Jimenez Iker Enigmas Sin Resolver 02
Jimenez Iker Enigmas Sin Resolver 02
Jimenez Iker Enigmas Sin Resolver 02
E STE LIBRO no hubiese sido posible, en primer lugar, sin la honestidad y la
sinceridad de aquellos que han sido testigos del misterio. Yo solo me
considero un transcriptor de sus experiencias. Por eso valoro por encima de
todo su valentía al haberme hecho partícipe de vivencias tan importantes.
En segundo lugar, quiero agradecer la decisiva ayuda logística a decenas
de personas, especialmente colegas periodistas, que en cada rincón de
España me han ayudado a completar y divulgar mi labor. Íñigo Arrue, Juan
Carlos Miranda, Alberto Granados, José Manuel Reverte Coma, Antonio
Casado, Juan José Benítez, Paco Pérez Abellán, Javier Chandía, Laura Díez,
Andrés Aberasturi, Fernando Bustamante... Mencionarlos a todos sería tarea
imposible, casi tanto como haber realizado este libro sin su firme y sincero
apoyo.
También agradezco profundamente la mano siempre tendida de Lorenzo
Fernández, periodista, amigo y confidente en tantas batallas, y la labor,
metódica, esforzada y sincera, de mi compañera Carmen Porter, sin cuya
intervención este nuevo trabajo no hubiese visto nunca la luz.
I
Un agradecimiento sincero y trece desafíos a la
lógica
N I EN LOS SUEÑOS más optimistas hubiese imaginado una recep ción del
público como la que ha tenido Enigmas sin resolver en su primera parte. O
seguro que la hubiese soñado, aunque difícilmente creería que pudiera
hacerse realidad. Pero así ha sido. Y sería del todo injusto comenzar este
nuevo viaje a lo más profundo de los misterios españoles sin antes no
detenerse en la línea de salida y, como hacen los atletas antes de iniciar otra
carrera, tomar aliento para, no sin cierto vértigo, echar la vista atrás y
recordar por unos segundos todo lo ocurrido con mi primer hijo escrito y,
por lógica, hermano mayor de lo que ahora se disponen a leer.
Ha pasado ya mucho tiempo desde el día en que, cargado de ilusiones y de
sana ingenuidad, me planté en las dependencias de la Editorial Edaf para
proponer mis ideas a Sebastián Vázquez, la persona que, finalmente, apostó
por mí y por mi sana locura.
Hubo decenas, cientos de horas de conversación sosegada que se
convirtieron siempre en animada tertulia en vez de en pura discusión
comercial. Aquello me será muy difícil de olvidar. Y creo, aunque quizá
nunca se lo haya preguntado, que Sebastián, con muchos años de veteranía
en el difícil pero apasionante mundo de la edición, supo enseguida lo que yo
venía a venderle.
Aquel material, más etéreo que físico, no era tan solo un volumen grueso
con algunas historias y fotografías. Aquello era un concepto, un sentimiento,
una cruzada sobre la que yo rondaba errante desde hacía años y que, de
algún modo, quería inmortalizar en uno de los objetos más maravillosos que
pueden existir: un libro.
El espíritu del reportero, del periodista que lejos de la redacción se
santigua a sus «tótems» con forma de cámara fotográfica y viejo cuaderno de
notas, era algo que quería reivindicar con fuerza en un mundo a veces tan
falto de pasión. Algo en lo que yo creía y creo como medio para dignificar
todo un mundo que se escapa a nuestra comprensión y que está ahí, a la
vuelta de la esquina, sumergido en sucesos increíbles pero reales, en el
testimonio emocionado de un entrevistado al que se encuentra en el lugar en
el que ocurrieron los hechos, o discretamente oculto en las páginas de
sucesos de algún viejo rotativo.
El sentimiento de la búsqueda sin límite, del rastreo concienzudo que se
convierte en detectivesco, o la emoción por encontrar un nuevo dato,
transformado por arte de magia en un sólido peldaño que permite penetrar
un poco más en una historia, es algo que quería transmitir lo más fielmente
posible. Y eso, lo compruebo ahora sorprendentemente agradecido, ha
conectado con los lectores.
Sus cartas, sus mensajes de apoyo y sus sugerencias han sido como un
resorte fantástico por el que me he sentido unido a ellos.
Hacerles vivir lo que late dentro del periodista que persigue esos casos
«malditos» era uno de los grandes objetivos. Y ellos me han confirmado que
han recibido el mensaje.
Recuerdo ahora a aquella profesora de guardería que hizo que los niños
reflejaran con lápices de colores cómo veían ellos a los ovnis y sus supuestos
ocupantes, y me mandó en un cuaderno esas pequeñas joyas; recuerdo
también a un hombre que había vivido gran parte de su existencia en un
barrio chabolista y que a duras penas me escribía para hacerme saber de los
buenos ratos que le había brindado con mi libro. Y no me olvido tampoco
de aquellas religiosas que mandaron sus estampas para que las llevase
siempre cerca, en el coche, en la cámara o en lo que fuera, ya que, según la
cotidiana tertulia que mantenían sobre cada uno de los casos, habían llegado
a la conclusión de que corría mucho peligro en las investigaciones y tuvieron
a bien «echarme un capote». O de aquel ingeniero que había redescubierto
repentinamente su vocación, o la de esos chicos o chicas que habían
decidido matricularse en periodismo tras leer aquellas 344 páginas. Y cómo
dejar a un lado a todas esas buenas gentes que, en diferentes lugares y
provincias, fuese de noche o de día, se habían acercado, un tanto asustadas,
hasta los lugares del misterio con el Enigmas sin resolver debajo del brazo.
El casi centenar de cartas recibidas de jóvenes entusiastas, personas de
todas las profesiones, e incluso jubilados que recordaban antiguos lances con
el misterio, han sido para mí el mayor y más sincero de los premios. Todos
estaban agradecidos por poder saber más acerca de los enigmas españoles,
esos acerca de los cuales casi siempre cayó el manto del silencio y sobre los
qué se dejó de informar radicalmente. Querían y tenían derecho a saber qué
ocurrió en verdad, y por eso contribuían con sus notas, aclaraciones y
documentos. Ese era el segundo objetivo: crear una conexión veraz, un
trabajo de equipo que, sinceramente, en algunos momentos ha llegado a
emocionarme.
En un tiempo de Internet y de cómoda conexión vía satélite, donde
muchos colegas no levantan las posaderas del asiento ni aunque un suceso
haya ocurrido en la siguiente manzana, este tipo de reporterismo, el que
reclama la presencia de quien lo narra en el lugar de los hechos y con la
gente que lo ha vivido, quizá sea visto como algo quijotesco. Bendita
definición con la que, por supuesto, me siento identificado hasta la médula.
Porque este caminar tras el misterio tiene algo de caballero andante,
ciertamente. Pero afortunadamente uno no está solo, y las más de las veces la
mejor recompensa es el agrado sincero de quienes te leen y la profunda
satisfacción del deber cumplido al dejar sobre el tapete de la historia otro
suceso que no pudo ser resuelto y que estimula nuestra imaginación y
reflexión sobre lo que conocemos y lo que nos queda por conocer.
Sonrío habitualmente cuando veo tanta discusión y tertulia en las
televisiones, el medio que, indiscutiblemente, peor trata a los sucesos
misteriosos. Entre listillos que se disfrazan de periodistas, oscuros
iluminados y supuestos científicos engreídos e indocumentados que no dan
pie con bola, se genera un caldo de cultivo que es digno del peor cocinero.
No creo que ese sea el camino. No creo, humildemente, que estos sucesos,
donde intervinieron jueces, policías, ingenieros, médicos o verdaderos
científicos, sean siempre pasto de un bochornoso espectáculo en busca
desesperada de audiencias. Por fortuna, suelo desenchufar rápido. Y, por lo
general, para acto seguido coger los bártulos y lanzarme a la búsqueda de esa
realidad que parece que convive con nosotros y se manifiesta de las más
variadas formas.
El depósito del entusiasmo está lleno por una única razón; no hay
dobleces ni otros objetivos paralelos; mi búsqueda es real, ya que yo soy el
primero en querer saber qué pasa ahí fuera. Y para ello, como lo hago desde
que descubrí este fascinante mundo cuando tenía diez años, no ahorro en
esfuerzos, provisto de una gran carga de dudas y escepticismo, pero siempre
dispuesto a plantarme en el lugar donde haya surgido la noticia. Porque no
entiendo la crónica y el reporterismo sin ese condimento de vivir el suceso.
Esa es la búsqueda que me hace huir radicalmente de esos foros delirantes y
trabajar para mis lectores. Ellos son personas, lo he comprobado, que tienen
la cabeza muy bien amueblada y humildad suficiente para creer que se
pueden tratar estos enigmas de una forma seria y objetiva. Como lo hace un
periodista que ejerce su profesión y que busca simplemente porque desea
conocer más.
Enigmas sin resolver ha puesto las cartas sobre la mesa y ha mostrado lo
que se oculta tras los misterios españoles y también tras los misterios de
aquellos que los persiguen.
Advierto al profano de que el camino siempre está minado de
decepciones, pero también de rotundas alegrías. Poco antes de escribir estas
líneas, y tal y como leerán ustedes en el último capítulo, se produjo una de
ellas. Una nueva y clara luz, gracias a lo escrito y descubierto en esa obra,
despejó las tinieblas de la mentira que asfixiaba el célebre misterio de las
Caras de Bélmez. Las valientes confesiones de los implicados, a raíz de tener
conocimiento de lo que en el libro se expresaba, han dado lugar a la
confirmación de que en ese, como en tantos otros asuntos, alguien quiso que
la opinión pública no supiese la verdad.
Enigmas sin resolver 2 nace ahora con el firme compromiso de continuar
la labor, de dejar en el archivo del tiempo una serie de sucesos y aventuras
que probablemente también darán que hablar, y sobre los que se arrojarán
conclusiones de todo tipo.
Edaf y los lectores deseaban este nuevo reto. Y ya está aquí.
Por ellos, por su fidelidad y entusiasmo, me he puesto otra vez manos a la
obra y he desempolvado antiguos documentos perdidos, llenado el depósito
y viajado a lo largo y ancho de la piel de toro. Y en la faltriquera, ya que
quijotes somos, tras muchos kilómetros y no pocos sustos, casualidades y
sorpresas, me he traído trece historias. Trece desafíos a la lógica que son un
nuevo reto a nuestro conocimiento y a lo que sabemos de la realidad.
Todos ocurrieron en nuestro país, quizá muy cerca del lugar donde usted
está terminando de leer estas líneas, y muchos de ellos siguen retumbando
en mi mente, como el primer día en que los descubrí, haciéndome pasar aún
más de una noche en vela pensando en sus consecuencias. En la eterna duda
de intentar comprender por qué ocurren estas cosas, qué significado tienen y
qué nos quieren decir.
Espero, y ojalá se produzca de nuevo a través de esos mensajes y cartas,
que sean ustedes los que me confirmen que han sentido lo mismo en su
interior. Si eso ocurre, seré consciente de que se ha cumplido otro de los
objetivos con los que nace este proyecto.
Sea quien fuese, aquel hombre o mujer que hace unos cien años descubrió
dentro del archivo los partes de los tenebrosos sucesos ocurridos a
principios del siglo XVII tuvo a bien el volver a «sumergir» aquel material en
lo más profundo de la gran mole de papeles que se alzaba, húmeda y
enmohecida, hasta casi rozar con el techo. Un modo de esconder para la
posteridad unos hechos demasiado misteriosos y punzantes para la época. El
milagro de la casualidad y el buen hacer de las funcionarias consiguieron
que en estos últimos cien años no se extraviase ni uno solo de los
documentos del desangelado fondo de los archivos de Villafranca. Las obras
de «adecentamiento» del lugar comenzaron a principios del 99, y recién
iniciado el mes de abril ocurrió lo que quizá el destino había programado; el
manuscrito oficial se desperezaba de un letargo de casi cuatrocientos años.
Cuando lo tuve entre las manos, comprendí que allí se reflejaba un hecho
«maldito» que congregó a todas las fuerzas vivas de esta cuna de
conquistadores. Un descubrimiento asombroso que tenía por epicentro a
una niña de origen portugués de tan solo tres meses de edad, protagonista,
según rezaban los legajos, de un hablar imposible que fue certificado por los
más honorables hombres de la villa.
Pero la trama tenía un inicio. Un caballero inquieto, el licenciado José
Beltrán de Arnedo, escribía a Villafranca solicitando una más que curiosa
información.
Según rezaban las arrugadas hojas manuscritas, en la mañana del 9 de
octubre de 1617 llegaba una misiva de carácter urgente al pueblo...
En la villa de Villafranca, en nueve días de octubre, sus mercedes don
Mateo Vaca de Liria y Diego López Barragán, alcaldes ordinarios de esta
villa por su majestad, recibieron el pliego sellado que dice así: Por la
Reina Gobernadora. A la Justicia y Alcaldes Ordinarios de Villafranca.
Y habiéndose abierto el dicho pliego viene firmado por el señor
licenciado don José Beltrán de Arnedo, en el que por él manda se haga
información de que una niña de edad de tres meses y medio, hija de
padres portugueses estantes en esta villa, habló por el mes de septiembre
pasado ciertas palabras latinas. Y que se hiciese información de que por
el año pasado del sesenta y cinco se tocaran las campanas de la ermita de
Nuestra Señora de la Coronada.
La inesperada carta dirigida a los alcaldes inició lo que probablemente
fuera la primera investigación judicial de este tipo habida en España con
orden de hacer declarar a todos los implicados. El espeluznante suceso de un
bebé que comenzó a proferir frases en latín ante el espanto de varios testigos
presentes fue el que primero llamó la atención de los dos mandatarios. No
en vano habían pasado tan solo unos días del suceso y eran muchos los
testigos.
Reunido el pueblo entero en pleno extraordinario, se ponía en marcha la
maquinaria implacable de la investigación con el fin de arrojar luz sobre
estos oscuros sucesos. El diablo, según muchos, se había aparecido en el
cuerpo de una criatura.
Segmento del documento judicial en el que son legibles las palabras conteret, caput, tuum, pronunciadas
de modo inexplicable por Antonia Batista.
Campanadas a medianoche
Alguien agregó al insólito expediente de la «niña endemoniada» varias
hojas referentes a otro suceso que merecía estar condenado en aquel dossier
en el que con letras probablemente escritas en el siglo XIX se había plasmado
aquel epígrafe de «hechos sobrenaturales».
El segundo caso que engrosaba este insólito expediente judicial había
tenido lugar a pocos metros del vetusto edificio en el que yo releía la copia
paleográfica recién elaborada por las eficientes lingüistas y traductoras. Sin
pensarlo dos veces, tomé de nuevo las calles soleadas de la villa para ir
perdiéndome por los lugares donde se desarrolló la otra misteriosa historia
que tanto desvelo provocó en su época, intentando comprenderla desde el
mismo lugar de los hechos.
En la empinada travesía del Aceituno, y en la más ancha y despejada de la
Coronada, aún quedaban los edificios, como mudos testigos blanqueados de
aquella noche en que las campanas de la ermita repiquetearon solas ante la
sorpresa y el sobrecogimiento general. Caminando calle abajo eché mano de
la declaración ante el tribunal de José Alonso Lechón, alguacil mayor de la
villa, para «revivir» lo que allí mismo tuvo lugar, en un tiempo de
espadachines y duelos a la luz de la luna:
Yendo este testigo el día veintidós de agosto del pasado mil y seiscientos
y sesenta y cinco, a cosa de las once de la noche, poco más o menos, en
compañía de su merced don Álvaro Gutiérrez Blanco, alcalde ordinario
de la villa aquel año, llegando al final de la calle del Aceituno que salía al
egido de la ermita de Nuestra Señora de la Coronada, oyeron que una de
las campanas de dicha ermita dio una campanada, y dentro de poco
sonó otra campanada, y este testigo y su merced fueron a dicha ermita
que está extramuros de la villa. Yendo a dar a ella sonó otra campanada,
y habiendo todos juntos llegado vieron que las puertas que tiene estaban
cerradas y se comprobó que no había persona alguna en el interior de
ermita...
Observando aquella iglesia remozada con torres afiladas que rasgaban un
cielo impoluto y claro, imaginé la escena de aquella noche del 22 de agosto
de 1665. Según rezan las declaraciones juradas del vecino Juan de Zúñiga y
Ceballos, el escribano de la villa Juan Mateos, Beatriz Hernández, Leonor
López y el alguacil menor Álvaro González, todos penetraron en la
penumbra de la iglesia provistos de unas velas para intentar sorprender al
supuesto autor. Aquel tañir fantasmal volvió a producirse, claro y nítido, y
tras haber escrutado con paciencia y cierto temor órgano, sacristía y torre,
los allí presentes se cercioraron definitivamente de que nadie había podido
hacer sonar las campanas cuatro veces. Y el miedo los devoró vivos allí
dentro, rodeados de oscuridad y quizá acompañados de un bromista
invisible. Fue entonces cuando se personó en la plazuela una gran multitud y
comenzó a latir con fuerza la palabra «milagro».
Certificado de un milagro
Las decenas de declaraciones y el rango eclesiástico de algunas de ellas
dejaban pocas dudas en torno a la veracidad de los hechos allí plasmados
con letra enrevesada. Las propias archiveras, descubridoras y conservadoras
del misterioso legajo me confirmaron que no cabía duda, por el tratamiento
y profusión de identidades testimoniales, que aquellos sucesos no eran
leyendas o antiguas creencias, sino un denso expediente judicial con todas
las de la ley. En un acta elaborada años después, e incluida de modo
igualmente enigmático por el sujeto que en su día compiló toda esta
información «herética», se afirmaba que el incidente, certificado como
verdadero milagro de Nuestra Señora de la Coronada, había quedado
reflejado en una tabla con inscripciones latinas realizada para ensalzar
algunos prodigios de la venerada. Y sin perder un minuto me planté ante los
portones mientras la tarde iba cayendo en silencio.
Iglesia de la Coronada, a las afueras de Villafranca de los Barros (Badajoz). Extraños sucesos levantaron
a la población una noche de 1665.
María Magdalena Martinho, la niña brasileña que saltó a la fama por un extraño proceso de xenoglosia.
Con tres meses hablaba perfectamente para espanto del respetable.
Ocurrió en Zaragoza, cuando ya se marchitaba un convulso 1934. La
noticia obtuvo alcance mundial, pero una vez más fue aplastada por el
implacable martillo del silencio impuesto. Habían pasado más de sesenta
años, pero quizá merecía la pena regresar al lugar y poner manos a la obra.
Una historia tan dramática y misteriosa como la del «Duende de la calle
Gascón de Gotor» bien valía el esfuerzo.
Las sorpresas, aunque yo en ese momento aún no lo sabía, me aguardaban
a la vuelta de la esquina.
SEGUNDO DESAFÍO
E SCUCHAR UNA VOZ que proviene allí de donde no hay nadie es una de las
experiencias más traumáticas que se pueden vivir. La historia de los
fenómenos paranormales está repleta de sucesos donde las llamadas «voces
fantasmales» o, para los más técnicos, «efectos de paralitergia»,
amedrentaban, amenazaban o perseguían a quienes penetraban en
determinadas casas y estancias. Estos lamentos sin dueño, para algunos el
mismo principio activo que luego se graba en las llamadas psicofonías y que,
por algún motivo que no acertamos a comprender, se hace audible en
determinados momentos, generaron en la España de la Segunda República
una de las historias misteriosas más fascinantes y llenas de pruebas y
documentos que jamás han existido. La trama tuvo lugar en Zaragoza, en
pleno centro. Todo comenzó con una voz misteriosa que se presentaba
dentro de un inmueble del corazón de la ciudad. Y lo que, lógicamente,
debería ser una molesta broma, se fue convirtiendo, con los días y las
semanas, en uno de los grandes sucesos paranormales de toda la historia.
Calle Gascón, número 2, noviembre de 1934. Las gentes comienzan a agolparse ante el rumor de que el
edificio está encantado.
Pascuala Alcocer, víctima y para algunos culpable, señala el respiradero de humos por donde surgía la
desagradable voz del duende.
El gobernador Civil de Zaragoza, Otero Mirelis, el juez Pablo de Pablos y miembros de la Policía se
presentaban en el domicilio «encantado». Había comenzado la investigación policial de un enigma que
nadie podía resolver.
Los agentes montaron guardia en todos los pisos del inmueble, dispuestos
a hacer pagar caro al supuesto gracioso que para ellos se ocultaba detrás de
todo el asunto. Durante horas de silencio y expectación se vivió en calma
tensa. No se cocinaba, no se fregaba y no se hacía otra cosa más que
permanecer a la escucha en aquel edificio de Gascón de Gotor.
Anocheciendo volvió a ocurrir lo que todos estaban esperando…
Agentes de la Brigada de Investigación, flanqueados por la policía armada, pasando horas de vigilancia
en la cocina a la caza de la «voz».
El niño valiente
La nota oficial de aquella mañana volvió a sobrecoger a toda la ciudad. El
gobernador civil de la provincia, Otero Mirelis, escribía a España entera el
siguiente comunicado de carácter urgente:
Son ya muchos los días que se está tratando la cuestión del «duende»,
sin que se haya puesto la menor dificultad a la exposición de las más
variadas noticias y comentarios, que no han tenido otra virtualidad que
la de colocar a Zaragoza en un plan de actualidad, no sabemos si
beneficioso o perjudicial. Al objeto, pues, de evitar ridículos y situaciones
poco gratas, creo que será prudente y necesario SILENCIAR EL
ASUNTO hasta que la policía descubra al que, con sus espaciadas
monosilábicas frases, ha llegado a atraer la atención de país y tal vez
preocupar a algunas personas. Confío en que muy pronto hemos de
conocer al chusco y que así desaparecerá la infundada inquietud que este
hecho haya podido despertar, y por ello ruego a la prensa atienda mi
indicación.
Y el silencio se hizo, hermético e infranqueable. Pero una persona, gracias
a su amistad con uno de los doctores que procedía a examinar física y
psíquicamente a la criada Pascuala Alcocer, pudo saltar el cerco. El tozudo
reportero Andrés Ruiz Castillo seguía allí noche y día, incluso hasta cuando
sus compañeros de agencias y diarios se turnaban para descansar. Al final,
acompañando solapadamente a los forenses Manuel Rost y Jaime Penella,
logró entrar en el inmueble e informar desde el epicentro del misterio. Fue,
en definitiva, el único periodista que compartió horas y horas con la policía
y los técnicos, con los testigos del fenómeno y con la propia voz del
«duende». El único periodista que habló con aquel supuesto ente
sobrenatural.
Cuando me enteré de que el bueno de Andrés aún vivía removí Roma con
Santiago hasta localizarle. Su memoria veterana, a la que contemplaban
noventa y dos felices años, supo responder a todas mis dudas. Aquello me
pareció un pequeño milagro. Desde entonces nadie le había vuelto a
entrevistar. Y me sentí feliz como un niño cuando su voz de reportero
curtido en mil batallas comenzó a contarme lo que vio aquella jornada
inolvidable en la que dio su gran noticia:
Arturo Grijalba fue el niño que habló con el duende. Tras su breve diálogo la policía le intentó utilizar
para provocar la aparición del presunto ente sobrenatural.
Se cierra el telón
La investigación lenta y minuciosa en Zaragoza y en los archivos oficiales
de Madrid me fue permitiendo adentrarme, con la lentitud y la
incertidumbre del cuentagotas, en los entresijos de aquella investigación
policial repleta de sorpresas y sobresaltos. El juez del Distrito 3, don Luis
Fernando, fue quien tomó enérgicamente el asunto, ya harto de que durante
casi tres semanas nadie diera caza a un supuesto fantasma encerrado en una
hornilla. Para él, la situación pasaba de castaño oscuro. Al poco de su
«entrada» en el caso, los periódicos publican que «se aclara lo de Zaragoza»,
y muchos son, en la calle y en sus casas con el diario abierto ante las narices,
los que se barruntan ya lo peor: el caso pronto será cerrado por la fuerza.
A la criada Pascuala Alcocer, según pude averiguar, se la llevan
definitivamente a su pueblo de origen, como una exiliada a quien cargaron
con todas las culpas. Apoyándose en afirmaciones sin base científica alguna
como la del doctor Gimero Riera, el juez afirma que el caso, efectivamente,
se debe a «voces inconscientes» provocadas por la muchacha, presa de
ciertos rasgos muy profundos de histerismo. Pero no a todos convence esta
teoría que rápidamente ocupa portadas de los titulares de algunos diarios en
una sospechosa unanimidad. Para Andrés Ruiz Castillo «allí había gato
encerrado». ¿Cómo era posible que la voz se hubiese oído sin la criada en la
casa?
Y efectivamente estaba en lo cierto, pero aquello no fue tomado en cuenta
por las autoridades. La manzana, sitiada, excavada, incomunicada, no dejaba
lugar a la duda, el bromista, de serlo, debía hacer sus gracias desde un
mundo sobrenatural.
A los pocos días, con la casa sitiada y las autoridades angustiadas por el misterio, miles de personas
tomaban la calle Gascón de Gotor. La ciudad se había revolucionado con el misterio.
El misterio no ha muerto
Sesenta y cinco años justos. En el momento de escribir estas líneas
intentando «resucitar» todas las investigaciones que en su día dejé a medio
camino, me topé con una información que dio un vuelco a mi corazón.
Quienes me conocen a fondo saben de mi capacidad sin límite para
entusiasmarme con las nuevas pesquisas... pero aquello superaba todo lo
anterior. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Y, sobre todo, ¿por qué
había pasado de largo este rumor por todas las investigaciones realizadas a
lo largo del tiempo?
Fuera había llegado la tormenta. Y los rayos se vislumbraban a través de
las altas cristaleras rectangulares de la Biblioteca Nacional. Aquella tarde
creo que ya me había quedado solo en la sala «Jorge Juan», en el piso bajo,
removiendo recortes y antiguas notas. Creo que hasta el empleado que
pasaba su bloc de manera cansina se percató de la palidez de mi rostro. Allí
comprobé por diversas vías un rumor que en Zaragoza había anotado
apresuradamente.
En el rosario de entrevistas previas que mantuve en la capital maña
alguien me dijo que hubo una muerte extraña, aquella se ocultó con todo el
asunto del duende. Al parecer, los crudos acontecimientos políticos que
sacudieron al país en esa recta final de otoño del 34 relegaron la extraña
historia hasta que el público la fue olvidando. Como casi siempre ocurre.
Eso sí, ni judicial ni policialmente hubo un veredicto. Y las dudas se me
aferraron de nuevo al pecho. Busqué, repasé línea a línea y amargué la
plácida tarde al funcionario. Pero al final, ante mis manos, apareció la
confirmación de todas las sospechas: hubo una muerte rodeando al asunto
del duende.
Algunos someros datos, quizá intencionadamente descolgados del resto
de informaciones sobre «la voz», me parecieron de nuevo una pista de oro. Y
con ellos bien anotados busqué nuevas fuentes y contactos más
confidenciales. En unas pocas horas pude saber de una historia que, al
menos para mí, iba indisolublemente ligada a lo que ocurría en la calle de
Gascón de Gotor.
Casi tembloroso fui recomponiendo aquel puzzle para el que había
acudido a diversos documentos. Con un café bien cargado sobre la mesa del
ordenador intenté reconstruirlo todo. En la tarde del 25 de noviembre de
1934, en un viejo autobús de línea, llegó a Zaragoza una mujer llamada
Asunción Jiménez Álvarez, de cuarenta y ocho años y natural de un pueblo
de la misma provincia. Espiritista de vocación, asistió a una sesión ideada
con otros miembros de las mismas tendencias para poder comunicarse con
el «ente» que tenía trastornado a todo el país. Una reunión clandestina que
se llevó completamente en secreto en la calle de San Agustín, número 11
principal, para más datos.
Hacia las once de la noche, cuando la mujer dijo haber «contactado» con
el «bromista de otro mundo», le sobrevino un colapso que la dejó muerta al
instante, fulminantemente. El pánico, los gritos y los intentos de
reanimación se sucedieron sin éxito en aquel cuartucho oscuro. Los médicos
que llegaron minutos después se negaron a certificar la defunción,
esperando la llegada de la policía ante lo que consideraban un feo asunto
que debían de resolver las autoridades judiciales.
La prensa calló, y las autoridades también, pero esa mujer había muerto
de modo inexplicable. Y me imaginé unas brumas negras tapando la verdad
de esta historia. Miles de preguntas se apelotonaron en mí mente hasta casi
provocarme dolor. Aquello era suficiente para reabrir el caso, regresar... e
intentar saber la verdad. Una verdad que algunos quisieron sepultar, pero
que, con fuerza, emergió de su entierro prematuro.
En el magno exterior de la Biblioteca llovía a mares. La noche era muy
desapacible. Me refugié bajo las columnas sin un alma en los alrededores
¿qué le habría ocurrido a Asunción Jiménez? ¿Fue víctima de la caprichosa
casualidad?
Un rayo volvió a iluminar el centro de Madrid. El invierno ya estaba aquí.
Cuando corrí para bajar las interminables escaleras, noté un escalofrío desde
la cabeza a las rodillas. Un latigazo. En un acto reflejo había aparecido en mi
mente la última frase del «Duende de Zaragoza».
UN día ardió trigo verde, y al otro un caballo, y al otro una casa y poco
después una niña, María Martínez, y una mujer mayor que veía como esas
llamas azuladas subían por sus pies...
Cuando en el verano de 1945 una insólita lluvia de fuego se cebó con la
pobre y solitaria comarca almeriense de Laroya, algunos científicos, al leer
las notas de prensa, alzaron una ceja con mueca de asombro. Y no les faltaba
un ápice de razón. Los sucesos que acontecieron en la abrupta sierra de
Filabres, uno de los rincones más áridos de Andalucía, eran todo un reto al
conocimiento de la física. Unas extrañas luminarias azuladas rodeaban
enseres, casas e incluso personas y las hacían arder como si de teas recién
encendidas se tratara.
Cuando el miedo colectivo obligó a intervenir a las autoridades, los
científicos, desde Madrid y otros puntos de la Península, comprobaron que
el enigma no tenía una fácil solución ni se debía a un fenómeno natural
común. Varios miembros de la Guardia Civil habían visto aterrorizados
prenderse sus capas y uniformes por ese fuego invisible que surgía de la
nada.
A los pocos días, tras nuevos incendios en toda la comarca, una de las
comisiones oficiales más importantes enviadas jamás a la investigación de
un fenómeno insólito se topaba de bruces con el asunto. Después, el silencio
más absoluto se adueñó de la trama, a pesar de que las buenas y asustadas
gentes de Laroya siguieron viviendo en un infierno en el cual, en apenas un
mes, se habían producido más de trescientos incendios espontáneos. Y
algunos con una pesada carga de muerte y suicidio a su espalda.
Estuvieron unos pocos días y nunca se supo por qué aquellos científicos
huyeron del lugar y qué fue de sus informes. Hasta ahora. Y les aseguro que
las conclusiones y vivencias de aquellos técnicos son dignas de rescatarlas
para comprobar cómo tuvieron que huir ante la fuerza casi salvaje de aquel
enigma. Cuando llegué a Laroya, tras 54 años sin que ningún periodista o
investigador lo hiciera, los habitantes que vivieron en sus carnes aquel
enigma que podía matar y a los cuales nadie les explicó lo que pasaba, me
hicieron partícipe de secretos no revelados que me dejaron sin habla. Allí, en
aquel lejano tiempo de la posguerra, había ocurrido algo mucho más
extraño que no llegó a la opinión pública... como los objetos que surcaron el
cielo el primer día de los incendios y, sobre todo, el extraño ser «parecido a
un niño» que fue visto por muchos testigos flotando en el aire.
A partir de aquel instante comenzó el calvario...
Lugar de los hechos: Laroya, provincia de Almería.
Lugar de la investigación: Madrid, Granada, Almería, Laroya, Macael.
IV
El fuego maldito de Laroya
I NHÓSPITO. Así es el desierto por el que llevamos rodando 73 kilóme tros sin
atisbar un solo núcleo habitado. Las montañas de arena oscu ra, erosionadas
por el viento formando figuras perdidas en la nada, acompañan el paisaje
desde hace más de una hora. Por increíble que parezca, no hemos
abandonado nuestra Península. Estamos en el corazón profundo de la
provincia de Almería, donde solo el canto estridente de las chicharras nos
recibe al arrimar el coche en la cuneta. Al otro lado del teleobjetivo se dibuja
un paraje lunar donde los espinos se cimbrean con el viento ante la presencia
del alacrán errante. No hay nada más por estos valles, donde el sol «aprieta»
el termómetro hasta los 50 grados. Mi meta es Laroya, un pueblo pequeño,
remoto y escondido, donde hace 54 años ocurrió lo imposible.
En plena carretera, con la ayuda del divulgador y gran amigo Juan Vallejo,
despliego el mazo de periódicos añejos y me sumerjo en su lectura. En ellos,
con el color ya sepia del paso del calendario, se hacía crónica expectante y
nerviosa de los sucesos que asolaron la zona en el lejano mes de junio de
1945, cuando personas, animales y enseres fueron «atacados» por un fuego
que se producía instantáneamente y que parecía comportarse de forma
tenebrosamente inteligente. Fueron noticias que generaron miedo e
inquietud en una comunidad rural y aislada. Para desgracia de aquellas
gentes, ni la ciencia ni la Guardia Civil pudieron mitigar aquel fenómeno
que acabo destrozando cortijos enteros y provocando una alarma social
digna de los más grandes expedientes X españoles.
Apoyando aquellos papeles en el capó del todoterreno, ordeno las ideas y
trato de retroceder hasta el momento en el que empezó todo...
Colgadas de una barranquera, en los confines de la abrupta Sierra de Filabres, se esconden, hoy como
hace cincuenta años, las casas de Laroya.
El destacamento del cabo Santos, procedente del Cuartel de Purchena-Macael, interroga a una de las
mujeres que muestra la ropa de una niña que se ha envuelto en un fuego extraño que surgió de la nada.
Los tres perros de caza, flacos hasta la extenuación, nos dan cariñosa
bienvenida. Y a Ramón, humilde y afable, le da un arrebato de coquetería
cuando le hacemos una foto en el umbral de su puerta desvencijada.
—¡Pero dejad que me ponga algo para el ritrato! —nos dice sonriendo
ante la sorpresa de una visita al caer la tarde—. Por aquí casi nunca llega
nadie, ¿sabe usted?…
Ramón Rubio Domenech retratado en su casa perdida entre los montes. Fue uno de tantos que
observaron, la víspera del primer incendio, al «niño que volaba envuelto en fuego».
Tras hacerle comprender que no tiene que molestarse, que nos interesa
mejor al natural, desenfundo mi cámara y le tiro unas fotografías. Juro que
en aquel momento, con el buen hombre bajo el umbral oscuro y profundo
de la puerta, creí que el visor reflejaba una de esas imágenes de los topos
escondidos tras la Guerra Civil que tan bien dibujaron literariamente los
periodistas Manuel Leguineche y Jesús Torbado. Nos sentamos con él, junto
a un semiderruido murete de piedra y colocamos la grabadora a sus pies. Su
testimonio, claro y repleto de nostálgicos detalles, silba en aquel silencio
indescriptible, ante la mirada fija de los tres perros hambrientos:
Luis Sánchez fue el alcalde de Laroya: «Todos los científicos salieron de aquí asustados», confesó medio
siglo después de los hechos...
El triste final de la familia Martínez, guardeses del cortijo de Pitango, es tan solo recordado hoy por esta
lápida del cementerio de Macael.
CUARTO DESAFÍO
A BRÍ EL VIEJO LIBRO MÉDICO con sumo cuidado, como si intuyera que tras su
tapa adornada con un prodigioso grabado se escondía un misterio atrapado
en el polvo del tiempo. Bajé levemente la intensidad del flexo de mi
habitáculo 233 de la gran biblioteca y me arrimé aún más a la mesa. El
«lamento» del suelo de madera rozando con la pata de la silla se escuchó en
toda la sala. Algunas miradas inquisidoras las sentí en el cogote. Segundos
después llegó de nuevo el silencio a aquella penumbra familiar. La carta
manuscrita, enviada por el cirujano Ambroise Paré a otro colega suyo
parisino iba lacrada como urgente y decía así:
Chieri, Turín, 17 de enero de 1578, ocho de la noche:
Fue un parto difícil. La campesina tuvo una hemorragia brutal que
mantuvo ocupada a la comadrona con varias toallas blancas intentando
detenerla. A un lado de la cama alojaron al niño, envuelto en la placenta
y cuyos rasgos se ocultaban en un ovillo de sangre. Al caer el agua tibia
de la palangana sobre él, un grito de horror se hizo unánime en aquella
desvencijada habitación. De la cabeza de aquel monstruo salían cinco
cuernos parecidos a los de un carnero, colocados unos contra otros en la
parte alta de la frente, y por detrás un largo fragmento de carne que
colgaba a lo largo de la espalda, a la manera de un caperuzón para
señoritas. Tenía alrededor del cuello una pieza de piel doble colocada a la
manera de camisa completamente lisa, las puntas de los dedos
semejantes a las garras de un ave de rapiña, y las rodillas en las corvas.
Su pie y pierna derechos eran de un rojo vivísimo y el cuerpo de un tono
gris ahumado. La criatura lanzó un gritó penetrante que espantó a todos
los presentes y los hizo abandonar la casa. Después se mandaron a varias
personas y guardias en su busca, pero aquel ente ya no estaba y jamás ha
vuelto a ser visto.
Cómo había llegado hasta aquellos textos era, en sí, un pequeño misterio.
Horas antes de esa breve lectura que tanto me impresionó, me encontraba en
otra dependencia vigilada por serios funcionarios, más luminosa y
concurrida. Buscaba una información antigua, pero no tanto como para
retornar al siglo XVI. Me explicaré. Al teclear en el catálogo central
informático, interesado en realidad por otras cuestiones alejadas por
completo de este mundo de la medicina y sus enigmas, la pantalla del
sistema ARIADNA parpadeó un título que aún no sé qué demonios pintaba
allí. Luego, el tiempo y la investigación me demostraron, efectivamente, que
la carambola tenía mucho más sentido del que yo le otorgaba.
En los libros que el cerebro electrónico me había seleccionado bajo los
parámetros «Ovnis-Andalucía» aparecía, inexplicablemente, la obra del
cirujano francés Des monstres et prodiges. Volví a teclear mi petición y
emergió aquella misma ficha. Me resigné. Era como si un error del
ordenador me pusiera en bandeja otra nueva aventura. El título, lo
reconozco, me atrajo como un flechazo. Y lo sentí por las pesquisas sobre
nuevos avistamientos ovnis en las tierras del sur, que tendrían que esperar de
nuevo. Aquello no era rabiosa actualidad, pero mordí el anzuelo de una
manera visceral. Ese mundo, el de los monstruos humanos, me pareció
oscuro y fascinante, lleno de misterios jamás horadados y marginado dentro
de la propia ciencia. Paré, creador de aquella asignatura maldita de la
anatomía, nacido en Laval en el año de 1509 y muerto ocho décadas
después, se me reveló en aquellos escritos como un auténtico genio, como
un inesperado descubrimiento. Como la puerta de entrada hacia otra
investigación que jamás en mi vida iba a olvidar.
Ambroise Paré, cirujano adelantado a su tiempo que se sumergió en el hasta entonces prohibido universo
de los monstruos humanos. A lo largo de toda su vida catalogó cientos de casos extraordinarios.
Un cíclope español que llegó a vivir en los años veinte y que pertenecía a la misteriosa colección médica
que acabó en paradero desconocido.
QUINTO DESAFÍO
Fotografía obtenida a través del telescopio instalado en Arcas Reales de aquel prodigio volador metálico
que, según fuentes oficiales, fue avistado por trescientas mil personas en las provincias de Valladolid y
Palencia.
El 7 de mayo de 1970, al tiempo que el padre Requejo observaba el fenómeno desde la Ría de Vigo, el
interventor bancario Matías Álvarez lograba filmar el presunto ovni que, según los técnicos efectuados, se
situaba a 20.000 metros de altitud y tenía un superficie de trescientos metros.
Algo, una imagen borrosa pero grabada con firmeza en mi mente me hizo
saltar como un resorte al escuchar aquella fecha. El 7 de mayo de aquel año,
sobre las nueve de la tarde, el interventor bancario Matías Álvarez García
lograba filmar por espacio de algunos minutos el «morro» de este aparato
vislumbrado desde varias poblaciones viguesas. El meteorólogo Oscar Rey
Brea se apresuró a realizar diferentes cálculos matemáticos que acabaron
arrojando un sorprendente veredicto: aquel artefacto metálico estaba a unos
20.000 metros de altura y tenía una superficie de más de trescientos metros
cuadrados. Un documento que ni el propio Padre Requejo conocía y que le
daba a su historia, si cabe, un nuevo espaldarazo de inquietante
credibilidad...
—¿ Así que tuvo la fortuna de volver a verlos?
—Bueno, si le soy sincero, he de confesarle que el interés había ido
creciendo y por el año 1982, que es cuando esto ocurrió, formaba parte de
un grupo de familiares, compañeros y amigos que mantuvimos un
«contacto» con estos presuntos tripulantes de los ovnis.
Me quedé mudo. El leve sonido del motor de la grabadora se hizo
inmenso ante aquel silencio. Sin darme tiempo a preguntar, el sacerdote
continuó profundizando en una experiencia que, viniendo de un hombre
con alzacuellos, se revelaba como algo periodísticamente sensacional…
—Fue el primero de mayo de 1982, por la noche. Habíamos recibido una
«confirmación» desde hacía seis meses, en noviembre del 81. Ya entonces
nos dijeron la fecha y el lugar donde se iban a aparecer. Y bueno, imagínate,
nos fuimos para el pueblecito de Mugardos, en las cercanías de Ferrol, y allí
esperamos pacientemente la hora convenida...
—¿«Confirmación» dice? ¿Qué clase de «medio» utilizaban para ese
contacto?
—Utilizamos la telepatía y canalizábamos una información. No había
apenas diálogo. Total, que estos presuntos seres nos confirmaron que
aparecerían sobre ese punto y que procedían, concretamente de Ganimedes.
Eran pasadas las dos de la madrugada cuando, desde una playita próxima al
Castillo de San Felipe, pudimos observar, las dieciséis personas que allí
estábamos, cómo una formación de doce objetos luminosos en posición
triangular se colocaba justo en nuestra vertical y, en pleno silencio, se
dividían unos en dirección sudoeste y otros al noroeste. Fue increíble...
—¿Doce ovnis sobre sus cabezas?...
—Efectivamente, como lo oyes. Y lo más increíble es que al día siguiente
el periódico El Comerial de Gijón confirmaba que un profesor de la
Universidad Laboral, en compañía de una decena de alumnos, lograron
observar esos objetos volando a gran velocidad...
—¿Y desde entonces tiene el absoluto convencimiento de que aquello eran
artefactos tripulados por seres ajenos a la Tierra?
—Totalmente. El contacto, o el intercambio de información, llámalo como
quieras, continuó durante algún tiempo. Ellos nos hablaban de la extrañeza
que le provocaban algunos edificios de piedra, como las catedrales..., y de la
sabana africana... un lugar desconocido para esta gente.
—¿Y cómo se describían «ellos» físicamente? —volví a inquirir a mi
interlocutor, alucinado con el rumbo que tomaba poco a poco la entrevista.
—Eran habitantes de un planeta frío como Ganimedes, de considerable
estatura y cabellera rubia o albina. Y los ojos achinados, o al menos eso
afirmaban «ellos».
Con aquellas frases, tan explosivas, creo, como las que en su día anunció
al país el párroco López Guerrero, di por finalizada la entrevista. O más que
entrevista, la sabrosa charla mantenida con aquel hombre, vanguardista para
algunos y estoy seguro que a partir de ahora demonizado por otros más
cercanos a la visión ortodoxa de la vida. Al salir de aquel lugar, el padre
Requejo me quiso dar un último mensaje. Con gesto de convencimiento y
palabra firme me aseguró que «algo increíble estaba a punto de suceder»:
luego se despidió de mí sonriendo.
Y confiando en ello, en que de una vez por todas algo sensacional y que
barra las inmensas dudas de este reportero ocurra de una vez con los ovnis
como protagonistas, regresé a las carreteras.
La lista de sacerdotes que se toparon frente a frente con los ovnis y que
cambiaron su modo de pensar y actuar tras su encuentro no es ni mucho
menos corta. La visión nítida de una flotilla de naves desde la iglesia de
Arrieta, en Llodio, con el sacerdote Ignacio Mendieta como espectador de
excepción, las aventuras de los párrocos de Sabando (Álava) o Peñafiel
(Palencia), perseguidos en pleno campo por una «medialuna anaranjada», o
el insólito encuentro del cura Isaac Gutiérrez en 1907, en la pedanía
cacereña de Ladrillar viéndoselas cara a cara con un pequeño humanoide
negruzco, son tan solo unas cuantas historias de hombres del clero que
tuvieron algo excepcional y quizá «milagroso» a tan solo unos pasos. A
partir de entonces ya nada fue igual para ellos. Con distinta fortuna
emprendieron su particular cruzada «en el nombre de los ovnis». Una
misión dura e incomprendida, cuyo único motor y guía es la inquebrantable
fe en esos otros hermanos que, según ellos, adoran al mismo Dios, pero
viven más allá de las estrellas.
SEXTO DESAFÍO
2 El caso, al que se referirá Antonio Felices en este y otros pasajes de la entrevista, ocurrió en
Tordesillas (Valladolid), en octubre de 1977. Era algo que se mantuvo en el umbral de las leyendas o
rumores sin fundamento hasta que el autor encontró al protagonista de los hechos y realizó un
reportaje previo en la revista Enigmas (junio 1998). En dicha población vallisoletana, un muchacho de
siete años fue alcanzado por un fino halo luminoso proveniente de un supuesto ovni aterrizado ante
casi dos docenas de testigos. Tras el impacto, el infortunado tuvo que ser intervenido hasta en 14
ocasiones, algunas de ellas en coma profundo, por una serie de dolencias craneales y valvulares. La
investigación de este asunto, con documentos, fotografías y expedientes médicos se publica en
Enigmas sin resolver.
3 Oficialmente, los ufólogos consideran el inicio de la era moderna de los ovnis el 24 de junio de 1947,
en el preciso instante en el que un aviador civil llamado Keneth Arnold observa nueve discos volantes
sobrevolando el Mount Rainer, en Estados Unidos. En España no se tendrán noticias de interés acerca
de los platillos volantes (término popular que se inicia con la experiencia de Arnold) hasta bien
entrado el año 1950, cuando la prensa regional hace un hueco entre sus informaciones a las constantes
noticias de apariciones de extraños «discos y bolas de fuego voladoras» que sobrevuelan algunos
pueblos y ciudades. Anteriormente el desconocimiento respecto al tema era absoluto, y a pesar de que
el autor ha recogido noticias desde principios del siglo pasado en la prensa nacional, estos casos eran
interpretados siempre como «misterios celestes» extraordinarios a los que se esperaba la ciencia diese
una explicación en el futuro.
4 La línea BAVIC es una terminología creada por el investigador y científico francés Aimé Michel en
plenos años cincuenta, cuando realizó una serie de trazos rectos sobre la ruta que va de Bayona a
Vichi. Sobre esta «autopista de los ovnis» observó y estudió la cantidad y calidad de observaciones.
Después, otros investigadores, como Jaques Vallé y los españoles Eduardo Buelta o Antonio Ribera,
tomaron la fórmula e intentaron establecer una serie de «rutas maestras» que se convirtieron, en
aquellas primeras décadas de suposiciones e investigación, en todo un argumento para intentar
demostrar que los objetos voladores no identificados tenían casi siempre un punto de entrada y salida
dentro de «pasadizos aéreos» muy determinados.
5 Desde 1966 una serie de personas afincadas en dichas ciudades fueron recibiendo largos y tediosos
mensajes con presunto alto contenido científico. En ellos se explicaba cómo era la vida en el astro frío
Ummo, situado, según los mensajeros, a 14,6 años luz de nuestro mundo. Al final, este asunto,
aderezado con huellas falsas y fotografías trucadas que alarmaron a la opinión pública madrileña,
resultó ser uno de los grandes fraudes de la ufología española.
3 El caso ocurrió en el pueblo de Matapozuelos, a unos 11 kilómetros de Medina del Campo. El testigo
fue un muchacho de catorce años llamado Fidel Hernández Rollá. La investigación de estos sucesos se
incluye en la obra del autor Enigmas sin resolver.
VII
El niño embrujado de La Seca
José Amalio de Rojo, el «Niño embrujado de La Seca», fotografiado en el Hospital por Garrote y Martín
Semprún.
A partir de entonces al secreto médico le sucede el secreto sumarial. Y ya
nadie volverá a pronunciarse al respecto. En La Seca, a unos treinta
kilómetros de la capital, no son amigos del escándalo, y entre los viñedos
llanos pronto cae de nuevo el manto del mutismo. Cirujanos que intervienen
en la primera operación, como el doctor Fernández de Las Heras, no pueden
dar crédito a lo que ven en aquel cuerpo. Lo incrustado de las agujas,
algunas de 11 centímetros, obligan a distintas y arriesgadas intervenciones.
En Valladolid, en las tertulias de media tarde, se suceden nuevas preguntas,
¿sadismo?, ¿magia negra?, ¿psicosis?, y se bautiza al infortunado bebé como
«niño milagro». Desde el punto de vista puramente científico, que siga vivo
es inexplicable.
Milagro médico
Otro despacho frío e impersonal, esta vez más recogido, en el edificio de
los juzgados. En silencio, Manuel Maraver, director del Instituto Anatómico
Forense, el hombre que llevó las investigaciones en 1972, osculta de arriba
abajo las imágenes de las radiografías que le extiendo para que refresque la
memoria. Se mesa la blanca barba rala y tarda un poco en romper su
mutismo:
—Esto causó aquí un gran revuelo —se levanta y señala una de las
fotografías en las que se ven algunas agujas totalmente insertas dentro del
cráneo de José Amalio—, ya que nunca habíamos presenciado un acto
semejante. Las agujas de metal estaban incrustadas en plena masa encefálica.
Yo mismo realicé el último análisis del estado del niño, cuando acabaron
aquellas complicadas operaciones. Esto, he de confesártelo, enseguida lo
interpreté como algún tipo de acción brujeril consciente, realizado por una
persona esquizoide, que perseguía algún motivo con este acto horrible.
—A un profano como yo le parece increíble que alguien pueda vivir con
esos trozos de metal atravesando el cerebro —le comento al doctor—. ¿No es
eso algo mortal de necesidad?
Radiografías de un milagro médico. Las agujas penetraban en los órganos vitales y atravesaban el cerebro
casi por completo.
La Seca es hoy un pueblo tranquilo, perdido en las planicies de Valladolid, donde la gente no quiere
recordar.
Sumario 49/71
De nuevo me veía en uno de los trances que más desagradables me
resultan. La investigación in situ en el mundo judicial. Me siento como un
bulto sospechoso, como alguien observado con celo, desconfianza en cada
paso y a cada pregunta. A la entrada de los archivos de la Audiencia de
Valladolid, un «simpático» funcionario me recibió con la siguiente frase:
¿Así que tú quieres ver una sentencia de un sumario de hace treinta años sin
ser parte ni tú, ni la madre que parió? ¡Cómo sois los periodistas! Poco
después la carcajada en compañía de los colegas. Miré con desagrado su
suficiencia, y me encorajiné en silencio, desapareciendo de inmediato del
lugar. Pero el buen empleado no conocía mi tozudez. Quizá, si algún día lee
estas líneas, sabrá que le hice poco caso.
La prensa informó durante semanas de la suerte del muchacho, luego todo se fue olvidando y la sentencia
no se hizo pública.
A la media hora de esta bella y común escena de apoyo a la investigación
deambulaba sin rumbo por aquellos pasillos inmensos con moquetas rojas y
bellos tapices. ¿Iba a abandonar la empresa? Evidentemente, no. Al final de
una de esas largas avenidas de puertas y cargos, entablé casual conversación
con un bedel de aspecto despistado y, para colmo, nuevo. Como quien no
quiere la cosa, le conté veladamente mis intenciones.
Se quedó en silencio… y luego sonrió:
—¡Si yo conozco ese caso! ¡Lo escuché cuando era muy joven!
Había habido suerte.
Tras varias súplicas, y escondiéndome disimuladamente intentando evitar
que el simpático funcionario que previamente me había mandado a la calle
no bajase por las escaleras, puntual como a buen seguro sería para ir a
almorzar, conseguí una cita con el secretario. El hombre, amable pero de
gesto serio, que me encerró en un despacho.
—¿Sabe usted el número del sumario? —me preguntó bajo las banderas
oficiales que adornaban la estancia.
Acto seguido le pasé los dígitos que aparecían en los documentos de
Medina del Campo. Hizo varias llamadas y, tras colgar el auricular, me dio
una buena noticia: los documentos no habían sido destruidos, pero la única
forma de acceder a su información, confidencial a todas luces, era hablando
directamente con el presidente de la Audiencia.
—No sé si querrá recibirle, está muy atareado…
—Usted dígale que estoy aquí…
Se marchó y tras diez minutos regresó con una pregunta en los labios…
En Ortona, Italia, ocurrió anteriormente un suceso similar que allí se relacionó con un ritual para
otorgar fuerza y vitalidad a un ser enfermo en detrimento del cuerpo al que se le clavaban las agujas. En
este caso fueron más de doscientas.
—El señor presidente quiere saber una cosa muy importante: ¿Es usted
periodista?
Y una duda enorme se apoderó de mí. A buen seguro, si afirmaba mi
condición, saldría de allí en cuestión de segundos, lógicamente. Pero algo
traicionó a la lógica.
—Sí, soy periodista.
El secretario sonrió…
—Entonces usted puede pasar.
Pasé al gran despacho del presidente de la Sala Segunda de la Audiencia
de Valladolid algo confundido. Era otra de esas casualidades difíciles de que
ocurran dentro de un lugar como este.
—Lo he recibido porque es usted periodista. Mi padre fue periodista,
¿sabe? Y yo admiro la tenacidad de algunos de ustedes. Si está aquí solo,
viniendo de Madrid, persiguiendo algo ocurrido hace tanto tiempo, merece
toda mi atención. Aunque es un caso oscuro y delicado por el que me
pregunta.
Don Jesús Saiz por fortuna no se parecía en nada a algunos empleados de
gesto avinagrado. Hijo de la profesión, comprendió con gesto amable y
desde el primer momento mis ansias por saber qué pasó con aquel extraño
asunto. «De verdad que este sumario es tétrico» —me dijo ante el legajo
49/71 referido a la sentencia e investigaciones realizadas en su día. Afirmé
rotundamente, y él, sentado en aquel impresionante recinto, prosiguió
leyendo hasta llegar a la sentencia:
Sentencia del Juzgado 1 de Medina del Campo:
9 Julio de 1973: Se absuelve de los hechos condenatorios de lesiones físicas
graves, a la acusada, Verónica Jorge, por considerarla afectada de enajenación
mental, gracias al eximente 1 del artículo 8, a ser ingresada en centro
psiquiátrico de Valladolid hasta que no esté totalmente curada de los hechos
declarados probados.
Del centro psiquiátrico no podrá salir sin autorización de este Tribunal.
—¿Y se sabe que ocurrió después? —pregunté mientras tomaba nota a
toda prisa…
—Sí —continúa leyendo—: El 24 de diciembre de 1973 se produce el cese de
la medida de internamiento anteriormente descrita y el 27 de diciembre de
1973 se le da el alta a la acusada. Así acabó este extraño asunto…
A pesar de que en la España de 1971 esto no podía ocurrir oficialmente,
allí estaban los hechos. Tras valorar toda la documentación se desprende que
nadie supo a ciencia cierta por qué aquella madre actuó de semejante forma
con su hijo más débil, pero todas las teorías inducen a pensar directamente
en un ritual de magia negra al más alto nivel que, por un «error», trascendió
al ámbito de una medicina que se fascinó inmediatamente por unas lesiones
que parecían hechas con la precisión milimétrica del mejor cirujano del
mundo. Pero no, aquellas manos eran marginales e incultas, tan solo
instruidas en poderes y conocimientos oscuros que escapan a cualquier
lógica y que eran capaces de engendrar un cuerpo apuñalado en vida por
agujas de hacer ganchillo.
El objetivo estaba cumplido. Como periodista había obtenido toda la
documentación secreta, desde la sumarial hasta las radiografías, que eran el
vértice de un caso incomprensible, que nos llevaba a mundos ancestrales y
sobrecogedores.
La imagen de ese pequeño e indefenso cuerpo víctima de la brujería, al
regresar ya de madrugada hacia Madrid, me producía el nada disimulado
escalofrío de comprobar hasta dónde puede llegar la mente humana en su
maldad. Con la voz de Paco Ibáñez acompañándome al atravesar la llanura
recordé aquella frase que me impactó tanto la primera vez que la escuché y
que decía que «el hombre es un lobo para el hombre». Esta historia en la que
acababa de adentrarme, sin lugar a dudas, era una muestra.
SÉPTIMO DESAFÍO
Iker Jiménez coordinando un programa de televisión justo en la entrada de la finca «La Quéjola», lugar
donde casi todos los testigos han visto surgir la luz.
«Aquello era como el ómnibus ese que dice, haciendo un ruido y bajando
casi hasta el suelo.»
Los ojos se me quedaban como platos y mi cara debía ser un poema.
¡Habíamos llegado una hora tarde a la cita con los ovnis! En aquel momento
me pareció una anécdota de tremenda crueldad. Por fortuna, las nuevas
pistas en aquella comarca nos quitaron el mal sabor de boca. Yo escribía
líneas y líneas en mi cuaderno de campo dentro de aquel territorio virgen,
donde «los forasteros» jamás habían llegado interesándose por estas «cosas
raras de los cielos». De mi memoria no se iba la imagen de la «Bicha de
Balazote» ni por un momento. Ni aquella mirada de piedra que desde niño
me había causado temor. Algo, quizá a un nivel profundamente intuitivo,
relacionaba esculturas y luces sin que aún sepa bien por qué. Aunque sigo
pensando igual. Más aún cuando en el pequeño y casi desierto ayuntamiento
de San Pedro nos topamos de frente, en plenas escaleras, con un funcionario
alto, de aspecto desgarbado y amabilidad a flor de piel. Ubaldo Fernández
dijo una frase que yo nunca he podido olvidar, y que siempre, a cada regreso
a esta tierra árida y solitaria, le recuerdo con simpatía:
«Sí, es cierto. Desde hace muchos, muchos años, las gentes ven un
fenómeno raro, muy curioso. No sé si es por lo que preguntan ustedes, pero
aquí es de lo que siempre se ha hablado. Gentes de toda condición, sobre
todo los que faenan en el campo, se han referido a encuentros con una bola
luminosa pequeña, como un candil que los persigue y que sale junto a la
carretera, en una finca llamada La Quéjola, para luego recorrer gran parte de
la comarca.»
Yacimientos funerarios iberos de La Quéjola, epicentro de las apariciones de «La Luz del Pardal».
—¿Se sigue viendo esa luz? —le pregunté mientras descendíamos hacia un
exterior donde el sol de la tarde azotaba de nuevo.
—Claro. Los lugareños la llaman «La Luz del Pardal».
Sentí que eso sí era lo que andaba buscando, aunque nunca antes hubiese
escuchado pronunciar aquel nombre tan sonoro y legendario.
—¿Y aparece más frecuentemente en alguna fecha concreta?
—Desde siempre se habla de la noche de difuntos. Muchos la han visto
entonces. Pero, en general, en todo el periodo de final de otoño e inicio del
invierno. En esos meses de inicio de los fríos y las heladas es cuando se ve.
La gente, de algún modo, ha relacionado el asunto con el tema de los
difuntos —me volvió a responder Ubaldo.
Efectivamente, la leyenda popular afirmaba que en los meses de
noviembre y diciembre aquella esfera errante bajaba desde los campos de
arbusto bajo y enfilaba un camino flanqueado por almendros. Luego,
cruzando el camino o persiguiendo muy de cerca a quien por allí anduviese,
mostraba en pleno silencio su desconcertante naturaleza. Desde hacía más
de cincuenta años las buenas gentes de estos pueblos cercanos a La Quéjola
hablaban de la «luz de difuntos», como si fuesen las almas penitentes y
desconsoladas que no hubieran encontrado la paz, las que de ese modo se
manifestasen año tras año con su lamento en forma de lamparilla.
El misterio, para los convecinos, no tenía relación con el cosmos, sino con
algo mucho más trascendente y tenebroso.
Casi tanto como la entradilla que Jiménez del Oso hacía guarecido con
gruesa cazadora negra mientras la noche se cernía sobre la carretera. Llovía
tanto que me coloqué debajo de la furgoneta. Las dos luces puestas en
posición de «largas» iluminaban la escena, reflectando la silueta del cartel de
piedra que anuncia la entrada en terrenos de La Quéjola. Estábamos en
pleno invierno, en el epicentro del misterio. Pepe Añón, el cámara, me
indicó silencio con el dedo. Se comenzó a rodar...
Puede que esta misma noche, o cualquier otra noche, rodando por esta
carretera comarcal de la provincia de Albacete, usted tenga un encuentro con
ella. Con lo insólito e inexplicable. Centenares de personas ya la han descrito
de la misma forma, y con su mismo misterio, acercándose hasta ellos como
ingrata y silenciosa compañía. Aquí todos la llaman “La Luz del Pardal”...
Sargento José Sánchez Acosta: «Aquello lo vi muy, muy cerca... era una gran esfera de luz como con tres
aspas o cruces...»
Í
OCTAVO DESAFÍO
1 Curiosamente, al ir rematando estas líneas, España entera se sobrecogía expectante ante la lluvia de
«aerolitos de hielo» que, como nunca antes en la historia reciente, parecía haberse cebado
caprichosamente con nuestra Península. Toda una oleada de precipitaciones de hielo de hasta tres
kilos y medio que comenzó el 10 de enero en el pueblo sevillano de Tocina con el incidente más
extraño de todos, cuando una voluminosa roca de hielo se incrustaba a velocidad endiablada sobre el
capó de un coche aparcado en la calle. Un día después, en un polígono industrial de Valencia, un
«aerohielito» semejante rompía el techo de una de las naves y, ante el espanto de los empleados,
impactaba estruendosamente contra el suelo. En apenas diez días la Guardia Civil, que se encargó de
ir recogiendo cada muestra, realizó más de un centenar de «operaciones especiales». A finales del mes
de enero, el CSIC, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, aseguraba mediante su portavoz y
encargado de las investigaciones, Jesús Martínez Frías, como todo era un misterio, desde la
composición hasta la dinámica de caída, y como las habladurías y sentencias de algunos pretendidos
científicos que achacaban todo a una broma hispánica no tenían razón de ser. Desde entonces, y aún
sin descifrarse el misterio, las caídas de hielo han dividido completamente a los diversos sectores
científicos españoles en una polémica que aún retumba.
Las últimas noticias al respecto, ofrecidas por la periodista de Enigmas, Carmen Porter, señalaban la
aparición en febrero de nuevos casos en Italia y en Estados Unidos, donde varias personas incluso
fueron heridas por estas anómalas precipitaciones.
IX
Encuentros con el absurdo
—En un principio pensé que era una manta, ¡una manta volando llevada
por el viento! Me extrañó que fuese tan alta, como a unos dos metros del
suelo y por pleno centro de la carretera. Hice un cruce de cortas y largas y
aminoré un poco la marcha, metí tercera y me acerqué al parabrisas...
—Aquello no era un manta...
—Aquello —prosigue con un tono cada vez más angustiado— era un
hombre. En unos segundos pensé en una medusa, en una bolsa de basura
revoloteando por el viento, pero era alguien con brazos, con un cuerpo
absolutamente humano. ¡Eso se lo puedo jurar por mis hijos! Yo no supe qué
hacer, me quedé bloqueado por completo, compréndalo... aquello avanzaba
moviendo los brazos muy lentamente, como si estuviese nadando en el aire.
Poco a poco fue yéndose a la derecha y bajando con el pecho y las piernas en
paralelo al suelo.
José Saiz se queda mirando al cielo, luego baja su vista y se concentra en el
sector de terreno donde el ser descendió como un ave desconocida y
delirante...
—Se me encogió el alma... y sentí verdadero miedo. Verdadero pánico.
Allí no había nadie en kilómetros a la redonda, y delante del «chorro» de luz
de los faros había ido pasando un «tío» alto con una túnica o algo parecido
como vestimenta. Cayó justo aquí. Me eché instintivamente hacia la
ventanilla y entonces vi su cara, desplazándose como a saltos, de perfil, un
rostro pálido y muy largo, con la barbilla deformada. Aquello no se me
olvidará nunca... el ser había descendido y estaba recorriendo varios metros,
con grandes zancadas, como hace un buitre o un ave de gran tamaño
cuando cae al suelo. Era el mismo movimiento... exactamente el mismo.
—¿Y el «hombre de la túnica» quedó allí estático?
—Sí. Se incorporó al tiempo que yo avanzaba con el R-4. Fueron unos
segundos eternos, interminables. Un poco antes de pasar junto a él me fijé
perfectamente en su cara y en sus extremidades. Y no me cabía duda, era un
hombre allí, en medio de la oscuridad...
Noto cómo a José se le erizan los cabellos de los brazos. Le invito a que
prosiga y a que me describa el físico de aquel extraño humanoide...
—Era espantoso. La cara era alargada, muy blanca y huesuda, como la de
un cadáver. Lo que me sorprendió es que todo su cuerpo, incluso el rostro,
estaba iluminado de forma tenue, como con tres franjas que recorrían todo
de arriba abajo. Destellaba un color azulado y rojizo. El pelo, largo y lacio a
modo de melena, casi blanco y cayendo por los hombros. La túnica le
llegaba casi hasta los pies, parecía gruesa, y las manos y los pies eran largos y
muy huesudos, con una palidez como la del rostro. Superaría los dos metros
de altura, y en la frente llevaba algo que también relucía, como una diadema.
—¿Le dio tiempo a observar si le miraba?
—Eso fue lo que más me impresionó. Tenga en cuenta que yo subía esta
rampa y las luces daban en todo el arcén durante por lo menos veinte o
treinta segundos. Se me quedaron cosas muy grabadas, pero la que más fue
la mirada de aquel hombre... Era una mirada triste, que transmitía tristeza a
la vez que miedo, era una especie de resignación, algo inexplicable y que me
hiela nada más pensarlo. Lo que me espantó fue cuando, justo al pasar en
paralelo a él, noté cómo aquella mole se agachaba en un movimiento muy
brusco, como mecánico. Se agachaba y con su cara se acercaba hasta la
ventanilla. En ese momento, se lo puedo jurar por mi vida, sentí lo que era el
miedo.
—¿El coche le seguía respondiendo perfectamente en aquel momento?
—No tenía fuerza. Eso me angustiaba aún más. Yo reduje a tercera y toda
la rampa llevaba el pie pisando el suelo del coche, con el acelerador a tope,
pero no hubo manera, en todo el tiempo que pasé junto al extraño el motor
fue perdiendo fuelle, como si de un momento a otro fuese a detenerse.
Gracias a Dios, justo al rebasarlo, observándolo todavía como un bulto por
el espejo retrovisor, el R-4 dio un respingo, como si recuperase la fuerza de
una vez por todas.
—Imagino que salió de allí a toda velocidad...
—¡Y tanto! Llevaba la mirada de aquel hombre grabada a fuego. Pisé a
fondo otra vez, como si algo me indicase peligro. Él ni se movió, lo vi como
se lo tragaba la noche, quedando con la túnica y su luz en aquel repecho
junto a la carretera. Daba la impresión que allí estaba esperando algo...
La frenética bajada del puerto que José Saiz realizó aquella noche del 4 de
abril de 1991 estuvo a punto de costarle la vida. Trazó las curvas con gran
destreza, dejando las marcas de los neumáticos en cada giro, con la única
obsesión de escapar, de poner distancia entre él y aquella horrible visión.
Tras casi estrellarse, paró ante un viejo mesón que se levantaba en la falda de
la montaña. Eran las cinco de la mañana y tan solo los dueños se
encontraban acondicionando mesas y sillas. Tal y como me confirmaron, lo
vieron llegar aquella noche pálido como la cera y muy nervioso. Sentado en
una banqueta y con un vaso de agua como primer calmante intentó
reflexionar comentando lo sucedido, pero por nada del mundo quiso aceptar
la invitación de subir e inspeccionar de nuevo el terreno.
José Saiz, una persona honrada que goza del afecto y cariño de sus
vecinos, ya no ha vuelto a ser el mismo. En su mente, desde entonces,
permanece fresca la imagen de aquel «pájaro humano» que, sin que pueda
intuir por qué, decidió mostrarse ante él para amedrentarlo.
Una vez más, enfoqué hacia ese trozo de arcén repleto de verdor donde
había ocurrido algo imposible. La lluvia continuaba y yo me sumía, como
tantas otras veces, en preguntas, dudas y reflexiones que solo se pueden
tener cuando uno pone los pies en el lugar donde ha ocurrido una historia
como esta. Un verdadero encuentro con lo absurdo.
La voz enérgica de Bustamante me sacó de mis pensamientos. La
tormenta arreciaba, y a unos veinte kilómetros me esperaba otro pueblo, y
otro misterio tan impresionante como este. Y no dudé en volver a la
carretera, dejando atrás aquel lugar que ya para siempre quedaría registrado
en el archivo de mi memoria.
Claudio Rey Castillo: «Y aquella figura que le salió al paso a mi señor padre llegaba con la cabeza a lo
alto del arco de la iglesia...»
Fotografié con cuidado aquel rostro expresivo, de bigote lacio y elegante
vestimenta que correspondía al que en vida fue don Justo, un hombre bueno
al que todos los parámetros se los hizo añicos algo que no podía ser, pero
que le esperaba embozado en la noche de Escalante.
Así vio Iván Carcelén al ser que merodeaba por las cercanías del colegio rural.
Í
NOVENO DESAFÍO
2 El 9 de julio de 1976 tuvo lugar en el pueblo minero de Escalante uno de los encuentros con
«humanoides» mejor documentados de nuestra historia. Un total de cuatro testigos, entre ellos el
alcalde de la localidad, observaron nítidamente el «paseo» de un ser gigantesco, embozado en negros
ropajes, que caminaba torpemente adentrándose en el casco urbano de la aldea para luego salir por
una solitaria carretera comarcal. El «individuo», según las pesquisas del autor, llegaba a los 3,27
metros y portaba una especie de casco abombado de un color más claro. Acerca de este suceso y de los
que posteriormente asolaron la zona, existe todo un detallado capítulo titulado El año de los
humanoides dentro de la obra del autor Enigmas sin Resolver.
3 La «inmersión en los archivos» dio sus frutos previa revisión y desorden generalizado de las carpetas
dedicadas a Argentina. En dicho país, concretamente en una laguna próxima a la ciudad de San Luis,
capital de la provincia homónima ubicada a 835 kilómetros al oeste de Buenos Aires, tuvo lugar el
extraño incidente reflejado por la prensa en febrero de 1978. El encuentro tuvo lugar el día 4, y
testigos excepcionales del supuesto desembarco y extraño saludo del también supuesto tripulante,
fueron Manuel Álvarez, auxiliar de tráfico aéreo de Aerolíneas Argentinas; Pedro Sosa, empleado de la
Gobernación de San Luis, y Regino Peroni, empleado en el Casino Provincial. Los tres pescadores que
montaban guardia junto a sus cañas se sobrecogieron por el saludo y la sonrisa del ser, al que en un
principio compararon con «algo parecido a un ángel, enfundado en un traje muy ceñido». Poco
después, la División Científica de la policía de San Luis, al mando del subsecretario Guillermo Andrés
Sosa Pinto, encargó una investigación oficial de los hechos, contando como catedráticos de las
facultades de Mineralogía, Geología y Minería, comandados por el oficial principal médico Ernesto
Moreno. Las pruebas y mediciones sobre el terreno arrojaron la conclusión de que allí no había
ningún tipo de radiactividad o alteración del entorno. Tampoco las pruebas realizadas sobre los
protagonistas de la historia encontraron la más mínima contradicción o indicios de fraude. Otro
detalle: el ser de San Luis también era descomunal y «centelleaba con luminiscencia propia»...
X
La capital de los poltergeist
Juego mortal
El primer acto de esta tragedia urbana se produjo unos meses antes de la
intervención policial, cuando terminaba una larga convalecencia del anciano
padre de Concepción Lázaro. Acurrucado en su cama, en una de las
habitaciones, agredía y amenazaba al borde de la demencia a cualquier
miembro de la familia. Poco antes de morir le dedicó unas palabras a su hija:
«Te haré mucho daño en la vida…».
Unas semanas más tarde ocurría algo que, por inesperado, inundó a los
Gutiérrez Lázaro de oscuros presagios. Su hija de 18 años, Estefanía,
comenzó a mostrarse extraña y huidiza. Al parecer, practicaba espiritismo
de forma asidua a través del conocido y mal llamado juego del tablero ouija.
Según me confesaron sus propios padres, la muchacha empezó a sufrir
extrañas convulsiones que, en la mayoría de las ocasiones, acababan en
patología epiléptica. Una tarde, en el patio del colegio que distaba unas
pocas manzanas de la calle Luis Marín, las compañeras que secundaban a la
joven en colocar sus dedos índices para que el vaso se deslizase sobre el
tablero que ellas mismas habían compuesto con las letras del abecedario,
denunciaron a los profesores el estado crítico de la alumna. Según afirmaron
todas ellas, un humo extraño y negruzco había surgido repentinamente en el
mismo instante en que el recipiente de cristal estallaba en mil pedazos,
convirtiéndose en una fina columna de humo negro que ante los gritos y el
horror generalizado penetró por las fosas nasales de la víctima.
Máximo Gutiérrez, padre de familia: «Aquella noche, oyendo los gritos, lamentos y como se caían y
movían las cosas de un lado al otro, tuve que llamar al 091».
Hacia el día 24 de dicho mes, las dos hermanas que comparten una
habitación con literas describen una imagen horrorosa en plena madrugada.
Así me lo contaban delante de las cámaras, sentadas en las mismas camas:
«Se oyó como un silbido por el pasillo, algo que ya habíamos escuchado
otras noches. De repente oímos las dos como un lamento muy cerca de la
puerta del dormitorio. No podíamos ni subir una ni bajar la otra por el
terror. De pronto, en el suelo notamos algo. La luz de las farolas entraba por
la ventana y se veía con claridad. Por eso observamos que había alguien más
allí con nosotros. ¡Creímos morir! Una cosa larga, con forma de hombre,
como si un hombre se arrastrase, con la cabeza toda negra, sin ojos, sin
boca, sin nada, iba con el pecho pegado al suelo, deslizándose a lo largo de la
habitación, ¡la vimos las dos como te vemos ahora a ti! Empezamos a gritar,
y justo entonces las muñecas que tenemos amontonadas en aquella pared
empezaron a ser lanzadas contra el otro extremo con fuerza, una tras otra, y
empezó a sonar todo como con golpes y gritos. Cuando abrieron la puerta
nuestros padres, nos encontraron encogidas cada una en su cama y todas las
muñecas tiradas por el suelo, como si alguien hubiera estado jugando con
ellas durante horas…»
Al escuchar este testimonio, el nudo de mi garganta se tensó aún con más
fuerza. Lógicamente, llegó el día, tras la inaguantable experiencia casi diaria
de la presencia de «algo» en la casa, que tuvieron que poner los hechos en
conocimiento de la Policía Nacional. Así nacía uno de los más sorprendentes
expedientes X de nuestra historia.
«Hay una serie de fenómenos del todo inexplicables.» Así concluye este expediente X histórico de nuestras
Fuerzas de Seguridad.
¡Que venga un cura!, decía la Prensa nacional y la propia Policía a la asustada familia Antúnez. Los
golpes y fenómenos del supuesto «poltergeist» tenían el epicentro en su vivienda.
Es una noche más en la oscura calle del Toboso. Nadie puede explicarse lo
ocurrido. De momento hoy, 7 de febrero, alguien que entre la multitud se
identifica como técnico del Ayuntamiento anuncia medidas determinantes y
definitivas para las próximas jornadas. Tras la palabrería la gente se disipa.
Unos vuelven algo temerosos a subir las lascas de piedra vieja. Otros, los
más, se alejan rápido del barrio en busca del sueño perdido. Al cabo de
media hora no queda nadie. Solo una pancarta ondeando en el balcón
donde antes todo era bullicio. En letras rojas, trazadas con rabia y tensión,
alguien había escrito «Queremos pisos habitables».
El enigmático Mauricio
La primera noticia que sobrevuela los medios es que una complicada obra
del metro en su línea 6, entonces en plena construcción, estaban provocando
el fenómeno «sobrenatural». Sin embargo, la duda se extiende al localizar el
punto exacto de las excavaciones y comprobar que los ruidos, para constituir
la causa de tanto desvelo, deberían viajar por el subsuelo a lo largo de varias
calles del extrarradio. Los golpes, por algún fenómeno acústico de difícil
comprensión, debían lanzar su eco a través de la avenida Valvanera, pasar
por debajo de Vía Carpetana y prolongarse por el llamado Arroyo de las
Pavas. Las gentes se confiaron un par de noches y pensaron en los arduos
trabajos de los obreros que levantaban a pico y pala la estación Oporto-
Carpetana. Varios peritos —un aparejador, un ingeniero en
Telecomunicaciones y un arquitecto—, enviados por el Ayuntamiento,
habían certificado que los sonidos provenían efectivamente de un tabique
modificado en las obras. Así, tras unos días de relativo descanso, se llega
hasta el domingo. Esa jornada los golpes suenan más nítidos y quejumbrosos
que nunca. En la casa de los Antúnez-Banea el televisor se ha elevado solo
de la pequeña mesilla y se ha estampado contra el suelo del salón. Luego una
encimera con vasos se ha caído estrepitosamente. Toda la hilera de casas
retumba como nunca. Las gentes vuelven a hacer peregrinación nocturna:
ese día no había ni obra ni obreros y los ruidos continuaban allí. En la
madrugada, la psicosis estalla con toda su fuerza, con la masa convencida de
que las autoridades les habían engañado y que se está efectuando algún tipo
de socavón clandestino bajo los edificios. Horas después es el propio alcalde
de Madrid, Juan de Arespacochaga, quien emite un comunicado urgente
pidiendo calma y asegurando que no se está produciendo ninguna obra bajo
la calle que pudiese poner en peligro la estabilidad de las viviendas. Nadie
sabe la causa concreta de los ruidos y de la presunta fenomenología
poltergeist que se está desencadenando en el tercer piso del número 73. Los
disturbios provocados por los vecinos, que continúan con sus demandas de
viviendas más dignas, se entremezclan con la cara sorprendida de los
técnicos y la llegada de jóvenes entusiastas armados de cámaras fotográficas
y grabadoras para inmortalizar el asunto. Las agitadas noches son
demasiado largas. También llegan algunos prestigiosos investigadores como
el filósofo Germán de Argumosa y algunos miembros de la SEDP (Sociedad
Española de Parapsicología) dispuestos a saber qué se oculta tras el telón.
Mientras tanto, en el «piso infestado» Mauricio procura dormir. Lo hace en
el salón, junto a sus padres adoptivos. Sobre la mesa y el viejo hule algunas
botellas de gaseosa que han reventado como por arte de magia, unos
pequeños cuadros descolgados y cristales rotos por todo el estrecho pasillo.
El joven parece no comprender nada, no se asusta como el resto de su
familia, sino que se queda como aletargado, sumido en una especie de
ensimismamiento. Es un tanto retrasado y en el barrio es querido y popular
por ser «chico de los recados» de multitud de comercios y vecinos. De algún
modo, los ojos de los investigadores se centran en él. Los fenómenos
violentos parecen seguirle allí a donde va. Diario 16 explica el estado crítico
de ese pequeño piso con rotundo titular: Cuando el mulato Mauricio se
aburre, la casa tiembla. En plena madrugada, entre el gentío, un policía
municipal ha salido espantado de la vivienda. Al pasar por el umbral de la
puerta grita desaforado: ¡Que venga un cura!
Mauricio junto a su madrastra. De inmediato la Policía, los psiquiatras y los parapsicólogos centraron su
atención en él. Todos opinaban que era el culpable, consciente o premeditado, de la trama.
Un hombre en el laboratorio
El magnetofón se puso a grabar en plena noche, en presencia del propio
Mauricio, sus padres y varios investigadores. Germán de Argumosa llevaba
las riendas del experimento. Tras dos minutos y medio dejando correr la
cinta, esta se rebobina y se procede a la escucha mediante cascos. El rictus
del profesor se vuelve líbido; en la grabación surge una voz sumamente
angustiosa, de hombre, muy joven, que grita en un tono alto y registrado por
los indicadores vumétricos del grabador la frase ¡Tengo miedo! Es tal el
impacto, que Argumosa decide hacer otras pruebas psicofónicas, pero la voz
no vuelve a presentarse. Para él esto es un dato incuestionable de que dentro
de esa casa no existe fraude. Muy al contrario, el jesuita Óscar González
Quevedo frunce el ceño y piensa en que es el propio Mauricio quien
aprovechando un conocimiento excepcional de la transmisión del sonido
«engaña» vilmente a los investigadores y la vecindad para provocar el
fenómeno. Entre las dudas y suspicacias se produce un hecho que encoge el
alma de los allí presentes. En la pequeña habitación donde duerme el
muchacho suena un estruendo, al abrir las puertas de par en par se
comprueba cómo dos agujeros del tamaño de un puño han aparecido en
pleno centro de la pared. En los miembros de la asustada familia hay casi
desmayos. Son unos orificios circulares, que parecen haber sido producidos
por fricción de algo metálico y que han surgido «de la nada». Ese mismo día,
el miembro de la Benemérita Tomás N. L. los observa detenidamente y
graba nuevos sonidos, esta vez más cerca. Los ruidos, estoy seguro, se
encuentran a menos de diez metros. Yo voy a dar un informe a mis superiores,
pero mi misión acaba aquí. Al amanecer del 10 de febrero, por mandato
policial, el comisario de distrito, Mariano Gómez García, se hace cargo del
caso. Lo primero que solicita es un informe pericial concreto que correrá a
cargo de la comisión formada por Dámaso Fariñas (ingeniero de Caminos),
Guillermo Serrano (ingeniero Naval), Luis Prieto (técnico en Electrónica) y
Gonzalo Vallejo (técnico en Fotografía).
La lámpara se desenroscó sola, como había ocurrido en algunos casos clásicos de casas infestadas en el
mundo.
Pasos de mujer
Una casa vieja, con luz mortecina y escaleras de madera. Un ascensor con
doble puerta que llevaba sirviendo desde los años treinta. Un ambiente, al
menos así lo veía, digno de los oscuros crímenes de posguerra. Llegamos
cuando la jornada había finalizado, pero todo el plantel de profesionales nos
esperaba impaciente en el pequeño vestíbulo con las paredes pintadas de
amarillo claro. Decoración sobria, completo silencio y gestos de miedo no
disimulado. Sinceramente, me encontraba ante uno de esos casos de los que
es difícil dudar. Delante del cuaderno y la grabadora, ocho abogados
aterrados por algo extraño que les rondaba desde hacía varias semanas.
Realizamos una primera inspección ocular, intentando comprobar la
existencia de determinadas corrientes de aire, dilatación de maderas o
filtraciones en cañerías que en muchas ocasiones han ocasionado
confusiones. Resultado negativo. Todo parece bajo una calma densa.
Alrededor de la mesa de Carrasco Codes, corbata dorada y negra y camisa
blanca de hilo, se arremolinan los compañeros. Según nos indican, nadie
quiere quedarse solo en el bufete desde que han comenzado los sucesos.
Lorenzo y yo somos todo oídos. El primer testimonio que sale a relucir es el
de la licenciada Marisa G., quien es la primera en denunciar la presencia de
unos golpes «como de nudillos» en el largo pasillo que comunica los
diferentes despachos. Tras prestar atención, comprueba que los sonidos más
bien parecen «pisadas» de algo que deambula por la estancia y que en
determinado momento comienzan a ir más deprisa hasta empezar una
carrera corta, que se detiene ante la puerta de una habitación en desuso. La
testigo se sobrecoge al notar que parecen pisadas producidas por zapatos de
tacón. A la mañana siguiente el fenómeno aparece un poco más tarde. La
abogada sale corriendo y aquello surge inmediatamente ante la histeria de la
protagonista, quien llena de miedo decide encerrarse en el pequeño baño.
Fuera quedan los pasos, yendo frenéticamente de izquierda a derecha, de un
lado a otro de la puerta, como si esperase la salida de la víctima. Allí, con el
seguro echado y bajo una gran angustia, permanece Marisa durante dos
largas horas, justo hasta que por la puerta principal se escucha la llegada de
un compañero. En ese momento las pisadas misteriosas inician otra carrera
pasillo abajo hasta desaparecer.
Unos días más tarde, según nos confirmaban allí todos los testigos
presenciales que poco a poco iban perdiendo su inicial temor a contar a
unos periodistas las escenas vividas, ocurría algo doblemente extraño. La
puerta de la habitación que servía como cuarto de los trastos donde se
apiñaban enseres de limpieza y viejos muebles del anterior inquilino,
comenzó a abrirse y cerrarse dando portazos ante la presencia de todo el
bufete. La cosa no sería anormal, nos indicaban frente a ella, de no ser
porque siempre estaba cerrada a cal y canto con un pestillo que la atrancaba
por fuera.
Comprobé personalmente cómo quedaba encajado el citado pestillo y,
realmente, y a pesar de mis iniciales suspicacias, aquello era imposible que se
hubiese descerrajado sin que nadie hubiese forzado directamente los
herrajes. El abogado Francisco Reche fue quien prosiguió el relato volviendo
a abrir y cerrar la puerta:
—Así nos la encontramos aquel día, dando bandazos. Lo más curioso es
que en el preciso instante en que volvimos a echar el pestillo ocurrió una
cosa que ya no nos pareció tan casual. En la sala donde estábamos haciendo
los informes, y ante los ojos de las secretarias que los mecanografiaban, saltó
el carro de la máquina de escribir cayendo al suelo con gran estruendo.
Después regresaron los ruidos por todo el pasillo…
Daba la impresión de que nuestra llegada, a pesar de que poco podíamos
aportar en la solución al enigma, había sido como una píldora
tranquilizadora para la mucha tensión que allí se respiraba. Era algo
chocante ver a aquellos hombres acostumbrados a bregar con los más
complejos casos ante los tribunales de justicia, absolutamente convencidos
de que algo o alguien rondaba el edificio en los últimos días. Los golpes o
raps, según la terminología científica al uso, habían comenzado por ser un
comentario jocoso al que no se le prestó importancia y se acabaron
convirtiendo en algo escuchado por todos, con la seguridad absoluta de que
ningún fenómeno natural actuaba en ellos y que no provenían, tal y como se
comprobó, de ninguno de los pisos anexos. Intenté ir un poco más allá, ante
el convencimiento de que estas personas habían sido testigos de algo más
que por una mezcla comprensible de temor y pudor no estaban muy
dispuestos a airear. A pesar de todo, pedí silencio ante la tertulia planteada
en pleno despacho central y planteé mi pregunta directa y concisa:
—¿Alguno de vosotros ha presenciado fenómenos que van más allá de los
golpes?, ¿algo semejante a presencias, sombras, figuras?
Se hizo el silencio por unos segundos. Se miraron unos a otros y al final
quebró el hielo uno de los abogados…
—Yo. Yo vi algo hace una semana…
DÉCIMO DESAFÍO
T UVE QUE PONERME la mascarilla casi antes de bajarme del coche. El hedor
era insoportable. Doscientas dieciséis ovejas atacadas por «algo» yacían
muertas en una llanura desde hacía 48 horas. La mayoría estaban preñadas,
y todas tenían unos finos orificios por donde parecía habérseles extraído
gran cantidad sangre. Para los veterinarios aquello no era el lobo, ni animal
conocido en nuestra Península. Para los entendidos se trataba de «algo
mucho más grande y feroz». La escena, dantesca. Tanto, que el cámara de
Tele 5 que nos acompañaba tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar
en el momento de acercarse.
Unas horas antes, en la congestionada redacción de esta cadena privada de
televisión, Gregorio, un veterano periodista y buen amigo con el que trabé
amistad a lo largo de los meses en que allí trabajé en calidad de reportero y
guionista, nos había dado el «chivatazo». En aquella época, y ya desde
inicios de 1996, en los ambientes periodísticos estábamos sorprendidos con
las muchas noticias que vía teletipo nos llegaban desde América Central,
acusando a un animal bípedo, de gran tamaño, no catalogado y de siniestro
aspecto, como autor de un sinfín de matanzas de ganado para las que los
veterinarios y técnicos, tras examinar el modus operandi de la bestia, no
encontraban explicación satisfactoria.
Tanto Lorenzo Fernández, inseparable compañero en aquella época de
reporterismo televisivo, como yo, abrimos bien ojos y oídos. Al parecer, y
según la llamada urgente que acababa de recibir nuestro colega, en plena
provincia de Segovia, en uno de los parajes más bellos y abruptos de toda la
región, había ocurrido algo semejante. No eran pocos, al parecer, los que se
encerraban desde hacía unos días en sus casas, con las escopetas en ristre,
convencidos de que un animal «fabuloso» rondaba por la zona. Su hazaña,
aniquilar por si solo a más de doscientas ovejas en una gran explanada,
desangrarlas y no dejar ni una sola huella, invitaban a la inquietud.
Amos Fresnillo, uno de los ganaderos afectados, nos visitó en la propia
redacción invitándonos, cuando se iniciaba la tarde, a viajar con él hasta el
lugar y comprobar todo con las cámaras y objetivos fotográficos como
testigo. Evidentemente, no lo dudamos un momento. Y dejamos de editar el
reportaje que estábamos realizando para ponernos el chaleco «de faena»,
cargar las cámaras y montar en el todoterreno del amable afectado, quien
durante el viaje, recorrido en un suspiro por la desierta carretera, no dejó de
repetirnos la misma frase «aquello era algo inaudito».
Rufino Martín, propietario de las ovejas de Valle de Tabladillo, contempla el drama. De fondo su rebaño
de trescientas ovejas convertido en una masa inerte y sin vida.
—Pude comprobar —decía el ganadero, embozado en su mono azul de
trabajo y aún con las lágrimas arrasándole los ojos al volver a ver aquello—
cómo no habían muerto por aplastamiento o por asfixia. Me acerqué a
mirarlas y vi cómo en la tráquea tenían dos agujeros. Dos agujeros muy
finos por donde ese criminal las había sangrado…
—Y el lobo, que imagino que es el animal que puede ocasionar algo así,
¿se ha visto por estos lares?
—Nunca. Jamás —contestaron Rufino y Tomás Poza.
—El lobo —aseguraba este último— no ha sido nunca visto por aquí.
Nunca en el pueblo se ha hablado de ello. Se conoce que el bicho, lo que
fuese, me venía siguiendo a mí en el mismo momento en que encerré el
ganado. Y yo no lo vi, pero él venía siguiéndome…
Para la inmensa mayoría de los pastores que entrevistamos no había la
posibilidad de que aquello fuese el lobo. Por las dimensiones de los orificios
dejados en el cuello de las ovejas debería ser un animal mayor, de tamaño
quizá descomunal, con gran destreza para esconderse en un terreno que no
lo permitía y con la capacidad, a pesar de su peso, de no dejar huellas en el
lugar de la matanza. Todo un misterio…
Un vampiro en la noche
Las fotografías que me extendió alargando el brazo por encima de la mesa
camilla eran más que expresivas. Aquí y allá, sin orden ni concierto, las
ovejas aparecían esparcidas, muertas, con dos orificios perfectos a la altura
del cuello por donde manaba un tibio chorrilo de sangre. Nada más. Ni
ristras de lana, ni desgarros, ni mordeduras. Solamente esas marcas limpias y
precisas que certificaban la defunción de aquellos robustos ejemplares.
La prensa regional fue dando noticias de la oleada de ataques que en 1999 se cebaron con una comarca
de Navarra. Nadie tenía respuestas ni sabía qué clase de animal estaba agrediendo al ganado.
El mutismo de las autoridades era más que evidente. Tras remover Roma
con Santiago, conseguí algo que ni el propio Luqui había logrado tras varias
intentonas: charlar largo y tendido con el responsable de la investigación por
parte del Departamento de Medio Ambiente, Enrique Castín.
Este hombre, jefe de sección del departamento de Biodiversidad, me
recibió amablemente, pero fue tajante a la hora de mostrarme los
expedientes referentes al caso:
—Me es imposible enseñarte esos informes realizados por especialistas de
la Universidad de Zaragoza —afirmó mientras procedía con mi fallida
entrevista matinal en un despacho cerrado y asfixiado por papeles y
montones de fotografías—. Tenemos muchas dudas al respecto y no se
puede determinar con exactitud qué clase de animal produjo las muertes.
No hay evidencias de que se trate de un lobo, y no podemos poner la mano
en el fuego por ninguna teoría. No puedo darte nada del grueso del
expediente, lo siento.
El caso, como me habían advertido, parecía estar envuelto en un secreto
realmente hermético que de ningún modo iba a derrumbar la moral de este
periodista. Solo existía una forma de romperlo en mil pedazos: hablar
directamente con los autores de dicho informe que se encontraban a ciento
ochenta kilómetros de aquel pasillo acristalado y aséptico del centro de
Pamplona.
Detalle de una de las incisiones en el cuello con evisceración o sustracción de algunos órganos.
Finalmente, tras mil y una consultas, entre doctores y departamentos de
anatomía y patologías animales, acabé llegando hasta el doctor Daniel
Fernández de Luco, el hombre designado por la Facultad de Veterinaria de la
Universidad de Zaragoza para resolver el enigma. Escuetamente, este
profesional que se había personado en el lugar del ataque, me confirmó que
las ovejas presentaban dos heridas incisivas en el cuello, con rotura total del
conducto traqueal, y la no existencia de otras marcas o agresiones. Tampoco
se podía determinar con certeza absoluta la naturaleza del depredador, y tras
el minucioso análisis se certificaba que algún tipo de cánido de grandes
dimensiones había atacado de modo tan extraño en varios pueblos de La
Ribera a ovejas y lacones de gran peso. De lo que no cabía la menor duda es
de la nula existencia del lobo en esa región. Entonces, ¿qué clase de animal
estaba causando el terror en la zona?
El «aeroplano» negro
Cuando el pueblo de Lerín, colgando de un barranco y dominando la
inmensidad de la llanura, surgió al fondo de la carretera comarcal donde el
extraño animal había continuado sus fechorías, recordé un detalle que antes
de abandonar Caparroso me hizo dar un brinco.
—¿Un «aeroplano» dice usted? —pregunté girándome bruscamente.
—Exactamente —respondió con firmeza una de las hermanas y a
continuación el Propio José Ramón—. Era algo que emitía un gran ruido y
que nos sorprendió bastante. No era ni helicóptero, ni avión... ni nada
parecido. Hacía un ruido de mil demonios y miramos para él. Era pleno día,
justo cuando estábamos viendo el rebaño muerto, a la mañana siguiente de
lo del «bicho». Aquello pasó rápido y era todo negro, como achatado, y sin
ninguna señal. Creemos que sería un moderno modelo de aeroplano, y
quizá estuvieron «vigilando la zona» los militares para ver si cazaban a la
criatura esa. Pero oiga... ¿seguro que usted no nos engaña y es de los de
medio ambiente?, ¿seguro que es usted periodista?
De repente, la situación se volvió algo embarazosa. Tuve que dar mil y una
explicaciones e incluso enseñar mi credencial, para salir airoso ante las
sospechas de parte de la familia, que fijándose en mi jersey verde y mis
pantalones de pana me tomaron por un «infiltrado» de la autoridad. Esta
buena gente estaba pasando por una mala etapa ante las negativas y excusas
de los organismos oficiales, y todas las sospechas eran comprensibles. Al
final, tras tomar nota de la presencia de ese extraño aparato negro
sobrevolando la zona horas después de la matanza, gané las callejas del
adormecido Lerín, el lugar al que el 26 de enero llegó el misterioso
depredador invisible.
Aquí la tensión se podía cortar a cuchillo. Todo había comenzado antes de
finalizar el año, cuando Natalio R. Sánchez había visto mermado su rebaño
por «algo» que no dejó rastro alguno y que mató a unas cuarenta cabezas del
mismo modo. Las autoridades dieron luz verde a los ganaderos para ir al
monte e intentar cazar al intruso, pero jamás se vieron, tras muchas noches
de insomnio y escopeta en ristre, lobos, perros asilvestrados o animal que se
les pareciese lo más mínimo. Tan solo una mañana el propio Natalio observó
en la lejanía una gran forma animal tras la que corrieron sus dos fibrosos
galgos. Tras desaparecer en un esquinazo, los perros siguieron el rastro y
regresaron a los pocos segundos temblorosos y agachándose. El ganadero no
lo podía creer.
Tras este «aviso» llegó la noche en la que Miguel Rodríguez Otermín,
afable carnicero del pueblo, se encontró con otro panorama desolador.
Veintiocho ovejas, e incluso machos que rondaban los noventa kilos de peso,
habían sido «succionados» del mismo modo y sin un solo rastro de pelea o
violencia. Las heridas, limpias y siempre en la yugular, estaban realizadas
con una precisión asombrosa. En esta ocasión tampoco aparecía ni un solo
pelo o rastro del animal sanguinario. Y el miedo, como la pólvora, corrió
entre las gentes de la zona. En esta ocasión el intruso había roto una malla
de metal de dos metros de altura que preservaba el rebaño y había ido, una
tras otra, a por las ovejas que huían campo a través. Había acabado con
todas del mismo modo, con su mordida letal, precisa como un latigazo y que
derrumbaba en el acto a moles como los grandes lacones o mardanos que,
como bien decía su propietario, «a una persona la arrastran sin el menor
problema». A lo largo de cinco kilómetros, el depredador había
desperdigado sus cuerpos sin devorarlos ni desgarrar una sola tira de lana.
Las ovejas, como en el caso de Caparroso, parecían haber caído fulminadas
ante su presencia.
Miguel Rodríguez Otermín, carnicero y ganadero de Lerín, con el molde de las huellas del presunto
animal. Algunas llegaban hasta los 18 centímetros.
En esta recta se aparece, según narran pastores y cazadores de la zona, un animal espectral al que la voz
popular bautizó como «Perro Negro».
DECIMOPRIMER DESAFÍO
Mensaje «Arecibo» rumbo al espacio.—Alguien
responde.—1984: El misterioso apagón de Vitoria.—
Sorpresa en el domicilio del señor Daubagna.—Un juego
peligroso.—Drástico abandono de las investigaciones.
Este era el primer y básico mensaje en lenguaje BASIC enviado por los jóvenes informáticos sevillanos en
1988.
Alguien responde
A los 23 días de aquella «histórica» primera emisión desde un bloque de
pisos de Sevilla, cuando incluso el olvido había caído sobre el mensaje
«Arecibo», algo inesperado ocurre. A Francisco Jiménez, tío de Guillermo,
se le quedaron los ojos como platos cuando fue a recoger unos cables a la
habitación de su sobrino. Lo que estaba viendo era difícil de creer, pero
estaba sucediendo. La impresora, una modesta matricial NMS 1431, había
comenzado a funcionar sola, sin fluido eléctrico ni la conexión activada. El
buen hombre, instintivamente, se echó para atrás. Emitiendo unas extrañas
«notas musicales», el carrete deja escrito un mensaje de una sola línea, con
caracteres que ni existen ni se pueden programar. No hay nadie en la casa, y
Francisco decide revisar paso a paso la impresora y llamar a Guillermo y
David. No se lo puede creer.
En un principio, los dos amigos apenas relacionan el hecho con su «envío
a las estrellas», pero espoleados por la curiosidad vuelven a conectar la
emisora al ordenador y repiten la operación. Graban el programa y lo
emiten de nuevo por su frecuencia a través de la antena parabólica que ellos
mismos habían instalado en lo alto de la azotea, una de las más elevadas de
la ciudad. A lo largo de algunas noches permanecen atentos a la pequeña
impresora, quien, como poseedora de un pequeño misterio, guarda lógico
silencio. Ni rastro de la extraña melodía. Las diversas pruebas de encendido
y apagado sobre el carro de tinta demuestran que lo aparecido en aquel
papel no tenía nada que ver con los códigos y caracteres del equipo
informático. Algunos amigos observan el mensaje y al final, ante la ausencia
total de respuestas, este acaba cayendo en una vieja carpeta polvorienta.
Probablemente, pensaban, todo era un simple error provocado por un
pequeño cortocircuito.
Recepción de la primera señal como respuesta al mensaje emitido. La impresora se puso a escribir sola,
sin fluido eléctrico, ante la sorpresa de los que presenciaron la escena.
Secuencia de símbolos surgidos de la impresión sin fluido eléctrico de la impresora del señor Daubagna
(cortesía de J. J. Benítez).
En definitiva, no cabía duda, cientos de personas, quizá miles, habían sido
testigos del paso de uno o varios objetos sobre la provincia al tiempo que se
producían graves alteraciones en el suministro eléctrico. El código aparecido
en casa de Carmelo Daubagna, por increíble que parezca, era muy semejante
a las ristras de números que, poco a poco y tras repetir la operación de
enviar el mensaje «Arecibo» vía parabólica, recibieron los dos amigos
sevillanos a lo largo de 1989. El ingeniero de Ali, tras consultar a todo tipo
de autoridades y expertos en tecnología e informática, dejó que el polvo del
olvido enterrase su extraña aventura. Nadie podía dar una explicación a lo
allí aparecido ya que, simplemente, no la tenía. Sin embargo, David y
Guillermo, como si presintiesen que nuevos y apasionantes acontecimientos
iban a ocurrir, decidieron dar un arriesgado paso al frente a la busca de
repuestas para su odisea.
Un juego peligroso
Barriada de los Príncipes, Sevilla, julio de 1999:
Mientras todos los «históricos» aparatos de la habitación de Guillermo
León volvían a la vida después de un letargo de casi diez años, yo colocaba
sobre la cama el mensaje recibido por Daubagna y algunos de los registrados
vía impresora en aquel mismo domicilio. La similitud era estremecedora.
Secuencias de ochos entremezcladas con otras letras y caracteres no
programados daban la sensación de conformar una «respuesta» casi
idéntica, recibida con un intervalo de cinco años y con los ovnis como telón
de fondo. Las ristras de números sin ningún sentido llegaron en su día cada
vez más extensas y menos separadas en el tiempo. A inicios de 1990 a los dos
adolescentes ya no les quedaban dudas; habían «contactado» con una fuente
emisora de información, pero ¿desde dónde les estaba haciendo acuse de
recibo?
Entre hipótesis y mil dudas, inquietos por varias observaciones ovni en las
cercanías de la capital hispalense de las que informaron los diarios y que
ocurrieron precisamente al registrarse nueva información a través del
equipo informático, David y Guillermo deciden realizar otro experimento.
Algo definitivo que les permita despejar aún las dudas sobre esos supuestos
envíos del espacio. Dos amigos suyos, Fernando y Juncal, residentes en el
pueblo leonés de Virgen del Camino, interesados también por las cuestiones
de la astronomía y el cosmos, les plantean una interesante posibilidad;
cambiar del mensaje original las coordenadas de Sevilla y colocar en su lugar
las de la montañosa localidad norteña para ver si ocurría algo inesperado en
las inmediaciones. El planteamiento, a los dos leoneses, les resultó algo
absurdo en un principio, pero al final, con tal de ayudar a mitigar la angustia
que ya aparecía en Guillermo y David, aceptaron de buen grado.
Guillermo Léon: «Lo que empezó como una broma acabó convirtiéndose en una angustia que nos llenó
de miedo. Al final decidimos abandonar todas las investigaciones.»
El Diario de León reflejaba en su portada los anómalos acontecimientos ocurridos sobre La Virgen del
Camino. Aquella «coincidencia» fue la gota que colmó el vaso para los amigos sevillanos. Alguien parecía
estar respondiendo a sus mensajes.
Í
DECIMOSEGUNDO DESAFÍO
1 En el mes de julio se produce una intensísima oleada de avistamientos en toda la comarca del
Aljarafe, comparable a la que aquí ocurrió a mediados de los años setenta. Poblaciones como Pilas,
Aznalcázar, Benacazón o Sanlúcar la Mayor fueron testigo del paso de diferentes objetos, desde esferas
centelleantes que casi tomaban tierra o perseguían a más de un asustado automovilista, o incluso de
apariciones, como ocurrió en pleno cielo de Aznalcollar, de un gigantesco objeto rojizo con forma de
cigarro puro y dos luces en los extremos que fue visto por decenas de testigos.
XIII
Vargas-Saureu: El enigma de una muerte paralela
A QUEL 2 DE ABRIL fue el día más corto del año. La hora se había adelantado
en la madrugada para el consabido ahorro en kilovatios de toda la nación.
Al caer la tarde, en Cataluña, solo se habla de dos cosas; las conversaciones
del primer presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas, en su reunión con
el Rey en Madrid, y del duro «derby» que acabó en tángana entre el Español
y el Barça. Empate a uno y varios expulsados. La noche cae, lenta y densa
sobre Lérida, una urbe algo anodina que vibra con el VI Rallye Provincial. El
Seat 1430 sport nacional, en una auténtica proeza, se ha impuesto a los
Porsche extranjeros dando una exhibición sobre el asfalto lleno de agua y
barro. La alegría por el triunfo recorre algunas calles del centro. Una alegría
que no va a durar mucho. Aparentemente nada fuera de lo normal ha
ocurrido en esa noche desapacible. Así, envuelto en el frío y la bruma típica
de la ribera del Río Segre, va desperezándose el lunes.
A las ocho y veinticinco minutos de la mañana, de forma inesperada, un
nuevo asunto se une a los anteriores. Un asustado empleado de Renfe ha
telefoneado a la Comandancia de la Guardia Civil; a unos tres kilómetros del
solitario apeadero de Artesa y Puigvert han aparecido dos cuerpos
seccionados en la vía férrea. Son dos muchachos jóvenes, bien vestidos, uno
a cada lado de los raíles. El corte es perfecto, limpio, y los zapatos aparecen
lustrosos. Los dos han quedado decapitados, con la mirada vuelta hacia las
alturas. El resto son charcas de lodo y regueros que se pierden entre las
pequeñas huertas. El enigma y el dolor invaden la ciudad entera, donde
nadie puede entender lo ocurrido...
Juan José Gómez Vargas y Francisco Saureu Prim, los dos suicidas de Lérida.
Caminando con las cámaras al hombro, explorando un poco los
alrededores, me fijé en algo importante: muy lejos de cualquier ruta
asfaltada, en medio de un laberinto de veredas y terraplenes, se alzaba
todavía un puente oxidado por el tiempo. Me acerqué procurando andar casi
de puntillas tras clavar mis ojos en la señal que, pintada en verde, advertía de
la presencia de un perro fiero y guardián. Bajo el arco pasaba la vía y en uno
de sus laterales vislumbré un indicador, un dígito grabado en una piedra
rectangular: kilómetro 8,5. Alrededor todo llanuras, y alguna casa rural
desperdigada y ausente. Me descolgué por las barras y de un salto acabé en
una pasarela de hierba estrecha que corría junto a los raíles. Eso mismo
hicieron los dos muchachos aquella noche de lluvia hacía veintiún años,
siete meses y dieciséis días. Aquel era el sitio exacto que eligieron para morir.
Así encontró la Brigada de Ferrocarriles los dos cuerpos. A pesar de que se barajó el asesinato, poco a
poco las pruebas acabaron decantándose por la fría y brutal autoinmolación de estos dos mártires del
misterio.
En el cementerio
No había un alma, al menos viva, en el camposanto de Lérida. Antes de
entrar, sin saber bien por qué, abrí la carpeta y releí la última crónica del
valiente diario La Mañana. Bajo el titular Mensajeros al más allá se exponía
claramente la hipótesis que había resistido todos los análisis. Al final, hacían
una pregunta qué, veinte años después, se teñía de dramatismo: ¿Qué pasa
con el análisis de las vísceras? Efectivamente, jamás se hicieron públicos.
Desde entonces la bruma, tan negra como empezaba a serlo el cielo del
cementerio, se apoderó irremediablemente de todos los personajes de esta
trama.
Me interné por el gigantesco recinto, en una carretera de las afueras,
absolutamente solo, recordando, casi obsesivamente, los rostros de Saureu y
Vargas, intentando encajarlos en alguna de aquellas miles de lápidas sin
nombre. No tenía siquiera el mísero número de sus tumbas, con lo cual, y
comprobando en mi caminar las dimensiones gigantescas del recinto, dar
con ellas iba a ser misión imposible. Durante horas, creo, fui repasando
lentamente, nicho a nicho, nombres y apellidos de los que allí reposaban. El
vacío del camposanto, algo descuidado según comprobaba a cada paso,
parecía teñido de silencio y melancolía. Había esculturas mirando a los
cielos y grandes panteones que empezaban a oscurecerse a cada lado del
ancho camino central de fina tierra. A sus pies tumbas inéditas, sin
inscripción, con unas cruces de hierro como único recuerdo de aquellos
menos pudientes leridanos del siglo pasado. Me habían advertido
previamente de que la zona, perdida en las afueras, no era el mejor sitio para
un forastero. Más aún con las puertas abiertas de par en par. Pero daba igual.
En aquel momento puedo jurar que me sentía como un autómata. En mi
cabeza retumbaban una y otra vez aquellos rostros, aquellas caras que para
mí representaban el verdadero demonio, el verdadero infierno del mundo
del misterio. La dramática inmolación y muerte de los dos muchachos la
sentía como paradigma del verdadero peligro de los ovnis y su credo. Y algo
me empujaba, aunque no fuese importante para la investigación, a ir
sumergiéndome en aquel lugar a la busca de la última morada de aquellos
dos mártires de un enigma que a veces mata y que fascina hasta el delirio.
Dos chicos que solo tenían 16 y 18 años, con todo el futuro por delante.
Casi a ciegas me adentré por uno de esos pasillos de tumbas. Encima de
mí, como en un escenario de terror, la luna redonda y blanca. Y me dio un
vuelco el corazón al localizar, por la fecha impresa con letras plateadas, lo
que debían de ser sus humildes nichos. Estaban muy altas, demasiado, para
poder verlas con nitidez sin la necesidad de escaleras. Al fondo, cuando
aquel camino se giraba haciendo una «L», vi un cirio rojo encen-dido que
alguien a quien yo no había visto había debido prender hacía unos minutos.
Quizá el último visitante de la jornada. Su llama era de lo poco que podía
distinguirse en la oscuridad.
En el afán por conseguir unos peldaños para subir a aquellas incómodas
alturas de la octava hilera de nichos apenas presté atención a la sirena que
chilló varias veces de fondo. Luego, cuando caminé unos pasos hacia una
cancela, supe que el sonido era un aviso. Al plantarme ante ella comprobé,
empujando adelante y atrás, cómo todas las puertas estaban cerradas a cal y
canto. Hacía media hora que el cementerio había echado el cerrojo. Un
pequeño cartel escrito en catalán con el que me di de bruces me lo indicó de
nuevo al caminar hacia las oficinas, donde, como ya esperaba, no quedaba
nadie.
Barruntando qué decisión tomar, ya que las tapias eran tan altas como
para ni intentar saltarlas, deambulé de nuevo por la zona donde debían
reposar los cuerpos de ese último caso que me había llevado a situación tan
insólita.
He de confesar que al final me invadió la angustia, perdido en aquel mar
de tumbas solitarias y a oscuras. Pero era una sensación ya familiar desde
hacía unos días, cuando puse el pie en Lérida dispuesto a hacer la
investigación in situ del enigma más triste de cuantos me he encontrado.
Por fortuna, un cuarto de hora más tarde, un chorro de luz entre la
neblina fría vino a sacarme del estado pensativo. Apoyado en el borde de
unas lápidas, vi acercarse al único funcionario que allí debía quedar
vigilando las instalaciones. Se sorprendió más que yo, pero no tuve muchas
ganas de contarle que hacía allí, y tampoco él me lo preguntó. Quizá le
impresionó verme con aquella cara, pálida y desencajada. No voy a negarlo;
era el miedo. Pero no al cementerio y al fantasmal entorno en el que me veía
ya condenado a pasar larga noche, sino al recuerdo constante y dramático de
aquellos dos jóvenes y sus últimas horas en busca de la muerte. Un recuerdo
que no se marchaba y que trascendía a lo puramente periodístico. Una
sensación que llegaba muy adentro y que desde entonces, a pesar de
intentarlo con todas las fuerzas, no he podido arrancar de mi pensamiento.
DECIMOTERCER DESAFÍO
1 En realidad hubo otra hipótesis que se barajó más de soslayo, pero sobre la que no se publicó una
sola línea. La posibilidad de que los dos suicidas estuviesen unidos por una relación de tipo
homosexual también fue comentada en círculos cerrados de periodistas e investigadores del asunto.
Inspectores de Policía como Salvador Ortega me confesaron al respecto que esta característica era, en
muchas ocasiones, el desencadenante de actos suicidas. En este caso, según Ortega, pudo ser un factor
que se añadió a las profundas creencias en extraterrestres y que motivó la salida inmediata de un
mundo «que no les comprendía». Sin embargo, hay que admitir que nadie pudo obtener pruebas
fidedignas, ni siquiera entre quienes más de cerca conocían a los dos chicos, para apoyar tal hipótesis
y que las propias fuentes policiales consultadas hacen hincapié en lo extraño y excepcional del suceso,
el suicidio doble, característica que ya de por sí lo coloca en un situación de misterio.
2 A las 6:45 horas del 20 de junio de 1972 se descubre en las proximidades del abandonado apeadero
de Torrebonica, en el kilómetro 335,950 de la vía férrea Barcelona-Zaragoza, los cuerpos de José Félix
Rodríguez Montero, de 47 años, y de Juan Turú Vallés, de 21. Ambos, al igual que Vargas y Saureu,
habían estado investigando sucesos de ovnis en la llamada «Conca de Tivissa», Tarragona, donde el
rumor popular de los ufólogos afirmaba que se producían constantes encuentros con ovnis.
Decapitados por el tren, portaban un mensaje en el que se podía leer la frase «Los extraterrestres nos
llaman». Los amigos también se habían conocido unos meses antes y habían instaurado un pequeño
grupo de contacto llamado «RASDI Y AMIEX». La autoinmolación de los muchachos de Lérida es un
calco exacto de este suceso que conmocionó a la opinión pública en su día y puso a la ufología en tela
de juicio popular. Veinte años después los dos casos son únicos en la historia de la criminología
española en la categoría de suicidios dobles. Sobre este caso en particular el autor hace una
investigación en la obra Enigmas sin Resolver.
3 Este supuesto método de contacto tuvo gran vigencia a raíz de las experiencias del grupo contactista
peruano IPRI, sobre el que se informó con profusión en los medios españoles entre 1974 y 1975. Para
estas experiencias el sujeto deja su mano muerta sosteniendo un bolígrafo y con una hoja en blanco
como panel para experimentar. Según ellos, se penetra en estado de profundo trance e
inconscientemente se va escribiendo el mensaje en el papel, a raíz de una comunicación telepática con
los supuestos seres cósmicos. Esta fórmula, que aún goza de algún éxito en determinados grupos, fue
masivamente utilizada durante toda la segunda mitad de los setenta.
XIV
Periodistas: Testigos del misterio
«¿El yeti, una leyenda?, no me cuesta confesártelo; yo me encontré cara a cara con él en Choya-
Anapurna, el 2 de octubre de 1974...»
—Pues sí, allí estaba aquella criatura. Delante de mí, a unos dos metros.
Eso mientras uno viva es imposible borrarlo de la memoria…
—Y sentiste miedo, claro…
—Pues hombre, inquietud, extrañeza, una mezcla de cosas muy curiosas.
Aquello era un ser humanoide, no me cabe duda. Atardecía ya, y yo andaba
un poco despistado para volver al campamento base. Era una zona de
bosque frondoso y tapado por las altas copas de los árboles. Todo era
silencio… y entonces aquella figura se cruzó ante mí… y me miró con
aquellos dos ojos.
—Estamos hablando de aquella expedición de 1974…
—Fue el 2 de octubre de 1974 en Choya, en Kali Gandiqui, en plenos
montes del Anapurna. ¡Cómo olvidarlo!
—¡Qué curioso, César!, la leyenda, lo imposible, lo tantas veces narrado
en los libros de fantasía, va y se te pone delante en el camino…
—Exacto, y entonces uno se queda desarmado, impávido. Aquello era
increíble. Recuerdo que en el campamento de la expedición italiana habían
muerto Raba y Miller, era una exploración muy dura, durísima. Yo había
leído mucho sobre el Yeti, mucho… pero nunca imaginé que regresando
aquel aterdecer, casi ya oscuro, me encontraría aquellos dos ojos ¡eran como
dos luciérnagas!
—¿Tenían un fulgor especial?
—Exacto, destelleban entre el manto de oscuridad. Escuché un estruendo
surgir de la nada y aquello apareció de pronto. Luego el cuerpo, de más de
dos metros, erguido perfectamente sobre sus largas piernas, lleno de vello y
la cabeza abombada, como almendrada. Hombros anchos, pecho muy
robusto… Allí estaba el Yeti, en persona…
—¿Y no hizo ademán de acercarse a ti?
—Ni él ni yo… Yo me quedé paralizado, como encogido, y aquel ser me
miró fijamente, como escrutándome de arriba abajo. Era un homínido muy
humanizado. Luego, en un par de zancadas, volvió a esconderse entre la
vegetación frondosa. Yo quedé allí, medio muerto de miedo y de alegría a la
vez…
—Y no lo seguiste, evidentemente…
—¿Tú que crees? —responde sonriendo con algo de nostalgia—. Aquel
viaje fue inolvidable. Y aquel misterio del Yeti se fue tras estar unos
segundos ante mí. Lógicamente todo lo que últimamente se ha publicado
sobre si el Yeti, el mítico hombre de las nieves, es un oso o algo parecido, me
parecen una soberana tontería.
—Tienes razones evidentes para pensar así, evidentemente.
—Ahora recuerdo como Félix Rodríguez de la Fuente me decía: «Hay que
ver al Yeti en su hábitat.» Él también creía en la existencia de lo que para
tantos otros es una leyenda. Y es que ha veces, querido amigo, las leyendas
se convierten en la más pura realidad…
Tras invitar al bueno de César a que plasmara de su puño y letra la
apariencia de aquel ser en mi cuaderno de campo, discutimos, debatimos y
charlamos durante horas. Las doce expediciones rusas a la búsqueda del
Yeti, los que habían muerto sin conseguir hallarlo y las experiencias que se
tienen en el extraño universo de la montaña, colmaron horas de una velada
inolvidable. César Pérez de Tudela, el gran periodista y explorador, era otro
de los que ya no podían dudar. No en vano hacía veinticinco años que lo
imposible se le había cruzado en el camino…
César Pérez de Tudela, doctor en Periodismo, Alpinista y
explorador, se hizo célebre en toda la España de los años setenta tras
ser el triunfal ganador del concurso cultural «un millón para el
mejor». Después llegaron las más altas conquistas alpinistas de
nuestra historia, Everest, Anapurna, Himalaya, Aconcagua, K-2, y la
práctica del periodismo sin fronteras en un equipo inolvidable en
compañía de Miguel de la Cuadra Salcedo y Félix Rodríguez de la
Fuente a bordo del Diario Pueblo y Televisión Española. Autor de
series y reportajes inolvidables en los cinco continentes, hoy
continúa ejerciendo la crónica de altura a lomos de su veintena de
libros publicados en torno a la montaña, destacando principalmente
como un autor de éxito en la literatura juvenil.
—¿Más incluso que todos los conflictos políticos y sociales de estas tres
décadas?
(Con una mirada que transmite emoción y melancolía a un mismo
tiempo).
—Aquello fue lo más apasionante que yo he hecho, te lo confieso. Porque
era muy de verdad todo. Yo estaba muy motivado... Ahora, hoy, en el tema
de la política es todo falso. Nada que ver. Aquello era el suceso, el milagro en
directo, y tiene el valor de que lo que yo escribía era tal y como ocurrían las
cosas hasta que tuve que cortar. Yo escribía algo en estado puro hasta
entonces... no como en el mundo político, todo falso, prefabricado.
—Entonces, ¿en el mundo político sí que hay muchos «Caras de Bélmez»?
—Bastantes —sonríe francamente—. Y ellos sí que son fraudes.
Ese fue el magnífico punto final. Una verdadera declaración de
intenciones. La mesa de la moderna redacción de Antonio Casado estaba
repleta de papeles, fotografías y cierta nostalgia de un tiempo romántico de
reporteros en aquel inmortal Pueblo donde tristemente una orden «de
arriba» puso fin a aquel gran misterio de las caras. Juntos, prometiendo
regresar de nuevo a Bélmez, buceamos por aquellos recortes y documentos
del pasado, él recordando aquel tiempo de periodismo vivo, y yo consciente
de que se ha hecho algo de justicia con un enigma silenciado y maltratado.
Gracias a los documentos aportados en mi primer libro se ha visto un poco
de luz entre una bruma que duraba 30 años. Y esa sensación me llenaba de
oxígeno por dentro.
Como decía al comenzar, ahora doy gracias porque el esfuerzo y la errante
peregrinación a los lugares donde ocurre el misterio o se esconden los
documentos hayan servido para algo. Que mis investigaciones contribuyan
facilitado o motivado afirmaciones como las de Antonio Casado,
demostrativas de toda una filosofía y un modus operandi de algunos sectores
del poder para acallar estos sucesos inexplicables y reales, me produce una
nada disimulada alegría.
Sé que ustedes, fieles amigos lectores, me comprenden perfectamente.
Ojalá, en un futuro no muy lejano, la nueva remesa de enigmas sin resolver
provoque reacciones tan nobles y sinceras como esta. Manifestaciones que
tengan como objetivo aportar un poco de limpieza y conciencia en torno a
unos misterios que, lo quieran o no algunos, son también parte de nuestra
historia. Reivindicar su justo lugar en ella, cueste lo que cueste, es lo que
siempre pretende y pretenderá este reportero.
T RAS ESTOS TRECE DESAFÍOS a la lógica y los veinticinco mil kilómetros que
han sido necesarios para abordarlos desde el lugar de los hechos, mi bagaje
creo que es poco, pero firme y bien asentado. Y revisándolo al final de este
viaje creo:
—Que no hay nada, hoy por hoy, que me demuestre la existencia de seres
extraterrestres que nos visitan.
—Que los ovnis existen.
—Que los testigos aquí entrevistados no mienten y, simplemente, con
mayor o menor fidelidad, narran lo que creen haber visto.
—Que no hay nada, hoy por hoy, que me demuestre la existencia de vida
más allá de la vida, o de los llamados espíritus.
—Que, en determinados momentos, algunas esferas de poder político,
ideológico e informativo han decidido enterrar prematuramente algunos de
los grandes misterios españoles.
—Que lo han hecho porque eran incapaces de explicar lo que ocurría.
—Que desentrañar esos misterios y colocarlos en el lugar que les
corresponde merece todos los esfuerzos.
—Que la ciencia, y no el oscurantismo, debe ser el caballo de batalla del
que debemos servirnos para explorar el futuro.
—Que la ciencia no es un señor malhumorado e intransigente que dice
«no» en la televisión.
—Que la ciencia se equivoca más veces de lo que creemos.
—Que el oscurantista, el vendedor de verdades solo reveladas a él, el
elegido, el intermediario de las fuerzas sensitivas y cósmicas, siempre se
equivoca.
—Que no creo en ufólogos, parapsicólogos, profesores de lo ignoto o
expertos en materias en las que nadie puede serlo.
—Que quien pierde el respeto de los testigos, sean científicos, medios de
comunicación, escépticos o crédulos, pierden también mi respeto.
—Que cada vez soy más partidario de un sano escepticismo.
—Que ese sano escepticismo viene acompañado, en mi caso, por una
inquebrantable ilusión y necesidad por estar en el lugar de los hechos,
explorando e indagando desde primera línea de fuego informativo.
—Que lo más importante de los misterios no es la obtención de la
fotografía, el documento o alguna ligera certeza, sino la propia búsqueda en
sí.
—Que lo más importante de la búsqueda en sí es sentirse vivo cuando se
está integrado en ella, consciente y disfrutando de las maravillas que rodean
a esta realidad que nos ha tocado vivir.
—Que la aventura de la vida es el mayor de todos los misterios.
En Madrid, siendo las 7:03 horas del martes primero de febrero del año
2000.
Amigo lector:
Si tienes conocimiento o has sido protagonista de algún caso similar a los
relatados en este libro y deseas ponerte en contacto con el autor, puedes
hacerlo dirigiéndote a la siguiente dirección:
Iker Jiménez Apartado de Correos 53134 28080 MADRID Correo
electrónico: IJE 00001@teleline.es
1 Como Operación Tridente se denominó a la meticulosa organización de una trama orquestada por
diferentes poderes fácticos de la época para crear la confusión en la población y hacer creer a todo un
país que el misterio de las caras que aparecían en Bélmez de la Moraleda (Jaén) eran un fraude
probado por la ciencia. En realidad, y tal como se demuestra paso a paso con documentos y
fotografías en la obra del autor Enigmas sin resolver, todo comenzó con una fase de reacción del clero
regional, encabezado por el entonces obispo de Jaén, Miguel Peinado, que condicionó al párroco,
Antonio Molina, a difundir la idea del fraude o de la broma inconsciente que había originado el
misterio. La afluencia masiva de personas y el eco de los reportajes, sobre todo de Pueblo, hacen que se
realice otra gestión centrada en una serie de comisiones «agubernamentales» donde científicos (?) de
diversa talla ponen en duda y difunden en los medios de comunicación que todo es un burdo fraude.
Al final, el químico Ángel Viñas, enviado por Pueblo, dice demostrar que todo el misterio se debe a
una solución de sales de plata sometida a la acción solar. En 1991 y 1995, más de dos décadas después,
el CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) demuestra en sendos análisis de porciones de
caras, que no hay datos para afirmar la presencia de pinturas añadidas o esa presunta solución de sales
de plata. En 1972 la sociedad sí creyó en aquellos informes ¿científicos?, pero lo que no se supo es que,
entre bambalinas, el jefe de administración local del Movimiento, Pablo Núñez Moto, con beneplácito
del mismísimo gobernador civil, José Ruiz de Gordoa, y el ministro de Gobernación, Tomás Garicano
Goñi, había iniciado el proceso 8.700 para juzgar al alcalde Manuel Rodríguez Rivas por negarse a
afirmar públicamente que todo se trata de un fraude. En 1973, y sin que nunca hasta la publicación
por parte de Iker Jiménez y Lorenzo Fernández de unos reportajes en Enigmas y en la obra
anteriormente citada se supiera, un notario, Antonio Palacios Luque, certifica que no hay ningún tipo
de pintura ni fraude tras el precintado oficial de la vivienda donde se producen las formaciones
teleplásticas. La opinión pública no supo, ni sospechó, el complot que se había tejido en las más altas
esferas. Una operación que, con las declaraciones de Antonio Casado, queda absolutamente probado e
incrustada en la historia negra de ocultación de información en nuestro país.
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
I. Un agradecimiento sincero y trece desafíos a la lógica
II. Un viejo manuscrito
III. El duende de Zaragoza
IV. El fuego maldito de Laroya
V. Viaje al mundo de los monstruos
VI. Investigadores con sotana: La Iglesia frente a los ovnis
VII. El niño embrujado de La Seca
VIII. En el desierto de La Bicha
IX. Encuentros con el absurdo
X. La capital de los poltergeist
XI. ¿Quién mutila el ganado?
XII. El código de las estrellas
XIII. Vargas-Saureu: El enigma de una muerte paralela
XIV. Periodistas: Testigos del misterio