Andruetto Maria Teresa - Los Manchados
Andruetto Maria Teresa - Los Manchados
Andruetto Maria Teresa - Los Manchados
Los manchados
a Juana y Josefina
Petrona Luján
Dedicada
a destejer la línea
a dar testimonio
de sus mitos
busca nombres
y cerrar el círculo.
Juana Luján
Esa voz de la sangre, ¿en qué momento, si alguna vez habló, dejó de oírse?
Enrique Lihn
Guardián del agua, de la tierra informe, de las sombras, sentado inmóvil, como si
lo único que esperara fuera a su hija.
Sharon Olds
En cada historia que cuento llega un punto en el que ya no puedo ver más allá.
Odio ese punto.
Anne Carson
EN LA LLANURA,
NOVIEMBRE DE 2011
Emérita
Llegó por la noche. Dijo que necesitaba un lugar donde dormir, un catre, un
colchón, que cualquier cosa lo conformaba. Que venía de lejos, desde el Norte, dijo,
y que estaba cansado. Lo vi tan joven, un muchacho apenas, y enseguida pensé que
estaría en problemas, por eso le dije que no había lugar. Pero él insistió, insistió
mucho, y entonces Pepe se arrimó hasta la puerta y lo vio y me dijo que lo dejara
quedarse. Lo pusimos en la pieza de los trastos, detrás de la cocina; había un catre,
y como pensamos que sería por una noche nomás, ahí lo pusimos. Pepe sacó
algunas cosas que sobraban y le arrimó todas las colchas que quedaban en la casa
porque hacía un frío de perros, la noche más fría que recuerdo. ¿Comiste algo?, le
pregunté, y me miró sin decir nada. Si comiste, digo, ¿tenés hambre? Primero se
estuvo callado, sin saber qué decir, y después hizo que no con la cabeza, pero por
la forma en que me miró, me di cuenta de que hacía días que no tragaba una
comida como la gente. Le hice una sopa de pan, así le llamamos nosotros, es la
sopa más rica del mundo, si se queda nomás esta noche puedo hacérsela. Agua con
sal, unos dientes de ajo, bastante manteca, pan rallado y mucho queso, una delicia.
Tomó todo lo que había, pero se notaba que eso nomás no iba a alcanzarle,
imagínese, un muchacho alto, en pleno crecimiento, si le comen a uno hasta el
plato. Así que Pepe descolgó unos salamines que quedaban de la carneada,
quedaban muy pocos y los cuidábamos como oro, pero mi Pepe se conmovió con el
muchacho y los cortó y trajo un pan y se sentó a mirar cómo los comía, era un
gusto verlo, me acuerdo como si fuera hoy. Habrá tenido poco más de veinte años,
señorita… ¿Julieta me dijo que se llama? Así que usted es su hija, quién iba a
pensarlo. Disculpe la desconfianza que le manifesté en un principio, sucede que no
se parece en nada a Nicolás, pero ahora, con lo que acaba de contarme, no me
queda otra cosa que creerle. Lo que sí se parece es esto que sucede, que usted llega
a nuestra casa y golpea la puerta, como él golpeó aquella vez, y pregunta por
Nicolás Corso, porque él llegó aquella noche muerto de hambre y de cansancio, y
preguntó si aquí había vivido alguna vez un hombre al que llamaban el Ingeniero.
Me lo preguntó ahí donde está usted ahora, sentado en esa silla, junto a la ventana,
después de haberse tomado hasta la raspa de la sopa que le había hecho así a las
rápidas y de comerse los salamines que Pepe tenía en el sótano, y si no siguió
comiendo es porque ya no quedaba otra cosa.
Hubo un juicio, sí, como le comentaba, pero eso fue mucho después; y Pepe
y yo tuvimos que declarar. Lo que pasa es que al Ingeniero lo perseguían por las
masacres en la mina del Nevado y por el asunto de unas tierras que les habían
robado a unos campesinos; épocas difíciles eran esas, año setenta y cuatro, setenta
y cinco, cuando lo buscaban por su relación con los gendarmes, porque hizo
muchos descalabros allá en Tama, muchas traiciones y maltratos… Si alguno se
desacataba, él pasaba la información y entonces iban los de gendarmería y otros
que no se sabía de dónde eran ni a quiénes servían, sacaban a los mineros de sus
casas y los llevaban para quién sabe dónde y lo malo es que ya no aparecían por
ninguna parte. Y sabrá usted cómo son las cosas, la gente aguanta hasta que se
cansa, así que no ha de haber faltado alguno que lo persiguiera por cielo y tierra,
tal vez por eso no tuvo mejor idea que venir y golpear la puerta de nuestra casa y
¡qué iba uno a decir en aquellos tiempos! Pepe pensó, porque entiende de estas
cuestiones mucho más que yo, que sería más resguardo para nosotros tenerlo aquí,
medio encerrado, antes de que hiciera daño en otros sitios. Así fue que lo
cobijamos, haciéndonos los distraídos, sin preguntar por qué razón había bajado
hasta acá, si era por protegerse él mismo o por averiguar ciertas cuestiones. A
veces hasta hemos pensado que pudo haber venido para sonsacarnos algo, como
mi Pepe estuvo en la resistencia y siempre tuvo sus ideas peronistas, pensamos que
tal vez el Ingeniero estaba interesado en saber de nuestras cosas, por eso teníamos,
no vaya a creer, un poco de miedo; hasta que sucedió esto que le digo, que una
mañana lo encontramos muerto así como así.
Así que usted es su hija, ¡lo que son las cosas! Como le digo, su papá casi no
salía de la casa, nomás alguna noche, a las cansadas, se iba no sabemos a dónde
porque no preguntábamos mucho; pero esa última vez que lo vimos, esa tarde, la
última antes de que se fuera, nos dijo que tenía que irse hacia el Sur con una amiga,
que no podía decirnos más, no por él ni por falta de confianza, sino porque la chica
estaba en problemas; esa jovencita que, por lo que ahora me cuenta usted,
seguramente ha de haber sido su mamá. Pero, como le decía, señorita Julieta, antes
de que Nicolás mencionara lo de la amiga que estaba en problemas, mucho antes,
desde que llegó aquella noche a nuestra casa, yo supe que por más que lo
disimulara también él estaba en problemas, que no se trataba sólo de un muchacho
que buscaba a su padre, me di cuenta enseguida de que había otra cosa, algo con la
policía. En aquel momento se lo dije a Pepe, porque no quería que tuviéramos
problemas también nosotros, ya bastante tenía yo con mi Pepe, porque había que
estar controlándolo para que los pensionistas no se dieran cuenta de cómo
pensaba. Imagínese, era una época de padre y señor nuestro, los gendarmes
estaban en todas partes y siempre había alguien escuchando detrás de las paredes,
cualquier cosa que no anduviera bien, nos clausuraban la pensión y, póngase en
nuestro lugar, de qué ibamos a vivir nosotros… Pero para Pepe, fue ver a Nicolás y
protegerlo como si se tratara de un hijo. Apenas le contamos que el Ingeniero había
muerto, y después a regañadientes, que más que haber muerto de repentina le
habían dado unos tiros, él tuvo una reacción un poco extraña; fue como si eso le
hubiera dado alivio y ya no nos pareció un muchacho que buscaba a su padre, si
no más bien un joven que hubiera buscado a un hombre por otras razones… Yo,
como le comentaba, por momentos tuve miedo de que a su papá le pasara lo
mismo que al Ingeniero, no que alguien entrara de noche a la casa y lo matara,
pero sí que vinieran los policiales y se lo llevaran. Aunque el Ingeniero y su papá
eran bien distintos, su papá era un muchacho que estaba de acuerdo con los
pobres, pero… Justamente porque Pepe se llevaba muy bien con él, yo tenía miedo,
Dios me libre y guarde, de levantarme una mañana y encontrarme con que había
sucedido algo malo, miedo por él y también por nosotros.
Hay algunas cuestiones que no viene al caso decirle a usted, asuntos que ni
Pepe ni yo le preguntamos nunca a su papá, por discreción, porque nos pareció
que ya tenía bastante con lo que le había tocado… Lo veíamos sufrir y, como nos
encariñamos con él, no preguntamos cuál era el verdadero motivo por el que
andaba escapando, ni por qué razón había llegado aquella noche en medio de una
tormenta de padre y señor nuestro, ni si había dado con nosotros por Nicolasa o
por Arminda que le habrían dicho tal vez dónde vivíamos y cuál era nuestro
pensamiento, o si fue nomás porque Dios nos puso en su camino para que no le
pasara nada peor de lo que ya le estaba pasando. Casi todo el tiempo que estuvo
con nosotros se quedó entre estas paredes. Después, cuando se fue hacia el Sur
porque la chica peligraba, vinieron a buscarlo los gendarmes, pero como nosotros
no sabíamos a dónde había ido, no tuvimos problemas porque no se dice lo que no
se sabe. Por más que nos hurgaron no dijimos nada, de eso puede estar segura,
señorita Julieta… Hasta que un día nos enteramos de que se había ido al
extranjero. Se lo dijo a Pepe un camionero, un hombre que iba para la Patagonia,
para el lado de Comodoro Rivadavia, manejaba un Scania y trabajaba para una
pompa fúnebre, llevaba cajones de muertos para aquellos lados… Después su papá
mismo nos hizo llegar un mensaje diciendo que tenía que irse al extranjero, que no
podía decirnos dónde pero que cuando se acomodara, nos avisaría, y luego ya no
tuvimos noticias, hasta que un día, cuando había terminado todo el lío de acá, nos
llegó una postal llena de nieve y una foto con una joven muy linda, que ha de
haber sido su mamá. Ah, disculpe…, su mamá no puede haber sido porque ella
nunca estuvo en Suecia… Entonces sería tal vez otra novia que habrá tenido, pero
en la foto ésa de que le hablo había una joven, eso es seguro, y era una joven muy
linda, muy rubia… Bueno, como le comentaba, él se fue de nuestra casa, hace
tantos años, y ya no volvió por acá… Primero fue hacia el Sur y luego más abajo
todavía, y más tarde, no sabemos a santo de qué, se fue al extranjero. Cartas sí
mandó, postales más de todo, y también nos llamó por teléfono. Eso empezó hace
unos años, cuando nos pusieron teléfono aquí en la casa, hacía un buen tiempo que
no sabíamos nada y de pronto un día sonó el teléfono y resulta que era él, ¿puede
creerlo? Llevo muchos años perdido, Emérita, me dijo como pidiendo perdón, y lo
mismo dijo después en una carta que nos mandó, ¡pobre, si no era más que un
muchacho cuando tuvo que irse! Escribir sí nos escribía, como le conté, y nosotros
aquí nos poníamos muy contentos; Pepe me leía las cartas y después hablábamos
semanas enteras de eso, hasta que los días pasaban y lográbamos olvidarnos un
poco. Espero que estén bien, decía, y nosotros nos mirábamos con Pepe: ¿Estamos
bien? Sí, estamos bien. ¿Y nuestro muchacho también estará bien? Y Pepe me decía
que sí, que estaba bien, que me quedara tranquila, que la vida es de cada uno y que
cuando se es joven hay que abrirse camino como sea… Pero así como de pronto un
día empezó a llamarnos por teléfono, así otro día dejó de llamar y ya no tuvimos
noticias, hasta ahora que usted llega y me dice que… Gracias, hija, disculpe,
señorita Julieta, no es nada, estoy bien, pasa que una remueve cosas y…
Le confieso que la semana pasada, cuando usted llegó a esta casa, señorita
Julieta, yo le desconfiaba un poco; al comienzo nomás, después ya no, pero al
comienzo me preguntaba por qué razón querrá esta jovencita saber tantas cosas de
Nicolás y de todos nosotros, será realmente hija de él como nos dice, y qué
intenciones tendrá y tal por cual… Pero, como le digo, eso fue sólo al comienzo
porque enseguida nomás me pareció que merecía confianza. Lo primero fue ese
golpe en el pecho, saber que Nicolás tiene una hija… Es que nosotros no sabíamos
nada. Ya se habrá dado cuenta usted… Cuando la vi en la puerta y la escuché
nombrar a Nicolás Corso, no supe si dejarla pasar así sin más o si pegar un portazo
y dejarla afuera. No sabía si eso que me estaba diciendo era cierto o si me estaría
mintiendo por el gusto de sonsacarme información. Sobre todo me preguntaba si
de verdad sería usted la hija y si estaríamos las dos hablando de la misma persona,
porque a veces con la edad y pasado el tiempo puede que una se confunda y usted
hable de un Nicolás y yo de otro, ¿no le parece?... Después, antes de hablar,
queríamos, tanto Pepe como yo, saber cómo piensa usted, para no decir cosas que
no correspondan. Pero luego de todos estos días de conversaciones y con todo lo
que me ha contado, más esto que me dice, que nació en la Patagonia, en un sótano
donde su mamá estaba escondida porque la perseguían los militares y que, según
le dijo su mamá, fue el propio Nicolás el que la llevó a ella allá para protegerla,
gracias a un camionero que lo ayudó, y que después su papá tuvo que irse al
extranjero y que es por eso que ustedes no pudieron estar en contacto, ya me he
sentido en confianza… Así que su papá no ha tenido otros hijos más que usted…
Claro, entiendo, vive con otra mujer y los hijos son de ella, sí, sí, comprendí bien
eso; imagino el dolor que usted tendrá, señorita Julieta, tener a su padre tan lejos y
no haberse criado con él. Con sus abuelos maternos me dice que se crió, ni siquiera
con su mamá pudo vivir usted, vea qué tristeza… Él tuvo que hacer de padre de
los hijos de otra mujer y usted aquí, tan sin padre, intentando saber de la familia de
él, de la historia de todos nosotros que, como usted bien dice, al fin y al cabo es
también su historia… ¡Qué se le va a hacer! El destino pone en nuestro camino
muchas pruebas y tenemos que aceptarlas, porque a nadie le da Dios una cruz tan
pesada que no pueda cargar, ¿no le parece?
Sí, sí, también nosotros teníamos miedo en aquel tiempo, claro que lo
teníamos, porque no vaya a creer que eran tiempos sencillos y todos teníamos algo
de qué cuidarnos, así que cualquiera podía venir y hacerle a uno un problema,
aunque tuviera poco y nada que esconder. De modo que, como le digo, nos
cuidábamos mucho de abrir la boca. Como de orinarnos en la cama nos
cuidábamos, porque por nada del mundo hubiéramos querido que nos cerraran el
hospedaje. Así que si algún pensionista me preguntaba quién era el muchacho que
vivía con nosotros, porque en este pueblo la gente siempre anda fijándose, yo decía
que era un sobrino que había llegado de Buenos Aires, hijo de la hermana más
grande de mi marido que por aquí todos saben que vive en Quilmes. Lo que no
decía, y me santiguaba para que nadie se enterara, es que al marido de mi cuñada
lo mataron en unos basurales después que cayó Perón, ni tampoco decía que ella se
quedó sola con su hijo y que todos, menos mi Pepe, le dieron vuelta la cara. Yo sólo
comentaba que el muchacho que estaba en casa era hijo de una cuñada que vivía
en Quilmes y sigue la pobre viviendo allá, aunque está muy viejita, más vieja que
yo, y perdida como ella sola y ni sabe ya cómo se llama. Eso le decía a cualquiera
que nos preguntara por su papá, señorita Julieta, y dentro de todo estuvo bien,
aunque después que su papá se fue, vinieron varias veces a buscarlo, primero la
policía y después unos hombres que no conocíamos, gente de otra parte, con unos
modales que daban miedo. Pero por más que nos amenazaron y lo zamarrearon a
Pepe y parecía que iban a despanzurrarlo al pobre, como no sabíamos a dónde
había ido su papá, no pudimos decir ni una palabra. A Dios gracias hicimos bien
en comportarnos de ese modo, porque después ya sabrá usted lo que pasó, gente
muerta por todas partes y al que estaba en desacuerdo allá nomás lo llevaban ni
sabemos hacia dónde; así que nosotros nos cuidábamos mucho de hablar con
cualquiera de alguna cosa extraña, sólo nosotros solitos aquí, yo confiando en mi
Pepe y mi Pepe confiando en mí, tratando de hacer como que no entendíamos las
cosas. Eso dijimos, que no sabíamos ni pío y ni una palabra más del asunto se
habló en esta casa, por más que nos hurgaron, dieron vuelta los colchones y la
despensa buscando armas; imagínese, armas nosotros, si mi Pepe no es capaz de
matar ni una gallina… Porque esas armas que supo esconder una vez con el
cuñado detrás de una cocina a leña es algo que pasó hace mucho, pecados de
juventud como se dice, y después ya mi Pepe fue siempre muy tranquilo… Como
le decía, en aquel tiempo en que se fue su papá, nos amenazaron con cerrar la
pensión porque no estábamos al día con los impuestos y nos molestaron también
con la limpieza, que no teníamos la casa en condiciones y qué sé yo cuántas cosas
más, aunque usted ve cómo tenemos todo, limpio como espuma. Eso sí me duele y,
ya en confianza, señorita Julieta, también me duele la ingratitud de su papá, ¡con lo
que tuvimos que pasar nosotros por su causa! La Virgen es testigo…, nos
quedábamos calladita la boca, aunque todos los días se apareciera por acá algún
inspector, pero nosotros igual no decíamos nada, ni del Sur ni del Norte, ni de él ni
de la amiga que estaba en problemas. Lo cierto es que así sucedieron las cosas,
nosotros siempre en esta casa, con el Jesús en la boca, hasta que un día nos llegó
esa noticia de que su papá se había escapado a Europa, nos dijeron eso, que se
había ido, sin que supiéramos a santo de qué… Y después, mucho después, cuando
ya había terminado todo el lío de acá, nos mandó esa postal de los lagos helados,
un paisaje lleno de nieve y una fotos donde estaba con una mujer joven, muy rubia
y muy linda.
Martirio Linares llegó desde el Oeste una mañana de comienzos de
septiembre, asombrada por el trajinar de gente, desconocido en el sitio donde
había vivido hasta entonces, y por los jazmines que empezaban a perfumar el aire.
Era por entonces muy joven, pero ya había vivido lo bastante como para escuchar a
su corazón y lo que el corazón le dijo la mañana aquella fue que en Tama
encontraría su lugar.
Los rezos retumban. Las cuentas de semilla van pasando entre los dedos,
sumando su queja sorda a los murmullos. Hay cruces por todas partes, cruces
izadas a las puertas más viejas, trepadas a los muros blanqueados por donde el
adobe revienta, cruces en la plaza y en la torre de la iglesia a donde van, a la
oración, las enlutadas. Bajo esas costumbres austeras los deseos crecen, salen en la
noche a correr, como el viento, entre los cerros, suben por los muslos brillantes de
las jóvenes, se enredan en las mantas, en los espaldares de las camas, en los
lavatorios de loza, en la ollada de mazamorra, en la ceniza de jume. La vergüenza
los sofoca en la siesta, pero es suficiente con ponerse de juntillas tras la puerta a la
hora del rosario, para oír en las letanías la respiración ansiosa, entrecortada…
Todo es seco. La tristeza invade las tardes y la risa espera el año entero que
llegue la Chaya. La Chaya es la venganza de Tama. El pueblo sólo tiene esa fiesta,
con su lluvia de harina que se deposita en las mejillas frescas y en los surcos de las
viejas y en los patios con sombra y en la plaza. Para entonces, todos van a la plaza.
La caja bagualeando al hombro de los más viejos y prendida la albahaca en los
pelos renegridos de las jóvenes o perfumando las faldas. Varios meses antes a ellas
se les inquieta el sueño. Preparan en secreto los disfraces y el miedo de ser vistas
estremece los rostros, humedece los sexos, pone un poco de color en las mejillas. Se
esconden tras las máscaras, se ocultan bajo bolsas de lienzo o arpillera con huecos
en los ojos y en la boca para que nadie dé con el rostro que las lleva, bajo las ropas
del padre o del hermano, tras los guantes para que no se vea el tañir delicado de
los dedos. Y cada febrero, cuando el aire huele a magnolias y su perfume espeso se
mezcla con el flujo de la plaza, salen las mascaritas tirando albahaca y harina,
mientras los bagualeros sacuden en el cuero de las cajas, el dolor y las ganas.
Dicen que es por los terremotos que Tama se fue haciendo gris. Por los
terremotos y por el viento que anda siempre sacudiéndose en sus puertas. Tuvo
alguna vez tres plazas y sólo queda una, flaca, cenicienta, porque se han
derrumbado hasta los tilos que le daban sombra. El sol castiga fuerte en el verano y
no hay dónde esconder siquiera la vergüenza. Más allá el camino y la calle
principal, la calle ancha que va subiendo el cerro hasta la mina. Apenas unas pocas
cuadras para caminar y toparse con la estación de trenes donde antes iban y venían
los ingleses, los vagones repletos de lingotes. Ahora en cambio, sólo la arena irrita
los ojos de los tameños porque casi todos se han marchado y ya no queda qué
llevar al puerto.
En esta vitrina, tenemos sin duda alguna la joya del archivo, se trata de un
libro que el hombre de mayor prosapia de esta región, un hombre de leyes y de
letras, escribió sobre este sitio. Seguramente habrá oído acerca de él y tal vez
incluso haya leído su libro que habla de estas montañas, ya que tuvo tantas
ediciones y contribuyó a la educación de tantos ciudadanos en nuestro país,
porque se ha usado mucho en las escuelas. Sus descendientes nos legaron el
manuscrito que reclamaban dos importantes universidades del país y una de Gran
Bretaña, de modo que después de mucho penar, como puede usted ver, tenemos
aquí, bajo nuestro cuidado, el manuscrito de Mis Montañas, para orgullo de todos
los tameños. Si me permite, quisiera leerle un fragmento: Buscando reposo después de
rudas fatigas, de esas que rinden el cuerpo y envenenan el alma, quise visitar las montañas
de mi tierra natal, ya para renovar impresiones apenas esbozadas en un libro, ya para
refrescar mi espíritu en presencia de los parajes donde transcurrió mi primera edad (…)
para eso, y para rendir este nuevo tributo al pueblo en que he nacido, pidiendo a la
literatura patria un rincón humilde para estas páginas en que quiero reflejar su naturaleza
y sus sencillas costumbres, emprendí con algunos amigos, en marzo de 1890, un viaje al
interior de la Sierra del Nevado… y así sigue el relato, muy entretenido y
conmovedor, por cierto, tal como habrá podido apreciar.
Aquellos que están allá en aquella sala pequeña son libros de menor valor y
más cercanos en el tiempo; novelitas, informes o cuentos escritos por personas
originarias de Tama o que pasaron alguna vez por este pueblo y luego se lo
llevaron en el recuerdo, en el corazón como quien dice. No tienen mayor rigor
histórico, licenciada…, de acuerdo, señorita Julieta…, de acuerdo, Julieta, sólo
Julieta, está bien, así la he de llamar, como usted me pide, y aquí yo, Elpidio, para
servirle. Me cuesta un poco llamarla así nomás por el nombre, pero está bien,
Julieta, de acuerdo señorita, como le estaba diciendo Julieta, perdón…, como te
estaba diciendo…, se trata de publicaciones sin rigor histórico pero pueden aportar
alguna idea acerca de los sentimientos que esta ciudad supo provocar en quienes la
conocieron. Ese libro, por ejemplo, esa noveleta, si me permite, fue publicada hace
unas décadas por una mujer de aquí, la imprimimos en la imprenta del archivo. No
es más que una historia familiar, pero se detiene en el terremoto que azotó a Tama,
Esteco y todo el Oeste. En las primeras páginas están esas líneas tal vez un poco
excesivas pero sinceras sobre las desgracias que han sucedido por acá: Cuatro
terremotos derribaron a Tama. Cuatro veces la tierra se onduló como una lengua partiendo
los alelíes de los patios, los brocales de los pozos, los ojos de los perros. Las mujeres
escondían las piernas en las faldas y caían de rodillas, reflejo de otro infierno sus miradas.
Después, sobre las ruinas, alzaban los crucifijos contra el cielo orando por pecados que no
han visto la luz. Cuatro veces. Y cada vez empezar de nuevo, agregar adobe a los muros,
agregar quincha a los techos, acomodar los patios, recuperar las plantas con lo difícil que
resulta arrancarle a la tierra algo de verde. Pero el esfuerzo fue en vano. El tiempo y las
sequías deterioraron las casas, se desparramaron las piedras, se quebraron como un cuero
los cerros. La casa grande nomás quedó. La casa que el Doctor hizo hacer cuando se puso
malo, para descansar bajo esos cielos donde el aire es sano. Sólo ella, con sus galerías llenas
de vasijas y de plantas, con el patio repleto de jazmines y la viña con la mejor uva del
pueblo. Aún después, cuando el desamparo secó todas las parras, se podía ver desde la cerca
cómo eran esas plantas antes de que a Tama la hubieran maldecido. La casa grande, con su
parque enorme como las tierras que se ven desde la ventanilla del tren cuando se viaja al
puerto, fue la única que quedó en pie. Fuera de ella, nomás que esos adobes que se caen y
esa mina que por el tiempo de Dios le anduvo chupando la sangre al pueblo y esa tierra
yerma que no sirve ni para tirar los huesos.
Así que su papá era de esta zona y tuvo que irse, ahora comprendo su
interés en la región. De estas tierras era, mire usted… Y tuvo que exiliarse en
aquellos años tan difíciles… Asilado político del gobierno sueco, me dice que es…,
vea usted las cosas que hemos tenido que vivir en este país. ¿Y usted?, ¿y vos?,
perdón, es que me cuesta mucho tutearla, ¿cómo es que vive en Munich?, una beca
de estudio… Ah, comprendo, su papá se exilió cuando usted era muy pequeña, ¿y
su mamá?… Profesora de literatura, fíjese, y usted por lo que veo le sigue los
pasos, qué bien, Julieta, y ¿ella está en actividad todavía? Ah, murió, lo siento,
disculpe, mil disculpas, lo siento mucho, qué desgracia. ¿En un sótano? ¡Dios mío,
así que usted nació en un sótano donde su mamá estaba escondida en aquellos
años tremendos, qué increíble! Una novela… Si uno cuenta algo así, seguro que no
le creen; es que, como bien se dice, la realidad supera a la ficción… De modo que
su papá supo comentarle a su mamá sobre el Chacho Peñaloza. ¿Me pregunta si
tenemos información acerca de él? Imagínese, cómo no, si él es para nosotros el
padre de la patria. Venga por acá, por favor, la invito a mi despacho donde hay
toda una vitrina con libros sobre don Ángel Vicente Peñaloza, que así se llamaba el
hombre, libros donde unos cuentan las cosas de un modo y otros de otra, aunque
todos coinciden en que murió luchando contra los mandamás del puerto. Lo mató
un mayor del ejército de apellido Irrazábal. Don Ángel se había refugiado en un
rancho de Los Llanos pero Irrazábal lo encontró, lo acribilló a balazos, clavó su
cabeza en una lanza y la lanza en la plaza, para dolor de todos los antiguos y de los
hijos de sus hijos que fuimos naciendo con esa desgracia en las entrañas. Peñaloza
y Felipe Varela fueron los últimos en resistir, después ya los que vinieron se
llevaron todo, carne, cuero y el oro del Nevado. A Inglaterra lo llevaban, dónde si
no, y desde entonces aquí hemos estado siempre en pérdida. Ellos mismos tiraron
abajo los montes hasta que convirtieron lo que era un vergel en este desierto. Vea
usted, si me permite, en este libro se puede leer una misiva que Peñaloza le mandó
al general Mitre, donde le manifestaba con claridad la cuestión: Es por esto que los
pueblos se han propuesto hacerse justicia, y los hombres no teniendo más ya que perder que
la existencia, quieren sacrificarla en el campo de batalla, defendiendo sus libertades y sus
leyes... Lo cierto, Julieta, es que los ingleses y sus secuaces del puerto terminaron
haciendo este país a su manera, sin importarles lo que buscaban los padres de
nuestros padres ni lo que necesitamos nosotros.
¿Cómo está?, ¿cómo la trata Tama? Ah, qué bien, ¿de modo que ha estado
conociendo nuestros alrededores? ¿Ha subido hasta la cuesta para ver los cerros
colorados?, es muy buena la vista desde allí, sin duda… Me alegra que le gusten
estas montañas y que haya visitado el camino que costea al cerro, nuestros
pequeños pueblos, casi dormidos. ¿En el hospedaje la tratan bien?... Nosotros bien
aquí, muy bien, trabajando mucho para atender mejor a nuestros usuarios.
Después de las conversaciones que hemos tenido en estos días, ahora que hemos
entrado más en confianza, quisiera comentarle que estamos armando un instituto
para revisar la historia de esta región… Es pequeño, sin demasiadas pretensiones y
funciona aquí mismo, en el Archivo. Nos reunimos una vez por semana, fuera del
horario de trabajo, para revisar los documentos, los estudiamos uno por uno… No
tenemos financiamiento, no por ahora, tampoco lo hemos solicitado… Le
agradezco el ofrecimiento, Julieta, realmente agradecido, tendré en cuenta su
gentileza; por el momento se trata de un interés casi diría personal de unos pocos
tameños, el señor Millicay y este servidor. Hace ya muchos años, cuando se fueron
los militares y se hizo cargo del archivo el licenciado Herrera, vino por aquí gente
de la universidad, a investigar; querían, como suele decirse vulgarmente, conocer
el revés de la tortilla, pero pronto eso se acabó y ya no hubo dinero para estudiar
estos parajes… Conocer lo sucedido, lo sabrá usted, es siempre un puro enredo…,
porque ¿sabe qué pasa?, a nuestra historia la han contado los asesinos de nuestros
abuelos. La contaron a su manera y conveniencia, por cierto, aunque en las coplas
y las chayas nosotros siempre supimos quién era cada quién… Fíjese, sin ir más
lejos, en el Chacho Peñaloza, sobre el que tanto se ha interesado usted: quisieron
convertirlo en polvo, pero ha pasado más de un siglo de su muerte y su nombre
permanece… Nuestro interés está en saber cómo fue que se destruyó la
organización de la gente de aquí, primero los españoles y después otros que fueron
llegando y que impusieron sus formas y sus modos; cómo fue que la vida de los
antiguos cambió y nuestros abuelos comenzaron a trabajar de peones en la mita,
pura servidumbre… Los sacaban de la comunidad y perdían todo, siervos
quedaban, y aquí mismo se volvieron pobres pagando sus tributos o los llevaron
como esclavos de un sitio en otro, trabajando para los encomenderos. Durante
siglos fue así, perseguidas sus creencias y las nuestras, muriendo de a miles. Y
después, como si eso no hubiera sido suficiente, llegó el trabajo en los socavones.
Se aprovechó a mucha gente, indios y esclavos, pero también mestizos y criollos,
todos en la bendita mina del Nevado para acopiar el oro y sacarlo hacia el puerto,
para que se lo llevaran los ingleses. Así fue que los antiguos se enfermaron,
murieron como moscas, y como se enfermaban trajeron a los negros porque no
alcanzaba con los indios y de ese modo fue que nos mezclamos aquí los indios, los
negros y los blancos y nos hicimos nosotros, tal como ahora estamos.
La ocasión en Tama es siempre la próxima Chaya. Por eso los deseos pujan y
las mujeres se atreven a dejarlos salir. Bajo las ramadas, subiendo la calle que va al
cerro o en la plaza, ellas se dejan tocar bajo las ropas ajenas y jadean sin decir
palabra, con el terror de ser vistas o escuchadas, de que se descubran las voces
impostadas y se advierta su pulso acelerado, su oscuro brinco, su pecado. Los
enamorados se ponen de acuerdo en el secreto de las galerías, en el momento en
que las viejas van a atizar el fuego o entre una y otra letanía murmurada entre
dientes. Hasta que a ellas un hijo se les prende en las entrañas y ya no hay por qué
cubrir el rostro lavado; van a mirar, a comer dulces, a llevar a la guagua a caballito
en los hombros y regresan presurosas, mientras sus hombres se entreveran calle
arriba con alguna chinita.
La madre de su papá todavía vive, niña Julieta, es la mujer de esa casa llena
de perros que está subiendo el cerro, como quien va para la mina abandonada…
Ahora vive nomás con los perros que yo sepa, pero hasta hace unos años estaba
también ahí con ella un hombre al que le decían el Manchado. Como marido vivía,
sí, como el hombre propio de ella. No, él no era el padre de su papá, niña Julieta,
yo estoy por creer que el padre de sangre de su papá era el ingeniero Lorenzo
Lilican; de modo que el hombre que tenía la cara florecida como un racimo de uvas
y llamaban el Manchado no es su abuelo, pero ella sí es su abuela. Cuando era
todavía una criatura, esta mujer que le mento, mismo la de los perros, trabajaba en
lo de los Lilican y fue entonces que se preñó, en lo del Ingeniero, mismo ahí… Él
no se apellidaba Lilican y tampoco era ingeniero, pero así le decía aquí la gente
porque trabajaba de capataz en la mina y era muy entendido, era hijo mostrenco
del viejo Lilican, el inglés que llegó para dirigir las labores del cerro, hijo del mister
con una mujer que él tenía como hembra, no como mujer propia. Así sucedieron
las cosas, niña Julieta, como le digo, y de ahí dimana todo; lo sé porque también yo
hice mis labores en esa casa, pero lo que nunca he sabido es si ella quedó preñada
del viejo Lilican, hablando mal y pronto, o del joven Lorenzo, que a la sazón vivía
con el padre, o sea que no le sabría decir quién es en verdad el padre de sangre de
su papá, pero que es sangre de capataces, seguro. Lo cierto es que cuando a ella le
vino ese arrobamiento y por causa de eso se preñó, tuvo miedo de quedarse sin
trabajo y pavor de que le sacaran al hijo, como solían hacer los patrones en antes, o
que le hicieran tal vez daño a la criatura; así es que nomás nacido su cogollo, se fue
para el lado de Los Llanos con el ánimo de instalarse en esos páramos pero
terminó dejando a la criatura en un sitio de caridad, si es cierto lo que dice la gente
y si la memoria que yo tenía y ahorita ha comenzado a desmedrar no me traiciona.
Lo cierto es que según supe oír en aquel tiempo, Nicolasa dejó al niño con otros
expósitos en un hogar de Los Llanos, aunque esto es algo que no sabría decirle
enteramente porque mismo ahora se me han ido de la cabeza algunas cosas; pero
una pariente de ella, una mujer que vivía con un cabo que estaba en servicio, me
contó que cuando estaba ya solita sin la cría, anduvo de aquí para allá, como
perdida, haciendo un poco de todo, y luego regresó a Tama y sin darse ya con
ninguna de nosotras, ni con Emérita, ni con Petrona Paula ni conmigo, agarró a
vivir con el hombre de la cara florecida. Esta pariente que le mento, la mujer de ese
cabo que estaba en servicio, es quien me ha contado la mala vida que el Manchado
le daba a su abuela, porque era un hombre muy dañino. Y me dijo también que
Nicolasa es la madre de su papá, que se lo contó ella misma; la madre de sangre,
porque la de crianza murió hace muchos años de enfermedad incurable, pobrecita.
Cuando era muchacho, su papá anduvo por acá. Se presentó en nuestra casa
procedente de Patquía o desde Olta, eso es algo que no recuerdo bien, porque él
también supo vivir un tiempo en el pueblo donde mataron al Chacho y
comenzaron nuestras desgracias. De modo que sabe usted quién es el Chacho
Peñaloza, que ha oído hablar de él… ¿Su padre se lo mencionó…? Entiendo… y el
señor Elpidio, entiendo, ya anduvo usted por el Archivo. Así es, niña Julieta, tal
como le ha contado el señor Elpidio: El Chacho ha sido nuestro Tata. Lo mataron
cuando vivían todavía los padres de mis abuelos; clavaron su cabeza en una lanza
y la plantaron en la plaza, por eso esta tierra está maldita, por eso somos un pueblo
que no progresa ni se acrecienta. Y su papá, fíjese usted, en esta tierra tuvo que
criarse, pobrecito. Un día de lluvia lo mataron, imagínese niña Julieta, lluvia en el
puro desierto de Olta es algo extraño, una señal del Altísimo, por eso su sangre se
fue aguando y bajó desde la plaza hacia los patios. Lo mató un mayor del ejército,
un servidor del diablo… Busco a un bandido, dicen que dijo: vea usted, ¡llamar
bandido al padre de todos nosotros! Pero no lo hizo solo, lo ayudaron unos
cuantos traidores. El Chacho era, como le digo, el padrecito nuestro, hizo aquí sus
guerras, las hizo con paisanos, con los hombres mismos de estos cerros, con gente
de acá, no con soldados; armó las montoneras con los abuelos de nuestros padres y
con los padres dellos, los antiguos, haciendo por su propia cuenta la guerra contra
el puerto. Y lo degollaron en su cama, ¿puede creerlo?… pura barbarie contra los
nuestros que son también los suyos, niña Julieta, si es verdad que usted es, como
me dice, hija de Nicolás. Si lo hubieran dejado luchar, otra hubiera sido nuestra
suerte, pero le cortaron la cabeza, la dejaron con los ojos abiertos para el hambre de
los cuervos y ya nadie pudo impedir que la miseria nos habitara para siempre.
Pero ¡ay, mi niña!, me he ido por las ramas… Como le decía, su papá estuvo por
aquí cuando era joven, llegó a Tama para ver si encontraba a su madre verdadera.
Andaba de aquí para allá dale que dale con la tema, con una foto que le habían
dado; y así fue como Emérita desde allá y yo desde aquí nos empeñamos en ver si
la madre aparecía y si aparecida quería presentarse y disponerse, y según todo lo
que pudimos saber por aquel tiempo, la madre era Nicolasa, esa mujer que vive
allá en lo alto, entre los perros, y que es medio hermana nuestra. Como le cuento,
había sabido ser que su papá quiso acercarse aquella vez a conocerla, no para
pedirle ni reclamarle nada sino por curiosidad nomás o por necesidad de ver cómo
era la que lo había parido en antes. Pero Nicolasa no lo recibió, se plantó en que no
y tal y cual y que mismo ella no era madre de nadie y no sé qué más, que se trataba
de una confusión, de un embrollo de cosas que decía la gente. Lo cierto es que,
hablando mal y pronto, se restregó las manos, si te he visto no me acuerdo, y ya no
hubo nada más que hacer ni reprochar.
Ahora que hablo con usted, niña Julieta, me viene a la cabeza cierta tarde de
hace muchos años, a la oración ha de haber sido… Había ido también yo hasta la
casa de los perros para acompañar a su papá a encontrarse con su madre, pero no
hubo caso. No pudimos hacer nada porque, como le conté, ella no se disponía ni
atinaba a presentarse, de modo que nada de nada se pudo hacer; nomás nos gritó
desde adentro que el muchacho era hijo de Emérita, uno que Emérita tuvo que
entregar antes de casarse, para casarse en soltera y no con hijos, y en eso quedó
todo. Fue por esa razón, según creo, que Nicolás se marchó más tarde hacia el bajo
a conocer a Emérita, a platicar con ella y estarse un tiempo allá, para ver quizá si
era ella la madre verdadera. No sabría decirle qué resultó del tiempo que su papá
pasó en casa de Emérita ni si pudo sonsacarle alguna cosa, pero en cambio sí creo
que la razón por la que Nicolasa no quiso disponerse fue porque había tras della y
el Manchado cosas muy feas, como quizás ya sepa usted; cosas que ni me animo yo
a mentar, no vaya que Dios me termine castigando por cuestiones que no he
llevado a cabo. Lo cierto es que se trata de asuntos tristes a más no poder y saber,
como le digo, porque si todo es como dicen, en la casa adonde ahora está Nicolasa
morando con los perros, guardaban a una Bicha. Ella y el Manchado la
resguardaban y ya sabrá usted tan bien como nosotros que la Bicha se alimenta y
demanda con frecuencia y si no se la provee se descomporta, por eso mucha gente
desaparecía de este mundo, se convertían en alimento de ese demonio que, según
dicen, traga a los que se desacatan… Y entonces, creo yo, de ahí dimana todo,
porque Nicolasa no habrá querido que el hijo se enterara de una cuestión así, ni
tampoco que el Manchado se lo arrebatara y lo convirtiera en pasto de la Bestia y
nadie más supiera ya de él…
Esta mujer de los perros, la que vendría a ser su abuela, niña Julieta, no tuvo
en después otras criaturas, lo tuvo —que yo sepa— nomás a su papá cuando era
joven, una niña habrá sido para entonces. Se preñó del viejo Lilican o del joven
Lorenzo, que a eso ya no lo sabemos, se largó con su niño una mañana por los
campos y llegó caminando hasta Patquía, que habrá caminado los días y las
noches, pienso yo, porque es muy lejos, y como se aventuró en problemas y
desgracias, terminó entregando al niño a unas hermanas misericordiosas, en un
hospital de caridad. Después, sin que sepamos nosotras cómo ni cuándo, el
hospicio entregó al niño a una gente de ahí mismo y ellos lo criaron y le dieron
nombre y apellido. En cuanto a Nicolasa, según dicen se fue hacia la frontera, para
el lado de Orán, diz que dijeron, y allá trabajó con hombres, porque cuando era
joven era una chinita buenamoza, de ojos como carbones, muy donosa y delicada.
De esto que le digo sobre la vida de Nicolasa en Nueva Orán tal vez pueda
contarle doña Santina, porque ella regenteaba una casa de citas por allá y, según
tengo entendido, Nicolasa trabajó con ella. Doña Santina le va a quitar la
incertidumbre; es una vieja memoriosa que sale todavía en la Chaya a gritar río Los
Sarmientos, dejame pasar, dejame pasar y se duele y se lamenta y se queda las horas
pidiéndole permiso al río, ¿puede usted creer?, porque ése es un río seco, una
huella de pedregal, hasta que la crecida lo pone torrentoso y lo que era callejón se
vuelve manantial… Pero me estoy yendo otra vez de lo que me pregunta, niña
Julieta, disculpemé.
En cuanto a su abuelo, este hijo de mister Lilican que llegó hace muchos
años a la casa de Emérita, allá en las pampas, escapando de quién sabe qué, lo
llamaban el Ingeniero, es verdad lo que le han dicho, pero no era ingeniero, nomás
era muy entendido y avispado. Era hijo del mister con una querida, y comandaba
los quehaceres en la mina; nosotras sabemos de los Lilican porque sus vidas y las
nuestras se vienen siguiendo las sombras desde hace mucho tiempo; su bisabuela,
la madre de la mujer que vive allá arriba con los perros, provenía de Esteco, como
también provienen de ahí mi madre y mi abuela Martirio. La mujer llegó a Tama
en el mismo tiempo en que vinieron aquí mi madre y mi abuela, porque eran
medio parientes; trabajaban en casas de familia como después todas nosotras,
porque Nicolasa, mi hermana Emérita, Petrona Paula y yo nos ocupamos cuando
jóvenes casi en los mismos menesteres y con los mismos patrones. Sucede que
todas nosotras provenimos del Oeste, lo mismo que sus otros parientes. De Esteco,
sí, ¿nunca ha escuchado nombrar ese sitio? Es el poblado que supo estar en antes
tras el cerro; estaba, como le digo, en antes, en el tiempo en que el Señor de la Peña
no nos había castigado, cuando no habían llegado el terremoto ni los tembladerales
que vinieron después, ni la lluvia de cenizas que dejó por años la tierra como
muerta, ni se habían derrumbado las laderas destos cerros, de tanto que han
agujereado la mina para sacarle el oro. ¿Que cómo se va hasta allá? Es menester
tomar el atajo que sale desde Tama hacia los cerros, apenas una huella que
mantienen los guanacos y las cabras, y seguir hasta tomar el desvío; como a unas
diez mil varas de aquí ha de ser. Hoy en el día, no creo que encuentre allá más que
ruinas, aunque no sabría decirle con certeza porque nunca he regresado, no creo
que haya otra cosa que piedra sobre piedra. De Esteco, como le digo, provenía su
bisabuela, y también de ahí provenimos nosotras, mi madre y la madre de mi
madre y todas las que vivieron antes; de Esteco mismo, un pueblo perdido, muy
desmejorado desde que sucedieron aquellos castigos y desgracias. Vinieron a Tama
después del primer terremoto, porque en el Oeste todo se echó a perder, en Esteco
más que en esta parte. Por la miseria fueron bajando los pobladores en busca de
trabajo, siempre hacia el Sur; algunos se quedaron nomás aquí, pero otros muchos
o sus hijos se afincaron en otros sitios, como Emérita que se quedó en unos llanos
abajeños y puso ahí una casa de hospedaje. Lo cierto es que en Esteco no quedó
nadie ni nada, como no fueran adobes en el suelo. Esto que le digo pasó después
del terremoto grande, fue entonces cuando bajaron a Tama mi madre, mi abuela y
todas ellas y ya nosotras nos quedamos aquí y los hombres donde encontraban
trabajo, que si no era en el oro del Nevado o en los llanos donde prospera el trigo,
era hacia el Sur, donde las minas de carbón. Bajaban para ayudar en las cosechas o
cercar con tientos de gringo los campos y así fue como nos fuimos quedando en
nuestros sitios y ya no nos regresamos más a Esteco.
Ese Doctor, viejo conocedor de leyes, que desde hacía años cuidaba los
intereses de la compañía inglesa y ya casi nada recordaba de sus orígenes, creía
que los tameños eran mala raza, animales que no sabían trabajar, y que de haber
hecho como ellos, nunca hubiera llegado a nada. Entró en los socavones
escondiendo el miedo en esa ropa absurda para la hora y para el sitio; se deslizó
por las galerías hasta el lugar donde unos miserables hacían guardia frente a a un
latón con sangre. Los miró a la cara hasta advertir, apartado del resto, a un minero
marcado por la viruela que tenía, como por equivocación, los ojos increíblemente
azules. Se le acercó, convencido de que ese hombre nada tenía que ver con los
rebeldes y le preguntó cómo se llamaba. Emeterio Robador, para servirle, dijo…
Hay una cosa que me gustaría decirle, un secreto… Sucede que todos en esta
familia tienen una mancha, un lunar grande o pequeño en algún lugar del cuerpo,
un lunar con pelos, como una rata, y, no sé por qué razón será, pero lo cierto es que
yo no lo tengo… Por eso ellas dicen que yo no soy Linares, me han increpado
muchas veces, quieren que les muestre dónde está la mancha, que si es verdad que
soy la misma que se fue de joven, debo tener la mancha en alguna parte…, y ¿qué
quiere que le diga? Yo lo lamento mucho pero no tengo mancha para mostrar. ¡Me
increpan como si fuera una impostora, como si la que hubiera regresado para
escribir ese libro no fuera la misma que se fue cuando era joven…! En fin, cosas de
gente necia, le diría... Pero yo ya cerré ese capítulo, yo ya no me hago más
problemas.
¿Me pregunta desde cuándo soy escritora? No soy escritora, Julieta, ¡por
favor!, no voy a afirmar esas zonceras… De joven, lo reconozco, tenía ciertas
pretensiones, pero después ya no, viendo que hay tantos buenos escritores, más
bien me he dedicado a enseñar. Fui maestra hasta que me jubilé y entonces, como
le digo, regresé a este pueblo, buscando quién sabe qué, el aire de estos cerros ha
de haber sido, porque aquí ya no vive quien me quiera ni me asista…, pero hay
una luz que no se encuentra en otra parte, y está este paisaje que no se puede
olvidar… En cuanto a escribir, sólo he escrito ese libro que le obsequió el licenciado
Brizuela y ha sido más que nada por reconstruir la historia familiar, aunque
muchas cosas que ahí cuento no sabría decirle con certeza si sucedieron, son más
bien cuestiones que imaginé… Tal vez un poco como está haciendo ahora usted,
que viene y habla con todas nosotras y escucha nuestras alegrías y nuestras penas,
buscando alguna migaja de la vida de su papá…, pone lo que sabe, lo que le
decimos y lo que no sabe se lo inventa… Así hice también yo hace ya años, fui
reconstruyendo o inventando, que lo mismo da una cosa o la otra, la vida de mi
gente y de mi pueblo. No por otra razón escribí Tama, de modo que más que contar
mi historia, lo que cuento allí es la historia de este pueblo nuestro y la de todas esas
madres que tuve sin saber cuál era en verdad la mía… Eso ha sido y no otra cosa,
un gusto que pude darme, quizás por una necesidad muy honda de saber quién
era y qué había venido a hacer a este mundo. Lo que sucede es que, como le decía,
soy hija natural de una Linares, bisnieta de Martirio Linares, hija de madre soltera
en esta tierra donde son madres solteras todas, todos hijos e hijas sin padre
conocido, porque aquí, en este desierto, el padre no es más que el nombre de un
hombre… Un nombre que nuestra madre nos trasmite, Sos hija del hijo de fulano o de
mengano, nos dicen, y después ya nada… Nada de nada, ni una presencia de
hombre, nada…, y hay que aprender a vivir con esa mancha.
…he sentido por mucho tiempo a la vez rechazo y apego por todo lo que
tenía que ver con Tama, pero finalmente la nostalgia pudo más, porque al
jubilarme, aunque ya no quedara aquí quién me quisiera, decidí volver y eso hice,
como usted puede ver. Nostalgia de las mañanas junto a los cerros, del techo de
quincha al despertar, del trajinar en el fondo del patio, entre los mandarinos, las
gallinas, los zorzales. Cuando era chica, me levantaba, tomaba mi tazón de paico y
me iba luego a andar por las higueras con los oídos atentos, hasta oír que había
ruidos en la casa de los vecinos. A veces ayudaba a Martirio a hacer el pan, a
transformar el engrudo en esos bollos hinchados que salían del horno de barro
dorados y crujientes. El verano aquí es muy lindo, la luz es incríble, distinta de
cualquier otra, y siempre hay un desafuero de chicharras, abundancia de higos en
las higueras, tunales abarrotados, mujeres haciendo arropes y preparando frutas
secas… Como le decía, no soy nieta de Martirio sino bisnieta, soy la nieta de su hija
menor. Cuando yo ya era una mujer, mi madre me contó cómo fue que sucedieron
las cosas… Fui concebida en el único encuentro que ella tuvo con mi padre, dos
niños eran, también él una criatura que no pudo hacerse cargo de nada. Las
mujeres de la casa intentaron que la preñez no se notara y la mandaron, recién
parida, a la capital, para que encontrara marido como una muchacha soltera, y así
fue que se quedaron conmigo todas esas tías viejas o, para mejor decir, yo me
quedé con ellas. No encontró marido mi pobre madre, ni entonces ni pasados los
años. Trabajó de sirvienta y más tarde cuidando ancianos y ya no tuvo otros hijos,
ni tuvo otro amor, en fin, nunca pudo terminar de organizar su vida. Tampoco yo
tuve hijos… Me contó mi madre, en una de las pocas ocasiones en las que una se
confiesa a la otra de una vez y para siempre, que cuando advirtió las faltas del
sangrado y tuvo la certeza de que estaba encinta, buscó la manera de hacérselo
saber a mi padre, al que habían llevado a la rastra a cosechar fruta, la finca de un
tío. Le mandó mensaje con un tameño y, según le comentó después el hombre a mi
madre, mi padre le dijo que bajaría enseguida a Tama para casarse con ella, el muy
mozo… Pero no sé qué habrá sucedido, no habrá podido decidir, pienso yo,
porque era también él una criatura… En fin, que ni volvió a Tama el muchachito ni
se casó con mi madre.
Cuando vine al mundo, todas las mujeres de la casa, todas esas madres que
tuve, me festejaron como si hubiera llegado la guagua de Belén, porque fui muy
querida por todas, eso no lo voy a negar. Nací, como lo conté en el libro, a
comienzos del verano… Ajetreo, palanganas con agua caliente, trapos de algodón,
como se acostumbraba en aquel tiempo, porque los niños nacían en la casa. Al
parecer, todas habían dado por hecho que yo sería un varón, porque antes no se
podía saber con anterioridad el sexo de un niño, de modo que cuando Martirio,
que oficiaba de comadrona, me giró para ver a qué mitad del mundo pertenecía y
vieron que era una niña…, en fin, Julieta, ya puede imaginarse la desilusión…
Lo cierto es que mi madre quedó muy enojada con mi padre, con la preñez,
conmigo y con la vida… Gritaba que no quería tener hijos, que no quería parir
hembra, que no quería ponerme nombre alguno y otras lindezas por el estilo, y
entonces Martirio, acostumbrada a toda adversidad, dispuso que me llamaran
Milagro. Así sucedieron las cosas y por eso es que me llamo Milagro Linares.
También yo Linares. Llevo el apellido de todas mis madres, porque mi padre
nunca me reconoció. Como le he contado y un poco como le ha pasado a usted,
tampoco yo conocí a mi padre, pero según me han dicho tengo de él las cejas
espesas, los ojos oscuros y la piel clara… En fin, es algo, ¿no le parece?... Disculpe,
no le he ofrecido nada, ¿le gustaría tomar una taza de té?, ¿una tisana de jarilla? Es
muy antigua, ya la usaban aquí los diaguitas, tiene muchos beneficios; sienta el
aroma, Julieta, dicen que era la tisana preferida de don Ángel Peñaloza.
Como le decía hace un momento, mi madre llegaba a Tama una vez al año,
para Navidad…, durante una semana me llenaba de dulces y juguetes y después se
iba otra vez…, y era entonces despedirla, mi mano levantada entre otras manos, en
la estación de trenes. Sin embargo, hasta donde recuerdo, tuve una infancia feliz
acompañando la soledad de Martirio y de las tías, pero claro, después una va
creciendo…, en fin. La casa donde me crié ya no está; la tiraron abajo hace unos
años para levantar un supermercado… Una ristra de cuartos en hilera, paredes de
adobe y techos de cañas amarillas que daban a una galería con jazmines. Tenía un
patio enorme aquella casa, con el horno de pan y los piletones y al fondo los
mandarinos, las higueras, las damascas, los parrones y el curso de agua jabonosa
hasta el cantero de las calas. Me parece todavía un milagro que ellas le hubieran
podido sacar vida a ese desierto, a lo largo de años habían vaciado piedra por
piedra lo que era el lecho de un río, habían acarreado tierra buena desde el otro
lado del arroyo y regado día tras día con el agua del surtidor que está camino del
cerro, por donde todavía pasa la acequia… Desde la ventana, alcanzaba a ver la
acequia, deseaba su frescor, su rumor… ¡pasaba horas mirando hacia allá con la
mano sujetando la cortina, hasta sacar permiso! Y cuando lo lograba, iba corriendo
entre las piedras, hasta el agua que escurría hacia las fincas. Pocas veces me
permitían salir de la casa, la vida transcurría nomás ahí en el patio, entre los
frutales y los pájaros; en ese territorio yo era reina de todos los quehaceres,
destinataria de labores de aguja y de cocina y la razón primera y última de los
cuidados de todas. En el transcurrir de aquellos años, me contaron la historia de
Tama y de la familia, la vida de ellas, sus secretos… Viví rodeada de esas
confidencias, escuchando sus resentimientos, sus amores y sus odios, hasta que
todo eso comenzó a angustiarme, la quietud del pueblo, la falta de miras de la
gente… y también yo, como mi madre y como todas las hermanas de mi madre,
empecé a preparar las cosas para irme.
Había comprado en secreto los pasajes y preparado mis bolsos sin abrir la
boca, como una traición me parece eso ahora, pero tenía miedo de que me
convencieran, de no poder irme a respirar otros aires… Miedo sobre todo por
Martirio, porque yo era luz para sus ojos y ella era…, ¿cómo decirle? Ella era mi
sangre y mi sustento. Sin embargo, cuando lo supo, casi sobre la fecha, no se enojó,
nomás esa tristeza, ¿cómo le había ocultado que me iba, si todo lo que quería era
verme feliz?… Son palabras que me siguen doliendo todavía… Me dio vergüenza
dejarla sola; estuve a punto de quedarme, pero, como puede ver, no lo hice.
Martirio me regaló una medalla de Santa Rita, esta que llevo bajo la blusa,
me secó las lágrimas y me dijo que la santa sabría cuidar de mí. Me ayudaron
todas, viejas como eran, a preparar remedios caseros y comida para saciar el
hambre de meses, hasta que llegaron el día y la hora. Compartimos el camino a la
estación, por estas calles de pedregullo…, y como yo no soportaba el silencio que
se había instalado entre nosotras, como sólo escuchaba el ruido de nuestros pasos
sobre la greda, iba prometiéndoles no sé qué cosas. Me pareció que nunca
llegaríamos, pero llegamos a ese tren que me trasladaba a donde yo creía que sería
feliz y entonces subí, me senté junto a la ventanilla…, llorando, tal vez porque
aunque todavía no lo supiera, el corazón presentía que dejaba más de lo que iba a
buscar. Me senté con la cara pegada al vidrio, y las miré, lo recuerdo bien,
consciente de que me iba para siempre… Es como si las viera ahora mismo,
Julieta… las caras cruzadas de arrugas, las manos grandes de trabajar, los pañuelos
cubriéndoles las cejas… Después el tren comenzó a moverse y entonces ellas se
alejaron, se hicieron pequeñas contra los andenes, contra las laderas de los cerros,
contra las cumbres blancas del Nevado, hasta que fueron un punto negro en la
distancia y después…, después, hija, ya no vi nada…
Martirio Linares había nacido en el Oeste, de padre y madre bien casados, en
un hogar como Dios manda, en un caserón con quintas y frutales. Su madre era
una mujer enferma, que había muerto finalmente arrastrando a su marido a una
depresión que también le costó la vida y dejó a las hijas libradas a su suerte. Las
tres hermanas anduvieron rodando de sitio en sitio hasta que a ella le tocó irse a
vivir con una tía que no conocía, cuyo marido se hizo cargo de los bienes. Tenía
por entonces pocos años, de modo que fue olvidando su apellido y tomando el de
los que la criaban hasta que mucho tiempo después, cuando la vida quiso que se
casara con Timoteo Linares, descubrió que estaba anotada en una parroquia del
Oeste como Laureana Martirio Cardozo y recordó el nombre con que la llamaban
de niña y no pudo comprender qué había sido de su casa y de su finca ni a quiénes
habían ido a parar los enseres domésticos, las propiedades y el dinero. Los años
fueron pasando iguales, uno tras otro, y ella fue viéndose crecer, primero en los
batones que había que alargar y después en los pezones que se hinchaban, en las
caderas… Fue en esos tiempos, mientras bajaba al poblado vecino a vender
quesillos, cuando conoció a un muchachito apenas mayor que ella, con el que
aprendió a desbarrancar el deseo entre los claros del monte. Los encuentros
duraron poco, porque enseguida se preñó, su vientre empezó a crecer, y entonces
dejó el campo, las cabras, la casa ajena, sin saber muy bien a dónde iba, hasta que
derrapando de un sitio a otro, llegó a Tama.
Lo cierto es que, según creo, por mejor hacer y obedecer, ella terminó por
entregar al hijo; empezó por dejarlo en prestado por un tiempo en un sitio de
caridad y después de seguro no habrá podido retirarlo, que así resultan muchas
veces las cosas… La cuestión es que el hijo fue quedándose en aquellos páramos,
hasta que lo llevó una familia de apellido Corso. Por eso es que él se llama Nicolás
Corso, porque esta familia lo crió como propio de ellos, hasta que él se enteró de la
mentira y se fue de la casa, muy enfadado, según dicen, y entonces la mujer esa
que vendría a ser la madre que tenía, se enfermó de un mal incurable y por esa
causa se estropeó la vida…
Así es, niña, como le contaba ayer, Martirio bajó desde Esteco hasta Tama.
Llegó pobre como una rata y tuvo muchas crías, todas niñas, para un Linares. Ella
le contó a mi madre cómo sucedieron las cosas y mi madre me las contó a mí, de
ahí conozco yo que una hija de ella, una tía que yo no conocí, fue a esa casa del
Doctor para fregar nomás, porque ya tenían cocinera y una criada que servía la
mesa y atendía la puerta. En ese tiempo, los señoritos se saciaban con las sirvientas,
así es que como quiera que hayan sido las cosas, mi tía se acostó con el padre o con
el joven de la casa y el padre o el joven se acostó con ella y quedó preñada. Cuando
el dueño de casa, este doctor Idoria, lo supo, pidió que cuidaran a la muchacha
hasta que tuviera a la cría y cuando nació…, bueno, ahí no sé qué más puedo
decirle, porque no sé si usted que ha vivido en otras partes sabrá cómo son aquí las
cosas. Lo cierto es que después que tuvo a esa hija, anduvo de rancho en rancho
pidiendo ayuda o haciendo quién sabe qué, hasta que se aquerenció en una casa de
citas, porque ahí terminaban muchas veces las muchachas que parían en solteras,
una casa de mal vivir que estaba en el boulevard casi llegando a la estación de
trenes, cuando había trenes por estas tierras de Dios. A esa casa la regenteaba la
Jandra, la doña más hermosa de estos pueblos del Noroeste…, hace años que
murió, pero todavía se habla de ella por acá. Parece que era muy avispada la
mujer, muy vivaracha, así que en cuanto se puso vieja y no pudo ya saciarle el
vicio a nadie, abrió una casa donde cobijaba a las muchachas que trabajan en estas
cuestiones. De muy joven, la mujer supo ser hembra del doctor Idoria y después,
pasado el tiempo, cuando ya no era tan joven, lo fue también de mister Lilican y si
todo es según se ha dicho por acá, él mismo ha de ser el padre del hijo que ella
tuvo, uno que se hacía llamar Ingeniero y que terminó de bocón en la mina… Lo
cierto es que la Jandra regenteó ese sitio de mal vivir, hasta que se volvió tan vieja
que ni hablar podía… Le gustaban el vino y la chicha; tomaba por las tardes su
chicha florecida y un vino pisado de los que se preparan todavía por acá, y
después, ya un poco magreadita, hacía lo que le venía en ganas… Se daba más de
todo con los hombres y dormía junto a los fogones y a veces también en la cama de
alguno, porque el vicio no se le iba ni de vieja. Pero tuvo y crió a ese hijo en soltera
como todas nosotras y como casi todas las mujeres de esta tierra, hasta que el
muchacho comenzó a trabajar para su padre.
Toda esta gente que llegó de Esteco y de otros poblados del Oeste y nosotras
mismas, provenimos de unos pobladores que habrían bajado dizque del Cuzco. La
madre de mi madre, esta Martirio de la que le hablo, era hija de unas gentes de
buen pasar que murieron cuando ella era una niña y vendría a ser por eso que ella
anduvo sin rienda ni rumbo, lo mismo que las hijas, no porque viniera de pobres.
Aunque hay quienes dicen que ella habría sido hija del padre mismo con una
criada, que no con la mujer propia la habría tenido el hombre sino con una del
servicio, que aquí todo es así como ha sido siempre. También se supo decir que no
nació en Esteco sino aquí, que fue a Esteco cuando era muy pequeña y que
después, de joven, bajó otra vez a este pueblo, ya para quedarse. Pero de esto que
le digo de los muchos que llegaron a este pueblo o se fueron yendo, puede usted
ver más y mejor en los libros que tiene el señor Brizuela en el Archivo. Ha de haber
también ahí un libro que escribió una pariente nuestra con la que no tenemos trato;
la mujer se quedó por acá su buen tiempo, nos sonsacó muchas cosas y mucho le
confiamos nosotras a ella, y sé que luego escribió, con eso que le fuimos contando y
con otras cosas que se inventó, un libro que habla de la familia y de Tama mismo,
de cómo era todo antes que a esta tierra la hubieran maldecido. Si le interesa,
puede solicitárselo al señor Brizuela, el director del Archivo, o tal vez a su
ayudante, el señor Rosendo Millicay, porque él también proviene, como nosotras,
del Oeste.
Como le comentaba, niña, andando hacia atrás, más atrás de todas nosotras,
Martirio, la mamama de toda esta familia de mujeres que somos, quedó pronto
huérfana de quien fuera que la hubiera parido, de la madre misma y de la que la
criaba, y la cobijaron unos indios con los que dormía, según dicen, cubierta con
pellejos de oveja, y así fue que aprendió a hablar en lengua antes que en español.
Cuando era todavía una criatura, se fue del sitio donde moraba, se confió en Dios y
la Virgen, y vino a Tama, pero siempre recordó aquello en propia carne, porque
fue entre aquellos indios donde aprendió todo lo aprendido. Es que según me supo
relatar mi madre, de joven sabía andar a caballo por la sierra, protegida siempre
por Nuestra Señora del Milagro y por el Señor de la Peña y todo eso se le quedó en
el alma; eso y la música de aquella gente, porque vea usted, nomás el sonido de un
charanguito o de una quena la alegraba. Solía contar que en aquel tiempo en que
moraba con los indios, una noche en que estaban entonando sus bagualas llegó
hasta el rancho el señor dueño de la hacienda, que había oído música en el
rancherío. Ocultándose llegó el hombre hasta los horcones, fíjese usted, y dijo A
esta hora no se canta, a esta hora se reza, indios de mierda y tomó la quena que uno
d’ellos tenía, la tiró al suelo y la pisó, hasta romperla. Siempre contaba eso,
pobrecita, se le ha de haber quedado en la memoria grabado para siempre, sabrá
Dios por qué… Pero me estoy yendo otra vez por mi sendero, porque de lo que le
quería hablar era mismo de cómo fue que nació la ciudad que llamaban Esteco
Nueva. Esteco era muy rica, estaba revestida en oro y plata, y por eso mismo era
muy orgullosa la gente de antes ahí, muy afincados al lujo y mezquinos con los
pobres. Lo cierto es que en ese tiempo, Dios sabrá por qué causas y razones, llegó
aquel temblor del Diablo, todo se derrumbó y los ricos y los pobres se mezclaron,
porque ya eran para entonces todos pobres. Esteco estaba a la vera del río, a pocas
varas del zapallar, y aunque era muy antigua la llamaban Esteco Nueva porque era
copia de una de allá de España que era más vieja que ésta. Pronto se hizo un lugar
afortunado, prosperaban los animales y sembrados, pero después del terremoto y
la lluvia de cenizas todo pasó de rico a ser muy pobre. Según los padres de la
iglesia y otro padre que estuvo aquí en antes para dar sus misas, la destruyó un
terremoto hace tantísimo, pero que yo sepa no ha sido uno sino cuatro, mismo
cuatro han sido, porque la tierra no dejó de temblar hasta que todo se vino abajo.
Hay quienes dicen que aún queda por allá la estación de trenes por donde pasó,
cuando todo estaba piedra sobre piedra, el tren que la llevaba a Eva hablando a los
descamisados.
¿Me pregunta si la he visto yo, con estos ojos, pasar por esos páramos? No,
la verdad sea dicha, yo misma no, para qué voy a mentirle, son nomás cosas que
me han contado porque aunque eso no está muy lejos de aquí, desde que yo era
una niña no me he movido casi de mi sitio; yo aquí nomás me he quedado, en el
campo, en estas orillas de Tama, viviendo de mis maíces y mis animalitos, mis
papines y calazabas, que con estos frutos y la leche de mis cabras me sustento… De
haber visto yo misma a la finada Evita, no recuerdo, como le dije, pero son
cuestiones a las que le doy crédito porque sé que ella pasó por el pueblo de los
llanos donde vivía, cuando era joven, el finado mi marido. Él moraba en una casa
de huérfanos, frente mismo a las vías del tren, y una tarde abrieron las ventanas de
par en par y así fue que otros expósitos que ahí vivían y él mismo la vieron
asomar, rubia como una Virgen, desde la ventanilla de un vagón de trenes. Dicen
que parecía una reina y tenía la piel blanca como el papel, una muñeca era… y así
con su trajecito sastre y la cintura avispa, se mezclaba con los pobres y hablaba en
todos estos pueblos. Mis queridos grasitas decía, y la gente la saludaba con sus
pañuelos, los jornaleros y los mineros que subían de los socavones, lloraban y el
finado mi marido y otros tan sin madre como él, nomás de ver a esos hombres que
lloraban como críos, tenían ganas de llorar también…
Todo esto que le he ido mentando mientras preparaba mis tamalitos, niña,
pasó antes que del pueblo quedaran nomás estas miserias, pura piedra rodando.
Con el terremoto se vinieron abajo las casas, las de la ciudad y las de estos parajes
de los alrededores, y este rancho que usted ve, que lo tuvimos que arreglar como
pudimos, levantando del suelo adobe por adobe y apuntalando con troncos de
quebracho estos muros, porque todo quedó en el suelo por días y por años. A más
de eso se fueron también los hombres y las jóvenes, aquí nomás de esta casa
nuestra se fueron mi padre y todos los hijos que mi madre tuvo, y se fueron
también mis hermanas y sus hijos. Nada más nosotras quedamos, mi madre, una
tía que estaba muy disminuida y yo que todavía era una niña, porque las jóvenes
de merecer bajaron más hacia el Sur a servir en casas de familia o por otros
menesteres y los hombres que no se conchababan en la mina, se marcharon hacia
llanos abajeños en busca de trabajo. Iban con la promesa de volver, pero se
retiraron y entonces no supimos ya de ellos. Tendría que haber visto usted lo que
fue esto y la pena que nos nació ante las ruinas embarradas, los crucifijos al cielo,
pidiendo perdón por los pecados… Un castigo de Dios ha de haber sido, porque
tuvimos que empezar otra vez, agregar adobe a los muros, quincha a los techos,
acomodar los patios, recuperar las plantas, arrancarle a la tierra un poco de verde,
con lo difícil que resulta que algo nazca en estos pedregales.
Sírvase uno de mis tamalitos, niña, están muy buenos… ¿no los ha probado
nunca? Una receta de mi madre, me salen muy sabrosos… Martirio solía contarme,
cuando yo era niña, que a una tía mía que no conocí también la había aprovechado
el doctor Idoria. No recuerdo si el Doctor mismo o alguno de sus hijos, hasta que
ella se fue a la ciudad, porque nadie la quería en el pueblo, ni para mujer propia ni
para hembra, pero con la madre de su papá no ha sido así, yo estoy por creer que
es difamación de la gente. Que yo sepa, su papá es hijo de Nicolasa, la mujer de los
perros, y es también hijo del hombre de la cara brotada como una flor de retamo o
de glicina. Si usted se fija en su papá en cuanto vaya a verlo, comprobará que
también él tiene una mancha, no en la cara, Dios nos libre y nos guarde, sino en el
brazo, porque este hombre al que llamaban el Manchado, tenía la mitad de la cara
florecida, el ojo y todo el flanco hasta la nariz, pero a su papá, como bien lo sabrá
usted, la mancha le salió mermada y le viajó hasta el brazo, por los muchos ruegos
que le hicimos todas nosotras al Señor de la Peña. Lo cierto es que mancha o no
mancha, ese hombre de la cara podrida era muy malo con Nicolasa, muy dañino, y
no le aceptó que tuviera el hijo porque, según decía, no era bueno traer críos a este
mundo. Quiso que ella tirara al niño apenas quedó preñada y la llevó encinta como
estaba hasta la casa de una comadre que hacía esos trabajos por aquí en aquellos
años, pero estaba muy avanzada la cuestión…, pienso yo que la Virgen y el Señor
de la Peña no han de haber querido que su padre faltara de este mundo, porque ya
sabrá usted que cuando eso sucede es que el niño está destinado a hacer el bien. Lo
cierto es que la comadrona dijo que no se podía hacer nada, que estaba la criatura
ya en su sitio y era de Dios que no podía retirarla y entonces el hombre le aceptó
que lo tuviera, siempre y cuando lo dejara por ahí o se lo diera a alguna de otro
pueblo o lo tirara por los campos. Y así fue que ella atravesó esos pedregales y
caminó los días y las noches hasta que encontró a unas hermanas de caridad y a
esa familia de Patquía que lo crió. Pero ella es la madre propia, sí, y el hombre que
vivió con ella y que llamaban el Manchado, era el padre de su papá, porque ella no
ha tenido para su desgracia, creo yo, otro hombre que ese, ni antes ni después. Por
eso a su papá supieron decirle en un tiempo Mancha’e Tigre por ese asunto de la
mancha en el brazo, porque en esta descendencia, quien más quien menos, todos
nacemos manchados; lo que pasa es que aquí todos son muy hablantines, pero si la
Virgen no me deja mentir, yo le prometo, niña, que Nicolasa y el Manchado son los
padres de su papá, es decir sus abuelos verdaderos.
La llegada de un viajante es motivo de comentarios en voz baja, de miradas
encendidas entre las mayores de veinticinco. Ellas se apresuran a ahuyentar los
rezos, a alisarse las faldas sólo en apariencia dormidas. Los suspiros vuelven a
agitarse en los pechos oscuros y palpitan las blusas, se arrebolan los rostros. Algo
las empuja a la calle a comprar hilos, agujas, bastidores, alambres, a mostrársele al
hombre que ha venido de paso. Saben que es la única oportunidad para iniciar la
vida en otro sitio, porque cualquier lugar es mejor que ese pueblo moribundo
donde sólo quedan los que se burlan mientras magrean chinitas por la calle ancha.
Empezar la vida en otra parte, aunque la gente diga que las pocas que lograron
marcharse acabaron envejeciendo en los burdeles de la ciudad.
Torre burnia
Stella matutinam
La Virgen María
su pelo extendió,
¡Claro que recuerdo a Nicolás! Era un muchachito por aquel tiempo, muy
jovencito era y muy desamparado. Nosotras lo albergamos en esta casa de las
hermanas, a cambio de que nos hiciera algunas tareas y aquí se quedó hasta que
murió Monseñor. Después…, bueno, después todos se desperdigaron, uno para
aquí, otro para allá, las hermanas se fueron a otras diócesis, tratando de no
molestar en ninguna parte, el vicario consiguió una beca en Roma y su papá
también se fue, sabe Dios hacia dónde. La única que se quedó, contra viento y
marea, esperando que pasara la tormenta, fue esta servidora. Sucede que aquí
donde me ve, yo fui durante más de diez años la asistente personal de Monseñor;
me ocupaba de casi todas sus cuestiones, desde la ropa hasta el dinero; él venía y
me decía Dorita necesito tal cosa o tal otra y era yo la que consideraba si se podía o
no. Así era él, un pan de Dios, como se dice, y a mí me daba una pena muy grande
que un hombre así tan bueno, tuviera que pedirle a esta servidora unos pesos para
sus necesidades y pequeños gustos…
Su papá era, como le digo, un joven de fe, claro que sí, alguien que estaba
muy cerca de nosotros, así que yo pienso que en eso al menos, él no ha de haber
cambiado…, tal vez por esa razón trabaja ahora en esa fundación sueca de la que
me habla y se dedica a ayudar a los niños de África. Monseñor también lo
apreciaba mucho a su papá, incluso hasta llegó a pensar que podía acercarlo al
seminario para que siguiera ahí estudios religiosos, porque era un muchacho muy
despierto y de gran corazón, muy solidario. Pero después, con las cosas que
pasaron, ya nos olvidamos todos de todo, ya nadie pensó en otra cosa más que en
rezar calladita la boca y salvar el pellejo. Ese día que le menciono, el último día que
vi a Monseñor, su papá estaba conmigo, aquí mismo; yo le puse como otras veces
unos billetes en el maletín donde tenía la carpeta con los comprobantes, una
carpeta que Monseñor iba armando sobre las muertes del laico Wenceslao y los
padres Gabriel y Carlos de Dios porque se había propuesto investigar los
asesinatos por su propia cuenta, para llevarle todo a Su Santidad. Tanto de ida
como de regreso esa última vez viajó con el padre Aído que se salvó
milagrosamente; en algún momento estuvieron por llevarlo también a Nicolás para
que los ayudara en algunas diligencias, pero por fortuna decidieron que no, que
mejor se quedara aquí con nosotras para colaborar en nuestros quehaceres… o
quién sabe, tal vez Monseñor pensó que su papá era demasiado joven para correr
riesgos. Sabemos que el viaje de ida y la estadía en lo de las hermanas
trascurrrieron sin inconvenientes, me llamó por teléfono dos veces y su voz sonaba
normal. Salieron después de almorzar, las hermanas nos dijeron que como a las
dos de la tarde, y sabemos que Monseñor llevaba con él la carpeta con el memo de
la pastoral para que el Papa supiera lo que estaba pasando aquí con los curas y las
monjas. Antes de salir, el padre Aído fue a una estación de servicio, puso aire en
las gomas, controló el aceite y el agua y, según dijo, la camioneta estaba en perfecto
estado. Salieron por la ruta vieja para tomar el camino que viene hacia Tama;
según me comentó el padre meses después, cuando se repuso del accidente, no
habrían hecho un kilómetro cuando Monseñor se detuvo…, sí, sí, manejaba él,
manejaba muy bien…, se detuvo, sacó la carpeta del maletín y la escondió debajo
del asiento. Hasta el mojón del kilómetro 1.000 anduvieron sin problemas. Pasando
Punta de Los Llanos, hay unas hondonadas y después una recta larga, dice el
padre que venían hablando de cuestiones de la diócesis, cuando ven que un
Peugeot les obstruye el paso y los encierra, y después ese ruido seco, la estampida
y el pobre Aído ya no pudo recordar otra cosa que ese estallido como un balazo en
la bajada larga, antes de Patquía… Un golpe seco y la camioneta se salió del asfalto
y volcó. Monseñor murió enseguida y el padre Aído quedó inconsciente, muy
lastimado pero vivo, quién sabe por qué milagro. Cuando su papá se enteró de la
desgracia, lo recuerdo como si fuera hoy mismo, salió como un loco; se trepó al
auto de unos feligreses y ya ni sé cómo, llegó hasta el lugar del accidente. Fue él
quien me dijo que el cuerpo de Monseñor estaba en el suelo, con los brazos en cruz
y la vestimenta prolija y que eso le llamó la atención y también me confió que
alguien le había dicho por lo bajo que el vuelco no pudo producirse por un
reventón, porque la rotura de la cubierta era pequeña, como un orificio de
proyectil.
Después de todo lo que hablamos ayer y esta mañana, podría decir que
Monseñor, el padre Albeiro, el padre Carlos de Dios y el padre Gabriel son
nuestros mártires, Julieta, ellos estaban como nosotras, las hermanas, en las
comunidades cristianas de base y resultó que los mataron. Fue por el año setenta y
seis, por eso nosotras hemos estado todo este tiempo en vigilia, viejas como somos,
noche tras noche, esperando el fallo de los jueces; es que, como le digo, Monseñor
había ido a investigar por las suyas quiénes y por que razón habían asesinado al
laico y a los padres Gabriel y Carlos de Dios y regresaba a Tama con una carpeta
con documentos. En cuanto a su papá, unos días después de las exequias
desapareció y ya nada supimos, nada de nada hasta ahora que usted llega, tantos
años después de aquel día, y me cuenta lo sucedido. No sé si alguna vez su papá le
habrá hablado de estas cosas, tal vez le contó algo por teléfono… Pienso que algo le
ha de haber dicho porque de otro modo usted no estaría hoy aquí conversando
conmigo… De modo que su papá está en Suecia, en la zona norte, en
Vestrobotnia… No puedo imaginarme siquiera aquellas regiones heladas, pero me
dice que trabaja por los desamparados de África y que por esa razón viaja con
frecuencia a Niger. ¡Qué alegría me da eso, Julieta! Una felicidad saber que trabaja
en una organización vinculada al Foro del Tercer Mundo, saber que su papá no
está lejos de aquella opción por los pobres que en su momento intentamos
enseñarle aquí nosotros…
Entró y se encontró con esa sala enorme y con ese hombre viejo, gordo y
calvo al que un chaleco de casimir le tapaba, pese al calor de la siesta, el vientre.
Cuando se dio cuenta de cómo la miraba, turbada dio media vuelta para irse, pero
él le ordenó que no se moviera y mandó a la sirvienta a los traseros de la casa. Lo
que vino después fue dejarse tocar por esa mano vieja y perfumada y sentir el
semen chorreándole en las piernas por primera vez. Cuando él se recompuso, se
dejó caer desbraguetado sobre la pana del sillón. Ella se alisó el vestido sin saber si
debía irse o quedarse, hasta que empezó a caminar hacia la puerta. Él no la detuvo,
sólo preguntó los años que tenía.
Según me dijo Clivia, ellos habían estado buscando desde hacía tiempo un
hijo; finalmente ella se embarazó pero tuvo una pérdida y después una infección y
la vaciaron, así que, cuando las monjas le ofrecieron esa criatura, la situación que
se dio, si bien no era la ideal... Ramón le puso algunas condiciones, porque la que
no podía tener hijos era ella, ¡ya sabes cómo son los hombres! Lo cierto es que él le
planteó que si iba a ser el padre, lo tenía que ser por completo y que todo el resto
tenía que desaparecer, entonces nada de decirle al chico que era adoptado, o era el
hijo hijo o si no, nada, y fue eso lo que terminó de decidir las cosas. Nunca le
dijeron la verdad y Nicolás se crió muy frescamente, hasta que, cuando tenía diez,
doce años, jugando con unos amigos, uno de ellos le largó todo el rollo y ahí se
armó el lío, ¡flor de tole tole se armó!
¿Querés tomar algo?, ¿un vaso de jugo?, ¿un café? Te preparo un café…
¡Han pasado tantos años de todo esto…! imaginate, nosotras nos conocimos
cuando yo tenía treinta y Clivia treinta y dos. Un domingo. Yo estaba ahí afuera, en
el jardín, y ella se acercó con un chico de brazos… yo ni siquiera sabía quién era
ella, porque soy de un pueblo de La Pampa, me crié entre gringos y no me llevo
mucho con los criollos, así que apenas si cruzaba con algunas mujeres de acá unas
palabras en el almacén, pero hablar lo que se dice hablar, no hablaba con nadie.
Por eso cuando Clivia se acercó y me comentó esto que te digo, con el chico en
brazos, apoyada en el pilar de esta casa, me quedé pensando que la pobre estaba
mal de la cabeza... La hice pasar y le seguí un poco la corriente, y ella me empezó a
hablar de su vida y del chico que acababa de conseguir, y entonces me dice que el
chico viene de Tama y que la madre lo vendió porque era hijo de un fulano que se
había aprovechado de ella. En aquel tiempo todavía vivía mi marido, pero esa
tarde estaba haciendo adicionales, mi marido era cabo aquí en Patquía, por eso
cuando murió yo conseguí trabajo en el destacamento policial y ahí estuve hasta
que me jubilé. El asunto es que aquella tarde, hablando hasta por los codos,
terminamos haciéndonos amigas y eso se acrecentó cuando enviudé… No, mi
marido no murió en servicio, querida, fue un infarto, treinta y cinco años… sabrá
Dios por qué hace lo que hace. Bueno, pero volviendo a lo que te decía, cuando
enviudé, Clivia y Ramón me ayudaron, fueron muy buenos conmigo, por eso
nosotras seguimos siendo amigas, hasta que ella se fue de este mundo… Fue la
mejor amiga que tuve… y puedo asegurarte que ella lo quiso a tu papá como si
fuera la madre; dejó trabajo, dejó todo para dedicarse a él. Lo único que hizo mal
fue no decirle que era adoptado. Lo anotaron como hijo de ellos y lo criaron como
si el chico hubiera sido de los dos…, eso pienso que estuvo mal, porque la mentira
tiene patas cortas y antes o después las cosas terminan por saberse. O será que yo
soy muy práctica, muy directa, y voy siempre al grano… Le aconsejé muchas veces
que le dijera las cosas de una buena vez, que por más que Ramón no quisiera, ella
tenía que ponerle el pecho a esa papa caliente, pero se ve que no se animaba,
pobre, y, dicho y hecho, terminó pasando lo que pasó… porque nunca falta quien
salga a decir lo que no le incumbe. Tengo que reconocer que ella tuvo su parte en
el asunto, porque dejó que el chico se criara con esa bomba de tiempo; como te
digo, los dos fueron dejando todo para más adelante, dale que va, ella y Ramón,
que los años pasaran sin decir esta boca es mía. Lo anotaron como hijo propio y
cada vez que Nicolás preguntaba cómo había nacido, le andaban con evasivas. La
otra cuestión es que el chico no se parecía en nada ni a ella ni a Ramón, porque era
bien morochito, pero ellos insistieron en que una abuela de la abuela era india y
que, por lo que se veía, eso había aparecido en los genes; una locura, como te
podrás imaginar, pero así se fueron dando las cosas. Lo cierto es que un mal día la
bomba les reventó en la mano... Ella quiso arreglar el lío, pero ya no hubo caso, tu
papá estaba furioso, dijo que le habían mentido y que no podía perdonarlos… Se
fue de la casa y empezó a rodar, anduvo dale que va por todos los pueblos de este
mundo buscando a esa gente que lo había tirado como a un perro. No sé
finalmente si pudo saber cuál era la madre que tanto buscaba ni quién era el padre,
pero lo que sí sé es que se metió en unos buenos líos con cuestiones de la política
de aquel tiempo… Andaba de aquí para allá con la cantinela del hijo engañado y
ya no quiso regresar a ver a su madre, ni siquiera cuando yo se lo pedí porque ella
no estaba bien, nada bien estaba. De ningún modo quiso verla, así que Clivia
murió, pobrecita, con el nombre de tu padre en la boca… Lo que más lo enojó fue
una carta. Cuando encontró esa carta, quiso ver la partida de nacimiento y resultó
que figuraba como hijo de Clivia Cantoni y Ramón Corso, con fecha falsa y firma
de una partera que trabajaba en el dispensario. También estaba mi firma y la de mi
marido, como testigos… Sintió que todos nos habíamos puesto de acuerdo para
ocultarle la verdad y eso lo enojó más todavía, así que se fue de la casa, a la buena
de Dios. Primero anduvo por Tama tratando de saber quién era la madre y
después se metió con unos curas comunistas que terminaron de arruinarle la
cabeza porque le metieron unas ideas que no le trajeron otra cosa que problemas…
¿Fumás?, ¿te armo un cigarrito?, ¿nunca fumaste? Yo de joven fumaba
mucho, ahora sólo de vez en cuando me gusta armarme un pitillo. Cuando tu papá
se fue de aquí, alguien nos dijo que se había metido en líos y tiempo después Clivia
recibió unas llamadas, un hombre hablaba de parte de él, pedía que lo
ayudáramos… decía que Nicolás estaba refugiado en una casa y que necesitaba
contactarse con alguien de la familia, pero todo era tan arrevesado que ni Clivia ni
yo estuvimos seguras de que fuera cierto. Hablamos de eso muchas veces las dos,
la última cuando ella estaba grave. Me sacaba el tema porque le habían quedado
dudas, pensaba que tal vez el hombre había dicho la verdad y ella se había negado
a ayudar a su hijo, buscaba alguna señal, porque hasta que se fue de este mundo,
estuvo esperando que él la perdonara. Me sacaba el tema y juntas tratábamos de
adivinar si lo que nos había dicho aquel hombre era verdad o era una trampa.
Después, con los años, ya cuando ella no estaba, me fueron llegando diferentes
noticias acerca de lo que Nicolás hizo o estaba por hacer… Ya sabés, querida, la
gente habla, muchas veces por el gusto de hablar, y cada uno agrega a lo que
escucha un poco de su cosecha. Algunos me dijeron que había entrado en la
guerrilla, cosa que no me extrañaría, ¡en absoluto!, y que lo habían capturado, pero
otros dicen que él no tuvo nada que ver, que la que estaba en líos era una chica con
la que él noviaba, que era ella la que lo había comprometido. En fin… cada uno
cuenta las cosas como le viene en ganas… Además, la memoria es algo extraño,
también está eso, no hay que olvidarlo; yo misma, a pesar del esfuerzo que hago
por contarte todo tal cual fue, a veces tengo mis lagunas, las historias se me
mezclan unas con otras… Pero así y todo, no recuerdo absolutamente nada sobre
ninguna hija, eso te lo puedo asegurar. Nosotras nunca supimos de tu existencia, ni
Clelia ni yo, ni tampoco supimos que él se hubiera casado…
De chico tenía pesadillas, soñaba con unos perros que lo atacaban en medio
del campo, cosas así, y resulta que al parecer todo tenía que ver con esto de ser
adoptado, según le dijo a Clivia un médico del dispensario. El médico le explicó
que se trataba de recuerdos, aunque a mí siempre me pareció imposible que un
chico recordara cosas de sus primeros días o meses, pero al parecer así fue; creer o
reventar, como quien dice. De cualquier modo, aunque para los Corso fue muy
difícil aguantarse todo el lío, pienso que para Nicolás fue un alivio conocer la
verdad porque a partir de ese momento empezó a atar cabos; no había pensado
que podía tener otra familia, parientes que no conocía, personas que podría
haberse cruzado en cualquier parte, alguna chica bonita que fuera tal vez hermana,
esas cosas… Lo cierto es que se plantó, dijo que iba a buscar a sus padres, que los
iba a buscar hasta saber de dónde provenía… Lo que jamás se imaginó fue que se
iba a dar con que lo negaban. Yo no sé qué se le habrá pasado por la cabeza al
pobre, ¡tal vez pensó que lo estarían esperando con los brazos abiertos!… Clivia
quiso ayudarlo; se lo rogó, pobrecita, pero él ya se había enojado para siempre. No
entendía por qué la madre o el padre nunca lo habían buscado. Encima en algún
momento alguien le dijo que la madre había intentado comprarlo otra vez cuando
se le acomodaron un poco las cosas y que Clivia no había querido saber nada con
devolvérselo… No sé si habrá sido así o no, pero lo cierto es que él se hizo, me
parece, ilusión de que no lo hubieran abandonado por propia voluntad, sino por
necesidad, que lo hubieran dejado en lo de las monjas por un tiempo, para
recogerlo más adelante… Quién sabe cómo habrán sido las cosas, porque cada uno
habla de la feria según le va en la feria y sobre este asunto de Nicolás se han
contado infinidad de cuentos. Lo cierto es que investigando eso, él descubrió otros
asuntos, según me dijo una de las veces que yo intenté mediar para que perdonara
a Clivia. Incluso, ahora que recuerdo, en algún momento quiso arreglar sus
papeles para desadoptarse, quería dejar de ser Corso, sacarse el nombre y el
apellido como quien se quita una mancha, pero después parece que era muy
complicado el asunto, porque como usted sabe no es cuestión nomás de poner o
sacar… No sé qué habrá hecho finalmente, lo que sí sé es que un buen día
desapareció de nuestras vidas y ya no volvimos a verlo. Clivia sufrió mucho,
porque encima Ramón se enojó con ella por esto de que ella había querido un día
adoptar al chico, le dijo que todos esos hijos malhabidos eran unos desagradecidos,
y terminó por irse de la casa también él. Se fue tras una mujer mucho más joven,
una chiruza, así que a mi amiga se le fue el hijo y también se le fue el marido, y se
quedó sola, con ese cáncer que se la llevaba, sin otra ayuda que la mía, de mal en
peor, hasta que murió… Murió con el nombre de tu papá en la boca, como te digo,
y eso a mí me partía el alma.
Una vez alguien, ya no recuerdo quién, me dijo que Nicolás siguió teniendo
esos arranques de cuando era jovencito, que cualquier cosa que no le gustaba
amenazaba con irse, y que así siguió en la vida, de un lado para el otro… No sé si
será así pero lo que es acá, se fue desde la casa de los padres a una sacristía, de una
sacristía a un hospedaje y de un pueblo a otro pueblo, para el Norte y para el Sur…
Sin rumbo ni cordura, ¡y así habrá seguido hasta llegar a Suecia…! Sí, ya lo creo,
querida, coincido, se trataba de épocas complicadas, ¡cómo no!, ¡también para
nosotros eran épocas complicadas! Pero siempre le pasaba lo mismo… desde que
era chico yo le vi ese carácter inestable, gente que quiere una cosa y después otra y
otra y otra y así va por la vida sin saber qué hacer… y apenas algo no les gusta
plantan todo y se van, ni sabe una si al monte o al pueblo. La cuestión es que
salimos a buscarlo como locos, de miedo a que hiciera alguna macana, pero
después yo ya fui de la idea de que era mejor dejarlo a su aire porque así pasa
muchas veces con los jóvenes… Bueno, los jóvenes y los no tan jóvenes porque, por
lo que me decís, veo que no ha cambiado mucho tu padre, que sigue como maleta
de loco, desde Suecia al África y desde el África a Suecia…, en vez de quedarse con
su mujer y con su hija… ¿qué querés que te diga?, ¡a veces pienso que son excusas
para vivir sin trabajar! Cosa de criollos, como sabía decir mi abuela… Porque ya no
podemos hablar de pecados de juventud, ahora él es un hombre grande…
preocuparse por los pobres de África, con la cantidad de pobres que tenemos por
acá…
¿Otro café?, ¿viste qué aroma tiene? Yo misma lo muelo en un molinillo que
Clivia me regaló para un cumpleaños. ¡No hay nada que hacer, el café en granos,
molido en casa, no se compara con nada! A mí me encanta el café, cuando vivía mi
marido íbamos por las tardes a tomar café a la sede del club… ¡hace siglos de
eso…! ¿Me preguntas si Clivia era bonita? No era linda, no, pero era muy
llamativa, tenía nariz y boca grandes y unos ojos increíbles; incluso en el último
tiempo, cuando estaba muy enferma, yo la miraba y en medio de los estragos de la
enfermedad estaban esos ojos… ¿Nunca viste fotos de ella? Te voy a mostrar
algunas… Los años que han pasado y todavía no puedo creer que no esté más… A
veces se me da por pensar que imaginé estas penurias y eso que no soy muy
propensa a imaginar…, por eso nunca hubiera podido escribir historias como
hacés vos. ¿No estás escribiendo la biografia de Nicolás?, ¿y qué estás haciendo?,
¿estás nomás queriendo conocer la vida de tu papá?, ¿y por qué, mejor, no le
preguntás a él?, ¿él no te ha contado su vida? ¡Ay, estos hombres…, no cuentan
nada! ¿Y tu mamá…?, ah, discúlpame, disculpame, lo siento, no sabía que hubiera
muerto, lo siento mucho, de verdad…
Cuando a Martirio no le dieron las manos ni las piernas para cuidar las
muchas plantas del patio, fue una de mis tías quien conservó en buen estado los
jazmines, las madreselvas, las trepadoras, los frutales del fondo, sin atreverse a
cambiar de sitio un solo retoño por temor de que ella desconociera el rincón de sol
o de sombra, la mano que lo cuidaba. Continuó enharinando las pasas, poniendo a
secar sobre esterilla los aros de durazno, haciendo crepitar el dulce en las pailas,
colando el membrillo, almacenando las nueces, recogiendo el chañar y las tunas,
deshidratando los frutos de la tierra. Según me decía en sus cartas, todo
permaneció en su sitio cuando Martirio dejó de moverse por la casa y aun cuando
quedó en esa cama de sunchos donde había parido hijos a lo largo de toda la vida
y, cuando llegaron los últimos días, fue ella quien me escribió diciendo que
aprontara mis cosas para verla porque pedía por mí en sueños y en vigilia. De los
muchos hijos que había echado al mundo, no le quedaba, ahora que necesitaba de
una mano que retirara los orines o le tendiera unas mantas sobre el cuerpo, más
que una de las hijas, una repetición suya en el amor y en los gestos. Ponía para
hablar, para lanzar al aire dos palabras, toda la fuerza de que eran capaces sus
pulmones. Para no someterla a indignidades, mi tía había aprendido a entenderle
las intenciones de las manos y la mirada, y había reducido ella también las
palabras a su expresión más concentrada. Por eso, se le deben haber estremecido
hasta los huesos la tarde en que la vio arquear el pecho para decir:
Pero yo, que estaba por entonces metida en el fárrago de la vida joven, no
supe comprender la necesidad que tenía de verme por última vez.
Tal como ahora, en ese tiempo del que le hablo, los que talaban los montes
provenían del llano, compraban aquí tierras por nada, miles de hectáreas por el
precio de un rancho, cercaban los montes con siete tientos y se apropiaban de los
campos. Pero antes de nosotros, antes de antes, en el tiempo en que mi padre era
un niño, quienes se llevaban todo lo que había, como una maldición, no eran los
del llano sino las langostas. Llegaban cubriendo el cielo, una nube que tapaba el sol
y convertía el día en noche; venían viniendo desde quién sabe dónde, hasta el
monte donde vivía mi padre. Como una nube era, una tormenta, pero no era
tormenta, eran nomás langostas que se largaban en majadas por el aire hacia estos
sitios. Llegaban y comían los montes, los sembrados y las huertas; talas, molles y
espinillos, y la ropa en los roperos, y si se quedaba una quieta, capaz también la
comían a una, porque eran miles…, millones eran, y llegaban, como le digo, desde
quién sabe dónde. Por ese entonces, según solía decir mi padre, estaban, a raíz de
eso mismo, los langosteros que curaban las plagas, un oficio que supo nacer para
esas cuestiones y que ahora ya no hay. Los langosteros las detenían sin más, vaya
una a saber cómo; en ocasiones las detenían ellos y caso contrario las detenía
también el santo padre del pueblo de aquí cerca, el propio cura. Mi madre supo
decirme que en su casa solían llamarlo al señor cura de entonces, el padre Visca
Caviglia y que el padrecito llegaba hasta donde vivían, vestido como vestían antes
los padres de la iglesia, con una capa negra que le azotaba el viento y un sombrero,
para el sol sería según pienso, o quizás tal vez para que las mujeres no le tuvieran
codicia y no tener que cometer pecado. Lo cierto es que llegaba y sacaba un Cristo
que guardaba en los faldones y se disponía a esperar nomás que vinieran las
langostas, mirando hacia el campo se disponía, y ahí se estaba las horas de las
horas. Vaya a preparar un yerbeado, madre, decía el padre cura y mi abuela y mi
madre allá se iban; se retiraban hacia adentro de la casa y él se quedaba ahí hasta
que las langostas llegaban, y entonces las detenía con el Cristo y con los rezos y así
de pronto las langostas nomás llegar caían muertas…, una montaña de langostas y
entonces había que juntarlas y mezclarlas, para que engordaran un poco la tierra
por lo menos.
Mi padre había puesto, en aquel tiempo, unas cañas entre las ramas de unos
árboles y encima de las cañas, una lona para que no se traspasara la lluvia; de
modo que lo primero que encontraban mis ojos en la mañana eran esas cañas que
él había puesto a las rápidas para que nos cobijáramos. Temprano, apenas asomaba
el día, yo escuchaba a mi madre trajinar con los enseres, preparando el yerbeado
para todos nosotros y el mate amargo para mi padre; más después yo ayudaba a
hacer tortillas a las brasas, ahí mismo bajo los árboles… En cuanto a su papá de
usté… había sabido ser que esa mañana que le digo, apareció de la nada sentado
sobre una piedra, mirándonos hacer nuestras labores, sin que mi madre y yo nos
diéramos cuenta. Estaba terminando el verano y maduraban los higos en las
higueras y las tunas en los tunales… Unos días más tarde de aquel día, cruzamos
los dos el monte hasta una acequia y nos sentamos ahí; después no sabría decirle
qué sucedió, sólo que se me desabotonó la blusa y él me miró las tetitas, porque yo
era por entonces muy menuda, muy pequeñita era. Fue esa sola vez, como le digo,
que estuvimos juntos, porque enseguida él se marchó y ya después no volvimos a
vernos; y más después yo tuve a mi hijo. Era un niño, le puse el nombre de su
padre: Nicolás, Colachito…, mi niño tuve y eso me tragó la vida, porque como le
digo, el niño nació enfermo y murió seis años más tarde, después de mucho sufrir,
este hijo mío que vendría a ser medio hermano suyo, Julieta… No llore, hija, no
llore también usted, hija mía…, no se me ponga así…
Mi madre tardó en darse cuenta de que yo estaba preñada, fue una de mis
hermanas quien finalmente se lo dijo, pero ya todo estaba hecho y no le hallamos
remedio a la cuestión. Me atendieron mi madre y mi hermana, tratando de
tenerme a resguardo de los perros que eran muy feroces, perros muy malos eran, y
mi madre me cortó el cordón con sus propios dientes; pero algo no estuvo bien
porque el niño se desangró un poco por demás y es por esa razón, creo yo, que
quedó disminuido, sin habla y sin poder caminar, hasta que Dios me lo llevó. Su
papá, como le digo, se fue de ahí de donde estábamos antes que mi hijo naciera, iba
más hacia el llano, según me dijo. Sí, hija, supo que me había preñado, pero iba
bajando para otros sitios y no podía detenerse porque tenía unas labores que hacer
y unas demandas. Iba, al parecer, en busca de su verdadera madre y de su padre,
que ya a eso no lo recuerdo bien, y entonces fue que no supe más de él. Después
que murió mi niño, bajé a Tama y comencé a trabajar en casas de familia y ya me
quedé en las casas a donde iba. Me entretuve, como quien dice, en labores cama
adentro, en una casa y en la otra… y es por eso que no me casé ni amancebé ni he
tenido ya otros hijos.
La casa tenía una ristra de cuartos en hilera, con paredes de adobe y techos
de cañas amarillas, que daban a una galería con jazmines. Más allá estaba el patio,
con el horno de pan que había hecho el abuelo Timoteo y al fondo los mandarinos,
las higueras, las damascas, el peral, los durazneros, los parrones bajo los que mis
manos construían casitas, almacenes, ciudades enteras. Dueña de ese territorio, yo
seguía el vuelo de las reinamoras o el trayecto del agua desde los mandarinos
hasta la ribera jabonosa de las calas, en el extremo del terreno. Aunque sé que todo
era fruto del esfuerzo, me parece todavía un milagro que Martirio le hubiera
sacado tanta vida a ese desierto. Había vaciado piedra por piedra lo que era el
lecho de un río, acarreado tierra buena desde el otro lado del arroyo para
esparcirla sobre ese cuero cuarteado, lo había regado con el agua del surtidor que
estaba camino del cerro, llevando con alguna de sus hijas el latón para hacer menos
fuerza.
Desde la ventana, yo podía ver el surco que dejaba en esos páramos el paso
de la acequia. Nunca nada quedó tan lejos de mí como esa acequia. Yo deseaba su
paso rumoroso desde la minúscula ventana y pasaba horas ruego tras ruego, hasta
sacar permiso. Entonces cruzaba entre los chelcos y las piedras, hasta llegar a su
orilla y entrar en el agua fresca, con mis pies de entonces, tan niños. En ese
territorio yo era la razón primera y última de los cuidados de todas. Nuestra vida
transcurría en una rutina que entonces me gustaba y ahora extraño, pero que en un
tiempo amenazó con sacarme de quicio. En el transcurrir de aquellos años,
Martirio Linares me contó la historia de Tama y la de la familia, lo que había visto,
oído y callado hasta que llegó la hora de confiármelo. Así hasta el día en que
descubrí que me irritaban los silencios de la casa y la falta de miras de la gente y
entonces también yo, como mi madre, como todas, empecé a preparar las cosas
para irme. Encontré, atravesada por el miedo y la tristeza, algún resto de valor
para decirle que me iría, un par de días antes. El silencio cortaba el aire en nuestro
cuarto; en los ojos, en el rostro curtido, yo miraba su sufrimiento acrecentado por
el recuerdo de otras despedidas. Estuve a punto de decir que me quedaba; es
probable que ella haya percibido el paso de esa decisión por la mirada, porque
tomó del altar que estaba a sus espaldas, la medalla de Santa Rita que le había
dado su madre antes de morir. Se acercó, me secó el rostro en un gesto de ternura
que no usaba a menudo y me puso entre las manos la joya de oro y nácar.
Pasamos en silencio los días que faltaban para mi partida. Me ayudó a armar
los bultos para el viaje. Me preparó tisanas, hierbas para el pelo, para la piel y las
entrañas, remedios caseros para los males del cuerpo y del alma a los que me tenía
desde siempre acostumbrada, abrigos para el invierno que llegaría pronto y
alimentos como para saciar el hambre de meses. Yo, entretanto, recorría con los
ojos en despedida los enseres del cuarto, las plantas del patio, la zona de las bateas,
el horno de pan, los refugios infantiles, aquellos sitios secretos donde me había
esondido de sus retos y castigos… Salí de Tama una tarde de otoño amarillo, seco,
con el corazón dividido entre el pasado y los sueños. Tenía veinte años. Compartí
todavía con ella el camino a la estación, las calles de pedregullo opacas y áridas, y
como no soportaba su silencio iba prometiéndole no sé qué cosas. Y seguí
prometiéndoselas, hasta que el silbido de la máquina pronta a partir nos desgarró a
las dos. Fue entonces cuando pensé que era yo quien necesitaba creer en mis
promesas y que ella, que sabía de la vida tanto más, estaba despidiéndome para
siempre. Los años y las cosas que le sucedieron a cada una por su lado, no han
hecho más que confirmar aquella intuición de juventud. Trepé llorando al tren que
me llevaría a donde yo creía que sería feliz, llorando como todas las veces que me
fui de un sitio a otro, tal vez porque aunque no lo supiera, el corazón presentía que
dejaba más de lo que iba a buscar. Desde la ventanilla, yo miraba a mi abuela, el
rostro cruzado de arrugas, las manos grandes de trabajar, el pañuelo casi
cubriéndole las cejas. La vi achicarse, empequeñecerse su figura oscura contra los
andenes, contra las lomas pedregosas, contra las laderas resecas de los cerros,
contra las cumbres siempre blancas del Nevado, hasta que sólo fue un punto negro
en la distancia y después ya no vi nada.
Pepe
...con Nicolasa traté varias veces, por el parentesco que ella tiene con
Emérita, porque son medio hermanas, hijas del mismo padre, pero Emérita es
Linares y Nicolasa es Millicay, es hija del viejo Linares con Angelita Millicay, lleva
el apellido de la madre porque el padre no la quiso reconocer. Como le venía
diciendo, m’hija, con Nicolasa sí traté en algunas ocasiones, pero con el Manchado
no, con él sólo crucé una vez unas palabras y no fue para bien. Tratarlo no lo he
tratado, porque desde que éramos muy jóvenes, él ya estaba de una parte y yo de
la otra. Cuando muchachos, denunciaba a los que queríamos regresarlo al General,
gente como mi cuñado y como yo, y más tarde, para la época de los militares y un
poco antes también, cuando ya éramos hombres grandes, trabajó para
gendarmería, era como un jefe que avisaba quiénes eran los rebeldes en Tama y en
otros pueblos del Oeste, invitaba a los muchachos a tomar una ginebra en el bar
del Maharajá, frente a la plaza de Tama, y los hacía hablar, y la gente joven, lo
sabrá usted que también es joven, a veces se confía y dice lo que no debe. Hacía
como que le gustaba compartir un trago para hablar de bueyes perdidos y la
muchachada, antes o después, terminaba largando prenda… Pero a mí nunca me
engañó porque yo he vivido mucho, m’hija, y si tengo estas canas es porque me
han pasado algunas cosas.
Aquel día salió con un pulóver grueso que mi hermana le había tejido, le dio
un beso al nene y le dijo que escuchara la radio, que ése era el día. Ella cerró la
puerta y se quedó espiando por la persiana, vigilando cualquier movimiento raro
hasta que llegó la noche, acostó al hijo y se durmió. En la madrugada escuchó el
comunicado, habían agarrado a unos rebeldes, entonces le pidió a un vecino que se
llegara hasta la casilla donde yo vivía y me avisara. Enseguida me fui para la casa
y, como pasaban las horas y mi cuñado no llegaba, pensando que lo habían metido
preso, subí al techo y saqué todo lo que tenía escondido debajo del tanque de agua,
unas armas y papeles y, sin pensarlo dos veces, quemé los papeles, enterré las
armas en un pozo en el patio y llevé a mi hermana y a mi sobrino a la casilla de
Villa Ballester. Lo localizamos en una morgue varios días después; alguien nos
avisó, fuimos directo a la morgue y ahí estaba, con los ojos abiertos y los tiros en la
espalda. No nos permitieron organizar el entierro ni rezarle un padrenuestro ni
ponerle flores, pero cuando lo estaban tapando con tierra, mi hermana tiró al pozo
un ramo de calas y aunque no se podía, las calas que estaban un poco amarillas
quedaron sobre el cajón. Después supe que los habían tirado al suelo y que los
mataron por la espalda, pero en ese entonces todo el mundo se callaba la boca; no
preguntábamos nada, nada de nada. ¿Puede creer que hasta hubo gente que le dijo
a mi hermana que se lo tenía merecido? Una época difícil, como esta otra en que
Nicolás anduvo por acá, por nuestra casa, cuando mataban a la gente y la tiraban
en el campo, entre los yuyos, y nadie decía una palabra. Es el día de hoy que, como
usted habrá visto, aparecen huesos por todas partes, sale un hueso y luego el otro,
una cabeza, un costillar, cuerpos completos brotando de la tierra empiezan a
hablar de lo que ha pasado. Pero en ese entonces, así nos quedábamos, m’hija,
calladita la boca aunque algunos nos quisieran sacar de mentira verdad, como el
Ingeniero ese que se apareció una noche por nuestra casa contando no sé qué
cuento de que le había pasado no sé qué cosa, pero a mí no me engañó. Yo se lo
dije enseguida a Emérita, éste se trae algo entre manos, yo siempre supe quién era
él y por dónde venía la cosa…, por eso no hablaba ni media palabra del gobierno
ni de la policía ni de los militares ni nada, por más que él a veces quería
sonsacarme alguna cosa… Yo sólo hablaba de los pensionistas y de si hacía frío o
calor y del problema de várices de Emérita, que siempre tuvo la pobre problemas
con sus piernas, y nada más, porque es mejor pasar por tonto que hacerse el vivo…
Estaba pensando, m’hija, cuándo fue que usted llegó por primera vez a
nuestra casa y habló con nosotros, con Emérita y conmigo, y ella le confió tantas
cosas nuestras. Un año ha de hacer de todo aquello, y sin embargo… en ese tiempo
ella estaba bien, estaba sana y tan en sus cabales que a veces creo que han pasado
siglos y no meses. Sí, es verdad lo que le han comentado, yo también pensé alguna
vez que Nicolás podía ser hijo de Emérita, un hijo que ella tuvo cuando era soltera
y que, según me confesó en su momento, cuando éramos todavía muy jóvenes, se
murió en sus brazos apenas nacido… Pero después alguien supo decirme, no sé si
por verdad o por maldad, que ese hijo no había muerto, ni en sus brazos ni en
ninguna parte, sino que ella se había visto en la obligación de darlo, pobrecita, por
cómo era todo en aquel tiempo. Pero como quiera que hayan sucedido las cosas,
ella nunca me dijo eso; ella me dijo que había tenido un hijo de soltera y que el
niño se le murió en los brazos, muerte de cuna, poco antes de que nos
conociéramos. Yo he pensado algunas veces que tal vez pudo haberme dicho eso,
una mentira piadosa pongámosle que haya sido, porque le habrá dado mucho
dolor entregar a ese niño, pasar por esa desgracia. Es que seguro ella no sabía que
le iba a tocar en la vida un hombre como yo, porque, no es por decir, pero yo con
gusto le hubiera criado el hijo de otro hombre, eso no es algo que me hubiera
molestado; a Dios gracias no soy tan orgulloso y para mí, qué quiere que le diga,
un hijo es hijo porque uno lo cuida y lo alimenta y le da ejemplo y no por otra cosa.
Algunas veces me da por pensar que también ella ha de haber considerado que
Nicolás podía ser su hijo, pero nunca me dijo nada y entonces a mí me daba no sé
qué sacarle el tema; es que ese asunto de que ella tuvo un hijo y lo tuvo que
abandonar es un secreto, yo no lo supe por ella sino por ciertos comentarios, así
que… como ella no me dijo nada, tal vez por no incomodarme o para que yo no la
incomodara, yo tampoco dije nada… Usted tiene que ver que en aquella época no
había modo de saber si un muchacho era de verdad el hijo de un hombre, porque
no existían esos estudios que ahora hay, así que sólo podía uno imaginarse quién
era el padre por el parecido… Pensándolo bien, le diría que su papá, tal como lo
recuerdo, es un poco parecido a mi Emérita, aunque claro que si su papá fuera hijo
de Nicolasa, como Nicolasa y Emérita son de la misma familia, también podría ser
parecido a Emérita y ser hijo de Nicolasa, así que no sabría decirle… No sé cómo
habrá sido la cuestión, pero de igual modo, hijo o no hijo, lo que sucedió es que a
su papá lo quisimos como si fuera nuestro, a eso sí se lo firmo y lo confirmo, y
hasta a veces me da por pensar, como le digo, que Emérita es en realidad la
verdadera madre de Nicolás, que ella estaba bien consciente de eso y que por
vergüenza o por dolor me lo ocultó. Lo cierto es que unos meses después que
Nicolás se fuera al Sur, escondido en el camión de un hombre de aquí del pueblo,
escapando con una chica que imagino ha de haber sido su mamá…, después de
todo eso, una persona que no conocíamos nos llamó por teléfono y dijo que tenía
unos papeles que quería que viéramos, que los enviaba Nicolás. Al final le
contestamos que no podíamos, que estábamos muy ocupados con las cuestiones de
los pensionistas, porque pensamos que podía tratarse de una trampa para sacarnos
de mentira verdad. Después, vino un tiempo de llorar y temblar porque perdimos
contacto, nada de nada, ni una noticia… Hasta que mucho más tarde, cuando hacía
ya mucho que no sabíamos de él, recibimos una carta que, según nos dijeron, su
papá había escrito en la cárcel. He vuelto a ver aquella carta una o dos veces antes
que se perdiera en una inundación que hubo en esta zona hace muchos años,
cuando todavía Nicolás no había dado señas de estar en ninguna parte, cuando no
sabíamos que se había ido al extranjero, o si se decían esas cosas para no decir que
lo habían matado… Cosas que me vienen ahora a la memoria, conversando con
usted…, porque la memoria es algo extraño, nunca sabe uno qué se queda y qué se
va de todo lo que ha tenido que vivir… Lo cierto, m’hija, es que tanto Emérita
como yo tuvimos que escuchar de todo, todo lo que usted se imagina tuvimos que
escuchar…, que Nicolás había abandonado a la novia, que había denunciado a
mucha gente, que trabajaba para la policía, que por esa razón se había salvado de
que lo mataran, muchas cosas se dijeron, cosas que nosotros siempre supimos que
no eran verdad, hasta que un día, pasados los meses y los años, cuando se fueron
los militares, él mismo nos mandó una carta desde Suecia, la primera carta. Eso
habrá sido por el ochentaitrés o el ochentaicuatro…, me parece que fue en el
ochentaitrés, cuando terminó la guerra de las Malvinas, que empezamos a tener
noticias. Emérita recibió un día al cartero y yo la vi venir hacia mí, canturreando,
El cartero dice que es de Suecia, carta de Nicolás, me dijo, y así era, porque el remitente
decía Nicolás Corso y estaba la dirección de Vestrobotnia, donde vive. Sí, como un
hijo fue su papá para nosotros que no hemos tenido otros hijos… Emérita siempre
decía Este hijo mío en qué cosas se habrá metido, o ¿Estará bien m’hijito?, era una forma
de decir, lo sé, pero a mí a veces se me hace que puede que su papá sea de verdad
hijo de ella, ese mismo que, según me dijeron, ella tuvo que dejar en unos campos
del Oeste, porque no podía criarlo. ¿Estará bien?, me preguntaba y yo contestaba
que sí, que seguro estaría bien, que se quedara tranquila y le leía la carta y si
demoraba en llegar la próxima, a veces por las tardes, leíamos alguna carta vieja y
así nos íbamos conformando los dos. A veces, aunque no hubieran llegado noticias,
ella traía sobre y papel y me pedía que le escribiera y así es como yo le contaba a tu
papá de nuestras cosas, de los pensionistas y del pueblo, porque mucho no había
para contar, sólo decirle que lo extrañábamos y eso… También le dábamos noticias
del camionero que supo llevarlos a él y a la chica que estaba con él hacia el Sur,
porque el hombre manejaba un Scania y viajaba todos los meses hasta la Patagonia,
ese hombre que los había protegido a él y a tu mamá, porque esa chica que él llevó
de aquí escondida en el camión ha de haber sido tu mamá, hija. ¿Has visto que de
pronto empecé a tutearte? Es que, no sé, ya te he contado tantas cosas de nuestra
vida que me parece que te conozco desde siempre… Yo escribía esas cosas, como te
digo, lo de los pensionistas y lo del camionero, para llenar un poco las cartas y
Emérita se quedaba paradita a mi lado, me apoyaba las manos sobre los hombros y
miraba cómo escribía... ¿Ves esa cortina? Ahí mismo, detrás, trabajaba yo, me
ocupaba de arreglar los muebles que se rompían y de alimentar el horno con leña,
más de una vez el pan se me arruinó porque se me hacía pedazos el alma de la
congoja que me daba oír lo que Emérita me preguntaba, es que a veces las cartas se
demoraban y ella decía ¿Pero habrá recibido la nuestra?, porque nunca sabíamos si
era de tu papá el silencio o si la carta se habría quedado por ahí, perdida…
Llevo muchos años perdido, nos escribió en esa primera carta, pidiéndonos
perdón por una ausencia tan larga, ¡es que era un muchachito cuando se fue!
Escribió, como te digo, claro que escribía, varias cartas… y nosotros también le
escribíamos. Así que yo me sentaba a la mesa con las hojas y el papel y empezaba,
y Emérita ahí detrás, paradita, diciéndome qué tenía que poner para que él se
enterara de nuestras cosas. Me ponía las manos sobre los hombros y miraba..., y yo
qué iba a hacer, yo le daba nomás con el gusto, pobrecita. No dejaba de preguntar
¿Estará bien nuestro muchacho?, y a mí me daba mucha pena que este como hijo
nuestro estuviera tan lejos y no tuviéramos más noticias que esas cartas. Pero,
dentro de todo, pienso ahora, a pesar de nuestras penas, aquellos eran todavía
buenos tiempos para nosotros; por lo menos yo la tenía a ella, sana y bien
despierta, muy viva y muy ocupada de todas las cuestiones, y la tenía también a
veces por las tardes con sus manos sobre mis hombros; o renegábamos para hacer
rendir el dinero y para que la comida de cada día alcanzara para todos los
pensionistas, y hacíamos nuestros trabajos en la casa, los arreglos y otras
cuestiones… Es que con el tiempo nos hicimos muy compañeros, cada vez más
compañeros, y todo lo hacíamos juntos; además ella, aunque no supiera leer,
porque ninguno tuvo a bien mandarla a la escuela, era, como habrás visto, muy
inteligente, se acordaba de todo. Por no ir más lejos, cuando viniste aquí por
primera vez, ella estaba muy lúcida y nadie iba a imaginar lo que pasó, pero
después que te fuiste hacia Tama, en esos días que siguieron, yo la encontraba un
poco nerviosa, ¿sabés? A veces creo que todo el asunto de Nicolás estuvo dandole
vueltas, porque si Nicolás es hijo de ella, entonces vos vendrías a ser su nieta…,
nuestra nieta. Lo cierto es que, como te digo, estuvo muy nerviosa durante varios
días, hasta la tarde en que se perdió de la cabeza. De un día para el otro se olvidó
de todo lo hecho y hablado y ya no supo más quién era ella, ni tampoco quién era
yo, y empezó a preguntar dónde íbamos a poner a dormir a toda esa gente y qué
hacían en la casa todas esas personas sin cabeza. Así decía, ¿podés creer?, parece
que veía a los pensionistas sin cabeza y sin nada, porque a los que veía cuando
decía estas cosas era a la gente de esta casa, gente que hace años de años que vive
con nosotros…