Diego Lizarazo Al Límite
Diego Lizarazo Al Límite
Diego Lizarazo Al Límite
Colección: Argumentos
Número: 457
Agradecimientos
En cada uno de los capítulos que componen este libro, Al límite. Esté-
tica y ética de la violencia, puede hallarse la evidencia de algo que es
motivo de una preocupación que va más allá del ámbito académico: una
violencia desmedida y recalcitrante constituye una de las dimensiones
esenciales de la cultura contemporánea al punto de afirmar que vivimos
en una cultura de la violencia. Las noticias y las imágenes que prolife-
ran en la iconosfera expandida en que se ha convertido nuestra cultura,
como lo registran las redes sociales y los mass media, dan cuenta in-
equívoca de ello.
Con el propósito de identificar y analizar los diversos matices de
la violencia en acontecimientos y productos mediáticos y artísticos
de la cultura actual, algunos de una finura tal que fácilmente pasan
desapercibidos o resultan imperceptibles para un ojo no educado en
el análisis fundado en la semiosis, este proyecto ha conjuntado a in-
vestigadores de diversas disciplinas de las humanidades y las ciencias
sociales para abordar un estudio pormenorizado y riguroso de tales
fenómenos.
No se trata sólo de un inventario de acontecimientos e imágenes
de contenido violento, sino de concienzudos análisis cuyo objetivo es
exponer de forma clara y documentada la naturaleza de algunas ma-
nifestaciones contemporáneas de contenido violento, así como las es-
trategias rituales, estéticas, sicoanalíticas y simbólicas a través de las
cuales el discurso sobre el acto violento se abre paso mediante diversas
estrategias para situarse en los primeros planos de una sociedad que se
fundamenta en su eliminación.
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Antonio Sustaita y Ana Lucía Azcué. Inventario de sueños, arte objeto y
fotografía digital, 2017. Fotografía digital de Salvador Salas Zamudio, 2017.
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Entre estética y sicología:
muros, cuerpos y violencia en Teresa Margolles
Antonio Sustaita1
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de la artista francesa la destrucción y la creación se manifestaban a un
tiempo mediante un arrebato de violencia extrema.
En una clara ruta que va de lo concreto a lo abstracto se han elegido
cuatro obras que guardan algún tipo de relación con el muro. El orden que
siguen en su presentación no obedece a cuestiones cronológicas, sino, más
bien, a una determinación simbólica, es decir, estética. Con ellas se busca
construir una problemática relacionada con dos conceptos clave, los cuales
se presentan como una aportación teórica para el análisis de obras de esta
naturaleza: uno es “edificios sicóticos”, el otro es “estética forense”.
Vamos de muros de una objetividad incuestionable, hechos de ladrillos y
concreto, en cuyo caso los signos que los cubren pueden ser pensados desde
una perspectiva simbólica e indicial (en términos peircianos), hasta muros
que parecieran no serlo de forma evidente debido a su cualidad simbólica,
pues se trata de la reunión de palabras en lugar de ladrillos, donde los signos,
de naturaleza simbólica, dan cuenta de mensajes cargados de una violencia
con igual poder mortífero que en los primeros.
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cia ejercida en contra de los muros lo es también contra los propios cuer-
pos de los ciudadanos, por lo que su exhibición artística podría ser tomada
como una muestra inequívoca de los propios cuerpos abatidos. De acuerdo
con la tercera hipótesis de este análisis es posible afirmar que el arte y la
política se entrelazan en un ejercicio que sirve de crítica no sólo a la polí-
tica, sino a la misma actividad artística tradicional. Se trata, por un lado,
de una crítica a la ineficiente gestión de la seguridad pública que pone en
duda la noción de Estado causada por una corrupción que permite la aso-
ciación ilícita entre autoridades y delincuentes y, por otro lado, constituye
una crítica a las ideas de buena forma, buen gusto y autoría, que sirvieron
de fundamento a la esencia de lo artístico desde el renacimiento florentino
y que dieron sustento al arte académico todavía hasta finales del siglo xix.
La metáfora muro-cuerpo encuentra un sustento esencial en las siguientes
obras: Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental,
en la que Richard Sennett desarrolla una interpretación urbanística y arqui-
tectónica de la ciudad con base en la metáfora cuerpo-edificación;11 por otro
lado, en Edificios-cuerpo, la misma metáfora, reducida a la dimensión arqui-
tectónica, le permite a Juan Antonio Ramírez estudiar, a la par, la historia de
la arquitectura y la concepción del cuerpo humano en la cultura occidental.12
Entendemos que la metáfora muro-cuerpo estaba presente ya de forma
embrionaria en una fase tan temprana de Teresa Margolles como la co-
rrespondiente al colectivo Semefo. Frente a Entierro (1999) el espectador
se halla con un bloque rectangular de concreto de dimensiones más bien
reducidas. La mirada, que en obras de la artista de esa época es atraída
de forma medusea, es decir fascinante y aterradora por la cualidad ab-
yecta de la reliquia, enfrenta aquí un límite infranqueable e indescifrable:
en su interior remoto e inalcanzable el bloque guarda un feto. Silencio
conservado en silencio: el silencio del que no pudo nacer envuelto por el
silencio mineral. No hay nada tan silencioso como una roca, y aquí nos
enfrentamos a un ser humano convertido en roca. En esta obra la artista
pone en juego una estrategia escópica que provoca un horror mayor que
la exhibición explícita del cadáver y sus desechos. Mudo, invisible, inex-
presivo hasta el cansancio, el morador del bloque de concreto conseguiría,
sin embargo, manifestarse mediante una estrategia estética, estableciendo
un diálogo con el espectador. Sólo a través de él el no nacido adquiere
vida y, con ella, palabra, visibilidad y expresión.
11Richard Sennett, Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occi-
dental, Madrid, Alianza Editorial, 1994.
12 Juan Antonio Ramírez, Edificios-Cuerpo: Cuerpo Humano y Arquitectura.
Analogías, Metáforas, Derivaciones, Madrid, Siruela, 2003.
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Esta obra es la negación de la galería como espacio de visión al des-
plazar este proceso al interior del espectador mediante la imaginación.
Gracias a ella el espectador consigue ver al invisible y tal vez logre
escucharlo. El diálogo secreto, permitido por la estrategia de obstacu-
lización presente, pondría en contacto al desecho humano y al humano
desechado, encerrado en el bloque transparente de la institución. De
modo semejante, en los muros baleados, levantados con bloques de
granito, estaría presente la imagen de cuerpos alcanzados por los pro-
yectiles: cadáveres invisibilizados y enmudecidos por la política oficial,
que esperan al espectador para adquirir visibilidad y voz. Se trata de la
posibilidad de un diálogo siniestro y tenaz.
En PM 2010 Teresa Margolles construye otro muro. Muy al estilo de
Muro Baleado y Muro Ciudad Juárez, sólo que esta vez lo hace con las
primeras planas del tabloide PM correspondientes a los 365 días del año
2010. Ciudad Juárez (Chihuahua) fue considerada una de las ciudades más
violentas del mundo, al punto de que ese año estuvo en debate la interven-
ción del ejército de Estados Unidos y los cascos azules de la onu. La artista
se valió de la página frontal del periódico amarillista vespertino para armar
una gran estructura reticular de la violencia y sus productos aterradores.
Una estrategia narrativa como ésta echa por tierra la grandilocuencia del
discurso oficial. En los muros baleados la víctima exhibida es el espacio
concreto y no el cuerpo humano, por más que se halle presente la metáfora
muro-cuerpo. A diferencia de las obras anteriores, en PM 2010 no hay sig-
nos indiciales de la violencia, los orificios de los proyectiles, pero sí claros
signos icónicos de los cadáveres, documentados por los fotoperiodistas.
Deslucidos y carentes de todo elemento decorativo lucen los muros
baleados, salvo el graffiti en Muro Ciudad Juárez. De modo muy distinto,
en PM 2010 nos encontramos con el despliegue decorativo propio del
diseño editorial. Colores y formas atractivas componen cada una de las
portadas que funcionan a guisa de ladrillos. El destacable logotipo en rojo
y negro, seguido del encabezado en tinta roja sobre blanco, de una nota
de algún asesinato perturbador conforman el área tipográfica en la mitad
superior de la página. Este espacio se articula de modo inmundo con las
dos imágenes que por su cercanía dan como resultado un diálogo siniestro
en la mitad inferior de la página: se trata de cadáveres en el lado derecho
y mujeres semidesnudas que exponen sus encantos en el lado izquierdo,
como si se tratase de un teatro burlesque. Alta tensión estética y semiótica
es la que se produce con esta dialéctica de la escena y lo obsceno.
En los dos primeros muros analizados hay un distanciamiento del ca-
dáver real, que sólo adquiere presencia metafórica. Por el contrario, PM
20
2010 es una bitácora de la muerte violenta; se trata del registro minucio-
so e ininterrumpido de las víctimas torturadas, asesinadas, desmembra-
das, teipeadas (liados los ojos o la boca o ambos con cinta de embalaje –
tape en inglés, pronunciado teip) acaecidas día tras día en Ciudad Juárez.
En el proceso semiótico de codificación de la violencia se ha pasado del
signo indicial, constituido por los orificios de las balas en los tabiques de
concreto, al signo icónico, manifiesto en las fotografías de los cadáveres.
En ese ciclo cronológico expuesto en forma rectangular a modo de muro
de los lamentos no hay espacio para la tranquilidad ni la esperanza, pues
nos hallamos ante la patente declaración de una violencia ininterrumpida.
Por último, tenemos Decálogo (2008), un muro cuya fuerte connota-
ción religiosa le brinda un simbolismo muy distinto a los tres anterior-
mente analizados; muy diferente en el aspecto simbólico, pero muy se-
mejante en términos estéticos. La principal diferencia estriba en el hecho
de que en términos materiales la artista no se ha valido de la post-pro-
ducción desde un punto de vista objetivo, es decir, la recuperación de
objetos relativos a la violencia, ya sea físicos o documentales impresos.
En las dos primeras obras se trataba de muros reales impactados por
balas de modo evidente, mientras que, en el tercero, se ha recuperado no
un objeto físico de la violencia, sino un archivo documental, el tabloide.
La semejanza más notable, a pesar de lo expresado hasta aquí, estriba en
el hecho de que la artista se ha apropiado no de un objeto físico, sino de
objetos discursivos: talladas sobre mármol, diez sentencias mortales nos
detienen con la fuerza de las palabras que provocan la muerte. Hay una
suerte de detonaciones aquí, a pesar del silencio de la roca, como si tam-
bién este muro estuviera siendo impactado por proyectiles mortíferos.
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provocada por las acciones que desencadenan las palabras: el cadá-
ver. Aunque parecieran insignificantes, las palabras causan el mismo
daño que los proyectiles. Este muro eminentemente lingüístico se nos
presenta como un epitafio anticipado. Quien recibe un mensaje de esta
índole sabe que está muerto, aunque todavía se encuentre con vida.
Esta ley inscrita en piedra es resultado de una investigación hemero-
gráfica. La artista revisó la prensa, en noticias de ajustes de cuentas, bus-
cando las amenazas recurrentes cuyo poder es el causante de la muerte
de aquél a quien van dirigidas. En la búsqueda de oraciones, comenta
Teresa Margolles, “empecé a elegir entre 60 o 70 narcomensajes, 10 que
fueran contundentes”.13 Como en las obras anteriores, aquí se trata de un
muro, aunque no se ha edificado con tabiques o tabloides, sino con pa-
labras. La selección de los enunciados representó una búsqueda análoga
a la de los muros “heridos” en el entorno del barrio. En ese sentido, la
estrategia artística de Teresa Margolles tiene, como uno de los primeros
pasos, la identificación y recolección, en el plano concreto tanto como
en el simbólico, de evidencias de los actos violentos, labor detectivesca
que emparenta al artista con el semiólogo y con el perito forense.
De la primera oración, “Para que aprendan a respetar”, a la última,
“Venganza eterna”, corre un flujo de alto voltaje que, como ocurre en el
acomodo cíclico de PM 2010 y en el alambre de púas de Muro Ciudad
Juárez, no experimenta interrupción alguna.
17 Ibidem, p. 22.
18 Ibidem, p. 132.
19 Eyal Weizman, The Era of Forensics, Erschienen im Hatje Cantz Verlag, Ost-
fildern, 2012.
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siniestros productos de la devastadora violencia instrumentada por la de-
lincuencia organizada.
El término “forense”, clave para entender la destrucción cultural
para Eyal Weizman (del latín forensic), proviene de la raíz “forum”.
Por lo que el forense, y sobre todo el artista como forense, lleva a cabo
un arte ambiguo que es el del fórum: por un lado, debe contar con la
habilidad para crear el discurso de las cosas; por otro lado, debe presen-
tar un argumento ante una asamblea. Discurso de cosas y palabras cuyo
mensaje es la violencia en nuestro país y el efecto que ésta tiene sobre
los ciudadanos.
Debido a que los objetos no pueden realmente hablar, advierte Weiz-
man, es necesaria la intervención de un “traductor” o un “intérprete”.
Mediante diversas estrategias tecnológicas y discursivas, el artista asu-
me la mediación entre la cosa y el foro. En el análisis aquí presentado
hemos explorado las estrategias artísticas y estéticas a las que recurre
Teresa Margolles para hacer hablar a los objetos.
Porque es necesario que el objeto hable, el artista forense recurre a
estrategias escénicas y espectaculares, pues se trata de la “aparición de
las cosas en los foros, lo que resulta posible mediante gestos, técnicas y
tecnologías de demostración, métodos de teatralidad, narrativa y drama-
tización”.20 En este sentido, la obra de Teresa Margolles deviene la gran
estrategia escénica de apropiación de los objetos de la violencia con el
fin de hacerlos hablar. Se trata de un discurso aterrador y horroroso. Los
espectadores y los muros participan en un diálogo que emerge desde las
profundidades de una cotidianidad ominosa con el fin de tomar conciencia
del estado de cosas en que se halla nuestro país.
20 Eyal Weizman, The Era of Forensics, Erschienen im Hatje Cantz Verlag, Os-
tfildern, 2012, p. 10.
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Fuentes consultadas
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El eterno retorno de la violencia en el arte
Diego Lizarazo Arias*
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el antes y el después; y para dar medida de dicho desplazamiento, es
preciso, como ocurre ante el espacio, segmentar dicho corrimiento en
fragmentos: en duraciones, en lapsos... pero regulares, homogéneos.
La totalidad de lo que acaece, de lo acontecido y por acontecer, puede
entonces ser seccionado y reticulado en esta mensuración homogénea,
matemática y fiable. Con ello no sólo tenemos una conciencia témpica,
sino una imagen témpica del mundo. Esta concepción del tiempo es
la que los griegos llamaron “cronos”, el tiempo en sus términos más
generales y amplios: el tiempo que abarca todas las cosas, incluso la
propia conciencia que logra mensurarlo.2 Pero desde el Renacimiento,
y con el desarrollo de la teoría matemática (desde Giordano Bruno
hasta Newton), este tiempo neutralizado y regular adquiere enfática-
mente la dirección de las sucesiones, y se afianza el sentido del tiempo
lineal infinito.3 Pero este tiempo dominante, científico e institucional
que regirá la técnica y la sociedad en el horizonte moderno está lejos,
en realidad, de constituir la única concepción posible. Entre los griegos,
paralelamente a “cronos”, una noción mítica del tiempo lo enlazaba con
la vida. Ya no se trataba del tiempo abstracto que superaba la condición
específica de la existencia, y que apuntaba a la universalidad sistemática
y objetiva que establecería el mundo moderno. Aión es la perduración de
la vida. En su sentido más arcaico, y en su condición mítica Aión no re-
sulta diferenciado del impulso vital. Tiempo es impulso vital y el impulso
vital no es otra cosa que tiempo. El aión de algo, en tanto vital, es lo que
podríamos llamar su edad. El aión es tiempo con término indefinido... su
2 La condición métrica del tiempo plantea un problema crucial: es la conciencia la
que mediante la segmentación produce el sistema de reticulación del tiempo; lo que
significa que en cierto sentido el tiempo resulta producido por ella. Pero el tiempo
la rebasa y la somete, porque la conciencia es en él, surge del tiempo y en el tiempo
concluye. Este complejo problema constituye sendas filosofías: la fenomenología
kantiana del tiempo, en la que el tiempo es una estructura trascendental. Esto sig-
nifica que el tiempo es una coordenada estructuradora del sujeto, sin la cual sería im-
posible experiencia alguna (Kant, 2013). El problema adquiere un desplazamiento
sustantivo cuando, desde la hermenéutica heideggeriana, lo que resulta señalado no
es que la conciencia estructure el tiempo, sino que es el tiempo del que la conciencia
y el individuo emerge (Heidegger, 1999).
3 El subsuelo epistémico, la “episteme” como diría Foucault, de los campos de acción
modernos, es esta concepción métrica, lineal e infinita del tiempo, dada especial-
mente por la advocación a la productividad y al progreso. Esta suerte de inconsciente
histórico es vigente y es fuerza moderna, aunque el propio conocimiento científico
haya refinado progresivamente su comprensión del tiempo, al punto que el tiempo
es entreveración con el espacio y tiene inicio en el origen del propio universo, y fin
avizorado en aquel momento previsto por la física en que la expansión del universo
sea tal que termine por detenerse en un horizonte de total oscuridad y frío.
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final no es claro. Es así porque el término de la vida es en sí mismo inde-
terminado. Por esta indefinición, aión se ha interpretado equívocamente
como eternidad, pero lo eterno no es lo mismo que lo indeterminado.
Pensar el aión como eternidad es minarlo, porque lo hace equivalente a
“cronos”, pero aún más, porque destruye su núcleo central de sentido: la
duración de la vida, o la vida en su duración. El sentido de eternidad ame-
naza continuamente con desprenderlo de la vida. Como divinidad, Aión
es vida en sí misma, vida que se realiza sin fines ni metas, sin sentidos ex-
ternos ni conceptos. Aión plantea entonces que el tiempo no sólo se mide
o se piensa; no sólo se argumenta o se administra. Aión abre el camino de
un tiempo solo vivenciado, y en todo caso, contado, sentido, imaginado,
intuido. Ya no el concepto del tiempo, sino el sentimiento, la intuición
de tiempo. La definición métrica del tiempo por Aristóteles deja siempre
una insatisfacción, un vacío doble: definir el tiempo por su medida es de
alguna forma eludir el problema del tiempo. Lo que se encara es el siste-
ma de mensuración, no lo mensurado. Por otra parte, queda la inquietud
del desacomodo del tiempo a la medida. El problema de aquello que no
se deja medir o incluso del tiempo anterior a la medida.4 Aión es inacce-
sible a la cuantificación y la argumentación (ese era el desconcierto de
San Agustín), Aión exige una poética, y una imaginación.
Cuando Bergson reconoce que el tiempo se escapa a la voluntad ex-
plicativa del logos, no está más que respondiendo a una amplia reflexión
filosófica, de muy diversa etiología (desde Platón o Agustín de Hipona
hasta Nietzsche, Schopenhauer o Heidegger). Esta amplia conmoción
filosófica radica en el reconocimiento de la desgarradura de la existencia
por la acción del tiempo, que termina por aniquilarla. Pero incluso el
propio pensamiento, la propia reflexión sobre el tiempo juega un papel
en la fragilidad temporal del ser vivo. Para Bergson la conciencia del
transcurso del tiempo, el pensamiento intelectual del acaecimiento y la
finitud, constituye una manera de minar la existencia: “el pensamiento
de la muerte aminora el movimiento de la vida” (Bergson, 1996: 163).
Por ello la vida, el aliento vital, busca otro camino para encarar la finitud.
Esa vía es la “función fabuladora”. De tal manera que el élan, o energía
prima de la vida (el aliento vital), emplaza tanto el pensamiento de la
muerte como la imaginación creadora. Así, el tiempo resulta elaborado
en dos posibilidades: a) como representación homogénea y segmental; o
b) como “imagen”, elaborada en el orden de lo analógico, lo heteróclito
4 Plotino señaló que la solución de Aristóteles no resolvía el problema: el tiempo
debe existir antes de ser medido, dado que la cosa no espera a ser medida para
moverse (Plotino, 2002). El tiempo entonces, no puede ser la medida del tiempo.
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y lo sensible. Es necesario reconocer también que la posibilidad b) no
proviene de la misma conciencia, de la misma instancia del “yo”. Emer-
ge de un yo previo, anterior, más arcaico que la conciencia propia del
tiempo métrico (adecuada a la opción a). La imagen del tiempo, su poé-
tica, es creación de un yo más profundo, que bulle “por debajo de la mul-
tiplicidad numérica de los estados conscientes” (Bergson, 1999). Frente
a la consciente representación numérica del tiempo, Bergson identifica
una representación más arcaica, más fundamental y poética, a la que
llama “musical” (en la que se halla, naturalmente, la reminiscencia a
Schopenhauer). Esta imagen del tiempo nos ofrece una multiplicidad no
aritmética, sino en una organización, podríamos decir, estética. Bergson
funda su metáfora en la percepción de la música porque en ella el pasado
fluye en el presente, como en una escucha en reflujo; un presente en el
que resuenan todos los tiempos. Es imposible escuchar la música si en
la experiencia actual no está incluido su devenir, el presente lleva un
pasado vivo, que no está aquí como concepto, sino como experiencia
sensorial y emocional. La representación musical del tiempo permiti-
ría así, dar cuenta de aquello que resulta inmanejable para el concepto.
La conciencia intelectual que procede de forma analítica no podrá dar
cuenta del tiempo que será sólo aprehendido por la intuición. Pero esta
intuición tiene su propio lenguaje, no el de los conceptos y las argumen-
taciones, sino el de las metáforas y las imágenes. Bergson muestra que
la concepción métrica y homogénea del tiempo recae y deviene, tarde o
temprano, en el avasallamiento del tiempo sobre los deseos del indivi-
duo y en última instancia, en el destino de su aniquilamiento (el tiempo
está siempre por encima de la existencia). La imaginación en cambio,
como función fabuladora, propone otra respuesta al tiempo, una res-
puesta que busca sobreponerse a la violencia ejercida sobre la existen-
cia, a esa fuerza témpica que imposibilita la realización del deseo y que
extingue la vida. La imaginación como resistencia e insubordinación
al tiempo que devora fatalmente la vida. Gilbert Durand ha señalado
que el tiempo como categoría a priori de la sensibilidad, tal como ha
sido planteado por Kant, no agota las posibilidades de la representación;
porque además de la estructuración formal del sujeto, la representación
del tiempo también es el horizonte crucial en que la existencia procura
retener, sujetar, y acaso perpetuar la vida: “la representación se orien-
ta a enfrentar la nada del tiempo” (Durand, 1992: 468). Así la imagen
constituye el lugar de síntesis donde es posible encarar, soportar, incluso
visibilizar la fuerza exterminadora del tiempo, y a la vez abrir un lugar
a la fuerza vital que busca elongarse y hacerse patente. La fabulación,
31
la fantasía, como instrumento de la vida para confrontar la adversidad,
no por la negación de lo real, sino por la potencia de producir una en-
soñación compatible con la vida. Ante la parálisis de la inteligencia que
asume su total sometimiento al tiempo (Hegel dice: “La muerte, único
señor absoluto”), la fantasía opera la extraordinaria mutación de hacer
habitable un mundo hostil. La fantasía es en Schopenhauer una mirada
expandida de las cosas capaz de desbordar la sobredeterminación tem-
poral del mundo, y avizorar una exterioridad al tiempo cronológico.
En El nacimiento de la tragedia Nietzsche revela que los griegos
inventan los dioses olímpicos para hacer posible la vida:
Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad
hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un
proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando
en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titá-
nico del horror, el orden divino de la alegría (Nietzsche, 1995: 53).
Cronos castra a Urano y con ello alcanza la soberanía sobre la
Madre Tierra. Cronos entonces lo devora todo, incluidos a los dioses
procreados con su hermana Rea, bajo la amenaza (dictada por Urano)
de que uno de sus propios hijos lo destronaría. Rea entrega a su hijo
preferido a Tierra para que lo proteja de la adefagia inmisericorde del
padre. Pero su voracidad le impide ver que en lugar de darle Zeus, le
han dado de comer una piedra. Se conjura entonces el triunfo de los
dioses incluso sobre el tiempo, porque Zeus, al llegar a la madurez, lo
destrona y reina sobre el Olimpo. Ha concluido el tiempo titánico, y
ha comenzado el tiempo de los inmortales. Tres asuntos cruciales está
planteando Nietzsche aquí: que los dioses son por la voluntad creadora,
que gracias a la creación (poética y mítica) los griegos encaran la orfan-
dad y la adversidad, y que con ello la voluntad de la vida se sobrepone
a sus limitaciones, a sus riesgos y peligros.
Así, la imaginación es fundamentalmente una respuesta a la necesidad
y una herramienta de la voluntad de vivir. La doble cuestión de la fini-
tud y de la eternidad es abordada por la imaginación desde la voluntad de
la vida por mantenerse. Con ello la fantasía produce otras versiones del
tiempo, variantes ante la impronta métrica y analítica del pensamiento de
cronos, que sólo producía la constatación de la muerte. La imaginación
abre una ruta para reunir el tiempo y la eternidad en una figura poética: la
del eterno retorno. Figura que no se extravía en la afirmación de la eter-
nidad a costa de negar la muerte y la clausura; pero que tampoco se cons-
triñe a la medida de un tiempo cronológico que resulta ajeno a la vida.
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Bergson opone el cronos o tiempo impuro, como tiempo exterior, im-
personal y objetivo; al tiempo puro, real e íntimo al que llama durée, la
duración, la edad, la vida. Nos reencontramos así con aión, el primordial
tiempo griego. Ese tiempo se expande y fluye en la poesía y el mito, pero
también en el sueño: lugar encantado en el que lo intempestivo y lo atem-
poral viven. En La pesadilla Borges nos recuerda que la mirada en el sue-
ño, podría abarcar, como sugiere Boeccio en De consolatione philosophiae
respecto a la mirada de Dios, todo el tiempo en un instante. Una mirada que
“de un solo vistazo”, aprehende todas las sucesiones (“desde la cuna hasta
la sepultura”) y todos los tiempos. Aunque Borges no lo comparte, refiere
que Dunne “imagina que cada uno de nosotros posee una suerte de modesta
eternidad personal” que tenemos cada noche en el sueño. Eternidad que se
repetiría, día tras día, como en una suerte de magnánimo refugio ante la
finitud (Borges, 2003). No es algo muy distinto a lo que Hegel ha planteado
cuando piensa la infinitud como “la eternidad en un instante”. Aión fluye en
el sueño como eternidad; pero también figura así en la poesía o en la ima-
gen. La experiencia onírica, tanto como la experiencia estética, constituyen
un desorden del tiempo: un lugar en que las reglas de cronos entran en crisis
y se subvierten. Así, para Bachelard la imagen poética no es el resultado
de un pasado que en ella estaría cristalizado (como resulta en la fenome-
nología de la fotografía en las versiones de Barthes o de Sontag); es más
bien el lugar en que retumban, presentes, los sonidos del pasado, sin que
sepamos del todo hasta dónde llegará su resonancia. El pasado repica en la
imagen creada, no porque sea la huella o la marca que de éste queda, sino
porque lo arcaico encuentra en ella la sonoridad para estar aquí. La imagen
como camino para el retorno del pasado o para la vivificación del pasado en
el presente. Y siendo así, la imagen poética permite y propicia que en ella
repercuta el futuro. En ella no hay sometimiento a la linealidad del tiempo
(Bachelard, 2011), todos los tiempos fluyen, vibran, en una simultaneidad
incomprensible para el logos. Quizás por eso Durand señala que
El retorno de la violencia
Pero la cuestión es que el arte no sólo ha realizado la transmutación as-
cendente de los valores hacia esa solución poderosa de reunir la eternidad
y la muerte; o, en otros términos, la muerte y la voluntad de eternidad de
la vida. La imagen no sólo es la reconciliación imposible de los tiempos, la
“coincidentia oppositorum” en la conquista de la afirmación de la exis-
tencia, sino que esa reunión es también la develación de la fisura, de la
dislocación y separación del ser, y de la socavación incesante de la vida.
Pretender que el eterno retorno del arte sólo es la ampliación “del divi-
no sincronismo”, la producción de una imagen superadora y vital, en la
creación del héroe que se sobrepone a la extinción y el silencio, y asumir
toda imagen como la vivificación de la existencia ante la aniquilación y
la extinción del tiempo, es la simplificación de la tensión existencial y del
vacío del tiempo sin el cual la poiesis se asimila, reducida, a una suerte de
espiritualismo o de metafísica. Pero en el arte hay otra imagen del eterno
retorno, a la vez nihilista y crítica, desfundamentada y deconstructiva: la
imagen de la violencia interminable. Cruel contraste frente al vitalismo
bergsoniano, a la metafísica de Zambrano o la simbólica de Durand: el
arte no sólo produce la superación del acaecimiento y el fin, sino que
pone en escena también la repetición incesante de la violencia y la muerte.
No sólo se trata de constatar esta suerte de poiesis de la crueldad o la
finitud, una poiesis que muestre la conclusividad irremisible, el imperio
de la muerte, frente a toda alternativa de eternidad o de eterno retorno;
sino que incluso el eterno retorno mismo es vía no de la superación de
la vaciedad y la disolución de la singularidad; sino la repetición terrible,
implacable, de la violencia y la extinción. Ante la expectativa simbólica
o metafísica que hallaría en el eterno retorno del arte el camino para
superar la aniquilación del tiempo, el arte respondería diciendo: eterno
retorno de la negación, de la exclusión del otro, y de la aniquilación.
Quizás desde esa lóbrega mirada halla el arte una vía para repensar la
posibilidad del juego entre el vacío y el sentido, ya no en el refugio de una
simbólica celeste, al estilo de Corbin o el Círculo de Eranos, sino desde
la insistencia de una mirada que encara esta condición interminable, y en
34
ella, insiste, en divisar la posibilidad de la existencia. En otros términos:
el arte avizora el eterno retorno de la violencia como pregnancia de la
vida y como condición de su muerte. Pero con ello no sólo realiza un mo-
vimiento de clarificación y constatación ante las ilusiones y los velos de
un trascendentalismo ingenuo, sino que a la vez establece la ruta de cues-
tionamiento del dibujo permanente de bienestar y salvación que también
la imagen produce sobre el mundo. No quizás, no necesariamente, esa
imagen simbólica y estética que se avizora entre mitólogos y trascenden-
talistas, pero indudablemente frente a la imagen integrada al sistema de
medios, instituciones y fuerzas que articulan esta beneficiosa semántica
del orden, la normatividad y la promesa de eternidad que todo régimen,
totalitario o no, establece; aquello que Benjamin visibilizaba como la ex-
tensión de la ensoñación de una imagen del capitalismo que exigía una
contra-imagen, dialéctica, para su confrontación (Lizarazo, 2013).
Antes de la lluvia es el momento de percepción y experiencia en que se
presagia la tormenta, y a la vez, la remembranza de la tormenta acaecida.
La oclusión de la luz y la pérdida de la transparencia, la violencia de un
viento que amenaza arrasarlo todo; sólo son indicios de lo que vendrá, por-
que se hallan sustentados en la experiencia pasada, en la memoria del cata-
clismo previo. Sin ese pasado el futuro que se avecina pierde su densidad.
Su densidad reposa en su pasado, la materia de ese futuro es el pasado. El
filme de Milcho Manchevski (1994) no sólo es el relato de un aconteci-
miento situado en Macedonia de 1991. Fijar así la obra es destruirla. No
se agota tampoco en la guerra racista y fratricida entre albaneses y mace-
donios, porque la forma misma de la obra patentiza con inusitada fuerza el
desbordamiento de la historia a la que asistimos, y su repetición intermina-
ble. Pero es, simultáneamente, la testificación de sujetos concretos, no de
figuras abstractas, sino de vidas específicas que tienen el vigor ético y trá-
gico de vincularse con otros a través de los tiempos y las circunstancias. La
obra se estructura en tres actos, como si se definiera en el mûthus clásico
de la linealidad dramática. Así es porque el cine se somete a la técnica del
tiempo, y su impronta es la de la secuencia, el imperio de lo uno después
de lo otro. Pero la imagen-diégesis es la ruptura, la subversión ante dicho
poderío. La poética de la obra de Manchevski es justamente esta insurrec-
ción clarificadora. Tres episodios: el de las palabras, el de los rostros y el
de las fotos. Palabras cuenta la historia de Kirill, un novicio de un monas-
terio que ha hecho votos de silencio y que decide proteger a Zamira, una
adolescente albanesa que se refugia en su celda de un grupo de milicianos
macedonios que la acusan de asesinato y buscan matarla. Doble cobijo le
procura Kirill: tanto de los milicianos como de los monjes, que finalmente
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los descubren y los expulsan. A la intemperie, se disuelven sus distancias
y progresivamente se unen, a la vez que Kirill rompe el silencio y decide
hablar (aun cuando sus lenguas sean distintas). Incluso se proyecta un des-
tino posible: huir a Londres donde un tío de Kirill les prestará auxilio. La
ilusión se rompe y son capturados por los parientes de ella, que terminan
por matarla cuando intenta proteger de la muerte a Kirill. Rostros revela
la disyuntiva trágica de Anna entre un esposo que no ama pero que anhela
ser padre de un hijo que ella espera, y Alexander, fotógrafo macedonio a
quien ama, pero que no desea ser padre y espera regresar a su tierra. Anna
decide divorciarse de su marido y no decir a Alexander que espera un hijo
suyo. Su esposo muere en el restaurante en que conversaban, en medio de
un tiroteo, extensión a la metrópoli del conflicto en los Balcanes. Fotos es
el retorno de Alexander a su tierra natal ahora fatalmente dividida por un
profundo odio racial y religioso entre macedonios y albaneses. El conflicto
es ajeno para él, pero decide a travesar los linderos para buscar a Hanna,
de quien espera recuperar su amor después de 16 años de ausencia. La al-
banesa es viuda, hija de un hombre poderoso y madre de Zamira. La chica
vive el drama contado en el primer episodio. Cuando es atrapada por los
macedonios, Hanna pide ayuda a Alexander para que intervenga por ella
entre los suyos. Alexander decide salvarla, pero el costo es la muerte a
manos de sus propios parientes que lo ejecutan mientras la chica escapa y
mientras la lluvia comienza a caer.
La forma fílmica no es un azar, es una cuidadosa decisión poética,
pero también ética.5 Al contrario de lo que la crítica ha supuesto, la obra
de Manchevski pone en juego no una estructura circular, que se cerraría
sobre sí misma. Hace algo más: plantea un eterno retorno de la violen-
cia, que se advierte por cierto desacomodo en la estructura que no podría
así responder a una circunferencia perfecta. Tanto por su discurso, como
por su diégesis, hay un doble sentido en un mensaje que aparece reitera-
damente en distintos elementos del film: “el círculo no es perfecto”. La
alusión es doble, y es una: la obra no es un círculo perfecto, y su sentido
no es la pura repetición, es más bien el retorno eterno del sentido trágico
que aquí se recuerda y se presagia. El desacomodo está en la experiencia
de la fruición del film: cierta sorpresa y a la vez cierto vértigo, quizás una
versión atenuada del que experimenta Zaratustra cuando se le revela, sú-
bitamente, el eterno retorno. El segundo episodio se advierte, de repente,
en conexión con el primero, cuando Anna, quien trabaja en un periódico
de Londres, ve las fotos de Zamira asesinada y de Kirill detenido. La
conexión de ese instante, producida a través de las imágenes, adquiere
5 “Un travelling es una cuestión ética”, decía Howard Hawks.
36
mayor densidad porque recordamos entonces que Anne aparecía en la
primera parte tomando fotografías de un sepelio en tierras orientales,
tierras que ahora sabemos, eran macedonias. Una llamada telefónica
irrumpe en la visibilización, una voz, que pregunta por Alexander; ahora
sabemos que esa voz es de quien guardaba silencio, el joven novicio que
en las fotos aparece ya sin su investimenta. En ese momento ya ha sido
expulsado del monasterio. Así se enlaza el primer episodio con el tercero,
por venir, pero ya acaecido: el retorno de Alexander a Macedonia y su
acción interventora en el conflicto. Pero sólo hasta el final comprende-
remos6 que esa niña asesinada fue liberada previamente por Alexander
en el episodio que aún no conocíamos al ver las fotos y al escuchar la
llamada. No asistimos a un perfecto círculo narrativo, porque la escena
en que Anna ve las fotos en la redacción sucede cuando Alexander aún
no ha salvado a Zamira, pero los hechos que en ellas aparecen sólo ha-
brían ocurrido como consecuencias de dichas acciones.7 Rompimiento
de la circularidad simple y apuntalamiento a otra forma del tiempo, la del
regreso infinito. No es que la forma fílmica esté equivocada y caiga en
cierta incoherencia temporal, es que la estructura formal da curso a una
reiteración que arresta a los individuos: el sacrificio no logra detener ni
reorientar la recurrencia del odio y la muerte. Por eso el discurso fílmico
se halla invertido: conocemos lo que ocurrió después de la lluvia, y hasta
entonces accedemos a lo que sucedió antes. Pero sólo lo sabremos hasta
la última escena cuando Zamira sea rescatada por Alexander, aunque su
muerte haya sucedido en el primer episodio. Entonces la predestinación
conmueve el ánimo y produce en nosotros el vértigo atenuado (y quizás
invertido) de Zaratustra: porque sabemos que el sacrificio de Alexander
fracasará, porque ella finalmente será asesinada.
El eterno retorno de la violencia que aquí se concita es el del odio
étnico y religioso; quizás los odios más brutales y extremos, porque pa-
recen abarcar el arco completo de lo humano: odio al cuerpo del otro,
odio a la codificación numinosa de su mundo. La obra de Manchevski
muestra la ignominia de una identitaria fundada en la pura homología,
en la más atroz y total creencia en que sólo es admisible la analogía,
y por ello es preciso borrar toda diferencia. Cualquier heterogeneidad
resulta así separada, alejada, expulsada a la periferia e incluso, extermi-
nada para deshacer el fantasma de su amenaza de contaminación. Pero
Before the Rain no sólo habla de esta circunstancia específica, de este
6 Así opera la imagen simbólica: en ella está todo, pero sólo accedemos a su compren-
sión por una ruta de sentido que seguimos, de una u otra forma.
7 La respuesta de Anne a la pregunta de Kirill es que él está de viaje, y no que ha muerto.
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odio particular, porque lo por ella evocado es la repetición incesante de
toda violencia sobre el otro, ejercida, en última instancia, y allí está la
gravedad, por la mismidad. La escalada de desprecio, expulsión y ani-
quilación de otro termina por abarcar a quien la ejerce, porque nada es
puro; porque no hay mundo privado ni historia sin contacto, porque en el
cuerpo propio, en la lengua propia, en el espacio propio hallaremos tarde
o temprano la huella, la palabra, el conocimiento, la existencia del otro.
La mismidad termina así destruyéndose a sí misma, porque sospecha
que ha devenido en una otredad intolerable: Zamira es asesinada por su
hermano albanés y Alexander muere a manos de su familia macedonia.
En el opúsculo 341 de La gaya ciencia, “La carga más pesada”
(1984), Nietzsche reintroduce en el pensamiento filosófico la referencia
al eterno retorno que ya tenía su remoto antecedente en diversas tradicio-
nes míticas.8 En un tono entusiasta y desafiante, Nietzsche interroga a su
interlocutor (que somos nosotros, sus lectores; y es él, retándose a sí mis-
mo) por su reacción ante la declaración de un demonio (o un dios) que
le revela la inexorable realidad de un tiempo que eternamente se repite:
Esta vida, tal como al presente la vives, tal como la has vivido, tendrás
que vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ella nada habrá de
nuevo; al contrario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada
suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de su vida,
se reproducirán para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión;
también aquella araña, y aquel rayo de luna, también este instante;
también yo. El eterno reloj de arena de la existencia será devuelto de
nuevo y con él tú, ¡polvo del polvo! (Nietzsche, 1984: 166).
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categórico kantiano que impone a la acción el alcance de una regla to-
talizadora según la cual el universo se constituiría según el principio
emanado de la decisión, Nietzsche ha colocado en el individuo el peso
o la gracia vital infinita de repetir una y otra vez, por la eternidad, la ac-
ción que ahora realiza. El fondo vital y poderoso del relato nietzscheano
no radica en la fatalidad terrible de la repetición ad nauseam, en la que
entonces estaríamos atrapados como presas de un tiempo que nos redu-
ce, por su inexorabilidad, a ser juguetes de su reiteración. Se halla en el
poder inimaginable de la decisión que en su singularidad tiene el fondo
magnánimo de constituirse en eternidad. Dos consecuencias cruciales
resultan entonces aquí: la acción se define en el instante y a la vez defi-
ne lo eterno; y, de una forma más capital, la creatividad de la decisión
adquiere la envergadura de renovar el mundo para la eternidad. Es pre-
ciso entonces reparar en las dos posibilidades que el demiurgo dispone:
1. “¿No te arrojarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al
demonio que así te hablaba?”; 2. “O habrás vivido el prodigioso ins-
tante en qué podrías contestarle: ¡Eres un dios! ¡Jamás oí lenguaje más
divino!”... Si este pensamiento arraigase en ti, tal como eres, tal vez te
transformaría, pero acaso te aniquilará la pregunta “¿quieres que esto se
repita una e innumerables veces?” (Nietzsche, 1984: 166). En la primera
actitud la existencia se constituye como atroz reiteración, insufrible, y
sin posibilidad de fuga alguna. En ella el retorno es una “carga” que
aplasta y destruye y su destrucción es tan grande que no deja si quiera el
alivio de la conclusión definitiva, en la que al fin se acaba el tormento,
porque los males se repetirán una y otra vez. El eterno retorno es vivido
aquí como el castigo más severo. Pero incluso esta actitud puede darse
de otra forma, como decadencia de la vida al punto de la banalidad en
que los instantes se repiten en una mecánica y rutinaria monotonía. Los
trogloditas del “Inmortal” de Borges, cristalizan esta condición brutal,
porque su inmortalidad vacía de sustento la acción, y sustrae el sentido a
toda decisión (Borges, 2011). El eterno retorno casi se igualaría a la eter-
nidad en que cualquier pensamiento, cualquier acción, cualquier pasión
pierden su valor, porque en la existencia infinita todo ocurrirá alguna
vez. Aquí todo pierde su sentido, y ninguna decisión vale, porque ya está
preinscrita, de antemano, en una secuencia ya ocurrida infinitas veces.
En la segunda actitud, el sentido se invierte radical y poderosamente:
porque la acción es resultado de la decisión irreductible de un individuo
que con ella no sólo opta por un curso en el instante, sino que produce
la eternidad. El retorno eterno no gobierna la decisión, es la decisión la
que define su eterno retorno.
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Kirill y Alexander no están en la situación del entusiasta nietzschea-
no que asume jubilosamente la sentencia del demiurgo de la repetición
infinita del mundo de sangre y brutalidad en que se encuentran; la narra-
ción de Manchevski concreta con toda su crueldad el tiempo que viven,
pero a la vez destaca, con relieve, la fuerza de la decisión que toman ante
unas circunstancias no previstas y no pedidas por ninguno de los dos: la
decisión no está dada por un hacer vano o solipsista, sino por la voluntad
de preservar al otro a costa de la propia ruina, a costa de la aniquilación.
Así como el conflicto se repite eternamente, y con él la historia de supre-
macía que busca borrar del mundo cualquier muestra de heterogeneidad,
la decisión de Alexander se repite en Kirill, y con ello abre ahora sí
el sentido nietzscheano de afirmar esta decisión definitoria del mundo,
dada como una voluntad de alteridad, no obstante que terminará abati-
da por la eternidad de la violencia que la golpea. Así, la obra artística
no sólo estaría elaborando la repetición insaciable de esa crueldad, sino
también la afirmación poderosa de una existencia que busca continuarse
por una afirmación de un sentido ético ante el asedio del vacío. En otros
términos, esta perpetuación afirmativa de la vida se desdobla en el reco-
nocimiento de la repetición del mismo en el otro, no en una reiteración
jubilosa o ascendente propia de la imagen celeste, sino en el campo que
el arte ha producido, en el que se reconoce el conflicto, la resistencia a la
repetición, ya no de una violencia que se reitera implacable, sino de una
mismidad que sólo en la alteridad encuentra su chance. La persistencia
de la alteridad estaría así en una reiterada confrontación con el eterno
retorno de su aniquilación. Eterno retorno no sólo de lo mismo, sino
también, irrevocablemente, de su desafío de alteridad.
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artificial. La guerra y el sufrimiento rodeaban las frágiles paredes en las
que se resguardaba y la vida termina entrando a su celda para pedir su
auxilio. Queda en una disyuntiva trágica: si se niega a proteger a Za-
mira, se volverá cómplice de su muerte; y si la ayuda, violará los votos
sagrados y será expulsado del monasterio. Kirill opta por la palabra y se
compromete con la vida aunque ello signifique perder su vida.
La senda de Alexander es anticipación (existencial) y continuación
(estética) de las acciones de Kirill. Alexander, fotógrafo de prensa en
contextos de conflicto, ha vivido al margen del caos que retrata, pro-
tegido por el aislamiento que la cámara ofrece a su mirada, aunque su
cuerpo yazca y transite en medio de las batallas. Kirill se ha negado a la
palabra para sustentar su diferencia, y ha terminado por regresar al len-
guaje para alcanzar una identidad con el otro. Simétricamente, Alexan-
der ha vivido de la imagen pero termina por negarse a ella cuando una
terrible experiencia lo obliga a una suerte de voto no de silencio, sino de
invidencia: dejar de fotografiar. En Bosnia sacaba fotos de una guerra
que miraba como lejana, hasta que un día, conversando con uno de los
soldados que custodiaba a los detenidos comentó que no encontraba
“nada interesante para fotografiar”, el soldado decidió enseñarle algo
que le interesara: sacó a uno de los capturados y lo mató para que fuera
fotografiado. Convertido en cómplice, tuvo que tomar las terribles foto-
grafías. Tiempo después renuncia a su trabajo, termina con su amante,
y regresa a Macedonia. Ha optado por abandonar todo y regresar a su
tierra con la impronta de no involucrarse en nada. Pero Hanna le pide
que ayude a su hija. Y entonces debe abandonar su neutralidad y asumir
el compromiso más hondo: desafiar a los suyos (los macedonios) para
salvar una niña albanesa. Alexander-Kirill se transforma con su acción.
El eterno retorno adquiere una nueva condición: la apatía y la distancia
que le llevó a matar con su cámara, ahora le permite sacrificarse para
salvar a quien no esperaba. Lo que hace ahora cura lo que hizo antes.
Al inscribirse en un círculo el tiempo del eterno retorno, toda causa es
consecuencia y toda consecuencia devendrá causa. La estructura esté-
tica de la obra de Manchevski nos propone la posibilidad de actuar en
el futuro para redefinir el pasado. Incluso aún más: obrar en el arte para
actuar en la vida. Ética y estética en una transminación inexorable. Tres
rutas de esa comunicación resultan aquí propuestas: a) la que se defi-
niría en una intertextualidad estética que puede ser leída como eterno
retorno: porque desde cierto punto de vista Before The Rain es el retor-
no de la misma diégesis pregnante que ya está en otras obras capitales;
b) porque las vueltas del círculo de Alexander a Kirill abren hacia otro
41
círculo: el de los intérpretes y espectadores de la obra, que resultamos
emplazados y conminados por ella; y c) el del propio Manchevski, que
siendo Alexander, es él, y que siendo él, es Kirill. Después de vivir va-
rios años en Estados Unidos, el propio Manchevski regresa a su tierra
natal y encuentra esta tensa calma de un conflicto inexorable que dejará
en él una huella profunda. Pero no sólo esto. Quizás lo más notable es
la anticipación estética que Before The Rain realiza, porque aborda en
1994 la brutal guerra de Kosovo que estallará en 1999. Así las cosas,
la obra-vida involucra una reiteración, un regreso y una anticipación
mucho más vasta. Tan densa como la propia vida.
Hay una conexión interior, ética y estética, entre la obra de Manche-
vski y los dos últimos films de Andrei Tarkovsky: Notalghia (1983) y
Offret (1986). El sentido y la interrogación transversal que constituyen
dichas obras es la profunda meditación de la necesidad del sacrificio en
un mundo signado por el egoísmo, la violencia y la guerra.
Nostalghia (1983) es la repetición de un viaje que repite a su vez otro
viaje. Un trayecto del exterior al interior, o de la mismidad a la alteridad
como en Before The Rain. El poeta Andrei Gorchákov hace en el siglo
xx el trayecto de Rusia a Italia que realizó el músico Pavel Sosnovsky en
el siglo xviii con el propósito de escribir un libro del significado de esa
experiencia. Adrei Tarkovsky viaja a Italia desde Rusia para dar cuenta,
en su obra cinematográfica, de la experiencia del poeta. Gorchákov re-
pite al músico y será repetido a su vez por Tarkovsky. Pero, sabemos, el
retorno va también en sentido contrario: Gorchákov repite a Tarkovsky
para ser repetido por Sosnovsky. El viaje es la ruta de un propósito y a
la vez el dolor de una distancia que poco a poco se devela como insalva-
ble. Tarkovsky, al ser Gorchákov, experimenta el mismo dolor, la misma
nostalgia de pérdida de su origen en un viaje que le permite producir su
obra, pero que a la vez significa la pérdida de su mundo.
En 1974 Tarkovsky filma Zérkalo (El espejo), en el que fuera quizás
el momento más crítico de las relaciones entre el cineasta y la burocracia
del Estado soviético. Como usualmente ocurría, las dificultades con el
Instituto Estatal de Cinematografía iniciaron desde el guión que resultaba
incomprensible e inaceptable para una burocracia que presionaba por un
cine obsecuente y elogioso con el régimen. La tensión entre las reglas de
sometimiento y control que pretendía imponer el instituto y la profunda
libertad creativa de la obra de Tarkovsky alcanzaron el punto culminante
el 29 de julio cuando fue proyectada a las autoridades cinematográficas.
La obra sufrió un rechazo unánime al considerarse por su singularidad
como incompatible con los valores socialistas, incluso al punto de ser
42
definida como anti-soviética (es una obra profunda que habla de la vida
de Tarkovsky desde su infancia, en el contexto de la incertidumbre y el
dolor por su dificultad para amar recíprocamente a quienes lo aman, en
el contexto de una interpretación sobre la historia de su país).9 Pero sus
películas alcanzaron siempre un gran reconocimiento en el extranjero, por
lo que resultaba un problema para el sistema al no poder simplemente
deshacerse de ellas. Entonces la carrera de Tarkovsky se encontraba en
el límite, siendo impedido con mucha intensidad para realizar su trabajo.
Cuando en 1976 Tonino Guerra (guionista de Federico Fellini) visita la
Unión Soviética, pregunta a Tarkovsky “¿Qué vas a hacer ahora? (des-
pués de El espejo y Stalker), el cineasta responde que ya no le permiten
hacer nada. Guerra lo conmina a que prepare un proyecto para hacer en
Italia (con el auspicio de la rai), y el cineasta propone contar la historia
de un hombre que encierra siete años a su familia esperando el fin del
mundo. Tiempo después Tarkovsky viaja a Italia a realizar el film y tie-
ne la doble experiencia de la libertad para producir lo que desea y una
nostalgia que progresivamente se apodera de él. Tarkovsky entendía que
ya no regresaría a su país y el dolor de esa pérdida le resultaba cada vez
más difícil de llevar. En la medida que fue adentrándose en Italia, en las
largas caminatas por la Toscana junto con su guionista, y en las crecientes
dificultades de filmar con un equipo de producción que no hablaba ruso y
que poco entendía lo que él hacía, fue desechando el proyecto original
y creando una idea nueva. La obra reconocería que su exilio de la Unión
Soviética era asunto vital, pero que, a la vez, el costo resultaba muy alto:
ya no tendría a su familia, ya no estaría con su hijo (a quien amara tanto
como Rembrandt a Titus), ya no tendría su lengua, ni sus paisajes, ni su
mundo. Tarkovsky comprende que necesita crear, pero para hacerlo debe
renunciar a su mundo y en cierto modo perderse a sí mismo. Nace allí
la historia del poeta Andrei Gorchákov, que al tratar de comprender el
destino de Pavel Sosnovsky, le permite al propio Tarkovsky descifrarse a
sí mismo. El músico emigró de Rusia para encontrar las condiciones de
producir su arte. Siendo siervo fue autorizado por su Señor para realizar
el viaje. En Italia compuso obras espléndidas que presentó en distintos
conciertos y alcanzó el reconocimiento. Pero Sosnovsky, poseído por
una infinita nostalgia, regresó a Rusia a sabiendas de que su destino era
convertirse nuevamente en un siervo. Se volvió alcohólico y terminó por
ahorcarse. El film de Tarkovsky se concentra en el proceso de Gorchákov,
9Acto de rechazo oficial que parece recordar la actitud del Consejo de la Ciudad de
Ámsterdam cuando en 1661 rechazó La Sublevación de los Batabes, la portentosa obra
de Rembrandt por considerarla indigna de la patria y promotora de sus antivalores.
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quien intentando comprender al músico se revela a sí mismo y vive su
propia crisis. En las ruinas de los baños termales de Vignoni, donde solía
deambular el compositor, conoce a Doménico, el místico singular que ha-
bría sido el tema del proyecto inicial de Tarkovsky. Las personas juzgan a
Doménico como un loco (por su espera del fin del mundo y por su aspecto
de profeta), pero Gorchákov entiende que conoce una verdad profunda y
que tiene fe. Posteriormente, el poeta busca a Doménico en su casa, un
lugar lleno de sombras y grietas por donde mana el agua, un lugar metafí-
sico y poético en que Doménico realiza un pequeño ritual sobre la palma
de la mano del poeta: coloca dos gotas de aceite que se hacen una. Le dice
entonces que hay que salvar al mundo, y luego le pide un sencillo acto
de fe que él no podrá realizar: atravesar los baños con una vela encendida
que no deberá apagarse. En el hotel en que se hospeda, Gorchákov abrirá
un armario y descubrirá en el espejo que su rostro es el de Doménico.
Recibe una llamada de la intérprete que lo ha acompañado al viaje, quien
le cuenta que ha visto a Doménico en un acto político en Roma. Una
etérea y poderosa conexión entre Doménico y Gorchákov sustentará un
ritual de vida y muerte entre ambos (una conexión análoga a la de Alexan-
der y Kirill en la obra de Manchevski): mientras que Doménico se dirige
a una multitud indiferente e inerme en la plaza de la estatua de Marco
Aurelio, Gorchákov atraviesa la piscina de Santa Ecaterina llevando una
vela encendida completamente solo. Desde su llegada a Italia el poeta se
deterioraba poco a poco. En este punto su salud es frágil y la acción de
atravesar la piscina se revela tortuosa y agónica. Doménico, trepado en
los andamios en torno a la estatua, habla con elocuencia de la necesidad
de reintegrar una sociedad desgarrada e indiferente. En los baños Gor-
chákov ha intentado atravesar dos veces la piscina, protegiendo la débil
llama que ha terminado extinta por el viento. Doménico vierte gasolina
sobre su cuerpo y se prende fuego mientras se escucha música de Beetho-
ven y agoniza. En ese instante, Gorchákov alcanza por fin la orilla en la
que coloca la vela encendida y luego muere.
Los elementos ocupan un lugar simbólico en la historia. Tanto por la
unidad invertida del fuego (mientras Doménico muere inmolado, Gor-
chákov resguarda y salva una frágil flama de la inclemencia del viento),
como por la relación entre el fuego y el agua. La poética de Nostalghia
busca, a costa de la propia vida, la unidad imposible del agua y del fuego.
La primera como sentido del origen: la lengua, la cultura, la tierra; y el
segundo como la aspiración y la voluntad (la creación que permite al in-
dividuo y a la sociedad resignificarse y rehacerse a sí mismos). Doménico
como fuego que porta una utopía, Gorchákov como el agua que regresa,
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que busca el origen. Nostalghia es así una poética de la creación, del
recuerdo y de la utopía. Doménico es una elocuente manifestación de
la dislocación entre el individuo y la sociedad moderna, en que se ha
perdido el sentido de la trascendencia y que va, como diría Castoriadis,
a la deriva. Frente a ello la repetición Doménico-Gorchákov-Tarkovsky,
afirma con su ritual un acto de fe, una decisión profunda y poderosa.
Nostalghia habla del individuo, pero también habla de su contexto, de
la amenaza de la tensión nuclear que en su tiempo constituía la pola-
rización de la guerra fría,10 pero que en términos más vastos encara el
eterno retorno de la violencia. Así, en el siguiente film de Tarkovsky,
El Sacrificio, el sentido resultará enfáticamente elaborado a través de la
síntesis de todos los caracteres en la figura de Alexander (que será preg-
nántemente protagonizada por el mismo actor que representó a Domé-
nico: Erland Josephson). En el anuncio del inicio de la guerra nuclear,
Alexander ofrece en una conmovedora oración entregarlo todo: su fami-
lia, su casa, su palabra (porque después de ello deberá guardar silencio
como lo hizo Kirill en Before The Rain, y porque el propio Tarkovsky ya
no podrá hablar por el avance del cáncer que ya lo mina). Encomendado
por Otto, un extraño personaje con el que habló al inicio del film sobre
el eterno retorno de Nietzsche, realiza una ceremonia de unión con Ma-
ría, una de sus criadas venida de Islandia, tras lo cual el mundo parece
restablecerse y la normalidad se alcanza. Alexander cumple su palabra
y quema su casa, tras lo cual es recluido en un manicomio. El Sacrificio
es filmado en Suecia, después de la filmación de Nostalghia en Italia y
de la renuncia soviética a la co-producción con Italia. Este acto político
evidenció la imposibilidad del regreso de Tarkovsky a Rusia. El cineasta
se marcha a Suecia donde filma El Sacrificio, y al final de la producción,
ya en la edición, fallece. La obra y la vida de Tarkovsky se interrelacionan
en un reenvío crucial anticipado por el artista, en una reinscripción de la
vida en el arte y del arte hacia la vida. La cinematografía de Tarkovsky,
su propia escritura, resulta así comprometida no con el ideal de Bretón,
de la escritura como momento de la vida, sino, más en el sentido plan-
teado por Blanchot, de la vida emergiendo de la escritura. La escritura
como algo vital, fundamental, como elemento esencial de una vida que
en Tarkovsky es la producción icónica del ensueño y de su despertar.
45
La vida retorna en el arte
Benjamin rechaza de múltiples maneras la imagen nietzscheana del eter-
no retorno. Incluso se sirve de ella como metáfora que señala algo capital:
en el mundo moderno la experiencia es una recurrencia de retornos en
que ninguno de los presentes logra aprender o decantar algo del pasado.
El eterno retorno como lugar carente de pasado, y por tanto, repetición
plana de puros presentes sin profundidad ni escorzo. El eterno retorno
es así imagen apocalíptica en que la modernidad puede verse a sí misma
como tiempo horadado de memoria, como vaciamiento de sí en que la
experiencia se mina en la imposibilidad de ser narrada. Este vaciamiento
se explica en el Libro de los pasajes (2004), como una suerte de contrac-
ción de las fuerzas burguesas de la modernidad ante el riesgo de que su
impulso histórico pudiese representar una amenaza para sí mismas:
47
a su fin la obra de la liberación en nombre de tantas generaciones de ven-
cidos” (Tesis xii). Por eso Benjamin combate, al igual que Nietzsche, el
conocimiento histórico validado (bien sea en la versión del historicismo
o del progresismo), esa forma de “saber” histórico centrado en sí mismo.
Lo que en última instancia Benjamin está confrontando son las diversas
formas positivistas de conocimiento del pasado que pretenden eternizar
el presente; lo que combate son los conocimientos aliados de las fuerzas
dominantes que cierran el paso a la llegada de lo verdaderamente nuevo.
En diversos sentidos el exceso de historia perjudica o sofoca la vida
para Nietzsche, esos excesos han sido también identificados por Benja-
min. La máscara del cientificismo moderno ha operado una separación
del hombre con el tiempo. Dice Nietzsche que hemos devenido en puros
espectadores y que hemos perdido nuestra capacidad de acción. En una
modernidad que se vanagloria de las conquistas y libertades de las per-
sonas, poco se advierte la singularidad libre que ello implicaría. Conocer
se vuelve erudición fría, concentración meditativa y contemplativa que
termina por inmovilizar, por sofocar los ánimos que impulsan la vida:
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al pasado negado, el de la diferencia; el pasado al que se llega sólo en la
sensibilidad de atender la estela de su huida, la alusión de su paso hacia
la desaparición. Es un pasado pendiente, con el cual el presente tiene una
deuda de la cual debemos hacernos responsables. Esta nueva concepción
implica un trastorno en el presente, porque la irrupción del pasado trunco
abre una discontinuidad en la línea del tiempo que valida el presente de
los vencedores. Hace retornar el conflicto acallado, y con ello disloca el
presente, escindiéndolo, haciendo posible un presente no –contemporá-
neo–. Se trata del presente del “tiempo mesiánico” en el que se recoge el
pasado en deuda, reconociendo la responsabilidad que se tiene sobre él.
Es posible entonces advertir, de una forma nueva, la afinidad entre este
“tiempo mesiánico” que escucha y recoge el pasado, y el “eterno retorno”
nietzscheano en el que el pasado está en el presente, reclamando su lugar
y a la vez señalando la progresiva desaparición de lo actual, la debilidad
irreductible de la fuerza del presente que será superada por el pasado que
retorna. Pero del otro lado, la densidad del presente que Benjamin cla-
rifica, y con la cual se redefinen los términos mismos del pasado y del
porvenir permite intervenir la figuración del eterno retorno de la violencia
que se advierte en la obra de arte.
Lo que Benjamin nos aporta para esta imagen del eterno retorno en el
arte, lo que nos ofrece es la tensión dialéctica de lo que retorna, el dimen-
sionamiento de una complejidad histórica, de la heterogeneidad irreduc-
tible que el tiempo posee y que no puede cancelarse, hacerse equivalen-
cia, continuidad homogénea, neutralización. De no ser así, al no restituir
el conflicto interior y convertir el eterno retorno en pura recursividad del
tiempo, estaríamos frente a una abstracción de tiempo, ante un tiempo
formal, cascarón vacío en que ocurren cosas, tan neutro y formal como el
propio tiempo lineal y progresivo que se viene confrontando como con-
trario de la vida. El eterno retorno de la violencia en la imagen artística se
produce en esa confrontación interior, en esa tensión irreductible entre la
estabilización de la pura repetición de la violencia, y la fuerza existencial
de un sentido ético que la confronta. La cuestión no es entonces la de
restituir el eterno retorno como matriz de la historia, como, digamos, su
filosofía. Ni siquiera como matriz subyacente al devenir del arte. No es
mi propósito defender tal concepción del tiempo. Lo que aquí he busca-
do clarificar es que en diversas circunstancias y en heteróclitos proyectos
el arte ha planteado la condición humana y témpica de un eterno retorno
de la violencia que no logra agotarse con la restitución que he llamado
la imagen ascendente, mística o metafísica del tiempo. Para dar cuenta
de esa recurrencia interminable es preciso comprender esa imagen en
50
sus tensiones y conflictos, en su propia movilidad interior. En ese tiempo
está siempre pendiente, y siempre apareciendo, y eso es lo que las obras
abordadas ponen para su hermenusis, una resilencia de otro tiempo, una
diferencia que retorna, infranqueable, frente a las identidades.
Benjamin cita a Nietzsche para desatar una interpretación de la his-
toria que supere la condición pusilánime y descomprometida que el po-
sitivismo impone como validación epistemológica de la explicación del
tiempo. El elogio de Nietzsche a la vida como lucha y drama, y su llama-
do por la acción humana afirmativa, confrontadora y capaz de construir-
se a sí misma frente a un horizonte de oquedades y servilismos, es un
fondo poderoso que de alguna manera regresa en Benjamin, a través del
llamado de un mesianismo secularizado, histórico. En Para una crítica
de la violencia (2001) esa fuerza mesiánica, análoga a la cólera divina,
es la violencia de los dominados que al sumir su legado y su razón histó-
rica, hallan la fuerza para destruir el derecho (la regla prima del sistema
opresor), para afirmar el carácter sagrado de la dignidad humana y de la
justicia, violencia que resiste y confronta tanto la violencia creadora del
derecho, como la violencia coercitiva que lo preserva. Pero no sólo eso,
esta débil fuerza mesiánica (dado que se halla latente, combatiendo ante
la fuerza fuerte que constituye cada presente) conecta profundamente a
los vencidos de todos los tiempos como una vitalidad antropológica que
constituye “el acuerdo tácito entre las generaciones pasadas y la nues-
tra”, como lo señala en su segunda tesis sobre la historia. Ese acuerdo
es una voluntad, casi un instinto emancipatorio que busca recuperar/
alcanzar la unidad de la comunidad humana destruida. Como ha plan-
teado en su Tesis V, al pasado, no obstante el esfuerzo del cronista, es
inherente la pérdida, porque algo se escapará irremediablemente, pero el
pasado tiene siempre una pretensión, una exigencia de que “nada debe
considerarse perdido en la historia” porque ante la inevitabilidad del
olvido, la tarea de las fuerzas débiles no sólo es el desafío de hacer
inolvidable “todo lo que sucedió alguna vez”, sino su rememoración y
redención, imposible en el trabajo historiográfico, y propia en cambio de
la praxis revolucionaria. Es la acción de los oprimidos la que aviva en el
presente lo inolvidable del pasado, la deuda del pasado, lo debilitado y
expulsado, lo no admitido en el presente. Es la memoria política de los
excluidos la que consigue la recuperación de las luchas truncadas, las
aspiraciones de los otros, sus descubrimientos y experiencias. Pero esa
recuperación se alcanza propiamente, otra vez, como realización políti-
ca más que como indagación intelectual: “sólo a la humanidad redimida
pertenece enteramente su pasado”.
51
Los condenados de la tierra, esa obra capital de Frantz Fanon, ela-
bora a su manera, un sentido del pasado, de la historia, análogo a la
sensibilidad y atención especial, al cuidado que Benjamin pone en los
silenciados y excluidos del tiempo; justo en ese olvido, ya no sólo del
pasado, sino del presente que está aquí en mayor conexión con el pasado
inmemorial que con el presente de la dominación y la conquista. Porque
la violencia de los vencidos constituye una verdad de tiempo en la que
encuentran su humanidad. Los condenados de la tierra, los marginales,
el lumpen, constituye para Fanon la ontología del “no ser”, de lo invisi-
ble e inexistente obrado por el colonialismo, esa fuerza destructora (esa
fuerza fuerte podríamos decir con Benjamin), que consiste en la nega-
ción del otro, en la extirpación de su humanidad. Las posibilidades del
tiempo provienen entonces de los que no son en su lucha para conquis-
tar su humanidad negada. Los condenados de la tierra quizás cristaliza
la doble expectativa que Benjamin pone en la concepción materialista
de la historia: capaz de proyectar un pensamiento destructor que rompa
todas las formas de complicidad entre el conocimiento y la dominación,
que confronte y rasgue la apariencia de identidad y equilibrio que sus-
tenta la pura continuidad de lo mismo, y que a la vez impulse y libere la
acción de lo negado para advenir ante la barbarie y la catástrofe. La obra
de Fanon es así simultáneamente un análisis crítico del colonialismo en
Argelia y en África, y una vigorosa convocatoria a la lucha descoloniza-
dora en todo el mundo, incluso entre los propios colonizadores.
La acción artística de Jackie Sumell es en realidad una constelación.
Reenvíos, retornos, recuerdos, sueños, anticipaciones constituyen una
poiesis que desborda a quien figura como su autora. No es un texto, ni
una obra. Su origen no se finca en la heuresis de un sujeto, porque ha
provenido en realidad de una relación, al comienzo dual, después múlti-
ple, finalmente constelar. Herman Wallace comenzó a imaginar una casa
cuando Sumell le formuló una pregunta que inspiró un trabajo creativo
en el que a su vez se recreaba a sí mismo y la recreaba a ella, la artista.
Los creaba a los dos, de una nueva forma. Pero en ambos la casa imagi-
nada venía produciéndose previamente. Desde el inicio de su reclusión
en el Centro Penitenciario del Estado de Louisiana, hacía ya casi 41 años,
la imagen de una casa que contrastara con la reducidísima celda en la que
pasó casi todo el tiempo de su condena se fue formando lentamente. En
Sumell el trabajo de imaginación de esa casa se anticipó desde que deci-
dió escribirle y conoció la opresión que significaba el espacio que habitó
Wallace por la sentencia de “confinamiento solitario” al que el Estado
lo sometió. Cuando Sumell formuló su pregunta precipitadora: “¿Con
52
qué tipo de casa sueña un hombre que pasó más de 30 años en una celda
de 1.8 por 2.7 metros?”, parte de la imagen estaba ya anticipada, y a
la vez abierta a una creación capaz de realizar tanto un movimiento de
profundo cuestionamiento del sistema opresivo, como de afirmación de
una subjetividad, de una humanidad negada y sistemáticamente deshu-
manizada. Una imagen que al crearse permitía la rehumanización no sólo
de Wallace, sino también de Sumell y con ellos de la trama compleja de
quienes se han ido involucrando por su sensibilización, por su necesidad
de colaborar, por su deseo de comprender, por su indignación. Por eso
esta constelación poiética es creación artística, pero también es creación
de una sensibilidad y una conciencia existencial.
En octubre de 2013 fue anulada la condena por homicidio que se le
dictó a Herman en 1974 al corroborar que no tenía relación alguna con
el asesinato del guardia de la prisión Brent Miller. No sólo se constató
que ninguna prueba lo relacionaba con el crimen, y que las condiciones
en que se encontraba hacían materialmente imposible que lo hubiese
cometido,11 sino que resultó evidente que su condena se debió a razones
políticas al ser, junto con Robert King y Albert Woodfox, fundadores
del partido de los Panteras Negras en la prisión desde 1972 cuando
fueron capturados acusados de robo. “Los tres de Angola”, como se
les conoció, significaron un desafío al régimen tiránico de la prisión al
organizar a los reclusos para oponerse a la violencia y a la esclavitud
sexual a las que eran sometidos continua y sistemáticamente.
La relación de amistad y creación Sumell/Wallace producida y cul-
tivada a lo largo de doce años alcanzó transitoria textualización en una
muestra artística presentada por ella en la Biblioteca Pública de Brooklyn
a la que llamó #76759: Featuring the House That Herman Built.12 En la
muestra destacan tres piezas: un modelo a escala de la celda de Herman
Wallace en la que pasó 41 años en el régimen de confinamiento solitario;
el modelo de la casa que Wallace diseñó durante doce años; y la colección
de libros que incluiría en su biblioteca. El confinamiento solitario consti-
tuye una forma de tortura permanente, que se funda en la socavación de
tres elementos clave para la vida del individuo: en primer lugar se le quita
el espacio. Quitar el espacio no sólo como la restricción general del mun-
do al que se somete a cualquier presidiario, sino la sustracción radical del
espacio pisado por otros: porque incluso las áreas públicas son vedadas y
el mundo, literalmente, se reduce a un par de metros. Esto significa ocluir
11 En la escena del crimen se encontraron pruebas definitorias como huellas digi-
tales ensangrentadas que no fueron consideradas en el juicio.
12 76759 es el número que devino en nombre para Herman en el trato que el sistema
penitenciario de Luisiana le dio durante sus 42 años de condena.
53
fehacientemente su cuerpo: sin espacio no hay movimiento, ni cuerpo. En
segundo lugar se le niega la luz natural, con lo cual se violenta su derecho
al tiempo y al sentido del transcurso de las cosas. Pero el tiempo no sólo
es un derecho, es la sustancia de la vida. Negar la luz natural es trastornar
y hacer añicos su sustancia vital. Pero al obstruir la luz, se le cancela su
condición biológica. La luz solar es el manto general de la vida, opera no
sólo como fuente energética, sino también como principio de conexión y
sustentación orgánica de todo lo vivo. Negar la luz solar es excluir al cuer-
po del tejido de la vida orgánica, es ponerlo por debajo de su condición
biológica. Por último, se le niega el contacto con otros seres humanos por
al menos 22 horas al día, lo que significa negar su naturaleza social. Minar
el contacto con otros es la forma más radical de reducir a nada al otro, de
deshumanizarlo. Sin la relación con la alteridad no hay mismidad posible,
y no hay identidad humana. Junto con el modelo de la celda, en la pieza
de Sumell están los dibujos que Herman hizo en cartas para que la artista
pudiese visualizar el espacio en que se encontraba: vemos la luz fluores-
cente en la esquina superior derecha. La cama y el lavamanos/inodoro a
la izquierda, sobre lo cual se encuentra un espejo. A la derecha una mesa
y un banco diseñados a propósito para hacer imposible usarlos. Un banco
muy bajo, rebasado siempre por las piernas y un escritorio tan pequeño
que las rodillas no pasan. Los muebles están fijos, así que reducen de
facto el preciosísimo espacio. Una ergonomía imposible, una ergonomía
perversa para producir desesperanza. Herman creó una solución: quitaba
el colchón de su cama para convertirla en escritorio, y se sentaba en el
piso. Ya no había más lugar que ese.
Pero ante este espacio constreñido, la reelaboración creadora Wallace/
Sumell produce un nuevo espacio, espacio-obra, espacio-imaginación,
espacio-retorno, en el que la vastedad del mundo para el cuerpo regresa,
como memoria pero también como expectativa, como anticipación de la
liberación que tendrá que llegar. La casa imaginada por Wallace/Sumell
es imagen que, deviniendo de la contracción de ser que opera el sistema
de opresiones, que resistiendo como fuerza débil ante un presente que
se ensancha hasta llenar todo lugar y tiempo del movimiento posible,
logra emerger como voluntad de existencia en la figuración que reúne la
confrontación de dicho presente, la afirmación de un pasado combativo y
un porvenir anunciado y buscado con entereza y determinación ante una
violencia infringida día a día.
En el documental Herman´s House de la pbs (La televisión pública
estadounidense) se escucha la voz de Herman Wallace en una conversa-
ción telefónica con la artista en la que describe la casa:
54
Jackie, en tu carta me preguntaste con qué tipo de casa sueña un hombre
que vive en una celda de dos metros por dos. En el frente de la casa
tendría tres jardines. La parte del jardín es la más fácil de imaginar. Los
jardines estarían llenos de gardenias, claveles y tulipanes. Eso es muy
importante. Me gustaría que los invitados pudieran sonreír y caminar
entre las flores todo el año (Wallace en Goodman, 2013).
Es la primera vez que se exponen mis cartas, ya que Herman las tenía
con él. Después de su muerte, la prisión me las envió de nuevo a mí.
O sea, es realmente hermoso. Simplemente ver los pequeños detalles,
todos los garabatos que hacía yo en sus sobres y todos los garabatos que
hacía él en los míos, es simplemente un testimonio de nuestra amistad.
Así que esto es una mezcla de los dibujos de Herman y mis dibujos y
parte de la comunicación de ida y de vuelta (Democracy Now, 2015).
Fuentes consultadas
58
Carlos Cañedo Chávez. Todos ponen, collage, 2017.
59
60
Lo grotesco y el desastre: la cuestión del otro
y el lenguaje fugitivo
Marisol Ochoa
Introducción
A menudo nos enfrentamos a eventos que no podemos nombrar, disper-
sos y fragmentados. La historia del hombre está construida a partir de
múltiples miradas que, al unísono, buscan irremediablemente unificar
criterios, eventos, y consecuentemente intentan establecer sus causas
y efectos. Pero, ¿qué realmente puede ser observado, enunciado y pro-
blematizado desde la universalidad, desde la certeza? ¿Acaso la mirada
uniforme de los hechos permite al observador apreciar lo incomprensible
de las construcciones a las cuales se enfrenta? ¿Dónde quedan las emo-
ciones y los sentimientos de aquel observador que se enmudece ante el
odio, el dolor, la crueldad o la angustia? ¿Por qué un sujeto habría de
tener compasión? ¿Qué pasa con el cuerpo del otro, fragmentado, roto,
oscuro, silencioso y en profunda soledad?
1 Robert Musil, El hombre sin atributos, vol. 1, Barcelona, Seix Barral, 2da ed.,
1970 (1952) p. 302 en Guillermo Zermeño, “La historia común es bastante comple-
ja,” donde se cita textualmente el trabajo de Siegfried Kracauer: “Las ambigüedades
del siglo xx”, Historia y Grafía, núm. 36, Departamento de Historia, Universidad
Iberoamericana, México, p. 76.
61
los testículos de un cuerpo aún vivo, los levanta en la mano y el sujeto
se carcajea…2
63
palabra, y su capacidad de ficcionar ha atravesado los límites del dis-
curso de una representación, y al mismo tiempo, en ese desamparo bru-
tal, develando a otro, oculto y solitario, que busca poder desocultar la
palabra de esa voz inmaterial enmascarada por un discurso que de suyo
no tiene nada pero que le permite jugar el juego de la sobrevivencia. El
acto grotesco deja visualmente al desnudo dos mundos: uno amparado
por una justificación y orden institucional donde el acto recae en un
discurso abstracto de poder y dominio, y otro,donde el espacio impera,
imposibilitando cualquier reducto de sentido, dejando a la imaginación
y la ficción representar sin palabras las experiencias fugitivas sin con-
trol, en una suerte de teatro macabro.
En el primer supuesto, el acto grotesco apuntaría a los actores mons-
truosos, que tienen que ser alejados y recluidos para siempre para que
una sociedad esté segura. En esta simulación las reglas sociales –que
sólo pueden existir a partir de la exclusión del otro– crean redistribucio-
nes de espacio político que busquen interpretar y explicar aquello que
sucede, pero que, al mismo tiempo, en el entendido de esta represen-
tación social formulada, desborde la posibilidad de asimilar “aquello”
que es tan desastroso y monstruoso que no puede tener palabras para ser
expresado y mucho menos interpretado. De ahí que los actos grotescos
sean aberrantes, asquerosos, sucios, obscenos; pero en esta relatoría de
atributos del desecho dejan puesta sobre la escena la latencia de ese
otro, de esa alteridad, distante, al mismo tiempo tan cercana y obscura,
que se modifica, se escapa de una u otra manera, apropiándose de la
carne, sin aprehender su palabra, fugando la experiencia sin poder ser
atrapada en la puesta en escena.
64
sentido, nos revela de forma espontánea el sinsentido de la vida y la
propia incapacidad para la creencia de algo o en algo que termina por
dislocar los discursos que, en algún momento, permitieron dar signifi-
cado y coherencia (Pereña, 2012: 81).
De esta manera, la melancolía y el desamparo, como formas de ex-
periencia del mundo, quedan excluidas de una forma de sentido, y es
así como el orden, entendido como productor de sentido, proporciona
un lugar común de enunciación y representación del mundo, donde el
saber se encuentra protegido en un espacio que de suyo no le pertene-
ce, pero que aparenta que sí, hasta que la urgencia y el desbordamiento
para decir y significar “esto y aquello” lo expulsan de ese lugar mate-
rial para ponerlo ahí delante, frente al desorden que le dio sentido en
un sinsentido, pero que una vez que dicho lenguaje se entrecruza con
el espacio, lo único que puede garantizar es que no existe un conoci-
miento seguro del mundo, sólo no lugares de enunciación común, pero
que en su interior pueden convivir en su incongruencia y multiplicidad
de sentidos auspiciados por experiencias particulares y formas de in-
terpretación que no le son propias a nadie, sólo un cuerpo vacilante,
sin trayectoria, que se fuga sin un lugar a donde llegar, porque no sabe
de dónde viene y quizá no haga falta. Este desamparo entre la pala-
bra y el cuerpo desvinculan una noción de conciencia, donde el acto
grotesco pueda encontrar el pequeño intersticio por donde fugarse y
representarse en la realidad sin mediación de filtro, tocando la sangre,
masacrando y jugando con el cuerpo del otro, separando todos sus
atributos en un performance mortífero, porque se enfrenta a una pre-
sencia en ausencia, está mutilando a un vivo-muerto, que se encuentra
justo en el momento contingente del tránsito de ser a no ser, ya que él
es un ser muerto-vivo.
Es así como el desastre es algo que falta entre la palabra, el cuerpo
y la experiencia. Es en el no lugar mortífero de la experiencia donde se
juega la cultura, la violencia simbólica, la herencia intelectual, es justo
en ese espacio otro, donde el papel de la experiencia cobra una posición
vital, inagotable y urgente, ya que esta noción irreverente, por decirlo
de alguna manera, permite la sonoridad y disonancia de un sujeto que
entre su ignorancia y su saber se debate por conocer el mundo arries-
gando su corporeidad, todo por tratar de entender su entorno desde una
individualidad dada naturalmente, pero expropiada por la sabiduría de
la ciencia que explica el mundo, mas no su contradicción, rechazando
u ocultando su naturaleza desordenada y la posibilidad de un devenir
auténtico que no llegará nunca a agotarse en la propia imposibilidad de
65
su conocimiento y al mismo tiempo su exclusión, aunque sea pasando
por la crueldad y la violencia.
Es así como el no lugar es un espacio alterado, es en sí una impo-
sibilidad (Foucault, 2001: 34-35) –entendida al mismo tiempo como
posibilidad, desorden y movilidad–, es decir, los espacios dislocados
en tiempo y espacio. Esta imposibilidad entendida al mismo tiempo
como posibilidad, rechazada, oculta, pero simultáneamente urgente en
la voluntad del que quiere conocer, permite arriesgar a verificar una
experiencia (Ranciére, 2007: 21-23), es decir, a construir una episte-
mología del conocimiento humano buscando colocar los discursos y su
función histórica universal, homogénea, frente y en contraposición al
orden interior de producción conceptual y contextual, dejando que el orden
interior de las palabras formuladas por la epistemología moderna reve-
le su condición de indecidible,3 donde la posibilidad para una totalidad
de significados y orden universal quede impedida para nombrar aquello
que acontece en un espacio histórico de producción en extremo violen-
to, monstruoso y cruel (Mendiola, 2003: 16).
66
no se sabe siquiera si llegará a poder hacerse visible en esa nostalgia
que no se saciará jamás. Colocarse en esa ausencia y en ese límite de
la experiencia permite al mismo tiempo la desmesura y el exceso del
límite de las palabras y los actos, dislocando y desbordando el dominio
conceptual y corporal, abandonando todo a buen término, donde reina la
incoherencia y el sinsentido, el territorio de la paradoja, la contingencia
y el duelo, de un caminante que poco a poco va desbordándose él mismo,
en una suerte de culto al recuerdo de lo que nunca fue, o fue y dejó de ser,
y con una promesa de aquello que nunca será, dando vida paso a paso a
sabiendas de su muerte ritual, cuidando la existencia de una responsabi-
lidad mortuoria que se impone sobre otros en la experiencia siempre por
venir, donde la ausencia-presencia condicionan un dinamismo incapaz de
detenerse, donde la violencia impera y puede buscar su fuga mediante un
acto grotesco que desborda toda razón y toda conciencia.
El no lugar es un desbordamiento, una dislocación, un espacio fron-
terizo y poroso en donde al mismo tiempo ronda la vida y la muerte, don-
de el lenguaje es incapaz de representar los excesos de esa incoherencia;
entonces la pregunta fundante sería: ¿es posible elaborar una noción de
experiencia fuera del campo de la política? ¿Es posible pensar la expe-
riencia fuera del campo doctrinario del miedo, la violencia y del odio?
¿La memoria y el recuerdo son una contradicción? ¿Existe un lugar para
la experiencia en los lugares comunes de producción singular? Para de-
sarrollar estas premisas, propongo trabajar desde la reflexión de dos pos-
turas: el enigma, traducido como una contingencia de miradas abiertas
entre la soledad de quien observa y su silencio, es decir, lo humano y el
desorden como experiencia de un no lugar excedido en su propio límite,
y la angustia como propuesta y posibilidad de enunciación fragmentada
del acontecimiento, la cual permite la movilización de las preguntas y
activa así el deseo por la vida, donde su vehículo de desplazamiento es
el acto violento y grotesco (desbordado de sentido) (Pereña, 2012: 48).
Así pues, lo que se apuesta es aportar una posibilidad de observar el
acontecimiento aunque sea por un instante, y en esta impredecibilidad,
la construcción de la noción de experiencia, entendida como sonori-
dad, como incertidumbre, ya no desde el exterior, confundido con la
concepción retórica y doctrinal donde ésta puede ser traducida como
amenaza, privilegio o saber (Jay, 2006: 20-32), en donde se ignora que
des-cuidar, es des-cuidarse así mismo, y donde la única posibilidad de
vínculo es el daño, un paso hacia el interior privilegiando la percepción
y apropiación del sujeto que hace distinciones desde su otro lugar, es
decir, desde el no lugar (Lhuman, 2009: 56-58) en el cual el silencio del
67
observador sea relevante a partir de la renuncia al control, la certeza,
orden y posesión retórica (concepto y significado), es decir, apostando
por la añoranza (experiencia e inconsciente, como percepción y apro-
piación) como única posibilidad de enfrentarse a la agresividad de las
alianzas del saber, interpelando por otro lugar distinto de pertenencia
interior y a su vez legítimo del saber en un conocer desconcertante y en
desplazamiento terrorífico y amenazante (Lhuman, 2009: 46).
Lo grotesco así permite descentramiento del pensamiento, esto es,
en la observación de “la rareza del evento” (Foucault, 2009: 65-67) tra-
ducido como acontecimiento, donde la mirada se sitúa en lo policausal,
lo raro, múltiple, desviado, contingente y emergente, donde lo que se
pone en duda es el saber mismo. Es ahí, en ese lugar desconcertante
“alterno”, donde se puede pensar de otro modo la afinidad de la perte-
nencia, en donde la experiencia idiomática permite e impide al mismo
tiempo una apropiación total de aquello que es imposible apropiarse,
pero que en esta tensión contingente de actos y experiencias fragmenta-
das en fuga posibilita mediante la intersubjetividad entre saber dado y
el conocer el mundo por venir, sin prohibir su movimiento, a sabiendas
de que la necesidad de transformación es infinita (Derrida, 2009: 15).
Es así como la experiencia tiene su sonoridad en los no lugares de
enunciación, en aquellos otros espacios oscuros y solitarios, terroríficos,
que por su condición de diferencia, les posibilitan otra forma de lenguaje
en sí mismo, inatrapables por su estado latente y en dislocación, pero
que a su vez permiten pensar el sistema de otro modo, pensar los con-
ceptos, las palabras, las variaciones de un todo, y su efecto desde otra
posición, que es latente al observador “educado”, donde la vuelta por
la pregunta del sujeto que se (des)sujeta es vital para pensar los lugares
de enunciación, los motivos de una obra, los residuos, las huellas, los
rastros, y el momento dogmático –residual (Derrida, 2009: 16)– de una
credulidad que permanece y se transforma.
¿Qué posibilita el acto de experienciar el mundo desde un no lugar?
Dos propuestas pensadas desde el espacio y el cuerpo del sujeto que
observa su mundo, como ya se mencionó, pudieran ser el enigma y la
angustia del desamparo, ambas nociones recalcitrantes y perturbado-
ras. Ahora bien, antes de adentrarnos al desarrollo desde una postura
crítica del enigma y la angustia como dos propuestas teóricas para ob-
servar el desarrollo de la noción de experiencia dentro del campo de la
historia en la actualidad, para potencializar la escucha de un no lugar
es importante reflexionar sobre las aporías que surgen al interior de los
atributos del enigma (entendido como soledad y silencio), en donde el
68
adoctrinamiento se impone contra el silencio, este último, que busca
desde su indecibilidad (Derrida, 2009: 24-32) una posibilidad de ex-
perimentar el acontecimiento. Así pues, el adoctrinamiento se enfoca
en certeza y orden, claridad y capacidad de organización colectiva ante
cualquier evento que no puede ser aprehendido desde la experiencia, y
el silencio que, por otra parte, lidia con aquello indecible, que no pue-
de ser legislado, como la extrañeza inmanente. Es aquí donde surge el
conflicto entre la memoria como herramienta del discurso o la posibi-
lidad del recuerdo, como acogimiento y extrañeza, afectación desde la
singularidad donde lo terrorífico habita y lo grotesco termina por expo-
nerlo. La discusión no es estéril, ya que “los conceptos buscan legislar
el enigma. La sociedad los erige y violenta como objetos de su doctrina
para gobernar el enigma de una soledad que el gobernante mata con su
mortífero y cruel afán de protección” (Pereña, 2012: 48-52).
69
juegan entre espacialidades discordantes, potencializando un desorden
dominante, pero que en su ley interior contienen órdenes múltiples para
referir, representar y pensar el mundo de otro modo (Foucault, 2009).
Sólo la noción de experiencia, observada en este espacio como fenó-
meno y al mismo tiempo como acontecimiento, logra exponer a la luz la
intención de exterminio de la inmanencia haciendo que su propia impo-
sibilidad de ser nombrada, legislada y ordenada irrumpa en el campo del
saber, proporcionando un lugar para la posibilidad en la misma imposibi-
lidad –desorden–, esto es, en el conocer a partir de la percepción y subjeti-
vidad; siempre oscura, ambigua, terrorífica y solitaria, es decir, lo humano.
Conclusiones
La experiencia del sujeto que observa y aprehende su mundo nos habla
así de una tensión entre dos posturas: por una parte la del melancólico
planteada anteriormente, que no puede más que vivir desde una modalidad
particular entre choques disonantes entre su sentir y su pensar, mezclando
el deseo de la vida por el de la muerte, el del rechazo con el de la depen-
dencia, el del miedo con el del anhelo, el del daño con el de la recompensa,
pero que al final permiten entre dislocaciones orientar mas no dirigir su
vida humana (Pereña, 2012: 80-82). Por otra parte, la postura del creyen-
te, que permite desde su melancolía discernir desde un sinsentido de la
vida que la creencia pueda ser cuestionada y criticada desde una historia
de la semejanza para, al mismo tiempo, ver simultáneamente la diferencia,
la historia excluida de su propia historia, su lado grotesco y temible.
Esta visibilidad sólo puede ser jugada y puesta ahí delante entre
la dualidad del creyente y el melancólico, donde la contrariedad sólo
puede darse entre el choque de dos posturas para que la región inter-
media surja siempre en desamparo. Este orden intermedio, por llamarlo
de alguna manera, permite observar una dualidad entre lo disperso y
aparente, por una parte, revelando las formas constitutivas del saber y al
mismo tiempo, el espacio otro, en la experiencia límite de lo pensado,
permitiendo la pregunta por la imposibilidad en ese no lugar de la
experiencia –donde la razón y la sinrazón se ven cara a cara (donde la co-
herencia del discurso está presente pero el acto corporal es totalmente
loco y aterrante) (Foucault, 2009: 18).
En este sentido, la dislocación del concepto (Appardurai, 2010: 32)
comienza jugándose en la contingencia de la multiplicidad de miradas
afectadas por un observador que, mediante la operación de observar un
mundo tomando distancia, se coloca en un tránsito entre la certeza y la in-
certidumbre, posibilitando la problematización de lo que se mira y cómo
70
se mira lo que se mira, es decir, a partir de observación de observaciones
sobre un objeto de la historia. Esta posibilidad pensada desde la imposibi-
lidad, desde la voz inmaterial y el no lugar del lenguaje, posibilita que al
mismo tiempo se coloquen frente a frente la certeza y la complejidad de
la misma, desde donde la construcción de la experiencia histórica del su-
jeto pueda reducir dicha multiplicidad a partir de una intersubjetividad, y
afectación de la distancia, aunque el resultado sea indecente y terrorífico.
71
contradicción se vuelve un referente para aprehender la inestabilidad,
en el propio acto de conocer un mundo de rupturas, fallas, huellas que
no podían visualizarse en el campo del saber, pero que lo constituían
como saber (Foucault, 2009: 14-18).
Es así como el acto de experienciar algo en tanto que “algo” es
indecente y hasta cierto punto grotesco, ya que es motivado por la sole-
dad de un observador o por la espontaneidad de una urgencia. Entre el
saber y el conocer se encuentran interrelacionadas dos cuestiones: por
una parte la operación del observador que realiza distinciones desde el
saber empírico, su lugar de enunciación y un espacio dado para ordenar
su mundo, y por otra parte un apercibimiento del sujeto, que se moviliza
en un lugar no dado, en ese umbral que mira a partir de su individua-
lidad instintiva la urgencia para nombrar algo, pero que al momento
de referir y apelar al orden empírico de su mundo se apercibe de que
el sentido de las palabras entra en contradicción con su urgencia para
aprehender su vivencia y se ve agotado en su propia posibilidad para
responder(se) y sentir(se) en ese lugar que ya no le pertenece o nunca le
perteneció –se cosifica así mismo.
Es en esa ausencia, en esa soledad donde el desorden impera, donde
las incongruencias del saber dado rebotan en una sonoridad desmesurada,
pero que enmudecen frente a ese otro espacio, ese lugar –no lugar– donde
el sujeto desaprende para aprehender, y sólo en su (des)esperanza, en-
cuentra cobijo para aprender a “saber dejar”, donde el consuelo sólo podrá
ser saciado por incertidumbre y angustia, una discontinuidad y un mundo
hecho pedazos que yace en y bajo su mirada, es donde la razón del senti-
do es al mismo tiempo un (sin) sentido.
La ausencia es dolorosa, pero permite que la condición de posibili-
dad no se vuelva una asfixia constante, sino el aceptar poder vivir con
los límites “otros” y de los “otros”, de suerte que la experiencia pueda
vivirse al aceptar la afectación como posibilidad para decidir vivir o
morir. Esta legitimación fuera de la noción de orden propone el enten-
dimiento, el cual es un tránsito entre la acción de saber y conocer, ya
que entre un discurso y una representación existe una zona intermedia
en la cual el sujeto se extravía, se extraña, no conoce lo que de ante-
mano debería ser su normalidad, su sentido y razón; este extravío que
pudiera ser entendido como la angustia deja que la afectación del sujeto
pueda ser experienciada, jugada, puesta delante, para sobrevivir a la
posibilidad de creer o rechazar algo. No como dogma, regla, norma o
ley, sino en un espacio alterno, alterado, otro, que al mismo tiempo le
deje sentirse y verse como otro, afectado en su condición de imposible
72
y contingente, falto de realidad, herido. Esto nos lleva a posibilitar un
duelo en ausencia, en donde el sujeto no es el nombre de la ley, no es la
ley ni su representación (Pereña, 2012: 183) sino desde una perspectiva
íntima, una vida de contradicciones, tanto de toda ley, como de toda
representación, un ausente en vida, afectado, dislocado, pero al mismo
tiempo afectado y en busca de un sentido, sin argumentos y atributos
que legitimen su existencia y que irónicamente sólo se encuentren y
puedan ser pensados, asimilados entre los actos grotescos y desastrosos.
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74
La máquina y el cadáver.
La producción de la muerte en el capitalismo cultural
José Alberto Sánchez Martínez*
El organismo de la máquina
En una guerra corporal sin precedentes, Tetsuo, el hombre de hierro1 ex-
pone una dialéctica muy extraña, una condición fronteriza: el cuerpo es
sometido a una metamorfosis similar a la de Kafka, desde las entrañas
brota una máquina, pedazos de metal, cables, brocas de taladro sustituyen
partes corporales. Si en Kafka la metamorfosis era de humano a animal
en Tetsuo es de humano a máquina. No se trata de una invasión ni de una
apropiación, sino de un crecimiento, un nacimiento tecnogenético. Una
máquina que nace de la propia naturaleza del cuerpo.
Al igual que el desplazamiento que emprendieron las teorías filosó-
ficas acerca del poder, Tetsuo muestra el nacimiento de un ecosistema
tecnológico en la propia naturaleza corporal, como si la subjetivación
por fin cumpliera ya su designio natural, abandonando para siempre el
terreno de la imposición. Esto es algo que en la teoría acerca del control
establecía ya Deleuze, desapegándose para siempre de la responsabilidad
institucional. La naturalización de una técnica propia, de un modo de ob-
servación donde los participantes ya no necesitan un poder para garanti-
zar su naturaleza en la máquina: la máquina se convierte en la naturaleza.
En Tetsuo el cuerpo no se vuelve máquina, la máquina no se vuelve
cuerpo, todo lo contrario, nace un organismo. En sentido estricto, el cuer-
po se entrega a la continencia de no poder morir y al mismo tiempo a la
perpetuidad producida por la máquina. La muerte ya no queda definida
en relación con la finitud del cuerpo y de la vida, la vida y la muerte son
redefinidas y significadas por extensiones simbólicas. La máquina se ha
encarnado como productora de muerte. La metáfora puede parecer una
exageración, pero su analogía se localiza en el capitalismo: si el poder
es aquello que ya no tiene representación, pues se ha diseminado en una
multiplicidad de prácticas y manifestaciones infrasociales, entonces el
control aparece determinado por la lógica de la máquina en su capacidad
* Profesor-investigador del Departamento de Relaciones Sociales de la uam-
Xochimilco, México. Doctor en Comunicación y Política.
1 Shinya Tsukamoto, Tetsou: the iron man, 1989.
75
de proveer de mortandad a todo lo que es vital: la vida de los niños, la
crítica, la creación, la libertad, el deseo, los sueños. Hay una clausura
generalizada de vida. Pero morir no es morir.
En nuestra época la muerte diverge del hecho de morir. La detrac-
ción de la muerte consiste en extender su capacidad narrativa más allá
de la desaparición, de la extinción. La cultura era comprendida como
una forma de escapar de la muerte: lo simbólico en estado puro. Lo
que ocurre con el desplazamiento en la cultura contemporánea es la ex-
plotación de la muerte: impureza de lo simbólico, paradoja. ¿Se puede
asumir todavía una perspectiva sobre la muerte de tal magnitud en un
estado sociocultural tan complejo como lo es el mundo contemporá-
neo, remitida solamente al acto de permanecer y desaparecer orgánica-
mente? Es verdad que las sociedades arcaicas y tradicionales usaron lo
simbólico para prolongar la presencia y la ausencia en una especie de
virtualidad de la muerte. Los designios colectivos se ponían en práctica
y se formulaba sentido de permanencia a la vez que purga de la muerte.
Pero en el siglo xxi la dialéctica de morir y vivir ya no dependen única-
mente de los designios colectivos, de la decisión comunitaria e incluso
individual. Nuevas violencias nos aquejan, violencias virtuales, somáti-
cas, semióticas, enroscadas en una espiral de ficción.
La tecnoexistencia de la modernidad introdujo truculentos artificios
para no morir, para prolongar la vida a toda costa, la ciencia y sus ava-
tares establecen un relato de la muerte distanciando los mecanismos de
la propia vida y su comprensión. Belleza eterna, promesa de juventud,
mantenimiento corporal, Hi Tech al servicio de la búsqueda de la eterni-
dad, prolongación y conservación. Tecnologías de la conservación cuya
consecuencia es la creación de un dispositivo de nuevos males: enferme-
dades físicas, psíquicas, deformaciones, discapacidades. El hándicap so-
cial es un ejemplo de la mala engendración de la máquina en los cuerpos,
la psique y en los órganos somáticos.
Las tecnologías de la conservación sustituyeron la tragedia por el
placer, por el goce. Entendiendo tragedia como la entiende George
Steiner, una revelación dramática, un extrañamiento: “Lo que identi-
fico como ´tragedia´ en sentido radical es la representación dramática
o, dicho con más precisión, la plasmación dramática de una visión de
la realidad en la que se asume que el hombre es un huésped
inoportuno en el mundo” (2012: 12). La ausencia de exotismo y de
extrañamiento no implica necesariamente la desaparición de la trage-
dia, sino su exacerbación por mecanismos ficticios, la invención de una
prolongación técnica.
76
La tragedia no muere en sentido literal. Las tecnologías de comuni-
cación virtual (de virtus-posibilidad) en la vida contemporánea obligan
a reconstruir las revelaciones dramáticas de sí mismo y de los otros,
formando ambientes virtuales donde recreamos el sentimiento trágico:
imágenes, cine, fotografía, arte, televisión, parques de diversión temáti-
cos. El entretenimiento no es sólo una prótesis, un comportamiento, una
cultura, es la aparición de una biologicidad: la inserción de parásitos se-
mióticos. El entretenimiento como una especie de experiencia simulada
y controlada. Ese sentimiento trágico vive asociado a un desplazamien-
to de la sensación de existencia, el contenido simbólico de la cultura
contemporánea obliga a deshabilitar la suspensión de credibilidad, las
imágenes más terribles y las imágenes que convidan a mayor placer
suponen un principio de realización. La mirada de la contemplación
se ha desplazado a una mirada de la realización: realizar lo que vemos.
El capitalismo cultural ha desarrollado una nueva educación frente a
lo trágico, junto con una pedagogía, la del acoplamiento a lo terrible, a lo
banal, a lo efímero, a lo inmundo. Para aceptar la tragedia la sometemos
a la pedagogía del distanciamiento de sí mismo, porque la tragedia en el
capitalismo cultural se experimenta sin el sí mismo, aun cuando se piensa
lo contrario, que nuestra cultura es una cultura del apego a sí mismo como
ninguna otra. La cultura del selfie, más que un apego a sí mismo, es una
cultura del desapego a la imagen propia, el cultivo de un monstruo que
piensa en sí sin un carácter existencial, que reproduce su vida sin dolor
existencial, sin deformación existencial. Lo que hay en todo caso es una
deformación de imagen, oblicuidad de imagen de sí.
Esto lo podemos constatar con las actuales manifestaciones de soli-
daridad a los problemas sociales que ocurren en internet, compartir, dar
like, redistribuir información, son gestos donde la existencia no es puesta
en riesgo. Es verdad que la información, al tornarse exponencial, exhi-
bicionista, transforma la realidad, obliga a cambiar la realidad, pero este
cambio es sobre la base de formas ausentes.
Todos estos aspectos y otros que podrían traerse a colación nos per-
miten ver que la muerte se ha vuelto una representación, una imagen
funcional. Convivimos con la paradoja de estar en un mundo donde la
muerte es en sí misma un designio fabricado in situ. Hace mucho que
no se puede hablar de la muerte sino como una fabricación. El capita-
lismo cultural se revela como una máquina, una máquina orgánica ca-
paz de producir muerte. Su maquinación proviene de diversos anclajes,
la fábrica del cine, la fábrica del arte, la fábrica de la literatura, de la
televisión, de los cibermedios. El capitalismo cultural es la faceta del
77
capitalismo donde los contenidos de la imaginación social, humana, son
retenidos para elaborar información de entretenimiento o información de
conocimiento. Actualmente el capitalismo cultural se ha convertido en
un aspecto complejo debido a la masa de información audiovisual que
produce. Si bien el capitalismo cultural se encarga de proveer las figuras
de entretenimiento social, su verdadera razón estriba en la especulación de
los campos imaginarios de una sociedad, y en un sentido más profundo,
en elaborar un régimen, guía de los valores creativos de una sociedad,
hoy sometida a altos intercambios. En el brebaje de estos valores se lo-
calizan los vestigios de todos los lenguajes, modos y formas de ser, de
pensar. Se relacionan todos los signos, se experimentan todas las posi-
bilidades visuales, auditivas, sensibles, se rompen los límites. Se trata
de una forma a-institucional institucionalizada que afecta las matrias de
todas las identidades, de todas las cosmovisiones de los órganos sociales.
Sus efectos son claros en la educación formal, cuyo funcionamiento está
fuertemente cuestionado a partir de nuevas prácticas pedagógicas que
no son aún reconocidas pero que provienen de una cultura propiamente
del capitalismo simbólico. Aunque sus formas pueden verse desde di-
versos aspectos, ha sido la muerte y el cadáver los más explotados en
su dimensión de consumo, narcocultura, terrorismo, horror, perversión,
son algunos ejes propios de la aparición de la muerte como miseria de
lo simbólico, las deformaciones semióticas se convierten en el modelo
a seguir. La explotación del cadáver en términos simbólicos se ejecuta
como un acto de producción de contenidos, se produce también un acto
pornográfico con la muerte. La explotación del cadáver se produce como
un acto pornográfico, ya que la evidencia es puesta en una circulación de
usurpación de sentidos, lo que guardaba correspondencia con el dolor se
pone en juego para entregarse al goce. Esto es el juego de la pornocracia:
“la podemos definir así: la pornocracia es la mejor forma de gobierno
adaptada a la era ultraliberal, porque ella utiliza al estado residual para
disculparla y propagarla como una forma de goce” (Dufour; 2009: 43).
En Dufour, aunque él no establece una lectura del capitalismo cultural,
se pueden encontrar elementos importantes para comprender los mecanis-
mos similares entre ciudad y capitalismo como dos formas de encierro en
la perversión, al igual que Juan Marsé cuando auguraba el encierro con
un solo juguete: extravío identitario, decadencia moral. Para Dufour la
perversión establece un encierro en el que ya no es posible salir, sino
escenificar, a modo de mimesis. No es una cultura visual la que predo-
mina, sino una cultura de escenificaciones, el comportamiento se ve
alterado por la ausencia de imagen y por la necesidad de actuación.
78
No hay modelo a seguir salvo el de la incitación de la masa al goce. La
inversión de los sentidos puesta en marcha demuestra la habituabilidad
a lo perverso en una orientación de placer.
Para sostener toda esta producción, sus procesos de educación y pe-
dagogía, el capitalismo cultural no trabaja sobre la muerte en sí, sino
sobre el cadáver. El capitalismo actual se nos revela como una máquina
cuya función es producir cadáveres. Es decir, no se puede hablar sólo
y únicamente de muerte relativo al fallecimiento de una persona, a la
desaparición, sino a su proyección simbólica como cadáver. Lo singular
de esto no radica en la muerte misma, sino en lo que deja, el resto, en
lo que resta de la muerte, el cadáver. El cadáver es activado, proyec-
tado, creado, alterado, intervenido, resucitado: es la superficie de las
emociones contemporáneas. Los ejemplos son muchos, desde el Zombi
hasta los cadáveres del narcotráfico o del terrorismo, pasando por los
cadáveres del arte y de las pantallas.
Aquí, máquina y cadáver no son únicamente un instrumento técnico y
un cuerpo muerto, su sentido es más vasto y sus relaciones más complejas.
Burdamente llamamos máquina a aquello que se muestra como instrumen-
to, una herramienta que en apariencia está destinada a ser autómata, repe-
tir, cumplir órdenes y funciones humanas. Pero las máquinas pertenecen
también a campos de influencia más amplios que sólo su propia naturaleza,
dependen del contexto, de la capacidad, se relacionan actualmente con
gestión y resguardo de información, se presentan como dispositivos de
ambientes y órganos. Así, las máquinas no sólo pueden ser ubicadas, sino
que obligan a ser situadas en cuanto a la capacidad de intervención de sus
facultades, pues todas ellas dependen de una “mecanosfera”.2
Así, desde un punto de vista menos reduccionista, la máquina es una
forma de ontología natural, material, técnica, que congrega, adminis-
tra, hereda, singulariza, enreda y distribuye información. “La máquina
es siempre sinónimo de foco constitutivo de territorio existencial sobre
fondo de constelación de universos de referencia (o de valor) incorpora-
les” (Guattari, 2008: 70). La máquina actúa en la incorporalidad, tanto lo
que es incorporado como cuerpo sin física y como valor funcional. Para
Félix Guattari la máquina incoporal es aquella que ha rebasado el senti-
do funcional y significacional, asumiéndose más bien como una función
existencial. Casi todos los procesos actuales de la experiencia contem-
poránea pasan por este proceso de existencialidad maquinal, cibersexo,
amor virtual, emociones digitales con las redes sociales, trabajo remoto,
2 La mecanosfera es equivalente en el universo de las máquinas a la biosfera en la natu-
raleza, la naturaleza que las hace vivir. Véase Félix Guattari, Caosmosis, 1996, p. 55.
79
economía virtual. La incorporalidad de la máquina se ha vuelto la base de
los funcionamientos sociales.
Hay que añadir otro detalle. Para Guattari la técnica contemporánea
ha abandonado y traicionado el principio de Heidegger en el que la
técnica era ontológicamente lisa, homogénea. La técnica contemporá-
nea se manifiesta como un conjunto de pliegues que se evocan, atraen,
repelen, se manifiestan como una pluralidad, no como una voz unívoca.
Para Guattari, lo significativo de las técnicas actuales no son las máqui-
nas (forma unívoca), sino los componentes ontológicos de la máquina
(universos incorporales-sentido de pluralidad). En el cadáver los órga-
nos ya no funcionan, son sustituidos por componentes semióticos, el
componente es lo que sustituye al órgano.
Bajo ese precepto, el capitalismo cultural es una de las máquinas
del capitalismo, que a su vez produce también máquinas. Lo mismo
podemos decir del cadáver, que al abandonar el imperativo de la muerte
y quedar atrapado en una semiotización heterogénea su ontología queda
virtualizada. El cadáver deviene en sí mismo una máquina compuesta
por una técnica que no es necesariamente la muerte: el cadáver se vuel-
ve máquina incorporal; también podríamos decir, el cadáver biológica-
mente como un parásito.
80
El simulacro no es un espectáculo recreativo, ni una puesta en escena
manipuladora y mistificadora, sino un mimetismo que implica el des-
cubrimiento de la precariedad de la existencia y la suspensión de la
subjetividad individual: es una terapia para sobrevivir, que transforma
el sentimiento de extravío y desmoralización en una voluntad de desa-
fío y una exaltación próxima al trance (Perniola, 2011: 16).
82
significaciones, de excesos de representación y escenificación, alterando
la contextualización de la muerte, la muerte por evento natural es susti-
tuida por el acontecimiento social (virtualidad en potencia). Virilio diría
accidentalización. El cadáver, en el capitalismo cultural, es el resultado
del accidente, surge y se produce como accidente. “[…] el accidente,
generalización progresiva de acontecimientos catastróficos que no sólo
afectan a la realidad actual, sino que también son causa de ansiedad y
angustia para las generaciones venideras” (Virilio, 2009: 13). Es curioso
que la palabra accidente tenga la misma raíz que excedente: lo sobrepa-
sado. El cadáver se produce con un excedente de sentido y de estética.
El accidente como el excedente son artificiales, sustituyen la cons-
titución de lo dado en la realidad para alterar el campo de lo imagina-
rio. Aquí habría que considerar que las enfermedades cada vez tienen
una fuente artificial, o son desarrolladas como paradigma artificial para
administrar la salud, el capitalismo de la salud: dietas, ejercicio, esté-
tica deportiva, entre otras más. Poco a poco el estatus del cadáver ha
cambiado, desde Hiroshima hasta Ayotzinapa pasando por Chernóbil o
Auschwitz, el accidente ha producido el cadáver, esa máquina de pro-
ducción adquiere una lógica cuando el registro y su recreación se con-
vierten en paradigma de entretenimiento.
Existen muchas estadísticas de los cadáveres que el capitalismo pro-
duce en su accionar cotidiano, pero no tenemos una estadística que nos
brinde el dato de los cadáveres que se producen en las industrias cultu-
rales. Las películas, las series de televisión, las animaciones infantiles
han emprendido una ficción del cadáver hacia funcionamientos inhóspi-
tos. El cadáver se ha convertido en medio, en superficie, en contexto y
espacio. Al introducirse en el ámbito del entretenimiento, el cadáver se
ha industrializado, lo que quiere decir también institucionalizado, con-
virtiéndose en un objeto cultural. El cadáver industrial, en tanto objeto
cultural, es aquel que ha sido sometido a una desnaturalización, para-
dójicamente, aunque solamos pensar que desnaturalizar es extraviar la
capacidad de significar, el cadáver como producto y accidente revela
enormes cosas. A través de prótesis, desbordamientos de sentido, mu-
tilaciones, experimentación, el cadáver abandona sus referentes sagra-
dos y se entrega a un profundo abismo de exhumación semiótica, tanto
social como artística, criminal, sexual. Como objeto cultural también
transforma los rituales de conservación, de celebración y de culto, el
caso más emblemático es el rumor de Juan Gabriel, que tras su muerte
se conserva todo un hálito de misterio hasta revelar que en su urna
en el Palacio de Bellas Artes no había cenizas, mientras un tumulto
83
de personas sufrían, cantaban, plegaban la pérdida ante un vacío, ante
nadie, ante un cadáver ausente. Frente a la ausencia de todo cadáver po-
demos ver el caso emblemático de la película de James Cameron Titanic
(1997), que en una desmesura inaugura una época de cine de catástrofe
que hasta nuestra época es muy productiva. Se trata de un modelo cul-
tural del cadáver sustraído de las grandes catástrofes sociales llevado a
la experimentación de acumulación. Al hundirse el Titanic, lo que queda
es devenir cadáveres, desde el choque con el iceberg queda establecido,
todos morirán, la película enseña la acumulación del cadáver, el apila-
miento, el dolor, la ansiedad de saber, son esquemas psicológicos que se
revelan como procesos de aculturación.
En el ámbito de la cultura técnica, Simondon ha hablado de la hipertelia
como una condición funcional no prevista, imprevista, digamos. Una má-
quina que ha sido configurada para determinadas funciones en su misma
estructura contiene modos hipertélicos, posibilidades funcionales para las
que no fue producida. Así, el cadáver industrial contiene su propia hiper-
telia, de ahí que el arte se aboque a recobrar los intersticios que la técnica
actual produce sin saber. Por ejemplo, si bien el cadáver ha recaído en un
temor, miedo a convertirse, a ser, también ha constituido una “Filolocura:
amor a lo impensado radical” (2009: 13).
Tanto el Titanic como la urna de Juan Gabriel, ejemplos que podrían
agregarse a todos los de la cultura actual de violencia en los cuerpos, son
elementos de filolocura, van institucionalizando en amor a lo impensado,
a través de una pornocracia, la fina exposición de la realidad en imágenes
ficticias, cuyo efecto es el acoplamiento, la explosión cultural del acopla-
miento a la muerte inimaginada. La muerte inimaginada es ese momento
en el que el cadáver adquiere un rol de imagen, de manipulación visual,
de espectro en un devenir inmortal.
84
condición de permanente experimentación. Los principios estéticos del
capitalismo cultural se han desbordado, sus límites ya no son claros, la
experimentación que se ha practicado con el cadáver es des-fronteriza,
carece de forma y de ubicación. También habría que señalar que se ha
enfrentado a una des-moralización, diluyendo las éticas funerarias a las
que pertenecía. Una de las principales condiciones de la cultura contem-
poránea recae en la apertura estética, en un paulatino traslado hacia la
experiencia estética. Por estética aquí ya no se asume una capacidad ha-
cia lo bello, hacia la sorpresa y contemplación de lo bello. Autores como
Perniola o Georges Didi-Huberman han analizado con toda claridad el
desplazamiento de la estética. La estética del siglo xxi ya no tiene un so-
porte, ni un espacio, ni se procesa en ciertos fenómenos, su colindancia
lo es con todo y de todo, sus derroteros mezclan lo mismo tecnologías,
comunicación, museos, ciudades, cuerpos, arte, sociedad, política, ética.
Se trata de la estética más como una experiencia a la deriva, la estética
como una expresión, como si la necesidad de las cosas ya no fuera ser
bellas sino expresar. La estética de nuestra época se parece más a una
necesidad de comunicar.
Desbordada su presencia, la cotidianidad se revela como una plura-
lidad de eventos y escenas, de tal manera que no podemos evadir las
otras bellezas y las otras fealdades, ni los acontecimientos sociales como
llenos de belleza o vestidos de fealdad. La estética está ahí como un para-
digma político y ético, irrumpe en las libertades sociales, es de hecho una
de las formas en las que se reelabora la libertad social, las identidades,
las creencias, los valores. Perniola ha situado la estética de nuestra época
en cuatro dimensiones: la estética de la vida, la estética de las formas, la
estética cognitiva y la estética pragmática (Perniola, 2016). Entregado a
estas dimensiones, cualquier cosa, situación o persona puede leerse como
un fenómeno estético, quedar sumido en él o pertenecer.
El capitalismo cultural no ha sido la excepción, sus maneras de ex-
perimentar los contenidos destituye los límites de la contemplación y
postra ante una dialéctica de la incertidumbre. ¿Qué sentir, cómo sentir,
para qué sentir? Para Bernard Stiegler lo que está en marcha en nuestra
época del capitalismo cultural es el abandono del pensamiento estético
por la esfera política (2013), una catástrofe. El problema radica en el
hecho de que la pérdida de límites estéticos en la creación o creaciones
sociales, individuales o colectivas, institucionales o no institucionales,
ha ocurrido sin una condición política, sin una preocupación social ha-
cia los mecanismos de aparición estética. Basta señalar que para Jeremy
Rifkin el capitalismo cultural se compone de armas estéticas, en él se
85
encuentran las nuevas fronteras de la cultura, una cultura de contenidos.
La música, el cine, la televisión, la literatura, el arte aparecen rodeados
de esta capitalización armamentista estética, de una violencia que obli-
ga a olvidar la arena política.
Si bien cada esfera de creación dentro del capitalismo cultural tiene
sus límites, todas reconocen a la muerte como canon de la cultura actual.
La muerte es la gran explotada de nuestra época. El cadáver ha permiti-
do establecer las nuevas reglas de configuración de los imaginarios. El
primer efecto de la pérdida del límite es la separación que se establece
entre sujeto y muerte, el cadáver es el principio de de-sujeción contem-
poránea en tanto producto estético. Para poder convertirse en un produc-
to estético debe abandonar la condición de sujeto, igual que pasa cuando
se viven momentos de goce, el yo se deslocaliza y se experimenta sólo
a través de emociones.
El cadáver aparece como un acontecimiento, y es probable que todas
las cualidades que poseía el cuerpo hayan sido trasladadas al cadáver,
lo bizarro, seducción, placer, toda una economía simbólica de valores,
de fluctuación, de devaluación, de encarecimiento. Todo lo que Michel
Serres llama el mal propio (Serres, 2012). El cadáver se abre a una
necrología semiótica muy relevante, queda expuesto a la imaginación,
abiertamente visible. Aparece.
Producir al cadáver en el terreno estético es también crearlo. No
únicamente hay en él una condición de producto, también se construye
una condición de obra. ¿No son hoy en el mercado del arte las obras
productos y en el mercado de las cosas los productos obras? Su visibili-
dad, su inimagen no depende ya de ser producto industrial (cuyo ejem-
plo son los juguetes), depende de ser obra, de una capacidad ilusoria,
interventiva, contextual: el cadáver es el happening de la cultura, en él
se centran todos los intereses.
El cadáver también es escenario, crea los escenarios. Si bien este tra-
bajo intenta observar el fenómeno desde la cultura, los recientes casos de
violencia en México, de desaparecidos y de fosas encontradas dan cuenta
del mismo fenómeno explotado por la industria cultural. Descuartizados,
quemados, fragmentados, molidos, incinerados, colgados, apilados, des-
cabezados, son algunas de las escenificaciones más exploradas por la in-
dustria cultural.
Interpretación delicada, en tanto se cruza una conducta moral-ética
con una actuación estética. Nunca antes el rol de lo estético se había en-
frentado a la conducción de la muerte en sus procesos de exhaustividad
de imaginación. Goya había intentado plantear ese derrotero por vías
86
pictóricas, lo logra. Uno queda exhausto de ver. No hay más imagina-
ción. La relación entre mirada y agotamiento entran en comunicación,
se corresponden debido a que hemos enfrentado una escena.
Los griegos llamaban a la escena opsis, es una de las partes que
fundamenta la tragedia, la escena es capaz de absorber al sujeto y a las
cosas para cumplir su fin, lo cumple ausentándolos. Puede servir lo mis-
mo para un espectáculo como para un acontecimiento histórico. Para
Lacoue-Labarthe “la escena tiene la cualidad de proveer una asignación
figural y ficcional de la presentación del ser o de la verdad” (2013:
13). Se trata por lo tanto de una desfiguración de lo que ahí entra en
actuación. Intervenir estéticamente el cadáver, presentarlo, proyectarlo,
situarlo, es desfigurar.
El cadáver es una desfiguración de las condiciones ontológicas de la
muerte, su gestión, producción y creación en el capitalismo cultural de-
penden de escenificaciones, es el síntoma provisional de nuestro tiempo.
Fuentes consultadas
87
88
Pensar imaginativamente: desde la injusticia y
la violencia, al cultivo de la paz. Una propuesta
Dora Elvira García-González
Introducción
Este texto lleva a cabo trazos reflexivos en torno a la asequible supera-
ción de situaciones violentas en sociedades como la mexicana. En la base
de nuestra reflexión se encuentra la violencia vivida como situación in-
cuestionable y axiomática. Se defiende la idea de que es posible construir
prospectivas que nos permitan vivir de una manera más humana y sortear
los conflictos propios de nuestra realidad. Así, el decurso de las presentes
cavilaciones se sitúa en la formulación de alternativas para erigir la paz
como viable, la cual, al comprenderse, se propicia y se inquiere la transfor-
mación de la realidad, la resolución y la trascendencia de la violencia y de
los conflictos. Con ello, todas estas posibilidades se disponen como pro-
cesos realizables mediante la proyección imaginativa desde marcos éticos.
La trascendencia y la transformación de las situaciones de violencia
se obtienen al presentarse la imaginación colectiva, generando cauces
viables orientados desde lo deseable éticamente, aunque se encuentren
enmarcados en un ámbito de lo posible, como la esfera política.
Con el propósito de acoger y respaldar la plausibilidad social de
aquello éticamente deseable, nuestra argumentación retoma algunas re-
flexiones críticas sobre la injusticia real como detonante de la violencia
a partir de planteamientos afines al marco teórico filosófico apuntalado
por Luis Villoro. Con esta orientación analítica se pretenden identificar
los medios para alcanzar la posible justicia enlazada con la paz en un
contexto dominado por la injusticia. Dicha injusticia fecunda la violen-
cia y es una circunstancia que hace imperativa la tarea de “recobrar la
lucidez ante la actualidad del horror consentido y ejercer la libertad de
transformar lo aciago” (González, 2015: 13)1 y lo siniestro en algo me-
nos funesto. Partiendo de ahí, podremos suscitar posibles soluciones,
en vez de continuar reproduciendo la misma realidad que indigna por el
sistemático amago violento en el que se encuentra sumida la sociedad.
Para discernir y reconocer los mecanismos de reproducción y consen-
timiento del horror, se instiga a construir un cuerpo de conceptos claves
para tipificar e interpretar los procesos de transformación de la violencia
1 Sergio González ha sido uno de los periodistas escritores más críticos de la violen-
cia en México. Ha sido galardonado como periodista culto en diversos escenarios
como la fil de Guadalajara (2015).
89
y la injusticia. Con este propósito es fundamental precisar los referentes
de cada categoría. Lo político constituye el ámbito de lo posible para la
presencia de la imaginación ética, de ahí que la organización de los temas
en este artículo inicia a partir de los debates sobre lo político como un
espacio de deliberación y de libertad en tanto espacio para la acción que
ha de prevalecer sobre la política. Esta última entendida como la organi-
zación y administración de lo político que al destruirse cancela cualquier
posibilidad y en donde se traicionan las bases planteadas por la justicia y
la inclusión.2 En un segundo momento nuestra reflexión se orienta hacia
el discernimiento de alternativas que —a partir del reconocimiento de
la injusticia experimentada— viabilicen una justicia plural favorable al
bien común y a la concordia. Para ello, se discurre por medio de un pen-
samiento disruptivo que busca trastocar ese orden injusto de la realidad.
Desvíos de la justicia en la esfera de la política
En un texto periodístico, Carlos Fuentes comentaba el libro ¿Por qué fraca-
san los países? (Acemoglu y Robinson, 2012), en donde coincidía con el ar-
gumento central del libro. Ahí se sostiene que México constituye una forma
social del tipo extractivo, que concentra el poder en pocas manos y crea ins-
tituciones cuya pretensión es proteger ese poder minoritario. Las sociedades
extractivas son excluyentes, en oposición a los modelos sociales incluyentes
que extienden los derechos a gran parte de la comunidad (Fuentes, 2012). En
el mencionado artículo, Carlos Fuentes destaca la relevancia de la herencia
colonial vinculada a una economía extractiva, que en México posterior-
mente resultó en una organización latifundista de la producción.3 Hoy día,
las instituciones públicas no se han adecuado a los cambios, en la estructura
social y económica, vinculados al proceso de transnacionalización del mer-
cado interno. Este desacoplamiento se explica por la persistencia y el arraigo
de formas históricas de articulación —entre el Estado y la sociedad— del
tipo corporativo, modalidades que no consiguen actualizarse y terminan por
perpetuar instrumentos caducos de asignación de beneficios. Estos rezagos,
sumados a determinantes históricos de precariedad y marginación, generan
2 La organización para la administración de lo político ha tomado la forma histórica
de la institución estatal. Sin embargo, el Estado no es una instancia acabada desde
la que se ejerce una autoridad de manera coordinada y coherente, denota más bien
un proceso que históricamente se manifiesta de formas más o menos distinguibles.
El Estado, el mercado y los demás actores en una sociedad son parte de la misma
organización, jerarquía y del mismo hábito que deviene de la experiencia colectiva
que los conjuga. Véase N. Vargas, op. cit., 2013.
3 Una estructura de producción que se basa en recursos naturales o en mano de obra
barata genera un comportamiento orientado a la búsqueda de renta, refuerza la ex-
clusión y es resistente al cambio estructural (Cimoli y Rovira, 2008).
90
acciones que se formulan como reclamos violentos en aras de superar la
situación de exclusión. La política deserta de sus objetivos centrales y aban-
dona sus pretensiones fundamentales.
Es imperativa una verdadera regulación económica, orientada a dis-
minuir los impactos negativos del capital en diferentes ámbitos de las
esferas humanas. La ausencia de una política para la regulación econó-
mica favorece el incremento en las desigualdades,4 el cinismo insolen-
te de la corrupción —que deviene directamente de la desvinculación
de las responsabilidades del Estado— y la desocupación laboral. Estas
condiciones son el germen de la crítica que enarbolan los movimientos
de los indignados en los últimos años. “La palabra corrupción es insu-
ficiente para abarcar la magnitud de este mal” (González, 2015: 62).
Este movimiento, como es sabido, es una expresión de quienes han sido
víctimas de la injusticia social, especialmente sentida en nuestros países
porque se manifiesta en formas de intensa degradación.
Las repercusiones de estas condiciones se suman a los efectos inde-
seables de la formalización de arreglos como el Tratado del Libre Co-
mercio de América del Norte en 1992, especialmente sobre los ámbitos
más vulnerables de la sociedad. La reducción de los aranceles pactados
en el tlcan implicó, para el sector agrícola, incrementos en la terceriza-
ción del mercado de trabajo urbano como derivación de la importación
creciente de alimentos, carne y otros productos de consumo inmediato
por parte del socio menos competitivo. Dicha importación exacerbó la
migración campo-ciudad y eliminó puestos de trabajo en la agricultura
y la ganadería. Se incrementó la población urbana y se informalizaron
los mercados de trabajo (Zapata, 2005).
En definitiva, este es un ciclo perverso generador de violencias estruc-
turales que irremediablemente derivan en el aumento de delitos como el
narcotráfico y las actividades que se le asocian, específicamente fenóme-
nos como la trata de personas. A pesar de la gravedad de estos problemas
se han ido instaurando como un negocio muy redituable, lo cual evidencia
profundas transgresiones a los límites de la justicia. La injusticia vuelve
a mostrar con inmensa fuerza su faz más macabra: indígenas excluidos
y criminalizados, mujeres y niñas explotadas sexualmente a través de la
prostitución obligada, la servidumbre y los matrimonios serviles, varo-
nes explotados mediante trabajos forzados y las continuas desapariciones.
Este panorama de degradación humana es el resultado de la intrincación
4 Con el cambio de modelo económico la desigualdad, estimada a través del índice
de Gini (concentración de la distribución del ingreso), no ha logrado mermarse:
pasó de 0.543 en 1992 a 0.530 en 2008. Véase Consejo Nacional de Evaluación de
la Política de Desarrollo Social (octubre de 2010).
91
entre el delito como actividad económica y los intereses bastardos de un
desgobierno que terminan por vincularse con el crimen organizado.
En este punto de nuestro artículo es indiscutible la exigencia ética de
repensar las formas políticas existentes con el propósito de identificar las
situaciones que generan violencia.5 Sólo a partir de este discernimiento es
posible prevenir la reproducción de modelos autoritarios que pasan por
alto la ley, multiplican el dolor, la exclusión, la muerte, la injusticia y la
vejación. La diseminación de las situaciones de violencia nos demanda
también la reflexión sobre los marcos políticos en los que se genera la jus-
ticia. Básicamente porque “la dimensión política está implícita, y de hecho
viene exigida, por la gramática del concepto de justicia” (Fraser, 2009: 41).
Esta comprensión de la justicia tiene que ver con cuestiones diversas,
que pasan por la redistribución como factor relevante pero no exclusivo,
tal como se ha demostrado en los países con altos índices de asignación y
reparto de los recursos. En estos casos la redistribución se ha logrado arti-
cular con formas de reconocimiento orientadas a superar las figuras discri-
minatorias existentes. Las dos acciones, redistribución y reconocimiento,
han de conjuntarse de manera tridimensional con lo político. Y es en este
espacio donde se “señala quién está incluido y quién excluido” (Fraser,
2009: 37). Es en el ámbito político donde se han de dirimir las disputas
económicas y culturales, donde se deben resolver las “injusticias como la
paridad en la participación [con todo y] los obstáculos que dejan fuera del
alcance algunos aspectos importantes de la justicia” (Fraser, 2009: 37).
De manera consecuente, una teoría de la justicia acorde con la rea-
lidad requiere partir de la injusticia en tanto situación ineludible, tal
como lo ha señalado Luis Villoro (2007) en el campo de la filosofía
mexicana, así como también lo ha hecho Amartya Sen en un contexto
internacional (Sen, 2010).
En países como el nuestro, el sistema político —en su faceta de or-
ganización institucional para la gestión del orden colectivo— claramente
no ha logrado reivindicar una estructura redistributiva justa, y tampoco
un reconocimiento cabal de quienes conforman la sociedad (Fraser, 2009:
31). Con ello, lo económico, lo cultural y lo político apenas aparecen en
el horizonte, con las consecuencias que conocemos. Lo político se define
entonces por la ausencia de un marco organizador adecuado (la política).
Esta carencia favorece la flagrancia de las injusticias, y allí “en donde hay
5 Johan Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa que es la
explícita, la estructural que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras
sociales, y la violencia cultural que se encuentra situada en los espacios de sentido,
en los imaginarios simbólicos. Cfr. Galtung, op. cit., 2003, pp. 57ss. y 265ss.
92
injusticia hay violencia y hay víctimas en el sentido moral del término”
(Etxeberria, 2011: 5); este es el razonamiento tras la incumbencia de la
filosofía en el campo de esta problemática.
Es fundamental reflexionar acerca de cómo lo político se desmem-
bra y normaliza la violencia ante la indolencia de las instancias políticas
responsables y de la sociedad misma. Ese mal permitido, el mal social y
público que es causado por individuos dotados de poder político o econó-
mico requiere: “a muchos más que lo consientan, es decir, a quienes cola-
boran con aquellos daños mediante su abstención, [y con ello] adquiere la
forma de indiferencia, de silencio” (Arteta, 2010: 43).
El desafío implica desnormalizar las expresiones violentas que se han
vuelto cotidianas en el mundo contemporáneo a través de una indignación
tal, que corroa las entrañas de lo humano y nos obligue a la transformación.
93
favor de una participación implicada en los procesos de decisión de quie-
nes participan” (Fraser, 2009: 48). La política, y quienes la manejan, tie-
nen una responsabilidad sustantiva, asegurar la justicia para y entre los
miembros de la sociedad que gobiernan; y tal responsabilidad6 ética es
fundamentalmente estructural (Young, 2011: 69). Algo falla moralmente
cuando la tarea encomendada a quienes están en los espacios de la polí-
tica no ha sido cumplida, además de la culpa manifiesta en expresiones
claras de faltas que pueden incriminarse (Young, 2011: 89).
En estos escenarios en donde lo político ha sido desbordado por la
dominación, el silenciamiento y la mercantilización, el mundo humano
ha sido sacrificado, y por ello “todo es posible” (Arendt, 1987: 656). Esta
apertura extrema es una amenaza radical a la humanidad. Todos estos
factores configuran un entorno que hasta ahora nos resultaba comple-
tamente desconocido: el terreno donde “todo está permitido” (Arendt,
1987): son limbos o tierras de nadie en donde lo que campea y domina es
la violencia explícita y la ilegalidad, y en donde las autoridades están más
allá de las mismas leyes —quitándolas y poniéndolas a su antojo (Agam-
ben, 1999: 27,31)—, son intersticios donde la mentira se vuelve moneda
de cambio. “Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la
embestida feroz del poder son muy escasas; siempre se corre el peligro de
que la arrojen del mundo no sólo por un periodo, sino potencialmente para
siempre” (Arendt, 1968: 243) . Así, “los hechos y los acontecimientos
son cosas mucho más frágiles que los axiomas más… […] una vez per-
dido, ningún esfuerzo racional puede devolverlos” (Arendt, 1968: 243).
Son pocas las posibilidades de que un hecho de importancia, olvi-
dado o deformado, se vuelva a descubrir algún día (Arendt, 1968). Por
ello los reclamos por no olvidar Ayotzinapa —que el gobierno ha que-
rido acallar y relativizar—, siguen presentes. Y en este sentido, “acallar
ese aliento es perverso, querer ocultarlo, querer relativizarlo mediante
falacias comparativistas o manipuladoras de cifras significa una políti-
ca de barbarie desde las instituciones” (González, 2015: 70).
La pobreza que estructuralmente7 es causante de la indignificación de
las personas y sus cuerpos se asume como una violencia arraigada en las
formas de vida social y cultural generándose violencias estructurales y
6 Una estructura de producción que se basa en recursos naturales o en mano de obra.
Esta responsabilidad es compartida y a la vez personal.
7 Es importante señalar que las estructuras se vinculan de manera importante con
los sistemas económicos, de éstos dependen tales estructuras y las violencias que
generan. La mala distribución económica produce violencia. Por ello es que Galtung
insiste en que tal violencia se produce cuando no se satisfacen las necesidades bási-
cas y éstas en gran medida dependen de sistemas económicos injustos.
94
culturales. Bajo este argumento, el caso Ayotzinapa no es aislado. Las es-
cuelas normales rurales tienen como común denominador la presencia de
pobreza, injusticia, escasez y sometimiento. Estas condiciones explican
que las escuelas normales se organizaran orientadas por la autarquía como
principio, y que históricamente se establecieran a su interior focos sub-
versivos. Guerrero —entidad federativa en que se ubica los municipios
de Iguala y Ayotzinapa— está entre los tres estados más pobres del país.
En 2014 65.2 por ciento de la población en Guerrero se encontraba en
situación de pobreza.8 Ayotzinapa no es un evento excepcional, por ello la
indignación es nacional. “Dada la vasta impunidad que impera en el país,
cualquier persona es víctima real o potencial de algún abuso”.9 Y el miedo
que se vincula a este riesgo ha sido determinante para que el crimen orga-
nizado se haya extendido a niveles alarmantes por exorbitantes.10
La generalización de los ilícitos se suma a los constructos o estereotipos
culturales que, en muchas ocasiones, profundizan la opresión hacia ciertos
grupos, favoreciendo la perpetración de fenómenos deplorables como la trata
de personas. Esta realidad se recrudece cuando convergen factores que favo-
recen e intensifican el riesgo potencial de convertirse en víctimas de la trata
de personas por parte del crimen organizado, tal como se demarca a través
del Índice Mexicano sobre la Vulnerabilidad ante la Trata de Personas.11
8 Según la última edición de la pobreza en Guerrero realizada por el Consejo Na-
cional de Evaluación del Desarrollo Social (Coneval), del 65.2 por ciento de la
población en situación de pobreza, 24.5 por ciento se encuentra en condición de
pobreza extrema. El promedio nacional de población en situación de pobreza es del
46.2 por ciento y el porcentaje, también a nivel nacional, de población en situación
de pobreza extrema es del 9.5 por ciento. Véase Consejo Nacional de Evaluación de
la Política de Desarrollo Social, op. cit., 2014.
9 En Iguala, Guerrero, en 2013 la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes es
210 por ciento mayor que la del índice nacional. González, op. cit., 2015: 63,132.
10 México, y en concreto Guerrero, se ha convertido en el segundo productor de heroí-
na en el mundo además de ser paso y trasiego de la cocaína desde América del Sur
(González, 2015: 64). El control de la exportación por parte de los grupos del crimen or-
ganizado, de mineral de hierro y del contrabando de uranio hacia China, son ilustrativos
del poder económico del narcotráfico en Guerrero y Michoacán (González, 2015: 69).
11 En este documento se puntean los factores que estimulan la trata, los que a nivel indi-
vidual aluden a aspectos personales tales como: la baja autoestima y autocontrol, niveles
de educación deficiente, falta de información, pobreza y carencias económicas, hogares
con numerosos miembros o hacinamiento, hogares con presencia de violencia domés-
tica, hogares con presencia de discriminación y violencia de género. Asimismo, se con-
sideran los factores estructurales del entorno social, como son la falta de oportunidades
de empleo digno, urbanización creciente y migración, ambiente social de discriminación
racial y género, fenómeno de turismo sexual y alta demanda por personas de servicio
doméstico, existencia de redes de tráfico de personas con métodos de reclutamiento muy
sofisticado, falta de eficiencia en autoridades judiciales y corrupción, entre otros (Centro
de Estudios e Investigación en Desarrollo y Asistencia Social 2010: 9-10).
95
Los términos en que actualmente se justifica el sometimiento y la
esclavización12 se “centran en la debilidad, la credulidad y la penuria”
(Bales, 2000: 12). En el marco de una lógica del imperio del poder gu-
bernamental, por un lado, y del capital, por el otro, las personas se utili-
zan como meros instrumentos, en un ámbito de acatamiento y sujeción.
Fenómenos como el narcotráfico y la trata se mantienen en la invisibili-
dad. Además, esta explotación suele ser muy fructífera por los términos
propios en que se establece la esclavitud. Los cuerpos rotos se ignoran,
se aíslan, se desechan y se reifican,13 de modo tal que equivalen a una
materia prima que genera plusvalía extra.
Esta circunstancia expone a la ciudadanía a un sistemático estado de
excepción y de violencia. Este estatus de riesgo tiene su origen en los
efectos de la falta de reconocimiento y la mala distribución de recursos.
Pero quizás el gran problema es que las patologías sociales y criminales
en torno al tema de la exclusión y la trata de personas no se perciben por
el trasfondo invisible de su violencia sistémica o estructural, y es por
este motivo que muchas veces no se comprenden. Esta es una violencia
que aparece desde ningún lugar y que es similar a la violencia divina o
pura de Walter Benjamin,14 en la que se coincide parcialmente con la
biopolítica (Zizek, 2008: 198).
Balibar (1997), con razón, considera la violencia sistémica como
inherente a las condiciones sociales del capitalismo global que tiende a
excluir a personas que son dispensables, son aquellos que se considera
pueden echarse en el vertedero, como diría Bauman (2005). Esto es
justamente lo que sucedió en Ayotzinapa, en México.
La conjunción de elementos que se han constituido como formas
históricas de violencia e injusticia nos obliga a discernir los factores
determinantes en este proceso para no trivializar el dolor y la muerte.
Las causas son claras y, no menos que los efectos, devastadoras para las
personas entre cuyas vidas agobiadas, oprimidas y abatidas se sufren
12 Las formas tradicionales de esclavitud mostraron invariablemente un trato inhu-
mano, por ello surgieron diversas formas de resistencia que los esclavos empezaron
a implementar, y que desembocaron en el intento de la abolición de la esclavitud.
Esta abolición hizo que tal esclavitud, de ser una forma de trabajo legal, pasara —en
teoría— a no serlo, es decir, a convertirse en una actividad ilegal. Sin embargo, esto
no evitó que su presencia en la práctica desapareciera. La servidumbre forzada, las
diversas formas de trata clandestina, las variadas formas de explotación, así como
la gran cantidad de prejuicios que se le asocian, no se cancelaron con la abolición.
13 Young lleva a cabo una reflexión sobre la reificación basándose en K. Marx,
Lukács y Sartre, pp. 161ss. Young, op. cit., 2011, 160ss.
14 Esta violencia divina exculpa. Benjamin, op. cit., 2010, p. 40.
96
los productos de la violencia de manera más intensa y atroz en las esce-
nas de exclusión y violencia generalizada.
Allí los grupos de excluidos están en un limbo judicial y en espacios
que se conforman como “estados de excepción” cada vez más cotidia-
nos. En ellos se destruye lo humano y, a la par, quedan eclipsadas las
barreras de la ética y del derecho. Destruir lo humano reduciéndolo
únicamente a lo biológico echa por tierra la conquista histórica de los
derechos humanos. En estos espacios están ubicados los cuerpos del
homo sacer, es decir, el que es sacrificable —como diría Agamben—,
o los de aquellos que son superfluos —arenditanamente dicho—, o de
quienes están de más y son prescindibles —como diría Bauman—; es el
hombre de las mazmorras de Primo Levi. Para estos pensadores el tras-
torno y la degradación del ámbito político es un problema imperativo,
en cuanto que es en ese contexto trastocado que se insertan las formas
perversas y destructivas de los seres humanos.
Entonces, la exclusión no regulada por lo político genera grupos
a los que se les cancela “el derecho a tener derechos” (Arendt, 1987:
430); y por ende constituye una forma de muerte política (Fraser, 2009),
que se atribuye a quienes están privados de la posibilidad de formular
reivindicaciones de primer orden, aquellos que se convierten en no-per-
sonas respecto de la justicia (Fraser, 2009: 39).
A estos segmentos sistemáticamente excluidos se les estigmatiza
como quienes han introyectado la creencia de no tener derecho a nada,
de estar a la deriva, dentro y fuera de la sociedad. Se les incluye cuando
así conviene, pero de facto están fuera en tanto sufren desventajas gene-
ralizadas en términos de educación, empleo, vivienda, recursos financie-
ros, y más aún de la carencia de mecanismos y capacidades para acceder
equitativamente a la distribución de oportunidades, por ende –sus opor-
tunidades– son sustancialmente menores a las del resto de la población.
A pesar de su persistencia en el tiempo, de su transversalidad en la estruc-
tura social y de su retroalimentación viciosa con el modelo económico y con
la desregulación política, esta situación no es inamovible. La filosofía ha de
dar cuenta y reflexionar sobre las alternativas para pensar la justicia. La apro-
ximación sugerida por Luis Villoro es especialmente valiosa en este sentido.
Se parte de la realidad de injusticia para, desde allí, formular teorías que nos
ayuden a visualizar y conseguir la construcción de situaciones más justas.
97
15) y se decanta por una teoría que “en lugar de partir del consenso para
fundar la justicia, part[ir]e de su ausencia; en vez de pasar de la deter-
minación de principios universales de justicia a su realización en una
sociedad específica, part[ir]e de la percepción de la injusticia real para
proyectar lo que podría remediarla”(2007: 16). Este acceso a la justi-
cia se comprende como la “vía negativa”,15 en respuesta a la injusticia.
Esta vía depende de un contexto histórico determinado –México, por
ejemplo–, en donde impera la desigualdad social, extrema y creciente,
y en donde prevalece la exclusión y la marginación. En este entorno, el
factor relevante no es el consenso –no existen las condiciones sociales o
políticas para el acuerdo–, el factor crítico corresponde a la reclamación
desde la experiencia de la injusticia.
Consecuentemente, parece tener que reconsiderarse el punto de partida
de las reflexiones en torno a la justicia. Es posible entrever un cierto “equí-
voco originario”16 que corroe las teorías de la justicia. En estas situaciones –
en las que la realidad se impone de manera indefectible y agresiva, en donde
difícilmente se pueden generar consensos, y en las que el desarrollo social
no es el común denominador, sino una generalizada desigualdad– es preciso
partir de la reflexión sobre la injusticia y apelar a las aproximaciones desde
la ética política. Así que, en vez de pensar desde la justicia, reflexión que por
cierto ha sido inoperante y no se ha materializado en cambios sustantivos, se
debe partir de la vía del consenso racional desde una percepción negativa,
esto es, desde la injusticia, comprendida como el mal radical.
Los pasos que seguiremos a partir de aquí parten del significado
de la injusticia y las razones para buscar un proyecto que permita su
superación, para desde allí reposicionar el argumento que entiende la
disrupción como recurso necesario para alcanzar la justicia.
La racionalidad ética que busca lo humanizante y lo deseable ha de
ser disruptiva frente a aquello lastimoso y dañino a la humanidad. Una si-
tuación es disruptiva cuando cuestiona lo violentado en una sociedad y lo
confronta con la planificación de sus principios ideales. Esta circunstancia
15 Es relevante apreciar cómo esta inclinación de Villoro por la vía negativa se encuen-
tra presente desde sus textos más antiguos, como en su texto La significación del silen-
cio que versa en torno al lenguaje y su contraposición, el silencio. Se pregunta al final
de este texto “¿cómo es posible que la negación, en general, signifique? Asimismo, en
otro escrito Una filosofía del silencio: la filosofía de la India vuelve a plantear cómo
“para comprender al Brahma, el filósofo indio [...] (efectuaba) esa operación (que) es
la negación. La vía negativa, que en Occidente sólo adquiere carta de naturalización en
la teología de Plotino y del pseudo-Dionisio, constituye en la India, desde los Upani-
shads, el método filosófico por excelencia”. Véase Villoro, op. cit., 2008, pp. 69 y 75.
16 Así es como le nombra Reyes Mate, en Reyes, op. cit., 2011, p. 10.
98
genera una discrepancia entre tales principios y el orden fáctico, incluyen-
do sus expresiones insuficientes. Y en el contexto de esta discrepancia lo
político se justifica cuando representa beneficios para la mayoría de los
miembros y cuando implica el cumplimiento de valores (Villoro, 2000:
14) –valores y beneficios deben operar de manera conjunta–. “Por ello la
ética disruptiva puede implementar una crítica incesante a la moral social
reconocida y a la contingencia política dada desde la sociedad y postulada
como deseable. El que sea ´concreta´, implica que los fines valiosos pre-
cisan de la destreza y técnica del poder político” (Durán, 2008: 32). En
general la ética disruptiva da cuenta de la forma en que el poder político
confirma su legitimidad en el valor, y simultáneamente, el valor moral es
susceptible de objetivación en la concreción del ámbito político.
En este sentido, la disrupción corresponde al discernimiento de la con-
travención entre las prácticas anti-éticas y los valores –entre ellos la paz
y la justicia– cuya plenitud es amenazada. La disrupción, además, debe
tener sentido en el horizonte de una construcción socio-política concreta,
como contexto en que dichos valores se convierten en ideales, y detentan
capacidad regulativa –en tanto medios para mejorar como seres humanos
en el desarrollo de la justicia, la libertad la democracia, la pluralidad–.
Reconocer las situaciones en las que se encuentran grupos excluidos y
segregados, así como comprender razonablemente la opresión que sufren
quienes son subestimados nos permite reubicar la reflexión que plantea-
mos en este documento en el marco de los valores éticos postulados en
la acción humana y en el entorno de una racionalidad valorativa que da
cuenta y responde a necesidades socio-políticas contextuales. Únicamen-
te cuando el poder postula valores éticos puede decirse que reivindica
éticamente su acción, en el marco de la experiencia colectiva y pública.
Los valores, en tanto medios que orientan la acción de carácter po-
lítico y público, constituyen brújulas para identificar estas prácticas, y
además, en tanto ideales, no se agotan en situaciones concretas; de esta
manera, algunos de ellos se instituyen como elementos del bien común.
En general, todos los valores fungen como ideas regulativas que empla-
zan la tensión que se genera con la realidad a través de formas de acción
colectiva. Esta orientación valorativa no se extingue, es ilimitada y su
vigencia tiene un carácter perentorio, de tal modo que “la postura ética
puede mantenerse si el orden de valores proyectado opera como una idea
regulativa de la acción política que nunca puede cumplirse cabalmente”
(Villoro, 2003: 245). Es una acción asintótica que se acerca pero nunca
se alcanza. “La actitud ética supone orientación hacia el valor objetivo y,
a la vez, aceptación de una realidad carente” (Villoro, 2003).
99
El interés común radica en buscar trascender las situaciones de
injusticia y violencia inaceptable a través de la ética y la racionalidad
disruptiva, mediante un proyecto reconstituido de la sociedad rota.
Este proyecto integra sus voces en una misma dirección: la del con-
trapoder (Villoro, 2007a: 52), siempre con un carácter plural y, por
ende, democratizante. Esta orientación convoca a la participación, y
en ella “prima la consensualidad argumentada que, a la postre, dará a
la orientación validez universal. La visión ética conmina a demostrar
racionalmente que los valores postulados son auténticamente objeti-
vos, que cubren las reivindicaciones de todos los integrantes de un
conglomerado” (Durán, 2008: 35). De este modo, y como lo apunta
Villoro, si poder y valor no confluyen de manera apropiada en la rea-
lidad, entonces el poder actuará estratégicamente sin sentido, sin fin.
Y, a su vez, si del otro lado no hay acción, los valores se quedan en el
limbo, sin posibilidad alguna de realizarse activa y fácticamente. Este
es el caso de valores que quedan tan alejados de la plausibilidad que
nadie los visualiza como realizables. A ellos se apela de una manera
poco realista, así que, sin posibilidad de materializarse, pueden utili-
zarse como “señuelos ideológicos, de alto riesgo para la convivencia
práctica interhumana” (Durán, 2008: 39).
En una realidad como la que vivimos en México es posible com-
prender la justicia únicamente a partir de su ausencia, por ello la vía
negativa, porque la injusticia es lo que más nos impacta desde el cono-
cimiento personal del mundo que nos rodea. Villoro sostiene que: “sólo
cuando tenemos la vivencia de que el daño sufrido en nuestra relación
con los otros no tiene justificación, tenemos una percepción clara de la
injusticia” (Villoro, 2007: 16).
El carácter ético para escapar de la sujeción, y de la injusticia que ge-
nera, se formula a través de tres momentos o estadios. Ellos constituyen
las fases en el desarrollo de un orden moral que integra una concepción
más racional de la justicia a partir de su ausencia. Estos tres momentos
corresponden a: i) la experiencia de la exclusión; ii) el equiparamiento
con el excluyente, y iii) el reconocimiento del otro. El primer momento,
la experiencia de la exclusión, alude a una carencia que da cuenta de una
sociedad que está dañada. Tal percepción tiene impacto en la moralidad
vinculada al espacio público, y en este caso aparece como una situación
de falta que impacta en la construcción de la identidad y en la conciencia
personal de exclusión. En este entorno el daño aparece como exclusión
forzada de una comunidad de consenso. Dicha exclusión no es total, sino
parcial, a los grupos que la sufren no se les considera como interlocutores
100
en el consenso social, político, económico o cultural. De manera conse-
cuente, “la exclusión es la marca de la injusticia” (Villoro, 2009: 35-36).
En el segundo momento –el equiparamiento con el excluyente– la
marginación manifiesta como injusticia puede tomar la forma de actitud
pasiva, o bien, materializarse en la discrepancia a través de la rebel-
día. Esta conciencia de equivalencia con los otros que dominan permite
que el “daño se tome como desafío” (Villoro, 2009: 24), o como inter-
pelación a una condición debida pero negada, como la llama Enrique
Dussel, y que se expresa en el imperativo del disenso y de la disidencia
expuesto por Muguerza.
Esta alternativa del disenso pone en evidencia la carencia de lo debido
y la negación de los individuos y de las sociedades, que en última instancia
conlleva a la negación de la universalidad de los derechos humanos. Sin
embargo, Villoro considera que la disidencia depende –siguiendo a Garzón
Valdés– de un previo consenso.17 “La relevancia moral tanto del consenso
como del disenso, si está basada en razones, conduce a la afirmación de
los derechos universales del hombre, sea por una vía afirmativa o por un
camino negativo”. Esto significa que tanto el consenso como el disenso
deben justificarse a partir de alguna idea regulativa o punto de vista moral.
Aquí la universalidad es el horizonte pertinente. El disenso fundamenta
la validez universal de los derechos humanos –como el coto vedado de
Garzón Valdés18– y exhorta a la voluntad moral a llevar a cabo tal uni-
versalidad en la práctica. Esta es una “ética política porque considera las
circunstancias y las relaciones de una acción singular en su contexto y las
posibilidades reales para la aplicación de las normas” (Villoro, 1997: 124),
siempre vislumbrando el imperativo de la universalidad de carácter moral.
El tercer momento, el reconocimiento del otro, sigue siendo un desafío
en nuestra época que se remonta a la llegada de los europeos a la Meseta
de Anáhuac. Frente a una civilización extraña que fusionaba el refina-
miento más sutil con la crueldad más sangrienta “el europeo no sabe si
está frente a la civilización o a la barbarie, [...] orden y sabiduría coexisten
con acciones sangrientas. [...] La cultura india es ´lo nunca visto´, el otro
radical”.19 La cultura del otro, en la medida en que “no puede traducirse a
la nuestra, sólo puede ser demoníaca” (Villoro, 2008: 248), lo otro es pura
negatividad, lo oscuro y lo oculto, lo excluido.
17 Esta discusión la retoma Villoro de Muguerza, 1998, p.100 (Villoro, 2007: 29).
18 El coto vedado es el núcleo consensual de valores por los que las partes de un acu-
erdo se asocian. Este núcleo “está vedado” a toda discusión que pudiera recusarlo,
es “inviolable”, “son las condiciones mínimas para que se dé”. Villoro, “El derecho
de los pueblos indios a la autonomía”, op. cit., 2008, p. 211.
19 Villoro, “El derecho de los pueblos indios a la autonomía”, op. cit., 2008, p. 246.
101
La reivindicación del excluido puede conducir a la promulgación
de normas universalizables, desde el camino negativo, a través de la
crítica a las tentativas de imposición de valoraciones que excluyan a las
demás. Este “criterio de universalización por la no exclusión es compa-
tible con el mantenimiento de las diferencias que surgen de las situacio-
nes distintas de los sujetos sociales” (Villoro, 2007: 34). Los excluidos
pretenden tener acceso a un valor del que carecen y cada grupo excluido
tendrá su propia carencia, lo que los hace diferentes. Su reclamo, si bien
puede considerarse exclusivo en tanto difiere de otros grupos, enarbola
un valor reclamado que resiste el criterio de no exclusión, es decir, que
puede ser exclusivo, pero no excluyente. De este modo, la disidencia
puede conformar un nuevo consenso y “el consenso no es un criterio
para llegar a la universalización del valor” (Villoro, 2007: 35), sino es
más bien la consecuencia posible de una argumentación que da cuenta
del carácter no-excluyente de los derechos reivindicados por un grupo.
Los valores universalizables, por este proceso, y los correspondientes
derechos universales, se ciñen y acotan a cada situación histórica en que
se reivindica cada valor en una reyerta por el logro del reconocimiento de
esos derechos. Aun teniendo en cuenta la conciencia de los excluidos so-
bre la ausencia de consenso –social o político– entre la comunidad y otras
comunidades posibles, ellos constituyen un sujeto moral con un interés
general que se orienta por valores comunes, benéficos para todos. Este
es el camino para acceder a la experiencia personal de un nuevo sentido
de justicia, y es en este proceso histórico de la justicia social que se van
suprimiendo las diferencias excluyentes.
Las diversas experiencias de exclusión, derivadas de distinciones que
se definen en el campo de las relaciones sociales, son el medio para oponer
a la comunidad de consenso una idea de sujeto moral que no rechace las
diferencias específicas en este ámbito particular. Incluso la idea de sujeto
moral puede comprender otros rechazos de otras diferencias, que se pue-
den hacer patentes en experiencias sociales posteriores. Con ello la “idea
de justicia se va enriqueciendo al tenor de la progresiva conciencia de las
injusticias existentes” (Villoro, 2007: 37). De esta forma, cada demostra-
ción de injusticias lleva a proyectar, intersubjetiva e interculturalmente, un
orden social más justo, porque parte de una disrupción del consenso fácti-
co anterior y se justifica en el conocimiento personal sometido a la crítica
de una injusticia sufrida. Este proceso lo explicaremos a continuación.
Villoro ejemplifica, en el decurso histórico, cómo se fueron amplian-
do los ámbitos de la justicia, aun cuando se siguen manteniendo otras
formas de exclusión que antes estaban desvanecidas. Entre estas formas
102
de exclusión Villoro expone el caso de la intolerancia religiosa como un
proceso que requirió superar la exclusión por razones religiosas, pero
en el que persistieron otras discriminaciones –entre ellas las vinculadas
con la propiedad o la ascendencia–. Otro caso histórico es la exclusión
política contra los revolucionarios del siglo xviii, ejercida por el poder
político del Tercer Estado. Aquí la construcción del nuevo agente mo-
ral –en tanto sujeto universal de derechos humanos– exige la equidad
entre sus miembros. Esta nueva idea de justicia incluye los derechos
individuales de todo ciudadano, pero admite la exclusión de grupos por
diferencias económicas y culturales. Así, sucesivamente, en el proceso
histórico cada nueva idea de justicia dará lugar a nuevas exclusiones, y
éstas, a su vez, a nuevas disrupciones emanadas de sociedades injustas.
Villoro, a través de su teoría, da cuenta de la lógica recursiva del
proceso de construcción de la idea de la justicia, a manera de espiral
de círculos ascendentes hacia la universalidad. Este es el gran aporte de
sus reflexiones, en oposición a las propuestas de otros teóricos de la
justicia quienes, como en el caso de John Rawls, parten de consensos
–en el marco de sociedades desarrolladas donde la igualdad entre las
personas sería más evidente, los procesos democráticos más sólidos y
la sociedad en general estaría bien ordenada– de manera universal e
hipotética. Como ya apuntamos, este tipo de teorización ha resultado
inoperante para abordar casos como el de la sociedad mexicana. Es ante
esta ineficiencia que Villoro propone la vía negativa: “[la] percepción
de la justicia no puede menos que estar impactada por la experiencia
cotidiana de su ausencia” (Villoro, 2007: 16).
103
efectivas difícilmente superables en las sociedades reales. A su vez, la
teoría rawlsiana “posterior”, al dar un giro y “relativizar los principios de
justicia, las instituciones y las tradiciones políticas propias de un tipo de
sociedad histórica, puso en cuestión su carácter universalizable” (Villoro,
2007: 83).
En cuanto a la concepción política de la justicia en Rawls, puede for-
mularse con independencia de cualquier doctrina –comprehensiva, reli-
giosa, filosófica o moral–, el Estado se considera como un actor neutral
en medio de concepciones plurales sobre lo que debe ser objetivamente
valioso. Para Villoro, esta supuesta neutralidad del Estado que deriva de
la también supuesta independencia doctrinaria de la justicia es una inter-
pretación insuficiente y oculta un valor social fundamental: el fomento de
las virtudes cívicas dirigidas a fines comunes. Esta es una cuestión deter-
minante para posibilitar la solidaridad y la fraternidad en una comunidad.
Sin la idea de un fin o un bien común, la carencia de vínculos y de sentido
como horizonte para la solidaridad termina por favorecer la exclusión de
quienes resultan ser los más necesitados.
Las dos corrientes políticas que Villoro procura articular son también
rasgos emblemáticos de su perspectiva: un libertarianismo que va contra
cualquier autoridad opresora y un comunitarismo que busca disolver el
egoísmo de los individuos. “Las posibles tensiones entre estas dos co-
rrientes son bien conocidas: por un lado la hegemonía de la comunidad
puede aplastar a la persona, y por el otro, la defensa de los derechos
individuales pone un límite al predominio de lo común” (Hurtado, 2008:
19). Así, a pesar del presunto antagonismo entre dichas corrientes, para
Villoro el presupuesto de cualquier acuerdo es el reconocimiento de la
diferencia entre las personas y las culturas (Villoro, 2008: 226), y la articu-
lación –en continua tensión– entre lo individual y lo común.
La justicia y su opuesto, la injusticia, definen el sentido de la acción
de las culturas cuyas prácticas se orientan por lo que es considerado
justo o injusto. El sentido de la justicia se compone de las concepciones
sobre lo que es el mundo en relación con las personas de una comunidad.
En “el concepto de justicia, el valor que se concede, está condicionado
por el marco valorativo de la figura del mundo de una cultura” (Villoro,
2007: 104). Desde esta perspectiva es discernible una idea de justicia,
como equidad, estimable para cualquier miembro de cualquier cultura.
Esto es así, aunque la idea de justicia se concrete en cada cultura a través
de variantes específicas.
Ahora bien, de cara a los requerimientos para resguardar la autono-
mía cultural y específica de los grupos –por ejemplo, grupos que han
104
sido y se sienten excluidos, como en el caso de las normales rurales–,
pueden seguirse dos criterios, como propone Villoro. Uno en que, la idea
de justicia –en su proceso temporal– se comprenda como cambiante. El
otro, en que la justicia discurre a partir de su negación, i.e., la injusticia
y su reclamo disidente en aras de la no exclusión en tres sentidos: en la
pluralidad de las culturas, la no exclusión del bien común y la no exclu-
sión en el cumplimiento universal de lo debido (Villoro, 2007: 113).
De esta manera, el consenso disruptivo e intersubjetivo, en una so-
ciedad, puede ser el germen de su propia transformación al generar otro
consenso divergente que, ya sea de modo parcial o de manera total, per-
mite proyectar otra forma de ser de la sociedad –con consecuencias en su
orden normativo–. El disentimiento es el mecanismo que detona el cam-
bio, que permite nuevas concepciones de justicia y da cuenta de un orden
que no es permanente –un orden que corresponde, más bien, a una cons-
trucción procesal de la historia–. Como actor inmerso en este proceso,
el sujeto moral está situado también en una sociedad en transcurso, pero
a la par debe ser capaz de enfrentar a su situación concreta, principios
universalizables abstraídos de la concreción misma (Villoro, 2007: 109).
Se ha cuestionado la universalización de ciertos valores culturales por
la violencia vinculada a la voluntad de mantener su preponderancia a toda
costa, comúnmente mediante la sumisión y la injusticia. Estos valores
específicos no corresponden a los detentores de la cultura (con mayúscu-
las), son parte de una cultura que, como tal, “tampoco puede excluir todo
principio transcultural”.20 La reacción ante los intentos de una cultura por
imponerse, de modo enajenante, sobre otras, deriva en disrupción, esto es,
la oposición y los reclamos que componen los tres estadios del proceso
de superación de la exclusión. Estas demandas por parte de las culturas
oprimidas responden a la idea de libertad que cada cultura –fundamentada
en su propia identidad– debería tener para determinar sus propios fines.
De cara al pretendido universalismo de la cultura occidental, Villoro
propone como alternativa reflexiva: “la comprensión de las culturas sin-
gulares, estableciendo analogías y similitudes parciales entre ellas, [...]
observando cómo se interpenetran” (Villoro, 2007: 147), y buscando
sus elementos comunes. De entre estos elementos estarían los princi-
pios interculturales como condición para establecer normas generales.
Como forma concreta de la norma general, el Estado multicultural es
el “resultado de un convenio tácito entre pueblos distintos. Lo único
común entre ellos [...] son las condiciones que posibilitan el convenio,
es decir, ese ‘coto vedado’” (Villoro, 2008: 238) que corresponde a los
20 Villoro, op. cit., 2007, p. 143; las cursivas son del autor.
105
derechos comunes defendidos de manera universal. El logro de la plu-
ralidad, de puntos de vista en torno al mundo y de relaciones intercul-
turales libres, requiere de “admitir ciertos valores transculturales, como
condiciones para que las distintas culturas puedan convivir” (Villoro,
2008: 193). Así que, aun y a pesar de todas sus peculiaridades, una
cultura debe estar en posibilidad de “aceptar valores objetivos que sean
comunes a todas ellas” (Villoro, 2008). La pluralidad implica que no
hay una racionalidad única y absoluta. Así que, para una interacción
viable en medio de esta diversidad de racionalidades es necesaria la
comunicación, i.e., la comprensión del otro desde su perspectiva. Sólo a
través de esta ruta es factible la instauración y operatividad de los dere-
chos humanos –en tanto respuestas desde la racionalidad práctica– para
la gestión de un nuevo orden que supere la violencia y la injusticia. La
evidente pluralidad, el reconocimiento, la distribución justa y la organi-
zación política dan pie a un Estado no opresivo, sino respetuoso y plural
(Villoro, 2008: 199), que así como reconoce la diversidad, también con-
voca la unidad. Este Estado exige equidad para todos los grupos a pesar
de sus diferencias, y demanda, a su vez, el reconocimiento de todos en
tanto sujetos morales. El reconocimiento mutuo es la base de la solida-
ridad como fin de la democracia y de la misma política.
En última instancia, el reconocimiento de la otredad y el Estado plu-
ral son planteamientos de carácter ético, político y jurídico que obligan
–para superar la barbarie– a considerar y reparar en el otro; y por esta
vía, crea un nuevo orden de justicia incluyente, “en un mundo plural
cualquier sujeto es el centro” (Villoro, 2008: 261). Reconocer la validez
de lo igual y lo diverso es renunciar a cualquier idea de sujeción y optar
por el respeto.
El nuevo orden ha de apelar a una política de la equidad de derechos,
al reconocimiento recíproco y a la responsabilidad sobre las injusticias
llevadas a cabo por unos poderosos, y sufridas por otros subyugados
de manera ignominiosa.21 Este es el único camino para trascender la
violencia proyectando una aproximación a la paz. El proyecto sociopo-
lítico de cambio será razonable sólo cuando esté al servicio de la vida
(Villoro, 2008: 222), y se adecue a las circunstancias cambiantes de la
realidad, en aras de la concordia y de la posibilidad de una sociedad
pacífica en tanto justa.
21 La relación con los otros constituye un encuentro vital para Villoro, es la fuente
de la moral y del sentido de nuestras vidas. La idea de lo otro es central en Villoro y
constituye el hilo conductor que vincula todas sus reflexiones.
106
Conclusiones
Los retos de una sociedad por venir –parafraseando a Villoro– se confor-
man por ideales regulativos que reivindican la justicia desde la injusti-
cia, zanjando situaciones de violencia a partir de la igualdad, la justa dis-
tribución de recursos básicos y la operatividad de un Estado de derecho.
Esta es la vía para solventar las cuentas pendientes –que históricamente
se tienen con personas y grupos– en el curso hacia la superación de la
violencia. Como deriva de este proceso, la justicia, más que un derecho
universal, se restaura como ejercicio de la no exclusión, en el marco de
una democracia comunitaria y consensual.
En suma, y para terminar, es importante decir que desafectarnos o
mantener una actitud contemplativa frente a los desastres existentes
equivale a traicionar la urgencia de hacer algo sobre los horrores que
se viven. En este sentido, hemos de “arriesgar lo imposible” (Zizek,
2006) para resarcir la obligada tarea de la política y para evitar la nor-
malización de la violencia en las sociedades en donde vivimos. Con
este fin, es preciso revalorar nuestra responsabilidad de cara al mal
que se vive y se consiente en nuestras sociedades, centrando nuestras
esperanzas desde lo vivido. En este punto la expectación no debe ser
confundida “con una actitud quietista, […] su aspecto activo es la aten-
ción” (Esposito, 2006: 220), y la acción. Esta esperanza consciente y
cauta impide que un sistema de omisión y negación, que se refuerza
con nuestra colaboración/inacción en la ejecución del mal (Wiesen-
thal,1998: 115), perpetúe sus efectos cifrados en la violencia que tanto
daño hace a una sociedad como la mexicana, devastada por todo tipo
injusticias. Este reto, particularmente urgente en nuestra sociedad, se
hace manifiesto –como también son manifiestas las dificultades para su
consecución– y sin embargo, como hemos aproximado en este escrito,
algo sabemos de lo que no queremos y no debemos hacer para proyec-
tar un posible logro de la paz y la concordia, pero también de lo que
podemos y debemos realizar como sociedad.
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112
La vulnerabilidad como fundamento de
una propuesta política ante la violencia
Víctor Novoa
113
El ideal de lo unitario forma parte del imaginario que sirve como
sostén a la seguridad subjetiva y social. Lo fragmentario, lo roto, lo
desunido en cambio provoca rechazo, angustia, horror. En este contex-
to, resulta paradójico que la agresividad sea un elemento importante
para el logro de la unidad ilusoria de lo corporal, de lo yoíco, en una
experiencia en la que simultáneamente se efectúa el reconocimiento de
la diferencia y de la alteridad.
En la tesis II de su trabajo La agresividad en psicoanálisis Lacan sos-
tiene lo siguiente: “La agresividad, en la experiencia, nos es dada como
intención agresiva y como imagen de dislocación corporal, y es bajo
tales modos como se demuestra eficiente” (Lacan, 1971/2001: 96). De
la intención agresiva al acto violento hay una gran distancia, incluso po-
dríamos pensar que donde la intención agresiva encuentra formas de tra-
mitación psíquica, represión, vuelta en lo contrario, sublimación, etc. se
transforma de tal manera que dista mucho de alcanzar el acto violento.
Dicha intención es parte importante de la constitución del sujeto, conso-
lidándose bajo la forma de imagos, que son imágenes que soportan y comu-
nican, en sí mismas, estas tendencias. Imágenes formadoras que acompañan
el proceso constante en el que de la fragmentación se pasa a la unificación.
Si en la vida adulta provocan tanto temor las imágenes del cuerpo frag-
mentado es porque fueron parte del hacernos y reconocernos como unidad
siempre frágil y expuesta a la desintegración o a la segmentación:
115
neutralizando así su efecto, quitándole la fuerza devastadora, minimi-
zándolo o negándolo por completo.
El nuevo código de significación de la realidad violenta es un trán-
sito permanente, que puede cambiar en cualquier momento procurando
siempre determinar cuál es el agente provocador, los sicarios, las fuer-
zas del Estado, los rebeldes, etc. Lo cierto es que de uno y otro lado lo
que se hace insostenible es la idea de unidad, porque la violencia frag-
menta, incita miedo, pánico, lo que aleja en mucho de la convicción y
la pertenencia al discurso de la “unidad”.
El recurso subjetivo es desmentir lo que ocurre, frente a la evidencia
de que la unidad nacional es arenga agotada, el horror que brinda la
realidad, actúa de tal forma que fuerza a que la intensidad de dicha des-
mentida sea mayor, haciendo que se propague el dolor porque la posibi-
lidad de creer se ha perdido; así como también la ilusión de un cambio
posible, de que todo puede volver a funcionar bajo la “convicción” que
difunde el discurso oficial sustentado en una unidad inexistente.
El tema a tratar ya no es lo legítimo e ilegítimo de la violencia, por-
que esa línea se ha borrado. Al respecto, Reguillo plantea pensar esta
situación de otra manera:
Propongo abrir un tercer espacio analítico: la paralegalidad, que
emerge justo en la zona fronteriza abierta por las violencias, generan-
do no un orden ilegal, sino un orden paralelo que genera sus propios
códigos, normas y rituales que al ignorar olímpicamente a las ins-
tituciones y al contrato social, se constituye paradójicamente en un
desafío mayor que la ilegalidad (Reguillo, 2012: 44).
116
artificio burocrático. La transgresión y el crimen emanan de quienes
se encuentran a cargo de impartir la justicia, de combatir el crimen. El
engaño no es ajeno a la ley, sino inherente a su interpretación y ejecu-
ción. La paralegalidad, en este sentido, no se opone al trenzado de lo
ilegítimo con lo legítimo, lo refuerza.
Por su parte, Sánchez Martínez (2014), en su trabajo Performance
y cadáver en la extra-estética de narcoviolencia en México, se refiere a
cómo las imágenes derivadas de la violencia del narcotráfico en nuestro
país se hacen presentes en un momento histórico que se distingue por el
profundo sentimiento de dolor que experimenta nuestra sociedad, por la
carencia de fuentes de empleo y la falta de participación política. En este
terrible escenario es en el que la aparición del narco brinda de un solo
golpe la opción de ascenso económico y social, que de otra manera, tal
vez, nunca se hubiese tenido. Al mismo tiempo, el autor habla del papel
que la violencia del narco ha desempeñado, principalmente en la produc-
ción de temor en los miembros de la sociedad. Temor que genera apatía y
obediencia en una sociedad que ha vivido en un margen tan estrecho para
pensar y decidir qué hacer sobre la actuación de sus mandatarios.
Ambos autores, Reguillo y Sánchez Martínez, coinciden en que la vio-
lencia derivada del narcotráfico ofrece opciones de reclutamiento, forma-
ción y modus vivendi. No es sólo una actividad ilícita, sino una opción de
forma de vida. Reguillo afirma que: “En otros términos, mi propuesta es
que la violencia se inserta como dispositivo de modelaje, aprendizaje y
disciplinamiento de los sujetos, y en tal sentido no es válido argumentar
que es ajena a los procesos de socialización” (Reguillo, 2012: 37).
Es decir, que el narcotráfico es una vía de socialización, de formación
y posibilidad laboral para ganarse la vida, por paradójico que esto parezca.
Por su parte, Sánchez Martínez lo expone en estos términos: “La violencia,
desde este punto de vista, es también un programa, un ejercicio disciplina-
rio de dominio. El rol del arte contemporáneo consiste en develar ese tru-
co” (Sánchez, 2014: 115). Dominio del grupo sobre el iniciado, dominio
sobre la vida propia, y especialmente sobre la vida de los otros.
El valor extra-estético que este autor otorga a la representación artística
de la violencia originada por el narco es lo que posibilita el desenmasca-
ramiento de lo que se representa, hace evidente el profundo dolor vivido
a consecuencia de las formas extremas en que se ejerce este tipo de
violencia. Lo extra-estético sería aquello que proviene del retorno de lo
real, donde las distintas formas de representación artísticas son supera-
das por las muertes del día con día: “En las imágenes provenientes de la
violencia del narco nos hallamos ante un cadáver incompleto, no solo
117
por la ausencia de partes corporales, sino también de elementos sim-
bólicos allegados a la muerte” (Sánchez, 2014: 123). No sólo se trata
de matar una vida, sino de que la muerte como representación social y
cultural quede expuesta en un vacío de sentido.
La pregunta sería entonces, si la representación, obra teatral, perfor-
mance, escritura, pintura, fotografía etc. puede lograr que ese primer
momento impactante que queda en el desierto de significación, con su
reproducción se inscriba el hecho violento de otra forma que dé lugar a
la posibilidad de ser interpretado subjetiva y socialmente, sin que esto
vaya acompañado de que la adaptación a la violencia genere insensibi-
lidad e impotencia ante el horror de la muerte.
El arte cumple en su repetición representativa de la violencia, la fun-
ción de crear espacios de reflexión y subjetivación, de los que inicial-
mente estaba en un fuera de sentido. Pero, se trata de un vaivén perma-
nente en que lo real de la crueldad con que se provoca y exhibe la muerte
genera nuevamente un plus que es difícil de integrar y de subjetivar.
118
retorcido, que se requiere para que este padre idealizado retome para
hacer lazo. Si los hijos idealizan al padre, aparte post, es para hacerlo
sobrevivir: y en ese momento preciso nace la posibilidad metapsicoló-
gica del lazo social” (Assoun, 1989: 109).
La trasposición idealista se efectúa cuando la paranoia, que desperta-
ba el padre, se transforma en amor e idealización. De esperar la muerte,
en el origen, ahora los descendientes anhelan ser amados por él, al igual
que los otros miembros de la comunidad. Es decir, que el reforzamiento
del lazo pasa por la creación de alianzas a partir de compartir la admi-
ración y la expectativa de ser reconocidos y amados por el mismo líder.
Lo interesante de esta idea es que el proceso de duelo e idealización
no concluye con un acto definitivo, sino por el contrario, la instauración
del proceso duelo-idealización-expectativa amorosa-alianza se debe re-
novar contantemente para que el lazo se mantenga. Por el contrario, las
no renovaciones de las alianzas llevarían al desconocimiento del próji-
mo, a vivirlo como amenaza, los hijos enloquecerían matándose entre sí.
El Uno, El Padre, es el principio de este pensamiento: “El poder
demuestra no existir sino por referirse a Uno, requerido para taponar la
estructura, pero demostrando también que esto hay que estar rehacién-
dolo siempre, así se explica que la ilusión llene el curso de la historia”
(Assoun, 1989: 111).
El Padre omnipresente, su muerte y su idealización como pilar del lazo
social han servido como un referente común en la literatura psicoanalítica,
por lo mismo valdría preguntarse: ¿qué tan válido es tomar estos elemen-
tos conceptuales en nuestra época, cuando los cambios políticos y sociales
desde el nacimiento del siglo nos obligan a voltear la mirada hacia otro
horizonte y ver lo que era invisible u opaco en el mejor de los casos?
Las sociedades formadas por múltiples visiones muestran sus divisio-
nes, sus fracturas, su no-todo como unidad. Las diferentes opciones ideo-
lógicas ya no confluyen en un solo líder, o partido, como ocurrió durante
mucho tiempo en México durante el siglo pasado. Son muchas voces las
que surgen de distintos sitios, voces que nos muestran el hecho de que ha-
bitamos una sociedad conformada por alteridades. La convivencia con lo
distinto, lo próximo y al mismo tiempo ajeno, se impone como una realidad
que muestra de qué manera no todas las partes que la componen encuentran
su punto de ensamblaje. Es decir, que la idea de que existe la figura de un
líder-padre que conjunte las piezas del cuerpo social parece estar caduca.
Un autor que ha trabajado alrededor de este tema es Michel Tort (2008),
quien en su libro El fin del dogma paterno plantea que durante siglos exis-
tió una concordancia entre la autoridad de la que gozó el padre de familia
119
ante su esposa e hijos y el lugar que ocupó el jefe de gobierno de un país.
Dicha correspondencia dio lugar a relaciones de sumisión y obediencia
hacia esa autoridad única que el autor denomina la solución paterna.
Solución que sirvió precisamente para dar consistencia a la idea incor-
porada imperceptiblemente y transformada socialmente en creencia, de
que la autoridad del padre, del líder religioso y del político era algo que
provenía de un orden natural incuestionable. De esta manera, la solución
paterna se amplió a todos los sectores de la sociedad, escuelas, hospi-
tales, cárceles, etc., otorgando de forma piramidal un poder irrestricto a
quien estuviese colocado en el lugar paterno.
Fue así que la paternidad recorrió la historia de occidente, ejerciendo
una gran la influencia desde el discurso religioso, ofreciendo el privilegio al
oficio del padre, de todo padre, cualquier padre, en una sociedad que otorga
incondicionalmente el valor agregado, poder, que corresponde a su función.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo pasado las cosas empeza-
ron a cambiar. Al final de la década de los sesenta el poder absoluto de
los padres se vio mermado. Desde entonces, han sido varios reveses los
que el privilegio paterno ha sufrido. Uno de ellos fue la lucha política,
sostenida por grupos de mujeres en los Estados Unidos de Norteamérica
que reclamaron el derecho al libre ejercicio de la sexualidad, exigiendo
justicia por el maltrato y la violación de que eran objeto. Esta protesta
abrió la puerta para que el Estado norteamericano considerara también
la situación de otros grupos vulnerables, como los homosexuales y los
niños explotados con fines de prostitución y pornografía. La sexualidad
ejercida fuera del matrimonio estaba al margen de la potestad del padre.
Fue durante la segunda mitad del siglo pasado que lo que había sido
un lugar social de excepción para los padres cayó estrepitosamente para
nunca volver a ser lo que fue durante siglos. Durante la segunda mitad
del siglo pasado las mujeres y los niños alcanzaron la igualdad de dere-
chos que el padre tenía en exclusividad. Nuevas voces sociales inquie-
taron la ideología de lo unitario. La autoridad vertical social y familiar
pasó a ser horizontal e igualitaria.
Tort (2008) afirma que entre los aspectos que impugnaron la suprema-
cía paterna se encuentran: el cuestionamiento del predominio de la auto-
ridad paterna y sus múltiples formas de ejercicio social, un buen ejemplo
de ello fueron las protestas de mayo de 1968. Paralelamente a los mo-
vimientos de rebeldía, se fue ganando terreno en la consolidación de la
formulación de leyes encaminadas a reconocer y hacer valer los derechos
de las mujeres, especialmente en el libre ejercicio de la sexualidad y la
procreación. La píldora anticonceptiva aparecida en los años sesenta y
120
la posibilidad de la procreación asistida en la década de los ochenta fueron
cruciales para la autonomía de las mujeres en la decisión de sus cuerpos, de
su sexualidad y de la posibilidad de decidir por la maternidad sin matrimonio.
Otros puntos importantes que señala el autor para dar cuenta del
marasmo del poder paterno fueron los debates concernientes a las cues-
tiones de la sexualidad a finales de la década de 1990, cuando surge, por
parte de sectores de la sociedad, la demanda de legalizar la unión de pa-
rejas homosexuales, su derecho a la parentalidad, así como la necesidad
de cambiar la perspectiva política, jurídica y social sobre el tema de las
violencias sexuales (violaciones, pedofilia, acoso sexual, prostitución,
pornografía, etc.) (Tort, 2008: 79).
Podemos ver cómo el tema no sólo no ha perdido vigencia, sino que
fue en realidad uno de los motivos primordiales con los que comenzó la
revuelta contra el orden establecido, contra la autoridad ligada a la figura
inmensa del padre y de todo aquello que se le asociara.
El cambio político dio también como resultado la transformación de
la visión de las diferentes disciplinas encargadas de tratar los asuntos
que hemos expuesto. Si anteriormente, como hemos visto, era el Uno,
el sujeto del ideal, lo que se planteaba como eje para entender la rela-
ción de los planteamientos freudianos con los social, recientemente y
de forma curiosa encontramos, igualmente basados en Freud, otra for-
ma de pensar el vínculo social, pero ahora fundamentado en la vulne-
rabilidad y la pérdida que muchas sociedades contemporáneas padecen
por causa de la violencia, tal y como sucede en México.
121
creencias, ideales, historia, todo se viene abajo para pasar al lugar de lo
perdido. Lo dramático de la pérdida, como lo afirmaba Freud, es que aun
cuando la hemos experimentado no sabemos qué es lo que hemos perdido.
Butler plantea que la experiencia del duelo está unida a la vulnera-
bilidad, que es consecuencia de pérdida sufrida, y de lo que llama las
fallas de la infraestructura. Con ello se refiere a la falta de condiciones
básicas de vida, por lo que vulnerabilidad y precariedad van de la mano;
así como, por el temor, la inseguridad, el miedo a manifestar el dolor y la
rabia que se experimenta como consecuencia de los actos violentos. Todo
ello, en lugar de traducirse en apatía e impotencia, puede convertirse en
la base para la consolidación de una comunidad que resiste y se expresa.
A pesar de las diferencias que hay entre diferentes culturas, el dolor
que ocasiona la pérdida de un ser querido, las condiciones adversas que
enfrentan cada vez sectores más grandes de la población, hace que se
bosqueje un nosotros: “La pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la con-
secuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros,
amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia
a causa de esta exposición” (Butler, 2006: 46).
El cuerpo como una extensión imaginaria del yo ya había sido pro-
puesta por Freud, el yo y el cuerpo están siempre expuestos. Incluso
antes de la formación del yo y de la apropiación subjetiva del cuerpo,
ambos son habitados por los otros. Cuando se plantea que el duelo es
individual, no por ello deja de estar expuesto y compartido, sentimos el
dolor del otro, y los otros sienten nuestro dolor.
Sabemos que la formación del yo en Freud es algo que permanece
permeable, somos nuestro yo, pero nunca completamente, uno de los as-
pectos que resaltan de la vulnerabilidad es la duda por su consistencia, por
sus fronteras y los puntos de anclaje. Es por ello que una pérdida no nece-
sariamente se da cuando se trata de un ser querido, también tiene un efecto
desgarrador cuando atenta contra aquello que sostiene nuestra identidad,
nuestra ilusión, nuestra creencia. La violencia puesta en exhibición atenta
contra alguien en especial pero su efecto es colectivo porque el cuerpo
desmembrado, decapitado, conjunta el cuerpo físico de cada miembro de
la sociedad con el imaginario del cuerpo social en su conjunto.
¿Cómo dar cuenta de la interdependencia con el otro que ha sido
asesinado despiadadamente? No sólo desmiembran su cuerpo, sino el
lazo imaginario que se tiene con él, la norma que constituye una ga-
rantía de vida, la ley que hace posible la convivencia humana y que, al
igual que ésta, se encuentra expuesta a ser transformada. Pero cuando el
crimen, al tiempo que quita una vida, anula la alianza simbólica el pacto
122
social que hace posible que esa vida se viva, la condición de existencia
se torna vulnerable; “especialmente cuando la violencia es una forma
de vida y los medios de autodefensa son limitados” (Butler, 2006: 55).
¿Cómo hablar de elaboración de duelo, de una temporalidad que
no termina de iniciarse y por lo mismo no puede concluirse? Tras una
muerte sigue otra y otra, ¿cuál es la posibilidad de una sociedad de
procesar la pérdida de vidas de quienes la componen cuando la pérdi-
da no termina de estar a la orden del día? Un duelo comienza cuando
el otro ya no está, cuando la muerte toma distancia y nos conectamos
nuevamente con la vida, es entonces que cobra su fuerza la sensación
de pérdida. Pero si, por el contrario, la muerte no deja de estar presente,
¿cómo iniciar un duelo por algo que sigue estando?
Habría que preguntarnos, desde este punto de vista, cuál es entonces
la situación de la sociedad mexicana si consideramos que una de las
propuestas de Butler es que “el duelo permite elaborar en forma com-
pleja el sentido de una comunidad política” (Butler, 2006: 49). ¿Sería
entonces que nos enfrentamos a la posibilidad de conformar, a través
del dolor, lo que de otra forma no hemos podido lograr?
123
Es el deseo una de las fuentes del duelo, algo que a pesar del do-
lor nos liga a la vida. Para Butler el duelo y el acto de resistir van de
la mano. La vulnerabilidad se rebela ante las condiciones precarias de
vida, situación que ha estado presente en los estudios sobre violencia
como ya lo afirmaba en el inicio de este trabajo.
La fórmula es simple, la desigualdad crece, la pobreza y el hambre
son sufridas por sectores cada vez más grandes de la población. El esta-
do de precariedad y vulnerabilidad se expande rápidamente, así como la
falta de participación en las decisiones políticas y sociales.
La violencia en sí misma y la que se encuentra ligada al narco es
medio y solución para conseguir lo que de otra forma sería imposible.
La visión mesiánica de los programas sociales, la institucionalización
del paternalismo extendido en las formas de gobernar confluyen en la
ideología de lo unitario y del país como una gran pieza indivisible a
partir de la negación de la diferencia, de la alteridad.
¿Qué pasa con la vulnerabilidad de las propias instituciones pater-
nalistas? Se pregunta Butler y responde “si pueden ser puestas en duda,
derribadas o reconstruidas sobre principios igualitarios, entonces el
propio paternalismo es vulnerable” (Butler, 2015).
Para concluir, diré que en la última década del siglo pasado se pro-
dujeron grandes cambios sociales, creció descomunalmente el problema
del narcotráfico y la violencia en nuestro país. En 1999 se estableció el
pacs en Francia, en él se reconoció el derecho y las obligaciones de ayu-
da mutua y material para personas mayores de edad de diferente y del
mismo sexo para convivir. Un año después, en nuestro país, el pri perdió
las elecciones después de 71 años de encabezar el gobierno de México,
en ese mismo año, bajo la presidencia de Ernesto Zedillo, se mandaron
hacer las banderas monumentales de México, las más grandes del mun-
do para incrementar el espíritu de patriotismo. El asta puede medir 50
metros o más, la bandera 14.3 metros de ancho por 25 metros de largo.
La imagen del lábaro patrio creció en proporción a las condiciones
de precariedad de la población. Sigue siendo hoy en día un reflejo de la
ilusión de la visión paternalista de renovar el discurso sobre lo unitario.
Pero ya no hay marcha atrás, la sociedad mexicana ha cambiado estre-
pitosamente con lo que va del siglo, aun cuando se pretenda abarcar
lo fragmentario con la grandiosidad de una imagen que llega hasta el
extremo de lo absurdo.
124
Fuentes consultadas
Assoun, P. L. (1989), “El sujeto del ideal”, en Aspectos del malestar
en la cultura, Buenos Aires, Manantial.
Butler, J. (2006), Vidas precarias. El poder del duelo y la violencia,
Buenos Aires, Paidós.
___ (2015), Conferencia “Vulnerabilidad y Resistencia”, impartida
el 23 de marzo de 2015 en Sala Nezahualcóyotl, unam.
Freud, S. (1913/1976), Tótem y tabú, Buenos Aires, Argentina,
Amorrortu Editores.
___ (1927/1978), El fetichismo, Buenos Aires, Argentina, Amorror-
tu Editores.
Lacan, J. (1971/2002), “La agresividad en psicoanálisis”, en Escri-
tos 1. México, Siglo XXI Editores.
Novoa, C. (1982), “Aproximaciones al estudio del homicidio Juve-
nil”, Telpochtli, In Ichpuchtli. Revista de Estudios sobre la Juventud,
(4), México, Crea, pp. 67-73.
Reguillo, Rossana (2012), “De las violencias: caligrafía y gramática
del horror”, Desacatos, núm. 40, México, septiembre/diciembre, 2012,
pp. 33-46. Recuperado de https://www.google.com.mx/webhp?sourcei-
d=chrome-instant&ion=1&espv=2&ie=UTF
Sánchez, J. (2014), “Performance y cadáver en la extraestética de
narcoviolencia en México”, en Sustaita (coord.), Esculturas de escom-
bros, imágenes y palabras rotas en el mundo contemporáneo, Guana-
juato, Fontamara, pp. 113-129.
Tort, M. (2008), El fin del dogma paterno, Barcelona, Paidós.
Velasco, J. (1980), “Epidemiología de la violencia”, Gaceta Médica
de México, vol. 116, México, pp. 201-204.
125
126
Violencia, muerte y sangre, una batalla cruzada por
la pobreza; niños y jóvenes sicarios
José Luis Cisneros*
A modo de introducción
En los últimos meses hemos sido testigos de un despliegue de información
en torno al recuento de las muertes violentas que han surgido como con-
secuencia de la cuestionada lucha contra el narcotráfico. Una lucha cuyo
conflicto desencadenó una estela de crímenes y sangre en todas las calles
de nuestro país, tanto de grupos en disputa por el control de los mercados
locales de la droga como de muchos inocentes que han sido implicados,
me refiero a las mal llamadas víctimas colaterales.
Esta lucha sin duda ha sido tachada por muchos académicos, políticos
y especialistas en el tema como un rotundo fracaso, pues a seis años de
su inicio no sólo se ha cuestionado por el derramamiento de sangre y
los costos económicos y sociales, también porque en términos reales la
población en general no ha visto los resultados tan reiteradamente difun-
didos y remarcados por los discursos oficiales, por el contrario, hoy más
que ayer se ha incrementado el consumo de drogas, el número de grupos
de narcotraficantes, el porcentaje de armas introducidas de manera ilegal
127
a nuestro país y un elevado número de quejas por la violación de los
derechos humanos, tanto por parte de las fuerzas armadas y de la Policía
Federal, como la estatal y local.
Lo anterior es un fracaso que no sólo alude a la fallida decisión de
resolver el problema del narcotráfico sólo por la vía de la militarización y
por el camino de la demagogia punitiva que favorece el despliege de más
policías en las calles de México. Ambas acciones han causado en algu-
nos casos indignación, en otros cierto reconocimiento, pero en general ha
motivado el miedo y el terror en muchos lugares donde se despliegan las
fuerzas federales. Aun cuando queda claro que la violencia no es un pro-
blema sólo generado por una mala estrategia gubernamental, es bien cierto
que a este problema se abona el resultado del deterioro y aniquilamiento
de las instituciones de seguridad social en general y particularmente las
encargadas de aplicar la justicia en México. Es entonces el problema de
la violencia que hoy vivimos un problema mayúsculo al que se suma un
fracaso mayor: el del Estado y la sociedad en general, en tanto que las
estructuras del poder se encuentran débiles y ausentes para imponer un
Estado de derecho que haga respetar el derecho de los demás y el de uno
frente al otro, un Estado en el que prevalezca el imperativo de la ley y no el
imperativo de la negociación y termine socavando el interés común al indi-
vidual al volverse tolerante con desviación en la aplicación de las normas.
Este deterioro de nuestra sociedad ha forjado dos efectos multiplica-
dores en su desgaste: uno al crear un imaginario colectivo de la tolerancia
total, con aquella idea que se repite cotidianamente al afirmar que esta-
mos en el país donde todo se puede, como resultado de la corrupción. Un
país donde la ley y la justicia es letra muerta, y donde la única medida de
ejercicio de la ley es el poder individual. El otro es el que ha convocado a
miles de jóvenes criminalizándolos y orillándolos a sumarse al mundo de
la ilegalidad como resultado de un quiebre de creencias en la educación,
el trabajo y la familia, un ambiente cuyo futuro se clausura y la única vía
para lograr un esperanza promisoria de éxito en generaciones de niños y
jóvenes que han quedado atrapados en las fuerzas centrífugas de la po-
breza, la desigualdad, la intolerancia y un individualismo mal entendido
que desmontó los referentes valorativos que nos contienen y reforzaban
la cohesión social para dejar un camino libre a la criminalidad.
Es en este tenor, bajo el eje de estos efectos, lo que me propongo en
estas líneas, lejos de hacer una reflexión sobre los escasos éxitos en ma-
teria de lucha contra el narcotráfico, es anotar un conjunto de reflexiones
hiladas por los desaciertos y ausencia de una política criminal que se
oriente a la prevención y contención de esta lucha contra el narcotráfico,
128
una política que ponga en el centro del interés común a los actores invo-
lucrados, sin dejar de poner atención en una realidad que es inobjetable,
los delincuentes, sus características y condiciones como parte de esta
realidad social. En otras palabras, lo que pretendo en estas líneas, a ries-
go de echar más leña al fuego, es mostrar una lectura fundamentada en
las debilidades de la política impuesta por el Estado durante el gobierno
del presidente Felipe Calderón en materia de lucha contra el narcotráfico
y del quebranto causado en la desconfianza de cientos de jóvenes y me-
nores que perdieron la fe y la esperanza en las instituciones que sujetan
la sociedad donde les tocó vivir y decidieron como única opción recorrer
el camino de la ilegalidad.
129
por las organizaciones criminales, así como por el desvanecimiento de
uno de los pilares más fuertes de toda organización social, el tejido y las
redes sociales.
Un Estado al que muchos jóvenes le perdieron la fe y le tienen des-
confianza, pues sus instituciones no están cumpliendo sus principales
objetivos, por lo que no les son significativas. Tenemos escuelas que no
educan, instituciones de salud que no curan, instituciones de procura-
ción de la justicia que no hacen cumplir la ley. Jóvenes que no creen en
el trabajo ni en la educación como fuente de valor, en consecuencia las
condiciones sociales, del delito y el sentimiento real o justificado ante
la práctica del crimen ha engendrado reacciones afectivas que han dado
lugar a importantes cambios de conducta que orientan las actividades
criminales, las cuales no sólo afectan la calidad de vida de la población
por sus consecuencias tanto en el plano psicológico como social, ade-
más de contribuir al establecimiento de ciertos estereotipos acerca de
los jóvenes delincuentes que se ven arrastrados a una vida efímera que
los asfixia y les clausura el futuro (Martini, 2009: 110).
Observemos cómo estos jóvenes han estado lejos del discurso ofi-
cial, y permanentemente en contacto con una violencia silenciosa que
no sólo se muestra por el nivel de marginación que viven, sino por la
violencia en la que crecen, la cual les ha hecho perder la posibilidad de
soñar en un futuro promisorio. Son jóvenes y niños que perdieron la fe
en las instituciones como resultado de un Estado ausente y débil que
abrió el camino a una violencia silenciosa, que se confabuló con la ile-
galidad para cooptar a cientos de niños y jóvenes que terminan cance-
lando su vida; por ejemplo de los cuarenta mil muertos que ha cobrado
esta lucha contra el narcotráfico cerca de un tercio de ellos son hombres
y mujeres de menos de 30 años de edad y unos mil 300 son menores de
edad, es decir, niños y adolescentes, de los cuales en 2011 se sumaron
156 menores (Milenio Diario, 2011, 28/dic).
Hablamos de menores que fueron expulsados de sus hogares y es-
cuelas, y que crecieron con un profundo resentimiento y faltos de afec-
to, menores y jóvenes que encontraron en la violencia una condición de
socialización que les favoreció el arraigo y la creación de una identidad
estigmatizada, que es justo donde florece el resentimiento y aprenden
que la violencia es el único vehículo o instrumento para responder ante
un conflicto o adquirir los bienes materiales que deseen, en consecuen-
cia la violencia aceleró su trayectoria en la ilegalidad y los arrojó a
una forma extrema de su práctica: las ejecuciones, las decapitaciones,
los desmembramientos o la tortura; otros más se iniciaron en el robo,
130
el secuestro y la violación, como ejemplo recuperamos los datos del
Gobierno del Distrito Federal, tal y como lo muestran los datos de la
grafica 1.1
Gráfica 1
Porcentaje de menores de 14 a 18 años recluidos en una comunidad de Tratamiento
Ciudad de México 2011-2012
89.13%
90%
80%
70%
60%
50%
40%
30%
20%
10% 0.57%
0.54%
0% 1.29%
3.16%
0.87%
Robo 0.28%
Tentativa de 0.15%
Lesiones 3.53%
robo Federales* 0.48%
Homicidio
Privación
ilegal de la Extorsión
Tentativa de
libertad Violación
violación
Otras
Privación
Tentativa de Tentativa de
Robo Lesiones Federales* Homicidio ilegal de la Extorsión Violación Otras
robo violación
libertad
Fuente. http://www.detm.df.gob.mx/?tag=menores-infractores
1 Es importante hacer notar que las estadísticas en materia de menores son de difícil
acceso, con lo que se cuenta es con algunos registros por parte de los Estados, pero
limitadas, quien más información difunde y de manera ejecutiva es el Gobierno del
Distrito Federal, del cual hemos tomado los referentes para argumentar.
131
Gráfica 2.
Distribución de menores de 14 a 18 años internos en una comunidad de tratamiento por delito cometido. 2011
35% 34.58%
30%
25%
20%
17.17%
15% 17.15%
9.24%
15.47%
10%
5% 1.55%
0.35%
0%
0.52%
0.11%
ta
1.66%
o
be
ad
a
lfa
0.11%
tiz
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2.09%
a
na
pl
et
be
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A
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a
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A
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et
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un
un
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co
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cn
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Se
Se
n
nc
ria
ria
Té
Si
ri
to
to
io
ra
ra
er
pa
pa
p
e
Su
Pr
Pr
Primaria
Analfabeta Alfabetizado incompleta Primaria Secundaria Secundaria Técnica Técnica Preparatoria Preparatoria Superior Sin dato
completa incompleta completa incompleta completa incompleta completa incompleta
71 16 424 788 1587 787 24 5 710 76 5 96
Fuente. http://www.detm.df.gob.mx/?tag=menores-infractores
132
la misma violencia y la única manera de escapar a ella, es mediante el
ejercicio de la misma violencia. Es una suerte de condición especial que
los hace víctimas, no sólo de la familia, también de otras instituciones
encargadas de socializarlos; sin embargo, esta condición se entrelaza con
la violencia estructural que impone el Estado.
El horizonte en México está lleno de claroscuros, existe una devastación
del empleo, tenemos un desempleo crónico y un alto nivel de deserción
escolar, los datos no mienten al demostrar que de cada 100 alumnos que
ingresan a la escuela, sólo 45 logran terminar sus estudios y de ellos unos
650 mil jóvenes abandonan la escuela por diversas causas; en el caso de la
Delegación Iztapalapa 25 por ciento de los alumnos que ingresaron a secun-
daria no continuaron sus estudios, únicamente logran egresar 73 por ciento.
Por otro lado, según datos del Centro Nacional de Evaluación (Ceneval),
sólo 39 por ciento de los educandos que realizan el examen para ingresar a la
educación media superior logra obtener un sitio en algún plantel educativo.
133
con este juicio me refiero a las acciones de violencia extrema y cruel, rea-
lizadas por algunos menores que dejan una huella indeleble de sus actos
mediante los cuales nos demuestran un profundo desprecio a la vida del
otro y a la vida misma, de ahí el cuestionamiento sobre: ¿qué es lo que
motiva o induce a un menor para que sea capaz de secuestrar, torturar, hu-
millar o decapitar a otro ser humano? ¿Qué hemos hecho como sociedad
para crear tanto rencor y desprecio por la vida humana en estos menores?
¿Qué lo induce a tanto sadismo, tanta furia y tantos deseos de venganza?
¿Por qué muchos de estos jóvenes que se muestran profundamente cre-
yentes en la Virgen de Guadalupe, San Judas Tadeo o la Santa Muerte, y
estarían a favor de crear tanta violencia, o más aún de negar la vida cuan-
do lo que piden es la protección de la suya? ¿Es necesaria tanta crueldad
en el uso de la violencia? o mejor dicho, quizás la pregunta correcta sería:
¿qué no hemos hecho para sembrar el amor a la vida, la misericordia y
respeto al otro? ¿En dónde fallamos como sociedad, como comunidad,
como familia? ¿Qué hemos dejado de hacer? ¿Cómo construir una vo-
luntad colectiva que nos dirija hacia la paz? Estas preguntas, sin temor
a equivocarme, muchos de los mexicanos las hemos planteado repetidas
veces como resultado de las manifestaciones de crueldad y violencia que
se muestran y actúan en algunos de estos jóvenes delincuentes.
Se trata de manifestaciones radicales de violencia, donde se muestra
el horror y las atrocidades que cometen estos niños y jóvenes, son actos
despiadados en los que por desgracia cada vez y con mayor frecuencia
son menores los que los cometen.
Traigamos a la memoria algunos escenarios que nos muestran la com-
plejidad de lo que pretendemos explicar, claro, no sin antes subrayar que
estas versiones recuperadas en los medios impresos y otras en algunos
textos, son versiones que forman parte de un complejo proceso de con-
flicto en el que se involucran no sólo la busqueda de justicia y la denuncia
por procesos políticos, económicos y sociales que recuperen la condición
de muchos niños y jóvenes vulnerables cuya situación juega un papel de
inversión entre víctima y victimario.
El 23 de abril fueron detenidos en Coatzacoalcos dos jóvenes por in-
tento de agresión con arma de fuego a integrantes del Ejército Nacional,
viajaban en un automóvil Jetta blanco con placas sobrepuestas de Puebla
y reporte de robo, portaban armas largas, 56 cargadores, mil 500 cartuchos
útiles y un teléfono BlackBerry; uno apodado El Chaparro, de 16 años
y otro de 15 años apodado el Irving. Al Chaparro se le encontró en su
teléfono fotografías y videos de la agresión sufrida por cuatro miembros
de la Armada que el 17 de abril habían desaparecido de un bar cuando
134
disfrutaban su día franco en Xalapa Veracruz. Las imágenes y los videos
de escasos minutos muestran escenas terroríficas, donde se escucha la voz
de Gerardo interrogando a uno de los marinos, así como la súplica de éste
para que lo desatara. Pero el horror y el desenlace de la historia la narran
40 fotografías, donde no sólo se aprecia la cara del Chaparro, también
está Gerardo de 17 años, acompañado por la Geli o la Tumbaburros de 16
años, así como María, la Chelita de 16 y Héctor el Teto, de 12 años: en
estas escenas se aprecian las caras sorprendidas de los cuatro elementos de
la Armada. Luego se muestran esos mismos rostros desbaratados por los
golpes. Enseguida los cuatro cuerpos abatidos en la parte trasera de una
camioneta blanca al llegar al lugar donde serían arrojados. En otras imá-
genes se muestran los cadáveres vueltos boca abajo entre los pastizales, y
un video donde se da cuenta de la crueldad de estos actos, cuyo principal
protagonista es Gerardo mostrando una motosierra en mano y pisando la
cabeza de uno de los marinos, luego de haberle cercenado ambas piernas
a la altura de la rodilla. En el resto del material aparece también el rostro
de una mujer torturada (sin relación con los marinos), un par de dedos
mutilados y envueltos en papel periódico, y otro adolescente, el Teto, po-
sando con uno de los sanguinolentos dedos entre los dientes, riendo como
si estuviera haciendo una travesura.
Del interrogatorio en el video se muestra lo siguiente:
► Video 1:
— ¡No te muevas, perro!
—No, no, carnal…
► Video 2:
—A ver, puto…
—Desátame, por favor… ( jadeos, estertor).
— ¿Eres marino?
—Sí, señor.
— ¿Eres de los marinos?
—Sí, señor.
— ¿Eres marino?
— … silencio
— ¿A cuántos de la raza has matado, jijo…
—A ninguno, señor.
— ¿A cuántos de la Zeta has matado?
— ¡Jamaaaaaaás, señor!
—Hijo de tu reputa madre.
— ¡Cof, cof…cof, cof!
—Hijo de tu reputa madre, pasadito de verga.
—Jamás, señor.
—Te vas a morir, puto.
135
—Lo sé, señor.
—Pinche bato, hijo de tu reputa madre.
—Dame un chance, desátame nada más.
—Te voy a desatar ahorita volando, güey…
Son las súplicas del hombre que se muestra con el rostro desfigura-
do por la cantidad de golpes que le propinaron, la súplicas para que lo
desataran fueron inútiles (Milenio Diario, mayo de 2012).
El incremento en la participación de actos violentos de mayor cruel-
dad de estos jóvenes se muestra propiamente como una desviación de
lo humano, como actos propiamente animales, como una orgía grotesca
de sangre en las que ni las barreras convencionales, ni las prevenciones
morales, ni las creencias religiosas, ni los sentimientos humanitarios
sirven como un freno mínimo (Rojas, 2005).
Claro está que pretender comparar estos actos de crueldad humana con
la ferocidad de los animales es apenas una analogía injusta con cualquier
animal, dado que lo cruel de los actos de estos hombres no pueden ser
explicados como la tendencia de un residuo animal y arcaico no modifi-
cado por la hominización, más bien considero que esta insistencia de los
medios de comunicación y el imaginario social construido para buscar
equiparar la crueldad de los animales con la del humano obedece más bien
a discursos cuya ideología pretende ubicarnos en un esquema de medición
con respecto a la raza y el sexo, que lo reduce a lo superior o inferior; son,
como se puede advertir, criterios marcados por prejuicios que conservan
su reinado en aquella idea de la otredad que nos separa “entre nosotros y
los otros”, “entre buenos y malos”, “entre puros e impuros”, entre bonda-
dosos y villanos y entre lo legal y lo ilegal, entre el fuerte y el débil, entre
el blanco y el negro, entre el joven y el viejo (Uribe, 2010: 45).
Observemos cómo este tipo de interpretaciones de la crueldad de la
violencia se vuelven discursos políticos que intentan defender lo indefen-
dible con la repetición y exposición de fotografías de algunos niños o jó-
venes delincuentes, lo cual nos distancian de la explicación que da origen
al comportamiento de estos jóvenes delincuentes al pretendernos hacer ver
que sólo es un problema de desviación humana, de patología o monstruo-
sidad, y que la solución está en el ejercicio de una retórica punitiva, como
si la sola aplicación de las leyes fuera la solución absoluta al problema de
la violencia desmedida. Sin embargo, todos sabemos que la doctrina que
fortalece el aumento de la penalidad no es la solución para contener la
crueldad de las acciones de estos jóvenes delincuentes, por el contrario,
la solución es compleja y requiere no sólo de la imposición al respecto de
las normas. Más bien creo que en esta última década hemos sido testigos y
136
partícipes de un desvanecimiento de los nudos, redes y mallas de la socia-
lidad y es justo a partir de su deterioro que los hechos de violencia extrema
se han venido develando al grado que se ha colocado tanto al sujeto como
a las instituciones sociales en el centro del cisma social.
Esta separación sujeto-institución-sociedad es lo que en sociología
reconocemos como anomia, es decir, el desviamiento entre los vínculos
sujeto-sociedad, y justo esta ruptura es la que provoca un distancia-
miento cada vez más ancho entre el sujeto y las normas como resultado
de la pérdida de reconocimiento, credibilidad e importancia de la comu-
nidad como resultado del miedo al otro, y por efecto deja de ser vista
como proveedora no sólo de la seguridad, sino del arraigo y la identi-
dad, y en consecuencia como expresión de un valor amplio de respeto
al otro, a nosotros y a nuestro entorno.
Entonces esta violencia extrema ha creado una tensión en la dinámi-
ca de la vida cotidiana que sucumbe todo principio de convivencia civi-
lizada y da paso a un sentimiento alimentado por la constante dinámica
del crecimiento de la violencia, la delincuencia y la inseguridad en nues-
tro país. Esta tensión ha contribuido a la creación de una atmósfera coti-
diana que bajo la sombra del miedo a los homicidios violentos estimula
sentimientos alimentados por cuatro causas: la primera es la falta de
una visión política y social por la defensa de nuestros niños y jóvenes
que terminan estigmatizados, criminalizados y excluidos como resulta-
do de una violencia estructural; la segunda se refiere a la debilidad de
nuestro Estado, me refiero a un Estado débil y amónico, sostenido por la
corrupción y la impunidad; la tercera es una profunda desigualdad que
lacera la condición de lo humano, y la cuarta se refiere a la construcción
de un imaginario que en buena medida refuerza las acciones violentas
del Estado en su lucha por contener el crecimiento de la delincuencia,
me refiero a la imagen que se construye de los menores delincuentes.
137
sus acciones desmedidas, son la expresión de una sociedad que ha perdido
todo tipo de fe para dar paso a la violencia.
Según datos del informe realizado por Red de los Derechos de la Infan-
cia en México, de los 1,400 homicidios registrados contra menores en los
años del sexenio del presidente Felipe Calderón, particularmente en 2010,
se registraron 833 decesos cuyas edades están entre los 12 y 17 años, lo
que implica un incremento de 65 por ciento en comparación con los perpe-
trados seis años atras. De este total 681 menores que fueron reclutados por
el crimen organizado, y cuyas edades iban de los 15 a los 17, perdieron la
vida en hechos violentos. Mientras que cinco años atrás, las cifras registra-
ban 358 homicidios (Vargas, 2010: 10).
En el contexto de esta realidad, y como resultado de un Estado cuyas
políticas gubernamentales han sido deficientes por la falta de sensibi-
lidad social, económica, cultural y educativa, éste se ha visto rebasado
por el imperio de la impunidad, la corrupción, la pobreza y el narcotráfi-
co, y con ello ha dado pie para que una ola creciente de niños y jóvenes
se integren a las filas de la criminalidad.
Hablamos de cientos de niños y jóvenes empobrecidos que se han
convertido en un botín ensangrentado que alimentan una batalla no sólo
entre los grupos del crimen organizado, sino también luchan por no ser
excluidos del sistema social, luchan por ser reconocidos, por tener opor-
tunidades, por lograr un prestigio y un progreso efímero que el Estado les
prometió por el camino de una legalidad, que en mucho es cuestionada
gracias a una violencia estructural que el gobierno pareciera quiere sos-
tener a toda costa; niños y jóvenes que han perdido la batalla de la edu-
cación, el empleo, la seguridad social y la justicia, son niños y jóvenes
abandonados por el Estado y condenados a sobrevivir en los márgenes
de la ilegalidad, la cual les ofrece lo que las instituciones del Estado les
ha negado: prestigio, movilidad y poder; oportunidades de una vida tan
efímera como lo que les ofrece, son niños y jóvenes que engrosan las fi-
las de la delincuencia organizada; niños y jóvenes que por plata o plomo
matan, torturan, secuestran o roban, menores adictos que buscan fugarse
de la realidad en la que han crecido, en fin, todos ellos pertenecen a gene-
raciones que crecen tatuados por la pobreza, el miedo y la desesperanza.
Son actores de un escenario de pobreza y marginación, donde la
violencia se ha convertido en una acompañante que los socializa, por
eso muchos de estos menores asumen los homicidios, las riñas y el robo
como parte de un proceso natural de aprendizaje que deja semillas de
violencia que rápidamente en condiciones de vulnerabilidad prolifera
como una enseñanza social de la sobrevivencia.
138
En este escenario uno podría esperar cualquier cosa, es un campo fértil
para el desarrollo de una hidra cuyos tentáculos nunca responden de la
misma manera, aun cuando sus causas suelen ser evidentes, son espacios
cuyas historias se tejen por la misma desgracia y los conduce por un largo
viaje hacia la nada. Las únicas paradas son aquellas que ofrece el crimen
organizado, las cuales suelen ser vistas como una oportunidad para lograr
un progreso que ofrece poder, dinero, mujeres, vehículos e impunidad.
Estos menores, en su cotidianidad, saben que un chavo que vende drogas,
que asesina, que corrompe y que no es detenido por la policía, sino que
al contrario, éste les cobra protección, se convierte en un punto de admi-
ración y ejemplo para otros menores tanto por sus ingresos, los cuales
suelen alcanzar los 12 mil pesos mensuales, como por el poder que sue-
len ejercer en sus barrios y colonias, los cuales se han convertido en una
suerte de oasis con ley y Estado aparte, donde no hay futuro. Son menores
que en el barrio son respetados y temidos, operan impunemente, producen
miedo, son menores que consideran que con traer buena cantidad de dine-
ro en efectivo salen de la pobreza, pero no en el sentido social, sino en el
de tener dinero. Son menores que se mueven en arenas movedizas llenas de
dinero, sangre, muerte y destrucción (Mondragón, 2011: 89).
... cuando tenía 15 años asaltábamos, pero había quien se aferraba a su
carro. Les disparaba donde cayera, a los cuerpos los tirábamos en el ce-
rro, donde fuera, por el Ajusco. Por cada nave me daban 15 mil pesos....
estoy aquí por más de 32 robos y siete homicidios... (Loza, 2012: 61-62).
139
social, son desechables y fácilmente sustituibles como resultado de la
excesiva demanda para incorporarse a las filas de la ilegalidad. Una
ilegalidad que surge del binomio pandilla-crimen organizado y que los
conduce de las prácticas pendencieras de la esquina a la formación de
pequeñas empresas delictivas, que los condena a vivir en la exclusión.
140
Según un informe de la Subprocuraduría de la Investigación Espe-
cializada en Delincuencia Organizada (Siedo), más de 5 mil pandillas y
bandas de niños y jóvenes trabajan de manera conjunta o han sido con-
tratados por grupos como los Zetas, La Familia Michoacana, el Cartel de
Sinaloa, Juárez, Tijuana y lo que queda del grupo de los Beltrán Leyva.
Este informe indica que en promedio 500 pandillas de jóvenes entre 14
y los 25 años de edad se han asociado con estos grupos de delincuentes,
entre los más mencionados están los Aztecas, Pura Raza Mexicana, la
línea, los Mexicles, los Texas, Los Lobos, el comando Gente Nueva, Los
Pelones y Los Artistas Asesinos (Enzinas, 2010).
A modo de conclusión
Como se puede advertir, en el desarrollo de esta reflexión nos propusimos
analizar algunos aspectos sociales que han favorecido el incremento de la
participación de niños y jóvenes en el crimen organizado, y con ello, el
discurso que sostiene que si bien todos estos niños y jóvenes que mueren
bajo estas circunstancias se lo han buscado por involucrarse, es sin duda
un discurso que no sólo raya en la intolerancia y el reduccionismo sim-
plista de la realidad que viven estos menores, un discurso que sólo hace
hincapié en sus acciones en vez de subrayar las múltiples causas que los
han orillado a dichos comportamientos, o más aún no reconocer que el
Estado nada hace y es responsable de manera indirecta por su omisión, la
146
cual puede ser vista como una estraegia de limpieza social que en mucho
le sirve para mantener este imaginario de un nuevo enemigo social, un
paria que habita los barrios y las zonas marginadas de nuestras principales
ciudades, en alusión a la célebre obra de Loic Wacquant, Parias urbanos.
Niños y jóvenes que se nutren de la exclusión, la marginación y la vio-
lencia y buscan por todos los medios la forma de sustituir sus carencias
no sólo emocionales y económicas que la sociedad debería de brindarles;
jóvenes que usan como vía inmediata para fugarse de esta realidad, que los
estigmatiza y les niega una salida institucional, las drogas y la violencia
extrema como único mecanismo aprendido para sobrevivir.
En consecuencia, consideramos que el problema de la participación
creciente de estos menores en la violencia extrema es sin duda el resul-
tado de un Estado que fracasó junto con sus instituciones socializado-
ras, un Estado que continúa con la creencia de que la única manera de
contener este resentimiento social, este enojo y esta opción equivocada
de conseguir reconocimientos es la coerción física, la persecución y la
descalificación, sin querer reconocer que existen experiencias exitosas
en las que las tasas de delincuencia no sólo se han contenido, sino que
han disminuido; los ejemplos más próximos se encuentran en los países
nórdicos, como Noruega, Finlandia, Suecia y Dinamarca, donde a pesar
de tener el menor número de policías por habitantes, se han apoyado en
una activa e integral política de inclusión social de los menores y jóvenes
en condición de vulnerabilidad.
Por tanto, consideramos que es urgente pensar en programas que
apoyen de manera real a los jóvenes, que busquen darles mejores opor-
tunidades para su desarrollo y que luchen por alejarlos de la exclusión
social, la frustración y la violencia, así como contar con programas de
educación con calidad, que estén adecuados a sus necesidades y al con-
texto de su comunidad y de nuestro país.
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148
Índice
Capítulo 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Entre estética y sicología: muros, cuerpos
y violencia en Teresa Margolles
Antonio Sustaita
Capítulo 2 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
El eterno retorno de la violencia en el arte
Diego Lizarazo Arias
Capítulo 3. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Lo grotesco y el desastre: la cuestión del otro
y el lenguaje fugitivo
Marisol Ochoa
Capítulo 4 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
La máquina y el cadáver. La producción de la
muerte en el capitalismo cultural
José Alberto Sánchez Martínez
Capítulo 5 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Pensar imaginativamente: desde la injusticia y la
violencia al cultivo de la paz. Una propuesta
Dora Elvira García-González
Capítulo 6 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
La vulnerabilidad como fundamento de una propuesta
política ante la violencia
Víctor Novoa
Capítulo 7 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Violencia, muerte y sangre, una batalla cruzada
por la pobreza; niños y jóvenes sicarios
José Luis Cisneros
149
150