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Álvaro Matute

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ENSAYOS

La responsabilidad social del historiador


Álvaro Matute*
Instituto de Investigaciones Históricas Universidad Nacional Autónoma de México
https://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/boletin/pdf/boletin080.pdf

Discurso pronunciado el 17 de mayo de 2007 al recibir la Medalla al Mérito Histórico


“Capitán Alonso de León”, que otorga la Sociedad Nuevoleonesa de Historia, Geografía y
Estadística, en el Museo de Historia Mexicana de la ciudad de Monterrey.

Investigar, enseñar y divulgar. Ésas son las tres acciones a desempeñar por parte de
quienes deciden dedicar su vida al estudio de la historia. Soy historiador porque investigo y
lo hago para comunicar mis hallazgos a mis semejantes, según se me presenten en el aula
o como público interesado en el saber histórico.

A lo largo de los siglos, las sociedades a las que han pertenecido y pertenecen los
historiadores son las que condicionan las preguntas que éstos le hacen al pasado. Es
extraño que no suceda así, a pesar de la multiplicidad de inquietudes que manifiestan los
historiadores cuando deciden lo que habrán de escudriñar. Johann Gustav Droysen se
refirió a la pregunta investigante como aquello que guía el impulso de quienes habrán de
emplearse en archivos y bibliotecas en busca de noticias, datos, fragmentos, hechos, restos
que les permitan arquitecturar una reconstrucción lógica y congruente de algo que sucedió y
que no puede ser ni repetido ni reproducido tal y como ocurrió. El historiador reconstruye y
selecciona, rescata elementos y cubre omisiones, pero todo ello por virtud de ser un ser
social que expresa su tiempo y circunstancia, tanto en lo que le dicta su psique como lo que
su entorno le demanda. Ya se ha dicho mucho cuáles son los elementos que condicionan la
razón de ser de las preguntas, principiando por la insatisfacción que produce un tipo de
saber que, o no está completo o no tiene lógica, entre otras cosas. Entonces se va en busca
de la satisfacción, sí, como un acto producto tanto de la individualidad egoísta como del
sentimiento de pertenencia a la sociedad.

La gran pregunta no deja de ser ¿para qué hacen historia los que la hacen/ hacemos? Las
respuestas pueden llenar páginas, no es una sola sino muchas, y esa multiplicidad puede ir
desde la razón más egoísta posible hasta el desprendimiento altruista mayor que pueda
concebirse. Y dentro de este último, puede haber el desinterés de sólo contribuir al
conocimiento, o sentar con él las bases de hacer tabula rasa del pasado. La amplitud es tal
que de ella están llenos muchos libros de historiografía y teoría y método de la historia. Sin
embargo, hay algo que no deja de tener una importancia mayor: la actitud con la cual el
historiador enfrenta su tarea. Dicha actitud no es otra que la responsabilidad.

Primero: es la responsabilidad individual la que se ejerce ante sí mismo. La historia de la


historiografía anterior al siglo xx nos ilustra acerca de centenares de autores que motu
proprio decidieron investigar y escribir historia por un prurito que partía de su conciencia.
Querían dar a conocer algo de lo que sabían, ya por experiencia directa, ya por búsqueda
documental, porque el hecho de compartir su conocimiento ayudaba a los demás. ¿A qué?
A saber lo que pasó para que cada cual hiciera con ese saber lo que más le conviniera.
Después vino la historia profesional, fenómeno histórico y social ciertamente reciente. Surge
así el historiador de universidades e institutos de investigación que los forman y sostienen
para que desde el lugar que ocupa se dedique a escudriñar el pasado en beneficio del
prójimo. Pero aquí surge un fenómeno antes no contemplado: el historiador comienza a
ejercer la comunicación sólo con sus semejantes, con lo cual quiero decir, no con los demás
hombres, sino con sus colegas de profesión, los únicos calificados para valorar su
quehacer. La historia gana en rigor, pero se enajena. Pierde el contacto con sus verdaderos
semejantes en la acepción más amplia, para ser un producto de consumo casi exclusivo de
otros historiadores. Afortunadamente casi.

La bondad de la historia radica en lo que tiene en común con la literatura. Ciertamente hay
escritores que escriben para escritores, pero siempre buscan a alguien más, buscan que su
círculo de lectores se agrande y sea grande. Dentro de todo esto gravita el tema de la
responsabilidad social. El individualismo fomentado por las instituciones encargadas de
organizar la evaluación del trabajo académico propicia que el producto del trabajo, en
nuestro caso, de los historiadores, se le escatime a la sociedad. Decir en este caso
sociedad, así, sin matices, resulta demasiado amplio. Claro que la sociedad se puede dividir
en grupos, segmentos, clases, estratos o en lo que se quiera, ya que ella no es un todo
homogéneo. Es por ello posible que un historiador en particular no conciba su obra como
algo al alcance de todo el conjunto social, sino sólo de aquellos que tengan más
posibilidades de beneficiarse con ella. El factor docente los perfila hacia un fin determinado
cuyos alcances, con suerte, pueden ser mayores. Si bien sus lectores serán cautivos, y es
posible que en su cautiverio se enfrenten a la última —acaso única— posibilidad de recibir
los beneficios del conocimiento histórico.

En efecto, parto de que el saber histórico es un beneficio. Es sin duda un patrimonio cultural
de la humanidad no expresamente declarado como tal. Es un patrimonio inmaterial, porque
sólo se reproduce en la mente de quienes lo poseen, pero lo es. El filósofo español José
Gaos, al introducir a los lectores en una obra del pensador alemán Johann Gottlieb Fichte,
marcaba el contraste entre el fortalecimiento de la conciencia histórica y el raquitismo de la
obra de muchos historiadores que velaban más por el reconocimiento que sus congéneres
le otorgaran a sus trabajos, que establecer comunicación con un público amplio para
contribuir así al fortalecimiento o ensanchamiento de su conciencia histórica. Al mismo
tiempo, otro español expulsado de su patria por la guerra civil, Ramón Iglesia, protestaba
ante el hecho de que se escribiera para “media docena de colegas”. Hoy en día vivimos una
crisis avizorada por esos dos maestros del exilio español. Se produce con calidad y
abundancia, pero sucede lo que con la distribución del ingreso: la brecha entre pobres y
ricos se hace cada vez más grande: los que saben, saben cada vez más —lo que por otra
parte no es malo en sí—, mientras los que no saben se encuentran cada vez más alejados
de saber al menos lo mínimo indispensable. Hace falta una mayor y mejor distribución de la
riqueza, en general, y de la propia del saber histórico. La calidad de la enseñanza se
deteriora a pasos agigantados. La sociedad de consumo no valora el conocimiento, y no le
otorga la categoría de ser precisamente un bien de consumo. Y con la enseñanza
deteriorada, la posibilidad de hacer partícipes del conocimiento histórico a más amplios
sectores de la sociedad se antoja cada vez más difícil.

Labor quijotesca, pues, la de los historiadores que quisieran decirle algo a la sociedad que
los formó y de la que son parte. El aumento en la calidad de la enseñanza —el segundo de
nuestros quehaceres— es actividad deseable como fin en sí mismo. De realizarse en
plenitud ganaríamos adeptos para que la educación fuera realmente continua, para que no
fuera el saber histórico la medicina que no se vuelve a tomar una vez que sus efectos
fueron alcanzados. “Ya pasé historia”, diría el estudiante de bachillerato satisfecho porque
nunca más volverá a repetir una fecha o un dato. Qué importa cuál era el nombre completo
de tal personaje, dónde y cuándo nació y ni pensar por qué se llama así alguna calle o el
señor que la estatua de una plaza representa.

Cotejados con otros saberes, es posible preguntarnos qué se quiere que se sepa de la
historia. Ciertamente no todos los egresados del bachillerato pueden desempeñarse de
manera exitosa en los misterios del cálculo infinitesimal; contentémonos con elaborar
estadísticas básicas que nutran con rigor cuantitativo nuestro sentido común. Tengamos de
nuestra anatomía y fisiología el conocimiento básico que nos permita ser responsables con
nuestro propio cuerpo y con la salud de los demás. No nos privemos del gozo de lo mejor y
más universal de la literatura y las artes. El fin de su conocimiento no es alcanzar la
erudición. Ella le está reservada a los estudiosos. Simplemente tengamos las claves de los
conocimientos que reclama nuestra vida cotidiana, para elevar su calidad, la calidad de
nuestra vida, que por ser nuestro patrimonio individual podemos hacer con ella lo que nos
venga en gana. ¿Podemos realmente, o el ser responsables con nosotros mismos no nos
envía a ser responsables ante los demás? De ahí la necesidad de educarnos, no para pasar
asignaturas escolares, sino para vivir una vida más plena.

Los historiadores debemos buscar comunicación, atractiva y efectiva, con nuestro entorno,
entre otras cosas, para hacerlo más nuestro, para saber qué tienen qué ver con todos la
Divina comedia, la segunda ley de Newton o la invasión napoleónica a España en 1808.

Además de presentar los conocimientos de manera atractiva y persuasiva, también hay que
hacerlo con honestidad intelectual. El ideólogo agazapado detrás de las trincheras de la
historia se apresta a manipular la manera de comunicar los sucesos del pasado para crear
adeptos de una causa, por cierto alejada de la historia. Alejada en el sentido de no ser
entendida como un compromiso con la verdad. Cuando la ideología domina hay
inautenticidad; cuando hay inautenticidad, hay irresponsabilidad. Y esto no es el sentido de
la misión del historiador.

¿En qué radica éste? Justamente en expresar a su sociedad y en expresarle a su sociedad


un conjunto de conocimientos que fortalezca la conciencia histórica colectiva. Es una misión
ética, en la medida en que la ética debe estar implícita en la realización de la obra histórica
para que alcance la dignidad de ser historia contemporánea de su propio momento
histórico, como quería Croce.

Investigar, enseñar y divulgar para fortalecer la identidad regional, nacional y humana de


nuestros semejantes. Quien lo desempeñe así ganará tal vez no en la evaluación
academizante, sino en la aceptación de una sociedad a la cual es menester alimentarle su
demanda de conocimiento histórico y satisfacérsela de manera enriquecida.

Concluyo con la evocación de la Cartilla moral del ilustre regiomontano Alfonso Reyes, que
resume una preceptiva ética fundamental con la que debemos normar nuestros actos, y con
la frase anhelante del Discurso por Virgilio: “Quiero el latín para las izquierdas”

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