Noche Eterna
Noche Eterna
Noche Eterna
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Agatha Christie
Noche eterna
ePub r1.1
Titivillus 09.04.2020
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Título original: Endless Night
Agatha Christie, 1967
Traducción: Ramón Margalef Llambrich
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Guía del Lector
Libro primero
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Libro segundo
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Libro tercero
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Sobre la autora
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Para Nora Prichard, a quien oí contar por vez primera la leyenda del
Campo del Gitano.
Todas las noches y todas las mañanas unos nacen para la miseria.
Todas las noches y todas las mañanas otros nacen para el dulce placer.
Unos nacen para el dulce placer, otros nacen para la noche eterna.
WILLIAM BLAKE
Auguries of lnnocence
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Guía del Lector
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LIBRO PRIMERO
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Capítulo I
En el fin está el principio… Ésa es una cita que he oído muchas veces. No suena
mal, pero en realidad, ¿qué significa?
¿Hay siempre un instante determinado que se pueda señalar y decir: «Todo
comenzó aquel día, a tal hora y en tal lugar, con aquel incidente?».
¿Comenzó mi historia cuando vi aquel cartel colgado en la pared del George &
Dragón, el que anunciaba la subasta de la valiosa finca The Towers y daba detalles de
los acres, las millas y las yardas, acompañados por un boceto de cómo había sido la
mansión en su mejor época, hará de esto unos ochenta o cien años?
No estaba haciendo nada especial: sencillamente paseaba por la calle principal de
Kingston Bishop, un lugar sin la menor importancia, pasando el rato. Vi el cartel.
¿Por qué? ¿Fue una sucia jugarreta del destino o la mano extendida de la buena
fortuna? Se puede entender de cualquiera de las dos maneras.
También se podría decir que comenzó cuando conocí a Santonix, desde nuestro
primer encuentro. Cierro los ojos y veo sus mejillas arreboladas, los ojos brillantes y
las manos fuertes, pero delicadas, que bosquejaban y hacían planos y alzados de
casas. Una casa en particular, una casa hermosa, una casa que hubiese sido
maravilloso tener.
Fue entonces cuando afloró en mí el anhelo de tener una casa bien hecha, una
casa como la que nunca podría tener. Una hermosa fantasía que compartíamos, la
casa que Santonix edificaría para mí, si es que vivía lo suficiente.
Una casa que, en mis sueños, compartía con la muchacha a quien amaba, una casa
donde viviríamos eternamente felices, como en los cuentos infantiles. Pura fantasía,
una tontería, pero que despertó en mí el anhelo de algo que nunca llegaría a tener.
Pero si esto es una historia de amor —y la verdad es que lo es, lo juro—,
entonces, ¿por qué no comenzarla por el momento en que vi a Ellie entre los abetos
del Campo del Gitano?
El Campo del Gitano. Sí, quizá lo mejor será que empiece por allí, por el
momento en que le volví la espalda al cartel y me estremecí un poco porque un
nubarrón había tapado el sol, y le pregunté a un lugareño que recortaba un seto sin
mucho entusiasmo:
—¿Qué tal es esa casa, The Towers?
Todavía veo la curiosa expresión del viejo que me miraba de reojo.
—No es ése el nombre que le damos por aquí. ¿Qué nombre es ése? —Gruñó
como confirmación de su crítica—. Han pasado muchos años desde que las personas
que vivían allí la llamaban The Towers. —Volvió a gruñir.
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Entonces le pregunté cómo la llamaba él, y una vez más desvió la mirada de
aquella extraña manera que la gente de campo tiene de no hablarte directamente, sino
que miran por encima de tu hombro o a cualquier otra parte como si vieran algo que
tú no ves.
—Por aquí la llaman el Campo del Gitano.
—¿Por qué la llaman así?
—Circula una historia. No la conozco muy bien. Unos dicen una cosa y otros
dicen otra. La cuestión es que ahí es donde ocurren los accidentes.
—¿Accidentes de coche?
—Toda clase de accidentes. En la actualidad, la mayoría son accidentes de coche.
Ahí hay una curva bastante mala.
—Bueno, si hay una curva peligrosa, es lógico que se produzcan accidentes.
—El concejo comarcal colocó una señal de peligro, pero no sirvió para nada.
Siguen ocurriendo accidentes.
—¿Por qué lo del gitano?
Una vez más, la mirada se fijó en el infinito y la respuesta fue vaga.
—Es otra de esas historias. Dicen que en un tiempo fue tierra de gitanos y que,
cuando los expulsaron, maldijeron la tierra.
Me eché a reír.
—Sí, ya puede usted reírse, pero hay lugares malditos. Ustedes, los listos de la
ciudad, no saben nada de nada. Pero hay lugares malditos y ése es uno. La gente se
mata en la cantera cuando sacan piedra para la construcción. Una noche, el viejo
Geordie se cayó por el borde y se partió el cuello.
—¿Borracho?
—Puede que sí. Le gustaba darle a la botella. Pero hay tantos borrachos como
caídas y algunas bastante malas, pero ninguno se hizo nunca mucho daño. Pero
Geordie se partió el cuello. Allá —señaló la ladera cubierta de pinos a su espalda—,
en el Campo del Gitano.
Sí, supongo que fue así como empezó. No es que en aquel momento le prestara
mucha atención. Sólo que lo recuerdo, eso es todo. Creo, me refiero a cuando pienso
con claridad, que lo adorno un poco. No sé si fue antes o después que le pregunté si
todavía quedaban gitanos por el lugar. Respondió que no se les veía apenas. Comentó
que la policía se encargaba de alejarlos.
—¿Por qué será que a nadie le gustan los gitanos? —pregunté.
—Son una pandilla de ladrones. —Afirmó irritado. Luego me miró con un poco
más de atención—. ¿Es que usted tiene sangre gitana? —preguntó con una expresión
severa.
Le contesté que si la tenía no estaba enterado. La verdad es que tengo pinta de
gitano. Quizá fue ése el motivo de mi fascinación por el nombre del lugar. Mientras le
sonreía al viejo, divertido con la conversación, pensé para mis adentros que quizá sí
que tenía un poco de sangre gitana.
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El Campo del Gitano. Eché a andar por la serpenteante y empinada carretera que
salía del pueblo y se abría paso entre los árboles oscuros y por fin llegué a la cumbre
de la colina desde donde se divisaba el mar y las embarcaciones.
Era una vista maravillosa, y pensé, como se piensan esas cosas, cómo me sentiría
si el Campo del Gitano fuese mío. Así de sencillo. Sólo que se trataba de un
pensamiento ridículo. Cuando volví a pasar junto al anciano que podaba el seto, éste
me informó:
—Si quiere gitanos, está la vieja Mrs. Lee. El comandante le cedió una casa para
que viviera en ella.
—¿Quién es el comandante? —pregunté.
—El comandante Phillpot, por supuesto —replicó con un tono de asombro. Por lo
visto, mi pregunta le había dejado atónito. Deduje que el comandante Phillpot era
algo así como el Dios local, y Mrs. Lee alguna adlátere a la que él proveía. Al
parecer, los Phillpot allí llevaban la voz cantante.
Me despedí del viejo y, cuando ya me alejaba, me informó:
—Vive en la última casa al final de la calle. Quizá la encuentre en el jardín. No le
gusta estar dentro. A los que tienen sangre gitana no les gusta.
Así que ahí iba yo, paseando por la calle, con el pensamiento puesto en el Campo
del Gitano mientras silbaba alegremente. Casi había olvidado lo que me habían dicho
cuando vi a una vieja alta y de pelo negro que me miraba por encima de un seto.
Adiviné en el acto que debía ser Mrs. Lee. Me detuve y le hablé:
—Me han dicho que usted lo sabe todo del Campo del Gitano.
Me miró entre el flequillo que le tapaba la frente.
—No es un asunto que le concierna, joven. Olvídelo. Más vale que me escuche.
Usted es un mozo bien parecido. Sepa que nunca ha salido nada bueno del Campo del
Gitano.
—Veo que está a la venta.
—Sí, así es, y muy tonto será el que lo compre.
—¿Quién es el probable comprador?
—Seguro que hay un constructor que la quiere. Más de uno. Se venderá barata, ya
lo verá.
—¿Por qué van a venderla barata? —pregunté curioso—. Es un lugar muy bonito.
No respondió a mi pregunta.
—Supongamos que un constructor la compra barata —añadí—. ¿Qué cree que
hará con la finca?
—Demolerá la mansión y construirá, desde luego. Veinte o treinta casas y todas
malditas.
No hice caso de la última parte. Sin poder contenerme, comenté:
—Eso sería lamentable. Una auténtica vergüenza.
—Ah, no tiene de qué preocuparse. No les proporcionará ninguna alegría ni al
que la compre ni a los que pongan los ladrillos y el cemento. Un pie resbalará en la
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escalera, un camión se estrellará con la carga o una teja se desprenderá de algún
tejado y hará diana. Y también los árboles serán abatidos por una súbita tempestad.
¡Mire, ya lo verá! Nada bueno puede salir del Campo del Gitano. Lo mejor que
pueden hacer es dejarlo en paz. Ya lo verá. Ya lo verá. —Asintió vigorosamente y
después añadió en voz muy baja—: No tendrán suerte los que se metan en el Campo
del Gitano. Nunca la han tenido ni la tendrán.
Me eché a reír. La mujer me habló con aspereza.
—No se ría, jovencito. Estoy convencida de que un día de estos tendrá que
tragarse esa risa. Nunca ha habido allí suerte. Ni en la casa ni en la tierra.
—¿Qué pasó en la casa? —pregunté animado por la curiosidad—. ¿Por qué lleva
vacía tanto tiempo? ¿Por qué dejaron que se viniera abajo?
—Las últimas personas que vivieron allí murieron todas.
—¿Cómo murieron?
—Es mejor no tocar el tema, pero nadie más ha querido vivir allí. Dejaron que se
convirtiera en una ruina. Ahora ya nadie se acuerda y así es como debe ser.
—Usted podría contarme la historia —supliqué—. La sabe de pe a pa.
—No quiero hablar del Campo del Gitano —respondió. Luego, con un falso tono
lastimero, añadió—: Le diré la buenaventura, guapetón. Ponga unos cuartos en mi
mano y le diré lo que le espera en el futuro. Usted es de los que llegará muy lejos.
—No creo en la buenaventura ni tampoco tengo cuartos. Al menos, no para
malgastarlos.
Se acercó un poco más y continuó suplicando:
—Seis peniques. Venga, sólo seis peniques. Lo haré sólo por seis peniques. ¿Qué
es eso? Nada en absoluto. Lo haré por seis peniques, por un chico guapo que sabe
hablar y comportarse. Quizá llegue muy lejos.
Saqué seis peniques del bolsillo no porque creyera en ninguna de sus estúpidas
supersticiones, sino porque, por alguna razón, me caía bien la vieja farsante, aunque
la viera venir. Me arrebató la moneda.
—Deme las manos. Las dos.
Me sujetó las manos con las suyas que parecían garras y miró mis palmas
abiertas. Permaneció en silencio durante un par de minutos. Luego me las soltó
bruscamente, como si quisiera apartarlas lo más lejos posible, y retrocedió.
—¡Si sabe lo que es bueno para usted, se alejará del Campo del Gitano ahora
mismo y no regresará nunca más! —afirmó con un tono acre—. Es el mejor consejo
que le puedo dar. No regrese nunca más.
—¿Por qué no? ¿Por qué no debo regresar nunca más?
—Porque si lo hace, volverá para tropezar con la pena, la desgracia y quizás el
peligro. Hay problemas, terribles problemas que le estarán esperando. Olvídese de
que alguna vez vio este lugar. Se lo advierto.
—Que me…
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No tuve tiempo de acabar la frase porque la mujer ya se alejaba hacia la casa.
Entró y cerró de un portazo. No soy supersticioso, pero creo en la suerte, por
supuesto, ¿quién no? Pero no en esas tonterías supersticiosas sobre casas malditas.
Sin embargo, tenía la molesta sensación de que aquella vieja siniestra había visto
algo en mis manos. Me miré las palmas. ¿Qué podía ver alguien en las manos de
otro? Decir la buenaventura era pura tontería, un truco para sacarte dinero, para
aprovecharse de tu ridícula incredulidad y quitarte los cuartos. Miré el cielo. El sol se
había ocultado, el día parecía diferente. Había algo sombrío en él, una amenaza.
Viene una tormenta, pensé. Había comenzado a soplar viento; las hojas de los árboles
se agitaban. Continué mi camino a través del pueblo, silbando para mantener el
ánimo.
Miré de nuevo el cartel que anunciaba la subasta de The Towers. Incluso tomé
nota de la fecha. Nunca había asistido a la subasta de una finca, pero me dije que a
ésta asistiría. Sería interesante ver quién compraba The Towers. Quiero decir que
sería interesante ver quién se convertiría en el dueño del Campo del Gitano. Sí, creo
que fue allí donde comenzó todo. Se me ocurrió una idea fantástica. Pujaría por el
Campo del Gitano contra los constructores locales que se retirarían desilusionados
por no haberla conseguido a precio de saldo. Yo la compraría, y después iría a ver a
Rudolf Santonix y le diría: «Constrúyeme una casa. He comprado el terreno para ti».
Buscaría a una muchacha maravillosa y viviríamos juntos y eternamente felices.
A menudo tenía esta clase de sueños. Naturalmente, nunca se hacían realidad,
pero eran divertidos. Eso era lo que creía entonces. ¡Divertido! ¡Divertido! ¡Dios
mío! ¡Si lo hubiera sabido!
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Capítulo II
Fue pura casualidad lo que me llevó aquel día a la vecindad del Campo del
Gitano. Yo conducía un coche alquilado por unas personas de Londres que querían
asistir a una venta, no a la venta de una casa, sino del mobiliario y los enseres. Era
una casa grande en las afueras de la ciudad, una casa bastante fea por cierto. Mis
pasajeros eran una pareja ya mayor, aparentemente interesados en una colección de
papier maché, por lo que pesqué de su charla, aunque vaya usted a saber qué era el
papier maché. Mi madre lo había mencionado una vez al referirse a las palanganas.
Dijo que una palangana de papier maché era muy superior a cualquier otra de
plástico. Me pareció algo bastante curioso que unas personas ricas se tomaran la
molestia de hacer un viaje sólo para comprar una colección de aquellos chismes.
Sin embargo, no olvidé el nombre y me prometí que lo buscaría en el diccionario
o leería algo en alguna parte para saber qué era el papier maché. Tenía que ser algo
de valor para que unas personas alquilaran un coche con el fin de ir a una subasta
rural y pujar por ello. Me gusta saber las cosas. En aquel entonces tenía sólo veintidós
años y sabía algo de lo que había aprendido aquí y allá. Sabía bastante de coches, no
era mal mecánico y conducía bien. En un tiempo había trabajado con caballos en
Irlanda y había estado a punto de meterme en líos con una banda de traficantes de
drogas, pero fui listo para dejarlo a tiempo. El trabajo de chofer en una casa de
alquiler de coches de categoría no estaba nada mal: te ganabas un buen dinero con las
propinas. Tampoco te matabas, pero el trabajo era aburrido.
En una ocasión trabajé en la recolección de fruta durante el verano. No pagaban
mucho, pero me divertí. Hice muchas cosas. Trabajé de camarero en un hotel de
tercera, fui socorrista en una playa, vendí enciclopedias, aspiradoras y no sé cuantas
cosas más. También fui ayudante de jardinero en un jardín botánico y aprendí un
poco sobre las flores.
Nunca me até a nada. ¿Qué necesidad tenía? Todo lo que hacía me resultaba
interesante. Algunas cosas requerían más trabajo que otras, pero eso no me
molestaba. No soy un gandul. Supongo que debo ser un poco trotamundos. Me gusta
ir a todas partes, verlo todo, hacer de todo. Quiero encontrar algo. Sí, eso es, quiero
encontrar algo.
Desde que salí de la escuela quería encontrar algo, pero entonces no tenía idea de
lo que podía ser. Sencillamente, eso era algo que buscaba de una manera vaga, nada
metódica, lo cual me producía cierta insatisfacción. Tenía que estar en alguna parte y,
tarde o temprano, acabaría por encontrarlo. Podía ser una muchacha. Me gustan las
chicas, pero hasta ahora no había conocido a mi media naranja. Te gustan, pero vas
pasando de una a otra sin problemas. Son como mis trabajos. Están bien por algún
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tiempo, pero después acabas hasta las narices y quieres pasar al siguiente. He pasado
de trabajo en trabajo y de chica en chica desde que salí de la escuela.
Hay unos cuantos que reprueban mi manera de vivir. Supongo que son aquellos
que me quieren bien, pero eso es porque no saben nada de mí. Quieren que me
busque una novia decente, ahorre, me case y me conforme con un empleo fijo. Un día
tras otro, año tras año, y así por los siglos de los siglos, amén. ¡Muchas gracias, pero
a otro perro con ese hueso! Tiene que haber algo mejor que eso. No todos nos
conformamos con esta dócil seguridad, con el clásico estado de bienestar del que va
tirando a la pata coja. Sin duda, pensaba en un mundo donde el hombre ha sido capaz
de colocar satélites en el cielo y todos se llenan la boca hablando de viajar a las
estrellas. Tenía que haber algo capaz de motivarme, de hacerme latir el corazón, algo
que valiera la pena buscar por todo el mundo. Recuerdo un día que caminaba por
Bond Street durante mi etapa de camarero y llegaba tarde al trabajo. Me había parado
a mirar el escaparate de una zapatería. Tenían unos zapatos muy finos. Como dicen
en los anuncios: «Lo que lleva el hombre elegante» y aparece la foto del tipo en
cuestión. ¡Casi siempre parece un petimetre, lo juro! Esos anuncios siempre me han
divertido.
Pasé del escaparate de la zapatería al siguiente. Era el de una galería de arte. Sólo
había tres cuadros colocados artísticamente y un trozo de terciopelo de color neutro
enganchado en una esquina de un marco dorado. Bastante afeminado, ustedes ya me
entienden. No soy de los que gustan del arte. Una vez, sólo por curiosidad, me di una
vuelta por la National Gallery. La verdad es que no me gustó nada. Enormes cuadros
de muchos y brillantes colores de batallas en valles pedregosos, o santos esqueléticos
dejándose asaetear. Retratos de damas bobaliconas vestidas de seda, terciopelo y
encajes. Decidí allí mismo que el arte no estaba hecho para mí, pero el cuadro que
miraba ahora era otra cosa. Había tres obras en el escaparate: el paisaje de una
campiña que no estaba mal, el retrato de una mujer pintado de una forma tan curiosa,
tan desproporcionada, que a duras penas se veía que era una mujer. Supongo que era
lo que llaman art noveau. No entendí de qué iba. La tercera era la mía. No tenía gran
cosa, ya me entienden. Era… ¿cómo podría describirla? Era muy simple. Con mucho
espacio y unos pocos círculos concéntricos, todos de diferentes colores y, por cierto,
unos colores extraños que no te los esperas. Aquí y allá había unas manchas de color
que no parecían significar nada en absoluto. ¡Sólo que de alguna manera significaban
algo! No soy muy bueno para las descripciones. Lo único que puedo decir es que
sentía unas ganas tremendas de seguir mirándolo.
Me quedé allí con una sensación rara, como si me hubiera ocurrido algo muy
extraño. Por ejemplo, me hubiera gustado tener aquellos zapatos elegantes. Me
refiero a que me preocupo por mi atuendo. Me gusta vestir bien para causar una
buena impresión, pero nunca se me hubiera pasado por la cabeza comprarme un par
de zapatos en Bond Street. Sé muy bien los precios de locura que piden por ellos.
Aquellos zapatos podían costar quince libras. Hechos a mano o algo así, los
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llamaban, como si eso justificara el precio. Comprarlos era tirar el dinero. Unos
zapatos con clase, pero te la hacían pagar. No soy tonto.
Pero ese cuadro… supongamos que estuviera dispuesto a comprarlo, ¿cuánto
costaría? Estás loco, me dije. A ti no te van los cuadros, eso era muy cierto, pero
quería este cuadro, me gustaba la idea de que fuera mío. Podría colgarlo y sentarme a
mirarlo todo cuanto quisiera porque era mío. ¡Yo comprando cuadros! Era una locura.
Miré el cuadro de nuevo. Que deseara comprarlo no tenía sentido y, de todas
maneras, tampoco podría permitírmelo, aunque en aquel momento, no iba escaso de
fondos. Un buen soplo en las carreras. Este cuadro podía costar mucha pasta. ¿Veinte
libras? ¿Veinticinco? Tampoco pasaría nada si entraba a preguntar. No me comerían,
¿verdad? Entré con aire agresivo y a la defensiva.
En el interior, todo era a lo grande y muy silencioso. Se respiraba un ambiente
tranquilo, con las paredes tapizadas en un color neutro y con una butaca muy elegante
donde podías sentarte y admirar los cuadros. Un hombre que se parecía un poco al
modelo del caballero perfectamente vestido de los anuncios se acercó. Hablaba en
voz muy baja para no desentonar con el ambiente. Tampoco se comportaba como si
fuera alguien importante, como hacen en todas las tiendas de Bond Street. Escuchó lo
que le dije y luego sacó el cuadro del escaparate. Lo sostuvo contra la pared, para que
lo contemplara todo lo que me viniera en gana. Entonces se me ocurrió de esa manera
en que de pronto sabes exactamente cómo son las cosas que, en cuestión de cuadros,
no se aplicaban las mismas reglas que con los otros objetos. Alguien podía entrar en
un lugar como éste vestido con prendas viejas y el cuello de la camisa raído, y
resultar ser un millonario que quisiera comprar algo para su colección. O alguien con
un aspecto vulgar, vistiendo prendas chillonas como era mi caso, al que le gustara
tanto un cuadro que fuera capaz de emplear en él el dinero procedente de algún
desfalco.
—Un magnífico ejemplo del talento del artista —comentó el hombre que sostenía
el cuadro.
—¿Cuánto vale? —pregunté sin andarme con rodeos.
La respuesta me dejó sin aliento.
—Veinticinco mil libras —dijo con voz amable.
Soy muy bueno en eso de poner cara de póquer. Permanecí impasible. Al menos
eso creo. Mencionó un nombre que sonó extranjero. El nombre del artista, supongo, y
después añadió que acababan de conseguirlo en una casa de campo, donde vivía una
gente que no tenía idea de lo que valía. Seguí disimulando y exhalé un suspiro.
—Es mucho dinero, pero creo que lo vale —opiné.
Veinticinco mil libras. ¡Qué barbaridad!
—Sí —dijo, y suspiró. Bajó el cuadro con mucho cuidado y lo llevó de nuevo al
escaparate. Me miró sonriente—. Tiene usted muy buen gusto.
Sentí que de alguna manera nos habíamos entendido el uno al otro. Le di las
gracias y volví a Bond Street.
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Capítulo III
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tenían todo el derecho a cabrearse. Pero no era así, Santonix los ponía de vuelta y
media, y siempre estaba muy seguro de sí mismo, cosa que no sucedía con sus
patrones.
Recuerdo que aquel cliente se puso hecho una fiera en cuanto se bajó del coche y
vio cómo iban las cosas.
Yo escuchaba partes de la discusión mientras permanecía junto al coche dispuesto
a servir en lo que hiciera falta. Estaba escrito en las cartas que Mr. Constantine
acabaría por tener un ataque.
—No ha hecho nada de lo que le dije —chilló—. Ha gastado demasiado dinero.
Lo ha derrochado a manos llenas. No era esto lo que acordamos. ¿Cuánto más va a
costarme?
—Tiene usted toda la razón —le respondió Santonix—. Pero el dinero está para
gastarlo.
—De ninguna manera. No malgastaré ni un céntimo más. Usted tiene que
mantenerse dentro del presupuesto que le fijé. ¿Está claro?
—Entonces no tendrá la casa que quiere. Yo sé lo que quiere. La casa que estoy
construyendo es la que usted quiere. Lo sé a ciencia cierta y usted también lo sabe.
No me venga ahora con sus mezquindades de tendero. Usted quiere una casa de
calidad y la tendrá. Después podrá presumir delante de sus amigos y ellos le
envidiarán. No construyo casas para cualquiera, ya se lo advertí. Se trata de algo más
que dinero. ¡Esta casa no será como las de los demás!
—No, será terrible. Terrible.
—Oh, no. Su problema es que no sabe lo que quiere. Al menos eso es lo que
cualquiera diría. En realidad, sabe lo que quiere, pero no es capaz de enfrentarse a
ello. No lo ve con claridad, pero yo lo sé. Eso es lo único que sé. Lo que la gente
busca y lo que quieren. ¿Usted desea calidad? Yo le daré calidad.
Acostumbraba a decir esas cosas. Yo estaba allí y le escuchaba. De alguna
manera, veía por mí mismo que esta casa que construían entre los pinos y mirando al
mar no sería una casa cualquiera. La mitad de la construcción no daba al mar como
cabía esperar. Miraba tierra adentro, hacia las montañas, a un trozo de cielo entre las
cumbres. Era extraño, inesperado y muy excitante. Santonix hablaba conmigo cuando
yo no estaba de servicio.
—Sólo construyo casas para quienes yo quiero edificarlas.
—¿Se refiere a los ricos?
—Tienen que ser ricos o no podrían pagarlas. Pero no es el dinero que voy a
ganar lo que me interesa. Mis clientes tienen que ser ricos porque las casas que quiero
hacer cuestan dinero. La casa no es suficiente, necesita un entorno. El lugar tiene la
misma importancia que el edificio. Es como un rubí o una esmeralda, una piedra
preciosa, sólo es eso. No va más allá. No significa nada, no tiene forma ni significado
hasta que tiene una montura, y ésta necesita una piedra que se la merezca. Yo consigo
la montura con el paisaje, donde existe por derecho propio. No tiene ningún
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significado hasta que mi casa se alza orgullosa como una joya. —Me miró y se echó a
reír—. No me entiendes, ¿verdad?
—Creo que no —contesté lentamente—, y sin embargo, tengo la sensación de
que sí lo entiendo.
—Podría ser. —Me miró con expresión de curiosidad.
Volvimos a la Riviera una vez más. Para entonces, la casa estaba casi terminada.
No la describiré porque no podría hacerlo correctamente, pero era algo especial y
hermosa. Eso era obvio. Era una casa de la que podías estar orgulloso, ufanarte ante
los amigos, disfrutar contemplándola, feliz de estar dentro con la persona adecuada.
Entonces, un día, Santonix me dijo sin que viniera a cuento:
—Podría construir una casa para ti. Sé la casa que tú quieres.
Meneé la cabeza.
—Yo no lo sé —respondí sinceramente.
—Quizá no lo sabes, pero yo lo sé por ti. Es una pena que no tengas dinero.
—Nunca lo tendré.
—Eso no lo digas. Nacer pobre no significa tener que serlo toda la vida. El dinero
es algo muy extraño. Va allá donde es deseado.
—No soy tan listo.
—No eres lo bastante ambicioso, querrás decir. La ambición no se ha despertado
en ti, pero la tienes.
—Bueno, algún día cuando me despierte y me sienta ambicioso, ganaré dinero.
Después vendré a buscarlo y le diré: Constrúyame una casa.
Santonix exhaló un suspiro.
—No puedo esperar. No, no me puedo permitir el lujo de esperar. Me queda muy
poco tiempo. Una, quizá dos casas. No habrá tiempo para más. Uno no quiere morir
joven. Algunas veces tienes que… Supongo que en realidad tampoco tiene mucha
importancia.
—Tendré que apresurarme a despertar mi ambición.
—No —replicó el arquitecto—. Estás sano y te diviertes. No cambies tu estilo de
vida.
—No podría aunque quisiera.
Lo decía de verdad. Me gustaba la vida que llevaba, me divertía y nunca tenía
ningún problema de salud. Había llevado a muchísimas personas que habían
trabajado duro y que habían acabado con una úlcera, una trombosis coronaria y
muchas otras cosas como consecuencia de tanto trabajar. No quería matarme
trabajando. Podía hacer un trabajo tan bien como cualquiera, pero nada más. No tenía
la ambición, o por lo menos eso creía. Supongo que Santonix era ambicioso. Era
obvio que diseñar y construir casas, dibujar los planos y algo más que no acababa de
descubrir, había agotado sus fuerzas. Para empezar, no era un hombre fuerte. A veces
pensaba que se estaba matando antes de tiempo por culpa de los esfuerzos que hacía
para satisfacer su ambición. Yo no quería trabajar. Así de sencillo. Despreciaba el
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trabajo, me desagradaba. Creía que era algo muy malo, algo que la raza humana tuvo
la mala ocurrencia de inventar.
Recordaba a Santonix muy a menudo. Me intrigaba mucho más que cualquiera de
las otras personas que conocía. Creo que una de las cosas más extrañas en la vida son
las cosas que recuerdas. Escoges lo que quieres recordar o, por lo menos, hay algo en
nuestro interior que las escoge: Santonix y su casa lo eran, el cuadro en la galería de
Bond Street, la visita a aquella casa en ruinas, The Towers, y escuchar la historia del
Campo del Gitano eran cosas que había escogido recordar. Otra cosa eran las chicas
que conocía y los viajes al extranjero cuando llevaba a los clientes. Estos últimos eran
calcados, aburridos. Siempre se alojaban en la misma clase de hoteles y comían los
mismos platos.
Aún notaba aquella extraña sensación de espera, como si estuviese aguardando
que me ofrecieran algo, o que me ocurriera alguna cosa. No se me ocurre mejor
manera de describirlo. Supongo que en realidad buscaba a una chica, la adecuada
para mí, pero no me refiero a una muchacha bonita y hacendosa para formar una
familia, como deseaban mi madre o mi tío Joshua, o algunos de mis amigos. En aquel
tiempo no sabía absolutamente nada del amor. De lo único que sabía era de sexo. Eso
era lo único que, aparentemente, sabía mi generación. Creo que hablábamos
demasiado del tema, escuchábamos demasiado y nos lo tomábamos demasiado en
serio. Ni mis amigos ni yo sabíamos nada de cómo sería cuando ocurriera. Me refiero
al amor. Éramos jóvenes, viriles, mirábamos a las chicas y admirábamos sus curvas,
sus piernas, la manera de mirarte, y pensabas: «¿Lo harán o no? ¿No estaré perdiendo
el tiempo?». Cuantas más chicas conquistabas más te pavoneabas, te tenían por un
gran tipo y tú te lo creías.
Tampoco tenía mucha idea de que pudiera haber mucho más. Supongo que nos
pasa a todos antes o después y, cuando ocurre, ocurre de pronto. Nunca crees que
puedas llegar a pensar: «Ésta puede ser la chica ideal, la que algún día será mía». Al
menos, no lo sentía de esa manera. No sabía que, cuando ocurriera, sería algo
bastante repentino. Que diría: «Ésa es la chica a la que pertenezco. Soy suyo. Le
pertenezco para siempre en cuerpo y alma». No, nunca soñé que sería así. Recuerdo
el chiste de un viejo comediante que decía: «Una vez estuve enamorado y, si algún
día noto que me puede volver a pasar, les juro que emigro». A mí me pasó lo mismo.
De haber sabido cómo acabaría, yo también hubiera emigrado. Claro que para eso
hay que tener sesera.
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Capítulo IV
No había olvidado mi plan de asistir a la subasta. Tenía tres semanas por delante.
Realicé dos viajes más al extranjero: uno a Francia y el otro a Alemania. Fue cuando
me encontraba en Hamburgo cuando se planteó la crisis. Para empezar, le cogí
verdadera tirria al matrimonio que conducía. Marido y mujer representaban todo
aquello que más me desagradaba. Eran vulgares, desconsiderados, desagradables de
mirar, y supongo que con su trato me llevaron a sentirme incapaz de seguir
soportando esta clase de vida lujosa. De todas maneras, tuve mucho cuidado. No me
veía capaz de soportarlos ni un día más, pero no les dije ni una palabra. No tiene
ningún sentido ponerte a malas con la empresa que te emplea. Así que llamé al hotel,
les dije que estaba enfermo y mandé un telegrama a Londres con la misma excusa.
Dije que tenía para días y que enviaran a otro chofer para reemplazarme. Nadie me
acusaría de nada. En la empresa no se preocuparían de averiguar nada más y, si no
tenían más noticias mías, sencillamente darían por hecho que seguía enfermo. Más
tarde, cuando regresara a Londres, les contaría alguna historia de lo mal que lo había
pasado. Pero no lo tenía muy claro. Estaba hasta las narices del trabajo de chofer.
La rebelión marcó un cambio crucial en mi vida. Por aquello y otras cosas, me
presenté en la sala de subastas en la fecha señalada.
«En subasta si no se realiza una venta privada previamente», habían añadido al
cartel original. Pero el cartel seguía allí y, por lo tanto, la finca seguía en venta. Me
sentía tan nervioso que apenas me daba cuenta de lo que hacía.
Nunca había estado antes en la subasta pública de una finca. Tenía la impresión
de que sería algo excitante, pero no lo era. En absoluto. Fue una de las cosas más
aburridas que he presenciado. Tuvo lugar en un ambiente casi lóbrego y no había más
de media docena de personas presentes. El subastador no se parecía en nada a los
subastadores que había visto en las subastas de muebles y cosas por el estilo;
hombres dicharacheros que hablaban a gritos y siempre tenían un comentario
gracioso para cada ocasión. Éste, en cambio, hablaba con un tono apagado. Destacó
los méritos de la finca, informó de las medidas del terreno y pasó a la subasta sin
mucho entusiasmo. Alguien ofreció 5000 libras. El subastador mostró una sonrisa de
hastío, típica de alguien que ha escuchado un mal chiste demasiadas veces. Hizo
algunos comentarios más y se escucharon nuevas ofertas. La mayoría de los presentes
tenían pinta de ser gente de la zona. Uno con aspecto de agricultor, otro que debía ser
uno de los constructores interesados, un par de abogados. Había uno que parecía
venir de Londres, bien vestido y con la desenvoltura de un profesional. No sé si hizo
alguna oferta, porque todo se desarrollaba con mucha discreción y pujaban con señas.
La cuestión es que llegó un momento en que nadie más pujó, el subastador anunció
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con un tono melancólico que no se había alcanzado el precio de salida y que la
subasta había concluido.
—Una subasta muy poco animada —le comenté a un hombre que había estado
sentado junto a mí mientras salíamos de la sala.
—Todas son más o menos iguales —respondió—. ¿Asiste a muchas subastas?
—No. En realidad, ésta es la primera.
—Vino a curiosear. Vi que no hizo ninguna oferta.
—Sólo quería saber por cuánto la venderían.
—La verdad es que tampoco esperaban venderla. Sólo les interesaba saber
quiénes estaban interesados.
Le miré con una expresión de curiosidad.
—Yo diría que sólo son tres —añadió mi amigo—. Whetherby de Helminster. Es
un constructor. Después están Dakham y Coombe, que pujan para alguna empresa de
Liverpool, y aquel tipo de Londres, que debe ser un abogado. Claro que siempre
puede haber alguien más, pero éstos son los principales. Se venderá barata. Eso es lo
que dicen todos.
—¿Por la reputación del lugar?
—Ah, está usted enterado de la leyenda del Campo del Gitano. Eso no son más
que historias que cuenta la gente de campo. El concejo comarcal tendría que haber
modificado el trazado de la carretera hace años. Aquella curva es una trampa mortal.
—Pero el lugar tiene mala fama, ¿no es verdad?
—Insisto que es pura superstición. En cualquier caso, a partir de ahora la venta se
negociará entre bambalinas. Se presentarán a hacer sus ofertas en privado. Yo diría
que se la quedará la gente de Liverpool. No creo que Whetherby esté dispuesto a
mejorar mucho su oferta. Le gusta comprar barato. Cada día hay más fincas que salen
al mercado. Después de todo, no hay muchas personas que puedan permitirse
comprar una finca, demoler la casa y edificar una nueva.
—Reconozco que es algo que no ocurre muy a menudo en la actualidad —afirmé.
—Demasiados problemas. Con tantos impuestos y una cosa u otra, y después no
consigues personal de servicio en el campo. No, la gente prefiere pagar miles por un
apartamento de lujo en la ciudad, aunque esté en el piso veinte. Las grandes
mansiones campestres van regaladas.
—Se podría construir una casa moderna —repliqué—, equipada para ahorrar
trabajo, y bastaría tener una criada.
—Se podría, pero cuesta mucho y a la gente no le gusta vivir aislada.
—Hay personas a las que sí.
El hombre se echó a reír y nos despedimos. Continué mi camino con el entrecejo
fruncido, ensimismado en mis pensamientos. Sin darme cuenta de dónde iba, seguí la
carretera entre los árboles que conducía a los páramos.
Fue así como llegué al lugar de la carretera donde vi por primera vez a Ellie.
Estaba junto a un abeto y tenía el aspecto, no sé si me explico bien, de alguien que no
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estaba allí un momento antes, pero que se había materializado súbitamente como
salida del árbol. Vestía un traje de tweed verde oscuro, su pelo tenía el cálido color
castaño de las hojas secas y había algo levemente inmaterial en su figura. La vi y me
detuve. Ella me miraba con los labios entreabiertos y una leve expresión de sorpresa
en su rostro. Supongo que yo también me mostré sorprendido. Quería decirle algo,
pero no encontraba las palabras.
—Lo siento. No… no quería asustarla —dije—. No sabía que hubiera alguien
aquí.
Me respondió con una voz muy suave y amable, casi como la de una niña.
—No pasa nada. Quiero decir que tampoco yo esperaba encontrar a nadie aquí. —
Miró en derredor y añadió—: Es un lugar solitario. —Se estremeció.
Aquella tarde soplaba un viento bastante fresco.
Pero quizá no fue por el viento. No lo sé. Me acerqué un poco más.
—La verdad es que resulta bastante siniestro. Me refiero a que la casa está en
ruinas.
—The Towers —manifestó pensativa—. Ése era el nombre que tenía, aunque no
se vean las torres por ninguna parte.
—Supongo que no era más que un nombre —repliqué—. A la gente le gusta
llamar a sus casas con nombres rimbombantes para darles una importancia que nunca
tienen.
La muchacha se echó a reír.
—No me extrañaría nada. Ésta, quizás usted lo sepa, yo no estoy muy segura,
¿ésta era la finca que vendían hoy, o que sacaban a subasta?
—Así es. Ahora vengo de la subasta.
—Vaya. —Me miró sorprendida—. ¿Estaba… quiero decir, está usted interesado?
—No es probable que yo compre una casa en ruinas con unos cuantos centenares
de acres de bosque —respondí—. No es para mí.
—¿La vendieron?
—No, no alcanzó el precio de salida.
—Comprendo.
Me pareció captar un tono de alivio en su voz.
—¿Está usted interesada en comprarla?
Mi pregunta la inquietó.
—Oh, no, por supuesto que no.
Vacilé, pero después no pude contener mis palabras.
—Sólo estoy fingiendo. La verdad es que no puedo comprarla porque no tengo
dinero, pero estoy interesado. Me gustaría comprarla, quiero comprarla. Ríase si
quiere, pero así son las cosas.
—¿No cree que está en un estado demasiado ruinoso?
—Sí, por supuesto. No me refería a que la quiero como está ahora. La echaría
abajo, no dejaría ni rastro. Es una casa fea y creo que tuvo que ser una casa triste.
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Pero este lugar no es triste ni feo. Es hermoso. Mire, venga aquí. Observe entre los
árboles. Fíjese en aquella vista entre las colinas y los páramos. ¿La ve? Si se despeja
esta zona y después se coloca aquí…
La sujeté por el brazo y la guié hasta el nuevo punto de observación. Si me
comportaba de una manera poco correcta, no hizo ningún comentario. En cualquier
caso, no se trataba de la manera en que la sujetaba. Quería mostrarle lo que veía.
—Aquí —dije—, desde aquí se ve el mar y también aquella formación rocosa de
allá. Hay una ciudad entre nosotros y todo aquello, pero no podemos verla porque las
colinas la tapan. Además, si mira en aquella otra dirección, se ve el valle. Si se talan
los árboles para despejar el panorama y se limpia esta zona alrededor de la casa, ¿se
imagina qué casa tan hermosa se podría construir? Pero no en el mismo lugar donde
está la vieja. Habría que ubicarla unas cincuenta o cien yardas más a la derecha. Allí
es donde pondríamos la casa, una casa maravillosa diseñada por un arquitecto que sea
un genio.
—¿Conoce usted a algún arquitecto que sea un genio? —preguntó con un tono de
duda.
—Conozco a uno.
Le hablé de Santonix. Nos sentamos en un tronco y continué hablando. Sí, le
hablé de los bosques a aquella delgada muchacha a la que nunca había visto antes y
puse todo mi corazón en lo que le decía. Le hablé del sueño que se podía levantar
aquí.
—Sé que es un imposible —afirmé—. Lo sé. Pero imagíneselo. Véalo con mis
mismos ojos. Allí talaríamos los árboles y allá dejaríamos una zona despejada para
plantar rododendros y azaleas, y vendría mi amigo Santonix. Tose mucho porque creo
que se está muriendo de tuberculosis o algo parecido, pero podría hacerlo. Podría
construir una casa fantástica antes de morir. Usted no sabe cómo son sus casas. Las
construye para personas muy ricas y tienen que ser personas que quieran lo mejor. No
me refiero a lo mejor en un sentido convencional, hablo de sueños que la gente quiere
ver convertidos en realidad. Algo maravilloso.
—Yo quiero una casa así —dijo Ellie—. Usted me hace verla, sentirla. Sí, éste
sería un lugar precioso. Todo lo que una ha soñado convertido en realidad. Una
podría vivir aquí y sentirse libre, sin compromisos, sin verte rodeada de personas que
te obligan a hacer cosas que no quieres hacer y te impiden hacer cualquier cosa que
deseas. ¡Estoy tan harta de mi vida, de las personas que me rodean y de todo en
general!
Fue así como comenzó. Ellie y yo juntos. Yo con mis sueños y ella rebelándose
contra su vida. Dejamos de hablar y nos miramos.
—¿Cómo se llama?
—Mike Rogers. Quiero decir Michael Rogers. ¿Y usted?
—Fenella —vaciló un momento—, Fenella Goodman. —Añadió al tiempo que
me miraba con una expresión preocupada.
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Esto no pareció llevarnos mucho más allá, pero continuamos mirándonos. Ambos
queríamos volver a vernos, pero en aquel momento no sabíamos muy bien cómo
arreglarlo.
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Capítulo V
Así fue como comenzó todo entre nosotros dos. En realidad, no fue una cosa muy
rápida porque supongo que ambos teníamos nuestros secretos. Los dos teníamos
cosas que nos reservábamos, así que no nos podíamos decir todas las cosas que
queríamos de nosotros mismos, y eso era una barrera contra la que chocábamos
continuamente. No éramos capaces de ventilar nuestras cosas al aire libre y
preguntar: ¿Cuándo nos volveremos a encontrar? ¿Dónde puedo encontrarte? ¿Dónde
vives? Porque, verán, si uno le hace estas preguntas a otra persona, ella espera que tú
hagas lo mismo.
Fenella me había parecido asustada cuando me dijo su nombre. Tanto que, por un
momento, creí que no era el verdadero. ¡Casi pensé que se lo había inventado! Pero,
desde luego, sabía que era imposible. Yo le había dado mi nombre auténtico.
Aquel día no sabíamos como despedirnos. Resultaba muy embarazoso. Hacía frío
y ambos queríamos alejarnos de la casa en ruinas, pero ¿y después qué?
—¿Está alojada por aquí cerca? —pregunté, porque no se me ocurrió nada más
ocurrente.
Me respondió que se alojaba en Market Chadwell. Era una ciudad que no estaba
muy lejos. Yo estaba al corriente de que había un hotel de tres estrellas. Supuse que
se alojaría allí. Fenella, con la misma torpeza que yo, me preguntó a su vez:
—¿Vive aquí?
—No, no vivo aquí. Sólo he venido a pasar el día.
Luego siguió un largo silencio que se nos hacía insoportable. Ella se estremeció.
El viento era cada vez más frío.
—Será mejor que caminemos para mantenernos calientes —propuse—. ¿Tiene
coche o viaja en tren?
Dijo que había dejado el coche en el pueblo.
—No se preocupe por mí. Llegaré bien.
Parecía un poco nerviosa. Pensé que quizá deseaba desembarazarse de mí, pero
no sabía cómo hacerlo.
—¿Qué le parece si bajamos juntos, sólo hasta el pueblo?
Me dirigió una rápida mirada de agradecimiento. Caminamos a paso lento por la
sinuosa carretera donde habían ocurrido tantos accidentes mortales. Al llegar a una de
las curvas, una figura que había estado oculta a la sombra de un abeto se acercó a la
carretera. Fue una aparición tan súbita que Ellie se sobresaltó y soltó un gritito de
alarma. Se trataba de Mrs. Lee, la vieja que me había leído la buenaventura hacía tres
semanas junto a la reja de su jardín. Hoy tenía un aspecto mucho más fiero con el
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pelo negro alborotado por el viento y un chal rojo sobre los hombros; el porte
autoritario la hacía parecer más alta.
—¿Qué están haciendo aquí, jovencitos? ¿Qué les ha traído al Campo del Gitano?
—Oh, no hemos invadido ninguna propiedad ajena, ¿verdad?
—No lo sé. Ésta era tierra de gitanos en otros tiempos y nos expulsaron. Aquí no
tienen nada que hacer y no sacarán ningún provecho de rondar por el Campo del
Gitano.
Ellie no discutió. No era de las que protestaba.
—Lamento mucho si hemos cometido un error al venir aquí —manifestó con un
tono muy amable—. Creía que hoy se celebraba la subasta de la finca.
—¡La desgracia caerá sobre el que la compre! —afirmó la vieja—. Haga caso de
mis palabras, bonita, porque es usted muy bonita, y créame si le digo que quien la
compre vivirá sumido en la desgracia. Esta tierra está maldita. La maldijeron hace
muchos años. Manténgase bien lejos. No intente tener nada que ver con el Campo del
Gitano. No puede traerle más que peligro y muerte. Regrese a su casa al otro lado del
mar y no vuelva nunca más al Campo del Gitano. No diga después que no la avisé.
—No estábamos haciendo nada malo —replicó Ellie con un leve tono de enfado.
—Vamos, Mrs. Lee, no asuste usted a la señorita. —Me volví para explicar a Ellie
—: Mrs. Lee vive en el pueblo. Tiene una casa. Lee la buenaventura y adivina el
futuro. Es así, ¿no, Mrs. Lee? —Le pregunté jocoso.
—Tengo ese don —respondió la mujer sencillamente, irguiéndose todavía un
poco más su esbelto cuerpo gitano—. Es algo innato. Todos los de mi raza lo
tenemos. Le diré la buenaventura, señorita, a cambio de una moneda.
—No creo que me interese.
—Siempre es bueno saber algo del futuro. Saber lo que debe evitar, saber lo que
le puede pasar si no va con cuidado. Vamos, tiene mucho dinero en el bolsillo. Mucho
dinero. Sé cosas que le convendría saber.
Creo que el ansia de que les digan la buenaventura es algo innato en las mujeres.
Lo había visto en todas las chicas que conocía. Casi siempre les daba dinero para que
entraran en las tiendas de las adivinas cuando las llevaba a las ferias. Ellie abrió el
bolso y sacó dos medias coronas que puso en la mano de la vieja.
—Eso, guapetona, muchas gracias. Oirás lo que la vieja mamá Lee tiene que
decirte.
Ellie se quitó el guante y apoyó su pequeña y delicada mano sobre la mano de la
vieja, que le echó una ojeada mientras musitaba:
—¿Qué veo ahora? ¿Qué veo?
De pronto, apartó la mano de Ellie bruscamente.
—Si estuviera en su lugar me marcharía de aquí —exclamó—. ¡Váyase y no
regrese nunca más! ¡Se lo digo de veras! Lo he visto de nuevo en su palma. Olvídese
del Campo del Gitano, olvide que alguna vez lo vio. No es sólo la casa en ruinas de
allá arriba, sino la misma tierra la que está maldita.
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—Tiene usted una auténtica manía con esa historia —manifesté con un tono
áspero—. Para empezar, esta señorita no tiene nada que ver con esta tierra. Sólo ha
venido a dar un paseo. No tiene nada que ver con la gente de aquí.
La vieja no me prestó la más mínima atención.
—Se lo digo a usted, bonita —añadió agriamente—. Se lo advierto. Tendrá una
vida muy feliz, pero debe evitar el peligro. No vaya a ningún lugar peligroso o que
esté maldito. Vaya donde la quieran, donde se preocupen por usted y la cuiden. Tiene
que estar segura. No lo olvide. De lo contrario… —Se estremeció—. No me gusta
verlo. No me gusta ver lo que está escrito en su mano. —De pronto, con un gesto
extraño y brusco, puso las dos medias coronas en la palma de Ellie, murmurando algo
que apenas se entendía. Dijo algo así como: «Es cruel. Es muy cruel lo que va a
suceder». Dio media vuelta y se alejó a paso rápido.
—Qué mujer tan horrible —dijo Ellie.
—No le haga caso. —Le aconsejé con voz ronca—. Creo que está medio loca.
Sólo quería asustarla. Tiene no sé qué obsesión sobre esta tierra.
—¿Han ocurrido accidentes? ¿Ocurrió algo malo?
—Es un lugar propicio para los accidentes. Mire la curva y el ancho de la
carretera. Deberían fusilar a los del ayuntamiento por no tomar medidas. ¡Claro que
aquí se producen accidentes! No hay ninguna señal que advierta del peligro.
—¿Sólo accidentes o algunas otras cosas?
—Oiga, a la gente le gusta recordar los desastres. Siempre hay desgracias para
recordar. Es así como comienzan las historias sobre un lugar.
—¿Es esa una de las razones por las que dicen que la propiedad se venderá
barata?
—No lo sé, pero es posible. Al menos, eso dicen en el pueblo. Sin embargo, no
creo que la compre nadie de por aquí. Supongo que la comprará alguna constructora
para hacer una urbanización. Está temblando. No tiemble. Vamos, caminemos a paso
rápido. ¿Prefiere que la deje antes de entrar en el pueblo?
—No, desde luego que no. ¿Por qué iba a querer semejante cosa?
Me lancé a la desesperada.
—Escuche. Mañana estaré en Market Chadwell. Supongo que… bueno, no sé si
usted todavía estará allí. Quiero decir que… ¿hay alguna posibilidad de que nos
veamos? —Restregué los pies contra el suelo al tiempo que meneaba la cabeza. Creo
que tenía las mejillas encendidas. Pero si no le decía algo ahora, ¿cómo podría seguir
adelante?
—Sí. No regresaré a Londres hasta la noche.
—Entonces quizá querría usted… me refiero a… supongo que soy un tanto
impertinente.
—No, no lo es.
—Entonces quizás aceptaría venir a tomar el té conmigo en el Blue Dog. Es un
local muy agradable. Es… —No conseguía encontrar la palabra y utilicé una que le
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había escuchado decir a mi madre en algunas ocasiones—… muy femenino.
Ellie se echó a reír. Su risa tenía un sonido peculiar.
—Estoy segura de que el Blue Dog es un local muy agradable. Sí, iré. Sobre las
cuatro y media, ¿le parece bien?
—La estaré esperando. Me alegro. —No le dije de qué me alegraba.
Llegamos a la última curva donde empezaban las casas.
—Adiós, hasta mañana —me despedí—. No vuelva a pensar en lo que dijo esa
vieja bruja. Le gusta asustar a la gente. Creo que no está muy bien de la cabeza.
—¿A usted le da la sensación de que sea un lugar siniestro? —preguntó Ellie.
—¿El Campo del Gitano? No, que va. —Quizá respondí con demasiada decisión,
pero no creía que fuera siniestro. Pensaba lo mismo que antes: que era un lugar
hermoso, el sitio perfecto para construir una casa preciosa.
Así fue como se desarrolló mi primer encuentro con Ellie.
Al día siguiente en Market Chadwell, yo estaba en el Blue Dog y Ellie se presentó
a la hora convenida. Tomamos el té y conversamos. Ya nos tuteábamos. No dijimos
gran cosa sobre nosotros mismos, me refiero a que no hablamos de nuestras vidas.
Hablamos más que nada de las cosas que pensábamos y sentíamos. Después Ellie
miró su reloj y dijo que debía marcharse porque el tren de Londres salía a las cinco y
media.
—Creía que tenías coche —comenté.
Ella pareció un tanto avergonzada. Contestó que no, que el coche de ayer no era
suyo. No mencionó de quién era. Una vez más topamos con aquella misteriosa
barrera. Llamé a la camarera, pagué la cuenta y después le dije a Ellie directamente:
—¿Podré… podré volver a verte?
Evitó mirarme a la cara y, en cambio, miró la mesa.
—Estaré en Londres otras dos semanas —dijo.
—¿Dónde?
Quedamos en encontrarnos en Regent’s Park al cabo de tres días. Hacía un día
precioso. Comimos en la terraza de un restaurante, paseamos por Queen Mary’s
Garden, nos sentamos en dos tumbonas y hablamos. A partir de aquel momento,
comenzamos a hablar de nosotros mismos. Le conté que había ido a una buena
escuela, pero por lo demás no había hecho gran cosa. Le hablé de los trabajos que
había tenido, no de todos sino de algunos, de que no era capaz de estar mucho tiempo
en un mismo empleo y de la permanente inquietud que me impulsaba a ir de aquí
para allá buscando algo que no tenía claro. A ella le pareció fantástico.
—Es tan diferente —afirmó—. No tiene absolutamente nada que ver.
—¿Diferente de qué?
—De mí.
—¿Eres una niña rica? —Le pregunté con un tono burlón—. ¿Una pobre niña
rica?
—Sí. Soy una pobre niña rica.
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Me habló de forma dispersa de su vida de riqueza, del ahogo de las comodidades,
del aburrimiento, de no poder elegir a los amigos, de no hacer nunca lo que quería.
De las ocasiones en que veía divertirse a otras personas, sin que ella pudiera
conseguirlo. Su madre había muerto cuando ella era un bebé y su padre se había
vuelto a casar. Después, al cabo de unos pocos años, él también había fallecido.
Deduje que no sentía mucho aprecio por su madrastra. Vivía la mayor parte del
tiempo en Estados Unidos, pero también viajaba mucho al extranjero.
A mí me pareció algo fantástico oírle contar que una muchacha de su edad podía
llevar una existencia tan protegida. Era verdad que asistía a fiestas y recepciones,
pero lo contaba de una manera que parecía haber ocurrido hacía cincuenta años atrás.
No parecía haber ninguna intimidad ni la más mínima diversión. Su vida no tenía
absolutamente nada que ver con la mía. Hasta cierto punto resultaba fascinante, pero
al mismo tiempo me dejaba de piedra.
—Entonces, ¿no tienes a nadie que puedas llamar amigo de verdad? —Le
pregunté incrédulo—. ¿Qué me dices de los chicos?
—Me los eligen —respondió con amargura—. Todos son la mar de aburridos.
—Es como estar en una prisión.
—Ésa es la sensación que tengo permanentemente.
—¿De verdad que no tienes a nadie?
—Ahora sí. Tengo a Greta.
—¿Quién es Greta?
—Vino a casa como una au pair, bueno, no exactamente. Había tenido antes a
una muchacha francesa que vivió con nosotros durante un año para que practicara el
francés, y después vino Greta de Alemania para que habláramos en alemán. Greta es
diferente. Todo es diferente desde que llegó.
—¿La aprecias mucho?
—Me ayuda. Está de mi lado. Ella lo arregla todo para que yo pueda hacer cosas
e ir a donde quiera. Miente por mí. No hubiera podido ir al Campo del Gitano si no
hubiese sido por Greta. Me hace compañía y cuida de mí en Londres mientras mi
madrastra está en París. Escribo dos o tres cartas y, si voy a alguna parte, Greta se
encarga de echarlas al correo para que lleven el matasellos de Londres.
—¿Qué te impulsó a ir al Campo del Gitano? ¿Para qué fuiste allí?
Tardó unos segundos en responderme.
—Greta y yo lo arreglamos todo. Es maravilloso. Piensa las cosas. Sugiere ideas.
—¿Cómo es la tal Greta?
—Es hermosa. Alta y rubia. Puede lograr lo que quiera.
—Creo que no me gustará.
Ellie se echó a reír.
—Sí, sí que te gustará. Estoy segura. Además, es muy lista.
—No me gustan las chicas listas. Tampoco me gustan las rubias altas. Me gustan
las muchachas pequeñas con el pelo del color de las hojas secas.
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—Creo que tienes celos de Greta —opinó Ellie.
—Es posible. La quieres mucho, ¿verdad?
—Sí, la quiero mucho. Lo ha representado todo en mi vida.
—Así que fue ella quien te sugirió que fueras allí. Me pregunto qué motivos
habrá tenido. No hay mucho que ver por aquella región. Me parece un tanto
misteriosa.
—Es nuestro secreto —dijo Ellie con una expresión de vergüenza.
—¿Tuyo y de Greta? Cuéntamelo.
Ellie meneó la cabeza.
—Necesito tener mis propios secretos.
—¿Greta sabe que estás conmigo?
—Sabe que tengo una cita. Nada más. No hace preguntas. Sabe que soy feliz.
Después de aquella cita, pasé una semana sin ver a Ellie. Su madrastra había
regresado de París, junto con un tal tío Frank. Comentó sin darle mucha importancia
que era su cumpleaños y que darían una gran fiesta en Londres.
—No podré ir a ninguna parte —dijo—. Al menos durante la próxima semana.
Pero después… después todo será diferente.
—¿Por qué será diferente?
—Porque podré hacer lo que quiera.
—¿Con la inestimable ayuda de Greta, supongo?
A Ellie siempre le provocaba mucha gracia mi manera de referirme a Greta.
—Es una tontería que sientas celos de ella. Tienes que conocerla. Te gustará.
—No me gustan las muchachas mandonas —repliqué obstinado.
—¿Por qué crees que es una mandona?
—Por las cosas que cuentas de ella. Siempre está ocupada arreglando esto y lo de
más allá.
—Es muy eficiente. Arregla las cosas a la perfección. Por eso mi madrastra le
tiene tanta confianza.
Le pregunté cómo era el tío Frank.
—No le conozco muy bien. Era el marido de una hermana de mi padre. Creo que
es un poco como tú. Le gusta moverse mucho y en un par de ocasiones se metió en
líos. Ya sabes que la gente siempre hace comentarios e insinuaciones.
—Un tipo socialmente poco recomendable, vaya. Un bala perdida.
—No creo que sea una mala persona, pero solía meterse en líos de dinero, y
después los administradores y los abogados tenían que sacarle del apuro y hacerse
cargo de las deudas.
—Entonces, está claro. Es la oveja negra de la familia. Creo que me llevaré
mucho mejor con él que con esa Greta que es un dechado de virtudes.
—Es un encanto de persona cuando quiere —señaló Ellie—. Un compañero muy
agradable.
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—Pero a ti no acaba de gustarte, ¿verdad? —pregunté con un tono demasiado
vivaz.
—Creo que me gusta, sólo que algunas veces, no sé cómo explicarlo… a veces
tengo la sensación de que no sé lo que piensa o maquina.
—Ah, un intrigante.
—No sé, no te lo puedo decir porque en realidad no sé como es —repitió Ellie.
Nunca sugirió que yo tuviera que conocer a los miembros de su familia. Algunas
veces me preguntaba si no tendría que sacar el tema. No sabía cuál era su opinión al
respecto. Por fin, se lo pregunté sin rodeos.
—Escucha, Ellie —le dije—, ¿crees que debo conocer a tu familia o prefieres que
no lo haga?
—No quiero que la conozcas —respondió en el acto.
—Ya sé que no soy… —Comencé.
—No me refería a eso en absoluto. —Me interrumpió—. Quiero decir que
montarían un escándalo y no soporto los escándalos.
—A veces tengo la sensación de que esto es algo clandestino. Me pone en una
situación un tanto comprometida, ¿no te parece?
—Soy lo bastante mayor para tener mis propios amigos. Estoy a punto de cumplir
los veintiuno. Cuando los cumpla, tendré mis propios amigos y nadie podrá decir
nada. Pero ahora, si les dijera algo, montarían un jaleo de padre y muy señor mío y
me llevarían a alguna parte donde no podría verte. No, lo mejor es seguir como hasta
ahora.
—Si te va bien a ti, a mí también. No quiero aparecer como el que siempre pone
pegas.
—No se trata de eso. Sólo quiero tener a un amigo con quien poder hablar y
contarle cosas. Alguien con quien poder —de pronto sonrió— imaginar cosas. No
sabes lo maravilloso que es.
Sí, había algo de eso. ¡Imaginar cosas! Era lo que más hacíamos. Algunas veces
era yo, pero más a menudo era Ellie quien decía: «Imagínate que hemos comprado el
Campo del Gitano y que nos estamos construyendo una casa».
Le había contado muchas cosas de Santonix y de las casas que diseñaba. Intenté
describirle cómo eran y sus opiniones sobre cómo debían ser. No creo que se las
describiera muy bien porque no soy muy bueno para las descripciones. Sin duda,
Ellie tenía sus propias ideas sobre la casa, nuestra casa. Nunca decíamos «nuestra
casa» pero era lo que los dos pensábamos.
Así que durante una semana no vi a Ellie. Yo había sacado del banco los ahorros
que tenía (bastante escasos) y le había comprado un anillo con una pequeña gema
verde. Fue mi regalo de cumpleaños y ella se mostró encantada y muy feliz.
—Es hermoso —dijo.
No llevaba muchas joyas y supongo que las que usaba eran diamantes y
esmeraldas de verdad, pero le gustaba mi anillo.
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—Es mi regalo de cumpleaños más bonito.
Después recibí una nota. Se marchaba con su familia al sur de Francia
inmediatamente después de su cumpleaños.
No te preocupes —escribió—, regresaremos dentro de dos o tres semanas de camino hacia Estados
Unidos. Entonces nos volveremos a ver. Hay algo especial que quiero hablar contigo.
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Capítulo VI
Mi madre vivía en la misma calle desde hacía veinte años, una calle de casas
tristes, todas muy respetables y carentes de toda belleza e interés. El umbral estaba
bien pintado y tenía el mismo aspecto de siempre. Era el número 46. Toqué el timbre.
Mi madre abrió la puerta y me miró. Ella también tenía el mismo aspecto de siempre:
alta, delgada, el pelo gris peinado con la raya en medio, la boca como una ratonera y
la mirada eternamente suspicaz. Tenía el aspecto de ser dura como la piedra, pero en
lo que a mí respecta tenía un punto tierno. Nunca lo mostraba, si podía evitarlo, pero
yo sabía que lo tenía. Nunca había dejado ni por un momento de desear que yo
hubiese sido de otra manera, pero sus deseos nunca se harían realidad. Entre nosotros
había un punto muerto permanente.
—Ah, eres tú.
—Sí, soy yo.
Se apartó un poco para dejarme pasar. Entré en la casa y me dirigí directamente a
la cocina. Ella me siguió y continuó mirándome sin cambiar de expresión.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo—. ¿Qué has estado haciendo?
Encogí los hombros.
—Esto y lo otro.
—Lo de siempre, ¿eh?
—Como de costumbre —asentí.
—¿Cuántos trabajos has tenido desde la última vez que nos vimos?
—Cinco —contesté después de pensar un momento.
—Ojalá crecieras de una vez por todas.
—Soy un adulto. He escogido mi estilo de vida. ¿Qué tal te van las cosas?
—Como siempre.
—¿Bien de salud y todo eso?
—No tengo tiempo para estar enferma —replicó mi madre, y después añadió
bruscamente—: ¿A qué has venido?
—¿Necesito alguna razón en particular para venir?
—Nunca vienes si no es por algún motivo.
—No sé por qué te molesta tanto que quiera conocer mundo.
—¿Conducir coches de lujo por toda Europa? ¿A eso le llamas tú conocer
mundo?
—Efectivamente.
—No tendrás mucho éxito en tu carrera. No si abandonas el trabajo sin avisar con
anticipación. Dices que te has puesto enfermo y dejas abandonados a tus clientes en
alguna ciudad extranjera.
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—¿Cómo te has enterado?
—Llamaron de tu empresa. Querían saber si tenía tu dirección.
—¿Para qué me querían?
—Supongo que querían volverte a emplear. Aunque no entiendo la razón.
—Soy un buen conductor y les caigo bien a los clientes. Además, no es culpa mía
si pillo una enfermedad.
—No lo sé.
Era obvio que en su opinión hubiera podido evitarlo.
—¿Por qué no te presentaste en la oficina cuando regresaste a Inglaterra?
—Porque tenía que atender otros asuntos.
Mi madre enarcó las cejas.
—¿Qué se te ha ocurrido ahora? ¿Qué nueva idea rocambolesca? ¿En qué has
estado trabajando desde entonces?
—Empleado en una gasolinera, mecánico en un taller, vendedor a domicilio, he
fregado platos en un restaurante de segunda, cosas así.
—Cada vez más bajo y hundiéndote —opinó mi madre con un tono de severa
satisfacción.
—Te equivocas. Todo es parte del plan. ¡Mi plan!
Exhaló un suspiro.
—¿Qué quieres tomar, té o café? Tengo las dos cosas.
Respondí que café. Había superado el hábito de tomar té. Nos sentamos con
nuestras tazas. Mi madre sacó un pastel y cortó dos trozos.
—Te noto cambiado —dijo de sopetón.
—¿Yo, en qué?
—No lo sé, pero estás cambiado. ¿Qué ha ocurrido?
—¡No ha ocurrido nada! ¿Qué tenía que ocurrir?
—Estás excitado.
—Voy a robar un banco.
Mi madre no estaba de humor para bromas.
—No, no creo que vayas a robar ningún banco.
—¿Por qué no? Parece la forma más rápida y sencilla de hacerse rico en estos
días.
—Sería demasiado esfuerzo y requiere mucha planificación. Tendrías que pensar
mucho y eso no te va. Además, no es algo muy seguro.
—Tú crees que lo sabes todo de mí.
—No, no es verdad. En realidad no sé nada de ti, porque tú y yo no nos
parecemos en nada. Pero sé cuando te traes algo entre manos. Ahora estás tramando
algo. ¿Qué es, Micky? ¿Una muchacha?
—¿Por qué crees que se trata de una muchacha?
—Sabía que tarde o temprano acabaría por suceder.
—¿Qué quieres decir con eso de tarde o temprano? He salido con muchas chicas.
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—No me refiero a eso. Cualquier joven sin nada más que hacer sale con chicas.
Habrás salido con muchas, pero nunca nada serio hasta ahora.
—¿Crees que ahora lo es?
—¿Es una muchacha, Micky?
Rehuí su mirada.
—Digamos que sí.
—¿Qué clase de chica es?
—La chica más adecuada para mí.
—¿La traerás aquí para que la conozca?
—No.
—Con que es eso, ¿no?
—No, no lo es. No quiero herir tus sentimientos, pero…
—No vas a herir mis sentimientos. No quieres que la vea por si acaso llego a
decir: «No lo hagas». Es eso, ¿verdad?
—No prestaría ninguna atención a lo que dijeras.
—Quizá no, pero te inquietaría. Sacudiría algo en tu interior porque siempre
tomas buena nota de lo que digo y pienso. Hay cosas que he adivinado y tú sabes que
he tenido razón. Soy la única persona en el mundo capaz de sacudir la confianza que
tienes en ti mismo. ¿La muchacha es alguna mala pieza que te tiene cogido?
—¿Mala pieza? —Me eché a reír—. ¡Si la vieras! No me hagas reír.
—¿Qué quieres de mí? Quieres algo. Nunca falla.
—Quiero dinero.
—No te daré ni un penique. ¿Para qué lo quieres? ¿Para gastártelo con tu chica?
—No, quiero comprarme un traje de primera para la boda.
—¿Te casarás con ella?
—Sí, si ella me acepta.
Mis palabras la conmovieron.
—¡Si fueras capaz de contarme alguna cosa! Veo que te ha dado fuerte. Es lo que
más me preocupaba, que escogieras a la chica inadecuada.
—¡Inadecuada! ¡Vete al infierno! —grité furioso.
Abandoné la casa dando un portazo.
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Capítulo VII
Cuando llegué a casa me encontré con que tenía un telegrama. Lo habían enviado
desde Antibes.
Advertí de inmediato que Ellie había cambiado. Nos encontramos como siempre
en Regent’s Park y, al principio, ambos nos comportamos de una manera un tanto
extraña y torpe. Yo tenía que decirle algo y me sentía nervioso porque no sabía cómo
expresarlo. Supongo que cualquier hombre se angustia cuando está a punto de
proponerle matrimonio a una muchacha.
Ella también se mostraba extraña por algún motivo. Quizás estaba considerando
la manera más amable de decirme que no, pero confiaba que no fuera eso. Todo lo
que esperaba de la vida tenía como punto de partida el amor de Ellie. Sin embargo,
había en ella un aire de independencia, una renovada confianza en sí misma que me
costaba trabajo atribuir sencillamente a que era un año mayor. Un cumpleaños no
puede representar tanta diferencia en una muchacha. Ella y su familia habían estado
en el sur de Francia y no me contó gran cosa del viaje. Luego, con un tono tímido, me
comentó:
—Vi la casa de que me hablaste. Aquella que construyó el arquitecto amigo tuyo.
—¿Quién? ¿Santonix?
—Sí, nos invitaron a comer.
—¿Cómo lo conseguiste? ¿Tu madrastra conoce al dueño?
—¿Dimitri Constantine? Bueno, no exactamente, pero lo conoció y, verás, Greta
se encargó de arreglarlo.
—Otra vez Greta —protesté con mi habitual tono de enfado cuando se trataba de
la alemana.
—Te lo dije. Greta es fantástica organizando cosas.
—Está bien. Así que arregló que tú y tu madrastra…
—Y el tío Frank —añadió Ellie.
—Toda la familia, y supongo que Greta también.
—No, Greta no nos acompañó porque… —Ellie vaciló—. Verás, Cora, mi
madrastra, no le dispensa a Greta tanta confianza.
—No es una de la familia, sino la parienta pobre —señalé—. De hecho, no es más
que una au pair. A Greta no le debe hacer mucha gracia que la traten de esa manera.
—No es una simple au pair, es como una compañera.
—Carabina, gobernanta, cicerone, señorita de compañía. Hay muchas palabras
más.
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—Por favor, cállate. Quiero contártelo. Ahora sé a lo que te referías cuando
hablabas de tu amigo Santonix. Es una casa preciosa. Es muy diferente a lo que te
imaginas que debe ser una casa. Comprendo que si construye una casa para nosotros
será algo maravilloso.
Utilizó la palabra «nosotros» sin darse cuenta. Nosotros, había dicho. Había ido a
la Riviera y le había dicho a Greta que hiciera los arreglos para ir a ver la casa que le
había descrito, porque pretendía tener una idea más clara de cómo sería la casa que,
en nuestro mundo de sueños, construiría Rudolf Santonix para nosotros.
—Me gusta que pienses de esa manera.
—¿Y tú qué has estado haciendo?
—Lo mismo de siempre. También fui un día a las carreras y aposté todo el dinero
que llevaba a un caballo que no figuraba entre los favoritos. Las apuestas eran de 30 a
1. Ganó por un largo. ¿Quién dijo que no tengo suerte?
—Me alegro de que hayas ganado —afirmó Ellie, pero lo dijo sin entusiasmo,
porque apostar todo lo que tienes a un caballo que no es favorito y acertar, no
significaba nada en el mundo de Ellie. No tenía el mismo significado que en el mío.
—También fui a ver a mi madre —añadí.
—Nunca has hablado mucho de tu madre.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—¿No la quieres?
—No lo sé. —Reflexioné durante un momento—. Algunas veces creo que no.
Después de todo, creces y te olvidas de los padres.
—Creo que la quieres —opinó Ellie—. De lo contrario, no vacilarías cuando
hablas de ella.
—Digamos que, en cierto sentido, le tengo miedo. Me conoce demasiado bien.
Conoce lo peor de mí.
—Alguien tiene que saberlo.
—¿Qué quieres decir?
—Dice una frase de un escritor famoso que ningún hombre es un héroe para su
ayuda de cámara. Quizá todos tendríamos que tener un ayuda de cámara. Debe de ser
muy duro tener que estar siempre a la altura de lo que piensan los demás de nosotros.
—Es evidente que tienes ideas, Ellie. —Cogí una de sus manos—. ¿Lo sabes todo
de mí?
—Eso creo —respondió con calma y mucha naturalidad.
—Nunca te he contado gran cosa.
—Querrás decir que nunca me has contado nada. Siempre te cierras como una
ostra. Eso es otra cosa. Pero sé muy bien cómo eres tú como persona.
—Me pregunto si lo sabes de verdad. Me parece ridículo decirte que te quiero. Es
demasiado tarde, ¿verdad? Quiero decir que tú lo sabes desde hace tiempo, casi desde
el principio.
—Sí, y tú sabes que a mí me pasa lo mismo.
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—La cuestión es ¿qué vamos a hacer al respecto? No será fácil, Ellie. Sabes muy
bien lo que soy, lo que he hecho, la clase de vida que llevo. Fui a ver a mi madre y la
triste y respetable calle en la que vive. No es el mismo mundo que el tuyo, Ellie. No
sé si conseguiremos que alguna vez se encuentren.
—Podrías llevarme a ver tu madre.
—Sí, podría, pero prefiero no hacerlo. Supongo que te parecerá muy duro, quizá
cruel, pero tú y yo tendremos que llevar una vida extraña. No será la vida que has
llevado y tampoco será la vida que he llevado. Será una nueva vida donde habrá un
punto de encuentro entre mi pobreza y mi ignorancia con tu dinero, tu cultura y tu
posición social. Mis amigos pensarán que eres una estirada y los tuyos opinarán que
soy un impresentable. ¿Qué podemos hacer?
—Yo te diré exactamente lo que haremos. Nos iremos a vivir a una casa en el
Campo del Gitano, una casa de ensueño que tu amigo Santonix construirá para
nosotros. Eso es lo que vamos a hacer. Primero nos casaremos. Es a eso a lo que te
referías, ¿no?
—Sí, a eso me refería, si estás segura de que quieres hacerlo.
—Es muy sencillo. Nos casaremos la semana que viene. Soy mayor de edad.
Ahora puedo hacer lo que quiera. Eso marca toda la diferencia. Creo que quizás estés
en lo cierto en lo que dices de los familiares. No les diré nada a los míos y tú no se lo
dirás a tu madre, hasta que esté todo hecho. Después podrán montar todos los
escándalos que quieran, pero no les servirá de nada.
—Eso es maravilloso, Ellie, es fantástico. Pero hay una cosa más. Me duele
mucho tener que decírtelo. No podremos vivir en el Campo del Gitano, Ellie. Será
imposible que construyamos nuestra casa allí porque lo han vendido.
—Estoy enterada de la venta. —Ellie se echó a reír—. No lo entiendes, Mike. Yo
soy la compradora.
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Capítulo VIII
Me quedé sin habla. Continué sentado en la hierba junto al estanque con las flores
acuáticas. Había muchas otras personas sentadas a nuestro alrededor, pero no
advertíamos su presencia, porque eran como nosotros. Parejas de jóvenes que
discutían su futuro. No conseguía apartar la mirada de Ellie.
—Mike, hay algo que tengo que decirte. Me refiero a algo de mí.
—No es necesario. No hace falta que me cuentes nada.
—Sí, pero debo decírtelo. Tendría que habértelo dicho hace mucho tiempo, pero
no me atreví porque creía que a lo mejor te perdería. No obstante, es necesario que te
lo diga porque así entenderás lo del Campo del Gitano.
—¿Cómo es que lo compraste?
—Lo compré a través de abogados como se hace siempre. Sabes, es una excelente
inversión. La tierra se revalorizará. Mis abogados se mostraron entusiasmados.
Me resultaba muy extraño y sorprendente escuchar a Ellie, la dulce y tímida Ellie,
hablar con tanto conocimiento y confianza del mundo de los negocios, de comprar y
vender.
—¿Tú lo compraste para nosotros?
—Sí. Fui a ver a mi abogado personal, no al de la familia. Le dije lo que quería
hacer, y él se encargó de toda la operación. Había otras dos personas interesadas en la
finca, pero sólo si la podían conseguir a precio de saldo. Lo importante es que se
efectuó la compra y sólo quedó pendiente el trámite de la firma de las escrituras para
cuando cumpliera los veintiún años. En cuanto los cumplí, se formalizaron las
escrituras y ahora la finca es mía.
—Pero tuviste que dar una paga y señal. ¿Tenías dinero suficiente para hacerlo?
—No. No tenía el dinero, pero siempre hay personas dispuestas a hacerte un
adelanto. Si te presentas como un nuevo cliente de un bufete de abogados, harán todo
lo posible para que continúes contratándoles cuando tengas tu dinero, así que están
dispuestos a darte un adelanto y correr el riesgo de que te mueras antes de tu mayoría
de edad.
—¡Me dejas de piedra! ¡Eres toda una mujer de negocios!
—Olvídate de los negocios y volvamos a lo que te quiero decir. Hasta cierto
punto, ya te lo dije, pero supongo que tú no te diste cuenta.
—No quiero saberlo —dije casi a gritos—. No me cuentes nada. No quiero saber
nada de lo que has hecho, de los novios que has tenido o de las cosas que te
sucedieron.
—No es nada de eso —replicó Ellie—. No tengas ningún miedo ni te preocupes.
No hay secretos de sexo. No ha habido nadie excepto tú. La cuestión es que soy rica.
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—Lo sé. Ya me lo dijiste.
—Sí —afirmó Ellie con una leve sonrisa—, y tú comentaste: «Una pobre niña
rica». Pero es mucho más que eso. Mi abuelo era multimillonario. Era un petrolero y
muchas cosas más. Las esposas a quienes les pasaba una pensión murieron, sólo
quedamos mi padre y yo, porque sus otros dos hijos también perdieron la vida. Uno
en Corea y el otro en un accidente de coche. Toda la fortuna pasó a mi padre y,
cuando él falleció, me convertí en la única heredera. Mi padre había dejado un fondo
aparte para mi madrastra, así que ella no recibió nada más. Todo era para mí. En
realidad, Mike, soy una de las mujeres más ricas de Estados Unidos.
—¡Dios mío! No tenía ni la menor idea.
—No quería que lo supieras. No quería decírtelo. Por eso tuve miedo cuando te
dije mi nombre: Fenella Goodman. En realidad, es Guteman, pero pensé que quizás el
apellido Guteman podía sonarte conocido, así que lo transformé en Goodman.
—Sí, me parece recordar vagamente el apellido, pero no creo que lo hubiera
relacionado contigo. Hay muchísimas personas que llevan tu mismo apellido.
—El hecho de ser tan rica me ha llevado a vivir como en una cárcel. Mi familia
contrataba a detectives para que me protegieran. Seleccionaban a mis amigos, y si
había algún joven que me mostraba el más mínimo interés por mí lo investigaban a
fondo ante la posibilidad de que pudiera ser un indeseable. No te puedes hacer una
idea de lo agobiante que puede llegar a ser. Pero ahora es cosa del pasado y, si a ti no
te importa…
—Claro que no me importa —respondí en el acto—. Tenemos años por delante
para divertirnos. ¡No creo que puedas ser demasiado rica para mí!
Nos echamos a reír.
—Lo que más me gusta de ti es que seas tan natural —comentó Ellie.
—Supongo que pagarás una fortuna en impuestos, ¿verdad? Ésa es una de las
pocas ventajas de ser como yo. El dinero que gano se queda en mi bolsillo y nadie
puede quitármelo.
—Tendremos nuestra casa —dijo Ellie—, nuestra casa en el Campo del Gitano.
De pronto la vi temblar.
—¿Tienes frío, cariño? —Le pregunté, mirando el cielo despejado.
—No.
Hacía mucho calor. Nos estábamos achicharrando. Era como estar en el sur de
Francia.
—No —añadió Ellie—. Es que de pronto recordé a aquella mujer, aquella gitana
que me leyó la buenaventura.
—Olvídala. Es una vieja loca.
—¿Crees que ella está convencida de que pesa una maldición sobre aquella
tierra?
—Creo que es algo típico de los gitanos. Siempre te cuentan historias de
maldiciones y embrujos.
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—¿Sabes mucho sobre los gitanos?
—No sé nada de nada —respondí con toda sinceridad—. Si no quieres que
vivamos en el Campo del Gitano, Ellie, compraremos una casa en cualquier otra
parte. En la cima de una montaña de Gales, en la costa de España o en la campiña
italiana, Santonix nos construirá una casa donde sea.
—No, quiero construirla allí, donde te vi por primera vez subiendo por la
carretera. Apareciste de pronto por la curva y, al verme, te quedaste inmóvil,
boquiabierto. Nunca lo olvidaré.
—Ni yo tampoco.
—Así que es ahí donde viviremos. Tu amigo Santonix será quien la construya.
—Espero que todavía esté vivo —comenté con una leve inquietud—. Estaba muy
enfermo.
—Sí que está vivo. Fui a verle.
—¿Tú fuiste a verle?
—Sí. Cuando estuve en el sur de Francia. Estaba hospitalizado.
—No dejas de sorprenderme, Ellie. Eres capaz de hacer lo imposible y quedarte
tan ancha.
—Creo que es una persona maravillosa, pero me asustó un poco.
—¿Te asustó?
—Sí, no sé por qué razón, pero cuando hablé con él me impresionó mucho.
—¿Le hablaste de lo nuestro?
—Sí, por supuesto. Le hablé de nosotros, del Campo del Gitano y de la casa. Me
dijo que tendríamos que asumir el riesgo porque estaba muy enfermo. Así y todo,
afirmó que se veía con fuerzas para ir a ver el lugar y realizar el proyecto. También
comentó que no le importaría morirse antes de que se acabara la construcción, pero
yo le respondí que no debía morirse antes de acabarla porque quería que nos viera
allí, ocupándola.
—¿Qué te contestó?
—Me preguntó si tenía claro lo que hacía si me casaba contigo, y le respondí que
por supuesto que sí.
—¿Qué más?
—Añadió que se preguntaba si tú sabías lo que estabas haciendo.
—Lo sé perfectamente.
—Dijo: «Usted siempre sabrá cuál es su meta, miss Guteman. Sabe dónde quiere
ir y tiene muy claro cuál es el camino. En cambio, hay muchas posibilidades de que
Mike tome el camino equivocado. No ha madurado lo suficiente como para saber
cuál es su objetivo en esta vida».
—Le contesté que conmigo estabas absolutamente seguro.
Ellie tenía una extraordinaria confianza en ella misma. Pero a mí me molestaba lo
que Santonix había dicho. Se comportaba como mi madre, que siempre creía
conocerme, mejor que yo mismo.
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—Sé a donde quiero ir —afirmé—. Voy por el camino escogido y lo recorremos
juntos.
—Ya han comenzado los trabajos de demolición de la casa. —Me informó Ellie,
pasando a las cuestiones prácticas—. Tendrán que trabajar a toda máquina en cuanto
los planos estén acabados. Debemos darnos prisa. Es lo que dijo Santonix. Nos
casaremos el próximo martes. Es el mejor día de la semana.
—Sin nadie más presente —señalé.
—Excepto Greta —replicó Ellie.
—Al demonio con Greta. Ella no vendrá a nuestra boda. Tú, yo y nadie más.
Buscaremos los testigos entre la gente que pase por la calle.
Al recordarlo, creo sinceramente que fue el día más feliz de mi vida.
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LIBRO SEGUNDO
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Capítulo IX
Así es como fueron las cosas, y Ellie y yo nos casamos. Suena un poco brusco
decirlo así, pero verán, fue realmente así como ocurrieron las cosas. Decidimos
casarnos y nos casamos.
Fue sólo una parte de todo el asunto y no sencillamente el final de una novela
romántica o de un cuento de hadas. «Se casaron y vivieron felices para toda la
eternidad». Tampoco puedes hacer un drama porque vayas a vivir feliz durante el
resto de tu vida. Nos casamos, éramos felices y en realidad pasó bastante tiempo
antes de que dieran con nuestro paradero y comenzaran a montar escándalos. Pero ya
estábamos preparados.
Todo el asunto fue extraordinariamente sencillo. Ellie, impulsada por su afán de
independencia, había borrado el rastro con mucha astucia. La siempre eficaz Greta se
había encargado de todo y siempre permanecía atenta a cualquier dificultad. No tardé
en comprender que no había nadie más que dedicara todas sus horas al cuidado y a la
atención de Ellie. Tenía una madrastra que vivía inmersa en su vida social y sus
amoríos. Si Ellie no quería acompañarla en sus viajes, no tenía ninguna obligación.
Había sido educada en las mejores escuelas, tenía su dinero, una dama de compañía y,
si quería ir a Europa, ¿por qué no? Si prefería celebrar su veintiún cumpleaños en
Londres, pues adelante. Ahora que era mayor de edad y había entrado en posesión de
su inmensa fortuna, podía hacer lo que más le apeteciera con su dinero. Si quería una
mansión en la Riviera, un castillo en la Costa Brava, un yate o cualquier de esas
cosas, sólo tenía que decirlo para que alguien del séquito que rodea a los millonarios
pusiera manos a la obra inmediatamente.
Greta estaba considerada por la familia como una admirable lugarteniente.
Competente, capaz de hacer todo tipo de arreglos con la más absoluta eficiencia, sin
duda sumisa y encantadora con la madrastra, el tío y un puñado de primos que
pululaban por allí. Por los comentarios que Ellie hacía de vez en cuando, deduje que
tenía a su servicio nada menos que a tres abogados. Estaba rodeada de una vasta red
financiera de banqueros, abogados y administradores profesionales. Era un mundo
que yo sólo conseguía atisbar a través de los comentarios sueltos que Ellie hacía
despreocupadamente en el transcurso de nuestras conversaciones. Como era natural y
lógico, nunca se le ocurría pensar que yo no sabía nada de esas cosas. Se había criado
en ese ambiente y daba por hecho que todo el mundo sabía qué eran, cómo
funcionaban y todo lo demás.
De hecho, estos atisbos de las peculiaridades de nuestras vidas resultaron ser lo
que más disfrutábamos al principio de nuestro matrimonio. Para decirlo con toda
crudeza —y me lo decía a mí mismo con toda claridad, porque era la única manera de
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adecuarme a mi nueva vida— los pobres no saben nada sobre cómo viven los ricos y
éstos no saben nada de cómo viven los pobres, y descubrirlo era algo encantador. En
una ocasión le pregunté muy preocupado:
—Escucha, Ellie, ¿crees que habrá un jaleo terrible a causa de nuestro
matrimonio?
Confieso que Ellie consideró mi pregunta sin demasiado interés.
—Sí, es probable que ellos se comporten de una manera atroz. Espero que no te
moleste demasiado.
—¿Molestarme? ¿Por qué iba a molestarme? Pero ¿no se meterán contigo?
—Supongo que sí, pero basta con no escucharles. La cuestión es que no pueden
hacer nada.
—Pero ¿lo intentarán?
—Oh, sí. Claro que lo intentarán —afirmó, y luego añadió—: Probablemente lo
intentarán y te ofrecerán comprarte.
—¿Comprarme?
—No pongas esa cara de sorpresa —dijo Ellie, sonriendo con la expresión feliz
de una niña pequeña—. No te lo dirán con tanta claridad. Recuerdo que compraron al
primer marido de Minnie Thompson.
—¿Minnie Thompson? ¿Aquélla a la que los periódicos llaman la reina del
petróleo?
—Sí, eso es. Un día se fugó para casarse con alguien que era socorrista en una
playa.
—Escucha un momento —exclamé inquieto—, yo trabajé de socorrista en la
playa de Littlehampton.
—¿De veras? ¡Qué divertido! ¿Permanente?
—No, por supuesto que no. Sólo durante un verano, nada más.
—No quiero que te preocupes.
—¿Cómo acabó lo de Minnie Thompson?
—Tuvieron que subir hasta los 200 000 dólares, si no recuerdo mal. El tipo no
quería aceptar menos. La verdad es que Minnie se iba con el primero que se le
cruzaba por el camino y, además, era bastante imbécil.
—Me dejas de piedra, Ellie. No sólo tengo una esposa, sino que además dispongo
de algo que puedo cambiar por dinero en mano en cualquier momento.
—Eso es. Llama a cualquier abogado importante y dile que estás dispuesto a
escuchar las ofertas. Él se encargará de arreglar el divorcio y la cantidad que te
corresponderá de pensión. —Ellie estaba dispuesta a instruirme adecuadamente sobre
el tema—. Mi madrastra se casó cuatro veces y se saca un buen dinero en pensiones.
Vamos, Mike, cierra la boca que pareces tonto.
Lo más curioso es que estaba atónito. Sentía un desagrado de lo más cursi y
mojigato por la corrupción de las capas altas de la sociedad moderna. Ellie siempre
parecía inocente y sencilla; me asombraba ver lo bien que conocía los asuntos
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mundanos los cuales consideraba como algo natural. No obstante, sabía que no me
había equivocado en lo fundamental. Sabía muy bien cómo era: una criatura sencilla,
afectuosa y dulce. Eso no significaba que tuviera que ignorar estas cosas. Lo que ella
sabía y asumía como algo natural sólo abarcaba a una clase determinada. No sabía
gran cosa de mi mundo, el de aquellos que luchan por conseguir un empleo, el de los
apostadores y las drogas, de los timadores que yo conocía perfectamente porque
había vivido siempre entre ellos. No sabía nada de lo que significaba crecer de una
manera decente y respetable, pero sin tener nunca dinero, con una madre que se
deslomaba en nombre de la respetabilidad y decidida a que su hijo tuviera un destino
mejor en la vida. Lo que era ahorrar penique a penique y la amargura que sentía
cuando el alegre y despreocupado hijo desperdiciaba las oportunidades o se jugaba el
dinero en las carreras.
Ellie disfrutaba con el relato de mi vida tanto como yo cuando me contaba cosas.
Ambos estábamos explorando un mundo desconocido.
Cuando lo rememoro, me doy cuenta de lo maravilloso que fueron aquellos
primeros días con Ellie. En aquel momento lo acepté como algo natural y ella
también. Nos casamos en el ayuntamiento de Plymouth.
Guteman es un apellido bastante común. Nadie, y menos los periodistas, sabían
que la heredera de la fortuna Guteman se encontraba en Inglaterra. De vez en cuando,
algún periódico mencionaba a Ellie en una crónica social y decía que estaba en Italia
o en el yate de algún millonario. Nos casó un funcionario y dos mecanógrafas fueron
los testigos. Nos dedicó un breve y severo discurso sobre las obligaciones del
matrimonio y nos deseó que fuéramos felices. En menos de un cuarto de hora,
estábamos otra vez en la calle, libres y casados. ¡Mr. y Mrs. Michael Rogers!
Pasamos una semana en un hotel de la costa y después nos marchamos al extranjero.
Disfrutamos de tres semanas maravillosas viajando de aquí para allá y sin reparar en
gastos.
Fuimos a Grecia, después a Florencia, a Venecia y dormimos en el Lido. Luego
viajamos a la Riviera francesa y, a continuación, a los Alpes. He olvidado ya la mitad
de los nombres. Volábamos en avión, contratábamos yates o alquilábamos coches de
lujo. Mientras nos divertíamos. Greta, por lo que Ellie me dio a entender, hacía su
trabajo en el frente doméstico.
Viajaba por su cuenta y enviaba las cartas y las postales que Ellie le había dejado
preparadas.
—Llegará el día en que aparecerán —comentó Ellie—. Se lanzarán sobre
nosotros como una bandada de buitres. Pero, hasta que eso ocurra, continuaremos
divirtiéndonos.
—¿Qué pasará con Greta? ¿No se enfadarán con ella cuando descubran el juego?
—Por supuesto, pero a Greta no le importa. Es muy dura.
—¿No la perjudicará a la hora de buscar otro empleo?
—¿Por qué tendría que buscar otro empleo? Vendrá a vivir con nosotros.
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—¡No!
—¿Qué quieres decir, Mike?
—No queremos que nadie venga a vivir con nosotros —repliqué.
—Greta no interferirá para nada en nuestra vida y puede sernos muy útil. La
verdad es que no sé lo que haría sin ella. Me refiero a que se ocupa de organizarlo
todo.
Fruncí el entrecejo.
—No termina de convencerme ni creo que me agrade. Además, queremos tener
nuestra casa. Es la casa de nuestros sueños, Ellie, y no me parece justo tenerla que
compartir.
—Sí, ya sé a lo que te refieres. Pero de todas maneras… —Vaciló—. Sería muy
penoso para Greta no tener dónde vivir. Después de todo, lleva cuatro años en los que
no ha hecho otra cosa que desvivirse por mí. Mira como me ha ayudado en todo esto
del casamiento.
—¡No quiero que se esté entrometiendo en nuestra vida a todas horas!
—No es como tú te la imaginas. Hablas sin fundamentos, porque ni siquiera la
conoces.
—No, no la conozco, pero eso no tiene nada que ver con que me guste o no.
Nosotros queremos estar solos, Ellie.
—Querido Mike… —dijo Ellie suavemente.
Dejamos la discusión por el momento.
Durante uno de los viajes, nos cruzamos con Santonix. Fue en Grecia. Se hallaba
alojado en una pequeña casa de pescadores. Me sorprendió su mal aspecto, mucho
peor que cuando le había visto un año antes. Nos saludó con gran afecto.
—Así que lo habéis hecho —exclamó.
—Sí, y ahora ha llegado el momento de construir nuestra casa, ¿no es así?
—Tengo preparados los bocetos y los planos —me dijo—. Sé que Ellie te contó
que vino a verme, que me sacó del hospital y me dio las órdenes. —El arquitecto
hablaba lentamente y escogía las palabras con expresión pensativa.
—Nada de órdenes —protestó Ellie—. Se lo supliqué.
—¿Sabes que hemos comprado la finca?
—Ellie me envió un telegrama. Además, me remitió por correo docenas de fotos.
—Claro que tendrá que ir a Inglaterra y verlo personalmente —señaló Ellie—. Tal
vez no le guste.
—Me gusta.
—No puede saberlo hasta que lo haya visto.
—Pero es que ya lo he visto. Volé a Inglaterra hace cinco días. Me encontré con
uno de tus abogados con cara de hacha, el inglés.
—¿Mr. Crawford?
—El mismo. Ya han comenzado los trabajos de preparación: están despejando el
terreno y retirando los escombros, para después empezar con los cimientos y las
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canalizaciones. Cuando regreséis a Inglaterra estaré allí esperando.
Después sacó los planos y nos sentamos a discutir sobre cómo sería nuestra casa.
Además de los aspectos arquitectónicos de la fachada, había preparado un boceto en
acuarela de cómo se vería la casa acabada.
—¿Te gusta, Mike?
Inspiré con fuerza.
—Sí, eso es. Has dado en el clavo. Es exactamente lo que quería.
—Me diste detalles más que suficientes, Mike. Muchas veces llegué a pensar que
aquel trozo de tierra te había hechizado. Eras un hombre enamorado de una casa que
quizá nunca llegarías a tener, que quizá nunca verías y que tal vez ni siquiera llegaría
a construirse.
—Pero se construirá —intervino Ellie—. ¿No es así?
—Si Dios o el diablo no lo impiden —respondió Santonix—. No depende de mí.
—¿No has mejorado? —le pregunté con un tono de duda.
—Métetelo de una vez por todas en tu cabezota. Nunca mejoraré. Está escrito en
las cartas.
—Tonterías —repliqué—. Siempre están descubriendo curas para lo que sea. Los
doctores son unos solemnes burros. Dan a la gente por muerta y después la gente se le
ríe en sus narices y sigue viviendo cincuenta años más.
—Admiro tu optimismo, Mike, pero mi enfermedad no es de esa clase. Te llevan
al hospital, te hacen una transfusión de sangre y sales con un poco más de vida, sólo
un poco más. Pero cada vez te encuentras más débil.
—Es usted muy valiente —opinó Ellie.
—No, no soy valiente. Cuando una cosa es segura no sirve de nada ser valiente.
Lo único que puedes hacer es encontrar consuelo.
—¿Como el de construir casas?
—No, eso no. Cada vez tienes menos vitalidad, y, por lo tanto, construir casas
resulta más difícil y no más fácil. Las fuerzas se agotan. No, pero hay consuelos.
Algunos bastante extraños.
—No te entiendo.
—No, ya lo sé, Mike. Tampoco tengo muy claro que Ellie lo entienda. Quizá. —
Continuó hablando pero casi como si lo hiciera consigo mismo—. Hay dos cosas que
van unidas: la debilidad y la fuerza. La debilidad de la energía que se agota y la
fuerza de la voluntad frustrada. ¡No tiene ninguna importancia lo que hagas ahora!
Vas a morir de todas maneras. Así que puedes hacer lo que se te antoje. No hay nada
que te contenga, nada que te lo impida. Podría recorrer las calles de Atenas
disparando contra todos los hombres y mujeres cuyos rostros no me agradaran.
Piénsalo.
—La policía te metería en chirona —señalé.
—Por supuesto. Pero ¿qué podrían hacerme? Como mucho, matarme. ¿Y qué? Mi
vida se la llevará un poder mucho más grande dentro de muy poco tiempo. ¿Qué otra
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cosa podrían hacer? ¿Condenarme a veinte o treinta años de cárcel? Sería bastante
ridículo porque no podría cumplir la condena. Podría estar encerrado seis meses, un
año, dieciocho meses como mucho. Nadie puede hacer nada para evitarlo. Por lo
tanto, en el tiempo que me queda soy el rey. Puedo hacer lo que quiera. Sólo que no
tengo tentaciones porque no hay nada especialmente exótico o ilegal que quiera
hacer.
Después de despedirnos del arquitecto, en el viaje de regreso a Atenas, Ellie me
comentó:
—Es una persona extraña. Algunas veces le tengo miedo.
—¿Miedo de Rudolf Santonix? ¿Por qué?
—Porque no es como las demás personas y también porque, no lo sé, hay algo
despiadado y arrogante en su personalidad. Creo que intentaba decirnos que el hecho
de saber que está próximo a la muerte ha aumentado su arrogancia. Supongamos —
añadió Ellie, mirándome con mucha animación, casi con una expresión de embeleso
— que nos construye nuestro hermoso castillo, nuestra bella casa en el borde del
acantilado, donde están los pinos, y vamos a vivir allí. Él nos espera en la entrada,
nos da la bienvenida y luego…
—¿Luego qué, Ellie?
—En cuanto entramos, cierra la puerta y nos sacrifica allí mismo antes de que
demos un paso más.
—Me asustas, Ellie. ¡Piensas unas cosas!
—El problema con nosotros dos, Mike, es que no vivimos en un mundo real.
Soñamos con cosas fantásticas que quizá nunca ocurrirán.
—No relaciones los sacrificios con el Campo del Gitano.
—Supongo que será por el nombre y la maldición.
—No hay ninguna maldición —grité—. Es una estupidez. Olvídalo.
Esto pasó en Grecia.
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Capítulo X
Creo que fue al día siguiente. Estábamos en Atenas y subíamos las escalinatas
hacia la Acrópolis cuando Ellie se encontró con unos conocidos. Habían
desembarcado de uno de los cruceros helénicos. Una mujer de unos treinta y cinco
años se separó de su grupo y corrió al encuentro de Ellie.
—Vaya, por todos los santos. ¿Eres tú, Ellie Guteman? —exclamó muy
sorprendida—. ¿Qué estás haciendo aquí? No sabía nada. ¿Estás haciendo un
crucero?
—No. Sólo estoy pasando unos días aquí.
—Me alegra mucho verte. ¿Cómo está Cora, también está aquí?
—No. Creo que Cora está en Salzburgo.
—Bueno, bueno. —La mujer me miraba y Ellie añadió en voz baja—: Os voy a
presentar. Mr. Rogers, Mrs. Bennington.
—Encantada. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?
—Me marcho mañana.
—¡Vaya! Debo dejarte, sino el grupo se irá sin mí, y no quiero perderme ni una
palabra de la disertación y las descripciones. Tienes que ir a marchas forzadas. Al
final del día estoy que no puedo dar ni un paso. ¿Hay alguna posibilidad de que nos
veamos para tomar una copa?
—Hoy no —respondió Ellie—. Nos vamos de excursión.
Mrs. Bennington se marchó corriendo para reunirse con su grupo. Ellie dio media
vuelta y comenzó a bajar las escalinatas.
—Bueno, esto lo decide todo, ¿no te parece?
—¿Qué es lo que decide?
Ellie tardó un par de minutos en responderme. Exhaló un suspiro.
—Esta noche tendré que sentarme a escribir —manifestó con un tono de
resignación.
—¿Escribirle a quién?
—A Cora y a tío Frank. Ah, y también al tío Andrew.
—¿Quién es el tío Andrew? Es nuevo.
—Andrew Lippincott. En realidad, no es mi tío. Es el administrador principal de
mis bienes. Es un abogado muy conocido.
—¿Qué vas a decirles?
—Voy a decirles que me he casado. No podía decirle de sopetón a Nora
Bennington: «Te presento a mi marido», porque se hubiera echado a chillar como una
loca y a comentar que no sabía ni una palabra. Tienes que contármelo todo y que si
patatín y que si patatán. Creo que es justo que los primeros en saberlo sean mi
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madrastra, el tío Frank y el tío Andrew. —Suspiro—. Bueno, no ha estado mal
mientras duró.
—¿Qué crees que harán o dirán?
—Montarán un jaleo —contestó Ellie sin perder la calma—. Pero no importa lo
que hagan y lo saben. Supongo que tendremos que reunirnos con todos. Podemos ir a
Nueva York. ¿Te gustaría ir? —Me miró expectante.
—No, no me gustaría.
—Entonces, vendrán a Londres, o al menos algunos lo harán. No sé si eso te
parecerá más conveniente.
—Tampoco me gustaría. Lo que quiero es estar contigo y ver como construyen
nuestra casa ladrillo a ladrillo tan pronto como Santonix llegue a Inglaterra.
—Eso lo podemos hacer igual. Después de todo, las reuniones con la familia no
durarán mucho. Lo más probable es que tengamos suficiente con una buena pelea y
podamos liquidar el asunto de una vez por todas. Podríamos coger el avión a Nueva
York o decirles que vengan aquí.
—Creía que tu madrastra estaba en Salzburgo.
—Aquello fue sólo una excusa. Hubiera resultado extraño decir que no sabía
donde estaba. Sí —dijo Ellie, exhalando un suspiro—, volveremos a casa y nos
encontraremos con todos ellos. Confío, Mike, en que no te moleste demasiado.
—¿Molestarme qué? ¿Tu familia?
—Sí. Espero que no te molesten demasiado si se comportan de una manera
desagradable contigo.
—Supongo que es el precio que debo pagar por haberme casado contigo. Lo
soportaré.
—También está tu madre —añadió Ellie pensativamente.
—Por amor de Dios, Ellie, no pretenderás montar un encuentro entre tu madrastra
con sus pieles y joyas, y mi madre que es una pobre mujer. ¿Qué crees que podrán
decirse la una a la otra?
—Si Cora fuese mi madre tendrían mucho que decirse entre ellas. Desearía que
no estuvieras tan obsesionado con las diferencias de clases, Mike.
—¡Yo! —exclamé incrédulo—. ¿Cómo es la frase que emplean en tu país?
Pertenezco al lado equivocado de la pista, ¿no es así?
—Eso no significa que tengas que escribirlo en un cartel y te lo cuelgues
alrededor del cuello.
—No sé cuáles son las prendas correctas que debo vestir en cada ocasión —
comenté con amargura—. No sé hablar correctamente, y no sé nada de cuadros ni de
arte ni de música. Ahora mismo estoy aprendiendo a quién debo darle propina y
cuánto.
—¿No crees, Mike, que eso hace que todo sea mucho más divertido? A mí me lo
parece.
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—En cualquier caso, no tienes que arrastrar a mi madre a una reunión de tu
familia.
—No me proponía arrastrar a nadie a ninguna parte, pero creo que tendría que ir a
ver a tu madre en cuanto regresemos a Inglaterra.
—¡No! —grité furioso.
Ellie me miró sorprendida por mi arrebato.
—¿Por qué no, Mike? Aparte de cualquier otra consideración, sería muy
descortés por mi parte no hacerlo. ¿Le has dicho que te has casado?
—Todavía no.
—¿Por qué no?
No le respondí.
—¿No sería mucho más sencillo decirle que te has casado y presentármela
cuando regresemos a Inglaterra?
—No —repetí con un tono más tranquilo aunque sin dejar de subrayarlo.
—No quieres que la conozca —opinó Ellie lentamente.
Por supuesto que no quería. Era bastante obvio, pero no quería entrar en ningún
tipo de explicaciones. La verdad es que no se me ocurría ninguna explicación sensata.
—Creo que no sería lo más correcto —respondí con voz pausada—. Tienes que
entenderlo. Estoy seguro de que no ocasionará más que problemas.
—¿Crees que no le caeré bien?
—Eso es imposible. Todo el mundo te encuentra encantadora. No sé como
decírtelo. Pero es probable que mi madre se sienta inquieta y confusa. Después de
todo, me he casado con alguien de mayor nivel social. Sé que eso parece algo
anticuado, pero a ella no le gustará.
Ellie meneó la cabeza.
—¿Hay alguien en la actualidad que todavía piense de esa manera?
—Claro que sí. En tu país también.
—Sí, hasta cierto punto es cierto, pero si alguien consigue prosperar…
—¿Te refieres a que si un hombre gana mucho dinero…?
—Bueno, no sólo dinero.
—Sí, es el dinero. Si un hombre gana una fortuna, todo el mundo lo admira, lo
ponen de ejemplo y no importa donde nació.
—Eso ocurre en todas partes.
—Por favor, Ellie, por favor, no vayas a ver a mi madre.
—Me sigue pareciendo una actitud cruel.
—No, no lo es. ¿Alguien puede saber mejor que yo lo que le conviene más a mi
madre? Sería un mal trago para ella.
—Al menos tendrás que decirle que te has casado.
—De acuerdo, lo haré.
Tuve la idea de que me resultaría más fácil escribirle a mi madre desde el
extranjero. Aquella noche, mientras Ellie le escribía al tío Frank, al tío Andrew y a su
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madrastra Cora van Stuyvesant, yo también escribí mi carta. Era bastante breve.
Querida mamá: Tendría que habértelo dicho antes, pero me daba un poco de vergüenza. Me casé hace
tres semanas. Todo fue bastante repentino. Ella es una chica muy bonita y muy dulce. También tiene
mucho dinero, algo que a veces complica un poco las cosas. Vamos a construir una casa en Inglaterra. De
momento estamos viajando por Europa. Cariños, Mike.
Querido Mike. Me alegró recibir tu carta. Espero que seas muy feliz. Tu madre que te quiere.
Tal como había anunciado Ellie, hubo mucho más jaleo por su lado. Habíamos
removido el avispero. Nos vimos asediados por los reporteros que querían saberlo
todo de nuestra romántica boda; en los periódicos se publicaron artículos sobre la
heredera de la fortuna Guteman y su romántica escapada; recibimos cartas de
banqueros y abogados. Finalmente, se dispuso la reunión oficial.
Antes nos reunimos con Santonix en el Campo del Gitano, discutimos mil y un
detalle con él y, después de un paseo por las obras, regresamos a Londres, alquilamos
una suite en el Claridge’s y nos preparamos, como decían los libros de aventuras,
para la llegada de la caballería.
El primero en aparecer fue Mr. Andrew P. Lippincott. Era un hombre mayor, alto,
enjuto y de aspecto impecable. Sus modales eran suaves y corteses. Venía de Boston,
pero por su acento nadie hubiera descubierto que era norteamericano. Tal como
habíamos acordado por teléfono, se presentó en nuestras habitaciones a las doce en
punto. Me di cuenta de que Ellie estaba nerviosa, aunque lo disimulaba muy bien.
Lippincott besó a Ellie, y a mí me sonrió mientras me extendía la mano.
—Bien, Ellie querida, tienes un aspecto maravilloso. Yo lo llamaría radiante.
—¿Cómo estás, tío Andrew? ¿Cuándo has llegado? ¿Viniste en avión?
—No. Disfruté de una muy agradable travesía en el Queen Mary. ¿Así que éste es
tu marido?
—Sí, éste es Mike.
—¿Cómo está usted, señor? —dije intentando no desentonar. Después le pregunté
si quería tomar una copa, invitación que rechazó cordialmente. Se sentó en una silla
de respaldo recto y brazos dorados y volvió a mirarnos sin dejar de sonreír.
—Menuda sorpresa nos habéis dado vosotros dos. Todo muy romántico, ¿verdad?
—Lo siento —respondió Ellie—. De veras que lo siento.
—¿Lo dices en serio? —replicó Lippincott con un tono un tanto agrio.
—Consideré que era lo más adecuado.
—No puedo decir que comparta del todo tu opinión, querida.
—Tío Andrew, sabes perfectamente bien que si lo hubiera hecho de cualquier otra
manera todavía estaríamos discutiendo sin llegar a nada concreto.
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—¿Por qué tendría que haberse producido ningún jaleo?
—Sabes perfectamente bien como son. Y tú aún más —añadió Ellie con un tono
acusador—. He recibido dos cartas de Cora. Una ayer y otra esta mañana.
—Tienes que aceptar que se produzca cierta agitación, querida. Es algo natural
dadas las circunstancias, ¿no te parece?
—Es asunto mío decidir con quién me caso, cómo y cuándo.
—Estás en tu derecho de hacerlo, pero descubrirás que las mujeres de cualquier
familia casi nunca estarán de acuerdo.
—Le he evitado a todo el mundo un sinfín de problemas.
—Ése es tu punto de vista.
—Es verdad, ¿no?
—Pero para conseguirlo has abusado de la confianza de las personas, ayudada por
alguien que tendría que habérselo pensado dos veces antes de hacer lo que hizo.
Ellie se ruborizó.
—¿Te refieres a Greta? Ella sólo hizo lo que le pedí. ¿Se mostraron muy molestos
con ella?
—Naturalmente. Ninguna de las dos podía esperar otra cosa, ¿no es así? Si no
recuerdas mal, ella gozaba de toda nuestra confianza.
—Soy mayor de edad. Puedo hacer lo que quiera.
—Me estoy refiriendo al período anterior a que cumplieras la mayoría de edad.
Los engaños comenzaron entonces, ¿verdad?
—No debe usted culpar a Ellie, señor —intervine—. Para empezar, yo no sabía
nada de lo que estaba ocurriendo y, a la vista de que toda su familia estaba en el
extranjero, me era prácticamente imposible ponerme en contacto con cualquiera de
sus familiares.
—Estoy enterado —dijo Lippincott— de que Greta envió ciertas cartas y que
transmitió ciertas informaciones a Mrs. van Stuyvesant y a mí mismo, tal como le
había indicado Ellie, y reconozco que hizo un excelente trabajo. ¿Conoces a Greta
Andersen, Michael? Me permito llamarte Michael, ya que eres el marido de Ellie.
—Desde luego. Puede llamarme Mike si lo prefiere. No, no conozco a miss
Andersen.
—Vaya. Eso sí que es una sorpresa. —Me observó con una expresión pensativa
—. Hubiera jurado que ella habría asistido al casamiento.
—No, Greta no estuvo presente —señaló Ellie. Me dirigió una mirada de
reproche y me sentí incómodo.
Lippincott no dejaba de mirarme pensativamente, cosa que aumentaba mi
nerviosismo. Parecía estar a punto de decir algo más sobre el tema de Greta pero
después cambió de opinión.
—Me temo —dijo— que vosotros dos tendréis que soportar unas cuantas críticas
y reproches por parte de la familia.
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—Supongo que se me echarán encima dispuestos a arrancarme los ojos —
comentó Ellie.
—Es probable —respondió el abogado—. En cualquier caso, he intentado
suavizar un poco las cosas.
—¿Estás de nuestra parte, tío Andrew? —preguntó Ellie con una sonrisa.
—No le puedes pedir a un abogado prudente que llegue tan lejos. He aprendido
que en la vida es muy sabio aceptar lo que es un hecho consumado. Vosotros dos
estáis enamorados, os habéis casado y, si no estoy mal informado, habéis comprado
una finca en el sur de Inglaterra donde os están construyendo una casa. ¿Habéis
decidido vivir en este país?
—Sí, queremos tener nuestro hogar aquí. ¿Tiene usted algún inconveniente? —
pregunté con un leve tono belicoso—. Ellie es mi esposa y, por lo tanto, es una
ciudadana británica. ¿Por qué no iba a vivir en Inglaterra?
—No hay ninguna razón que se lo impida. De hecho, no hay ningún motivo para
que Fenella no viva en el país que desee o que tenga propiedades en otros países. Por
cierto, Ellie, recuerda que la casa de Nassau es tuya.
—Siempre creí que era de Cora. Siempre se ha comportado como si lo fuera.
—Los títulos de propiedad están a tu nombre. También tienes la casa de Long
Island si algún día quieres ir a visitarla. Eres propietaria de varios campos de petróleo
en el oeste. —Su voz era amable, discreta, pero yo tenía la sensación de que hablaba
para mí. ¿Pretendía abrir una brecha entre nosotros? No estaba seguro. No parecía
muy correcto echarle en cara a un hombre que su esposa tenía propiedades por todo el
mundo y que era inmensamente rica. Me hubiera parecido más lógico que hubiese
intentado insinuar que Ellie no era tan rica como se decía. Si yo era un cazadotes,
como era obvio que creía, la información correcta añadía agua a mi molino. Pero
comprendí que Mr. Lippincott era un hombre sutil. Le hubiera sido difícil hasta al
más ducho adivinar cuáles eran sus intenciones; lo que se ocultaba detrás de sus
modales tan correctos y amables. ¿Intentaba a su manera hacerme sentir molesto,
comunicarme que para el resto del mundo siempre sería un vulgar cazadotes?
Continuó hablando con mi esposa.
—Traigo un montón de documentos que tendrás que repasar conmigo, Ellie.
Necesito tu firma en un montón de papeles.
—Sí, desde luego, tío Andrew. En cualquier momento.
—No hay prisa. Tengo que atender otros asuntos en Londres y estaré aquí otros
diez días.
Diez días, pensé. Eso es mucho tiempo. Rogué para que los asuntos de Lippincott
no le retuvieran aquí durante diez días. Se mostraba bastante amistoso hacia mí,
aunque era evidente que se reservaba su opinión en algunos aspectos. Sin embargo,
me pregunté si realmente sería un enemigo. En ese caso, no sería fácil verle las
cartas.
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—Bien —añadió dirigiéndose a Ellie—, ahora que todos nos conocemos y hemos
aceptado las condiciones que regirán en el futuro, me gustaría mantener una breve
entrevista con tu marido.
—Puedes hablar con los dos —replicó Ellie dispuesta a la batalla.
—Vamos, no te enfades, cariño, no seas como una gallina protegiendo a los
polluelos. —La acompañé hasta la puerta del dormitorio—. El tío Andrew quiere
saber qué clase de tipo soy y está en su perfecto derecho.
Le abrí la puerta para que pasara, la cerré y después volví a la amplia y lujosa
sala. Me senté en una silla y miré a Lippincott.
—Muy bien, adelante. Dispare.
—Gracias, Michael. En primer lugar, quiero asegurarte que no soy tu enemigo
como crees.
—Me alegra saberlo —respondí, aunque mi tono de voz denunciaba que no
estaba muy convencido.
—Te hablaré con franqueza, con mucha más sinceridad de la que podía utilizar
delante de esa querida niña de la que soy tutor y a la que tanto quiero. Quizá todavía
no eres consciente del todo, Michael, de que Ellie es una muchacha
extraordinariamente dulce y adorable.
—No se preocupe. Estoy enamorado de ella con todo mi corazón.
—Eso no es la misma cosa —me corrigió el abogado con su tono seco—. Espero
que además de estar enamorado de ella, también sepas apreciar que es un encanto y
que, en algunos aspectos, es una persona muy vulnerable.
—Lo intento. No crea que no lo intento con toda mi alma. Ellie es una maravilla.
—Hecha la aclaración, continuaré con lo que estaba diciendo. Pondré mis cartas
sobre la mesa para que no haya confusión posible. Tú no eres la clase de joven que yo
hubiera deseado como marido de Ellie. Hubiese preferido, y su familia también, que
se casara con alguien de su mismo nivel social, alguien de su ambiente.
—En otras palabras, un señorito.
—No, no me refiero exactamente a eso. Pero yo diría que unos antecedentes
similares son una buena base para un matrimonio. No hablo de una actitud esnob.
Después de todo, Hermán Guteman, su abuelo, comenzó trabajando de peón y acabó
siendo uno de los hombres más ricos de Estados Unidos.
—Siempre está la posibilidad de que yo pueda hacer lo mismo y acabar siendo
uno de los hombres más ricos de Inglaterra.
—Todo es posible —asintió Lippincott—. ¿Tienes ambiciones en ese sentido?
—No se trata sólo de una cuestión de dinero. Me gustaría llegar a alguna parte,
hacer cosas y… —Vacilé sin saber cómo explicarme mejor.
—Digamos que tienes ambiciones. Bien, estoy seguro de que eso es bueno.
—La verdad es que lo tengo difícil porque empiezo de la nada. No soy nadie ni
tengo nada y no pretendo afirmar lo contrario.
El abogado asintió con una expresión complacida.
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—Muy sincero y muy bien dicho. Te lo agradezco. Escucha, Michael, no tengo
ninguna relación de parentesco con Ellie, pero he actuado como su tutor y soy el
administrador designado por su abuelo para encargarme de todo lo referente a su
fortuna, inversiones y tratos comerciales, por lo cual soy en parte responsable de
asegurarme de ciertos hechos. En consecuencia, quiero saber todo lo que pueda del
esposo que ha escogido.
—Supongo que podrá conseguir que me investiguen y así sabrá todo lo que le
interesa.
—Así es, ésa sería una de las maneras de hacerlo. Una medida de prudencia muy
adecuada. Pero en realidad, Michael, prefiero saber todo lo que me interesa por tu
boca. Quiero que me cuentes cómo ha sido tu vida hasta el presente.
Como es lógico, la idea no me entusiasmó y creo que él lo sabía. A nadie en mi
posición le hubiera gustado. Es algo natural que uno intente pintarse lo mejor posible,
algo que tengo presente desde la escuela. Siempre presumí de mis capacidades
aunque a veces tuviera que exagerar un poco la verdad. Creo que es algo necesario si
quieres prosperar en esta vida y conseguir lo que quieres. Tienes que ser tu propio
publicista. La gente te toma por lo que dices que eres y yo no quería presentarme
como un pobre diablo.
Yo estaba dispuesto a alardear delante de mis amigos y a proclamar mis supuestos
méritos para conseguir un empleo. Todos tenemos un lado bueno y otro malo, y de
nada sirve exhibir el malo. No, siempre había hecho todo lo posible para impresionar.
Pero no me parecía sensato intentarlo con Mr. Lippincott. Había descartado la idea de
ordenar que me investigaran, pero no tenía nada claro que no lo fuera a hacer de todas
maneras. Así que le dije toda la verdad, sin ningún adorno.
La pobreza de la infancia, el hecho de que mi padre había sido un borracho y que
mi madre se había matado a trabajar para darme una buena educación. No oculté mi
afán por vagabundear, que había cambiado constantemente de trabajo. El abogado
sabía escuchar y te animaba a hablar. Era obvio que no tenía un pelo de tonto. Sólo
me interrumpía para hacer alguna pregunta o un comentario que, a primera vista, no
tenía mayor importancia, pero que siempre daban en el clavo.
Me obligó a estar alerta al máximo para no cometer alguna torpeza irreparable. Al
cabo de diez minutos me sentí mucho más tranquilo cuando se reclinó en la silla y el
interrogatorio llegó a su término.
—Tiene usted una actitud aventurera ante la vida, Mr. Rogers, perdón, Michael.
No está mal. Háblame un poco más de la casa que Ellie y tú estáis construyendo.
—No está muy lejos de una ciudad llamada Market Chadwell.
—Sí, sé donde está. La verdad es que ayer me acerqué por allí para echarle un
vistazo.
Eso me sorprendió un poco. Demostraba que era un sujeto que no se perdía
detalle.
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—Es un lugar muy bonito —comenté a la defensiva—, y la casa que estamos
construyendo será fantástica. El arquitecto se llama Santonix, Rudolf Santonix. No sé
si usted lo ha oído mencionar.
—Sí, desde luego —manifestó Lippincott—. Es un nombre bastante famoso en su
profesión.
—Creo que hay algunas casas suyas en Estados Unidos.
—Sí, es un arquitecto de mucho talento y que promete. Por desgracia, creo que no
goza de buena salud.
—Cree que está a punto de morir, pero yo no lo creo. Estoy seguro de que acabará
por recuperarse. Los médicos son capaces de decir cualquier cosa.
—Espero que tu optimismo esté justificado. ¿Eres optimista?
—Lo soy en lo que atañe a Santonix.
—Confío en que tus deseos se hagan realidad. Creo que Ellie y tú habéis hecho
una excelente operación al comprar la finca.
Me pareció muy amable de su parte que me incluyera en el elogio. No insistía en
el hecho de que el dinero lo había puesto Ellie.
—Hablé con Mr. Crawford —añadió.
—¿Crawford? —Fruncí el entrecejo.
—Mr. Crawford, de Reece & Crawford, una firma de abogados ingleses. Mr.
Crawford fue quien se encargó de la compra. Es un bufete de prestigio y tengo
entendido que la finca se compró por un precio muy ajustado. Reconozco que me
llamó un poco la atención. Estoy al corriente de los precios de la tierra en este país y
la verdad es que no se me ocurre una explicación. Creo que también Mr. Crawford se
sorprendió al conseguirla tan barata. Me pregunto si tú no sabrás porque la vendieron
a ese precio. Mr. Crawford no quiso aventurar ninguna opinión. Incluso pareció un
poco molesto cuando se lo pregunté.
—Es bastante sencillo. Está maldita.
—Perdón, Michael, ¿qué has dicho?
—Que está maldita, señor. Una maldición gitana, o algo así. En el pueblo se
conoce como el Campo del Gitano.
—Ah. ¿Una leyenda?
—Sí. Es una historia bastante confusa, y no sé qué parte de ella es cierta y cuál es
inventada. Al parecer, se cometió un asesinato o algo parecido hace muchos años. Un
hombre, su esposa y otro hombre. El marido asesinó a los otros dos y después se
suicidó. Al menos ése fue el veredicto que se pronunció en la encuesta preliminar.
Pero, de inmediato, comenzaron a circular infinidad de rumores. Creo que nadie sabe
lo que ocurrió de verdad. La finca ha cambiado de dueño cuatro o cinco veces desde
entonces. Nadie se queda allí mucho tiempo.
—¡Ah! —exclamó Lippincott complacido—. Una de las típicas historias del
folclore inglés. —Me miró con una expresión de curiosidad—. ¿Ellie y tú no tenéis
miedo de la maldición? —Lo dijo con un tono despreocupado al tiempo que sonreía.
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—Por supuesto que no. Nosotros no creemos en esas tonterías. La verdad es que
Ellie y yo agradecemos que exista la leyenda porque nos ha permitido conseguirla a
precio de saldo. —En cuanto dije esto, de pronto caí en la cuenta de una cosa: podía
ser un golpe de suerte, pero con todo el dinero que tenía Ellie, con todo su patrimonio
y demás, no tenía mucha importancia que comprara una finca barata o cara. Luego
pensé que estaba en un error. Después de todo, su abuelo había pasado de peón a
millonario. Cualquiera con esos antecedentes siempre preferiría comprar barato y
vender caro.
—Bueno, yo no soy supersticioso —afirmó Lippincott—, y la vista desde vuestra
propiedad es realmente magnífica. —Vaciló—. Sólo espero que cuando vayáis a vivir
a vuestra casa, Ellie no escuché demasiadas historias siniestras.
—Procuraré ocultarlas todo lo que pueda. En cualquier caso, no creo que nadie
tenga mayor interés en contárselas.
—A los habitantes de los pueblos les encanta repetir historias macabras —opinó
el abogado—. Recuerda que Ellie no es tan fuerte como tú, Michael. Es una persona
muy influenciable. Sólo en algunos aspectos, desde luego, y esto me trae… —Se
interrumpió, callándose lo que iba a decir. Dio golpecitos sobre la mesa con un dedo
—. Voy a abordar un tema que resulta un poco difícil. Tú acabas de decir que no
conoces a Greta Andersen.
—No, todavía no me la ha presentado.
—Es extraño. Resulta bastante curioso.
—¿Por qué?
—Estaba casi seguro de que la conocías —señaló lentamente—. ¿Qué sabes de
ella?
—Sé que lleva bastante tiempo con Ellie.
—Está con Ellie desde que Ellie tenía diecisiete años. Ha desempeñado un puesto
de responsabilidad y confianza. Se la contrató para que fuera a Estados Unidos en
calidad de secretaria y acompañante. Algo así como una carabina para Ellie cuando
Mrs. van Stuyvesant, su madrastra, estaba de viaje, algo que debo decir era muy
frecuente. —Lo dijo con un tono particularmente desabrido—. Tengo entendido que
es una muchacha de buena familia con excelentes referencias. Es medio alemana y
medio sueca. Ellie, como es natural le ha cogido un gran afecto.
—Eso creo.
—Creo que, en algunos aspectos, Ellie está demasiado apegada a ella. Espero que
no te moleste que te lo diga.
—No, ¿por qué iba a molestarme? En realidad, yo también lo he pensado en más
de una ocasión. Sé que no es asunto mío, pero varias veces he acabado hasta la
coronilla de tanto oír hablar de Greta. Que si Greta eso, que si Greta lo otro.
—¿Dices que Ellie no te manifestó su deseo de que conocieras a Greta?
—Verá, resulta difícil de explicar. Creo que quizá lo sugirió, pero lo hizo de una
manera indirecta, y no presté mucha atención porque estábamos demasiado ocupados
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en conocernos. Además, supongo que no tenía ningún interés en conocerla. No quería
compartir a Ellie con nadie más.
—Comprendo. ¿Ellie tampoco sugirió que Greta asistiera a la boda?
—Lo sugirió.
—Pero tú no quisiste que asistiera. ¿Por qué?
—No lo sé. Le juro que no lo Sé. Sólo tenía la sensación de que la tal Greta, una
persona desconocida para mí, siempre estaba metida en todo. Ya sabe, arreglar la vida
de Ellie, enviar la correspondencia, cubrirle las espaldas, inventarse un itinerario y
comunicarlo a la familia como si fuera auténtico. Me pareció que Ellie dependía
demasiado de Greta, que le dejaba hacer a su antojo y que siempre estaba dispuesta a
hacer lo que ella dijera. Lo siento, Mr. Lippincott, quizá no tendría que decir estas
cosas. Supongo que, por encima de todo lo demás, me sentía celoso. La cuestión es
que me enfadé y dije que no quería ver a Greta en nuestra boda, un acto tan íntimo.
Así que fuimos al ayuntamiento y nos casamos. Dos oficinistas hicieron de testigos.
Quizás alguien considere que me comporté de una forma mezquina, pero quería a
Ellie para mí solo.
—Es fácil de comprender y creo, si me permites decirlo, que actuaste muy
sensatamente, Mike.
—Veo que a usted tampoco le gusta Greta —comenté con un tono astuto.
—No puedes hacerme partícipe de tu opinión, Michael, si todavía no conoces a
Greta.
—Es cierto, pero si uno oye hablar mucho de una persona continuamente, puede
llegar a hacerse una idea. Bueno, como le dije antes, creo que estaba celoso. ¿A usted
por qué no le gusta Greta?
—No quiero ir más allá de lo que me corresponde —respondió el abogado—,
pero tú eres el marido de Ellie y, para mí, la felicidad de ella es lo más importante. No
creo que la influencia de Greta sobre Ellie sea muy beneficiosa. Asume
responsabilidades que no le incumben en absoluto.
—¿Cree usted que intentará separarnos?
—Creo que no tengo derecho a decir nada por el estilo —replicó Lippincott en el
acto.
Me miró con una expresión de cautela y guiñó los ojos de una manera que me
recordó a una tortuga.
Me quedé en blanco sin saber qué más decir pero, antes de que el silencio llegara
a hacerse incómodo y, eligiendo las palabras con cuidado, añadió:
—Por lo tanto, deduzco que Ellie no ha mencionado la posibilidad de que Greta
Andersen venga a vivir con vosotros.
—No vivirá con nosotros si puedo evitarlo.
—Ah. ¿Con que así es como te sientes? O sea que la idea sí se mencionó.
—Ellie dijo algo al respecto, pero de una forma muy vaga. Acabamos de
casarnos, Mr. Lippincott. Queremos tener nuestra casa para nosotros solos. Por
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supuesto, supongo que Greta vendrá a visitarnos en alguna ocasión y puede que se
quede a pasar unos días. Pero eso sería algo natural, ¿no le parece?
—Como tú dices, sería algo natural. Sin embargo, ¿te das cuenta de que Greta
quizá se encuentre en una posición difícil para encontrar un empleo en el futuro? Me
refiero a que no es cuestión de lo que Ellie crea, sino de lo que sienten las personas
que la contrataron y le dispensaron su confianza.
—¿Quiere decir que usted o la madrastra de Ellie no la recomendarán para otro
puesto similar?
—No creo que hablando en conciencia estemos dispuestos a hacerlo más allá de
lo que es estrictamente legal.
—¿Cree usted que si no consigue un trabajo vendrá a Inglaterra para vivir con
Ellie?
—No quiero predisponerte demasiado en contra de Greta. Después de todo, es
una opinión personal. Me desagradan algunas de las cosas que hizo y la manera de
hacerlas. Creo que Ellie, que es tan generosa, se sentirá trastornada por la manera en
que nosotros hemos perjudicado las perspectivas de Greta. En ese caso, es probable
que insista en invitarla a vivir con vosotros.
—No creo que Ellie vaya a insistir mucho —señalé, aunque con un tono de duda
que Lippincott no pasó por alto—. ¿No podríamos, quiero decir Ellie, no podría
pasarle una pensión?
—Nosotros no lo expresaríamos de esa manera —me corrigió—. Hay una
referencia a la edad cuando se habla de pasarle una pensión a alguien. Greta es una
mujer joven y muy elegante. De hecho, es hermosa —añadió con un tono de crítica
—. Los hombres la encuentran muy atractiva.
—Quizás acabará casándose. Si es tan hermosa y espabilada, ¿cómo es que
todavía no se ha casado?
—Creo que hubo algunos hombres interesados, pero ella no les hizo caso. Sin
embargo, creo que tu sugerencia es muy sensata. Se podría hacer de una manera muy
discreta, sin herir la susceptibilidad de nadie. Se podría considerar como algo
perfectamente natural por parte de Ellie, como muestra de agradecimiento por sus
buenos servicios. —Estas dos palabras sonaron agrias como el vinagre.
—Bueno, entonces ya está arreglado —manifesté alegremente.
—Una vez más, compruebo que eres un optimista. Confiemos en que Greta
acepte lo que se le ofrecerá.
—¿Por qué no iba a aceptarlo? Tendría que ser tonta para no hacerlo.
—No lo sé. Aunque nos parezca extraordinario, podría no aceptarlo y, en cambio,
mantener la relación con Ellie.
—¿Por qué no me dice con claridad qué es lo que quiere?
—Quiero que desaparezca la influencia que ejerce sobre Ellie —manifestó
Lippincott y se levantó—. ¿Puedo confiar en que me ayudarás y harás todo lo que
esté en tu mano para conseguir ese propósito?
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—Puede usted contar conmigo. Lo que menos me interesa es tener a Greta pegada
como una lapa.
—Quizá cambies de opinión cuando la veas.
—No lo creo. No me gustan las mujeres mandonas, por muy bellas y elegantes
que sean.
—Muchas gracias, Michael, por escucharme con tanta paciencia. Espero tener el
placer de cenar con vosotros. ¿Qué tal el martes? Si no me equivoco. Cora van
Stuyvesant y Frank Barton ya habrán llegado a Londres.
—Veo que me tocará conocerles.
—Oh, sí, es una de esas cosas inevitables. —Me sonrió, y esta vez su sonrisa me
pareció más sincera—. Tampoco tienes que darle mucha importancia. Cora se
mostrará muy impertinente y Frank se comportará con su falta de tacto habitual.
Reuben no vendrá por ahora.
No sabía quién era Reuben. Algún otro pariente. Me acerqué a la puerta que
comunicaba con el vestidor y la alcoba y la abrí.
—Ven, Ellie, se acabó la tortura.
Ellie entró en el salón, nos echó una ojeada y después se acercó a Lippincott. Le
dio un beso en la mejilla.
—Querido tío Andrew, veo que has tratado bien a Michael.
—Cariño, si no tratara bien a tu marido me temo que no volverías a llamarme,
¿verdad? Pretendo reservarme el derecho a dar algún consejo de vez en cuando.
Ambos sois muy jóvenes.
—De acuerdo. Te escucharemos con paciencia.
—Ahora mismo lo que deseo es hablar unos minutos contigo; y en privado, si me
lo permites.
—Ha llegado mi turno de desaparecer —dije, encaminándome hacia el
dormitorio.
Cerré la puerta del vestidor con muchos aspavientos, pero dejé entreabierta la
puerta del dormitorio. Yo no era tan bien educado como Ellie y estaba ansioso por
saber hasta dónde Mr. Lippincott era un traidor, pero la verdad es que no dijo nada en
mi contra. Le dio a Ellie un par de buenos consejos. Le advirtió que debía tener
presente las dificultades que me podría plantear el hecho de ser un pobre casado con
una rica y después sacó el tema del arreglo con Greta. Ellie aceptó encantada y
mencionó que había estado a punto de proponérselo. El abogado también mencionó la
posibilidad de asignar una cantidad adicional para la madrastra.
—La verdad es que no tienes ninguna obligación. Ella ya cuenta con una buena
renta gracias a las pensiones de sus varios maridos y, además, recibe una renta anual,
aunque no es grande, dispuesta por tu abuelo.
—Sin embargo, tú lo crees conveniente. ¿Por qué?
—Insisto en que no tienes ninguna obligación moral y mucho menos legal, pero
creo que no te daría tanto la lata y acallaría sus críticas. Lo montaría como una
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cantidad adicional que en cualquier momento podrías cancelar. La idea sería que
pudieras quitársela si descubres que va por ahí propagando rumores maliciosos sobre
ti o Michael, lo que evitará que se dedique a lanzar sus dardos venenosos.
—Cora siempre me ha tenido inquina —manifestó Ellie—. Lo sé. —Después
añadió con timidez—: Te gusta Michael, ¿verdad, tío Andrew?
—Creo que es un joven muy atractivo; comprendo que quisieras casarte con él.
Consideré que era lo máximo que podía esperar. Yo no era su tipo y lo sabía.
Cerré la puerta y esperé a que Ellie viniera a buscarme.
Nos despedíamos de Lippincott cuando llamaron a la puerta y entró un botones
con un telegrama para Ellie. Mi esposa abrió el telegrama y soltó una exclamación de
placer.
—Es de Greta. Dice que llega a Londres esta noche y que vendrá a vernos
mañana. Es un encanto. —Nos miró—. ¿Verdad que lo es?
Ellie vio dos rostros graves y escuchó dos voces amables que dijeron: «Sí,
cariño» y «Por supuesto».
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Capítulo XI
A la mañana siguiente salí a hacer algunas compras y regresé al hotel más tarde
de lo previsto. Me encontré a Ellie sentada en el vestíbulo en compañía de otra joven
alta y rubia: Greta. Ambas se estaban dando un hartón de charlar.
Nunca he sido muy bueno para la descripción de las personas, pero lo intentaré
con Greta. En primer lugar, resultaba evidente que era, tal como había dicho Ellie,
muy hermosa y también, como había admitido Mr. Lippincott muy a su pesar, muy
elegante. Si dices que una mujer es elegante no significa necesariamente que la
admires. Por lo que había deducido, Lippincott no admiraba a Greta. De todas
maneras, cuando Greta cruzaba el vestíbulo de un hotel o entraba en un restaurante,
los hombres volvían la cabeza para mirarla. Era una de aquellas rubias de tipo
nórdico con el pelo color oro. Lo llevaba recogido al estilo del momento y no peinado
a cada lado del rostro como era la moda en Chelsea. Parecía exactamente lo que era:
sueca o alemana del norte. Si le pusieras un yelmo con un par de alas podría ir a
cualquier baile de disfraces ataviada de valkiria. Sus ojos eran de un color azul claro
y su figura era digna de admiración. En pocas palabras: era una mujer que cortaba la
respiración.
Me acerqué a ellas y las saludé de una manera natural y amistosa, aunque no
niego que me sentí un tanto incómodo. No soy muy bueno en eso de disimular. Ellie
dijo inmediatamente:
—Por fin. Mike, ésta es Greta.
—Me alegra que al final tengamos la oportunidad de conocernos, Greta —
respondí con un tono pretencioso y no muy alegre.
—Como sabes muy bien —comentó Ellie—, nunca hubiéramos podido casarnos
sin su ayuda.
—Yo creo que de una manera u otra hubiéramos terminado casándonos —
repliqué.
—Imposible. Se nos hubieran echado encima sin decir «agua va». Se las hubieran
apañado para acabar separándonos. Dime una cosa, Greta, ¿se portaron muy mal
contigo? Todavía no me has comentado nada al respecto.
—No soy tan tonta como para sentarme a escribir mis cuitas a una pareja feliz que
está en plena luna de miel.
—¿Se enfadaron mucho?
—¡Por supuesto! ¿Qué pensabas? Pero yo estaba preparada, te lo aseguro.
—¿Qué dijeron? ¿Tomaron alguna represalia?
—Intentaron hacerme la vida imposible —respondió Greta alegremente—. Para
empezar, me despidieron.
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—Sí, supongo que eso era inevitable. Pero ¿qué han hecho? Después de todo, no
podían negarte las referencias.
—Claro que podían. Tienes que entender que, desde su punto de vista, yo
desempeñaba un trabajo de confianza y me aproveché de la situación
descaradamente. La verdad es que disfruté muchísimo.
—¿Qué haces ahora?
—Tengo un trabajo que me está esperando.
—¿En Nueva York?
—No. Aquí en Londres. Un puesto de secretaria.
—¿De verdad que estás bien?
—Mi querida Ellie —dijo Greta—, ¿cómo no voy a estar bien con ese magnífico
cheque que me enviaste en previsión de lo que podía ocurrir cuando se destapara todo
el asunto?
Su inglés era muy bueno y apenas si se notaba el acento extranjero. En cambio,
utilizaba una serie de expresiones coloquiales que no acaban de sonar correctas del
todo.
—He visto un poco de mundo, he conseguido un lugar cómodo en Londres y me
he comprado muchísimas cosas.
—Mike y yo también hemos comprado mucho —señaló Ellie con una sonrisa.
Era verdad. Nos lo habíamos pasado en grande comprando por toda Europa. Era
maravilloso disponer de dólares para gastar, sin tener que preocuparnos de las
restricciones monetarias inglesas: brocados y telas en Italia para la casa. También
habíamos comprado cuadros en Italia y París a unos precios que a mí me parecieron
de escándalo. Ir de compras con Ellie me había abierto las puertas de un mundo
absolutamente nuevo.
—Vosotros dos parecéis la viva imagen de la felicidad —comentó Greta.
—Todavía no has visto nuestra casa —dijo Ellie—. Será maravillosa. La están
construyendo tal cual la habíamos soñado, ¿no es así, Mike?
—La he visto —manifestó Greta—. En cuanto llegué a Inglaterra, lo primero que
hice fue alquilar un coche y viajar hasta allí.
—¿Y? —preguntó Ellie.
Lo mismo pregunté yo.
—Veréis —contestó Greta con una expresión un tanto triste. Meneó la cabeza.
A Ellie le desapareció el color de la cara. No podía creerlo. Pero yo no me dejé
engañar. Adiviné en el acto que Greta pretendía divertirse a nuestra costa. Si por un
momento pasó por mi cabeza el pensamiento de que su idea de la diversión resultaba
un poco cruel, no llegó a cuajar porque Greta se echó a reír con una risa sonora y
cantarina que hizo que algunas de las personas presentes en el vestíbulo miraran en
nuestra dirección.
—Os tendríais que haber visto las caras —dijo Greta—. Sobre todo la tuya, Ellie.
Sólo pretendía gastarte una broma. Es una casa maravillosa, encantadora. Ese hombre
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es un genio.
—Sí, es algo fuera de lo normal. Espera a conocerle.
—Ya tuve el placer. Estaba en la obra cuando fui allí. Sí, es una persona
extraordinaria, pero te asusta un poco, ¿no os parece?
—¿Asusta? —pregunté sorprendido—. ¿A qué te refieres?
—No lo sé. Es como si pudiera mirar a través de tu cuerpo y ver al otro lado. Eso
siempre resulta desconcertante. Otra cosa os quería decir: parece enfermo.
—Está muy enfermo.
—Que pena. ¿Qué tiene, tuberculosis o algo así?
—No, me parece que no es tuberculosis. Es una enfermedad relacionada con la
sangre.
—Comprendo. La verdad es que ahora los médicos lo curan casi todo si antes no
te matan en el intento. Pero no pensemos más en enfermedades y hablemos de la
casa. ¿Cuándo estará acabada?
—Yo diría que muy pronto, dado el ritmo al que avanzan las obras. Nunca
imaginé que se podía construir una casa tan rápido —respondí.
—Ah, eso es sólo cuestión de dinero —comentó Greta con un tono
despreocupado—. Turnos dobles, gratificaciones y lo que haga falta. La verdad, Ellie,
es que no acabas de comprender del todo lo maravilloso que es tener tanto dinero.
Yo sí que lo comprendía. Durante las últimas semanas no había hecho otra cosa
que aprender. Como consecuencia de mi matrimonio, había entrado en un mundo
diferente y que no se parecía en nada a como me lo había imaginado desde el exterior.
Hasta ahora, mi mayor contacto con la riqueza había sido aquella ocasión en la que
acerté un doble ganador en las carreras. Había recibido un buen fajo y lo había
gastado a un ritmo frenético en todo tipo de caprichos. Algo vulgar, desde luego. La
vulgaridad típica de mi clase. Pero el mundo de Ellie era distinto. No era, como yo
había pensado, la pura y desmedida acumulación del lujo. No se trataba de tener
baños más grandes, casas enormes, electrodomésticos de todo tipo, comidas exóticas
y coches veloces. No se trataba de gastar por gastar y de pavonearse ante la gente. En
cambio, era curiosamente sencillo. La sencillez que aparece cuando no tienes ninguna
necesidad de pavonearte. No quieres tres yates o cuatro coches, ni tampoco puedes
comer más de tres veces al día, y si te compras un cuadro bueno y muy caro, es que
quizá no quieres más que uno en la sala. Así de sencillo. Todo lo que tienes es lo
mejor de lo mejor, no tanto porque sea lo mejor, sino porque si te agrada o quieres
una cosa, no hay nada que te impida tenerlo. No hay un momento en el que digas:
«Esto no me lo puedo permitir». Aunque no acababa de entenderlo, era precisamente
poder tener todo lo que empujaba a la sencillez. Recuerdo que fuimos a una galería
donde había un cuadro de un impresionista francés, creo que Cezanne. Me aprendí el
nombre de memoria porque lo confundía con cíngara que, al parecer, es una orquesta
gitana. Después, mientras paseábamos por las calles de Venecia, Ellie se detuvo a
mirar las obras de algunos artistas callejeros. La mayoría de los pintores se dedicaban
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a los retratos de los turistas que parecían todos iguales. Unos dientes descomunales y
el pelo rubio hasta los hombros.
Ellie acabó comprando un cuadro pequeño, una escena veneciana. El artista nos
caló en el acto y le cobró lo que al cambio resultaron ser unas seis libras. Lo curioso
es que para Ellie aquel cuadrito de seis libras tenía tanto valor como el cuadro de
Cezanne.
Lo mismo ocurrió otro día en París. Sin venir a cuento, me comentó: «Sería muy
divertido comprarnos una barra de pan bien crujiente y comérnosla con mantequilla y
uno de esos quesos envueltos en hojas».
Lo hicimos, y creo que Ellie lo disfrutó más que la cena del día anterior por la que
pagamos veinte libras. Al principio no podía entenderlo, pero después comencé a
verlo más claro. Comencé a comprender que estar casado con Ellie no era sólo
pasarlo bien y divertirse. Tenías que aplicarte, tenías que aprender a comportarte en
un restaurante, saber los platos que debías pedir y las propinas que debías dar y
cuando, por alguna razón, tenías que dar más propina de lo habitual; tenías que
aprender de memoria el vino que se tomaba con cada plato. La mayoría de estas cosas
las aprendía mirando. No podía preguntárselo a Ellie porque era una de esas cosas
que no entendía. Me hubiera dicho: «Querido Mike, tú pide lo que quieras. ¿Qué más
te da si los camareros creen que tendrías que haber pedido el vino adecuado al plato
que vas a comer?». A ella no le importaba porque le era algo natural, pero a mí sí que
me importaba porque no podía hacer lo que quería. A mí no me resultaba natural. Lo
mismo pasaba con la ropa. En eso, Ellie me echaba una mano porque me entendía
mejor. Me llevó a las sastrerías adecuadas y me dijo que les dejara que me vistieran.
Por supuesto, seguía sin encajar del todo. Pero eso no tenía mucha importancia.
Le había cogido el tranquillo, al menos lo suficiente para tratar con personas como el
viejo Lippincott y, supongo, para enfrentarme a la madrastra de Ellie y a los tíos
cuando hicieran su aparición, aunque todo esto no significaría nada en el futuro.
Cuando la casa estuviera acabada y viviéramos allí, estaríamos bien lejos de toda esta
gente. Sería nuestro reino. Miré a Greta. Me pregunté qué pensaría de verdad sobre
nuestra casa. De todas maneras, era lo que yo quería. Me satisfacía plenamente.
Quería ir con mi coche por mi camino particular entre los árboles que conducía hasta
una pequeña cala que sería nuestra playa privada a la que nadie podía acceder desde
tierra. Bañarse allí sería mil veces mejor que estar en una playa con otro millar de
personas. No quería todas las cosas insensatas de la riqueza. Quería, ésta era mi
palabra favorita: quería, quería… Notaba como el sentimiento crecía dentro de mí.
Quería una mujer maravillosa, una casa maravillosa llena de cosas maravillosas, que
no se pareciera en nada a las casas de los demás. Cosas que fueran mías. Todo sería
mío.
—Estás pensando en nuestra casa —dijo Ellie.
Al parecer, Ellie había repetido dos veces que era el momento de pasar al
comedor. La miré con afecto.
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Aquella noche, mientras nos vestíamos para cenar, Ellie me preguntó con un leve
tono de duda:
—Mike, te gusta Greta, ¿verdad?
—Claro que sí.
—No podría soportar que no te gustara.
—Pero si me gusta —protesté—. ¿Por qué crees lo contrario?
—No lo sé muy bien. Lo creo porque casi no la miraste, incluso cuando hablabas
con ella.
—Bueno, supongo que fue porque me sentía un poco nervioso.
—¿Nervioso por estar con Greta?
—Sí, te impone respeto —respondí, y le conté aquello de que Greta me había
parecido una valkiria.
—No es tan gorda como las que actúan en las óperas —comentó Ellie con una
carcajada. Me sumé a sus risas.
—A ti te parece todo muy bien porque hace años que la conoces —manifesté—.
Pero ella es un poco… bueno, quiero decir que es muy eficiente, práctica y
sofisticada. —Me las arreglé como pude con un montón de palabras que no me
parecían del todo adecuadas. Entonces, añadí sin más—: Me siento como si estuviera
en desventaja.
—¡Oh, Mike! —exclamó Ellie contrita—. Sé que tenemos muchas cosas de que
hablar. Muchos recuerdos agradables. Comprendo que en algún momento puedas
sentirte un poco excluido, pero muy pronto llegaréis a ser amigos. Le caes bien y le
gustas mucho. Me lo dijo.
—Mira, Ellie, eso es algo que ella te diría de todas maneras.
—De ninguna manera. Greta no tiene pelos en la lengua. Tú ya oíste algunas de
las cosas que dijo hoy.
Era verdad que Greta no se había contenido durante la comida. Entre otras
muchas cosas, me había manifestado:
—Ha tenido que parecerte extraño que respaldara a Ellie cuando yo ni siquiera te
conocía, pero me sentía tan furiosa, tan enojada con la vida que ellos le hacían llevar.
Todos unidos en una piña con su dinero y sus ideas tradicionales. Ellie nunca tuvo la
oportunidad de divertirse por su cuenta, de ir allí donde le apetecía y hacer lo que
quería. Deseaba rebelarse, pero no sabía cómo hacerlo. Sí, de acuerdo, fue así como
la animé. Le sugerí que viniera a Inglaterra y comenzará a buscar casa. Le dije que
cuando cumpliera los veintiuno podría comprarse una casa para ella sola y decirle
adiós a toda aquella pandilla de Nueva York.
—Greta siempre ha tenido unas ideas francamente maravillosas —afirmó Ellie—.
Se le ocurren cosas que a mí ni siquiera se me pasarían por la cabeza.
¿Cuáles eran las palabras que me había dicho Lippincott? «Ella tiene mucha
influencia sobre Ellie». Me pregunté si era cierto. Por extraño que parezca no me lo
creía, ya que tenía la sensación de que en Ellie había algo que ni siquiera Greta, que
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la conocía tan bien, acababa de comprender a fondo. Estaba seguro de que Ellie sólo
aceptaba aquellas ideas que cuadraban con aquello que estaba dispuesta a hacer.
Greta había predicado la rebelión, pero eso era algo que Ellie ya estaba dispuesta a
hacer, sólo que no sabía por donde empezar. Sin embargo, ahora que yo la conocía
mejor, me daba cuenta de que Ellie era una de aquellas personas muy sencillas, pero
dotadas de una fortaleza insospechada. Creía que Ellie era muy capaz de plantar cara
por sí misma si eso era lo que quería. La cuestión era que no lo deseaba muy a
menudo, y me di cuenta de lo difícil que resultaba entender a las personas, aunque se
tratara de Ellie, Greta o incluso mi madre, que tenía aquella manera de mirarme con
el miedo reflejado en los ojos.
También me pregunté cómo sería Lippincott. Lo comenté mientras tomábamos el
postre.
—Mr. Lippincott parece haber aceptado nuestro matrimonio sin mayores
inconvenientes. No niego que me sorprendió.
—Mr. Lippincott es un viejo zorro —opinó Greta.
—Siempre dices lo mismo, Greta —intervino Ellie—, pero creo que es un
encanto. Muy estricto, correcto y todas esas cosas.
—Tú piensa lo que quieras —replicó Greta—, pero yo no me fío ni un pelo.
—¡No te fías! —exclamó mi esposa.
Greta meneó la cabeza.
—Lo sé. Es el vivo ejemplo de la respetabilidad y de la honradez. Es todo lo que
debe ser un administrador y un abogado.
—¿Quieres decir que ha malversado mi fortuna? —replicó Ellie, que no pudo
evitar la carcajada—. No seas tonta, Greta. Hay miles de auditorías, controles
bancarios y todas esas cosas.
—Supongo que es honrado —admitió Greta—, pero ésa es precisamente la clase
de gente que comete los fraudes. Los de más confianza. Después todo el mundo dice:
«Nunca hubiera pensado eso de Mr. A o Mr. B; sería la última persona en el mundo».
Sí, eso es lo que dicen, la última persona en el mundo.
Ellie comentó pensativamente que, para ella, el tío Frank sí que era capaz de
meterse en chanchullos de esa clase. Pero no me pareció que la posibilidad la
preocupara ni la sorprendiera más de la cuenta.
—La verdad es que tiene toda la pinta de ser un timador —manifestó Greta—,
algo que sin duda es una desventaja. Tanto buen humor y tanta bondad. No creo que
nunca llegue a ser un estafador de altos vuelos.
—¿Es el hermano de tu madre? —le pregunté a Ellie, porque nunca terminaba de
aclararme del todo con sus parientes.
—Era el marido de la hermana de mi padre. Ella le dejó para casarse con otro.
Murió hace cosa de seis o siete años. El tío Frank continuó como uno más de la
familia.
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—Son tres —añadió Greta siempre dispuesta a ayudar—. Tres sanguijuelas
dispuestas a chuparle la sangre a esta niña. Los tíos carnales de Ellie murieron, uno
en Corea y el otro en un accidente, así que a ella sólo le quedaban una madrastra
bastante cascada, el tío Frank, que es un vividor, y su primo Reuben a quien ella
llama tío, pero que sólo es su primo. Después están Andrew Lippincott y Stanford
Lloyd.
—¿Quién es Stanford Lloyd? —pregunté asombrado.
—Otro de los administradores, ¿no es así, Ellie? Creo que se encarga de tus
inversiones y cosas por el estilo. La verdad es que no tiene un trabajo muy difícil
porque cuando se tiene tanto dinero como Ellie, las cosas marchan por sí solas. Como
dice el refrán: «El dinero llama al dinero». Éstos son los integrantes del grupo
principal —añadió Greta—, y no tengo ninguna duda de que los conocerás muy
pronto. Vendrán todos en masa para echarte una ojeada.
Solté un gemido y miré a Ellie suplicando su ayuda.
—No te preocupes, Mike, luego se irán —me tranquilizó Ellie con una voz muy
amable y cariñosa.
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Capítulo XII
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beneficios. Cora se había casado con un hombre mucho más joven que ella y dotado
de más atractivos físicos que dinero.
Cora necesitaba la renta de Ellie. Era una mujer de gustos extravagantes. Sin duda
el viejo Andrew Lippincott le había dicho con toda claridad que la renta podía
esfumarse a discreción de Ellie, o si Cora se pasaba en la virulencia de sus críticas al
marido de su hijastra.
El primo o el tío Reuben no hizo acto de presencia. Le envió a Ellie una carta
muy amable en la que le deseaba un matrimonio muy feliz, pero expresaba sus dudas
sobre las ventajas de vivir en Inglaterra. «Si no te gusta, regresa inmediatamente a tu
patria. Serás recibida con los brazos abiertos. Yo será el primero en darte la
bienvenida».
—Parece un tipo agradable —le comenté a Ellie.
—Sí —respondió pensativa, aunque por lo visto no estaba muy segura.
—¿Aprecias a alguno de ellos, o no tendría que preguntarlo?
—Puedes preguntarme lo que quieras. —No obstante, tardó unos momentos.
Luego manifestó con un tono vehemente—: No, creo que no. Te parecerá extraño,
pero supongo que se debe porque no tenemos un parentesco real. Vivimos todos
juntos, pero no somos una familia. Ninguno de ellos es pariente de sangre. Quería a
mi padre, al menos lo que recuerdo de él. Creo que era un hombre débil y que mi
abuelo se llevó una desilusión con él porque no tenía mucha cabeza para los
negocios. No quería entrar a formar parte del mundo empresarial. Le gustaba ir a
Florida a pescar y ese tipo de cosas. Después se casó con Cora. Nunca me gustó Cora
y creo que el sentimiento es recíproco. No recuerdo a mi madre. Me gustaban el tío
Henry y el tío Joe; eran divertidos. En algunas cosas eran mucho más divertidos que
mi padre. Creo que él era un hombre callado y triste, pero mis tíos sabían divertirse.
El tío Joe era bastante alocado, aunque creo que se permitía hacer locuras porque
tenía dinero. Se mató con el coche, y a tío Joe lo mataron en la guerra. Por aquel
entonces mi abuelo era un hombre enfermo, y fue un golpe tremendo perder a sus tres
hijos. No le gustaba Cora ni tampoco sentía mucho aprecio por ninguno de sus
parientes lejanos, como es el caso de mi tío Reuben. Afirmaba que nunca podías
saber en qué andada metido. Por eso dispuso que gran parte de su fortuna quedara en
un fideicomiso. También dejó legados a museos y hospitales. Dejó una renta a Cora y
al marido de su hija, el tío Frank.
—Pero la mayor parte te la dejó a ti.
—Así es, y creo que eso le preocupaba un poco. Hizo todo lo posible para
dejarme bien protegida.
—Te encomendó al tío Andrew y a Mr. Stanford Lloyd. Un abogado y un
banquero.
—Sí, supongo que lo hizo porque no me creía capaz de cuidar de mí misma. Lo
extraño es que me dejara entrar en posesión de mi fortuna a los veintiún años y no
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ordenara que se mantuviera en fideicomiso hasta los veinticinco. Creo que lo dispuso
porque era una mujer.
—Es curioso. Yo hubiera creído lo contrario.
Ellie meneó la cabeza.
—No, creo que mi abuelo estaba convencido de que los varones jóvenes son
todos unos alocados y, si no se matan, acaban atrapados en las redes de alguna rubia
malévola. Al parecer, consideraba prudente darles tiempo para desfogarse. Pero
recuerdo que en una ocasión me dijo: «Si una muchacha tiene sentido común, lo
tendrá tanto si tiene veintiuno como veinticinco, y no sirve de nada esperar cuatro
años, porque si es tonta tampoco habrá ninguna mejoría. Quizá tú no sepas gran cosa
de la vida, Ellie, pero tienes sentido común. Sobre todo con las personas. Creo que
siempre lo tendrás».
—Supongo que yo no le habría caído bien —comenté pensativo.
Ellie siempre es muy sincera. No intentó convencerme de lo contrario y me
respondió con la verdad.
—No, creo que se hubiera sentido horrorizado, me refiero al principio. Después
probablemente hubiera cambiado de opinión.
—Pobre Ellie —exclamé sin poder contenerme.
—¿Por qué lo dices?
—Te lo dije una vez antes, ¿lo recuerdas?
—Sí, dijiste pobre niña rica. Tenías mucha razón.
—Esta vez no lo dije con el mismo sentido. No quería decir que eras pobre
porque tienes mucho dinero. Lo que quería decir es… —vacilé—… que tienes
demasiada gente a tu alrededor, demasiadas personas que quieren cosas de ti, pero
que en realidad te tienen muy poco aprecio. Es verdad, ¿no?
—Creo que el tío Andrew me quiere de verdad —manifestó Ellie con un leve
tono de duda—. Siempre es amable conmigo y muy comprensivo. Los otros no, en
eso tienes toda la razón. Sólo quieren cosas.
—Vienen y te acorralan, ¿no es así? Te piden dinero, quieren favores. Quieren
que les saques de sus apuros y ese tipo de cosas. ¡Lo único que desean es
aprovecharse!
—Supongo que es bastante natural —opinó Ellie serenamente—. Pero esa historia
se ha acabado. Ahora vivo en Inglaterra y, por lo tanto, no los veré con frecuencia.
Estaba en un error, por supuesto, pero no lo había entendido del todo. Stanford
Lloyd había venido por su cuenta, cargado con una gran cantidad de documentos para
que Ellie los firmara. También hablaron mucho de las inversiones, las acciones, las
propiedades y de la liquidación de los fondos del fideicomiso. A mí me sonaba a
chino. No podía ayudarla ni darle ningún consejo. Tampoco hubiera podido impedir
que Lloyd la estafara. Confiaba en que no, pero ¿cómo podía estar seguro un
ignorante como yo?
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Había algo en Stanford Lloyd que parecía demasiado bueno para ser cierto. Era
un banquero y, además, lo parecía. Mayor, elegante, se comportó muy amablemente
conmigo y, si pensaba que yo era un patán, no lo mostró en absoluto.
—Bueno —comenté cuando él también se marchó—, ahí se va el último de la
pandilla.
—No crees que valgan mucho, ¿verdad?
—Creo que tu madrastra es una zorra de mucho cuidado. Perdona, Ellie, quizá no
deba decir algo así de Cora.
—¿Por qué si es lo que piensas? No creo que vayas muy desencaminado.
—Has tenido que estar muy sola, Ellie.
—Sí, me sentía sola. Conocía a chicas de mi edad. Fui a un colegio elegante, pero
nunca fui completamente libre. Si trababa amistad con unas personas, no sé como se
las apañaban, pero siempre conseguían separarme de ellas e intentaban que me
hiciera amiga de alguna otra muchacha. ¿Sabes por qué? Porque todo se regía por la
escala social. Claro que tampoco llegué a cogerle el suficiente afecto a nadie como
para plantarles cara. Nunca hubo nadie que me importara de verdad. Sólo cuando
apareció Greta, entonces todo fue diferente. Por primera vez, alguien sentía verdadero
afecto por mí. Fue maravilloso. —La expresión de su rostro se suavizó.
—Desearía… —dije mientras me volvía hacia la ventana.
—¿Qué?
—No lo sé. Desearía, quizá, que no dependieras tanto de Greta. No es bueno
depender tanto de otra persona.
—Ella no te gusta, Mike.
—Sí que me gusta —respondí apresuradamente—. Claro que sí. Pero debes
comprender que para mí es casi una desconocida. Es inútil ocultarlo, creo que estoy
un poco celoso. Siento celos porque tú y ella… quiero decir que antes no comprendía
lo unidas que estabais.
—No estés celoso. Ella fue la única persona que se portó bien conmigo, que me
demostró su afecto, hasta que te conocí.
—Me conociste y te casaste conmigo. —Luego volví a repetir algo que ya había
dicho antes—. Quiero que vivamos juntos y felices el resto de nuestras vidas.
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Capítulo XIII
Intento lo mejor que puedo, aunque eso no es gran cosa, ofrecer una descripción
de las personas que entraron en nuestras vidas, mejor dicho que entraron en la mía
porque, desde luego, ya pertenecían a la vida de Ellie. Nuestro error fue creer que
ellos saldrían de la vida de Ellie. Pero no lo hicieron. No tenían ninguna intención de
hacerlo. Sin embargo, en aquel momento no lo sabíamos.
Mientras tanto, por nuestra parte, la vida seguía adelante. Santonix nos envió un
telegrama para avisarnos de que la casa estaba terminada. Pedía que esperáramos una
semana más. Luego, envió otra en el que decía: «Venid mañana».
Fuimos en coche y llegamos al atardecer. Santonix había oído el coche cuando
subía por el camino privado y nos esperaba delante de la casa. Cuando la vi acabada,
algo dentro de mí dio un brinco como si quisiera atravesar la piel. ¡Era mi casa y por
fin la tenía! Apreté muy fuerte el brazo de Ellie.
—¿Te gusta? —preguntó Santonix.
—Es el no va más —respondí. Algo bastante ridículo de decir pero él me
entendió perfectamente.
—Sí, es lo mejor que he hecho. Os ha costado una fortuna y vale hasta el último
céntimo. He superado todos los presupuestos. Venga, Mike, cógela en brazos y
llévela a través del umbral. ¡Eso es lo que se hace cuando se toma posesión de una
casa con la esposa!
Con el rostro como la grana, levanté a Ellie —que pesaba muy poco— y crucé el
umbral como había sugerido el arquitecto. Al hacerlo, me tambaleé un poco y vi que
Santonix fruncía el entrecejo.
—Ya está —exclamó Santonix—. Se bueno con ella, Mike. Cuídala. No permitas
que sufra ningún daño. No puede cuidar de sí misma, aunque ella crea lo contrario.
—¿Por qué tendría que ocurrirme algo? —preguntó Ellie.
—Porque éste es un mundo cruel y hay muchas personas malas, querida. Lo sé.
He visto a un par por aquí. Las he visto rondando, como buenas ratas que son.
Perdonadme pero alguien tiene que decirlo.
—No nos molestarán —afirmó Ellie—. Todos han regresado a Estados Unidos.
—Quizá —replicó Santonix—, pero el viaje en avión sólo dura unas pocas horas.
—Apoyó las manos sobre los hombros de Ellie. Eran casi piel y hueso, y muy
blancas. El hombre parecía estar cada vez más enfermo—. Yo mismo te cuidaría si
pudiera, pero no puedo. Ya no me queda mucho. Tendrás que defenderte tú sola.
—Acaba de una vez con esas tonterías de las maldiciones gitanas, Santonix, y
enséñanos la casa. Queremos ver hasta el último rincón.
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Así que recorrimos la casa. Algunas de las habitaciones estaban vacías, pero la
mayor parte de las cosas que habíamos comprado: los cuadros, los muebles y las
cortinas estaban allí.
—Todavía no le hemos dado un nombre —exclamó Ellie bruscamente—. No
podemos seguir llamándola The Towers, un nombre ridículo. ¿Cuál era el otro
nombre que mencionaste una vez? —me preguntó—. Algo así como el Campo del
Gitano, ¿no?
—No la llamaremos así —repliqué tajante—. No me gusta ese nombre.
—Es como siempre la han llamado por aquí —manifestó Santonix.
—Los habitantes del pueblo no son más que una pandilla de supersticiosos.
Después, nos sentamos en la terraza a contemplar el panorama y la puesta de sol,
y pensamos en nombres para la casa. Era como un juego. Empezamos muy serios y, a
continuación, comenzamos a pensar en nombres a cuál más ridículo: Final de
Trayecto, Delicia del Corazón, o nombres que sonaban a fondas: Los Pinos, El
Retiro, Miramar. De pronto, se hizo de noche, se levantó un viento helado, y
entramos en la casa. Cerramos las ventanas sin preocuparnos de correr las cortinas.
Habíamos traído viandas para la cena. El personal del servicio no llegaría hasta
mañana.
—Probablemente no les gustará el lugar, dirán que es solitario y querrán
marcharse.
—Entonces será el momento de doblarles el sueldo para que se queden —
comentó Santonix.
—¡Usted cree que se puede comprar a todo el mundo! —replicó Ellie con un tono
divertido.
Nos sentamos a la mesa y nos comimos el paté en croúte y los camarones, todo
acompañado de un buen vino, y nos lo pasamos a lo grande. Incluso Santonix parecía
más fuerte y animado, y en sus ojos se veía la excitación que le dominaba.
Entonces ocurrió de repente. Una piedra rompió el cristal de la ventana y cayó
sobre la mesa. El proyectil destrozó una copa y una astilla de cristal hirió a Ellie en la
mejilla. Por un instante nos quedamos paralizados, pero luego me levanté de un salto,
corrí a la ventana, la abrí y salí a la terraza. No se veía al atacante por ninguna parte,
así que regresé al comedor.
Cogí una servilleta de papel y me incliné sobre Ellie para limpiar el par de gotas
de sangre que asomaban por la herida.
—Ya está. No es nada. La astilla apenas si ha rasgado la piel. Te arderá unos
segundos y luego se te pasará.
Miré a Santonix.
—¿Por qué alguien haría una cosa así? —preguntó Ellie. Parecía atónita ante la
agresión.
—Son los chicos de por aquí —le contesté—. Los gamberros del pueblo.
Seguramente se han enterado de que acabamos de instalarnos. Yo diría que hemos
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tenido suerte de que sólo nos arrojaran una piedra. Podrían haber empleado una
carabina de balines o algo por el estilo.
—¿Por qué nos hacen esto a nosotros? ¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que son unos brutos.
Ellie se levantó bruscamente.
—Estoy asustada. Tengo miedo.
—Mañana haremos unas cuantas averiguaciones. No sabemos gran cosa de la
gente que vive por aquí.
—¿Es porque nosotros somos ricos y ellos pobres? —La pregunta se la formuló a
Santonix como si él pudiera conocer la respuesta mejor que yo.
—No —respondió Santonix—. No creo que sea ésa la razón.
—Entonces es que nos odian. ¿Qué motivos podrían tener para odiarnos? ¿Porque
somos felices?
Una vez más, Santonix meneó la cabeza.
—No —añadió Ellie, como si coincidiera con la opinión del arquitecto—. No, es
otra cosa. Algo de lo que no sabemos nada. El Campo del Gitano. Odiarán a
cualquiera que venga a vivir aquí. Nos perseguirán. Quizás acaben por salirse con la
suya y nos echarán de aquí.
Servía una copa de vino y se la entregué.
—Por favor, Ellie, no digas esas cosas —le supliqué—. Bebe un poco de vino. Ha
sido una cosa muy desagradable, pero debemos considerarlo sólo como una vulgar
gamberrada.
—No lo sé —replicó Ellie, mirándome fijamente—. Alguien pretende echarnos
de aquí, Mike. Expulsarnos de la casa que hemos construido, de la casa que amamos.
—No permitiremos que nos echen. Yo cuidaré de ti. Nada ni nadie te hará el
menor daño.
Mi esposa volvió a mirar a Santonix.
—Usted tiene que saberlo. Estuvo aquí mientras construían la casa. ¿Oyó algún
comentario? ¿Vino por aquí alguien a tirar piedras o interferir de alguna manera con
las obras?
—Es algo difícil de decir —contestó Santonix.
—Entonces, ¿se produjeron accidentes?
—Siempre ocurre algún accidente durante la construcción de una casa. Nada
grave ni trágico. Un hombre que se cae de una escalera, alguien que se lastima un pie,
otro que se hace un corte en un dedo y la herida se infecta…
—¿Nada más que eso? ¿Nada que se pueda considerar como un hecho
premeditado?
—¡No, te juro que no! —afirmó Santonix.
—Te acuerdas de aquella gitana, Mike —dijo Ellie—. El comportamiento tan
extraño y la manera en que me advirtió que no viviera aquí.
—No era más que una pobre mujer trastornada.
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—Hemos construido una casa en el Campo del Gitano. Hemos hecho lo que nos
dijo que no hiciéramos. No permitiré que me echen de aquí —proclamó Ellie con
expresión decidida—. ¡No dejaré que nadie me eche de mi casa!
—Nadie nos echará —le prometí—. Aquí seremos felices.
Lo dije como un reto al destino.
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Capítulo XIV
Así comenzó nuestra vida en el Campo del Gitano. No encontramos otro nombre
mejor para la casa. Aquella primera noche grabó el nombre en nuestras mentes.
—¡La llamaremos el Campo del Gitano y no se hable más! —dijo Ellie—. Será
como un desafío, ¿no te parece? Es nuestra casa y al demonio con la advertencia de la
gitana.
Al día siguiente había recuperado su alegría habitual, y no tardamos en estar
ocupadísimos con el tráfago de instalarnos y también de recorrer la zona y trabar
contacto con los vecinos. Ellie y yo fuimos hasta la casa donde vivía la gitana. Me
pareció que sería una buena cosa si la encontrábamos trabajando en el jardín. Ellie
sólo la había visto una vez, cuando le leyó la buenaventura. En cambio, si ahora la
veía como otra vieja cualquiera atareada en su jardín, cambiaría de opinión.
Lamentablemente, no la vimos. La casa estaba cerrada. Le pregunté a una vecina si se
había muerto, pero la mujer meneó la cabeza.
—Seguramente se habrá ido de viaje. Se va de cuando en cuando. Es una gitana
de verdad, por eso no puede vivir en una casa. Desaparece durante un tiempo y
después vuelve. —Se tocó la sien con un dedo—. No está muy bien de aquí.
Charlamos un rato más y la mujer nos preguntó, haciendo un esfuerzo por
disimular su curiosidad:
—Ustedes vienen de la casa nueva, ¿verdad? La que acaban de construir en lo
alto de la colina.
—Así es —respondí—. Nos trasladamos anoche.
—Es un edificio maravilloso. Todos hemos subido a ver cómo la construían. Es
un gran cambio ver una casa tan bonita allí donde sólo había un bosque sombrío. —
Con cierta timidez le preguntó a Ellie—: Usted es la señora norteamericana, ¿no es
así? Al menos, es lo que nos han dicho.
—Sí, soy norteamericana, o lo era, porque ahora estoy casada con un inglés y, por
lo tanto, ya soy inglesa.
—Así que han venido para instalarse y vivir aquí.
Le respondimos que así era.
—Bueno, espero que les agrade. Estoy casi segura de que sí. —Su tono reflejaba
ciertas dudas.
—¿Por qué no debería agradarnos?
—Es que allá arriba es un poco solitario. A las personas no siempre les agrada
vivir en un lugar solitario rodeado de árboles.
—El Campo del Gitano —dijo Ellie.
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—Ah, ustedes conocen el nombre que le damos aquí. Pero la casa que estaba
antes allí se llamaba The Towers. La verdad es que no sé porqué. No tenía ninguna
torre, al menos desde que yo nací.
—Creo que The Towers es un nombre ridículo —opinó Ellie—. Nosotros la
llamaremos el Campo del Gitano.
—Tendremos que decírselo a la oficina de correos —intervine— o no recibiremos
ninguna carta.
—No, supongo que no.
—Aunque pensándolo bien —añadí—, ¿qué más da, Ellie? ¿No sería mucho
mejor que no recibiéramos correspondencia alguna?
—Podría traernos un sinfín de complicaciones —replicó ella—. Tampoco
recibiríamos las facturas.
—Eso sería magnífico.
—No, te equivocas. No tardarían en aparecer los alguaciles del juzgado y
acamparían delante de nuestra casa hasta que no liquidáramos las deudas. De todas
maneras, no me gustaría dejar de recibir correspondencia. Quiero tener noticias de
Greta.
—Olvídate de Greta. Vamos a continuar con nuestras exploraciones.
Así que exploramos Kingston Bishop. Era un pueblo bonito, con personas
agradables en las tiendas. No había nada siniestro en aquel lugar. A nuestro servicio
doméstico no le hizo mucha gracia, pero muy pronto arreglamos que un par de coches
de alquiler los llevaran hasta la playa más cercana o a Market Chadwell en los días
libres. No les entusiasmaba la ubicación de la casa, pero toda aquella historia de las
supersticiones les traía sin cuidado. Le comenté a Ellie que nadie podía decir que la
casa estaba embrujada porque la acababan de construir.
—No —manifestó Ellie—, no es la casa. No hay nada malo en la casa. Es en el
exterior. Es en la carretera donde hay esa curva entre los árboles y aquella parte un
tanto lóbrega del bosque donde apareció aquella mujer y casi me muero del susto.
—No te preocupes. El año que viene podríamos ordenar que talaran los bosques y
plantar flores.
Continuamos haciendo planes.
Greta vino a pasar con nosotros un fin de semana. Estaba entusiasmada con la
casa y nos felicitó por nuestro buen gusto a la hora de comprar los cuadros, escoger
los muebles y elegir los colores de la pintura. Se comportó con mucho tacto. Pasado
el fin de semana dijo que no quería molestar más a una pareja de recién casados y
que, de todas maneras, tenía que regresar a su trabajo.
Ellie disfrutó mostrándole la casa. Era evidente el gran afecto que sentía por
Greta. Yo procuré comportarme de la forma más amable y natural posible, pero no
niego que me alegró verla marchar de regreso a Londres porque su presencia me
ponía tenso.
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Al cabo de un par de semanas, la gente del pueblo ya nos había aceptado y
tuvimos la ocasión de conocer a Dios. Vino a visitarnos una tarde. Ellie y yo
estábamos discutiendo sobre el mejor lugar para un seto cuando nuestro mayordomo,
un tipo correcto aunque para mí un poco teatral, salió de la casa para anunciarnos que
el comandante Phillpot se encontraba en el recibidor. Fue entonces cuando le susurré
a Ellie: «¡Dios!». Ella me preguntó a quién me refería.
—Es así como le trata la gente del pueblo.
Entramos en casa y allí estaba el comandante Phillpot. Era un hombre agradable,
sesentón y sin ningún detalle de especial relevancia. Vestía ropas de campo un tanto
raídas, tenía el pelo gris y un pequeño bigote hirsuto. Se disculpó por la ausencia de
su esposa. Al parecer, era una mujer enferma o invalida. Se sentó y conversó con
nosotros. No dijo nada de una importancia especial. Tenía el don de hacer que las
personas se sintieran cómodas. No hizo ninguna pregunta directa, pero no tardó en
descubrir cuáles eran nuestras aficiones. Habló conmigo de las carreras de caballos y
con Ellie sobre el jardín y las plantas que florecían mejor en este suelo. Había viajado
a Estados Unidos en un par de ocasiones. También se enteró de que a Ellie, si bien no
le interesaban gran cosa las carreras, sí le encantaba montar a caballo. Le recomendó
que, si pensaba tener caballos, utilizara un camino a través del bosque de pinos que
conducía hasta una amplia extensión de páramos donde se podía galopar a gusto.
Después llegamos al tema de nuestra casa y de las historias sobre el Campo del
Gitano.
—Veo que conocen el nombre que le dan en el pueblo —dijo— y supongo que
también todas las supersticiones de los lugareños.
—La mayoría son advertencias gitanas —señalé—. Yo diría que se pasan un poco
de la raya, y todas tienen el mismo portavoz: la vieja Mrs. Lee.
—Vaya —exclamó Phillpot—. La pobre Esther. A veces se hace un poco pesada,
¿verdad?
—Está un poco trastornada, ¿no?
—No tanto como quiere aparentar. Me siento más o menos responsable de la
pobre. La instalé en aquella casa, aunque nunca me lo ha agradecido. Le tengo
aprecio a la vieja, pero reconozco que a veces resulta un incordio.
—¿Se refiere a lo de la buenaventura?
—No, eso no tiene importancia. ¿Por qué? ¿Les dijo a ustedes la buenaventura?
—No sé si llamarlo de esa manera —replicó Ellie—. En realidad, fue una
advertencia para que no nos instaláramos aquí.
—Eso sí que es extraño. —El comandante enarcó las cejas hirsutas—. Por lo
general, a todo el mundo le pinta un futuro maravilloso. Un apuesto extranjero, un
matrimonio feliz, media docena de hijos y dinero en el banco, una bella dama —
manifestó, imitando a la perfección la voz de la vieja—. Los gitanos acampaban por
estos alrededores cuando yo era niño. Les cogí cariño, aunque eran todos unos
ladrones. Pero siempre me he sentido atraído por ellos. Son unas personas excelentes,
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siempre y cuando no esperes que respeten la ley. Mi familia siempre se ha sentido en
deuda con Mrs. Lee. Le salvó la vida a un hermano mío cuando era pequeño. Le
rescató de un estanque helado. Se rompió el hielo y se hubiera ahogado de no haber
sido por la vieja gitana.
Hice un movimiento brusco y tumbé un cenicero de cristal que estaba sobre la
mesa. Se hizo añicos.
Recogí los fragmentos con la ayuda del comandante.
—Supongo que en realidad Mrs. Lee debe ser una persona bastante inofensiva —
opinó Ellie—. Fui muy tonta al asustarme tanto.
—¿La asustó? —Phillpot volvió a enarcar las cejas—. ¿Llegó a asustarla?
—No me extraña que se asustara —intervine rápidamente—. La verdad es que
fue más una amenaza que una advertencia.
—¡Una amenaza! —exclamó el viejo con incredulidad.
—Eso es lo que me pareció. Después, la primera noche que pasamos aquí ocurrió
algo más.
Le narré el episodio de la piedra que habían arrojado contra la ventana, la copa
rota y el pequeño corte en la mejilla de Ellie.
—Mucho me temo que cada día hay más gamberros —opinó Phillpot—, aunque
no tantos como en otros lugares. Sin embargo, aquí también ocurren estos episodios
tan desagradables. —Miró a Ellie—. Lamento mucho que se asustara. Comprendo
que ha tenido que ser una experiencia muy desagradable, máxime cuando se trataba
de su primera noche en esta casa.
—Ya lo he superado —manifestó Ellie—. Además, no fue únicamente aquello.
Hubo algo más que ocurrió poco después.
Una vez más me tocó relatar el incidente. Una mañana, al salir de la casa,
encontramos un pájaro ensartado en una navaja y una nota donde alguien había
escrito con una letra tosca: «Váyanse de aquí si saben lo que les conviene».
Esta vez, Phillpot pareció enfadado de verdad.
—Tendrían que haber informado ustedes a la policía.
—Decidimos no hacerlo —contesté—. Después de todo, sólo hubiera servido
para que nuestro desconocido agresor nos cogiera más inquina.
—Ese tipo de cosas tienen que ser castigadas —afirmó el comandante, adoptando
su papel de juez—. De lo contrario, el autor continuará con su mala acción. Creerá
que es algo divertido. Sólo que esto pasa de la raya. Es desagradable, malicioso.
Además —agregó como si estuviera hablando para él mismo—, no creo que nadie de
por aquí tenga algún rencor contra ustedes, me refiero a una cuestión personal.
—No, es imposible, porque ambos somos unos absolutos desconocidos en este
pueblo.
—Me ocuparé del asunto —manifestó el comandante. Se levantó dispuesto a
marcharse—. Saben, me gusta esta casa. La verdad creía que no me iba a gustar. Soy
un poco chapado a la antigua. Me gustan las casas antiguas y la manera que tenían de
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construir en el pasado. No me gustan en lo más mínimo esos edificios que parecen
cajas de zapatos que están construyendo por todo el país. Parecen colmenas. Me
gustan las casas con adornos, con un poco de gracia, pero ésta me gusta. Es sencilla,
moderna, tiene estilo y mucha luz. Cuando miras al exterior, ves las cosas de una
manera diferente a como las veías antes. Es interesante, muy interesante. ¿Quién la
diseñó? ¿Un arquitecto inglés o uno extranjero?
Le hablé de Santonix.
—Creo haber leído algo sobre él en alguna parte. ¿Puede haber sido en Home &
Gardens?
Le comenté que era bastante conocido.
—Me gustaría conocerle, aunque supongo que no tendríamos mucho tema de
conversación. No soy experto en cuestiones de arquitectura.
Luego nos dijo que fijáramos un día para comer con él y su esposa.
—Tendrán ocasión de ver mi casa.
—¿Es una casa antigua?
—La construyeron en 1720. Un buen período. La casa original era isabelina. La
destruyó un incendio en 1700 y construyeron la actual en el mismo lugar.
—¿Siempre han vivido allí? —No me refería a él personalmente desde luego,
pero él me entendió.
—Sí. Llevamos aquí desde el reinado de Isabel I. Hemos tenido tiempos de
prosperidad y otros de apuros económicos. Hemos vendido tierras cuando las cosas
iban mal y las volvimos a comprar cuando las cosas mejoraron. Me gustará mucho
enseñársela. —Miró a Ellie y le sonrió—. Sé que a los norteamericanos les gustan las
casas antiguas. —Después me miró—. Es a usted a quien probablemente no le
gustará.
—La verdad es que no puedo decir que sepa gran cosa de casas antiguas.
Se marchó. En el coche le esperaba un spaniel. Era un coche viejo con la pintura
en mal estado, pero ahora comenzaba a ver las cosas con más claridad. Sabía que en
este pueblo le seguían considerando Dios, y que nos había dado su aprobación. Le
gustaba Ellie, y creo que yo no le había caído mal, aunque había advertido sus
miradas, como si tuviera que tomar una decisión sobre algo que acababa de tener
claro.
Ellie estaba recogiendo los fragmentos del cenicero cuando volví a entrar en la
casa.
—Lamento que se haya roto —manifestó apenada—. Me gustaba.
—Conseguiremos otro idéntico. Es moderno.
—¡Lo sé! ¿Qué te sobresaltó, Mike?
Medité unos segundos antes de responderle.
—Algo que dijo Phillpot. Me hizo recordar algo que ocurrió cuando era un crío.
Un día fui a patinar a un estanque con un amigo. No nos dimos cuenta de que la capa
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de hielo no aguantaría el peso. Mi amigo se hundió en medio del estanque y se ahogó
antes de que alguien pudiera socorrerlo.
—Qué cosa más horrible.
—Así es. Lo había olvidado hasta que Phillpot mencionó que su hermano había
estado a punto de correr la misma suerte.
—Me parece una persona encantadora. ¿A ti te ha caído bien, Mike?
—Sí, lo encuentro muy agradable. Me pregunto cómo será su esposa.
Fuimos a comer con los Phillpot a principios de la semana siguiente. Vivían en
una casa georgiana blanca, de líneas bonitas pero nada extraordinaria. El interior
transmitía una sensación de comodidad. Las paredes del amplio comedor estaban
adornadas con cuadros de los antepasados. La mayoría de las pinturas me parecieron
bastante malas, aunque podrían haber tenido mejor aspecto si alguien se hubiera
preocupado de quitarles la mugre. Había un cuadro de una muchacha rubia vestida de
satén rosa que me gustó.
—Ha escogido uno de los mejores —me comentó el comandante con una sonrisa
—, es un Gainsborough, y bastante bueno por cierto, aunque esa muchacha provocó
cierto revuelo en su época. Sospechaban que había envenenado a su marido. Quizá
sólo fue una cuestión de prejuicios porque se trataba de una extranjera. Gervase
Phillpot se casó con ella en algún país que no recuerdo.
Habían invitado a un puñado de vecinos para que los conociéramos. Uno era el
doctor Shaw, un hombre mayor, de modales amables y aspecto cansado, que tuvo que
marcharse antes de acabar de comer; estaba el vicario, joven y entusiasta; una mujer
de voz autoritaria que criaba corgis, una raza de pequeños perros galeses; también
estaba una joven morena, alta y muy guapa, llamada Claudia Hardcastle, quien
parecía vivir para los caballos y que padecía de una alergia que le provocaba
violentos ataques de fiebre del heno.
Claudia y Ellie se hicieron amigas casi en el acto.
A Ellie le encantaba montar y también padecía una alergia.
—En mi país lo que más me afecta es la hierba cana, pero también en ocasiones
me la provocan los caballos. La verdad es que tampoco me produce grandes
problemas porque en la actualidad los médicos te recetan algunas cosas fantásticas
para todo tipo de alergias. Te daré algunas de mis pastillas, son de un color naranja
vivo. Si te acuerdas de tomarlas antes de que comience el ataque, no estornudas
nunca.
Claudia opinó que sería algo maravilloso.
—Los camellos me producen más alergia que los caballos —comentó—. El año
pasado estuve en Egipto y no dejé de llorar ni un segundo en todo el camino de ida y
vuelta a las pirámides.
Ellie dijo que algunas personas tenían el mismo problema con los gatos y las
almohadas. Ambas habían encontrado un filón inagotable.
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A mí me sentaron junto a Mrs. Phillpot, una mujer alta, delgada y que hablaba
exclusivamente de su salud entre plato y plato. Me hizo un relato completo de todos
sus males y de la perplejidad de los más eminentes miembros de la profesión médica
ante las dificultades de su caso. De vez en cuando hacía una digresión y me
preguntaba qué hacía. Eludí responderle, y entonces intentó averiguar, sin mucho
entusiasmo, a quién conocía. Le podría haber contestado la verdad y decirle: «A
nadie», pero me pareció prudente contenerme, sobre todo porque ella no era una
auténtica esnob y tampoco le interesaba saberlo. La señora de los perros, no recuerdo
su apellido, fue mucho más concienzuda en sus averiguaciones, pero conseguí
desviarla hacia un tema mucho menos comprometido para mí y mucho más
interesante para ella, como era la incapacidad y la supina ignorancia de los
veterinarios. Todo resultó muy amable y plácido aunque un tanto aburrido.
Más tarde, mientras paseábamos por el jardín, Claudia Hardcastle se acercó a mí.
—Mi hermano me ha hablado de usted —me dijo de una manera un tanto brusca.
La miré sorprendido. No me parecía posible que conociera a un hermano de la
mujer.
—¿Está usted segura?
Claudia me miró con una expresión divertida.
—Es el hombre que le construyó su casa.
—¿Me está diciendo que Santonix es su hermano?
—Hermanastro. No le conozco muy bien. Sólo nos vemos muy de cuando en
cuando.
—Es una persona maravillosa.
—Eso dicen algunos.
—¿Usted no?
—No estoy muy segura. Es un hombre con dos facetas. Hubo un tiempo en el que
parecía hundido del todo. La gente no quería tener ningún trato con él. Después,
comenzó a cambiar y alcanzó un éxito extraordinario en su profesión. Fue como si
hubiese estado… —buscó la palabra— predestinado.
—Creo que sí.
Después le pregunté si había visto nuestra casa.
—No. Estuve allí mientras la construían, pero no la he visto acabada.
Le dije que debía ir a verla.
—Se lo advierto, no me gustará. No me gustan las casas modernas. Mi período
favorito es el reina Ana.
Comentó que presentaría a Ellie en el club de golf y que saldrían a cabalgar
juntas. Ellie pensaba comprar un caballo, quizá más de uno. Al parecer, se habían
hecho amigas.
Cuando Phillpot me estaba mostrando los establos, me contó un par de cosas
sobre Claudia.
—Es una amazona excelente. Es una lástima que echara a perder su vida…
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—¿Sí?
—Se casó con un hombre rico, mucho mayor que ella. Un norteamericano
llamado Lloyd. No funcionó. Se separaron casi en el acto. Ella volvió a usar el
apellido de soltera. No creo que vuelva a casarse. Se ha convertido en una enemiga
acérrima de los hombres. Es una pena.
En el camino de regreso a casa, Ellie comentó:
—Aburrida pero agradable. Son buena gente. Vamos a ser muy felices aquí,
¿verdad, Mike?
—Ya lo somos —respondí, apartando una mano del volante para coger la suya.
Cuando llegamos, dejé a Ellie en la casa y fui a guardar el coche en el garaje.
Mientras cruzaba el jardín, oí rasguear la guitarra de Ellie. Poseía una vieja y
hermosa guitarra española que debió costar mucho dinero. Tenía una voz muy bonita,
era un placer escucharla cantar. Yo no conocía la mayoría de las canciones, creo que
eran canciones negras y viejas baladas escocesas e irlandesas, muy dulces y un tanto
tristes. No era música pop ni nada de ese estilo. Quizás eran canciones folclóricas.
Llegué a la terraza y me detuve a escuchar junto a la ventana.
Ellie cantaba una de mis canciones favoritas. No recuerdo el título. Cantaba en
voz muy baja, con la cabeza inclinada sobre la guitarra y pulsaba las cuerdas con
mucha suavidad. Era una canción bastante triste.
El hombre fue hecho para la alegría y la pena y cuando nosotros lo sabemos bien, por la vida
avanzamos con seguridad. Todas las noches y todas las mañanas unos nacen para la miseria. Todas las
noches y todas las mañanas otros nacen para el dulce placer. Unos nacen para el dulce placer, otros nacen
para la noche eterna.
Todas las noches y todas las mañanas otros nacen para el dulce placer. Unos nacen para el dulce placer,
otros nacen para la noche eterna.
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—Canta la canción de la mosca —le pedí, y ella me complació cantando una
alegre tonada que invitaba a bailar:
Pequeña mosca,
tu juego veraniego
mi mano despreocupada
ha acabado.
¿No soy yo
una mosca como tú?
¿No eres tú
un hombre como yo?
Pues yo bailo,
bebo, y canto,
hasta que una ciega mano
rompa mis alas.
Sí el pensamiento es vida,
fuerza y aliento,
el ansia
del pensamiento es la muerte.
Entonces yo soy una mosca feliz.
Si vivo o si muero.
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Capítulo XV
Es asombroso cómo en este mundo las cosas nunca salen de la manera que
esperas. Nos habíamos trasladado a nuestra casa, vivíamos allí y nos habíamos
alejado de todos tal como había querido y planeado. Sólo que no nos habíamos
alejado de nadie. Las cosas nos abrumaban desde el otro lado del océano.
En primer lugar, estaba la condenada madrastra de Ellie. Enviaba cartas y
telegramas y le pedía a Ellie que fuera a recorrer las agencias inmobiliarias. Decía
estar tan fascinada por nuestra casa que sentía la necesidad imperiosa de tener una
casa propia en Inglaterra. Declaraba que le encantaría pasar un par de meses al año en
Inglaterra. Prácticamente con el último telegrama se presentó en casa y tuvimos que
acompañarla por toda la región para visitar las casas que llevaba anotadas en una
larga lista. Al final, se decidió más o menos por una. Estaba a unas quince millas de
la nuestra. No queríamos tenerla tan cerca, nos parecía detestable, pero no podíamos
decírselo. Mejor dicho, de nada hubiera servido porque eso no le hubiera impedido en
absoluto hacer su voluntad. No podíamos ordenarle que no se comprara una casa; eso
era lo último que Ellie hubiese podido hacer. Yo lo sabía. Sin embargo, mientras su
madrastra esperaba el informe de un perito, llegaron otros telegramas.
Al parecer, el tío Frank se había metido en un embrollo. Algo ilegal y
fraudulento, por lo que pude entender, y haría falta mucho dinero para sacarle con
bien de todo aquel lío. Lippincott y Ellie intercambiaron no sé cuántos telegramas.
Después, surgieron problemas entre Stanford Lloyd y Lippincott, y riñeron por
algunas de las inversiones de Ellie. Yo había creído, llevado por la ignorancia y la
credulidad, que las personas que vivían en Estados Unidos se encontraban muy lejos.
Nunca me había dado cuenta de que, para los parientes y administradores de Ellie, era
de lo más normal volar a Inglaterra para una estancia de veinticuatro horas y después
regresar a su casa. Primero se presentó Stanford Lloyd y luego fue Lippincott quien
hizo el viaje.
Ellie tuvo que ir a Londres para reunirse con ellos. Yo seguía sin entender nada de
asuntos financieros. Creo que todo el mundo ponía mucho cuidado en todo lo que se
decía, pero al parecer estaba relacionado con la liquidación de los fideicomisos, y la
siniestra sugerencia de que Lippincott había demorado el asunto o de que era
Stanford Lloyd quien se retrasaba en la entrega de las cuentas.
En los momentos de paz entre estas preocupaciones, Ellie y yo descubrimos
nuestro templete. En realidad no habíamos tenido tiempo de investigar toda nuestra
propiedad, sólo la parte que rodeaba la casa. Acostumbrábamos a meternos por uno
de los muchos senderos que se adentraban en el bosque y caminábamos hasta el final.
Un día seguimos uno que estaba tan cubierto de maleza que costaba trabajo
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distinguirlo, pero no nos desanimamos y, al final, fuimos a parar a lo que Ellie llamó
un «capricho». Se trataba de un templete blanco y aspecto ridículo. Estaba en
bastante buenas condiciones así que mandamos limpiar y pintar, pusimos una mesa,
unas cuantas sillas, un diván y una vitrina para guardar las copas, la vajilla y algunas
botellas. Resultaba divertido. Ellie propuso que hiciéramos despejar el sendero para
que no costara tanto trabajo subir. Yo me opuse y afirmé que sería mucho más
divertido que nadie lo conociera excepto nosotros. Ellie lo consideró como una idea
muy romántica.
«Desde luego, no se lo diremos a Cora», anuncié y Ellie estuvo de acuerdo.
Fue entonces, mientras bajábamos del templete, no la primera vez sino más tarde,
después de la marcha de Cora y cuando confiábamos en vivir tranquilos otra vez,
cuando Ellie, que bajaba brincando como una niña, tropezó con la raíz de un árbol y
se torció un tobillo.
Llamamos al doctor Shaw y diagnóstico que era una lesión dolorosa, pero que
Ellie tendría bastante con una semana de reposo para recuperarse totalmente. Ellie
mandó llamar a Greta y yo no pude poner ninguna objeción. No había nadie que
pudiera atenderla correctamente, me refiero a una mujer. Las criadas eran bastante
inútiles y, en cualquier caso, Ellie quería a Greta, así que se hizo su voluntad.
Greta vino y, desde luego, fue una bendición para Ellie. También para mí hasta
cierto punto. Ella se encargó de poner las cosas en orden y de mantener la casa en
marcha. Fue entonces cuando los sirvientes anunciaron que se despedían. Pusieron
como excusa el que les resultaba un lugar demasiado solitario, pero yo creo que la
presencia de Cora los había trastornado. Greta puso anuncios en los periódicos y
consiguió otra pareja casi de inmediato. Greta cuidaba del tobillo de Ellie, la
entretenía, le buscaba cosas que sabía que le gustaban, libros, frutas y cosas por el
estilo, y de las que yo no sabía nada. Parecían ser muy felices juntas y Ellie estaba
encantada de tener a Greta con ella. No sé muy bien como fue, pero la cuestión es que
Greta no se marchó. Ellie me dijo: «No te importa que Greta se quede unos días más,
¿verdad?», a lo que tuve que responder: «No, por supuesto que no». «Es muy
agradable tenerla aquí —añadió Ellie—. Verás, hay tantas cosas femeninas que
podemos hacer juntas. Llegas a sentirte muy sola si no tienes a otra mujer cerca».
Me di cuenta de que, a medida que pasaban los días, Greta iba haciéndose más
con el mando, daba órdenes y se comportaba como la señora de la casa. Yo hacía ver
que me agradaba tener a Greta en casa, pero un día, mientras Ellie se encontraba en la
sala descansando con el pie en alto y Greta y yo estábamos en la terraza, nos
enzarzamos en una terrible discusión. No recuerdo muy bien cómo empezó. Supongo
que Greta dijo algo que me molestó y yo le repliqué. De inmediato, ambos
comenzamos a decirnos de todo a voz en grito. Ella me soltó las barbaridades más
tremendas y por mi parte no me corté ni un pelo. Le dije que era una mujer mandona
y desagradable, que ejercía demasiada influencia en Ellie y que no estaba dispuesto a
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soportar que la tratara como si fuera su criada. Así seguimos hasta que Ellie apareció
cojeando en la terraza.
—Cariño, lo siento —me disculpé en el acto—. Lo siento mucho.
Ayudé a Ellie a entrar en la sala y la acomodé en el sofá.
—No me había dado cuenta —dijo Ellie—. No me había dado cuenta en absoluto
de que te molestara tanto tener a Greta aquí.
Hice todo lo posible por tranquilizarla y le dije que no debía hacer caso, que
sencillamente había perdido los estribos, que a veces no sabía contenerme, que todo
el problema se reducía a que, desde mi punto de vista, Greta era demasiado
aficionada a dar órdenes. Quizás era algo comprensible porque nadie le había dicho
lo contrario. Al final, manifesté que en realidad Greta me caía muy bien, y que la
razón del estallido era que me sentía intranquilo y preocupado por su bienestar. O sea
que acabé casi rogándole a Greta que se quedara.
La cuestión es que habíamos dado todo un espectáculo. Creo que muchas otras
personas de la casa habían escuchado la pelea. Estaba seguro de que nuestro nuevo
mayordomo y su esposa no se habían perdido palabra. Grito mucho cuando me
enfado y creo que en esta ocasión exageré. Yo soy así.
Greta parecía empeñada en preocuparse mucho por la salud de Ellie, diciendo que
no debía hacer esto o aquello.
—No es muy fuerte, sabes —me dijo.
—A Ellie no le pasa nada —repliqué—. Es fuerte como un roble.
—No, no lo es, Mike. Es delicada.
La próxima vez que vino el doctor Shaw para ver cómo seguía la lesión del
tobillo, le dijo que ya estaba curada, aunque debía tener la precaución de utilizar una
tobillera si salía a caminar por terreno escabroso. Aproveché para sacar el tema de la
salud de mi mujer y reconozco que lo hice con bastante torpeza.
—Ellie está bien, ¿verdad, doctor?
—¿Quién dice que no lo está? —El doctor Shaw era uno de esos médicos que rara
vez se encuentran hoy en día y que, por cierto, era conocido en el pueblo como
«Confíe en la naturaleza Shaw»—. Bajo mi punto de vista médico —añadió—, puedo
asegurarle que no le pasa nada malo. Cualquiera se puede torcer un tobillo.
—No me refería al tobillo. Me preguntaba si no tendrá el corazón débil o algo así.
Me miró por encima de las gafas.
—No comience a imaginarse cosas, joven. ¿Por qué se le ha metido esa idea en la
cabeza? Usted no parece de esos que se preocupan por las enfermedades femeninas.
—Sólo es algo que me dijo miss Andersen.
—Ah, miss Andersen. ¿Qué sabe ella al respecto? ¿Acaso tiene algún título
médico?
—No que yo sepa.
—Su esposa es una mujer muy rica —prosiguió—, o al menos eso comentan en el
pueblo. Claro que la gente siempre cree que todos los norteamericanos lo son.
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—Es rica.
—En ese caso debe tener presente una cosa. Las mujeres ricas son las que, en
muchos aspectos, se llevan la peor parte. Siempre hay algún médico que les receta
polvos, píldoras, estimulantes o sedantes, medicamentos de los que, por regla general,
podrían prescindir sin el menor problema. Si se fija, verá que las mujeres del pueblo
están muy sanas porque ninguna de ellas se preocupa en demasía por su salud.
—Sé que ella toma unas cápsulas.
—Le haré una revisión general si usted quiere. Así, de paso, me enteraré de las
porquerías que le han recetado. Le advierto que no es la primera vez que le digo a
alguien: «Tire toda esa basura a la papelera».
Shaw habló con Greta antes de marcharse.
—Mr. Rogers me pidió que examinara a su esposa. Su estado de salud es normal
y quizá le venga bien hacer un poco más de ejercicio al aire libre. ¿Qué
medicamentos toma?
—Toma unas tabletas cuando está fatigada y otras para dormir si las necesita.
Greta y Shaw fueron a echar una ojeada a los medicamentos de Ellie. Mi esposa
los observaba sonriente.
—No tomo todas esas cosas, doctor —le dijo—. Sólo las cápsulas para la alergia.
Shaw miró las cápsulas, leyó la composición y declaró que no tenían nada de
malo, y pasó a las pastillas para dormir.
—¿Tiene problemas para conciliar el sueño?
—No desde que vivo en el campo. Creo que no he tomado ni una sola pastilla
desde que estoy aquí.
—Bueno, bueno, eso está muy bien. —Le dio una palmadita en un hombro—. No
tiene usted absolutamente nada, querida. Yo diría que, en ocasiones, tiende a
preocuparse en exceso. Eso es todo. Estas cápsulas son muy suaves. Hay muchísimas
personas que las toman en la actualidad y no les hacen ningún daño. Siga tomándolas
si quiere, pero deje en paz las píldoras para dormir.
—La verdad es que no entiendo el motivo de mi preocupación —me disculpé con
Ellie—. Supongo que fue por algo que dijo Greta.
—Ah. —Ellie se rió—. Greta siempre se preocupa por las cosas que tomo. Ella
nunca toma nada. Haremos una limpieza en el botiquín y tiraremos la mayoría de lo
que hay.
Ellie se estaba haciendo amiga de la mayoría de nuestros vecinos. Claudia
Hardcastle venía bastante a menudo y, de vez en cuando, salía a cabalgar con Ellie.
Yo no montaba. Toda mi vida me había ocupado de los coches y de su mecánica. No
sabía ni una palabra de caballos a pesar de haber limpiado establos durante un par de
semanas en Irlanda. Así y todo, tenía pensado que, cuando estuviéramos en Londres,
iría a algún club hípico de lujo y aprendería a montar correctamente. No quiero
empezar aquí, estoy seguro de que la gente se reiría al verme. Considero que está
muy bien para Ellie ya que disfruta muchísimo montando.
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Greta la animaba, aunque ella tampoco sabía ni media palabra de caballos.
Ellie y Claudia fueron a una venta y, aconsejada por Claudia, mi esposa se
compró un caballo, un zaino llamado Conquer. Le insistí a Ellie para que tuviera
mucho cuidado cuando saliera a cabalgar sola, pero se rió de mí.
—Llevo cabalgando desde que tenía tres años —manifestó.
Así que salía a cabalgar dos o tres veces por semana. Greta cogía el coche y se
marchaba a Market Chadwell para hacer las compras.
—¡Tú y tus gitanos! —comentó un día Greta a la hora de la comida—. Esta
mañana me tropecé con una vieja espantosa. Apareció de pronto en medio de la
carretera. Estuve a punto de atropellarla y ella tan tranquila. Tuve que frenar en seco
justo cuando subía la colina.
—¿Por qué? ¿Qué quería?
Ellie nos escuchaba pero sin participar en la conversación. Sin embargo, me
pareció que estaba preocupada.
—La muy desvergonzada me amenazó —respondió Greta.
—¿Te amenazó?
—Verás, me dijo que me marchara de aquí. «Ésta es tierra gitana. Váyase.
Váyanse todos. Márchese si quiere estar a salvo. —Después levantó un puño y lo
agitó delante de mi cara—. Si la maldigo, nunca más volverá a tener buena suerte.
Vienen aquí, compran nuestras tierras y edifican casas. No queremos casas en un
lugar donde tendrían que estar nuestras tiendas».
Greta contó muchas más cosas. Más tarde, Ellie me comentó con una expresión
preocupada:
—Resulta bastante extraño, ¿no crees, Mike?
—Creo que Greta estaba exagerando un poco.
—No me acaba de convencer —añadió Ellie—. Me pregunto si Greta no se habrá
inventado una parte.
—¿Por qué iba a hacer algo así? —repliqué, para después preguntarle
bruscamente—. Por casualidad, no habrás visto a Esther últimamente, ¿verdad? Me
refiero a cuando sales a cabalgar.
—¿La gitana? No.
—No lo dices muy segura, Ellie.
—Creo haberla atisbado, ya sabes, oculta entre los árboles, pero nunca con la
suficiente claridad como para saber a ciencia cierta si era ella.
Sin embargo, al cabo de un par de días, Ellie regresó pálida y temblorosa de su
cabalgada. La vieja había salido repentinamente de entre los árboles. Ellie había
detenido el caballo para hablar con ella. Me comentó que la gitana hacía gestos
amenazadores y no dejaba de murmurar imprecaciones.
—Esta vez me puse realmente furiosa —manifestó Ellie—. Le dije: «¿Qué busca
aquí? Esta tierra no le pertenece. En nuestra tierra y nuestra casa», y ella me
respondió: «Nunca será su tierra y nunca le pertenecerá. Se lo advertí una vez y se lo
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advierto de nuevo: no pienso volvérselo a repetir. Ahora ya no tardará mucho,
créame. Veo a la Muerte. Ahora está detrás de su hombro izquierdo. Es la Muerte
quien está junto a usted y la Muerte se la llevará. Ese caballo que monta tiene una
pata blanca. ¿No sabe que trae mala suerte montar un caballo con una pata blanca?
¡Veo a la Muerte y cómo se derrumba esa gran casa que se ha construido!».
—¡Esto tiene que acabar! —exclamé enojado.
Esta vez Ellie no se rió. Tanto ella como Greta parecían asustadas. Sin perder ni
un instante, me fui al pueblo. Primero me acerqué a la casa de Mrs. Lee. Comprobé
que no había nadie y entonces me dirigí a la comisaría. Conocía al sargento Keene,
un hombre amable y sensato. Me escuchó con atención.
—Lamento mucho que tenga usted estos trastornos —manifestó—. Es una mujer
muy vieja y a veces se hace pesada. En realidad, nunca nos ha ocasionado problemas.
Hablaré con ella y le diré que deje de molestarles.
—Se lo agradezco.
—No me gusta sugerir nada —añadió el sargento tras un momento de duda—,
pero hasta donde usted sabe, Mr. Rogers, ¿hay alguien de por aquí que podría tenerle,
quizá por algún motivo trivial, cierta inquina a usted o a su esposa?
—Diría que es muy poco probable. ¿Por qué lo pregunta?
—Verá, en los últimos tiempos, Mrs. Lee parece disponer de abundante dinero, y
no sé de dónde lo consigue.
—¿Qué quiere decir?
—Bien podría darse el caso de que alguien le estuviera pagando, alguien que
quiere hacerles marchar de aquí. Hace muchos años ocurrió un incidente parecido. La
vieja aceptó dinero de alguien del pueblo para espantar a uno de los vecinos. Hizo lo
mismo: amenazas, advertencias, la historia del mal de ojo. La gente de los pueblos es
supersticiosa. Se sorprendería usted de la cantidad de pueblos en Inglaterra que se
vanaglorian de tener una bruja. En aquella ocasión le hicimos una advertencia y, por
lo que yo sé, nunca volvió a intentarlo desde entonces, pero todo es posible. Le tiene
mucho apego al dinero. Es capaz de hacer cualquier cosa si se la paga bien.
A mí me pareció una idea un tanto descabellada. Le señalé a Keene que nosotros
éramos unos absolutos desconocidos para la gente del pueblo.
—Todavía no hemos tenido tiempo de hacernos con enemigos.
Preocupado y perplejo, regresé a casa dando un paseo. Al llegar a la terraza, oí los
suaves acordes de la guitarra de Ellie. Una figura alta, que se encontraba junto a la
ventana, se volvió y se acercó a mí. Por un momento, creí que se trataba de la gitana
de marras, pero entonces me tranquilicé al comprobar que era nada menos que
Santonix.
—¡Ah, eres tú! —exclamé—. ¿De dónde ha salido? Hace tiempo que no tenemos
noticias tuyas.
No hizo caso de mis palabras. Me cogió por el brazo y me llevó lejos de la
ventana.
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—¡Así que ella está aquí! —comentó—. No me sorprende. Estaba seguro de que
acabaría por instalarse. ¿Por qué se lo permitiste? Es peligrosa. Tú tendrías que
saberlo.
—¿Te refieres a Ellie?
—No, no, no me refiero a Ellie. ¡A la otra! ¿Cómo se llama? Greta.
Le miré sorprendido.
—Tú sabes cómo es Greta, ¿o no te has dado cuenta? Está aquí. ¡Ha tomado
posesión! Ahora no podrás librarte de ella. Ha venido para quedarse.
—Ellie se torció el tobillo —repliqué—. Greta vino para cuidarla. Supongo que
no tardará en marcharse.
—Tú no entiendes nada de nada. Siempre tuvo la intención de venir a instalarse
aquí. Lo sé. Le descubrí el juego cuando apareció por aquí para ver cómo iban las
obras.
—Ellie quiere tenerla a su lado —rezongué.
—Claro, por supuesto. Greta lleva tiempo con Ellie, ¿no es así? Ella sabe cómo
manejarla.
Eso mismo había dicho Lippincott, y yo había tenido ocasión de comprobarlo
personalmente.
—¿Quieres tenerla aquí, Mike?
—No puedo echarla de la casa —respondí ligeramente irritado—. Es una vieja
amiga de Ellie, mejor dicho, su mejor amiga. ¿Qué demonios puedo hacer al
respecto?
—No. Supongo que no puedes hacer nada.
Me miró. Fue una mirada muy extraña. Santonix era un hombre extraño. Nunca
sabías cuál era el verdadero significado de sus palabras.
—¿Sabes cuál es tu meta, Mike? ¿Tienes alguna idea? Algunas veces creo que no
tienes ni la más remota idea de cuáles son tus objetivos.
—Claro que lo sé. Estoy haciendo lo que quiero. Estoy consiguiendo mis
propósitos.
—¿De veras? No lo sé. Me pregunto si de verdad sabes lo que quieres. Me da
miedo verte a merced de Greta. Ella es mucho más fuerte que tú.
—No sé de dónde has sacado esa conclusión. Aquí no se trata de una cuestión de
fuerza.
—¿No? Yo creo que sí, ella es de las fuertes, de las personas que siempre se salen
con la suya. Tú no querías tenerla aquí, eso fue lo que me dijiste. Pero está aquí y las
he estado observando: Greta y Ellie sentadas juntas, en tu casa, charlando
cómodamente instaladas. ¿Qué eres tú, Mike? ¿El intruso? ¿O tú no eres el intruso?
—Estás loco. Hay que ver las cosas que dices. ¿A qué te refieres con eso de que
soy el intruso? Soy el marido de Ellie, ¿no?
—¿Eres el marido de Ellie o Ellie es tu esposa?
—Eres un tonto. ¿Cuál es la diferencia?
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Exhaló un suspiro. De pronto, hundió los hombros como si hubiese perdido todo
el vigor.
—No puedo llegar hasta ti —se lamentó Santonix—. No consigo que me
escuches. No puedo hacértelo comprender. Algunas veces creo que me comprendes y
hay otras en las que creo que no sabes nada de ti ni de nadie.
—¡Ya está bien, Santonix! No tengo por qué aguantarlo. Eres es un magnífico
arquitecto, pero…
Su rostro cambió de aquella manera tan particular.
—Sí. Soy un buen arquitecto. Esta casa es lo mejor que he hecho. Casi podría
decir que estoy satisfecho. Tú querías una casa como ésta. También Ellie quería una
casa como ésta para vivir en ella contigo. Ambos conseguisteis lo que anhelabais.
Saca a esa otra mujer de aquí, Mike, antes de que sea demasiado tarde.
—No me veo con ánimos de trastornar a Ellie.
—Esa mujer te tiene donde quería —manifestó Santonix.
—Vamos por partes. No me gusta Greta. Me pone los nervios de punta.
Precisamente el otro día tuvimos una discusión tremenda, pero nada es tan sencillo
como crees.
—No, con ella nada puede ser sencillo.
—El tipo que llamó a este lugar el Campo del Gitano y dijo que estaba maldito no
iba muy desencaminado —señalé furioso—. Tenemos gitanas que aparecen de detrás
de los árboles, nos amenazan con los puños y nos advierten que, si no nos
marchamos, nos sucederá una terrible desgracia. Este lugar tendría que ser bueno y
bonito.
Estas últimas palabras realmente resultaron muy extrañas en mi boca. Las dije
como si las pronunciara otra persona.
—Sí, tendría que ser así —manifestó Santonix—, pero nunca lo será porque hay
algo malvado que la posee.
—¿No creerás que…?
—Creo en muchísimas cosas extrañas. Sé algo sobre el mal. ¿No te has dado
cuenta, no lo has notado, que yo también soy en parte maligno? Siempre lo he sido.
Por eso lo reconozco. Sé cuando lo tengo cerca, aunque no siempre puedo precisar
exactamente dónde está. Quiero ver esta casa que construí libre de la maldad, ¿lo
comprendes? —Su tono era amenazante—. ¿Lo comprendes? Para mí es importante.
Entonces, bruscamente, volvió a cambiar de actitud.
—Venga, basta ya de decir tonterías. Entremos a ver a Ellie. —Entramos y Ellie
saludó a Santonix con gran placer.
El arquitecto mostró sus mejores actitudes durante la velada. Se comportó de una
manera alegre y despreocupada. Dedicó una atención especial a Greta, como si
quisiera convertirla en la destinataria de todo su encanto, y esto era algo que él tenía
en abundancia. Cualquiera hubiese jurado que Santonix se había prendado de la joven
y que hacía todo lo posible por caerle bien y complacerla. Llegué a la conclusión de
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que Santonix era en realidad un hombre muy peligroso, y que no era tan fácil de
entender como había creído en un principio.
Greta siempre respondía a la admiración y se mostró como nunca. Había
ocasiones en las que disimulaba su belleza, pero esta noche era una auténtica diosa.
Le sonreía a Santonix y parecía hechizada por sus palabras. Me preguntó qué se
traería entre manos el arquitecto. Nunca se sabía con Santonix. Ellie le invitó a
quedarse unos días pero él meneó la cabeza. Tenía que marcharse al día siguiente.
—¿Está construyendo otra casa? ¿Está usted ocupado?
El arquitecto respondió que no. Acababa de salir del hospital.
—Me han remendado un poco, pero probablemente será la última vez.
—¿Remendado? ¿Qué le hicieron?
—Sacaron la sangre mala de mi cuerpo y me pusieron sangre fresca.
—Oh. —Ellie se estremeció.
—No te preocupes. Nunca tendrás que pasar por ese trance.
—¿Por qué ha tenido que pasarle a usted? —Quiso saber Ellie—. Es cruel.
—No, no lo es. Oí lo que cantaba hace un rato.
»Avanzo con seguridad porque sé por qué estoy aquí. En cuanto a ti, Ellie…
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—Yo ni siquiera entiendo la mitad de las cosas que dice.
—Sabe cosas —comentó Ellie pensativa.
—¿Te refieres a que puede ver el futuro?
—No, no me refería a eso. Conoce a las personas. Te lo dije hace tiempo. Conoce
a las personas mejor que ellas mismas. Precisamente por eso a veces las odia y otras
las compadece. Sin embargo, no se compadece de mí.
—¿Por qué iba a compadecerse?
—Oh, porque…
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Capítulo XVI
Fue por la tarde del día siguiente, mientras caminaba a paso rápido por la parte
más oscura del bosque donde las sombras de los pinos impresionaban mucho más que
en cualquier otra zona, cuando vi la figura de una mujer alta en el camino de entrada
a la casa. Me aparté del sendero rápidamente, convencido de que se trataba de nuestra
gitana, pero me detuve sorprendido al descubrir quién era en realidad. Era mi madre.
Estaba allí, quieta como una estatua y con una expresión severa en el rostro.
—¡Dios santo! —exclamé—. Menudo susto me has dado, mamá. ¿Qué haces
aquí? ¿Has venido a vernos? Ya era hora de que aparecieras, después de haberte
invitado tantas veces.
Era mentira. Sólo la había invitado en una ocasión y sin mucho entusiasmo. Le
había enviado una carta, escrita de una manera que dejaba bien claro mi poco interés.
No quería verla por aquí, no quería verla en mi casa.
—Tienes razón —contestó—. Por fin he venido a verte. Quería comprobar que
todo iba bien. Así que ésta es la gran casa que has construido. Reconozco que es
magnífica —añadió, mirando por encima de mi hombro.
Me pareció detectar en su voz el agrio reproche que ya me esperaba.
—Demasiado para alguien como yo, ¿eh?
—Yo no he dicho tal cosa, muchacho.
—Pero lo piensas.
—No has nacido para esto, y nada bueno puede resultar de vivir por encima de
nuestra clase social.
—Nadie llegaría nunca a ninguna parte si te hicieran caso.
—Sí, sé que eso es lo que dices y piensas, pero, que yo sepa, la ambición nunca le
ha hecho ningún bien a nadie. Es algo que vuelve agrio cualquier manjar.
—Oh, por amor de Dios, deja de quejarte. Ven, acompáñame y contempla nuestra
magnífica casa, así podrás despreciarla a placer, y también podrás ver a mi magnífica
esposa y despreciarla a ella también si te atreves.
—¿Tu esposa? Ya la conozco.
—¿Qué quieres decir con que ya la conoces?
—Así que ella no te lo contó, ¿eh?
—¿Contarme qué?
—Que vino a verme.
—¿Ella fue a verte? —pregunté atónito.
—Sí, allí estaba ella un día, delante de mi puerta, tocando el timbre y con aspecto
de estar un poco asustada. Es una muchacha bonita y muy dulce a pesar de todas esas
prendas elegantes que lleva. Me dijo: «Usted es la madre de Mike, ¿no es así?» y yo
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le repliqué: «Sí. ¿Quién es usted?». «Soy su esposa. Tenía que venir a conocerla. No
me parecía correcto no conocer a la madre de Mike», y le contesté: «Me jugaría el
cuello a que él no quiere que me conozca». Al ver que vacilaba añadí: «No es
necesario que me lo diga. Conozco a mi chico y sé lo que quiere». Entonces ella dijo:
«Quizás usted cree que se avergüenza porque ustedes son pobres y yo soy rica, pero
no es así en absoluto. De veras». Le contesté: «No hace falta que me lo diga,
muchacha. Conozco los defectos de mi chico y ése no es uno de ellos. No se
avergüenza de mí ni tampoco se avergüenza de sus comienzos. En todo caso lo que sí
puede es tenerme miedo. Verá, le conozco demasiado bien». Eso le pareció divertido.
Comentó: «Supongo que las madres siempre creen lo mismo: que lo saben todo de
sus hijos y, precisamente por eso, los hijos se sienten avergonzados.
»Le respondí que bien podía ser cierto, Cuando eres joven, siempre estás
aparentando delante de todo el mundo. Yo también lo hacía cuando era niña y vivía
en casa de mi tía. Recuerdo que en mi cuarto, sobre la cabecera de la cama, había un
cuadro con un gran ojo y un marco dorado y la leyenda: “Dios siempre te observa”.
Me producía un miedo tremendo cuando me acostaba.
—Ellie tendría que haberme dicho que había ido a verte —protesté—. No
entiendo qué necesidad tenía de convertirlo en un secreto. Tendría que habérmelo
dicho.
Yo estaba furioso, muy pero que muy furioso. Nunca se me había pasado por la
cabeza que Ellie fuera capaz de tener secretos para mí.
—Quizá se sintió un poco asustada por lo que había hecho, pero no tenía motivos
para tenerte miedo.
—Ven, entra y verás nuestra casa.
No sé si le gustó o no. Más bien creo que no. Echó un vistazo a las habitaciones y
enarcó las cejas. Después fuimos al salón que daba a la terraza. Ellie y Greta se
encontraban allí. Acaban de entrar y Greta llevaba una rebeca de lana roja echada
sobre los hombros. Mi madre las miró a las dos. Por un momento permaneció
inmóvil, como clavada en el suelo. Ellie se levantó de un salto y se acercó corriendo.
—Oh, es Mrs. Rogers —exclamó. Luego se volvió hacia Greta para decirle—: Es
la madre de Mike que ha venido a visitarnos y a conocer la casa. ¿No es maravilloso?
Ésta es mi amiga Greta Andersen.
Tendió las manos y cogió las de mamá. Mi madre la miró a ella y después miró a
Greta con una expresión muy dura.
—Ya veo —murmuró—. Ya veo.
—¿Qué ve? —le preguntó Ellie.
—Me preguntaba —respondió mi madre— cómo sería la casa. —Miró en
derredor—. Sí, es una casa bonita. Buenas cortinas, buenos muebles y unos cuadros
preciosos.
—Tiene usted que tomar una taza de té —dijo Ellie.
—Por lo que se ve, ustedes acaban de tomarlo.
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—El té es algo que nunca se acaba —replicó Ellie. Después se dirigió a Greta—:
No llames a la criada, Greta. ¿Puedes encargarte tú misma de ir a la cocina y preparar
la tetera?
—Desde luego, cariño. —Greta salió de la habitación, pero antes miró a mi madre
por encima del hombro, con una expresión curiosa, como si le tuviera miedo.
Mi madre se sentó.
—¿Dónde está su equipaje? —preguntó Ellie—. ¿Ha venido para quedarse?
Espero que así sea.
—No, querida, no me quedaré. Regreso en el tren que sale dentro de media hora.
Sólo quería verla. —Luego añadió rápidamente, quizá porque quería decirlo antes de
que Greta volviera de la cocina—: Deje de preocuparse. Le he contado que usted vino
a verme.
—Lamento no habértelo dicho, Mike —manifestó Ellie con voz firme—, pero
creí más conveniente no hacerlo.
—Vino a visitarme impulsada por la bondad de su corazón —señaló mi madre—.
Te has casado con una buena chica, Mike, y muy bonita por cierto. Sí, es muy bonita.
—Luego, añadió casi para ella misma—: Lo siento.
—¿Lo siente? —repitió Ellie un tanto intrigada.
—Siento haber pensado algunas cosas —contestó mi madre, y agregó con un tono
tenso—: Como usted dice, las madres somos así. Siempre tienden a sospechar de las
nueras, pero cuando la vi a usted comprendí que él había tenido mucha suerte. Me
pareció demasiado bueno para ser cierto. Eso fue lo que pensé.
—¡Vaya impertinencia! —protesté, pero lo hice con una sonrisa—. Siempre he
tenido un gusto excelente.
—Tendrías que decir que tienes gustos caros —replicó mi madre con la mirada
puesta en las cortinas de brocado.
—Yo tampoco me quedo atrás en cuanto a gastar —manifestó Ellie sonriente.
—Hágale ahorrar un poco de dinero de vez en cuando —le recomendó mi madre
—. Le vendrá bien a su carácter.
—Me niego a mejorar mi carácter —afirmé—. La ventaja de tener una esposa es
que ella siempre cree que todo lo que haces es perfecto. ¿No es así, Ellie?
Ellie volvía a estar contenta. Se echó a reír.
—¡A veces eres increíble, Mike! Menudo presuntuoso.
Greta entró con la tetera. Al principio, todos habíamos estado un poco tensos,
pero ahora nos sentíamos más cómodos. Sin embargo, en cuanto apareció Greta, la
tensión reapareció en el acto. Mi madre rechazó todos los intentos por parte de Ellie
para que se quedara y mi mujer abandonó el tema. Ellie y yo acompañamos a mi
madre por el camino entre los árboles hasta la verja de entrada.
—¿Cómo se llama la finca?
—El Campo del Gitano —contestó Ellie.
—Ah, sí, hay gitanos por los alrededores, ¿no?
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—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Vi a una gitana mientras subía por el camino. Me miró de una manera extraña.
—Es inofensiva —comenté—. El único problema es que está un poco trastornada.
—¿Por qué dices que está un poco trastornada? Me miró con una expresión muy
curiosa. ¿Os tiene ojeriza por alguna cosa?
—No creo que sea nada concreto —manifestó Ellie—. Se imagina cosas. Cree
que la hemos echado de sus tierras o algo así.
—Supongo que lo que busca es dinero —opinó mi madre—. Todos los gitanos
son iguales. No dejan de quejarse y proclamar que los demás abusamos de ellos. Pero
se callan de inmediato en cuanto les pones un poco de dinero en sus manos
pedigüeñas.
—A usted no le gustan los gitanos —dijo Ellie.
—Son una pandilla de ladrones. Son incapaces de trabajar como la gente honrada
ni pueden mantener las manos apartadas de lo que no es suyo.
—Bueno, olvidémonos de los gitanos —propuso Ellie.
Mi madre se despidió y fue entonces cuando sacó el tema:
—¿Quién es la joven que vive con ustedes?
Ellie le explicó que Greta había estado con ella durante tres años antes de casarse
y que, de no haber sido por ella, su vida hubiese sido muy desgraciada.
—¿Vive con usted o está de visita?
—Bueno, verá —contestó Ellie, evitando una respuesta directa—, de momento
vive con nosotros porque me torcí un tobillo y necesitaba alguien que me cuidara.
Pero ahora estoy recuperada.
—Las parejas casadas necesitan estar solas cuando comienzan —opinó mi madre.
Permanecimos junto a la verja mientras mi madre bajaba la cuesta.
—Tiene una personalidad muy fuerte —comentó Ellie con expresión pensativa.
Yo estaba enojado con Ellie, realmente muy enfadado porque había averiguado la
dirección de mi madre y la había ido a ver sin decirme nada. Pero cuando se volvió
para mirarme con una ceja un poco levantada y una sonrisa entre tímida y satisfecha,
propia de una niña pequeña, me olvidé del enfado.
—Eres una pequeña mentirosa de tomo y lomo.
—Algunas veces tengo que serlo —replicó.
—Es como en una obra de Shakespeare que vi una vez. La representaron en la
escuela. —Un tanto avergonzado recité—: «Ella engañó a su padre y quizá te esté
engañando a ti».
—¿Qué papel interpretabas? ¿El de Otelo?
—No, hacía de padre de la muchacha. Por eso recuerdo las palabras. Eran casi las
únicas que decía.
—Ella engañó a su padre y quizá te esté engañando a ti —repitió Ellie con voz
pensativa—. Que yo recuerde nunca engañé a mi padre. Quizá lo hubiera hecho más
tarde.
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—Supongo que él no hubiera aceptado alegremente que te casaras conmigo. Se
habría comportado como tu madrastra.
—Creo que tienes razón. Era un hombre bastante convencional. —Volvió a
sonreírme—. Creo que habría tenido que comportarme como Desdémona y engañar a
mi padre para escaparme contigo.
—¿Por qué tenías tanto interés en conocer a mi madre, Ellie? —pregunté incapaz
de contener la curiosidad.
—No es que tuviera mucho interés en conocerla, sino que me parecía muy poco
procedente no conocerla. Nunca mencionas a tu madre si lo puedes evitar, pero yo
creo que ella siempre ha hecho todo lo posible por ti. Te sacó adelante y trabajó muy
duro para que pudieras ir a una buena escuela y cosas así. Me pareció que sería un
comportamiento ruin de mi parte no ir a verla.
—En todo caso, no hubiera sido culpa tuya, sino mía —afirmé.
—Sí, quizá tú no querías que fuera a verla.
—¿Crees que tengo un complejo de inferioridad por ser mi madre como es? Pues
no, Ellie, te lo aseguro. No es como te lo imaginas.
—No. —Ellie adoptó una expresión pensativa—. Ahora me doy cuenta. Se
trataba de que tú no querías que se ocupara de sus obligaciones de madre.
—¿Obligaciones de madre?
—Verás —me explicó Ellie—, es obvio que se trata de una de esas personas que
tienen muy claro lo que deben hacer los demás. Me refiero a que quería que tú
trabajaras en determinado tipo de empleo.
—Así es. Que tuviera un trabajo fijo, que sentara la cabeza…
—No es que sea algo muy importante en estos tiempos —señaló Ellie—, pero yo
diría que es un consejo excelente. Sin embargo, no era el adecuado para ti, Mike. Tú
no eres de los que se conforman con un empleo fijo y la seguridad de un sueldo a
final de mes. Tú quieres salir, ver y hacer cosas, estar en la cima del mundo.
—Quiero estar contigo en esta casa.
—Quizá durante un tiempo, pero creo que siempre querrás volver aquí. Yo
también. Creo que vendremos aquí cada año y que seremos más felices que en
cualquier otra parte. Pero tú también quieres ir a otros lugares. Quieres viajar, ver
lugares y comprar cosas. Quizá ya estás pensando en nuevos planes para hacer un
jardín aquí. Tal vez iremos a Italia y al Japón para ver cómo son los jardines allí y en
otras partes del mundo.
—Haces que la vida parezca muy emocionante, Ellie. Lamento haberme
enfadado.
—No me importa que te enfadaras —dijo Ellie—. No te tengo miedo. —Frunció
el entrecejo—. A tu madre no le gustó Greta.
—Hay muchas personas a quienes Greta no les cae bien.
—Incluido tú.
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—Escucha, Ellie, siempre repites lo mismo. No es verdad. Sólo que al principio
estaba un poco celoso, nada más. Ahora nos llevamos bastante bien. Creo que el
problema radica en que algunas personas se ponen a la defensiva cuando la tratan.
—A Mr. Lippincott tampoco le agrada, ¿verdad? Cree que ejerce demasiada
influencia sobre mí.
—¿La tiene?
—Quisiera saber por qué lo preguntas. Sí, creo que la tiene. Es algo natural. Tiene
una personalidad dominante y yo necesito tener a alguien en quien confiar y que de la
cara por mí.
—Lo que tú quieres es alguien que te ayude a salirte con la tuya —afirmé, riendo.
Entramos en la casa cogidos de la mano. Por alguna razón, parecía oscura.
Supongo que sería porque el sol acababa de marcharse de la terraza y había dejado
atrás una sensación de oscuridad.
—¿Qué pasa, Mike?
—No lo sé. De pronto he sentido como si alguien caminara sobre mi tumba.
—Un ganso camina sobre tu tumba. El dicho correcto es así, ¿no?
No vimos a Greta por ninguna parte. Los sirvientes nos dijeron que había salido a
dar un paseo.
Ahora que mi madre lo sabía todo de mi matrimonio y había conocido a Ellie,
hice lo que quería hacer desde hacía tiempo. Le envié un cheque por una cantidad
considerable. Le dije que se mudara a una casa mejor y que se comprara muebles
nuevos y todo lo que le hiciera falta. Desde luego, tenía mis dudas sobre si aceptaría
o no. No era dinero ganado con mi trabajo ni tampoco podía hacer como si lo fuera.
Como había supuesto, me devolvió el cheque roto en dos pedazos junto con una nota:
«Nunca cambiarás. Ahora lo sé. Que Dios te ayude». Se la enseñé a Ellie.
—Ya ves como es mi madre. ¡Me caso con una chica rica, vivo de su dinero y la
vieja me lo echa en cara!
—No te preocupes, hay muchas personas que mantienen esa opinión. Ya le
pasará. Te quiere muchísimo, Mike.
—Entonces, ¿por qué siempre quiere estropearlo todo? Quiere que me amolde a
su patrón. Yo soy como soy. No quiero comportarme como si fuera otra persona. No
soy un niño pequeño que puede ser moldeado según el capricho de su madre. Soy un
adulto. ¡Soy yo mismo!
—Tú eres como eres y te quiero. —Luego, quizá para distraerme, dijo algo un
tanto inquietante—: ¿Qué opinas del nuevo mayordomo?
No había pensado en él. ¿Qué había que pensar? Sólo podía decir que lo prefería
al anterior que no se molestaba en ocultar su desprecio por mi condición social.
—Está bien. ¿Por qué?
—Tengo la impresión de que es un guardia de seguridad.
—¿Un guardia de seguridad? ¿Qué quieres decir?
—Un detective. Creo que puede ser cosa del tío Andrew.
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—¿Por qué iba a hacer algo así?
—Supongo que como una medida de precaución ante la posibilidad de un
secuestro. En Estados Unidos es costumbre tener guardias de seguridad, sobre todo si
vives en el campo.
¡Otra de las desventajas de tener dinero de la que no estaba enterado!
—¡Qué idea más descabellada!
—Oh, no lo sé. Supongo que estoy acostumbrada. Tampoco es una molestia. Ni
siquiera te das cuenta.
—¿Crees que su esposa está en el ajo?
—Tiene que estarlo, aunque es muy buena cocinera. Creo que el tío Andrew, o
quizá Stanford Lloyd, han considerado prudente tomar precauciones. Seguramente les
pagaron a los anteriores para que se marcharan y tenían a estos dos preparados para
que ocuparan sus puestos. No les habrá resultado difícil.
—¿Sin decírtelo? —No podía creerlo.
—Ni en sueños me lo hubieran dicho. Podría haber montado un escándalo. Claro
que puedo estar equivocada. Lo que pasa es que tienes una sensación especial cuando
te acostumbras a que la gente de esa clase te rodee continuamente.
—Pobre niña rica —afirmé.
Ellie no se molestó.
—Creo que la frase me describe bastante bien.
—No paro de aprender cosas de ti, Ellie.
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Capítulo XVII
Qué cosa misteriosa es el sueño. Te vas a la cama preocupado por los gitanos, los
enemigos secretos, los guardias de seguridad vigilando tu casa, las posibilidades de
un secuestro y mil cosas más, y el sueño lo borra todo. Viajas muy lejos y no sabes
dónde has estado, pero cuando te despiertas es un mundo completamente nuevo. No
hay preocupaciones, ni temores. En cambio, cuando me desperté la mañana del 17 de
septiembre, me sentía muy entusiasmado y dispuesto a todo.
«Un día maravilloso —me dije a mí mismo con convicción—, éste va a ser un
gran día». Lo creía a pie juntillas. Me sentía como una de esas personas de los
anuncios que te ofrecen ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa. Repasé mis
planes. Había quedado en encontrarme con el comandante Phillpot en una subasta
que tendría lugar en una finca a unas quince millas del pueblo. Tenían algunos
objetos muy bonitos y yo ya tenía marcados dos o tres artículos en el catálogo. Estaba
muy excitado con todo aquel asunto de la subasta. Phillpot sabía mucho de muebles
de época, platería y cosas por el estilo, no porque fuera un coleccionista —era un
hombre dedicado por entero al deporte—, sino porque era algo natural. Poseía un
conocimiento acumulado a lo largo de generaciones.
Miré el catálogo durante el desayuno. Ellie apareció vestida con su equipo de
amazona. Ahora, salía a cabalgar casi todas las mañanas: a veces sola y, en otras
ocasiones, con Claudia. Tenía la costumbre de desayunar como en su país, o sea un
café, un vaso de zumo de naranja y poca cosa más. En cambio, yo que ahora no
necesitaba ponerme límites, desayunaba como los caballeros Victorianos. Me gustaba
ver muchos platos calientes en el aparador. Esa mañana desayuné riñones, salchichas
y beicon. Todo estaba delicioso.
—¿Qué harás tú, Greta?
Greta dijo que había quedado con Claudia Hardcastle en la estación de Market
Chadwell para ir a Londres a una venta blanca. Le pregunté qué era una venta blanca
y si lo que vendían era exclusivamente de color blanco.
Greta me miró despreciativamente y me explicó que se llamaba venta blanca a la
ropa para el hogar: mantas, sábanas, toallas y cosas por el estilo. Al parecer, había
verdaderas gangas en una tienda de Bond Street que le había enviado un catálogo.
—Bueno, ya que Greta va a pasar el día en Londres —le dije a Ellie—, podrías
coger el coche cuando vuelvas de cabalgar y reunirte con nosotros en el George de
Bartington. El viejo Phillpot dice que la comida es muy buena. Me pidió que te
invitara. A la una. Tienes que atravesar Market Chadwell y el desvío está a unas tres
millas. Creo que hay un cartel que lo indica.
—De acuerdo, allí estaré.
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La ayudé a montar y se alejó al trote entre los árboles. A Ellie le encanta montar.
Por lo general, sigue uno de los muchos senderos sinuosos que atraviesan el bosque y
sale a los páramos donde puede galopar a placer hasta la hora de regresar a casa. Le
dejé el coche pequeño a Ellie porque era más fácil de aparcar y yo me llevé el
Chrysler. Llegué a Bartington Manor momentos antes del comienzo de la subasta.
Phillpot me había reservado un asiento.
—Hay varias cosas bastante buenas —comentó—. Un par de cuadros. Un
Rommey y un Reynolds. No sé si a usted le interesan.
Meneé la cabeza. Mi gusto en estos momentos estaba totalmente centrado en los
pintores modernos.
—Hay varios marchantes y anticuarios entre la concurrencia —añadió el
comandante—. Un par de ellos han venido de Londres. ¿Ve aquel hombre delgado de
allá con los labios apretados? Es Cressington. Es bastante conocido. ¿No ha traído a
su esposa?
—No. A Ellie no le entusiasman las subastas. En cualquier caso, no quería que
viniera esta mañana.
—¿Oh? ¿Por qué no?
—Quiero darle a Ellie una pequeña sorpresa. ¿Se ha fijado usted en el lote
cuarenta y dos?
Consultó el catálogo y después miró al otro lado de la habitación donde estaban
los objetos a subastar.
—¿La mesa de papier maché? Sí. Es una pieza muy bonita. Uno de los mejores
ejemplos de trabajo en papier maché que he visto. La mesa también es bastante
curiosa. Hay muchas parecidas, pero ésta es una de las más originales. Nunca había
visto una así antes.
La mesa tenía en la tapa una incrustación que reproducía el castillo de Windsor y
en los laterales dibujos de flores.
—Está en perfecto estado —comentó Phillpot. Me miró con curiosidad—. Nunca
hubiera imaginado que pudieran gustarle ese tipo de trabajos, pero…
—No, no me interesan, son demasiado floreados y femeninos, pero a Ellie le
encantan. Cumple años la semana que viene y quiero regalársela. Es una sorpresa.
Pero no quería que ella me viera pujar. Sé que no encontraré otro regalo que le agrade
más. Se llevará una auténtica sorpresa.
Comenzó la subasta. La pieza que me interesaba alcanzó un precio muy alto. Los
dos anticuarios londinenses parecían estar muy interesados aunque uno de ellos tenía
tanta práctica y era tan reservado que a duras penas se veían los movimientos del
catálogo que el subastador vigilaba atentamente. También adquirí una silla tallada
Chippendale que me pareció que quedaría bien en el vestíbulo y unas inmensas
cortinas de brocado.
—Bueno, veo que ha disfrutado usted de la subasta —manifestó Phillpot,
levantándose en cuanto el subastador dio por concluidas las ventas de la mañana—.
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¿Quiere volver esta tarde?
—No, en la subasta de la tarde no hay nada que me interese. No hay más que
dormitorios, alfombras y cosas por el estilo.
—Tiene razón, no creo que le interese. —Miró su reloj—. Creo que será mejor
que vayamos al restaurante. ¿Ellie se reunirá con nosotros en el George?
—Sí, estará allí a la una.
—¿Miss Andersen vendrá también?
—Greta está en Londres. Quería ir a algo que llaman venta blanca. Creo que miss
Hardcastle la acompañaba.
—Sí, en efecto, Claudia lo mencionó el otro día. Las sábanas y todo lo que es
ropa de la casa tienen unos precios increíbles. ¿Sabe cuánto cuesta una funda de
almohada? Treinta y cinco chelines. Antes la compraba por seis.
—Compruebo que está muy al tanto de las compras domésticas.
—Tengo una esposa que no habla de otra cosa en todo el día. —Phillpot sonrió—.
Tiene usted un aspecto eufórico, Mike. Feliz como un niño con zapatos nuevos.
—Eso es porque conseguí hacerme con la mesa de papier maché —afirmé—, o al
menos en parte. Esta mañana me desperté feliz. Ya sabe, hoy tengo uno de esos días
en los que todo se ve color de rosa.
—Vaya con cuidado —manifestó el comandante—. Mucha gente lo considera de
mal agüero.
—Son los escoceses los que creen en esas historias.
—Ocurre antes del desastre, amigo mío. Más vale que controle su entusiasmo.
—No creo en esas supersticiones ridículas.
—¿Tampoco cree en las profecías gitanas?
—Hace tiempo que no vemos a nuestra gitana. Llevamos por lo menos una
semana sin verla.
—Quizás esté de viaje —señaló el comandante.
Me preguntó si podía llevarle en mi coche y le contesté que por supuesto.
—No tiene sentido ir cada uno en un coche. Puede dejarme aquí en el camino de
regreso. ¿Ellie también vendrá en su coche?
—Sí, vendrá en el pequeño.
—Espero que en George hoy tengan un buen menú —comentó mi acompañante
—. Estoy hambriento.
—¿Compró usted alguna pieza? —le pregunté—. Estaba tan entusiasmado con lo
mío que no me fijé.
—Sí, hay que estar muy concentrado cuando se participa en una subasta. Hay que
fijarse mucho en lo que hacen los marchantes. No. Hice un par de ofertas, pero lo
precios subieron hasta un punto que no me lo pude permitir.
Aparentemente, por lo que sabía, Phillpot era dueño de grandes extensiones de
tierra, pero sus ingresos eran muy modestos. Se le podía describir como un hombre
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pobre a pesar de ser un gran terrateniente. Sólo si vendía parte de la tierra podía
disponer de dinero en efectivo y no quería venderla. Amaba sus propiedades.
Llegamos al George. Había muchísimos coches aparcados. Probablemente,
muchos de los asistentes a la subasta habían decidido comer aquí. No vi el coche de
Ellie. Entramos pero Ellie no estaba. Seguramente no tardaría en aparecer porque
sólo pasaban unos minutos de la una.
Fuimos a tomar una copa al bar mientras esperábamos. El restaurante estaba
lleno. Eché una ojeada al comedor. Todavía nos reservaban la mesa. Había muchas
personas conocidas del pueblo. Un hombre que me sonaba vagamente conocido
ocupaba una mesa junto a la ventana. Estaba seguro de conocerle, pero era incapaz de
recordar cuándo y dónde nos habíamos conocido. No era alguien de por aquí, porque
vestía de una manera que no encajaba con estos lugares. Desde luego, yo conocía a
muchísima gente y no era lógico que los recordara a todos de sopetón. No había
estado presente en la subasta, aunque allí también había visto a alguien conocido a
quien no había conseguido ubicar. Es difícil reconocer a una persona si no recuerdas
dónde y cuándo la has conocido.
La dueña del George, vestida como siempre de seda negra, se acercó.
—¿Tardará mucho en ocupar la mesa, Mr. Rogers? Hay dos grupos que están
esperando.
—Mi esposa llegará dentro de un par de minutos.
Regresé al bar. Se me ocurrió que quizás Ellie había tenido un pinchazo en la
carretera.
—Será mejor que nos sentemos a comer —le dije a Phillpot— o perderemos la
mesa. Esto está lleno a rebosar. Mucho me temo que Ellie no es un modelo de
puntualidad.
—Ah —exclamó el comandante—, a las señoras siempre les agrada hacerse
esperar, ¿no le parece? De acuerdo, Mike, si usted no tiene inconveniente vayamos a
comer.
Entramos en el comedor, escogimos filete y pastel de riñones, y empezamos a
comer.
—No está bien que Ellie nos deje plantados de esta manera —dije, y después
comenté que posiblemente se debía al hecho de que Greta estuviera en Londres—.
Ellie está muy acostumbrada a que Greta se ocupe de organizarle la agenda, le
recuerde los compromisos y cosas por el estilo.
—¿Depende mucho de miss Andersen?
—En ese aspecto. Greta es indispensable.
Acabamos el filete y el pastel, y pedimos tarta de manzana con algo que parecía
crema por encima.
—Me pregunto si no se habrá olvidado completamente de que había quedado en
comer con nosotros —comenté de pronto.
—Quizá deba usted llamar.
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—Sí, creo que será lo mejor.
Fui al vestíbulo donde estaba el teléfono y llamé. Mrs. Carson, la cocinera,
atendió la llamada.
—Ah, es usted, Mr. Rogers. No, Mrs. Rogers todavía no ha regresado.
—¿Qué quiere decir con eso de que no ha regresado?
—Así es. Todavía no ha regresado de su paseo a caballo.
—Pero si salió después de desayunar. No puede haberse pasado toda la mañana
cabalgando.
—A mí no me dijo nada. La estoy esperando.
—¿Por qué no me llamó antes para informarme?
—Verá, señor, no sabía dónde localizarle. No sabía dónde había ido usted.
Le dije que estaba en el George en Bartington y le di el número de teléfono.
Quedó en llamarme en cuanto Ellie llegara a casa o tuviera noticias de ella. Luego,
volví al comedor. Phillpot se dio cuenta por la expresión de mi cara de que algo no
iba bien.
—Ellie no ha vuelto a casa —le informé—. Salió a cabalgar esta mañana. Es algo
que hace casi todos los días, pero nunca tarda más de una hora.
—No comience a preocuparse antes de tiempo, amigo mío —dijo con un tono
amable—. No olvide que su casa está en un lugar bastante solitario. Quizás el caballo
cojea y ha tenido que volver caminando. Recuerde que hay un buen trecho desde el
páramo además de la subida a través del bosque. Es difícil encontrar a alguien para
enviar recado.
—Si Ellie ha decidido cambiar de planes y acercarse a visitar a alguien o algo así,
hubiera llamado aquí. Nos habría dejado un mensaje.
—Bueno, bueno, calma. Ya hemos acabado de comer. Paguemos y vamos a ver
qué podemos averiguar.
En el momento en que íbamos al aparcamiento, vi que salía otro coche. Lo
conducía el hombre que había visto en el comedor y entonces recordé quien era.
Stanford Lloyd o alguien que se le parecía mucho. Me pregunté qué podía estar
haciendo por aquí. ¿Había venido a vernos? En ese caso, era extraño que no nos
hubiera anunciado la visita. En el coche, también viajaba una mujer que se parecía
mucho a Claudia Hardcastle, pero no podía ser porque ella estaba en Londres con
Greta, en la venta blanca. Todo aquello resultaba bastante extraño.
Mientras nos poníamos en marcha, Phillpot me miró de reojo un par de veces. Le
pillé en una de sus miradas y le comenté en un tono amargo:
—De acuerdo, Ya dijo usted esta mañana que tanta euforia podía ser de mal
agüero.
—No piense en eso ahora. Quizá ha sufrido una caída y se ha torcido un tobillo o
algo así, aunque es muy buena amazona. La he visto montar. No creo que haya tenido
un accidente.
—Los accidentes ocurren cuando menos te los esperas.
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Conduje a gran velocidad y por fin llegamos a la carretera que atraviesa los
páramos más allá de nuestra finca. Aminoré la velocidad y comenzamos a mirar a
uno y a otro lado para ver si divisábamos a Ellie. Nos detuvimos en varias ocasiones
para preguntarle a la gente que había por la zona. Un nombre que estaba recogiendo
turba nos dio la primera pista.
—Vi un caballo sin jinete —dijo—. Hará cosa de unas dos horas. Lo hubiera
cogido, pero se alejó al galope cuando me acerqué. Pero no vi señales del jinete.
—Será mejor que vayamos hacia la casa —manifestó Phillpot—. Seguro que ya
tendrán noticias.
Llegamos a casa pero nadie sabía nada. Buscamos al mozo de cuadra y le
enviamos al páramo en busca de Ellie. El comandante llamó a su casa y ordenó que
uno de sus hombres saliera a colaborar en la búsqueda. Phillpot y yo subimos por el
sendero que atravesaba el bosque, el favorito de Ellie para llegar al páramo.
Al principio no vimos nada de particular. Luego, mientras avanzábamos cerca del
linde del bosque donde se cruzaban varios caminos, la encontramos. Vimos lo que
parecía ser un montón de ropa. El caballo había vuelto y ahora se encontraba junto a
aquel montón. Eché a correr. Phillpot me siguió dando muestras de una agilidad
insospechada para un hombre de su edad.
Ellie estaba allí, acurrucada en el suelo, con el rostro pálido mirando al cielo.
—No puedo… no puedo… —murmuré, incapaz de mirar a mi esposa.
Phillpot se arrodilló junto al cuerpo de Ellie, para después levantarse casi en el
acto.
—Mandaremos llamar al doctor Shaw. Es el más cercano, pero ya no creo que se
pueda hacer nada, Mike.
—¿Quiere usted decir que está muerta?
—Sí, es inútil fingir otra cosa.
—¡Dios santo! —exclamé, al tiempo que me volvía para no ver el cuerpo de Ellie
—. No puedo creerlo. No puedo creer que esté muerta.
—Tome, beba un trago.
El comandante sacó una petaca del bolsillo, le quitó el tapón y me la entregó.
Bebí un buen trago.
—Gracias.
En aquel momento apareció el mozo y Phillpot lo envió a buscar al doctor Shaw.
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Capítulo XVIII
Shaw no tardó en llegar con su viejo Land-Rover. Supongo que era el vehículo
que utilizaba para ir a visitar las granjas aisladas los días de mal tiempo. Apenas nos
saludó y se ocupó de Ellie inmediatamente; después vino a reunirse con nosotros.
—Lleva muerta unas tres o cuatro horas —manifestó—. ¿Tienen alguna idea de
cómo ocurrió?
Le expliqué que Ellie había salido a cabalgar después del desayuno, como hacía
habitualmente.
—¿Había tenido algún otro accidente en sus excursiones?
—No, era muy buena amazona.
—Sí, ya lo sé. La vi montar en un par de ocasiones. Me dijo una vez que montaba
desde que era una niña. Me pregunto si no tuvo algún accidente previo que pudiera
asustarla. Si el caballo se espantó…
—¿Por qué iba a espantarse el caballo? Es un animal muy tranquilo.
—No creo que haya sido culpa del caballo —opinó el comandante—. Es
obediente y tranquilo. ¿Tiene algún hueso roto?
—Como habrán visto, sólo le he practicado un reconocimiento superficial, pero
no parece haber sufrido ninguna herida física. Quizá se trate de una hemorragia
interna. También podría tratarse de un shock.
—¿Alguien puede morir de un shock?
—Hay personas que han muerto de un shock, y si Ellie tenía el corazón débil…
—Los médicos en Estados Unidos dijeron que tenía el corazón débil… o algo así.
—No sé —replicó Shaw—. No me lo pareció cuando la examiné. Claro que sin
un cardiógrafo… De todas maneras, no tiene mucho sentido discutirlo ahora. Ya lo
sabremos más tarde. Durante la encuesta preliminar. —Me miró pensativamente y
después me palmeó el hombro—. Le recomiendo que se vaya a su casa y se acueste.
Es usted quien sufre ahora un shock.
Resulta extraño cómo la gente en el campo aparece como salida de la nada. En
estos momentos, ya se habían reunido tres. Un excursionista que se había desviado de
la carretera principal al ver a nuestro grupo; una mujer de rostro rubicundo que había
cogido el atajo para ir a una granja; y un viejo picapedrero. No dejaban de hacer
comentarios.
«Pobre señora».
«Una persona tan joven. La tiró el caballo, ¿verdad?».
«Nunca se sabe lo que pueden hacer los caballos».
«Es Mrs. Rogers, ¿no? La señora norteamericana que vivía en The Towers».
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No fue hasta que todos los demás acabaron con los comentarios, que el
picapedrero abrió la boca. Fue el único que nos dio información útil.
—Yo lo vi —manifestó, meneando la cabeza—. Yo lo vi.
El doctor Shaw se volvió hacia el viejo inmediatamente.
—¿Qué vio?
—Vi un caballo que galopaba desbocado campo a través.
—¿Vio usted caer a la señora?
—No, eso no lo vi. Ella iba cabalgando por la parte más alta del bosque cuando la
vi y, después, continué con mi trabajo cortando piedras para la carretera. Fue
entonces cuando oí el ruido de los cascos y, al mirar, vi al caballo pasar a todo galope.
No se me ocurrió que pudiera tratarse de un accidente. Di por sentado que la señora
había desmontado y que el caballo se había escapado. No venía en mi dirección, sino
que galopaba en dirección opuesta.
—¿Vio a la señora caída?
—No, no veo bien de lejos. Vi al caballo porque destacaba contra el cielo.
—¿La señora cabalgaba sola? ¿Había alguien más con ella o cerca?
—No vi a nadie cerca. No, ella iba sola. Pasó cerca de mí en aquella dirección,
hacia el bosque. No, no vi a nadie excepto a ella y al caballo.
—Quizá fue la gitana la que lo espantó —señaló la mujer de rostro rosado.
Me di la vuelta en el acto.
—¿Qué gitana? ¿Cuándo?
—Vaya, tuvo que ser hará unas tres o cuatro horas cuando yo pasaba por la
carretera esta mañana. Vi a la gitana alrededor de las diez menos cuarto. La que vive
en el pueblo. Al menos creo que era ella. No estaba lo bastante cerca como para jurar
que fuera ella, pero es la única de por aquí que lleva una capa roja. Caminaba por uno
de los senderos que entran en el bosque. Alguien me contó que siempre le decía cosas
desagradables a la pobre señora norteamericana. La amenazaba seriamente. Le dijo
que le pasaría algo muy malo si no se marchaba de este lugar.
—La gitana —murmuré amargamente para después añadir—: El Campo del
Gitano. Desearía no haber conocido nunca este lugar.
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LIBRO TERCERO
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Capítulo XIX
No sabía cómo era una encuesta preliminar. Nunca había estado en una. Me
pareció algo bastante irreal, propio de aficionados. El coroner era un hombre pequeño
y nervioso que utilizaba unas gafas que se enganchaban en la nariz. Fui uno de los
testigos. Me pidieron que presentara pruebas de la identificación, que describiera la
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última vez que había visto a Ellie durante el desayuno y de la cita para comer con el
comandante Phillpot después de la subasta. Declaré que ella parecía la misma de
siempre, rebosante de salud.
La declaración del doctor Shaw fue mucho más discreta y menos concluyente. No
había encontrado heridas graves: un hombro dislocado y los golpes normales que se
producen cuando alguien se cae de un caballo.
Nada de verdadera importancia y todas producidas en el momento de la muerte.
Al parecer, no la había movido de la posición original. Suponía que la muerte había
sido prácticamente instantánea. No había ninguna herida interna específica capaz de
producirle la muerte y no se le ocurría ninguna explicación, excepto que había
fallecido debido a una parada cardiaca. Hasta donde pude entender del lenguaje
médico, Ellie había muerto sencillamente como resultado de la ausencia de
respiración, de una asfixia de algún tipo. Los órganos eran sanos y el contenido del
estómago era normal.
Greta, que fue otro de los testigos, insistió un poco más que la vez que se lo
mencionó al doctor Shaw, en las leves afecciones cardíacas que había tenido Ellie tres
o cuatro años atrás. Nunca había oído mencionar nada específico, pero los parientes
de Ellie habían hablado en ocasiones de que su corazón era débil y que no debía
hacer demasiados esfuerzos. Pero recalcó que no había oído nada.
Después le tocó el turno a las personas que habían visto o habían estado en la
vecindad a la hora que ocurrió el accidente. El primero fue el viejo que cortaba turba.
Había visto pasar a la señora a unas cincuenta yardas más o menos. Sabía quien era
aunque nunca había hablado con ella. Era la señora de la casa nueva.
—¿La conocía de vista?
—No la había visto antes, pero conocía al caballo, señor. Tiene una pata blanca.
Había pertenecido a Mr. Carey de Shettlegroom. Por lo que sé era un caballo muy
bueno y tranquilo, la montura ideal para una señora.
—¿Vio si la señora tenía algún problema con el caballo? ¿El animal estaba
nervioso?
—No, se le veía la mar de tranquilo. Hacía una mañana muy bonita.
No había mucha gente por los alrededores, añadió, al menos él no había visto
mucha. Aquel camino a través del páramo no se usaba mucho, excepto como un atajo
para ir a alguna de las granjas. Había otro camino una milla más adelante. Había visto
pasar a dos hombres: uno a pie y otro en bicicleta, pero no los había reconocido
porque estaban demasiado lejos y, además, tampoco le parecía importante saber
quiénes eran. Más temprano, antes de ver pasar a la señora, había visto a la vieja Mrs.
Lee, o por lo menos a alguien que se le parecía mucho. La gitana se había acercado
por el camino, para después cambiar de rumbo y meterse en el bosque. Era una
visitante asidua del páramo y del bosque.
El coroner quiso saber por qué Mrs. Lee no se encontraba presente en la sala. Se
le había enviado una citación para que asistiera. Sin embargo, le informaron que Mrs.
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Lee se había marchado del pueblo unos días antes. Nadie sabía la fecha exacta. No
había dejado ninguna dirección. No acostumbraba a hacerlo. A menudo iba y venía
sin darle explicaciones a nadie, por lo tanto no había ningún misterio. De hecho, uno
o dos de los asistentes comentaron que si no recordaban mal, la vieja se había
marchado del pueblo antes del día del accidente. El coroner volvió a interrogar al
viejo.
—Sin embargo, ¿cree usted que la mujer que vio era Mrs. Lee?
—No lo sé, no lo puedo asegurar. Era una mujer alta, y con una capa roja, como
la que Mrs. Lee lleva en ocasiones. Pero no me fijé mucho, estaba muy ocupado con
lo que estaba haciendo. Quizás era ella, o tal vez otra persona. ¿Quién lo puede decir?
Del resto de detalles, repitió prácticamente lo que nos había dicho en el primer
momento: que había visto pasar a la señora y que la había visto en otras ocasiones.
No había prestado mucha atención. Más tarde había visto pasar al caballo sin jinete.
Pensó que algo le había espantado. Tampoco tenía muy clara la hora, quizá fueran las
once, tal vez más temprano. Había vuelto a ver pasar el caballo, pero mucho más
tarde. Parecía ir hacia el bosque.
Entonces, el coroner me volvió a llamar y me hizo unas cuantas preguntas sobre
Mrs. Lee, Mrs. Esther Lee de Vine Cottage.
—¿Usted y su esposa conocían a Mrs. Lee de vista?
—Sí, bastante bien.
—¿Hablaron con ella?
—Sí, en varias ocasiones. Mejor dicho, ella habló con nosotros.
—¿En alguna ocasión le amenazó a usted o a su esposa?
Pensé durante unos momentos.
—En cierto sentido se podría decir que sí —respondí con voz pausada—, pero
nunca creí…
—¿Nunca creyó qué?
—En sus amenazas.
—¿Le dio la impresión de que tuviera un rencor especial hacia su esposa?
—Ellie me lo comentó en una ocasión. Me dijo que tenía la impresión de que le
profesaba cierto rencor y no entendía la razón.
—¿Usted o su esposa la expulsaron alguna vez de la finca, la amenazaron o la
maltrataron en algún sentido?
—Todas las agresiones fueron de su parte.
—¿Alguna vez le dio la impresión de estar un tanto desequilibrada?
—Sí, admito que sí. Creo que ella está convencida de que la tierra donde
edificamos nuestra casa es suya, o que pertenece a su tribu o como se diga. Parece
tener una obsesión —manifesté lentamente—, y cada vez ha ido a peor.
—Comprendo. ¿Alguna vez amenazó a su esposa hasta el punto de llegar a la
violencia física?
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—No, no creo que sea justo decirlo. Creo más bien que todo era el típico juego de
las amenazas gitanas. «Tendrá mala suerte si se queda aquí», «La maldición caerá
sobre usted si no se marcha», y cosas por el estilo.
—¿Mencionó la palabra muerte?
—Sí, creo que sí. Tampoco le hicimos mucho caso. Al menos —corregí—, yo no
se lo hice.
—¿Cree que su mujer sí?
—Mucho me temo que sí. La vieja podía ser impresionante, pero no creo que se
la pueda considerar responsable de las cosas que hace o dice.
El procedimiento acabó cuando el coroner anunció que la encuesta se suspendía
hasta dentro de dos semanas. Todo señalaba una muerte por accidente, aunque no
había pruebas para determinar cómo se había producido. El coroner esperaba que la
comparecencia de Mrs. Esther Lee arrojara algo de luz sobre la cuestión.
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Capítulo XX
Página 119
con voz pausada—: Creo que alguien pretendía asustarla con toda intención.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el comandante con un tono vivaz—.
¿Quién quería asustarla?
—Probablemente la gitana. Pero tampoco me convence del todo. Mrs. Lee la
acechaba y, en cuanto la veía aparecer, comenzaba con la cantinela de que este lugar
le traería mala suerte. Que debía marcharse.
—Lamento que no me informara antes de todos esos incidentes —protestó el
comandante con un tono airado—. Si yo hubiera hablado con la vieja Esther, le
hubiera dicho que no podía ir por ahí con amenazas.
—¿Por qué lo haría? ¿Qué la impulsó?
—Lo mismo que muchas otras personas —respondió Phillpot—, le gusta darse
importancia, ya sea advirtiendo a la gente o leyéndoles la buenaventura y profetizar
que vivirán siempre felices. Le gusta aparentar que conoce el futuro.
—¿Ha considerado usted la posibilidad de que alguien le diera dinero? Me han
dicho que le gusta mucho el dinero.
—Sí, siempre le ha gustado mucho el dinero. ¿De dónde ha sacado usted la idea
de que alguien pudo pagarle?
—Me lo dijo el sargento Keene. A mí no se me hubiera ocurrido nunca pensar
algo así.
—Comprendo. —Phillpot meneó la cabeza en un gesto de duda—. Me resulta
difícil creer que ella intentara deliberadamente asustar a su esposa hasta el punto de
provocar un accidente.
—Quizá no contó con la posibilidad de que se produjera un accidente mortal. Tal
vez hizo algo que espantó al caballo. Tirar un buscapiés, agitar una hoja de papel
blanco o algo así. Algunas veces he pensado que ella tenía un resentimiento personal
contra Ellie, un odio motivado por alguna razón que ignoro.
—Eso parece bastante rebuscado.
—¿Este lugar nunca fue suyo? Me refiero a la tierra.
—No, no dudo de que a los gitanos los expulsaron de esta propiedad en más de
una ocasión. A los gitanos los echan continuamente de todas partes, pero no creo que
ellos lo consideren como algo que exija venganza.
—Sí, tiene razón. Es demasiado rebuscado. Pero me pregunto si no habrá algo
que no sabemos. Si le pagaron…
—¿Una razón que no sabemos? ¿Cuál podría ser?
—Probablemente todo lo que diga le parecerá fantástico. Digamos, como sugirió
Keene, que alguien le pagó para hacer las cosas que hizo. ¿Qué pretendía esa persona
desconocida? Supongamos que querían vernos marchar de aquí. Se centraron en Ellie
porque sabían que yo no me asustaría tan fácilmente. La asustaron para que decidiera
marcharse y así conseguir que me marchara yo también. Si es así, tiene que existir
algún motivo por el que desean que la finca vuelva a ser puesta a la venta. Digamos
que alguien quiere nuestra tierra.
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—Es una suposición lógica —admitió el comandante—, pero no se me ocurre
ninguna razón para que alguien esté interesado.
—Quizás algún yacimiento mineral importante del que nadie esté enterado —
señalé.
—Lo dudo.
—Tal vez un tesoro enterrado. Sé que parece absurdo. ¿Por qué no el botín del
atraco a un banco?
Phillpot continuaba meneando la cabeza, pero no con tanta vehemencia.
—La otra posibilidad que nos queda es volver un paso más atrás como el que
usted acaba de dar. Ir más allá de Mrs. Lee para encontrar a la persona que le pagó.
Tal vez demos con algún enemigo desconocido de Ellie.
—¿No se le ocurre quién podría ser?
—No. Mi esposa no conocía a nadie por estos lugares. Estoy seguro. No tenía
ningún vínculo con este pueblo. —Me levanté—. Gracias por escucharme.
—Lamento no haber sido más útil.
Salí de la habitación, tocando con los dedos el objeto que llevaba en el bolsillo.
Luego, tomé una decisión súbita. Di media vuelta y entré otra vez.
—Hay algo que quiero mostrarle. En realidad, ahora me disponía a ir a ver al
sargento Keene para pedirle su opinión al respecto.
Metí la mano en el bolsillo y saqué una piedra envuelta en una hoja de papel
arrugado donde estaban escritas unas letras.
—Esto lo arrojaron contra la ventana del comedor esta mañana. Oí el ruido de
cristales rotos cuando bajaba a desayunar. Ya tiraron una piedra contra los cristales de
la sala el primer día que vinimos a vivir aquí. No sé si será obra de la misma persona
o no.
Desenvolví la piedra y le alcancé la hoja de papel ordinario. Alguien había escrito
unas letras con una tinta aguada. Phillpot se puso las gafas y se inclinó sobre el papel.
El mensaje era muy breve. Sólo decía: «Una mujer mató a su esposa».
El comandante enarcó las cejas.
—Asombroso —comentó—. ¿El primer mensaje lo habían escrito en letra de
imprenta?
—No lo recuerdo. Sólo era una advertencia para que nos fuéramos de aquí. Ni
siquiera tengo presentes las palabras. En cualquier caso, parecía muy probable que
fuera cosa de los gamberros de la zona. Éste no parece del mismo estilo.
—¿Cree que lo pudo tirar alguien que sabe alguna cosa de la muerte de Ellie?
—Yo diría que es un acto de pura malicia realizado por alguien que se esconde en
el anonimato. Ya sabe usted que esto es algo bastante frecuente en los pueblos.
Me devolvió el mensaje.
—Creo que su idea de llevárselo al sargento Keene es la más adecuada. Él sabe
mucho más que yo sobre los procedimientos a seguir en estos casos.
Página 121
Encontré al sargento Keene en la comisaría. Se mostró muy interesado cuando le
enseñé el anónimo.
—Aquí están pasando cosas muy raras —comentó.
—¿A qué se refiere?
—Es difícil explicarlo. Quizá sólo se trata de cobrarse una venganza acusando a
una persona determinada.
—¿Cree usted que el autor pretende incriminar a Mrs. Lee?
—No, yo no diría tanto. Podría ser, y prefiero pensar que es así, que alguien oyó o
vio alguna cosa. Quizás oyó un ruido o un grito o vio pasar al caballo espantado, y
después vieron o se encontraron con una mujer en las cercanías. Pero cabe la
posibilidad de que se trate de otra mujer y no de la gitana, porque todo el mundo ya
da por hecho que la gitana está implicada en este asunto. Así que lo más lógico es
suponer que se trata de una mujer de la que nada sabemos.
—¿Qué hay de la gitana? ¿Han tenido noticias de ella? ¿La han encontrado?
El sargento meneó la cabeza lentamente.
—Conocemos algunos de los lugares donde va cuando se marcha del pueblo. East
Anglia, por aquel lado. Tiene amigos entre las familias gitanas que viven allí. Sin
embargo, nos han informado que no está, aunque tampoco se les puede hacer mucho
caso porque si estuviera tampoco lo dirían. No sueltan prenda. Es bastante conocida
de vista por aquella zona, pero nadie la ha visto. En cualquier caso, no creo que se
haya ido a East Anglia.
Me pareció notar algo peculiar en la manera que lo dijo.
—Me parece que no le entiendo.
—Considérelo de esta manera: está asustada. Tiene buenas razones para estarlo.
Ha estado amenazando a su esposa, la ha asustado, y ahora se supone que es la
presunta causante del accidente que mató a su esposa. La policía la busca. Ella lo
sabe, así que hará lo imposible para que no la encontremos. Intentará poner el
máximo de distancia entre ella y nosotros. Pero tampoco querrá que la vean. Tendrá
miedo a utilizar el transporte público.
—Así y todo, la encontrarán, ¿no? Es una mujer que no pasa desapercibida.
—Sí, desde luego, la encontraremos, aunque estas cosas llevan un poco de
tiempo. Suponiendo, claro está, que ésa fuera la manera en que ocurrió.
—¿Cree usted que puede haber otra explicación?
—Verá, hay algo que me ronda por la cabeza. ¿Y si alguien le hubiera pagado
para que dijera las cosas que dijo?
—Entonces, razón de más para querer alejarse del pueblo —señalé.
—De acuerdo, pero alguien más estaría ansioso por verla marchar. Tiene que
pensar en eso, Mr. Rogers.
—¿Habla usted de la persona que le pagó? —manifesté lentamente.
—Sí.
—Supongamos que fuera una mujer quien le diera dinero por su colaboración.
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—Supongamos también —añadió el sargento—, que alguien más llegó a esa
conclusión y comenzó a enviar mensajes anónimos. La mujer estaría asustada. Quizá
no pensaba que ocurriera esto. Por mucho que quisiera que la gitana espantara a Mrs.
Rogers, tal vez no tenía la menor intención de que muriera.
—Efectivamente, no creo que nadie pensara en su muerte. Sólo pretendían
atemorizarnos para que nos largásemos.
—¿Ahora quién es la que tiene miedo? La mujer que provocó el accidente: Mrs.
Esther Lee. ¿Qué puede hacer para que no la culpen? Confesar, ¿no? Decir que no fue
cosa suya. Admitir incluso que le pagaron dinero para hacerlo. Mencionará un
nombre. Dirá quién le pagó por hacerlo. Le aseguro que a esa persona no le gustará
que eso suceda, ¿no le parece, Mr. Rogers?
—¿Quiere usted decir la mujer desconocida a quien supuestamente atribuimos la
acción aunque no sepamos si existe esa persona?
—Hombre o mujer, alguien le pagó. Sin duda, ese alguien estará interesado en
silenciarla lo antes posible. ¿No cree que puedo estar en lo cierto, Mr. Rogers?
—¿Cree usted que está muerta?
—Es una posibilidad —manifestó el sargento. Después cambió bruscamente de
tema—. ¿Recuerda usted aquel templete que tiene en la parte alta del bosque?
—Sí, ¿qué pasa con el templete? Mi esposa y yo lo mandamos reparar. Íbamos
allí de vez en cuando, pero no en las últimas semanas. ¿Por qué?
—Hemos estado recorriendo aquella zona. Miramos en el templete. No estaba
cerrado.
—No, nunca nos preocupamos de cerrarlo. No hay nada de valor. Sólo unos
cuantos muebles.
—Se nos ocurrió que la vieja Mrs. Lee lo pudiera haber utilizado, pero no
encontramos ningún rastro. Sin embargo, encontramos esto. Pensaba mostrárselo de
todas maneras. —Abrió un cajón del escritorio y sacó un pequeño encendedor
chapado en oro. Era un encendedor de mujer y llevaba una inicial en diamantes. La
letra C—. No será de su esposa, ¿verdad?
—Si lleva la inicial C no es de Ellie, por supuesto. Tampoco es de miss Andersen.
Se llama Greta.
—Estaba allí donde se le cayó a alguien. Es elegante y debe costar un dineral.
—«C» —repetí la inicial pensativo—. No consigo recordar a nadie que haya
estado con nosotros cuya inicial sea la C, excepto Cora —manifesté—. Es la
madrastra de mi esposa. Mrs. van Stuyvesant, pero la verdad es que soy incapaz de
imaginármela subiendo hasta el templete por aquel sendero cubierto de matorrales.
En cualquier caso, no ha estado con nosotros mucho tiempo. No creo que llegara a un
mes y, que yo recuerde, nunca la vi utilizar ese encendedor. Aunque es probable que
no me hubiera fijado. Quizá miss Andersen lo sabe.
—Bueno, lléveselo para que ella lo vea.
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—Lo haré, pero en ese caso, si es de Cora, me parece extraño que no lo viéramos
cuando estuvimos en el templete las últimas veces. Allí no hay muchas cosas. Y dice
que el encendedor estaba en el suelo, ¿no?
—Sí, cerca del diván. Claro que cualquiera pudo entrar en el templete. Es un
lugar muy cómodo para que una pareja de enamorados lo emplee para sus citas. Me
refiero a los chicas y chicos de por aquí. Pero dudo de que ninguno de ellos se pueda
permitir el lujo de tener un encendedor tan caro.
—También está miss Claudia Hardcastle —señalé—, pero no sé si ella usaría algo
así. Además, ¿para qué iba a ir al templete?
—Era bastante amiga de su esposa, ¿no es así?
—Sí, creo que era la mejor amiga que Ellie tenía por aquí. Sin duda sabía que no
nos importaría si quería utilizar el templete en alguna ocasión.
—Ah —exclamó el sargento Keene.
Le miré con una expresión dura.
—No creerá usted que Claudia fuera enemiga de Ellie, ¿verdad? Sería algo
absurdo.
—No hay ninguna razón aparente para una supuesta enemistad, pero nunca se
sabe cuando se trata de mujeres.
—Supongo… —Comencé, y después me detuve porque lo que iba a decir
parecería un poco extraño.
—¿Sí, Mr. Rogers?
—Creo que Claudia Hardcastle estuvo casada con un norteamericano, alguien
llamado Lloyd. Es curioso porque el nombre del principal administrador de los bienes
de mi esposa en Estados Unidos es Stanford Lloyd. Seguramente hay centenares de
Lloyd y, de todas maneras, sería mucha coincidencia que se tratara de la misma
persona. Por otro lado, ¿qué tendría que ver él con todo esto?
—No parece muy probable que esté relacionado. Sin embargo… —El sargento no
acabó la frase.
—Lo curioso de todo este asunto es que me pareció ver a Stanford Lloyd por aquí
el día del accidente. Estaba comiendo en el George en Bartington.
—¿No vino a verle a usted?
Meneé la cabeza.
—Estaba en compañía de alguien que se parecía a miss Hardcastle. Seguramente
estoy confundido. Supongo que ya sabrá que fue su hermano quien construyó nuestra
casa.
—¿Miss Hardcastle estaba interesada en la casa?
—No. No creo que le agraden las ideas arquitectónicas de su hermano. —Me
levanté—. Bueno, no quiero robarle más tiempo. Por favor, le ruego que intente dar
con el paradero de la gitana.
—No hemos dejado de buscarla, se lo aseguro. El coroner también está ansioso
por interrogarla.
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Me despedí del sargento y salí de la comisaría.
De aquella manera extraña en que a menudo te encuentras de sopetón con alguien
que acabas de mencionar, Claudia Hardcastle salió de la estafeta de correos cuando
yo pasaba por delante. Ambos nos detuvimos. Ella me dijo con el leve embarazo que
sientes cuando te encuentras con alguien que acaba de sufrir la pérdida de un ser
querido:
—Mike, siento muchísimo lo de Ellie. No diré nada más. Es horrible cuando la
gente te dice cosas, pero ya está, tenía que decírtelo.
—Lo sé. Siempre fuiste muy amable con Ellie. Hiciste que se sintiera a gusto en
este lugar. Te estoy muy agradecido.
—Hay una cosa que quería preguntarte y pensé que quizá sería mejor hacerlo
ahora antes de que marches a Estados Unidos. Me han comentado que te vas dentro
de unos días.
—En cuanto pueda. Tendré que ocuparme de una multitud de asuntos.
—Verás, se trata de que tal vez quieras poner la casa en venta, y me pareció que
quizá decidas encargar a algún agente inmobiliario que se ocupe de la operación antes
de marcharte. En ese caso, me gustaría tener la oportunidad de hacer la primera
oferta.
La miré desconcertado. La verdad es que me había sorprendido. Era lo último que
hubiera esperado de su parte.
—¿Quieres decir que estarías dispuesta a comprarla? Creía que no te interesaba la
arquitectura moderna.
—Mi hermano Rudolf me dijo que era la mejor casa que había hecho. Yo diría
que no se equivoca. Supongo que pedirás una suma elevadísima, pero puedo pagarla.
Sí, me gustaría tenerla.
Admito que me pareció muy extraño. Nunca había demostrado el menor aprecio
por nuestra casa en ninguna de las ocasiones en que había venido a visitarnos. Me
pregunté, como otras veces anteriores, cómo habían sido las relaciones con su
hermanastro. ¿Le tenía afecto? Algunas veces me había parecido que le caía mal,
incluso que le odiaba. Desde luego, cuando hablaba de Santonix lo hacía de una
manera muy extraña. Pero era evidente que, de una manera u otra, él significaba algo
para Claudia. Significaba algo importante. Meneé la cabeza lentamente.
—Al parecer —dije—, crees que quiero vender la casa y marcharme porque Ellie
está muerta. En realidad, no es así. Fuimos muy felices en nuestra casa y es el lugar
donde su memoria siempre estará viva. ¡Nunca venderé el Campo de Gitano! Puedes
estar bien segura.
Cruzamos una mirada. Por un momento, fue un duelo de voluntades. Luego, ella
se dio por vencida.
Me armé de valor y decidí preguntárselo:
—No es asunto mío, ¿pero estuviste casada con Stanford Lloyd?
Permaneció en silencio durante unos segundos, mirándome fijamente.
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—Sí —respondió escuetamente y se marchó.
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Capítulo XXI
Confusión. Eso es todo lo que recuerdo cuando hago memoria: las preguntas de
los reporteros, las llamadas para solicitar una entrevista, las montañas de cartas y
telegramas, y Greta ocupándose de todo.
La primera cosa sorprendente fue que la familia de Ellie no se encontraba en
Estados Unidos como suponíamos. Fue toda una sorpresa descubrir que la mayoría de
ellos estaban en Inglaterra. Hasta cierto punto era comprensible en el caso de Cora
van Stuyvesant. Era una mujer que no paraba, siempre de aquí para allá recorriendo
Europa, de Italia a París, a Londres, y otra vez de vuelta a Estados Unidos, a Palm
Beach, al rancho en el Oeste; aquí, allá y en todas partes. El día que murió Ellie, su
madrastra se encontraba a no más de cincuenta millas empeñada en su capricho de
tener una casa en Inglaterra. Había estado dos o tres días en Londres para visitar
nuevas agencias inmobiliarias y ver qué podían ofrecerle; el día de autos había
visitado media docena de residencias campestres.
En cuanto a Stanford Lloyd, había viajado en el mismo avión al parecer para
asistir a una reunión de negocios. Todas estas personas se habían enterado del
fallecimiento de Ellie, no por los telegramas que enviamos a Estados Unidos, sino por
las noticias publicadas en los periódicos.
Se planteó una agria discusión por el tema de dónde enterraríamos a Ellie. Yo
había dado por hecho que lo más natural era enterrarla aquí, donde había muerto. En
el lugar donde habíamos vivido juntos.
Pero la familia de Ellie se opuso rotundamente. Querían llevarse el cuerpo a
Estados Unidos para enterrarla junto a sus familiares: su abuelo, su padre, su madre y
sus tíos. Supongo, si uno lo piensa bien, que eso también tenía su lógica.
Andrew Lippincott vino para hablar conmigo al respecto y me planteó el tema de
un modo muy razonable.
—¿Ellie no dejó instrucciones sobre el lugar donde deseaba que la enterraran? —
me preguntó.
—¿Por qué iba a hacerlo? —respondí enfadado—. ¿Qué edad tenía? ¿Veintiuno?
Nadie a los veintiún años piensa que va a morir. No te pones a pensar en donde
quieres que te entierren. Si hubiéramos pensado en eso, lo más lógico hubiera sido
suponer que nos enterrarían juntos aunque no falleciéramos al mismo tiempo. Pero
¿quién piensa en la muerte cuando tienes veinte años?
—Una observación muy sensata —afirmó Lippincott—. Mucho me temo que
tendrás que viajar a Estados Unidos. Hay una gran cantidad de asuntos financieros y
empresariales de los que tendrás que ocuparte personalmente.
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—¿A qué asuntos se refiere? ¿Qué tengo que ver yo con asuntos financieros y
empresariales?
—Tiene mucho que ver. ¿Acaso no te has dado cuenta de que eres tú, Mike, el
principal beneficiario del testamento?
—¿Quiere usted decir que soy el familiar más próximo a Ellie o algo así?
—No, por disposición testamentaria.
—Ni siquiera sabía que hubiera redactado un testamento.
—Por supuesto que sí. Ellie era una joven que entendía de negocios. Tenía que
saber. Siempre vivió en ese ambiente. Hizo un testamento cuando cumplió la mayoría
de edad y otro cuando se casó. Estaba depositado en el despacho de su abogado en
Londres y a mí me enviaron una copia. —Vaciló un momento antes de añadir—: Si
viajas a Estados Unidos, cosa que te recomiendo, creo que debes colocar tus asuntos
en manos de un abogado de confianza.
—¿Por qué?
—Porque al tratarse de una fortuna inmensa, propiedades, inversiones y
participaciones en una multitud de empresas, necesitarás que te asesoren bien.
—La verdad es que no estoy capacitado para ocuparme de esa clase de asuntos —
admití.
—Lo comprendo muy bien.
—¿No podría dejarlo todo en sus manos?
—Podrías hacerlo.
—Bueno, entonces ya está decidido.
—De todas maneras, creo que debes tener una representación independiente. Yo
ya actúo en nombre de algunos de los miembros de la familia y podría plantearse un
conflicto de intereses. Si dejas el tema en mis manos, me ocuparé de que tus intereses
estén representados por un abogado de primera.
—Muchas gracias, es usted muy amable.
—Si me permites una pequeña indiscreción… —Parecía un tanto incómodo y a
mí me encantaba la idea de que Lippincott pudiera ser indiscreto.
—¿Sí?
—Te recomiendo que tengas mucho cuidado con cualquier cosa que firmes. Me
refiero a documentos comerciales. Antes de firmar nada, léelos a fondo y asegúrate
de que los entiendes.
—¿El tipo de documento al que usted se refiere significaría algo para mí si lo
leyera?
—Si no lo entiendes, entonces entrégaselo a tu asesor legal para que te lo
explique.
—¿Está usted previniéndome contra alguien o algo? —pregunté dominado por un
súbito interés.
—Ésa es una pregunta a la que no puedo contestar —replicó Lippincott—. Sólo
puedo decirte que, cuando hay sumas de dinero tan importantes de por medio, es
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prudente no confiar en nadie.
O sea que me estaba previniendo contra alguien, pero no estaba dispuesto a
facilitarme ningún nombre. Estaba claro. ¿Se trataría de Cora? ¿Acaso tenía fundadas
sospechas de Stanford Lloyd, el cordial banquero, siempre tan despreocupado y
alegre, que había venido recientemente en «viaje de negocios»? Tal vez se refería a la
posibilidad de que el tío Frank me abordara con algunos documentos con aspecto de
legítimos. De pronto, tuve la sensación de ser un pobre incauto que se encuentra
nadando en aguas infestadas de cocodrilos que le dedican falsas sonrisas de amistad.
—El mundo es un lugar malvado —comentó el viejo abogado.
Quizá se trataba de una pregunta estúpida, pero me resultó imposible contenerme.
—¿La muerte de Ellie beneficia a alguien?
Me miró con una mirada de halcón.
—Es una pregunta realmente curiosa. ¿Por qué me lo pregunta?
—No lo sé, se me acaba de ocurrir.
—Le beneficia a usted.
—Desde luego. Eso ya lo sabía. Lo que quiero decir es si beneficia a alguien más.
Lippincott permaneció en silencio durante un rato que a mí se me hizo muy largo.
—Si te refieres a que el testamento de Fenella beneficia a otras personas con
algunos legados, la respuesta es afirmativa. Algunos viejos criados, una gobernanta,
un par de entidades benéficas, pero nada más allá de lo normal y correcto en estos
casos. Hay un legado para miss Andersen, pero tampoco es una cantidad importante
porque, como ya sabes, Ellie le entregó en vida una suma considerable.
Asentí. Ellie me lo había comentado.
—Tú eras su marido y no tenía otros parientes cercanos, pero interpreto que tu
pregunta no se refería específicamente a ese punto.
—No sé exactamente a que quiero referirme. Pero, de una manera u otra, usted ha
conseguido, Mr. Lippincott, despertar mis sospechas. No sé de quién o de qué he de
sospechar. Sólo sospecho. Tenga presente que no entiendo nada de negocios.
—No, eso es bastante evidente. Permíteme que te diga que, aunque no haya un
motivo preciso, ninguna sospecha fundada de ningún tipo, cuando muere alguien, se
acostumbra a realizar una auditoría de sus asuntos económicos. Esto se puede hacer
rápidamente o bien se puede alargar durante muchos años.
—Lo que quiere usted decir es que alguno de los administradores puede intentar
tapar cualquier ilegalidad. Pretenderá que firme algún documento que los exonere de
responsabilidades o algo por el estilo.
—Si los asuntos de Fenella no estaban, digamos, tan saneados como deberían
estar, es posible que su muerte prematura resultara muy conveniente para alguien, no
mencionaremos nombres, que podría cubrir sus faltas si trata con una persona poco
experta como es su caso. Pero no puedo añadir nada más sobre este tema. No estoy en
posición de hacerlo.
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En la pequeña iglesia del pueblo se celebró un sencillo funeral. De haber estado
en mi mano no hubiera asistido. Detestaba a todas aquellas personas apiñadas delante
del templo que me miraban llenos de curiosidad. Greta me ayudó a pasar el mal trago.
No creo que hasta ese momento me hubiera dado cuenta de su fuerte personalidad.
Ella se encargó de los arreglos, se ocupó de las flores, lo hizo todo. Comprendí por
qué Ellie había dependido tanto de Greta. No hay muchas Gretas en el mundo.
Los asistentes al funeral eran en su mayoría nuestros vecinos, algunos de los
cuales apenas si conocíamos. Sin embargo, me fijé en un rostro que había visto antes,
pero que no conseguía ubicar. Cuando regresé a casa, Carson me dijo que un
caballero quería verme.
—Hoy no quiero ver a nadie. Dígale que se marche. ¡No tendría que haberle
dejado entrar!
—Perdone, señor. Dijo que era un pariente.
—¿Un pariente?
De pronto recordé al hombre que había visto en la iglesia. Carson me entregó una
tarjeta.
Leí un nombre que me era totalmente desconocido: William R. Pardoe. Meneé la
cabeza. Luego le di la tarjeta a Greta.
—¿Por casualidad sabes tú quién es? Su rostro me parece conocido, pero no
consigo recordar dónde lo he visto antes. Quizá sea uno de los amigos de Ellie.
Greta aceptó la tarjeta y la leyó.
—Por supuesto —dijo.
—¿Sabes quién es?
—El tío Reuben. El primo de Ellie. Sin duda te lo mencionó en algún momento.
Entonces recordé por qué el rostro me era conocido. Ellie tenía varias fotos de sus
familiares en el salón. Aquí tenía la explicación. Había visto su rostro en una de las
fotos.
—Voy a verle.
Salí de la habitación para dirigirme a la sala. Pardoe se levantó en cuanto me vio
entrar.
—¿Michael Rogers? Quizá no conozca usted mi nombre, pero su esposa era mi
prima. Siempre me llamaba tío Reuben, pero usted y yo no nos conocemos. Ésta es la
primera vez que vengo a Inglaterra desde que ustedes se casaron.
—Por supuesto que sé quién es usted.
No sé muy bien cómo describir a Reuben Pardoe. Era un hombre alto y robusto,
con un rostro grande y una expresión un tanto ausente, como si estuviera pensando en
otra cosa. Sin embargo, después de hablar unos minutos con él, tenías la sensación de
que estaba mucho más atento de lo que imaginabas.
—No es necesario que le diga lo mucho que me afectó recibir la noticia de la
muerte de Ellie.
—No hablemos más de su muerte. Prefiero no recordarlo.
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—Lo comprendo.
Sin duda era un hombre agradable, pero había algo en él que me provocaba una
cierta inquietud. Le dije cuando entró Greta:
—¿Conoce usted a miss Andersen?
—Por supuesto. ¿Cómo está usted, Greta?
—Muy bien, gracias. ¿Cuánto tiempo hace que está por aquí?
—Hace un par de semanas. He estado haciendo turismo.
Entonces lo recordé.
—Le vi el otro día.
—¿Sí? ¿Dónde?
—En una subasta que tuvo lugar en Bartington Manor.
—Ahora lo recuerdo. Sí, creo que recuerdo su cara. Estaba usted con un hombre
de unos sesenta años, con un bigote castaño.
—Sí, el comandante Phillpot.
—Se les veía muy animados.
—Como nunca —afirmé y, con aquel extraño asombro que siempre sentía, repetí
—: Como nunca.
—Desde luego, en aquel momento usted no sabía lo que había ocurrido. Era el día
del accidente, ¿no?
—Sí, esperábamos a Ellie para almorzar juntos.
—Trágico —comentó el tío Reuben—. Realmente trágico.
—No tenía idea de que estuviera usted en Inglaterra y creo que Ellie tampoco. —
Hice una pausa, a la espera de lo que me diría.
—No, no le escribí. En realidad, no sabía cuanto tiempo estaría en el país, pero la
verdad es que acabé mis asuntos antes de lo esperado y me pregunté si después de la
subasta no tendría tiempo de sobras para acercarme hasta aquí.
—¿Vino en viaje de negocios?
—En parte. Cora quería que la aconsejara en un par de asuntos, entre ellos la casa
que se quiere comprar.
Fue entonces cuando me informó de que Cora también se encontraba en
Inglaterra.
—No lo sabíamos.
—Da la casualidad que aquel día no estaba muy lejos de aquí.
—¿Cerca de aquí? ¿Se alojaba en algún hotel?
—No, estaba en casa de una amiga.
—No sabía que tuviera amigos por aquí.
—Una mujer. ¿Cómo se llamaba? Hard no sé cuántos. Ah, sí, Hardcastle.
—¿Claudia Hardcastle? —No disimulé mi sorpresa.
—Sí, era muy amiga de Cora. Se conocieron cuando ella vivía en Estados Unidos.
¿No lo sabía?
Miré a Greta.
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—¿Sabías que Cora era amiga de Claudia?
—No recuerdo haberle oído hablar de ella —contestó Greta—. Ahora me explico
por qué no se presentó aquel día.
—Eso es: iba a ir contigo a Londres. Habías quedado en encontrarte con ella en la
estación de Market Chadwell.
—Sí, y no apareció. Llamó a casa minutos después de que yo me marchara. Dijo
que se había presentado una visita inesperada y que no podía acompañarme.
—Me pregunto si la visita inesperada no era otra que Cora.
—Es obvio —intervino Reuben. Meneó la cabeza—. Todo resulta tan confuso.
Me han dicho que se aplazó la encuesta.
—Sí.
El visitante acabó la copa y se levantó.
—No quiero causarle más trastornos —manifestó—. Si hay algo que puedo hacer
estoy a su disposición. Me alojo en el hotel Majestic en Market Chadwell.
Le agradecí el ofrecimiento. En cuanto se marchó. Greta me dijo:
—Me pregunto qué será lo que quiere. ¿Por qué vino aquí? Desearía que se
marcharan todos de una vez por todas.
—A mí me gustaría saber si era Stanford Lloyd a quien vi en el George. Sólo le vi
de refilón.
—Dijiste que estaba con alguien que se parecía a Claudia, así que probablemente
era él. Quizá vino a verla a ella y Reuben vino a verme a mí. ¡Menuda confusión!
—No me gusta, todos coincidieron aquí aquel día.
Greta comentó que eso era algo que sucedía con frecuencia. Lo dijo con su tono
alegre y confiado de siempre.
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Capítulo XXII
No tenía nada más que hacer en el Campo del Gitano. Dejé a Greta a cargo de la
casa mientras yo navegaba hacia Nueva York para atender los asuntos pendientes y
participar en lo que consideraba con cierta preocupación las más que fastuosas
exequias por Ellie.
«Vas derechito a la selva —me advirtió Greta—. Vete con mucho cuidado, no
dejes que te desuellen vivo».
No se equivocó. Era una selva, me di cuenta apenas desembarcar. No sabía nada
de la selva, me refiero a ese tipo de selva. Estaba fuera de mi ambiente y lo sabía. No
era el cazador sino la pieza. Había cazadores acechando en la espesura dispuestos a
cazarme. Algunas veces me dejaba llevar por la imaginación, pero en otras mis
sospechas estaban plenamente justificadas. Recuerdo una de las visitas al abogado
que me había conseguido Lippincott, un hombre muy amable y correcto que me trató
como si fuese un médico. También me habían recomendado que me desprendiera de
unas propiedades mineras cuyos títulos no estaban del todo claros.
Me preguntó quién me lo había recomendado y le contesté que había sido
Stanford Lloyd.
—Nos ocuparemos del tema —dijo—. Una persona como Mr. Lloyd no se
equivocaría.
Al cabo de unos días me dio una respuesta.
—No hay nada incorrecto en los títulos de propiedad y, desde luego, no tiene
ningún sentido que se desprenda usted de esas propiedades con urgencia, tal como le
recomendó. Consérvelas.
Entonces, tuve la sensación de que no iba desencaminado: todos estaban
dispuestos a aprovecharse de mí. Sabían perfectamente que era un ignorante en lo que
se refería a los negocios.
El entierro fue espléndido y, desde mi punto de vista, algo horrible. De un lujo
insoportable. En el cementerio había montañas de flores, parecía un parque público.
Toda la riqueza de los difuntos se manifestaba en los monumentales conjuntos
escultóricos. Estoy seguro de que Ellie lo hubiera detestado, pero supongo que la
familia estaba en su derecho de disponerlo así.
Llevaba cuatro días en Nueva York cuando recibí noticias de Kingston Bishop.
Habían encontrado el cadáver de la vieja Mrs. Lee en la cantera abandonada al
otro lado de la colina. Al parecer, llevaba muerta varios días. En aquel lugar ya
habían ocurrido accidentes en otras ocasiones y se había recomendado que colocaran
una valla de protección, pero nadie había hecho nada. En la encuesta se dictó un
veredicto de muerte accidental y, una vez más, se instó al concejo comarcal que
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emprendiera las obras para instalar la valla. En la casa de Mrs. Lee habían encontrado
trescientas libras en billetes de una, ocultas debajo de una de las tablas del suelo.
El comandante Phillpot añadía en una posdata: «Estoy seguro de que lamentará
saber que Claudia Hardcastle murió ayer en un accidente cuando el caballo la arrojó
de la silla».
¿Claudia muerta? ¡No me lo podía creer! Fue una sorpresa muy desagradable.
Dos personas muertas mientras cabalgaban en menos de dos semanas. Parecía una
coincidencia prácticamente imposible.
No quiero extenderme en la temporada que pasé en Nueva York. Yo era un
forastero en un ambiente extraño. Tenía la sensación de que debía estar en guardia
constantemente para no equivocarme en lo que decía o hacía. La Ellie que había
conocido, la Ellie que había sido mía, no estaba allí, ya sólo la recordaba como una
muchacha norteamericana, la heredera de una fortuna inmensa, rodeada de amigos,
conocidos y parientes lejanos, alguien de una familia que llevaba viviendo allí desde
hacía cinco generaciones. Había salido de su país como un cometa para ir a visitar el
mío.
Ahora había regresado para que la enterraran con su gente, donde estaba su
antiguo hogar. Me alegró que acabara siendo de esta manera. No me hubiera sentido
tranquilo sabiendo que estaba en el pequeño cementerio junto al pinar en las afueras
de nuestro pueblo. No, no hubiera estado tranquilo.
«Has regresado al lugar al que pertenecías, Ellie», pensé.
Cada vez con mayor frecuencia recordaba aquella canción tan pegadiza que Ellie
cantaba acompañándose con su guitarra. Recuerdo sus dedos que parecían acariciar
las cuerdas.
«Era muy cierto en tu caso —me dije—. Naciste para el dulce placer. Lo tuviste
en el Campo del Gitano, sólo que no duró mucho. Has vuelto aquí donde quizá no
disfrutaste ni fuiste feliz, pero estás en tu casa, entre los tuyos».
De pronto me pregunté dónde estaría yo cuando me llegara la hora. ¿En el Campo
del Gitano? Podría ser. Vendría mi madre para ver como me bajaban a la tumba, si es
que para entonces no estaba muerta. Pero me resultaba imposible pensar en mi madre
muerta, me era más fácil pensar en mi propia muerte. Sí, ella vendría para ver como
me enterraban. Quizás entonces desaparecería la expresión severa de su rostro. Dejé
de pensar en mi madre. No quería pensar en ella. No quería tenerla cerca ni verla.
Esto último no era del todo cierto. No era cuestión de verla. Con mi madre el
problema era que me miraba como si fuera transparente, sentía una ansiedad que me
envolvía como un miasma. Pensé: «¡Las madres son el demonio! ¿Por qué tienen que
controlarlo todo? ¿Por qué creen saberlo todo de sus hijos? No lo saben. ¡No lo
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saben! Tendría que estar orgullosa de mí, alegrarse de mi felicidad, alegrarse por la
vida maravillosa que he conseguido. Ella tendría…». Una vez más me esforcé para
no pensar en mi madre.
¿Cuánto tiempo estuve en Estados Unidos? Ni siquiera lo recuerdo, pero sé que se
me hizo eterno. Tener que estar siempre alerta, rodeado de personas con falsas
sonrisas y miradas aviesas. Cada día me decía a mí mismo: «Tienes que pasar por
esto. Tienes que pasar por esto y luego…». Éstas eran las dos palabras que utilizaba.
Quiero decir que empleaba en mi mente. Las empleaba todos los días varias veces.
«Y luego…». Eran las dos palabras del futuro. Las utilizaba de la misma manera que
en otros tiempos había utilizado aquella otra palabra: «Quiero…».
¡Todo el mundo hacía lo imposible por mostrarse agradable conmigo porque era
rico! Según las disposiciones del testamento de Ellie, yo era un hombre
multimillonario. Me producía una sensación extraña. Tenía inversiones. Cosas que no
entendía qué eran: acciones, bonos, participaciones. Tampoco tenía la más mínima
idea de que debía hacer con todas esas cosas.
El día antes de emprender el viaje de regreso a Inglaterra, sostuve una larga
conversación con Lippincott. Siempre lo había visto de esa manera, como Mr.
Lippincott. En ningún momento se había convertido para mí en el tío Andrew. Le
conté que pensaba retirarle a Stanford Lloyd el control de mis inversiones.
—¡Vaya! —Enarcó las cejas hirsutas. Me miró con sus ojos astutos y su cara de
póquer, y me pregunté cuál sería el significado exacto de aquel «¡Vaya!».
—¿Cree usted que estoy en mi derecho de hacerlo? —le pregunté nervioso.
—Supongo que tienes tus razones.
—No, no tengo ninguna razón, sólo un presentimiento, nada más. ¿Si le digo algo
quedará entre nosotros?
—Cualquier cosa que me digas será confidencial, naturalmente.
—De acuerdo. ¡Tengo la impresión de que es un estafador!
—¡Ah! —Lippincott demostró cierto interés—. Sí, yo diría que haces bien en
seguir tus instintos.
Entonces supe que había acertado. Stanford Lloyd había estado beneficiándose
con los bonos, las inversiones y todo lo demás que había sido de Ellie. Firmé un
poder a nombre de Andrew Lippincott y se lo entregué.
—¿Está usted dispuesto a aceptarlo?
—En todo lo que se refiera a asuntos financieros —manifestó el abogado—,
puedes confiar en mí plenamente. Haré todo lo posible en tu favor. No creo que vayas
a tener el más mínimo motivo de queja sobre mis servicios.
¿Qué había querido decir? Creo que había dado a entender que yo no le caía bien,
que no le gustaba, pero que, en el tema de los negocios, pondría su mejor empeño
porque había sido el marido de Ellie. Firmé todos los documentos necesarios. Me
preguntó si regresaba a Inglaterra en avión o en barco. Le respondí que no me
gustaba volar, que regresaría en barco.
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—Quiero tener un poco de tiempo para mí mismo. Creo que una travesía
marítima me sentará bien.
—¿Dónde fijarás tu residencia?
—En el Campo del Gitano.
—Ah, ¿vivirás allí?
—Sí.
—Creía que habías decidido poner a la venta la casa.
—No —respondí, y el «no» me salió con más fuerza de lo que deseaba. No estaba
dispuesto a desprenderme del Campo del Gitano. Formaba parte de mi sueño, la
ilusión que mantenía desde que era un chiquillo.
—¿Hay alguien a cargo de la residencia mientras estás aquí?
Le expliqué que Greta Andersen estaba al cuidado de la casa.
—Ah, sí. Greta.
Pronunció el nombre de Greta dándole un tono particular, pero no quise discutir.
Si Greta no le caía bien, era su problema. Nunca le había gustado. Se produjo una
pausa bastante incómoda y después cambié de opinión. Era necesario que dijera
alguna cosa.
—Se portó muy bien con Ellie. Vino a vivir con nosotros y cuidó de mi esposa
cuando estaba enferma. Estoy en deuda con ella. Es algo que me gustaría que quedara
claro. No sabe usted lo bien que se portó. Hizo todo lo posible y más después de la
muerte de Ellie. No sé qué hubiera hecho sin ella.
—Lo comprendo, lo comprendo —manifestó Lippincott con un tono que no podía
ser más desabrido.
—No sé cómo podré pagarle todo lo que hizo.
—Una muchacha muy competente.
Me levanté y le di las gracias.
—No tienes por qué dármelas —dijo con el mismo tono seco—. Por cierto, te he
escrito una carta. Te la he enviado por vía aérea al Campo del Gitano. Si regresas a
Inglaterra por vía marítima, probablemente la encontrarás allí cuando llegues. Te
deseo una travesía agradable.
Le pregunté, un tanto vacilante, si conocía a la exesposa de Stanford Lloyd, una
muchacha llamada Claudia Hardcastle.
—Te refieres a su primera esposa. No, nunca la conocí. Creo que el matrimonio
se separó muy pronto. Después del divorcio, Lloyd volvió a casarse, pero el segundo
matrimonio también acabó en divorcio.
Cuando regresé al hotel, me encontré con un telegrama. Me pedía que fuera a un
hospital en California. Un amigo mío, Rudolf Santonix, me reclamaba. Agonizaba y
quería verme antes de morir.
Cambié el pasaje para una fecha posterior y cogí un avión a San Francisco.
Cuando llegué, estaba en las últimas. Los médicos dudaban mucho de que fuera a
recuperar el conocimiento, pero había reclamado mi presencia con verdadera
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desesperación. Me senté en la habitación y contemplé la cáscara del hombre que
conocía. Siempre había tenido aspecto de enfermo, algo así como una extraña
transparencia, como un ser muy delicado y frágil. Ahora tenía el aspecto de una
figura de cera. Mientras le miraba, pensé: «Quiero que me hable. Necesito que me
diga algo. Quiero que me diga algo antes de morir».
Me sentí muy solo, terriblemente solo. Ahora había escapado de mis enemigos,
estaba con un amigo. En realidad, mi único amigo. Él era la única persona que sabía
algo de mí, excepto mamá pero no quería pensar en mamá.
Un par de veces hablé con la enfermera. Le pregunté si no se podía hacer algo,
pero ella meneó la cabeza y me respondió sin comprometerse:
—Quizá recupere el conocimiento, o quizá no.
Así que continué sentado. Entonces, por fin, Santonix se movió en la cama y
exhaló un suspiro. La enfermera le ayudó con mucha suavidad a incorporarse. Me
miró, pero me resultó imposible saber si me había reconocido o no. Sólo me miraba
como si pudiera ver a través de mi cuerpo algo que estaba más allá. Súbitamente, se
produjo un cambio en la mirada. Pensé: «Me conoce, me ve». Dijo algo con voz muy
débil. Me acerqué a la cama y me incliné para escucharle, pero sus palabras no tenían
ningún sentido. Luego, sufrió una convulsión. Echó la cabeza hacia atrás y gritó:
—¡Maldito idiota! ¿Por qué no escogiste el otro camino?
Un segundo después estaba muerto.
No sé a qué se refería o si él mismo entendió lo que había dicho.
Así acabó mi relación con Santonix. Me pregunto si me hubiera escuchado si le
hubiese dicho algo. Me hubiera gustado decirle que la casa que había construido para
mí era lo mejor que tenía en el mundo. Lo que más me importaba. Es curioso que una
casa pueda llegar a ser tan importante. Supongo que debe tratarse de algo simbólico,
algo que deseas. Algo que deseas tanto que no sabes del todo cómo es. Pero él sí
había sabido lo que era y me lo había dado. Yo lo tenía y ahora regresaría a mi casa.
Mi casa. Era lo único en lo que pensaba cuando subí al barco. Eso y aquel terrible
cansancio del principio.
Después una ola de felicidad que surgía de lo más profundo. Regresaba a casa.
Regresaba a mi hogar.
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Capítulo XXIII
Sí, eso era lo que estaba haciendo. Ahora todo había acabado. El final de la lucha,
el último combate, la última etapa del viaje.
Los tiempos de mi revoltosa juventud parecían muy lejanos. Los días del «Yo
quiero, yo quiero», pero no había pasado tanto tiempo. Menos de un año.
Tendido en la litera lo recordé todo paso a paso.
El encuentro con Ellie, las citas en Regent’s Park, la boda en el ayuntamiento. La
casa, Santonix dirigiendo las obras. La casa acabada. Mía, toda mía. Era yo, yo que
estaba donde quería estar. Donde siempre había querido estar. Tenía todo lo que había
deseado y ahora regresaba a casa para disfrutarlo.
Antes de abandonar Nueva York, había escrito una carta y la había enviado por
correo aéreo para que el destinatario la recibiera antes de mi llegada. Se la había
escrito a Phillpot. No sé porqué, pero tenía la sensación de que Phillpot, a diferencia
de otros, lo entendería.
Me resultaba más fácil escribirle que decírselo en persona. En cualquier caso, él
tenía que saberlo. Todos tendrían que saberlo. Estaba seguro de que algunos
probablemente no lo comprenderían, pero él sí. Él había sido testigo de lo muy unidas
que habían estado Ellie y Greta, lo mucho que Ellie dependía de Greta.
No dudaba de que él se daría cuenta de que yo también dependía de ella, que me
sería imposible vivir solo en la casa donde había vivido con Ellie, a menos que
hubiera alguien allí para ayudarme. No sé sí lo expresé correctamente, pero hice todo
lo que pude.
Quiero —escribí— que sea usted el primero en saberlo. Ha sido usted muy bueno con nosotros y creo
que es la única persona que lo comprenderá. No puedo enfrentarme a la idea de vivir solo en el Campo del
Gitano. Lo he estado pensando todo el tiempo que llevo aquí, en Estados Unidos, y he decidido que, tan
pronto como llegue a casa, le pediré a Greta que se case conmigo. Ella es la única persona con la que
podré hablar de Ellie. Ella lo entenderá. Quizá no quiera casarse conmigo, pero creo que aceptará. De esa
manera todo volverá a ser como si los tres continuáramos juntos.
Escribí la carta tres veces hasta conseguir expresar exactamente lo que deseaba
decir. Phillpot la recibiría dos días antes de mi regreso.
Salí a cubierta cuando avistamos Inglaterra. Miré cómo nos acercábamos a la
costa y pensé: «Ojalá Santonix estuviera aquí conmigo». Lo deseé desde el fondo de
mi corazón. Nada me hubiese hecho más feliz que hacerle saber que todo se estaba
convirtiendo en realidad. Todo lo que había planeado, todo lo que había pensado,
todo lo que había querido.
Me había librado de Estados Unidos. Me había quitado de encima a todos los
tramposos, a los mentirosos y a todos aquellos a los que detestaba y que seguramente
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también me detestaban por haber sido un pobretón y ser todavía un paleto. Regresaba
triunfante. Volvía al bosque de pinos y a la serpenteante y peligrosa carretera que
subía por el Campo del Gitano hasta la casa en la cumbre de la colina. ¡Mi casa!
Regresaba a las dos cosas que más deseaba: la casa con la que siempre había soñado,
la que había planeado tener, la que deseaba por encima de todo lo demás, y una mujer
maravillosa. Siempre había tenido muy claro que algún día conocería a una mujer
maravillosa. La había encontrado y nos habíamos conocido. Desde el momento en
que la vi supe que yo le pertenecía, que era absolutamente suyo y para siempre.
Ahora, por fin, iba a su encuentro.
Nadie me vio llegar a Kingston Bishop. Oscurecía cuando llegué en el tren. Salí
de la estación y tomé por un camino lateral. No quería encontrarme con nadie del
pueblo, aquella noche no. El sol se había puesto cuando comencé a subir por la
carretera del Campo del Gitano. Le había avisado a Greta de la hora de mi llegada.
Estaba en casa esperándome. ¡Por fin! Se habían acabado los subterfugios, los
engaños y aquella historia que tanto me desagradaba. Recordé, riéndome por dentro,
el papel que había interpretado. Una actuación magnífica desde el primer momento.
Aparentar que Greta no me gustaba, manifestar mi rechazo a que viniera a quedarse
con Ellie. Sí, había sido muy cuidadoso. Seguramente, todo el mundo se lo había
creído a pie juntillas. Recordé la falsa pelea que organizamos para que Ellie nos
escuchara.
Greta me había calado perfectamente desde el primer momento. Nunca nos
habíamos hecho falsas ilusiones uno respecto al otro. Tenía la misma mentalidad, los
mismos deseos que yo. ¡Queríamos el mundo y no nos conformábamos con menos!
Queríamos estar en la cumbre, satisfacer todas nuestras ambiciones, tenerlo todo y no
negarnos nada. Recordé cómo le había abierto mi corazón cuando nos conocimos en
Hamburgo. Le había explicado mis ansias frenéticas por las cosas. No tuve necesidad
de disimular mi codicia ante Greta porque ella la compartía plenamente.
—Para tener todo lo que quieres de la vida —me dijo Greta—, necesitas dinero.
—Sí, y no sé de dónde voy a sacarlo.
—Puedes estar seguro de una cosa: no lo conseguirás trabajando. No eres de esa
clase —añadió Greta.
—¡Trabajar! —exclamé—. ¡Tendría que trabajar durante años y años! No quiero
esperar. No quiero ser anciano. ¿Conoces la historia de un tipo llamado Schliemann?
Trabajó de sol a sol, ahorrando hasta el último céntimo para amasar una fortuna y
poder hacer así realidad el sueño de su vida: excavar y encontrar las tumbas de Troya.
Logró su sueño, pero tuvo que esperar hasta los cuarenta años. No quiero esperar
hasta ser un viejo con un pie en la tumba. Quiero tenerlo todo ahora cuando soy joven
y fuerte. Tú también, ¿verdad?
—Sí, además sé como podrás conseguirlo. Es muy fácil. Me pregunto cómo es
que no lo has pensado tú mismo. Conquistar a las chicas se te da bastante bien, ¿no es
así? Es algo que he comprobado personalmente.
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—¿Crees que me interesan las chicas? ¿Qué me han interesado en algún
momento? Sólo hay una chica a la que quiero y eres tú. Lo sabes. Te pertenezco. Lo
supe desde el instante que te vi. Sabía que en algún momento conocería a alguien
como tú. Ahora que te he encontrado te pertenezco.
—Sí, creo que me perteneces.
—Los dos queremos conseguir las mismas cosas de la vida.
—Te repito que es fácil. Lo más sencillo del mundo. Lo único que debes hacer es
casarte con una muchacha rica, una de las más ricas del mundo. Yo puedo ayudarte a
conseguirlo.
—¡No me vengas con fantasías!
—Nada de fantasías. Será fácil.
—No, a mí no me vale. No quiero ser el marido de una mujer rica. Ella me
compraría cosas, iríamos aquí y allá, y me tendría en una jaula de oro, pero no es eso
lo que quiero. No quiero ser un esclavo.
—No tienes por qué serlo. Precisamente la esclavitud no necesita durar mucho.
Sólo lo necesario. Las esposas también se mueren, ¿lo sabías?
La miré con los ojos bien abiertos.
—Ahora te has quedado de piedra —manifestó Greta.
—No, no estoy asombrado.
—Ya me pareció que no lo estarías. Tengo la impresión de que quizá tú ya… —
Me miró con una expresión interrogante, pero no estaba dispuesto a responderle.
Todavía tenía algunas reservas. Hay algunos secretos que no quieres contar a nadie.
No es que fueran secretos muy importantes, pero no me gusta recordarlo. Por encima
de todo, no me gusta recordar el primero. Una estupidez, algo pueril, pero, sobre
todo, nada importante. Estaba loco por un elegante y carísimo reloj que le habían
regalado a un chico, un amigo mío de la escuela. Costaba mucho dinero. Se lo había
regalado un padrino rico. Sí, yo lo quería, pero nunca pensé que se me presentaría la
oportunidad de tenerlo. Entonces llegó el día en que fuimos a patinar juntos. El hielo
no resistió el peso. No es que lo hubiese previsto de antemano. Sencillamente
sucedió. El hielo se rajó. Me acerqué patinando. Había caído por el agujero y se
aferraba al hielo con verdadera desesperación, aunque el hielo le cortaba las manos.
Desde luego, me acerqué dispuesto a ayudarle, pero cuando llegué a su lado y vi el
brillo del reloj pensé: «Supongamos que se hunde y se ahoga». Me pareció que era
algo muy sencillo.
Creo que fue algo inconsciente que le desabrochara la pulsera, cogiera el reloj y
después le sumergiera la cabeza en lugar de intentar sacarlo del agua. No tuve más
que mantenerlo debajo de la superficie. Tampoco podía resistirse mucho porque la
capa de hielo se lo impedía. Las personas que vieron el accidente acudieron en
nuestra ayuda. ¡Creían que yo intentaba salvarlo! Tuvieron que forcejear bastante
para sacarlo del agua. Intentaron revivirlo con la respiración artificial, pero era
demasiado tarde. Escondí mi tesoro en un lugar donde guardaba cosas así. Cosas que
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no quería que mamá viera, porque entonces me preguntaba dónde las había
conseguido. Un día encontró el reloj mientras ponía orden en el cajón de los
calcetines. Me preguntó si aquél no era el reloj de Pete. Le respondí que no, que era
uno muy parecido que le había cambiado a un compañero de la escuela.
Mamá siempre me ponía nervioso, tenía la sensación de que sabía demasiadas
cosas de mí. Me sentí muy inquieto cuando ella encontró el reloj. Creo que
sospechaba. Desde luego, no podía saberlo, nadie lo sabía. Pero me miraba de una
manera muy curiosa. Todo el mundo creía que había intentado salvar a Pete. Me
parece que ella no se lo creía. Es más, creo que ella lo sabía. Quería ignorarlo, aunque
el problema era que sabía demasiadas cosas de mí. Algunas veces me sentía culpable,
pero se me pasaba en seguida.
Después ocurrió de nuevo cuando estaba haciendo el servicio militar, mientras
hacíamos el período de instrucción. Un tipo llamado Ed y yo habíamos ido a un
garito. No tuve suerte y perdí todo el dinero que llevaba. En cambio, Ed salió forrado.
Cambió las fichas y nos volvimos de regreso al campamento. Ed tenía los bolsillos
llenos de billetes. Entonces una pareja de matones apareció en una esquina y vinieron
a por nosotros. Llevaban navajas y sabían usarlas. A mí me hicieron un corte en un
brazo, pero Ed se llevó la peor parte. Cayó al suelo. En aquel momento aparecieron
unas personas. Los matones se dieron a la fuga. Comprendí que debía actuar sin
perder un segundo. ¡Fui muy rápido! Tengo unos reflejos excelentes. Me envolví la
mano con un pañuelo, saqué la navaja de la herida de Ed y le asesté un par de
navajazos mortales. El pobre soltó un gemido y se murió. Desde luego, por un
segundo tuve miedo, pero después me di cuenta de que no pasaría nada. ¡Me sentí
muy orgulloso de mí mismo por pensar y actuar tan rápido! Pensé: «Pobre Ed,
¡siempre fue un tonto!». No tardé nada en vaciarle los bolsillos y hacerme con el
dinero. No hay nada como tener buenos reflejos y aprovechar las oportunidades. El
problema es que no abundan las ocasiones. Supongo que algunas personas se asustan
cuando saben que han matado a alguien, pero yo no me asusté. Esta vez no.
Claro que es una cosa que uno no quiere hacer muy a menudo. Se hace cuando
realmente vale la pena. No sé como Greta se dio cuenta de que yo era así. Sin
embargo, lo sabía. No me refiero a que sabía que yo había asesinado a dos personas,
pero creo que sabía que la idea de matar no me escandalizaría.
—¿De qué va ese plan tan fantástico, Greta?
—Puedo ayudarte. Puedo ponerte en contacto con una de las chicas más ricas de
Estados Unidos. Digamos que más o menos está a mi cuidado. Vivo en su casa y
tengo mucha influencia sobre ella.
—¿Crees que se fijará en alguien como yo? —No me lo creía ni por un momento.
¿Por qué una muchacha millonaria que podía escoger a cualquier hombre rico y
atractivo se iba a fijar en un pelagatos como yo?
—Tienes un gran atractivo físico —replicó Greta—. A las chicas les va, ¿no es
así?
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Sonreí y le contesté que no se me daban mal.
—Ella nunca se ha encontrado con alguien como tú. La miman y la protegen
demasiado. Los únicos jóvenes con los que se le permite tratar son chicos
convencionales, hijos de empresarios o banqueros. La preparan para que haga un
buen matrimonio con alguien con tanto dinero como ella. A la familia le aterra la
posibilidad de que conozca a algún guapo extranjero que sea un cazadotes. Como es
natural, a ella le atrae esa posibilidad. Sería algo nuevo, algo completamente
desconocido. Tendrás que hacer mucho teatro, enamorarte de ella a primera vista y
hacerle sentir que es arrebatadora. Te resultará sencillo ya que nunca ha pasado por
una experiencia de ese tipo. Tú podrías hacerlo.
—Di mejor que lo podría intentar —manifesté con un tono de duda.
—Podríamos arreglarlo entre nosotros.
—Su familia no tardará ni un segundo en intervenir.
—No, no intervendrán. No se enterarán de nada, al menos hasta que sea
demasiado tarde. Hasta después de que os hayáis casado en secreto.
—¿Así que ésa es tu idea?
La discutimos, trazamos algunos planes. Nada muy detallado. Greta regresó a
Estados Unidos, pero se mantuvo en contacto conmigo. Yo continué trabajando en
esto y aquello. Le había hablado del Campo del Gitano y de mis sueños de llegar a
ser el propietario de la finca. Greta comentó que sería el escenario perfecto para una
historia romántica. Hicimos nuestros planes para que el encuentro con Ellie tuviera
lugar allí. Greta convencería a Ellie de las ventajas de tener una casa en Inglaterra y
así poder alejarse de la familia en cuanto cumpliera la mayoría de edad.
Sí, señor, lo arreglamos todo. Greta era una gran planificadora. Yo no me hubiera
visto capaz de planearlo, pero sí que era capaz de interpretar la parte que me
correspondía. Siempre me había gustado actuar. Así fue como ocurrió. Así fue como
conocí a Ellie.
Resultó divertido de principio a fin. Tremendamente divertido porque siempre
estaba el riesgo, siempre había el peligro de que no saliera bien. Lo que más nervioso
me ponía era cuando tenía que encontrarme con Greta. Tenía que asegurarme, como
ustedes comprenderán, que no debía descubrirme nunca mirándola, y lo lograba.
Habíamos quedado de acuerdo en que lo mejor sería que me mostrara hostil, que
simulara estar celoso de ella. También supe salir airoso del trance. Recuerdo el día
que vino para quedarse en casa. Montamos una buena trifulca, un escándalo que Ellie
no podía dejar de oír. No sé si no exageramos un poco. No lo creo. Algunas veces me
inquietaba la posibilidad de que Ellie sospechara, pero no creo que llegara a recelar.
No lo sé. La verdad es que no lo sé. Con Ellie no se podía saber.
Fue muy fácil hacerle el amor a Ellie. Era muy dulce. Sí, era un verdadero
encanto. Sólo que algunas veces le tenía miedo porque hacía cosas sin consultarme.
Además, sabía cosas que yo ni siquiera imaginaba que supiera. Pero me quería. Sí,
me quería. Algunas veces, creo que yo también la quería.
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No me refiero a quererla como a Greta, ni mucho menos. Yo le pertenecía a
Greta. Ella era el sexo en persona. Estaba loco por ella y tenía que contenerme. Ellie
era diferente. Sé que parece muy extraño ahora que lo pienso, pero la verdad es que
me gustaba vivir con ella.
Ahora lo estoy escribiendo todo porque esto es lo que pensaba aquella noche
cuando regresé de Estados Unidos. Cuando regresé a la cima del mundo, después de
haber conseguido todo lo que deseaba a pesar de los riesgos, de los peligros, a pesar
de haber tenido que cometer un asesinato.
Sí, aquello resultó un poco peliagudo. Tuve que pensarlo un poco, pero nadie
puede acusarnos de nada, porque lo hicimos de una manera que no provocó
sospechas. Ahora se habían acabado los riesgos, se habían acabado los peligros y aquí
estaba yo subiendo por el camino del Campo del Gitano. Subí de la misma manera
como lo había hecho aquel primer día después de ver el cartel de la subasta, para ir a
echar una mirada a las ruinas de la vieja casa. Subí y encaré la curva.
Entonces fue cuando la vi. Quiero decir que vi a Ellie. Fue precisamente cuando
pasaba por la curva de la carretera en aquel lugar peligroso donde ocurrían los
accidentes. Ella estaba en el mismo lugar donde estuvo antes, oculta en la sombra de
un árbol. Exactamente donde se sobresaltó al verme, y también me sobresalté al
verla. Después nos miramos y me acerqué para hablarle, interpretando el papel de un
joven que acababa de sentir un flechazo. ¡Lo interpreté a las mil maravillas! ¡Les juro
que soy un gran actor!
Pero no había esperado verla ahora. Me refiero a que no podía verla. Sin
embargo, la estaba viendo. Ella me miraba directamente. Sólo que había algo que me
asustaba, que me infundía un gran temor. Era como si no me viera, quiero decir que
yo sabía que ella no podía estar allí de verdad. Sabía que estaba muerta, pero la veía.
Ellie estaba muerta y enterrada en un cementerio en Estados Unidos. Así y todo, ella
estaba junto al árbol y me miraba. Pero no me miraba a mí, aunque lo pareciera. Era
como si esperase verme, y había amor en su rostro. El mismo amor que había visto un
día, aquél en que tocaba la guitarra. El día en que me preguntó: «¿En qué piensas?», y
repliqué: «¿Por qué me lo preguntas?», y ella dijo: «Me miras como si me quisieras».
Yo le respondí una tontería como «Por supuesto que te quiero».
Me quedé de piedra. Permanecí inmóvil en la carretera. Temblaba como una hoja.
La llamé en voz alta: «Ellie».
Ella no se movió. Sencillamente se quedó allí, mirándome. Era como si mirara a
través de mi cuerpo. Eso me asustó porque sabía que, si lo pensaba durante un
momento, comprendería por qué no podía verme, y yo no quería saberlo. No, no
quería. Estaba muy seguro de no querer comprenderlo. Miraba hacia donde yo estaba
pero sin verme. Entonces eché a correr. Corrí como un cobarde todo el resto del
camino hacia las luces que brillaban en mi casa, hasta que conseguí dominar aquel
ridículo miedo. Éste era mi triunfo. Había llegado a casa. Era el cazador que llegaba a
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casa desde las colinas, otra vez con la otra cosa que quería más que a nada en el
mundo, a la maravillosa mujer a la que pertenecía en cuerpo y alma.
Ahora nos casaríamos y viviríamos en la casa. ¡Teníamos todo lo que habíamos
deseado! ¡Habíamos ganado!
La puerta no estaba cerrada con llave. Entré haciendo sonar los tacones y fui
directamente a la biblioteca. Allí estaba Greta esperándome junto a la ventana, estaba
preciosa. Era la criatura más bonita y adorable del mundo, era como una Brunilda,
una soberbia valkiria de brillante pelo dorado. Todo en ella era sexo. Nos habíamos
contenido durante todo el tiempo a excepción de algún fugaz encuentro en el
templete.
Corrí a abrazarla, el marino que regresa a casa desde el mar al que pertenece. Sí,
fue uno de los momentos más maravillosos de mi vida.
Por fin, bajamos de las nubes. Me senté y Greta me pasó un montón de cartas.
Recogí automáticamente una que llevaba un sello norteamericano. Se trataba de la
carta de Lippincott. Me pregunté cuál sería el contenido y porque había considerado
conveniente enviarme una carta en lugar de decírmelo personalmente.
—Ya está —afirmó Greta con un sonoro suspiro de satisfacción—. Lo hemos
conseguido.
—El día de la victoria.
Nos echamos a reír hasta que nos dolió el estómago.
Había una botella de champán sobre la mesa, la descorché y brindamos por
nosotros.
—Este lugar es maravilloso —afirmé—, es todavía más bonito de lo que
recordaba. Santonix… Vaya, me olvidé de comentártelo. Santonix ha muerto.
—Qué pena. Así que estaba enfermo de verdad.
—Claro que estaba enfermo, aunque siempre me negué a creerlo. Fui a verle y
estaba con él cuando murió.
Greta se estremeció.
—No me gusta ver morir a la gente. ¿Dijo algo?
—La verdad es que no. Sólo que yo era un maldito idiota, que debía haber
tomado el otro camino.
—¿Qué otro camino? ¿A qué se refería?
—No tengo ni la menor idea. Supongo que deliraba. No sabía de qué hablaba.
—En cualquier caso, esta casa es un magnífico monumento a su memoria —
manifestó Greta—. Creo que nos quedaremos con ella, ¿no te parece?
La miré un tanto asombrado.
—Por supuesto. ¿Crees que podría vivir en otra parte?
—No podemos vivir aquí todo el tiempo —replicó Greta—. No tiene ningún
sentido pasarse aquí todo el año. ¿Quién aguantaría vivir permanentemente en un
villorio donde nunca pasa nada?
—Pero si es donde quiero vivir, donde siempre he querido vivir.
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—Si, desde luego. Pero después de todo, Mike, tenemos todo el dinero del
mundo. ¡Podemos ir a cualquier parte! Recorrer Europa entera, ir de safari a África,
donde viviremos mil y una aventuras. Iremos a buscar cosas. Viajaremos a Camboya
para ver Angkor Vat. ¿No quieres llevar una vida de aventuras?
—Supongo que sí, pero después regresaremos aquí, ¿verdad?
Tenía una sensación extraña, como si algo se hubiera torcido en alguna parte.
Siempre había soñado con mi casa y Greta. No quería nada más. Ahora acababa de
descubrir que para ella no era bastante. Era el comienzo, deseaba tener cosas y
acababa de darse cuenta de que podía tenerlas. De pronto, tuve un cruel
presentimiento. Comencé a temblar.
—¿Qué te pasa, Mike? Estás temblando. ¿Has pillado un resfriado?
—No, no es eso.
—¿Qué ha pasado, Mike?
—Vi a Ellie.
—¿Qué quieres decir con eso de que viste a Ellie?
—Mientras subía la carretera. Llegué a la curva y allí estaba ella, junto a un árbol,
mirando… quiero decir que miraba hacia mí.
—No seas ridículo —exclamó Greta—, te imaginas cosas.
—Quizá tengas razón. Después de todo, estamos en el Campo del Gitano. Ellie
estaba allí y tenía el aspecto de ser muy feliz. Me pareció como si ella hubiera
decidido permanecer allí el resto de la eternidad.
—¡Mike! —Greta me sacudió por los hombros—. Por favor, no digas esas cosas.
¿Has estado bebiendo antes de venir aquí?
—No, he aguantado hasta reunirme contigo. Sabía que me esperabas con una
botella de champán.
—Pues entonces olvidemos a Ellie y bebamos a nuestra salud.
—Era Ellie —insistí con obstinación.
—¡Por supuesto que no era Ellie! Sólo fue un espejismo provocado por la luz o
algo así.
—Era Ellie y estaba allí. No dejaba de mirarme ni un segundo, pero no podía
verme. —Alcé la voz—. Ahora lo sé, ahora sé por qué no podía verme.
—¿Qué quieres decir?
Fue entonces cuando susurré por primera vez:
—Porque no era yo. Yo no estaba allí. Ellie no podía ver nada más que la noche
eterna. —Entonces grité muy asustado—: Unos nacen para el dulce placer, otros
nacen para la noche eterna. Yo. Greta, yo. ¿Recuerdas como se sentaba en el sofá?
Solía cantar aquella canción acompañándose con la guitarra. Cantaba con aquella voz
tan suave. No puedes haberlo olvidado.
—Todas las noches y todas las mañanas —canté por lo bajo—, unos nacen para
la miseria, todas las noches y todas las mañanas, otros nacen para el dulce placer.
Ésa era Ellie, Greta. Nació para el dulce placer. Unos nacen para el dulce placer,
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otros nacen para la noche eterna. Eso es lo que mamá sabía de mí. Sabía que había
nacido para la noche eterna. Todavía no he llegado allí. Pero ella lo sabía y Santonix
también. Los dos sabían que marchaba en esa dirección, pero quizá no hubiese
llegado a ocurrir. Hubo un momento, sólo un momento cuando Ellie cantaba aquella
canción que podría haber sido muy feliz casado con Ellie. Podría haberlo sido.
—No, no podías —replicó Greta—. Nunca creí que fueras la clase de persona que
se vendría abajo, Mike. —Volvió a sacudirme por los hombros con mucha fuerza—.
Vuelve en ti.
La miré con la mirada perdida.
—Perdona, Greta. ¿Qué he dicho?
—Supongo que aquella gente te presionó muchísimo, pero lo arreglaste todo,
¿verdad? Me refiero a que todo aquello de las inversiones está en orden.
—Todo está arreglado. Tenemos nuestro glorioso y fantástico futuro asegurado.
—Dices unas cosas muy extrañas. Me gustaría saber que dice Lippincott en su
carta.
Cogí la carta y la abrí. No había nada en el sobre excepto un recorte de periódico.
No era un recorte nuevo, sino viejo y bastante manoseado. Lo miré con atención.
Mostraba una calle. Reconocí cuál era por un gran edificio que se veía al fondo. Se
trataba de una calle de Hamburgo donde varias personas caminaban hacia la cámara.
Destacaban dos personas que caminaban cogidas del brazo. Éramos Greta y yo. Así
que Lippincott lo sabía, sabía desde el principio que yo conocía a Greta. Seguramente
alguien le había enviado el recorte hacía tiempo, aunque no con malas intenciones.
Quizá lo había hecho porque le pareció divertido que miss Greta Andersen apareciera
en un periódico paseando por una calle de Hamburgo. Sabía que conocía a Greta y
entonces recordé su insistencia cuando me preguntó si la conocía. Yo lo había
negado, por supuesto, pero él sabía que estaba mintiendo. Sin duda, entonces
comenzaron sus sospechas.
De pronto tuve miedo de Lippincott. Desde luego, no podía sospechar que había
matado a Ellie. Quizá barruntaba alguna cosa. Tal vez sospechaba que la había
asesinado.
—Mira —le dije a Greta—, sabe que nos conocemos. Lo supo desde el primer
día. Siempre he detestado a ese viejo zorro y sé que él te odia. Cuando se entere de
que nos vamos a casar, sospechará más que nunca. —Entonces comprendí que
Lippincott daba por hecho que nos casaríamos, que éramos amantes desde hacía
tiempo.
—Mike, ¿quieres dejar de comportarte como un conejo asustado? Sí, eso es lo
que acabo de decir, un conejo asustado. Te admiro, siempre te he admirado, pero
ahora te estás desmoronando. Tienes miedo de todo el mundo.
—No digas esas cosas.
—Es verdad.
—Noche eterna.
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No se me ocurrió nada más. Todavía me estaba preguntando qué significaba.
Noche eterna. Significaba oscuridad, significaba que no se me podía ver. Yo podía
ver a los muertos pero ellos no me podían ver aunque estaba vivo. No me podían ver
porque en realidad yo no estaba allí. El hombre que amaba a Ellie no estaba allí,
había entrado voluntariamente en la noche eterna. Agaché la cabeza.
—Noche eterna —repetí.
—Deja ya de decirlo —chilló Greta—. ¡Levántate! ¡Compórtate como un
hombre, Mike! No te rindas a esa absurda y supersticiosa fantasía.
—¿Cómo puedo evitarlo? Le vendí mi alma al Campo del Gitano. Nunca ha sido
un lugar seguro. Nunca ha sido un lugar seguro para nadie. No lo fue para Ellie, no lo
es para mí y quizá tampoco lo sea para ti.
—¿Qué quieres decir?
Me levanté. Me acerqué a ella. La amaba. Sí, la amaba con un último e intenso
deseo sexual. Pero el amor, el odio, el deseo, ¿no es todo lo mismo? Tres en uno y
uno en tres. Nunca hubiera podido odiar a Ellie, pero odiaba a Greta. Disfrutaba
odiándola. La odiaba con toda el alma y con un deseo exultante. No podía esperar a
los medios seguros, no quería esperar. Me acerque todavía más.
—¡Maldita zorra! ¡Eres una maldita y hermosísima zorra rubia! No estás a salvo.
Greta. No estás a salvo de mí. ¿Lo entiendes? He aprendido a disfrutar… a gozar
matando. Me sentí muy excitado el día en el que Ellie salió a cabalgar hacia la
muerte. Disfruté durante toda la mañana porque sabía que iba a morir, pero nunca
estuve tan cerca de la muerte como ahora. Esto es diferente. Quiero algo más que
saber que alguien va a morir por una cápsula que tomó durante el desayuno. Quiero
algo más que empujar a una vieja por un barranco, quiero usar mis manos.
Ahora Greta tenía miedo. Yo, que le pertenecía desde que la conocí aquel día en
Hamburgo, había renunciado a mi trabajo para quedarme con ella. Sí, le había
pertenecido en cuerpo y alma. Pero ahora ya no le pertenecía. Era yo mismo. Entraba
en otra dimensión distinta a la que había soñado.
Greta tenía miedo. Me encantaba saber que tenía miedo y le apreté el cuello con
mis manos. Incluso ahora, mientras escribo todas estas cosas sobre mí mismo (que
por cierto es algo muy agradable de hacer), lo que he pasado y sobre cómo los engañé
a todos. Sí, me sentí maravillosamente feliz cuando maté a Greta.
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Capítulo XXIV
No queda mucho más que decir después de aquello. Me refiero a que las cosas
llegaron a su punto culminante. Uno se olvida, supongo, que ya no hay nada más que
lo pueda superar, que lo has hecho todo. Permanecí sentado allí durante mucho
tiempo. No sé cuando llegaron. Tampoco sé si llegaron todos al mismo tiempo. No
podía ser que ya estuvieran allí porque no me habrían dejado matar a Greta. Al
primero que vi fue a Dios. No me refiero a Dios, me estoy liando, sino al comandante
Phillpot. Siempre me cayó bien, se portó muy bien conmigo. Creo que en algunas
cosas era como Dios, quiero decir si Dios fuera un ser humano y no algo sobrenatural
que vive en algún lugar del cielo. Era un hombre muy justo, además de bondadoso.
Se preocupaba por las cosas y la gente. Procuraba hacer todo lo posible por las
personas.
No sé cuánto sabía de mí. Recuerdo que me miraba de una manera extraña
aquella mañana en la subasta cuando dijo que estaba «eufórico». Todavía me
pregunto por qué lo diría.
Después, cuando estábamos delante de aquel pequeño montón de ropa en el suelo
que era Ellie con su traje de montar, me pregunté si él lo sabría o si tendría alguna
sospecha de que yo había tenido algo que ver.
Como ya dije, después de la muerte de Greta, permanecí sentado en la silla, con la
mirada fija en la copa de champán. Estaba vacía, todo estaba vacío, absolutamente
vacío. Sólo había una luz. La habíamos encendido Greta y yo, pero estaba en un
rincón. No daba mucha luz y el sol… creo que el sol se había puesto hacía horas.
Continué sentado mientras me preguntaba sin mucho interés qué pasaría a
continuación.
Entonces fue cuando comenzaron a llegar en grupo. Llegaron en silencio, porque
si no tendría que haberles escuchado o ver a alguno.
Tal vez si Santonix hubiera estado allí podría haberme dicho lo que debía hacer,
pero Santonix estaba muerto. Había seguido un camino distinto al mío, así que no
podía ayudarme. La verdad es que no había nadie que pudiera hacerlo.
Al cabo de un rato advertí la presencia del doctor Shaw. Estaba tan callado que a
duras penas me di cuenta de que estaba allí. Permanecía sentado bastante cerca, como
si estuviera esperando alguna cosa. Después comprendí que esperaba a que yo dijera
alguna cosa.
—He regresado a casa —le dije.
Había un par de personas que se movían por las sombras detrás del médico. Ellos
también parecían estar esperando algo, esperando a que él hiciera algo.
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—Greta está muerta —añadí—. Yo la maté. Supongo que ya se habrán llevado el
cadáver.
Vi el destello de un flash. Tenía que ser un fotógrafo de la policía fotografiando el
cadáver. El doctor Shaw volvió la cabeza bruscamente.
—Todavía no —ordenó.
Una vez más, me miró a la cara. Me incliné hacia él.
—Esta noche vi a Ellie.
—¿Sí? ¿Dónde?
—En la carretera, junto a un árbol. En el mismo lugar donde la vi por primera
vez. —Hice una pausa antes de añadir—: Ella no me vio. No podía verme porque yo
no estaba allí. Eso me intranquilizó. Me dio mucho miedo.
—Estaba en la cápsula, ¿verdad? —me preguntó Shaw—. ¿Había cianuro en la
cápsula? ¿Fue cianuro lo que le dio a Ellie aquella mañana?
—Era para la fiebre del heno. Ella siempre tomaba una cápsula como preventivo
contra la alergia cada vez que salía a cabalgar. Greta y yo preparamos un par de
cápsulas con veneno para las avispas que cogimos del Cobertizo. Lo hicimos en el
templete. No estuvo mal, ¿no le parece? —Entonces me eché a reír. No reconocí mi
propia risa. Sonó como un cacareo ahogado—. Usted comprobó toda la medicación
que tomaba Ellie cuando vino a curarle el tobillo. Píldoras para dormir, cápsulas para
la alergia… y todo estaba en orden. Nada peligroso.
—Efectivamente —señaló Shaw—, una medicación absolutamente normal.
—Eso fue algo muy bien pensado y muy astuto, ¿verdad?
—Sí, fue usted muy listo, pero no lo bastante.
—De todas maneras, no comprendo cómo lo descubrió.
—Lo descubrimos cuando se produjo una segunda muerte, una desaparición con
la que no había contado.
—¿Claudia Hardcastle?
—Así es. Ella murió de la misma manera que Ellie. Se cayó del caballo en un
coto de caza. Claudia era una joven sana, pero cayó del caballo y se murió sin más.
Claro que esta vez no pasó tanto tiempo. La recogieron casi de inmediato y aún se
olía el olor a cianuro. Si hubiese permanecido en campo abierto durante un par de
horas como en el caso de Ellie, no hubiéramos olido ni encontrado nada. Sin
embargo, no entiendo como Claudia tomó la cápsula envenenada. A menos que
ustedes se dejaran una olvidada en el templete. Claudia iba por allí de vez en cuando.
Encontraron sus huellas digitales y también un encendedor.
—Evidentemente fue un error. Se nos resbalaban de los dedos y costó mucho
rellenarlas. —Miré al médico—. Usted sospechaba que había tenido algo que ver con
la muerte de Ellie, ¿no es así? —Miré a las sombras—. Quizá todos ustedes.
—A menudo uno lo sabe, pero no estaba seguro de si podríamos hacer algo al
respecto.
—Tendría usted que advertirme de mis derechos —le reproché.
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—No soy un policía —respondió Shaw.
—Entonces, ¿qué es usted?
—Soy médico.
—No necesito a ningún médico.
—Eso está por ver.
Entonces vi a Phillpot.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Ha venido a juzgarme, a presidir el tribunal?
—Sólo soy un juez de paz. Estoy aquí como un amigo.
—¿Amigo mío? —repliqué sorprendido.
—Amigo de Ellie.
No entendía nada. Nada de todo esto tenía sentido, pero no por eso dejaba de
sentirme importante. ¡Todos ellos estaban aquí! La policía, los forenses, Shaw y
Phillpot, quienes, a su manera, eran hombres muy ocupados. Todo el asunto resultaba
muy complicado. Comencé a perder el control de las cosas. Me sentía muy cansado.
De pronto sentí un cansancio enorme y me dormí.
Luego, todas aquellas idas y venidas. La gente venía a verme, gente de toda clase.
Abogados, un procurador, letrados y doctores. Varios doctores. Me molestaban y no
quería contestar a sus preguntas.
Uno de ellos no dejaba de preguntarme si quería alguna cosa. Le dije que sí: un
bolígrafo y muchas hojas de papel. Quería escribir todo esto, contar cómo había
llegado a suceder. Quería contarles lo que había sentido, lo que había pensado.
Cuanto más pensaba en mí mismo, más interesante me parecía para los demás.
Porque yo era interesante, una persona interesante de verdad y que había hecho cosas
interesantes.
Los doctores, o por lo menos uno de los doctores, consideró que era una buena
idea.
—Ustedes siempre dejan que la gente haga una declaración. Entonces, ¿por qué
no puedo escribir la mía? Quizás algún día todos querrán leerla.
Me dejaron hacerlo. No podía escribir largas tiradas, me cansaba. Alguien utilizó
la frase «responsabilidad limitada» y otro se opuso. Escuchaba toda clase de
comentarios. Algunas veces ni siquiera se dan cuenta de que les escuchas. Luego tuve
que presentarme ante el tribunal. Les pedí que me trajeran mi mejor traje porque
quería causar buena impresión. Al parecer desde hacía tiempo me habían hecho
vigilar por unos detectives. Los nuevos criados. Creo que los había contratado
Lippincott, o por lo menos él les había dado la pista. Descubrieron muchas cosas
sobre Greta y yo. Es curioso, pero ya no pensaba en Greta. Después de matarla, había
perdido toda importancia.
Intenté recuperar aquella maravillosa sensación de triunfo que había
experimentado mientras la estrangulaba, pero incluso aquello se había esfumado.
Un día, sin previo aviso, trajeron a mi madre. Allí estaba ella mirándome desde el
umbral. No parecía angustiada como otras veces. Creo que ahora sólo se la veía triste.
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No tenía mucho que decir ni yo tampoco. Lo único que dijo fue:
—Lo intenté, Mike. Hice todo lo posible por mantenerte a salvo. Fracasé.
Siempre tuve miedo de fracasar.
—Está bien, mamá, no fue culpa tuya. Escogí el camino que quería.
Entonces, pensé: «Eso fue lo que dijo Santonix». Él también sufría por mí, pero
nadie podía hacer nada excepto quizás yo mismo. No lo sé. No estoy seguro. Pero
recuerdo el día en que Ellie me dijo: «¿En qué piensas?», y yo le repliqué: «¿Por qué
lo preguntas?». Ella me contestó: «Me miras como si me quisieras». Supongo que, en
cierta manera, la quería. Hubiera podido amarla. Era tan dulce. Ellie, dulce placer.
Supongo que el problema conmigo era que quería demasiadas cosas. Además, las
quería obtener de la manera más fácil.
La primera vez, el primer día que llegué al Campo del Gitano y conocí a Ellie,
mientras bajábamos la carretera, volvimos a encontrarnos con Esther. Aquello fue lo
que me dio la idea de pagarle, la advertencia que le hizo a Ellie. Sabía que era capaz
de hacer cualquier cosa por dinero. Le pagué. La gitana se ocupó de asustar a Ellie, le
hizo sentir que estaba en peligro. Incluso creí en la posibilidad de que Ellie llegara a
morir del susto. Ahora sé que aquel primer día, Esther estaba asustada de verdad.
Tenía miedo por Ellie. Le advirtió, le dijo que se marchara, que no permaneciera ni
un segundo más en el Campo del Gitano, que huyera de mí. Yo no me di cuenta y
creo que Ellie tampoco.
¿Ellie me tenía miedo? Creo que es posible aunque ella no se diera cuenta. Ella
sabía que algo la amenazaba, sabía que estaba en peligro. Santonix conocía la maldad
que vivía en mi interior, lo mismo que lo sabía mi madre. Quizá los tres lo sabían.
Ellie lo sabía, pero no le importaba, nunca le importó. Es extraño, muy extraño.
Ahora lo sé. Fuimos muy felices juntos, sí, muy felices. Ojalá hubiera sabido
entonces que lo éramos. Tuve mi oportunidad. Quizá todos tenemos una oportunidad.
Sin embargo, yo le volví la espalda.
Es extraño que Greta no tenga ya ninguna importancia, ¿verdad?
Incluso que mi hermosa casa no tenga importancia.
Sólo Ellie, pero Ellie nunca podrá volver a encontrarme. Noche eterna. Así
termina mi historia.
En el fin está el principio. Eso es lo que siempre dice la gente.
Pero ¿qué significa?
¿Dónde comienza mi historia? Debo volver a repasarlo y pensar…
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AGATHA CHRISTIE. Escritora inglesa nacida en Torquay (Inglaterra) el 15 de
septiembre de 1890, es considerada como una de las más grandes autoras de crimen y
misterio de la literatura universal. Su prolífica obra todavía arrastra a una legión de
seguidores, siendo una de las autoras más traducidas del mundo y cuyas novelas y
relatos todavía son objeto de reediciones, representaciones y adaptaciones al cine.
Christie fue la creadora de grandes personajes dedicados al mundo del misterio, como
la entrañable miss Marple o el detective belga Hércules Poirot. Hasta hoy, se calcula
que se han vendido más de cuatro mil millones de copias de sus libros traducidos a
más de 100 idiomas en todo el mundo. Además, su obra de teatro La ratonera ha
permanecido en cartel más de 50 años con más de 23 000 representaciones.
Nacida en una familia de clase media, Agatha Christie fue enfermera durante la
Primera Guerra Mundial. Su primera novela se publicó en 1920 y mantuvo una gran
actividad mandando relatos a periódicos y revistas.
Tras un primer divorcio, Christie se casó con el arqueólogo Max Mallowan, con
quien realizó varias excavaciones en Oriente Medio que luego le servirían para
ambientar alguna de sus más famosas historias, al igual que su trabajo en la farmacia
de un hospital, que le ayudó para perfeccionar su conocimiento de los venenos.
De entre sus novelas habría que destacar títulos como Diez negritos, Asesinato en el
Orient Express, Tres ratones ciegos, Muerte en el Nilo, El asesinato de Roger
Ackroyd o Matar es fácil, entre otros muchos. Las adaptaciones al cine de su obra se
cuentan por decenas.
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Además de estas obras, Agatha Christie también se dedicó a la novela romántica bajo
el seudónimo de Mary Westmacott.
Christie recibió numerosos premios y distinciones a lo largo de su carrera, como el
título de Dama del Imperio Británico o el primer Grand Master Award concedido por
la Asociación de Escritores de misterio.
Agatha Christie murió en Wallingford (Inglaterra) el 12 de enero de 1976.
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