Diego Lizarazo Poética de Lo Invisible
Diego Lizarazo Poética de Lo Invisible
Diego Lizarazo Poética de Lo Invisible
0/poetica-de-lo-invisible/
Reflexiones Marginales –
ISSN 2007-8501 Otorgado por el Centro Nacional del ISSN
NÚMEROS PERFIL DIRECTORIO INFORMACIÓN LEGAL COLABORA CON NOSOTROS FILOSOFÍA 2.0
Poética de lo invisible
DIEGO LIZARAZO ARIAS
EVGEN BAVCAR
La invisibilidad como fondo de la imagen
“La cuestión sobre los orígenes de la pintura no está clara […]. Los egipcios afirman
que son ellos los que la inventaron seis mil años antes de pasar a Grecia […]. De los
griegos, por otra parte, unos dicen que se descubrió en Sición, otros en Corinto, pero
todos reconocen que consistía en circunscribir con líneas el contorno de la sombra de
un hombre.
[…]. La primera obra de este tipo (plástica) la hizo en arcilla el alfarero Butades de
Sición, en Corinto, sobre una idea de su hija; enamorada de un joven que iba a dejar
la ciudad: la muchacha fijó con líneas los contornos del perfil de su amante sobre la
pared a la luz de una vela. Su padre aplicó después arcilla sobre el dibujo al que dotó
de relieve, e hizo endurecer al fuego esta arcilla con otras piezas de alfarería. […].”
Esa ceguera sincopada del artista es condición generadora: en esa dislocación entre ver al
modelo y no verlo, en retardar su presencia para poder trazarlo, se produce la obra. La obra
emerge de ese rompimiento del ver, que es un cegamiento ante lo visto. El arte se halla
habitado así por una ceguera constitutiva. La ceguera artística no solo refiere a lo otro (o al
otro), abarca también la ceguera de sí mismo. Por eso respecto al autorretrato Derrida dice:
Pero la obra no solo convoca la ceguera de su autor y de su otro, del otro que transfigura en
obra. Hay un tercero, fundamental: el otro que ve, escucha, aprecia o lee la obra. El que al leer
hace la escritura, el que al ver hace la pintura. El hacer de ese tercero es el que aquí procuro
comprender. Mi propósito aquí, a diferencia del abordaje de Derrida, no es el de seguir el
trayecto de esta ceguera del artista ni de su obra, sino de su alter ego y su diferencia: de su
fruición. Pero quien experimenta la obra participa también de esa ceguera. La ceguera de
quien ve la obra, sin la cual no habría experiencia estética.
EVGEN BAVCAR
Al ver la fotografía que producen los ciegos, quien ve, establece quizás sin saberlo, una
experiencia propia de ceguera, una ceguera dispuesta por el reconocimiento trabajoso de que
esa imagen muestra algo que no se dice. Muestra, por su revés, algo que no se ve. Que en
esa imagen algo está sugerido pero no es lo visible: lo sugerido emerge de la comprensión
(intelectual y vivencial) de la mirada del ciego, de lo que mira, sin ver. La icónica de los
fotógrafos invidentes despliega así, no solo una imagen visible, sino también una imagen
invisible.
Por eso la cuestión no es la del ciego que fotografía, sino la del vidente que procura
experimentar y entender esa invisibilidad de la imagen. Tres ejes aparecen entonces: a) el
extrañamiento de los videntes ante la fotografía invidente como vía que hace posible la
comunicación del sentido; b) La sospecha de imagen invisible que la fotografía de los ciegos
produce en los videntes; y c) la interrogación de los límites de visibilidad que la imagen
invisible precipita.
EVGEN BAVCAR
El problema entonces no es el de la resolución de una semiótica de la fotografía invidente,
sino la clarificación del acto relacional que se establece entre quien ve y la imagen producida
por los ciegos.
Los primeros estados referidos cancelan el vínculo entre videncia e invidencia, el último
establece un puente entre el mundo de quien interroga y el ámbito de lo interrogado. La
interrogación es la ruta de acercamiento a la fotografía invidente. En esta ruta el asombro
constituye la condición que permite advertir una alteridad de la mirada, otra mirada que se
cristaliza en esas imágenes inquietantes, por lo inusual de su origen. Asombro inicial que
procura el acceso a una mirada en el seno de la ceguera. Más allá de la cuestión puramente
técnica (el procedimiento operativo y mecánico que el ciego realiza para sacar la foto) varias
dimensiones se ponen en juego, cuatro parecen destacar: una dimensión comunicativa, la
posibilidad de que esas miradas intercambien sentido; una dimensión cognoscitiva, la
posibilidad de conocer otro mirar; una dimensión estética, la posibilidad de compartir una
experiencia sensible; y una dimensión ética, el reconocimiento de la legitimidad de la mirada
del otro. Especialmente de otro de quien se ha creído que carece de mirada por su ceguera.
Estas dimensiones se traslapan y reenvían: la experiencia estética invoca una experiencia
cognoscitiva porque la relación sensible con la fotografía involucra una interrogación del ver
allí elaborado y de la forma no vista por su creador pero puesta ante los ojos de quien la ve.
Esta experiencia cognoscitiva es, necesariamente, una cuestión ética porque llama la
comprensión y la consideración del lugar, del mundo en que ese otro piensa y propone una
sensibilidad. Pero especialmente por su derecho sustantivo al sitio sensible, existencial,
histórico que su mirada establece y habita.
Encuentro de miradas
EVGEN BAVCAR
La fotografía de los ciegos agrega una complejidad adicional en este triple acto (semiótico,
cognoscitivo y ético): porque la mirada cárnica que en la fotografía se cristaliza carece de ver.
Emerge del recuerdo remoto de cuando veía o del deseo de imagen de quien nunca ha visto.
La memoria ocupa aquí un lugar capital: los fotógrafos no ciegos de nacimiento (como Evgen
Bavčar), elaboran compleja y largamente su recuerdo de imagen. La transfiguración del
recuerdo alimentado y reelaborado en la experiencia actual que se cristaliza en la imagen.
Quizás la fotografía invidente realiza más radicalmente que ninguna otra, el carácter
nostálgico de la imagen. Pero igualmente el ciego de nacimiento construye su fotografía en
una poética del recuerdo y de la imaginación del presente: de la figuración de lo no–visto pero
sentido. Y aquí radica lo que quizás constituye el elemento central de esta imagen: la
sinestesia y la comunicación de los sentidos. El fotógrafo ciego no ve pero siente la textura, la
temperatura, el sonido… el ser de lo que fotografía. Su imagen es imagen-textura, imagen-
calor, imagen-sonido, imagen-distancia, imagen-cuerpo.
El acto ético se define en una cualidad extraordinaria: los ojos que ponen el texto para que mi
mirada vea son ojos que sin ver, proponen un acto de mirar. Ceden al otro la nada de ver que
solo en sus ojos hará imagen. Del lado de quien ve la imagen, la acción ética se densifica: mi
mirada es el recinto para que una mirada que no ve, vea. Asistimos a un complejo acto
fotográfico en el que las miradas que se encuentran no constituyen un intercambio del ver,
sino una relación de no-ver al ver. Esos ojos que no ven, disponen para mí una imagen que
solo cuando yo la veo resulta visibilizada. Solo en mis ojos, en mí mirada, podrá verse lo que
la mirada que ha gestado la imagen, desea ver. Asistimos, quizás, a la más radical propuesta
estética de la imagen: una obra-imagen que su creador no tiene forma de ver y que solo en su
fruición (en su expectación) puede realizarse.[3]
EVGEN BAVCAR
La palabra-fotografía
Toda fotografía, y en general toda imagen, lleva un discurso que la circunda o que la
impregna. La imagen se halla informada, habitada y designada por la palabra. Ni siquiera en el
horizonte de la sociedad contemporánea, ámbito que se ha imaginado como dominantemente
visual, asistimos a la imagen pura. La publicidad, el cine, la televisión o la prensa, son ahora
recintos de hiperdensidad icónica, pero todos ellos son espacios plenos de la palabra. La
sociedad cibernética, lo muestra el internet, es una sociedad de palabra y de lenguaje, tanto
como lo es de iconografías. Pero en la fotografía invidente, la codependencia imagen-discurso
es inexorable. Es fotografía que lleva en el tránsito social la huella de ser producida por un
ciego. Ese decir es una densidad que no se borra ni se difumina como ocurre con otras fotos.
El fotógrafo de guerra, el publicista, la fotografía indígena, incluso las referencias de Meatyard,
Matiz o Doisneau, pueden llegar a extraviarse en el tránsito histórico y cultural, de tal forma
que solo llegue a quien ve la pura imagen, en una especie de anonimato visual. Sin la historia
de sus referencias o el conocimiento estético adecuado, nada me indica que la foto que ahora
veo es de Cunningham o de Karsh.
La fruición fotográfica
Pero la fotografía invidente, como cualquier otra imagen, es una forma de acción. Este
encuadramiento, que participaría entonces de un horizonte vasto en el que se articularían
tanto una pragmática de imágenes como una sociología simbólica, reconoce que asistimos a
lo que puede llamarse acción icónica, un tipo de acción social que tiene distintas fases, o que
puede entenderse como enlazamiento de diversos actos, particularmente el acto poiético y
el acto de fruición. La fotografía implica un diálogo. Como todo sentido, su base es una
conversación. La fotografía implica igualmente el acto productivo que la gesta y el acto
interpretativo que la vivifica. Naturalmente que el diálogo de la foto no es un intercambio de
palabras (aunque puede incluirlo), es un intercambio más bien de experiencias visuales, de
percepciones, recuerdos, imaginaciones y sensibilidades. Un intercambio que no ha de darse
necesariamente (aunque puede ser de esta forma) como un ir y venir de fotos. Generalmente
es un diálogo entre una foto propuesta por alguien y una experiencia visual que ante ella
emerge en quien la recibe. Llega a mí la fotografía de Garry Winogrand y su virtuosismo me
produce una experiencia significativa, valedera. Primero la sorpresa del vuelo inusitado. Del
lugar urbano, a calle abierta, en que alguien flota insospechadamente. Cautiva mi imaginación
y a la vez produce un sinfín de preguntas: ¿qué ocurría?, ¿cómo se da ese evento tan
extraordinario?, ¿es un circo callejero?, ¿un carnaval?, ¿los acompañantes del hombre-
flotante son compañeros de un circo?, ¿acróbatas? Regreso a la foto para que me responda y
en ella encuentro alusiones, pistas que me indican algunas respuestas. Incluso emergen en mi
memoria otras imágenes que parecen dialogando con ella. Chagall y su Promenade aparecen
lúdicamente.
EVGEN BAVCAR
La sorpresa interior de la fotografía invidente se elabora socialmente como una fruición del
enigma. Una poética de lo incierto que se proyecta en el contexto cultural del presente,
habitado por la hiperdensidad de la imagen. Pero tanto la mercadotecnia como la semiótica
saben muy bien que en su saturación las imágenes tienden a desaparecer. De tanta
exposición lo expuesto se hace invisible. El exceso de imagen es una forma de supresión y
borramiento. En contraste, por su origen en la ceguera, la fotografía invidente lleva un
magnetismo interior que la hace socialmente sugestiva. Produce una escucha que comienza
con una incertidumbre: “¿cómo hace un ciego para ver lo que fotografía?”. La interrogación
social constituye así una inquietud intelectual, y también un estado imaginario, porque se
encuentra impregnada de cierta cualidad mágica, en un doble sentido: por la necesidad de dar
respuesta al origen de una fotografía tan inusual, y por el deseo de comprender lo que
significa. El misterio de la imagen y el misterio de lo imaginado.
Una experiencia doble despliega esta estética fotográfica singular: la inquietud ante el acto
fotográfico extraordinario, y la intriga por el sentido de lo que ese acto muestra. Incluso
aunque se tratase de la fotografía más enfáticamente definida, la imagen más descriptiva y
clara, aquella en que el objeto aparece ante mí rotundamente (la mano que toca el pie en la
imagen de Nigenda) ante ella hay siempre una pregunta porque el dato de que dicho objeto ha
sido visualizado por un ciego, obliga a una fruición que escudriña de nueva cuenta su
objetualidad. Propicia la pregunta: ¿Qué ve en ella el fotógrafo?, ¿Qué siente en ella?, ¿Qué
me da a imaginar?…
EVGEN BAVCAR
Wittgenstein nos ha explicado que el lenguaje puede decir sobre el mundo, referir estados de
cosas presentes o posibles, gracias a que cuenta con una matriz lógica que avala, que hace
posible, ese decir. En términos más simples: puedo decir, por qué tengo con qué decir. Mi
decir no solo radica en lo dicho o por decir, sino en aquello que me permite decir. Lo que
permite decir es un lenguaje, sin lenguaje no hay decir, ni sentido, ni sinsentido alguno. Para
Wittgenstein el sistema vertebral del lenguaje es una matriz lógica. Gracias a dicha matriz
se dicen los hechos del mundo. La cuestión es que esta matriz lógica no es dicha por ninguna
proposición, porque ella es el límite de todo lo decible.[5] No es una matriz que se dice, sólo
se muestra en lo que decimos. Allí radica la diferencia entre decir y mostrar. Las proposiciones
(los enunciados) muestran en su decir la forma del lenguaje. Pero esta mostración es limitada
en las proposiciones fácticas: en aquellas que dicen algo sobre el mundo (p.e. “El acróbata
vuela por los aires”), su decir, volcado a lo que es, resulta precariamente indicativo de la forma
del lenguaje. Pero dos clases de proposiciones resultan para ello privilegiadas: las tautologías
y las contradicciones. Las primeras son aquellas en las cuales la predicación solo repite lo
dicho en el sujeto del enunciado, como en la clásica expresión “el triángulo tiene tres ángulos”.
La tautología despliega el principio de identidad: x es idéntico a sí mismo, x=x. Esto es lo
mismo que decir que la tautología es aquella expresión que resulta verdadera para cualquier
interpretación (en términos de Wittgenstein es una proposición compuesta que sometida al
análisis de las tablas de verdad –la revisión de todas sus posibilidades lógicas-, adquiere el
valor “verdadero” en todos los valores de los enunciados elementales).
Nada se puede decir. La cuestión es que entre estos dos extremos se halla todo el horizonte
de lo significativo (el horizonte en que algo se dice sobre el mundo –eso que los lógicos llaman
la contingencia-), y al estar el decir sobre el mundo en este lapso, contradicción y tautología
evidencia los límites del lenguaje y la trama estructural sobre la cual se insufla.[6]
Por eso opera quizás como una forma de contradicción: es una foto imposible. Su producción
opera en lo imposible: los ojos que no ven, ven, porque la foto está aquí para mostrármelo.
Pero ese ver, no es el ver al que referimos ordinariamente, es un ver propio, extraño,
cuestionador: es en realidad lo resultante de una mirada que no ve (un hálito de contradicción
rodea toda la experiencia). Allí radica su fuerza reveladora, en dos grandes sentidos: ¿hay
algo que para mí es invisible? (los límites de mi ver) ¿Qué es eso que aquel que no ve me
está mostrando? (los límites de mi mirada).
Debo subrayar dos cosas: que la palabra-foto referida previamente es sustantiva en esta
potencia del mostrar, porque lo que permite descolocar la percepción y la intelección (es decir,
la interpretación) de la imagen es el decir de su origen en la ceguera (sin ella la foto invidente
pierde la potencia del mostrar y se vuelve un decir escueto –la imagen regresa a su estatuto
ordinario de la mostración, de la exhibición de lo que es-); y que la fluencia de la contradicción
no es aquí un asunto epistemológico (como en Wittgenstein) sino estético (aunque lo estético
desencadena, naturalmente, lo epistemológico). Estamos así ante una poética que trabaja
sobre los límites mismos de la fotografía. Pero ello plantea algo mucho más amplio de lo que
pudiese pensarse: porque la fotografía, históricamente, ha conquistado el punto más alto de la
aspiración de referencialidad y transparencia que la cultura, que la historia visual de la
tradición occidental ha buscado desde hace siglos. El punto es que ese modelo de
transparencia que ha guiado el corazón de la iconicidad histórica, resulta puesto en cuestión y
en crisis por la fotografía invidente. La noción misma de imagen se disloca y una interrogación
válida plantea la matriz no icónica de la visibilidad. El indexical icónico que se sustenta sobre
la capacidad de coagulación del tiempo como pensara Dubois[7] queda aquí, en esta
concitación estética, desafiado en su fundamento. La visión del cuajo de tiempo que la
fotografía ofrece, no emerge necesariamente como evento de la naturaleza (que fluye en el
interior del dispositivo técnico fotográfico), sino como disposición de una visibilidad (la de
occidente) que confía en que la imagen comienza y concluye en lo que se ve. La fotografía
invidente, por vía estética, mina esa confianza, y revela la total historicidad de la mirada que la
fundamenta (así toda matriz de lo icónico es no-icónica).
EVGEN BAVCAR
La fuerza simbólica
Creo que la fotografía invidente reactualiza el sentido de la máscara pero pone en juego una
paradoja. El ciego produce inevitablemente una impresión de mirada: naturalmente una
mirada que no está en el aspecto ordinario de las cosas (tal como las perciben los videntes),
porque no ve su apariencia visual. Esta fotografía nos recuerda la experiencia mítica de la
máscara porque lo que su imagen exhibe ha de ser una naturaleza no visible de las cosas: su
condición existencial o emocional, sus cualidades no visibles pero sí audibles o táctiles, o
incluso, alguna clase de naturaleza espiritual. Se trata de una imagen que enmascara algo, y
que a la vez da ductilidad a otra clase de comunicación. Es asunto paradójico porque la
ceguera que impide ver las cosas, no interrumpe aquí (en esa fotografía) el aspecto visual de
las cosas, sino que produce una especie de efecto especular: Es como si las cosas
regresaran, después de su no-ser-vistas (porque el fotógrafo no puede verlas). Pero dicho
retorno es especial: no es la instantánea fotográfica ordinaria, aquella que asombraba a
Barthes al coagular el tiempo;[10] sino que ofrece esa apariencia en una mediatización, más
propiamente, en una “vía larga” alimentada por una memoria, la memoria de lo ausente que
refería al comienzo a propósito de Derrida. Por eso no es una fotografía enclavada en el
instante, sino en la sedimentación del tiempo. El tiempo en la fotografía invidente figura la
coagulación del instante pero sedimenta una temporalidad más amplia.
La metáfora onírica
El sueño permite a los videntes hallar una analogía para la imagen de la fotografía ciega. La
imagen onírica emerge así como modelo de la imagen invisible de los ciegos: al igual que en
el sueño, esta fotografía muestra imágenes que no han sido vistas. Dos propiedades de la
imagen onírica afloran aquí como puntales de dicha metáfora: porque al dormir efectivamente
miro sin ver, asisto a una imagen que se escenifica en mí sin que mis ojos la vean; y porque la
imagen onírica es una imagen sin materia: puro significante visual; puro iconizante carente del
sustrato material de las icónicas: el papel, el lienzo, la pantalla. La primera propiedad es la
analogía plena: imagen sin ver del sueño, imagen sin ver en la foto que toma el invidente. La
segunda propiedad, la de su inmaterialidad, opera de forma problemática: la foto invidente
funda su segunda imagen (la imagen invisible) en la primera, en la visible (el fotograma), pero
al hacerlo, ejerce una separación: partir de esa apariencia, para alcanzar la intangibilidad (en
un registro estético sea quizás un conceptualismo radical).
EVGEN BAVCAR
Las imágenes del mundo ante mí (la mesa, los objetos en ella, la lámpara) constituyen para
Descartes el riesgo del error que emana de su posibilidad fantasmática: de ser no realidades
fácticas sino efigies de los sueños.[11] Ante la posibilidad del engaño de los sentidos, ante la
tentativa de un sueño que envolvería la vida, Descartes busca una razón no imaginaria para
resolver el enigma de la verdad. Pero ese riesgo de error racionalista es para la conciencia
imaginaria, justamente, la fuente de su sentido. Porque la imagen del sueño porta para
nosotros, como para casi todas las culturas, una fuente profunda y poderosa de
sentido.[12] Ese sentido se despliega en dos veneros: de un lado el camino hacia el interior de
sí mismo, hacia las profundidades de la persona, hacia los misterios de su corazón o de su
inconsciente. Es un venero que se vive con emoción, pero también con deseo y temor. De otro
lado hallamos el venero ancestral y cósmico: la imagen del sueño se imagina como reveladora
de significaciones abarcadoras y casi sublimes. Aquí la imagen onírica adquiere estatuto
mítico: posible solo en las formas del arte y de las tradiciones que se decantan incluso como
fuentes de identidad y pertenencia, ya no de un individuo, sino de un pueblo o una cultura. En
su fruición la imagen invidente convoca una inquietud onírica que puede propiciar una actitud
desveladora, que busca un desciframiento en el sentido en que Paul Ricoeur ha invocado una
hermenéutica de la escucha y la comprensión: una hermenéutica cuyo propósito es alcanzar
la verdad de la imagen.
EVGEN BAVCAR
Es posible, sin embargo, que en algún punto la imagen invidente sea objeto de otra
hermenéutica: una hermenéutica crítica y cuestionadora, una suerte de edad crítica de sí
misma, aún no avisorada. Ambas hermenéuticas (restaurativa y crítica), constituyen flancos
clave del despunte de una estética de la mirada. Las razones para ello, han sido expuestas.
Una estética de la mirada comienza y se orienta en el reconocimiento de la fragilidad que
constituye toda forma de ver, y en la posibilidad de su autorreconocimiento y de sus límites,
gracias al contraste que pone la mirada de la otredad. La fotografía ciega, es otredad de
nuestra propia fascinación icónica.
Bibliografía
Notas