Pensamiento Zombi
Pensamiento Zombi
Pensamiento Zombi
El mito del zombi no es sin embargo tan antiguo. Sí es cierto que tiene un digno
antepasado en la iconografía de la momia, aunque sus orígenes se refieran a ritos
haitianos y de diversos lugares de Hispanoamérica y África durante el flujo de esclavos
en época colonial. Su sentido primero es el de un muerto resucitado mágicamente, que
habría perdido su voluntad y que pasaría a convertirse en el sirviente del hechicero o
chamán, quien le devolvería a la vida a través de unos misteriosos polvos, el llamado
“polvo zombi”.
Sin embargo, el éxito del zombi en la representación moderna poco tiene que ver con
estos orígenes chamánicos. El zombi es ahora una figura que remite a la invasión, la
horda o la plaga, a menudo fruto de una hecatombe bacteriológica y como efecto de los
abusos tecnológicos de la raza humana. El zombi se alimenta de cerebros o de carne, y
sobrevive a pesar de las muchas laceraciones del paso del tiempo o de los daños
infringidos por otros seres hasta que se acierta a matarlo de un disparo en la cabeza. Su
prolífica aparición en el cine, con más de 400 películas, junto con otros soportes
(videojuegos, cómics, series de televisión, etc.) y su tímido pero interesante paso por la
literatura, como un nuevo y sugerente género zombi que pasaría por reescribir clásicos
de la calidad de Orgullo y prejuicio y zombis, publicado en español en 2009, Lazarillo
Z, en 2010, Don Quijote Z el mismo año o La casa de Bernarda Alba zombi, en versión
gratuita, hacen de su iconografía todo un fenómeno a escala mundial.
Quizás las últimas décadas sean suficiente ejemplo de cómo se ha extendido dicho
fenómeno. Desde las míticas películas de Romero hasta la creciente franquicia Resident
Evil no ha dejado de aumentar la filmografía zombi. En castellano es posible encontrar
las obras Zombie Evolution, de José Manuel Serrano Cueto, Cine Zombi, de Ángel
Gómez Rivero, y Zombies! Una enciclopedia del cine de muertos vivos, de Luciano
Saracino, en donde se da un repaso al cine de terror –y cómico o de lo absurdo–
relacionado con el universo zombi. El cómic cuenta con una más que interesante versión
de los superhéroes clásicos denominada Marvel Zombies o la exitosa The Walking
Dead, que ha pasado hace poco a la pequeña pantalla, sumándose a otras producciones
también ligadas al género (Dead set, The Day of the Triffids, Zero: War of the Dead). A
lo que deben añadirse importantes sagas de videojuegos (de nuevo Resident Evil, y
también House of the Dead, Left 4 Dead, Dead Rising, etc.) en lo que poco a poco se ha
convertido en un fenómeno imparable. En literatura, junto a las ya citadas
reelaboraciones de clásicos, no faltan obras que han alcanzado en los últimos años cierta
notoriedad, como Guerra Mundial Z, del citado Max Brooks, Apocalipsis Z de Manuel
Loureiro o Los Caminantes, de Carlos Sisí. Editoriales como Dolmen han habilitado ya
una línea Z para este tipo de publicaciones.
Por otro lado, estas páginas que aquí ofrecemos no pretenden ser un estudio que
compile toda la información, a modo de guía, sobre los mass media y su granito de
arena en el desarrollo del género, o una clasificación más o menos detallada de la
tipología del zombi (infectados frente a malditos, rápidos o lentos, inteligentes o
estúpidos) o del merchandising generado por éstos, sino un libro que pretenda pensar el
fenómeno zombi, el terror que inspira el mito, pero también aquello referente a la plaga,
a su representación del cuerpo, de las cosas, en una suerte de correspondencia entre la
horda zombi y una lógica del capitalismo avanzado. El sujeto-zombi pertenece a la
posmodernidad, y por ello es necesario pensarlo desde la posmodernidad, como parte
integrada del mecanismo simbólico de concebir lo real en el cual nos desenvolvemos.
Faltaba un volumen o línea de estudios que trazase algunos de los aspectos más
conflictivos del fenómeno en relación con la antropología, la psicología, el análisis de la
subjetividad posmoderna y de los conflictos directamente relacionados con el
pensamiento y la filosofía. Sirvan estos ejes temáticos como primeros tanteos para un
pensamiento zombi.
Psicoanálisis del zombi. Freud había delimitado dos fuerzas en la naturaleza del ser
humano, dos formas de energía deseante. El instinto (Instinkt), por un lado, se
correspondería con las necesidades de supervivencia, como alimentarse o beber, frente a
la pulsión (Trieb), relacionada con el deseo sexual y con la satisfacción de los placeres.
Frente a la conocida figura del vampiro, tan cara a la mitología de la ficción moderna, el
zombi carecería de deseo. Los vampiros muerden a sus víctimas y les succionan su
sangre, pero todas sus actividades se rodean de rituales para engalanar la actividad de su
deseo mediante la seducción sacrílega de cuerpos perfectos o de vírgenes, o a través de
la violencia en medio de la escena amorosa. Pero el zombi no desea nada. No sustituye
su deseo por la liturgia y la simulación, como su hermano mayor el vampiro, sino que
no pretende otra cosa que comer, expandirse. Carece de libido o de un cuerpo en el que
escribir el placer: la carne y las terminaciones nerviosas están castigadas por la
putrefacción, y todo su cuerpo es disfuncional, sin pasiones. En el zombi resuena la
animalidad del ser humano.
El cuerpo zombi. La corporalidad del zombi sucede como una multiplicidad, si bien
tampoco constituye enteramente un cuerpo, no está acabado, y está continuamente
expuesto a mutilaciones y rupturas. Se asemejaría a un cuerpo-sin-órganos, a la manera
de Deleuze, un cuerpo sin esa subjetividad autorreferencial, sin un sujeto deseante que
elaborara el fantasma de lo otro, sino tan sólo una maquinaria que se dedica a captar
flujos, a territorializarse, a extenderse en cada mordedura. El sujeto zombi construye su
corporalidad intersticial, en la complementación de otros cuerpos que interactúan con él,
a la manera de la teoría corporal de Jean-Luc Nancy: no la máquina célibe deleuziana,
sino esa continua desobra de la corporalidad, el devenir-plaga, en un régimen
productivo en el que el resultado es siempre él mismo, multiplicándose como un rizoma
y reproduciéndose sin deseo, por contagio y contacto, por acoplamientos maquínicos
con aquello que le rodea: actúa como un mecanismo. Cada mordedura ensambla una
pieza, cada víctima se suma a la compleja maquinaria de la corporalidad zombi, a su
movimiento de expansión y apertura.
Horda y comunidad. Para Lacan el deseo se elabora siempre en el otro, pasa por ser un
deseo de otro, del que la horda carecería. Todo en el zombi son instintos, por lo que no
pueden establecerse sólidas relaciones entre sus congéneres. No hay interacción posible.
Es lo que Blanchot denominaba como desobra: aunque todos los zombis se abalancen
sobre la misma presa o echen abajo las mismas alambradas no hay una verdadera
relación entre los miembros del conjunto. La horda supone la no-comunidad, y lo que
une a un zombi con otro no sería sino esa falta de relación, de interacción común, de
sociabilidad y apoyo mutuo. Carecen de razones tanto para competir como para
ayudarse o, del mismo modo, para enfrentarse entre sí y devorarse unos a otros. No
producen signos, lenguajes compartidos, no viven conjuntamente ninguna experiencia
semiótica salvo la del indicio. Cuando alguien se cruza en su campo visual, cuando se
oye un ruido u otro zombi se vira hacia un lado, todo ello puede constituir una
indicación de que ahí hay comida. Cualquier variación, por pequeña que sea, en la
pacífica vida del zombi es motivo de alerta y supone una oportunidad para asegurarse el
sustento necesario, es decir, nuestros cerebros. Se trataría entonces de una comunidad
de individuos aislados entre sí, completamente solitarios, aun estando unos al lado de
otros, que actuarían de manera conjunta por esta ley del indicio, por una reciprocidad
vacía que no conoce al otro, sino que lo imita sin más. Los zombis actúan al mismo
tiempo no como un inconsciente colectivo, sino por imitación, sin llegar a formar una
comunidad de miembros entrelazados, sino a manera de islas desiertas, sin deseo o
conciencia que los una o que salvaguarde los espacios de la propia intimidad.