Vovelle-Cap 3
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CAPÍTULO 3
LA REVOLUCION JACOBINA
LA HEGEMONÍA DE LA MONTAÑA
Recordemos la fórmula del alcalde de París, Pétion, cuando en 1792 declaró que el único medio de
asegurar el éxito de la Revolución era la unión «del pueblo y la burguesía». Significativamente, es otra
vez Pétion el que, a comienzos de la primavera de 1792, declara: «Vuestras propiedades están en
peligro». Y es evidente que, para él, lo que la sublevación popular pone en peligro es la propiedad
burguesa. Estas actitudes de un hombre que en un tiempo estuvo indeciso entre
la Gironda y la Montaña expresan la ruptura de la burguesía francesa tras la caída de la monarquía.
Es evidente que para una parte de ellos el mayor peligro es el que representa la subversión social y que
ven el retorno al orden, como una necesidad perentoria. Para otros, por el contrario, lo más importante
es la defensa de la Revolución contra el peligro aristocrático – peligro interno de contrarrevolución,
peligro externo de coalición europea- y esta defensa impone una alianza con el movimiento popular, aun
cuando ello obligue a dar satisfacción, al menos parcial, a las [43] reivindicaciones sociales de estas
capas, y adoptar una política muy alejada del liberalismo burgués, recurriendo a medios excepcionales.
¿Hay entre estas dos actitudes burguesas una mera diferencia de grupos y de estratos, o se trata lisa y
llanamente de la oposición entre dos opciones políticas que expresan las, denominaciones de girondinos
y montañeses? Ciertos historiadores de la actualidad, como A. Cobban, al analizar el reclutamiento de
estados mayores de los dos partidos que comparten la Convención, llega a la conclusión de que no
había entre ellos verdadera diferencia sociológica, y que girondinos y montañeses provenían de las
mismas capas sociales. Se trata de una conclusión apresurada, que no es posible confirmar en todos los
casos en que, allende los estados mayores, se han analizado las masas jacobinas o girondinas
(federalistas) en acción, y en las cuales se advierte que el reclutamiento dista mucho de ser el mismo, o
intercambiable. Por otra parte, la mera geografía electoral refleja los orígenes diferentes de girondinos y
montañeses. En efecto, los grandes puertos-Nantes, Burdeos, Marsella, escenario de la prosperidad del
capitalismo mercantil- son la cuna de los líderes que se ha dado en llamar significativamente
«girondinos», tales como Vergniaud, Guadet o Gensonné, que se agregan a Brissot o Roland. Pero hay
también otros que llegan de la provincia, Rabaut, ministro reformado de Nimes; Barbaroux, un
marselIés, o Isnard, rico perfumista de Grasse ... Por el contrario, la Montaña echa sus raíces en las
plazas fuertes del jacobinismo, tanto en París como en la provincia. He ahí a Robespierre, Danton,
Marat, y, con ellos, recién llegados como Couthon o Saint-Just. Estas dos actitudes, que sería tan
caricaturesco oponer reduciéndolas de un modo mecanicista a diferencias sociológicas, como creerlas
intercambiables y mero producto del azar, se definen mejor si se tiene en cuenta una tercera fuerza, que
estaba fuera de las asambleas. Nos referimos a la fuerza de las masas populares de la sans-culotterie,
[44] organizadas en el marco de asambleas de las secciones urbanas o en sociedades populares. De estos
grupos surgieron los líderes, o simplemente los portavoces ocasionales, tales como los enragés
(exaltados) de 1792-1793, con militantes como Varlet, Leclerc, y sobre todo Jacgues Roux, el
«sacerdote rojo», en contacto con las necesidades y las aspiraciones de las clases populares, en cuyo eco
se convirtieron. Después de la represión que reducirá al silencio a los enragés, se constituye otro grupo,
más motivado políticamente, y también más equívoco, alrededor de Hébert, Chaumette y la Comuna de
París. Los hebertistas aspiraron al menos a tomar la dirección del movimiento de los sans-culottes y
apoyarse en éste. Los estudios realizados hoy en día en las provincias muestran cada vez más claramente
que este tipo de militantes no fue una originalidad parisiense. Desde el otoño de 1792, con su llamarada
de conmociones agrícolas, al invierno y la primavera de 1793, en que París conoció motines y pillajes en
busca de alimentos, no sólo de cereales, sino de azúcar o de café, el «pueblo bajo» salió a la calle y se
mezcló directamente en la conducción de 1a revolución.
El enfrentamiento entre la Gironda y la Montaña era inevitable: tuvo lugar desde finales de 1792 a
junio de 1793. Sus episodios esenciales fueron el proceso de Luis XVI, luego los acontecimientos de
política exterior, esto es, una expansión victoriosa seguida de graves reveses; por último, en la
primavera, la sublevación de la Vendée abría un nuevo frente interno.
Prisionero en el Temple, Luis XVI fue juzgado por la Convención en diciembre de 1792. La Gironda
se inclinaba por la clemencia, e intentó proponer soluciones susceptibles de evitar la pena capital, esto
es, el destierro y la detención hasta que se estableciera la paz, e inclusive la ratificación popular. Por el
contrario, los líderes de la Montaña, cada uno a su manera -como Marat, Robespierre o Saint-Just-, se
unieron [45]para pedir la muerte de Luis XVI en nombre del Comité de Salvación Pública y de las
necesidades de la Revolución. La muerte se aprobó por 387 votos sobre 718 diputados, y la ejecución
tuvo lugar el 21 de enero de 1793. Al ejecutar, en sus propias palabras, «un acto de protección de la
nación», eran muy conscientes de que de tal guisa aseguraban la marcha de la Revolución, en adelante
irreversible; y uno de ellos, Camban, expresaba lo mismo diciendo que habían desembarcado en una isla
nueva y habían quemado los navíos que los habían conducido hasta allí. La guerra en las fronteras
aumentaba de intensidad con la ejecución del rey. Los soberanos europeos, ocupados entonces en otros
frentes (Polonia), no podían impedir que los ejércitos franceses explotaran espectacularmente la victoria
de Valmy. Así, victoriosas en Jemmapes, las tropas revolucionarias ocupan los Países Bajos austríacos y
conquistan Saboya y el condado de Niza en Piamonte, luego, otra vez hacia el norte, se apoderan de
Renania –de Maguncia a Francfort-, que pasa a depender de Francia. Desde cierto punto de vista, se
trata de la realización del antiguo sueño monárquico de las fronteras naturales, pero reformu1ado en
términos absolutamente diferentes, bajo el lema emancipador «guerra en los castillos, paz en las
chozas». En una primera fase, la Revolución aporta la libertad; sólo más tarde aparecen los aspectos
negativos de la conquista. La ejecución de Luis XVI enriquece la coalición con nuevos aliados; España,
el reino de Nápoles, los príncipes alemanes y, sobre todo, Inglaterra, que se siente directamente
amenazada por la anexión de Bélgica. El viento cambia de dirección: en el invierno de 1793 los
franceses acumulan derrota tras derrota, y, golpe tras golpe, pierden Bélgica y Renania.
La apertura de un frente interno de guerra civil agrava la situación: a comienzos de primavera estalla
la insurrección de la Vendée, en Francia occidental, y se extiende muy pronto. Se trata de una
sublevación rural, en un primer [46] momento, cuyos jefes son de origen popular (StoffIet es
guardabosques; Catherineau, contrabandista ... ), pero gradualmente los nobles, bajo la presión de los
campesinos, se embarcan en el movimiento, que terminan por enmarcar (M. de Charette, d'Elbée ... ), y
primero los burgos y después también las ciudades que se habían mantenido republicanas son arrasadas
por esa ola. Se ha dado más de una interpretación de este levantamiento, el análisis de cuyas causas es
complejo.
El sentimiento religioso arraigado en estas comarcas, que durante tanto tiempo se ha señalado como
causa principal, si bien es cierto que desempeñó su papel en los comienzos de esta movilización a favor
de la causa real, no lo explica todo. Factor más directamente movilizador pudo haber sido la hostilidad
al gobierno central, en un país que rechaza el impuesto sobre todo las levas de hombres (la leva de
300.000 hombres). Las interpretaciones que presentan los nuevos historiadores insisten en la raigambre
del movimiento en un contexto socioeconómico en que el reflejo antiurbano y antiburgués, esto es,
antirrevolucionario, entre los campesinos, fue lo suficientemente fuerte como para relegar a segundo
plano la tradicional hostilidad respecto de los nobles. Estos reveses y estos problemas cuestionan la
hegemonía de los girondinos, grupo dominante en la Convención en un primer momento, y , con el
gabinete Roland (esposo de la célebre madame Roland, musa inspiradora del partido girondino), dueño
del gobierno. Para asentar su autoridad, los girondinos intentaron al comienzo tomar la ofensiva contra
los montañeses, acusando a sus líderes, Robespierre, Danton y Marat, de aspirar a la dictadura. Pero
fracasaron, y Marat, procesado, fue triunfalmente absuelto de esta tremenda acusación.
Pese a las reticencias girondinas, la presión de los peligros que rodeaban a la República llevó a poner
en práctica un nuevo sistema de instituciones. En primer lugar, un Tribunal Criminal Extraordinario en
París, que se convertirá [47] en Tribunal Revolucionario, y luego, en las ciudades y en los burgos, la red
de Comités de Vigilancia encargados de vigilar a los sospechosos y a las actividades
contrarrevolucionarias. Por último, en abril de 1793 se formó el Comité de Salvación Pública, que en un
comienzo sufrió la influencia de Danton. Eliminados de la conducción de la Revolución, los girondinos
trataron inútilmente de contraatacar, a veces sin prudencia. Uno de sus portavoces, Isnard, en un famoso
discurso, amenazó a París con una subversión total a su regreso («buscarán en los prados del Sena si
París existió o no... ») si este centro del influjo revolucionario llegaba a atentar contra la legalidad. El
movimiento popular parisiense respondió a esta provocación verbal, y luego de una primera
manifestación improvisada el 31 de mayo, el 2 de junio la guardia nacional rodeaba la Convención, que,
amenazada, tuvo que aceptar la detención de 29 diputados girondinos, las cabezas del partido. Para los
jacobinos y la Montaña fue la victoria decisiva. Pero no dejó de ser un triunfo ambiguo.
Como lo declaró entonces el portavoz del Comité de Salvación Pública, Barere, la República era cual
una fortaleza asediada. Los austríacos habían desbordado la frontera del norte, los prusianos estaban en
Renania, los españoles y los piamonteses amenazaban el Mediodía de Francia. Los vendeanos rebeldes -
conocidos como chouans- se autodenominaban «ejército católico y realista» y apenas si eran detenidos
con dificultad a las puertas de Nantes. Además, la caída de los girondinos desencadenó otra guerra civil,
en forma de rebelión de las provincias contra París: la rebelión federalista. En el Sudeste, Lyon se
levanta contra la Convención, y habrá que someterla a un auténtico sitio. En el Mediodía se
insubordinan las grandes ciudades del sudeste, con Burdeos, Tolosa y su región, y además la Provenza,
Marsella y Tolón, que los contrarrevolucionarios entregarían a los ingleses. En Francia septentrional,
sólo Normandía [48] está en abierta rebelión y lanza un pequeño ejército contra París, que se dispersa
rápidamente. Pero de Normandía sale también Charlotte Corday, quien va a París a apuñalar a Marat, el
tribuno popular. Baja la presión conjunta de estos peligros, se refuerza la unión (¿se le puede llamar
alianza?) entre la burguesía jacobina, la que representan los montañeses en la Convención, y cuyo poder
ejecutivo es el Comité de Salvación Pública, y las masas populares de la sans-culotterie. ¿Se trata de
una solidaridad sin fisuras? El historiador Daniel Guérin, cuyas tesis analizaremos más adelante,
considera que los bras nus, que encontraron a través de sus portavoces -los enragés y luego los
hebertistas- el modo de canalizar sus energías, estaban en condiciones de desbordar el estadio de una
Revolución democrática-burguesa para realizar los objetivos propios de una Revolución popular. Según
esta lectura, la alianza de la que estamos hablando parece una mistificación, pues la fuerza colectiva de
los bras nus sería mero instrumento de la burguesía robespierrista para sus fines propios. Sin
adelantamos en una problemática que trataremos más adelante, los trabajos de A. Soboul han mostrado
que, dada la heterogeneidad del grupo de los sans-culottes, no se lo puede considerar en absoluto como
la vanguardia de un proletariado ... todavía en ciernes. Sean cuales fueren las contradicciones de que es
portador el movimiento popular, sobre todo en París, los sans-culottes constituyen, hasta finales de
1793, y aun en la primavera de 1794, el alma del dinamismo revolucionario. En efecto, su presión
constante y activa impone al gobierno revolucionario la realización de una cierta cantidad de consignas:
en el plano económico, el control y la fijación de precios máximos (en septiembre de 1793); en el plano
político, el desencadenamiento del Terror contra los aristócratas y los enemigos de la Revolución, y la
aplicación de la Ley de Sospechosos, que engloba en la vigilancia y la represión a toda [49] una
nebulosa de enemigos potenciales de la Revolución. Pero la llamarada de septiembre de 1793 -última, o
prácticamente última, manifestación armada de la presión popular- que impuso una buena parte de estas
medidas, fue también la última victoria de los sans-culottes. Durante este período la burguesía de la
Montaña forjó y estructuró los mecanismos para poner en marcha el gobierno revolucionario, que se
inscribía en el polo opuesto al ideal de democracia directa de los sans-culottes. ¿Qué es entonces el
gobierno revolucionario que regirá la República en ese período crucial del año II, de septiembre de 1793
a julio de 1794? Después de la caída de la Gironda, en junio de 1793, la Convención había elaborado y
aprobado a toda prisa un texto constitucional (la llamada Constitución «del año I»), que el pueblo
ratificó en el mes de agosto. Este texto no es despreciable y en él adquiere forma la expresión más
avanzada del ideal democrático de la Revolución francesa. Pero jamás se aplicó, pues la Convención
decretó de inmediato: «El gobierno de Francia es revolucionario hasta la paz». Se trataba de una
necesidad, que se suponía momentánea, en función de las urgencias de la lucha revolucionaria. El
gobierno revolucionario recibió su forma acabada en el famoso decreto del 14 Frimario del año II, el
mismo que definía la Revolución como «la guerra de la Libertad contra sus enemigos».
La pieza central del sistema es el Comité de salvación Pública, elegido y renovado por la Convención,
pero que en realidad permanece intacto durante el año II. Sus dirigentes, ya célebres merecen ser
presentados: Robespierre, el “Incorruptible”; Saint-Just, que tenía entonces 26 años, y Couthon, un
jurista, son las cabezas políticas de esta dirección colegiada. [50]
Otros son más técnicos: Carnot, oficial genial, «el organizador de la victoria»; Jean Bon Saint-André,
encargado de la marina, y Prieur, encargado de los alimentos. Algunos ocupan un lugar específico:
Barere, a la vez responsable de la diplomacia y portavoz del Comité ante la Convención, o Collot
d'Herbois y Billaud-Varenne, que mantienen lazos de simpatía y de relación concreta con el movimiento
popular hebertista. Pese a las tensiones que sólo fueron graves en su última fase, el Comité de Salvación
Pública fue la pieza maestra de la coordinación de la actividad revolucionaria. Esta importancia eclipsa
los demás elementos del gobierno central, pues los ministros se subordinan a la iniciativa del Comité de
Salvación Pública, y aún el otro «gran» Comité, el Comité de Seguridad General, se limita a la
coordinación de la aplicación del Terror.
Como agentes locales del gobierno revolucionario se designaron primero agentes nacionales en los
distritos, y luego comités revolucionarios en las localidades. Pero en el Comité y las instancias
ejecutivas ocupaban un sitio esencial los Representantes en Misión, que eran convencionales enviados a
las provincias durante un tiempo determinado, Estos «procónsules», como se ha dicho, no han sido
objeto de consideración por la historiografía clásica. A veces se ha insistido sobre los excesos – reales-
de ciertos terroristas como Carrier, que organizó en Nantes el ahogamiento de sospechosos, o Fouché,
primero en el centro de Francia y después en Lyon. Pero, otros, a la inversa dieron muestras de
moderación y de sentido político. Todos estimularon el esfuerzo revolucionario; a menudo queda por
valorar más serenamente una actividad mal juzgada. Junto a estos agentes individuales, se descubre
también la acción localmente esencial de los ejércitos revolucionarios del interior, « agentes del Terror
en los departamentos». Salidas de las filas de los sans-culottes, estas formaciones resultaron
sospechosas [51] para el gobierno revolucionario, que en invierno de 1793-1794 decretó su disolución.
Tales son los elementos, o los agentes de la acción revolucionaria. Pero ¿con qué resultados? Ya se ha
dicho que se puso el Terror al orden del día. El término «Terror» abarca mucho más que la represión
política, pues se extiende al dominio económico y define la atmósfera que reinaba en ese momento. Sin
duda, la represión aumentó y el Tribunal Revolucionario de París, dirigido por Fouquier Tinville, vio
incrementadas sus atribuciones gracias a la ley de Pradial del año II (junio de 1794), que antecede a lo
que se ha dado en llamar el Gran Terror de Mesidor. En el curso del año 1794, detrás de la reina María
Antonieta cayeron las cabezas de la aristocracia y luego las del partido girondino, El balance total -tal
vez 50.000 muertos en toda Francia, o sea, el dos por mil de la población- parecerá una cifra elevada o
moderada según las diferentes apreciaciones, y presenta grandes variaciones en las distintas regiones
afectadas. En el terreno económico, la fijación de precios máximos respondía a una exigencia popular
espontánea. A partir de septiembre de 1793, la ley del «Máximo General» extendió esta política no sólo
a todos los productos, sino también a los salarios. De ello derivaron una serie de medidas autoritarias,
tales como el curso forzoso de los asignados, y, en el campo, la requisa forzada de los stocks de los
campesinos. A pesar de que la política de precios máximos se fue haciendo cada vez más impopular
tanto entre los productores como entre los asalariados, no por ello dejó de asegurar a las clases populares
urbanas una alimentación adecuada durante toda la época del Terror.
El resultado de esta movilización de energías nacionales se inscribe sin ambigüedad en la
reorganización de la situación política y militar. Los enemigos de dentro han sido derrotados, o
contenidos. En efecto, los federalistas retoman [52] Marsella en septiembre de 1795, y Lyon en octubre;
por último, Tolón, donde los contrarrevolucionarios habían llamado a los ingleses y a los napolitanos,
cae en diciembre tras un sitio que demuestra las cualidades militares del capitán Bonaparte. Algunas
victorias decisivas durante el invierno (Le Mans, Savenay) obligan a la insurrección vendeana a regresar
al estadio de implacable guerrilla. En las fronteras toma forma un ejército nuevo, el de los «Soldados del
año II» que, mediante la práctica de la «amalgama», reúne a los viejos soldados de oficio y los nuevos
reclutas de las levas de voluntarios. El entusiasmo revolucionario, junto con generales jóvenes que
utilizan una técnica nueva de guerra -el choque masivo de masas en orden profundo-, conquistan en
esos años victorias decisivas en los Países Bajos y en Alemania. La ofensiva de la primavera de 1794
desemboca en junio en la victoria de Fleurus, preludio a la reconquista de Bélgica. Fleurus tiene lugar
sólo un mes antes de la caída de Robespierre y sus amigos. Ello puede tentarnos a establecer, como se
ha hecho, una relación entre ambos acontecimientos; según esta hipótesis, la política terrorista se
arraigaría en las victorias y resultaría así insoportable. Pero esta explicación es parcial. Ya antes de
Fleurus, Saint-Just había comprobado que «la Revolución se ha congelado», frase célebre que expresaba
el divorcio que se sentía entre el dinamismo de las masas populares y el gobierno de Salvación Pública.
Ya hemos visto que los sans-culottes lograron imponer una parte de su programa en septiembre de 1793,
en su último verdadero éxito. El movimiento de descristianización –que es como se expresa su actividad
revolucionaria en los meses siguientes- es, sin duda alguna, mucho más que un mero derivado inventado
por los hebertistas, como a veces se ha creído. El mismo se originó en el centro de Francia, a comienzos
del invierno, tuvo gran resonancia en París y luego se difundió por toda Francia durante los meses
siguientes. [53]
Este movimiento semiespontáneo fue mal visto de entrada por los montañeses en el poder, y
desautorizado por el gobierno revolucionario. Danton y Robespierre denunciaron que se trataba de una
iniciativa peligrosa, sospechosa de un maquiavelismo contrarrevolucionario, susceptible de alejar de la
Revolución a las masas. Con el paso del tiempo podemos juzgar hoy más objetivamente. La
descristianización no fue un complot aristocrático ni expresión de la política jacobina, pero tampoco
traduce las actitudes de un movimiento politizado de sans-culottes. Adoptó la forma de
«desacerdotización», que fue la responsable de que más de 20.000 sacerdotes renunciaran a su estado,
pero también se prolongó en fantochadas, en vandalismo, en expresiones carnavalescas de la subversión
soñada, como en las fiestas que se celebraban en honor de la Razón, en las iglesias transformadas en
templos. La descristianización levantó vivas oposiciones locales, y en muchas regiones apenas si ejerció
influencia. Pero encontró terreno propicio en un sector de las categorías sociales urbanas y en ciertas
comarcas rurales predispuestas a acogerla bien. Su rechazo por el gobierno revolucionario es un
elemento, entre otros, del creciente deseo de controlar el movimiento popular. Desde el invierno a la
primavera de 1794, se denuncia la proliferación de sociedades populares, se licencia a los ejércitos
revolucionarios, se mete en vereda a la Comuna de París. Se trata de medidas que, sin excepción,
provocan oposición, oposición que desemboca en la crisis de Ventoso del año II. Pero la respuesta a este
último combate en retirada lo encontramos en el proceso de Hébert y los hebertistas, seguido de la
ejecución de uno y otros en el mes de mayo (Germinal del año II). Este proceso inaugura la lucha que
emprende el gobierno revolucionario contra las «facciones» de derecha y de izquierda. El movimiento
popular de los sans-culottes ha sido domesticado, ya no ofrece resistencia, pero su apoyo a .los
montañeses en el [54]poder también es más moderado. Para castigar a los hebertistas, el grupo
robespierrista contó con el apoyo de los indulgentes en la Convención; éstos, representados por Danton,
así como por el periodista Camille Desmoulins, acogían también en su seno a elementos dudosos y
hombres de negocios y especuladores. Al denunciar la prosecución de la política terrorista después de la
caída de los hebertistas, los indulgentes se exponían de manera imprudente; entonces sufrieron un nuevo
proceso, que condujo a unas semanas más tarde a la ejecución de Danton y de sus amigos.
A partir de ese momento, el estado mayor robespierrista se queda sin oposición abierta, pero realiza
la experiencia de la soledad del poder. Robespierre y sus amigos intentan echar las bases de algunas de
las reformas sobre las cuales aspiran a edificar la República. En abril los «decretos de
Ventoso» representan el punto culminante del compromiso social de la burguesía montañesa, cuando
confisca los bienes y las propiedades de los «sospechosos», esto es, en lo esencial, de las familias de
emigrados. Esta expropiación proyectada preparaba su redistribución a los más necesitados de los
habitantes del campo. Esta medida tenía sus límites. No era en absoluto, como se ha dicho; una medida
«socialista», pues no cuestionaba el derecho de propiedad. Por lo demás, por falta de tiempo, los
decretos de Ventoso nunca se pusieron en práctica.
La otra empresa, que se puede llamar simbólica, de ese breve momento de indiscutida hegemonía
robespierrista se expresa en el informe sobre las rentas nacionales y más todavía en la proclamación del
«Ser Supremo y la inmortalidad del alma». El deísmo rosseauniano de los montañeses, para quienes la
sociedad debe fundarse en la virtud y la inmortalidad del alma es una exigencia moral que conlleva a la
necesidad de un Ser Supremo, se instala como contrapartida tanto de la herencia cristiana, reducida a la
categoría [55] superstición, como del culto de la Razón, al que se considera una vía al ateísmo. La
expresión a la vez majestuosa y efímera de este culto se encuentra en la celebración, en toda Francia, de
la Fiesta del Ser Supremo, el 20 de Pradial del año II (8 de junio de 1794).
En la fiesta parisiense del Ser Supremo se ha visto la apoteosis de Robespierre. Pero la victoria es
amarga y frágil. Contra su grupo se forma una coalición entre antiguos indulgentes y antiguos
terroristas, a veces comprometidos por sus excesos en las provincias (tal el caso de Fouché, o el de
Barras o el de Fréron). El Comité de Salvación Pública pierde homogeneidad y los «izquierdistas» --
Collot d'Herbois o Billaud-Varenne- atacan a Saint-Just, Robespierre y Couthon, cuyo aislamiento es
cada vez mayor. La crisis estalla en Termidor, después de un eclipse muy prolongado de Robespierre. El
llamamiento anónimo que pronuncia en la Convención el 8 de Termidor contra los «bribones», lejos de
evitar el ataque, lo precipita. El 9 de Termidor, en una sesión dramática, se ordena el arresto de
Robespierre, Saint-Just, Couthon y sus amigos. La Comuna de París, que sigue siéndoles fiel, fracasa en
un intento de liberarlos, y la deficiente organización de este intento pone de manifiesto la falta de apoyo
del pueblo de París. El Hotel de Ville de París cae sin combate en manos de las tropas de la Convención:
Robespierre y sus partidarios son ejecutados el 10 de Termidor del año II. Es el fin de la Revolución
jacobina. [56]