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Diego Lizarazo Poética de Lo Invisible

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Reflexiones Marginales –
ISSN 2007-8501 Otorgado por el Centro Nacional del ISSN
NÚMEROS PERFIL DIRECTORIO INFORMACIÓN LEGAL COLABORA CON NOSOTROS FILOSOFÍA 2.0

Poética de lo invisible
DIEGO LIZARAZO ARIAS

EVGEN BAVCAR
La invisibilidad como fondo de la imagen

Como es sabido el pintor belga Joseph-Benoît Suvée interpreta en Dibutades ou L’invention


du dessin el mito de nacimiento de la pintura. El momento ritual de amor y dolor en que una
joven corintia marca la silueta de su amante en la pared para asir en el vacío a quien se irá en
un viaje quizás sin retorno.

Plinio el Viejo lo refiere así en su Historia Natural:

“La cuestión sobre los orígenes de la pintura no está clara […]. Los egipcios afirman
que son ellos los que la inventaron seis mil años antes de pasar a Grecia […]. De los
griegos, por otra parte, unos dicen que se descubrió en Sición, otros en Corinto, pero
todos reconocen que consistía en circunscribir con líneas el contorno de la sombra de
un hombre.

[…]. La primera obra de este tipo (plástica) la hizo en arcilla el alfarero Butades de
Sición, en Corinto, sobre una idea de su hija; enamorada de un joven que iba a dejar
la ciudad: la muchacha fijó con líneas los contornos del perfil de su amante sobre la
pared a la luz de una vela. Su padre aplicó después arcilla sobre el dibujo al que dotó
de relieve, e hizo endurecer al fuego esta arcilla con otras piezas de alfarería. […].”

JOSEPH-BENOÎT SUVÉE, L’INVENTION DU DESSIN (1791)


Dicho cuadro abre la exposición que en 1990 monta en París el filósofo Jacques Derrida bajo
el nombre Mémoires d’aveugle. L´autoportrait et autres ruines (Memorias de ciego. El
autorretrato y las ruinas). Con ella Derrida busca problematizar los límites entre el dibujo y la
escritura. Procura mostrar que la oposición adentro/afuera que rige la historia de la
representación constituye cierta exclusión de la escritura en el arte. ¿Por qué escribir sobre
arte no es arte? Simultáneamente otra dubitación se proyecta: la del ver como privilegio del
artista, particularmente la de la lucidez del pintor al producir la imagen. Derrida comienza a
minar la seguridad de que la imagen es un asunto completamente visual.

Para Derrida, Butades establece el origen de la pintura no en la percepción de la imagen sino


en la memoria. La pintura emerge de la ausencia y de la invisibilidad. Nace como carencia y
elabora la imposibilidad de asir el ser amado sobre la nada. La pintura tendría así su origen en
un anhelo del otro sobre su desaparición. Su base no es entonces la luz sino la ceguera.
Doble ceguera se constata: la del artista cegado y la del proceso ciego de pintar. Cuando traza
la silueta del amante la hija del alfarero no lo ve, es ciega en tanto lo pinta. Desaparece de su
mirada para fijar el trazo. Sin ese borramiento no habría figuración. Toda pintura nace en esta
condición: el modelo frente al pintor desaparece cuando marca la superficie. La marca
proviene de la memoria que al invocarse deshace al modelo remitiéndolo como ausencia.

Esa ceguera sincopada del artista es condición generadora: en esa dislocación entre ver al
modelo y no verlo, en retardar su presencia para poder trazarlo, se produce la obra. La obra
emerge de ese rompimiento del ver, que es un cegamiento ante lo visto. El arte se halla
habitado así por una ceguera constitutiva. La ceguera artística no solo refiere a lo otro (o al
otro), abarca también la ceguera de sí mismo. Por eso respecto al autorretrato Derrida dice:

“[…] el dibujante se ve siempre apresado, cada vez de manera universal y singular, en


lo que necesitaría evocar como lo no-visto, o como se dice: lo reflejado anteriormente.
Él se recuerda, él es recordado, fascinado o recordado por sí mismo”.[1]
Se sugiere entonces que la visión de sí mismo (desplegada de forma conspicua en el artista
que se auto-retrata), se encuentra abarcada por una zona de sombra, por una invidencia de la
que emerge su recuerdo. Casi aparece aquí una señal de la íntima relación entre el recuerdo y
la oclusión de la imagen patente. En esa imagen yacente, negada a la visión, se despliega el
recuerdo. Habría entonces una condición de ceguera que estructura la videncia, una ceguera
de la que proviene el recuerdo sin la cual la visión patente se hace inane, vacía.

Pero la obra no solo convoca la ceguera de su autor y de su otro, del otro que transfigura en
obra. Hay un tercero, fundamental: el otro que ve, escucha, aprecia o lee la obra. El que al leer
hace la escritura, el que al ver hace la pintura. El hacer de ese tercero es el que aquí procuro
comprender. Mi propósito aquí, a diferencia del abordaje de Derrida, no es el de seguir el
trayecto de esta ceguera del artista ni de su obra, sino de su alter ego y su diferencia: de su
fruición. Pero quien experimenta la obra participa también de esa ceguera. La ceguera de
quien ve la obra, sin la cual no habría experiencia estética.

Un lugar privilegiado para acceder a esta experiencia capital es el que se desarrolla en la


fruición de las imágenes de los fotógrafos ciegos. Los artistas invidentes, particularmente los
fotógrafos, producen un reordenamiento de la visibilidad que obliga a sus espectadores a
replantear su posición ante la imagen. Ponen en juego una suerte de seducción de la ceguera
que se convierte en una singular condición para aflorar la experiencia estética que su insólita
obra convoca.

EVGEN BAVCAR
Al ver la fotografía que producen los ciegos, quien ve, establece quizás sin saberlo, una
experiencia propia de ceguera, una ceguera dispuesta por el reconocimiento trabajoso de que
esa imagen muestra algo que no se dice. Muestra, por su revés, algo que no se ve. Que en
esa imagen algo está sugerido pero no es lo visible: lo sugerido emerge de la comprensión
(intelectual y vivencial) de la mirada del ciego, de lo que mira, sin ver. La icónica de los
fotógrafos invidentes despliega así, no solo una imagen visible, sino también una imagen
invisible.

Por eso la cuestión no es la del ciego que fotografía, sino la del vidente que procura
experimentar y entender esa invisibilidad de la imagen. Tres ejes aparecen entonces: a) el
extrañamiento de los videntes ante la fotografía invidente como vía que hace posible la
comunicación del sentido; b) La sospecha de imagen invisible que la fotografía de los ciegos
produce en los videntes; y c) la interrogación de los límites de visibilidad que la imagen
invisible precipita.

La cuestión es la de allanar el camino a las rutas de sentido que la fotografía de invidentes


producen en la sociedad vidente. Estamos en el horizonte de la experiencia simbólica fundada
en el enigma que precipita un caudal de interrogaciones sociales. Esto implica asumir de otra
forma el juicio que casi se ha ejercido contra el extrañamiento y el descreimiento vidente ante
la fotografía de los ciegos. Lo que afirmo es que el descrédito y la duda vidente ante la
producción icónica de los ciegos ocupa un lugar estructural en el campo de comunicaciones
posibles que videncia/invidencia requieren. Implica posicionarse de otra manera ante el
cuestionamiento que los propios fotógrafos invidentes han tenido ante el cuestionamiento de
los videntes. Por ejemplo, la poderosa crítica que Evgen Bavčar (el fotógrafo ciego esloveno)
ha formulado a la sociedad vidente que duda de la imagen de los ciegos (el cuestionamiento
del cuestionamiento), puede verse de otra manera. No como una lección para los que ven
sobre lo que ven los que no ven, sino como un campo de desafíos y retos que al encontrar
resistencia o sorpresa entre los videntes, alcanza su objetivo. En otros términos, que la
dificultad de los videntes para comprender, incluso solo para aceptar la fotografía producida
por los ciegos, constituye la base para una conversación capital de nuestro tiempo: el diálogo
entre la videncia y la invidencia. Naturalmente se trata de un diálogo múltiple y muy complejo,
en el que se avisora una discusión no sólo de tipo ético, sino también político. Que pone en
juego una interrogación estética, pero también antropológica. Diálogo que tiene la potencia no
solo de mostrar la legitimidad de los ciegos en el territorio visual, sino también, y
especialmente, la de cuestionar la certeza social en torno a lo visible.

EVGEN BAVCAR
El problema entonces no es el de la resolución de una semiótica de la fotografía invidente,
sino la clarificación del acto relacional que se establece entre quien ve y la imagen producida
por los ciegos.

El fenómeno básico de este acto comunicativo es la sorpresa. La sorpresa constituye un


extrañamiento vidente ante una fotografía que le resulta incomprensible por su origen. Se trata
de una imagen que representa lo inesperado y quizás “lo inaudito”. Pero éste último término
no es el más preciso, porque refiere a lo “nunca oído” y lo aquí buscado es la experiencia
visible/invisible. No es pertinente tampoco la palabra “inimaginable” porque su semántica es la
de lo imposible y lo inconcebible cuyo sentido apunta no a la imagen nunca vista, sino a
la imposibilidad de la imagen. La sorpresa vidente ante la fotografía invidente constituye más
bien un asombro de imagen, que puede desenlazar en tres estados de creencia:
la negación (en la que el vidente niega la posibilidad de la producción de imagen por el ciego),
la perplejidad (que radica en una suspensión del juicio ante algo que no logra descifrar ni
determinar. Algo cercano a lo que Wittgenstein refería cuando hablaba del “calambre en la
percepción” –una percepción atorada-), y, por último, la interrogación.

Los primeros estados referidos cancelan el vínculo entre videncia e invidencia, el último
establece un puente entre el mundo de quien interroga y el ámbito de lo interrogado. La
interrogación es la ruta de acercamiento a la fotografía invidente. En esta ruta el asombro
constituye la condición que permite advertir una alteridad de la mirada, otra mirada que se
cristaliza en esas imágenes inquietantes, por lo inusual de su origen. Asombro inicial que
procura el acceso a una mirada en el seno de la ceguera. Más allá de la cuestión puramente
técnica (el procedimiento operativo y mecánico que el ciego realiza para sacar la foto) varias
dimensiones se ponen en juego, cuatro parecen destacar: una dimensión comunicativa, la
posibilidad de que esas miradas intercambien sentido; una dimensión cognoscitiva, la
posibilidad de conocer otro mirar; una dimensión estética, la posibilidad de compartir una
experiencia sensible; y una dimensión ética, el reconocimiento de la legitimidad de la mirada
del otro. Especialmente de otro de quien se ha creído que carece de mirada por su ceguera.
Estas dimensiones se traslapan y reenvían: la experiencia estética invoca una experiencia
cognoscitiva porque la relación sensible con la fotografía involucra una interrogación del ver
allí elaborado y de la forma no vista por su creador pero puesta ante los ojos de quien la ve.
Esta experiencia cognoscitiva es, necesariamente, una cuestión ética porque llama la
comprensión y la consideración del lugar, del mundo en que ese otro piensa y propone una
sensibilidad. Pero especialmente por su derecho sustantivo al sitio sensible, existencial,
histórico que su mirada establece y habita.

Encuentro de miradas

La base de a fotografía es irreductiblemente dialógica. Un diálogo de miradas, que se extiende


por el campo completo de toda la visualidad: son impensables el cine, el diseño, la pintura, sin
la capital confluencia de la mirada de quien da a mirar y de quien mira. Antes que cualquier
otra cosa, el fotógrafo es alguien que mira. Una historia vital construye y define esa mirada:
unos gustos y predilecciones, unos intereses de luz y del color, una inteligencia perceptiva e
interpretativa, una sensibilidad ante las cosas, ante las personas y sus apariencias; una
capacidad de explorar y de visibilizar lo oculto, lo sugerido y lo íntimo; un mundo de recuerdos
activados o recónditos en la memoria. Podríamos decir, en un ánimo más estructural que esa
mirada se define en un ethos y un habitus. Que son cultura y son historia, que son, como
entendería una concepción hermenéutica, tiempo decantado en mirada. Y esto significa
también que el fotógrafo mira a través de las fotos que ha visto. De las imágenes propias o de
otros que ahora actúan como referencias, como telón de fondo, como fuera de campo, frente a
lo que mira. Esa mirada es también un cuerpo, unas condiciones ópticas (un ojo agudo o
corto, una mirada ávida o cansada). Es mirada encarnada (como diría Merleau-Ponty), porque
el fotógrafo es cuerpo: alto o bajo, joven o viejo, ágil o lento.

EVGEN BAVCAR

Es un cuerpo con experiencias y sensibilidades diversas ante la luz, ante el calor y la


distancia. Cuerpo-cultura o cuerpo-tiempo que se acerca o aleja a los otros para fotografiarlos,
que mantiene su distancia o procura alcanzar una intimidad porque así lo requiere su
fotografía. Esa muy específica y empírica mirada, se plasma o se transfigura en texto por la
mediación técnica, estética e intelectual. Su mirada-carne, a través de las operaciones
técnicas y semióticas (que constituyen el hacer fotografía), se convierte en mirada-texto.
Mirada empírica que se fija en texto, que se transfigura como fotografía. Así toda fotografía
porta sobre su superficie y sobre su fondo una mirada. Ver una foto es ver una mirada, es
acceder a unos ojos que han visto lo que ahora veo. Esa mirada-texto, se destina,
inexorablemente, a revivir como mirada-tiempo, como mirada-carne. ¿Cómo ocurre ese
regreso? A través de los otros (o a través de sí mismo cuando el fotógrafo mira su propia foto
–pero entonces, de alguna forma, al ver su imagen resulta un otro de sí mismo-) Quien ve la
foto reanima la mirada que yacía en el texto. Mirar fotografía es vivificar una mirada congelada
sobre su superficie. Quien mira la foto asume en sí la mirada de quien ha fotografiado. En mis
ojos otra mirada ve. La mirada del otro se vuelve mi mirada. Mi mirada hace posible la mirada
del otro que, dormida, me requiere para despertar. Por eso ver fotografía es una experiencia
de conexión humana profunda, íntima y muchas veces anónima (miro lo que él ve sin que
sepa que su invitación de mirada ha sido aceptada por mí). Este acto que podemos calificar de
semiótico o cognoscitivo es también, y especialmente, un acto ético. Procede por una
consideración humana del otro y ofrece de mí algo al otro. ¿En qué consiste? En dos
obsequios: el fotógrafo cede a su vidente una imagen, un trozo de su mirada, una parte de su
imaginación y su sensibilidad; y quien recibe la imagen presta sus ojos para que esa mirada
despierte en ellos. Pongo mis ojos para que otra mirada los habite. Sin ello no hay fotografía,
no hay pintura, ni diseño, ni cine, ni cultura alguna de la imagen.[2]

La fotografía de los ciegos agrega una complejidad adicional en este triple acto (semiótico,
cognoscitivo y ético): porque la mirada cárnica que en la fotografía se cristaliza carece de ver.
Emerge del recuerdo remoto de cuando veía o del deseo de imagen de quien nunca ha visto.
La memoria ocupa aquí un lugar capital: los fotógrafos no ciegos de nacimiento (como Evgen
Bavčar), elaboran compleja y largamente su recuerdo de imagen. La transfiguración del
recuerdo alimentado y reelaborado en la experiencia actual que se cristaliza en la imagen.
Quizás la fotografía invidente realiza más radicalmente que ninguna otra, el carácter
nostálgico de la imagen. Pero igualmente el ciego de nacimiento construye su fotografía en
una poética del recuerdo y de la imaginación del presente: de la figuración de lo no–visto pero
sentido. Y aquí radica lo que quizás constituye el elemento central de esta imagen: la
sinestesia y la comunicación de los sentidos. El fotógrafo ciego no ve pero siente la textura, la
temperatura, el sonido… el ser de lo que fotografía. Su imagen es imagen-textura, imagen-
calor, imagen-sonido, imagen-distancia, imagen-cuerpo.

El acto ético se define en una cualidad extraordinaria: los ojos que ponen el texto para que mi
mirada vea son ojos que sin ver, proponen un acto de mirar. Ceden al otro la nada de ver que
solo en sus ojos hará imagen. Del lado de quien ve la imagen, la acción ética se densifica: mi
mirada es el recinto para que una mirada que no ve, vea. Asistimos a un complejo acto
fotográfico en el que las miradas que se encuentran no constituyen un intercambio del ver,
sino una relación de no-ver al ver. Esos ojos que no ven, disponen para mí una imagen que
solo cuando yo la veo resulta visibilizada. Solo en mis ojos, en mí mirada, podrá verse lo que
la mirada que ha gestado la imagen, desea ver. Asistimos, quizás, a la más radical propuesta
estética de la imagen: una obra-imagen que su creador no tiene forma de ver y que solo en su
fruición (en su expectación) puede realizarse.[3]

EVGEN BAVCAR
La palabra-fotografía

Toda fotografía, y en general toda imagen, lleva un discurso que la circunda o que la
impregna. La imagen se halla informada, habitada y designada por la palabra. Ni siquiera en el
horizonte de la sociedad contemporánea, ámbito que se ha imaginado como dominantemente
visual, asistimos a la imagen pura. La publicidad, el cine, la televisión o la prensa, son ahora
recintos de hiperdensidad icónica, pero todos ellos son espacios plenos de la palabra. La
sociedad cibernética, lo muestra el internet, es una sociedad de palabra y de lenguaje, tanto
como lo es de iconografías. Pero en la fotografía invidente, la codependencia imagen-discurso
es inexorable. Es fotografía que lleva en el tránsito social la huella de ser producida por un
ciego. Ese decir es una densidad que no se borra ni se difumina como ocurre con otras fotos.
El fotógrafo de guerra, el publicista, la fotografía indígena, incluso las referencias de Meatyard,
Matiz o Doisneau, pueden llegar a extraviarse en el tránsito histórico y cultural, de tal forma
que solo llegue a quien ve la pura imagen, en una especie de anonimato visual. Sin la historia
de sus referencias o el conocimiento estético adecuado, nada me indica que la foto que ahora
veo es de Cunningham o de Karsh.

Podemos decirlo de esta manera: en ellos la imagen-foto puede sobreponerse al sujeto-


fotógrafo. Su fotografía puede soslayarlos con el tiempo o con el espacio social y físico, al
punto de que se elimine su paternidad. No ocurre lo mismo con la fotografía invidente, o no
ocurre sin que la pérdida del autor implique una tosuda resistencia. El dictum: “fotografía de un
invidente” es una marca pragmática muy fuerte, casi indeleble. Socialmente se transmitirá
dicha impronta como una parte inherente de la imagen, como un saber que le da su interés, su
identidad y su expectativa. Es una fuerza de sentido en sí misma que actúa en la experiencia
social de su fruición.

La enunciación de la fotografía ciega nunca parece puramente icónica. Es una imagen


acompañada, sumada de discurso. Esta densidad semiótica obedece a la inusitada condición
de su fotógrafo, al desafío sobre la mirada y sobre el sentido común sobre la imagen. Bavčar
es quizás el caso más notable de esta resistencia, de esta pervivencia del desafío formulada
desde la convergencia sustantiva de imagen y palabra. Con él la fotografía invidente adquiere
no sólo una reflexión estética, sino que alcanza propiamente una política de la imagen
invidente. Una densa interpretación de lenguaje sobre estas imágenes y casi una militancia de
la ceguera. Una propuesta poderosa que busca establecer en el horizonte social la legitimidad
de la imagen de los ciegos. El señalamiento profundo de que los videntes creen
equívocamente que los ciegos no tienen mirada ni derecho a la imagen.[4] Es un enigma si el
programa interpretativo de Bavčar logrará prosperar en la mirada social sobre la imagen, pero
lo que parece seguro es que en torno a su fotografía destellará el sentido de su producción en
la obscuridad.
EVGEN BAVCAR

La fruición fotográfica

Pero la fotografía invidente, como cualquier otra imagen, es una forma de acción. Este
encuadramiento, que participaría entonces de un horizonte vasto en el que se articularían
tanto una pragmática de imágenes como una sociología simbólica, reconoce que asistimos a
lo que puede llamarse acción icónica, un tipo de acción social que tiene distintas fases, o que
puede entenderse como enlazamiento de diversos actos, particularmente el acto poiético y
el acto de fruición. La fotografía implica un diálogo. Como todo sentido, su base es una
conversación. La fotografía implica igualmente el acto productivo que la gesta y el acto
interpretativo que la vivifica. Naturalmente que el diálogo de la foto no es un intercambio de
palabras (aunque puede incluirlo), es un intercambio más bien de experiencias visuales, de
percepciones, recuerdos, imaginaciones y sensibilidades. Un intercambio que no ha de darse
necesariamente (aunque puede ser de esta forma) como un ir y venir de fotos. Generalmente
es un diálogo entre una foto propuesta por alguien y una experiencia visual que ante ella
emerge en quien la recibe. Llega a mí la fotografía de Garry Winogrand y su virtuosismo me
produce una experiencia significativa, valedera. Primero la sorpresa del vuelo inusitado. Del
lugar urbano, a calle abierta, en que alguien flota insospechadamente. Cautiva mi imaginación
y a la vez produce un sinfín de preguntas: ¿qué ocurría?, ¿cómo se da ese evento tan
extraordinario?, ¿es un circo callejero?, ¿un carnaval?, ¿los acompañantes del hombre-
flotante son compañeros de un circo?, ¿acróbatas? Regreso a la foto para que me responda y
en ella encuentro alusiones, pistas que me indican algunas respuestas. Incluso emergen en mi
memoria otras imágenes que parecen dialogando con ella. Chagall y su Promenade aparecen
lúdicamente.

Pero entonces nuevas preguntas emergen, y a la vez nuevas constataciones. Acompaña mi


asombro cognoscitivo un placer irreductible que llena mis pupilas… la fiesta de verlo jugando
en el aire y de reconocer el flujo (como en aspas) de su cuerpo rotando en el vacío. La
composición de la imagen y su emplazamiento (el lugar privilegiado desde el cual ha sido
tomada) otorga a la vez, estabilidad y cierto vértigo a mi fruición, comunico así lo que siento (el
deleite intelectual, sensorial y perceptivo) a la fotografía (a quien la ha tomado y a quien
volando disfruta de la fiesta). Queda en mí una impresión viva que se hace concepto: la
ingravidez. Todo esto ha emergido de un diálogo que se teje con la imagen. No es algo que
está en ella, ni tampoco en mí. Es algo que brota del encuentro.

Este diálogo, principalmente visual, no se agota ni culmina en la visualidad. Ha convocado la


experiencia del vértigo y la ingravidez que quizás es centralmente sinestésica y motriz. Ha
convocado una experiencia sonora porque está llena de sonidos, de sonidos que remiten a un
tiempo festivo y a una acústica de la ciudad clásica ya perdida para nosotros. Una sonoridad
nostálgica. El vidente advierte así, que la fotografía puede sentirse (y quizás la imagen
invisible abre esa posibilidad vastísima y crucial de la fotografía).

EVGEN BAVCAR

Mirar sólo la zaga de la elaboración de la imagen, sólo la experiencia, el mundo de sentido


desde el cual se produce, o sólo su cristalización plástica, es en realidad detener su potencia y
minar su integridad… esa fotografía se insufla de valor en la fruición vidente o invidente.
Hemos de hablar de imágenes en tanto son miradas o experimentadas (incluso, a veces,
escuchadas) por los seres humanos en las diversas condiciones humanas; porque la imagen
es un vínculo, una relación indisoluble entre la mirada y lo mirado, entre la mirada del otro
hecha imagen y nuestra propia mirada. La imagen es un vínculo entre seres humanos que la
definen, la transfiguran, la recuerdan o la olvidan. Entre seres humanos que se entrelazan en
una experiencia de sensibilidad y de sentido. Es insuficiente pensar la fotografía como algo
unitario y separado de su intérprete y de sus procesos de fruición. La fotografía no es
autosuficiente, está siempre entretejida, entramada en la circulación, en el flujo social, en el
flujo interpersonal e histórico.

Fotografía invidente y límites de la visibilidad

La sorpresa interior de la fotografía invidente se elabora socialmente como una fruición del
enigma. Una poética de lo incierto que se proyecta en el contexto cultural del presente,
habitado por la hiperdensidad de la imagen. Pero tanto la mercadotecnia como la semiótica
saben muy bien que en su saturación las imágenes tienden a desaparecer. De tanta
exposición lo expuesto se hace invisible. El exceso de imagen es una forma de supresión y
borramiento. En contraste, por su origen en la ceguera, la fotografía invidente lleva un
magnetismo interior que la hace socialmente sugestiva. Produce una escucha que comienza
con una incertidumbre: “¿cómo hace un ciego para ver lo que fotografía?”. La interrogación
social constituye así una inquietud intelectual, y también un estado imaginario, porque se
encuentra impregnada de cierta cualidad mágica, en un doble sentido: por la necesidad de dar
respuesta al origen de una fotografía tan inusual, y por el deseo de comprender lo que
significa. El misterio de la imagen y el misterio de lo imaginado.

Una experiencia doble despliega esta estética fotográfica singular: la inquietud ante el acto
fotográfico extraordinario, y la intriga por el sentido de lo que ese acto muestra. Incluso
aunque se tratase de la fotografía más enfáticamente definida, la imagen más descriptiva y
clara, aquella en que el objeto aparece ante mí rotundamente (la mano que toca el pie en la
imagen de Nigenda) ante ella hay siempre una pregunta porque el dato de que dicho objeto ha
sido visualizado por un ciego, obliga a una fruición que escudriña de nueva cuenta su
objetualidad. Propicia la pregunta: ¿Qué ve en ella el fotógrafo?, ¿Qué siente en ella?, ¿Qué
me da a imaginar?…

Su producción en la ceguera me hace reparar e ir en retrospectiva: no solo es lo patente, lo


obvio ante mis ojos, porque los ojos que la produjeron no ven…. Entonces… ¿hay otra imagen
allí?, ¿cuál es esa otra imagen?

EVGEN BAVCAR
Wittgenstein nos ha explicado que el lenguaje puede decir sobre el mundo, referir estados de
cosas presentes o posibles, gracias a que cuenta con una matriz lógica que avala, que hace
posible, ese decir. En términos más simples: puedo decir, por qué tengo con qué decir. Mi
decir no solo radica en lo dicho o por decir, sino en aquello que me permite decir. Lo que
permite decir es un lenguaje, sin lenguaje no hay decir, ni sentido, ni sinsentido alguno. Para
Wittgenstein el sistema vertebral del lenguaje es una matriz lógica. Gracias a dicha matriz
se dicen los hechos del mundo. La cuestión es que esta matriz lógica no es dicha por ninguna
proposición, porque ella es el límite de todo lo decible.[5] No es una matriz que se dice, sólo
se muestra en lo que decimos. Allí radica la diferencia entre decir y mostrar. Las proposiciones
(los enunciados) muestran en su decir la forma del lenguaje. Pero esta mostración es limitada
en las proposiciones fácticas: en aquellas que dicen algo sobre el mundo (p.e. “El acróbata
vuela por los aires”), su decir, volcado a lo que es, resulta precariamente indicativo de la forma
del lenguaje. Pero dos clases de proposiciones resultan para ello privilegiadas: las tautologías
y las contradicciones. Las primeras son aquellas en las cuales la predicación solo repite lo
dicho en el sujeto del enunciado, como en la clásica expresión “el triángulo tiene tres ángulos”.
La tautología despliega el principio de identidad: x es idéntico a sí mismo, x=x. Esto es lo
mismo que decir que la tautología es aquella expresión que resulta verdadera para cualquier
interpretación (en términos de Wittgenstein es una proposición compuesta que sometida al
análisis de las tablas de verdad –la revisión de todas sus posibilidades lógicas-, adquiere el
valor “verdadero” en todos los valores de los enunciados elementales).

En las contradicciones en cambio el valor resultante del análisis lógico es siempre el de la


“falsedad”, porque la contradicción es aquella proposición en la cual la predicación niega al
sujeto del enunciado: “Dios existe y no existe”, se trata de una expresión que plantea la
imposibilidad total: ser y no ser, colapso del principio de identidad. Estamos así ante
proposiciones que, propiamente, no tienen contenido fáctico. Casi podemos decir que son
proposiciones que nada dicen, pero lo muestran todo. ¿Qué muestran? La forma del lenguaje.
Contradicciones y tautologías son proposiciones puramente lógicas: solo hablan de la
estructura de lo lógico. En las tautologías porque el campo lógico queda intacto, en las
contradicciones, digámoslo así, porque queda completamente saturado.

Nada se puede decir. La cuestión es que entre estos dos extremos se halla todo el horizonte
de lo significativo (el horizonte en que algo se dice sobre el mundo –eso que los lógicos llaman
la contingencia-), y al estar el decir sobre el mundo en este lapso, contradicción y tautología
evidencia los límites del lenguaje y la trama estructural sobre la cual se insufla.[6]

¿A qué obedece este excurso parcial a la filosofía de Wittgenstein sobre el “decir” y el


“mostrar”? Lo que sostengo es que la fotografía invidente produce una obra icónica que no se
basa en su decir el mundo, sino en mostrar su visibilidad. El objeto en la fotografía invidente
no sólo se dice, no sólo indica su referencia: en ella no se da el paso inmediato de la imagen
de la casa o del barco al barco, obliga, por su carácter insólito, a reparar sobre la visualidad de
dicha figuración. No sólo dice “barco”, muestra, por el extrañamiento, la mirada que visualiza
ese barco, esa casa, ese mar. En otras palabras: es una fotografía más sobre la mirada que
sobre lo mirado. Pero la mirada no puede verse en la fotografía (como la estructura del
lenguaje no se ve en el enunciado), solo resulta mostrada. Ese “mostrar” se ejerce como
un camino largo, como un esfuerzo de interrogaciones, de conjeturas y vacilaciones, como
una inquietud simbólica sobre esa mirada… sobre esa posible visualidad que constituye su
horizonte más allá del mío. Porque el vidente está instalado en el ver. En otros términos: la
fotografía invidente dice los objetos y muestra el problema de la visibilidad. Lo visible que
estaba zanjado, esclarecido y definido en el horizonte de la cultura. Lo visible por sentado, se
desacomoda, se disloca. Por eso, la fotografía ciega indica con tanta fuerza no hacia la
imagen en sí misma, sino hacia la tela de la visibilidad en que toda imagen emerge.
EVGEN BAVCAR

Por eso opera quizás como una forma de contradicción: es una foto imposible. Su producción
opera en lo imposible: los ojos que no ven, ven, porque la foto está aquí para mostrármelo.
Pero ese ver, no es el ver al que referimos ordinariamente, es un ver propio, extraño,
cuestionador: es en realidad lo resultante de una mirada que no ve (un hálito de contradicción
rodea toda la experiencia). Allí radica su fuerza reveladora, en dos grandes sentidos: ¿hay
algo que para mí es invisible? (los límites de mi ver) ¿Qué es eso que aquel que no ve me
está mostrando? (los límites de mi mirada).

Debo subrayar dos cosas: que la palabra-foto referida previamente es sustantiva en esta
potencia del mostrar, porque lo que permite descolocar la percepción y la intelección (es decir,
la interpretación) de la imagen es el decir de su origen en la ceguera (sin ella la foto invidente
pierde la potencia del mostrar y se vuelve un decir escueto –la imagen regresa a su estatuto
ordinario de la mostración, de la exhibición de lo que es-); y que la fluencia de la contradicción
no es aquí un asunto epistemológico (como en Wittgenstein) sino estético (aunque lo estético
desencadena, naturalmente, lo epistemológico). Estamos así ante una poética que trabaja
sobre los límites mismos de la fotografía. Pero ello plantea algo mucho más amplio de lo que
pudiese pensarse: porque la fotografía, históricamente, ha conquistado el punto más alto de la
aspiración de referencialidad y transparencia que la cultura, que la historia visual de la
tradición occidental ha buscado desde hace siglos. El punto es que ese modelo de
transparencia que ha guiado el corazón de la iconicidad histórica, resulta puesto en cuestión y
en crisis por la fotografía invidente. La noción misma de imagen se disloca y una interrogación
válida plantea la matriz no icónica de la visibilidad. El indexical icónico que se sustenta sobre
la capacidad de coagulación del tiempo como pensara Dubois[7] queda aquí, en esta
concitación estética, desafiado en su fundamento. La visión del cuajo de tiempo que la
fotografía ofrece, no emerge necesariamente como evento de la naturaleza (que fluye en el
interior del dispositivo técnico fotográfico), sino como disposición de una visibilidad (la de
occidente) que confía en que la imagen comienza y concluye en lo que se ve. La fotografía
invidente, por vía estética, mina esa confianza, y revela la total historicidad de la mirada que la
fundamenta (así toda matriz de lo icónico es no-icónica).

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La fuerza simbólica

La fotografía invidente muestra el problema de la visibilidad desde la imagen. Gracias a esa


imagen, la experiencia de la fruición advierte de alguna forma esta condición liminal
extraordinaria. Podemos decir que lo hace porque se posiciona ante ella como una fuerza
simbólica. ¿En qué radica esta fuerza de la fotografía ciega para convocar la densidad
simbólica? Yo creo que resulta, en su sentido primario, de una remembranza ancestral: La
experiencia de la máscara como fuente de comunicación cósmica.

Lévi-Strauss ha indicado dos funciones antropológicas de las máscaras: la de codificar el


estatus, la indexación social, la pertenencia social del individuo a través de los emblemas y las
insignias que denotan el rango y la condición (caduveos, ones, arwacos, etc.);[8] y la de ser un
medio para comunicarse con lo sobrenatural.[9] La máscara tiene su ancestro en el
movimiento corporal de cubrir la cara con las manos o con el cabello. Con ello se interrumpe la
percepción y la comunicación con lo que aparece directamente ante la vista, con las cosas y
seres inmediatos y en su forma ordinaria. Cubrir el rostro es suspender la transacción
comunicativa, dado que el rostro es la fuente primordial de la comunicación con otros. El
individuo se libera de su transacción social ordinaria y abre la posibilidad de una comunicación
de otro orden. Así el individuo reencamina su comunicación hacia lo sagrado o lo trascendente
(ese es el sentido que adquiere en el ritual). Al cubrir la cara con la máscara, incluso sólo al
cerrar los ojos se rompe la comunicación directa con lo ordinario y se propicia la posibilidad de
una comunicación cósmica con lo insondable y lo sagrado. Ese es el sentido de la mirada
ocluida en casi todas las formas de oración y meditación.

Creo que la fotografía invidente reactualiza el sentido de la máscara pero pone en juego una
paradoja. El ciego produce inevitablemente una impresión de mirada: naturalmente una
mirada que no está en el aspecto ordinario de las cosas (tal como las perciben los videntes),
porque no ve su apariencia visual. Esta fotografía nos recuerda la experiencia mítica de la
máscara porque lo que su imagen exhibe ha de ser una naturaleza no visible de las cosas: su
condición existencial o emocional, sus cualidades no visibles pero sí audibles o táctiles, o
incluso, alguna clase de naturaleza espiritual. Se trata de una imagen que enmascara algo, y
que a la vez da ductilidad a otra clase de comunicación. Es asunto paradójico porque la
ceguera que impide ver las cosas, no interrumpe aquí (en esa fotografía) el aspecto visual de
las cosas, sino que produce una especie de efecto especular: Es como si las cosas
regresaran, después de su no-ser-vistas (porque el fotógrafo no puede verlas). Pero dicho
retorno es especial: no es la instantánea fotográfica ordinaria, aquella que asombraba a
Barthes al coagular el tiempo;[10] sino que ofrece esa apariencia en una mediatización, más
propiamente, en una “vía larga” alimentada por una memoria, la memoria de lo ausente que
refería al comienzo a propósito de Derrida. Por eso no es una fotografía enclavada en el
instante, sino en la sedimentación del tiempo. El tiempo en la fotografía invidente figura la
coagulación del instante pero sedimenta una temporalidad más amplia.

La metáfora onírica

El sueño permite a los videntes hallar una analogía para la imagen de la fotografía ciega. La
imagen onírica emerge así como modelo de la imagen invisible de los ciegos: al igual que en
el sueño, esta fotografía muestra imágenes que no han sido vistas. Dos propiedades de la
imagen onírica afloran aquí como puntales de dicha metáfora: porque al dormir efectivamente
miro sin ver, asisto a una imagen que se escenifica en mí sin que mis ojos la vean; y porque la
imagen onírica es una imagen sin materia: puro significante visual; puro iconizante carente del
sustrato material de las icónicas: el papel, el lienzo, la pantalla. La primera propiedad es la
analogía plena: imagen sin ver del sueño, imagen sin ver en la foto que toma el invidente. La
segunda propiedad, la de su inmaterialidad, opera de forma problemática: la foto invidente
funda su segunda imagen (la imagen invisible) en la primera, en la visible (el fotograma), pero
al hacerlo, ejerce una separación: partir de esa apariencia, para alcanzar la intangibilidad (en
un registro estético sea quizás un conceptualismo radical).
EVGEN BAVCAR
Las imágenes del mundo ante mí (la mesa, los objetos en ella, la lámpara) constituyen para
Descartes el riesgo del error que emana de su posibilidad fantasmática: de ser no realidades
fácticas sino efigies de los sueños.[11] Ante la posibilidad del engaño de los sentidos, ante la
tentativa de un sueño que envolvería la vida, Descartes busca una razón no imaginaria para
resolver el enigma de la verdad. Pero ese riesgo de error racionalista es para la conciencia
imaginaria, justamente, la fuente de su sentido. Porque la imagen del sueño porta para
nosotros, como para casi todas las culturas, una fuente profunda y poderosa de
sentido.[12] Ese sentido se despliega en dos veneros: de un lado el camino hacia el interior de
sí mismo, hacia las profundidades de la persona, hacia los misterios de su corazón o de su
inconsciente. Es un venero que se vive con emoción, pero también con deseo y temor. De otro
lado hallamos el venero ancestral y cósmico: la imagen del sueño se imagina como reveladora
de significaciones abarcadoras y casi sublimes. Aquí la imagen onírica adquiere estatuto
mítico: posible solo en las formas del arte y de las tradiciones que se decantan incluso como
fuentes de identidad y pertenencia, ya no de un individuo, sino de un pueblo o una cultura. En
su fruición la imagen invidente convoca una inquietud onírica que puede propiciar una actitud
desveladora, que busca un desciframiento en el sentido en que Paul Ricoeur ha invocado una
hermenéutica de la escucha y la comprensión: una hermenéutica cuyo propósito es alcanzar
la verdad de la imagen.

La dubitación y la extrañeza en la actitud ordinaria de los videntes ante la imagen ciega,


constituye un principio de conexión con una imagen extraordinaria que abre la posibilidad
tanto de la comunicación entre los horizontes de la videncia y la ceguera, como el
cuestionamiento a la estabilidad y naturalidad con que se asume lo visible. La fotografía de los
ciegos constituye una ruptura, un desgarramiento de las creencias y las instituciones
modernas de la visión. Una potencia poética fehaciente de desvelamiento del artificio que
estructura las matrices culturales de la mirada. El acceso a dicho cuestionamiento pasa por
una fruición abierta que escucha y espera el sentido y la forma inusuales de tales iconografías
(extrañas iconografías dobladas: que muestran lo que no es a través de lo visible, o que dejan
una impresión de inadecuación entre lo que se ve y lo mostrado en ellas). Es decir,
iconografías que demandan una hermenéutica restaurativa, capaz de seguir con cierta
devoción lo que allí se figura y se reconstruye.

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Es posible, sin embargo, que en algún punto la imagen invidente sea objeto de otra
hermenéutica: una hermenéutica crítica y cuestionadora, una suerte de edad crítica de sí
misma, aún no avisorada. Ambas hermenéuticas (restaurativa y crítica), constituyen flancos
clave del despunte de una estética de la mirada. Las razones para ello, han sido expuestas.
Una estética de la mirada comienza y se orienta en el reconocimiento de la fragilidad que
constituye toda forma de ver, y en la posibilidad de su autorreconocimiento y de sus límites,
gracias al contraste que pone la mirada de la otredad. La fotografía ciega, es otredad de
nuestra propia fascinación icónica.

Bibliografía

1. Barthes, Roland, La cámara Lúcida, Paidós, Barcelona, 2009.


2. Barthes, Roland, Lo obvio y lo obtuso, Paidós, Barcelona, 1992.
3. Baudry, Jean Louis, L´Effet-cinéma, Albatros, París, 1978.
4. Bavčar, Evgen, “Celebración de Evgen Bavčar” en Revista Diecisiete, teoría crítica,
psiconálisis, acontecimiento 1, Núm. 1, Julio-octubre 2011.
5. Derrida, Jacques, Memoires d’aveugle. L’ autoportrait et autres ruines, Ministère de la
Culture, de la Communication, des Grands Travaux et du Bicentenaire, Réunion des
musées nationaux, Edicions de la Réunion des Musées Nationaux, París, 1990.
6. Descartes, René, Meditaciones metafísicas, Alianza Editorial, Madrid, 2005.
7. Dubois, Philippe, El acto fotográfico, La Marca, Buenos Aires, 2008.
8. Lacan, Jacques, Escritos 1, Siglo XXI, México DF, 2008.
9. Lévi-Strauss, Claude, La vía de las máscaras, Siglo XXI, México DF, 1981.
10. Metz, Christian, Psicoanálisis y cine. El significante imaginario, Gustavo Gili, Barcelona,
1979.
11. Wittgenstein, Ludwig, Tractatus lógico-philosophicus, Tecnos, Madrid, 2007.

Notas

[1]Jacques Derrida, Memoires d’aveugle. L’ autoportrait et autres ruines, p. 50


[2] Jean Louis Baudry, L´Effet-cinéma; Christian Metz, Psicoanálisis y cine. El significante
imaginario. El psicoanálisis ha reparado, de otra forma, en esta experiencia fundacional.
Particularmente el psicoanálisis del cine ha planteado este encuentro en términos de
identificación entre el espectador y la imagen fílmica. Se trata de una identificación psíquica
organizada en dos fases, que Oudry ha planteado como doble identificación: la primera radica
en la mirada: quien ve la imagen fílmica asume la posición de la cámara. El lente de la cámara
son sus ojos. Se trata de la identificación sobre el punto de vista (imagen fílmica-ojo del
espectador), en la que se produce una condición imaginaria de ubicuidad (lo veo todo).
Entonces hay experiencia cinematográfica posible, en tanto para el espectador lo que la
cámara ve es lo que él ve. Se trata de una suerte de humanización primaria de la imagen
como proyección del ojo. La identificación secundaria se da no sobre la imagen, sino respecto
a los personajes que constituyen el relato fílmico. Se requiere que el espectador asuma alguno
de los personajes del relato (a alguno de los participantes en el documental) como
representación de sí. El que actúa allá soy yo (lo que recuerda la premisa lacaniana sobre “la
fase del espejo” consistente en la vivencia de la criatura que se ve reflejada en un espejo y
que en la imagen especular experimenta una intuición de unidad propia, una suerte de
anticipación pre-lingüística que consistiría en una percepción singular del tipo “ese que está
allá soy yo” –Lacan, 2008). A diferencia de la condición puramente imaginaria en el registro
lacaniano, lo que Baudry reconoce es una identificación de tipo simbólico: para tener
experiencia fílmica (para conectarse vivamente con la narración fictiva o documental) quién ve
se proyecta imaginariamente en alguno de los personajes que en la diégesis (relato) actúan.
[3] Estética que constituye un desafío paralelo para otras disciplinas artísticas: ¿Cómo pensar
la escritura de quien no escribe para quién lee?… una escritura que se realizaría solo en la
lectura o una música que solo se escucharía al oírse.
[4] Evgen Bavčar, “Celebración de Evgen Bavčar”.
[5] Ludwig Wittgenstein, Tractatus lógico-philosophicus.
[6] Ibid., 5.511 y 6.13. Formula la lógica (y las matemáticas que se derivan de ella) no como
una ciencia informativa (que ofrece un conocimiento del mundo) sino como una ciencia que
permite explicar la estructura básica del lenguaje significativo. La lógica ofrece así una
descripción de las reglas de nuestro pensamiento y nuestro lenguaje; es decir, una suerte de
gramática de la organización significativa del mundo. Por eso la lógica es anterior a la
experiencia de cualquier cosa, anterior a lo que acontece en el mundo. De allí que
Wittgenstein pensara que la lógica no es una doctrina (dado que no contiene afirmaciones
sobre el mundo), sino una actividad de entretejido de elementos y signos en una fina red que
constituye “el gran espejo” ¿De qué? Del mundo. Esto es así porque “La lógica no es una
teoría sino una imagen especular del mundo”.
[7] Philippe Dubois, El acto fotográfico.
[8] Claude Lévi-Strauss, La vía de las máscaras. Esta “vestidura” configura una forma clave de
diferenciación: las características de las máscaras (sus rasgos y trazos, sus colores y
proporciones), permiten marcar diferencias y estimar cualidades. Los rasgos que
individualizan cada máscara surgen de la profunda necesidad de un linaje por definirse a sí
mismo ante los demás, pero según Lévi-Strauss esos rasgos definitorios no son una conquista
individual, sino una saga clánica o de un linaje, que en ella, marca su diferencia con otros
clanes. De otro lado no podemos olvidar que toda máscara cubre algo y sustituye: oculta un
rostro y lo sustituye por una representación.
[9] Idem.
[10] Roland Barthes, La cámara Lúcida.
[11] René Descartes, Meditaciones metafísicas.
[12] Desde la oniromancia hasta el psicoanálisis, la imagen es pletórica de significaciones y
sentidos. La transformación moderna implicó así un doble cambio ante esta suerte de sentido
icónico de lo onírico: la drástica mutación de la fuente de sus significados (con origen
metafísico en la antigüedad, con origen inconsciente en la modernidad); y la transformación de
los códigos de lectura (aunque en el fondo dos hermenéuticas, pero la primera de orden
restaurativo, y la segunda de orden crítico).

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