecida-
mente que no diga nada de esto. Es capaz de matarme por
cualquier nimiedad.
-¿De modo -dijo Aliocha- que mi hermano Iván ha citado a
Dmitri en la taberna?
-Sí.
-¿En esa taberna que hay en la plaza y que se llama «La
Capital »?
-Exactamente.
Aliocha daba muestras de gran agitación.
-Gracias, Smerdiakov. La noticia es importantísima. Voy
ahora mismo a la taberna.
-No me descubra.
-Descuide. Me presentaré allí como por casualidad.
-¿Adónde va por ahí? -exclamó María Kondratievna-. Voy
a abrirle la puerta.
-No, por aquí es más corto el camino. Saltaré la valla.
Impresionado por la noticia de la cita, Aliocha corrió a la
taberna. No le parecía prudente entrar tal como iba vestido;
preguntaría en la escalera por sus hermanos y los haría salir.
Cuando se acercaba a la taberna, se abrió una ventana y
desde ella le gritó Iván:
-¡Aliocha!, ¿puedes venir para estar conmigo un rato? Te
lo agradeceré de veras.
-No sé si con este hábito...
-Estoy en un comedor particular. Entra en la escalera. Voy
a tu encuentro.
Un momento después, Aliocha estaba sentado a la mesa
en que Iván comía solo.
CAPITULO III
LOS HERMANOS SE CONOCEN
El comedor particular consistía simplemente en que la
mesa de Iván, próxima a la ventana, estaba protegida por un.
biombo de las miradas indiscretas. Se hallaba al lado del
mostrador, en la primera sala, por la que circulaban los
camareros continuamente. El único cliente era un viejo militar
que tomaba el té en un rincón. De las otras salas llegaba el
rumoreo propio de esta clase de establecimientos: llamadas,
estámpidos de botellas al descorcharse, el choque de las
bolas en las mesas de billar. Se oía un organillo. Aliocha sabía
que a su hermano no le gustaban estos locales, y no iba a
ellos casi nunca. Por lo tanto, su presencia allí no tenía más
explicación que la cita que había dado a Dmitri.
-Voy a decir que traigan una sopa de pescado a otra cosa.
No vas a vivir de té solamente -dijo Iván, que parecía
encantado de la presencia de Aliocha. Había terminado ya de
comer y estaba tomando el té.
-De acuerdo. Y después de la sopa, té -dijo alegremente
Aliocha-. Tengo apetito.
-Y cerezas en dulce, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo te
gustaban cuando eras niño y estabas en casa de Polienov?
-¿Conque te acuerdas? Sí, quiero cerezas: todavía me
gustan.
Iván llamó al camarero y pidió una sopa de pescado, té y
cerezas en dulce.
-Me acuerdo de todo, Aliocha. Entonces tú tenías once
años y yo quince. A esta edad, y con cuatro años de
diferencia, la camaradería entre los hermanos es imposible. Ni
siquiera sé si te quería. Durante los primeros años de mi
estancia en Moscú no pensaba en ti. Luego, cuando tú
llegaste, creo que sólo nos vimos una vez. Y ahora, en los tres
meses que llevo aquí, hemos hablado muy poco. Mañana me
voy, y hace un momento estaba pensando cómo podría verte
para decirte adiós. O sea que has llegado oportunamente.
-¿De veras deseabas verme?
-Lo anhelaba. Quiero que nos conozcamos mutuamente.
Pronto nos separaremos. A mi juicio, conviene que tú me
conozcas a mí y yo a ti antes de separarnos. Durante estos
tres meses no has cesado de observarme. En tus ojos leía
una físcalización continua, y esto es lo que me mantenía a
distancia. Al fin, comprendía que merecías mi estimación. He
aquí un hombrecito de carácter firme, pensé. Te advierto que,
aunque me ría, hablo muy seriamente. Me gustan los que
demuestran poseer un carácter firme, sea como fuere, a
incluso teniendo tu edad. Al fin, tu mirada escudriñadora dejó
de contrariarme, a incluso me resultó agradable. Cualquiera
diría que me tienes afecto, Aliocha. ¿Es así?
-Así es, Iván. Dmitri dice que eres una tumba; a mí me
pareces un enigma. Incluso ahora me lo pareces. Sin
embargo, esta mañana te he empezado a comprender.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Iván entre risas.
-¿No te enfadarás si te lo digo? -preguntó a su vez, y tam-
bién riendo, Aliocha.
-Habla.
-Pues bien, he advertido que tú eres un joven semejante a
todos los que andan por los veintitrés años, que son los que tú
tienes; un muchacho rebosante de simpática ingenuidad. ¿De
veras no te hieren mis palabras?
-Nada de eso -exclamó Iván con calor-. Por el contrario,
veo en ello una sorprendente coincidencia. Desde nuestra
entrevista de esta mañana, sólo pienso en la candidez de mis
veintitrés años, y ahora esto es lo primero que me dices, como
si hubieras adivinado mi pensamiento. ¿Sabes lo que me
estaba diciendo hace un instante? Que si hubiera perdido la fe
en la vida, si dudara de la mujer amada y del orden universal y
estuviera convencido de que este mundo no es sino un caos
infernal y maldito, por muy horrible que fuera mi desilusión,
desearía seguir viviendo. Después de haber gustado el elixir
de la vida, no dejaría la copa hasta haberla apurado. A los
treinta años, es posible que me hubiera arrepentido, aunque
no la hubiera apurado del todo, y entonces no sabría qué ha-
cer. Pero estoy seguro de que hasta ese momento triunfaría
de todos los obstáculos: desencanto, desamor a la vida y
otros motivos de desaliento. Me he preguntado más de una
vez si existe un sentimiento de desesperación lo bastante
fuerte para vencer en mí este insaciable deseo de vivir, tal vez
deleznable, y mi opinión es que no lo hay, ni lo habrá, por lo
menos hasta que tenga treinta años. Ciertos moralistas
desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican
de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un
rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes;
¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza cen-
trípeta en el planeta, Aliocha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso
a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero
adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a
ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace
tiempo que no creo en él, pero te sigo admirando por
costumbre... Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen
provecho. Aquí la hacen muy bien... Oye, Aliocha: quiero
viajar por Europa. Sé que sólo encontraré un cementerio, pero
qué cementerio tan sugeridor. En él reposan ilustres muertos;
cada una de sus losas nos habla de una vida llena de noble
ardor, de una fe ciega en el propio ideal, de una lucha por la
verdad y la ciencia. Caeré de rodillas ante esas piedras y las
besaré llorando, íntimamente convencido de hallarme en un
cementerio y nada más que en un cementerio. Mis lágrimas
no serán de desesperación, sino de felicidad. Mi propia
ternura me embriaga. Adoro los tiernos brotes primaverales y
el cielo azul. La inteligencia y la lógica no desempeñan en
esto ningún papel. Es el corazón el que ama..., es el vientre...
Amamos las primeras fuerzas de nuestra juventud...
¿Entiendes algo de este galimatías, Aliocha? -terminó con una
carcajada.
-Lo comprendo todo perfectamente, Iván: desearíamos
amar con el corazón y con el vientre: lo has expresado a la
perfección. Me encanta tu ardiente amor a la vida. A mi
entender, se debe amar la vida por encima de todo.
-¿Incluso más que al sentido de la vida?
-Desde luego. Hay que amarla antes de razonar, sin
lógica, como has dicho. Sólo entonces se puede comprender
su sentido. He aquí lo que hace ya mucho tiempo que he
entrevisto. La mitad de tu misión está cumplida, Iván: ya amas
la vida. Dedícate a realizar la segunda parte: en ella está tu
salvación.
-No te apresures tanto a salvarme. Acaso no esté todavía
perdido. ¿En qué consiste esa segunda parte?
-En resucitar a tus muertos, que acaso tienen aún algo de
vida. Dame una taza de té. Me encantada esta conversación,
Iván.
-Veo que estás hablador. Me seducen estas professions
de foi en un novicio. Eres un carácter enérgico, Alexei. ¿Es
verdad que te propones dejar el monasterio?
-Sí, mi starets me ha enviado al mundo.
-Entonces, no nos volveremos a ver hasta que yo tenga
treinta años y empiece a dejar la copa. Nuestro padre no
quiere privarse de ella hasta que tenga setenta a ochenta
años. Lo ha dicho con toda seriedad, aunque sea un payaso.
Está aferrado a su sensualidad como a una roca. Ciertamente,
acaso la vida no tenga otro atractivo para él desde hace
treinta años, pero es una vileza que un hombre siga entregado
a la sensualidad a los setenta. Es preferible poner término a
ello a los treinta. Así se conserva una apariencia de dignidad,
aunque uno se engañe a sí mismo. ¿No has visto a Dmitri
hoy?
-No, pero he visto a Smerdiakov.
Y Aliocha hizo a su hermano un relato detallado de su
encuentro con el sirviente.
Iván le escuchó pensativo y se hizo repetir algunos
detalles.
-Me ha pedido -añadió Aliocha- que no cuente a Dmitri lo
que me ha dicho de él.
Iván frunció las cejas: estaba visiblemente preocupado.
-¿Es Smerdiakov quien te preocupa?
-Sí. ¡Que se lo lleve el diablo! Quería ver a Dmitri -dijo
Iván, y añadió contra su voluntad-: Pero ya es inútil.
-¿De veras te vas en seguida?
-Sí.
-¿Cómo terminará la querella entre Dmitri y nuestro padre?
-preguntó Aliocha, inquieto.
-Esa idea te tiene obsesionado -replicó Iván sin ocultar su
irritación-. ¿Qué puedo hacer en este asunto? ¿Acaso soy el
guardián de Dmitri? -sonrió amargamente y añadió-: Es la
respuesta de Caín a Dios. Esto estabas pensando, ¿verdad?
Pero, ¡qué diablo!, yo no puedo quedarme aquí para vigilarlos.
He terminado mis asuntos y me voy. Supongo que no creerás
que envidio la suerte de Dmitri, ni que he estado intentando
quitarle la novia durante estos tres meses. No, no; yo tenía
aquí mis asuntos. Los he terminado y me voy. ¿Te has fijado
en lo que ha ocurrido?
-¿Con Catalina Ivanovna?
-Sí. Me he deshecho de ella en un momento. No he tenido
que preocuparme por Dmitri, porque esto no le afecta lo más
mínimo. Yo tenía asuntos personales con Catalina Ivanovna.
Ya sabe que Dmitri se ha conducido como si estuviera en
connivencia conmigo. Yo no le he pedido nada. El mismo
Dmitri me la cedió con su bendición. Es algo que mueve a
risa. Tengo la sensación de que me han quitado un peso de
encima. He estado a punto de pedir una botella de champán
para celebrar estos primeros momentos de libertad. Casi seis
meses de esclavitud, y de pronto me veo libre. Ayer no me
imaginaba que fuera tan fácil terminar.
-¿Te refieres a tu amor, Iván?
-Llamémosle amor si quieres. La verdad es que me
enamorisqué de una pensionista y esto representaba un
sufrimiento para ella y para mí. Yo sólo pensaba en ella, y, de
pronto, todo se viene abajo. Hace un rato he hablado con
grave exaltación, pero te aseguro que después me reía a
carcajadas. Ésta es la pura verdad.
-Todavía estás alborozado -dijo Aliocha, mirando el sem-
blante de Iván.
-¿Cómo podía yo saber que no la quería? Sin embargo,
así era. Pero es lo cierto que ayer, cuando pensaba en ella,
me gustaba. E incluso ahora me gusta. Sin embargo, la dejo
alegremente. ¿Crees que hablo así por jactancia?
-No; lo que creo es que tú no estabas enamorado.
Iván se echó a reír.
-Aliocha, no razones sobre el amor. Eso no te conviene.
¡Cómo saliste en mi defensa! Te mereces un abrazo. Ella me
atormentaba, era para mí una verdadera tortura. Y es que
sabía que me cautivaba. Es a mí y no a Dmitri a quien quiere
-afirmó alegremente Iván-. Dmitri sólo le da disgustos. Lo que
le dije es la pura verdad. Pero tal vez necesite quince o veinte
años para darse cuenta de que me quiere a mí y no a Dmitri.
A lo mejor, no lo comprende nunca, a pesar de la elección de
hoy. Es lo mejor que ha podido suceder. La he dejado para
siempre. A propósito, ¿qué ha ocurrido después de
marcharme yo?
Aliocha le explicó que Catalina Ivanovna había sufrido un
ataque de nervios y que estaba delirando.
-¿No mentirá la señora de Khokhlakov?
-No lo creo.
-Tenemos que enterarnos de cómo está. Nadie muere de
una crisis nerviosa. Dios ha sido demasiado generoso con la
mujer al dotarla de sus encantos. No iré a verla. ¿Para qué?
-Sin embargo, le has dicho que no te ha amado nunca.
-Lo he hecho deliberadamente, Aliocha. Voy a pedir
champán. Bebamos por mi libertad. ¡Si supieras lo contento
que estoy!
-No, Iván; no bebamos. Estoy triste.
-Sí, ya lo he observado: hace tiempo que estás triste.
-Entonces, ¿estás decidido a marcharte mañana por la
mañana?
-Me marcharé mañana, pero no he dicho que me vaya a ir
por la mañana... No obstante, puede ser que me vaya por la
mañana. Aunque te cueste creerlo, hoy he comido aquí
solamente para no ver al viejo, tan ingrata me es su
compañía. Si estuviera él solo aquí, ya hace tiempo que me
habría marchado. ¿Por qué te inquieta tanto que me vaya?
Todavía nos queda mucho tiempo, casi una eternidad.
-¿Una eternidad, marchándote mañana?
-Eso no importa. Nos sobrará tiempo para tratar del asunto
que nos interesa. ¿Por qué me miras con esa cara de
asombro? Respóndeme a esto: ¿para qué nos hemos reunido
aquí? ¿Para hablar del amor de Catalina Ivanovna, del viejo o
de Dmitri? ¿Para hacer comentarios sobre la política
extranjera, la desastrosa situación de Rusia, o el emperador
francés? ¿Nos hemos reunido para esto?
-No.
-Entonces ya sabes para qué nos hemos reunido. Somos
dos candorosos jovenzuelos cuya única finalidad es resolver
las cuestiones eternas. Actualmente, toda la juventud rusa se
dedica a disertar sobre estos temas, mientras los viejos se
limitan a tratar de cuestiones prácticas. ¿Para qué me has
estado observando durante tres meses sino para preguntarme
si tenía fe o no? Esto es lo que decían tus miradas, Alexei
Fiodorovitch, ¿verdad?
-Bien podría ser -dijo Aliocha sonriendo-. Pero oye: ¿no te
estás burlando de mí?
-¿Burlarme de ti? Por nada del mundo causaría un pesar a
un hermano que me ha estado escudriñando ansiosamente
durante tres meses. Aliocha, mírame a los ojos. Soy un
jovenzuelo como tú. La única diferencia es que tú eres novicio
y yo no. ¿Cómo procede la juventud rusa o, por lo menos,
buena parte de ella? Va a un cafetucho caliente, como éste, y
se agrupa en un rincón. Estos jóvenes no se habían visto
antes y estarán cuarenta años sin volverse a ver. ¿De qué
hablan en el rato que pasan juntos? Sólo de cuestiones
importantes: de si Dios existe, de si el alma es inmortal. Los
que no creen en Dios hablan del socialismo, de la anarquía,
de la renovación de la humanidad, o sea, de las mismas
cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista. Buena
parte de la juventud rusa, la más singular, está fascinada por
estas cuestiones, ¿no es verdad?
-Sí; para los verdaderos rusos, la existencia de Dios, la
inmortalidad del alma, o, como tú has dicho, estas mismas
cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista, están en
primer término. Afortunadamente.
Y al decir esto, Aliocha miraba a su hermano
escrutadoramente y le sonreía.
-Aliocha, ser ruso no significa siempre ser inteligente. No
hay nada más necio que las ocupaciones actuales de la
juventud rusa. Sin embargo, hay un adolescente ruso que
merece todo mi afecto.
-¡Qué bien has expuesto la cuestión! -dijo Aliocha riendo.
-Bien, dime por dónde debemos empezar. ¿Por la
existencia de Dios?
-Como quieras. También puedes empezar por el otro punto
de vista. Ayer afirmaste que Dios no existe.
Y Aliocha fijó su mirada en la de su hermano.
-Lo dije para irritarte. Vi como relampagueaban tus ojos.
Pero ahora estoy dispuesto a hablar en serio contigo, pues no
tengo amigos y quiero tener uno.
Iván se echó a reír y añadió:
-Admito que es posible que Dios exista. No lo esperabas,
¿verdad?
-Desde luego. A menos que hables en broma.
-Nada de eso. Aunque ayer, al reunirnos con el starets, se
creyera que no hablaba en serio. Oye, querido Aliocha: en el
siglo dieciocho hubo un pecador que dijo: Si Dieu n'existait
pas, il faudrait l’inventer. En efecto, es el hombre el que ha
inventado a Dios. Lo asombroso es, no que Dios exista, sino
que esta idea de la necesidad de Dios acuda al espíritu de un
animal perverso y feroz como el hombre. Es una idea santa,
conmovedora, llena de sagacidad y que hace gran honor al
hombre. En lo que a mí concierne, ya hace tiempo que he
dejado de preguntarme si es Dios el que ha creado al hombre
o el hombre el que ha creado a Dios. Desde luego, no pasaré
revista a todos los axiomas que los adolescentes rusos han
deducido de las hipótesis europeas, pues lo que en Europa es
una hipótesis se convierte en seguida en axioma para
nuestros jovencitos, y no sólo para ellos, sino también para
sus profesores, que suelen parecerse a los alumnos. Así, yo
renuncio a todas las hipótesis y me pregunto cuál es nuestro
verdadero designio. El mío es explicar lo más rápidamente
posible la esencia de mi ser, mi fe y mis experiencias. Por eso
me limito a declarar que admito la existencia de Dios. Sin
embargo, hay que advertir que si Dios existe, si
verdaderamente ha creado la tierra, la ha hecho, como es
sabido, de acuerdo con la geometría de Euclides, puesto que
ha dado a la mente humana la noción de las tres dimensiones,
y nada más que tres, del espacio. Sin embargo, ha habido, y
los hay todavía, geómetras y filósofos, algunos incluso
eminentes, que dudan de que todo el universo, todos los
mundos, estén creados siguiendo únicamente los principios
de Euclides. Incluso tienen la audacia de suponer que dos
paralelas, que según las leyes de Euclides no pueden
encontrarse en la tierra, se pueden reunir en otra parte, en el
infinito. En vista de que ni siquiera esto soy capaz de
comprender, he decidido no intentar comprender a Dios.
Confieso humildemente mi incapacidad para resolver estas
cuestiones. En esencia, mi mentalidad es la de Euclides: una
mentalidad terrestre. ¿Para qué intentar resolver cosas que no
son de este mundo? Te aconsejo que no te tortures el cerebro
tratando de resolver estas cuestiones, y menos aún el proble-
ma de la existencia de Dios. ¿Existe o no existe? Estos
puntos están fuera del alcance de la inteligencia humana, que
sólo tiene la noción de las tres dimensiones. Por eso yo
admito sin razonar no sólo la existencia de Dios, sino también
su sabiduría y su finalidad para nosotros incomprensible. Creo
en el orden y el sentido de la vida, en la armonía eterna,
donde nos dicen que nos fundiremos algún día. Creo en el
Verbo hacia el que tiende el universo que está en Dios, que es
el mismo Dios; creo en el infinito. ¿Voy por el buen camino?
Imagínate que, en definitiva, no admita este mundo de Dios,
aunque sepa que existe. Observa que no es a Dios a quien
rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me
niego a aceptar. Me explicaré: puedo admitir ciegamente,
como un niño, que el dolor desaparecerá del mundo, que la
irritante comedia de las contradicciones humanas se
desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil
manifestación de una impotencia mezquina, como un átomo
de la mente de Euclides; que al final del drama, cuando
aparezca la armonía eterna, se producirá una revelación tan
hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará
todos los grados de la indignación y absolverá de todos los
crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá
no sólo perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la
tierra. Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no
quiero admitirlo. Si las paralelas se encontraran ante mi vista,
yo diría que se habían encontrado, pero mi razón se negaría a
admitirlo. Ésta es mi tesis, Aliocha. He comenzado
expresamente nuestra conversación del modo más tontó
posible, pero la he conducido a mi confesión, pues sé que es
esto lo que tú esperas. No es el tema de Dios lo que te
interesa, sino la vida espiritual de tu querido hermano.
lván acabó su discurso con una emoción singular,
inesperada. -¿Por qué has empezado «del modo más tonto
posible»: -preguntó Aliocha, mirándolo pensativo.
-En primer lugar, por dar a la charla un tono típicamente
ruso. En Rusia las conversaciones sobre este tema se inician
siempre tontamente. Pero muy pronto la tontería llega al fin y
desemboca en la claridad. La tontería deja la astucia y
adquiere concisión, mientras que el ingenio empieza a dar
rodeos y se esconde. El ingenio es innoble; en la tontería hay
honradez. Cuanto más estúpidamente confiese la
desesperación que me abruma, mejor para mí.
-¿Quieres explicarme por qué « no admites el mundo»?
-Desde luego. Esto no es ningún secreto, y te lo iba a
explicar. Hermanito, mi propósito no es pervertirte ni
quebrantar tu fe. Al contrario, lo que deseo es purificarme con
tu contacto.
Iván dijo esto con una sonrisa infantil. Aliocha no le había
visto nunca sonreír de este modo.

CAPITULO IV
REBELDÍA
-Voy a hacerte una confesión -empezó a decir Iván-. Yo no
he comprendido jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi
juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar.
Por lo menos, sólo se le puede querer a distancia. No sé
dónde, he leído que «San Juan el Misericordioso», al que un
viajero famélico y aterido suplicó un día que le diera calor, se
echó sobre él, lo rodeó con sus brazos y empezó a expeler su
aliento en la boca del desgraciado, infecta, purulenta por
efecto de una horrible enfermedad. Estoy convencido de que
el santo tuvo que hacer un esfuerzo para obrar así, que se
engañó a sí mismo al aceptar como amor un sentimiento
dictado por el deber, por el espíritu de sacrificio. Para que uno
pueda amar a un hombre, es preciso que este hombre
permanezca oculto. Apenas ve uno su rostro, el amor se
desvanece.
-El starets Zósimo ha hablado muchas veces de eso -dijo
Aliocha-. Decía que las almas inexpertas hallaban en el rostro
del hombre un obstáculo para el amor. Sin embargo, hay
mucho amor en la humanidad, un amor que se parece algo al
de Cristo. Lo sé por experiencia, Iván.
-Pues yo no lo conozco todavía y no lo puedo comprender.
Hay muchos en el mismo caso que yo. Hay que dilucidar si
esto procede de una mala tendencia o si es algo inseparable
de la naturaleza humana. A mi juicio, el amor de Cristo a los
hombres es una especie de milagro que no puede existir en la
tierra. Él era Dios y nosotros no somos dioses. Supongamos,
para poner un ejemplo, que yo sufro horriblemente. Los
demás no pueden saber cuán profundo es mi sufrimiento,
puesto que no son ellos los que lo sufren, sino yo. Es muy
raro que un individuo se preste a reconocer el sufrimiento de
otro, pues el sufrimiento no es precisamente una dignidad.
¿Por qué ocurre así? ¿Tú qué opinas? Tal vez sea que el que
sufre huele mal o tiene cara de hombre estúpido. Por otra par-
te, hay varias clases de dolor. Mi bienhechor admitirá el
sufrimiento que humilla, el hambre por ejemplo, pero si mi
sufrimiento es elevado, como el que procede de una idea, sólo
por excepción creerá en él, pues, al observarme, verá que mi
cara no es la que su imaginación atribuye a un hombre que
sufre por una idea. Entonces dejará de protegerme, y no por
maldad. Los mendigos, sobre todo los que no carecen de
cierta nobleza, deberían pedir limosna sin dejarse ver, por
medio de los periódicos. En teoría, y siempre de lejos, uno
puede amar a su prójimo; pero de cerca es casi imposible. Si
las cosas ocurrieran como en los escenarios, en los ballets,
donde los pobres, vestidos con andrajos de seda y jirones de
blonda, mendigan danzando graciosamente, los podríamos
admirar. Admirar, pero no amar...
»Basta ya de esta cuestión. Sólo pretendía exponerte mi
punto de vista. Te iba a hablar de los dolores de la humanidad
en general, pero será preferible que me refiera
exclusivamente al dolor de los niños. Mi argumentación
quedará reducida a una décima parte, pero vale más así.
Desde luego, salgo perdiendo. En primer lugar, porque a los
niños se les puede querer aunque vayan sucios y sean feos
(dejando aparte que a mí ningún niño me parece feo). En se-
gundo lugar, porque si no hablo de los adultos, no es
únicamente porque repelen y no merecen que se les ame,
sino porque tienen una compensación: han probado el fruto
prohibido, han conocido el bien y el mal y se han convertido
en seres “semejantes a Dios”. Y siguen comiendo el fruto.
Pero los niños pequeños no han probado ese fruto y son
inocentes. Tú quieres a los niños, Aliocha. Sí, tú quieres a los
niños, y, como los quieres, comprenderás por qué prefiero
hablar sólo de ellos. Ellos también sufren, y mucho, sin duda
para expiar la falta de sus padres, que han comido el fruto
prohibido... Pero estos razonamientos son de otro mundo que
el corazón humano no puede comprender desde aquí abajo.
Un ser inocente no es capaz de sufrir por otro, y menos una
tierna criatura. Aunque te sorprenda, Aliocha, yo también
adoro a los niños. Observa que entre los hombres crueles,
dotados de bárbaras pasiones, como los Karamazov, abundan
los que quieren a los niños. Hasta los siete años, los niños se
diferencian extraordinariamente de los hombres. Son como
seres distintos, de distinta naturaleza. Conocí un bandido, un
presidiario, que había asesinado a familias enteras, sin excluir
a los niños, cuando se introducia por las noches en las casas
para desvalijarlas, y que en el penal sentía un amor in-
comprensible por los niños. Observaba a los que jugaban en
el patio y se hizo muy amigo de uno de ellos, que solía
acercarse a su ventana... ¿Sabes por qué digo todo esto,
Aliocha? Porque me duele la cabeza y estoy triste.
-Tienes un aspecto extraño -dijo el novicio, inquieto-. Tu
estado no es el normal.
-Por cierto -dijo Iván como si no hubiera oído a su herma-
no-, que un búlgaro me ha contado hace poco en Moscú las
atrocidades que los turcos y los cherqueses cometen en su
país. Temiendo un levantamiento general de los eslavos,
incendian, estrangulan, violan a las mujeres y a los niños.
Clavan a los prisioneros por las orejas en las empalizadas y
así los tienen toda la noche. A la mañana siguiente los
cuelgan. A veces, se compara la crueldad del hombre con la
de las fieras, y esto es injuriar a las fieras. Porque las fieras no
alcanzan nunca el refinamiento de los hombres. El tigre se li-
mita a destrozar a su presa y a devorarla. Nunca se le
ocurriría clavar a las personas por las orejas, aunque pudiera
hacerlo. Los turcos torturan a los niños con sádica
satisfacción; los arrancan del regazo materno y los arrojan al
aire para recibirlos en las puntas de sus bayonetas, a la vista
de las madres, cuya presencia se considera como el principal
atractivo del espectáculo. He aquí otra escena que me
horrorizó: un niño de pecho en brazos de su temblorosa
madre y, en torno de ambos, los turcos. A éstos se les ocurre
una broma. Empiezan a hacer carantoñas al bebé hasta que
consiguen hacerle reír. Entonces uno de los soldados le
encañona de cerca con su revólver. El niño intenta coger el
«juguete» con sus manitas, y, en este momento, el refinado
bromista aprieta el gatillo y le destroza la cabeza. Dicen que
los turcos aman los placeres.
-¿Para qué hablar de eso, hermano?
-Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado
por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y semejanza.
-¿Como a Dios?
-¡Qué bien sabes «devolver las palabras»!, como dice
Polonio en Hamlet -dijo Iván riendo-. Te has aprovechado de
las mías. Ciertamente, tu Dios es bello, aunque el hombre lo
haya hecho a su imagen y semejanza. Me has preguntado
hace un momento que por qué hablo de estas cosas. Te lo
diré: me encanta coleccionar hechos y anécdotas. Los recojo
en los periódicos, anoto lo que otros cuentan, y tengo una
bonita colección. Naturalmente, los turcos no faltan en ella, y
tampoco otros extranjeros, pero he anotado también casos
nacionales que superan a todos. En Rusia, las vergas y el láti-
go ocupan un puesto de honor. No clavamos a las personas
por las orejas, desde luego, porque somos europeos, pero
tenemos la experiencia de azotar: en esto nadie nos aventaja.
En el extranjero estos sistemas de castigo han desaparecido
casi por completo a consecuencia de una mejora en las
costumbres, o porque las leyes naturales impiden a un
hombre azotar a su prójimo. En cambio, existe en ciertos
paises un hábito tan peculiar, que aunque se ha implantado
también aquí, es impropio de Rusia, especialmente después
del movimiento religioso que se ha producido en la alta
sociedad. Poseo un interesante folleto traducido del francés,
en el que se refiere la ejecución, realizada en Ginebra hace
cinco años, de un asesino llamado Ricardo, que se convirtió al
cristianismo antes de morir. Tenía entonces veinticuatro años
y era un hijo natural al que, cuando tenía seis años, habían
entregado sus padres a unos pastores suizos, que lo criaron
con vistas a la explotación. El niño creció como un salvaje, sin
estudiar ni aprender nada. Cuando tenía siete años lo
enviaron a apacentar el ganado bajo el frio y la humedad,
medio desnudo y hambriento. Sus protectores no
experimentaban ningún remordimiento por tratarlo así. Por el
contrario, creían ejercer un derecho, ya que les habían dado a
Ricardo como quien da un objeto. Ni siquiera consideraban un
deber alimentarlo. El mismo Ricardo declaró que de buena
gana se habría comido entonces el amasijo que daban a los
cerdos para engordarlos, lo mismo que el hijo pródigo del
Evangelio, pero que no lo podía hacer porque se lo tenían
prohibido y le pegaban si se atrevía a robar la comida de los
animales. Así pasó su infancia y su juventud, y cuando fue
hombre se dedicó al robo. Este salvaje se ganaba la vida en
Ginebra como jornalero, se bebía el jornal, vivía como un
monstruo y acabó por asesinar a un viejo para desvalijarlo. Lo
detuvieron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. En Ginebra
no se andan con sentimentalismos. En la prisión se ve en
seguida rodeado de pastores protestantes, miembros de
asociaciones religiosas y damas de patronatos. Entonces
aprende a leer y escribir, le explican el Evangelio y, a fuerza
de adoctrinarlo y catequizarlo, acaban por conseguir que
confiese solemnemente su crimen. Dirigió al tribunal una carta
en la que decía que era un monstruo, pero que el Señor se
había, dignado iluminarlo y enviarle su gracia. Toda Ginebra
se conmovió, toda la Ginebra filantrópica y santurrona. Todo
lo que había de noble y recto en la capital acudió a la prisión.
Lo abrazaban, lo estrujaban.
»-Eres nuestro hermano. Dios te ha concedido la gracia.
»Ricardo llora, enternecido.
»-Sí, Dios me ha iluminado. En mi infancia y en mi
juventud deseaba la comida de los cerdos. Ahora se me ha
otorgado la gracia y muero en el Señor.
»-Sí, Ricardo: has derramado sangre y debes morir. No es
tuya la culpa si ignorabas la existencia de Dios cuando
robabas la comida de los cerdos y te pegaban por obrar así
(sin embargo, no procedías bien, pues está prohibido robar);
pero has derramado sangre y debes morir.
» Llega el último día. Ricardo, abatido, llora y no cesa de
repetir:
»-Hoy es el día más hermoso de mi vida, pues me voy al
lado de Dios.
»-¡Sí -exclaman los religiosos y las damas de los patrona-
tos-, es el día más bello de tu vida, pues vas a reunirte con
Dios!
»La multitud se dirige al patíbulo, siguiendo al carro que
transporta a Ricardo ignominiosamente. Todos llegan al lugar
del suplicio.
»-¡Muere, hermano! -gritan a Ricardo-. ¡Muere en el Señor!
¡Su gracia está contigo!
»Y Ricardo sube al patíbulo entre besos. Lo tienden y cae
su cabeza en nombre de la gracia divina.
»Es un suceso típico. Los luteranos de la alta sociedad
han traducido el folleto al ruso y lo distribuyen como
suplemento gratuito para instruir al pueblo.
»La aventura de Ricardo es interesante como rasgo
nacional. En Rusia resultaría absurdo decapitar a un hermano
por la única razón de que se ha convertido en uno de los
nuestros, al haberle concedido el Señor la gracia, pero
tenemos también nuestras cosas. En nuestro país, torturar
golpeando constituye una tradición histórica, un placer que
puede satisfacerse en el acto. Nekrasov nos habla en uno de
sus poemas de un mujik que fustiga a su caballo en los ojos.
Todos hemos visto esto, pues es una costumbre muy rusa. El
poeta nos describe un caballo que tira de un carro cargado
excesivamente y que se ha atascado, sin que el animal pueda
sacarlo del atolladero. El mujik lo azota con encarnizamiento,
sin darse cuenta de lo que hace, prodigando los latigazos en
una especie de embriaguez. “Aunque no puedas tirar, tirarás.
Muérete, pero tira.” El indefenso animal se debate
desesperadamente, mientras su dueño fustiga sus dos ojos,
de los que brotan las lágrimas. Al fin, logra salir del atolladero
y avanza tembloroso, sin aliento, con paso vacilante,
lamentable, premioso. En el poema de Nekrasov esto resulta
verdaderamente horrible. Sin embargo, se trata solamente de
un caballo, y ¿acaso Dios no ha creado a los caballos para
que se les fustigue? Así piensan los que nos han legado el
knut. Sin embargo, también se puede fustigar a las personas.
He aquí un caso: cierto señor culto y su esposa se deleitan
azotando a una hija suya que sólo tiene siete años. Al papá le
complace que la verga tenga espinas. “Asl le hará más daño”,
dice. Hay personas que se enardecen hasta el sadismo a
medida que van dando golpes. Pegaban a la niña durante un
minuto y seguían pegándole durante dos, durante cinco,
durante diez, cada vez más fuerte. Al fin, la niña, agotadas
sus fuerzas, con voz sofocada, grita: “¡Clemencia, papá!
¡Clemencia, papaíto!” El suceso se convierte en escándalo
público y llega a los tribunales de justicia. Los padres entregan
el asunto a un abogado, a esas “conciencias que se alquilan”.
El letrado defiende a su cliente.
»-El asunto no puede estar más claro. Es una escena de
familia como tantas otras que se ven a diario. Un padre que
azota a una hija. Es vergonzoso perseguir a un hombre por
obrar así.
»El jurado acepta la tesis del defensor. Se retira y emite un
veredicto negativo. El público se alegra al ver que dejan en
libertad a semejante verdugo. Yo no presencié el juicio. De
haber estado allí, habría propuesto hacer una recolecta en
honor de aquel buen padre de familia... Es un hermoso
cuadro. Sin embargo, Aliocha, puedo ofrecerte otros mejores,
también relacionados con los niños rusos. He aquí uno de
ellos. Se refiere a una niñita de cinco años a la que sus
padres detestan, sus padres, que son “honorables
funcionarios instruidos y bien educados”. Hay muchas
personas mayores que se complacen en torturar a los niños,
pero sólo a los niños. Con los adultos, tales individuos se
muestran cariñosos y amables, como europeos cultos y
humanitarios, pero experimentan un placer especial en hacer
sufrir a los niños: es su modo de amarlos. La confianza
angelical de estas indefensas criaturas seduce a las personas
crueles. Estas personas no saben adónde ir ni a quién
dirigirse, y ello excita sus malos instintos. Todos los hombres
llevan un demonio en su interior, hijo de un carácter colérico,
del sadismo, de un desencadenamiento de pasiones innobles,
de enfermedades contraídas en un régimen de libertinaje, de
la gota, del mal funcionamiento del hígado... Pues bien,
aquellos cultos padres desahogaban de varios modos su
crueldad sobre la pobre criatura. La azotaban, la golpeaban
sin motivo. Su cuerpo estaba lleno de cardenales. Y aún
extremaron más su crueldad: en las noches glaciales de
invierno, encerraban a la niña en el retrete, con el pretexto de
que no pedía a tiempo que se la sacara de la cama para
llevarla allí, sin hacerse cargo de que una niña de esta edad
que está profundamente dormida, nunca puede pedir estas
cosas a tiempo. Le embadurnaban la cara con sus
excrementos y su misma madre la obligaba a que se los
comiera. Y esta madre dormía tranquilamente, sin
conmoverse ante los gritos de la pobre niña encerrada en un
lugar tan repugnante. ¿Te imaginas a esa infeliz criatura, a
merced del frio y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre,
golpeándose con los puños el pecho anhelante, derramando
inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra?
¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto algún
fin? Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio. Se
dice que todo esto es indispensable para que en la mente del
hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal.
¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a
tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente
para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores
morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el
fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...!
Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que
me calle?
-No, yo también quiero sufrir. Continúa.
-Te voy a presentar otro cuadro típico. Lo he leído en los
«Archivos Rusos» o en «La Antigüedad Rusa»: no puédo
precisar en cuál de estas dos revistas. Fue en la época más
triste de la esclavitud, en los comienzos del siglo diecinueve.
¡Viva el zar liberador!. Un antiguo general, rico terrateniente
que tenía poderosas relaciones, vivía en uno de sus dominios,
que contaba con dos mil almas. Era uno de esos hombres (a
decir verdad, ya poco numerosos en aquel tiempo) que, una
vez retirados del servicio, creían tener derecho a disponer de
la vida y la muerte de sus siervos. Siempre malhumorado,
trataba con altivo desdén a sus humildes vecinos,
considerándolos como parásitos o bufones a su servicio.
Tenía un centenar de monteros, todos uniformados, y varios
cientos de lebreles. Un día, el hijo de una de sus siervas, un
niño de ocho años, que se entretenía tirando piedras, hirió en
la pata a uno de sus lebreles favoritos. Al ver que el perro
cojeaba, el general inquirió el motivo y se le explicó todo,
señalándole al culpable. Inmediatamente, el general ordenó
que encerraran al niño, al que arrancaron de los brazos de su
madre y que pasó la noche en el calabozo. Al día siguiente, al
amanecer, se pone su uniforme de gala, monta a caballo y se
va de caza, rodeado de sus parásitos, monteros y lebreles. Se
reúne a toda la servidumbre para dar un ejemplo y se conduce
al lugar de la reunión al chiquillo con su madre. Era una
mañana de otoño, brumosa y fría, excelente para la caza. El
general ordena que se desnude completamente al niño, lo que
se hace al punto. El rapaz tiembla, muerto de miedo, sin
atreverse a pronunciar palabra.
»-¡Hacedlo correr! -ordena el general.
»-¡Hala! ¡Corre! -le dicen los monteros.
»El niño echa a correr.
»El general profiere el grito con que acostumbra lanzar a la
jauría en pos de las presas, y los perros se arrojan sobre el
niño y lo destrozan ante los ojos de su madre.
»Al parecer, el general fue sometido a vigilancia. ¿Qué
crees tú que merecía? ¿Se le debía fusilar? Habla, Aliocha.
-Si -respondió Aliocha a media voz, pálido, con una sonrisa
crispada.
-¡Bravo! -exclamó Iván, encantado-. Cuando tú lo dices...
¡Ah, el asceta! En tu corazón hay un diablillo, Aliocha
Karamazov.
-He dicho una tontería, pero...
-Sí, pero... Has de saber, novicio, que las tonterías son
indispensables en el mundo, que está fundado sobre ellas. Si
no se hicieran tonterías, no pasaría nada aquí abajo. Cada
cual sabe lo suyo.
-¿Qué sabes tú?
-No comprendo nada de lo que te he dicho -dijo Iván como
soñando-. Y no quiero comprender nada: me atengo a los
hechos. Si los analizo, los transformo.
-¿Por qué me atormentas? -se lamentó Aliocha-. ¿Quieres
declrmelo de una vez?
-Sí, te lo voy a decir. Te quiero demasiado para
abandonarte en manos del starets Zósimo.
Iván se detuvo. En su semblante había aparecido de
pronto una sombra de tristeza.
-Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para
ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que
saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente
que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa
es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la
libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto,
no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me
permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay
culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se
equilibra. Éstas son las pataratas de Euclides, y yo no puedo
vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me puede satisfacer todo
esto? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario,
desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en
el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda
ver. Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si
entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste
que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi
cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para
contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién.
Quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al
león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo
reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar
presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas.
¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo
resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su
sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de
participar en ello los niños? No se comprende por qué también
ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía,
por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo
la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero ésta no puede
aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las
faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a
nuestro mundo y que yo no comprendo. El malintencionado
afirmará que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de
los pecados, pero el chiquillo que murió destrozado por los
perros no tuvo tiempo de crecer... No estoy blasfemando,
Aliocha. Comprendo cómo se estremecerá el universo cuando
el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo
lo que vive o haya vivido exclame: « ¡Tienes razón, Señor! ¡Se
nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre
y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos:
«¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y
todo se explicará. Lo malo es que yo no puedo admitir
semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi
estancia en este mundo. Créeme, Aliocha: acaso viva hasta
ese momento o resucite entonces, tal vez grite con todos los
demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo:
«¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad.
Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior.
Opino que vale menos que una lágrima de niño, una lágrima
de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a
Dios en su rincón infecto. Sí, esa armonía vale menos que
estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se
puede hablar de armonía. Borrar esas lágrimas es imposible.
«Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué
valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido
también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que
requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el beso universal, la
supresión del dolor. Y si el tormento de los niños ha de
contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la
adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal
verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre
perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede
perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo,
despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el
perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de
perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna?
¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a
la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero
conservar mis dolores y mi indignación no rescatados,
¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía
eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la
mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla
inmediatamente. Ésta es mi posición. No niego la existencia
de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.
-Eso es rebelarse -dijo Aliocha con suave acento y la
cabeza baja.
-¿Rebelarse? Habría preferido no oirte pronunciar esa pa-
labra. ¿Acaso se puede vivir sin rebeldía? Y yo quiero vivir.
Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad
estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al
hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese
necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se
golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus
lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde
sinceramente.
-No, no me prestaría.
-Eso significa que no admites que los hombres acepten la
felicidad pagada con la sangre de un pequeño mártir.
-Efectivamente, hermano mío, yo no estoy de acuerdo con
eso -dijo Aliocha con ojos fulgurantes-. Antes has preguntado
si hay en el mundo un solo ser que tenga el derecho de
perdonar. Pues si, ese ser existe. Él puede perdonarlo todo y
puede perdonar a todos, pues ha vertido su sangre inocente
por todos y para todos. Te has olvidado de Él, es Ése al que
se grita: «¡Tienes razón, Señor! ¡Tus caminos se nos han
revelado!»
-¡Ah, sí! El único libre de pecado, el que ha vertido su
sangre... No, no lo había olvidado. Es más, me sorprendia que
no lo hubieras sacado ya a relucir, pues vosotros soléis
empezar vuestras discusiones mencionándolo... No te rías.
¿Sabes que compuse un poema el año pasado? Si me
concedes diez minutos más, te contaré el asunto.
-¿Cómo? ¿Tú has escrito un poema?
Iván se echó a reír.
-¡Oh, no! En mi vida he escrito dos versos seguidos. Pero
compuse con la imaginación ese poema, y lo recuerdo. Tú
serás mi primer lector, mejor dicho, mi primer oyente. Quiero
aprovecharme de tu presencia. ¿Me lo permites?
-Soy todo oídos.
-Mi poema se titula «El Gran Inquisidor». Es disparatado,
pero quiero que lo conozcas.

CAPITULO V
«EL GRAN INQUISIDOR»
-Desde el punto de vista literario, es indispensable un
preámbulo. La acción se desarrolla en el siglo dieciséis, época
en que, como sabes, existía la costumbre de hacer intervenir
en los poemas a los poderes celestiales. No me refiero a
Dante. En Francia, los cleros de la basoche y los monjes
daban representaciones teatrales en las que aparecían la
Virgen, los ángeles, los santos, Cristo y Dios Padre. Estos
espectáculos eran por demás ingenuos. Según nos cuenta
Victor Hugo en su Notre-Dame de Paris, durante el reinado de
Luis XI, para celebrar el nacimiento del delfín, se ofreció en
Paris una representación gratuita del misterio Le bon juge-
ment de la tres sainte et gracieuse Vierge Marie. En esta obra
aparece la Virgen y emite su bon jugement. En Moscú se
daban de vez en cuando representaciones de este tipo,
tomadas especialmente del Antiguo Testamento, antes de
Pedro el Grande . Además, circulaban una serie de relatos y
poemas en los que aparecían los santos, los ángeles y todo el
ejército celestial. En nuestros monasterios se traducían y se
copiaban esos poemas, a incluso se componían algunos
originales, todo ello durante la dominación tártara. Uno de ta-
les poemas, sin duda traducido del griego, es «La Virgen entre
los condenados», que nos ofrece escenas de una audacia
dantesca. La Virgen visita el infierno, conducida por el
arcángel San Miguel. La Virgen ve a los condenados y sus
tormentos. Le llama la atención una categoría de pecadores
muy interesante que está en un lago de fuego. Algunos se
hunden en este lago y no vuelven a aparecer. «Éstos son los
olvidados incluso por Dios»: he aquí una frase profunda y
vigorosa. La Virgen, desconsolada, cae de rodillas ante el
trono de Dios y pide gracia para todos los pecadores sin
distinción que ha visto en el infierno. Su diálogo con Dios es
interesantísimo. La Virgen implora, insiste, y cuando Dios le
muestra los pies y las manos de su Hijo horadados por los
clavos y le pregunta: « ¿Cómo puedo perdonar a esos
verdugos?», la Virgen ordena a todos los santos, a todos los
mártires y a todos los ángeles que se arrodillen como ella a
imploren la gracia para todos los pecadores. Al fin consigue
que cesen los tormentos todos los años desde el Viernes
Santo a Pentecostés, y los condenados dan las gracias a Dios
desde las profundidades del infierno y exclaman: «¡Señor, tu
sentencia es justa!»... Mi poema habría sido algo así si lo
hubiese concebido en aquella época. Dios aparecería y se
limitaría a pasar sin decir nada. Han transcurrido quince siglos
desde que prometió volver a su reinado, desde que su profeta
escribió: «Volveré pronto. El día y la hora ni siquiera el Hijo la
sabe, sólo mi Padre que está en los cielos», repitiendo las
palabras de Cristo en la tierra. Y la humanidad le espera con
la misma fe de antaño, una fe más ardiente todavía, pues
hace ya quince siglos que el cielo no ha cesado de conceder
gajes al hombre.

-Cree lo que te dicte tu corazón,


pues los cielos ya no dan gajes.

»Verdad es que se producían entonces numerosos


milagros: los santos realizaban curaciones maravillosas, la
Reina de los Cielos visitaba a ciertos justos, según cuentan
los libros. Pero el diablo no dormía: la humanidad empezaba a
dudar de la autenticidad de tales prodigios. Entonces nació en
Alemania una terrible herejía que negaba los milagros. «Una
gran estrella, ardiente como una antorcha (la Iglesia, sin
duda), cayó sobre los manantiales a hizo amargas sus
aguas». Con ello se acrecentó la fe de los fieles. Las lágrimas
de la humanidad se elevaban a Dios como en otras épocas:
se le esperaba, se le quería, se cifraban en Él todas las
esperanzas como en otros tiempos... Hace tantos siglos que
la humanidad ruega con fervor: «Señor, dígnate aparecer ante
nosotros», tantos siglos que dirige a Él sus voces, que Él, en
su misericordia infinita, accede a descender al lado de sus
fieles. Antes había visitado ya a justos y mártires, a santos
anacoretas, según cuentan los libros. En nuestro país,
Tiutchev, que creía ciegamente en sus palabras, ha
proclamado que

»Abrumado bajo el peso de su cruz,


el Rey de los Cielos, bajo una humilde
apariencia,
te ha recorrido, tierra natal,
en toda tu extensión, bendiciéndote.

»Pero he aquí que Él ha querido mostrarse, aunque sólo


por un momento, al pueblo doliente y miserable, al pueblo
corrompido por el pecado, pero al que Él ama ingenuamente.
La acción se desarrolla en España, en Sevilla, en la época
más terrible de la Inquisición, cuando a diario se encendían
las piras y

»En magníficos autos de fe


se quemaban horrendos herejes

»No es así como Él prometió venir, al final del tiempo, en


toda su gloria celestial, súbitamente, « como el relámpago que
brilla desde Oriente hasta Occidente» . No, no ha venido así;
ha venido a ver a sus niños, precisamente en los lugares
donde crepitan las hogueras encendidas para los herejes. En
su misericordia infinita, desciende a mezclarse con los
hombres bajo la forma que tuvo durante los tres años de su
vida pública. Vedlo en las calles radiantes de la ciudad
meridional, donde precisamente el día anterior el gran
inquisidor ha hecho quemar un centenar de herejes ad
majorem Dei gloriam, en presencia del rey, de los cortesanos
y los caballeros, de los cardenales y las más encantadoras
damas de la corte. Ha aparecido discretamente, procurando
que nadie lo vea, y, cosa extraña, todos lo reconocen. Explicar
esto habría sido uno de los más bellos pasajes de mi poema.
Atraído por una fuerza irresistible, el pueblo se apiña en torno
de Él y sigue sus pasos. El Señor se desliza en silencio entre
la muchedumbre, con una sonrisa de infinita piedad. Su
corazón se abrasa de amor, en sus ojos resplandecen la luz,
la sabiduría, la fuerza. Su mirada, radiante de amor, despierta
el amor en los corazones. El Señor tiende los brazos hacia la
multitud y la bendice. El contacto con su cuerpo, incluso con
sus ropas, cura todos los males. Un anciano que está ciego
desde su infancia grita entre la muchedumbre: «¡Señor:
cúrame, y así podré verte!» Entonces cae de sus ojos una
especie de escama, y el ciego ve. El pueblo derrama lágrimas
de alegría y besa el suelo que Él va pisando. Los niños
arrojan flores en su camino. Se oyen cantos y gritos de
«¡Hosanna!» . La multitud exclama: «¡Es Él, no puede ser
nadie más que Él!» Se detiene en el atrio de la catedral de
Sevilla, y en este momento llega un grupo de gente que
transporta un pequeño ataúd blanco donde descansa una niña
de siete años, hija única de un personaje. La muerta está
cubierta de flores.
»De la multitud sale una voz que dice a la afligida madre:
» -¡Él resucitará a tu hija!.
»El sacerdote precede al ataúd y mira hacia la
muchedumbre, perplejo y con las cejas fruncidas. De pronto,
la madre lanza un grito y se arroja a los pies del Señor.
»-¡Si eres Tú, resucita a mi hija!
»Y le tiende los brazos.
»El cortejo se detiene y depositan el ataúd en las losas. El
Señor le dirige una mirada llena de piedad y otra vez dice
dulcemente: “Talitha koum.” Y la muchacha se levanta . La
muerta, después de incorporarse, queda sentada y mira
alrededor, sonriendo con un gesto de asombro. En su mano
se ve el ramo de rosas blancas que han depositado en su
ataúd. Entre la multitud se ven rostros pasmados y se oyen
llantos y gritos.
»En este momento pasa por la plaza el cardenal que
ostenta el cargo de gran inquisidor. Es un anciano de casi
noventa años, rostro enjuto y ojos hundidos, pero en los que
se percibe todavía una chispa de luz. Ya no lleva la suntuosa
vestidura con que se pavoneaba ante el pueblo cuando se
quemaba a los enemigos de la Iglesia romana: vuelve a vestir
su viejo y burdo hábito. A cierta distancia le siguen sus
sombríos ayudantes y la guardia del Santo Oficio. Se detiene
y se queda mirando desde lejós el lugar de la escena. Lo ha
visto todo: el ataúd depositado ante El, la resurrección de la
muchacha... Su semblante cobra una expresión sombría, se
fruncen sus pobladas cejas y sus ojos despiden uña luz
siniestra. Señala con el dedo al que está ante el ataúd y
ordena a su escolta que lo detenga. Tanto es su poder y tan
acostumbrado está el pueblo a someterse a su autoridad, a
obedecerle temblando, que la muchedumbre se aparta para
dejar paso a los esbirros. En medio de un silencio de muerte,
los guardias del Santo Oficio prenden al Señor y se lo llevan.
»Como un solo hombre, el pueblo se inclina hasta tocar el
suelo ante el anciano inquisidor, que lo bendice sin pronunciar
palabra y continúa su camino. Se conduce al prisionero a la
vieja y sombría casa del Santo Oficio y se le encierra en una
estrecha celda abovedada. Se acaba el día, llega la noche,
una noche de Sevilla, cálida, bochornosa. El aire está
saturado de aromas de laureles y limoneros. En las tinieblas
se abre de súbito la puerta de hierro del calabozo y aparece el
gran inquisidor con una antorcha en la mano. Llega solo. La
puerta se cierra tras él. Se detiene junto al umbral, contempla
largamente la Santa Faz. Al fin se acerca a Él, deja la an-
torcha sobre la mesa y dice:
»-¿Eres Tú, eres verdaderamente Tú?
»No recibe respuesta. Añade inmediatamente:
»-No digas nada; cállate. Por otra parte, ¿qué podrías
decir? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una
sola palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has
venido a trastornarnos? Porque tu llegada es para nosotros un
trastorno, bien lo sabes. ¿Qué ocurrirá mañana? Ignoro quién
eres. ¿Eres Tú o solamente su imagen? No quiero saberlo.
Mañana te condenaré y morirás en la hoguera como el peor
de los herejes. Y los mismos que hoy te han besado los pies,
mañana, a la menor indicación mía, se aprestarán a alimentar
la pira encendida para ti. ¿Lo sabes?... Tal vez lo sepas.
»Y el anciano queda pensativo, con la mirada fija en el
preso.
-No acabo de comprender lo que eso significa, Iván -dijo
Aliocha, que le había escuchado en silencio-. ¿Es una
fantasía, un error del anciano, un quid pro quo extravagante?
Iván se echó a reír.
-Quédate con esta última suposición si el idealismo
moderno te ha hecho tan refractario a lo sobrenatural. Puedes
elegir la solución que quieras. Verdad es que mi inquisidor
tiene noventa años y que sus ideas han podido trastornarle
hace ya tiempo. Tal vez es un simple desvarío, una quimera
de viejo próximo a su fin y cuya imaginación está exacerbada
por su último auto de fe. Pero que sea quid pro quo o fantasía
poco importa. Lo importante es que el inquisidor revele al fin
su pensamiento, que manifieste lo que ha callado durante
toda su carrera.
-¿Y el prisionero no dice nada? ¿Se contenta con mirarlo?
-Sí, lo único que puede hacer es callar. El anciano es el
primero en advertirle que no tiene derecho a añadir una sola
palabra a las que pronunció en tiempos ya remotos. Éste es
tal vez, a mi humilde juicio, el rasgo fundamental del
catolicismo romano: «Todo lo transmitiste al papa: todo, pues,
depende ahora del papa. No vengas a molestarnos, por lo
menos antes de que llegue el momento oportuno.» Tal es su
doctrina, especialmente la de los jesuitas. Yo la he leído en
sus teólogos.
»-¿Tienes derecho a revelarnos uno solo de los secretos
del mundo de que vienes? -pregunta el anciano, y responde
por Él-: No, no tienes este derecho, pues tu revelación de
ahora se añadiría a la de otros tiempos, y esto equivaldría a
retirar a los hombres la libertad que Tú defendías con tanto
ahínco sobre la tierra. Todas tus nuevas revelaciones
supondrían un ataque a la libertad de la fe, ya que parecerían
milagrosas. Y Tú, hace quince siglos, ponías por encima de
todo esta libertad, la de la fe. ¿No has dicho muchas veces:
“Quiero que seáis libres”? Pues bien -añadió el viejo, sar-
cástico-, ya ves lo que son los hombres libres. Sí, esa libertad
nos ha costado cara -continúa el anciano, mirando a su
interlocutor severamente-, pero al fin hemos conseguido
completar la obra en tu nombre. Nuestro trabajo ha sido rudo
y ha durado quince siglos, pero al fin hemos logrado instaurar
la libertad como convenía hacerlo. ¿No lo crees? Me miras
con dulzura y ni siquiera me haces el honor de indignarte.
Pues has de saber que jamás se han creído los hombres tan
libres como ahora, aun habiendo depositado humildemente su
libertad a nuestros pies. En realidad, esto ha sido obra
nuestra. ¿Es ésta la libertad que Tú soñabas?
-Tampoco esto lo comprendo -dijo Aliocha-. ¿Habla iróni-
camente, se burla?
-Nada de eso. El anciano se jacta de haber conseguido, en
unión de los suyos, suprimir la libertad para hacer a los
hombres felices. «Pues hasta ahora no se ha podido pensar
en la libertad de los hombres, dice el cardenal, pensando
evidentemente en la Inquisición. Y añade: «Los hombres,
como es natural, se han rebelado. ¿Y acaso los rebeldes
pueden ser felices? Se te advirtió, los consejos no te faltaron;
pero Tú no hiciste caso: rechazaste el único medio de hacer
felices a los hombres. Afortunadamente, al marcharte dejaste
en nuestra mano tu obra. Nos concediste solemnemente el
derecho de hacer y deshacer. Supongo que no pretenderás
retirárnoslo ahora. ¿Por qué has venido a molestarnos?»
-¿Qué significa eso de que «se te advirtió, los consejos no
te faltaron» ? -preguntó Aliocha.
-Es el punto capital del discurso del anciano, que sigue di-
ciendo:
»-El terrible Espíritu de las profundidades, el Espíritu de la
destrucción y de la nada, te habló en el desierto, y la Sagrada
Escritura dice que te tentó. No se podía decir nada más agudo
que lo que se te dijo en las tres cuestiones o, para usar el
lenguaje de las Escrituras, tres tentaciones que Tú
rechazaste. No ha habido en la tierra milagro tan auténtico y
magnífico como el de estas tres tentaciones. El simple hecho
de plantearlas constituye un milagro. Supongamos que
hubieran desaparecido de las Escrituras y que fuera necesario
reconstituirlas, idearlas de nuevo para llenar este vacío.
Supongamos que con este fin se reúnen todos los sabios de
la tierra (hombres de Estado, prelados, filósofos, poetas) y se
les dice: “Idead y redactad tres cuestiones que no solamente
correspondan a la importancia del acontecimiento, sino que
expresen en tres frases toda la historia de la humanidad
futura.” ¿Crees que este areópago de la sabiduría humana
lograría discurrir nada tan fuerte y profundo como las tres
cuestiones que te planteó en tus tiempos el poderoso
Espíritu? Estas tres proposiciones bastan para demostrar que
te hallabas ante el Espíritu eterno y absoluto y no ante un
espíritu humano y transitorio. Pues en ellas se resume y se
predice toda la historia futura de la humanidad. En estas tres
tentaciones están condensadas todas las contradicciones
indisolubles de la naturaleza humana. Entonces no era posible
advertirlo, ya que el porvenir era un misterio; pero ahora,
quince siglos después, vemos que todo se ha realizado hasta
el extremo de que es imposible añadirles ni quitarles una sola
palabra. Ya me dirás quién tiene razón, si Tú o el que te
interrogaba. Acuérdate de la primera tentación, no de las
palabras, sino del sentido. Quieres ir por el mundo con las
manos vacías, predicando una libertad que los hombres, en
su estupidez y su ignominia naturales, no pueden
comprender; una libertad que los atemoriza, pues no hay ni ha
habido jamás nada más intolerable para el hombre y la
sociedad que ser libres. ¿Ves esas piedras en ese árido
desierto? Conviértelas en panes y la humanidad seguirá tus
pasos como un rebaño dócil y agradecido, pero, al mismo
tiempo, temeroso de que retires la mano y se acaben los
panes. No quisiste privar al hombre de libertad y rechazaste la
proposición, considerando que era incompatible con la
obediencia comprada con los panes. Respondiste que no sólo
de pan vive el hombre; pero has de saber que por este pan de
la tierra el espíritu terrestre se revolverá contra ti, luchará y te
vencerá; que todos le seguirán, gritando: "¡Nos prometió la luz
del cielo y no nos la ha dado!" Pasarán los siglos, y la
humanidad proclamará por boca de sus sabios que no se
cometen crímenes y, en consecuencia, que no hay pecados,
que lo único que hay es hambrientos. “¡Aliméntalos y
entonces podrás exigirles que sean virtuosos!”: he aquí la
inscripción que figurará en el estandarte de la revuelta que
derribará tu templo. En su lugar se levantará un nuevo edificio,
una segunda torre de Babel, que sin duda no se terminará,
como no se terminó la primera. Habrías podido evitar a los
hombres esta nueva tentativa y miles de años de sufrimiento.
Después de haber luchado durante mil años para edificar su
torre, vendrán a vernos. Nos buscarán bajo tierra, en las
catacumbas, como antaño, donde estaremos ocultos (porque
otra vez se nos perseguirá) y nos dirán: “Dadnos de comer,
pues los que nos prometieron la luz del cielo no nos la han
dado.” Entonces terminarán su torre, pues para ello sólo hace
falta alimentarlos, y nosotros los alimentaremos, haciéndoles
creer que hablamos en tu nombre. Sin nuestra ayuda, siempre
estarían hambrientos. No existe ninguna ciencia que les dé
pan mientras permanezcan libres; por eso acabarán por poner
su libertad a nuestros pies diciendo: “Hacednos vuestros
esclavos, pero dadnos de comer.” Habrán comprendido al fin
que la libertad no se puede conciliar con el pan de la tierra,
porque jamás sabrán repartírselo. Y, al mismo tiempo, se
convencerán de su impotencia para vivir libremente, por su
debilidad, su nulidad, su depravación y su propensión a la
rebeldía. Tú les prometías el pan del cielo. Y vuelvo a
preguntar si este pan se puede comparar con el de la tierra a
los ojos de la débil raza humana, eternamente ingrata y
depravada. Millares, decenas de millares de almas te seguirán
para obtener ese pan, ¿pero qué será de los millones de
seres que no tengan el valor necesario para preferir el pan del
cielo al de la tierra? Porque supongo que Tú no querrás sólo a
los grandes y a los fuertes, a quienes los otros, la
muchedumbre innumerable, que es tan débil pero que te
venera, sólo serviría de materia explotable. También los
débiles merecen nuestro cariño. Aunque sean depravados y
rebeldes, se nos someterán dócilmente al fin. Se asombrarán,
nos creerán dioses, por habernos puesto al frente de ellos
para consolidar la libertad que les inquietaba, por haberlos
sometido a nosotros: a este extremo habrá llegado el terror de
ser libres. Nosotros les diremos que somos tus discípulos, que
reinamos en tu nombre. Esto supondrá un nuevo engaño, ya
que no te permitiremos que te acerques a nosotros. Esta
impostura será nuestro tormento, puesto que nos habrá
obligado a mentir. Tal es el sentido de la primera tentación
que escuchaste en el desierto. Y Tú la rechazaste por salvar
la libertad que ponías por encima de todo. Sin embargo, en
ella se ocultaba el secreto del mundo. Si te hubieras prestado
a realizar el milagro de los panes, habrías calmado la
inquietud eterna de la humanidad -individual y
colectivamente-, esa inquietud nacida del deseo de saber ante
quién tiene uno que inclinarse. Pues no hay para el hombre
libre cuidado más continuo y acuciante que el de hallar a un
ser al que prestar acatamiento. Pero el hombre sólo quiere
doblegarse ante un poder indiscutible, al que respeten todos
los seres humanos con absoluta unanimidad. Esas pobres
criaturas se atormentan buscando un culto que no se limite a
reunir a unos cuantos fieles, sino en el que comulguen todas
las almas, unidas por una misma fe. Este deseo de
comunidad en la adoración es el mayor tormento, tanto
individual como colectivo, de la humanidad entera desde el
comienzo de los siglos. Para realizar este sueño, los hombres
se han exterminado unos a otros. Los pueblos crearon sus
propios dioses y se dijeron en son de desafío: “¡Suprimid
vuestros dioses y adorad a los nuestros! Si no lo hacéis,
malditos seáis vosotros y vuestros dioses.” Y así ocurrirá
hasta el fin del mundo, pues cuando los dioses hayan
desaparecido, los hombres se arrodillarán ante los ídolos. Tú
no ignorabas, no podías ignorar, este rasgo fundamental de la
naturaleza humana. Sin embargo, rechazaste la única
bandera infalible que se te ofrecía, la que habría movido a
todos los hombres a inclinarse ante ti sin rechistar: la bandera
del pan de la tierra. La rechazaste por el pan del cielo y por la
libertad del hombre. Ya ves el resultado de haber defendido
esta libertad. Te lo repito: no hay para el hombre deseo más
acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don
de la libertad que, por desgracia, se adquiere con el
nacimiento. Mas para disponer de la libertad de los hombres
hay que darles la tranquilidad de conciencia. El pan te
aseguraba el éxito: el hombre se inclina ante quien se lo da
(de esto no cabe duda); pero si otro se adueña de su
conciencia, el hombre desdeñará incluso tu pan para seguir al
que ha cautivado su razón. En esto acertaste, pues el secreto
de la existencia humana no consiste sólo en poseer la vida,
sino también en tener un motivo para vivir. El hombre que no
tenga una idea clara de la finalidad de la vida, preferirá
renunciar a ella aunque esté rodeado de montones de pan y
se destruirá a si mismo antes que permanecer en este mundo.
¿Pero qué hiciste? En vez de apoderarte de la libertad
humana, la extendiste. ¿Olvidaste que el hombre prefiere la
paz a incluso la muerte a la libertad para discernir el bien y el
mal? No hay nada más seductor para el hombre que el libre
albedrío, pero también nada más doloroso. En vez de
principios sólidos que tranquilizaran para siempre la
conciencia humana, ofreciste nociones vagas, extrañas,
enigmáticas, algo que superaba las posibilidades de los
hombres. Procediste, pues, como si no quisieras a los seres
humanos, Tú que viniste a dar la vida por ellos. Aumentaste la
libertad humana en vez de confiscarla, y así impusiste para
siempre a los espíritus el terror de esta libertad. Deseabas
que se te amara libremente, que los hombres te siguieran por
su propia voluntad, fascinados. En vez de someterse a las
duras leyes de la antigüedad, el hombre tendría desde
entonces que discernir libremente el bien y el mal, no teniendo
más guía que la de tu imagen, y no previste que al fin
rechazaría, a incluso pondría en duda, tu imagen y tu verdad,
abrumado por la tremenda carga de la libertad de escoger. Al
fin exclamaron que la verdad no estaba en ti, ya que sólo así
se explicaba que hubieras podido dejarlos en una incer-
tidumbre tan angustiosa, con tantos cuidados y problemas
insolubles. Así llevaste a la ruina tu reinado; por lo tanto, no
acuses a nadie de ella. ¿Acaso fue esto lo que se te propuso?
Sólo hay tres fuerzas capaces de subyugar para siempre la
conciencia de esos débiles revoltosos: el milagro, el misterio y
la autoridad. Tú rechazaste las tres para dar un ejemplo. El
Espíritu terrible y profundo lo transportó a la cúspide del
templo y dijo: “¿Quieres saber si eres el hijo de Dios? Arrójate
desde aquí, pues está escrito que los ángeles deben
sostenerlo y llevárselo, de modo que no sufrirá el menor daño.
Entonces sabrás que eres el hijo de Dios y, además, de-
mostrarás que tienes fe en tu Padre.” Pero Tú rechazaste esta
proposición: no te quisiste arrojar. Demostraste entonces una
arrogancia sublime, divina; pero los hombres son seres
débiles y rebeldes, no dioses. Tú sábías que al dar un paso, al
hacer el menor movimiento para lanzarte, habrías tentado al
Señor y perdido la fe en Él. Te habrías estrellado, para
regocijo de tu tentador, sobre esta misma tierra que venias a
salvar. ¿Pero hay muchos como Tú? ¿Puedes tener la más
remota sospecha de que los hombres tendrían la entereza
necesaria para hacer frente a semejante tentación? ¿Es
propio de la naturaleza humana rechazar el milagro y en los
momentos críticos de la vida, ante las cuestiones capitales,
atenerse al libre impulso del corazón? ¡Ah! Tú sabías que tu
entereza de ánimo se describiría en las Sagradas Escrituras,
subsistiría a través de las edades y llegaría a las regiones
más lejanas, y esperabas que, siguiendo tu ejemplo, el
hombre no necesitara el milagro para amar a Dios. Ignorabas
que el hombre no puede admitir a Dios sin el milagro, pues es
sobre todo el milagro lo que busca. Y como no puede pasar
sin él, se forja sus propios milagros y se inclina ante los pro-
digios de un mago o los sortilegios de una hechicera, aunque
sea un rebelde, un hereje, un impío recalcitrante. No
descendiste de' la cruz cuando se burlaban de ti y te gritaban
entre risas: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!” No lo hiciste
porque de nuevo te negaste a subyugar al hombre por medio
de un milagro. Deseabas una fe libre y no inspirada por lo
maravilloso; querías un amor libre y no los serviles transportes
de unos esclavos aterrorizados. Otra vez te forjaste una idea
demasiado elevada del hombre, pues los hombres son
esclavos aunque hayan nacido rebeldes. Examina los hechos
y juzga. Después de quince siglos largos, ¿a quién has
elevado hasta ti? Te aseguro que el hombre es más débil y
más vil de lo que creías. En modo alguno puede hacer lo que
Tú hiciste. El gran aprecio en que le tenías ha sido un
perjuicio para la piedad. Has exigido demasiado de él, a pesar
de que le amabas más que a ti mismo. Si le hubieses querido
menos, le habrías impuesto una carga más ligera, más en
consonancia con tu amor. El hombre es débil y cobarde. No
importa que ahora se levante en todas partes contra nuestra
autoridad y se sienta orgulloso de su rebeldía. Es el orgullo de
los escolares amotinados que han apresado al profesor. La
alegría de estos rapaces se extinguirá y la pagarán cara.
Derribarán los templos e inundarán la tierra de sangre; pero
esos niños estúpidos advertirán que su debilidad les impide
mantenerse en rebeldía durante mucho tiempo. Llorarán como
necios y comprenderán que el Creador, haciéndolos rebeldes,
quiso tal vez burlarse de ellos. Entonces protestarán, sin
poder contener su desesperación, y esta blasfemia les hará
aún más desgraciados, pues la naturaleza humana no soporta
la blasfemia y acaba siempre por vengarse. Así, las
consecuencias de tu amarga lucha por la libertad humana fue
la inquietud, la agitación y la desgracia para los hombres. Tu
eminente profeta, en su versión simbólica, dice que vio a
todos los seres de la primera resurrección y que había doce
mil de cada tribu . A pesar de ser tan numerosos, eran más
que hombres, casi dioses. Habían llevado tu cruz y soportado
la vida en el desierto, donde se alimentaban de saltamontes y
raíces. Ciertamente, puedes estar orgulloso de esos hijos de
la libertad, del amor sin coacciones, de su sublime sacrificio
en tu nombre. Pero ten presente que eran sólo unos millares,
y casi dioses. ¿Y los demás qué? ¿Es culpa de ellos, de esos
débiles seres humanos, no haber podido soportar lo que
soportan los fuertes? El alma débil no es culpable de no
poseer prendas tan extraordinarias. ¿Viniste al mundo sólo
para los elegidos? Esto es un misterio para nosotros, y
tenemos derecho a decirlo así a los hombres, a enseñarles
que no es la libre decisión ni el amor lo que importa, sino el
misterio, al que deben someterse ciegamente, incluso contra
lo que les dicte su conciencia. Esto es lo que hemos hecho.
Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro, el misterio
y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez
conducidos como un rebaño y libres del don abrumador que
los atormentaba. Dime: ¿no hemos hecho bien? ¿Acaso no es
una prueba de amor a los hombres comprender su debilidad,
aligerar su carga, incluso tolerar el pecado, teniendo en
cuenta su flaqueza, siempre que lo hagan con nuestro
permiso? Por lo tanto, no has debido venir a entorpecer
nuestra obra. ¿Por qué callas, fijando en mi tu mirada tierna y
penetrante? Prefiero que te enojes; no quiero tu amor, porque
yo no te amo. No hay razón para que te lo oculte. Sé muy bien
con quién estoy hablando, pues leo en tus ojos que sabes lo
que voy a decirte. No tengo por qué ocultarte nuestro secreto.
Tal vez quieras oirlo de mis labios. Pues lo vas a oír. Hace ya
mucho tiempo que no estamos contigo, sino con él. Hace
exactamente ocho siglos que hemos recibido de él aquel
último don que Tú rechazaste indignado cuando él te mostró
todos los reinos de la tierra. Aceptamos Roma y la espada de
César, y nos proclamamos reyes únicos de la tierra, aunque
hasta ahora no hayamos tenido tiempo de acabar nuestra
obra. ¿Pero de quién es la culpa? La empresa está aún en su
principio, su fin está todavía muy lejos, y la tierra tiene ante sí
aún muchos padecimientos; pero alcanzaremos nuestro fin,
seremos Césares, y entonces podremos pensar en la felicidad
del mundo. Tú habrías podido empuñar la espada de César.
¿Por qué rechazaste este último don? Si hubieras seguido
este tercer consejo del poderoso Espíritu, habrías dado a los
hombres todo lo que buscan sobre la tierra: un dueño ante el
que inclinarse, un guardián de su conciencia y el medio de
unirse al fin cordialmente en un hormiguero común, pues la
necesidad de la unión universal es el tercero y último tormento
de la raza humana. La humanidad ha tendido siempre a
organizarse sobre una base universal. En la historia ha habido
grandes pueblos que, a medida que han ido progresando, han
sufrido más y han experimentado más profundamente que los
otros la necesidad de la unión universal. Los grandes
conquistadores, como Tamerlán y Gengis-Kan, que
recorrieron la tierra como un huracán, encarnaban también,
sin darse cuenta de ello, la aspiración unitaria de los pueblos.
Si hubieses aceptado la púrpura de César, habrías fundado el
imperio universal y dado la paz al mundo. ¿Pues quién mejor
para someter al hombre que aquel que domina su conciencia
y dispone de su pan? Nosotros hemos empuñado la espada
de César y, al empuñarla, te hemos abandonado para unirnos
a él. Aún transcurrirán algunos siglos de licencia intelectual,
de vanos esfuerzos científicos y de antropofagia, pues en esto
caerán los hombres cuando hayan terminado su torre de
Babel sin contar con nosotros. Entonces la bestia se acercará,
arrastrándose, a nuestros pies, los lamerá y los empapará de
lágrimas de sangre. Y nosotros cabalgaremos sobre ella y
levantaremos una copa en la que habrá grabada la palabra
«Misterio». Sólo entonces. la paz y la felicidad reinarán sobre
los hombres. Estás orgulloso de tus elegidos, pero éstos son
sólo unos cuantos. En cambio, nosotros daremos la
tranquilidad a todos los hombres. Además, entre los fuertes
destinados a figurar en el grupo de los elegidos, ¡cuántos han
llevado y cuántos llevarán todavía a otra parte las fuerzas de
su espíritu y el ardor de su corazón! ¡Y cuántos acabarán por
levantarse contra ti fundándose en la libertad que tú les diste!
Nosotros haremos felices a todos los hombres, y las revueltas
y matanzas inseparables de tu libertad cesarán. Ya nos
cuidaremos de persuadirles de que no serán verdaderamente
libres hasta que pongan su libertad en nuestras manos. ¿Será
esto verdad o una mentira nuestra? Ellos verán que les
decimos la verdad, pues recordarán la servidumbre y el
malestar en que tu libertad los tuvo sumidos. La
independencia, la libertad de pensamiento, la ciencia, los
habrá extraviado en tal laberinto, colocado en presencia de
tales prodigios y tales enigmas, que los rebeldes furiosos se
destruirán entre sí, y los otros, los rebeldes débiles, turba
cobarde y miserable, se arrastrarán a nuestros pies gritando:
“¡Tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto. Volvemos a
vuestro lado. Salvadnos de nosotros mismos.” Sin duda, al
recibir de nuestras manos los panes, verán que nosotros
tomamos los suyos ganados con su trabajo y que luego los
distribuimos, sin realizar milagro alguno. Se darán perfecta
cuenta de que no hemos convertido las piedras en panes,
pero recibir el pan de nuestras manos les producirá más
alegría que el simple hecho de recibir el pan. Pues se
acordarán de que antaño el mismo pan, fruto de su trabajo, se
les convertía en piedra, y verán que, al volver a nosotros, la
piedra se transforma en pan. Entonces comprenderán el valor
de la sumisión definitiva. Y mientras no lo comprendan serán
desgraciados. ¿Quién ha contribuido más a esta
incomprensión? ¿Quién ha dispersado el rebaño y lo ha en-
viado por caminos desconocidos? Pero el rebaño volverá a
reunirse, volverá a la obediencia y para siempre. Entonces
nosotros daremos a los hombres una felicidad dulce y
humilde, adaptada a débiles criaturas como ellos. Y los
convenceremos de que no deben enorgullecerse, cosa que
les enseñaste tú al ennoblecerlos. Nosotros les
demostraremos que son débiles, que son infelices criaturas y,
al mismo tiempo, que la felicidad infantil es la más deliciosa.
Entonces se mostrarán tímidos, no nos perderán de vista y se
apiñarán en torno de nosotros amedrentados, como una tierna
nidada bajo el ala de la madre. Experimentarán una mezcla de
asombro y temor y admirarán la energía y la inteligencia que
habremos demostrado al subyugar a la multitud innumerable
de rebeldes. Nuestra cólera los hará temblar, los invadirá la
timidez, sus ojos se llenarán de lágrimas como los de los
niños y las mujeres, pero bastará que les hagamos una seña
para que su pesar se convierta en un instante en alborozo
infantil. Desde luego, los haremos trabajar, pero
organizaremos su vida de modo que en las horas de recreo
jueguen como niños entre cantos y danzas inocentes. Incluso
les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta
concesión nos profesarán un amor infantil. Les diremos que
todos los pecados se redimen si se cometen con nuestro
permiso, que les permitimos pecar porque los queremos y que
cargaremos nosotros con el castigo. Y ellos nos mirarán como
bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus
pecados ante Dios. Y ya nunca tendrán secretos para
nosotros. Según su grado de obediencia, nosotros les permiti-
remos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o con sus
amantes, tener o no tener hijos, y ellos nos obedecerán con
alegría. Nos expondrán las dudas más secretas y penosas de
su conciencia, y nosotros les daremos la solución, sea el caso
que fuere. Ellos aceptarán nuestro fallo de buen grado, al
pensar que les evita la grave obligación de escoger
libremente. Y millones de seres humanos serán felices. Sólo
no lo serán unos cien mil, sus directores; es decir, nosotros,
los depositarios de su secreto. Los hombres felices serán
millones y habrá cien mil mártires abrumados por el maldito
conocimiento del bien y del mal. Morirán en paz, se
extinguirán dulcemente, pensando en ti. Y en el más allá sólo
encontrarán la muerte. Pues si hubiera otra vida, es indudable
que no se concedería a los seres como ellos. Pero nosotros
los mantendremos en la ignorancia sobre este punto, los
arrullaremos, prometiéndoles, para su felicidad, una
recompensa eterna en el cielo... Se prófetiza que volverás
para vencer de nuevo, rodeado de tus poderosos y arrogantes
elegidos. Nosotros diremos a los hombres que los tuyos sólo
se han salvado a sí mismos, mientras que nosotros hemos
salvado a todo el mundo. Se afirma que la ramera, que
cabalga sobre la bestia y tiene en sus manos la copa del
misterio, será envilecida, que los débiles se levantarán de
nuevo, desgarrarán su púrpura y dejarán al descubieto su
cuerpo impuro. Entonces yo me levantaré y te mostraré a los
millares de seres felices que no han pecado. Yo, que por bien
de ellos he cargado con sus faltas, me erguiré ante ti,
diciendo: “No te temo. También yo he vivido en el desierto,
alimentándome de saltamontes y raíces, también yo bendije la
libertad con que Tú obsequiabas a los hombres, y me preparé
para figurar entre tus elegidos, entre los fuertes, ardiendo en
deseos de completar su número. Pero volví en mi y no quise
servir a una causa insensata. Entonces me reuní con los que
han corregido tu obra. Dejé a los orgullosos y vine al lado de
los humildes para darles la felicidad. Lo que te he dicho se
cumplirá, y entonces habremos construido nuestro imperio. Te
lo repito: mañana, a una señal mía, verás a ese dócil rebaño
traer los leños ardientes a la pira sobre la que te pondremos
por haber venido a entorpecer nuestra obra. Pues nadie ha
merecido más que Tú la hoguera. Mañana lo quemaré. Dixi.”
Iván se detuvo. Se había ido exaltando en el curso de su
narración. Cuando hubo terminado, en sus labios apareció
una sonrisa.
Aliocha había escuchado en silencio, con viva emoción.
Varias veces había estado a punto de interrumpir a su
hermano.
-¡Todo eso es absurdo! -exclamó enrojeciendo-. Tu poema
es un elogio de Jesús y no una censura como tú pretendes.
¿Quién creerá lo que dices de la libertad? ¿Es así como hay
que considerarla? ¿Es ése el concepto que tiene de ella la
Iglesia ortodoxa? No, lo tiene Roma,y no toda ella, sino los
peores elementos del catolicismo, los inquisidores, los
jesuitas... No hay personaje más fantástico que tu inquisidor.
¿Qué significa eso de cargar con los pecados de los otros?
¿Dónde están esos detentores del misterio que se atraen la
maldición del cielo por el bien de la Humanidad? ¿Cuándo se
ha visto todo eso? Conocemos a los jesuitas, se habla muy
mal de ellos, pero no se parecen en nada a los tuyos. Tú te
has imaginado un ejército romano como instrumento de futura
dominación universal, un ejército dirigido por un emperador: el
Sumo Pontífice. Éste, y sólo éste, es el ideal que tú imaginas.
No hay en él ningún misterio, ninguna tristeza sublime, sino la
sed de reinar, la vulgar codicia de los bienes terrenales; en
suma, una especie de servidumbre futura en la que ellos
serán los terratenientes. Quizás esos hombres no crean en
Dios. Tu inquisidor es un personaje ficticio.
-¡Cálmate, cálmate! -exclamó Iván, echándose a reír-.
¡Cómo te acaloras! ¿Has dicho un personaje ficticio? De
acuerdo. Sin embargo, ¿de veras crees que todo el
movimiento católico de los últimos siglos no se ha inspirado
exclusivamente en la sed de poder, sin perseguir otro objetivo
que los bienes terrenales? Esto es lo que te enseña el padre
Paisius, ¿no?
-No, no; al contrario. El padre Paisius dijo una vez algo
semejante, pero no exactamente lo mismo.
-¡Bravo! He aquí una revelación interesante a pesar de ese
«no exactamente lo mismo» . ¿Pero por qué los jesuitas y los
inquisidores se han de aliar únicamente con vistas a la
felicidad terrena? ¿Acaso no es posible encontrar entre ellos
un mártir dominado por un noble sentimiento y que ame la
humanidad? Supón que entre esos seres sedientos de bienes
materiales hay solamente uno semejante a mi viejo inquisidor,
que se ha alimentado sólo de raíces en el desierto, para
ahogar el impulso de sus sentidos y alcanzar la libertad y, con
ella, la perfección. Sin embargo, ese hombre ama a la
humanidad. De pronto, ve las cosas claramente y se da
cuenta de que conseguir una libertad perfecta representa una
pobre felicidad cuando millones de criaturas siguen siendo
desgraciadas al ser demasiado débiles para aprovecharse de
su libertad, que estos pobres rebeldes no podrán acabar
nunca su torre y que el gran idealista no ha concebido su
armonía para semejantes estúpidos. Después de haber
comprendido esto, mi inquisidor se vuelve atrás y se reúne
con las personas de carácter. ¿Acaso es esto imposible?
-¿Qué personas con carácter son ésas? -exclamó Aliocha
con cierto enojo-. Las personas a que tú te refieres no tienen
carácter, no constituyen ningún misterio, no poseen ningún
secreto... El ateísmo: ése es su secreto. Tu inquisidor no cree
en Dios.
-Perfectamente. Es eso, no hay más secreto que ése;
¿pero no significa esto un tormento, cuando menos para un
hombre como él, que ha sacrificado su vida a su ideal en el
desierto y no ha cesado de amar a la humanidad? Al final de
su vida ve claramente que sólo los consejos del terrible y
poderoso Espíritu pueden hacer soportable la existencia de
los rebeldes impotentes, de «esos seres abortados y creados
para irrisión de sus semejantes». Mi inquisidor comprende que
hay que escuchar al Espíritu de las profundidades, a ese
espíritu que lleva consigo la muerte y la ruina, y para ello ad-
mitir la mentira y el fraude y llevar a los hombres
deliberadamente a la ruina y a la muerte, engañándolos por el
camino para que no se enteren de adónde los lleva, para que
esos pobres ciegos tengan la ilusión de que van hacia la
felicidad. Observa este detalle: el fraude se realiza en nombre
de quien el viejo ha creído fervorosamente durante toda su
vida. ¿No es esto una desgracia? Si se encuentra un hombre
así, uno solo, al frente de ese ejército «ávido de poder y que
sólo persigue los bienes terrenales», ¿no es esto suficiente
para provocar una tragedia? Es más, basta un jefe así para
encarnar la verdadera idea directriz del catolicismo romano,
con sus ejércitos y sus jesuitas. Francamente, Aliocha, estoy
convencido de que ese tipo único no ha faltado jamás entre
los que encabezaban el movimiento de que estamos
hablando. Y a lo mejor, algunos de esos hombres figuran en la
lista de los Romanos Pontífices. Tal vez existan todavía varios
ejemplares de ese maldito viejo que ama tan profundamente,
aunque a su modo, a la humanidad, y no por azar, sino bajo la
forma de un convenio, de una liga secreta organizada hace
mucho tiempo y cuyo objetivo es mantener el misterio, a fin de
que no conozcan la verdad los desgraciados y los débiles, y
así sean felices. Así tiene que ser; esto es fatal. Incluso me
imagino que los francmasones tienen un misterio análogo en
la base de su doctrina, y que por eso los católicos odian a los
francmasones: ven en ellos a los competidores de su idea de
que debe haber un solo rebaño bajo un solo pastor... Pero
dejemos eso. Defendiendo mis ideas, adopto la actitud del
autor que no soporta la critica.
-Tal vez tú mismo eres un francmasón -dijo Aliocha-. Tú no
crees en Dios -añadió con profunda tristeza.
Además, le parecía que su hermano le miraba con
expresión burlona.
-¿Cómo termina tu poema? -preguntó con la cabeza baja-.
¿O acaso ya no ocurre nada más?
-Sí que ocurre. He aquí el final que me proponía darle. El
inquisidor se calla y espera un instante la respuesta del Preso.
Éste guarda silencio, un silencio que pesa en el inquisidor. El
Cautivo le ha escuchado con el evidente propósito de no
responderle, sin apartar de él sus ojos penetrantes y
tranquilos. El viejo habría preferido que Él dijera algo, aunque
sólo fueran algunas palabras amargas y terribles. De pronto,
el Preso se acerca en silencio al nonagenario y le da un beso
en los labios exangües. Ésta es su respuesta. El viejo se
estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se
dirige a la puerta, la abre y dice: « ¡Vete y no vuelvas nunca,
nunca!» Y lo deja salir a la ciudad en tinieblas. El Preso se
marcha.
-¿Y qué hace el viejo?
-El beso le abrasa el corazón, pero persiste en su idea.
-¡Y tú estás con él! -exclamó amargamente Aliocha.
-¡Qué absurdo, Aliocha! Esto no es más que un poema sin
sentido, la obra de un estudiante ingenuo que no ha escrito
versos jamás. ¿Crees que pretendo unirme a los jesuitas, a
los que han corregido su obra? Nada de eso me importa. Ya
te lo he dicho: espero cumplir los treinta años; entonces haré
trizas mi copa.
-¿Y los tiernos brotes, las tumbas queridas, el cielo azul, la
mujer amada? ¿Cómo vivirás sin tu amor por ellos? -exclamó
Aliocha con profundo pesar-. ¿Se puede vivir con un infierno
en el corazón y en la mente? Volverás a ellos o te suicidarás,
ya en el límite de tus fuerzas.
-Hay en mí una fuerza que hace frente a todo -dijo Iván
con una fria sonrisa.
-¿Qué fuerza?
-La de los Karamazov, la fuerza que nuestra familia extrae
de su bajeza.
-Y que consiste en hundirse en la corrupción, en pervertir
el alma propia, ¿no es así?
-Tal vez me libre de todo eso hasta los treinta años, y
después...
-¿Cómo puedes librarte? Con tus ideas, no podrás.
-Podré obrando como un Karamazov.
-O sea, que «todo está permitido». ¿No es eso?
Iván frunció las cejas y en su rostro apareció una palidez
extraña.
-Ya veo que ayer cogiste al vuelo esta expresión que tan
profundamente hirió a Miusov y que Dmitri repitió tan
ingenuamente. Bien; ya que lo he dicho, no me retracto: «todo
está permitido». Además, Mitia ha dejado esto bien sentado.
Aliocha le miró en silencio.
-En vísperas de mi marcha, hermano -continuó Iván-, creía
que no tenía en el mundo a nadie más que a ti; pero ahora
veo, mi querido hermano, que ni siquiera en tu corazón hay un
hueco para mí. Como no reniegue del concepto «todo está
permitido», tú renegarás de mi, ¿no es así?
Aliocha fue hacia él y le besó en los labios.
-¡Eso es un plagio! -exclamó Iván-. Ese gesto lo has toma-
do de mi poema. Sin embargo, te lo agradezco. Ha llegado el
momento de marcharnos, Aliocha.
Salieron y se detuvieron en la escalinata.
-Oye, Aliocha -dijo Iván firmemente-, si sigo amando los
brotes primaverales, lo deberé a tu recuerdo. Me bastará
saber que tú estás aquí, en cualquier parte, para sentir
nuevamente la alegría de vivir. ¿Estás contento? Puedes
considerar esto, si quieres, como una declaración de amor
fraternal. Ahora vamos cada cual por nuestro lado. Y basta ya
de este asunto, ¿me entiendes? Quiero decir que si yo no me
fuera mañana, cosa que es muy probable, y nos
encontráranios de nuevo, ni una palabra sobre esta cuestión.
Te lo pido en serio. Y te ruego que no vuelvas a hablarme
nunca de Dmitri. El tema está agotado, ¿no? En
compensación, te prometo que cuando tenga treinta años y
sienta el deseo de arrojar mi copa, vendré a hablar contigo,
estés donde estés y aunque yo resida en América. Entonces
me interesará mucho saber lo que ha sido de ti. Te hago esta
promesa solemne: nos decimos adiós tal vez por diez años.
Ve a reunirte con tu seráfico padre; se está muriendo, y si se
muriera no estando tú a su lado, me acusarías de haberte
retenido. Adiós. Dame otro beso. Ahora, vete.
Iván se marchó sin volverse. Así se había marchado
también Dmitri el día anterior, bien es verdad que en
condiciones distintas. Esta singular observación atravesó
como una flecha el contristado espíritu de Aliocha. El novicio
permaneció unos instantes siguiendo con la vista la figura de
su hermano que se alejaba. De súbito, observó por primera
vez que Iván avanzaba contoneándose y que, visto de
espaldas, tenía el hombro derecho más bajo que el izquierdo.
Aliocha dio media vuelta y se dirigió al monasterio. Caía la
noche. Le asaltó un presentimiento indefinible. Como el día
anterior, se levantó el viento y los pinos centenarios
empezaron a zumbar lúgubremente cuando Aliocha entró en
el bosque de la ermita.
«Mi seráfico padre... ¿De dónde habrá sacado este
nombre?... Iván, mi pobre Iván, ¿cuándo te volveré a ver?...
He aquí la ermita... Sí, mi seráfico padre me salvará de él para
siempre... »
Más adelante se asombró muchas veces de haberse
olvidado por completo de su hermano mayor tras la marcha de
Iván, de Dmitri, a quien aquella misma mañana se había
prometido buscar y encontrar aunque tuviese que pasar la
noche fuera del monasterio.

CAPITULO VI
TODAVÍA REINA LA OSCURIDAD
Después de haber dejado a Aliocha, Iván Fiodorovitch se
dirigió a casa de su padre. De pronto -cosa extraña-, empezó
a sentir una viva inquietud que iba en aumento a medida que
se acercaba a la casa. Esta sensación le llenaba de estupor,
pero no por sí misma, sino por la imposibilidad de definirla.
Conocía la ansiedad por experiencia y no le sorprendía
sentirla en aquellos momentos en que había roto con todo lo
que le ligaba a aquella ciudad a iba a emprender un camino
nuevo y desconocido, solo como siempre, lleno de una
esperanza indeterminada, de una excesiva confianza en la
vida, pero incapaz de precisar lo que de la vida esperaba. Sin
embargo, no era la sensación de hallarse frente a lo
desconocido lo que le atormentaba... «¿No será el disgusto
que me inspira la casa de mi padre?», se dijo. Y añadió: «Es
verdad, bien podría ser, hasta tal extremo me repugna,
aunque hoy vaya a entrar en ella por última vez... Pero no, no
es esto. La causa es los adioses de Aliocha después de
nuestra conversación. ¡He estado tanto tiempo callado, sin
dignarme hablar, y total para acumular una serie de ab-
surdos...!» En verdad, todo podía deberse al despecho propio
de su inexperiencia y de su vanidad juveniles, despecho de no
haber revelado su pensamiento ante un ser como Aliocha, del
que él, en su fuero interno, esperaba mucho. Sin duda, este
despecho existía, tenía que existir, pero había también otra
cosa. «Siento una ansiedad que llega a producirme náuseas y
no puedo precisar lo que quiero. Tal vez lo mejor es no
pensar...»
Iván Fiodorovitch intentó no pensar, pero no consiguió
nada. Lo que le irritaba sobre todo era que su ansiedad tenía
una causa fortuita, exterior: lo sentía. Algún ser o algún objeto
le obsesionaban vagamente, del mismo modo que a veces
tenemos ante nuestros ojos, durante un trabajo o una
conversación animada, algo que nos está mortificando
profundamente hasta que se nos ocurre apartar de nuestra
mente el objeto enojoso y que no es sino una bagatela: un
pañuelo caído en el suelo, un libro que no está bien colocado,
etcétera, etcétera.
Iván llegó a la casa paterna de pésimo humor. Cuando
estaba a unos quince pasos de la puerta, levantó la vista y
comprendió inmediatamente el motivo de su turbación.
Smerdiakov, el sirviente, tomaba el fresco cerca del portal,
sentado en un banco. Iván se dio cuenta en el acto de que
aquel hombre le desagradaba hasta el punto de no poder
soportarlo. Esto fue para él como un rayo de luz. Hacia un
momento, cuando Aliocha le explicó su encuentro con
Smerdiakov, había experimentado una sombría repulsión no
exenta de animosidad. Después, mientras seguía
conversando con su hermano, no volvio- a pensar en él, pero
cuando quedó solo, la sensación olvidada surgió de su incons-
ciente.
«¿Es posible que ese miserable me inquiete hasta tal
punto?» , se dijo, desesperado.
Desde hacía poco, especialmente desde hacía unos días,
Iván Fiodorovitch sentía una profunda aversión hacia aquel
hombre. Él mismo había terminado por advertir esta antipatía
creciente, tal vez agravada por el hecho de que al principio
Iván Fiodorovitch sentía por Smerdiakov una especie de
simpatía. Éste había empezado por parecerle original y había
conversado con frecuencia con él, a pesar de considerarlo
como un ser un poco limitado, además de inquieto, y sin
comprender lo que podía atormentar continuamente a aquel
«contemplador». Hablaban a veces de cuestiones filosóficas,
preguntándose incluso cómo era posible que hubiera luz el
primer día, cuando el sol, la luna y las estrellas no se crearon
hasta el cuarto, y tratando de hallar la solución de este
problema. Pero pronto se convenció Iván Fiodorovitch de que
Smerdiakov sentía un interés muy limitado por los astros y
que tenía otras preocupaciones. Adolecia de un exagerado
amor propio de hombre ofendido. Esto desagradó
profundamente a Iván y engendró su aversión. Después
sobrevinieron incidentes enojosos: la aparición de Gru-
chegnka, las querellas de Dmitri con su padre, verdaderos
escándalos. Aunque Smerdiakov hablaba siempre de ello con
agitación, no era posible deducir lo que deseaba para él
mismo. Algunos de sus deseos, cuando los exponía
involuntariamente, sorprendian por su incoherencia.
Consistian siempre en preguntas, en simples alusiones que no
explicaba nunca: se callaba o empezaba a hablar de otra cosa
en el momento de mayor animación. Pero lo que más
molestaba a Iván y había acabado por hacerle ver en
Smerdiakov un ser antipático, era la chocante familiaridad con
que el sirviente le trataba y que iba en continuo aumento. No
era descortés, sino todo lo contrario; pero Smerdiakov había
llegado, Dios sabía por qué, a creer que existía cierta
solidaridad entre él a Iván Fiodorovitch: se expresaba como si
hubiese entre ellos una inteligencia conocida e incomprensible
para los que les rodeaban. Iván Fiodorovitch tardó mucho
tiempo en comprender la causa de su creciente repulsión:
hasta últimamente no la había comprendido.
Ahora, su propósito era pasar por el lado de Smerdiakov
con gesto huraño y desdeñoso, sin decirle nada; pero
Smerdiakov se puso en pie de un modo que hizo comprender
a Iván Fiodorovitch que el criado deseaba hablarle
confidencialmente. Iván le miró y se detuvo. Y el hecho de
proceder así en vez de pasar de largo como era su propósito
le produjo gran turbación. Dirigió una mirada llena de
repulsión y cólera a aquella figura de eunuco, con el cabello
recogido sobre las sienes y un enhiesto mechón central.
Guiñaba el ojo izquierdo como diciendo:
«No pasarás. Sabes muy bien que nosotros, personas
inteligentes, tenemos que hablar.»
Iván Fiodorovitch se estremeció.
«¡Atrás, miserable! ¿Qué hay de común entre tú y yo, im-
bécil?», quiso decirle. Pero en vez de esto, y para asombro
suyo, dijo otra cosa completamente distinta.
-¿Está durmiendo mi padre todavía? -preguntó en un tono
resignado, y, sin darse apenas cuenta, se sentó en el banco.
Hubo un momento en que casi sintió miedo: se acordó de ello
más tarde. Smerdiakov, con las manos en la espalda, le
miraba con un gesto de seguridad en sí mismo, casi
severamente.
-Sí, todavía está durmiendo -repuso con parsimonia, mien-
tras pensaba: «Ha sido él el primero en hablar»-. Me asombra
usted -añadió tras una pausa, bajando la vista con un gesto
de afectación, avanzando el pie derecho y jugueteando con la
punta de su lustrado borceguí.
-¿Qué es lo que te asombra? -preguntó secamente Iván
Fiodorovitch, esforzándose por contenerse a indignado contra
si mismo al notar que sentía una viva curiosidad y la quería
satisfacer a toda costa.
-¿Por qué no va usted a Tchermachnia? -preguntó Smer-
diakov con una sonrisa llena de familiaridad. Y su ojo
izquierdo parecía decir: «Si eres un hombre inteligente,
comprenderás esta sonrisa. »
-¿A santo de qué tengo que ir a Tchermachnia? -preguntó
asombrado Iván Fiodorovitch.
Hubo un silencio.
-Fiodor Pavlovitch se lo ha rogado encarecidamente -dijo
Smerdiakov al fin, sin apresurarse, como si no diese ninguna
importancia a su respuesta, algo así como si dijese: «Te
indico un motivo de tercer orden, solamente por decir algo.»
-¡Habla con claridad, demonio! ¿Qué es lo que quieres?
-exclamó Iván Fiodorovitch, que cuando se irritaba era
grosero.
Smerdiakov volvió a poner el pie derecho al lado del
izquierdo y levantó la cabeza, conservando su flemática
sonrisa.
-No tiene importancia: he hablado por hablar.
Nuevo silencio. Iván Fiodorovitch comprendia que debía
levantarse, enfadarse. Smerdiakov permanecía ante él en
actitud de espera. « Bueno, ¿te vas a enfadar o no?», parecía
decir. Por lo menos, esta impresión le producía a Iván. Éste se
dispuso al fin a levantarse. Smerdiakov aprovechó la situación
para decir:
-¡Horrible situación la mia! No sé cómo salir del apuro.
Dijo esto resueltamente. Luego suspiró. Iván no terminó de
levantarse.
-Los dos parecen haber perdido la cabeza -añadió
Smerdiakov-. Parecen niños. Me refiero a su padre y a su
hermano Dmitri Fiodorovitch. Fiodor Pavlovitch se levantará
dentro de un momento y empezará a preguntarme: «¿Por qué
no ha venido?» Y no parará de hacerme esta pregunta hasta
medianoche a incluso hasta más tarde. Si Agrafena
Alejandrovna no viene (y yo creo que no tiene el propósito de
venir), mañana por la mañana volverá a atosigarme. «¿Por
qué no ha venido? ¿Cuándo vendrá?» ¡Cómo si yo tuviera la
culpa! Por el otro lado, la misma historia. Al caer la noche, a
veces antes, se presenta su hermano, siempre armado.
«¡Mucho ojo, granuja, marmitón: si la dejas pasar sin
advertirme, te mataré!» Y por la mañana sigue
martirizándome, de tal modo, que se diría que, como Fiodor
Pavlovitch, me considera culpable de que su dama no haya
venido. Su cólera aumenta de día en día, y esto me tiene tan
atemorizado, que a veces pienso incluso en quitarme la vida.
No espero nada bueno.
-¿Por qué te has mezclado en esto? ¿Por qué espías a
Dmitri?
-No he tenido más remedio. Yo no me mezclé en nada por
mi gusto, sépalo. Al principio callaba: no me atrevía ni siquiera
a responder. Dmitri Fiodorovitch me ha convertido en un
criado suyo. Además, no ha cesado de amenazarme. «¡Te
mataré, bribón, si la dejas pasar!» Estoy seguro de que
mañana me dará un largo ataque.
-¿Un ataque?
-Sí, un largo ataque. Me durará varias horas, tal vez un día
o dos. Uno me duró tres días, y los tres estuve sin
conocimiento. Caí de lo alto del granero. Fiodor Pavlovitch
envió a buscar a Herzenstube, que me prescribió hielo en la
cabeza y otra cosa. Estuve a dos dedos de la muerte.
-Dicen que es imposible prever los ataques de epilepsia.
¿Cómo puedes saber que tendrás uno mañana? -preguntó
Iván Fiodorovitch con una curiosidad en la que había algo de
cólera.
-Tiene usted razón.
-Además, aquella vez caíste desde el granero.
-También puedo caer mañana, pues subo a él todos los
días. Y si no es en el granero, puede ser en el sótano, pues
también bajo al sótano todos los días.
Iván lo observó largamente.
-Tú estás tramando algo que no acabo de comprender
-dijo en voz baja y en tono amenazador-. ¿Te propones acaso
simular un ataque de tres días?
-Si lo hiciera..., esto es un juego de niños cuando uno tiene
experiencia..., si lo hiciera, tendría perfecto derecho a recurrir
a este medio de salvar la vida. Hallándome en ese estado, su
hermano no me pediría cuentas en el caso de que Agrafena
Alejandrovna viniese, pues no se pueden pedir cuentas a un
enfermo. Se avergonzaría de hacer una cosa así.
Iván Fiodorovitch exclamó, con las facciones contraídas
por la cólera:
-¿Por qué demonio has de estar temiendo siempre por tu
vida? Las amenazas de Dmitri son las de un hombre
enfurecido y nada más. Es posible que mate a alguien, pero
no a ti.
-Me matará a mí antes que a nadie, como se mata a una
mosca... Pero aún me gustaría menos que me creyeran su
cómplice si atacara como un loco a su padre.
-¿Por qué te han de acusar de complicidad?
-Porque yo le he revelado en secreto las contraseñas.
-¿Qué contraseñas? ¿Quieres hablar claro, demonio?
-Sepa usted -silabeó Smerdiakov con acento doctoral- que
Fiodor Pavlovitch y yo tenemos un secreto. Usted sabe sin
duda que, desde hace unos días, se encierra apenas llega la
noche. Usted acostumbra regresar pronto y sube en seguida a
su habitación. Ayer ni siquiera salió. Así, usted tal vez ignore
el cuidado con que se atrinchera. Si viniera Grigori
Vasilievitch, él no le abriría hasta que reconociera su voz.
Pero Grigori Vasilievitch no viene ya, porque ahora estoy yo
solo a su servicio en su departamento. Así lo ha decidido
desde que tiene ese enredo con Agrafena Alejandrovna.
Cumpliendo sus instrucciones, paso la noche en el pabellón.
Hasta medianoche he de estar de guardia, vigilando el patio,
por si ella viene. Después de varios días de espera, esta
inquietud lo tiene loco. He aquí cómo razona: «Dicen que ella
le tiene miedo (a Dmitri Fiodorovitch, se entiende); por lo
tanto, vendrá de noche y entrará en el patio. Acecha hasta
pasada medianoche. Apenas la veas, corre a golpear la
puerta o la ventana que da al jardín, dos veces despacito, así,
y después tres veces más de prisa: pam, pam, pam. Entonces
yo comprenderé que es ella y te abriré la puerta sin ruido. »
Me ha dado otra contraseña para los casos extraordinarios:
primero dos golpes rápidos, pam, pam; después, tras una
pausa, un golpe fuerte. Así comprenderá que hay novedades
y me abrirá. Y yo le explicaré lo que haya. Esta llamada la
reservamos para el caso de que venga alguien de parte de
Agrafena Alejandrovna o de que se acerque Dmitri
Fiodorovitch. Fiodor Pavlovitch tiene mucho miedo a su
hermano, y me ha ordenado que le informe de su proximidad
aun en el caso de que esté encerrado con Agrafena
Alejandrovna. Cuando esto ocurra habré de dar tres golpes. O
sea que la primera contraseña, consistente en cinco golpes,
quiere decir: « Ha llegado Agrafena Alejandrovna.» La
segunda, tres golpes: «Noticia urgente. » Me ha hecho la
demostración varias veces. Y como nadie en el mundo,
excepto él y yo, conoce estas contraseñas, cuando las oiga
abrirá sin vacilar ni preguntar: sin preguntar, porque no quiere
hacer el menor ruido... Pues bien, Dmitri Fiodorovitch está al
corriente de estas señales convenidas.
-¿Cómo? ¿Es que tú se las has dicho? ¿Cómo te has
atrevido?
-Tengo miedo. No he podido guardar el secreto. Dmitri Fio-
dorovitch me decía todos los días: «Me engañas, me ocultas
algo. Te voy a partir la cabeza.» Yo he procurado convencerlo
de mi lealtad, de que no lo engaño, sino todo lo contrario...
-Bien; si tú crees que quiere entrar utilizando la
contraseña, impídeselo.
-¿Cómo se lo podré impedir si me da el ataque? Eso
suponiendo que me atreva. ¡Es tan violento!
-¡Vete al diablo! ¿Cómo puedes saber con tanta seguridad
que mañana te va a dar un ataque? Te estás burlando de mí.
-Nunca me atrevería. Además, el momento no se presta a
las burlas. Presiento que sufriré un ataque y que el miedo lo
provocará.
-Si tú estás en cama, se encargará de vigilar Grigori. Ponle
al corriente de todo y él le impedirá entrar.
-Sin el permiso de mi señor, no me atrevo a revelarle las
contraseñas a Grigori Vasilievitch. Además, Grigori
Vasilievitch está enfermo desde ayer y Marta Ignatievna se
dispone a cuidarlo. Es algo curioso. Esa mujer tiene el
secreto, y lo guarda, de una infusión muy fuerte que hace con
cierta hierba. Tres veces al año administra este remedio a
Grigori Vasilievitch cuando sufre sus ataques de lumbago y
queda casi paralizado. Empapa un trapo en esta infusión y
está frotándole la espalda durante media hora, hasta que la
piel se enrojece a incluso se hincha. Lo que sobra se lo hace
beber mientras murmura una plegaria. Marta Ignatievna bebe
también un poco, y como ninguno de los dos está
acostumbrado a beber, caen inmediatamente en un profundo
y largo sueño. Cuando se despiertan, Grigori Vasilievitch
suele estar curado. En cambio, su esposa tiene jaqueca. De
modo que si mañana Marta Ignatievna hace use del remedio y
llega Dmitri Fiodorovitch, no lo oirán, porque estarán
dormidos, y lo dejarán entrar.
Iván Fiodorovitch frunció las cejas.
-Comprendo tus intenciones -exclamó-. Todo se arreglará
a medida de tus deseos: tú habrás sufrido un ataque y ellos
estarán dormidos. Todo eso es un plan que te has forjado.
-¿Cómo podría combinar todas esas cosas? Además,
¿con qué objeto, siendo así que todo depende exclusivamente
de Dmitri Fiodorovitch...? Si él quiere hacer algo, lo hará. Si no
quiere, seré yo el que vaya a buscarlo para que venga a casa
de su padre.
-¿Pero por qué ha de venir, y además a escondidas, si,
como tú mismo dices, Agrafena Alejandrovna no viene? –
prosiguió Iván Fiodorovitch pálido de cólera-. Yo siempre he
creido que esto era una fantasía del viejo, que esa joven no
vendría nunca aquí. ¿Por qué, pues, ha de venir Dmitri a
forzar la puerta? Habla; quiero conocer tu pensamiento.
-Usted sabe perfectamente por qué vendrá. ¿Qué le
importa lo que yo piense? Vendrá por animosidad o por
desconfianza. Vendría, sin duda, si yo estuviera enfermo.
Dejándose llevar de sus Judas, querrá explorar las
habitaciones de Fiodor Pavlovitch como hizo ayer, para ver si
ella ha entrado sin que él lo haya advertido. Dmitri
Fiodorovitch sabe también que su padre ha puesto tres mil
rublos en un gran sobre que ha sellado con tres sellos y atado
con una cinta. Y en el sobre ha escrito de su puño y letra:
«Para Gruchegnka, mi ángel, si viene.» Tres días después
añadió: «Para mi paloma. »
-¡Qué absurdo! -exclamó Iván Fiodorovitch fuera de sí-.
Dmitri no vendrá a matar a su padre para robarle. Ayer lo
pudo matar, porque estaba loco a causa de Gruchegnka, pero
no lo hará para robarle.
-Está muy necesitado de dinero, Iván Fiodorovitch -dijo
Smerdiakov con perfecta calma y gran claridad-. Usted no
sabe hasta qué punto lo necesita. Además, considera que
esos tres mil rublos le pertenecen. « Mi padre me debe
exactamente tres mil rublos», me ha dicho. Además, Iván
Fiodorovitch, piense en esto: su hermano está casi seguro de
que Agrafena Alejandrovna, si así lo desea, obligará a su
padre a casarse con ella. Por eso yo creo que no vendrá, pero
que es muy posible que quiera convertirse en una dama. Sé
que su amante, el especulador Sarnsonov, le ha dicho
francamente que este matrimonio no sería un mal negocio.
Gruchegnka no es tonta y no puede ver ninguna razón para
casarse con un hombre arruinado como Dmitri Fiodorovitch. Si
Agrafena Alejandrovna se casa con su padre, Iván
Fiodorovitch, lo hará para ponerlo todo a su nombre, y en este
caso, ni usted ni sus hermanos heredarán un solo rublo. En
cambio, si su padre muriese ahora, recibirían ustedes
cuarenta mil rublos cada uno, sin excluir a Dmitri Fiodorovitch,
a quien él tanto detesta, pues todavía no ha hecho
testamento... Dmitri Fiodorovitch está al corriente de todo
esto.
Las facciones de Iván se crisparon; su rostro enrojeció.
-¿Por qué -preguntó agriamente- me has aconsejado que
me fuera a Tchermachnia? ¿En qué estabas pensando?
Después de mi marcha, podría suceder algo aquí...
Se detuvo jadeante.
-Precisamente por eso -dijo pausadamente Smerdiakov,
sin apartar la vista de Iván Fiodorovitch.
-¿Cómo precisamente por eso? -exclamó Iván
Fiodorovitch, tratando de contenerse y con una expresión
amenazadora en la mirada.
-He dicho eso porque deseo su bien -repuso Smerdiakov
con desenfado-. Si yo estuviera en su lugar, procuraría
apartarme de este mal asunto.
Los dos guardaron silencio.
-Tienes el aspecto de un perfecto imbécil y de un granuja.
Iván Fiodorovitch se levantó de un salto y se dirigió a la
puerta, pero se detuvo y volvió hacia Smerdiakov. Entonces
ocurrió algo extraño: Iván Fiodorovitch se mordió los labios,
apretó los puños y faltó muy poco para que se arrojara sobre
Smerdiakov. Éste se dio cuenta a tiempo, se estremeció y se
echó atrás. Pero no ocurrió nada desagradable. Iván
Fiodorovitch, silencioso y perplejo, se dirigió de nuevo a la
puerta.
-Mañana salgo para Moscú, ¿oyes?; mañana por la
mañana -gruñó, y se sorprendió en el acto de haber dicho
esto a Smerdiakov.
-Bien pensado -respondió el sirviente como si esperase
esta declaración-. No obstante, estando usted en Moscú, se le
podría llamar por telégrafo si ocurriese algo.
Iván Fiodorovitch dio de nuevo media vuelta. En
Smerdiakov se había operado un cambio súbito. Su
negligente familiaridad había desaparecido. Su semblante
expresaba una profunda atención y una ávida espera, aunque
conservaba una timidez servil. En su mirada fija en Iván se
leía esta pregunta: «Bueno, ¿no tienes nada más que decir?»
-¿Es que no me llamarían igualmente a Tchermachnia si
sucediera algo? -preguntó Iván Fiodorovitch, levantando la
voz sin saber por qué.
-Sí, también le llamarían a Tchermachnia -murmuró Smer-
diakov sin apartar la vista de los ojos de Iván.
-Claro que Moscú está lejos y Tchermachnia cerca.
¿Pretendes que me vaya a Tchermachnia para ahorrarme
gastos de viaje y no tener que dar una gran vuelta?
-Exactamente -dijo Smerdiakov con voz insegura y sonrisa
servil, mientras se disponía a saltar hacia atrás nuevamente.
Pero, para sorpresa suya, Iván Fiodorovitch se echó a reir
a carcajadas. Después de cruzar la puerta, aún se reía. Nadie
que lo estuviera observando habría atribuido su risa al
alborozo. Ni él mismo habría podido explicar lo que sentía.
Andaba maquinalmente.

CAPITULO VII
DA GUSTO CONVERSAR CON UN HOMBRE
INTELIGENTE
Incluso iba hablando a solas. Al ver a Fiodor Pavlovitch en
el salón, le gritó: « ¡No entro: me voy a mi habitación! ¡Adiós!»
Y pasó de largo, sin mirar a su padre. Sin duda, se habla
dejado llevar de la aversión que el viejo le inspiraba, y esta
animosidad expresada con tanta insolencia sorprendió a
Fiodor Pavlovitch. Éste tenía que decir algo urgente a su hijo,
y con esta intención había ido a su encuentro. Ante la
inesperada acogida de Iván, se detuvo y le siguió con una
mirada irónica hasta que hubo desaparecido.
-¿Qué le pasa? -preguntó a Smerdiakov, que llegó en ese
momento.
-Está enojado, Dios sabe por qué -repuso Smerdiakov,
evasivo.
-¡Que se vaya al diablo con su enfurruñamiento! Ve a
prepararle el samovar y vuelve. ¿Alguna novedad?
Entonces vinieron las preguntas referentes a la visitante
esperada, de que Smerdiakov acababa de quejarse a Iván
Fiodorovitch. No hace falta que las repitamos.
Media hora después, las puertas estaban cerradas, y el
trastornado viejo iba de un lado a otro, con el corazón
palpitante, esperando la señal convenida. A veces miraba por
las oscuras ventanas, pero sólo veía las sombras de la noche.
Era ya muy tarde a Iván Fiodorovitch aún no se habla
dormido. Meditaba y no se acostó hasta las dos. No
expondremos aquí sus pensamientos: no ha llegado el
momento de penetrar en el alma de este hombre. Ya llegará la
ocasión. La empresa no será fácil, pues no eran ideas lo que
le inquietaban, sino una especie de vaga agitación. Él era el
primero en darse cuenta de que no pisaba terreno firme.
Extraños deseos le atormentaban. A medianoche experimentó
el de bajar, abrir la puerta, ir al pabellón y dar una paliza a
Smerdiakov, y si le hubieran preguntado por qué, no habría
podido señalar ningún motivo razonable: solamente el de que
odiaba a aquel bellaco como si hubiera recibido de él la más
grave ofensa del mundo.
Por otra parte, una timidez inexplicable, humillante, le
asaltó varias veces, dejándolo exhausto. La cabeza le daba
vueltas, le hostigaba una sensación de odio, un deseo de
vengarse de alguien. Detestaba incluso a Aliocha, al
acordarse de su reciente conversación con él, y en algunos
momentos se odiaba a sí mismo. Se había olvidado de
Catalina Ivanovna y se asombraba de ello al recordar que el
día anterior, cuando se jactaba ante ella de partir al día
siguiente para Moscú, se decía a sí mismo: «¡Qué disparate!
No te marcharás: no romperás tan fácilmente con ella,
fanfarrón.»
Mucho tiempo después, Iván Fiodorovitch recordó con
repugnancia que aquella noche iba sin hacer ruido, como si
temiera que lo oyesen, hacia la puerta, la abría, salía al
rellano de la escalera y escuchaba cómo su padre iba y venía
en la planta baja. Estaba un buen rato escuchando con una
extraña curiosidad, conteniendo la respiración y el corazón
latiéndole con violencia. Él era el primero en no saber por qué
obraba así. Durante toda su vida calificó este proceder de
indigno, considerándolo en el fondo de su alma como el acto
más vil de que se podía acusar. En aquella ocasión no sentía
ningún odio por Fiodor Pavlovitch, sino solamente una viva
curiosidad. ¿Qué haría allá abajo? Lo veía mirando por las
ventanas oscuras, deteniéndose de pronto en medio de la
habitación con el oído atento, por si alguien llamaba.
Iván Fiodorovitch salió dos veces al rellano para acechar.
A eso de las dos, cuando todo estaba en calma, se acostó con
un ávido deseo de dormirse, pues estaba extenuado. Se
durmió profundamente, sin ensueños, y cuando despertó ya
era de día. Al abrir los ojos se sorprendió de sentir una
energía extraordinaria, se levantó, se vistió rápidamente y
empezó a hacer la maleta. Precisamente la lavandera le había
traído la ropa lavada. Sonrió al pensar que nada se oponía a
su repentina marcha. Bien podía calificarse de repentina.
Aunque Iván Fiodorovitch hubiera dicho el día anterior a Cata-
lina Ivanovna, Aliocha y Smerdiakov que saldría al día
siguiente para Moscú, recordaba que, al acostarse, no tenía el
propósito de partir; por lo menos, no sospechaba que al
levantarse empezaría inmediatamente a hacer la maleta. Al
fin, tanto ésta como su maletín estuvieron listos. Eran ya las
nueve cuando apareció Marta Ignatievna para preguntarle
como de costumbre:
-¿Toma usted el té aquí o abajo?
Bajó casi alegremente, aunque sus palabras y sus
ademanes denunciaban cierta agitación. Saludó afablemente
a su padre, incluso le preguntó por su salud, pero, sin esperar
su respuesta, le manifestó que partiría al cabo de una hora
para Moscú, y le rogó que hiciera preparar los caballos. El
viejo le oyó sin la menor muestra de asombro, sin ni siquiera
adoptar, por cumplido, un aire de pesar. En cambio, recordó,
no sin placer, cierto importante asunto que podía encargarle.
-¡Qué raro eres! Ayer no me dijiste nada. Pero no importa,
todavía hay tiempo. Hazme un gran favor: pasa por
Tchermachnia. No tienes más que doblar a la izquierda en la
estación de Volovia. Recorres una docena de verstas a lo
sumo, y ya estás allí.
-Perdona, pero no puedo. De aquí a la estación hay
ochenta verstas; el tren de Moscú sale a las siete; tengo el
tiempo justo.
-Tiempo tendrás de ir a Moscú. Hoy ve a Tchermachnia.
¿Qué te cuesta tranquilizar a tu padre? Si yo no estuviera
ocupado, habría ido ya, pues el asunto es urgente. Pero... no
puedo ausentarme ahora... Óyeme, tengo dos porciones de
bosque, una en Begutchev y otra en Diatchkino, en las landas.
Los traficantes Maslov, padre a hijo, sólo ofrecen ocho mil
rublos por la tala. El año pasado se presentó un comprador
que daba doce mil. Pero no era de aquí: observa este detalle.
Aquí no hay compradores de bosques. Los Maslov tienen
centenares de miles de rublos y son los que hacen la ley. Hay
que aceptar sus condiciones: nadie se atreve a pujar sus
ofertas. Pues bien, el padre Ilinski me anunció el jueves pa-
sado la llegada de Gorstkine, otro traficante. Lo conozco.
Tiene la ventaja de no ser de aquí, sino de Pogrebov, por lo
que no teme a los Maslov. Ofrece once mil rublos,
¿comprendes? Estará allí una semana a lo sumo, según me
dice el pope en su carta. Tú arreglarás el asunto con él.
-Escribe al pope diciéndole que se encargue de ello.
-No lo haría bien: no entiende de estas cosas. Vale su
peso en oro, yo le confiaría veinte mil rublos sin recibo; pero
no tiene olfato; se diría que es un niño. Sin embargo, es nada
menos que un erudito. El tal Gorstkine tiene el aspecto de un
mendigo, lleva una mísera blusa azul; pero es un pícaro
redomado. Miente, y a veces hasta tal punto, que no se
comprende la razón de tales mentiras. Una vez dijo que su
mujer había muerto y que él se había vuelto a casar. Y no
había ni una palabra de verdad en esto: su mujer vive todavía
y él la zurra regularmente. Ahora la cuestión es averiguar si
está verdaderamente dispuesto a dar por la tala once mil
rublos.
-Es que tampoco yo entiendo de esos negocios.
-Tú saldrás adelante. Escucha: te voy a describir a ese
Gorstkine. Tengo relaciones comerciales con él desde hace
tiempo. Óyeme: has de observar su barba, que es roja y vil.
Cuando Gorstkine se exalta hablando y su barba se agita, la
cosa va bien: entonces ese hombre dice la verdad y quiere
llegar a un acuerdo. Pero si se acaricia la barba con la mano
izquierda y a la vez sonríe, es que quiere enredarte. Inútil
mirar sus ojos: son como agua turbia. Has de mirar su barba.
Su verdadero nombre no es Gorstkine, sino Liagavi . Pero no
le llames así, porque se molestaría. Si ves que el negocio
puede cerrarse, escríbeme dos letras. Mantén el precio de
once mil rublos. En último término, puedes bajar mil, pero no
más. Observa que entre ocho mil y once mil hay tres mil de
diferencia. Esto representaría para mí un dinero que no
esperaba recibir y del que tengo gran necesidad. Si me dices
que los tratos van en serio, yo encontraré el tiempo preciso
para ir a cerrarlos. ¿Para qué ir ahora, no sabiendo si el pope
se ha equivocado? Bueno, ¿vas a ir o no?
-Perdona, pero no tengo tiempo.
-Haz este favor a tu padre y toda la vida te lo estaré
agradeciendo. Sois todos unos desalmados. ¿Qué significan
para ti un día o dos? ¿Adónde vas tú ahora, a Venecia? No
temas que desaparezca del mapa. Habría enviado a Aliocha;
¿pero qué sabe él de esto? En cambio, tú eres astuto: se ve a
la legua. Tú no eres traficante en bosques, pero sabes ver las
cosas. Lo importante ahora es averiguar si ese hombre habla
en serio. Te lo repito: tú mira su barba, y si ves que se agita,
habla en serio.
-Es decir, que tú mismo me obligas a ir a esa maldita
Tchermachnia -dijo Iván con una sonrisa sarcástica.
Fiodor Pavlovitch no observó o no quiso observar el
sarcasmo y se fijó sólo en la sonrisa.
-¿De modo que irás? He de darte un billete.
-No sé si iré. Lo decidiré por el camino.
-¿Por qué por el camino? Decídelo ahora. Una vez
arreglado el asunto, ponme dos líneas. Entrégaselas al pope:
él se encargará de remitirme tu carta. Después podrás partir
libremente para Venecia. El pope te llevará en coche a la
estación de Volovia.
El viejo estaba radiante de alegría. Escribió el billete y
envió en busca de un coche. Se sirvió un ligero almuerzo y
coñac. El júbilo solía hacer expansivo a Fiodor Pavlovitch,
pero esta vez el viejo se contenía. Ni una palabra acerca de
Dmitri. La separación no le afectaba lo más mínimo y no sabía
qué decir. Iván Fiodorovitch se sintió herido. «Le molestaba»,
pensó. Fiodor Pavlovitch acompañó a su hijo hasta el pórtico.
Hubo un momento en que pareció que iba a besarle, pero Iván
Fiodorovitch se apresuró a tenderle la mano, con el evidente
propósito de evitar el beso. El viejo lo comprendió y se detuvo.
Estaban en la escalinata.
-Que Dios te guarde. Supongo que volverás aunque sólo
sea una vez. Verte será siempre un placer para mí. Que el
Señor te acompañe.
Iván Fiodorovitch subió en el tarantass.
-¡Adiós, Iván! ¡No me guardes rencor! -le gritó su padre fi-
nalmente.
Smerdiakov, Marta y Grigori habían acudido para decirle
adiós. Iván les dio diez rublos a cada uno. Smerdiakov se
acercó al coche para arreglar la alfombra.
-¿Ves? Voy a Tchermachnia -dijo de pronto Iván, a pesar
suyo y con una risita nerviosa. Y se acordó mucho tiempo de
esto.
-Entonces es verdad, como se dice, que da gusto
conversar con un hombre inteligente -repuso Smerdiakov,
dirigiendo a Iván una mirada penetrante.
El tarantass partió al galope. El viajero estaba preocupado,
pero miraba ávidamente los campos, los ribazos, una
bandada de patos salvajes que volaba a gran altura bajo el
claro cielo... De pronto experimentó una sensación de
bienestar. Intentó charlar con el cochero y se interesó
vivamente por una de sus respuestas, pero en seguida se dio
cuenta de que su atención estaba en otra parte. Se calló y
respiró con placer el aire fresco y puro. El recuerdo de Aliocha
y de Catalina Ivanovna cruzó su mente. Sonrió dulcemente y
de un soplo desvaneció los queridos fantasmas.
«Más adelante», se dijo.
Llegaron pronto al puesto de relevo, donde se
engancharon nuevos caballos para continuar el viaje a
Volovia.
«¿Por qué habrá dicho que da gusto conversar con un
hombre inteligente? -se preguntó de súbito-. ¿Qué estaría
pensando al decir esto? ¿Y por qué le habré dicho yo que iba
a Tchermachnia?»
Cuando llegaron a Volovia, Iván bajó del coche y varios
cocheros le rodearon. Concertó el precio para la visita a
Tchermachnia: doce verstas por un camino vecinal. Ordenó
que engancharan, entró en el local, miró a la encargada y
volvió a salir al pórtico.
-No voy a Tchermachnia. ¿Puedo llegar a las siete a la
estación, muchachos?
-A sus órdenes. ¿Hay que enganchar?
-Ahora mismo. ¿Va mañana a la ciudad alguno de
vosotros?
-Sí, Dmitri ha de ir.
-¿Quieres hacerme un favor, Dmitri? Se trata de ir a casa
de mi padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov, y decirle que no
he ido a Tchermachnia,
-Lo haré. Conocemos a Fiodor Pavlovitch desde hace
mucho tiempo.
-Toma la propina, pues no hay que esperar que él te la dé-
dijo alegremente Iván Fiodorovitch.
-Desde luego -exclamó Dmitri, echándose a reír-. Gracias,
señor. Cumpliré su encargo.
A las siete de la tarde, Iván subió al tren de Moscú.
«¡Olvidemos todo el pasado! Olvidémoslo para siempre. No
quiero volver a oír hablar de él. Voy hacia un nuevo mundo,
hacia nuevas tierras, sin volver la vista atrás.»
Pero, de súbito, una nube envolvió su alma y una tristeza
tan profunda como nunca había sentido le oprimió el corazón.
Estuvo toda la noche pensativo. Hasta la mañana siguiente, a
su llegada a Moscú, no se recobró.
«Soy un miserable», se dijo.
Después de marcharse su hijo, Fiodor Pavlovitch respiró.
Durante dos horas, con ayuda del coñac, se sintió poco
menos que feliz. Pero entonces se produjo un incidente
enojoso que lo consternó. Smerdiakov, al bajar al sótano,
resbaló en el primer escalón de la escalera. Marta Ignatievna,
que estaba en el patio, no vio la caída, pero oyó el grito
extraño del epiléptico presa de un ataque: conocía bien este
grito. Si el ataque le había acometido en el momento de poner
el pie en la escalera y había sido la causa de que cayera
rodando hasta abajo, o si había sido la caída y la conmoción
consiguiente lo que había provocado el ataque, no era posible
saberlo. Lo cierto es que lo encontraron en el sótano presa de
horribles convulsiones y echando espuma por la boca. Al
principio se creyó que estaba herido, que se había roto algún
miembro; pero «el Señor lo había protegido», según dijo Marta
Ignatievna. Estaba indemne.
Sin embargo, no fue cosa fácil llevarlo arriba. Se consiguió
con la ayuda de algunos vecinos. Fiodor Pavlovitch, que
presenciaba la operación, echó una mano. Estaba
trastornado.
El enfermo había perdido el conocimiento. Habían cesado
las sacudidas, pero pronto empezaron de nuevo. Se llegó a la
conclusión de que el ataque era como el del año anterior,
cuando se cayó del granero. Entonces se le puso hielo en la
cabeza. Esta vez Marta Ignatievna volvió a aplicar el remedio,
pues encontró un poco de hielo en la bodega.
Al atardecer, Fiodor Pavlovitch envió en busca del doctor
Herzenstube, que acudió sin pérdida de tiempo. Después de
haber examinado al enfermo atentamente (era el médico más
minucioso de la comarca, un viejecito respetable), dijo que el
ataque no era de los corrientes, «que podía tener
complicaciones», que no veía la cosa clara y que al día
siguiente, si la medicación prescrita no había producido
efecto, probaría otro tratamiento.
Se acostó al enfermo en el pabellón, en un cuartito
inmediato al de Grigori. A continuación, Fiodor Pavlovitch
empezó a sufrir una serie de contrariedades. El cocido hecho
por Marta Ignatievna resultó una especie de agua sucia
comparado con el de costumbre. La gallina, reseca, no se
podía comer. A los amargos y justificados reproches de su
amo, Marta Ignatievna contestó que la gallina era vieja y que
ella no era una cocinera profesional.
Al anochecer, Fiodor Pavlovitch recibió un nuevo disgusto:
Grigori, que se sentía mal desde hacía dos días, se había
tenido que meter en la cama, a causa de su lumbago. Se
apresuró a tomar el té y se encerró en sus habitaciones,
agitadísimo. Estaba casi seguro de que precisamente aquella
noche se presentaría Gruchegnka. Por lo menos, Smerdiakov
le había anunciado aquella mañana que la joven lo había
prometido.
El incorregible viejo notaba el violento palpitar de su
corazón mientras iba y venía por las vacías habitaciones
aguzando el oído. Había que vigilar; a lo mejor, Dmitri estaba
espiando por los alrededores; por lo tanto, apenas oyese
llamar a la ventana (Smerdiakov le había dicho que
Gruchegnka conocía las señales), debía abrir, para evitar que
la visitante sintiera miedo al verse sola en el vestíbulo y se
diera a la fuga.
Fiodor Pavlovitch era presa de una profunda agitación,
pero, al mismo tiempo, jamás una esperanza tan dulce había
mecido su alma: estaba seguro de que esta vez acudiría
Gruchegnka.

LIBRO VI
UN RELIGIOSO RUSO

CAPITULO PRIMERO

EL STARETS ZÓSIMO Y SUS HUÉSPEDES


Cuando Aliocha entró ansiosamente en la celda del
starets, su sorpresa fue extraordinaria. Esperaba encontrarlo
agonizante, tal vez sin conocimiento, y lo vio sentado en un
sillón, débil, pero con semblante alegre y animoso, rodeado de
varios visitantes con los que conversaba apaciblemente. El
anciano se había levantado un cuarto de hora antes a lo sumo
de la llegada de Aliocha. Los visitantes, reunidos en la celda,
habían esperado el momento en que el starets despertara,
pues el padre Paisius les había asegurado que «el maestro se
levantaría, sin duda alguna, para hablar una vez más con las
personas que contaban con su cariño, como había prometido
aquella mañana». El padre Paisius creía tan firmemente en
esta promesa -como en todo lo que el starets decía-, que si lo
hubiera visto sin conocimiento, a incluso sin respiración,
habría dudado de su muerte y esperado a que volviera en sí
para cumplir su palabra. Aquella misma mañana, el starets
Zósimo les había dicho al irse a descansar:
-No moriré sin hablar una vez más con vosotros, mis
queridos amigos. Quiero tener el placer de volver a veros,
aunque sea por última vez.
Los que se habían reunido en la celda para aquella última
conversación eran los mejores amigos del starets desde hacía
muchos años. Estos amigos eran cuatro, tres de ellos padres:
José, Paisius y Miguel. Este último era un hombre de edad
avanzada, menos inteligente que los otros, de modesta
condición, carácter firme, enérgico y cándido a la vez. Tenía
aspecto de hombre rudo, pero su corazón era tierno, aunque
él disimulara poderosamente esta ternura.
El cuarto era el hermano Antimio, simple monje, ya viejo,
hijo de unos pobres campesinos, de escasa instrucción,
taciturno y bondadoso, el más humilde entre los humildes, que
parecía en todo momento sobrecogido por un profundo terror.
Este hombre temeroso era muy querido por el starets Zósimo:
siempre había sentido gran estimación por él, aunque habían
cambiado muy pocas palabras. A pesar de este silencio,
habían viajado juntos durante años enteros por la Rusia santa.
De esto hacía cuatro años. Entonces el starets comenzaba su
apostolado, y a poco de entrar en el oscuro y pobre
monasterio de la provincia de Kostroma, acompañó al
hermano Antimio en sus colectas en provecho del monasterio.
Los visitantes se hallaban en el dormitorio del starets,
sumamente reducido como hemos dicho ya, de modo que
había el espacio justo para el starets, los cuatro religiosos
mencionados, sentados alrededor de su sillón, y el novicio
Porfirio, que permanecía de pie. Anochecía. La habitación
estaba iluminada por las lamparillas y los cirios que ardían
ante los iconos.
Al ver a Aliocha, que se detuvo tímidamente en el umbral,
el starets sonrió gozoso y le tendió la mano.
-Buenas tardes, amigo mío. Ya sabía yo que vendrías.
Aliocha se acercó a él, se prosternó hasta tocar el suelo y
se echó a llorar. Sentía el corazón oprimido, se estremecía
todo él interiormente, los sollozos le estrangulaban.
-Espera, no me llores todavía -dijo el starets, bendiciéndo-
lo-. Como ves, estoy aquí sentado, hablando tranquilamente.
Acaso viva todavía veinte años, como me deseó aquella
buena mujer de Vichegoria, que vino a verme con su hija
Elisabeth. ¡Acuérdate de ellas, Señor! -y se santiguó-. Porfirio,
¿has llevado la ofrenda de esa mujer adonde te he dicho?
La limosna consistía en sesenta copecs. La buena mujer
los había entregado alegremente para que se le dieran a otra
persona más pobre que ella. Estas ofrendas son penitencias
que uno se impone voluntariamente, y es necesario que el
donante las haya obtenido con su trabajo. El starets había
enviado a Porfirio a casa de una pobre viuda, reducida a la
mendicidad con sus hijos, a consecuencia de un incendio. El
novicio respondió al punto que había cumplido el encargo,
entregando el donativo «de parte de una donante anónima»,
como se le había ordenado.
-Levántate, mi querido Alexei -dijo el starets-, que yo
pueda verte. ¿Has visitado a tu familia, has visto a tu
hermano?
A Aliocha le sorprendió que le preguntara por uno de sus
hermanos, aunque no sabía por cuál. Acaso era este hermano
el motivo de que le hubiera enviado dos veces a la ciudad.
-He visto a uno de ellos -repuso Aliocha.
-Me refiero al mayor, a ese ante el que ayer me prosterné.
-Lo vi ayer; pero hoy no me ha sido posible dar con él.
-Procura verlo y vuelve mañana, una vez terminado este
asunto. Tal vez tengas tiempo de evitar una espantosa
desgracia. Ayer me incline ante su horrible sufrimiento futuro.
Calló de pronto y quedó pensativo. Estas palabras eran in-
comprensibles. El padre José, testigo de la escena del día
anterior, cambió una mirada con el padre Paisius. Aliocha no
pudo contenerse.
-Padre y maestro mío -dijo, presa de gran agitación-, no
comprendo sus palabras. ¿Qué sufrimiento espera a mi
hermano?
-No seas curioso. Ayer tuve una impresión horrible. Me
pareció leer todo su destino. Vi en él una mirada que me
estremeció al hacerme comprender la suerte que ese hombre
se está labrando. Una o dos veces en mi vida he visto una
expresión semejante en un rostro humano, una expresión que
me pareció una revelación del destino de esas personas, y el
destino que creía ver se cumplió. Te he enviado hacia él,
Alexei, por creer que tu presencia le tranquilizaría. Pero todo
depende del Señor: es Él el que traza nuestros destinos. «Si
el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo,
pero si muere da mucho fruto.» No lo olvides.
Y el starets añadió con una dulce sonrisa:
-A ti, Alexei, te he dado mi bendición muchas veces con el
pensamiento por tu modo de ser. He aquí lo que pienso de ti:
dejarás este recinto y vivirás en el mundo como religioso.
Tendrás muchos adversarios, pero hasta tus enemigos te
querrán. La vida te traerá muchas penas, pero tú encontrarás
la felicidad incluso en el infortunio. Bendecirás la vida y, lo que
es más importante, obligarás a los demás a bendecirla.
Dirigió una amable sonrisa a sus huéspedes y continuó:
-Padres míos, yo no he dicho nunca, ni siquiera a este
joven, por qué su rostro ha despertado en mí tan gran afecto.
Ha sido para mí como un recuerdo y como un presagio. En la
aurora de mi vida, yo tenía un hermano que murió ante mis
ojos apenas cumplió los diecisiete años. Después, en el curso
del tiempo, me fui convenciendo poco a poco de que este
hermano fue en mi destino como una indicación, como un
decreto de la providencia, pues estoy seguro de que sin él yo
no habría sido religioso, no habría emprendido esta preciosa
ruta. Aquella primera revelación se produjo en mi infancia, y
ahora, en el término de mi carrera, me parece estar pre-
senciando una repetición de aquel hecho. Lo notable es,
padres míos, que, sin que exista entre Aliocha y mi hermano
un verdadero parecido de cara, la semejanza espiritual llega al
extremo de que más de una vez he creido que Alexei era mi
hermano mismo, que venía a verme al final de mi carrera para
recordar el pasado. Y esta extraña ilusión ha sido tan vivida,
que incluso a mí me ha llenado de asombro.
Se volvió hacia el novicio que le servía y continuó:
-¿Comprendes, Porfirio? Más de una vez te he visto
apenado por mi evidente preferencia por Aliocha. Ya conoces
el motivo. Pero también a ti te quiero, puedes creerme, y tu
pena me ha apenado a mi. Quiero hablaros, mis buenos
amigos, de este hermano mío, pues en mi vida no ha habido
nada más significativo ni más conmovedor. En este momento
veo toda mi existencia como si la reviviese.
Debo advertir que esta última conversación del starets con
sus visitantes el día de su muerte, se conservó en parte por
escrito. Alexei Fiodorovitch Karamazov la escribió de memoria
algún tiempo después. Ignoro si Aliocha se limitó a reproducir
lo dicho en aquella conversación por el starets o si tomó algo
de otras charlas con su maestro. Por otra parte, en el
manuscrito de Aliocha, el discurso del starets es continuo,
sólo él habla contando a sus amigos su vida, siendo así que,
según referencias posteriores, la charla fue general y sus
colegas le interrumpieron con sus intervenciones, para
exponer sus propios recuerdos. Además, el discurso no pudo
ser ininterrumpido, ya que el starets se ahogaba a veces y
perdía la voz. Entonces tenía que echarse en la cama para
descansar, aunque permanecía despierto, mientras los
visitantes no se movían de donde estaban. En estos
intervalos, el padre Paisius leyó dos veces el Evangelio.
Detalle curioso: nadie esperaba que el starets muriese
aquella noche. Después de haber pasado el día durmiendo
profundamente, parecía haber extraído de su propio cuerpo
una energía que le sostuvo durante esta larga conversación
con sus amigos. Pero esta animación sorprendente debida a
la emoción fue pasajera: el starets se extinguió de pronto.
He preferido no entrar en detalles y limitarme a reproducir
el relato del starets según el manuscrito de Alexei Fiodorovitch
Karamazov. Así será más breve y menos fatigoso, aunque,
como ya he dicho, tal vez Aliocha tomó muchas cosas de
conversaciones anteriores.

CAPITULO II
BIOGRAFÍA DEL STARETS ZÓSIMO, QUE DESCANSA
EN EL SEÑOR, ESCRITA, SEGÚN SUS PROPIAS
PALABRAS, POR ALEXEI FIODOROVITCH KARAMAZOV
a) El hermano del starets Zósimo

Mis queridos padres: nací en una lejana provincia del


norte, en V... Mi padre era noble, pero de condición modesta.
Como murió cuando yo tenía dos años, no me acuerdo de él.
Dejó a mi madre una casa de madera y un capital suficiente
para vivir con sus hijos sin estrechez. Los hijos éramos dos:
mi hermano mayor, Marcel, y yo, Zenob. Marcel tenía ocho
años más que yo y era un joven impulsivo, irascible, pero
bondadoso, sin ninguna malicia, extrañamente taciturno,
sobre todo cuando estaba en casa con mi madre, los
sirvientes y yo. En el colegio era buen alumno. No alternaba
con sus compañeros, pero tampoco reñía con ellos, según me
decía mi madre. Seis meses antes de cumplir los diecisiete
años, edad en la que entregó su alma a Dios, empezó a tratar
a un deportado de Moscú, desterrado a nuestra ciudad por
sus ideas liberales. Era éste un sabio, un filósofo que gozaba
de gran prestigio en el mundillo universitario. Tomó afecto a
Marcel y lo recibía de buen grado en su casa. Mi hermano
pasó largas veladas en su compañía. Esto duró todo el
invierno, hasta que el deportado, que había solicitado un
cargo oficial en Petersburgo, donde tenía protectores, lo
obtuvo.
Al llegar la Cuaresma, Marcel se negó a ayunar. De su
boca salían frases de burla como ésta:
-Todo eso es absurdo. Dios no existe.
Mi madre se estremecía al oírlo. Y también los criados, a
incluso yo, pues, aunque era un niño de nueve años, estas
ideas me aterraban. Teníamos cuatro criados, todos siervos,
que compramos a un terrateniente amigo nuestro. Recuerdo
que mi madre vendió por sesenta rublos uno de ellos, la
cocinera, que era vieja y coja, y tomó para sustituirla a una
sirvienta libre. En la Semana Santa, mi hermano se sintió de
pronto peor. Era un muchacho propenso a la tuberculosis, de
talla media, delgado y débil, aunque en su rostro había un
sello de distinción. Se enfrió y, poco después, el médico dijo
en voz baja a mi madre que Marcel sufría una tisis galopante y
que no pasaría de la primavera. Mi madre se echó a llorar y,
con grandes precauciones, rogó a mi hermano que cumpliera
con la Iglesia, pues Marcel estaba en pie todavía. Al oír esto,
mi hermano se enfadó y empezó a despotricar contra la
Iglesia; pero, al mismo tiempo, comprendió que estaba
enfermo de gravedad y que ésta era la causa de que mi
madre le enviara a cumplir con la religión.
Él sabía desde hacía mucho tiempo que estaba
condenado a muerte. Hacía un. año, nos había dicho una vez
en la mesa:
-Mi destino no es convivir con vosotros en este mundo. Tal
vez no dure ni siquiera un año.
Fue como una profecía. Al año siguiente, tres días
después de haberle dicho mi madre que cumpliera con sus
deberes religiosos, empezó la Semana Santa. Desde el
martes, mi hermano fue a la iglesia.
-Hago esto por ti, madre -le dijo-: quiero tranquilizarte y
verte contenta.
Mi madre lloró de alegría y de pesar a la vez. «Para que se
haya producido en él semejante cambio -pensó- es necesario
que su fin esté próximo.»
Pronto hubo de guardar cama, de modo que confesó y
comulgó en casa. Los días eran claros y serenos; el aire
estaba cargado de perfumes. La Pascua había caído
demasiado tarde aquel año.
Mi hermano se pasaba la noche tosiendo. Apenas dormía.
Por las mañanas se vestía y probaba a estar sentado en un
sillón. Me parece estar viéndole en su butaca, sonriente, lleno
de paz y dulzura, enfermo, pero con el semblante alegre.
Había cambiado por completo: era aquélla una transformación
sorprendente. La vieja sirvienta entraba en la habitación.
-Déjeme encender la lámpara de la imagen, querido.
-Enciéndela. Antes te lo prohibía porque era un monstruo.
Lo que tú haces, lo mismo que la alegría que yo siento, es
como una plegaria. Por lo tanto, los dos oramos al mismo
Dios.
Estas palabras eran incomprensibles. Mi madre se fue a
llorar a su habitación. Al volver junto a mi hermano, se enjugó
las lágrimas.
-No llores, madre mía -decía a veces-. Viviré todavía
mucho tiempo, y tú y yo nos divertiremos juntos. ¡Es tan
alegre la vida!
-¿Alegre? ¿Cómo puedes decir eso cuando pasas las
noches con fiebre y tosiendo con una tos que parece que el
pecho se te va a romper?
-No llores, mamá. La vida es un paraíso. Lo que pasa es
que no queremos verlo. Si quisiéramos verlo, la tierra entera
sería un paraíso para todos.
Estas palabras sorprendieron a cuantos las escucharon,
por su extraño sentido y su acento de resolución. Los oyentes
estaban tan conmovidos, que les faltaba poco para echarse a
llorar.
Nuestras amistades venían a casa.
-Mis queridos amigos -les decía mi hermano-, ¿qué he
hecho yo para merecer vuestro afecto? ¿Cómo podéis
quererme tal como soy? Antes yo ignoraba vuestra
estimación: no sabía apreciarla.
A los sirvientes que entraban en su habitación les decía:
-Amigos míos, ¿por qué me servís? Si Dios me concediera
la gracia de vivir, os serviría yo a vosotros, pues todos
debemos servirnos mutuamente.
Mi madre, al oírle, movía la cabeza.
-Es tu enfermedad, hijo mío, lo que te hace hablar de esta
manera.
-Mi querida madre, ya sé que ha de haber amos y
servidores, pero yo quiero servir a mis criados como ellos me
sirven a mi. Y aún te diré más, madre mía: todos somos
culpables ante los demás por todos y por todo, y yo más que
nadie.
Al oír esto, mi madre sonrió a través de sus lágrimas.
-¿Cómo puedes tener tú más culpa que todos ante los
demás? Hay asesinos, bandidos... ¿Qué pecados has
cometido tú que sean más graves que los de todos tus
semejantes?
-Mi querida mamá, mi adorada madrecita -solía decir
entonces estas cosas dulces, inesperadas-, te aseguro que
todos somos culpables ante todos y por todo. No sé
explicarme bien, pero veo claramente que es así, y esto me
atormenta. ¿Cómo se puede vivir sin comprender esta
verdad?
Cada día se despertaba más enternecido, más feliz, más
vibrante de amor. El doctor Eisenschmidt, un viejo alemán, lo
visitaba.
-Dígame, doctor -bromeaba a veces-, ¿viviré un día más?
-Vivirá usted mucho más de un día -respondía el médico-:
vivirá meses, años...
Y él exclamaba:
-¿Meses, años? Al hombre le basta un día para conocer la
felicidad... Mis queridos y buenos amigos: ¿por qué hemos de
reñir, por qué guardarnos rencor? Vamos al jardín a paseac, a
solazarnos. Bendeciremos la vida y nos abrazaremos.
-Su hijo no puede vivir -decía el médico a mi madre cuan-
do ella le acompañaba a la puerta-. La enfermedad le hace
desvariar.
Su habitación daba al jardín, donde crecían árboles
añosos. Los retoños habían brotado; llegaban bandadas de
pájaros; algunos cantaban ante su ventana, y para él era un
placer contemplarlos. Un día empezó a pedirles perdón
también a ellos.
-Pájaros de Dios, alegres pájaros: perdonadme, pues
también contra vosotros he pecado.
Nosotros no lo comprendimos. Él lloraba de alegría.
-La gloria de Dios me rodeaba: los pájaros, los árboles, los
prados, el cielo... Y yo llevaba una vida vergonzosa,
insultando a la creación, sin ver su belleza ni su gloria.
-Exageras tus pecados -suspiraba a veces su madre.
-Mi querida madre, lloro de alegría, no de pesar. Quiero
ser culpable ante ellos... No sé cómo explicártelo... Si he
pecado contra todos, todos me perdonarán, y esto será el
paraíso. ¿Acaso no estoy ya en él?
Y aún dijo muchas cosas más que he olvidado. Recuerdo
que un día entré solo en su habitación. Era el atardecer; el sol
poniente iluminaba el aposento con sus rayos oblicuos. Me
dijo por señas que me acercara, apoyó sus manos en mis
hombros, estuvo mirándome en silencio durante un minuto y
al fin dijo:
-Ahora vete a jugar. Vive por mí.
Yo salí de la habitación y me fui a jugar. Andando el
tiempo, me acordé muchas veces de estas palabras llorando.
Todavía dijo muchas más cosas desconcertantes, admirables,
que no pudimos comprender entonces. Murió tres semanas
después de Pascua, con todo el conocimiento, y aunque
últimamente ya no hablaba, siguió siendo el mismo hasta el
fin. La alegría brillaba en sus ojos, nos buscaba con ellos, nos
sonreía, nos llamaba. Incluso en la ciudad se habló mucho de
su muerte. Yo era un niño entonces, pero todo esto dejó en mi
corazón una huella imborrable que se había de manifestar
posteriormente.
b) Las Sagradas Escrituras en la vida del starets Zósimo

Mi madre y yo quedamos solos. Buenos amigos de casa le


hicieron ver que debía enviarme a Petersburgo, que si me
retenía a su lado entorpecería mi carrera. Le aconsejaron mi
ingreso en el cuerpo de cadetes, a fin de que pudiera entrar
en seguida en la guardia. Mi madre dudó largamente; no se
decidía a separarse de su único hijo. Al fin se avino a ello, por
considerar que obraba en beneficio mío, pero no sin derramar
abundantes lágrimas. Me llevó a Petersburgo y consiguió para
mí el puesto que le habían dicho. No la volví a ver: murió
después de tres años de tristeza y ansiedad.
Sólo recuerdos excelentes conservo de la casa paterna.
Estos recuerdos son los más preciosos para el hombre, con
tal que un mínimo de amor y concordia hayan reinado en la
familia. Es más: puede conservarse un buen recuerdo de la
peor familia, siempre que se tenga un alma sensible. Entre
estos recuerdos ocupan un puesto importante las historias
santas, que me interesaban extraordinariamente a pesar de
mis pocos años. Poseía entonces un libro de magníficos
grabados titulado Ciento cuatro historias santas extraídas del
Antiguo Testamento y del Nuevo. Este libro, en el que aprendí
a leer, lo conservo todavía como una reliquia. Pero aun antes
de saber leer, cuando sólo tenía ocho años, experimentaba -lo
recuerdo perfectamente- cierta sensación de las cosas es-
pirituales. El Lunes Santo, mi madre me llevó a misa. Era un
día despejado. Me parece estar viendo aún el incienso que
subía leritamente hacia la bóveda, mientras a través de una
ventana que había en la cúpula bajaban hasta nosotros los
rayos del sol, que parecían fundirse con las nubes de
incienso. Yo lo miraba todo enternecido, y por primera vez mi
alma recibió conscientemente la semilla de la palabra divina. .
Un adolescente avanzó hasta el centro del templo con un
gran libro; tan grande era, que me pareció que al chico le
costaba trabajo transportarlo. Lo colocó en el facistol, lo abrió,
empezó a leer..., y yo comprendí que la lectura se realizaba
en un templo consagrado a Dios.
Había en el país de Hus un hombre justo y piadoso que
poseía cuantiosas riquezas: infinidad de camellos, ovejas y
asnos. Sus hijos se solazaban; él los quería mucho y rogaba a
Dios por ellos, pensando que tal vez en sus juegos pecaran. Y
he aquí que el diablo subió hasta Dios al mismo tiempo que
los hijos de Dios y le dijo que había recorrido la tierra de un
extremo a otro.
-¿Has visto a mi siervo Job? -preguntó el Señor.
E hizo ante el diablo un gran elogio de su noble siervo. El
diablo sonrió al oírle.
-Entrégamelo y verás como tu siervo murmura contra ti y
maldice tu nombre.
Entonces Dios entregó a Satán a aquel hombre justo y
amado por Él. El diablo cayó sobre los hijos de Job y aniquiló
sus riquezas en un abrir y cerrar de ojos. Entonces Job
desgarró sus vestidos, se echó de bruces al suelo y gritó:
-Salí desnudo del vientre de mi madre, y desnudo volveré
a la tierra. Dios me lo había dado todo; Dios todo me lo ha
quitado. ¡Bendito sea su nombre ahora y siempre!
Padres míos, perdonadme estas lágrimas, pero toda mi
infancia resurge ahora ante mí. Me parece que vuelvo a tener
ocho años y que, como entonces, estoy asombrado, turbado,
pensativo. Los camellos se grabaron en mi imaginación, y me
impresionó profundamente que Satán hablase a Dios como le
habló, y que Dios permitiera la ruina de su siervo, y que éste
exclamara: «¡Bendito sea tu nombre, a pesar de tu rigor!» Y
también los dulces y suaves cánticos que después se
elevaron en el templo... «¡Escucha mi ruego, Señor!» Y otra
vez el incienso y los rezos de rodillas.
Desde entonces -y esto me ocurrió ayer mismo- no puedo
leer esta historia santa sin echarme a llorar. ¡Qué grandeza,
qué misterio tan profundo hay en ella! He oído decir a los
detractores y a esos que de todo se burlan:
-¿Cómo pudo entregar el Señor al diablo a un hombre
justo y querido por Él, quitarle los hijos, cubrirle de llagas,
reducirlo a limpiar sus úlceras con un cascote, todo ello para
decir vanidosamente a Satán: «Ahi tienes lo que es capaz de
soportar por mí un hombre santo»?
Pero en esto estriba precisamente la grandeza del drama:
en el misterio, en que la apariencia terrenal se confronta con
la verdad eterna y aquélla ve como ésta se cumple. El
Creador, aprobando su obra como en los primeros días de la
Creación, mira a Job y se enorgullece de nuevo de su fiel
criatura. Y Job, al alabarlo, presta un servicio no sólo al Señor,
sino a la Creación entera, generación tras generación y siglo
tras siglo. Y es que era un predestinado. ¡Qué libro, qué
lecciones, Señor! ¡Qué fuerza milagrosa dan al hombre las
Escrituras! Son como una representación del mundo, del ser
humano y de su carácter. ¡Cuántos misterios se resuelven y
se desvelan en ellas! Dios vuelve a proteger a Job y le
restituye sus riquezas. Pasan los años. Job tiene más hijos y
los quiere... ¿Cómo podía amar a estos nuevos hijos después
de haber perdido a los primeros? ¿Podía ser completamente
feliz recordando a aquéllos, por mucho que amase a éstos?...
Pues si, podía ser feliz. El antiguo dolor se convierte poco a
poco, misteriosamente, en una dulce alegría; al ímpetu juvenil
sucede la serenidad de la vejez. Bendigo todos los días la
salida del sol y mi corazón le canta un himno como antaño;
pero prefiero el sol poniente, con sus rayos oblicuos, evo-
cadores de dulces y tiernos recuerdos, de queridas imágenes
de mi larga y venturosa vida. Y, por encima de todo, la verdad
divina que calma, reconcilia y absuelve. Estoy en el término
de mi existencia, lo sé, y día tras día noto como mi vida
terrenal se va enlazando con la vida eterna, desconocida,
pero muy cercana, tanto que, al percibirla, vibra mi alma de
entusiasmo, se ilumina mi pensamiento y se enternece mi
corazón...
Amigos y maestros, he oído decir, y ahora se afirma con
más insistencia que nunca, que los sacerdotes, sobre todo los
del campo, se quejan de su estrechez, de la insuficiencia de
su sueldo. Incluso dicen que no pueden explicar a gusto las
Escrituras al pueblo debido a sus escasos recursos, pues si
llegan los luteranos y estos heréticos empiezan a combatirlos,
ellos no podrán defenderse por carecer de medios para
luchar. Su queja está justificada, y yo deseo que Dios les
conceda el sueldo que tan importante es para ellos, ¿pero no
tenemos nosotros nuestra parte de culpa en este estado de
cosas? Aun admitiendo que el sacerdote tenga razón, que
esté abrumado de trabajo y también bajo la responsabilidad
de su ministerio, bien tendrá una hora libre a la semana para
acordarse de Dios. Además, no está ocupado todo el año.
Una vez por semana, al atardecer, puede reunir en su casa
primero a los niños. Pronto se enterarán sus padres y
acudirán también. No hace falta tener un local especial para
esto: el sacerdote puede recibirlos a todos en su casa. No se
la ensuciarán por estar una hora en ella.
Leedles la Biblia sin fruncir el ceño ni adoptar actitudes
doctorales, con amable sencillez, con la alegría de ser
comprendidos y escuchados, haciendo una pausa cuando
convenga explicar un término oscuro para las gentes incultas.
Podéis estar seguros de que acabarán por comprenderos,
pues los corazones ortodoxos todo lo comprenden. Leedles la
vida de Abraham y de Sara, de Isaac y de Rebeca; leedles el
episodio de Jacob, que fue a casa de Labán y luchó en
sueños con el Señor, al que dijo: «Este sitio es horrible.» Y así
llegaréis al corazón piadoso del pueblo. Contad, sobre todo a
los niños, que José, futuro intérprete de sueños y gran profeta,
fue vendido por sus hermanos, que mostraron sus ropas
ensangrentadas a su padre y le dijeron que lo había
destrozado una fiera. Explicadles que después los impostores
fueron a Egipto en busca de trigo, y que José, al que no
reconocieron y que desempeñaba allí un alto cargo, los
persiguió, los acusó de robo y retuvo a su hermano Benjamín,
pues recordaba que sus hermanos le habían vendido a unos
mercaderes junto a un pozo, en el desierto ardiente, a pesar
de que él lloraba y les suplicaba, enlazando las manos, que
no le vendieran como esclavo en tierra extranjera. Al verlos
tantos años después, de nuevo sintió por ellos un profundo
amor fraternal, pero, a pesar de quererlos, los persiguió y los
mortificó. Se retiró al fin, incapaz de seguir conteniéndose, se
arrojó sobre su lecho y rompió a llorar. Después se secó las
lágrimas, volvió al lado de ellos y les dijo, alborozado:
-Soy vuestro hermano José.
¡Qué alegría la del viejo Jacob al enterarse de que su
querido hijo vivía! Se fue a Egipto, abandonando a su patria, y
murió en tierra extranjera, legando al mundo una gran noticia
que, con el mayor misterio, había llevado guardada durante
toda su vida en su tímido corazón. Y este secreto era que
sabía que de su raza, de la tribu de Judá, saldría la esperanza
del mundo, el Reconciliador, el Salvador.
Padres y maestros, perdonadme que os cuente como un
niño lo que vosotros me podríais explicar con mucho más arte.
El entusiasmo me hace hablar así. Perdonad mis lágrimas.
¡Es tanto mi amor por la Biblia! Si el sacerdote derrama
lágrimas también, verá que sus oyentes comparten su
emoción. La semilla más insignificante produce su efecto: una
vez sembrada en el alma de las personas sencillas, ya no
pérece, sino que vive hasta el fin entre las tinieblas y la
podredumbre del pecado, como un punto luminoso y un
sublime recuerdo. Nada de largos comentarios ni de homilías:
si habláis con sencillez, vuestros oyentes lo comprenderán
todo. ¿Lo dudáis? Leedles la conmovedora historia de la
hermosa Ester y de la orgullosa Vasti, o el maravilloso
episodio de Jonás en el vientre de la ballena. No os olvidéis
de las parábolas del Señor, sobre todo de las que nos relata el
evangelio de San Lucas, que son las que yo he preferido
siempre, ni la conversión de Saúl (esto sobre todo), que se
refiere en los Hechos de los Apóstoles. Y tampoco debéis
olvidar las vidas del santo varón Alexis y la sublime mártir
María Egipcíaca. Estos ingenuos relatos llegarán al corazón
del pueblo y sólo habréis de dedicarles una hora a la semana.
Entonces el sacerdote advertirá que nuestro piadoso pueblo,
reconocido, le devuelve centuplicados los bienes recibidos de
él. Recordando el celo y las palabras emocionadas de su
pastor, le ayudará en su campo y en su casa, lo respetará
más que antes, y con ello aumentarán sus emolumentos. Esto
es una verdad tan evidente, que a veces no se atreve uno a
exponerla por temor a las burlas. El que no cree en Dios, no
cree en su pueblo. Quien cree en el pueblo de Dios, verá su
santuario, aunque antes no haya creído. Sólo el pueblo y su
fuerza espiritual futura pueden convertir a nuestros ateos
separados de su tierra natal. Además, ¿qué es la palabra de
Cristo sin el ejemplo? Sin la palabra de Dios, el pueblo
perecerá, pues su alma anhela esta palabra y toda noble idea.
En mi juventud -pronto hará de esto cuarenta años-, el
hermano Antimio y yo recorrimos Rusia pidiendo limosna para
nuestro monasterio. En cierta ocasión, pasamos la noche con
unos pescadores a la orilla de un gran río navegable. Un joven
campesino de mirada dulce y límpida, que era un buen mozo
y tenía unos dieciocho años, vino a sentarse a nuestro lado.
Había de llegar a la mañana siguiente a su puesto, donde
tenía que halar una barca mercante. Era una hermosa noche
de julio, apacible y cálida. Las emanaciones del río nos
refrescaban. De vez en cuando, un pez aparecía en la
superficie. Los pájaros habían enmudecido y en torno de
nosotros todo era como una plegaria llena de paz.
El joven campesino y yo éramos los únicos que no
dormíamos. Hablábamos de la belleza y del misterio del
mundo. Las hierbas, los insectos, la hormiga, la dorada abeja,
todos conocen su camino con asombrosa seguridad, por
instinto; todos atestiguan el misterio divino y lo cumplen
continuamente. Vi que el corazón de aquel joven se
inflamaba. Me dijo que adoraba los bosques y los pájaros que
los habitan. Era pajarero y distinguía los cantos de todas las
aves. Además, sabía atraerlas.
-Nada vale tanto como la vida en el bosque -dijo-, aunque
a mi entender todo es perfecto.
-Cierto -le respondí-; todo es perfecto y magnífico, pues
todo es verdad. Observa al caballo, noble animal que convive
con el hombre; o al buey, que lo alimenta y trabaja para él,
encorvado, pensativo. Mira su cara; ¡qué dulzura hay en ella,
qué fidelidad a su dueño, a pesar de que éste le pega sin
piedad; qué mansedumbre, qué conflanza, qué belleza! Es
conmovedor saber que están libres de pecado, pues todo es
perfecto, inocente, excepto el hombre. Y Jesucristo es el
primero que está con los animales.
-¿Es posible -pregunta el adolescente- que Cristo esté
también con los animales?
-¿Cómo no ha de estar? -repuse yo-. El Verbo es para to-
dos. Todas las criaturas, hasta la más insignificante hoja,
aspiran el Verbo y cantan la gloria de Dios, y se lamentan
inconscientemente ante Cristo. Éste es el misterio de su
existencia sin pecado. Allá en el bosque habita un oso terrible,
feroz, amenazador. Sin embargo, está libre de culpa.
Y le conté que un gran santo que tenía su celda en el
bosque recibió un día la visita de un oso. El ermitaño se
enterneció al ver al animal, lo abordó sin temor alguno y le dio
un trozo de pan. «Vete -le dijo- y que Dios te acompañe.» Y el
animal se retiró dócilmente, sin hacerle ningún daño.
El joven se conmovió al saber que el ermitaño salió
indemne del encuentro y que Jesús estaba también con los
osos.
-¡Todas las obras de Dios son buenas y maravillosas!
Y se sumió en una dulce meditación. Advertí que había
comprendido. Y se durmió a mi lado con un sueño ligero a
inocente. ¡Que Dios bendiga a la juventud! Rogué por mi
joven amigo antes de que se durmiera. ¡Señor, envía la paz y
la luz a los tuyos!

c) Recuerdos de juventud del starets Zósimo. El duelo


Pasé casi ocho años en Petersburgo, en el Cuerpo de
Cadetes. Esta nueva educación ahogó en mi muchas
impresiones de la infancia, pero sin hacérmelas olvidar. En
cambio, adquirí un tropel de costumbres y opiniones nuevas
que hicieron de mí un individuo casi salvaje, cruel y ridículo.
Adquirí un barniz de cortesía y modales mundanos, al mismo
tiempo que el conocimiento del francés, lo que no impedia que
considerásemos a los soldados que nos servían en el Cuerpo
como verdaderos animales, y yo más que mis compañeros,
pues era el más impresionable de todos. Desde que fuimos
oficiales estuvimos dispuestos a verter nuestra sangre por el
honor del regimiento. Pero ninguno de nosotros tenía la más
remota idea de lo que era el verdadero honor, y si hubiésemos
adquirido esta noción de pronto, nos habríamos reído de él.
Nos enorgullecíamos de nuestro libertinaje, de nuestro
impudor, de nuestras borracheras. No es que fuéramos unos
pervertidos. Todos teníamos buen fondo. Sin embargo, nos
portábamos mal, y yo peor que todos. Como me hallaba en
posesión de mi fortuna, me entregaba a la fantasía con todo el
ardor de la juventud, sin freno alguno. Navegaba a toda vela.
Pero me ocurría algo asombroso: a veces leía, y con
verdadero placer; no abría la Biblia casi nunca, pero no me
separaba de ella en ningún momento; la llevaba conmigo a
todas partes; aun sin darme cuenta de ello, conservaba este
libro «para el día y la hora, para el mes y el año» precisos.
Cuando llevaba cuatro años en el ejército, llegué a la ciudad
de K..., donde se estableció mi regimiento para guarnecer la
plaza. La sociedad de la población era variada, divertida,
acogedora y rica. Fui bien recibido en todas partes, a causa
de mi carácter alegre. Además, se me consideraba hombre
acaudalado, lo que nunca es un perjuicio para relacionarse
con el gran mundo. Entonces ocurrió algo que fue el punto de
partida de todo lo demás. Me sentí atraído hacia una
muchacha encantadora, inteligente, distinguida y de noble
carácter. Sus padres, ricos a influyentes, me dispensaron una
buena acogida. Me pareció que esta joven sentía cierta
inclinación hacia mí, y ante esta idea mi corazón se inflamaba.
Pero pronto me dije que seguramente, más que verdadero
amor, lo que yo experimentaba por ella era la respetuosa
admiración que forzosamente tenía que inspirarme la gran-
deza de su espíritu. Un sentimiento de egoísmo me impidió
pedir su mano. Yo no quería renunciar a los placeres de la
disipación, a mi independencia de soltero joven y rico. Deslicé
algunas insinuaciones sobre el particular, pero dejé para más
adelante dar el paso decisivo. Entonces me enviaron con una
misión especial a otro distrito. Al regresar, tras dos meses de
ausencia, me enteré de que la muchacha se había casado
con un rico hacendado de los alrededores. Este caballero
tenía más edad que yo, pero era todavía joven y estaba
relacionado con lo mejor de la sociedad, cosa que yo no podía
decir. Era un hombre fuerte, amable a instruido, cualídades
que yo no poseía tampoco. Tan inesperado desenlace me
consternó hasta el punto de trastornarme profundamente, y
más cuando supe que aquel hombre era novio de mi adorable
amiga desde hacía tiempo. Me había encontrado muchas
veces con él en la casa y no me había dado cuenta del
noviazgo: la fatuidad me ponía una venda en los ojos. Esto
fue lo que más me mortificó. ¿Cómo se explicaba que yo no
estuviese enterado de una cosa que sabía todo el mundo? De
pronto me asaltó un pensamiento intolerable. Rojo de cólera,
recordé que más de una vez había declarado, o poco menos,
mi amor a aquella joven, y como ella, ni me había prevenido,
ni había hecho nada por detenerme, llegué a la conclusión de
que se había burlado de mi. Después, como es natural, me di
cuenta de mi error, al recordar que la joven cortaba,
bromeando, tales temas de conversación; pero los primeros
días fui incapaz de razonar y ardía en deseos de venganza.
Ahora recuerdo, sorprendido, que mi animosidad y mi cólera
me repugnaban, pues mi carácter ligero no me permitía estar
enojado con una persona durante mucho tiempo. Sin
embargo, me enfurecía superficialmente hasta la extravagan-
cia. Esperé la ocasión, y un día conseguí ofender a mi rival
ante numerosa concurrencia, sin razón alguna, riéndome de
su opinión sobre ciertos sucesos entonces importantes -era el
año –1826- y burlándome de él con palabras que me
parecieron ingeniosas. Acto seguido le exigí una explicación
por sus manifestaciones, y lo hice tan groseramente, que él
me arrojó el guante, a pesar de que yo era más joven que él,
insignificante y de clase inferior. Algún tiempo después supe
de buena fuente que aceptó mi provocación, en parte, por
celos. Mis relaciones anteriores con la mujer que ya era su
esposa le habían molestado, y ahora, ante mi provocación, se
dijo que si su mujer se enteraba de que no había replicado
debidamente a mis insultos, le despreciaría, aun sin quererlo,
y que su amor hacia él sufriría grave quebranto. Pronto
encontré un padrino, un compañero de regimiento que tenía el
grado de teniente. Aunque los duelos estaban prohibidos
entonces, tenían entre los militares el auge de una moda, de
tal modo arraigan y se desarrollan los prejuicios más
absurdos. El mes de junio llegaba a su fin. El encuentro se fijó
para el día siguiente a las siete de la mañana, en las afueras
de la capital. Pero antes me ocurrió algo verdaderamente
fatidico. Por la noche, al regresar con un humor de perros, me
enfurecí con mi ordenanza, Atanasio, y lo golpeé con tal
violencia, que su cara empezó a sangrar. Hacía poco que
estaba a mi servicio y ya le había maltratado otras veces, pero
nunca de un modo tan salvaje. Pueden creerme, mis queridos
amigos: han pasado cuarenta años desde entonces y todavía
recuerdo esta escena con vergüenza y dolor. Me acosté, y
cuando desperté, al cabo de tres horas, ya era de día. Como
no tenía sueño, me levanté. Me asomé a la ventana, que daba
a un jardín. El sol había salido, era un día hermoso, trinaban
los pájaros... «¿Qué me pasa? -me pregunté-. Tengo la
sensación de que soy un infame, un ser vil. ¿Se deberá esto a
que me dispongo a derramar sangre? No, no es eso. ¿Será el
temor a la muerte, el temor a que me maten? No, de ningún
modo...» Y de pronto advertí que el motivo de mi inquietud
eran los golpes que había dado a Atanasio la noche anterior.
Mentalmente reviví la escena como si en realidad se repitiese.
Vi al pobre muchacho de pie ante mí, en posición de firmes,
mientras yo lanzaba mi puño contra su rostro con todas mis
fuerzas. Mantenía la cabeza en alto, los ojos muy abiertos, y,
aunque se estremecía a cada golpe, ni siquiera levantaba el
brazo para cubrirse. ¡Que un hombre permaneciera así
mientras le pegaba otro hombre! Esto era sencillamente un
crimen. Sentí como si una aguja me traspasara el alma.
Estaba como loco mientras el sol brillaba, el ramaje alegraba
la vista y los pájaros loaban al Señor. Me cubrí el rostro con
las manos, me arrojé sobre el lecho y estallé en sollozos. Me
acordé de mi hermano Marcel y de las últimas palabras que
dirigió a la servidumbre: «Amigos míos, ¿por qué me servís,
por qué me queréis? ¿Merezco que me sirváis?» Y me dije de
pronto: «Si, ¿merezco que me sirvan?» Ciertamente, ¿a título
de qué merecía yo que me sirviera otro hombre, creado, como
yo, a imagen y semejanza de Dios? Fue la primera vez que
este pensamiento atravesó mi mente. «Madre querida, en
verdad, cada uno de nosotros es culpable ante todos y por
todos. Pero los hombres lo ignoran. Si lo supieran, el mundo
sería un paraíso.» Y me dije llorando: «Señor, yo soy el más
culpable de todos los hombres, el peor que existe.» Y de
súbito apareció en mi imaginación, con toda claridad y todo su
horror, lo que iba a hacer: iba a matar a un hombre de bien,
de corazón noble, inteligente, sin que hubiera recibido de él la
menor ofensa. Y, por mi culpa, su mujer sería desgraciada
para siempre, viviría en una incesante tortura, moriría... Me
hallaba tendido de bruces, con la cara en la almohada, y
había perdido toda noción del tiempo. De pronto entró mi
compañero, el teniente, que venía a buscarme con las
pistolas. «Me alegro de que estés ya despierto -dijo-, pues es
la hora. Vamos.» Me sentí trastornado, confundido. Pero
seguí a mi padrino y nos encaminamos al coche. «Espera un
momento -le dije-. Vengo en seguida. Se me ha olvidado el
portamonedas.» Volví a todo correr a mi alojamiento y entré
en la habitación de mi asistente. «Atanasio, ayer te di dos
tremendos golpes en la cara. ¡Perdóname!» Él se estremeció;
parecía asustado. Yo consideré que mis palabras no eran
suficientes y me arrodillé a sus pies y volví a pedirle perdón.
Mi asistente se quedó petrificado. «¿Cree usted que merezco
tanto, señor...?» Y se echó a llorar, como me había echado yo
hacía un momento. Se cubrió la cara con las manos y se
volvió hacia la ventana, sacudido por los sollozos. Corrí a
reunirme con mi compañero y el coche se puso en marcha.
-¡Mírame, amigo! -exclamé-. Tienes ante ti a un vencedor.
Me sentía alborozado. Hablaba continuamente, no sé de
qué. El teniente me miraba.
-¡Bravo, camarada! Eres un valiente. Ya veo que
mantendrás el honor del uniforme.
Llegamos al terreno del desafio, donde ya nos esperaban.
Nos colocaron a doce pasos uno de otro. Mi adversario
dispararía primero. Yo permanecía frente a él, alegremente,
sin parpadear y dirigiéndole una mirada afectuosa. Tiró, y el
disparo no tuvo más consecuencia que levantarme la piel de
la mejilla y la oreja.
-¡Alabado sea Dios! -exclamé-. No ha matado usted a un
hombre.
Acto seguido arrojé al suelo mi pistola y dije a mi
adversario:
-Caballero, perdone a este estúpido joven que lo ha
ofendido y obligado a disparar contra él. Es usted superior a
mí. Repita estas palabras a la persona que usted respeta más
que a ninguna otra en el mundo.
Apenas hube terminado de hablar, mi adversario y los dos
padrinos empezaron a lanzar exclamaciones.
-Oiga -dijo mi rival, indignado-: si no quería usted batirse,
nos podríamos haber ahorrado todas estas molestias.
Le respondí alegremente:
-Es que ayer era un necio. Hoy soy más razonable.
-Creo lo de ayer. En cuanto a lo de hoy, me es más difícil
admitirlo.
-¡Bravo! -exclamé; aplaudiendo-. Estoy completamente de
acuerdo con usted. Merezco lo que me ha dicho.
-Oiga, señor: ¿quiere disparar o no quiere disparar?
-No lo haré. Vuelva usted a tirar si quiere. Pero será mejor
que no lo haga.
Los padrinos empezaron a vociferar. El mío sobre todo:
-¡Deshonrar a su regimiento pidiendo perdón sobre el
terreno! ¡Si yo lo hubiese sabido...!
Yo dije entonces gravemente y dirigiéndome a todos:
-Pero, señores, ¿tan asombroso resulta en nuestra época
encontrar a un hombre que se arrepienta de su necedad y
reconozca públicamente sus errores?
-No es asombroso, pero eso no debe hacerse en el terreno
del desaîío -dijo mi compañero de regimiento.
-Mi deber era pedir perdón apenas llegamos aquí, antes de
que mi adversario disparase, para evitar que pudiera incurrir
en pecado mortal. Pero nuestros hábitos son tan absurdos,
que no me era posible obrar de ese modo. Mis palabras sólo
podían tener valor para ese caballero dichas después de su
disparo a doce pasos de distancia. Si las hubiese pronunciado
antes, él me habría creído un cobarde indigno de ser
escuchado.
Y exclamé con todo mi corazón:
-¡Contemplen las obras de Dios! El cielo es claro; el aire,
puro; la hierba, tierna; los pájaros cantan en la naturaleza
magnífica e inocente. Sólo nosotros, impíos y estúpidos, no
comprendemos que la vida es un paraíso. Bastaría que lo
quisiéramos comprender para que este paraíso apareciera
ante nosotros. Y entonces nos abrazaríamos los unos a los
otros llorando...
Mi propósito era seguir hablando, pero no pude: la
respiración me faltaba; jamás había sentido una felicidad tan
grande.
-Discretas y piadosas palabras -dijo mi adversario-. Desde
luego, es usted un hombre original.
-¿Se burla usted? -pregunté sonriendo-. Algún día me ala-
bará.
-Lo alabo ahora mismo y le ofrezco mi mano, pues me
parece usted verdaderamente sincero.
-No, no me dé la mano ahora; ya lo hará más adelante,
cuando yo sea mejor y me haya ganado su respeto. Entonces
hará bien en estrechármela.
Volvimos a casa. Mi padrino no cesaba de gruñir, y yo lo
abrazaba. Mis compañeros fueron informados aquel mismo
día de todo y se reunieron para juzgarme.
-Ha deshonrado el uniforme. Debe dimitir.
Algunos me defendieron.
-Ha esperado a que disparasen contra él.
-Sí, pero no ha tenido valor para exponerse a nuevos
disparos y ha pedido perdón sobre el terreno.
-Si le hubiese faltado valor -dijo uno de mis defensores-,
habría disparado antes de perdir perdón. Lejos de hacerlo,
arrojó al suelo la pistola cargada. No, no ha sido falta de valor.
Ha ocurrido algo que no comprendemos.
Yo los escuchaba y los miraba regocijado.
-Queridos amigos y compañeros: no os preocupéis por mi
dimisión, pues ya la he presentado. Sí, la he presentado esta
mañana, y, cuando se me admita, ingresaré en un convento.
Sólo con este fin he dimitido.
Al oír estas palabras, todos se echaron a reír.
-¡Haber empezado por ahí! Así todo se comprende. No se
puede juzgar a un monje.
No cesaban de reír, pero sin burlarse, con una alegría
bondadosa. Todos, sin excluir a mis más implacables
acusadores, me miraban con afecto. Luego, durante todo el
mes, hasta que pasé a la reserva, me pareció que me
paseaban en triunfo.
-¡Mirad a nuestro monje!
Todos tenían para mí palabras amables. Trataban de
disuadirme, incluso me compadecían.
-¿Sabes lo que vas a hacer?
Otro decía:
-Es un valiente. Habían disparado contra él y él podía
disparar, pero no lo hizo porque la noche anterior había tenido
un sueño que le impulsó a ingresar en un convento. Ésta es la
clave del enigma.
Algo parecido ocurrió en la sociedad local. Hasta entonces
no se me había prestado en ella demasiada atención: me
recibían cordialmente y nada más. Ahora todos querían trabar
amistad conmigo a invitarme. Se reían de mí, pero con afecto.
Aunque se hablaba sin reservas de nuestro duelo, la cosa no
había tenido consecuencias, pues mi adversario era pariente
próximo de nuestro general, y como no se había derramado
sangre y yo había dimitido, se tomó todo a broma. Entonces
empecé a hablar en voz muy alta y sin temor alguno, a pesar
de las risas que mis palabras levantaban, ya que no había en
ellas malicia alguna. Conversaba especialmente con las
damas, pues me escuchaban con gusto y obligaban a los
hombres a escucharme.
-¿Cómo puedo yo ser culpable ante todos? -me pregunta-
ban, riéndose en mis narices-. Dígame: ¿soy culpable ante
usted, por ejemplo?
-Es muy natural que no pueda responderse usted a esas
preguntas -les contestaba yo-, pues el mundo entero avanza
desde hace tiempo por un camino de perdición. Nos parece
verdad la mentira y exigimos a los demás que acepten nuestro
modo de ver las cosas. Por primera vez he decidido obrar
sinceramente, y ustedes me han tomado por loco. Me tienen
simpatía, pero se burlan de mí.
-¿Cómo no sentir simpatía hacia usted? -dijo la dueña de
la casa riendo con amable franqueza.
La concurrencia era numerosa. De pronto vi que se
levantaba la mujer causante de mi duelo y a la que yo había
pretendido hasta hacía poco. No me había dado cuenta de su
llegada. Vino hacia mí y me tendió la mano.
-Permítame decirle -declaró- que, lejos de reírme de usted,
le estoy verdaderamente agradecida y que me inspira respeto
su modo de proceder.
Su marido se acercó a mí, y todas las miradas se
concentraron en mi persona. Se me mimaba y yo me sentía
feliz. En este momento me abordó un señor de edad madura,
que atrajo toda mi atención. Sólo le conocía de nombre: nunca
había hablado con él.

d) El visitante misterioso

Era funcionario y ocupaba desde hacia mucho tiempo un


puesto importante en nuestra sociedad local. Gozaba del
respeto de todos, era rico y tenía fama de altruista. Había
hecho donación de una importante cantidad al hospicio y al
orfanato y realizaba en secreto otras muchas obras de
caridad, cosa que se supo después de su muerte. Contaba
unos cincuenta años, tenía un aspecto severo y hablaba poco.
Se había casado hacía diez años con una mujer todavía joven
y tenía tres hijos de corta edad. Al día siguiente por la tarde,
cuando me hallaba en mi casa, la puerta se abrió y entró el
caballero que acabo de describir.
Debo advertir que mi alojamiento no era ya el de antes.
Tan pronto como se aceptó mi dimisión me instalé en casa de
una señora de edad, viuda de un funcionario, cuya doméstica
me servía, pues el mismo día de mi desafio había enviado a
Atanasio a su compañía, sin atreverme a mirarle a la cara
después de lo sucedido, lo que demuestra que el laico
desprovisto de preparación religiosa puede avergonzarse de
los actos más justos.
-Hace ya varios días -me dijo al entrar- que le escucho con
gran curiosidad. Deseo que me honre usted con su amistad y
que conversemos detenidamente. ¿Quiere usted hacerme ese
gran favor?
-Con mucho gusto -le respondí-. Será para mí un verdade-
ro honor.
De tal modo me impresionó aquel hombre desde el primer
momento, que me sentía un tanto atemorizado. Aunque todos
me escuchaban con curiosidad, nadie me había mirado con
una expresión tan grave. Además, había venido a mi casa
para hablar conmigo.
Después de sentarse continuó:
-He observado que es usted un hombre de carácter, ya
que no vaciló en decir la verdad en una cuestión en que su
franqueza podía atraerle el desprecio general.
-Sus elogios son exagerados.
-Nada de eso. Lo que usted hizo requiere mucha más
resolución de la que usted supone. Esto es lo que me
impresionó y por eso he venido a verle. Tal vez mi curiosidad
le parezca indiscreta, pero quisiera que me describiera usted
sus sensaciones, en caso de que las recuerde, al decidir pedir
perdón a su adversario en el terreno del duelo. No atribuya
usted mi pregunta a ligereza. Es todo lo contrario. Se la hago
con un fin secreto que seguramente le explicaré muy pronto,
si Dios quiere que se entable entre nosotros una verdadera
amistad.
Yo lo escuchaba mirándolo fijamente. De pronto sentí
hacia él una confianza absoluta, al mismo tiempo que una viva
curiosidad, pues percibí que su alma guardaba un secreto.
-Desea usted conocer mis sensaciones en el momento en
que pedí perdón a mi adversario -dije-, pero será preferible
que antes le refiera ciertos hechos que no he revelado a
nadie.
Le describí mi escena con Atanasio y le dije que finalmente
me había arrodillado ante él.
-Esto le permitirá comprender -terminé- que durante el
duelo mi estado de ánimo había mejorado mucho. En mi casa
había empezado a recorrer un nuevo camino y seguía
adelante, no sólo libre de toda preocupación, sino
alegremente.
El visitante me escuchó con atención y simpatía.
-Todo esto es muy curioso -dijo-. Volveré a visitarle.
Desde entonces vino a verme casi todas las tardes. En
seguida habríamos trabado estrecha amistad si mi visitante
me hubiera hablado de sí mismo. Pero se limitaba a hacerme
preguntas sobre mí. No obstante, le tomé afecto y le abrí mi
corazón. Me decía en mi fuero interno: «No necesito que me
confíe sus secretos para estar persuadido de que es un
hombre justo. Además, hay que tener en cuenta que es una
persona sería y que viene a verme, a escucharme, a pesar de
que tiene bastante más edad que yo.»
Aprendí mucho de él. Era un hombre de gran inteligencia.
-Yo también creo desde hace mucho tiempo que la vida es
un paraíso -me dijo un día, mirándome y sonriendo-. Estoy
incluso más convencido que usted, como le demostraré
cuando llegue el momento.
Entonces me dije: « No cabe duda: tiene que hacerme una
revelación. »
-Todos -continuó- llevamos un paraíso en el fondo de
nuestro ser. En este momento yo llevo el mío dentro dé mí y,
si quisiera, mañana mismo podría convertirlo en realidad para
toda mi vida.
Me hablaba afectuosamente, mirándome con una
expresión enigmática, como si me interrogase.
-En cuanto a la culpabilidad de cada hombre ante todos,
no sólo por sus pecados, sino por todo, sus juicios son justos.
Es asombroso que haya podido concebir esta idea con tanta
amplitud. Comprenderla supondrá para los hombres el
advenimiento del reino de los cielos, no como un sueño, sino
como una auténtica realidad.
-¿Pero cuándo llegará ese día? -exclamé, apenado-.
Acaso esa idea no pase nunca de ser un sueño.
-¿Cómo es posible que no crea usted lo que predica? Ha
de saber que ese sueño se realizará, pero no ahora, cuando
todo está regido por leyes. Es un fenómeno moral,
psicológico. Para que el mundo se renueve es preciso que los
hombres cambien de rumbo. Mientras cada ser humano no se
sienta verdaderamente hermano de su prójimo, no habrá
fraternidad. Guiándose por la ciencia y el interés, los hombres
no sabrán nunca repartir entre ellos la propiedad y los
derechos; nadie se sentirá satisfecho y todos murmurarán, se
envidiarán, se exterminarán... Usted se pregunta cuándo se
realizará su ideal. Pues bien, se realizará cuando termine la
etapa del aislamiento humano.
-¿El aislamiento humano? -pregunté.
-Sí. Hoy reina en todas partes y no ha llegado aún la hora
de su fin. Hoy todos aspiran a separar su personalidad de las
demás personalidades, gozar individualmente de la plenitud
de la vida. Sin embargo, los esfuerzos de los hombres, lejos
de alcanzar sus fines, conducen a un suicidio total, ya que, en
vez de conseguir la plena afirmación de su personalidad, los
seres humanos caen en la soledad más coinpleta. En nuestro
siglo, todos los hombres se han fraccionado en unidades.
Cada cual se aisla en su agujero, se aparta de los demás, se
oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y aleja a
sus semejantes. Amasa riquezas él solo, se felicita de su
poder y de su opulencia, y el insensato ignora que cuantas
más riquezas reúne, más se hunde en una impotencia fatal.
Porque se ha habituado a contar sólo consigo mismo y se ha
desligado de la colectividad; se ha acostumbrado a no creer
en la ayuda mutua, ni en su prójimo, ni en la humanidad, y
tiembla ante la sola idea de perder su fortuna y los derechos
que ésta le otorga. Hoy el espíritu humano empieza a perder
de vista en todas partes, cosa ridícula, que la verdadera
garantia del individuo radica no en su esfuerzo personal
aislado, sino en su solidaridad. Este terrible aislamiento termi-
nará algún día, y entonces todos los hombres comprenderán
que su separación es contraria a todas las leyes de la
naturaleza, y se asombrarán de haber permanecido tanto
tiempo en las tinieblas, sin ver la luz. Y en ese momento
aparecerá en el cielo el signo del Hijo del Hombre... Pero
hasta entonces habrá que tener guardado el estandarte y
predicar con el ejemplo, aun siendo uno solo el que lo haga.
Ese uno deberá salir de su aislamiento y acercarse a sus
hermanos, sin detenerse ante el riesgo de que le tomen por
loco. Hay que proceder de este modo para evitar que se
extinga una gran idea.
Estas conversaciones apasionantes ocupaban
enteramente nuestras vidas. Incluso abandoné a la sociedad,
a la que sólo acudía de tarde en tarde. Por otra parte, empecé
a pasar de moda. No lo digo en son de queja, pues todos
seguían demostrándome afecto y mirándome con buenos
ojos; pero no cabe duda de que la moda desempeña un papel
preponderante en el mundo. Acabé por sentirme
entusiasmado ante mi misterioso visitante: su inteligencia me
seducía. Además, mi intuición me decía que aquel hombre
tenía algún proyecto, que se preparaba para realizar algún
acto heroico. Sin duda, sabía que yo no tenía el propósito de
desvelar su secreto, y que ni siquiera aludiría a él. Finalmente,
adverti que le atormentaba el deseo de hacerme una
confidencia. Esto ocurrió al cabo de un mes
aproximadamente.
-¿Sabe usted -me preguntó un día- que somos el blanco
de la curiosidad general? Mis frecuentes visitas a esta casa
han atraído la atención de la gente... En fin, pronto se
explicará todo.
A veces, le asaltaba repentinamente una agitación
extraordinaria. Entonces casi siempre se levantaba y se iba.
En otras ocasiones, fijaba en mí una mirada larga y
penetrante. Yo me decía: «Ahora va a hablar.» Pero se
arrepentía y empezaba a comentar algún hecho sin
importancia.
Se quejaba de dolores de cabeza. Un día, tras una charla
larga y vehemente, vi que palidecía de pronto. Sus facciones
se contrajeron y me miró con gesto huraño.
-¿Qué le ocurre? -le pregunté-. ¿Se siente mal?
-No, es que yo... es que yo... he cometido un asesinato.
Hablaba sonriendo. Estaba blanco como la cal. Antes de
que en mi pensamiento se restableciera el orden, una
pregunta atravesó mi cerebro. «¿Por qué sonreirá?» Y
también yo palidecí.
-¿Habla en serio? --exclamé.
Mi visitante seguía sonriendo tristemente.
-Me ha costado empezar, pero continuar no me será difícil.
Al principio no lo creí. Sólo le di crédito al cabo de tres
días, cuando me lo hubo contado todo detalladamente.
Empecé creyendo que estaba loco; después, con dolor y
sorpresa, me convencí de que decía la verdad.
Hacía catorce años había asesinado a una dama rica,
joven y encantadora, viuda de un terrateniente, que poseía
una finca en los alrededores de nuestra ciudad. Se enamoró
de ella apasionadamente, le declaró su amor y le pidió que se
casara con él. Pero ella había entregado ya su corazón a otro,
a un distinguido oficial que estaba en campaña y que había de
regresar muy pronto. Rechazó la petición del pretendiente y le
rogó que dejara de visitarla. El despechado conocía la
disposición de la casa, y una noche se introdujo en ella.
Atravesó el jardín y subió al tejado, con una audacia increíble,
exponiéndose a que lo descubrieran. Pero suele ocurrir que
los crímenes más audaces son los que más éxito tienen. Entró
en el granero por un tragaluz y bajó a las habitaciones por una
escalerilla, sabiendo que los sirvientes no cerraban siempre
con llave la puerta de comunicación. Contó -y acertó- con la
negligencia de los criados. A través de las sombras, se dirigió
al dormitorio, donde ardía una lamparilla. Como hecho adrede,
las dos doncellas habían salido a escondidas para asistir a
una fiesta en casa de una amiga. Los demás domésticos
estaban acostados en la planta baja. Al ver dormida a la
dama, su pasión se despertó; después, los celos y el deseo
de venganza se adueñaron de él y lo llevaron a clavarle un
cuchillo en el corazón. Ella ni siquiera pudo gritar.
Con infernal astucia, hizo todo lo necesario para que las
sospechas recayeran en los sirvientes. Se apoderó del
monedero de la víctima, abrió la cómoda con las llaves que
encontró bajo la almohada y robó, como un criado ignorante,
el dinero y las joyas, eligiendo éstas por su volumen: desdeñó
las más preciosas y tampoco tocó los valores. Se llevó
también algunos recuerdos de los que hablaré más adelante.
Realizada la fechoría, salió de la casa por el mismo camino
que había seguido para entrar. Ni. al día siguiente, cuando se
conoció el hecho, ni más adelante tuvo nadie la menor idea de
quién era el verdadero culpable. Se ignoraba su pasión por la
víctima, pues era un hombre taciturno, encerrado en sí mismo
y que no tenía amistades. Se le consideraba simplemente
como conocido de la muerta, a la que, por cierto, no había
visto desde hacía quince días. Se sospechó inmediatamente
de un criado llamado Pedro, y todas las circunstancias
contribuyeron a confirmar estas sospechas, pues el tal Pedro
sabía que la dueña del lugar estaba decidida a incluirlo entre
los reclutas que debía entregar, ya que era soltero y de mala
conducta. Estando ebrio, había amenazado de muerte a una
persona en la taberna. Dos días antes del asesinato había
desaparecido y, al siguiente, lo encontraron en las cercanías
de la ciudad, junto a la carretera, borracho perdido. Llevaba
un cuchillo encima y en su mano derecha había manchas de
sangre. Dijo que había sufrido un derrame nasal, pero no lo
creyeron. Las doncellas declararon que habían salido y que
habían dejado la puerta exterior abierta para poder entrar
cuando regresaran. Se acumularon otros indicios análogos,
que provocaron la detención del criado inocente. Se instruyó
un proceso, pero, transcurrida una semana, el procesado
contrajo unas fiebres y murió en el hospital sin haber
recobrado. el conocimiento. El sumario se archivó, se puso la
causa en manos de Dios, y todos, jueces, autoridades y
público, quedaron convencidos de que el autor del crimen
había sido el difunto sirviente.
Entonces empezó el castigo. El misterioso visitante, ya
unido a mí por lazos de amistad, me explicó que al principio
no había sentido el menor remordimiento. Se limitaba a
lamentar haber matado a una mujer querida, ya que, al darle
muerte, había matado a su propio amor, un amor apasionado
que hacía circular por sus venas una corriente de fuego. Casi
se olvidaba de que había derramado sangre inocente, de que
había dado muerte a un ser humano. No podía tolerar la idea
de que su víctima hubiera sido la esposa de otro. Así, estuvo
mucho tiempo convencido de que había obrado como tenía
que obrar. La detención del criado le inquietó en el primer
momento, pero su enfermedad y su muerte le tranquilizaron,
ya que el desgraciado había muerto no a causa de la
acusación que pesaba sobre él, sino por efecto de una
pulmonía, contraída al permanecer toda una noche tendido
sobre la tierra húmeda. El robo de joyas y dinero no le
inquietaba, puesto que no había obrado por codicia, sino para
alejar de si las sospechas. La cantidad era insignificante.
Además, pronto entregó una suma mayor a un hospicio que
se había fundado en nuestra ciudad. Hizo esto para descargar
su conciencia, y lo consiguió -cosa notable- para mucho
tiempo. Por su propia conveniencia, redobló sus actividades.
Consiguió que le confiasen una ardua misión que duró dos
años, y, gracias a la entereza de su cárácter, casi se olvidó de
su delito. A ello le ayudó su empeño de apartar de su mente la
ingrata idea. Se dedicó a las buenas obras a hizo muchas en
nuestra localidad. Su fama de filántropo llegó a las capitales, y
en Petersburgo y en Moscú fue nombrado miembro de varias
instituciones benéficas.
Al fin, se sintió dominado por vagas y dolorosas preocupa-
ciones que eran superiores a sus fuerzas. Entonces se prendó
de una encantadora muchacha con la que se casó muy
pronto, con la esperanza de que el matrímonio, al poner fin a
su soledad, disiparía sus angustias, y de que, al entregarse de
lleno a sus deberes de esposo y de padre, desterraría los
malos recuerdos. Pero sucedió todo lo contrario de lo que él
esperaba. Desde el primer mes de matrimonio empezó a
obsesionarle una idea atormentadora. «Mi mujer me quiere,
pero ¿qué sucedería si lo supiera todo?» Cuando su esposa
le anunció que estaba encinta de su primer hijo, él se turbó.
«Yo que he quitado la vida, ahora la doy.» Cuando ya tenía
más de un hijo, se preguntó: «¿Cómo puedo atreverme a
quererlos, a educarlos, a hablarles de la virtud, yo que he
matado?» Sus hijos eran hermosos. Anhelaba acariciarlos.
«No puedo mirar sus caras inocentes; no soy digno de
mirarlas.» Finalmente tuvo una visión siniestra y amenazadora
de la sangre de su víctima, que clamaba venganza; de la vida
joven que había aniquilado. Empezó a tener horribles
pesadillas. Su entereza de ánimo le permitió resistir largo
tiempo este suplicio. «Este sufrimiento secreto es la expiación
de mi crimen.» Pero esta idea era una vana esperanza: su
sufrimiento iba aumentando a medida que pasaba el tiempo.
La gente lo respetaba por sus actividades filantrópicas,
aunque su cara sombría y su carácter severo inspiraban
temor. Pero cuanto más crecía este general respeto, más
intolerable le resultaba. Me confesó que había pensado en el
suicidio. Otra idea empezó a torturarle, una idea que al
principio le pareció descabellada y absurda, pero que acabó
por formar parte de su ser hasta el punto de no poder
expulsarla. Esta idea fue la de confesar públicamente su
crimen. Pasó tres años presa de esta obsesión que se
presentaba de diversas formas. Al fin, creyó con toda
sinceridad que esta confesión descargaría su conciencia y le
devolvería la paz interior para siempre. Pero, pese a esta
seguridad, se sintió atemorizado. ¿Cómo lo haría? Entonces
se produjo el incidente de mi desafio.
-Ante su conducta -me dijo-, he decidido no retrasar mi
confesión.
-¿Cómo es posible -exclamé juntando las manos- que un
suceso tan insignificante haya engendrado semejante
determinación?
-La tengo tomada desde hace tres años. Su conducta sólo
ha servido para darle impulso.
Añadió rudamente:
-Al conocerlo a usted, me he colmado a mí mismo de
reproches y le he envidiado.
-Pero han pasado ya catorce años: nadie le creerá.
-Tengo pruebas abrumadoras. Las exhibiré.
Me eché a llorar y lo abracé.
-Sólo quiero que me aconseje sobre un punto -me dijo
como si todo dependiera de mi-. ¡Mi mujer, mis hijos...! Ella
acaso muera de pesar. Mis hijos conservarán su categoría
social, su fortuna; pero siempre serán los hijos de un
presidiario. Y ya puede usted suponer el recuerdo que esos
niños guardarán de mí.
Yo no respondí.
-Además, me resisto a separarme de ellos, a dejarlos para
siempre...
Yo decía mentalmente una oración. Al fin, me levanté, ate-
rrado.
-Contésteme -me dijo, mirándome fijamente.
-Haga su confesión pública -repuse-. Todo pasa; sólo la
verdad permanece. Cuando sean mayores, sus hijos
comprenderán la nobleza de su acto.
Al marcharse, no daba la menor muestra de irresolución.
Sin embargo, estuvo quince días viniendo a verme todas las
noches. Se preparaba para cumplir su propósito, pero no se
decidía. Sus palabras me llenaban de angustia. A veces
llegaba con un gesto de resolución y me decía, enternecido:
-Estoy seguro de que cuando lo haya confesado todo, me
parecerá vivir en un paraíso. Durante catorce años he vivido
en un infierno. Quiero sufrir. Cuando acepte este sufrimiento,
empezaré a vivir. Ahora no me atrevo a amar al prójimo, no
me atrevo a amar ni siquiera a mis hijos. Señor, estos niños
se percatarán de lo mucho que he sufrido y no me
censurarán.
-Todos comprenderán su proceder, si no ahora, más
adelante, pues usted habrá rendido un servicio a la verdad, a
la verdad superior, que no es la verdad de este mundo.
Se marchaba aparentemente consolado, pero volvía al día
siguiente con semblante huraño, pálido y expresándose con
amarga ironía.
-Cada vez que entro aquí, usted me observa con
curiosidad. «¿Todavía no ha dicho nada?», parece
preguntarme. Tenga calma y no me desprecie. No es tan fácil
como usted supone. A lo mejor, no hago mi confesión nunca.
Usted no me denunciará, ¿eh?
¡Denunciarle yo, que, lejos de sentir una curiosidad
maligna, ni siquiera me atrevía a mirarle! Me sentía afligido,
atormentado, con el alma llena de lágrimas. Por las noches no
podía dormir.
-Hace un momento estaba con mi mujer. ¿Sabe usted lo
que es una esposa? Al marcharme, me han gritado los niños:
«Adiós, papá. Vuelve pronto para darnos clase de lectura.»
No, usted no puede comprender esto. Las desgracias ajenas
no nos instruyen.
Sus ojos centelleaban, temblaban sus labios. De pronto,
aquel hombre tan reposado dio un fuerte puñetazo en la
mesa. Todo lo que había sobre ella tembló.
-¿Debo denunciarme a mí mismo? ¿Es necesario que lo
haga? No se ha condenado a nadie por mi crimen, no se ha
enviado a nadie a presidio. El criado murió de enfermedad. He
expiado con mis sufrimientos la sangre vertida. Por otra parte,
no se me creerá, no se dará crédito a mis pruebas. ¿Debo
confesar? Estoy dispuesto a expiar mi crimen hasta el fin con
tal que no repercuta en mi mujer y mis hijos. ¿Es justo que los
haga partícipes de mi perdición? ¿No sería esto un delito?
¿Dónde está la verdad? ¿Es capaz la gente de reconocerla,
de apreciarla?
Yo me dije: «¡Pensar en la opinión ajena en estos momen-
tos... ! »
Me inspiraba tanta compasión, que de buena gana habría
compartido su suerte sólo por aliviarlo. El pobre estaba
profundamente trastornado. Me estremecí, pues lo
comprendía y me daba perfecta cuenta de lo que para él
suponía tomar semejante determinación.
-¡Dígame lo que debo hacer! -exclamó.
-Vaya a entregarse -murmuré con acento firme, aunque
me faltaba la voz.
Cogí de la mesa la Biblia y le mostré el evangelio de San
Juan, señalándole el versículo 24 del capítulo 12, que dice:
«En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo
caído en la tierra no muere, quedará solo; pero si muere,
producirá mucho fruto.»
Cuando él llegó, yo acababa de leer este versículo. Él lo
leyó también.
-Es una gran verdad -dijo con una amarga sonrisa. Y
añadió tras una pausa-: Es tremendo lo que dicen estos libros.
Se le pueden poner a uno ante las narices. ¿Es posible que
los escribieran los hombres?
-Todo fue obra del Espíritu Santo.
-Es muy fácil hablar -dijo, sonriendo de nuevo, pero casi
con odio.
Volví a coger el libro, lo abrí por otra página y le mostré la
Epístola a los Hebreos, capítulo 10, versículo 31.
«Es terrible caer en las manos de Dios viviente.»
Apartó de sí el libro, temblando.
-Es un versículo aterrador. ¡Bien ha sabido usted
escogerlo!
Se levantó.
-Bueno, adiós. Acaso ya no vuelva a venir. Ya nos
veremos en el paraíso. Sí, hace ya catorce años que «caí en
manos de Dios viviente». Mañana suplicaré a estas manos
que me suelten.
Mi deseo era abrazarlo, besarlo, pero no me atrevía. Daba
pena ver sus facciones contraídas. Se marchó.
«¡Señor! -me dije-. ¿Adónde irá?»
Caí de rodillas ante el icono y rogué por él a la Santa
Madre de Dios, mediadora y auxiliadora. Pasé una media hora
entre lágrimas y rezos. Era ya tarde, casi medianoche. De
pronto, se abrió la puerta. Era él. No pude ocultar mi sorpresa.
-¿Usted? -exclamé.
-Creo que me he dejado aquí el pañuelo... Pero eso poco
importa: aunque no me lo hubiera dejado, permítame que me
siente.
Se sentó. Yo permanecí en pie ante él.
-Siéntese usted también.
Lo hice. Estuvimos así dos largos minutos. Él me miraba
fijamente. De pronto, sonrió. Después me estrechó entre sus
brazos y me besó.
-Acuérdate de que he venido sólo para volver a verte.
¿Entiendes? Acuérdate.
Era la primera vez que me tuteaba. Se marchó. Yo me dije:
«Mañana...» Y acerté. Como no me había movido de casa en
los últimos días, ignoraba que al siguiente se celebraba su
cumpleaños. Asistió toda la ciudad y la fiesta transcurrió como
todas las de este género. Después del banquete, se situó en
medio de la sala, entre sus invitados. Tenía en sus manos un
escrito dirigido a sus superiores, que estaban presentes.
Empezó a leer para toda la concurrencia. El escrito era un
relato detallado de su crimen. Sus últimas palabras fueron:
«Como corresponde a un monstruo, me separo de la
sociedad. Dios me ha visitado. Quiero sufrir. » Seguidamente
depositó sobre la mesa las pruebas guardadas durante
catorce años: las jóyas robadas a la víctima para desviar las
sospechas, un medallón y una cruz que la muerta llevaba al
cuello, su cuaderno de notas y dos cartas, una de su
prometido, en la que le anunciaba su próxima llegada, y la de
respuesta que ella había empezado con el propósito de
cursarla al día siguiente. ¿Por qué se había apoderado de
estas dos cartas y las había conservado durante catorce años,
en vez de destruirlas, para presentarlas como pruebas? ¿Qué
significaba esto? Todos se estremecieron de asombro y
horror, pero no lo creyó nadie. Se le escuchó con
extraordinaria curiosidad, como se escucha a un enfermo.
Días después, todo el mundo había convenido que aquel
hombre estaba loco.
Sus superiores y la justicia se vieron obligados a llevar
adelante el asunto, pero pronto se archivó el proceso. Aunque
las cartas y objetos presentados eran dignos de tenerse en
cuenta, se estimó que, aun suponiendo que estas pruebas
fuesen auténticas, no podían servir de base para una
acusación en toda regla. La misma difunta podía habérselas
confiado. Supe que su autenticidad había sido confirmada por
numerosas amistades de la víctima. Pero tampoco esta vez
llegaría el asunto a su fin. Cinco días después se supo que el
infortunado estaba enfermo y que se temía por su vida. De su
enfermedad sólo sé que se atribuía a trastornos cardíacos. A
petición de su esposa, los médicos examinaron su estado
mental y llegaron a la conclusión de que estaba loco. Yo no
presencié ninguno de estos hechos. Sin embargo, me
abrumaban a preguntas. Intenté visitarlo, pero se me negó la
entrada. Esta prohibición duró largo tiempo, especialmente
por la voluntad de su esposa.
-Ha sido usted -me dijo ésta- el que ha provocado su ruina
moral. Mi marido fue siempre un hombre taciturno. En este
último año su agitación y su extraña conducta han sorprendido
a todo el mundo. Ha sido usted el causante de su perdición.
Durante el mes pasado no ha cesado usted de inculcarle sus
ideas. Mi esposo le ha visitado a diario.
No era sólo su mujer la que me acusaba, sino también
todos los habitantes de la ciudad.
-La culpa es suya -me decían.
Yo callaba, con el corazón lleno de gozo por esta
manifestación de la misericordia divina ante un hombre que se
había condenado a sí mismo. No creí en su locura. Al fin me
permitieron entrar en su casa. Él lo había pedido
insistentemente, con el deseo de despedirse de mí. En
seguida vi que sus días estaban contados. Era visible su
agotamiento. Tenía la tez amarilla y las manos temblorosas.
Respiraba con dificultad. Sin embargo, su mirada estaba
saturada de emoción y de alegría.
-Ya está hecho -me dijo-. Hace tiempo que deseaba verte.
¿Por qué no has venido?
No quise decirlé que no me habían permitido entrar.
-Dios se ha compadecido de mí y me llama a su lado. Sé
que voy a morir, pero me siento feliz y tranquilo por primera
vez desde hace muchos años. Después de mi confesión me
sentí como en un paraíso. Ahora ya me atrevo a querer a mis
hijos y a abrazarlos. Nadie me cree, nadie me ha creído; ni mi
esposa ni los jueces. Mis hijos no lo creerán nunca. Veo en
ello una prueba de la misericordia divina hacia esas criaturas.
Heredarán un nombre sin tacha. Ahora presiento a Dios. Mi
corazón rebosa de gozo... He cumplido con mi deber.
Estuvo unos momentos jadeante, sin poder hablar. Me
estrechaba las manos, me miraba con un brillo de exaltación
en los ojos. Pero no pudimos seguir hablando mucho tiempo.
Su mujer nos vigilaba furtivamente. No obstante, mi amigo
pudo murmurar:
-¿Te acuerdas de aquella vez que volví a tu casa a
medianoche? ¿Te acuerdas de que te dije que no lo
olvidaras? Pues bien, ¿sabes por qué volví? Porque había
decidido matarte.
Me estremecí.
-Después de dejarte, empecé a vagar en la oscuridad,
luchando conmigo mismo. De pronto, sentí un odio intolerable
hacia ti. Pensé: «Estoy en sus manos. Es mi juez. Estoy
obligado a entregarme a la justicia, pues lo sabe todo.» No es
que temiera que me denunciases. Ni siquiera pensé en ello.
Es que me decía: «No me atreveré a mirarle si no confieso.»
Aunque hubieras estado en los antípodas, la sola idea de que
existías, lo sabías todo y me juzgabas, me habría sido
insoportable. Sentí un odio a muerte hacia ti; te consideraba
culpable de todo. Volví a tu casa al recordar que había visto
un puñal en la mesa. Me senté y te pedí que te sentaras.
Estuve un minuto reflexionando. Si te mataba, me perdería
aunque no confesara mi crimen anterior. Pero yo no pensaba,
no quería pensar en ello en aquel momento. Te odiaba y ardía
en deseos de vengarme de ti. Pero el Señor triunfó en mi
corazón sobre el diablo. Sin embargo, te aseguro que nunca
has estado tan cerca de la muerte como entonces.
Murió una semana después. Toda la ciudad fue al
cementerio tras su ataúd. El sacerdote pronunció una
alocución conmovedora, lamentándose de la cruel
enfermedad que había puesto fin a los días del difunto. Pero,
después del entierro, todo el mundo se volvió contra mí.
Incluso se negaban a recibirme. Sin embargo, algunos -y su
número fue creciendo- admitieron la veracidad de la
confesión. Más de uno vino a interrogarme con maligna
curiosidad, pues la caída y el deshonor de los justos suele
causar satisfacción. Pero yo guardé silencio y pronto me
marché de la ciudad. Cinco meses después, el Señor me
consideró digno de entrar en el buen camino y yo le bendije
por haberme guiado de un modo tan manifiesto. En cuanto al
infortunado Miguel, lo incluyo todos los días en mis oraciones.

CAPÍTULO III
RESUMEN DE LAS CONVERSACIONES Y LA
DOCTRINA
DEL STARETS ZÓSIMO

e) El religioso ruso y su posible papel

Padres y maestro, ¿qué es un religioso? En la actualidad,


las gentes más esclarecidas pronuncian esta palabra con
ironía y, a veces, incluso como una injuria. El mal va en
aumento. Verdad es, ¡ay!, que entre los monjes no faltan los
holgazanes, los sensuales, los vagabundos desvergonzados.
«No sois más que unos vagos, miembros inútiles de la
sociedad, que vivis del trabajo ajeno; unos mendigos sin
escrúpulos. » Sin embargo, ¡cuántos hay que son dulces y
humildes, que buscan la soledad para entregarse a sus
fervientes oraciones! De éstos apenas se habla; algunos ni
siquiera los nombran. Por eso muchos se asombrarán si les
digo que, en caso de que vuelva a salvarse la tierra rusa, a
ellos se deberá. Pues están verdaderamente separados para
«el día y la hora, el mes y el año». En su soledad, estos
monjes conservan la imagen de Cristo espléndida a intacta,
en toda la pureza de la verdad divina, legada por los padres
de la Iglesia, los apóstoles y los mártires, y cuando llegue la
hora, la revelarán a este resquebrajado mundo. Es una idea
grandiosa. Esta estrella brillará en Oriente.
He aquí lo que yo pienso de los religiosos. Tal vez sea una
simple suposición mía; tal vez me equivoque. Pero observad a
esa gente que se eleva por encima del pueblo cristiano. ¿No
han alterado la imagen de Dios y su verdad? Esos hombres
poseen la ciencia, pero una ciencia supeditada a los sentidos.
Al mundo espiritual, la mitad superior del género humano, se
le rechaza alegremente, incluso con odio. Sobre todo en estos
últimos años, el mundo ha proclamado la libertad. ¿Pero qué
signiîica esta libertad? La esclavitud y el suicidio. Pues se
dice: «Tienes necesidades: satisfácelas. Posees los mismos
derechos que los grandes y los ricos. No temas satisfacer tus
necesidades. Incluso las puedes aumentar. » Éstas son las
enseñanzas que se dan ahora. Así interpretan la libertad. ¿Y
qué consecuencias tiene este derecho a aumentar las
necesidades? En los ricos, la soledad y el suicidio espirituales;
en los pobres, la envidia y el crimen, pues se conceden
derechos, pero no se indican los medios para satisfacer las
necesidades. Se dice que la humanidad, acortando las
distancias y transmitiéndose los pensamientos por el espacio,
se unirá cada vez más estrechamente, y que reinará la fra-
ternidad. Pero no creáis en esta unión de los hombres. Al
considerar la libertad como el aumento de las necesidades y
su pronta saturación, se altera su sentido, pues la
consecuencia de ello es un aluvión de deseos insensatos, de
costumbres a ilusiones absurdas. Esos hombres sólo viven
para envidiarse mutuamente, para la sensualidad y la
ostentación. Ofrecer banquetes, viajar, poseer objetos va-
liosos, grados, sirvientes, se considera como ùna necesidad a
la que se sacrifica el honor, el amor al prójimo a incluso la
vida, pues, al no poder satisfacerla, habrá quien llegue al
suicidio. Lo mismo ocurre a los que no son ricos ni pobres. En
cuanto a estos últimos, ahogan por el momento en la
embriaguez la insatisfacción de las necesidades y la envidia.
Pero pronto no se embriagarán de vino, sino de sangre: éste
es el fin al que se les lleva. ¿Pueden considerarse libres estos
hombres? Un campeón de esta doctrina me contó un día que,
estando preso, se encontró sin tabaco y que esta privación le
resultó tan insoportable, que estuvo a punto de hacer traición
a sus ideas para fumar. Pues bien, este individuo pretendía
luchar por la humanidad. ¿De qué podía ser capaz? A lo
sumo, de un esfuerzo momentáneo, de escasa duración. No
es sorprendente que los hombres hayan encontrado la
servidumbre en vez de la libertad, y que lejos de alcanzar la
fraternidad y la unión, hayan caído en la desunión y la
soledad, como me dijo antaño mi visitante misterioso. La idea
de la devoción a la humanidad, de la fraternidad, de la
solidaridad, va desapareciendo gradualmente en el mundo. En
realidad, se la recibe incluso con escarnio, pues ¿quién puede
desprenderse de sus hábitos? ¿Dónde irá ese prisionero de
las múltiples y ficticias necesidades que se ha creado él
mismo? A este ser aislado apenas le preocupa la colectividad.
En resumidas cuentas, sus bienes materiales han aumentado,
pero su alegría ha disminuido.
La vida del religioso es muy diferente. Hay quien se burla
de la obediencia, del ayuno, de la oración... Sin embargo, ése
es el único camino de la verdadera libertad. Yo suprimo las
necesidades superfluas, domo y flagelo mi voluntad altiva y
egoísta por medio de la obediencia, y así, con la ayuda de
Dios, consigo la libertad del alma y, con ella, la alegría
espiritual. ¿Quién es más capaz de enaltecer una idea, de
ponerse a su servicio, el rico aislado espiritualmente o el
religioso que se ha liberado de la tiranía de las costumbres?
Se censura al religioso su aislamiento. «Al retirarte a un
monasterio -se le dice-, desertas de la causa fraternal de la
humanidad.» Pero veamos quién sirve mejor a la fraternidad.
Pues el aislamiento no nace en nosotros, sino en los
acusadores, aunque ellos no se den cuenta.
De nuestro medio salieron antaño los hombres de acción
del pueblo. ¿Por qué no ha de suceder hoy lo mismo? Esos
ayunadores, esos seres taciturnos, bondadosos y humildes,
se levantarán por una causa noble. El pueblo será el salvador
de Rusia, y los monasterios rusos estuvieron siempre al lado
del pueblo. El pueblo está aislado, nosotros lo estamos
también. El pueblo comparte nuestra fe. Los políticos sin fe
nunca harán nada en Rusia, aunque sean sinceros y geniales:
no olviden esto. El pueblo acabará con el ateismo, y Rusia se
unificará en la ortodoxia. Preservad al pueblo y velad por su
corazón. Instruidlo acerca de la paz. Ésta es vuestra misión de
religiosos. Nuestro pueblo lleva a Dios consigo.

f) ¿Pueden llegar a ser hermanos en espiritu amos y


servidores?

Hay que confesar que el pueblo es también víctima del


pecado. La corrupción aumenta visiblemente de día en día. El
mal del aislamiento invade al pueblo; aparecen los
acaparadores y las sanguijuelas. El comerciante experimenta
una avidez creciente de honores. Pretende mostrar una
instrucción que no posee, y lo hace desdeñando los usos
antiguos y avergonzándose de la fe de sus padres. Va a casa
de los príncipes, aunque no es más que un mujik depravado.
El pueblo ha perdido la moral por efecto del alcohol y no
puede dejar este vicio. ¡Cuántas crueldades han de sufrir las
esposas y los hijos por culpa de la bebida! Yo he visto en las
fábricas niños de nueve años, débiles, atrofiados, hundido el
pecho y ya corrompidos. Un local asfixiante, el fragor de las
máquinas, el trabajo incesante, la obscenidad, las bebidas...
¿Es esto lo que conviene al alma de un muchacho? El niño
necesita sol, los juegos propios de su edad, buenos ejemplos
y un poco de simpatía. Es preciso que esto termine.
Religiosos, hermanos míos, hay que poner fin a los
sufrimientos de los niños. Orad para que así sea.
Pero Dios salvará a Rusia, pues el bajo pueblo, aunque
pervertido y agrupado en torno al pecado, sabe que el pecado
repugna a Dios y se siente culpable ante Él. Así, nuestro
pueblo no ha cesado de creer en la verdad: admite a Dios y
derrama ante Él lá rimas de ternura. No ocurre lo mismo entre
los privilegiados. Éstos son adictos a la ciencia y quieren
organizarse equitativamente sin más guía que la de su razón,
prescindiendo de Cristo. Ya han proclamado que no existe el
pecado ni el crimen. Desde su punto de vista tienen razón,
pues, si no hay Dios, ¿cómo puede existir el delito? En
Europa, el pueblo se levanta ya contra los ricos. En todas par-
tes, sus jefes lo incitan al crimen y le dicen que su cólera es
justa. Pero «maldita sea su cólera por ser cruel. El Señor
salvará a Rusia, como la ha salvado tantas veces. La
salvación vendrá del pueblo, de su fe, de su humildad. Padres
míos, preservad la fe del pueblo. No estoy soñando. Siempre
me ha impresionado la noble dignidad de nuestro gran pueblo.
He visto esa dignidad y puedo atestiguarla. Nuestro pueblo no
es servil, aun habiendo sufrido dos siglos de esclavitud. Es
desenvuelto en su porte y en sus ademanes, pero sin ofender
a nadie con esta desenvoltura. No es ni vengativo ni
envidioso. Piensa: «Eres distinguido, rico, inteligente... Que
Dios te bendiga. Te respeto, pero has de saber que también
yo soy un hombre. El hecho de que te respete sin envidiarte te
revelará mi dignidad humana.» El pueblo no lo dice así
(todavía no sabe decirlo), pero obra de este modo. Lo he
visto, lo he experimentado. Creedme: cuanto más pobre y
humilde es el ruso, más claramente se observa en él esta
noble verdad, pues los ricos, los acaparadores, por lo menos
en su mayoría, han caído en la inmoralidad, y nuestra
negligencia, nuestra indiferencia han contribuido a ello en
buena parte. Pero Dios salvará a los suyos, porque Rusia es
grande, y su grandeza es hija de su humildad. Pienso en
nuestro porvenir y me parece estar viendo lo que ocurrirá. El
rico más depravado acabará por avergonzarse de su riqueza
ante el pobre, y el pobre, conmovido por este rasgo de
humildad, será comprensivo y responderá generosamente,
amistosamente, a semejante prueba de noble confusión. No
les quepa duda de que ocurrirá así, pues se progresa en esa
dirección. La igualdad sólo existe en la dignidad espiritual, y
esto únicamente nosotros lo comprenderemos. Cuando haya
hermanos, reinará la fraternidad, y sin fraternidad, jamás
podremos compartir nuestros bienes. Conservamos la imagen
de Cristo, que resplandecerá a los ojos del mundo entero
como un magnífico diamante... ¡Así sea!
Padres y maestros, una vez me sucedió algo emocionente.
Durante mis peregrinaciones, y cuando ya llevaba ocho años
separado de mi antiguo asistente Atanasio, me encontré con
él en la ciudad de K... Esto ocurrió en el mercado. Al verme,
me reconoció y corrió hacia mi lleno de alegría. «¿Pero es
usted, padre? ¡Qué feliz encuentro! » Me llevó a su casa. Al
terminar el servicio se había casado y tenía ya dos niños
pequeños. Su mujer y él vivían de una pequeña industria de
cestería. Su vivienda era pobre, pero alegre y limpia. Me
obligó a sentarme, preparó el samovar y envió en busca de su
esposa, como si mi visita fuese una solemnidad. Me presentó
a sus dos hijos.
-Bendígalos, padre.
-No soy quién para bendecirlos -repuse-, pues sólo soy un
humilde religioso. Lo que haré es orar por ellos. A ti, Atanasio
Paulovitch, te he tenido siempre presente en mis oraciones
desde aquel día inolvidable, pues tú fuiste la causa de todo.
Le expliqué lo ocurrido. Él me miraba como si no pudiese
creer que su antiguo dueño, un oficial, estuviera ante él
vestido de monje. Incluso lloraba.
-¿Por qué lloras? -le pregunté-. ¿No te he dicho que no
puedo olvidarte? Alégrate conmigo, querido, pues mi camino
está lleno de luz de felicidad.
Él no hablaba apenas, pero suspiraba y movía la cabeza
enternecido.
-¿Qué ha hecho usted de su fortuna?
-La he entregado al monasterio: vivimos en comunidad.
Después del té me despedí de ellos. Atanasio me entregó
cincuenta copecs para el monasterio y luego me puso otros
cincuenta en la mano.
-Es para usted -me dijo-. Usted viaja y puede necesitarlo,
padre.
Acepté la limosna, me despedí del matrimonio y me fui con
el alma llena de alegría. Por el camino iba pensando: «Sin
duda, él está haciendo en su casa lo que yo hago en el
camino: suspirar y reír lleno de júbilo. Somos felices al
recordar que Dios hizo que nos encontrásemos. Yo era su
dueño, él era mi servidor, y ahora, al abrazarnos llenos de
emoción, un noble lazo nos ha unido.»
No le he vuelto a ver jamás, pero me he acordado muchas
veces de todo esto, y ahora me digo que no es imposible que
esta profunda y franca unión se llegue a realizar en todas
partes entre los rusos. Yo creo que se realizará, y muy pronto.
Ya que hablamos de los servidores, voy a añadir algo
acerca de ellos. Cuando era joven, me irritaba frecuentemente
contra los de mi casa. Que si la cocinera había servido la
comida demasiado caliente, que si el ayuda de cámara no me
había cepillado el traje... Pero mucho tiempo después, el
recuerdo de unas palabras que oí pronunciar a mi hermano
cuando era niño me abrieron los ojos. «¿Soy digno de que
otros hombres me sirvan? ¿Tengo derecho a explotar su
miseria y su ignorancia?» Entonces me asombré de que ideas
tan sencillas y claras tardaran tanto en llegar a nuestra
comprensión. No se puede pasar sin servidores en este
mundo, pero tratadlos de modo que se sientan moralmente
incluso más libres que si no fueran servidores. ¿Por qué no he
de ser yo el servidor del mío? ¿Por qué no ha de ver él este
gesto sin desconfianza y sin considerarlo hijo de mi
superioridad y mi altivez? ¿Por qué no he de mirar a mi
servidor como a un pariente que se admite con alegría en el
seno de la familia? Esto es ya realizable y servirá de base
para la magnífica unión que se cumplirá en el porvenir,
cuando el hombre no pretenda convertir en servidores a sus
semejantes, como ocurre ahora, sino que desee
ardientemente ser el servidor de todos los demás, como nos
enseñan los Evangelios. ¿Por qué ha de ser un sueño creer
que, al fin, el hombre se sentirá feliz de realizar las obras que
nos dictan la caridad y la cultura, y no, como sucede en
nuestros días, al dar satisfacción a instintos brutales, a la
glotonería, la fornicación, el orgullo, la jactancia, el afán, hijo
de los celos, del dominio sobre los demás? Estoy seguro de
que esto no es un sueño y se realizará muy pronto. Algunos
se rien y preguntan: « ¿Cuándo sucederá esto? ¿Es posible
que suceda? » Yo creo que realizaremos esta obra con la
ayuda de Cristo. En la historia de la humanidad, ¡cuántas
ideas que parecían irrealizables diez años antes, se
cumplieron de pronto, al llegar su misterioso término, y se di-
fundieron por toda la tierra! Así ocurrirá en nuestro suelo.
Nuestro pueblo resplandecerá ante el mundo y todos dirán:
«La piedra que los arquitectos desecharon se ha convertido
en la piedra angular.» A los que nos dicen que soñamos
podríamos preguntarles si no es un sueño la realización de su
propia obra, el propósito de organizarse equitativamente sin
más guía que la de su razón y prescindiendo de Cristo.
Afirman que aspiran también a la unión, pero esto sólo
pueden creerlo los más cándidos, aquellos cuya ingenuidad
llega a los limites más inauditos. En realidad, hay más
fantasía en sus cabezas que en las nuestras. Esos hombres
pueden organizarse de acuerdo con la justicia, pero, al
haberse separado de Cristo, inundarán el mundo de sangre,
pues la sangre llama a la sangre, y el que ha desenvainado la
espada, por herida de espada morirá. Sin la creencia en Cristo
se exterminarán hasta quedar sólo dos. Y estos dos,
dejándose llevar por su soberbia, lucharán hasta que uno de
ellos elimine al otro, y luego, muy pronto, desaparecerá él
mismo. Esto es lo que sucederá si no se cree en la promesa
de Cristo de evitar esta lucha por amor a la bondad y a la
humildad.
Después de mi duelo, cuando llevaba todavía el uniforme,
tuve ocasión de hablar en sociedad de los servidores.
Recuerdo que asombré a todo el mundo.
-Según usted -dijo uno-, habrá que sentar a nuestros sir-
vientes en un sillón y servirles el té.
-¿Por qué no? Sólo habría que hacerlo alguna que otra
vez.
Todos se echaron a reír. La pregunta había sido ligera y mi
respuesta no fue clara. Pero creo que en esta contestación
había algo de verdad.

g) La oración, el amor y el contacto con los otros mundos

Joven, no olvides la oración. Toda oración, si es sincera,


expresa un nuevo sentimiento; es la fuente de una idea nueva
que ignorabas y que te reconfortará. Entonces comprenderás
que el rezo es un medio de educación. Acuérdate, además, de
repetir todos los días y tantas veces como puedas estas
palabras: «Señor, ten piedad de todos los que comparecen
ante Ti.» Pues, hora tras hora, termina la existencia terrestre
de algunos de los seres humanos de más alta valía espiritual
y sus almas llegan ante Dios. ¡Cuántos de ellos han dejado
este mundo en la soledad más completa, ignorados por todos,
tristes y amargados de la indiferencia general! Y tal vez, aun-
que no conozcas al que muere, porque vive en el otro extremo
del mundo, el Señor oiga tu plegaria. El alma temerosa que
llega a la presencia de Dios se conmoverá al saber que hay
sobre la tierra alguien que le ama a intercede por ella. Y Dios
os mirará a los dos con más misericordia, pues si tú te
compadeces del alma de otro, Él se compadecerá mucho
más, pues su caudal de piedad y amor es inagotable. Así, Él
perdonará por ti.
Hermanos míos, no temáis al pecado; amad al hombre
aunque sea un pecador, pues así seguiréis el ejemplo del
amor divino, al que no se puede comparar ningún amor de la
tierra.
Amad a toda la creación en conjunto y a cada uno de sus
elementos: amad a cada hoja del ramaje, a cada rayo de luz,
a los animales, a las plantas... Amando a las cosas
comprenderéis el misterio divino de todas ellas. Y una vez
comprendido, penetraréis en esta comprensión cada vez más.
Y terminaréis por amar al mundo entero con un amor
universal. Amad a los animales, ya que Dios les ha dado un
principio de pensamiento y una alegría apacible. No los
molestéis, no los atormentéis quitándoles esta alegría, pues
ello sería oponerse a los propósitos de Dios. Hombre, no
hagas sentir tu superioridad a los animales, que están exentos
de pecado, mientras tú manchas la tierra, dejando a tus
espaldas un rastro de podredumbre. Así proceden casi todos
los hombres, por desgracia. Amad sobre todo a los niños,
pues también ellos desconocen el pecado, como los ángeles.
Están en el mundo para llegarnos al corazón y purificarlo. Son
para nosotros como un aviso. ¡Maldito sea el que ofenda a
estas criaturas! El hermano Antimio me ha enseñado a
amarlas. Sin decir palabra, empleaba los copecs que nos da-
ban de limosna para comprar golosinas y regalarlas a los
niños. Se conmovía cuando estaba junto a ellos.
A veces, sobre todo en presencia del pecado, nos
preguntamos: «¿Hay que recurrir a la fuerza o a la humildad
del amor?» Emplead siempre el amor: con él podréis dominar
al mundo entero. El ser humano lleno de amor es una fuerza
temible con la que ninguna otra se puede igualar. No os
descuidéis en ningún momento de guardar una actitud digna.
Suponed que pasáis por el lado de un niño presas de cólera y
blasfemando. Vosotros no habéis visto al niño, pero él os ha
visto a vosotros, y es muy probable que conserve el recuerdo
de vuestra baja actitud. Sin saberlo habréis sembrado un mal
germen en el alma de ese niño, un germen que puede
desarrollarse, y todo por haber cometido un olvido ante ese
muchacho, por no haber cultivado en vuestro ser el amor
activo, hijo de la reflexión. Hermanos míos, el amor es un
buen maestro, pero hay que saber adquirirlo, pues no se
obtiene fácilmente, sino a costa de largos esfuerzos. Hay que
amar no momentáneamente, sino hasta el fin. Hasta el más
detestable malvado es capaz de sentir un amor circunstancial.
Mi hermano pedía perdón a los pájaros. Esto parece
absurdo, pero tiene su lógica, pues todas las cosas se
parecen al océano, donde todo resbala y se comunica. Se
toca en un punto y el toque repercute en el otro extremo del
mundo. Admitamos que sea una locura pedir perdón a los
pájaros. Sin embargo, lo mismo los niños que los pájaros y
que todos los animales que nos rodean vivirán más a sus
anchas si vosotros os comportáis dignamente. Entonces
rogaréis a los pájaros. Entregados enteramente al amor, en
una especie de éxtasis, les pediréis que os perdonen vuestros
pecados. Alabad este éxtasis, por muy absurdo que parezca a
los hombres.
Amigos míos, pedid a Dios alegría; sed tan alegres como
los niños, como los pájaros bajo el cielo. No permitáis que el
pecado obstruya vuestra acción; no temáis que empañe
vuestra obra y os impida cumplirla. No digáis: «El pecado, la
impiedad, el mal ejemplo son poderosos, y nosotros, en
cambio, somos débiles y estamos solos. El mal triunfará sobre
el bien.» No os descorazonéis, hijos míos. No hay más que un
medio de hallar la salvación: el de cargar con todos los
pecados de los hombres. Desde el momento en que
respondáis por todos y por todo, veréis que es justo que
obréis así, ya que sois culpables por todos y por todo. En
cambio, si arrojáis vuestra pereza y vuestra debilidad sobre
vuestros semejantes, acabaréis por entregaros a un orgullo
satánico y murmuraréis contra Dios. He aquí lo que yo pienso
de este orgullo: es difícil comprenderlo aquí abajo, y por eso
caemos en él tan fácil y erróneamente, creyendo que
realizamos alguna obra noble a importante. Entre los
sentimientos y los impulsos más violentos de nuestra
naturaleza hay muchos que no podemos comprender aquí
abajo, pero no creas, hermano, que esto pueda servirte
siempre de justificación, pues el Juez soberano te pedirá
cuentas de todo lo que puedes comprender, aunque no te las
pida de lo demás. Vamos errantes por la tierra y, si no
tuviésemos como guía la preciosa imagen de Cristo, nos
extraviaríamos, como ya sucedió al género humano antes del
diluvio, y acabaríamos por sucumbir. En este mundo somos
ciegos para muchas cosas. En cambio, tenemos la sensación
misteriosa del lazo de vida que nos liga al mundo de los
cielos. Las raíces de nuestras ideas y de nuestros
sentimientos no están aquí, sino allí. Por eso los filósofos
dicen que en la tierra es imposible comprender la esencia de
las cosas. Dios ha tomado semillas de los otros mundos y las
ha sembrado aquí abajo para tener en la tierra su jardín. Lo ha
formado con todo lo que podía crecer, pero nosotros somos
plantas que sólo vivimos por la sensación del contacto con
esos mundos. Cuando esta sensación se debilita o se ex-
tingue, lo que había brotado en nosotros perece. Llega un
momento en que la vida nos es indiferente a incluso la
miramos con aversión. Por lo menos, así me parece.

h) ¿Podemos ser jueces de nuestros semejantes? La fe


verdadera

Recuerda siempre que no puedes ser juez de nadie, ya


que, antes de juzgar a un criminal, el juez debe tener presente
que él es tan criminal como el acusado, y tal vez más culpable
de su crimen que todos. Cuando haya comprendido esto,
podrá ser juez: es una gran verdad, por absurdo que parezca.
Pues si yo soy un hombre justo, nadie será un criminal ante
mi. Si puedes cargar con el crimen del acusado al que juzgas,
hazlo inmediatamente, sufre por él y déjalo marcharse sin
hacerle ningún reproche. Incluso si eres juez de profesión, haz
todo lo posible por desempeñar tu cargo con este criterio,
pues, una vez que se haya marchado, el culpable se
condenará a sí mismo más severamente que podría hacerlo
ningún tribunal de justicia. Si se va sin que tu conducta le
haya producido efecto y burlándose de ti, no te desanimes:
ese hombre obra así porque todavía no ha llegado para él el
momento de la revelación; pero ya llegará. En el caso
contrario, el acusado comprenderá, sufrirá, se condenará a si
mismo: se le habrá revelado la verdad. Cree en esto
firmemente: es la base de la esperanza y de la fe de los
santos.
Que tu actividad sea continua. Si por la noche, antes de
dormirte, te acuerdas de que has dejado de cumplir algún
deber, levántate en el acto y cúmplelo. Si los que te rodean se
niegan a escucharte, por malicia o por indiferencia, arrodíllate
y pídeles perdón, pues en realidad tuya es la culpa de que no
quieran escucharte. Si se niegan a oírte los irascibles, sírvelos
en silencio y humildemente, sin perder jamás la esperanza. Si
todos se apartan de ti y algunos te rechazan con violencia,
permanece solo, arrodíllate, besa la tierra, riégala con tus
lágrimas, aunque nadie te vea ni te oiga. Estas lágrimas darán
fruto. Cree hasta el fin, incluso en el caso de que todos los
hombres se hubieran descarriado y fueses tú el único que
permanecieras fiel. Aporta tu ofrenda y alaba a Dios por
haberte permitido conservar la fe en tu aislamiento. Y si te
reúnes con otro hombre como tú, obtendrás la plenitud del
amor vivo. Daos entonces un fuerte abrazo y alabad al Señor
por haberos permitido, aunque sólo a vosotros dos, cumplir la
verdad de su palabra.
Si has pecado y la aflicción te abruma, alégrate por otro
que sea justo, alégrate de que éste, al contrario que tú, haya
permanecido fiel y no haya pecado.
Si la maldad de los hombres te produce tanta amargura a
indignación que despierta en ti un deseo de venganza,
rechaza este sentimiento por encima de todo: impónte a ti
mismo idéntica pena que si la falta la hubieses cometido tú.
Acepta este dolor, súfrelo y tu corazón se calmará, pues
comprenderás que también tú eres culpable, ya que, aunque
hubieras sido el único hombre justo, habrías podido hacer
entrar en razón a ese malvado con tu buen ejemplo. Si
hubieses iluminado su mente, él habría visto otro camino, y el
criminal acaso no habría cometido su crimen al obtener
gracias a ti la clarividencia. Si los hombres permanecen
insensibles a esta luz mental a pesar de tus esfuerzos y
desprecian su salvación, manténte firme y no dudes del poder
de la luz celestial: puedes estar seguro de que si no se han
salvado todavía, se salvarán en adelante. Y si no se salvan
ellos, se salvarán sus hijos, pues su luz no se apagará nunca,
ni aun después de tu muerte. La humanidad se salvó después
de la muerte del Salvador. El género humano rechaza a sus
profetas, los aniquila, pero los hombres aman a sus mártires,
veneran a quienes han dado muerte ellos mismos. Trabajas
para la colectividad, obras para el porvenir. No busques
recompensas, pues ya tienes una, y muy grande, en la tierra:
tu alegría espiritual, de la que sólo pueden participar los
justos. No temas a los grandes ni a los poderosos, no te
excedas en nada; instrúyete sobre esto. Retirate a la soledad
y reza. Prostérnate con amor y besa la tierra. Ama
incansablemente, insaciablemente, a todos y a todo; procura
alcanzar este éxtasis, esta exaltación. Riega la tierra con lá-
grimas de alegría y ama estas lágrimas. No te avergüences de
este éxtasis, adóralo, pues es un gran don que Dios sólo
concede a los elegidos.

i) El infierno y el fuego eterno. Reflexiones místicas

Padres míos, ¿qué es el infierno? Yo lo defino como el


sufrimiento de no poder amar. En un punto, en un instante del
espacio y del tiempo infinitos, un ser espiritual tiene la
posibilidad, mediante su aparición en la tierra, de decirse:
«Existo y amo.» Sólo por una vez se le ha concedido un
momento de amor activo y viviente. Para este fin se le ha
dado la vida terrestre, de tiempo limitado. Pues bien, este ser
feliz ha rechazado el inestimable don; ni le da valor ni lo mira
con afecto: lo observa irónicamente y permanece insensible
ante él. Este ser, cuando deja la tierra, ve el seno de
Abraham, charla con él como se refiere en la parábola de
Lázaro y del rico de mal corazón; contempla el paraíso y
puede elevarse hasta el Señor. Pero le atormenta la idea de
llegar sin haber amado, de entrar en contacto con los que han
prodigado su amor, habiéndolo desdeñado él. Ahora ve las
cosas claramente y se dice: «En este momento poseo la
clarividencia y comprendo que, pese a mi sed de amor, mi
amor no tendrá valor alguno, ya que no representará ningún
sacrificio, por haber terminado mi vida terrestre. Abraham no
vendrá a calmar, ni siquiera con una gota de agua, mi sed
ardiente de amor espiritual, este amor que ahora me abrasa,
después de haberlo desdeñado en la tierra. La vida y el
tiempo han terminado. Ahora daría de buena gana mi vida por
los demás, pero esto es imposible, pues la vida que yo
quisiera sacrificar al amor ya ha pasado y entre ella y mi
existencia actual hay un abismo.»
Se habla del fuego del infierno tomando la expresión en su
sentido literal. No me atrevo a sondear este misterio, pero me
parece que si hubiese verdaderas llamas, los condenados se
regocijarían, pues el tormento físico les haría olvidar, aunque
sólo fuera por un instante, la tortura moral, mucho más
horrible que la del cuerpo. Es imposible librarlos de este dolor,
pues está dentro de ellos, no fuera. Pero yo creo que si se les
pudiera librar del sufrimiento físico, se sentirían aún más
desgraciados. Pues aunque los justos del paraíso los
perdonaran al advertir su tormento y, llevados de su amor
infinito, los llamaran a su lado, sólo conseguirían aumentar el
mal, avivando en ellos la sed ardiente de un amor activo, que
corresponde a otro y lo agradece, amor que ya no es posible
en esos desgraciados. Yo creo, sin embargo, que el
convencimiento de esta imposibilidad acabará por descargar
sus conciencias, pues, al aceptar el amor de los justos sin
poder corresponderles, sentirán una humilde sumisión que
creará una especie de imagen, de imitación del amor activo
que desdeñaron en la tierra... Me parece, hermanos y amigos,
que no he podido expresar claramente estos pensamientos.
Pero malditos sean aquellos que se han destruido a si mis-
mos, malditos sean esos suicidas. No creo que haya seres
más desdichados que ellos. Se dice que es un pecado rogar a
Dios por estas almas, y, al parecer, la Iglesia los repudia, pero
yo creo que se puede orar por ellas también. El amor no
puede irritar en ningún caso a Cristo. Toda mi vida he rogado
desde el fondo de mi corazón por esos infortunados, y les
confieso, padres, que sigo haciéndolo todavía.
En el infierno hay seres que permanecen altivos y hostiles
a pesar de haber adquirido la claridad de pensamiento y de
tener ante sus ojos la verdad incontestable. Algunos de ellos
son verdaderos monstruos entregados enteramente a Satanás
y a su orgullo, mártires voluntarios que no se sacian de
infierno, que se han maldecido a sí mismos,por haber
maldecido a Dios y a la vida. Se alimentan de su feroz
soberbia, comb el hambriento caminante del desierto se bebe
su propia sangre. Pero son y serán siempre insaciables y
rechazan el perdón. Maldicen a Dios, que les llama. Y
querrían que Dios y toda su Creación desaparecieran.
Arderán eternamente en el incendio de su cólera y siempre
tendrán sed de muerte y de exterminio...
Aquí termina el manuscrito de Alexei Fiodorovitch Karama-
zov. Repito que es incompleto y fragmentario. Por ejemplo, los
datos biográficos sólo abarcan la primera juventud del starets.
Para resumir sus enseñanzas y sus opiniones se han reunido
manifestaciones hechas por él en épocas y ocasiones
diversas. La alocución del starets en sus últimas horas es
imprecisa: para comprender el espíritu y el fondo de esta
exposición hay que recurrir a los extractos de otras lecciones
que figuran en el manuscrito de Alexei Fiodorovitch.
El fin del starets sobrevino inesperadamente, pues,
aunque todos los que estaban con él se daban cuenta de que
se acercaba su fin, nadie se podía imaginar que muriera tan
repentinamente. Por el contrario, como ya hemos dicho,
viéndole tan animado, tan locuaz, creyeron en una notable
mejoría, aunque fuese pasajera. Cinco minutos antes de su
muerte, nadie podía prever lo que iba a ocurrir. Sintió de
pronto un dolor agudo en el pecho y se llevó las manos a él.
Todos se apresuraron a socorrerlo. Sonriendo a pesar de su
dolor, se deslizó de su sillón, quedó de rodillas y se inclinó
hasta tocar el suelo con la frente. Después, como en éxtasis,
abrió los brazos, besó la tierra murmurando una oración (eran
sus propias enseñanzas) y entregó su alma a Dios
alegremente, dulcemente...
La noticia de su muerte se extendió con gran rapidez por el
recinto de la ermita y llegó al monasterio. Los íntimos del
difunto y los que por su jerarquía eclesiástica estaban
obligados a ello, lo amortajaron de acuerdo con los ritos
tradicionales. La comunidad se reunió en la iglesia. Antes de
la salida del sol, la nueva llegó a la ciudad y fue el tema de
todas las conversaciones. Gran número de vecinos acudió al
monasterio. Ya hablaremos de esto en el libro siguiente.
Ahora nos limitaremos a decir que aquel día se produjo un
acontecimiento'inaudito que causó gran impresión entre los
monjes y los habitantes de la ciudad, un acontecimiento tan
extraño y desconcertante, que todavía, después de tantos
años, se conserva en nuestra localidad un vivido recuerdo de
aquella jornada llena de emociones...
TERCERA PARTE

LIBRO VII

ALIOCHA

CAPÍTULO PRIMERO

EL OLOR NAUSEABUNDO
El cuerpo del padre Zósimo fue preparado para la
inhumación ¿e acuerdo con el rito establecido. Sabido es que
a los monjes y a los ascetas que mueren no se les baña. El
Gran Ritual dice: «Cuando un monje recibe la llamada del
Señor, el hermano designado por la comunidad frota su
cuerpo con agua tibia, después de trazar con una esponja una
cruz en su frente, otra en su pecho, una en cada mano, otras
dos en sus pies y dos también en sus rodillas. Y nada más. a
El padre Paisius se encargó de esta operación. Después puso
al difunto el hábito monástico y otra vestidura ritual, rasgán-
dola, como está prescrito, en forma de cruz. En la cabeza se
le ajustó un capuchón en cuya cúspide había una cruz de
ocho brazos, se cubrió su cara con un velo negro y se le puso
en las manos una imagen del Salvador. Una vez vestido así el
cadáver, se le colocó, aquella misma mañana, en un féretro
que estaba construido desde hacia mucho tiempo. Se decidió
dejarlo todo el día en la gran cámara que se utilizaba como
salón. Como el difunto tenía la categoría ieroskhimonakh ,
había que leer no el salterio, sino el Evangelio. Después de la
ceremonia fúnebre, el padre José empezó la lectura. El padre
Paisius, que quería sustituirle en seguida para el resto de la
jornada y para toda la noche, estaba en aquel momento tan
atareado como el superior de la ermita.
Entre los monjes y los laicos que acudieron en masa se
advirtió una agitación inaudita, incluso inconveniente, una
actitud de espera febril. El superior y el padre Paisius hacían
todo lo posible para calmar los espíritus sobreexcitados.
Cuando la claridad del día lo permitió, se vio llegar a los fieles,
transportando a sus enfermos, casi todos niños. Esperaban
una curación inmediata, y su fe les decía que el milagro iba a
producirse sin duda alguna. Entonces se vio hasta qué punto
había considerado la gente como un verdadero santo al
starets. No todos los que formaban aquella muchedumbre, ni
mucho menos, pertenecían a las clases inferiores. La ávida a
impaciente espera de aquellos creyentes, exhibida sin reserva
alguna, rebasaba las previsiones del padre Paisius y lo
escandalizaba. Al encontrarse con otros monjes, todos
profundamente conmovidos, les dijo:
-Esta espera frívola a inmediata de grandes
acontecimientos sólo es posible entre los laicos. A nosotros no
nos puede afectar.
Pero apenas lo escuchaban, cosa que el padre Paisius
advirtió con inquietud, y más al observar que él mismo, a
pesar de su aversión a las esperanzas de realización
inmediata, a su juicio cosas propias de personas ligeras y
frívolas, las compartía secretamente y con la misma
vehemencia que los demás. Sin embargo, ciertos encuentros
lo contrariaban profundamente y despertaban en él grandes
dudas. Entre la multitud que se hacinaba en el salón advirtió
con repugnancia (y en seguida se reprochó este sentimiento)
la presencia de Rakitine y del monje de Obdorsk, que no se
decidía a dejar el monasterio. Los dos parecieron
repentinamente sospechosos al padre Paisius, y no eran los
únicos que despertaban sus sospechas. En medio de la
agitación general, el monje de Obdorsk era el más bullicioso.
Se le veía en todas panes haciendo preguntas, aguzando el
oído y hablando en voz baja, con aire de misterio. Se
mostraba impaciente y como irritado a causa de que el
milagro esperado tanto tiempo no se hubiera producido.
Rakitine había llegado a la ermita muy temprano,
cumpliendo las instrucciones de la señora de Khokhlakov,
como se supo más tarde. Cuando esta dama, de buen
corazón pero desprovista de carácter, que no tenía acceso al
monasterio, se despertó y se enteró de la noticia, sintió tal
curiosidad, que envió en seguida a Rakitine con el encargo de
transmitirle cada media hora un informe escrito de todo lo que
iba sucediendo. Consideraba a Rakitine como un joven
ejemplarmente piadoso, tan insinuante era y tal arte tenía para
hacerse valer a los ojos de las personas que le interesaban
por algún motivo.
El día era hermoso. Multitud de fieles se agrupaban
alrededor de las tumbas, la mayoría de las cuales estaban en
la vecindad de la iglesia, hallándose las demás diseminadas
una aquí y otra allá. El padre Paisius, que daba una vuelta por
el monasterio para inspeccionarlo todo, pensó de pronto en
Aliocha, al que hacía mucho tiempo que no había visto, y en
este preciso momento lo distinguió en un rincón lejano, cerca
del muro que limitaba el recinto, sentado en la tumba de un
monje fallecido hacía muchos años y que había alcanzado
fama por su abnegación ascética. Aliocha estaba de espaldas
a la ermita, dando la cara al muro y casi oculto por la tumba.
Al acercarse a él, el padre Paisius vio que se cubría el rostro
con las manos y que los sollozos sacudían su cuerpo. Estuvo
un momento mirándolo.
-No llores más, hijo mío -le dijo al fin con afecto y sim-
patía-; basta de lágrimas. ¿Qué razón hay para que llores?
Por el contrario, debes alegrarte. ¿Acaso ignoras que hoy es
un día sublime para él? Piensa en el lugar donde se halla
ahora, en este momento.
Aliocha miró al monje, descubriendo su cara hinchada por
el llanto, lo que le daba un aspecto infantil. Pero en seguida se
volvió de espaldas y de nuevo ocultó su rostro entre las
manos.
-Tal vez hagas bien en llorar -dijo el padre Paisius, pensa-
tivo-. Estas lágrimas te las envía el Señor. «Tus sentidas lágri-
mas darán descanso a tu alma y aliviarán tu corazón.»
Dijo esto último para sí, observando con afecto a Aliocha, y
se apresuró a marcharse, notando que acabaría por echarse a
llorar también si seguía mirándolo.
Pasaban las horas, los ritos fúnebres se sucedían. El
padre Paisius sustituyó al padre José al lado del ataúd y
continuó la lectura de los Evangelios.
Antes de las tres de la tarde se produjo el hecho de que he
hablado al final del libro anterior, acontecimiento tan
inesperado, tan contrario a lo que todos esperaban, que -lo
repito- todavía se recuerda en la ciudad y en toda la comarca.
Debo añadir que casi me repugna hablar de este suceso
escandaloso, trivial y corriente en el fondo, y que lo habría
pasado por alto si no hubiera influido decisivamente en el
alma y el corazón del principal aunque futuro héroe de mi
relato, Aliocha, provocando en él una especie de revolución
íntima que agitó su pensamiento, pero que lo afirmó en el ca-
mino que conducía a determinado fin.
Antes de la salida del sol, cuando el cuerpo del starets se
colocó en el ataúd y se transportó el féretro a la espaciosa
cámara, alguien preguntó si se debían abrir las ventanas.
Pero la pregunta quedó sin respuesta, pues pasó inadvertida
para la mayoría de los presentes. Sólo la oyeron algunos, y
éstos no podían concebir que semejante cadáver se
corrompiera y oliese mal. La idea les pareció absurda y
enojosa, y también cómica, por la frivolidad y falta de fe que
encerraba. Todo el mundo esperaba precisamente lo
contrario. A primera hora de la tarde empezó a percibirse algo
extraordinario. Los primeros que lo notaron fueron los que
entraban a cada momento en la gran cámara, pero guardaron
silencio, pues ninguno se atrevía a participar su preocupación
a los otros. A eso de las tres, el hecho fue tan evidente, que la
noticia corrió por la ermita y se extendió por todo el
monasterio, sorprendiendo a la comunidad entera.
Pronto llegó a la ciudad, causando honda impresión a
creyentes e incrédulos. Estos se alegraron, y algunos de los
creyentes se regocijaron más todavía, pues «la caída y
afrenta del justo suele producir satisfacción», como había
dicho el difunto en una de sus lecciones.
Lo sucedido fue que del ataúd empezó a salir un olor
nauseabundo y cada vez más insoportable. Sería inútil buscar
en los anales de nuestro monasterio un escándalo semejante
al que se produjo entre los mismos religiosos cuando el hecho
se comprobó y que en modo alguno se habría producido en
otras circunstancias. Muchos años después, algunos monjes,
recordando los incidentes de aquel día, se preguntaban
horrorizados cómo había podido alcanzar el escándalo
semejantes dimensiones. Pues anteriormente habían fallecido
religiosos irreprochables y de reconocida sinceridad y de sus
cuerpos había emanado el natural y repulsivo olor que se
desprende de todos los cadáveres, sin que ello produjera el
menor escándalo ni emoción.
Según la tradición, los restos de ciertos religiosos muertos
en épocas anteriores se habían librado de la corrupción,
misterio del que la comunidad guardaba un recuerdo
impregnado de emoción, viendo en ello un hecho milagroso y
la promesa de una gloria más alta, ya que procedía de la
tumba, por la voluntad divina. Se recordaba sobre todo el caso
del starets Job, famoso asceta y gran ayunador, fallecido en
1810 a la edad de ciento cinco años, cuya tumba se mostraba
con unción a los fieles que llegaban por primera vez al
monasterio, unción acompañada de alusiones llenas de
misterio a las grandes esperanzas que despertaba aquella
sepultura. Ésta era la tumba donde el padre Paisius había
visto a Aliocha aquella tarde.
También se hablaba del padre Barsanufe, el starets al que
había sucedido el padre Zósimo. Cuando vivía, todos los fieles
que visitaban el monasterio lo consideraban como un
«inocente». Según la tradición, estos dos monjes parecían
seres vivos al ser colocados en sus ataúdes, se les había
inhumado intactos a incluso emanaba cierta luz de sus
rostros. Otros decían y repetían que sus cuerpos exhalaban
un suave perfume. Pero estos sugeridores recuerdos no
bastaban para justificar que se hubiera desarrollado una
escena tan absurda, tan inaudita, junto al féretro del padre
Zósimo.
Yo atribuyo esta escena a la acción conjunta de diversas
causas. Una de ellas era el odio inveterado que muchos
monjes profesaban al staretismo, por considerarlo como una
innovación perniciosa. Otra causa importantísima era la
envidia que despertaba la santidad del difunto, tan
sólidamente cimentada durante la vida del starets, que no se
admitía la discusión sobre este punto. Pues si bien el padre
Zósimo se había captado gran número de corazones con su
amor más que con sus milagros, y había formado una fuerte
falange con los que amaba, también, y por esta razón, había
despertado la envidia en muchos que llegaron a ser sus
enemigos, tanto en el monasterio como entre los laicos.
Aunque no había hecho ningún mal a nadie, algunos decían:
«No sé en qué se fundan para considerarlo un santo.» Y estas
palabras, a fuerza de repetirse, habían engendrado un odio
implacable contra él. Por eso creo que muchos se alegraron al
enterarse de que su cuerpo apestaba cuando aún no hacia
veinticuatro horas que se había producido el fallecimiento. En
cambio, ciertos partidarios del starets que lo habían reveren-
ciado hasta entonces vieron en tal corrupción poco menos que
un ultraje.
He aquí cómo se sucedieron los acontecimientos. Apenas
se inició la descomposición, la simple actitud de los religiosos
que penetraban en la cámara mortuoria dejaba entrever los
motivos de la visita. El visitante salía inmediatamente y
confirmaba la noticia al grupo que esperaba fuera. Entonces
algunos monjes movían la cabeza tristemente, y otros no
podían disimular su satisfacción: en sus ojos brillaba una
maligna alegría. Nadie dirigía a éstos el menor reproche,
nadie salía en defensa del difunto, cosa verdaderamente
extraña siendo los partidarios del starets mayoría en el
monasterio. Y es que éstos consideraban que el Señor había
resuelto permitir a la minoria triunfar provisionalmente. Pronto
aparecieron en la capilla ardiente los laicos. Todos eran
hombres cultos, enviados como emisarios. Éstos no
representaban a las clases humildes, que se limitaban a
hacinarse junto al recinto de la ermita. Se vio claramente que
la afluencia de laicos aumentó en gran medida después de las
tres de la tarde, a causa de la sensacional noticia. Personas
-algunas de elevada posición- que no tenían el propósito de
visitar el monasterio aquel día, se acercaban a sus puertas.
Pero la discreción, las buenas formas, no se habían
alterado todavía, y el padre Paisius seguía leyendo los
Evangelios con semblante severo y voz firme, como si no se
hubiera dado cuenta de lo que sucedía, aunque ya había
advertido que estaba ocurriendo algo extraordinario. Pero
pronto empezaron a llegar hasta él voces, primero tímidas y
luego progresivamente más firmes y seguras.
-Así, pues, el juicio de Dios no coincide con el de los hom-
bres.
Esta frase fue pronunciada primero por un laico,
funcionario que trabajaba en la ciudad, hombre de edad
madura y reconocida ortodoxia. Este caballero no hizo más
que repetir en voz alta lo que los religiosos llevaban ya horas
diciéndose al oído. Lo peor era que los monjes pronunciaban
estas palabras con satisfacción creciente. Pronto se
prescindió del disimulo y todos obraron como basándose en
un derecho.
Algunos decían, al principio como lamentándolo:
-Es incomprensible. No era un hombre voluminoso. Estaba
en la piel y el hueso. Es inexplicable que huela mal.
-Es una advertencia de Dios -se apresuraron a decir otros,
cuya opinión prevaleció-, pues si el hedor hubiera sido natural,
como el de todos los pecadores, se habría percibido más
tarde, veinticuatro horas después por lo menos. Esta vez se
ha adelantado y, por lo tanto, hay que ver en ello la mano de
Dios.
El padre José, el bibliotecario y favorito del difunto, replicó
a los murmuradores que la incorruptibilidad del cuerpo de los
justos no era un dogma de la ortodoxia, sino sólo una opinión,
y que en las regiones más ortodoxas, en el monte Athos, por
ejemplo, se le da poca importancia.
-No es la incorruptibilidad física lo que se considera allí
como el signo principal de la glorificación de los justos, sino el
color que toman los huesos después de haber permanecido
muchos años en la tierra. Si los huesos son entonces
amarillos como la cera, esto es indicio de que el Señor ha
glorificado a un justo; pero si están negros, ello prueba que el
Señor no ha considerado digno al difunto. Así se procede en
el monte Athos, santuario donde se conservan en toda su
pureza las tradiciones de la ortodoxia.
Pero las palabras del humilde padre José no causaron
impresión, a incluso provocaron réplicas irónicas. Los monjes
se dijeron unos a otros:
-Todo eso es pura erudición, innovaciones que no vale la
pena escuchar.
Algunos añadian:
-Nosotros nos atenemos a los usos antiguos. No podemos
admitir todas las novedades que vayan apareciendo.
Y los más irónicos manifestaban:
-Nosotros tenemos tantos santos como ellos. El monte
Athos está bajo el yugo turco, y allí todo se ha olvidado. Hace
tiempo que la ortodoxia se ha alterado en el Athos. Allí no hay
ni campanas.
El padre José renunció al debate, apenado. Había
expresado su opinión sin ninguna seguridad y con poca fe. En
medio de su turbación, preveía una escena violenta y un
principio de rebeldía. Poco a poco, siguiendo al padre José,
todos los monjes razonables enmudecieron. Como si se
hubiesen puesto de acuerdo, todos los que habían querido al
difunto y aceptado con sentida sumisión la institución del
staretismo se sintieron aterrados, y desde este momento se
limitaron a cambiar tímidas miradas cuando se encontraban.
En cambio, los enemigos del staretismo, los que lo
rechazaban por considerarlo una novedad, levantaban la
cabeza con un gesto de orgullo y recordaban con maligna
satisfacción:
-El padre Barsanufe no sólo no olía mal, sino que despedía
un suave perfume. Esto justificó sus méritos, no su jerarquía
religiosa.
A ello se sumaron las censuras, las acusaciones. Los más
rutinarios decían:
-Afirmaba que la vida es un gran placer y no una
humillación dolorosa.
Otros aún más obtusos añadían:
-Aceptaba las nuevas ideas: no creía en el fuego material
del infierno.
Y las acusaciones se multiplicaban entre los envidiosos:
-Como ayunador dejaba mucho que desear. Amaba las
golosinas. Acompañaba el té con dulce de cerezas. Le
gustaba mucho, y las damas se lo enviaban. ¿Es propio de un
asceta tomar té?
Los más maliciosos recordaban, implacables:
-El orgullo lo cegaba. Se creía un santo. La gente se
arrodillaba en su presencia y él lo aceptaba como cosa
natural.
-Abusaba del sacramento de la confesión -murmuraban los
más recalcitrantes adversarios del staretismo, entre los que
abundaban los religiosos de más edad, inflexibles en su
devoción, taciturnos y grandes ayunadores, que habían
guardado silencio mientras el padre Zósimo vivía, pero que
ahora no cesaban de hablar, con efectos perniciosos, pues
sus palabras influían profundamente en los religiosos jóvenes
y todavia vacilantes.
El monje de San Silvestre de Obdorsk era todo oídos.
Suspiraba profundamente y movía la cabeza. «El padre
Teraponte tenía razón ayer», se dijo. Y precisamente en este
momento, como para aumentar su confusión, apareció el
padre Teraponte.
Ya hemos dicho que este religioso apenas salía de su
celda del colmenar, que incluso estaba mucho tiempo sin ir a
la iglesia y que se le permitía esta conducta antirreglamentaria
por considerar que estaba un poco trastocado. En verdad, era
merecedor de esta tolerancia. Habría sido injusto imponer
inflexiblemente la regla a un monje que observaba el ayuno y
el silencio con tanto rigor como el padre Teraponte, que oraba
noche y día, hasta el punto que más de una vez se había
quedado dormido de rodillas. Los religiosos opinaban:
-Es más santo que todos nosotros. Su austeridad rebasa la
regla. Si no va a la iglesia es porque sabe cuándo debe ir.
Tiene su propia regla.
Había otra razón para dejar tranquilo al padre Teraponte:
la de evitar un escándalo.
A la celda de este monje, que, como todos sabían, era
enemigo acérrimo del padre Zósimo, llegó la noticia de que
«el juicio de Dios no estaba de acuerdo con el de los
hombres, ya que el Altísimo había adelantado la corrupción
del difunto». Es muy posible que el religioso de Obdorsk, al
enterarse, horrorizado, de lo ocurrido, se hubiera apresurado
a ir a comunicárselo al padre Teraponte.
Ya he dicho que el padre Paisius leía impasible los
Evangelios al lado del cadáver, sin ver ni oír lo que ocurría
fuera, pero que presintió lo principal, pues conocía a fondo el
ambiente en que vivía. No experimentaba la menor turbación
y, dispuesto a todo, observaba con mirada penetrante aquella
agitación, cuyo resultado no se le ocultaba.
De pronto oyó en el vestíbulo un ruido insólito que hirió sus
tímpanos. Era que la puerta se había abierto de par en par. El
padre Teraponte apareció inmediatamente en el umbral.
Desde la celda se vela perfectamente al nutrido grupo de
monjes que le había acompañado y a los laicos que se habían
unido a los religiosos. Todos se aglomeraban al pie de la
escalinata. No entraron, sino que esperaron el resultado de la
visita del padre Teraponte, con el temor, pese a la audacia
que estaban demostrando, de que el visitante no haría nada
eficaz. El padre Teraponte se detuvo en el umbral y levantó
los brazos, dejando al descubierto los penetrantes ojos del
monje de Obdorsk, que, incapaz de contener su curiosidad,
había subido tras el gran ayunador. En cambio, los demás,
apenas se abrió la puerta estrepitosamente, retrocedieron,
presas de un súbito temor. Con los brazos en alto, el padre
Teraponte vociferó:
-¡Vengo a expulsar a los demonios!
En seguida empezó a hacer la señal de la cruz, mirando,
uno tras otro, a los cuatro rincones de la celda. Los que le
acompañaban comprendieron perfectamente su conducta,
pues sabían que, fuera a donde fuese, antes de sentarse para
conversar ahuyentaba a los demonios.
-¡Fuera de aquí, Satán! -exclamaba cada vez que hacía la
señal de la cruz. Y gritó de nuevo-: ¡Vengo a expulsar a los
demonios!
Una cuerda ceñía a su cintura su burdo hábito. Su camisa
de cáñamo dejaba ver su velludo pecho. Iba descalzo. Apenas
agitó los brazos tintinearon las pesadas cadenas que llevaba
bajo el hábito.
El padre Paisius suspendió la lectura, dio unos pasos y se
detuvo ante el padre Teraponte en actitud de espera.
-¿Por qué has venido, reverendo padre? ¿Por qué alteras
el orden? ¿Por qué agitas al humilde rebaño? -exclamó al fin
severamente.
-¿Que por qué he venido? -respondió el padre Teraponte
con cara de perturbado-. ¿Tú me lo preguntas? He venido a
ahuyentar a tus huéspedes, a los demonios impuros. Ya
veremos los que has albergado durante mi ausencia. Voy a
barrerlos.
-Quieres luchar contra el diablo -dijo intrépidamente el
padre Paisius-, y lo que haces, tal vez, es servirlo. ¿Quién
puede decir de sí mismo que es un santo? ¿Acaso tú?
-Yo soy un pobre pecador y no un santo -bramó el padre
Teraponte-. Yo, ni me siento en un sillón ni quiero que se me
adore como a un ídolo. Hoy los hombres arruinan la fe.
Se volvió hacia la multitud y añadió:
-El difunto, su santo, ahuyentaba a los demonios. Tenía
una droga contra ellos. Y he aquí que pululan alrededor de él
como arañas en los rincones. Ahora su cuerpo apesta, y
nosotros vemos en ello una advertencia del Señor.
Esto era una alusión a un hecho real. Tiempo atrás, el
demonio se había aparecido a uno de los monjes, primero en
sueños y otro día estando el religioso despierto. Este,
aterrado, se apresuró a consultar al padre Zósimo, el cual le
prescribió ayuno riguroso y rezos fervientes. Como esto no
diera resultado, el starets le dio una poción, que debía tomar
sin interrumpir las prácticas piadosas. No pocos monjes se
sorprendieron de esta prescripción y la comentaron moviendo
la cabeza con semblante sombrío. Uno de los principales
murmuradores fue el padre Teraponte, al que ciertos detrac-
tores del padre Zósimo se habían apresurado a notificar la
insólita medida.
-¡Vete! -dijo enérgicamente el padre Paisius-. No somos
los hombres los llamados a juzgar, sino Dios. Tal vez sea esto
una advertencia, pero ni tú, ni yo, ni nadie, somos capaces de
comprenderla. ¡Vete, padre Teraponte, y no agites más al
rebaño!
-No observaba el ayuno prescrito a los profesos. Ésa es la
causa de la advertencia. La cosa está clara, y es un pecado
disimular lo que se está viendo.
El fanático monje, dejándose llevar de su celo
extravagante, continuó:
-Adoraba las golosinas. Las damas se las traían en sus
bolsillos. Lo sacrificaba todo a su estómago. Llenaba su
cuerpo de bombones y su espíritu de arrogancias. Por eso ha
sufrido esta ignominia.
-Todo eso son futilezas, padre Teraponte. Admiro tu
ascetismo, pero tus palabras son trivialidades semejantes a
las que dicen en el mundo los jóvenes inconstantes y
aturdidos. Vete, padre: te lo ordeno.
El padre Paisius dijo esto último con acento imperioso. El
padre Teraponte, un tanto desconcertado pero conservando
su irritación, repuso:
-Ya me voy. Te envaneces de tu sabiduría ante mi
ignorancia. Llegué aquí con una instrucción muy escasa y
olvidé lo poco que sabía. Pero el Señor ha preservado a este
pobre ignorante de tu sabiduría.
El padre Paisius permanecía ante él, inmóvil a inflexible.
El padre Teraponte guardó silencio unos instantes. De
pronto se entristeció, se llevó la mano derecha a la mejilla y
dijo con voz gimiente, mientras fijaba la vista en el ataúd del
starets:
-Mañana se cantará para él el glorioso himno «Ayuda y
protección». En cambio, cuando muera yo, se me cantará
solamente el modesto versículo « ¡Qué venturosa vida!»
Y rugió como un loco:
-¡Os habéis engreído! ¡Este lugar está desierto!
Después agitó los brazos, dio rápidamente media vuelta y
bajó corriendo la escalinata. EI grupo que le esperaba tuvo un
momento de vacilación. Algunos le siguieron inmediatamente;
otros demostraron menos prisa. El padre Paisius había salido
al pórtico y allí permanecía inmóvil, contemplando la escena.
Pero el viejo fanático no había terminado aún. Habría dado
unos veinte pasos cuando se volvió hacia el sol del atardecer,
levantó los brazos y se desplomó, como la planta segada por
la hoz, gritando:
-¡Mi Señor ha vencido! ¡Cristo ha vencido al sol del ocaso!
Sus gritos eran desaforados. Dirigía los brazos al sol y su
frente tocaba la tierra. Luego se echó a llorar como un niño.
Los sollozos sacudían su cuerpo; barría con los brazos la
tierra.
Todos acudieron a auxiliarle. Se oyeron llantos,
exclamaciones... Una especie de delirio se había apoderado
de aquellos hombres.
-¡Es un justo, un santo! -gritaron algunos como desafiando
a los que pudieran oírles.
Y otros exclamaban:
-¡Merece ser starets!
Pero no faltó quien replicara:
-No querrá serlo. Si lo nombran, no aceptará... No puede
prestarse a una innovación maldita; nunca será cómplice de
esas locuras.
No era fácil prever lo que habría ocurrido si en ese preciso
momento la campana no hubiese anunciado el comienzo del
servicio divino.
Todos se santiguaron. El padre Teraponte se levantó, se
santiguó también y se dirigió a su celda sin volverse y
murmurando palabras incoherentes. Algunos le siguieron,
pero la mayoría se dirigió a la iglesia. El padre Paisius cedió
su puesto al padre José y se marchó. Los clamores de los
fanáticos no hacían mella en su ánimo, pero de pronto sintió
que una gran tristeza invadía su corazón. Se dijo que este
pesar procedía, por lo menos en apariencia, de una causa
insignificante. Esta causa era que entre la agitada multitud
que momentos antes se agrupaba ante el pórtico había
distinguido a Aliocha, y recordaba que, al verlo, había sentido
cierta amargura.
«No sabía que ocupaba un puesto tan importante en mi
corazón», se dijo, sorprendido.
En este momento, Aliocha pasó por su lado. Iba de prisa.
¿Hacia dónde? El padre Paisius lo ignoraba, pero era
evidente que no iba a la iglesia. Las miradas de ambos se
encontraron. Aliocha volvió la cabeza y bajó la vista. Al padre
Paisius le bastó ver su semblante para comprender el
profundo cambio que se había operado en él.
-¿También a ti te han embaucado? -preguntó el padre. Y
añadió tristemente-: ¿Te has unido a los hombres de poca fe?
Aliocha se detuvo, lo miró inexpresivamente y en seguida
volvió la cabeza de nuevo y bajó los ojos. El padre Paisius lo
observaba atentamente.
-¿Adónde vas tan de prisa? Las campanas han sonado
llamando al oficio.
Aliocha no respondió.
-¿Piensas dejar la ermita sin pedir permiso? -volvió a pre-
guntar el padre Paisius-. ¿Vas a marcharte sin recibir la bendi-
ción?
De pronto, Aliocha sonrió levemente y dirigió una extraña
mirada al padre que lo estaba interrogando. A él lo había
confiado, antes de su muerte, el que había sido su director y
el dueño de su corazón y de su alma: su venerado starets.
Después, y todavía sin contestar, agitó la mano como si
aquellas atenciones no le importasen y se dirigió a paso
rápido a la salida de la ermita.
-Volverás -murmuró el padre Paisius, siguiéndole con una
mirada en la que se reflejaba una dolorosa sorpresa.

CAPITULO II
EL MOMENTO DECISIVO
El padre Paisius no se equivocó al decir que su «querido
muchacho» volvería. Sin duda había sospechado, ya que no
comprendido, el verdadero estado de ánimo de Aliocha. Sin
embargo, cohfieso que me sería extraordinariamente difícil
definir con exáctitud aquel extraño momento de la vida de mi
joven y simpático héroe. A la pregunta que el padre Paisius
dirigió, tristemente, a Aliocha -«¿Te has unido a los hombres
de poca fe?»-, yo podría contestar sin temor a equivocarme:
«No, no se ha unido a ellos. » Era precisamente todo lo
contrario: el trastorno intimo que se había apoderado en él
procedia de la pureza y el fervor de su fe. Sin embargo, el
trastorno existía, y era tan cruel, que mucho tiempo después
Aliocha consideraba aún aquella jornada como una de las
más amargas y funestas de su vida. Si me preguntaran: «¿Es
posible que experimentara tanta angustia y turbación
únicamente porque el cuerpo de su starets, en vez de producir
curaciones, se había descompuesto con tanta rapidez?», mi
respuesta sería inmediata. «Sí, eso fue. »
Ruego al lector que no se precipite a reirse de la
simplicidad de nuestro joven. No solamente no considero que
haya que pedir perdón por la ingenuidad de su fe, debida a su
juventud, a los escasos progresos realizados en sus estudios
y a otras causas parecidas, sino que declaro que su modo de
sentir me infunde respeto. Es muy posible que otro joven,
acogiendo con reservas los impulsos de su corazón, tibio y no
ardiente en sus afectos, leal pero demasiado juicioso para sus
años, es muy posible que este joven no hubiera hecho lo que
hizo el mío. Pero en ciertos casos es más digno dejarse llevar
de un impulso ciego, provocado por un gran amor, que opo-
nerse a él. Y especialmente cuando se trata de la juventud,
pues yo creo que un joven juicioso en todo momento no vale
gran cosa.
-Pero -razonarán los más sensatos- no todos los jóvenes
deben tener tales prejuicios. El suyo no es un modelo para los
demás.
A lo que yo respondo:
-Mi joven posee una fe total, profunda. No pediré perdón
para él.
A pesar de que acabo de declarar (acaso con excesiva
precipitación) que mi héroe no necesita excusas ni
justificaciones, advierto que se impone una explicación para
que se comprendan ciertos hechos futuros de mi relato.
Aliocha no esperaba con frívola impaciencia que se
produjeran milagros. No los necesitaba para afirmar sus
convicciones, ni para el triunfo de ninguna idea preconcebida
sobre otra. No, de ningún modo. Ante todo, aparecía a su
vista, en primer plano, la figura de su amado starets, de aquel
justo al que profesaba verdadera devoción. Sobre él se
concentraba a veces, y con sus más vivos impulsos, todo el
amor que llevaba en su corazón joven «hacia todos y hacia
todo». En verdad, este ser encarnaba a sus ojos desde hacía
tiempo su ideal, que aspiraba a imitarle con todo su anhelo
juvenil, y este afán le absorbía hasta el punto de que a veces
se olvidaba de «todos y de todo». (Entonces se acordó de que
en aquel funesto día se había olvidado de su hermano Dmitri,
que tanto le había preocupado el día anterior, y también de
llevarle los doscientos rublos al padre de Iliucha, como había
prometido.) No era que echaba de menos los milagros, sino
sólo la «justicia suprema», que a su juicio había sido violada,
lo que llenaba su alma de aflicción. ¿Qué importa que esta
justicia que Aliocha esperaba tomase, debido a las
circunstancias, la forma de un milagro a través de los restos
mortales del que había sido su idolatrado director espiritual?
En el monasterio, todos pensaban en estos milagros y los
esperaban; todos, incluso aquellos a los que él reverenciaba,
como el padre Paisius. Aliocha conservaba intacta su fe, pero
compartia las esperanzas de los demás. Un año de vida
monástica lo había habituado a pensar así, a permanecer en
aquella actitud de espera. Pero no tenía sed de milagros, sino
de justicia. Aquel de quien él esperaba que se elevara por
encima de todos, estaba humillado y cubierto de vergüenza.
¿Por qué? ¿Quiénes eran ellos para juzgar lo sucedido?
Estas preguntas atormentaban a su alma inocente. Se sentía
ofendido a indignado al ver al más justo de los justos entre las
risas malignas de seres frivolos muy inferiores a él. Que no se
hubiera producido ningún milagro, que hubieran sufrido una
decepción los que esperaban, podía pasar. ¿Pero por qué
aquella vergüenza, aquella descomposición, tan rápida que se
había adelantado a la naturaleza, como decían los malos
monjes? ¿Por qué aquella «advertencia» que representaba un
triunfo para el padre Teraponte y sus seguidores? ¿Por qué
se creían autorizados a exteriorizar semejante actitud?
¿Dónde estaba la Providencia? ¿Por qué se había retirado en
el momento decisivo, como sometiéndose a las leyes ciegas a
implacables de la naturaleza?
El corazón de Aliocha sangraba. Como ya hemos dicho, el
starets Zósimo era el ser al que nuestro héroe más queria en
el mundo. Y ahora lo veía ultrajado y difamado. Las
lamentaciones de Aliocha eran triviales y absurdas, pero -lo
repito por tercera vez y confieso que acaso demasiado
ligeramente- me complace que mi protagonista no se mostrara
juicioso en aquel momento, pues el juicio llega a su tiempo, a
menos que el hombre sea tonto. En cambio, ¿cuándo llegará
el amor si no existe en un corazón joven en ciertas ocasiones
excepcionales? No obstante, hay que mencionar un fenómeno
extraño, aunque pasajero, que se manifestó en el ánimo de
Aliocha en aquel momento critico. A veces se revelaba como
una impresión dolorosa, a consecuencia de la conversación
que había mantenido el día anterior con su hermano Iván y
que ahora lo obsesionaba. Sus creencias fundamentales
estaban incólumes. A pesar de sus quejas, amaba a Dios y
creía firmemente en Él. Sin embargo, en su alma surgió un
confuso y penoso sentimiento de aversión que trataba de
imponerse con fuerza creciente.
Al anochecer, Rakitine, cuando se dirigía al monasterio a
través del bosque de pinos, vio a Aliocha, echado de bruces
debajo de un árbol. Estaba inmóvil; parecía dormido. Rakitine
se acercó a él y le preguntó:
-¿Eres tú, Alexei? ¿Pero es posible que...?
No terminó la pregunta. Quería decir: «¿Es posible que
estés aquí?» Aliocha no volvió la cabeza, pero hizo un
movimiento que indicó a Rakitine que el joven lo oía y lo
comprendía.
-¿Qué te pasa? -siguió preguntando en un tono de
sorpresa. Pero en seguida apareció en sus labios una sonrisa
irónica-. Oye, te estoy buscando desde hace dos horas. Has
desaparecido repentinamente. ¿Qué haces aquí? Mirame al
menos.
Aliocha levantó la cabeza. Luego se sentó, apoyando la
espalda en el tronco del árbol. No lloraba, pero en su
semblante había una expresión de sufrimiento y en sus ojos
se leía la indignación. No miraba a Rakitine, sino hacia un
lado.
-Tu cara no es la de siempre. Tu famosa dulzura ha
desaparecido. ¿Estás enojado con alguien? ¿Has sufrido
alguna afrenta?
-¡Déjame! -dijo de pronto Aliocha, todavía sin mirarlo y con
un gesto de hastío.
-¡Hay que ver! ¡Un ángel gritando como un simple mortal!
Con toda franqueza, Aliocha, estoy asombrado. Yo, que no
me asombro de nada. Te creía más cortés.
Aliocha le miró al fin, pero distraídamente, como si no lo
comprendiera.
-Y todo -dijo Rakitine, sinceramente sorprendido-, porque
lo viejo huele mal. ¿De veras creías que podía hacer
milagros?
-Creía, creo y siempre creeré -respondió Aliocha, indigna-
do-. ¿Qué más quieres?
-Nada, querido. Sólo decirte que ni los colegiales creen lo
que crees tú. Estás furioso; te rebelas contra Dios... El
caballero no ha recibido ningún ascenso, ninguna
condecoración. ¡Qué ignominia!
Aliocha lo observó largamente con los ojos entornados.
Por ellos pasó un relámpago. Pero no de cólera contra
Rakitine.
-Yo no me rebelo contra Dios -dijo con un esbozo de sonri-
sa-. Es que no acepto su universo.
-¿Que no aceptas su universo? -preguntó Rakitine tras un
instante de reflexión-. ¿Qué galimatías es ése?
Aliocha no contestó.
-Bueno, dejemos estas naderías y vamos a lo positivo.
¿Has comido hoy?
-No me acuerdo. Creo que sí.
-Tienes que recobrarte. Estás agotado. Da pena verte. Por
lo visto, no has dormido en toda la noche. Además, esa
agitación, esa tensión... Estoy seguro de que llevas muchas
horas sin probar un solo bocado. Tengo en el bolsillo un
salchichón que me he comprado en la ciudad, por lo que
pudiera ocurrir. Pero me parece que tú no querrás.
-Sí que quiero.
-¡Caramba! ¡Esto es la guerra abierta, las barricadas! Bien,
hermano; no hay tiempo que perder... De buena gana me
beberé un vaso de vodka para tomar fuerzas. Tú no quieres
vodka, ¿verdad?
-Sí, dame también.
-¡Esto es extraordinario! -exclamó Rakitine, dirigiéndole
una mirada de estupor-. En verdad, pase lo que pase, ni el
salchichón ni el vodka son dos cosas despreciables.
Aliocha se levantó sin pronunciar palabra y echó a andar
en pos de Rakitine.
-Si tu hermano Iván te viera, se quedaría boqúiabierto. A
propósito, ¿sabes que ha salido esta mañana para Moscú?
-Sí, lo sé -dijo Aliocha en tono indiferente.
De pronto, la imagen de Dmitri surgió en su mente por un
instante. Entonces recordó vagamente que tenía cierto asunto
urgente, cierto deber que cumplir. Pero este recuerdo no le
produjo ninguna impresión, apenas rozó su pensamiento, se
esfumó inmediatamente. Tiempo después, permanecería
largamente en su memoria.
«Tu hermano Iván -se dijo Rakitine en su fuero interno- me
llamó una vez “estúpido liberal”. Tú mismo me diste a
entender un día que yo era una persona sin escrúpulos...
Bien; ahora veremos hasta dónde llega vuestro talento y
vuestra honestidad.»
Y dijo en voz alta:
-Oye, no vayamos al monasterio. Este camino nos lleva
derechos a la ciudad... Tengo que pasar por casa de la
Khokhlakov. Le he escrito explicándole los acontecimientos, y
ella, que se pirra por escribir, me ha enviado una nota a lápiz
en la que dice textualmente: «No esperaba que un starets tan
respetable como el padre Zósimo se condujera así.» Como
ves, también ella está indignada. Todos sois iguales... Oye,
Aliocha.
Se había detenido de pronto, apoyando la mano en el
hombro del joven. Su acento era insinuante y le miraba a los
ojos. Era evidente que se hallaba bajo la impresión de una
idea súbita que no se atrevía a expresar, pese a su ligereza,
tanto le costaba creer en la nueva actitud de Aliocha.
-¿Sabes adónde podríamos ir?
-No me importa. Iré adonde tú quieras.
-Pues podríamos ir a ver a Gruchegnka, ¿no te parece?
Rakitine esperó la respuesta, temblando de emoción.
Aliocha contestó tranquilamente:
-Ya te he dicho que iré adonde quieras.
Poco faltó para que Rakitine diera un salto atrás, tan
inesperada le pareció la respuesta de Aliocha.
«iMagnífico!» , estuvo a punto de exclamar. Pero no lo
hizo. Se limitó a coger a su amigo del brazo y a llevárselo
rápidamente, temiendo que cambiara de opinión.
Fueron un buen rato en silencio. Rakitine no se atrevía a
hablar.
« Se alegrará mucho», iba a decir, pero se contuvo a
tiempo.
No era cierto que Rakitine pensara en dar una alegría a
Gruchegnka al llevarle a Aliocha. Los hombres como él sólo
obran por interés. Perseguía un doble fin: en primer lugar,
presenciar la probable caída de Aliocha, del santo convertido
en pecador, lo que le producía un placer anticipado. En
segundo lugar, perseguía una ventaja material de la que
hablaremos más adelante.
«No hay que perder esta oportunidad», se decía con
perverso júbilo.
CAPÍTULO III
LA CEBOLLA
Gruchegnka vivía en el barrio más animado de la ciudad,
cerca de plaza de la Iglesia, en casa de la viuda del
comerciante Morozov, en cuyo patio ocupaba un reducido
pabellón de madera. El edificio Morozov era una construcción
de piedra de dos pisos, vieja y fea. Su propietaria era una
mujer de edad que vivía con dos sobrinas solteras y ya
entradas en años. No tenía necesidad de alquilar ninguna
habitación, pero había admitido a Gruchegnka como inquilina
(cuatro años atrás) para complacer al comerciante Samsonov,
pariente suyo y protector oficial de la muchacha.
Se decía que el celoso viejo había instalado allí a su
protegida para que la viuda de Morozov vigilara su conducta.
Pero esta vigilancia fue muy pronto inútil, ya que la viuda no
veía casi nunca a Gruchegnka; de aquí que dejase de
importunarla con su espionaje.
Cuatro años habían transcurrido ya desde que el viejo
había sacado de la capital del distrito a aquella muchacha de
dieciocho años, tímida, delicada, flacucha, pensativa y triste, y
desde entonces había pasado mucha agua por debajo de los
puentes. En nuestra ciudad no se sabía nada de ella con
exactitud,y siguió sin saberse, a pesar de que muchos
empezaron a interesarse por la espléndida belleza de la mujer
en que se había convertido Agrafena Alejandrovna. Se
contaba que a los diecisiete años había sido seducida por un
oficial que la había abandonado en seguida para casarse,
dejando a la desgraciada con su vergüenza y su miseria.
También se decía que Gruchegnka procedía de una familia
honorable y de profundo espíritu religioso. Era hija de un
diácono que no ejercía, o algo parecido. En cuatro años, la
desgraciada, timida y enfermiza se había convertido en una
belleza rusa, espléndida y sonrosada; en una persona de
carácter enérgico, altivo, audaz; en una mujer avara y astuta
que manejaba con habilidad el dinero y había conseguido
reunir cierto capital con más o menos escrúpulos. De lo que
no había ninguna duda era de que Gruchegnka se mantenía
inexpugnable, de que, aparte el viejo, nadie había podido
envanecerse durante aquellos cuatro años de haber
conseguido sus favores. El hecho era indudable. Sobre todo
en los dos últimos años, había tenido muchos galanteadores,
pero todos fracasaron, y algunos hubieron de batirse en
retirada, envueltos en el ridículo, ante la resistencia de la
enérgica joven.
Se sabía también que se dedicaba a los negocios,
especialmente desde hacía un año, y que demostraba tal
aptitud para este trabajo, que algunos habían llegado a
tacharla de judía. No prestaba dinero con usura, pero se sabía
que durante algún tiempo se había dedicado, en compañia de
Fiodor Pavlovitch Karamazov, a comprar pagarés por un
precio insignificante, incluso por la décima parte de su valor, y
que había conseguido cobrar algunos por la totalidad al cabo
de poco tiempo. Desde hacia un año, el viejo Samsonov ape-
nas se sostenía sobre sus hinchados pies. Era viudo y trataba
tiránicamente a sus hijos, que eran ya hombres hechos y
derechos. Poseía una fortuna y la avaricia le cegaba. Sin
embargo, había caído bajo el dominio de su protegida, a la
que al principio pasaba una cantidad irrisoria, tanto que
algunos bromistas decían que la tenía a pan y agua.
Gruchegnka había conseguido emanciparse sin dejar de
inspirarle una confianza sin limites acerca de su fidelidad. Este
viejo y consumado hombre de negocios poseía un carácter in-
flexible. En su avaricia, era duro como la piedra. A pesar de
que estaba subyugado por Gruchegnka hasta el punto de que
no podía pasar sin ella, nunca le había dado sumas de dinero
importantes. Aunque su amada protegida le hubiera
amenazado con dejarlo, él no se habría ablandado. Al fin, le
entregó ocho mil rublos, cosa que sorprendió a todo el que lo
supo.
-No eres tonta -le dijo-. Negocia con este dinero. Pero te
prevengo que de ahora en adelante sólo recibirás la
asignación anual de siempre y no herederás de mí un solo
céntimo.
Y mantuvo su palabra. Cuando murió, sus hijos, a los que
había tenido siempre en su casa con sus mujeres y sus niños,
se repartieron toda la herencia. A Gruchegnka no se la
mencionó para nada en el testamento.
Para la joven fueron de gran valor los consejos que le dio
Samsonov acerca del modo de sacar provecho de sus ocho
mil rublos. El viejo incluso le recomendó ciertos «negocios».
Cuando Fiodor Pavlovitch Karamazov, que había conocido
a Gruchegnka con motivo de una de sus operaciones
comerciales, se enamoró de ella hasta el punto de perder la
razón, Samsonov, que tenía ya un pie en la tumba, se echó a
reír de buena gana. Pero cuando apareció en escena Dmitri
Fiodorovitch se le cortó la risa.
-Si has de escoger entre los dos -dijo, muy serio, a la jo-
ven-, quédate con el padre; pero siempre que este viejo
granuja se case contigo y, antes de hacerlo, te asigne cierto
capital. No hagas caso al capitán. Si lo eliges a él, no
obtendrás ningún provecho.
Así habló el viejo libertino, presintiendo su próximo fin. No
se equivocaba, pues murió al cabo de cinco meses. Digamos
de paso que, aunque la grotesca y absurda rivalidad entre
Dmitri y su padre no fue ningún secreto para buena parte de
los habitantes de la ciudad, muy pocos sabían la clase de
relaciones que padre a hijo sostenían con Gruchegnka.
Incluso las sirvientas (tras el drama de que hablaremos)
atestiguaron, como era justo, que Agrafena Alejandrovna
recibía a Dmitri Fiodorovitch sólo por temor, ya que él la había
amenazado de muerte. Las domésticas eran dos: una coci-
nera de edad avanzada, que estaba desde hacía mucho
tiempo al servicio de la familia, mujer llena de achaques y
sorda, y la nieta de ésta, avispada doncella de veinte años.
Gruchegnka habitaba en un modesto interior compuesto
de tres piezas, en las que todos los muebles eran de caoba y
de estilo 1820. Cuando llegaron Rakitine y Aliocha, era ya casi
de noche, pero aún no se había encendido ninguna luz en la
casa. La joven estaba en la salita, tendida en su canapé de
cabecera de caoba forrada de un cuero ya desgastado y
agujereado, y apoyada la cabeza en dos almohadas. Echada
boca arriba y con las manos en la nuca, permanecía inmóvil.
Llevaba una bata de seda negra y en la cabeza un gorro de
encajes que le sentaba a maravilla. Cubría sus hombros con
un pañuelo sujeto por un broche de oro macizo. Esperaba a
alguien con visible impaciencia, pálida la tez, los labios y los
ojos ardientes, y golpeando con su piececito el canapé como
para medir el tiempo. Al oír entrar a los visitantes, saltó al
suelo, a la vez que profería un grito de terror.
-¿Quién es?
La doncella se apresuró a tranquilizarla.
-No es él; no se asuste.
«¿Qué le habrá pasado?», se dijo Rakitine, mientras cogía
del brazo a Aliocha y lo conducía a la sala.
Gruchegnka permanecía de pie. Aún quedaba un gesto de
pánico en su semblante. Un grueso mechón de su cabello
castaño se había escapado del gorro y le caía sobre el
hombro derecho; pero ella ni lo advirtió ni volvió él mechón a
su sitio hasta que reconoció a sus visitantes.
-¡Ah! ¿Eres tú, Rakitka? ¡Qué susto me has dado! ¿Con
quién vienes...? ¡Válgame Dios! -exclamó al ver a Aliocha.
-Di que enciendan la luz -dispuso Rakitine, con el acento
de quien es de casa y tiene derecho a dar órdenes.
-Ahora mismo. Fenia, trae una bujía. Ahora ya puedes ir
por ella.
Saludó a Aliocha con un movimiento de la cabeza y se
arregló el pelo en el espejo. Parecía contrariada.
-¿He sido inoportuno? -preguntó Rakitine, sintiéndose de
pronto ofendido.
-Me has asustado, Rikitka: eso es todo.
Gruchegnka se volvió hacia Aliocha. Sonreía.
-No me tengas miedo, querido Aliocha. Estoy encantada
de tu inesperada visita. Creí que era Mitia; me pareció que
quería entrar a la fuerza. Lo he engañado; me ha jurado que
me creía y yo le he mentido. Le he dicho que iba a la casa del
viejo Kuzma Kuzmitch para ayudarle a hacer sus cuentas y
que estaría con él toda la tarde. En efecto, voy una vez por
semana. Cerramos con llave y él hace números y yo escribo
en los libros. No se fía de nadie más que de mi. Me extraña
que Fenia os haya dejado entrar. Fenia, ve a la puerta de la
calle y mira si el capitán ronda por aquí. Puede estar
escondido, espiándonos. Estoy muerta de miedo.
-No hay nadie cerca de la casa, Agrafena Alejandrovna. Lo
he mirado todo bien. Voy a cada momento a atisbar por las
rendijas. Yo también tengo miedo.
-¿Están cerrados los postigos? Fenia, corre las cortinas
para que no pueda ver que hay luz en la casa. Hoy tengo
verdadero pánico a tu hermano Mitia, Aliocha.
Gruchegnka hablaba con voz estridente. Estaba inquieta,
nerviosa.
-¿A qué viene ese pánico? -preguntó Rakitine-. Nunca has
temido a Mitia. Lo tienes dominado.
-Hoy espero algo que lo hará cambiar todo. Estoy segura
de que Mitia no cree que me haya quedado en casa de
Kuzma Kuzmitch. Ahora debe de estar al acecho en el jardín
de Fiodor PavIovitch. Bien mirado, esto es una suerte, pues,
mientras vigile, no pensará en venir. He ido a casa del viejo, y
Mitia lo sabe, porque me ha acompañado. Le he dicho que
fuera a buscarme a la medianoche y él me lo ha prometido.
Diez minutos después, salí de la casa y vine aquí corriendo.
Temblaba sólo de pensar que podía encontrarme con él.
-¿Por qué estás tan arreglada? Llevas un gorro
curiosísimo.
-Más curioso eres tú, Rakitka. Te repito que estoy
esperando algo. Apenas lo reciba, saldré como un rayo y ya
no me volverás a ver. Por eso estoy arreglada.
-¿Adónde piensas ir?
-Si alguien te lo pregunta, le contestarás que no lo sabes.
-¡Qué alegre eres! Nunca te había visto así. Estás tan
compuesta como si tuvieras que ir a un baile.
Mientras hablaba así, Rakitine la miraba boquiabierto.
-¿De modo que sabes lo que son los bailes?
-¿Tú no?
-Sólo he visto uno. De esto hace tres años. Fue cuando se
casó un hijo de Kuzma Kuzmitch. Yo asisti como
espectadora... Pero no sé por qué demonio estoy hablando
contigo cuando tengo un príncipe en mi casa... Querido
Aliocha, no puedo creer lo que veo. Me parece mentira que
hayas venido. Francamente, no lo esperaba: nunca creí que
vinieras. Has elegido un mal momento. Sin embargo, estoy
muy satisfecha de verte aquí. Siéntate en el canapé, querido...
Aún no he salido de mi sorpresa... ¡Ah, Rakitka! ¿Por qué no
lo trajiste ayer o anteayer...? En fin, el caso es que me alegro
de verte aquí... y tal vez sea mejor que hayas llegado en este
momento...
Se sentó al lado de Aliocha y se quedó mirándole con una
expresión de éxtasis. No mentía: estaba verdaderamente
contenta. Sus ojos fulguraban y en sus labios había una
sonrisa llena de bondad. Aliocha no esperaba que
Gruchegnka le recibiera con aquella bondadosá simpatía.
Tenía de ella un pésimo concepto. Dos días atrás, la terrible
réplica de Gruchegnka a Catalina Ivanovna le había producido
una ingrata impresión. Estaba asombrado al verla tan distinta.
Aun sin querer, y pese a las penas que lo abrumaban, la
observó atentamente. Sus maneras habían mejorado. Las pa-
labras dulzonas y los movimientos indolentes habían
desaparecido casi por completo, cediendo su puesto a la
simpatía, a los gestos espontáneos y sinceros. Sin embargo,
era presa de gran excitación.
-¡Qué cosas tan extrañas me pasan hoy! ¿Por qué me
hace tan feliz tu presencia, Aliocha? Lo ignoro.
-¿De veras? -dijo Rakitine, sonriendo-. Pues antes no
cesabas de insistir en que te lo trajera. Para algo querrias
verle.
-Sí, pero el motivo ya no existe. Ha pasado el momento.
Ahora voy a darte el buen trato que mereces. Soy mejor de lo
que era, Rakitka. Siéntate. Pero ya no es posible rectificar. Ya
lo ves, Aliocha: está resentido porque no le he invitado a
sentarse antes que a ti. Es muy susceptible. No te enfades,
Rakitka. Ya te he dicho que ahora soy buena. ¿Por qué estás
triste, Aliocha? ¿Me tienes miedo?
Gruchegnka sonreía maliciosamente, mirándole a los ojos.
-Está apenadísimo. Ha sufrido una decepción.
-¿Una decepción?
-Sí; su starets huele mal.
-Tú siempre con tus bromas. Aliocha, deja que me siente
en tus rodillas. Así.
Se sentó. Como una gata mimosa, rodeó el cuello de
Aliocha con su brazo derecho.
-Ya verás como consigo hacerte reír, mi piadoso amigo.
¿Puedo seguir sentada en tus rodillas? ¿No te disgusta?
Si te molesta, no tienes más que decirlo y me levanto en
seguida.
Aliocha guardaba silencio. Permanecía inmóvil y no
respondía a las palabras de Gruchegnka. Pero sus
sentimientos no eran los que suponía Rakitine, que lo
observaba con ojos suspicaces. Su profunda aflicción
ahogaba todas las demás sensaciones. Si le hubiera sido
posible analizar las cosas, habría advertido que estaba
acorazado contra las tentaciones.
A pesar de la insensibilidad en que le tenía sumido su
abrumadora tristeza, experimentó una sensación extraña que
le produjo gran asombro: aquella desenvuelta joven no le
inspiraba el temor que en su alma iba siempre unido a la
imagen de la mujer; por el contrario tenerla sentada en sus
rodillas y rodeándole el cuello con el brazo despertaba en él
un sentimiento inesperado, una cándida curiosidad que no
tenía relación alguna con el temor. Esto era lo que le
sorprendía.
-¡Bueno, basta de hablar por hablar! -exclamó Rakitine-.
Ahora venga el champán. Me lo prometiste.
-Es verdad, Aliocha: le prometi invitarle a champán si te
traía... Fenia, trae la botella que nos ha dejado Mitia. Date
prisa. Aunque no soy despilfarradora, los invitaré. No lo hago
por ti, Rakitine, pues tú sólo eres un pobre diablo, sino por
Aliocha. No tengo humor para nada, pero beberé con
vosotros.
-¿Qué es lo que esperas, si puede saberse? -preguntó
Rakitine, como si no advirtiese la mordacidad de Gruchegnka.
-Es un secreto, pero tú estás al corriente -repuso
Gruchegnka, preocupada-. Mi oficial está a punto de llegar.
-Eso he oído decir. ¿Está ya cerca de aquí?
-En Mokroie. Desde allí me enviará un mensajero. Acabo
de recibir una carta suya y espero su mensaje.
-¿Y qué hace en Mokroie?
-La explicación es larga. Confórmate con lo que te he
dicho.
-¿Lo sabe Mitia?
-No sabe ni una palabra. Si lo supiera, me mataría. Por lo
demás, ya no le tengo miedo. Bueno, Rakitka; no quiero oír
hablar de Mitia. Me ha hecho demasiado daño. Preflero
dedicar todos mis pensamientos y miradas a Aliocha... Sonríe,
querido; no pongas esa cara de mal humor... ¡Oh! Ha
sonreido. ¡Y con qué dulzura me mira! Yo creía que me
detestabas por mi escena de ayer con esa... esa señorita.
Estuve muy grosera. En fin, eso ya ha pasado -añadió
Gruchegnka pensativa y con una sonrisita perversa-. Mitia me
ha dicho que esa joven gritaba: «¡Merecería que la azotasen!»
La ofendí gravemente. Quiso seducirme con sus golosinas...
En fin, sucedió lo mejor que podía suceder.
Volvió a sonreír.
-Lo que sentiría es haberte disgustado a ti.
-Ya lo ves, Aliocha -dijo Rakitine, sinceramente sorprendi-
do-. Te teme, teme a un tierno polluelo como tú.
-Como un tierno polluelo lo tratarás tú, que no tienes con-
ciencia. Yo lo quiero. Créelo, Aliocha: te quiero con toda mi
alma.
-¿Has visto qué desvergonzada? Se te ha declarado,
Aliocha.
-Bueno, ¿y qué? Lo quiero.
-¿Y el oficial? ¿Y esa feliz noticia que esperas de Mokroie?
-Son cosas muy distintas.
-Ésta es la lógica de las mujeres.
-No seas pesado, Rakitine. Ya te he dicho que son cosas
diferentes. Quiero a Aliocha de otro modo. Te confieso,
Aliocha, que no me eras simpático. Soy mala y violenta. Pero,
a veces, veía en ti mi conciencia. En ciertos momentos, me
decía: «¡Cómo debe de despreciarme! » Esto es lo que
pensaba cuando salí de casa de esa señorita. Hace mucho
tiempo que me fijé en ti, Aliocha. Mitia lo sabe y me
comprende. Te aseguro que a veces me avergüenzo al mi-
rarte. ¿Cuándo y por qué empecé a pensar en ti? No lo sé.
En esto apareció Fenia y depositó en la mesa una bandeja
con una botella descorchada y tres vasos llenos.
-¡Ha llegado el champán! -exclamó Rakitine-. Estás ex-
citada, Agrafena Alejandrovna. Cuando bebas, empezarás a
bailar.
Luego exclamó:
-¡Qué contrariedad! Las copas están llenas y el champán
se ha calentado. Además, la botella no tiene tapón.
Vació su vaso de un trago y lo volvió a llenar.
-¡Hay que aprovechar las ocasiones! -dijo, limpiándose los
labios-. ¡Hala, Aliocha; coge tu vaso y bebe! ¿Pero por quién o
por qué brindaremos? Levanta tu vaso, Grucha, y bebamos a
las puertas del paraíso.
-¿Qué paraíso?
Alzó su vaso. Aliocha hizo lo mismo; pero tomó un sorbo y
volvió a depositar el vaso en una bandeja.
-Prefiero no beber -dijo con una dulce sonrisa.
-Entonces, tu resolución de antes ha sido pura jactancia
-exclamó Rakitine.
-Si no bebe Aliocha, tampoco yo beberé. Puedes acabar
con la botella, Rakitka.
-Empiezan las efusiones -dijo Rakitine con sorna-. ¡Y la
niña, sentada en sus rodillas! Él está afligido, y es natural;
¿pero a ti qué te pasa? Aliocha se ha rebelado contra Dios:
¡iba a comer salchichón!
-¿Por qué?
-Porque su starets, el viejo Zósimo, el santo, ha muerto.
-¿Ha muerto? -exclamó Gruchegnka, santiguándose-.
¡Dios mío! ¡Y yo sentada aquí!
Se levantó de un salto y se sentó en el canapé.
Aliocha la miró sorprendido. Su semblante se iluminó.
-No me irrites, Rakitine -dijo enérgicamente-. Yo no me he
rebelado contra Dios. Yo no tengo ninguna animosidad contra
ti. Sé más comprensivo; correspóndeme. He sufrido una
pérdida que me afecta profundamente y tú no eres quién para
juzgarme en estos momentos. Toma ejemplo de Gruchegnka.
Ya ves lo noble que ha sido conmigo. Yo, dejándome llevar de
mis peores sentimientos, he venido aquí convencido de que
me enfrentaría con un alma perversa, y me he encontrado con
un ser lleno de bondad, con una verdadera hermana... A ti me
refiero, Agrafena Alejandrovna. Has regenerado mi alma.
Aliocha hubo de detenerse: estaba tan conmovido, que le
temblaban los labios.
-Cualquiera diría que Gruchegnka te ha salvado -dijo Raki-
tine con una sonrisa burlona-. ¿Pero sabes que quería
perderte?
-¡Basta, Rakitka! ¡Silencio los dos! Te lo digo a ti, Aliocha,
porque tus palabras me sonrojan: me crees buena y soy mala.
Y quiero que tú te calles, Rakitka, porque mientes. Yo me
había propuesto perderlo, pero eso ya há pasado. ¡No quiero
volverte a oír hablar así, Rakitka!
Gruchegnka se había expresado con viva emoción.
-Están furiosos -murmuró Rakitine, mirándolos, perplejo-.
Esto parece un manicomio. Pronto se echarán a llorar, no me
cabe duda.
-Sí, lloraré -dijo Gruchegnka-. Me ha llamado hermana, y
eso nunca lo podré olvidar. A pesar de lo mala que soy,
Rakitka, he dado una cebolla.
-¿Una cebolla? ¡Demonio, están locos de verdad!
La exaltación de sus dos amigos asombraba a Rakitine.
Sin embargo, era evidente que en áquellos momentos todo
contribuía a impresionarlos mucho más de lo normal, cosa
que Rakitine debía haber advertido. Pero Rakitine, que poseía
gran agudeza para interpretar sus propios sentimientos y
sensaciones, era incapaz de descubrir los ajenos, tanto por
egoísmo como por inexperiencia juvenil.
-¿Has oído, Aliocha? -continuó Gruchegnka, con una risita
nerviosa-. Me he jactado ante Rakitine de haber dado una
cebolla. Voy a explicaros esto con toda humildad. Se trata de
una leyenda que la cocinera me contaba cuando yo era niña...
Había una mala mujer que murió sin dejar a su espalda la
menor sombra de virtud. El demonio se apoderó de ella y la
arrojó al lago de fuego. Su ángel guardián se devanaba los
sesos para recordar alguna buena obra de la condenada y
poder referírsela a Dios. Al fin, se acordó de una y le dijo al
Señor: «Arrancó una cebolla de su campo para dársela a un
mendigo.» Dios le contestó. «Toma esta cebolla y tiéndesela a
la mujer del lago para que se aferre a ella. Si consigues
sacarla, irá al paraíso; si la cebolla se rompe, la pecadora se
quedará donde está.» El ángel corrió hacia el lago y le tendió
la cebolla a la mujer. « Toma -le dijo-. Cógete fuerte.» Empezó
a tirar con cuidado y pronto estuvo la mujer casi fuera. Los
demás pecadores, al ver que sacaban a la mujer del lago, se
aferraron a ella para aprovecharse de su suerte. Pero la
mujer, en su maldad, empezó a darles puntapiés. «Es a mi a
quien sacan y no a vosotros; la cebolla es mía y no vuestra.»
En este momento, el tallo de la cebolla se rompió y la mujer
volvió a caer en el ardiente lago, donde está todavía. El ángel
se marchó llorando... Ésta es la leyenda, Aliocha. No me
creas buena; soy todo lo contrario. Tus elogios me sonrojan.
Deseaba tanto que vinieras, que prometi veinticinco rublos a
Rakitka si te traía. Perdona un momento.
Fue a abrir un cajón, sacó su portamonedas y extrajo de él
un billete de veinticinco rublos.
-No hagas tonterías -dijo Rakitine, avergonzado.
-Toma, Rakitka, quiero quedar en paz contigo. No
rechaces lo que me pediste.
Y le arrojó el billete.
-De acuerdo -dijo Rakitine, tratando de ocultar su confu-
sión-. Los tontos existen para provecho de los listos.
-Cállate ya, Rakitka. Lo que tengo que decir no te interesa.
Tú no nos quieres.
-¿Por qué he de quereros? -repuso Rakitine brutalmente.
Confiaba en que Gruchegnka le pagase sin que lo viese
Aliocha. La presencia del joven lo abochornaba y lo irritaba.
Hasta entonces, por pura conveniencia, había aceptado la
actitud dominadora de Gruchegnka, a pesar de sus ironías.
Pero ya no podía sobreponerse a su cólera.
-Se quiere por alguna razón. ¿Qué habéis hecho vosotros
por mí?
-Se puede amar por nada, como hace Aliocha.
-¿De modo que él te ama? ¡Es chocante!
Gruchegnka estaba de pie en medio de la sala. Se
expresaba con calor, con exaltación.
-¡Calla, Rakitka! Tú no comprendes nuestros sentimientos.
Y no me tutees; te lo prohíbo. Siéntate en un rincón y no abras
la boca. Ahora, Aliocha, voy a confesarme a ti, a ti solo, para
que sepas quién soy. Yo quería perderte. Tanto lo deseaba,
que compré a Rakitine para que te trajera. ¿Por qué tenía yo
este deseo? Tú, ni sabías nada ni querías nada conmigo.
Cuando pasabas por mi lado, bajabas los ojos. Yo preguntaba
a la gente por ti. Tu imagen me perseguía. Yo pensaba: «Me
desprecia. Ni siquiera quiere mirarme. Al fin, me pregunté,
sorprendida: « ¿Por qué temer a ese jovenzuelo? Haré de él
lo que se me antoje.» Nadie podía faltarme al respeto, porque
no tenía a nadie: sólo a ese viejo al que me vendí. No cabe
duda de que fue Satán el que me unió a él. Estaba decidida a
que fueses mi presa. Lo tomaba como un juego. Ya ves a qué
detestable criatura has llamado hermana. Mi seductor ha
llegado. Espero noticias suyas. Hace cinco años, cuando
Kuzma me trajo aquí, el hombre que me sedujo lo era todo
para mí. A veces me ocultaba para que nadie me viera ni me
oyese. Lloraba como una tonta, me pasaba las noches en
vela, diciéndome: «¿Dónde estará el monstruo? Debe de
estar con otra, riéndose de mí. ¡Ah, si lo encuentro! Mi
venganza será terrible.» Lloraba en la oscuridad, con la
cabeza en la almohada, complaciéndome en torturarme. «¡Me
las pagará!», gritaba. Y al pensar en mi impotencia, en que él
se burlaba de mí, en que acaso me había olvidado por
completo, saltaba del lecho y bañada en lágrimas, presa de
una crisis nerviosa, empezaba a ir y venir por la habitación.
Todo el mundo se me hizo odioso. Luego amasé un capital,
me endurecí, engordé. Creerás que entonces era más
comprensiva. Pues no. Aunque nadie lo sabe, muchas
noches, como hace cinco años, rechino los dientes y exclamo
entre sollozos: «¡Me vengaré!»... Ya lo sabes todo. ¿Qué
piensas de mi? Hace un mes recibí una carta de él,
anunciándome su llegada. Se ha quedado viudo y quiere
verme. Esto me trastornó. ¡Dios mío, va a venir! Me llamará y
yo acudiré, arrastrándome como un perro azotado, como
quien ha cometido una falta. Pero ni yo misma estoy segura
de que obraré así. ¿Cometeré la bajeza de correr hacia él?
Ultimamente he sentido contra mí misma una cólera más
violenta que la que sentí hace cinco años. Ya ves lo desespe-
rada que estoy, Aliocha. Te lo he confesado todo. Mitia sólo
era para mi una diversión... Calla, Rakitka. Tú no eres quién
para juzgarme. Antes de vuestra llegada, yo os estaba
esperando y pensaba en mi porvenir. Nunca podréis imaginar
cuál era mi estado de ánimo. Aliocha, dile a esa joven que no
me tenga en cuenta lo que le dije. Nadie sabe lo que pasaba
por mí entonces... A lo mejor, voy a verlo armada con un
cuchillo. Aún no estoy segura.
Incapaz de poner freno a su emoción, Gruchegnka se
detuvo, se cubrió el rostro con las manos y se desplomó en el
canapé, llorando como un niño. Aliocha se levantó y se acercó
a Rakitine.
-Micha -le dijo-, te ha dicho cosas muy duras, pero no te
enfades. Ya la has oído. No se puede pedir demasiado a las
almas. Hay que ser misericordiosos.
Aliocha pronunció estas palabras dejándose llevar de un
impulso irresistible. Tenía necesidad de expansionarse y las
habría dicho aunque hubiera estado solo. Pero Rakitine lo
miró irónicamente y Aliocha enmudeció:
-Alexei, varón de Dios -dijo Rakitine con una sonrisa de
odio-, tienes la cabeza llena de las ideas de tu starets y me
hablas como me hablaría él.
-No te burles de ese santo, Rakitine -dijo Aliocha con pro-
fundo pesar-. Era superior a todos en la tierra. No te hablo
como un juez, sino como el último de los acusados. Yo no soy
nadie ante esta joven. Yo he venido aquí con viles propósitos,
para perderme. Pero a ella, aun después de cinco años de
sufrimiento, le ha bastado oír unas palabras sinceras para
perdonar, olvidarlo todo y llorar. Su seductor ha vuelto, la ha
llamado, y ella, que lo ha perdonado, correrá hacia él
alegremente, sin ningún cuchillo. Yo no soy así, Micha, a
ignoro si tú lo eres. He recibido una lección. Gruchegnka es
superior a nosotros. ¿Sabías lo que me acaba de contar?
Estoy seguro de que no, pues, si lo hubieras sabido, te
habrías mostrado comprensivo con ella desde hace tiempo.
También la perdonará la joven que ha sido ofendida por ella
cuando lo sepa todo. Es un alma que no se ha reconciliado
con Dios todavía. Hay que guiarla. En ella hay tal vez un
tesoro.
Aliocha se detuvo, falto de aliento. A despecho de su
irritación, Rakitine lo miraba con un gesto de sorpresa. No
esperaba semejante perorata del apacible Aliocha.
-Eres un gran abogado -exclamó entre insolentes carcaja-
das-. ¿Te habrás enamorado de ella? Agrafena Alejandrovna,
has vuelto del revés el alma de nuestro asceta.
Gruchegnka levantó la cabeza y sonrió dulcemente a
Aliocha. Tenía el rostro hinchado todavía por las lágrimas que
acababa de derramar.
-Déjalo, Aliocha. Es un hombre mezquino. No merece que
se le hable. Mikhail Ossipovitch, iba a pedirte perdón, pero me
vuelvo atrás. Aliocha, ven a sentarte aquí.
Lo cogió de la mano mientras le dirigía una mirada
radiante.
-Dime: ¿amo a mi seductor o no lo amo? Antes me estaba
haciendo esta pregunta en la oscuridad. Ilumina mi
pensamiento. Haré lo que tú me digas. ¿Debo perdonarlo?
-Lo has perdonado ya.
-Es verdad -dijo Gruchegnka, pensativa-. Soy cobarde.
Voy a beber por mi cobardía.
Cogió un vaso, se lo bebió de un trago y después lo arrojó
al suelo. Sonreía cruelmente.
-Tal vez no haya perdonado todavía -dijo con acento ame-
nazador, los ojos bajos, y como hablando consigo misma-. Tal
vez sea solamente que sueño con perdonar. Aliocha, eran mis
cinco años de sufrimiento lo que me enternecía; mi dolor, no
él.
-No quisiera estar en su pellejo -dijo Rakitine.
-No podrías estar nunca, Rakitka. Sólo puedes servirme
para limpiarme los zapatos. Una mujer como yo no está hecha
para ti. Y acaso tampoco para él.
-Entonces, ¿por qué te has compuesto tanto?
-No te burles de mi vestido, Rakitka. Tú no me conoces; tú
no sabes por qué me lo he puesto. He pensado que podría ir a
decirle: «¿Me has visto alguna vez tan hermosa?» Cuando me
dejó, yo era una chiquilla de diecisiete años, enfermiza y
llorona. Lo adularé y lo enardeceré. «Ya ves cómo soy ahora,
querido. Bueno, basta de charla. Si esto te ha abierto el
apetito, ve a saciarlo en otra parte.» Ya sabes, Rakitka, para
lo que pueden servir todas estas galas... Estoy ciega de ira,
Aliocha. Soy capaz de desgarrar este vestido, de
desfigurarme a ir por las calles a mendigar. Soy capaz de
quedarme en casa, de devolverle a Kuzma su dinero y sus
regalos y ponerme a trabajar por un jornal. ¿Crees que no
tendría valor para obrar así, Rakitka? Pues bastaría que me lo
propusiera... Al otro lo despreciaré, me burlaré de él.
Después de referir estas palabras con vehemencia, se
cubrió la cara con las manos y volvió a arrojarse sobre los
cojines, llorando convulsivamente.
Rakitine se levantó.
-Es ya tarde. Nos exponemos a que no nos dejen entrar en
el monasterio.
Gruchegnka se sobresaltó.
-¡Oh, Aliocha! ¿Vas a dejarme? -exclamó con amarga sor-
presa-. Piensa en mi situación. Me has trastornado, y ahora
que llega la noche me quedaré sola.
-No puede pasar la noche en tu casa -dijo Rakitine con
maligna intención-. Pero si quiere quedarse, me iré solo.
-¡Calla, miserable! -exclamó Gruchegnka-. Tú no me has
hablado jamás como él acaba de hablarme.
-No ha dicho nada extraordinario.
-No sé si ha dicho algo extraordinario o no, pero lo cierto
es que me ha llegado al corazón... Ha sido el primero, el
único, que me há compadecido. ¿Por qué no viniste antes,
querido?
Y, en un arrebato de fervor, cayó de rodillas ante Aliocha.
-Toda la vida he estado esperando que alguien como tú
me
trajera el perdón. Siempre he creído que se me podía
querer a pesar de mi deshonor.
-¿Pero qué he hecho yo por ti? -dijo Aliocha, inclinándose
hacia ella y cogiéndole las manos-. Te he tendido una cebolla
y de las más pequeñas: esto es todo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. En ese momento se
oyó un ruido. Alguien había entrado en la casa. Gruchegnka
se puso en pie, atemorizada. Fenia irrumpió en la sala.
-¡Señora, señora mía -dijo alegremente, con respiración
anhelante-, ha llegado la diligencia de Mokroie, conducida por
Timoteo! Van a cambiar los caballos. ¡Ha traído esta carta,
señora!
Y blandía el sobre. Gruchegnka se apoderó de él y lo
acercó a la luz. Dentro había un lacónico billete. Gruchegnka
lo leyó en un instante.
-¡Me llama! -exclamó.
Estaba pálida. En sus labios crispados había una sonrisa
morbosa.
-¡Me ha silbado! El perro acudirá arrastrándose.
Estuvo un momento indecisa. De pronto, su rostro enro-
jeció.
-¡Me voy! ¡Adiós, mis cinco años de tormento! Adiós, Alio-
cha. La suerte está echada. ¡Apartad, marchaos todos! ¡No
quiero volver a veros! Gruchegnka corre hacia una nueva
vida... No me' guardes rencor, Rakitka. Tal vez vaya hacia la
muerte. ¡Oh, estoy como ebria!
Entró apresuradamente en su dormitorio.
-Ahora ya no nos necesita -gruñó Rakitine-. Vámonos. La
monserga podría empezar de nuevo, y ya estoy de ella hasta
la coronilla.
Aliocha se dejó conducir maquinalmente.
En el patio, todo eran idas y venidas a la luz de una
linterna. Se estaba cambiando el tiro de tres caballos. Apenas
habían salido los dos jóvenes, se abrió la ventana del
dormitorio y se oyó la voz sonora de Gruchegnka.
-Aliocha, saluda de mi parte a tu hermano Mitia. Dile que
no guarde mal recuerdo de mi. Repitele estas palabras:
«Gruchegnka se ha ido con un hombre vil en vez de quedarse
contigo, que eres una persona honorable.» Añade que le he
querido durante una hora, sólo durante una hora; pero que se
acuerde siempre de esta hora. Y que en lo sucesivo
Gruchegnka... mandará en su pensamiento...
Los sollozos le impidieron continuar. Gruchegnka cerró la
ventana.
Rakitine se echó a reír.
-Deja a Mitia hecho un guiñapo y quiere que la recuerde
toda la vida. ¡Qué ferocidad!
Aliocha no dio muestra alguna de haberle oído. Avanzaba
a paso rápido al lado de su compañero. En su semblante se
leía una profunda confusión.
Rakitine tenía la sensación de que le hurgaban en una
llaga: al conducir a Aliocha a casa de Gruchegnka, esperaba
un resultado muy distinto. Estaba profundamente
decepcionado.
-El oficial de Gruchegnka es polaco. Ahora ya no es oficial.
Estaba empleado en la aduana de Siberia, en la frontera
china. Debe de ser un pobre diablo. Dicen que ha perdido el
empleo. Sin duda, se ha enterado de que Gruchegnka tiene
sus ahorros y por eso ha venido. Esto lo explica todo.
Alioçha seguía, al parecer, sin comprender nada. Rakitine
continuó:
-Has convertido a una pecadora; has encauzado por el
buen camino a una mujer descarriada. Has expulsado a los
demonios. O sea, que los milagros que esperábamos se han
cumplido.
-¡Basta, Rakitine! -exclamó Aliocha, con el alma dolorida.
-Me desprecias por los veinticinco rublos que me ha dado
Gruchegnka. He vendido a un amigo. Pero ni tú eres Cristo ni
yo soy Judas.
-Te aseguro que no pensaba en eso. Lo había olvidado y
me lo has recordado tú.
Pero Rakitine estaba furioso.
-¡Que el diablo se os lleve a todos! -exclamó-. No sé por
qué demonio he hecho amistad contigo. De ahora en
adelante, como si no nos conociéramos. Adiós; ya conoces el
camino.
Dobló por una callejuela y Aliocha quedó solo en la
oscuridad de la noche. Pero siguió adelante, salió de la ciudad
y se dirigió al monasterio a campo traviesa.

CANTULO IV
LAS BODAS DE CANÁ
Era ya tarde, para el régimen del monasterio, cuando
Aliocha llegó al recinto de la ermita. El hermano portero abrió
una puertecilla lateral. Habían sonado las nueve: la hora del
descanso tras un día tan agitado. Aliocha abrió timidamente la
puerta y entró en la
celda donde estaba el cuerpo del starets en su ataúd. Sólo
había una persona en la celda: el padre Paisius, que leía los
Evangelios junto al cadáver. Porfirio, el joven novicio, agotado
por la conferencia de la noche anterior y las emociones de la
jornada, dormía con el sueño profundo de la juventud echado
en el suelo de la habitación vecina. El padre Paisius había
oído entrar a Aliocha, pero ni siquiera volvió la cabeza.
Aliocha se arrodilló en un rincón y empezó a rezar. Su alma
estaba llena de sensaciones confusas que se perseguían
unas a otras con una especie de movimiento giratorio
uniforme. Experimentaba un extraño sentimiento de bienestar,
que no le causaba ningún asombro. Contempló una vez más
el cadáver de su querido starets, pero ya no sentía el pesar
doloroso y sin consuelo que le había oprimido por la mañana.
Al entrar, había caído de rodillas ante el féretro como se
habría arrodillado ante un altar. Sin embargo, su alma estaba
rebosante de alegría. Por la ventana abierta entraba un aire
fresco. Aliocha pensó: «Han abierto la ventana porque el
hedor ha aumentado.» Pero la idea de la corrupción ya no lo
inquietaba ni lo irritaba. Oraba dulcemente. Pronto advirtió que
lo hacía de un modo maquinal. En su cerebro surgían frag-
mentos de ideas semejantes a fuegos fatuos. En cambio, en
su alma reinaba una certidumbre, una pasión de la que se
daba perfecta cuenta. Oraba fervorosamente, lleno de gratitud
y amor, pero pronto se desviaba su pensamiento, se
entregaba a otras meditaciones, y al fin olvidaba las plegarias
y las ideas que las habían interrumpido.
Prestó atención a la lectura del padre Paisius, pero la
fatiga acabó por rendirlo y empezó a dormitar.
-Tres días después se celebró una boda en Caná, Galilea,
y la madre de Jesús estaba allí.
Y Jesús fue también invitado a la boda, con sus discípulos.
Boda... Esta idea trastornó el alma de Aliocha.
« Gruchegnka es también feliz... Ha ido a un festín...
Desde luego, no ha pensado en el cuchillo. Esto ha sido
solamente un grito de rabia. Hay que perdonar a quienes
lanzan esos gritos. Son un desahogo, un consuelo. El dolor
sería insoportable si no se profirieran... Rakitine se ha ido por
la callejuela. Mientras se sienta agraviado, irá por callejuelas...
Pero al fin está la gran avenida recta, clara, resplandeciente,
llena de sol... ¿Qué está leyendo el padre Paisius? »
-... Y el vino se terminó. La madre de Jesús le dijo: Ya no
tienen vino...
«¡Ah, sí! No he oído el principio, y lo siento. Me gusta este
pasaje: las bodas de Caná, el primer milagro... ¡Qué milagro
tan hermoso! Se dedicó a la alegría, no al dolor... “El que ama
a los hombres, ama también su alegría.” El starets repetía
estas palabras a cada momento; era una de sus ideas
fundamentales. “No se puede vivir sin alegría”, asegura Mitia.
Todo lo que lleva consigo la verdad y la belleza, lleva también
el perdón. Ésta era otra de las ideas del padre Zósimo.»
-...Jesús le dijo: Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha
llegado mi hora.
»Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que él os
diga.
«Quería que alegrara a aquella pobre gente. Muy pobre
tenía que ser para que faltara vino en una boda. Los
historiadores cuentan que en torno del lago de Genezareth
habitaba la población más pobre que imaginarse pueda. Y la
madre de Jesús, con su gran corazón, sabía que su hijo no
estaba allí solamente para cumplir su sublime misión, sino
también para compartir la ingenua alegría de las sencillas a
ignorantes personas que le habían invitado a sus humildes
bodas. “Aún no ha llegado mi hora.” Lo dijo con una dulce
sonrisa... Sí, debió de sonreírle tiernamente al hablarle...
Verdaderamente, no se concibe que viniese a la tierra para
multiplicar el vino en unas bodas pobres. Pero hizo lo que su
madre le pidió que hiciera.
-...Jesús les dijo: Llenad de agua esas vasijas. Yellos las
llenaron hasta los bordes.
»Entonces Jesús les dijo: Sacad un poco de agua y
llevadla al mayordomo. Y ellos se la llevaron.
»Cuando el mayordomo probó el agua convertida en vino,
no sabiendo de dónde había salido este vino, aunque los
servidores que habían sacado el agua lo sabían muy bien,
llamó al esposo.
»Y le dijo: Todos los hombres sirven primero el vino bueno,
y después, cuando ya se ha bebido bastante, sirven el vino
menos bueno. Pero tú has reservado el buen vino para ahora.
«¿Pero qué sucede? ¿Por qué oscila la habitación...? ¡Ah,
sí! Las bodas, la fiesta... No cabe duda de que a esto se debe
todo... Ahí están los invitados, los jóvenes esposos, la alegre
multitud. Pero, ¿dónde está el mayordomo...? ¿Qué pasa? La
habitación oscila de nuevo... ¿Quién se levanta de la gran
mesa? ¿Cómo? ¿También él está aquí? ¡Pero si estaba en el
ataúd...! Se ha levantado, me ha visto, viene hacia mí... ¡Dios
mío...!»
Sí, el viejecito seco, de rostro surcado de arrugas, se
acerca a Aliocha, sonriendo dulcemente. El ataúd ha
desaparecido. El starets va vestido como el día anterior,
cuando estaba reunido con sus visitantes. Tiene la cara
descubierta, sus ojos brillan. ¿Es posible que también él tome
parte en el festín, que le hayan invitado a las bodas de Caná?
El padre Zósimo dice con su dulce voz:
-Estás invitado, querido, en toda regla. No tienes por qué
permanecer en este rincón donde nadie te ve... Ven a nuestro
lado.
Es su voz, la voz del starets Zósimo. ¿Cómo no ha de ir
Aliocha con él, cuando él se lo dice? El starets le coge la
mano y Aliocha se levanta.
-Alegrémonos -prosigue el anciano-. Bebamos el vino
nuevo, el vino de la alegría. Mira a los invitados. Ahí tienes al
novio y a la novia. Y al experto mayordomo que ha probado el
vino nuevo. ¿Por qué te sorprende verme? He dado una
cebolla y aquí estoy. La mayor parte de los que aquí ves, sólo
han dado una cebolla, una diminuta cebolla. Éstas son
nuestras obras hoy: dar una cebolla a un hambriento...
Empieza tu obra, querido... ¿Ves nuestro sol? ¿Lo distingues?
-No me atrevo a mirarlo -balbuceó Aliocha- Tengo miedo.
-No le temas. Su majestad es terrible; su grandeza,
abrumadora; pero su misericordia no tiene límites. Por amor
se ha hecho semejante a nosotros y se divierte con nosotros.
Convierte el agua en vino para que no cese la alegría entre
los invitados. Especa a otros; los llama continuamente desde
hace siglos... Mira, ya traen vino nuevo; ahí están las vasijas.
Aliocha sintió que el corazón se le inflamaba, que lo tenía
colmado hasta el punto de parecerle que le iba a estallar. De
sus ojos brotaron lágrimas de alegría. Tendió los brazos,
profirió un grito y despertó...
Allí estaba el ataúd, la ventana abierta. Seguía la lectura
lenta, grave, ritmica, del Evangelio. Se había dormido de
rodillas y -cosa inaudita- se había despertado de pie. De
pronto, como si le empujaran, se acercó al ataúd en tres
rápidos pasos. Incluso dio un golpe con el hombro al padre
Paisius sin advertirlo. El monje levantó la cabeza, pero en
seguida volvió a la lectura. Había observado que el estado de
Aliocha no era normal. El joven estuvo un momento con la
vista fija en el ataúd, en el cadáver tendido en su interior, en el
rostro cubierto, en el icono que el difunto tenía sobre el pecho,
en la capucha rematada por la cruz de ocho brazos. Acababa
de oír su voz: todavía resonaba en sus oídos. Prestó atención,
esperó... De pronto dio media vuelta y salió de la celda.
Bajó los escalones del pórtico sin detenerse. Su alma tenía
sed de espacio, de libertad. Sobre su cabeza, la bóveda
celeste se extendía hasta el infinito. Las estrellas
parpadeaban. La Vía Láctea destacaba con nitidez desde el
cenit hasta el horizonte. La tierra estaba sumergida en la
serenidad de la noche. Las torres blancas y las cúpulas
doradas se recortaban en el zafiro del cielo. Alrededor de la
casa, las magníficas flores de otoño se habían dormido para
no despertar hasta el amanecer. Tengo despertar hasta el
amanecer. La calma de la tierra se confundía con la del cielo.
El misterio terrestre confinaba con el de las estrellas. Aliocha
contemplaba todo esto inmóvil. De pronto, como segadas sus
piernas por una hoz, cayó de rodillas.
Sin saber por qué, sentía un deseo irresistible de estrechar
entre sus brazos a toda la tierra. La besó sollozando,
empapándola de lágrimas, y se prometió a sí mismo, con
ferviente exaltación, amarla siempre. «Riega la tierra con
lágrimas de alegría y ámala.» Estas palabras resonaban
dentro de él todavía. ¿Por quién lloraba? En su exaltación,
lloraba incluso por las estrellas que temblaban en el cielo. Y
se entregaba a esta emoción sin rubor alguno. Anhelaba
perdonar a todos y por todo, y pedir perdón, no para él, sino
para todos los demás y por todo. « Los demás pedirán el
perdón para mí.» También acudieron a su memoria estas
palabras. Con claridad creciente, de un modo casi tangible,
advertía que un sentimiento firme, inquebrantable, penetraba
en su alma; que de su mente se apoderaba una idea que no le
abandonaría jamás. Al caer de rodillas, era un débil
adolescente; se levantó convertido en un hombre resuelto a
luchar durante todo el resto de su vida. Entonces tuvo
conocimiento de su crisis. Y no olvidaría jamás este momento.
«Mi alma recibió en este instante la visita reveladora», decía
más tarde, con absoluta seguridad.
Tres días después, dejó el monasterio, de acuerdo con la
voluntad del starets, que le había ordenado «permanecer en
el mundo».

LIBRO VIII

MITIA

CAPITULO PRIMERO
KUZMA SAMSONOV
Dmitri Fiodorovitch, al que Gruchegnka había enviado su
último adiós cuando partió para una nueva vida, con el deseo
de que se acordara siempre de una hora de amor, estaba en
aquellos momentos luchando con graves dificultades. Como él
mismo dijo más tarde, pasó dos días bajo la amenaza de una
congestión cerebral. Aliocha no había conseguido verle el día
anterior, y Dmitri no había acudido a la cita que tenía con Iván
en la taberna. Cumpliendo sus instrucciones, los dueños del
piso donde se hospedaba guardaron silencio. Durante los dos
días que precedieron a la catástrofe, su estado fue
francamente crítico. Según sus propias palabras, «luchó con
su destino por su salvación». Incluso estuvo ausente de la
ciudad varias horas para resolver un asunto inaplazable, a
pesar de su temor a dejar a Gruchegnka sin vigilancia. Las
investigaciones posteriores determinaron con exactitud cómo
había empleado el tiempo. Nosotros nos limitaremos a
registrar los hechos esenciales.
Aunque le hubiera amado durante una hora, Gruchegnka
lo atormentaba despiadadamente. Al principio no pudo saber
nada sobre sus propósitos. No los podía averiguar ni por
medio de la dulzura ni mediante la violencia. Si hubiera
utilizado uno de esos dos procedimientos, ella se habría
enojado y apartado de él inmediatamente. Mitia sospechaba
que Gruchegnka se debatía en la incertidumbre, sin conseguir
tomar una resolución. Suponía, no sin razón, que ella lo
detestaba a veces, y no sólo a él, sino también a su amor
apasionado. Tal vez era así, pero Mitia no podía comprender
exactamente de dónde procedía la ansiedad de Gruchegnka.
En realidad, todas sus inquietudes quedaban dentro de esta
alternativa: él o Fiodor Pavlovitch.
Al llegar a este punto, es conveniente anotar un hecho
indudable. Dmitri estaba seguro de que su padre ofrecería el
matrimonio a Gruchegnka -si no se lo había ofrecido ya- y ni
por pienso creía que el viejo libertino confiara en arreglarlo
todo con sólo tres mil rublos. Conocía el carácter de
Gruchegnka. Por eso consideraba que su inquietud procedía
de que no sabía por qué lado inclinarse, al ignorar en cuál de
los dos hallaría más ventajas.
En el próximo regreso del «oficial», del hombre que había
desempeñado un papel tan implacable en la vida de
Gruchegnka, regreso que la joven esperaba con una mezcla
de alegría y temor, Mitia -cosa extraña- no pensaba lo más
mínimo. Verdad es que Gruchegnka había guardado silencio
sobre este punto los últimos días. Sin embargo, Mitia estaba
enterado de que, hacía un mes, su pretendida había recibido
una carta de su seductor a incluso había leído parte de ella.
Gruchegnka se la había enseñado en un momento de
indignación, y quedó sorprendida al ver que él no le daba im-
portancia. No es fácil comprender el motivo de esta
indiferencia. Acaso era simplemente que, abrumado por la
rivalidad con su padre, no podía imaginarse que hubiese nada
peor en aquellos momentos. No acababa de creer en un novio
salido de no se sabía dónde, después de cinco años de
ausencia, ni en su próxima llegada, anunciada en términos
muy vagos. La carta era confusa, enfática, sentimental, y
Gruchegnka le había ocultado las últimas líneas, que
hablaban más claramente del regreso. Además, Mitia recordó
después la actitud desdeñosa con que Gruchegnka había
recibido este comunicado de Siberia. La joven no había
explicado nada más acerca de este nuevo rival. No es, pues,
extraño que Mitia acabara por olvidarlo.
Mitia sólo creía en la inminencia de un conflicto con Fiodor
Pavlovitch. En el colmo de la ansiedad, esperaba a cada
momento la resolución de Gruchegnka, y opinaba que surgiría
pronto, como una inspiración. Si Gruchegnka se presentaba a
él y le decía: «Aquí me tienes; soy tuya para siempre», todo
habría terminado. Se la llevaría lo más lejos posible, si no al
fin del mundo, sí al fin de Rusia. Se casarían y vivirían donde
nadie les conociera, ignorados de todos. Entonces él
empezaría una nueva vida, virtuosa, de regeneración, sueño
que acariciaba ávidamente. El cenagal en que se había
hundido voluntariamente le producía verdadero horror y, como
tantos otros de los que están en su caso, deseaba sobre todo
cambiar de ambiente. Alejarse de la gente que lo rodeaba, de
la atmósfera en que vivía, perder de vista aquel lugar maldito,
sería una renovación completa, una existencia transformada.
He aquí los pensamientos que le absorbían.
El caso tenía otra solución posible, otro desenlace, éste
espantoso para él. Si ella le decía de pronto: «Vete. He
escogido a Fiodor Pavlovitch. Me casaré con él. No te
necesito...», entonces..., entonces... Mitia ignoraba lo que
entonces podría suceder. Y lo ignoró hasta el último momento;
hay que reconocerlo, hay que hacerle justicia. No tenía ningún
propósito definido: el crimen no fue premeditado. Se
conformaba con acechar, con espiar. Se atormentaba, pero
preveía un feliz desenlace. Todas las demás ideas las
rechazaba. Entonces empezó una nueva tortura, entonces
surgió una nueva circunstancia, secundaria, pero fatídica,
insoluble...
En caso de que Gruchegnka le dijese: «Soy para ti.
Llévame contigo», ¿cómo se las compondría para llevársela?
Las rentas que obtenía de las entregas que regularmente le
hacía su padre se habían agotado. Cierto que Gruchegnka
tenía dinero, pero, sobre este particular, Mitia era de un amor
propio inflexible. Quería llevársela y empezar una nueva vida
con sus propios recursos, no con los de su amada. La simple
idea de recurrir al capital de Gruchegnka le producía un
profundo malestar. No me extenderé sobre este hecho, no lo
analizaré: me limito a anotarlo para que se sepa cuál era su
estado de ánimo en aquellos momentos.
Este estado de ánimo podía proceder del secreto
remordimiento que experimentaba por haberse apropiado del
dinero de Catalina Ivanovna. « Para Catalina soy un miserable
-se decía-. También lo seré para Gruchegnka.» Así lo confesó
más tarde. « Si Gruchegnka se entera -añadía para su fuero
interno-, no querrá saber nada de un individuo como yo. Por lo
tanto, he de obtener ese dinero. ¿Pero de dónde lo sacaré? Si
no lo consigo, me hundiré en el fracaso. ¡Qué vergüenza!»
Tal vez sabía dónde podía encontrar el dinero. Por ahora
no diré nada más sobre este punto. Todo se aclarará cuando
llegue el momento. Lo que sí quiero explicar, aunque sea en
un breve resumen, es en qué consistía para él la peor
dificultad. Para procurarse los recursos que necesitaba, para
tener derecho a apropiárselos, lo primero que tenía que hacer
era devolver a Catalina Ivanovna sus tres mil rublos. «De lo
contrario seré un estafador, un bribón, y no quiero empezar
así mi nueva vida.» Y decidió alterar todos sus planes si era
necesario, con tal de poder restituir a Catalina Ivanovna la
cantidad que le debía. Tomó esta decisión en las últimas
horas de su vida, después de la conversación que había
tenido con su hermano Aliocha en la calle. Cuando éste le
explicó los insultos que Gruchegnka había dirigido a su
prometida, Dmitri reconoció que era un miserable y rogó a
Aliocha que se lo dijera así a Catalina «si consideraba que
esto la podía consolar». Aquella misma noche se dijo, en su
delirio, que sería preferible matar y desvalijar a cualquiera que
no dejar de pagar a Katia lo que le debía. «Prefiero ser un
asesino y un ladrón para todo el mundo, prefiero ir a Siberia, a
que Katia pueda decir que le he robado para huir con
Gruchegnka y empezar una nueva vida.» Así razonaba Mitia
rechinando los dientes. Estaba a punto de sufrir una
congestión cerebral, pero no abandonaba la lucha.
En esta tenacidad había algo curioso. Lo lógico era que,
habiendo tomado semejante resolución, se sintiera
desesperado. ¿Pues de dónde podía sacar aquella suma un
pobre diablo como él? Sin embargo, esperó hasta el último
momento procurarse aquellos tres mil rublos. Estaba en la
creencia de que caerían en sus manos de un modo o de otro,
incluso llovidos del cielo. Así ocurre a los que, como Dmitri,
sólo saben despilfarrar su patrimonio, sin tener la menor idea
de cómo se adquiere el dinero.
Desde su encuentro con Aliocha, sus ideas se
embrollaban, como si en su cerebro se hubiera
desencadenado una tormenta. Se comprende que empezara
por la tentativa más extraña, pues suele ocurrir que en tales
casos y a tales hombres parecen realizables las empresas
más insólitas. Decidió ir a visitar a Samsonov, el protector de
Gruchegnka, para proponerle un plan del que formaba parte el
préstamo de la suma deseada. Estaba seguro de su proyecto
desde el punto de vista comercial; su única duda era cómo
acogería Samsonov el paso que iba a dar. Mitia sólo conocía
de vista al comerciante; jamás había hablado con él. Pero
tenía la convicción, desde hacía mucho tiempo, de que aquel
viejo libertino, cuya vida se estaba acabando, no se opondría
a que Gruchegnka rehiciera la suya casándose con un
hombre enérgico, y que incluso desearía que esto sucediera.
Es más, confiaba en que facilitaría las cosas si se presentaba
la oportunidad de hacerlo. Ciertos rumores llegados a sus
oídos y que coincidían con algunas insinuaciones de
Gruchegnka le permitían deducir que Samsonov le prefería a
Fiodor Pavíovitch para marido de Gruchegnka.
La mayoría de nuestros lectores considerarán un acto de
cinismo que Dmitri Fiodorovitch esperase semejante ayuda y
se aviniera a recibir una esposa de manos de su amante.
Respecto a este punto, sólo diré que el pasado de
Gruchegnka era para Mitia algo olvidado. Pensaba en él con
un sentimiento de piedad, y, en el ardor de su pasión, juzgaba
que tan pronto como Gruchegnka le dijese que lo amaba y
que iba a casarse con él, los dos quedarían regenerados.
Entonces se perdonarían mutuamente sus faltas y
empezarían una nueva existencia. En cuanto a Samsonov,
Mitia veía en él un ser fatidico en la vida de Gruchegnka, a la
que jamás había amado; un ser que ya había pasado y al que
no se debía tener en cuenta para nada. Aquel viejo débil,
cuyas relaciones con Gruchegnka eran puramente paternales,
por decirlo así, desde hacia ya casi un año, no podía hacer la
menor sombra a Mitia. Fuera como fuese, Dmitri demostraba
una gran ingenuidad, pues, a pesar de sus muchos vicios, era
un hombre ingenuo. Llevado de esta candidez, creía que
Samsonov, al ver que su fin estaba próximo, experimentaba
un sincero arrepentimiento por su conducta con Gruchegnka,
que no tenía en el mundo amigo ni protector más devoto que
él, hombre decrépito a inofensivo.
Al día siguiente de su conversación con Aliocha, Mitia, que
apenas había dormido, se presentó a las diez de la mañana
en casa de Samsonov y se hizo anunciar. La casa era vieja,
hostil, espaciosa. Tenía varias dependencias y un pabellón.
En la planta baja habitaban los dos hijos casados de
Samsonov, su hija y su hermana, mujer de avanzada edad.
En el pabellón vivían dos empleados de escritorio, uno de
ellos con una familia numerosa. Toda esta gente estaba falta
de espacio; en cambio, el viejo vivía solo en el primer piso. No
quería que habitara en él ni siquiera su hija, a pesar de que le
cuidaba y tenía que subir la escalera, luchando con su
incurable asma, cada vez que él la necesitaba.
El primer piso se componía de grandes y ostentosas
habitaciones, amuebladas según la vieja usanza de los
comerciantes, con interminables hileras de pesados sillones y
sillas de caoba a lo largo de los muros, lámparas de cristal
enfundadas y grandes espejos. Estas habitaciones estaban
desocupadas, pues el viejo se pasaba el día en su reducido
dormitorio, que estaba a un extremo del piso. Allí le servían
una vieja doméstica, siempre cubierta con una cofia, y un
muchacho que utilizaba como banco un arcón que había en el
vestíbulo.
Como sus hinchadas piernas casi no le permitían andar, el
viejo se levantaba muy pocas veces de su sillón para dar una
vuelta por el cuarto, sostenido por la vieja sirvienta. Incluso
con ella se mostraba Samsonov severo y poco comunicativo.
Cuando le anunciaron al «capitán», Samsonov se negó a
recibirlo. Mitia insistió, y entonces el viejo preguntó qué
aspecto tenía el visitante, si había bebido y si era uno de esos
tipos alborotadores.
-No, señor -repuso el muchacho-. Es sólo que no quiere
marcharse.
Tras una nueva negativa, Mitia, que lo tenía todo previsto,
escribió con lápiz en un papel: «Para un asunto urgente
relacionado con Agrafena Alejandrovna.» Y envió la nota al
viejo.
Éste, después de reflexionar un momento, ordenó que
hicieran pasar al visitante al salón y que dijeran a su hijo
menor que subiera inmediatamente. En seguida llegó este
joven alto y hercúleo, vestido y rasurado a la europea (el viejo
Samsonov era hombre de caftán y barba). Como sus
hermanos, temblaba al verse en presencia de su padre. Éste
lo había llamado no porque temiera al capitán, pues no
conocía el miedo, sino para que la conversación tuviera un
testigo, por lo que pudiera ocurrir.
Acompañado de su hijo, que le rodeaba los hombros con
un brazo, y del joven sirviente, Samsonov llegó al salón poco
menos que a rastras. Es de suponer que sentía gran
curiosidad.
La pieza donde esperaba Mitia era inmensa y lúgubre.
Había en ella una galería, sus paredes eran de mármol de
imitación y tenía tres enormes espejos enfundados.
Mitia, sentado cerca de la puerta principal, esperaba con
impaciencia, preguntándose cuál sería su suerte. Cuando el
viejo apareció por el extremo opuesto del salón, a unos veinte
metros de distancia, Dmitri se levantó inmediatamente y fue a
su encuentro, a largos pasos marciales. Mitia iba
correctamente vestido. Llevaba abrochada la levita, el
sombrero en la mano, las manos enfundadas por unos
guantes negros, como dos días atrás, cuando se presentó en
el monasterio para entrevistarse con su padre y sus hermanos
en presencia del starets.
El viejo le esperaba de pie, con un gesto lleno de
gravedad, y Mitia notó que lo observaba atentamente. Su
rostro hinchado -esta hinchazón había aumentado
últimamente- y su labio inferior colgante impresionaron a
Dmitri. Saludó en silencio y gravemente al visitante, le indicó
una silla y, apoyado en el brazo de su hijo, fue a sentarse,
entre gemidos, en un sofá, exactamente frente a Mitia. Éste, al
advertir sus dolorosos esfuerzos, sintió remordimiento, y
también cierta turbación, en su insignificancia frente al
importante personaje cuya tranquilidad había turbado.
Una vez se hubo sentado, el viejo preguntó con acento frío
pero cortés:
-¿Qué desea?
Mitia se estremeció, se levantó y volvió a sentarse en
seguida. Empezó a hablar en voz muy alta, con vivos
ademanes, palabra rápida y tono exaltado. Se vela que estaba
desesperado y buscaba una salida, y también que deseaba
terminar cuanto antes si fracasaba. Samsonov debió de
advertir todo esto inmediatamente, aunque su semblante
impasible no lo dejó entrever.
-Usted, respetable señor, ha oído hablar más de una vez
de mis querellas con mi padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov,
relacionadas con la herencia de mi madre. Esto justifica todas
las habladurías. A la gente le gusta intervenir en los asuntos
que no le incumben... También es posible que le haya
informado a usted Gruchegnka..., ¡oh, perdone!..., Agrafena
Alejandrovna, la honorable y respetable Agrafena
Alejandrovna...
Así empezó Mitia, que se embrolló desde sus primeras
palabras. Pero no repetiremos exactamente lo que dijo: nos
limitaremos a resumirlo. El caso es que, tres meses atrás,
Mitia había conferenciado en la capital del distrito con un
abogado..., «un abogado famoso, Pavel Pavlovitch
Korneplodov, del que usted debe de haber oído hablar...
Frente despejada, talento comparable al de un hombre de
Estado... Le conoce a usted..., tuvo para usted grandes
alabanzas...». Otra vez se desvió del tema principal, pero no
se detuvo por tan poca cosa, sino que siguió con ardor por el
nuevo camino. Después de oír las explicaciones de Dmitri y
de examinar los documentos (Mitia volvió, sin advertirlo, al
tema que había dejado), el abogado opinó que se podía
entablar un proceso acerca de la aldea de Tchermachnia,
heredada por Dmitri de su madre, con objeto de bajar los
humos al viejo energúmeno, ya que «no todos los caminos
están cerrados y la justicia siempre encuentra alguna salida».
En resumen, que se podía sacar a Fiodor Pavlovitch un
suplemento de seis mil a siete mil rublos, «pues
Tchermachnia vale lo menos veinticinco mil..., ¿qué digo
veinticinco mil?..., veintiocho o treinta mil, señor Samsonov, y
ese verdugo me ha dado menos de diecisiete mil. Dejé este
asunto, por parecerme demasiado complicado, y, al llegar
aquí, vi que se me había dirigido una reconvención -al llegar a
este punto, Mitia volvió a armarse un lío y pasó a otra cosa-.
En fin, respetable señor Samsonov, que estoy dispuesto a
cederle todos mis derechos sobre ese monstruo sólo por tres
mil rublos. ¿Acepta? Piense que no arriesga usted nada, nada
absolutamente: se lo juro por mi honor. Usted percibirá seis
mil o siete mil rublos por los tres mil desembolsados... Lo que
más me interesa es terminar este asunto hoy mismo. Iremos a
la notaría, o... En fin estoy dispuesto a todo. Le puedo
entregar cuantos documentos desee, firmaré todo lo que
usted quiera. Esta misma mañana formalizamos el convenio y
usted me entrega los tres mil rublos. Bien puede hacerlo, ya
que es uno de los hombres más acaudalados de la localidad.
Así me salvará y, a la vez, me permitirá realizar un acto
sublime..., pues abrigo los más nobles sentimientos acerca de
una persona que usted conoce perfectamente y a la que usted
rodea de una solicitud paternal. De lo contrario, no habría
venido. Podemos decir que se han encontrado tres frentes,
pues el destino es algo terrible, señor Samsonov. Pero como
usted está fuera de combate desde hace tiempo, quedamos
sólo dos frentes. Acaso no me expreso bien, pero tenga en
cuenta que no soy literato. Los dos frentes son el mío y el de
ese monstruo. Por lo tanto, escoja usted: el monstruo o yo.
Todo está ahora en sus manos: tres destinos, dos frentes...
Perdóneme: me he armado un lío. Pero usted me entiende...,
leo en sus ojos que me ha comprendido... De lo contrario,
ahora mismo me marcharía. Esto es todo».
Con estas palabras, Mitia cortó en seco su extravagante
discurso. Se levantó y esperó una respuesta a su absurda
proposición. Al pronunciar su última frase tuvo la sensación de
que había fracasado y, sobre todo, de que' su exposición
había sido un verdadero galimatías. «Es extraño: vine aquí
completamente seguro de mí mismo, y no he dado pie con
bola.» Mientras él hablaba, el viejo había permanecido
impasible, observándole con gesto glacial. Transcurrido un
minuto, Samsonov dijo con una firmeza descorazonadora:
-Perdone. Los negocios de ese género no nos interesan.
Mitia sintió como si las piernas se le escaparan de debajo
del cuerpo.
-¿Qué será de mí, señor Samsonov? -murmuró con una
amarga sonrisa-. Estoy perdido.
-Perdone, pero...
Mitia, que permanecía de pie a inmóvil, observó un cambio
en el rostro del viejo y se estremeció.
-Verá usted, señor -dijo el anciano-, esos negocios son pe-
ligrosos. Veo un proceso, abogado, el diablo y su corte. Pero
hay una persona a la que se puede dirigir.
-¡Dios mío! -balbuceó Mitia-. ¿Quién es esa persona? Me
devuelve usted la vida.
-Esa persona no está aquí en este momento. Es un
campesino, un traficante de madera llamado Liagavi. Lleva ya
un año tratando de llegar a un acuerdo con Fiodor Pavlovitch
para la compra del bosque de Tchermachnia. No se han
entendido. Seguramente habrá oído usted hablar de esos
tratos. Precisamente ahora está Liagavi allí. Se hospeda en
casa del padre Ilinski, en la aldea de este nombre, a doce
verstas de la estación de Volovia. Me ha escrito hablándome
de este asunto y pidiéndome consejo. Fiodor PavIovitch
quiere ir a verlo. Si usted va antes y hace a Liagavi la proposi-
ción que me ha hecho a mí, tal vez...
-¡Una idea genial! -exclamó Mitia, entusiasmado-. Es pre-
cisamente lo que necesita ese hombre. Quiere comprar,
considera que el precio es excesivo, y con el documento que
yo firme puede considerarse propietario del bosque. ¡Esto es
magnífico!
Y-Mitia lanzó una carcajada seca, inesperada, que
sorprendió a Samsonov.
-¡No sé cómo agradecérselo, Kuzma Kuzmitch!
-No tiene usted que agradecerme nada -repuso Samsonov
con una inclinación de cabeza.
-¡Pero si me ha salvado usted! La Providencia me ha
traído aquí... Iré a visitar a ese pope.
-Le repito que no tiene usted por qué darme las gracias.
-Iré a ver a Liagavi sin pérdida de tiempo... No quiero
molestarle más... Nunca olvidaré el servicio que me ha hecho.
Palabra de ruso que no lo olvidaré.
Intentó apoderarse de la mano del viejo para estrecharla,
pero Samsonov le miró de tal modo, que Mitia retiró la mano,
aunque en seguida se reprochó a sí mismo su desconfianza,
diciéndose: «Debe de estar fatigado.»
-Lo hago por ella, señor Samsonov, sólo por ella -dijo con
énfasis.
Luego se inclinó, dio media vuelta y se dirigió a la puerta a
grandes zancadas. Temblaba de entusiasmo. Pensaba:
«Todo parecía perdido, pero mi ángel guardián me ha
salvado. Cuando un hombre de negocios como Samsonov
(¡qué noble es!, ¡qué empaque tiene!) me ha indicado este
camino, no cabe duda de que tengo el éxito asegurado. Hay
que obrar con rapidez. Volveré esta misma noche con la
partida ganada... ¿Se habrá burlado de mí ese viejo?»
Así monologaba Mitia al volver a su casa. No veía más que
estas dos posibilidades: o había recibido un buen consejo de
un hombre experimentado que conocía a Liagavi (¡qué
nombre tan chusco!), o el anciano se había burlado de él. Por
desgracia, la última hipótesis era la verdadera. Mucho tiempo
después de haberse producido el drama, Samsonov confesó
entre risas que se había mofado del «capitán». Era un hombre
burlón y de malos instintos, propenso a las aversiones
morbosas. No sé lo que le indujo a obrar así, si el hecho de
que Mitia hubiera creído, como se deducía de su entusiasmo,
que él había tomado en serio un plan tan absurdo, o los celos
que sintió al pedirle aquel loco tres mil rublos para llevarse a
Gruchegnka. Pero lo cierto es que cuando Mitia permanecía
ante él con las piernas temblorosas y diciendo estúpidamente
que estaba perdido, él lo miró con un gesto de maldad y
decidió hacerle una mala jugada.
Cuando Mitia se hubo marchado, Samsonov, pálido de
cólera, se encaró con su hijo y le ordenó que tomase las
medidas necesarias para que aquel bribón no volviera a poner
los pies en la casa. De lo contario...
No terminó la amenaza, pero su hijo le había visto enojado
muchas veces y tembló de miedo. Una hora después, el
anciano estaba todavía dominado por la cólera. Al atardecer
se sintió indispuesto y mandó llamar al curandero.

CAPÍTULO II
LIAGAVI
Pero había que «galopar», y Mitia no tenía dinero para el
viaje: todo lo que le quedaba de su época de prosperidad eran
veinte copecs. Tenía un viejo reloj de plata que no funcionaba
desde hacía mucho tiempo. Un relojero judío que tenía una
tienda en el mercado le dio siete rublos. «¡No lo esperaba!»,
exclamó Mitia, encantado (continuaba su euforia). Se fue en
seguida a su casa, y allí completó la suma pidiendo prestados
tres rublos a sus patrones, que se los dieron de buen grado
aunque se quedaron sin nada, tan sincero era el afecto que
sentían por su huésped. En su exaltación, Mitia les dijo que su
suerte iba a decidirse y les explicó -en cuatro palabras, claro
es- casi todo el plan que acababa de exponer a Samsonov, el
consejo que éste le había dado, sus futuras esperanzas,
etcétera. Sus patrones ya habían recibido de él muchas confi-
dencias; lo consideraban como de la familia y como un noble
nada orgulloso. Mitia envió por caballos de posta para
trasladarse a la estación de Volovia. De este modo se pudo
comprobar, y se recordó más tarde, que veinticuatro horas
antes de que se produjera cierto acontecimiento, Mitia no
tenía dinero y que, para procurárselo, había tenido que vender
su reloj y pedir prestados tres rublos a sus patrones, todo ello
ante testigos.
Pronto se comprenderá por qué anoto estos hechos.
Mientras el coche le conducía a Volovia, Mitia se sentía
feliz ante la idea de que al fin iba a resolver sus embrollados
asuntos, pero también temblaba de inquietud, preguntándose
qué haría Gruchegnka durante su ausencia. ¿Decidiría ir a
reunirse con Fiodor Pavlovitch? Por eso se había puesto en
camino sin avisarla y, además, había recomendado a sus
patrones que no dijeran nada del viaje si alguien iba a
preguntar por él.
«Es necesario que regrese esta misma noche -se repetía
entre los vaivenes del carricoche- y que me traiga a Liagavi
para que quede firmada el acta.» Pero sus deseos, ¡ay!, no se
cumplirían.
En primer lugar, empleó más tiempo que el previsto en el
camino vecinal de Volovia, pues el recorrido no era de doce
verstas, sino de dieciocho. Luego no encontró en su casa al
padre Ilinski: se había marchado a la aldea vecina. Ya casi de
noche y con los caballos agotados, Mitia partió en busca del
pope.
El sacerdote, hombrecillo tímido y endeble, le explicó que
Liagavi, al que, en efecto, había tenido hospedado en su casa,
estaba entonces en Sukhoi Posielok y pasaría la noche en la
isba del guardabosques, pues también traficaba en aquel
lugar. Mitia le rogó insistentemente que lo condujera al lado
del traficante sin pérdida de tiempo, añadiendo que de ello
dependía su salvación, y el pope, tras vacilar un momento (y
sintiendo cierta curiosidad), decidió acompañarlo a Sukhoi
Posielok. Para desgracia suya, le aconsejó que fueran a pie,
ya que no había sino poco más de una versta de camino. Mitia
aceptó en el acto y, como era costumbre en él, echó a andar a
largos pasos, lo que obligó al pobre padre Ilinski a hacer
grandes esfuerzos para seguirlo.
El sacerdote era joven todavía y muy reservado. Mitia
empezó inmediatamente a hablar de sus planes, y su boca no
se cerró en todo el camino. No cesó de pedir consejos acerca
de Liagavi, farfullando nerviosamente, pero el pope se limitaba
a escucharle con atención, sin darle los consejos que Dmitri
deseaba. Sus respuestas eran elusivas: «De eso no sé nada...
¿Cómo puedo saberlo?...» Cuando Mitia le habló de sus
disputas con su padre acerca de la herencia, el sacerdote no
pudo ocultar su inquietud, pues dependia en cierto modo de
Fiodor Pavlovitch. Le sorprendió que Mitia llamara Liagavi al
campesino Gorstkine, y le explicó que, aunque su nombre era
efectivamente Liagavi, le hería profundamente que le llamaran
así. «Habrá de llamarle Gorstkine si quiere que le escuche y
desea obtener algo de él.»
Esto causó cierta sorpresa a Mitia, el cual explicó que
Samsonov le había llamado Liagavi. Al saber esto, el pope
cambió de conversación, no queriendo participar sus
sospechas a Dmitri, sospechas consistentes en que el detalle
de que Samsonov hubiera enviado a Mitia a ver al mujik,
llamando a éste Liagavi, indicaba alguna mala intención
oculta. Sin embargo, Mitia no tenía tiempo para detenerse en
semejantes bagatelas. Seguía su camino, y hasta que llegó a
Sukhoi Posielok no se dio cuenta de que había recorrido tres
verstas en vez de poco más de una. No manifestó su contra-
riedad. Entraron en la isba. El guardabosques conocía al
padre Ilinski. Ocupaba la mitad de la casa; en la otra mitad,
separada de la primera por el vestíbulo, vivía el forastero. Se
dirigieron a la habitación de éste alumbrándose con una bujía.
La isba estaba excesivamente caldeada por la calefacción. En
una mesa de pino había un samovar apagado, una bandeja
con varias tazas, una botella de ron vacía, una garrafita de
aguardiente en la que quedaba muy poco liquido y un pan
blanco. El forastero descansaba en un banco, con una prenda
de vestir enrollada debajo de la cabeza a modo de almohada.
Roncaba; su sueño era pesado. Mitia se quedó perplejo
mirándole.
-Tendré que despertarlo -murmuró, inquieto-. Es un asunto
importante el que me ha traído aqúí, y he venido a toda prisa
porque quiero regresar hoy mismo.
Se acercó a Liagavi y lo zarandeó, pero sin conseguir
despertarlo.
-Está ebrio -dijo Mitia-. ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?
Impaciente, empezó a tirarle de las manos, de los pies, a
incorporarlo, a sentarlo en el banco; pero tras estas tentativas
sólo consiguió oír sordos gruñidos y enérgicas aunque
confusas invectivas.
-Lo mejor que puede usted hacer -dijo el sacerdote- es es-
perar. Ahora no logrará que le atienda.
-Se ha pasado el día bebiendo -dijo el guardabosques.
-¡Si supieran ustedes la situación en que estoy y la
necesidad que tengo de hablar con él! -exclamó Mitia.
-Le aconsejo que espere a mañana para hablarle -insistió
el pope.
-¿Hasta mañana? ¡Imposible!
Desazonado, se dispuso a seguir sacudiendo al traficante,
pero no llegó a hacerlo, al comprender que sería inútil. El
sacerdote permanecía mudo; el guardabosques se caía de
sueño y su semblante era sombrío.
-¡Qué tragedias nos reserva la vida! -exclamó Mitia,
desesperado.
El sudor corría por su rostro. El sacerdote aprovechó un
momento en que le vio calmado para hacerle comprender
que, aunque consiguiera despertar al traficante, éste, debido a
su embriaguez, no estaría en condiciones de hacer ningún
trato.
-Ya que el asunto que le ha traído aquí es tan importante,
mejor será que lo deje tranquilo hasta mañana.
Mitia aceptó la sugerencia.
-Me quedaré aqui„padre; esperaré hasta mañana. Apenas
se despierte hablaré con él...
Dirigiéndose al guardabosques, añadió:
-Ya te pagaré la bujía y mi estancia de una noche en tu
casa. No olvidarás a Dmitri Karamazov... ¿Pero usted dónde
se acostará, padre?
-No se preocupe por mí. Regresaré a mi casa en el asno
de este amigo -y señalaba al guardabosques-. O sea que
adiós y mucha suerte.
El sacerdote hizo lo que había dicho. Montó en el asno y
se puso en camino, feliz de haberse librado de Mitia, pero
vagamente inquieto, preguntándose si no debería informar al
día siguiente a Fiodor Pavlovitch del singular asunto.
«Si no le digo nada, se enojará cuando se entere y me
retirará su protección.»
El guardabosques, después de haberse rascado la
cabeza, dio media vuelta y, sin decir palabra, se retiró a su
dormitorio.
Mitia se sentó en el banco « para esperar la ocasión»,
según se dijo en su fuero interno. Una profunda angustia,
semejante a una densa niebla, lo envolvía. Reflexionaba, pero
no conseguía enlazar sus ideas. El cirio ardía, un grillo
cantaba, el exceso de calefacción hacia la atmósfera
irrespirable. De pronto vio con la imaginación el jardín y la
puerta de la casa de su padre. La puerta se abría miste-
riosamente y Gruchegnka entraba corriendo.
Mitia se levantó de un salto.
-¡Maldita sea...! -murmuró rechinando los dientes.
Luego se acercó maquinalmente al hombre dormido y lo
examinó. Era un mujik esquelético, todavía joven, de cabello
rizado y perilla roja. Llevaba una blusa de indiana y un
chaleco negro, cruzado por la cadena de plata de un reloj
oculto en uno de sus bolsillos. Mitia observó aquella cara con
verdadero odio. Lo que más le exasperaba era los rizos, sabe
Dios por qué. Le humillaba permanecer ante aquel hombre,
con su negocio urgente, al que todo lo había sacrificado,
mientras él, aquel holgazán, del que dependia su suerte,
roncaba como si nada sucediera, como si acabara de llegar
de otro mundo.
Mitia perdió la cabeza y se arrojó de nuevo sobre el
borracho para intentar sacarlo de su sopor. Lo zarandeó con
frenesí a incluso llegó a golpearlo, pero al cabo de unos
minutos, viendo que todo era inútil, volvió a sentarse con una
amarga sensación de impotencia.
-¡Qué calamidad! ¡Qué desagradable es todo esto!
Empezaba a dolerle la cabeza.
-¿Debo renunciar a todo y volver a la ciudad...? No,
permaneceré aquí hasta mañana por la mañana... ¿Por qué
habré venido? No sé cómo me las arreglaré para regresar...
¡Qué absurdo es todo esto...!
Su dolor de cabeza aumentaba. Mitia permanecía inmóvil.
El sueño se iba apoderando de él insensiblemente. Al fin se
durmió sentado. Dos horas después le despertó un dolor de
cabeza intolerable. Las sienes le latían con violencia.
Tardó mucho en volver a la realidad y darse cuenta de lo
que ocurría. Al fin comprendió que su mal consistía en un
principio de asfixia debido a las emanaciones de la estufa y
que había estado a punto de morir. El mujik seguía roncando.
Del cirio quedaba ya muy poco. Mitia profirió un grito y,
tambaleándose, corrió hacia el dormitorio del guardabosques.
Éste se despertó en seguida y, al enterarse de lo sucedido, se
dispuso a cumplir con su deber, pero con una calma que
sorprendió y molestó a Mitia.
-¡Está muerto! -exclamó-. ¡Está muerto! ¡Qué complica-
ción!
Abrieron las ventanas y desembozaron el tubo de la
estufa. Mitia fue por un cubo de agua y se remojó la cabeza.
Seguidamente empapó un trapo y lo aplicó a la frente de
Liagavi. El guardabosques seguía mostrando una indiferencia
desdeñosa. Después de abrir la ventana, dijo con acento
huraño: « Todo arreglado.» Y volvió a su dormitorio, dejando a
Mitia una linterna encendida. Durante media hora, Dmitri
estuvo al cuidado del alcohólico. Le renovaba las compresas y
estaba dispuesto a velarlo durante toda la noche. Al fin,
agotadas sus fuerzas, hubo de sentarse a descansar. Los ojos
se le cerraron. Inconscientemente, se echó en el banco y en
seguida se sumergió en un profundo sueño.
Se despertó muy tarde, alrededor de las nueve. El sol
entraba por las dos ventanas de la isba. El mujik de cabello
rizado estaba sentado ante un samovar hirviente y ante otra
garrafita de cuyo contenido ya había consumido más de la
mitad. Mitia se levantó de un salto y advirtió que el traficante
se había vuelto a embriagar. Estuvo un instante mirándolo con
los ojos muy abiertos. El bebedor le miraba a su vez, con
expresión astuta, flemática a incluso -así se lo pareció a Mitia-
arrogante. Dmitri se arrojó sobre él.
-¡Perdone!... ¡Escuche!... Ya le habrá dicho el guardabos-
ques que soy el teniente Dmitri Karamazov, hijo del viejo con
el que está usted en tratos para talar un bosque.
-Todo eso... es mentira... -repuso inmediatamente el bo-
rracho.
-¿Mentira? Usted conoce a Fiodor Pavlovitch, ¿no?
-Yo no conozco a ningún Fiodor Pavlovitch -balbuceó Lian-
gavi.
-Usted quiere comprarle la tala de un bosque. Acuérdese,
vuelva en sí. Me ha traído aquí el padre Pavel Ilinski. Usted ha
escrito a Samsonov y él me ha aconsejado que viniera a verle.
Mitia jadeaba.
-Todo eso... es mentira... -repitió Liangavi tartamudeando.
Mitia sintió que perdía las fuerzas.
-Oiga, hablo en serio. Usted está bebido, pero puede
hablar, razonar... Si no lo hace, seré yo el que acabará por no
comprender nada.
-Tú eres... tintorero.
-No, no. Yo soy Karamazov, Dmitri Karamazov... Quiero
hacerle una proposición, una proposición ventajosísima sobre
la tala del bosque.
El beodo se mesaba la barba con un gesto de hombre
importante.
-Tú eres un bribón... Quieres... engañarme.
-¡Está usted equivocado! -gritó Mitia retorciéndose las
manos.
El campesino seguía acariciándose la barba. De pronto
hizo un guiño y dijo con sorna:
-Cítame una ley que... permita cometer villanías... Eres un
bribón..., un redomado granuja.
Mitia retrocedió con la tristeza reflejada en el rostro. Tuvo
la sensación de que había recibido an golpe en la frente,
como él mismo dijo más tarde.
De súbito, todo lo vio con claridad. Inmóvil, aturdido, se
preguntó cómo un hombre sensato como él había podido
creer tantas sinrazones, lanzarse a una aventura tan
disparatada, cuidar con tanto afán a Liangavi, ponerle
compresas en la frente...
«Este patán está borracho y así estará toda la semana.
¿Para qué he de quedarme esperando? ¿Se habrá burlado de
mí Samsonov? Y, a lo mejor, ella... Dios mío, ¿qué he
hecho?»
El palurdo le miraba riéndose interiormente. En otras
circunstancias, Mitia, incapaz de contener su furor, habría
vapuleado a aquel imbécil; pero en aquellos momentos se
sentía débil como un niño. Sin pronunciar palabra, cogió su
abrigo del banco, se lo puso y pasó a la habitación inmediata.
En ella no había nadie. Dmitri dejó sobre la mesa cincuenta
copecs por la noche de hospedaje, la bujía y las molestias que
había causado. Salió de la isba y se encontró en seguida en
pleno bosque. Echó a andar a la ventura, pues ni siquiera se
acordaba de si había llegado por el lado derecho o por el
izquierdo: estaba tan preocupado, que no había reparado en
este detalle.
No sentía ningún deseo de venganza, ni siquiera hacia
Samsonov. Avanzaba por el estrecho sendero, trastornada la
mente y sin prestar atención al camino que seguía. Un niño lo
habría podido derribar, tal era su extenuación. Sin embargo,
logró salir del bosque. Los campos segados, desnudos, se
extendían hasta perderse de vista.
«Por todas partes la desesperación, la muerte», se dijo y
se repitió mientras caminaba.
La suerte quiso que se encontrara en la carretera con un
viejo mercader que se dirigía en coche a la estación de
Volovia. Le pidió que lo llevara, y el comerciante accedió. En
Volovia contrató los caballos que necesitaba para trasladarse
a la ciudad. Advirtió que estaba hambriento. Mientras
enganchaban los caballos le hicieron una tortilla, que devoró,
además de una salchicha y un gran trozo de pan. Después se
bebió tres vasitos de aguardiente.
Una vez repuesto, recobró las energías y la lucidez. Los
caballos galopaban. Mitia no cesaba de apremiar al cochero
mientras imaginaba un nuevo plan «infalible» para procurarse
aquel mismo día «el maldito dinero».
-¡A quien se diga que el destino de un hombre puede
depender de tres mil miserables rublos...! -exclamó
desdeñosamente-. ¡Todo quedará resuelto hoy!
Si el recuerdo continuo a inquietante de Gruchegnka no se
hubiera adueñado de él, incluso se habría sentido feliz. Pero
ese recuerdo lo apuñalaba a cada instante.
Al fin llegó a la ciudad y corrió a casa de Gruchegnka.

CAPITULO III
LAS MINAS DE ORO
Ésta era la visita de que Gruchegnka había hablado a
Rakitine con tanto temor. La joven esperaba un mensaje y se
alegraba de que Mitia estuviese ausente, confiando en que
éste no regresaría antes de que ella hubiera partido. Y he aquí
que de pronto apareció. Ya sabemos todo lo demás. A fin de
desorientarlo había ido a casa de Samsonov acompañada por
él, con el pretexto de que tenía que hacer unas cuentas al
viejo. Y, al despedirse de Mitia, le había hecho prometer que
volvería por ella a medianoche. Esto tranquilizó a Dmitri, que
se dijo: «Si está en casa de Samsonov, no irá a reunirse con
Fiodor Pavlovitch.» Pero añadió en seguida: «A menos que
me haya mentido. »
Mitia la creía sincera, pero, cuando estaba lejos de ella, los
celos le llevaban a imaginarse que le hacia toda clase de
«traiciones». Cuando volvía a su lado estaba trastornado,
convencido de su desgracia; pero apenas veía el bello rostro
de su amada, se operaba en él un profundo cambio, olvidaba
sus sospechas y se avergonzaba de sus celos.
Volvió presuroso a su alojamiento. ¡Tenía tantas cosas que
hacer...! Se sentía más animado.
«He de enterarme por Smerdiakov de lo que ocurrió ayer
por la noche. ¿Iría Gruchegnka a casa de mi padre? Esto
sería horrible.»
Así, aún no había llegado a su casa y ya apuntaban los
celos en su inquieto corazón.
¡Los celos!... «Otelo no era celoso; era un hombre
confiado», ha dicho Pushkin Esta observación atestigua la
profundidad de nuestro gran poeta. Otelo cree enloquecer
cuando ve fracasado su ideal. Pero no acecha escondido, no
escucha tras las puertas. Es un hombre confiado. Ha sido
necesario que le abran los ojos, que le hablen de la traición
con insistencia para que él crea en ella. El verdadero celoso
no es así. Es increíble la degradación en que se puede hundir
un celoso sin que se lo reproche su conciencia. Y no son
siempre almas viles las que proceden de este modo, sino que
personas de altos sentimientos y que sienten un amor puro y
fervoroso son capaces de acechar desde un escondrijo,
comprar miserables espías y entregarse ellas mismas al más
innoble espionaje.
Otelo no se habría resignado jamás a sufrir la traición -no
digo que hubiera perdonado, sino que no se habría
resignado-, aunque era inocente y bueno como un niño.
El verdadero celoso es muy diferente. Es dificil imaginar
los extremos de indulgencia a que llegan estos hombres. Los
celosos son los que más fácilmente perdonan, bien lo saben
las mujeres. Son capaces de perdonar (tras una escena
violenta, cierto) la traición casi flagrante, los abrazos y los
besos que han visto por sus propios ojos, con tal que sea la
última vez, que el rival desaparezca, yéndose al fin del
mundo, o que ellos puedan irse con la mujer amada a un lugar
donde el otro no pueda encontrarlos. Naturalmente, la
reconciliación dura poco, pues, desaparecido el verdadero
rival, el celoso inventará otro. ¿Qué valor tiene un amor que
obliga a una vigilancia incesante? Ninguno. Pero esto no lo
comprenderá jamás el típico celoso.
Como hemos dicho, entre los celosos hay hombres de
gran sensibilidad, y lo más sorprendente es que, mientras
permanecen al acecho, aun comprendiendo lo vergonzoso de
su conducta, no se sienten avergonzados. Cuando se
encontraba ante Gruchegnka, Mitia dejaba de ser un hombre
celoso y se convertía en un ser noble y confiado, llegando
incluso a reprocharse sus mezquinos sentimientos. Esto
significaba, sencillamente, que Gruchegnka le inspiraba un
amor más puro de lo que él creía, un amor en el que había
algo más que sensualidad, algo más que la atracción carnal
de que había hablado a Aliocha. Pero apenas se separaba de
ella, Dmitri volvía a creerla capaz de cometer las mayores
vilezas, las más perversas traiciones, sin sentir el menor
remordimiento.
O sea que los celos le atormentaban nuevamente. Por otra
parte, no podía perder ni un minuto. Ante todo tenía que
procurarse algún dinero, pues los nueve rublos reunidos el día
anterior se los había gastado en el viaje, y todos sabemos que
sin dinero no se va a ninguna parte. Mitia había pensado en
esto cuando regresaba en el carricoche, al mismo tiempo que
forjaba su propio plan. Tenía dos excelentes pistolas que
nunca había empeñado, por ser objetos de su predilección. En
la taberna «La Capital» había trabado conocimiento con un
funcionario joven, soltero, hombre acomodado y
aficionadísimo a las armas. Compraba pistolas, revólveres,
puñales y formaba con ellos panoplias que mostraba con
orgullo, mientras explicaba el sistema de algún revólver o
pistola, el modo de cargarlo, de disparar, etcétera.
Mitia fue a proponerle el empeño de las pistolas por diez
rublos. El funcionario quedó encantado al verlas a intentó
comprárselas, pero Mitia se opuso a venderlas. Entonces el
funcionario le entregó los diez rublos y le anunció que no le
cobraría ningún interés. Se separaron como dos buenos
amigos. Mitia se apresuró a trasladarse al pabellón que
estaba detrás de la casa de Fiodor Pavlovitch, con el
propósito de hablar con Smerdiakov. Pero todo esto sirvió
para que se pudiera comprobar nuevamente que tres o cuatro
horas antes de producirse cierto suceso del que hablaremos
oportunamente, Mitia no tenía dinero, como demostró
empeñando sus preciadas pistolas, y que, después de ocurrir
el hecho, estaba en posesión de miles de rublos... Pero no
nos anticipemos.
Cuando llegó a casa de María Kondratievna, la vecina de
Fiodor Pavlovitch, se enteró, consternado, de la enfermedad
de Smerdiakov. Le explicaron su caída en el sótano, la crisis
que siguió, la visita del médico, la solicitud de Fiodor
Pavlovitch... Le informaron también de que su hermano Iván
había salido para Moscú aquella misma mañana. Dmitri se
dijo que Iván debía de haber pasado por Volovia antes que él.
El caso de Smerdiakov lo inquietaba. ¿Qué haría? ¿A quién
encargaría que vigilara para informarle? Preguntó ávidamente
a las mujeres de la casa si habían observado algo anormal el
día anterior. Ellas comprendieron perfectamente lo que quería
decir y lo tranquilizaron. «No, no ha ocurrido nada
extraordinario.»
Mitia reflexionó: «Hoy convendría vigilar también. ¿Pero
dónde: aquí o en casa de Samsonov?» Por su gusto, habría
espiado en las dos partes. Además tenía que ejecutar sin
pérdida de tiempo el plan «infalible» que había imaginado por
el camino. Mitia decidió dedicarle una hora. «En una hora te
aclararé todo. Iré a casa de Samsonov para averiguar si
Gruchegnka está allí. Después volveré, estaré aquí hasta las
once y de nuevo iré a casa de Samsonov para recoger a
Gruchegnka.»
Corrió a su casa y, después de haberse arreglado, fue a
visitar a la señora de Khokhlakov. Éste era su gran plan.
Había decidido pedir prestados tres mil rublos a esta
distinguida dama, y estaba seguro de que ella no se los
negaría. El lector se asombrará, sin duda, de que Dmitri no
hubiera empezado por dirigirse a esta señora de su esfera, en
vez de ir a visitar a Samsonov, con el que no había tenido
ningún trato jamás. Pero es que, un mes atrás, casi había roto
con ella. Además, la conocía poco y sabía que no podía sufrir
que él fuese prometido de Catalina Ivanovna. Habría dado
cualquier cosa a cambio de que la joven lo dejara y se uniese
en matrimonio con Iván Fiodorovitch, «tan instruido y de tan
finos modales». Las maneras de Mitia no le gustaban en
absoluto. Dmitri se burlaba de ella. Una vez había dicho que la
señora de Khokhlakov era tan vivaz y desenvuelta como
inculta. Aquella mañana, en el carricoche, había tenido un
chispazo de lucidez.
«Esa señora se opone a mi matrimonio con Catalina
Ivanovna. En esto se muestra irreductible. Por tanto, no me
negará un dinero que me permitirá dejar a Katia a irme de la
ciudad para siempre. Cuando a una de esas grandes damas
acostumbradas a satisfacer todos sus caprichos se les mete
una idea entre ceja y ceja, no se detiene ante nada para lograr
sus fines. Además, ¡es tan rica...!»
En el fondo, el plan era el mismo que el anterior, ya que
consistía en la renuncia a sus derechos sobre Tchermachnia,
no con fines comerciales como en la oferta hecha a
Samsonov, no para tentar a la dama con un buen negocio que
podía reportarle miles de rublos, sino simplemente como
garantía de la deuda. Al concebir esta nueva idea, Mitia se
entusiasmó, como le ocurría siempre en el momento en que
planeaba una empresa o tomaba una decisión. Todos los
proyectos lo apasionaban en el instante en que se le ocurrían.
Sin embargo, al llegar a la escalinata del pórtico sintió un
súbito estremecimiento. En este momento comprendió con
claridad meridiana que se jugaba su última carta, que un
fracaso le dejaría sin más salida que la de «estrangular a
alguien para desvalijarlo». Eran las siete y media cuando
llamó a la puerta.
Al principio, todo ocurrió a medida de sus deseos. Fue
recibido inmediatamente. «Se diría que me esperaba» ,
pensó. Fue introducido en el salón. La dama apareció en el
acto y le dijo que lo estaba esperando.
-No sabía que tenía usted que venir, por supuesto; pero lo
esperaba. Admire mi instinto, Dmitri Fiodorovitch. Contaba con
que viniera usted hoy.
-Es verdaderamente increíble, señora -dijo Mitia
sentándose torpemente-. He venido para un asunto muy
importante; sí, de extraordinaria importancia..., por lo menos
para mí... Verá usted...
-Todo eso lo sé, Dmitri Fiodorovitch. No se trata de un pre-
sentimiento, de una anticuada creencia en los milagros... ¿Ha
oído hablar de lo ocurrido al starets Zósimo?... Esta visita era
inevitable; usted tenía que venir después de su
comportamiento con Catalina Ivanovna.
-Es un modo de pensar realista, señora... Pero permítame
que le explique...
-Usted lo ha dicho, Dmitri Fiodorovitch: un modo de pensar
realista. El realismo es lo único que ahora tiene valor para mí.
He perdido la fe en los milagros. ¿Se ha enterado usted de la
muerte del starets Zósimo?
-No, señora, no sabía nada de este asunto -repuso Mitia
con gesto de sorpresa. Y en seguida pensó en Aliocha.
-Ha muerto la noche pasada...
-Señora -le interrumpió Mitia-, yo sólo sé que estoy en una
situación desesperada y que, si usted no me ayuda, todo se
irá abajo, y yo seré el primero en hundirme. Perdone la
vulgaridad de la expresión, pero la fiebre me abrasa.
-Sí ya sé que está usted como en ascuas. No puede ser de
otro modo. Todo lo que usted pueda decirme ya lo sé. Hace
tiempo que pienso en su destino, Dmitri Fiodorovitch, que lo
observo, que lo estudio. Soy una experimentada doctora en
medicina, créame.
-No lo dudo, señora -dijo Mitia, esforzándose en ser
amable-. En cambio, yo soy un enfermo experimentado, y
creo que si es cierto que usted observa mi destino con tanto
interés, no consentirá que sucumba... En fin permítame que le
exponga mi plan..., lo que espero de usted... He venido,
señora...
-Esas explicaciones son innecesarias, carecen de
importancia. No será usted el primero que ha recibido mi
ayuda, Dmitri Fiodorovitch. ¿Ha oído usted hablar de mi prima
Belmessov? Su esposo estaba en la ruina. Pues bien; le
aconsejé que se dedicara a la cría de caballos y ahora tiene
un próspero negocio. ¿Conoce usted la cría de caballos,
Dmitri Fiodorovitch?
-No, señora; en absoluto -exclamó Dmitri levantándose, sin
poder reprimir su impaciencia-. Le suplico que me escuche,
señora. Permítame hablar sólo dos minutos para explicarle mi
proyecto.
Y viendo que la impulsiva dama se disponía a intervenir de
nuevo, Mitia añadió, levantando la voz cuanto pudo, a fin de
ahogar la de su interlocutora:
-¡Estoy desesperado! He venido a pedirle prestados tres
mil rublos. Con garantía, con una garantía segura...
-Ya hablaremos de eso después -dijo la señora de
Khokhlakov levantando la mano-. Sé todo lo que va a decirme.
Usted me pide tres mil rublos. Yo le daré mucho más, yo lo
salvaré, Dmitri Fiodorovitch. Pero tendrá que obedecerme.
Mitia se estremeció.
-¿De veras hará eso por mi? -exclamó, temblando de
emoción-. ¡Dios mío! Ha salvado usted a un hombre de la
muerte, del suicidio... Le estaré agradecido eternamente.
-Le daré mucho más de tres mil rublos -repitió la señora de
Khokhlakov, sonriendo ante el entusiasmo de Mitia.
-No me hace falta más. Me basta con la fatídica suma de
tres mil rublos. Se lo agradezco en el alma y le ofrezco una
sólida garantía. Mi plan es...
-¡Basta, Dmitri Fiodorovitch! -le interrumpió la dama con
modestia triunfante de bienhechora-. Le he prometido salvarle,
y lo salvaré como salvé a Belmessov. ¿Qué opina usted de
las minas de oro?
-¿De las minas de oro? Jamás he pensado en eso.
-Pero aquí estoy yo, que he pensado por usted. Hace un
mes que lo vengo observando. Cada vez que le he visto pasar
me he dicho: «He aquí un hombre enérgico, cuyo puesto está
en las minas.» Me he fijado incluso en su modo de andar, y
estoy convencida de que usted descubrirá algún filón.
-¿Sólo por mi modo de andar, señora?
-Pues sí. ¿Acaso no cree que se puede deducir el carácter
de una persona por su manera de andar? Las ciencias
naturales demuestran este hecho. Ya le he dicho que ahora
sólo me atengo a la realidad. Desde que me he enterado de lo
sucedido en el monasterio (suceso que me ha afectado
profundamente), he adoptado el realismo. Desde ahora,
siempre procederé con un sentido práctico. Estoy curada del
mal del misticismo. «Basta», como ha dicho Turgueniev.
-Bien, señora; ¿pero qué me dice de esos tres mil rublos
que usted me ha ofrecido tan generosamente?...
-No tiene nada que temer; es como si los tuviera en el
bolsillo. Usted tendrá no tres mil, sino tres millones, y muy
pronto. Le voy a exponer mi pensamiento. Usted descubrirá
una Mitia, ganará millones y cuando regrese, será un hombre
de acción capaz de guiarnos hacia el bien. ¡No debemos
abandonarlo todo a los judíos! Usted construirá edificios,
fundará empresas y se ganará la bendición de los pobres
socorriéndolos. Estamos en el siglo del ferrocarril. Usted se
atraerá la atención del Ministerio de Hacienda, que, como
nadie ignora, está en situación apuradísima. La baja de
nuestra moneda me quita el sueño, Dmitri Fiodorovitch. Usted
no sabe lo que me preocupan estas cosas.
-Oiga, señora -dijo Mitia, inquieto-. Seguramente seguiré
su prudente consejo... Iré allá lejos..., a las minas de oro..., y
cuando vuelva hablaremos... Pero ahora necesito esos tres
mil rubios que usted tan generosamente me ha prometido. De
ellos depende mi salvación. He de tenerlos hoy mismo. No
puedo perder ni siquiera una hora.
-¡Basta, Dmitri Fiodorovitch basta! Una pregunta: ¿está
dispuesto a ir a las minas de oro o no? Respóndame
categóricamente.
-Iré, señora, iré. Iré a donde usted quiera. Pero ahora...
-Espere.
Se dirigió a una elegante mesa de despacho y empezó a
buscar en los cajones.
«¡Los tres mil rublos! -pensó Mitia, incapaz de contener su
excitación-. Y me los va a dar ahora mismo, sin ningún
docuinento, sin ninguna formalidad... ¡Qué grandeza de
alma!... Es una mujer excelente. Su único defecto es que
habla demasiado...»
-¡Ya lo tengo! -exclamó la dama triunfante, mientras volvía
al lado de Mitia-. ¡Ya tengo lo que buscaba!
Era una medallita de plata, con un cordón, de esas que
suelen llevarse debajo de la ropa.
-Me la han mandado de Kiev -dijo en un tono de
veneración la señora de Khokhlakov-. Ha tocado las reliquias
de Santa Bárbara, la megalomártir. Permitame que cuelgue yo
misma esta medalla en su cuello y que lo bendiga en el
momento de emprender una vida nueva.
Después de pasarle el cordón por la cabeza, la dama se
consideró en el deber de colocar la medalla en el punto
debido. Mitia, un tanto molesto, decidió ayudarla. Al fin, la
medalla quedó en su sitio.
-Ahora ya se puede marchar -dijo la dama con acento
triunfal, y mientras volvía a sentarse.
-Señora, estoy emocionado... No sé cómo agradecerle
tanta atención. Pero... ¡tengo tanta prisa...! Esa suma que
usted me ha ofrecido...
En este momento Mitia tuvo una inspiración.
-Ya que es usted tan buena, señora, permítame que le
diga algo que, a lo mejor, ya sabe usted... Amo a cierta joven.
He traicionado a Katia, digo, a Catalina Ivanovna. He sido
inhumano, innoble... Amo a otra, a una mujer que
seguramente usted desprecia, pues la conoce, pero no puedo
dejarla. Así, esos tres mil rubios... -Abandónelo todo, Dmitri
Fiodorovitch -le interrumpió, tajante, la dama-. Y
especialmente a las mujeres. Su objetivo son las minas. En
ellas no tienen ningún papel las mujeres. Más adelante,
cuando usted vuelva célebre y rico, hallará una buena amiga
en la más alta sociedad, una compañera joven, moderna, rica
y sin prejuicios. Pues entonces el feminismo ya habrá
triunfado y la mujer nueva habrá aparecido...
-Bien, señora; pero no es eso, no es eso lo que... -empezó
a decir Dmitri, uniendo las palmas de las manos con un gesto
de súplica.
-Sí, Dmitri Fiodorovitch; eso es precisamente lo que usted
necesita, lo que le trastorna sin que usted se dé cuenta. A mí
me interesa mucho el feminismo. Mi ideal se cifra en el
progreso de la mujer, a incluso en su papel político en un
porvenir inmediato. Tengo una hija, Dmitri Fiodorovitch, cosa
que todos parecen olvidar. Una vez escribí a Chtchedrine
hablándole del problema feminista. Este escritor me ha abierto
tan amplios horizontes acerca de la misión de la mujer en la
vida, que el año pasado le dirigí estas dos líneas: «Le
estrecho contra mi corazón y le beso en nombre de la mujer
moderna. ¡Adelante!» Y firmé: «Una madre.» Estuve a punto
de firmar: «Una madre contemporánea», pero vacilé, y al fin
me limité a escribir: «Una madre.» Resultaba más serio, Dmitri
Fiodorovitch. Además, la palabra «contemporánea» habría
podido recordarle El Contemporáneo, cosa desagradable,
dado el rigor de la censura actual. Pero, por Dios, ¿qué le
sucede?
De pie y con las manos enlazadas, Mitia suplicó:
-Señora, si no quiere que me eche a llorar, entrégueme ya
lo que tan generosamente...
-¡Llore, Dmitri Fiodorovitch, llore! Las lágrimas le allanarán
el camino que le espera. El llanto es un agradable desahogo.
Más adelante, cuando vuelva de Siberia, reiremos juntos...
-¡Oiga! -bramó Mitia-. Le suplico por última vez que me
diga si puede entregarme hoy mismo la cantidad prometida, o
cuándo he de venir a buscarla.
-¿Qué cantidad, Dmitri Fiodorovitch?
-Los tres mil rublos que tan generosamente se ha
comprometido a prestarme.
-¿Prestarle tres mil rublos? ¡Yo no le he hecho tal
promesa! -exclamó la dama, sorprendida.
-¿Cómo que no? Usted me ha dicho que podía considerar
que ya los tenía en el bolsillo.
-¡Ah, ya caigo! Usted no ha comprendido, Dmitri Fiodoro-
vitch. Me refería al producto de las minas. Le he prometido
mucho más de tres mil rublos, pero sólo pensaba en las
minas.
-Entonces, ¿no puedo contar con los tres mil rublos?
-No dispongo de esa cantidad. Ando muy mal de dinero;
Dmitri Fiodorovitch. Incluso tengo ciertas dificultades con mi
administrador. Me he visto obligada a pedir un préstamo de
quinientos rublos a Miusov. Además, aunque los tuviera, no se
los prestaría. Mi norma es no prestar dinero a nadie. Quien
tiene deudores, tiene guerra. Y a usted, menos que a nadie le
dejaría dinero, porque le aprecio y deseo salvarlo. Su
salvación está en las minas, y sólo en las minas.
-¡Al diablo! -aulló Mitia, dando un tremendo puñetazo en la
mesa.
-¡Dios mío! -exclamó la señora de Khokhlakov, corriendo a
refugiarse en el otro extremo del salón.
En un arranque de despecho, Mitia escupió y salió
precipitadamente de la casa. Iba a través de las tinieblas
como un loco, golpeándose el pecho en el mismo punto en
que se lo había golpeado dos días atrás, cuando se encontró
con Aliocha en el camino. ¿A qué venían estos golpes
idénticos y en el mismo sitio? ¿Qué significaban? Mitia no
había revelado a nadie, ni siquiera a Aliocha, su secreto, que
implicaba el deshonor, la perdición, a incluso el suicidio, ya
que Dmitri había resuelto quitarse la vida si no encontraba los
tres mil rublos que debía a Catalina Ivanovna, y si no podía
saldar esta deuda, arrancando de su pecho, de aquel lugar de
su pecho, el deshonor que gravitaba en él y torturaba su con-
ciencia.
Todo esto se aclarará muy pronto. Fracasada su última
esperanza, aquel hombre fuerte y enérgico se echó a llorar
como un niño. Caminaba inconsciente secándose las lágrimas
con el puño, cuando tropezó con alguien. Una vieja se
tambaleó por efecto del choque, lanzando un grito agudo.
-¡Lleve cuidado, hombre de Dios! Casi me mata.
Mitia, tras observar a la vieja en la oscuridad, exclamó:
-¡Ah! ¿Es usted?
Era la sirvienta de Samsonov, la vieja a la que Dmitri había
conocido el día anterior.
La buena mujer cambió de tono.
-¿Y usted quién es, señor?
-¿No sirve usted en casa del señor Samsonov?
-Sí, pero no recuerdo quién es usted.
-Oiga: ¿está en este momento en casa de su señor
Agrafena Alejandrovna? Yo mismo la he llevado allí.
-Ha ido, señor, pero se ha marchado en seguida.
-¿Que se ha marchado?
-Sí, ha estado poco tiempo. Ha divertido al señor
Samsonov con uno de sus cuentos y se ha ido.
-¡Mientes, arpía! -exclamó Mitia.
-¡Señor! Yo... -balbuceó la vieja.
Pero Mitia había desaparecido ya. Corrió como un rayo a
casa de Gruchegnka. Ésta había partido para Mokroie hacía
un cuarto de hora. Fenia estaba en la cocina con la cocinera
cuando llegó el «capitán». Al verle, Fenia lanzó un grito.
-¿Por qué gritas? -preguntó Mitia-. ¿Dónde está tu dueña?
Y sin esperar la respuesta de Fenia, que estaba paralizada
por el terror, cayó de rodillas a sus pies.
-¡Fenia, por Dios, por nuestro Señor Jesucristo, dime
dónde está tu ama!
-No lo sé, querido Dmitri Fiodorovitch; no lo sé en absoluto.
Aunque me matara usted, no podría decírselo, porque no lo
sé. Usted salió con ella de aquí...
-Pero ha vuelto.
-No, no ha vuelto: se lo juro por todos los santos.
-¡Mientes! -rugió Mitia-. Me basta verte temblar, para saber
dónde está.
Y echó a correr. Fenia, que aún temblaba de espanto, se
felicitó de haber salido tan bien librada, pues comprendía que
la cosa habría sido mucho peor para ella si Mitia hubiera
dispuesto de tiempo.
Cuando Dmitri se marchó, hizo algo que asombró a las dos
mujeres. En la mesa había un mortero con su mano de cobre.
Mitia, cuando ya había abierto la puerta, cogió la mano y se la
guardó en el bolsillo.
Fenia gimió:
-¡Dios mío! Ese hombre va a matar a alguien.

CAPITULO IV
TINIEBLAS
¿Hacia dónde corria? No es dificil suponerlo.
-¿Adónde puede haber ido sino a casa del viejo? Es
evidente que desde el domicilio de Samsonov se ha
trasladado al de mi padre. Toda esta intriga salta a la vista.
Las ideas entrechocaban en su mente. No pasó por el
patio de María Kondratievna.
-No conviene sembrar la alarma. Esa mujer debe de ser
cómplice, lo mismo que Smerdiakov. ¡Todos están
comprados!
Había tomado una resolución y no se volvería atrás. Dio un
gran rodeo, pasó por el puentecillo y desembocó en una
callejuela de la parte posterior. La calleja, deshabitada y
desierta, estaba limitada por un lado por la cerca de un campo
de cereales, y por el otro, por la empalizada que rodeaba el
jardín de Fiodor Pavlovitch.
Para escalar esta empalizada, Mitia escogió el mismo sitio
que había utilizado muchos años atrás, según se contaba,
Elisabeth Smerdiachtchaia.
-Si ella pudo saltar por aquí -se dijo Mitia-, ¿por qué no he
de poder yo?
De un salto, consiguió aferrarse a lo alto de la empalizada.
Trepó y pronto se vio sentado a horcajadas sobre las
maderas.
Cerca estaban las estufas, pero Mitia sólo observaba las
ventanas iluminadas de la casa.
-Hay luz en el dormitorio del viejo. Gruchegnka está alli.
Y saltó al jardín. Sabía que Grigori y Smerdiakov estaban
enfermos, que nadie podía oírlo. Sin embargo, con instintivo
impulso permaneció inmóvil y aguzó el oído. Un silencio de
muerte le rodeaba. La calma era absoluta; no se movía ni una
hoja... «Sólo se oye el silencio...» Este verso acudió a su
memoria. Luego se dijo:
-Con tal que no me haya oído nadie... Creo que, en efecto,
nadie me ha oído.
Se deslizó por el césped con paso felino, aguzando el
oído, sorteando los árboles y la maleza. Se acordó de que
había debajo de las ventanas densos macizos de saúcos y
viburnos. La puerta que daba acceso al jardín por el lado
izquierdo estaba cerrada: lo comprobó al pasar. Al fin, llegó a
los macizos y allí se escondió. Contenía la respiración. «Hay
que esperar. Si me han oído, estarán escuchando. Quiera
Dios que no me entren ganas de toser o estornudar. »
Esperó un par de minutos. El corazón le latía con violencia.
Respiraba con dificultad.
-Estas palpitaciones no cesarán. No puedo seguir
esperando.
Permanecía en la sombra, tras un macizo iluminado a
medias.
-¡Qué rojas son las bayas de los viburnos! -murmuró ma-
quinalmente.
Deslizándose como un lobo, se acercó a la ventana y se
levantó sobre las puntas de los pies. Entonces pudo ver el
dormitorio de Fiodor Pavlovitch. Era una habitación pequeña y
dividida en dos por biombos rojos, «chinos», como les llamaba
su propietario.
«Gruchegnka está detrás de los biombos», pensó Mitia.
Y se dedicó a observar a su padre. Éste llevaba una bata
que Dmitri no había visto nunca. Era de seda, listada, y de su
cintura pendían cordones rematados por borlas. El cuello,
doblado y abierto, dejaba ver una elegante camisa de fina
holanda y botones de oro. En la cabeza llevaba el pañuelo
rojo con el que le había visto Aliocha. Mitia pensó: «Se ha
puesto guapo.» Fiodor Pavlovitch estaba cerca de la ventana,
pensativo. De pronto, se acercó a la mesa, se sirvió medio
vaso de coñac y se lo bebió. Después lanzó un hondo suspiro
y otra vez estuvo inmóvil unos instantes. Después se acercó,
distraído, al espejo, y levantó el pañuelo para examinar los
cardenales y las costras que tenía en la cabeza.
«Seguramente está solo.»
Fiodor Pavlovitch se separó del espejo y se acercó de
nuevo a la ventana. Mitia retrocedió para refugiarse en la
oscuridad.
«¿Estará Gruchegnka durmiendo detrás de los biombos?»
Fiodor Pavlovitch se retiró de la ventana.
«La espera a ella -se dijo Mitia-. No hay razón para que
aceche en la oscuridad. O sea, que ella no está aquí. La
impaciencia devora al viejo.»
Mitia volvió a mirar por la ventana. Fiodor Pavlovitch
estaba sentado ante la mesa. Su tristeza era evidente. Apoyó
el codo en la mesa y la cara en la mano. Mitia lo observaba
ávidamente.
«Está solo, completamente solo. Si Gruchegnka estuviera
aquí, no estaría tan triste.»
Y, aunque parezca mentira, le molestó que Gruchegnka no
estuviera allí.
«No es su ausencia lo que me inquieta -se explicó a sí
mismo-, sino no saber qué hacer.»
Posteriormente, Mitia recordó que discurría con perfecta
lucidez en aquellos momentos y que se daba cuenta de todo.
Su ansiedad procedia de la incertidumbre que se había
apoderado de él y que iba en continuo aumento.
« ¿Está aquí o no está?»
De pronto, tomó una resolución. Extendió el brazo y dio
unos golpes en la ventana: primero dos golpes espaciados,
después tres golpes que se sucedieron rápidamente: era la
señal convenida con Smerdiakov para que éste anunciara al
viejo la llegada de Gruchegnka. Fiodor Pavlovitch se
estremeció, levantó la cabeza y corrió a la ventana. Mitia
volvió a ocultarse en las sombras. Fiodor Pavlovitch abrió la
ventana y se asomó.
-Gruchegnka, ¿eres tú? -preguntó con voz alterada-.
¿Dónde estás, querida, ángel mío? ¿Dónde estás?
Jadeaba de emoción. «Está solo», se dijo Mitia.
-¿Dónde estás? -repitió el viejo, con todo el busto fuera de
la ventana para poder mirar en todas direcciones-. Ven. Tengo
un regalo para ti. Ven y lo verás.
«El sobre con los tres mil rublos», pensó Dmitri.
-¿Pero dónde estás? ¿Acaso en la puerta? Voy a abrir.
Fiodor Pavlovitch estuvo a punto de caer al exterior al
mirar hacia la puerta que daba al jardín. Escrutaba las
tinieblas. Se dispuso a ir a abrir sin esperar la respuesta de
Gruchegnka. Mitia no vaciló. La luz interior permitía ver
claramente el perfil detestado del viejo, con su prominente
nuez, su nariz curvada, sus labios que sonreían en una
espera voluptuosa. Una cólera infernal hirvió de pronto en el
corazón de Mitia. «He aquí mi rival, mi verdugo.» Sintió un
impulso irresistible: el arrebato de que le había hablado a
Aliocha cuando conversaron en el pabellón.
-¿Pero serías capaz de matar a tu padre? -había
preguntado Aliocha.
-No lo sé -había contestado Mitia-. Tal vez lo mate, tal vez
no. Temo no poder soportar la visión de su cara en algún
momento. Detesto su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa
impúdica. Me repugnan. Esto es lo que me inquieta. No podré
contenerme.
La repugnancia llegó a lo intolerable. Mitia, fuera de si,
sacó del bolsillo la mano de cobre del mortero.

«Dios me salvó en aquel momento», dijo más tarde Mitia.


Y así fue, pues en aquel preciso instante el dolor despertó a
Grigori. Antes de acostarse se había aplicado el remedio de
que Smerdiakov hablara a Iván Fiodorovitch. Después de
haberse frotado, ayudado por su mujer, con una mezcla de
aguardiente y una infusión secreta fortísima, se bebió el resto
del brebaje mientras Marta Ignatievna murmuraba una
oración. Ella también tomó algunos sorbos, y, como no tenía
costumbre de beber, se durmió profundamente al lado de su
marido. De pronto, éste se despertó, estuvo pensativo un
momento y, aunque sentía un dolor agudo en los riñones, se
levantó y se vistió a toda prisa. Tal vez le parecía vergonzoso
estar durmiendo cuando la casa no tenía guardián en
«momentos de peligro». Smerdiakov permanecía inmóvil,
agotado. «No tiene ninguna resistencia», pensó Grigori
mientras le dirigía una mirada. Y, gimiendo, salió al soportal.
Sólo quería echar una mirada desde allí, pues no tenía
fuerzas para ir más lejos, a causa del tremendo dolor que
sentía en los riñones y en la pierna derecha. De pronto, se
acordó de que no había cerrado con llave la puertecilla del
jardín. Era un hombre minucioso, esclavo del orden
establecido y de los hábitos inveterados. Cojeando y entre
contorsiones de dolor, bajó las gradas del porche y se dirigió
al jardín. La puerta estaba abierta de par en par. Entró
maquinalmente. Había creído oír o ver a alguien. Pero miró a
la izquierda y sólo vio la ventana abierta: en ella no había
nadie. «¿Por qué la habrá dejado abierta? No estamos en
verano», pensó Grigori.
En este momento vio frente a él, a unos cuarenta pasos,
una sombra que corría velozmente. Alguien huía en la
oscuridad. Grigori lanzó una exclamación y, olvidándose de su
lumbago, emprendió la persecución del fugitivo. Como
conocía el jardín mejor que el intruso, pudo ganar tiempo
atajando. Mitia se dirigió a las estufas, las contorneó y llegó a
la empalizada. Grigori, que no lo había perdido de vista, lo
alcanzó en el momento en que empezaba a trepar por la
cerca. Fuera de sí, Grigori profirió un grito y se aferró a una
pierna de Dmitri. Su presentimiento se había cumplido. Reco-
noció al intruso en el acto: era él, el «miserable parricida».
-¡Parricida! -gritó el viejo.
Pero no pudo decir nada más: un certero golpe, y Grigori
se desplomó como fulminado. Mitia saltó de nuevo al jardín y
se inclinó sobre el cuerpo inerte. Maquinalmente, se deshizo
de la mano del mortero, que arrojó cayera donde cayese, y
que quedó a dos pasos de él, en el sendero, expuesto a la
vista de todos.
Grigori tenía la cabeza llena de sangre. Mitia le palpó el
cráneo, preguntándose con ansiedad si se lo habría roto, o si
el viejo sufriría una simple conmoción. La sangre tibia fluía,
impregnando los dedos temblorosos del agresor. Mitia sacó
del bolsillo el inmaculado pañuelo que había cogido para ir a
visitar a la señora de Khokhlakov y lo aplicó a la herida con la
insensata esperanza de contener la sangre. El pañuelo se
empapó en seguida. «Bueno, ¿y qué? ¡Cualquiera sabe lo
que tiene! Pero eso poco importa ahora... Desde luego, lleva
lo suyo. Si lo he matado, peor para él.»
Dijo esto en voz alta. Acto seguido, trepó por la
empalizada y saltó a la callejuela. Echó a correr, al mismo
tiempo que se guardaba en el bolsillo de la levita el pañuelo
ensangrentado que llevaba en su mano derecha. Algunos
transeúntes recordaron más tarde que aquella noche se
habían cruzado con un hombre que corría como alma que
lleva el diablo.
Se dirigió de nuevo a casa de la señora de Morozov.
Cuando se había marchado después de su primera visita,
Fenia se había apresurado a hablar con el portero, Nazario
Ivanovitch, para suplicarle que no dejara entrar a Dmitri ni
aquel día ni el siguiente. Una vez enterado de todo, el portero
prometió hacer lo que se le decía, pero hubo de subir a casa
del propietario, que en aquel momento le llamó. Dejó al
cuidado de la portería a un sobrino suyo, muchacho de veinte
años, recién llegado del campo, pero se le olvidó advertirle
que no debía permitir la entrada al capitán. El muchacho, que
guardaba buen recuerdo de las propinas de Mitia, lo reconoció
y le abrió la puerta. Con amable sonrisa, se apresuró a
informarle de que Agrafena Alejandrovna no estaba en casa.
Mitia se quedó clavado en el suelo.
-Entonces, ¿dónde está?
-Pronto hará unas dos horas que ha partido para Mokroie
con Timoteo.
-¿Para Mokroie? -exclamó Mitia-. ¿Y a qué ha ido a
Mokroie?
-No lo sé exactamente, pero creo que a reunirse con un
oficial que le ha enviado un coche.
Mitia irrumpió en la casa como un loco.

CAPÍTULO V
UNA RESOLUCIÓN REPENTINA
Fenia estaba en la cocina con su abuela. Las dos se
disponían a acostarse. Confiando en el portero, no habían
cerrado la puerta del piso. Apenas entró, Mitia cogió a Fenia
del cuello.
-¡Dime en seguida con quién está ella en Mokroie! -rugió.
Las dos mujeres lanzaron un grito.
-Se lo diré todo, querido Dmitri Fiodorovitch; se lo diré todo
-farfulló Fenia, aterrada-. No le ocultaré nada. La señorita ha
ido a ver a un oficial.
-¿A qué oficial?
-Al que la abandonó hace cinco años.
Dmitri soltó a Fenia. Estaba pálido como un muerto y se
había quedado sin voz. Las pocas palabras de Fenia habían
sido suficientes para que lo comprendiera todo, para que
adivinara incluso el menor detalle. La pobre Fenia era incapaz
de darse cuenta de nada. Se había sentado en un cajón y alli
permanecía temblorosa, con los brazos tendidos como para
defenderse, sin hacer el menor movimiento. Con las pupilas
dilatadas por el espanto, miraba a Mitia y a sus manos
manchadas de sangre. Por el camino debía de habérselas
llevado a la cara para limpiarse el sudor, pues tenía manchas
de sangre en la frente y en el carrillo derecho. Fenia estaba a
punto de sufrir un ataque de nervios. La vieja cocinera parecía
que iba a perder el conocimiento. Tenía los ojos desorbitados
como una loca. Dmitri se sentó maquinalmente al lado de
Fenia.
Estaba sumido en una especie de estupor. Sus
pensamientos erraban. Pero todo estaba claro para él. La
misma Gruchegnka le había hablado de aquel oficial y de la
carta suya que había recibido un mes atrás. Así, desde hacía
un mes, la intriga amorosa se había urdido sin que él se diera
cuenta. El oficial había llegado antes de que él le hubiera
vuelto a dedicar un solo pensamiento. ¿Cómo se explicaba
esto? La pregunta surgió ante él como un monstruo y lo dejó
helado de espanto.
De pronto, olvidándose de que acababa de maltratar y
horrorizar a Fenia, empezó a hablarle con gran amabilidad, a
interrogarla con una precisión impropia del estado de
turbación en que se hallaba. Aunque miraba con estupor las
manos ensangrentadas del capitán, Fenia respondió a sus
preguntas sin vacilar. Poco a poco, fue sintiendo cierta
satisfacción al darle toda clase de detalles, y no para
aumentar su pena, sino porque sentía un sincero deseo de
prestarle un servicio. Le habló de la visita de Rakitine y
Aliocha, mientras ella vigilaba, y le repitió el saludo que su
dueña le había enviado a él, a Mitia, por medio de su hermano
menor. «Dile que no olvide nunca que lo he querido durante
una hora.»
Mitia sonrió. Sus mejillas se tiñeron de rojo. Fenia, en la
que el temor había cedido el puesto a la curiosidad, se
aventuró a decirle:
-Tiene las manos manchadas de sangre, Dmitri
Fiodorovitch.
-Sí -dijo Mitia, mirándose las manos distraídamente.
Hubo un largo silencio. Mitia ya no estaba asustado.
Acababa de tomar una resolución irrevocable. Se levantó,
pensativo.
-¿Qué le ha pasado, señor? -insistió Fenia, señalando las
ensangrentadas manos.
La joven hablaba con acento compasivo, como le habría
hablado una persona de la familia que compartiera su pesar.
-Es sangre, Fenia, sangre humana... ¿Por qué la habré
derramado, Dios mío?... Allí hay una barrera -dijo, mirando a
la muchacha como si le planteara un enigma-, una barrera alta
y temible. Pero mañana, al salir el sol, Mitia la franqueará. Tú
no sabes, Fenia, de qué barrera te hablo. No importa. Mañana
lo sabrás todo. Ahora, adiós. No seré un obstáculo para ella:
sé retirarme a tiempo... ¡Vive, adorada mía! Me has amado
durante una hora. Acuérdate siempre de Mitia Karamazov.
Salió como un rayo, dejando a Fenia más asustada que
poco antes, cuando se había arrojado sobre ella.
Diez minutos después estaba en casa de Piotr Ilitch
Perkhotine, el funcionario al que había empeñado las pistolas
por diez rubios. Eran ya las ocho y media, y Piotr Ilitch,
después de haber tomado el té, acababa de ponerse la levita
para ir a jugar una partida de billar. Al ver a Mitia con la cara
manchada de sangre, exclamó:
-¡Dios mío! ¿Qué quiere usted?
-Se lo diré en dos palabras -farfulló Dmitri-. He venido a
desempeñar mis pistolas. Gracias. Démelas en seguida, Piotr
Ilitch. Tengo mucha prisa.
Piotr Ilitch estaba cada vez más asombrado. Mitia tenía en
su mano derecha un fajo de billetes. Lo hacía de un modo
insólito, con el brazo extendido, como para mostrarlo a todo el
mundo. Sin duda, lo había llevado así por la calle. Esto se
deducía de lo dicho después por la joven sirvienta que le
había abierto la puerta. Los billetes que exhibía con sus dedos
ensangrentados eran de cien rublos. Piotr Ilitch explicó algún
tiempo después a los curiosos que no pudo calcular con una
simple ojeada cuántos billetes eran, que la suma lo mismo
podía ser de mil que de tres mil rublos. Y de Dmitri dijo que
«aunque no bebido, no se hallaba en estado normal. Daba
muestras de agitación y estaba distraído, absorto, como si
tratase de resolver algún problema sin conseguirlo. Todo lo
hacía apresuradamente y sus respuestas eran rápidas y
extrañas. En ciertos momentos no mostraba la menor
aflicción, sino que, por el contrario, su semblante irradiaba
alegría.»
-¿Pero qué le ha pasado? -repitió Piotr Ilitch, que seguía
mirándole con estupor-. ¿Cómo se ha ensuciado de ese
modo? ¿Se ha caído? Mire cómo va.
Lo llevó ante un espejo. Al ver su sucio rostro, se
estremeció y frunció el entrecejo.
-¡Esto me faltaba!
Pasó los billetes de su mano derecha a la izquierda y sacó
el pañuelo. La sangre se había coagulado y pegado, de modo
que el pañuelo era una bola compacta. Mitia lo arrojó al suelo.
-¿Puede darme un trapo para que me limpie la cara?
-¿De modo que no está herido? Lo mejor que puede hacer
es lavarse. Venga; le daré agua.
-Buena idea. ¿Pero dónde dejo esto?
Y señalaba, turbado, el fajo de billetes, como si Piotr Ilitch
tuviera la obligación de decirle dónde debía ponerlos.
-Guárdeselos en el bolsillo. O déjelos en la mesa. Nadie
los tocará.
-¿En el bolsillo? Es verdad... En fin, esto no tiene
importancia. Ante todo, terminemos el asunto de las pistolas.
Devuélvamelas: aquí tiene el dinero. Las necesito. Y tengo
mucha prisa.
Separó del fajo el primer billete y se lo ofreció.
-No tengo cambio -dijo Piotr Ilitch-. ¿No lleva los diez ru-
bios sueltos?
-No.
Pero, de pronto, tuvo un gesto de duda y empezó a
repasar los billetes del fajo.
-Todos son iguales -dijo mientras dirigía a Piotr Ilitch una
mirada interrogadora.
-¿De dónde ha sacado usted esa fortuna? -preguntó el
funcionario. Y añadió-: Enviaré al muchacho a casa de los
Plotnikov. Cierran tarde. Allí nos darán cambio. ¡Micha! -llamó,
dirigiendo su voz al vestíbulo.
Mitia exclamó:
-¡Buena idea! ¡A casa de los Plotnikov!
Y, encarándose con el muchacho, que acababa de llegar,
continuó:
-Mitia, corre a casa de los Plotnikov. Diles que Dmitri
Fiodorovitch les envía un saludo a irá en seguida. Otra cosa.
Di que me preparen champán, tres docenas de botellas,
embaladas como la otra vez, cuando partí para Mokroie...
Entonces me llevé cuatro docenas -continuó, dirigiéndose a
Piotr Ilitch-. De modo que ellos están al corriente, Micha. Que
pongan también queso, pastas de Estrasburgo, tímalos
ahumados, jamón, caviar y, en fin, todo lo que tengan. Un
paquete de cien o ciento veinte rublos. Que no se olviden de
poner bombones, peras, dos o tres sandías..., no, con una
habrá bastante...; chocolate, caramelos...; en fin, como la otra
vez. Todo esto y el champán debe de subir unos trescientos
rublos... No te olvides de nada, Micha... Se llama Micha,
¿verdad? -preguntó a Piotr Ilitch.
-Oiga -dijo el funcionario, inquieto-, será mejor que vaya
usted mismo a hacer esos encargos. Micha se armará un lío.
-Tengo miedo... ¡Micha, te ganarás una buena propina! Si
me haces bien el encargo, te daré diez rublos... Anda, ve en
seguida... Que no se olviden del champán y que pongan
también coñac, vino tinto y vino blanco..., en fin, todo como la
última vez... Ellos ya saben lo que pusieron.
-Escuche -dijo Piotr Ilitch, perdida la paciencia-: el mu-
chacho irá sólo a cambiar y a decir que no cierren. Después
irá usted a hacer. sus encargos. Déle el billete. ¡Anda, Micha;
ve a cambiarlo!
Piotr Ilitch tenía prisa en que se marchara, pues el
muchacho miraba a Mitia con la boca abierta y los ojos más
abiertos aún, al ver las manchas de sangre y el fajo de billetes
en las manos temblorosas de Dmitri. Seguramente, apenas
había comprendido las instrucciones de Mitia.
-Y ahora va usted a lavarse -dijo enérgicamente Piotr
Ilitch-. Deje el dinero en la mesa o guárdeselo en el bolsillo...
Asi. Quítese la levita.
Le ayudó a quitársela y exclamó:
-¡Mire! Su levita está manchada de sangre.
-¡Bah! Una manchita en la manga y otra aquí, en el sitio
del pañuelo. La sangre habrá atravesado el forro del bolsillo;
al sentarme en casa de Fenia. Sin duda, me he sentado sobre
el pañuelo.
Mitia hablaba en tono confiado. Piotr Ilitch lo escuchaba,
ceñudo.
-Pronto se le ha pasado a usted el disgusto. Porque ha
habido pelea, ¿verdad? -preguntó el funcionario.
Tenía en la mano un jarro de agua que iba vertiendo poco
a poco. Mitia se lavaba precipitadamente y mal. Sus manos
temblaban. Piotr Ilitch le dijo que se volviera a enjabonar y que
se frotara bien. Había cobrado sobre Mitia un ascendiente que
aumentaba por momentos. Debemos advertir que el
funcionario no tenía temor a nada ni a nadie.
-Lávese bien las uñas... Y ahora la cara... Aquí, cerca de la
sien... Y la oreja... ¿Con esa camisa va a salir a la calle?
Tiene manchada toda la manga derecha.
-Es verdad -dijo Mitia, mirándola.
-Póngase otra.
-No tengo tiempo... Pero verá lo que voy a hacer.
Dmitri hablaba en el mismo tono confiado. Se secó y se
puso la levita.
-Me doblaré el puño... Así. ¿Ve usted? Ya no se ve la
mancha.
-Ahora dígame qué le ha pasado. ¿Se ha vuelto a pelear
en la taberna? ¿Ha vuelto a pegarle al capitán?
Piotr Ilitch dijo esto último en un tono de reproche. Añadió:
-¿A quién ha vapuleado ahora?... ¿O ha matado?...
-Eso no tiene importancia.
-¿Usted cree?
Mitia se echó a reir.
-No vale la pena. Acabo de liquidar a una vieja.
-¿A una vieja? ¿Dice usted que la ha... liquidado?
-No, a un viejo -rectificó Mitia, que miraba a Piotr Ilitch,
riendo y gritando como si hablara con un sordo.
-Sea viejo o vieja, el caso es que ha matado usted a una
persona.
-Después de luchar, nos hemos reconciliado. Hemos
quedado buenos amigos... ¡Qué imbécil! Seguramente, a
estas horas me ha perdonado. Si se hubiera vuelto a levantar,
no me habría perdonado nunca.
Mitia guiñó un ojo y exclamó:
-¡Que se vaya al diablo! ¿Oye, Piotr Ilitch?
Y terminó con acento tajante:
-Dejemos esto. No quiero hablar por ahora de este asunto.
-Permitame que le diga que usted está siempre dispuesto
a pelearse con cualquiera, como se peleó aquella vez, por
cosas insignificantes, con el capitán. Acaba usted de librar
una de sus batallas, y sólo piensa en pasar una noche de
jarana. Eso lo retrata... ¡Tres docenas de botellas de
champán! ¿Para qué tanta bebida?
-¡Bueno! Déme usted las pistolas. El tiempo apremia. Me
encanta hablar con usted, querido, pero se me ha echado el
tiempo encima... ¿Dónde he dejado el dinero, qué he hecho
de él?
Se registraba los bolsillos.
-Lo ha dejado en la mesa. ¿Ya no se acuerda? ¡Qué poca
atención presta usted al dinero! Aquí tiene sus pistolas. Es
extraño: a las cinco las empeña por diez rublos, y ahora tiene
en su poder dos o tres mil.
-Tres mil -dijo Mitia riendo. Y se guardó los billetes en un
bolsillo.
-Si los lleva ahí, los perderá. ¿Acaso ha encontrado usted
una Mitia de oro?
-¿Una Mitia de oro? -exclamó Dmitri, echándose a reír-.
¿Quiere ir a las minas? Conozco a una dama que le dará tres
mil rubios sólo por eso, por ir a las minas. A mi me los ha
dado: ya ve usted hasta qué punto está chiflada por los
filones. ¿La conoce usted? Es la señora de Khokhlakov.
-Sólo la conozco de vista. Pero me han hablado mucho de
ella. ¿De modo que esos tres mil rublos se los ha dado, sin
más ni más, esa señora? -preguntó Piotr Ilitch, mirando a Mitia
con un gesto de incredulidad.
-Mañana, cuando salga el sol, cuando resplandezca el
eternamente joven Febo, vaya, alabando a Dios, a casa de
esa señora y pregúntele si me ha dado este dinero o no me lo
ha dado. Así se convencerá.
-Ignoro las relaciones que tiene usted con ella. Pero habla
con tanta seguridad, que le creo... Ahora tiene usted dinero;
no es, pues, fácil que Siberia le atraiga. Hablando en serio,
¿adónde va usted?
-A Mokroie.
-¿A Mokroie? ¡Pero si ya es de noche!
-Lo tenía todo y ya no tengo nada -dijo Mitia con un repen-
tino impulso.
-¿Cómo que no tiene nada? Tiene miles de rublos. ¿A eso
llama nada?
-No hablo del dinero. El dinero me importa un comino. Me
refiero a las mujeres... «Las mujeres son crédulas, versátiles,
depravadas», dijo Ulises. Y tenía razón.
-No le comprendo.
-¿Acaso estoy borracho?
-Su mal es más grave.
-Hablo de la embriaguez moral, Piotr Ilitch, de la
embriaguez moral... En fin, dejemos esto.
-¿Pero qué hace? ¿Va a cargar esa pistola?
-Sí, voy a cargarla.
Y así lo hizo. Abrió la caja y llenó de pólvora un cartucho.
Antes de poner la bala en el cañón, la examinó a la luz de la
bujía.
-¿Por qué mira la bala? -preguntó Piotr Ilitch, sin poder
contener su curiosidad.
-Porque si. Se me ha ocurrido de pronto... ¿Es que usted,
si fuera a alojarse una bala en los sesos, no la miraría antes
de ponerla en la pistola?
-No, ¿para qué?
-Como me ha de atravesar el cráneo, me interesa ver
cómo está hecha... Pero todo esto son tonterías... Ya está
-añadió, después de colocar la bala y calzarla con estopa-.
¡Qué absurdo es todo esto, Piotr Ilitch!... Déme un trozo de
papel.
-Aquí lo tiene.
-No, un papel blanco: es para escribir... Éste va bien.
Mitia cogió una pluma y escribió dos líneas rápidamente.
Después dobló y volvió a doblar el papel y se lo guardó en un
bolsillo del chaleco. Luego colocó las pistolas en la caja y
cerró ésta con llave. Con la caja en la mano, se quedó
mirando a Piotr Ilitch, risueño y pensativo.
-Vamos -dijo.
-¿Adónde? No, espere.
Y preguntó, inquieto:
-¿De modo que piensa usted alojarse esa bala en el
cráneo?
-¡Oh, no! ¡Qué tontería! Quiero vivir, adoro la vida. Adoro al
dorado Febo y a su cálida luz... Mi querido Piotr Ilitch, ¿eres
capaz de apartarte?
-¿De apartarme?
-Sí, de dejar el camino libre, tanto al ser querido como al
odiado, y decirle: «Que Dios os guarde. Pasad. Yo...»
-¿Usted qué?
-Basta. Vamos.
-Le aseguro que lo contaré todo para que no lo dejen salir
de la ciudad -dijo Piotr Ilitch, mirándole fijamente-. ¿A qué va a
Mokroie?
-A ver a una mujer... Y ya no puedo decirte más, Piotr
hitch.
-Oiga, aunque es usted un poco salvaje, me ha sido
simpático y estoy inquieto.
-Gracias, hermano. Dices que soy un salvaje, y es verdad.
No ceso de repetírmelo: « ¡Salvaje, salvaje! »... ¡Hombre, aquí
está Micha! Ya no me acordaba de él.
Micha llegó corriendo. Tenía en la mano un fajo de billetes
pequeños y dijo que todo iba bien en casa de los Plotnikov. Se
estaban embalando las botellas, el pescado, el té. Todo lo
encontraría listo Dmitri Fiodorovitch. Éste entregó un billete de
diez rublos al funcionario y ofreció otro a Micha.
-No, no haga eso en mi casa. No hay que acostumbrar mal
a la servidumbre. Administre bien su dinero. Si lo malgasta,
mañana volverá a pedirme diez rublos prestados. ¿Por qué se
los pone en ese bolsillo? ¿No ve que los va a perder?
-Oye, querido; acompáñame a Mokroie.
-No tengo nada que hacer en Mokroie.
-¡Vamos a vaciar una botella, a beber por la vida! ¡Tengo
sed de beber contigo! Nunca hemos bebido juntos.
-De acuerdo. Vamos a la taberna.
-Vamos. Pero a casa de los Plotnikov, a la trastienda.
¿Quieres que te plantee un enigma?
-Bueno.
Mitia sacó del bolsillo del chaleco el papel que había
escrito y lo mostró al funcionario. En él se leía claramente: «
Me castigo: he de expiar mi vida entera.»
-Desde luego, lo contaré a alguien -dijo Piotr hitch.
-No tendrás tiempo, querido. Anda, vamos a beber.
El establecimiento de los Plotnikov -ricos comerciantes-
estaba cerca de casa de Piotr Ilitch, en una esquina de la
misma calle. Era la mejor tienda de comestibles de la
localidad. En ella había de todo, como en los grandes
comercios de la capital: vino de las bodegas de los Hermanos
leliseiev, fruta de todas las clases, tabaco, té, café, etcétera.
Contaba con tres empleados y dos chicos para transportar los
pedidos. Nuestra comarca se empobrecía, los propietarios se
dispersaban, el comercio languidecía, pero la tienda de los
Plotnikov no cesaba de prosperar, ya que sus productos eran
indispensables para el público.
Estaban esperando a Mitia con impaciencia, pues se
acordaban de que tres o cuatro semanas atrás había hecho
compras por valor de varios centenares de rublos (al contado:
a crédito no le habrían vendido nada). Aquella vez, como ésta,
tenía en la mano un grueso fajo de billetes grandes que
repartía a derecha a izquierda sin ajustar precios ni
preocuparse por la importancia de las compras. En la ciudad
se decía que en aquel viaje a Mokroie con Gruchegnka había
despilfarrado tres mil rublos en veinticuatro horas y que había
regresado sin un céntimo. Contrató a una orquesta de
cíngaros que tenían su campamento en los alrededores de la
ciudad, y los músicos se aprovecharon de su embriaguez para
sacarle el dinero y beber sin tasa vinos de los mejores. Entre
risas se contaba que en Mokroie había obsequiado con
champán a los campesinos, y con bombones y pastas a las
campesinas. Estos alegres comentarios se hacían sobre todo
en la taberna, pero siempre en ausencia de Mitia, medida
prudente, pues se recordaba que, según dijo el propio Dmitri,
la única compensación que había obtenido de esta escapada
con Gruchegnka había sido que ella «le permitiese besarle los
pies».
Cuando Mitia y Piotr Ilitch llegaron al establecimiento, ya
esperaba ante la puerta un coche tirado por tres caballos.
Éstos llevaban collares de cascabeles y el coche estaba
alfombrado. Lo conducía un cochero llamado Andrés. Ya se
había llenado una caja de comestibles, y sólo se esperaba
que llegase el comprador para cerrarla y cargarla en el coche.
Piotr Ilitch exclamó, asombrado:
-¿Cómo es que está aquí esta troika?
-Cuando iba a tu casa, me he encontrado con Andrés y le
he dicho que viniera directamente aquí. No hay tiempo que
perder. El viaje anterior lo hice con Timoteo, pero esta vez
Timoteo ha partido ya con una maravillosa viajera. ¿Crees
que nos llevan mucha delantera, Andrés?
-Una hora a lo sumo -se apresuró a contestar Andrés, un
hombre seco, de cabello rojo y que estaba en la plenitud de la
edad-. Sé cómo va Timoteo y le aseguro, Dmitri Fiodorovitch,
que lo llevaré a la velocidad necesaria para que la ventaja no
aumente.
-Te daré cincuenta rublos de propina si llegamos sólo una
hora después que Timoteo.
-Le respondo de ello, Dmitri Fiodorovitch.
Mitia daba órdenes con visibles muestras de agitación, de
un modo extraño a incongruente. Piotr Ilitch se preparó para
intervenir en el momento oportuno.
-Por valor de cuatrocientos rublos, como la vez pasada
-dispuso Dmitri-. Cuatro docenas de botellas de champán. Ni
una menos.
-¿Para qué tantas? -preguntó Piotr Ilitch-. ¡Un momento!
-exclamó seguidamente-. ¿Qué hay en esa caja? No es
posible que eso valga cuatrocientos rublos.
Los empleados lo rodearon deshaciéndose en
amabilidades y le explicaron que en aquella primera caja sólo
había «lo necesario para empezar»: media docena de botellas
de champán, entremeses, bombones, etc. La parte principal
del pedido se enviaría aparte, como la otra vez, en un coche
de tres caballos que llegaría a Mokroie una hora después, a lo
sumo, que Dmitri Fiodorovitch.
-Que no pase más de una hora -dijo Mitia-. Y pongan
bombones y caramelos a discreción. A las muchachas de
Mokroie les gustan mucho.
-De acuerdo en que pongan una buena cantidad de
caramelos. ¿Pero por qué cuatro docenas de botellas? Una
habría sido suficiente.
El funcionario dijo esto un tanto enfurecido. Después
empezó a regatear y exigió que se extendiera una factura. Sin
embargo, sólo logró salvar un centenar de rublos. Los
vendedores reconocieron que la mercancía comprada no valía
más de trescientos rublos.
De pronto, pareció cambiar de opinión.
-¿Pero a mí qué me importa todo esto? -exclamó-. ¡Vete al
diablo! ¡Derrocha esos billetes que has ganado sin ningún es-
fuerzo!
-¡No te enfades, hombre! No hay que ser tan tacaño -dijo
Mitia, llevándoselo a la trastienda-. Vamos a beber. Me
encantan los buenos chicos como tú.
Mitia se sentó ante una mesita cubierta por un mantel no
del todo limpio. Piotr Ilitch se sentó frente a él y le sirvieron
champán . Les preguntaron si querían ostras, las primeras
que habían recibido. Estaban recién cogidas.
-¡Al diablo las ostras! -exclamó groseramente Piotr Ilitch-.
No quiero ostras; no quiero nada.
-No hay tiempo para comer ostras -dijo Mitia-. Por otra
parte, no tengo apetito. Ya sabes, amigo mío, que nunca me
ha gustado el desorden.
-¿Ah, no? ¡Válgame Dios! Tres docenas de botellas de
champán para los vagabundos. ¡Eso es una locura!
-No me refiero a ese orden, sino al orden superior. Un
orden que en mí no existe... En fin, como todo ha terminado,
no hay que preocuparse. Es demasiado tarde. Toda mi vida
ha sido desordenada; ya es hora de que la ordene. Como ve,
domino el retruécano.
-Lo que veo es que estás divagando.
-«¡Gloria al Altísimo en el mundo! ¡Gloria al Altísimo en
mí!»... Estos versos, mejor dicho, estas lágrimas, se
escaparon de mi alma un día. Sí, los compuse yo, pero no
cuando arrastraba al capitán tirando de su barba.
-¿A qué viene nombrar ahora al capitán?
-No lo sé. ¡Pero qué importa! Cuando todo termina, todo va
a parar al mismo total.
-Tus pistolas me tienen preocupado.
-¡Bah! Bebe y no pienses en nada. Amo la vida, y la he
amado mucho, hasta el hastío. Bebamos por la vida, querido...
¿Cómo puedo estar contento? Soy vil, mi vileza me
atormenta, y, sin embargo, estoy contento. Bendigo la
creación, estoy dispuesto a bendecir a Dios y a sus obras,
pero... he de destruir en mi un mal insecto que ataca a las
vidas ajenas. ¡Bebamos por la vida, hermano! ¿Hay algo más
hermoso? Bebamos también por la reina de las reinas.
-Bien. Bebamos por la vida y por tu reina.
Vaciaron un vaso. Mitia, pese a su exaltación, estaba
triste. Parecía presa de una abrumadora preocupación.
-¡Micha! ¡Mira, es Micha! ¡Eh, ven aquí! Toma, querido.
Bébete este vaso por Febo, el de los cabellos de oro, que
aparecerá en el cielo mañana.
-¡No tienes por qué invitarlo! -exclamó Piotr Ilitch, irritado.
-Déjame, quiero hacerlo.
El funcionario gruñó. Micha bebió, saludó y se fue.
-Así se acordará más tiempo de mí... ¡Amo a una mujer!
¿Qué es la mujer? La reina de la tierra. Estoy triste, Piotr
Ilitch. Acuérdate de Hamlet. «Estoy triste, muy triste, Horacio...
¡Ay, pobre Yorick! » Tal vez yo sea Yorick. Sí, ahora soy
Yorick, y muy pronto seré un cráneo.
Piotr Ilitch lo escuchaba en silencio. Mitia enmudeció
también.
De pronto, Dmitri vio en un rincón un pequeño sabueso de
ojos negros y preguntó distraídamente a un empleado:
-¿Qué hace aquel perro allí?
-Es el sabueso de Varvara Alexeievna, nuestra patrona
-repuso el empleado-. Se lo ha dejado aquí por olvido. Habrá
que llevárselo a su casa.
-Yo vi uno muy parecido en el cuartel -dijo Mitia, absorto-.
Pero aquél tenía rota una de las patas traseras... Oye, Piotr
Ilitch; quiero hacerte una pregunta: ¿has robado alguna vez?
-¿A qué viene eso?
-Me refiero al dinero que se quita a otro, no al Tesoro
Público, al que todo el mundo defrauda lo que puede, y tú el
primero, sin duda...
-¡Vete al diablo!
-Dime: ¿has quitado el monedero del bolsillo a alguien?
-No; lo que hice una vez fue quitar veinte copecs a mi
madre. Entonces yo tenía nueve años. Estaban sobre la
mesa. Los cogí disimuladamente y cerré la mano con todas
mis fuerzas.
-¿Y qué pasó?
-Nadie había visto nada. Los tuve tres días. Después,
avergonzado, lo confesé todo y los devolví.
-¿Y entonces...?
-Me dieron una paliza, naturalmente... Pero oye: ¿es que
tú has robado?
-Sí -dijo Mitia guiñando un ojo con expresión maligna.
-¿Qué has robado?
-Veinte copecs a mi madre. Yo tenía entonces nueve años.
Los devolvítres días después.
Y se levantó.
-Dmitri Fiodorovitch, dése prisa -gritó Andrés desde la
puerta de la tienda.
-¿Ya está todo preparado? Pues vámonos... Pero antes
denle a Andrés un vaso de vodka. ¡En seguida! Y después
coñac... Esta caja, la de las pistolas, hay que ponerla en el
asiento... Adiós, Piotr Ilitch. No guardes mal recuerdo de mi.
-¿Volverás mañana?
-Sí, sin falta.
-¿Quiere pagar, señor? -preguntó un empleado.
-¿Pagar? ¡Claro que si!
Volvió a sacar del bolsillo el fajo de billetes, echó tres
sobre el mostrador y salió. Todos lo acompañaron hasta la
puerta para decirle adiós y desearle un buen viaje. Andrés,
con la voz enronquecida por el coñac que acababa de beber,
subió al pescante. Cuando el viajero iba a poner el pie en el
estribo, apareció Fenia corriendo, jadeante. La joven enlazó
las manos y se arrojó a los pies de Mitia.
-¡Por Dios, Dmitri Fiodorovitch, no pierda a Agrafena Ale-
jandrovna! ¡Y pensar que he sido yo la que se lo ha contado
todo!... No haga ningún daño a ese hombre. Es su primer
amor.
Ha vuelto de Siberia para casarse con ella. No destroce
una vida. -Ahora lo comprendo todo -murmuró Piotr Ilitch-. Va
a haber jaleo en Mokroie. Dmitri Fiodorovitch, dame en
seguida esas pistolas; demuéstrame que eres un hombre.
-¿Las pistolas? No te preocupes. Las arrojaré a un charco
por el camino... Fenia, levántate; no quiero verte a mis pies.
Desde hoy, Mitia, ese necio, no volverá a hacer daño a nadie.
Subió al coche y, ya sentado, exclamó:
-Te he ofendido hace unos momentos, Fenia. Perdóname.
Y si no quieres perdonarme, alla tú... ¡A mi qué!... ¡En marcha,
Andrés!
Restalló el látigo. Los cascabeles empezaron a sonar.
-¡Hasta la vuelta, Piotr Ilitch! ¡Para ti mi última lágrima!
Piotr Ilitch se dijo en su fuero interno:
«No está borracho. Sin embargo, ¡qué tonterías dice!»
Tenía el propósito de permanecer allí para vigilar el envío
del resto de las provisiones, sospechando que querian
engañar a Dmitri; pero, de pronto, se indignó contra si mismo,
escupió en un arranque de rabia y se fue a jugar al billar.
«Es un imbécil, pero, en el fondo, un buen muchacho -se
iba diciendo por el camino-. Ya he oído hablar de ese oficial
de Gruchegnka. Si en verdad ha llegado... ¡Ah, esas
pistolas!... ¿Pero qué diablo me importa a mi? ¿Acaso soy su
ayo? ¡Que haga lo que quiera! Además, no pasará nada. Esos
bravucones no hacen más que vociferar. Se pegarán cuando
estén borrachos y luego harán las paces. ¡Vaya unos hombres
de acción!... ¿Qué querrá decir eso de “apartarse” y de
“castigarse”?... No, no hará nada. Estando bebido en la
taberna, ha dicho mil veces cosas parecidas. Ahora está
“embriagado moralmente”... ¿Acaso soy yo su mentor? Sin
duda, se ha pegado con alguien. Tenía la cara manchada de
sangre. ¿Con quién se habrá peleado?... Y aún estaba más
manchado su pañuelo..., ese asqueroso pañuelo que ha
estado en el suelo de mi habitación... ¡Puf!»
Llegó al café de pésimo humor. Empezó en seguida una
partida de billar y esto le alegró un poco. Jugó otra partida y
contó que Dmitri Fiodorovitch Karamazov volvía a tener
dinero, que le había visto en las manos tres mil rublos, que
Mitia se había ido por segunda vez a Mokroie para divertirse
con Gruchegnka. Sus amigos le escucharon con gesto de
grave curiosidad. Incluso interrumpieron el juego.
-¿Tres mil rublos? ¿De dónde los habrá sacado?
Contestando a las preguntas de sus camaradas, dijo que
el dinero se lo había dado la señora de Khokhlakov, cosa que
no creyó nadie.
-¿No habrá desvalijado a su padre?
-¡Tres mil rublos! Eso es muy sospechoso.
-Una vez dijo en voz alta que mataría a su padre. Todos
los que estábamos aquí lo oímos. Y entonces habló de tres
mil rublos.
Piotr Ilitch se mostró lacónico desde este momento. No dijo
nada de la sangre que manchaba la cara y las manos de
Mitia, aunque tuvo la intención de hablar de ello cuando se
dirigía al café. Empezó la tercera partida. Poco a poco fueron
cesando los comentarios sobre Mitia. Cuando esta partida
terminó, Piotr Ilitch dijo que ya estaba cansado de jugar. Dejó
el taco en su sitio y se marchó sin cenac, aunque había
llegado decidido a hacerlo.
Cuando estuvo en la calle, se quedó perplejo. ¿Debía ir a
casa de Fiodor Pavlovitch para enterarse de si había ocurrido
algo? «No -decidió-, no iré a despertar a la gente y a armar
escándalo por una tontería como ésta. ¡Yo no soy al ayo de
Dmitri, demonio!
Ya se dirigía a su casa, de muy mal humor por cierto,
cuando se acordó de Fenia.
-¡Qué tonto he sido! -exclamó mentalmente-. Debí interro-
garla. Así ya lo sabría todo.
Y experimentó un deseo tan vivo de ver a Fenia, de hablar
con ella, de informarse de todo, que a medio camino cambió
de rumbo y se dirigió a casa de la señora de Morozov, donde
vivía Gruchegnka. Al llamar a la puerta, el golpe resonó en el
silencio de la noche, lo que le produjo cierta irritación. Nadie
contestó; todos los habitantes de la casa dormían
profundamente.
-Voy a alarmar a todo el barrio -se dijo.
Esta idea le desagradó; pero Piotr Ilitch, lejos de
marcharse, siguió llamando. Los golpes resonaban en toda la
calle.
-¡Me han de abrir! -exclamó, indignado contra sí mismo y
mientras repetía las llamadas con creciente violencia.

CAPITULO VI
¡AQUÍ ESTOY YO!
Entre tanto, Dmitri Fiodorovitch volaba hacia Mokroie. La
distancia era de unas veinte verstas, y la troika de Andrés
avanzaba tan velozmente, que no tardaría más de hora y
cuarto en llegar al término de su viaje. La rapidez de la carrera
tonificó a Mitia.
Soplaba un fresco vientecillo. El cielo estaba estrellado.
Era la misma noche y tal vez la misma hora en que Aliocha,
tendiendo los brazos sobre la tierra, juraba, exaltado, amarla
siempre.
Mitia sentía una profunda turbación y una viva ansiedad.
Sin embargo, en aquellos momentos sólo pensaba en su
ídolo, al que quería ver por última vez. No tuvo un instante de
duda. Parecerá mentira que aquel celoso no sintiera celos de
aquel personaje recién llegado, de aquel rival surgido
repentinamente. Tal vez no le habría ocurrido lo mismo con
otro rival cualquiera, tal vez la sangre de éste habría
manchado sus manos; pero por aquel primer amante no
sentía odio, celos ni animosidad de ninguna especie. Verdad
es que aún no lo había visto.
«Los dos tienen derecho a amarse, un derecho que nadie
les puede discutir. Es el primer amor de Gruchegnka. Han
transcurrido cinco años y ella no lo ha olvidado. Por lo tanto,
durante este tiempo, Gruchegnka sólo lo ha amado a él. ¿Por
qué habré venido a interponerme entre ellos?... ¡Apártate,
Mitia! ¡Deja el camino libre! Por otra parte, todo ha terminado
ya, todo habría terminado aunque ese oflcial no hubiera
existido.»
En estos términos había expresado sus sensaciones si
hubiera podido razonar. Pero no estaba en condiciones de
discurrir. Su resolución había sido espontánea. La había
concebido y adoptado con todas sus consecuencias cuando
Fenia había empezado a explicarle lo sucedido. Sin embargo,
experimentaba una turbación dolorosa: aquella resolución no
le había devuelto la calma. Lo atormentaban demasiados
recuerdos. En algunos momentos esto le parecía
incomprensible. Él mismo había escrito su sentencia: «Me
castigo, expío» ... El papel estaba en un bolsillo de su
chaleco; la pistola, cargada. Había decidido terminar al día
siguiente, cuando los primeros rayos de «Febo, el de los
cabellos de oro», iluminaran la tierra. Pero no podía borrar su
abrumador pasado, y esta idea lo desesperaba. Hubo un
momento en que tuvo la tentación de detener el coche, bajar,
sacar la pistola y acabar de una vez, sin esperar a que llegase
el día. Pero fue una idea fugaz. La troika devoraba kilómetros,
y cuanto más se acercaba al final del viaje, más enteramente
se apoderaba del corazón de Mitia el recuerdo de Gruchegn-
ka, desterrando de su mente todos los pensamientos tristes.
Anhelaba verla aunque fuese desde lejos.
«Veré -se decía- cómo se porta ahora con él, con su
primer ampr. No necesito más.»
Nunca había amado tanto a aquella mujer fatal. Era un
sentimiento riuevo, jamás experimentado, que iba desde la
imploración, hasta el deseo de desaparecer ante ella.
-¡Y desapareceré! -profirió de pronto, como soñando.
Hacia ya una hora que habían partido. Mitia callaba.
Andrés, aunque era hablador, no había dicho palabra. Se
limitaba a estimular a sus caballos bayos, flacos, pero
animosos.
De pronto, Mitia exclamó, profundamente inquieto:
-¿Y si están durmiendo, Andrés?
No había pensado en esta posibilidad.
-No sería extraño, Dmitri Fiodorovitch.
Mitia frunció el ceño. Mientras él viajaba con los más
nobles sentimientos, los otros dormían tranquilamente...
Incluso ella..., y, a lo mejor, con él. La cólera hervía en su
corazón.
-¡Corre, Andrés! ¡Fustiga a los caballos!
-Podría ser que no se hubieran acostado todavía -dijo An-
drés tras una pausa-. Hace un momento, Timoteo ha dicho
que había allí mucha gente.
-¿En la posta?
-No, en el parador de los Plastunov.
-Mucha gente. ¿Pero qué gente?
La inesperada noticia había afectado profundamente a
Mitia. -Según Timoteo, todos son señores. Dos de la ciudad,
que no sé quiénes son; dos forasteros, y me parece que otro.
Creo que están jugado a las cartas.
-¿A las cartas?
-Por eso le digo tal vez que estén despiertos. No deben de
ser más de las once.
-¡Fustiga, Andrés, fustiga! -insistió Mitia, nervioso.
Nuevo silencio. Al fin, dijo Andrés:
-Quisiera hacerle una pregunta, señor. Pero temo que se
moleste.
-Habla.
-Hace un momento, Fedosia Marcovna le ha pedido de ro-
dillas que no haga ningún daño a su señorita ni a otra
persona; pero veo que no me parece usted muy dispuesto a
hacer lo que Fedosia desea. Perdóneme, señor, si mi
conciencia me ha llevado a decir una tontería.
Mitia lo aferró con violencia por los hombros.
-Tú eres el cochero, ¿no?
-Sí.
-Entonces debes saber que es necesario dejar el camino
libre. Porque sea uno cochero y quiera pasar, no tiene ningún
derecho a atropellar a la gente. No, cochero, no hay que
atropellar a nadie, no hay que destrozar las vidas ajenas. Si tú
lo has hecho, si tú has roto la vida de alguien, castígate a ti
mismo, ¡vete de este mundo!
Mitia hablaba con exaltación inaudita. A pesar de su
asombro, Andrés siguió conversando.
-Tiene usted toda la razón, Dmitri Fiodorovitch. No hay que
hacer daño a nadie. Y tampoco a los animales, ya que
también son criaturas de Dios. Pongamos los caballos como
ejemplo. Hay cocheros que los maltratan brutalmente. No hay
freno para su crueldad. Llevan una marcha infernal.
-¡Infernal! -exclamó Mitia lanzando una repentina carcaja-
da, y, cogiendo de nuevo al cochero por los hombros, añadió-:
Dime, Andrés, alma sencilla: ¿crees que Dmitri Fiodorovitch
Karamazov irá al infierno?
-No lo sé. Eso depende de usted... Oiga, señor: cuando
murió el Hijo de Dios en la cruz, se fue derecho al infierno y
libertó a todos los condenados. Y el demonio gimió ante la
idea de que ya no iría al infierno ningún pecador. Entonces
Nuestro Señor le dijo: «No te lamentes; albergarás grandes
señores, políticos de altura, jueces, personas opulentas.
Como siempre. Y así será hasta que Yo vuelva.» Éstas fueron
sus palabras.
-Bonita leyenda popular. ¡Fustiga al caballo de la izquierda!
-Ya sabe, señor, quiénes están destinados al infierno. A
usted le miramos como a un niño pequeño. Es usted un
hombre violento, pero Dios le perdonará por su simplicidad.
-¿Me perdonarás también tú, Andrés?
-¿Yo? Usted no me ha hecho nada.
-No me entiendes. Digo que si me perdonas tú solo en
nombre de todos..., ahora, en el camino... Contesta, alma
sencilla.
-¡Oh señor; qué cosas tan raras dice! Me da usted miedo.
Mitia ni siquiera lo oyó. Exaltado, siguió diciendo:
-Señor, recíbeme con toda mi iniquidad; no me juzgues.
Permíteme pasar sin juicio, pues ya me he condenado yo
mismo; no me juzgues, Dios mío, porque te amo. Soy vil, pero
te amo. Incluso desde el infierno, si me envías allí, proclamaré
este amor eternamente. Pero déjame terminar de querer aquí
abajo..., sólo durante cinco horas más, hasta la salida de tu
sol... Adoro a la reina de mi alma; es un amor que no puedo
acallar. Tú me ves enteramente, tal como soy. Caeré de
rodillas ante ella y le diré: «Tienes razón en querer seguir tu
camino. Adiós; olvida a tu víctima; no te inquietes lo más
mínimo por mí.»
-¡Makroie! -gritó Andrés señalando el pueblo con el látigo.
En medio de la oscuridad de la noche se percibía la masa
negra de las casas, que ocupaban una extensión
considerable. Makroie tenía dos mil habitantes, pero a aquella
hora el pueblo dormía. Sólo algunas luces dispersas
taladraban las sombras.
-¡De prisa, Andrés; estamos llegando! -exclamó Mitia, defi-
rante.
Andrés señaló el parador de los Plastunov, situado a la
entrada del pueblo y cuyas seis ventanas, que daban a la
calle, estaban iluminadas.
-Allí hay gente despierta -dijo.
-¡Sí, gente despierta! -afirmó Mitia, cada vez más
excitado-. ¡Haz mucho ruido, Andrés! ¡A galope! ¡Que se
oigan los cascabeles! ¡Que todo el mundo sepa que llego yo!
¡Yo, yo en persona!
Acuciado por Andrés, la troika empezó a galopar y llegó
con gran ruido al pie del pórtico del parador, donde el cochero
detuvo a los rendidos caballos.
Mitia se apeó de un salto. En este preciso momento, el
dueño del parador, que iba a acostarse, se asomó para ver
quién llegaba con tanta prisa.
Aunque había amasado ya una fortuna, Trifón Borisytch se
aprovechaba de la alegre generosidad de los diáipadores.
Recordaba que el mes anterior había ganado en un solo día
trescientos rublos gracias a una de las francachelas de Dmitri
Fiodorovitch con Gruchegnka. De aquí que ahora lo recibiera
con alegría y servil amabilidad: presentía un nuevo negocio al
ver la resolución con que Mitia se había dirigido a la entrada
del parador.
-Dígame, Dmitri Fiodorovitch, ¿a qué se debe el honor de
tenerlo de nuevo entre nosotros?
-Un momento, Trifón Borisytch. Ante todo quiero saber
dónde está ella.
Trifón le dirigió una mirada penetrante. Comprendió la pre-
gunta.
-Se refiere a Agrafena Alejandrovna, ¿verdad? Está aquí.
-¿Con quién?
-Con varios viajeros... Uno de ellos es un funcionario
polaco. Se deduce de su modo de hablar. Éste debe de haber
sido el que la ha hecho venir. Hay otro que, al parecer, es su
compañero de viaje. Son todos muy correctos.
-¿Es gente rica? ¿Están de francachela?
-No, Dmitri Fiodorovitch.
-¿Quiénes son los demás?
-Dos señores de la ciudad, que se han detenido aquí al
regresar de Tchernaia. El más joven es pariente del señor
Miusov. No me acuerdo de su nombre. Al otro debe de
conocerlo usted. Es el señor Maximov, ese propietario que fue
en peregrinación al monasterio de la localidad en que usted
vive.
-¿Eso es todo?
-Eso es todo.
-No necesito más, Trifón Borisytch. Ahora dígame: ¿qué
hace ella?
-Acaba de llegar y está con ellos.
-¿Está contenta? ¿Se ríe?
-No; más que contenta, parece aburrida... Hace un
momento acariciaba el pelo del más joven.
-¿Del polaco? ¿Del oficial?
-Ese no es joven ni oficial. No, no me refiero a él, sino al
sobrino de Miusov. No recuerdo cómo se llama.
-¿Kalganov?
-Eso es: Kalganov.
-Bien, ya veremos lo que hago. ¿Están jugando a las
cartas?
-Han jugado. Después han tomado té. El funcionario ha
pedido licores.
-Con eso basta, Trifón Borisytch; con eso basta, querido.
Ya veré lo que decido. ¿Hay cíngaros?
-No se ven por ninguna parte, Dmitri Fiodorovitch. Las
autoridades los han expulsado. Pero hay judíos que tocan la
cítara y el violin. Aunque es tarde, los puedo llamar.
-Eso: hazlos venir. Y que se levanten las chicas. Sobre
todo, María, pero también Irene y Stepanide. Hay doscientos
rublos para el coro.
-Por doscientos rublos sería yo capaz de traerle al pueblo
entero, aunque todo el mundo está durmiendo a estas horas.
Pero no vale la pena malgastar el dinero por semejantes
brutos. Usted repartió cigarros entre nuestros mozos, y ahora
apestan, los muy bribones. En cuanto a las muchachas, están
llenas de piojos. Prefiero hacer levantar gratis a las mías, que
acaban de acostarse. Las despertaré a puntapiés, y ellas le
contarán todo lo que usted quiera. ¡A quien se le diga que dio
champán a los mendigos...!
Trifón Borisytch no tenía queja de Mitia. La vez anterior le
había escamoteado media docena de botellas de champán y
se guardó un billete de cien rublos que vio abandonado sobre
la mesa.
-¿Recuerda, Trifón Borisytch, que la otra vez me gasté
más de mil rublos?
-¿Cómo no me he de acordar? Contando todas las visitas,
usted se ha dejado aquí lo menos tres mil rublos.
-Pues bien, con una cantidad igual vengo esta vez. Mira.
Y puso ante los ojos de Trifón Borisytch su fajo de billetes
de banco.
-Y oye lo que voy a decirte: dentro de una hora llegarán
toda clase de provisiones, vinos y golosinas. Tendrás que
llevar todo esto arriba. En el coche traigo una caja. La
abriremos en seguida, para que todo el mundo beba
champán. Y, sobre todo, que no falten las chicas. María es la
primera que debe venir.
Sacó de debajo del asiento del coche la caja de las
pistolas.
-Aquí tienes tu dinero, Andrés: quince rublos por el viaje y
cincuenta de propina por tu buen servicio. Así te acordarás
siempre del infantil Karamazov.
-Me da miedo, señor. Cinco rublos de propina son más que
suficientes. No tomaré ni un céntimo más. Trifón Borisytch
será testigo. Perdóneme estas necias palabras, pero...
-¿De qué tienes miedo? -le dijo Mitia mirándolo de pies a
cabeza-. ¡Bien, ya que así lo quieres, toma y vete al diablo!
Le arrojó cinco rublos.
-Y ahora, Trifón Borisytch, llévame a un sitio desde donde
pueda ver sin que me vean. ¿Dónde están? ¿En la habitación
azul?
Trifón Borisytch miró a Mitia con inquietud, pero al fin
decidió obedecerle. Lo condujo al vestlbulo, luego entró solo
en una habitación inmediata a la que ocupaban sus clientes y
retiró la bujía. Hecho esto, introdujo a Mitia y lo colocó en un
rincón, desde donde podía observar al grupo sin ser visto.
Pero a Mitia no le fue posible estar observando mucho tiempo.
Apenas vio a Gruchegnka, su corazón se desbocó y se nubló
su vista. La joven estaba sentada en un sillón cerca de la
mesa. A su lado, en el canapé, el joven y encantador
Kalganov. Gruchegnka tenía en la suya la mano de Kalganov
y reía, mientras él hablaba, sin mirarla, con Maxilnov, que
ocupaba otro asiento frente a la joven. En el canapé estaba él,
y a su lado, en una silla, había otro hombre. El del canapé
fumaba en pipa. Era de escasa estatura, pero fornido, de cara
ancha y semblante adusto. Su compañero pareció a Dmitri un
hombre de altura considerable... Pero Mitia no pudo seguir
mirando. Le faltaba la respiración. No estuvo en su rincón más
de un minuto. Dejó la caja de las pistolas sobre la cómoda y,
con el corazón destrozado, pasó a la habitación azul.
Gruchegnka profirió un grito ahogado. Fue la primera que
lo vio.

CAPITULO VII
EL DE ANTAÑO
Mitiá se acercó a la mesa a grandes zancadas.
-Señores -empezó a decir en voz muy alta, pero tartamu-
deando a cada palabra-, yo... Bueno, no pasará nada; no
tengan miedo.
Se volvió hacia Gruchegnka, que se había inclinado sobre
Kalganov, aferrándose a su brazo, y repitió:
-Nada, no pasará nada... Voy de viaje... Me marcharé
mañana, apenas se levante el día... Señores, ¿me permiten
ustedes que permanezca en esta habitación, haciéndoles
compañía; sólo hasta mañana por la mañana?
Dirigió estas últimas palabras al personaje sentado en el
canapé. Éste retiró lentamente la pipa de su boca y dijo con
grave expresión:
-Panie , esto es una reunión particular. Hay otras habita-
ciones.
-¡Pero si es Dmitri Fiodorovitch! -exclamó Kalganov-. ¡Bien
venido! ¡Siéntese!
-¡Buenas noches, mi querido amigo! -dijo Mitia al punto,
rebosante de alegría y tendiéndole la mano por encima de la
mesa-. ¡Siempre he sentido por usted la más profunda estima-
ción!
Kalganov profirió un «¡Ay!» y exclamó riendo:
-¡Me ha hecho usted polvo los dedos!
-Así debe estrecharse la mano -dijo Gruchegnka con un
esbozo de sonrisa.
La joven había deducido de la actitud de Mitia que éste no
armaría escándalo, y lo observaba con una curiosidad no
exenta de inquietud. Había en él algo que la sorprendia.
Nunca habría creido que se condujera de aquel modo.
-Buenas noches -dijo con empalagosa amabilidad el
terrateniente Maximov.
Mitia se volvió hacia él.
-¿Usted aquí? ¡Encantado de verle!... Escúchenme,
señores...
Se dirigía otra vez al pan de la pipa, por considerarlo el
principal personaje de la reunión.
-Señores, quiero pasar mis últimas horas en esta
habitación, donde he adorado a mi reina... ¡Perdóneme,
panie!... Vengo aquí después de haber hecho un juramento...
No teman. Es mi última noche... ¡Bebamos amistosamente,
panie!... Nos traerán vino. Yo he traído esto...
Sacó el fajo de billetes.
-¡Quiero música, ruido...! Como la otra vez... El gusano
inútil que se arrastra por el suelo va a desaparecer... ¡No
olvidaré este momento de alegría en mi última noche!...
Se ahogaba. Su deseo era decir muchas cosas, pero sólo
profería extrañas exclamaciones. El pan, impasible, miraba
alternativamente a Mitia con su fajo de billetes y a
Gruchegnka. Estaba perplejo. Empezó a decir:
-Jezeli powolit moja Krôlowa....
Pero Gruchegnka lo atajó:
-Me crispa los nervios oír esa jerga... Siéntate, Mitia. ¿Qué
cuentas? Te suplico que no me asustes. ¿Me lo prometes?
¿Si? Entonces me alegro de verte.
-¿Yo asustarte? -exclamó Mitia levantando los brazos-.
Tienes el paso libre. No quiero ser un obstáculo para ti.
De pronto, inesperadamente, se dejó caer en una silla y se
echó a llorar, de cara a la pared y asido al respaldo.
-¿Otra vez la misma canción? -dijo Gruchegnka en son de
reproche-. Así se presentaba en mi casa, y me dirigía
discursos en los que yo no entendía nada. Ahora vuelve a las
andadas... ¡Qué vergüenza! Si hubiera motivo...
Dijo estas últimas palabras subrayándolas y en un tono
enigmático.
-¡Pero si no lloro! -exclamó Mitia-. ¡Buenas noches, seño-
res! -añadió volviendo la cabeza. Y se echó a reír; pero no con
su risa habitual, sino con una amplia risa nerviosa y que lo
sacudía de pies a cabeza.
-Quiero verte contento -dijo Gruchegnka-. Me alegro de
que hayas venido. ¿Oyes, Mitia? Me alegro mucho. -Y añadió
imperiosamente, dirigiéndose al personaje que estaba en el
canapé-: Quiero que se quede con nosotros; lo quiero, y si él
se marcha, me marcharé yo también -terminó con ojos
centelleantes.
-Los deseos de mi reina son órdenes para mí -declaró el
pan besando la mano de Gruchegnka. Y añadió gentilmente,
dirigiéndose a Mitia-: Ruego al pan que permanezca con no-
sotros.
Dmitri estuvo a punto de soltar una nueva parrafada, pero
se contuvo y dijo solamente:
-¡Bebamos, panie!
Todos se echaron a reir.
-Creí que nos iba a enjaretar un nuevo discurso -dijo Gru-
chegnka-. Oye, Mitia; quiero que estés tranquilo. Has hecho
bien en traer champán. Yo beberé. Detesto los licores. Pero
todavía has hecho mejor en venir en persona, pues esto es un
funeral. ¿Has venido dispuesto a divertirte?... Guárdate el
dinero en el bolsillo. ¿De dónde lo has sacado?
Los estrujados billetes que Mitia tenía en la mano llamaban
la atención, sobre todo a los polacos. Se los guardó
rápidamente en el bolsillo y enrojeció. En este momento
apareció Trifón Borisytch con una bandeja en la que había
una botella descorchada y varios vasos. Mitia cogió la botella,
pero estaba tan confundido, que no supo qué hacer. Kalganov
llenó por él los vasos.
-¡Otra botella! -gritó Mitia a Trifón Borisytch.
Y olvidándose de chocar su vaso con el del pan, al que tan
solemnemente había invitado a beber, se lo llevó a la boca y
lo vació. Su semblante cambió inmediatamente: de solemne y
trágico se convirtió en infantil. Mitia se humillaba, se rebajaba.
Miraba a todos con timida alegría, con risitas nerviosas, con la
gratitud de un perro que ha obtenido el perdón tras una falta.
Parecía haberlo olvidado todo y reía continuamente, con los
ojos fijos en Gruchegnka, a la que se había acercado.
Después observó a los dos polacos. El del canapé lo
sorprendió por su aire digno, su acento y -esto sobre todo- por
su pipa. «Bueno, ¿qué tiene de particuar que fume en pipa?»,
pensó. Y le parecieron naturales el rostro un tanto arrugado
del pan, ya casi cuadragenario, y su minúscula naricilla en-
cuadrada por un fino y alargado bigote teñido que le daba una
expresión impertinente. Ni siquiera dio importancia a la peluca
confeccionada torpemente en Siberia y que le cubría
grotescamente las sienes. «Sin duda es la peluca que
necesita», se dijo.
El otro pan era más joven. Sentado cerca de la pared, los
miraba a todos con semblante provocativo y escuchaba las
conversaciones con desdeñoso silencio. Éste sólo sorprendió
a Mitia por su elevada talla, que contrastaba con la del pan
sentado en el canapé. Dmitri se dijo que este gigante debía de
ser amigo y acólito del pan de la pipa, algo así como su
guardaespaldas, y que el pequeño mandaba en el mayor. El «
perro» no sentía ni sombra de celos. Aunque no había
comprendido el tono enigmático empleado por Gruchegnka,
notaba que lo había perdonado, ya que lo trataba
amablemente. Al verla beber, se asombraba alegremente de
su resistencia. El silencio general lo sorprendió. Paseé una
mirada interrogadora por toda la concurrencia. «¿Qué
esperamos? ¿Por qué estamos sin hacer nada?», parecía
preguntar.
-Este viejo chocho nos divierte -dijo de pronto Kalganov
señalando a Maximóv, como si leyera el pensamiento de
Mitia.
Dmitri los miró a los dos. Después se echó a reir con su
risa seca y entrecortada.
-¿De veras?
-Palabra. Pretende que todos nuestros caballeros de los
«años veinte» se casaron con polacas. Es absurdo, ¿verdad?
-¿Con polacas? -dijo Mitia, encantado.
Kalganov no tenía la menor duda acerca de las relaciones
de Mitia con Gruchegnka y adivinaba las del pan; pero esto no
le interesaba lo más mínimo. Todo su interés se concentraba
en Maximov. Había llegado al parador casualmente y en él
había trabado conocimiento con los polacos. Estuvo en una
ocasión en casa de Gruchegnka, a la que no fue simpático.
Aquella noche, la joven se había mostrado cariñosa con él
antes de la llegada de Mitta, pero sin conseguir interesarlo.
Kalganov tenía veinte años, vestía con elegancia y su cara
era simpática y agradable. Poseía un hermoso cabello rubio y
unos bellos ojos azules, de expresión pensativa, a veces
impropia de su edad, aunque su conducta podía calificarse de
infantil en más de una ocasión, cosa que, por cierto, no le
inquietaba. Era un muchacho un tanto extraño y caprichoso,
pero siempre amable. A veces, su semblante adquiría una
expresión de ensimismamiento; escuchaba y miraba al que
hablaba con él como absorto en profundas meditaciones. Tan
pronto se mostraba débil a indolente como se excitaba por la
causa más fútil.
-Lo llevo a remolque desde hace cuatro días -continuó Kal-
ganov, recalcando las palabras, pero sin la menor fatuidad-.
Desde que su hermano, el de usted, no le permitió subir al
coche. ¿Se acuerda? Me interesé por él y lo traje al campo.
Pero no dice más que tonterías. Sólo de oírlo se avergüenza
uno. Voy a devolverlo...
-Pan polskiej pani nie widzial, y dice cosas que no son cier-
tas -dijo el pan de la pipa.
-Pero he tenido una esposa polaca -replicó Maximov
echándose a reír.
-Lo importante es que sepamos si ha servido en la
caballería -dijo Kalganov-. De eso debe usted hablar.
-Tiene razón. ¡Diga, diga si ha servido en la caballería!
-exclamó Mitia, que era todo oídos y miraba a los
interlocutores como si esperase que de sus labios salieran
palabras maravillosas.
-No, no -dijo Maximov volviéndose hacia él-; yo quiero
hablar de esas panienki que, apenas bailan una mazurca con
un ulano, se sientan en sus rodillas como gatas blancas, con
el consentimiento de sus padres. AI día siguiente, el ulano va
a pedir la mano de la joven, y ya está hecha la jugarreta. ¡Ja,
ja!
-Pan lajdak -gruñó el pan de alta estatura cruzando las
piernas.
Mitia sólo se fijó en su enorme y bruñida bóta de suela
gruesa y sucia. Los dos polacos tenían aspecto de ser poco
limpios.
-¡Llamarle miserable! -exclamó Gruchegnka irritada-. ¿Es
que no saben hablar sin insultar?
-Pan¡ Agrippina, este pan sólo ha conocido en Polonia
muchachas de baja condición, no señoritas nobles.
-Mozesz a to rachowac -dijo despectivamente el pan de
largas piernas.
-¿Otra vez? -exclamó Gruchegnka-. Déjenle hablar. Dice
cosas que tienen gracia.
-Yo no impido hablar a nadie, pani -dijo el pan de la
peluca, acompañando sus palabras de una mirada expresiva.
Y siguió fumando.
Kalganov se acaloró de nuevo, como si se estuviera
tratando de un asunto importante.
-El pan tiene razón. ¿Cómo puede hablar Maximov no ha-
biendo estado en Polonia? Porque usted no se casó en
Polonia, ¿verdad?
-No. Me casé en la provincia de Esmolensco. Mi prometida
había llegado antes que yo, conducida por un ulano y
acompañada de su madre, una tía y otro pariente que tenía un
hijo ya crecido. Todos eran polacos de pura cepa. El ulano me
la cedió. Era un oficial joven y gallardo. Había estado a punto
de casarse con ella, pero se volvió atrás al advertir que la
joven era coja.
-Entonces, ¿se casó usted con una coja? -exclamó Kal-
ganov.
-Si. Los dos me ocultaron el defecto. Yo creía que andaba
a saltitos llevada de su alegría.
-¿De su alegría de casarse? -preguntó Kalganov.
-Si. Pero los saltitos obedecían a otras razones muy
diferentes. Tan pronto como nos hubimos casado, aquella
misma tarde, me lo confesó todo y me pidió perdón. Al saltar
un charco siendo niña, se cayó y se quedó coja. ¡Ji, ji!
Kalganov se echó a reír como un niño, dejándose caer en
el canapé. Gruchegnka se reía también de buena gana. Mitia
estaba alborozado.
-Ahora no miente -dijo Kalganov a Mitia-. Se ha casado
dos veces y lo que ha contado se refiere a la primera mujer.
La segunda huyó y todavía vive. ¿Lo sabía usted?
-¿Es verdad eso? -dijo Mitia, volviéndose hacia Maximov
con un gesto de sorpresa.
-Sí, tuve ese disgusto. Se escapó con un moussié. Antes
había conseguido que pusiera mis bienes a su nombre. Me
dijo que yo era un hombre instruido y que me sería fácil hallar
el modo de ganarme la vida. Y entonces me plantó. Un
respetable eclesiástico me dijo un día, hablando de esto: «Tu
primera mujer cojeaba; la segunda tenía los pies demasiado
ligeros.» ¡Ji, ji!
-Sepan ustedes -dijo Kalganov con vehemencia- que si
miente lo hace únicamente para divertir a los que le escuchan.
No hay en ello ningún bajo interés. A veces incluso lo aprecio.
Es un botarate, pero también un hombre franco. Tengan esto
en cuenta. Otros se envilecen por interés; él lo hace
espontáneamente... Les citaré un ejemplo. Pretende ser un
personaje de Almas muertas, de Gogol. Como ustedes
recordarán, en esa obra aparece el terrateniente Maximov,
que es azotado por Nozdriov, el cual es acusado «de agresión
con vergajos al propietario Maximov, en estado de
embriaguez». Dice que se trata de él y que lo azotaron. Pero
esto no es ptisible. Tchitchikov viajaba en mil ochocientos
treinta a lo sumo. De modo que las fechas no concuerdan. En
esa época no pudo ser azotado Maximov.
La inexplicable exaltación de Kalganov era sincera. Mitia,
también con toda franqueza, opinó:
-De todos modos, si lo azotaron...
Se echó a reir.
-No es que me azotaran en realidad -dijo Maximov-. Pero
fue como si me azotasen.
-¿Qué quiere usted decir? ¿Lo azotaron o no?
-Ktora godzina, panie? -preguntó con un gesto de hastío el
pan de la pipa al pan de largas piernas.
Éste se encogió de hombros. Ninguno de los reunidos
llevaba reloj.
-Dejen hablar a los demás -dijo Gruchegnka en tono
agresivo-. Que ustedes no quieran decir nada no es razón
para que pretendan hacer callar a los otros.
Mitia empezaba a comprender. El pan repuso, esta vez
con franca irritación:
-Pani, ja nic nie mowie przeciw, nic nie powiedzilem.
-Bien. Continúe -dijo el joven a Maximov-. ¿Por qué se de-
tiene?
-¡Pero si no tengo nada que decir! -exclamó Maximov,
halagado y fingiendo una modestia que estaba muy lejos de
sentir-. Son tonterías. En Gogol, todo es alegórico, y los
nombres, falsos. Nozdriov no se llama así, sino Nossov.
Kuvchinnikov tiene un nombre que no se parece en nada al
suyo, que es Chkvorniez. Fenardi se llama así, pero no es
italiano, sino ruso. La señorita Fenardi está encantadora con
sus mallas y su faldita de lentejuelas, y, desde luego, hace
muchas piruetas, pero no durante cuatro horas, sino durante
cuatro minutos... ¡Y todo el mundo encantado!
Kalganov bramó:
-¿Pero por qué lo azotaron?
-Por culpa de Piron -repuso Maximov.
-¿Qué Piron? -preguntó Mitia.
-El famoso escritor francés. Bebimos con otros hombres en
una taberna. Me habían invitado y empecé a recordar
epigramas. «¡Hola, Boileau! ¡Qué traje tan raro llevas!»
Boileau responde que va a un baile de máscaras, es decir, al
baño, ¡ji, ji!, y mis oyentes tomaron esto como una alusión. Me
apresuré a citar otro pasaje, mordaz y que todas las personas
instruidas conocen:
»Tú eres Safo y yo Faon, desde luego,
pero, y a fe que me pesa,
del mar ignoras el camino.

»Entonces se sintieron aún más ofendidos y empezaron a


decirme estupideces. Lo peor fue que yo, queriendo arreglar
las cosas, les conté que Piron, que no había conseguido que
lo nombraran miembro de la Academia, hizo grabar en la losa
de su tumba, para vengarse, este epitafio:

»Aquí yace Piron, que no fue nada,


ni siquiera académico.

»Entonces fue cuando me azotaron.


-¿Pero por qué?
-Por lo mucho que sé. Hay numerosos motivos para azotar
a un hombre -terminó Maximov, sentencioso.
-Basta de tonterías -dijo Gruchegnka-. Estoy ya harta. ¡Y
yo que creía que iba a divertirme!
Mitia, asustado, dejó de reír. El pan de las piernas largas
se levantó y empezó a ir y venir por la habitación, con la
arrogancia del hombre que se aburre con una compañía que
no es de su agrado.
-¡Qué modo de andar! -comentó Gruchegnka despectiva-
mente.
Mitia se sintió inquieto. Además, había observado que el
pan de la pipa lo observaba con un gesto de irritación.
-¡Panie, bebamos! -exclamó.
Invitó también al que paseaba y llenó de champán tres
vasos.
-¡Por Polonia, panowie; bebo por vuestra Polonia!
-Bardzo mi to milo, panie, wypijem -dijo el pan de la pipa,
jactancioso pero amable.
-Que beba también el otro pan. ¿Cómo se llama? Toma un
vaso, Jasnie Wielmozny .
-Pan Wrublewski -dijo el otro.
Pan Wrubleski se acercó a la mesa contoneándose.
-¡Por Polonia, panowie! ¡Hurra! -exclamó Mitia levantando
su vaso.
Bebieron y Mitia llenó de nuevo los tres vasos.
-Ahora por Rusia, panowie, y considerémonos hermanos.
-Dame un vaso -dijo Gruchengka-. Quiero beber por Rusia.
-Y yo también -intervino Maximov-. Yo también quiero
beber por la abuelita.
-Beberemos todos a su salud -exclamó Mitia-. ¡Hostelero,
otra botella!
Éste trajo las tres botellas que quedaban.
-¡Por Rusia! ¡Hurra!
Todos bebieron menos los panowie. Gruchegnka vació su
vaso de un trago.
-¿Qué hacen ustedes, panowie?
Pan Wrublewski levantó su vaso y dijo con voz aguda:
-¡Por Rusia en sus límites de mil setecientos setenta y dos!
-O te bardzo picknie! -aprobó el otro pan.
Bebieron los dos.
-¡Son ustedes unos imbéciles, panowie! -estalló Mitia.
-Panie! -exclamaron los dos polacos irguiéndose como
gallos.
El más indignado era pan Wrublewski.
-Ale nie moznomice slabosc do swego kraju?.
-¡Silencio! ¡No quiero riñas! -exclamó enérgicamente Gru-
chegnka dando con el pie en el suelo.
Tenía la cara encendida y los ojos llameantes. La bebida
había hecho efecto. Mitia se asustó.
-Perdónenme, panowie. Toda la culpa es mía. Pan
Wrublewski, no lo volveré a hacer.
-¡Calla y siéntate, imbécil! -ordenó Gruchegnka.
Todos se sentaron y se estuvieron quietos.
-Señores -dijo Mitia, que no había comprendido la salida
de Gruchegnka-, yo he sido el culpable de todo... Bueno, ¿qué
vamos a hacer para divertirnos?
-Verdaderamente, esto es un aburrimiento -dijo Kalganov
con un gesto de hastio.
-¿Y si volviéramos a jugar a las cartas? ¡Ji, ji!
-Bien pensado -dijo Mitia-. Si les parece bien a los pa-
nowie...
-Pozno, panie -repuso, fastidiado, el pan de la pipa.
-Tiene razón -apoyó pan Wrublewski.
-¡Qué compañeros tan fúnebres! -exclamó Gruchegnka-.
Emanan aburrimiento y quieren imponerlo a los demás. Antes
de tu llegada, Mitia, no han despegado los labios. Lo único
que hacían era darse importancia.
-Mi diosa -repuso el pan de la pipa-, co mowisz to sie sta-
nie. Widze nielaskie, jestem smutny.
Y dijo a Mitia:
-Jestem gotow.
-Empecemos, panie -dijo Dmitri sacando el fajo de billetes
y separando de él dos de cien rublos que depositó en la
mesa-. Quiero que gane usted mucho dinero. Tome las cartas:
usted tiene la banca.
-Debemos jugar con la baraja de la casa -dijo el pan de
escasa estatura.
-To najlepsz y sposob -aprobó el pan Wrublewski.
-De acuerdo, con la baraja de la casa. Eso está bien
pensado, panowie. ¡Un juego de cartas, Trifón Borisytch!
Éste trajo una baraja, empaquetada y sellada, y anunció a
Mitia que habían llegado varias chicas, que los judíos estaban
a punto de llegar, pero que del coche de las provisiones no se
tenía noticia. Mitia se apresuró a pasar a la habitación vecina
para dar las órdenes. Sólo habían llegado tres muchachas,
entre las que no figuraba María. Aturdido, sin saber qué hacer,
dijo que se repartieran entre las chicas las golosinas de la
caja.
-¡Y déle vodka a Andrés! -añadió-. Lo he ofendido.
Maximov, que lo había seguido, lo tocó en el hombro y
murmuró:
-Présteme cinco rubios. Quiero jugar. ¡Ji, ji!
-Bien. Toma diez. Si pierdes, vuelve a recurrir a mí.
-De acuerdo -murmuró alegremente Maximov dirigiéndose
a la sala.
Mitia llegó poco después, excusándose de haberse hecho
esperar. Los panowie se habían sentado ya y habían abierto
el paquete de las cartas. Tenían un aspecto más amable y
alegre. El pan de baja estatura había vuelto a cargar su pipa y
se disponía a barajar. En su rostro habja un algo solemne.
-Na miejsca, panowie! -exclamó el pan Wrublewski.
-Yo no juego -dijo Kalganov-. Antes he perdido cincuenta
rublos.
-El pan ha tenido mala suerte -dijo el pan de la pipa-, pero
su fortuna puede cambiar.
-¿Cuánto hay en la banca? -preguntó Mitia.
-Slucham, panie, moze sto, moze dwiescie; en fin, todo lo
que usted quiera jugarse.
-¡Un millón! -exclamó Mitia echándose a reír.
-Sin duda, el capitán ha oído hablar del pan Podwysocki.
-¿De qué Podwysocki?
-Una casa de juego en Varsovia. La banca acepta todas
las apuestas. Llega Podwysocki. Ve miles de monedas de oro.
Se dispone a jugar. El banquero le dice:
»-Panie Podwysocki, ¿va a jugar con oro o na honor?
»-Na honor, panie -responde Podwysocki.
»-Mejor.
»Empieza el juego. Podwysocki gana y empieza a recoger
las monedas de oro.
»-Espere, panie -dice el banquero.
»Abre un cajón y entrega un millón a Podwysocki.
»-Tenga. Esto es lo que ha ganado.
»La banca era de un millón.
»-No sabía lo que había en la banca -dice Podwysocki.
»-Panie Podwysocki: los dos hemos jugado na honor.
»Y Podwysocki toma el millón.
-Eso no es verdad -dijo Kalganov.
-Panie Kalganov, w slachetnoj kompanji tak mowic
nieprzystoi.
-Un jugador polaco no da un millón así como así -dijo Mitia.
Pero rectificó en seguida-: Perdón, panie. De nuevo he dicho
una tontería. Desde luego que dará un millón na honor, por el
honor polaco. Diez rublos a la sota.
-Y yo un rublo a la dama de copas, la pequeña y linda
panienka -dijo Maximov, y, acercándose a la mesa, hizo
disimuladamente la señal de la cruz.
Mitia ganó; Maximov también.
-¡Doblo! -exclamó Dmitri.
-Y yo me juego otro rublo, otro insignificante rublo -dijo en
voz baja y con acento satisfecho Maximov, tras haber ganado.
-¡Pierdo! -exclamó Mitia-. ¡Doblo otra vez!
Y perdió de nuevo.
-¡No juegue más! -dijo de pronto Kalganov.
Pero Mitia siguió doblando y perdiendo. En cambio, el de
los «insignificantes rublos» ganaba siempre.
-Ha perdido usted doscientos rublos -dijo el pan de la
pipa-. ¿Sigue jugando?
-¿Cómo? ¿Doscientos rublos ya? Bueno, van otros dos-
cientos.
Mitia iba a poner los billetes sobre la dama, pero Kalganov
cubrió la carta con la mano.
-¡Basta! -exclamó con su potente voz.
-¿Qué le pasa? -preguntó Mitia.
-¡No lo consiento! ¡No jugará usted más!
-¿Por qué?
-¡Déjelo ya y váyase! ¡No le permitiré que siga jugando!
Mitia lo miró asombrado.
-Sí, Mitia -intervino Gruchegnka en un tono extraño-. Kal-
ganov tiene razón: has perdido demasiado.
Los dos panowie se pusieron en pie, visiblemente
ofendidos.
-Zartujesz, panie? -dijo el pan de menos estatura mirando
severamente a Kalganov.
-Jak pan smisz to robic? -preguntó, también indignado,
Wrublewski.
-¡No griten, no griten! -exclamó Gruchegnka-. ¡Parecen
gallos de pelea!
Mitia los miró a todos, uno a uno. El semblante de
Gruchegnka tenía una expresión que lo sorprendió. Al mismo
tiempo, una idea nueva y extraña acudió a su pensamiento.
-Pani Agrippina! -exclamó el pan de la pipa, rojo de cólera.
Mitia, obedeciendo a una idea repentina, se acercó a él y
le dio un golpecito en el hombro.
-Jasnie Wielmozny, ¿quiere escucharme un segundo?
-Czego checs, panie.
-Pasemos a la antesala. Quiero decirle algo que le
gustará.
El pan rechoncho miró a Mitia con una mezcla de asombro
a inquietud. Sin embargo, aceptó al punto, con la condición de
que el pan Wrublewski le acompañara.
-¿Es tu guardaespaldas? Bien, que venga. Además, su
presencia es necesaria. ¿Vamos, panowie?
Gruchegnka, inquieta, preguntó:
-¿Adónde van?
-Volveremos en seguida -repuso Dmitri.
En su rostro se leía la resolución y el coraje. Tenía un
aspecto muy distinto del que ofrecía al llegar hacia una hora.
Condujo a los panowie no a la habitación de la derecha,
donde estaban las muchachas, sino a un dormitorio en el que
había dos grandes camas, montones de almohadas y multitud
de maletas y baúles. En un rincón, sobre una mesita, ardía
una vela. El pan de la pipa y Mitia se sentaron frente a frente.
El pan Wrublewski se situó junto a ellos, con las manos en la
espalda. Los dos polacos estaban serios y sus semblantes
tenían una expresión de curiosidad.
-Czem mogie panu slut yo? -preguntó el pan de escasa es-
tatura.
-Seré breve, panie. Mire este dinero -y exhibió el fajo de
billetes-. Si quiere tres mil rublos, tómelos y váyase.
El pan lo miró fijamente.
-Tres tysiance, panie?.
Cambió una mirada con Wrublewski.
-Tres mil, panowie, tres mil. Escuche, usted es un hombre
inteligente. Acepte los tres mil rublos y váyase al diablo con
Wrublewski. Pero en seguida, ahora mismo y para siempre.
Saldrá usted por esta puerta. Yo le traeré su abrigo o su
pelliza. Engancharán una troika para usted, y buenas noches.
Mitia esperaba la respuesta, seguro de lo que iba a oír. El
rostro del pan cobró una expresión resuelta.
-¿Dónde está el dinero?
-Aquí, panie. Le daré quinientos rublos por adelantado, y
los dos mil quinientos restantes, mañana, en la ciudad. Le doy
mi palabra de honor de que mañana tendrá ese dinero,
aunque fuera preciso sacarlo de debajo de la tierra.
Los polacos cambiaron una nueva mirada. El rostro del
más bajo cobró una expresión hostil.
-Setecientos, setecientos ahora mismo -dijo Mitia advirtien-
do que la cosa no iba bien-. ¿No se fia de mi, panie? No le
puedo dar los tres mil rublos de una vez. Volvería a su lado
mañana mismo. Por otra parte, no los llevo encima.
Empezó a balbucear. Perdía el valor por momentos.
-Los tengo en la ciudad, palabra; en un escondrijo...
En el rostro del pan de la pipa resplandeció un sentimiento
de orgullo.
-Czynie potrzebujesz jeszcze czego? -preguntó irónica-
mente-. ¡Qué vergüenza!
Escupió, asqueado. El pan Wrublewski hizo lo mismo.
-Escupes, panie -dijo Mitia, amargado por su fracaso-,
porque crees que vas a sacar más de Gruchegnka. ¡Sois
idiotas los dos!
-Jestem do z ywego dotkniety? -dijo el pan de la pipa, rojo
como un cangrejo.
Y salió de la habitación, indignadísimo, con Wrublewski,
que andaba contoneándose. Mitia los siguió, confuso. Temía a
Gruchegnka, presintiendo que el pan iba a quejarse a ella. Así
ocurrió. En actitud teatral, el pan se plantó ante Gruchegnka y
repitió:
-Pani Agrippina, jestem do z ywego dotkniety!
Gruchegnka se sintió herida en lo más vivo, perdió la
paciencia y exclamó, roja de ira:
-¡Habla en ruso! ¡No me fastidies con tu polaco! Hace
cinco años hablabas en ruso. ¿Tan pronto lo has olvidado?
-Pani Agrippina...
-Me llamo Agrafena. Soy Gruchegnka. Habla en ruso si
quieres que te escuche.
Sofocado, con una indignación que le hacía farfullar, el pan
exclamó:
-Pani Agrafena, he venido para olvidar el pasado y perdo-
narlo todo hasta el día de hoy.
-¿Qué hablas de perdonar? ¿Has venido a perdonarme?
-exclamó Gruchegnka irguiéndose.
-Sí, pani. Soy generoso. Pero ja bylem sdiwiony del proce-
der de tus amantes. El pan Mitia me ha ofrecido tres mil rublos
para que me vaya. He escupido al oír esta proposición.
-¿Cómo? ¿Te ha ofrecido dinero por mí? ¿Es eso verdad,
Mitia? ¿Has tenido la osadía de considerarme como una cosa
que se vende?
-Panie, panie! -exclamó Mitia-. Gruchegnka es pura y yo
no he sido su amante jamás. Ha mentido usted...
-¡Qué valor tienes! ¡Defenderme ante él! No me he
conservado pura por virtud ni por temor a Kuzma, sino sólo
para poder llamar miserable a este hombre. ¿De veras ha
rechazado el dinero que le has ofrecido?
-Al contrario: lo ha aceptado. Pero quería los tres mil
rublos en el acto, y yo sólo le he ofrecido un adelanto de
setecientos.
-La cosa está clara: se ha enterado de que tengo dinero, y
por eso quiere casarse conmigo.
-Pani Agrippina, soy un caballero, un szlachcic polaco y no
un lajdak. He venido para casarme contigo, pero no he
encontrado a la misma pani. La que ahora veo es uparty y
procaz.
-¡Vete por donde has venido! Diré que te arrojen de aquí.
He cometido una estupidez al torturarme durante cinco años...
Pero no es que me atormentara por él, sino que acariciaba mi
rencor. Por otra parte, mi amante no era como es ahora.
Ahora parece el padre de aquél. ¿Dónde te han hecho esa
peluca? Aquél reía, cantaba y era un ciclón; tú eres solamente
un pobre hombre. ¡Y pensar que he pasado por ti cinco años
bañada en lágrimas! ¡Qué necia he sido!
Se desplomó en el sillón y se cubrió el rostro con las
manos. En este momento, en la habitación vecina, el coro de
muchachas, reunido al fin, empezó a entonar una atrevida
canción de danza.
-¡Esto es detestable! -exclamó pan Wrublewski-. ¡Hostele-
ro, despida a esas desvergonzadas!
Trifón Borisytch, que estaba al acecho desde hacía rato, al
sospechar por los gritos que sus clientes disputaban, apareció
en el acto.
-¿Qué voces son ésas? -preguntó a Wrublewski.
-¡Calla, bruto!
-¿Bruto? Dime con qué cartas has jugado. Yo he traído
una baraja nueva. ¿Qué has hecho de ella? Has hecho el
juego con cartas señaladas. ¿Sabes que por esto te podrían
mandar a Siberia? Lo que has hecho es lo mismo que fabricar
moneda falsa.
Se dirigió al canapé, introdujo la mano entre el respaldo y
un cojín y sacó el juego de cartas sellado.
-Vean mi juego. Está intacto.
Levantó el brazo para que todos vieran la baraja.
-He visto a este hombre cambiar sus cartas por las mías.
Tú eres un bribón y no un pan.
-Y yo lo he visto hacer trampa dos veces -dijo Kalganov.
Gruchegnka enrojeció.
-¡Cómo se ha envilecido, Señor! ¡Qué vergüenza!
-Ya lo sospechaba -dijo Mitia.
Entonces, el pan Wrublewski, confundido y exasperado,
gritó a Gruchegnka, amenazándola con el puño:
-¡Prostituta!
Mitia se arrojó sobre él, lo cogió por la cintura, lo levantó y
se lo llevó a la habitación donde habían estado poco antes.
Pronto regresó, y dijo jadeante:
-Lo he dejado tendido en el suelo. El muy canalla se
debate, pero no podrá volver.
Cerró una de las hojas de la puerta y, con la mano en la
otra, dijo al pan rechoncho:
-Jasnie Wielmozny, le ruego que vaya a reunirse con él.
-Dmitri Fiodorovitch -dijo Trífón Borisytch-, recobre su
dinero. Se lo han robado.
Kalganov declaró:
-Yo les regalo mis cincuenta rublos.
-Y yo mis doscientos. Que tengan algún consuelo.
-¡Bravo, Mitia! ¡Tienes un gran corazón! -exclamó Gru-
chegnka en un tono que dejaba traslucir una viva indignación.
El pan de la pipa, rojo de cólera pero conservando toda su
arrogancia, se dirigió a la puerta. De pronto se detuvo y dijo a
Gruchegnka:
-Panie, jezeli chec pojsc za mno, idzmy, jezeli nie, bywaj
sdrowa.
Herido en su orgullo, salió de la pieza a paso lento y grave.
Su extremada vanidad le hacia esperar, incluso después de lo
sucedido, que la pani lo seguiría. Mitia cerró la puerta.
-Dé la vuelta a la llave -le dijo Kalganov.
Pero la cerradura rechinó por la parte interior: los polacos
se habían encerrado ellos mismos.
-¡Perfectamente! -exclamó Gruchegnka, implacable-. ¡Ellos
lo han querido!

CAPITULO VIII
DELIRIO
Entonces empezó una fiesta desenfrenada, que rayaba en
la orgia. Gruchegnka fue la primera en pedir bebida.
-Quiero embriagarme como la otra vez. ¿Te acuerdas,
Mitia? Fue cuando nos conocimos.
Mitia era presa de una especie de delirio. Presentía su
felicidad. Gruchegnka lo enviaba a la habitación vecina a cada
momento.
-Ve a divertirte. Diles que bailen y que se diviertan ellas
también. Como la otra vez.
Estaba excitadísima. En la habitación de al lado se oía el
coro. La pieza donde estaban era exigua, y una cortina de
indiana la dividía en dos. Tras la cortina había una cama con
un edredón y una montaña de almohadas. Todas las
habitaciones importantes de la casa tenían un lecho.
Gruchegnka se instaló junto a la puerta. Desde allí estuvo
viendo bailar y cantar al coro en la primera fiesta. Ahora
estaban allí las mismas muchachas; los judíos habían llegado
con sus violines y sus citaras, y también el carricoche de las
provisiones. Mitia iba y venía entre la concurrencia. Llegaban
hombres y mujeres que se habían despertado y esperaban
ser obsequiados espléndidamente como la vez anterior. Mitia
invitaba a beber a todos los que iban llegando y saludaba y
abrazaba a los conocidos. Las muchachas preferían
champán; los mozos, ron o coñac, y sobre todo ponche. Dmitri
dispuso que se hiciera chocolate para las mujeres y que se
mantuvieran hirviendo toda la noche samovares para dar a los
hombres tanto té y tanto ponche como quisieran. En suma,
que fue un jolgorio extravagante.
Mitia estaba en su elemento y se animaba cada vez más a
medida que aumentaba el desorden. Si alguno de los clientes
le hubiese pedido dinero, él habría sacado el fajo y repartido
billetes a derecha a izquierda. A esto se debía
indudablemente que Trifón Borisytch, que no se había
acostado, no se separase de él. El fondista bebió muy poco,
un vaso de ponche como total de todas sus libaciones, para
poder velar, a su modo, por los intereses de Mitia. Cuando era
necesario, lo frenaba, zalamero y obsequioso, y lo ser-
moneaba, aconsejándole que no repartiera cigarros y vinos
del Rin, y menos dinero, entre los desharrapados, como había
hecho la otra vez. Se indignaba al ver a las muchachas
comiendo golosinas y sa boreando licores.
-Están minadas de piojos, Dmitri Fiodorovitch. Si les diera
un puntapié en cierta parte, aún les haría un honor.
Mitia se acordó de Andrés y dijo que le llevaran ponche.
-Lo he ofendido -repitió apenado.
Kalganov, al principio, no quiso beber y las canciones del
coro le desagradaron; pero cuando se había bebido dos vasos
de champán sintió una alegría desbordante y todo le pareció
magnífico, tanto los cantos como la música.
Maximov, beatífico y achispado, no se movía de su sitio. A
Gruchegnka se le había subido el vino a la cabeza. Señalando
a Kalganov, dijo a Mitia:
-¡Qué muchacho tan gentil!
Y Mitia corrió a abrazar a los dos hombres.
Dmitri presentía muchas cosas, pero Gruchegnka no le
había dicho nada aún: retrasaba el momento de las
confesiones. De vez en cuando le dirigía una mirada ardiente.
De pronto, Gruchegnka lo cogió de la mano y lo hizo sentar
junto a ella.
-¡Si vieras cómo has entrado aquí! Me has asustado. ¿De
veras te conformas a que lo prefiera a él?
-No quiero turbar tu felicidad.
Gruchegnka ya no lo escuchaba.
-Ve a divertirte. No llores. Después volveré a llamarte.
Dmitri se fue. Gruchegnka se dedicó de nuevo a escuchar
las canciones y ver las danzas, pero sin dejar de observar a
Mitia. Al cabo de un cuarto de hora lo llamó.
-Siéntate aquí y cuéntame cómo te has enterado de mi
marcha. ¿Quién te ha dado la noticia?
Mitia empezó a contarlo todo. Su relato era incoherente. A
veces fruncía el entrecejo y callaba.
-¿Qué te pasa? -le preguntaba Gruchegnka.
-Nada. He dejado allí un enfermo. Por su salud, por saber
que sanará, daría diez años de vida.
-No pienses en ese enfermo. ¿De modo que querías
suicidarte mañana? ¡Qué tontería! ¿Por qué? Me gustan los
calaveras como tú -dijo con cierta dificultad-. ¿De modo que
estabas dispuesto a todo por mí?... ¿De veras querías
terminar mañana?... Espera; tal vez te diga algo agradable...
No hoy, mañana... Ya sé que preferirías que te lo dijera hoy,
pero no quiero decírtelo hasta mañana. Anda, ve a divertirte.
Una de las veces lo llamó con semblante preocupado.
-¿Por qué estás triste, Mitia? -le preguntó mirándole a los
ojos-. Pues tú estás triste. Por mucho que abraces a los
mujiks y vayas de un lado a otro, advierto tu tristeza. Ya que
yo estoy contenta, debes estarlo tú también. Amo a uno de los
que están aquí. ¿Sabes a quién? Mira, el pobre se ha
dormido. Se le ha subido el alcohol a la cabeza.
Se refería a Kalganov, que dormitaba en el canapé, bajo
las brumas de la embriaguez y presa de una angustia
indefinible. Las canciones de las muchachas, más lascivas y
desvergonzadas a medida que las cantantes iban bebiendo,
acabaron por repugnarle. Y lo mismo le ocurrió con las
danzas. Dos jóvenes disfrazadas de oso actuaban bajo el
mando de Stepanide, una fornida moza armada de tnt bastón.
-¡Hala, María! ¡Si no, pobre de ti!
l.os dos osos rodaron por el suelo, adoptando posturas
indecentes, entre las risas del grosero público.
-¡Que se diviertan, que se diviertan! -dijo Gruchegnka sen-
tenciosamente y en una especie de éxtasis-. Es su día. ¿Por
qué no se han de divertir?
Kalganov dirigió al coro una mirada de desagrado.
--- ¡Qué bajas son las costumbres populares! -dijo
apartándosé de is puerta.
Le llamó sobre todo la atención una canción «nueva», que
tenía un estribillo alegre.
ti;t señor que iba de viaje pregunta a las chicas:

-El señor preguntó a las muchachas:


Me queréis, me queréis, jovencitas?
Estas consíderan que no lo pueden querer.

-El señor me azotará.


Yo no lo puedo amar.

Después aparece un cíngaro, que no tiene más éxito.

El cíngaro robará.
Y yo me hartaré de llorar.

Desfilan otros personajes, haciendo la misma pregunta.


Incluso un soldado, que es rechazado con desprecio.

-El soldado llevará el saco.


Y yo, detrás de él...

Seguía a esto un verso soez, cantado con impúdica


franqueza, que hizo furor en el auditorio. Finalmente aparece
el comerciante.
-El mercader pregunta a las muchachas:
¿Me queréis, me queréis, jovencitas?

Y ellas dicen que lo adoran, porque

-El mercader traficará.


Y yo seré el ama.

Kalganov no disimuló su enojo:


-Es una canción reciente. ¿Quién demonios la habrá
enseñado a esas chicas? Sólo falta en ella un judío o un
contratista de ferrocarriles. Los dos habrían ganado a todos
los demás.
Francamente contrariado, manifestó su aversión, se echó
en el canapé y quedó dormido. Su bello rostro, un poco pálido,
reposaba en un cojín.
-Mira, Mitia, qué guapo es -dijo Gruchegnka-. Le he pasa-
do la mano por el cabello. Parece lino...
Se inclinó hacia Kalganov en un impulso de ternura y lo
besó en la frente. Kalganov abrió en seguida los ojos, la miró,
se levantó y preguntó, preocupado:
-¿Dónde está Maximov?
-¡Lo echa de menos! -dijo Gruchegnka entre risas-. Quéda-
te un poco conmigo. Mitia irá a buscar a tu Maximov.
Maximov sólo se separaba de las muchachas del coro
para ir a beberse una copa. Se había tomado dos tazas de
chocolate. Se presentó con la nariz enrojecida, los ojos
húmedos, la mirada dulce, y dijo que iba a bailar la danza de
los zuecos.
-En mi infancia me enseñaron esos bailes mundanos.
-Vete con él, Mitia. Yo os veré bailar desde aquí.
-Yo voy con ellos para verlos de cerca -dijo Kalganov,
rechazando ingenuamente la invitación de Gruchegnka a que
se quedara a su lado.
Todos pasaron a la estancia contigua. Maximov bailó,
como había prometido, pero con escaso éxito. Sólo Mitia lo
aplaudió. La danza consistió en una serie de saltos, con
abundantes contorsiones y levantando los pies hasta enseñar
las suelas, en las que daba una palmada a cada salto. A
Kalganov no le gustó el baile. Mitia, en cambio, abrazó al
bailarín.
-Gracias por tu exhibición. Debes de estar fatigado.
¿Quieres alguna golosina? ¿Prefieres un cigarro?
-Un cigarrillo.
-¿Y nada de beber?
-Ya he bebido licores. ¿Hay bombones?
-Encontrarás un montón en la mesa. Y de los mejores,
querido.
-Prefiero los de vainilla. Ya sabes que los viejos... ¡Ji, ji!
-De ésos no hay, hermano.
-Oye -dijo el viejo acercando su boca al oído de Mitia-:
quisiera conocer a esa joven llamada María... ¡Ji, ji!... Si
fueras tan amable que...
-¿Habráse visto?... ¿Hablas en serio, amigo?
-No creo que haya en ello ningún mal para nadie -murmuró
tímidamente Maximov.
-De acuerdo. Aquí todos nos conformamos con el canto y
el baile; pero el corazón te manda otra cosa... Entre tanto,
recréate, diviértete, bebe... ¿Necesitas dinero?
-Tal vez luego... -murmuró Maximov con una sonrisita.
-Está bien.
A Mitia le echaba fuego la cabeza. Salió a la galería que
rodeaba parte del edificio. El aire fresco lo despejó. Ya solo y
en la oscuridad, se oprimió la cabeza con las manos. Sus
ideas dispersas se agruparon de pronto y la luz se hizo en su
mente con un fulgor espantoso...
«Si me he de matar -se dijo-, ahora o nunca.»
Podía cargar una de sus pistolas y poner fin a todo en
aquel rincón envuelto en sombras. Estuvo vacilante durante
uno o dos minutos. Había llegado a Mokroie con un peso en la
conciencia: el robo que había cometido, la sangre que había
derramado. Sin embargo, experimentaba cierto alivio ante la
idea de que todo había terminado, de que Gruchegnka
pertenecía a otro y ya no existía para él. No le había sido
difícil tomar esta resolución. Además, no podía hacer otra
cosa. ¿Para qué, pues, seguir viviendo? Pero la situación
había cambiado. Aquel horrible fantasma, aquel hombre fatal,
el antiguo amante, había desaparecido sin dejar rastro. La
horripilante aparición se había convertido en un títere irrisorio
al que se encerraba bajo llave. Gruchegnka estaba
avergonzada y él leía en sus ojos hacia quién iba su amor.
Bastaba poder vivir, pero esto, ¡maldición!, ya no era posible.
«Señor -rogaba mentalmente-, resucita al que yace junto al
muro del jardín. Líbrame de este amargo cáliz. Tú has hecho
milagros por otros pecadores como yo... ¿Y si el viejo viviera
todavía? ¡Oh! Entonces lavaría la vergüenza que pesa sobre
mí, devolvería el dinero robado, aunque hubiera de sacarlo del
fondo de la tierra. Así, la infamia sólo habría dejado huellas en
mi corazón, aunque fuera para siempre... Pero no, esto es un
sueño irrealizable. ¡Maldición!»
Sin embargo, en las tinieblas apareció un rayo de
esperanza. Volvió precipitadamente a la habitación. Iba hacia
ella, hacia la que sería su reina eternamente.
«Una hora, un minuto de su amor valen más que todo el
resto de mi vida, aunque esta vida haya de transcurrir bajo la
tortura de la vergüenza... ¡Verla, oírla, no pensar en nada,
olvidarlo todo, aunque sólo sea esta noche, durante una hora,
por un solo instante... ! »
Al entrar se encontró con el dueño de la casa, que estaba
triste y preocupado.
-¿Me buscabas, Trifón?
Éste se mostró un tanto confuso.
-No. ¿Por qué lo había de buscar? ¿Dónde estaba usted?
-¿Qué significa esa cara de pocos amigos? ¿Estás
enojado? Mira, puedes ir a acostarte. ¿Qué hora es?
-Más de las tres.
-Ya terminamos, ya terminamos...
-Eso no tiene importancia. Diviértase tanto como quiera.
«¿Qué le pasa a este hombre?», se dijo Mitia mientras
corria a la sala de baile.
Gruchegnka no estaba allí. En el cuarto azul, Kalganov
dormitaba en el canapé. Mitia miró detrás de la cortina. Allí
estaba Gruchegnka, sentada en un cofre, con la cabeza
apoyada en el lecho, derramando lágrimas y haciendo
esfuerzos para ahogar los sollozos. Por señas dijo a Mitia que
se acercara y se apoderó de su mano.
-¡Mitia, Mitia, yo lo amaba! No he dejado de quererlo
durante estos cinco años. ¿Era amor o rencor? Era amor,
amor por él. ¡He mentido al decir lo contrario!... Mitia, yo tenía
diecisiete años entonces. Él era cariñoso, alegre y me cantaba
canciones... ¿O era que yo, chiquilla ilusa, lo veía así?...
Ahora es muy distinto. Ha cambiado tanto, que, al entrar, no lo
he reconocido. Durante mi viaje hacia aquí no he cesado de
pensar: «¿Cómo lo abordaré? ¿Qué le diré? ¿Cómo nos
miraremos?» Desfallecía. Y, al verlo, he sentido como si
arrojasen sobre mí un cubo de agua sucia. Me ha producido la
impresión de un pedante maestro de escuela. Me he quedado
sin saber qué decir. AI principio me he preguntado si la
presencia de su compañero, ese tipo larguirucho, lo cohibiría.
Mirándolos a los dos, me decía: «¿Cómo es posible que no
sepas de qué hablarle?»... Sin duda, lo echó a perder su
esposa, aquella mujer por la que me abandonó. Lo cambió por
completo. ¡Qué vergüenza, Mitia! ¡Toda la vida me durará este
bochorno! ¡Malditos sean estos cinco años!
Se echó a llorar de nuevo, sin soltar la mano de Mitia.
-No te vayas, Mitia, mi querido Mitia -murmuró levantando
la cabeza-. Quiero preguntarte algo. Dime: ¿a quién amo? Yo
quiero a alguien que está aquí. ¿Quién es?...
Una sonrisa iluminó su rostro, hinchado por el llanto.
-Cuando te he visto entrar, he sentido un dulce desfalleci-
miento. Y mi corazón me ha dicho: «Ahí tienes al que amas.»
Has aparecido tú y todo se ha iluminado. «¿A quién teme?»,
me he preguntado. Pues tenías miedo; no podías hablar. «No
son ellos los que lo asustan, pues ningún hombre puede
atemorizarlo. Soy yo, sólo yo. » Fenia, la muy simple, te habrá
contado que yo he dicho a voces a Aliocha desde la ventana:
«Amé a Mitia durante una hora. Me voy porque amo a otro.»
¡Oh Mitia! ¿Cómo he podido creer que amaría a otro después
de haberte amado a ti? ¿Me perdonas, Mitia? ¿Me quieres?
¿Me quieres?
Se levantó y le puso las manos en los hombros. Mitia,
mudo de felicidad, contempló los ojos y la sonrisa de
Gruchegnka. De pronto la estrechó en sus brazos. Ella
exclamó:
-¿Me perdonas por haberte hecho sufrir? Os torturaba a
todos por maldad. Por maldad enloquecí al viejo. ¿Te
acuerdas del vaso que rompiste en mi casa? Hoy me he
acordado, porque he hecho lo mismo, al beber « por mi vil
corazón»... ¿Por qué dejas de besarme, Mitia? Después de
darme un beso te quedas mirándome, escuchándome. ¿Por
qué! Bésame más fuerte. Así. No hay que amar a medias.
Desde ahora seré tu esclava. ¡Bésame! ¡Hazme sufrir! ¡Haz
de mí lo que quieras! ¡Hazme sufrir! ¡Espera!... ¡Quieto!...
Después...
Lo apartó de sí con repentino impulso.
-Vete, Mitia. Voy a beber; quiero embriagarme; quiero
bailar ebria... ¡Lo deseo, lo deseo!...
Se desprendió de los brazos de Dmitri y se fue. Mitia la
siguió, vacilante. «Cualquiera que sea el final -se decía-, daría
el mundo entero por este instante.» Gruchegnka se bebió de
una vez un vaso de champán. En seguida le produjo efecto.
Se sentó en un sillón. Sonreía feliz. Sus mejillas se colorearon
y su vista se nubló. Su mirada llena de pasión fascinaba.
Incluso Kalganov, incapaz de hacer frente al hechizo, se
acercó a ella.
-¿Has sentido el beso que te he dado hace un momento
mientras dormías? -murmuró Gruchegnka-. Ahora estoy ebria.
¿Y tú? Oye, Mitia, ¿por qué no bebes? Yo ya he bebido...
-Ya estoy embriagado... de ti, y quiero estarlo de bebida.
Apuró un vaso y, para sorpresa suya, se emborrachó
inmediatamente, él que había resistido hasta entonces. Desde
este momento, todo empezó a darle vueltas. Le pareció que
estaba delirando. Iba de un lado a otro, reía, hablaba con todo
el mundo, no se daba cuenta de nada. Como recordó más
tarde, sólo se percataba de que una sensación de ardor crecía
en su interior por momentos, hasta el punto de que creía tener
brasas en el alma.
Se acercó a Gruchegnka. La contempló, la escuchó... Gru-
chegnka estaba en extremo locuaz. Llamaba a alguna de las
muchachas del coro, la besaba, le hacia a veces la señal de la
cruz y la despedía. Estaba al borde de echarse a llorar. El
«viejecito», como llamaba a Maximov, la divertía
extraordinariamente. A cada momento iba a besarle la mano,
y terminó por ponerse a danzar de nuevo, al ritmo de una vieja
canción de gracioso estribillo:

-El cerdo, gron, gron, gron;


la ternera, mu, mu, mu;
el pato, cuau, cuau, cuau;
la oca, croc, croc, croc.
El polluelo corrla por la habitación
y se iba cantando: pío, pío, pío.

»Dale algo, Mitia. Es pobre. ¡Oh los pobres, los ofendidos!


¿Sabes una cosa, Mitia? Voy a entrar en un convento. Te lo
digo en serio. Me acordaré toda la vida de lo que me ha dicho
hoy Aliocha. Ahora bailemos. Mañana, el convento; hoy, el
baile. Voy a hacer locuras, amigos míos. Dios me perdonará.
Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo. «Mis queridos
pecadores, os concedo el perdón a todos.» Os imploro que
me perdonéis. Perdonad a esta ignorante, buena gente. Soy
una fiera, una fiera y sólo una fiera... Quiero rezar. Una
miserable como yo quiere orar... Mitia, no les impidas que
bailen. Todo el mundo es bueno, ¿sabes?, todo el mundo. La
vida es hermosa. Por malo que uno sea, le gusta vivir. Somos
buenos y malos a la vez... Por favor, Mitia, dime: ¿por qué soy
tan buena? Pues yo soy muy buena...
Así divagaba Gruchegnka, presa de una embriaguez
creciente. Repitió que quería bailar y se levantó vacilando.
-Mitia, no me des más vino aunque te lo pida. El vino me
trastorna. Todo me da vueltas, hasta la estufa. Pero quiero
bailar. Vais a ver lo bien que bailo.
Estaba decidida a hacerlo. Sacó un pañuelo de batista,
que cogió por una punta, para agitarlo mientras danzaba. Mitia
se apresuró a colocarse en primera fila. Las muchachas
enmudecieron, dispuestas a entonar, a la primera señal, las
notas de una danza rusa.
Maximov, al enterarse de que Gruchegnka iba a bailar, lan-
zó un grito de alegría y empezó a saltar delante de ella
mientras cantaba:

-Piernas finas, curvas laterales,


cola en forma de trompeta.

Gruchegnka lo apartó de si, golpeándolo con el pañuelo.


-¡Silencio! ¡Que todo el mundo venga a verme!... Mitia, ve
a llamar a los de la habitación cerrada. ¿Por qué han de estar
encerrados? Diles que voy a bailar, que vengan a verme...
Mitia golpeó fuertemente la puerta de la habitación donde
estaban los polacos.
-¡Eh!... Podwysocki. Salid. Gruchegnka va a bailar y os
llama.
-Lajdak -rugió uno de los polacos.
-¡Tú sí que eres un miserable! ¡Canalla!
-No ultrajes a Polonia -gruñó Kalganov, que estaba
también embriagado.
-¡Oye, muchacho! Lo que he hecho no va contra Polonia.
Un miserable no puede representarla. De modo que cállate y
come bombones.
-¡Qué hombres! -murmuró Gruchegnka-. No quieren hacer
las paces.
Avanzó hasta el centro de la sala para bailar. El coro inició
el canto. Gruchegnka entreabrió los labios„agitó el pañuelo,
dobló la cabeza y se detuvo.
-No tengo fuerzas -murmuró con voz desfallecida-. Perdó-
nenme. No puedo. Perdón...
Saludó al coro; hizo reverencias a derecha a izquierda.
Una voz dijo:
-La hermosa señorita ha bebido demasiado.
-Ha cogido una curda -dijo Maximov, con una sonrisa pica-
resca, a las chicas del coro.
-Mitia, ayúdame... Sosténme...
Mitia la rodeó con sus brazos, la levantó y fue a depositar
su preciosa carga en el lecho. «Yo me voy», pensó Kalganov.
Y salió, cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación
azul.
Pero la fiesta continuó ruidosamente. Una vez acostada
Gruchegnka, Mitia puso su boca sobre la de su amada.
-¡Déjame! -suplicó la joven-. No me toques antes de que
sea tuya... Ya te he dicho que seré tuya... Perdóname... Cerca
de él no puedo... Sería horrible.
-Tranquilízate. Ni siquiera te faltaré con el pensamiento.
Amarnos aquí es una idea que me repugna.
Manteniendo sus brazos en torno a ella, se arrodilló junto
al lecho.
-Aunque eres un salvaje, tienes un corazón noble...
Tenemos que vivir decentemente de hoy en adelante...
Seamos honestos y nobles; no imitemos a los animales...
Llévame lejos de aquí, ¿oyes? No quiero estar en esta tierra;
quiero irme lejos, muy lejos...
-Si -dijo Mitia estrechándola entre sus brazos-, te llevaré
muy lejos, nos marcharemos de aquí... ¡Oh Gruchegnka!
Daría toda mi vida por estar sólo un año contigo... y por saber
si esa sangre...
-¿Qué sangre?
-No, nada -dijo Mitia rechinando los dientes-. Grucha,
quieres que vivamos honestamente, y yo soy un ladrón. He
robado a Katka. ¡Qué vergüenza!...
-¿A Katka? ¿A esa señorita? No, no le has robado nada.
Devuélvele lo que le debes. Tómalo de mi dinero... ¿Por qué
te pones así? Todo lo mío es tuyo. ¿Qué importa el dinero?
Somos despilfarradores por naturaleza. Pronto iremos a
trabajar la tierra. Hay que trabajar, ¿oyes? Me lo ha ordenado
Aliocha. No seré tu amante, sino tu esposa, tu esclava.
Trabajaré para ti. Iremos a saludar a esa señorita, le
pediremos perdón y nos marcharemos. Si se enoja, peor para
ella. Devuélvele su dinero y ámame. Olvídala. Si la amas
todavía, la estrangularé, le vaciaré los ojos con una aguja...
-Es a ti a quien amo, sólo a ti. Te amaré en Siberia.
-¿Por qué en Siberia?... En fin, si quieres que sea en
Siberia, allí será... Trabajaremos... En Siberia hay mucha
nieve... Me gusta viajar por la nieve... Me encanta el tintineo
de las campanillas... ¿Oyes? Ahora suena una... ¿Dónde?...
Pasan viajeros... Ya ha dejado de sonar.
Cerró los ojos y quedó como dormida. En efecto, se había
oído una campanilla a lo lejos. Mitia apoyó la cabeza en el
pecho de Gruchegnka. No advirtió que el tintineo dejó de oírse
y que en la casa sucedió un silencio de muerte al bullicio y a
los cantos. Gruchegnka abrió los ojos.
-¿Qué ha pasado? ¿Me he dormido?... ¡Ah, sí! La campa-
nilla... He empezado a pensar que viajaba por la nieve,
mientras la campanilla tintineaba, y me he dormido... Íbamos
los dos a un lugar lejano... Yo te besaba, me apretaba contra
ti. Tenía frio, brillaba la nieve... No me parecía estar sobre la
tierra... Y ahora me despierto y veo a mi amado junto a mí.
¡Qué felicidad!
-¡Junto a ti! -murmuró Mitia cubriendo de besos el pecho y
las manos de Gruchegnka.
De pronto, Mitia observó que Gruchegnka miraba fija y
extrañamente por encima de su cabeza. Su rostro expresaba
sorpresa y temor.
-Mitia, ¿quién es ese que nos mira?--preguntó la joven en
voz baja.
Mitia se volvió y vio la cara de alguien que había apartado
la cortina y los observaba. Se levantó y avanzó a paso rápido
hacia el indiscreto.
-Venga conmigo, se lo ruego -dijo una voz enérgica.
Mitia pasó al otro lado de la cortina y se detuvo al ver la
habitación llena de personas que acababan de llegar. Se
estremeció al reconocerlos a todos. Aquel viejo de aventajada
estatura, que llevaba abrigo y ostentaba una escarapela en su
gorra de uniforme, era el ispravnik Mikhail Markarovitch. Aquel
petimetre «tuberculoso, de botas irreprochables», era el
suplente. «Tiene un cronómetro de cuatrocientos rublos. Me lo
ha enseñado.» De aquel otro, bajito y con lentes, Mitia había
olvidado el nombre, pero le conocía de vista: era el juez de
instrucción recién salido de la Escuela de Derecho. También
estaba allí el stanovoi Mavriki Mavrikievitch, al que conocía.
¿Qué hacía allí toda aquella gente que lucía insignias de
metal? Además, había varios campesinos. Y en el fondo, junto
a la puerta, estaban Kalganov y Trifón Borisytch...
-¿Qué ocurre, señores? -empezó por preguntar Mitia. Y
añadió en seguida con voz sonora-: ¡Ya comprendo!
El joven de los lentes avanzó hacia él y le dijo con un aire
de superioridad y un tono de impaciencia:
-Tenemos que decirle dos palabras. Tenga la bondad de
acercarse al canapé.
-¡El viejo! -exclamó Mitia, enloquecido-. ¡El viejo en-
sangrentado! Ahora comprendo...
Y se dejó caer en una silla.
-¿De modo que comprendes? -exclamó el ispravnik
acercándose a Mitia. Fuera de si, enrojecido el semblante,
temblando de cólera, añadió-: ¡Parricida, monstruo! ¡La
sangre de tu anciano padre clama contra ti!
-Pero eso es imposible -dijo el petimetre-. ¡Jamás habría
esperado, Mikhail Makarovitch, que fuera usted capaz de
proceder de este modo!
-¡Esto es el delirio, señores, el delirio! -continuó el
ispravnik-. Miradlo: ebrio y manchado de la sangre de su
padre, pasa la noche con una mujer alegre. ¡Esto es el delirio!
-Le ruego encarecidamente, mi querido Mikhail
Makarovitch -dijo el hombrecillo «tuberculoso»-, que ponga
freno a sus sentimientos. De lo contrario, me veré obligado a...
Interrumpiéndole, el joven juez de instrucción dijo con
acento firme y grave:
-Señor teniente de la reserva Karamazov, debo advertirle
que está usted acusado de ser el autor del asesinato de
Fiodor PavIovitch, cometido esta noche.
Dijo algo más. El suplente habló también. Pero Mitia no los
comprendió: los miró a todos con una expresión de extravío.

LIBRO IX

LA INSTRUCCIÓN PREPARATORIA

CAPÍTULO PRIMERO
LOS COMIENZOS DEL FUNCIONARIO PERKHOTINE
Piotr Ilich Perkhotine, a quien dejamos golpeando con
todas sus fuerzas la puerta principal de la casa Mozorov,
acabó, como es lógico, por conseguir que le abriesen. Al oír
semejante alboroto, Fenia, todavía horrorizada, estuvo a
punto de sufrir un ataque de nervios. Aunque había visto a
Dmitri Fiodorovitch emprender el viaje, creyó que era él, que
había vuelto, por juzgar que sólo un hombre como Mitia podía
llamar de un modo tan insolente. Fenia corrió a ver al portero,
al que el estrépito había despertado, y le suplicó que no
abriese. Pero el portero, al oír el nombre del visitante y saber
que deseaba hablar con Fedosia Marcovna de un asunto
importante, decidió dejarlo pasar.
Piotr Ilitch empezó a interrogar a la joven y obtuvo en
seguida el dato más importante: al salir en busca de
Gruchegnka, Dmitri Fiodorovitch se había llevado una mano
de mortero, y había vuelto con las manos vacías y manchadas
de sangre.
-La sangre goteaba -dijo Fenia, recordando, en medio de
su turbación, este horripilante detalle.
Piotr Ilitch había visto las manos ensangrentadas de Mitia
y le había ayudado a lavárselas. A Piotr Ilitch no le importaba
saber si se le habían secado rápidamente; lo importante para
él era averiguar si Dmitri Fiodorovitch había ido a casa de su
padre con la mano de mortero. Piotr hitch insistió sobre este
punto, y aunque no logró obtener aclaraciones precisas,
quedó casi convencido de que Dmitri Fiodorovitch había
visitado la casa paterna y, por consiguiente, de que algo debía
de haber pasado en ella.
Fenia añadió:
-Cuando volvió, yo se lo conté todo y le pregunté: «¿Por
qué tiene las manos manchadas de sangre, Dmitri
Fiodorovitch?» Él me respondió que la sangre era humana,
que acababa de matar a una persona, y se fue corriendo
como un loco. Yo pensé: «¿Adónde irá?» Y me respondí que
sin duda se dirigiría a Makroie para matar a la señorita.
Entonces salí corriendo en su busca para suplicarle que la
perdonara. Al pasar ante la casa de los Plotnikov lo vi. Estaba
preparado para partir y tenía las manos limpias...
La abuela confirmó el relato de la nieta. Piotr Ilitch salió de
la casa todavía más confundido que cuando había entrado.
Lo más lógico era dirigirse inmediatamente a casa de
Fiodor Pavlovitch para enterarse de si había ocurrido algo, y
luego, sabiendo ya a qué atenerse, ir a visitar al ispravnik.
Piotr Ilitch estaba decidido a proceder de este modo. Pero la
noche era oscura, y la puerta de la casa, gruesa y maciza. No
conocía apenas a Fiodor Pavlovitch. Si, a fuerza de dar
golpes, conseguía que le abriesen y resultaba que no había
ocurrido nada anormal, al día siguiente el malicioso Fiodor
Pavlovitch iría contando por toda la ciudad -como quien
cuenta una anécdota graciosa- que, a medianoche, el
funcionario Perkhotine, al que no conocía, había llamado a su
puerta para averiguar si lo habían matado. Sería un
escándalo, y no había nada en el mundo que Piotr Ilitch
detestara tanto como los escándalos. Sin embargo, los
sentimientos que lo dominaban eran tan imperiosos, que,
después de haber golpeado el suelo con la planta del pie para
desahogar su cólera y de haberse insultado a sí mismo, se
lanzó en otra dirección, hacia la casa de la señora de
Khokhlakov. Si ésta, respondiendo a sus preguntas, decía que
no había entregado tres mil rublos a Dmitri Fiodorovitch a hora
tan intempestiva, él, Perkhotine iría a ver al ispravnik sin pasar
por la casa de Fiodor Pavlovitch. De lo contrario, lo dejaría
todo para el día siguiente y se volvería a casa. Salta a la vista
que la resolución del joven funcionario de presentarse a las
once de la noche en casa de una mujer mundana a la que
conocía, haciéndola, tal vez, levantar de la cama, para
interrogarla sobre un asunto tan singular, podía motivar un
escándalo semejante al que trataba de eludir. Pero es
frecuente que las personas más flemáticas adopten en tales
casos resoluciones parecidas. No obstante, en aquel
momento, Piotr llitch no se parecía en nada a un hombre
flemático. Recordó durante toda su vida que la turbación
insoportable que se había apoderado de él llegó a tener
carácter de verdadero suplicio y lo llevó a obrar contra su
voluntad. Por el camino no cesó de hacerse reproches por el
estúpido paso que iba a dar. «¡Pero iré hasta el fin!», se dijo
una y otra vez, rechinando los dientes. Y cumplió su palabra.
Estaban dando las once cuando llegó a casa de la señora
de Khokhlakov. Le fue fácil entrar en el patio, pero el portero
no pudo decirle con certeza si la señora estaba ya acostada,
aunque era su costumbre estarlo a aquella hora.
-Hágase anunciar, y ya verá si lo recibe o no.
Piotr Ilitch subió al piso, y entonces empezaron las
dificultades. El criado no quería anunciarlo. Acabó por llamar a
la doncella. Cortés pero firmemente, Piotr Ilitch rogó a la joven
que dijera a su señora que el funcionario Perkhotine deseaba
hablarle de un asunto importantísimo, tan importante, que
justificaba que se permitiera molestarla a aquellas horas.
-Anúncieme en estos términos -concluyó.
Esperó en el vestíbulo. La señora de Khokhlakov estaba
ya en su dormitorio. La visita de Mitia la había trastornado, y
presentía una noche de jaqueca, como solía ocurrirle en
casos semejantes. Se opuso, irritada, a recibir al joven
funcionario, aunque la llegada de aquel desconocido
despertaba su curiosidad femenina. Pero Piotr Ilitch se obstinó
como un mulo. Al recibir la negativa, insistió imperiosamente,
solicitando que se dijera a la señora, palabra por palabra,
«que el asunto podía calificarse de grave y que era muy po-
sible que la señora se arrepintiera de no haberle recibido». La
doncella lo miró, asombrada, y fue a dar el recado. La señora
de Khokhlakov se quedó estupefacta, reflexionó un momento
y preguntó qué aspecto tenía el visitante. Así se enteró de que
«era un hombre de buena presencia, joven y muy fino».
Digamos de paso que Piotr Ilitch no carecía de belleza varonil
y que él lo sabía. La señora de Khokhlakov se decidió a
dejarse ver. Iba en bata y zapatillas y se había echado un
pañuelo negro sobre los hombros. Se rogó al funcionario que
pasara al salón. Apareció la señora. Miró al visitante con
expresión interrogadora y, sin hacerlo sentar, le invitó a que
dijera lo que tenía que decir.
-Me he permitido molestarla, señora -empezó Perkhotine-,
para hablarle de una persona a la que los dos conocemos. Me
refiero a Dmitri Fiodorovitch Karamazov...
Apenas hubo pronunciado este nombre, el semblante de
su interlocutora reflejó una viva indignación. La dama ahogó
un grito y lo interrumpió, iracunda:
-¡No me hable de ese horrible sujeto! Sólo oír su nombre
es un tormento para mí. ¿Cómo se ha atrevido usted a
molestar a estas horas a una dama a la que no conoce para
hablarle de un individuo que hace tres horas y aquí mismo ha
intentado asesinarme, ha pateado el suelo furiosamente y se
ha marchado dando voces? Le advierto, señor, que
presentaré una denuncia contra usted. ¡Salga de aquí
inmediatamente! Soy madre y...
-¿De modo que quería matarla a usted también?
-¿Acaso ha matado ya a alguien? -preguntó en el acto la
dama.
-Concédame unos minutos de atención, señora, y se lo
explicaré todo -repuso en tono firme Perkhotine-. Hoy, a las
cinco de la tarde, el señor Karamazov me ha pedido prestados
diez rublos, y sé positivamente que en aquel momento no
tenía un solo copec. Y a las nueve ha vuelto a mi casa con un
fajo de billetes en la mano. Debía de llevar dos mil o tres mil
rublos. Tenía el aspecto de un loco. Sus manos y su cara
estaban manchadas de sangre. Le pregunté de dónde había
sacado tanto dinero, y me contestó que se lo había dado
usted, que usted le había adelantado la suma de tres mil
rublos para que se fuera a las minas de oro. Éstas fueron sus
palabras.
El semblante de la señora de Khokhlakov expresó una
emoción súbita.
-¡Dios mío! -exclamó enlazando las manos-. ¡No cabe
duda de que ha matado a su padre! ¡Yo no le he dado ningún
dinero! ¡Corra, corra! ¡No diga nada más! ¡Vaya a casa del
viejo! ¡Salve su alma!
-Escuche, señora: ¿está usted segura de no haber
entregado a Dmitri Fiodorovitch ningún dinero?
-¡Ninguno, ninguno! No se lo he querido dar al ver que él
no apreciaba mis sentimientos. Se ha marchado hecho una
furia. Se ha arrojado sobre mí; he tenido que retroceder.
¿Sabe usted lo que ha hecho? Se lo digo porque no quiero
ocultarle nada. ¡Me ha escupido!... Pero no esté de pie.
Siéntese... Perdóneme que... ¿O prefiere usted ir a intentar
salvar al viejo de una muerte espantosa?
-Pero si ya lo han matado...
-Cierto, Dios mío. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué le parece a
usted que hagamos?
Lo había obligado a sentarse y se había instalado frente a
él. Piotr Ilitch le refirió brevemente los hechos de que había
sido testigo; le habló de su reciente visita a Fenia y mencionó
la mano de mortero. Estos detalles trastornaron a la dama,
que profirió un grito y se cubrió los ojos con la mano.
-Sepa usted que he presentido todo esto. Tengo este don.
Todos mis presentimientos se cumplen. ¡Cuántas veces he
observado a ese hombre temible pensando: «Terminará por
matarme»! Y al fin se han cumplido mis temores. Y si no me
ha matado todavía comb a su padre ha sido porque Dios se
ha dignado protegerme. Además, la vergüenza lo ha frenado,
pues yo le había colgado del cuello, aquí mismo, una medalla
que pertenece a las reliquias de Santa Bárbara mártir... ¡Qué
cerca estuve entonces de la muerte! Me acerqué a él para que
me ofreciera su cuello. Mire usted, Piotr Ilitch (ha dicho usted
que se llama así, ¿verdad?), yo no creo en los milagros; pero
esa imagen..., ese prodigio evidente en mi favor, me ha
impesionado y me inclina a renunciar a mi incredulidad... ¿Ha
oído hablar del starets Zósimo?... ¡Ay, no sé dónde tengo la
cabeza! Ese mal hombre me ha escupido aun llevando la
medalla pendiente del cuello... Pero sólo me ha escupido, no
me ha matado. Y luego ha echado a correr. ¿Qué hacemos?
Dígame: ¿qué hacemos?
Piotr Ilitch se levantó y dijo que iba a contárselo todo al
ispravnik para que éste procediera como creyese conveniente.
-Lo conozco. Es una excelente persona. Vaya en seguida
a verlo. ¡Qué inteligencia tiene usted, Piotr Ilitch! A mí no se
me hubiera ocurrido nunca esa solución.
-Estoy en buenas relaciones con él, y esto es una ventaja
-dijo Piotr Ilitch, visiblemente deseoso de librarse de aquella
dama que hablaba por los codos y no le dejaba marcharse.
-Oiga, venga a contarme todo lo que averigüe: las pruebas
que se obtengan, lo que puedan hacer al culpable... ¿Verdad
que la pena de muerte no existe en nuestro país? No deje de
venir aunque sea a las tres o las cuatro de la mañana... Diga
que me despierten, que me zarandeen si es preciso... Pero no
creo que haga falta, porque estaré levantada. ¿Y si fuera con
usted?
-No, eso no. Pero si declarase por escrito que no ha
entregado ningún dinero a Dmitri Fiodorovitch, esta
declaración podría ser útil...
-¡Ahora mismo! -dijo la señora de Khokhlakov corriendo
hacia su mesa de escribir-. Tiene usted un ingenio que me
confunde. ¿Desempeña usted su cargo en nuestra ciudad?
Me alegro de veras.
Sin dejar de hablar y a toda prisa había trazado unas
líneas en gruesos caracteres.
Declaro que no he prestado jamás, ni hoy ni antes, tres mil
rublos a Dmitri Fiodorovitch Karamazov. Lo juro por lo más
sagrado.
K
HOKHL
AKOV.

-Mire; ya está -dija volviendo al lado de Piotr Ilitch-. ¡Vaya,


vaya a salvar su alma! Cumplirá usted una gran misión.
Hizo tres veces la señal de la cruz sobre él y lo condujo de
nuevo al vestíbulo.
-¡Qué agradecida le estoy! ¡No puede usted imaginarse
cuánto le agradezco que haya venido a verme antes que a
nadie! Siento de veras que no nos hayamos conocido hasta
hoy. De ahora en adelante le agradeceré que me visite. He
comprobado con satisfacción que cumple usted sus
obligaciones con una exactitud y una inteligencia
extraordinarias. Por eso nadie puede dejar de comprenderlo,
de estimarlo, y le aseguro que todo lo que yo pueda hacer por
usted... ¡Oh! Adoro a la juventud, me tiene robada el alma...
Los jóvenes son la esperanza de nuestra infortunada Rusia...
¡Vaya, corra!...
Piotr Ilitch se había marchado ya. De lo contrario, la señora
de Khokhlakov no le habría dejado ir tan pronto.
Sin embargo, la viuda había producido a Piotr Ilitch
excelente impresión, tan excelente, que incluso amortiguaba
la contrariedad que le causaba haberse mezclado en un
asunto tan complicado y desagradable. Todos sabemos que
sobre gustos no hay nada escrito. «No es vieja ni muchísimo
menos -se dijo-. Por el contrario, al verla, yo creí que era su
hija.»
En cuanto a la señora de Khokhlakov, estaba en la gloria.
«Un hombre tan joven, ¡y qué experiencia de la vida, qué
formalidad!... Y, además, su finura, sus modales... Se dice que
la juventud de hoy no sirve para nada. He aquí una prueba de
que eso no es verdad.» Y seguía enumerando cualidades.
Tanto, que llegó a olvidarse del espantoso acontecimiento. Ya
acostada, recordó vagamente que había estado a punto de
morir y murmuró: «¡Es horrible, horrible!...» Pero esto no le
impidió dormirse profundamente.
Quiero hacer constar que no me habría entretenido en
referir estos detalles insignifjcantes si tan singular encuentro
del funcionario con una viuda todavía joven no hubiera influido
en la carrera del metódico Piotr Ilitch. En nuestra ciudad
todavía se recuerdan con asombro estos hechos, de los que
tat vez digamos algo más al final de esta larga historia de los
hermanos Karamazov.

CAPITULO II
LA ALARMA
El ispravnik Mikhail Makarovitch, teniente coronet retirado
que había pasado a ser consejero de la corte, era una buena
persona, y ya gozaba de las simpatías de todos por su
tendencia a reunir a los elementos de la buena sociedad.
Siempre tenía invitados en su casa, aunque sólo fuera un par
de comensales en su mesa. Sin esto no habría podido vivir.
Sus invitaciones se fundaban en los pretextos más diversos.
La comida no era exquisita, pero sí copiosa; las tortas de
pescado, excelentes; la abundancia de los vinos compensaba
todas las deficiencias.
En la primera habitación había una mesa de billar, y en sus
paredes, grabados de cameras inglesas con marcos negros,
la que, como es sabido, constituye el ornamento de todas las
salas de billar de los pisos de soltero.
Todas las tardes se jugaba a las cartas; pero lo corriente
era que las clases distinguidas de nuestra localidad se
reunieran en casa del consejero para entregarse al
pasatiempo del baffle. Las madres acudían con las hijas.
Mikhail Makarovitch, aunque era viudo, vivía en familia, con
una hija mayor, que era viuda también, y dos hijas menores.
Éstas habían terminado ya sus estudios, y eran tan simpáticas
y alegres, que, a pesar de no tener dote, atraían a su casa a
la juventud distinguida de la ciudad.
Aunque su inteligencia era limitada y escasa su
instrucción, Mikhail Makarovitch desempeñaba sus funciones
tan bien como el primero. Cierto que se equivocaba al juzgar
ciertas reformas del reinado de la época, pero esto se debía
más a la indolencia que a la incapacidad, pues no las había
estudiado. «Tengo alma de militar más que de paisano»,
decía. Aunque poseía tierras en el campo, no tenía una idea
clam de la reforma agraria, y la iba comprendiendo poco a
poco, por sus resultados y contra su voluntad.
Piotr Ilitch estaba seguro de que se encontraría en casa
del consejero con más de un invitado, y, en efecto, allí
estaban el procurador, que había ido a jugar una partida, y el
doctor Varvinski, perteneciente al zemstvo y que era un joven
recién llegado de la Academia de Medicina de Petersburgo,
donde había obtenido uno de los primeros puestos.
Hipólito Kirillovitch, el procurador -en realidad era el
suplente, pero todos lo llamaban así-, era un hombre de
personalidad poco corriente, todavía joven -treinta y cinco
años-, predispuesto a la tuberculosis, que estaba casado con
una mujer obesa y estéril, orgullosa a irascible, pero que
poseía también excelentes cualidades. Para desgracia suya,
se hacía demasiadas ilusiones respecto a sus méritos, lo que
le mantenía en una inquietud constante. Tenía inclinaciones
artísticas y cierta penetración psicológica respecto a los
criminales y al crimen. Por eso estaba convencido de que no
estimaban su valía en las altas esferas y consideraba que era
víctima de una injusticia. En los momentos de decepción
decía que iba a dedicarse a la abogacía criminalista. El asunto
Karamazov lo galvanizó de pies a cabeza. Se dijo que era un
caso que podía apasionar a toda Rusia... Pero no nos
anticipemos.
En la habitación inmediata estaban las señoritas y el joven
juez de instrucción Nicolás Parthenovitch Neliudov, llegado de
Petersburgo hacía dos meses. Más tarde llamó la atención
que los personajes citados estuvieran reunidos, como si lo
hubiesen hecho adrede, en casa del poder ejecutivo la noche
del crimen. Sin embargo, la reunión no podía ser más natural.
La esposa de Hipólito Kirillovitch padecía desde el día anterior
un fuerte dolor de muelas, y el procurador, para librarse de
sus lamentos, se había ido a casa del ispravnik. El médico
sólo pasaba a gusto las veladas ante una mesa de juego. Y
Neliudov había decidido visitar aquella noche a Mikhail
Makarovitch, fingiendo que lo hacía casualmente, a fin de
sorprender a la hija menor del ispravnik, Olga Mikhailovna,
que cumplía años aquel día, lo que mantenía en secreto, a
juicio de Neliudov, para no verse obligada a ofrecer un baile:
no quería revelar su edad, ya que era demasiado joven, y
temía que la fiesta transcurriera entre alusiones burlonas. Y al
día siguiente se hablaría de ello en toda la ciudad.
El apuesto Neliudov era un libertino. Así lo calificaban
nuestras damas, sin que él se molestase. Pertenecía a la
buena sociedad, a una familia honorable; se comportaba
siempre con la mayor corrección, y, a pesar de su inclinación
a los placeres, era completamente inofensivo. En sus frágiles
dedos llevaba varias gruesas sortijas; era bajito y de
complexión delicada. En el ejercicio de su cargo se
comportaba con extrema gravedad, pues tenía un alto
concepto de su misión y de sus obligaciones. Tenía la
especialidad de confundir a los asesinos y malhechores de
baja estofa en sus interrogatorios y provocaba en ellos cierto
estupor, ya que no respeto a su persona.
Al llegar a casa del ispravnik, Piotr Ilitch advirtió que todo
el mundo estaba al corriente de lo sucedido, lo que le
sorprendió sobremanera. Se había suspendido el juego y se
había entablado una discusión general sobre el suceso.
Nicolás Parthenovitch mostraba una actitud belicosa. Piotr
Ilitch se enteró, con profundo estupor, de que Fiodor
Pavlovitch había sido asesinado aquella misma noche en su
casa, asesinado y desvalijado. He aquí cómo se descubrió el
trágico suceso.
Marta Ignatievna, la esposa de Grigori, se despertó de
pronto de su profundo sueño, sin duda al oír los gritos de
Smerdiakov, que se hallaba en la reducida habitación vecina.
No había podido acostumbrarse a los gritos del epiléptico,
aquellos gritos aterradores que precedían a los ataques.
Todavía no despierta del todo, se levantó y entró en el cuarto
de Smerdiakov. En la oscuridad, el enfermo respiraba
penosamente y se debatía. Marta se asustó y llamó a su
marido, pero en esto se acordó de que Grigori no estaba a su
lado al despertar ella. Volvió a su habitación, tanteó el lecho y
vio que estaba vacío. Corrió al soportal y llamó tímidamente a
su esposo. La única respuesta que obtuvo fueron unos
gemidos lejanos en el silencio de la noche. Aguzó el oído.
Nuevos lamentos. Procedian del jardín... «¡Señor, parecen las
quejas de Isabel Smerdiachtchaia! »
Bajó los escalones y vio que la puertecilla del jardín estaba
abierta. «Por aquí debe de estar, el pobre.» Siguió avanzando
y oyó claramente las llamadas de Grigori: «¡Marta, Marta!» Su
voz era débil y estaba impregnada de dolor. «¡Ayúdame,
Señor!», murmuró Marta Ignatievna mientras corría en busca
de Grigori.
Lo encontró a unos veinte pasos del muro del jardín. Allí
había caído. Al volver en sí, debió de ir arrastrándose largo
trecho y perder el conocimiento varias veces. Marta se dio
cuenta de pronto de que su marido estaba manchado de
sangre y empezó a gritar. Grigori murmuró débilmente, con
voz entrecortada: «Ha matado... matado a su padre... No
grites:.. Corre, avisa...» Marta Ignatievna no se calmaba. En
esto vio la ventana de la habitación de su dueño abierta a
iluminada. Dirigió una mirada al interior de la habitación y
descubrió un horrendo espectáculo: Fiodor Pavlovitch estaba
tendido de espaldas, inerte. Su bata y su blanca camisa
estaban impregnadas de sangre. La bujía que ardía sobre una
mesa iluminaba la cara del muerto. Marta Ignatievna,
enloquecida, salió corriendo del jardín, abrió la puerta principal
y se dirigió como un rayo a casa de María Kondratievna. Las
dos vecinas, madre a hija, estaban durmiendo. Los fuertes
golpes dados en la ventana por la esposa de Grigori las
despertaron. Con palabra incoherente, Marta Ignatievna les
explicó lo ocurrido y les pidió ayuda. Foma, que tenía hábitos
de vagabundo, dormía aquella noche en casa de las dos
mujeres. Se le hizo levantar inmediatamente y todos se trasla-
daron al lugar del crimen.
Por el camino, María Kondratievna recordó haber oído, a
eso de las nueve, un grito agudo. Este grito fue el de «
¡Parricida! » proferido por Grigori en el momento de coger la
pierna de Dmitri Fiodorovitch, que ya estaba en lo alto del
muro.
Cuando llegaron junto a Grigori, lo levantaron entre las dos
mujeres y Foma y lo transportaron al pabellón. Al encender la
luz vieron que Smerdiakov seguía presa de su ataque, los
ojos en blanco y la boca llena de espuma. Lavaron la cabeza
del herido con agua y vinagre, y esto lo reanimó en seguida.
Lo primero que preguntó fue si Fiodor Pavlovitch estaba
todavía vivo. Las dos mujeres y el soldado volvieron al jardín y
vieron que no sólo la ventana, sino también la puerta de la
casa, estaba abierta de par en par, siendo así que, desde
hacía una semana, el barine se encerraba por las noches con
dos vueltas de llave y no permitía ni siquiera a Grigori que le
llamara bajo pretexto alguno. No se atrevieron a entrar, por
temor «a las complicaciones». Por orden de Grigori, María
Kondratievna corrió a casa del ispravnik para dar la voz de
alarma. Llegó cinco minutos antes que Piotr Ilitch, de modo
que éste, al aparecer, fue como un testigo de cargo que
confirmó con sus declaraciones las sospechas contra el
presunto autor del crimen, al que el funcionario se había
resistido a considerar culpable.
Se decidió obrar con energía. Las autoridades judiciales se
trasladaron al lugar de los hechos y realizaron una
investigación en toda regla. El doctor del zemstvo, principiante
en el ejercicio de su cargo, se ofreció a acompañarlos. Voy a
resumir los hechos. Fiodor Pavlovitch tenía la cabeza abierta.
¿Pero qué arma había empleado el agresor? Seguramente la
misma que había servido poco después para abatir a Grigori.
Éste, una vez recibidos los primeros cuidados, hizo, a pesar
de su debilidad, un relato coherente de lo que le había
sucedido. Se buscó con una linterna en las cercanías del
muro del jardín, y se encontró la mano de mortero de cobre en
medio de una avenida. En la habitación de Fiodor PavIovitch
todo estaba en orden, pero detrás del biombo, cerca del lecho,
se encontró un gran sobre de papel fuerte, con esta inscrip-
ción: «Tres mil rublos para Gruchegnka, mi ángel, si viene.» Y
Fiodor Pavlovitch había añadido más abajo: «Para mi
pichoncito.» El sobre tenía tres grandes sellos de lacre, pero
estaba abierto y vacío. También se encontró en el suelo la
cinta de color de rosa con que había estado atado.
Del relato de Piotr Ilitch, lo que más llamó la atención a los
magistrados fue la sospecha de que Dmitri Fiodorovitch se iba
a suicidar a la mañana siguiente, según él mismo había
declarado y como parecían confirmar la pistola cargada, la
nota que Mitia había escrito y otros detalles. Piotr Ilitch añadió
que le amenazó con denunciarlo para evitar que se suicidase,
y que Dmitri le respondió con una sonrisa: « No tendrás
tiempo.» Por lo tanto, había que dirigirse a toda prisa a
Mokroie para detener al asesino antes de que se quitara la
vida.
-¡La cosa está clara, clarísima! -exclamó el procurador,
acalorado-. Todos esos locos proceden así: se divierten antes
de poner fin a sus días.
Al enterarse de las compras que había hecho Dmitri, se
enardeció más todavía.
-Acuérdense, señores, del asesino del traficante Olsufiev,
que robó a su víctima mil quinientos rublos. Lo primero que
hizo fue rizarse el pelo. Después se dedicó a divertirse con las
chicas y no se preocupó de ocultar el dinero.
Pero las formalidades de la investigación requerían tiempo.
Se envió a Mokroie al isprvvnik Mavriki Mavrikievitch
Chmertsoy, que habia llegaao a la ciudad para cobrar su
sueldo. Se le encargó la vigilancia del «asesino» hasta que
llegasen las autoridades competentes. Debía procurarse la
ayuda necesaria, etc., etc. Ocultando que obraba oficialmente,
enteró de parte del asunto a Trifón Borisytch, conocido suyo
desde hacía mucho tiempo. Entonces fue cuando Mitia, al
dejar la galería, se encontró con el dueño del parador, que lo
buscaba, y observó un cambio en su semblante y en su modo
de hablar.
Mitia y sus compañeros ignoraban la vigilancia de que eran
objeto. En cuanto a la caja de las pistolas, hacía rato que
Trifón la había escondido en lugar seguro.
Nasta las cinco, o sea casi al amanecer, no llegaron las
autoridades. Ocupaban dos coches. El médico se había
quedado en casa de Fiodor Pavlovitch para hacerle la
autopsia y, sobre todo, porque el estado de Smerdiakov le
interesaba extraordinariamente.
-Un ataque de epilepsia tan violento y largo como éste,
que ya dura dos días, es sumamente raro a interesante desde
el punto de vista cientíîico -dijo a sus compañeros cuando los
vio partir.
Y todos lo felicitaron, entre risas, por la oportunidad que se
le había presentado inesperadamente. El médico afirmó que
Smerdiakov no llegaría con vida a la mañana siguiente.
Tras esta digresión un tanto extensa, pero necesaria,
reanudamos nuestra historia en el punto en que la dejamos.

CAPITULO III
LAS TRIBULACIONES DE UN ALMA. PRIMERA
TRIBULACIÓN
Mitia paseó por todos los presentes una mirada atónita, sin
comprender lo que decían. De pronto se irguió, levantó los
brazos al cielo y exclamó:
-¡Yo no soy culpable de ese crimen! ¡Yo no he derramado
la sangre de mi padre! Quería matarlo, pero soy inocente. ¡No
he sido yo!
Apenas habla terminado de decir esto, Gruchegnka salió
de detrás de la cortina y se arrojó a los pies del ispravnik.
-¡Soy yo la culpable! -exclamó tendiendo hacia él los
brazos y bañada en lágrimas-. Lo ha matado por culpa mía.
He torturado a ese pobre viejo que ya no existe. Soy yo la
principal culpable.
-¡Sí, criminal: tuya es la culpa! -vociferó el ispravnik
amenazándola con el puño- ¡Eres una mala mujer, una
libertina!
Lo hicieron callar en seguida. El procurador incluso lo
cogió por la cintura para contenerlo.
-¡Su actitud está fuera de toda regla, Mikhail Makarovitch!
¡Está usted dificultando la investigación! ¡Lo echa todo a
perder!
La indignación lo ahogaba.
-¡Hay que tomar medidas, hay que tomar medidas! -excla-
mó Nicolás Parthenovitch-. ¡Esto no se puede tolerar!
-¡Juzgadnos juntos! -continuó Gruchegnka, que seguía
arrodillada-. ¡Ejecutadnos juntos! ¡Estoy dispuesta a morir con
él!
-¡Grucha! ¡Mi vida, mi corazón, mi tesoro! -dijo Mitia arro-
dillándose junto a ella y rodeándola con sus brazos-. ¡No la
crean! ¡Es inocente!
Los separaron a viva fuerza y se llevaron a la joven. Mitia
perdió el conocimiento y, cuando lo recobró, se vio sentado
ante una mesa y rodeado de personas que ostentaban placas
de metal. Frente a él, sentado en el diván, estaba Nicolás
Parthenovitch, el juez de instrucción, que le invitaba con toda
cortesía a beber un poco de agua.
-El agua lo refrescará y lo calmará. No se inquiete. No
tiene nada que temer.
A Mîtia le interesaron extraordinariamente las gruesas
sortijas del juez, adornadas una con una amatista y la otra con
una piedra de un amarillo claro, de hermosos destellos.
Mucho tiempo después recordaría con estupor que estas
sortijas lo fascinaban en medio de las torturas del
interrogatorio, hasta el extremo de que no podía apartar los
ojos de ellas. A la izquierda de Mitia estaba sentado el
procurador; a la derecha, un joven que llevaba una chaqueta
de cazador bastante deteriorada y que tenía delante un tintero
y papel: era el escribano del juez de instrucción. En el otro
extremo de la habitación, junto a la ventana, estaban el
ispravnik y Kalganov.
-Beba un poco -dijo por enésima vez y amablemente el
juez de instrucción.
-Ya he bebido, señores, ya he bebido. -Y añadió, mirándo-
los fijamente-: ¡Aplástenme, condénenme, decidan mi
suerte!...
-¿De modo que sostiene usted que no ha matado a su
padre, Fiodor Pavlovitch?
-Lo sostengo. He derramado la sangre de otro viejo, pero
no la de mi padre. Estoy apenado. He matado, pero es muy
duro para mí verme acusado de un crimen horrible que no he
cometido. Esta terrible acusación, señores, me produce el
efecto de un mazazo. ¿Pero quién ha matado a mi padre?
¿Quién ha podido matarlo sino yo? Es algo inaudito, increíble.
-Debe usted saber... -empezó a decir el juez.
Pero el procurador, después de cambiar una mirada con
él, dijo a Mitia:
-Deseche su preocupación por el viejo criado Grigori
Vasilev. Está vivo. Ha recobrado el conocimiento y, a pesar
del tremendo golpe que usted le ha asestado... (y digo
tremendo fundándome en las declaraciones de la víctima y de
usted), puede darse por seguro que se curará. Por lo menos,
ésta es la opinión del médico.
-¿Vivo? ¿Está vivo? -exclamó Mitia con el rostro resplan-
deciente y enlazando las manos-. ¡Señor, gracias por tu
magnífico milagro en favor de este malvado, de este pecador!
¡Gracias por haber escuchado mis oraciones! ¡Toda la noche
he estado rezando!
Se santiguó tres veces. El procurador continuó:
-Pero ese Grigori ha hecho una declaración que le
compromete a usted gravemente; tanto le compromete, que...
Mitia le interrumpió, levantándose:
-¡Por favor, señores; un momento, sólo un momento! ¡He
de hablar con ella!...
-Perdone, pero no puede marcharse ahora -dijo Nicolás
Parthenovitch levantándose también.
Los testigos sujetaron a Mitia, que volvió a sentarse sin
protestar.
-¡Qué lástima! ¡Sólo quería que ella supiese que no soy un
asesino, que la sangre cuyo recuerdo me ha torturado toda la
noche está lavada! Señores, es mi prometida -dijo mirando a
todos los presentes con gesto grave y respetuoso-. Estoy muy
agradecido a ustedes. Me han devuelto la vida... Ese viejo me
llevó en brazos y me lavó en una artesa cuando yo tenía tres
años y vivía en el mayor abandono. Hizo conmigo las veces
de padre...
-Pues resulta que... -continuó el juez.
-Un minuto más, señores -le interrumpió Mitia acodándose
en la mesa y cubriéndose la cara con las manos-. ¡Déjenme
reconcentrarme, respirar un poco!... Estoy trastornado.
Golpear a un hombre no es golpear un tambor.
-Beba un poco de agua.
Mitia descubrió su cara y sonrió. En sus ojos había un
brillo vivaz; parecía transformado. También habían cambiado
sus modales. Se volvía a sentir al mismo nivel que aquellos
hombres que le rodeaban, todos antiguos conocidos suyos.
Tenía la impresión de haberse encontrado con ellos en una
fiesta de sociedad el día anterior, antes del suceso. Hay que
advertir que Mitia había tenido relaciones cordiales con el
ispravnik. Con el tiempo, este trato amistoso se había ido
enfriando, y en el mes último apenas se habían visto. Cuando
se encontraba con Mitia en la calle, el ispravnik arrugaba las
cejas y lo saludaba sólo por pura fórmula, cosa que Dmitri no
dejaba de notar. Al procurador lo conocía menos, pero a
veces visitaba, sin saber por qué, a su esposa, mujer nerviosa
y antojadiza. Ésta lo recibía siempre con amabilidad a interés.
En cuanto al juez, sus relaciones con él se limitaban a haber
sostenido un par de conversaciones sobre mujeres.
-Usted, Nicolás Parthenovitch -dijo Mitia alegremente-, es
un juez de instrucción muy hábil, y yo lo voy a ayudar.
Señores, me siento resucitado. No se molesten ante mi
franqueza. Además, les confieso que estoy un poco bebido.
Me parece, Nicolás Parthenovitch, que ya tuve el honor, el
honor y el placer, de saludarlo en casa de mi pariente Miusov.
Señores, yo no pretendo que me traten como a un igual.
Comprendo mi situación ante ustedes. Según la acusación de
Grigori, pesa sobre mí una culpa horrenda. Comprendo
perfectamente mi situación. Pero estoy dispuesto a facilitarles
el trabajo, y pronto habremos terminado. Como estoy seguro
de mi inocencia, esto abreviará las cosas. ¿No les parece?
Dmitri hablaba de prisa, con toda franqueza, como si sus
auditores fueran sus mejores amigos.
-De momento -dijo gravemente Nicolás Parthenovitch-,
anotaremos que usted rechaza formalmente la acusación de
asesinato.
Y a media voz dictó al escribano lo procedente.
-¿Va usted a anotarlo? ¿Quiere anotar eso? De acuerdo;
tienen mi pleno consentimiento, señores... Pero yo quisiera...
Escriba esto también «Es culpable de graves violencias, de
haber golpeado brutalmente a un pobre viejo.» Además, en mi
fuero interno, en el fondo de mi corazón, yo siento esta culpa.
Pero esto no hay que anotarlo, porque son secretos íntimos...
Respecto al asesinato de mi padre, afirmo mi inocencia. Es
una idea monstruosa. Lo probaré; pronto se convencerán
ustedes. Incluso se reirán de sus sospechas.
-Cálmese, Dmitri Fiodorovitch -dijo el juez-. Antes de pro-
seguir el interrogatorio, quisiera que me confirmara usted un
hecho. Usted no quería a su difunto padre. Al parecer, tenía
usted continuas querellas con él. Usted mismo ha manifestado
hace un cuarto de hora, en esta habitación, que tenía la
intención de matarlô. Ha dicho usted: «No lo he matado, pero
he sentido el deseo de hacerlo.»
-¿Yo he dicho eso? No me extraña, pues, en efecto, y
desgraciadamente, he deseado matarlo.
-¿De modo que lo ha deseado? ¿Quiere explicarnos los
motivos de ese odio a muerte contra su padre?
-¿Qué necesidad hay de explicar eso, señores? -dijo Mitia
con semblante sombrío y encogiéndose de hombros-. No he
ocultado mis sentimientos; toda la ciudad los conoce. Hace
poco, los expuse en el monasterio, en la celda del starets
Zósimo. La noche de aquel mismo día golpeé a mi padre
hasta dejarlo sin sentido, y juré ante testigos que lo mataría.
Testigos no faltan. Llevo un mes diciendo a voces lo mismo...
El hecho es patente, pero los sentimientos son otra cosa.
Señores, yo estimo que no tienen derecho ustedes a
interrogarme sobre esta cuestión. Pese a la autoridad de que
están ustedes investidos, se trata de un asunto íntimo que
sólo me concierne a mí. Pero, ya que no he ocultado
anteriormente mis sentimientos, ya que incluso los pregoné en
la taberna, no quiero mantenerlos , en secreto ahora.
Escúchenme, señores: reconozco que hay contra mí cargos
abrumadores; dije públicamente que lo mataría, y he aquí que
lo han matado. ¿Cómo no he de parecer yo el culnable? Los
excuso, señores; los comprendo perfectamente.
Estoy estupefacto. ¿Quién puede ser el asesino en este
caso, sino yo? ¿Verdad? Si no soy yo, ¿quién puede ser?
Señores, quiero saber, les exijo que me digan, dónde lo han
matado, cómo, con qué arma...
Miró fijamente al juez y al procurador.
-Lo hemos encontrado tendido en el suelo, en su
despacho, con la cabeza abierta -repuso el procurador.
-¡Es horrible!
Mitia se estremeció, apoyó en la mesa los codos y se
cubrió la cara con la mano derecha.
-Continuemos -dijo Nicolás Parthenovitch-. ¿Por qué mo-
tivo odiaba usted a su padre? Tengo entendido que usted ha
dicho públicamente que la causa eran los celos.
-Los celos y algo más.
-¿Asunto de dinero?
-Sí, el dinero ha sido también un motivo.
-Creo que había en juego tres mil rublos de su herencia,
que usted no recibió.
-¿Cómo tres mil? Mucho más. Seis mil..., diez mil tal vez...
Lo he dicho a todo el mundo, lo he pregonado por todas
partes. Pero estaba resuelto, para terminar de una vez, a
conformarme con tres mil rublos. Los necesitaba a toda costa.
Yo consideraba como cosa propia, como algo que me habían
robado, que era mío y sólo mío, el sobre destinado a
Gruchegnka y escondido bajo una almohada.
El procurador cambió con el juez una mirada significativa.
-Ya volveremos sobre este punto -dijo inmediatamente el
juez-. Ahora permítame registrar que usted consideraba ese
sobre como cosa propia.
-Escriban, señores, escriban. Comprendo que esto es un
nuevo cargo contra mí, pero no siento ningún terror. Ya ven
ustedes que empiezo por acusarme yo mismo; yo mismo,
señores... Caballeros -añadió amargamente-, ustedes tienen
de mí un concepto completamente equivocado. El hombre que
está ante ustedes posee un corazón noble; ha cometido
muchas villanías, pero ha conservado la nobleza en el fondo
de su ser... No sé cómo explicarlo... La sed de nobleza me ha
atormentado siempre. La buscaba con la linterna de
Diógenes. Sin embargo, sólo he cometido villanías. Como
todos nosotros... ¿Pero qué digo? Como todos no, pues yo
soy único en mi género... Señores, me duele la cabeza... Todo
cuanto había en ese hombre me parecía detestable. Me
repugnaban su aspecto, su grosería, su jactancia, sus
payasadas, su desprecio hacia todo lo sagrado, su ateísmo...
Pero ahora está ya muerto y pienso de otro modo.
-¿Qué quiere decir con eso?
-Realmente, no es que haya cambiado de modo de
pensar. Lo que ocurre es que lamento haberlo odiado tanto.
-¿Remordimiento?
-No, no es remordimiento. Esto no lo anoten. Yo mismo,
señores, no me distingo ni por mi bondad ni por mi belleza.
Por lo tanto, no tenía ningún derecho a considerarlo
repugnante. Esto lo pueden anotar.
Después de hablar así, Mitia cayó en una profunda tristeza
que fue en aumento a medida que el juez prolongó su
interrogatorio. En esto, se produjo una escena inesperada.
Aunque se habían llevado a Gruchegnka, la habían dejado en
la habitación inmediata. La acompañaba Maximov, que,
abatido y aterrado, se aferraba a ella como a una tabla de
salvación. Uno de los testigos de la placa metálica guardaba
la puerta. Gruchegnka lloraba. De pronto, incapaz de
sobreponerse a su desesperación, gritó: «¡Qué desgracia, qué
desgracia!», y corrió a la habitación inmediata, hacia su
amado, tan repentinamente, que nadie pudo detenerla. Mitia
la oyó, se estremeció y fue precipitadamente a su encuentro.
Pero les impidieron que volvieran a reunirse. Cogieron a Mitia
del brazo y éste empezó a debatirse tan furiosamente, que
hubieron de acudir tres o cuatro hombres para sujetarlo. Se
llevaron también a Gruchegnka y él vio como le tendía los
brazos mientras la arrastraban. Terminado el incidence, Mitia
se vio en el sitio donde antes estaba, enfrente del juez.
-¿Por qué la han de hacer sufrir? -exclamó-. Es inocente.
El procurador y el juez hicieron todo lo posible por
calmarlo. Asi transcurrieron diez minutos.
Mikhail Makarovitch, que había salido, volvió y dijo,
emocionado:
-La han llevado abajo. ¿Me permiten ustedes, señores,
decide dos palabras a este desgraciado? Desde luego, en
presencia de ustedes.
-Puede hacerlo, Mikhail Makarovitch -repuso el juez-. No
vemos en ello ningún inconveniente.
-Escuche, Dmitri Fiodorovitch, mi desgraciado amigo -dijo
el buen hombre, cuyo semblante expresaba una compasión
casi paternal-. Agrafena Alejandrovna está abajo, con las hijas
de Trifón Borisytch. Maximov no se separa de ella. La he
tranquilizado, le he hecho comprender que tenía usted que
justificarse, que necesitaba estar sereno para no agravar la
acusación que pesa sobre usted. ¿Comprende?... Ella se ha
hecho cargo. Es inteligente y buena. A petición de ella vengo
a tranquilizarlo. Conviene que diga a esa joven que usted no
se inquieta por ella. Por lo tanto debe calmarse. He cometido
una injusticia con Agrafena Alejandrovna. Es un alma tierna a
inocente. ¿Puedo asegurarle, Dmitri Fiodorovitch, que no
perderá usted la serenidad?
El buen hombre estaba conmovido por el pesar de
Gruchegnka. Las lágrimas asomaban a sus ojos. Mitia se
arrojó sobre él.
-¡Perdón, señores! Permítanme esta interrupción. ¡Es
usted un Santo, Mikhail Makarovitch! Muchas gracias. Estaré
tranquilo y contento. Tenga la bondad de decírselo. Hasta me
voy a echar a reír tanta es mi alegría al saber que usted vela
por ella. Pronto pondré fin a esto y, apenas quede libre,
correré a su encuentro. Que tenga un poco de paciencia.
Señores, les voy a abrir mi corazón. Vamos a terminar este
asunto alegremente. Acabaremos por reír todos juntos.
Caballeros, esa mujer es la reina de mi alma. ¡Oh,
permítanme decirlo! Yo creo que todos ustedes son hombres
de nobles sentimientos. Esa joven ilumina y ennoblece mi
vida. Si ustedes supieran... Ya han oído ustedes lo que ha
dicho: «¡Iré contigo a la muerte!» ¿Qué puedo haberle dado
yo, que no tengo nada para que me ame así? ¿Soy digno yo,
un ser tan vil, de que ella me adore hasta el punto de estar
dispuesta a seguirme al presidio? Hace un momento se
arrastraba a los pies de ustedes por mí, a pesar de su orgullo
y de su inocencia. ¿Cómo no venerarla, cómó no comer hacia
ella? Perdónenme, señores. Ahora me siento consolado.
Se desplomó en una silla y, cubriéndose el rostro con las
manos, rompió a llorar. Pero sus lágrimas eran de alegría. El
viejo ispravnik estaba emocionado; los jueces, también.
Advertían que el interrogatorio había entrado en una nueva
fase. Cuando el ispravnik se hubo marchado, Mitia dijo
alegremente:
-Bien, señores; ahora estoy enteramente a su disposición.
Si no entramos en detalles, nos entenderemos en seguida.
Repito que estoy a la disposición de ustedes. Pero es preciso
que refine entre nosotros una confianza mutua. De lo
contrario, no terminaríamos nunca. Lo digo por ustedes. A los
hechos, señores, a los hechos. Y, sobre todo, no hurguen en
mi alma, no me torturen con bagatelas. Limítense a lo
esencial, y les aseguro que quedarán satisfechos de mis
respuestas. ¡Al diablo los detalles!
Así habló Mitia. Acto seguido, se reanudó el interrogatorio.
CAPÍTULO IV
SEGUNDA TRIBULACIÓN
-No puede usted imaginarse, Dmitri Fiodorovitch -dijo Ni-
colás Parthenovitch, cuyos ojos, de un gris claro, ojos de
miope, brillaban de satisfacción-, hasta qué punto nos
complace su buena voluntad. Acepto su opinión de que una
confianza mutua es indispensable en asuntos tan importantes
como éste, cuando el inculpado desea, espera y puede
justificarse. Por nuestra pane, haremos todo cuanto nos sea
posible. Ya ha visto usted cómo llevamos este asunto. ¿Está
usted de acuerdo, Hipólito Kirillovitch?
-Desde luego -aprobó el procurador, aunque en un tono un
tanto seco.
Hay que advertir que Nicolás Parthenovitch, desde su
reciente entrada en funciones, miraba al procurador con
simpatía y respeto. Era casi el único que creía ciegamente en
el talento psicológico y oratorio de Hipólito Kirillovitch, del que
había oído hablar en Petersburgo. En compensación, el joven
Nicolás Parthenovitch era el único hombre en el mundo que
contaba con el afecto sincero de nuestro infortunado
procurador. Por el camino se habían puesto de acuerdo
acerca del asunto en que iban a intervenir, y, durante el
interrogatorio, la aguda percepción del juez cazaba al vuelo
cualquier señal o gesto, por insignificantes que fuesen, de su
colega.
-Señores -dijo Mitia-, permítanme referir las cosas sin inte-
rrumpirme con trivialidades. Les aseguro que seré breve.
-De acuerdo. Pero antes de escuchar su relato, le ruego
que explique un detalle sumamente interesante para nosotros.
Ayer por la tarde, a las cinco, usted tomó en préstamo diez
rublos de su amigo Piotr Ilitch Perkhotine, dejando en prenda
dos pistolas.
-Cierto, señores; empeñé mis pistolas por diez rublos al
regresar de mi viaje. ¿Qué más?
-¿Al regresar de su viaje? ¿De modo que había salido
usted de la ciudad?
-Sí. Fue un viaje de cuarenta verstas, señores. ¿No lo
sabían?
El procurador y el juez cambiaron una mirada.
-Convendría que nos relatara usted metódicamente todo
cuanto hizo ayer desde que empezó la jornada. Por ejemplo,
¿quiere usted decirnos por qué se marchó, y a qué hora, y
cuánto tiempo estuvo ausente?
Mitia se echó a reír.
-Ya veo que eso es para ustedes un asunto urgente. Si
quieren, empezaré mi relato a partir de anteayer. Entonces
comprenderán el porqué de mis idas y venidas. Aquel día, por
la mañana, fui a visitar al traficante Samsonov para pedirle
prestados tres mil rublos, ofreciéndole sólidas garantías.
Necesitaba urgentemente esta suma.
-Perdone un momento -le dijo cortésmente el procurador-.
¿Para qué necesitaba usted con tanta urgencia esa sums?
-¡Detalles y más detalles! Cómo, cuándo, por qué..., y por
qué precisamente esa cantidad y no otra... Todo eso no es
más que palabrería. Si seguimos ese procedimiento, no
tendríamos suficiente ni con tres volúmenes, y aún habríamos
de añadir un epílogo.
Mitia hablaba con el acento familiar del hombre animado
de las mejores intenciones y deseoso de decir toda la verdad.
-Señores -continuó-, les ruego que perdonen mi brusque-
dad. Pueden tener la seguridad de que me inspiran un
profundo respeto. No estoy ya borracho. Comprendo que
entre ustedes y yo media cierta distancia. Para ustedes soy un
criminal al que deben vigilar. Ya sé que no me pueden
perdonar lo que he hecho a Grigori: no se golpea
impunemente a un pobre viejo. Esto me costará de seis
meses a un año de prisión, pero sin perjuicio para mis
derechos civiles. ¿No es así señor procurador? Comprendo
todo esto; pero comprendan también ustedes que
desconcertarían al mismo Dios con sus preguntas. ¿Adónde
has ido, cómo, cuándo, por qué? Así sólo lograrán
confundirme. Tomarán nota y, ¿qué resultará? Que no han
averiguado nada. Además, si yo hubiera empezado mintiendo,
seguiría diciendo mentiras hasta el final, y ustedes me lo
perdonarían dadas su cultura y la nobleza de sus
sentimientos. Les ruego que renuncien a esos procedimientos
oficiales que consisten en hacer preguntas insignificantes.
«¿Cómo te has levantado? ¿Qué has comido? ¿Dónde has
escupido?» Y cuando el acusado está aturdido, acabarlo de
trastornar preguntándole: «¿A quién has matado? ¿A quién
has robado?» ¡Ja, ja! Éste es el sistema clásico de ustedes.
En él se funda toda la astucia de los jueces. Empleen ese
procedimiento con los vagabundos, pero no conmigo. Yo he
vivido mucho y tengo experiencia de la vida. No se enfaden
conmigo, señores, y perdónenme mi insolencia.
Los miró a todos con una extraña amabilidad y añadió:
-Mitia Karamazov merece más indulgencia que un sabio.
El juez se echó a reír. El procurador estaba muy serio y no
apartaba los ojos de Dmitri: observaba atentamente sus
menores gestos, los más insignificantes movimientos de su
fisonomía.
-Sin embargo -dijo Nicolás Parthenovitch sin cesar de reír-,
nosotros no le hemos molestado con preguntas sobre su
manera de levantarse ni para saber lo que comió. Hemos ido
derechos al final.
-Comprendo y me complace la bondad de ustedes. Los
tres somos hombres de buena fe. Debe reinar entre nosotros
la confianza recíproca de los hombres de mundo ligados por
la lealtad y el honor. Sea como fuere, permítanme que les
mire como se mira a los buenos amigos en estas penosas
circunstancias. ¿Les ofenden mis palabras, señores?
-Nada de eso, Dmitri Fiodorovitch -repuso el juez-. Creo
que tiene usted razón.
-Y demos de lado a los detalles -exclamó Mitia, acalorado-,
prescindamos de los procedimientos quisquillosos. De lo
contrario, no iremos a ninguna parte.
-Tiene usted toda la razón -dijo el procurador-, pero man-
tengo mi pregunta. Necesitamos saber para qué necesitaba
usted los tres mil rublos.
-¿Qué importa que los necesitara para una cosa o para
otra?... Los necesitaba para pagar una deuda.
-¿A quién?
-Me niego rotundamente a decirlo, señores. No lo hago por
terror ni por cortedad, pues se trata de un detalle
insignificante, sino por principio. Es una cuestión que atañe a
mi vida privada y no permitiré a nadie intervenir en ella. Su
pregunta no afecta a nuestro asunto, pues pertenece, como le
he dicho, a mi vida privada. Les diré que mi deseo era pagar
una deuda de honor, pero no mencionaré el nombre de la
persona con la que tenía contraída la deuda.
-Permítame anotar eso -dijo el procurador.
-Sí, escriba usted que me opongo a mencionar el nombre
del acreedor, por estimar que sería indigno hacerlo. Bien se
ve, señor procurador, que no le falta tiempo para escribir.
-Permítame recordarle, señor, o decirle, si usted lo ignora
-replicó severamente el procurador-, que time usted perfecto
derecho a no responder a nuestras preguntas, y que, por otra
parte, nosotros no podemos en modo alguno exigirle que nos
responda en los casos que usted juzgue conveniente no
hacerlo. Pero debemos llamarle la atención sobre los
perjuicios que puede causarse a sí mismo negándose a
hablar. Ahora, puede seguir hablando.
-Señores -farfulló Mitia un poco confuso ante esta observa-
ción-, no crean ustedes que estoy enojado... Yo... Verán. Me
dirigía a casa de Samsonov y...
Como es lógico, no reproduciremos detalladamente su
relato, en el que se exponen los hechos que ya conocen
nuestros lectores. En su impaciencia, Dmitri quería contarlo
todo con detalle y rápidamente. A veces, era preciso
detenerlo. Dmitri Fiodorovitch se resignó a ello, renegando.
«¡Señores, esto es para desesperar al mismo Dios!»
«¡Caballeros, me están ustedes mortificando sin motivo!»
Pero, a pesar de estas exclamaciones, conservaba su locuaci-
dad. Explicó que Samsonov lo había engañado (ahora se
daba cuenta). La venta del reloj por seis rublos, a fin de tener
el dinero que necesitaba para el viaje, interesó vivamente a
los magistrados, que ignoraban todavía esta operación. Ante
la indignación de Mitia, se consideró necesario consignar
detalladamente este hecho, que evidenciaba que el dfa
anterior Dmitri estaba ya sin un céntimo. Poco a poco, Mitia se
iba enfurruñando. Habló de su visita de la noche anterior a
Liagavi en su isba, donde había estado a punto de asfixiarse;
de su vuelta a la ciudad y de los celos que entonces
empezaron a atormentarle a causa de Gruchegnka. Los
magistrados le escuchaban atentamente y en silencio, y
tomaron nota sobre todo del hecho de que, desde hacía
macho tiempo, Mitia tenía un puesto de observación en el
jardín de María Kondratievna, para ver si Gruchegnka iba a
casa de Fiodor Pavlovitch, y que Smerdiakov lo informaba
sobre este asunto. Esto fue mencionado en el momento
oportuno. Habló largamente de sus celos, a pesar de la ver-
güenza que le producía exponer sus sentimientos más íntimos
«al deshonor público», por decirlo así. Para ser verídico, se
sobreponía a este bochorno.
La impasible severidad de las miradas fijas en él durante
su relato acabó por producirle una profunda turbación. Pensó
tristemente: «Este jovenzuelo con el que yo hablaba de
mujeres hace unos días y este procurador enfermizo no
merecen que les cuente todo esto. ¡Qué vergüenza!» Y
concluyó para tomar ánimos: «Soporta, resígnate, cállate».
Cuando empezó a relatar su visita a la señora de
Khokhlakov, recobró la alegría. Incluso trató de referir una
anécdota reciente acerca de ella. Pero la anécdota no venía a
cuento, y el juez lo interrumpió, invitándole a ceñirse al
asunto. Acto seguido, habló de la desesperación que le
dominaba en el momento de salir de casa de dicha señora.
Tan desesperado estaba -así lo dijo-, que incluso pensó en
estrangular a alguien para procurarse los ties mil rublos.
Inmediatamente lo detuvieron para registrar la declaración.
Finalmente explicó cómo se había enterado de la mentira de
Gruchegnka, que había salido enseguida de casa de
Samsonov, después de haber dicho que estaría al lado del
viejo hasta medianoche.
-Si no maté entonces a Fenia, señores -dijo sin poder
contenerse-, fue porque no tenía tiempo.
También este detalle se anotó. Mitia esperó con gesto
sombrío, y ya iba a explicar cómo había entrado en el jardín
de su padre, cuando el juez lo interrumpió y, abriendo una
gran camera que tenía cerca de él, en el diván, sacó de eila
una mano de mortero de cobre.
-¿Conoce usted este objeto?
-¡Oh, sí! ¿Cómo no? Démelo: quiero verlo... Pero no.
¿Para qué?
-¿Por qué no ha hablado usted de él?
-Ha sido un olvido. ¿Cree que quería ocultárselo?
-Haga el favor de explicar cómo se procuró esta arma.
-Con macho gusto, señores.
Mitia explicó cómo se había apoderado de la mano de
mortero, para salir corriendo con ella.
-¿Con qué intención cogió usted este instrumento?
-Con ninguna. Lo cogí y eché a correr.
-¿Por qué salió corriendo si no tenía usted ningún
propósito?
Mitia estaba cada vez más indignado. Miraba al «chiquillo»
con una sonrisita sarcástica y se arrepentía de la franqueza
con que había hablado a aquellos hombres de sus celos por
Gruchegnka.
-Lo de la mano de mortero no tiene impomancia.
-Sin embargo...
-La cogí para defenderme de los perros. Era ya de noche.
-¿Siempre temió usted tanto a la oscuridad? ¿Siempre
lleva un arma cuando sale de noche?
-¡Por favor, señores! ¡No hay modo de hablar con ustedes!
La cólera le cegaba. Añadió, dirigiéndose al escribano:
-¡Haga el favor de escribir esto! «Se apoderó de la mano
de mortero para matar a su padre, para abrirle la cabeza.»
¿Están ustedes satisfechos? -terminó en un tono de desafío.
-No podemos tener en cuenta esas palabras dictadas por
la cólera -dijo secamente el procurador-. Nuestras preguntas
le parecen fútiles y lo irritan. Sin embargo, son sumamente
interesantes.
-¡Por favor, señores...! Yo cogí la mano de mortero... ¿Por
qué se ha de coger nada en un caso como éste? Lo ignoro. El
hecho es que la cogí y salí corriendo. Y nada más... Esto es
bochornoso, señores. Passons; de lo contrario, les aseguro
que no diré ni una palabra más.
Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en la mano.
Estaba sentado de lado a sus interrogadores, y tenía la
mirada fija en la pared, esforzándose en sobreponerse a los
malos sentimientos que lo asaltaban. Experimentaba un ávido
deseo de levantarse y manifestar que no diría ni una palabra,
aunque lo sometieran a tortura.
-Óiganme, señores. Ahora, escuchándoles a ustedes, me
parece estar bajo los efectos de una alucinación, semejante a
las que he tenido otras veces... Con frecuencia tengo la
impresión de que alguien me persigue, alguien que me inspira
verdadero terror y que me acecha en las tinieblas. Entonces
me escondo vergonzosamente detrás de una puerta o de un
armario. Mi desconocido perseguidor sabe perfectamente
dónde estoy escondido, pero finge ignorarlo, con objeto de
prolongar mi tortura, de gozar de mi espanto... ¡Es lo que
ustedes están haciendo ahora!
-¿De modo que tiene usted alucinaciones? -inquirió el pro-
curador.
-Sí, las tengo... ¿Va usted a tomar nota?
-No, pero debo decirle que esas alucinaciones son
sumamente extrañas.
-Pero lo de ahora no es una alucinación, señores, sino una
realidad, un hecho de la vida. Yo soy el lobo y ustedes los
cazadores.
-La comparación es injusta -dijo el juez amablemente.
-¡No lo es, señores! -replicó Mitia, iracundo aunque su ex-
plosión de cólera le había aliviado-. Ustedes pueden resistirse
a creer a un criminal o a un acusado al que torturan con sus
preguntas, pero no a un hombre animado de nobles
sentimientos. Perdonen mi osadía, pero ustedes no tienen
derecho a obrar así. Sin embargo,

»Silencio, corazón mío.


Soporta, resígnate, cállate...

»¿Hay que continuar todavía? -preguntó rudamente. -Sí;


se lo ruego -repuso el juez.

CAPÍTULO V
TERCERA TRIBULACIÓN
Mientras hablaba y refunfuñaba, Mitia parecía aún más
deseoso que antes de no omitir ningún detalle. Explicó cómo
había escalado el muro, cómo se había acercado a la ventana
y todo lo que entonces había ocurrido dentro de él. Con
precisión y claridad, expuso los sentimientos que lo agitaban
cuando ardía en deseos de saber si Gruchegnka estaba o no
en casa de su padre.
El juez y el procurador lo escuchaban con extrema reserva
y semblante sombrío, y -cosa extraña- muy pocas veces le
interrumpieron con sus preguntas. Mitia no podía esperar
nada de la expresión de sus rostros. Pensó: «Se sienten
irritados y ofendidos. Peor para ellos.» Cuando dijo que había
hecho a su padre la señal que anunciaba la llegada de
Gruchegnka, los magistrados no prestaron la menor atención
a la palabra «señal», como si no viesen la importancia que
podía leper en circunstancias semejantes. Mitia observó este
detalle. Cuando llegó, en su relato, al momento en que había
visto a su padre con todo el torso fuera de la ventana, y
declaró que, con un estremecimiento de odio, había sacado
del bolsillo la mano de mortero, se detuvo súbitamente y como
si lo hiciera a propósito. Miraba a la pared y sentía fijos en él
los ojos de los magistrados.
-Bien -dijo Nicolás Parthenovitch-. Sacó usted el arma y...
¿qué hizo después?
-¿Después? Cometí el crimen..., di a mi padre un fuerte
golpe con la mano de mortero, que le partió el cráneo... Según
ustedes, esto fue lo que hice, ¿no?
Sus ojos fulguraban; su apaciguada cólera se recrudecía
hasta alcanzar una extrema violencia.
-¿Según nosotros? Eso no imports. Lo importante es saber
lo que ocurrió, según usted.
Mitia bajó los ojos a hizo una pausa.
-Según yo, señores, según yo -continuó lentamente-, he
aquí lo que ocurrió. Mi madre rogaba a Dios por mí. Un
espíritu celestial me besó en la frente en el momento crítico.
No sé bien lo que sucedió, pero es lo cierto que el diablo fue
vencido. Me alejé de la ventana; corrí hacia el muro del jardín.
Entonces me vio mi padre y, lanzando un grito, retrocedió
rápidamente: lo recuerdo muy bien... Cuando ya me
encontraba en lo alto del muro, Grigori me atrapó...
Mitia levantó los ojos y vio que sus oyentes le miraban
impasibles. Tuvo un estremecimiento de indignación.
-¡Ustedes se burlan de mí!
-¿De dónde ha sacado usted eso? -preguntó Nicolás
Parthenovitch.
-Ustedes no creen una sola de mis palabras. Comprendo
que hemos llegado al punto fundamental del asunto. El viejo
yace con la cabeza abierta, y yo he dicho que he sentido el
deseo de matarlo y que ya había sacado la mano de mortero,
cuando de pronto me he alejado de la ventana... Un buen
tema para escribirlo en verso. Se puede creer en la palabra de
un hombre tan sincero. ¡Son ustedes el colmo!
Se volvió rápidamente y la silla crujió.
-Cuando se alejó usted de la ventana -dijo el procurador,
simulando no advertir la agitación de Mitia-, ¿no observó
usted que la puerta que da al jardín estaba abierta?
-No, no estaba abierta.
-¿Seguro?
-Al contrario, estaba cerrada. ¿Quién podía haberla
abierto? Pero... ¡Espere! -Fue como si de pronto volviese en sí
y se recobrara-. ¿Han encontrado ustedes la puerta abierta?
-Sí.
-A menos que la abrieran ustedes, ¿quién pudo hacerlo?
-La puerta estaba abierta y por ella entró y salió el asesino
de su padre -dijo el procurador, subrayando las palabras-.
Esto está perfectamente claro para nosotros. Es evidente que
el asesinato se ha cometido estando el agresor dentro de la
habitación y no en la ventana. Esto se deduce del examen
realizado en el lugar del suceso y de la posición del cadáver.
Sobre este punto no existe la menor duda.
Mitia estaba confundido.
-No lo comprendo, señores -exclamó, en su desconcierto-.
Les puedo asegurar que yo no entré y que la puerta estuvo
cerrada durante todo el tiempo que permanecí en el jardín, y
después, mientras corría hacia el muro... Yo estaba junto a la
ventana y sólo vi a mi padre desde fuera... Recuerdo estos
detalles perfectamente y hasta el último momento. Y aunque
no me acordara, sería igual, pues sólo Smerdiakov, el difunto
y yo conocíamos la contraseña, y si la llamada no hubiera sido
la convenida, mi padre no habría abierto la puerta a nadie.
-¿A qué contraseña se refiere? -preguntó con ávida
curiosidad el procurador, cuya reserva desapareció
repentinamente. Pero también se percibió en su pregunta
cierta vacilación, al presenter que se hallaba ante un hecho
importante y que Mitia podía negarse a explicarlo.
-¿De modo que no lo sabe? -preguntó Mitia con una
sonrisa irónica y guiñándole el ojo-. ¿Y si yo no quisiera
contestar? ¿Quién le daría a usted la explicación que desea?
El difunto, Semerdiakov y yo somos los únicos depositarios
del secreto. Dios también lo conoce, pero no espere usted que
Él se lo diga. Es una situación curiosa. Se pueden imaginar
mil soluciones sobre esta cuestión... Pero tranquilícense,
señores: lo voy a contar todo. Ustedes no saber con quién
están hablando. El acusado declara contra sí mismo. Pues yo
soy todo un caballero, y ustedes no pueden decir lo mismo.
Tal era su deseo de oír las explicaciones de Dmitri, que el
procurador se tragó estas píldoras sin rechistar. Mitia
describió detalladamente la contraseña ideada por
Smerdiakov, cómo eran los golpes que había que dar en la
ventana. Incluso los reprodujo en la mesa. Nicolás
Parthenovitch le preguntó si él había dado aquellos golpes
que podían hacer creer a su padre que llegaba Gruchegnka, y
Mitia respondió afirmativamente.
-Ahora construya sobre eso una hipótesis -añadió
secamente, y le volvió la espalda con un gesto de desdén.
-¿De modo que sólo conocían esa contraseña su difunto
padre, el sirviente Smerdiakov y usted? -preguntó el juez.
-Sí. Y Dios: tome nota de esto. También tendrá que recurrir
a Dios.
Se tomó nota, por supuesto. El procurador dijo, como
obedeciendo a una idea repentina:
-Ya que usted afirma que es inocente, ¿no habrá sido
Smerdiakov el que ha conseguido que su padre le haya
abierto la puerta, haciendo la señal convenida, para cometer
el asesinato?
Mitia le dirigió una mirada cargada de ironía y de odio. Y
esta mirada fue tan persistente, que el procurador bajó los
ojos.
-Otra vez ha creído usted que iba a cazar el zorro,
después de pisarle la cola. Usted esperaba que yo me
aferrase a su insinuación y me apresurase a gritar: «¡Sí, ha
sido Smerdiakov el asesino!» Confiese que lo esperaba.
Confiéselo y entonces continuaré.
El procurador no dijo nada. Esperó en silencio.
-Pues se ha equivocado usted -dijo Mitia-: no acuso a
Smerdiakov.
-¿Y no sospecha de él?
-¿Es que usted sospecha?
-Sí, también lo consideramos sospechoso.
Mitia bajó los ojos.
-Basta de bromas. Escuchen. Desde el primer momento,
apenas he salido de detrás de la cortina, he tenido esta idea:
«¡Ha sido Smerdiakov!» Después, cuando ya he estado
sentado ante esta mesa, la imagen de Smerdiakov me ha
obsesionado. Ahora he vuelto a pensar en él, a
inmediatamente me he dicho: «No, no puede ser
Smerdiakov.» Ese hombre no puede haberlo asesinado,
señores.
-Si no ha sido él, ¿quién puede haber sido? -preguntó
cautelosamente Nicolás Parthenovitch.
-No lo sé. Pero estoy convencido de que no ha sido
Smerdiakov -dijo Mitia con firmeza.
-¿Por qué está usted tan seguro de que no ha sido él?
-Por convicción: porque Smerdiakov es un ser vil y
cobarde; mejor dicho, el conjunto de todas las miserias que
andan sobre dos pies. Es hijo de una ramera. Cuando me
habla, tiembla de esparto, creyendo que le voy a matar,
cuando ni siquiera levanto la mano. Se arroja a mis pies
llorando y me besa las botas, y me suplica que no lo asuste.
Incluso he intentado obsequiarle. Es un pobre epiléptico un
espíritu débil. Lo podría azotar un niño de ocho años. No, no
ha sido Smerdiakov. No le atrae el dinero; ha despreciado mis
regalos... No hay razón para que haya matado al viejo.
¿Saben ustedes que tal vez sea hijo natural de mi padre?
-Sí, ya conocemos ese rumor. Pero usted es también hijo
de Fiodor Pavlovitch, y ha dicho públicamente que quería
matarlo.
-Otro dato contra mí. ¡Esto es detestable! Pero no tengo
miedo. Señores, deberían avergonzarse de decirme eso en la
cara. Pues he sido yo el primero en hablar de ello. No sólo he
querido matarlo, sino que he podido y he estado a punto de
hacerlo. Pero mi ángel guardián me ha salvado del crimen.
Esto es lo que ustedes parecen no querer comprender. Eso
no es noble, ¡no es noble! Pues yo no he matado, ¡no he
matado! ¿Oye usted, procurador? ¡No he matado!
Se ahogaba. En ningún momento del interrogatorio había
demostrado una agitación tan profunda. Tras una pausa,
preguntó:
-¿Qué les ha dicho Smerdiakov, si puede saberse?
-Usted puede interrogarnos acerca de todo cuanto
concierna a los hechos -dijo fríamente el procurador- y
nosotros tenemos que responder a sus preguntas. Hemos
encontrado a Smerdiakov en la cama, sin conocimiento, presa
de un fuerte ataque de epilepsia, el décimo tal vez desde ayer.
El médico que nos ha acompañado ha dicho, después de
haber reconocido al enfermo, que, a lo mejor, no pasa de esta
noche.
-Entonces ha sido el diablo el que ha dado muerte a mi
padre -dijo Mitia, como si todas las dudas hubieran
desaparecido de pronto.
-Ya volveremos sobre este punto -dijo Nicolás Partheno-
vitch-. Tenga la bondad de continuar su declaración.
Mitia solicitó una tregua para descansar y se le concedió
con toda cortesía. Después reanudó su relato, pero con visible
esfuerzo. Se sentía débil, herido, destrozado moralmente.
Además, el procurador, como si lo hiciera adrede, lo irritaba a
cada momento, deteniéndose en «minucias». Mitia explicó
que, cuando estaba montado a horcajadas en el muro, golpeó
con la mano de mortero la cabeza de Grigori, ya que éste se
había asido a su pierna izquierda, y que después bajó y se
acercó al herido. Entonces el procurador lo interrumpió para
pedirle que explicara con más detalle cuál era su posición
sobre el muro. Mitia lo miró asombrado.
-Ya lo he dicho: estaba a horcajadas, con una pierna a
cada lado.
-¿Y qué me dice de la mano de mortero?
-La tenía en la mano.
-¿No la tenía en el bolsillo? ¿Recuerda bien este detálle?
Usted tuvo que asestar el golpe desde arriba.
-Seguramente. ¿A qué viene esa observación?
-¿Quiere usted sentarse en la silla como estaba sentado
entonces en el muro, para demostrarnos con toda claridad
cómo y por qué lado dio usted el golpe?
-¿Se burla usted de mí? -preguntó Mitia, midiendo con la
mirada a su interlocutor.
Pero éste no replicó. Dmitri se sentó a caballo en la silla y
levantó el brazo.
-Así fue cómo golpeé, ¡cómo maté! ¿Está usted
satisfecho?
-Gracias. ¿Quiere usted explicarnos ahora por qué saltó
nuevamente al jardín, con qué intención?
-Pues... ¡no lo sé, demonio!... Para ver al herido.
-¿Aun estando tan trastornado y deseoso de huir?
-Sí, aun estando tan trastornado y deseoso de huir.
-¿Pretendía prestarle ayuda?
-Creo que sí. No lo recuerdo.
-¿Acaso no se daba cuenta de sus actos?
-Me daba perfecta cuenta. Lo recuerdo todo con los
menores detalles. Salté, lo miré y le limpié la sangre con mi
pañuelo.
-Ya hemos visto su pañuelo. ¿Esperaba usted volverlo en
sí?
-Simplemente, quería saber si vivía.
-¿Lo averiguó?
-No soy médico y no pude juzgar. Creí que lo había
matado y huí.
-Bien; muchas gracias. Necesitaba conocer estos detalles.
Haga el favor de continuar.
Aunque se acordaba perfectamente de que había bajado
del muro impulsado por un sentimiento de piedad, y de que
había pronunciado palabras de compasión ante la víctima -«El
viejo ya lleva lo suyo. Por lo menos, que viva.»-, ni siquiera le
pasó por la imaginación decirlo. El procurador concluyó que el
acusado había bajado del muro, a pesar de su turbación, sólo
para saber si el único testigo de su crimen vivía. Ello
demostraba hasta dónde llegaban la energía, la resolución, la
sangre fría dé aquel hombre, etcétera. El procurador estaba
satisfecho. «He irritado a este joven nervioso con minucias, y
ha dicho lo que quería callar.»
Mitia continuó penosamene. Esta vez fue Nicolás
Parthenovitch quien lo interrumpió.
-¿Cómo se atrevió usted a ir a la casa de la sirvienta
Fedosia Marcovna con las manos y la cara manchadas de
sangre?
-Yo no sabía que las llevaba manchadas.
-Es muy posible -dijo el procurador, cambiando una mirada
con Nicolás Parthenovitch-. Eso suele suceder.
-Estamos de acuerdo, procurador -aprobó Mitia.
Y pasó inmediatamente a hablar de su propósito de
apartarse y «dejar el camino libre a los amantes».
Pero no se decidió, como poco antes, a exhibir sus
sentimientos, a hablar de la reina de su corazón. Le
repugnaba hacerlo ante aquellos hombres impasibles. A sus
insistentes preguntas, respondió lacónicamente:
-Estaba resuelto a suicidarme. ¿Para qué vivir? El antigua
amante de Gruchegnka, su seductor, había llegado, al cabo
de cinco años, para reparar su falta casándose con ella.
Entonces me dije que todo había terminado para mí... A mis
espaldas quedaba la vergüenza y esa sangre, la sangre de
Grigori. ¿Para qué vivir? Fui a recobrar mis pistolas, decidido
a alojarme una bala en la cabeza al amanecer.
-Y esta noche, fiesta por todo lo alto.
-Exacto. ¡Bueno, señores; terminemos cuanto antes!
Estaba resuelto a suicidarme en las afueras de la ciudad a las
cinco de la mañana. Incluso tengo en mi bolsillo una nota
escrita en casa de Perkhotine, después de cargar mi pistola.
Aquí la tienen; léanla; convénzanse de que no miento.
Dicho esto con acento desdeñoso, arrojó el billete sobre la
mesa. Los jueces lo leyeron con ávida curiosidad y, ¿cómo
no?, lo unieron al expediente.
-¿Y no se le ocurrió lavarse las manos antes de ir a casa
del señor Perkhotine? ¿No temía despertar sospechas?
-¿Sospechas? ¿Qué me importaban a mí las sospechas7
Iba a suicidarme a las cinco de la mañana, antes de que se
me pudiese detener. Si mi padre no hubiera sido asesinado,
ustedes no habrían sabido nada y no estarían aquí. Todo ha
sido obra del diablo. Él ha matado a mi padre; él les ha
informado a ustedes tan pronto. ¿Cómo han podido llegar tan
rápidamente? ¡Es increíble!
-El señor Perkhotine nos ha contado que usted ha entrado
en su casa con una gran cantidad, un grueso fajo de billetes
de cien rublos, en las manos..., en las manos manchadas de
sangre. Su sirvienta también lo ha visto.
-Eso es cierto, señores: lo recuerdo perfectamente.
-Una pregunta -dijo con extrema amabilidad Nicolás Par-
thenovitch-., ¿Puede usted decirnos de dónde sacó ese
dinero, siendo evidence que no tuvo usted tiempo de ir a su
casa?
El procurador frunció las cejas ante esta pregunta hecha
tan directamente, pero no interrumpió a Nicolás Parthenovitch.
-Desde luego, no fui a mi casa -dijo Mitia con toda calma,
pero bajando lós ojos.
-Siendo así, permítame repetir la pregunta -dijo el juez-.
¿De dónde sacó usted ese dinero en unos momentos en que,
según sus propias palabras, había decidido que a las cinco de
la mañana...?
-Necesitaba diez rublos y empeñé mis pistolas al señor
Perkhotine. Después fui a casa de la señora de Khokhlakov
para pedirle prestados tres mil rublos que ella no me quiso
dar, etc., etc. Pues sí, caballeros; estaba sin recursos, y, de
pronto, se vio en mis manos un grueso fajo de billetes de cien.
Sé muy bien, señores, que están ustedes inquietos. Ustedes
se preguntan: «¿Qué sucederá si no quiere explicarnos la
procedencia del dinero?» Pues bien, no la explicaré. Esta vez
han acertado ustedes: no lo sabrán.
Mitia dijo esto último recalcando las palabras. Nicolás
Parthenovitch replicó, amable y sereno:
-Comprenda usted, señor Karamazov, que es
importantísimo para nosotros conocer ese punto.
-Lo comprendo, pero no lo conocerán.
El procurador recordó al acusado que podía no responder
a las preguntas que le hacían, si tal era su deseo; pero que
debía tener en cuenta el perjuicio que se causaba a sí mismo
con el silencio, especialmente cuando las preguntas que se le
hacían eran tan importantes, que...
-¡Ya lo sé, señores, ya lo sé! ¡Estoy harto de esa cantinela!
Comprendo la gravedad del asunto, comprendo que ése es el
punto capital de la cuestión. Pero no hablaré.
-Eso no puede afectarnos a nosotros -dijo, nervioso,
Nicolás Parthenovitch-. El mal se lo hace usted a sí mismo.
-¡Basta de palabras vanas, señores! Desde el principio he
sospechado que chocaríamos al llegar a este punto. Pero
cuando he empezado mi declaración, todo en mi cerebro era
vago y brumoso, e incluso he caído en la candidez de
proponerles una confianza mutua. Ahora veo que este
intercambio de confianza es imposible, ya que teníamos que
llegar a la maldita barrera en que estamos en este momento.
Pero no les reprocho nada: comprendo que ustedes no
pueden creerme simplemente bajo palabra.
Mitia se detuvo, cabizbajo.
-Aun sin renunciar a su resolución de guardar silencio
sobre lo esencial, ¿querría usted explicarnos cuáles son los
motivos, indudablemente muy poderosos, que le impulsan a
encerrarse en el silencio en un momento tan crítico?
Mitia sonrió tristemente.
-Como soy mejor que ustedes, señores, les expondré
estos motivos, aunque no lo merecen. Me callo por pudor. La
respuesta a la pregunta sobre la procedencia del dinero
implicaría para mí una vergüenza mayor que si hubiera
asesinado a mi padre para robarle. Ya saben ustedes por qué
me callo. ¿Qué, señores; quieren anotar esto?
-Si, vamos a anotarlo -farfulló Nicolás Parthenovitch.
-No deben mencionar eso de la vergüenza. Si les he
hablado de ello, pudiendo callarme, ha sido sólo por
complacerlos... En fin, escriban ustedes lo que quieran
-terminó Mitia, malhumorado-. Conservo mi orgullo ante
ustedes.
-¿Quiere explicarnos de qué tipo es esa vergüenza?
-preguntó tímidamente Nicolás Pamhenovitch.
Una vez más, el procurador frunció el entrecejo.
-N-i-ni-, c’est fini; no insistan. No vale la pena envilecerse.
Ya me he envilecido por el contacto con ustedes. Ustedes no
merecen que yo les hable sinceramente; ni ustedes ni nadie.
Ya lo saben, señores: no diré nada más sobre este punto.
La respuesta era tan categórica, que Nicolás Parthenovitch
no insistió. Pero el juez leyó en los ojos de Hipólito Kirillovitch
que éste no había perdido las esperanzas.
-¿Puede usted decir al menos, el dinero que tenía cuando
llegó a casa del señor Perkhotine?
-No, no puedo decirlo.
-Usted ha hablado al señor Perkhotine de tres mil rublos
recibidos en préstamo de la señora de Kokhlakov.
-Es posible. No insistan, señores; no diré la cifra.
-Bien. ¿Podemos preguntarle cómo ha venido a Mokroie y
qué ha hecho usted desde su llegada?
-Para saber eso les bastaría preguntar a las personas que
hay aquí. Sin embargo, lo voy a explicar.
No reproduciremos su relato, rápido y seco. Pasó por alto
la embriaguez de Gruchegnka y dijo que había renunciado a
suicidarse, por «haber cambiado las circunstancias». Narraba
sin exponer los motivos ni entrar en detalles. Los magistrados
le hicieron pocas preguntas. El relato de Mitia tenía para ellos
escaso interés.
-Volveremos a esta cuestión cuando depongan los
testigos, por supuesto en presencia de usted -dijo Nicolás
Parthenovitch, dando por terminado el interrogatorio-. Ahora,
¿quiere depositar en la mesa todo lo que lleva encima, y
especialmente el dinero?
-¿El dinero? Por supuesto, señores. A sus órdenes.
Comprendo que es necesario. Me sorprende que no hayan
pensado antes en ello. Aquí lo tienen. Cuenten, cuenten... Me
parece que ya está todo.
Vació sus bolsillos de billetes y monedas y, finalmente,
sacó dos piezas de diez copecs que le quedaban en uno de
los bolsillos del chaleco. Se contó el dinero. Había en total
ochocientos treinta y seis rublos y cuarenta copecs.
-¿Ya está todo? -preguntó el juez.
-Todo.
-Según ha dicho usted, ha gastado trescientos rublos en
«Plotnikov», y ha dado diez rublos a Perkhotine y veinte al
cochero. Además, ha perdido doscientos jugando a las
camas.
Nicolás Pamhenovitch hizo las cuentas con ayuda de Mitia.
Se contó hasta el último copec.
-Si a lo gastado añadimos estos ochocientos, resultará que
usted debía de tener unos mil quinientos rublos.
-Exacto.
-Sin embargo, todos dicen que tenía mucho más.
-Son dueños de pensar lo que quieran.
-Y usted también.
-Sí, yo también.
-Las declaraciones de los testigos nos servirán para
comprobar todo esto. Esté usted tranquilo respecto a su
dinero. Se depositará en sitio seguro y se le devolverá cuando
todo haya terminado..., si se demuestra que usted tiene
derecho a ello. Ahora...
Nicolás Pamhenovitch se levantó y dijo a Mitia que estaba
obligado a prestarse a una inspección completa de sus ropas
y de todo él.
-Bien, señores. Me volveré los bolsillos del revés si
ustedes quieren.
Y así lo hizo.
-Se ha de quitar la ropa.
-¿Desnudarme? ¿Para qué, demonio? ¿No pueden
registrarme vestido?
-No, Dmitri Fiodorovitch. Es necesario que se quite usted
la ropa.
-Como ustedes quieran -accedió Mitia, contrariado-. Pero
no aquí, por favor: detrás de la comma. ¿Quién me registrará?
-Desde luego, la inspección se llevará a cabo detrás de la
cortina -aprobó Nicolás Parthenovitch, cuyo pequeño rostro
tenía una expresión de profunda gravedad, acompañando sus
palabras con un movimiento afirmativo de la cabeza.

CAPITULO VI
EL PROCURADOR CONFUNDE A MITIA
Entonces se desarrolló una escena que Mitia no esperaba.
Diez minutos antes, no habría sospechado ni remotamente
que nadie osara tratarle a él, a Mitia Karamazov, de aquel
modo. Se sintió humillado, expuesto a dejarse llevar de la
arrogancia y el desdén. No le importó quitarse la levita, pero
se le rogó que se desnudara por completo. Mejor dicho, se le
ordenó. Mitia se dio perfecta cuenta de ello. Se sometió en
silencio, con orgullo desdeñoso.
Al pasar al otro lado de la cortina, además de los jueces, le
habían seguido varios patanes. «Sin duda, para prestar ayuda
-pensó-. O tal vez para algo más. »
-¿He de quitarme también la camisa? -preguntó Mitia, de
pronto.
Pero Nicolás Parthenovitch no le contestó. Tanto él como
el procurador estaban enfrascados y vivamente interesados
en el examen de la levita, de los pantalones, del chaleco y del
gorro.
«¡Qué desfachatez! No observan ni siquiera la corrección
reglamentaria. »
-Les vuelvo a preguntar si he de quitarme la camisa -dijo
Mitia, irritado.
-No se inquiete por eso: ya le diremos si se la tiene que
quitar -repuso Nicolás Parthenovitch en un tono que pareció
autoritario a Dmitri.
El procurador y el juez hablaban a media voz. La levita
presentaba, sobre todo el faldón izquierdo, grandes manchas
de sangre coagulada, y lo mismo el pantalón. Además,
Nicolás Parthenovitch examinó, en presencia de los testigos
de la placa metálica, el cuello, las vueltas, las costuras, para
cerciorarse de que no había en ellos dinero escondido. Esto
hizo comprender a Mitia que se le consideraba capaz de todo.
«Me tratan como a un ladrón, no como a un oficial», gruñó
para sí.
Cambiaban impresiones en su presencia con toda
franqueza. El escribano, que estaba también detrás de la
corona, llamó la atención a Nicolás Parthenovitch sobre el
gorro, que se examinó igualmente.
-Acuérdese del escribiente Gridenka. En el verano fue a
recoger los sueldos de todos los empleados de la cancillería,
y, al regresar, dijo que se había embriagado y había perdido el
dinero. ¿Dónde se encontró? En el ribete del gorro. Allí cosió,
después de enrollarlos, los billetes de cien rublos.
El juez y el procurador se acordaron perfectamente de este
hecho y sometieron el gorro a un examen tan minucioso como
el que habían realizado en otras prendas.
-Un momento -exclamó de pronto Nicolás Parthenovitch, al
ver el puño de la manga derecha de la camisa de Mitia, vuelto
hacia arriba y manchado de sangre-. ¿Es sangre esto?
-Sí.
-¿De quién? ¿Y por qué está vuelta su manga?
Mitia explicó que se la había manchado al atender a
Grigori, y que se había vuelto la manga en casa de
Perkhotine, para lavarse las manos.
-Tendrá que quitarse también la camisa. Puede ser una
prueba importante.
Mitia enrojeció y gruñó:
-Entonces tendré que quedarme desnudo.
-No se preocupe por eso. Todo se arreglará. Tendrá que
quitarse también los calcetines.
-¿Habla en serio? ¿Es indispensable?
-Hablo completamente en serio -replicó severamente
Nicolás Parthenovitch.
-Bien, bien. Si es necesario... -murmuró Mitia.
Se sentó en la cama y empezó a quitarse los calcetines.
Estaba confuso y -cosa extraña-, al permanecer desnudo, se
sentía como culpable ante aquellos hombres vestidos. Incluso
le parecía que tenían derecho a despreciarlo como a un ser
inferior.
«La desnudez -pensó- no tiene nada de particular. La ver-
güenza nace del contraste. Esto parece un sueño; yo he
tenido a veces, en sueños, sensaciones de esta índole. »
Se sonrojó al quitarse los calcetines, bastante sucios,
como su ropa interior, cosa que todo el mundo estaba viendo.
Nunca le habían gustado sus pies; siempre le habían parecido
deformes sus pulgares, especialmente el derecho, aplanado y
con la uña encorvada, y todo el mundo los estaba viendo. La
vergüenza acrecentó su grosería. Se quitó la camisa con
rabia.
-¿No quieren ustedes mirar en otra parte, si no les da ver-
güenza?
-No; por ahora no hace falta.
-Entonces, ¿he de estar así, desnudo?
-Sí; es necesario. Tenga la bondad de sentarse y esperar.
Puede envolverse en la cubierta de la cama. Tengo que
llevarma esta ropa.
Ya vistas las prendas de vestir y demás efectos por los
testigos, y redactado el proceso verbal de su examen, el juez
y el procurador salieron del dormitorio. Se llevaron las ropas y
Mitia se quedó en compañía de varios campesinos que no
apartaban de él los ojos. Tenía frío y se envolvió en la
cubierta, que era demasiado corta para cubrirle los pies.
Nicolás Parthenovitch tardó en volver.
«Me trata como a un pilluelo -dijo para sí Mitia, rechinando
los dientes-. Ese zoquete de procurador se ha marchado
porque le repugnaba verme desnudo.»
Mitia creía que le devolverían las ropas después de
examinarlas, pero vio, en el colmo de la indignación, que,
siguiendo a Nicolás Parthenovitch, aparecía un mendigo que
llevaba en las manos prendas de vestir que no eran las suyas.
-Aquí tiene un traje y una camisa limpia -dijo el juez con
desenvoltura y visiblemente satisfecho de su hallazgo-. Se los
presta el señor Kalganov, que, por fortuna, tiene ropa de
repuesto. Puede volver a ponerse los calcetines.
-No quiero ropas de los demás -exclamó Mitia, indignado-.
¡Devuélvame las mías!
-No puede ser.
-¡Déme mi ropa! ¡Al diablo Kalganov y su traje!
No fue fácil hacerle entrar en razón. Se le explicó, mal que
bien, que las prendas manchadas de sangre eran pruebas
que los jueces debían retener. «En vista del cariz que ha
tornado el asunto, no podemos permitirnos devolvérselas.»
Mitia acabó por comprenderlo, se calló y se vistió a toda
prisa. Se limitó a observar que el traje que le prestaban era
mejor que el suyo y que le sabía mal aprovecharse.
-Además, es tan estrecho, que me da un aspecto ridículo.
¿Pretenden ustedes que vaya vestido como un payaso para
divertirlos?
Le replicaron que exageraba. Cierto que el pantalón era un
poco largo, pero la levita se le ajustaba a los hombros.
-¡Uf! ¡Qué difícil es abrocharse! -refunfuñó Mitia-. Hagan el
favor de decir al señor Kalganov que yo no he pedido este
traje y que me han disfrazado de bufón.
-Él lo comprende y lo lamenta -dijo Nicolás Parthenovitch-.
Pero no es lo del traje lo que lamenta, sino lo sucedido.
-No me importa que lo lamente o lo deje de lamentar.
¿Adónde hemos de ir ahora? ¿Hemos de quedarnos aquí?
Se le rogó que pasara al otro lado de la pieza. Mitia salió
del dormitorio con el semblante sombrío y esforzandose por
no mirar a nadie. Vestido de aquel modo extravagante se
sentía humillado incluso ante los rudos campesinos y Trifón
Borisytch, que acababa de aparecer en la puerta. «Viene para
verme vestido de este modo», pensó Mitia. Se sentó en el
mismo sitio de antes. Creía estar soñando; le parecía no
hallarse en su estado normal.
-Ahora dispongan que me hagan azotar. Es lo único que
les falta.
Dijo esto al procurador. No quería mirar a Nicolás
Parthenovitch, y menos dirigirle la palabra. « Ha
inspeccionado minuciosamente mis calcetines, a incluso los
ha vuelto del revés para que todos vieran que están sucios.
Es un monstruo.»
-Ahora hay que escuchar a los testigos -dijo el juez
replicando a la ironía de Dmitri.
-Sí -aprobó el procurador, absorto.
-Dinitri Fiodorovitch, hemos hecho todo lo posible por
usted -dijo Nicolás Parthenovitch-; pero como usted se ha
negado categóricamente a explicarnos la procedencia del
dinero que se encontró en su poder, nos vemos obligados a...
-¿Qué clase de piedra es la de esa sortija? -le interrumpió
Mitia, como saliendo de un sueño y señalando una de las
sortijas que adornaban la mano de Nicolás Parthenovitch.
- ¿Qué sortija?
-Esa, la mayor, la de la piedra veteada -dijo Mitia en un
tono de niño terco.
-Esta piedra es un topacio ahumado -repuso el juez
sonriendo-. Si quiere usted verla mejor, me la quitaré.
-No, no se la quite -exclamó Mitia, cambiando de opinión e
indignado contra sí mismo-. ¿Para qué se la ha de quitar? ¡Al
diablo su sortija!... ¡Señores, ustedes me ofenden! ¿Creen
que si hubiese matado a mi padre lo disimularía, que recurriría
a la mentira y a la astucia? No, yo no soy así. Si fuese
culpable, les aseguro que no habría esperado la llegada de
ustedes. No me habría suicidado a la salida del sol, como era
mi propósito, sino antes del amanecer. Ahora me doy clara
cuenta de ello. En esta noche maldita he aprendido más que
en veinte años... Además, ¿estaría como estoy, sentado cerca
de ustedes, y hablaría como lo estoy haciendo, con los
mismos ademanes y las mismas miradas, si fuera realmente
un parricida, cuando la supuesta muerte de Grigori me ha
atormentado durante toda la noche, y no por terror, por el solo
terror del castigo? ¡Qué vergüenza! ¿Pretenden ustedes,
hipócritas, que no ven nada ni creen en nada, que están
ciegos como topos, que yo revele una nueva bajeza, un nuevo
acto vergonzoso, aunque sea para justificarme? Prefiero ir a
presidio. El que ha abierto la puerta para entrar en casa de mi
padre es el asesino y el ladrón. ¿Quién es? En vano pretendo
hallar la respuesta: lo único que puedo afirmar es que el
asesino no es Dmitri Karamazov. Ya lo saben; no puedo
decirles más. No insistan... Mándenme a un penal o al
patíbulo, pero no me atormenten más. Ahora me callo. Llamen
a los testigos.
El procurador había observado a Mitia mientras hablaba.
De pronto le dijo con toda calma y refiriéndose al hecho más
natural:
-Respecto a esa puerta abierta que acaba usted de
mencionar, hemos obtenido una declaración sumamente
importante del viejo Grigori Vasiliev. Ese hombre asegura que
cuando oyó el ruido y entró en el jardín por la puertecilla que
estaba abierta, vio a su izquierda, también abiertas, la puerta
y la ventana de la casa. Usted, en cambio, afirma que esa
puerta estuvo cerrada todo el tiempo que permaneció en el
jardín. Grigori no le había visto todavía en el momento en que
usted, según ha declarado, se alejó de la ventana por la que
estaba observando a su padre, para dirigirse al muro del
jardín. No quiero ocultarle que Vasiliev está firme en su
creencia de que usted salió por la puerta, aunque él no
presenció este detalle. Grigori le vio a cierta distancia cuando
usted corría ya junto al muro.
Mitia se levantó.
-Eso es una vil mentira. Grigori no pudo ver la puerta
abierta, porque estaba cerrada. Ese hombre ha mentido.
-Me considero obligado a repetirle que la declaración de
Grigori Vasiliev ha sido categórica a insistente. Lo hemos
interrogado varias veces.
-Cierto -confirmó Nicolás Parthenovitch-. Del interrogatorio
me he encargado yo.
-¡Es falso falso! ¡Una calumnia o la visión de un loco!
Creerá haber visto todo eso bajo los efectos del delirio cuando
yacía herido en el sendero.
-En el momento en que vio la puerta abierta aún no estaba
herido: acababa de entrar en el jardín.
-¡No es verdad, no puede serlo! -dijo Mitia, jadeante-. Es
una calumnia. Habla así por maldad. No ha podido verme salir
por esa puerta porque no he salido.
El procurador se volvió hacia Nicolás Parthenovitch y le
dijo:
-Muéstreselo.
-¿Sabe usted qué es esto? -preguntó el juez, depositando
en la mesa un gran sobre en el que se veían aún tres sellos
de lacre. Estaba vacío y abierto por un lado.
Mitia abrió los ojos desmesuradamente.
-Es el sobre de mi padre, el que contenía los tres mil
rublos... Vean si lo escrito en él es esto: «Para mi pichoncito.»
Y añade: «Tres mil rublos.» ¿Verdad que dice « tres mil
rublos»?
-Sí, lo dice. Pero no hemos encontrado el dinero. El sobre
estaba en el suelo, detrás del biombo.
Mitia estuvo un instante perplejo.
-¡Ha sido Smerdiakov! -exclamó de pronto con todas sus
fuerzas-. ¡Él ha matado a mi padre! ¡Él le ha robado! Sólo él
sabía dónde guardaba ese sobre el viejo. ¡Ha sido él: no me
cabe duda!
-Pero usted sabía también que ese sobre estaba
escondido debajo de la almohada.
-Yo no sabía nada. Es la primera vez que veo ese sobre,
del que únicamente sabía lo que me había contado
Smerdiakov. Sólo ese hombre conocía el escondrijo del viejo.
Yo lo ignoraba.
-Sin embargo, usted ha declarado hace un momento que
el sobre estaba bajo la almohada del difunto, « bajo la
almohada». Luego usted lo sabía.
-Lo hemos anotado -confirmó Nicolás Parthenovitch.
-¡Eso es absurdo! Lo ignoraba por completo. Además, tal
vez no estuviera debajo de la almohada... Lo he dicho al
azar... ¿Qué dice Smerdiakov? ¿Lo han interrogado ustedes?
¿Que dice? Eso es lo principal... Yo hablaba en broma cuando
he dicho que estaba bajo la almohada. Y ahora ustedes...
Ustedes saben muy bien que uno dice a veces inexactitudes.
Sóla Smerdiakov sabía dónde estaba el dinero; sólo él y nadie
más que él... Y Smerdiakov ha guardado el secreto sobre el
escondite. Es él, no cabe duda de que es él el asesino. Esto
es para mí de una claridad meridiana -exclamó Mitia con
exaltación creciente-. Apresúrense a detenerlo. Cometió el
crimen mientras yo huía y Grigori yacía sin conocimiento. Esto
es evidente... Hizo la señal y mi padre le abrió la puerta. Pues
sólo él conoce la contraseña, y, sin la contraseña, mi padre no
le habría abierto.
-Vuelve usted a olvidar -observó el procurador sin perder la
calma y con gesto triunfante- que no había necesidad de
hacer señal alguna, porque la puerta estaba abierta cuando
usted se hallaba aún en el jardín.
-La puerta, la puerta... -murmuró Mitia mirando fijamente al
procurador.
Se dejó caer en la silla y, tras una pausa, exclamó con una
expresión de ferocidad en la mirada:
-Sí, la puerta... ¡Es como un fantasma! ... Dios está contra
mí.
-Hágase usted cargo -dijo gravemente el procurador-. Juz-
gue usted mismo, Dmitri Fiodorovitch. Por una pane, la
declaración de Grigori, abrumadora para usted, sobre esa
puerta abierta utilizada por usted para salir; por otra, su
silencio incomprensible obstinado, relativo a la procedencia
del dinero que tenía usted en su poder a las tres horas de
haberse visto obligado a pedir diez rublos prestados con la
garantía de sus pistolas. En estas condiciones, juzgue usted
mismo a qué conclusión nos hemos visto obligados a llegar.
No nos acuse de ser unos hombres fríos, cínicos, burlones,
incapaces de comprender los nobles impulsos de su alma,
Póngase en nuestro lugar.
Mitia experimentaba una emoción indescriptible. Palideció.
-Bien -exclamó de pronto-; voy a revelarles mi secreto, a
decirles de dónde procede ese dinero... Me expendré a la
vergüenza pública para que ni ustedes puedan acusarme a mí
ni yo pueda acusarles a ustedes.
-Le aseguro, Dmitri Fiodorovitch -se apresuró a decir, con,
visible satisfacción, Nicolás Parthenovitch-, que una confesión
sincera y completa en estos momentos puede mejorar
considerablemente su situación actual a incluso...
El procurador le tocó con el pie por debajo de la mesa, y el
juez se detuvo. Pero era igual: Mitia no prestaba atención a
Nicolás Parthenovitch.

CAPITULO VII
EL GRAN SECRETO DE MITIA
-Señores -empezó a decir emocionado-, ese dinero... Voy
a contarlo todo... Ese dinero era mío.
El juez y el procurador se irguieron: esta revelación era la
que menos esperaban.
-¿Cómo podía ser suyo -dijo Nicolás Parthenovitch-,
cuando a las cinco de la tarde, según usted mismo ha
declarado...?
-¡Al diablo esas cinco de la tarde, al diablo mi propia
declaración! Todo eso poco importa... El dinero era mío...
Bueno, no lo era, porque lo robé... Siempre llevaba encima mil
quinientos rublos.
-¿De dónde los había cogido?
-Los llevaba en el pecho señores, en una bolsita pendiente
de mi cuello. Desde hacía bastante tiempo, lo menos un mes,
los llevaba conmigo como un testimonio de mi infamia.
-¿Pero de quién era ese dinero que usted se apropió?
-Usted quiere decir «robó». Dígalo francamente. Sí, no
cabe duda de que es como si lo hubiera robado. Pero si usted
prefiere la otra expresión, le diré que, en efecto, me los había
«apropiado». Ayer por la tarde los robé definitivamente.
-¿Ayer por la tarde? Pero si acaba usted de decir que
hacía un mes que... que se los había procurado...
-Sí. Pero tranquilícense: no se los robé a mi padre, sino a
ella. No me interrumpan: déjenme contarlo todo. Es una
vergüenza. Verán ustedes. Hace un mes, Catalina Ivanovna
Verkhovtsev, mi ex prometida, me llamó... Ya la conocen
ustedes.
-¿Qué dice usted?
-Estoy seguro de que la conocen. Un alma noble a carta
cabal. Pero me odia desde hace mucho tiempo, y no sin
razón.
-¿Ha dicho usted Catalina Ivanovna? -preguntó el juez, es-
tupefacto.
El procurador daba muestras también de profunda
sorpresa.
-No pronuncien su nombre en vano. He cometido una
vileza al mencionar a esa mujer... Sí, hace ya tiempo que me
di cuenta de que me odiaba; lo advertí la primera vez que
Catalina vino a mi casa... Pero no diré nada más sobre esto:
ustedes no merecen saberlo. ¿Para qué? Sólo les diré que
hace un mes me entregó tres mil rublos para que se los
enviara a una hermana suya y a otro pariente que vivían en
Moscú. ¡Como si no hubiera podido hacerlo ella misma! Y yo
me hallaba en un momento fatal de mi vida, pues... En una
palabra, acababa de enamorarme de otra, de ella, de Gru-
chegnka, la joven que está en esta casa. La traje aquí, a
Mokroie, y dilapidé en dos días la mitad de ese maldito dinero.
El resto me lo guardé. Este resto, mil quinientos rublos, es lo
que llevaba en el pecho como un amuleto. Ayer abrí la bolsita
y empecé a gastar. Los ochocientos rublos que quedan están
en poder de ustedes.
-Perdone. Hace tres meses, usted despilfarró aquí tres míl
rublos y no mil quinientos: todo el mundo lo sabe.
-¿Usted cree que hay alguien que lo sabe? ¿Quién ha
contado mi dinero?
-Usted mismo ha dicho que gastó en aquella ocasión tres
mil rublos.
-Cierto: lo dije a todo el que me hablaba de ello, la noticia
corrió y toda la ciudad aceptó la cifra. Sin embargo, sólo gasté
mil quinientos rublos, y los otros mil quinientos los puse en
una bolsita que me colgué del cuello. Ya saben ustedes de
dónde procede el dinero que empecé a gastar ayer.
-Todo eso es muy extraño -murmuró Nicolás
Parthenovitch.
-¿No habló a nadie de eso, de esos mil quinientos rublos
restantes? -preguntó el procurador.
-No, no hablé a nadie.
-Es extraño. ¿De veras no lo dijo a nadie, a nadie en ab-
soluto?
-A nadie en absoluto.
-¿Por qué ese silencio? ¿Qué razón le llevó a envolver
este asunto en el misterio? Aunque a usted le parezca que
cometió un acto vergonzoso, esa apropiación temporal de tres
mil rublos es, a mi entender, un pecadillo de escasa
importancia si tenemos en cuenta el carácter de usted. Admito
que su proceder sea censurable, pero no vergonzoso... Por lo
demás, muchos han sospechado la procedencia de esos tres
mil rublos, aunque no la hayan revelado. Incluso yo he oído
hablar de ello, y también Mikhail Makarovitch... En una
palabra, es el secreto de Polichinela. Además, hay ciertos
indicios, desde luego posiblemente erróneos, de que usted
dijo a alguien que esos tres mil rublos procedían de la señorita
Verkhovtsev. Por eso es incomprensible que envuelva usted
en el misterio y que le produzca tanto horror haberse
reservado una parte de esa cantidad. Cuesta creer que le sea
tan penoso revelar este secreto. Usted acaba de exclamar:
«¡Antes el presidio!»
El procurador se detuvo. Se había acalorado y lo
reconocía, pero sin creer que había obrado mal.
-No son esos mil quinientos rublos la causa de mi
vergüenza, sino el hecho de haber dividido la suma -exclamó
Mitia en un arrebato de orgullo.
-Pero dígame -replicó, irritado, el procurador-: ¿cómo
puede usted considerar vergonzoso haber hecho dos partes
de esos tres mil rublos que se quedó usted indebidamente?
Lo que importa es que se haya apropiado esta cantidad y no
el use que haya hecho de ella. Y ya que hablamos de esto,
¿quiere decirme por qué hizo esta división? ¿Qué es lo que
perseguía? ¿Puede usted explicárnoslo?
-Caballeros, lo que importa es la intención. Dividí en dos
partes el dinero por vileza, o sea por cálculo; porque el cálculo
en este caso es una vileza. Y esta vileza ha durado todo un
mes.
-Es incomprensible.
-Me asombra que no lo comprenda. En fin, se lo explicaré.
Acaso sea una realidad incomprensible. Escúcheme
atentamente. Vamos a suponer que me apropio de tres mil
rublos que se me entregan confiando en mi honor. Dilapido la
cantidad entera entre jarana y jarana. A la mañana siguiente
voy a casa de ella y le digo: «Perdón, Katia: me he gastado
tus tres mil rublos.» ¿Está esto bien? No, es una vileza, el
acto de un monstruo, de un hombre incapaz de dominar sus
malos instintos. Pero esto no es un robo; convengan ustedes
en que no es un robo directo. Yo he dilapidado el dinero, pero
no lo he robado. Ahora hablemos de un caso todavía más
perdonable. Presten mucha atención, pues la cabeza me da
vueltas. Dilapido solamente mil quinientos rublos de los tres
mil. A la mañana siguiente voy a casa de Katia para entregarle
el resto. «Katia, soy un miserable. Toma estos mil quinientos
rublos. Los otros mil quinientos los he despilfarrado, y éstos
los despilfarraría igualmente. Líbrame de la tentación.» ¿Qué
soy en este caso? Un malvado, un monstruo, todo lo que
ustedes quieran; pero no un verdadero ladrón, pues un ladrón
no habría devuelto el resto de la cantidad, sino que se la
habría quedado. Ella vería, además, que, del mismo modo
que le devolvía la mitad del dinero, procuraría devolverle todo
lo demás, aunque para ello tuviera que trabajar hasta el fin de
mis días. En este caso seré un sinvergüenza, pero no un
ladrón.
-Admitamos que existe cierta diferencia -dijo el procurador
con una fría sonrisa-. Pero es extraño que dé usted a esta
diferencia una importancia tan extraordinaria.
-Sí, veo una diferencia extraordinaria. Se puede ser un
hombre sin escrúpulos, yo incluso creo que todos lo somos;
pero para robar hay que ser un redomado bribón. Mi
pensamiento se pierde en estas sutilezas. Desde luego, el
robo es el cohno del deshonor. Piensen en esto: hace un mes
que llevo encima este dinero. Podía haberlo devuelto
cualquier día, y habría cambiado mi situación. Pero no me
decidf a proceder de este modo, a pesar de que no pasaba
día sin que me exhortara a mí mismo a hacerlo. Así ha
pasado un mes. ¿Green ustedes que está bien esto?
-Admito que no está bien; eso no se lo discuto. Pero
dejemos de polemizar sobre estas diferencias sutiles. Le
ruego que vayamos a los hechos. Todavía no nos ha
explicado usted los motivos que le han llevado a dividir en dos
partes los tres mil rublos. ¿Con qué objeto ocultó usted la
mitad? ¿Qué destino pensaba darle? Insisto en ello, Dmitri
Fiodorovitch.
-¡Es verdad! -exclamó Mitia, dándose una palmada en la
frente-. Perdónenme por haberlos tenido en tensión en vez de
explicarles lo principal. De haberlo hecho, ustedes lo habrían
comprendido todo en seguida, pues es la finalidad de mi
proceder la causa de mi vergilenza. Miren ustedes, mi difunto
padre no cesaba de acosar a Agrafena Alejandrovna. Yo tenía
celos; creía que ella vacilaba entre mi padre y yo. Yo pensaba
a diario: «¿Y si ella toma una resolución y me dice de pronto:
“Te amo a ti; llévame al otro extremo del mundo”?» Yo no
tenía más que veinte copecs. ¿Cómo llevarla a ninguna parte?
¿Qué podía hacer? Me veía perdido. Pues no la conocía aún
y creía que no me perdonaría mi pobreza. Entonces aparté la
mitad de los tres mil rublos, conté el dinero con calma,
premeditadamente, lo guardé en la bolsita que cosí y colgué
de mi cuello y me fui a gastar alegremente los otros mil
quinientos rublos. Esto es innoble. ¿Lo comprenden ya?
Los jueces se echaron a reír. Nicolás Parthenovitch dijo:
-A mi entender, no gastándolo todo, dio usted una prueba
de moderación y moralidad. No considero que la cosa sea tan
grave como usted dice.
-La gravedad está en que he robado. Es lamentable que
no lo comprendan ustedes. Desde que colgué los mil
quinientos rublos de mi cuello, me decía a diario: «Eres un
ladrón, un ladrón.» Este sentimiento ha sido la fuente de todas
las violencias que he cometido durante este mes. Por eso
vapuleé al capitán en la taberna y por eso golpeé a mi padre.
Ni siquiera me atreví a revelar este secreto a mi hermano
Aliocha; ello prueba hasta qué punto me consideraba un
malvado y un bribón. Sin embargo, pensaba: «Dmitri Fiodoro-
vitch, no eres todavía un ladrón, ya que puedes ir mañana
mismo a devolver los mil quinientos rublos a Katia.» Y ayer
por la tarde tomé la decisión de rasgar la bolsita. En ese
momento me convertí indudablemente en un ladrón. ¿Por
qué? Porque, al mismo tiempo que mi bolsita, destruí mi
sueño de ir a decir a Katia: «Soy un sinvergüenza, pero no un
ladrón.» ¿Lo comprenden ya?
-¿Y por qué tomó esa resolución precisamente ayer por la
tarde? -preguntó Nicolás Parthenovitch.
-¡Qué pregunta tan tonta! La tomé porque me había
condenado a muerte: me suicidaría a las cinco de la mañana,
aquí mismo, a la luz del alba. Yo me decía: «¿Qué importa
morir con honra o deshonra?» Pero vi que no era lo mismo.
Créanme, señores, que lo que esta noche me ha torturado
sobre todo no ha sido la muerte de Grigori ni el terror de ir a
Siberia precisamente cuando sentía el triunfo de mi amor y el
cielo se abría de nuevo ante mí. Desde luego, esto me ha
atormentado, pero menos que la idea de haber sacado de mi
pecho ese dinero maldito para dilapidarlo y haberme
convertido así en un verdadero ladrón. Lo repito, señores: he
aprendido mucho esta noche. He aprendido que no sólo es
muy difícil vivir con el conocimiento de ser un hombre sin
honor, sino también morir con semejante sentimiento... Es
preciso ser honrado para afrontar la muerte.
Mitia estaba pálido.
-Empiezo a comprenderlo, Dmitri Fiodorovitch -dijo el pro-
curador amablemente-; pero, la verdad, yo creo que todo eso
es de origen nervioso. Usted está enfermo de los nervios.
¿Por qué razón, para goner fin a sus sufrimientos, no fue a
devolver esos mil quinientos rublos a la persona que se los
había confiado y a explicarle todo lo sucedido? Y luego, dada
su desesperada situación, ¿por qué no dio un paso que
parece sumamente natural? Después de haber confesado
noblemente sus faltas, pudo pedirle la cantidad que era para
usted tan necesaria. Dada la generosidad de la persona
perjudicada y el grave conflicto en que se hallaba usted, estoy
seguro de que esa señorita le habría hecho el préstamo
deseado, sobre todo si usted le hubiera ofrecido las mismas
garantías que al comerciante Samsonov y a la señora de
Khokhlakov. ¿Acaso no considera usted que esa garantía
sigue teniendo el mismo valor que antes?
Mitia enrojeció.
-¿Tan vil me cree usted? ¡Usted no puede hablar en serio!
-exclamó, indignado.
-Hablo completamente en serio -dijo el procurador, no me-
nos sorprendido que Dmitri-. ¿Por qué lo duda usted?
-Porque eso sería innoble. ¡Me están ustedes
atormentando! En fin, lo diré todo, les revelaré hasta el fondo
de mi pensamiento demoníaco, y entonces se sonrojarán
ustedes al ver hasta dónde pueden descender los
sentimientos humanos. Sepa que también yo pensé en la
solución que usted me propone, señor procurador. Sí,
señores: estaba casi decidido a ir a casa de Katia: hasta ese
extremo llegó mi ruindad. Pero piense usted en lo que
significaba ir a anunciarle mi traición y pedirle dinero para los
gastos que esta traición imponía; pedírselo a ella, a Katia, y
huir inmediatamente con su rival, con la mujer que la odiaba y
la había ofendido... ¿Está usted loco, señor procurador?
-No estoy loco -dijo el procurador sonriendo-. Lo que
ocurre es que no había pensado que pudieran existir esos
celos de mujer... Si realmente existen, como usted afirma,
podría, en efecto, haber algo de lo que usted dice.
-¡Habría sido una bajeza incalificable! -bramó Mitia gol-
peando la mesa con el puño-. Ella me habría dado el dinero
por venganza, para testimoniarme su desprecio, pues también
ella tiene un alma pronta a estallar en una cólera infernal. Yo
habría tomado el dinero, seguro que lo habría tomado, y
entonces habría estado toda la vida... ¡Dios mío! Perdónenme,
señores, que hable en voz tan alta... No hace mucho que
pensaba en esa posibilidad. Pensé la otra noche, mientras
cuidaba a Liagavi, y durante todo el día de ayer (lo recuerdo
perfectamente) hasta que se produjo el suceso.
-¿Qué suceso? -preguntó Nicolás Parthenovitch.
Pero Mitia no le escuchó.
-Les he confesado algo tremendo. Sepan apreciarlo,
señores; compréndanlo en todo su valor. Pero si ustedes son
incapaces de comprenderme, eso significará que me
desprecian, y yo me moriré de vergüenza por haber abierto mi
corazón a personas como ustedes. Sí, moriré... Ya veo que no
me creen...
-¿Cómo? ¿Van a tomar nota de esto?
-Sí -repuso Nicolás Parthenovitch, sorprendido-. Consig-
naremos que hasta el último momento pensó usted en ir a
casa de la señorita Verkhovtsev para pedirle esos mil
quinientos rublos. Esta declaración es importantísima para
nosotros, Dmitri Fiodorovitch..., y más aún para usted.
-¡Dios mío, señores: tengan al menos el pudor de no
consignar eso! Les muestro mi alma al desnudo, y ustedes me
corresponden rebuscando en eila. ¡Dios santo!
Se cubrió el rostro con las manos.
-No se preocupe por eso, Dmitri Fiodorovitch -dijo el
procurador-. Se le leerá todo lo que se ha escrito y se
modificará el texto en aquellos puntos en que usted no esté de
acuerdo con lo consignado. Ahora le pregunto por tercera vez:
¿es verdad que nadie, ni una sola persona, ha oído hablar de
ese dinero guardado en una bolsita?
-Nadie, nadie. Ya lo he dicho. ¿Es que no me entiende?
¡Déjeme en paz!
-De acuerdo. Pero este punto habrá de aclararse.
Reflexione. Tenemos una decena de testigos que afirman que
usted mismo ha dicho que iba a dilapidar tres mil rublos y no
mil quinientos. Y al llegar usted aquí, muchos le han oído decir
que tenía tres mil rublos para gastar.
-Puede usted contar con centenares de testimonios
análogos: un millar de personas me lo han oído decir.
-O sea que todo el mundo está de acuerdo. Esto de «todo
el mundo» significa algo, ¿no?
-No significa absolutamente nada. He mentido, y todo el
mundo ha repetido mi mentira.
-¿Y por qué ha mentido?
-¡Sabe Dios! Por jactancia seguramente, por conseguir la
mezquina gloria de haber dilapidado una cantidad importante.
O tal vez por olvidarme del dinero que me había apartado...
Sí, por eso fue... ¡Y basta ya! ¿Cuántas veces me ha hecho
usted esa pregunta? He mentido y no he querido rectificar:
esto es todo... ¿Por qué mentiremos a veces?
-Eso es fácil de explicar, Dmitri Fiodorovitch -dijo grave-
mente el procurador-. Pero dígame: esa bolsita, como usted la
llama, ¿era muy pequeña?
-Bastante.
-¿Qué tamaño tenía, aproximadamente?
-Pues... el tamaño de medio billete de cien rublos.
-Lo mejor será que nos muestre la bolsita hecha jirones.
Supongo que la llevará usted encima.
-¡Qué disparate! Ni siquiera sé dónde está.
-Permítame una pregunta: ¿dónde y cuándo se la quitó del
cuello? Usted ha declarado que no volvió a su casa.
-Después de hablar con Fenia, me dirigí a casa de
Perkhotine. Entonces desgarré la bolsita para sacar el dinero.
-¿En la oscuridad?
-No hacía falta ni la luz de una bujía: me fue fácil desgarrar
la tela.
-¿Sin tijeras y en medio de la calle?
-Creo que estaba en la plaza.
-¿Qué hizo de la bolsita?
-La tiré.
-¿Dónde?
-¿Qué sé yo? En algún lugar de la plaza. ¿Qué
importancia puede tener?
-Tiene mucha importancia, Dmitri Fiodorovitch. Es una
prueba en favor de usted. ¿No lo comprende? ¿Quién le cosió
la bolsita hace un mes?
-Nadie: la cosí yo mismo.
-¿Sabe usted coser?
-El que ha sido soldado tiene que saber. Por otra parte, no
hay que ser un experto en el manejo de la aguja para hacer
un cosido así.
-¿De dónde sacó usted la tela, mejor dicho, el trozo de
tela?
-¿Está usted bromeando?
-Nada de eso, Dmitri Fiodorovitch. Nuestro trabajo no nos
permite bromear.
-Pues no recuerdo de dónde lo tomé.
-¿Cómo se explica que lo haya olvidado?
-Le aseguro que no me acuerdo. Tal vez corté un trozo de
mi ropa interior.
-Es un dato interesante. Mañana se podrá encontrar en su
casa la pieza, la camisa, de donde usted cortó el trozo. ¿De
qué era ese jirón: de algodón o de hilo?
-¿Qué sé yo?... Oigan: me parece que no corté nada. Creo
que el género era algodón. Es posible que cosiera un resto del
gorro de mi patrona.
-¿Del gorro de su patrona?
-Sí, se lo robé.
-¿Se lo robó?
-Sí; recuerdo que una vez robé un gorro para hacerlo
pedazos con los que poder secar las plumas. Me apoderé de
él furtivamente y sin ningún reparo, porque era un pingajo sin
valor. Aproveché uno de esos trozos para hacer la bolsita, que
cosí después de haber introducido en ella los mil quinientos
rublos... Sí, creo que era un trozo de algodón viejo y lavado
mil veces.
-¿Está usted seguro?
-Seguro no. Sólo me parece. Pero me da lo mismo una
cosa que otra.
-Piense que su patrona puede haber advertido la falta de
ese trozo de tela.
-No, no lo habría notado. Era un viejo andrajo que no valía
ni un copes.
-¿Y de dónde sacó la aguja y el hilo?
-¡Basta! No diré nada más sobre eso -gruño Mitia.
-Es extraño que no recuerde usted en qué lugar de la
plaza tiró la bolsita.
-Hagan barrer la plaza y tal vez la encuentren -replicó
Mitia, y exclamó, abrumado-: ¡Basta ya, señores, basta ya!
Ustedes no creen ni una palabra de lo que les digo: lo estoy
viendo. La culpa es mía y no de ustedes. No debí dejarme
llevar por mis impulsos. ¿Por qué me habré rebajado a
revelarles mi secreto? Esto les parece chusco; lo leo en sus
ojos. Es usted el que me ha incitado, señor procurador. ¡Goce
de su triunfo! ¡Malditos Sean, verdugos!
Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. El
procurador y el juez se callaron. Transcurrió un minuto. Mitia
levantó la cabeza y los miró, inconsciente. Su rostro
expresaba una desesperación extrema.
Era preciso terminar; había que proceder al interrogatorio
de los testigos. Eran las ocho de la mañana; hacía un buen
rato que se habían apagado las bujías. Mikhail Makarovitch y
Kalganov, que no habían cesado de entrar y salir durante el
interrogatorio, no estaban en aquel momento en la habitación.
El procurador y el juez daban muestras de fatiga. Hacía mal
tiempo; el cielo estaba oscuro y caía una lluvia torrential. Mitia,
desde su asiento, miraba absorto a través de los cristales.
-¿Puedo acercarme a la ventana? -preguntó a Nicolás
Parthenovitch.
-Naturalmente -repuso el juez.
Dmitri se levantó y se acercó a la ventana. La Iluvia
azotaba los pequeños vidrios verdosos. A través de ellos se
veía el camino lleno de barro, y más lejos las hileras de isbas,
míseras y oscuras, que bajo la Iluvia parecían aún más
pobres. Mitia se acordó de «Febo, el de los cabellos de oro»,
y de su propósito de suicidarse bajo los primeros rayos del
astro del día. Mejor habría sido este amanecer. Sonrió
amargamente y se volvió hacia sus «verdugos».
-Señores, ya veo que estoy perdido. ¿Pero y ella? ¿Ha de
correr la misma suerte que yo? Les suplico que me lo digan.
Es inocente. Ayer, cuando se declaró culpable, había perdido
la cabeza. No time cúlpa alguna. Después de esta noche de
angustia, les ruego que me digan qué van a hacer con ella.
El procurador se apresuró a responder:
-Tranquilícese, Dmitri Fiodorovitch. Por ahora no tenemos
ninguna razón para molestar a esa persona que tanto le
interesa. Y creo que lo mismo ocurrirá en lo sucesivo.
Haremos cuanto nos sea posible en favor de esa joven.
-Gracias, señores. Nunca he puesto en duda la honradez
ni el espíritu de justicia de ustedes. Me han quitado un peso
de encima... ¿Qué van a hacer ahora?
-Hay que proceder sin pérdida de tiempo al interrogatorio
de los testigos, lo cual, como ya le hemos dicho, debe
efectuarse en presencia de usted.
-¿Y si tomáramos un poco de té? -dijo Nicolás Partheno-
vitch-. Creo que nos lo hemos ganado.
Decidieron tomar un vaso de té, permaneciendo donde
estaban, sin interrumpir la investigación. Esperarían un
momento más propicio para desayunarse.
Mitia, que en el primer momento había rechazado el vaso
que le ofrecía Nicolás Parthenovitch, luego se apoderó de él y
se lo bebió ávidamente. Parecía hallarse en el límite del
agotamiento. Su robusta constitución parecía permitirle una
noche de jolgorio, incluso acompañada de las más intensas
emociones. Sin embargo, apenas se sostenía en su asiento, y
a veces crefa ver que todo le daba vueltas. «Estoy muy cerca
de la inconsciencia y el delirio», pensaba.
CAPÍTULO VIII
DECLARAN LOS TESTIGOS. EL «PEQUEÑUELO»
Empezó el interrogatorio de los testigos. Pero debemos
advertir que no proseguiremos nuestro relato tan
detalladamente como lo hemos hecho hasta ahora.
Dejaremos a un lado la fórmula con que Nicolás Parthenovitch
iba llamando a los testigos para decirles que debían exponer
la verdad de acuerdo con su conciencia y repetir después su
declaración bajo juramento, etc., etc. Nos limitaremos a decir
que lo esencial para los jueces era averiguar si Dmitri
Fiodorovitch había dilapidado tres mil rublos o sólo mil
quinientos en su primera visita a Mokroie hacía un mes, a
igualmente el día anterior.
Todas, absolutamente todas las declaraciones fueron
desfavorables para Mitia. Algunos testigos incluso aportaron
datos nuevos que apoyaban sus palabras y que constituían
pruebas abrumadoras. El primero en declarar fue Trifón
Borisytch. Compareció sin terror alguno y pletórico de
indignación contra el acusado, lo que le confirió un aire de
sinceridad y dignidad. Habló poco y con cierta reserva,
esperando que le preguntaran y respondiendo con firmeza
después de reflexionar. Dijo sin rodeos que, hacfa un mes, el
acusado había gastado alegremente lo menos tres mil rublos
y que los campesinos afirmaban haber oído decir a Dmitri
Fiodorovitch: «¡Cuanto dinero me han costado los músicos y
las chicas! Pasa de los mil rublos.»
-No les di ni siquiera quinientos -replicó Mitia-. Lo que
ocurrió fue que no los podía contar, porque estaba bebido.
Fue una desgracia.
Dmitri escuchaba a los testigos con un gesto de pesar y
fatiga. Parecía decir: «Contad lo que queráis: me es
indiferente.»
Trifón Borisytch dijo:
-Los cíngaros le costaron más de mil rublos, Dmitri
Fiodorovitch. Usted tiraba el dinero sin contarlo y ellos lo
recogían. Es una casta de bribones. Roban caballos. Si no los
hubiese echado de aquí, tat vez habrían declarado a cuánto
ascendían sus ganancias. Yo vi el fajo de billetes que llevaba
ústed en la mano. No me lo dio usted a contar, pero a simple
vista calculé que había bastante más de mil quinientos
rublos... Yo también manejo dinero.
En cuanto a la sums del día anterior, Dmitri Fiodorovitch
había declarado a su llegada que llevaba encima tres mil
rublos.
-¿De veras dije que tenía tres mil rublos, Trifón Borisytch?
-Sí, Dmitri Fiodorovitch; lo dijo usted delante de Andrés.
Todavía está aquí; puede usted llamarlo. Y cuando estaba
obsequiando a las chicas del coro, dijo usted a voces que
estaba gastando su sexto billete de mil rublos, incluida la vez
anterior, desde luego. Esteban y Simón lo oyeron. Piotr
Fomitch Kalganov estaba entonces a su lado. Tal vez lo
recuerde también.
La declaración de que gastaba el sexto billete de mil
impresionó a los jueces y les encantó por su claridad. Tres mil
la primera y tres mil la segunda sumaban seis mil.
Se interrogó a Esteban, a Simón y al cochero Andrés, y
éstos confirmaron la declaración de Trifón Borisytch. Además,
se tomó nota de la conversación que Mitia había tenido con
Andrés, al que preguntó si iría al cielo o al infierno y si lo
perdonarían en el otro mundo. El «psicólogo» Hipólito
Kirillovitch, que había escuchado sonriendo, recomendó que
se uniera esta declaración al expediente.
Cuando le tocó el turno a Kalganov, éste se presentó de
mala gana, con semblante sombrío, y habló con el procurador
y con Nicolás Parthenovitch como si fuese la primera vez que
los veía, siendo así que los conocía desde hacía mucho
tiempo. Empezó por decir que «no sabía nada y nada quería
saber». Pero reconoció que había oído hablar a Mitia del
sexto billete de mil y que estaba a su lado cuando le oyó decir
esto. Ignoraba la cantidad que Dmitri podía tener y afirmó que
los polacos habían hecho trampas jugando a las camas.
Contestando a insistentes preguntas, dijo que expulsaron a
los polacos de la sala y que entonces Mitia se había captado
la admiración y el amor de Agrafena Alejandrovna, cosa que
ésta había confesado. Al hablar de la joven se expresó en
términos corteses, como si se tratara de una dama de la mejor
sociedad, y ni una sola vez la llamó Gruchegnka. A pesar de
la evidence aversión que Kalganov mostraba a declarar,
Hipólito Kirillovitch lo retuvo largo rato, para tomar de sus
palabras solamente aquello que constituía, por decirlo así, la
novela de Mitia durante aquella noche. Dmitri no le interrumpió
ni una sots vez, y Kalganov se retiró sin disimular su
indignación.
Se hizo pasar a los polacos. Éstos se habían acostado en
su reducida habitación, pero no habían conseguido pegar los
ojos. Cuando llegaron las autoridades, se vistieron
rápidamente, comprendiendo que los iban a llamar. Se
presentaron con arrogancia, pero también con cierta
inquietud. El pequeño pan, el más importante, era un
funcionario de duodécima clase retirado. Había servido como
veterinario en Siberia y se llamaba Musalowicz. El pan
Wrublewski era dentista. Al principio, cuando les preguntaba
Nicolás Parthenovitch, contestaban dirigiéndose a Mikhail
Makarovitch, al que consideraban como el personaje más
importante. Le llamaban pan pulkownik y repetían la expresión
a cads frase. Al fin los sacaron de su error. Hablaban
correctamente el ruso, fallando únicamente en la
pronunciación de ciertas palabras. Al explicar sus relaciones
con Gruchegnka, el pan Musalowicz se expresó con una
seguridad y un ardor que exasperaron a Mitia hasta el punto
de hacerle exclamar que no permitía a un «granuja» hablar
así en su presencia. El pan Musalowicz protestó del califica-
tivo y rogó que esta palabra se hiciera constar en el proceso.
Mitia hervía de cólera.
-¡Sí, un granuja! -exclamó-. Pueden ustedes anotarlo. Esto
no me impedirá repetir que es un granuja.
Nicolás Parthenovitch dio pruebas de un facto
extraordinario en este enojoso incidente. Tras una severa
amonestación a Mitia, renunció a hacer preguntas sobre la
parte novelesca del asunto y se dedicó enteramente a lo
esencial.
Los jueces mostraron gran interés al declarar los polacos
que Mitia había ofrecido tres mil rublos al pan Musalowicz
para que renunciara a Gruchegnka. De esta cantidad
entregaría inmediatamente setecientos rublos, y el resto al día
siguiente en la ciudad. Afirmó bajo palabra de honor que en
aquel momento no poseía toda la suma.
Mitia replicó a esto que no había prometido pagar el resto
al día siguiente, pero el pan Wrublewski confirmó lo dicho por
su compatriota, y Dmitri, tras reflexionar un instante, aceptó
que podía haber hecho tal promesa en un momento de
exaltación.
El procurador dio gran importancia a estas palabras. La
acusación podía deducir de ellas que parte de los tres mil
rublos que Mitia había tenido en su poder estaba oculta en la
ciudad o tal vez en el mismo Mokroie. Con ello quedaba
explicado un punto que ponía en un aprieto a la acusación: el
de que se hubieran hallado solamente ochocientos en poder
de Mitia. Hasta entonces, ésta había sido la única prueba
favorable, por poco que fuera, a Dmitri. Esta única prueba se
había desvanecido. El procurador le preguntó:
-¿De dónde pensaba usted sacar los dos mil trescientos
rublos que prometió bajo palabra de honor entregar al pan al
día siguiente, siendo así que usted mismo afirmó que sólo
poseía quinientos en aquel instante?
A ello repuso Mitia que su intención era proponerle al pan
transferirle ante notario sus derechos de propiedad sobre
Tchermachnia, en vez de entregarle el dinero, oferta que ya
había hecho a Samsonov y a la señora de Khokhlakov. El
procurador sonrió ante «la ingenuidad del subterfugio»
-¿Y cree usted que él habría aceptado esos «derechos»
en sustitución de los dos mil trescientos rublos?
-No me cabe duda. Pues habría recibido no dos mil, sino
cuatro mil o seis mil. Sus abogados judíos y polacos habrían
obligado al viejo a entregar el dinero.
Como es natural, la declaración del pan se consignó por
escrito in extenso, tras lo cual los dos polacos pudieron
retirarse. El detalle de que habían hecho trampas en el juego
pasó por alto. Nicolás Parthenovitch les estaba agradecido y
no quería molestarlos por una insignificancia, pues
consideraba que todo se había reducido simplemente a una
querella entre jugadores bebidos. Además, todo había sido
escandaloso aquella noche. En resumidas cuentas, que los
doscientos rublos se quedaron en los bolsillos de los polacos.
Acto seguido se llamó al viejo Maximov, que entró en la
sala tímidamente, a pasitos cortos, con las ropas en desorden
y el semblante triste. Durante los interrogatorios había
permanecido sentado junto a Gruchegnka, en silencio,
«lloriqueando y secándose los ojos con su pañuelo a
cuadros» -así lo dijo Mikhail Makarovitch-, hasta el punto de
que era ella la que tenía que calmarlo y consolarlo. Con
lágrimas en los ojos, el pobre viejo se excusó por haber
pedido diez rublos prestados a Dmitri Fiodorovitch, obligado
por su pobreza, y manifestó que estaba dispuesto a
devolvérselos. Nicolás Parthenovitch le preguntó cuánta
dinero tenía, a su juicio, Dmitri Fiodorovitch, ya que él debía
de haberlo visto de cerca al pedirle prestados los diez rublos.
Y Maximov repuso:
-Veinte mil rublos.
-¿Ha visto usted alguna vez veinte mil rublos reunidos?
-preguntó Nicolás Parthenovitch sonriendo.
-¡Claro que los he visto!... Bueno, veinte mil no: siete mil.
Vi esta suma cuando mi esposa hipotecó mi propiedad. Si he
de serle franco, sólo me los enseñó de lejos. Formaban un
grueso fajo de billetes de cien. Los billetes de Dmitri
Fiodorovitch también eran de cien rublos.
No lo retuvieron mucho tiempo. Al fin llegó el turno a Gru-
chegnka. Los jueces estaban inquietos ante la impresión que
la llegada de la joven pudiera producir a Dmitri, y Nicolás
Parthenovitch le dirigió algunas palabras de exhortación, a las
que respondió Mitia con un movimiento de cabeza que
equivalía a asegurar que se comportaría correctamente.
Gruchegnka apareció acompañada por Mikhail
Makarovitch. Sus facciones estaban rígidas, y su semblante,
triste pero sereno. Se sentó frente a Nicolás Parthenovitch.
Estaba pálida y parecía tener frío, pues envolvía sus hombros
con un elegante chal negro. En efecto, recorrían su cuerpo los
escalofríos de la fiebre, principio de la larga enfermedad que
contrajo aquella noche. Su rigidez, su mirada franca y sería,
sus ademanes pausados produjeron una impresión en
extremo favorable. Nicolás Parthenovitch incluso se sintió
cautivado. Algún tiempo después dijo que hasta entonces no
se había dado cuenta de lo encantadora que era aquella
mujer, en la que antes sólo había visto «una ramera de
comisaría».
-Tiene la finura de las personas de la mejor sociedad -dijo
un día con entusiasmo en un círculo de damas.
La indignación fue general. Lo llamaron calavera, cosa que
le encantó.
Gruchegnka, al entrar, dirigió a Mitia una mirada furtiva. Él
la miró también, con un gesto de inquietud; pero su aspecto lo
tranquilizó. Tras las preguntas consabidas, Nicolás
Parthenovitch vaciló un momento y la interrogó con toda
cortesía:
-¿Qué clase de relaciones tenía usted con el teniente
retirado Dmitri Fiodorovitch Karamazov?
-Relaciones simplemente amistosas. Como amigo lo he
recibido durante todo este mes último.
En respuesta a otras preguntas declaró francamente que
entonces no amaba a Mitia, aunque le gustara «a veces». Lo
había seducido llevada de su maldad: la encantaba jugar con
aquel hombre de buen corazón. Los celos que tenía Mitia de
Fiodor Pavlovitch y de todos los hombres la divertían. Jamás
había pensado ir a casa de Fiodor Pavlovitch, que sólo era
para ella un objeto de burla.
-Durante todo este mes apenas he pensado en ellos.
Esperaba a otro, al causante de mis males... Les ruego que
no me pregunten sobre esto, porque no les contestaría. Mi
vida privada no les incumbe.
Nicolás Parthenovitch dejó inmediatamente a un lado los
detalles novelescos y abordó la cuestión principal: los tres mil
rublos. Gruchegnka repuso que ésta era la cantidad que había
gastado Dmitri hacía un mes en Mokroie, según él había
dicho, pues ella no había contado el dinero.
-¿Eso se lo dijo a usted en privado o en presencia de
testigos? ¿O acaso lo ha oído usted decir a otras personas?
-preguntó inmediatamente el procurador.
Gruchegnka contestó afirmativamente a las tres preguntas.
-¿Se lo dijo particularmente una vez o varias?
Gruchegnka repuso que varias.
Hipólito Kirillovitch quedó sumamente satisfecho de esta
declaración. Inmediatamente dedujo de ella que Gruchegnka
sabía que el dinero procedía de Catalina Ivanovna.
-¿No ha oído usted decir que Dmitri Fiodorovitch gastó
entonces la mitad de los tres mil rublos y se guardó la otra
mitad?
-No, nunca he oído decir eso.
Y añadió que, por el contrario, durante el mes último, Mitia
le había dicho varias veces que no tenía dinero.
-Esperaba recibirlo de su padre -concluyó.
Nicolás Parthenovitch preguntó de pronto:
-¿No dijo nunca delante de usted, por descuido o en un
momento de irritación, que se proponía atentar contra la vida
de su padre?
-Sí, se lo oí decir.
-¿Una vez o varias?
-Varias. Y siempre en arrebatos de cólera.
-¿Usted creía que llevaría a cabo este propósito?
-Jamás lo creí -repuso Gruchegnka con absoluta convic-
ción-. Siempre tuve en cuenta la nobleza de sus sentimientos.
-Un momento -exclamó Mitia-. Permítanme decir en pre-
sencia de ustedes sólo unas palabras a Agrafena
Alejandrovna.
-Puede hacerlo -aceptó Nicolás Parthenovitch.
Mitia se levantó y dijo:
-Agrafena Alejandrovna, lo juro en presencia de Dios que
soy inocente de la muerte de mi padre.
Mitia se volvió a sentar. Gruchegnka se levantó y se
santiguó devotamente ante el icono.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó fervorosamente. Y añadió,
dirigiéndose a Nicolás Parthenovitch-: Créalo. Lo conozco
bien. Es capaz de decir cualquier cosa en broma o por
obstinación; pero no habla nunca en contra de su conciencia.
Ha dicho la verdad, no les quepa duda.
-Gracias, Agrafena Alejandrovna -dijo Dmitri, y la voz le
temblaba-. Tus palabras me han dado valor.
Respecto al dinero del día anterior, Gruchegnka dijo que
no sabía a cuánto ascendía la cantidad, pero que había oído
decir a Dmitri repetidas veces que estaba gastando tres mil
rublos. En cuanto a la procedencia de este dinero,
Gruchegnka declaró que Mitia le había dicho
confidencialmente que lo había robado a Catalina Ivanovna, a
lo que ella había respondido que aquello no era un robo y que
había que devolver el dinero al mismo día siguiente. El
procurador quiso dejar bien sentado que Dmitri, al decir dinero
robado, se refería al del día anterior y no al de un mes atrás, y
Gruchegnka repitió que aludía al de las últimas veinticuatro
horas.
Terminado el interrogatorio, Nicolás Parthenovitch se
apresuró a decir a Gruchegnka que podía volver a la ciudad si
así lo deseaba y que, si podía serle útil en algo -por ejemplo,
en buscarle un tiro de caballos o en procurarle un
acompañante-, haría todo lo posible para...
-Gracias -dijo Gruchegnka-. Me acompañará el viejo pro-
pietario de esta casa. Pero si ustedes me lo permiten,
permaneceré aquí hasta que hayan fallado el asunto de Dmitri
Fiodorovitch.
Gruchegnka salió de la sala. Mitia se mostraba sereno y
reconfortado. Pero esto sólo duró un instante. Un extraño
desfallecimiento se apoderó de él y fue acrecentándose
progresivamente. Sus ojos se cerraban a pesar suyo. El
interrogatorio de los testigos terminó al fin. Se procedió a la
redacción definitiva del acta. Mitia se levantó y fue a tenderse
en un rincón, sobre un cofre tapizado. Se durmió en seguida y
tuvo un sueño extraño, totalmente ajeno a las circunstancias.
Viaja por la estepa, por una región que ya había cruzado
cuando estaba de servicio. Un campesino lo conduce en una
carreta a través de la llanura cubierta de lodo. Hace frío. Es un
día de principios de noviembre. La nieve cae en gruesos
copos que se funden rápidamente. El carretero fustiga a sus
caballos. Luce una larga barbs roja. Es un hombre de unos
cincuenta años y lleva un deslucido caftán gris. Se acercan a
una aldes donde se ven isbas negras, muy negras. La mitad
se han quemado. De ellas sólo quedan postes carbonizados
que se mantienen aún erguidos. En la carretera, a la entrada
del pueblo, se ven largas hileras de mujeres esqueléticas y de
rostros curtidos. Entre ellas se destaca una, alta y escuálida.
Representa cuarenta años y, a lo mejor, no tiene más que
veinte. Su alargado rostro time una expresión de angustia.
Lleva en brazos a un niño pequeño que llora sin cesar y tiende
sus bracitos desnudos, cuyas manitas cerradas están
amoratadas por el frío.
-¿Por qué llora? -pregunta Mitia cuando la carreta pasa ve-
lozmente.
-Es un pequeñuelo -responde el carretero.
Mitia advierte que el carretero ha dicho «pequeñuelo»,
como es costumbre entre los campesinos, y no «pequeño».
Esto le complace: el apelativo le parece más cariñoso.
-¿Pero por qué llora? -vuelve a preguntar Mitia-. ¿Por qué
están desnudos sus bracitos, por qué no se los tapan?
-Sus ropas están heladas y no le abrigarían.
-¿Cómo es posible? -insiste Mitia, sin comprender aún.
-Son muy pobres y sus isbas se han quemado. Esa gente
no tiene pan.
-No es posible, no es posible -repite Mitia en el mismo tono
de incomprensión-. Dime por qué están aquí estas
desventuradas, por qué han de sufrir esa miseria tan
espantosa, por qué llora ese pobre niño por qué ha de ser tan
árida la estepa, por qué esas gentes no se abrazan y cantan
alegres canciones, por qué tienen la piel tan negra, por qué no
dan de comer al pequeñuelo...
Mitia sabe muy bien que sus preguntas son absurdas, pero
también sabe que tiene razón, y no puede menos de
preguntar. Además, advierte que una honda pens se va
apoderando de él, que está a punto de echarse a llorar. Siente
un vivo deseo de consolar al niño que llora y a la madre de
senos exangües; anhela enjugar las lágrimas de todo el
mundo y en seguida, sin detenerse ante nada, con todo el
ímpetu de los Karamazov.
-Estoy a tu lado y nunca me separaré de ti -le dice
tiernamente Gruchegnka.
Su corazón se inflama y vibra frente a una luz lejana.
Quiere vivir, avanzar por el camino que conduce a esta luz
nueva, a esta luz que lo llama...
-¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? -exclamó abriendo los ojos.
Con una sonrisa radiante se incorporó sobre el cofre
tapizado. Tenía la impresión de salir de un desmayo. Ante él
estaba Nicolás Parthenovitch, que le invitó a escuchar la
lectura del acts y a firmarla.
Mitia se dio cuenta de que había estado durmiendo más de
una hora, pero no prestaba atención al juez. Le sorprendía
haber encontrado bajo su cabeza un cojín que no estaba
cuando se había echado, rendido, sobre el cofre.
-¿Quién ha puesto aquí este cojín? ¿Quién ha tenido este
rasgo de bondad? -exclamó con vehemencia, con voz
henchida de emoción, como si se tratara de un acto de
altruismo inestimable.
El ser magnánimo que había tenido esta atención
permaneció en el anonimato, pero Mitia llegó a llorar de
emoción. Se acercó a la mesa y dijo que firmaría todo lo que
le pidiesen que firmara.
-He tenido un hermoso sueño, señores -dijo con voz
extraña y el semblante resplandeciente de alegría.

CAPÍTULO IX
SE LLEVAN A MITIA
Una vez firmada el acts, Nicolás Parthenovitch leyó
solemnemente al acusado una «disposición» en la que se
decía que el juez de instrucción había interrogado al detenido,
y se citaban las principales acusaciones. Luego se explicaba
que, aunque el acusado se declaraba inocente del crimen que
se le imputaba, no había hecho nada por justificarse; que los
testigos y las circunstancias le presentaban como culpable, y
que, en vista de ello y ateniéndose a los artículos del código
penal, ordenaba el encarcelamiento del presunto culpable, a
fin de que no pudiera eludir el proceso ni el juicio. Se hablaba
también de dar copia de la disposición al sustituto, etcétera.
En una palabra: se declaró que Mitia debía permanecer
detenido desde aquel momento y que se le iba a conducir a la
ciudad, donde se le designaría un lugar de residencia nada
agradable. Mitia se encogió de hombros.
-Está bien, señores. Acato sus órdenes sin rencor alguno,
Comprendo que ustedes no han podido obrar de otro modo.
Nicolás Parthenovitch le explicó que lo conduciría Mavriki
Mavrikievitch, que ya esperaba a la puerta.
Con un impulso irresistible, Mitia interrumpió al juez y dijo a
los presentes:
-Señores, todos nosotros somos crueles, verdaderos
monstruos. Hacemos llorar a las madres y a los niños. Pero yo
soy el peor de los hombres. Todos los días me golpeaba el
pecho y me juraba enmendarme, y todos los días cometía las
mismas vilezas. Ahora comprendo que a los hombres como
yo les hace falta el azote del destino y un lazo, una fuerza
exterior que los sujete. Jamás habría podido volver a
levantarme sin esta ayuda. El rayo ha caído. Acepto las
torturas de la acusación y de la vergüenza pública. Quiero
sufrir y redimirme con el sufrimiento. Tal vez lo consiga, ¿no
les parece, señores? Oigan esto por última vez: yo no he
derramado la sangre de mi padre. Acepto el castigo no por
haberlo matado, sino por haberme propuesto matarlo y porque
tal vez lo habría hecho. Sin embargo, estoy decidido a luchar
contra ustedes: no lo oculto. Lucharé hasta el final, y luego
será lo que Dios quiera. Adiós, señores. Perdónenme que me
haya acalorado durante el interrogatorio. Entonces aún no
estaba en mi juicio. Dentro de unos instantes seré un preso.
Por última vez, Dmitri Karamazov les tiende su mano como
hombre libre. Al decirles adiós, me despido del mundo.
La voz le temblaba. En efecto, había tendido su mano.
Pero Nicolás Parthenovitch, que era el más próximo a él,
ocultó la suya con un movimiento convulsivo. Mitia lo advirtió y
se estremeció. Dejó caer el brazo.
-La investigación no ha terminado -dijo el juez, un poco
confuso-, sino que va a continuar en la ciudad. Por mi parte, le
deseo que consiga justificarse. Yo, personalmente, Dmitri
Fiodorovitch, lo he considerado siempre más infortunado que
culpable. Todos los que estamos aquí..., pues me atrevo a
hablar en nambre de todos..., vemos en usted un joven noble
en el fondo, pero que se deja arrastrar por las pasiones
excesivamente.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por el
pequeño juez con gran empaque. A Mitia le pareció que aquel
chiquillo iba a cogerle del brazo para llevarlo a un rincón y
continuar su última charla sobre jovencitas. Es chocante las
cosas absurdas que se piensan a veces, incluso los criminales
que van camino del suplicio.
-Señores, ustedes son buenos, humanos. ¿Me permiten
que le diga adiós por última vez?
-Desde luego, pero en nuestra presencia.
-De acuerdo.
Se trajo a Gruchegnka, pero el adiós fue lacónico y
defraudó a Nicolás Parthenovitch. Gruchegnka,
profundamente emocionada, dijo a Mitia:
-Soy tuya, te pertenezco para siempre y te seguiré a todas
partes. Sin ser culpable, lo has perdido. Adiós.
Lloraba; temblaban sus labios.
-Perdóname, Grucha, por amarte, por haberte perdido con
mi amor.
Mitia iba a decir algo más, pero se contuvo y salió de la
estancia. Inmediatamente se vio rodeado de hombres que no
lo perdían de vista. Al pie del pórtico, en el mismo sitio al que
Mitia había llegado con tanto alboroto la noche anterior en la
troika de Andrés, esperaban dos carretas. El rechoncho y
atlético Mavriki Mavrikievitch, de rostro curtido, lanzaba gritos
de desesperación a causa de un contratiempo inesperado.
Con agrio acento, invitó a Dmitri Fiodorovitch a subir a la
carreta. Mitia se dijo: «Antes, cuando te invitaba a beber en la
taberna, este hombre me hablaba de un modo muy distinto.»
Trifón Borisytch bajó las gradas del pórtico. Ante la puerta
de la casa se apiñaban mujeres andrajosas, arrieros y
campesinos que miraban a Mitia.
-¡Adiós, amigos míos! -les gritó Dmitri desde la carreta.
-Adiós -respondieron dos o tres voces.
-Adiós, Trifón Borisytch.
Éste estaba demasiado ocupado para volverse. Iba de un
lado a otro profiriendo gritos.
El hombre designado para conducir la segunda carreta,
donde tenía que viajar la escolta, decía a voces, mientras se
ponía el caftán, que no era él quien debía partir, sino Akim. Y
Akim no había llegado. Salieron en su busca a toda prisa. El
campesino insistía, suplicaba que esperasen a Akim.
Trifón Borisytch exclamó:
-¡Qué gente tan desvergonzada, Mavriki Mavrikievitch!
Hace tres días, Akim te dio veinticinco copecs y te los bebiste.
Ahora gritas. Me asombra tu gentileza con esos alegres
mozos.
-¿Qué necesidad tenemos de que nos acompañe otra
troika? -dijo Mitia-. Podemos viajar con esta sola, Mavriki
Mavrikievitch. Te aseguro que no intentaré huir. ¿Para qué
quieres escolta?
-A mí no me hable así -gruñó Mavriki Mavrikievitch,
satisfecho de poder desahogar su mal humor-. No le admito
que me tutee ni que me dé consejos.
Mitia enmudeció y enrojeció. Poco después sintió frío. La
lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto de nubes y
el viento le azotaba el rostro. «Tengo escalofríos», pensó
Mitia, ovillándose. Al fin, subió al vehículo Mavriki
Mavrikievitch, atropellando a Mitia y fingiendo no advertirlo. La
verdad es que no le gustaba lo mas mínimo la misión que le
habían confiado.
-¡Adiós, Trifón Borisytch! -gritó de nuevo Dmitri, dándose
cuenta de que esta vez, y a pesar suyo, el grito no era
amistoso, sino de cólera.
El posadero, con gesto arrogante y las manos en la
espalda, dirigió a Mitia una severa mirada y no le contestó.
Pero de pronto se oyó una voz.
-¡Adiós, Dmitri Fiodorovitch!
Era Kalganov, que corría hacia la carreta con la cabeza
descubierta. Tendió la mano a Mitia. Dmitri aún tuvo tiempo de
estrecharla.
-¡Adiós, amigo mío! -exclamó calurosamente-. ¡Nunca ol-
vidaré esta prueba de generosidad!
Pero la carreta partió y las manos de los dos amigos
hubieron de desprenderse. Resonaban los cascabeles de los
caballos. Se llevaban a Mitia.
Kalganov volvió corriendo al vestíbulo, se sentó en un
rincón, inclinó la cabeza, ocultó el rostro entre las manos y
lloró amargamente, como un nido. Estaba casi seguro de la
culpabilidad de Mitia.
-Esto demuestra que no valemos nada -murmuró amarga-
mente.
Ni siquiera sentía el deseo de vivir.
-¿Acaso vale la pena? -exclamó, desesperado.

CUARTA PARTE

LIBRO X

LOS MUCHACHOS

CAPITULO PRIMERO
KOLIA KRASOTKINE
Uno de los primeros días de noviembre. El tiempo es frío:
es la época de la escarcha. Durante la noche ha caído un
poco de nieve, que el viento seco y punzante ha barrido y
levantado a lo largo de las calles tristes de nuestra pequeña
ciudad, y especialmente en la plaza del mercado. Es una
mañana oscura, pero la nevada ha cesado.
No lejos de la plaza, cerca de la tienda de Plotnikov, está
la casita, limpísima tanto por fuera como por dentro, de la
señora de Krasotkine, viuda de un funcionario. Pronto hará
catorce años que murió el secretario de gobierno Krasotkine.
Su viuda, aún de buen ver y en la treintena, vive de sus rentas
en su casita. Es alegre y cariñosa y lleva una vida digna y
modesta. Quedó viuda a los dieciocho años, con un hijo que
acababa de nacer, Kolia, a cuya educación se dedicó en
cuerpo y alma. Tanto lo adoraba, que el niño le causó más
penas que alegrías. La viuda vivía en continuo terror de que
enfermara, de que se enfriase, de que se hiriera jugando, de
que cometiera alguna locura... Cuando Kolia fue al colegio, su
madre estudió todas las asignaturas, con objeto de poder ayu-
darlo en los deberes; trabó conocimiento con los profesores y
sus esposas, a incluso procuró simpatizar con los compañeros
de su hijo para evitar que se burlasen de él o le pegaran. A tal
extremo llegó en esta táctica, que los alumnos empezaron a
burlarse de Kolia, a zaherirle con frases como «el pequeñín
mimado por su mamá». Pero Kolia supo hacerse respetar. Era
un chico audaz y pronto se le consideró como uno de los más
fuertes del colegio. Además, era inteligente, tenaz, resuelto y
emprendedor. Un buen alumno. Incluso se rumoreaba que
aventajaba a Dardanelov, su maestro. Pero Kolia, aunque
afectaba un aire de superioridad, no era orgulloso y sí un buen
camarada. Aceptaba como cosa natural el respeto de sus
compañeros y los trataba amistosamente. Tenía sobre todo el
sentido de la medida, sabía contenerse cuando era necesario
y no rebasaba jamás ante los profesores ese límite en que la
travesura se convierte en insubordinación y falta de respeto,
por lo que no se puede tolerar. Sin embargo, estaba siempre
dispuesto a participar en las granujadas de la chiquillería, si la
oportunidad se presentaba; mejor dicho a desempeñar el
papel de pilluelo para impresionar a la galería. Llevado de su
excesivo amor propio, había conseguido imponerse a su
madre, que sufría desde hacía tiempo su despotismo. La sola
idea de que su hijo la quería poco era insoportable para la
señora de Krasotkine. Consideraba que Kolia se mostraba
insensible con ella, y a veces, bañada en lágrimas, le
reprochaba su frialdad. Esto desagradaba al muchacho, que
se mostraba más evasivo cuanta más efusión se le exigía. Era
un efecto de su carácter y no de su voluntad. Su madre
estaba en un error. Kolia la quería. Lo que sucedía era que
detestaba las «ternuras borreguiles», como decía en su
lenguaje escolar.
Su padre había dejado una biblioteca al morir, y Kolia, que
adoraba la lectura, pasaba a veces, para sorpresa de su
madre, horas enteras enfrascado en los libros, en vez de irse
a jugar. Leyó obras impropias de su edad. Últimamente, sus
travesuras -sin llegar a ser perversas- asustaban a su madre
por su extravagancia. En Julio, durante las vacaciones, madre
a hijo fueron a pasar ocho días en casa de unos parientes. El
cabeza de familia era empleado de ferrocarriles en la estación
más próxima a nuestra ciudad. Esta estación estaba a
sesenta verstas de la localidad. En ella había tornado el tren
hacía un mes Iván Fiodorovitch Karamazov para dirigirse a
Moscú.
Kolia empezó por examinar minuciosamente el ferrocarril y
su funcionamiento, a fin de poder deslumbrar a sus
camaradas con sus nuevos conocimientos. Entre tanto, se
unió a un grupo de seis o siete chiquillos de doce a quince
años, dos de ellos procedentes de la ciudad y los demás del
pueblo. La alegre banda se dedicaba a toda suerte de
travesuras y pronto surgió en ella la idea de hacer una
apuesta verdaderamente estúpida en la que la cantidad
apostada eran dos rublos. Kolia, que era uno de los más
jóvenes del grupo, en un alarde de amor propio o de
temeridad, apostó a que permanecería echado entre los
raíles, sin moverse, mientras el tren de las once de la noche
pasaba sobre él a toda marcha. Verdaderamente, un examen
previo le había permitido comprobar que una persona podía
aplanarse sobre el suelo, entre los raíles, sin que el tren ni
siquiera rozara su cuerpo. ¡Pero qué momento tan terrible
pasaría! Kolia juró hacerlo. Se burlaron de él y le llamaron fan-
farrón, lo que lo excitó más todavía. Aquellos muchachos de
quince años se mostraban verdaderamente arrogantes. Al
principio, incluso se habían resistido a considerarle como un
camarada. Fue una ofensa intolerable.
Una noche sin luna se fueron a una versta de la estación,
donde el tren habría tornado ya velocidad. A dicha hora Kolia
se echó entre los raíles. Los cinco que habían apostado
contra él se colocaron al pie del talud, entre la maleza, y allí
esperaron, con el corazón latiéndoles con violencia, y pronto
atenazados por el espanto y el remordimiento. No tardaron en
oír que el tren se ponía en marcha. Dos luces rojas
aparecieron en las tinieblas. El monstruo de hierro se
acercaba ruidosamente.
-¡Huye! ¡Huye! -gritaron los cinco espectadores, aterrados.
Pero ya no había tiempo. El tren pasó y desapareció. Los
cinco muchachos corrieron hacia Kolia. Lo encontraron
exánime y empezaron a sacudirlo y a levantarlo. De pronto,
Kolia se puso en pie y dijo que había fingido un
desvanecimiento para asustarlos. Sin embargo, era verdad
que se había desvanecido, como él mismo confesó días
después a su madre.
Esta proeza cimentó definitivamente su fama de héroe.
Volvió a su casa blanco como la cal. Al día siguiente tuvo
fiebre, a consecuencia de su excitación nerviosa. Sin
embargo, estaba contento. El suceso se divulgó en la ciudad y
llegó a conocimiento de las autoridades escolares. La madre
de Kolia fue a pedirles que perdonaran a su hijo. Al fin, un
profesor estimado a influyente, Dardanelov, salió en su
defensa y ganó la causa. El asunto no tuvo consecuencias.
Este Dardanelov, soltero y todavía joven, estaba enamorado
desde hacía largo tiempo de la señora de Krasotkine. Hacía
un año, temblando de emoción, se había atrevido a ofrecerle
su mano, pero ella lo rechazó, pues casarse en segundas
nupcias le parecía cometer una traición contra su hijo. Sin
embargo, ciertos indicios permitían al pretendiente decirse
que no era del todo antipático a aquella viuda encantadora,
aunque exageradamente casta y delicada. La loca temeridad
de Kolia rompió el hielo, pues tras la intervención de
Dardanelov, éste advirtió que podía alimentar ciertas esperan-
zas. No obstante, como él era también un ejemplo de castidad
y delicadeza, se conformó con esta esperanza remota que le
hacía feliz. Quería al muchacho, pero consideraba una
humillación adularlo, y se mostraba con él severo y exigente.
Kolia también mantenía a su profesor a distancia. Hacía
perfectamente sus deberes, ocupaba el segundo puesto y
todos sus compañeros estaban convencidos de que en
historia universal aventajaba al mismo Dardanelov. Esto
quedó demostrado una vez que Kolia preguntó al profesor
quién había fundado Troya. El profesor repuso con una serie
de consideraciones acerca de los pueblos y sus emigraciones,
la noche de los tiempos y las leyendas, pero no pudo
responder concretamente a la pregunta sobre la fundación de
Troya. Incluso llegó a decir que la cuestión carecía de
importancia. Los alumnos quedaron convencidos de que el
profesor ignoraba por completo quién había fundado la
famosa ciudad. Kolia se había informado de este
acontecimiento en una obra de Smagaradov que figuraba en
la biblioteca de su padre. Todos acabaron por interesarse en
la fundación de Troya, pero Kolia Krasotkine guardó su
secreto. Su prestigio quedó intacto.
Tras el incidente del ferrocarril, se produjo un cambio en la
actitud de Kolia hacia su madre. Cuando Ana Fiodorovna se
enteró de la proeza de su hijo, estuvo a punto de perder la
razón. Durante varios días sufrió fuertes ataques de nervios.
Kolia se asustó hasta el punto de que le prometió, bajo
palabra de honor, no cometer de nuevo semejante locura. Lo
juró de rodillas ante el icono y por la memoria de su padre, tal
como la señora de Krasotkine le exigió. La escena fue tan
emocionante, que el intrépido Kolia lloró como un niño de seis
años. Madre a hijo pasaron el día arrojándose el uno en
brazos del otro y derramando lágrimas.
Al día siguiente, Kolia volvió a mostrarse «insensible»,
pero se había convertido en un muchacho más silencioso,
más reflexivo, más modesto. Mes y medio más tarde reincidió,
y en el asunto intervino el juez de paz. Pero esta vez se
trataba de una granujada diferente, ridícula a incluso estúpida,
cometida por otros y de la que él era únicamente cómplice. Ya
volveremos a hablar de esto.
La madre volvió a sus temblores y tormentos, y las
esperanzas de Dardanelov aumentaban con las lágrimas de la
viuda. Hay que advertir que Kolia conocía las aspiraciones de
Dardanelov, al que detestaba profundamente por estos
sentimientos. Anteriormente incluso cometía la indelicadeza
de expresar ante su madre su desprecio hacia el profesor,
haciendo vagas alusiones a los propósitos del enamorado.
Pero después del incidente del ferrocarril, su actitud cambió
también con respecto a este punto, pues no hacía alusiones
molestas a Dardanelov y hablaba con más respeto de él ante
su madre. La sensitiva Ana Fiodorovna notó al punto este
cambio y lo agradeció infinito. No obstante, a la menor alusión
a Dardanelov en presencia de Kolia, aunque la hiciera un
extraño, la viuda se ponía roja como la grana. En estas
ocasiones, Kolia miraba por la ventana con el ceño fruncido, o
se contemplaba los zapatos, o llamaba con acento iracundo a
Carillón, un perrazo feo y de larga pelambre, que había
recogido hacía un mes y del que no había dicho una palabra a
sus amigos. Kolia se comportaba con el animal como un
tirano. Le enseñó a hacer muchas cosas. Así, el pobre
Carillón, que aullaba cuando Kolia se iba al colegio, al verlo
volver ladraba alegremente, saltaba como un loco, se
pavoneaba, se hacía el muerto, etc., etc.; en una palabra,
hacía cuanto Kolia le había enseñado, pero no porque éste se
lo ordenara, sino espontáneamente, por el gran cariño que
profesaba a su dueño.
Ahora caigo en que me he olvidado decir que Kolia
Krasotkine fue el muchacho al que Iliucha, ya conocido por
nuestros lectores, hijo del capitán retirado Snieguiriov, había
herido con su cortaplumas al salir en defensa de su padre, del
que sus compañeros de clase se burlaban llamándole «Barba
de Estropajo».

CAPÍTULO II
LOS RAPACES
Aquella mañana glacial y brumosa de noviembre se quedó
en casa Kolia Krasotkine. Era domingo y no tenía clase. No
obstante, acababan de dar las once y necesitaba salir «para
un asunto importantísimo». Pero había el inconveniente de
que estaba solo en la casa y no la podía abandonar. Las
personas mayores habían tenido que marcharse al producirse
un acontecimiento imprevisto. La viuda de Krasotkine tenía
alquilado un departamento de dos piezas -el único que había
en la casa- a la esposa de un médico que era madre de dos
hijos pequeños. Esta señora era gran amiga de Ana
Fiodorovna y tenía la misma edad que ella. El médico se
había marchado a Orenburgo, y de allí a Tachkent. Hacía seis
meses que la esposa no recibía noticias del marido, de modo
que la infortunada se habría pasado el tiempo llorando si no
hubiera tenido el consuelo de la amistad de Ana Fiodorovna.
Para colmo de desdichas, Catalina, la única sirvienta de la
doctora, había comunicado repentinamente a la doctora, ya de
noche, que notaba que iba a dar a luz a la mañana siguiente.
Aunque parezca mentira, nadie se había dado cuenta del
estado de la joven. En medio de su estupor, la doctora
decidió, puesto que aún había tiempo, trasladar a Catalina a
casa de una comadrona que admitía futuras madres a
pensión. Come tenía gran cariño a esta sirvienta, puso
inmediatamente en práctica este proyecto a incluso se quedó
al lado de la internada. A la mañana siguiente hubo que
recurrir a la ayuda de la señora de Krasotkine para que hiciera
cierta diligencia y adoptara su protección. Por lo tanto, las dos
damas estaban ausentes, así come Ágata, la sirvienta de la
viuda de Krasotkine, que se había ido al mercado, y Kolia se
había quedado como guardián de los pequeñuelos, el niño y
la piña de la doctora.
La vigilancia de la casa no inquietaba a Kolia, y menos
teniendo a su lado a Carillón. Éste había recibido la orden de
echarse debajo de un banco del vestíbulo y estar allí sin
moverse. Cada vez que veía pasar a su dueño, el perro
levantaba la cabeza y golpeaba el suelo con la cola, mientras
dirigía a Kolia una mirada suplicante. Pero, ¡ay!, sus ruegos
eran inútiles. En respuesta a ellos, Kolia miraba severamente
al infortunado animal, que volvía a su inmovilidad de estatua.
A Kolia sólo le preocupaban los pequeñuelos. La aventura
de Catalina le inspiraba un profundo desprecio. Le
encantaban aquellos niños y ya les había dado un divertido
libro infantil para que se distrajeran. Nastia, la mayor, tenía
ocho años y sabía leer; Kostia tenía siete y escuchaba con
gusto a su hermanita. Kolia habría podido entretenerlos
jugando con ellos a los soldados o al escondite per toda la
casa, y no le importaba hacerlo cuando se presentaba la
ocasión, a pesar de que en el colegio se rumoreaba que
Krasotkine jugaba en su casa a las troikas con los niños de la
inquilina, y que hacía el caballo y galopaba con la cabeza
baja. Kolia rechazaba indignado esta acusación, diciendo que
se habría avergonzado, «en nuestra época», de jugar a los
caballos con chicos de su edad, pero que él lo hacía per los
niños, porque los quería, y que nadie tenía derecho a pedirle
cuentas de sus sentimientos.
En compensación, los dos pequeñuelos lo adoraban. Pero
aquella mañana Kolia no estaba para juegos. Tenía un
compromiso importante a incluso un tanto misterioso. Pero el
tiempo pasaba, y Ágata, a la que se podían confiar los niños,
no volvía de la compra. Kolia había cruzado el vestíbulo varias
veces, abierto la puerta del departamento de la inquilina y
echado una mirada cariñosa a los niños, que estaban leyendo,
como él les había indicado. Cada vez que Kolia aparecía, los
niños le obsequiaban con una larga sonrisa, que era una clara
invitación a que pasara para hacer algo que los divirtiera. Pero
Kolia estaba preocupado y no entraba.
Cuando dieron las once, Krasotkine se dijo resueltamente
que si, transcurridos diez minutes, la «maldita» Ágata no
había vuelto, se marcharía sin esperar más, claro que no sin
antes advertir a los niños y hacerles prometer que no tendrían
miedo durante su ausencia, que no llorarían ni harían
diabluras.
Se puso, pues, su gabancito acolchado, se echó un talego
al hombre, y aunque su madre le había dicho más de una vez
que no saliera a la calle sin ponerse los chanclos cuando
hiciese tanto frío come aquella mañana, Kolia se limitó a
dirigirles una mirada de desdén al pasar per el vestíbulo.
Carillón, al verlo vestido para salir, empezó a mover todo su
cuerpo mientras golpeaba el suelo con la cola, a incluso llegó
a soltar un aullido quejumbroso. Kolia juzgó que esta
entusiasta demostración de áfecto era contraria a la disciplina,
y tuvo al perro todavía un minuto debajo del banco; no le silbó
hasta que abrió la puerta del vestíbulo. Entonces Carillón se
lanzó hacia él como una flecha y empezó a saltar ale-
gremente.
El muchacho fue a echar una mirada a los niños. Habían
dejado el libro y discutían acaloradamente, cosa que hacían
con frecuencia. Nastia, por ser mayor que su hermano, solía
triunfar en la polémica, pero, a veces, Kostia no se sometía y
llamaba a Kolia Krasotkine para que fallara, fallo que admitían
las dos partes sin rechistar.
Esta vez, la discusión de los dos niños interesó a Kolia,
que se quedó en el umbral escuchando. Los pequeñuelos, al
verle, redoblaron el ardor de su disputa.
-Nunca he creído -decía, convencida, Nastia- que las co-
madronas encuentren a los niños en las coles. Estamos en
invierno y no hay coles. De modo que la comadrona no puede
haber encontrado en esas plantas una nena para Catalina.
-¡Basta! -exclamó Kolia.
-De alguna parte traen a los niños -dijo Nastia-, pero sólo a
las que están casadas.
Kostia, que había escuchado gravemente a su hermana, la
miró fijamente, pensativo.
-Eres una tonta, Nastia -dijo al fin, con toda calma-. Cata-
lina no está casada. ¿Cómo se puede tener un hijo?
Nastia se indignó.
-No entiendes nada. A lo mejor está casada y tiene al
marido en la cárcel.
-Así, ¿tiene un marido en la cárcel? -preguntó el práctico
Kostia.
Nastia abandonó su hipótesis y exclamó con su ímpetu
habitual:
-También puede ser que no esté casada, como tú dices.
Así que tienes razón. Pero quiere casarse, y a fuerza de
pensar y pensar en tener un marido, ha terminado por tener
un niño.
-Puede ser -admitió Kostia-. Pero yo no podía saber eso,
porque tú no me lo habías dicho.
Kolia avanzó hacia ellos.
-Por lo que veo, renacuajos, sois temibles.
-¡Si está contigo Carillón! -exclamó alegremente Kostia,
que empezó a chascar los dedos y a llamarlo.
-Amiguitos, estoy en un apuro -empezó a decir Kolia
solemnemente-. ¿Queréis ayudarme? Ágata debe de haberse
roto una pierna, puesto que no ha regresado. No cabe duda
de que se la ha roto. Tengo que marcharme. ¿Me permitís
que me vaya?
Los niños se miraron. Sus rostros sonrientes tenían una
expresión de inquietud. No acababan de comprender lo que
Kolia les pedía.
-¿Me prometéis no hacer ninguna diablura durante mi
ausencia? ¿No subiros al armario para exponeros a romperos
una pierna? ¿No llorar de miedo al veros solos?
En las dos caritas se reflejó la angustia.
-Si os portáis bien os enseñaré una cosa: un cañoncito de
acero que se carga con pólvora de verdad.
Las dos caritas se iluminaron.
-Enséñanos el cañón -dijo Kostia, radiante.
Krasotkine sacó de su talego un cañoncito que depositó en
la mesa.
-Mirad, tiene ruedas -dijo, haciéndolo rodar-. Se puede
cargar con perdigones y disparar.
-¿Y puede matar?
-Puede matar a cualquiera. Basta apuntar bien.
Kolia explicó cómo había que poner la pólvora y los
perdigones, señaló la ranura por la que se prendía fuego a la
carga y dijo que el cañón tenía retroceso. Los niños lo
escuchaban con ávida curiosidad. Lo del retroceso es lo que
más les impresionó.
Nastia preguntó:
-¿Tienes pólvora?
-Sí.
-A verla -imploró la niña, sonriendo.
Krasotkine extrajo del talego un frasquito que contenía un
poco de auténtica pólvora y unos cuantos perdigones
envueltos en un papel. Destapó el frasquito y echó un poco de
pólvora en la palma de su mano.
-Miradla. ¡Pero cuidado con acercarla al fuego! -dijo para
asustarlos-. Se produciría una explosión y moriríamos todos.
Los niños examinaron la pólvora con un terror que avivaba
su entusiasmo. A Kostia le encantaron especialmente los
granos de plomo.
-¿Se inflaman los perdigones? -preguntó.
-No.
-Dame unos cuantos -dijo en tono suplicante.
-Aquí los tienes. Pero no se los enseñes a tu madre antes
de que yo vuelva. Creerá que estallan como la pólvora, se
asustará y os pegará.
-Mamá no nos pega nunca -dijo Nastia.
-Ya lo sé: lo he dicho para hacer una frase. No mintáis
nunca a vuestra madre, salvo en esta ocasión y sólo hasta
que yo vuelva. Bueno, amiguitos, ¿me puedo marchar? ¿No
lloraréis de miedo mientras no estoy aquí?
-Sí que lloraremos -dijo lentamente Kostia mientras se
disponía a hacerlo.
-Seguro que lloraremos -confirmó Nastia, atemorizada.
-¡Qué niños éstos! ¡Estáis en la peor edad! Ya veo que no
puedo hacer nada. Tendré que quedarme con vosotros hasta
Dios sabe cuándo. ¡Con lo que vale el tiempo!
-Dile a Carillón que haga el muerto -solicitó Kostia.
-Bien; recurramos a Carillón. ¡Aquí, Carillón!
Kolia ordenó al can que exhibiera sus habilidades. Era un
perro de pelo largo, de color gris violáceo, del tamaño de un
mastín corriente, tuerto del ojo derecho y que tenía partida la
oreja izquierda. Se pavoneaba, andaba sobre las patas
traseras, se echaba boca arriba y permanecía inmóvil, como
muerto...
Durante este último ejercicio se abrió la puerta y apareció
Ágata, la sirvienta, mujer obesa, picada de viruelas, de unos
cuarenta años, que, con la red de la compra en la mano, se
detuvo en el umbral para presenciar el espectáculo. Kolia, a
pesar de la prisa que tenía, no interrumpió la representación.
Al fin, emitió un silbido, y el animal se levantó y empezó a
saltar con gran alegría de haber cumplido con su deber.
-¡Eso es un perro! -exclamó Ágata.
-¿Se puede saber por qué has tardado tanto? -preguntó
severamente Kolia.
-¡A mí no me hables así, mocoso!
-¿Mocoso?
-Sí, mocoso. No te metas en lo que no te importa. He
tardado porque ha sido preciso.
Ágata dijo esto mientras empezaba a trajinar en la cocina.
No hablaba con irritación, sino que parecía sentirse feliz de
poder enfrentarse otra vez con aquel señorito tan gracioso.
-Óyeme, vieja loca: me vas a jurar por lo más sagrado que
vigilarás a estos pequeñuelos durante mi ausencia. Tengo que
marcharme.
-Nada de juramentos -repuso Ágata, echándose a reír-.
Los vigilaré y basta.
-No basta; quiero que me lo jures por tu eterna salvación.
Si no me lo juras, no me marcho.
-Allá tú. A mí me da lo mismo. Está helando. Lo mejor que
puedes hacer es quedarte en casita.
-Oíd, rapazuelos. Esta mujer os hará compañía hasta que
yo vuelva o hasta que venga vuestra madre, que ya no puede
tardar. Si tarda, Ágata os dará el almuerzo. ¿No es así,
Ágata?
-Nada tan fácil.
-Hasta la vuelta, hijitos. Me voy con toda tranquilidad.
Y al pasar por el lado de la sirvienta le dijo, en serio y en
voz baja.
-Cuidado, abuela, con empezar a explicarles lo de
Catalina. Hay que respetar su inocencia... ¡Vamos, Carillón!
Esta vez Ágata se indignó de verdad.
-¿Quieres callarte? ¡Merecerías que te azotasen por decir
esas cosas!

CAPÍTULO III
EL COLEGIAL
Pero Kolia ya no la oía. Al fin estaba libre. Al salir a la calle
hundió momentáneamente la cabeza entre los hombros y
exclamó: «¡Vaya frío!», y tomó el camino de la plaza del
Mercado. Antes de llegar a la plaza se detuvo ante un edificio,
sacó del bolsillo un silbato y lo hizo sonar con todas sus
fuerzas. Sin duda, era una señal convenida. Un minutó
después salió de su casa un niño de once años, de tez
colorada y protegido, como Kolia, por un recio y elegante
gabán. Este muchacho era Smurov, alumno de la clase pre-
paratoria (Kolia estaba ya en la sexta) a hijo de un funcionario
acomodado, al que sus padres habían prohibido que fuera con
Krasotkine, cuya conducta les parecía vergonzosa; de modo
que Smurov había tenido que salir de su casa furtivamente.
Como el lector recordará, Smurov formaba parte del grupo
que había apedreado a Iliucha hacía dos meses, y él fue el
que habló con Aliocha Karamazov.
-He estado una hora esperándote, Krasotkine -dijo sin ro-
deos Smurov.
Los dos chicos siguieron el camino de la plaza.
-Si me he retrasado -repuso Kolia-, la culpa no ha sido
mía, sino de las circunstancias. ¿No te azotarán por haberte
reunido conmigo?
-¡Qué ocurrencia! A mí no me azotan nunca... Ya veo que
está aquí Carillón.
-Sí, lo he traído.
-¿Para que nos acompañe hasta la casa?
-Sí.
-¡Lástima que no sea Escarabajo!
-Escarabajo no puede ser, porque ha desaparecido. Nadie
debe saber dónde está.
Smurov se detuvo de pronto.
-Oye, Kolia: Iliucha dice que Escarabajo tenía el pelo largo
y de un gris violáceo, o sea como el de Carillón. ¿Y si le
dijéramos que Carillón es Escarabajo? A lo mejor, lo creía.
-Escucha, colegial: detesta la mentira, incluso la mentira
piadosa... Supongo que no le habrás dicho ni una palabra de
mi visita.
-A Dios gracias, sé lo que debo hacer -dijo Smurov, y
añadió con un suspiro-: No creo que Carillón pueda
consolarlo. Su padre, el capitán, nos ha dicho que hoy le
regalará un cachorro de moloso auténtico, con el hocico
negro. Cree que este animalito consolará a Iliucha, pero yo no
opino así.
-¿Cómo está Iliucha?
-Mal, muy mal. A mí me parece que está tísico. Conserva
todo el conocimiento, pero respira con gran dificultad. El otro
día pidió que lo llevaran a dar un paseo, le pusieron los
zapatos, y el pobre cayó después de dar unos pasos. «Ya te
dije, papá, que estos zapatos no me venían bien. Siempre he
tenido dificultad para andar con ellos.» Creyó que se había
caído por culpa de los zapatos, y era la debilidad lo que le
había hecho caer. No creo que viva toda esta semana.
Herzenstube lo visita. Vuelven a tener dinero en abundancia.
-¡Los muy canallas!
-¿Quiénes?
-Los médicos, toda esa chusma doctoral, individual y
colectivamente. Detesto la medicina; no sirve para nada. En
fin, ya estudiaré a fondo esta cuestión. Oye, os habéis vuelto
muy sentimentales los de tu clase: creo que vais todos los
días a visitar al enfermo. -Todos no. Somos unos diez los que
lo vamos a ver todos los días.
-Lo que más me sorprende es la conducta de Alexei
Karamazov. Mañana o pasado se va a juzgar a su hermano
por un crimen espantoso y esto no le impide ponerse
sentimental con los colegiales.
-Aquí nadie se pone sentimental. Piensa que tú mismo vas
a reconciliarte con Iliucha.
-¿A reconciliarme? Es una palabra que me repugna. Por
otra parte, no permito a nadie que analice mil actos.
-Ya verás qué contento se pone Iliucha al verte. No sabe
nada de tu visita. ¿Por qué has tardado tanto en decidirte?
-exclamó con vehemencia Smurov.
-Eso es cosa mía y no tuya. Yo voy por mi propia voluntad;
vosotros, en cambio, vais porque os llevó Alexei Karamazov.
De modo que no es lo mismo. Además, tú no sabes por qué
voy yo. A lo mejor, no pretendo reconciliarme. ¡Qué expresión
tan estúpida!
-Karamazov no está allí. Desde luego, al principio fuimos
con él, pero después nos acostumbramos a ir solos, primero
uno y después otro, y todo con la mayor naturalidad, sin
sentimentalismos. Su padre se conmovió al vernos. Perderá la
razón cuando Iliucha se muera. Se da cuenta de que no time
salvación. No puedes figurarte lo que se alegró al ver que nos
reconciliábamos con Iliucha. Éste ha preguntado por ti, pero
no ha dicho nada más. Su padre acabará loco o se ahorcará.
Antes ya tenía el aspecto de un demente. Es un buen hombre,
¿sabes?, que ha sido víctima de un error. Ese parricida no
debió maltratarlo como lo hizo dias atrás en la taberna.
-Dmitri Karamazov es para mí un enigma. Hace tiempo
que podía haber hecho amistad con él, pero hay momentos en
que me alegro de haberlo mantenido a distancia. Además,
tengo de él un concepto que quiero comprobar.
Dicho esto, Kolia se sumió en un grave silencio, que
compartió su amigo. Smurov respetaba a Kolia Krasotkine y
no osaba, ni mucho menos, compararse con él. Kolia había
despertado su curiosidad al decir que iba a ver a Iliucha
espontáneamente. Sin duda, había una razón misteriosa para
que Krasotkine hubiera adoptado de pronto esta resolución.
Iban por la plaza del Mercado, sorteando carros y aves de
corral. Bajo los sobradillos de las tiendas había mujeres que
vendían tortas, hilos y otros muchos géneros. En nuestra
ciudad llaman ingenuamente ferias a estos mercadillos
domingueros que se celebran en gran número durante el año.
Carillón corría alegremente, desviándose de continuo a
derecha e izquierda para olfatear algo. Y cuando se
encontraba con algún congénere, le oliscaba también del
mejor grado, según las reglas en use entre los perros.
-Me gusta observar la realidad, Smurov -dijo de pronto Ko-
lia-. ¿Te has fijado en que los perros se olfatean cuando se
encuentran? Esto es entre ellos una ley natural.
-Una ley ridícula.
-Pues no, te equivocas. No hay nada ridículo en la
Naturaleza, aunque el hombre, con sus prejuicios, crea lo
contrario. Si los perros pudieran razonar y criticar, verían en
nosotros tantas cosas ridículas como nosotros vemos en ellos,
tantas o más, pues estoy convencido de que son
numerosísimas en las relaciones humanas. Esta idea es de
Rakitine y me parece acertadísima. Soy socialista, Smurov.
-¿Qué es el socialismo? -preguntó Smurov.
-La igualdad para todos, la comunidad de opiniones, la
supresión del matrimonio, la libertad de observar la religión y
las leyes que a uno le convengan, etc., etc. Tú eres todavía
demasiado joven para comprender estas colas... Hace frío,
¿verdad?
-Sí, doce bajo cero: mi padre acaba de verlo en el
termómetro.
-¿Has observado que en pleno invierno, cuando estamos a
quince a incluso a dieciocho grados bajo cero, el frío es más
soportable que ahora, al principio, cuando hay todavía poca
nieve y hiela de pronto a los doce grados? Esto sucede
porque las personas no están todavía habituadas al frío. En
nosotros todo es un hábito, incluso la política. Mira qué tipo
tan gracioso.
Kolia señalaba a un campesino de considerable estatura,
enfundado en una pelliza de piel de cordero, de aire
bonachón, que, al lado de su carreta, se calentaba las manos,
protegidas por mitones, dando fuertes palmadas. Su barba
estaba cubierta de escarcha.
-Tienes la barba helada, amigo -dijo Kolia levantando la
voz y en un tonillo mordaz cuando pasó por su lado.
-Hay muchas barbas heladas -replicó el campesino
sentenciosamente.
-No te molestes -suplicó Smurov.
-No temas, no se enfadará. Es un buen hombre. ¡Adiós,
Mateo!
-Adiós.
-¿De veras te llamas Mateo? -Sí. ¿No lo sabías?
-No. He dicho el nombre al azar.
-¡Qué casualidad! ¿Eres estudiante?
-Exacto.
-¿Te azotan?
-Sí.
-¿Fuerte?
-A veces.
-La vida es dura -suspiró el buen hombre.
-Adiós, Mateo.
-Adiós. Eres un muchacho simpático.
Los dos colegiales continuaron su camino.
-Es una buena persona -dijo Koila-. Me gusta hablar con la
gente del pueblo. Hacerle justicia.
-¿Por qué le has dicho que nos azotan? -preguntó Smurov.
-Para darle gusto.
-No lo entiendo.
-Oye, Smurov: no me gusta dialogar con los que no me
comprenden desde un principio. Hay cosas imposibles de
explicar. A ese hombre se le ha metido en la cabeza que a los
colegiales hay que azotarlos, que el colegial que no recibe
este castigo no es colegial. Si yo le hubiera dicho que no me
azotan, lo habría confundido. En fin, tú no puedes comprender
estas cosas. Hay que saber hablar al pueblo.
-Pero nada de burlas, te lo ruego.
-¿Times miedo?
-Sí, Kolia; tengo miedo. Mi padre se pondría furioso si se
enterase de estas bromas. Me ha prohibido que vaya contigo.
-No temas: esta vez no ocurrirá nada. ¡Buenos días,
Natacha -gritó a una vendedora.
La mujer, todavía joven, respondió a grandes voces:
-¡Yo no me llamo Natacha, sino María!
-¡Bonito nombre! ¡Adiós, María!
-¡El muy granuja! No es más alto que una bola de montar y
ya se mete con la gente.
-No tengo tiempo de escucharte. Ya me lo contarás el
próximo domingo -dijo Kolia braceando y como si fuera ella la
que hubiese empezado a importunarle.
-¡Yo no tengo nada que contarte el domingo próximo!
¡Eres tú el que me ha tirado de la lengua, mocoso! ¡Una
buena azotaina es lo que necesitas! ¡Ya te conozco, bribón!
Las vendedoras que estaban cerca de María se echaron a
reír a coro. De pronto, salió de una arcada un hombre que
daba muestras de gran agitación. Tenía el aspecto de un
dependiente de comercio y no era de nuestra ciudad. Usaba
gorra y llevaba un caftán de largos faldones. Era todavía
joven, tenía el cabello castaño y ensortijado, y el rostro pálido
y picado de viruelas. Muy excitado, no se sabía por qué,
empezó a amenazar a Kolia con el puño.
-¡Te conozco! -gritó-. ¡Te conozco!
Kolia lo miró atentamente. No se acordaba de haber
disputado con aquel hombre. Por otra parte, sus altercados en
la calle eran demasiado frecuentes para que pudiera
acdrdarse de todos.
-¿De modo que me conoces? -preguntó irónicamente.
-Sí, te conozco -repitió el forastero.
-Es una suerte para ti. Bueno, adiós. Tengo prisa.
-Eres un insolente. Ya te he dicho que te conozco.
-Si soy un insolente, amigo, esto no es cuenta tuya -dijo
Kolia deteniéndose y mirando fijamente al desconocido.
-¡Ah! ¿Sí?
-Sí.
-Entonces, ¿de quién es cuenta?
-De Trifón Nikititch.
-¿De quién?
El forastero, todavía acalorado, miraba a Kolia con cara
estúpida. El muchacho le respondió midiéndolo gravemente
con la mirada.
-¿Has ido á la iglesia de la Ascensión? -preguntó Kolia
enérgicamente.
-¿Yo? ¿Para qué? -repuso el forastero, desconcertado-.
No, no he ido.
-¿Conoces a Sabaniev? -preguntó Kolia con la misma
energía.
-¿A Sabaniev? No, no lo conozco.
-Entonces, vete al diablo -dijo Kolia. Y, desviándose hacia
la derecha, se alejó con paso rápido, como si no se dignase
hablar con un hombre tan tonto que ni siquiera conocía a
Sabaniev.
-Espera -dijo el forastero, volviendo a ponerse nervioso-.
¿A qué Sabaniev te refieres?
Y preguntó a las vendedoras, mirándolas estúpidamente:
-¿De qué Sabaniev habla?
Las mujeres se echaron a reír.
-Ese rapaz es un tunante -dijo una de ellas.
-¿Pero de qué Sabaniev habla? -volvió a preguntar el del
pelo rizado, haciendo grandes aspavientos.
-Debe de referirse al Sabaniev que trabajaba en casa de
Kuzmitchev -conjeturó una de las vendedoras-. Sí, ése debe
de ser.
El forastero la miró, perplejo.
-¿Kuzmitchev? -dijo otra-. Entonces no se llama Trifón,
sino Kuzma. Y ese chico ha hablado de Trifón Nikititch. O sea
que no es él.
-No, no es Trifón, y tampoco Sabaniev, sino Tchijov –dijo
una tercera vendedora que había escuchado con toda
seriedad-. Sí, es Alexei Ivanovitch Tchijov.
El forastero miraba, aturdido, tan pronto a una como a otra.
-Entonces, ¿por qué me ha hecho esa pregunta? -exclamó
desesperado-. Díganme, amigas mias, ¿por qué me ha
preguntado ese chico si conozco a Sabaniev?
-¡Qué cabeza tan dura tienes! Te hemos dicho que no es
Sabaniev, sino Tchijov, Alexei Ivanovitch Tchijov.
-Es alto y lleva el cabello largo. Este verano se le vio
mucho por esta plaza.
-¿Pero para qué quiero yo a ese Tchijov?
-¿A mí me lo preguntas?
-¿Cómo podemos nosotras saber para qué lo quíeres, si
no lo sabes tú? -dijo otra-. ¿Tanto gritar y no lo sabes? Te
hablaban a ti y no a nosotras, cabeza dura. ¿Lo conoces?
-¿A quién?
-A Tchijov.
-¡Que el diablo se lleve a ese Tchijov y a ti! ¡Le daré una
paliza, palabra! ¡Se ha burlado de mí!
-¿Tú pegarle a Tchijov? ¡Él sí que te dará una paliza a ti!
-No me refiero a Tchijov, carcoma, sino a ese rapaz que se
ha burlado de mí. ¡Que me lo traigan, que me lo traigan!
Las mujeres se echaron a reír. Kolia estaba ya lejos y
seguía avanzando con humos de vencedor. Smúrov se volvió
varias veces para observar al grupo vociferante. También él
se divertía, a pesar de su terror a mezclarse en una aventura
de Kolia.
-¿A qué Sabaniev te has referido? -preguntó, sospechando
lo que Kolia le iba a contestar.
-A ninguno. Ahora van a estar disputando hasta la noche.
Me gusta burlarme de los imbéciles, cualquiera que sea su
condición social. Ese hombre es un bobo de remate. Dicen
que «no hay peor tonto que un tonto francés», pero hay rusos
que no se quedan atrás. Mira la cara de ese infeliz. ¿No lleva
escrito en ella que es un imbécil?
-Déjalo tranquilo, Kolia. Sigamos nuestro camino.
-¡Bah!... ¡Buenos días, buen mozo!
Se dirigía a un hombre robusto, de cara redonda a ingenua
y barba gris, que parecía bebido. Levantó la cabeza y miró al
colegial.
-Buenos días, si no bromeas -respondió con calma.
-¿Y si bromeo? -preguntó Kolia echándose a reír.
-Bromea si tal es tu deseo. Siempre se puede bromear.
Con eso no se hace mal a nadie.
-Perdóname, pero estoy bromeando.
-Entonces, que Dios te perdone.
-¿Y tú, me perdonas?
-De todo corazón. Sigue tu camino.
-No tienes aspecto de tonto.
-Desde luego, lo soy menos que tú -repuso el desconocido
con perfecta seriedad.
-Lo dudo -dijo Kolia, un tanto desconcertado.
-Sin embargo, es la pura verdad.
-Al fin y al cabo, es muy posible.
-Sé lo que digo.
-Adiós, buen mozo.
-Adiós.
-Hay mentecatos de muchas clases -dijo Kolia a Smurov
tras una pausa-. Yo no me podía imaginar que había
tropezado con un hombre inteligente.
Dieron las doce en el reloj de la iglesia. Los colegiales
aceleraron el paso y ya no hablaron apenas, aunque todavía
tuvieron que andar un buen rato.
Cuando estuvieron a unos veinte pasos de la casa, Kolia
se detuvo y dijo a Smurov que fuera delante y llamara a
Karamazov.
-Hay que informarse primero -dijo.
-¿Para qué hacer venir a Karamazov? -replicó Smurov-.
Entremos en la casa. Te recibirán encantados. ¿A Santo de
qué trabar conocimiento con una persona en la calle,
haciendo tanto frío?
-Yo ya sé por qué lo hago venir a pesar del frío -dijo Kolia
en el tono despótico que solía emplear con los «pequeños».
Smurov corrió a ejecutar la orden de Krasotkine.

CAPITULO IV
ESCARABAJO
Adoptando una actitud de hombre importante, Kolia se
apoyó de espaldas en la empalizada, y así esperó la llegada
de Aliocha Había oído hablar mucho de él a sus compañeros,
y siempre los había escuchado con una indiferencia
despectiva. Sin embargo, interiormente anhelaba conocerlo.
¡Había tantos detalles simpático en la conducta de este
Karamazov!
El paso que iba a dar tenía gran importancia para Kolia.
Juzgaba que debía mostrarse digno y evidenciar su
independencia. «De lo contrario, creerá que soy una criatura,
como todos estos compañeros míos de colegio. ¿Qué
concepto tendrá de estos chiquillos? Se lo preguntaré cuando
nos conozcamos. ¡Qué lástima que yo sea un chico bajo!
Tuzikov tiene menos edad que yo y me lleva la mitad de la
cabeza. No soy guapo, sino que mi cara bien puede calificarse
de fea; pero soy inteligente. No debo mostrarme demasiado
expansivo: si me arrojara en seguida en sus brazos, creería
que... ¡Qué vergüenza si lo creyera!»
Así se inquietaba Kolia, aunque se esforzaba por mostrar
un aire de despreocupación. Su falta de estatura lo
atormentaba más todavía que su supuesta fealdad. Desde
hacía un año, cada dos meses marcaba con una raya de lápiz
su altura en una de las paredes de la casa y, con el corazón
palpitante, comprobaba lo que había crecido. El crecimiento,
¡ay!, era tan lento, que Kolia se desesperaba. Su rostro no era
feo, como él decía, sino todo lo contrario: tenía un encanto
singular. Su pálida tez estaba salpicada de pecas. Sus ojos,
grises y vivos, miraban francamente, y a veces brillaban de
emoción. Tenía los pómulos un poco anchos; los labios, pe-
queños y delgados, pero muy rojos; la nariz, respingona. «
¡Completamente chata!», murmuraba Kolia cuando se miraba
al espejo y se. retiraba indignado. «Ni siquiera debo de tener
el aspecto de persona inteligente», se decía a veces, dudando
incluso de esto. Pero sería un error creer que la preocupación
por su cara y su escasa estatura lo absorbía por completo.
Por el contrario, por muy humillado que se sintiera al mirarse
al espejo, olvidaba pronto la humillación para «dedicarse por
entero a sus ideas y a la vida real, como él mismo definía sus
actividades.
Pronto apareció Aliocha y avanzó rápidamente hacia Kolia.
Éste advirtió desde lejos que el rostro de Karamazov tenía
una expresión radiante.
«¿Es posible que se alegre tanto de verme?», se dijo Kolia
con profunda satisfacción.
Digamos de paso que Aliocha había cambiado mucho
desde que lo vimos por última vez. Había suprimido el hábito y
llevaba una levita de buen corte, un sombrero de fieltro gris y
el cabello corto. Había ganado mucho con el cambio.
Entonces era un apuesto joven. Su simpático semblante
irradiaba siempre alegría, una alegría apacible, dulce. Kolia se
sorprendió al verle sin abrigo. Siri duda, había salido de la
casa precipitadamente. Tendió la mano al colegial.
-¡Al fin has venido! -exclamó-. Te esperábamos con impa-
ciencia.
-Ya te explicaré las causas de mi retraso -dijo Kolia un
poco cohibido-. Desde luego, estoy encantado de conocerte.
Esperaba esta ocasión. Me han hablado mucho de ti.
-De todas formas, habríamos terminado por conocernos.
También yo he oído hablar de ti. Has tardado demasiado en
venir.
-Dime: ¿cómo van las cosas por aquí?
-Iliucha está muy mal. No saldrá de ésta.
-¡Es horrible! -exclamó Kolia indignado-. No me negarás
que la medicina es una ciencia infame.
-Iliucha te ha nombrado muchas veces, incluso en sus
momentos de delirio. Por lo visto, te quería mucho antes del
incidente del cortaplumas. Además de este incidente, debe de
haber existido otra causa... ¿Es tuyo este perro?
-Sí. Es Carillón.
Aliocha miró tristemente a Kolia.
-¿Entonces, es verdad que Escarabajo ha desaparecido?
Kolia Tespondió con una sonrisa enigmática:
-Ya sé que quisierais tener a Escarabajo: Me lo han
contado todo... Escucha, Karamazov: te voy a explicar
muchas cosas. Precisamente te he hecho venir, antes de
entrar en la casa, para darte estas explicaciones. La
primavera pasada -continuó Kolia con gran animación- ingresó
Iliucha en el preparatorio. Ya sabes lo que son los alumnos de
esta clase: verdaderos críos. En seguida empezaron a
mortificarlo. Yo les aventajaba en dos clases y, naturalmente,
los mantenía a distancia, aunque no dejaba de observarlos.
Así vi que Iliucha, un muchachito endeble, no se acobardaba,
sino que daba la cara y combatía. Es orgulloso. Sus ojos
fulguran. Esta clase de personas me gustan.
«Sus compañeros lo zaherían cada vez más. Él llevaba
entonces un traje que daba pena verlo. Lo peor era el
pantalón, que le venía muy corto, y unos zapatos llenos de
agujeros. Otro motivo para burlarse de él. Esto me soliviantó y
salí en su defensa. Di a los otros una buena lección. Pues,
¿sabes una cosa, Karamazov? Les pego y ellos me adoran...
Kolia dijo esto con orgullo y vehemente franqueza.
-La verdad es -continuó- que me gustan los críos. Ahora
acabo de tener dos en mis brazos, por decirlo así. Ellos han
tenido la culpa de mi retraso... Bueno, el caso es que tomé
bajo mi protección a Iliucha y dejaron de molestarlo. Desde
luego, es un chico orgulloso, pero acabó por tratarme con una
devoción servil. Acataba todas mis órdenes, me obedecía
como a Dios y hacía todo lo posible por imitarme. En los ratos
de recreo venía a reunirse conmigo y paseábamos juntos. Los
domingos, igual. Los alumnos de nuestro colegio se burlan de
los chicos mayores que alternan con los pequeños, pero esto
son prejuicios. A mí me complacía y no tenía por qué dar
explicaciones a nadie. ¿No te parece?
»Oye, Karamazov: tú te has aliado con todos estos
rapazuelos para influir en la nueva generación, para formarla,
y, de este modo, prestar un servicio a la humanidad. ¿No es
así? Te confieso que este rasgo de tu carácter, que sólo
conozco por referencias, me ha interesado más que ningún
otro... Pero vayamos a lo principal. Observé que ese
muchacho se iba convirtiendo en un ser cada vez más
sensible, más sentimental, y yo, por naturaleza, detesto los
sentimentalismos, las “ternuras de cordero”. Por otra parte, su
conducta era contradictoria. Unas veces me demostraba una
servil adhesión; otras, discrepaba de mis opiniones, discutía,
se enojaba, y sus ojos echaban fuego. Yo veía claramente
que no era que rechazara mis ideas, sino que se revolvía
contra mi persona porque respondía a sus ternuras con la
frialdad. A fin de fotalecerlo, cuanto más tierno se mostraba él,
más frío me mostraba yo. Lo hacía con pleno convencimiento
de que mi plan daría resultado. Mi propósito era formar su
carácter, igualarlo, hacer de él un hombre... En fin, ya me
comprendes. De pronto, varios días después lo vi pensativo y
consternado, pero no por motivos sentimentales, sino por
alguna otra causa más poderosa. “¿Qué le habrá ocurrido?”,
me preguntaba. Estrechándolo a preguntas, me enteré de
todo. Iliucha había trabado amistad con Smerdiakov, el criado
de tu difunto padre, que entonces aún vivía. Smerdiakov le
enseñó una broma estúpida, cruel y ruin. Se trataba de coger
una miga de pan, introducir en ella un alfiler y arrojar el pan a
uno de esos perros hambrientos que tragan sin masticar, para
ver lo que sucedía. Prepararon, pues, la miga y la echaron a
Escarabajo, un perro vagabundo al que nadie alimentaba y
que se pasaba el día ladrando al viento. ¿No te molestan esos
estúpidos ladridos, Karamazov? Yo no los puedo sufrir... Pues
bien, el animal se arrojó sobre la miga de pan, se la tragó,
lanzó un gemido, dio varias vueltas, y al fin echó a comer.
“Corría aullando y siguió corriendo hasta desaparecer”, me
explicó Iliucha. Lloraba, se apretaba contra mí, lo sacudían los
sollozos. “¡Corría y gemía!”, repetía una y otra vez, tanto le
había impresionado la cruel escena. Tenía remordimiento. Yo
tomé la cosa en serio. Mi intención era enseñarle a vivir,
prepararlo para su conducta ulterior. Empleé la astucia, lo
confieso, y fingí una indignación que estaba muy lejos de
sentir. “Has cometido una acción indigna -le dije-. Eres un
miserable. No contaré a nadie lo que has hecho, pero por
ahora suspendo mis relaciones contigo. Reflexionaré y, por
medio de Smurov (el chico que me ha acompañado hasta
aquí y que tiene por mí verdadera devoción), te diré cuál es mi
actitud definitiva.” Iliucha estaba consternado. Me di cuenta de
que había ido demasiado lejos, pero ya no podía volverme
atrás. Al día siguiente le envié a Smurov con el recado de que
“no le hablaría más”, que es la expresión corriente entre
nosotros cuando rompemos con un compañero. Mi propósito
secreto era tenerlo varios días a distancia y después, en vista
de su arrepentimiento, tenderle la mano. Pero he aquí que, al
oír a Smurov, sus ojos centellearon y exclamó: “¡Dile a
Krasotkine de mi parte que ahora echaré migas de pan con
alfileres a todos los perros que vea! ¡A todos, a todos!” Yo me
dije: “Es un insolente. Hay que corregirlo.” Y empecé a
demostrarle el mayor desprecio, a volver la cabeza o sonreír
irónicamente cuando me encontraba con él. Entonces se
produjo el incidente de tu hermano con su padre, el capitán:
ya debes de saber quién es. Así se comprende que Iliucha
estuviera desesperado. Al ver que yo me apartaba de él, sus
compañeros empezaron a asediarlo. Entonces comenzaron
las riñas, que yo lamentaba de veras, y creo que una vez lo
molieron a golpes. En cierta ocasión Iliucha se arrojó contra
sus enemigos al salir del colegio. Yo estaba a unos diez pasos
de él y lo miraba. No recuerdo haberme reído entonces.
Seguramente no lo hice, porque el pobre me daba pena,
tanta, que estuve a punto de intervenir en su favor. Su mirada
se encontró con la mía. Ignoro lo que se imaginaría. El caso
es que sacó su cortaplumas, se arrojó sobre mí y me lo clavó
en la pierna derecha. Yo ni me moví siquiera. Cuando se
presenta la ocasión, sé no hacer el ridículo. Me limité a mirarle
con desprecio, como diciéndole: “¿Quieres repetir tu hazaña
en recuerdo de nuestra amistad? Estoy a tu disposición.” Pero
él no me volvió a agredir, no pudo mantener su actitud, sintió
miedo, arrojó el cortaplumas y huyó llorando. Desde luego, no
lo denuncié, y dije a todos que se callaran para que el
incidente no llegara a oídos de los profesores. Tampoco dije
nada a mi madre hasta que la herida estuvo cicatrizada y
tenía el aspecto de un simple arañazo. Pronto me enteré de
que el mismo día había sostenido un combate a pedradas y lo
había mordido un dedo. Ese mordisco lo demostrará el estado
en que se hallaba. Cuando cayó enfermo, cometí el error de
no ir a perdonarle, mejor dicho, a reconciliarme con él. Ahora
lo lamento. Pero entonces se me ocurrió cierta idea... Bueno,
ya lo he contado todo... Conste que reconozco que he
cometido un error.
Aliocha estaba visiblemente impresionado.
-Es una verdadera lástima -manifestó- que no haya conoci-
do antes tus relaciones con Iliucha. De haberlo sabido, hace
tiempo que te habría rogado que vinieras a verlo. Incluso
cuando delira a causa de la fiebre, habla de ti. Yo no sabía
que te quería tanto. No puedo creer que no hayas intentado
encontrar a ese Escarabajo. El padre y los compañeros de
Iliucha lo han buscado por todas partes. Créeme: desde que
está enfermo, Iliucha ha repetido tres veces delante de mí y
llorando: «Estoy enfermo por haber matado a Escarabajo.
Esto es un castigo de Dios.» No hay medio de quitarle esta
idea de la cabeza. Si le hubieras traído a Escarabajo, si él
hubiera visto que el pobre animal vivía, creo que la alegría le
habría devuelto la salud. Todos contábamos contigo para
esto.
-¿Por qué esperabais que fuera yo el que encontrase a
Escarabajo? -preguntó Kolia con anhelante curiosidad-. ¿Por
qué habéis contado conmigo y no con otro?
-Porque ha corrido el rumor de que lo buscabas y lo
traerías. Así lo dijo Smurov. Todos nos hemos esforzado en
hacer creer a Iliucha que Escarabajo está vivo, que lo han
visto. Sus compañeros le trajeron una liebre. Él la miró con
una débil sonrisa y pidió que la soltaran. Así lo hicimos. Su
padre acaba de traerle un cachorro de moloso. Creía que esto
sería un consuelo para Iliucha, pero a mí me parece que ha
sido todo lo contrario...
-Oye, Karamazov: ¿qué clase de hombre es su padre? Yo
lo conozco, pero quiero saber lo que opinas tú de él. ¿Es un
payaso?
-¡Oh, no! Es una de esas personas de buen corazón que
están abrumadas por su mala suerte. Sus payasadas son una
especie de mordaz ironía hacia aquellos a los que no se
atreve a decir la verdad a la cara a causa de la timidez y la
humillación que lo mortifica desde hace largo tiempo. Créeme,
Krasotkine: esas payasadas suelen ser extremadamente
trágicas. Ahora Iliucha lo es todo para ese hombre, y si su hijo
se muere, él perderá la razón o se matará. Me basta ver su
cara para estar convencido de que su final será éste.
-Comprendido, Karamazov: ya veo que conoces a ese
hombre.
-Al verte con un perro, he creído que era Escarabajo.
-Escucha, Karamazov; tal vez encontremos a Escarabajo,
pero éste es Carillón. Voy a hacerlo entrar; tal vez le guste
más a Iliucha que el cachorro de moloso... Oye, Karamazov;
te voy a decir una cosa...
Pero de pronto exclamó:
-¡Dios mío! ¿En qué estaba yo pensando? Hace frío, no
llevas gabán y te estoy reteniendo en la calle. Soy un egoísta.
Todos somos unos egoístas, Karamazov.
-No te preocupes. Hace frío, pero yo no soy friolero. Sin
embargo, vamos a la casa. Oye, ¿cuál es tu nombre? Yo sólo
sé que te llamas Kolia.
-Nicolás, Nicolás Ivanovitch Krasotkine, o, como se dice en
el lenguaje administrativo, Krasotkine hijo.
Kolia sonrió y añadió:
-Excuso decirte que me es odioso mi nombre de pila.
-¿Por qué?
-Por su vulgaridad.
-Tienes trece años, ¿verdad? -preguntó Aliocha.
-Cumpliré catorce dentro de quince días. Voy a empezar
por confesarte una debilidad de mi carácter para que
comprendas enteramente mi manera de ser: no me gusta que
me pregunten qué edad tengo... Se me ha calumniado
haciendo correr el rumor de que la semana pasada jugué a los
ladrones con los pequeños del preparatorio. Ciertamente
jugué, pero no porque me gustara, como se pretende: en esto
estriba la calumnia. Tengo motivos para creer que estás
enterado de esto. Pues bien, te aseguro que no lo hice por mí,
sino por ellos, porque no son capaces de idear nada sin mí...
Aquí sólo se oyen tonterías: es la ciudad de los chismes.
-Y aunque hubieras jugado porque te gustase, ¿qué impor-
taría?
-¿Es que tú jugarías a los caballos?
Aliocha replicó en el acto:
-Ten presente que las personas mayores van al teatro,
donde se representan las aventuras más diversas, en las que
los héroes lo mismo pueden ser guerreros que bandidos. ¿No
es esto algo parecido a lo que vemos en los juegos infantiles?
Cuando los niños juegan durante el recreo, se entregan a un
arte naciente, a una necesidad artística que germina en sus
almas jóvenes. Y a veces estos juegos aventajan
artísticamente a las representaciones teatrales. La única
diferencia entre unos y otras es que en el teatro los actores
representan un papel, mientras que los niños representan el
papel de los actores. Esto último es mucho más natural.
-¿Tú crees? ¿Estás seguro? -preguntó Kolia, mirándolo
fijamente-. Es una idea muy interesante. Pensaré en todo eso
cuando esté solo.
Y añadió con expansiva sinceridad:
-Ya sabía yo que de ti se pueden aprender muchas cosas.
Precisamente por eso he venido: quiero aprender cosas de ti.
-Y yo de ti.
Aliocha sonrió y le estrechó la mano. Kolia estaba
encantado. Lo que más le seducía era sentirse como un igual
ante aquel joven que le hablaba como si se dirigiera a una
persona mayor.
-Ahora verás una escena teatral, Karamazov, una
representación -dijo Kolia con una risita nerviosa-. A eso he
venido.
-Primero entraremos en las habitaciones de la izquierda,
las del propietario. En ellas han dejado sus abrigos tus
compañeros, pues en la habitación de Iliucha hay poco
espacio y hace calor.
-Como estaré poco tiempo, no me quitaré el abrigo.
Carillón me esperará en el vestíbulo. ¡Aquí, Carillón; échate y
no te muevas! ¿Ves? Está inmóvil como un muerto. Yo
entraré en la habitación y, cuando llegue el momento, le
silbaré. «¡Aquí, Carillón!» Y verás como entra corriendo. Pero
es necesario que Smurov no se olvide de abrir la puerta en
ese instante. Le daré instrucciones y presenciarás una escena
curiosa.

CAPITULO V
JUNTO AL LECHO DE ILIUCHA
Aquel día había muy poco espacio libre en el
departamento del capitán Snieguiriov. Aunque los muchachos
que estaban allí habrían negado, y Smurov el primero, que
Aliocha los había reconciliado con Iliucha después de
conducirlos a su casa, era lo cierto que así había sucedido.
Aliocha había empleado la hábil táctica de ir llevándolos uno a
uno a casa del enfermo sin recurrir al sentimentalismo, como
por casualidad. Esto había atenuado en gran medida los
sufrimientos de Iliucha. El afecto que le demostraban los que
habían sido sus enemigos lo conmovió profundamente. Sólo
faltaba Krasotkine, su defensor y único amigo, al que había
herido con su cortaplumas.
Smurov comprendió esta amargura. Era un muchacho
inteligente y había sido el primero en ir a reconciliarse con
Iliucha. Pero Krasotkine, al que Sínurov había insinuado
vagamente que Aliocha deseaba verlo para tratar de cierto
asunto, había puesto fin al intento de un modo tajante,
enviando a Karamazov la respuesta de que él ya sabía lo que
tenía que hacer, no necesitaba consejos de nadie y, si visitaba
a un enfermo, lo haría por su propio impulso y en
cumplimiento de sus propios planes. Esto sucedió quince días
antes de aquel domingo. He aquí por qué Aliocha no había ido
en busca de Krasotkine, aunque había pensado hacerlo. Sin
embargo, mientras esperaba, Karamazov había enviado a
Krasotkine dos nuevos recados por medio de Smurov, y las
dos veces había obtenido una respuesta seca y negativa: si
iba a buscarlo, no iría nunca a casa de Iliucha, y le rogaba que
lo dejase en paz.
Incluso Smurov había ignorado hasta el último momento
que Kolia había decidido ir a casa de Iliucha. El día anterior, al
separarse, Kolia le había dicho de pronto que lo esperase en
su casa a la mañana siguiente, pues pensaba acompañarle a
casa del capitán Snieguiriov, pero que no dijera a nadie ni una
palabra de su visita, pues quería dar a Iliucha una sorpresa.
Smurov obedeció. Tenía la esperanza de que Krasotkine se
presentase con el desaparecido Escarabajo, ya que un día le
había dicho que eran todos unos asnos si Escarabajo vivía y
no lo habían sabido encontrar. Pero Smurov aludió
tímidamente una vez a esta posibilidad hablando con Kolia, y
éste había enrojecido de ira. «¿Cómo crees que puedo
cometer la necedad de ir a buscar por las calles un perro
teniendo a Carillón? Por otra parte, ¿quién puede confiar en
que viva un animal que se ha tragado un alfiler? Todo esto no
es más que sentimentalismo borreguil.» Iliucha llevaba dos
semanas sin levantarse apenas de su camita, que estaba en
un rincón cerca de varias imágenes. No había vuelto a clase
desde el día en que mordiera un dedo a Aliocha. De entonces
databa su enfermedad. Sin embargo, durante el primer mes
pudo levantarse de vez en cuando para ir por la habitación y
el vestíbulo. Al fin, las fuerzas lo abandonaron y ya le fue
imposible dar un paso sin la ayuda de su padre. Éste estaba
desesperado por la enfermedad de Iliucha. Incluso dejó de
beber. El terror de perder a su hijo lo volvía loco, y a veces,
después de haberle ayudado a dar unos pasos por la
habitación, huía al vestíbulo. Allí se refugiaba en un rincón
oscuro, apoyaba la frente en la pared y ahogaba
convulsivamente los sollozos para que no le oyese el
enfermito.
Después volvía a la habitación de su adorado hijo y se
dedicaba a distraerlo y divertirlo, contándole cuentos y
anécdotas cómicas, parodiando a tipos graciosos conocidos a
incluso imitando los gritos de los animales. Pero las muecas y
payasadas de su padre de sagradaban profundamente a
Iliucha. Aunque procuraba disimular la pena que ello le
producía, se daba cuenta, con el corazón oprimido, de que su
padre era tratado con desprecio por la sociedad, y el recuerdo
de la espantosa escena en que el capitán fue arrastrado y
vapuleado lo obsesionaba. La hermana inválida de Iliucha, la
dulce Nina, detestaba también las payasadas de su padre.
Varvara Nicolaievna estaba estudiando en Petersburgo desde
hacía tiempo. Sólo la madre, la infeliz perturbada, se divertía y
reía de buena gana las contorsiones y muecas grotescas de.
su esposo. Éste era su único consuelo. Transcurridos estos
instantes de alegría, no hacía más que llorar y lamentarse de
que todos la tuviesen olvidada, nadie se cuidase de ella, etc.,
etc.
Pero últimamente pareció cambiar. Observaba con
frecuencia a Iliucha y después quedaba pensativa. Empezó a
mostrarse más reposada y silenciosa. Cuando lloraba, lo
hacía quedamente, para que nadie la oyera. El capitán advirtió
este cambio con dolorosa perplejidad, pero, poco a poco, los
gritos y las diversiones de los niños fueron divirtiéndola a ella
también y terminaron por encantarla hasta el extremo de que
no habría podido pasar sin ellos. Viéndolos jugar, reía,
aplaudía y llamaba a algunos para abrazarlos. Al que más
quería era a Smurov.
Al capitán, las visitas de los niños le causaban profunda
alegría. Incluso le inspiraron la esperanza de que su hijito
dejaría de sufrir y se pondría bien muy pronto. A pesar de su
inquietud, hasta los últimos días estuvo convencido de que su
hijo recobraría la salud. Acogió a los muchachos con respeto y
se puso a su servicio. Incluso empezó a llevarlos a caballo
sobre su espalda. Pero estos juegos no gustaron a Iliucha y
cesaron muy pronto. Les compraba golosinas, pan de
especias y nueces y les daba té con tostadas. Debemos ad-
vertir que el dinero no le faltaba. Como Aliocha había previsto,
había aceptado los doscientos rublos de Catalina Ivanovna.
La generosa joven se informó más exactamente de la
situación de la familia y de la enfermedad de Iliucha y fue a
visitarlos y a conocerlos a todos, incluso a la pobre demente,
que quedó encantada de su visita. Desde entonces, la ayuda
de la magnánima joven fue continua. El capitán, aterrado ante
la idea de perder a su hijo, ya no era el hombre orgulloso de
antes y admitía humildemente la caridad de su protectora.
El doctor Herzenstube visitaba cada dos días al enfermo a
instancias de Catalina Ivanovna, y aunque atiborraba al
paciente de medicamentos, los resultados dejaban mucho que
desear. Aquel domingo, el capitán esperaba la visita de un
nuevo médico procedente de Moscú, donde había alcanzado
gran renombre. Catalina le había rogado que se pusiera en
camino, con todos los gastos pagados, por motivos de los que
hablaremos más adelante. De paso, el famoso doctor visitaría
a Iliucha, de lo que ya estaba advertido el capitán. Éste
ignoraba por completo que iba a recibir también la visita de
Krasotkine. Hacía mucho tiempo que el capitán anhelaba que
Kolia los visitara, al advertir lo mucho que su ausencia ator-
mentaba al enfermo.
Cuando Kolia entró en la habitación, todos los colegiales
estaban alrededor del lecho contemplando a un minúsculo
moloso nacido el día anterior. El capitán tenía concertada la
compra del cachorro desde hacía una semana. Creía que este
regalo distraería y consolaría a Iliucha, ya que el enfermito
estaba amargamente obsesionado por la desaparición de
Escarabajo, al que daba por muerto. Iliucha estaba enterado
desde hacía tres días de que le iban a regalar un moloso
auténtico (este último detalle era muy importante), y aunque
sus nobles sentimientos le llevaron a decir que el regalo le
encantaba, su padre y sus amigos advirtieron que el ca-
chorrito despertaba en él el recuerdo del pobre Escarabajo, al
que tanto había hecho sufrir. La bestezuela rebullía a su lado
y él la acariciaba con su blanquísima mano. El perrito le
gustaba -de esto no cabía duda-. ¡Pero no era Escarabajo! Si
hubiera tenido a los dos juntos, habría sido completamente
feliz.
-¡Krasotkine! -exclamó el primer muchacho que vio apare-
cer a Kolia.
La impresión fue general. Los chicos se apartaron a ambos
lados de la cama, permitiendo que el recién llegado viera
perfectamente al enfermo. El capitán corrió hacia el visitante.
-¡Bienvenido a esta casa! ¡Iliucha, Krasotkine viene a
verte!
Krasotkine le tendió la mano y demostró seguidamente su
buena educación. Primero se volvió hacia la esposa del
capitán, como siempre sentada en su sillón -renegando de
que los niños, al rodear la cama de Iliucha, le impidieran ver al
perrito-, y le hizo una gentil reverencia. Después dirigió a Nina
un saludo igual. Esta cortesía impresionó a la perturbada.
-¡En seguida se ve que es un chico bien educado!
-exclamó abriendo los brazos-. Es muy distinto de los demás:
éstos entran el uno sobre el otro.
El capitán exclamó un tanto inquieto:
-¿El uno sobre el otro? ¿Qué quieres decir?
-Lo que he dicho. Se detienen en el vestíbulo, el uno se
monta en los hombros del otro y de este modo se presentan a
una familia honorable. ¿Te parece bonito?
-¿Pero quién ha entrado así, mamá?
-Mira, aquél es uno de los que ha llevado a caballo a otro,
y también aquellos dos...
Kolia estaba ya junto al lecho de Iliucha. El enfermo
palideció, se irguió y miró fijamente a Kolia. Éste, que no
había visto a Iliucha desde hacía dos meses, apenas pudo
disimular su consternación. No esperaba ver un rostro tan
pálido, tan demacrado; ni unos ojos tan ardientes, tan
agrandados por la fiebre; ni unas manos tan frágiles. Con
dolorosa sorpresa advirtió que la respiración de Iliucha era
dificil y precipitada y que sus labios estaban resecos. Le
tendió la mano y le preguntó con cierta turbación:
-¿Qué hay, querido? ¿Cómo va eso?
Su voz se apagó, sus facciones se contrajeron, sus labiós
temblaron ligeramente. Kolia le pasó la mano por la cabeza.
-Bastante bien -repuso Iliucha maquinalmente.
Los dos estuvieron callados unos instantes.
-¿De modo que tienes un perro? -preguntó Kolia con
indiferencia.
-Sí -repuso Iliucha jadeante.
-Tiene el hocico negro. Es una prueba de que será malo.
Hablaba gravemente, como si se tratara de una cosa de
extraordinaria importancia. Hácía grandes esfuerzos para
dominar su emoción y no echarse a llorar como un chiquillo.
Lo consiguió.
-Cuando sea mayor, habrá que ponerle una cadena, no
cabe duda.
-¡Será un perrazo! -exclamó uno de los niños.
-Desde luego: los molosos llegan a ser casi tan grandes
como terneros.
-Si -ápoyó el capitán-, como verdaderos terneros. Yo he
escogido uno de ésos, aunque ya sé que será muy malo. Sus
padres son también enormes y feroces... Siéntate en la cama
de Iliucha, o en el banco si lo prefieres. Bienvenido a esta
casa. Hace tiempo que lo esperábamos. ¿Has venido con
Alexei Fiodorovitch?
Krasotkine se sentó en la cama, junto a los pies de Iliucha.
Por el camino había preparado el modo de iniciar la
conversación, pero ahora no sabía cómo hacerlo.
-No; he venido con Carillón. Tengo un perro que se llama
así. Me espera en el vestíbulo. Le silbo y acude
inmediatamente. Sí, yo también tengo un perro.
Se volvió hacia Iliucha y le preguntó a quemarropa:
-¿Te acuerdas de Escarabajo, querido?
La carita de Iliucha se alteró. El enfermo miró a Kolia con
una expresión de angustia. Aliocha, que estaba cerca de la
puerta, frunció el ceño y, por señas y disimuladamente, dijo a
Kolia que no hablara a Iliucha de Escarabajo. Pero Krasotkine
no lo comprendió o fingió no comprenderlo.
-¿Dónde está Escarabajo? -preguntó Iliucha
amargamente.
-¡Ah, mi querido Iliucha! Tu Escarabajo ha desaparecido.
Iliucha no dijo nada y miró otra vez a Kolia fijamente.
Aliocha hizo nuevas señas a Krasotkine, pero éste volvió la
cabeza, simulando no comprenderlo.
-Escarabajo huyó sin dejar rastro -dijo Kolia, implacable,
aunque jadeaba también de emoción-. No se podía esperar
otra cosa después de haberse tragado aquella miga de pan.
Pero aquí tienes a Carillón.
-No me interesa -dijo Iliucha.
-Pues has de verlo. Esto te distraerá. Por eso lo he traído.
Tiene el pelo largo como el otro.
Y, presa de una agitación extraña, preguntó a la señora de
Snieguiriov:
-¿Me permite que llame a mi perro?
-¡No! -gritó Iliucha con voz desgarrada-. No vale la pena.
Sus ojos tenían una expresión de reproche.
El capitán se levantó de pronto del baúl, arrimado a la
pared, en que estaba sentado, a intervino:
-Debiste esperar...
Pero Kolia, inflexible, gritó a Smurov:
-¡Abre la puerta!
Apenas la hubo abierto Smurov, Kolia emitió un silbido y
Carillón entró en el dormitorio.
-¡En pie, Carillón! -ordenó Kolia.
El perro se levantó sobre sus patas traseras y así
permaneció junto al lecho de Iliucha. Entonces ocurrió algo
imprevisto: Iliucha se estremeció, se inclinó sobre Carillón con
gran esfuerzo y lo examinó, extenuado.
-¡Es Escarabajo! -exclamó con una mezcla de dolor y
alegría.
-¿Quién te creías que era? -gritó Krasotkine, triunfante.
Rodeó con un brazo al perro y lo levantó.
-Mira, querido: le falta un ojo y tiene la oreja izquierda
partida. Éstas son las señas que me diste y que me han
servido para buscarlo. Encontrarlo no fue difícil. No tiene
dueño. Se había refugiado en casa de los Fedotov, en el
patinillo que hay detrás del patio, y nadie le daba de comer.
Es un perro vagabundo, fugitivo de algún pueblo próximo...
Como ves, amigo Iliucha, no se tragó la miga de pan; si se la
hubiera tragado, no estaría vivo. Debió de vomitarla sin que tú
lo vieras. Tiene una herida en la lengua y esto explica sus
lamentos. Echó a correr aullando y tú creíste que se había
tragado la miga de pan. Al clavársele la aguja en la lengua,
debió de sentir un dolor muy vivo, pues los perros tienen la
boca muy delicada, más sensible que la del hombre.
Kolia hablaba en voz muy alta, enardecido y radiante de
felicidad. Iliucha no podía decir nada; estaba blanco como la
cal y miraba a Kolia con sus grandes ojos desmesuradamente
abiertos. Si Kolia hubiera sabido el daño que podía hacer al
enfermo recibir una impresión tan violenta, se habría
abstenido de preparar y llevar a cabo aquella escena teatral.
Pero en la habitación sólo había una persona capaz de darse
cuenta de esto: Aliocha. El capitán se comportaba como un
niño. Saltando de alegría, exclamó:
-¡Escarabajo! ¡Es Escarabajo! ¡Iliucha, es Escarabajo, tu
Escarabajo!
Y dirigiéndose a su esposa, repitió:
-¡Es Escarabajo!
Poco le faltaba para echarse a llorar.
-¡Y yo sin ni siquiera sospecharlo! -se lamentó Smurov-.
Yo sabía que Krasotkine encontraría a Escarabajo. Ha
cumplido su palabra.
-¡Sí, ha cumplido su palabra! -dijo una voz entusiasta.
-¡Bravo, Krasotkine! -exclamó un tercero.
-¡Bravo, Krasotkine! -repitieron todos los niños, prorrum-
piendo en aplausos.
-¡Un momento! -exclamó Krasotkine, y añadió tan pronto
como cesó el alboroto-: Os voy a contar cómo he hecho las
cosas. Cuando encontré a Escarabajo, me lo llevé a casa y lo
oculté a las miradas de todos. Smurov fue el único que lo vio.
Esto ocurrió hace quince días. Yo le hice creer que era otro
perro, Carillón, y él se tragó el anzuelo. Me dediqué a
amaestrar a Escarabajo. Ahora vais a ver las cosas que sabe
hacer. Quería traértelo amaestrado, Iliucha. ¿No tenéis un
trocito de carne cocida? Si lo tenéis, os hará un juego que os
moriréis de risa.
El capitán echó a correr hacia las habitaciones de los
propietarios de la casa, donde estaban haciendo la comida.
Sin esperar su regreso, Kolia llamó a Carillón y le ordenó que
hiciera el muerto. El perro empezó a dar vueltas, se echó, se
puso patas arriba y se quedó tan inmóvil como si fuese de
piedra. Los niños se echaron a reír. Iliucha miraba al animal
con una sonrisa dolorosa. La más feliz era «mamá», que
lanzó una carcajada y empezó a llamar a Carillón chascando
los dedos.
-¡Carillón! ¡Carillón!
-Por nada del mundo se levantará -dijo Kolia en tono triun-
fal y con justificado orgullo-. Ni aunque lo llamarais todos a la
vez. En cambio, a una voz mía, se pondrá en pie en el acto.
Ahora van a verlo. ¡Aquí, Carillón!
El. perro se levantó y empezó a saltar y ladrar
alegremente. El capitán volvió con el trocito de carne cocida.
-¿No estará caliente? -preguntó Kolia con acento de
persona experta en la cuestión-. No, está bien. A los perros no
les gusta la comida caliente... Bueno, mirad todos. Y tú
también, Iliucha. ¿En qué estás pensando? ¡Lo he traído por
él y no lo mira!
El nuevo juego consistió en colocar la carne sobre el
hocico del perro, el cual debía sostenerla en equilibrio y sin
moverse todo el tiempo que su amo quisiera, aunque fuese
media hora. Esta vez la prueba sólo duró un minuto.
-¡Hala! -gritó Kolia. Y en un abrir y cerrar de ojos la carne
pasó del hocico a la garganta del perro.
Como es natural, el público mostró una viva admiración.
-¿Es posible que hayas tardado en venir sólo para traer a
Carillón amaestrado? -preguntó Aliocha en un tono de
reproche involuntario.
-Así ha sido -dijo Kolia francamente-. Quería traer un perro
que causara asombro.
-¡Carillón! -le llamó Iliucha, chascando sus frágiles deditos.
-No hace falta que lo llames. Verás como se sube a la cama
de un salto. ¡Aquí, Carillón!
Kolia dio una palmada en el lecho, y el perro se lanzó
como una flecha sobre Ihucha. Éste le cogió la cabeza con las
dos manos, a lo que Carillón correspondió lamiéndole la cara.
Ihucha lo estrechó en sus brazos, volvió a tenderse en la
cama y su carita desapareció entre la espesa pelambre.
-¡Dios mío! -exclamó el capitán.
Kolia se volvió a sentar en la cama de Iliucha.
-Ahora te voy a enseñar otra cosa, Iliucha. Te he traído un
cañón. ¿Te acuerdas de que te hablé una vez de un cañoncito
y tú me dijiste que te encantaría verlo? Pues bien, te lo he
traído.
Kolia se apresuró a sacar de su bolsa el cañoncito de
acero. Esta prisa se debía a que también él se sentía feliz. En
otra ocasión habría esperado a que pasara el efecto
producido por las exhibiciones de Carillón, pero lo devoraba la
impaciencia. «¿Eres feliz? Pues toma, más felicidad todavía.»
Él mismo se sentía dichoso.
-Hace tiempo que había echado el ojo a ese juguete que
estaba en casa de Morozov. Le había echado el ojo pensando
en ti, querido, en ti. Para Morozov no tenía ninguna utilidad.
Antes había sido de su hermano. Yo se lo cambié por un libro
de la biblioteca de mi padre: Le cousin de Mahomet ou la folie
salutaire. Es una obra libertina de hace cien años, cuando aún
no había censura en Moscú. A Morozov le gustan estas
cosas. Incluso me dio las gracias.
Kofia levantó el cañoncito de modo que todos lo pudieran
ver y admirar. Iliucha se incorporó y, aunque seguía
reteniendo a Carillón con la mano derecha, contempló
embelesado el juguete. El efecto llegó a su punto culminante
cuando Kolia manifestó que el cañoncito podía disparar, si las
damas no se asustaban, pues tenía también un poco de
pólvora. «Mamá» pidió que le dejaran ver el juguete de cerca,
y se le entregó en el acto. El cañoncito, con sus ruedas, la
entusiasmó de tal modo, que empezó a hacerlo rodar sobre
sus rodillas. Se le pidió permiso para dispararlo y ella accedió
sin vacilar, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a ver.
Kolia mostró la pólvora y los perdigones. El capitán, con su
experiencia de militar, se encargó de cargarlo. Tomó un poco
de pólvora y dijo que se dejara la metralla para otra ocasión.
Luego colocó el cañoncito en el suelo, apuntando a un
espacio libre, introdujo la pólvora y le prendió fuego con una
cerilla. La descarga fue perfecta. « Mamá» se sobresaltó, pero
en seguida se echó a reír. Los niños guardaban un silencio
solemne. El capitán dirigía a Iliucha una mirada de entusiasta
agradecimiento. Kolia recogió el juguete y, con la pólvora y los
perdigones, se lo ofreció al enfermo.
-Es para ti -le dijo, rebosante de felicidad-. Hace tiempo
que pensaba regalártelo.
-¡No, es para mi! ¡Dámelo! -exclamó de pronto « mamá»
con voz de niña caprichosa.
Estaba inquieta, como esperando una negativa. Kolia se
quedó perplejo, sin saber qué hacer. El capitán perdió la
calma.
-Oye, madrecita: el cañón es tuyo, pero lo guardará Iliucha,
ya que se lo han dado a él. ¿Qué más da que lo tengáis él o
tú? Iliucha lo dejará jugar con él siempre que quieras. Será de
los dos.
-No, no quiero que sea de los dos; quiero que sea sólo mío
-replicó la infeliz, a punto de echarse a llorar.
-Tómalo, mamá; aquí lo tienes -dijo Iliucha-. ¿Puedo
dárselo a mi madre, Krasotkine? -preguntó a éste en tono
suplicante y temiendo ofenderlo al traspasar el regalo que él le
había hecho.
-¡Pues claro que puedes! -repuso en el acto Kolia.
Y él mismo cogió el paquete de manos de Iliucha y se lo
entregó a «mamá» con una gentil reverencia. Ella se
conmovió tanto, que se echó a llorar. Luego exclamó en un
arranque de ternura:
-¡Cuánto me quiere mi querido Iliucha!
Y de nuevo empezó a rodar el cañoncito sobre sus rodillas.
-Quiero besarte la mano, «mamá» -dijo el esposo, uniendo
la acción a la palabra.
-El más amable de todos es ese simpático muchacho -dijo
la agradecida dama señalando a Krasotkine.
-En cuanto a la pólvora, Iliucha -le advirtió Kolia-, puedo
traerte tanta como quieras. La fabricamos nosotros mismos.
Borovikov conoce la fórmula. Se toman veinticuatro partes de
salitre, diez de azufre y seis de carbón de abedul; se pone
todo junto, se echa agua y se amasa. Esta pasta se hace
pasar por un tamiz de piel de asno. Y ya está hecha la
pólvora.
-Ya me dijo Smurov que hacías así la pólvora -declaró Iliu-
cha-. Pero mi padre dice que la verdadera no se hace así.
Kolia enrojeció.
-¿La verdadera? La nuestra arde. Claro que...
-Eso no tiene importancia -dijo el capitán, un tanto turba-
do-. En efecto, dije que la fórmula de la verdadera pólvora es
distinta, pero también se puede hacer como tú dices.
-Usted sabe de esto más que yo; pero le advierto que
pusimos un poco de nuestra pólvora en un tarro de piedra, le
prendimos fuego y sólo quedó un insignificante residuo de
hollín. E hicimos la prueba con la pasta; de modo que si la
hubiéramos tamizado... En fin, repito que usted sabe de esto
más que yo.
Y se volvió hacia Iliucha.
-Oye, ¿sabes que a Bulkine le pegó su padre por culpa de
nuestra pólvora?
-Lo he oído decir -repuso Iliucha, que prestaba gran aten-
ción a Kolia.
-Fabricamos pólvora, la pusimos en un frasco y Bulkine es-
condió el frasco debajo de su cama. Su padre lo vio, dijo que
podía haberse producido una explosión y dio una tunda a su
hijo sin pérdida de tiempo. Me amenazó con ir a contar el caso
al director del colegio. Ahora no permite a su hijo que venga
conmigo. En el mismo caso está Smurov, y tantos otros...
Sonrió despectivamente y añadió:
-Tengo fama de influir perniciosamente en mis
compañeros. Esto empezó a raíz de la aventura del ferrocarril.
-Los rumores de tu proeza han llegado a nuestros oídos
-dijo el capitán-. ¿De veras no tuviste miedo cuando el tren
pasó por encima de ti? Debió de ser algo espantoso.
El capitán se las ingeniaba para halagar a Kolia.
-No hubo tal espanto -repuso Krasotkine con un tonillo dis-
plicente-. Fue sobre todo aquel maldito ganso el culpable de
mi mala reputación -añadió, dirigiéndose a Iliucha.
Pero, aunque procuraba mostrarse indiferente, no era
dueño de sí mismo y no conseguía expresarse en el tono que
deseaba.
-También he oído hablar de ese ganso -dijo Ihucha riendo-.
Me lo contaron todo, pero algunas cosas no las comprendí.
¿De veras tuviste que ir al juzgado?
-Fue una tontería, una pequeñez de la que se ha hecho
una montaña, como suele ocurrir en nuestra ciudad -empezó
a explicar Kolia con desenvoltura-. Yo cruzaba la plaza,
cuando vi llegar una manada de gansos. Un tal Vichniakov,
mozo de reparto en casa de los Plotnikov, me mira y me
pregunta: « ¿Qué tienen esos gansos para que te pares a
mirarlos?» Yo lo observo. Tiene la cara redonda y bobalicona,
anda por los veinte años. Ya sabéis que yo nunca rechazo a
la gente del pueblo, sino todo lo contrario: me gusta alternar
con ella... El pueblo nos ha dejado a sus espaldas: esto no es
un axioma... Te entran ganas de reir, ¿no, Karamazov?
-De ningún modo: te escucho con interés -dijo Aliocha con
evidente franqueza.
El suspicaz Kolia cobró ánimos inmediatamente.
-Mi teoría, Karamazov, es clara y simple. Creo en el pueblo
y me complace hacerle justicia, pero sin adularlo. Es el sine
qua... Pero estábamos hablando de un ganso. Contesté al
bobalicón:
»-Me estoy preguntando en qué pensará ese ganso.
ȃl me mira boquiabierto.
»-¿En qué pensará?
»-Observa ese carro cargado de avena. La avena asoma
por la boca del saco, y el ganso, para picar el grano, alarga el
cuello hasta ponerlo casi debajo de la rueda.
» -Ya lo veo.
» -Pues bien -le dije-; si hacemos avanzar un poco a ese
carro, la rueda pasará por encima del cuello del ganso, ¿no es
así?
»-Seguro que la rueda le cortará el cuello -dijo. Y una am-
plia sonrisa ensanchó su rostro.
»-Bien, muchacho: vamos a hacerlo.
»-Vamos a hacerlo -repitió él.
» La cosa fue fácil. Él se colocó junto a la brida como por
casualidad, y yo al lado del ganso para dirigirlo. En este
momento, el carretero estaba lejos, charlando; de modo que
no pudo intervenir. El ganso alargó el cuello para picar la
avena, junto a la rueda, por la parte de abajo. Hice una seña
al joven, él tiró de la brida y, ¡crac!, la rueda partió el cuello del
animal. Por desgracia, otros hombres nos vieron y empezaron
a gritar:
»-¡Lo has hecho adrede!
»-¡Eso no es verdad! -repuso el mozo de reparto.
»-Sí, lo has hecho adrede.
»-¡Al juez de paz! -dijo otro.
»Me llevaron a mi también.
»-Tú estabas de acuerdo con él. Aquí, en el mercado,
todos te conocemos.
»En efecto, soy muy conocido en el mercado -siguió
explicando Kolia, con arrogancia, en el cuarto de Iliucha-.
Fuimos todos al juzgado, cargados con el cadáver del ganso.
Y he aquí que, de pronto, mi compañero se asusta y empieza
a gritar y a llorar como una mujer. El carretero vociferaba:
»-¡Asi se pueden matar tantos gansos como uno quiera!
»Como es natural, nos seguían los testigos. El juez
pronunció en seguida su fallo. El mozo se quedaría con el
ganso a indemnizaría al carretero con un rublo. La broma no
debía repetirse.
»El mozo no cesaba de lamentarse.
»-¡La culpa no ha sido mía! ¡Ese chico me ha dicho que lo
hiciera!
»Yo contesté sin inmutarme que no le había incitado a
hacer nada, sino que había expresado una idea general, un
plan de acción posible. El juez Nielfidov sonrió, aunque se
arrepintió en seguida.
»-Enviaré un informe al director de su colegio -me dijo-
para que de ahora en adelante no se dedique usted a exponer
posibles planes de acción en vez de estudiar.
»No cumplió su amenaza, pero la aventura se divulgó y
llegó a oídos de la dirección del colegio, que, como todos
sabemos, tiene unas orejas de gran tamaño. El profesor
Kolbasnikov fue el que más se enfureció contra mi. En
cambio, Dardanelov volvió a salir en mi defensa. Kolbasnikov
está indignado con todos nosotros. Ya habrás oído decir,
Iliucha, que se ha casado. La esposa, hija de los Mikhailov, ha
puesto en sus manos mil rublos de dote, pero es fea como un
demonio. Los alumnos del tercero han compuesto un epi-
grama con este motivo. Los versos son graciosos; ya te los
traeré. De Dardanelov sólo puedo hablar bien. Es un hombre
que tiene valiosas amistades. Las personas como él me
infunden respeto. Y conste que no lo digo porque me haya
defendido.
-Sin embargo, lo pusiste en un brete con aquello de la
fundación de Troya -observó Smurov, que estaba orgulloso de
Krasotkine y al que la aventura del ganso había divertido en
extremo.
-Fue increíble -intervino el capitán, adulador-. Porque os
referís a la pregunta de Krasotkine sobre la fundación de
Troya, ¿verdad? Ya estábamos enterados de eso. Iliucha nos
lo contó.
-Lo sabe todo, papá. En todo el colegio no hay ningún
alumno que sepa tanto como él. Habla como si fuera uno de
tantos, pero es y ha sido siempre el número uno.
Y el enfermo miraba a Kolia con una expresión de infinita
felicidad.
-¡Bah! Fue una tontería. No tenía ninguna importancia -dijo
Kolia con un orgullo disfrazado de modestia.
Al fin había conseguido expresarse en el tono que
deseaba, aunque estaba un poco turbado. Advertía que había
referido la aventura del ganso con excesiva vehemencia y que
Aliocha no había dicho palabra durante el relato. Su amor
propio lo llevó a preguntarse si Karamazov lo despreciaría por
parecerle que él, Kolia, hablaba para la galería, para
conseguir un éxito, y esta idea lo irritó. «Si pensara así, yo...»
-Sí, una futileza -repitió Krasotkine con altivez.
-Yo sé quién fundó Troya -dijo repentinamente Kartáchov,
gentil muchachito de once años, que permanecía junto a la
puerta, tímido y silencioso.
Kolia lo miró sorprendido. La fundación de Troya era un
secreto para todo el colegio. Sólo podía conocerla el que
hubiera leído a Smaragdov, y únicamente Krasotkine poseía
la obra de este autor. Sin embargo, un día, aprovechando una
ausencia de Kolia, Kartachov había visto el volumen de
Smaragdov entre los libros de su compañero, lo abrió y tuvo la
suerte de encontrar en seguida el pasaje que hablaba de la
fundación de Troya. Hacía ya tiempo que Kartachov había
tenido esta oportunidad, pero nunca se atrevió a decir que
estaba en el secreto, por temor a que Kolia lo confundiese.
Esta vez no había podido reprimir el deseo que desde hacía
tiempo lo acuciaba.
-Bien; dilo si lo sabes -dijo Kolia dirigiéndole una mirada de
superioridad.
En el semblante de Kartachov leyó que lo sabía, y se
dispuso a afrontar las consecuencias. La emoción fue general.
-Troya fue fundada por Teucer, Dardanus, Ilius y Tros -dijo
Kartachov de rutina y enrojeciendo de tal modo que daba
pena verlo. Sus compañeros lo escucharon sin apartar la vista
de él. Después, sus ojos se volvieron hacia Kolia, que seguía
mirando al audaz con una frialdad despectiva.
-Bien -se dignó decir al fin-, ¿pero cómo lo hicieron? Y, ge-
neralizando, ¿cómo se funda una ciudad o un estado? ¿Acaso
esos hombres se dedicaron a colocar ladrillos?
Se oyó un coro de risas. La cara del temerario pasó del
rosa al púrpura. Kartachov no despegaba los labios; estaba a
punto de echarse a llorar. Kolia lo tuvo así más de un minuto.
-Para interpretar los acontecimientos históricos, la
fundación de un país, por ejemplo, hay que comprender lo que
esto significa -dijo Krasotkine en tono doctoral-. Pero les
advierto que yo no doy demasiada importancia a esos cuentos
de vieja -y añadió displicente-: En conjunto, la historia
universal no merece mi estimación.
-¿Es posible? -exclamó el capitán, escandalizado.
-Sí: no es más que el estudio de las estupideces de la
humanidad. A mí sólo me interesan las matemáticas y las
ciencias naturales.
Kolia dijo esto en un tono lleno de presunción y mirando a
Aliocha a hurtadillas: su opinión era la única que le importaba.
Pero Aliocha permanecía grave y silencioso. Si Karamazov
hubiera hablado, las cosas habrían quedado en el punto en
que estaban; pero no decía palabra, y Kolia pensaba, irritado,
que su silencio podía ser desdeñoso.
-De nuevo se nos impone el estudio de las lenguas
muertas. Esto es una verdadera locura. ¿No estás de acuerdo
conmigo, Karamazov?
-No -repuso Aliocha, reprimiendo una sonrisa.
-Mi opinión es que las lenguas muertas son una medida de
policía. Ésta es su única razón de ser.
La respiración de Kolia volvía a ser jadeante.
-Si se las ha incluido en los programas de estudio es por lo
tediosas que son y por lo que embrutecen. ¿Qué se podía
hacer para aumentar la ceguera y la estupidez reinantes?
Ésta es la función de las lenguas muertas. Así pienso y
espero pensar siempre.
Enrojeció ligeramente.
-Tienes razón -aprobó, convencido, Smurov, que había es-
cuchado atentamente.
-Es el primero en latín -dijo uno de los colegiales.
-Sí, papá -confirmó lliucha-; aunque hable de ese modo, es
el primero de la clase de latín.
Aunque el elogio lo halagó, Kolia consideró necesario
defenderse.
-Bueno, ¿y qué? Estudio con empeño el latín porque es
preciso. He prometido a mi madre acabar mis estudios, y yo
creo que cuando emprendemos algo hay que llegar hasta el
fin. Pero en mi fuero interno siento un profundo desprecio por
los estudios clásicos y toda esa bajeza. ¿Estás de acuerdo
conmigo, Karamazov?
-¿Qué hay en eso de bajeza? -preguntó Aliocha con una
sonrisa.
-Te lo explicaré. Como todos los clásicos se han traducido
a todos los idiomas, no hace falta aprender el latín para
estudiarlo. Es una medida de policía destinada a embotar los
cerebros. ¿No es esto una bajeza?
-¿Pero quién te ha imbuido esas ideas? -exclamó Aliocha,
sorprendido.
-En primer lugar, debes saber que soy capaz de
comprender las cosas sin que nadie me las enseñe; en
segundo, te diré que lo que acabo de explicar sobre las
traducciones de los clásicos lo dijo delante de todos los
alumnos de la tercera clase el profesor Koibasnikov.
-Ya está aquí el doctor -dijo Ninotchka, que había
guardado silencio hasta entonces.
Efectivamente, acababa de detenerse ante la puerta un
coche de la señora de Khokhlakov. El capitán, que había
estado toda la mañana pendiente de la llegada del médico,
corrió a su encuentro. «Mamá» adoptó un aire de gran dama
para recibirlo. Aliocha se acercó a la cama del enfermo y
arregló la almohada. Desde su sillón, Ninotchka observaba a
Iliucha con visible inquietud. Los colegiales se marcharon a
toda prisa, algunos prometiendo que volverían por la tarde.
Kolia llamó a Carillón, que bajó en seguida de la cama.
-Yo me quedo -dijo precipitadamente a Aliocha-. Esperaré
en el vestíbulo con Carillón y volveremos los dos cuando el
doctor se haya márchado.
Entró el médico. Su aspecto era el de un hombre
importante. Abrigo de pieles, largas patillas y mentón
perfectamente rasurado.
Después de haber franqueado el umbral, se detuvo de
pronto, desconcertado. ¿Se habría equivocado de casa?
«¿Dónde estoy?», preguntó sin quitarse el abrigo ni el gorro
de piel. El aspecto de los habitantes de la casa, la pobreza de
la habitación, la ropa tendida en una cuerda lo sorprendieron
desagradablemente. El capitán le hizo una profunda
reverencia.
-No se ha equivocado, señor -le dijo con obsequiosa humil-
dad-. Yo soy la persona a quien usted busca.
-Entonces, ¿usted es Snieguiriov, el señor Snieguiriov?
-preguntó con grave acento.
-Sí, señor.
-¡Ah!
El doctor paseó una nueva mirada de desagrado por la
habitación y se quitó el abrigo. El distintivo de un cuerpo oficial
brillaba en su pecho. El capitán cargó con el abrigo. El médico
se quitó también el gorro.
-¿Dónde está el paciente? -preguntó como quien da una
orden.

CAPÍTULO VI
DESARROLLO PRECOZ
-¿Qué dirá el doctor? -preguntó Kolia-. Tiene una cara re-
pelente, ¿verdad? La medicina es algo que no puedo sufrir.
-Mucha no tiene salvación: esto es lo que estoy temiendo
que diga el doctor -repuso Aliocha con profunda tristeza.
-Los médicos son unos charlatanes... Oye, Karamazov: me
alegro de haberte conocido; hace mucho tiempo que lo
deseaba. Lo que me apena es que esta amistad haya
empezado en circunstancias tan tristes.
Kolia habría deseado decir algo más expresivo, más
afectuoso, pero estaba un poco turbado. Aliocha lo advirtió y
le tendió la mano.
-Hace tiempo que te considero como un ser raro, pero
respetable -siguió diciendo Kolia, aturdido-. Me han dicho que
eres un místico, que has vivido en un monasterio. Pero esto
no me importa. El contacto con la realidad te curará. Así les
ocurre siempre a los que son como tú.
-¿A qué llamas un místico? ¿De qué me he de curar? -pre-
guntó Aliocha un tanto sorprendido.
-Pues te has de curar de Dios y... de todo eso.
-¿Es que tú no crees en Dios?
-No tengo nada contra Él. En verdad, Dios no es más que
una hipótesis. Sin embargo, reconozco que... que es
necesario para ordenar la vida... y para otras cosas... Tanto
-terminó Kolia, empezando a enrojecer-, que si Dios no
existiera, habría que inventarlo.
De pronto, pensó que Aliocha podía creer que hablaba
para darse importancia, para exhibir su erudición. «Sin
embargo -se dijo, irritado-, nada más lejos de mi ánimo que
alardear de cultura ante él.» Se sentía profundamente
contrariado.
-Estas discusiones me repugnan -declaró-. Se puede amar
a la humanidad sin creer en Dios. ¿Lo dudas? Voltaire no
creía en Dios y amaba a la humanidad.
Y pensó: «¡Otra vez, otra vez!»
-Voltaire creía en Dios, aunque un poco friamente. Y, al
parecer, del mismo modo amaba a la humanidad -repuso
Aliocha con toda naturalidad, como si hablara con una
persona que tuviera la misma edad que él, o incluso que fuera
mayor.
A Kolia le impresionó la falta de seguridad que demostraba
Aliocha en su juicio sobre Voltaire, y también le llamó la
atención que dejara en manos de él, que no era más que un
muchacho, la solución de un asunto tan importante.
-Por lo visto -dijo Aliocha-, has leído a Voltaire.
-Sí, pero... sólo Candide traducido al ruso... Una traducción
antigua, pésima...
«¡Otra vez, otra vez!»...
-¿Lo entendiste?
-¡Pues claro! Lo comprendí todo... ¿Por qué dudas de que
lo comprendiera? Hay pasajes graciosos... Puedes estar
seguro de que soy capaz de entender una novela filosófica
escrita para exponer una idea... Soy socialista, Karamazov
-dijo de pronto, embrollándose definitivamente-, un socialista
recalcitrante.
Aliocha se echó a reír.
-¿Socialista? ¿De dónde has sacado el tiempo para
estudiar y adoptar el socialismo? Sólo tienes trece años.
Estas palabras hirieron a Kolia.
-En primer lugar, no tengo trece años, sino que dentro de
quince días cumpliré los catorce -dijo impetuosamente-. Ade-
más, no comprendo qué relación tiene mi edad con lo que
estamos discutiendo. Son mis convicciones y no mi edad lo
que importa. ¿No es así?
-Cuando seas mayor verás la influencia que tiene la edad
en las ideas. Eso no puede haber salido de ti.
Aliocha dijo esto con toda calma. Kolia, en cambio, le
contestó, nervioso:
-Óyeme, tú eres partidario de la obediencia y del
misticismo. No me negarás que el cristianismo sólo ha sido útil
a los acaudalados, a los poderosos, para mantener a las
clases inferiores en la eselavitud.
-Ya sé dónde has leido eso, ya sé quién te lo ha enseñado.
-¿Por qué crees necesario que lo haya leido? Nadie me ha
inculcado estas ideas. Tengo capacidad para juzgar por mí
mismo... Y te advierto que no soy enemigo de Cristo. Cristo
tenía una personalidad enteramente humana. Si hubiera
existido en nuestra época, estaría al lado de los
revolucionarios y habría desempeñado un papel visible. De
esto no cabe duda.
-¿Pero de dónde te has sacado todo eso? ¿A qué imbécil
has escuchado? -exclamó Aliocha.
-No se puede ocultar la verdad. He tenido más de una
ocasión para charlar con Rakitine. Y se dice que esta idea la
ha expresado también el viejo Bielinski.
-¿Bielinski? No lo recuerdo. Desde luego, no lo ha escrito
en ninguna parte.
-Tal vez no lo haya escrito, pero lo ha manifestado. Se lo he
oído decir a... Bueno, eso no importa.
-¿Has leído a Bielinski?
-No, en verdad no lo he leido, ya que sólo conozco de él el
pasaje en que comenta por qué Tatiana no parte con Onie-
guine.
-¿Por qué no parte con Onieguine? ¿Acaso lo has
comprendido?
-Perdona, pero creo que me tomas por un chiquillo como
Smurov -observó Kolia con una sonrisita que era una mueca
de irritación-. Además, no vayas a creer que soy un gran
revolucionario. A veces no estoy de acuerdo con Rakitine. No
soy partidario de la emancipación de la mujer. Reconozco que
la mujer es una criatura inferior nacida para la obediencia. Les
femmes tricotent, dijo Napoleón, y por lo menos en este punto
-Kolia sonrió- comparto la opinión del seudo gran hombre.
También considero que es una cobardía emigrar a América, y
más que una cobardía: una estupidez. ¿Para qué irnos a
América cuando podemos trabajar en nuestra casa por el bien
de la humanidad? Sobre todo ahora, tenemos a nuestra
disposición un amplio campo de fecunda actividad. Esto es lo
que respondí.
-¿Lo que respondiste? ¿A quién? ¿Es que alguien te ha
propuesto ir a América?
-Sí, me lo han propuesto, pero yo no he aceptado. Te lo
digo confidencialmente, Karamazov. Ni una palabra a nadie,
¿entiendes? Sólo tú lo sabes. No tengo el menor deseo de
caer en las garras de la Tercera Sección para aprender las
lecciones que se dan en el puente de las Cadenas.

» Te acordarás del edificio


próximo al puente de las Cadenas.

»¿Te acuerdas? ¡Es magnífico! ¿De qué te ríes? Supongo


que no creerás que estoy hablando en broma.
Y Kolia se estremeció al pensar: « ¡Si se enterase de que
éste es el único número de La Campana que tengo y no he
leido ningún otro ... !»
- ¡Oh, no, no me río! -respuso Aliocha-. Y no puedo pensar
que me hayas mentido, por la sencilla razón de que sé que lo
que me has dicho es la pura verdad... Dime: ¿has leído
«Eugenia Onieguine», el poema de Pushkin? Has hablado de
Tatiana.
-No, aún no lo he leido, pero quiero leerlo. No tengo pre-
juicios, Karamazov; lo miraré por las dos caras. ¿Por qué me
lo preguntas?
-Por nada.
Kolia se irguió ante Aliocha. Quería saber a qué atenerse.
-Dime, Karamazov: ¿me desprecias? Te agradeceré que
me hables con franqueza.
Aliocha lo miró estupefacto.
-¿Despreciarte? ¿Por qué? No, no; me limito a lamentar
que un chico que vale tanto como tú y que está en la aurora
de la vida, se haya dejado descarriar, dando crédito a
semejantes disparates.
-Dejemos a un lado mi valía -replicó Kolia con cierta arro-
gancia-. Soy suspicaz, estúpida y groseramente suspicaz.
Hace un momento, me ha parecido que tu sonrisa...
-¡Bah! He sonreído por otra cosa. Te voy a explicar el moti-
vo. No hace mucho leí la opinión de un extranjero, de un
alemán establecido en Rusia, sobre la juventud actual. Este
hombre ha escrito: «Si prestáis a un colegial ruso un mapa del
firmamento, él, aunque sea el primero que ha visto en su vida,
os lo devolverá al día siguiente corregido.» Ningún
conocimiento y una presunción sin límites: esto es lo que el
alemán reprocha a nuestros estudiantes.
-¡Es verdad! -exclamó Kolia echándose a reír-. ¡La pura
verdad! ¡Bravo por el alemán! Sin embargo, ese cabeza
cuadrada no se ha detenido a observar el lado favorable de
nuestra conducta. ¿No lo ves tú así? Admito nuestra
presunción, ya que es propia de la juventud. Pero esto se
corrige, si verdaderamente hay que corregirlo. En
compensación, ahí está el espíritu de independencia desde la
más tierna infancia, la audacia de las ideas y las convicciones
en vez del servilismo rastrero ante la autoridad de toda índole.
No cabe duda de que el alemán ha dicho la verdad. ¡Bravo
por el alemán! Sin embargo, hay que apretar los tornillos a los
alemanes. Aunque sean unos sabios en las cuestiones
científicas, hay que apretarles los tornillos.
-¿Por qué? -preguntó Aliocha con una sonrisa.
-Admito que soy un osado, una especie de enfant terrible,
que no me detengo ante nada cuando una cosa me gusta y
que digo las mayores tonterías... Pero, oye: estamos
charlando desde hace un buen rato y ese doctor no termina su
visita. A lo mejor, está reconociendo también a «mamá» y a
Nina. Te confieso que Nina me ha encantado. Cuando he
pasado junto a ella al salir de la habitación, me ha susurrado
en un tono de reproche: «¿Por qué no has venido antes?» Me
ha parecido que esa chica es toda bondad.
-Desde luego, tiene un gran corazón. Como desde ahora
vendrás con frecuencia, ya la conocerás a fondo. Necesitas
conocer personas así para aprender muchas cosas que sólo
su compañía te puede enseñar.
Y Aliocha añadió calurosamente:
-No hay medio mejor para que te transformes.
-¡Qué arrepentido estoy de no haber venido antes!
-exclamó Kolia amargamente.
-Sí, ha sido un error. Ya has visto la alegría que le has
dado al pobre Iliucha. No puedes imaginarte cómo lo
consumía el deseo de que vinieras.
-Calla: no aumentes mi pena... Pero lo tengo bien
merecido. No he venido antes por culpa de mi orgullo, de mi
egoísmo, de un bajo despotismo que nunca he podido acallar,
pese a mi empeño en dominarlo. Ahora me convenzo de que
soy un miserable en muchos aspectos.
-Nada de eso; posees excelentes prendas, pero las
disfrazas -dijo Aliocha con calurosa franqueza-. Comprendo
que hayas influido tan profundamente en ese muchacho de
noble corazón y sensibilidad enfermiza.
-No esperaba oírte decir eso -declaró Kolia-. Desde que he
llegado aquí, he pensado más de una vez que me
despreciabas. Si supieras lo mucho que me importa tu
opinión...
-¿Cómo es posible que seas tan desconfiado a tu edad?
Hace un momento, viéndote y oyéndote hablar, me decía
precisamente que debías de ser muy desconfiado.
-Lo creo. ¡Eres tan sagaz! Sin duda, ha sido cuando
estaba refiriendo lo del ganso. Entonces me he dicho que
debías de despreciarme profundamente al notar que me
esforzaba por aparecer como un desalmado. Entonces te he
detestado y he empezado a discursear. Después, cuando ya
estábamos aquí y he dicho que si Dios no existía habría que
inventarlo, me ha parecido que mi exhibición de cultura ha
sido demasiado precipitada, ya que he leído esta frase en
alguna parte. Pero te aseguro que no me ha impulsado la
vanidad; lo he hecho no sé por qué, dejándome llevar de mi
alegría... Sí, creo que mi alegría ha sido la culpable de todo.
Claro que no es correcto molestar a las personas porque uno
esté contento; esto ya lo sé. Pero también sé, y esto es una
compensación para mí, que no me desprecias, que mis
temores han sido falsos. ¡Oh, Karamazov! Soy profundamente
desgraciado. A veces me imagino, sabe Dios por qué, que
todo el mundo se burla de mi, y entonces me siento impulsado
a trastornarlo todo.
-Y atormentas a los que te rodean -dijo Aliocha sin dejar de
sonreír.
-Cierto, y sobre todo a mi madre. ¿Verdad, Karamazov,
que te parezco ridículo?
-¡Eso ni pensarlo! -exclamó Aliocha-. Además, ¿qué es el
ridículo? Nadie sabe cuándo un hombre es ridículo o lo
parece. Además, actualmente casi todas las personas
capacitadas temen demasiado al ridículo, y este temor las
hace desgraciadas. Pero me asombra que tú padezcas de
este mal que observo desde hace mucho tiempo sobre todo
en los adolescentes. Es una especie de locura. El diablo se ha
transformado en amor propio para apoderarse de la
generación actual. Sí, el diablo -repitió Aliocha sin ironía,
aunque Kolia, que lo miraba fijamente, creyó lo contrario-. Tú
eres como todos, mejor dicho, como la mayoría. Y no hay que
ser como todos.
-Pero si todos son así...
-Aunque todos sean así, tú debes procurar no ser como
ellos. Bien mirado, tú no eres como todos, ya que no has
vacilado en confesar un defecto, incluso un defecto ridículo.
¿Quién es hoy capaz de eso? Nadie, porque nadie siente la
necesidad de condenarse a sí mismo. No seas como
nosotros, aunque te quedes solo.
-Así lo haré... Te juzgué certeramente: sabes consolar. ¡Si
supieras hasta . qué punto me sentía atraído hacia ti,
Karamazov! Hacía mucho tiempo que deseaba conocerte.
¿De veras deseabas también tú conocerme a mí? Hace un
momento lo has dicho.
-Sí, oía hablar de ti y pensaba en ti... Y si es el amor propio
el que te ha llevado a hacer esa pregunta, no importa.
-¿No has observado, Karamazov, que estas explicaciones
parecen una declaración de amor? -preguntó Kolia en voz
baja y como avergonzado-. ¿No es esto ridículo?
-De ningún modo -repuso Aliocha firmemente y con una ra-
diante sonrisa-. Y aunque fuera ridículo no importaría, puesto
que estamos obrando bien.
-Reconoce, Karamazov, que también tú estás un poco
avergonzado. Lo veo en tus ojos.
Kolia sonreía, ladino y feliz.
-No sé por qué he de avergonzarme -dijo Aliocha.
-Sin embargo, has enrojecido.
-¡Porque tú me has hecho enrojecer! -exclamó Aliocha
riendo y, en efecto, sonrojado. Un tanto aturdido, añadió-: En
verdad, estoy un poco avergonzado, pero no sé por qué...
-En este momento te aprecio y te quiero mucho más
-exclamó Kolia con vehemencia-, precisamente porque te
sonrojas como yo, porque eres como yo.
Sus mejillas echaban fuego; sus ojos centelleaban.
-Oye, Kolia -dijo de pronto Aliocha-,vas a ser muy desgra-
ciado en la vida.
-Lo sé, lo sé -respondió Kolia en el acto-. Todo lo adivinas.
-Sin embargo, la vida, el conjunto de la vida, merecerá tu
bendición.
-¡De acuerdo! ¡Magnífico! ¡Eres un profeta! ¡Qué bien
vamos a entendernos, Karamazov! ¿Sabes lo que más me
gusta de ti? Que me trates como a un igual. Sin embargo, no
somos iguales: tú eres superior a mí. Pero nos entenderemos.
Hace un mes que me venía diciendo: «O nos haremos amigos
en seguida y para siempre, o nos separaremos como
enemigos para toda la vida.»
-Pensabas así porque ya me querias.
-Sí, sentía un gran afecto por ti, hasta soñaba contigo.
Todo, todo lo adivinas... Mira, ya viene el doctor. Está diciendo
algo al capitán. ¡Dios mío, qué cara pone!

CAPITULO VII
ILIUCHA
El doctor se dirigió a la puerta de la isba, bien envuelto en
su abrigo y con el gorro encasquetado. En su semblante se
reflejaba una contrariedad que estaba muy cerca de la
indignación. Se diría que temía mancharse.
Paseó una mirada por el vestíbulo y la detuvo un
momento, severamente, sobre Kolia y Aliocha. Éste hizo una
seña al cochero, que acercó el coche a la puerta.
El capitán salió, presuroso, detrás del médico y, doblando
la espalda, murmurando excusas, lo detuvo para hacerle las
últimas preguntas. El infeliz estaba profundamente abatido; en
su mirada se leía la desesperación.
-¿Es posible, excelencia, es posible?
No pudo continuar. Había enlazado las manos con un
gesto de imploración y fijaba en el médico una mirada de
súplica, como si una palabra de éste bastase para cambiar la
suerte de su pobre hijo.
-Yo no puedo hacer nada -repuso el doctor, indiferente y
con su habitual gravedad-. Yo no soy Dios.
-Doctor..., excelencia..., ¿será muy pronto?
-Esté preparado para todo -respondió el doctor, recalcando
las palabras.
Después bajó los ojos y se dispuso a franquear el umbral
para subir al coche. El capitán, aterrado, volvió a detenerlo.
-Por Dios, excelencia. ¿De verdad no se puede hacer
nada, absolutamente nada, para salvarlo?
-Eso no depende de mí -contestó el doctor, impaciente. De
pronto se detuvo y añadió-: Sin embargo, si usted pudiera
enviar al enfermo inmediatamente a Siracusa... -el capitán se
estremeció ante el tono, casi colérico, en que el doctor
pronunció estas últimas palabras-. En tal caso, gracias al
clima excelente del país, podría producirse un...
-¿A Siracusa? -preguntó el capitán como si no compren-
diera.
-Siracusa está en Sicilia -dijo Kolia levantando la voz.
El doctor lo miró.
-¿En Sicilia? -exclamó el capitán, aterrado-. Pero su exce-
lencia puede ver...
Sin separar las manos, el capitán se dirigía al interior de su
hogar.
-¿Y mi mujer? ¿Y mi familia?
-Su familia no irá a Sicilia, sino al Cáucaso, en primavera;
y cuando su esposa haya tomado allí las aguas para curarse
del reumatismo, habrá que enviarla a Paris sin pérdida de
tiempo, a la clínica de Lepelletier, especialista en
enfermedades mentales, a quien la puedo recomendar... Si
procede usted de este modo, podrá producirse...
-Pero, doctor; ya ve usted que...
El capitán mostró de nuevo, con un gesto de
desesperación, las desnudas paredes del vestíbulo.
-Eso no es de mi incumbencia -manifestó el doctor con una
sonrisa-. Me he limitado a decirle lo único que puede
responder la ciencia a su pregunta de si se puede hacer algo
más. Lamentándolo mucho, los demás problemas que pueda
usted tener...
-No tema, «curandero», mi perro no le morderá -dijo Kolia,
volviendo a levantar la voz, al ver que el médico miraba con
recelo a Carillón, echado en el umbral. Su acento era mordaz.
Poco después, Kolia manifestó que había llamado
«curandero» al doctor porque sabía que esto era para él un
insulto.
-¿Qué dices? -preguntó el médico, mirando a Kolia
sorprendido-. ¿Quién es? -inquirió dirigiéndose a Aliocha en el
tono del que pide cuentas.
-Soy el dueño de Carillón, curandero. Mi identidad no im-
porta.
-¿Carillón? -preguntó el doctor sin comprender.
-Adiós, curandero. Ya nos veremos en Siracusa.
-¿Pero quién es éste? -exclamó el doctor, iracundo.
-Es un colegial, doctor -dijo Aliocha, malhumorado-, un
chico travieso. No le haga caso... ¡Silencio, Kolia! -Y volvió a
decir al doctor, sin disimular su enojo-: No le haga caso.
-Merece que lo azoten, ¡que lo azoten! -exclamó el doctor,
furioso.
-Le advierto, curandero, que Carillón podría morderlo -dijo
Kolia, pálido, con voz trémula y ojos centelleantes-. ¡Aquí, Ca-
rillón!
-¡Kolia! -gritó Aliocha-. Si dices una palabra más, rompo
contigo para siempre.
-Curandero, sólo hay una persona en el mundo que puede
mandar a Nicolás Krasotkine: aquí está -dijo señalando a Alio-
cha-. Me someto. Adiós.
Abrió la puerta y volvió a entrar en la habitación. Carillón
se lanzó en pos de él. El doctor estuvo un instante petrificado,
miró a Aliocha, escupió y exclamó:
-¡Es intolerable!
El capitán lo siguió servilmente. Aliocha entró también en
la habitación. Kolia estaba ya al lado del enfermo. Éste le
tenía cogido de la mano y llamaba a su padre. El capitán
volvió en seguida.
-Papá, papá, ven aquí -dijo Iliucha, agitado-. Yo...
Pero no tuvo fuerzas para continuar. Tendió sus
esqueléticos bracitos, rodeó con ellos a Kolia y a su padre y,
uniéndolos a los dos en un solo abrazo, los estrechó contra su
pecho. El capitán fue sacudido por un llanto silencioso. Kolia
estaba a punto de echarse a llorar.
-¡Qué pena me das, papá! -gimió Iliucha.
-Iliucha, mi querido Iliucha... El doctor ha dicho... que te cu-
rarás... ¡Qué felices vamos a ser!
-Papá, sé muy bien lo que el doctor ha dicho de mí
-declaró Iliucha-. Lo he visto en su cara.
Lo apretó de nuevo con todas sus fuerzas y escondió la
cara en el hombro de su padre.
-No llores, papá. Cuando me muera, adopta a otro niño.
Que sea un buen chico. El mejor que encuentres. Llámale
Iliucha y quiérelo como me quieres a mí.
-¡Cállate! -ordenó Krasotkine bruscamente-. ¡Te curarás!
-Pero a mí no me olvides nunca, papá -continuó Iliucha-.
Ven a mi tumba. Entiérrame cerca de nuestra gran piedra, la
que visitábamos en nuestros paseos, y ve allí por las tardes
con Krasotkine y Carillón... Os esperaré, papá.
Su voz se apagó. Los tres permanecieron abrazados, sin
decir nada. Nina lloraba silenciosamente en su sillón, y
«mamá», viendo que todos lloraban, empezó a sollozar
también.
-¡Iliucha! ¡Iliucha! -gritaba.
Krasotkine se desprendió del brazo de Iliucha.
-Adiós, muchacho; mi madre me está esperando para
almorzar -dijo atropelladamente-. Es una lástima que no la
haya advertido. Ya estará inquieta por mi tardanza. Después
de almorzar volveré, y estaré contigo toda la tarde. Te contaré
muchas cosas. Traeré a Carillón. Ahora me lo llevo, porque si
lo dejara, al no verme, empezaría a aullar y lo molestaría.
Hasta luego.
Salió corriendo al vestíbulo. No quería llorar, pero al fin no
pudo contenerse. Llorando lo encontró Aliocha.
-Kolia -encareció Karamazov-. Has de hacer honor a tu
palabra y volver esta tarde. Si no vienes, le darás un gran
disgusto.
-¡Claro que vendré! -murmuró Kolia sin ocultar sus lágri-
mas-. ¡Qué arrepentido estoy de no haber venido antes!
En este momento apareció el capitán. Cerró la puerta de la
habitación a sus espaldas. En sus ojos había una expresión
de desvarío; sus labios temblaban. Se detuvo ante los dos
jóvenes y levantó los brazos.
-No quiero ningún buen chico, no quiero ningún otro -mur-
muró, desesperado, con acento feroz-. «Si lo olvido,
Jerusalén, que la lengua se me pegue al paladar...»
No pudo seguir, le faltó la voz y se echó de bruces en un
banco de madera que tenía a su lado. Con la cabeza entre los
puños empezó a sollozar y gemir, ahogando sus lamentos
para que no llegaran a la habitación de Iliucha. Kolia corrió
hacia la puerta.
-¡Adiós, Karamazov! -dijo rudamente-. ¿Vendrás tú tam-
bién?
-Al atardecer, sin falta.
-¿Qué ha dicho de Jerusalén?
-Es una frase inspirada en la Biblia. «Si lo olvido, Jeru-
salén...». Ha querido decir que si olvida lo que más ama, se le
castigue con la muerte.
-Comprendido. No dejes de venir. ¡Vamos, Carillón! -orde-
nó, furioso, a su perro.
Y se alejó a largos pasos.

LIBRO XI

IVÁN FIODOROVITCH

CAPITULO PRIMERO
EN CASA DE GRUCHEGNKA
Aliocha se dirigió a la plaza de la Iglesia, donde vivía Gru-
chegnka, que aquella mañana le había enviado a Fenia para
rogarle que fuera a verla lo antes posible. Aliocha supo por la
sirvienta que Gruchegnka estaba agitadísima desde el día
amterior.
Durante los dos meses que llevaba Mitia detenido, Aliocha
había visitado con frecuencia la casa de Morozov, unas veces
por impulso propio y otras atendiendo a los deseos de su
hermano. Tres días después del drama, Gruchegnka cayó
enferma de gravedad y hubo de guardar cama durante cinco
semanas, la primera sin conocimiento.
Gruchegnka había cambiado mucho. Estaba más delgada
y había perdido el color. Hasta quince días después de
haberse puesto enferma no pudo salir a la calle. Para Aliocha,
Gruchegnka estaba entonces más seductora. Durante sus
conversaciones con ella, le encantaba que las miradas de los
dos se cruzasen. Los ojos de la enferma habían cobrado un
matiz de resolución, una expresión serena pero inflexible, que
se manifestaba en todo su ser. Entre sus cejas había
aparecido un ligero pliegue vertical que daba a su hermoso
rostro una expresión reconcentrada y algo severa a primera
vista. De su reciente frivolidad no quedaba el menor rastro.
Para asombro de Aliocha, Gruchegnka conservaba la
alegría de siempre, a pesar de su infortunio -su compromiso
matrimonial con un hombre al que momentos después
detendrían como presunto culpable de un crimen horrendo- y
pese también a su enfermedad y a que la condena del
acusado parecía segura. De su mirada había desaparecido la
altivez, para ceder su puesto a una especie de brillante
dulzura a la que a veces se mezclaban maléficos resplan-
dores. Esto ocurría cuando la asaltaba cierta inquietud, que,
lejos de calmarse, se avivaba en su corazón. La causante del
mal era Catalina Ivanovna, a la que Gruchegnka nombraba
durante su enfermedad, en los momentos de delirio. Aliocha
comprendió que la enferma estaba celosa, aunque Catalina
no había visitado ni una sola vez a Mitia en la cárcel, cosa que
podía haber hecho perfectamente. Todo esto ponía a Aliocha
en un verdadero compromiso. Gruchegnka le confiaba todos
sus problemas, cosa que no hacía con nadie, y le pedía
consejo tras consejo. A veces, él no sabía qué decirle.
Aliocha llegó a casa de Gruchegnka visiblemente
preocupado. Hacía media hora que la joven había vuelto de la
prisión, y a él le bastó ver la prisa con que ella se levantaba a
iba a su encuentro para deducir que lo estaba esperando con
impaciencia.
En la mesa había una baraja y en el diván de cuero
arreglado para servir de cama estaba recostado Maximov,
enfermo, desfallecido, pero sonriente. Este viejo sin hogar
había llegado hacía dos meses de Mokroie con Gruchegnka y
no se había separado de ella desde entonces. Después del
viaje sobre el barro y bajo la lluvia, se había sentado en el
diván, petrificado por el frío y el miedo. Luego había dirigido a
Gruchegnka una mirada silenciosa, acompañada de una
sonrisa de imploración. La joven, abrumada por el pesar y por
la fiebre que ya se había apoderado de ella y dominada por
otras preocupaciones, no le hizo caso al principio; pero
después, de pronto, le miró fijamente, y él le correspondió con
un gesto de turbación y una sonrisa lastimosa. Gruchegnka
llamó a Fenia y le dijo que le diera de comer. Durante todo el
día, Maximov guardó una inmovilidad casi completa. Al
anochecer, Fenia cerró las ventanas y preguntó a su ama:
-¿Ha de quedarse a dormir este señor?
-Sí -respondió Gruchegnka-; hazle la cama en el diván.
Por las respuestas que recibió a sus preguntas,
Gruchegnka comprendió que Maximov no tenía adónde ir.
-El señor Kalganov, mi protector, me ha dicho francamente
que no volverá a recibirme. Y me ha dado cinco rublos.
-¡Qué le vamos a hacer! -exclamó Gruchegnka con una
sonrisa de compasión.
Esta sonrisa conmovió al viejo, cuyos labios temblaron de
emoción. Así fue como Maximov se quedó en casa de
Gruchegnka en calidad de parásito. Ni siquiera durante la
enfermedad de la joven dejó la casa. Fenia y su abuela -la
cocinera- no lo echaron, sino que siguieron dándole de comer
y haciéndole la cama en el diván. Gruchegnka se acostumbró
a él, y cuando volvía de visitar a Mitia, al que había empezado
a ir a ver apenas se repuso de su enfermedad, se entretenía
comentando nimiedades con «Maximuchka» para olvidar sus
penas. Resultó que el viejo tenía cierto talento narrativo; así
que incluso llegó a no poder pasar sin él. Aparte Aliocha,
cuyas visitas eran siempre breves, Gruchegnka apenas
recibía a nadie. El viejo comerciante Samsonov estaba
gravemente enfermo, «se iba», según la expresión que
circulaba por la ciudad. Efectivamente, falleció tres días
después de verse la causa contra Mitia.
Tres semanas antes de su muerte, presintiendo su
próximo fin, Samsonov llamó a sus hijos, que acudieron con
sus familias, y les pidió a todos que no se separasen de su
lado. Seguidamente ordenó a los domésticos que no
permitiesen la entrada a Gruchegnka, en caso de que se
presentara con la intención de verle, y que le dijeran de su
parte que le deseaba muchos años de vida feliz y que no lo ol-
vidara por completo.
Pero Gruchegnka se limitaba a enviar casi todos los días a
preguntar por él.
-¡Al fin has llegado! -exclamó la joven alegremente al ver
aparecer a Aliocha-. Maximuchka me ha asustado diciéndome
que no vendrías más. No te puedes figurar la falta que me
haces. Siéntate. ¿Quieres café?
-Desde luego -repuso Aliocha sentándose-. Estoy ham-
briento.
-¡Fenia, Fenia; café! Hace rato que está hecho... ¡Trae
también empanadillas calientes...! Tengo que contarte algo
sobre estas empanadillas, Aliocha. Se las he llevado a Mitia a
la cárcel, y las ha rechazado. Incluso ha pisoteado una. Yo le
he dicho: « Se las dejo a tu guardián. Si no las aceptas,
habrás de alimentarte de tu maldad.» Luego me he marchado.
Una vez más hemos reñido: cada visita una riña.
Gruchegnka hablaba con agitación. Maximov bajó los ojos,
sonriendo tímidamente.
-¿Pero cuál ha sido la causa de la riña de hoy? -preguntó
Aliocha.
-Algo completamente inesperado para mí. ¡Está celoso de
mi primer amor! Me ha dicho que no sabe por qué he de
alimentarlo, de gastar dinero con él. ¡Siempre está celoso! La
semana pasada lo estuvo hasta de Kuzma.
-Pero mi hermano conoce al polaco.
-Claro que lo conoce. Está enterado de nuestras
relaciones desde el principio. Hoy me ha insultado. Me da
vergüenza repetir sus palabras. ¡El muy imbécil! Rakitka se
marchaba cuando yo he llegado. Él debe de haber sido el
causante de su excitación. ¿No lo crees también tú?
-Te ama y ha perdido el dominio de sus nervios.
-¿Cómo podía conservarlo sabiendo que lo van a juzgar
mañana? Precisamente he ido a darle ánimos. Pues lo
confieso, Aliocha, que me aterra pensar lo que mañana puede
ocurrir. Dices que está nervioso. ¡También lo estoy yo!
¡Pensar en el polaco! ¡Qué imbecilidad! ¡Menos mal que
Maximuchka no tiene celos!
-También mi mujer estaba celosa -observó Maximov.
Gruchegnka se echó a reír sin poder contenerse.
-¿Celosa de ti? ¿Y de quién tenía celos?
-De las sirvientas.
-¡Calla, Maximuchka! No tengo humor para bromas. Y no
mires las empanadillas: te podrían sentar mal. Mi casa se ha
convertido en un hospital.
Gruchegnka dijo esto sonriendo. Maximov lloriqueó:
-No merezco sus cuidados; soy un ser insignificante.
Dedique sus atenciones a quien pueda serle más necesario
que yo.
-¡Calla, Maximuchka! ¡Todos somos necesarios! Pero es
muy dificil saber quién lo es más y quién lo es menos. ¡Si no
existiera ese polaco...! También él dice que hoy está enfermo.
He ido a visitarlo. Le mandaré empanadillas. Nunca lo había
hecho, pero ya que Mitia me ha acusado de hacerlo, lo haré.
Aquí viene Fenia con una carta. Será de los polacos; volverán
a pedirme dinero.
Era el pan Musalowizc, en efecto, el que le escribía. En
una larga y ampulosa carta le rogaba que le prestase tres
rublos. Con la carta le enviaba un recibo en el que se
comprometía a devolver en el plazo de tres meses la cantidad
solicitada. El pan Wrublewski firmaba también. Gruchegnka
había recibido ya de Musalowizc muchas cartas con
reconocimientos de deuda semejante. Las peticiones habían
empezado hacía dos semanas, al iniciarse la convalecencia
de Gruchegnka. Ésta sabía que los dos panowie se habían
presentado en la casa para preguntar por ella durante su
enfermedad. La primera carta fue escrita en una hoja de gran
tamaño y en ella figuraba un sello familiar. Era larga y prolija.
Gruchegnka sólo leyó la mitad y la tiró sin haberla
comprendido. Acabó por reirse de estas cartas. A la primera
siguió otra un día después, en la que el pan Musalowizc pedía
un préstamo de dos mil rublos. Gruchegnka la dejó, como la
anterior, sin respuesta. A continuación recibió una serie de
misivas en las que la suma solicitada iba disminuyendo
gradualmente. De cien rublos bajó a veinticinco, y de
veinticinco a diez. Finalmente, Gruchegnka recibió una carta
en la que los panowie mendigaban un rublo y le enviaban un
recibo firmado por los dos. La joven se compadeció de pronto
y, al atardecer, fue a casa de los polacos. Los encontró en la
más negra miseria: hambrientos, sin fuego, sin tabaco y en
deuda con la patrona. Los doscientos rublos ganados a Mitia
se habían esfumado rápidamente. Sin embargo, Gruchegnka
fue recibida por los panowie -cosa que le sorprendió, como es
natural- con gentil arrogancia. Esto le hizo gracia. Dio diez
rublos a su «ex amor» y, entre risas, se lo contó todo a Mitia,
que no demostró ni sombra de celos. Desde entonces, los
panowie no dieron tregua a Gruchegnka: la bombardearon a
diario con sus demandas de dinero, y ella siempre les enviaba
algo. Y he aquí que, inesperadamente, Mitia se había
mostrado ferozmente celoso.
Gruchegnka continuó, trivial y voluble:
-Como una tonta, he pasado por casa de Musalowizc al
saber que estaba enfermo, y luego se lo he contado entre
risas a Mitia. «Mi polaco -le he dicho- me ha cantado,
acompañándose con la guitarra, las mismas canciones que
me cantaba en otro tiempo. Por lo visto, quería
enternecerme.» Y entonces Mitia ha empezado a insultarme...
Por eso voy a mandar ahora mismo empanadillas a los
polacos... Fenia, da tres rublos a la muchacha que han
enviado y entrégale también una docena de empanadillas
envueltas en un papel. Y tú, Aliocha, ya le contarás esto a
Mitia.
-¡Eso nunca! -dijo Aliocha sonriendo.
-¿Crees que le importa? -exclamó Gruchegnka, amarga-
da-. Se finge celoso, pero en el fondo se burla de mí.
-¿De modo que sus celos te parecen una ficción?
-¡Pues claro! ¡Qué ingenuo eres, Aliocha! Con todo tu
talento, no comprendes nada. Sus celos no me ofenderían; lo
que me ofende es que no los tenga. Yo soy así. Admito los
celos, porque yo misma soy celosa. Lo que me molesta es
que no me ame y, sin embargo, quiera darme celos. ¿Crees
que soy ciega? No hace más que alabar a Katia en mi
presencia: que si ha hecho venir de Moscú a un especialista
famoso, que si ha llamado al mejor abogado de Petersburgo
para que lo defienda... Estos elogios en mi presencia de-
muestran que la ama. Se siente culpable ante mí y se anticipa
a acusarme para ocultar su culpa. «Has tenido relaciones con
el polaco antes que conmigo. Por lo tanto, bien puedo tenerlas
yo ahora con Katia.» No es más que esto. Quiere echar toda
la culpa sobre mí. Por eso me insulta. Y yo...
No pudo continuar. Se llevó el pañuelo a los ojos y se echó
a llorar.
-Mitia no quiere a Catalina Ivanovna -dijo Aliocha firme-
mente.
-Pronto sabré si la quiere o no -replicó Gruchegnka con
voz amenazadora.
Su rostro se transfiguró. Ante su gesto de sombría
indignación, Aliocha se sintió profundamente apenado.
-¡No más tonterías! -exclamó Gruchegnka de pronto-. No
te he hecho venir para que soportes mis lágrimas. ¿Qué
pasará mañana, mi querido Aliocha? Esto es lo que me
inquieta. Estoy sola. Los demás no piensan en el juicio de
Mitia: no les interesa. Pero a ti si que debe interesarte. ¿Cuál
será el resultado, Señor? El asesino es ese lacayo. ¿Es
posible que se permita condenar a Mitia, que nadie salga en
su defensa? ¿Se ha pensado en Smerdiakov?
-Lo han interrogado largamente, y todos han llegado a la
conclusión de que no es el culpable. Desde que tuvo los
últimos ataques está gravemente enfermo.
-¡Dios mío! Debes ir a ver al abogado a informarlo de todo.
Creo que ha costado tres mil rublos hacerlo venir de
Petersburgo.
-Sí, eso se le ha pagado. Entre Iván, Catalina Ivanovna y
yo hemos reunido los tres mil rublos. Al especialista lo ha
hecho venir Katia por su exclusiva cuenta, lo que le ha
supuesto un gasto de dos mil rublos. El abogado, Fetiukovitch,
habría pedido más si este asunto no se hubiera divulgado por
toda Rusia; ha aceptado más por la gloria que por el dinero.
Ayer fui a visitarlo.
-¡Ah!, ¿sí? ¿Y qué te dijo?
-Me escuchó en silencio. Luego me hizo saber que ya
tiene formada su propia opinión, pero me prometió que tendría
en cuenta cuanto le había dicho.
-¡Que tendría en cuenta! ¡Qué cretinos! Perderán a tu
hermano. ¿Para qué ha traído Katia al especialista?
-Para que intervenga como perito. Pretenden demostrar
-Aliocha sonrió tristemente- que Mitia está loco y que cometió
el crimen en un ataque de demencia. Pero mi hermano no
aceptará esta solución.
-Eso podría admitirse si fuera él el asesino. Tu hermano
estaba loco entonces, completamente loco... ¡Y todo por culpa
mía! ¡Soy una infame!... Pero Mitia no es el asesino aunque
todo el mundo lo crea. Incluso Fenia ha hecho una
declaración que parece presentar a tu hermano como
culpable. Y también le acusan los de la tienda, y ese
funcionario, y los clientes de la taberna, que fueron los
primeros en oír sus bravatas.
-Sí -dijo Aliocha, amargado-. Las declaraciones adversas
son numerosas.
-Y Grigori Vasilitch insiste en que la puerta estaba abierta y
afirma que la vio. No hay medio de sacarlo de su ofuscación.
He ido a hablar con él, a incluso me ha insultado.
-Ciertamente, esa declaración es la que más perjudica a
mi hermano -dijo Aliocha.
-Yo creo que Mitia está verdaderamente trastornado
-declaró Gruchegnka, preocupada y en un tono misterioso-.
Hace tiempo que quería decirtelo, Aliocha. Voy a verlo todos
los días y esto desconcertada. Dime qué te parece a ti, qué
significan esas cosa raras que ahora dice y repite. Al principio
creí que se trataba d algo profundo y que estaba fuera de mis
alcances, pero hoy ha sido distinto: me ha hablado de un
«pequeñuelo». «¿Por qué es pobr esa criaturita? Por ella voy
a ir a Siberia. Yo no he matado a nadie pero es preciso que
vaya a Siberia.» ¿A qué criaturita se refiere. ¿Qué habrá
querido decir? No he comprendido absolutament nada. Me he
echado a llorar, y él ha llorado conmigo. Hemos llora do los
dos, y él me ha besado y hecho sobre mí la señal de la cruz
¿Qué significa esto, Aliocha? ¿Quién es esa «criaturita»?
-Rakitine lo visita casi a diario -dijo Aliocha sonriendo. Pero
esto no es cosa de Rakitine. Ayer no fui a ver a Mitia. Iré hoy.
-El que lo trastorna no es Rakitka, sino Iván Fiodorovitch
Ha ido a visitarlo y...
Gruchegnka enmudeció repentinamente. Aliocha la miró,
sorprendido.
-¿Cómo? ¿Iván va a verlo? Mitia me ha dicho que no lo ha
visto ni una sola vez.
-¡Qué tonta soy! -exclamó Gruchegnka, enrojeciendo-. Se
me ha ido la lengua... En fin, Aliocha, ya que he empezado, te
lo voy a contar todo. Iván ha ido dos veces a verle; la primera,
apena volvió de Moscú, y la segunda, hace ocho días. Lo ha
visitado a escondidas y ha prohibido a Mitia que te lo dijera.
Aliocha estuvo un momento pensativo. La noticia lo había
impresionado profundamente.
-Iván no me ha dicho nada de Mitia. Bien es verdad que
hablo poco con él. Cuando iba a verlo, tenía la impresión de
que no me recibía a gusto; por eso no he ido a visitarlo desde
hace tres semanas... ¿Dices que lo ha visto hace ocho
días?... Pues hace precisamente una semana que Mitia ha
cambiado.
-Sí -dijo con vehemencia Gruchegnka-. Tienen un secreto
Mitia me lo ha dicho. Es un secreto que lo atormenta. Antes
estaba siempre contento. Ahora sigue estándolo, pero cuando
empieza mover la cabeza, a ir de un lado a otro, a retorcerse
el pelo de la sienes, puedo decir con toda seguridad que está
agitado. Por otra parte, incluso hoy estaba a ratos contento.
-¿Has dicho que a veces está agitado?
-Sí; unas veces agitado y otras contento. Francamente,
Aliocha, tu hermano me sorprende. Sabiendo lo que le espera,
se echa reír a veces por cualquier minucia. Se diría que es un
niño.
-¿De modo que te ha prohibido hablar con Iván?
-Sí, pero a quien teme Mitia es a ti. Tienen un secreto: él
mismo me lo ha dicho... Aliocha, mi querido Aliocha: procura
saber qué secreto es ése y ven a decirmelo, para que yo
conozca mi maldita suerte. Para eso lo he llamado.
-¿Crees que ese secreto te afecta? Si fuera así, no te
habría hablado de él.
-Acaso no se atreve a decirmelo, y tampoco quiere dejar
de advertirme. Lo cierto es que tiene un secreto.
-En resumen, ¿tú qué opinas?
-Yo creo que todo ha terminado para mi. Tres personas se
han aliado en contra de mí. Katia forma parte del complot; es
el elemento principal. Mitia me previene con alusiones. Piensa
abandonarme: éste es el secreto. Mis tres enemigos son Mitia,
Katia a Iván Fiodorovitch. Hace ocho días, Mitia me dijo que
Iván está enamorado de Katia y que por eso va con tanta
frecuencia a su casa. ¿Es esto verdad, Aliocha? Contéstame
con franqueza.
-Iván no ama a Catalina Ivanovna. Créeme; nunca te en-
gañaré.
-Eso mismo pensé yo en seguida. Mitia miente
descaradamente. Y se muestra celoso para poder acusarme
cuando llegue el momento. Pero es demasiado imbécil, y
también demasiado franco, para saber disimular... ¡Me las
pagará!.. «¡Crees que yo soy el asesino!» Hasta esto se
atreve a reprocharme. ¡Que Dios lo perdone! Esa Katia se las
verá conmigo ante los jueces. ¡Lo contaré todo! ¡No me
callaré nada!
Se echó a llorar.
-Lo que te puedo asegurar, Gruchegnka -dijo Aliocha
levantándose-, es que Mitia te ama más que a nada en el
mundo. Y te ama sólo a ti. Puedes creerme; estoy
completamente seguro. Y ahora te advierto que no trataré de
arrancarle su secreto, y, si él me lo revela, le diré que te he
prometido ponerte al corriente a ti. En este caso, volveré hoy
mismo para informarte. Me parece que Catalina Ivanovna no
tiene ninguna relación con este asunto; el secreto debe de
referirse a otra cosa. Ya veremos. Adiós.
Aliocha le estrechó la mano. Gruchegnka seguía llorando.
Aliocha advirtió que su amiga no creía en sus palabras de
consuelo, pero lo cierto era que había conseguido aliviarla con
su efusiva sinceridad. Le daba pena dejarla en aquel estado,
pero se le hacía tarde: tenía aún muchas cosas que hacer.

CAPITULO II
EL PIE HINCHADO
Aliocha quería ir primero a casa de la señora de
Khokhlakov y terminar cuanto antes para no retrasar
demasiado su visita a Mitia. La señora de Khokhlakov estaba
indispuesta desde hacía una semana. Tenía un pie hinchado
y, si bien no guardaba cama, pasaba el día en su gabinete,
echada en una meridiana, envuelta en una elegante pero
decorosa bata casera. Aliocha había observado, con una
sonrisa inocente, que la señora de Khokhlakov coqueteaba, a
pesar de su enfermedad: lucía lazos, cintas y otros vistosos
adornos. Desde hacía dos meses, el joven Perkhotine la
visitaba con frecuencia. Aliocha no había ido a verla desde
hacía cuatro días. Al llegar se dirigió a las habitaciones de
Lise, que el día anterior había enviado a decirle que fuera a
verla sin pérdida de tiempo para tratar de un «asunto de gran
importancia». Esta visita interesaba a Aliocha por ciertas
razones. Pero mientras la doncella iba a anunciarlo, la señora
de Khokhlakov, enterada de su llegada, lo requirió «sólo para
un minuto». Aliocha consideró que lo mejor era atender en
seguida a la madre, ya que, de lo contrario, estaría mandán-
dole recados a cada momento. Tendida en la meridiana,
vestida como para una fiesta, daba muestras de viva
agitación. Acogió a Aliocha con gritos de entusiasmo.
-¡Hace un siglo que no lo veo! ¡Una semana entera! ¡Ah!
Sé que vino usted hace cuatro días, el miércoles pasado.
Ahora va usted a ver a Lise. Estoy segura de que habrá
entrado de puntillas para que yo no le oyese. ¡Si supiera usted
lo inquieta que estoy por ella, mi querido Alexei Fiodorovitch!
Esto es lo principal, pero ya hablaremos de ello después. Le
confío enteramente a mi Lise. Desaparecido el starets Zósimo,
que descanse en paz -y se santiguó-, usted es para mí un
asceta, aunque le sienta muy bien su nueva ropa. ¿Cómo ha
podido encontrar un sastre tan bueno en nuestra localidad?
Ya hablaremos de esto después; es un asunto sin
importancia. Perdóneme que me permita llámarlo de vez en
cuando, Aliocha. A una vieja como yo, todo se le puede
consentir.
Sonrió, coqueta, y continuó:
-Pero dejemos también esto para después. Lo que más me
interesa es no olvidarme de lo principal. Le ruego que me
avise si divago. Desde el momento en que Lise ha retirado su
promesa..., una promesa infantil, Alexei Fiodorovitch..., de
casarse con usted, habrá comprendido que su palabra fue un
capricho de muchacha enferma, de jovencita que ha
permanecido largo tiempo en un sillón. Gracias a Dios, ahora
ya puede andar. El nuevo médico que Katia ha hecho venir de
Moscú para el asunto de su infortunado hermano, al que
mañana... ¿Qué pasará mañana? Sólo de pensarlo, me siento
morir. Sobre todo, de curiosidad... El caso es que ese doctor
vino ayer a ver a Lise... Le pagué cincuenta rublos por la
visita. Pero esto no importa ahora. Como ve, me he armado
un lío. No sé por qué he de apresurarme. Ya no me acuerdo
de dónde estaba. Lo veo todo como una enredada madeja.
Temo enojarlo y que usted se vaya. No hablo con nadie más
que con usted... ¿Dónde tengo la cabeza, Dios santo? Ante
todo, hemos de tomar café. ¡Trae café, Julia!
Aliocha se apresuró a darle las gracias y a decirle que
acababa de tomarlo.
-¿Dónde?
-En casa de Agrafena Alejandrovna.
-¿Ha tomado café con esa mujer? Ella es la causante de
todo. Bien es verdad que he oído decir que su conducta actual
es irreprochable; pero ya es un poco tarde. Esa conducta
debió seguirla antes, cuando pudo serle de provecho. Ahora
ya no le sirve para nada. Cállese, Alexei Fiodorovitch, pues
tengo tantas cosas que decirle, que acabaré no diciendo
ninguna... ¡Ese horrible proceso!... Yo iré sin falta; estoy
dispuesta. Me llevarán en un sillón; puedo estar sentada. Ya
sabe que estoy citada como testigo. ¿Qué diré? Lo ignoro.
Hay que prestar juramento, ¿verdad?
-Sí, pero me parece que no podrá usted ir.
-Ya le he dicho que puedo estar sentada. ¡Oh, usted me
aturde! Ese proceso, ese acto salvaje, esas personas que se
van a Siberia, esas otras que se casan... ¡Y todo de prisa, de
prisa! Y al fin todo el mundo envejece y mira hacia la tumba...
¡Ay, qué fatigada me siento! Esa Katia, cette charmante
personne, me ha decepcionado. Se marchará con uno de sus
hermanos a Siberia; el otro la seguirá y se instalará en la
ciudad más próxima. Y todos ellos se amargarán la vida
mutuamente. Todo esto me tiene trastornada. Pero lo que
más me preocupa es la publicidad que se le ha dado. Se ha
hablado del asunto miles de veces en los periódicos de
Petersburgo y Moscú. E incluso se ha mezclado mi nombre
con el de los protagonistas del suceso. Se ha dicho que yo
era... una «buena amiga» de su hermano..., y digo «buena
amiga» para no repetir el vil calificativo que se me ha
aplicado.
-¡Es increíble! ¿Dónde se ha publicado eso?
-Lo va usted a ver. Ha aparecido en un periódico de
Petersburgo que recibí ayer. Se titula Sloukhi, Rumores...
Estos Rumores empezaron a publicarse hace meses. Como a
mi me encanta la murmuración, me suscribí. Y ya lo ve: he
quedado bien servida de rumores... Mire; aquí lo tiene; lea...
Entregó a Aliocha un periódico que sacó de debajo de la
almohada.
La señora de Khokhlakov no estaba indignada, sino
abatida. Como ella misma había dicho, en su cerebro reinaba
la más completa confusión. El suelto era un buen ejemplo de
murmuración periodística, y se comprendía que la hubiera
impresionado. Pero, afortunadamente, en aquel momento era
incapaz de concentrarse en nada; podía incluso olvidarse del
periódico y pasar a otra cosa.
Aliocha estaba al corriente desde hacía tiempo de la
resonancia que había adquirido el asunto en toda Rusia, y
sólo Dios sabe las noticias imaginarias que, entre otras
verídicas, había tenido ocasión de leer en los dos meses
últimos sobre su hermano, sobre todos los Karamazov y
acerca de él mismo. Un periódico incluso llegó a decir que
Aliocha, aterrado por el crimen de su hermano, se había
recluido en un convento. Otro desmentía este rumor y
afirmaba que, en alianza con el starets Zósimo, había
fracturado la caja del monasterio, tras lo cual se había dado a
la fuga.
El suelto publicado en Sloukhi se titulaba: «Noticias de
Skotoprigonievsk (éste es el nombre, que hemos ocultado
hasta ahora, de la localidad en cuestión) sobre el proceso
Karamazov.» La noticia era breve y el nombre de la señora de
Khokhlakov no figuraba en ella. Se decía simplemente que el
criminal al que se estaba a punto de juzgar con tanta
ceremonia era un capitán retirado, insolente, holgazán y
partidario de la esclavitud; que tenía enredos amorosos y
contaba con la influencia de « ciertas damas a las que pesaba
su soledad». Una de ellas, «viuda abrumada por el tedio» y
que pretendía ser joven aunque tenía una hija mayor se había
encaprichado de él hasta el extremo de ofrecerle, dos horas
antes del crimen, tres mil rublos para partir en su compañía
hacia las minas de oro. Pero el desalmado había preferido
procurarse los tres mil rublos matando a su padre -contaba
con la impunidad- que pasear por Siberia los encantos
cuadragenarios de la dama. El alegre suelto terminaba,
¿cómo no?, con palabras de noble indignación contra la
inmoralidad del parricida y de la servidumbre. Después de
haber leído la noticia atentamente, Aliocha dobló el periódico y
se lo devolvió a la señora de Khokhlakov.
-Como usted ve -dijo la dama-, el corresponsal se refiere a
mí. En efecto, poco antes del crimen le aconsejé que se fuera
a las minas de oro. ¿Pero quiere esto decir que le ofreciera
mis «encantos cuadragenarios», como afirma ese informador?
¡Que el Juez Soberano le perdone esta calumnia como se la
perdono yo! ¿Pero sabe usted de dónde ha salido todo esto?
De su amigo Rakitine.
-Es posible -convino Aliocha-. Pero yo no he oído decir
nada sobre ello.
-No me cabe duda de que todo ha sido cosa suya. Por
algo le eché de mi casa. ¿Está usted enterado de esto?
-Sé que usted rogó que dejara de visitarla, pero los
motivos exactos los ignoro. Por lo menos, no los sé por usted.
-Entonces, lo sabe por él. Por lo visto, va hablando mal de
mí.
-En efecto; pero hay que tener en cuenta que él habla mal
de todo el mundo. Rakitine no me ha dicho por qué lo echó
usted de casa. Hablo con él raras veces. No somos amigos.
-Bien. Se lo voy a contar todo. Hay un punto sobre el que
estoy arrepentida, porque me siento culpable. ¡Claro que es
un detalle insignificante!
La señora de Khokhlakov adoptó un aire juvenil y dejó
escapar una sonrisa enigmática.
-Yo sospecho que... Le advierto que le hablo como una
madre... No, no; todo lo contrario: le hablo como una hija,
pues una madre no pinta nada aquí... Mejor dicho, le hablo
como le hablaría al starets Zósimo en confesión. La
comparación es exacta, ya que acabo de llamarle asceta...
Pues bien, he aquí que ese pobre muchacho... ¡Ah, no puedo
enojarme con él!... En fin, en una palabra, ese atolondrado
creyó..., por lo menos así me parece..., enamorarse de mí. Yo
no me di cuenta de ello hasta algún tiempo después, hasta
hace un mes aproximadamente. Entonces fue cuando empezó
a visitarme con frecuencia. Antes ya nos conocíamos. Total,
que yo no sospechaba nada, y de pronto tuve como un relám-
pago de clarividencia... Ya sabe usted que hace unos dos
meses empecé a recibir en mi casa a Piotr Ilitch Perkhotine,
ese hombre joven, cortés y modesto que es funcionario y
desempeña su cargo en nuestra localidad. Usted se ha
encontrado con él más de una vez. ¿Verdad que es un
hombre inteligente y que va siempre bien vestido? A mí me
encanta la juventud, Aliocha, cuando en ella se reúnen las dos
cualidades de talento y modestia, como en usted... Perkhotine
es poco menos que un hombre de Estado; hay que ver cómo
habla. Lo recomendaría a cualquiera sin vacilar. Es un futuro
diplomático. Aquel fatidico día casi me salvó la vida al venir a
verme por la noche. En cambio, Rakitine va siempre
arrastrando sus pesados zapatos por las alfombras... Bueno,
el caso es que un día empezó a hacer ciertas alusiones. Una
vez, mientras charlábamos, me apretó la mano con fuerza.
Desde entonces tengo el pie malo. Ya se había encontrado
con Piotr Ilitch én mi casa, y siempre, no sé por qué, sin
motivo alguno, hablaba mal de él, lo censuraba
implacablemente. Yo me limitaba a observarlos a los dos,
riendo para mis adentros y preguntándome cómo terminaría la
cosa. Un día en que me hallaba sola, más que sentada,
echada, Mikhail Ivanovitch vino a verme, ¿y sabe usted lo que
me trajo? Unos versos. Eran muy cortos y se referían a la
enfermedad de mi pie. Escuche... ¿Cómo eran?... Me parece
que...

»Ese piececito encantador


está un poco hinchado...
»o algo parecido. No me acuerdo bien. Los tengo allí; ya
se los enseñaré. Son muy bonitos. No hablan de mi pie
solamente. Son muy decentes y tienen un algo delicioso que
en este momento no recuerdo. En fin, que son dignos de
figurar en un álbum. Naturalmente, le di las gracias, y él se
sintió halagado. Aún no había terminado de dárselas, cuando
entró Piotr Ilitch. Mikhail Ivanovitch se puso tan sombrío como
la noche. Adverti que Piotr Ilitch le molestaba. Mikhail
Ivanovitch quería decirme algo, no cabía duda, después de
leerme los versos..., sí, lo presentí, y he aquí que en ese
momento entra Piotr Ilitch. Yo mostré a éste los versos sin
decir de quién eran, pero él lo supuso en el acto, estoy
segura, aunque lo ha negado siempre. Piotr Ilitch se echó a
reir y empezó a criticar. Los versos eran malos; parecían
escritos por un seminarista audaz. Entonces su amigo, en vez
de echarse a reír, se encolerizó. ¡Dios mío, creí que iban a
llegar a las manos!
»-Son míos -dijo el autor-. Los he escrito por puro entrete-
nimiento, pues a mí me parece ridículo escribir versos... Pero
éstos son buenos. Se quiere levantar una estatua a Pushkin
por haber cantado los pies de las mujeres. Mis versos tienen
un matiz moral. Usted, en cambio, no es más que un
reaccionario, un ser refractario al progreso de la humanidad,
ajeno a la evolución de las ideas, un burócrata que toma
propinas.
»Entonces yo empecé a gritar, a suplicarles que se
reportaran. Piotr Ilitch, bien lo sabe usted, no es un hombre
asustadizo. Adoptó una actitud digna, lo miró irónicamente y le
presentó excusas.
»-Ignoraba que fuera usted el autor -le dijo-. De lo contra-
rio, me habría expresado de otro modo: habría alabado sus
versos. Sé que los poetas son personas irascibles.
»En resumen, ironías expresadas con toda seriedad. Él
mismo me confesó más tarde que ironizaba, pero yo me dejé
engañar. Entonces yo estaba echada como estoy ahora y
pensaba: “¿Debo poner en la calle a Mikhail Ivanovitch por las
palabras groseras que , ha dirigido a un amigo mío en mi
casa?” Puede creerme: estaba echada, con los ojos cerrados
y sin conseguir tomar una decisión. Estaba desesperada, mi
corazón latía con violencia. ¿Debía gritar o no debía gritar?
Una voz me decía: “Grita.” Y otra me aconsejaba: “No grites.”
Apenas oí esta segunda voz, empecé a gritar. Después perdí
el conocimiento. Naturalmente, fue una escena espantosa. De
pronto me levanté y dije a Mikhail Ivanovitch:
»-Lo lamento mucho, pero no quiero volver a verlo en mi
casa.
ȃstas fueron las palabras con que lo puse en la calle.
¡Oh, Alexei Fiodorovitch! Sé muy bien que obré mal. Mentí: yo
no estaba enojada contra él. Le despedí porque me pareció
que la escena era muy apropiada a la situación... Desde
luego, fue una escena muy natural, pues yo lloraba de veras,
a incluso estuve varios días llorando. Al fin, un día después
del desayuno me olvidé de todo. Hacía dos semanas que su
amigo había dejado de visitarme. Yo me preguntaba: “¿Será
posible que no vuelve más?” Esto fue ayer. Y he aquí que
ayer mismo, por la tarde, recibí este ejemplar de Rumores. Lo
leí y me quedé boquiabierta. ¿De dónde habría salido la
noticia?... ¡De él! Apenas volvió a su casa, escribió esto y lo
mandó al periódico. Reconozco que hablo átolondradamente,
Aliocha; pero no lo puedo remediar...
-Se me va a hacer tarde para ir a ver a mi hermano
-balbució Aliocha.
-Eso me recuerda una pregunta que quería hacerle.
Digame: ¿qué es la obsesión?
-¿A qué obsesión se refiere? -preguntó Aliocha, sor-
prendido.
-A la obsesión judicial, esa obsesión que da lugar a que
todo se perdone. Cualquiera que sea el delito que uno
comete, se le perdona.
-¿Por qué me hace esa pregunta?
-Se lo explicaré. Esa Katia es una criatura encantadora,
pero ignoro de quién está enamorada. Estuvo aquí el otro día
y no lo pude averiguar. Se limita a hablar en términos
generales y especialmente de mi salud. Incluso adopta cierto
tonillo afectado. Y yo me he dicho: «¡Alabado sea Dios!»...
Bueno, volvamos a la obsesión. Ya sabe que ha venido de
Moscú un doctor. Tiene que saberlo, puesto que lo ha traído
usted... No, no: lo ha traído Katia. ¡Ah, siempre esa Katia!
Bueno, a lo que íbamos. Un hombre es normal, pero de pronto
sufre una obsesión; su lucidez era completa, se daba perfecta
cuenta de sus actos, pero sufre una obsesión. Pues bien, esto
es seguramente lo que le ha ocurrido a Dmitri Fiodorovitch. Es
un descubrimiento y una ventaja de la nueva justicia. Ese
doctor vino a visitarme y me hizo una serie de preguntas
relacionadas con la noche fatídica, o sea sobre las minas de
oro. «¿Cómo estaba entonces el acusado?» Yo le dije que no
cabía duda de que estaba bajo los efectos de una obsesión.
Esto era seguro, pues gritaba: « ¡Quiero dinero, quiero dinero!
¡Déme tres mil rublos!» Y después se marchó y cometió el
asesinato. « ¡No quiero matar! ¡No quiero matar!», decía. Y,
sin embargo, mató. Pero, aunque tratara, se le perdonará por
su deseo de no matar.
-Es que él no mató -replicó en el acto Aliocha, cuya agita-
ción a impaciencia iban en aumento.
-Ya lo sé. El asesino fue el viejo Grigori.
-¿Grigori?
-Sí, fue Grigori. Estuvo un rato sin conocimiento a causa
del golpe que le propinó Dmitri Fiodorovitch.
-¿Pero por qué?
-Obró bajo el imperativo de una obsesión. Al volver en sí
después de haber recibido el golpe en la cabeza, la obsesión
le impulsó a cometer el crimen. Él dice que no lo cometió,
pero puede ser que lo cometiera y no se acuerde... Pero, bien
mirado, sería preferible que lo hubiera cometido Dmitri
Fiodorovitch... Sí, aunque estoy acusando a Grigori,
seguramente fue Dmitri el autor del delito, y esto es mejor,
mucho mejor. Esto no quiere decir que yo apruebe que los
hijos maten a sus padres. Por el contrario, creo que los hijos
deben respetar a los autores de sus días. Pero es preferible
que el culpable sea Dmitri, ya que en este caso no tendrá
usted que preocuparse, puesto que habrá cometido el crimen
inconscientemente, o tal vez conscientemente, pero sin saber
por qué razón... Se le debe absolver, sería un acto
humanitario, un ejemplo de los beneficios que se desprenden
de la nueva justicia. Yo no sabía nada de esto. Me han dicho
que es cosa antigua, pero yo no me enteré hasta ayer. Y me
sentí tan impresionada, que de buena gana habría enviado en
su busca en seguida. Si se le absuelve, lo invitaré a comer sin
pérdida de tiempo, invitaré también a todas mis amistades y
beberemos a la salud de los nuevos jueces. No creo que
Dmitri sea peligroso; además, seremos tantos, que se le
podría meter en cintura fácilmente si intentara cometer alguna
locura. Andando el tiempo, podrá ser juez de paz o algo
parecido, ya que los mejores magistrados son aquellos que
han sufrido adversidades. El caso es que hoy en día no hay
nadie que no tenga obsesiones. Las tiene usted, las tengo yo,
y tantos y tantos otros... Un individuo se dispone a cantar una
canción. De pronto, ve algo que lo enoja, empuña una pistola
y mata al primero que llega. A este individuo se le absuelve.
Lo he leído hace poco, y todos los doctores lo han confirmado.
Ahora lo confirman todo. También Lise tiene obsesiones. Me
hizo llorar ayer y anteayer. Hoy he comprendido que todo se
debía a una simple obsesión... ¡Oh! Lise me preocupa mucho.
A veces creo que ha perdido la razón. ¿Para qué le ha hecho
venir? ¿O acaso ha venido por propia iniciativa?
-Lise me ha llamado y voy a ver qué quiere -dijo Aliocha
resueltamente y poniéndose en pie.
La señora de Khokhlakov se echó a llorar.
-Hemos llegado al punto principal, mi querido Alexei Fiodo-
rovitch. Bien sabe Dios que le confío sinceramente a Lise, y
no me importa que le haya llamado a usted sin decirmelo. En
cambio, a su hermano Iván..., usted me perdonará, pero no
puedo confiarle así a mi hija, aunque lo considero como un
ejemplo de caballerosidad entre los jóvenes de hoy. ¿Sabe
usted que vino a ver a Lise sin que yo me enterase?
-¿Es posible? ¿Cuándo? -exclamó Aliocha, estupefacto.
-Se lo voy a contar todo. Aunque no me acuerdo bien, creo
que por esto le he hecho venir. Iván Fiodorovitch me había
visitado dos veces desde que llegó de Moscú. Primero vino
simplemente para saludarme. La segunda visita ha sido
reciente. Katia estaba aqui y él lo supo. Le advierto que yo no
deseaba ver en mi casa con frecuencia a un hombre que
tiene tan graves problemas con su hermano, vous comprenez,
cette affaire et la mort terrible de votre papa. Pero, de pronto,
supe que había venido nuevamente. Vino hace seis días, y no
a verme a mi, sino a ver a Lise, con la que estuvo cinco
minutos. Me enteré tres días después por una de mis sir-
vientas. La noticia me impresionó. Llamé en seguida a Lise,
que se echó a reír.
»-Creyó que estabas durmiendo -me explicó-. Vino a pre-
guntar por ti.
»Seguro que dijo la verdad. ¡Pero qué pena me da Lise,
Dios mío! Hace cuatro días, por la noche, después de verlo a
usted, tuvo un ataque de nervios. Gritaba, gemía... ¿Por qué
no tendré yo nunca ataques de nervios? Al día siguiente y al
otro se repitieron los ataques. Y ayer, la obsesión de que le he
hablado. De pronto, empezó a gritar:
»-¡Detesto a Iván Fiodorovitch! ¡Te exijo que no lo vuelvas
a recibir, que le prohíbas la entrada en esta casa!
»Yo le contesté, estupefacta:
»-¿Por qué tratar así a un joven que reúne tantos méritos,
tan culto y además, tan desgraciado?
»Pues todas estas complicaciones son una desgracia más
que otra cosa, ¿no le parece? Ella se echó a reír al oír mis
palabras, se echó a reír con risa hiriente. Yo me alegré: creí
que la había divertido y que los ataques cesarían. Por otra
parte, yo había pensado poner, por mi propia iniciativa, punto
final a las extrañas visitas que Iván Fiodorovitch había iniciado
sin mi permiso. También me había propuesto pedirle
explicaciones. Esta mañana, al despertar, Lise se ha enojado
con Julia hasta el extremo de abofetearla. Comprenderá usted
que esto es monstruoso. Yo trato de “usted” a mis sirvientas.
Media hora después, mi hija abrazaba a Julia y le besaba los
pies. Me envió a decir que no la esperase, que nunca más
vendría a verme, y cuando fui, poco menos que
arrastrándome, a sus habitaciones, se echó a llorar y me
cubrió de besos. Después me empujó hacia la puerta sin decir
palabra, de modo que no pude enterarme de nada. Ahora,
querido Alexei Fiodorovitch, pongo todas mis esperanzas en
usted. Mi destino está en sus manos. Le ruego que vaya a ver
a Lise y aclare todo esto, como sólo usted sabe hacerlo, y
luego haga el favor de venir a contármelo a mi, a la madre.
Pues le aseguro a usted que si esto continúa me moriré o
dejaré esta casa. No puedo más. Tengo mucha paciencia,
pero podría perderla, y si la perdiese..., si la perdiese..., ¡ah,
sería terrible!
De pronto, al ver entrar a Piotr Ilitch Perkhotine, exclamó
radiante de alegría:
-¡Gracias a Dios que llega usted, Piotr Ilitch! Se ha
retrasado bastante... Bueno, siéntese y hable.. ¿Qué dice
nuestro abogado?... ¿Adónde va, Alexei Fiodorovitch?
-A ver a Lise.
-¡Ah, si! Le suplico que no se olvide de mi encargo. Está
en juego mi destino.
-No lo olvidaré... Es decir, si es posible, pues voy a ver a
su hija con gran retraso -murmuró Aliocha mientras se
alejaba.
-No admito ese «si es posible» ; ha de venir sin falta -gritó
a su espaldas la señora de Khokhlakov-. ¡Si no viene, me
moriré!
Pero Aliocha había desaparecido ya.

CAPITULO III
UN DIABLILLO
Encontró a Lise recostada en el sillón en que la
transportaban cuando no podía andar. Lise no se levantó al
verlo aparecer, pero lo taladró con una mirada penetrante y
ardiente. Aliocha se asombró del cambio que se había
operado en ella desde que la había visto por última vez tres
días atrás. Había adelgazado. Lise no le tendió la mano.
Aliocha rozó con la suya los frágiles dedos, inmóviles sobre el
vestido, y se sentó frente a ella sin decir palabra.
-Ya sé que tiene usted prisa -dijo de súbito Lise-. Ha de ir a
la cárcel y mi madre lo ha retenido durante dos horas. Le ha
hablado de Julia y de mí.
-¿Cómo lo sabe?
-Lo he escuchado. ¿Por qué me mira usted así? Cuando
quiero, escucho, pues no hay ningún mal en ello. No voy a
pedir perdón por tan poca cosa.
-¿Está molesta por algo?
-Nada de eso: me siento perfectamente bien. Hace un
momento estaba pensando por enésima vez lo acertada que
estuve al retirar la palabra de matrimonio que le di. Usted no
me conviene como marido. Si me casara con usted y le
pidiera que llevara una misiva a un pretendiente mío, usted lo
haría, e incluso me traería la respuesta. Y, cuando tuviera
cuarenta años, seguiría sirviéndome de cartero para cartas de
esta índole.
Y se echó a reír.
-Hay en usted algo maligno a la vez que ingenuo -dijo Alio-
cha sonriendo.
-Precisamente porque soy ingenua no siento vergüenza
ante usted. No sólo no siento vergüenza, sino que no quiero
sentirla. Oiga, Aliocha: ¿por qué no lo respetaré a usted? Lo
aprecio mucho, pero no lo respeto. Si lo respetara, no le
podría hablar sin avergonzarme, ¿no le parece?
-Sí.
-Entonces, ¿cree usted que su persona no me inspira ver-
güenza?
-No, no lo creo.
Lise se volvió a echar a reír nerviosamente. Hablaba muy
de prisa.
-He enviado unos bombones a su hermano Dmitri, a la
cárcel. ¡Oh, Aliocha! ¡Qué amable es usted! Siempre le querré
por haberme permitido con tanta facilidad dejar de quererlo.
-¿Para qué me ha hecho venir?
-Para hablarle de un deseo que se ha adueñado de mí.
Ansío que alguien me haga sufrir; que se case conmigo, me
torture, me engañe y, al fin, me abandone. No quiero ser feliz.
-¿Está enamorada del desorden?
-Sí, me gusta el desorden. Quisiera prender fuego a la
casa. Me parece estar viendo la escena. Le prendo fuego
disimuladamente, sin que nadie lo advierta. Se lucha por
apagar el incendio. La casa arde. Yo sé por qué arde, pero me
callo. ¡Ah, qué estupidez! ¡Y qué horror!
Hizo un gesto de repugnancia.
-Usted vive como una persona rica -dijo Aliocha en voz
baja.
-¿Acaso es mejor vivir como pobre?
-Si.
-Eso se lo dijo su difunto starets, ¿verdad? Aunque sólo yo
fuera rica y todos los demás pobres, comería golosinas,
bebería licores y no invitaría a nadie. ¡No, no hable; no diga
nada! -exclamó levantando la mano, aunque Aliocha no había
abierto la boca-. Eso ya me lo ha dicho muchas veces; lo sé
de memoria... ¡Qué fastidio! Si yo fuera pobre, mataría a
alguien..., y acaso mate siendo rica... ¡No se mortifique!...
Quiero segar, segar campos de trigo... Seré su esposa y usted
se convertirá en un campesino, en un verdadero campesino...
Y tendremos un caballo, ¿no le parece? ¿Conoce usted a
Kalganov?
-Sí.
-Sueña despierto. Dice: «¿Para qué vivir? Es preferible so-
ñar.» Se pueden soñar las cosas más alegres; la vida, en
cambio, es un fastidio... Pronto se casará. A mí también se me
ha declarado. ¿Usted sabe hacer bailar una peonza?
-Sí.
-Pues él es como una peonza. Hay que ponerlo en
movimiento, lanzarlo y no dejarlo parar. Si me caso con él, lo
estaré haciendo bailar toda la vida. ¿Le da vergüenza estar
conmigo?
-No.
-Usted está disgustado conmigo porque no hablo de cosas
santas. Yo no quiero ser santa. ¿Cómo se castiga en el otro
mundo el pecado más grave? Usted ha de estar bien
enterado.
-Dios condena -dijo Aliocha, mirándola fijamente.
-Eso es lo que quiero. Llegaré, me condenarán y me
echaré a reír en la cara de todos. Quiero, deseo vivamente
prender fuego a la casa, Aliocha, ¡a mi casa! ¿No me cree
usted?
-¿Por qué no he de creerla? Hay niños que a los doce
años sienten la necesidad de prender fuego a algo y lo
prenden. Es una especie de enfermedad.
-No es cierto, no es cierto. Hay muchos niños así, pero el
motivo es otro.
-Usted confunde el mal con el bien. Es un estado anormal
pasajero, que procede sin duda de su reciente enfermedad.
-Usted me menosprecia. Yo no quiero hacer ningún bien,
sencillamente; quiero obrar mal. No hay ninguna enfermedad
en esto.
-¿Qué adelantará usted obrando mal?
-Destruirlo todo. ¡Cómo me gustaría destruirlo todo! Huya,
Aliocha. A veces me acomete el deseo de hacer grandes
males, las cosas más viles, durante largo tiempo, a
escondidas... De pronto, todos se enterarán, me rodearán y
me señalarán con el dedo. Y yo los miraré a la cara. Será muy
agradable. ¿Por qué me será tan agradable, Aliocha?
-A veces se siente la necesidad de destruir algo bueno, de
prender fuego a algo, como usted acaba de decir. Sí, eso
suele suceder.
-No me contentaré con decirlo: lo haré.
-Lo creo.
-¡Ah, cuánto le agradezco esas palabras! uLo creo»... Y
estoy segura de que lo cree, porque usted no miente nunca.
Pero acaso suponga que digo todo esto con el único fin de
mortificarlo.
-No, no he pensado en ello..., aunque reconozco que es
usted capaz de sentir esa necesidad.
-Hasta cierto punto, la siento -y añadió con un vivo
resplandor en la mirada-: A usted no le miento nunca.
Lo que más impresionaba a Aliocha era la seriedad con
que hablaba Lise. No había la menor sombra de malicia ni de
burla en su rostro, siendo así que otras veces, incluso en los
momentos más graves, conservaba la alegría.
-Hay momentos en que el hombre se siente atraído hacia
el crimen -dijo Aliocha, pensativo.
-Cierto; yo pienso como usted. Todo el mundo se siente
inclinado al crimen, pero no sólo en algunos momentos, sino
siempre. A mí me parece que debió de celebrarse alguna vez
una asamblea general para tratar de este asunto, y se llegó al
acuerdo de mentir. Desde entonces todos mienten: dicen que
odian el mal, y lo quieren en sí mismos.
-Usted sigue leyendo malos libros.
-Si. Mi madre se los esconde debajo de la almohada, pero
yo se los quito.
-¿No se da usted cuenta de que se está destruyendo a si
misma?
-Quiero destruirme. En nuestra ciudad hay un chico que se
echó entre los raíles y esperó a que le pasara un tren por
encima. Lo envidio. Escuche: se va a juzgar a su hermano por
haber matado a su padre. Pues bien, todo el mundo está
contento de que lo haya matado.
-¿Contento de que haya matado a su padre?
-Sí, todos están contentos. Dicen que es espantoso, pero
en el fondo están contentísimos. Y yo la primera.
-En sus palabras hay algo de verdad -dijo lentamente
Aliocha.
-¡Oh, qué ideas tan magníficas tiene usted! -exclamó Lise,
entusiasmada-. ¡Y el que habla así es un monje! ¡No sabe
usted cuánto lo respeto, Aliocha! ¡Usted no miente jamás!
Oiga, quiero contarle algo ridículo: a veces, en sueños, veo a
los demonios. Es de noche. Estoy sola en mi habitación,
donde arde una vela. De pronto, salen los diablos de todos los
rincones y de debajo de la mesa. Abren la puerta. Allí hay
muchos más, que desean entrar para apresarme. Ya avanzan,
ya se arrojan sobre mí. Pero me santiguo, y todos retroceden
aterrados. No se van, se quedan en los rincones y en la
puerta. De pronto, siento un irresistible deseo de blasfemar;
empiezo a hacerlo y ellos avanzan en masa, alegremente. De
nuevo ponen sus manos sobre mi; pero yo vuelvo a santi-
guarme y todos vuelven a retroceder. Es tan divertido, tan
emocionante, que pierdo la respiración.
-Yo también he tenido ese sueño -dijo Aliocha.
-¿Es posible? -exclamó Lise, asombrada-. Oiga, Aliocha;
no bromee; esto es muy importante. ¿Puede ser que dos
personas tengan un mismo sueño?
-Sí, puede ser.
-Le repito que esto es muy serio, Aliocha -dijo Lise en el
colmo de la sorpresa-. No es el sueño lo que importa, sino el
hecho de que usted haya tenido el mismo sueño que yo.
Usted que no miente nunca, no miente ahora. ¿Habla en
serio? ¿No bromea?
-Hablo completamente en serio.
Lise estaba atónita. Guardó silencio un instante.
-Aliocha -dijo en tono suplicante-, venga a verme con más
frecuencia.
-Vendré siempre, toda la vida -respondió firmemente
Aliocha.
-No puedo confiar en nadie más que en usted; usted es la
única persona del mundo en quien puedo confiar. Le hablo
con más sinceridad que a mí misma. No siento ninguna
vergüenza ante usted, Aliocha, ninguna. ¿Por qué será?
Aliocha, ¿es verdad que los judíos roban y estrangulan niños
en las Pascuas?
-No lo sé.
-Yo tengo un libro donde se explica un proceso contra un
judío que, después de cortar los dedos a un niño de cuatro
años, lo clavó, lo crucificó en una pared. El culpable declaró
ante el tribunal que el niño murió rápidamente, al cabo de
cuatro horas. En verdad, es una muerte rápida. El niño no
cesaba de gemir, mientras el asesino permanecía ante él,
contemplándolo. ¡Esto está bien!
-¿Bien?
-Sí. A veces me imagino que soy yo quien lo ha
crucificado. El niño gime. Yo me siento ante él y me pongo a
comer compota de piña. Es un dulce que me gusta mucho. ¿A
usted no?
Aliocha la miraba en silencio. De pronto, el rostro, de un
amarillo pálido, de Lise se transfiguró y sus ojos llamearon.
-Después de haber leido esa historia, me pasé llorando
toda la noche. Creía oír los gritos y los lamentos del niño.
¿Cómo no había de gritar si sólo tenía cuatro años? Y la idea
de la compota no se apartaba de mi pensamiento. A la
mañana siguiente envié una carta a cierta persona, rogándole
que viniera a verme sin falta. Vino y le conté todo lo referente
al niño y a la compota, absolutamente todo. Luego le dije: «
Esto está bien.» Él se echó a reír. Le pareció que, en efecto,
estaba bien. Luego, al cabo de cinco minutos, se marchó.
¿Obró así porque me despreciaba? Diga, Aliocha: ¿cree usted
que me despreciaba?
Se irguió en su sillón. Sus ojos centelleaban. Perdiendo la
calma, Aliocha preguntó:
-¿De modo que usted llamó a esa «cierta persona»?
-Sí.
-¿Le envió la carta?
-Sí.
-¿Lo hizo venir para contarle lo del niño?
-No precisamente para eso pero cuando lo vi entrar se lo
conté. Él se echó a reír y luego se fue.
-Obró sinceramente -dijo Aliocha con calma.
-¿Pero cree usted que me despreció? Ya le he dicho que
se echó a reír.
-No la despreció. A lo mejor, también él admite lo de la
compota de piña. Está muy enfermo, Lise.
-Sí, admite lo de la compota -afirmó Lise con ojos fulgu-
rantes.
-No desprecia a nadie -dijo Aliocha-. Pero tampoco confía
en nadie. Y yo me digo que si no confía, desprecia.
-¿También a mí?
-También a usted.
-En eso hay un bien -exclamó Lise, furiosa-. Cuando se
marchó riéndose, advertí que en el desprecio había algo
bueno. Tener los dedos cortados como ese niño es un bien;
ser despreciado es igualmente un bien.
Miró a Aliocha con una sonrisita aviesa.
-Oiga, Aliocha, yo querría... ¡Oh, sálveme!
Se irguió, se inclinó hacia él, lo estrechó en sus brazos.
-¡Sálveme! -gimió-. ¡A nadie le he dicho lo que acabo de
decirle a usted! ¡He dicho la verdad, la pura verdad! Todo me
es ingrato. ¡Me mataré, no quiero vivir! ¡Todo me inspira
aversión, todo! ¡Oh Aliocha! ¿Por qué no me quiere usted?
¿Por qué no me quiere ni siquiera un poco?
-¡Pero si yo la quiero! -dijo Aliocha con vehemencia.
-¿Me llorará usted?
-Sí.
-¿Pero no sólo porque no he querido casarme con usted,
sino por todo?
-Sí.
-Gracias. Me basta con sus lágrimas. Y que todos,
absolutamente todos los demás, me torturen y me pisoteen.
No quiero a nadie. ¿Lo oye? ¡A nadie! Por el contrario, los
odio a todos... Y ahora váyase a ver a su hermano. Ya es hora
de que se vaya.
Se retiró; ya no lo aprisionaba con sus brazos.
-No puedo dejarla en ese estado -dijo Aliocha, inquieto.
-Vaya a ver a su hermano. Se le hace tarde; no lo van a
dejar entrar. Aquí tiene su sombrero. ¡Váyase, váyase! Dé un
beso a Mitia de mi parte.
Empujó a Aliocha hacia la puerta. Él la miraba, apenado y
perplejo. En esto notó que Lise ponía en su mano un papel
doblado. Vio que era un sobre cerrado y leyó este nombre en
él: «Iván Fiodorovitch Karamazov.» Luego dirigió una rápida
mirada a Lise. Y vio que en su semblante había una sombra
de amenaza.
-¡No deje de entregárselo! -exclamó con una exaltación
que la hacía temblar-. ¡Lo ha de recibir hoy mismo, en
seguida! ¡Si no lo recibe, me envenenaré! Por eso lo he hecho
venir.
Y le echó la puerta a la cara. Aliocha se guardó la carta en
el bolsillo y se dirigió a la salida, sin despedirse de la señora
de Khokhlákov, de la que ni siquiera se acordaba.
Cuando Aliocha hubo desaparecido, Lise entreabrió la
puerta, puso un dedo en la abertura y volvió a cerrar con
todas sus fuerzas. Luego retiró la mano, y, lentamente, fue a
sentarse en su sillón. Se miró el dedo ennegrecido y
manchado de la sangre que salía de debajo de la uña. Los
labios le temblaban. Se dijo a sí misma una y otra vez:
-Vil, vil, vil...
CAPÍTULO IV
EL HIMNO Y EL SECRETO
Era ya tarde (y los días son cortos en noviembre) cuando
Aliocha llamó a la puerta de la cárcel. Anochecía, pero él
estaba seguro de que le permitirían entrar. En nuestra
pequeña ciudad ocurría lo que ocurre en todas. Al principio,
una vez instruido el sumario, las entrevistas de Mitia, tanto
con sus familiares como con los demás visitantes, se
celebraban con arreglo a las normas establecidas. Pero
pronto se exceptuaron de estas formalidades a algunos de los
que iban a verlo asiduamente. Éstos llegaron a poder
conversar con el preso sin trabas de ninguna índole. Bien es
verdad que eran sólo tres los que gozaban de estas licencias:
Gruchegnka, Aliocha y Rakitine.
El ispravnik Mikhail Makarovitch miraba con buenos ojos a
Gruchegnka. Estaba arrepentido de la dureza con que le
había hablado en Mokroie. Después, cuando estuvo bien
informado de todo, su juicio sobre la joven había cambiado
por completo. Por otra parte, aunque parezca extraño, aun
estando seguro de que Mitia era culpable, lo trataba con cierta
indulgencia desde que estaba encarcelado. Se decía: «Tal
vez no tenga mal fondo; puede ser que el alcohol y la
disipación lo hayan perdido.» En su alma había sucedido la
piedad al horror. El ispravnik tenía gran afecto a Aliocha, al
que conocía desde hacia mucho tiempo. Rakitine, otro de los
que visitaban con frecuencia al preso, tenía gran amistad con
las «señoritas del ispravnik», como él las llamaba. Además,
daba lecciones en casa del inspector de la cárcel, viejo
bonachón, aunque militar riguroso. Aliocha conocía desde
hacía tiempo a este inspector, para el que no había nada
mejor que él acerca de la «suprema sabiduría». El viejo
respetaba, a incluso temía, a Iván Fiodorovitch, y
especialmente a sus razonamientos, aunque también él era
un gran filósofo... a su manera. Por Aliocha sentía una
simpatía profunda. Llevaba un año estudiando los Evangelios
apócrifos y daba cuenta de sus impresiones a su joven amigo.
Cuando Aliocha estaba en el monasterio, iba a verle y estaba
horas enteras conversando con él y con los religiosos. O sea,
que si Aliocha llegaba demasiado tarde a la cárcel, pasaba
antes por casa del inspector, y todo arreglado. Por otra parte,
todo el personal, hasta el último guardián, estaba
acostumbrado a verlo. El centinela, por supuesto, no le ponía
ninguna dificultad: sabía que tenía el pase reglamentario, y
esto le bastaba. Cuando alguien preguntaba por Mitia, éste
bajaba al locutorio.
Al entrar en esta pieza, Aliocha vio que Rakitine se estaba
despidiendo de su hermano. Los dos hablaban en voz alta.
Mitia se reía y el otro parecía malhumorado. Sobre todo
últimamente a Rakitine le desagradaba encontrarse con
Aliocha. Hablaba poco con él a incluso lo saludaba con cierta
frialdad. Al verlo entrar, frunció el entrecejo, desvió la vista y
fingió absorberse en la tarea de abrocharse el abrigo de cuello
de piel. Después empezó a buscar su paraguas.
-No sé si se me olvida algo -dijo, no sabiendo qué decir.
-No debes olvidar nada, con tal que sea tuyo -dijo Mitia,
echándose a reír.
Rakitine se enfureció.
-¡Eso recomiéndaselo a los Karamazov, familia de
explotadores! -exclamó, temblando de cólera.
-No te pongas así. Ha sido una broma.
Y añadió, dirigiéndose a Aliocha y señalando a Rakitine,
que se dirigía a la puerta a toda prisa:
-Todos son iguales. Se reía, estaba contento, y, de pronto,
ya ves cómo se pone... Ni siquiera te ha saludado. ¿Estáis
reñidos?... ¿Por qué has tardado tanto? Te he estado
esperando todo el día con impaciencia. Pero no importa:
ahora nos desquitaremos.
-¿Por qué viene a verte con tanta frecuencia Rakitine?
¿Os habéis asociado?
-No. Es un bribón. Y me cree un miserable. No comprende
las bromas. No hay nada en su alma; me recuerda las
paredes de esta cárcel cuando las vi por primera vez. Pero no
es tonto... Oye, Alexei: ¡estoy perdido!
Se sentó en un banco a invitó a Aliocha a que se sentara a
su lado.
-Te comprendo, Mitia. Mañana se celebrará el juicio. ¿De
veras no tienes ninguna esperanza?
-¿El juicio? -preguntó Dmitri como si no comprendiera-.
¡Ah, sí; el juicio! ¡Bah, eso no tiene importancia! Hablemos
de lo que importa. Aunque me juzguen mañana, no pensaba
en eso cuando he dicho que estoy perdido. No temo por mi
cabeza, sino por lo que hay dentro. ¿Por qué me miras con
ese gesto de desaprobación?
-No sé lo que has querido decir, Mitia.
-Me he referido a las ideas, si, a las ideas... ¡La ética!
¿Qué es la ética, Aliocha?
Alexei miró a Dmitri, desconcertado.
-¿La ética?
-Sí; sé que es una ciencia, ¿pero qué ciencia?
-Desde luego, hay una ciencia que lleva ese nombre. Pero
te confieso que no puedo decirte de ella nada más.
-Rakitine sí que la conoce. Ese granuja es un sabio. No
profesará. Piensa irse a Petersburgo y dedicarse a la crítica,
una crítica de tendencia moral... Puede hacerse valer, llegar a
ser alguien. ¡Con lo ambicioso que es!... Bueno, ¡al diablo la
ética!... ¡Estoy perdido, Alexei, varón de Dios! Te quiero como
no te quiere nadie; cuando pienso en ti, mi corazón se
acelera... Oye, ¿quién es Carlos Bernard?
-¿Carlos Bernard?
-No; Carlos, no: Claudio, Claudio Bernard. Es quimico,
¿no?
-He oído decir que es un sabio, pero esto es todo lo que sé
de él.
-Yo tampoco sé nada. ¡Que se vaya al diablo!
Seguramente está en la miseria. Todos los sabios están en la
miseria. Pero Rakitine irá muy lejos. Se mete en todas partes.
Es un Bernard en su género. Estos Bernard abundan.
-¿Pero qué tienes que ver con Rakitine?
-Pretende hacer su presentación como escritor con un
articulo sobre mí. Por eso viene a verme: él mismo me lo ha
dicho. Un artículo de tesis. «Tenía que matar: es una víctima
del medio...», etcétera. Según me ha dicho, escribirá con
cierta tendencia socialista. Me tiene sin cuidado. Detesta a
Iván. Y tú no le eres simpático. Yo lo soporto porque tiene
ingenio. ¡Pero qué orgulloso es! Hace un momento le he
dicho: «Los Karamazov no somos cualquier cosa; somos
filósofos, como todos los verdaderos rusos. Sin embargo, tú,
con todo tu saber, no eres un filósofo, sino un patán.» Él ha
sonreído, sarcástico. Y yo he añadido: De opinionibus non est
disputandum. También yo conozco a los clásicos -terminó,
echándose a reír.
-¿Pero por qué dices que estás perdido?
-Pues..., en el fondo..., observando el hecho en su
conjunto, porque siento la falta de Dios.
-No sé lo que quieres decir.
-¿No? Verás. En la cabeza, mejor dicho, en el cerebro, hay
nervios... Estos nervios tienen fibras, y cuando estas fibras
vibran... Oye, cuando miro una cosa, las fibras empiezan a
vibrar, y, apenas vibran, se forma una imagen. Bueno, no se
forma en seguida, sino al cabo de un momento, de un
segundo... Entonces aparece en la imaginación un
momento..., no un momento, ¡qué disparates digo!..., aparece
un objeto, una escena. Así se realiza la percepción. Y no
podemos menos de decirnos que esto ocurre porque tenemos
fibras, y no porque tenemos alma y estamos hechos a imagen
y semejanza de Dios... Ayer mismo me habló de esto Mikhail.
Y desde entonces me tortura esta idea. ¡La ciencia es
magnífica, Alexei! El hombre progresa; esto es natural... Sin
embargo, echo de menos a Dios.
-Eso es bueno -dijo Aliocha.
-¿Que eche de menos a Dios? ¡La química, hermano, la
química! Perdóneme su reverencia, pero tendrá que apartarse
un poco para dejar el paso libre a la química... Rakitine no
ama a Dios; no, no lo ama. A todos los que son como él les
ocurre lo mismo; pero lo disimulan, mienten. «¿Expondrás
esas ideas en tus artículos?», le he preguntado. Y él me ha
respondido, riendo: «No, no me lo permitirían.» Entonces yo le
he dicho: « ¿Qué será del hombre sin Dios y sin inmortalidad?
Se dirá que, como todo se tolera, todo es licito.» Y él me ha
contestado: «Al hombre inteligente, todo se le permite. ¿No lo
sabías? Con su inteligencia, sale siempre del paso. En
cambio, a ti, por haber matado, lo prendieron y ahora estás
pudriéndote en una cárcel.» Esto me ha disho ese villano.
Antes, a semejantes cerdos los mandaba al diablo; ahora los
escucho. Además, Rakitine dice cosas acertadas y escribe
bien. Hace ocho días me leyó un artículo suyo y anoté tres
líneas. Las tengo aquí. Voy a leértelas.
Mitia sacó del bolsillo un papel y leyó:
-«Para resolver esta cuestión hay que poner la propia
persona frente a la propia actividad.»
»¿Comprendes esto? -preguntó Mitia.
-No, no lo comprendo.
Aliocha escuchaba atentamente a su hermano y lo miraba
con curiosidad.
-Yo tampoco lo entiendo -dijo Dmitri-. No está claro. Pero
es ingenioso. Él dice que todos escriben así ahora, que este
modo de escribir es un producto del medio. También compone
versos. Ha cantado los pies de la señora de Khokhlakov. ¡Ja,
ja!
-Lo había oído decir.
-¿Conoces los versos?
-No.
-Te los leeré; los tengo aquí. Alrededor de esto hay una
historia interesante. ¡El muy canalla! Hace tres semanas me
dijo para mortificarme: «Te has hecho encarcelar como un
imbécil por tres mil rublos, y yo voy a tener ciento cincuenta
mil. Estoy dando pasos para casarme con una viuda.
Compraré una casa en Petersburgo. » Me explicó que hacía la
corte a la señora de Khokhlakov, de la que dijo que en su
juventud tenía poca cabeza y que a los cuarenta años la había
perdido por completo. «Es muy sensible; de esto me valdré
para conquistarla. Me casaré con ella, nos iremos a Peters-
burgo y alli fundaré un periódico.» Se relamia de gusto, claro
que no porque iba a ser dueño de la señora de Khokhlakov,
sino porque iba a disponer de sus ciento cincuenta mil rublos.
Estaba muy seguro de si mismo. Venía a verme todos los
días. «Su resistencia se va debilitando», me decía radiante. Y
de pronto le echan de la casa. Perkhotine le puso una
zancadilla. ¡Bien hecho! De buena gana daría un abrazo a esa
viuda tonta por haberle puesto en la puerta. Entonces escribió
la poesía. Me dijo: «Por primera vez me rebajo a componer
versos para cautivar a una mujer, pero lo hago con una
finalidad útil. Una vez en posesión de la fortuna de esa cabeza
vacía, podré ser útil a la sociedad.» La utilidad pública es un
buen pretexto para esos tipos. También me dijo que escribía
mejor que Pushkin, ya que sabía expresar «en versos alegres
su tristéza civica». Comprendo que censure a Pushkin, pues,
si verdaderamente tenía talento, no debió limitarse a describir
los pies. ¡Qué orgulloso estaba de sus versos ese perfecto
truhán! ¡El amor ropio de los poetas! «Por la curación del pie
del objeto amado.» Éste es el título que puso a sus versos ese
loco de Rakitine. Escúchalos:

»Le produce gran dolor


su encantador piececito.
Aumentan el sufrimiento
los doctores que pretenden curarlo.
No me dan lástima los pies,
aunque los cante Pushkin;
son las cabezas las que compadezco,
las cabezas rebeldes a las ideas.
Ella empezaba a comprender
cuando el pie la distrajo.
¡Que sane pronto ese pie,
ya que entonces la cabeza comprenderá!
Rakitine es un villano, pero estos versos tienen gracia. Y,
en verdad, ha mezclado con el humor una tristeza «cívica».
Estaba furioso; sus dientes rechinaban.
-Ya se ha vengado -dijo Aliocha-. Ha publicado un articulo
contra la señora de Khokhlakov.
Y puso a Mitia al corriente de la noticia aparecida en el
periódico Rumores.
-Ha sido él -dijo Mitia, ceñudo-. ¡Seguro que ha sido él!
Esas informaciones... ¡Cuántas infamias ha escrito! Contra
Gruchegnka..., contra Katia...
Iba y venía por la habitación con semblante sombrío.
-Dmitri -dijo Aliocha tras una pausa-, no puedo estar más
tiempo contigo. Mañana es un día de gran importancia para ti.
Se cumplirá el juicio de Dios. Por eso me asombra que, en
vez de hablar de cosas serias, hables de nimiedades.
-Pues no te debía sorprender. ¿Para qué hablar del
asesino, de ese perro sarnoso? Ya he hablado bastante de él.
No quiero oír nombrar a Smerdiakov, ese hijo hediondo de
una mujer hedionda. ¡Dios lo castigará! Ya verás como lo
castiga.
Se acercó a Aliocha y lo abrazó. Su emoción era sincera;
sus ojos llameaban.
-Rakitine no comprendía esto, pero tú sí que lo
comprenderás. Por eso lo esperaba con tanta impaciencia.
Hace tiempo que quería decirte muchos cosas entre estas
inhóspitas paredes; pero cada vez que he hablado contigo me
he callado lo principal, por parecerme que no había llegado
aún el momento de sincerarme. He esperado hasta el último
día para abrirte mi corazón. En este encierro, hermano mío,
he sentido nacer en mí un nuevo ser. En mí existía un hombre
nuevo que sólo podía manifestarse bajo el azote del infortunio.
¿Qué puede importarme trabajar hasta la extenuación en las
minas durante veinte años? Esto no me asusta; lo que temo
es otra cosa: que el hombre que acaba de nacer en mí me
abandone... En las minas, en un forzado, en un asesino,
podemos encontrar un hombre de corazón con el que
entendernos; sí, también allá lejos podemos amar, vivir y
sufrir; despertar el corazón dormido de un forzado y cuidarlo
con solicitud; sacar de su oscura guarida y llevar a la luz a un
alma grande regenerada por el sufrimiento; resucitar a un
héroe. Hay centenares de seres así y todos somos culpables
ante ellos. No soñé en vano con el «pequeñuelo»: fue una
profecía. Por él iré a presidio. Todos somos culpables ante
todos. Son muchos los niños desgraciados como aquél,
aunque unos sean realmente niños y otros personas mayores.
Iré a presidio por ellos; es necesario que se sacrifique uno por
todos. No he matado a mi padre, pero acepto la expiación.
Hasta que no he estado aquí, entre estas degradantes
paredes, no me he dado cuenta de lo que te acabo de revelar.
En el mundo hay centenares de hombres que empuñan el
martillo. Nosotros viviremos encadenados, privados de
libertad, pero, por obra de nuestro dolor, resucitaremos a la
alegría, esa alegría sin la que el hombre no puede vivir ni Dios
existir, ya que es Él quien nos la da, porque éste es su
sublime privilegio. Señor, que el hombre se dedique a la
oración en alma y vida. ¿Cómo podría yo vivir sin Dios en las
profundas galerías de las minas? Rakitine miente. Si echan a
Dios de la tierra, nosotros lo encontraremos bajo tierra. El
hombre libre no puede pasar sin Dios; el forzado, menos aún.
Los hombres subterráneos elevaremos un himno trágico a
Dios y a su alegría. ¡Viva Dios y la alegría divina! ¡Amo a Dios!
Después de este extraño discurso, Mitia jadeaba. Estaba
pálido, los labios le temblaban, las lágrimas fluían de sus ojos.
-Todo está lleno de vida; la vida es desbordante incluso
bajo tierra... No puedes figurarte, Alexei, cómo anhelo la vida
ahora, hasta qué extremo se ha apoderado de mí la sed de
vivir, precisamente desde que estoy encerrado entre estas
siniestras paredes. Rakitine no comprende esto; sólo piensa
en construir una casa y llenarla de inquilinos. Pero yo te
esperaba a ti. ¿El sufrimiento? No le temo, por cruel que sea.
Antes le temía, pero ahora no le temo. Tal vez mañana no
diga nada ante el tribunal. Siento en mí una energía que me
permitirá hacer frente a todos los sufrimientos, con tal que
pueda decirme a cada momento: «¡Existo!» Incluso en el
tormento, aun en las convulsiones de la tortura, existo. Y
atado a la picota, sigo existiendo; veo el sol, y si no lo veo, sé
que brilla. Y saber esto es vivir plenamente. ¡Oh Aliocha, mi
buen Aliocha; la filosofía es mi perdición! ¡Al diablo la filosofía!
Nuestro hermano Iván...
Aliocha trató de cortar su discurso, pero Mitia no pareció
oirlo y prosiguió:
-Antes no me asaltaban estas dudas. Las tenía bien
encerradas en mi interior. Y tal vez precisamente por eso,
porque dentro de mí hervían ideas ignoradas, me embriagaba,
reñía con todos, me encolerizaba: era un modo de acallar
esas ideas, de aplastarlas... Iván no es como Rakitine; Iván
oculta sus pensamientos, no despega los labios, es una
esfinge... Dios llena mi pensamiento, y esta idea me
atormenta. ¿Qué ocurriría si Dios no existiera, si, como afirma
Rakitine, fuera sólo un concepto creado por la humanidad? En
este caso el hombre sería el rey de la tierra, del universo.
Perfectamente. ¿Pero puede ser el hombre virtuoso sin Dios?
¿A quién amará? ¿A quién cantará himnos de agradeci-
miento? Rakitine se ríe de esto; dice que se puede amar a la
humanidad sin Dios. Pero esto es algo que yo no puedo
comprender. La vida es fácil para Rakitine. Hoy me ha dicho:
«Lucha por la extensión de los derechos cívicos o por impedir
que se eleve el precio de la carne. De este modo demostrarás
más amor a la humanidad y le prestarás mejores servicios que
con toda la filosofía.» A lo que yo he replicado: «Tú, al no
creer en Dios, elevarás el precio de la carne y, si se te
presenta la ocasión, ganarás un rublo por un copec.» Él se ha
enojado. Pero dime, Alexei: ¿qué es la virtud? Yo no la
concibo como los chinos. ¿Es una cosa relativa? Contesta:
¿lo es o no lo es? Es una pregunta inquietante. Te puedo
asegurar que me ha quitado el sueño las dos noches últimas.
No creo que se pueda vivir sin pensar en ello... Para Iván no
hay Dios. Esta negación se funda en una idea que está fuera
de mi alcance. Pero él no me dice qué idea es. Debe de ser
masón. Se lo he preguntado y no me ha respondido. Me ha-
bría gustado poder beber en la fuente de su pensamiento,
pero él lo oculta, se calla. Sólo una vez habló.
-¿Qué dijo?
-Yo le pregunté: «Entonces, ¿todo está permitido?» Y él
me contestó: «Nuestro padre, Fiodor Pavlovitch, era un
inmoral, pero también un hombre justo en sus
razonamientos.» Éstas fueron sus palabras. Sin duda, es más
franco que Rakitine.
-Cierto -dijo Aliocha amargamente-. ¿Cuándo vino?
-Ya hablaremos de eso. Hasta ahora apenas había
mencionado a Iván ante ti. Ya te lo contaré todo cuando haya
terminado el juicio y se haya pronunciado el fallo. Hay en esto
algo terrible que tendrás que juzgar tú. Pero ahora, ni una
palabra sobre esto. Me has hablado del juicio de mañana.
Aunque te parezca mentira, no sé nada de él.
-Pero habrás hablado con tu abogado defensor.
-Sí, y no he adelantado nada. Es un fino bribón de capital,
un Bernard. Supone que soy culpable; esto se ve a la legua.
«Entonces, ¿por qué se ha encargado usted de mi defensa?»,
le he preguntado. Me gusta zaherir a estos tipos. Los médicos
quieren hacerme pasar por loco, pero yo no lo permitiré.
Catalina Ivanovna se propone cumplir con su deber hasta el
fin. Es inflexible. -Mitia sonrió amargamente-. Es cruel como
una gata. Sabe que dije en Mokroie que es propensa a los
arrebatos de cólera. Alguien se lo ha contado. Las
declaraciones se han multiplicado hasta el infinito. Grigori
mantiene la suya. Es honrado, pero tonto. Hay muchas
personas que son honradas por necedad. Así lo ha dicho
Rakitine. Grigori va en contra de mí. En cambio, esa mujer
quiere demostrarme su amistad y yo preferiría tenerla por
enemiga. Me refiero a Catalina Ivanovna. Temo que explique
en el juicio que se inclinó ante mí hasta casi besar el suelo
cuando le presté los cuatro mil quinientos rublos. Querrá
pagarme hasta el último céntimo. No quiero ver sus sacrificios.
Me avergonzará en la sala de la audiencia. Ve a verla,
Aliocha, y suplícale que no diga nada sobre esto. Tal vez no lo
consigamos, pero entonces pasaré el bochorno y allá ella... El
ladrón recibirá su merecido. Haré un discurso digno de es-
cucharse, Alexei... -De nuevo sonrió amargamente-. ¡Pero en
todo esto, Señor, está mezclada Gruchegnka! ¡No merece
sufrir como está sufriendo! ¡No puedo pensar en ella sin
sentirme morir!
Dmitri tenía los ojos llenos de lágrimas.
-Estaba aquí hace un momento.
-Ya lo sé -dijo Aliocha-. Ella misma me lo ha contado. Es-
taba muy apenada.
-Sí, y la culpa ha sido mía, de mi maldito carácter. Le he
hecho una escena de celos. Cuando se ha marchado, me he
arrepentido. Le he dado un beso, pero no le he pedido perdón.
-¿Por qué?
Mitia se echó a reír alegremente.
-Que Dios te guarde, querido Alexei, de pedir perdón a la
mujer amada. Por muy mal que te hayas portado con ella, no
le pidas perdón. Tú no sabes cómo son las mujeres. Yo sí que
lo sé. Si reconoces tus errores y les dices: «Pérdóname; me
he equivocado», en el acto recibirás una granizada de
reproches. Nunca obtendrás el perdón sencilla y francamente.
Primero, la mujer te humillará, te reprochará faltas que no has
cometido, y sólo entonces te dará el perdón. La mejor de ellas
no pasará por alto tus más insignificantes errores. Hasta ese
extremo llega la ferocidad de las mujeres, de todas de todos
esos ángeles sin los cuales no podemos vivir. Oye, querido;
no olvides esto: todo hombre decente ha de vivir bajo la
zapatilla de una mujer. Estoy convencido de ello, mejor dicho,
siento que es así. El hombre ha de ser generoso. Esto no es
humillante ni siquiera para un héroe de la altura de César.
Pero no pidas nunca perdón a una mujer; ¡nunca, por ningún
pretexto! Recuerda siempre este consejo de tu hermano Mitia,
al que han perdido las mujeres. Repararé los errores que he
cometido con Gruchegnka, pero no le pediré perdón. La
venero, Alexei, aunque ella no sabe verlo. A su juicio, nunca la
quiero lo suficiente. Su amor es para mí un sufrimiento. Antes
me atormentaban sus pérfidos desvíos. Ahora tenemos una
sola alma para los dos y, gracias a ella, soy un hombre de
verdad. ¿Permaneceremos unidos? Si nos separamos, me
moriré de celos... ¿Qué te ha dicho de mí?
Aliocha le repitió las palabras de Gruchegnka. Mitia lo
escuchó atentamente y quedó satisfecho.
-¿O sea, que no se ha enfadado por mis celos? Así son las
mujeres. Gruchegnka te ha querido demostrar que también
ella sabe ser dura. Me gustan estos caracteres, áunque los
celos me amargan la vida. Tal vez lleguemos a las manos,
pero siempre la querré... ¿Se permite casarse a los
presidiarios, Aliocha? Hermano mío, no puedo vivir sin ella.
Mitia iba y venía por el locutorio, con un pliegue entre las
cejas. De pronto, se mostró inquieto.
-¿De modo que Grucha te ha dicho que en todo esto hay
un secreto, una conspiración contra ella, de «Katka» y otras
dos personas? Pues no es así. Gruchegnka se ha equivocado
como una tonta... Aliocha, mi querido Aliocha, voy a revelarte
nuestro secreto.
Mitia miró en todas direcciones, se acercó a su hermano y
empezó a hablar, a susurrar, aunque nadie podía oírlos. El
viejo guardián dormitaba en un banco y los soldados de
servicio estaban demasiado lejos.
-Sí, voy a revelarte nuestro secreto -dijo, hablando precipi-
tadamente-. Estaba deseando hacerlo, pues no puedo tomar
una resolución sin que tú me aconsejes. Tú lo eres todo para
mí. Iván es superior a nosotros, pero tú eres mejor que él. E
incluso es posible que seas superior a Iván. Quiero que la
decisión sea sólo tuya. Es un caso de conciencia, un
problema tan importante, que no puedo resolverlo sin tu
ayuda. Sin embargo, no es todavía el momento de que
dictamines. Mañana, inmediatamente después del juicio, deci-
diré mi suerte. Te voy a exponer únicamente la idea;
prescindiré de los detalles. Pero ni preguntas ni gestos,
¿entendido? ¡Ah!, me olvidaba de tus ojos: aunque no hables,
leeré en ellos tu decisión... ¡Oh Aliocha; estoy asustado!
Escucha: Iván me ha propuesto huir. Como te he dicho,
prescindo de los detalles. El caso es que todo está previsto y
el proyecto se puede realizar. Calla. Se trata de huir a
América, con Grucha, ya que no puedo vivir sin ella... Hay que
pensar en que tal vez no le permitan que me siga al penal.
¿Pueden casarse los forzados? Iván dice que no. ¿Qué haría
yo sin Grucha bajo tierra y con el pico en la mano? El pico
sólo me serviría para abrirme la cabeza... Pero frente a todo
esto está la conciencia. Eludiría el sufrimiento, me alejaría del
camino purificador que se me ofrece. Iván dice que un hombre
de buena voluntad puede ser más útil en América que
trabajando en las minas. ¿Pero qué será entonces de nuestro
himno subterráneo? América es también vanidad, la huida a
América es un acto innoble, porque significa renunciar a la
expiación. He aquí, Aliocha, por qué lo he dicho que sólo tú
me podías comprender. Cualquier otro me hubiera mirado
como a un loco o a un necio cuando le hubiera hablado del
himno subterráneo. Y no soy un loco ni un imbécil. Estoy
seguro de que Iván si que comprende lo del himno, pero no
cree en él y se calla. No, no digas nada. Ya veo en tus ojos
que has tomado una decisión. Perdóname, pero no puedo
vivir sin Gruchegnka. Espera hasta después del juicio.
Cuando terminó, Mitia tenía una expresión de extravío en
la mirada. Había apoyado las manos en los hombros de
Aliocha y lo miraba ávidamente.
-¿Pueden casarse los forzados? -le preguntó una vez más,
con acento suplicante.
Aliocha estaba sorprendido a impresionado.
-Dime, Dmitri: ¿insiste Iván en que huyas? ¿De quién ha
sido esta idea?
-Suya, y no cesa de repetirme que debo huir. Llevaba
mucho tiempo sin verlo. Hace ocho días, se presentó aquí y
empezó por hablarme de la fuga. No propone, ordena. Está
seguro de que lo obedeceré, aunque le he abierto mi corazón
y le he hablado del himno. Me ha expuesto su plan.
Volveremos a hablar de esto. Desea ardientemente que huya.
Incluso me ofrece una suma considerable: diez mil rublos para
huir y veinte mil cuando esté en América. Dice que con diez
mil rublos se puede organizar una huida perfecta.
-¿Te ha pedido que no me hables de esto?
-Sí, me ha dicho que no le hable a nadie, y menos a ti.
Teme que puedas ser algo así como la encarnación de mi
conciencia. Te ruego que no le digas que te lo he contado
todo.
-Has dicho bien: no se puede tomar ninguna decisión
antes de qué se pronuncie la sentencia. Cuando conozcas el
fallo, habrá en ti un hombre nuevo capaz de tomar por sí
mismo la determinación más conveniente.
-Un hombre nuevo o tal vez Bernard que tomará la
decisión propia de un Bernard.
Y añadió con una amarga sonrisa:
-Me parece que también yo soy un vil Bernard.
Aliocha preguntó:
-¿Cómo es posible que no esperes justificarte mañana?
Mitia movió la cabeza negativamente. De pronto, dijo:
-Aliocha, es hora de que te vayas. Oigo los pasos del
inspector en el patio. Pronto estará aquí y verá que hemos
faltado al reglamento, ya que a estas horas están prohibidas
las visitas. Despídete de mi ahora mismo. Dame un beso y
haz ante mí la señal de la cruz para que me sea posible hacer
frente al calvario de mañana.
Se abrazaron y se besaron.
-Incluso Iván, que me propone huir, cree que he cometido
el crimen.
Mitia sonreía tristemente.
-¿Se lo has preguntado? -dijo Aliocha.
-No; me propuse hacerlo, pero no me atreví. Lo sé porque
lo he leido en sus ojos. Bueno, adiós.
Se besaron de nuevo. Cuando Aliocha se dirigía a la
puerta, Mitia lo llamó.
-Ponte ante mí; así.
Volvió a apoyar las manos en los hombros de Aliocha. Su
cara se cubrió de una palidez mortal, sus labios se
contrajeron, su mirada sondeó la de su hermano.
-Dime la verdad, Aliocha; habla como si estuvieras ante
Dios. ¿Crees que he cometido el crimen? No mientas; quiero
saber la verdad.
Aliocha vacilaba. Sentía como si le estrujasen el corazón.
Tan impresionado estaba, que apenas pudo murmurar:
-Pero..., ¿qué dices?
-¡Dime toda la verdad; no mientas!
-Jamás, en ningún momento he creído que seas un
asesino -respondió Aliocha, levantando la mano como si
tomara a Dios por testigo.
El semblante de Mitia reflejó una infinita felicidad.
-Gracias -dijo, suspirando profundamente. Y añadió-: Me
has vuelto a la vida. Incluso a ti, ¡a ti!, temía hacerte esta
pregunta. ¡Vete, vete ya! Me has dado fuerzas para mañana.
Que Dios te bendiga. ¡Vete!... ¡Y quiere a Iván!
Aliocha se marchó con los ojos llenos de lágrimas. La
desconfianza de Mitia, incluso hacia él, revelaba que su
desgraciado hermano era presa de una desesperación sin
límites. Una infinita compasión se apoderó de él... «¡Quiere a
Iván!» De pronto, acudieron a su memoria estas palabras de
Mitia. Precisamente iba a casa de Iván, al que todo el día
había estado deseando ver. Iván le inquietaba tanto como
Mitia, y más ahora, después de su entrevista con Dmitri.

CANTULO V
ESTO NO ES TODO
Para ir a casa de su hermano tenía que pasar ante la de
Catalina Ivanovna. Vio luz en las ventanas y se detuvo,
decidido a entrar, no sólo porque hacia más de una semana
que no había visto a la joven, sino porque se dijo que tal vez
Iván estuviera con ella, ya que al día siguiente se tenía que
juzgar a Dmitri. En la escalera, débilmente iluminada por una
lámpara china, se cruzó con un hombre en el que reconoció a
Iván.
-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo Iván Fiodorovitch secamente-. ¿Vas a
su casa?
-Sí.
-Yo de ti no iría. Está muy agitada y tu visita la trastornará
más aún.
-¡No no se vaya, Alexei Fiodorovitch! -gritó una voz desde
lo alto de la escalera-. ¿Viene usted de verlo?
-Sí, lo acabo de ver.
-¿Y tiene algo que decirme de su parte? Suba, Aliocha. Y
usted también, Iván Fiodorovitch. ¿Oye?
La voz de Katia era tan imperiosa, que Iván, tras un
instante de vacilación, decidió volver a subir con Alexei.
-Estaba escuchando -murmuró Iván para sí. Pero Aliocha
lo oyó.
Y al entrar en el salón, Iván dijo en voz alta:
-Permítame que no me quite el abrigo. Sólo estaré con
ustedes un minuto.
-Siéntese, Alexei Fiodorovitch -dijo Catalina Ivanovna, per-
maneciendo de pie.
No había cambiado mucho. En sus oscuros ojos brillaba
una luz maligna. Aliocha recordó más tarde que la joven le
había parecido extraordinariamente hermosa en aquellos
momentos.
-¿Qué me tiene usted que decir de su parte?
-Sólo esto -dijo Aliocha, mirándola a los ojos-: que se do-
mine usted y no hable en la audiencia de lo que... pasó entre
ustedes cuando se vieron por primera vez.
-¡Ah! De mi profunda reverencia para darle las gracias por
el dinero -dijo Catalina Ivanovna, riendo amargamente-.
¿Teme por él o por mí? Conteste, Alexei Fiodorovitch.
Aliocha la miró atentamente. Trataba de comprenderla.
-Por los dos: por usted y por él.
Catalina Ivanovna enrojeció.
-Usted no me conoce todavía, Alexei Fiodorovitch. Bien es
verdad que tampoco yo me conozco a mí misma. Acaso me
deteste usted mañana después de mi declaración como
testigo.
-Estoy seguro de que declarará usted lealmente -dijo Alio-
cha-. No hace falta más.
-Las mujeres no somos siempre leales. Hace una hora
temía encontrarme con ese monstruo, con ese reptil. Sin
embargo, sigue siendo para mi un ser humano... ¿Pero es un
asesino? -exclamó volviéndose hacia Iván.
Aliocha comprendió en el acto que, antes de su llegada,
Catalina había hecho esta pregunta una y otra vez a su
hermano, y que habían terminado discutiendo.
-He ido a ver a Smerdiakov -continuó Catalina Ivanovna-.
Me convenciste de que es un parricida. Te creí.
Iván sonrió un poco turbado. Aliocha se estremeció al oír el
tuteo. No sospechaba que existiera entre ellos tal intimidad.
-¡Bueno, basta! -exclamó Iván-. Me voy. Hasta mañana.
Salió de la habitación y se dirigió a la escalera. Catalina
Ivanovna se apoderó de las manos de Aliocha.
-¡Sígalo! ¡Déle alcance! No lo deje un momento solo. Está
loco. ¿No sabe que se ha vuelto loco? Me lo ha dicho el
médico. ¡Corra!
Aliocha corrió hasta alcanzar a Iván, que sólo había
recorrido unos cincuenta pasos.
-¿Qué quieres? -preguntó Iván volviéndose hacia Aliocha-.
Te ha dicho ella que me sigas porque estoy loco, ¿verdad?
¡Lo sé! ¡Estoy seguro! -añadió, irritado.
-En eso se equivoca, desde luego; pero no cabe duda de
que estás enfermo. Hace un momento te miraba, Iván, y me
horrorizaba de ver la mala cara que tienes.
Iván no se había detenido. Aliocha iba a su lado.
-¿Cómo se vuelve loco uno, Alexei Fiodorovitch? ¿Lo
sabes? -preguntó Iván.
Hablaba con calma y en su voz había un matiz de
curiosidad.
-No, no lo sé. Pero creo que hay muchas clases de locura.
-¿Puede notar uno mismo que se vuelve loco?
-Pues -repuso Aliocha un poco desconcertado- yo creo
que uno no puede observarse a sí mismo en tales casos.
Iván estuvo callado un momento. De pronto, dijo:
-Si quieres hablar conmigo, habremos de cambiar de
conversación.
-¡Ah, se me olvidaba! -dijo Aliocha tímidamente, entregan-
do a su hermano la carta de Lise-. Tengo esta carta para ti.
Estaban cerca de un farol. Iván reconoció la letra de Lise.
-¡Demonio de chica!
Con una sonrisa maligna, hizo pedazos la carta sin abrir el
sobre. El viento dispersó los trocitos de papel.
-Aún no tiene dieciséis años, y ya se ofrece -dijo en un
tono de desprecio.
-¿Se ofrece? ¿Qué quieres decir?
-¡Lo que he dicho, diablo: que se ofrece como una cual-
quiera!
-¡No digas eso, Iván! -protestó Aliocha, profundamente
apenado-. ¡Es una niña; estás insultando a una niña! Esa
muchacha está también muy enferma; acaso se vuelva loca.
Yo tenía que entregarte su carta. Quiero salvarla y esperaba
que tú me explicases...
-No tengo nada que explicarte. Si ella es una niña, yo no
soy su nodriza. ¡No, no insistas, Alexei! No quiero ni siquiera
pensar en ella.
Hubo un nuevo silencio. Iván lo interrumpió, sarcástico:
-Se pasará la noche rezando a la Virgen para saber lo que
ha de hacer mañana.
-¿Te refieres a Catalina Ivanovna?
-Sí. ¿Salvará a Mitia con su declaración, o lo perderá?
Pedirá a Dios que la ilumine. Aún no sabe lo que tiene que
hacer; no ha tenido tiempo para prepararse. ¡Otra que me ha
tomado por su nodriza! ¡Quiere que la meza en mis brazos!
Aliocha dijo tristemente:
-Catalina Ivanovna te ama, hermano.
-Es posible. Pero a mí no me gusta ella.
Aliocha replicó tímidamente:
-Está atormentada... ¿Por qué le has dicho a veces cosas
esperanzadoras? Sé que lo has hecho. Perdona que lo hable
así.
-¡Ya sé que debería hablarle francamente y romper con
ella!-exclamó Iván, arrebatado-. Pero no puedo hacerlo. Hay
que esperar a que juzguen al asesino. Si rompiera con ella
ahora, mañana, por venganza, perdería a ese miserable. Lo
odia y sabe que lo odia. Estamos representando una farsa.
Mientras conserve la esperanza, Katia no perderá a ese
monstruo, ya que sabe que yo quiero salvarlo. ¡Ansío que se
pronuncie esa maldita sentencia!
Las palabras «asesino» y «monstruo» impresionaron a
Aliocha profundamente.
-¿Pero qué puede perder a nuestro hermano Mitia? ¿Qué
puede haber de malo en su declaración?
-Mucho. Posee una carta de Mitia que prueba su culpabi-
lidad.
-¡No es posible! -exclamó Aliocha.
-¡Ah!, ¿no? La he leido con mis propios ojos.
-Esa carta no puede existir -exclamó Aliocha con
vehemencia-, por la sencilla razón de que Mitia no es el
asesino. Mitia no ha matado a nuestro padre.
-Entonces, ¿quién crees que lo ha matado? -preguntó fria-
mente, con arrogancia.
-Tú lo sabes perfectamente -dijo Aliocha, recalcando las
palabras.
-¿También tú crees en la fábula que circula sobre ese
idiota, ese epiléptico de Srnerdiakov?
-Lo sabes perfectamente -repitió Aliocha en el término de
sus fuerzas, temblando, jadeando
-¿Pero quién ha sido? ¡Dilo!
Iván estaba ciego de rabia; no era dueño de sí mismo.
-Yo sólo sé -dijo Aliocha en voz baja- que tú no has mata-
do a nuestro padre.
-¿Que yo no lo he matado? No lo entiendo.
-No, tú no lo has matado -repitió Aliocha con firmeza.
Hubo una pausa.
-¡Pues claro que no! ¡Eso ya lo sé!
Iván estaba pálido y miraba a Aliocha con una sonrisa que
tenía mucho de mueca. De nuevo se hallaban bajo la luz de
un farol.
-Eso no es cierto, Iván. Tú lo has dicho muchas veces que
eres el asesino.
-¿Yo? -exclamó Iván impresionado-. ¿Cuándo he dicho
eso? Yo estaba en Moscú. Contesta. ¿Cuándo he dicho eso?
-Te lo has repetido infinidad de veces, estando solo,
durante estos dos meses horribles.
Aliocha parecía hablar a la fuerza, como obedeciendo a
una orden imperiosa.
-Te has acusado -continuó-. Has reconocido que el
asesino no ha sido nadie más que tú. Pero estás equivocado.
No has sido tú, ¿oyes?, no has sido tú. Dios me ha enviado a
decírtelo.
Los dos guardaron silencio durante unos instantes.
Estaban pálidos y se miraban a los ojos. De pronto, Iván se
estremeció y cogió a Aliocha por los hombros.
-Tú estabas en mi casa -murmuró con los dientes apreta-
dos-, tú estabas en mi casa la noche en que «él» vino... ¿Lo
viste?
-No sé de quién me hablas -dijo Aliocha, sin comprender-.
¿Te refieres a Mitia?
-No, no me refiero a ese monstruo. ¡Que se vaya al diablo!
-vociferó Iván-. Dime: ¿cómo has sabido que «él» viene a
verme?
-¿Pero quién es «él»? -preguntó Aliocha, aterrado-. No sé
de quién me hablas.
-Si que lo sabes. De lo contrario no sabrías que...
Se detuvo. Permaneció un momento pénsativo. Una
extraña sonrisa plegaba sus labios.
-Iván -dijo Aliocha con una voz que la emoción hacía tem-
blar-, te he hablado así porque sé que me crees. Te lo digo y
te lo repetiré toda la vida: ¡No has sido tú! ¿Oyes? ¡No has
sido tú! Dios me ha inspirado estas palabras, y te las digo, aun
a costa de atraerme tu odio eterno.
Iván volvía a ser dueño de sí mismo.
-Alexei Fiodorovitch -dijo, sonriendo fríamente-, bien sabes
que no me gustan los profetas ni los epilépticos, y menos aún
los enviados de Dios. En este momento rompo contigo, y para
siempre. Te agradeceré que me dejes en esta esquina. Te
vendrá bien, pues esta calle conduce a casa. Y sobre todo,
oye esto bien: no quiero volver a verte hoy.
Dio media vuelta y se alejó con paso firme, sin volverse.
-¡Iván! -gritó Aliocha-. ¡Si hoy te pasa algo, piensa en mí!
Iván no le contestó. Aliocha permaneció en la esquina,
cerca del farol, hasta que su hermano desapareció en la
oscuridad. Luego echó a andar lentamente, camino de su
casa. Ni Iván ni él habían querido vivir en la mansión solitaria
de su padre. Aliocha había alquilado una habitación
amueblada en una casa particular. Iván ocupaba un
departamento, espacioso y cómodo, en casa de una dama de
edad, viuda de un funcionario. Lo servía una vieja sorda y
reumática, que se levantaba a las seis de la mañana y se
acostaba a las seis de la tarde. Desde hacía dos meses, Iván
Fiodorovitch se mostraba muy poco exigente. Además, le
gustaba estar solo. Se arreglaba él mismo la habitación y era
muy raro que saliera a las otras.
Al llegar al portal de casa, Iván cogió el cordón de la
campanilla, pero no la hizo sonar. Había experimentado un
repentino estremecimiento de cólera. Soltó el cordón en un
arrebato de despecho y echó a andar hacia el otro extremo de
la ciudad, hacia una casita de techo bajo que estaba a una
media legua de distancia. En ella habitaba María
Kondratievna, la antigua vecina de Fiodor PavIovitch, que
solía ir a casa de éste a pedir un plato de sopa y a oír las
canciones con que la obsequiaba Smerdiakov
acompañándose de su guitarra. María Kondratievna había
vendido su casa y vivía con su madre en una especie de isba.
Smerdiakov, ya tan enfermo que parecía estar al borde de la
muerte, se había ido a vivir con ellas. A esta casucha se
dirigió Iván Fiodorovitch, obedeciendo a un impulso repentino,
irresistible.

CAPITULO VI
PRIMERA ENTREVISTA CON SMERDIAKOV
Era la tercera vez que Iván Fiodorovitch iba a hablar con
Smerdiakov desde su regreso de Moscú. Lo había visto el
mismo día de su llegada, después del drama, y lo había vuelto
a ver dos semanas más tarde. Pero aquella noche hacía más
de un mes que no había hablado con Smerdiakov ni sabía
nada de él.
Iván Fiodorovitch había regresado de Moscú sólo cinco
días después de la muerte de su padre y al siguiente de su
entierro. Aliocha ignoraba la dirección de su hermano en
Moscú y, para darle la noticia, había recurrido a Catalina
Ivanovna, la cual había telefoneado a sus padres, creyendo
que Iván Fiodorovitch los habría ido a visitar el mismo día de
su llegada. Pero Iván no fue a verlos hasta cuatro días
después. Entonces había leído el telegrama y regresado a
toda prisa. Con el primero que habló del crimen fue con
Aliocha, y se asombró de oírle decir que Mitia era inocente y
que el asesino era Smerdiakov, afirmación contraria a la
opinión general. Después visitó al ispravnik, y cuando se hubo
informado con todo detalle de los interrogatorios y de los
motivos en que se basaba la acusación, le pareció aún más
inexacta la opinión de Aliocha y la atribuyó a un exceso de
cariño fraternal. Expliquemos de una vez los sentimientos que
experimentaba Iván por su hermano Dmitri. No sentía por él el
menor afecto; la compasión que le inspiraba tenía algo de
desprecio a incluso de aversión. Mitia le era en extremo an-
tipático, incluso físicamente. Ante el amor de Catalina
Ivanovna por este pobre diablo, Iván sentía verdadera
indignación. Había visitado a Mitia inmediatamente después
de su regreso de Moscú, y esta visita había reforzado su
convicción. Dmitri se hallaba bajo los efectos de una agitación
morbosa; hablaba mucho, pero con cierta incoherencia y sin
prestar atención a lo que decía. Se expresaba con
brusquedad, acusaba a Smerdiakov y se embrollaba. Repetía
que el difunto le había robado tres mil rublos. «Este dinero me
pertenecía -afirmaba-. Aunque se lo hubiera robado, no se me
habría podido tachar de injusto.» Apenas hablaba de los
cargos que se le hacían, y cuando se refería a los hechos
favorables, a su inculpabilidad, lo hacía confusa y torpemente,
como si no quisiera justificarse ante Iván. Se enojaba,
desdeñaba las acusaciones, se enfurecía, profería insultos.
Se reía de que Grigori afirmara que la puerta estaba abierta.
«¡La debió de abrir el diablo!», exclamaba. Pero no podía
explicar satisfactoriamente este detalle. Incluso había
ofendido a Iván al hablar de ello en su primera entrevista, di-
ciendo de pronto que quienes sostenían que todo estaba
permitido no tenían derecho a sospechar de él ni de
interrogarlo. En resumidas cuentas, que había tratado a Iván
sin la menor consideración.
Éste, después de su diálogo con Mitia, había ido a visitar a
Smerdiakov. En el tren que le traía de Moscú no había cesado
de pensar en este sirviente epiléptico y en la conversación
que había tenido con él la víspera del día de su marcha.
Recordó muchos detalles de la conducta de Smerdiakov que
le parecían sospechosos. Pero, al declarar ante el juez de
instrucción, Iván no había hecho la menor alusión a ellos.
Antes de tocar esos puntos quería ver a Smerdiakov, que
entonces estaba en el hospital. Herzenstube y el doctor
Varvinski, médico del hospital, dijeron categóricamente a Iván,
contestando a sus preguntas, que no cabía duda de que
Smerdiakov era un epiléptico. Incluso se sorprendieron de que
Iván les preguntase si el enfermo podía haber fingido el
ataque que sufrió el día del drama. Le contestaron que el
ataque había sido violentisimo y que se había repetido en los
días siguientes, poniendo en peligro la vida del enfermo.
Gracias a las medidas que se habían tomado, se podía
afirmar que había pasado el peligro de muerte, pero el doctor
Herzenstube añadió que el paciente tendría la razón
trastornada durante mucho tiempo y que este trastorno podía
ser incluso definitivo. Iván Fiodorovitch preguntó si había
perdido la razón por completo, y le contestaron que no podía
decirle si estaba loco, pero que presentaba ciertos síntomas
de locura. Iván decidió entonces observar su estado
directamente y obtuvo permiso para visitarlo. Smerdiakov
estaba acostado en una habitación de dos camas. El otro
lecho lo ocupaba un enfermo de hidropesía que no podía
durar más de cuarenta y ocho horas. Por lo tanto, este
desgraciado no podía ser un obstáculo para la conversación
de Iván con Smerdiakov. Éste sonrió con desconfianza e
incluso mostró cierta inquietud al ver a Iván Fiodorovitch. Por
lo menos, ésta fue la impresión del visitante. Pero el paciente
cambió de actitud en seguida, tanto, que Iván Fiodorovitch
incluso se asombró de su serenidad. La evidente gravedad de
su estado impresionó profundamente a Iván. Smerdiakov
estaba exhausto, hablaba lentamente, con gran dificultad,
había adelgazado mucho y su palidez era extrema. Durante
los veinte minutos que duró la conversación se quejó sin cesar
de que le dolían la cabeza y todos los miembros. Su cara de
eunuco se había reducido. El cabello le caía revuelto sobre las
sienes. Sólo un delgado mechón se levantaba a modo de
tupé. Únicamente los continuos y nerviosos guiños del ojo
izquierdo recordaban al Smerdiakov de siempre. Iván se acor-
dó inmediatamente de su frase «da gusto hablar con un
hombre inteligente». Se sentó en un taburete, junto a los pies
de la cama. Smerdiakov se movió un poco entre gemidos,
pero guardó silencio. No demostraba la menor curiosidad.
-¿Podemos hablar? No te molestaré mucho tiempo.
-Claro que podemos hablar -repuso Smerdiakov con voz
débil-. ¿Hace mucho que ha llegado? -añadió como para
animar al visitante, que estaba algo cohibido.
-He llegado hoy mismo... He venido para aclarar ciertas
cosas.
Smerdiakov lanzó un suspiro.
-¿Por qué suspiras? -preguntó Iván-. ¿Sabes a qué me re-
fiero?
-¿Cómo no lo he de saber? -repuso Smerdiakov tras una
pausa-. Se veía claramente que la cosa terminaría mal, pero
no se podía prever que acabara así.
-Nada de subterfugios. Dijiste que te daría un ataque en
cuanto bajaras a la bodega. Mencionaste la bodega
claramente.
-¿Lo ha dicho usted en su declaración? -preguntó Smer-
diakov, impasible.
-Todavía no, pero lo diré. Me debes ciertas explicaciones,
querido, y te aseguro que no permitiré que te burles de mí.
-¿Burlarme de usted? ¡Pero si sólo confío en usted, si
confío en usted lo mismo que en Dios! -replicó Smerdiakov,
inconmovible.
-Hay un hecho indiscutible, y es que nadie puede prever
un ataque de epilepsia. Me he informado; es inútil que
pretendas engañarme. ¿Cómo pudiste, pues, predecir el día,
la hora a incluso el lugar? ¿Cómo pudiste saber que sufrirías
un ataque precisamente en la bodega?
-Yo tenía que ir a la bodega varias veces al día -replicó
lentamente Smerdiakov-. También me caí del granero hace un
año. Desde luego, no se puede prever el día y la hora de un
ataque, pero uno puede tener un presentimiento.
-¡Tú predijiste el día y la hora!
-En lo que concierne a mi enfermedad, señor, acuda a los
médicos. Ellos le dirán si es verdadera o fingida. Yo de esto
no sé nada.
-¿Pero cómo pudiste prever que sufrirías un ataque en la
bodega?
-La bodega lo obsesiona, señor. Cuando empecé a bajar la
escalera, el miedo y la desconfianza se apoderaron de mi. Mi
miedo se debía a que usted se había marchado y en la casa
no quedaba nadie que me defendiera. Yo pensaba: «Te va a
dar un ataque, vas a caer.» Esta misma aprensión formó un
nudo en mi garganta. Y caí rodando por la escalera... Todo
esto, así como la conversación que tuve con usted el día
anterior, en el portal de la casa, cuando le comuniqué mis
temores, sin dejar de mencionar la bodega, lo expliqué
detalladamente al doctor Herzenstube y al juez de instrucción
Nicolás Parthenovitch, que lo hizo anotar en el expediente. El
médico del hospital, el doctor Varvinski, dijo que la simple
aprensión podía haber provocado el ataque, y también esto se
consignó en las actas.
Smerdiakov daba muestras de agotamiento y respiraba
con dificultad.
-¿De modo que ya has declarado todo eso? -preguntó Iván
Fiodorovitch, un tanto desconcertado.
Iván pretendía atemorizar a Smerdiakov amenazándole
con explicar la conversación que había tenido con él, pero el
enfermo se le había anticipado.
-¿Por qué no lo había de declarar? -dijo Smerdiakov,
imperturbable-. No tengo nada que temer y la verdad debe sa-
berse.
-¿Repetiste exactamente nuestra conversación en el
portal?
-Exactamente, no.
-¿Dijiste que eres capaz de simular un ataque, como me
confesaste a mí dándote importancia?
-No.
-Otra cosa. ¿Por qué tenías tanto interés en que me fuera
a Tchermachnia?
-No quería que se marchara usted a Moscú. Tchermachnia
está más cerca.
-Mientes. Lo que tú deseabas era alejarme. «Apártese del
pecado», me dijiste.
-Lo hice por amistad, por el afecto que le tengo. Presentía
una desgracia y quería advertirle. Pero mi seguridad era para
mí primero que usted. Por eso le dije: «Apártese del pecado.»
Con esto quería darle a entender que iba a ocurrir algo grave
y que usted debía quedarse aquí para defender a su padre.
-¡Debiste hablarme con franqueza, imbécil!
-¿Acaso podía? Yo estaba atemorizado. Además, pensé
que usted podía enojarse. Se podía temer que Dmitri
Fiodorovitch provocase un escándalo y se llevara ese dinero
que él consideraba suyo, ¿pero quién iba a figurarse que
cometería un asesinato? Yo creía que Dmitri Fiodorovitch se
limitaría a apoderarse del sobre que contenía los tres mil
rublos y que estaba escondido debajo del colchón. Pero no se
conformó con robar, sino que asesinó. Esto no se podía
prever.
-En este caso, ¿cómo iba a preverlo yo y a quedarme?
Esto no está claro.
-Usted debió comprender por qué le pedí que fuera a
Tchermachnia y no a Moscú.
-Eso no prueba nada.
Smerdiakov hubo de hacer una nueva pausa. Parecía en
el límite de sus fuerzas.
-Usted debió comprender que si yo insistía en que fuera a
Tchermachnia era porque deseaba tenerlo cerca, ya que
Moscú está muy lejos. Sabiendo que estaba usted a dos
pasos de aquí, Dmitri Fiodorovitch tal vez no se habría
atrevido a hacer lo que hizo. Y, en caso necesario, usted
habría acudido en mi ayuda, y más habiéndole advertido que
Grigori Vasilievitch estaba enfermo y que yo temía que me
diera un ataque. Además, le expliqué que, utilizando ciertas
señales, se podía entrar en casa de Fiodor Pavlovitch, y que
Dmitri Fiodorovitch conocía esta contraseña porque yo se la
había revelado. Esto era otra razón para que yo creyese que
usted, temiendo que su hermano se dejase llevar de su
carácter violento, no se fuera ni siquiera a Tchermachnia, sino
que se quedase aquí.
Iván se dijo: «Habla en serio, aunque balbucea. No
comprendo por qué Herzenstube dice que tiene perturbado el
juicio.»
-¡No eres sincero, canalla! -exclamó.
-Lo soy -dijo Smerdiakov con firmeza-. Francamente, en
aquel momento creí que usted me había comprendido.
-Si te hubiera comprendido, me habría quedado.
-¡Y yo que pensé que usted se marchaba porque tenía
miedo!
-Por lo visto, crees que todos son tan cobardes como tú.
-Perdóneme por haber creído que usted era como yo.
-Desde luego, debo ser más previsor. Por otra parte, temí
que cometieras alguna villanía. -De pronto tuvo un recuerdo
que le hizo exclamar-: ¡Mientes, mientes otra vez! Recuerdo
que, cuando me despedí de ti, me dijiste: «Da gusto hablar
con una persona inteligente.» Esa amabilidad era buena
prueba de que te alegrabas de que me marchase.
Smerdiakov suspiró varias veces y pareció sentirse
abochornado.
-Yo me alegré -dijo haciendo un gran esfuerzo- de que de-
cidiera usted ir a Tchermachnia y no a Moscú. Tchermachnia
está más cerca. Pero mis palabras no eran de
agradecimiento, sino de reproche. Usted no me comprendió.
-¿Por qué eran de reproche?
-Porque, aun presintiendo una desgracia, abandonaba
usted a su padre. Además, me dejaba a mí indefenso, pues se
me podía atribuir el robo de los tres mil rubios.
-¡Vete al diablo! ¡Ah! Una pregunta: ¿hablaste a los jueces
de la contraseña, de los golpes de llamada?
-Sí, lo expliqué con todo detalle.
Iván Fiodorovitch tuvo de nuevo un gesto de asombro.
-Lo único que pensé al marcharme fue que cometerlas
alguna infamia. Creía a Dmitri capaz de matar, pero no de
robar. ¿Por qué me dijiste que sabías fingir un ataque?
-Fue una chiquillada. Jamás he simulado un ataque. Lo
dije por presumir. Entonces lo quería a usted mucho y le
hablaba con ingenuidad infantil.
-Mi hermano te acusa. Dice que fuiste tú el que cometiste
el robo y el crimen.
-¿Él qué ha de decir? -replicó Smerdiakov con una amarga
sonrisa-. ¿Pero quién lo creerá, sabiéndose los cargos que
pesan sobre él? Grigori Vasilievitch vio la puerta abierta. Es
una prueba decisiva. En fin, que Dios le perdone. Tiene miedo
y trata de salvarse.
Reflexionó un momento y añadió:
-Es lo de siempre. Quiere descargar sobre mí la culpa del
crimen. Ya lo había oído decir. ¿Pero le habría dicho yo a
usted que podía simular un ataque de epilepsia si hubiese
tenido el propósito de matar a su padre? ¿Habría cometido la
necedad de ofrecer por anticipado semejante prueba y nada
menos que al hijo de la víctima? ¿Es esto verosímil? Nadie,
excepto Dios, está escuchando esta conversación, pero si
usted la transmitiera al procurador y a Nicolás Parthenovitch,
esto me favorecería, pues no es posible que un desalmado
obre con tanta ingenuidad. Todo el mundo razonará de este
modo.
-Óyeme -dijo Iván Fiodorovitch levantándose, impresiona-
do por este último argumento-. No sospecho de ti. Sería una
necedad acusarte. Incluso te agradezco que me hayas
tranquilizado. Ya volveré, pero ahora me voy. Adiós; que te
mejores. ¿Necesitas algo?
-Gracias. Marta Ignatievna no me olvida, y como es tan
buena, viene en mi ayuda siempre que me hace falta. Todos
los días vienen a verme buenos amigos.
-Hasta más ver. No diré que dijiste que sabías simular un
ataque. Te aconsejo que tampoco tú vuelvas a hablar de ello
-dijo Iván, sin saber por qué.
-De acuerdo. Si usted no dice lo de la simulación, tampoco
yo diré nada de nuestra charla en el portal.
Iván Fiodorovitch salió de la habitación. Cuando había
dado unos diez pasos por el corredor se dio cuenta de que la
última frase de Smerdiakov tenía algo de ofensivo para él. Por
un momento pensó volver atrás, pero cambió de opinión, se
encogió de hombros y salió del hospital.
Se había tranquilizado al saber que el culpable no era
Smerdiakov, como parecía lógico suponer, sino Mitia. ¿Por
qué había cometido su hermano el crimen? No intentó
dilucidarlo; le repugnaban estos análisis psíquicos. Anhelaba
olvidar. En los siguientes días acabó de convencerse de la
culpabilidad de Mitia, al estudiar a fondo las pruebas que se
acumulaban contra él. Personas tan humildes como Fenia y
su madre habían hecho declaraciones abrumadoras. Y no
hablemos de Perkhotine, los clientes de la taberna, los
comerciantes Plotnikov y los testigos de Mokroie. Había
detalles que eran cargos decisivos. El de la llamada mediante
una serie de golpes convenida había impresionado al juez y al
procurador casi tanto como la afirmación de Grigori de que la
puerta estaba abierta. Marta Ignatievna, al interrogarla Iván
Fiodorovitch, dijo que Smerdiakov había pasado la noche muy
cerca de su lecho, al otro lado del tabique, y que más de una
vez se había despertado al oír los gemidos del enfermo. «Se
lamentaba sin cesar.» Iván habló también con el doctor
Herzenstube y le expuso sus dudas acerca de la demencia de
Smerdiakov, que a él le había parecido simplemente un
hombre extenuado.
-¿Sabe usted en qué se ocupa ahora? Escribe palabras
francesas con caracteres rusos en un cuaderno y se las
aprende de memoria.
Al fin desaparecieron hasta las últimas dudas de Iván. Ya
no podía pensar en Dmitri sin experimentar cierta aversión.
Sin embargo, le sorprendía la persistencia con que Aliocha
afirmaba que el asesino no era Dmitri y que había «muchas
probabilidades» de que fuera Smerdiakov. Iván había
respetado siempre las opiniones de Aliocha, y ésta, la
referente a la culpabilidad del epiléptico, lo desconcertaba.
Otro detalle sorprendía a Iván: Aliocha no era nunca el
primero en hablar de Mitia, sino que se limitaba a contestar a
las preguntas que él le hacia sobre Dmitri. Además de éstas,
Iván tenía otra preocupación: desde que había regresado de
Moscú estaba locamente enamorado de Catalina Ivanovna.
No es éste el lugar a propósito para describir la gran
pasión de Iván Fiodorovitch, una pasión que influyó
decisivamente en su vida. En ella hay materia para una obra
aparte, que tal vez escriba algún día. Me limitaré, pues, a
hacer constar que cuando Iván dijo a Aliocha, al salir de casa
de Catalina Ivanovna, que ésta no le gustaba, se mentía a si
mismo. Iván sentía por ella un amor inmenso, aunque a veces
la odiaba hasta el extremo de experimentar el deseo de
matarla.
Esta pasión había nacido por diversas causas.
Trastornada por la tragedia, Catalina Ivanovna se había
arrojado sobre Iván Fiodorovitch como se arroja sobre su
salvador el que está perdido. Se sentía ofendida y humillada,
y he aquí que en esto veía aparecer al hombre que tanto la
había amado -estaba segura de ello- y cuya inteligencia y
sentimientos había apreciado siempre. Pero ella, inflexible en
el cumplimiento de sus compromisos, no le había entregado
enteramente su corazón, a pesar del ímpetu pasional, propio
de un Karamazov, de su pretendiente y de la fascinación que
ejercía sobre ella. Además, se reprochaba constantemente
haber traicionado a Mitia, y así se lo decía a Iván, con toda
franqueza, en sus frecuentes disputas. A esto se refería Iván
cuando, hablando con Aliocha, había dicho que todo era una
farsa entre ellos. Efectivamente había mucho de farsa en sus
relaciones, lo que exasperaba a Iván Fiodorovitch. Pero no
nos anticipemos.
Durante algún tiempo, Iván casi se olvidó de Smerdiakov.
Sin embargo, quince días después de su primera visita al
enfermo volvieron a atormentarle extrañas ideas. Se
preguntaba con frecuencia por qué la última noche que pasó
en casa de Fiodor Pavlovitch, antes de emprender el viaje,
había salido en silencio, como un ladrón, a la escalera, para
oír lo que hacia su padre en la planta baja. A la mañana
siguiente, cuando se acercaba a Moscú se había acordado de
esto, había sentido una repentina angustia y se había dicho:
«Soy un miserable.» ¿Por qué se acusaba a si mismo?
Un día en que estaba dando vueltas en su imaginación a
estos ingratos recuerdos y se decía que eran capaces de
hacerle olvidar a Catalina Ivanovna, se encontró con Aliocha.
Inmediatamente le preguntó:
-¿Te acuerdas de aquella tarde en que llegó de pronto
Dmitri y golpeó a nuestro padre? Después, en el patio, te dije
que me reservaba «el derecho de desear». Dime: ¿pensaste
entonces que yo deseaba la muerte de nuestro padre?
-Si -repuso sencillamente Aliocha.
-Verdaderamente, no era dificil deducirlo. ¿Pero pensaste
también que yo deseaba que los reptiles se devorasen entre
sí, o sea que Dmitri matara a nuestro padre? ¿Que yo incluso
estaba dispuesto a ser su cómplice?
Aliocha palideció y fijó su mirada en los ojos de Iván.
-¡Habla! -gritó Iván-. ¡Quiero conocer tu pensamiento!
¡Necesito saber toda la verdad!
Jadeaba, miraba a su hermano con anticipada hostilidad.
-Perdóname, pero también pensé eso -murmuró Aliocha,
sin añadir ninguna palabra atenuante.
-Gracias -dijo secamente Iván. Y continuó su camino.
Desde entonces, Aliocha observó que su hermano lo
miraba con aversión y rehuía su trato, por lo que decidió no
volver a visitarlo.
Inmediatamente después de su encuentro con Aliocha,
Iván fue a ver de nuevo a Smerdiakov.

CAPITULO VII
SEGUNDA ENTREVISTA CON SMERDIAKOV
Smerdiakov había salido ya del hospital. Vivía en aquella
casita de techo bajo habitada por María Kondratievna. La
vivienda tenía dos habitaciones, y entre ellas un vestíbulo.
María Kondratievna y su madre ocupaban una de las
habitaciones, y la otra Smerdiakov. Nadie sabía exactamente
con qué títulos habitaba el epiléptico en aquella casa. Al fin se
supuso que era el prometido de María Kondratievna y que no
pagaba alquiler alguno. Tanto la madre como la hija le tenían
gran afecto y lo consideraban superior a ellas.
Cuando le abrieron la puerta, Iván, siguiendo las
indicaciones de María Kondratievna, se dirigió a la habitación
de la izquierda, que era la ocupada por Smerdiakov. Una
estufa de barro despedía un calor sofocante. Las paredes
estaban cubiertas de un papel azul lleno de desgarrones y
bajo el cual corrían las cucarachas con un rumoreo continuo.
El mobiliario era muy simple: dos bancos a ras de las paredes
y dos sillas junto a la mesa, sencilla y cubierta por un mantel
rameado de color de rosa. Geranios en las ventanas: en un
rincón, imágenes santas. En la mesa había un abollado
samovar de cobre, una bandeja y dos tazas. El samovar
estaba apagado; Smerdiakov se había tomado ya el té.
Estaba sentado en un banco, escribiendo en un cuaderno. A
su lado había un frasquito de tinta y una bujía en un candelero
de metal. Al ver a Smerdiakov, Iván tuvo la impresión de que
estaba completamente restablecido. Tenía la cara más llena y
más lozana; el cabello, lustroso y bien peinado. Llevaba una
bata de vivos colores, acolchada y no muy vieja. Usaba len-
tes, y este detalle irritó a Iván Fiodorovitch, que lo ignoraba.
«¡Llevar lentes ese desgraciado!»
Smerdiakov levantó la cabeza, miró al visitante y se quitó
los lentes. Después se puso en pie sin apresurarse, menos
por respeto que por observar las reglas de la urbanidad. Iván
advirtió al punto estos detalles y, sobre todo, la hostilidad y
altivez que había en su mirada. «¿A qué vienes? -parecía
decir-. Tú y yo ya nos pusimos de acuerdo.» Iván Fiodorovitch
apenas podía contenerse.
-¡Qué calor hace aquí! -dijo desabrochándose el abrigo.
-Quíteselo -sugirió Smerdiakov.
Iván Fiodorovitch se lo quitó. Después, con manos
temblorosas, retiró un poco una de las sillas que había junto a
la mesa y se sentó. Smerdiakov había ocupado ya su asiento.
-Ante todo, una pregunta -dijo Iván-. ¿Pueden oirnos?
-No; ya habrá visto usted que entre esta habitación y la
otra hay un vestíbulo.
-Bien, escucha. Cuando me despedí de ti en el hospital,
me dijiste que si yo no hablaba de tu habilidad para fingir
ataques, tú no explicarías nuestra conversación en el portal.
¿Qué querias decir? ¿Era una amenaza? ¿Crees que existe
un pacto entre nosotros? ¿Supones acaso que te temo?
Iván Fiodorovitch hablaba con indignación. Daba a
entender claramente que detestaba los subterfugios y que le
gustaba el juego limpio. Por la mirada de Smerdiakov pasó
una nube maligna. Su ojo izquierdo empezó a parpadear
nerviosamente. Parecía decirse: «¿Quieres que hablemos
claro? Pues te voy a complacer.»
-Lo que entonces quise decir fue que usted, aun previendo
el asesinato de su padre, se marchó, dejándolo sin defensa. Y
le prometí callar para evitar juicios desfavorables sobre sus
sentimientos... y sobre otras cosas.
Smerdiakov pronunció estas palabras sin precipitarse, en
el tono del que es dueño de sí mismo, pero también con
provocativa aspereza. Luego se quedó mirando a Iván
Fiodorovitch con insolencia.
-¿Qué dices? ¿Estás en tu juicio?
-Sí, por completo.
-¿De modo que, según tú, yo sabía que se iba a asesinar a
mi padre? -exclamó Iván dando un formidable puñetazo sobre
la mesa-. ¿Qué significa eso de «sobre otras cosas»? ¡Habla,
miserable!
Smerdiakov enmudeció. Seguía mirando a Iván con
insolencia.
-¿Qué otras cosas son ésas, canalla?
-Pues bien son... que usted tal vez deseara, anhelara, la
muerte de su padre.
Iván Fiodorovitch se levantó y lanzó su puño con violencia
contra un hombro de Smerdiakov. Este retrocedió hasta la
pared tambaleándose, mientras las lágrimas bañaban su
rostro.
-¡Eso no está bien, señor! ¡Agredir a.un hombre que no
puede defenderse!
Se cubrió el rostro con su sucio pañuelo a cuadros y
empezó a sollozar.
-¡Basta! -dijo Iván volviendo a sentarse-. ¡Deja ya de llorar
y no me saques de quicio!
Smerdiakov apartó el pañuelo de sus ojos. Su rígido
semblante expresaba un profundo rencor.
-¿De modo, miserable, que tú crees que yo deseaba
ponerme de acuerdo con Dmitri para matar a mi padre?
-Yo no sabía lo que usted pensaba, y precisamente para
sondearlo me detuve a hablar con usted.
-¿Para sondearme? ¿Qué pretendías averiguar?
-Sus intenciones respecto a su padre, es decir, si usted
deseaba su inmediata muerte.
Lo que más irritaba a Iván Fiodorovitch era el tono
impertinente de Smerdiakov.
-¡Fuiste tú quien lo mató! -exclamó de pronto.
Smerdiakov sonrió desdeñosamente.
-Usted sabe perfectamente que no fui yo. Y me extraña
que un hombre inteligente como usted insista en semejante
acusación.
-¿Por qué sospechaste de mí?
-Ya lo sabe usted: por miedo. Yo, debido a mi estado,
desconfiaba de todo el mundo, y quería sondearlo a usted
para saber si estaba de acuerdo con su hermano, ya que
entonces me quedaría sin protección.
-Hace quince días no hablabas así.
-Pero le di a entender lo mismo con medias palabras,
creyendo que usted prefería esto a que habláramos
francamente.
-¡Es el colmo!... Insisto en que me aclares una cosa:
¿cómo pudo tu alma vil concebir esas innobles sospechas?
-Usted era incapaz de matar a su padre con sus propias
manos, pero podía desear que otro lo hiciera.
-¡Con qué aplomo hablas! ¿Pero por qué había de sentir
yo ese deseo?
-¿Cómo que por qué? -exclamó Smerdiakov pérfi-
damente-. Por la herencia. La muerte de su padre suponía
para cada uno de ustedes cuarenta mil rublos o más. En
cambio, si daban tiempo a que Fiodor Pavlovitch se casara
con Agrafena Alejandrovna, ésta, que no tiene un pelo de
tonta, se habría apresurado a poner el dinero de su padre a su
nombre, y no habría quedado nada para ustedes tres. Esto
estuvo a punto de ocurrir. Habría bastado una palabra de
Agrafena Alejandrovna para que Fiodor Pavlovitch la hubiese
llevado al altar.
Iván Fiodorovitch tenía que hacer grandes esfuerzos para
contenerse.
-Bien -dijo al fin-. Como ves, ni te he pegado ni te he mata-
do. Por lo tanto, puedes continuar. ¿De modo que, según tú,
yo contaba con mi hermano Dmitri y le había encargado ese
trabajo?
-Sí. Al ser un asesino, perdería todo sus derechos, se le
degradaría y se le deportaría. Entonces su hermano Alexei
Fiodorovitch y usted heredarían su parte, y ya no serían
cuarenta mil rublos, sino sesenta mil, lo que les tocaría a cada
uno. Es, pues, muy natural que usted pensara en Dmitri
Fiodorovitch.
-¡No sé cómo puedo contenerme! Óyeme, cretino: si yo hu-
biese tenido que contar con alguien, habría contado contigo,
no con Dmitri. Y lo juro que presentí que cometerías alguna
infamia: recuerdo que tuve esta impresión.
-También yo pensé que usted contaba conmigo -dijo
irónicamente Smerdiakov-. O sea que cada vez se
desenmascara usted más. Pues si usted se marchó a pesar
de tener este presentimiento, esto equivalía a decir: «Puedes
matar a mi padre: no me opongo.»
-¡Miserable! ¿Eso creíste?
-Razonemos. Usted quería marcharse a Moscú, y, a pesar
de los ruegos de su padre, se negaba a ir a Tchermachnia.
Pero de pronto, accediendo a mis ruegos, decide ir a ese
lugar cercano. Para proceder de este modo era necesario que
esperase usted algo de mí.
-¡Eso no! ¡Lo juro! -gritó lván, rechinando los dientes.
-¿Cómo que eso no? Usted era el hijo del dueño de la
casa. En vez de atender a mis ruegos, debió entregarme a la
policía, hacerme azotar o pegarme usted mismo en el acto.
Pero usted ni siquiera se enfadó. Y se marchó, en vez de
quedarse para defender a su padre. ¿Qué podía yo deducir de
este proceder?
Iván tenía el semblante sombrío y los puños crispados
sobre las rodillas.
-Desde luego, siento no haberte dado una paliza -dijo con
una sonrisa amarga-. No me era posible llevarte a la policía,
pues no me habrían creido sin pruebas. Pero fue un error no
molerte a golpes; aunque esté prohibido que uno se tome la
justicia por su mano, debí hacerte trizas la cara.
Smerdiakov le observó con visible deleite.
-En los casos corrientes -dijo con evidente satisfacción y
en un tono doctoral, como cuando hablaba de cuestiones
religiosas con Grigori Vasilievitch-, tomarse la justicia por las
propias manos está vedado por la ley. Sí, se han terminado
estas brutalidades. Pero en los casos excepcionales, no sólo
en nuestro país, sino en todo el mundo, incluso en la
República Francesa, se siguen empleando los puños, como
en los tiempos de Adán y Eva. Y siempre será así. Pero usted,
ni siquiera en uno de estos casos excepcionales se atrevió a
hacer use de la acción directa.
-¿Esto es lo que aprendes de las frases francesas que
escribes ahí? -preguntó Iván señalando el cuaderno que
estaba sobre la mesa.
-¿Por qué no? Estoy completando mi instrución. Pienso
que tal vez tenga que visitar algún día los hermosos países de
Europa.
-Escucha, monstruo -dijo Iván, temblando de cólera-, me
tienen sin cuidado tus acusaciones. Declara contra mí todo lo
que quieras. Si no te he dado ya una paliza es porque
sospecho que eres un asesino y voy a entregarte a la justicia.
Lo haré cuando consiga desenmascararte.
-Yo creo que será mejor para usted callarse. ¿Qué puede
usted decir contra un inocente? ¿Y quién lo creería? Además,
si usted me acusa, yo lo contaré todo. Tengo que defenderme.
-¿Crees acaso que te temo?
-Aun admitiendo que la justicia no me crea, el público si
que me creerá, y esto no será nada agradable para usted.
-Ahora comprendo por qué dijiste que da gusto hablar con
un hombre inteligente -dijo Iván, apretando las mandíbulas.
-Sí, y usted debe demostrar su inteligencia.
Iván Fiodorovitch se levantó temblando de indignación, se
puso el abrigo y, sin contestar a Smerdiakov, sin ni siquiera
mirarlo, salió a toda prisa de la casa. El aire fresco de la
noche lo despejó. Brillaba la luna. Las ideas y las sensaciones
hervían en él. «¿Debo ir a denunciar a Smerdiakov? ¿Para
qué, si es inocente? Si lo hiciera, sería él quien me acusaría a
mi. ¿Cómo justificar mi viaje a Tchermachnia? Sin duda tiene
razón: yo esperaba algo.» Por enésima vez se acordó de que
la última noche que pasó en casa de su padre salió a la
escalera para acechar, y esto le produjo una sensación tan
dolorosa, que se detuvo en seco, como paralizado por una
puñalada. «Sí, yo esperaba que ocurriera lo que ocurrió. ¡Ésta
es la verdad! ¡Yo deseaba que se cometiera el asesinato!...
Bueno, no sé lo que deseaba... ¡Es preciso que mate a Smer-
diakov! ¡Si no tengo valor para hacerlo, no merezco vivir!»
Iván se fue derecho a casa de Catalina Ivanovna, que se
asustó al ver su trastornado semblante. Iván le refirió, palabra
por palabra, toda su conversación con Smerdiakov. Aunque
Katia trataba de calmarlo, él iba y venía por la habitación,
murmurando palabras incoherentes. Al fin se sentó, apoyó los
codos en la mesa y la cabeza en las manos a hizo esta
extraña reflexión:
-Si no fue Dmitri, sino Smerdiakov, yo soy su cómplice,
puesto que lo impulsé a cometer el crimen. ¿Pero lo impulsé
verdaderamente? No lo sé todavía... Sin embargo, si es él el
culpable y no Dmitri, también yo soy un asesino.
Al oír estas palabras, Catalina Ivanovna se levantó en
silencio, se dirigió a su escritorio y sacó de una arquilla un
papel que colocó ante Iván. Era la carta de que éste había
hablado a Aliocha, diciéndole que era una prueba decisiva
contra Dmitri. Mitia la había escrito en estado de embriaguez
la tarde en que se encontró con Aliocha, cuando éste volvía
del monasterio después de la escena en que Gruchegnka
había insultado a su rival. Apenas se separó de Aliocha, Mitia
corrió a casa de Gruchegnka. Ignoramos si la vio, pero lo
cierto es que terminó la velada en la taberna «La Capital»,
donde bebió hasta emborracharse. En este estado, pidió
pluma y papel y escribió una carta prolija, incoherente, digna
de un borracho. Era como el hombre que llega a su casa
cargado de alcohol y empieza a contar a su mujer y a cuantos
la rodean que se ha encontrado con un canalla que le ha
insultado, a él que es tan correcto, y que el atrevido sujeto se
las pagará. El bebedor no cesa de hablar, reforzando su
incoherente discurso con una serie de puñetazos en la mesa y
llorando de emoción.
El papel de cartas que dieron a Mitia en la taberna era una
hoja áspera y sucia, con operaciones aritméticas en el dorso.
Como no tenía espacio suficiente para su palabrería de
borracho, Mitia había tenido que llenar los márgenes y escribir
las últimas líneas cruzadas sobre el texto. He aquí lo que
decía la carta:

Fatal Katia: Mañana tendré dinero y te devolveré los tres


mil rublos que te debo. Adiós, mujer iracunda. Y otro adiós
para mi amor. ¡Hemos terminado! Mañana pediré dinero a
todo el mundo. Y si nadie me lo da, palabra de honor que iré
en busca de mi padre, le abriré la cabeza y le quitaré el dinero
que tiene escondido debajo de la almohada. Así lo haré si
Iván ha salido de viaje. ¡Iré a presidio, pero te devolveré tus
tres mil rublos! ¡Adiós! Me inclino ante ti hasta besar el suelo.
Soy un miserable. Perdóname. Pero no, no me perdones. Si
no me perdonas, viviremos más a gusto los dos. Prefiero el
presidio a tu amor, pues amo a otra. La has conocido hoy. No,
no puedes perdonarme. ¡Mataré al que me ha robado! Os de-
jaré a todos para irme a Oriente. No quiero ver a nadie, ni
siquiera a ella, pues no eres tú sola la que me hace sufrir.
¡Adiós!
Tu esclavo y enemigo,

D
.
KARAM
AZOV.

P. D. - Te maldigo, pero te adoro. Siento latir mi corazón.


En él queda una cuerda que vibra por ti. ¡Ah, que estalle
cuanto antes! Me mataré, pero antes mataré al monstruo. Le
quitaré los tres mil rublos y te los devolveré. Me podrás mirar
como a un miserable, pero no como a un ladrón. Te daré los
tres mil rublos. Están en casa de ese maldito perro. Los tiene
debajo de! colchón, atados con una cinta de color de rosa. No
se me podrá acusar de ladrón, pees mataré at hombre que me
ha robado. No me desprecies, Katia: Dmitri será un asesino,
pero no un ladrón. Dmitri matará a su padre y se perderá
porque no puede soportar tu altivez. Y para no tener que
amarte.

P. D. - Te beso los pies. ¡Adiós!

P. D. - Katia, pide a Dios que alguien me dé el dinero. Si


me lo dan, no tendré que derramar sangre. Si no me lo dan, la
derramaré.

Después de haber leído esta carta, Iván quedó convencido


de que había sido su hermano y no Smerdiakov el que había
cometido el crimen. Y si no había sido Smerdiakov, tampoco
había sido él. Iván vio en este documento una prueba
irrefutable: ya no tenía la menor duda de que el asesino había
sido Mitia. Y como no podía admitir la complicidad entre Dmitri
y Smerdiakov, ya que no estaba de acuerdo con los hechos,
su tranquilidad fue completa. Al día siguiente, el recuerdo de
Smerdiakov y sus ironías le producía un profundo desprecio.
Transcurridos varios días, incluso se extrañó de haberse
sentido tan mortificado por las sospechas del epiléptico. Y
decidió no volver a pensar en él.
Así pasó un mes. Entonces Iván se enteró de que
Smerdiakov estaba enfermo de cuerpo y de espíritu.
-Este hombre se volverá loco -había dicho el doctor Var-
vinski.
En los últimos días de aquel mes, Iván se sintió también
muy mal y consultó al médico que Catalina Ivanovna había
traído de Moscú. Las relaciones entre Katia a Iván se habían
agriado extraordinariamente. Eran como dos enemigos
enamorados el uno del otro. Los « retornos» de Catalina
Ivanovna a Mitia, pasajeros pero violentos, exasperaban a
Iván. Aunque parezca extraño, Iván no había oído durante
todo el mes una palabra de duda en labios de Catalina
Ivanovna respecto a la culpabilidad de Mitia, a pesar de
aquellos «retornos» que tanto le mortificaban. Estas dudas
sólo las había expresado en la última escena que ambos tu-
vieron con Aliocha cuando éste regresaba de su visita a la
cárcel. Otro detalle curioso era que Iván, cuyo odio hacia Mitia
crecía sin cesar, se daba perfecta cuenta de que detestaba a
su hermano no por los «retornos» de Catalina Ivanovna, sino
por haber matado a su padre.
A pesar de este odio, diez días antes del juicio había ido a
visitar a Mitia y le había propuesto un plan de evasión
evidentemente estudiado hacía mucho tiempo. Este proceder
se debía en parte al deseo de desmentir la insinuación de
Smerdiakov de que él, Iván, tenía interés en que condenaran
a su hermano, ya que así su parte en la herencia, lo mismo
que la de Aliocha, aumentaría en veinte mil rublos. Y había
decidido gastar treinta mil para facilitar la huida de Dmitri. Tras
su visita a la cárcel, Iván estaba triste y amargado. Tuvo la
súbita impresión de que no deseaba la evasión de Mitia
solamente para salir al paso de la acusación de Smerdiakov.
«¿Será también -se preguntó- porque, en el fondo, soy un
asesino?» Se sentía vagamente inquieto y amargado. Durante
aquel mes, su orgullo había recibido fuertes embates... Pero
ya hablaremos de esto.
Cuando Iván Fiodorovitch, después de su conversación
con Aliocha y ya a la puerta de su casa, decidió de pronto ir a
ver a Smerdiakov por tercera vez, obedeció a una indignación
repentina. Se acababa de acordar de que Catalina Ivanovna
había exclamado en presencia de Aliocha: «¡Tú me has
convencido de que el asesino es Mitia!» Al recordar esto, Iván
se quedó petrificado. No sólo no había dicho jamás a Catalina
Ivanovna que el culpable era Mitia, sino que se había acusado
a si mismo en presencia de ella al volver de casa de
Smerdiakov. Y había sido ella la que le habla demostrado a él
la culpabilidad de Mitia poniendo ante sus ojos la carta
comprometedora. Luego Katia dijo que había ido a visitar a
Smerdiakov. ¿Cuándo? Iván no sabía nada de esta visita, que
demostraba que la convicción de Catalina Ivanovna no era
muy firme. ¿Qué le habría dicho Smerdiakov? Iván tuvo un
arrebato de ira. No comprendia cómo, hacia media hora,
había podido oír las palabras de Katia sin replicar
violentamente. Soltó el cordón de la campanilla y se dirigió a
casa de Smerdiakov.
«¡Esta vez puedo llegar incluso a matarlo!», se iba
diciendo por el camino.

CAPÍTULO VIII
TERCERA Y ÚLTIMA ENTREVISTA CON SMERDIAKOV
Se levantó un fuerte viento, idéntico al que había soplado
por la mañana, acompañado de una nevada fina, abundante y
seca. La nieve caía sin adherirse al suelo, el viento la
arremolinaba; pronto se desencadenó una verdadera
tormenta. En la parte de la ciudad donde habitaba Smerdiakov
apenas había faroles. Iván avanzaba en la oscuridad,
guiándose por el instinto. Le dolía la cabeza, las sienes le
latían, su pulso se había acelerado. Poco antes de llegar a la
casita de María Kondratievna se encontró con un borracho
que llevaba un caftán remendado. Iba haciendo eses y
lanzando juramentos. A veces dejaba de vociferar para cantar
con voz ronca:

-Para Piter ha partido Vanka;


ya no lo esperaré.

Invariablemente, después del segundo verso interrumpía el


canto y reanudaba las invectivas. Poco después, Iván
Fiodorovitch sintió, sin saber por qué, un odio profundo hacia
aquel hombre. Se dio cuenta de ello de pronto.
Inmediatamente le asaltó un deseo irresistible de golpearlo.
Precisamente en ese momento estaban el uno al lado del otro.
El borracho, en uno de sus vaivenes, tropezó violentamente
con Iván, y éste respondió con un furioso empujón. El del
caftán cayó de espaldas sobre la helada tierra, donde, tras
proferir un gemido, quedó mudo, inmóvil, inconsciente. «¡Se
helará!», pensó Iván mientras reanudaba su camino.
Acudió a abrirle María Kondratievna con una bujía en la
mano. Ya en el vestíbulo, María le dijo en voz baja que Pavel
Fiodorovitch -es decir, Smerdiakov- estaba muy enfermo.
Incluso había rechazado el té.
-Supongo que no cesará de vociferar -dijo Iván.
-Al contrario: nunca ha estado más tranquilo. No le
entretenga demasiado.
Iván entró en la habitación.
Estaba tan caldeada como de costumbre, pero se
observaban en ella algunos cambios: uno de los bancos había
sido sustituido por un gran canapé de imitación a caoba,
guarnecido de cuero y convertido en cama, con almohadas
perfectamente limpias. Smerdiakov, vestido con su vieja bata,
estaba sentado en el canapé, ante la mesa, trasladada allí.
Estos cambios habían reducido el espacio libre. Sobre la
mesa se veía un gran libro de tapas amarillas. Smerdiakov
recibió a Iván con una mirada larga y silenciosa y no demostró
la menor sorpresa al verlo. También su aspecto había cam-
biado, y mucho: tenía el rostro pálido y enjuto; los ojos,
hundidos; los párpados inferiores, amoratados.
-¿Estás verdaderamente enfermo? -inquirió Iván Fiodoro-
vitch-. No te molestaré mucho tiempo. Ni siquiera me quito el
ábrigo. ¿Dónde puedo sentarme?
Acercó una silla a la mesa y se sentó.
-¿Por qué estás tan callado? Sólo tengo que hacerte una
pregunta. Pero te advierto que no me marcharé sin que me
contestes. ¿Ha venido a verte Catalina Ivanovna?
Smerdiakov respondió con un ademán indolente y volvió la
cabeza.
-¿Qué quieres decir?
-Nada.
-¿Cómo que nada?
-¡Bueno, pues sí: Catalina Ivanovna ha venido a verme! ¿Y
qué? ¡Déjeme en paz!
-Eso no lo esperes. Di: ¿cuándo vino?
-No me acuerdo.
Smerdiakov dijo esto con una sonrisita desdeñosa. De
pronto, ahora. se encaró con Iván y le dirigió una mirada
cargada de odio, como la que le había dirigido hacia un mes.
-También usted está muy enfermo -dijo-. Tiene la cara
chupada, y su aspecto es el de un hombre agotado.
-No te preocupes por mi salud y responde a mi pregunta.
-Tiene los ojos amarillos. No cabe duda de que algo le
atormenta.
Tuvo una risita sarcástica. Iván exclamó, irritado:
-¡Ya lo he dicho que no me marcharé sin una respuesta!
-No comprendo su insistencia -dijo Smerdiakov-. ¿Por qué
se obstina en torturarme?
-¡Lo que a ti te ocurra no me importa lo más mínimo!
Contesta a mi pregunta y me voy.
-No tengo ninguna respuesta.
-Te advierto que te obligaré a contestar.
-¿Por qué está tan inquieto? -preguntó Smerdiakov, miran-
do a Iván con más contrariedad que desdén-. ¿Porque
mañana se verá la causa contra su hermano? Esto no
significa ninguna amenaza contra usted. De modo que
cálmese. Váyase usted a su casa y duerma tranquilo. No tiene
nada que temer.
-No te comprendo -dijo Iván, sorprendido y repentinamente
aterrado-. ¿Por qué he de temer al juicio de mañana?
Smerdiakov lo miró de pies a cabeza.
-¿De veras no me comprende? ¡Lo incomprensible es que
un hombre inteligente finja como usted está fingiendo!
Iván lo miró en silencio. La arrogancia con que le hablaba
su antiguo criado era algo inaudito.
-Le repito que no tiene nada que temer. No hay pruebas y
no declararé contra usted... Sus manos tiemblan. ¿Por qué?
Vuelva a su casa. Usted no es el asesino.
Iván se estremeció y se acordó de Aliocha.
-Ya sé que no lo soy -murmuró.
-¿De veras lo sabe?
Iván se levantó y cogió a Smerdiakov por un hombro.
-¡Habla, víbora! ¡Dilo todo!
Smerdiakov no se asustó lo más mínimo, sino que miró a
Iván con un odio feroz.
-Pues bien; ya que lo desea, se lo diré -repuso, furioso-.
Usted mató a Fiodor Pavlovitch.
Iván volvió a sentarse y quedó pensativo. Al fin, tuvo una
sonrisa maligna.
-¿Es el mismo cuento que la otra vez?
-Sí, y usted lo comprendió entonces, como lo comprende
ahora.
-Lo único que comprendo es que estás loco.
-Aquí estamos solos usted y yo. ¿Para qué fingir? ¿Para
qué tratar de engañarnos? ¿Pretende usted cargarme a mí
toda la culpa? Usted fue el autor del crimen, el principal
culpable. Yo no fui más que su auxiliar, su dócil instrumento.
Usted sugirió y yo cumplí.
-¿Cumpliste? Entonces..., ¡eres tú el asesino!,..
Sintió como un estallido en la cabeza; le pareció que una
corriente helada recorría todo su cuerpo. Smerdiakov lo con-
templaba asombrado, impresionado por el efecto,
evidentemente real, que habían producido en Iván sus
palabras.
-¿De modo que no lo sabía? -preguntó, receloso.
Iván lo seguía mirando fijamente. Parecía haber perdido el
don de la palabra. De pronto, le pareció oír:

Para Piter ha partido Vanka;


ya no lo esperaré.

-¿Sabes que te temo como a un fantasma? -murmuró.


-Aquí no hay más fantasmas que usted, yo y... un tercero.
Un tercero que sin duda está presente ahora.
-¿Cómo? ¿Un tercer fantasma? -exclamó Iván, aterrado,
mirando en todas direcciones.
-El tercer fantasma es Dios, la Providencia. Está aquí.
Pero es inútil que lo busque: no lo encontrará.
-¡Has mentido! -rugió Iván-. ¡Tú no eres el asesino! ¡Estás
loco o te complaces en irritarme, como la otra vez!
Smerdiakov no experimentaba terror alguno: se limitaba a
observar a su interlocutor atentamente; con visible
desconfianza. Creía que Iván lo sabía todo y fingía ignorarlo,
con objeto de que toda la culpa recayera sobre él.
-Espere un momento -dijo al fin, en voz baja.
Sacó la pierna de debajo de la cama y se subió el
pantalón. Llevaba medias blancas y zapatillas. Con toda la
parsimonia, se quitó las ligas a introdujo la mano en la media.
Iván Fiodorovitch tuvo un repentino estremecimiento de
pánico.
-¡Estás loco! -gritó.
Y, levantándose de un salto, retrocedió hasta tropezar con
la pared, donde se quedó como clavado en el suelo, mirando
fijamente a Smerdiakov. Éste, sin inmutarse, siguió
rebuscando en su media. Al fin, Iván le vio sacar un paquete
que depositó en la mesa.
-Ahí tiene -dijo en voz baja.
-¿Qué es eso?
-Mírelo.
Iván se acercó a la mesa y empezó a deshacer el paquete.
De pronto, retiró las manos como si hubiera tocado un reptil
repugnante y temible.
-Le tiemblan las manos -dijo Smerdiakov.
Y él mismo deshizo el envoltorio. Entonces aparecieron
tres fajos de billetes de cien rublos.
-Están los tres mil rublos; no hace falta contarlos.
Y añadió, señalando los billetes:
-Tome los que quiera.
Iván se dejó caer en la silla. Estaba blanco como un
cadáver.
-Me has asustado cuando has empezado a buscar en tu
media -dijo con una extraña sonrisa.
-¿De veras no lo sabía usted?
-De veras. Yo creía que había sido Dmitri..., ¡mi hermano,
mi hermano!
Ocultó la cara entre las manos y añadió:
-¿Lo hiciste sólo tú? ¿No te ayudó mi hermano?
-Lo hice sólo con usted. Dmitri Fiodorovitch es inocente.
-Bien bien; en seguida hablaremos de mí... No sé por qué
tiemblo. Ni siquiera puedo articular las palabras.
-Antes era usted un hombre audaz. «Todo está permitido»,
decía. Y ahora tiembla de miedo. ¿Quiere una limonada? La
voy a pedir. Pero antes tendremos que ocultar esto.
Se refería a los billetes. Se acercó a la puerta, llamó a
María Kondratievna y le dijo que trajera limonada. Luego trató
de esconder el dinero. Empezó por sacar el pañuelo, pero, al
observar lo sucio que estaba, cogió el gran libro de tapas
amarillas que Iván había visto al entrar en la habitación y que
se titulaba Sermones de nuestro santo padre Isaac el Sirio, y
lo puso sobre los billetes.
-No quiero limonada -dijo Iván-. Siéntate y habla. ¿Cómo lo
hiciste? Cuéntamelo todo.
-Le aconsejo que se quite el abrigo. Si no lo hace; pronto
estará bañado en sudor.
Iván Fiodorovitch se quitó el abrigo y, sin levantarse de su
asiento, lo arrojó al banco.
-¡Habla, por favor, habla!
Se había serenado. Estaba seguro de que Smerdiakov se
lo iba a contar todo.
-¿Que cómo lo hice? -dijo Smerdiakov, con un suspiro-.
Del modo más natural. Según sus propias palabras...
-Ya hablaremos de mis palabras -le atajó Iván, pero esta
vez sin irritarse, como si fuera enteramente dueño de sí
mismo-. Ahora limítate a referir, con todo detalle y en orden,
cómo cometiste el crimen. No olvides los detalles, te lo ruego.
-Usted había salido de viaje. Yo me desplomé en la
bodega.
-¿Fue un verdadero ataque, o lo fingiste?
-Lo fingí. Bajé tranquilamente la escalera, me tendí en el
suelo y empecé a gritar. Y, mientras me llevaban en brazos,
simulé algunas convulsiones.
-¿También fingías en el hospital?
-No. A la mañana siguiente, cuando estaba todavía en
casa, tuve un verdadero ataque, el más fuerte que he sufrido
desde hace años. Estuve dos días sin conocimiento.
-Bien. Continúa.
-Desde la bodega, me trasladaron al pabellón y me
acostaron en un catre detrás del tabique, cosa que yo
esperaba, pues siempre que estaba enfermo, Marta
Ignatievna me llevaba allí. Desde que nací ha sido buena
conmigo. Durante la noche proferí leves gemidos de vez en
cuando. Esperaba que llegase Dmitri Fiodorovitch.
-¿Esperabas que fuera a verte?
-No, esperaba que fuera a la casa; estaba seguro de que
iría aquella misma noche, ya que no sabía nada de mí. Y
tendría que entrar escalando la tapia.
-¿Y si no hubiera ido?
-Entonces no habría ocurrido nada, porque yo nada habría
hecho sin él.
-Bien, habla con calma, y, sobre todo, no pases por alto
ningún detalle.
-Yo estaba seguro de que su hermano mataría a Fiodor
Paviovitch, pues lo había preparado para hacerlo, y, esto
sobre todo, conocía la contraseña para que Fiodor Pavlovitch
le abriese la puerta. Dado su carácter desconfiado y
arrebatado, no cabía duda de que entraría en la casa. Yo
contaba con ello.
-Un momento. Si él hubiera matado a mi padre, se habría
apoderado del dinero, cosa que sin duda comprendiste tú. O
sea, que no habrías obtenido ningún beneficio... No veo esto
claro.
-Dmitri Fiodorovitch no podía encontrar el dinero. Yo le dije
que estaba debajo del colchón y no era verdad. Primero esta-
ba en una arquilla. Después dije a Fiodor Pavlovitch que lo es-
condiera detrás de los iconos, donde a nadie se le ocurriría
buscarlo, y menos en un momento de prisa. Su padre no se
fiaba de nadie más que de mí, y me hizo caso porque la idea
le gustó. Guardar el dinero en una cajita, cerrar ésta con llave
y esconderla debajo del colchón, habría sido una vulgar
estupidez; pero precisamente por ser vulgar y estúpido lo ha
creído todo el mundo. Una vez cometido el asesinato, Dmitri
Fiodorovitch habría huido al menor indicio de alarma, como
hacen todos los asesinos, o lo habrían sorprendido y
apresado. Y yo habría podido ir al día siguiente, o aquella
misma noche, a coger el dinero. El robo se habría achacado al
asesino.
-Pero, ¿y si Dmitri lo hubiera herido únicamente?
-Si lo hubiera herido sin dejarlo inconsciente, no me habría
apoderado del dinero. Pero yo contaba con que Dmitri
Fiodorovitch golpearía a la víctima hasta dejarla sin
conocimiento. Y en este caso podía llevarme los billetes y
decir después a Fiodor PavIovitch que el ladrón había sido el
mismo que le había golpeado.
-Escucha, hay algo que no entiendo. ¿Es Dmitrí el asesino
y tú solamente el ladrón?
-No, el asesino no fue Dmitri. Podría achacarle el crimen,
puesto que usted me ha demostrado que no sabe la verdad,
aunque se empeña en cargar toda la culpa sobre mí; pero no
quiero mentir. No mentiré, porque el culpable es usted. Usted
sabía que se iba a cometer el crimen; es más, usted me
encargó de su ejecución, y, sin embargo, usted se fue de
viaje. Estoy dispuesto a demostrarle que el asesino principal,
el único, fue usted y no yo, aunque fui yo el que mató a su
padre. En justicia, el asesino es usted.
-¿Por qué? ¿Por qué soy el asesino? -no pudo menos de
exclamar Iván Fiodorovitch, olvidando su resolución de no
hablar de sí mismo hasta el final de la disputa-. ¿Lo dices
porque me marché a Tchermachnia? ¡Alto! Interpretaste mi
viaje como un consentimiento. Pero, ¿quieres decirme para
qué necesitabas mi consentimiento? ¿Qué explicación tiene
esto?
-Contando con su consentimiento, yo sabía que usted,
cuando regresara, no armaría ruido sobre la desaparición de
los tres mil rubios, si la justicia sospechaba de mí y no de
Dmitri Fiodorovitch, o me creía cómplice de él. Por el
contrario, usted habría salido en mi defensa. Además, podría
darme una buena recompensa por haber heredado gracias a
mí, ya que si su padre se hubiera casado con Agrafena
Alejandrovna, usted se habría quedado sin nada.
-¿De modo que tu propósito era tenerme atormentado toda
la vida? -exclamó Iván con los dientes apretados-. ¿Y si yo, en
vez de marcharme, te hubiera denunciado?
-¿Qué habría podido usted decir: que yo le había
aconsejado que fuera a Tchermachnia? ¡Vaya acusación! Por
otra parte, si usted no se hubiera marchado, no habría
ocurrido nada: yo lo habría interpretado como una negativa y
no habría hecho lo que hice. Pero se marchó, y entonces me
convencí de que no me denunciaría y cerraría los ojos ante la
desaparición de los tres mil rublos. Además, usted no habría
podido perseguirme, pues ya habría dicho a los jueces, no
que había cometido el crimen y el robo, sino que usted me
había invitado a cometerlos y yo me había negado. Usted,
falto de pruebas, no habría podido hacerme ningún mal. En
cambio, yo habría revelado la avidez con que usted deseaba
la muerte de su padre, y no le quepa duda de que todo el
mundo me habría creído.
-¿De modo que, según tú, yo deseaba la muerte de mi
padre? -Sí, y su silencio me autorizaba a obrar.
Smerdiakov estaba muy débil; apenas tenía fuerzas para
hablar. Pero una energía interior lo galvanizaba. Iván
presentía que abrigaba algún propósito oculto.
-Continúa.
-Continúo. Cuando ya me habían acostado, oí gritar a su
padre. Grigori había salido hacía un momento y, de pronto,
empezó a dar voces. Después volvió a reinar la calma. Esperé
inmóvil. El corazón me latía violentamente. Al fin, no me pude
contener; me levanté y salí del pabellón. Vi a la izquierda la
ventana de Fiodor Pavlovitch, que estaba abierta, me acerqué
a escuchar y oí a su padre suspirar y moverse. «Está vivo»,
me dije... Me acerco a la ventana y lo llamo. «Soy yo.» Él me
responde: «¡Dmitri ha venido y ha matado a Grigori!» Le
pregunto dónde y me señala un rincón del jardín. «Voy a
buscarlo. Ya vuelvo», le digo. Voy a explorar el rincón y, cerca
de la tapia, tropiezo con el cuerpo de Grigori. Está cubierto de
sangre a inconsciente. Entonces me digo que es verdad que
nos ha visitado Dmitri Fiodorovitch, y resuelvo terminar cuanto
antes. Grigori no verá nada aunque viva, ya que está sin
conocimiento. El único peligro era que Marta Ignatievna se
despertase. Me pareció oírla, pero me sentía tan frenético,
que apenas podía respirar. Volví a la ventana.
»-Agrafena Alejandrovna está allí y quiere entrar.
»Fiodor Pavlovitch se estremeció.
»-¿Dónde?
»No me creía. Lanzó un suspiro.
»Allí -repetí-. ¡Abra la puerta!
»El viejo miraba por la ventana, indeciso, sin atreverse a
abrir.
» “¡Malo! -me dije- Me teme.”
»Entonces se me ocurrió dar la señal de la llegada de
Gruchegnka. Su padre no me creía, pero cuando oyó los
golpes que di en la ventana, ante sus propios ojos, corrió a
abrir la puerta.
»Yo intenté entrar, pero él me cortaba el paso. -¿Dónde
está, dónde está?
»Me miraba atemorizado. Su miedo hacia mi me
inquietaba. Las piernas apenas podían sostenerme. Temia
que no me dejara entrar, que empezara de pronto a dar gritos
o que se presentase Marta Ignatievna. No recuerdo bien
aquellos instantes, pero tengo la seguridad de que estaba
muy pálido. Murmuré:
»-Gruchegnka está allí, bajo la ventana. ¿Cómo es posible
que no la haya visto?
»-¡Tráela, tráela aquí!
»-Tiene miedo. Sus gritos la han asustado. Está escondida
en un macizo. Llámela usted mismo desde su habitación.
»Corrió a su cuarto y acercó la bujía a la ventana.
»-¡Gruchegnka, Gruchegnka! ¿Estás ahí?
»No quería asomarse, temía darme la espalda.
»-Está ahí -le dije-, en el macizo. Le sonrie. ¿No la ve
usted?
»Me creyó de pronto y empezó a temblar de emoción.
Sacó todo el busto por la ventana para mirar. Yo cogí
entonces el pisapapeles de metal que tenía en su mesa. Ya lo
conoce usted; pesa sus buenas tres libras. Lo cogí y,
poniéndolo de canto, le di un golpe en la cabeza con todas
mis fuerzas. Cayó fulminado, sin un grito. Le di dos golpes
más y noté que tenía el cráneo destrozado. Había caído boca
arriba. Estaba bañado en sangre. Inspeccioné mis ropas y vi
que no tenía ni una salpicadura. Limpié el pisapapeles y lo
volví a poner en su sitio. Después cogí el sobre que estaba
detrás de los iconos, saqué el dinero y arrojé al suelo el sobre
y la cinta de color de rosa. Salí al jardín, temblando, y me fui
derecho al manzano de tronco vacío que usted ya conoce. Yo
había guardado allí un trozo de papel y una tira de tela.
Empaqueté los billetes y puse el envoltorio en la cavidad. Allí
estuvo quince días, hasta que salí del hospital. Una vez
escondido el paquete, volví al pabellón y me acosté. Pensé,
aterrado: «Si Grigori está muerto, puedo verme en un
compromiso. Si vuelve en si, podrá favorecerme atestiguando
que ha estado aquí Dmitri Fiodorovitch y afirmando que ha
sido él el autor del crimen y del robo.» Tan inquieto me sentía,
que empecé a gemir para despertar a Marta Ignatievna. Marta
se levantó al fin, vino a ver qué me ocurría y, al advertir la
ausencia de Grigori, fue a buscarlo al jardín. Al oírla gritar,
recobré la calma.
Smerdiakov enmudeció. Iván lo había escuchado sin decir
palabra, sin hacer el menor movimiento, sin apartar de él la
vista. Smerdiakov miraba a Iván de vez en cuando, pero no de
frente, sino de reojo. Al terminar su relato, estaba
emocionado, respiraba con dificultad y tenía el rostro cubierto
de sudor. No era posible deducir si sentía remordimiento.
-Pero, ¿qué me dices de la puerta? -preguntó Iván Fiodo-
rovitch tras reflexionar un momento-. Si mi padre la abrió
cuando tú se lo dijiste, ¿cómo es posible que Grigori la viera
abierta antes?
Iván hizo estas preguntas con toda calma. Si alguien los
hubiera estado observando desde el umbral en aquel
momento, habría creído que charlaban tranquilamente de
cosas sin importancia.
-Grigori dice que vio la puerta abierta -respondió Smerdia-
kov con una sonrisa-, pero no la pudo ver: fue sencillamente
una alucinación. Es un hombre obstinado. Creyó ver la puerta
abierta y nadie conseguirá sacarlo de ahí. Fue una suerte
para nosotros que tuviera esa falsa visión, pues, al declarar
ante los jueces, ha terminado de hundir a Dmitri Fiodorovitch.
-Escucha, escucha -dijo Iván, que parecía nuevamente
confundido-. Tenía muchas cosas que preguntarte, pero se
me han olvidado... ¡Ahora me acuerdo de una! ¿Por qué
abriste el sobre y lo tiraste al suelo? ¿Por qué no te lo llevaste
tal como estaba, con los billetes dentro? De lo relato he
deducido que obraste así intencionadamente, pero no
comprendo por qué lo hiciste.
-Tenía mis motivos. Un hombre que, como yo, pudo haber
introducido el dinero en el sobre y visto como su amo lo
cerraba y escribía en él, no tenía por qué abrir el sobre una
vez cometido el crimen, ya que sabía muy bien lo que
contenía. Lo natural era que se lo echara al bolsillo y se fuera
a toda prisa. En cambio, Dmitri Fiodorovitch debía proceder de
otro modo: al conocer el sobre sólo de oidas, lo lógico era que
se apresurase a abrirlo para ver si efectivamente contenía los
billetes, y después, que lo echara al suelo, sin caer en la
cuenta de que sería una prueba contra él, descuido muy
propio de un ladrón no profesional. Esta conducta estaba de
acuerdo con su propósito, manifestado públicamente, de ir a
casa de Fiodor Pavlovitch, no a robar, sino a recobrar lo que
era suyo, es decir, a tomarse la justicia por su mano. En mi
declaración, sugeri esta idea al procurador, y lo hice con tanta
habilidad, que creyó que la idea era suya, lo que le produjo
gran satisfacción.
Iván Fiodorovitch lo miraba, atónito y de nuevo
atemorizado.
-¿Es posible -exclamó- que se te ocurriera todo eso sobre
el terreno, en unos instantes?
-¡Por favor! ¿Cómo puede usted creer que se piensen
tantas cosas en un momento? Lo tenía todo planeado de
antemano.
-Bien, bien. Sin duda, te ayudó el diablo. No eres tonto; ere
mucho más inteligente de lo que yo me imaginaba.
Se puso en pie para dar un paseo por la habitación; pero
como apenas se podía pasar entre la mesa y la pared, dio
media vuelta y se volvió a sentar. Sin duda, esto lo irritó, pues
empezó a vociferar
-¡Oye, miserable, monstruosa criatura! ¿No comprendes
que, si no lo he matado todavía, es porque quiero que
mañana respondas a las preguntas de los jueces?
Levantó la mano y añadió:
-Dios es testigo. Tal vez yo sea culpable, tal vez haya
deseado secretamente la muerte de mi padre; pero juro que
no lo he inducido a cometer el crimen. ¡No y mil veces no! Sin
embargo, estoy decidido a confesar mañana a la justicia mi
parte de culpa. Lo diré todo. Pero tú vendrás conmigo. Acepto
de antemano todo lo que puedas declarar contra mí, a incluso
lo confirmaré. Pero también tú tendrás que confesarlo todo.
¡Vendrás conmigo y dirás la verdad, toda la verdad!
Iván se expresaba con tanta energía y gravedad, que
bastaba mirarlo a los ojos para comprender que mantenía su
palabra.
-Usted está enfermo, muy enfermo: bien se ve -dijo Smer-
diakov sin ironía, compadeciéndolo-. Tiene los ojos amarillos.
-¡Iremos juntos! -insistió Iván-. Y si no me acompañas, iré
solo y lo explicaré todo.
Smerdiakov reflexionó un momento. Luego dijo categórica-
mente:
-No, usted no irá.
-¡Iré!
-Confesarlo todo sería una gran bochorno para usted. Por
otra parte, su declaración sería inútil, pues yo negaría haber
mantenido esta conversación. Diría que obraba usted así
impulsado por su evidente enfermedad, o porque,
compadecido de su hermano, quería sacrificarse por él... y
sacrificarme a mí, que jamás he sido nada para usted.
Además, no lo creerían; no tiene usted ninguna prueba.
-¿Qué mejor prueba que ese dinero que tú mismo has
puesto ante mis ojos para convencerme?
Smerdiakov retiró el libro y dejó al descubierto los billetes.
-Tómelo -dijo suspirando.
-¡Claro que lo tomaré!
Pero en seguida añadió, mirándolo con un gesto de
extrañeza:
-Lo que no comprendo es que me lo entregues, habiendo
matado para apoderarte de él.
-Ya no lo necesito -repuso Smerdiakov, y su voz tembla-
ba-. Al principio sí que lo quería. Tenía el propósito de
establecerme en Moscú o en el extranjero. Éste era mi sueño,
nacido de la idea de que, como usted decía, «todo está
autorizado». Usted me enseñó a pensar así. Si Dios no existe,
tampoco existe la virtud o, por lo menos, no sirve para nada.
He aquí el razonamiento que me hacía.
-Has llegado a esa conclusión por tu propia cuenta -dijo
Iván un tanto turbado.
-Bajo la influencia de usted.
-¿Por qué devuelves el dinero? ¿Es que ahora crees en
Dios?
-No, no creo -repuso Smerdiakov.
-Entonces, ¿por qué lo devuelves?
-Dejemos eso -dijo Smerdiakov con un gesto de hastio-.
Usted se ha cansado de repetir que todo se permite en la
vida. ¿Por qué está tan inquieto ahora? Pretende incluso
entregarse a la justicia. Pero no hay peligro de que lo haga.
No, no lo hará.
-Verás como si.
-No, no se entregará. Usted es demasiado inteligente.
Adora el dinero y los honores. Es orgulloso y está loco por las
mujeres. Y, sobre todo, es una enamorado de la vida
independiente y cómoda. Usted no se amargará la existencia
con esa confesión bochornosa. De todos los hijos de Fiodor
Pavlovitch, es usted el que más se parece a él: sus almas son
idénticas.
-Desde luego, no eres tonto -repitió Iván con el mismo
estupor que antes y enrojeciendo-. Yo creía que lo eras.
-Se lo hacía creer su orgullo. Tome el dinero.
Iván cogió los billetes y, sin contarlos, se los guardó en el
bolsillo.
-Los entregaré mañana al tribunal -afirmó.
-Nadie lo creerá. Todo el mundo sabe que tiene usted
dinero. Pensarán que lo ha sacado de su caja.
Iván se puso en pie.
-¡Te repito que no te he matado ya porque mañana te
necesito! ¡No lo olvides!
-¡Máteme! ¿Por qué no me mata? -exclamó Smerdiakov,
mirándolo con un gesto extraño. Y añadió, sonriendo
amargamente-: ¡No se atreve! ¡Ahora no se atreve a nada!
¡Tan valiente como era antes!
-Hasta mañana.
Se dirigió a la puerta. Smerdiakov lo detuvo.
-Espere. Enséñeme el dinero por última vez.
Iván sacó los billetes. Smerdiakov los contemplo durante
unos segundos.
-Bien; ya se puede ir.
Pero de nuevo lo detuvo.
-¡Iván Fiodorovitch!
Iván, que yá iba a salir, se volvió.
-¿Qué quieres?
-Nada. Adiós.
-Hasta mañana.
Iván salió a la calle. Continuaba la tormenta. Echó a andar
con paso seguro, pero pronto empezó a tambalearse. «Esto
es puramente físico», pensó sonriendo. Experimentaba una
intima alegría. Sentía una resolución inquebrantable. Las
vacilaciones que últimamente le habían atormentado, habían
desaparecido. «Mi decisión es irrevocable», se decía, feliz. En
este momento tropezó con algo y estuvo a punto de caer. Se
detuvo y vio a sus pies al borracho que había derribado al
llegar. Estaba aún en la misma postura, inerte. La nieve le
cubría casi todo el rostro. Iván lo levantó y se lo cargó a la
espalda. En esto vio luz en una casa próxima. Se acercó a la
ventana, llamó y, cuando le contestaron, ofreció tres rublos
por ayudarle a transportar al borracho a la comisaría. No
referiré detalladamente cómo Iván Fiodorovitch consiguió su
propósito a hizo reconocer al desgraciado por un médico, al
que pagó generosamente la consulta. Diré solamente que
hasta una hora después no quedó libre. Pero estaba
satisfecho. Sus ideas se aclaraban.
«Si no hubiera tomado una resolución tan firme para
mañana -pensó de pronto con profunda complacencia-, no
habría perdido una hora atendiendo a un borracho: habría
pasado junto a él sin detenerme... He aquí la prueba de que
puedo observarme a mí mismo. ¡Eso para que digan que me
estoy volviendo loco!»
Cuando se acercaba a su casa, se detuvo.
«¿No sería mejor que fuera ahora mismo a ver al
procurador y le revelara la verdad?... No, no; mañana lo haré
todo de una vez.»
Cosa extraña: de pronto, se desvaneció su alegría.
Cuando entró en su habitación, se apoderó de él una
sensación extraña, glacial. Fue como si recordara algo penoso
o repugnante, que había estado en su cuarto anteriormente y
que volvía a estar. Se echó en un diván. La vieja doméstica le
trajo un samovar y le hizo el té. Pero él no se lo tomó y
despidió a la sirvienta hasta el día siguiente. Tenía vértigos,
se sentía extenuado. El sueño se apoderaba dé él, pero
empezó a pasear para ahuyentarlo. Tenía la sensación de que
estaba desvariando. Cuando se recobró, empezó a mirar en
todas direcciones como si buscara algo. Al fin, su mirada se
fijó en un punto. Sonrió, pero enrojeciendo de cólera.
Permanéció largo rato inmóvil, con la cabeza entre las manos,
sin apartar la vista de aquello que estaba en el diván de
enfrente. No cabía duda de que allí había algo que le
inquietaba y le irritaba.

CAPITULO IX
EL DIABLO.
VISIONES DE IVAN FIODOROVITCH
Al llegar a este punto, creo necesario, aunque no soy
médico, dar algunas explicaciones sobre la enfermedad de
Iván, Fiodorovitch. Digamos ante todo que estaba en vísperas
de un grave trastorno mental: el mal acabó por imponerse a
su organismo debilitado. Aun sin conocer los secretos de la
medicina, me atrevo a exponer la hipótesis de que, mediante
un extraordinario esfuerzo de voluntad, había conseguido
retrasar la explosión del mal, con la esperanza, desde luego,
de vencerlo definitivamente. Sabía que estaba enfermo, pero
no quería entregarse a su enfermedad en aquellos días
decisivos en que debía obrar y hablar resueltamente, «jus-
tificándose a sus propios ojos». Había visitado al médico
traído de Moscú por Catalina Ivanovna. Éste, después de
escucharlo y reconocerlo, diagnosticó un trastorno cerebral, y
no se sorprendió de cierta confesión que el paciente le hizo
contra su voluntad.
-Las alucinaciones -dijo el doctor- son muy posibles en su
estado, pero hay que controlarlas. Además, debe cuidarse
mucho. De lo contrario, se agravará.
Pero Iván Fiodorovitch desoyó este prudente consejo.
«Todavía tengo fuerzas para andar -se dijo-. Cuando caiga,
que me cuide quien quiera.»
Dándose cuenta, aunque de un modo vago, de que sufría
una alucinación, miraba con obstinada fijeza aquello que
estaba en el diván de enfrente. Era un hombre que había
aparecido de pronto. Sólo Dios sabía cómo y por dónde había
entrado, pues no estaba allí al llegar Iván después de su visita
a Smerdiakov. Era un señor, un caballero ruso qui frisait la
cinquantaine, de cabello largo y espeso que empezaba a
encanecer y barba puntiaguda. Llevaba una chaqueta de color
castaño, de buen corte, pero anticuada: hacia tres años que
había pasado de moda. La camisa blanca, su largo pañuelo
de seda, y todo en él hacía pensar en el hombre distinguido y
elegante. Pero la camisa, vista de cerca, no aparecía tan
limpia como vista a distancia, y el pañuelo estaba bastante
desgastado por el uso. El pantalón a cuadros le sentaba bien,
pero era demasiado claro y estrecho, o sea pasado también
de moda. Lo mismo podía decirse de su sombrero de fieltro,
blanco a pesar de la estación. Su aspecto, en fin, era el de un
hombre distinguido, pero falto de desenvoltura. Parecía ser
uno de aquellos terratenientes que prosperaban en los
tiempos de la servidumbre. Entonces, nuestro caballero debió
de vivir en el gran mundo. Después habría ido perdiendo su
fortuna por obra de los despilfarros de la juventud y la
suspensión de la servidumbre. Ya pobre, se habría convertido
en un simpático parásito al que recibían sus antiguas
amistades por su buen carácter y por ser un hombre bien
educado, al que se puede reservar un puesto, aunque
modesto, en la mesa. Estos parásitos, de carácter atrayente,
que saben conversar y jugar a las cartas -y a los que molestan
los encargos que con frecuencia les hacen-, son general-
mente viudos o solterones. Los viudos pueden tener hijos, que
se han educado lejos de ellos, en casa de alguna tía, a la que
el parásito, como si se avergonzara de estar emparentado con
ella, no menciona nunca cuando está con sus buenas
amistades. Poco a poco, el arruinado caballero se va
desentendiendo de los hijos, que acaban por escribirle
solamente el día de su santo o en las Navidades cartas de
felicitación a las que el padre responde a veces.
Aquel inesperado visitante parecía más cortés que
bondadoso, un hombre presto a ser amable si así lo exigían
las circunstancias. No llevaba reloj, pero si unos lentes de
concha sujetos con una cinto negra. El dedo cordial de su
mano derecha ostentaba una sortija de oro macizo con un
ópalo barato. Iván Fiodorovitch callaba, evidentemente
dispuesto a no abrir conversación. El visitante esperaba, como
el parásito que llega a la hora del té a una casa para hacer
compañía a su dueño y encuentra a éste pensativo y
preocupado. El parásito está dispuesto a entablar una amable
charla, pero siempre que sea el dueño de la casa el que la
inicie. De pronto, su semblante se ensombreció.
-Óyeme -dijo-. Perdona, pero quiero recordarte que has ido
a casa de Smerdiakov para informarte de la visita de Catalina
Ivanovna y lo has marchado sin averiguar nada. Seguramente
te has olvidado.
-¡Ah, sí! -exclamó Iván, preocupado-. Lo olvidé... Pero no
importa: lo dejaré todo para mañana.
De pronto, se encaró con el visitante y le dijo, irritado:
-A propósito: hace un momento me ha inquietado esa idea.
Ahora que te veo, comprendo que me la has sugerido tú.
-No lo creas -dijo el caballero, sonriendo amablemente-. La
fe no se puede inculcar a la fuerza. En este terreno, incluso
las pruebas materiales son ineficaces. Santo Tomás creyó
porque quería creer, y no porque vio a Cristo resucitado. Algo
así hacen los espiritistas. Yo les tengo verdadera estimación.
Creen hacer un servicio a la fe, porque de vez en cuando el
diablo les muestra sus cuernos. «He aquí una prueba material
de la existencia del otro mundo», se dicen. ¡El otro mundo en
estado material!: peregrina idea. En fin de cuentas, esto
demostraría la existencia del diablo y no la de Dios. He
pensado introducirme en una sociedad idealista para
oponerme a sus teorías.
-Escucha -dijo Iván Fiodorovitch, poniéndose en pie-, me
parece que estoy delirando. Di lo que quieras, pues no me
importa lo que digas. No me irritarás tanto como la otra vez.
Lo único que siento ahora es vergüenza... Voy a pasear por la
habitación... A veces, no te veo ni te oigo, pero percibo todo lo
que tú quieres decir, pues soy yo el que habla y no tú... No sé
si la vez anterior te vi en realidad, o en sueños, por haberme
dormido... Voy a ponerme en la cabeza un paño húmedo para
ver si desapareces.
Iván buscó un paño a hizo lo que había dicho. Después
empezó a pasear.
-Estoy encantado de que nos tuteemos -dijo el visitante.
-¿Esperabas que te hablara de usted, imbécil? Estoy
dispuesto a conversar... El único inconveniente es que me
duele la cabeza... Pero no te pongas a filosofar como la otra
vez. Si no quieres marcharte, lo menos que puedes hacer es
hablar de cosas alegres. Cuéntame chismes, ya que no eres
más que un parásito... ¡Tenaz pesadilla!... Pero no te temo.
Lograré imponerme a ti. ¡No me encerrarán en un manicomio!
-«¡Parásito!» C'est charmant. En efecto, lo soy. Un parásito
de la sociedad... Pero oye: estoy asombrado de oírte.
Empiezas a ver en mí un ser real y no un producto de tu
imaginación, como afirmabas la última vez.
-¡Nunca te he considerado como un ser real! -exclamó
Iván, furioso-. Eres un fantasma, una visión de mi mente
enferma. Pero no sé cómo deshacerme de ti. Ya veo que
tendré que soportarte algún tiempo. Eres una alucinación, la
encarnación de una parte de mi ser; la parte más vil de mis
pensamientos y mis sentimientos. Si pudiera dedicarte algún
tiempo, incluso podrías llegar a interesarme a pesar de tu
condición.
El caballero replicó, con una sonrisa:
-Te voy a confundir. Hace un rato, cuando estabas con
Aliocha junto al farol, le has dicho: «¿Cómo sabes que viene a
verme? Sólo por él puedes haberte enterado.» Te referías a
mí. Por lo tanto, hablabas de mí como de un ser real.
-Fue un momento de ofuscación. No puedo creer en ti.
Acaso la última vez te vi solamente en sueños.
-¿Por qué has sido tan duro con Aliocha? Es un muchacho
encantador. He cometido alguna torpeza con él por culpa del
starets Zósimo.
-¿Cómo te atreves a hablar de Aliocha, canalla? -dijo Iván
entre risas.
-Me insultas alegremente. Buena señal. Desde luego, eres
más amable conmigo que la vez anterior. Comprendo el
motivo: tu noble resolución...
-No me hables de eso -exclamó Iván, indignado.
-Ya sé, ya sé... C'est noble, cest charmant. Mañana
defenderás a tu hermano; lo sacrificarás. C'est
chevaleresque...
-O te callas o te echo a puntapiés.
-En cierto modo, eso no me disgustaría, pues procediendo
así, demostrarías que ves en mí un ser real, ya que no se dan
puntapiés a los fantasmas... ¡Bueno, basta de bromas! Tienes
derecho a insultarme, pero no estaría de más que me trataras
con un poco de cortesía. ¡Que soy un imbécil, que soy un
canalla! ¡Qué palabrotas!
-Cuando te insulto, me insulto, pues tú eres yo, yo mismo
bajo un aspecto diferente. Expresas mis propios
pensamientos. Por lo tanto, no puedes decirme nada que yo
no sepa.
-Esta coincidencia mental es un honor para mí -dijo el
caballero.
-Pero escoges mis peores pensamientos. Eres estúpido y
trivial. No puedo soportarte. No sé qué hacer -dijo finalmente
Iván, como hablando consigo mismo.
-Amigo mío, quiero seguir siendo un caballero y que se me
trate como tal -dijo el visitante, herido en su amor propio, aun-
que con acento bondadoso y conciliador-. Soy pobre, pero...,
no, no puedo decir que sea honrado. Sin embargo, se admite
generalmente como un axioma que soy un ángel caído.
Confieso que no puedo imaginarme a mí mismo como ángel.
Si realmente lo fui, ha pasado ya tanto tiempo, que no es raro
que lo haya olvidado. Actualmente, lo único que me preocupa
es mi reputación de hombre bien educado. Vivo de la
generosidad ajena; por lo tanto, he de procurar ser agradable.
Quiero de veras a los hombres. Me han calumniado mucho.
Cuando vengo a la tierra, mi vida cobra una apariencia de
realidad, y esto es una delicia para mí. Lo fantástico me
inquieta tanto como a ti. Adoro la realidad terrestre. Aquí todo
es concreto. Fórmulas..., geometría... Entre nosotros, en
cambio, todo son ecuaciones indeterminadas... Aquí paseo,
sueño... sí, me gusta soñar... Y me vuelvo supersticioso. No te
rías: la superstición me encanta también. Adopto todas
vuestras costumbres. Me complace ir a los baños públicos y
mezclarme con los mercaderes y los popes. Mi sueño es
encarnarme definitivamente en algún comerciante obeso y
compartir todas sus creencias. Mi mayor anhelo es ir a la
iglesia para encender un cirio. Lo haré de todo corazón, pala-
bra. Entonces terminarán mis sufrimientos. También admiro
vuestros medicamentos. La primavera pasada hubo una
epidemia de viruela. Fui a vacunarme, y no puedes imaginarte
la alegría que esto me produjo. Di diez rublos para «nuestros
hermanos eslavos»... No me escuchas. Hoy no te sientes
bien.
El caballero hizo una pausa.
-Sé que ayer fuiste a consultar con ese médico famoso.
¿Qué te dijo?
-¡Imbécil!
-Ánimo no te falta. Otra vez los insultos. Mi pregunta no ha
tenido ninguna segunda intención. Eres muy dueño de no
contestarla. ¡Ay! Vuelve a torturarme el reuma.
-¡Imbécil!
-Tú padeces de reuma. Todavía me acuerdo de los
ataques del año pasado.
-¿Reuma el diablo?
-¿Por qué no? Me he encarnado y he de sufrir todas las
consecuencias. Satanas sum et nihil humani a me alienum
puto.
-¿Cómo? Satanas sum et nihil humani... Eso no es una
tontería... para haberlo dicho el diablo.
-Me alegro de haber conseguido al fin tu aprobación en
algo.
-Eso no ha sido cosa mía. Jamás he tenido ese
pensamiento. Es extraño...
-C'est du nouveau, nest ce pas? Esta vez voy a proceder
lealmente y a explicártelo todo. Óyeme. En los sueños, sobre
todo en esas pesadillas que proceden de un trastorno gástrico
o de otra causa cualquiera, el hombre tiene a veces visiones
tan bellas, presencia escenas de la vida tan complicadas, es
testigo de una sucesión tan extraordinaria de acontecimientos
y peripecias, de hechos de gran importancia y sucesos
vulgares, que ni el mismo León Tolstoi las podría imaginar.
Sin embargo, estos sueños los tienen no los grandes
escritores, sino las personas corrientes: los funcionarios, los
folletinistas, los popes... Un ministro me ha confesado que las
mejores ideas acuden a él cuando sueña. Asi ocurre ahora.
Estoy diciendo cosas originales, que nunca han pasado por tu
imaginación y que en este momento capta tu imaginación
como a través de una pesadilla. Ten presente que yo soy sólo
una alucinación tuya.
-Estás desvariando. Tú mismo dices que eres un sueño, y
pretendes convencerme de que existes.
-Amigo mío, hoy he adoptado un método especial. Ya te lo
explicaré... ¿Qué iba a decirte? ¡Ah, sí! Me he enfriado, pero
no aquí, sino... allá.
Iván, desesperado, exclamó:
-¿Allá? ¿Dónde?... Oye, ¿tardarás todavía mucho tiempo
en marcharte?
Se sentó de nuevo en el diván y se cogió la cabeza con las
manos. Luego se quitó el paño húmedo y lo tiró con ademán
despectivo.
-¡Qué mal tienes los nervios! -dijo el gentleman, con cierta
insolencia, pero en tono amistoso-. Estás indignado conmigo
porque me he enfriado. Pero no lo he podido evitar. Tenia que
acudir a una velada diplomática que se celebraba en casa de
una gran dama de Petersburgo y a la que habían de asistir
ministros vestidos de etiqueta, con guantes y corbata blanca.
Pero entonces estaba... muy lejos y, para llegar a la tierra,
tenía que cruzar el espacio. Desde luego, esto es para mí
cuestión de un instante, aunque la luz del sol tarda ocho
minutos. Sin embargo, mi levita y mi chaleco escotado
abrigaban poco. Los espíritus no se hielan, pero como yo
estoy encarnado... En una palabra, que he obrado a la ligera.
En él espacio, en el éter, en el agua, hace tanto frío, que lla-
marle frío es poco. ¡Ciento cincuenta grados bajo cero! Todo
el mundo conoce la broma de las lugareñas. Cuando la
temperatura es de treinta grados bajo cero, las aldeanas
proponen a algún bobalicón que lama un hacha. La lengua se
hiela instantáneamente y se deja la piel en el hacha. ¡Eso sólo
a treinta grados bajo cero! A ciento cincuenta, bastaría, sin
duda, tocar un hacha con un dedo para que éste
desapareciera... Claro que para eso sería preciso que hubiera
un hacha en el espacio...
-¿Pero es posible eso? -preguntó Iván Fiodorovitch, que
luchaba con todas sus fuerzas para hacer frente a su delirio y
no dejarse arrastrar a la locura.
-¿A qué te refieres? -dijo el visitante, sorprendido-. ¿A que
haya un hacha en el espacio?
-Sí, ¿qué le pasaría a ese hacha si estuviera allí? -insistió
Iván, obstinado y furioso.
-¡Un hacha en el espacio! Quelle idée! Si estuviera a la dis-
tancia debida, creo que empezaría a dar vueltas alrededor del
planeta como un satélite. Los astrónomos calcularían las
horas de su salida y de su puesta, y Gatsouk la registraría en
su almanaque.
-¡Eso es una necedad, una tremenda necedad! Di mentiras
más ingeniosas o dejaré de escucharte. Quieres vencerme
con procedimientos realistas, convenciéndome de que existes.
¡Pero yo no lo creo!
-Sin embargo, no miento; te estoy diciendo la pura verdad.
Por desgracia, la verdad no es casi nunca ingeniosa. Advierto
que esperas de mi cosas grandes, tal vez hermosas. Lo
siento, pero yo sólo doy lo que puedo dar.
-¡Basta de filosofías, asno!
-¿Crees que puedo filosofar teniendo todo el costado
derecho casi paralizado por el reuma? He ido a la consulta de
la facultad de medicina. Allí hay médicos que dan magníficos
diagnósticos y explican perfectamente las enfermedades, pero
son incapaces de curar. Un estudiante entusiasta me dijo: «Si
se muere, sabrá usted con exactitud cuál es la enfermedad
que padece.» Tienen la mania de enviar a los enfermos a los
especialistas. «Nosotros nos limitamos a diagnosticar. Vaya a
ver a Fulano y él lo curará.» Ya no se encuentran médicos
que traten todas las enfermedades, como los que había antes.
Ahora sólo hay especialistas que utilizan la publicidad. Si uno
está enfermo de la nariz, te envían a un gran especialista de
la capital francesa. Éste le examina la nariz y le dice: «Sólo le
puedo curar la fosa nasal derecha, pues las fosas nasales
izquierdas no entran en mi especialidad. Vaya a Viena, donde
hay un especialista de fosas nasales izquierdas.» En vista de
ello, he recurrido a los remedios de vieja. Un médico alemán
me aconsejó que, después del baño, me frotara con una
mezcla de miel y sal. Cuando iba a los baños por puro placer,
me embadurnaba. El tratamiento fue inútil. Desesperado,
escribí al conde Mattei, de Milán, el cual me envió un libro y
unas píldoras. ¡Que Dios lo perdone! Al fin, me curé con el
extracto de malta de Hoff. Lo compré al azar, tomé frasco y
medio, y sané completamente. Por gratitud, decidí hacer
público este éxito, pero esto fue harina de otro costal: ningún
periódico quería insertar mi escrito. En uno me dijeron: «Esto
es demasiado reaccionario. Nadie lo creerá, ya que le diable
n'existe point. Publíquelo sin firma.» Pero, ¿qué fuerza puede
tener un escrito anónimo? Bromeé con los empleados. «En
nuestra época -dije-, lo reaccionario es creer en Dios. Yo soy
el diablo.» «Desde luego, todo el mundo se cree el diablo,
pero lo que usted nos propone podría ser un perjuicio para
nuestro programa. A menos que usted diera al asunto un tono
humorístico.» Pero yo me dije que proceder así sería una
indelicadeza. Y mi testimonio no se hizo público. Uno de los
mejores sentimientos, el de la gratitud, quedaba anulado por
una posición social.
-Vuelves a caer en la filosofía -dijo Iván, indignado.
-¡Dios me libre! Lo que ocurre es que, a veces, uno no
puede menos de quejarse. Se me calumnia. Me estás
llamando imbécil a cada momento. Bien se ve que eres joven.
Amigo mío, en todo esto no hay más que humor. La
naturaleza me ha proporcionado un corazón bondadoso y
alegre. « Yo también he escrito vodeviles». Yo creo que me
tomas por un viejo Klestakov, pero mi destino es mucho más
serio. Por una especie de decreto incomprensible, tengo la
misión de negar. Sin embargo, soy bueno a inepto para la ne-
gación. Me dicen: «Es preciso que niegues. Sin negación no
hay crítica y, ¿qué sería de las revistas sin la crítica? Sólo
quedaría de ellas un hosanna. Pero en la vida esto no es
suficiente; es necesario que este hosanna pase por el crisol
de la duda, etc., etc.» Por otra parte, yo no tengo ninguna
responsabilidad en todo esto; yo no he inventado la critica. Fui
un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida
empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia,
deseo desaparecer. «No -me replican-; es necesario que
vivas, pues sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la
tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían
acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.» Por
eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir
acontecimientos, y obedezco la orden de ir contra la razón. La
gente toma esta comedia en serio, a pesar de su evidente
humorismo. Para la gente es una tragedia. El sufrimiento de
esos seres es indudable. En compensación, viven una vida
real, no imaginaria, pues el sufrimiento es la vida. ¿Qué placer
podría ofrecernos la vida si el sufrimiento no existiera?
Parecería un tedéum interminable. Esto es santo, pero
tedioso. Yo, en cambio, sufro, pero no vivo. Soy la X de una
ecuación desconocida, el espectro de la vida que ha perdido
la noción de las cosas y olvida hasta su nombre. ¿Te ríes?
No, no te ríes, estás enojado, como de costumbre. Siempre te
faltará el humor. Pues bien, te lo repito: daría toda mi vida
sideral, todos los grados y todos los honores, por encarnar en
el alma de un comerciante obeso a ir a encender cirios en las
iglesias.
-Tú tampoco crees en Dios -dijo Iván, con una sonrisita de
odio.
-¿Hablas en serio?
-¡Contesta! -exclamó Iván, furioso-. ¿Existe Dios, o no
existe?
-Ya veo que hablas en serio. Amigo mío, Dios es testigo de
que de eso no sé nada. Es todo lo que puedo decirte.
-¡Tú si que no existes! ¡Eres yo mismo y nada más! ¡Eres
una quimera!
-Reconozco que mi filosofía es la misma que la tuya. Je
pense, donc je suis. Pero, respecto a los demás, a esos otros
mundos..., a Dios, al mismo Satán, no tengo ninguna prueba.
¿Poseen una existencia propia o son únicamente una
emanación de mi ser, una expansión de mi yo, que existe
temporalmente como persona?... No sigo, porque veo en lo
cara que sientes deseos de pegarme.
-Será preferible que me cuentes una anécdota.
-Precisamente tengo una que se ajusta perfectamente al
tema de nuestra conversación, pues es más una leyenda que
una anécdota. Me reprochas mi incredulidad, pero no soy el
único incrédulo. En mi mundo todos están trastornados a
causa del progreso de vuestras ciencias. Cuando sólo se
habla de átomos, de los cinco sentidos, de los cuatro
elementos, la cosa podía pasar. Los átomos ya eran
conocidos en la antigüedad. Pero últimamente habéis des-
cubierto la molécula química, el protoplasma, y sabe el diablo
cuántas cosas más. Al enterarse de todo esto, los nuestros se
asustaron y hubo una verdadera epidemia de chismes y
supersticiones. Tuvimos tantos como vosotros o más.
Tampoco faltaron las delaciones. Y organizamos una sección
de investigaciones secretas, en la que eran bien recibidas las
informaciones de los particulares. Pues bien, esta leyenda de
nuestra época medieval, de la nuestra, no de la vuestra, sólo
halla algún crédito entre los comerciantes poderosos, los
nuestros, no los vuestros. Todo lo que existe entre vosotros, lo
tenemos nosotros también. Te revelo este secreto por
amistad, rompiendo una rigurosa prohibición. La leyenda se
refiere al paraiso. En la tierra había cierto filósofo que lo
negaba todo: las leyes, la conciencia, la fe y, esto
especialmente, la vida futura. Cuando murió, creyó que se iba
a encontrar en las tinieblas de la nada, y he aquí que se vio
ante la vida futura. Se asombró y se indignó. «Esto va contra
mis convicciones», dijo. Y se le condenó por estas palabras...
Perdóname, pero te lo cuento como me lo contaron a mi... Se
le condenó a recorrer en las tinieblas un cuatrillón de
kilómetros (también nosotros medimos por kilómetros ahora).
Y cuando haya acabado este recorrido, las puertas del
paraíso se le abrirán y se le perdonará todo.
-¿Qué tormentos hay en el otro mundo además del «cuatri-
llón»? -preguntó Iván con una animación extraña.
-¡No me hables! Antes los había para todos los gustos;
ahora se recurre cada vez más al sistema de las torturas
morales, al remordimiento y otras trivialidades por el estilo.
Esto es lo que debemos a vuestra ocurrencia de suavizar las
costumbres. ¿Quién se beneficia de ello? Sólo los que no
tienen conciencia, ya que se rien del remordimiento. En
cambio, las personas rectas, las que poseen el sentimiento
del honor, padecen. Éste es el resultado de esas reformas
realizadas sin la debida preparación y copiadas de institu-
ciones extranjeras. Es un sistema sencillamente lamentable.
Era preferible el fuego de antaño. Pues bien, el condenado al
«cuatrillón» mira en todas direcciones y luego se echa en el
camino. « Por principio, me niego a andar.» Toma el alma de
un ateo ruso esclarecido, mézclala con la del profeta Jonás,
que estuvo tres días y tres noches gruñendo en el vientre de
una ballena, y obtendrás el tipo de nuestro recalcitrante
pensador.
-¿Sobre qué se echó?
-Puedes estar seguro de que encontró algo en donde
echarse.
-¡Bien! -exclamó Iván, que seguía muy animado y
escuchaba con inusitada curiosidad-. ¿Y estará siempre
echado?
-No. Mil años después, se levantó y echó a andar.
-¡Qué tonto!
Sonrió nervioso, y quedó pensativo.
-¿Acaso no es igual estar echado eternamente que
recorrer un cuatrillón de kilómetros? En esto se tardaría un
billón de años.
-Tal vez más. Si tuviéramos lápiz y papel, podríamos
calcularlo. Terminó su viaje hace ya mucho tiempo. Y aquí
empieza la anécdota.
-¿Pero cómo ha podido llegar? ¿De dónde ha sacado el
billón de años?
-Hablas como si sólo hubiera existido la tierra actual. La
tierra se ha reproducido lo menos un millón de veces. Se heló,
se agrietó, se disgregó, se descompuso en sus elementos y
de nuevo la cubrieron las aguas. Después volvió a ser un
cometa, y luego un sol, de donde salió el globo. Este ciclo se
ha repetido infinidad de veces del mismo modo, con todos sus
detalles. Esto es horriblemente tedioso...
-Bueno, ¿qué ocurrió cuando el pensador hubo recorrido el
cuatrillón de kilómetros?
-Entró en el paraíso, y apenas habían transcurrido dos
segundos, reloj en mano (aunque creo que su reloj se
descompondría en sus elementos durante el viaje), exclamó
que por aquellos dos segundos se podían recorrer no sólo un
cuatrillón de kilómetros, sino un cuatrillón de cuatrillones. En
una palabra, que cantó el hosannu y exageró hasta el punto
de que los pensadores más austeros le negaron el saludo
durante algún tiempo. Se había pasado al conservadurismo
con demasiada rapidez. Así es el temperamento ruso. Te
repito que esto es una leyenda. Ya ves las ideas que corren
sobre esas materias en nuestro país.
-¡Ya te tengo! -exclamó Iván con alegría infantil y como si
recobrase de pronto la memoria-. ¡Esa leyenda del cuatrillón
de kilómetros la ideé yo mismo! Entonces tenía diecisiete
años y se me ocurrió en el colegio. En Moscú se la conté a un
camarada llamado Korovkine. Es una leyenda muy
característica. La había olvidado, pero la he recordado
inconscientemente. No ha salido de ti. Algo semejante ocurre
a los que van al suplicio y a los que sueñan: un aluvión de
hechos pasados acude a su memoria. Tú eres sólo un sueño.
-La violencia de tus negaciones prueba que crees en mi
-dijo el caballero alegremente.
-¡De ningún modo! ¡No te concedo ni una centésima de
crédito!
-¿Tampoco una milésima? Las dosis homeopáticas son a
veces muy fuertes. Confiesa que me concedes, por los
menos, una diezmilésima.
-¡No! -replicó Iván, irritado-. Sin embargo, quisiera creer en
ti.
-¡Eso es toda una confesión! Como soy generoso, voy a
ayudarte. Yo sí que te tengo a ti. Te he contado esta leyenda
para desengañarte definitivamente respecto a mí.
-Mientes. La finalidad de tu aparición ha sido convencerme
de tu existencia.
-Precisamente. Pero las vacilaciones, las inquietudes, la
lucha entre la duda y la fe suelen ser tan atormentadoras, que
pueden llegar a hacer desear la muerte a un hombre tan
escrupuloso como tú. Al saber que crees un poco en mi, te he
contado esta leyenda para sumirte definitivamente en la duda.
Tengo mis motivos para hacerte oscilar entre la incredulidad y
la fe. Es un nuevo método que he adoptado. Te conozco y sé
que cuando dejes de creer en mi por completo, empezarás a
decir que no soy un sueño, que existo verdaderamente.
Entonces habré alcanzado mi objetivo. Un objetivo noble,
pues depositaré en ti un minúsculo germen de fe, del que
nacerá una encina, una encina tan grande que será tu refugio.
Entonces cumplirás tu vivo y secreto deseo de ser un
anacoreta. Y vivirás en el desierto y te dedicarás de lleno a la
salvación de tu alma.
-¿Tú interesarte por mi salvación, miserable?
-Hay que hacer alguna buena obra de vez en cuando.
¿Acaso te molesta?
-¡Eres un bufón! ¿Pretendes hacerme creer que has
tentado alguna vez a los que oran diecisiete años en el
desierto, se alimentan de saltamontes y se cubren de musgo?
-No he hecho otra cosa en mi vida. Uno se olvida de todo
cuando se encuentra ante una de esas almas que son
verdaderos tesoros, estrellas que valen por constelaciones
enteras. También nosotros tenemos nuestra aritmética.
Triunfar en estos casos es una gran victoria. Aunque no lo
creas, algunos de esos solitarios te aventajan en intelecto.
Pueden contemplar simultáneamente tales abismos de fe y de
duda, que están a punto de sucumbir.
-Pero tenías que retirarte con un palmo de narices.
-Amigo mío -replicó sentenciosamente el visitante-, más
vale tener las narices largas que no tener nariz. Así lo decía
recientemente un marqués enfermo (sin duda, estaba en
manos de un especialista) al confesarse con un padre jesuita.
Yo presencié la confesión. Fue muy divertido. «Devuélveme la
nariz», decía el marqués, golpeándose el pecho. «Hijo mío
-repuso el padre-, todo está regulado por los decretos
insondables de la providencia. Un mal visible conduce a veces
a un bien oculto. Un destino cruel lo ha privado de su nariz,
pero esto supone para usted la ventaja de que nadie podrá
decirle que tiene la nariz demasiado larga.» El marqués
repuso, desesperado: « ¡Eso no es un consuelo, padre mío!
Por el contrario, me encantaría tener las narices largas, con
tal que no me faltasen.» El padre suspiró y dijo: «Hijo mío, no
se pueden pedir todos los bienes a la vez. Ha murmurado de
la providencia, y ella, ni aun así lo ha abandonado, pues si
usted desea, como acaba de decir, tener una nariz larga, su
deseo se ha cumplido indirectamente, ya que, por el hecho
mismo de carecer de nariz, tiene largas las narices...»
-¡Eso es una estúpida incongruencia! -exclamó Iván.
-Amigo mío, sólo pretendía hacerte reir. Te aseguro que
ésta es la casuística de los jesuitas y que todo lo que te he
contado es verdad. El caso, como te he dicho, es reciente, y
me causó muchas preocupaciones. Ya en su casa, el
desgraciado marqués estuvo toda la noche torturándose el
cerebro, y yo no te abandoné hasta el último instante... Los
confesionarios de los jesuitas son para mí una grata
distracción en los momentos de pesar. He aquí una anécdota
de estos últimos días. Una joven normanda, rubia, de veinte
años, se presenta a un viejo padre para confesarse. La
muchacha es una belleza y tiene un cuerpo magnífico. Se
arrodilla, y, a través del enrejado, confiesa su pecado en voz
baja. El padre exclama: «¿Cómo has podido volver a caer,
hija mía? ¡Y con otro, Virgen santa! ¿Hasta cuándo va a durar
esto? ¿No te da vergüenza?» Y la pecadora responde entre
lágrimas: «Ah, mon pére, ça lui a fait tant de plaisir et a moi si
peu de peine!» Analiza esta respuesta. Es un grito de la
naturaleza y vale más que la inocencia más pura. Le dio la
absolución, y ya me disponía a marcharme, cuando oí que
citaba a la joven para aquella misma noche. Cualquiera que
fuese su resistencia al pecado, el viejo había cedido a la
tentación. La naturaleza, la verdad, se vengaron. ¿Por qué
pones esa cara? ¿Todavía estás enojado? No sé qué hacer
para serte agradable.
-Déjame. Me obsesionas como una pesadilla -exclamó
Iván vencido por su alucinación-. Me aburres y me
atormentas. Daría cualquier cosa por poder alejarte de mi.
-Ten calma -dijo el caballero, con acento cautivador-.
Modera tus exigencias, no me pidas nada grande ni hermoso,
y verás como llegamos a ser buenos amigos. Sin duda, te
molesta que me haya presentado a ti como lo he hecho: no he
aparecido envuelto en una luz roja, entre truenos y
relámpagos, y con unas alas de color de fuego, sino
modestamente vestido. Esto ha sido una ofensa, primero para
tus gustos estéticos y después para tu orgullo. ¡Un gran
hombre como tú recibir la visita de un diablo tan vulgar!
Posees esa fibra romántica que ha ridiculizado Bielinski. ¡Qué
le vamos a hacer! Hace un momento, viniendo hacia aquí, se
me ha ocurrido, por puro pasatiempo, presentarme bajo la
apariencia de un consejero de estado retirado. Me proponía
lucir las condecoraciones de las órdenes del León y del Sol en
vez de las medallas de la estrella Polar o de Sirio!
Continuamente me estás llamando tonto. Desde luego, no
pretendo tener tu inteligencia. Mefistófeles, al aparecerse a
Fausto, afirma que desea el mal y sólo hace el bien. A mí me
ocurre lo contrario. Yo soy tal vez el único ser en el mundo
que ama la verdad y desea sinceramente el bien. Yo estaba
presente cuando el Verbo crucificado subió al cielo,
llevándose el alma del buen ladrón. Oí las aclamaciones
gozosas de los querubines que cantaban el hosanna y los
himnos de los serafines que hacían temblar el universo. Pues
bien; te juro por lo más sagrado que de buena gana me habría
unido a los coros y gritado «Hosanna!» Poco faltó para que lo
hiciera. Ya sabes que soy muy sensible, a impresionable
desde el punto de vista estético. Pero el buen sentido, que es
la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no
aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué
sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el
mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los
deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a
rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la
infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo
me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a
expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser
yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las
personas honorables a incluso sus puntapiés, ya que, al
haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En
esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a
que entone el hosanna, lo que motivaría que las
indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto
significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas,
que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin
me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me
revelará el secreto. Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y
contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres
para salvar a uno solo. Por ejemplo, ¡cuántas almas fue
necesario perder y cuántas reputaciones hubo que manchar
para obtener aquel hombre justo que se llamó Job y que
utilizaron tan malignamente para atraparme, hace ya mucho
tiempo! Hasta que se me revele el secreto, sólo habrá para mí
dos verdades: la de allá lejos, la luz, que ignoro por completo,
y la mía. Ya veremos cuál es la más pura... ¿Te has dormido?
-No -gimió Iván-. Estoy pensando que todo lo malo que
hay en mí, todo lo que hace ya mucho tiempo digerí y eliminé
como un excremento, tú me lo presentas como una novedad.
-Entonces, he fracasado. Pretendía cautivarte con mi
elocuencia. Lo del hosanna en el cielo no está del todo mal.
¿Y qué me dices de mi sarcasmo a lo Heine?
-Yo no he tenido jamás espíritu de lacayo. No comprendo
cómo ha podido producir mi alma un ser tan vil como tú.
-Amigo mío, conozco a un simpático joven ruso, amante de
la literatura y el arte, que ha escrito un prometedor poema
titulado El Gran Inquisidor. A ese joven me dirigía.
-¡Te prohíbo que hables de El Gran Inquisidor! -exclamó
Iván, rojo de vergüenza.
-Y el cataclismo geológico... ¿Te acuerdas?
-¡Calla o te mato!
-No, no me mates antes de que te explique algunas cosas.
Precisamente he venido para procurarme este placer. ¡Oh,
cómo me seducen los sueños de mis amigos jóvenes,
fogosos, sedientos de vida! La primavera pasada, cuando te
disponías a venir aquí, decías: «Allí viven hombres nuevos
que lo quieren destruir todo y volver a la antropofagia. Esos
necios no me han consultado. A mi juicio, lo único que hay
que destruir es la idea de Dios en la mente del hombre. Por
aquí hay que empezar. ¡Qué ciegos son! ¡No comprenden
nada! Cuando la humanidad entera prefiere el ateismo (yo
creo que esta era llegará a su debido tiempo, lo mismo que
fueron llegando las épocas geológicas), desaparecerá, sin que
haya que pasar por la antropofagia, la antigua concepción del
mundo y, sobre todo, la antigua moral. Los hombres se unirán
para extraer de la vida todos los goces posibles, pero sólo
goces de este mundo. El espíritu humano se elevará hasta
alcanzar un orgullo titánico: será como una humanidad
divinizada. El triunfo continuo y grandioso y de la naturaleza,
mediante la ciencia y la energía, constituirá para el hombre
una alegría tan incesante a intensa, que sustituirá sobra-
damente en él a las alegrías del cielo. Todos sabrán que son
perecederos sin esperanza de resurrección, y se resignarán a
morir, con sereno orgullo, como dioses. Por dignidad, se
abstendrían de murmurar de la brevedad de la vida y amarán
al prójimo desinteresadamente. El amor sólo proporcionará
una satisfacción limitada, pero el mismo sentimiento de su
limitación reforzará su intensidad, tanto como ahora se debilita
al diseminarse en la esperanza de un amor eterno, de
ultratumba...» Etc., etc. ¡Era magnífico!
Iván se había tapado los oídos, miraba al suelo y temblaba
de pies a cabeza. El visitante continuó:
-El joven pensador seguía diciendo: «Pero nos
preguntamos si esta época llegará. En caso afirmativo, todo
quedará resuelto, y la humanidad se organizará
definitivamente. Pero como, dada la necedad inveterada de la
especie humana, esto tal vez no se realice hasta dentro de
miles de años, todo hombre consciente de la verdad tiene
derecho a reglamentar su vida como le plazca, ajustándola a
los nuevos principios. Admitido esto, habrá que admitir
también que ese hombre tiene derecho a todo. Es más:
incluso aunque esta época no haya de llegar nunca, el
hombre nuevo, sabiendo que Dios y la inmortalidad no
existen, puede convertirse en un hombredios, aun en el caso
de que sea el único que viva así. Ese hombre podría hacer
caso omiso, sin la menor preocupación, de las reglas
tradicionales de la moral, esas reglas a las que el ser humano
está sujeto como un esclavo. Para Dios no hay leyes. En
cualquier parte en que se encuentre, está en su sitio. En
cualquier parte donde yo esté, me encontraré en el primer
puesto... En una palabra: tengo derecho a todo.» Es un
razonamiento encantador. Claro que si uno quiere trampear,
¿para qué necesita la verdad? Pero el ruso contemporáneo es
así: adora de tal modo la verdad, que no se decide a utilizar el
engaño como no pueda apoyarse en ella...
Arrastrado por su elocuencia, el visitante levantaba cada
vez más la voz y miraba irónicamente a Iván Fiodorovitch.
Pero no pudo continuar: Iván cogió de pronto un vaso que
había sobre la mesa y se lo arrojó al orador.
-Ah, mais c'est bête enfin! -exclamó éste, levantándose de
un salto y secándose las ropas salpicadas de té-. Sin duda, te
has acordado del tintero de Martín Lutero. Pretendes ver en
mi un sueño, pero esto no te impide arrojarme un vaso. Es un
acto propio de una mujer. Ya me parecía a mi que fingías
taparte los oídos y que, en realidad, me estabas escuchando.
En este momento alguien llamó a la ventana
insistentemente. Iván Fiodorovitch se levantó.
-¿Oyes? -dijo el visitante-. Abre. Es tu hermano Aliocha,
que viene a darte una noticia inesperada. Créeme.
-¡Calla, impostor! -exclamó Iván-. Sabía que era Aliocha el
que llamaba. No necesitaba que me lo dijeses. Lo presentía, y
es natural que traiga alguna noticia: no va a venir por nada.
-Entonces, ve a abrirle. Es tu hermano y está nevando.
Monsieur sait-il le temps qu'il fait? C'est à ne pas mettre un
chien dehors...
Seguían llamando. Iván quería correr hacia la ventana,
pero seguía paralizado. Hacía grandes esfuerzos para romper
las ligaduras que lo inmovilizaban; no lo conseguía. Los
golpes en la ventana eran cada vez más fuertes. Al fin, las
ligaduras se rompieron a Iván Fiodorovitch quedó en libertad.
Las dos bujias estaban llegando a su fin. El vaso que
había arrojado al visitante volvía a estar sobre la mesa. En el
diván de enfrente no había nadie. Se oían aún los golpes en la
ventana, pero no tan fuertes como antes le habían parecido a
Iván. Incluso podían calificarse de discretos.
-¡No ha sido un sueño! ¡No, no ha sido un sueño! Todo ha
sucedido realmente.
Corrió hacia la ventana y la abrió.
Al ver a su hermano, le gritó, furioso:
-¿Por qué has venido, Aliocha? ¡Te prohibí que vinieras!
Dime en dos palabras qué quieres. En dos palabras, ¿oyes?
-Smerdiakov se ha ahorcado -dijo Aliocha.
-Ve a la puerta. Voy a abrir.
Y salió corriendo de la habitación.
CAPÍTULO X
«ÉL ME LO HA DICHO»
Aliocha explicó a Iván que, hacia aproximadamente una
hora, María Kondratievna se había presentado en su casa
para decirle que Smerdiakov se acababa de suicidar. Al entrar
en su habitación con el samovar, lo había visto colgado de un
clavo. Aliocha le preguntó si había denunciado el hecho, y ella
le respondió que no había hablado con nadie antes de verle a
él. Temblaba como una hoja. Aliocha la acompañó a su casa y
vio a Smerdiakov colgado del clavo. En la mesa había un
papel con estas palabras: «Pongo fin a mi vida por mi propia
voluntad. Que no se culpe a nadie de mi muerte.» Aliocha
dejó el papel en la mesa y se dirigió a casa del ispravnik.
-Y de allí he venido aquí -terminó, mirando a Iván fija-
mente.
La expresión del rostro de su hermano le preocupaba. De
pronto dijo:
-Tú estás enfermo, Iván. Me miras como si no
comprendieras lo que te estoy diciendo.
-Has hecho bien en venir -dijo Iván, pensativo y como si no
hubiera oído las últimas palabras de Aliocha-. Sabía que
Smerdiakov se había ahorcado.
-¿Por quién lo has sabido?
-No lo sé, pero lo cierto es que lo sabía... ¡Ah, ya sé por
quién lo he sabido! Me lo ha dicho él. Sí, él me lo acaba de
decir.
Iván estaba en medio de la habitación, abstraído, con la
vista en el suelo.
-¿Quién es él? -preguntó Aliocha, mirando involunta-
riamente en todas direcciones.
-Se ha ido.
Iván levantó la cabeza y sonrió dulcemente.
-Ha huido de ti porque te teme. Eres un querubín. Así te
llama Dmitri: querubín. ¡Ah, el grito ensordecedor de los
serafines!... ¿Qué es un serafin? Tal vez toda una
constelación. Y una constelación acaso no sea más que una
molécula química... Oye, ¿sabes si existen las constelaciones
del León y del Sol?
-Siéntate, Iván -dijo Aliocha, inquieto-, siéntate en el diván,
haz el favor. Estás delirando. Échate y apoya la cabeza en el
cojín. Así. ¿Quieres que te ponga una toalla húmeda en la
cabeza? Esto te aliviará.
-Dame el paño que hay en la silla. Lo he echado hace un
momento.
-Aquí no hay nada. Pero no te preocupes, que aquí veo
uno.
Aliocha se refería a un paño limpio y seco que había visto
junto al lavabo.
Iván lo cogió y lo observó atentamente, con una extraña
expresión en los ojos. De pronto dijo, incorporándose:
-Hace un rato me he puesto en la cabeza este paño
humedecido. Después lo he echado allí. ¿Cómo se explica
que esté seco? No había otro.
-¿Estás seguro de que te has puesto este paño en la
cabeza?
-Sí, y me he paseado por la habitación. ¿Cómo es que se
han consumido las bujias? ¿Qué hora es?
-Pronto serán las doce.
-¡No, no ha sido un sueño! -exclamó Iván-. Estaba aquí, en
ese diván. Cuando tú has llamado a la ventana, le he arrojado
un vaso, ese mismo que está en la mesa. Escucha, no ha sido
la primera vez. Pero no son sueños, es realidad. Aunque
estoy como dormido, ando, hablo, veo... Él estaba aquí, en
ese diván... ¡Qué tonto es, Aliocha! ¡Es tonto de remate!
Iván se echó a reir y empezó a pasear por la habitación.
-¿Quién es ese tonto? -preguntó ansiosamente Aliocha-.
¿De quién hablas?
-Del diablo. Viene a verme. Ha venido ya dos o tres veces.
Está molesto conmigo. Cree que yo le desprecio por ser un
simple diablo y no Satanás, el de las alas rojas, que aparece
entre truenos y relámpagos. No es más que un impostor, un
diablo de ínfima categoría. Va a los baños. Estoy seguro de
que, si lo desnudaramos, le veríamos una cola leonada de un
metro de largo y tan pelada como la de un perro danés...
Estás helado, Aliocha; la nieve ha caído sobre ti. ¿Quieres un
poco de té? Está frío; voy a preparar el samovar... C'est à ne
pas mettre un chien dehors...
Aliocha mojó el paño en el lavabo a toda prisa, convenció
a Iván de que volviera a sentarse y le puso el paño en la
cabeza. Luego se sentó a su lado.
-¿Qué me decías hace un rato de Lise? -preguntó Iván,
cuya locuacidad aumentaba por momentos-. Lise me gusta.
Pienso en mañana con temor, sobre todo por Katia, por el
porvenir. Mañana me aplastará y me abandonará. Cree que
voy a perder a Mitia por celos. Lo cree, pero no es verdad.
Mañana habrá una cruz, no una horca. No, no me ahorcaré.
Bien sabes, Aliocha, que yo no me ahorcaré jamás. ¿Por
cobardía? No; no soy un cobarde. No me mataré porque amo
la vida. ¿Cómo sabía yo que Smerdiakov se había ahorcado?
¡Ah, sí; me lo ha dicho él!
-¿Estás seguro de que ha venido alguien aquí?
-Sí; estaba sentado en ese diván. Sin duda, lo has echado
tú. Sí, tú lo has hecho huir: ha desaparecido cuando tú has
llegado... Me gusta tu cara, Aliocha. ¿Lo sabías?... Oye, él soy
yo, yo mismo; él es todo lo que hay en mí de despreciable, de
mezquino, de vil. Él sabe que soy un romántico; me lo dice
como un insulto. Tiene la cabeza vacía; pero por eso mismo
triunfa. Es astuto, brutalmente astuto, y sabe sacarme de mis
casillas. Me ha herido diciéndome que creo en él, y así ha
conseguido que lo escuchen. Me ha engañado como a un
niño. Sin embargo, ha dicho por mi muchas verdades cosas
que yo no me atreví a decirme a mí mismo jamás.
Iván bajó la voz y terminó, confidencialmente:
-Quisiera que fuese realmente él y no yo.
-Te ha fatigado -dijo Aliocha, compadecido.
-Me ha molestado con gran habilidad. Ha dicho: «¿Qué es
la conciencia? La conciencia la he inventado yo. ¿Por qué se
siente remordimiento? Por costumbre, una costumbre que
tiene la humanidad desde hace siete mil años. Librémonos de
esta costumbre y seremos dioses.» Así lo ha dicho.
-¡Pero no lo has dicho tú, no lo has dicho tú! -exclamó Alio-
cha con ojos resplandecientes-. En fin, no pienses en eso,
olvídalo. ¡Que se lleve consigo todo lo que ahora estás
maldiciendo y que no vuelva más!
-Es perverso -dijo Iván, estremeciéndose al recordar la
ofensa-. Me ha calumniado de mil modos. Me ha calumniado
en mi propia cara. «Vas a realizar una noble acción -me ha
dicho-; vas a declarar que has sido tú el culpable del
asesinato, que Smerdiakov mató a tu padre instigado por ti...»
-¡Cálmate, Iván! Eso no es cierto. Tú no eres culpable.
-Lo ha dicho él, y él lo sabe. «Vas a realizar una acción vir-
tuosa y, sin embargo, no crees en la virtud: esto es lo que lo
irrita y lo atormenta.» Así lo ha dicho.
-Lo has dicho tú y no él. Estás delirando.
-No, ha sido él, y él sabe lo que dice. «El orgullo va a dictar
tus palabras. Dirás: “He sido yo quien lo ha matado. Ustedes
mienten porque están horrorizados. Pero a mi no me importa
la opinión de ustedes y me río de su horror”.» También me ha
dicho: «Quieres atraerte la admiración pública, quieres que se
diga: “Es un asesino, pero ¡qué nobleza de sentimientos la
suya! Por salvar a su hermano se acusa a sí mismo”.» ¡Y eso
no es verdad, Aliocha! -exclamó Iván con ojos centelleantes-.
No quiero la admiración del vulgo. Te aseguro que ha
mentido. ¡Por eso le he arrojado el vaso a la cara!
-¡Cálmate, cálmate!
Pero Iván continuó, como si no le hubiera oído:
-Es cruel y experto en el arte de torturar. Apenas lo he
visto, he comprendido sus intenciones. Me ha dicho que iba a
declararme culpable por orgullo, pero con la esperanza de que
Smerdiakov fuera desenmascarado y enviado a presidio, de
que Mitia quedara en libertad y de que a mí me condenaran
unos, pero sólo moralmente, y otros me admirasen. Y al decir
esto se reía. « Pero Smerdiakov se ha suicidado -ha añadido-.
Te has quedado solo. ¿Quién te creerá ahora? Sin embargo,
irás al juicio, has decidido ir. ¿Con qué fin, después de lo
ocurrido?» ¡Qué extraño es todo esto, Aliocha! No puedo
soportar semejantes preguntas...
-Óyeme, Iván -le interrumpió Aliocha, aterrado aunque sin
perder la esperanza de que su hermano volviera a la razón-.
¿Cómo es posible que él te haya hablado de la muerte de
Smerdiakov antes de mi llegada, cuando nadie lo sabía aún y
él no había tenido tiempo de enterarse?
-¡Me ha hablado de ello, a incluso ha insistido! -afirmó
Iván-. También ha repetido que yo no creía en la virtud, pero
que obraría así por principio. «Eres un puerco que te mofas de
la virtud, como se mofaba Fiodor Pavlovitch. ¿Para qué te has
de sacrificar si tu sacrificio va a ser inútil? Es algo que ignoras
tú mismo y que darías cualquier cosa por saber. Al parecer,
estás decidido, pero no es así: pasarás la noche sopesando el
pro y el contra. Sin embargo, irás, bien lo sabes, y también
sabes que cualquier resolución que tomes no saldrá de ti. Irás
porque no te atreves a obrar de otro modo. ¿Por qué no te
atreverás? Adivínalo: es un enigma.» Entonces has llegado tú
y él se ha marchado. Me ha llamado cobarde, Aliocha. Le mot
de l’énigme es que soy un cobarde. Lo mismo me dijo
Smerdiakov. Hay que matar a ese ser extraño. Katia me
desprecia; hace un mes que lo noto. Lise empieza a
despreciarme. «Irás para que te admiren...» ¡Es una
detestable mentira! Y tú también me desprecias, Aliocha.
Vuelvo a odiarte. Y también odio a ese monstruo. ¡Que se
pudra en presidio! Iré mañana a escupirles en la cara a todos.
Iván se levantó, furioso, se quitó el paño húmedo de la
cabeza y empezó a ir y venir por la habitación. Aliocha se
acordó de que, hacía un momento, el enfermo le había dicho
que a veces le parecía dormir despierto. «Ando, hablo, veo y,
sin embargo, estoy dormido.» Poco después, Iván desvariaba
por completo. Hablaba sin cesar. Se expresaba con
incoherencia y articulaba mal las palabras. De pronto, su
cuerpo vaciló, pero Aliocha llegó a tiempo para sostenerlo.
Después de desnudar a su hermano mal que bien, lo metió en
la cama. Iván se sumergió en un profundo sueño. La
respiración era regular. Aliocha estuvo dos horas a su lado;
luego cogió una almohada y se echó en el diván sin
desnudarse. Antes de dormirse oró por sus hermanos.
Empezó a comprender la enfermedad de Iván. «Son los
tormentos de una resolución altiva, de una conciencia
exaltada.» Iván no creía en Dios, pero la verdad divina se
había impuesto en su corazón, todavia rebelde. « Muerto
Smerdiakov, nadie creerá a Iván. Sin embargo, irá a
declararse culpable: Dios vencerá -se dijo Aliocha con una
dulce sonrisa. Y añadió amargamente-: Iván tiene dos
caminos: o elevarse a la luz de la verdad, o sucumbir al odio,
vengándose de si mismo y de los demás por haber servido a
una causa en la que no creía.»
Y rezó de nuevo por Iván.

LIBRO XII

UN ERROR JUDICIAL

CAPÍTULO PRIMERO
EL DÍA FATAL
A las diez de la mañana del día siguiente empezó la vista
de la causa contra Dmitri Fiodorovitch.
Ante todo, advertiré que me es imposible relatar los
hechos con todo detalle. Semejante exposición requeriría un
grueso volumen. Ruego, pues, que no se me reproche que me
limite a referir lo que me ha parecido más interesante. Tal vez
haya tomado detalles secundarios por importantes y acaso
haya suprimido algunos de éstos... Pero no tengo por qué
excusarme: mi intención es hacer las cosas lo mejor posible, y
estoy seguro de que los lectores lo advertirán.
Antes de entrar en la sala mencionaremos ciertos hechos
que llamaron la atención de todos. Se sabía el interés que
había despertado este juicio, la impaciencia con que se le
esperaba, las discusiones y conjeturas que venía provocando
desde hacia dos meses. No se ignoraba tampoco que el
asunto era conocido en toda Rusia. Pero nadie esperaba que
hubiera despertado un interés tan extraordinario fuera de
nuestra localidad. Llegó gente no sólo de la capital del distrito,
sino de otras ciudades, a incluso de Moscú y Petersburgo:
juristas, personalidades de todas clases, damas... Las tarjetas
de entrada se agotaron rápidamente. Para los visitantes de
categoría se reservaron asientos, sillones detrás de la mesa
del tribunal, cosa nunca vista. El elemento femenino era muy
numeroso: lo menos la mitad del público estaba formado por
damas. Los juristas abundaban también de tal modo, que no
se sabía dónde colocarlos. Había sido necesario construir a
toda prisa para ellos una especie de tribuna en el fondo de la
sala, detrás del estrado. Algunos no tenían asiento, pero se
felicitaban de haber podido entrar. Y lo mismo podía decirse
del público que, en masa compacta, permanecía de pie en la
sala, de la que se habían retirado todas las sillas, con objeto
de que hubiera más espacio. Algunas damas aparecían en las
tribunas ataviadas como para una ceremonia. Este caso se
daba especialmente entre los forasteros. Pero la mayoría de
ellas no se habían preocupado en absoluto por su atavío. En
sus semblantes se leía una ávida curiosidad. Una de las
particularidades más notables de este público femenino,
particularidad que se evidenció en el curso de los debates, era
la simpatía que la mayoría de las damas sentían por Dmitri,
simpatía fundada, sin duda, por el éxito que el acusado había
tenido siempre con las mujeres. El deseo general de las
damas era que le declarasen inocente.
Se daba por segura la presencia de las dos rivales.
Especialmente Catalina Ivanovna había despertado un interés
general. Se decían cosas extraordinarias de ella, de su pasión
avasalladora por Mitia aun después del crimen. Se hablaba de
su orgullo (no visitaba a nadie) y de sus relaciones con el gran
mundo. Se rumoreaba que Katia tenía el propósito de pedir al
gobierno autorización para acompañar al criminal a presidio y
casarse con él bajo tierra, en las minas. La aparición de
Gruchegnka se esperaba con no menos interés. El encuentro
de las dos rivales -la joven distinguida y la ramera- en la
audiencia había despertado verdadera curiosidad. Las
mujeres conocían mejor a Gruchegnka, que «había perdido a
Fiodor Pavlovitch y a su hijo», y casi todos se extrañaban de
que «una mujer tan ordinaria a incluso nada bonita» hubiera
podido subyugar al padre y al hijo. Sé positivamente que en
nuestra localidad se produjeron graves querellas familiares a
causa de Mitia. Más de una mujer había disputado con su
marido sobre el lamentable suceso, y es natural que estos
esposos acudieran a la audiencia como enemigos del
acusado. Hablando en términos generales, puede decirse que
los hombres miraban al inculpado con hostilidad. Se veían
rostros varoniles severos, ceñudos a incluso irritados. Y estos
semblantes eran mayoría. Mitia había insultado a muchos
hombres durante su estancia entre nosotros. No cabía duda
de que algunos espectadores no sólo eran indiferentes a la
suerte de Mitia, sino que se alegraban de verlo comprometido,
aun estando interesados en el desenlace del asunto. La
mayoría de ellos deseaban que se castigase al acusado,
exceptuando a los juristas, que miraban el proceso desde el
punto de vista jurídico, sin interesarse por el aspecto moral. La
llegada del famoso Fetiukovitch causó sensación. No era la
primera vez que iba a provincias para tomar parte en un
proceso criminal resonante, de esos que no se olvidan
fácilmente. Circulaban anécdotas sobre el procurador y el
presidente del tribunal. Se decía que el procurador temía
encontrarse con Fetiukovitch, con el que había tenido ciertas
diferencias en Petersburgo al principio de su carrera. El
susceptible Hipólito Kirillovitch, que se sentía mortificado
porque no apreciaban debidamente su mérito, había cobrado
nuevos ánimos al enfrentarse con el caso Karamazov y
soñaba con fortalecer su debilitada reputación. Pero temía a
Fetiukovitch. Estos rumores no eran del todo exactos. El
procurador no era uno de esos hombres que se desalientan
ante el peligro, sino todo lo contrario: ante el peligro, su amor
propio aumentaba y le daba nuevos bríos. Era demasiado
vehemente, demasiado impresionable. A veces ponía toda su
alma en un asunto, como si de él dependieran su suerte y su
fortuna. Este defecto hacía sonreír a sus compañeros del
mundillo judicial, pero, gracias a él, nuestro procurador había
adquirido una notoriedad superior a la que correspondía a su
modesta posición en la magistratura. Lo que más hilaridad
causaba era su pasión por la psicología. A mi entender, todos
se equivocaban; su carácter era mucho más firme y serio de
lo que se suponía. Lo que ocurría era que aquel hombre
enfermizo no había sabido ponerse en su lugar ni al principio
de su carrera ni después.
El presidente del tribunal era un hombre culto, humano, de
espíritu abierto a las ideas más modernas. Toda su ambición
se cifraba en que se le considerase como progresista. Estaba
bien relacionado y era hombre rico. Pronto se advirtió que el
caso Karamazov le interesaba vivamente, pero en líneas
generales. Lo miraba como un fenómeno de nuestro régimen
social, como una característica de la mentalidad rusa... El
carácter particular del asunto, la personalidad de sus
protagonistas, empezando por la del acusado, tenían para él
un interés vago, abstracto..., cosa que, bien, mirado, tal vez
convenía.
Desde mucho antes de comenzar la vista, la sala estaba
repleta de público. Esta sala es la mejor de la localidad: la
más espaciosa y bella, la de techo más alto y mejores
condiciones acústicas. A la derecha de la plataforma del
tribunal se habían colocado una mesa y dos hileras de sillas
para el jurado. A la izquierda estaban los asientos del acusado
y del defensor. En el centro, ante los jueces, había una mesa,
en la que se exhibían los cuerpos del delito: la bata Blanca de
seda, manchada de sangre, de Fiodor Pavlovitch; la mano de
mortero de cobre, presunto instrumento del crimen; la camisa
y la levita de Mitia, también manchadas de sangre, sobre todo
la levita, en las proximidades del bolsillo en que Dmitri había
guardado el pañuelo; este pañuelo, empapado de sangre que
se había secado formando una costra; la pistola cargada por
Mitia en casa de Perkhotine para suicidarse y que Trifón
Borisytch le había quitado, sin que él se diera cuenta, en
Mokroie; el sobre que había contenido los tres mil rublos
destinados a Gruchegnka; la cinta rosa con que el sobre
estuvo atado, y otros objetos que no puedo recordar. Más
lejos, en el fondo de la sala, se habían colocado sillones para
los testigos que debían quedarse después de declarar.
A las diez entró en la sala el tribunal, compuesto del
presidente, un asesor y un juez de paz honorario. El fiscal,
que no era sino nuestro procurador, llegó inmediatamente. El
presidente era un hombre robusto, aunque de baja estatura.
Tenía unos cincuenta años, congestionado el rostro y gris el
cabello. Lucía varias condecoraciones. A todos les sorprendió
la palidez del fiscal. Su cara era verdosa. A mí me pareció que
había adelgazado súbitamente, pues lo había visto el día
anterior.
El presidente preguntó al ujier si estaban presentes todos
los jurados... Pero me es imposible continuar esta exposición
minuciosa de los hechos, no sólo porque no recuerdo todos
los detalles, sino también y principalmente porque no tengo
tiempo ni espacio para hacer un relato detallado a integro.
Diré solamente que la defensa y la acusación admitieron a
casi todos los jurados. Éstos eran cuatro funcionarios, dos
comerciantes y seis hombres más, entre campesinos y
pequeños burgueses de nuestra localidad. Recuerdo que
mucho tiempo antes de que se celebrase la vista, la formación
del jurado se comentaba en las reuniones de sociedad y que,
sobre todo las damas, decían: «Es inexplicable que un asunto
de tanta complicación psicológica se someta a la resolución
de simples funcionarios y personas de baja condición. ¿Qué
criterio pueden tener?» Ciertamente, los cuatro funcionarios
eran personas sin categoría y de edad madura -excepto uno-,
poco conocidas en nuestra sociedad y que habían vegetado
con un sueldo mezquino. Sin duda, tenían esposas viejas que
no gustaban de exhibir y un enjambre de hijos que tal vez
fueran descalzos. Su pasatiempo preferido eran los naipes, y
jamás habían leído nada. Los dos comerciantes tenían
aspecto de hombres sosegados, pero siempre estaban
inmóviles y pensativos. Uno iba rasurado y vestido a la
europea; el otro ostentaba una barba gris, y de su cuello
pendia una medalla. Y no hablemos de los pequeños
burgueses y campesinos de Skotoprigonievsk. Los primeros
se parecían a los segundos y trabajaban tan rudamente como
ellos. Dos de estos seis jurados iban vestidos a la europea,
con lo que parecían más sucios y descuidados que los otros.
De aquí que, al verlos, uno no pudiera menos de preguntarse:
«¿Cómo pueden comprender esos hombres un asunto como
éste?» Sin embargo, sus rígidos y huraños rostros tenían una
expresión imponente.
Al fin, el presidente anunció el comienzo de la vista y
ordenó que se introdujera en la sala al acusado. Se hizo un
silencio tan profundo, que se habría podido oír el vuelo de una
mosca. Mitia me produjo una impresión sumamente
desfavorable. Se presentó como un dandy. Llevaba un traje
nuevo, una camisa finísima y unos guantes flamantes.
Después supe que, expresamente para esta ocasión, había
encargado una levita nueva a un sastre de Moscú, a su sastre
de siempre, que tenía sus medidas. Avanzó a largos pasos, el
cuerpo rígido, mirando hacia enfrente, se sentó y permaneció
inmóvil. Acto seguido apareció el defensor, el famoso
Fetiukovitch. Un discreto murmullo recorrió la sala. Era un
hombre alto y seco, de piernas delgadas, dedos largos y finos,
cabello corto, cara lampiña, cuyos labios se torcían a veces en
una sonrisa sarcástica. Aparentaba unos cuarenta años. Su
rostro habría sido agradable si no lo hubieran afeado sus ojos,
inexpresivos y demasiado juntos sobre la nariz, larga y
delgada. En una palabra, una cara de pájaro. Iba de levita y
corbata blanca. Recuerdo perfectamente el interrogatorio de
identificación. Mitia contestó en voz tan alta, que sorprendió al
presidente. Después se dio lectura a la lista de testigos y peri-
tos. Faltaban cuatro: Miusov, que había regresado a Paris,
pero cuya declaración figuraba en el expediente; la señora de
KhokhIakov y el terrateniente Maximov, que estaban
enfermos, y Smerdiakov, fallecido repentinamente, según
informe de la policía. La noticia de la muerte de Smerdiakov
produjo sensación, pues muchos ignoraban aún que se había
suicidado. Lo que más sorprendió a todos fue la exclamación
de Mitia cuando se reveló el fallecimiento del sirviente:
-¡Los perros mueren como perros!
El defensor lo hizo callar. El presidente le amenazó con
tomar las más severas medidas si persistía en su actitud
irrespetuosa. Mitia dijo varias veces a su abogado, aunque sin
mostrar el menor arrepentimiento:
-No lo volveré a hacer. No he podido contenerme. Le
aseguro que no lo volveré a hacer.
Este incidente no le favoreció a los ojos del público ni de
los jurados. Era una muestra de su carácter. En este
ambiente, el secretario empezó a leer el acta de acusación.
Era muy concisa y se limitaba a exponer los principales
cargos que pesaban sobre Dmitri. Sin embargo, a mí me
impresionó profundamente. El secretario leyó con voz clara y
sonora. A través del acta, la tragedia aparecía con todo su
relieve, como si se proyectara sobre ella una luz implacable.
Después el presidente preguntó a Mitia:
-¿Reconoce el acusado que es culpable?
Mitia se puso en pie.
-Reconozco que soy culpable de embriaguez, de
disipación, de holgazanería -repuso, exaltado-. En el momento
en que la adversidad se ensañó en mí estaba decidido a
corregirme para siempre. Pero soy inocente de la muerte de
ese viejo que era mi padre y mi enemigo. Tampoco le robé:
soy incapaz de un acto semejante. Dmitri Fiodorovitch puede
ser un libertino, pero no un ladrón.
Se sentó temblando. El presidente le dijo que debía
limitarse a responder a las preguntas. Acto seguido se llamó a
los testigos para que prestaran juramento, formalidad de la
que se dispensó a los hermanos del acusado. Tras las
exhortaciones del sacerdote y el presidente se hizo salir a los
testigos. Ya se les iría llamando por turno.

CAPÍTULO II
DECLARACIONES ADVERSAS
Ignoro si los testigos de cargo y descargo habían sido
agrupados por el presidente y si se había decidido hacerlos
comparecer por un orden determinado. Probablemente, así
fue. El caso es que los primeros en declarar fueron los
testigos de la acusación.
He de repetir que no tengo el propósito de reproducir in
extenso los debates. Por otra parte, no hay necesidad de ello,
ya que los discursos del fiscal y de la defensa y las
declaraciones de los testigos resumieron claramente los
hechos. Anoté íntegramente algunos pasajes de estos dos
notables discursos, que ofreceré al lector oportunamente, y
también referiré un hecho inesperado que indudablemente
influyó en la fatídica sentencia.
Todos advirtieron desde el principio la solidez de la
acusación y la debilidad de la defensa. Se vio como los
hechos se agrupaban, se acumulaban, y como el crimen, con
todo su horror, iba surgiendo a la luz. Era evidente que la
causa estaba ya fallada, que no había la menor duda acerca
del resultado, que la culpa del acusado estaba
archidemostrada y que la vista se celebraba por pura fórmula.
Yo creo que incluso aquellas damas que esperaban con tanta
impaciencia la absolución del interesante reo estaban
convencidas de su culpabilidad. Es más, me parece que
habrían lamentado que esta culpa fuera menos evidente, ya
que ello habría aminorado el efecto del desenlace. Aunque
parezca extraño, todas las mujeres creyeron hasta el último
instante que se declararía inocente a Mitia. «Es culpable -se
decían-, pero se le absolverá por humanidad, por respeto a
las nuevas ideas. » Ésta era la razón de que hubieran acudido
con el interés reflejado en el rostro.
A los hombres les interesaba especialmente la lucha entre
el fiscal y el famoso Fetiukovitch. Todos se preguntaban qué
podría hacer este letrado, a pesar de su fama, en una causa
perdida de antemano. De aquí que fuera el centro de la
atención general. Pero Fetiukovitch fue hasta el final un
enigma. Los expertos presentían que se había trazado un
plan, que perseguía un fin, pero no era posible deducir en qué
consistía su estrategia. Su seguridad en sí mismo era
evidente. Además, se observó con satisfacción que durante su
breve estancia en nuestra ciudad se había puesto al corriente
del asunto y lo había estudiado en todos sus detalles. Pronto
pudo admirarse la habilidad con que desacreditó a los testigos
de la acusación. Los desconcertó hasta el máximo y causó
graves daños en su reputación moral y, por lo tanto, en sus
declaraciones. Además, se suponía que esta táctica tenía algo
de pasatiempo, de coquetería jurídica, por decirlo así, del
deseo de exhibir todos sus recursos de abogado, pues nadie
ignoraba, y él debía ser el primero en comprenderlo, que
estos ataques no le proporcionaban ninguna ventaja positiva.
Debía de tener alguna idea oculta, algún arma secreta que se
proponía utilizar en el momento oportuno. En espera de este
momento, se divertía, consciente de su fuerza.
Cuando se interrogó a Grigori Vasilievitch, el viejo sirviente
de Fiodor Pavlovitch, que afirmaba haber visto abierta la
puerta de la casa, el defensor aprovechó bien su turno,
dirigiéndole una serie de preguntas extraordinariamente
hábiles. Grigori Vasilievitch estaba perfectamente sereno; ni la
majestad del tribunal ni la abundancia de público lo turbaban.
Prestó su declaración con la misma naturalidad que si
estuviera charlando con su mujer, sólo que más respe-
tuosamente. No parecía posible confundirlo. El fiscal le hizo
numerosas preguntas sobre la familia Karamazov. Las
respuestas de Grigori interesaron a todos. Se veía claramente
que el testigo era sincero a imparcial. A pesar del respeto que
le inspiraba su difunto dueño, declaró que éste había sido
injusto con Mitia. «No educaba a sus hijos como buen padre.
Sin mis cuidados -añadió recordando la infancia del reo-,
Dmitri Fiodorovitch habría sido una criatura harapienta y
piojosa. Además, lo perjudicó en el reparto de los bienes
legados por la madre.» El fiscal le preguntó en qué se fundaba
para afirmar que Fiodor Pavlovitch había perjudicado a su hijo
en la transmisión de la herencia materna, y el testigo, ante el
asombro general, no aportó ningún argumento convincente.
Pero insistió en su afirmación de que el padre había sido
injusto, ya que Mitia debía haber recibido «algunos miles de
rublos más». El fiscal interrogó sobre este punto, con especial
insistencia, a todos los testigos que podían estar enterados de
la cuestión, sin excluir a los hermanos de Mitia, y ninguno de
ellos pudo dar informes precisos: afirmaban que era verdad lo
dicho por Grigori, pero no podían apoyar sus palabras con la
más leve prueba.
El relato de la escena en que Dmitri apareció de pronto y
golpeó a su padre, amenazándolo luego con volver para
matarlo, produjo sensación. En ello influyó sin duda la calma y
concisión con que el viejo criado relató el suceso y también su
pintoresco lenguaje, que produjo gran efecto. Después
manifestó que había perdonado hacía tiempo la agresión de
Mitia, que entonces lo abofeteó y derribó. De Smerdiakov
-nombre que pronunció santiguándose- dijo que tenía
excelentes cualidades, pero que estaba deprimido por su
enfermedad y que su mayor defecto era ser un impío, lo que
se debía a la influencia de Fiodor Pavlovitch y de su hijo
mayor. Defendió calurosamente su honradez, y refirió el
episodio del dinero hallado y devuelto por Smerdiakov a su
dueño, lo que le valió una moneda de oro y la confianza de
éste. Mantuvo obstinadamente su declaración de que estaba
abierta la puerta que daba al jardín. Se le hicieron muchas
preguntas más, pero fueron tantas, que no puedo acordarme
de todas. Al fin le tocó el turno a la defensa, que empezó por
hablar del sobre en que, «según se decía», Fiodor PavIovitch
había guardado tres mil rublos « para cierta persona». Y pre-
guntó:
-¿Vio usted ese sobre? Usted lo pudo ver, ya que gozaba
de la confianza de su dueño y estaba en continuo contacto
con él.
Grigori repuso que no se enteró de la existencia de
aquellos tres mil rublos «hasta que todo el mundo empezó a
hablar de ellos».
Fetiukovitch preguntó a todos los testigos por este sobre
con el mismo interés que el fiscal había demostrado en la
aclaración del reparto de la herencia materna. Todos
respondieron que no habían visto el sobre, aunque la mayoría
habían oído hablar de él.
Fetiukovitch siguió preguntando a Grigori:
-¿Puede usted decirme de qué se componía aquel
bálsamo, mejor dicho, aquella infusión con que se frotó los
riñones al acostarse la noche del crimen, según se lee en el
sumario?
Grigori miró al abogado como si no comprendiera y, tras
unos instantes de silencio, murmuró:
-En la mezcla había una planta llamada salvia.
-¿Nada más?
-Y otra planta:llantén.
-Y pimienta, seguramente.
-Sí, también había pimienta.
-¿Y todo disuelto en vodka?
-No, en alcohol.
Se oyeron risas en la sala.
-¿De modo que no le faltaba alcohol? Y, después de
frotarse la espalda, se bebió lo que quedaba en la botella,
mientras su esposa murmuraba una oración que sólo ella
conoce, ¿no es así?
-Así es.
-¿Bebió usted mucho? ¿Una copita, dos copitas?
-Un vaso, aproximadamente.
-¡Un vaso! Y a lo mejor fue vaso y medio.
Grigori no contestó. Empezaba a darse cuenta del
significado de aquellas preguntas.
-¡Vaso y medio de alcohol puro no es cualquier cosa! ¿No
cree usted? Con esa cantidad de alcohol en el cuerpo, uno
puede ver abiertas todas las puertas, incluso las del paraíso.
Grigori siguió guardando silencio. En la sala se oyeron
nuevas risas. El presidente se agitó en su sillón.
--¿Podría decirme -siguió preguntando Fetiukovitch- si es-
taba usted dormido cuando vio abierta la puerta del jardín?
-Estaba levantado.
-Eso no demuestra que no estuviera usted como dormido.
Nuevas risas.
-Si le hubieran preguntado en aquel momento en qué año
estábamos, ¿habría usted podido contestar?
-No lo sé.
-Bien. Diga ahora en qué año estamos, a partir del
nacimiento de Cristo. ¿Lo sabe?
Grigori estaba aturdido y miraba fijamente a su verdugo.
Que ignorase el año en que vivía causó general sorpresa.
-Por lo menos, sabrá usted cuántos dedos tiene en las ma-
nos, ¿no?
-Estoy acostumbrado a obedecer -dijo Grigori súbitamen-
te-. Si las autoridades quieren burlarse de mí, sé soportarlo.
Esta inesperada contestación desconcertó un poco a
Fetiukovitch. El presidente le recordó que sus preguntas
debían limitarse al asunto que se debatía. El abogado
respondió respetuosamente que no tenía nada más que
preguntar. Sin duda, la declaración de un hombre «que habría
podido ver abiertas las puertas del paraíso» y que no sabía en
qué año estaba despertó general desconfianza; por lo tanto, la
defensa había logrado su objetivo.
El interrogatorio de Grigori Vasilievitch terminó con un inci-
dente. El presidente preguntó al acusado si tenía que hacer
alguna observación, y Mitia repuso:
-Salvo en lo concerniente a la puerta del jardín, el testigo
ha dicho la verdad. Le agradezco que me cuidara y que haya
olvidado mis golpes. Este viejo fue siempre honrado con mi
padre y le sirvió como un perro fiel.
-¡Emplee el acusado un lenguaje más correcto! -le ordenó
el presidente.
-Yo no soy un perro -gruñó Grigori.
-Entonces, el perro soy yo -exclamó Mitia-. Si esto es una
ofensa, la vuelvo contra mí. He sido brutal con él. Y también
con Esopo.
-¿Quién es Esopo? -preguntó con acento severo el presi-
dente.
-¿Quién ha de ser? Pierrot, mi padre, Fiodor Pavlovitch...
El presidente volvió a invitar a Mitia a expresarse en
términos más correctos.
-Hablar de ese modo no le favorecerá en el ánimo de los
jueces.
El abogado defensor interrogó también con gran habilidad
a Rakitine, uno de los testigos más importantes,
especialmente para el fiscal. Rakitine sabía muchas cosas, lo
había visto todo, hablado con mucha gente interesada en el
asunto, y conocía a fondo la vida de Fiodor Pavlovitch y de
todos los Karamazov. Declaró que solamente a Mitia había
oído hablar de los tres mil rublos, pero, en compensación,
describió detalladamente los actos y violencias de Dmitri en la
taberna «La Capital». Repitió las palabras comprometedoras
que Mitia había pronunciado allí y refirió el incidente de que
fue víctima el capitán Snieguiriov. De lo que Fiodor Pavlovitch
podía adeudar a su hijo, Rakitine no sabía nada; al hablar de
ello, salió del paso con unas cuantas frases despreciativas
como ésta: «No es fácil saber quién tenía razón. En el lodazal
de los Karamazov es imposible orientarse.» Dijo que el crimen
era una consecuencia del atraso y el desorden en que vivía
Rusia, al carecer de las instituciones necesarias. Se le
permitió discursear. Después del proceso empezó a adquirir
renombre y a atraerse la atención del público. El fiscal sabía
que el testigo preparaba un articulo sobre el crimen para cierta
revista, y, como veremos más adelante, citó de él varios
párrafos en su informe. La declaración del testigo fue fran-
camente despiadada y trató de favorecer a la acusación. En
general, la exposición de Rakitine fue del agrado del público
por la independencia y la nobleza de sus ideas. Incluso se
oyeron algunos aplausos cuando habló de la servidumbre y
del desorden que reinaba en Rusia. Pero Rakitine, joven e
impetuoso, cometió un error del que la defensa supo
aprovecharse. Al preguntársele por Gruchegnka, el testigo,
embriagado por su éxito y por el tono elevado de su oratoria,
habló de Agrafena Alejandrovna con cierto desdén, diciendo
que era «la amante del comerciante Samsonov». Pronto
habría dado cualquier cosa por retirar esta acusación, ya que
de ella se valió Fetiukovitch para atacarlo. Nunca habría
creido Rakitine que el abogado pudiera enterarse en tan poco
tiempo de detalles tan íntimos.
-Permitame una pregunta -dijo el defensor, sonriendo
amablemente-. ¿Verdad que es usted el autor de ese folleto,
editado por las autoridades eclesiásticas, que se titula Vida
del bienaventurado padre Zósimo? Lo he leido hace poco con
verdadero interés. Es una obrita edificante y rica en profundas
ideas religiosas.
Rakitine murmuró, un poco desconcertado:
-No la escribí para que se publicara. Apareció sin que me
lo advirtieran.
-Está muy bien. Un pensador como usted debe interesarse
por los fenómenos sociales. Su folleto, gracias a la alta
protección de que gozaba, se ha difundido ampliamente y ha
prestado un excelente servicio... Pero lo que me interesa
saber es si usted, como ha dejado entrever en su declaración,
conocía íntimamente a la señorita Svietlov.
(Nota bene: Éste era el apellido de Gruchegnka, cosa que
ignoré hasta entonces.)
Rakitine enrojeció.
-No puedo responder de todas las personas a las que
conozco. Soy demasiado joven. Por otra parte, creo que
nadie, cualesquiera que sea su edad, puede responder de
todas sus amistades.
-Lo comprendo, lo comprendo perfectamente -dijo Fetiuko-
vitch fingiéndose confuso y en el tono del que presenta
excusas-. Podía darse el caso de que usted, como cualquier
hombre, estuviera interesado por una mujer joven y bonita que
recibía en su casa a la flor de la juventud local. Mi propósito
era puramente informativo. Sabemos que, hace dos meses, la
señorita Svietlov mostró deseos de conocer al menor de los
hermanos Karamazov: Alexei Fiodorovitch. Esa joven ofreció
a usted veinticinco rublos si le llevaba a Alexei vestido con su
hábito conventual. La visita se efectuó la noche misma del
crimen que en este momento se está juzgando. ¿Puede usted
decirme si ha recibido los veinticinco rublos de recompensa
que le prometió la señorita Svietlov?
-Fue una broma... No sé qué interés puede tener esto...
Tomé los veinticinco rublos para devolverlos después.
-O sea que usted los tomó. Tengo entendido que todavía
no los ha devuelto. ¿Me equivoco?
-Eso no tiene importancia -murmuró Rakitine-. Desde
luego, los devolveré.
El presidente intervino una vez más, pero el defensor dijo
que ya no tenía que hacer más preguntas al señor Rakitine.
Éste se retiró cabizbajo. Su prestigio había sufrido un rudo
golpe. Fetiukovitch le siguió con la mirada, como diciendo al
público: «Ya vea ustedes el valor que tienen las palabras de
los acusadores.»
Mitia, indignado por el desprecio con que Rakitine había
hablado de Gruchegnka, le gritó desde el asiento:
-¡Bernard !
Y cuando el presidente le preguntó si tenía algo que decir,
exclamó:
-¡Ese hombre venía a visitarme a la cárcel para sacarme
dinero! ¡Es un miserable, un ateo! ¡Engañó al padre Zósimo!
Naturalmente, Mitia fue llamado al orden. Pero Rakitine se
había hundido ya. Aunque por causas distintas, la declaración
del capitán Snieguiriov no tuvo más éxito. Se presentó
andrajoso y sucio, y embriagado, a pesar del reconocimiento
previo y de las medidas que se habían tomado para evitar que
bebiera. Cuando se le habló de la ofensa que le había inferido
Mitia, no quiso contestar,
-Iliucha me lo ha prohibido -declaró-. ¡Que Dios perdonea
ese hombre! Ya hallaré la recompensa en el cielo.
-¿Quién dice usted que le ha prohibido hablar?
-Iliucha, mi hijito. «¡Oh papá! ¡Cómo te ha humillado!» Esto
lo dijo ya al borde de la tumba. Se ha muerto.
Dicho esto, el capitán prorrumpió en sollozos y cayó de
rodillas a los pies del presidente. En seguida se lo llevaron,
entre las risas del público. Así, tampoco este testigo produjo el
efecto que esperaba el fiscal.
El abogado defensor siguió utilizando todos sus recursos y
asombrando al auditorio con su conocimiento del asunto hasta
en sus menores detalles. La declaración de Trifón Borisytch
produjo profunda emoción, naturalmente desfavorable al
acusado. Dijo que Mitia, en su primera visita a Mokroie,
despilfarró lo menos tres mil rublos.
-Sólo entre los cingaros repartió qué sé yo cuánto dinero.
Y a los mendigos no les dio unos copecs, sino lo menos
veinticinco rublos. Además, sabe Dios lo que le robarían.
Imposible identificar a los ladrones, que, naturalmente, no
pregonaron sus hazañas. Estaba rodeado de bribones, de
personas sin conciencia. Y muchachas que en su vida habían
tenido un céntimo tienen ahora el bolsillo lleno.
En una palabra, que se acordaba de todo a hizo una
exposición detallada de los gastos de Mitia en su primera
estancia en Mokroie. Esto destruyó la hipótesis de que sólo
había gastado mil quinientos rublos y se había guardado en
una bolsita los mil quinientos restantes.
-Vi los tres mil rublos en sus manos, los vi con mis propios
ojos. Dmitri Fiodorovitch y yo nos conocíamos bien.
Sin intentar refutar al fondista en su declaración,
Fetiukovitch le recordó que el cochero Timoteo y el campesino
Akim se habían encontrado en el vestíbulo de su fonda un
billete de cien rublos perdido por Mitia en su primer viaje a
Mokroie. Dmitri estaba ebrio, y Akim y Timoteo le habían
entregado el billete a él, a Trifón Borisytch, que les dio un
rublo a cada uno.
-¿Devolvió usted esos cien rublos a Dmitri Karamazov?
-preguntó el abogado.
Trifón Borisytch empezó por insinuar que no sabía nada de
tal pérdida, pero una vez se hubo interrogado al cochero y al
campesino, afirmó que había devuelto los cien rublos a Dmitri
Fiodorovitch, como es propio de un hombre honrado, pero
«que era muy probable que el señor Karamazov no lo
recordara, ya que en aquellos momentos estaba
embriagado». No obstante, como antes había negado el
hallazgo de los cien rublos. su declaración de que los había
devuelto fue acogida con desconfianza. Así, pues, uno de los
testigos de cargo más temidos quedó eliminado.
Lo mismo sucedió a los polacos. Se presentaron con gran
desenvoltura, afirmando que «habían servido a la Corona» y
que «el pan Mitia les había ofrecido tres mil rublos a cambio
de su honor». El pan Musalowicz intercalaba en sus frases
términos polacos y, al advertir que con ello se atraía la
consideración del presidente y del fiscal, se enardeció y
empezó a hablar en polaco. Pero Fetiukovitch lo cogió en sus
propias redes. Trifón Borisytch fue llamado de nuevo a
declarar y, tras una serie de vacilaciones y rodeos, reconoció
que el pan Wrublewski había cambiado la baraja de la casa
por otra de su propiedad y que el pan Musalowicz, que era el
banquero, hacía trampas. Esto fue confirmado por Kalganov,
al que se interrogó seguidamente, y los panowie se retiraron
avergonzados, entre las risas del público.
La misma suerte corrieron los demás testigos importantes
de la acusación: Fetiukovitch consiguió desacreditarlos a
todos sacando a relucir sus faltas. Despertó la admiración
tanto en los profesionales de la ciencia jurídica como en los
simples aficionados, aunque unos y otros se preguntaban qué
provecho podría obtener de semejante táctica, ya que la culpa
del acusado aparecía con creciente evidencia. Pero el tono en
que hablaba el «mago del foro» denotaba una calma y una
seguridad en sí mismo que hacían esperar algo. No se
concebía que hubiera hecho el viaje desde Petersburgo por
nada y que se resignara a regresar sin ningún resultado
positivo.
CAPÍTULO III
EL PERITAJE MÉDICO Y UNA LIBRA DE AVELLANAS
El informe de los peritos médicos no fue favorable al
acusado. Pero se veía claramente que Fetiukovitch no había
depositado en él la menor esperanza. Este peritaje se verificó
únicamente por haberlo solicitado Catalina Ivanovna, que
había traído de Moscú a un médico eminente. La defensa, si
bien no esperaba nada de este informe, también sabía que
nada podía perder.
El desacuerdo entre los médicos motivó un incidente
cómico. Los peritos eran el famoso especialista de que hemos
hablado; el doctor Herzenstube, que ejercía en nuestra
localidad, y el joven Varvinski. Los dos últimos estaban,
además, citados como testigos por el fiscal. Primero se llamó
al doctor Herzenstube, septuagenario canoso y casi calvo, de
mediana estatura y robusta constitución. Era un hombre de
conciencia, que gozaba de la estimación general, un corazón
excelente, una especie de hermano moravo. Hacia mucho
tiempo que vivía en nuestra ciudad. Era persona austera e
inclinada a la filantropía. Visitaba a los pobres y a los
campesinos en sus chozas, y no sólo no les cobraba nada,
sino que les daba dinero para medicinas. En cambio, era
testarudo como una mula: cuando se aferraba a una idea, no
había medio humano de hacerle renunciar a ella. En la ciudad
se sabía que el famoso especialista llegado de Moscú hacía
poco se había permitido hacer observaciones francamente
molestas sobre la capacidad del doctor Herzenstube. Aunque
el doctor de Moscú no cobraba menos de veinticinco rublos
por visita, no pocos aprovecharon su estancia en nuestra
localidad para consultarlo. Los consultantes eran clientes del
doctor Herzenstube, y el renombrado especialista criticó ante
ellos los métodos curativos del doctor local. Llegó al extremo
de preguntar a los pacientes apenas aparecía: «¿Quién lo ha
engañado? ¿Herzenstube? ¡Ja, ja!» Como es natural,
Herzenstube se enteró de esto.
Los tres médicos citados comparecieron como peritos. El
doctor Herzenstube dijo que saltaba a la vista que el acusado
«era un anormal». Después de exponer sus argumentos,
añadió que esta anormalidad se evidenciaba no sólo en la
conducta anterior del acusado, sino también en su actitud
presente, y cuando se le rogó que se explicara, el viejo doctor
declaró ingenuamente que Dmitri Fiodorovitch, al entrar en la
sala, no tenía un aspecto adecuado a las circunstancias.
«Avanzaba como un soldado, mirando hacia e frente, sin
volver la vista a la izquierda, donde estaban las damas, cuya
opinión debía preocuparle, ya que era un gran amante de
bello sexo». Herzenstube se expresaba en ruso, pero con
acento alemán, cosa que no le preocupaba. Siempre había
creído que hablaba un ruso excelente, mejor que el de los
mismos rusos. Le encantaba citar proverbios, y cada vez que
mencionaba uno afirmaba que los proverbios rusos eran
singularmente expresivos. Cuando conversaba con alguien,
olvidaba a veces las palabras más vulgares. Las conocía
perfectamente, pero huían de su memoria de pronto. Esto le
sucedia tanto si hablaba en ruso como en alemán. Entonces
agitaba la mano ante su rostro, como para atrapar la palabra
perdida, y nadie en el mundo habría logrado que continuar si
no daba con ella. El viejo contaba con la estimación de
nuestra damas: sabían que aquel hombre que había
permanecido soltero era piadoso y honesto en sus
costumbres y consideraba a las mujeres como seres ideales y
superiores. Sus inesperadas observacione parecieron
extravagantes y divirtieron a la concurrencia.
El especialista de Moscú declaró categóricamente que el
acusado padecía una aguda perturbación mental. Se extendió
en sabía consideraciones sobre la obsesión y la manía, y
concluyó que, según todos los datos recogidos, en los días
que precedieron a su detención, Dmitri Fiodorovitch sufría, sin
duda alguna, una de la obsesiones que había descrito. Si
había cometido el crimen, habrí obrado involuntariamente,
como arrastrado por una fuerza desconocida. Pero el doctor
no había observado en el acusado únicamente el mal de la
obsesión, sino también el de la manía, lo que constituía, a su
entender, el primer paso hacia la demencia.
(N. B.: Refiero todo esto en lenguaje corriente. El doctor se
expresaba con los tecnicismos propios de los sabios.)
-Todos sus actos son contrarios a la lógica y al buen
sentido -prosiguió-. Sin hablar de lo que no he visto, es decir,
del crimen y todo el drama que lo rodea, anteayer estuve
hablando con el acusado y vi que tenía la mirada fija y
extraña. Se echaba a reír repen-tinamente y sin motivo y era
presa de una irritación continua inexplicable. Decía cosas
extrañas, como «Bernard, la ética y otra cosas innecesarias».
El doctor vio un indicio de manía sobre todo en el hecho de
qu el acusado no pudiera hablar sin indignación de los tres mil
rublos que a su juicio le habían robado, mientras conservaba
la calma a recordar otras ofensas y otros fracasos.
-Al parecer, siempre se ha enfurecido ante la menor
alusión esos tres mil rublos. Sin embargo, se sabe que no es
interesado ni codicioso. En cuanto a la opinión de mi eminente
colega -terminó irónicamente el as de la medicina-, según la
cual el acusado debió mirar a las damas al entrar, es una nota
graciosa, pero también un error. Estoy de acuerdo en que el
acusado, al entrar en la sala donde se va a decidir su suerte,
no debió mirar hacia delante fijamente y que esto puede
révelar un trastorno mental, pero también afirmo que debió
dirigir la vista no a la izquierda, donde están las damas, sino a
la derecha, buscando la mirada de su defensor, del que de-
pende su suerte.
El especialista se había expresado en tono firme y
enérgico. El desacuerdo entre este perito y el doctor
Herzenstube adquirió un matiz cómico al exponer el doctor
Varvinski una tesis inesperada. Según él, el acusado había
sido y seguía siendo un hombre perfectamente normal. El
hecho de que antes de su detención hubiera dado pruebas de
una excitación extraordinaria no quería decir nada, ya que tal
estado podía proceder de causas tan evidentes como los
celos, la cólera, la embriaguez continua... Desde luego, esta
excitación nerviosa no tenía nada que ver con la obsesión de
que acababa de hablar el doctor forastero.
-En cuanto a la dirección en que debía mirar el acusado,
mi humilde opinión es que debía hacerlo como lo ha hecho, es
decir, hacia el frente, donde están los jueces de los que
depende su futuro. Por lo tanto, Dmitri Fiódorovitch ha dado
una prueba de que su estado es perfectamente normal.
-¡Muy bien dicho, matasanos! -exclamó Mitia.
Se le hizo callar inmediatamente. Pero la opinión de
Varvinski tuvo una influencia decisiva en el público y en el
tribunal, como se verá muy pronto.
El doctor Herzenstube, al declarar como testigo, prestó un
inesperado apoyo a Mitia. Al ser antiguó habitante de la
localidad conocía a fondo a la familia Karamazov. Empezó por
dar de ella informes de los que se aprovechó el fiscal; pero
añadió:
-Sin embargo, este desdichado merecía mejor suerte, pues
tenía buen corazón, tanto cuando era niño como en su
adolescencia: lo puedo asegurar. Un proverbio ruso dice: «Si
tienes inteligencia, puedes estar satisfecho, y si un hombre
inteligente se une a ti, tu satisfacción debe ser mayor, pues
entonces sois dos inteligencias en vez de una...»
-¡Claro! Dos pensamientos valen más que uno solo
-exclamó el fiscal, perdiendo la paciencia, pues sabía que el
viejo Herzenstube, enamorado de su abrumadora facundia
germánica, hablaba con lenta prolijidad, sin importarle hacer
esperar a sus oyentes.
-Eso mismo digo yo -continuó Herzenstube
obstinadamente-. Dos inteligencias valen más que una. Pero
él permaneció solo y perdió la suya... ¿Dónde la perdió?
Pues... Se me ha olvidado la palabra -dijo agitando la mano
ante sus ojos-. ¡Ah, sí! Spazieren...
-¿Paseando?
-Eso quería decir. Su inteligencia empezó a vagabundear y
se perdió. Sin embargo, era un joven agradecido y de fina
sensibilidad. Me acuerdo perfectamente de cuando era un
niño pequeño y correteaba por las cercanías de la casa de su
padre, en el mayor abandono, descalzo y con un solo botón
en los pantalones.
La voz del viejo se empañó de emoción. Fetiukovitch se
estremeció como presintiendo que iba a ocurrir algo.
-Entonces yo era todavía joven; tenía treinta y cinco años y
acababa de llegar aquí. Me compadecí del niño y me dije: «Le
voy a comprar una libra de...» Ahora no me acuerdo del
nombre. Es ese fruto que gusta tanto a los niños y que se
coge de cierto árbol...
El doctor volvía a agitar la mano ante sus ojos.
-¿Manzanas? -le preguntaron.
-No, las manzanas se venden por docenas, y lo que yo
quiero decir se vende por libras. Es una cosa pequeña que se
mete en la boca, y ¡crac!...
-¿Avellanas?
-Exacto, avellanas; no me ha dado usted tiempo a decirlo
-aprobó el doctor imperturbable, como si no hubiera hecho
ningún esfuerzo por buscar la palabra-. Le llevé al niño una
libra de avellanas. Nunca le había regalado ni una sola.
Levanté el dedo y le dije:
»-Hijo mío, Gott der Vater.
»Él se echó a reír y repitió:
»-Gott der Vater.
»-Gott der Sohn.
»De nuevo se echó a reír y murmuró:
»-Gott der Sohn.
»-Gott der heilige Geist.
»Al día siguiente, al verme pasar, me gritó:
»-¡Señor, Gott der Vater, Gott der Sohn!
»Se había olvidado de Gott der heilige Geist. Pero yo se lo
recordé, y otra vez lo compadecí. Se lo llevaron y ya no lo
volví a ver. Veintitrés años después, cuando mi cabeza está
ya cubierta de canas, apareció de pronto ante mi, en mi sala
de consulta, un joven en la flor de la vida, al que no pude
reconocer. El visitante levantó el dedo y dijo, echándose a reir:
»-Gott der Vater, Gott der Sohn and Gott der hellige Geist!
Acabo de llegar y quiero darle las gracias por la libra de
avellanas. Fueron las primeras que me regalaron.
»Entonces me acordé de mi feliz juventud y del pobre niño
de pies descalzos. Y le dije:
»-Eres una persona agradecida, ya que no has olvidado la
libra de avellanas que te regalé cuando eras niño.
»Lo estreché en mis brazos y lo bendije, llorando. Él se
reía, pues los rusos se rien a veces cuando tienen ganas de
llorar. Pero acabó llorando también: yo lo vi. Y ahora, ya ven
ustedes...
-¡Y ahora -exclamó Mitia- estoy llorando, alemán! ¡Si,
santo varón: ahora estoy llorando!
Este relato produjo una impresión favorable; pero lo que
más favoreció al acusado fue la declaración de Catalina
Ivanovna, de la que hablaré oportunamente. En general, la
suerte sonrió a Dmitri cuando comparecieron los testigos à
décharge, cosa que sorprendió a la misma defensa. Pero
antes que a Catalina Ivanovna, se interrogó a Aliocha, el cual,
por cierto, se acordó de pronto de un hecho que, al parecer,
refutaba uno de los puntos clave de la acusación.

CAPITULO IV
LA SUERTE SONRÍE A MITIA
El hecho acudió a su memoria de improviso. Aliocha no
prestó juramento y, desde el principio de su declaración, los
dos bandos le demostraron una viva simpatía. Era evidente
que la fama de sus excelentes cualidades le había precedido.
Se mostró reservado y modesto, pero su afecto por su
desgraciado hermano se percibió a través de sus palabras.
Dijo que Mitia era sin duda una persona de carácter violento,
que se dejaba arrastrar por las pasiones, pero también un
hombre noble y generoso, capaz de cualquier sacrificio que se
le pidiera. Además, reconoció que, últimamente, la pasión de
Mitia por Gruchegnka y su rivalidad con su padre le habían
llevado a una tension de ánimo intolerable. Admitió que
aquellos tres mil rublos habían acabado por constituir una
obsesión para Dmitri, que no podía hablar de ellos sin
enfurecerse, por considerar que su padre se los había
apropiado fraudulentamente, ya que pertenecían a su
herencia materna; pero rechazó indignado la hipótesis de que
Dmitri hubiera podido cometer un parricidio para robar.
Respecto a aquella rivalidad que había reconocido, respondió
al fiscal con vaguedades, a incluso se negó a responder a
algunas preguntas.
-¿Le dijo su hermano que tenía el propósito de matar a su
padre? -inquirió el fiscal. Y añadió-: Puede usted dejar de
contestar a esta pregunta si lo cree conveniente.
-Directamente, nunca me lo dijo.
-Entonces, ¿se lo dijo indirectamente?
-Me habló una vez de su odio por nuestro padre, y de que
temía llegar a matarlo en un momento de desesperación.
-¿Y usted lo creyó?
-No me atrevo a afirmarlo. Siempre creí que un alto senti-
miento lo salvaría en el momento decisivo. Y así ocurrió, ya
que no fue él quien mató a mi padre.
Aliocha dijo esto con seguridad y energía. El fiscal se
estremeció como un caballo de batalla cuando la trompeta da
la señal de ataque.
-Le aseguro -dijo el acusador- que no pongo en duda su
sinceridad ni que su declaración sea un acto independiente de
su afecto fraternal por ese desdichado. El sumario nos ha
informado ya de su opinion sobre el trágico episodio ocurrido
en su familia. Pero no puedo menos de hacer constar que
esta opinión de usted es única y está en contradicción con las
declaraciones de los demás testigos. Por lo tanto, considero
necesario rogarle que me diga en qué se funda para estar tan
convencido de la inocencia de su hermano y de la culpabilidad
de otra persona a la que mencionó usted en la instrucción del
sumario.
-Entonces me limité a responder a las preguntas que se
me hacían -dijo Aliocha con calma-. No acusé a Smerdiakov.
-Sin embargo, lo nombró usted.
-Repitiendo las palabras de mi hermano. Yo sabía que
Dmitri, cuando lo detuvieron, acusó a Smerdiakov. Estoy
convencido de la inocencia de mi hermano. Y si mi hermano
es inocente...
-El culpable es Smerdiakov. ¿Verdad que es eso lo que
quiere decir? ¿Por qué acusa usted a Smerdiakov? ¿Y por
qué está tan convencido de la inocencia de su hermano?
-No puedo dudar de él. Sé que no miente. Leí en su rostro
que me decía la verdad.
-¿De modo que solo se funda en lo que leyó en su rostro?
¿No tiene más prueba que ésa?
-No tengo ninguna más.
-¿Tampoco de la culpabilidad de Smerdiakov tiene más
pruebas que las palabras y la expresión del rostro de su
hermano?
-Tampoco.
El fiscal no insistió. Las respuestas de Aliocha defraudaron
profundamente al público. Habían corrido rumores de que
Aliocha podía demostrar la inocencia de su hermano y la
culpabilidad de Smerdiakov... Sin embargo, no presentaba
prueba alguna, sino una convicción de tipo moral que no
podía ser más lógica en un hermano del acusado. Cuando le
tocó el turno a la defensa, Fetiukovitch preguntó a Aliocha en
qué momento le había hablado Dmitri Fiodorovitch de su odio
a su padre y de sus absurdas tentaciones de matarlo.
-¿Fue acaso en la última entrevista que tuvieron ustedes?
Aliocha se estremeció como si de pronto se acordara de
algo.
-Ahora recuerdo un detalle que había olvidado por
completo. Entonces no lo vi claro, pero ahora...
Y Aliocha refirió con palabra vehemente que cuando vio a
su hermano por última vez, ya de noche y debajo de un árbol,
al regresar al monasterio, Mitia le había dicho, golpeándose el
pecho, que disponía de un medio para salvar su honor, y que
este medio estaba allí, en su pecho.
-Entonces creí que se refería a su corazón, a la energía
que podría desarrollar para librarse de una espantosa
vergüenza que le amenazaba y que no se atrevía a
confesarme. A decir verdad, al principio creí que aludía a
nuestro padre, que se estremecía de horror al pensar que
podía cometer algún acto de violencia contra él. Pero después
adverti que se daba los golpes no en el corazón, sino más
arriba, cerca del cuello, y entonces pensé que se refería a
algó que llevaba sobre el pecho y que este algo podía ser la
bolsita de cuero donde guardaba los mil quinientos rublos.
-¡Exacto, Aliocha! -exclamó Mitia-. Era la bolsita de cuero
lo que yo señalaba.
Fetiukovitch le rogó que se calmase y volvió a dirigirse a
Aliocha, que, enardecido por el inesperado recuerdo, expuso
con vehemencia la hipótesis de que la vergüenza de su
hermano procedía de que, pudiendo restituir aquellos mil
quinientos rublos a Catalina Ivanovna para saldar la mitad de
su deuda, había decidido compartirlos con Gruchegnka si ésta
lo aceptaba.
-¡Eso fue, eso fue! -exclamó Aliocha con creciente ardor-.
Mi hermano me dijo que podría borrar la mitad de su
vergüenza..., así lo dijo: «la mitad». Lo repitió varias veces...,
y añadió que la debilidad de su carácter se lo impedia...
¡Sabía de antemano que era incapaz de semejante acción!
Fetiukovitch le preguntó:
-¿Está usted seguro de que se golpeaba la parte superior
del pecho?
-Segurísimo, pues me pregunté por qué se daría los
golpes cerca del cuello, siendo así que el corazón estaba más
abajo... Lo recuerdo perfectamente. No comprendo cómo he
podido olvidarlo. Mi hermano señalaba su bolsita de cuero, los
mil quinientos rublos que no se decidía a devolver. Por eso,
cuando lo detuvieron en Mokroie, exclamó, según me han
dicho, que el acto más bochornoso de su vida había sido
quedarse aquellos mil quinientos rublos, prefiriendo aparecer
como un ladrón a los ojos de Catalina Ivanovna que pagarle la
mitad..., precisamente la mitad..., de lo que le debe.
-¡Cómo le atormentaba esta deuda!
Naturalmente, el fiscal intervino. Rogó a Aliocha que
describiera de nuevo la escena y le preguntó si
verdaderamente Mitia parecía señalar algún objeto al
golpearse el pecho.
-Tal vez lo hiciera al azar, sin dirigir el puño hacia ningún
punto determinado.
-No se daba los golpes con el puño -replicó Aliocha-, sino
con los dedos, señalando aquí, muy arriba... ¡No comprendo
cómo me he podido olvidar de este detalle!
El presidente preguntó al acusado si tenía algo que decir
sobre esta declaración, y Mitia confirmó que señalaba la
bolsita de cuero que contenía los mil quinientos rublos, y que
la posesión de este dinero constituía para él una vergüenza.
-¡Sí, una vergüenza, el acto más vil de mi vida! Pude
devolver aquellos mil quinientos rublos, y no lo hice. Preferí
que ella viese en mi un ladrón. Y lo peor es que yo sabía de
antemano que procedería de este modo. ¡Has dicho la pura
verdad, Aliocha! ¡Gracias!
Así terminó la declaración de Aliocha, que aportó un indicio
de prueba de la existencia de la bolsita que contenía los mil
quinientos rublos, y de que el acusado decía la verdad al
declarar en Mokroie que hacía tiempo que poseía este dinero.
Aliocha estaba radiante de satisfacción. Sus mejillas se
habían coloreado. Mientras ocupaba el asiento que se le
indicó, se preguntaba: «¿Cómo se explica que me olvidara de
este detalle? Es incomprensible que no me haya acordado
hasta ahora.»
Seguidamente se llamó a Catalina Ivanovna. Su entrada
en la sala produjo sensación. Algunas damas levantaron sus
gemelos; los hombres se agitaron, y algunos incluso se
pusieron en pie para ver mejor a la joven. Mitia palideció. Iba
vestida de negro. Avanzó hasta la barandilla en actitud
modesta, casi tímida. Su cara no revelaba ninguna emoción,
pero la resolución brillaba en sus ojos oscuros. En aquellos
momentos estaba muy hermosa. Habló sin levantar la voz,
pero con gran claridad y serenamente, aunque tal vez se
esforzara por aparecer serena. El presidente la interrogó con
suma prudencia, como si temiese tocar alguna fibra sensible.
Catalina Ivanovna empezó por manifestar que había sido la
prometida del acusado hasta el momento en que éste la
abandonó. Cuando se le preguntó por los tres mil rublos
entregados a Mitia para que los enviara por correo a los
padres de Catalina Ivanovna, ésta respondió con firmeza:
-No le entregué esa cantidad para que la enviase
inmediatamente. Sabía que Dmitri estaba entonces algo
apurado. Le entregué los tres mil rublos para que los mandara
a Moscú, si le parecía, en el espacio de un mes. No ha debido
atormentarse por esta deuda.
Debo advertir que no reproduzco las preguntas y las
respuestas textualmente, sino que me limito a exponer lo
esencial.
-Estaba segura -continuó- de que haría llegar esa suma a
su destino tan pronto como la recibiera de su padre. He tenido
siempre absoluta confianza en su honradez, para los asuntos
de dinero. Dmitri Fiodorovitch contaba con que su padre le
entregara esos tres mil rublos, según me dijo más de una vez.
Yo sabía que estaban desavenidos y siempre creí que Fiodor
Pavlovitch lo había perjudicado. No recuerdo que profiriese
amenazas contra su padre, por lo menos en mi presencia. Si
Dmitri Fiodorovitch hubiera venido a verme, lo habría
tranquilizado respecto a esos malditos tres mil rublos. Pero no
volvió, y yo... yo no podía llamarlo. Mi situación no me lo
permitía... Por otra parte, no tenía ningún derecho a
mostrarme exigente respecto a esta deuda, puesto que recibí
de él un día una cantidad superior, y la tomé sin saber cuándo
podría devolverla.
En su acento había algo de desafío. Entonces llegó para
Fetiukovitch el momento de interrogarla.
-Pero eso debió de ser al principio de sus relaciones, ¿no?
-preguntó el abogado defensor, presintiendo que iba a ocurrir
algo favorable a su cliente.
(Entre paréntesis, el abogado de Petersburgo, aunque
llamado por Catalina Ivanovna, ignoraba el episodio de los
cinco mil rublos entregados por Mitia y el detalle de la
«profunda reverencia». Catalina se lo había ocultado,
inexplicablemente. Parece lógico suponer que la joven
esperaba alguna inspiración y que por eso no se atrevió a
hablar hasta el último instante.)
Jamás olvidaré aquel momento. Catalina Ivanovna lo contó
todo, relató enteramente los hechos referidos por Mitia a
Aliocha, el detalle de la profunda reverencia y sus causas, el
papel que en esto había desempeñado su padre... No hizo la
menor alusión al detalle de que Dmitri pidió que fuera ella
misma a recoger el dinero. Guardó sobre este punto un
silencio magnánimo y dijo que había ido por su propio impulso
a casa del oficial, aunque esperaba que no le entregaría el
dinero sin ninguna compensación, sin bien no sabía en qué
podía consistir ésta. Fue algo emocionante. Yo me estremecí
al oirla; el público era todo oídos. En la conducta de Catalina
Ivanovna había algo inaudito. Nunca se podía esperar, ni si-
quiera de una muchacha tan enérgica y altiva como ella, tanta
franqueza y un sacrificio tan extraordinario.
¿Y por qué todo esto? Por salvar al hombre que la había
traicionado y ofendido, por contribuir a sacarlo del atolladero,
presentando una imagen favorable de él. En efecto, la figura
de aquel oficial que entregaba cinco mil rublos, todo lo que
poseía, a la inocente muchacha y se inclinaba
respetuosamente ante ella, resultaba simpática en extremo.
Pero no pude menos de experimentar una profunda
inquietud. Temi que este sacrificio fuera terreno abonado para
la calumnia, y mis temores se cumplieron. Con perversa
ironía, se hizo correr por la ciudad la opinión de que el relato
de Catalina Ivanovna no podía ser exacto en cierto punto: el
de que el oficial le permitiera marcharse con sólo un
respetuoso saludo. Se afirmaba que aquí había una laguna.
«Aunque todo hubiera ocurrido así -decían las más
respetables de nuestras damas-, no podría considerarse
prudente la conducta de esa joven. Ni siquiera el propósito de
salvar a un padre puede justificar semejante proceder.»
¿Es posible que Catalina Ivanovna, pese a su enfermiza
perspicacia, no hubiera presentido estas habladurías? No,
Catalina Ivanovna sabía lo que iba a suceder y, sin embargo,
lo contó todo. Naturalmente, estas insultantes dudas sobre la
veracidad del relato de Catalina Ivanovna no surgieron hasta
más tarde: en el primer momento, la emoción fue general. Los
magistrados escucharon la declaración con un silencio
respetuoso. El fiscal no se permitió dirigir ni una sola pregunta
sobre esta cuestión. Fetiukovitch se inclinó con reverencia
ante Catalina. El defensor se sentía triunfante. Pretender que
un hombre que, en un arranque de generosidad, se había
desprendido de sus últimos cinco mil rublos, hubiera matado
después a su padre para robarle tres mil, no tenía pies ni
cabeza. Ahora Fetiukovitch podría, por lo menos, eliminar la
acusación de robo. Las cosas tomaban un nuevo rumbo. Las
simpatías se concentraban en Dmitri. Durante la declaración
de Catalina Ivanovna, Mitia había intentado levantarse, pero,
apenas iniciado el movimiento, había vuelto a dejarse caer en
el banquillo, cubriéndose el rostro con las manos. Cuando la
testigo terminó, Mitia exclamó tendiendo los brazos hacia ella:
-¿Por qúé me has perdido, Katia?
Prorrumpió en sollozos, pero se recobró en seguida y
añadió: -¡Ahora estoy irremisiblemente condenado!
Y desde este instante permaneció rígido en su asiento, con
las mandíbulas apretadas y los brazos cruzados.
Catalina Ivanovna se quedó en la sala de la audiencia.
Estaba pálida y su mirada se fijaba en el suelo. Los que se
hallaban a su alrededor contaron más tarde que temblaba
como si tuviera fiebre. Le tocó el turno a Gruchegnka.
Ya explicaré por qué tenía razón Mitia al decir que estaba
perdido. No me cabe duda -y todos los juristas acabaron por
estar de acuerdo conmigo- que, de no haberse producido los
incidentes que acabamos de referir, el culpable habría
obtenido el beneficio de ciertas circunstancias atenuantes.
Pero dejemos esto para más adelante; ahora hemos de hablar
de Gruchegnka.
Se presentó también vestida de negro y con los hombros
cubiertos por su magnífico chal. Avanzó hacia la barandilla
con su paso silencioso y con un leve contoneo. Su mirada
estaba fija en el presidente. A mi juicio, su aspecto era
excelente y no estaba pálida, como dijeron las damas
después. Se dijo también que tenía una expresión
reconcentrada y maligna. A mi entender, sólo estaba molesta
al sentir concentradas sobre ella las miradas despectivas y cu-
riosas de un público ávido de escándalo. Era uno de esos
caracteres altivos que no pueden sufrir el desdén ajeno y se
dejan llevar de la cólera y el espíritu de resistencia apenas se
ven despreciados. También había en ella, seguramente, algo
de timidez y de la vergüenza de ser tímida, lo que explica la
irregularidad de su voz, que oscilaba entre la irritación y el
grosero desdén, y en la que a veces, cuando Gruchegnka se
acusaba a sí misma, había una nota de sinceridad. En
algunos momentos hablaba sin preocuparse por las
consecuencias. «No me importa lo que venga después
-pensaba-. Diré lo que tengo que decir.» Al referirse a sus
relaciones con Fiodor Pavlovitch, observó con acento tajante:
-Eso son tonterías. Si se enamoró de mí, yo no tengo la
culpa.
Y un momento después añadió:
-La culpa fue mía. Me burlaba del viejo y de su hijo; les
hice perder la cabeza a los dos. Yo he sido la causante de
todo.
Cuando se le habló de Samsonov, replicó violentamente:
-¡Eso no le importa a nadie! Ese hombre fue mi
bienhechor. Él me recogió cuando los míos me echaron de
casa y me encontré en la miseria.
El presidente le recordó que debía limitarse a responder a
las preguntas que se le hicieran, sin entrar en detalles
superfluos. Gruchegnka enrojeció y sus ojos relampaguearon.
Luego declaró que no había visto el sobre de los tres mil
rublos y que sólo sabía de él lo que le había dicho aquel
«malvado».
-¡Pero eso es una estupidez! ¡Ni por todo el oro del mundo
habría ido a casa de Fiodor Pavlovitch!
-¿A quién se refiere usted al decir «aquel malvado»?
-preguntó el fiscal.
-A Smerdiakov, ese lacayo que mató a su dueño y se
ahorcó ayer.
Naturalmente, se apresuraron a preguntarle en qué se
fundaba para formular una acusación tan categórica, pero
resultó que tampoco ella sabía nada en concreto.
-Me lo dijo Dmitri Fiodorovitch -repuso-, y pueden ustedes
creerle. Esa mujer lo perdió -añadió temblando de odio-. Ella
es la culpable de todo.
Se le preguntó a quién se refería y Gruchegnka contestó:
-A Catalina Ivanovna. Me hizo ir a su casa y me obsequió
con golosinas para seducirme. Es una sinvergüenza.
El presidente le rogó que se expresara con más
moderación. Pero Gruchegnka no tenía freno: los celos la
cegaban.
-Cuando se detuvo a Dmitri Fiodorovitch en Mokroie -dijo
el fiscal-, usted llegó de la habitación inmediata gritando: «¡Yo
soy la culpable de todo! ¡Iremos juntos a presidio!» Por lo
tanto, en aquel momento usted creía que el acusado era
culpable.
-No recuerdo lo que pensaba entonces. Lo único que sé es
que, al ver que todos lo acusaban, me sentí culpable,
creyendo que Dmitri había cometido el crimen por mí. Pero
cuando él me aseguró que era inocente, lo creí. Y siempre lo
creeré. Dmitri Fiodorovitch no miente nunca.
Seguidamente, se concedió la palabra a Fetiukovitch, que
interrogó a Gruchegnka sobre Rakitine y los veinticinco rublos
de recompensa que le había ofrecido si llevaba a Alexei
Fiodorovitch Karamazov.
Gruchegnka sonrió despectivamente.
-Eso no tiene nada de particular -repuso-. Venía a pedirme
dinero con frecuencia. Algunos meses me sacó hasta treinta
rublos. Y no por necesidad, pues no le faltaba para comer ni
beber.
-¿Por qué era usted tan generosa con el señor Rakitine?
-preguntó Fetiukovitch, sin importarle la mirada de reprobación
que le dirigió el presidente.
-Porque somos primos. Nuestras madres eran hermanas.
No lo dije nunca a nadie porque él me lo suplicó. Se
avergonzaba de mí.
Esta revelación sorprendió a todo el mundo. Nadie, ni en la
ciudad ni en el monasterio, tenía la menor idea de este
parentesco. Rakitine enrojeció. Gruchegnka lo detestaba por
haber declarado contra Mitia. La elocuencia de Rakitine, su
fraseología sobre la servidumbre y el desorden cívico de
Rusia perdieron todo su crédito en la opinion. Fetiukovitch
estaba satisfechísimo: el cielo acudía en su ayuda. No se
retuvo mucho tiempo a Gruchegnka, ya que pronto se vio que
no podía hacer más revelaciones importantes. La testigo dejó
en el público una impresión sumamente desfavorable. Multitud
de miradas despectivas se fijaron en ella cuando, después de
su declaración, fue a sentarse lejos de Catalina Ivanovna. Du-
rante el interrogatorio de Gruchegnka, Mitia había
permanecido en silencio, inmóvil, con la cabeza baja.
Compareció un nuevo testigo... Iván Fiodorovitch.

CAPITULO V
DESASTRE REPENTINO
Se le había llamado antes que a Aliocha, pero el ujier dijo
al presidente que una súbita indisposición impedía
comparecer al testigo, y que tan pronto como se hubiera
repuesto acudiría a declarar. Su llegada pasó casi inadvertida;
se le prestó muy poca atención. Los principales testigos, y
especialmente las dos rivales, habían declarado ya, y la
curiosidad había desaparecido casi por completo: no se
esperaba nada nuevo de los demás testigos.
Iván avanzó con lentitud extraña, sin mirar a nadie, absorto
y con la cabeza baja. Iba bien vestido. En su rostro se
percibían las huellas de su enfermedad; su tez, de un matiz
terroso, hacía pensar en las de los moribundos. Levantó la
cabeza y paseó por la sala una mirada llena de turbación.
Aliocha se levantó y lanzó una exclamación de la que nadie
hizo caso.
El presidente recordó al testigo que no tenía que prestar
juramento y que podía dejar sin respuesta aquellas preguntas
que considerase conveniente no contestar, pero que debía
prestar declaración de acuerdo con su conciencia. Iván lo
miraba distraídamente. De pronto, una sonrisa iluminó su
semblante y cuando el presidente, visiblemente sorprendido
por este cambio, terminó de hablar, Iván se echó a reír.
-¿Y qué más? -preguntó levantando la voz.
Silencio en la sala. El presidente tuvo un gesto de
inquietud.
-¿Se siente indispuesto todavía? -le preguntó, mientras
buscaba con la suya la mirada del ujier.
-Tranquilícese, señor -repuso Iván con calma-. Estoy per-
fectamente y puedo referirle algo curioso.
-¿O sea que tiene usted que decir algo importante?
-preguntó el presidente, incrédulo.
Iván Fiodorovitch bajó la cabeza, guardó silencio durante
unos segundos y respondió:
-No, no tengo nada importante que decir.
Lo interrogaron. Contestó lacónicamente y con creciente
resistencia, aunque sus respuestas fueron perfectamente
sensatas. Ignoraba, según dijo, muchas de las cosas que le
preguntaron, entre ellas las referentes a las cuentas de su
padre con Dmitri.
-Era un asunto que no me importaba lo más mínimo -dijo.
Declaró que había oído las amenazas del acusado contra
su padre y que estaba enterado de la existencia del sobre por
Smerdiakov.
De pronto, exclamó con un gesto de fatiga:
-¡Siempre lo mismo! ¡No puedo decir nada más al tribunal!
-Veo que está usted todavía trastornado y lo comprendo
-dijo el presidente.
Y ya iba a preguntar al fiscal y al defensor si querían
interrogar al testigo, cuando Iván dijo, extenuado:
-Permítame su señoría que me retire: no me siento bien.
Dicho esto, y sin esperar la autorización del presidente, se
dirigió a la salida. Pero, después de dar algunos pasos, se
detuvo, quedó un momento pensativo, sonrió y volvió atrás.
-Me parezco a esa joven campesina que decía: «Iré si
quiero, pero si no quiero, no iré.» La vistieron para llevarla al
altar y ella repitió lo que acababa de decir... Es una anécdota
popular...
-¿Qué significa eso? -preguntó con severidad el
presidente.
En vez de responder a esta pregunta, Iván sacó un fajo de
billetes y lo exhibió ante el tribunal.
-¡Miren, miren! Son los billetes que estaban en ese sobre
-dijo, señalando la mesa donde se hallaban los cuerpos del
delito-, los billetes por los que mataron a mi padre. ¿Dónde
hay que depositarlos? Señor ujier, ¿quiere usted entregar este
dinero a quien corresponda?
El ujier cogió el fajo y lo entregó al presidente. Éste
preguntó, sorprendido:
-¿Cómo se explica que haya traído usted este dinero..., si
verdaderamente es el que estaba en el sobre?
-Me lo entregó ayer Smerdiakov, el asesino. Estuve en su
casa antes de que se ahorcase. Fue él quien mató a mi padre,
no mi hermano. Él lo mató y yo lo instigué a matarlo... ¿Quién
no desea la muerte de su padre?
-¿Está usted en su juicio? -exclamó el presidente.
-Sí, estoy en mi juicio, un juicio vil como el de ustedes, y
como el de todos esos... papanatas.
Se había vuelto hacia el público al decir esto. Irritado y
despectivo, añadió:
-A lo mejor, han matado a sus padres, y ahora se fingen
aterrados y se miran unos a otros haciendo aspavientos.
¡Farsantes! Todos desean la muerte de sus padres. Los
reptiles se devoran unos a otros... Si de pronto supieran que
aquí no ha habido parricidio, se marcharían, defraudados y
furiosos. Panem et circenses!.. Pero yo no me quedo corto...
¿Tienen agua? ¡Por Dios, denme un vaso!
Hundió la cabeza entre las manos. El ujier se acercó a él,
presuroso. Aliocha se puso en pie y gritó:
-¡No lo crean! ¡Está enfermo! ¡Desvaría!
Catalina Ivanovna se había levantado también
precipitadamente y miraba a Iván Fiodorovitch, aterrada a
inmóvil. Mitia, con una sonrisa que más parecía una mueca,
escuchaba ansiosamente a su hermano.
-Tranquilícese -dijo Iván-. No estoy loco. He cometido un
crimen, y no se puede pedir elocuencia a un asesino -añadió,
sonriendo.
El fiscal, visiblemente nervioso, habló en voz baja al
presidente. Los magistrados cambiaban comentarios también
en susurros. Fetiukovitch aguzó el oído. El público esperaba
con ansiedad. El presidente se tranquilizó.
-Debo advertirle -dijo- que se expresa usted en términos
incomprensibles y que aquí no se pueden tolerar. Cálmese y
hable..., si verdaderamente tiene algo que decir. ¿Podría
usted demostrar todo lo que ha dicho, y así convencernos de
que no está delirando?
-El caso es que no tengo testigos. Ese miserable de Smer-
diakov no les enviará a ustedes una declaración desde el otro
mundo... dentro de un sobre. Ustedes desearían recibir más
sobres: no les basta con uno... No, no tengo testigos...
Aunque, bien mirado, tal vez tenga uno.
Quedó ensimismado, sonriendo.
-¿Quién es ese testigo? -le preguntó el presidente.
-Tiene rabo. Es algo que está al margen de toda la regla.
Le diable n’existe point.
De pronto, dejó de reir y dijo en tono confidencial:
-No le hagan caso: es un diablejo sin importancia. Debe de
estar aquí, en la sala. Seguramente en la mesa de los cuerpos
del delito. ¿En qué otra parte puede estar?... Yo le he dicho
que no me callaría y él me ha hablado de un cataclismo
geológico y de otras tonterías semejantes... Dejen al monstruo
en libertad. Ha cantado un himno alegremente; es un ser
optimista..., una especie de bribón borracho. «Para Piter ha
partido Vanka», vocifera. Y yo, por sólo dos segundos de
alegría, daría un cuatrillón de cuatrillones. Ustedes no me
conocen. ¡Todo es necio entre ustedes!... En fin, deténganme.
Para algo he venido... ¡Ah, cuánta estupidez hay en el mundo!
De nuevo paseó su mirada por la sala, como soñando. La
emoción era general. Aliocha corrió hacia él. Pero el ujier
había cogido ya a Iván del brazo.
-¡Suélteme! -gritó éste, mirando fijamente al ujier.
De pronto, lo cogió por los hombros y lo derribó. Los
guardias acudieron rápidamente. Lo sujetaron. Iván empezó a
vociferar como un energúmeno. Mientras se lo llevaban, no
cesó de proferir palabras incoherentes.
El tumulto fue extraordinario. No recuerdo bien los detalles,
pues la emoción me impedía ser un observador atento, pero
puedo afirmar que, una vez restablecida la calma, el ujier
recibió una reprimenda, a pesar de que explicó a las
autoridades que el testigo parecía hallarse perfectamente
después de haberlo reconocido el médico hacía una hora,
cuando se sintió indispuesto. Hasta el momento de
comparecer, se había expresado con la más completa cor-
dura, de modo que no podía preverse lo ocurrido. Pero antes
de que los ánimos se hubieran apaciguado se produjo un
nuevo incidente: Catalina Ivanovna sufrió un ataque de
nervios. Gemía y sollozaba, y no quería marcharse; se
debatía y suplicaba que la dejaran permanecer en la sala. De
pronto, exclamó, dirigiéndose al presidente:
-¡Tengo algo más que decir! ¡Y quiero decirlo ahora
mismo!... ¡Lean esta carta, léanla! ¡La escribió ese monstruo!
-señalaba a Mitia-. ¡Es el asesino de su padre! ¡En esta carta
confiesa su propósito de matarlo! Iván Fiodorovitch está
enfermo; hace tres días que no cesa de desvariar.
El ujier cogió la carta y se la entregó al presidente.
Catalina Ivanovna se dejó caer en el asiento, se cubrió el
rostro con las manos y empezó a llorar en silencio, ahogando
los sollozos por terror a que la expulsaran. La carta era la
escrita por Dmitri en la taberna «La Capital», aquella carta que
Iván consideraba como una prueba categórica. Y así, ¡ay!, se
consideró. De no haberse presentado esta carta ante el
tribunal, seguramente Mitia no habría sido condenado, o, por
lo menos, la sentencia hubiera sido más benigna.
He de decir una vez más que no puedo describir esta
situación detalladamente. Incluso ahora estas escenas
acuden a mi memoria sin orden ni concierto. El presidente
debió de poner en conocimiento de ambas partes y del juez el
contenido de esta carta. Luego preguntó a Catalina Ivanovna
si se había repuesto y ella contestó resueltamente:
-Sí, ya estoy serena: puedo responder a sus preguntas.
Temía que no se la escuchara con la debida atención. Le
rogaron que explicara detalladamente cuándo y cómo había
recibido la carta de Dmitri Fiodorovitch.
-La recibi el día anterior al del crimen. Como ven, está
escrita en la taberna, en el reverso de una factura. Dmitri me
odiaba entonces porque me debía tres mil rublos y porque
había cometido la vileza de seguir a esa mujer. Su deuda y su
villanía lo abochornaban. Les diré exactamente lo que ocurrió.
Les ruego que me escuchen atentamente. Tres semanas
antes de dar muerte a su padre, se presentó en mi casa. Yo
sabía que necesitaba dinero y que lo quería para atraerse a
esa mujer y retenerla a su lado. Yo sabía que me traicionaba,
que tenía el propósito de abandonarme, y, sin embargo, le di
ese dinero con el pretexto de que lo enviase a mi familia.
Cuando se lo entregué, le dije, mirándole a los ojos, que
podría mandarlo cuando quisiera, «aunque tardara un mes».
Es extraño que él no comprendiera que esto equivalía a
decirle: «¿Necesitas dinero para traicionarme? Aquí lo tienes;
yo misma te lo doy. Tómalo si no te da vergüenza.» Mi
intención era confundirlo, pero él se llevó el dinero y lo
dilapidó en una sola noche con esa mujer. Sin embargo,
Dmitri Fiodorovitch se había dado cuenta de que yo lo había
comprendido todo y le ofrecía el dinero sólo para probarlo,
para ver si cometía la infamia de admitirlo. Nuestras miradas
se cruzaron, él me comprendió, y, no obstante, tomó el dinero
y se fue.
-¡Todo eso es verdad, Katia! -exclamó Mitia-. Comprendí
por qué me ofrecias ese dinero y, sin embargo, lo tomé.
¡Despreciadme todos! ¡Lo merezco porque soy un miserable!
El presidente lo amenazó con expulsarlo de la sala si decía
una palabra más.
-Ese dinero fue un tormento para él -continuó Katia precipi-
tadamente-. Quería devolvérmelo, pero lo retenía porque lo
necesitaba para esa mujer. Aunque mató a su padre para
pagarme, no me dio ni un céntimo: se fue con su amiga a
Mokroie para gastárselo alegremente. Un día antes de
cometerse el crimen me escribió esta carta, estando ebrio,
cosa que deduje en seguida, y ciego de cólera. Era evidente
que estaba seguro de que yo no se la enseñaría a nadie,
aunque cometiera el crimen, pues, de lo contrario, no la habría
escrito. Léanla, léanla con atención. Verán ustedes cómo se
explica por anticipado todo lo que ha de suceder: cómo
matará a su padre, dónde está escondido el dinero...
Observen sobre tocto que dice que cometerá el crimen
apenas parta Iván. Por lo tanto, fue un crimen premeditado.
Catalina Ivanovna dijo esto pérfidamente. Se veía que
había estudiado detalle por detalle la fatídica carta.
-Estando despejado, no me la habría escrito, pero es
evidente que la carta revela un plan.
En su exaltación, despreciaba las consecuencias posibles
de sus palabras, actitud muy diferente de la de un mes atrás,
cuando se preguntaba, temblando de ira, si debía entregar al
tribunal la carta reveladora. Al fin, había quemado las naves.
El secretario leyó la carta, que produjo una impresión
tremenda. Se preguntó a Mitia si la reconocía.
-Sí, yo la escribí, aunque no la habría escrito si no hubiera
bebido más de la cuenta... ¡Tú y yo, Katia, nos odiábamos por
muchas razones; pero yo te amaba a pesar de mi odio, y tú a
mí no!
Se había levantado y volvió a dejarse caer en el banquillo,
retorciéndose las manos.
Tanto el fiscal como el defensor preguntaron a Catalina
Ivanovna por qué no había hablado de aquella carta en su
reciente declaración y a qué obedecía su cambio de actitud
respecto al acusado.
-Tienen ustedes razón: he mentido, faltando a mi honor y a
mi conciencia. He obrado así porque quería salvarlo, y quería
salvarlo porque me odiaba y me despreciaba. Sí, me
despreciaba; me despreció siempre, desde que me incliné
ante él para darle las gracias por el dinero que me entregó.
Me di cuenta de ese desprecio en seguida, pero tardé mucho
tiempo en convencerme. ¡Cuántas veces he leído en sus ojos
estas frase: «Viniste en persona a mi casa»! No me
comprendió, no fue capaz de deducir por qué fui a verlo. En
su mente sólo cabe la vileza. Juzga a los demás a través de sí
mismo...
Katia había llegado al colmo de la exaltación. La ira la
cegaba.
-Quería casarse conmigo -siguió diciendo- por el dinero,
sólo por el dinero. Es un desalmado. Estaba seguro de que
siempre, durante toda mi vida, me sentiría avergonzada ante
él, y él podría manejarme a su antojo. Por eso quería casarse
conmigo. Les estoy diciendo la pura verdad. Intenté vencerlo a
fuerza de cariño, incluso estaba dispuesta a olvidar su
traición; pero él no me comprendió, no comprendía nada. Es
un monstruo. Recibí su carta al día siguiente por la tarde;
hasta entonces no me la trajeron de la taberna. Pues bien,
aquella misma mañana estaba dispuesta a perdonárselo todo,
¡incluso su traición!
El fiscal y el presidente procuraron calmarla. Estoy seguro
de que les daba vergüenza aprovecharse de la exaltación de
Katia para obtener las importantes declaraciones que estaban
oyendo. Decían: «Comprendemos su pesar y lo
compartimos.» Pero ello no les impedía escuchar las
revelaciones de una mujer que había perdido el dominio de
sus nervios. Finalmente, con una lucidez extraordinaria, como
es frecuente en estos casos, explicó cómo se había tras-
tornado en los dos meses últimos la razón de Iván
Fiodorovitch, obsesionado por la idea de salvar a su hermano,
el monstruo, el parricida.
-Estaba atormentado. Pretendía atenuar la falta de su
hermano diciéndome que él tampoco quería a su padre y que
incluso deseaba su muerte. Tiene un exceso de conciencia, y
ésta es la causa de sus sufrimientos. No tenía secretos para
mí. Venía a verme a diario, porque soy su única amiga. Sí,
tengo el honor de ser su única amiga -repitió en un tono de
reto, con los ojos brillantes-. Fue dos veces a visitar a
Smerdiakov. Un día me dijo: «Si no fue mi hermano quien
mató a mi padre si fue Smerdiakov, acaso sea tambien yo el
culpable, pues Smerdiakov sabía que yo no quería a mi padre
y acaso supusiera que deseaba su muerte.» Entonces le mos-
tré esta carta y él quedó completamente convencido de la
culpa de su hermano. Estaba aterrado; no podía soportar la
idea de que su propio hermano fuera un parricida. Desde hace
una semana está trastornado por estas inquietudes. Desvaría,
le han oído hablar solo por la calle. El doctor que traje de
Moscú lo reconoció anteayer y me dijo que estaba al borde de
una grave perturbación mental. ¡Y todo por culpa de ese
monstruo! El suicidio de Smerdiakov ha sido para él el golpe
de gracia. ¡Todo a causa de ese mal hombre al que pretende
salvar!
Generalmente, sólo se habla así una vez en la vida,
cuando se está al borde de la muerte, al subir al cadalso, por
ejemplo. Pero esta conducta estaba de acuerdo con el
carácter de Katia. La Katia de aquel momento era la misma
muchacha impulsiva que había corrido a casa de un joven
libertino para salvar a su padre; la misma muchacha casta y
altiva que hacía unos instantes había sacrificado su pudor
virginal, refiriendo públicamente el «noble acto de Mitia», con
el único fin de atenuar la suerte que le esperaba. Y ahora
hacía el mismo sacrificio por otro al que tal vez hasta aquel
momento no se había dado cuenta de que profesaba un
profundo afecto. Se sacrificaba por él porque, de pronto, se
había imaginado, aterrada, que lo había perdido con su
declaración, al revelar que él, Iván, creía ser responsable de
la muerte de su padre, en vez de serlo su hermano; se
sacrificaba por Iván y por su reputación.
Una pregunta la atormentaba. ¿Había calumniado a Mitia
al hablar del principio de sus relaciones con él? No, ella
estaba convencida de que no mentía al decir que Dmitri la
despreciaba por su profunda reverencia; creía sinceramente
que Mitia la había adorado hasta aquel momento y que
después su adoración se había convertido en burla y
desprecio. Entonces se había sentido ligada a él por un amor
que tenía algo de vanidad herida y que se parecía mucho a la
venganza. Tal vez este falso amor se habría transformado en
amor verdadero; tal vez Katia lo deseara; pero Mitia la había
herido profundamente con su traición, y el alma de Katia no
era de las que perdonan. De súbito, había llegado el momento
de la venganza, y todo el rencor dolorosamente acumulado en
el corazón de la mujer ofendida había hecho explosión en un
instante. Acusando a Mitia, se acusaba a sí misma. Cuando
hubo terminado, perdió el dominio de sus nervios, y una
profunda vergüenza la invadió. Hubo que sacarla de la sala,
presa de un nuevo ataque de nervios. Mientras se la llevaban,
Gruchegnka corrió hacia Mitia gritando. Fue tan rápida su
carrera, que no la pudieron contener.
-¡Esa víbora lo ha perdido, Mitia! ¡Ya lo han visto ustedes!
-exclamó, dirigiéndose al tribunal.
A una señal del presidente, la sujetaron y la condujeron
hacia la puerta. Gruchegnka se debatía, tendiendo los brazos
hacia Dmitri. Éste lanzó un grito a intentó correr hacia ella.
Fue fácil detenerlo.
Estoy seguro de que las espectadoras quedaron
satisfechas. El espectáculo fue realmente apasionante. El
médico de Moscú, al que el presidente había mandado llamar
para que asistiera a Iván Fiodorovitch, presentó su informe.
Dijo que el enfermo atravesaba una grave crisis y que
convenía llevarlo a su domicilio sin pérdida de tiempo. Dos
días atrás, el paciente había ido a consultarlo, pero no había
seguido el tratamiento, a pesar de la gravedad de su estado.
-Me dijo que tenía alucinaciones, que se encontraba en la
calle con personas fallecidas y que Satanás lo visitaba todas
las noches.
La carta recibida por Catalina Ivanovna se añadió a la
pieza de autos. Después de deliberar, el tribunal decidió
proseguir los debates y hacer constar en las actas las
inesperadas declaraciones de Catalina Ivanovna y de Iván
Fiodorovitch.
Las declaraciones de los últimos testigos confirmaron las
anteriores, añadiéndoles, además, ciertos detalles
significativos. En el informe del fiscal, que vamos a oír a
continuación, se habla de todo lo dicho.
Los incidentes que se acababan de producir habían puesto
los ánimos en tensión. Se esperaban con impaciencia los
discursos de la acusación y la defensa, y el veredicto. La
declaración de Catalina Ivanovna había sobrecogido a
Fetiukovitch. El fiscal, en cambio, se sentía triunfante.
La vista se suspendió para reanudarse una hora después.
Eran las ocho de la noche cuando empezó a informar el fiscal.

CAPITULO VI
EL INFORME DE LA ACUSACIÓN
Cuando empezó su discurso, Hipólito Kirillovitch era presa
de un temblor nervioso, tenía la frente y la sienes bañadas en
frio sudor y lo sacudian frecuentes escalofríos, como él mismo
confesó después. Consideraba este discurso como su
chef-d'oeuvre, su chant du cygne, cosa que justificó muriendo
tuberculoso nueve meses después. Puso en este informe toda
su alma y toda su inteligencia, revelando un sentido cívico
inesperado y un vivo interés por las cuestiones sensacionales.
Lo que más cautivó a su auditorio fue su sinceridad. Creía
realmente que Mitia era culpable, y no obraba solamente por
cumplir su deber, sino también llevado del deseo de salvar a
la sociedad. Incluso las damas, generalmente hostiles a Hi-
pólito Kirillovitch, admitieron que había causado excelente
impresión. Empezó con cierta inseguridad, pero su voz se
afirmó muy pronto y se hizo tan potente que llegó incluso al
rincón más apartado de la sala. Pero apenas terminó, estuvo
a punto de desvanecerse. Éste fue su discurso:
-Señores del jurado: este asunto ha tenido resonancia en
toda Rusia. Pero, bien mirado, no hay razón para que nos
sorprendamos ni nos asustemos. ¿Acaso no estamos
habituados a estos hechos? Ya casi no nos conmueven. Lo
que nos debe inquietar es esta indiferencia y no la perversidad
de tal o cual individuo. ¿A qué se debe que permanezcamos
poco menos que insensibles ante estos hechos que nos
presagian un sombrío porvenir? ¿Hay que atribuir esta
indiferencia a la osadía, al agotamiento prematuro de la inteli-
gencia y la imaginación de nuestra sociedad, joven todavía,
pero ya débil; al relajamiento de nuestros principios morales o
la ausencia total de tales principios? Dejo sin contestar estas
preguntas que requieren la atención de todos los ciudadanos.
Nuestra prensa, pese a su timidez, ha prestado buenos
servicios a la sociedad, ya que, gracias a ella, todo el mundo
está enterado de la inmoralidad y el desenfreno que reinan en
nuestro país; todo el mundo y no sólo los que acuden a
presenciar las audiencias, que han abierto sus puertas al
público en el presente reinado. ¿Qué es lo que nos cuentan
los periódicos? Atrocidades ante las cuales el asunto que nos
ocupa palidece y resulta poco menos que una nimiedad. La
mayoría de nuestras causas criminales demuestran una
especie de perversidad general, un azote que se ha
introducido en nuestras costumbres y que es sumamente
difícil combatir. Aquí vemos a un joven y admirado oficial de la
mejor sociedad, que asesina sin remordimiento alguno a un
modesto funcionario, con el que está en deuda, y a su
muchacha de servicio, para recobrar un pagaré. Y, además,
roba el dinero que encuentra, para gastárselo alegremente.
Después de cometer este doble crimen, pone una almohada
debajo de la cabeza de cada una de sus víctimas y se
marcha. En otro lugar, un héroe, joven también y de cuya
bravura dan cuenta sus condecoraciones, estrangula, en una
carretera, ni más ni menos que como un bandido, a la madre
de su jefe, después de haber dicho a sus cómplices, para
tranquilizarlos, que la buena señora no tomará ninguna pre-
caución, ya que lo quiere como a un hijo y confía en él
ciegamente. Estos asesinos, verdaderos monstruos, no son
casos aislados. Otros no llegan a cometer crímenes, pero
piensan como los criminales y, en su fuero interno, no son
menos infames que ellos. Cuando se enfrentan con su
conciencia, se preguntan: «¿Acaso no es un prejuicio el
honor?» Tal vez se me objete que calumnio a nuestra so-
ciedad, que desvarío, que exagero. Ojalá sea así; quiera Dios
que me equivoque. No me creáis, miradme como se mira a un
enfermo; pero no olvidéis mis palabras. Aunque no diga ni la
vigésima parte de la verdad, esta pequeña parte es suficiente
para que nos echemos a temblar. Observad cómo abundan
los suicidas entre la gente joven. Y se matan sin preguntarse,
como Hamlet, qué vendrá después. La inmortalidad del alma,
la vida futura, no existe para ellos. Observad también nuestra
corrupción. Fiodor Pavlovitch, la desdichada víctima de
nuestro caso, es un niño inocente comparado con ellos. Todos
lo conocíamos, porque vivía en esta población... Sin duda, la
psicología del crimen en Rusia será estudiada algún día por
hombres eminentes, tanto de nuestro país como de Europa,
pues el tema es de gran importancia. Pero este estudio se
realizará cuando todo haya pasado y se pueda proceder con
calma, cuando la trágica incoherencia del momento actual no
sea más que un recuerdo y pueda analizarse con una
imparcialidad que hoy es imposible. Ahora nos horrorizamos o
fingimos horrorizarnos, pero, al mismo tiempo, nos complacen
las fuertes sensaciones que sacuden nuestro ocio; o, como
los niños, escondemos la cabeza debajo de la almohada al
ver pasar esos horribles espectros, y luego, en la in-
consciencia de nuestras alegrías y nuestros placeres, los
olvidamos. Pero un día a otro reflexionaremos, haremos
examen de conciencia y nos daremos cuenta del estado de
nuestra sociedad. Al final de una de sus obras maestras, un
gran escritor de la generación pasada comparaba a Rusia con
una impetuosa troika que galopaba hacia una meta
desconocida, y exclamaba: «¡Ah, troika veloz como un ave!
¿Quién te ha inventado?» A continuación, decía en una explo-
sion de entusiasmo que ante aquella troika sin freno todos los
pueblos se apartaban respetuosamente. Admito, señores, que
esto es admirable, pero, en mi humilde opinión, el genial
poeta, o se dejó llevar de un ingenuo idealismo o temió a la
censura de la época, pues tirando de la troika caballos tan
poderosos como Sabakevitch, Nozdriov y Tchitchikov, sabe
Dios adónde iríamos a parar, cualquiera que fuese el
conductor. Y estamos hablando de corceles de otro tiempo.
Ahora los tenemos mejores.
En este punto, el discurso de Hipólito Kirillovitch fue
interrumpido por los aplausos. El liberalismo del símbolo de la
troika gustó a la concurrencia. Pero los aplausos no fueron
nutridos, por lo que el presidente no juzgó necesario
amenazar al público con hacer evacuar la sala. No obstante,
Hipólito Kirillovitch se sintió reconfortado. Nunca lo habían
aplaudido; incluso se habían negado a escucharlo durante
varios años. Y, de pronto, advertía que se iba a atraer la
atención de Rusia entera.
-Hablemos ahora de la familia Karamazov, de esa familia
que ha adquirido repentinamente una triste celebridad. Tal vez
exagere, pero creo que en ella se resumen ciertos rasgos de
nuestra sociedad contemporánea. Se trata de un resumen
microscópico, como el de una gota de agua respecto al sol.
Observemos a ese viejo libertino, a ese padre de familia que
ha tenido un fin tan lamentable. Era hijo de padres nobles,
pero en los comienzos de su vida no fue más que un mísero
parásito. Un matrimonio inesperado le proporciona algún
dinero, pero sigue siendo un bribón, un payaso obsequioso y,
sobre todo, un usurero. Andando el tiempo y a medida que su
fortuna va aumentando, lo vemos conducirse con más
seguridad en si mismo. Luego deja de ser un adulador
rastrero y ya solo queda en él una cínica maldad y la
tendencia a la burla y al libertinaje. No tiene el menor principio
moral: sólo una sed de vida inagotable. Aparte los placeres
sensuales, nada existe para él: he aquí la enseñanza que da a
sus hijos. Como padre, no se considera obligado a nada; se
rie de sus deberes paternos, deja a sus hijos en manos de los
criados y se alegra cuando se los llevan. Incluso llega a olvi-
darlos por completo. Su concepto de la moral se resume en
esta frase: aprés moi, le déluge! Es todo lo contrario de un
ciudadano: se aísla en la sociedad. «Perezca el mundo con tal
que yo esté bien.» Y está bien; es feliz y desea llevar esta
vida durante treinta años más. Estafa a su hijo, quedándose
con parte de su herencia materna, y además de quitarle el
dinero pretende arrebatarle la amante. No quiero dejar la
defensa del acusado enteramente en manos del eminente
abogado que ha venido de Petersbugo. También yo diré la
verdad; también yo comprendo la indignación acumulada en el
alma de ese hijo. Pero no hablemos más del infortunado viejo.
Ya ha pagado su deuda. Pensemos, sin embargo, que era un
padre, un padre moderno. ¿Es calumniar a la sociedad decir
que hay muchos padres como él? La mayoría de ellos no se
expresan con tanto cinismo, pues tienen más educación y
más cultura, pero, en el fondo, piensan como pensaba Fiodor
Pavlovitch. Perdonadme si soy demasiado pesimista. No me
creáis, pero permitidme que os exponga mi pensamiento.
Estoy seguro de que os acordaréis de lo que acabo de decir.
»Hablemos ahora de los hijos de ese hombre. Uno de ellos
está ante nosotros, en el banquillo de los acusados. Me
referiré brevemente a los otros dos. El mayor de éstos, o sea
el segundo de los tres hijos, es un joven moderno, de gran
cultura a inteligencia, pero que no cree en nada y ha renegado
ya de muchas cosas, como su padre. Todos lo hemos oído.
Fue recibido amistosamente en nuestra sociedad. No ocultaba
sus opiniones, sino todo lo contrario. Por eso hablaré
francamente, aunque sólo lo considere como miembro de la
familia Karamazov.
»Ayer, lejos de aquí, en el límite de la ciudad, se suicidó un
pobre idiota complicado en este asunto, sirviente y tal vez un
hijo natural de Fiodor Pavlovitch: Smerdiakov. Este hombre
me dijo entre lágrimas, al instruirse el sumario, que Iván
Fiodorovitch lo horrorizaba con su nihilismo moral, que
afirmaba que no había nada prohibido para el hombre. Esta
doctrina debió de acabar de trastornar la mente del pobre
idiota, ya afectada, sin duda, por su enfermedad y por el
drama que se había desarrollado en casa de los Karamazov.
Pero este desgraciado hizo una observación digna de una
persona inteligente, y ésta es la razón de que hable de el. «De
los tres hijos de Fiodor Pavlovitch -me dijo-, el que más se
parece a su padre por su carácter es Iván Fiodorovitch.» Por
delicadeza pongo fin a mis consideraciones sobre este
Karamazov. Nada más lejos de mi ánimo que extraer
conclusiones de cuanto acabo de decir, para pronosticar la
ruina de este inteligente joven. Ya hemos visto que el
sentimiento de la verdad es todavía muy potente en su
corazón y que los afectos familiares no han naufragado aún
en la irreligión y el cinismo mental inspirados más por la ley de
la herencia que por el dolor moral.
»El más joven de los hermanos, adolescente todavía, es
modesto y piadoso. En oposición con las siniestras y
disolventes ideas de su hermano, las suyas son de
acercamiento a los «principios populares», como se dice en
los medios intelectuales. Vivió en nuestro monasterio, donde
estuvo a punto de profesar. A mi juicio, encarna
inconscientemente la fatal desesperación que impulsa a infini-
dad de individuos de nuestra desgraciada sociedad -por temor
a la corrupción y porque atribuyen erróneamente todos
nuestros males a la cultura occidental- a volver, como ellos
dicen, «al suelo natal, para arrojarse en los brazos de esta
tierra nativa, como los niños aterrados por los fantasmas se
refugian en el agotado seno materno para dormir en paz y
librarse de las visiones que los atormentan. Mis mejores votos
para este joven dotado de tan excelentes cualidades; le deseo
que sus nobles sentimientos y sus aspiraciones respecto a los
principios populares no degeneren, como ha ocurrido más de
una vez, en un sombrío misticismo por el lado moral, y en un
necio patrioterismo por la parte cívica, ideales ambos que
amenazan a nuestro país con males tal vez más graves que
esa perversión precoz nacida de un falso concepto de la
cultura occidental, de que adolece Iván Fiodorovitch.
Sus alusiones al patrioterismo y al misticismo fueron
acogidas con aplausos. Sin duda, Hipólito Kirillovitch se había
dejado arrastrar por su entusiasmo, divagando sobre
cuestiones que apenas tenían relación con el asunto que se
debatía; pero el amargado tuberculoso anhelaba hacer oír su
voz por lo menos una vez en su vida. Después se dijo que la
sombría descripción que hizo de Iván Fiodorovitch obedecía a
un propósito poco elegante; que lo movía un deseo de
venganza, ya que el testigo le había vencido dos o tres veces
en disputas en público. Ignoro si esta afirmación estaba justi-
ficada. Lo cierto es que todo esto era una especie de
preámbulo para entrar en materia.
-El otro hijo de esta familia moderna es el que está en el
banquillo de los acusados. Su vida y sus hazañas no son un
secreto para nadie. Ha llegado la hora en que todo salga a
relucir. Sus dos hermanos son, el uno, un «occidentalista» y el
otro, un «populista»; él representa a Rusia, a nuestra amada
madrecita; la vemos, la sentimos, la oímos en él. Hay en
nosotros una asombrosa mezcla de bien y de mal. Admiramos
a Schiller y a la civilización y nos vamos a la taberna a beber,
a divertirnos y a arrastrar, cogiéndolos por la barba, a
nuestros compañeros de embriaguez. Perseguimos con
entusiasmo los más nobles ideales con tal que podamos
alcanzarlos fácilmente y sin molestias. No nos gusta pagar,
pero nos encanta recibir. Dadnos felicidad y libertad y veréis
qué amables somos. No somos codiciosos: dadnos una
respetable cantidad de dinero y veréis con qué desprecio por
el vil metal lo dilapidamos en una noche de orgía. Y si no se
nos da dinero, demostraremos que sabemos procurarnos todo
el que nos haga falta.
»Pero procedamos con orden. Primero es un niño
andrajoso, abandonado, según ha dicho nuestro compatriota
forastero. De nuevo no dejo enteramente en manos ajenas la
defensa del acusado. Soy al mismo tiempo fiscal y abogado
defensor. Somos seres humanos y sabemos perfectamente la
influencia que ejercen en el carácter las primeras impresiones.
»Cuando el niño se hace hombre, lo vemos luciendo el
uniforme de oficial. A causa de sus violencias y de un duelo,
se le confina en una ciudad fronteriza. Como es propio de él,
dilapida alegremente cuanto posee. Entonces surge la
necesidad de dinero y, tras largas discusiones, se pone de
acuerdo con su padre para recibir seis mil rublos por saldo de
la herencia materna. Hay que tener en cuenta que este
convenio consta en una carta firmada por Dmitri Fiodorovitch.
Entonces conoce a una muchacha culta y de noble carácter.
No necesito dar más detalles sobre este punto, pues la propia
interesada nos los acaba de dar. Son unas relaciones en las
que intervienen el honor y la abnegación. Por eso mismo me
siento obligado a no decir nada más sobre este punto. La
imagen del joven libertino que se inclina ante un alma noble y
unas ideas superiores a las que él sustenta, se ha captado
nuestra simpatía. Pero pronto hemos visto el reverso de la
moneda. No quiero dejarme llevar de las conjeturas ni analizar
las causas. Pero es evidente que estas causas existen. La
misma testigo que nos ha mostrado la simpática imagen de
Dmitri Fiodorovitch nos ha revelado, entre lágrimas de
indignación reprimidas durante mucho tiempo, que su prometi-
do la despreció por su acto noble y generoso, aunque tal vez
impulsivo hasta la imprudencia... Cuando Dmitri se había
comprometido ya a casarse con ella, la miraba con una
sonrisa de burla que nuestra testigo habría podido soportar de
cualquier otra persona, pero no de él. Aun sabiendo que él la
traiciona (Dmitri Fiodorovitch creía que en el futuro tendría
derecho a todo, incluso a la traición), le entrega tres mil
rublos, dándole a entender claramente cuáles son sus
intenciones. «¿Te atreverás a tomarlos?», le dice con su
mirada penetrante. Él lee claramente en su pensamiento (lo
ha confesado ante ustedes) y, sin embargo, toma los tres mil
rublos para gastárselos en dos días con su nuevo amor. ¿A
qué carta debemos quedarnos? ¿A la primera, la del generoso
sacrificio de sus últimos recursos, en homenaje a la virtud, o a
la segunda, al reverso de la moneda, a la vileza de aceptar el
dinero para irse con otra? En los casos corrientes hay que
buscar la verdad en el término medio, pero nuestro asunto
está fuera de lo ordinario. Sin duda, Dmitri Fiodorovitch se ha
mostrado tan noble la primera vez como vil la segunda. ¿Por
qué? Porque es un alma de gran amplitud, un alma de
Karamazov (he aquí el punto clave de la cuestión), capaz de
todos los contrastes, de contemplar a la vez dos abismos: el
de arriba, es decir, el de los ideales sublimes, y el de abajo, el
abismo de la más innoble degradación. Recuerden ustedes la
brillante idea expuesta hace un momento por el señor
Rakitine, agudo observador que ha estudiado de cerca a toda
la familia Karamazov. «Para estos temperamentos
desenfrenados, la degradación es tan indispensable como la
nobleza de sentimientos.» Es una gran verdad: esos espíritus
necesitan en todo momento esta mezcla extraordinaria. No
están satisfechos, sienten que les falta algo si no ven al
mismo tiempo los dos abismos. Son almas tan amplias como
nuestra madre Rusia y se acomodan a todo.
»Señores del jurado: voy a permitirme hacer unos
comentarios sobre los tres mil rublos. Dmitri Fiodorovitch
afirma que después de haber recibido este dinero, que supone
para él la mayor vergüenza y la más profunda humillación,
guardó la mitad en una bolsita y la llevó un mes entero
encima, sobreponiéndose a todas las tentaciones. Ni en sus
orgías, ni cuando se ausentó de la ciudad en busca del dinero
que necesitaba para librar a su amada del acoso de su padre
y rival, osó abrir la bolsita. Lo lógico habría sido que la abriera
para no dejar a su amiga expuesta a los planes de seducción
del viejo, del que estaba tan celoso; que emplease el dinero
para mover a su amada a decirle: «Soy tuya», y entonces
llevársela lejos de aquí. Pero no procedió así. ¿Por qué?
¿Con qué pretexto? Con dos. El primero, según él, es que
debía reservar el dinero para el momento en que su amiga le
dijera que estaba dispuesta a marcharse con él. El segundo
pretexto es que el acusado (así nos lo había dicho él mismo)
considera que mientras llevara encima los mil quinientos
rublos sería un miserable, pero no un ladrón, ya que podría
presentarse ante su prometida para devolverle la mitad de la
suma que se había apropiado vergonzosamente, y decirle:
«Como ves, he malgastado la mitad de tu dinero, lo que
prueba que soy un hombre débil y sin conciencia, un
miserable (para emplear los mismos términos que el
acusado); pero no soy un ladrón, pues si fuese un ladrón, no
te devolvería esa mitad, sino que me la habría gastado como
la otra.» ¡Singular justificación! ¡Un hombre de temperamento
impetuoso, sin carácter, que no ha podido resistir la tentación
de aceptar tres mil rublos en condiciones deshonrosas, de-
muestra de pronto una energía estoica y lleva mil quinientos
rublos pendientes de su cuello, absteniéndose de tocarlos!
¿Está esto de acuerdo con el carácter de Dmitri Fiodorovitch?
No. Permitidme que os explique la conducta lógica del
acusado, admitiendo que, verdaderamente, llevara encima
esa suma. Para complacer a su amada, con la que había
gastado ya la mitad del dinero, habría cedido a la primera
tentación, abriendo la bolsita y sacando de ella, por ejemplo,
cien rublos, pues, así lo pensaría, no era necesario guardar
exactamente la mitad, sino que bastarían mil cuatrocientos
rublos. Se diría: «Soy un miserable, pero no un ladrón, pues
un ladrón se lo habría quedado todo, en vez de devolver mil
cuatrocientos rublos, como voy a hacer yo.» Algún tiempo
después habría sacado de la bolsita el segundo billete para
dejar uno solo. Entonces se habría hecho esta reflexión: «Soy
un miserable, pero no un ladrón. Me he gastado veintinueve
billetes, pero devolveré uno. Un ladrón no procediría asi.» Sin
embargo, al fin, miraría el último billete y se diría: «¡Bah! No
vale la pena guardar un solo billete. Gastémoslo como los
otros.» Así habría obrado el Dmitri Karamazov que
conocemos. El cuento de la bolsita está en completa
oposición con la realidad. Cualquier suposición es admisible
menos ésta. Ya volveremos a hablar de esto.
Hipólito Kirillovitch expuso a continuación todo cuanto
constaba en el sumario respecto a las relaciones de padre a
hijo y a sus disputas sobre intereses, llegando a la conclusión
de que era imposible determinar quién había perjudicado a
quién en el reparto de la herencia. Finalmente, el fiscal
mencionó aquellos tres mil rublos que se habían convertido en
una obsesión para Mitia y habló del peritaje médico.

CAPITULO VII
RESUMEN HISTÓRICO
-Los peritos-médicos pretenden demostrarnos que el
acusado no está en su cabal juicio. Yo sostengo lo contrario,
pero lo considero una desgracia para él, pues si no hubiera
estado cuerdo, habría procedido de un modo menos
disparatado. Acepto que sea un maníaco; pero sólo sobre un
punto de los señalados por el peritaje: el de su furor cuando
piensa en los tres mil rublos que, según él, le ha quitado su
padre. Sin embargo, este furor puede tener una explicación
mucho más lógica que la de la propensión a la locura.
Comparto enteramente la opinión del más joven de los
doctores, el cual afirma que el acusado goza y ha gozado
siempre de sus facultades mentales y no es más que un
hombre amargado y exasperado. Considero que su continua
excitación no procedía sólo de la supuesta pérdida de tres mil
rublos, sino que tenía otra causa: los celos.
Al llegar a este punto, el fiscal habló extensamente de la
fatal pasión del acusado por Gruchegnka. Empezó su relato
por el momento en que Dmitri Fiodor Pavlovitch se presentó
en casa de Gruchegnka «con ánimo de pegarle», según sus
propias palabras. Pero, en vez de maltratarla, cayó a sus pies.
-Tal fue el comienzo de este amor -continuó el fiscal-. Casi
al mismo tiempo, el padre del acusado se prenda de Agrafena
Alejandrovna. Coincidencia fatidica, y sorprendente, ya que
los dos la habían conocido hacía algún tiempo. Los dos
corazones se inflamaban de pasión, como es propio de los
Karamazov. Nuestra joven ha dicho que se burlaba de uno y
otro. De pronto se le ocurrió divertirse así y acabó por
subyugarlos a los dos. El viejo, a pesar de su pasión por el
dinero, decide entregar tres mil rublos a su amada si acude a
su casa, y pronto cifra su felicidad en casarse con ella. Varios
testigos nos han confirmado este anhelo. En cuanto al amor
del acusado, todos sabemos lo que esta pasión le hizo sufrir.
Era lo que ella deseaba. Nuestra sirena no dio ninguna
esperanza a su infortunado pretendiente hasta el último
momento, hasta que lo vio de rodillas ante ella y tendiéndole
los brazos la noche en que lo detuvieron. Entonces exclamó
sinceramente arrepentida: « ¡Llevadme a presidio con él! ¡Mía
es la culpa! ¡Yo lo he empujado al mal!» El señor Rakitine, ese
inteligente joven que ya he citado y que ha descrito el drama
que es objeto de nuestra atención, nos ha presentado en
pocas y certeras palabras el carácter de la heroina. «Un
desengaño prematuro, la traición del novio que la seduce y la
abandona, la miseria, la maldición de su familia, y, finalmente,
la protección de un viejo rico al que todavía considera su
bienhechor... En ese corazón joven, tal vez inclinado al bien,
se acumula la cólera y se despierta el deseo de atesorar
dinero. Es una mujer calculadora que odia a la sociedad y se
mofa de ella.» Esto explica que Agrafena Alejandrovna se
burlara del padre y del hijo por pura maldad. Durante todo un
mes, Dmitri Fiodorovitch está enloquecido por una serie de
contrariedades: su amor sin esperanza, el sentimiento de su
traición y de su deshonra, y los celos que le inspira su padre.
Para colmo de desdichas, el insensato viejo trata de atraerse
a su amada por medio de los tres mil rublos que le reclama su
hijo como parte de su herencia materna. Convengo en que
todo esto es demasiado duro, que el acusado tenía sobrados
motivos para enloquecer. No era el dinero en si lo que lo
trastornaba, sino el repugnante cinismo con que su padre
utilizaba ese dinero para destruir su felicidad.
A continuación, Hipólito Kirillovitch, basándose en los
hechos, abordó la gestación del crimen en el espíritu del
acusado.
-Durante todo un mes se dedica a vociferar por las
tabernas y a expresar cuantas ideas pasan por su
imaginación, incluso las más subversivas. Es un hombre
expansivo, pero, no se sabe por qué, exige que sus oyentes le
testimonien una simpatía sin reservas, participando en sus
penas, haciéndole coro, no contradiciéndole en nada. ¡Pobre
del que le contradiga!
Refirió el incidente con el capitán Snieguiriov y prosiguió:
-Los que vieron con frecuencia al acusado durante este
mes, acabaron por convencerse de que no se limitaría a
proferir amenazas contra su padre, sino que las cumpliría en
un momento de desesperación.
Seguidamente describió la reunión familiar en el
monasterio, las conversaciones de Mitia con Aliocha y la
escandalosa escena que había provocado Dmitri en casa de
Fiodor Pavlovitch, donde había penetrado impetuosamente
después de la comida.
-No estoy seguro -continuó- de que, antes de esta escena,
el acusado estuviera ya decidido a matar a su padre; pero no
cabe duda de que había pensado en ello: los hechos, los
testigos y su propia declaración lo demuestran. Confieso,
señores del jurado, que hasta hoy no he creído enteramente
en la agravante de premeditación. Estaba convencido de que
el acusado se había enfrentado mentalmente más de una vez
con el acto del crimen, pero sin precisar la fecha ni el modo de
ejecutarlo. Mis dudas han desaparecido ante ese documento
abrumador que la señorita Verkhovtsev ha entregado hoy al
tribunal. Se trata de una carta escrita en estado de
embriaguez por el acusado, en la que se expone «el plan del
crimen» , como ha dicho (ya lo habéis oído) la señorita
Verkhovtsev. Es indudable que esta carta demuestra la
existencia de la premeditación. Está escrita dos días antes del
crimen y por ella sabemos que el acusado, cuarenta y ocho
horas antes de la realización de su espantoso proyecto, juró
que, si no conseguía un préstamo al día siguiente, mataría a
su padre para apoderarse del dinero que el viejo tenía debajo
de la almohada, en un sobre atado con una cinta de color de
rosa, y precisó que lo haría cuando Iván se hubiera marchado.
O sea, que lo tenía previsto, ya que todo ocurrió tal como se
decía en su carta. Por lo tanto, no hay la menor duda de que
existe la premeditación. El móvil del crimen fue el robo. Dmitri
Fiodorovitch lo confiesa por escrito y con su firma. El acusado
no ha negado que la firma sea suya. Tal vez se me diga que
la carta está escrita por un hombre ebrio. Pero esto no
importa. Ese hombre escribió borracho lo que pensó en
perfecto estado de lucidez. De lo contario, esa carta no
tendría fundamento. Otra objeción que se me puede hacer es
la de que Dmitri Fiodorovitch iba pregonando sus planes por
las tabernas, cosa que no es propia del hombre que va a
cometer un acto delictivo con premeditación, el cual se calla y
guarda en secreto. Esto es verdad; pero hay que tener en
cuenta que entonces el plan estaba en gestación en la mente
del acusado: no había madurado todavía. Después, Dmitri
Fiodorovitch se mostró más reservado. Una vez hubo escrito
esa carta en la taberna «La Capital», en estado de
embriaguez, permaneció silencioso y aislado, sin jugar al
billar. Lo único que hizo fue zarandear a un empleado de la
casa, pero inconscientemente, cediendo a una costumbre
inveterada. Cierto que cuando se decidió a obrar debió de
advertir que había cometido un error al pregonar sus inten-
ciones, ya que su imprudencia sería una prueba contra él tras
la ejecución de su criminal proyecto. Pero, ¿qué le iba a
hacer? No podía retirar sus palabras. Sin embargo, confió en
que su suerte lo sacaría del apuro. Esta confianza es corriente
en el ser humano, señores.
»Hay que reconocer que el acusado hizo grandes
esfuerzos para evitar el parricidio. «Pediré dinero a todo el
mundo -escribe con su estilo pintoresco- y, si no me lo dan,
correrá la sangre.» Y, en efecto, lo que dice estando borracho,
lo cumple cuando la lucidez es completa.
Hipólito Kirillovitch describió entonces con todo detalle las
tentativas de Mitia para procurarse dinero y no verse obligado
a cometer el crimen. Refirió sus visitas a Samsonov y a
Liagavi.
-Al fin, regresa. Está desfallecido, defraudado, hambriento.
Ha vendido su reloj para poder atender a los gastos del viaje
(aunque lleva encima, según dice, mil quinientos rublos) y le
atormentan los celos, pues teme que su amada, a la que ha
dejado en la ciudad, haya ido, aprovechando su ausencia, a
reunirse con Fiodor Pavlovitch. Se siente feliz al ver que su
pretendida no ha ido a ver a su padre y la acompaña a casa
de Samsonov, su protector y amante, sin sentir celos
(observen ustedes este extraño detalle). Después se dirige a
su puesto de observación y se entera de que Smerdiakov está
en cama, presa de un ataque de epilepsia, y de que también
el otro criado está enfermo. Tiene, pues, el campo libre.
Conoce la contraseña que le permitirá entrar en la casa. ¡Qué
tentación! Pero consigue sobreponerse a ella y se dirige a
casa de una dama que todos respetamos: la señora de
Khokhlakov. Esta señora, que lo compadece desde hace
tiempo, lo aconseja prudentemente: debe renunciar a sus
calaveradas, a su vergonzoso amor, a sus visitas a las
tabernas, donde despilfarra inútilmente sus energías juveniles,
y partir para las minas de oro de Siberia. Le dice que allí
encontrará una válvula de escape para los impulsos que
hierven en su ánimo, para su carácter novelesco y ávido de
aventuras.
Después de explicar el resultado de la conversación, el
momento en que el acusado supo que Gruchegnka no estaba
en casa de Samsonov, y el furor que se apoderó del celoso
Dmitri ante la idea de que su amada Grucha lo engañaba y
estaba en casa de Fiodor Pavlovitch, Hipólito Kirillovitch
continuó:
-Si la doncella hubiera tenido tiempo de decirle que su
adorado tormento estaba en Mokroie con su primer amante,
nada habría ocurrido. Pero la pobre chica estaba trastornada,
y si Dmitri Fiodorovitch no la mató, fue porque se lanzó
inmediatamente en busca de la infiel. Pero observen ustedes
este detalle: a pesar de estar fuera de sí, se apodera, al
pasar, de una mano de mortero. Esto sólo puede hacerlo el
que lleva muchos días planeando una agresión y sabe qué
objetos puede utilizar como armas. O sea, que el acusado
sabía muy bien lo que hacía al coger la mano de mortero.
»Ya está en casa de su padre, en el jardín. Nada se opone
a sus planes: no hay testigos, una profunda oscuridad lo
rodea. Los celos lo devoran; sospecha que ella está en la
casa, en brazos de su rival. La sospecha se convierte en
convencimiento: ya no le cabe duda de que ella está allí,
detrás del biombo. El desgraciado se acerca a la ventana,
dirige una mirada al interior, se resigna al infortunio y se aleja
prudentemente, huyendo de la violencia, a fin de no cometer
un disparate... ¡He aquí lo que pretende hacernos creer, a
nosotros que conocemos el carácter del acusado y el estado
de ánimo en que se hallaba en aquellos momentos, a
nosotros que sabemos que conocía la contraseña que le
permitiría entrar en la casa sin ningún impedimento!
Al llegar a este punto, el fiscal hizo un paréntesis en la
acusación para hablar de Smerdiakov y terminar de una vez
con las sospechas que recaían en el epiléptico. No se olvidó
de ningún detalle, y, precisamente por esta minuciosidad,
comprendió todo el mundo que daba gran importancia a la
hipótesis que refutaba con aparente desdén.

CAPÍTULO VIII
DISERTACIÓN SOBRE SMERDIAKOV
-Veamos ante todo de dónde proceden tales sospechas. El
primero que denunció a Smerdiakov fue el acusado, el día en
que lo detuvieron. Antes de este día no había hecho la menor
alusión a la posibilidad de que el sirviente de su padre fuera
culpable. Otras tres personas han confirmado esta opinión: los
dos hermanos del acusado y Agrafena Alejandrovna Svietlov.
Pero Iván Fiodorovitch no ha hablado de estas sospechas
hasta hoy y bajo los efectos de un evidente ataque de
demencia. Antes estaba convencido de que el autor del
crimen era su hermano, y ni siquiera le pasó por la imagi-
nación combatir esta idea. Ya volveremos a tocar este punto.
El hermano menor ha declarado que no tiene ninguna prueba
de la culpabilidad de Smerdiakov y que se basa únicamente
en las palabras del acusado y en «la expresión de su
semblante». Dos veces ha expuesto este argumento
extraordinario.
» La señorita Svietlov se ha expresado de un modo
todavía más extraño: ha dicho que debíamos creer al acusado
porque es un hombre «incapaz.de mentir» . Esto es todo lo
que han alegado contra Smerdiakov estas tres personas
evidentemente interesadas en la suerte del acusado. Sin
embargo, la acusación contra Smerdiakov ha circulado
persistentemente. ¿Podemos, en verdad, darle crédito?
Al llegar a este punto, el fiscal juzgó conveniente esbozar
el carácter de Smerdiakov, del que dijo que había puesto fin a
sus días en un ataque de locura. Manifestó que era un ser
débil, de escasa cultura, trastornado por ideas filosóficas que
no estaban a su alcance, aterrado por ciertas doctrinas
modernas que le inculcaban, en la práctica, el ejemplo de la
vida desordenada de Fiodor PavIovitch, su amo y tal vez su
padre, y, en teoría, las extrañas disertaciones filosóficas de
Iván Fiodorovitch, al que estas charlas servían de
entretenimiento y diversión.
-Él mismo me describió su estado de ánimo durante los
últimos días que pasó en casa de su dueño, y otras personas
que lo conocían perfectamente han atestiguado la verdad de
sus palabras. Estas personas son el acusado, un hermano de
éste y el sirviente Grigori. Además, padecía de epilepsia y era
cobarde como una gallina. «Caía a mis pies y los besaba»,
nos dijo el acusado cuando aún no comprendía el daño que
podía hacerle esta declaración. «Es una gallina epiléptica»,
añadió con su pintoresco lenguaje. Y he aquí que Dmitri
Fiodorovitch, según su propia declaración, hace de él su
hombre de confianza y lo intimida de tal modo, que consigue
que sea su espía y su confidente. Smerdiakov, como buen
soplón, traiciona a su dueño y revela al acusado la existencia
del sobre repleto de billetes y la llamada que le permitirá
entrar en la casa. ¿Pero acaso podía obrar de otro modo?
«Me matará: estoy seguro», decía temblando, al declarar para
la instrucción del sumario, cuando su verdugo estaba ya
detenido y, por lo tanto, no podía molestarle. «Desconfiaba de
mi, y yo, muerto de miedo, me apresuraba a aplacar su cólera
comunicándole todos los secretos, a probarle mi buena fe
para evitar que me matara.» Éstas fueron sus palabras: las
anoté. También me confesó que, cuando oía gritar a Dmitri
Fiodorovitch, solía arrojarse a sus pies.
»Gozaba de la confianza de su dueño, a quien había
demostrado su honradez devolviéndole cierta cantidad de
dinero que había perdido. Sin duda, el desdichado
Smerdiakov se arrepintió amargámente de haber traicionado a
su querido bienhechor.
»Psiquiatras eminentes han observado que los enfermos
afectados de epilepsia tienen la manía de acusarse a si
mismos. Una sensación de culpabilidad los atormenta,
experimentan remordimientos injustificados, exageran sus
faltas a incluso se achacan delitos imaginarios. A veces llegan
al extremo de cometer crimenes bajo la influencia del miedo.
Por otra parte, Smerdiakov presentía una desgracia. Cuando
Iván Fiodorovitch iba a partir para Moscú el mismo día del
drama, él le suplicó que se quedase, pero sin atreverse (ya
hemos dicho que era un cobarde) a participarle sus temores
con toda claridad. Se limitó a expresarse con alusiones que no
fueran comprendidas. Hay que advertir que Iván Fiodorovitch
representaba para Smerdiakov una defensa, una garantía de
que nada enojoso podía ocurrirle mientras lo tuviera cerca.
Recuerden ustedes la frase de Dmitri Fiodorovitch en la carta
que escribió bajo los efectos del alcohol: «Mataré al viejo
cuando Iván se vaya.» De modo que la presencia de Iván
Fiodorovitch representaba para todos los habitantes de la
casa la calma y el orden.
»Se marcha Iván y, una hora después aproximadamente,
Smerdiakov sufre un ataque, por cierto muy comprensible.
Hemos de hacer constar que durante aquellos días
Smerdiakov, presa de la desesperación y el miedo, presentía
que iba a ser víctima de un ataque, ya que le acometían
siempre en momentos de ansiedad y viva emoción. Es
evidente que nadie puede prever el día y la hora en que va a
sufrir un ataque, pero no es menos cierto que el epiléptico
puede reconocer los síntomas que lo anuncian. Así lo dicen
los médicos.
»Poco después de haberse marchado Iván Fiodorovitch,
Smerdiakov, sintiéndose abandonado a indefenso, se dirige a
la bodega y, al bajar la escalera, se le ocurre pensar que
puede sufrir un ataque. Y precisamente este temor, este
estado de ánimo provocan el espasmo de la garganta
precursor del accidente. Smerdiakov rueda por la escalera sin
conocimiento. Se ha pretendido ver en este ataque una
simulación. Pero no puedo menos de preguntarme: ¿por qué
fingió?, ¿qué adelantaba fingiendo?... Prescindo de la medici-
na. Me dirán que la ciencia se equivoca, que los médicos no
saben distinguir la verdad de la simulación en estos casos. De
acuerdo. Pero respondedme a esta pregunta: ¿qué motivo
tenía Smerdiakov para fingir? ¿Puede admitirse que
pretendiera atraer la atención sobre él, suponiendo que
tuviera el propósito de cometer un asesinato...? Señores del
jurado: había cinco personas en casa de Fiodor Pavlovitch,
que, evidentemente, no fue el autor de su propia muerte; la
segunda persona era el criado Grigori, que fue gravemente
herido; la tercera, la esposa de Grigori, Marta Ignatievna, de la
que sería disparatado sospechar. Sólo nos quedan dos: Smer-
diakov y el acusado. Y como el acusado asegura que no es el
asesino, forzosamente se ha de achacar la culpa a
Smerdiakov, ya que no tenemos ninguna otra persona a la
que culpar. He aquí todo el fundamento de la inaudita
acusación dirigida contra el infeliz idiota que se suicidó ayer.
No se tenía a nadie más a mano. Si hubiera existido una sexta
persona a la que poder atribuir el más leve indicio de culpa,
estoy seguro de que el acusado no se habría atrevido a culpar
a Srnerdiakov, sino que habría dirigido su acusación contra
esa sexta persona, ya que no cabe duda de que es perfecta-
mente absurdo achacar el crimen a Smerdiakov.
»Señores: dejemos a un lado la psicología, la medicina a
incluso la lógica; atengámonos a los hechos, exclusivamente
a los hechos, y guiémonos por lo que éstos nos dicen.
Admitamos que Smerdiakov ha matado. ¿Pero cómo? ¿Solo o
en complicidad con el acusado? Empecemos por examinar el
primer caso, es decir, el del asesinato cometido únicamente
por Smerdiakov. Evidentemente, el crimen debe tener un
móvil; pero como no puede ser ninguno de los que impulsan al
acusado, es decir, el odio, los celos, etcétera, Smerdiakov
solamente puede haber cometido el crimen para robar, para
apoderarse de los tres mil rublos que su dueño había
guardado en un sobre en su presencia. Y he aquí que, una
vez decidido a cometer el crimen, comunica a otra persona,
precisamente a la más interesada en el asunto, el acusado,
todo lo concerniente al dinero (el sitio donde está escondido,
la inscripción que hay en el sobre, el detalle de que está atado
con una cinta de color de rosa) y, lo que es más importante, la
contraseña que le permitirá entrar en la casa. ¿Por qué obra
así? No podemos pensar que quiera traicionarse a si mismo.
¿Acaso para procurarse un cómplice que comparta sus de-
seos de apoderarse del sobre? Se me dirá que procedió así
impulsado por el miedo. ¿Pero es eso posible? ¿Se
comprende que un hombre capaz de concebir un acto tan
audaz, tan feroz, y de cometerlo, haga semejantes
revelaciones, que sólo él conoce y que nadie puede adivinar?
No; por cobarde que sea, ese hombre, una vez dispuesto a
cometer el crimen, no hablará a nadie del sobre ni de la
contraseña, ya que ello equivale a traicionarse a si mismo. Si
se ve obligado a dar algún informe, lo inventará: de ningún
modo será sincero. Si no hubiera dicho nada del dinero y se lo
hubiera apropiado después de cometer el crimen, nadie
habría podido acusarlo de haber asesinado para robar, ya que
él era el único que estaba enterado de la existencia de ese
dinero. Aun en el caso de que se le hubiera atribuido el
crimen, se habría pensado en un móvil distinto. Pero nadie
habría sospechado que era él el asesino, puesto que todos
sabían que gozaba del afecto y la confianza de su amo. Las
sospechas habrían recaído en un hombre que tenía motivos
para vengarse y que, lejos de mantener en secreto sus
propósitos, los había pregonado jactanciosamente; en una
palabra, se habría sospechado de Dmitri Fiodorovitch. Para
Smerdiakov, asesino y ladrón, habría sido una ventaja que
acusaran a Dmitri Fiodorovitch, ¿no es así? Pues bien, es
precisamente a este hombre a quien Smerdiakov, después de
haber planeado su crimen, habla del dinero, del sobre, de la
contraseña... ¿Es esto lógico, tiene algún viso de realidad?
»Es el día del crimen. Smerdiakov, que lo tiene todo bien
planeado, finge un ataque y cae por la escalerilla de la
bodega. ¿Con qué objeto obra así? Veamos cuáles pueden
ser las consecuencias de su simulación. Grigori, que tenía el
propósito de acostarse, renuncia a hacerlo, en vista de que la
casa queda sin vigilancia y debe vigilarla él. Fiodor Pavlovitch,
viéndose abandonado y temiendo que se presente su hijo,
cosa que ha confesado, siente crecer su desconfianza y
redobla sus precauciones. Además, se transporta inme-
diatamente a Smerdiakov, desde un lugar donde está solo, a
la habitación inmediata a la de Grigori y su esposa, piezas
separadas sólo por un tabique, como se hace siempre que el
sirviente es víctima de un ataque de epilepsia, porque así lo
ha indicado el dueño de la casa, con la aprobación de la
compasiva Marta Ignatievna. Una vez en esta habitación,
Smerdiakov, para que no se dude de que está enfermo, se
pasa la noche gimiendo y despertando a cada momento a
Marta Ignatievna y a Grigori. ¿Es esto propio de un hombre
que pretende levantarse furtivamente a ir a matar a su dueño?
» Tal vez se me diga que fingió el ataque precisamente
para alejar de él las sospechas, y que reveló al acusado los
secretos del sobre y la contraseña para impulsarlo a cometer
el crimen. Bien. Ya está el crimen cometido. El acusado se
retira con el dinero, y he aquí que entonces se levanta
Smerdiakov para... ¿Para qué, señores? ¿Para asesinar de
nuevo a Fiodor Pavlovitch y volverle a robar el dinero que ya
le han robado? ¿Puede mantenerse una tesis tan
disparatada? Sin embargo, esto es lo que afirma el acusado.
Dmitri Fiodorovitch sostiene que, cuando ya se había
marchado, tras haber abatido a Grigori y sembrado la alarma,
Smerdiakov se levantó para asesinar y robar. Prescindamos
de que Smerdiakov no podía calcular el desarrollo de los
acontecimientos, la llegada de ese hijo desesperado pero que
se limita a mirar respetuosamente por la ventana y se retira,
abandonando la presa al sirviente, a pesar de que conoce la
contraseña. Me limito a preguntar en qué momento cometió el
crimen Smerdiakov. Y si no me contestan ustedes, habrán de
admitir que la acusación contra el suicida no tiene ningún fun-
damento.
»Supongamos que el ataque no fue fingido. El enfermo
recobra el conocimiento, oye un grito y sale del pabellón.
¿Qué hace entonces? Se da cuenta de que el momento no
puede ser más propicio y se dice: «Voy a matar a mi amo.»
¿Pero cómo puede darse cuenta de la situación si hasta hace
unos instantes ha estado sin conocimiento? ¡La fantasía tiene
sus límites, señores!
» Los más suspicaces pueden creer que tal vez estuvieran
los dos de acuerdo, que fueran cómplices y se repartieran el
dinero una vez cometido el crimen.
»¿Tiene algún viso de realidad esta suposición? El
acusado se encarga de todo, de matar y de robar, mientras
Smerdiakov permanece en cama, presa de un ataque que
siembra la alarma en la casa y quita el sueño a Grigori y a la
víctima. Nos preguntamos qué razón podían tener los dos
cómplices para urdir un plan tan absurdo.
»Examinemos ahora la hipótesis de que la complicidad de
Smerdiakov fuera enteramente pasiva. El sirviente,
atemorizado, se limita a no poner obstáculos al asesino y,
presintiendo que se le acusará de haber consentido el
asesinato, de no haber hecho nada por defender a su dueño,
consigue que Dmitri Karamazov le permita permanecer en
cama, simulando un ataque. Su posición equivale a decir:
«Mátalo si quieres. Eso a mí no me importa. » Pero Dmitri
Fiodorovitch sabía que el ataque pondría en estado de alarma
a toda la casa y, por lo tanto, no pudo aceptar semejante
convenio. Pero, aun suponiendo que aceptara, el acusado no
deja de ser el asesino y Smerdiakov un simple y pasivo
cómplice, un cómplice que, contra su voluntad y por temor,
permite actuar al criminal.
» Veamos lo que ocurre después. Cuando lo detienen, el
acusado echa todas las culpas a Smerdiakov: dice que ha
cometido el crimen él solo; o sea, que no lo acusa de
complicidad, sino de haber robado y matado con sus propias
manos. ¿Habéis visto alguna vez que los cómplices se
ataquen desde el primer momento? Observad el riesgo que
corre Karamazov. Es él el asesino, el principal culpable, y, sin
embargo, arremete contra su cómplice, que se ha limitado a
permitirle obrar. Smerdiakov pudo enojarse y decir toda la
verdad, aunque sólo fuera por instinto de conservación; pudo
haber declarado: «Los dos somos culpables; pero yo no he
cometido el crimen: yo me he limitado, por temor, a
permitírselo cometer a él.» Smerdiakov pudo hacer esta
declaración, no dudando de que la justicia determinaría
fácilmente cuál era su grado de responsabilidad y le aplicaría
un castigo mucho menos riguroso que el que aplicase al
verdadero asesino. Además, Dmitri Karamazov se habría visto
obligado a decir la verdad. Pero Smerdiakov no dice ni una
palabra de su complicidad, a pesar de que el asesino lo
señala insistentemente como el único autor del crimen.
»Por otra parte, al instruirse el sumario, Smerdiakov
declaró espontáneamente que había hablado al acusado del
sobre que contenía el dinero y de la contraseña que le podía
abrir la puerta de la casa, y que, si no le hubiera hecho estas
revelaciones, Dmitri Fiodorovitch no habría conocido tales
secretos jamás.
»Y digo yo: ¿habría hablado así Smerdiakov, por su propia
voluntad, si verdaderamente hubiera sido cómplice del
asesino? No, habría hablado de modo muy distinto, habría
falseado o atenuado los hechos. Es decir, que sólo un
inocente que no teme ser acusado de complicidad pudo
expresarse como lo hizo Smerdiakov.
»Trastornado por su reciente ataque de epilepsia y por el
drama ocurrido en la casa donde vivía, Smerdiakov se ahorcó
ayer, dejando escrita una nota que decía: « Pongo fin a mi
vida voluntariamente. Que no se culpe a nadie de mi muerte.
» ¿Qué le costaba haber añadido: «Soy yo el asesino, y no
Karamazov?» Pero no añadió ni una palabra: tenía la
conciencia tranquila.
»Hace unos momentos, uno de los testigos ha traído cierta
cantidad de dinero al tribunal y ha declarado: «Estos billetes
son los que estaban en ese sobre que perteneció a Fiodor
Pavlovitch. Me los entregó ayer Smerdiakov.» Pero ya han
presenciado ustedes, señores del jurado, la triste escena. No
volveré a describir los detalles; me limitaré a recordar dos o
tres de los más insignificantes para evitar que se olviden.
Desde luego, fue el remordimiento lo que ayer impulsó a
Smerdiakov a devolver el dinero y a ahorcarse: sólo así se
explica que obrase de este modo. Es evidente que hasta ayer
no confesó a nadie su crimen, como ha declarado Iván Fiodo-
rovitch. Si éste hubiera recibido antes la confidencia, no se
comprendería que se hubiese callado hasta hoy. Lo cierto es
que Smerdiakov confesó. Y vuelvo a preguntarme por qué no
diría toda la verdad en su última nota, sabiendo que
veinticuatro horas después se había de juzgar a un inocente.
El dinero solo no constituye ninguna prueba. Hace ocho días
me enteré casualmente, a la vez que dos personas que están
en esta sala, de que Iván Fiodorovitch cambió en la capital del
distrito dos obligaciones al cinco por ciento de cinco mil rublos
cada una, con lo que obtuvo diez mil rublos en total. Digo esto
para demostrar que es posible procurarse dinero para una
fecha determinada y que los tres mil rublos que se han
entregado al tribunal pueden no ser los mismos que estaban
en el interior del sobre. Otro detalle digno de mención es que
Iván Fiodorovitch, aunque recibió ayer la confesión del
verdadero asesino, después de oírla se fue a casa. ¿Por qué
no denunció el hecho inmediatamente? ¿Por qué ha esperado
hasta hoy? No es dificil deducir el motivo. Estaba enfermo
desde hacia una semana, había confesado al médico que
sufría alucinaciones y se encontraba en la calle con personas
que habían fallecido; estaba, en fin, amenazado por la locura
que se le ha declarado hoy. De pronto, se entera del suicidio
de Smerdiakov y se hace este razonamiento: «Como
Smerdiakov ha muerto, lo puedo acusar impunemente, y así
salvaré a mi hermano. Tengo dinero. Presentaré al tribunal un
fajo de billetes y diré que me los entregó Smerdiakov antes de
morir.» Diréis que no es ninguna falta mentir para salvar a un
hermano, y menos cargando la culpa a una persona que ha
muerto. De acuerdo. Pero pensad que puede haber mentido
inconscientemente, que su mente trastornada por la muerte
repentina de Smerdiakov puede haber tomado por realidad lo
que ha sido pura imaginación. Ya habéis visto el estado en
que se hallaba ese hombre. Se mantenía de pie, hablaba;
¿pero dónde estaba su razón?
»A la declaración de Iván Fiodorovitch ha seguido la carta
del acusado a la señorita Verkhotsev, escrita dos días antes
del suceso y en la que se exponía un plan detallado del
crimen. Huelga hablar de ese plan y de sus autores. Todo
ocurrió como se anunciaba en la carta y hubo un solo autor.
Sí, señores del jurado: todo sucedió tal como el acusado dijo
por escrito que sucedería. Dmitri Fiodorovitch no se apartó
respetuosamente de la ventana de la habitación donde
suponía que estaba su amada con su padre. No, esto es ab-
surdo, inverosímil. El acusado entró y llegó hasta el fin. Sin
duda, al ver a su rival, se arrojó sobre él ciego de cólera,
enarbolando la mano de mortero, y lo mató de un solo golpe.
Pero después registra minuciosamente la habitación y, una
vez convencido de que su amada no está allí, introduce la
mano debajo de la almohada y se apodera de ese sobre,
ahora abierto y vacío, que vemos entre los cuerpos del delito.
» Hablo de este sobre para que observen ustedes cierto
detalle importante. Un asesino experto, sereno, que sólo
pensara en el robo, no lo habría dejado en el suelo, cerca del
cadáver. Incluso Smerdiakov se habría llevado el sobre
cerrado, sin entretenerse en abrirlo junto a su vétima, ya que
estaría seguro de que dentro estaba el dinero, puesto que los
billetes se habían introducido en él, y éste escondido en su
presencia. Señores del jurado, convengan conmigo en que
Smerdiakov no se habría dejado el sobre en el suelo. Esta
conducta sólo es propia de un asesino incapaz de reflexionar,
que no ha robado nunca y que se apodera del dinero, no
como un vulgar malhechor, sino como el que recobra lo que
cree que le pertenece, que es lo que ocurre con esos tres mil
rublos que obsesionaban a Dmitri Fiodorovitch.
»El acusado, al tener en sus manos el sobre que ve por
primera vez, lo abre para cerciorarse de que contiene el
dinero, saca los billetes y huye con ellos, después de arrojar al
suelo el sobre, sin sospechar que deja a sus espaldas una
prueba abrumadora. Pues el culpable no es Smerdiakov, sino
Karamazov, que ni reflexionaba ni en aquel momento tenía
tiempo para reflexionar. El asesino huye, oye un grito de
Grigori, el criado lo alcanza y lo sujeta, pero en seguida cae,
al recibir un fuerte golpe con la mano de mortero. El acusado
salta al suelo desde lo alto de la tapia. Según dice, lo hizo por
compasión, para ver si podía hacer algo por el herido. ¿Pero
es lógico que se enterneciera? No; Dmitri Fiodorovitch bajó de
la tapia para ver si el único testigo de su crimen vivía aún. Nin-
gún otro motivo, ningún otro sentimiento tendrían explicación.
Se inclina sobre Grigori, le limpia la cabeza con el pañuelo,
cree que está muerto, y entonces, trastornado, manchado de
sangre, corre de nuevo a casa de su amada. ¿Cómo no se le
ocurrió pensar que mostrarse en aquel estado era como
denunciarse a sí mismo? El propio acusado nos ha dicho que
en aquellos momentos no se daba cuenta de nada. Esto es
natural, a todos los criminales les ocurre. Por una parte, el
asesino pierde la facultad de razonar; por otra, está ofuscado
por un complejo de ideas infernales. En aquel momento,
Dmitri Fiodorovitch se hacía una sola pregunta: “¿Dónde
estará Gruchegnka?” Ansioso de averiguarlo, corre a su casa
y allí recibe una noticia imprevista y abrumadora: ella se ha
ido a Mokroie para reunirse con su primer amante.

CAPITULO IX
LA TROIKA DESENFRENADA
Hipólito Kirillovitch había escogido, evidentemente, el
método de exposición rigurosamente histórica preferido por
todos los oradores nerviosos, los cuales procuran
desenvolverse en ámbitos limitados a fin de poner freno a su
fogosidad. Al llegar a este punto de su discurso, habló
extensamente del primer amante, «cuyo derecho es
indiscutible», y expuso una serie de ideas interesantes.
Karamazov, celoso de todos hasta la ferocidad, se retira y
desaparece ante el primer amante, «el indiscutible».
-Esto es sumamente extraño, sobre todo si tenemos en
cuenta que antes no había prestado atención al peligro que
para él suponía este poderoso rival. Ello se debe a que el
acusado vela este peligro como algo remoto, y a él sólo le
preocupan las cosas presentes. Sin duda, lo consideraba
como una cosa irreal. Pero, de pronto, comprende que el
reciente engaño de su amada procede del hecho de que el
nuevo rival no es un mero capricho para ella, sino toda su es-
peranza y toda su vida, y entonces, al comprender esto, se
resigna. Señores del jurado: no puedo dejar de mencionar
esta actitud inesperada de Dmitri Fiodorovitch Karamazov,
que experimenta de pronto una sed de verdad, la necesidad
imperiosa de respetar a la mujer amada y reconocer los
derechos de su corazón, precisamente en el momento en que
por ella acababa de mancharse las manos con la sangre de
su padre. Verdad es que esta sangre clamaba ya venganza,
que el asesino, viendo perdida su alma y aniquilada su vida
terrenal, debía de preguntarse en aquel momento: «¿Qué
puedo ser ya para ella, para esa criatura a la que quiero más
que a nada en el mundo, comparado con ese primer a
"indiscutible" amante; con ese hombre que vuelve arrepentido
al lado de la mujer seducida por él antaño; que vuelve con un
nuevo amor, con propósitos nobles, con la promesa de una
vida nueva y feliz?»
»Karamazov comprendió que su crimen le cerraba el paso,
que era un asesino, que no se libraría del castigo y no
merecía vivir. Esta idea lo abruma, lo aniquila. De pronto, se
aferra a un plan insensato que, dado su carácter, le parece la
única salida posible a su insoportable situación: el suicidio.
Inmediatamente, se dirige a casa del señor Perkhotine para
desempeñar sus pistolas y, por el camino, saca del bolsillo el
dinero por cuya posesión se ha manchado las manos con la
sangre de su padre. Nunca ha necesitado tanto el dinero
como ahora. Va a morir, se va a matar y lo hará de modo que
todo el mundo se acuerde de él. No en vano es un poeta, no
en vano ha quemado su vida como una vela encendida por los
dos extremos. Irá a reunirse con Gruchegnka y organizará una
fiesta por todo lo alto, una fiesta nunca vista, que se recuerde
siempre y de la que se hable durante mucho tiempo. Entre
gritos salvajes, locas canciones y danzas de cíngaros,
levantará su copa por la nueva felicidad de su amada, y ante
ella, a sus pies, se matará de un tiro en la cabeza para expiar
sus faltas. Así, Gruchegnka se acordará siempre de Mitia
Karamazov, comprenderá lo mucho que la ama y se com-
padecerá de él. Está en plena exaltación novelesca; volvemos
a hallarnos ante la sensualidad y el ímpetu salvaje de los
Karamazov. Pero hay algo más, señores del jurado, algo que
es como un mortal veneno: la conciencia, el remordimiento, el
juicio que se avecina. Pero la pistola lo resuelve todo, es la
única salida. En cuanto al más allá, ignoro si Dmitri
Karamazov piensa en él, si es capaz de pensar como Hamlet.
Pero no lo creo, señores del jurado: Hamlet es un ser de un
pals lejano; aquí no tenemos todavía más que hombres como
Karamazov.
Al llegar a este punto, Hipólito Kirillovitch presentó un
cuadro detallado de las hazañas de Mitia. Describió sus
escenas en casa de Perkhotine, en la tienda, con los
cocheros; refirió una serie de conversaciones confirmadas por
testigos, y convenció al auditorio. El conjunto de los hechos
era impresionante. La culpa de aquel ser desorientado, al que
no preocupaba su seguridad personal, saltaba a la vista.
-¿Qué le importaba ser prudente? -confirmó el fiscal-. Dos
o tres veces estuvo a punto de confesarlo todo, a incluso
empezó a hacerlo con alusiones, según han declarado varios
testigos. Llegó al extremo de decirle al cochero por el camino:
«¿Sabes que llevas en tu coche a un asesino?» Pero no
podía decirlo todo: tenía que llegar a Mokroie y poner fin a su
poema. No sabemos lo que esperaba encontrar en Mokroie.
Lo cierto es que, al llegar a esta población, se da cuenta de
que su rival no es un hombre irresistible. En fin, ya sabemos lo
que ocurrió entonces, señores del jurado. El triunfo de Dmitri
Fiodorovitch sobre su adversario es completo. Y entonces
empezó para él una situación espantosa, la más horrible que
ha conocido en su vida. No cabe duda, señores del jurado, de
que las heridas morales constituyen un castigo más duro que
todos los que pueda aplicar la justicia humana. Por otra parte,
las penas que ésta impone alivian el sufrimiento que
ocasionan las otras, y, a veces, incluso son necesarias para
salvar de la desesperación al criminal. Pues no puedo
imaginarme el horror y la desesperación de Karamazov al
enterarse de que ella lo quería, de que rechazaba por él a su
antiguo amante, de que lo invitaba a una vida honrada y feliz,
cuando todo había terminado para él, cuando ya nada era
posible.
»He aquí un detalle que explica el estado de ánimo del
acusado en aquel momento: la mujer que era objeto de su
amor se mantuvo inaccesible para él, aun dándose cuenta de
la vehemencia con que la amaba su pretendiente, hasta el
final, es decir, hasta el momento eri que Karamazov fue
detenido. ¿Por qué no se había suicidado Dmitri Fiodorovitch
cuando se veía despreciado por su amada? ¿Por qué había
renunciado a este propósito a incluso se había olvidado de su
pistola? Su ávida sed de amor y la esperanza de saciarla en
seguida lo frenaron. En la embriaguez de la gesta, se aferra a
su amada, que se divierte con él, más seductora que nunca.
No la deja ni un momento y la admira tanto, que se deja
eclipsar por ella. Esta pasión pudo incluso ahogar por un
instante su remordimiento y el temor de ser detenido. ¡Pero
sólo por un instante! En mi imaginación veo el estado de
ánimo del criminal bajo el dominio de tres elementos de los
que no puede liberarse. Uno es la embriaguez, las nubes de
alcohol mezcladas con el bullicio de la danza y los cantos; otro
ella, con la tez encendida por las libaciones, sonriéndole, can-
tando y bailando, ebria también; y, en fin, la idea consoladora
de que el fatal desenlace está todavía lejos, que no lo
prenderán hasta la mañana siguiente. Varias horas de tregua
es mucho. En este tiempo pueden ocurrir infinidad de cosas.
Sin duda, experimenta la sensación del condenado al que
conducen al patíbulo. Hay que recorrer lentamente una larga
calle ante millares de espectadores. De esta calle se ha de
pasar a otra, al final de la cual está la plaza fatidica. Al
principio del trayecto, el reo, en la ignominiosa carreta, se
figura que aún le queda mucho tiempo de vida. Las casas se
suceden, la carreta avanza; pero ¿qué importa? El patíbulo
está todavía lejos, en la última esquina de la segunda calle.
Mira con arrogancia a derecha a izquierda, a los miles de
espectadores que lo observan con indiferencia, y le parece
que es una persona como cualquiera de las que lo están
mirando. La carreta entra en la segunda calle, pero el
condenado no se inquieta: todavía falta un buen trecho para
llegar. Ve desfilar las casas, pero se repite que el final está
todavía lejos. Y ésta es su actitud hasta que llega a la plaza
donde está preparada su ejecución. Esto es, sin duda, lo que
experimenta Karamazov. Se dice: «Todavía no han
descubierto el crimen. Aún tengo tiempo para urdir un plan de
defensa. Ahora, ¡viva la vida! ¡Es tan deliciosa!...»
»Está trastornado a inquieto. Sin embargo, puede apartar
la mirada de los tres mil rublos que ha robado de debajo de la
almohada de su padre. Ya en Mokroie, adonde ha ido a
divertirse, entra en una vieja casa de madera, de la que
conoce todos los rincones. A mi juicio, poco antes de que lo
detuvieran debió de ocultar esa parte de su dinero en alguna
grieta, bajo una tabla del entarimado, en algún rincón, en
cualquier lugar de la casa. Se me preguntará qué motivos
tenía para obrar así. He aquí mi respuesta. Se avecina una
catástrofe; no hemos pensado en afrontarla, por falta de
tiempo; las sienes nos laten con violencia; ella nos atrae como
un imán... Pero el dinero siempre es necesario; uno es
siempre alguien si tiene dinero. Esta previsión en tales
momentos tal vez les parezca a ustedes extraña; pero piensen
que el propio acusado ha dicho que un mes atrás, en
circunstancias igualmente criticas, apartó y guardó en una
bolsita la mitad de tres mil rublos. Aunque esto sea una
invención, como en seguida demostraré, es lo cierto que
Karamazov lo ha pensado y se ha familiarizado con este
pensamiento. Es más, al manifestar al juez de instrucción que
había escondido mil quinientos rublos en una bolsita (que
nunca ha existido), tal vez improvisó esta mentira
precisamente porque hacía dos horas había ocultado la mitad
de lo que poseía en algún lugar de la fonda de Mokroie,
obedeciendo a una inspiración súbita, para no llevarlos
encima, y pensando recogerlos a la mañana siguiente.
Recuerden, señores del jurado, que Karamazov puede
contemplar dos abismos a la vez.
»Hemos registrado inútilmente la fonda de Mokroie. Es
posible que el dinero esté allí todavía; acaso desapareció al
día siguiente y el acusado lo tenga ya en su poder. Lo cierto
es que, cuando se le detuvo, estaba de rodillas al lado de su
amante, que se había echado en un sofá. Dmitri Karamazov
se había olvidado de todo hasta el punto de que no oyó a los
que llegaban para detenerlo. Lo cogieron desprevenido y no
tuvo tiempo de inventar ninguna respuesta.
»Y ahora vedlo ante sus jueces, ante los que van a decidir
su futuro. Señores del jurado: en el ejercicio de nuestras
funciones hay momentos en que incluso a nosotros nos da
miedo la humanidad. Esto nos ocurre cuando advertimos el
temor animal del culpable, que se ve perdido, pero que no
cesa de luchar; esto nos sucede cuando se despierta en el
criminal el instinto de conservación, y el desgraciado fija en
nosotros una mirada penetrante, llena de ansiedad y angustia,
tratando de leer en nuestro semblante, en nuestro
pensamiento, y preguntándose desde qué punto partirá el
ataque. En medio de su confusión, urde en un instante mil
respuestas, pero no se atreve a dar ninguna: teme delatarse.
Estos momentos de cruel humillación para el alma humana,
este calvario, esta avidez irracional de salvación es algo
verdaderamente espantoso, algo que hace temblar a veces a
los miembros de un tribunal de justicia y despierta su
compasión.
»Primero, aturdido y aterrado, deja escapar unas palabras
comprometedoras. «¡Sangre! ¡Merezco este castigo!» Pero en
seguida se contiene. No sabe todavía qué decir y sólo puede
responder con una vana negativa: «¡No soy culpable de la
muerte de mi padre!» Es el primer parapeto. Tras esta
defensa, abre nuevas trincheras el acusado. Sin esperar a
que se lo preguntemos, trata de explicar sus primeras
exclamaciones comprometedoras, diciendo que sólo se
considera culpable de la muerte del viejo criado Grigori. «He
agredido a Grigori, pero ¿quién ha matado a mi padre?,
¿quién ha cometido este crimen que no he cometido yo?»
Observen el detalle. Nos dirige esta pregunta a nosotros, que
estamos aquí precisamente para hacérsela a él.
¿Comprenden el motivo de que se anticipe a decir que no es
el autor del crimen? Es una trapacería, una ingenuidad, un
acto de impaciencia digno de un Karamazov. Con ello
pretende alejar de nosotros la creencia de que el culpable es
él. Luego se apresura a manifestar: «Deseaba matarlo,
señores, pero no lo he hecho: soy inocente.» Confiesa que
deseaba cometer el crimen. Pero ¿con qué fin hace esta
confesión? Con el de convencernos de que es sincero, ya
que, si nos convence, habremos de creer en su inocencia. En
estos casos, el criminal suele demostrar un aturdimiento y una
candidez inauditos. Cuando se instruyó el sumario, se le hizo,
con aparente indiferencia, esta pregunta: «¿No será
Smerdiakov el asesino?» Y sucedió lo que esperábamos: el
acusado se enojó al ver que nos habíamos adelantado a sus
planes, cogiéndolo desprevenido y no dándole tiempo a elegir
el momento más favorable para acusar a Smerdiakov. Su
temperamento le lieva en el acto a adoptar una actitud
extrema y afirma enérgicamente que Smerdiakov es incapaz
de cometer un asesinato. Sin embargo, no hay que creerlo: es
sólo una astucia. El acusado no renuncia a acusar a
Smerdiakov, puesto que no hay otro al que poder achacar el
crimen; pero lo hará más adelante, ya que por el momento su
plan ha fracasado. Al día siguiente, o varios días después,
dirá: «Ya saben ustedes que yo fui el primero en negar que el
asesino fuera Smerdiakov. Ahora no tengo más remedio que
aceptar que no puede haber sido nadie más que él.»
»Por el momento se limita a negar con vehemencia, y la
cólera y la excitación nerviosa le sugieren las explicaciones
más absurdas. Dice que observó a su padre a través de la
ventana y que luego se alejó prudentemente. Ignoraba la
importante declaración que iba a hacer Grigori. Cuando
inspeccionamos sus ropas, esta operación lo exaspera, pero
se tranquiliza al ver que sólo se encuentran mil quinientos de
los tres mil rublos. Entonces, en estos momentos de
indignación reprimida, acude a su mente por primera vez la
idea de la bolsita. Sin duda, se da cuenta de la inverosimilitud
de su revelación y trata de hacerla más aceptable inventando
una novela que tenga más visos de realidad. En estos casos
los magistrados no deben dar al culpable tiempo para
reponerse; deben lanzar inmediatamente sobre él una serie
de rápidos ataques: sólo así conseguirán que revele sus
pensamientos más íntimos. El mejor procedimiento para hacer
hablar a un criminal es revelarle de pronto, y como sin
intención alguna, un hecho de extrema importancia que para
él resulte una novedad por no haberlo advertido. Nosotros
teníamos preparado un hecho de esta índole: la declaración
del criado Grigori respecto a la puerta abierta por donde
acababa de salir el acusado. Él se había olvidado de esta
puerta por completo y no creía que Grigori se hubiera fijado en
elia. El efecto de la alusión a la puerta fue extraordinario.
Karamazov se levantó en el acto y exclamó: «¡Es Smerdiakov
el asesino! ¡Estoy seguro de que es Smerdiakov!» Así
expresa un íntimo pensamiento nacido del deseo de salvarse,
idea absurda, pues no cae en la cuenta de que Smerdiakov,
para cometer el crimen, tenía que haber esperado a que él
abatiera a Grigori y huyese. Esto explica que Karamazov
quedara paralizado de espanto cuando supo que Grigori había
visto la puerta abierta antes de que él lo agrediera, y que el
criado, al levantarse de la cama, había oído a Smerdiakov
gemir al otro lado del tabique. Mi colega, el honorable a
inteligente Nicolás Parthenovitch, me ha contado que en aquel
momento su emoción fue tan profunda, que le faltó poco para
echarse a llorar.
»Entonces, para salir del apuro, el acusado nos cuenta la
historia de la famosa bolsita. Señores del jurado: ya he
explicado a ustedes por qué esta historia me parece
completamente absurda, la más extravagante que se pueda
concebir en el caso que nos ocupa. Ni siquiera en una
competición para premiar al joven que tuviera la idea más
disparatada, habría surgido una idea como ésta. En estos mo-
mentos se puede confundir al triunfal narrador con los
detalles, esos detalles que la realidad nos ofrece a montones
y que el involuntario y desdichado farsante desdeña siempre,
porque los cree inútiles a insignificantes. No cabe duda de que
piensa así. Él tiene planes grandiosos y se le refutan con
bagatelas. Pues bien; éste es el punto débil de la coraza. Se
pregunta al acusado:
»-¿De dónde sacó usted el material para la bolsita y quién
se la cosió?
»-Me la cosí yo mismo.
»-Pero ¿de dónde sacó la tela?
»Esto molesta al acusado hasta el punto de que le es dificil
disimularlo. Sí, se siente realmente ofendido. En estos casos
todos son iguales.
» -Corté un trozo de una de mis camisas.
»-Perfectamente. Por lo tanto, mañana encontraremos
entre su ropa interior esa camisa a la que le falta un trozo de
tela.
»Desde luego, señores del jurado, si se encontraba esta
camisa, ello constituiría una prueba decisiva de la exactitúd de
la declaración del acusado, ya que si decía la verdad, la
camisa tenía que estar en su cómoda o en su maleta. Pero él
no se da cuenta de este detalle.
»-Es que no recuerdo bien si corté el trozo de tela de una
de mis camisas o de una cofia de mi patrona.
»-¿De una cofia?
»-Sí; la encontré abandonada como un trapo viejo.
»-¿Está usted seguro?
»-No, seguro no estoy.
»Y de nuevo se enoja. Sin embargo, ¿cómo es posible que
no recuerde este detalle? Es uno de esos detalles que no se
olvidan ni en los momentos más angustiosos, ni siquiera
cuando le llevan a uno al patibulo. Un reo puede olvidarlo
todo, pero un tejado verde o un pájaro sobre una cruz vistos al
pasar no se borran de su memoria. Dmitri Karamazov hizo la
bolsita ocultándose de todos los demás habitantes de la casa.
Debería recordar este temor de ser sorprendido las muchas
veces que, con la aguja en la mano, debió de correr, al oír que
alguien se acercaba, a esconderse detrás del biombo que
dividía en dos su habitación... ¿Saben, señores del jurado, por
qué me entretengo en dar estos detalles? Porque el acusado
sigue manteniendo su absurda declaración. Durante los dos
meses que han transcurrido desde aquella noche fatal,
Karamazov no ha explicado sus fantásticas manifestaciones ni
aportado ninguna prueba de que dijo la verdad. Dice que esto
son nimiedades y que debemos creer en su palabra de honor.
Ojalá pudiéramos creerlo; nuestro mayor deseo es dar crédito
a su palabra de honor, pues no somos chacales sedientos de
sangre humana. Que se nos indique un solo hecho en favor
del acusado y lo acogeremos con alegría; pero un hecho real,
una prueba tangible, y no las deducciones de su hermano,
fundadas en la expresión del semblante y en el hecho de que
Dmitri Fiodorovitch se golpeara el pecho con la mano,
señalando, a juicio del declarante, la bolsita que aquél llevaba
pendiente del cuello. Pueden creernos cuando decimos que
nos alegraríamos de recibir esa prueba. En el acto
retiraríamos nuestra acusación. Pero nos debemos a la
justicia, y los hechos nos obligan a mantener nuestra
acusación sin atenuarla lo más mínimo.
De aquí, el fiscal pasó a la peroración. Tenía fiebre. Con
voz vibrante evocó la sangre vertida, el padre asesinado por el
hijo «con el vil objeto de robarle». E insistió en la trágica y
demostrativa ilación de los hechos.
-Sean cuales fueren las palabras del célebre defensor del
acusado, de ese hombre que con su patética elocuencia sabrá
pulsar vuestra sensibilidad, no olvidéis que estáis en el
santuario de la justicia. Pensad en todo momento que sois los
defensores del derecho, la muralla protectora de nuestra
santa Rusia, de los principios, de la familia, de todo lo que hay
de sagrado en nuestra nación. Sí, en este momento
representáis a Rusia. No sólo en esta sala se oirá vuestro
veredicto; el país entero os escuchará, porque os considera
sus defensores y sus jueces, y se sentirá reconfortado o
consternado por la sentencia que vais a emitir. No lo
defraudéis. Nuestra troika corre sin freno tal vez hacia el
abismo. Hace ya mucho tiempo que multitud de rusos
levantan los brazos con el deseo de detener esta loca carrera.
Si otros pueblos no se apartan de la desenfrenada troika, no
es por temor, como se imagina el poeta, sino por un sen-
timiento de horror y aversión: no lo olvidéis. Es una suerte
para nosotros que se aparten. Peor sería que levantaran una
sólida muralla en el camino de esa troika fantasmal para
poner freno a nuestra licenciosa carrera, y así preservarse
ellos y preservar a la civilización. En Europa empiezan ya a
oírse voces de alarma; ya han llegado a nosotros. Guardaos
de provocar a los occidentales, de alimentar su creciente odio
mediante un veredicto de absolución en favor de un parricida.
En resumen, que Hipólito Kirillovitch se entusiasmó,
terminó con un párrafo patético y produjo gran impresión. Se
apresuró a salir de la sala y, al llegar a la pieza vecina, estuvo
a punto de desvanecerse. El público no aplaudió, pero las
personas serias estaban satisfechas. Las damas no lo
estaban tanto. Sin embargo, las sedujo la elocuencia del
fiscal, y más no temiendo a las consecuencias del discurso, ya
que estaban seguras del éxito de Fetiukovitch. «Ahora va a
tomar la palabra. Triunfará.»
Mitia era el centro de todas las miradas. Durante el
discurso del fiscal permaneció mudo, con los dientes
apretados y la mirada en el suelo. De vez en cuando
levantaba la cabeza y prestaba atención. Así lo hizo cuando
se habló de Gruchegnka. Al oír la alusión del fiscal a la
opinión que Rakitine tenía de ella, Mitia sonrió desdeño-
samente y exclamó de modo que todos lo oyeran:
«¡Bernardo!» Cuando Hipólito Kirillovitch explicó cómo la
había estrechado a preguntas en Mokroie, Mitia levantó la
cabeza y escuchó con viva curiosidad. Llegó un momento en
que estuvo a punto de levantarse para decir algo, pero se
contuvo y se limitó a encogerse de hombros con un gesto
despectivo. Las hazañas del fiscal en Mokroie provocaron los
más diversos comentarios, en su mayoría irónicos. Se
consideraba, en general, que no había podido resistir a la
tentación de darse importancia.
La vista se suspendió para reanudarse un cuarto de hora o
veinte minutos después, tiempo que aproveché para tomar
nota de algunos comentarios que hizo el público.
-Ha sido un discurso importante -dijo un señor en un
grupo, frunciendo las cejas.
-Demasiada psicología -dijo otro.
-Pero ha dicho la verdad.
-Ha estado muy hábil.
-Ha puesto las cartas boca arriba.
-También se ha referido a nosotros. Ha sido al principio,
¿recuerdan ustedes? Ha dicho que todos nos parecemos a
Fiodor Pavlovitch.
-También lo ha dicho al final, pero es mentira.
-Se ha exaltado.
-Pues eso no está bien.
-No podía hacer otra cosa. Llevaba tres años esperando la
ocasión de hablar y al fin se le ha presentado. ¡Je, je!
-Ahora veremos lo que dice el defensor.
Y en otro grupo...
-Ha cometido un error al atacar a Fetiukovitch diciendo que
pulsaría nuestra sensibilidad. ¿Recuerdan ustedes?
-Sí, ha sido una pifia.
-Ha ido demasiado lejos.
-Se ha dejado llevar de los nervios, ¿no les parece?
-Nosotros nos reímos, pero habrá que ver cómo estará el
acusado.
-Sí, habrá que verlo.
-¿Qué dirá el defensor?
Tercer grupo:
-¿Quién es esa gruesa dama que está sentada en un
rincón y usa lentes de teatro?
-Es la esposa divorciada de un general. La conozco.
-Se comprende que use lentes.
-Es un modo de llamar la atención.
-Cerca de ella hay una rubita que está muy bien.
-Nuestro fiscal hizo un buen trabajo en Mokroie.
-Desde luego. ¡Qué hablador ha estado! ¡Como si no
hubiera hablado bastante en sociedad!
-No ha podido contenerse. El afán de lucimiento.
-Ha estado desconocido.
-Mucha retórica y mucha ampulosidad.
-Sí. Y observen ustedes que ha querido asustarnos. ¿Se
acuerdan de eso de la troika? «Hamlet es de un país lejano.
Nosotros tenemos que contentarnos con los Karamazov.» Eso
no ha estado mal.
-Ha sido una concesión a los liberales. Ese hombre tiene
miedo.
-También teme al defensor.
-Es verdad. Veremos lo que dice Fetiukovitch.
-Desde luego, no hablará como un palurdo.
-Eso creo yo.
Y en el cuarto grupo...
-La parrafada sobre la troika ha estado muy bien.
-En eso de que en el extranjero están perdiendo la
paciencia tiene razón.
-¿Usted cree?
-Estoy seguro. La semana pasada, un miembro del
Parlamento inglés interpeló al gobierno sobre los nihilistas.
«¿No les parece que ya es hora -dijo- de que prestemos
atención a esa nación bárbara y procuremos enterarnos de lo
que ocurre en ella?» A eso se ha referido Hipólito Kirillovitch.
No me cabe duda, porque la semana pasada habló de ello.
-Los ingleses no pueden hacer nada.
-¿Por qué?
-Porque si les cerramos el puerto de Cronstadt y no les
damos trigo, no tendrán de dónde sacarlo.
-Ahora también hay trigo en América.
-¡Qué ha de haber!
En esto sonó la campanilla y cada cual volvió a su sitio.
Fetiukovitch tenía la palabra.

CAPITULO X
LA DEFENSA. UN ARMA DE DOS FILOS
Cuando empezó su discurso el famoso abogado, se hizo
un silencio absoluto en la sala y todas las miradas se
concentraron en él. Al principio se expresó con una
simplicidad persuasiva, sin la menor suficiencia, sin pretensión
alguna por ser elocuente ni patético. Se diría que estaba
charlando con unos cuantos amigos íntimos. Tenía una voz
fuerte y agradable, en la que se percibían la sinceridad y la
espontaneidad. Pero todos los oyentes advirtieron al punto
que podía alcanzar el grado más alto de patetismo y hacer
latir los corazones con violencia extraordinaria. Hablaba
menos correctamente que Hipólito Kirillovitch, pero con más
precisión y frases más breves. Hubo en él algo que no gustó a
las damas: el detalle de que se inclinaba, sobre todo al
principio de su discurso, pero no como el que saluda a su
auditorio, sino como el que se dispone a arrojarse sobre él. Su
larga espalda parecía tener una bisagra en la parte central,
que permitía al orador doblarse hasta casi formar un ángulo
recto. Al iniciar su discurso, habló sin plan alguno, refiriendo
los hechos al azar, para formar finalmente un todo. Su
discurso se dividió en dos partes. La primera constituyó una
crítica, una refutación al discurso del fiscal, a veces mordaz y
sarcástica. En la segunda parte, el defensor cambió de tono y
de actitud y se elevó repentinamente hasta alcanzar el más
intenso patetismo. La sala, que parecía esperar este cambio,
se estremeció de emoción.
Entonces Fetiukovitch abordó francamente el asunto,
diciendo que, si bien estaba establecido en Petersburgo, se
trasladaba con frecuencia a las provincias para defender a
acusados cuya inocencia le parecía segura o probable.
-Así he procedido esta vez -siguió diciendo-. Apenas leí la
prensa, adverti un detalle que favorecía sin duda alguna al
acusado. Lo que me llamó la atención fue un hecho corriente
en la práctica de la justicia, pero que jamás se había
producido con tanta evidencia, con particularidades tan
características. No debería mencionar este hecho hasta el
final de mi discurso, pero quiero exponer francamente mi
pensamiento desde el principio, abordar ahora mismo y
directamente el asunto, sin pensar en el efecto que esta
táctica pueda producir ni tratar de dirigir las impresiones del
auditorio. Esto tal vez sea una imprudencia, pero no cabe
duda de que es un acto de sinceridad. El camino que me ha
conducido aquí es el que voy a exponer. Primero observé que
existía una serie de cargos abrumadores contra el acusado,
cargos tan decisivos que ninguno, examinado aisladamente,
podía, al parecer, hacer frente a la crítica. Los rumores y los
periódicos me afirmaban cada vez más en mi opinión. Y en
esto recibo la proposición de encargarme de la defensa del
acusado. Acepté en el acto, ya completamente convencido de
la inocencia de Dmitri Kararnazov. Acepté porque estoy se-
guro de destruir ese fatídico encadenamiento de los indicios
de culpabilidad y también de demostrar la falta de
consistencia de cada uno de ellos considerado aisladamente.
Tras este exordio, Fetiukovitch prosiguió.
-Señores del jurado: yo soy aquí un forastero accesible a
todas las impresiones y libre de todo prejuicio. El acusado,
pese a su carácter violento y a sus desenfrenadas pasiones,
no me ha ofendido hasta ahora, aunque otras muchas
personas de esta ciudad han sido víctimas de sus violencias,
lo que justifica la atmósfera de prevención que reina en torno
de él. Sí, reconozco que la indignación que ha despertado es
justa. El acusado es un hombre violento, incorregible. Sin
embargo, se le recibía en todas partes. Incluso se le aga-
sajaba en el hogar de mi ilustre oponente.
Se oyeron en el público risas que se reprimieron muy
pronto. Todos sabían que el fiscal recibía a Mitia en su casa
sólo por complacer a su esposa, mujer honesta a carta cabal,
pero un tanto fuera de la realidad y que a veces se complacía
en llevar la contraria a su marido, sobre todo en cuestiones de
poca importancia. Por lo demás, Mitia iba a casa del fiscal
muy raras veces.
-Sin embargo -prosiguió Fetiukovitch-, me atrevo a supo-
ner que incluso un hombre tan inteligente y justo como mi
adversario puede haber concebido una prevención errónea
contra mi cliente. Desde luego, esto sería lógico, pues el
desgraciado bien lo merece. El sentido moral, y especialmente
el sentido estético, son a veces inexorables. El elocuente
discurso del fiscal nos ha expuesto un riguroso análisis del
carácter y de los actos del acusado, desde un punto de vista
rigurosamente crítico. Este discurso evidencia una
penetración psicológica que mi ilustre oponente no había podi-
do alcanzar si hubiera abrigado el menor prejuicio contra la
personalidad de Dmitri Karamazov. Pero en estos casos hay
cosas peores que la hostilidad preconcebida. Así ocurre, por
ejemplo, cuando nos obsesiona un afán de creación artística,
de invención novelesca, cosa que ocurre especialmente al
que posee dotes extraordinarias de psicólogo. Antes de salir
de Petersburgo me previnieron, aunque no hacía falta, pues
yo ya lo sabía, que al llegar aquí habría de enfrentame a un
psicólogo profundo y sutil, conocido desde hacia mucho
tiempo en el mundo judicial. Pero la psicología, señores míos,
aun siendo una ciencia admirable, es como un arma de dos
filos. He aquí un ejemplo tomado al azar del discurso de
acusación. El acusado huye a través del jardín, bajo la noche,
trata de saltar la tapia y derriba, golpeándolo con una mano de
mortero, al criado Grigori, que lo sujeta por una pierna.
Inmediatamente vuelve a bajar al jardín y permanece unos
minutos junto a la víctima para averiguar si vive o está muerta.
El acusador no cree en modo alguno la afirmación del
acusado de que obró así por pura compasión. «Este
sentimiento de piedad -dice- es inadmisible, está en
contradicción con la conducta de Dmitri Karamazov en
aquellos momentos. Él sólo quería averiguar si el único testigo
de su crimen vivía aún, deseo que demostraba que había
cometido el asesinato.» He aquí el resultado de los
razonamientos psicológicos. Apliquémoslos tambien nosotros,
pero por el lado contrario, y los resultados serán igualmente
verosímiles. El asesino salta al jardín para averiguar si vive el
único testigo de su crimen. Sin embargo, acaba de dejar en la
habitación de su padre, según afirma el propio ministerio
público, una prueba abrumadora, el sobre rasgado con una
anotación que demuestra que contenía tres mil rublos. « Si el
culpable se hubiera llevado el sobre, nadie se habría enterado
de la existencia de esos tres mil rublos, ni, por lo tanto, del
robo cometido por el acusado.» Así se ha expresado la
acusación. Admitamos sus palabras. La psicología está llena
de sutiles posibilidades. Ahora nos atribuye la ferocidad y la
percepción del águila, y un instante después la ceguedad y la
timidez del topo. Pero si se considera que tenemos la
crueldad y la sangre fría necesarias para volver a bajar el
muro con el exclusivo fin de comprobar si el único testigo de
nuestro crimen vive todavía, ¿qué razón puede haber para
que perdamos cinco minutos al lado de nuestra víctima,
exponiéndonos a atraer la atención de nuevos testigos? ¿Y
por qué tratar de contener con nuestro pañuelo la sangre que
brota de la herida, no pudiendo ignorar que este pañuelo se
ha de convertir en una prueba decisiva contra nosotros? ¿No
habría sido más lógico seguir golpeando con la mano de
mortero al único testigo de nuestro crimen hasta sellar sus
labios definitivamente? Por añadidura, mi cliente deja otra
prueba en el lugar donde ha abatido a su segunda víctima: la
mano de mortero cogida en presencia de dos mujeres que
pueden atestiguar que se ha apoderado de este objeto.
Además, el presunto culpable no deja caer esta arma
distraídamente, en su aturdimiento, en el lugar de la agresión,
sino que la arroja a cinco metros de distancia. ¿Por qué
procedió así?, nos preguntamos. Sólo cabe una explicación:
Dmitri Karamazov sintió un profundo remordimiento al creer
que había matado al viejo criado Grigori, y, con un gesto de
desesperación, arrojó la mano de mortero lejos de si. Y si mi
cliente pudo experimentar esta sensación de remordimiento,
con ello demostró que no había matado a su padre. Un
parricida, en vez de acercarse a su nueva víctima por
compasión, sólo habría pensado en salvarse, y no hubiese
intentado contener la hemorragia, sino que habría terminado
de destrozar con la mano de mortero la cabeza herida. La
piedad y los buenos sentimientos no pueden experimentarse
si falta la tranquilidad de conciencia.
»He aquí, señores del jurado, otro resultado del método de
deducción psicológica. He recurrido a esta ciencia con toda
intención a fin de demostrar que este tipo de deducciones
puede conducirnos a todas partes. El resultado depende de
los propósitos de la persona que haga use del sistema.
Permítanme ustedes, señores del jurado, hablarles del abuso
que se hace de la psicología y de las consecuencias de tales
abusos.
Se oyeron de nuevo risas de aprobación en el público.
Pero no reproduciré íntegramente el discurso de la
defensa. Me limitaré a reproducir los puntos más importantes.

CAPÍTULO XI
NI DINERO NI ROBO
Hubo un pasaje en el informe de la defensa que sorprendió
a todos: aquél en que el abogado negó la existencia de los
tres mil rublos y, por lo tanto, la posibilidad de que se hubiera
cometido el robo.
-Señores del jurado, lo más sorprendente de este caso es
la acusación de robo, a la vez que la imposibilidad absoluta de
indicar a ciencia cierta lo que se ha robado. Se dice que han
desaparecido tres mil rublos, pero nadie sabe si este dinero
ha existido realmente. Juzguen ustedes. Ante todo, ¿cómo
nos hemos enterado de la existencia de esos tres mil rublos y
quién los ha visto? Sólo sabemos lo que nos ha dicho el
sirviente Smerdiakov: que estaban en un sobre en el que se
habían escrito unas palabras. Smerdiakov habló de este
sobre, antes del suceso, al acusado y a Iván Fiodorovitch.
También informó a la señorita Svietlov. Pero ninguna de estas
tres personas ha visto el dinero. De aquí que no podamos
menos de preguntarnos: si este dinero ha existido
verdaderamente, y, si Smerdiakov lo había visto, cuándo lo vio
por última vez. Además, ¿no pudo ocurrir que Fiodor
Pavlovitch, sin decírselo a su criado, retirase los billetes de su
cama y los volviera a guardar en la cajita donde los tenía
habitualmente? Observen ustedes que, según Smerdiakov, el
sobre estaba escondido debajo del colchón. Por lo tanto, el
ladrón tuvo que sacarlo de allí. Sin embargo, la cama estaba
intacta, según se testifica en el sumario. ¿Cómo se explica
esto? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que unas manos
ensangrentadas se introdujeran debajo del colchón sin
manchar las finas a inmaculadas sábanas que se habían
puesto en la cama aquella noche? «Pero el sobre estaba en el
suelo», se me dirá. Hablemos de este sobre; vale la pena.
Hace un momento, nuestro eminente acusador, al pretender
demostrar que es absurdo achacar el asesinato a Smerdiakov,
ha dicho estas palabras que han causado no poca sorpresa:
«Si el culpable se hubiera llevado el sobre, nadie se habría
enterado de la existencia de esos tres mil rublos ni, por lo
tanto, del robo cometido por el acusado.» Así, pues, según
reconoce el propio ministerio público, ese trozo de papel
desgarrado y escrito es la única base de la acusación de robo
formulada contra mi cliente. Y yo me pregunto si el simple
hecho de que ese sobre estuviera tirado en el suelo de la
habitación es suficiente para demostrar que contenía el dinero
y que este dinero fue robado. «Smerdiakov vio los billetes en
el sobre», se me objetará. Pero yo me pregunto: ¿cuándo los
vio por última vez? Hablé con Smerdiakov, le hice esta
pregunta y él me contestó que había visto el dinero en el
sobre dos días antes del drama. Por lo tanto, no hay ningún
inconveniente en suponer que el viejo Fiodor Pavlovitch, en su
febril impaciencia mientras esperaba a su amada, sacó el
sobre de su escondite y lo abrió. « Gruchegnka tal vez no me
crea, pero cuando le enseñe el fajo de treinta billetes, el efecto
será inmediato: se sentirá fascinada.» Y rasga el sobre y lo
tira al suelo, después de sacar el dinero, naturalmente sin
temor alguno a comprometerse. Señores del jurado, esta
hipótesis es tan admisible como cualquier otra. Y si la
admitimos, el móvil del robo deja de existir, ya que si no hay
dinero, no hay robo. Se dice que el sobre abierto encontrado
en el suelo de la habitación prueba la existencia del dinero;
pero a mi nada me impide afirmar que el sobre estaba vacío
antes de que lo viese el presunto ladrón, por haber sacado ya
los billetes su propio dueño. «¿Pero adónde fue a parar ese
dinero? -se me preguntará-. Se hizo un registro y no se
encontró.» En primer lugar, se encontró una parte de él en la
cajita; en segundo, Fiodor Pavlovitch pudo retirarlo a la
mañana siguiente de haberlo visto Smerdiakov, a incluso más
tarde, para gastarlo o enviarlo a alguna parte. En una palabra,
pudo cambiar de idea sin juzgar necesario dar cuenta de ello
a su sirviente. Por poco verosimil que sea esta hipótesis,
¿acaso tiene más fundamento acusar a mi defendido
categóricamente de asesinato seguido de robo? Esto
pertenece a los dominios de la novela. Para afirmar que se ha
robado una cosa, hay que señalar la cosa robada o, cuando
menos, demostrar claramente que ha existido. Pero resulta
que nadie ha visto los tres mil rublos. Recientemente, en
Petersburgo, un vendedor ambulante de dieciocho años entró
en el establecimiento de un cambista, mató a éste a hachazos
con una audacia extraordinaria, y se llevó mil quinientos
rublos. Cinco horas después fue detenido y se encontró en su
poder toda la cantidad robada: sólo faltaban quince rublos que
se había gastado. Además, el empleado de la víctima, que en
el momento del crimen estaba ausente, indicó a la policía no
sólo el importe de lo robado, sino el valor y el número de
billetes y de monedas de oro que integraban la suma. Todo se
encontró en poder del asesino, el cual, por añadidura, confesó
de plano. A esto llamo yo una prueba, señores del jurado. Allí
estaba el dinero; se podía tocar; nadie podía negar que
existiese. ¿Ocurre lo mismo en el caso que estamos
debatiendo? No. Sin embargo, de nuestro debate depende la
suerte de un hombre. « De acuerdo –se me puede decir-, pero
el acusado pasó la noche de jarana y tiró el dinero. Todavía
se le encontraron encima mil quinientos rublos. ¿De dónde los
había sacado?» La respuesta es que precisamente el hecho
de que sólo tuviera en su poder mil quinientos rublos, o sea la
mitad de los tres mil, puede ser una prueba de que el dinero
no procedía del sobre. Al instruirse el sumario se hicieron
cálculos precisos de tiempo y se determinó que el acusado,
después de su visita a las dos domésticas, se fue
derechamente a casa del señor Perkhotine y que luego no
estuvo solo un instante. Por lo tanto, no pudo ocultar en
ninguna parte de la ciudad la otra mitad de los tres mil rublos.
La acusación supone que el dinero está oculto en Mokroie,
pero ¿por qué no sospechar que está en el castillo de
Udolphe? La suposición del señor fiscal es realmente
fantástica, novelesca. Sin embargo, señores del jurado, basta
prescindir de esta hipótesis para que la acusación de robo se
venga abajo. ¿Qué se ha hecho de esos mil quinientos
rublos? ¿Cómo se explica que hayan desaparecido si se
tienen pruebas de que el acusado no fue a ninguna parte?
¿Son suficientes estas deducciones novelescas para que
estemos dispuestos a destrozar la vida de un hombre? Se me
replicará que Dmitri Fiodorovitch no pudo explicar la
procedencia del dinero que se le encontró encima y que todo
el mundo sabía que antes de aquella noche no tenía ni un
solo rublo. ¿Pero podemos aceptar que lo sabía todo el
mundo? El acusado explicó con toda claridad de dónde
procedía el dinero que estaba en su poder, y a mi juicio,
señores del jurado, la explicación es perfectamente lógica y
está de acuerdo con el carácter de mi cliente. La acusación se
aferra a su propia novela. Dice que un hombre tan débil de
carácter que se humilla a aceptar tres mil rublos de su
prometida, no es lógico que retire la mitad de este dinero y lo
conserve. Por el contrario, lo natural es que abra la bolsita
cada dos días para sacar cien rublos, de modo que, al cabo
de un mes, no quedará nada. Como recordarán ustedes, todo
esto ha sido dicho en tono determinante. Pero si las cosas
hubieran ocurrido de otro modo, el personaje creado por el
señor fiscal sería falso. Así ha ocurrido. No faltará quien
objete: «Hay testigos de que el acusado dilapidó de una vez
en Mokroie los tres mil rublos que le prestó la señorita
Verkhovtsev. Por lo tanto, no puede ser cierto que se
guardara la mitad.» ¿Pero qué testigos son éstos? Ya hemos
visto el crédito que se les puede prestar. Además, un pastel
en manos ajenas parece siempre mayor de lo que es en
realidad. Ninguno de estos testigos contó los billetes: todos
cálcularon la cantidad a simple vista. El testigo Maximov
asegura que el acusado tenía en la mano veinte mil rublos.
Como ustedes ven, señores del jurado, la psicología es un
arma de dos filos. Permítanme que utilice el filo contrario: ya
verán ustedes lo que resulta.
»Un mes antes del drama, la señorita Verkhovtsev entrega
al acusado tres mil rublos para que los envíe por correo,
¿pero hace la entrega en condiciones tan humillantes como se
ha dicho aquí hace unos momentos? La primera declaración
de la señorita Verkhovtsev sobre este punto fue muy distinta
de la segunda. En ésta se percibía la cólera, el afán de
venganza, un odio largo tiempo disimulado. La acusación no
ha mencionado este cambio novelesco; yo no lo comentaré
tampoco. Sin embargo, me permitiré observar que si una
persona tan honorable como la señorita Verkhovtsev es capaz
de prestar en la audiencia una declaración completamente
distinta de la que hizo al instruirse el sumario, con el propósito
evidente de perjudicar al acusado, no es menos evidente que
sus declaraciones pecan de parcialidad. No se puede negar
que una mujer ávida de venganza está predispuesta a
exagerar las cosas, y especialmente las condiciones
humillantes en que fue entregado el dinero. Esta entrega
debió de hacerse, por el contrario, del modo más aceptable,
sobre todo para un hombre tan irreflexivo como nuestro cliente
y que además, confiaba en recibir de su padre los tres mil
rublos que le correspondían en el ajuste de cuentas. Esto era
problemático, pero el acusado, con su alegre confianza,
estaba seguro de que recibiría los tres mil rublos y podría
devolver a la señorita Verkhovtsev la cantidad que le había
prestado.
»Pero la acusación rechaza la versión de la bolsita. «
Estos sentimientos son incompatibles con el carácter del
acusado.» Sin embargo, el propio señor fiscal ha hablado de
los dos abismos que Karamazov puede ver al mismo tiempo.
En efecto, su carácter de dos caras puede llevarle a detenerse
en medio de la más desenfrenada disipación, a causa de otra
influencia. Y esta otra influencia existe en nuestro caso: fue el
amor, un amor que se inflamó como la pólvora y para el que
necesitaba dinero, más dinero aún que para divertirse con su
amada. Si ella le dice: «Soy tuya: no quiero a Fiodor
Pavlovitch» esto le bastará para entregarse totalmente a ella y
desear llevársela lejos, cosa que no podrá hacer con los
bolsillos vacíos. Así sucedió antes de que comenzara el
jolgorio de aquella noche. Karamazov pensó que podía
presentársele este problema, y este pensamiento fue lo que le
llevó, por absurdo que parezca, a reservarse mil quinientos
rublos. Pero pasa el tiempo y Fiodor PavIovitch no da al
acusado los tres mil rublos. Por el contrario, corre el rumor de
que los destina precisamente a seducir a la señorita Svietlov.
El acusado piensa: «Si Fiodor Pavlovitch no me da el dinero,
Catalina Ivanovna podrá decir que soy un ladrón.» Así nace
en él la idea de ir a devolver a la señorita Verkhovtsev los mil
quinientos rublos que sigue llevando en la bolsita pendiente
de su cuello. Si procede de este modo podrá decirse: «Soy un
miserable, pero no un ladrón.» He aquí una doble razón para
que conserve ese dinero como algo precioso, en vez de abrir
la bolsa a ir sacando billete tras billete. ¿Por qué negar al
acusado el sentimiento del honor? Este sentimiento existe en
él, tal vez mal comprendido, acaso erróneo, pero real y
vehemente: Dmitri Fiodorovitch lo ha demostrado.
»La situación se complica, la tortura de los celos alcanza el
paroxismo, y los dos problemas, siempre los mismos,
obsesionan con fuerza creciente la imaginación del acusado.
«Si devuelvo el dinero a Catalina Ivanovna, ¿cómo me podré
llevar a Gruchegnka?» Si desde entonces no cesó de
embriagarse y de alborotar en las tabernas fue precisamente
porque se sentía amargado y no tenía valor para hacer frente
a esta amargura. Aquellos dos problemas acabaron por ser
para él tan irritantes, que le llevaron a la desesperación. Había
enviado a su hermano menor a pedir por última vez los tres
mil rublos a su padre, pero, sin esperar a recibir la respuesta,
irrumpió en casa de Fiodor Pavlovitch y lo agredió ante
testigos. Después de esto, ya nada podía esperar de su
padre. Aquella misma noche se golpea el pecho, exactamente
en el punto donde está su bolsita, y dice a su hermano que
tiene un medio de borrar su vergüenza, pero que no lo
utilizará, pues la debilidad de su carácter le impedirá dar ese
paso. ¿Por qué se niega la acusación a aceptar la declaración
de Alexei Karamazov, tan sincera, tan espontánea, tan lógica?
¿Por qué se obstina en imponer la versión del dinero oculto en
una grieta de los sótanos del castillo de Udolphe?
»La noche misma de su conversación con su hermano, el
acusado escribe la fatídica carta en que se basa
principalmente la acusación de robo. En ella dice que pedirá el
dinero a todo el mundo y que, si nadie se lo quiere dar, matará
a su padre cuando Iván se haya marchado y se apoderará del
sobre atado con una cinta de color de rosa, que Fiodor
Pavlovitch tiene escondido en su cama. Refiriéndose a esta
carta, el señor fiscal ha exclamado: «¡Aquí está el plan
completo del asesinato! Todo ocurrió de acuerdo con lo que
aquí se anuncia.» Pero, en primer lugar, hay que tener en
cuenta que esta carta está escrita bajo los efectos del alcohol
y de una desesperación extrema; en segundo, que habla del
sobre sin haberlo visto, basándose sólo en las referencias de
Smerdiakov; y, en fin, que aunque la carta exista, no puede
probarse que lo que se dice en ella corresponda a los hechos
que se produjeron después. ¿Encontró el acusado el sobre
debajo del colchón? ¿Contenía este sobre el dinero? Además,
¿era el dinero lo que atraía al acusado? No, Dmitri
Fiodorovitch no corrió como un loco para robar, sino para
enterarse de dónde estaba la mujer que le había hecho perder
la cabeza. No obró de acuerdo con un plan premeditado, sino
impensadamente, en un arrebato de celos. «Sí, pero, después
del asesinato, se apoderó del dinero. » ¿Después del
asesinato? ¿Es que realmente lo cometió? Rechazo con
indignación la hipótesis del robo, porque es evidente que no
se puede hacer esta acusación sin señalar el objeto robado.
¿Pero hay pruebas de que el acusado cometiera el crimen,
aunque no robase? ¿No será también esto una novela?

CAPÍTULO XII
NO HUBO ASESINATO
-No olviden, señores del jurado, que está en juego la vida
de un hombre y, por lo tanto, debemos obrar con prudencia.
Hasta hoy el ministerio público no se había atrevido a admitir
la premeditación. Para admitirla ha necesitado de esa fatídica
carta escrita en estado de embriaguez que se ha presentado
hoy al tribunal. «Todo sucedió tal como el acusado anunció
por escrito.» Pero repito que Dmitri Fiodorovitch sólo fue a
casa de su padre para saber si estaba allí su amada. Esto es
indudable. Si el acusado hubiera hallado a la señorita Svietlov
en su propia casa, no habría dado ningún paso más. Fue a
casa de Fiodor Pavlovitch sin más propósito que el de buscar
a su amada, tal vez sin acordarse de la carta que había escri-
to. «Pero cogió una mano de mortero.» Efectivamente, cogió
este objeto que como ustedes saben, ha dado lugar a
deducciones psicológicas. Sin embargo, acude a mi mente
esta simple idea: si la mano de mortero, en vez de estar al
alcance del acusado, hubiera estado guardada en uno de los
armarios de la cocina, Dmitri Fiodorovitch, al no verla, habría
salido de allí con las manos vacías y no habría podido agredir
a nadie. ¿Se puede deducir de esta conducta la
premeditación? Ciertamente, el acusado había proferido en
las tabernás amenazas de muerte contra su padre, y dos días
antes del drama, la misma noche en que escribió su famosa
carta, no daba muestras de excitación: sólo discutió con un
empleado, « cediendo a una costumbre inveterada». A esto se
puede contestar que si el acusado hubiera tenido el propósito
de matar, de cometer un crimen de acuerdo con un plan
trazado por él mismo, habría evitado esta discusión y,
seguramente, ni siquiera hubiese ido a la taberna. En estos
casos se desea la calma y la soledad, no se quiere llamar la
atención, no sólo por cálculo, sino también por instinto.
»Señores del jurado, quiero decir una vez más que la
psicología es un árma de dos filos y que también yo sé
manejarla. Las amenazas proferidas a gritos en las tabernas
durante un mes, no significan nada. ¡A cuántos niños y a
cuántos borrachos les oímos lanzar gritos semejantes en sus
disputas, sin que la cosa pase de ahí! Esa carta fatal, ¿no es
también un producto de la embriaguez y de la cólera, el grito
de un borracho que anuncia con voz amenazadora que va a
cometer una atrocidad? ¿Por qué no ha de ser así? ¿Qué
razón hay para que esa carta sea forzosamente fatal y no
grotesca? La razón es que se encontró asesinado a Fiodor
Pavlovitch, que una persona vio al acusado huyendo por el
jardín y que esta persona fue agredida y derribada por mi
cliente. De esto se deduce que todo sucedió tal como Dmitri
Fiodorovitch había anunciado por escrito y éste es el motivo
de que la carta no se considere grotesca, sino fatídica. AI fin,
gracias a Dios, hemos llegado al punto crítico. «El acusado
estaba en el jardín; por lo tanto, él fue el que cometió el
crimen.» En la acusación abundan los «por lo tanto». ¿Pero y
si éstos fueran infundados, pese a las apariencias de
realidad? Desde luego, la trabazón de los hechos, las
coincidencias, son elocuentes. Pero consideren ustedes los
hechos por separado, sin dejarse impresionar por su conjunto.
¿Por qué la acusación se niega terminantemente a aceptar la
declaración de mi cliente de que se alejó de la ventana de la
habitación de su padre? Recuerden ustedes el sarcasmo con
que el ministerio fiscal ha acogido la suposición de que ha
habido prudencia y piedad en la conducta del acusado. ¿Pero
por qué es imposible que mi cliente haya experimentado estos
sentimientos? «Sin duda, mi madre rogó por mí en aquellos
instantes», declaró Dmitri Fiodorovitch al instruirse el sumario.
Se fue al comprobar que la señorita Svietlov no estaba en
casa de su padre. El señor fiscal afirma que el acusado no
pudo hacer tal comprobación desde la ventana. Pero yo no
comparto esta opinión. La ventana se ha abierto al llamar en
ella mi cliente de acuerdo con las instrucciones de
Smerdiakov. Fiodor Pavlovitch puedé lanzar un grito, decir
algo que revela la ausencia de la señorita Svietlov. ¿Por qué
aferrarnos a una hipótesis surgida de nuestra imaginación?
Mil detalles pueden eludir la observación del novelista más
sutil. «Pero Grigori vio la puerta abierta. Por lo tanto, el
acusado debió de entrar en la casa, y si entró, cometió el
crimen.» Hablemos de esta puerta, señores del jurado. Sobre
ella no tenemos más testimonio que el de un hombre cuyo
estado le impedía ver las cosas con claridad. Pero admitamos
que la puerta estaba abierta y que la negativa del acusado
sea una falsedad dictada por el lógico deseo de defenderse;
admitamos que entró en la casa; ¿pero por qué el hecho de
que entrase ha de implicar necesariamente que cometiera el
crimen? Pudo entrar, recorrer las habitaciones, incluso
golpear a su padre, y luego, una vez convencido de que la
señorita Svietlov no estaba allí, marcharse, alegrándose de no
haberla encontrado, ya que encontrarla habría significado
para él la tentación de cometer un crimen. Si después volvió a
bajar de la tapia para acercarse a Grigori, víctima de su furor,
fue porque era capaz de compadecerse, porque, al haber
triunfado de la tentación, le animaba esa alegría que sólo
pueden sentir las almas puras. Con seductora elocuencia el
señor fiscal nos ha descrito las emociones del acusado en
Mokroie, cuando el amor aparece ante él, llamándolo a una
vida nueva, precisamente en un momento en que ya no era
posible amar, por tener a sus espaldas el cadáver
ensangrentado de su padre y ante él la perspectiva del
castigo. O sea, que el ministerio público admite el amor,
aunque explicándolo a su manera: el estado de embriaguez,
la tregua de alegría proporcionada al criminal, etcétera,
etcétera. Pero insisto en mi pregunta, señor fiscal: ¿no ha
creado usted un falso personaje? ¿Tan desalmado es mi
cliente que en aquellos momentos y teniendo sobre su
conciencia la sangre de su padre, pudo pensar en el amor y
sentir alegría? ¡No y mil veces no! Si el acusado hubiera
tenido realmente sobre su conciencia la sangre de su padre,
estoy convencido de que, al saber que ella lo amaba y le
ofrecía la felicidad, habría experimentado una necesidad
imperiosa de suicidarse y se habría quitado la vida. No me
cabe duda de que habría recordado dónde estaban las
pistolas. Conozco bien al acusado y puedo afirmar que la
brutal insensibilidad que se le atribuye no está de acuerdo con
su carácter. Se habría matado: estoy seguro. Si no lo hizo, fue
precisamente porque no había matado a su padre («su madre
rogaba por él»). Aquella noche, en Mokroie, el acusado
estaba atormentado únicamente por el recuerdo del viejo
criado al que había herido, y pedía a Dios los librara, a Grigori
de la muerte y a él del castigo. ¿Por qué no admitir esta ver-
sión? ¿Qué prueba tenemos de que el acusado miente? Otra
razón que se nos da para atribuirle la muerte de su padre
consiste en esta pregunta: si él huyó sin matar a Fiodor
Pavlovitch, ¿quién puede ser el asesino?
»Otra vez nos enfrentamos con la lógica de la acusación:
si no ha sido él, ¿quién ha cometido el crimen? No se puede
sospechar de nadie más. Señores del jurado, ¿es esto cierto?
¿De veras no existe ningún otro posible asesino? El ministerio
público ha citado a todos los que estaban, o estuvieron de
paso, en la casa del crimen aquella noche. Éstos fueron cinco.
Tres de las cinco personas deben quedar al margen de toda
sospecha, lo reconozco: la víctima, el viejo Grigori y la esposa
de éste. Por lo tanto, sólo quedan Karamazov y Smerdiakov.
El señor fiscal ha exclamado patéticamente que el acusado ha
denunciado a Smerdiakov como ultimo recurso, y que si
hubiera existido una sexta persona, o solamente la sombra de
ella, mi cliente se habría apresurado a acusarla. ¿Pero qué
nos priva, señores del jurado, de razonar a la inversa? Tene-
mos enfrentados a dos individuos: el acusado y Smerdiakov.
¿Qué me impide afirmar que se acusa a mi cliente como
último recurso? Pues se le acusa porque se ha excluido por
anticipado a Smerdiakov de toda sospecha. En verdad, los
únicos que han señalado a Smerdiakov como posible culpable
han sido el acusado, sus dos hermanos y la señorita Svietlov.
Pero hay otros testigos: la confusa emoción suscitada en la
sociedad por ciertas sospechas, un vago rumor, una especie
de ansiosa espera. Y también la coincidencia de ciertos
hechos. Primero ese ataque de epilepsia que sufre Smer-
diakov precisamente el día del crimen y que el ministerio
público ha tenido que detenerse a justificar. Después el
repentino suicidio de este sirviente el día antes de celebrarse
el juicio. Y, en fin, la declaración, no menos inesperada, del
hermano del acusado, que.considera a éste culpable y, de
pronto, trae los tres mil rublos y afirma que el asesino es
Smerdiakov. Estoy convencido, señores del jurado, de que
Iván Fiodorovitch es en estos momentos un enfermo mental, y
sé que su declaración puede ser una tentativa desesperada,
concebida en un momento de delirio, de salvar a su hermano,
achacando las culpas a un difunto. Sin embargo, el nombre de
Smerdiakov se ha pronunciado en esta sala y de nuevo
tenemos la impresión de hallarnos ante un enigma. Se diría,
señores del jurado, que aquí hay algo indefinido, que no se ha
terminado de expresar. Tal vez se haga la luz al fin, pero no
nos anticipemos.
»Ahora voy a permitirme oponer ciertos reparos a la
descripción que del carácter de Smerdiakov ha hecho el señor
fiscal con una sutileza muy propia de su talento. Pero, aun
reconociendo que la descripción ha sido admirable, no puedo
suscribirla en sus rasgos esenciales. Vi a Srnerdiakov, hablé
con él, y creo que es muy distinto de como nos lo ha
presentado la acusación. Cierto que era débil de cuerpo, pero
no lo era de carácter. No, no era el ser débil que nos ha
descrito el señor fiscal. Sobre todo, carecía de esa timidez
que le ha achacado el ministerio público. No existía en él la
ingenuidad, sino una extrema desconfianza disfrazada de
candidez y una mente capaz de todas las premeditaciones. El
ingenuo ha sido nuestro acusador al ver en Smerdiakov un
hombre débil de espíritu. A mí me produjo una impresión clara
y terminante; tuve el convencimiento de que me hallaba ante
un ser lleno de maldad, insaciable en sus ambiciones,
envidioso y vengativo. Además, indagué sobre su vida. Le
avergonzaba su origen, no podía recordar sin un gesto de
despecho que era hijo de una cualquiera. No respetaba al
viejo Grigori ni a su esposa, a pesar de que lo habían tenido a
su cuidado desde su infancia. Maldecía a Rusia, se burlaba de
su patria y soñaba con trasladarse a Francia y nacionalizarse
francés. Antes del crimen, dijo muchas veces que sentía no
poder llevar a cabo sus planes por falta de recursos. Creo que
se consideraba un ser superior y que no sentía estimación por
nadie, excepto por sí mismo... Un buen traje, una camisa
limpia y botas relucientes constituían para él la fórmula de la
cultura. Creía ser (hay pruebas de ello) hijo natural de Fiodor
Pavlovitch. Esto pudo llevarle a considerar irritante su
situación frente a la de los hijos legítimos de su dueño, ya que
para ellos eran todos los derechos y sería toda la herencia,
mientras que él no pasaba de ser el cocinero de la casa. Me
contó que había ayudado a Fiodor Pavlovitch a guardar los
tres mil rublos en el sobre. No cabe duda de que lo mortificó el
destino que se daba a esta suma que le habría bastado para
hacer su soñado viaje. Además, vio los tres mil rublos
formando un fajo de flamantes billetes. Lo sé porque se lo
sonsaqué intencionadamente. No enseñéis nunca a un
hombre orgulloso y propenso a la envidia una importante
cantidad de dinero. Era la primera vez que Smerdiakov veía
tantos billetes juntos. Esta visión pudo dejar en su mente
huellas profundas, aunque en el primer momento la impresión
no tuviera consecuencias.
»Mi eminente contradictor ha expuesto con notable
sutileza una serie de hipótesis, en favor y en contra, de la
acusación de asesinato contra Smerdiakov, y finalmente ha
preguntado: «¿Qué interés podía tener Smerdiakov en fingir
un ataque?» A esto respondo que el ataque pudo no ser
fingido, que Smerdiakov pudo sufrirlo realmente y más tarde
volver en sí. Aunque no del todo, como suele ocurrir a los
epilépticos, pudo recobrar la razón. «¿En qué momento
cometió el crimen?», preguntará la acusación. Es una
pregunta muy fácil de contestar. Smerdiakov pudo volver en sí
y levantarse después de un sueño profundo (los epilépticos
suelen dormir profundamente tras los ataques), exactamente
en el momento en que el viejo Grigori cogió al acusado por la
pierna cuando éste cabalgaba ya sobre la tapia y gritó:
«¡Parricida!» Este grito proferido en el silencio de la noche
pudo despertar a Smerdiakov, cuyo sueño era ya,
seguramente, más ligero. Entonces se levanta y, todavía
medio dormido, va a ver qué ha pasado. Llega al jardín, se
acerca a la ventana iluminada y se entera de lo ocurrido por
boca de su amo, que se alegra de tenerlo junto a él. Fiodor
Pavlovitch se lo cuenta todo detalladamente, y en la mente,
aún no despejada, de Smerdiakov, surge una idea que va
tomando cuerpo. Es una idea horrible, pero subyugadora y de
una lógica irrefutable: matar, apoderarse de los tres mil rublos
y dejar que todo el mundo culpe al hijo de la víctima. ¿Quién
puede sospechar de él? ¿A quién se puede acusar sino a
Dmitri Karamazov? Existen pruebas: están en el lugar donde
se va a producir el hecho. La codicia y la confianza en la
impunidad lo han dominado al mismo tiempo. La tentación de
matar se presenta a veces de improviso, como una ráfaga. En
resumen, que Smerdiakov pudo entrar en la casa y cometer el
crimen. ¿Con qué arma? ¡Bah! Con la primera piedra que
encontrara en el jardín. ¿Pero por qué? ¿Qué fin perseguía?
Tres mil rublos son una fortuna, ¿no? Alguien pensará que me
contradigo, pero no es así. El dinero pudo existir. Y acaso era
Smerdiakov el único que sabía dónde lo podía encontrar.
«¿Pero y ese sobre abierto abandonado en el suelo de la
habitación?» Hace un momento, al decir el señor fiscal
sutilmente que sólo un ladrón sin experiencia, precisamente
como Karamazov, podía obrar así, y que Smerdiakov no
habría dejado jamás tras él semejante prueba de culpa; hace
un momento, repito, he recordado que este argumento no era
una novedad para mi. La hipótesis de que sólo un hombre
como Karamazov podía haber arrojado el sobre al suelo ya la
había oído dos días antes de labios de Smerdiakov, cosa que,
por cierto, me sorprendió extraordinariamente. Tuve la
impresión de que Smerdiakov se hacía el ingenuo para
inculcarme esta idea y que yo llegara a la misma conclusión
por inspiración suya. ¿No procedería del mismo modo en la
instrucción del sumario, consiguiendo imponer esta hipótesis
al eminente representante del ministerio público? «¿Y la mujer
de Grigori?», se me preguntará. «Estuvo oyendo gemir al
enfermo toda la noche.» En efecto, así lo ha atestiguado ella.
Pero este argumento es sumamente frágil. Un día, una señora
amiga mía se quejaba de no haber podido dormir en toda la
noche a causa de los ladridos de un perro. Sin embargo, el
pobre animal, como pudo comprobarse, sólo había ladrado
dos o tres veces. Estos errores son naturales. Una persona
está durmiendo; oye gemir y se despierta renegando, para
volver a dormirse en seguida. Dos horas después, nuevo
gemido, otra vez se despierta y otra vez se duerme. Esto se
repite dos horas más tarde. En total, ha ocurrido tres veces.
Pero esa persona se levanta por la mañana quejándose de no
haber dormido en toda la noche y diciendo que los gemidos
han sido incesantes. Sin duda, esa persona cree
sinceramente que ha sido así. Los intervalos de dos horas de
sueño no se pueden recordar; sólo los minutos de vigilia se
fijan en la memoria, dando la impresión de que las
interrupciones del descanso han sido continuas.
»«¿Pero por qué -replica la acusación- no confesó Smer-
diakov su crimen en la nota que dejó escrita antes de
suicidarse? ¿Acaso su conciencia no llegaba a tanto?»
Permítanme una observación. La conciencia va unida al
arrepentimiento. Tal vez el suicida no estaba arrepentido, sino
solamente desesperado. Son dos cosas muy diferentes. A la
desesperación puede ir unida la maldad, y no es necesario
que el desesperado sienta el deseo de reconciliarse con Dios.
Es posible que el suicida, en sus últimos momentos, odiase
más que nunca a aquellos a quienes había envidiado toda la
vida.
»Señores del jurado, procuren no cometer un error judicial.
¿Hay algo inverosímil en mi tesis? Traten de encontrar un
error, un detalle imposible, un hecho absurdo, y si no lo hallan,
si consideran que en mis suposiciones hay un poco de
verosimilitud, por insignificante que este poco sea, obren con
prudencia. Les juro por lo más sagrado que creo con absoluta
sinceridad en la versión del crimen que acabo de exponer. Lo
que me inquieta es que entre el cúmulo de hechos contra mi
cliente que nos ha ofrecido la acusación, no exista ni uno solo
cuya exactitud y evidencia no puedan ponerse en duda.
Ciertamente, el conjunto de los hechos es abrumador para el
acusado: esa sangre que gotea de sus manos y que mancha
sus ropas, el grito de «¡Parricida!» que resuena en la oscu-
ridad de la noche, el hecho de que la persona que ha lanzado
este grito se desplome con la cabeza abierta, y, además, el
cúmulo de palabras, de declaraciones, de exclamaciones que
se han oído aquí... Todo esto, señores del jurado, puede
torcer una convicción, pero no la de ustedes. No olviden que
se les ha conferido un poder ilimitado, que pueden hacer y
deshacer. Pero cuanto mayor es el poder que se tiene, mayor
debe ser el cuidado con que se ejerza. Mantengo firmemente
todo lo que acabo de decir; pero voy a convenir por un
momento con la acusación de que mi desventurado cliente se
ha manchado las manos con la sangre de su padre. Esto no
es más que una suposición, pues repito una vez más que no
tengo la menor duda de que el acusado es inocente. Sin em-
bargo, les ruego que me escuchen aunque adopte esta
actitud. Tengo que decirles todavía algunas cosas que
considero útiles para hacer frente al violento combate que se
está librando -ésta es mi creencia- en sus corazones...
Perdónenme esta alusión, señores del jurado; pero quiero ser
sincero hasta el fin. ¡Seamos sinceros todos!
En este punto de su discurso, el abogado defensor fue
interrumpido por una salva de aplausos. Fue tanta la emoción
con que pronunció sus últimas palabras, que todos creyeron
que verdaderamente tenía algo, y muy importante, que decir.
El presidente amenazó con hacer evacuar la sala si se
repetían semejantes manifestaciones. Dicho esto, se dispuso
a escuchar y Fetiukovitch reanudó la defensa con un acento
de convicción muy distinto del que había empleado hasta
aquel momento.
CAPITULO XIII
UN SOFISTA
-No es solamente el conjunto de los hechos lo que abruma
a mi cliente, señores del jurado; lo que más le perjudica es el
hechc de que la víctima sea su padre. Si se tratara de un
crimen corriente, ustedes, dada la duda que se cierne sobre
este asunto cuando consideramos los hechos aisladamente,
no mantendrían una actitud acusadora o, por lo menos,
vacilarían en condenar a un hombre exclusivamente porque
ocupe, con sobrados motivos, por cierto, el banquillo de los
acusados. Pero estamos en presencia de un parricida. Esta
palabra impone de tal modo, que fortalece, incluso en el áni-
mo más objetivo, los puntos fundamentales de la acusación.
¿Cómo perdonar a un hombre de un crimen tan horrendo? Si
fuera verdaderamente culpable y quedara sin castigo... Éste
es el sentimiento instintivo de todos. En verdad, es algo
espantoso matar a un padre, al hombre que nos ha
engendrado y amado, que no ha rehuido ningún sacrificio por
nosotros, que nos ha atendido con angustia en las
enfermedades de nuestra infancia, que ha sufridc para darnos
la felicidad y sólo ha vivido para nuestras alegrías y nuestros
éxitos. No, no se concibe que se pueda asesinar a un padre
así. Señores del jurado, ¡qué grandeza encierrá la palabra pa-
dre cuando se trata de un padre verdadero! Acabamos de dar
una idea de lo que es un verdadero padre. Pero en nuestro
caso, en este doloroso asunto, tenemos un padre, Fiodor
Pavlovitch Karamazov, que no se parecía en nada al que
acabo de describir. Pues hay ciertos padres que son una
verdadera vergüenza. Analicemos las cosa, átentamente; no
debemos detenernos ante nada, en vista de la gravedad de la
decisión que hemos de tomar. No debemos tener miedo ni
eludir ciertas ideas, «como si fuéramos niños o débiles
mujeres», según la feliz expresión del eminente representante
del ministerio público. Mi honorable adversario, en el curso de
su ardoroso informe, ha exclamado varias veces: «No dejaré
en manos de nadie la defensa del acusado: yo soy a la vez su
acusador y su defensor.» Sin embargo, se ha olvidado de
mencionar el detalle de que el abominable acusado ha
conservado durante veintitrés años la gratitud por una libra de
avellanas, la única golosina que saboreó en la casa paterna, y
que, por lo tanto, mi cliente debe de recordar también que
correteaba por la casa de su padre descalzo y con los
pantalones abrochados por un solo botón, según nos ha
revelado un hombre de tan buenos sentimientos como el
doctor Herzenstube.
»Señores del jurado, no nos detengamos en los detalles
de esta lamentable paternidad, ya que todo el mundo la
conoce. ¿Qué ha encontrado mi cliente al llegar a casa de su
padre? ¿Hay razón para que se le presente como un hombre
sin corazón, como un ser egoísta, como un monstruo? Es
impulsivo, violento como un salvaje: así se le considera.
¿Pero quién es el culpable de que sea de este modo si, a
pesar de su inclinación al bien y de su corazón sensible y
abierto a la gratitud, se ha hecho hombre en un ambiente tan
monstruoso? ¿Le ha ayudado alguien a cultivar su razón, se
ha cuidado alguien de educarlo, recibió algún afecto en su
infancia? Mi cliente se ha desarrollado a la buena de Dios,
como un animal selvático. Tal vez ardía en deseos de ver a su
padre después de tantos años de separación; tal vez,
acordándose de su infancia como a través de un sueño,
apartó muchas veces de su corazón los odiosos fantasmas
del pasado y deseó con toda su alma absolver y abrazar a su
padre. ¿Pero qué ocurrió cuando volvió a verlo? Que lo recibió
con cínicas sonrisas, con desconfianza, con ironías acerca de
la herencia de su madre. Sólo oye palabras ofensivas, y, para
que nada le falte, ve que su padre pretende arrebatarle la
mujer amada, ofreciéndole el dinero que le pertenece a él.
Señores del jurado: reconozcan que esto es atroz,
repugnante. Además, este padre se queja ante todo el mundo
de la falta de respeto y la violencia de su hijo, lo calumnia,
pone en su camino toda clase de obstáculos, compra sus
pagarés con el propósito de llevarlo a la cárcel. Hay hombres
que parecen desalmados, violentos, impetuosos, como mi
cliente, y son en realidad bondadosos; si parecen distintos es
porque no han tenido ocasión de demostrar su bondad. No
tomen a broma esta idea. El señor fiscal se ha burlado de mi
cliente por considerarlo un apasionado de Schiller. Yo, en su
lugar, no me habría burlado. Estos seres, permíitidme
defenderlos, suelen estar sedientos de ternura, de belleza, de
justicia, precisamente porque, sin que ellos lo sospechen,
estos sentimientos contrastan con la violencia y la dureza de
su conducta. Por muy desalmados que parezcan, son
capaces de amar hasta el sufrimiento, de sentir por una mujer
un amor espiritual y profundo. Y esto es, créanme ustedes, lo
que suele ocurrirles. Sin embargo, no pueden disimular su
impetuosa rudeza, que es lo único que vemos de ellos, ya que
su interior permanece oculto. Las pasiones de estos seres se
apaciguan con facilidad. Cuando se ven ante una persona de
sentimientos elevados, sus almas, aparentemente rudas y
violentas, tratan de regenerarse, de corregirse, de ser nobles,
rectas, «sublimes», por desacreditada que esté esta
expresión.
»He dicho hace unos momentos que no comentaría las
relaciones de mi cliente con la señorita Verkhovtsev. Sin
embargo, puedo decir algo de este asunto. Hemos oído de
sus labios no una declaración, sino el grito de una mujer
exaltada que comete un acto de venganza. Esa mujer no tiene
ningún derecho a acusar a mi cliente de traición, pues ha sido
ella la que lo ha traicionado. Si hubiera podido reflexioilar, no
habría hecho semejante declaración. No la creáis. Mi cliente
no es un monstruo, como ella lo ha llamado. El Crucificado,
que amaba a los hombres, dijo en las angustias de la Pasión:
«Soy el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas; ninguna
perecerá». No perdamos a un alma humana. Me he
preguntado qué es un buen padre y he respondido que esta
expresión designa algo noble y magnífico. Pero hay que
aplicar el calificativo con exactitud, señores del jurado; hay
que llamar a las cosas por su verdadero nombre. Un padre
como el viejo Karamazov no merece llamarse padre. El amor
filial injustificado es absurdo. No puede suscitar amor el que
no da nada; sólo Dios puede sacar de la nada algo. «Padres,
no irritéis a vuestros hijos», escribe el apóstol con el corazón
inflamado de amor. Recuerdo estas santas palabras, no sólo
por el padre de mi cliente, sino por todos los padres. ¿Quién
me ha dado autoridad para aleccionarlos? Nadie. Pero yo me
dirijo a ellos como hombre y como ciudadano: vivos voco.
Permanecemos poco tiempo en la tierra. Nuestro actos y
nuestras palabras suelen ser malos. Por lo tanto, debemos
aprovechar los momentos en que nos reunimos para decirnos
algo bueno. Esto es lo que hago yo: aprovechar la ocasión
que se me ofrece. No es que la suprema autoridad me haya
concedido esta tribuna, pero pienso que toda Rusia me está
escuchando. No me dirijo únicamente a los padres que están
en esta sala, sino a todos los padres. A todos les digo:
«Padres, no provoquéis la ira de vuestros hijos.» Empecemos
por cumplir los preceptos de Cristo: sólo así podremos exigir
algo a los seres que hemos traído al mundo. Si no
procedemos de este modo, no seremos sus padres, sino sus
enemigos, y ellos verán en nosotros sus enemigos y no sus
padres. Y la culpa será nuestra. «Con la medida que midáis
se os medirá a vosotros». Esto no lo digo yo, sino los
Evangelios. Medid con la misma medida con que se os mida.
No podemos reprochar a nuestros hijos que hagan con
nosotros lo que nosotros hacemos con ellos.
»Hace poco, en Finlandia, se acusó a una muchacha de
haber dado a luz clandestinamente. La vigilaron y encontraron
en el granero, oculta en un montón de ladrillos, su maleta y,
dentro de esta maleta, el cadáver de un recién nacido. La
propia madre era la autora del crimen. Se descubrieron los
esqueletos de otros dos niños, a los que la misma madre
había dado muerte después de haberlos traído al mundo,
según confesó la propia culpable. ¿Es esto una madre,
señores del jurado? Tuvo hijos, pero ¿puede haber alguien
que se atreva a aplicarle el santo nombre de madre? Seamos
audaces, señores, seamos incluso temerarios. En este
momento tenemos el deber de serlo. No debemos temer a
ciertas expresiones ni a ciertas ideas; no imitemos a los
mercaderes de Moscú, que temen a las palabras «metal» y
«azufre». Demostremos que el progreso de los últimos años
ha influido en nosotros y digamos francamente: no basta
engendrar para ser padre, hace falta además merecer este
nombre. Sin duda, se da otro significado a la palabra padre,
ya que se llama así al que ha engendrado hijos, aunque sea
un monstruo y un enemigo declarado de ellos. Pero este
significado es puramente místico, por decirlo así, choca con la
inteligencia y sólo puede admitirse como artículo de fe. Lo
mismo ocurre con otras muchas cosas incomprensibles en las
que se cree porque la religión lo ordena. Pero en este caso,
las cosas no pertenecen al dominio de la vida real. Dentro de
este dominio, donde existen no solamente derechos, sino
también importantes deberes, si queremos ser humanos,
cristianos, tenemos que hacer use exclusivamente de las
ideas justificadas por la razón y la experiencia y pasadas por
el tamiz del análisis; tenemos, en una palabra, que proceder
sensatamente y no de un modo extravagante, como en
sueños o delirando, para no perjudicar al prójimo. Entonces
obraremos como cristianos y no solamente como místicos, y
realizaremos una labor racional y verdaderamente altruista...
En este momento se oyeron aplausos en varios puntos de
la sala, pero Fetiukovitch hizo un ademán con el que dio a
entender que suplicaba que no lo interrumpieran. Al punto se
restableció el silencio y el orador continuó:
-¿Creen ustedes, señores del jurado, que estas cuestiones
pueden pasar inadvertidas a los hijos que llegan a la edad de
reflexionar? No, de ningún modo. Y no debemos pedirles que
se abstengan de lo que no se pueden abstener. Un padre
indigno -indignidad que se puede advertir fácilmente si se
compara a este padre con los padres de los amigos o los
compañeros de colegio- inspira al muchacho, aunque no lo
quiera, una serie de preguntas dolorosas. A estas preguntas
se le responde superficialmente: «Te ha engendrado, llevas
su sangre en tus venas. Por lo tanto, debes quererlo.» Cada
vez más sorprendido, el muchacho se pregunta a pesar suyo:
«¿Acaso me quería cuando me engendró? Entonces no me
conocía, ni siquiera sabía cuál era mi sexo. En aquel
momento de pasión tal vez estaba enardecido por el alcohol.
Y yo he recibido como herencia la inclinación a la bebida: esto
es todo lo que le debo. ¿Por qué tengo que amarlo? ¿Sólo
porque me ha engendrado y a pesar de que él no me ha
querido nunca?» Estas preguntas les parecerán a ustedes
despiadadas, crueles, pero no se puede pedir demasiado a
una inteligencia que empieza a despertar. Arrojad lo lógico y
natural por la puerta, y lo veréis entrar por la ventana. Pero,
sobre todo, no temamos al «metal» y al «azufre»; resolvamos
esta cuestión de acuerdo con la razón y los sentimientos
humanos, y no encerrándonos en ideas místicas. Que el hijo
vaya a preguntar seriamente a su padre: «¿Por qué tengo que
quererte? Demuéstrame que esto es un deber.» Si este padre
es capaz de contestarle y darle la prueba que le pide, nos
hallamos en presencia de una familia normal, verdadera, que
no descansa solamente en prejuicios místicos, sino también
en una base racional y rigurosamente humana. Pero si el
padre no demuestra al hijo que debe amarlo, la familia no
existe, el padre no es tal padre y el hijo queda en libertad y
con derecho a considerar al autor de sus días como un
extraño e incluso como un enemigo. ¡Nuestra tribuna, señores
del jurado, debe ser la escuela de la verdad y de las ideas
sanas!
Una salva de aplausos interrumpió al orador. No eran
unánimes, pero no menos de la mitad de la sala aplaudía, y
en esta mitad había padres y madres. De las tribunas
ocupadas por las damas salieron gritos entusiastas. Incluso se
agitaron pañuelos. El presidente hizo sonar la campanilla con
todas sus fuerzas. Era evidente su enojo ante el escándalo,
pero no se atrevió a cumplir su amenaza de hacer evacuar la
sala. Incluso las autoridades y los viejos aplaudieron al orador.
De aquí que, una vez calmados los ánimos, el presidente se
limitase a repetir la amenaza que no había cumplido.
Emocionado y triunfante, Fetiukovitch reanudó su discurso.
-Recuerden ustedes, señores del jurado, aquella horrible
noche de la que tanto se ha hablado aquí, aquella noche en
que el hijo saltó la tapia del jardín de su padre y se encontró
frente a frente con el enemigo que le había dado la vida.
Insisto en que no fue el dinero lo que le atrajo allí; la
acusación de robo es absurda por las razones que ya he
expuesto. Tampoco era su intención matar. Si hubiera
abrigado tal propósito, se habría provisto de una verdadera
arma y no de una mano de mortero de la que se apoderó con
un movimiento instintivo, sin saber por qué. Admitamos por
unos momentos que engañó a su padre llamando con los
golpes convenidos y que entró en la casa. Ya he dicho que no
creo en esta fantasía, pero supongamos momentáneamente
que ocurrió así. En este caso, señores del jurado, estoy
completamente seguro de que si el rival de Dmitri Karamazov,
en vez de ser su padre, hubiera sido un extraño, el acusado,
después de comprobar que su amada no estaba allí, se habría
apresurado a marcharse, sin hacer el menor daño o, a lo
sumo, después de zarandearlo o golpearlo, ya que lo único
que le interesaba era encontrar a Gruchegnka. Pero el rival
era su padre, el que lo ha abandonado en su infancia, el
monstruo al que considera como su peor enemigo. Al verlo, el
odio lo ciega y anula su razón. Todas las ofensas recibidas
acuden en tropel a su memoria. Es como un arrebato de
locura, pero también un impulso natural, inconsciente, contra
la transgresión de las leyes eternas. En este caso no se
puede acusar al homicida de ser un verdadero criminal. No,
no se le puede acusar. El supuesto asesino se ha limitado
a,levantar la mano de mortero en un impulso de indignación,
de contrariedad, sin el propósito de matar, sin darse cuenta de
que puede dar muerte a su enemigo. Si no hubiera tenido en
sus manos esa fatídica mano de mortero, es posible que
hubiera golpeado a su padre, pero no lo habría matado.
Cuando huye, ignora si ha dado muerte al viejo que ha dejado
tendido en el suelo. Un crimen así no puede llamarse crimen,
no puede llamarse parricidio. La muerte de un padre como
Fiodor Pavlovitch sólo pueden calificarla de parricidio aquellas
personas a las que ciegan los prejuicios.
»¿Pero se ha cometido realmente este crimen que
acabamos de describir, que acabamos de aceptar sin creer en
él? Señores del jurado, si condenamos al acusado, él se dirá:
«Estas personas no han hecho nada por mí, por educarme,
por instruirme, por mejorar mi modo de ser, por hacerme
hombre; me han negado su ayuda. Y ahora quieren enviarme
a presidio. Estamos, pues, en paz: no debo nada a nadie. Son
crueles; también lo seré yo.» Esto es lo que se dirá, señores
del jurado. Les aseguro que, si lo declaran culpable, sólo
conseguirán descargar su conciencia y procurarle una
satisfacción, ya que, lejos de sentir remordimiento, maldecirá
a la víctima de su crimen. Con este proceder, haréis imposible
la remisión del culpable, que conservará su maldad y su
ceguera hasta el fln de sus días. En cambio, si quieren
ustedes infligirle el más duro castigo que puedan imaginar y al
mismo tiempo regenerarlo para siempre, descarguen sobre él
todo el peso de su clemencia. Entonces lo verán
estremecerse y le oirán preguntarse: «¿Merezco esta ayuda,
esta estimación?» Porque en el alma inculta de ese hombre,
señores del jurado, hay un fondo de nobleza. Se inclinará ante
vuestra bondad, anhela realizar una gran demostración de
afecto. Su corazón se inflamará y su resurrección será
definitiva. Hay almas tan mezquinas que acusan a todo el
mundo. Pero colmad estas almas de misericordia,
demostradles amor, y maldecirán sus obras, pues los
gérmenes del bien abundan en ellas. El alma del acusado se
abrirá como una flor ante la indulgencia divina, la bondad y la
justicia de los hombres. Se sentirá arrepentido y le abrumará
la inmensidad de la deuda contraída. Entonces no dirá que no
debe nada a nadie, sino que es culpable ante todos y el más
indigno de todos. Bañado en lágrimas de ternura, exclamará:
«Hay hombres que valen mucho más que yo, pues podían
perderme y me han salvado.» Os será fácil ser clementes, ya
que, al no tener pruebas decisivas contra él, os resultaría
penoso dar un veredicto de culpabilidad. Vale más dejar en
libertad a diez culpables que condenar a un inocente. Nc
olvidéis la voz poderosa que resonó el siglo pasado en
nuestro pals y que engrandeció nuestra historia. ¿Quién soy
yo, pobre de mí, para recordaros que la justicia rusa no tiene
como único fin castigar, sino también salvar a los seres
perdidos? Que los demás pueblos observen la letra de la ley;
observemos nosotros su espíritu y su esencia para la
regeneración de los caídos. Si procedemos así, Rusia irá
hacia adelante. No sintáis temor ante esas troikas
desenfrenadas de las que otros pueblos se apartan con
aversión. Ahora no se trata de una troika desbocada, sino de
un carruaje majestuoso que avanza con solemne
impasibilidad hacia su fin. Él destino de mi cliente, y también
el del derecho ruso, está en vuestras manos. Para salvar y
defender este derecho debéis mostraros a la altura de vuestra
misión.
CAPITULO XIV
EL JURADO SE MANTIENE FIRME
Así terminó Fetiukovitch su discurso. El entusiasmo de sus
oyentes no tuvo límites. No había que pensar en reprimirlo.
Las mujeres lloraban; también derramaban lágrimas algunos
hombres, entre ellos los dignatarios. El presidente se resignó
y esperó unos momentos para hacer sonar la campanilla. Ante
esta actitud, una de las damas comentó:
-Interrumpir esta explosión de entusiasmo habría sido una
profanación.
Incluso el orador estaba sinceramente emocionado.
Entonces se levantó Hipólito Kirillovitch para replicar. Se
concentraron en él miradas de odio.
-¿Cómo se atreve a contestar? -murmuraron las damas.
Pero ni estos rumores ni los de todas las damas del
mundo, sin excluir a su esposa, habrían podido contener al
fiscal. Estaba pálido y temblaba de emoción. Sus primeras
palabras fueron incomprensibles. Jadeaba, se le trababa la
lengua, no conseguía expresarse con claridad. Pero este
segundo discurso fue breve. Me limitaré a citar algunos de sus
párrafos.
-...Se me acusa de que en mi discurso hay mucho de
novela; ¿pero acaso no peca de lo mismo el informe del
abogado defensor? Sólo le ha faltado hablar en verso. Fiodor
Pavlovitch, mientras espera a su amada, rasga el sobre y lo
arroja al suelo. La defensa incluso cita las palabras que el
viejo pronuncia en este momento. ¿No es esto un poema?
¿Qué prueba hay de que sacó el dinero? ¿Quién oyó lo que
dijo? Y ese imbécil de Smerdiakov convertidó en una especie
de héroe romántico que odia a la sociedad por su condición
de hijo ilegítimo, ¿no es un poema a lo Byron? El caso del hijo
que entra en casa de su padre y lo mata sin matarlo, no es ya
una novela ni un poema, sino un enigma planteado por una
esfinge, que tal vez ni ella misma puede resolver. Si ha
matado, ha matado. ¿Se puede admitir que no sea un criminal
habiendo cometido un crimen? Después de haber dicho que
nuestra tribuna debe ser la escuela de la verdad y de las ideas
sanas, la defensa afirma que sólo por prejuicio se puede
calificar de parricidio el asesinato de un padre. Si el parricidio
es un prejuicio, si cualquier hijo puede preguntar a su padre
por qué tiene el deber de quererlo, ¿qué será de la familia y
de las bases de la sociedad? El parricida es el «azufre» de los
mercaderes moscovitas. La defensa ha desnaturalizado las
más nobles tradiciones de la justicia rusa, únicamente para
conseguir la absolución de algo que no se puede perdonar. El
defensor nos pide que colmemos de clemencia al criminal,
pues esto es lo que necesita, y nos asegura que pronto
veríamos el buen resultado de este proceder. Sin duda, ha
sido muy modesto al contentarse con pedir la absolución del
acusado. Podía haber solicitado la creación de un fondo para
inmortalizar las hazañas de los parricidas y presentarlas como
ejemplo de la juventud actual. El señor Fetiukovitch ha recti-
ficado el Evangelio y la religión. « ¡Todo eso es misticismo!
Sólo yo poseo la verdad del cristianismo, de acuerdo con el
análisis, la razón y las ideas sanas.» Incluso nos ha
presentado una falsa image de Cristo. «Te medirán con la
misma medida que midas tú. » A esto le llama él proclamar la
verdad. Ha leído el Evangelio el día antes de pronunciar su
discurso, para exhibir una interpretación original y brillante en
el momento en que más efecto ha podido producir. Sin
embargo, Cristo nos prohíbe proceder de este modo que
induce a la maldad. Lo que nos ordena que hagamos es no
devolver mal por mal, sino ofrecer la mejilla y perdonar a los
que nos ofenden. Esto es lo que nos enseña Dios y no que
sea un prejuicio prohibir a los hijos que maten a sus padres.
Guardémonos de corregir desde la tribuna el Evangelio de
Dios, al que el señor Fetiukovitch solo llama «el Crucificado
que ama a los hombres», enfrentándose con toda la Rusia
ortodoxa que, cuando lo invoca, proclama: «¡Tú ere nuestro
Dios!»...
En este momento intervino el presidente para rogar al
orador que no exagerase, que permaneciera en los justos
límites, etc., como todos los presidentes suelen hacer en
estos casos. La sala era como un mar tormentoso. El público
agitábase y profería exclamaciones de indignación.
Fetiukovitch no contestó; se limitó a llevarse las manos ál
corazón y a pronunciar en un tono de hombre ofendido
algunas palabras llenas de dignidad. De nuevo aludió con
ironía a la psicología y a la novela, y halló la oportunidad de
lanzar esta pulla: «Júpiter, te has equivocado, puesto que te
enojas», lo que hizo reír al público, ya que Hipólito Kirillovitch
no tenía la menor semejanza con Júpiter. Como respuesta a
la acusación de permitir el parricidio, manifestó dignamente
que no quería responder. Respecto a lo de la «falsa imagen
de Cristo» y al detalle de que no se había dignado llamarle
Dios, sino solamente «el Crucificado que amaba a los
hombres, lo que era contrario a la ortodoxia, Fetiukovitch
contestó dando a entender que había llegado con la creencia
de que en aquella sala estaría a salvo de acusaciones «que
eran una amenaza contra un ciudadano recto y leal que...» .
Pero el presidente cortó en este punto su réplica y
Fetiukovitch se inclinó entre murmullos de aprobación. A juicio
de las damas, Hipólito Kirillovitch había sido aplastado.
A continuación se le concedió la palabra a Mitia. Éste se
levantó, pero apenas dijo nada. Había llegado al limite de sus
fuerzas físicas y morales. La resolución y energía con que
había entrado en la sala se habían desvanecido casi por
completo. Durante aquella jornada parecía haber pasado una
crisis decisiva que le había hecho comprender algo muy
importante hasta entonces no comprendido. Habló con voz
débil. En sus palabras se percibió la resignación y el
abatimiento de la derrota.
-¿Qué puedo decir, señores del jurado? Se me va a juzgar.
Siento sobre mí la mano de Dios. Ha terminado mi vida de
desorden. Como si me confesara ante Dios, os digo que no he
vertido la sangre de mi padre. No, no fui yo quien lo mató. Yo
era un libertino, pero me atraía el bien. Siempre deseé
corregirme. He vivido como un animal salvaje. Doy las gracias
al señor fiscal. Ha dicho de mí cosas que yo ignoraba; pero se
ha equivocado al afirmar que he matado a mi padre. Doy las
gracias también a mi defensor; su discurso me ha hecho llorar
de emoción. Pero no ha debido admitir, ni siquiera como
suposición, que yo haya podido matar a mi padre, porque esto
es totalmente falso. No creáis a los médicos: conservo toda mi
razón; mi único mal es que estoy agotado. Si me perdonáis, si
me devolvéis la libertad, oraré por vosotros y seré un hombre
mejor: os doy mi palabra, os lo juro ante Dios. Si me con-
denáis, yo mismo romperé mi espada y besaré los pedazos.
Pero perdonadme, no me privéis de Dios, porque me conozco
y sé que acabaré por rebelarme contra mi destino... Estoy
aniquilado, señores. ¡Perdónenme!
Se desplomó en su asiento. Su voz se había quebrado; su
última frase había sido un murmullo ininteligible. Acto seguido,
el tribunal redactó las preguntas para el jurado y pidió las
conclusiones a las dos partes. Momentos después, el jurado
se dispuso a retirarse para deliberar. El presidente, que
estaba extenuado, se limitó a decir: «Sean imparciales, no se
dejen influir por la elocuencia de la defensa; pero mediten bien
su decisión; no olviden la alta misión que se les ha confiado.»
Se retiró el jurado y se suspendió la vista. Los
concurrentes pudieron dar una vuelta por el edificio, cambiar
impresiones, restaurar sus fuerzas en el bar. Era ya muy
tarde, alrededor de la una de la madrugada, pero nadie se fue.
La tensión nerviosa no permitía pensar en el descanso. Todos
esperaban el veredicto con la ansiedad de la duda. Sólo las
damas estaban seguras del resultado que esperaban con
impaciencia febril. «No cabe duda de que lo absolverán»,
afirmaban. Y se preparaban para el momento emocionante del
entusiasmo general. También eran mayoría los hombres que
estaban seguros de la absolución. Algunos se mostraban
satisfechos, pero otros no disimulaban su contrariedad,
prueba evidente de que consideraban culpable al acusado.
Fetiukovitch estaba seguro de su éxito. Le rodeaba un grupo
de admiradores que lo felicitaban efusivamente.
-Hay -decía el famoso abogado, y sus palabras se
divulgaron inmediatamente- una serie de hilos invisibles que
unen al defensor con los miembros del jurado. Estos enlaces
se establecen durante el discurso de la defensa. Sé que
existen, porque los he sentido. Pueden estar tranquilos:
tenemos ganada la causa.
Un señor grueso y picado de viruelas, de semblante
ceñudo, propietario de los alrededores de la ciudad, se acercó
a otro grupo y exclamó:
-Veremos lo que deciden esos palurdos.
-No todos son palurdos: hay cuatro funcionarios.
-Sí, cuatro funcionarios -dijo un miembro del Zemstvo.
-Oiga, Prochor Ivanovitch: ¿conoce usted a Nazarev, ese
comerciante al que concedieron una medalla? Pues es uno de
los miembros del jurado.
-¿Y qué?
-Es una de las lumbreras de la corporación.
-Pero nunca despega los labios.
-Mejor que mejor. Ningún petersburgués puede darle
lecciones. Tiene nada menos que doce hijos.
En otro grupo preguntó uno de nuestros jóvenes
funcionarios:
-¿Creen ustedes posible que no lo absuelvan?
-Estoy seguro de que lo absolverán -dijo otra voz en tono
resuelto.
-¡Sería vergonzoso que no lo absolvieran! -exclamó el fun-
cionario-. Aun admitiendo que haya cometido el homicidio, hay
que tener en cuenta cómo era el padre al que dio muerte.
Además, estaba enajenado. Pudo darle un golpe, uno solo,
con la mano de mortero, y ser esto suficiente para que la
víctima se desplomara... Creo que ha sido un error mezclar a
Smerdiakov en el asunto. Ha sido una nota grotesca. Si yo
hubiera estado en lugar del defensor, habría dicho
simplemente: «Ha matado a su padre, ¡pero está libre de
culpa, caramba! »
-Pues eso ha hecho. La única diferencia es que no ha
dicho «caramba».
-No lo ha dicho, pero le ha faltado muy poco -intervino un
tercero.
-Oigan, señores; en la cuaresma se absolvió a una actriz
que le había cortado el cuello a la mujer de su amante.
-Sí, pero no se lo cortó del todo.
-Eso es igual; el caso es que había empezado.
-Lo que ha dicho de los hijos ha sido admirable.
-Desde luego.
-¿Y qué les ha parecido lo del misticismo?
-Dejen en paz al misticismo -dijo otra vbz- y piensen en lo
que le espera a Hipólito Kirillovitch. Su esposa se va a vengar
de lo que le ha hecho a Mitia.
-¿Pero está aquí su mujer?
-Por lo menos estaba. Ella es la que manda en la casa. ¡Y
tiene un genio!
En otro grupo se comentaba:
-Tal vez lo absuelvan.
-Tal vez. Y mañana arrasará «La Capital» y cogerá una
borrachera que le durará diez días.
-Es un verdadero demonio.
-Ya que nombra usted al demonio, observen que no
hemos podido pasar sin él. En verdad, su presencia aquí está
muy indicada.
-Señores, la elocuencia es algo hermoso. Pero no se
puede romperle la cabeza a un padre impunemente. ¿Adónde
iríamos a parar?
-El carruaje, ¿recuerdan ustedes?
-Sí, ha hecho un carruaje de un carretón.
-Mañana volverá a ser carretón el carruaje, si así lo exigen
las circunstancias.
-La gente se va volviendo desconfiada. ¿Es que ya no
existe la verdad en Rusia?
Pero en esto se oyó la campanilla. El jurado había estado
deliberando una hora exactamente. El público volvió a ocupar
sus puestos y en la sala se hizo un silencio absoluto. Siempre
recordaré la aparición del jurado. No citaré todas las
preguntas, porque algunas se me han ido de la memoria. Lo
que recuerdo perfectamente es la respuesta a la primera, que
era la principal, pero cuyo texto exacto he olvidado también.
La pregunta venía a ser: «¿Ha matado el acusado para robar
y ha obrado con premeditación?» A lo que el funcionario que
era presidente y el miembro más joven del jurado respondió
con voz clara, en medio de un silencio de muerte:
-Sí.
Y la misma respuesta se dio a todas las preguntas, sin la
menor atenuante.
Nadie esperaba tanto rigor; todos contaban con que el
jurado mostraría por lo menos cierta indulgencia.
Continuaba el silencio. El auditorio, tanto los partidarios de
la condena como los de la absolución, estaban petrificados.
Pero esta calma sólo duró unos minutos. Después se
desencadenó un espantoso tumulto. Entre los hombres,
algunos estaban tan satisfechos, que incluso se frotaban las
manos. Los disconformes daban muestras de abatimiento; se
encogian de hombros y murmuraban sin darse cuenta de lo
que decían. La conducta de las damas fue muy diferente: creí
que se iban a amotinar. Primero se quedaron perplejas, sin
dar crédito a sus oídos. Luego, de pronto, empezaron a
proferir exclamaciones. «¿Es posible?» « ¡Esto es inaudito!»
Se levantaban a iban de un lado a otro. Sin duda, creían que
se podía rectificar, empezar de nuevo. En este momento Mitia
se puso en pie y exclamó con voz desgarrada y tendiendo los
brazos hacia delante:
-¡Juro ante Dios y en espera del Juicio Final, que no he
matado a mi padre! ¡Katia, te perdono! ¡Hermanos, amigos,
absolved a la otra!
No pudo continuar: se lo impidieron los sollozos. Su voz
había cambiado; se diría que era la de otra persona; tenía un
sonido extraño, venido de Dios sabía dónde. En las tribunas,
en uno de los rincones más invisibles, resonó un grito agudo.
El grito era de Gruchegnka. Había suplicado que la dejaran
pasar y había entrado en la sala momentos antes de que la
defensa empezara su informe.
Se llevaron a Mitia. La sentencia se dejó para el día
siguiente. Los que tenían asiento se pusieron en pie. Todos
murmuraban, pero yo ya no prestaba atención. Sólo recuerdo
algunos comentarios que se hicieron en el pórtico.
-Lo condenarán lo menos a veinte años de trabajos
forzados en las minas.
-Eso como mínimo.
-Los palurdos del jurado se han mantenido firmes.
-Y han ajustado las cuentas a Mitia.

EPÍLOGO

CAPÍTUI.O PRIMERO
PLANES DE EVASIÓN
A los cinco días de verse la causa contra Mitia, Aliocha fue
a casa de Catalina Ivanovna a las ocho de la mañana con el
propósito de llegar a un acuerdo definitivo sobre cierto asunto
importante. Además, le hablan hecho un encargo. La joven
estaba en el mismo salón en que habla recibido a
Gruchegnka. En la habitación vecina yacía Iván, todavía sin
conocimiento. Al darle el ataque en la audiencia, Catalina
Ivanovna habla ordenado que lo trasladaran a su domicilio, sin
que le importaran las murmuraciones que esta conducta había
de provocar. Una de las dos parientas que vivían con ella
habla salido para Moscú; la otra se habla quedado. Pero
aunque se hubieran marchado las dos, ello no habría influido
en la decisión de Catalina Ivanovna de cuidar al enfermo
noche y día. Lo asistían los doctores Varvinski y Herzenstube.
El especialista de Moscú se habla marchado sin querer
comprometerse a dar su opinión acerca del término de la
enfermedad. Los otros dos médicos hacían insinuaciones
tranquilizadoras, pero se negaban a expresar con firmeza sus
esperanzas.
Aliocha visitaba a su hermano dos veces al día; mas esta
vez tenía que resolver un asunto especialmente delicado que
no sabía cómo abordar. Sin embargo, estaba dispuesto a
hacerlo, por considerarlo un deber ineludible.
Llevaban un cuarto de hora hablando. Catalina Ivanovna,
pálida, extenuada, presa de una inquietud enfermiza,
presentía el objeto de la visita de Aliocha.
-No se preocupe -dijo de pronto la joven, con absoluta con-
vicción-. De un modo a otro, Iván logrará que Dmitri se evada.
Este infortunado héroe del honor y de la conciencia (no me
refiero al condenado, sino al enfermo que está en esta casa y
se ha sacrificado por su hermano) -añadió Katia con ojos
centelleantes- me confió, hace ya tiempo, sus planes de
evasión. Incluso ha dado ya ciertos pasos. La huida está
preparada para la tercera etapa del viaje del convoy a Siberia.
O sea que aún falta mucho tiempo. Iván Fiodorovitch ha ido a
ver al jefe de la tercera etapa. Pero todavía no se sabe quién
tendrá el mando del convoy: esto se oculta hasta el último
momento. Mañana verá usted el plan detallado de la evasión;
me lo dejó Iván el día antes de verse la causa, por lo que pu-
diera ocurrir... ¿Recuerda que estábamos disputando aquel
día que vino a vernos y se encontraron ustedes en la
escalera? Yo, al verle a usted, le obligué a volver a subir, ¿se
acuerda? Pues bien, ¿sabe usted por qué discutíamos?
-No.
-Ya veo que no se lo contó. La disputa estaba relacionada
con el plan de evasión de que le he hablado. Tres días antes
Iván me había explicado lo esencial del proyecto, y esto dio
lugar a que no cesáramos de discutir durante aquellos tres
días. Le explicaré el motivo. Cuando me reveló que si
condenaban a su hermano, éste huiría al extranjero con
Agrafena Alejandrovna, yo me puse furiosa. ¿Por qué? No se
lo puedo decir, porque ni yo misma lo sé. Sin duda, la causa
de mi enojo fue el hecho de que esa joven acompañara a
Dmitri en su huida -exclamó Katia con un temblor de cólera en
los labios- Mi indignación contra esa muchacha hizo creer a
Iván que tenía celos de ella y, por lo tanto, que seguía
enamorada de Dmitri. Ésta fue la causa de nuestro primer
disgusto. Yo no quise excusarme ni darle explicaciones; me
mortificaba que Iván sospechase que yo podía seguir
queriendo a ese... Sobre todo, después de haberle confesado
hacía ya tiempo, con toda franqueza, que no quería a Dmitri,
sino a él y sólo a él. Mi animosidad contra esa muchacha fue
la causa de todo. Tres días después, precisamente la noche
en que usted vino aquí, Iván me entregó un sobre cerrado,
advirtiéndome que debía abrirlo si le ocurría algo. ¡Ya
presentía su enfermedad! Me explicó que el sobre contenía el
plan detallado de la evasión, y que si él moría o contraía una
grave enfermedad, tendría que salvar a Mitia yo sola. Me
entregó también dinero, casi diez mil rublos, o sea la cantidad
que citó el fiscal en su informe. Me sorprendió profundamente
que Iván, a pesar de sus celos y de creer que yo amaba a
Dmitri, no hubiera renunciado a salvar a su hermano y se fiara
de mí. ¡Era un sacrificio sublime! Usted, Alexei Fiodorovitch,
no puede comprender la grandeza de esta abnegación.
Estuve a punto de arrojarme a sus pies, pero no lo hice por-
que comprendí de pronto que Iván atribuiría este gesto
exclusivamente a mi alegría de saber que Mitia iba a salvarse.
Entonces, la simple idea de que podía ser víctima de tal
injusticia me irritó hasta el extremo de que, en vez de
arrojarme a sus pies, le hice una nueva escena. ¡Qué
desgraciada soy! ¡Qué carácter tan horrible tengo! Ya verá
usted como, con mi conducta, lo obligo a dejarme por otra con
la que la vida le sea más grata, como me ocurrió con Dmitri...
Pero esta vez no lo podré soportar. ¡Me mataré! Aquella
noche en que llegó usted y yo le dije a Iván que subiera, la
mirada de odio y desprecio que su hermano me dirigió al
entrar me produjo una cólera insufrible. Entonces, como usted
recordará, empecé a decir a gritos que Iván me había
asegurado que el asesino era Dmitri. No era verdad, lo
calumniaba con el único fin de herirlo una vez más. Iván
nunca me dijo tal cosa. La violencia de mi carácter es la causa
de todo. Ya vio la detestable escena que provoqué ante el
tribunal. Iván quería demostrarme la nobleza de sus
sentimientos, darme una prueba de que, a pesar de creer que
yo amaba a su hermano, no lo perdería por celos, por
venganza. Y ha hecho la declaración que usted ya conoce...
Yo soy la culpable de todo. ¡Sólo yo!
Era la primera vez que Aliocha oía de Katia una confésión
como ésta, y comprendió que Catalina Ivanovna había llegado
a ese grado de sufrimiento que no se puede tolerar y en el
que el corazón más altivo abdica de su orgullo y se declara
vencido por el dolor. Aliocha sabía que la desesperación de
Katia tenía un segundo motivo, aunque lo disimulaba, desde
que Mitia había sido condenado. Este motivo era su traición
en la audiencia, y Aliocha presentia que que era su conciencia
lo que la impulsaba a acusarse ante él como el pecador
arrepentido que llora y golpea el suelo con la frente. Aliocha
temía este instante y deseaba aplacar aquel dolor. Pero esta
situación hacia su cometido más difícil. Empezó a hablar de
Mitia.
-No se inquiete por él -le interrumpió Katia obstinadamen-
te-. Su resolución es pasajera; le aseguro que aceptará la
proposición de huir. Tenga en cuenta que no ha de hacerlo
ahora. Tendrá tiempo suficiente para pensarlo y decidirse.
Entonces su hermano Iván estará curado y se encargará de
todo, evitándome a mí tener que mezclarme en el asunto. Le
repito que no debe preocuparse, que Dmitri aceptará la
evasión. No puede renunciar a esa muchacha, y como no la
admitirán en el presidio, no tendrá más remedio que huir. A
usted le respeta, teme sus censuras. Por lo tanto, debe
permitirle generosamente que huya, ya que su sanción es tan
necesaria.
Dijo esto último con un tonillo irónico. Después guardó
silencio unos segundos, sonrió y continuó:
-Habla de himnos, de soportar el peso de la cruz, de cierto
deber... Lo sé porque su hermano Iván me lo contó... ¡Ah! ¡Si
usted supiera con qué vehemencia me lo explicaba! -exclamó
de pronto Katia como arrastrada por un impulso irresistible-.
¡Si usted supiera el efecto que demostraba por ese
desgraciado cuando me estaba hablando de él! Y, acaso,
¡hasta qué punto le odiaba al mismo tiempo! Y yo,
escuchándolo, lo veía llorar y sonreía altivamente... ¡Soy un
alma vil! Mía es la culpa de que se haya vuelto loco. Pero el
otro, el condenado -añadió Katia en un tono de indignación-,
¿está dispuesto a sufrir; es capaz de soportar el sufrimiento?
¡Los hombres como él no saben lo que es sufrir!
Sus palabras estaban impregnadas de odio y de irritación.
Sin embargo, Katia había traicionado a Dmitri. «Tal vez le odia
momentáneamente porque se siente culpable ante él», se dijo
Aliocha. Y es que deseaba que este odio fuese pasajero.
Había percibido un reto en las últimas palabras de Katia. Sin
embargo, fingió no haberlo advertido.
-Le he rogado que viniera aquí para que me prometa
convencerlo. Pero ahora me digo que la huida tal vez le
parezca a usted una vileza, una falta, un acto anticristiano.
El acento de Katia era cada vez más provocativo.
-Nada de eso -murmuró Aliocha-. Procuraré convencerlo...
Tengo que hacerle un ruego de su parte -añadió resueltamen-
te-. Desea que vaya usted a verle hoy mismo.
La miraba a los ojos. Katia se estremeció, palideció a hizo
un leve movimiento de retroceso.
-No, no puedo.
-Puede y debe -replicó Aliocha con firmeza-. La necesita
más que nunca. Si no estuviera seguro de que es así, no se lo
habría dicho a usted, sabiendo que esto tenía que
atormentarla. Está enfermo, parece haber perdido el juicio, no
cesa de llamarla. No es que quiera reconciliarse con usted; lo
que desea es sencillamente verla a la puerta de su habitación.
Ha cambiado mucho desde aquel día fatal: ahora comprende
los errores que ha cometido con usted. Pero no desea su
perdón. « No se me puede perdonar», dice. Lo que quiere es
simplemente verla en el umbral de su cuarto.
Katia bulbuceó:
-¡Oh! No sé qué decirle... No esperaba una petición así en
este momento... Sin embargo, sabía que vendría usted a
pedírmelo, que él lo enviaría para que me lo pidiera... Pero...
no puedo ir, no puedo ir.
-Aunque crea que no puede, vaya. Piense que es la
primera vez que está arrepentido de lo injusto que ha sido con
usted. Nunca se había dado cuenta de sus errores. Dice que
si usted no va a verlo, será un desgraciado durante todo el
resto de su vida. Fíjese en lo que esto significa: un hombre
condenado a veinte años de presidio piensa aún en la
felicidad. ¿No le da pena? Tenga en cuenta -añadió Aliocha
en un tono de desafío- que Dmitri es inocente. Sus manos
están limpias de sangre. Por los muchos sufrimientos que le
esperan, le ruego que vaya a verlo. Condúzcalo a través de
las tinieblas. Tiene usted el deber de hacerlo.
Aliocha dijo esto enérgicamente y subrayando la palabra
«deber».
-Debo, pero no puedo -gimió Katia-. Me mirará a los ojos.
¡No, no puedo!
-Los dos deben mirarse a los ojos. No podrá usted vivir si
no lo hace.
-Prefiero sufrir durante toda mi vida.
Pero Aliocha insistió tenazmente:
-Es preciso que vaya, es preciso.
-¿Pero por qué he de ir en seguida? Hoy me es imposible:
no puedo dejar solo a Iván.
-Estará solo poco tiempo; pronto volverá usted. Si no va a
verle, esta noche se pondrá enfermo. Le estoy diciendo la
verdad. Compadézcase de él.
-Compadézcame usted a mí -replicó amargamente Katia.
Y se echó a llorar.
-Ya veo que irá -dijo Aliocha, seguro de ello ante aquellas
lágrimas-. Voy a decírselo.
-¡No, no se lo diga! -exclamó Katia, aterrada-. Iré, pero no
se lo diga. A lo mejor, no me atrevo a pasar de la puerta... Aún
no estoy decidida...
Su voz se apagó. Katia respiraba con dificultad. Aliocha se
levantó y se dispuso a marcharse.
-Podría encontrarme con alguien -dijo Katia de pronto, vol-
viendo a palidecer.
-Por eso debe usted ir en seguida. Ahora no hay gente. La
esperamos.
Dicho esto en tono firme, se marchó.

CAPITULO II
MENTIRAS SINCERAS
Aliocha se dirigió a toda prisa al hospital donde estaba
Mitia. Dos días después de celebrarse el juicio se había
puesto enfermo y lo habían llevado al departamento de
detenidos del hospital. El doctor Varvinski, a ruegos de
Aliocha, de la señora Khokhlakov, de Lise y de otras
personas, había hecho trasladar al enfermo a una habitación
independiente, la misma que había ocupado Smerdiakov
hacia poco. En el fondo del corredor había un centinela y la
ventana estaba obstruida por barrotes de hierro. Por lo tanto,
Varvinski no tenía nada que temer de las posibles
consecuencias de su acto de protección un tanto ilegal. Era un
hombre de buenos sentimientos que comprendia lo duro que
habría sido para Dmitri entrar sin transición en el mundo de la
delincuencia, y decidió habituarlo gradualmente. Aunque las
visitas estaban autorizadas bajo mano por el doctor, el
guardián a incluso el ispravnik, sólo Aliocha y Gruchegnka
iban a ver a Mitia. Rakitine había intentado visitarlo dos veces,
pero el enfermo había suplicado a Varvinski que no le
permitieran entrar.
Aliocha encontró a su hermano sentado en la cama,
envuelto en una bata y llevando en la cabeza, a modo de
turbante, una toalla empapada de agua y vinagre. El enfermo
tenía un poco de fiebre. Dirigió a Aliocha una vaga mirada en
la que se percibía cierta inquietud.
Desde que lo habían condenado, Mitia estaba casi siempre
pensativo. A veces, cuando conversaba con Aliocha, estaba
un rato sin decir palabra. Sus meditaciones eran tan dolorosas
y profundas, que incluso se olvidaba de su interlocutor. Y
cuando salía de su abstracción, su vuelta a la realidad era tan
repentina, tan imprevista para él, que empezaba a hablar de
cosas que no tenían ninguna relación con el tema del diálogo.
A veces miraba a su hermano como si lo compadeciera, y
parecía estar menos a sus anchas con él que con
Gruchegnka. No se mostraba muy hablador con ella, pero,
apenas la vela entrar, su semblante se iluminaba.
Aliocha se sentó a su lado en silencio. Dmitri lo había
esperado con impaciencia, pero no se atrevió a preguntarle
sobre lo que tanto deseaba saber. Le parecía imposible que
Katia hubiera aceptado su petición de que fuera a verle. Sin
embargo, estaba seguro de que su dolor sería intolerable si se
negaba a visitarlo. Aliocha adivinaba los sentimientos que
agitaban el alma de su hermano.
-Trifón Borysitch -dijo febrilmente Mitia- casi ha echado
abajo su fonda. Ha levantado todas las tablas del entarimado
y ha destruido enteramente la galería, con la esperanza de
encontrar el tesoro, esos mil quinientos rublos que el fiscal
cree que escondí allí. Apenas regresó a Mokroie empezó a
trabajar. No se merece nada mejor ese granuja. Todo esto me
lo contó ayer un guardián que vive en Mokroie.
-Oye -dijo Aliocha-, Katia vendrá, pero no sé cuándo. Lo
mismo puede venir hoy, que mañana, que dentro de unos
días, pero vendrá, estoy seguro.
Mitia se estremeció. Estuvo a punto de contestar, pero se
contuvo. La noticia lo había trastornado. Era evidente que,
aunque deseaba conocer los detalles de la conversación de
su hermano con Katia, no se atrevía a hacer preguntas. En
aquel momento, una palabra cruel o desdeñosa de Katia
habría sido para él como una puñalada.
-Entre otras cosas, me ha dicho que tranquilizara tu
conciencia respecto a la evasión. Si Iván sigue enfermo, ella
se encargará de todo.
-Eso ya me lo habías dicho -observó Mitia.
-¿Se lo has contado a Gruchegnka?
-Sí -repuso Dmitri, mirando tímidamente a su hermano-.
Gruchegnka no vendrá hasta el atardecer. Cuando le hablé de
la ayuda de Katia, estuvo un momento callada, con los labios
apretados. Después exclamó: «¡Está bien!» Sin duda
comprendió la importancia del asunto. Yo no me atreví a
hacerle ninguna pregunta. Creo que está ya convencida de
que Katia no me quiere a mí, sino a Iván.
-¿Tú crees?
-Tal vez me equivoque. Pero lo cierto es que Gruchegnka
no vendrá esta mañana. Le he hecho un encargo... Oye,
Aliocha: Iván es un hombre de inteligencia superior. Merece la
vida más que nosotros. Estoy seguro de que se curará.
-Katia no duda tampoco de que Iván sanará. Sin embargo,
llora.
-Entonces es que cree que morirá. Su convicción de que
se curará es hija de su propio terror.
-Iván es fuerte. Yo también tengo esperanzas -dijo Aliocha.
-Aunque así sea, Katia está convencida de que morirá.
Debe de sufrir mucho.
Hubo unos segundos de silencio. Era evidente que alguna
grave preocupación atormentaba a Mitia.
-Aliocha -dijo de pronto Dmitri con voz temblorosa a im-
pregnada de lágrimas-, quiero con delirio a Gruchegnka.
-Por eso debes pensar que no le permitirán que te
acompañe al presidio.
-Tengo que decirte algo más -continuó Mitia con voz
enérgica-. Si me azotan por el camino o en el penal, no lo
podré sufrir. Mataré y me fusilarán. Además, estoy condenado
a ¡veinte años! Los guardianes de aquí ya me tutean. Toda la
noche he estado pensando en esto, y me he dado cuenta de
que no lo puedo soportar. Es superior a mis fuerzas. Yo que
pretendia cantar un himno, no puedo sufrir que los guardianes
me tuteen. Por amor a Gruchegnka. habría podido soportarlo
todo..., menos los azotes...; pero como no le permitirán venir
conmigo...
Aliocha tuvo una de sus bondadosas sonrisas.
-Escucha, Mitia. Te voy a dar mi opinión sobre este asunto.
Ya sabes que yo no miento nunca. Tú no estás preparado
para llevar esa cruz: es demasiado pesada para ti. Además,
no hay razón ninguna para que sufras semejante castigo. Si
hubieras matado a tu padre, yo sería el primero en lamentar
que eludieras la expiación. Pero eres inocente, y la cruz
demasiado pesada para un hombre como tú. Querías sufrir
para redimirte. Pues bien, ten siempre presente este deseo de
regeneración, y eso bastará. El hecho de que hayas eludido la
terrible prueba avivará en ti este afán, y este sentimiento
contribuirá más a tu regeneración que si fueras a presidio. No,
no soportarías los sufrimientos del penal. Protestarías y
acabarías por decir a gritos que tienes derecho a ser libre. Tu
defensor ha dicho la verdad cuando ha hablado de esto. No
todos son capaces de soportar pesadas cargas: algunos
sucumben... Querías conocer mi opinión; ya sabes cuál es. Si
tu huida hubiera de costar cara a algunos oficiales y soldados
del convoy, «no lo permitiría» -Aliocha sonrió de nuevo- que te
escaparas. Pero el mismo jefe de la etapa ha dicho que si se
hacen bien las cosas no habrá sanciones graves y que todos
saldrán bien librados. Cierto que es una falta corromper las
conciencias, incluso en un caso como éste, pero me guardaré
mucho de juzgarte, pues si Iván y Katia me hubieran cónfiado
un papel en este asunto, no habría vacilado en hacer use de
la corrupción: te lo confieso porque quiero decirte toda la ver-
dad. De modo que no soy quién para juzgar tu manera de
proceder. Pero quiero que sepas que no te condenaré jamás.
Además, ¿cómo puedo ser tu juez en este asunto? En fin,
creo que ya he examinado todos los puntos de la cuestión.
-Tú no me condenarás -exclamó Mitia-, pero me
condenaré yo mismo. Huiré; esto es cosa decidida. ¿Acaso
Mitia Karamazov puede obrar de otro modo? Pero me
condenaré y pasaré el resto de mi vida expiando esta falta...
Creo que estamos hablando como hablan los jesuitas.
-Exacto -dijo alegremente Aliocha.
-Te quiero porque me dices siempre la verdad sin
ocultarme nada -exclamó Mitia, radiante-. Así, pues, he
sorprendido a mi hermano Aliocha en flagrante delito de
jesuitismo. ¡Me dan ganas de abrazarte! En fin, -sigue
escuchándome: quiero terminar de esplayarme. Te voy a
explicar todo lo que tengo planeado. Si consigo huir con
dinero y pasaporte a América, me consolará la idea de que no
obro para conseguir la felicidad, sino para vivir tal vez peor
que en el presidio. Te aseguro, Alexei, que estoy convencido
de ello. ¡Odio a esa América del diablo! Cierto que
Gruchegnka me acompañará; pero mirala bien y dime si tiene
aspecto de americana. Es rusa, rusa hasta la médula de los
huesos; sentirá la nostalgia de su país, y yo la veré sufrir
continuamente por mi culpa; la veré cargada con una cruz que
no merece. Tampoco yo podré soportar a aquella gente,
aunque todos valgan más que yo. Detesto a los americanos.
Podrán ser grandes técnicos y todo lo que se quiera, pero no
son los míos. Quiero a mi patria, Alexei; aunque soy un
bribón, quiero al Dios ruso. ¡No podré soportar aquella vida!
La voz le temblaba y sus ojos empezaron de pronto a
relampaguear. Cuando se hubo calmado, continuó:
-Bueno, Alexei; verás lo que tengo planeado. Tan pronto
como llegue allí con Gruchegnka, los dos nos dedicaremos a
trabajar la tierra en algún lugar solitario y lejano, entre
animales salvajes. También allí hay rincones perdidos. Dicen
que aún quedan pieles rojas. Bien, pues a esta región iremos;
viviremos con los últimos mohicanos. Inmediatamente
empezaremos a estudiar gramática inglesa, y al cabo de tres
años conoceremos el inglés a fondo. Entonces diremos adiós
a América y volveremos a Rusia como ciudadanos
norteamericanos. No temas, que no vendremos a esta pe-
queña ciudad; nos ocultaremos en algún lugar del norte o del
sur. Yo habré cambiado y ella también. Me compraré una
barba postiza antes de salir de América, o me saltaré un ojo, o
me dejaré crecer mi propia barba, que será gris, porque los
sufrimientos hacen envejecer de prisa. De modo que no será
fácil que nadie me reconozca. Y si me reconocen, ¡qué le
vamos a hacer! Me deportarán y aceptaré mi destino...
También aquí, en Rusia, trabajaremos la tierra en un rincón
perdido, y yo me haré pasar por norteamericano. Así
podremos morir en nuestra patria. Ésta es mi decisión
irrevocable. ¿La apruebas?
-Si -repuso Aliocha, que no quería llevarle la contraria.
Mitia permaneció un instante en silencio. De pronto ex-
clamó:
-¡Buena me la han hecho en la audiencia! Los prejuicios
los han cegado.
Aliocha lanzó un suspiro.
-Aunque no hubiera sido así, lo habrían condenado.
-Sí, están hartos de mi -se lamentó Mitia-. Que Dios los
perdone. Pero esto es muy duro.
Nuevo silencio.
-Aliocha, dime la verdad, por amarga que sea. ¿Vendrá
Katia o no vendrá? ¡Habla! ¿Qué lo ha dicho?
-Me ha prometido venir, pero no sé si vendrá hoy. Es un
paso violento para ella.
Aliocha miraba timidamente a su hermano.
-Ya lo sé, Aliocha, ya lo sé. Me voy a volver loco.
Gruchegnka no cesa de observarme. Advierte mi inquietud.
¡Dios mío, tranquilízame! ¿Acaso sé lo que deseo? Quiero ver
a Katia, pero ¿para qué? ¡Es el ímpetu de los Karamazov! No,
no puedo soportar el sufrimiento. ¡Soy un miserable!
-¡Ahí viene! -exclamó Aliocha.
Katia apareció en el umbral. Se detuvo un instante y fijó en
Mitia una mirada indefinible. Dmitri se levantó
inmediatamente. Estaba pálido y en su semblante había una
expresión de terror. Pero pronto se dibujó en sus labios una
sonrisa tímida y suplicante, y de súbito, con un impulso
irresistible, tendió los brazos a Katia. Ella corrió hacia él, le
cogió de las manos, lo obligó a volverse a sentar en la cama y
se sentó junto a él, sin soltarle las manos y apretándolas
convulsivamente. Los dos intentaron varias veces hablar, pero
no dijeron nada: se quedaron mirándose en silencio, con una
extraña sonrisa. Así pasaron dos minutos.
-¿Me has perdonado? -preguntó al fin Mitia. Y volviéndose
hacia Aliocha, le gritó triunfalmente-: ¿Has oído lo que le he
preguntado? ¿Has oído?
-Te quiero -dijo Katia- por la generosidad de tu corazón. Ni
tú necesitas que yo te perdone, ni yo necesito que me
perdones tú. Me perdones o no, nuestro mutuo recuerdo será
una llaga en nuestras almas. Así debe ser.
Se detuvo. Le faltaba la respiración. De pronto prosiguió,
vehemente y exaltada:
-¿Sabes para qué he venido? Para besarte los pies, para
estrujarte las manos hasta hacerte daño. Como en Moscú, ¿te
acuerdas? He venido a decirte una vez más que eres mi dios,
mi alegría, que te amo locamente...
Dijo esto último en un sollozo. Aplicó ávidamente sus
labios a la mano de Mitia y sus lágrimas fluyeron. Aliocha
guardó silencio, desconcertado: no esperaba esta escena.
-Nuestro amor se ha desvanecido, Mitia -continuó Katia-;
pero amo con dolor nuestro pasado. No olvides esto.
Sonrió extrañamente, miró a Mitia con un fulgor de alegría
en los ojos y continuó:
-Imaginémonos por un instante que es verdad lo que,
aunque no lo sea, habría podido serlo. Ahora nuestro amor va
hacia otros. Sin embargo, lo seguiré amando siempre y tú me
seguirás amando a mí. ¿Lo sabías? Óyelo bien: ¡quiéreme
siempre!
En su voz trémula había un algo de amenaza.
-Sí, Katia -balbució Mitia penosamente, y añadió, detenién-
dose después de pronunciar cada palabra-. Te querré
siempre... Hace cinco días..., aquella tarde en que caíste
desvanecida en la audiencia... y se lo llevaron..., lo quería... Y
así será siempre... Toda la vida lo querré.
Así era su diálogo. Cambiaban palabras absurdas,
exaltadas, incluso mentían; pero eran sinceros y se creían el
uno al otro sin reservas.
-Oye, Katia -exclamó Mitia de pronto-. ¿Crees que soy un
asesino? No, ahora no lo crees, lo sé; pero ¿lo creías
entonces, cuando lo dijiste ante el tribunal?
-No, nunca lo creí. Entonces te detestaba y conseguí
convencerme momentáneamente de que eras culpable. Pero,
apenas hube dicho al tribunal mi última palabra, dejé de creer
en tu culpa.
Hizo una pausa y, de pronto, dijo en un tono que no tenía
la menor semejanza con el acento cariñoso empleado hasta
entonces:
-Me olvidaba de que he venido aquí para excusarme
dignamente.
-Yo veo lo duro que es esto para ti.
-¡Basta ya! -exclamó Katia-. Volveré. Ahora no puedo más.
Se había puesto en pie. De pronto lanzó un grito y dio un
paso atrás. Repentinamente, sin producir el menor ruido,
cuando nadie la esperaba, Gruchegnka había entrado en la
habitación. Katia corrió hacia la puerta, pero se detuvo ante la
recién llegada y, pálida como la cera, musitó:
-¡Perdóneme!
Gruchegnka la miró a los ojos, guardó silencio un instante
y exclamó con voz impregnada de amargura y de odio:
-Las dos somos malas. No nos podemos perdonar la una a
la otra. Sin embargo, si lo salva, toda la vida oraré por usted.
-¿Cómo puedes negarte a perdonarla? -le reprochó Mitia
vivamente.
-Tranquilícese: lo salvaré -dijo Katia. Y se marchó.
-¡Te ha pedido perdón y se lo has negado! -exclamó Mitia
amargamente.
Aliocha se apresuró a intervenir.
-No puedes reprocharle nada, Mitia: no tienes ningún de-
recho.
-Es su orgullo y no su corazón el que habla -dijo
Gruchegnka, despechada-. Que lo salve y se lo perdonaré
todo.
Calló. Aún no se había repuesto de su sorpresa. Se había
presentado casualmente, sin sospechar, ni mucho menos, que
pudiera encontrarse con Katia.
-¡Corre tras ella, Aliocha! -dijo Mitia-. Dile lo que te pa-
rezca, pero no la dejes marcharse así.
-¡Volveré esta tarde! -gritó Aliocha, echando a correr para
que Katia no se le escapase.
La alcanzó fuera del recinto del hospital. Katia tenía prisa.
Dijo precipitadamente:
-No, no puedo humillarme ante esa mujer. Le he pedido
perdón, porque quería apurar el cáliz. Ella me lo ha negado.
Se lo agradezco.
Hablaba con voz anhelante y en sus ojos brillaba un odio
feroz.
-Mi hermano -balbuceó Aliocha- no esperaba que se en-
contrasen ustedes. Estaba seguro de que esa joven no
vendría esta mañana.
-Lo creo... Pero dejemos eso -dijo resueltamente-. Oiga: no
puedo ir con usted al entierro. He enviado flores a la familia.
Aún deben de tener dinero. Dígales que no los abandonaré
nunca. Ahora le ruego que me deje. Se le va a hacer tarde. Ya
suenan las campanas para la misa. Por favor, váyase.

CANTULO III
EL ENTIERRO DE ILIUCHA. ALOCUCIÓN JUNTO A LA
PEÑA
En efecto, llegó con retraso. Lo esperaban y ya habían
decidido llevar sin él a la iglesia el ataúd ornado de flores. El
ataúd era el de Iliucha. El pobre muchacho había muerto dos
días después de pronunciarse la sentencia contra Mitia.
Aliocha fue recibido en la puerta de la calle por los
compañeros de Iliucha. Eran doce y todos llevaban sus
carteras en la espalda. «Mi padre llorará. Hacedle compañía»,
les había dicho Iliucha en el momento de morir. Y sus
camaradas no lo habían olvidado. Al frente de ellos estaba
Kolia Krasotkine.
-¡Cuánto me alegro de que hayas venido! -dijo éste,
tendiendo la mano a Aliocha-. Es horrible lo que ocurre ahí
dentro. Da pena ver a esta familia. Snieguiriov no ha bebido
hoy, estamos todos seguros. Sin embargo, parece estar ebrio.
Yo conservo la firmeza de siempre, pero esto es espantoso.
Karamazov, si no te importa, quisiera hacerte una pregunta
antes de que entre en la casa.
-Tú dirás, Kolia.
-¿Es inocente o culpable tu hermano? ¿Quién mató a tu
padre: él o el criado? Creeré lo que tú me digas. He estado
cuatro noches sin dormir, haciéndome esta pregunta.
-Fue Smerdiakov el asesino -repuso Aliocha-. Mi hermano
es inocente.
-Es lo que yo creía -exclamó Smurov.
-¿De modo que es una víctima inocente que se sacrifica
por la verdad? -exclamó Kolia-. ¡Qué sacrificio tan bello! ¡Lo
envidio!
-¿De veras? -exclamó Aliocha, sorprendido.
-Sí. ¡Oh, si yo pudiera sacrificarme por la verdad! -dijo Ko-
lia, exaltado.
-Pero no en un asunto como éste, no en circunstancias tan
horribles, tan denigrantes...
-Pues si; yo quisiera morir por la humanidad. La vergüenza
pública no me afectaría. Perecen sólo nuestros nombres. Tu
hermano me inspira respeto.
-¡Y a mí! -exclamó el muchacho que días atrás había dicho
que sabía quiénes eran los fundadores de Troya. Y, lo mismo
que entonces, se puso en seguida tan colorado como una
amapola.
Aliocha entró en la casa. Iliucha estaba en un féretro azul
orlado de una cinta blanca de encaje. Tenía las manos
enlazadas y los ojos cerrados. Las facciones de su enjuto
rostro apenas habían cambiado y, cosa extraña, el cadáver
casi no olía. Su semblante tenía la expresión pensativa y
grave. Sus manos, bellísimas, parecían talladas en marfil.
Abundaban las flores. Todo el féretro estaba ornado de flores
por dentro y por fuera. Las había enviado de buena mañana
Lise Khokhlakov. En los últimos momentos habían llegado
más flores: las de Catalina Ivanovna. Cuando Aliocha abrió la
puerta, el capitán las estaba esparciendo sobre el cuerpo de
su hijo. Las sacaba de una cesta con manos temblorosas.
Snieguiriov apenas miró a Aliocha. No era extraño, puesto
que no prestaba atención a nadie, ni siquiera a su mujer, a
«mamá», la loca que, bañada en lágrimas, se esforzaba por
levantarse sobre sus piernas inertes para ver más de cerca a
su hijo muerto. Nina estaba en su sillón al lado del ataúd. La
habían transportado los compañeros de Iliucha y tenía la
cabeza apoyada en el féretro. Sin duda, lloraba en silencio.
Snieguiriov estaba animado, pero, al mismo tiempo, se leía
en su semblante una mezcla de perplejidad y desesperación.
Había un algo de demencia en sus gestos, en las palabras
que se le escapaban. «¡Hijo mío, mi adorado hijito!», decía a
cada momento, fijando su mirada en Iliucha.
-Yo también quiero flores -dijo la pobre loca a su marido-;
dame esa flor blanca que Iliucha tiene en las manos.
Tal vez la flor le gustara y se hubiera encaprichado de ella;
acaso quisiera guardarla como recuerdo de su hijo. Lo cierto
es que tendía las manos hacia ella, presa de gran agitación.
-No daré ninguna flor a nadie -dijo ásperamente el capi-
tán-. Estas flores son suyas, no tuyas. ¡Todo es suyo, todo!
-Papá, dale una flor a mamá -dijo Nina, mostrando su ros-
tro bañado en lágrimas.
-¡No daré nada a nadie, y menos a ella! Ella no lo quería:
le quitó el cañón.
Y el capitán se echó a llorar al acordarse de la escena en
que Iliucha había cedido el diminuto cañón a su madre.
La pobre loca prorrumpió en sollozos y ocultó la cara en
sus manos.
Los colegiales, viendo que Snieguiriov no se apartaba del
féretro y que ya era la hora dé transportar al cadáver a la
iglesia, rodearon el ataúd y empezaron a levantarlo.
Entonces Snieguiriov empezó a vociferar:
-¡No quiero que lo entierren en el cementerio! ¡Lo enterraré
cerca de la peña, de nuestra peña! Así me lo pidió Iliucha. No
permitiré que os lo llevéis.
Hacía tres días que Snieguiriov no cesaba de repetir que
enterraría a su hijo junto a la peña. Para disuadirlo
intervinieron Aliocha y Krasotkine, la patrona, su hermana y
todos los compañeros de Iliucha. La patrona argumentó:
-No comprendo que quiera usted enterrar a su hijo en un
lugar impuro, como si fuera un excomulgado. La tierra del
cementerio está bendita. Si lo entierran en ella, el nombre de
Iliucha se mencionará en las plegarias. Desde el cementerio
se oyen los cantos de la iglesia: el diácono tiene una voz
potente. Así, los cantos llegarán a él como si se entonaran
junto a su tumba.
El capitán tuvo un gesto de desaliento que equivalía a
decir: «¡Hagan lo que quieran!» Entonces, los muchachos
levantaron el ataúd y se dirigieron a la puerta. Pero, al pasar
junto a la madre, se detuvieron un momento para que pudiera
dar su último adiós a Iliucha. La pobre demente, al ver de
cerca el querido rostro que desde hacia tres días sólo había
podido ver desde lejos, empezó a mover de un lado a otro la
canosa cabeza.
-Mamá -le dijo Nina-, dale un beso y bendicelo.
Pero la madre siguió moviendo la cabeza como una
autómata, sin decir palabra, con el rostro transfigurado por el
dolor y golpeándose el pecho con el puño.
Los portadores del ataúd continuaron su camino hacia la
puerta. Nina dio su último beso a su hermano. Aliocha,
después de cruzar el umbral, suplicó a la patrona que velara
por las dos mujeres. Ella le contestó, sin dejarlo terminar:
-Conocemos nuestros deberes. Nosotras también somos
cristianas. No nos separaremos de ellas.
Al decir esto, la pobre vieja lloraba.
La iglesia estaba cerca, a no más de trescientos pasos.
Era un dia despejado, de temperatura soportable: la nieve
apenas se había helado. Seguían sonando las campanas.
Snieguiriov iba detrás del féretro, nervioso y desorientado, con
su sombrero de anchas alas en la mano y envuelto en su viejo
abrigo, demasiado ligero para andar por la nieve. Era presa de
extraña inquietud. Unas veces iba al lado del féretro; otras se
situaba delante de él y trataba de ayudar a los porteadores,
consiguiendo únicamente entorpecerlos. Cayó una flor en la
nieve y se apresuró a recogerla, como si se tratara de un
objeto de gran valor.
-¡El pan! -exclamó de pronto, aterrado-. ¡Nos hemos olvi-
dado del pan!
Pero los niños le recordaron que antes de salir de su casa
había cogido un trozo de pan y se lo había guardado en el
bolsillo. El capitán lo sacó y se tranquilizó al verlo.
-Es un deseo de Iliucha -explicó a Aliocha-. Una noche que
estaba al lado de su cama, velándolo, me dijo de pronto:
«Papá, cuando me entierren, echa migas de pan sobre mi
sepultura. Así acudirán los gorriones, yo los oiré y será un
consuelo para mi saber que no estoy solo.»
-Lo comprendo -dijo Aliocha-. Habremos de llevar con
frecuencia migas de pan a su sepultura.
-¡Todos los días, todos los días! -exclamó el capitán, ani-
mándose.
Llegaron al fin a la iglesia y se colocó el ataúd en el centro.
Los niños lo rodearon y observaron una actitud ejemplar
durante la ceremonia. La iglesia era vieja y pobre. La mayoría
de los iconos carecían de marco. Una de esas iglesias
humildes en que los fieles se sienten más a sus anchas y son
más sinceros en sus oraciones. Durante la misa, Snieguiriov
se mostró más sereno; pero, de vez en cuando, le acometían
sus preocupaciones inconscientes y se acercaba al ataúd
para arreglar el patio mortuorio o el vientchik, o para volver a
colocar en su sitio un cirio que se había caído de su
candelero. Al fin, se calmó por completo y permaneció en la
presidencia del duelo, perplejo y preocupado. Después de la
epistola, dijo en voz baja a Aliocha que no se había leido
comme il faut, aunque no explicó por qué. Empezó a cantar el
himno de los querubines. Después, antes de terminar, se
prosternó, se inclinó hasta apoyar la frente en el suelo, y
permaneció así largo rato. Al fin, se dijo el responso y se
distribuyeron los cirios. El capitán estuvo a punto de ceder a
nuevos arrebatos, pero la majestad del canto fúnebre lo
paralizó. Con la cabeza doblada sobre el pecho, empezó a
llorar, primero ahogando los sollozos, después ruidosamente.
En el momento de las despedidas, cuando se iba a cerrar
definitivamente el ataúd, el capitán rodeó con sus brazos el
cuerpo de su hijo y cubrió su rostro de besos. Se lo llevaron;
pero de pronto volvió atrás y cogió algunas flores del ataúd. Al
contemplarlas, surgió en su mente una nueva idea que le hizo
olvidar todo lo demás por unos instantes. Poco a poco, fue
quedando ensimismado. No opuso ninguna resistencia
cuando se llevaron el féretro.
La sepultura estaba situada cerca de la iglesia y su precio
era considerable. La había pagado Catalina Ivanovna.
Después de los ritos habituales, los sepultureros introdujeron
el ataúd en la fosa. Snieguiriov, con las flores en la mano, se
inclinó tanto hacia delante en el borde de la cavidad, que los
muchachos, asustados, se aferraron a su abrigo y tiraron de él
hasta conseguir que el capitán retrocediera. Éste no parecía
darse cuenta de lo que pasaba. Cuando rellenaron la fosa,
señaló la tierra que se iba amontonando sobre ella y empezó
a decir cosas ininteligibles. Pronto se calló. Entonces, alguien
le recordó que había que desmigar el pan. El capitán se
apresuró a sacarlo del bolsillo y desmenuzarlo sobre la
sepultura, mientras murmuraba: «¡Acudid, pajarillos; venid,
preciosos gorriones!» Uno de los muchachos le dijo que las
flores le estorbaban y que debía confiárselas a alguien. Pero
él no las quiso soltar, como si temiera que se las robaran. Y
cuando observó que todo había terminado y que había
desmigado todo el pan, echó a andar hacia su casa, primero
con paso normal, después con prisa creciente. Los
muchachos y Aliocha lo siguieron de cerca.
-¡Flores para «mamá», flores para «mamá»! -exclamó de
pronto-. La hemos ofendido.
Alguien le dijo que se pusiera el sombrero; pues hacía frío.
Pero él, como irritado por esta advertencia, lo arrojó a la
nieve.
-¡No lo quiero, no lo quiero! -gritó.
Smurov recogió el sombrero. Todos los niños lloraban,
especialmente Kolia y el descubridor de Troya.
El llanto no impidió a Smurov encontrar entre la nieve una
piedra para arrojarla a una bandada de gorriones que venía
hacia ellos. Naturalmente, erró el tiro y, sin dejar de llorar,
corrió para alcanzar al grupo.
A medio camino, Snieguiriov se detuvo de pronto, como si
se acordara de algo. Se volvió hacia la iglesia y echó a andar
hacia la sepultura abandonada. Pero los niños corrieron hacia
él, lo rodearon y lo sujetaron. El capitán rodó por la nieve tras
una lucha agotadora y empezó a llorar, a debatirse, a gritar:
-¡Iliucha, hijo mío!
Kolia y Aliocha lo levantaron y procuraron calmarlo.
-¡Basta, capitán! -dijo Kolia-. Un hombre valeroso como
usted debe soportarlo todo.
-Está aplastando las flores -dijo Aliocha-. Tenga en cuenta
que las espera su esposa. Está llorando porque usted no le ha
querido dar ninguna flor de Iliucha. Todavía está allí la cama
de su hijo.
-Sí, vamos a ver a «mamá» -dijo de pronto Snieguiriov-.
¡Se pueden llevar la cama! -añadió, convencido de que se la
podian llevar.
Se levantó y echó a correr hacia la casa. Como estaban
cerca, todos llegaron pronto y al mismo tiempo. Snieguiriov
abrió la puerta vivamente. Estaba arrepentido de haberse
mostrado tan duro con su esposa.
-¡Toma, «mamá» ! ¡Estas flores te las envía Iliucha!
Y le entregó las aplastadas flores, que había revolcado con
su cuerpo por la nieve.
En este momento vio los zapatos de Iliucha en un rincón,
cerca de la cama. La patrona acababa de ponerlos allí al
arreglar la habitación. Eran unos zapatos viejos, remendados.
Al verlos, el capitán levantó los brazos, echó a correr y cayó
de rodillas junto a ellos. Cogió uno de los zapatos y lo cubrió
de besos mientrás gritaba:
-¡Iliucha, mi querido Iliucha! ¿Dónde están tus pies?
-¿Adónde lo has llevado, adónde lo has llevado? -preguntó
la loca, desesperada.
Nina se echó a llorar. Kolia se apresuró a salir de la casa.
Sus compañeros le siguieron, y Aliocha también.
-Dejémoslos llorar -dijo Alexei a Kolia-. No podríamos
consolarlos. Después volveremos.
-Tienes razón: no podemos hacer nada -convino Kolia. Y
añadió bajando la voz para que sólo Aliocha lo oyese-: ¡Qué
pena tengo, Karamazov! ¡No sé lo que daría por verlo de
nuevo con vida!
-Yo también -dijo Aliocha.
-¿Crees que debemos volver esta tarde? Ese hombre se
emborrachará.
-Seguramente. Vendremos sólo tú y yo y estaremos un
rato con Nina y su madre. Si viniéramos todos, le
recordaríamos estos tristes momentos.
-La patrona está preparando la mesa para la comida de
funerales. Vendrá el pope. ¿Crees que debemos asistir,
Karamazov?
-Si.
-No lo comprendo, Alexei. En horas tan amargas, reunirse
para comer tortas. ¡Qué cosas tan extrañas tiene nuestra
religión!
-Habrá salmón -dijo de pronto el muchacho que había des-
cubierto Troya.
Kolia lo miró, indignado.
-Oye, Kartachov: te agradeceré que no molestes con tus
tonterías, y menos a quien no te dirige la palabra a incluso
desea olvidarse de que existes.
Kartachov enrojeció y no dijo nada. Pero poco después,
cuando el grupo avanzaba por el camino, exclamó de pronto:
-¡Mirad! ¡La peña de Ihucha! Ahí quería enterrarlo el ca-
pitán.
Todos se detuvieron junto a la roca. Nadie se atrevía a
hablar. Aliocha la contempló y en este momento acudió a su
memoria algo que Snieguiriov le había referido hacía poco. Se
trataba de la escena en que Iliucha había abrazado a su padre
llorando y le había dicho: «¡Cómo te ha humillado, papá!»
Este recuerdo conmovió profundamente a Aliocha. Después
de recorrer con la mirada las caras inocentes de sus
amiguitos, exclamó:
-¡Muchachos, quiero deciros unas palabras en este lugar!
Los niños le rodearon y concentraron en él sus miradas.
-Amigos míos, vamos a separarnos. Permaneceré todavía
algún tiempo con mis hermanos. Uno de ellos partirá pronto
en un convoy de deportados; el otro morirá, sin duda. Yo me
marcharé de esta ciudad, seguramente para mucho tiempo. O
sea que vamos a separarnos. Convengamos aquí, junto a la
peña de Iliucha, no olvidarlo jamás y acordarnos siempre unos
de otros. Aunque estemos veinte años sin vernos y cualquiera
que sea nuestro futuro, debemos recordar el momento en que
hemos enterrado a nuestro querido Iliúcha, a ese compañero
al que apedreasteis un día y después disteis todo vuestro
afecto. Era un muchacho magnífico, un corazón bondadoso y
valiente, que tenía el sentimiento del honor y se rebeló
valerosamente contra la ofensa inferida a su padre. Debemos
recordarlo toda la vida; tanto si alcanzamos una alta posición
y se nos tributan grandes honores, como si caemos en el más
triste infortunio. En ningún caso debemos olvidar este
momento en que hemos otorgado nuestro amor a un ser
ejemplar..., este momento en que tal vez nos hemos mostrado
mejores de lo que somos...
»Oídme, palomas... Permitidme que os llame así, pues
todos os parecéis a esas bellas y delicadas aves... Oídme,
encantadores amiguitos. Tal vez no comprendáis ahora lo que
os voy a decir, porque acaso no consiga expresarme con
claridad; pero estoy seguro de que más adelante, cuando
recordéis mis palabras, me daréis la razón. Sabed que no hay
nada más noble, más fuerte, más sano y más útil en la vida
que un buen recuerdo, sobre todo cuando es un recuerdo de
la infancia, del hogar paterno. Se os habla mucho de vuestra
instrucción. Pues bien, un recuerdo ejemplar, conservado
desde la infancia, es lo que más instruye. El que hace una
buena provisión de ellos para su futuro, está salvado. E
incluso si conservamos uno solo, este único recuerdo puede
ser algún día nuestra salvación. Tal vez lleguemos a ser
malos, incapaces de abstenernos de cometer malas acciones;
tal vez nos riamos de las lágrimas de nuestros semejantes, de
los que dicen, como Kolia acaba de decir: «Quiero sufrir por
toda la humanidad.» Pero, por malos que podamos llegar a
ser..., ¡aunque Dios nos libre de la maldad!..., por malos que
podamos llegar a ser, cuando recordemos estos instantes en
que hemos enterrado a Iliucha, y lo mucho que lo hemos
querido estos días, y las palabras que hemos cambiado junto
a esta peña, ni el más cruel y burlón de nosotros osará reírse
en su fuero interno de los buenos sentimientos que han
llenado su alma en este instante. Es más, tal vez este
recuerdo le impida obrar mal, tal vez se detenga y se diga:
«Entonces fui bueno, sincero y honrado. » Y si se ríe, poco
importa: es frecuente que nos riamos sin reflexionar, por
ligereza. Os aseguro que, después de reírse, se dirá desde el
fondo de su corazón: «Me he equivocado. No debo reírme de
estas cosas. »
-Te comprendo, Karamazov -exclamó Kolia, fíjando en él
una mirada fulgurante-. Así ocurrirá.
Los demás niños se mostraron también impresionados y
se dispusieron a expresar sus sentimientos, pero no se
atrevieron a decir nada: se limitaron a concentrar en Aliocha
sus miradas resplandecientes de emoción.
Alexei continuó:
-He dicho todo esto por si algún día llegamos a ser malos.
Pero ¿por qué hemos de serlo? ¿No os parece, amigos míos,
que no hay ninguna razón para que lo seamos? Seremos
buenos, honrados y no nos olvidaremos unos a otros. Yo os
doy mi palabra de que no olvidaré a ninguno de vosotros; de
que siempre, por muchos años que pasen, me acordaré de
estas caras que me miran ahora. Hace un momento, Kolia ha
dicho a Kartachov que queríamos ignorar que existía. Pues
bien, aunque me olvide de que Kartachov existe y de que se
pone colorado por cualquier cosa, como cuando dijo que
sabía quién había descubierto Troya, no podré olvidar esos
ojos suyos que ahora me miran alegremente... Queridos
amigos: seamos todos generosos y valientes como Iliucha;
bravos, nobles a inteligentes como Kolia (inteligencia que con
el tiempo irá aumentando) y modestos y amables como
Kartachov. Pero no hay razón para que me refiera únicamente
a Kartachov y a Kolia. A todos os quiero y os querré siempre
igual. Y ya que nunca os faltará un lugar en mi corazón, puedo
pediros que me llevéis toda la vida en el vuestro. ¿Quién nos
ha unido en este hermoso sentimiento que deseamos
conservar siempre en la memoria? Ihucha, ese bondadoso y
gentil muchacho al que no dejaremos nunca de querer.
¡Nunca, nunca lo olvidaremos! ¡Será un bello recuerdo que
llevaremos eternamente en nuestros corazones!
-¡Sí, eternamente! -gritaron con emoción todos los niños.
-Nos acordaremos de su cara, de su traje, de sus viejos
zapatitos, de su ataúd, de su desdichado padre, al que él
defendió solo contra toda la clase.
-¡No lo olvidaremos! ¡Era bueno y valiente!
-¡Cuánto lo quería! -exclamó Kolia.
-Queridos muchachos, amigos míos, ¡no temáis a la vida!
¡Es tan hermosa cuando se practica el bien y se es fiel a la
verdad!
-¡Sí, sí! -gritaron entusiasmados los niños.
-¡Te queremos, Karamazov! -dijo una voz, sin duda la de
Kartachov.
-¡Te queremos, te queremos! -repitieron todos. Y en los
ojos de algunos brillaban las lágrimas.
-¡Viva Karamazov! -gritó Kolia.
-¡Conservemos eternamente el recuerdo de nuestro pobre
amiguito! -repitió Aliocha, profundamente conmovido.
-¡Eternamente!
-Karamazov -dijo Kolia-, ¿es verdad eso que dice la reli-
gión de que resucitaremos después de morir y nos
volveremos a ver todos? Si es así, nos encontraremos de
nuevo con Iliucha.
-Sí, es cierto; todos resucitaremos y nos volveremos a ver
-respondió Aliocha, sonriendo y rebosante de fe-. Y entonces
hablaremos alegremente de las cosas pasadas.
-¡Eso será magnífico! -exclamó Kolia.
-Bueno, se acabó la charla -dijo Aliocha sin dejar de
sonreír-. Ahora hemos de ir a la comida de funerales. No
debemos extrañarnos de que se coman tortas en estas
circunstancias. Es una antigua tradición que tiene su lado
bueno. ¡Vamos ya, cogidos de la mano!
-¡Siempre iremos así: cogidos de la mano! -dijo Kolia. Y
volvió a gritar con todas sus fuerzas-: ¡Viva Karamazov!
-¡Viva! -corearon todos los niños.

FIN

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