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Jimenez Iker Enigmas Sin Resolver 02

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IKER JIMÉNEZ

Enigmas sin resolver


II
Nuevos y sorprendentes Expedientes X españoles

MUNDO MÁGICO Y HETERODOXO


ISBN de su edición en papel: 978-84-414-0726-8
© 2000. Iker Jiménez
Diseño de la cubierta: © Miguel y Bernardo Rivavelarde
© 2000 - 2011 Editorial EDAF, S.L.U., Jorge Juan 68. 28009 Madrid (España)
www.edaf.net
Primera edición en libro electrónico (epub): noviembre de 2011
 
Conversión a libro electrónico: Digital Books, S. L.

ISBN EPUB:  978-84-414-3070-9

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
 
 
Este libro está dedicado a Roberto Pérez, admirado hermano mayor, en
compañía del cual descubrí hace diecisiete largos años el universo del
misterio; a Amaiur Elizari, la más joven promesa, y al recuerdo de los
amigos de la infancia, ese que, a pesar del tiempo, jamás podrá borrarse
del alma y la memoria.
Agradecimientos

 
E STE LIBRO no hubiese sido posible, en primer lugar, sin la honestidad y la
sinceridad de aquellos que han sido testigos del misterio. Yo solo me
considero un transcriptor de sus experiencias. Por eso valoro por encima de
todo su valentía al haberme hecho partícipe de vivencias tan importantes.
En segundo lugar, quiero agradecer la decisiva ayuda logística a decenas
de personas, especialmente colegas periodistas, que en cada rincón de
España me han ayudado a completar y divulgar mi labor. Íñigo Arrue, Juan
Carlos Miranda, Alberto Granados, José Manuel Reverte Coma, Antonio
Casado, Juan José Benítez, Paco Pérez Abellán, Javier Chandía, Laura Díez,
Andrés Aberasturi, Fernando Bustamante... Mencionarlos a todos sería tarea
imposible, casi tanto como haber realizado este libro sin su firme y sincero
apoyo.
También agradezco profundamente la mano siempre tendida de Lorenzo
Fernández, periodista, amigo y confidente en tantas batallas, y la labor,
metódica, esforzada y sincera, de mi compañera Carmen Porter, sin cuya
intervención este nuevo trabajo no hubiese visto nunca la luz.
I
Un agradecimiento sincero y trece desafíos a la
lógica

 
N I EN LOS SUEÑOS más optimistas hubiese imaginado una recep ción del
público como la que ha tenido Enigmas sin resolver en su primera parte. O
seguro que la hubiese soñado, aunque difícilmente creería que pudiera
hacerse realidad. Pero así ha sido. Y sería del todo injusto comenzar este
nuevo viaje a lo más profundo de los misterios españoles sin antes no
detenerse en la línea de salida y, como hacen los atletas antes de iniciar otra
carrera, tomar aliento para, no sin cierto vértigo, echar la vista atrás y
recordar por unos segundos todo lo ocurrido con mi primer hijo escrito y,
por lógica, hermano mayor de lo que ahora se disponen a leer.
Ha pasado ya mucho tiempo desde el día en que, cargado de ilusiones y de
sana ingenuidad, me planté en las dependencias de la Editorial Edaf para
proponer mis ideas a Sebastián Vázquez, la persona que, finalmente, apostó
por mí y por mi sana locura.
Hubo decenas, cientos de horas de conversación sosegada que se
convirtieron siempre en animada tertulia en vez de en pura discusión
comercial. Aquello me será muy difícil de olvidar. Y creo, aunque quizá
nunca se lo haya preguntado, que Sebastián, con muchos años de veteranía
en el difícil pero apasionante mundo de la edición, supo enseguida lo que yo
venía a venderle.
Aquel material, más etéreo que físico, no era tan solo un volumen grueso
con algunas historias y fotografías. Aquello era un concepto, un sentimiento,
una cruzada sobre la que yo rondaba errante desde hacía años y que, de
algún modo, quería inmortalizar en uno de los objetos más maravillosos que
pueden existir: un libro.
El espíritu del reportero, del periodista que lejos de la redacción se
santigua a sus «tótems» con forma de cámara fotográfica y viejo cuaderno de
notas, era algo que quería reivindicar con fuerza en un mundo a veces tan
falto de pasión. Algo en lo que yo creía y creo como medio para dignificar
todo un mundo que se escapa a nuestra comprensión y que está ahí, a la
vuelta de la esquina, sumergido en sucesos increíbles pero reales, en el
testimonio emocionado de un entrevistado al que se encuentra en el lugar en
el que ocurrieron los hechos, o discretamente oculto en las páginas de
sucesos de algún viejo rotativo.
El sentimiento de la búsqueda sin límite, del rastreo concienzudo que se
convierte en detectivesco, o la emoción por encontrar un nuevo dato,
transformado por arte de magia en un sólido peldaño que permite penetrar
un poco más en una historia, es algo que quería transmitir lo más fielmente
posible. Y eso, lo compruebo ahora sorprendentemente agradecido, ha
conectado con los lectores.
Sus cartas, sus mensajes de apoyo y sus sugerencias han sido como un
resorte fantástico por el que me he sentido unido a ellos.
Hacerles vivir lo que late dentro del periodista que persigue esos casos
«malditos» era uno de los grandes objetivos. Y ellos me han confirmado que
han recibido el mensaje.
Recuerdo ahora a aquella profesora de guardería que hizo que los niños
reflejaran con lápices de colores cómo veían ellos a los ovnis y sus supuestos
ocupantes, y me mandó en un cuaderno esas pequeñas joyas; recuerdo
también a un hombre que había vivido gran parte de su existencia en un
barrio chabolista y que a duras penas me escribía para hacerme saber de los
buenos ratos que le había brindado con mi libro. Y no me olvido tampoco
de aquellas religiosas que mandaron sus estampas para que las llevase
siempre cerca, en el coche, en la cámara o en lo que fuera, ya que, según la
cotidiana tertulia que mantenían sobre cada uno de los casos, habían llegado
a la conclusión de que corría mucho peligro en las investigaciones y tuvieron
a bien «echarme un capote». O de aquel ingeniero que había redescubierto
repentinamente su vocación, o la de esos chicos o chicas que habían
decidido matricularse en periodismo tras leer aquellas 344 páginas. Y cómo
dejar a un lado a todas esas buenas gentes que, en diferentes lugares y
provincias, fuese de noche o de día, se habían acercado, un tanto asustadas,
hasta los lugares del misterio con el Enigmas sin resolver debajo del brazo.
El casi centenar de cartas recibidas de jóvenes entusiastas, personas de
todas las profesiones, e incluso jubilados que recordaban antiguos lances con
el misterio, han sido para mí el mayor y más sincero de los premios. Todos
estaban agradecidos por poder saber más acerca de los enigmas españoles,
esos acerca de los cuales casi siempre cayó el manto del silencio y sobre los
qué se dejó de informar radicalmente. Querían y tenían derecho a saber qué
ocurrió en verdad, y por eso contribuían con sus notas, aclaraciones y
documentos. Ese era el segundo objetivo: crear una conexión veraz, un
trabajo de equipo que, sinceramente, en algunos momentos ha llegado a
emocionarme.
En un tiempo de Internet y de cómoda conexión vía satélite, donde
muchos colegas no levantan las posaderas del asiento ni aunque un suceso
haya ocurrido en la siguiente manzana, este tipo de reporterismo, el que
reclama la presencia de quien lo narra en el lugar de los hechos y con la
gente que lo ha vivido, quizá sea visto como algo quijotesco. Bendita
definición con la que, por supuesto, me siento identificado hasta la médula.
Porque este caminar tras el misterio tiene algo de caballero andante,
ciertamente. Pero afortunadamente uno no está solo, y las más de las veces la
mejor recompensa es el agrado sincero de quienes te leen y la profunda
satisfacción del deber cumplido al dejar sobre el tapete de la historia otro
suceso que no pudo ser resuelto y que estimula nuestra imaginación y
reflexión sobre lo que conocemos y lo que nos queda por conocer.
Sonrío habitualmente cuando veo tanta discusión y tertulia en las
televisiones, el medio que, indiscutiblemente, peor trata a los sucesos
misteriosos. Entre listillos que se disfrazan de periodistas, oscuros
iluminados y supuestos científicos engreídos e indocumentados que no dan
pie con bola, se genera un caldo de cultivo que es digno del peor cocinero.
No creo que ese sea el camino. No creo, humildemente, que estos sucesos,
donde intervinieron jueces, policías, ingenieros, médicos o verdaderos
científicos, sean siempre pasto de un bochornoso espectáculo en busca
desesperada de audiencias. Por fortuna, suelo desenchufar rápido. Y, por lo
general, para acto seguido coger los bártulos y lanzarme a la búsqueda de esa
realidad que parece que convive con nosotros y se manifiesta de las más
variadas formas.
El depósito del entusiasmo está lleno por una única razón; no hay
dobleces ni otros objetivos paralelos; mi búsqueda es real, ya que yo soy el
primero en querer saber qué pasa ahí fuera. Y para ello, como lo hago desde
que descubrí este fascinante mundo cuando tenía diez años, no ahorro en
esfuerzos, provisto de una gran carga de dudas y escepticismo, pero siempre
dispuesto a plantarme en el lugar donde haya surgido la noticia. Porque no
entiendo la crónica y el reporterismo sin ese condimento de vivir el suceso.
Esa es la búsqueda que me hace huir radicalmente de esos foros delirantes y
trabajar para mis lectores. Ellos son personas, lo he comprobado, que tienen
la cabeza muy bien amueblada y humildad suficiente para creer que se
pueden tratar estos enigmas de una forma seria y objetiva. Como lo hace un
periodista que ejerce su profesión y que busca simplemente porque desea
conocer más.
Enigmas sin resolver ha puesto las cartas sobre la mesa y ha mostrado lo
que se oculta tras los misterios españoles y también tras los misterios de
aquellos que los persiguen.
Advierto al profano de que el camino siempre está minado de
decepciones, pero también de rotundas alegrías. Poco antes de escribir estas
líneas, y tal y como leerán ustedes en el último capítulo, se produjo una de
ellas. Una nueva y clara luz, gracias a lo escrito y descubierto en esa obra,
despejó las tinieblas de la mentira que asfixiaba el célebre misterio de las
Caras de Bélmez. Las valientes confesiones de los implicados, a raíz de tener
conocimiento de lo que en el libro se expresaba, han dado lugar a la
confirmación de que en ese, como en tantos otros asuntos, alguien quiso que
la opinión pública no supiese la verdad.
Enigmas sin resolver 2 nace ahora con el firme compromiso de continuar
la labor, de dejar en el archivo del tiempo una serie de sucesos y aventuras
que probablemente también darán que hablar, y sobre los que se arrojarán
conclusiones de todo tipo.
Edaf y los lectores deseaban este nuevo reto. Y ya está aquí.
Por ellos, por su fidelidad y entusiasmo, me he puesto otra vez manos a la
obra y he desempolvado antiguos documentos perdidos, llenado el depósito
y viajado a lo largo y ancho de la piel de toro. Y en la faltriquera, ya que
quijotes somos, tras muchos kilómetros y no pocos sustos, casualidades y
sorpresas, me he traído trece historias. Trece desafíos a la lógica que son un
nuevo reto a nuestro conocimiento y a lo que sabemos de la realidad.
Todos ocurrieron en nuestro país, quizá muy cerca del lugar donde usted
está terminando de leer estas líneas, y muchos de ellos siguen retumbando
en mi mente, como el primer día en que los descubrí, haciéndome pasar aún
más de una noche en vela pensando en sus consecuencias. En la eterna duda
de intentar comprender por qué ocurren estas cosas, qué significado tienen y
qué nos quieren decir.
Espero, y ojalá se produzca de nuevo a través de esos mensajes y cartas,
que sean ustedes los que me confirmen que han sentido lo mismo en su
interior. Si eso ocurre, seré consciente de que se ha cumplido otro de los
objetivos con los que nace este proyecto.

PRIMER DESAFÍO A LA LÓGICA

D ESDE TIEMPOS REMOTOS el hombre ha asistido fascinado a algu nas


manifestaciones paranormales que consistían en la asombro sa facilidad de
algunos sujetos, por lo general sin ninguna cultura o preparación, para, en
estados de profundo trance, comenzar a hablar en leguas muertas,
desaparecidas de la tierra hacía siglos, o incluso para dialogar en idiomas
que eran absolutamente ignorados por el afectado.
Fenómenos relativamente bien conocidos en las esferas del clero, en cuyas
apretadas bibliotecas de acceso prohibido, concretamente en Italia, se tienen
registrados algunos casos de monjes que «hablaron con la voz de los
difuntos». Muy rara vez queda de ellos algún tipo de documentación oficial,
y sellados como supuestos casos de posesión demoníaca, o intercesión de
entidades malignas en nuestra alma, iban a engrosar un inmenso y oscuro
archivo del que jamás saldrían de no haber mandato del obispado.
Diagnosticados por la parapsicología científica y algunas disciplinas de la
psiquiatría como xenoglosia o glosolalia, esta insólita capacidad sobre la que
todo desconocemos suele presentarse en estados de profunda alteración
nerviosa o conmoción emocional. Para las teorías espiritistas, siempre más
arriesgadas, son sin embargo una muestra evidente de como alguna de
nuestras reencarnaciones se ha manifestado repentinamente desde uno de
esos planos en los que se conforma la existencia.
En España no se tenía, hasta ahora, constancia documental de este tipo de
fenómenos. Quizá por eso, toda esta investigación del manuscrito de
Villafranca la realicé bajo el signo del asombro continuado. Unos
antiquísimos legajos judiciales no solo demostraban que hubo un proceso
oficial contra uno de esos sujetos dotados por la misteriosa xenoglosia en la
provincia de Badajoz, sino que además esta información, por derecho, se
convertía en el nuestro primer expediente X conocido a lo largo de siglos de
historia.
Si además añadimos a la trama que hubo más de treinta testigos, médicos,
alcaldes, soldados... los cuales firmaron declaración jurada, y que la
protagonista de todo el enigma fue una criatura de tan solo tres meses de
edad que comenzó a hablar en antiguo latín narrando una turbulenta
historia, es difícil no sentirse superado por los acontecimientos. ¿No creen?
 
 
 
Lugar del suceso: Villafranca de los Barros, Badajoz.
Lugar de las investigaciones: Villafranca de los Barros y Olivenza
(Badajoz).
II
Un viejo manuscrito

  Un fax y una sorpresa.—Dos misterios del Siglo de Oro.


—Antonia Batista, la niña endemoniada.— Campanadas
a medianoche.—Xenoglosia.— Certificado de un
milagro.—Mensajes del pasado
 

F UERA HACÍA FRÍO, y por las pequeñas ventanas de la redacción de Enigmas


ya se había colado la noche. Aquel fax fue como un mila gro. Una escueta
noticia firmada en un diario de provincias que de inmediato reclamó mi
atención. La breve reseña, borrosa y casi ilegible, estaba encabezada por un
titular curioso y sugerente:
Badajoz: Hallado un escrito del siglo XVII que narra hechos sobrenaturales.
 
Aquello me puso en guardia. No sé como, pero intuí que detrás de aquel
papel rugoso se escondía una gran noticia. Lo confuso del breve texto hacía
casi imposible la lectura. Pero, tras un atento y esforzado análisis línea a
línea, pude saber que en el pueblo de Villafranca de los Barros se había
descubierto una pequeña joya aún pendiente de catalogación que hablaba de
una niña que fue dada por endemoniada, unas campanas que tocaron
fúnebremente solas ante la presencia de decenas de testigos que creyeron ver
en aquello algo propio del diablo, y varios sucesos inexplicables que
acabaron en juicio sumarísimo. Un cóctel explosivo que me hizo saltar de la
silla. Un sinfín de llamadas a viejos colegas de los periódicos extremeños me
hicieron, tras casi dos horas de intentonas, dar con Laura Díez, la
colaboradora ocasional que se había hecho eco del asunto.
 
—No sé muy bien qué describe el manuscrito —dijo desde el otro lado del
teléfono—, pero es algo que tiene muy intrigados a los archiveros. Parece ser
que una niña de tres meses comenzó a hablar en un latín perfecto, y que
hubo un proceso judicial en la época.
Me quedé mudo. La joven periodista parecía muy sorprendida por mi
actitud.
—¿De veras que puede ser tan importante este hallazgo? —me preguntó
con un timbre de voz que denotaba su emoción.
—Tengo que ver esos documentos —le respondí con firmeza.
—Yo no los he podido ver aún. La archivera que los encontró me lo
comentó y yo plasmé en una breve la noticia. No creí que esto podía llegar
hasta Madrid. ¡Es increíble!
—A veces pasan cosas increíbles —le contesté—. Los dos tenemos que ver
esos documentos del siglo XVII, cueste lo que cueste.
—Iré haciendo las gestiones, ojalá podamos, es un asunto un poco
complicado.
—Eres periodista, seguro que puedes lograr la entrada al archivo.
—Haré todo lo posible... pero ¿de verdad que esto puede ser tan
importante?
—Puede que esos legajos sean el primer juicio efectuado por
fenomenología paranormal en España. O por supuesta posesión demoníaca.
—Eso da un poco de miedo, la verdad...
—Ciertamente, sí. ¿Te comentó la archivera alguna fecha de aquel
proceso?...
—Creo que todo ocurrió hacia el 1617...
—Puede ser el primer Expediente X español. Mañana, a más tardar a las
tres, estoy allí. Procura que me den un permiso para visitar ese archivo...
—¿En condición de periodista?...
—En condición de visita de un colegio, si hace falta.
 
La risa de Laura delató emoción y nerviosismo. Acostumbrada a ser
corresponsal de un lugar donde casi nunca ocurre nada, esto se perfilaba
como una gran aventura, con un trasfondo de poseídos, niñas que hablan
idiomas imposibles y unos documentos sembrados de nombres, cargos y
apellidos de la época. Y una sensación inconfundible me invadió por
completo. Como en tantas otras ocasiones, la noticia había surgido del modo
más incomprensible y para descubrir la verdad solo había una forma: viajar
hasta las llanuras dormidas de la tierra de Barros, en pleno corazón de
Badajoz, y plantar las cámaras fotográficas ante aquellos excepcionales
documentos del pasado. No había otra fórmula. O, al menos, mi concepto
del periodismo aún no la conoce. Por fortuna.

Villafranca de los Barros, hacia las tres de la


tarde. Abril de 1999
Con 35 grados a la sombra me dieron la bienvenida las encrespadas y
blancas callejas de este lugar apacible y ordenado, con una armonía sosegada
propia de las tierras del sur a las que se asoma desde el último vértice de
Extremadura. Al socaire del umbral de los portales los vecinos se protegían
de un sol que abrasaba temprano, saludando cortésmente y envueltos en sus
conversaciones sobre el tiempo y las tierras. Daba la impresión de que no se
habían sobresaltado con la noticia, a pesar de que el rumor días antes había
corrido rápido por los cuatro puntos cardinales del pueblo en aquella
primavera que más bien parecía verano adelantado. En una plaza solitaria,
junto a uno de esos viejos quioscos de música donde daba la apariencia de
no haberse tocado un concierto en los últimos siglos, me esperaba, entre
impaciente y nerviosa, Laura Díez, cronista que desde hacía algunos meses
surtía de noticias a los diarios de la comarca. Tras las presentaciones de
rigor, escuché una frase esperada que rompía la duda que me había
mantenido tenso durante los cuatrocientos y pico kilómetros de ruta:
 
—«Podemos pasar. Hay vía libre.»
 
Me giré y vi el viejo palacio que hacía de Archivo Municipal. Con las
prisas ni siquiera me había dado cuenta de que habíamos quedado
prácticamente en su entrada. Procuré desplazarme con rapidez por la
primera planta, donde se extendían las dependencias de la policía local.
Intuí que los «permisos» solicitados se limitaban al acuerdo entre amigos y
conocidos para echar una ojeada y no estaba dispuesto a que mi bolsa de
cámaras despertase la más mínima sospecha. Hablo con triste conocimiento
de causa. No es la primera vez que un inocente interrogatorio por parte, por
ejemplo, de algún agente de la policía local convierte la presencia del
periodista investigador en todo un acontecimiento. Es mejor actuar con
sigilo, como una sombra que solo observa y escucha. Al fin y al cabo esa es
nuestra labor. En no pocas ocasiones «los periodistas que buscan cosas
raras» infunden recelo más que otra cosa. Y las posibilidades de que gentes
de algunos lugares tranquilos y dormidos en su rutina solo vean
complicaciones en el forastero y sus cámaras fotográficas. El hecho de que
un caso se te escape ante las propias narices si cometes el torpe error de
charlar sobre tus intenciones antes de llegar hasta el objetivo es muy alta. La
cara de cretino que se me ha quedado en algunas ocasiones, tras escuchar la
bella frase de pues como eres periodista, no hablo... y ya te estás marchando de
aquí, me hizo recapacitar. Subí la escalinata de cuatro en cuatro peldaños,
hasta sumergirme como en otro mundo. Si bien en el primer piso la asepsia
y las estanterías de metal mostraban la frialdad propia de cualquier
dependencia de ayuntamiento, en la segunda planta, que se retorcía en
varias galerías estrechas donde se asomaban actas y libracos con las entrañas
de hojas desparramadas, tenía esa magia de lo antiguo.
 
Un funcionario de bata blanca apareció en medio del pasillo forrado de
apéndices y anuarios de siglos pasados. Le sonreí con una mueca de visitante
dominguero...
 
—Ya veo que están de mudanza —me apresuré a decirle en tono cordial.
—Cierto. Nos trasladamos al nuevo edificio. Estamos sacando todos los
archivos viejos, que llevaban sin catalogar una eternidad... están saliendo
muchas sorpresas... Oiga, por cierto, ¿usted a qué ha venido?...
 
No lo dejé acabar. Oculté discretamente mi bolsa y continué como si me
reclamasen desde la otra sala: allí todo parecía más tranquilo.
Con sus arterias de madera ya añejas por el paso de los siglos, aquella
habitación guardaba la esencia histórica de un pasado brillante, repleto de
conquistas y caballeros. Mientras mi cicerone dialogaba con lo que parecía
ser otra funcionaria yo trataba de pasar desapercibido, desapareciendo entre
columnas de legajos desencarnados de tapas que habían sido descubiertos
tras iniciarse la operación de mudanza. Precisamente en uno de esos
pequeños habitáculos abuhardillados, donde se guardaban en total desorden
los documentos más antiguos, había saltado la sorpresa. La voz de la
archivera me resultó reconfortante. Tras su charla con Laura había accedido
a mostrarnos la «pequeña joya». Y yo sentí una profunda calma interior
después de tanto nerviosismo por evitar que nada truncara aquel encuentro
con el viejo y misterioso manuscrito.
Con gesto indiferente, Inmaculada Clemente Santos dejó caer el legajo
35/1.3.3, del año de 1617, sobre la mesa de oficina donde reposaba una
esforzada Olivetti aún en servicio.
Delicadamente me llevé aquel expediente judicial hacia el amplio ventanal
que se elevaba hasta el techo y que bañaba de luz clara aquel salón:
—Así que esto es un proceso contra una niña que habló en latín a los tres
meses de edad, ante diversos testigos y que luego fue juzgada oficialmente...
—Exacto. Estamos realizando la transcripción paleográfica y aquella niña
habló, según rezan los diferentes atestados, ante el médico, el cura, el alcalde
y diversos dirigentes. Además de los propios testigos del pueblo.
 
Y allí, junto a la ventana, me quedé por unos instantes sin preguntas,
observando aquella escritura enrevesada llena de firmas, rúbricas y sellos
oficiales. Volví a quedarme mudo por la sorpresa.
 

Dos misterios del Siglo de Oro


El honor del inesperado «descubrimiento» lo merece Pilar Casado, la
archivera que hacía tan solo unos días quedó asombrada al encontrar aquel
pequeño tesoro. En una de las pequeñas estancias donde se apilaban
documentos sueltos de todas las épocas y géneros apareció una carpeta,
aproximadamente de finales del siglo pasado, en la que se incluían dos
voluminosos expedientes judiciales de bastante tiempo atrás. Quién con
sabiduría los incluyó en aquel «dossier» tuvo el detalle de colocar en el lomo
de la encuadernación un inquietante epígrafe: «Hechos sobrenaturales».
La archivera abre ante las cámaras del autor el juicio a la niña poseída de Villafranca; un viejo legajo
que se convierte en el primer expediente X español.

Sea quien fuese, aquel hombre o mujer que hace unos cien años descubrió
dentro del archivo los partes de los tenebrosos sucesos ocurridos a
principios del siglo XVII tuvo a bien el volver a «sumergir» aquel material en
lo más profundo de la gran mole de papeles que se alzaba, húmeda y
enmohecida, hasta casi rozar con el techo. Un modo de esconder para la
posteridad unos hechos demasiado misteriosos y punzantes para la época. El
milagro de la casualidad y el buen hacer de las funcionarias consiguieron
que en estos últimos cien años no se extraviase ni uno solo de los
documentos del desangelado fondo de los archivos de Villafranca. Las obras
de «adecentamiento» del lugar comenzaron a principios del 99, y recién
iniciado el mes de abril ocurrió lo que quizá el destino había programado; el
manuscrito oficial se desperezaba de un letargo de casi cuatrocientos años.
Cuando lo tuve entre las manos, comprendí que allí se reflejaba un hecho
«maldito» que congregó a todas las fuerzas vivas de esta cuna de
conquistadores. Un descubrimiento asombroso que tenía por epicentro a
una niña de origen portugués de tan solo tres meses de edad, protagonista,
según rezaban los legajos, de un hablar imposible que fue certificado por los
más honorables hombres de la villa.
Pero la trama tenía un inicio. Un caballero inquieto, el licenciado José
Beltrán de Arnedo, escribía a Villafranca solicitando una más que curiosa
información.
Según rezaban las arrugadas hojas manuscritas, en la mañana del 9 de
octubre de 1617 llegaba una misiva de carácter urgente al pueblo...
 
En la villa de Villafranca, en nueve días de octubre, sus mercedes don
Mateo Vaca de Liria y Diego López Barragán, alcaldes ordinarios de esta
villa por su majestad, recibieron el pliego sellado que dice así: Por la
Reina Gobernadora. A la Justicia y Alcaldes Ordinarios de Villafranca.
Y habiéndose abierto el dicho pliego viene firmado por el señor
licenciado don José Beltrán de Arnedo, en el que por él manda se haga
información de que una niña de edad de tres meses y medio, hija de
padres portugueses estantes en esta villa, habló por el mes de septiembre
pasado ciertas palabras latinas. Y que se hiciese información de que por
el año pasado del sesenta y cinco se tocaran las campanas de la ermita de
Nuestra Señora de la Coronada.
La inesperada carta dirigida a los alcaldes inició lo que probablemente
fuera la primera investigación judicial de este tipo habida en España con
orden de hacer declarar a todos los implicados. El espeluznante suceso de un
bebé que comenzó a proferir frases en latín ante el espanto de varios testigos
presentes fue el que primero llamó la atención de los dos mandatarios. No
en vano habían pasado tan solo unos días del suceso y eran muchos los
testigos.
Reunido el pueblo entero en pleno extraordinario, se ponía en marcha la
maquinaria implacable de la investigación con el fin de arrojar luz sobre
estos oscuros sucesos. El diablo, según muchos, se había aparecido en el
cuerpo de una criatura.
 

Antonia Batista, la niña endemoniada


Con el legajo en la mano, caminando lentamente entre aquellas torres de
viejos documentos y archivadores relucientes que se disputaban el sitio con
antiguos libros de cuentas y sentencias, volví a ser consciente de que la
realidad superaba a la ficción más descabellada.
Intentando imaginar la noche de hace trescientos ochenta y dos años en
aquel lugar de estrechas calles encaladas, leí poco a poco, saboreando cada
línea escrita con pluma sentenciadora, la alucinante investigación sobre
aquel «bebé parlante» que, como si adquiriese repentinamente otra
conciencia, disertó con voz espantosamente firme y clara ante propios y
extraños. La lectura de la declaración jurada del médico asalariado de la
villa, José de Ribera Padua, me trasladaba, de inmediato, a otras épocas
brumosas y legendarias donde, como quedaba rubricado, había ocurrido lo
imposible.

Segmento del documento judicial en el que son legibles las palabras conteret, caput, tuum, pronunciadas
de modo inexplicable por Antonia Batista.

D. José de Ribera Padua en el auto proveido por la justicia dixo:


El sábado pasado que se contaron doce días del mes de septiembre
deste presente año, entre siete y ocho de la noche, estando este testigo en
las casas de su morada, en una sala donde tiene su estudio, en compañía
de María Batista, su prima, viuda de Rodrigo de Sequera, la cual tenía
una hija suya de edad de cuatro meses poco más o menos, en sus brazos,
la cual estaba echadita sobre un bufete reclinada en el brazo de su
madre. Y este testigo quiso salir de casa y yendo a tomar su capa miró a
la dicha niña que llaman Antonia, la cual con violencia comenzó a
levantar los brazos y piernas poniéndosele la cara muy roja, y este testigo
juzgó que le daba algún accidente a la dicha niña, levantando la cabeza
del brazo de su madre comenzó y dijo en voces altas y claras DOMUS,
AUSTRIACA, CONTERET, CAPUT, TUUM, y cuando la niña comenzó
a decir las palabras comenzó en tono bajo y acabó en tono alto, con
mucha fuerza y violencia, mostrando en sí grande alegría y sobrenatural
gozo. Y a este tiempo, la dicha doña María Batista, madre de la dicha
niña, dijo: «El buen Jesús, Dios nos quiere castigar, misericordia Señor.»
Y este testigo dijo: «Verbum caro factum est», admirado del suceso. Fue a
la calle en busca de gente para que lo viesen y fue a casa de don Álvaro
Guerra de Bolaños, que vive pared en medio de la de este testigo para
que fuese a ver este prodigio, y ambos dos vinieron a gran prisa para ver
a la niña, la cual todavía estaba forcejeando con los mismos
movimientos de piernas y brazos, y gorjeando con la lengua, y la cara
muy roja... y así estuvo desta forma más de medio cuarto de hora hasta
que se fue apaciguando, se quietó y se quedó como antes de que le diese
dicho accidente.
 
Se me encogió el aliento. Y creo que los lectores sabrán comprenderme.
Álvaro Guerra de Bolaños, que a la sazón era ni más ni menos que Alguacil
Mayor del Santo Oficio de la Inquisición, se quedó abrumado por el fiero
rostro amoratado de aquella niña que continuó pronunciando palabras
ininteligibles durante un buen rato ante el constante trasiego de gentes de
toda condición que se echaban las manos a la cabeza, llegando desde
distintos puntos de la villa y ya en plena noche, para observar lo que
consideraban una encarnación del mismísimo Satanás.
Y habría que imaginarse aquellos rostros crispados a contraluz, aquel
miedo en un pueblo extremeño en medio de la dehesa.
En el amplio dossier judicial, en términos semejantes, proseguían las
declaraciones detalladas ante el tribunal de los familiares, que resultaron ser
unos portugueses naturales de la población de Olivenza, de escasos recursos
y que creyeron en aquel momento tener como hija de sus entrañas a una
sicaria del diablo. Algo poco alentador que podría condenarlos de por vida
en aquella época.
Vecinos como Teresa Rodríguez, Cristóbal Vaca e incluso el impresionado
clérigo de la villa, Álvaro Martín se unían en las largas y detalladas
declaraciones ante el juez. Nombre concreto, identidades comprobables;
todos habían visto con sus propios ojos la espantosa escena imposible que
hoy, en las fronteras del siglo XXI, los especialistas psiquiátricos y
parapsicológicos definen como xenoglosia, o la inquietante facultad de
poder hablar en lenguas muertas o desconocidas para quien las profiere.
Recordé al instante algunas peripecias en las que he estado muy cerca de
quienes entraban en estados de trance tan complejos. Hace ya algunos años,
cuando me infiltré en una secta de tipo apocalíptico para realizar unas
grabaciones para un entrañable y modesto programa de radio que junto al
periodista Lorenzo Fernández teníamos en la «reina de las emisoras piratas»,
comprobé micrófono en ristre cómo algunos individuos, entre convulsiones
y rostros desencajados, entre éxtasis místicos y estados casi catatónicos,
empezaban a mascullar un fúnebre cántico, muy hosco, muy continuo, que
se iba transformando con simetría increíble en algo parecido a un lenguaje
que no podíamos comprender. Después, la cinta magnetofónica y el
sosegado análisis por parte de los especialistas nos dio el resultado: aquello
era arameo antiguo. Una lengua muerta que había dejado de hablarse hace
casi dos mil años... ¿Cómo era posible?
En otra ocasión, ya en un ambiente más relajado y, sobre todo, menos
arriesgado para mi integridad física, me encontré de cerca con otro de estos
casos de supuesta xenoglosia. Ocurrió en Albacete, en el transcurso de una
sesión de hipnosis que practicaba el especialista y buen amigo José de Zor.
Allí una mujer entró en trance y «retrocedió» en el tiempo hasta situarse en
un hipotético plano anterior al vientre materno. De edad madura, apoyado
el mentón contra el pecho, de su boca salió una voz ronca, desagradable,
inquietante... dijo ser una joven que iba con larga y gruesa falda negra por
una campiña. No había trampa ni cartón, de eso puedo dar absoluta fe. De
aquella garganta surgieron como en un caudal frases que se entrelazaban sin
aparente sentido. La mujer, con aspecto de traspasar un estado de angustia,
repitió que era el año de 1112. Y después surgió una conversación con la
nada que nos dejó aterrados. El hipnólogo clínico Zor se quedó un tanto
impresionado. Era como revivir una escena de otro tiempo, de otro lugar,
que por resortes desconocidos se instaló en aquel cerebro en pleno otoño de
1999. Para algunas personas que asistían a aquel experimento aquello,
indefectiblemente, era un inglés muy arcaico, una lengua sajona que
probablemente se correspondería con lo hablado en el Reino Unido del siglo
XII. Para otros que seguían la escena de cerca desde un prisma más científico,
como la psicóloga Begonya Espejo, aquello podía ser un remanente
inconsciente de algún texto leído hacía muchos años, tan solo visto durante
algunos segundos por los ojos del paciente y que, como si se tratase de un
archivador mental implacable, el pensamiento había atrapado y rebotado
hacia el exterior. La psicología admite este tipo de hechos y solo puede
achacarlos a la casualidad, ese cajón de sastre con el que se intenta explicar
todo lo que no se comprende. Es algo que los parapsicólogos, dando un paso
más allá, reducen a una sola y enigmática palabra: xenoglosia, una
manifestación que hasta el momento solo se había estudiado en algunas
personas adultas y que jamás habían ocurrido en bebés prácticamente recién
nacidos. Visto el asunto desde la luz de la ciencia, ¿qué clase de lecturas
había podido tener una niña de tres meses del siglo XVII? La hipótesis de la
posesión, admitida en este caso por la Iglesia, me llenó de inquietud...
 

Campanadas a medianoche
Alguien agregó al insólito expediente de la «niña endemoniada» varias
hojas referentes a otro suceso que merecía estar condenado en aquel dossier
en el que con letras probablemente escritas en el siglo XIX se había plasmado
aquel epígrafe de «hechos sobrenaturales».
El segundo caso que engrosaba este insólito expediente judicial había
tenido lugar a pocos metros del vetusto edificio en el que yo releía la copia
paleográfica recién elaborada por las eficientes lingüistas y traductoras. Sin
pensarlo dos veces, tomé de nuevo las calles soleadas de la villa para ir
perdiéndome por los lugares donde se desarrolló la otra misteriosa historia
que tanto desvelo provocó en su época, intentando comprenderla desde el
mismo lugar de los hechos.
En la empinada travesía del Aceituno, y en la más ancha y despejada de la
Coronada, aún quedaban los edificios, como mudos testigos blanqueados de
aquella noche en que las campanas de la ermita repiquetearon solas ante la
sorpresa y el sobrecogimiento general. Caminando calle abajo eché mano de
la declaración ante el tribunal de José Alonso Lechón, alguacil mayor de la
villa, para «revivir» lo que allí mismo tuvo lugar, en un tiempo de
espadachines y duelos a la luz de la luna:
 
Yendo este testigo el día veintidós de agosto del pasado mil y seiscientos
y sesenta y cinco, a cosa de las once de la noche, poco más o menos, en
compañía de su merced don Álvaro Gutiérrez Blanco, alcalde ordinario
de la villa aquel año, llegando al final de la calle del Aceituno que salía al
egido de la ermita de Nuestra Señora de la Coronada, oyeron que una de
las campanas de dicha ermita dio una campanada, y dentro de poco
sonó otra campanada, y este testigo y su merced fueron a dicha ermita
que está extramuros de la villa. Yendo a dar a ella sonó otra campanada,
y habiendo todos juntos llegado vieron que las puertas que tiene estaban
cerradas y se comprobó que no había persona alguna en el interior de
ermita...
 
Observando aquella iglesia remozada con torres afiladas que rasgaban un
cielo impoluto y claro, imaginé la escena de aquella noche del 22 de agosto
de 1665. Según rezan las declaraciones juradas del vecino Juan de Zúñiga y
Ceballos, el escribano de la villa Juan Mateos, Beatriz Hernández, Leonor
López y el alguacil menor Álvaro González, todos penetraron en la
penumbra de la iglesia provistos de unas velas para intentar sorprender al
supuesto autor. Aquel tañir fantasmal volvió a producirse, claro y nítido, y
tras haber escrutado con paciencia y cierto temor órgano, sacristía y torre,
los allí presentes se cercioraron definitivamente de que nadie había podido
hacer sonar las campanas cuatro veces. Y el miedo los devoró vivos allí
dentro, rodeados de oscuridad y quizá acompañados de un bromista
invisible. Fue entonces cuando se personó en la plazuela una gran multitud y
comenzó a latir con fuerza la palabra «milagro».
 

Certificado de un milagro
Las decenas de declaraciones y el rango eclesiástico de algunas de ellas
dejaban pocas dudas en torno a la veracidad de los hechos allí plasmados
con letra enrevesada. Las propias archiveras, descubridoras y conservadoras
del misterioso legajo me confirmaron que no cabía duda, por el tratamiento
y profusión de identidades testimoniales, que aquellos sucesos no eran
leyendas o antiguas creencias, sino un denso expediente judicial con todas
las de la ley. En un acta elaborada años después, e incluida de modo
igualmente enigmático por el sujeto que en su día compiló toda esta
información «herética», se afirmaba que el incidente, certificado como
verdadero milagro de Nuestra Señora de la Coronada, había quedado
reflejado en una tabla con inscripciones latinas realizada para ensalzar
algunos prodigios de la venerada. Y sin perder un minuto me planté ante los
portones mientras la tarde iba cayendo en silencio.
Iglesia de la Coronada, a las afueras de Villafranca de los Barros (Badajoz). Extraños sucesos levantaron
a la población una noche de 1665.

Con cierta pesadumbre, tras flanquear el candado de la sacristía gracias al


afable ermitaño Luis Pérez Macía, encargado de la conservación del edificio,
comprobé que nadie sabía del paradero de aquella tabla donde se registró el
extraño acontecimiento dándole tintes religiosos. Cerrada en aquel
momento al público, la iglesia permanecía en penumbra, tal y como la debió
ver aquel grupo de vecinos liderados por el escriba oficial y el alcalde a la
busca del «campanero sobrenatural».
Nuestro rastreo fue infructuoso, pero el bueno de Luis se afanaba en
enseñarme una momia amojamada de una santa que desde tiempo no
identificado veía pasar los días en un fúnebre arcón de cristal.
Iker Jiménez, junto a la campana que dobló sola en la medianoche.

—Pero esto no es lo que busco, amigo...


 
Su oronda cara se tiñó de tristeza.
Me apoyé sobre una de las paredes y contemplé el altar en silencio. Al ir a
coger la cámara para inmortalizar aquel rincón me di de bruces con una
serie de letras. Y las leí con sumo cuidado...
 
«Coronada Saeculorum miraculo.»
Y no pude remediar el sonreír pícaramente. Ahí estaba. La amiga «suerte»
se había vuelto a aliar con este buscador en el último momento. El ermitaño,
fiel y expectante, posó orgulloso con el descubrimiento, un marco algo
apolillado por el tiempo, donde se describía, en un antiquísimo grabado
sobre tela, el prodigio allí ocurrido, en el día en que las campanadas sonaron
impulsadas por manos invisibles para reclamar la divinidad de la Coronada.
El flas iluminó en dos fogonazos el altar, y el buen ermitaño me sonrió...
 
—¿De verdad que se va a marchar usted sin hacerle unas fotitos a la santa?
 
Tras pasar unos minutos largos subido en el torreón ya en desuso,
contemplando aquellas moles de bronce que tañeron solas en aquella noche
de sustos y milagros, puse rumbo de vuelta a casa. La aventura, apretada en
tiempo y emociones, había dado para mucho, pero aún siguen algunos cabos
por atar.
Las palabras que profirió aquella niña, que fue declarada poseída por el
demonio e ingresada en algún centro religioso del que jamás pude saber
nada, pues ni la más remota pista sobre su paradero y el de sus padres se
incluía en aquellos papeles, martillearon mis sienes durante todo el regreso
nocturno.
 

Mensajes del pasado


Ya en Madrid fueron muchos los especialistas a los que acudí. Pero
ninguno se puso totalmente de acuerdo con los demás, cosa harto común y
francamente desesperante en los estudiosos de lenguas muertas. Más de una
noche me la pasé en vela entre diccionarios de latín y otras alhajas
semejantes que ya tenía por enterradas en lo más profundo de las
catacumbas de mi biblioteca desde el tiempo del bachillerato. El releer sus
páginas me demostró, una vez más, que jamás hay que deshacerse de un
libro. Nunca sabes cuando te va a ayudar, si no a resolver, sí a aproximarte
más aún al epicentro del enigma.
Según rezaba el expediente oficial, las palabras más inteligibles
pronunciadas por la niña de tres meses Antonia Batista fueron «domus,
austriaca, conteret, caput, tuum». En latín, según comprobé por mí mismo y
por el ligero consenso al que llegaron los eruditos consultados, «domus»
significa casa; «austriaca» puede provenir de la raíz «ausum» (crimen o
maldad) o «austrinus» (del sur, austral); «conteret» deriva de «conteo»
(triturar, desmenuzar); «caput» significa cabeza, y «tuum»,
etimológicamente, «tum» (entonces, en aquel momento).
La traducción correspondiente de cada una de las palabras al construir
una frase me daba siempre algo referente a un incidente macabro que quizá
tuviese lugar en aquella casa del doctor de Villafranca. Un crimen provocado
en una casa en la que a alguien se le trituró o cortó la cabeza. Intenté
reordenar las palabras y buscar otros derivados en el significado, pero al
final por ahí iban los tiros.
A las pocas semanas de acabar con la fúnebre traducción, mi fiel
compañera Carmen Porter, con el olfato de los buenos periodistas, rescataba
de los inmensos archivos de la Hemeroteca Nacional una noticia de 1955 en
la que se detallaba una historia similar a la de la pequeña Antonia Batista.
El ermitaño Luis Pérez Macía muestra ufano el «descubrimiento»; un certificado de milagro paranormal
ocurrido en el siglo XVII. Toda una joya.

Bajo la luz del flexo, en la soledad de la antigua sala ya huérfana de


visitantes, leí y releí aquella información que nos narraba un prodigio
ocurrido en Recife, Brasil, en el que la protagonista era María Magdalena
Martinho, según rezaba el titular, una niña de tres meses que ya habla como si
tuviera siete años. Una comisión científica estaba estudiando el extraño caso
de aquel bebé que componía frases coherentes y que parecía estar emitiendo
una información que llegaba hasta su cerebro de un modo poco
comprensible. Los padres, un humilde relojero y una ama de casa, habían
llenado a la criatura de amuletos para protegerla «del mal» que la acosaba.
Mientras tanto, los médicos debatían acerca del posible y antinatural
desarrollo de su hemisferio izquierdo. La escena, ocurrida en un suburbio,
me resultó familiar. A la semana siguiente las noticias ya no existían. El caso
de la «niña que hablaba como un adulto» se había esfumado como por arte
de magia. Algo semejante a lo que en su día ocurrió en Villafranca por
imposición oficial.
El silencio, lo comprobé en mis carnes, envolvía estos casos donde, una
vez más, la ciencia de bata blanca se había visto impotente.
Las voces de origen supuestamente sobrenatural y las autoridades no eran
buena pareja de baile. En el corazón del siglo XX, en pleno Aragón, tenía
buena muestra para pensar que las risas y frases fantasmales eran algo que
irritaba sobremanera a la policía y a los jueces. Sobre todo cuando tras la
charlatanería y los primeros días de ajetreo se tenía la certeza absoluta que
no había un ápice de fraude. Que solo había unas voces humanas que nos
comunicaban algo con sentido, surgidas desde bocas y tráqueas invisibles

María Magdalena Martinho, la niña brasileña que saltó a la fama por un extraño proceso de xenoglosia.
Con tres meses hablaba perfectamente para espanto del respetable.
Ocurrió en Zaragoza, cuando ya se marchitaba un convulso 1934. La
noticia obtuvo alcance mundial, pero una vez más fue aplastada por el
implacable martillo del silencio impuesto. Habían pasado más de sesenta
años, pero quizá merecía la pena regresar al lugar y poner manos a la obra.
Una historia tan dramática y misteriosa como la del «Duende de la calle
Gascón de Gotor» bien valía el esfuerzo.
Las sorpresas, aunque yo en ese momento aún no lo sabía, me aguardaban
a la vuelta de la esquina.
 
 

SEGUNDO DESAFÍO

E SCUCHAR UNA VOZ que proviene allí de donde no hay nadie es una de las
experiencias más traumáticas que se pueden vivir. La historia de los
fenómenos paranormales está repleta de sucesos donde las llamadas «voces
fantasmales» o, para los más técnicos, «efectos de paralitergia»,
amedrentaban, amenazaban o perseguían a quienes penetraban en
determinadas casas y estancias. Estos lamentos sin dueño, para algunos el
mismo principio activo que luego se graba en las llamadas psicofonías y que,
por algún motivo que no acertamos a comprender, se hace audible en
determinados momentos, generaron en la España de la Segunda República
una de las historias misteriosas más fascinantes y llenas de pruebas y
documentos que jamás han existido. La trama tuvo lugar en Zaragoza, en
pleno centro. Todo comenzó con una voz misteriosa que se presentaba
dentro de un inmueble del corazón de la ciudad. Y lo que, lógicamente,
debería ser una molesta broma, se fue convirtiendo, con los días y las
semanas, en uno de los grandes sucesos paranormales de toda la historia.
Calle Gascón, número 2, noviembre de 1934. Las gentes comienzan a agolparse ante el rumor de que el
edificio está encantado.

La Policía Armada, los jueces, los comisarios, los dirigentes, los


psiquiatras, los ingenieros y arquitectos fueron testigos de cómo surgía una
voz imposible que adivinaba y amenazaba a través del conducto del fogón de
la vieja chimenea. La repercusión popular fue inmensa, convirtiéndose el
caso en el primero que ocupó las portadas de todos los diarios nacionales a
lo largo de muchos días. Aislada la manzana de viviendas, cortados todos los
conductos posibles y vigilada veinticuatro horas, la voz del llamado
«duende» mantuvo en jaque a todo el sistema. El gobernador civil, en un
histórico comunicado, se dirigió al país pidiendo calma por el estado de
histeria nacional, y mientras, en la vieja casa, la voz de un ente invisible
continuaba presente, motivando otros funestos hechos de los cuales hasta
hoy nunca se había informado.
Una imagen vale más que mil palabras: la Policía Armada penetra en la casa y comprueba que las voces
y lamentos que surgen de la hornilla no tienen ninguna explicación.

Algunas personas que fueron testigos de aquello y que escucharon a la voz


en directo emergiendo por la hornilla, aún viven y los pude encontrar. Al
igual que una bastísima documentación policial y judicial acerca de un
misterio que trajo en vilo a todo la convulsa sociedad de la preguerra y que
al final no tuvo un veredicto. Como recuerdo, el moderno edificio que se
construyó tras la demolición de la manzana Gascón de Gotor, número 2,
lleva hoy por nombre «Edificio Duende». Todo un símbolo y un pequeño
gran homenaje a uno de esos grandes enigmas que jamás fueron resueltos...
 
Lugar de los hechos: Zaragoza
Lugar de la investigación: Madrid, Zaragoza, Barcelona.
III
El duende de Zaragoza

  Gritos en la escalera.—Un desafío de sesenta años.—


¡Que me haces daño!—Miedo en Gascón de Gotor.—
Ante policías y jueces.—El niño valiente.—Se cierra
el telón.—El misterio no ha muerto
 
 

S EGÚN REZA el parte meteorológico de la ciudad de Zaragoza, la noche del


martes 19 de noviembre de 1934 es muy fría. El termómetro no llega a
superar los ocho grados. En la oscuridad del rellano de una casa de la
burguesía aragonesa, enclavada en pleno corazón de la ciudad y con altas
puertas y pasillo estrecho, se ha escuchado un lamento profundo y silbante.
Un aullido que, a oídos de los inquilinos del segundo y tercer piso es
humano. Pero no hay nadie en las escaleras. Lo comprueban varios vecinos y
sirvientas que, incluso, descienden por los peldaños cautelosamente, con
algo de miedo.
De repente otra voz, otro grito que más bien parece una risa macabra que
serpentea hasta detenerse en el segundo derecha. Allí muere como
disolviéndose en el mismo aire que lo impulsaba llevándolo en volandas. La
llamada a los miembros de la Policía Armada se hace desde la planta baja. El
pavor se adivina en algunos rostros. Es lo mismo que había ocurrido
aproximadamente tres semanas antes, cuando «unas carcajadas
sobrenaturales» habían despertado a medio inmueble. Hacia las once de la
noche las autoridades se personaban, enfundadas en sus gruesos trajes
oficiales y portando el fusil reglamentario, en el número 2 de la calle de
Gascón de Gotor.
«Esto parece cosa de un duende», dijo uno de los allí presentes. Acababa
de comenzar uno de los más apasionantes expedientes X de la historia de
España.
 

Un desafío de sesenta años


Sesenta y cinco años más tarde también hacía frío en el centro de la
capital maña. Un frío recio que entumecía los huesos. En una apretada calle
de ladrillo oscuro y manzanas simétricas, donde hoy se superponen las
antiguas fachadas con comercios refundados en la década de los setenta, cae
esa lluvia fina y molesta que empapa a los que, como a mí, ha cogido
desprevenidos. Tras caminar por las aceras durante unos minutos encuentro
acomodo en un viejo bar cuya única mesa mira frente al escaparate. Desde
ella contemplo el edificio «Duende», alzado hace algunos años y que se
bautizó con esas letras doradas en honor al más extraño acontecimiento que
recuerda la populosa ciudad del Ebro.
Noviembre expira, el vaho helado y denso del exterior se ha apoderado de
este local al que alguien también llamó del mismo modo en su día. En la
ciudad algunos recuerdan el suceso, pero el tiempo es inmisericorde. Es
preciso avivar urgentemente la memoria y para ello despliego los antiguos
papeles y recortes sobre la mesa dispuesto a recordar. Doy un sorbo al café
hirviente y, para ir poniéndome en situación de lo que aquí ocurrió, rescato
de mi gruesa carpeta una columna histórica, inserta el de la edición del 27
de noviembre de 1934 en el e Times británico, uno de los periódicos más
influyentes del mundo:
 
e Times. Telegrama envíado desde Madrid.—Un irónico
«duende», que habla por la campana de una chimenea, tiene
sobresaltados estos días a los habitantes de Zaragoza, los cuales se
afanan en dar con la pista de la misteriosa voz. Un arquitecto y varios
obreros han sido requeridos para trabajar sobre el terreno: Han
removido todo el piso, e incluso han levantado el tejado, pero los trabajos
han sido totalmente infructuosos. La policía trabaja activamente. No se
ha podido impedir que de los grupos estacionados frente a la casa se
destacasen varias personas y se lanzaran al techo presas de gran
alteración nerviosa, para buscar al «duende». La policía se ha visto
obligada a desalojar varias veces la puerta de la casa (servicio especial).
 
El breve teletipo reflejaba a la perfección el estado de asombro y miedo
ante lo que estaba ocurriendo en uno de los inmuebles de la calle Gascón de
Gotor, la misma en la que ahora yo me remontaba en el tiempo. Con los
periódicos antediluvianos sobre mi eventual mesa de trabajo no pude
reprimir una sonrisa. La sonrisa de la nostalgia. A tan solo unos metros de
mí se había producido uno de los grandes e inmortales misterios españoles.
Quizá el primero del siglo XX en el que intervinieron, de un modo oficial,
policías, jueces y médicos a la búsqueda de un dictamen para lo imposible.
Las noticias se reprodujeron en todos los rotativos españoles, día tras día,
matinal y vespertinamente en un carrusel de emociones e hipótesis solo
comparable a lo que casi cuarenta años más tarde ocurriría en Bélmez de la
Moraleda (Jaén), ante la súbita aparición de unos rostros extraños en el
fogón de una cocina. Hasta entonces la prensa y la sociedad en general no
conocían el estremecimiento provocado por un fenómeno paranormal. Pero
en aquel 1934 iban a tener la oportunidad de sentirlo en sus carnes.
Fue un enigma que provocó miedo y las más encendidas discusiones en
esta calleja hoy estrecha y rebosante de camiones de mercancías y vaivenes
comerciales. Donde ahora solo hay una blanca y moderna fachada, en aquel
otoño del 34 abría sus puertas el bar Sport, lugar en el que cada madrugada
se juntaban los más valerosos, en un revoltillo expectante, junto a la prensa y
al resto de curioso inclusos venidos de otros puntos del país, dispuestos a
escuchar la voz de un ser invisible que parecía haberse alojado en la casa de
la familia Palazón.
La Policía Armada y los arquitectos hacían guardia día y noche, y los
técnicos telegráficos y telefónicos hacían lo propio aislando el lugar. En tan
solo unos días la primera manzana de la calle Gascón de Gotor estaba sitiada
como en un particular golpe de estado. Pero nadie lograba dar con el
sobrenatural impostor. La misión que yo mismo me había impuesto,
imposible como casi siempre, era la de saber qué ocurrió de verdad en aquel
otoño inolvidable y por qué dejó de informarse bruscamente del asunto.
Algo no olía bien en aquel fin de fiesta anticipado por la prensa nacional.
Intentar llegar hasta los «supervivientes» de aquella apasionante historia era
otro de los objetivos. Difícil, pero las sorpresas, por fortuna, no habían
hecho sino comenzar en aquel día de perros.
 

¡Que me haces daño!


A las siete de la mañana del 20 de noviembre de 1934, la criada de
dieciséis años, Pascuala Alcocer, de aspecto frágil y palidez extrema, se
colocaba el delantal en la vieja cocina de azulejos blancos y fogón
«económico». Al meter la varilla de hierro para remover las brasas alojadas
en el interior de la hornilla que hacía de salida de humos se escuchó algo. En
un principio, movida por el resorte del instinto, miró hacia atrás, luego hacia
el techo, y finalmente abrió la pequeña compuerta horizontal y acercó su
mirada hacia la negrura. Se escuchaba un susurro muy lejano. En la amplia
casa todos dormían y ella, insegura y atenazada por el miedo, no se atrevió a
despertar a nadie. Pero había oído aquella voz. La duda le hizo empuñar de
nuevo la herramienta e introducirla hasta el mango dentro del angosto
pasadizo.
 
—¡Que me haces daño!
 
La voz sonó clara, cercana, como si estallase en el centro de la misma
habitación. Después, una carcajada, como de niño. Pascuala sacó fuerzas de
flaqueza para no desmayarse. Algo muy extraño estaba ocurriendo y
rápidamente acudió a Isabel, vecina del segundo izquierda y amiga de toda
confianza. Juntas pudieron escuchar de nuevo hablar al «duende».
Venciendo su pánico, entornaron la bombilla que colgaba de un hilo sujeta
al techo y que iluminaba de manera mortecina la estancia...
 
—¡ Luz, que no veo!
 
Los gritos despertaron con sobresalto a los residentes, quienes en apenas
un abrir y cerrar de ojos ya se agolpaban en la fría cocina. La familia
Grijalba, inquilina del inmueble, no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
En una silla de mimbre, rota ya por los nervios, Pascuala lloraba
desconsolada. Esas voces habían ocurrido otras veces, pero ella, pensando
en algún loco bromista, no quiso contar nada para no alterar a los «señores»
que tan bien se portaban con ella. Ellos le reprendieron su silencio. Aquello
tenía pinta de ser algo más que una broma. La primera inspección del
inmueble y del ático arrojó resultado negativo. Allí no había ningún sátiro
escondido. El señor Grijalba tomó la iniciativa y abrió de nuevo el hornillo
intentando escuchar...
 
—¡ Maríiiia! ¡Maríiiia!
 
Todos pudieron percibirlo con gran claridad. Los niños, casi entre llantos,
se escondían detrás del cuerpo de su progenitor. Allí había surgido una voz
aflautada, inconfundible, que sonaba próxima, triste... cercana.
Al cuarto de hora, el matrimonio Palazón, propietario de la finca, entró
por la puerta; querían saber qué demonios pasaba en su inmueble. Mientras
tanto, el rumor, como un relámpago, se extendía por la calle. «El duende
habla», murmuran las gentes en el exterior.
Antonio Palazón era hombre de acción directa, antes de avisar a la policía
volvió a hurgar con fuerza dentro del conducto de humos, todos
permanecían a la escucha, expectantes...

Pascuala Alcocer, víctima y para algunos culpable, señala el respiradero de humos por donde surgía la
desagradable voz del duende.

En un principio de allí no salió nada, y una mueca de enfado, dirigida a


toda la familia, asomó quebrada en el rostro del hombre. Lo volvió a
intentar, esta vez más profundo...
 
—¡ Ay! ¡Aaaaay!
 
El hasta entonces escéptico Antonio se echó hacia atrás. La hornilla quedó
abierta y de nuevo se filtraron otros lamentos en la lejanía…
 
—¡Trudis!... ¡Antoniooo!
 
Nadie había hablado, no había ninguna ventana, y nadie esperaba en el
tejado. ¿Qué ocurría entonces? La histeria colectiva estuvo a punto de
desencadenarse, pero al final, tras un competido «referéndum», deciden no
poner el caso en conocimiento de las autoridades. El buen nombre de la
familia estaba en juego. La voz, a fin de cuentas, parecía haber
desaparecido…y quizá lo hubiese hecho para siempre.
La calma llegó por fin hasta el segundo derecha. Todo parecía un mal
sueño. Hacia las nueve de la noche, Pascuala fue cerrando armarios y
puertas dispuesta a retirarse a sus aposentos. Dudaba de todo lo que había
ocurrido y se sentía un poco avergonzada. Bajó el interruptor, situado al
lado izquierdo de la puerta y apagó la luz. Todo quedó a oscuras, en calma.
Sin saber bien por qué quedó mirando fijamente la silueta recortada entre la
negrura de aquella cocina de hierro colado, vieja y pesada, con la hornilla
situada encima y cerrada a cal y canto. Se dio la vuelta y comenzó a caminar
por el pasillo.
 
—¡Adiós!
 
Su rostro, desencajado, se giró buscando a la voz burlesca entre la
oscuridad. La pesadilla seguía allí.
 

Miedo en Gascón de Gotor


El secreto, a pesar de que se intentó, no pudo ser guardado bajo siete
llaves. A la mañana siguiente, atravesando la escarcha helada que cubría
toda la ciudad, un buen puñado de personas se había acercado hasta los
aledaños para preguntar por «el duende». La prensa publicaba la primera
noticia, breve y discreta, escondida entre los sucesos de local. Pronto se
convertiría en portada de varios días. En el bar Sport y en otros se hablaba,
casi a escondidas, de la verdad y mentira de los hechos. Aún los datos eran
confusos, algunos hablaban de una voz de anciano, otros de un niño, y los
más incluso de un fantasma que se había aparecido con sus túnicas blancas
por los pasillos. Eran los rumores previos a la definitiva intervención de las
autoridades. Los Palazón trataron de retrasar el momento de la llegada de la
policía lo más posible, pero no pudo ser. Allí no había bromista alguno. Un
deshollinador comprobó la normalidad dentro del conducto de humos y en
el tejado se verificó el perfecto estado de antenas y cables. Nadie interfería en
el misterioso orificio que escalaba a través del edificio. Lógicamente el recelo
de los Palazón fue a parar a otros vecinos que, haciendo gala de poca
caballerosidad, habrían ideado un sistema para vociferar por la tubería en
sentido descendente o ascendente y asustar así a la pobre Pascuala. Pero
nadie se dio como culpable. La prueba definitiva que encerraba todas las
sospechas «humanas» se produjo hacia la una de la tarde, cuando todos los
individuos del bloque fueron citados en la cocina. Apretados y ansiosos se
esperó al duende, pero allí no ocurría nada. Dos golpes en la puerta
principal anunciaron la llegada del arquitecto Alberto Huerta Martín,
constructor del edificio que portaba los planos originales en la mano. Su
intención, avisado por el propio Antonio Palazón, era ver sobre el terreno si
se había producido algún fallo en la obra que motivase tan anómala
conducción de los sonidos a través del cajón de la chimenea. Aparentemente
todo estaba en orden. En la cocina se quitó el sombrero y saludó a la
concurrencia. Su ayudante se dispuso a sacar el metro aproximándose a la
hornilla. Entonces ocurrió algo extraño.
 
—¡Mide quince centímetros!
 
Era «la voz», y, efectivamente, la medida era esa, exactamente esa. El
gentío se acurrucó entre gritos y hubo casi desmayos. El «duende» había
vuelto a hablar, pero esta vez su tono parecía más lóbrego, más bronco y
malhumorado. Ya no había posibilidad para la broma orquestada. La
decisión del constructor y de los allí presentes fue tomada por unanimidad;
a los diez minutos aparecería allí un primer retén de la Policía Armada.

El gobernador Civil de Zaragoza, Otero Mirelis, el juez Pablo de Pablos y miembros de la Policía se
presentaban en el domicilio «encantado». Había comenzado la investigación policial de un enigma que
nadie podía resolver.

Los agentes montaron guardia en todos los pisos del inmueble, dispuestos
a hacer pagar caro al supuesto gracioso que para ellos se ocultaba detrás de
todo el asunto. Durante horas de silencio y expectación se vivió en calma
tensa. No se cocinaba, no se fregaba y no se hacía otra cosa más que
permanecer a la escucha en aquel edificio de Gascón de Gotor.
Anocheciendo volvió a ocurrir lo que todos estaban esperando…
Agentes de la Brigada de Investigación, flanqueados por la policía armada, pasando horas de vigilancia
en la cocina a la caza de la «voz».

—¿Para qué tanta policía?


 
Algunos agentes desenfundaron sus armas reglamentarias, pero ¿contra
qué iban a disparar? La escena, entre sirvientas sofocadas, señores
consternados y niños asustados, era lo más parecido al esperpento. El primer
informe de los policías no podía ser más conciso; la voz había vuelto a
manifestarse y allí no había truco.
La comunicación, vía telefónica, dejó desconcertado al comisario jefe de
vigilancia, Pérez de Soto, quien ordenó reforzar las medidas de seguridad a
toda costa. Minutos después era él quien llamaba inquieto al juez de paz,
Pablo de Pablos, solicitando ayuda ante un caso tan excepcional, y en el que
se sabía ya con certeza que no había causa aparentemente natural.
Debajo de la casa, hacia las doce de la noche, eran casi cien las personas
que aguardan con más miedo que alma.
Un joven reportero del Heraldo de Aragón, Andrés Ruiz Castillo, realizaba
una encuesta aquella noche. El misterioso caso ya revoloteaba por toda
Zaragoza y el interés del periodista creció enteros cuando se infiltró entre
aquella amalgama humana. En su libreta apuntaba nervioso las respuestas de
los allí concentrados...
 
—¿Y ustedes por qué están aquí en plena noche con el frío que hace?
—Hemos oído que se aparece un duende en un piso de esta casa. Y
queremos comprobarlo.
—¿Un duende dice usted?
—Bueno, la voz de un duende. Una voz cavernosa que sale por una
tubería...
—Oiga, pero eso será algún bromista...
—Pues la policía dice que no. Que han comprobado todo y que no hay
bromista.
—¿Entonces...?
—Entonces, señor periodista, esto es un misterio. A ver si usted lo
descubre.
 

Ante policías y jueces


El sonido de piquetas despertó a los vecinos de Gascón de Gotor a una
hora muy temprana. El rostro de Pedro Gracia, enviado por las autoridades
locales, reflejó estupor e incredulidad. El comisario se le acercó y ambos
encogieron los hombros. Se había cavado una zanja para analizar todos los
conductos subterráneos que comunicaban con la casa y allí no había
anomalía alguna. Todo en orden. Lo mismo ocurrió con otro empleado que
llegó a cortar antenas de radio y tuberías. En tres horas el edificio quedó
completamente aislado del resto. Y allí seguía sin haber truco. Hacia el
mediodía, con la policía en la cocina, se volvió a escuchar al burlesco
«duende», esta vez con una voz asexuada y algo más lejana:
 
—¡Cuánta policía! ¡Qué cobardía!
 
Había surgido desde la hornilla, ante todos, sin posibilidad alguna de
montaje fraudulento. Desde ese mismo instante, Pérez de Soto establecía la
vigilancia continua y pedía ayuda al juez de guardia del Juzgado de
Instrucción número 2, Pablo de Pablos, a partir de ese momento el
encargado de llevar las diligencias de uno de los casos más extraños de
cuantos había conocido la justicia española.
Al día siguiente, tras muchas horas de espera infructuosa al otro lado del
fogón de la cocina, se dictamina que lo mejor, dado lo inusual de los
acontecimientos, es que las ocho familias del bloque desalojen
inmediatamente sus viviendas. Cuando dos miembros de los Palazón se
encontraban ayudando a portar unas cajas recién embaladas, algo ocurrió.
La policía volvió sobre sus talones y cargó sus fusiles apuntando hacia la
pared... de fondo una sintonía que se repetía de forma macabra...
 
—¡Aquí estoy ya, cobardes... cobardes!
 
La maniobra de inspección de cableado y conexiones con el exterior se
repitió hasta un total de ocho veces con un único resultado, nadie emitía
esas voces por medio mecánico exterior alguno.
Mientras tanto, los periodistas locales intentaban realizar todo tipo de
patrañas para acceder al interior de la casa «encantada», pero a todos se les
denegó el paso de manera enérgica. Las autoridades querían llevar en el más
absoluto silencio las pesquisas, un silencio que ya se había roto
definitivamente en el clamor de la calle.
Hasta mil personas se concentran esa noche y la policía tiene que cargar
duramente contra la marea humana que intenta tomar la puerta por la
fuerza bruta. Incluso, varios muchachos enfundados en sábanas blancas y
portando linternas logran acceder, arriesgando sus cráneos, por un tejadillo
interior hasta el patio central de la manzana. Pretenden gastar una broma, y
para ello han sobornado al dueño del bar Sport y han accedido por una
trampilla superior. Al final pagarán cara su osadía y los agentes se cobrarían
con unos cuantos duros y algunos dolorosos palos en las costillas.
Todo el país, con los principales periódicos de corte político a la cabeza
como El Sol o La Nación, van incluyendo en sus portadas dos despachos
telegráficos, a las nueve de la mañana y a las once y treinta de la noche, que
todo el país causan expectación. En la estafeta de correos los empleados se
quejan amargamente; en la última semana han recibido cientos de cartas con
remites estrafalarios tales como «a la ciudad fantasma», direcciones del tipo
«Callejón de los lamentos», o incluso cartas de amor al duende o donativos
que llegan allende las fronteras desde tierras portuguesas. Un caos social que
nadie se esperaba en lo que comenzó siendo una escueta nota perdida en la
anodina sección de local.
Cada noche, desde un viejo cuartucho de envíos telegráficos, el
responsable de la antigua agencia de noticias Febus, mandaba «la última»
dando cuenta de lo que ocurría casi minuto a minuto. Yo mismo pude
comprobar alguno de estos mensajes históricos con titulares impactantes
que quitaron todo el protagonismo a la política y economía de aquella
España de la convulsa II República. En todos los rotativos, a grandes tipos de
letra, se podían leer cosas como:
 
La impresión que sufrieron dos jóvenes parientes cuando de nuevo
formuló la misteriosa voz las frases de «¡Aquí estoy ya, cobardes,
cobardes!» fue tremenda.
Continúa la voz misteriosa dejándose oír, si bien con menos frecuencia
que al principio.
Sigue en el misterio el famoso «duende» que habla de vez en cuando.
Orden de traslado de los inquilinos y la doméstica de la casa.
Se mantiene la vigilancia en la casa del duende y las autoridades
persisten en su silencio.
 
El asunto ya es un tema de preocupación nacional. Lo que empezó como
una curiosidad ha terminado en convulsión generalizada. Una llamada al
juez confirma la gravedad que va alcanzando el suceso. Desde el otro lado
del negro auricular se identifican los máximos responsables de la DGS,
Dirección General de Seguridad, quienes desde Madrid reclaman con
urgencia todo el material existente relacionado con la espinosa trama que ya
interesa hasta al mismísimo Gobierno. De fondo, en la fría calle, la gente
ojea las páginas de los diarios bajo la luz mortecina de tres farolas,
haciéndose eco de varios personajes que en su páginas opinan al respecto.
Mientras que, para el popular ventrílocuo Eugenio Balder, el supuesto
bromista que anda detrás del asunto tiene que ser un verdadero genio, al
célebre dramaturgo Pedro Muñoz Seca todo le recuerda a un desdichado
actor aragonés de tercera fila llamado López Somoza, quien, harto de imitar
voces sin ser reconocido en otros papeles más importantes, podría haber
tramado alguna venganza extraña, provisto de algún no menos extraño
aparato transmisor de la voz. Para este autor universal el asunto es magnífico
para una obra y, mientras tanto, navegando en la vorágine humana allí
concentrada, el director del manicomio de Zaragoza, doctor Gimeno Riera,
afirma a los cuatro vientos que todo puede deberse a un extrañísimo caso de
ventriloquia inconsciente por parte de la criada, y dos técnicos de Radio
Barcelona intentan sin éxito meter en la vivienda un rústico sistema de
telefonía portátil para emitir en directo la voz del «duende». Pero nadie
puede pasar. Puertas afuera todo siguen siendo conjeturas, suposiciones y
fascinación ante lo desconocido.

El niño valiente
La nota oficial de aquella mañana volvió a sobrecoger a toda la ciudad. El
gobernador civil de la provincia, Otero Mirelis, escribía a España entera el
siguiente comunicado de carácter urgente:
 
Son ya muchos los días que se está tratando la cuestión del «duende»,
sin que se haya puesto la menor dificultad a la exposición de las más
variadas noticias y comentarios, que no han tenido otra virtualidad que
la de colocar a Zaragoza en un plan de actualidad, no sabemos si
beneficioso o perjudicial. Al objeto, pues, de evitar ridículos y situaciones
poco gratas, creo que será prudente y necesario SILENCIAR EL
ASUNTO hasta que la policía descubra al que, con sus espaciadas
monosilábicas frases, ha llegado a atraer la atención de país y tal vez
preocupar a algunas personas. Confío en que muy pronto hemos de
conocer al chusco y que así desaparecerá la infundada inquietud que este
hecho haya podido despertar, y por ello ruego a la prensa atienda mi
indicación.
 
Y el silencio se hizo, hermético e infranqueable. Pero una persona, gracias
a su amistad con uno de los doctores que procedía a examinar física y
psíquicamente a la criada Pascuala Alcocer, pudo saltar el cerco. El tozudo
reportero Andrés Ruiz Castillo seguía allí noche y día, incluso hasta cuando
sus compañeros de agencias y diarios se turnaban para descansar. Al final,
acompañando solapadamente a los forenses Manuel Rost y Jaime Penella,
logró entrar en el inmueble e informar desde el epicentro del misterio. Fue,
en definitiva, el único periodista que compartió horas y horas con la policía
y los técnicos, con los testigos del fenómeno y con la propia voz del
«duende». El único periodista que habló con aquel supuesto ente
sobrenatural.
Cuando me enteré de que el bueno de Andrés aún vivía removí Roma con
Santiago hasta localizarle. Su memoria veterana, a la que contemplaban
noventa y dos felices años, supo responder a todas mis dudas. Aquello me
pareció un pequeño milagro. Desde entonces nadie le había vuelto a
entrevistar. Y me sentí feliz como un niño cuando su voz de reportero
curtido en mil batallas comenzó a contarme lo que vio aquella jornada
inolvidable en la que dio su gran noticia:
Arturo Grijalba fue el niño que habló con el duende. Tras su breve diálogo la policía le intentó utilizar
para provocar la aparición del presunto ente sobrenatural.

—«Aquello», amigo, fue algo sensacional, sensacional. En España y en el


mundo. De Francia e Inglaterra me llegaban todos los días a mi mesa del
Heraldo de Aragón varios comunicados interesándose por el caso del
duende. Aquello les traía en vilo, ¡sobre todo a los ingleses!
—Ya se sabe... ¡son un pueblo de fantasmas! —le dije, provocando una
noble carcajada en mi interlocutor.
—Bueno, pues aquella cocina era no muy grande, toda forrada con
azulejos. Y allí me encontré a los ingenieros, a los arquitectos y a los
mismísimos inspectores de la policía. Y a dos soldados que esperaban que
surgiese la voz. Era algo francamente asombroso. Y me extrañó que allí
había un niño, que al parecer había entablado diálogo con el ser y que la
policía y los forenses estudiaban a fondo.
—¿El niño habló con la voz? —le pregunté extrañado.
—Sí, eso mismo. Cuando ya estaban a punto de marcharse, la voz volvió a
hablar y, según decían los inspectores, un muchacho hijo de la familia, de
muy corta edad, dijo tú estas chalao, dirigiéndose con descaro a la hornilla...
—¿Y? —esperé ansioso.
—Pues que de allí surgió la voz, más nítida que nunca, repitiendo, chalao
no, pequeño, chalao no. Y no estaba la criada allí, a la que algunos doctores
creían culpable de emitir voces inconscientemente.
—¿O sea, que el niño estaba allí, con el policía, esperando volver a
comunicarse con el duende?
—Exacto. La escena era rocambolesca e increíble. Y así la inmortalicé.
—¿Usted llegó a escuchar aquella voz que trastornaba a la ciudad?
—¡Yo la escuché varias veces! —gritó enérgico—. Era algo fascinante, a
veces un poco susurrante, como en la lejanía, la policía no sabía qué hacer.
No había ningún emisor. A veces gritaba ¡Ladrones! o ¡Cabrones! Así, como
suena. Los allí presentes nos quedamos fríos. A veces parecía voz de mujer,
otras más ronca, de hombre. Recuerdo un día que el inspector y un profesor
de la facultad de Derecho hicieron una pregunta. Todos los demás en
silencio.
—¿Y «aquello» respondió?...
—Del fogón surgió un lamento «ocho... ocho» y, pásmese, allí estabamos
ocho personas, ¿cómo era posible? Allí nadie sabía qué determinación
tomar.
Encontrar a Andrés Ruiz Castillo fue, como digo, una gran recompensa a
muchas idas y venidas por las calles de la capital del Pilar. Su testimonio,
posiblemente último documento vivo de aquel misterio, sonaba fresco y
veraz en aquel eternamente joven reportero de provincias. Posteriormente
las indagaciones acerca de aquel niño valiente y osado con el que el duende
departió en varias ocasiones también dieron su fruto. El joven investigador
aragonés Ángel Briongos había seguido su pista logrando localizarlo en la
ciudad. Hombre algo esquivo y nada dado a recordar el caso, tuvo unas
palabras significativas para desenterrar la verdad de este suceso
prematuramente olvidado:
 
—«La verdad es que es emocionante recordarlo —decía el bueno de
Arturo Grijalba Torre—. Yo tenía tan solo cuatro años de edad, pero
recuerdo a la voz perfectamente, siempre permanecerá en mi memoria. ¡Lo
único que hacía aquel condenado era hablar y adivinar! Mi difunto padre
una vez hizo la pregunta típica: ¿Cuántos somos?, y la respuesta fue clara:
“Trece”. Nos quedamos extrañados porque allí éramos solamente doce. Pero
luego caímos en la cuenta, una de las vecinas llevaba un bebé en brazos... o
sea que éramos trece. Aquel ser, lo que fuese, tenía la razón.»

Se cierra el telón
La investigación lenta y minuciosa en Zaragoza y en los archivos oficiales
de Madrid me fue permitiendo adentrarme, con la lentitud y la
incertidumbre del cuentagotas, en los entresijos de aquella investigación
policial repleta de sorpresas y sobresaltos. El juez del Distrito 3, don Luis
Fernando, fue quien tomó enérgicamente el asunto, ya harto de que durante
casi tres semanas nadie diera caza a un supuesto fantasma encerrado en una
hornilla. Para él, la situación pasaba de castaño oscuro. Al poco de su
«entrada» en el caso, los periódicos publican que «se aclara lo de Zaragoza»,
y muchos son, en la calle y en sus casas con el diario abierto ante las narices,
los que se barruntan ya lo peor: el caso pronto será cerrado por la fuerza.
A la criada Pascuala Alcocer, según pude averiguar, se la llevan
definitivamente a su pueblo de origen, como una exiliada a quien cargaron
con todas las culpas. Apoyándose en afirmaciones sin base científica alguna
como la del doctor Gimero Riera, el juez afirma que el caso, efectivamente,
se debe a «voces inconscientes» provocadas por la muchacha, presa de
ciertos rasgos muy profundos de histerismo. Pero no a todos convence esta
teoría que rápidamente ocupa portadas de los titulares de algunos diarios en
una sospechosa unanimidad. Para Andrés Ruiz Castillo «allí había gato
encerrado». ¿Cómo era posible que la voz se hubiese oído sin la criada en la
casa?
Y efectivamente estaba en lo cierto, pero aquello no fue tomado en cuenta
por las autoridades. La manzana, sitiada, excavada, incomunicada, no dejaba
lugar a la duda, el bromista, de serlo, debía hacer sus gracias desde un
mundo sobrenatural.

A los pocos días, con la casa sitiada y las autoridades angustiadas por el misterio, miles de personas
tomaban la calle Gascón de Gotor. La ciudad se había revolucionado con el misterio.

Con la vecindad huida del edificio de Gascón de Gotor, 2, aún se


produjeron algunas conversaciones entre los inspectores y el «duende». Una
de ellas mucho después de haber puesto pies en polvorosa todos los
habitantes del lugar.
 
—¿Quién eres? ¿Por qué haces esto? ¿Quieres dinero? —preguntaron aquella
vez los miembros de la Policía con el lugar desierto.
—No —respondió taxativa la voz fúnebre.
—¿Quieres trabajo?
—No —volvió a responder.
—¿Qué quieres, hombre?
—Nada; no soy hombre.
 
Esa fue la penúltima frase del «duende de Zaragoza». La postrera, llena de
furia y que atemorizó a la propia guardia allí montada, no pudo ser más
macabra. Fue hacia las once de la noche. Los dos centinelas se echaron hacia
atrás. El chorro de voz fue claro, imperativo...
 
—¡Voy a matar a todos los habitantes de esta maldita casa...! ¡Cobardes,
cobardes, voy a matar a los habitantes de esta maldita casa!
 
Después se escuchó una risa, una carcajada interminable, idéntica al
parecer a aquella primera con la que comenzó todo el desagradable asunto.
La diferencia, en esta ocasión, es que los inquilinos ya no estaban. Y muchos
ya no regresarían jamás.
Caminé despacio por aquel moderno edificio grisáceo que sustituyó hace
unos veinte años a la antigua construcción «maldita», en cuya entrada,
recordando aquel sensacional pasado, figuraban las letras doradas de
«Edificio Duende».
Nadie informó de nuevo sobre el suceso, y los documentos policiales
confidenciales, según me confirmaron in situ, «debieron haberse perdido o
quemado en la Guerra Civil».
Algo no le acababa de encajar a mi olfato periodístico. Había un silencio
extraño, denso, una dejadez que me recordaba a la que palpé al acercarme
por vez primera al célebre asunto de las Caras de Bélmez, que tan
profusamente desarrollé en Enigmas sin resolver. La diferencia, sin embargo,
era obvia. El obstáculo de los sesenta y cinco años transcurridos era un
muro casi infranqueable. Pero no me di por vencido. Rastreé, busqué y
pregunté... y si bien no surgieron nuevos testimonios clave como el de
Andrés Ruiz Castillo, el único periodista que escuchó la voz en vivo, ocurrió
algo sorprendente que me demostraba que alrededor de aquella historia tan
lejana habían ocurrido hechos aún más graves. Hechos que, si no me
equivocaba, las autoridades decidieron enterrar para siempre intentando dar
un brusco «carpetazo final». Fue en Madrid, lejos de la casa de Gascón de
Gotor, donde vine a enterarme de esa pista que me hizo saltar del asiento...
 

El misterio no ha muerto
Sesenta y cinco años justos. En el momento de escribir estas líneas
intentando «resucitar» todas las investigaciones que en su día dejé a medio
camino, me topé con una información que dio un vuelco a mi corazón.
Quienes me conocen a fondo saben de mi capacidad sin límite para
entusiasmarme con las nuevas pesquisas... pero aquello superaba todo lo
anterior. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Y, sobre todo, ¿por qué
había pasado de largo este rumor por todas las investigaciones realizadas a
lo largo del tiempo?
Fuera había llegado la tormenta. Y los rayos se vislumbraban a través de
las altas cristaleras rectangulares de la Biblioteca Nacional. Aquella tarde
creo que ya me había quedado solo en la sala «Jorge Juan», en el piso bajo,
removiendo recortes y antiguas notas. Creo que hasta el empleado que
pasaba su bloc de manera cansina se percató de la palidez de mi rostro. Allí
comprobé por diversas vías un rumor que en Zaragoza había anotado
apresuradamente.
En el rosario de entrevistas previas que mantuve en la capital maña
alguien me dijo que hubo una muerte extraña, aquella se ocultó con todo el
asunto del duende. Al parecer, los crudos acontecimientos políticos que
sacudieron al país en esa recta final de otoño del 34 relegaron la extraña
historia hasta que el público la fue olvidando. Como casi siempre ocurre.
Eso sí, ni judicial ni policialmente hubo un veredicto. Y las dudas se me
aferraron de nuevo al pecho. Busqué, repasé línea a línea y amargué la
plácida tarde al funcionario. Pero al final, ante mis manos, apareció la
confirmación de todas las sospechas: hubo una muerte rodeando al asunto
del duende.
Algunos someros datos, quizá intencionadamente descolgados del resto
de informaciones sobre «la voz», me parecieron de nuevo una pista de oro. Y
con ellos bien anotados busqué nuevas fuentes y contactos más
confidenciales. En unas pocas horas pude saber de una historia que, al
menos para mí, iba indisolublemente ligada a lo que ocurría en la calle de
Gascón de Gotor.
Casi tembloroso fui recomponiendo aquel puzzle para el que había
acudido a diversos documentos. Con un café bien cargado sobre la mesa del
ordenador intenté reconstruirlo todo. En la tarde del 25 de noviembre de
1934, en un viejo autobús de línea, llegó a Zaragoza una mujer llamada
Asunción Jiménez Álvarez, de cuarenta y ocho años y natural de un pueblo
de la misma provincia. Espiritista de vocación, asistió a una sesión ideada
con otros miembros de las mismas tendencias para poder comunicarse con
el «ente» que tenía trastornado a todo el país. Una reunión clandestina que
se llevó completamente en secreto en la calle de San Agustín, número 11
principal, para más datos.
Hacia las once de la noche, cuando la mujer dijo haber «contactado» con
el «bromista de otro mundo», le sobrevino un colapso que la dejó muerta al
instante, fulminantemente. El pánico, los gritos y los intentos de
reanimación se sucedieron sin éxito en aquel cuartucho oscuro. Los médicos
que llegaron minutos después se negaron a certificar la defunción,
esperando la llegada de la policía ante lo que consideraban un feo asunto
que debían de resolver las autoridades judiciales.
La prensa calló, y las autoridades también, pero esa mujer había muerto
de modo inexplicable. Y me imaginé unas brumas negras tapando la verdad
de esta historia. Miles de preguntas se apelotonaron en mí mente hasta casi
provocarme dolor. Aquello era suficiente para reabrir el caso, regresar... e
intentar saber la verdad. Una verdad que algunos quisieron sepultar, pero
que, con fuerza, emergió de su entierro prematuro.
En el magno exterior de la Biblioteca llovía a mares. La noche era muy
desapacible. Me refugié bajo las columnas sin un alma en los alrededores
¿qué le habría ocurrido a Asunción Jiménez? ¿Fue víctima de la caprichosa
casualidad?
Un rayo volvió a iluminar el centro de Madrid. El invierno ya estaba aquí.
Cuando corrí para bajar las interminables escaleras, noté un escalofrío desde
la cabeza a las rodillas. Un latigazo. En un acto reflejo había aparecido en mi
mente la última frase del «Duende de Zaragoza».

TERCER DESAFÍO A LA LÓGICA

UN día ardió trigo verde, y al otro un caballo, y al otro una casa y poco
después una niña, María Martínez, y una mujer mayor que veía como esas
llamas azuladas subían por sus pies...
Cuando en el verano de 1945 una insólita lluvia de fuego se cebó con la
pobre y solitaria comarca almeriense de Laroya, algunos científicos, al leer
las notas de prensa, alzaron una ceja con mueca de asombro. Y no les faltaba
un ápice de razón. Los sucesos que acontecieron en la abrupta sierra de
Filabres, uno de los rincones más áridos de Andalucía, eran todo un reto al
conocimiento de la física. Unas extrañas luminarias azuladas rodeaban
enseres, casas e incluso personas y las hacían arder como si de teas recién
encendidas se tratara.
Cuando el miedo colectivo obligó a intervenir a las autoridades, los
científicos, desde Madrid y otros puntos de la Península, comprobaron que
el enigma no tenía una fácil solución ni se debía a un fenómeno natural
común. Varios miembros de la Guardia Civil habían visto aterrorizados
prenderse sus capas y uniformes por ese fuego invisible que surgía de la
nada.
A los pocos días, tras nuevos incendios en toda la comarca, una de las
comisiones oficiales más importantes enviadas jamás a la investigación de
un fenómeno insólito se topaba de bruces con el asunto. Después, el silencio
más absoluto se adueñó de la trama, a pesar de que las buenas y asustadas
gentes de Laroya siguieron viviendo en un infierno en el cual, en apenas un
mes, se habían producido más de trescientos incendios espontáneos. Y
algunos con una pesada carga de muerte y suicidio a su espalda.
Estuvieron unos pocos días y nunca se supo por qué aquellos científicos
huyeron del lugar y qué fue de sus informes. Hasta ahora. Y les aseguro que
las conclusiones y vivencias de aquellos técnicos son dignas de rescatarlas
para comprobar cómo tuvieron que huir ante la fuerza casi salvaje de aquel
enigma. Cuando llegué a Laroya, tras 54 años sin que ningún periodista o
investigador lo hiciera, los habitantes que vivieron en sus carnes aquel
enigma que podía matar y a los cuales nadie les explicó lo que pasaba, me
hicieron partícipe de secretos no revelados que me dejaron sin habla. Allí, en
aquel lejano tiempo de la posguerra, había ocurrido algo mucho más
extraño que no llegó a la opinión pública... como los objetos que surcaron el
cielo el primer día de los incendios y, sobre todo, el extraño ser «parecido a
un niño» que fue visto por muchos testigos flotando en el aire.
A partir de aquel instante comenzó el calvario...
 
Lugar de los hechos: Laroya, provincia de Almería.
Lugar de la investigación: Madrid, Granada, Almería, Laroya, Macael.
IV
El fuego maldito de Laroya

  El escenario de los hechos.—Llamaradas en plena noche.


—En el corazón de la Andalucía profunda.—La huida de
los científicos.—Ramón Rubio: «Y allí se apareció la
figura de un niño envuelta en luces».—
Una historia triste
 
 
 

I NHÓSPITO. Así es el desierto por el que llevamos rodando 73 kilóme tros sin
atisbar un solo núcleo habitado. Las montañas de arena oscu ra, erosionadas
por el viento formando figuras perdidas en la nada, acompañan el paisaje
desde hace más de una hora. Por increíble que parezca, no hemos
abandonado nuestra Península. Estamos en el corazón profundo de la
provincia de Almería, donde solo el canto estridente de las chicharras nos
recibe al arrimar el coche en la cuneta. Al otro lado del teleobjetivo se dibuja
un paraje lunar donde los espinos se cimbrean con el viento ante la presencia
del alacrán errante. No hay nada más por estos valles, donde el sol «aprieta»
el termómetro hasta los 50 grados. Mi meta es Laroya, un pueblo pequeño,
remoto y escondido, donde hace 54 años ocurrió lo imposible.
En plena carretera, con la ayuda del divulgador y gran amigo Juan Vallejo,
despliego el mazo de periódicos añejos y me sumerjo en su lectura. En ellos,
con el color ya sepia del paso del calendario, se hacía crónica expectante y
nerviosa de los sucesos que asolaron la zona en el lejano mes de junio de
1945, cuando personas, animales y enseres fueron «atacados» por un fuego
que se producía instantáneamente y que parecía comportarse de forma
tenebrosamente inteligente. Fueron noticias que generaron miedo e
inquietud en una comunidad rural y aislada. Para desgracia de aquellas
gentes, ni la ciencia ni la Guardia Civil pudieron mitigar aquel fenómeno
que acabo destrozando cortijos enteros y provocando una alarma social
digna de los más grandes expedientes X españoles.
Apoyando aquellos papeles en el capó del todoterreno, ordeno las ideas y
trato de retroceder hasta el momento en el que empezó todo...

Colgadas de una barranquera, en los confines de la abrupta Sierra de Filabres, se esconden, hoy como
hace cincuenta años, las casas de Laroya.

Llamaradas en plena noche


El grito de la niña María Martínez Martínez se escuchó en toda la
serranía. Un alarido de terror provocado por una misteriosa luminaria azul
que se había precipitado desde los cielos prendiendo su pequeño delantal. La
escena ocurrió en un segundo, levantándola de un golpe de su camastro de
madera. Las llamas, violentas y difíciles de apagar, la envuelven durante unos
segundos interminables, hasta que algunos jornaleros logran sofocar aquel
fuego provistos con viejas mantas que duermen en un cobertizo próximo.
En el cortijo de Pitango nadie puede explicar lo sucedido. Lo que no saben
es que también a las ocho de la tarde de ese mismo 16 de junio han ardido
varios capazos y unos montones de trigo verde del mismo modo en el
Caserío Franco, situado en la ladera contigua. Más de diez personas los
vieron prenderse de un modo súbito, sin que ningún líquido, vapor o
material tomara contacto con ellos. Al anochecer, las sábanas de la
habitación donde duerme la chiquilla vuelven a cubrirse de fuego, y de
nuevo su traje se combustiona de modo incomprensible, ante la presencia de
cuatro aterrorizados testigos. No hay electricidad en la pobre comarca de
Laroya. Y grupos de hombres y mujeres recorren la sierra portando candiles
de aceite, vigilando aquí y allá a la caza de un intruso invisible que parece
estar cebándose macabramente con ellos. Horas más tarde, a punto de llegar
la amanecida, la falta de resultados hace que la Guardia Civil del puesto de
Purchena-Macael reciba la primera denuncia y, a lomos de caballo y
atravesando riscos y peñas impracticables, el cabo Santos y cuatro miembros
de la Benemérita se planten en dos de los cortijos afectados.
En Pitango, un sombrío caserón perdido entre las arrugas de las montañas
en una pequeña explanada casi vertical, descubren cómo el fuego ha
calcinado algunas vigas, poniendo en serio peligro a sus moradores. En el de
Fuente del Saz han echado a arder diversos enseres de labranza sin que nadie
los toque. Los agentes se quedan perplejos. Ante ellos una vasija con lentejas
se prende sola, con grandes llamas rojizas que expulsan un humo azulado
intenso. Después, las ropas de las camas son afectadas por el mismo mal,
todas a la vez, crepitando ante aquella fuente de energía desconocida que
nadie sabe de dónde viene ni cómo se produce... Ni con agua ni con mantas
se mitiga el furioso incendio. El primer retén de la Benemérita vuelve al
cuartel muy afectado: «Aquello es inexplicable», confiesan cuadrándose ante
los altos mandos.
Al día siguiente la «epidemia» se ha trasladado al resto de cortijadas
aisladas en el monte. En la regentada por don Miguel Acosta el inventario
que ha ardido es aterrador; una albarda, una silla colgada en una pared, unas
escobas de esparto, ropa encima de una artesa y, de nuevo ante los tricornios
de la autoridad, una gallina que estaba empollando y que aquellas llamas
han reducido a ceniza en apenas unos segundos. El miedo en el pueblo se
contagia de casa en casa, de calle en calle. Los incendios, en apenas tres días,
ocupan las portadas de la prensa nacional: El Correo de Andalucía, Ya,
Arriba, ABC... en España se leen titulares de impacto: «Miedo en Laroya»,
«Una lluvia de fuego causa estragos en Almería», «Trescientos incendios en
lo que va de semana», «Enigma inexplicable»...
Se indica en los viejos papeles que las autoridades gubernamentales van a
intervenir enviando a varios científicos para descubrir la naturaleza del
violento enigma. Pero no hay tiempo que perder; en la cortijada de Estella,
Jesús Martínez Morales, con los guardias como testigos, observa resignado
cómo se incendia la techumbre de la casa y después la cuadra, despensa y los
embutidos allí almacenados. Unas llamas fantasmagóricas los han rodeado,
dentro de la habitación cerrada, surgiendo como espectros en medio de la
estancia para después posarse sobre los objetos. Al mismo tiempo, Alfredo
Rubio Sola denuncia angustiado ante la autoridad cómo ha tenido que
extinguir con una manta el fuego extraño que en un abrir y cerrar de ojos
comenzaba a apoderarse de los pies de su madre. Exactamente a la misma
hora, en Caserío Franco han tenido que saltar de sus camas como alma que
lleva el diablo. Los colchones y almohadas se han prendido solos, llenando
de humo y negrura las habitaciones.
El pánico se ha adueñado de todos. Incluso el párroco, Luis Silverio, se
pasa día y noche en el torreón de la iglesia tocando campanas «a fuego» para
alertar a la población. El sacerdote también está desesperado y empieza a
creer en algo digno del mismísimo diablo. No hay gente suficiente para
extinguir los incendios y, cuando se llega hasta ellos, desaparecen
repentinamente para trasladarse unos pocos metros más allá. El 24 por la
tarde se producen más de cien, y las ancianas, subiendo por las encaladas
callejas, hablan de la leyenda del «Moro Jamá», un espíritu errante que dicen
fue quemado por la Iglesia donde hoy se alzan los cortijos afectados. «Esta es
su venganza», mascullan por las callejas del pueblo mientras llenan los
barreños con agua ante los gritos de alarma que retumban en el exterior.
 

En el corazón de la Andalucía profunda


Por la tortuosa carretera, que se dobla y estira entre barrancos y
desfiladeros, no aparecen vehículos. Al final, en la sombra de una inmensa
mole granítica, aparece un cartel viejo con el nombre de Laroya, con el
inconfundible aspecto de no haber visto transitar muchos viajeros en los
últimos años. Miro hacia las crestas de las montañas y me siento en el
interior profundo, abismal, de un hoyo que queda lejos de cualquier lugar.
Hay que bordearlo para observar como, colgadas de una ladera, se esparcen
al sol unos racimos de casas blancas. Las ancianas nos miran con una mezcla
de curiosidad y recelo, sentadas en las puertas de sus casas. Me miran sobre
todo a mí, que voy luciendo una inconfundible herida que cruza de sangre
mi rodilla. Sonrío y no le doy importancia, ya que no me parece adecuado
contar que, a nuestra llegada, y en mi afán por reproducir algunas
fotografías de las que suele haber en los añejos cementerios, a la búsqueda
de imágenes de algunos testigos de la historia, me había topado con una
afilada teja del techo. La puerta estaba cerrada, claro.
María Molina, una de las niñas que se prendió como una «antorcha humana» en junio de 1945. Salió
viva de milagro.

Un pequeño sondeo a la misma entrada de la aldea me hace comprobar


cómo todos, viejos y los que no lo son tanto, recuerdan lo sucedido como si
fuese ayer. En mitad de un camino de guijarros, empinado hasta límites
imposibles, se alza la taberna, enclave donde a estas horas de la tarde se
reúne la flor y nata de la memoria laroyana. Las partidas de cartas y las
conversaciones sobre el campo y los días se cortan a cuchillo cuando
traspasamos la cortina de gruesos macarrones de plástico. Las miradas de
estas gentes curtidas en los mil soles de la tierra más dura y seca de
Andalucía me traspasan de arriba abajo. Tras unos segundos de mutuo y
bronco silencio nos acercamos a la barra de madera y, con absoluta
cordialidad, cuento mis intenciones a los allí presentes. Todo vuelve a la
calma, y los gestos de recelo se convierten en ademanes de bienvenida. Acto
seguido se me acelera instintivamente el pulso al escuchar el saludo que nos
da Félix Franco, con una pulcra melena y gafas de pasta que reflejan dos
ojuelos bondadosos.
 
—Aquello se intento de ocultar por la Guardia Civil, yo era zagal en la
época. ¡Cómo lo voy a olvidar! ¿Saben? Yo fui el que acompañó al señor
periodista hasta la estación del tren de Olula. ¡Me dio cien pesetas de las de
entonces! Le llevé en la mula a través del río y las barrancas que había que
atravesar. ¡No había ni caminos por aquí! Estas sierras eran muy, muy duras,
y en ellas paso algo que nadie ha podido saber que era…
Se me hace un nudo en la garganta. Nuestro interlocutor hablaba, como si
el tiempo no hubiese transcurrido, de José Valiente, reportero del semanario
donostiarra Fotos, quien junto al redactor del diario Arriba, José Ramón
Alonso, pusieron aquí el pie en los primeros días de julio... de 1945 para
informar a todo un país de lo que estaba ocurriendo..
 
—¿No ha vuelto nadie más desde entonces? —pregunto mientras apuro
una cerveza tan caliente como el ambiente.
—No, nadie. Se lo aseguro. Eso pasó hace 54 años... y el fenómeno siguió,
que eso es lo que nunca supo la gente de fuera...
 
Por detrás de gran ventilador noto coma alguien se acerca entre las
sombras…
 
—¡Vaya si siguió!... ¡Durante dos meses sin que nadie supiese nada! ¡Las
pasamos canutas! ¡Los señores «ingenieros» están invitados!
 
Los gritos que han irrumpido en el oscuro bar, cuyo suelo de cemento
prolonga la pendiente de la calle, son de Cayetano Domínguez Martínez, un
verdadero torbellino que apenas me deja mediar palabra…
 
—¡Cuántos «fuegos habré apagado yo con estas manos! —exclama—. ¡De
aquí todos huyeron asustados! ¡No quedó ni un científico de esos!
 
Con su vieja visera azul insiste en invitarnos a una ronda mientras nos da
una palmada a cada uno en la espalda. Una palmada que resuena en todo el
bar. Junto a él se van apiñando recuerdos de otros que irremediablemente se
han ido uniendo a la conversación. Cayetano continúa siendo la voz
cantante…
 
—¡Escúchenme todos; estos «ingenieros» vienen de Madrid para saber
qué paso con los fuegos! ¡Y hay que ayudarles para que se cuente de una vez
la verdad!
 
El grito de Cayetano convierte nuestra presencia en todo un
acontecimiento. En diez minutos la recoleta y hasta entonces tranquila
alquería sabe de nuestra presencia. Juan Vallejo sonríe al salir del bar. Y lo
hace ya que al llegar al pueblo, seguro de mí mismo, le he dicho que siga mis
pasos, ya que había que pasar lo más desapercibido posible. Toda una
lección, ya que aquello se ha convertido en un fotograma de Bienvenido
Mister Marshall.
Da la sensación, según vamos adentrándonos entre aquellas gentes, de que
quedaron miles de cosas por contar acerca de uno de los mayores enigmas
ocurridos en España. Sin perder un minuto, con el sol ya escondiéndose
entre los tejados, echamos a andar pueblo arriba para localizar a algunos de
los personajes que sufrieron en sus carnes aquel fenómeno. Mientras, el
afable Cayetano, que contaba con doce años cuando ocurrió todo, hace
memoria y nos revela el aspecto de aquellas llamas fantasmales que les
asolaron hace más de medio siglo...
 
—¡Salían por todos los lados! ¡Fuego del demonio! Había días que
subíamos para apagar uno y, de repente y sin aviso, otro se formaba diez
metros más allá. Y luego encima de un tejado, en una puerta. Sin que nadie
estuviese cerca. ¡Aquello era para vivirlo!
—¿Y las autoridades —pregunto mientras ascendemos por una empinada
calle de adoquín—, qué es lo que hicieron?
—Hasta el cortijo de Pitango fue el teniente Antonio Arribas, del puesto
de Purchena. Llegó jurando en hebreo, intentando dar cazar al bromista. Y
cuál es su espanto cuando deja la casaca en un colgador y esta se empieza a
quemar. Aquel hombre salió de allí descompuesto. Después a otros guardias,
como el policía armada Segundo, les sucedió exactamente lo mismo. Y así
decidieron ponerse en contacto con el gobernador civil. ¡Estaban todos
muertos de miedo!

Uno de los capazos que ardieron súbitamente en el caserío Franco.

Nos sentamos en una especie de descansillo, en mitad de un pueblo que


parece haber recobrado la calma por un momento. De fondo se oye el
bramar de algunos animales encerrados. Nuestro particular guía ha hecho
llamar a Luis Sánchez Medina, el que en su día fuese alcalde de Laroya.
Tiene las piernas muy delicadas y se sienta con parsimonia en el quicio de la
puerta. Su testimonio nos deja helados.
 
La huida de los científicos
—Aquí vinieron los hombres de ciencia más importantes. Y nadie supo lo
que pasaba. Eso no lo supo ni lo sabrá nadie…
 
Agarrado a la cachaba, y en tono de confesión se arquea para decirnos...
 
—Muchos se fueron asustados por lo que aquí vieron. Aquel fuego era
imposible.
 
Días antes de esta escena recopilé concienzudamente en diversos centros
todos los análisis e informes oficiales realizados al respecto. Una tarea dura y
a veces arriesgada, pero cuyo resultado era, desde luego, inquietante. Hasta
Laroya, según rezaban aquellos escritos oficiales dormidos durante tanto
tiempo en el olvido, se desplazaron José Rodríguez Navarro, del Instituto
Sismológico de Almería; el profesor Contreras Vilches, jefe del Instituto
Minero de la provincia; el meteorólogo del Ministerio del Aire, Román
Samaniegos; el doctor López Azcona y Llorente, del Centro Geofísico
dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y los
profesores Morales y Aguino, de la Estación de Fitopatología. Todo un
plantel que se encontró frente a frente con el misterio. Al primero,
Gobernación le encargó un detallado informe global y técnico sobre lo
sucedido. El viejo documento, que milagrosamente recaló en mis manos,
sentenciaba lo siguiente:
Del reconocimiento y pruebas efectuadas por la comisión encargada
por el excelentísimo gobernador civil puede deducirse que los sucesos no
han sido originados por actividad volcánica, ni por trastornos geológicos
que hayan dado lugar a desprendimiento de materias en ignición, ni
gases inflamables. El origen de los incendios no se halla en
manifestaciones internas ni en la superficie del terreno.
Tampoco cabe achacar la causa a fenómenos eléctricos ni a la
ionización de la atmósfera, ni a efectos térmicos de radiaciones solares.
En resumen, no hay una causa definida a la que pueda achacarse todos
los sucesos ocurridos y debe desecharse, desde el primer momento, toda
sospecha de que hayan sido provocados por la mano del hombre. Se ha
producido verdadero pánico, obligando a las gentes a tener en la calle sus
modestos ajuares y vituallas. Es de esperar que el suceso no tenga
repetición.
Almería, 30 de junio de 1945

El destacamento del cabo Santos, procedente del Cuartel de Purchena-Macael, interroga a una de las
mujeres que muestra la ropa de una niña que se ha envuelto en un fuego extraño que surgió de la nada.

Al leer estas palabras, en un recinto madrileño que no puedo ni podré


revelar, comprendí el porqué del silencio que se avecinaba sobre este asunto.
Aquellas conclusiones de todo un grupo de científicos enviados
gubernamentalmente demostraban a las claras que el fuego maldito de
Laroya era imposible de explicar bajo los parámetros científicos. Toda una
bomba de relojería que las autoridades de la posguerra, temerosas y algo
confundidas, supieron mitigar, consternadas ante el fenómeno paranormal e
intentando calmar a una población histérica y aterrorizada que no
encontraba soluciones al desastre.
Días después de rubricarse este documento, y de modo incomprensible, la
prensa colocaba en sus primeras planas algunas teorías que en el informe
secreto se desechaban por completo. La desinformación obligatoria
merodeaba una vez más a un expediente X español.
Aunque la opinión pública apenas supo nada, mientras a nivel popular se
hablaba de las cenizas de un volcán o de combustiones de materias
pirofóricas producidas por la alta temperatura, llegaba con sigilo a Laroya
un hombre de confianza de Gobernación. Se trataba de José Cubillo Fluiters,
jefe del Servicio de Magnetismo y Electricidad Terrestre del Instituto
Geográfico y Catastral, el científico designado finalmente para descubrir la
trama de un misterio que se resistía a cualquier veredicto. En las cortijadas,
ante algunos gurpúsculos de sofocados parroquianos, afirma que se trata de
un fenómeno que no debe provocar la alarma, ya que nadie corre peligro.
Pero el argumento es débil para el ánimo casi enfurecido de aquellos que
han visto arder enseres, camastros y hasta sus propias ropas.
Con un avanzado equipo de mediciones, el señor Fluiters, traje impecable,
tez seria y una traqueotomía que imponía respeto, pasa muy poco tiempo
allí, sin profundizar apenas en los análisis. Actitud extraña para un hombre
cualificado para sentenciar el enigma, pero así lo mostraban los fríos y
objetivos documentos.
Cincuenta y cuatro años después, el ex alcalde Luis Sánchez Medina me
explica los porqués de su repentina huida…
 
—Yo hice de ayudante del señor Cubillo, ¡vaya si me acuerdo!, ¡y qué
expectación había! Él era la autoridad que debía resolver el asunto.
—Recuerdo —prosigue— que hablaba por unos agujeros en su garganta.
Total que subimos para los montes y en el Cortijo Franco montones de trigo
verde ardieron delante de él. Delante de sus narices, vamos. Allí vio que la
cosa ya no era para tomarla a broma.
 
—¿Era como si no se lo esperara? —le pregunto al afable abuelo mientras
Vallejo le extiende uno de sus artesanos cigarrillos de picadura.
—Se puso nervioso, mucho. Pero, ¡ay hijo!, lo tremendo ocurrió cuando
subimos al de Fuente del Saz. Me ordenó que metiese tierra en los tubos que
él llevaba. Yo, claro, a sus órdenes. Luego sacó un aparato con tres patas y lo
clavó en el suelo. De repente echaron a arder con esas llamaradas azules que
tanto asustaban a las gentes de la sierra. ¡Eso ocurrió allí, delante de
nosotros! Y a los dos segundos también se prende la caja de madera. ¡Y
hasta los cristales que había dentro!… Aquel hombre ese mismo día se fue
del pueblo y no regresó jamás. Huyó con la cara pálida y nunca llegamos a
saber sus conclusiones.
—Y después de eso, ¿nada? ¿Ni una comunicación oficial?
—Eso fue lo que hicieron los científicos aquí, amigo. Eso fue todo lo que
hicieron las autoridades con los fuegos…
 
Meses más tarde de aquella repentina marcha del pequeño pueblo
incrustado en la sierra de Filabres, el impresionado Cubillo Fluiters
redactaba su informe para Gobernación sin incluir la experiencia vivida,
como si aquella imagen del fuego fantasmal apoderándose de sus frágiles
tubos de ensayo no hubiese sido más que una pesadilla delirante.
Cortijos enteros ardieron a lo largo de aquel mes de junio, carbonizándose todas sus vigas como si fueran
teas devoradas por unas llamas inexplicables.

La historia personal de aquel hombre de ciencia me intrigó. Y así,


siguiendo su rastro, en otra carambola del destino, llegué hasta el
documento número 2.064 de la sección Séptima del Instituto Geográfico y
Catastral y observé cómo aquel especialista, el último que allí puso el pie,
solo daba como solución el colocar unas grandes hogueras rodeando la zona
para que pudiesen reabsorberse algunas supuestas sustancias que, según su
extraña teoría, pudiesen combustionar el aire. No le dio tiempo a más. O no
quiso hacer nada más. Horas después de su marcha las autoridades ya
habían puesto cerco al enigma y los diarios participaban en el silencio
forzado. Mientras, en Laroya, el fuego maldito continuaba haciendo
estragos.
Los incendios de Laroya provocaron una expectación nacional pocas veces vista. Pero después de la
intervención de los científicos todo se convirtió en silencio.

Ramón Rubio: «Y allí se apareció la figura de un


niño envuelta de luces»
Los cortijos donde se produjeron los sucesos más violentos se escondían
en el corazón de la sierra de Filabres, un lugar al que solo se podía acceder
bordeando gran parte de la comarca. Durante más de cuarenta minutos, con
el cielo casi oscurecido, atravesamos ríos y barranqueras despistándonos en
más de una ocasión en las profundidades de un laberinto de montañas
huérfanas de verdor. Nuestro guía, incluso, perdía la orientación en aquellas
pistas encerradas por estrechos valles de roca negra que parecían elevarse
hasta el cielo. Al final, tras no pocos rodeos, arribamos en una casa aislada
que miraba de frente a los abismos; el hogar de Ramón Rubio Domenech, 82
años, historia viva de aquellos acontecimientos dramáticos.
En la prensa de la época crece la psicosis por el fuego de Laroya y se generan conatos de fenómenos
similares en otros lugares, impulsados por el miedo y la inquietud.

Los tres perros de caza, flacos hasta la extenuación, nos dan cariñosa
bienvenida. Y a Ramón, humilde y afable, le da un arrebato de coquetería
cuando le hacemos una foto en el umbral de su puerta desvencijada.
—¡Pero dejad que me ponga algo para el ritrato! —nos dice sonriendo
ante la sorpresa de una visita al caer la tarde—. Por aquí casi nunca llega
nadie, ¿sabe usted?…
Ramón Rubio Domenech retratado en su casa perdida entre los montes. Fue uno de tantos que
observaron, la víspera del primer incendio, al «niño que volaba envuelto en fuego».

Tras hacerle comprender que no tiene que molestarse, que nos interesa
mejor al natural, desenfundo mi cámara y le tiro unas fotografías. Juro que
en aquel momento, con el buen hombre bajo el umbral oscuro y profundo
de la puerta, creí que el visor reflejaba una de esas imágenes de los topos
escondidos tras la Guerra Civil que tan bien dibujaron literariamente los
periodistas Manuel Leguineche y Jesús Torbado. Nos sentamos con él, junto
a un semiderruido murete de piedra y colocamos la grabadora a sus pies. Su
testimonio, claro y repleto de nostálgicos detalles, silba en aquel silencio
indescriptible, ante la mirada fija de los tres perros hambrientos:
Luis Sánchez fue el alcalde de Laroya: «Todos los científicos salieron de aquí asustados», confesó medio
siglo después de los hechos...

—Aquello fue increíble. Las luces aparecían en el aire... ¡y dentro de las


habitaciones! Las cosas se quemaban de arriba abajo. La Guardia Civil rodeó
los cortijos y un día aquí fueron testigos 14 de ellos y un policía armada de
cómo los fuegos salían dentro de las casas, quemándolo todo y acercándose
a las personas. Aquí había mucho miedo. Pensábamos que podíamos ser
abrasados vivos en cualquier momento. Ardían los animales, los pesebres...
todo. Y a veces se veía el fuego en forma de «chispa» y bajando del aire.
Aquello me sonó familiar. Demasiado familiar. Y como saltando al vacío
pregunté, casi imaginando la respuesta:
 
—¿Se vieron también cosas en el aire?
 
Ramón y Cayetano responden al unísono, atropelladamente, como si
hubiesen deseado responder a eso desde hacía años.
—Pues sí —dicen a la vez—. Sí que se vieron unas «bolas» blancas, en
silencio, que iluminaron todo como si fuese de día. Era como si flotasen en
los aires.
—¿Y eso en los primeros días de los fuegos? —insisto, convencido de que
allí hubo algo más que incendios.
—Sí. Eso que yo le digo a usted se vio en todas las cortijadas, en Estella, en
Franco, en Pitango y en Laroya. Todos lo comentábamos un poco
asustadillos, ¿sabe? Aquí, dentro de la sierra, se vio también una figura rara.
Nosotros le decíamos «el niño». Surgió en aquellos montes. De eso sí que me
acuerdo.
Noté cómo Vallejo, sentado y tomando nota, me clavaba la mirada con los
ojos abiertos por el latigazo de la sorpresa.
Cayetano Martínez recuerda aquellos días en presencia de Iker Jiménez, en el mismo lugar donde todo
empezó.

—¿Un «niño» dice usted...? —pregunté de nuevo como si me hubiese


quedado repentinamente sordo ante lo que acababa de escuchar de aquella
boca desdentada.
 
—«Sí, eso le digo. Una figura. Allí —señala hacia el centro del profundo
barranco que domina la zona—se vio varias veces. Al principio parecía una
estatua o un esqueleto. Y estaba envuelto en fuego, en luz. Algo muy
desagradable. Era de tamaño como un niño, pequeñillo. Pero de él salían
luces ¡y venga a salir luces!» Estaba volando, como flotando. Y nosotros lo
vimos. Nosotros y otros que ya murieron. Luego empezó todo lo de los
fuegos. Justo después del niño, al que por cierto jamás volvimos a ver.
 
—¿Un niño que volaba?…
—Sí la figura de un niño pequeño que volaba. Como un esqueleto con
luces alrededor. Algo de miedo.
 
Continuamos la ruta por la sierra de Filabres en busca de aquellos que
vivieron en primera persona una odisea que cada vez se me antojaba más
apasionante. Con el cielo rojo ya extendido sobre las montañas llegamos
hasta Manuel Medina, hombre culto y amable que contaba con quince años
en aquel junio histórico. Él, sin miedo y con las ideas claras como el agua
pura de los riscos vino a añadir más misterio al asunto:
 
—¡Claro que se vieron más cosas en los cielos! —exclamó, dando un
puñetazo a la mesa. Yo no lo había contado hasta ahora... pero os juro que
en aquella época me sucedió algo muy extraño. Se quemaban las orillas de
los ríos, la comida de los animales, todo, absolutamente todo. Una noche yo
iba atravesando el monte. Nuestra pequeña cosecha la había abrasado aquel
fuego. Era una noche algo fría y muy oscura. Recuerdo como si fuese hoy
aquel «cacharro», aquella luz blanca y potente que, como una grandísima
estrella, fue bajando hasta pasar por encima de mí. Yo estaba asombrado.
Los cortijos y pueblos se iluminaron con su luz. Era algo extraordinario, algo
que volaba en silencio, sin marcas de ningún tipo, solo una bola pulida que
cruzaba el cielo. Yo, he de reconocerlo, me quedé muy asustado. ¿Qué
demonios podía ser eso?
Manuel Medina tuvo que tirarse cuerpo a tierra ante la presencia de un gigantesco disco de luz. Todo
ocurría poco antes de que comenzaran a propagarse los fuegos.

Y dando vueltas a estas nuevas experiencias jamás hechas públicas hasta el


momento, fui recorriendo las calladas piedras de aquellos cortijos
suspendidos en los afilados barrancos de la sierra. Otros testigos habían
visto esas mismas luminarias volantes cruzando la sierra casi horas antes de
que empezase aquel fenómeno que a punto estuvo de acabar con la vida de
algún cristiano. Y las dudas se iban adhiriendo, como si fueran molestas
pegatinas, a las hojas de mi cuaderno. ¿Qué demonios había ocurrido allí
poco antes del 16 de junio de 1945?
El aire silbaba por sus resquicios derruidos, emitiendo un cantar triste,
como si recordase al viajero el drama vivido hacía medio siglo. La noche ya
se había desplomado sobre Laroya cuando regresamos después de tres horas
de ruta por pistas forestales. Atrás, envueltos de negrura fúnebre, quedaban
el cortijo Franco, el del Cerrajero, Pitango, la Fuente del Saz... nombres que
ya nunca podría olvidar.
Una historia triste
Habían transcurrido muchos años, pero nadie podía ni quería olvidar.
Antonia Ujandrón, en la penumbra de aquella aseada taberna, donde a
última hora fuimos requeridos por el hambre y el cansancio, se me antojaba
como la viva imagen del miedo que allí se pasó.
—Los científicos no explicaron nada —me confesaba mientras sonreía
amablemente para la foto ante la mirada expectante de algunos acodados en
la barra—, todos tuvimos la sensación, y más con el tiempo, que se nos
ocultaba algo. No era normal que nadie nos diese una explicación. La
Guardia Civil ordenó callar a todo el mundo. Y todos hicimos caso, a ver. A
veces, de pascuas a ramos, nos llegaba algún periódico, y veíamos cómo se
había dejado de hablar del asunto. Pero aquí lo sufrimos dos meses más.
Aquel fuego aparecía de día, de noche... con llamas que flotaban en las
habitaciones. Yo le juro que había mucho miedo. Estábamos todos aterrados,
de verdad... Yo era tan solo una niña, ¡pero como me acuerdo del sonido de
las campanas tocando «a fuego» para avisar que ya había aparecido otro, y
otro! Aún recuerdo a las niñas quemadas, como María Martínez o María
Molina, a las que se les prendió el vestido y estuvieron a punto abrasarse
vivas. Aquello era una cosa invisible. Casi todos creíamos que se venía
encima el fin del mundo. Entiéndame... ¡Es que nadie nos explicaba nada!
Poco a poco, a lo largo de la madrugada, nuevos testigos se van agolpando
alrededor de nuestra mesa. La cinta de las grabadoras rueda silenciosa y tras
las ventanas el viento de la sierra brama con fuerza. Es entonces cuando las
buenas y olvidadas gentes de Laroya nos relatan otra historia paralela que se
quedó allí encerrada para siempre. María Martínez, la chiquilla con la que
empezó toda la historia, terminó sus días convencida de que algo maligno le
había ido a visitar. Bautizada como «niña del Fuego» por ser la que tuvo
sobre sus carnes por tres veces aquellas llamas voraces y azuladas, puso fin a
su vida ingiriendo sosa caústica. Su hermana, mayor que ella, se arrojó desde
una barranca a unos pocos metros de la vivienda. Acto seguido, y para
completar este triángulo dantesco, José Martínez, el hermano, se ahorcaba
dentro del propio cortijo Pitango, poniendo fin a una historia tenebrosa.
De ese modo, los tres se llevaron su secreto a la tumba. Eran pocos los que
no relacionaban la historia del fuego que surgía de la nada con aquel final
trágico. Para unos, el detonante de la tragedia fueron las presiones de las
autoridades para que permaneciesen en silencio; para otros, sin embargo,
esa familia había visto en su cortijo cosas jamás dichas y que, por un motivo
u otro, solo ocurrieron en aquel caserón que hoy era un esqueleto de piedra
muerta colgando de la ladera de un monte...

El triste final de la familia Martínez, guardeses del cortijo de Pitango, es tan solo recordado hoy por esta
lápida del cementerio de Macael.

A la mañana del día siguiente, con un sol dañino saludando de rigor,


atravesamos la región para arribar al próximo destino. Pasamos varias horas
en el cuartel de la guardia Civil de Macael, las necesarias para obtener las
fotografías antiquísimas del grupo de agentes que se desplazó en misión
especial a Laroya para acabar con el misterio. El mencionar que Juan Vallejo
era hijo de un destacado miembro del cuerpo fue mano de santo. Antes de
abandonar la zona, con el retrato del teniente Arribas y los cabos Segundo y
Santos en la guantera, di un giro y aparqué frente al solitario cementerio.
Tras una búsqueda larga, bajo el silencio absoluto del mediodía,
descubrimos el nicho donde reposaban los restos de aquella familia tan
trágicamente marcada. Ellos eran el último eslabón de un misterio olvidado,
tragado por el tiempo y la lejanía en aquel abrasado desierto de Almería. Y
tuve la sensación, mirando aquella tumba, de que atrás quedaban cuestiones
por resolver. Pero la misión ya estaba iniciada con aquel primer y firme
peldaño. Nadie podría dudar de aquí en delante de los extraños e
inexplicables sucesos vividos por los campesinos de esta dura comarca
almeriense. La ciencia oficial y las autoridades, 50 años atrás, habían
realizado a la perfección su cometido de ocultar y maquillar la información.
Ahora nosotros habíamos cumplido nuestro deber; desenterrarla con la
verdad por delante y colocarla en el lugar que merece dentro esa historia
paralela que se va conformando con los grandes misterios que jamás
pudieron ser explicados. Y con el sentimiento profundo de haber exhumado
una historia inquietante y llena de pruebas desconcertantes, puse rumbo a
nuevos rincones de la península. Nuevas andanzas me esperaban no muy
lejos de allí.
 
NOTA DEL AUTOR: A pesar de que los incendios de Laroya alcanzaron en
importancia y una fama nacional solo superada por El Duende de Zaragoza
o Las Caras de Bélmez, las pesquisas del autor lo han ido conduciendo, en
estos últimos tiempos, a otros casos de combustión espontánea igualmente
misteriosos y que también fueron silenciados en la época. El caso más
antiguo nos remontaría a 1903 y a un lugar muy concreto, la población de
Argamasilla de Alba. Allí, en una escuela rural, niños y profesores fueron
testigos del prodigio; unas llamas que surgían de la nada quemando todo a
su paso al tiempo que ponían en peligro las vidas de los allí presentes.
Décadas más tarde, en pleno corazón de La Rioja, en una finca llamada El
Perdigón, un fenómeno semejante llenó de miedo a cazadores y visitantes a
partir de mediados de junio de 1925 y a lo largo de toda una semana.
También en 1945 un barrio de Gerona era el lugar elegido por este extraño
fuego errante. Un año antes la prensa, en unas pocas líneas, empezó a
indagar sobre acontecimientos semejantes en la mismísima calle Sagasta de
Madrid. Ninguno de estos casos tuvo una investigación oficial o técnica. El
fenómeno que los producía, del mismo modo que en Laroya, desapareció del
mismo misterioso modo en el que un día se presentó por vez primera.
La llamada C.H.E. (combustión humana espontánea) sigue siendo un
verdadero enigma fronterizo con la ciencia que se produce muy de cuando
en cuando ante la incomprensión de médicos y forenses. Desde el siglo XVIII
han pervivido decenas de registros y actas de defunciones de personas que
ardieron misteriosamente en apenas treinta segundos, víctimas de un fuego
voraz que se ensañaba únicamente con su cuerpo y que respetaba enseres y
entorno inmediato. En 1731, en las inmediaciones de Verona, ocurrió uno
de los primeros casos, el de la Condesa Cornelia Bandi, que apareció
reducida a hollín una hora después de retirarse a sus aposentos. El modus
operandi de esta energía calórica que se ha estipulado superior a los 1650 º
C, ha sido idéntico en casi todos los sucesos. Casi siempre las extremidades
inferiores quedaban intactas y el resto del cuerpo, incluido esqueleto estaba
convertido en un montón de ceniza, sin rastro de materiales
combustionables. Desde 1841 el British Medical Journal ha informado de
casos muy parecidos, en los que la mayoría de las «antorchas humanas» eran
personas de carácter depresivo y, muy a menudo, alcohólicas. El caso mejor
documentado a este respecto es el de el doctor Irving Bentley, que murió
abrasado convertido en una pira humana en su propio cuarto de baño,
quedando de el solamente una pierna y un zueco. Todo ocurrió el 5 de
diciembre de 1966 en Coudesport, Pensilvania. Este caso hizo que la ciencia
se tomase con mayor seriedad los informes semejantes que, en los cinco
continentes, se producían muy de cuando en cuando. Tras más de treinta
años de investigación con todos los medios técnicos la C.H.E. sigue siendo
un fenómeno caprichoso y que escapa a cualquier filiación lógica.

CUARTO DESAFÍO

E N EL LADO OPUESTO de la lógica que impone la naturaleza se encuentran los


seres a los que está consagrado este capítulo. Con siderados engendros del
demonio no hace mucho siglos, casi siempre iban a parar a las llamas
religiosas y purificadoras de la pira inquisitorial.
Los monstruos españoles, desconocidos para la sociedad, y examinados
en secreto durante años en algunos centros universitarios y hospitales,
continúan poniendo en jaque a la ciencia. No estamos hablando de los
tristemente frecuentes casos de deformidades congénitas o hereditarias, sino
de una serie de criaturas que fascinaron desde el medievo a cirujanos regios
de la talla de Ambroise Paré, o científicos como Geoffroy, Lycostenes o
Dareste y que, según sus palabras, «asombraban por sus anomalías
inexplicables y monstruosamente perfectas».
A pesar del avance de la ciencia, existen algunos tipos sobre los que se
continúa sin saber nada. Así, entes que podrían ser protagonistas de
nuestros más profundos miedos subconscientes, como los cíclopes, no son
una leyenda, sino una realidad incuestionable y asombrosa. Algunos
ejemplares vivieron, en nuestro propio país, aunque en la mayoría de los
casos solo fuese durante horas, siendo analizados por forenses y médicos
asombrados. En oscuros hospitales de Madrid, como el San Carlos, se
guardaron hasta hace bien poco colecciones aterradoras de esas criaturas
malditas de la naturaleza que no podían siquiera ser explicadas lógicamente.
Viva imagen de ciencia-ficción, en ocasiones, como en los casos que aquí
se exponen, llegaron a ser confundidas incluso con extraterrestres,
propinando sustos de muerte a los testigos.
Al adentrarme en el tenebroso mundo de los monstruos españoles y de la
experimentación genética realizada en nuestro país desde la posguerra, no
pude evitar sentir un escalofrío. Es un mundo científico a la vez que sórdido
y prohibido y del que nadie jamás habla, como si hubiese miedo a que se
hiciesen públicos algunos casos, algunas conclusiones y algunas imágenes
que, francamente, inspiran pavor.
Pero la sagrada misión del periodista es informar... y eso es lo que he
hecho, desde el epicentro de este mundo delirante a la vez que físico y
profundamente real.
 
 
Lugar de los hechos: Varios.
Lugar de las investigaciones: Madrid, Córdoba, Tenerife, Puerto de la
Cruz, Málaga.
V
Viaje al mundo de los monstruos

  Un fallo en el ordenador central.—Ambroise Paré: el


genio hereje.—Las diez leyes de los monstruos.—
Teratología: la luz de la ciencia. —El enigma de los
cíclopes.—El museo del horror.—Del Hombre Elefante a
los monstruos españoles.—Un marciano en una caja.—
¿Monstruos del espacio o niños deformes?
 

A BRÍ EL VIEJO LIBRO MÉDICO con sumo cuidado, como si intuyera que tras su
tapa adornada con un prodigioso grabado se escondía un misterio atrapado
en el polvo del tiempo. Bajé levemente la intensidad del flexo de mi
habitáculo 233 de la gran biblioteca y me arrimé aún más a la mesa. El
«lamento» del suelo de madera rozando con la pata de la silla se escuchó en
toda la sala. Algunas miradas inquisidoras las sentí en el cogote. Segundos
después llegó de nuevo el silencio a aquella penumbra familiar. La carta
manuscrita, enviada por el cirujano Ambroise Paré a otro colega suyo
parisino iba lacrada como urgente y decía así:
Chieri, Turín, 17 de enero de 1578, ocho de la noche:
 
Fue un parto difícil. La campesina tuvo una hemorragia brutal que
mantuvo ocupada a la comadrona con varias toallas blancas intentando
detenerla. A un lado de la cama alojaron al niño, envuelto en la placenta
y cuyos rasgos se ocultaban en un ovillo de sangre. Al caer el agua tibia
de la palangana sobre él, un grito de horror se hizo unánime en aquella
desvencijada habitación. De la cabeza de aquel monstruo salían cinco
cuernos parecidos a los de un carnero, colocados unos contra otros en la
parte alta de la frente, y por detrás un largo fragmento de carne que
colgaba a lo largo de la espalda, a la manera de un caperuzón para
señoritas. Tenía alrededor del cuello una pieza de piel doble colocada a la
manera de camisa completamente lisa, las puntas de los dedos
semejantes a las garras de un ave de rapiña, y las rodillas en las corvas.
Su pie y pierna derechos eran de un rojo vivísimo y el cuerpo de un tono
gris ahumado. La criatura lanzó un gritó penetrante que espantó a todos
los presentes y los hizo abandonar la casa. Después se mandaron a varias
personas y guardias en su busca, pero aquel ente ya no estaba y jamás ha
vuelto a ser visto.
 
Cómo había llegado hasta aquellos textos era, en sí, un pequeño misterio.
Horas antes de esa breve lectura que tanto me impresionó, me encontraba en
otra dependencia vigilada por serios funcionarios, más luminosa y
concurrida. Buscaba una información antigua, pero no tanto como para
retornar al siglo XVI. Me explicaré. Al teclear en el catálogo central
informático, interesado en realidad por otras cuestiones alejadas por
completo de este mundo de la medicina y sus enigmas, la pantalla del
sistema ARIADNA parpadeó un título que aún no sé qué demonios pintaba
allí. Luego, el tiempo y la investigación me demostraron, efectivamente, que
la carambola tenía mucho más sentido del que yo le otorgaba.
En los libros que el cerebro electrónico me había seleccionado bajo los
parámetros «Ovnis-Andalucía» aparecía, inexplicablemente, la obra del
cirujano francés Des monstres et prodiges. Volví a teclear mi petición y
emergió aquella misma ficha. Me resigné. Era como si un error del
ordenador me pusiera en bandeja otra nueva aventura. El título, lo
reconozco, me atrajo como un flechazo. Y lo sentí por las pesquisas sobre
nuevos avistamientos ovnis en las tierras del sur, que tendrían que esperar de
nuevo. Aquello no era rabiosa actualidad, pero mordí el anzuelo de una
manera visceral. Ese mundo, el de los monstruos humanos, me pareció
oscuro y fascinante, lleno de misterios jamás horadados y marginado dentro
de la propia ciencia. Paré, creador de aquella asignatura maldita de la
anatomía, nacido en Laval en el año de 1509 y muerto ocho décadas
después, se me reveló en aquellos escritos como un auténtico genio, como
un inesperado descubrimiento. Como la puerta de entrada hacia otra
investigación que jamás en mi vida iba a olvidar.
 

Ambroise Paré: El genio hereje


Cabello escaso, lacia perilla y dos ojos serenos por el paso del tiempo. El
cirujano real francés me miraba así desde el viejo carpetón de la sala de
cartografía y grabados. La cuidadora, con voz desagradable e imperativa, me
advertía otra vez:
—¡No toque ese extremo, que esto es muy sensible! —imposible hacerle
entender el entusiasmo que me embargaba.
 
Los casos vividos por Paré me habían hecho comenzar la búsqueda a toda
prisa. Aquel cirujano había sido testigo de cosas asombrosas, y de no menos
asombrosas conclusiones en aquel tiempo del Renacimiento, con la vuelta
hacia los parámetros de la ciencia y el hombre como eje del conocimiento.
Había algo mágico en aquel aséptico cirujano, y yo quería saberlo todo de él;
sus milagros y sus avanzados estudios. Y lo primero y primordial, como
Dios manda, era toparse con su espigada imagen cervantina. Así lo hice.
Los apuntes de su enigmática biografía resultaron ser más bien escasos,
sobre todo antes de que pasase a formar parte del cuerpo de cirujanos de los
soldados. Hurgando tratados de aquí y allá logré saber que el pequeño
Ambrosio nació en familia humilde, y que a la edad de trece años le
colocaron de ayudante de un peluquero-cirujano del pueblo. Allí aprendió el
difícil arte de la cataplasma, la sangría e incluso la amputación traumática.
Sus buenas maneras y óptimos resultados en algunas personas influyentes le
hacen pasar a ser cirujano residente del Hotel Dieu, uno de los más
afamados centros residenciales de París. Es en sus instalaciones, bajo la luz
de la ciudad eterna, donde realiza importantes tratados sobre la fiebre y
acerca de novedosas formas de cauterizar las heridas recibidas en las cada
vez más frecuentes guerras que asolan el continente.

Ambroise Paré, cirujano adelantado a su tiempo que se sumergió en el hasta entonces prohibido universo
de los monstruos humanos. A lo largo de toda su vida catalogó cientos de casos extraordinarios.

El arma de fuego suponía en aquel 1540 toda una nueva dimensión en el


universo de la cirugía. Nuevas dolencias y nuevos tratamientos para los que,
de una vez por todas, destierra el uso de aceite hirviendo para la limpieza de
la laceración de las balas. Lo sustituye, con éxito excepcional, con un
compuesto extraño a base de huevo y trementina con el que logra
desinfectar a cientos de combatientes. Estos logros le hacen pasar 30 años al
servicio de cuatro reyes tras realizar, entre otras obras, su Tratamiento de las
heridas de tiro, un best-seller de la época traducido a siete idiomas y con unas
ventas y distribución superiores a cualquier otro libro médico de la época.
De aquellos años de viajes y batallas para sanar a los caídos en los combates
surgen mil y una historias que cada vez van absorbiendo más su apabullante
intelecto. Son casos extraños que se ha ido encontrando en cientos de aldeas
rurales de Francia, Italia y los Países Bajos. Como herejes de la medicina y
de las directrices divinas surgen los monstruos en aquella época. Fue una
oleada masiva sobre la que se conjeturó con miles de teorías fallidas. Pocos
sabían lo que ocurría. Seres con varias cabezas, hombres con rostro de
animal, bestias con caras y miembros humanizados... una amalgama
horrenda, macabra, pero apasionante y atrayente para quien busca el sentido
verdadero de las cosas. ¿Por qué surgen estos malditos? Se preguntó la
primera vez que atendió al nacimiento de un monstruo. Y esa duda le
mantuvo encerrado en sí mismo durante décadas, corriendo de un lado a
otro a cualquier aviso de alguna nueva «especie» que hubiese visto la luz en
alguna destartalada alcoba o pajar. Su obra cumbre es, sin duda, Des
monstres et prodiges, que genera una verdadera revolución de críticas a favor
y en contra. Nadie había osado hilar tan fino y estudiar de modo tan
rotundo, directo y personal, los casos de aquellos marginados de la ciencia.
¿Tienen alma los monstruos? ¿Hay patrones para que se produzca su
nacimiento en animales y hombres? ¿Existen monstruos para los que no hay
explicación biológica alguna? Las preguntas que en aquel 1568 se hacía Paré
eran tormentosas, demasiado audaces para la época.
Esos planteamientos hacen que la Facultad de Medicina de París se
querelle contra él en un proceso que acabó con la intervención del propio
Parlamento.
Las prohibiciones que intentan imponer a Paré no surten ningún efecto:
Ninguna orden puede sepultar la ansia de divulgar un enigma. Por fortuna,
las investigaciones y «fichas de casos» de este hombre han llegado envueltas
en tinieblas hasta nuestros días. Casos que se produjeron en Europa, nuestro
país incluido. Seres tomados en ocasiones por demonios, y espectros
encarnados, muchas veces condenados a las llamas purificadoras de la
hoguera.
El objetivo más próximo ya estaba fijado para los siguientes días. La
búsqueda de aquellos viejos archivos con casos apasionantes, grotescos y, en
ocasiones, difícilmente explicables.
 

Las diez leyes de los monstruos


En enero de 1573 nació en la aldea sajona de Stequer un niño de gran
tamaño con cara de ternero y pies y manos convertidos en pezuña, además de
una especie de capa de carne colgándole como sombrero de frailes por la
espalda. El dibujo, realizado por el propio Paré, fue remitido incluso ante
varios gobernantes, que decidieron enterrar el cuerpo en vez de examinarlo.
Dos meses después, en Chambenoist, un medidor de sal llamado Jean Poulet
avisó desconsolado al cirujano. Una de sus ovejas había dado a luz un
cordero horrible que fue muerto instantes después. Todo en él era normal,
menos la boca y el rostro, que se correspondían con el de una lamprea.
Uno de los muchos monstruos surgidos en la Francia rural, registrados e interpretados en los libros
médicos de Paré.

En Lieja, a finales de año, una mujer parió primeramente una masa de


carne informe que tenía a cada lado dos asas de la longitud de un brazo, que
se movía y tenía vida como las esponjas. Después surgió un monstruo que
tenía nariz ganchuda, el cuello largo, dientes relucientes y una cola.
Comenzó a hacer ruido, como llenando la habitación de silbidos y fue
ahogado por las comadronas. Por último, la mujer dio a luz a un hijo varón
que provocó la impresión de haber sido atormentado por aquel monstruo.
Murió poco después de serle oficiado el «bautismo».
El archivo que Ambroise Paré gestó en vida es interminable. Con fichas
pulcramente detalladas, con meses, años, nombres, apellidos y citas de los
médicos que le acompañaron. Todo rematado por los gráficos y expresivos
dibujos del propio cirujano. Pero lo que más me impresionó, en aquel
rastreo de documentos, fueron sus conclusiones.
Para Paré, la principal causa metafísica de la creación de estos seres era la
gloria o cólera de Dios, quien con su mandato divino era capaz de crear
insólitos fenómenos humanos a la vez que, por determinados «ajustes de
cuentas», generaba aberrantes criaturas dignas de la imaginación más
enfermiza. También destacaba el cirujano las malas artes de demonios y
diablos, siempre al acecho y que en algunos casos penetran en los cuerpos de
recién nacidos haciéndoles hablar con la lengua fuera de la boca, por el
vientre, empleando diversos lenguajes desconocidos, pudiendo provocar
temblores en la estancia, deformarse su rostro y fascinar y deslumbrar con los
ojos. Esa descripción, me devolvió la imagen de la callada iglesia de
Villafranca de los Barros y el recuerdo de su niña endemoniada, Antonia
Batista. Poco a poco, con el resto de «seres condenados», también se me iban
antojando otros misterios mucho más modernos, en los que eran descritos
seres idénticos, exactos, bajo la apariencia de ángeles e incluso
extraterrestres.
El enigma no había hecho sino comenzar entre las inmensas paredes
forradas de libros y aquellos archivos que parecían no haber sido
consultados en los últimos cuatrocientos años.
Durante largos días, sin descanso, me envolví de gruesos tomos de
literatura médica y supe que dentro de los orígenes físicos de la
monstruosidad se creyó, desde la Antigüedad de la Grecia clásica, en la
importancia que adquiría la cantidad de semen por exceso o defecto. Ya
Hipócrates, padre de los saberes médicos, decía que si existe abundancia de
materia se producirá un gran número de camadas o un hijo de dos cabezas o
cuatro piernas. El cirujano galo, para refrendar su postulado, recogió
multitud de casos de gemelos siameses, o de cuerpos satélites fusionados a
un tronco principal. Algunos de ellos llegaron a adultos. Seres extraños, a
veces sin facultad para el habla, pero con una fuerza física envidiable, tal fue
el caso registrado en Alemania en 1529, donde, según palabras del médico,
«nació un monstruo con una cabeza en mitad del vientre que vivió muchos
años, y la cabeza tomaba aliento como la otra».
En el lado contrario, por la escasez del flujo seminal, se engendraban
niños con los miembros a medio formar y que en ocasiones vivían largo
tiempo en circos ambulantes como atracción de las gentes de las aldeas.
Según pude verificar, una historia triste y célebre fue la recogida en pleno
centro de París en 1573, donde ante una multitud apareció un muchacho de
nueve años procedente del pueblo de Parpeville que tenía una pierna y un
brazo a modo de tenazas, como un cangrejo, y causaba pavor y espanto entre
los allí reunidos. Los que decían ser sus padres, Pierre Renard y Marquette,
recogían las monedas que le lanzaban algunas almas sobrecogidas con la
visión.
Los tratados de Paré sobre monstruosidad pontificaban también acerca de
la estrechez de la matriz, el modo de sentarse o las caídas de la madre, que
también figuraban entre los principales factores de riesgo. Por esta causa
surgían multitud de bebés con la orientación de los miembros cambiada y
con la cavidad craneal completamente deformada.
La corrupción del semen era el motivo más común por el que nacían estos
seres a los que se analizaba con criterios frágiles, según fuese el país o la
región donde hubiesen visto la luz. Tratados como fenómenos científicos o,
más a menudo, como hijos del diablo cuyo fin debía ser siempre la hoguera.
Las culebras de agua que desovaban en las zonas que posteriormente
utilizaban para su baño las mujeres embarazadas, eran el enemigo público
contra el que incluso se tomaron medidas a nivel oficial. A este respecto,
otros estudiosos que pude consultar, como el célebre Lycosthenes, hablaba
en uno de sus tratados de las criaturas serpentiformes que, a modo de
apéndices del propio cuerpo, aparecían unidas a las criaturas deformes. El
caso más espectacular de este tipo del que se tiene constancia acaeció en
1494, en la plaza del Espíritu Santo de Cracovia, en el seno de la actual
Polonia, donde el equipo facultativo observó un niño muerto que había
nacido con una especie de lampréa aferrada a la espalda que lo roía sin cesar.
Tras cientos de cafés en las solitarias salas de espera y decenas de
búsquedas en el laberinto de las tesis de medicina antigua pude saber que
con estas diez leyes como piedra roseta con la que intentar descifrar el
enigma de los monstruos, Ambroise Paré había sentado las más primitivas
bases del interés científico por los maldecidos de la naturaleza. Era,
simplemente, la condensación de un ansia de saber que había nacido desde
el inicio de los tiempos. Una fascinación que los colocaba en un mundo
entre la oscura leyenda y la verdad, entre lo maligno y lo desgraciado, entre
lo accidental y lo sobrenatural. Paré pensó que los siglos y el avance de los
saberes del hombre acabarían por poner en su justo sitio a algunas criaturas
del todo incomprensibles, aquellas que rompían las reglas establecidas y que
parecían emisarias de un mundo de pesadilla. En gran parte, su anhelo se
cumplió, pero lo que el médico renacentista no imaginó es que, en las
fronteras del tercer milenio aún muchos aspectos de este mundo sórdido y
casi prohibido no iban a ser resueltos, permaneciendo, nunca mejor dicho,
en el lado más oscuro de la realidad.
 

Teratología: La luz de la ciencia


La magna biblioteca de Asurbanipal, creada en honor del rey y
conquistador asirio hace cuatro mil años, fue la mayor de su tiempo.
Labrados con caracteres cuneiformes en finas tablillas de arcilla, existían en
ella centenares de libros de todas las materias y conocimientos. Uno de ellos
llevaba por título Catálogo de los monstruos observados en Nínive y se trataba
del primer testimonio escrito acerca de la atracción que sobre el hombre
ejercían estos seres. Siglos después, en la Grecia clásica, Aristóteles llegó a
pontificar en uno de sus discursos sobre el alma de los siameses, tema que
alarmó por algún tiempo a aquella organizada sociedad. Si existían dos
corazones, según él, habría dos personalidades, y si un solo órgano regiría
dos cuerpos formados y unidos por alguna de sus partes, solo habría que
considerarlo individuo singular.
Así, a golpe de curiosidad y teorizando en el vacío, fue perfilándose el
estudio de la monstruosidad.
Tal impulso del saber humano alcanza la categoría de ciencia el siglo
pasado, concretamente en 1860, cuando los doctores parisinos
PierreEsteban e Isidoro Geoffroy publican su obra Historie Naturelle
Generalle y dan luz verde a la Teratología, palabra cuya etimología proviene
de terosatos (prodigio, monstruo) y logos (tratado) como herramienta con la
que desterrar antiguas y obsoletas teorías creadas en tiempos más oscuros.
Con espíritu escéptico e ilustrado, comienzan a estudiar el mundo de estas
criaturas diferentes y, muy a su pesar, se tropiezan de frente con enigmas que
aún hoy nadie ha podido despejar por completo.
A pesar de la ordenada y meticulosa estructuración de las anomalías
humanas que Esteban y Geoffroy realizaron para comprender su origen,
hubo otras que permanecieron bajo el umbral de lo incomprensible. Y esas
fueron las que, de inmediato, llamaron mi atención. Mientras estos
naturalistas dividían el saber teratológico en dos grandes grupos, anomalías
simples y monstruosidades, otros especialistas como De Vries achacaban
muchos de estos fenómenos a mutaciones que se perpetuaban en algunas
razas concretas, y que permanecían ocultos de generación en generación,
asomándose cuando menos se esperaba. Todos los estudios de esta época, y
aún los que vinieron después, daban un margen del misterio al segundo gran
grupo, ese que aún hoy sobrecoge cuando se consultan las principales obras
médicas al respecto. En todas ellas se afirma que fenómenos como la
inversión de vísceras y la fusión para o simétrica de algunos órganos escapan
a toda explicación.
A patologías que poco a poco se han ido comprendiendo en su origen,
como la hidrocefalia, o acumulación de líquido encefalorraquídeo que
produce un abombamiento desmesurado de la cabeza provocado por la
llamada espina bífida, capaz de generar imágenes semejantes a las de las
antiguas películas sobre extraterrestres, se han ido uniendo otras como la
acrania, antaño tomada como estigma de maldición, y que resulta ser la falta
completa de la bóveda craneal causada por quedar abierto el tubo neural que
va de la espina dorsal a la cabeza. A pesar de todo, algunas de estas
monstruosidades, precisamente las que muestran un parecido espantoso con
seres mitológicos y miedos que permanecen en las capas más profundas de
nuestro subconsciente, han permanecido sumidas en un misterio que aún
continúa desafiando al avance científico.
 

El enigma de los cíclopes


La mitología griega bautizó a los cíclopes, fieros gigantes de un solo ojo,
como hijos de Urano, señor de los cielos, y de Gea, la diosa Tierra. Provistas
de gran fiereza, estas criaturas vivían ocupadas en crear rayos para Zeus en
las fraguas de efesto, en las mismísimas faldas del monte Etna. Así, el
arquetipo del cíclope como encarnación de terrores de todos los tiempos y
culturas se ha perpetuado en nuestro propio país en las historias de los
Jáncanos, propias de la Cordillera Cantábrica, lugar donde estas figuras
deformes asustaban y en ocasiones raptaban a las doncellas de las aldeas
para depositarlas en profundas cuevas a las que nadie osaba asomarse.
Pero la realidad de estos seres trasciende, aunque muy pocos lo sepan, al
mero terreno de lo legendario. En antiguos tratados encontramos diversas
referencias acerca de niños con estas características que la mayoría de las
veces, a pesar de morir al poco de ver la luz, fueron quemados en la pira
inquisitorial, sobre todo desde los siglos XII al XV, tras ser tomados como
mensajeros del diablo. La teratología, muchas centurias después, describió
este tipo de anomalías surgidas una entre varios millones, y se prendó de su
gran enigma. Dareste, uno de los pioneros, realizó los primeros tratados
sobre la ciclopia en su escrito Production des monstruosites y afirmó que se
trataba de una patología muy poco frecuente en la que un solo ojo aparecía
en medio de la frente, habiendo casi siempre encima de este una extraña
nariz tubular probóscide de forma cilíndrica. Era todo esto el resultado de
una serie de malformaciones craneoencefálicas graves, incompatibles con la
vida. A pesar de todo, algunos cíclopes, provistos de gran peso y en
ocasiones piel pigmentada con coloración verde o rojiza, llegaron a vivir
algunas horas. Durante los últimos ciento cuarenta años la ciencia ha
intentando ahondar en su misterio, en una perfección delirante pero
simétrica que desobedece todas las leyes de las malformaciones conocidas.
Nadie se explica lo que ocurre entre los días 22 y 50 del proceso fetal,
momento en el que comienza el desarrollo del ojo humano, para que se
fusionen en uno que acabe plasmándose en el centro del cráneo. Los
cíclopes, como si realmente representaran otra raza, poseen complejos
nerviosos totalmente finalizados en esa pavorosa máscara. Es como si la
naturaleza, en vez de errar uniendo cuerpos o deformándolos de mil
maneras, fuese perfectamente consciente de generar un monstruo acabado,
pero incapaz de sobrevivir en el mundo de los vivos.
Las últimas investigaciones solo han logrado profundizar unos palmos en
el enigma de estos entes. Se siguen sin conocer ni las enfermedades ni las
causas exactas, bien descritas en otras anomalías, que producen la ciclopia.
Tan solo algunos estudios recientes, como los de la Oxford Blackwell
Scietific Publications, han llegado a relacionarla con la supresión de
estructuras cerebrales de la línea media que se desarrollan en la llamada
placa neural. Son palabras que nadan en el vacío y que, de un modo más
tecnificado, revelan la misma inquietud de aquellos hombres pioneros de la
teratología que siempre afirmaron la existencia de procesos y realidades
inexplicables dentro del mundo de los monstruos.
Con todos estos escritos y suposiciones en la cabeza, recordé a mi viejo
amigo el doctor Reverte Coma, probablemente el forense más prestigioso de
este país, que en sus tiempos de juventud anduvo indagando en este
resbaladizo y extraño mundo. Él podía acercarme a lo que realmente se
había convertido en una obsesión, conocer la historia de los inexplicables
monstruos españoles. Aquellos de los que la opinión pública jamás oyó
hablar.

El museo del horror


Se escuchaban pocas voces en los pasillos de la Facultad de Medicina.
Tenía la sensación de que conforme iba subiendo las escaleras, la escasa
algarabía de los estudiantes se iba diluyendo cada vez más abajo. Nunca me
gustó este sitio, pero el misterio, una vez más, me llevaba en volandas. Quizá
inconscientemente surgía algo en mi cerebro que me hacía sentir incómodo
ante aquellos pasillos totalmente solitarios de las plantas de arriba, rodeados
de azulejos blancos y verdes. Unas letras mayúsculas irregulares,
probablemente pintadas a modo de fresco en los años cuarenta, me
indicaban el camino más corto hasta los departamentos de medicina legal.
Ya hacía tiempo que iba pensando, en silencio, sobre el paradero de una
partida de criaturas que, tras recalar en aquellas frías salas, analizadas
durante años, desaparecieron sin que hoy se sepa apenas nada de su
paradero. Fueron monstruos que impresionaron a los médicos de su tiempo,
que los contemplaron con una mezcla de temor y atracción desde el otro
lado de la pila de formol.
El forense José Manuel Reverte Coma en su «museo de los horrores». Él era el único español que
profundizó en la ingeniería genética en plena posguerra, interesándose profundamente en las criaturas
insólitas que a veces surgían como una maldición de la natura.

José Manuel Reverte Coma me sonrió haciendo gala de su caballerosidad.


 
—¡Discúlpeme, estoy seleccionando unas especies de tarántulas que me
acaban de llegar de Venezuela! ¡Un minuto!
 
Al fondo de su despacho, de espaldas a mí, el viejo doctor, con más de
media vida explorando las razas humanas y sus enigmas, colocó un alfiler
sobre el abdomen colorado de alguna de aquellas espantosas arañas.
 
—¿Son venenosas? —le pregunté, mirando de arriba abajo a la gran mesa
blanca donde se extendía la colección.
—Mortales de necesidad —me respondió antes de levantarse, estrechar mi
mano y desabotonar su bata blanca.
 
Juntos caminamos por una sala llena de vitrinas donde reposaban
cráneos, fetos, cuerpos de criminales, armas utilizadas por los presos de
Carabanchel, venenos de las antiguas culturas amazónicas y sus parientes
químicos utilizados por algunas célebres asesinas españolas... En fin, todo un
museo del horror.
En este mundo un tanto estremecedor se desenvolvía Reverte Coma, una
personalidad mundial en el estudio de la antropología y la medicina forense.
Rara es la visita en la que no terminábamos enzarzados durante horas en los
más variados temas que, de un modo u otro, tocan nuestro común interés
por la vida y sus misterios...
Reverte es un espléndido joven de ochenta años, lúcido, inteligente,
magnífico ejemplo para la ciencia. Se sienta en su taburete de piel y me mira
fijamente...
—¿Así que ahora está usted investigando la teratología?
—Tengo interés por algunas cosas. Por algunos monstruos que la ciencia
consideraba inexplicables y que se estudiaban aquí —le respondí mientras
observaba unas cajas viejas donde había miles de enseres e incluso huesos,
envíos que aún le siguen haciendo las más altas instituciones policiales y
judiciales para su análisis.
—Es un tema extraño y escabroso —responde— sobre el que se siguen sin
saber muchas cosas. Uno de mis primeros trabajos fue una completa tesis
sobre la monstruosidad, algo que me valió una mención extraordinaria por
parte de los profesores. Era la primera investigación seria sobre el aspecto
médico-legal de la monstruosidad. Aquellos monstruos eran algo espantoso
a la vez que desafiante para nuestro conocimiento. Hace unos siglos
hubieran sido condenados al fuego, pero por fortuna el hombre ha
recapacitado y ha dejado de verlos como diablos, aunque encarnen ese otro
lado de la realidad cotidiana. Ni los extraterrestres más inverosímiles de la
ciencia-ficción pueden superar a algunos ejemplares que se estudiaron en
Madrid.
 
Reverte, como meticuloso doctor, guardaba algunos documentos
extraordinarios. Las fotografías de los años treinta de algunos cíclopes
españoles me dejaron de piedra, pegado a la cámara que mantenía aferrada
con todas mis fuerzas mientras escuchaba la explicación correspondiente...
 
—De este ser afectado por ciclopia jamás se supo —resonó la voz del
forense—. Era uno de los ejemplares que antes de la guerra nacieron en la
provincia y se examinaron en el Hospital Clínico San Carlos. Tenía un solo
ojo móvil y una nariz probóscide en forma de tubo en plena frente. Un ser
para el que existen pocas explicaciones, y que de haber nacido en alguna
comunidad rural de hace cien años hubiese sido considerado una maldición.
Y aun cuando se recuperó se pensó en él como ser sobrenatural y diabólico.
En los pueblos es lógico que pensaran en estas cosas. ¡Imagínese el impacto
en alguna casa, sin asistencia más que de una o dos comadronas, o por lo
general vecinas sin la menor instrucción, y que dan a luz a un ser de estas
características tan extrañas! No hablamos de supresión o abundancia de
miembros, cosa que es más frecuente, hablamos de una deformación
monstruosa tenebrosamente perfecta, que es pavorosa hasta incluso si es un
científico quien la observa.
—¿Y este ser llegó a vivir?
—Es una de las excepciones. Estaba muy formado, con pelo, vivió algunos
días. Luego desapareció.
 
La historia me recordaba, cuatrocientos años después, a la narrada por
Ambroise Paré en aquel viejo libro que abrí por accidente.
 
—Este ser prosopotoracópago también vivió y fue examinado —me
gritaba desde el fondo de la galería.
 
Todo un misterio. Aquella foto en blanco y negro era la viva imagen de un
extraterrestre, tal y como nos lo ha mostrado la ciencia-ficción.
Sinceramente, la monstruosidad parecía realizada a conciencia, perfecta en
lo que a horrenda se refería. Y, sin embargo, aquellos seres humanos, aunque
lo fueran por unas pocas horas, no dejaban de irradiar una sensación de
lástima y terror. Lo mismo ocurría con las dantescas imágenes de aquel viejo
archivo del miedo: seres con amielia, focomelia, anencefalia, (1) términos de
nombres enrevesados, que inspiraban incomprensión y, al menos para mí,
absoluto misterio acerca de estos «malditos de la ciencia». Esqueletos con
dos cabezas, con tres, con varias espinas dorsales, con cola semejante a la de
un reptil, con rostros de animales... aquello, sinceramente, sobrecogía el
alma.
 
—¿Quiere ver algo más fuerte? —el doctor bajó del taburete y caminó
lentamente con una media sonrisa. Yo no podía desestimar la invitación.
Aunque llevaba el cuerpo un tanto helado.
—Pase por aquí.
Al fondo de sala esperaban aquellos seres. Pero ahora no eran fotos.
Simplemente estaban allí.
 
Un niño nacido en Talavera de la Reina observaba con sus ojos redondos
y abiertos dentro del tarro de formol. Allí llevaba más de medio siglo. Sus
progenitores casi mueren del susto, y lo achacaron a una maldición
diabólica. Su cabeza era inmensa, desproporcionada, y su cuerpecillo
minúsculo y blanquecino. Los brazos no estaban formados correctamente y
tenían el extraño aspecto de unas afiladas guadañas. El conjunto encogía el
alma. Junto a él, otros tantos monstruos españoles, muchos de los que
llegaron a nacer y respirar y que fueron considerados como emisarios del
mal en la mayoría de los partos. Estuve un tiempo largo en silencio,
observándolos, y luego pregunté al doctor, que discretamente se mantenía de
pie tras de mí...
 
—¿Hay alguna explicación para esto?
—Para algunos casos hay explicaciones diversas. Por lo general, poco a
poco, estos casos ya van remitiendo gracias a los avances de la ciencia.
Algunas actitudes en las madres, tales como el consumo de alcohol o incluso
bebedizos en algunas comunidades más rurales, pueden afectar. Tampoco se
salvaron en su día otras personas muchos más avanzadas económica y
socialmente. Los efectos de algunos fármacos [1] provocaron directamente
monstruosidades horrendas. La administración de determinadas sustancias
sin consulta médica ha provocado algunos de estos casos. También la posible
manipulación genética, voluntaria e involuntariamente.
—¿Manipulación genética en España antes de la guerra? —le pregunté
haciendo una mueca de extrañeza.
—Sí, exacto. Involuntaria, porque luego hemos sabido de algunas
emisiones, como los rayos X u otros, que pueden provocar anomalías. Pero
incluso no se pueden descartar otro tipo de manipulaciones hechas a
conciencia. Hablo sobre todo en animales. Yo mismo, en la posguerra
trabajé en este tipo de experimentos de modificación genética... ¡No se crea
lo que le cuentan del avance genético de hoy en día! ¡Se lleva
experimentando décadas y décadas! Yo, por ejemplo, en 1945, trabajé aquí
con un Micromanipulador de Chanlers y con instrumentos bastante
rudimentarios si los miramos hoy, para acceder a determinada información
genética en su núcleo celular, por ejemplo de ratas, ranas o gallinas, y la
alteraba. Mi idea, sinceramente, mi motivación principal, era bastante
pragmática. Intentaba crear un pollo con cuatro patas, con cuatro muslos, en
aquellos días de posguerra. ¡Ya ve que ideas teníamos en los tiempos de
hambre!
 
Del Hombre Elefante a los monstruos españoles
El siglo XIX fue el de los monstruos como elementos protagonistas del
espectáculo tenebroso y circense.En sombríos carromatos, sobre todo en
Francia, Inglaterra y Alemania, viajaban como nómadas sin rumbo
personajes delirantes, aquejados de deformidades horrorosas, que habían
alcanzado su sustento y salario de miseria exhibiéndose a las órdenes de
empresarios —las más de las veces ex reos y delincuentes de baja estofa— en
ferias rurales al margen de la ley.
El retrato robot de estos antros era bien sencillo; una taquilla improvisada
en forma de caja con ventanuco alzado en vertical donde el dueño,
malencarado y distante, repartía los boletos de entrada. Una tela andrajosa o
un cortinaje grueso separaba una primera estancia donde el público —
infantes aterrorizados y algún que otro adulto curioso empujado por el
morbo— esperaba agrupado observando los diversos botes de formol
donde, entre luces y sombras claramente provocadas, se perfilaban fetos con
dos cabezas, cíclopes verdosos y toda suerte de neonatos con las más
extrañas aberraciones anatómicas. Cada uno con una historia aún más
horrible que su propio físico.
Al fondo, sobre estantes de madera ya carcomida, no pocas de estas ferias
portaban animales disecados con siniestras anomalías. Pollos con cinco
patas, cerdos con tres ojos, serpientes con dos cabezas mirándose entre sí...
Material de desecho que en un incipiente mercado negro era vendido y
trocado sobre todo en mercados de Galicia, Cataluña y Castilla.
Tras una nueva barrera en forma de sábana se accedía a otra sala pequeña
con suelo arenoso y olor fétido. Allí el encargado se adelantaba y, en
completa oscuridad, clamaba con voz estridente y dotes de trovador ciego
las terroríficas características del monstruo vivo allí guardado como plato
fuerte de la atracción. Se encendían los candiles, se daba un paso al frente y,
casi siempre sentados y apáticos, aparecían hombres y mujeres deformes,
siameses o sin extremidades que sonreían tímidamente a la concurrencia.
Este retrato, descarnado y nada exagerado, fue el que tuvo que sufrir
durante años el monstruo más célebre del pasado: Joseph Merrick, más
conocido como el «Hombre Elefante».

Un cíclope español que llegó a vivir en los años veinte y que pertenecía a la misteriosa colección médica
que acabó en paradero desconocido.

Merrick, nacido el 5 de agosto de 1862 en el número 50 de Lee Street en la


populosa e industrial ciudad obrera de Leicester, fue un ser humano
afectado de una derivación desconocida de neurofibromatosis degenerativa
que lo acabó convirtiendo en un ser espantoso que tenía que ir cubierto por
un grotesco capirote con dos aberturas para los ojos y una amplia túnica
negra.
Su cabeza estaba abombada y sus extremidades se habían recubierto de un
pellejo escamoso que le producía pliegues y formas grotescas. Descubierto
en una deprimente feria ambulante por el cirujano londinense Fréderick
Treeves, el Hombre Elefante fue acogido por caridad e interés científico en el
Hospital Central y ayudado a recomponer su vida y conocimientos. Su
evolución, asombrosa e impulsada por sabios hombres dedicados a la
antropología, fue el detonante para condenar aquellos espectáculos
clandestinos de monstruos que recorrían las barriadas más populosas de
Inglaterra. En una actitud heroica, el deforme Merrick aprendió a leer y a
comprender su propio misterio, finalizando su vida con aclamación popular,
recibido por las principales autoridades de la época. Su historia, escrita en
libros y relatada en una excelente película de David Linch, dio la vuelta al
mundo como ejemplo de la superación humana.
Un caso prácticamente idéntico al de Merrick y que concienció a los
habitantes de Madrid fue el del llamado «Gigante Extremeño», apodo del
colosal Agustín Luengo Capilla, mozalbete deforme de cráneo inmenso y
casi 2,40 metros de altura nacido en el pueblo pacense de Pueblo de Alcocer
en 1849. El director del Museo de Etnología de Madrid, el doctor Pedro
González Velasco, actuó aquí como científico comprometido con la causa.
Catedrático de Operaciones de la Escuela de Medicina San Carlos y dueño
de su tétrica colección de monstruosidades, el cirujano —célebre, entre otras
cosas, por momificar a su propia hija—, llegó a un acuerdo con el Gigante
para exponer y estudiar su impresionante esqueleto y comprender el origen
de su anomalía. Le pagó tres mil pesetas de la época tras verlo en una
carroza ambulante, y gracias a dicha transacción, firmada en un viejo
documento tras un apretón de manos, la ciencia avanzó un paso más y hoy
todos los madrileños pueden disfrutar de la impresionante osamenta en el
nuevo y flamante Museo de Antropología.
Un encadenamiento de hechos me hizo recordar algunos sucesos, con un
altísimo factor de extrañeza, que eran recogidos en los vastos catálogos sobre
la ufología ibérica y que hablaban de la aparición de grotescos personajes, a
veces de aspecto casi fetal, que los testigos tomaron directamente por
alienígenas. El hecho de que varios de estos sucesos hubiesen ocurrido en la
zona sur de la Península me dio la idea de matar dos pájaros de un tiro y
cubrir en un mismo viaje los últimos incidentes ovni registrados en
Andalucía, y estos pocos casos que nadie había resuelto y que vagaban por la
indiferencia de los archivos de alguna que otra asociación, reservados en el
apartado de incidentes casi delirantes.
Fueron los amigos Pedro Redón y Jordi Ardanuy, miembros del CEI
(Centro de Estudios Interplanetarios), el más veterano y sobrio grupo de
recopilación de informes ovnis de este país, los que pusieron en mis manos
algunas pistas acerca de un par de sucesos donde quizá los monstruos
humanos fueron los protagonistas.
La primera de ellas, según pude verificar en el lugar de los hechos, ocurrió
en pleno día en la ciudad de Málaga, concretamente en la calle Alta, número
23, en la populosa barriada de Capuchinos, en un patio propiedad de
Trinidad Gómez Sánchez, madre de dos hijos, en perfecto estado de salud
físico y mental y que contaba con cuarenta años de edad. La mujer
expresaba así su miedo:
—A eso de las doce y media me encontraba guisando en el patio. Estaba
con la hija pequeña de una vecina, a la cual quiero mucho. La pequeña había
salido al corredor y cuando me volví me fijé, en la pared y de frente, en una
cosa seca, delgada, con pelo largo y poco menos que un metro de altura. Al
gritar yo, se estiró, como para acometerme, y entonces salí corriendo al
pasillo dando grandes voces. Me acordé de la chiquilla y todo mi afán era
quitarla del medio de aquel «monstruo».
 
A la pregunta de cómo era el rostro de aquel ser, la mujer no titubea y da
un dato esclarecedor...
 
—Era un bicho feo y seco, pero con la cabeza exactamente como la de un
niño recién nacido; desde luego, para mí, aquello no parecía humano, sino
una cosa horrible, terriblemente fea. Aquello hizo como un chillido y
empezó a moverse, con los brazos en alto...
 
En la casa de la calle Alta viven un total de catorce familias. Muchos de
sus integrantes siguieron la escena a través de los ventanales, e incluso el más
valiente de todos, José Santana Córdoba, salió por el tejado con una gruesa
garrota. Vio alejarse al extraño ser, semejante a un recién nacido puesto en
pie, y el pánico lo atenazó cuando ya estaba sobre las tejas. Raudo, corrió
hasta la comisaría y allí denunció los hechos. Los inspectores del barrio de
Capuchinos rastrearon los inmuebles 29 y 35 de arriba abajo, las tuberías, ya
que junto a una de ellas había aparecido el ser, y las tres casas deshabitadas y
casi en ruinas que están junto al lugar de los hechos y donde se supone que
surgió el monstruo. Ninguna de las investigaciones arrojó resultados
positivos. Al final, tras un par de días de expectación y miedo en algunos
vecinos a transitar por delante de la casa misteriosa, el suceso acabó
olvidándose. Como siempre.
José Santana Córdoba persiguió por los tejados al monstruoso ente que se presentó en un patio de la calle
Alta. A mitad de la carrera le entró un comprensible temor y retrocedió. Según su testimonio aquello era
semejante «a un recién nacido puesto de pie».

El detalle de la cara del ser, «como la de un recién nacido», según los


testigos, me pareció inquietante. Algunos de los monstruos que yo había
visto junto al doctor Reverte y en algunos viejos archivos eran idénticos,
copias exactas de lo que describía aquella mujer. ¿Habría alguna posibilidad
de que uno de estos seres hubiese sobrevivido? El siguiente caso ahondaba
más en la punzante duda...
 
Un marciano en una caja
Era una de esas breves noticias que destilaban misterio. Ocurrió en la
ciudad de Córdoba en una lejana primavera de 1952. Quizá yo jamás
hubiese mostrado el menor interés, ni sabido nada del suceso, de no ser
porque el caso aparecía en los viejos listados de incidentes ufológicos del
grupo CEI dentro del llamado NELIB, que viene a ser lo mismo que la
catalogación de incidentes dados como negativos; este venía acompañado de
una «explicación» que me llenó de curiosidad: feto humano.
Aquello, más bien, me causaba estupor. No había un solo dato más,
únicamente la fecha, la provincia y la sorprendente conclusión. Enfrascado
en esta investigación sobre los monstruos vi aquí otra posibilidad, en el más
remoto pasado, de confusión de uno de estos seres teratológicos, en nuestro
país, con todo un extraterrestre. Las pesquisas me demostraron que la
ciudad al completo, sobre todo algunas barriadas de la zona sur, se
consternaron por la aparición de un misterioso ente que era transportado en
una caja por un muchacho que aseguraba haberlo encontrado caminando en
una llanura.
Un esqueleto de un ser macrocefálico puede dar la vuelta al mundo, como ocurrió en 1973 en Argentina,
convertido en cadáver de un alienígena.

Bajo el titular ¿Un marciano en Córdoba?, los diarios locales expresaban su


estupor por lo ocurrido, decenas de personas habían visto en directo al
«enano» gelatinoso, con el cráneo abombado, la piel rojiza, tenazas en vez de
manos y que se movía convulsionando su diminuto cuerpo. Como colofón,
un solo ojo en medio de aquella monstruosa figura. Asustado, el joven que
portaba la caja y que fue caminando por una carretera sin asfaltar que
conectaba directamente con un arrabal, decidió dejar la pesada carga en el
suelo y que fuese la gente quien examinase y juzgase. Cuentan las crónicas
cómo policía y autoridades presentadas allí ante tanto revuelo quedaron
estupefactas: aquel ser era horrendo.
Todo esto ocurrió al atardecer del 13 de junio de 1952. Fue imposible dar
con aquel hombre, y la historia, entrelazada ya al recuerdo lejano, era
revivida con emoción por algunos, pero sin pruebas de ningún tipo. Nadie
supo del paradero de aquel ser moribundo que viajaba en una caja de
naranjas como postrero ataúd. Nadie supo de dónde venía, quien se lo llevó
y, en definitiva, qué hicieron con él. Mis pesquisas pincharon en hueso.
Mucha gente había visto a la criatura, y para ninguno de los que aún
guardaba la imagen en la retina aquello podía proceder de este mundo. Así,
el comentario generalizado que se extendió como la pólvora en aquel arrabal
de casas y ranchos blancos entre descampados fue el del marciano
descubierto por un joven buhonero. Al día siguiente no se volvió a informar.
Y así hasta hoy. Probablemente algún médico acabó llevándose al misterioso
ser para su examen, pero lo cierto es que no figura ningún registro de
entrada de un ente biológico vivo de esas características en los hospitales de
la ciudad. Es decir, lo hicieron desaparecer, y quién sabe si hoy está en el
tarro de formol de algún investigador privado con morboso interés en
mantener en secreto el asunto desde entonces.
La descripción del humanoide, vista con el tamiz de los años y siendo
comparada con los «monstruos teratológicos» que ya abarrotaban mi
archivo, era idéntica al de un ser ciclópeo con amielia; el colmo de lo insólito
e inexplicable anatómicamente. Probablemente, una criatura humana,
abandonada y muscularmente tan desarrollada para intentar desplazarse, fue
abandonada por su aterrada madre. Después un muchacho se apiadó de él y
lo mostró, igualmente impresionado, para saber si alguien podía saber la
verdad. Pero lógicamente nadie supo qué decir. Lo que encontró tan solo
fueron gestos de terror.
La investigación del mundo de los monstruos dará algún día solución a algunas fotografías
supuestamente obtenidas por servicios de inteligencia secretos en los que aparecen seres deformes y
antinaturales como presuntos extraterrestres.

¿Monstruos del espacio o niños deformes?


Ya en Madrid, revisando archivos y noticias antiguas relacionadas con
supuestos extraterrestres, encontré casos idénticos al del «marciano de
Córdoba». Un «gemelo» fue encontrado del mismo modo, caminando sobre
sus dos pequeñas patas, y depositado en el sanatorio mexicano de Green
Goss. Allí el doctor Carlos Sánchez lo examinó cuidadosamente: estaba vivo.
La publicación de una fotografía del ser provocó pavor e incluso histeria
entre algunos sectores de población cercanos al lugar donde apareció. La
búsqueda de las personas que lo abandonaron en el hospital fue infructuosa.
A las pocas horas, aquel humanoide de medio metro, color verdoso, un solo
ojo y sin cordón umbilical, desaparecía oficialmente entre las salas y los
laboratorios del sanatorio. Las autoridades aztecas y el Ministerio de Sanidad
no se pronunciaron al respecto, afirmando desconocer el asunto, y, como
ocurrió en la ciudad de la Mezquita, el silencio se adueñó de la situación. La
criatura era idéntica a la vista en Córdoba. Para añadir más misterio, algunas
personas afirmaron haber observado una extraña luz en las inmediaciones,
relacionando los hechos de manera inevitable. Bajo el título de «Monstruos
del espacio o niños deformes» se iniciaba una polémica que duró algunos
días, y que acabó mitigándose por la absoluta falta de pruebas.
Cíclopes como el de Green Goos (México) dieron lugar a extrañas portadas como esta de Fernando
Sesma, en la que se proponía el caso como hallazgo de un extraterrestre.

La dicotomía que expresaba el periódico era la misma que latía en mis


sienes: ¿Cuántos casos de criaturas teratológicas habrán sido confundidas
con presuntos visitantes espaciales? Con esa duda proseguí indagando en los
viejos papeles y noticias de la hemeroteca, lugar al que había regresado
después de tan ajetreadas pesquisas por media España. Me quedé de piedra
al comprobar cómo, unas horas antes de ser capturado el «hombrecito
verdoso» de México, a 13.000 kilómetros de distancia, en plena Cataluña,
dos personas de contrastada seriedad y honorabilidad se topaban con el
mismo personaje en una oscura carretera secundaria, la 1.413, a su paso por
la población barcelonesa de Sant Feliu de Codines. Mauricio Wiesenthal y su
prometida María Risa Font se quedaron de piedra, con la nuca apoyada en el
respaldo de su vehículo, mientras el coche aminoraba la marcha. Era
septiembre de 1967 y un cuerpo extraño había emergido del arcén
colocándose en mitad de la calzada. El pie se levantó del acelerador y la
escena corrió más despacio, dramáticamente lenta. El individuo era un ser
grotesco y verdoso, con barriga abultada y cráneo completamente redondo.
Los brazos acababan en muñones y no había cuello. Lentamente paseó su
metro de estatura para, transcurridos ocho segundos, penetrar en unas
zarzas que se estiraban al otro lado de la carretera. El dibujo que hacen los
dos testigos, impresionadísimos, es el vivo calco del ser de México D.F. La
aristocrática pareja catalana se fue de allí convencida de haber vivido una
realidad imposible, algo que les rompía en mil pedazos todos los conceptos y
creencias. Era como si el diablo se hubiese presentado, de repente, ante
nosotros.
El matrimonio Wiesental-Font se encontró una noche de septiembre de 1967 con esta criatura que
cruzaba lentamente la comarcal 1.413 a la altura de la localidad barcelonesa de Sant Feliu de Codines. El
suceso ha pasado a los anales de la historia de la Ufología, pero ¿sería más correcto interpretarlo como la
aparición de un monstruo humano?

Ya en la calle, abrigado por la trenca y caminando bajo unos soportales


para evitar la lluvia, recibo un llamada de carácter urgente. Sobre Madrid ha
caído la noche y la noticia me parece aún más macabra. En un pueblo
extremeño ha nacido «algo espantoso» que los vecinos describen como «una
medusa con rostro de hombre». El corazón me dio un vuelco al escuchar esa
descripción. Lo que en un principio había sido intentar saciar una
curiosidad personal se había convertido, durante varias semanas, en una
obsesión difícilmente explicable, pero casi angustiosa. Los antiguos tratados,
las fotografías, los casos inexplicables, aquellos rostros, aquellos frascos de
formol donde extrañas formas de vida esperaban aún veredicto, todo aquello
me acabó pareciendo una pesadilla casi irreal. Había abierto sin querer la
puerta a un mundo científico, marginado, olvidado, maldito, que tenía
muchos puntos de conexión con lo insólito, con lo misterioso. Porque ¿acaso
existe algo más misterioso que comprobar que de la propia vida surgen estos
seres que nadie puede explicar en su perfecta simetría delirante? La pregunta
me la hacía ya en el coche, devorando los kilómetros que dejaban atrás la
capital como una masa de luces blancas y amarillas. La lluvia seguía, y yo,
que ya deseaba alejarme en mi foro interno de este extraño universo en el
que me había sumergido por error y que ya empezaba a pesarme de algún
modo, era un autómata en busca de otro caso. De alguna forma irracional
estaba convencido de que esas criaturas eran emisarias de un secreto que
aún, a pesar de todos nuestros medios, no podemos descifrar. Hubo un
momento en que la mente se me quedó en blanco, en el que recapacité y
pensé en lo absurdo de intentar llegar a tiempo para ver a ese «prodigio
diabólico», como afirmó mi interlocutor, que había nacido del vientre de un
animal en una aldea cacereña. La duda me asoló, pero no fui capaz de parar.
Casi al amanecer me encontré con las calladas llanuras de Navalmoral de la
Mata. De algún modo, algo me obligaba a seguir viviendo aquella
monstruosa realidad digna de los más tenebrosos delirios de la locura.

QUINTO DESAFÍO

Q UIZÁ EL CAPÍTULO que viene a continuación no sea del agrado de los


beatos o de aquellos de muy ortodoxas y asentadas creencias religiosas. Y lo
comprendo. Y aunque no es mi intención transgredir, viajando por esas
carreteras de Dios, nunca mejor dicho, me he ido encontrando con algunos
miembros del clero que, realmente, son caso aparte. Y es que, aunque
parezca increíble, desde hace muchos años, esparcidos por la geografía
peninsular, un grupo de sacerdotes de diversas órdenes se han dedicado en
cuerpo y alma a la investigación del fenómeno ovni. Sé que algunos habrán
esbozado una mueca de incredulidad. Y para ellos va la siguiente afirmación;
no solo estudian el enigma de los objetos volantes no identificados, sino que
viajan, a pesar de sus edades y cargos ya respetables, en busca de testigos,
huellas de aterrizaje y pruebas diversas, convencidos de la existencia de
naves que vienen de otros mundos que no son este.
Ahora, los incrédulos o muy impactados por esta afirmación continuaran,
por lógica, pensando que esto, en este país nuestro, es poco menos que
imposible.
Y yo añadiré en este espontáneo toma y daca, que, además, estos jesuitas,
dominicos o franciscanos han sido testigos directos de la presencia de
dichos escurridizos objetos. Algunos a no mucha distancia, como el padre
vigués Marcelino Requejo, y otros con la nitidez de un potente telescopio
que enfocó una gigantesca nave que surcaba el cielo y que fue seguida, según
las estimaciones oficiales, por 300.000 personas, tal y como le ocurrió al
dominico Antonio Felices de Valladolid.
Si añadimos, para más inri, que algunos de ellos aseguran haber tenido
contactos previa cita con los extraterrestres, y estar convencidos de que estos
seres del cosmos creen en nuestro mismo dios, la cosa se complica.
Son hombres de profunda raigambre clerical, que siguen en lo alto de sus
órdenes religiosas instruyendo a sus fieles y que, a la vez, llevan la doble vida
del comprometido investigador.
¿Están dispuestos a saber quiénes son, cómo viven y cómo piensan los
ufólogos con sotana?
Pues para ello solo hay que pasar página...
 
 
Lugar de los hechos: Varios.
Lugar de la investigación: Valladolid, Mairena del Alcor (Sevilla), Vigo,
Palencia, Vitoria y Sabando (Álava).
 
1 En Alemania se desencadenó una gran polémica mundial con los monstruos como telón de fondo y
los peligros de la investigación farmacológica en la palestra. El 18 de noviembre de 1961 el pediatra
Widukind Lenz exponía públicamente en Westfalia sus serias sospechas de que la ingestión del
fármaco «Contergan» era capaz de provocar impresionantes deformaciones en los recién nacidos. A
los dos meses se habían denunciado ya 2.625 casos de anomalías gravísimas en las que se describían
ausencia de orejas, nariz, brazos o piernas.
Este somnífero, que se podía adquirir sin receta, fue aprobado por la OMS (Organización Mundial de
la Salud) en 1957, y en sesenta días sobrecogió al mundo. La llamada «Catástrofe del Contergan», cuya
sustancia K-17 (talidomida) generaba la desaparición de algunos miembros en el feto, obligó a
indemnizar a miles de personas en varios países europeos y a retirar de inmediato el producto. A raíz
de aquellos dramáticos sucesos se pusieron en marcha las leyes reguladoras de los medicamentos.
Hasta entonces el vacío inmenso, donde los hombres experimentaban sin límites, había imperado en
una sociedad que acabó creando algo que desde el inicio de los tiempos intentó erradicar a toda costa;
los misteriosos monstruos humanos. En esta ocasión, una macabra jugada del destino colocó al
incontrolado avance científico en el lugar que siglos atrás habían ocupado las oscuras maldiciones del
medievo.
VI
Investigadores con sotana: La Iglesia frente a los
ovnis

  Iglesia Vaticana: «El contacto ovni es posible».— Padre


Antonio Felices, cuarenta años de búsqueda.— ¿Qué vio
Pío XII?—«Fátima y Lourdes están en una autopista de
los ovnis».—Explosivas declaraciones de un párroco
sevillano.—El padre Requejo y los visitantes de
Ganímedes.—«Los extraterrestres creen en Dios»
 
Es verosímil que existan otros seres; porque entre la naturaleza
humana y la naturaleza angelical, de la cual se tiene una certeza
teológica, hay una diferencia muy grande. Y entre el hombre, en el cual el
espíritu está subordinado a la materia, y los ángeles, que son solo
espíritu, es verosímil que existan seres que tienen el espíritu con menos
materia y cuerpo que lo tenemos nosotros. Podría tratarse de los
llamados ovnis, de aquellos seres que se han aparecido con estos «carros
de fuego» y que tienen no solo una ciencia, sino una capacidad natural
superior a la nuestra.
 

T RAS ESTAS DECLARACIONES del cardenal del Vaticano Corrado Balducci se


hizo el silencio dentro del estudio 5 de la Radiotelevisión Italiana. El
engominado presentador quedó mudo, como ahogado súbitamente por el
nudo de su corbata de colores imposibles, y así continuó, en silencio, sin
saber qué órdenes dar, hasta que el estoico monseñor confirmó en público
que el contacto con los supuestos tripulantes de los ovnis podía ser
perfectamente factible y que se estaba experimentando desde hacía años a
ese respecto.
Las palabras estallaron como una bomba en el país transalpino. Desde las
ajetreadas y milenarias calles de Roma, hasta las tranquilas veredas de los
pueblos del sur siciliano, solo se hablaba de una cosa, la prensa lo afirmaba
en grandes titulares: La Iglesia cree en los ovnis.
En el momento en que Italia se consternaba con esta afirmación pública
del Vaticano, yo me encontraba recluido en mi domicilio, pasando una gripe
de rigor, y sentado delante de la pantalla del ordenador intercambiando
información con varios colegas milaneses a través de Internet. En esos días
un objeto ovalado, con una especie de «filamentos» que colgaban de su base,
se observó en varias poblaciones cercanas a Turín. El caso sería uno más en
los bastos archivos europeos, de no ocurrir el curioso paralelismo de que
unas semanas antes toda una familia encabezada por un abogado extremeño
había visto algo idéntico que casi les pasó a unos palmos del techo de su
coche. El encuentro había ocurrido en Bohonal de Ibor, a la misma entrada
de Cáceres, y gracias al buen amigo y periodista local Gonzalo Pérez Sarró
tuve casi al instante toda la información. El paralelismo entre ambos casos
me hizo apartar el tazón de leche con miel y prestar atención; además, mis
colegas ufólogos italianos me reservaban otra sorpresa. A los pocos
segundos, mi impresora escupía las declaraciones exactas de Monseñor
Corrado Balducci, cardenal del Vaticano, ni más ni menos.
La verdad es que me produjo un sobresalto el leer aquellas frases
meditadas de una de las más importantes figuras de la estructura vaticana.
Al parecer, por lo que fui indagando en días sucesivos, nadie, ni el mismo
Papa, le reprendió o matizó sus afirmaciones. Oficialmente la prensa tenía
razón, era un sí a los ovnis.
De inmediato, casi postrado en la cama, comencé a pensar en la espinosa
relación entre la curia y el fenómeno ovni. En nuestro país tan solo unos
pocos miembros del clero habían roto el silencio oficial y se habían dedicado
en cuerpo y alma a la investigación de un misterio que, la mayor parte de las
veces, habían visto con sus propios ojos. La historia de esos «investigadores
con sotana» apenas es conocida, siempre enfrascados en sus estudios
personales, rodeados de libros y pensando día sí y al otro también en la raíz
del enigma que un día les resquebrajó los conceptos aprendidos.
La comunión entre la Teología clásica que debía impregnar a estos
«cruzados del misterio» y su convencimiento acerca de la existencia de vida
en otros planetas se me antojaba un cóctel explosivo.
Durante unos días recopilé nombres, datos y volví a escuchar algunas
antiguas entrevistas con ellos. El conjunto me pareció fascinante. Estaba
seguro de que la opinión pública de este país apenas nada sabía de la
existencia de estos hombres consagrados desde el púlpito y la sacristía al
estudio del fenómeno ovni. En su día mantuve con ellos alguna charla para
investigar algún caso que ocurrió en las inmediaciones de sus parroquias o
colegios. Pero no me había fijado en el gran interés social y humano que
tenía su propia historia, su propia aventura existencial.
Una mañana soleada y fresca anoté algunos de sus nombres, puse a punto
mis cámaras fotográficas y me dispuse a tomar un tempranero y frugal
desayuno. Minutos después me lancé de nuevo a las carreteras. En las
llanuras de Valladolid aguardaba un personaje fascinante y singular.
 

Padre Antonio Felices; cincuenta años de


búsqueda
Es difícil penetrar en calma más profunda que la que envuelve el Colegio
Dominico de Arcas Reales. Los campos amarillos y solitarios, azotados
suavemente por el aire, me han hecho compañía desde que dejé atrás
Valladolid. En un camino que se separa de la urbe y se adentra en la planicie
aparece al fin la construcción del colegio, con su capilla y sus patios vacíos.
En este apartado rincón, idílico y reposado, tiene su cuartel general un
investigador de pura raza: el padre Antonio Felices.
Antes incluso de que en este país se hablase o escribiese acerca de los ovni,
el dominico ya tenía información al respecto gracias a sus continuos viajes
por Europa y América como traductor. Conocedor de doce idiomas, varias
veces campeón de España de tiro y con una cultura apabullante, el padre
Felices es una figura entrañable, siempre con sonrisa franca en los labios y
una palmada de ánimo para el investigador amigo. A este hombre le debo el
inicio de las investigaciones de uno de los casos que más me han
impresionado de todos cuantos he conocido [2], ya que sin su ayuda todo
hubiese caído en saco roto. Con sumo respeto caminamos por aquellos
pasillos solitarios, yo con la grabadora en marcha y él con su viejo bastón y
su atuendo inmaculado. Fuera, tras los muros de piedra, el cielo se iba
haciendo más plomizo y unos pocos cipreses perdidos en el horizonte
parecían ser testigos de nuestra conversación. El eco retumbaba en los altos
techos del colegio. Ya no quedaba nadie de los muchos testigos que vieron lo
que la prensa llamó «gran nave sobre Castilla». Habían pasado más de
treinta años y, según me confirmó, aquella visión nítida e inconfundible fue
la que le hizo cambiar bruscamente muchos conceptos. Tras aquel incidente
decidió, como hombre íntegro y comprometido, lanzarse a cuerpo
descubierto a la investigación tras el rastro ovni, amparado por el
convencimiento de que no estábamos solos en este mundo.
Aquello, según me recordaba, ocurrió el 16 de septiembre de 1965. Como
olvidarlo…
 
—¿Padre, fue aquí mismo donde usted puso el telescopio? Menudo
revuelo que habría aquella tarde…
—¡No lo sabes tú bien! Recordaré de por vida como habían dado las cinco
y media de una tarde con mucha luz, cuando ya acababa el verano. Avisaron
al colegio desde el pueblo de Tudela de Duero. Según nos confirmaban vía
telefónica, «aquello» estaba en su vertical y era perfectamente visible. Era
algo increíble, toda Palencia y Valladolid fueron testigos. Aquí la voz corrió
como la pólvora. Recordé entonces, con toda la gente corriendo por los
pasillos y saliendo al exterior, cómo en la biblioteca teníamos, casi comido
por el polvo, un viejo telescopio. Y, nada, que me fui por él y con ayuda de
otros hermanos logramos enfocarlo hacia aquel aparato que se balanceaba
en el cielo…
—O sea, que allí, encima del colegio había un artefacto extraño. ¿Y qué
decía la gente?
—Bueno, enseguida pudimos comprobar que no era ningún avión ni
aparato convencional. Era una superficie inmensa, situada a unos 9.000
metros de altura y de forma completamente triangular. Más bien podía
identificarse con una especie de ala delta en cuyo cuerpo zaherían los rayos
del sol. El espectáculo, te lo aseguro, era algo grandioso. Según los cálculos
que se efectuaron podía tener alrededor de un kilómetro de superficie.
 
El padre Felices alza las cejas y pone gesto grave, como indicándome que
reparase en el dato que acababa de darme. Al parecer, una auténtica
plataforma volante, más grande que cualquiera conocida hoy en día, se había
dejado ver entre los solitarios campos de la vieja Castilla en plena década de
los sesenta. ¿Qué demonios se pretendía con ello?
El dominico Antonio Felices señalando en el cielo el lugar donde apareció «la gran nave sobre Castilla».

Subimos hacia la biblioteca cuando vuelvo a preguntar…


—¿Y usted ya estaba al tanto de la posibilidad de que estos aparatos aéreos
extraños sobrevolasen nuestro cielo? ¿Andaba ya con la mosca de los ovnis
detrás de la oreja?
—Sí. Rotundamente sí. Para mí aquello no era humano. Fue como una
gran confirmación de las muchas sospechas que tenía desde hacía más de
veinte años.
—En el globo se comenzó a hablar del problema de los «platillos volantes»
en 1947 [3], pero incluso hasta algunos meses después el enigma ni se
plantea en España. ¿Cómo es que usted en esa época ya sabía del misterio de
los objetos volantes no identificados?
—Fíjate, todo comenzó para mí al finalizar la Segunda Guerra Mundial.
Yo estuve en un campo de concentración de China. Cuando llegué a Macao
comencé a escuchar, por aquí y por allá, historias que hacían referencia a los
ovnis. Se estaba produciendo por aquella zona una gran oleada de
avistamientos, y esto ocurría antes de que el mundo supiese nada de los tan
traídos y llevados platos voladores. Comencé entonces a interesarme por el
asunto, ya que comprobaba cómo personas de altísima condición los habían
visto con sus propios ojos. Ya en España, y en el Monasterio de Olmedo,
supe de nuevas historias y encuentros. Mi interés cuando apareció la «gran
nave sobre Castilla» ya era notorio. Por eso me sentí profundamente feliz al
ver aquello…
 
La biblioteca del colegio dominico de Arcas Reales era un recinto sagrado
para mí. Entré casi con devoción a aquella habitación repleta de estanterías
por las que se filtraba el sol tibio a través de las rejas de la ventana. Desde
pequeño, cuando comencé a saber del mundo de los ovnis y absorbía la
mayor cantidad de información en el menor tiempo posible, había visto las
fotos del mismo personaje que tenía frente a mí, en semanarios y diarios
nacionales, como testigo de excepción de aquel encuentro. La imagen de
Antonio Felices con su blanco atuendo entre los miles de libros
parsimoniosamente colocados en lo alto de aquel colegio castellano volvía a
repetirse ante mis ojos. Yo anteriormente le había visto en las páginas
centrales y a todo color de publicaciones como Gaceta Ilustrada o incluso
ABC o la agencia EFE. Hasta este mismo lugar por el que ahora me
adentraba habían llegado decenas de periodistas. Se puede decir que aquí, en
este recinto lleno de calma y tan solo roto por el eco de pasos lejanos de
algún otro hermano dominico, se vivió y escribió el primer gran despliegue
de un caso ovni en nuestra prensa.
Mientras el bueno de Antonio Felices desaparecía entre las pilas de
volúmenes y enciclopedias, dispuesto a rescatar uno de aquellos dibujos que
él realizó de la nave y que fue reflejado en todos los rotativos de este país, yo
me acerqué a la ventana del fondo y observé el cielo revuelto, con los pájaros
volando bajo y la llanura meciéndose con un lamento sordo, callado, pero
audible. Apoyado allí recordé por unos segundos como «la gran nave sobre
Castilla» fue uno de los acontecimientos de aquel septiembre del 65. La
primera vez que un solo caso ovni ocupaba páginas y páginas con rigor y
seriedad. Aquel día, además del padre Felices, su telescopio y los
asombrados dominicos de Arcas Reales, muchos más fueron testigos del
prodigio en las alturas. En la plaza mayor de Valladolid se concentraron
varios miles de personas para seguir las evoluciones del insólito aparato. Al
mismo tiempo, el piloto Heliodoro Carrión sobrevolaba Tordesillas dando
anuncio por radio de aquella masa de dimensiones increíbles que flotaba
plácidamente sobre el corazón de la tierra de campos. En el Aeropuerto de
Villanubla también se seguía de cerca al objeto. Su parte oficial de
observación dictaba que «se ha detectado un artefacto brillante y triangular
entre las poblaciones de Villanueva de los Infantes y Tudela de Duero». El
mensaje se repitió una docena de veces, al tiempo que un vuelo DC-8 que
hacía la línea Lisboa-París pasaba muy cerca del objeto, observando las
gentes en tierra cómo el supuesto ovni era varias veces mayor que el avión.
Mientras que revistas como Gaceta Ilustrada o Semana hablaban de 300.000
testigos del paso de un ovni, otras entrevistaban a técnicos, profesores,
campesinos, jubilados o policías acerca de lo que todos habían podido
contemplar con sus propios ojos.
El padre Felices revisando un dibujo de lo observado a través del telescopio aquella jornada del 16 de
septiembre de 1965. «No es casual que Fátima y Lourdes se encuentren en una línea de paso de ovnis»,
afirma sin ruborizarse el sacerdote...

Todas esas imágenes pasaron delante de los míos cuando la sonrisa de mi


interlocutor regresó de entre las estanterías. En las manos una copia del
dibujo que realizó en su día de aquella «punta de flecha» de tonalidad
grisácea que, sin marcas, ventanillas o distintivos, pululó por los cielos de
Castilla hasta desaparecer como tragada por la nada.
Lancé varias fotografías, respiré profundamente y proseguí con la
entrevista. Había mucha historia encerrada en esta biblioteca. Una historia
que de nuevo, con la misma emoción y sinceridad, se repetía ante el objetivo
de mi fiel y vieja Nikon.

Fotografía obtenida a través del telescopio instalado en Arcas Reales de aquel prodigio volador metálico
que, según fuentes oficiales, fue avistado por trescientas mil personas en las provincias de Valladolid y
Palencia.

¿Qué vio Pío XII?


—Imagino, y más aún sabiendo de su vitalidad y entusiasmo, que tras este
caso de 1965 comenzaría usted a investigar más casos.
—Efectivamente. En esta provincia se produjeron varios muy
importantes. Y yo ya tenía «el gusanillo de los ovnis» en mi interior.
Recuerdo que a principios de los setenta, concretamente en el año 1972,
observé otro disco metálico que pasó muy rápido junto al vuelo en el que
viajaba a un congreso en Cerdeña, al que yo iba como traductor simultáneo.
Fueron segundos, pero aquel chisme se cruzó a velocidad endiablada bajo la
panza del avión. Ya no volví a encontrármelos. Pero lo que sí comencé a
encontrar fue a otros que sí los habían visto, y mucho más cerca que yo.
—Y ahí le tenemos, con su atuendo de dominico y trabajando tras el
rastro de los ovnis. Imagino que en esa década prodigiosa que fueron los
setenta usted recopilaría incidentes alucinantes. ¿Cuáles son lo que más le
han impresionado en estos últimos años?
 
El padre Felices, como si reviviese tantas aventuras y desventuras en busca
de las claves para descifrar el enigma, se sienta parsimoniosamente y
comienza a rescatar del prodigioso archivo de su mente aquellas historias
que le dejaron una huella especial…
 
—Recuerdo el caso de un niño de Tordesillas que fue atacado por un
extraño objeto. Yo nunca llegué a verlo personalmente, pero hablé con uno
de sus familiares. Aquella historia parecía real y me impresionó mucho.
Desde hacía tiempo estaba convencido de que la proximidad a estos objetos
podía matar. Y así le sucedió a un tractorista de San Román de Hornija, que
se fue a la tumba tras tener un aparato extraño a menos de dos metros. Sin
duda, conocerle a él y su historia fue algo que nunca olvidaré…
 
Inmediatamente vino a mi mente la increíble vivencia que, según
publicaron periódicos como La Gaceta del Norte de la mano de J. J. Benítez,
fue protagonista el agricultor Emiliano Velasco Baez. Todo ocurrió el 17 de
julio de 1975, cuando un objeto cilíndrico con dos antenas y aspecto insólito
comenzó a rodear su tractor que, esa tarde, faenaba en los inmensos campos
del término de Pedrosa del Rey. En un momento dado, de aquel aparato
surgió un silbido muy agudo y acto seguido Emiliano noto cómo se
perforaba uno de los cristales del vehículo. Las pruebas de balística fueron
realizadas por el propio Antonio Felices, experto en esta materia, y arrojaron
un resultado sorprendente, el diámetro del orificio provocado por aquel
«disparo» era muy inferior al del calibre 22, el menor comercializado por
aquel entonces en el mundo. Tiempo después Velasco Baez fallecía aquejado
de un tumor cerebral.
 
A veces tenía que mirar fijamente su blanca sotana para cerciorarme de
que hablaba cara a cara con un miembro de la Iglesia. De la recia Iglesia
castellana para más señas. Sorprendido, intenté ir un poco más allá en mis
preguntas…
 
—Usted investigó casos de humanoides o seres antropomorfos próximos a
los ovnis. ¿Estaríamos hablando de extraterrestres?
—Claro —afirmó el viejo dominico tras hacer un largo silencio—, los
sucesos que se produjeron en estas tierras fueron sencillamente
excepcionales. Cada día tenía más certeza de que «ellos» estaban muy cerca.
Uno, impresionante, del que fui informado nada más ocurrir, fue la
aparición de tres seres gigantescos ante un niño de un pueblo muy pequeño,
próximo a Medina del Campo. El muchacho pudo ver con nitidez la nave,
los aparatos y luces del interior y a aquellos extraterrestres. Sus padres le
dieron palizas al considerarlo una broma de mal gusto. Pero el propio
párroco del lugar me confirmó en conversación privada que lo que afirmaba
aquel chico era absolutamente real. Para mí había estado cerca de unos seres
que no eran de este mundo…
 
La conversación con este veterano «llanero solitario», cuya ilusión no se
había rebajado un ápice después de tantos años, tomó un giro inesperado
cuando comencé a preguntarle por la Santa Sede y su relación con los ovnis.
Sus respuestas, meditadas y rotundas, me dejaron helado…
 
—¿Qué sabe la Iglesia sobre ellos? Intuyo que mucho más de lo que
dicen…
—Bueno, la Iglesia sabe mucho más de lo que cuenta. No me cabe duda.
Es un rumor generalizado entre nosotros los religiosos el incidente que, al
aparecer, tuvo el mismísimo Pío XII en unos jardines del Vaticano. Siempre
se ha comentado, en círculos cerrados como son los nuestros, que el Papa
fue testigo de la aparición de un objeto luminoso de pequeño tamaño
acompañado de un ser de apariencia etérea y de formidable estatura. El
encuentro fue breve, pero a poca distancia. La luz circular y el ser, como una
sombra, es típica de otros muchos casos en todo el mundo. Al Papa, según
nos consta, no le cupo la menor duda de que aquel hombre no era de este
mundo. Ahí está, un encuentro cercano en pleno corazón del Vaticano. ¡Esto
lo podemos decir quienes tenemos conocimiento de causa, pero no
esperemos confirmación oficial de estos hechos!

Padre Felices: «Fátima y Lourdes están en una


autopista de los ovnis»
—No es por complicar el asunto, pero ¿y las apariciones marianas?
¿Algunos de estos incidentes pueden estar siendo provocados por esos
mismos seres?
—¡Fíjate! Un dato muy curioso. Hace muchos años se habló de una línea
denominada BAVIC [4] que, al parecer, era frecuentada por gran cantidad
de estos objetos. Bien, resulta que Fátima, Lourdes y La Sallete están en esa
misma línea. ¿Curioso, no? Para mí esto quiere decir algo. Quizá que
pudiese haber seres que aparecen por el medio y generasen una gran
confusión. Un compañero religioso realizó un manuscrito sobre lo
observado en Fátima y es sorprendente: las apariciones eran precedidas de
un trueno, ¡el mismo que sonaba al desaparecer todo aquello! Además, en la
famosa «danza del sol» las nubes pasaban por detrás del supuesto astro rey.
¡Aquello era un objeto esférico que estaba allí, de eso no me cabe duda
alguna!
—¿Y qué piensa acerca de que estos supuestos seres se hayan convertido
en estos últimos años en los nuevos «ángeles» de no menos nuevas religiones
de lo cósmico?
—Quién sabe si algunos de ellos son enviados como mensajeros… quién
lo sabe. Yo creo que hay diferentes especies, no se sabe si de diferentes
mundos. Alguno, y esto lo he comprobado en ciertos casos, son capaces de
matar. Llamarlos ángeles a todos quizá no sea lo más prudente, ¿no crees?
Pero creo, en definitiva, que, lo queramos o no, ellos están por aquí…
 
Anochecía en Arcas Reales cuando me despedí de aquel hombre sencillo y
amable. Me fui del remanso de paz convencido de haber asistido a algo
importante. Algo que, de nuevo, incrementaba mi continuo cajón de sastre
de dudas, suposiciones, teorías y contradicciones.
Enfilé la carretera hacia el Valle del Esgueva en plena oscuridad. No me
resistí a seguir al pie de la letra las indicaciones del buen dominico. Según
sus indagaciones sobre el terreno, aquella hilera de pueblecillos estaba
siendo surcada en las mismas noches por luces extrañas e incomprensibles.
Y así, pensando en sus palabras, y sobre todo en lo que significan desde el
punto de vista de lo religioso, quemé varias horas, deambulando por la
rivera del bravo río que bautiza la comarca. Atravesando silenciosamente
Piña, Castronuevo y Villabáñez me imaginé aquellas esferas lumínicas que
tanto miedo habían sembrado en las últimas noches. Rodé lentamente, con
los cinco sentidos vigilando el silencioso firmamento, pero no tuve la suerte
de que una nave se pusiera en mi vertical disipando tantas y tantas dudas.
Tras varias horas, decidí buscar un lugar para tumbar los cansados huesos.
Ya en el hostal volví a maldecir mi mala suerte. Los ovnis, una vez más, no
habían aparecido. Y si es que sus tripulantes existen, allí, en mitad de
Castilla, los imaginé a buen seguro riéndose a carcajadas de este periodista
siempre dispuesto a toparse con el misterio. No quise «quemarme» más la
sangre. Al día siguiente, con las primeras luces del alba, había que hacerse de
nuevo al camino. En la provincia de Sevilla me esperaba otra monumental
sorpresa.

Explosivas declaraciones de un párroco sevillano


Mairena del Alcor me dio la bienvenida con un calor sofocante, propio del
verano, que abrasaba aún más entre sus callejuelas encaladas y casi desiertas
a media tarde. Habían pasado treinta años desde que Enrique López
Guerrero, párroco de ese pueblo, saltase a primera plana informativa con
unas declaraciones absolutamente explosivas que fueron recogidas en
primera instancia por Benigno González, redactor de ABC de Sevilla, y
posteriormente por toda la prensa del país. Corría el mes de septiembre de
1968 y el hecho de que alguien, que administraba su sagrado ministerio en
pleno corazón de la provincia de Sevilla, afirmase públicamente que los
extraterrestres «ya están entre nosotros» fue algo que se le indigestó a
muchos, y que al buen párroco, en días y meses venideros, le ocasionó no
pocos quebraderos de cabeza.
López Guerrero, simplemente, había roto el secreto establecido por un
grupo de personas que, principalmente en Madrid, Barcelona y Sevilla,
estaban recibiendo unos estrambóticos mensajes de contenido científico
que, presuntamente, eran dictados a un mecanógrafo por una serie de
extraterrestres infiltrados en nuestro planeta desde 1950 [5]. Todo se llevaba
con mucho sigilo, un sigilo impuesto, entre otros, por el ufólogo Antonio
Ribera, que había recibido varios de estos tochos de sospechosa información
y que debió sentirse disgustado al comprobar que los muchos papeles que él
había pasado al cura sevillano habían salido a la luz rompiéndose un pacto
gestado en esa España donde aún todos estos temas olían a clandestino.
Lo cierto es que el veterano reportero Benigno González debió someter a
un inteligente envite al veterano clérigo para sacar una información que,
desde luego, era consciente provocaría una auténtica primicia informativa
en las ediciones del día siguiente.
Y aquellas frases suyas sentaron como una bomba entre el clero, las
instituciones e incluso una parte de aquella mojigata sociedad. Para el
religioso no cabía duda, y no solo los extraterrestres existían y eran capaces
de viajar hasta nuestra atmósfera a bordo de esos platillos volantes que tanto
espacio empezaban a ocupar en algunos periódicos, sino que incluso se
atrevió a afirmar que una colonia de rubicundos hombres del cosmos había
permanecido infiltrada en Madrid durante varios años.
Y, ni corto ni perezoso, comenzó sus investigaciones particulares que
vieron la luz diez años después de la polémica, en una obra imprescindible
titulada Mirando a la lejanía del universo. Todo un documento en el que el
propio párroco daba a conocer a lo largo de más de quinientas páginas su
teoría sobre los objetos desconocidos en el cielo.
Tres décadas después comprobé cómo el padre Guerrero sigue creyendo
firmemente en la realidad extraterrestre, a pesar de que en los últimos años
el «affaire UMMO» haya sufrido un durísimo revés tras la confesión de los
presuntos autores de todo el monumental montaje. Pero el de Mairena,
adorado y querido en su pueblo como ninguna otra persona, no se retractó
un ápice de todas y cada una de aquellas palabras que ya eran patrimonio de
la historia, y haciendo gala de su solera sevillana me confirmó que «no es de
extrañar que alguien haya querido tapar el asunto de UMMO. Era algo
peligroso ideológicamente hablando. Era una evidencia que se ha
tergiversado y que se ha dejado fuera de juego. Pero la realidad está ahí. Yo
soy ante todo sacerdote y párroco, y al ver la repercusión de aquellas
declaraciones quise apartarme de toda la ola de preguntas y curiosos. He
estado mucho tiempo en silencio, pero sigo manteniendo lo que dije en su
día. Nos han engañado como a chinos respecto al tema UMMO, no quieren
que nos preocupemos».
A la pregunta de en qué cimenta su fe en los extraterrestres, me responde
tajantemente y casi sin darme tiempo a acabar...
 
—Es que yo mismo los he visto. Nadie tiene que venir a decirme lo que
hay y lo que no. Llevo treinta años interesado en este asunto y la
confirmación vino aquel 15 de agosto de 1989, cuando por encima de Viso
del Alcor se apareció un objeto formidable que lo pude observar junto a
otras personas anteriormente escépticas respecto a los ovnis. Era una esfera
perfecta, nítida y metálica. Ocurrió en pleno día, y recuerdo que en un
momento dado surgió una protuberancia de aquel cacharro y de ella salió
despedido otro aparato más lejano que se acabó perdiendo en silencio
mientras allí nos quedábamos nosotros francamente impresionados. Eso sí
que uno no lo olvida...
 
Y como es natural, al de Mairena, otro «rastreador de los ovnis» con la
vocación palpitando en la sangre, acostumbrado a visitar decenas de pueblos
del Aljarafe, donde tan común es el paso de estos objetos, no le habían
sorprendido en exceso las declaraciones de su colega del Vaticano Corrado
Balducci. No le hizo falta leer apenas aquel teletipo que me habían pasado en
Madrid mis colegas italianos...
 
—Es lógico. Este Balducci es un hombre valiente. Un personaje autorizado
en Roma y que ha salido al paso de una serie de inquietudes que cada día
son más grandes. En el Vaticano están muy enterados de la realidad de
cuanto ocurre a este respecto, no sabe bien a qué nivel están sobre el tema.
Lo que pasa es que no se puede fomentar la polémica. Solo le faltaba a este
Papa hacer una declaración a nivel mundial de que sí... de que estamos
siendo visitados por extraterrestres. ¡La que se iba a armar!
Pero, bueno, a algunos no nos hacen falta esas palabras. Ya somos
conscientes de lo que esta ocurriendo. Quizá muy pronto vuelva a publicar
otra obra, la segunda parte de aquella que tanta repercusión tuvo. Han
pasado veinte años... y quizá es el momento para hacer unas últimas
reflexiones.
Así es Enrique López Guerrero, afable y rotundo a partes iguales. Una
persona fiel a sus principios y que tuvo su particular premio en 1989 tras
muchas décadas de búsqueda interior. A buen seguro aún dará mucho que
hablar. Su convicción a prueba de bomba no es única, ya que existen otros
religiosos en nuestro país que, aunque parezca imposible, aún han ido
mucho más allá a la búsqueda de una respuesta al enigma ovni. Y para tener
confirmación de ello viajé hasta la brumosa provincia de Pontevedra,
dispuesto a entrevistar cara a cara a uno de los más genuinos ejemplares de
«investigadores con sotana».
 

El padre Requejo y los visitantes de Ganimedes


No era habitual, pensaba en aquella salita espartana de los jesuitas de
Vigo, que un miembro de la Iglesia, de altísimo nivel intelectual y prestigio
entre sus compañeros, afirmase haber mantenido contacto con seres de otros
mundos. Pero Pedro Pablo Requejo era un hombre sorprendente y, en
muchos aspectos, con una apertura de miras de un hombre adelantado a su
tiempo. O al menos al tiempo de su orden. En silencio, pausadamente, había
dedicado los últimos años no solo al estudio de los ovnis, sino a adentrarse
en el farragoso mundo de los supuestos contactos directos con los presuntos
extraterrestres. Nada dado a la publicidad de sus convicciones, compartía
vitalmente las veinticuatro horas del día entre sus muchas actividades como
religioso y esa afición que seguía abarcando una importante porción de su
alma. Él, incluso, estaba implicado en primera persona en uno de esos casos
en los que los ovnis aparecían previo mensaje anunciador en la fecha y el
lugar indicado. Tan delicado asunto, bien merecía empezar por el principio...
Pedro Pablo Requejo, jesuita: «No solo creo en la existencia de extraterrestres, sino que he sido testigo de
avistamientos ovni previa cita».

—¿Su interés por los ovnis vino marcado por un avistamiento?


—Bueno, la verdad es que yo desde al año 63 ó 64 ya estaba muy
interesado en este tema. Un diplomático español en Bonn me confirmó, para
mi sorpresa, que el servicio secreto exterior sí tenía diversas y fiables
informaciones respecto a los llamados «platillos volantes». Eso me
desconcertó por completo, la verdad es que hasta ese momento pensé que
todo eran poco menos que fantasías... pero que va.
—Y el observar un ovni, como le ha ocurrido a otros compañeros
sacerdotes, le dejó las cosas bien claras...
—Por supuesto. Nunca olvidaré aquel 7 de mayo de 1970. Yo ya era muy
abierto, pero a la vez muy crítico respecto a todo esto. Y las posibles dudas
las desterró aquella observación de la que fuimos testigos muchísimos
vigueses. Era un objeto alargado y resplandeciente que se mantuvo durante
bastante tiempo sobre la vertical de la ría. Estaría a varios miles de metros
sobre nuestras cabezas. Era un aparato brillante y plateado que no se parecía
absolutamente a nada que anteriormente hubiésemos visto. Fue una
experiencia bastante alucinante. Y luego vinieron otras...

El 7 de mayo de 1970, al tiempo que el padre Requejo observaba el fenómeno desde la Ría de Vigo, el
interventor bancario Matías Álvarez lograba filmar el presunto ovni que, según los técnicos efectuados, se
situaba a 20.000 metros de altitud y tenía un superficie de trescientos metros.

Algo, una imagen borrosa pero grabada con firmeza en mi mente me hizo
saltar como un resorte al escuchar aquella fecha. El 7 de mayo de aquel año,
sobre las nueve de la tarde, el interventor bancario Matías Álvarez García
lograba filmar por espacio de algunos minutos el «morro» de este aparato
vislumbrado desde varias poblaciones viguesas. El meteorólogo Oscar Rey
Brea se apresuró a realizar diferentes cálculos matemáticos que acabaron
arrojando un sorprendente veredicto: aquel artefacto metálico estaba a unos
20.000 metros de altura y tenía una superficie de más de trescientos metros
cuadrados. Un documento que ni el propio Padre Requejo conocía y que le
daba a su historia, si cabe, un nuevo espaldarazo de inquietante
credibilidad...
 
—¿ Así que tuvo la fortuna de volver a verlos?
—Bueno, si le soy sincero, he de confesarle que el interés había ido
creciendo y por el año 1982, que es cuando esto ocurrió, formaba parte de
un grupo de familiares, compañeros y amigos que mantuvimos un
«contacto» con estos presuntos tripulantes de los ovnis.
 
Me quedé mudo. El leve sonido del motor de la grabadora se hizo
inmenso ante aquel silencio. Sin darme tiempo a preguntar, el sacerdote
continuó profundizando en una experiencia que, viniendo de un hombre
con alzacuellos, se revelaba como algo periodísticamente sensacional…
 
—Fue el primero de mayo de 1982, por la noche. Habíamos recibido una
«confirmación» desde hacía seis meses, en noviembre del 81. Ya entonces
nos dijeron la fecha y el lugar donde se iban a aparecer. Y bueno, imagínate,
nos fuimos para el pueblecito de Mugardos, en las cercanías de Ferrol, y allí
esperamos pacientemente la hora convenida...
—¿«Confirmación» dice? ¿Qué clase de «medio» utilizaban para ese
contacto?
—Utilizamos la telepatía y canalizábamos una información. No había
apenas diálogo. Total, que estos presuntos seres nos confirmaron que
aparecerían sobre ese punto y que procedían, concretamente de Ganimedes.
Eran pasadas las dos de la madrugada cuando, desde una playita próxima al
Castillo de San Felipe, pudimos observar, las dieciséis personas que allí
estábamos, cómo una formación de doce objetos luminosos en posición
triangular se colocaba justo en nuestra vertical y, en pleno silencio, se
dividían unos en dirección sudoeste y otros al noroeste. Fue increíble...
—¿Doce ovnis sobre sus cabezas?...
—Efectivamente, como lo oyes. Y lo más increíble es que al día siguiente
el periódico El Comerial de Gijón confirmaba que un profesor de la
Universidad Laboral, en compañía de una decena de alumnos, lograron
observar esos objetos volando a gran velocidad...
—¿Y desde entonces tiene el absoluto convencimiento de que aquello eran
artefactos tripulados por seres ajenos a la Tierra?
—Totalmente. El contacto, o el intercambio de información, llámalo como
quieras, continuó durante algún tiempo. Ellos nos hablaban de la extrañeza
que le provocaban algunos edificios de piedra, como las catedrales..., y de la
sabana africana... un lugar desconocido para esta gente.
—¿Y cómo se describían «ellos» físicamente? —volví a inquirir a mi
interlocutor, alucinado con el rumbo que tomaba poco a poco la entrevista.
—Eran habitantes de un planeta frío como Ganimedes, de considerable
estatura y cabellera rubia o albina. Y los ojos achinados, o al menos eso
afirmaban «ellos».
 

Los extraterrestres creen en Dios


Sonreí, escuchando a Requejo, pensando para mis adentros como este
hombre sería, irremediablemente, considerado un monumental hereje.
Quizá incluso por personas que enarbolarían la bandera de su propia Iglesia.
Pero aquel hombre, con flema británica inmutable, no parecía temer a nada
ni a nadie. Estaba seguro y concienciado de lo que afirmaba. En aquel
momento más de uno, al escuchar lo que la grabadora estaba registrando, se
hubiera santiguado mil y una veces...
—Y dentro del clero, ¿no le han causado problemas estas «experiencias
directas» que usted tenía?
—Para nada. Los jesuitas somos muy abiertos. Unos se dedican a las
Matemáticas, otros a la Medicina, otros a la Pastoral... y mira, pues yo a los
ovnis. La Iglesia no tiene una opinión formada al respecto, y tampoco creo
que debiera darla. Los últimos descubrimientos del cosmos nos están
demostrando que nuestro concepto de la vida y del universo es muy pobre.
Se están, poco a poco, abriendo nuevas puertas... a lo mejor dentro de un
tiempo descubrimos, incluso, que los llamados ovnis y las apariciones
religiosas tienen una raíz común.
—Para muchos, esos seres son los nuevos enviados. Y yo le pregunto:
¿Adoran a alguien estos visitantes tan evolucionados? ¿Les dijeron algo al
respecto?
—Pues sí —respondió tajante y alzando la voz—, adoran a Dios y a
Jesucristo. Tienen una visión como más globalizadora. Jesús nació en la
Tierra... y para ellos es eso natural. Un lugar más del cosmos. Pero el
concepto que tienen de Dios es realmente bello. Hablan de un Dios Padre,
espléndido y creador del Cosmos en su todo. A lo mejor estas informaciones
nos ayudan en su día a replantearnos nuestra propia idea de Dios. Hemos
pasado por una Edad Media terrible que nos ofreció una imagen implacable
que no creo que sea la adecuada. En eso tenemos que aprender. Ellos adoran
a un Dios, a un padre muy evolucionado. Adoran a un Dios, querido amigo,
que reparte amor...
En la línea del párroco sevillano Enrique López Guerrero, trece años antes saltaba a la palestra
informativa el sacerdote Severino Machado, quien realizó esta obra, hoy un verdadero incunable que
constituye el primer «sí» oficial de un miembro de la Iglesia española a los ovnis.

Con aquellas frases, tan explosivas, creo, como las que en su día anunció
al país el párroco López Guerrero, di por finalizada la entrevista. O más que
entrevista, la sabrosa charla mantenida con aquel hombre, vanguardista para
algunos y estoy seguro que a partir de ahora demonizado por otros más
cercanos a la visión ortodoxa de la vida. Al salir de aquel lugar, el padre
Requejo me quiso dar un último mensaje. Con gesto de convencimiento y
palabra firme me aseguró que «algo increíble estaba a punto de suceder»:
luego se despidió de mí sonriendo.
Y confiando en ello, en que de una vez por todas algo sensacional y que
barra las inmensas dudas de este reportero ocurra de una vez con los ovnis
como protagonistas, regresé a las carreteras.
La lista de sacerdotes que se toparon frente a frente con los ovnis y que
cambiaron su modo de pensar y actuar tras su encuentro no es ni mucho
menos corta. La visión nítida de una flotilla de naves desde la iglesia de
Arrieta, en Llodio, con el sacerdote Ignacio Mendieta como espectador de
excepción, las aventuras de los párrocos de Sabando (Álava) o Peñafiel
(Palencia), perseguidos en pleno campo por una «medialuna anaranjada», o
el insólito encuentro del cura Isaac Gutiérrez en 1907, en la pedanía
cacereña de Ladrillar viéndoselas cara a cara con un pequeño humanoide
negruzco, son tan solo unas cuantas historias de hombres del clero que
tuvieron algo excepcional y quizá «milagroso» a tan solo unos pasos. A
partir de entonces ya nada fue igual para ellos. Con distinta fortuna
emprendieron su particular cruzada «en el nombre de los ovnis». Una
misión dura e incomprendida, cuyo único motor y guía es la inquebrantable
fe en esos otros hermanos que, según ellos, adoran al mismo Dios, pero
viven más allá de las estrellas.
 

SEXTO DESAFÍO

A LA PURA Y ASÉPTICA ciencia de bata blanca le costaría mucho admitir que


un ser humano puede vivir con su cerebro totalmente atravesado por
material punzante que lo dañe en sus partes vitales. Sin embargo, esto es lo
que ocurrió con un niño, con un bebé de once meses, en el pueblo
vallisoletano de La Seca.
Todo tuvo lugar hace ya casi treinta años, pero los ecos del que sería uno
de los más sangrantes casos de brujería ocurridos en este país, por fortuna
para la investigación, aún no se habían aplacado. En este expediente X
español confluían, de modo dramático, los rituales más secretos y profundos
de la más profunda España, con el milagro médico de ver cómo un ser vivo
no moría a pesar de tener treinta agujas incrustadas en el cuerpo, esparcidas
por los principales órganos vitales.
Cuando tuve en las manos las imágenes de las radiografías de aquel
infortunado fui consciente de que lo ancestral y lo científico quedaban
hilados de un modo tenebroso.
La historia del «niño embrujado de La Seca» copó reportajes y noticias a
nivel nacional, pero, como casi siempre ocurre, los factores más importantes
y determinantes de la historia fueron oficial, silenciosa e inteligentemente
obviados.
Ahora, en una investigación in situ que se adentra hasta los mismos
archivos y documentos de los juzgados y audiencias de Valladolid, con el
testimonio de los médicos y magistrados que intervinieron directamente en
el caso, la realidad se convierte en otra distinta de la que en su día se habló y
publicó.
Por cierto, era la propia madre de la criatura quien, silenciosamente y
durante varios días, sin que nadie en la familia notase absolutamente nada,
realizó aquel macabro acto de brujería que, por primera vez en este siglo,
acabó siendo juzgado ante los tribunales españoles.
 
 
Lugar del suceso: La Seca, provincia de Valladolid.
Lugar de la investigación: La Seca, Valladolid, Medina del Campo
(Valladolid), Madrid.

 
2  El caso, al que se referirá Antonio Felices en este y otros pasajes de la entrevista, ocurrió en
Tordesillas (Valladolid), en octubre de 1977. Era algo que se mantuvo en el umbral de las leyendas o
rumores sin fundamento hasta que el autor encontró al protagonista de los hechos y realizó un
reportaje previo en la revista Enigmas (junio 1998). En dicha población vallisoletana, un muchacho de
siete años fue alcanzado por un fino halo luminoso proveniente de un supuesto ovni aterrizado ante
casi dos docenas de testigos. Tras el impacto, el infortunado tuvo que ser intervenido hasta en 14
ocasiones, algunas de ellas en coma profundo, por una serie de dolencias craneales y valvulares. La
investigación de este asunto, con documentos, fotografías y expedientes médicos se publica en
Enigmas sin resolver.

 
3 Oficialmente, los ufólogos consideran el inicio de la era moderna de los ovnis el 24 de junio de 1947,
en el preciso instante en el que un aviador civil llamado Keneth Arnold observa nueve discos volantes
sobrevolando el Mount Rainer, en Estados Unidos. En España no se tendrán noticias de interés acerca
de los platillos volantes (término popular que se inicia con la experiencia de Arnold) hasta bien
entrado el año 1950, cuando la prensa regional hace un hueco entre sus informaciones a las constantes
noticias de apariciones de extraños «discos y bolas de fuego voladoras» que sobrevuelan algunos
pueblos y ciudades. Anteriormente el desconocimiento respecto al tema era absoluto, y a pesar de que
el autor ha recogido noticias desde principios del siglo pasado en la prensa nacional, estos casos eran
interpretados siempre como «misterios celestes» extraordinarios a los que se esperaba la ciencia diese
una explicación en el futuro.

 
4 La línea BAVIC es una terminología creada por el investigador y científico francés Aimé Michel en
plenos años cincuenta, cuando realizó una serie de trazos rectos sobre la ruta que va de Bayona a
Vichi. Sobre esta «autopista de los ovnis» observó y estudió la cantidad y calidad de observaciones.
Después, otros investigadores, como Jaques Vallé y los españoles Eduardo Buelta o Antonio Ribera,
tomaron la fórmula e intentaron establecer una serie de «rutas maestras» que se convirtieron, en
aquellas primeras décadas de suposiciones e investigación, en todo un argumento para intentar
demostrar que los objetos voladores no identificados tenían casi siempre un punto de entrada y salida
dentro de «pasadizos aéreos» muy determinados.

 
5 Desde 1966 una serie de personas afincadas en dichas ciudades fueron recibiendo largos y tediosos
mensajes con presunto alto contenido científico. En ellos se explicaba cómo era la vida en el astro frío
Ummo, situado, según los mensajeros, a 14,6 años luz de nuestro mundo. Al final, este asunto,
aderezado con huellas falsas y fotografías trucadas que alarmaron a la opinión pública madrileña,
resultó ser uno de los grandes fraudes de la ufología española.

 
3 El caso ocurrió en el pueblo de Matapozuelos, a unos 11 kilómetros de Medina del Campo. El testigo
fue un muchacho de catorce años llamado Fidel Hernández Rollá. La investigación de estos sucesos se
incluye en la obra del autor Enigmas sin resolver.
VII
El niño embrujado de La Seca

  Doctor Muro: «Un caso inexplicable y espeluznante».—


27 agujas en el cuerpo; 4 en el cerebro.—Milagro
médico.—Juzgados de Medina del Campo: «Nunca
hemos visto algo parecido».—Sumario 49/71
 
 

U NA ASÉPTICA SALA bien iluminada de la séptima planta, sección de


pediatría y quirófanos, de la ciudad sanitaria Hospital Del Río Hortega, en
pleno corazón de Valladolid. La luz de la mañana entra por los ventanales,
mientras en la ciudad vieja el ambiente navideño toma la calle. Llego de
nuevo hasta este punto de nuestra geografía en busca de otro antiguo
enigma sin resolver. Un triste misterio en esta ocasión. El médico Manuel
Muro, bata blanca y mirada franca, me habla desde el otro lado de una pila
de radiografías amontonadas. Gracias a una doctora amable, que asiente
ahora en silencio, he logrado reunir a los médicos protagonistas de aquella
historia. Por delante de las dos puertas viajan las camillas de los enfermos
que van al quirófano. Para el doctor, que habla con fuerza desde el otro lado
de la larga mesa, aquella historia fue poco menos que un milagro. Le
secundan los pediatras Soga y Heras, reunidos a mi llegada de forma
improvisada, empujados por aquel recuerdo y enganchados a la espontanea
tertulia que he provocado tras subir a la séptima planta:
—«Nunca se ha visto nada igual en los anales de la Medicina —afirma
Muro—. Aquel cuerpo diminuto estaba asaeteado por grandes agujas, unas
enteras, otras partidas, que surcaban órganos vitales. Hubo que extraérselas
en tres intervenciones complicadísimas. Una estaba alojada en la espina
dorsal, cuatro dentro del cerebro, en los pulmones… Aquel estado era
incompatible con la vida, sin embargo el muchacho vivió. ¿Un caso de
brujería llevado hasta sus últimas consecuencias?… ¿quién lo sabe? Solo le
puedo decir que aquello fue espeluznante.»
 
La doctora Soga, amabilísima, recordaba todo con cierta nitidez.
—Al niño lo adoptaron. Fue un trauma el descubrir que su propia madre
había hecho aquella salvajada. Las agujas surcaban el cerebro como si tal
cosa. ¿Ritual rural? ¿Puro curanderismo? ¿Esquizofrenia? La verdad es que
todo se llevó con mucho silencio y aquí, a pesar de cuidar del niño, poco
pudimos saber…
 
Ningún médico del centro se había pronunciado tan concretamente desde
que el caso ocurrió. Dicen, afirman al unísono con cierta resignación, que
no pueden enseñarme las radiografías de aquel cuerpo, que está
terminantemente prohibido. Pero no tengo tiempo para burocracias
interminables y salgo a perderme por la invernal Valladolid envuelta en
villancicos y viento frío. Es la Navidad en el alma de la vieja Castilla. Y voy
sonriente, observando tiendas con carteles añejos y abuelos y niños con
gruesas bufandas, ensimismados ante los escaparates del casco antiguo. El
material gráfico que me niegan los doctores, defendiendo el lógico derecho
al secreto profesional, ya lo he conseguido por otros medios. En aquellas
imágenes hay toda una historia olvidada que mezcla lo ancestral con lo
paranormal, y la locura con el milagro médico. Ocurrió aquí, hace
veintiocho años. Y desde entonces el silencio. Es momento, pienso mientras
atravieso la Plaza Mayor, de reventarlo para saber la verdad. Al final de la
estrecha y vieja calle Angustias me esperan los juzgados y los forenses. Y
hacia ellos me dirijo como un autómata en busca de información. En la
puerta me espera ya impaciente un buen periodista de El Mundo, Íñigo
Arrúe. Uno de esos amigos que uno va cultivando por toda la piel de toro a
cada viaje y en cada aventura y que siempre, con fino olfato de reporteros,
están dispuestos a ayudar.
 

27 agujas en el cuerpo, 4 en el cerebro


Un niño de muy corta edad —se dice que tiene once o doce meses— ha sido
internado en la Residencia Sanitaria «Onésimo Redondo» (hoy Residencia Del
Río Hortega) con numerosas agujas clavadas en el cuerpo. Aunque se
desconoce quien pueda ser el autor o autores de este acto inhumano —la voz
popular acusa a la madre y a la tía del pequeño—, el caso presenta síntomas
evidentes de brujería. La breve noticia, sumergida en las páginas de local de
El Norte de Castilla correspondientes al 12 de diciembre de 1971, cortó el
hálito a toda la provincia. Algo horrible había sucedido en el pequeño
pueblo de La Seca, pero nadie parecía dispuesto a hablar. Durante jornadas,
las dudas y comentarios crecen y se disparan. El niño, del que en principio
no se aporta la identidad, es ingresado en la unidad de cuidados intensivos.
Tras sus puertas se cierra toda información. Al parecer, alguien ha insertado
de modo «inexplicable» un total de 27 agujas en órganos vitales de la
criatura. Y lo ha hecho con una conciencia y frialdad que sobrecoge por
inhumana. A las pocas horas, Verónica Jorge, madre de la criatura y de otros
tres hijos, de fuerte temperamento y al parecer relacionada con ancestrales
conductas brujeriles, ingresa en prisión como inculpada tras ser requerida
por el Juzgado número 1 de Medina del Campo. El hombre que ha
descubierto la «anomalía» es el doctor rural José Molinero de Dios. Frente
despejada y robusta corpulencia, el buen galeno se escamó definitivamente
por los llantos continuados del niño y la indiferencia de la madre. La
inexistencia de rayos X en su modesta consulta le hace tomar la
determinación de enviarlo urgentemente al Hospital. El niño, José Amalio
de Rojo, llora incesantemente hasta el momento de ser ingresado. El
portavoz de la Residencia Sanitaria, doctor Cortés, informa a Jaime Martín
Semprún y Miguel Garrote, los imparables reporteros de Pueblo, que el señor
juez nos ha prohibido facilitar cualquier información al respecto. De todas
formas, les diré que en mis veinte años de profesión jamás he visto nada
semejante. Esto es obra de una persona anormal. Tiene varias agujas clavadas,
y de mucha gravedad. Es un caso muy especial que podré explicarles cuando
termine la investigación policial.

José Amalio de Rojo, el «Niño embrujado de La Seca», fotografiado en el Hospital por Garrote y Martín
Semprún.
A partir de entonces al secreto médico le sucede el secreto sumarial. Y ya
nadie volverá a pronunciarse al respecto. En La Seca, a unos treinta
kilómetros de la capital, no son amigos del escándalo, y entre los viñedos
llanos pronto cae de nuevo el manto del mutismo. Cirujanos que intervienen
en la primera operación, como el doctor Fernández de Las Heras, no pueden
dar crédito a lo que ven en aquel cuerpo. Lo incrustado de las agujas,
algunas de 11 centímetros, obligan a distintas y arriesgadas intervenciones.
En Valladolid, en las tertulias de media tarde, se suceden nuevas preguntas,
¿sadismo?, ¿magia negra?, ¿psicosis?, y se bautiza al infortunado bebé como
«niño milagro». Desde el punto de vista puramente científico, que siga vivo
es inexplicable.
 

Milagro médico
Otro despacho frío e impersonal, esta vez más recogido, en el edificio de
los juzgados. En silencio, Manuel Maraver, director del Instituto Anatómico
Forense, el hombre que llevó las investigaciones en 1972, osculta de arriba
abajo las imágenes de las radiografías que le extiendo para que refresque la
memoria. Se mesa la blanca barba rala y tarda un poco en romper su
mutismo:
 
—Esto causó aquí un gran revuelo —se levanta y señala una de las
fotografías en las que se ven algunas agujas totalmente insertas dentro del
cráneo de José Amalio—, ya que nunca habíamos presenciado un acto
semejante. Las agujas de metal estaban incrustadas en plena masa encefálica.
Yo mismo realicé el último análisis del estado del niño, cuando acabaron
aquellas complicadas operaciones. Esto, he de confesártelo, enseguida lo
interpreté como algún tipo de acción brujeril consciente, realizado por una
persona esquizoide, que perseguía algún motivo con este acto horrible.
—A un profano como yo le parece increíble que alguien pueda vivir con
esos trozos de metal atravesando el cerebro —le comento al doctor—. ¿No es
eso algo mortal de necesidad?

Radiografías de un milagro médico. Las agujas penetraban en los órganos vitales y atravesaban el cerebro
casi por completo.

—En este caso lo verdaderamente incomprensible es cómo una mano no


docta en medicina avanzada, cómo alguien sin el menor conocimiento,
había introducido estas agujas considerables, sibilinamente y con una
técnica incomprensible, sin que ninguna provoque la muerte. ¡Eso es
tremendamente inquietante y misterioso! Las introdujo, y eso nunca se dijo,
aprovechando el tejido blando de las fontanelas, o partes del cráneo infantil
que conjuntan los huesos y que aún no se han solidificado. Es cierto que el
niño solo lloraba, jamás entró en coma o sangró lo más mínimo. Otro
detalle que envuelve esto en un halo increíble. Algo, como te digo,
médicamente incomprensible.
—Lo más alucinante es que también había otras alojadas en órganos
vitales, en el tórax, en el abdomen, en la pelvis —irrumpe desde el otro
extremo la también forense Rosa María Calderón, que nos ha estado
observando apoyada en una camilla situada al fondo de la habitación—. Yo
creo que es algo inhumano, y que quizá estuvo inducida por otra persona. La
mujer, tras el correspondiente juicio, fue recluida en un centro
psiquiátrico… y del muchacho jamás se supo.

La Seca es hoy un pueblo tranquilo, perdido en las planicies de Valladolid, donde la gente no quiere
recordar.

Esa última coletilla se me clavó en lo más profundo. Y quien me conoce


sabe que «nunca más se supo» dicho en mi presencia ya es motivo más que
suficiente para que me ponga a rastrear cualquier dato o pista que me
conduzca hasta el enigma. Llevaba prendido un serio dilema y ya en el
exterior recordé las palabras del personal médico del hospital que me
contaban la historia de José Amalio. Una trayectoria vital que partía de una
adopción y una domiciliación en otra población de la que tenía datos. Los
doctores insistieron, con todas sus fuerzas, en lo muy negativo que resultaría
para el hoy adulto recordar los detalles de su experiencia en una presumible
entrevista directa. Tanto Íñigo Arrue, interesado en la noticia a nivel local,
como yo, lo teníamos perfectamente localizado. No fue fácil, pero al final
decidimos, tras denso debate y por no perjudicar seriamente a la persona,
renunciar al encuentro de alguien, que nos constaba, no podía recordar
absolutamente nada. Tuve que contenerme, porque el impulso me llevaba
irremediablemente a montar en el coche y enfilar kilómetros en dirección a
un pueblo donde, según mis últimas noticias, había reiniciado su vida este
hombre. Pero los médicos fueron tajantes, y dejaron en nuestras manos la
posibilidad y la libertad de completar la información. Jamás me he detenido
en la búsqueda de un testigo. Nunca, ni por mucho que sea el tiempo
transcurrido, ni por las dificultades que acarrease tal empresa. La búsqueda
siempre ha sido para mí, a todos los niveles, el verdadero reto. El desafío.
Pero esta vez, por prescripción facultativa y por única vez en mi vida,
renuncié. A lo que no estaba dispuesto a renunciar era a saber toda la
verdad, y con esa idea, ya en solitario, rodé a toda prisa con la vista puesta
en la tranquila Medina del Campo, lugar donde hacía casi treinta años se
habían llevado a cabo las investigaciones oficiales del suceso.
En esta casa de la calle Real ocurrieron los hechos. Un suceso macabro entre lo misterioso y policíaco que
en su día llegó a tildarse de «vudú rural con un ser vivo».

Antes de visitar los vetustos archivos de la gaceta local La Voz de Medina,


y gracias a la franciscana paciencia de su director, conseguí las primeras
reseñas regionales que escandalizaron a la comarca, y pude perderme unas
horas por La Seca, población de poco más de dos mil habitantes donde, al
iniciarse la fría tarde, no había un alma. Un pueblo perdido en la
inmensidad de Castilla, donde apenas encuentro vecinos a quien preguntar.
Tan solo las piedras calladas de la antigua iglesia.
Ante el número 76 de la larga calle Real que desemboca en la propia
carretera, varios vecinos me recordaban «aquel espanto que nadie pudo
comprender». Allí, en una casa vacía, hoy con los antiguos y oxidados
anuncios de la vieja panadería que se alzaba justo enfrente como únicos
testigos en la memoria, la madre fue clavando con conocimiento y precisión
aún inexplicable las agujas gruesas de las «utilizadas para coser» a través de
la cabeza, tórax y tronco del más pequeño de sus hijos. Nadie supo nada,
hasta que un día el chiquillo no cesó de llorar. Desde el momento en que
aquella mujer, acusada de bruja por unos y de simplemente loca por otros,
desapareció en el interior del psiquiátrico nadie quiso airear el asunto. En
aquella época este caso representaba un molesto hito judicial. Nadie sabía
bien cómo actuar. Tan solo en el escondido edificio de los Juzgados de
Medina, a unos 11 kilómetros, se podían hallar las respuestas.
 

Juzgados de Medina del Campo: «Nunca hemos


visto algo parecido»
Mientras los doctores Gómez Taborga y De Andrés extraían en una
segunda operación diecisiete agujas del abdomen y tres del cerebro de José
Amalio en Valladolid, aquí, bajo los arcos medievales de Medina del Campo,
se dictaba sentencia ante quizá el único caso de brujería moderna que ha
llegado hasta los tribunales. Bajo sus soportales hago tiempo, viendo lo
temprano de la hora. Desayuno pacientemente en un café con aire
modernista regentado por eficientes camareros. Apuro de un trago la taza y,
mirando a través de los cristales el ajetreo que comienza a apoderarse de la
inmensa Plaza Mayor, intento esbozar mentalmente un plan para
presentarme ante los jueces. Veintiocho años después, acercarse a todo aquel
delicado material, sobre el que aún oscilaba el pesado sello de lo
confidencial, resultaba tarea harto complicada. Más aún si uno tiene la
suerte de colarse en los juzgados justo en el preciso instante en que se
celebra un juicio por hechos delictivos ocurridos recientemente en el pueblo.
La situación era delirante. Uno a uno, allí estaban policías y civiles
declarando frente a la jueza, con todos los secretarios y abogados frenéticos,
y yo, como monigote forastero, observándolo todo con las cámaras al
hombro y suscitando más sospechas que simpatía. ¿Usted, si no tiene
citación, qué pinta aquí? En aquel momento, perdido entre las tres puertas
abiertas que confluían en un pasillo, lo reconozco ahora, era un bulto
sospechoso. Mis cámaras, y la confusión de alguien que pensó que yo era un
reportero local infiltrado y dispuesto a informar de las supuestas corruptelas
que ahora se llevaban a juicio, hicieron que sintiese como dardos las miradas
de más de dos docenas de personas. Pequeño contratiempo. Evidentemente
no era el momento adecuado. Pero allí seguí, esperando un alma cándida
que me prestase un poco de atención. ¿Y cómo les digo ahora que estoy aquí
para buscar información confidencial de hace treinta años? Tras varios
ridículos intentos de hablar con secretarias y subdelegadas y demás
especímenes del mundo burocrático-legal, me di por vencido. Allí nadie me
hacía ni caso. Pasaban por encima. ¿Usted va a declarar? ¿Entonces para qué
demonios sigue aquí estorbando?
Actas y expedientes referidos a un proceso de brujería que acabó en los Tribunales de Justicia.

Al final, cuando la tensión sobre mi persona y mi extraña presencia se


incrementaban, ocurrió una de esas casualidades amigas que me hicieron
sonreír y levantarme de un brinco de aquel incómodo asiento en el que me
había ausentado. La aparición «milagrosa» de la forense Rosa María
Calderón fue como un soplo de aire fresco en aquel clima ahogado y
enrarecido. «Casualmente» la acababan de destinar para ese caso en ese
juzgado. La probabilidad imposible, en el último momento, me había echado
un capote. Su experiencia, y su personal conocimiento de todas y cada una
de las personas que allí trabajaban, fue determinante para que esta
investigación siguiese adelante. Hay que admitirlo, su buen hacer y sus
contactos me salvaron in extremis de la quema. Sus explicaciones sirvieron
más que las mías, y, a pesar de las lógicas reticencias de la jueza, a los pocos
minutos se sentaba frente a mí Arturo Bosque, secretario de dicho juzgado
de primera instancia en 1971. Se cerró la puerta acristalada y tras ella me
senté en el «banquillo de los acusados». La grabadora, entre aquella vorágine
de citaciones, gritos y tecleo continuado, echó a andar…
 
—Efectivamente —comentaba mi interlocutor, retrocediendo en la
memoria—, yo fui la persona que tomó declaración a la madre, que al final
resultó inculpada. Las autoridades policiales la trajeron hasta estas
dependencias, y donde ahora está usted se sentó ella. Era una mujer
inestable, fría, quizá con algunos rasgos esquizoides. Lo cierto es que junto
al señor Gonzalo, también secretario, fuimos escribiendo a máquina sus
declaraciones, y me consta que esa mujer quizá pudo haber estado inducida
por alguien a cometer tal barbaridad. Nunca vimos nada parecido a aquello.
Según nos dijeron los médicos forenses, las agujas estaban clavadas por todo
el cuerpo, incluso en órganos vitales, algunas muy cerca del corazón.
—¿Qué sospechó usted en un primer momento?
—Con la baja cultura de la acusada era muy difícil pensar, como también
se especuló, en algún tipo de técnica de medicina alternativa, tipo
acupuntura. Eso es imposible. Aquello, sin duda, iba más allá del propio
curanderismo, era algo relacionado muy profundamente con un acto
brujeril, de magia, con ese niño como víctima. Al final, lógico, tuvo que ser
ingresada en un centro de salud mental en diciembre de 1971. Fue algo
realmente impresionante, aunque dicen que lo más fascinante eran las
radiografías que mostraban las agujas enteras dentro del cuerpo.
Algo pocas veces visto en medicina.
 
Abro mi carpeta como un resorte y saco una de esas imágenes. El
secretario queda boquiabierto. Al minuto la jueza, las secretarias y todo el
personal me rodean en el despacho 1 de penal. Impactada y amabilísima a la
vez, la secretaria judicial dispone sobre un montón de folios escritos a
máquina el dossier 246/71 con las diligencias previas del caso. Aquello me
pareció una pequeña joya. Además, anexo a este, otro documento muy
curioso, la denuncia previa realizada por el padre del «niño de las agujas»
ante el juez Víctor Sanz por coacciones. Como allí pude leer, Amalio Rojo
denunció la persecución constante a la que se veía sometido por los
reporteros de algunos periódicos que, en vano, intentaron hacerle declarar.
Y es que el interés popular por la noticia, tras los primeros rumores, fue
absoluto. Pero el silencio también lo fue.
Fotografié aquellos documentos, únicos en un proceso judicial contra
actos de brujería en pleno siglo XX, con sumo cuidado. Pero cuando me
disponía a leer la sentencia, a saber de manera oficial cómo se condenó
aquella historia, me llegó un nuevo contratiempo en forma de voz que, por
encima de mi hombro, me susurró:
 
—La sentencia de un caso así estará archivada en la misma Audiencia de
Valladolid. Y no te será nada fácil llegar hasta ella. Lo más probable es que
siga en confidencial o, incluso, destruida.
 
Por un momento dudé. Pero era cierto, la sentencia no aparecía por
ningún lado. Y un número pintado en rojo con los dígitos 49/71 se revelaban
como la única documentación para perseguir estos añejos papeles hasta la
misma capital. Atravesando las llanuras de nuevo hacia Valladolid, no había
tiempo alguno que perder, recordé otro caso que trascendió en los años
treinta. Un viejo recorte de una antigua revista española de información
general perdido en mi carpeta de documentación rezaba que en Ortona,
Italia, se utilizó el mismo y criminal procedimiento en un bebé. Una vieja
perturbada y deforme ejercía magia negra intentando «robar poco a poco la
vitalidad del pequeño para traspasarla a su achacoso marido». En aquel
cuerpecito encontraron trescientas agujas. Y la pregunta, con los modernos
edificios de Valladolid ya a la vista, retumbó en mi interior: ¿Hubo en La
Seca una motivación parecida?
 

Sumario 49/71
De nuevo me veía en uno de los trances que más desagradables me
resultan. La investigación in situ en el mundo judicial. Me siento como un
bulto sospechoso, como alguien observado con celo, desconfianza en cada
paso y a cada pregunta. A la entrada de los archivos de la Audiencia de
Valladolid, un «simpático» funcionario me recibió con la siguiente frase:
¿Así que tú quieres ver una sentencia de un sumario de hace treinta años sin
ser parte ni tú, ni la madre que parió? ¡Cómo sois los periodistas! Poco
después la carcajada en compañía de los colegas. Miré con desagrado su
suficiencia, y me encorajiné en silencio, desapareciendo de inmediato del
lugar. Pero el buen empleado no conocía mi tozudez. Quizá, si algún día lee
estas líneas, sabrá que le hice poco caso.

La prensa informó durante semanas de la suerte del muchacho, luego todo se fue olvidando y la sentencia
no se hizo pública.
A la media hora de esta bella y común escena de apoyo a la investigación
deambulaba sin rumbo por aquellos pasillos inmensos con moquetas rojas y
bellos tapices. ¿Iba a abandonar la empresa? Evidentemente, no. Al final de
una de esas largas avenidas de puertas y cargos, entablé casual conversación
con un bedel de aspecto despistado y, para colmo, nuevo. Como quien no
quiere la cosa, le conté veladamente mis intenciones.
Se quedó en silencio… y luego sonrió:
 
—¡Si yo conozco ese caso! ¡Lo escuché cuando era muy joven!
 
Había habido suerte.
Tras varias súplicas, y escondiéndome disimuladamente intentando evitar
que el simpático funcionario que previamente me había mandado a la calle
no bajase por las escaleras, puntual como a buen seguro sería para ir a
almorzar, conseguí una cita con el secretario. El hombre, amable pero de
gesto serio, que me encerró en un despacho.
 
—¿Sabe usted el número del sumario? —me preguntó bajo las banderas
oficiales que adornaban la estancia.
Acto seguido le pasé los dígitos que aparecían en los documentos de
Medina del Campo. Hizo varias llamadas y, tras colgar el auricular, me dio
una buena noticia: los documentos no habían sido destruidos, pero la única
forma de acceder a su información, confidencial a todas luces, era hablando
directamente con el presidente de la Audiencia.
 
—No sé si querrá recibirle, está muy atareado…
—Usted dígale que estoy aquí…
 
Se marchó y tras diez minutos regresó con una pregunta en los labios…
En Ortona, Italia, ocurrió anteriormente un suceso similar que allí se relacionó con un ritual para
otorgar fuerza y vitalidad a un ser enfermo en detrimento del cuerpo al que se le clavaban las agujas. En
este caso fueron más de doscientas.

—El señor presidente quiere saber una cosa muy importante: ¿Es usted
periodista?
 
Y una duda enorme se apoderó de mí. A buen seguro, si afirmaba mi
condición, saldría de allí en cuestión de segundos, lógicamente. Pero algo
traicionó a la lógica.
 
—Sí, soy periodista.
 
El secretario sonrió…
 
—Entonces usted puede pasar.
Pasé al gran despacho del presidente de la Sala Segunda de la Audiencia
de Valladolid algo confundido. Era otra de esas casualidades difíciles de que
ocurran dentro de un lugar como este.
 
—Lo he recibido porque es usted periodista. Mi padre fue periodista,
¿sabe? Y yo admiro la tenacidad de algunos de ustedes. Si está aquí solo,
viniendo de Madrid, persiguiendo algo ocurrido hace tanto tiempo, merece
toda mi atención. Aunque es un caso oscuro y delicado por el que me
pregunta.
Don Jesús Saiz por fortuna no se parecía en nada a algunos empleados de
gesto avinagrado. Hijo de la profesión, comprendió con gesto amable y
desde el primer momento mis ansias por saber qué pasó con aquel extraño
asunto. «De verdad que este sumario es tétrico» —me dijo ante el legajo
49/71 referido a la sentencia e investigaciones realizadas en su día. Afirmé
rotundamente, y él, sentado en aquel impresionante recinto, prosiguió
leyendo hasta llegar a la sentencia:
 
Sentencia del Juzgado 1 de Medina del Campo:
9 Julio de 1973: Se absuelve de los hechos condenatorios de lesiones físicas
graves, a la acusada, Verónica Jorge, por considerarla afectada de enajenación
mental, gracias al eximente 1 del artículo 8, a ser ingresada en centro
psiquiátrico de Valladolid hasta que no esté totalmente curada de los hechos
declarados probados.
Del centro psiquiátrico no podrá salir sin autorización de este Tribunal.
 
—¿Y se sabe que ocurrió después? —pregunté mientras tomaba nota a
toda prisa…
—Sí —continúa leyendo—: El 24 de diciembre de 1973 se produce el cese de
la medida de internamiento anteriormente descrita y el 27 de diciembre de
1973 se le da el alta a la acusada. Así acabó este extraño asunto…
 
A pesar de que en la España de 1971 esto no podía ocurrir oficialmente,
allí estaban los hechos. Tras valorar toda la documentación se desprende que
nadie supo a ciencia cierta por qué aquella madre actuó de semejante forma
con su hijo más débil, pero todas las teorías inducen a pensar directamente
en un ritual de magia negra al más alto nivel que, por un «error», trascendió
al ámbito de una medicina que se fascinó inmediatamente por unas lesiones
que parecían hechas con la precisión milimétrica del mejor cirujano del
mundo. Pero no, aquellas manos eran marginales e incultas, tan solo
instruidas en poderes y conocimientos oscuros que escapan a cualquier
lógica y que eran capaces de engendrar un cuerpo apuñalado en vida por
agujas de hacer ganchillo.
El objetivo estaba cumplido. Como periodista había obtenido toda la
documentación secreta, desde la sumarial hasta las radiografías, que eran el
vértice de un caso incomprensible, que nos llevaba a mundos ancestrales y
sobrecogedores.
La imagen de ese pequeño e indefenso cuerpo víctima de la brujería, al
regresar ya de madrugada hacia Madrid, me producía el nada disimulado
escalofrío de comprobar hasta dónde puede llegar la mente humana en su
maldad. Con la voz de Paco Ibáñez acompañándome al atravesar la llanura
recordé aquella frase que me impactó tanto la primera vez que la escuché y
que decía que «el hombre es un lobo para el hombre». Esta historia en la que
acababa de adentrarme, sin lugar a dudas, era una muestra.

SÉPTIMO DESAFÍO

E XISTEN CIENTOS DE LUGARES dentro de nuestra geografía nacional donde se


ha visto un ovni. Pero quizá solo existe uno donde se han visto cientos de
ovnis. Esta afirmación, aparentemente absurda, encierra sin embargo una
gran dosis de realidad. Y ese lugar, indiscutiblemente, existe y se encuentra
enclavado en una zona seca y extensa, plana y solitaria de La Mancha.
«La luz del Pardal», como así la llaman quienes la han tenido a tan solo
unos pasos, flota errante desde hace más de cincuenta años por una región
muy concreta, de pueblos pequeños y gente recia nada dada a las bromas.
Como un candil que se enciende en plena noche, ha acompañado, ayer a
los caballeros, hoy a los conductores y motoristas, a una cantidad inmensa
de testigos, propinándoles casi siempre un susto de muerte.
A lo largo de estas décadas, la Guardia Civil la ha perseguido en sus
todoterreno, algunos agentes han descargado su metralleta contra ella, y los
pastores han visto, al pasar su blanca y silenciosa luz junto a sus viviendas,
cómo todos los enseres se precipitaban contra el suelo y los objetos
«empezaban a bailar solos».
Los terratenientes y los campesinos, los viajeros y los hombres y mujeres
antes incrédulos, la han encontrado siempre del mismo modo, esférica,
silenciosa, rojiza y a veces dejando un surco en el terreno.
Su misterio, desde los años cuarenta, sigue tan inquebrantable como el
primer día que apareció, y algunos juraron haber oído una extraña voz junto
a ella.
De pequeño tamaño, potente luminosidad y movimientos imposibles, la
«luz del Pardal» continúa hoy amedrentando a los habitantes de la comarca
albaceteña de San Pedro, Cañada Juncosa, Casas de Lázaro y Casas de Abajo.
Ningún otro lugar cuenta con tantos testigos por metro cuadrado, ni con
tanta persistencia en el tiempo. Es por ello que decidí viajar a estos lugares
en repetidas ocasiones, con el objetivo de buscar el secreto motivo de tantos
desvelos.
Las sorpresas que encontré superaban, con mucho, mis más optimistas
previsiones...
 
 
Lugar de los hechos: Comarca de El Pardal, provincia de Albacete.
Lugar de la investigación: Comarca de El Pardal, Albacete.
VIII
En el desierto de La Bicha

  Un rostro inquietante.—La luz de todos los santos.—


Cristino Cuerda: Paralizado junto al rebaño.—
Con la luz en los talones.—¡Alto a la Guardia Civil!—
La odisea de José Manuel Sánchez
 
 

L A FURGONETA, una Chevrolet Silverado color beige, se apartó de la


carretera nacional y enfiló un camino largo y recto. A cada lado quedaban
las llanuras heladas y solitarias donde solo asomaba el tronco de algún viejo
árbol saludando a lo lejos. Desde la tercera fila de asientos de aquel vehículo
de tipo norteamericano, acurrucado entre varias cámaras y trípodes de gran
peso, vi a través de la ventana cómo el cielo brumoso de la tormenta se iba
extendiendo poco a poco. Nuestra meta, como equipo de grabación de una
serie televisiva, era una comarca donde desde hacía más de cincuenta años,
de manera ininterrumpida, una misteriosa luz llenaba de inquietud a
centenares de vecinos. Casi todos la habían visto, algunos a tan solo unos
pasos, e incluso las autoridades habían disparado contra ella. En ningún otro
lugar de España la presencia de una «luz errante» era tan sólida como en este
rincón de la provincia de Albacete. Mientras la conversación del equipo de
producción y grabación discurría delante de mí sobre los más variados
temas, intenté refugiarme aún más en los pensamientos a los que llevaba
dando vueltas tres centenares de kilómetros, desde nuestra salida matinal en
Madrid. Me subí la cremallera del anorak y clavé mi vista en un campo de
labor: Aparentemente uno más, pero allí había algo especial. O al menos eso
intuí. La historia dejó escrito que hace un siglo ocurrió en él un suceso que
para mis adentros era todo un «pistoletazo de salida» de la fenomenología
apasionante que se había adueñado de aquel lugar agazapado en La Mancha.
Mirando a través de un cristal golpeado por las gotas de lluvia intenté
recordar...

Balazote, Albacete, finales del siglo XIX, hacia las


14:00 horas
El rictus del agricultor se torció en un solo gesto. El azadón había tocado
algo macizo y se resistía a horadar más aquella tierra reseca. El calor daba de
plano y su robusto antebrazo secó el sudor acumulado en la frente. El
hombre, enjuto y abrasado por los miles de soles de labor, creía haber
encontrado algo. Poco a poco, con las propias manos pudo ir desenterrando
aquel material oscuro que parecía llevar siglos atrapado en las entrañas del
suelo. ¡Es una piedra!, barruntó mientras clavaba sus dedos gruesos cada vez
más deprisa bordeando una masa de gran volumen, algo que se extendía en
paralelo a la superficie y que parecía, más que esa piedra que él había
pensado, una gigantesca estatua. El cielo, como si fuese espectador de la
solitaria escena, se fue ennegreciendo, llenándose de brumas oscuras y de
viento. Cayeron unas gotas que ayudaron a derramar el polvo con mayor
rapidez. Allí, en la soledad del campo de labranza, mirando de perfil como si
despertase de su letargo de dos mil seiscientos años, había un rostro. Pero no
era una cara cualquiera, no era la cara de las otras figuras con las que, por
ejemplo, se adornaba la pequeña iglesia. Era una faz amenazante, severa,
extraña...
El hombre se echó hacia atrás instintivamente. Erguido, comprobó que
aquel rostro parecía demoníaco, con una lacia perilla y lo que parecían ser
dos cuernos seccionados a cada lado de la frente. Después, abandonada allí
durante más de un día, la enigmática efigie esperó paciente a ver la luz
definitivamente. Las autoridades la alzaron con varias palancas y tras no
pocos esfuerzos. La tormenta no había abandonado Balazote, el lugar donde
se acababa de descubrir una de las piezas cumbre de la arqueología ibera.
Los expertos fueron llegando con cuentagotas hacia el pequeño pueblo que
nunca anteriormente había sido noticia por nada. Los primeros catálogos la
describieron como «una figura ornamental androcéfala con tono arcaizante
propia de una etapa oscura de la historia situada entre los siglos V y VI antes
de Cristo».
En el momento del hallazgo no mucho se sabía sobre el pasado de la
zona. La antigua Balat-Al-Suf de la época musulmana había dejado muy
pocos datos de su antigua historia. Los propios arqueólogos destacan la
ausencia de informaciones concretas sobre ese territorio, una inmensa
llanura que muere súbitamente ante los picos rasgados de la Sierra de
Alcaraz. A no muchos kilómetros, el Cerro de los Santos, otro de los
epicentros de la cultura funeraria de los iberos. Recostada sobre su cuerpo
imponente de toro, el ser diabólico de Balazote tiene para la mayoría de los
estudiosos alguna relación con un tipo de deidad desconocida y un sentido
espiritual o trascendente. Nadie sabe qué papel jugaba en aquellos campos
en los que no había asentamientos importantes ni si fue parte de alguna
estructura aún mayor. El enigma de sus ojos redondos callará siempre. Pero
tenemos una pista. Es allí, justo donde se la encontró después de su largo
hibernar en las profundidades de la tierra, donde surge la luz. Una luz de la
que todos saben, hablan y la mayoría ha tenido tan solo a unos pasos.
La enigmática Bicha de Balazote fue centinela de un lugar lleno de misterios. Fenómenos luminosos
inexplicables y arqueología funeraria se entremezclan en esta zona albaceteña generando un cóctel
apasionante.

La luz de todos los santos


La lluvia arreciaba en aquella carretera. Bajo el paraguas, preparando las
cámaras Betacam para iniciar la introducción que iba a realizar Fernando
Jiménez del Oso, me planté a la entrada de una finca rural bautizada en su
día con el nombre de La Quéjola. Según las decenas de testimonios que
había ido recopilando en los últimos años, la pequeña luminaria
incandescente se paseaba siempre por aquellos caminos rodeados de
pequeños almendros. Fue hace ya bastante tiempo, echando a rodar un
caluroso mes de julio de 1994, cuando descubrí por «casualidad» aquella
comarca rural y su sin par misterio. Me acompañaban en aquella ocasión los
amigos y buenos investigadores Francisco Contreras, Enrique Muro y
Lorenzo Fernández. Éramos en aquel entonces integrantes del «equipo
móvil» de la emisora de radio de la Comunidad de Madrid. Alguno de
nosotros escuchó a una periodista comentar que en la zona se veían ovnis
casi a diario. Sin dejar que cerrase la boca nos plantamos en los pueblos de
San Pedro, Casas de Lázaro, Casas de Abajo y Cañadajuncosa, vértices de lo
que podríamos denominar «zona caliente de avistamientos». Recordaba
entre la lluvia cómo en aquella ocasión me llevé las manos a la cabeza. Al
llegar a uno de los pueblos, observamos a muchos vecinos mirando hacia los
cielos, discutiendo en plena calle. Al preguntarles, nos quedamos helados,
un «cenicero» llameante se había paseado descaradamente ante la
concurrencia, colocándose justo encima de la iglesia para pasmo de los allí
presentes. Recuerdo a las gentes agolpándose, y cómo aquella misma
jornada, sin salir de la estrecha calle de color terroso y tejadillos bajos,
supimos de al menos otros seis o siete encuentros en las últimas semanas. En
aquel momento nos convencimos los cuatro de que allí ocurría algo fuera de
lo normal.

Iker Jiménez coordinando un programa de televisión justo en la entrada de la finca «La Quéjola», lugar
donde casi todos los testigos han visto surgir la luz.
«Aquello era como el ómnibus ese que dice, haciendo un ruido y bajando
casi hasta el suelo.»
Los ojos se me quedaban como platos y mi cara debía ser un poema.
¡Habíamos llegado una hora tarde a la cita con los ovnis! En aquel momento
me pareció una anécdota de tremenda crueldad. Por fortuna, las nuevas
pistas en aquella comarca nos quitaron el mal sabor de boca. Yo escribía
líneas y líneas en mi cuaderno de campo dentro de aquel territorio virgen,
donde «los forasteros» jamás habían llegado interesándose por estas «cosas
raras de los cielos». De mi memoria no se iba la imagen de la «Bicha de
Balazote» ni por un momento. Ni aquella mirada de piedra que desde niño
me había causado temor. Algo, quizá a un nivel profundamente intuitivo,
relacionaba esculturas y luces sin que aún sepa bien por qué. Aunque sigo
pensando igual. Más aún cuando en el pequeño y casi desierto ayuntamiento
de San Pedro nos topamos de frente, en plenas escaleras, con un funcionario
alto, de aspecto desgarbado y amabilidad a flor de piel. Ubaldo Fernández
dijo una frase que yo nunca he podido olvidar, y que siempre, a cada regreso
a esta tierra árida y solitaria, le recuerdo con simpatía:
 
«Sí, es cierto. Desde hace muchos, muchos años, las gentes ven un
fenómeno raro, muy curioso. No sé si es por lo que preguntan ustedes, pero
aquí es de lo que siempre se ha hablado. Gentes de toda condición, sobre
todo los que faenan en el campo, se han referido a encuentros con una bola
luminosa pequeña, como un candil que los persigue y que sale junto a la
carretera, en una finca llamada La Quéjola, para luego recorrer gran parte de
la comarca.»
Yacimientos funerarios iberos de La Quéjola, epicentro de las apariciones de «La Luz del Pardal».

—¿Se sigue viendo esa luz? —le pregunté mientras descendíamos hacia un
exterior donde el sol de la tarde azotaba de nuevo.
—Claro. Los lugareños la llaman «La Luz del Pardal».
 
Sentí que eso sí era lo que andaba buscando, aunque nunca antes hubiese
escuchado pronunciar aquel nombre tan sonoro y legendario.
 
—¿Y aparece más frecuentemente en alguna fecha concreta?
—Desde siempre se habla de la noche de difuntos. Muchos la han visto
entonces. Pero, en general, en todo el periodo de final de otoño e inicio del
invierno. En esos meses de inicio de los fríos y las heladas es cuando se ve.
La gente, de algún modo, ha relacionado el asunto con el tema de los
difuntos —me volvió a responder Ubaldo.
 
Efectivamente, la leyenda popular afirmaba que en los meses de
noviembre y diciembre aquella esfera errante bajaba desde los campos de
arbusto bajo y enfilaba un camino flanqueado por almendros. Luego,
cruzando el camino o persiguiendo muy de cerca a quien por allí anduviese,
mostraba en pleno silencio su desconcertante naturaleza. Desde hacía más
de cincuenta años las buenas gentes de estos pueblos cercanos a La Quéjola
hablaban de la «luz de difuntos», como si fuesen las almas penitentes y
desconsoladas que no hubieran encontrado la paz, las que de ese modo se
manifestasen año tras año con su lamento en forma de lamparilla.
El misterio, para los convecinos, no tenía relación con el cosmos, sino con
algo mucho más trascendente y tenebroso.
Casi tanto como la entradilla que Jiménez del Oso hacía guarecido con
gruesa cazadora negra mientras la noche se cernía sobre la carretera. Llovía
tanto que me coloqué debajo de la furgoneta. Las dos luces puestas en
posición de «largas» iluminaban la escena, reflectando la silueta del cartel de
piedra que anuncia la entrada en terrenos de La Quéjola. Estábamos en
pleno invierno, en el epicentro del misterio. Pepe Añón, el cámara, me
indicó silencio con el dedo. Se comenzó a rodar...
 
Puede que esta misma noche, o cualquier otra noche, rodando por esta
carretera comarcal de la provincia de Albacete, usted tenga un encuentro con
ella. Con lo insólito e inexplicable. Centenares de personas ya la han descrito
de la misma forma, y con su mismo misterio, acercándose hasta ellos como
ingrata y silenciosa compañía. Aquí todos la llaman “La Luz del Pardal”...
 

Cristino Cuerda: Paralizado junto al rebaño


Cristino Cuerda Felipe me recordó una estampa de la España profunda. Y
no hago uso de esa calificación de una manera peyorativa. Aquella tarde, con
el cielo completamente cubierto y una amenaza de tormenta sobre nuestras
cabezas, era la imagen del duro e inmisericorde mundo del campo. De un
mundo en el que sobra el ánimo para bromas e inventos. Bastante hay con
pastorear para subsistir. Y hacerlo ininterrumpidamente desde que se era
niño, sufriendo temperaturas gélidas pasando la noche a cielo raso. Día tras
día, año tras año.
Cristino tenía la sobriedad en el rictus propia de estos pagos de La
Mancha. Seco y distante, pero noble y veraz al mismo tiempo. Como lo son
estas gentes sin doblez. Decidimos que él debía ser el personaje que abriese
aquel reportaje sobre la «luz errante» que vagaba por El Pardal. Al fin y al
cabo, la había visto en decenas de ocasiones. Alguna, incluso a tan solo unos
metros.
Cristino Cuerda Felipe, el pastor que fuera paralizado junto a su rebaño por la diminuta esfera de luz, en
compañía de Fernando Jiménez del Oso. Detrás, los derruidos recuerdos de «Casas Navarretes».

La cámara volvió a rodar, y Cristino, con unas murallas de adobe


semiderruidas como fondo, comenzó su relato. Detrás, yo apuntaba y
tomaba nota de aquella confesión que, de principio a fin, me pareció
absolutamente veraz.
 
—La noche era fría en La Quéjola. Andábamos por el final de octubre o
principio de noviembre. Yo, la verdad, noté como el ganado iba como
atemorizado, como si presintiera algo. En un momento dado, junto a los
almendros, me fijé en algo que había aparecido de repente, una luminaria
pequeña, como rojiza, que iba casi a ras de suelo: allí no había nadie más.
Solamente la luz. Las ovejas salieron despavoridas y aquello desaparecía
siempre en la misma dirección, detrás de lo que entonces se llamaba Casas
Navarretes, y donde vivíamos los pastores.
 
—¿Y usted llegó a aproximarse a la luz? —pregunté, apoyando el bolígrafo
en la comisura de los labios.
—Yo, la verdad, tomé curiosidad con el tema, y durante muchas noches
observé la luz. Siempre saliendo del mismo sitio. Algunos días aparecían
dos, en silencio, y con el mismo color. Me fijé en que a veces, tras haber
pasado la luz, quedaba en la tierra una marca, un surco de un centímetro
que iba dejando aquello. Una noche, ya intentando saber qué era eso, me
acerqué, y me pasó algo que me llenó de temor. Yo no sé, algo me dejo allí
paralizado. Junto a la luz que había vuelto a aparecer y la tendría a tres
metros. Tuve la sensación de que el ganado quedaba igual de quieto, sin
hacer un solo ruido.
 
—¿No podía mover un solo músculo?
—No podía moverme de allí. Y aquello empezó a «hacer ángulos»,
cambiando de posición. Yo estaba con miedo, no era posible andar ni hacer
movimiento. Hasta que aquello no se fue hacia la zona de las ruinas no pude
irme de allí...
 
Me quedé sorprendido ante el testimonio que acabábamos de grabar. La
luz, absolutamente redonda y de no más de un metro de diámetro, tenía la
insólita facultad de paralizar a un hombre y su rebaño mientras hacía su
particular «puesta en escena» en el helado campo de La Quéjola. Y Cristino
no era el único que había sufrido aquella sensación en sus carnes. Es más, al
ir de nuevo hacia la furgoneta donde se amontonaban todos los equipos no
pude remediar el hacer memoria y recordar otro suceso, ocurrido unos años
antes de la visión del pastor Cuerda Felipe y que tuvo lugar en el lado
opuesto de la Península. La parálisis tuvo como víctima esta vez a un
hombre también recio y callado, igualmente dedicado al pastoreo, y que en
plena mañana del 18 de diciembre de 1972 recibió el mayor susto de su vida.
Juan González, que así se llamaba el infortunado, llevaba a sus cabras por las
inmediaciones del pueblo de El Castañuelo, Huelva, sin pensar en otra cosa
que lo frío de la amanecida y el mal aspecto que presentaban los campos tras
las recientes nevadas. Tuvo que restregarse varias veces los ojos con la
manga de la camisa para comprobar que lo que estaba viendo era cierto.
Envuelto en un torbellino de polvo, en mitad del camino sin asfaltar, había
aparecido «algo cuadrado, de bastante anchura, parecido al aluminio y con
cuatro patas pequeñas». En el momento en el que «aquel satélite raro» se
posa en tierra, la escena se convierte en todo un absurdo; las treinta cabras
se quedan petrificadas, como si fueran de yeso y, en palabras del propio
testigo, «como si todo aquello fuese una fotografía». Él, asustado, también
siente un fuerte hormigueo como si «todo el cuerpo se me hubiese quedado
dormido». Durante tres minutos eternos, Juan contempla su alrededor, sin
poder mover un solo dedo, cómo el perro de caza que siempre lo acompaña
ha caído presa del misterioso efecto. Al final, el presunto ovni se eleva en
vertical y, a unos diez metros del suelo, se convierte en una fulgurante esfera
de luz que deja un halo blanco en el limpio y frío cielo.
Ni que decir tiene que Juan González, el pastor paralizado en El
Castañuelo, jamás supo de la odisea que vivió el bueno de Cristino Cuerda
Felipe.
 

Con la luz en los talones


Mientras el resto del equipo discutía sobre el nuevo objetivo a filmar, me
acerqué a lo que quedaba de una cortijada que ya era historia. He paseado
muchas otras veces por el montón de piedras que hoy son la llamada «Casas
Navarretes», pero siempre me ocurre lo mismo. Una sensación de extraña
inquietud me invade, digo yo que por la presión subjetiva del recuerdo de las
escenas que allí debieron vivirse. Este grupo de casas, apiñadas en torno a un
suave montículo que se extiende en pleno corazón de la finca, fue habitado
por las familias de los pastores que estaban al servicio, en los años cuarenta,
del terrateniente Joaquín Melgarejo. Eran edificaciones muy pobres, elevadas
sobre el oscuro adobe de la tierra, para dar cobijo a gentes con
extraordinaria capacidad para reproducirse. Había quejas sobre el estado de
las viviendas, y quizá la que con más ferocidad acabaron planteando al
dueño, fue la presencia de un fenómeno al que nadie daba explicación y que
cada vez los tenía más atemorizados. En no pocos viajes he podido departir
con los que aquí pasaban sus días y todos coincidían en su versión; algunas
noches de invierno la extraña luz, sin hacer ningún ruido y surgiendo de la
zona de las ruinas, se aproximaba a Casas Navarretes con alguna
desconocida intención. Las mujeres se asomaban a las ventanas y los
pastores, instintivamente, cargaban las escopetas. Pero nadie se atrevía a
salir. En ocasiones, aquel destello esférico y de mal agüero se acercaba a
alguna de las paredes y dentro, en las pequeñas habitaciones, empezaba «una
escandalera» delirante. Las mesas y las sillas «bailaban solas», los enseres de
la cocina caían al suelo causando estrépito, y algunos vasos y cubiertos se
partían como si fueran manejados por unas manos invisibles y poderosas. El
estado de nerviosismo llegó hasta tal punto que una comitiva de aquella
gente se presentó ante el señor Melgarejo dispuesto a cantarle las cuarenta.
Según parece, y a pesar de que estaban un poco avergonzados por la
rocambolesca y poco menos que increíble historia, el terrateniente y
mandamás de aquellos pagos accedió a demoler todas las viejas casuchas y
construir otra edificación muchos más saneada y alejada de la zona de las
ruinas. El motivo era uno y bien claro, aunque las buenas gentes de Casas
Navarretes no lo supieron hasta muchos años después. Una de aquellas
noches en que la luz hizo estragos en la alquería, el propio Melgarejo, a
bordo de su Dodge, fue «detenido» por una energía que bloqueó al instante
las luces y el motor. En medio de la calzada se escuchó un sonido que otros
muchos habían ya oído; un cántico lejano «como de cascabeles». Acto
seguido apareció la luz, tenue, mortecina, que ya era algo más que un rumor
en toda la comarca. El hombre, como es lógico, llegó a la capital casi
descompuesto, teniendo que creer a pies juntillas el relato de sus hombres,
por muy fantasmal que pareciese. Desde aquel 1952, una casa amplia y
coloreada de verde y blanco en la zona más alejada de aquel lugar y elevada
en las alturas domina toda la región. Su nombre, finca «El Pardal».
El último hallazgo en el lugar donde aparece siempre la luminaria es este quemador de perfumes. Otra
escultura de rasgos arcaizantes y enigmáticos.

Aquella carretera había sido testigo de decenas de encuentros con la luz.


Por algún resorte que desconozco, el misterio realizaba su ruta e,
indefectiblemente, se dedicaba a perseguir viandantes o conductores en estas
rectas que, sombreadas por algunos tramos de arboleda, corren como una
serpiente en esta tierra llana y solitaria.
Manuel Macía, quién cayendo ya la oscura tarde nos hizo partícipes de su
vivencia, era uno de los pocos con los que la maldita luminaria había
repetido. «En los años treinta, hijo, me pasó la primera vez. Iba yo por estos
campos con mi bicicleta, pedaleando para llegar al trabajo. En esto que
delante del camino se me planta a un par de metros por la espalda. Yo pensé
al principio que podía ser otro farol de bicicleta que fuese detrás. ¡Pero
aquello iba muy deprisa! Tanto que en un momento me pasó y se fue
elevando hacia el cielo. Sentí un miedo que aún hoy no he podido olvidar!»
—¿Y la segunda vez ya no fue en bicicleta?
—No —respondió con una leve sonrisa, mostrándose un tanto incómodo
ante la presencia de la cámara—. Habíamos progresado un poquillo después
de tantos años de trabajo y aquello me bajó otra vez, pero yo iba en auto. Me
sentía como más protegido, pero aquello parecía quitar la energía al coche.
Yo aceleré con toda el alma y al final pude dejar atrás a la bola de luz, que me
había salido, mire usted como son las cosas, en el mismo lugar de hacía
treinta años, como si aún me anduviese esperando la condenada.
 
En el bar de Casas de Lázaro se había formado una revolución a nuestra
llegada. Fuera, la noche helada cortaba en seco, y dentro de aquel recinto
pintado con tonos verdes pastel, como antiguamente eran las paredes de
muchos bares de pueblo, conservaba calor de humanidad, de tertulia y de
expectación ante las cámaras y armatostes «de los forasteros». En otras
ocasiones me había ocurrido exactamente lo mismo. Preguntar por el último
avistamiento de la luz, o por alguna persona que hubiese sido testigo,
provocaba el «referéndum popular» y al instante todo el bar, con unas
cuarenta personas en el interior, bullía de una manera apasionada e
increíble. Surgían más y más testigos. Algunos que ya lo contaron en su día,
otros que se atrevían ahora a dar el paso. Todos con semblantes serios, sin
risa o broma alguna. A la luz y a su misterio se le respeta como algo propio
del lugar. Algo con lo que se ha ido aprendiendo a convivir, pero a lo que se
sigue temiendo por su componente absurdo e incomprensible.
En la pequeña mesa, frente a frente al objetivo de la Betacam se fueron
sentando José Bisagra, perseguido muy de cerca en 1975 por la centinela de
El Pardal. A tan solo un metro del sillín de su motocicleta se colocó aquel
resplandor «que helaba las venas» y que fue atemorizándolo hasta que el
hombre, más muerto que vivo, salió de los pagos de La Quéjola.
Algo semejante le ocurrió a Vicente Alfaro, que vio cómo en 1994 la luz se
precipitaba hacia el suelo, y corrió hasta el lugar de la perseguidora. Allí, en
compañía de Ramón López, descubrieron que la «esfera de fuego» no había
dejado ni rastro.
Así, testimonio a testimonio, fue cayendo la madrugada hasta que casi no
quedaron cintas para grabar. Los que habían visto la luz se podían contar
por decenas, por cientos quizá. A algunos no pudimos incluirlos en el
reportaje por falta de tiempo, pero sus nombres y rostros quedaron grabados
en mi memoria y en mi cuaderno como evidencia irrevocable de aquella luz
silenciosa. Eliseo Rosa, Basilio Alfaro, Adoración Martín, Isabel Sánchez,
Joaquín Gutiérrez, todos formaban ya parte de aquel misterio nocturno que,
de algún modo, ya los había hecho especiales, diferentes al resto de mortales
que, por desgracia, nunca han tenido lo imposible a un palmo de las narices.

¡Alto a la Guardia Civil!


El viento gélido es una de las tarjetas de visita de esta tierra austera. Me
abotoné el abrigo hasta la nuez y caminé largo rato por aquella fila de
almendros que se perdía monte arriba. Uno aquí termina identificándose
con el entorno, familiarizado con cada arbusto y cada piedra, de tanto
escrutar el paraje en busca de la escurridiza luz que, de momento, casi
siempre ha evitado mostrarse ante los investigadores. Al girarme vi el cruce
de la carretera que se perdía como una línea negra dentro de la general
negrura. Metí las manos en los bolsillos e intenté imaginar la escena por la
que este fenómeno pasaba a engrosar con todos los honores la larga lista de
«expedientes X» españoles. ¡Claro que la luz también había sido perseguida
y azuzada por las autoridades! Fe de ello dan el guardia civil Eugenio
Alarcón y su acompañante José Olmo, quienes, en el mismo punto donde yo
me encontraba, dieron el alto a la mismísima luz del Pardal. Alarcón y Olmo
no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Lo que en un principio
identificaron como la linterna de un furtivo fue, serpenteando hacia el
interior de una zona de maleza frondosa, como intentando esquivar al Patrol
blanco y verde que hacía guardia aquella noche de marzo de 1982. Eran las
once y media, ambos no lo olvidarán jamás, y aquello comenzó a irradiar un
tono rojo-anaranjado, apareciendo de nuevo en pleno corazón de La
Quéjola. Inquietos, pero a la vez convencidos de que allí había gato
encerrado, metieron el todoterreno monte arriba, siguiendo durante un
buen trecho a la linterna sin dueño. A través del espejo pudieron percibir
cómo la luz medía no más de veinte centímetros de diámetro y volaba
iluminando el suelo a unos dos metros de altura. Al poner «la directa», los
dos agentes observan cómo la luz se «disuelve» en pleno aire,
desapareciendo sin dejar rastro. Las bocas casi abiertas y las manos
atenazadas al arma reglamentaria fue el único gesto que dio tiempo a
realizar a los dos veteranos números de la Guardia Civil. Con el ánimo más
templado decidieron hacer una inspección ocular de la zona, comprobando
in situ como aquel «apagón súbito» era poco menos que imposible. Al
regresar al cuartel de Casas de Lázaro se percataron de que su persecución
no había sido la única. Otros miembros del cuerpo, en el mismo punto, se
habían topado también con la misma escolta. Algunos, según cuenta la
leyenda, habían incluso abierto fuego contra la luz sobrenatural.
Aquel viejo cuartel ya lo conocí, desde mi primer viaje a la comarca en
julio del 94, absolutamente sepultado por el tiempo y la amenaza de
derrumbamiento. Hacía muchos años que ya no había actividad en el
puesto. Con rabia maldije haber llegado otra vez tarde, triste tónica la del
periodista que rastrea el misterio. Los informes sobre el supuesto
ametrallamiento de La Luz del Pardal, tramitados al parecer en plena década
de los sesenta, habían sido engullidos por el aire. O por la leyenda, o por los
rumores. Lo cierto es que nadie supo ubicarlos, ni en la vecina Balazote,
donde, siguiendo estas informaciones, supe de un encuentro de once
militares en un autobús del Ejercito de Tierra con una luminaria
sospechosamente parecida a la que vigila la noche del Pardal, ni en la propia
comandancia de Albacete. La frase que más escuché fue la de que «aquello
se había traspapelado». Sentencia a la que, por desgracia, estoy más que
acostumbrado. Ya se sabe que en este bendito país todo lo que tiene
importancia se traspapela, se pierde, se extravía sin remedio.

Sargento José Sánchez Acosta: «Aquello lo vi muy, muy cerca... era una gran esfera de luz como con tres
aspas o cruces...»

Pero, por lo general, la suerte a veces suele ser condescendiente con el


sabueso solitario que busca la noticia, y si bien en este caso no me concedió
los expedientes de aquel Guardia Civil que, según se contaba, lanzó una
ráfaga de balas en dirección a la luz, las pesquisas y el empeño me llevaron
en volandas hasta un caso igualmente impresionante, el del sargento José
Sánchez Acosta, hombre sereno, de rictus serio y palabra concisa. Al ponerle
la grabadora sobre el hule de aquel modesto salón de la capital manchega no
pude evitar sentir el escalofrío familiar de hallar una nueva evidencia. Ante
mí otro testigo de elite, mando de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Él
también había estado frente a la luz:
 
—Mire, esto que le voy a contar sucedió en el verano de 1982 (según supe
más tarde, ese año, además de los casos de Olmo, Alarcón, Sánchez Acosta,
tuvo a otros con protagonistas igualmente interesantes) y es difícil que se me
olvide mientras viva. Aquello yo lo vi cerca, muy cerca, mientras me dirigía
al pueblo de San Pedro. En la carretera me cercioré de que algo que venía del
cielo se me echaba encima, algo que no era ni un helicóptero ni nada
parecido...
—¿Podría dibujármelo? —le dije deslizando el fiel cuaderno de campo a
través de la mesa.
—Sí, claro, aunque le advierto que no soy nada buen dibujante. Era una
cosa esférica, así y así... y lo que me llamó la atención fueron tres aspas, o
cruces que eran más oscuras que el resto de la superficie.
Así dibujó el testigo Acosta lo observado en la zona del Pardal, en 1982.

—¿Era grande lo que vio?


—Salió de un lateral del camino, no me dio tiempo a nada, y se colocó
frente a mí. Sí que era grande, por lo menos de dos o tres metros de
diámetro. Silenciosa, sin hacer un solo ruido... aquello no era ningún
aparato convencional, eso se lo digo yo...
—¿Y qué hizo usted?
—La verdad es que me quedé francamente impresionado. El lugar es
solitario, y allí nada pintaba un objeto de semejantes características. Había
oído hablar de aventuras de otros compañeros en esa misma zona y siempre
me había mostrado escéptico, pero desde entonces...
—¿Desde entonces?
—Pues que es imposible dudar. Yo vi esto, no sé lo que es, pero le aseguro
que eso rondaba por allí. Sin ventanillas, puertas ni nada por el estilo. Se
acercó bastante y después volvió a internarse por aquellos campos. Ahí lo ve,
con sus tres cruces e iluminando la carretera... ese susto no se le olvida a uno
en la vida.
 
Esa luz, cuyas descripciones van desde el medio hasta los dos metros, se
comportaba casi siempre de modo idéntico. Según pude averiguar, el lugar
del encuentro era el epicentro de la mayoría de los sucesos, muy cerca de la
hilera de almendros que se dirige al yacimiento de ruinas iberas. Unas
ruinas extrañas, hijas del legado de la Bicha de Balazote y que están siendo
descubiertas palmo a palmo en un terreno del que tan solo se ha explorado
un diez por ciento. Todos estos elementos, la verdad, me sonaron muy
familiares. ¿Dónde había escuchado yo la misma historia?
 

La pesadilla de José Manuel Sánchez


Rodando lentamente en busca de las primeras casas de la aldea de
Cañadajuncosa me vino a la memoria un «soplo» que rápidamente anoté en
el cuaderno. Efectivamente, el detalle de los almendros, de las ruinas
arqueológicas y de una luz que pulula con recorrido fijo y silencioso desde
hacía décadas se me antojaba muy familiar. En la comarca extremeña de Las
Hurdes y en Canarias me había encontrado una fenomenología idéntica. Lo
que no sabía en aquel momento, ganando ya la calle central de un pueblo
minúsculo y dormido, es que meses más tarde, a 15.000 kilómetros de
Albacete, en pleno corazón de la serranía de Córdoba, en Argentina, iba a
entrevistar a decenas de testigos que habían sido asustados por el mismo
misterio. Un enigma que incluía los mismos árboles, el fúnebre peregrinar
del extraño foco y ruinas muy parecidas. Allí, en los pelados montes del
corazón de Sudamérica todos la llamaban «La Luz Mala».
No era la primera vez que hablaba cara a cara con José Manuel Sánchez
Cabezuelo, un humilde y honesto trabajador de la empresa Electro-Sur
Albacete, que en la carretera secundaria que atravesaba toda la «zona de
conflicto» donde se manifestaba la luz había sufrido una auténtica pesadilla.
El bar de Cañicosa, como así conocían en la comarca a este racimo de casas
perdidas en las faldas de la Sierra de Alcaraz, estaba en completo silencio.
Unas olivas aliñadas y un recio vino de la tierra se presentaron en la mesa de
madera al tiempo que nos dábamos un apretón de manos. Uno de los
primeros comentarios que escuché al adentrarme en estos pagos allá por el
verano de 1994 fue que a este hombre «algo muy extraño le había ocurrido
con la luz», ¡y a fe que los cuchicheos y suposiciones se quedaban cortos!
Aquella noche estival el buen hombre, con el recuerdo aún latente en la
memoria, me explicó en la misma carretera como algo «imposible» le
persiguió varias veces hasta la misma entrada del pueblo. Su testimonio, con
el viento de la noche como sintonía, casi sin vernos las caras, me estremeció.
Era una de esas realidades que han de vivirse para comprender. Yo creía lo
que decía José Manuel Sánchez. Aunque no le pudiese dar la explicación que
él esperaba. En aquella primera cita, el buen hombre fue consciente de que
quizá quienes menos sepamos de este misterio somos los que precisamente
lo seguimos con ahínco por todos los rincones del globo. Hubo un respeto
mutuo desde el mismo instante que nos conocimos. Y en aquel viaje para
grabar exteriores y testigos, aproveché para dejar una vez más la grabadora y
permitir que un hombre, un hombre sencillo que vivía en el desierto
manchego de Albacete, contase su historia:
José Manuel Sánchez en su Renault 11, en el punto exacto de la carretera comarcal donde comenzó su
pesadilla.

—¡Cómo voy a olvidar aquella primera vez! Eso no se me irá jamás de la


cabeza —respira hondo y mira hacia el exterior a través de la ventana del
bar, fuera está el lugar de los hechos—. A esta carretera yo le llegué a cogerla
miedo. Así, como te lo digo. Era julio de 1992 cuando vi a la luz por primera
vez. Eran ya las once de la noche y estaba a punto de dar esa última curva
que se ve allí a lo lejos —señala con el dedo y luego baja la mirada—, me
encuentro con una luz muy rara que está como flotando, muy cerquita del
suelo. El corazón se me aceleró, al principio pensé en algún incendio o
incluso un tractor. Pero nada de nada. Aquello iba solo, y comenzó a
moverse saliendo hacia la carretera. Yo aceleré muerto de miedo y me metí
como pude en el pueblo. La luz quedó fuera un largo rato, iluminando el
suelo y los alrededores. Aquello… aquello era inexplicable.
—Y volvió a esperarte, ¿no es así?
—Eso fue unos pocos días después. Yo nunca había tenido ni tuve después
interés por estas cosas. Es más, ni me había creído una palabra de lo que a
veces sale en periódicos y televisión. Pero aquello estaba allí, ¡eso te lo juro
yo por lo más sagrado! Antes de aquello me ocurrió otra cosa en la misma
carretera que en el momento no relacioné con nada extraño, pero que con el
tiempo he pensado que igual tuvo algo que ver...
—¿Te refieres a lo que cayó del cielo? —le dije adelantándome a sus
palabras.
—Exacto. El 7 de agosto de 1992, a las cuatro de la tarde y con una
temperatura que estaría muy por encima de los treinta y cinco grados, me
cayó, en pleno capó del coche, una plancha de hielo... ¡una plancha de hielo
gruesa y de más de metro y medio de largo, ocupando casi todo el capó!
Nadie supo explicarme a qué demonios venía aquello, el hielo era gordo,
quizá un poco más oscuro... pero era hielo[1]. ¡Y qué demonios pintaba
cayendo del cielo en pleno agosto!
—No sé si te lo dije, Manuel, pero las investigaciones que realizamos,
colaborando con el propio Instituto Meteorológico de Madrid, nos dijeron
que eso, en la provincia de Albacete, a primeros de agosto del 92, era
realmente improbable. Por no decir imposible.
—Lo más raro es que horas después, por la noche, volví a ver la luz. Esta
vez estaba mucho más cerca, tanto que parecía estar posándose en el suelo.
Yo me dije: ¡Ahí está otra vez! Y noté cómo el pulso se me aceleraba. Volví a
meter la cuarta e intentar escapar de allí como fuese, entonces me di
cuenta... —hace una larga pausa y refleja en sus ojos una sombra de
nerviosismo—, ¡allí dentro había algo!, la luz estaba estática, algo alargada
hacia arriba y en total silencio, como la otra vez..., pero al pasar junto a ella
noté que el Renault 11 se me ahogaba, se quedaba sin fuerzas... entonces
pasé muy despacio junto a aquel fenómeno. Dentro había un hombre. Allí
dentro, dentro de aquella luz amarillenta había un hombre, algo grueso,
como vestido con un traje oscuro.
 
José Manuel Sánchez Cabezuelo llegó aquella noche preso de una crisis
nerviosa. Entre los macarrones de las cortinas, frente a frente a la explanada
donde apareció aquella esfera voladora, le esperaba vigilante su madre. Y
otros vecinos, acostumbrados ya a las idas y venidas de ese misterio,
aguardaban atentos desde las ventanas. Una vez más, nadie se atrevió a salir.
La luz, sea lo que fuere, avanzó hacia el pueblo y se quedó flotando como
una hoja muerta a unos veinte metros de las primeras casas de Cañicosa.
Esta vez tampoco nadie dijo: ¡Aquí estoy yo! En plena madrugada, aquel
fulgor desapareció en dirección al pueblo de San Pedro, donde están las
ruinas, los almendros y donde hace un siglo se rescató a la misteriosa Bicha
de su sueño casi eterno. En el campo de girasoles quedó una marca, como si
alguien, queriendo dejar huella de su paso, hubiese quemado la vegetación.
Tal y como llegamos hasta aquí, en el mismo sitio encajonado en el
interior de la Chevrolet, intenté, alejado de las monótonas conversaciones
del equipo de televisión, encerrarme en mis pensamientos. Al ir dejando
atrás la comarca de Balazote y San Pedro, como grupos de bombillas
mortecinas en mitad de aquella noche larga y fría, me vino a la mente la
imagen de José Martínez, concejal de Cultura de esta última localidad que
tuvo la fortuna de fotografiar «algo» idéntico a lo que describía el asustado
José Manuel. En plena carretera 322, una de las arterias de este enigma que
aún continúa, Martínez orilló su vehículo junto a otras muchas personas que
estaban maravilladas viendo lo mismo. Un artefacto luminoso, ovalado y
algo estrecho en su vértice superior, que remontaba el vuelo alejándose de
las miradas curiosas. Antes de que desapareciese, el eficiente concejal extrajo
la cámara de fotos Zenith que siempre llevaba consigo en el coche y logró
inmortalizar la escena.
El concejal de Cultura de San Pedro, José Martínez Ródenas, pudo fotografiar este artefacto luminoso
merodeando por la zona. Cruzando lentamente por la N- 322 fue observado también por multitud de
automovilistas. ¿Es esta la única imagen de la Luz del Pardal?

Los dibujos del asustado trabajador albaceteño y la fotografía eran


idénticos, exactos, milimétricos. ¿Era aquella la única foto de la esquiva Luz
del Pardal? ¿Continuaría presentándose en su mismo recorrido en los
siguientes años? ¿Podríamos algún día cazarla con medios tecnológicos para
demostrar su evidencia?
El enjambre de preguntas invadió mi cabeza y mis pesadillas, pues estas se
prolongaron con testimonios, luces y, sobre todo, la enigmática mirada de la
Bicha de Balazote como queriéndome dar algún mensaje sin descifrar que
solo ella conoce desde hace siglos. No pude vencer al sueño, el esfuerzo
había sido mucho, y los kilómetros y horas de grabación también. Y así, la
furgoneta beige atravesó de nuevo La Mancha con la luna llena como escolta
y con todo el equipo, menos el esforzado conductor, durmiendo entre
cámaras y focos. En esos breves momentos de descanso no imaginaba las
nuevas sorpresas que me aguardaban al llegar a la capital de España.

Í
OCTAVO DESAFÍO

A LUCINACIÓN: SENSACIÓN SUBJETIVA falsa que no va precedida de impresión


en los sentidos. Las más corrientes son las visuales, auditivas y cenestésicas.
Son siempre percibidas por un único sujeto. Espejismo: Ilusión óptica muy
extraña debida a la reflexión total de la luz cuando atraviesa capas de aire
muy calientes en contacto con el suelo. Sucede en los desiertos y en las
regiones polares.
Además de estas definiciones, los diccionarios médicos nos instruyen
acerca del concepto ilusión, visión hipnagógica o hipnopómpica, y otros
variadas terminologías del mundo de la mente y su capacidad para recrear
escenas que aparentemente no existen. Es un universo complicado a la vez
que fascinante, sobre todo cuando estas extrañas representaciones aparecen
acompañadas de sonidos, moviendo objetos, dejando huellas o, y es lo más
importante, ante más de un testigo. Yo, lo reconozco, recalé en muchas
ocasiones en esas teorías para desterrar algunos casos de extrañas visiones.
Pero, también lo admito, hubo otros que se resistieron a todos los análisis y
siguieron en mis archivos bajo el sello de «inexplicable».
La cronología histórica de los hechos misteriosos está repleta de
apariciones, que podríamos denominar como supuestas entidades
fantasmales, que antiguamente se intentaban relacionar con el mundo de lo
trascendente y lo espiritual y, en tiempos más próximos, con los tan traídos y
llevados objetos volantes no identificados.
Los casos que ahora expongo, investigados en primera persona, son
protagonizados por individuos de honestidad probada, variada condición
cultural y social y condición sana física y psíquicamente. Son personas como
usted, o como yo, aderezadas con un absoluto escepticismo en torno a lo
misterioso.
Ellos son una muestra inquietante de que algo, no sabemos qué ni de
dónde, se aparece en ocasiones ante nuestros ojos, como reclamando
atención y, por lo general, llenando de miedo al testigo. ¿Tiene esto algún
sentido?
Al parecer no, pero continúa ocurriendo, y tan solo unas pocas historias,
con mucho esfuerzo, logran salir a la luz.
Estos son los «encuentros con el absurdo» que más me han impresionado.
Sucesos ocurridos en diversos puntos de la Península y que no pueden
explicarse bajo la sencilla teoría de la alucinación. Ni mucho menos.
Aun hoy, los que tuvieron a esos seres extraños a tan solo unos palmos,
siguen preguntándose qué es lo que vieron y por qué ocurrió de ese modo.
Y con tristeza he de admitir que nadie les puede responder, ni la ciencia,
ni mucho menos la parapsicología o la ufología.
Nos adentramos en unas apariciones que sobrecogen el alma,
protagonizadas por personas de carne y hueso, con nombre y apellidos que,
intuyo, presenciaron una escena real a la que todavía no sabemos encontrar
un significado.
 
 
Lugar de los hechos: Varios.
Lugar de la investigación: Madrid, Alisas, Escalante, Torrelavega y Gama
(Cantabria), Burgos, Mondragón (Guipúzcoa), Hernani (Guipúzcoa),
Vitoria y Albacete.

 1 Curiosamente, al ir rematando estas líneas, España entera se sobrecogía expectante ante la lluvia de
«aerolitos de hielo» que, como nunca antes en la historia reciente, parecía haberse cebado
caprichosamente con nuestra Península. Toda una oleada de precipitaciones de hielo de hasta tres
kilos y medio que comenzó el 10 de enero en el pueblo sevillano de Tocina con el incidente más
extraño de todos, cuando una voluminosa roca de hielo se incrustaba a velocidad endiablada sobre el
capó de un coche aparcado en la calle. Un día después, en un polígono industrial de Valencia, un
«aerohielito» semejante rompía el techo de una de las naves y, ante el espanto de los empleados,
impactaba estruendosamente contra el suelo. En apenas diez días la Guardia Civil, que se encargó de
ir recogiendo cada muestra, realizó más de un centenar de «operaciones especiales». A finales del mes
de enero, el CSIC, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, aseguraba mediante su portavoz y
encargado de las investigaciones, Jesús Martínez Frías, como todo era un misterio, desde la
composición hasta la dinámica de caída, y como las habladurías y sentencias de algunos pretendidos
científicos que achacaban todo a una broma hispánica no tenían razón de ser. Desde entonces, y aún
sin descifrarse el misterio, las caídas de hielo han dividido completamente a los diversos sectores
científicos españoles en una polémica que aún retumba.
Las últimas noticias al respecto, ofrecidas por la periodista de Enigmas, Carmen Porter, señalaban la
aparición en febrero de nuevos casos en Italia y en Estados Unidos, donde varias personas incluso
fueron heridas por estas anómalas precipitaciones.
IX
Encuentros con el absurdo

  Rumbo a Cantabria.—Noche de miedo en el Puerto de


Alisas.—El hombre de la mirada triste.—Justo Tomás le
sacó un cuchillo al Diablo.—Claudio Rey: «Mi padre los
tenía bien puestos, pero aquello lo amedrentó».—
Mondragón: El encapuchado flota sobre la vía.—Un
diablo se pasea por el colegio de Aguas Nuevas.— El
gigante de ojos verdes. —Luchar contra el silencio.
 

U NA MESA REDONDA digna de los caballeros del medievo del recogido


Parador Landa, a las mismas puertas de la capital burgalesa, fue mi centro de
operaciones. Vigilado de cerca por dos rígidas armaduras, ya familiares
después de tantos años de «parada y fonda» en este rincón de la llanura,
desplegué el mapa de carreteras con varios puntos marcados en rojo. Detrás
de las cristaleras, la mañana abriéndose gélida sobre las torres de la catedral
gótica. Si mis informadores no fallaban, en los últimos tiempos unas
extrañas visiones se habían «adueñado» de algunas localidades cántabras,
llenando de pavor a honrados habitantes que, como ocurriese en un ya
lejano 1976[2], habían recurrido incluso a las autoridades. Con el humeante
café a la espera, tracé una línea y comprobé que toda la extraña casuística
que tenía amedrentados a los montañeses se circunscribía dentro de un
triángulo equilátero.
Un frugal desayuno y la compra de material fotográfico de última hora me
despidieron de las llanuras. La nacional Burgos-Santander se deslizaba hacia
las montañas con una soledad casi inquietante. No me encontré un solo
coche hasta bien transcurridos sesenta kilómetros. En El Escudo, lazo de
unión entre las dos provincias, con la cercanía cada vez mayor del lugar de
los hechos, empecé a sentir el nerviosismo que acompaña a toda
investigación en solitario. Una mezcla de emoción y de ansiedad por llegar
al objetivo, por pisar el lugar de los hechos y, sobre todo, porque los testigos
no se cierren en banda o sea uno mal recibido. Presentía que esto último no
iba a ocurrir; el corresponsal de la revista Enigmas en Santander, Fernando
Bustamante, había preparado convenientemente el terreno, ya que el asunto
merecía la pena. Un constructor del pueblo de San Román ha tenido a un ser
«volador» a un palmo de su coche. Aquello, sinceramente, me parecieron
palabras mayúsculas. Y pisé el acelerador hasta plantarme en el serpenteante
Puerto de Alisas.
 

Noche de miedo en el puerto de Alisas


Las gotas de lluvia habían comenzado a emborronar mi cuaderno de
campo. El cielo estaba cubierto, plomizo, como siempre ocurre en esta tierra
al dar el invierno sus últimos coletazos.
Frente a mí José Saiz, un hombre fuerte y recio, poco dado a la fabulación
o las fantasías, y que aún reflejaba una mueca de tormento en su rostro.
Cuando remontábamos la pendiente que subía monte arriba, noté que el
pulso se le aceleraba. «No había vuelto aquí desde aquello, ¿sabe usted?»
Cuando giramos hacia la derecha y quedamos frente a una curva solitaria
por donde se desliza el camino de asfalto negruzco, el hombre se derrumba.
Siente el miedo cercano. Aquello le heló la sangre. Caía una fina lluvia
cuando José comenzó a sincerarse conmigo. Estábamos en un montículo de
fresca hierba donde la noche de autos «algo» de forma humanoide aterrizó
sobre sus propios pies. No importó que mi pluma apenas pudiese avanzar
sobre las hojas mojadas del bloc, allí había una historia que destilaba
realidad por todos sus poros. Un encuentro con el absurdo que comenzó
una madrugada, cuando un viejo Renault 4 avanzaba por esta misma
calzada perdida entre montañas...
 
—Regresaba tranquilamente después de haber estado hasta altas horas de
la noche en unas obras, iba con las luces largas dadas y circulando muy
despacio, a unos 50 kilómetros por hora. Recuerdo que no hacía mucho frío
y llevaba la ventanilla bajada. No iba pensando en nada concreto...
—Y ¿en esta misma curva apareció algo?... —le pregunté mientras lo
fotografiaba señalándome el punto exacto donde surgió un cuerpo
suspendido en el aire.
Puerto de Alisas, Cantabria; José Saiz en el lugar y posición exactas en la que se posó a la vera del
camino aquel «ser volador».

—En un principio pensé que era una manta, ¡una manta volando llevada
por el viento! Me extrañó que fuese tan alta, como a unos dos metros del
suelo y por pleno centro de la carretera. Hice un cruce de cortas y largas y
aminoré un poco la marcha, metí tercera y me acerqué al parabrisas...
—Aquello no era un manta...
—Aquello —prosigue con un tono cada vez más angustiado— era un
hombre. En unos segundos pensé en una medusa, en una bolsa de basura
revoloteando por el viento, pero era alguien con brazos, con un cuerpo
absolutamente humano. ¡Eso se lo puedo jurar por mis hijos! Yo no supe qué
hacer, me quedé bloqueado por completo, compréndalo... aquello avanzaba
moviendo los brazos muy lentamente, como si estuviese nadando en el aire.
Poco a poco fue yéndose a la derecha y bajando con el pecho y las piernas en
paralelo al suelo.
José Saiz se queda mirando al cielo, luego baja su vista y se concentra en el
sector de terreno donde el ser descendió como un ave desconocida y
delirante...
 
—Se me encogió el alma... y sentí verdadero miedo. Verdadero pánico.
Allí no había nadie en kilómetros a la redonda, y delante del «chorro» de luz
de los faros había ido pasando un «tío» alto con una túnica o algo parecido
como vestimenta. Cayó justo aquí. Me eché instintivamente hacia la
ventanilla y entonces vi su cara, desplazándose como a saltos, de perfil, un
rostro pálido y muy largo, con la barbilla deformada. Aquello no se me
olvidará nunca... el ser había descendido y estaba recorriendo varios metros,
con grandes zancadas, como hace un buitre o un ave de gran tamaño
cuando cae al suelo. Era el mismo movimiento... exactamente el mismo.
—¿Y el «hombre de la túnica» quedó allí estático?
—Sí. Se incorporó al tiempo que yo avanzaba con el R-4. Fueron unos
segundos eternos, interminables. Un poco antes de pasar junto a él me fijé
perfectamente en su cara y en sus extremidades. Y no me cabía duda, era un
hombre allí, en medio de la oscuridad...

El hombre de la mirada triste


Así dibujó el testigo lo observado aquella noche de miedo en la que atravesaba, de madrugada, el puerto
de Alisas.

Noto cómo a José se le erizan los cabellos de los brazos. Le invito a que
prosiga y a que me describa el físico de aquel extraño humanoide...
 
—Era espantoso. La cara era alargada, muy blanca y huesuda, como la de
un cadáver. Lo que me sorprendió es que todo su cuerpo, incluso el rostro,
estaba iluminado de forma tenue, como con tres franjas que recorrían todo
de arriba abajo. Destellaba un color azulado y rojizo. El pelo, largo y lacio a
modo de melena, casi blanco y cayendo por los hombros. La túnica le
llegaba casi hasta los pies, parecía gruesa, y las manos y los pies eran largos y
muy huesudos, con una palidez como la del rostro. Superaría los dos metros
de altura, y en la frente llevaba algo que también relucía, como una diadema.
—¿Le dio tiempo a observar si le miraba?
—Eso fue lo que más me impresionó. Tenga en cuenta que yo subía esta
rampa y las luces daban en todo el arcén durante por lo menos veinte o
treinta segundos. Se me quedaron cosas muy grabadas, pero la que más fue
la mirada de aquel hombre... Era una mirada triste, que transmitía tristeza a
la vez que miedo, era una especie de resignación, algo inexplicable y que me
hiela nada más pensarlo. Lo que me espantó fue cuando, justo al pasar en
paralelo a él, noté cómo aquella mole se agachaba en un movimiento muy
brusco, como mecánico. Se agachaba y con su cara se acercaba hasta la
ventanilla. En ese momento, se lo puedo jurar por mi vida, sentí lo que era el
miedo.
—¿El coche le seguía respondiendo perfectamente en aquel momento?
—No tenía fuerza. Eso me angustiaba aún más. Yo reduje a tercera y toda
la rampa llevaba el pie pisando el suelo del coche, con el acelerador a tope,
pero no hubo manera, en todo el tiempo que pasé junto al extraño el motor
fue perdiendo fuelle, como si de un momento a otro fuese a detenerse.
Gracias a Dios, justo al rebasarlo, observándolo todavía como un bulto por
el espejo retrovisor, el R-4 dio un respingo, como si recuperase la fuerza de
una vez por todas.
—Imagino que salió de allí a toda velocidad...
—¡Y tanto! Llevaba la mirada de aquel hombre grabada a fuego. Pisé a
fondo otra vez, como si algo me indicase peligro. Él ni se movió, lo vi como
se lo tragaba la noche, quedando con la túnica y su luz en aquel repecho
junto a la carretera. Daba la impresión que allí estaba esperando algo...
La frenética bajada del puerto que José Saiz realizó aquella noche del 4 de
abril de 1991 estuvo a punto de costarle la vida. Trazó las curvas con gran
destreza, dejando las marcas de los neumáticos en cada giro, con la única
obsesión de escapar, de poner distancia entre él y aquella horrible visión.
Tras casi estrellarse, paró ante un viejo mesón que se levantaba en la falda de
la montaña. Eran las cinco de la mañana y tan solo los dueños se
encontraban acondicionando mesas y sillas. Tal y como me confirmaron, lo
vieron llegar aquella noche pálido como la cera y muy nervioso. Sentado en
una banqueta y con un vaso de agua como primer calmante intentó
reflexionar comentando lo sucedido, pero por nada del mundo quiso aceptar
la invitación de subir e inspeccionar de nuevo el terreno.
José Saiz, una persona honrada que goza del afecto y cariño de sus
vecinos, ya no ha vuelto a ser el mismo. En su mente, desde entonces,
permanece fresca la imagen de aquel «pájaro humano» que, sin que pueda
intuir por qué, decidió mostrarse ante él para amedrentarlo.
Una vez más, enfoqué hacia ese trozo de arcén repleto de verdor donde
había ocurrido algo imposible. La lluvia continuaba y yo me sumía, como
tantas otras veces, en preguntas, dudas y reflexiones que solo se pueden
tener cuando uno pone los pies en el lugar donde ha ocurrido una historia
como esta. Un verdadero encuentro con lo absurdo.
La voz enérgica de Bustamante me sacó de mis pensamientos. La
tormenta arreciaba, y a unos veinte kilómetros me esperaba otro pueblo, y
otro misterio tan impresionante como este. Y no dudé en volver a la
carretera, dejando atrás aquel lugar que ya para siempre quedaría registrado
en el archivo de mi memoria.
 

Justo Tomás Rey le sacó un cuchillo al Diablo


Escalante es un pueblo minero, gris, tranquilo, donde la vida transcurre
con pausa, entre ganado y saludos cordiales, entre el olor metálico de las
antiguas minas y, los más de los días, bajo una cortina de lluvia que no
abandona las calles y que deja el entorno un poco triste y vacío. Conocía de
sobra aquella carretera y aquellas casonas oscuras perdidas en medio de un
monte verde oscuro. En la carretera que llega desde la vecina localidad de
Gama, hace años, se observó otra figura errante y grotesca, siamesa de la que
en aquel inolvidable 1976 amedrentó a más de un testigo con su fúnebre
caminar por el mismo corazón del pueblo. Sin embargo, no eran esas
historias las que ahora reclamaban mi atención. En mi último viaje había
dejado pendiente un asunto que no pude tratar en profundidad por
limitaciones lógicas: el testigo único y principal del «acontecimiento» había
dejado este mundo hace la friolera de cincuenta años. Y eso era mucho
tiempo. Pero, y los que me conocen lo saben de sobra, lo difícil se me antoja
un reto, y al final, buscando cualquier excusa, siempre regreso para
enfrentarme con él. La historia, marcada casi a fuego en mi fiel cuaderno,
hablaba, en apenas dos líneas, del monumental susto de muerte que se llevó
el director de las minas al toparse de bruces con «un diablo que brillaba» y
que le aguardaba en un recodo del camino, muy cerca de la antigua iglesia. A
veces uno no sabe bien por qué, pero las historias «se huelen» o «se
presienten». Es como si una corriente te invadiese la columna y te tensara
hasta la última vértebra. Como un escalofrío profundo, un estiramiento que
te indica que sigas la pista. No he encontrado otra explicación para
enfrascarme en cientos de historias que parecían absurdas, sin un solo dato,
y que luego han arrojado conclusiones y documentos esclarecedores. Tenía
una cuenta pendiente en Escalante y la aldea, fiel a su tradición con este
tribulete, me recibió con tormenta. Con tormenta casi negra que se
prolongaba desde los afilados picos de Alisas.
Cuando subí las escaleras empinadas y estrechas de aquella casa de
madera antigua, me sentí profundamente feliz. En su interior, junto a una
mesa camilla que se iluminaba con la claridad de la ventana, me esperaba el
hijo de aquel hombre que, según contaba el pueblo, se enfrentó a un ser
inexplicable hacía muchos años.
La mirada afable y serena de Claudio Rey Castillo me dio seguridad entre
aquella oscuridad profunda de las casas viejas de montaña. Bajo las vigas me
arrimó el retrato de su padre, Justo Tomás Rey, todo un símbolo en la
historia de Escalante.
 
—Ahí donde lo ve, fue el hombre que sacó este pueblo para delante. Se
encargó de las minas de Dolomía, un material que hoy se usa para aislante
térmico, y dio trabajo a absolutamente todos los de la localidad. Y todos le
tenían gran respeto, como es lógico.
 
—Según he podido saber, recabando informaciones entre los más
ancianos, era todo un ejemplo de honradez y rectitud...
—Cierto. Como hay Dios. Jamás dijo una mentira, siempre fue un hombre
franco y sincero. Por eso sigo dándole vueltas a lo que vio o dejó de ver.
Aquello lo aterrorizó de por vida, créame. Él era un hombre emprendedor,
activo, un potentado en el sentido de lo que hoy conocemos como
empresario. Pero algo le salió al paso y a mí me lo contó hasta el mismísimo
día de su muerte.

Claudio Rey Castillo: «Y aquella figura que le salió al paso a mi señor padre llegaba con la cabeza a lo
alto del arco de la iglesia...»
Fotografié con cuidado aquel rostro expresivo, de bigote lacio y elegante
vestimenta que correspondía al que en vida fue don Justo, un hombre bueno
al que todos los parámetros se los hizo añicos algo que no podía ser, pero
que le esperaba embozado en la noche de Escalante.
 

Claudio Rey: «Mi padre los tenía bien puestos,


pero aquello lo amedrentó»
El 11 de agosto de 1912, treinta y cinco años antes de que en el mundo se
comenzase a hablar de los «platos voladores» y sus presuntos tripulantes,
este director de la mina de Escalante regresaba tranquilo del duro trabajo en
compañía de su prometida...
—Mi madre —me indica Claudio, mirando fijamente el cuadro con la foto
en blanco y negro que ha quedado apoyada junto al ventanal—, como hacía
todos los días, subía a su casa, y mi padre daba un paseo por la zona de la
iglesia, se fumaba algún pitillo y luego se iba a cenar a la fonda. Al girar por
la parte de atrás de la iglesia escuchó un ruido, un estruendo o algo parecido
al bramido de un animal que le puso en guardia. Había sonado muy cerca...
 
Convencí a Claudio para abandonar la casa y proseguir nuestra
conversación poniendo pie en el sitio donde todo ocurrió. Abandonamos los
huertos que rodeaban el caserón y salimos a un camino estrecho y asfaltado.
Junto a lo que hoy es una antiestética y vieja torreta de electricidad se colocó
mi contertulio echando una pierna adelante y poniendo rígido su brazo
derecho...
 
—Mi padre siempre nos dijo que aquella cosa apreció justo aquí, después
de verse un resplandor que le hizo retroceder... y recuerde que en 1912 no
había nada de esto, nada de luz ni agua corriente. El pueblo quedaba a
oscuras por completo.
—¿Aquello era como un candil?
—¡Quite!, mucho más fuerte. Hasta el último día de su vida mi difunto
padre recordó la historia, era como un foco, algo a baja altura que emitía un
fogonazo increíble. Los campos, los árboles, todo se llenó de esa claridad. Y
créame que candiles, por su condición de jefe de minas, el buen hombre
había visto muchos. Entonces retrocedió unos pasos y a su espalda notó
algo. Se giró y allí estaba...
—¿Allí apareció un hombre?
—Allí surgió algo, a la misma vera del camino. Pero algo de una altura
descomunal, imposible. Mi padre, con el terror grabado en la cara, nos dijo
siempre como aquello era un hombre que «destellaba», que emitía luz, una
luz blanca y como algo apagada...
—¿Aquel hombre no tenía cara?
—No había cara, no. Ni facciones de ningún tipo. Era como una sombra
blanca, elevándose a unos palmos del suelo y que allí flotaba como una
imagen imposible. Mi padre era adusto, seco. No bebía, no fumaba, jamás
contó mentiras y fantasías. Pero aquel hombre, nos lo juró una y mil veces, le
salió allí, y poco a poco fue retrocediendo hasta cruzar la calzada y situarse
justo aquí...
Claudio, visiblemente emocionado, se coloca bajo el pórtico de la recoleta
iglesia del pueblo, algo apartada del casco urbano y que presenta una puerta
labrada en madera y dos columnas en imitación del estilo dórico a ambos
lados. En el cielo continúa fraguándose la tormenta y suena algún trueno
lejano. No hay nadie en los alrededores. Mi interlocutor se abriga con su
chaleco de cazador y prosigue con voz algo temblorosa...
 
—El «individuo» llegaba hasta aquí, según nos contó mi padre. Lo que era
el cráneo llegaba hasta aquí.
 
Claudio señala al arco de medio punto que está a 3,80 metros del suelo.
En un segundo hago un cálculo fugaz: si el ser estaba «flotando» a medio
metro, distancia que luego corroboré concienzudamente, la medida exacta
de aquel «cuerpo extraño» sería de unos 3,30 metros. Sonreí para mis
adentros. Era el tamaño que presentaba el humanoide que se había paseado
por el lugar, un centenar de metros en dirección este y sesenta y cuatro años
después del susto del señor Rey. Todo un detalle.
 
—Era hombre pacífico mi buen padre —prosigue Claudio bajo el pórtico
—, pero lo cierto es que algo, quizá el sentimiento de peligro, le hizo sacar su
machete montañés y avanzar unos pasos hacia la figura, que estaba muy
cerca de este portalón. El hombre no sabía si huir como un loco o acercarse
aún más, a ver de qué se trataba. Lo cierto es que aquella figura se
«estremeció», tembló de arriba abajo como si vibrase cada molécula de su
ser y giró sus manos, separando los largos brazos del tronco como para
mostrar las palmas. Luego desapareció, se esfumó en la oscuridad como
tragado por la noche.
 
Aquel dato me hizo activar la maquinaria de la memoria. Había visto algo
parecido en algún lugar. Sinceramente, me abstraje de las palabras de
Claudio que la fiel grabadora continuó registrando por fortuna.
Caminábamos campo a través y le daba una y otra vez vueltas al dibujo
expresivo de un testigo que observó un extraño aparato ovoide muy
próximo al río y un ser de sonrisa enigmática y algo semejante a una aureola
que descendió por lo que parecía ser una rudimentaria escalerilla. Hubo dos
personas más que comprobaron como aquel «extraño» mostraba las palmas
de las manos en un gesto que nadie pudo comprender, antes de volver a la
hipotética nave. Prometiendo, por el bien de los lectores y de mi propia
curiosidad periodística, revisar los archivos [3], zanjé el asuntó preguntando
de nuevo bajo esa tarde plomiza y fría...
 
—Al desaparecer aquella cosa su padre huiría hacia el pueblo, imagino...
—Aquí viene lo más tremendo; cuando bajaba, con el corazón en la
garganta, se encontró a tres mineros que habían visto una luz como redonda
que subía y bajaba por el mismo camino. Se quedaron todos un poco con
miedo, y mi padre aún más. Recordaba el hombre cómo, segundos después
de que aquel «diablo» se fuese para sabe Dios dónde, se escuchó un tronar
como lejano...
 
En el preciso instante en que Claudio lo nombra resuena el fragor del
cielo. Ambos sonreímos por la casualidad, y él, con la mirada hacia la iglesia,
parece retornar a aquella escena que nunca pudo ver, pero que tantas veces
le había narrado su padre. La última prácticamente en el lecho mortuorio,
como un recuerdo imborrable.
No tuve mucho tiempo para despedirme del afable y culto Claudio Rey.
Los minutos fueron fructíferos, e incluso entrañables. Descubrí muchas más
cosas de aquella familia honrada y trabajadora como pocas. Y al despedirme
de aquellos parajes no pude evitar recordar el testimonio de las otras cuatro
personas que, en tiempos diferentes y probablemente con mentalidades muy
distintas, habían visto a lo que bien parecía un hermano gemelo
peregrinando por las lóbregas calles de Escalante.
Pero no tuve tiempo para sumergirme en divagaciones. A pocas horas de
allí, en el corazón industrial del País Vasco me esperaba otra historia
absurda, igualmente imprevisible y, al menos para mí, desafiante. De un
brinco volví a las carreteras para enfilar dirección a Guipúzcoa. Allí dos
personas habían presenciado la misma monstruosa «alucinación»
evolucionar ante sus ojos con rotunda arrogancia. No había tiempo que
perder.
 

Mondragón: El encapuchado flota sobre la vía


Junto a un gran piano dispuesto en el salón de la casa procedí a entrevistar
a Angélica Barrigón Varela, mujer de mirada abierta y franca, con la que
había quedado citado para aquella larga noche. Dos tazas de té rompieron el
hielo inicial de su timidez y la grabadora comenzó a andar. Presenciaba la
escena el buen investigador alavés Alfredo Resa, viejo amigo que me había
dado las primeras pistas sobre este nuevo incidente con «el absurdo» que se
remontaba en el tiempo y que, hasta ese momento, jamás había escapado de
las bocas selladas de las dos testigos que presenciaron aquello.
Todo sucedió a las cinco y media de la madrugada del 16 de enero de
1975, a las afueras de la populosa Mondragón.
Junto a los viejos raíles del tren, guareciéndose de la lluvia con sendos
«chubasqueros», avanzan en la noche Angélica y su compañera de trabajo
Remedios Díez, sorteando los charcos negros para llegar a punto a su trabajo
en la fábrica cerrajera. Paralelo a ellas, a su izquierda, bajaba un río
quebrado y violento, frenado por un murete de ladrillo con miles de
pintadas. Al otro lado, las factorías, enfiladas y expulsando humo denso más
oscuro aún que aquel cielo de la noche. No había un alma en el exterior.
 
—Yo fui la primera en percatarme de que algo extraño sucedía —me
confiesa Angélica con gesto grave—, algo no marchaba bien, y me giré
instintivamente. En ese mismo momento, como viniendo por la propia caja
de la vía, escuchamos perfectamente un zumbido, y no supe qué hacer, me
quedé bloqueado por completo.
—Procura describírmelo…
—Estaba flotando a unos dos palmos del suelo y de los hierros, y se
balanceaba muy suave de un lado a otro. Era como un monje, algo o alguien
que se tapaba con un tejido parecido a los impermeables gruesos usados por
los pescadores antiguamente. Nos quedamos heladas. A mí me subió un
escalofrío por la garganta. ¡Aquello no tocaba el suelo!
Angélica Barrigón Varela, en compañía de otra trabajadora de la Cerrajera de Mondragón, fue testigo de
la aparición súbita de un individuo espantoso que se cubría con una especie de capirote y capucha. A lo
largo de la visión todo el entorno se inundó de silencio. Una característica típica de estos «encuentros con
el absurdo».

—Pudisteis ver cara, facciones, manos...


—Parecía un enano, un ser achaparrado, y el traje era de un tono verdoso
oscuro que centelleaba ligeramente entre la lluvia. No pasaría del metro
veinte. La visión era horrorosa y nosotras no sabíamos qué hacer allí,
paralizadas por el miedo más grande que yo he pasado en mi vida. Recuerdo
cómo nos miraba fíjamente… y, sí, podíamos ver su rostro. Una cara blanca
y horrible, con forma de almendra y dos ojos oscuros muy profundos como
agujeros…
 
Tranquilizo a Angélica, que empieza a estar atenazada por el recuerdo del
miedo. Respira profundamente y prosigue su relato algo angustiada. Fuera el
viento de la noche vasca brama con fuerza.
 
—Lo que aún me asustó más fue el ver que aquel hombre, o lo que fuese,
no tenía piernas, estaban como cortadas por debajo de la rodilla, y la sombra
se colgaba en el aire un poco por debajo de la caperuza que portaba.
La capucha, eso no se me olvidará jamás, era como cuadrada y muy
grande respecto a la cabeza. Como un rectángulo muy definido. Y los
brazos, que debían ser muy pequeños y cortos, los guardaba en aquel traje,
un poco separados del tronco y sin que se viesen las manos…
 
—En esa zona suele haber perros que guardan de noche las instalaciones y
fábricas, ¿no escuchasteis sus ladridos?
—Eso nos sorprendió muchísimo… sí, sí que es cierto. Es curioso que me
lo preguntes. Luego, durante años, me he preguntado por los muchos perros
de las fábricas, a los que conocíamos tras tanto hacer, madrugada a
madrugada, el mismo camino, y que hubiesen ladrado e incluso atacado al
ver cualquier persona extraña que nos produjese miedo. Pero no, allí había
un silencio especial, nada se movió. Te juro que incluso no percibimos el
sonido de las sirenas de los talleres o el ruido de las maquinarias. Incluso no
recuerdo ni el sonar del río…
 
—No te lo he preguntado por simple casualidad, Angélica. Por cierto, ¿en
qué momento abandonasteis el lugar y la visión del ser?
 
—Bueno, el «hombre» nos miraba fijamente, con una mueca muy, muy
extraña. Como de sorpresa. En un primer «flashazo» creo que pensamos
incluso en algún niño deforme, no sé, alguien escapado de un orfelinato…
mil cosas que se te pasan por la cabeza. Pero fue al producirse una ráfaga de
aire cuando ya no pudimos más. El traje verde revoloteó sin pies ni piernas,
allí, ante nosotras. Aquello nos demostró que flotaba. Y era algo rotundo, no
era ninguna imaginación. Mi compañera había quedado unos cinco metros
más atrás que yo… y las dos veíamos exactamente lo mismo. No era ninguna
alucinación. Salimos corriendo, creo que gritando y llegamos llorando a la
Cerrajera de Mondragón. Recuerdo que seguimos la recta del tren del Urola
y volvimos a mirar atrás. ¡Y allí ya no había nada! Y te aseguro, y lo has
comprobado al ver la zona, que allí no hay manera de escapar en cinco o seis
segundos. ¡Es materialmente imposible! O aquello se tiró directamente al río
sin hacer ruido, o simplemente se lo tragó el aire. No había otra forma de
desaparecer…
 
Aquella noche hice parada y fonda en un viejo y confortable caserón
vitoriano, propiedad del buen amigo Resa. Curiosamente, pared con pared,
al lugar donde se alzaba mi primer colegio, a las afueras de mi Vitoria natal.
Con la noche estrellada, viendo desde la ventana de la buhardilla aquel
patio comido ya por las enredaderas donde hice mis primeras carreras y
juegos con seis o siete años, me invadió cierta nostalgia de la niñez.
Allí, envuelto en oscuridad, pensé muchas cosas, y entre ellas en el relato
que acababa de escuchar hacía unas horas de labios de lo que me pareció
una mujer honesta y sincera. Sentado en la cama, fijando la vista en el cielo,
intenté poner en orden mis ideas. ¿Por qué en todos estos casos de extraños
encuentros «cercanos» con estas supuestas otras realidades parecía haber
una deformación de espacio-tiempo? ¿Por qué tantas veces había escuchado
en boca de los testigos frases como «no se escuchaba nada», «la naturaleza
parecía muerta», «no me crucé con un solo coche en toda la experiencia»?
 
En definitiva, ¿por qué estas visiones parecían tener la facultad de
sumergir al testigo, por unos segundos, en un mundo a mitad de camino
entre lo terreno y lo onírico, en un territorio fantasmal y real al mismo
tiempo donde no parece tener sentido las agujas del reloj, donde parece
haberse parado todo el entorno y solo representan su extraña función, como
guiñoles de otro mundo, estos absurdos imposibles?
Eran decenas, cientos de entrevistas escuchando lo mismo. Y con tan
grandes y abrumadoras preguntas sobre la cabeza me alcanzó un profundo y
reparador sueño, a tan solo unos metros de donde se guardaban mis
primeros recuerdos felices.
Descansé a pierna suelta, con el alma un poco sobrecogida al ver aquel
patio viejo, barruntando y sorprendiéndome en el umbral del dormir acerca
de los vericuetos por donde nos conduce la vida. Tan sorprendentes, pensé,
como para encontrarse de «vuelta a los orígenes» persiguiendo este tipo de
misterios por un puro afán periodístico e informativo. Así, con cierta
nostalgia prendida del alma, me abandoné, como dicen los cursis, en brazos
del dios Morfeo. El descanso era necesario y urgente, pero el reportaje que
me había propuesto tenía nuevos eslabones que continuar uniendo.
El próximo me aguardaba en los callados campos de La Mancha, en un
pueblecito perdido de la provincia de Albacete.
 

Un diablo se pasea por el colegio rural de Aguas


Nuevas
Aguas Nuevas es uno de esos lugares donde tienen la fortuna, o la
desgracia, según sea quien lo mire, de que casi nunca hay ningún sobresalto.
Las casas encaladas bajo el sol de la Baja Castilla suelen dibujar escenas con
callejuelas casi vacías la mayor parte del día, con diálogos cortos entre sus
buenas gentes en las tres o cuatro tiendas de comestibles y tabernas, y algo
más de animación al caer lentamente la tarde, cuando se tertulia sin prisa al
socaire de los soportales de piedra vieja.
Como ya habrán adivinado, el lugar idóneo para que un día se quebrante
la calma debido a lo inexplicable. Mis viajes tras el misterio por esos parajes
de la «España tranquila» así me lo han demostrado. En las recoletas aldeas,
en los lugares envueltos en la sosegada rutina de los trabajos y los días es,
con más frecuencia de la que se imagina, donde salta la chispa de lo
imposible y lo ilógico. Y ese repentino misterio siempre hace correr ríos de
palabras entre las fuerzas vivas del pueblo.
Por lo general, que justo es decirlo, estas andanzas con lo absurdo que a
veces surge, aparece y asusta a quien se le ponga por delante, suelen
provocar más disgusto que alegría. Y tras los consabidos días de tensión,
donde se libera en cada casa y cada calle una mezcolanza de expectación y
miedo que se respira idéntica sea cual sea la región o provincia donde
ocurra, llega el silencio, la desaprobación, y la mayoría de las veces el ansia
de olvido, de que todo desaparezca de un plumazo para no ser el hazme reír
gracias al espinoso humor del pueblo vecino de turno.
Así se escribe la pequeña historia de los misterios españoles, esa que casi
nunca se retrata en ningún lugar y a la que los «sesudos investigadores»
jamás suelen acudir.
 
En Aguas Nuevas, allí donde la provincia de Albacete se encrespa hacia las
sierras, ocurrió algo parecido a cuanto he visto y recogido en innumerables
pueblos.
Ocurrió algo y luego el manto del olvido, forzado entre el desconcierto de
los cautos y la burla de los zoquetes de mollera, se adueñó de todo. No era
normal que alguien se interesase por una visión que duró poco, apenas un
minuto, y sobre la que se decidió poner «punto en boca» para que ningún
forastero la tomase con el bello municipio. Además, los testigos eran dos
niños, cosa que en su día significó «luz verde» para desprestigiar la historia y
adelantar el proceso de común silenciamiento. ¡En cuántos lugares el modus
operandi era exactamente el mismo!
Yo creía ciegamente que el testigo principal de esta historia no mentía. Ni
mucho menos. Y ese convencimiento lo conocen perfectamente otros que,
como yo, persiguen los misterios inexplicados por esta piel de toro. No es
nada científico, por supuesto. Es una sensación, un nerviosismo, un hervor
de sangre que te indica a las claras que ese interlocutor está diciendo la
verdad. Yo lo he sentido muchas veces, y en otras ocasiones el efecto
contrario me ha hecho desconfiar profundamente de un caso o una
investigación. Iván Carcelén, 20 años, y vecino de Aguas Nuevas, me
esperaba en la entrada de Albacete capital. Su historia no tenía desperdicio.
Otro de esos «complejos absurdos» que marcan la vida de uno sin remedio.
 

El gigante de ojos verdes


La serenidad y seriedad de Iván Carcelén me ganaron por completo. De
aspecto pulcro, palabra reposada y amabilidad extrema, el joven manchego
no era amigo de ir contando por ahí lo que vio en pleno invierno de 1987.
Conmigo hizo una generosa excepción.
 
Iván Carcelén estuvo unos segundos frente al «Diablo de Aguas Nuevas». De gran estatura y ojos rojizos,
el ser desapareció casi en un abrir y cerrar de ojos. «Yo vi aquello y me da igual quien lo crea o no.»

—Algunos llegaron a reírse y decir que había inventado… ¿sabe?


 
Asentí con la cabeza, haciendo un gesto como de estar escuchando un
soniquete tristemente conocido y recurrente. Le invité a que intentase
recordarme con la máxima profusión de detalles.
 
—Correría el mes de diciembre, antes de que nos diesen las vacaciones. Yo
estaba en el gimnasio del colegio, dentro de la zona cubierta, cerca de unas
espalderas, a punto de salir a la calle…
—¿Era ya de noche? —le pregunto, mientras en la penumbra de la media
luz voy anotando en el viejo cuaderno.
—Sí, desde luego. Serían las ocho de la tarde y ya estaba totalmente
oscuro. En el exterior había unas farolas que alumbraban algo.
—¿Y sales al exterior?
—Salgo dispuesto para ir a casa y doblo la esquina del colegio, no hay
absolutamente nadie. Entonces miro hacia una especie de verja que corre
paralela a la pared del colegio y lo veo.
 
Pocas veces he visto tornase un gesto amable en angustia en décimas de
segundo. Iván me miraba de cerca, en silencio… como si tuviera que
cerciorarse de que realmente yo creía su relato…
 
—Me quedé sorprendido, pero al principio sin miedo. Allí había un
hombre, un hombre de gran altura, que me miraba. No sé cuanto tiempo
estuve así, es como si me quedase absorto, pegado a aquel ser que estaba de
frente, subido a unas chapas que tapaban una especie de contenedor de
aguas…
 
Mi pluma anotaba rápido, como de memoria. Pérdida de la noción de
temporalidad, silencio absoluto en el entorno, en definitiva los rasgos
característicos de esa deformación del entorno que se produce en estos casos
absurdos y reales a un mismo tiempo…
 
—Era como una sombra —prosigue Iván mientras intenta dibujar con
trazo firme al extraño individuo en una hoja blanca—de un color rojizo. Es
algo difícil de explicar, no había allí traje alguno, ni cinturones, ni bolsillos.
Todo era una imagen roja, de arriba abajo, cubriéndolo entero. Aquello
refulgía en la noche…
—¿Y rostro?
—De verdad que el miedo me entró cuando vi que no había nada más que
ese color, y dos ojos grandes, redondos, de un tono verde. Nada más. Ni
nariz, ni boca. Y entonces sentí el miedo…

Así vio Iván Carcelén al ser que merodeaba por las cercanías del colegio rural.

—¿Qué altura tendría el ser? ¿Se movía?…


Permanecía allí quieto, junto al depósito. Era algo incomprensible, yo me
adelanté un par de pasos, ingenuamente, como para cerciorarme de que
aquello estaba allí de verdad. ¡Y vaya si estaba! Yo creo que llegaría
perfectamente a los tres metros. Y los brazos eran muy largos, le llegaban
como por debajo de las rodillas. De verdad que yo me asusté, me asusté
mucho entonces. Pero aguanté un poco más para ver qué hacía.
—¿Y se movió?
—Se movió, sí. Se giró de espaldas, como si no me hiciese ningún caso.
Dio media vuelta y comenzó a andar. Yo entonces vi su movimiento de
piernas, robustas e igualmente rojas. Todo seguía en silencio, un silencio que
me extrañaba. Lo que hice fue girarme a la derecha y salir del esquinazo
para ver si veía a alguien y avisarle a voz en grito, pero nada, no había
absolutamente nadie. No te lo vas a creer, pero en cinco, en tres segundos,
volví al camino y…
—Y allí no había nadie, ¿verdad? —le contesté con una tenue sonrisa—.
No preguntes cómo lo sé, he escuchado relatos de gente como tú, que ha
visto cosas parecidas, y siempre ha ocurrido…
 
Iván puso gesto entre extrañado y aliviado.
 
—Ya sé que parece absurdo, pero así fue. Allí no había nada. Y es
absolutamente imposible escapar. Por un lado una pared, por otro una verja.
Imposible absolutamente.
 
El joven, con un brillo muy especial en los ojos, recalca con fuerza sus
últimas palabras. Yo le hago entender que ese absurdo se repite, como si
fuese marchamo de realidad. Como si esas figuras apareciesen cuando se les
antoja, ante quien se les antoja, y luego son tragados por el espacio–tiempo
de un modo igualmente imposible.
 
—Es que esto solo se puede entender si uno lo ha visto. ¿No?
—Yo te entiendo, Iván, y sé que no mientes —le respondí en lo que
comenzaba a ser una conversación a corazón abierto—. Lo que ya no sé es
qué demonios has visto. Pero te entiendo mejor de lo que crees.
 
Luchar contra el silencio
Según me confesó en aquella cita, el bueno de Iván Carcelén no ha creído
jamás en ovnis o extrañas historias de apariciones. Nunca tuvo el menor
interés en ellas. Ni siquiera después de haber vivido esta experiencia. Para él,
como para todos los testigos del absurdo, esto era como un accidente que les
resquebrajaba conceptos y se convertía en una duda pendiente en lo más
profundo del pensamiento. Como una pena que acompaña durante años y
que a casi nadie se puede contar.
Quizá por eso su rostro se destensó y noté en él un cierto alivio. Creo que
Iván, en el fondo, sabía que yo lo comprendía. Comprendía su duda y su
angustia. Como la de los más de mil testigos que he entrevistado en estos
últimos quince años de búsqueda.
 
—¿Sabré alguna vez qué es lo que ví? —me preguntó con una tristeza que
otras muchas veces había tenido ante preguntas exactamente iguales.
—No creo. Quizá algún día el hombre descubra algo más de esta realidad
nuestra. Pero quizá ni tú ni yo vivamos, tú para saberlo y yo para contarlo.
 
Mi interlocutor quedó en silencio, pensativo. Mientras, yo le mostraba un
antiguo recorte, lo poco que podía ofrecerle. En 1980, siete años antes de su
experiencia, no muy lejos de Aguas Nuevas, en la carretera que va hacia
Pozohondo, una mujer y su hijo que conducían a altas horas de la
madrugada pudieron ver a un ser «gemelo» al que él me había descrito y
dibujado. Idéntico, exacto. La noticia la recogieron en aquel siempre
admirado diario Pueblo y luego jamás se supo.
Iván miró el dibujo que el ilustrador Goig había hecho reflejando las
declaraciones de dos testigos que aseguraron sentirse llenos de terror tras la
experiencia. Luego se despidió cordialmente, con sonrisa tímida y aspecto
de continuar viviendo con el peso del recuerdo. Su expresión, casi triste, me
recordaba a la de otros muchos que a lo largo de los años he podido
entrevistar. Es la impotencia, el miedo, la inseguridad.
Mientras atravesaba la capital manchega, y a pesar de que en mi cuaderno
de campo aún quedaban por examinar increíbles encuentros en la costa
gerundense, en el pueblo sevillano de Gerena, o en los silenciosos campos de
Cáceres, me fui encerrando en pensamientos y dudas que me asolaban desde
hacía tiempo, y que con este último testimonio se habían disparado. Al final
detuve el coche y sentí rabia al comprobar cómo la burla y la incomprensión
obligaban a testigos como Iván a ser reservados, huidizos, discretos. Es la
gruesa soga que asfixia estos casos, con testigos honestos, sinceros, fiables.
Sin afán de fabular o de dar a conocer su vivencia. Gracias a tanto charlatán
y embaucador —pensaba en la soledad del automóvil—, a tanto vidente, a
tanto vendedor de verdades espiritistas y esoteristas, a tanto abducido
paranoico, a tanto profeta de saldo, los testigos como Iván debían sentir un
nudo en la garganta. ¿Cómo contar su historia, estando envueltos del
descrédito que hacia todo lo insólito han sembrado algunos miserables?
El silencio, inexorablemente, se hace con estos casos. Fuentes básicas para
ser conscientes de que algo extraño está ocurriendo. Para ser conscientes de
que un guiñol etéreo y fantasmal convive con nosotros, y que personas
normales y sencillas, quizá por estar sin saberlo en el lugar y momento
adecuados, han podido verlo con sus propios ojos. Pero gracias a algunos
personajes, a algunas tendencias esoteristas y algunas formas de pensar, los
testigos fiables suelen preferir callar. Y es comprensible. Quizá por eso, esas
gentes, esas conductas y ese silencio sean mis peores enemigos. Y contra
ellos la cruzada solo puede hacerse de un modo: investigando e informando,
sin verdades adquiridas y sin oscurantismos, sino aprendiendo de todo, de
cada viaje, de cada búsqueda, de cada persona entrevistada.
Aquel día, bajo el techo desapacible de un gris Albacete, imploré porque la
dura pelea no fuese en vano. Después, como no podía ser de otro modo,
rodé de nuevo en busca de nuevos casos. Y es que la búsqueda, lo quieran o
no, siempre continúa.

Í
NOVENO DESAFÍO

E L FENÓMENO POLTERGEIST es uno de los que más miedo y recelo inspira. Y


es lógico que así sea. El hecho de que el misterio le vaya a visitar a la casa de
uno, o simplemente se encuentre allí plácidamente instalado desde hace
siglos, no es plato de buen gusto. Sobre todo porque esta curiosa actividad,
para algunos mental y para otros de origen brumosamente trascendental,
estalla con toda su fuerza en el momento más inesperado, siendo capaz de
reventar vasos y cristaleras, girar pomos de las puertas, generar aullidos o
risas grotescas en los pasillos, lanzar vajillas contra el suelo o desenroscar
lentamente las bombillas ante la mirada aterrada de los inquilinos.
La historia de estas supuestas energías inconscientes e incontroladas,
según dicen los expertos, es muy antigua, casi prehistórica, pues de ella ya
hablaban en la mítica Mesopotamia, o la voz de Plinio el Joven, quien sufrió
estos sonidos y estruendos «semejantes a cadenas que anduviesen por toda
la estancia» en el siglo II a. de Cristo.
A partir del 1600 esos fenómenos se popularizan, sobre todo en la Europa
más oriental. En Alemania son los primeros en bautizar a ese curioso
estallido que penetra en las casas haciendo que todo parezca cobrar vida por
unos instantes. En Baviera, en unos viejos legajos, se los describe como
incidentes de Polter y Geist, raíces cuyo significado indica, «duende burlón,
travieso o chillón».
Después, corriendo el reloj de la historia, llegaron a escena las siniestras
hermanas Kate y Margaret Fox, hijas de un pastor protestante asentado en la
barriada de Hidesville, Nueva York.
Su historia asombró a medio mundo en 1847, cuando al parecer, y según
decenas de testigos, se logra entablar supuesto contacto con una entidad
invisible que golpeaba continuamente las paredes de un dormitorio. Al final,
en el lugar donde siempre hacía acto de presencia aquel ente que se
popularizó como «señor pezuñas», se encontraron los huesos de un
ajusticiado buhonero, Chares Bryan Rosma, para algunos el autor
inconsciente, desde el otro mundo, de ese poltergeist. Así, este fenómeno
espontáneo y violento, aquí traducido a pequeños y sonoros golpes secos
denominados «raps», se convertía en el precursor del espiritismo.
Estas historias sobrecogedoras, que hoy las vemos como algo digno de los
cuentos del terror del pasado, tienen sin embargo una continuidad
asombrosa. Los tiempos y las ciencias han avanzado mucho, pero los casos,
con la misma furia incontrolada de sus invisibles productores, han seguido
manifestándose del mismo modo.
En nuestro país, y más concretamente en Madrid, las Fuerzas de
Seguridad del Estado han certificado la presencia anómala de estos
fenómenos en algunas viviendas tan normales como cualquier otra.
Sin historias que imponen respeto y algo de inquietud, más aún, como
comprobará el lector, cuando están protagonizadas por policías nacionales,
abogados, técnicos, ingenieros...
En el siglo XX, algunos incidentes ocurridos en plena capital de España,
repletos de documentos oficiales y de escenas dignas de una película de
terror, demuestran a las claras que la sombra de fúnebres historias como la
de las hermanas Fox continúa siendo muy alargada. Tanto, que se proyecta
hasta nuestros días... ¿Están dispuestos a comprobarlo?
 
 
Lugar de los hechos: Madrid.
Lugar de la investigación: Madrid.

 
2  El 9 de julio de 1976 tuvo lugar en el pueblo minero de Escalante uno de los encuentros con
«humanoides» mejor documentados de nuestra historia. Un total de cuatro testigos, entre ellos el
alcalde de la localidad, observaron nítidamente el «paseo» de un ser gigantesco, embozado en negros
ropajes, que caminaba torpemente adentrándose en el casco urbano de la aldea para luego salir por
una solitaria carretera comarcal. El «individuo», según las pesquisas del autor, llegaba a los 3,27
metros y portaba una especie de casco abombado de un color más claro. Acerca de este suceso y de los
que posteriormente asolaron la zona, existe todo un detallado capítulo titulado El año de los
humanoides dentro de la obra del autor Enigmas sin Resolver.
 
3 La «inmersión en los archivos» dio sus frutos previa revisión y desorden generalizado de las carpetas
dedicadas a Argentina. En dicho país, concretamente en una laguna próxima a la ciudad de San Luis,
capital de la provincia homónima ubicada a 835 kilómetros al oeste de Buenos Aires, tuvo lugar el
extraño incidente reflejado por la prensa en febrero de 1978. El encuentro tuvo lugar el día 4, y
testigos excepcionales del supuesto desembarco y extraño saludo del también supuesto tripulante,
fueron Manuel Álvarez, auxiliar de tráfico aéreo de Aerolíneas Argentinas; Pedro Sosa, empleado de la
Gobernación de San Luis, y Regino Peroni, empleado en el Casino Provincial. Los tres pescadores que
montaban guardia junto a sus cañas se sobrecogieron por el saludo y la sonrisa del ser, al que en un
principio compararon con «algo parecido a un ángel, enfundado en un traje muy ceñido». Poco
después, la División Científica de la policía de San Luis, al mando del subsecretario Guillermo Andrés
Sosa Pinto, encargó una investigación oficial de los hechos, contando como catedráticos de las
facultades de Mineralogía, Geología y Minería, comandados por el oficial principal médico Ernesto
Moreno. Las pruebas y mediciones sobre el terreno arrojaron la conclusión de que allí no había
ningún tipo de radiactividad o alteración del entorno. Tampoco las pruebas realizadas sobre los
protagonistas de la historia encontraron la más mínima contradicción o indicios de fraude. Otro
detalle: el ser de San Luis también era descomunal y «centelleaba con luminiscencia propia»...
X
La capital de los poltergeist

  Una grabación en Vallecas.—Juego mortal.— Informe de


la Policía Nacional.—Toboso 73:
La casa de los ruidos.—Miedo en los bajos fondos.— El
enigmático Mauricio.—Se derrumba el misterio.—
Poltergeist en un bufete de abogados.—Pasos
de mujer.—La extraña figura del pasillo
 
 

M AMEN DELPÓN, la productora, corrió rauda de un lado a otro del estrecho


pasillo. Tenía miedo desde que entramos en la calle Luis Pascual, número 8.
No me lo había dicho, pero se reflejaba en su rostro. María, la operadora de
cámara, me sonrió con cierto nerviosismo y me susurró al oído:
—La batería se ha descargado ahora mismo.
 
Era la segunda en apenas un minuto. Del todo imposible, ya que las
Betacam que empleábamos para nuestro programa policial en un canal de la
Comunidad de Madrid estaban preparadas para varias horas cada una. Lo
grave es que segundos antes Concepción Lázaro, la dueña de la casa, entre
socarrona y resignada, ya nos había avisado:
 
—¡La cosa esa se «chupa toda la energía»! ¡Ya lo veréis!
 
La casa, perdida en el populoso barrio de Vallecas, no era una más. Era
una de las pocas en las que la Policía Nacional había intervenido ante
presuntos fenómenos paranormales. La única sobre la que se había realizado
una denuncia y un dossier explicando hechos que no tenían ningún tipo de
explicación y que sucedieron ante los asustados agentes.
Desde 1992 algo agresivo, etéreo, negruzco, mantenía aterrorizada a una
humilde familia. Habían llegado a dormir todos en colchones en el salón,
cerrando puertas y ventanas, agazapados unos con otros, mientras por ese
pasillo que ahora grabábamos se oía una especie de lamento y las cosas caían
al suelo como empujadas por manos invisibles.
Máximo Gutiérrez, de temperamento calmado, rubio y corpulento,
natural de Badajoz y de 46 años, trataba de explicarse…
 
—Aquí mismo. Aquí mismo, señor, se veía esa sombra, esa cosa que
entraba en los cuartos, que parecía llorar en medio de la noche, que abría los
armarios y golpeaba en las paredes. Aquel día no pudimos aguantar más y se
presentaron aquí los inspectores. Salieron de aquí muertos de miedo… y no
nos resolvieron nada. Esto está aquí, nos sigue acompañando.
—Antonio, ¿y dónde murió su hija aquella noche?
—En la cama en la que usted está sentado.
 
Di un brinco. El cuarto, opresivo, sin ventanas, había permanecido
cerrado casi desde entonces. La cama, con un edredón azul y unas muñecas
de ojos expresivos y abiertos. Las mismas que presenciaron la escena. Las
mismas que se movían de un lado para otro de la estancia.
Le digo al cámara que vuelva a cambiar la batería y se enciende el foco.
Todo alrededor queda como tenue, con un papel pintado a la antigua usanza
que hace de aquel dormitorio de niña algo aún más pequeño y asfixiante.
Parpadea el piloto rojo y comienzo a hablar…
 
«En este dormitorio de la calle Luis Marín, número 8, ocurrió hace
algunos años un suceso misterioso e inexplicable. Estefanía Gutiérrez
Lázaro, de 18 años de edad, murió entre convulsiones tras haber practicado
el mal llamado juego de la «ouija»: A partir de entonces, una serie de
fenómenos, que podríamos calificar de poltergeist vienen acompañando el
día a día de las cinco personas que aquí viven. En noviembre de 1992 la
policía investigó los hechos e incluso fue testigo privilegiado de ellos…»
 
Mentiría al no reconocer que allí me sentía incómodo, inquieto.
¿Sugestión colectiva? ¿Impregnación «mental» de varias personas sintiendo
el mismo temor? ¿O una presencia real que desagrada y que en algunos
lugares «marcados» queda latente?
La historia reciente de esa vivienda, enclavada en la barriada conflictiva y
casi marginal como es Palomeras, haría temblar a cualquiera. Mientras las
cámaras hacían diversos planos de las habitaciones me senté en la
mesacamilla del salón para echar una ojeada a toda la información que había
ido recopilando acerca de esta verdadera «casa del terror».
Estefanía Gutiérrez Lázaro falleció en circunstancias extrañas, envuelta en una pasión desmedida por la
ouija y en una inusual enfermedad.

Juego mortal
El primer acto de esta tragedia urbana se produjo unos meses antes de la
intervención policial, cuando terminaba una larga convalecencia del anciano
padre de Concepción Lázaro. Acurrucado en su cama, en una de las
habitaciones, agredía y amenazaba al borde de la demencia a cualquier
miembro de la familia. Poco antes de morir le dedicó unas palabras a su hija:
«Te haré mucho daño en la vida…».
Unas semanas más tarde ocurría algo que, por inesperado, inundó a los
Gutiérrez Lázaro de oscuros presagios. Su hija de 18 años, Estefanía,
comenzó a mostrarse extraña y huidiza. Al parecer, practicaba espiritismo
de forma asidua a través del conocido y mal llamado juego del tablero ouija.
Según me confesaron sus propios padres, la muchacha empezó a sufrir
extrañas convulsiones que, en la mayoría de las ocasiones, acababan en
patología epiléptica. Una tarde, en el patio del colegio que distaba unas
pocas manzanas de la calle Luis Marín, las compañeras que secundaban a la
joven en colocar sus dedos índices para que el vaso se deslizase sobre el
tablero que ellas mismas habían compuesto con las letras del abecedario,
denunciaron a los profesores el estado crítico de la alumna. Según afirmaron
todas ellas, un humo extraño y negruzco había surgido repentinamente en el
mismo instante en que el recipiente de cristal estallaba en mil pedazos,
convirtiéndose en una fina columna de humo negro que ante los gritos y el
horror generalizado penetró por las fosas nasales de la víctima.
Máximo Gutiérrez, padre de familia: «Aquella noche, oyendo los gritos, lamentos y como se caían y
movían las cosas de un lado al otro, tuve que llamar al 091».

Estefanía Gutiérrez Lázaro entraba así en un estado de coma que a las


pocas horas se convirtió en una catalepsia severa. De ese trance no volvió a
salir. Una noche murió entre convulsiones y gritos en presencia de toda su
familia, en la misma cama en la que yo me había sentado hacía unos
minutos. En el informe forense elaborado en su día por el doctor Pedro
Cabeza se realiza toda una investigación de las posibles causas de la muerte,
diagnosticada finalmente como parada cardiorrespiratoria, incluso
diseccionando las vísceras y enviándolas para su posterior análisis al
Instituto Anatómico Forense. Al final, nada se clarificó en torno al óbito de
la joven y corpulenta Estefanía. Sin embargo, los padres pusieron durante
meses en duda el rigor con el que se realizó la autopsia. Para ellos había un
claro interés por enterrar el caso en el olvido y que pronto se dejase de
hablar del asunto.
Desde el momento en que acontece la extraña muerte comienza el
infierno de los Gutierrez Lázaro. Unos gritos de mujer diciendo en tono muy
alto ¡mamá!, ¡mamá!, levantan a toda la familia en plena madrugada. Al
abrir la puerta del pequeño aseo comprueban que no hay nadie. Las camas
están revueltas, como si alguien hubiese entrado y hubiese zarandeado todos
los objetos de esa habitación, que desde la noche trágica había permanecido
cerrada a cal y canto.
La noche siguiente, por el pasillo, se oye un soplido que conforme va
avanzando hacia la puerta de los dormitorios se convierte en una risa, en
una carcajada que hiela la sangre a los allí presentes. Todos hablan de la «voz
de un anciano».
Este es el baño en el que surgía una voz: «¡Mamá!, ¡mamá!», Estefanía ya había fallecido.

En pleno día, llegando ya el otoño de 1992, toda la familia comprueba


cómo las puertas del salón se abren de par en par y cómo unos puños
invisibles aporrean todas las paredes. Es tal la sensación de miedo e
inseguridad que deciden, entre todos, colocar un sofá bloqueando la entrada
y un pesado objeto de mármol. Cuando parece que todo ha pasado, de ese
pasillo angosto y largo surge algo que, como una corriente huracanada, abre
de nuevo el pomo y empuja todos los muebles hasta la pared de enfrente,
tirando todos los objetos de las vitrinas. Entre ellos destaca uno de gran
valor simbólico para la familia, un retrato fotográfico de Estefanía,
sonriente, meses antes de su óbito. Con espanto, Concepción lo deja caer de
nuevo al suelo. Cuando Máximo Gutiérrez decide levantarlo extrañado por
la reacción de su mujer, comprueba que una llama viva está devorando parte
de la imagen ¡por dentro del marco de cristal que tenía puesta la efigie! El
fuego imposible, desplazándose por el rostro de la niña, reduce a cenizas
parte de la fotografía en un hecho de inverosímil explicación, ya que el
cristal, atornillado firmemente, no permitía la existencia de oxígeno.
Aterrorizados, los humildes vecinos también comprueban, al bajar a la casa,
cómo una sombra espigada aparece en el pasillo, fundiéndose con las
paredes y penetrando en algunos dormitorios. Ya en el mes de noviembre,
Maximiliano, el hijo más pequeño, acude a la cocina para prepararse la
merienda. Está solo cuando nota algo que silba en el aire. Se agacha y
comprueba cómo una madera con la punta astillada ha atravesado el recinto
clavándose hasta el fondo en unos embutidos que cuelgan de la pared.
Un fuego voraz se apoderó repentinamente del retrato de la muchacha ante la mirada atónita de la
familia.

Hacia el día 24 de dicho mes, las dos hermanas que comparten una
habitación con literas describen una imagen horrorosa en plena madrugada.
Así me lo contaban delante de las cámaras, sentadas en las mismas camas:
 
«Se oyó como un silbido por el pasillo, algo que ya habíamos escuchado
otras noches. De repente oímos las dos como un lamento muy cerca de la
puerta del dormitorio. No podíamos ni subir una ni bajar la otra por el
terror. De pronto, en el suelo notamos algo. La luz de las farolas entraba por
la ventana y se veía con claridad. Por eso observamos que había alguien más
allí con nosotros. ¡Creímos morir! Una cosa larga, con forma de hombre,
como si un hombre se arrastrase, con la cabeza toda negra, sin ojos, sin
boca, sin nada, iba con el pecho pegado al suelo, deslizándose a lo largo de la
habitación, ¡la vimos las dos como te vemos ahora a ti! Empezamos a gritar,
y justo entonces las muñecas que tenemos amontonadas en aquella pared
empezaron a ser lanzadas contra el otro extremo con fuerza, una tras otra, y
empezó a sonar todo como con golpes y gritos. Cuando abrieron la puerta
nuestros padres, nos encontraron encogidas cada una en su cama y todas las
muñecas tiradas por el suelo, como si alguien hubiera estado jugando con
ellas durante horas…»
 
Al escuchar este testimonio, el nudo de mi garganta se tensó aún con más
fuerza. Lógicamente, llegó el día, tras la inaguantable experiencia casi diaria
de la presencia de «algo» en la casa, que tuvieron que poner los hechos en
conocimiento de la Policía Nacional. Así nacía uno de los más sorprendentes
expedientes X de nuestra historia.
 

Informe de la Policía Nacional


El 27 de noviembre de 1992, dos «zetas» de la Policía Nacional parten de
la comisaria 04-18 de distrito de Vallecas. En ellos viajan el inspector jefe de
policía José Negri, acompañado de tres agentes. Se detienen ante el portal
número 8 de la calle Luis Marín, de donde han recibido la llamada
angustiosa de un padre de familia envuelta en extraños sonidos y golpes de
fondo. Son las dos horas y cuarenta minutos de la madrugada.
En mis manos sostengo los expedientes oficiales de una de las pocas
intervenciones de las Cuerpos de Seguridad del Estado en una supuesta casa
encantada. Mientras tanto, el equipo de televisión continúa con sus extraños
problemas. Algo «devora» todas las baterías, incluso las de las cámaras
fotográficas. Ante el aparente desasosiego que se vive en esta casa al caer la
tarde retengo algunos párrafos de ese documento oficial que no tienen
desperdicio por lo dramático y clarificador:
 
A las 2:40 horas, por el canal 7 de H-50 llama el Z-2 y manifiesta que,
una vez se ha entrevistado con la familia y observado el interior de la
casa, según comunica, se le ha puesto el vello de punta…
Estando sentados en compañía de toda la familia, pudieron oír y
observar cómo una puerta de un armario perfectamente cerrada, cosa
que comprobaron después, se abrió de forma súbita y totalmente
antinatural…
Momentos después pudieron percatarse y observar cómo en la mesita
que sostenía el teléfono, y concretamente en un mantelito, apareció una
mancha de color marrón consistente que el Z-2 identifica como babas…
En el recorrido que hicieron por diversas habitaciones de la casa
observaron un crucifijo de madera al que, el fenómeno al que estamos
haciendo referencia, le había dado la vuelta, arrancándole el Cristo
adherido al mismo…
Que, según manifiesta una de las hijas, tomó el Cristo del suelo y lo
adhirió detrás de la puerta de la habitación junto a un póster
produciéndose también de forma súbita y extraña, tres arañazos sobre el
citado póster…
Aquellas frases estampadas con letra oficial en un informe de la Policía
Nacional dejaban poco lugar a la duda. Como conclusión, los cuatro agentes
certificaban que allí, en la humilde casa de Vallecas, hay una serie de
fenómenos de todo punto inexplicables.
Fragmento del informe redactado por los inspectores de la Policía Nacional tras visitar la

Aún no he obtenido respuestas para aquellas dudas que me asolaban


grabando en aquella habitación de luz mortecina, pero lo cierto es que el
temor, el pánico de esas personas, se me quedó grabado de un modo
especial a la despedida. «Aquí seguiremos nosotros, en compañía de esto»,
me dijo Concepción Lázaro, apoyándose en la umbral de la puerta de su
casa. Las entrevistas que realizamos a varios vecinos de la casa eran
concluyentes; un buen número de ellos había presenciado en dicho
domicilio fenómenos semejantes a los descritos por la familia Gutiérrez
Lázaro. Una vez más, sentí no poder servir de mucha ayuda. ¿Qué íbamos a
decir que estas personas no hubieran escuchado ya? Solo les propusimos la
vía de la calma, del sosiego, aunque en mi interior consideraba que eso era
poco menos que imposible. En las últimas fechas los fenómenos habían casi
remitido por completo, pero algunas noches, según me aseguró el propio
Máximo con aire preocupado y como queriendo no ser escuchado por el
resto, «esa cosa regresa».
Hasta sacerdotes con su carga de agua bendita y buenas intenciones
habían acudido al lugar intentando «espantar» a aquel, para ellos, «mal
concentrado». También algunos videntes y ocultistas pretendieron hacer su
agosto con esta familia desesperada. Algunos lo consiguieron, aunque al
final los propios afectados, por fortuna, comprobaron con sus ojos cómo
ninguno de los remedios mágicos de esa sarta de charlatanes causaba efecto
alguno. Al final decidieron encerrarse con su misterio, y así hasta hoy.

«Hay una serie de fenómenos del todo inexplicables.» Así concluye este expediente X histórico de nuestras
Fuerzas de Seguridad.

El asunto de Vallecas, no sé bien por qué, era un expediente X excepcional


que lo tenía guardado, perdido más bien, en lo más profundo de mis
archivos. Y un escalofrío siempre me acompañó el recordarlo. No fue hasta
algunos años más tarde cuando volví a pensar en él y en otros sucesos
«gemelos» que también habían ocurrido a no mucha distancia.
El cambio de mentalidad ocurrió una noche, inesperadamente, cuando
regresaba junto a mi compañera Carmen Porter de un debate sobre
periodismo e investigación policial celebrado ante los micrófonos de Radio
Nacional y al que acudimos por la llamada del entrañable colega y verdadero
«señor de la criminología» en este país que es Paco Pérez Abellán. Recuerdo
nítidamente cómo una conversación «off the record» con mi buen amigo y
afamado inspector policial Salvador Ortega, que llevó a las rejas a algunos de
los más importantes criminales que por desgracia ha dado nuestra piel de
toro, centrada precisamente en casas con crímenes repetidos donde «latía
cierta negatividad», recordé la historia de los Lázaro y los desencadenantes
fatales que habían llevado hasta el supuesto fenómeno poltergeist.
Curiosamente, en una de esas «jugadas del destino», ocurrió algo inesperado
a la intemperie. Al regresar de los estudios de Prado del Rey, pudimos
conocer de cerca a Carlos S., uno de aquellos agentes de policía que había
intervenido en el «Caso Vallecas». Era el conductor que, ya de madrugada,
nos llevaba hasta el domicilio. Entre los dieciséis mil taxis de Madrid nos
había tocado él como conductor. No pude evitar sonreír, entre alucinado y
sorprendido. Así, en una entrevista inesperada a vuelapluma, pude saber que
las sensaciones que se llevó aquel fornido agente, uno de los pocos que
certificó la presencia de algo de origen no natural en una vivienda española,
eran exactamente iguales a las mías. Aquel piso oscuro, cerrado, con un
clima de angustia y tensión en toda la familia, le impresionó vivamente.
Tanto que, a pesar del tiempo transcurrido, muchas noches recordaba de
nuevo a aquella pobre gente, tan cerca de un misterio que no se podía
detener ni reducir con la fuerza de las armas.
Las palabras de ese hombre, la inquietud de su rostro, fueron como un
resorte. A partir de lo escuchado esa madrugada decidí iniciar una completa
investigación de esos casos en los que algunas viviendas parecían cobrar
vida, una vida violenta e incomprensible que aterra el alma de quien mora
en ellas. Lo cierto, quizá por un excesivo respeto o por falta de pruebas
contundentes, es que casi siempre los había dejado de lado en mi quehacer
periodístico. Pero aquel policía, sin él saberlo, dio luz verde a un deseo
irrefrenable de penetrar en el mundo de esas «casas malditas».
Lo que en aquel momento desconocía es que la capital de España, con sus
casi cinco millones de habitantes bullendo día y noche, guardaba en viejas y
modernas avenidas las más increíbles escenas de fenómenos poltergeist con,
incluso, otras intervenciones directas de unas fuerzas de seguridad que
siempre acababan abandonando el inmueble, impotentes para diagnosticar a
ese tenebroso misterio que, por alguna causa que el hombre ignora, se niega
a abandonar determinados lugares.
 

Toboso 73: La casa de los ruidos


La investigación sobre las «casas encantadas de Madrid» echó a andar y
con ella yo me perdí por lugares, como la barriada de absorción General
Ricardos, a la búsqueda de recuerdos, datos y pruebas. El lugar, a caballo
entre las modernas construcciones que simétricas y deshumanizadas van
poblando los descampados, aún guardaba en mi última visita varias hileras
de casas viejas, de ladrillo rojo y edificación tosca, que aún resistían en su
emplazamiento original, envueltas en un clima enrarecido por la droga y la
delincuencia. En la zona sur de Carabanchel, este barrio no era precisamente
Beberly Hills, y a pesar de que su inmensa mayoría estaba compuesta por
gente seria y esforzada, inmigrante de otras partes de España, recientes
acontecimientos policiales, con el telón de fondo de la cercana penitenciaría
y sus revueltas, habían generado un clima denso de inseguridad. Cuando me
acerqué a una vecina de esos inmuebles bajos, pobres y perdidos en medio
de los descampados, que pasaba el tiempo vigilando a unos chiquillos, su
recomendación fue directa:
 
—Más vale que os vayáis, está oscureciendo. Y este no es buen sitio para
forasteros como vosotros.
Barriada de Absorción General Ricardos, calle del Toboso, número 73, los vecinos protestan en la
madrugada y cuelgan carteles exigiendo casas nuevas y atención. Unos ruidos extraños y cada vez más
fuertes no les dejan dormir.

Esas fueron sus palabras. Y el periodista y amigo Lorenzo Fernández,


quien, también muy interesado en la fenomenología de las supuestas casas
encantadas, me acompañaba en esta corta ruta por la periferia, alzó las cejas
como dudando de si hacer caso o no de la indicación. Al final proseguimos,
por aquella calle de tierra, sin asfaltar, hasta el punto donde se levantaba la
«casa de los ruidos». Un lugar que llegó a ser célebre y a copar portadas, a
reclamar la atención de científicos y autoridades y que «obligó» durante
varias noches consecutivas a permanecer a un buen número de vecinos a la
intemperie invernal ante los sonidos inexplicables y los golpes que surgían
en el inmueble que ocupaba el segundo derecha. Nada era diferente en el 73
de la calle Toboso que en el resto de los números. Los mismos portales y,
sobre todo, las mismas escaleras compuestas de lascas de piedra separadas
por el vacío, construidas por algún inconsciente y sin ninguna medida de
seguridad. Una auténtica trampa mortal donde, según pudimos comprobar,
más de una persona había quedado paralítica por caer en el temible hueco.
Todo igual, sí, pero aquel fenómeno se había únicamente «cebado» con ese
recinto, de no más de sesenta metros cuadrados, y donde vivían una pareja
de jubilados con su hijo adoptivo.
Los ecos de aquellas noticias, de aquella tensión acumulada durante días y
noches, ya habían pasado hace mucho. Pero nadie los había olvidado. Y al
preguntar levantamos de nuevo las ampollas de la suposición, de las
hipótesis y del miedo. Quien más, quien menos, no concilió el sueño por
culpa de aquellos ruidos «que parecían del otro mundo» y que, según la
mayoría, «nadie pudo explicar».
Con la Luna sobre la larga y desangelada calle, hablando a la intemperie,
junto a los portales, como si de un pueblo extremeño o andaluz se tratase,
viajé en el tiempo, saltando de voz en voz y de testimonio en testimonio. El
objetivo, reconstruir una historia oficialmente imposible que mantuvo en
jaque a medio Madrid y que allí aún se podía respirar, a pesar de que
ninguno de los habitantes de aquella «casa maldita» estuviese ya entre
nosotros…
 

Miedo en los bajos fondos


7 de febrero de 1977, 01:35 horas
 
La noche era muy fría, y hasta muy tarde las gentes habían permanecido
pegadas al televisor y a la radio. La situación del país, en la etapa más cruda
y problemática del proceso de transición a la democracia, estaba siendo una
lenta travesía del desierto. Se permanecía alerta. Y lo estaban desde las altas
clases sociales del centro de Madrid hasta estos centenares de familias
obreras que se apiñaban en la barriada General Ricardos, en unas
infraviviendas construidas para pasar diez años antes de un nuevo realojo, y
que ya llevaban a sus espaldas varias décadas más de servicio. El retumbar
de los disparos que habían helado el alma de la capital con la matanza de los
abogados laboralistas de Atocha, los posteriores atentados del GRAPO y las
muertes en plena calle de dos estudiantes por intervención policial, habían
generado una tensión sin precedentes. Y es en este clima de prudencia,
cuando no de miedo contenido, cuando suenan de nuevo los golpes. Unos
golpes secos, broncos, arrítmicos, que ponen el alma en vilo. Como las
noches anteriores, proceden del inmueble 73, concretamente del piso
tercero, donde viven Luis Antúnez de las Heras, 63 años y obrero en paro, y
su mujer, María Delgado Banea, de 66. Junto a ellos, Mauricio, de 16, un
adolescente mulato al que habían adoptado para no sentirse tan solos. Unos
puños de nadie chocan con fuerza en las paredes y todo retumba. Una
mesilla ha comenzado a moverse sola raspando los baldosines deslucidos.
Los platos se elevan y caen al suelo haciéndose añicos, la intensidad sube
hasta hacerse casi insoportable. Cuando la familia sale por la puerta, con el
viento helado removiendo los batines y el pijama, abajo, como ayer y
anteayer, ya se han aglomerado trescientos vecinos. Es imposible dormir, y
casi no se puede subir a las habitaciones. Todo tiembla, todo se mueve. Y no
hay explicación. Hacia las dos de la madrugada, cuando ya han aparecido
algunos medios de comunicación como Diario 16, con un jovencísimo Paco
Pérez Abellán a la cabeza, un hombre se cuelga del balcón para colocar una
pancarta. Los ruidos cesan poco a poco y los comentarios corren aquí y allá
entre una amalgama heterodoxa de gentes. Obreros de la construcción
contrariados mirando el reloj de la madrugada, amas de casa, inspectores de
policía, ingenieros aficionados a la parapsicología y técnicos constructores.
A los pocos minutos los golpes cesan. A veces son tres y luego cuatro.
Después se oyen uno a uno espaciados… Todos surgen, como si del
epicentro de un terremoto se tratase, de la tercera planta del número 73. Ya
no caben dudas. Es ahí donde se encuentra el misterio. La gente ya la llama
«La Casa de los Ruidos», donde surgen a veces a la una, otras veces a las
cuatro… y en no pocas ocasiones «regresan» casi al límite del amanecer,
despertando a toda la barriada de nuevo como si de la llamada de un tamtan
de otro mundo se tratase.

¡Que venga un cura!, decía la Prensa nacional y la propia Policía a la asustada familia Antúnez. Los
golpes y fenómenos del supuesto «poltergeist» tenían el epicentro en su vivienda.
Es una noche más en la oscura calle del Toboso. Nadie puede explicarse lo
ocurrido. De momento hoy, 7 de febrero, alguien que entre la multitud se
identifica como técnico del Ayuntamiento anuncia medidas determinantes y
definitivas para las próximas jornadas. Tras la palabrería la gente se disipa.
Unos vuelven algo temerosos a subir las lascas de piedra vieja. Otros, los
más, se alejan rápido del barrio en busca del sueño perdido. Al cabo de
media hora no queda nadie. Solo una pancarta ondeando en el balcón
donde antes todo era bullicio. En letras rojas, trazadas con rabia y tensión,
alguien había escrito «Queremos pisos habitables».
 

El enigmático Mauricio
La primera noticia que sobrevuela los medios es que una complicada obra
del metro en su línea 6, entonces en plena construcción, estaban provocando
el fenómeno «sobrenatural». Sin embargo, la duda se extiende al localizar el
punto exacto de las excavaciones y comprobar que los ruidos, para constituir
la causa de tanto desvelo, deberían viajar por el subsuelo a lo largo de varias
calles del extrarradio. Los golpes, por algún fenómeno acústico de difícil
comprensión, debían lanzar su eco a través de la avenida Valvanera, pasar
por debajo de Vía Carpetana y prolongarse por el llamado Arroyo de las
Pavas. Las gentes se confiaron un par de noches y pensaron en los arduos
trabajos de los obreros que levantaban a pico y pala la estación Oporto-
Carpetana. Varios peritos —un aparejador, un ingeniero en
Telecomunicaciones y un arquitecto—, enviados por el Ayuntamiento,
habían certificado que los sonidos provenían efectivamente de un tabique
modificado en las obras. Así, tras unos días de relativo descanso, se llega
hasta el domingo. Esa jornada los golpes suenan más nítidos y quejumbrosos
que nunca. En la casa de los Antúnez-Banea el televisor se ha elevado solo
de la pequeña mesilla y se ha estampado contra el suelo del salón. Luego una
encimera con vasos se ha caído estrepitosamente. Toda la hilera de casas
retumba como nunca. Las gentes vuelven a hacer peregrinación nocturna:
ese día no había ni obra ni obreros y los ruidos continuaban allí. En la
madrugada, la psicosis estalla con toda su fuerza, con la masa convencida de
que las autoridades les habían engañado y que se está efectuando algún tipo
de socavón clandestino bajo los edificios. Horas después es el propio alcalde
de Madrid, Juan de Arespacochaga, quien emite un comunicado urgente
pidiendo calma y asegurando que no se está produciendo ninguna obra bajo
la calle que pudiese poner en peligro la estabilidad de las viviendas. Nadie
sabe la causa concreta de los ruidos y de la presunta fenomenología
poltergeist que se está desencadenando en el tercer piso del número 73. Los
disturbios provocados por los vecinos, que continúan con sus demandas de
viviendas más dignas, se entremezclan con la cara sorprendida de los
técnicos y la llegada de jóvenes entusiastas armados de cámaras fotográficas
y grabadoras para inmortalizar el asunto. Las agitadas noches son
demasiado largas. También llegan algunos prestigiosos investigadores como
el filósofo Germán de Argumosa y algunos miembros de la SEDP (Sociedad
Española de Parapsicología) dispuestos a saber qué se oculta tras el telón.
Mientras tanto, en el «piso infestado» Mauricio procura dormir. Lo hace en
el salón, junto a sus padres adoptivos. Sobre la mesa y el viejo hule algunas
botellas de gaseosa que han reventado como por arte de magia, unos
pequeños cuadros descolgados y cristales rotos por todo el estrecho pasillo.
El joven parece no comprender nada, no se asusta como el resto de su
familia, sino que se queda como aletargado, sumido en una especie de
ensimismamiento. Es un tanto retrasado y en el barrio es querido y popular
por ser «chico de los recados» de multitud de comercios y vecinos. De algún
modo, los ojos de los investigadores se centran en él. Los fenómenos
violentos parecen seguirle allí a donde va. Diario 16 explica el estado crítico
de ese pequeño piso con rotundo titular: Cuando el mulato Mauricio se
aburre, la casa tiembla. En plena madrugada, entre el gentío, un policía
municipal ha salido espantado de la vivienda. Al pasar por el umbral de la
puerta grita desaforado: ¡Que venga un cura!
Mauricio junto a su madrastra. De inmediato la Policía, los psiquiatras y los parapsicólogos centraron su
atención en él. Todos opinaban que era el culpable, consciente o premeditado, de la trama.

Un hombre en el laboratorio
El magnetofón se puso a grabar en plena noche, en presencia del propio
Mauricio, sus padres y varios investigadores. Germán de Argumosa llevaba
las riendas del experimento. Tras dos minutos y medio dejando correr la
cinta, esta se rebobina y se procede a la escucha mediante cascos. El rictus
del profesor se vuelve líbido; en la grabación surge una voz sumamente
angustiosa, de hombre, muy joven, que grita en un tono alto y registrado por
los indicadores vumétricos del grabador la frase ¡Tengo miedo! Es tal el
impacto, que Argumosa decide hacer otras pruebas psicofónicas, pero la voz
no vuelve a presentarse. Para él esto es un dato incuestionable de que dentro
de esa casa no existe fraude. Muy al contrario, el jesuita Óscar González
Quevedo frunce el ceño y piensa en que es el propio Mauricio quien
aprovechando un conocimiento excepcional de la transmisión del sonido
«engaña» vilmente a los investigadores y la vecindad para provocar el
fenómeno. Entre las dudas y suspicacias se produce un hecho que encoge el
alma de los allí presentes. En la pequeña habitación donde duerme el
muchacho suena un estruendo, al abrir las puertas de par en par se
comprueba cómo dos agujeros del tamaño de un puño han aparecido en
pleno centro de la pared. En los miembros de la asustada familia hay casi
desmayos. Son unos orificios circulares, que parecen haber sido producidos
por fricción de algo metálico y que han surgido «de la nada». Ese mismo día,
el miembro de la Benemérita Tomás N. L. los observa detenidamente y
graba nuevos sonidos, esta vez más cerca. Los ruidos, estoy seguro, se
encuentran a menos de diez metros. Yo voy a dar un informe a mis superiores,
pero mi misión acaba aquí. Al amanecer del 10 de febrero, por mandato
policial, el comisario de distrito, Mariano Gómez García, se hace cargo del
caso. Lo primero que solicita es un informe pericial concreto que correrá a
cargo de la comisión formada por Dámaso Fariñas (ingeniero de Caminos),
Guillermo Serrano (ingeniero Naval), Luis Prieto (técnico en Electrónica) y
Gonzalo Vallejo (técnico en Fotografía).
La lámpara se desenroscó sola, como había ocurrido en algunos casos clásicos de casas infestadas en el
mundo.

Al tiempo que la comitiva entraba en la casa con una gran expectación


por parte de la vecindad y los medios, el ya harto inquilino, señor Antúnez,
clamaba al cielo: ¡Me han vuelto a decir los municipales que, si yo era católico,
lo que debía hacer con urgencia es llamar a un cura para que dijera unas
misas! ¡Pero como voy a pagar yo unas misas si casi no tenemos ni para comer!
Uno de los «boquetes» que iban apareciendo repentinamente en la habitación del singular mulato
Mauricio.

En medio de esta vorágine, digna de una película neorrealista, muy


pronto estos especialistas oficiales creen haber dado con el «productor
inconsciente» de aquellos golpes sin dueño. Tras una serie de pruebas
realizadas en presencia del joven Mauricio, se piensa casi probado que los
raps, terminología sajona que dentro del argot de la parapsicología se refiere
a los golpes secos y continuados de origen desconocido, solo ocurren en su
presencia. Tras una orden policial se decide trasladar al «sujeto dotado» a las
dependencias que en la vieja calle Belén tiene instaladas la Sociedad
Española de Parapsicología, convirtiéndose así el mulato en una de las
primeras personas estudiadas en laboratorio parapsicológico tras una
intervención policial.
Lo cierto es que mientras Mauricio se mantuvo entre pruebas, aparatos y
medidores, los golpes y temblores remitieron hasta desaparecer por
completo. Se llegó así a la inmediata conclusión de que, efectivamente, y tal y
como algunos habían apuntado, no había ningún tipo de relación entre el
fenómeno y las obras del metro. Sin embargo, al final, tras varios días de
tensa espera, el informe oficial reza como conclusión que los fenómenos
supuestamente paranormales acaecidos en el domicilio, tales como movimiento
de objetos, bombillas que se desenroscan o enseres que se precipitan contra el
suelo, no guardan relación alguna con los sonidos que se oyen desde el exterior
de la vivienda y que han mantenido alarmada a la vecindad.
Para los autores de este documento, las señales acústicas procedían de un
foco localizado a unos 700 u 800 metros del inmueble. Estas conclusiones se
enfrentaban directamente con las de otros investigadores, policías y la
propia Guardia Civil. De Mauricio se supo poco más, ya que los medios
informativos abandonaron el asunto inmediatamente, sin saber con qué
carta quedarse. Mientras algunos abogaban por una inteligente e increíble
broma del muchacho, cosa que jamás se pudo comprobar, el Ayuntamiento
hacía un último análisis del terreno. Durante cuatro días, los ruidos del
«Duende del Toboso», como así lo bautizó la populosa barriada, regresaron
con más fuerza que nunca. Ni Mauricio ni su familia estaban en el inmueble.
La última información que pude recopilar al respecto, el último escrito
oficial de este apasionante poltergeist olvidado en pleno corazón del castizo
Carabanchel, fue el del encargado que realizó unas fosas junto al edificio
para comprobar si había peligro de derrumbe. Su nota técnica me hizo
esbozar una sonrisa:
 
Las viviendas afectadas de la calle Toboso son perfectamente
habitables, no existiendo de momento peligro alguno de
derrumbamientos ni grietas de importancia en su superficie y en los
bloques de muros de contención. Eso sí, sobre los ruidos producidos en
las últimas fechas, a nivel técnico, absolutamente nada se puede añadir.
Simplemente, que ahí están.
 

Poltergeist en un bufete de abogados


Todavía no me había repuesto tras leer aquellas conclusiones que llevaban
al papel la certificación del absoluto desconocimiento que se tenía, y se tuvo,
sobre estos fenómenos que al parecer se adueñan de algunas viviendas por
alguna ley que nada tiene que ver con nuestros parámetros científicos,
cuando sonó el teléfono de mi domicilio. La llamada no podía ser más
oportuna. Me hallaba plenamente enfrascado en la investigación de los casos
poltergeist sin resolver en Madrid y aquel nervioso saludo fue de todo menos
casual. Volví a sonreír cuando el prestigioso abogado José Manuel Carrasco
Codes, noble amigo de juventud y del que hacía tiempo no tenía noticias,
me informaba de que en su despacho estaban ocurriendo cosas muy
extrañas. Enseguida el rostro se me desencajó al comprobar el miedo y la
genuina preocupación de mi interlocutor, para más señas absolutamente
escéptico en todo lo relacionado con temas insólitos. Sus palabras fueron
rotundas y claras:
 
No me cabe duda de que algo fuera de lo normal está ocurriendo aquí,
en nuestro propio gabinete. De un tiempo a esta parte han ocurrido
hechos extraños que, te lo aseguro, nos tienen muy escamados. Uno tras
otro, mis compañeros han ido sufriendo una serie de experiencias que
me resultan muy difíciles de catalogar y que nos han llenado de
extrañeza. Jamás habíamos prestado atención a estas cosas pero…
estamos asustados.
 
Las palabras del atemorizado licenciado tenían mucha más miga de lo que
en un principio pude imaginar. Mientras proseguía la conversación fui
siendo consciente de que, en toda la historia de nuestra parapsicología, no
había un solo caso de supuesto «bufete encantado». En este, ocho abogados,
algunos con muchos años de experiencia y seriedad probada, eran testigos
de primera fila. El desafío, como no, me pareció apasionante, y a los pocos
minutos llamaba a mi compañero en la dirección adjunta de la revista
Enigmas, Lorenzo Fernández, para que me acompañase a «inspeccionar»
una historia que a buen seguro le gustaría.
La lluvia me acompañó durante el trayecto hasta la glorieta de Alonso
Martínez, una zona muy transitada y bulliciosa que a aquellas horas de la
tarde-noche ya comenzaba a quedar casi desierta. Caminé chapoteando por
la acera, absorto en mis silenciosos pensamientos. Sobre el papel, lo que me
iba a encontrar era algo semejante al incidente de Roseheim. El caso,
ocurrido en dicha ciudad alemana, está considerado como uno de los pocos
investigados por la ciencia y que arrojó resultados paranormales
absolutamente definitivos. Allí, en el despacho del abogado Adams, los
objetos se movían solos, los sofás se desplazaban y chocaban contra las
paredes, las bombillas se desenroscaron ante la presencia de cámaras
filmadoras, y una serie de lamentos y golpes estremecedores envolvieron
todas las salas al tiempo que las luces se encendían y apagaban como si
hubiesen cobrado vida. Todo se registró electrónica y visualmente, como un
riguroso trabajo científico pionero en este campo. El doctor psiquiatra de la
Universidad de Friburgo Hans Bender estudió durante meses el caso,
concluyendo que una casi anónima empleada, Annemarie Schnabel, era la
causante inconsciente de todos los fenómenos. Según los concienzudos
estudios efectuados sobre el terreno, la joven provocaba aquel increíble y
estruendoso poltergeist debido a una «psicocinesis incontrolada».
El «dictamen» arrojaba las mismas dudas, ya que como suelen pecar los
infomes parapsicológicos, la explicación sigue siendo tan misteriosa como el
propio fenómeno analizado. Pero no me dio tiempo a divagar más.
Recogimos los paraguas y pulsamos un viejo botón del portero automático.
En un edificio construido a finales de siglo me esperaba el misterio en
directo. ¿Me encontraría en ese viejo piso un Rosenheim español?
 

Pasos de mujer
Una casa vieja, con luz mortecina y escaleras de madera. Un ascensor con
doble puerta que llevaba sirviendo desde los años treinta. Un ambiente, al
menos así lo veía, digno de los oscuros crímenes de posguerra. Llegamos
cuando la jornada había finalizado, pero todo el plantel de profesionales nos
esperaba impaciente en el pequeño vestíbulo con las paredes pintadas de
amarillo claro. Decoración sobria, completo silencio y gestos de miedo no
disimulado. Sinceramente, me encontraba ante uno de esos casos de los que
es difícil dudar. Delante del cuaderno y la grabadora, ocho abogados
aterrados por algo extraño que les rondaba desde hacía varias semanas.
Realizamos una primera inspección ocular, intentando comprobar la
existencia de determinadas corrientes de aire, dilatación de maderas o
filtraciones en cañerías que en muchas ocasiones han ocasionado
confusiones. Resultado negativo. Todo parece bajo una calma densa.
Alrededor de la mesa de Carrasco Codes, corbata dorada y negra y camisa
blanca de hilo, se arremolinan los compañeros. Según nos indican, nadie
quiere quedarse solo en el bufete desde que han comenzado los sucesos.
Lorenzo y yo somos todo oídos. El primer testimonio que sale a relucir es el
de la licenciada Marisa G., quien es la primera en denunciar la presencia de
unos golpes «como de nudillos» en el largo pasillo que comunica los
diferentes despachos. Tras prestar atención, comprueba que los sonidos más
bien parecen «pisadas» de algo que deambula por la estancia y que en
determinado momento comienzan a ir más deprisa hasta empezar una
carrera corta, que se detiene ante la puerta de una habitación en desuso. La
testigo se sobrecoge al notar que parecen pisadas producidas por zapatos de
tacón. A la mañana siguiente el fenómeno aparece un poco más tarde. La
abogada sale corriendo y aquello surge inmediatamente ante la histeria de la
protagonista, quien llena de miedo decide encerrarse en el pequeño baño.
Fuera quedan los pasos, yendo frenéticamente de izquierda a derecha, de un
lado a otro de la puerta, como si esperase la salida de la víctima. Allí, con el
seguro echado y bajo una gran angustia, permanece Marisa durante dos
largas horas, justo hasta que por la puerta principal se escucha la llegada de
un compañero. En ese momento las pisadas misteriosas inician otra carrera
pasillo abajo hasta desaparecer.
Unos días más tarde, según nos confirmaban allí todos los testigos
presenciales que poco a poco iban perdiendo su inicial temor a contar a
unos periodistas las escenas vividas, ocurría algo doblemente extraño. La
puerta de la habitación que servía como cuarto de los trastos donde se
apiñaban enseres de limpieza y viejos muebles del anterior inquilino,
comenzó a abrirse y cerrarse dando portazos ante la presencia de todo el
bufete. La cosa no sería anormal, nos indicaban frente a ella, de no ser
porque siempre estaba cerrada a cal y canto con un pestillo que la atrancaba
por fuera.
Comprobé personalmente cómo quedaba encajado el citado pestillo y,
realmente, y a pesar de mis iniciales suspicacias, aquello era imposible que se
hubiese descerrajado sin que nadie hubiese forzado directamente los
herrajes. El abogado Francisco Reche fue quien prosiguió el relato volviendo
a abrir y cerrar la puerta:
 
—Así nos la encontramos aquel día, dando bandazos. Lo más curioso es
que en el preciso instante en que volvimos a echar el pestillo ocurrió una
cosa que ya no nos pareció tan casual. En la sala donde estábamos haciendo
los informes, y ante los ojos de las secretarias que los mecanografiaban, saltó
el carro de la máquina de escribir cayendo al suelo con gran estruendo.
Después regresaron los ruidos por todo el pasillo…
 
Daba la impresión de que nuestra llegada, a pesar de que poco podíamos
aportar en la solución al enigma, había sido como una píldora
tranquilizadora para la mucha tensión que allí se respiraba. Era algo
chocante ver a aquellos hombres acostumbrados a bregar con los más
complejos casos ante los tribunales de justicia, absolutamente convencidos
de que algo o alguien rondaba el edificio en los últimos días. Los golpes o
raps, según la terminología científica al uso, habían comenzado por ser un
comentario jocoso al que no se le prestó importancia y se acabaron
convirtiendo en algo escuchado por todos, con la seguridad absoluta de que
ningún fenómeno natural actuaba en ellos y que no provenían, tal y como se
comprobó, de ninguno de los pisos anexos. Intenté ir un poco más allá, ante
el convencimiento de que estas personas habían sido testigos de algo más
que por una mezcla comprensible de temor y pudor no estaban muy
dispuestos a airear. A pesar de todo, pedí silencio ante la tertulia planteada
en pleno despacho central y planteé mi pregunta directa y concisa:
 
—¿Alguno de vosotros ha presenciado fenómenos que van más allá de los
golpes?, ¿algo semejante a presencias, sombras, figuras?
 
Se hizo el silencio por unos segundos. Se miraron unos a otros y al final
quebró el hielo uno de los abogados…
 
—Yo. Yo vi algo hace una semana…

La extraña figura del pasillo


Quien me hablaba era el licenciado David Muñiz, una de las últimas
incorporaciones al bufete. Bajo sus gafas de fina montura irradiaba una
sensación de angustia que aún no había pasado. Caminé con él sobre las
maderas del pasillo, encendiendo las bombillas a nuestro paso. Junto a un
esquinazo se detuvo y comenzó a indicarme el lugar por donde surgió aquel
ruido que él identificó al primer momento como «pisadas»…
Bufete de abogados en pleno Madrid; David Muñiz: «Aquí comencé a escuchar los pasos que venían de
frente».

—Eran las 15:30 de la tarde y me encontraba realizando unas fotocopias


en uno de los despachos del fondo. Cuando caminaba por aquí, sin que
hubiese nadie más en todo el piso, sentí un ruido que me venía de frente. Me
paré en secó y noté como dos pasos, ¡dos pasos en medio del pasillo! Se
paraban también, como si se detuviesen al haberme yo parado antes. Te lo
juro, me quedé petrificado. Allí no había nadie más que yo. Me giré
dispuesto a entrar de nuevo en el cuarto de las fotocopias y es entonces
cuando vuelvo a notar los pasos tras de mí. No era el posible eco o el
retumbar de los míos, ni mucho menos. Aquello iba a un diferente ritmo y
daba la sensación de que quería seguirme. En un momento me quedé
parado pensando en que algún ladrón podía haber entrado en el edificio. Es
en esto cuando me detengo de nuevo, me giro hacia el fondo oscuro del
pasillo y noto perfectamente —David me remarca especialmente esta
palabra—cómo unos pasos continuados surgen de allí, recorren todo el
pasillo y van pasando delante de mí. En ese momento una bocanada de aire
frío, algo helado por completo, que pasaba rozándome a la altura del pecho.
Luego las pisadas giraban y seguían hasta el fondo del bufete…
 
—¿Y qué hiciste en ese momento? Avisaste a alguien, imagino…
 
—Pues no, la verdad es que no. Me entró tal miedo, tal temor y tal
convencimiento de que lo que había visto no era normal que corrí como
loco hasta encerrarme en mi despacho. Y allí me mantuve, aterrorizado, sin
escuchar nada más, hasta esperar a mis compañeros en el turno de tarde.
 
David, un hombre afable y de carácter sencillo seguía teniendo miedo. A
lo largo del mes de enero de 1998 en el que hacíamos la entrevista en el lugar
de los hechos, los fenómenos extraños no solo no habían desaparecido, sino
que se habían intensificado hasta límites difícilmente soportables. Días
anteriores a nuestra llegada, las propias empleadas de limpieza habían
renunciado definitivamente a acudir hasta el edificio de Alonso Martínez.
Ellas también confesaron haber escuchado muy de cerca los pasos de mujer
que se marcaban a lo largo de todo el pasillo y que parecían tener algunas
habitaciones predilectas. Habitaciones en las que las puertas y ventanas se
abrían y cerraban entonando una armonía tenebrosa que podía con los
nervios de hasta el más calmado de los hombres. La encargada de esas
labores en el servicio nocturno declaró que jamás regresaría al bufete si no
era acompañada de varias personas. En su última jornada de trabajo observó
no solo los acostumbrados sonidos anómalos, sino algo semejante a una
figura etérea y frágil que avanzaba hacia las galerías que desembocaban en
una serie de patios interiores.
El abogado Francisco Reche vuelve a comprobar la cerradura de una habitación que constantemente se
abría y cerraba sola sin ningún resorte que la accionase.

En la pequeña sala de las fotocopias todos los integrantes del gabinete


habían sido testigos del paso de esa «sombra» silenciosa que recorría toda la
estancia. Lorenzo y quien esto escribe sentimos un escalofrío al unísono en
cada una de las vértebras. Era curioso, contradiciendo a aquellos que
afirmaban que esta clase de fenómenos solo se debían a casualidades,
condicionamientos naturales o a mentes mal cultivadas que se
sugestionaban en demasía, allí, delante de nuestras narices, palpábamos casi
el terror de prestigiosos abogados, cultos y preparados, escépticos antes y
amedrentados ante lo insólito ahora, que tiraban por la borda todas las
hipótesis de tanto sabiondo de postín.
Los nombres de José Manuel Carrasco, David Muñiz, José María San
Miguel o Francisco Reche los anoté con sumo cuidado en el cuaderno. No
los iba a olvidar con facilidad. Cuando se cerró la puerta y todo quedó en
penumbra, pensé que, una vez más, nos encontrábamos ante la certeza
rotunda de la existencia de una realidad que aparece y desaparece a su
antojo y que, como si se burlase de la lógica humana, recrea escenas
absurdas, como una farsa o un delirante guiñol, para inquietar y asustar…
como si quisiera advertirnos, de su presencia sutil, etérea y tenebrosa.
Preparando la Nikon al final del pasillo, mientas Lorenzo hacía lo propio
en uno de los despachos con las grabadoras, pensé en lo importante que
sería inmortalizar a la extraña sombra que se paseaba algunas noches por el
lugar donde ahora yo me encontraba. La escena, a pesar de tantas veces y en
tantos lugares repetida, no dejaba de hacernos vibrar con algo parecido al
nerviosismo y la emoción.
Éramos dos periodistas intentando conseguir una prueba que certificase
lo que aquellas nobles gentes nos habían contado arriesgando su buen
nombre y su reputación. Miré el reloj, las cero horas treinta y cinco minutos
de la madrugada. Todo calma, todo oscuridad, todo silencio. ¿Lo
conseguiríamos esta vez? Solo el tiempo lo dirá.

DÉCIMO DESAFÍO

L A CRIPTOZOOLOGÍA, una disciplina científica que se instauró oficialmente


en Suiza hace unas décadas, tiene como loable objetivo el ir descubriendo
nuevas especies animales que aún no han sido catalogadas y ubicar
ejemplares de otras que se creían extinguidas de la faz de la tierra y que,
«milagrosamente», son encontradas, en algún punto del globo, no en estado
fósil, sino con la sangre de la vida latiendo por las venas.
A caballo entre críticas despiadadas y efusivas alabanzas, en los archivos
internacionales de los criptozoólogos figuran descubrimientos asombrosos
tales como el del celacanto, un pez prehistórico extinguido hace más de cien
millones de años y que, repentinamente apareció vivo, con sus hileras de
puñales dentales al completo, en pleno 1938 en las costas de Madagascar.
Otro ejemplo, sería el okapi, un ser semejante a una conjunción de jirafa y
cebra, considerado leyenda mágica de la selva africana del Alto Volta y que
se hizo rotunda realidad en 1909, o el del descomunal calamar gigante
abisal, el antiguo kraken de las leyendas noruegas que se aferraba y hundía
barcos y que puede sobrepasar, sin problemas, los 22 metros de longitud.
Una leyenda de la que, tan solo unos meses antes de terminar estas líneas, se
han capturado algunos impresionantes ejemplares en las cálidas aguas del
archipiélago canario. Como quien dice, aquí al lado.
Quizá por poner en entredicho a algunos científicos reacios a admitir que
no conocemos bien ni siquiera nuestro entorno más cercano, la
criptozoología no ha contado con las simpatías de todos. Y es que ser
simpático para algunos resulta, a pesar de las buenas intenciones, imposible.
A pesar de que cada año se descubren unas 3.000 nuevas especies, en su
mayoría de insectos o de diversos tipos de aves, la ciencia asegura siempre, y
lo hacía ya hace años, que era prácticamente imposible el desconocimiento
de seres de gran tamaño sobre la faz de la tierra. Pero una vez más,
afortunadamente, la realidad dio un soberano sopapo a lo estrictamente
lógico con los casos anteriormente citados.
Esta introducción viene a cuento de los sucesos que me vi obligado a
investigar entre 1997 y 1999 y que llenaron de estupor, cuando no de miedo,
a algunos resguardados valles de distintas provincias españolas. Un miedo
medieval a una fiera desconocida que actuó impunemente provocando
varias matanzas entre el ganado. Según las propias autoridades, allí no había
lobos, ni aquello podía ser provocado por un perro asilvestrado. Era un
cánido con grandes fauces aún más grande...
Aquellos días de investigación, entre cazadores, pastores y hombres del
campo, fui descubriendo, casi como un detective que persigue al asesino, a
un extraño animal que muy pocos habían podido ver, que dejaba garras
descomunales grabadas en el suelo de más de 18 centímetros de longitud,
que saltaba en silencio vallas de dos metros de altura sin dejar marcas, que
absorbía sangre y vísceras sin que las víctimas, cabras y ovejas en su
mayoría, no se moviesen un ápice para defenderse. Un, lo que fuera, que
dejaba tan solo un profundo colmillo clavado en la yugular sin más síntomas
de pelea y que nunca pudo ser cazado, era el motivo de tanta preocupación y
desvelo.
Si a esos sumamos que en Navarra fulminó en pocos días a cuatrocientas
ovejas, y en la sierra segoviana a más de trescientas en apenas unos minutos,
sin que nadie lo pudiese ver y con el agravante de otros fenómenos extraños
ocurriendo al mismo tiempo sobre la zona, las hipótesis y conjeturas, hasta
las más descabelladas, se disparan.
Como periodista no puedo decantarme por ninguna, tan solo mostrarles
los rotundos datos, documentos oficiales e imágenes de lo que las propias
autoridades han considerado «inexplicables ataques al ganado». Para la
ciencia, ya lo saben, las historias que en esos mismos valles se contaban hace
siglos, como la del fantasmal y grotesco «perro negro», o aún más lejos, la de
la bestia de Gevaudan, que causó terror durante años, son una mera leyenda.
Pero quizá ustedes, percatándose de las fascinantes facultades de este animal
que ha mantenido en vilo a la Guardia Civil, a los veterinarios y al
SEPRONA (Servicio de Protección de la Naturaleza), y recordando al
celacanto, al okapi o al kraken, no piensen lo mismo al adentrase en el
siguiente capítulo.
 
 
Lugar de los hechos: Varios.
Lugar de la investigación: Valle de Tabladillo (Segovia); Pamplona, Estella,
Lerín, Caparroso, Tudela, Tulebras (Navarra), Gerona, Barcelona.
XI
¿Quién mutila el ganado?

  Segovia; una matanza inexplicable.—El agresor invisible.


—Interviene la 118 Comandancia.—Pánico en la Ribera
Navarra.—El vampiro de la noche.—El aeroplano
«negro».—¿Un caso de mutación genética?
 
 
 

T UVE QUE PONERME la mascarilla casi antes de bajarme del coche. El hedor
era insoportable. Doscientas dieciséis ovejas atacadas por «algo» yacían
muertas en una llanura desde hacía 48 horas. La mayoría estaban preñadas,
y todas tenían unos finos orificios por donde parecía habérseles extraído
gran cantidad sangre. Para los veterinarios aquello no era el lobo, ni animal
conocido en nuestra Península. Para los entendidos se trataba de «algo
mucho más grande y feroz». La escena, dantesca. Tanto, que el cámara de
Tele 5 que nos acompañaba tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar
en el momento de acercarse.
Unas horas antes, en la congestionada redacción de esta cadena privada de
televisión, Gregorio, un veterano periodista y buen amigo con el que trabé
amistad a lo largo de los meses en que allí trabajé en calidad de reportero y
guionista, nos había dado el «chivatazo». En aquella época, y ya desde
inicios de 1996, en los ambientes periodísticos estábamos sorprendidos con
las muchas noticias que vía teletipo nos llegaban desde América Central,
acusando a un animal bípedo, de gran tamaño, no catalogado y de siniestro
aspecto, como autor de un sinfín de matanzas de ganado para las que los
veterinarios y técnicos, tras examinar el modus operandi de la bestia, no
encontraban explicación satisfactoria.
Tanto Lorenzo Fernández, inseparable compañero en aquella época de
reporterismo televisivo, como yo, abrimos bien ojos y oídos. Al parecer, y
según la llamada urgente que acababa de recibir nuestro colega, en plena
provincia de Segovia, en uno de los parajes más bellos y abruptos de toda la
región, había ocurrido algo semejante. No eran pocos, al parecer, los que se
encerraban desde hacía unos días en sus casas, con las escopetas en ristre,
convencidos de que un animal «fabuloso» rondaba por la zona. Su hazaña,
aniquilar por si solo a más de doscientas ovejas en una gran explanada,
desangrarlas y no dejar ni una sola huella, invitaban a la inquietud.
Amos Fresnillo, uno de los ganaderos afectados, nos visitó en la propia
redacción invitándonos, cuando se iniciaba la tarde, a viajar con él hasta el
lugar y comprobar todo con las cámaras y objetivos fotográficos como
testigo. Evidentemente, no lo dudamos un momento. Y dejamos de editar el
reportaje que estábamos realizando para ponernos el chaleco «de faena»,
cargar las cámaras y montar en el todoterreno del amable afectado, quien
durante el viaje, recorrido en un suspiro por la desierta carretera, no dejó de
repetirnos la misma frase «aquello era algo inaudito».
 

Miedo en el Valle de Tabladillo


Al llegar a la zona, recogida entre las inmensas montañas pétreas de las
Hoces del Duratón, comprobamos que la calma se había quebrado. Había
miedo. Miedo a un enemigo invisible que atacaba y era capaz de matar en
segundos. Era emocionante, periodismo vivo, entrevistar a aquellas personas
mientras caía la noche en sus casas viejas junto al camino.
La visión de aquellos animales «sangrados», como decían los pastores de
la comarca, no se nos borró en todo el día. Y creo que aún fueron muchos
más con esas imágenes en la retina. Estaban las 216 ovejas en una superficie
abierta, inmensa, donde podían haber escapado la mayoría con facilidad de
cualquier lobo o perro asilvestrado que las hubieses sorprendido. Era
incomprensible pensar en los resortes que un solo animal había utilizado
para «inmovilizar» a tal cantidad de víctimas, para ir atacándolas sin dejar
muestra alguna de lucha o pelea en la tierra y, sobre todo, para sin tocarles
un pelo, ni realizar mordeduras, clavarse en la yugular y absorber la sangre
por esa vía.
Durante un par de horas hicimos todo tipo de fotografías, mientras la
bruma húmeda y el frío nos iban envolviendo, confundiéndonos con aquel
paraje de muerte. Algunas de las ovejas, con gesto de dolor, con las cabezas
en tierra, con bocas abiertas y ojos que aún miraban fijos a quien se acercase,
parecían querer contar lo que había sucedido en la noche del 13 de
noviembre, donde algo las sorprendió en su redil para luego ir dándoles
alcance una a una, en cuestión de minutos, y derribarlas al instante,
desangrándolas y huyendo después sin dejar huellas ni rastros de su
presencia.
En la bajera de una casa, con la hoguera crepitando al fondo y la cocina
preparando diversas viandas, nos esperaba Tomás Poza. El hombre andaba
trastornado por lo que había ocurrido. Nunca en esas tierras se había visto
cosa igual. No se supo ni sabía de lobos o depredadores a quien echarles la
culpa de tamaño desaguisado. Según nos dijo, llevaba faenando en el campo
toda su larga vida y, sin embargo, nunca sintió nada parecido a lo que le
sobrevino al encerrar las ovejas el anochecer anterior de la masacre. Al echar
la cerca que cerraba un murete de piedra donde se guarecía el ganado sintió
un mal presagio.
 
—No sabía por qué… pero algo iba mal —nos confesó con un sentimiento
de culpa que parecía no querer abandonarlo.
 
Nadie escuchó ni vio nada extraño aquella noche en la diminuta aldea de
Valle de Tabladillo, todo normal. Exactamente como todas las noches. Sin
embargo, a la mañana siguiente, Rufino Martín, de 49 años y dueño del
rebaño, encendía el motor del John Deere, también con un mal augurio. El
nerviosismo, la inquietud y el miedo se apoderaron de él al llegar a un paraje
conocido como «Los Cobachos», lugar donde, sin el menor contratiempo,
deberían estar las 216 robustas cabezas de ganado que con tanto esfuerzo
había logrado reunir. No supo, según nos comentaba mientras volvíamos a
recorrer en su compañía el «lugar de autos», qué hacer en aquel momento.
La visión le quitó el oxígeno del pecho. Todas las ovejas muertas. Y todo
perdido. Absolutamente todo.

Rufino Martín, propietario de las ovejas de Valle de Tabladillo, contempla el drama. De fondo su rebaño
de trescientas ovejas convertido en una masa inerte y sin vida.
—Pude comprobar —decía el ganadero, embozado en su mono azul de
trabajo y aún con las lágrimas arrasándole los ojos al volver a ver aquello—
cómo no habían muerto por aplastamiento o por asfixia. Me acerqué a
mirarlas y vi cómo en la tráquea tenían dos agujeros. Dos agujeros muy
finos por donde ese criminal las había sangrado…
—Y el lobo, que imagino que es el animal que puede ocasionar algo así,
¿se ha visto por estos lares?
—Nunca. Jamás —contestaron Rufino y Tomás Poza.
—El lobo —aseguraba este último— no ha sido nunca visto por aquí.
Nunca en el pueblo se ha hablado de ello. Se conoce que el bicho, lo que
fuese, me venía siguiendo a mí en el mismo momento en que encerré el
ganado. Y yo no lo vi, pero él venía siguiéndome…
 
Para la inmensa mayoría de los pastores que entrevistamos no había la
posibilidad de que aquello fuese el lobo. Por las dimensiones de los orificios
dejados en el cuello de las ovejas debería ser un animal mayor, de tamaño
quizá descomunal, con gran destreza para esconderse en un terreno que no
lo permitía y con la capacidad, a pesar de su peso, de no dejar huellas en el
lugar de la matanza. Todo un misterio…
 

Interviene la 118 Comandancia


Pocas veces he podido sentir, como periodista, el miedo en una comarca
como en esta del Valle de Tabladillo. Los pastores discutían en las tabernas
sobre la procedencia del extraño animal, algunos incluso fabulaban con la
posibilidad de algún desconocido reptil y las madres no permitían a sus
hijos pequeños salir a la parada del autobús regional para ir al colegio. Las
familias cerradas a cal y canto y los pastores sin faenar por la zona, recogidos
en el propio Tabladillo o Sepúlveda, preguntándose los motivos del extraño
ataque.
¿Si ha matado a 216 ovejas en cuestión de nada, qué puede hacer con una
persona? Me decía, no sin cierta lógica, una señora agarrando a su hija por
los hombros mientras la niña sonreía. Había miedo incluso a toparse, fuese
noche o día, con lo que parecía ser una bestia desconocida, de la que jamás
se había tenido noticia y que mataba sin dejar rastro alguno, ni pelos, ni
huellas, ni saliva. Nada.
Llegó el momento en el que las propias Fuerzas de Seguridad se
movilizaron para solucionar el misterio. Pero ellos también se toparon con
los muchos enigmas que rodeaban al sigiloso atacante. Yo, en mi interior, ya
pensaba en la similitud entre las heridas que había visto y el modus operandi
del supuesto «chupacabras» ser que había causado una alarma social sin
precedentes en Puerto Rico y algunos otros países, siendo perseguido por la
policía, armas en ristre, e incluso habiéndose abalanzado sobre alguna que
otra persona. Los orificios y la succión de sangre, sin desgarros ni evidencias
de lucha, sin haber mordido ni comido parte de sus víctimas, eran idénticas.
Allí se habló, incluso, de algunas especies muy peligrosas de gigantescos
vampiros de la zona amazónica del Perú que, por alguna circunstancia no
aclarada, hubieran estado actuando en las cálidas tierras de Costa Rica y
Puerto Rico.
Para intentar aclarar de modo oficial el enigma, Rufino Martín interpuso
una denuncia de los hechos en las dependencias de la 118 Comandancia de
la Guardia Civil, situada en las cercanías de la histórica población de
Sepúlveda.
Cuando tuve acceso a las páginas del informe efectuado, pude leer cómo,
en el folio dos del documento se decía textualmente que las diligencias
fueron enviadas al Juzgado de Instrucción de Sepúlveda, así como también se
dio cuenta de dicho hecho a la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de
Castilla y León, en cuyo organismo le comentaron que era mentira que fueran
lobos.
De modo oficial se descartaba por completo la hipótesis de un solo lobo
cometiendo esa proeza. Y si no era el lobo, nos preguntábamos poco antes
de regresar, ¿qué clase de animal había provocado el desastre sin dejar una
sola huella? ¿Acaso un perro asilvestrado hubiera podido con 216 ovejas en
un radio de varios kilómetros sin dejar escapar a ninguna?, o ¿cabría esperar
hipótesis más arriesgadas y misteriosas?
Tomás Poza, poco antes de iniciar el regreso hacia los estudios de Madrid,
nos dio otro dato llamativo que anoté rápidamente mientras subía de nuevo
en la ranchera. Posteriormente, devorando los kilómetros con la luna llena
sobre nuestras cabezas, lo recordé una y otra vez. Los buitres no aparecieron
sobre los cadáveres de las ovejas muertas. A pesar de ser una de las mayores
reservas de esta ave de rapiña, los siniestros pajarracos eludían el festín de
carne y, como asustados, se quedaban en las inmediaciones. Cosa nunca
antes vista, según nos dijeron los pastores y cazadores de la zona.
¿Acaso había algo que nosotros somos incapaces de ver en aquellos
cuerpos que atemorizaba a los carroñeros? Por si acaso, tomé buena nota.
Ese detalle me pareció añadir aún más misterio de la matanza de Segovia.
Lo que no sabía en aquel momento, atravesando las sierras pobres y
solitarias, es que en poco más de un año iba a verme envuelto, gracias a unos
oportunos recortes de un diario local enviados por mi entrañable abuela
María Lacasta, siempre dispuesta a ayudar a su nieto en lo que haga falta, en
otro caso con características idénticas, pero aún mucho más inquietante y
extraño.
 

1999: Pánico en la Ribera Navarra


Era realmente extraño, aquellos días no se escuchaba ni un solo animal,
parecía que se estuviesen resguardando u ocultando de algo. No había ni
rastro, ni siquiera de los conejos que tanto abundan por estos montes. Era
como si la naturaleza estuviese asustada. Así me describía el guarda de caza
Mariano Jiménez la peculiar sensación que notó hacia el 20 de enero en las
tierras llanas y solitarias que rodean la localidad de Caparroso, en plena
ribera sur de Navarra. Su testimonio, su presentimiento, era el preludio a
unos hechos de difícil explicación que en pocas horas iban a mantener a
todo el pueblo en vilo. Los perros ladraban incesantemente y el ganado estaba
inquieto, como temeroso, me confesaban las muchas personas que fui
entrevistando al adentrarme en esta zona eminentemente ganadera donde
todos se preguntaban lo mismo: ¿Qué clase de animal ronda nuestras
tierras?
José Ramón Luqui Marín, espigado hombre con más de media vida
cuidando de sus ovejas, también notó algo extraño al encerrar aquella noche
a su rebaño. «No había motivo alguno», me decía con ojos tristes en su
rústica cocina mientras gran parte de la familia asistía a nuestra
conversación, «pero vi claramente cómo se apiñaban unas contra otras al
final del corral. Lo que más me extrañó es que los dos perros mastines que
vigilaban la zona estaban también atemorizados, como si buscaran un
escondite. La verdad es que no le di demasiada importancia, ya que en toda
esta región nunca ha habido ataques al ganado ni ha sido tierra de lobos o
algo parecido... pero me fui de allí un poco mosca mientras se hacía de
noche».
Una escena dantesca en plena Ribera Navarra en 1999: Un extraño «vampiro» ha sembrado el pánico
desangrando a las ovejas horas antes.

Y así lo hizo, inconsciente de que aquella madrugada se iba a vivir un


auténtico drama en esos mismos terrenos que dejaba a su espalda. A la
mañana siguiente, de un modo rutinario, aparcó su furgoneta y, vestido con
su buzo azul, se dispuso a entrar en la parcela. Los ojos se le quedaron como
platos y tuvo que frotárselos más de una vez para cerciorarse de la realidad
de aquella pesadilla. El espectáculo era aterrador.
 

Un vampiro en la noche
Las fotografías que me extendió alargando el brazo por encima de la mesa
camilla eran más que expresivas. Aquí y allá, sin orden ni concierto, las
ovejas aparecían esparcidas, muertas, con dos orificios perfectos a la altura
del cuello por donde manaba un tibio chorrilo de sangre. Nada más. Ni
ristras de lana, ni desgarros, ni mordeduras. Solamente esas marcas limpias y
precisas que certificaban la defunción de aquellos robustos ejemplares.

Una de las ovejas de Caparroso muertas con el único «punzón» en la garganta.

—Algunos —me decía Merche, la hermana del afectado— pesaban más de


setenta kilos... ¡Y no había un solo indicio de que hubieran peleado ante el
ataque! Ni marcas en la tierra, ni pelos en el suelo. Sabemos bien cómo
puede reaccionar un animal de estos ante un perro o algo parecido, y la
fuerza que tienen es considerable. Pero esto es como si el «bicho» las hubiese
hipnotizado, como si no hubieran hecho ni ademán de defenderse. Era algo
que de verdad impresionaba...
 
Efectivamente, las ovejas habían sido atacadas una a una, sin ser devorada
ninguna de sus partes y sin existir dentelladas que hicieran pensar en algún
perro salvaje, que atacan siempre en grupos, o animal semejante actuando
por la zona. Aquello, según me confesaron familiares y afectados, «parecía la
mismísima obra de un vampiro», que sin dejar ni respirar a sus víctimas,
había llegado hasta allí en solitario, saltando con limpieza una tapia de
metro y medio de altura para aniquilar la vida de trescientas de ellas en
absoluto silencio. Todo un récord para tan solo unas horas de oscuridad.
Aquellas confesiones casi dramáticas de José Ramón Luqui me recordaban
los sucesos de la localidad segoviana de Valle de Tabladillo, donde, como la
pólvora, acabó expandiéndose el temor ante algo extraño que merodeaba la
zona. Hubo un detalle, confirmado por guardas y ganaderos, realmente
significativo. Los buitres, abundantes en la región y que no pierden ni un
solo minuto en acudir a los cuerpos muertos, no se dejaron ver. En los dos
sucesos, las ovejas «seleccionadas» por el agresor también estaban preñadas
e igualmente presentaban evisceración a través de algunos de los orificios
practicados.
José Ramón Luquí: «Daba la impresión que aquel bicho hubiese hipnotizado una por una a las ovejas.
¡Ni siquiera había señales de pelea en el terreno!»

Sin perder un segundo, los veterinarios de Caparroso certifican el ataque


de un cánido de gran tamaño y hallan en las cercanías una serie de huellas
muy profundas que se hunden en la tierra hasta 4,5 centímetros, superando
los 16 de longitud, algo que revela una anatomía descomunal.
El descubrimiento de dichas pisadas motiva la rápida intervención de las
autoridades oficiales y de Medio Ambiente del Gobierno de Navarra,
alertados ante tan extraño ataque masivo. Según denuncian los afectados, el
comportamiento de dichos organismos deja mucho que desear, ya que hasta
el momento no han recibido respuesta alguna acerca del animal que acabó
con trescientas ovejas acarreando una merma económica que ronda los seis
millones de pesetas. Cansado del mutismo oficial, Luqui llegó a pasar veinte
noches ojo avizor, sin conciliar el sueño, caminando por la zona en busca del
«asesino». Pero ni siquiera los ejemplares que allí quedaron como cebo
sirvieron para que este regresara.

La prensa regional fue dando noticias de la oleada de ataques que en 1999 se cebaron con una comarca
de Navarra. Nadie tenía respuestas ni sabía qué clase de animal estaba agrediendo al ganado.

El mutismo de las autoridades era más que evidente. Tras remover Roma
con Santiago, conseguí algo que ni el propio Luqui había logrado tras varias
intentonas: charlar largo y tendido con el responsable de la investigación por
parte del Departamento de Medio Ambiente, Enrique Castín.
Este hombre, jefe de sección del departamento de Biodiversidad, me
recibió amablemente, pero fue tajante a la hora de mostrarme los
expedientes referentes al caso:
 
—Me es imposible enseñarte esos informes realizados por especialistas de
la Universidad de Zaragoza —afirmó mientras procedía con mi fallida
entrevista matinal en un despacho cerrado y asfixiado por papeles y
montones de fotografías—. Tenemos muchas dudas al respecto y no se
puede determinar con exactitud qué clase de animal produjo las muertes.
No hay evidencias de que se trate de un lobo, y no podemos poner la mano
en el fuego por ninguna teoría. No puedo darte nada del grueso del
expediente, lo siento.
 
El caso, como me habían advertido, parecía estar envuelto en un secreto
realmente hermético que de ningún modo iba a derrumbar la moral de este
periodista. Solo existía una forma de romperlo en mil pedazos: hablar
directamente con los autores de dicho informe que se encontraban a ciento
ochenta kilómetros de aquel pasillo acristalado y aséptico del centro de
Pamplona.

Detalle de una de las incisiones en el cuello con evisceración o sustracción de algunos órganos.
Finalmente, tras mil y una consultas, entre doctores y departamentos de
anatomía y patologías animales, acabé llegando hasta el doctor Daniel
Fernández de Luco, el hombre designado por la Facultad de Veterinaria de la
Universidad de Zaragoza para resolver el enigma. Escuetamente, este
profesional que se había personado en el lugar del ataque, me confirmó que
las ovejas presentaban dos heridas incisivas en el cuello, con rotura total del
conducto traqueal, y la no existencia de otras marcas o agresiones. Tampoco
se podía determinar con certeza absoluta la naturaleza del depredador, y tras
el minucioso análisis se certificaba que algún tipo de cánido de grandes
dimensiones había atacado de modo tan extraño en varios pueblos de La
Ribera a ovejas y lacones de gran peso. De lo que no cabía la menor duda es
de la nula existencia del lobo en esa región. Entonces, ¿qué clase de animal
estaba causando el terror en la zona?
 

El «aeroplano» negro
Cuando el pueblo de Lerín, colgando de un barranco y dominando la
inmensidad de la llanura, surgió al fondo de la carretera comarcal donde el
extraño animal había continuado sus fechorías, recordé un detalle que antes
de abandonar Caparroso me hizo dar un brinco.
—¿Un «aeroplano» dice usted? —pregunté girándome bruscamente.
—Exactamente —respondió con firmeza una de las hermanas y a
continuación el Propio José Ramón—. Era algo que emitía un gran ruido y
que nos sorprendió bastante. No era ni helicóptero, ni avión... ni nada
parecido. Hacía un ruido de mil demonios y miramos para él. Era pleno día,
justo cuando estábamos viendo el rebaño muerto, a la mañana siguiente de
lo del «bicho». Aquello pasó rápido y era todo negro, como achatado, y sin
ninguna señal. Creemos que sería un moderno modelo de aeroplano, y
quizá estuvieron «vigilando la zona» los militares para ver si cazaban a la
criatura esa. Pero oiga... ¿seguro que usted no nos engaña y es de los de
medio ambiente?, ¿seguro que es usted periodista?
 
De repente, la situación se volvió algo embarazosa. Tuve que dar mil y una
explicaciones e incluso enseñar mi credencial, para salir airoso ante las
sospechas de parte de la familia, que fijándose en mi jersey verde y mis
pantalones de pana me tomaron por un «infiltrado» de la autoridad. Esta
buena gente estaba pasando por una mala etapa ante las negativas y excusas
de los organismos oficiales, y todas las sospechas eran comprensibles. Al
final, tras tomar nota de la presencia de ese extraño aparato negro
sobrevolando la zona horas después de la matanza, gané las callejas del
adormecido Lerín, el lugar al que el 26 de enero llegó el misterioso
depredador invisible.
Aquí la tensión se podía cortar a cuchillo. Todo había comenzado antes de
finalizar el año, cuando Natalio R. Sánchez había visto mermado su rebaño
por «algo» que no dejó rastro alguno y que mató a unas cuarenta cabezas del
mismo modo. Las autoridades dieron luz verde a los ganaderos para ir al
monte e intentar cazar al intruso, pero jamás se vieron, tras muchas noches
de insomnio y escopeta en ristre, lobos, perros asilvestrados o animal que se
les pareciese lo más mínimo. Tan solo una mañana el propio Natalio observó
en la lejanía una gran forma animal tras la que corrieron sus dos fibrosos
galgos. Tras desaparecer en un esquinazo, los perros siguieron el rastro y
regresaron a los pocos segundos temblorosos y agachándose. El ganadero no
lo podía creer.
Tras este «aviso» llegó la noche en la que Miguel Rodríguez Otermín,
afable carnicero del pueblo, se encontró con otro panorama desolador.
Veintiocho ovejas, e incluso machos que rondaban los noventa kilos de peso,
habían sido «succionados» del mismo modo y sin un solo rastro de pelea o
violencia. Las heridas, limpias y siempre en la yugular, estaban realizadas
con una precisión asombrosa. En esta ocasión tampoco aparecía ni un solo
pelo o rastro del animal sanguinario. Y el miedo, como la pólvora, corrió
entre las gentes de la zona. En esta ocasión el intruso había roto una malla
de metal de dos metros de altura que preservaba el rebaño y había ido, una
tras otra, a por las ovejas que huían campo a través. Había acabado con
todas del mismo modo, con su mordida letal, precisa como un latigazo y que
derrumbaba en el acto a moles como los grandes lacones o mardanos que,
como bien decía su propietario, «a una persona la arrastran sin el menor
problema». A lo largo de cinco kilómetros, el depredador había
desperdigado sus cuerpos sin devorarlos ni desgarrar una sola tira de lana.
Las ovejas, como en el caso de Caparroso, parecían haber caído fulminadas
ante su presencia.
Miguel Rodríguez Otermín, carnicero y ganadero de Lerín, con el molde de las huellas del presunto
animal. Algunas llegaban hasta los 18 centímetros.

¿Un caso de mutación genética?


Rodríguez Otermín fue realmente inteligente y, antes de que las lluvias
borrasen las grandes huellas que habían quedado marcadas en una llanura,
hizo un vaciado de escayola y conservó así las medidas exactas del agresor
nocturno. Es la única prueba de la presencia de un animal de gran tamaño
en la zona. Comparándolas con las de un gran perro, se demostraba que el
ser que aniquilaba rebaños era, con sus dieciséis centímetros de longitud y el
espacio entre pisadas, un depredador de gran tamaño.
En la Comandancia de Lerín se me confirmó que estaba dado el permiso
para dar caza al intruso ante los últimos acontecimientos, pero, al igual que
en Caparroso, todo había arrojado el mismo resultado: ni rastro.
Antes de regresar a Pamplona, donde mis contactos en el Cuartel General
de la Guardia Civil me aguardaban para intentar dar luz a tan espinoso
asunto, me reuní con dos formidables periodistas en la redacción de la
delegación de Estella del Diario de Navarra. Allí, el redactor Javier Chandía
y el fotógrafo Diego Echeverría me acercaron sus dudas. Habían sido los
primeros en personarse en el lugar del los hechos y se habían quedado
francamente impresionados ante el espectáculo. Para ellos, la precisión del
animal, la falta absoluta de rastros y el hecho de que matase una a una a las
ovejas en un radio de cinco kilómetros succionando en la yugular, le daban
al asunto un cariz realmente enigmático. A nuestra improvisada charla se
unió pronto el técnico en fotografía Rafael Tomás, para el que las huellas
eran demasiado grandes y la sola presencia de dos colmillos, y no cuatro
como sería lo lógico, demostraban que allí merodeó un animal realmente
desconocido. Por otro lado, Tomás, departió con el doctor Javier Manteca,
de la Universidad barcelonesa de Bellaterra, quien, con las fotos en la mano,
afirmó que aquello podía haber sido provocado por un cánido sometido a
algún tipo de mutación genética.
Ante tantas conjeturas y tan escasas respuestas, retomé la nacional 118
dispuesto a plantarme en el Cuartel de la Comandancia de Navarra, un lugar
de máxima vigilancia por circunstancias obvias y donde, de nuevo en esta
investigación, tuve que mostrar varias veces mis acreditaciones. Allí, cuando
uno de los números, metralleta en ristre me dio luz verde, me reuní en
privado con uno de los inspectores encargados del asunto. Entre un
laberinto de despachos fui conducido a una pequeña salita con varios
equipos informáticos. Allí aguardaba mi informante. Amablemente, tras
comentarle el rumbo de mis investigaciones, me confirmó la expectación
popular que habían generado estos últimos sucesos.
—En Navarra no tenemos lobos, es un lugar tranquilo y estas acciones
han generado cierto miedo —me confirmaba ante el ordenador donde se
elaboraba el expediente referente a los últimos ataques—. Los agentes del
SEPRONA (Servicio de Protección de la Naturaleza) han podido determinar
que se trata de la actuación de un cánido de grandes dimensiones. En el
pueblo de Mélida detectamos un perro que, en su momento, se pensó
pudiera ser el causante de las agresiones, pero, la verdad, es muy difícil
decantarse. Actualmente se continúan las batidas por las fuerzas de esta
comandancia para atrapar al supuesto animal con rifles anestésicos. Lo
cierto es que aún no hemos dado con él.
Minutos después, y pidiéndome que no lo hiciese público hasta unas
semanas después para que la prensa local, que no disponía de estos papeles
oficiales, no se sintiese menospreciada, el agente ponía en mis manos el
expediente informativo de la Novena Zona de la Guardia Civil,
perteneciente a la Comandancia de Navarra, donde se mostraba a las claras
cómo los efectivos proseguían la investigación intentando dar caza a un
animal que parece haber escapado a todas las vigilancias posibles y que, tal
como apareció, ha vuelto a disolverse en la nada.
El miedo y la expectación de unas gentes conscientes de que algo ronda
sus campos y casas crece cada día inevitablemente. Muchos no se atreven a
salir a los caminos cuando cae la noche. El caso, en palabras de las
autoridades, continúa abierto y así puede que prosiga, ya que el misterioso
depredador que ronda por la zona sur de Navarra parece no tener intención
de dejarse cazar.

Informe que un miembro de la Benemérita proporcionó al autor, en la Novena Comandancia de


Pamplona, y en el que se explicaba cómo no se había dado con el intruso y que la búsqueda seguía
abierta.

Pensando en ello, y rodando de nuevo en solitario por las carreteras,


recordé una de esas historias que permanecen encerradas en lo más
profundo del archivo. Quizá por un resorte inconsciente surgió
precisamente en el momento en que atravesaba las lomas solitarias y
amarillentas, sin tráfico alguno en kilómetros a la redonda, de los pequeños
pueblos navarros. La carretera NA-6.210, que une las poblaciones de Falces y
Lerín, era antes de la Guerra Civil un camino rectilíneo y sin asfaltar, que
hoy sigue siendo un lugar solitario pródigo en acontecimientos de difícil
explicación. Epicentro de la zona donde se habían producido los ataques al
ganado, se vivieron en ella interesantes episodios ovni, como el del
camionero Satrústegui, en enero de 1985, en el que una gran nave ovalada
que despedía varios chorros de luz estuvo a punto de tomar tierra, u otros
acaecidos a finales de la pasada década. Además, un hecho casi legendario,
conocido y corroborado por todos los ganaderos y cazadores de la zona, es
la aparición de un ser animaloide al que ya desde tiempo inmemorial se
bautizó como «Perro Negro». Un diminuto can solitario de raza indefinible y
pelo lanudo que, sorprendido por los focos del automóvil mientras se
detienen en la calzada, comienza a deformarse creciendo desmesuradamente
y adquiriendo rictus de fiereza. Los casos se cuentan por decenas desde los
años cuarenta y se centran, según los propios protagonistas, en el kilómetro
15, el intermedio exacto entre ambos pueblos, donde avezados cazadores
como Ricardo o Francisco Jiménez llegaron a tener a pocos metros a la
insólita «criatura», que siempre, según sus testimonios, miraba muy
fijamente desde la cuneta...
No era lógico pensar que este misterio, digno de Allan Poe, tuviese
relación directa con las extrañas mutilaciones de ganado; sin embargo, puse
pie a tierra y paseé por ese kilómetro fatídico que se deslizaba a lo largo de
una recta interminable. Allí, casi sin darme cuenta, fui recordando una vieja
historia, la de la Bestia del Gevaudan, una zona del macizo central francés
que entre 1764 y 1767 acabó con la vida de casi un centenar de personas, la
mayoría de ellas mujeres. Los cazalobos oficiales de Luis XV realizaron
increíbles labores de búsqueda de un ser al que se le definió como «un lobo
tan grande como un ternero, de pelo rojizo, grandísimas y punzantes fauces
y un morro alargado y afilado». Según afirmaba el estudioso Carlos
Chevallier, una bala disparada por Jean Chastel lo desnucó un 19 de junio
para alivio de toda una región consternada por el miedo. Escurridizo, casi
fantasmal, y con capacidad para caminar erguido, se convirtió en todo un
símbolo para esa parte de la Francia profunda. Su carne muy pronto se
convirtió en carroña y los huesos fueron donados al Museo de Ciencias
Naturales de París, de donde desaparecieron tras un fatal incendio ocurrido
en 1830.

En esta recta se aparece, según narran pastores y cazadores de la zona, un animal espectral al que la voz
popular bautizó como «Perro Negro».

Su modus operandi, su aspecto y su capacidad para apenas dejar huellas de


su paso, reflejadas en aquellas investigaciones oficiales, revelaban a un
animal prodigioso que se comportaba casi idénticamente al ser que había
merodeado por estos pagos peninsulares en pleno siglo XX. La historia —
pensé— se repite, y solo son ajenos a esta circunstancia los que tienen la
facultad de perder la memoria y son incapaces de documentarse y mirar
atrás.
El mutismo de la naturaleza era absoluto, indescriptible, filtrándose por
entre las lomas que dejaban ver una extensión inmensa de campo dormido
al atardecer. Ni un pájaro, ni un sonido a mi alrededor. Allí, lo confieso,
recordando el pavor en la cara de los cazadores que habían visto surgir a ese
animal que se cruzaba en la carretera, sentí flojear parte de mi lógica. Y
empujado por una sensación de desasosiego, sugestionado quizá por las
imágenes que habían pasado ante mí a lo largo de las últimas horas, volví a
montar en el coche para poner tierra de por medio. El peso del animal
legendario pudo con mi ya cansado ánimo. Y sentí eso que algunos llaman
inquietud. A nada en concreto, pero allí estaba presente, colándose
lentamente en mis huesos. Es curioso —pensé, caminando hacia mi viejo
amigo de cuatro ruedas—, el mecanismo del miedo. Capaz de alcanzarnos
en el momento más inesperado y siempre acechante en los momentos de
debilidad.
Con todas mis dudas puse en marcha el motor y salí de la cuneta. A lo
lejos, empequeñeciéndose por el retrovisor, vi cómo un quince pintado a
mano en un viejo mojón se iba alejando hasta desaparecer envuelto en un
tétrico silencio que me será muy difícil olvidar.
 

DECIMOPRIMER DESAFÍO

E N EL VERANO DE 1999, frente a la pantalla de mi viejo ordenador, fui


protagonista de una de esas casualidades que uno difícilmente puede
explicar. Una carambola, cuya probabilidad matemática de uno entre mil
millones, que me condujo a una nueva y fascinante aventura. Pero vayamos
por partes.
En ese caluroso mes de junio, el proyecto SETI para la búsqueda de vida
inteligente en el universo había iniciado nuevas campañas para atraer la
ayuda de miles de internautas de todo el mundo con el fin de rastrear, a
través de un complejo programa informático con el que descodificar todas
las señales que se iban recibiendo y colaborar así en una gran labor de
equipo a nivel mundial. Precisamente, y aquí empieza la laberíntica
coincidencia, ese movimiento en la red de redes para unirse al magno
proyecto SETI, en el que tantos millones se han invertido por el momento
sin resultados esperanzadores, me hizo devanarme los sesos e idear el que,
pretendía, iba a ser mi próximo reportaje.
Tenía el brumoso recuerdo de que en mi tierra natal, Vitoria, un ingeniero
informático había recibido extraños mensajes a través de impresora, en
presencia de otros testigos, ¡sin fluido eléctrico y mientras un gigantesco
ovni se situaba sobre la ciudad! Lo recordaba porque, siendo un niño, fue la
primera ocasión en que vi esas cuatro siglas de lo desconocido en un titular
del periódico. El caso ocurrió en 1984 y, cuatro años después, tenía noticias
de que unos jóvenes informáticos sevillanos habían tenido una experiencia
muy similar, pero aún más fuerte.
De este último suceso, que me punzaba en lo más hondo de la curiosidad,
solo tenía un nombre: Guillermo León; nada más. Y era tan poca la
documentación que, prácticamente al minuto, desistí en la idea de mi
reportaje sobre lo que ya empezaba a imaginarme como un «SETI a la
española» con los ovnis como telón de fondo. Y bien, aquella noche,
olvidado el asunto, con un té en la mano y la otra sobre el ratón, navegando
por las autopistas de la información, me dio por teclear la palabra SETI, para
saber que se estaba cociendo en Internet al respecto de las últimas noticias
referentes al espacio sideral.
Al iniciar el buscador, entre las 35 millones de páginas personales que
pueblan el hiperespacio, me apareció una escrita en español, cosa extraña y
que agradecí de veras. Era una web que hablaba con profundidad y maestría
sobre la astronáutica, la NASA y, por supuesto, el proyecto SETI. Me gustó
tanto su seriedad amena que hice algo que jamás había hecho hasta
entonces; enviar un correo electrónico simplemente para felicitar al autor o
autores de aquello. A las pocas horas, al abrir mi carpeta de mensajes, me
encontraba con uno parpadeante que procedía de Sevilla. Era el creador de
aquella página digital, que me agradecía los elogios, aunque confesaba que
tampoco solía responder jamás ese tipo de correos. Pero esta vez lo hizo. Y al
ir bajando por sus líneas se me fue quebrando el rostro. Aquel sevillano,
informático y recién instalado en Madrid, acababa de poner en marcha la
página con sus nuevos equipos informáticos.
—¡Si me llegas a escribir ayer, no te hubiese leído nunca! —confirmaba.
Ya era casualidad.
Cuando fui a borrar el mensaje, comprobé la dirección del remitente y
algo dentro de mí dio un respingo. Bajé unas líneas y comprobé una firma
que casi me hace caer de la silla y estamparme contra el suelo; lo leí varias
veces: Guillermo León Jiménez. Obviamente, a los pocos minutos el tal
Guillermo tenía varios mensajes míos preguntando insistentemente si él era
aquel joven informático, del que jamás se supo y que vivió uno de los
sucesos más extraños relacionados con el espacio, los ordenadores y los
ovnis. Y sí, era él. Sonreí. ¿Casualidad?
La probabilidad, calculando fríamente las treinta y cinco millones de
páginas de Internet, el escribir mi primer mensaje de felicitación a una
página, el que él estuviese instalado con una nueva cuenta de correo hacía
tan solo unas horas y decidiese responder... se lo dijo a usted. ¿Una entre mil
millones? Aun creo que se queda corto. Aunque, si les parece que la
operación es farragosa, dificilísima y casi increíble, les invito a que sepan qué
ocurrió después, cuando, ya en contacto con los protagonistas de aquellas
apasionantes historias donde, de un modo «oficialmente imposible»,
determinados aparatos informáticos españoles registraron un mensaje
desconocido y desconcertante procedente de algún lugar...
 
Lugar de los hechos. Sevilla y Vitoria.
Lugar de la investigación: Madrid, Sevilla, Vitoria, Ali Gobeo y Audicana
(Álava), Sevilla, Chipiona (Cádiz).
 
NOTA DEL AUTOR.—A lo largo de 1999 hubo algunas noticias aisladas sobre un supuesto animal
cuadrúpedo con aspecto semejante que causó el pavor en algunas pequeñas aldeas españolas. A
mediados de año, en la comarca gerundense de La Selva, un cánido de gran fortaleza, tamaño
descomunal y capacidad depredadora desconocida realizó diferentes matanzas en unos pocos días.
Curiosamente, en la zona, desde hace varios siglos, se tiene constancia de las apariciones de un ser
repleto de pelo que mataba el ganado y que tenía una agilidad tremenda para esconderse, huir y no ser
jamás alcanzado. Los payeses de la zona lo bautizaron como «Simiot», y tan repetidamente actuó en la
zona que aún hoy existen algunas calles que nos recuerdan su nombre.
En septiembre de 1999, el lugar elegido por otro animal de grandes dimensiones que, según los
testigos, «era parecido a una extraña pantera», fue la pequeña aldea orensana de San Ciprián de las
Viñas. Los investigadores gallegos Miguel Pedrero y José Lesta entrevistaron a Daniel Dávila, Benita
Canal o Elisa Nogeira, personas que habían visto con sus propios ojos las andanzas de un felino
descomunal que había atacado a algunas ovejas arrancándoles 15 kilos de carne. A pesar de los
esfuerzos de la vecindad y autoridades por dar con el animal, como en el resto de los casos,
desapareció tal y como llegó en su día, esfumándose en un halo de misterio.
XII
El código de las estrellas

   
Mensaje «Arecibo» rumbo al espacio.—Alguien
responde.—1984: El misterioso apagón de Vitoria.—
Sorpresa en el domicilio del señor Daubagna.—Un juego
peligroso.—Drástico abandono de las investigaciones.
 
 

A QUELLO ERA COMO UN JUEGO. En la pantalla verdosa del ordenador Phillips


MSX2 VG-8235 fueron apareciendo unas frases en lenguaje Basic al ritmo
que tecleaba Guillermo León Jiménez, un adolescente apasionado por el
mundo de la informática. Entre un sinfín de cachivaches, apoyado en el
respaldo, vigilaba atentamente el proceso David Mora, el compañero de
aventuras que tan bien conocía el firmamento y la astronomía y que
ultimaba la emisora de 11 metros Keenwood TS1805 con rotor de antena
Tagra RT 50. La escena transcurría en Sevilla, atravesando el mes de agosto
de 1988. Por la ventana, en la popular barriada de Los Príncipes, el color
rojo del día que muere teñía el cielo mientras se escuchaban los gritos y risas
de unos niños que jugaban al fútbol en la plazuela. Empezaba el
experimento.
Esto ya está —sentenció Guillermo dibujando un gesto de satisfacción en
los labios.
Los dedos dejaron de pulsar las gruesas teclas y en el monitor parpadeaba
el final de un largo programa construido por ellos. Los dos volvieron a
repasar una vez más la secuencia, no podían cometer ningún fallo:
 
111—Open Grp: Test «Sevilla», Latitud 37, 41 Norte. Longitud –5, 95 Oeste.
2500: Next A goto 130.
 
Con un choque de palmas, en la pequeña habitación llena de aparatos,
televisores, teclados y cables, los dos amigos dieron por finalizada la tarea.
David sintonizó la frecuencia de la emisora de radioaficionado y el mensaje,
bautizado como «Arecibo» en honor al gran radiotelescopio portorriqueño
que en aquel verano del 1988 era noticia por ser el primero que buscaba vida
fuera del planeta Tierra, salió disparado desde el viejo ordenador a la
parabólica instalada en la azotea y de ahí... al espacio.
 
—Éramos unos forofos de la electrónica y todo lo relacionado con las
estrellas. No teníamos el menor interés en eso de los ovnis. Es más, podría
decirse que éramos escépticos. Pero aquella aventura fue fascinante.
 
Ha pasado más de una década, y Guillermo, en el mismo sitio, con los
mismos polvorientos aparatos y apoyándose en la misma ventana, me sonríe
sin lograr maquillar cierta nostalgia. Hemos llegado hasta Sevilla tras
nuestro «casual» encontronazo en la red de redes, que a él, con esa historia
apartada casi del recuerdo, le ha impresionado bastante. Observo
cuidadosamente todo aquel material en la habitación de altos techos ya en
desuso, con todo aquello apagado, como si desde entonces esperase unas
nuevas manos que pusieran en marcha lo que un día la ilusión de los dos
jóvenes amigos creó. Todo sigue igual, como si el tiempo no hubiese
transcurrido. Hoy también cae un atardecer rojizo sobre aquel barrio de
bloques cuadriculados y plazoletas vacías.
 
—Pero aquel mensaje no podía llegar muy lejos, ¿verdad? —le pregunto
pasando el dedo por la vieja pantalla.
Guillermo León Jiménez conectando una década después todos los aparatos con los que se envió el
mensaje Arecibo desde la Barriada de Los Príncipes, de Sevilla.

—Cierto, —responde el hoy diplomado en Estaciones Radioeléctricas—,


era la época en que se comenzaban a mandar aquellos mensajes de búsqueda
inteligente en el espacio. Había constantes avances en ese campo. Lo nuestro
fue una idea infantil, pero llena de ilusión. Unimos todos nuestros
«potentes» equipos informáticos y nos propusimos lanzar con emisoras de
radioaficionado conectadas al ordenador un mensaje rudimentario y lleno
de ingenuidad. Gracias a las parabólicas que instalamos, podía ser enviado a
2.400 baudios a la atmósfera y de allí salir rebotado hacia algún otro lugar
más lejano. Pero jamás imaginamos una respuesta. Era prácticamente
imposible.
 
Guillermo, mientras enchufa parsimoniosamente aquellas «antigüedades»
de la tecnología informática que han permanecido en el mismo lugar
durante años, vuelve a mostrarme la impresión de aquel mensaje enviado a
los cielos. Allí aparecían, esquemáticamente dibujados, un cuerpo humano,
los planetas del sistema solar con señalización de nuestra querida Tierra y
las coordenadas de situación de Sevilla.
Efectivamente, no esperaban nada con aquel pasatiempo que chocaba de
bruces con la realidad y la lógica. ¿Cómo iban los dos estudiantes sevillanos
y su «laboratorio» del extrarradio a tener la suerte vetada a las grandes
potencias de la exploración espacial?

Este era el primer y básico mensaje en lenguaje BASIC enviado por los jóvenes informáticos sevillanos en
1988.

Alguien responde
A los 23 días de aquella «histórica» primera emisión desde un bloque de
pisos de Sevilla, cuando incluso el olvido había caído sobre el mensaje
«Arecibo», algo inesperado ocurre. A Francisco Jiménez, tío de Guillermo,
se le quedaron los ojos como platos cuando fue a recoger unos cables a la
habitación de su sobrino. Lo que estaba viendo era difícil de creer, pero
estaba sucediendo. La impresora, una modesta matricial NMS 1431, había
comenzado a funcionar sola, sin fluido eléctrico ni la conexión activada. El
buen hombre, instintivamente, se echó para atrás. Emitiendo unas extrañas
«notas musicales», el carrete deja escrito un mensaje de una sola línea, con
caracteres que ni existen ni se pueden programar. No hay nadie en la casa, y
Francisco decide revisar paso a paso la impresora y llamar a Guillermo y
David. No se lo puede creer.
En un principio, los dos amigos apenas relacionan el hecho con su «envío
a las estrellas», pero espoleados por la curiosidad vuelven a conectar la
emisora al ordenador y repiten la operación. Graban el programa y lo
emiten de nuevo por su frecuencia a través de la antena parabólica que ellos
mismos habían instalado en lo alto de la azotea, una de las más elevadas de
la ciudad. A lo largo de algunas noches permanecen atentos a la pequeña
impresora, quien, como poseedora de un pequeño misterio, guarda lógico
silencio. Ni rastro de la extraña melodía. Las diversas pruebas de encendido
y apagado sobre el carro de tinta demuestran que lo aparecido en aquel
papel no tenía nada que ver con los códigos y caracteres del equipo
informático. Algunos amigos observan el mensaje y al final, ante la ausencia
total de respuestas, este acaba cayendo en una vieja carpeta polvorienta.
Probablemente, pensaban, todo era un simple error provocado por un
pequeño cortocircuito.
Recepción de la primera señal como respuesta al mensaje emitido. La impresora se puso a escribir sola,
sin fluido eléctrico, ante la sorpresa de los que presenciaron la escena.

Unas semanas después, en la misma habitación, resuenan los gritos de la


asustada madre de Guillermo, Manuela León. La NMS, como si
repentinamente hubiese cobrado vida, vuelve a lanzar unos sonidos muy
tenues, compuestos de varios tonos agudos, y a imprimir otro mensaje, más
largo e incomprensible, que ocupa casi medio folio de garabatos
absolutamente indescifrables. Habían pasado exactamente 23 días. Sin saber
nada del asunto, algunas personas señalan hacia los cielos encapotados y
negros. Al parecer, esa misma noche un numeroso grupo de vecinos ha
observado sobre el Aeropuerto de San Pablo dos esferas azuladas volando en
paralelo. El rumor se extiende por el barrio, y los testigos aparecen en cada
casa y cada portal. Al caer la noche, los patios son un hervidero de
comentarios. El hermano de Guillermo, absolutamente al margen de la
historia que se está produciendo con los equipos informáticos, ha sido uno
de los testigos.
Esa madrugada, ya con la presión de la inquietud en el pecho, deciden,
bajo el chorro de luz del flexo, perfeccionar el equipo de transmisión y el
propio mensaje. A ambos no les pasa desapercibido, a pesar de que continúa
siendo un secreto, el detalle de que este iba acompañado de cinco notas
musicales recogidas al azar del catálogo del ordenador. ¿Serían las mismas
emitidas incomprensiblemente por la impresora? ¿Tendrían algún
significado aquellas dos respuestas complejas y llenas de símbolos captadas
inesperadamente por el equipo informático? La mezcla de emoción y miedo
produce una sensación de vértigo creciente en unos jóvenes que creían, en
aquel momento, ser protagonistas únicos de una historia fascinante y digna
de las películas de ciencia-ficción que no había hecho más que empezar.
Pero se equivocaban en cuanto a ser los únicos elegidos por este misterioso
código. A pesar de lo excepcional de los hechos, años antes un ingeniero de
Vitoria había sufrido un «susto» semejante al de los dos sevillanos. Nunca se
habían relacionado ambos sucesos ni los testigos tenían conocimiento entre
sí de lo ocurrido, pero lo cierto es que su ordenador personal funcionó solo
mientras sobre la capital alavesa un extraño artefacto era observado por
cientos de testigos.

1984: El misterioso apagón de Vitoria


Zaramaga es un barrio obrero y algo sombrío que apenas ha cambiado
desde aquel atardecer de cielo plomizo, cuando su vecindad gritó al unísono
por la sorpresa. Ocurrió el viernes 14 de septiembre de 1984. Entre sus
apretados y simétricos bloques de ladrillo rojo se adivinó una formación
luminosa muy potente que, en forma triangular, alumbraba las afueras de la
ciudad. Desde una de las plazas, junto a la verja de un colegio público, casi
dos centenares de personas se arremolinaron para fijar su vista en las alturas.
Al mismo tiempo, desde la calles Cuadrilla de Vitoria y Llodio las gentes
gritaban de un balcón a otro. ¿Habéis visto lo que hay allí arriba? En ese
momento, sobre las nueve y media, todo el barrio y prácticamente la zona
noreste de la ciudad, que comprendía, además de Zaramaga, calles y barrios
enteros como El Pilar, Ali, Lakua, Domingo Beltrán, Tenerías o Simón de
Anda, quedan sumidos en una oscuridad total. Desaparece el fluido eléctrico
y dentro de las casas los televisores y electrodomésticos se apagan
repentinamente y al mismo tiempo. Lógicamente, la tensión crece por
momentos, y una nueva marea de gente, bajando por las escaleras de los
edificios, algunos en pijama o con la cena prácticamente en la boca, toman
las aceras y parques para averiguar lo sucedido. Todos, por la presencia de
otros testigos que ya estaban a pie de calle, acaban mirando al cielo, donde
contemplan al extraño artefacto. Tal y como demostró la Policía, aquello no
era un avión, ni helicóptero, ni satélite. Sobre el barrio, la formación verdosa
y ocre emite unos destellos pulsantes y se va elevando entre el nerviosismo y
el griterío. Según los testimonios de los que aún recordaban lo sucedido y
que recogí en su día en el lugar de los hechos, aquello era como un cono
impresionante y lleno de luz. Para otros era algo como un triángulo equilátero,
con focos en el vértice, que no hacía ruido y que volaba muy bajo. Mientras,
caía lentamente la noche, en coches y a la carrera, otras gentes de Vitoria
hacían acto de presencia en Zaramaga con el fin de fotografiar a un
«intruso» que cada vez se alejaba más y más, escapando a los flases de las
cámaras. Una expectación semejante jamás se había vivido en la capital del
País Vasco con un ovni como protagonista. Tras efectuar dos movimientos
circulares, como dibujando un gran ocho sobre el cielo, desapareció. Acto
seguido toda la ciudad de 200.000 habitantes quedaba a oscuras. Un súbito y
rotundo apagón, que se unía al que mantenía en penumbra a la zona del
norte, dejaba sin luz a Vitoria y a otras poblaciones importantes de la
provincia como Salvatierra o Amurrio. Las llamadas a las centralitas de
policía se dispararon sin conseguir respuesta alguna. Según informaron los
atribulados agentes, una torreta eléctrica del barrio de Ali, lugar preciso en
el que al parecer se encontraba la vertical del ovni, había caído fulminada al
suelo. No se tuvieron más noticias en aquella larga noche de desconciertos.
Algo, que no era ningún fenómeno natural o meteorológico, había
fulminado parte de aquel engranaje metálico y, según apuntaban otras
fuentes de la compañía eléctrica en cuestión, había provocado daños
irreversibles en el aparataje de la propia central.
Barrio de Zaramaga, Vitoria. Sobre estas torres surgió el fabuloso triángulo de luz que movilizó en
septiembre de 1984 a toda la población. Al mismo tiempo, un apagón general dejaba a oscuras toda la
región.

Minutos después el Servicio Meteorológico del Aeropuerto de Foronda


afirmaba que no existían tormentas en la zona capaces de provocar rayos y,
para agregar más misterio, en la cercana localidad de Nanclares de la Oca,
donde se alojaba un sistema de cinta en la que se imprimían
magnéticamente las causas de apagones y súbitas subidas de tensión de la
red, la grabación había quedado en blanco, con todos sus registros
inexplicablemente borrados.
Entre tanto, en la casa del ingeniero Carmelo Daubagna, en la zona de Ali
y a unos metros de donde se ha producido el misterioso desplome de la
torre, se produce una sorpresa que supera con creces a todas las demás.

Sorpresa en el domicilio del señor Daubagna


—Hacia las 21:30 me encontraba en una salita contigua al despacho
donde dispongo un pequeño ordenador marca Sinclair Spectrum 48K —
comentaba Daubagna horas después de los hechos al periodista J. J. Benítez
— cuando llegó el famoso apagón. Tras unos titubeos el suministro regresó y
luego volvió a quedar todo a oscuras. Es entonces cuando oigo chillar a mi
hija: ¡La impresora está escribiendo sola! ¡La impresora está escribiendo
sola!… Entro en el despacho y compruebo que aquello era totalmente cierto.
Una pequeña Timex Printer 2040 que tenía conectada al ordenador estaba
imprimiendo a toda velocidad un folio con un código o serie de caracteres...
¡Sin fluido eléctrico!
Poco después la luz, como en todo Vitoria, regresaba al domicilio de
Carmelo. La impresora quedó apagada y en su cinta de papel aparecía, un
tanto desafiante, una hoja con una serie de «ochos y unos» que dispuestos en
13 columnas llenaban toda la página. El estupor, en esta persona
acostumbrada a la informática por el cargo que desempeñaba, fue absoluto.
Con cuidado, y tras varios días de minucioso análisis del aparato, comprobó
como era imposible que este funcionase sin luz y con la tecla de arranque en
posición OFF. Lo escrito era todo un misterio. Semejante a la lista de
números que la impresora podía ejecutar cuando se le hacía un «test» de
autorregulación, aparecían una serie de signos intercalados entre los códigos
numéricos que nadie hasta ahora ha podido descifrar. Eran, en palabras de
los informáticos consultados, unos caracteres extraños que no estaban
programados en el microordenador y que, por lo tanto, no podía ejecutar de
ningún modo la impresora, menos aún sin corriente eléctrica.
El ingeniero Carmelo Daubagna comprobó como su «Timex Printer» comenzaba a plasmar unos
caracteres sin estar enchufada a la red. Sobre le cielo de Vitoria, en aquellos momentos, se alejaba el
triángulo volador (Imagen cedida por Juan José Benítez).

Al día siguiente la noticia apareció en algunos medios de información


acompañada de otros datos interesantes. La noche del día 14, desde diversos
puntos de Álava, había sido observado el mismo objeto volante que algunos
relacionaban directamente con el apagón. En pueblecitos cercanos a la
Nacional I, como Dallo, Zumelzu o Audícana, pude recoger decenas de
testimonios. Aquello era algo misterioso y que casi descendió a tierra —me
confesaban asustados algunos agricultores de la última localidad—, algo
rojizo y de gran tamaño descendió junto a la fábrica de piensos Sanders
iluminándolo todo como con «latidos» y en pleno silencio. También en
Audícana, pocas horas después, la familia de un trabajador vitoriano
llamado Patxi Uriarte comprobaba con sus cinco miembros como testigos, la
aproximación, casi a ras de tierra, de un brillante y extraño objeto que iba
acercándose a la casa. Patxi, hombre recio, con poblada barba y de pocos
temores, empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones la frase ¡Zatoz
hona!, que en eusquera significa ¡Ven aquí! La seguridad se convirtió en
temor cuando aquel aparato de formas ovaladas fue cruzando las carreteras
para enfilar el camino que daba directamente a la aislada casa que los Uriarte
tenían como segunda residencia entra las espesas arboledas de Audícana. La
escena en la puerta de la casa se convirtió en terror. Cuando la madre gritó
completamente angustiada ¡Ez mesedez!, que quiere decir ¡No por favor!,
agarrando en el umbral a sus tres hijos, el supuesto ovni se detuvo,
balanceándose a muy corta distancia del suelo, para luego retroceder en su
camino y elevarse hasta desaparecer confundido en el firmamento. A la
semana del incidente, alucinado con lo ocurrido, me las ingenié para llegar
hasta Audícana, con mi bisoñez de once años como tarjeta de presentación.
A pesar de todo, los Uriarte se mostraron asustados, como inquietos de que
aquella «figura de luz» pudiese regresar. Fue una de las primeras entrevistas
de mi vida en que percibí, en aquel mismo lugar donde todo había ocurrido,
el profundo miedo de unos testigos.

Secuencia de símbolos surgidos de la impresión sin fluido eléctrico de la impresora del señor Daubagna
(cortesía de J. J. Benítez).
En definitiva, no cabía duda, cientos de personas, quizá miles, habían sido
testigos del paso de uno o varios objetos sobre la provincia al tiempo que se
producían graves alteraciones en el suministro eléctrico. El código aparecido
en casa de Carmelo Daubagna, por increíble que parezca, era muy semejante
a las ristras de números que, poco a poco y tras repetir la operación de
enviar el mensaje «Arecibo» vía parabólica, recibieron los dos amigos
sevillanos a lo largo de 1989. El ingeniero de Ali, tras consultar a todo tipo
de autoridades y expertos en tecnología e informática, dejó que el polvo del
olvido enterrase su extraña aventura. Nadie podía dar una explicación a lo
allí aparecido ya que, simplemente, no la tenía. Sin embargo, David y
Guillermo, como si presintiesen que nuevos y apasionantes acontecimientos
iban a ocurrir, decidieron dar un arriesgado paso al frente a la busca de
repuestas para su odisea.
 

Un juego peligroso
Barriada de los Príncipes, Sevilla, julio de 1999:
 
Mientras todos los «históricos» aparatos de la habitación de Guillermo
León volvían a la vida después de un letargo de casi diez años, yo colocaba
sobre la cama el mensaje recibido por Daubagna y algunos de los registrados
vía impresora en aquel mismo domicilio. La similitud era estremecedora.
Secuencias de ochos entremezcladas con otras letras y caracteres no
programados daban la sensación de conformar una «respuesta» casi
idéntica, recibida con un intervalo de cinco años y con los ovnis como telón
de fondo. Las ristras de números sin ningún sentido llegaron en su día cada
vez más extensas y menos separadas en el tiempo. A inicios de 1990 a los dos
adolescentes ya no les quedaban dudas; habían «contactado» con una fuente
emisora de información, pero ¿desde dónde les estaba haciendo acuse de
recibo?
Entre hipótesis y mil dudas, inquietos por varias observaciones ovni en las
cercanías de la capital hispalense de las que informaron los diarios y que
ocurrieron precisamente al registrarse nueva información a través del
equipo informático, David y Guillermo deciden realizar otro experimento.
Algo definitivo que les permita despejar aún las dudas sobre esos supuestos
envíos del espacio. Dos amigos suyos, Fernando y Juncal, residentes en el
pueblo leonés de Virgen del Camino, interesados también por las cuestiones
de la astronomía y el cosmos, les plantean una interesante posibilidad;
cambiar del mensaje original las coordenadas de Sevilla y colocar en su lugar
las de la montañosa localidad norteña para ver si ocurría algo inesperado en
las inmediaciones. El planteamiento, a los dos leoneses, les resultó algo
absurdo en un principio, pero al final, con tal de ayudar a mitigar la angustia
que ya aparecía en Guillermo y David, aceptaron de buen grado.
Guillermo Léon: «Lo que empezó como una broma acabó convirtiéndose en una angustia que nos llenó
de miedo. Al final decidimos abandonar todas las investigaciones.»

Hasta entonces, tras casi dos años de «experimento», el resultado se


reducía a varias decenas de folios de difícil traducción, recibidos del mismo
modo y repletos de letras imposibles y algún que otro dibujo realizado con
absurdas conjunciones de números y signos. Dar un giro tampoco costaba
tanto... y así lo hicieron.
 
—Colocamos la situación del punto exacto donde residían nuestros
amigos y enviamos el mensaje —me recuerda Guillermo mientras damos
cuenta de una buena cena en la terraza, con la noche como única compañera
—con una mezcla de curiosidad, pero también sin darle excesiva
importancia. Pero, y te juro que lo recuerdo como si fuese hoy, el 5 de
noviembre recibimos otro mensaje parecido a los anteriores, pero más largo,
bastante más largo. Horas después recibo una llamada que me deja helado,
petrificado, hasta con algo de miedo... eran Juncal y Fernando, emocionados
y nerviosos, confirmándome que «algo inmenso» había sido visto por
decenas de testigos. Algo parecido a un disco luminoso de inmenso tamaño
que atravesó toda la zona y que hizo salir a las gentes de sus casas. Y, como
comprenderás, el corazón nos dio un vuelco... ¿A qué estabamos jugando?
¿Qué estaba pasando? ¿En qué había acabado nuestro experimento?
 
Mientras Guillermo, visiblemente emocionado, me contaba el impacto
que le produjo aquella comunicación telefónica, compruebo por mí mismo,
bajo la agradable brisa de aquel julio sevillano, cómo, según rezaba toda la
prensa de la zona y en especial el Diario de León a grandes titulares y en toda
su portada, aquel día un ovni gigantesco había sido visto por una multitud
sobre la autopista A-66... ¡a su paso por Virgen del Camino! Sonreí, ya que
no podía disimular la sorpresa. La prensa regional recogía más y más
testigos, en el punto exacto y en la fecha elegida para el lanzamiento del
nuevo mensaje desde el piso donde me encontraba. En aquel momento
comprendí que incluso el temor apareciese en aquellos dos jóvenes que
tampoco nunca habían tenido el menor interés por los objetos volantes no
identificados. Una crónica apresurada aseguraba que decenas de personas de
pueblos como Mieres o Avilés habían llamado inquietas a las propias
redacciones y centrales de policía y Guardia Civil, afirmando que un gran
aparato luminoso y ovalado había aparecido entre la niebla y en pleno
silencio causando el estupor y la alarma. Los propios agentes de Protección
Civil de Oviedo aseguraron que otras muchas personas habían observado la
aparición con total nitidez desde diversos puntos de la provincia al mismo
tiempo y describiendo exactamente lo mismo. Es decir, que esa noche,
justamente esa noche, a la hora convenida, un artefacto no convencional
había atravesado parte de León y Asturias. Los periodistas, absolutamente
convencidos de la veracidad de los hechos, afirmaban rotundamente que
mientras es tónica general que las informaciones de este tipo provengan de
colectivos de aficionados en el tema, esta vez los datos han sido proporcionados
por personas sin ninguna vinculación con los citados movimientos…
 

El Diario de León reflejaba en su portada los anómalos acontecimientos ocurridos sobre La Virgen del
Camino. Aquella «coincidencia» fue la gota que colmó el vaso para los amigos sevillanos. Alguien parecía
estar respondiendo a sus mensajes.

Drástico abandono de las investigaciones


David, mucho más afectado por lo ocurrido y queriendo alejarse del
asunto, abandona el inconsciente proyecto de dimensiones desconocidas en
el que se había aventurado un par de años antes con su amigo del alma.
Guillermo decide hacer lo propio y una noche entra en su habitación
dispuesto a «echar el cierre» a todo aquello e incluso a desgrabar todos los
programas. Por fortuna no lo hizo. Un último arranque de curiosidad e
inquietud lo obligó, casi en secreto, volver a cambiar las coordenadas y
lanzar un nuevo envío a través del viejo ordenador MSX. Unos días más
tarde, comprobó que los dígitos y la localización volvían a coincidir, a unque
aquello se asemejase ya a un verdadero delirio, con una espectacular
aparición ovni sobre los cielos lucenses de San Clodio y Quiroga, dos
pueblos que también tomaron las calles para observar, a ojo de buen cubero
o incluso con los prismáticos en la mano, otro espectacular ovni
balanceándose con su fulgor sobre la comarca. Una vez más la prensa
regional de la zona, nada sospechosa de fomentar el interés por la ufología,
reflejaba el insólito suceso en las portadas de aquel día.
Lógicamente, según me hacía entender el noble y afable informático
sevillano, aquello significó el basta ya. Tres incidentes, en Sevilla, León y
Galicia, constatados por decenas de testigos en el mismo momento de ser
recibida información de respuesta al mensaje «Arecibo», era algo que
desmoronaba cualquier planteamiento lógico. Y con la sensación de haber
llegado demasiado lejos en esa aventura que comenzó como un juego
ilusionante, los dos amigos acabaron sintiendo un profundo temor. Y
cortaron por lo sano.
Los mensajes que recibía la impresora de Sevilla, coincidiendo con algunos avistamientos, eran cada vez
más complejos y absurdos.

—Terminamos aquella aventura del modo más drástico —recuerda


Guillermo ante la última taza de café y con la mesa repleta de aquellos
documentos y recortes de la prensa—, con el tiempo incluso acabamos
distanciándonos, como prometiendo olvidar el asunto. Es triste, pero allí
ocurrió esta historia real como la vida misma. No sabíamos qué habíamos
hecho ni quién nos remitía la información. Pero teníamos miedo. Un miedo
que ha hecho que yo me aleje por completo de estas temáticas, rehuyéndolas
y sintiendo incluso repulsa. Nadie nos dijo qué pasaba ni qué ocurría. Al
final solo teníamos varias decenas de hojas ilegibles y muchos quebraderos
de cabeza. Aquello nos pareció hasta peligroso…
—Pero olvidar es difícil, sobre todo si ya formas parte de esa «historia
paralela» que a veces nos sorprende...
 
Guillermo, pelo rubio y sonrisa franca, me asiente. Acto seguido se coloca
frente al viejo MSX2 VG-8235 y respira hondo. Llevo un par de días
insistiéndole con todas mis fuerzas para que vuelva a dar vida al
«experimento». La emisora, parpadeando con sus dígitos fosforescentes,
señala la banda 29,034, la misma donde se emitió el primer mensaje. El
ruido de fondo, de la atmósfera, nos envuelve silbando por los altavoces.
Todo permanece en silencio, iluminado tan solo por la luz de la pantalla del
ordenador. En la calle ya no hay nadie.
 
—Tú sabrás lo que haces. Te hago responsable —me dice con una media
sonrisa entre la preocupación y la ilusión...
 
Sus dedos teclean rápido. Aquel humilde «Seti a la española» ha vuelto a la
vida tras diez años, en un anónimo bloque de la barriada de los Príncipes.
En la superficie del monitor surgen varias letras...
 
110 Open grp: test As#1= «Gerena-Olivares –latitud –6º 10´ –longitud 37º
–27´. Next A goto 130...
 
El sonido de emisión me suena a música celestial. Una década después
Guillermo, vencido por la curiosidad, ha logrado unificar los equipos y
enviar un mensaje al exterior como aquella primera vez. En esta ocasión, por
imposición suya, el mensaje «Arecibo» se ha cambiado por «Iker». Él dice
que por si acaso. Y luego repite una frase que ya me ha dicho a lo largo de la
noche: ¡Cómo sois los periodistas! Acepto sus comentarios con alegría y le
doy un apretón de manos. El misterio del «Seti español» hay que
comprobarlo en directo y en primera línea de fuego. Cuando el equipo nos
da la confirmación de que nuestro envío codificado ya surca los cielos,
bajamos raudos al coche para, en plena madrugada, echar a rodar por los
caminos del Aljarafe sevillano en busca del punto exacto que hemos
designado en el programa informático. Y lo hemos hecho a conciencia,
colocando en el punto de mira un lugar desangelado entre dos poblaciones
donde, en esas mismas fechas, según me informa el buen amigo e incansable
investigador José Manuel García Bautista, no son pocos los avistamientos de
ovnis denunciados por muchos testigos1.
Bajamos a por mi coche, flanqueados por las cámaras fotográficas y los
inseparables cuadernos, y allí nos plantamos en apenas media hora, en un
lugar oscuro y solitario, muy cerca de un blanco cementerio perdido,
conscientes de nuestra sana locura que, por una vez y sin que sirva de
precedente, ha sobrepasado mi objetividad periodística. Si esos mensajes
resultaron efectivos hasta el último día en que se emitieron, yo tenía que
comprobar con mis ojos si volvían a funcionar una década después. Y estaba
dispuesto a hacerlo costase lo que costase.
Guillermo me miraba entre sorprendido por mi repentino arranque desde
el asiento del acompañante mientras la noche sin luna nos daba la
bienvenida a los solitarios campos aljarafeños…
 
—¿Quién sabe? —le digo sonriendo.
—Eso mismo dije yo hace diez años… y ya ves lo que pasó —me responde
él...
—¡Ojalá la causa–efecto sea real y podamos ver algo con total nitidez!
—¿Y qué harías si se nos pone un ovni encima de la cabeza?
—Hacerle una foto. Eso seguro. Si no, Fernando Jiménez del Oso me
mata…
—¿Y después?
—Después… quién sabe. Nunca me he visto en una así, quizá hoy lo
sepamos los dos.
 
Y allí, en aquel rincón de la llanura andaluza, ponemos pie a tierra entre
las sombras de la ya iniciada madrugada. A un lado el viejo camposanto,
frente a la inmensa llanura donde tantos casos han ocurrido en las últimas
fechas. Tan solo nos quedaba aguardar… aunque eso, amigo lector, ya es
parte de otra historia que quizá algún día pueda ver la luz.

Í
DECIMOSEGUNDO DESAFÍO

E S INCREÍBLE hasta donde puede llegar la maquinaria de la mente humana


en su frío convencimiento. Sobre todo si este, en vez de basarse en el
ponderado conocimiento, se erige sobre una extraña fe desmedida y ciega.
Me di cuenta de ello al seguir de cerca la historia de dos jóvenes,
Francisco Saureu Prim y Juan José Vargas Gómez, de 16 y 18 años de edad.
Una historia que me parece tan tenebrosa y tan dura como para no olvidarla
jamás.
Desde que investigué en el lugar de los hechos lo ocurrido aquel 2 de abril
de 1978, una fecha en la que apenas pasó nada más que algunas noticias de
política y fútbol, he de confesar que hay algo que ha cambiado en mi fuero
interno. Quizá la pesada carga de ser consciente, definitivamente, de la
ineludible responsabilidad que tenemos cada uno de los que informamos de
algunas cosas. De cuándo, en qué modo y bajo qué parámetros las contamos
para que sean leídas o escuchadas por otros. Repartir delirio, verdades
indemostrables o sana prudencia ante todo es cosa nuestra. Lógicamente
apuesto por esto último.
Hay algunos sucesos, como este en el que la pasión por los ovnis, por lo
oculto, por lo que se disfraza de maravilloso en algunas mentes que quieren
huir de su mundo terrenal y anodino, que nos demuestran que las temáticas
del misterio son a veces, instaladas en determinados cerebros, una verdadera
bomba de relojería.
Una dinamita pura y letal a la que, creo, aún no se le ha dado la
importancia sociológica que tiene y a la que, paradójicamente, solo podemos
combatir dando información. Porque información es lo contrario de
ignorancia, y la ignorancia mezclada con el cóctel de las creencias a veces
suele acarrear el delirio.
Para eso, para ejercer mi profesión como un reportero de sucesos, me
desplacé a Lérida durante unos días interminables, con el objetivo de saber y
comprender qué pasó en torno a uno de los grandes «tabúes» de la ufología
sobre el que nadie había osado informar. La primera misión creo que acabó
cumpliéndose. La segunda, es imposible.
En el lugar de los hechos, en aquellos parajes fantasmales atravesados por
las vías del tren, lo que sí llegué a comprender es por qué casi nadie hace dos
décadas había informado del caso. El asunto era truculento y difícilmente
explicable para alguien que no supiese lo que pueden acarrear algunas
desmedidas creencias.
Reconozco que esta vez me costó más que nunca levantar el manto del
silencio, ese viejo compañero con el que siempre hay que pelear. Aquel
enigma que acababa entre las tumbas de un oscuro cementerio era el más
triste de cuantos yo he tenido la oportunidad de encontrarme...
 
 
 
Lugar de los hechos: Lérida y Artesa de Lérida.
Lugar de la investigación: Lérida, Artesa de Lérida, Puigvert, Rufea
(Lérida), Barcelona, Madrid.

 
1 En el mes de julio se produce una intensísima oleada de avistamientos en toda la comarca del
Aljarafe, comparable a la que aquí ocurrió a mediados de los años setenta. Poblaciones como Pilas,
Aznalcázar, Benacazón o Sanlúcar la Mayor fueron testigo del paso de diferentes objetos, desde esferas
centelleantes que casi tomaban tierra o perseguían a más de un asustado automovilista, o incluso de
apariciones, como ocurrió en pleno cielo de Aznalcollar, de un gigantesco objeto rojizo con forma de
cigarro puro y dos luces en los extremos que fue visto por decenas de testigos.
XIII
Vargas-Saureu: El enigma de una muerte paralela

  En la soledad del apeadero.—Veinte años de silencio.—


Radiografía de las últimas 24 horas.— Una espiral de
misterios.—Mensajeros al Más Allá.—
En el cementerio.
 
 

A QUEL 2 DE ABRIL fue el día más corto del año. La hora se había adelantado
en la madrugada para el consabido ahorro en kilovatios de toda la nación.
Al caer la tarde, en Cataluña, solo se habla de dos cosas; las conversaciones
del primer presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas, en su reunión con
el Rey en Madrid, y del duro «derby» que acabó en tángana entre el Español
y el Barça. Empate a uno y varios expulsados. La noche cae, lenta y densa
sobre Lérida, una urbe algo anodina que vibra con el VI Rallye Provincial. El
Seat 1430 sport nacional, en una auténtica proeza, se ha impuesto a los
Porsche extranjeros dando una exhibición sobre el asfalto lleno de agua y
barro. La alegría por el triunfo recorre algunas calles del centro. Una alegría
que no va a durar mucho. Aparentemente nada fuera de lo normal ha
ocurrido en esa noche desapacible. Así, envuelto en el frío y la bruma típica
de la ribera del Río Segre, va desperezándose el lunes.
A las ocho y veinticinco minutos de la mañana, de forma inesperada, un
nuevo asunto se une a los anteriores. Un asustado empleado de Renfe ha
telefoneado a la Comandancia de la Guardia Civil; a unos tres kilómetros del
solitario apeadero de Artesa y Puigvert han aparecido dos cuerpos
seccionados en la vía férrea. Son dos muchachos jóvenes, bien vestidos, uno
a cada lado de los raíles. El corte es perfecto, limpio, y los zapatos aparecen
lustrosos. Los dos han quedado decapitados, con la mirada vuelta hacia las
alturas. El resto son charcas de lodo y regueros que se pierden entre las
pequeñas huertas. El enigma y el dolor invaden la ciudad entera, donde
nadie puede entender lo ocurrido...

Veinte años después: noviembre de 1999


—¿A la estación dice usted?
—Sí —respondí con firmeza a aquel payés, perdido entre un mar de
campos de cultivo y pequeños olivos—, quiero hacer unas fotografías, ¿sabe
usted? Así que si hace el favor de indicarme...
 
El hombre, curtido por el trabajo en la labranza me responde extrañado:
—¡Alma de Dios! ¡Pero si allí hace casi veinte años que no va nadie! ¡Está
todo vacío! ¡Deshabitado!...
—¿Ya no para el tren en Artesa de Lérida?
—No, ya no. Allí usted no va a encontrar nada de interés.
—Sí, claro, pero es que yo vengo para...
—No vaya, se perderá. Y hay perros sueltos. Allí hubo unos accidentes
hace años y luego se cortó la circulación. Es todo aquello muy triste. Es
mejor que vaya a ver cosas más bonitas del pueblo.
—A propósito que usted menciona los accidentes, yo precisamente venía
a...
 
El hombre, espigado y delgado como un junco moreno, se marchaba con
la azada al hombro, como si le molestase mi insistente curiosidad respecto a
aquel lugar. Estuve a punto de bajar del coche y marchar tras él. Pero al final
desistí. Era la primera muestra del silencio con el que me iba a topar a lo
largo de todos estos apretados días de investigación. El caso más triste que
he conocido estaba envuelto por una coraza que nadie quería abrir con las
tenazas del recuerdo. Alguien ya me había advertido la noche anterior.
Había mucho misterio... y mucho dolor.
Paso a paso, intentando no levantar sospechas, fui preguntando a algunos
parroquianos que a esa hora intentaban arrancar un poco de sol sentados al
socaire de la plaza. Artesa de Lérida, de no ser por estas pocas personas que
a trancas y barrancas me guiaron hasta la vieja estación, me daba la
impresión de ser un pueblo muerto, tendido en medio de ninguna parte y
un poco perdido entre las lomas de una región aceitera por excelencia como
Borjas Blancas. Cuando enfilé la recta que salía del pueblo, algo palpitaba en
mi interior. Algo que me indicaba que la aventura de acercarse a la extraña
muerte de dos chicos de Lérida no iba a ser nada fácil. Y en la pantalla de mi
mente, confusa en aquellos momentos, rebotó instantáneamente un dato: la
casi total ausencia de noticias que los medios de comunicación dedicaron a
un asunto tan extraño, tan único y desconcertante. Ni siquiera —pensaba
mientras dejaba atrás la comarcal y me metía directamente por una pista sin
asfaltar— las publicaciones referidas a estas temáticas jamás publicaron
nada. Ni una línea. Absolutamente nada. Y una mezcla de nerviosismo y de
interrogantes respecto a ese mutismo que aún pendía sobre el misterio desde
1978 se concentró en mi interior. En ese mismo momento apareció la
estación. O lo que quedaba de ella.
El hoy fantasmal apeadero de Artesa-Puigvert fue testigo del último paseo de Vargas y Saureu.

Totalmente apartada del casco urbano, el apeadero de Artesa–Puigvert


hacía dos décadas que no veía pasar a los viajeros. Una casa aislada, pintadas
sus fachadas de blanco, y con las ventanas abiertas, golpeando en medio de
aquella nada.
Me bajé del coche y tiré las primeras fotos. Poco a poco, con cierta
inquietud fui bordeando el edificio. Allí me di cuenta del estado total de
abandono. Todo permanecía tal y como debió estar en el último día que el
tren paró. Las señalizaciones, la ventanilla del cobrador, los baños, el cuarto
del guardarraíles... Todo seguía allí, pero hoy solo el viento circulaba por las
entrañas derruidas. Me metí en el interior y escuché a un grupo de palomas
que ululaban en el piso superior. Efectivamente, tal y como minutos antes
me indicó el esquivo labriego, aquel era un sitio triste.
Cuando salí de nuevo a la luz del exterior imaginé a los dos chicos
llegados de Lérida pagando allí sus billetes, sonrientes, confiados, como
cualquier otro de aquellos viajeros, envueltos en un mar de conversaciones
que se entrecruzaban con el ajetreo de los domingos.
 
El enigma de los suicidas de Lérida me obsesionaba desde hacía meses. Lo
reconozco. Allí me quedé un rato absorto, como obnubilado, mirando a las
vías, a los raíles, relucientes con el poco sol que comenzaba a cerrarse entre
nubarrones, y a esa hora huérfanos de tren. Con el sonido de las
contraventanas, arrítmico y lejano, recordé, sin saber bien por qué, aquellos
rostros que desde hacía unas jornadas, envueltas entre archivos y viejos
papeles, martilleaban mi mente. Algo me sobrecogía en la expresión de
aquellas caras, las de Francisco Saureu Prim, de 16 años, y Juan José Gómez
Vargas, de 18, ambos amigos del alma y convencidos de que allí estaba el
punto de partida para su último viaje. Un viaje en el que la próxima estación
quedaba fuera de este mundo.

Juan José Gómez Vargas y Francisco Saureu Prim, los dos suicidas de Lérida.
Caminando con las cámaras al hombro, explorando un poco los
alrededores, me fijé en algo importante: muy lejos de cualquier ruta
asfaltada, en medio de un laberinto de veredas y terraplenes, se alzaba
todavía un puente oxidado por el tiempo. Me acerqué procurando andar casi
de puntillas tras clavar mis ojos en la señal que, pintada en verde, advertía de
la presencia de un perro fiero y guardián. Bajo el arco pasaba la vía y en uno
de sus laterales vislumbré un indicador, un dígito grabado en una piedra
rectangular: kilómetro 8,5. Alrededor todo llanuras, y alguna casa rural
desperdigada y ausente. Me descolgué por las barras y de un salto acabé en
una pasarela de hierba estrecha que corría junto a los raíles. Eso mismo
hicieron los dos muchachos aquella noche de lluvia hacía veintiún años,
siete meses y dieciséis días. Aquel era el sitio exacto que eligieron para morir.
 

18 de noviembre de 1999, vía férrea Lérida-


Tarragona, kilómetro 8,500, 13:00 horas
Estuve largo tiempo observando aquel lugar. La calma absoluta y densa no
me hacía olvidar la escena que, justamente donde yo tenía los pies, se vivió
una noche de abril de 1978. A pesar del reflejo verde de los pequeños
manzanos que en hilera corrían paralelos a la vía, a pesar del cielo despejado
y claro, nada maquillaba el dramatismo que, para mí, tenía el sitio.
Aquella madrugada se arrodillaron, detuvieron sus relojes a la seis en
punto y colocaron las cabezas en los raíles, mirándose fijamente y
entrelazando firmemente las manos. Era un pacto de sangre.
Por algún motivo que nadie puede comprender este fue el punto exacto en el que los dos jóvenes ufólogos
decidieron entrelazar sus brazos y colocar sus cabezas junto al frío raíl. Habían firmado un pacto de
sangre para viajar a otros mundos...

Recordándolo, enfoqué con el objetivo hacia el infinito, desde el mismo


punto en que ellos creyeron abandonar su cuerpo pagando la cuota del más
alto dolor. Me tumbé sobre las traviesas de madera y apreté el disparador. La
recta, interminable, acababa en la pequeña silueta del mercancías 7203
acercándose. Tiré varias fotos y luego volví a saltar hacia mi izquierda. El
convoy pasó rápido y silbante, del mismo modo que lo hizo veintiún años,
siete meses y dieciséis días antes. Subido en el pequeño montículo miré
instintivamente el reloj; los dos suicidas tuvieron que verlo venir a lo largo
de más de dos minutos. Tuvieron que escuchar su rodar metálico
acompañado de los potentes focos que alumbraban el campo con sus estelas
de luz en medio de la negrura. Fueron dos minutos eternos donde su fe en
los hermanos del cosmos redujo a cero el preciado instinto de conservación.
Parece imposible, pero allí continuaron, con los pensamientos puestos en un
mundo mejor y más lejano. El tren no se detuvo y las ruedas, convertidas en
guadañas por la velocidad, seccionaron de un tajo los cuerpos de Francisco y
José, dos adolescentes convencidos de su contacto con unos seres que les
aguardaban al otro lado de las estrellas.
La cabeza de uno rodó hacia la derecha, cruzando por la caja de la vía. Las
piernas del otro quedaron juntas, pegadas, como si nada hubiera pasado. Y
durante horas allí estuvieron los dos cuerpos, con la fina lluvia cayendo
sobre las espaldas y los pequeños manzanos del lateral como únicos testigos
del último acto de una tragedia.

Así encontró la Brigada de Ferrocarriles los dos cuerpos. A pesar de que se barajó el asesinato, poco a
poco las pruebas acabaron decantándose por la fría y brutal autoinmolación de estos dos mártires del
misterio.

Veinte años de silencio


Paseé varias horas por el centro de Lérida, sin un rumbo fijo, como
siempre suelo hacer en las ciudades que son escenario de una investigación.
Con demasiadas preguntas en la cabeza, con demasiada inquietud quizá, me
adentré en una barriada un tanto laberíntica de calles estrechas y pocos
viandantes. Allí aguardaba mi próximo contacto.
José Carlos Miranda es uno de esos periodistas de raza que ha sido
sabueso de la noticia desde los primeros años setenta. Pocas cosas le
impresionan ya. El hoy redactor-jefe del Diario Segre me recibió con una
palmada en la espalda y una mueca no disimulada de preocupación. Mi
llamada de hacía unas horas —intuía— le había hecho regresar con el
recuerdo a aquellos días lejanos en los que el diario La Mañana, donde él
trabajó a fondo, se convirtió en el único medio que hizo un seguimiento del
caso.
 
Un café de máquina y un intercambio rápido de documentos dio paso a la
improvisada tertulia...
 
—Lo que no sé es por qué dejamos de informar del asunto —me soltó a la
primera de cambio, tan extrañado como yo por el hecho de que el enigma de
la muerte de los dos jóvenes se hubiese disuelto en el tiempo hasta acabar
relegado al olvido.
—Nadie supo la verdad sobre este misterio —me confesó mientras releía
las fotocopias de la poca información que salió a la luz—. No hay que
descartar que el propio director del periódico, Emilio Rey, recibiese algún
tipo de presión para abandonar un asunto tan raro. Toda la ciudad estaba
conmocionada, era un hallazgo macabro y sobrecogedor, y día tras día
esperamos las autopsias, pero al final no llegó nada y el tema dejó de existir.
Es algo misterioso que ahora tú me has recordado...
—Pues, créeme que lo celebro. Así será más fácil que lleguemos a sacar
cosas en claro. ¿Recuerdas a qué conclusiones llegasteis «redacción
adentro»? —le pregunté mientras apuraba el café de un sorbo en aquel
archivo rodeado de antiguos ficheros y carpetas.
—Sí. Hubo tres hipótesis que fuimos barajando. El posible accidente
fortuito, que quedó descartado inmediatamente por las propias autoridades,
el asesinato y la posterior inclusión de los cadáveres en la vía, ya que había
detalles como la limpieza del calzado a pesar de la lluvia que anegaba la
zona, y, la que tuvo más fuerza hasta el final, la posible autoinmolación1.
—¿Suicidio doble provocado por creencias extrañas llevadas casi hasta el
delirio...?
—Exactamente. Eran muy aficionados a la parapsicología y habían
investigado asuntos de ovnis. Muy probablemente los dos se suicidasen
convencidos de viajar a otro mundo, obsesionados con sus creencias
ocultistas. A pesar de nuestras primeras pesquisas, pudimos comprobar que
el hermetismo de la policía y las autoridades fue total y extraño, no tuvimos
ningún comunicado al respecto, y en nuestro periódico denunciamos ese
silencio mientras en la ciudad había psicosis.
Los ojos del veterano reportero se quedaron como platos cuando sobre la
negra mesa de madera planté los documentos existentes, incluidos cartas de
los propios suicidas, de un caso igualmente estremecedor que podría
convertirse en macabro precedente del caso Vargas-Saureu2.
Ambos creímos que, a pesar de las muchas barreras de silencio que en
estos últimos años se habían levantado en torno a las últimas horas de los
dos finados, había algún tipo de conexión entre los dos sucesos, quizá un
acto de imitación ritual llevado hasta el extremo por unas mentes jóvenes
que querían ser como los dos «Amigos del Espacio» que en junio de 1972
partieron «hacia el infinito» en la vía del tren en Tarrasa.
De este portal de la calle Ingeniero Callers salieron los dos amigos aquella tarde del 2 de abril. El último
viaje estaba a punto de comenzar...

Había oscurecido en el corazón de la ciudad ilerdense, una urbe por la


que los dos jóvenes realizaron un curioso recorrido en su último día. Hacer
exactamente su misma ruta es lo que me propuse, convencido de que su
recuerdo aún no se había olvidado.
Radiografía de las últimas 24 horas
 
El portal número 4 de la estrecha calle de Ingeniero Callers, perdida en el
barrio de Pardiñas, es algo desangelado. Igual que los bloques ajados que
todo lo rodean, construidos a las afueras hace varias décadas para los
trabajadores de la Renfe. Es un barrio obrero, de intencionalidad simétrica,
con algunas torretas de luz, con su armatoste oxidado, vigilando de cerca las
ventanas de las casas. En él vivían Juan José Gómez Vargas, el mayor de los
suicidas, con un cuarto que era refugio aislante, entre libros de ovnis y
parapsicología, y en el que pasaba muchas horas junto a su amigo,
planificando «investigaciones» y planteándose nuevas dudas en torno a esos
extraterrestres en cuya existencia creían ciegamente.
Precisamente el padre de Juan José Gómez Vargas era uno de aquellos
empleados de la Renfe. Aquella noche, la del 1 al 2 de abril de 1978, se hizo
demasiado tarde, y gritando y alertando a la vecindad acabó personándose
ante la policía. Un nubarrón negro llevaba varias horas sobre la cabeza de
este hombre trabajador y humilde. Su hijo era puntual como un reloj, jamás
dieron las diez de la noche sin estar entre los suyos. Quizá por eso cuando
dio una vuelta por entre los bloques de ladrillo del barrio, preguntando aquí
y allá, su presentimiento de que algo extraño había ocurrido le fue creciendo
en el alma. Nadie podía prever que el hijo al que intentaba encontrar, a las 48
horas de esta búsqueda entre las farolas y la oscuridad de la barriada de
Pardiñas se iba a convertir en uno de los protagonistas de un titular de
periódico. Un breve que yo volví a leer allí, tanto tiempo después, sintiendo
una angustia difícil de precisar, y que decía Lérida: sospechosa muerte de dos
jóvenes en la vía férrea.
Lo había querido el destino, o la obsesión, o la fe…, pero ya jamás volvería
a ver al que, según sus compañeros de profesión, era un muchacho tímido y
amable, pero siempre centrado en sus cosas. Juan José trabajaba como auxiliar
de oficina en la Caja de Crédito Mutual, lugar donde dos años antes había
llegado sirviendo de botones. Era alguien querido, un ejemplo de superación
dentro de la empresa. Las palabras del que fuera director de la entidad, Juan
Ramón Godo, no dejaron de sorprenderme: Era un chico extraordinario, sin
preocupaciones, un trabajador ejemplar que se despidió la última vez con total
naturalidad. Hubiese llegado muy lejos, hasta donde él se hubiese propuesto...
Muy poca gente supo que bajo la apariencia introvertida de Juan José se
escondía una mente ávida de conocimiento que había encontrado en la
parapsicología y en el mundo de la ufología y los contactados una válvula de
escape a su apretada jornada laboral. Convencido de la posibilidad de
contacto con seres de otros planetas conoció, siete meses antes de la
tragedia, a Francisco Saureu Prim, que vivía con sus padres en una casa de
campo de la partida de Rufea, a las afueras de la ciudad. Día tras día hacían
idéntica ruta hasta que Francisco, dos años menor que él, de pelo largo y con
la misma pasión por los ovnis dentro de la sangre, se desviaba al instituto
«Ángel Montesinos» donde cursaba primer grado de formación profesional
en la rama de electricidad. En su última clase, el viernes 31 de marzo, regaló
el material escolar a sus compañeros, ante la incomprensión general. Tomad,
yo ya no lo necesitaré más, fueron sus palabras. Los compañeros se quedaron
extrañados; el material estaba casi sin usar.
Eran dos amigos que compartían el mismo camino matinal, las mismas
pasiones y que al final eligieron ser protagonistas de una muerte paralela.
El que fuera colega de ambos durante una buena temporada, José Luis
Urrecho, no quiso verlos aquel día. En realidad hacía ya un tiempo que las
«aficiones» de ambos amigos no eran compartidas por el tercero en
discordia. Él no comprendía esas jornadas de vigilia de los cielos y de largas
marchas a la población tarraconense de Tivissa, lugar donde se expandió el
rumor de una gran presencia de ovnis. Aquello no le gustaba, y decidió
apartarse gradualmente. Según declaró a J. C. Miranda, no había ni extrañas
amistades, ni atisbo de alcohol ni drogas en los dos compañeros. Tan solo
esa desmedida pasión por el «contacto con otras realidades» que al final los
llevó a la tumba.
Aquel día gris ambos quedaron frente al portal 4, lugar en el que hoy ya
no hay rastro de unos padres marcados por la tragedia. Los dos «colegas»
vagaron lentamente por el suburbio y finalmente decidieron enfilar la
Rambla de Ferrán, arteria central de Lérida, donde se disponía a inaugurarse
el Rallye que mantenía en vilo a cientos de personas. Tras observar
detenidamente los coches y motores, aunque sin prestar mucha atención, se
refugiaron en uno de sus rincones predilectos, el Bar Avenida, donde les
atendió el amable camarero Manuel Sales, un hombre afable y atento que
aún no ha podido olvidar aquella última tarde:
Algo no encajaba. Sobre las cinco se sentaron en un rincón y estuvieron
hablando y hablando. Aquí venían cada sábado y eran muy correctos. Jamás
tomaban alcohol, tan solo alguna vez una cerveza. Mientras estaban sentados,
hablando solo entre ellos, se bebieron tres cafés dobles ¡cada uno!
Media hora después los dos amigos salen del bar y regresan a la barriada
de Pardiñas a recoger algo a casa de Juan José. Algo que nadie ha sabido
precisar y que, según las investigaciones que he podido realizar, podría
tratarse de papeles, bolígrafos o cosas similares para efectuar la última sesión
de contacto, probablemente, tal y como se estilaba entre ciertos grupúsculos
de la época, mediante el sistema de «escritura automática»3.
A las 18:30 horas se les ve junto a Antonia A., a quien le dicen que han
dado un paseo por unos parques conocidos como Campos Elíseos, extensas
porciones de hierba fresca y arboledas cercanas a la cuenca del río,
despidiéndose sin dar más explicaciones para regresar de nuevo al Bar
Avenida. Allí vuelven a ingerir otros tres cafés dobles por cabeza ante el
desconcierto del camarero. Se sitúan en la misma mesa de la esquina, sin
hablar con nadie y centrados en su propio diálogo. En la calle rugen los
vehículos trucados para la competición y la gente se arremolina expectante
para intentar conseguir un autógrafo de los pilotos aficionados. Ellos
parecen al margen, ausentes. En un momento dado, Saureu se acerca a la
barra y pide enérgicamente dos copas del mejor coñac que tenga. Tras el
«Lepanto», con un camarero algo confundido por la total ruptura de
costumbres de dos clientes habituales, llegan dos «Chivas» con «Fruco» de
naranja. Al marcharse, a las siete y cuarenta minutos aproximadamente,
dejan en el platillo una propina desmesurada. Treinta duros en total que
hacen incluso que Manuel Sales se enerve y diga que es demasiado,
negándose en redondo a cobrar. Los dos se vuelven al unísono antes de salir
al exterior: Un día es un día, exclaman sonriendo bajo el arco de la puerta.
Ya nadie volverá a verlos con vida.
 

Una espiral de misterio


En la Comandancia de la Guardia Civil, no muy lejos de las oxidadas vías
del tren, pocos recordaban el caso. Los continuos cambios de destino en este
cuerpo hacen que apenas queden allí hombres que prestasen servicio en un
lejano 1978. Tras deambular de uno a otro, entre pasillos y despachos, al
final logro que me reciba el agente A. Sevilla, miembro de la que fue Brigada
de Ferrocarriles. Era el único que podía tener noticias del incidente. Y una
vez más noto cómo la suerte se alía con este reportero. De pelo cano y trato
amable, se apoya en la mesa de trabajo donde bulle una constante actividad.
Después aprieta con fuerza mi mano. No hace falta que me alargue en
explicaciones. Conoce la historia en primera persona. Él tampoco ha podido
dejar de pensar en la visión de aquella mañana junto a Artesa de Lérida:
 
—Fue una verdadera conmoción. Todo un misterio. Lo que muy poca
gente sabe —me recuerda mesándose los cabellos y ojeando el dossier que le
extendí para que refrescase la memoria— es que la posición de los brazos de
ambos demuestra a las claras que estaban firmemente agarrados el uno del
otro. Una actitud del todo inexplicable que a mí me impresionó por lo
insólito. Hicieron eso, o bien siguiendo un ritual que desconocemos, o tal
vez para que ninguno pudiera abandonar aquel último pacto.
—¿Llegaron a sospechar qué había motivado ese suicidio? —pregunto
mientras voy tomando notas ante la atenta vigilancia del resto de Guardias
Civiles.
—Sí. Era un caso provocado por influencia del espiritismo o alguna
obsesión semejante. Le puedo asegurar que no hubo accidente, ni asesinato,
como en un principio se pensó.
—Efectivamente, ambos muchachos estaban muy interesados en asuntos
de ovnis y recientemente habían realizado varias investigaciones. De todos
modos, creo entender que había cosas poco claras en el hallazgo de los
cuerpos...
—Es cierto —dijo en un tono preocupado y sincero—. Ha pasado mucho
tiempo ya, pero todo el mundo se sobrecogió con el lugar elegido. Una recta
por la que tuvieron que ver venir el tren un largo rato. Eso era extraño,
¿cómo pudieron tener tal sangre fría? A pesar de todo, no se retiraron de la
vía. Luego había otro dato que comprobamos; los relojes los llevaban
parados a las seis, el corte no era desgarro, sino perfecto, de un solo tajo,
además nadie denunció el atropello... en fin, un mar de dudas que aún no se
han despejado.
—¿Los dos fueron cortados por la cintura? —le pregunto acercándole mi
cuaderno de campo para que reproduzca la situación de los cuerpos
respecto de la vía.
—Uno de ellos, sí. Allí estaba, hacia el margen derecho, con el tronco
dividido. El otro había perdido un brazo y estaba decapitado. Habían estado
agarrados hasta el último momento.
 
Aquel hombre prometió seguir indagando por su cuenta para intentar
ayudarme y así rescatar más datos de aquella historia dramática e
inexplicada. Agradecí de corazón su disposición y su apoyo, pero sabía de
sobra que el silencio policial e institucional se cebó con este asunto «para
que no se airease demasiado» y que, a pesar del empeño del agente Sevilla,
poco había que hacer. Posteriormente tuve la desgraciada confirmación…
había un inmenso vacío en torno a toda la investigación policial y judicial.
Daba la sensación, para mí cada vez más asfixiante a cada hora que
transcurría en Lérida, de que en su día se decidió enterrar a la fuerza el
misterio de aquel suicidio doble.
 
La ruta de la Comandancia al Juzgado de Primera Instancia de Lérida se
me hizo tristemente habitual. Allí recibí de todo menos ayuda, cosa que,
conociendo muy bien a algunos de estos trabajadores del Estado, con los que
me he enfrentado en multitud de ocasiones con el fin de arrancar
información, no me extrañó lo más mínimo. Estaba, aunque sea amargo
escribirlo, curado de espanto. Los funcionarios, haciendo gala de su eterno
cansancio para todo lo que sea investigación, no cesaron de ponerme una
traba tras otra. Inexplicablemente. Durante horas. Esbocé una sonrisa
cuando me dijeron por activa y por pasiva que en los sumarios no constaba
nada, y en mi ya revuelto e indignado interior, sentado en aquella ridícula
salita en la que me hacían esperar a cada gestión, comprendí que, de ser por
esta fauna, nunca se sabría nada…de ningún tema. Bendita ignorancia. Y
esbocé otra, llena de rabia, cuando, en un momento dado, en el libro de
actas referente a 1978, pude ver bien claro una nota manuscrita, que
obviamente tampoco me dejaron fotografiar, referente a aquel día. Decía así:
Registro de entrada 515. Diligencias previas 248/78. Aviso telefónico
participando de la muerte de Juan José Gómez Vargas y Francisco
Saureu, al parecer arrollados por el tren a unos tres kilómetros de
Artesa de Lérida.
 
Todos los esfuerzos para que los funcionarios me ayudasen en la
búsqueda de aquellas diligencias cayeron en saco roto. Nadie parecía
dispuesto a alterar la bucólica y burocrática calma. Para qué molestarse.
«Oficialmente se había traspapelado el asunto.» Y recordé cuántas veces
había escuchado en sitios semejantes bellas palabras de ánimo tales como
«debería estar, pero aquí no nos consta», «curiosamente justo falta ese
expediente», o «con las últimas obras se nos ha extraviado lo que nos pide».
 
He de confesar que salí rabiando tras las visitas que tuve que realizar en
busca de ayuda, tanto a los Juzgados como a la misma Audiencia Provincial,
donde ni el presidente de la Sección Segunda, Miguel Gil, ni el presidente,
Andreu Enfedaque, pudieron ayudarme a localizar el expediente sepultado
en el olvido. La petición a la jueza Ana María Iguacel se zanjó con un el
secreto sobre las causas aún continúa.
 
Un tanto desesperado ante el silencio denso que asfixiaba al caso y a este
periodista decidí perderme por la vieja Calle Mayor para localizar en su
estrecha tienda a Gómez Vidal, reportero gráfico de EFE que es, con más de
cincuenta años de profesión, el auténtico archivo viviente de Lérida. Quizá él
pudiese ayudarme a desentrañar un misterio que para mí, a estas alturas, era
ya puramente detectivesco. El amabilísimo reportero gráfico me recibió con
los brazos abiertos a pesar de que la noche ya me acompañaba y que estaba a
punto de echar el cierre. Juntos, en una especie de oscura rebotica a la que se
accedía por detrás del comercio, repasamos lentamente todos los clichés de
accidentes en aquel año de 1978, pero de los dos muchachos no había ni
rastro. No lo podía creer. Aquel hombre, con blanco bigote, cerrado acento
de Las Garrigas y pañuelo de seda al cuello, se quedó un tanto disgustado.
 
—¿Cómo es posible que no tenga la foto de ese percance, si incluso la
Brigada de la Guardia Civil me encargaba a mí este tipo de trabajos? ¡Esto es
incomprensible! —exclamó volviendo a alzar la tira de negativos a la luz de
la lámpara mortecina.Era significativo el detalle. En aquel interminable
archivo estaban todos los actos, sucesos y accidentes habidos en la provincia.
Todos sin excepción. Pero justamente faltaba este. Yo volví a sonreír
macabramente, como si en el fondo esperase aquel veredicto. A pesar de que
volvimos a revisar una vez más la ordenada carpeta donde debía estar esa
información, allí no aparecieron las imágenes que tanto buscaba. El hijo de
Gómez Vidal, haciendo caja, se acercó para añadir más incógnitas:
 
—Recuerdo perfectamente el caso. Aquí hubo una conmoción como
nunca. El periódico salió, en portada, con una foto, de mi padre, del lugar,
que decía: «¿Quién los mató?». Porque se pensaba que habían sido
asesinados por la noche y colocados en las vías, ¿comprende? Se pidió hasta
la colaboración ciudadana. Luego se supo que por ahí no iban los tiros y
todo se calló. No se volvió a saber más del tema, no quedó nada claro. Pero
te puedo asegurar que hubo hasta miedo en toda la ciudad. Lo raro es que
mi padre era siempre el encargado de hacer esos trabajos, aunque fueran
para la propia Guardia Civil ¡Por eso no encuentro explicación a que no
estén aquí esos clichés!…
 
Me alejé de la tienda de Gómez Vidal, enfilando una negra y desierta calle
Mayor rodeada de piedras y monumentos centenarios, perdido entre un mar
de sensaciones: confusión, inquietud, curiosidad y muchas sospechas.
Detrás, aquel buen hombre allí se quedó, sin poder darme una explicación y
mucho más extrañado que yo.
 

Mensajeros al más allá


El irritante «cerrojazo» que seguía imperando alrededor del caso Vargas-
Saureu estuvo a punto de hacerme perder los nervios. A la mañana
siguiente, tras tomar el pulso a las calles, recién despejada la mañana, fui
recorriendo hemerotecas para comprobar que en aquellos fronterizos entre
abril y marzo del 78 se había producido una intensa oleada de avistamientos
ovni. Y una pregunta se alojó en mi pensamiento: ¿Cuál de ellos habría sido
considerado como «señal para la partida hacia otro mundo»? ¿Un artefacto
volador gigantesco observado por miles de testigos en la Ría de Bilbao?, ¿un
objeto que iluminó a dos conductores en Santander? o ¿el suceso de Sussex,
en Inglaterra, donde se afirmaba que doscientos agentes de policía
rastreaban las huellas dejadas por un ovni...? Todos fueron reproducidos por
la prensa catalana con grandes titulares y, ahora estoy seguro, significaron
«luz verde» al deseo oculto de los dos suicidas. Intentando averiguarlo, casi a
la desesperada, me dirigí a la propia familia, la poca que quedaba, de
Francisco.
 
Ramón Saureu Aixut, que aún vivía en la partida de Rufea, en una de las
llamadas «torres» o típicas casas agrícolas de los payeses, era primo del
fallecido. No tuvo dudas en confirmarme la primera de mis sospechas:
 
—Es cierto —me confesó sin dudarlo ni un instante—, las autoridades no
nos aclararon nada de lo que pasó. No fue asesinato... se lo hicieron ellos
mismos. ¡Se lo hicieron ellos mismos! Eso fue así. Estaban con cosas muy
raras y decidieron hacer aquella barbaridad los dos juntos una noche. Sus
padres ya murieron... y la cosa fue muy triste... muy triste.
 
El tío de Francisco, José Saureu, fue, sin embargo, mucho más crudo. Fue
un verdadero trago hablar con él:
 
—Aquello fue motivado por su afición al espiritismo y a esas cosas... pero
mire usted, ¡murió un niño! ¡Y no debe remover más esta herida! ¿No lo
comprende? ¡Fue una tragedia que usted ni se imagina!... ¡Queremos
olvidarlo todo! Nadie nos aclaró nada... pero nosotros solo queremos
olvidar... así que, por favor, respete nuestro dolor y ¡déjenos en paz!
 
Fue, repito, un varapalo, pero obedecí a aquella gente rota por el recuerdo.
De nada sirvió mi interés para intentar llegar a la verdad, explicándoles que
creía en la existencia de conexiones con otros casos anteriores ocurridos en
Cataluña. De nada sirvió que pensaba, y pienso, que pudo haber más
implicados en aquellos casos. Implicados que hoy nadie sabe quiénes son
«gracias» al silencio oficial que ha imperado desde entonces en los sucesos
de Tarrasa y Artesa de Lérida. Pero no hubo posible diálogo. Comprendí que
mi investigación, mi búsqueda de la verdad, era una verdad que a ellos ya no
les interesaba desde el mismo momento en que aquel muchacho de 16 años
y su amigo aparecieron destrozados en la vía del tren. Y traté de
comprenderlo. Por eso, ya cayendo la tarde y de nuevo montado en el coche,
molido por tantas horas de perseguir personas, datos y documentos, decidí
dar un volantazo cuando ya rodaba por la salida de la Nacional II en
dirección a Madrid. Justo antes de abandonar la ciudad, en el cinturón
industrial, una tapia blanca y larga me hizo recapacitar. Y tras mirar por los
retrovisores decidí salir de la carretera. Había un último lugar que debía
visitar.
 

En el cementerio
No había un alma, al menos viva, en el camposanto de Lérida. Antes de
entrar, sin saber bien por qué, abrí la carpeta y releí la última crónica del
valiente diario La Mañana. Bajo el titular Mensajeros al más allá se exponía
claramente la hipótesis que había resistido todos los análisis. Al final, hacían
una pregunta qué, veinte años después, se teñía de dramatismo: ¿Qué pasa
con el análisis de las vísceras? Efectivamente, jamás se hicieron públicos.
Desde entonces la bruma, tan negra como empezaba a serlo el cielo del
cementerio, se apoderó irremediablemente de todos los personajes de esta
trama.
Me interné por el gigantesco recinto, en una carretera de las afueras,
absolutamente solo, recordando, casi obsesivamente, los rostros de Saureu y
Vargas, intentando encajarlos en alguna de aquellas miles de lápidas sin
nombre. No tenía siquiera el mísero número de sus tumbas, con lo cual, y
comprobando en mi caminar las dimensiones gigantescas del recinto, dar
con ellas iba a ser misión imposible. Durante horas, creo, fui repasando
lentamente, nicho a nicho, nombres y apellidos de los que allí reposaban. El
vacío del camposanto, algo descuidado según comprobaba a cada paso,
parecía teñido de silencio y melancolía. Había esculturas mirando a los
cielos y grandes panteones que empezaban a oscurecerse a cada lado del
ancho camino central de fina tierra. A sus pies tumbas inéditas, sin
inscripción, con unas cruces de hierro como único recuerdo de aquellos
menos pudientes leridanos del siglo pasado. Me habían advertido
previamente de que la zona, perdida en las afueras, no era el mejor sitio para
un forastero. Más aún con las puertas abiertas de par en par. Pero daba igual.
En aquel momento puedo jurar que me sentía como un autómata. En mi
cabeza retumbaban una y otra vez aquellos rostros, aquellas caras que para
mí representaban el verdadero demonio, el verdadero infierno del mundo
del misterio. La dramática inmolación y muerte de los dos muchachos la
sentía como paradigma del verdadero peligro de los ovnis y su credo. Y algo
me empujaba, aunque no fuese importante para la investigación, a ir
sumergiéndome en aquel lugar a la busca de la última morada de aquellos
dos mártires de un enigma que a veces mata y que fascina hasta el delirio.
Dos chicos que solo tenían 16 y 18 años, con todo el futuro por delante.
Casi a ciegas me adentré por uno de esos pasillos de tumbas. Encima de
mí, como en un escenario de terror, la luna redonda y blanca. Y me dio un
vuelco el corazón al localizar, por la fecha impresa con letras plateadas, lo
que debían de ser sus humildes nichos. Estaban muy altas, demasiado, para
poder verlas con nitidez sin la necesidad de escaleras. Al fondo, cuando
aquel camino se giraba haciendo una «L», vi un cirio rojo encen-dido que
alguien a quien yo no había visto había debido prender hacía unos minutos.
Quizá el último visitante de la jornada. Su llama era de lo poco que podía
distinguirse en la oscuridad.
En el afán por conseguir unos peldaños para subir a aquellas incómodas
alturas de la octava hilera de nichos apenas presté atención a la sirena que
chilló varias veces de fondo. Luego, cuando caminé unos pasos hacia una
cancela, supe que el sonido era un aviso. Al plantarme ante ella comprobé,
empujando adelante y atrás, cómo todas las puertas estaban cerradas a cal y
canto. Hacía media hora que el cementerio había echado el cerrojo. Un
pequeño cartel escrito en catalán con el que me di de bruces me lo indicó de
nuevo al caminar hacia las oficinas, donde, como ya esperaba, no quedaba
nadie.
Barruntando qué decisión tomar, ya que las tapias eran tan altas como
para ni intentar saltarlas, deambulé de nuevo por la zona donde debían
reposar los cuerpos de ese último caso que me había llevado a situación tan
insólita.
He de confesar que al final me invadió la angustia, perdido en aquel mar
de tumbas solitarias y a oscuras. Pero era una sensación ya familiar desde
hacía unos días, cuando puse el pie en Lérida dispuesto a hacer la
investigación in situ del enigma más triste de cuantos me he encontrado.
Por fortuna, un cuarto de hora más tarde, un chorro de luz entre la
neblina fría vino a sacarme del estado pensativo. Apoyado en el borde de
unas lápidas, vi acercarse al único funcionario que allí debía quedar
vigilando las instalaciones. Se sorprendió más que yo, pero no tuve muchas
ganas de contarle que hacía allí, y tampoco él me lo preguntó. Quizá le
impresionó verme con aquella cara, pálida y desencajada. No voy a negarlo;
era el miedo. Pero no al cementerio y al fantasmal entorno en el que me veía
ya condenado a pasar larga noche, sino al recuerdo constante y dramático de
aquellos dos jóvenes y sus últimas horas en busca de la muerte. Un recuerdo
que no se marchaba y que trascendía a lo puramente periodístico. Una
sensación que llegaba muy adentro y que desde entonces, a pesar de
intentarlo con todas las fuerzas, no he podido arrancar de mi pensamiento.

DECIMOTERCER DESAFÍO

C OMO TODO EL MUNDO SABE, el 13 es número de «buen agüero». Por eso he


dejado para el final este desafío, que también lo es, compuesto de jugosas
charlas con destacados colegas de profesión.
Me reitero, ya que es un desafío a la lógica, que periodistas de esta talla
confirmen sin tapujos que ellos también han sido testigos directos del
misterio. Algunos jamás han redactado una noticia al respecto de estas
temáticas, pero su convencimiento de que vivimos rodeados de un mundo
de incógnitas que solo con el poder de la información veraz se podrá ir
explorando, les ha hecho configurar unas mentes abiertas donde se
contemplan muchas posibilidades de la realidad. Por ello, siempre
consideran la importancia de divulgar este tipo de sucesos tan denigrados
generalmente.
Poseen una mentalidad sana, digna del periodista, al fin y al cabo
explorador y transmisor de lo que nos rodea. Un concepto del universo y de
las cosas que se desmarca de la que otros muchos, también afines al gremio,
que hacen ostentosa gala de una visión obtusa de la existencia, recreándose
en la ignorancia de creer que solo es cierto lo que es lógico para la mayoría.
Iñaki Gabilondo, Manu Leguineche, Antonio Casado, J. J. Benítez, De La
Cuadra Salcedo, Paloma Gómez Borrero, César Pérez de Tudela y otros
tantos han sido testigos directos de lo ilógico... y por eso no pueden dudar.
Sus palabras son rotundas, con la tranquilidad que rodea al que no tiene
de qué avergonzarse de nada, pues su prestigio está por encima de las
suspicacias de los mediocres. Entrevistarme con estos maestros, y conocer
un poco más alguno de sus secretos, ha sido una grata experiencia que deseo
sea el colofón de esta segunda parte de una saga donde misterio y
periodismo van siempre cogidos de la mano.
Los testimonios de estos informadores de primera línea no me
demuestran categóricamente que existan los extraterrestres o los fenómenos
sobrenaturales, pero quizá sí me corroboran algo tan importante como eso:
algo que me llena de ánimo, de fuerza y de alegría; la certeza de que en esta
batalla no estoy solo.

 
1 En realidad hubo otra hipótesis que se barajó más de soslayo, pero sobre la que no se publicó una
sola línea. La posibilidad de que los dos suicidas estuviesen unidos por una relación de tipo
homosexual también fue comentada en círculos cerrados de periodistas e investigadores del asunto.
Inspectores de Policía como Salvador Ortega me confesaron al respecto que esta característica era, en
muchas ocasiones, el desencadenante de actos suicidas. En este caso, según Ortega, pudo ser un factor
que se añadió a las profundas creencias en extraterrestres y que motivó la salida inmediata de un
mundo «que no les comprendía». Sin embargo, hay que admitir que nadie pudo obtener pruebas
fidedignas, ni siquiera entre quienes más de cerca conocían a los dos chicos, para apoyar tal hipótesis
y que las propias fuentes policiales consultadas hacen hincapié en lo extraño y excepcional del suceso,
el suicidio doble, característica que ya de por sí lo coloca en un situación de misterio.

 
2 A las 6:45 horas del 20 de junio de 1972 se descubre en las proximidades del abandonado apeadero
de Torrebonica, en el kilómetro 335,950 de la vía férrea Barcelona-Zaragoza, los cuerpos de José Félix
Rodríguez Montero, de 47 años, y de Juan Turú Vallés, de 21. Ambos, al igual que Vargas y Saureu,
habían estado investigando sucesos de ovnis en la llamada «Conca de Tivissa», Tarragona, donde el
rumor popular de los ufólogos afirmaba que se producían constantes encuentros con ovnis.
Decapitados por el tren, portaban un mensaje en el que se podía leer la frase «Los extraterrestres nos
llaman». Los amigos también se habían conocido unos meses antes y habían instaurado un pequeño
grupo de contacto llamado «RASDI Y AMIEX». La autoinmolación de los muchachos de Lérida es un
calco exacto de este suceso que conmocionó a la opinión pública en su día y puso a la ufología en tela
de juicio popular. Veinte años después los dos casos son únicos en la historia de la criminología
española en la categoría de suicidios dobles. Sobre este caso en particular el autor hace una
investigación en la obra Enigmas sin Resolver.

 
3 Este supuesto método de contacto tuvo gran vigencia a raíz de las experiencias del grupo contactista
peruano IPRI, sobre el que se informó con profusión en los medios españoles entre 1974 y 1975. Para
estas experiencias el sujeto deja su mano muerta sosteniendo un bolígrafo y con una hoja en blanco
como panel para experimentar. Según ellos, se penetra en estado de profundo trance e
inconscientemente se va escribiendo el mensaje en el papel, a raíz de una comunicación telepática con
los supuestos seres cósmicos. Esta fórmula, que aún goza de algún éxito en determinados grupos, fue
masivamente utilizada durante toda la segunda mitad de los setenta.
XIV
Periodistas: Testigos del misterio

  Iñaki Gabilondo: Ovni de fuego sobre los cielos de


China.—César Pérez de Tudela: Frente a frente con el
Yeti.—Manu Leguineche y el extraño monje del cocotero.
—El fascinante encuentro de Juan José Benítez.—Ellos
también fueron testigos: De la Cuadra Salcedo, Paloma
Gómez Borrero, Jaime Martín Semprún, Jaime Peñafiel,
Francisco Pérez Abellán, Julio César Iglesias…—
Antonio Casado: Así se
acabó con Las Caras de Bélmez.
 

C UANDO TENÍA DOCE AÑOS, con el gélido invierno de Aranda de Duero


como único testigo, tuvo lugar mi primera entrevista a un periodista. Aún
quedaban muchos años para que yo lo fuera, pero también habían
transcurrido algunos bajo el convencimiento absoluto de querer serlo. Aquel
hombre de pelo entrecano y pulcro traje con corbata me comentó, casi
divertido por la edad del reportero que le inquiría, su experiencia cercana
con los ovnis. Y aquello para mí fue como un calambrazo en lo más
profundo. Le ocurrió en 1978, en los campos de la Alcarria. En diciembre de
aquel año se produjo una de las mayores oleadas de avistamientos que se
recuerdan en esa franja castellana, y ese hombre fue uno de los testigos de
excepción. Una especie de gigantescas plataformas triangulares que
iluminaron la noche a poco más de cuarenta metros de altura sobre las
arboledas, le hicieron bajarse del coche y ponerse la mano en la frente para
no quedar deslumbrado. La certera visión de lo imposible, como no podía
ser de otro modo, cambió la vida de este periodista veterano y escéptico.
Lógicamente ya no podía pensar con la misma frivolidad que antes lo hacía
acerca de los ovnis y las materias consideradas afines. Algo se escondía en el
otro lado de la noche.
En el lejano 1985, cuando tuvo lugar aquella charla, yo andaba, casi con
pantalón corto, cogiendo la bicicleta aquí y allá para intentar rodar hacia los
pueblos de la cuenca alavesa donde muchos habían asegurado ver aquellos
discos volantes que para mí ya significaban un verdadero quebradero de
cabeza. En aquellos tiempos me llenaba de rabia las sangres el comprobar
cómo muchos periodistas de las diferentes redacciones no tomaban en serio
el asunto. Una frivolidad y una injusticia que, con aquella credulidad de los
doce años y viviendo una intensa actividad ovni sobre la provincia, me
revelaba contra ellos con toda la furia de la que era capaz.
Yo, efectivamente, quería ser periodista, pero no como aquellos que reían
ante lo desconocido. No como aquellos que se apoltronaban ante el teletipo
pasando al dictado lo que otras agencias informaban a miles de kilómetros.
Yo no quería ser un funcionario ignorante de lo que ocurría a mi vera. Lo
que deseaba en el alma era poder comprobar por mí mismo que esos
misterios estaban ahí.
Con el tiempo, y con la profesión, he tenido la oportunidad de trabajar,
convivir y sufrir con los dos bandos de informadores. De los primeros
aprendí a no ser tan necio como para creerme en posesión de la verdad
absoluta. De los segundos, de algunos maestros de la radio, prensa y
televisión, me sobrecogió su humildad para afirmar que ellos, en el fondo,
sentían también una fascinación gemela a la que yo vivía de pequeño. Ellos
se habían encontrado de frente con lo insólito, habían visto aquellos ovnis,
asistido a extraños rituales, tenido a unos metros a imposibles figuras etéreas
o, incluso, habían sido obligados o condicionados a modificar la
información para que no se supiese la verdad en un asunto difícilmente
explicable con la objetividad por delante. Han sido muchos los colegas
entrevistados en estos años de dura lucha periodística, y de todos ellos
guardo un recuerdo que jamás nadie podrá alejar de mi respeto. Una
pequeña lección imborrable que uno escribe con pluma firme en el
cuaderno del alma.
Ahora, cuando termina esta obra, quiero recordar, en breves destellos,
algunas de esas conversaciones inolvidables, de periodista a periodista, que
me demostraron cómo había algunos que, a pecho descubierto y sin red,
habían vivido en sus carnes la sensación única de estar frente al misterio. He
rescatado algunas palabras y algunos nombres para poner un broche final
demostrativo de que este reportero que les escribe y les cuenta sus vivencias
y sentimientos no está tan solo como piensa. Afortunadamente quedan
algunos en ese bando que aún piensan en la existencia de enigmas sin
resolver.

Iñaki Gabilondo: «Yo vi un ovni sobre China


durante una visita oficial de los Reyes»
Decir Iñaki Gabilondo es decir Radio. Líder indiscutible en las mañanas
hertzianas de nuestro país, el vasco, hombre afable, sencillo y reflexivo, nos
recibió en un despacho de «su casa», la central de la cadena SER en las
alturas de la Gran Vía madrileña, lugar desde donde habla a todo el país,
dispuesto a contarnos sabrosos recuerdos en torno al misterio. Julio Barroso,
divulgador cacereño y compañero en aquella tempranera mañana, se quedó
tan sorprendido como yo al ver cómo Iñaki, el profesional ponderado y de
palabras siempre justas y medidas, se destapaba confesándonos sus muy
directas experiencias con el misterio. Una serie de vivencias que, para él,
eran la muestra inequívoca de que existen cosas incomprensibles que nos
rodean… Esto es lo que registró la grabadora:
Iñaki Gabilondo, rey de la radio matinal en España y testigo de un ovni sobre el cielo de China Popular:
«Aquello reflectaba la luz de un aparato que estaba detrás.»

—Iñaki, ¿cuál es tu opinión sobre el llamado mundo de lo paranormal?


—Me parece idiota pegar un escobazo y decir que todo eso es una
imbecilidad. La historia del hombre es la historia de la soberbia, de la burla
ante hechos que después se descubre que son posibles.
—¿Cuál ha sido la experiencia que más te ha impresionado acerca de estos
asuntos?
—Hombre… yo vi un ovni. Nos dirigíamos a China, en el primer avión
español que iba a tomar tierra en aquel país. Fue una visita oficial que
realizaron los Reyes de España. Ocurrió que, cuando íbamos a Pekín, los
Reyes iban en otro avión. Hubo una recepción en la Embajada y estábamos
hablando unos cuantos periodistas de un extraño objeto que pudimos ver
durante el vuelo. La Reina, que es muy aficionada a estas cosas, vino
enseguida. «Y que os ha pasado» —preguntó—. Pues nada —le dije yo—,
que vimos un objeto raro que no sabíamos lo que era, y yo llamé a Manu
Leguineche y Pilar Cernuda. Estuvimos mirando todos aquello. No
sabíamos qué era. Incluso el padre del difunto Antonio Herrero —director
de la agencia Europa Press—fue dibujándolo minuciosamente en un
cuadernillo cuadriculado. «¿Tú crees que era así?, o ¿era más largo?», nos
preguntaba junto a las ventanillas.
—Y qué forma tenía aquel artefacto aéreo que se colocó junto a vuestro
avión…
—Primero parecía un objeto físico, y luego nos dimos cuenta que lo que
reflectaba era la luz que debía emitir un aparato que estaba detrás. Es como
si apuntas con una linterna. Tú solo ves un redondel blanco, no sabes
distinguir si es una esfera física o es la luz que emite. Pasado un poco de
tiempo te vas haciendo a la idea, vas viendo que lo emite un objeto que está
detrás. ¡Estuvo visible unos veinte minutos!
—¿Dijeron algo los Reyes al respecto?
—Recuerdo que unos días después hubo una recepción en el Palacio de
Oriente con motivo de la onomástica del Rey. Como anécdota contaré que,
al acercarse los reyes, la Reina se dirigió a mí en los siguientes términos:
«¡Vasco, ven! Cuéntale a este lo del ovni, que a mí no me cree…»
 
Iñaki Gabilondo se matriculó en la Escuela de Periodismo de
Pamplona y comenzó su trayectoria profesional en la Cadena SER
San Sebastián. En 1976, en plena transición, fue director del
informativo Hora 25, y en 1981 fue designado director de
informativos de TVE. Desde 1986 dirige el programa matinal Hoy
por Hoy, líder indiscutible de audiencia. Ha recibido en cinco
ocasiones el premio Ondas, y el Ortega y Gasset de radio.
César Pérez de Tudela: «Yo vi al Yeti»
Son cientos los exploradores de todo el mundo que se han perdido en este
último siglo por El Tíbet o por la selva vietnamita en busca de una de esas
especies criptozoológicas que el tiempo y las leyendas han colocado en tierra
de nadie, entre eslabones perdidos que subsistieron al futuro y criaturas
salvajes, agresivas e inhumanas que representaban el último misterio animal
sobre la tierra. Hubo, incluso, quien apuntó la procedencia ajena a la tierra
de estos seres que, desde el inicio de los tiempos, han sido reflejados por las
más antiguas crónicas asiáticas. De todo, en fin, se ha dicho sobre el Yeti,
sobre el abominable hombre de las nieves perpetuas, que, según los
expertos, existe de veras, pero no a esas alturas, sino en tupidos bosques de
monte bajo, donde encuentra guarida para su misterio.
Lo que yo no me esperaba ni en lo más remoto es que el más afamado
explorador español, don César Pérez de Tudela, el hombre que ha subido
todas las cimas del mundo y ha recorrido a golpe de pie y piolet casi todos
los países inhabitables, había tenido un fugaz pero intenso encuentro con la
criatura. Y como buen doctor en periodismo, Pérez de Tudela, sintetizó
intentando hacerme llegar las sensaciones que aún tenía prendidas en la
memoria. Me sentí privilegiado. Frente a la taza de café, aquel hombe,
sencillo y cordial como pocos, dejó deslizar un recuerdo que nunca antes
había hecho público…
César Pérez de Tudela en una de sus ascensiones.

«¿El yeti, una leyenda?, no me cuesta confesártelo; yo me encontré cara a cara con él en Choya-
Anapurna, el 2 de octubre de 1974...»

—Pues sí, allí estaba aquella criatura. Delante de mí, a unos dos metros.
Eso mientras uno viva es imposible borrarlo de la memoria…
—Y sentiste miedo, claro…
—Pues hombre, inquietud, extrañeza, una mezcla de cosas muy curiosas.
Aquello era un ser humanoide, no me cabe duda. Atardecía ya, y yo andaba
un poco despistado para volver al campamento base. Era una zona de
bosque frondoso y tapado por las altas copas de los árboles. Todo era
silencio… y entonces aquella figura se cruzó ante mí… y me miró con
aquellos dos ojos.
—Estamos hablando de aquella expedición de 1974…
—Fue el 2 de octubre de 1974 en Choya, en Kali Gandiqui, en plenos
montes del Anapurna. ¡Cómo olvidarlo!
—¡Qué curioso, César!, la leyenda, lo imposible, lo tantas veces narrado
en los libros de fantasía, va y se te pone delante en el camino…
—Exacto, y entonces uno se queda desarmado, impávido. Aquello era
increíble. Recuerdo que en el campamento de la expedición italiana habían
muerto Raba y Miller, era una exploración muy dura, durísima. Yo había
leído mucho sobre el Yeti, mucho… pero nunca imaginé que regresando
aquel aterdecer, casi ya oscuro, me encontraría aquellos dos ojos ¡eran como
dos luciérnagas!
—¿Tenían un fulgor especial?
—Exacto, destelleban entre el manto de oscuridad. Escuché un estruendo
surgir de la nada y aquello apareció de pronto. Luego el cuerpo, de más de
dos metros, erguido perfectamente sobre sus largas piernas, lleno de vello y
la cabeza abombada, como almendrada. Hombros anchos, pecho muy
robusto… Allí estaba el Yeti, en persona…
—¿Y no hizo ademán de acercarse a ti?
—Ni él ni yo… Yo me quedé paralizado, como encogido, y aquel ser me
miró fijamente, como escrutándome de arriba abajo. Era un homínido muy
humanizado. Luego, en un par de zancadas, volvió a esconderse entre la
vegetación frondosa. Yo quedé allí, medio muerto de miedo y de alegría a la
vez…
—Y no lo seguiste, evidentemente…
—¿Tú que crees? —responde sonriendo con algo de nostalgia—. Aquel
viaje fue inolvidable. Y aquel misterio del Yeti se fue tras estar unos
segundos ante mí. Lógicamente todo lo que últimamente se ha publicado
sobre si el Yeti, el mítico hombre de las nieves, es un oso o algo parecido, me
parecen una soberana tontería.
—Tienes razones evidentes para pensar así, evidentemente.
—Ahora recuerdo como Félix Rodríguez de la Fuente me decía: «Hay que
ver al Yeti en su hábitat.» Él también creía en la existencia de lo que para
tantos otros es una leyenda. Y es que ha veces, querido amigo, las leyendas
se convierten en la más pura realidad…
 
Tras invitar al bueno de César a que plasmara de su puño y letra la
apariencia de aquel ser en mi cuaderno de campo, discutimos, debatimos y
charlamos durante horas. Las doce expediciones rusas a la búsqueda del
Yeti, los que habían muerto sin conseguir hallarlo y las experiencias que se
tienen en el extraño universo de la montaña, colmaron horas de una velada
inolvidable. César Pérez de Tudela, el gran periodista y explorador, era otro
de los que ya no podían dudar. No en vano hacía veinticinco años que lo
imposible se le había cruzado en el camino…
 
César Pérez de Tudela, doctor en Periodismo, Alpinista y
explorador, se hizo célebre en toda la España de los años setenta tras
ser el triunfal ganador del concurso cultural «un millón para el
mejor». Después llegaron las más altas conquistas alpinistas de
nuestra historia, Everest, Anapurna, Himalaya, Aconcagua, K-2, y la
práctica del periodismo sin fronteras en un equipo inolvidable en
compañía de Miguel de la Cuadra Salcedo y Félix Rodríguez de la
Fuente a bordo del Diario Pueblo y Televisión Española. Autor de
series y reportajes inolvidables en los cinco continentes, hoy
continúa ejerciendo la crónica de altura a lomos de su veintena de
libros publicados en torno a la montaña, destacando principalmente
como un autor de éxito en la literatura juvenil.
 

Manu Leguineche y el enigmático «Monje del


Cocotero»
En el retiro monacal que Manu Leguineche tiene en Brihuega, en el
tranquilo universo de La Alcarria, me presenté en compañía del redactor de
Enigmas, Arturo Valoria. Desde entonces quedé prendado del desenfado y
cordialidad de este reportero de guerra y escritor impenitente por el mundo
y también en el lado pragmático, de aquel recinto absolutamente increíble,
donde el periodismo se respiraba por cada poro. En fin, un lugar idílico en el
que el eterno viajero que es Manu descansa de tanto ajetreo entre frentes de
batalla, columnas y nuevos proyectos literarios. Una iglesia románica al
fondo, haciendo sonar sus campanas rodeada por los campos silenciosos,
una terraza que se abre directamente a la naturaleza fresca y viva, y un
torreón rodeado de ventanales, libros y su fiel ordenador, componen un
paisaje de ensueño para cualquier periodista que ame su profesión y la
calma en la que a veces, por lógica, hay que sumergirse. Entre otras muchas
cosas, entre ovnis y otros curiosos personajes que en su vida se han cruzado,
con un buen vino de Oporto entre las manos y el canto de los gorriones que
se acercaban hasta la ventana como fondo, esto es lo que nos dijo:
 
—¿Tú ibas en aquel vuelo de los Reyes a China?
—¡Siií!… pero la verdad es que no me estremecí nada. Quizá por que soy
de naturaleza estoica. Yo estaba tomándome una copa con el viejo exdirector
de ABC, Luis Calvo. Hablábamos de la India, y alguien salió diciendo lo que
ocurría. Yo pensé: ¡Si viene el fin del mundo, no me voy sin tomar esta
copita de champán francés! (ríe a carcajadas). Algunos gritaban incluso
diciendo que en aquel objeto se veían unos fogonazos. Cundió una
sensación de curiosidad. Era muy entrada la noche, y tal vez pensé en aquel
momento en alguna escuadrilla de vuelo en la zona aérea china, entrando
por Pakistán.
—¿Tú qué es lo que vistes?
—Se vieron unos fogonazos que yo ya he observado en otras ocasiones, en
pleno cielo. ¡Yo los he visto! He sido cazador y me he movido mucho por las
madrugadas. He visto cosas, los pastores muchas veces también me cuentan
que las han visto. ¡Si es que en cuanto te mueves un poco, algo raro siempre
ves!
—¿Cuál ha sido, de los muchos rituales extraños que habrás presenciado
en los cinco continentes, el que más te ha impactado?
—Bangladesh, la India o África son terreno abonado para ello, junto a esa
alegría que hay en medio de la pobreza. He visto muchos rituales extraños,
pero recuerdo muy especialmente a un misterioso y venerado personaje
llamado «el Monje del Cocotero». Cuando volví a Vietnam en 1975, para
narrar el final de la guerra, dije: «Tengo que ir a ver al Monje del Cocotero.»
Se llamaba Tri Huang. Trabajó como ingeniero en los ferrocarriles en
tiempos de la Indochina francesa. Convencido de la inutilidad de su trabajo,
se preguntó si realmente podía ser realmente útil a alguien, beneficiar a la
Humanidad más que construyendo o arreglando trenes. Deja su profesión y
se mete en una isla del Mekong y allí acoge a los hijos abandonados que han
tenido las vietnamitas con los soldados norteamericanos. A este gran
hombre fui a verlo con compañeros como Diego Carcedo o Juan Carlos
Algañaraz…Y la realidad superó toda preconcebida idea que teníamos de él.
Vivía realmente en un cocotero, vestía una túnica de azafrán budista y en un
francés exquisito nos habló del sentido de la ayuda a los demás. Tenía una
coleta que fue dejando crecer y que alcanzaba los dos o tres metros. Decidió
construir su propio cohete lunar e hizo una gran estructura de hierro. Allí se
subía cada vez que quería ver como estaba la Humanidad y «veía» un
mundo futuro lleno de tinieblas y lúgubres anunciamientos…
 
Manuel Leguineche estudió Derecho y Filosofía y Letras en
Deusto, pero renuncia a ellas para trabajar en El Norte de Castilla de
Valladolid a las órdenes de Miguel Delibes. Quizá porque siempre
quiso ser periodista. Después creará y dirigirá la agencia de
información Colpisa y Fax Press. Ha cubierto más de cien guerras y
golpes de Estado en todo el mundo y ha escrito libros que son
siempre éxitos de ventas, desde El camino más Corto hasta Hotel
Nirvana, pasando por obras cumbre del periodismo de
investigación como Los topos, donde, junto a Jesús Torbado
entrevistara a los hombres que vivieron escondidos tras la Guerra
Civil.
 

J. J. Benítez: «A los seis años tuve un encuentro


con un ser humanoide»
Un buen día, remojándome bajo la ducha, lugar donde por cierto suelen
atropellarme las mejores ideas, o al menos las más sensatas, recordé que
Juan José Benítez, maestro de reporteros y hombre que para servidor ha sido
clave a la hora de comprender y abordar este ir y venir del periodismo de lo
insólito, cumplía veinticinco largos años de investigación ininterrumpida.
Fue en la primavera de 1972 cuando un aterrizaje en la provincia de Burgos
le marcó la vida para siempre. A aquel reportero de sucesos locales, sin
haber tenido antes el mayor interés en los supuestos ovnis, se le alojó en el
alma el germen de la duda. Y eso, aunque él no lo sabía entonces, es
incurable. Aquella tarde, con las cámaras en la mano se preguntó en la
llanura castellana. ¿Qué era aquel objeto que abrasó un campo e hizo cundir
el pánico entre los agricultores? ¿Qué misterio se escondía detrás de este
asunto del que nadie se ocupaba?
Juanjo, entre risas, ahora me lo comentaba, había picado el anzuelo de los
ovnis. Y, como era de esperar en un hombre de su bendita tozudez y redaños
para viajar, tras esa noticia vinieron cientos, miles, en una labor incansable,
honesta y sacrificada que hizo posible que nuevas generaciones nos
decantásemos por seguir su senda informativa.
Hoy, en tiempo de renegados, necios y envidiosos capaces de odiar a su
sombra, Juanjo sigue siendo el maestro para algunos. Pero no para todos.
Afortunadamente. El navarro es pionero en el periodismo de misterio
gracias a una obra compuesta de miles de investigaciones, decenas de libros
que han sido claves para reporteros de todo el mundo, y una ilusión que le
sigue haciendo viajar dando vueltas y más vueltas al globo terráqueo. Y es
un ejemplo, al menos para quien esto escribe, porque no ha parado, ni
intención tiene, el longevo cuentakilómetros que puso en marcha aquel día
de mayo del 72. Y eso, créanme, cuando se han alcanzado determinadas
cotas de realización, tiene un gran mérito.
Aquella mañana, al recordar la efeméride, salí disparado de la ducha, de
mi casa y de Madrid, como una auténtica bala. Tras atravesar la Península
me presenté en su domicilio, un «centro de operaciones» que mira cara a
cara a las inmensas playas gaditanas. Allí, en la soledad de la noche, con las
estrellas y la marea como testigo, asistí a una de las mayores lecciones de
periodismo que me han dado en la vida. Una extensa entrevista de más de
dos horas que a mucha gente de bien le llegó a emocionar. No por mis
preguntas, evidentemente, sino por lo que J. J. respondía.
J. J. Benítez e Iker Jiménez fotografiados en la «guarida» del escritor navarro a lo largo de la entrevista
donde el reportero desveló alguno de sus grandes secretos. (Foto: Blanca)

Juanjo Benítez desveló esa madrugada muchos secretos ante este


fascinado reportero que no hacía más que escuchar. Nunca olvidaré cómo
aquel 27 de marzo de 1997, cuando ya iba a dar por finalizada esa entrevista,
el bravo periodista navarro, el best-seller literario de los últimos 15 años en
América y España, me revelaba un gran secreto, quizá el mayor que tenía
guardado: su propio caso.
En unas cuantas frases me hizo partícipe de una experiencia que, casi de
manera casual, él recordaba tras cuarenta años de paréntesis. Me temblaron
las piernas cuando lo escuché allí, en su refugio junto a las olas del sur. Era
un ejemplo más, un ejemplo vivo del periodista que se topa de bruces con el
misterio de lo imposible. En pocas palabras esto fue lo que aquella jornada
inolvidable me contó J. J. Benítez…
 
—Para terminar, me gustaría recordar una frase que escribiste en la última
página de tu libro 100.000 kilómetros tras los ovnis, publicado en aquella
época que tanto hemos recordado. Decías que, después de tanto recorrido,
sabías que algún día podrías llegar hasta ELLOS. ¿Sigues manteniendo esa
misma esperanza?
—Lo que te voy a decir no lo sabe nadie. Jamás lo he comentado con
nadie. Yo, cuando tenía cuarenta y seis años, estando en Estados Unidos, he
descubierto que ya me había tropezado con ellos…
—Que anteriormente te habías tropezado… ¿Con qué?
—Con un ser, con un humanoide…, exactamente a los seis años pero esto
me vino a la mente justamente cuarenta años después. Yo tenía algo aquí, en
la cabeza, y sabía que hacía tiempo algo me había ocurrido a los seis años,
pero no lo tenía muy claro; eran imágenes nebulosas y lejanas. Ese viaje se
organizó de tal forma que tuve la posibilidad de aclarar el enigma que tenía
dentro.
—Entonces, ¿has estado investigando el más importante de todos los
casos, el tuyo?
—Hasta donde he podido, sí. Yo me había perdido en un pueblo de
Navarra que está casi en los lindes de la frontera francesa. Un pueblecito de
cuatro casas donde pasaba unos días con mi familia. Era imposible perderse
ahí, pero lo cierto es que debí desaparecer. Me buscó la Guardia Civil y
repentinamente aparecí en el interior de una vieja casa. Cuando me
encontraron, solo pude recordar que yo estaba jugando en el río que pasa
por el pueblo y a partir de ahí se perdía todo. Lo demás eran imágenes muy
vagas.
—¿Qué recuerdas en ese viaje a Estados Unidos?
—A los cuarenta años justos del accidente comenzaron a surgir unas
escenas en mi mente. A través de una sofronización comencé a recordar
toda aquella increíble experiencia. Escenas en las que aparecía un ser
gigantesco provisto de una escafandra o casco, que aparecía también junto al
río. Inmediatamente viajé de nuevo a España y fui a la aldea para entrevistar
a los testigos de mi propia desaparición y comenzar a recopilar todo ese
tiempo perdido de mi niñez.
—¿Y cómo era ese ser extraño que aparece junto a ti?
—Con seis años, a mí me pareció altísimo, gigantesco. Apareció
repentinamente; iba vestido con un mono o uniforme muy oscuro, negro, de
un material parecido al plexiglás… Llevaba una escafandra también oscura
que me impidió ver su rostro, y sus extremidades eran muy finas y largas. El
tronco también era estrecho.
—¿Y se te acercó?
—Sí, y me llegó a agarrar fuertemente de la muñeca con ademán de
firmeza. Así me condujo a una pequeña gruta en cuyo interior había unos
huecos como sarcófagos de piedra de los cuales salían luces de diversos
colores. Transcurridos unos segundos me saca de aquella especie de fosa y
me parece que me abraza, me abraza con enorme cariño… A partir de este
instante todo se desvanece y aparezco, según constataron las gentes del
pueblo y la propia Guardia Civil, en el interior de una casa. Los testigos que
aún viven recuerdan perfectamente aquella desaparición y reaparición de mi
niñez.
 
Juan José Benítez siempre quiso ser periodista y por eso, tras
licenciarse en la Universidad de Navarra, se instaló como redactor
de diferentes periódicos de provincias como La Verdad de Murcia o
El Heraldo de Aragón. Después ingresaría como redactor en el
rotativo La Gaceta del Norte donde se inició su trayectoria de
investigación Ovni. Fue director de la Hoja del Lunes y, a partir de
1979, se dedicó exclusivamente a la literatura. De su pluma han
surgido best-sellers mundiales como la serie Caballo de Troya y
libros clave como La Quinta columna, 100.000 kilómetros tras los
ovnis y Ovnis: Documentos oficiales del Gobierno Español.Estos
testimonios, ténganlo claro los lectores, son tan solo la punta del
iceberg. No tendría páginas suficientes en este volumen como para
relatar con detalle las experiencias de otros grandes de nuestro
periodismo, como el genial explorador Miguel de la Cuadra Salcedo
y sus extrañas experiencias con comunidades indígenas y sus
complejos rituales en la Amazonia peruana, como la eterna cronista
televisiva del Vaticano y escritora Paloma Gómez Borrero y su
visión fantasmal en pleno centro de Roma o sus investigaciones, tal
y como confirmó a mi compañera Carmen Porter, del tenebroso
mundo de los exorcistas del Vaticano. Sería imposible profundizar
en el encuentro ovni del que fuera gran director de Hola, Jaime
Peñafiel, el maestro de las ondas Julio César Iglesias, o el fascinante
avistamiento con extrañas luces y no menos extraños seres
antropomorfos desconocidos del gran alpinista y reportero César
Pérez de Tudela. Y tampoco quedarían atrás las investigaciones
sobre horrendos casos de brujería e inexplicables desapariciones del
gran reportero de Pueblo, Jaime Martín Semprún o las experiencias
de poltergeist en vivo del director radiofónico y televisivo
especializado en criminología Francisco Pérez Abellán. Todos ellos
eran notarios de un misterio que, en determinado punto de sus
vidas, se les había cruzado sin pedir permiso.
 
En la calurosa primavera de 1999 aparecía en el mercado Enigmas sin
resolver. Era un momento feliz, pero aún era consciente de los muchos
acontecimientos sorprendentes que me aguardaban a la vuelta de la esquina.
Uno de ellos, que se produjo ya entrado el otoño en pleno corazón de
Madrid, me dejó literalmente, petrificado. Y me lo tomé, lo confieso, como
una recompensa que personalmente me valía más que cualquier cifra de
ventas o de popularidad en las listas de libros más vendidos. Fue la confesión
de un gran periodista, Antonio Casado, reportero mítico de Pueblo, hombre
clave de la transición a través de la dirección del informativo radiofónico
más escuchado de esa convulsa época, España a las ocho, y en la actualidad
máximo analista político en radio y televisión, además de redactor-jefe de la
revista Tiempo.
Él fue quien, hacía la friolera de veintiocho años, había «cortado de raíz»
el mayor misterio español de todos los tiempos. Me explicaré.
En 1971, en un humilde pueblo jienense llamado Bélmez de la Moraleda,
surgieron de modo inexplicable unos rostros en la cocina de don Juan
Pereira Sánchez y María Gómez Cámara, uno sencillos agricultores de una
de las zonas más deprimidas del país. Tras picarse aquellas primeras caras de
rasgos bizantinos que se asomaban asombrosamente al cemento fraguado
del antiguo fogón, continuaron surgiendo un rosario de rostros diferentes y
de complejos estilos. Los primeros análisis oficiales demostraron que allí no
había pinturas de ningún tipo. Y la noticia, imparable y llena de fuerza,
comenzó a crecer inevitablemente. El impacto sociológico lo explota y
magnifica precisamente diario Pueblo, quien realiza unas crónicas diarias
históricas que hicieron reventar las tiradas y crear una expectación nacional
jamás habida en el mundo con otro fenómeno paranormal. Los reporteros
de Pueblo, con Antonio Casado al frente, demostraron por primera vez en
este país lo que era hacer crónica de un misterio. A raíz de aquello, a aquel
lugar antaño olvidado, llegaban diariamente 10.000 personas deseosas de
toparse con el milagro. Al mismo tiempo, desde las sombras, las
investigaciones de la Brigada de Investigación Criminal desestiman el
fraude, lo mismo que hizo la Junta de Energía Nuclear que, de paso, certifica
la antigüedad de varias decenas de huesos que se hallan bajo el suelo donde
aparecen las caras.
Con un escenario de película de terror, el misterio está en su máximo
apogeo internacional cuando diario Pueblo publica en febrero de 1972, tras
más de 20 reportajes en portada apoyando la tesis de lo parapsicológico, se
descuelga repentinamente con un titular de impacto que nadie logra
entender muy bien: «Se acabó el misterio», decía aquella histórica portada
que junto con otras tengo clavadas en lo alto de una de las paredes de mi
despacho. En esa página histórica y demoledora al mismo tiempo se asegura
que los rostros que mantienen en vilo a medio país, y que han hecho arribar
en Bélmez a psiquiatras y científicos europeos, no son más que sales de plata
sometidas a la acción solar. Es decir, una especie de fotografías en la piedra
con la que aquella familia de analfabetos ha engañado a medio mundo.
A pesar de que la teoría no convence a todos, el silencio se adueña del
caso, un silencio que dura hasta bien entrados los años noventa. Es el mismo
silencio, pero si cabe más amordazado, que me he encontrado en tantos y
tantos expedientes X españoles.
Cuando, tal y como cuento en Enigmas sin resolver, descubro en 1994 las
caras de Bélmez, me lanzo, en compañía del también periodista y
compañero en la dirección adjunta de la revista Enigmas, Lorenzo
Fernández, a una lucha sin cuartel por descubrir la verdad. En ese periplo
que duró años y se tradujo en infinidad de viajes, pudimos demostrar con
documentos, fotografías, cartas privadas y análisis, la existencia de una
increíble trama gubernamental y eclesiástica para acabar con el mayor
enigma español de todos los tiempos1.
Un complot apasionante y triste al mismo tiempo que salía por vez
primera a la luz pública y en el que intervinieron los ministros de
Gobernación, jefes del Movimiento, obispos, notarios e incluso la esposa del
Jefe del Estado, y a la que denominamos: Operación tridente.
Pues bien, cuando se publicó el libro ocurrió lo inesperado. Antonio
Casado, el hombre que «oficialmente» acabó con el misterio a raíz de aquel
último y polémico reportaje, se sinceró conmigo. Presentes estaban Paco
Pérez Abellán y Carmen Porter, en el incomparable marco de la noche en los
estudios de Radio Nacional. No podía ser de otro modo. El gran Antonio
Casado, analista político de primera fila de estos últimos treinta años, me
confesó algunas cosas al tener conocimiento de lo que yo había escrito.
Ahora me casan muchas historias y datos en torno a lo que de verdad ocurrió,
me dijo aquella madrugada.
Días más tarde pudimos tener una charla larga y clave para entender
cómo los gobiernos pueden manejar y acabar con el mayor de los misterios.
Algo aleccionador y que escuchaba casi queriendo frotarme los ojos. Gracias
a lo expuesto en Enigmas sin resolver aquel periodista honesto confesaba
cómo fue obligado a acabar con el asunto de un modo casi drástico. Esa
conversación, que yo jamás podré olvidar y que ha sido uno de los grandes
frutos que ese libro primero de la saga ha ofrecido en bien de la verdad,
comenzaba una tarde de otoño, refugiados del bullicio del centro de Madrid,
exactamente de esta manera…
 

Antonio Casado: «Así se acabó con “Las Caras de


Bélmez”»
—Entonces, Antonio, me dices que a ti te dieron una orden para acabar
con aquel fenómeno surgido en una cocina de Jaén para el que de momento
no había una explicación satisfactoria...
—A mí se me dice simplemente que hay que acabar con aquello. No se me
dan más explicaciones. Ni tampoco yo las pido, ya que son consabidas. Me
refiero al hecho cierto de que se había creado un clima que rayaba en la
«histeria colectiva» a nivel nacional. Y comenzaba a haber serio peligro de
alteración del orden público. Y esa es la razón por la que se decide pararlo. Y
lo decide quien puede hacerlo, un poder piramidalizado como era la
Dictadura, en la figura del ministro de Gobernación con orden directa o
recibida del mismo Franco. Y tampoco quiero dramatizar, muchas veces no
hacía falta ni siquiera dar órdenes, fue una llamada al director del periódico,
Emilio Romero, diciendo «esto hay que pararlo».
—Intentemos retroceder en el tiempo, ¿recuerdas cómo fue aquella
conversación?
—Yo no puedo decir que fuese una víctima del franquismo. No se puede
afirmar tajantemente que las cosas se hicieran así constantemente, aunque es
muy probable que se hicieran así normalmente —sonríe y apura la copa del
vino que compartimos en la frugal comida en pleno centro de Madrid—. Lo
cierto —prosigue con voz grave—es que una mañana me llama a su
despacho Emilio Romero y me dice: «Oye, Antonio, esto informativamente
está muy bien y periodísticamente hemos dado un gran pelotazo... pero hay
que pararlo porque se ha convertido en todo un problema de órden
público».
—¿Y qué acordasteis en aquella reunión en febrero de 1972?
—Le dije al director que yo podía tener explicaciones o hipótesis para
defender que aquello podía ser un caso de índole parapsicológica, y también
podía haber argumentos para considerar que allí podía haber fraude. La
cuestión era tirar por uno de los dos lados... aunque no había nada
comprobado.
—Y se te ordenó ir por el lado del fraude...
—Sí. Se me dijo que optara directamente por el fraude. Y así me vi
obligado a sacar a la luz algunas pruebas que en esa línea yo había ido
acumulando, sobre todo las realizadas con el químico Ángel Viñas, que hizo
unas «caras» con nitrato y cloruro de plata sometidas a la acción solar. Así
articulamos más o menos todas aquellas sospechas y salió lo que salió. Una
cosa que se publicó bajo el título «Se acabó el misterio».
 
Antonio me alarga una de esas imágenes históricas de la «recreación» de
las caras a base de sales de plata. Apuntado, en un margen de la hoja ya sepia
por el paso del tiempo cerrada en el archivo, la fórmula del fraude: dos
unidades de cloruro y nitrato de plata más luz ultravioleta.
 
—Pero tú sabes que no todo estaba explicado...
—Claro. Si por mí hubiera sido, yo hubiera continuado con lo otro, con la
otra línea de investigación. Pero simplemente porque era lo que estaba
aumentando la venta de los periódicos. Bueno, que quede claro que yo no
fui consciente de estar haciendo un fraude periodístico, en el sentido de que
podía argumentarse lo uno y lo otro. Yo podía haber seguido y limitarme a
seguir contando cosas que ocurrían, como aquellas psicofonías que se
produjeron delante de mí. Y en cuanto a las caras, sinceramente, no tengo la
certeza de que su explicación fuese conocida. No sé todavía a que carta
quedarme.
Antonio Casado; el periodista que «acabó» con el mayor misterio español de todos los tiempos.

Voces de otro mundo


—Según me has confesado fuiste testigo de voces misteriosas en aquel
lugar. ¿Viviste hechos que se salían de lo común en aquella casa? —el curtido
periodista arruga la frente intentando acercar el recuerdo y me asiente con
un prolongado silencio...
—Sí. Recuerdo perfectamente un grito estremecedor que se correspondía
por su registro al de un bebé, al de un niño pequeño. Surgió allí, delante de
todos. Aquello se grabó en mi presencia en cinta virgen. En presencia
también de cuatro o cinco personas que estabamos allí. Recuerdo a mi
amigo Juan Plá. Éramos absolutamente escépticos y ante todos se grabó
aquello. Era la voz desgarradora de un niño que te ponía los pelos de punta.
—O sea, que el equipo que luego acabó con el misterio tuvo una
experiencia sobrecogedora con las psicofonías. ¿Recuerdas si había algún
mensaje en aquellas voces?
—No, solamente gritos. Gritos desgarradores, desconsolados. Chillidos
muy agudos... Yo he trabajado muchos años en radio y sé perfectamente
cómo entran los sonidos en una cinta magnetofónica. Difícilmente aquella
voz se pudo meter allí sin que la hubiéramos oído nosotros. Iker, ¡aquello era
una voz clarísima y muy alta! ¡Llegaba a romper las agujas de intensidad del
magnetófono! Los decibelios eran muchos. Algo muy agudo... nada de algo
de fondo. Aquello estaba allí, eso lo comprobé yo.
—Aquello no era ningún fraude... ¿Sentiste miedo a pesar de tu talante
escéptico?
—No tengo ninguna duda de que esto no era ningún fraude. Sentí miedo
si se interpreta el miedo como el vértigo o el pánico ante lo que no
conocemos... el terror y la inseguridad ante lo desconocido.
—¿De aquellos rostros que para ti ya son recuerdo, ¿alguno se te quedó
marcado de manera especial?
—¡Hombre, claro! ¡El de Valle-Inclán! La figura que «hicimos famosa» el
equipo de Pueblo Investiga. Aquel rostro, te lo aseguro, era muy difícil de
hacer. La más inquietante sin duda era aquel cristo empotrado en la
hornacina, con dos hilillos de sangre brotando por la nariz y que coincidía
con la efigie de la Santa Faz que se custodia en la Catedral de Jaén.
—¿Hubo algo que te impresionara en aquel lugar además de las caras y las
psicofonías?
—El rostro de María Gómez Cámara. Sin duda. El rostro inquietante,
perturbador, que me producía cierta desazón, cierto desasosiego. Tenía un
punto misterioso. Y también la ubicación y los antecedentes de aquella casa,
su alineación topográfica con el cementerio del pueblo. Tenía la sensación de
estar en un lugar mágico.
—De periodista a periodista... ¿eras consciente de la que estabas
«montando» y de la repercusión nacional que tus reportajes estaban
teniendo?
—En aquel momento, no. Yo era muy joven. Sabía que Pueblo estaba
llegando a vender 50.000 ejemplares diarios más por mis reportajes de las
caras. Pero yo no tenía tiempo de nada, estaba allí metido en la vorágine,
viviendo todo en directo y apenas me enteraba de nada. Luego sí he sido
consciente del tremendo impacto social de aquellos escritos míos en todo el
país. Aquello es digno de estudio, España atravesaba un largo sosiego que se
prolongó hasta el asesinato de Carrero en 1973. Fueron dos años de calma,
de la calma tensa que precede a la tormenta. Y en esa época tranquila de la
Dictadura surge lo de Bélmez, cuando la gente solo hablaba de fútbol,
folclóricas o sucesos.
—Por cierto, además de la tajante orden del director de Pueblo, Emilio
Romero, ¿nadie más te presionó?
—No. Pero había una especie de Guerra Civil en todo el país entre los
partidarios de la hipótesis fraude y los que abogaban por la verdad del
asunto. Eso sí fue impresionante. Aquello era bonito, divertido,
entusiasmante, mágico y misterioso.
 
Días de periodismo y emoción
Los reportajes de Antonio Casado anunciando día a día las evoluciones y
sucesos en «La Casa de las Caras» se convirtieron en un fenómeno sobre el
que incluso se realizó una tesis doctoral al respecto. Hablando de aquel
trabajo de Manuel Martín Serrano llamado «Sociología del Milagro»,
nuestra conversación entra de lleno en la magia irrepetible de aquellos días
de reporterismo...
—¿Qué hubiese pasado si no te llegan a dar la orden de cortar con el
asunto?
—Volviendo a sonreír mientras se coloca sus gafas para hojear los cientos
de folios escritos en su día para un libro inédito acerca de lo que él vivió en
Bélmez y que por la orden política jamás pudo ser publicado.
Iker, amigo, yo hubiese seguido hasta el infinito. ¡Claro que hubiese
continuado con la investigación! Yo tenía mucho material, ese material que
ponía a la gente la piel de gallina. No solo de las propias caras, sino del
contexto ambiental y social que surgió en torno a ellas y al hervidero
humano heterodoxo que allí se concentró en aquellos días inolvidables.
Surgió también una mezcolanza con todo tipo de personajes extravagantes
que se dirigían a mí dándome todas las explicaciones. Yo simplemente
querría haber seguido contando como periodista...
—¿Aquella fue la noticia más insólita que tú has dado jamás?
—Sí. La más extraña, sí. Sin duda, es lo que más repercusión tuvo de todo
lo que yo he hecho. Es imposible que vuelva a haber un asunto de ese
impacto nacional. Ahora cualquier noticia, por fuerte que sea, su eco dura
24 horas como mucho. Yo hice 15 reportajes sobre las caras de Bélmez, día a
día... Aquello era otra historia. Nada podrá volver a ser igual.
—Mucha gente vio en las caras algo negativo; yo reconozco que me asusté
un poco al toparme con ellas hace ya algunos años... ¿Aquel mundo de las
caras de Bélmez en 1972 era oscuro?
 
(Acercándome unas imágenes impresionantes del hallazgo de huesos y
rostros humanos tras la excavación practicada bajo los cimientos de la
cocina donde aparecían los rostros).
 
—Sí. Sin lugar a dudas. Aquello te produce temor e inseguridad. No tienes
nada claro. No puedes poner la mano en el fuego de que aquello era un
fraude. Y esa sensación, desde luego, refleja un mundo negativo.
—Yo, ya lo he comentado en alguna ocasión, hubiera dado casi todo por
ser tú en aquel Bélmez del 72 en ebullición ante lo imposible. ¿No te hubiera
gustado haber podido seguir hasta el fondo de aquel asunto?
—Sí, porque profesionalmente hubiera sido muy bueno seguir. Aprendí
un montón de cosas. Fue probablemente lo más divertido y apasionante que
he hecho en mi vida dentro del mundo de periodismo.
Antonio Casado mira, veinticinco años después, uno de esos rostros aparecidos en Bélmez de la
Moraleda: «A mí se me dice simplemente que hay que acabar con aquello. No se me dan más
explicaciones.»

—¿Más incluso que todos los conflictos políticos y sociales de estas tres
décadas?
 
(Con una mirada que transmite emoción y melancolía a un mismo
tiempo).
 
—Aquello fue lo más apasionante que yo he hecho, te lo confieso. Porque
era muy de verdad todo. Yo estaba muy motivado... Ahora, hoy, en el tema
de la política es todo falso. Nada que ver. Aquello era el suceso, el milagro en
directo, y tiene el valor de que lo que yo escribía era tal y como ocurrían las
cosas hasta que tuve que cortar. Yo escribía algo en estado puro hasta
entonces... no como en el mundo político, todo falso, prefabricado.
—Entonces, ¿en el mundo político sí que hay muchos «Caras de Bélmez»?
—Bastantes —sonríe francamente—. Y ellos sí que son fraudes.
 
Ese fue el magnífico punto final. Una verdadera declaración de
intenciones. La mesa de la moderna redacción de Antonio Casado estaba
repleta de papeles, fotografías y cierta nostalgia de un tiempo romántico de
reporteros en aquel inmortal Pueblo donde tristemente una orden «de
arriba» puso fin a aquel gran misterio de las caras. Juntos, prometiendo
regresar de nuevo a Bélmez, buceamos por aquellos recortes y documentos
del pasado, él recordando aquel tiempo de periodismo vivo, y yo consciente
de que se ha hecho algo de justicia con un enigma silenciado y maltratado.
Gracias a los documentos aportados en mi primer libro se ha visto un poco
de luz entre una bruma que duraba 30 años. Y esa sensación me llenaba de
oxígeno por dentro.
 
Como decía al comenzar, ahora doy gracias porque el esfuerzo y la errante
peregrinación a los lugares donde ocurre el misterio o se esconden los
documentos hayan servido para algo. Que mis investigaciones contribuyan
facilitado o motivado afirmaciones como las de Antonio Casado,
demostrativas de toda una filosofía y un modus operandi de algunos sectores
del poder para acallar estos sucesos inexplicables y reales, me produce una
nada disimulada alegría.
 
Sé que ustedes, fieles amigos lectores, me comprenden perfectamente.
Ojalá, en un futuro no muy lejano, la nueva remesa de enigmas sin resolver
provoque reacciones tan nobles y sinceras como esta. Manifestaciones que
tengan como objetivo aportar un poco de limpieza y conciencia en torno a
unos misterios que, lo quieran o no algunos, son también parte de nuestra
historia. Reivindicar su justo lugar en ella, cueste lo que cueste, es lo que
siempre pretende y pretenderá este reportero.

FIN DE ESTE SEGUNDO VIAJE (A MODO DE


EPÍLOGO)

T RAS ESTOS TRECE DESAFÍOS a la lógica y los veinticinco mil kilómetros que
han sido necesarios para abordarlos desde el lugar de los hechos, mi bagaje
creo que es poco, pero firme y bien asentado. Y revisándolo al final de este
viaje creo:
—Que no hay nada, hoy por hoy, que me demuestre la existencia de seres
extraterrestres que nos visitan.
—Que los ovnis existen.
—Que los testigos aquí entrevistados no mienten y, simplemente, con
mayor o menor fidelidad, narran lo que creen haber visto.
—Que no hay nada, hoy por hoy, que me demuestre la existencia de vida
más allá de la vida, o de los llamados espíritus.
—Que, en determinados momentos, algunas esferas de poder político,
ideológico e informativo han decidido enterrar prematuramente algunos de
los grandes misterios españoles.
—Que lo han hecho porque eran incapaces de explicar lo que ocurría.
—Que desentrañar esos misterios y colocarlos en el lugar que les
corresponde merece todos los esfuerzos.
—Que la ciencia, y no el oscurantismo, debe ser el caballo de batalla del
que debemos servirnos para explorar el futuro.
—Que la ciencia no es un señor malhumorado e intransigente que dice
«no» en la televisión.
—Que la ciencia se equivoca más veces de lo que creemos.
—Que el oscurantista, el vendedor de verdades solo reveladas a él, el
elegido, el intermediario de las fuerzas sensitivas y cósmicas, siempre se
equivoca.
—Que no creo en ufólogos, parapsicólogos, profesores de lo ignoto o
expertos en materias en las que nadie puede serlo.
—Que quien pierde el respeto de los testigos, sean científicos, medios de
comunicación, escépticos o crédulos, pierden también mi respeto.
—Que cada vez soy más partidario de un sano escepticismo.
—Que ese sano escepticismo viene acompañado, en mi caso, por una
inquebrantable ilusión y necesidad por estar en el lugar de los hechos,
explorando e indagando desde primera línea de fuego informativo.
—Que lo más importante de los misterios no es la obtención de la
fotografía, el documento o alguna ligera certeza, sino la propia búsqueda en
sí.
—Que lo más importante de la búsqueda en sí es sentirse vivo cuando se
está integrado en ella, consciente y disfrutando de las maravillas que rodean
a esta realidad que nos ha tocado vivir.
—Que la aventura de la vida es el mayor de todos los misterios.
 
 
En Madrid, siendo las 7:03 horas del martes primero de febrero del año
2000.
Amigo lector:
 
 
Si tienes conocimiento o has sido protagonista de algún caso similar a los
relatados en este libro y deseas ponerte en contacto con el autor, puedes
hacerlo dirigiéndote a la siguiente dirección:
 
Iker Jiménez Apartado de Correos 53134 28080 MADRID Correo
electrónico: IJE 00001@teleline.es

 
1 Como Operación Tridente se denominó a la meticulosa organización de una trama orquestada por
diferentes poderes fácticos de la época para crear la confusión en la población y hacer creer a todo un
país que el misterio de las caras que aparecían en Bélmez de la Moraleda (Jaén) eran un fraude
probado por la ciencia. En realidad, y tal como se demuestra paso a paso con documentos y
fotografías en la obra del autor Enigmas sin resolver, todo comenzó con una fase de reacción del clero
regional, encabezado por el entonces obispo de Jaén, Miguel Peinado, que condicionó al párroco,
Antonio Molina, a difundir la idea del fraude o de la broma inconsciente que había originado el
misterio. La afluencia masiva de personas y el eco de los reportajes, sobre todo de Pueblo, hacen que se
realice otra gestión centrada en una serie de comisiones «agubernamentales» donde científicos (?) de
diversa talla ponen en duda y difunden en los medios de comunicación que todo es un burdo fraude.
Al final, el químico Ángel Viñas, enviado por Pueblo, dice demostrar que todo el misterio se debe a
una solución de sales de plata sometida a la acción solar. En 1991 y 1995, más de dos décadas después,
el CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) demuestra en sendos análisis de porciones de
caras, que no hay datos para afirmar la presencia de pinturas añadidas o esa presunta solución de sales
de plata. En 1972 la sociedad sí creyó en aquellos informes ¿científicos?, pero lo que no se supo es que,
entre bambalinas, el jefe de administración local del Movimiento, Pablo Núñez Moto, con beneplácito
del mismísimo gobernador civil, José Ruiz de Gordoa, y el ministro de Gobernación, Tomás Garicano
Goñi, había iniciado el proceso 8.700 para juzgar al alcalde Manuel Rodríguez Rivas por negarse a
afirmar públicamente que todo se trata de un fraude. En 1973, y sin que nunca hasta la publicación
por parte de Iker Jiménez y Lorenzo Fernández de unos reportajes en Enigmas y en la obra
anteriormente citada se supiera, un notario, Antonio Palacios Luque, certifica que no hay ningún tipo
de pintura ni fraude tras el precintado oficial de la vivienda donde se producen las formaciones
teleplásticas. La opinión pública no supo, ni sospechó, el complot que se había tejido en las más altas
esferas. Una operación que, con las declaraciones de Antonio Casado, queda absolutamente probado e
incrustada en la historia negra de ocultación de información en nuestro país.
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
I. Un agradecimiento sincero y trece desafíos a la lógica
II. Un viejo manuscrito
III. El duende de Zaragoza
IV. El fuego maldito de Laroya
V. Viaje al mundo de los monstruos
VI. Investigadores con sotana: La Iglesia frente a los ovnis
VII. El niño embrujado de La Seca
VIII. En el desierto de La Bicha
IX. Encuentros con el absurdo
X. La capital de los poltergeist
XI. ¿Quién mutila el ganado?
XII. El código de las estrellas
XIII. Vargas-Saureu: El enigma de una muerte paralela
XIV. Periodistas: Testigos del misterio

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